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Spanish Pages 280 Year 2017
Gobernar en medio de la violencia
Estado y paramilitarismo en Colombia
Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia Resumen En las dos últimas décadas del siglo XX, los grupos paramilitares obtuvieron el control de amplias zonas del territorio nacional. A pesar del poder armado, económico y político que habían acumulado, se desintegraron en unos pocos años, como consecuencia de su desmovilización parcial y de la extradición de sus principales jefes. Mientras que generalmente el conflicto interno es visto como la causa del colapso estatal, este libro propone un análisis sociológico de la relación entre violencia y Estado. A partir de estudios locales, analiza la manera en que las armas han participado en la represión de movimientos sociales y opositores políticos, en la repartición de recursos públicos y en la explotación económica de zonas marginales. Se estudia también el nivel nacional, se analiza la forma en la cual la violencia se transforma en un problema público, atrayendo la atención de las políticas de seguridad y de la justicia penal. De esta manera, llevando a cabo una argumentación comparativa, se muestran las formas múltiples en las que los grupos armados participan en el proceso histórico de la formación del Estado. Palabras clave: Paramilitarismo, violencia política, política y gobierno, conflicto armado,
desmovilización, políticas de seguridad, historia de Colombia.
Governing in the Midst of Violence. State and Paramilitary Politics in Colombia Abstract In the final two decades of the 20th century, paramilitary groups took control over wide swaths of Colombian territory. But despite amassing military, economic, and political power, they disintegrated within a few years due to their partial demobilization and the extradition of their principal commanders. Although internal conflict is generally seen as the cause of state failure, this work proposes a sociological analysis of the relationship between violence and the State. Based on local studies, it examines the role of armed groups in repressing social movements and political opponents, in the distribution of public resources, and in the economic exploitation of marginal areas. At the national level, it analyzes how violence becomes a public problem to be addressed through security policy and the criminal justice system. By presenting comparative arguments, it illustrates the multiple ways in which armed groups participate in the historical process of State formation. Keywords: Paramilitarism, political violence, politics and government, armed conflict,
demobilization, security policy, history of Colombia. Citación sugerida Grajales, Jacobo (2017). Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia. Bogotá: Editorial Universidad del Rosario. DOI: dx.doi.org/10.12804/th9789587387988
Gobernar en medio de la violencia
Estado y paramilitarismo en Colombia Jacobo Grajales —Compiladores—
Grajales, Jacobo Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia / Jacobo Grajales. – Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2017. xxxvi, 242 páginas – (Colección Textos de Ciencias Humanas) Incluye referencias bibliográficas. Paramilitarismo – Historia – Colombia / Violencia política – Historia – Colombia / Colombia – Política y gobierno / I. Universidad del Rosario. Facultad de Ciencias Humanas / II. Título / III. Serie. 322.42
SCDD 20 Catalogación en la fuente – Universidad del Rosario. Biblioteca
JDA
Febrero 13 de 2017
Hecho el depósito legal que marca el Decreto 460 de 1995
Colección Textos de Ciencias Humanas © Editorial Universidad del Rosario © Universidad del Rosario, Escuela de Ciencias Humanas © Jacobo Grajales
Primera edición en español: Bogotá, D.C., mayo de 2017
Traducción de Gouverner dans la violence. Le paramilitarisme en Colombie. Karthala, 2016.
Coordinación editorial: Editorial Universidad del Rosario Traducción: María Luisa Molano Corrección de estilo: Juan Fernando Saldarriaga Restrepo Montaje de cubierta y diagramación: Precolombi EU-David Reyes Impresión: Xpress. Estudio Gráfico y Digital S. A.
Editorial Universidad del Rosario Carrera 7 No. 12B-41, of. 501 • Tel: 2970200 Ext. 3112 editorial.urosario.edu.co
ISBN: 978-958-738-797-1 (impreso) ISBN: 978-958-738-798-8 (digital) DOI: dx.doi.org/10.12804/th9789587387988
Impreso y hecho en Colombia Printed and made in Colombia
Los conceptos y las opiniones de esta obra son responsabilidad de sus autores y no comprometen a la Universidad ni sus políticas institucionales. Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo escrito de la Editorial de la Universidad del Rosario.
Contenido
Introducción................................................................................................................. xiii Los paramilitares y el Estado: una disidencia relativa................................... xix Violencia y movilidad social.............................................................................. xxi Representar y problematizar la violencia................................................ xxii Violencia y formación del Estado..................................................................... xxvi Un gobierno por la violencia.................................................................... xxviii Un gobierno de la violencia...................................................................... xxix La autoridad del Estado............................................................................. xxxi ¿Qué tipo de investigación?............................................................................... xxxii 1. Entre el crimen y la política............................................................................... 3 Violencia y crimen organizado......................................................................... 5 Una polarización nacional........................................................................ 5 Escuadrones de la muerte.......................................................................... 7 Los narcotraficantes y el conflicto armado............................................ 9 ¿Sicarios o bandidos políticos?......................................................................... 13 Los hermanos Castaño, empresarios del paramilitarismo.................. 13 Paramilitarismo y seguridad privada....................................................... 16 La expansión nacional y las Autodefensas Unidas de Colombia..................................................................................... 21
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Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
Primera parte Ejercer el poder por la violencia 2. “A la gente de bien no la matan”. Violencia y orden social........................... 29 Empresarios de la violencia, entre seguridad y represión............................. 30 Los empresarios de la violencia................................................................ 31 La amenaza rebelde.................................................................................... 33 Violencia y fraude electoral...................................................................... 36 La violencia en los cultivos........................................................................ 41 De la violencia a la hegemonía.......................................................................... 46 Ofensivas paramilitares............................................................................. 46 Violencia y control de la población......................................................... 54 3. El comandante, el gobernador y los demás. Configuraciones político-criminales.............................................................................................. 65 Un sistema de complicidades político-criminales......................................... 68 Los paramilitares y el voto......................................................................... 68 Hacia la influencia nacional...................................................................... 73 El acceso a los fondos del Estado.............................................................. 77 Espacios de influencia......................................................................................... 81 Una influencia a todo nivel....................................................................... 82 El caso Correa de Andreis......................................................................... 85 4. La violencia al margen del Estado, ¿una colonización armada?.................. 91 Territorio y violencia........................................................................................... 94 Una región marginal.................................................................................. 95 Hacia una ocupación paramilitar............................................................ 98 Violencia y agroindustrias......................................................................... 100 Despojo y discurso sobre el desarrollo............................................................. 105 Derechos de propiedad, Estado y violencia........................................... 106 Política agrícola y acaparamiento de las tierras..................................... 108
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Contenido
Segunda parte Identificar y tratar el “problema paramilitar” 5. El paramilitarismo: ¿un problema de seguridad?.......................................... 115 Ejército y seguridad............................................................................................. 118 El paradigma de la seguridad nacional.................................................... 118 Los civiles en la guerra: auxiliadores de los militares o enemigo interno....................................................................................... 122 ¿Hacia el final de la doctrina de la seguridad nacional?................................ 126 Droga y violencia........................................................................................ 127 ¿El final del paradigma?............................................................................. 129 Los paramilitares: ¿una amenaza para el Estado?................................. 132 Seguridad privada y conflicto armado: las Convivir..................................... 138 La fluidez de los problemas de seguridad............................................... 138 Seguridad privada y antisubversión......................................................... 141 6. Juzgar la violencia en tiempos de guerra.......................................................... 147 ¿Una justicia en crisis?........................................................................................ 149 La fragilidad de la justicia.......................................................................... 149 Hacia una nueva justicia............................................................................ 154 Los derechos humanos: ¿una “estrategia del gatopardo”?............................ 157 Entre las movilizaciones sociales y la diplomacia.................................. 158 Los fiscales de los derechos humanos...................................................... 163 Internacionalización y judicialización del trabajo militar........................... 167 Generales ante la justicia.................................................................................... 171 7. Delincuentes políticos, criminales de guerra, delincuentes a secas............ 177 ¿Una paz entre amigos?...................................................................................... 180 Bandidos políticos, ¿un ideal inalcanzable?.......................................... 181 Calificar la violencia: la estrategia gubernamental............................... 185 Justicia y Paz: ¿valores incompatibles?............................................................ 187 Movilizaciones y críticas............................................................................ 187 Usos gubernamentales de la justicia transicional.................................. 189 Hacia una definición judicial del paramilitarismo............................... 192
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Paramilitares y políticos..................................................................................... 195 El escándalo de la “parapolítica”............................................................... 195 Los jueces y la política................................................................................ 199 De la desmovilización a la extradición............................................................. 202 Desmovilizaciones de fachada.................................................................. 203 Hacia un tratamiento criminal................................................................. 205 Conclusión.................................................................................................................... 211 Las instituciones estatales.................................................................................. 212 Las prácticas de Estado....................................................................................... 213 La idea del Estado................................................................................................ 216 Bibliografía.................................................................................................................... 219 Libros y revistas.................................................................................................... 219 Prensa..................................................................................................................... 234 Informes de organismos nacionales e internacionales.................................. 236 Documentos oficiales y públicos...................................................................... 238 Otros documentos.............................................................................................. 241
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Introducción
El caso del general Rito Alejo del Río resume las paradojas del paramilitarismo en Colombia. En 1996, su segundo al mando en la 17.a Brigada, el coronel Carlos Alfonso Velásquez, lo acusó de colaborar con grupos paramilitares en Urabá. Sin embargo, el informe redactado por Velásquez no llevó a investigaciones internas contra Del Río. Al contrario, tal gesto fue castigado por la institución y le valió al coronel su salida del Ejército, en razón de su supuesta deslealtad hacia su oficial superior. A pesar de los esfuerzos del comando del Ejército para acallar la controversia, las denuncias despertaron el interés de varios fiscales de la recientemente creada Unidad Nacional de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humani tario de la Fiscalía (udh). La investigación contra el general Del Río se inició en 1998. Más de 100 homicidios y 150 desapariciones forzadas fueron sumados al caso. Ahora bien, a raíz de la injerencia del fiscal general Luis Camilo Osorio, la investigación terminó estancándose; el fiscal encargado fue separado del caso y tuvo que salir del país debido a las amenazas contra su vida. Varios años más tarde, tras duras batallas judiciales que llevaron hasta la intervención de la Corte Suprema de Justicia, la investigación contra Del Río fue reabierta. Finalmente, el general fue condenado a 26 años de prisión en agosto de 2012 por el homicidio de un campesino chocoano. El hombre habría sido asesinado por paramilitares que actuaban en concierto con unidades bajo el comando de Del Río. De acuerdo con la Fiscalía, el general habría puesto en marcha una estrategia de colaboración entre militares y paramilitares, con el fin de expulsar a los grupos guerrilleros de la región. Cuando el asesinato tuvo lugar, los militares dominaban toda la zona y habían confiado las tareas de control de la población a los paramilitares.
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Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
Tales pactos, y el hecho de que hoy sean públicos, son el resultado de procesos históricos complejos. Se trata, por una parte, de la formación de alianzas entre sectores de las élites dirigentes, del Ejército y de sus servicios de inteligencia con los grupos paramilitares; por otra, de la construcción de un “problema paramilitar”, resultado de denuncias realizadas tanto por abogados, jueces, sectores del Gobierno, de la política y de movimientos sociales, como por algunos medios y sectores académicos. Estas denuncias han hecho visible la existencia de esos grupos, su crecimiento y su violencia, así como la complicidad de la que han disfrutado al interior del aparato estatal. ¿Cómo comprender que poderosos grupos armados se confundan en ciertas circunstancias con el aparato estatal, pero que sean, al mismo tiempo, objeto de denuncias y acusaciones, que terminen siendo vistos como un problema criminal? Tal situación, a primera vista paradójica, es el objeto de este libro. *** En 2005, mientras el proceso de desmovilización de los grupos paramilitares estaba en curso, Daniel García-Peña Jaramillo lamentaba la polarización de las posiciones políticas e históricas acerca de los lazos entre los grupos paramilitares y el Estado. Escribía que […] para unos, el paramilitarismo es una política de terrorismo de Estado, mientras que para otros se trata de una respuesta a los abusos de la guerrilla de ciudadanos desamparados por la ausencia del Estado: curiosamente, tanto para unos como para otros, la responsabilidad del Estado es central, por acción o por omisión (García-Peña Jaramillo, 2005, p. 59).
El autor abogaba entonces por un esclarecimiento de las condiciones históricas del desarrollo de estos grupos, lo cual era un requisito indispensable para comprender el fenómeno armado. Sus afirmaciones ponen de relieve la manera como el análisis del paramilitarismo se mezcla con divergencias políticas. Hoy, con el paso de los años, se puede ver que esta polarización ha sido un obstáculo para la comprensión del fenómeno paramilitar.1 Aunque vamos a 1
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Una polarización de este tipo no solo ha influido la literatura producida en Colombia, sino también gran parte de la generada en los Estados Unidos. En efecto, la circulación de análisis entre
Introducción
comentar más adelante la literatura sociológica que trata de los grupos paramilitares, es conveniente exponer brevemente las divisiones teóricas de estos trabajos. A nuestro juicio, en la literatura se opone una concepción de la violencia paramilitar como un proyecto de privatización de la violencia y un análisis que la interpreta como una forma de colapso del Estado. Sin aspirar a desarrollar una crítica general de la literatura sobre el paramilitarismo, se busca mostrar que es indispensable salir de esta dicotomía para abordar la relación entre los grupos paramilitares y el Estado colombiano en términos sociológicos. Los primeros análisis del fenómeno paramilitar estuvieron ligados a dinámicas de denuncia. En los trabajos que a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa del siglo xx se interesaron en los grupos paramilitares, a estos se los concibió como auxiliares de los militares, creados por el Ejército en el marco de su estrategia contrainsurgente. La tesis admitida comúnmente, por muchos autores de la época, fue que los grupos paramilitares eran el fruto de una estrategia estatal de privatización de la violencia. Así, para Carlos Medina Gallego, los paramilitares representaban la manifestación de una violencia “para-institucional” (Medina Gallego, 1990; Medina Gallego & Téllez Ardila, 1994), que hacía parte de otros modos de represión clandestina. Esto hacía difícil diferenciar el paramilitarismo de dinámicas más amplias de criminalización de la represión, que se han manifestado, por ejemplo, bajo la forma de desapariciones forzadas, violencia militar y policial, y asesinatos cometidos clandestinamente por miembros de las fuerzas de seguridad. El uso de una calificación como la de terrorismo de Estado tuvo como objetivo, en aquella época, equiparar la situación colombiana a otras formas de represión extraoficial dotadas de mayor visibilidad internacional, como los casos de América Central o del Cono sur.2 Los paramilitares aparecían entonces como actores situados a medio camino entre las milicias armadas y los “escuadrones de la muerte”. Ahora bien, parece imposible asimilar a los paramilitares colombianos en sus comienzos con una fuerza militar auxiliar. Así mantuviesen relaciones e strechas
las organizaciones no gubernamentales (ong) de derechos humanos y de estudios sociológicos tendió, a mi modo de ver, a trasladar a los segundos las oposiciones que animaban a las primeras. Para un ejemplo de este tipo de sesgo, véase Avilés (2007). 2
David Garibay y Juan-Carlos Guerrero-Bernal (2007) muestran las dificultades que enfrentaron los diferentes actores políticos colombianos para lograr la atención internacional y obtener así una calificación en términos de “crisis” de las situaciones de violencia en Colombia.
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con los militares, esos grupos gozaban, en esas épocas, de una autonomía financiera importante, incluso total, por la vía de sus lazos con el narcotráfico. Dichos vínculos debilitaban los argumentos que desarrollaban el tema de la privatización de la violencia represiva. Algunos autores aspiraron a formular análisis complementarios. Así, para Rodrigo Uprimny y Alfredo Vargas (1990), los grupos paramilitares fueron, a la vez, una manifestación de una guerra sucia contra la oposición política y los movimientos sociales, y el símbolo de una fragmentación del sistema político, que fracasaba al imponer un orden legal basado en el monopolio de la violencia. Sin embargo, así estos autores hayan intentado integrar, en un mismo marco conceptual, la contrainsurgencia y la criminalidad, se circunscribieron a analizar la incapacidad del Estado para controlar esas dinámicas. La tesis de la privatización de la violencia ha sido esgrimida por trabajos más recientes. Por ejemplo, William Avilés (2007) interpreta al paramilitarismo como un complot orquestado por las élites centrales. Estas llevarían a cabo una estrategia de privatización de la violencia que les permitiría mantener altos niveles de represión sin afectar la imagen internacional del Ejército.3 Durante el decenio de los años noventa y la primera década de dos mil aparecieron nuevos paradigmas explicativos, con interpretaciones que se ubicaron a medio camino entre los estudios académicos y la formulación de políticas de seguridad. Aquellos analizaban la violencia paramilitar como una forma de colapso del Estado. Tal tesis corresponde a un momento histórico particular, en el que la creación de las Autodefensas Unidas de Colombia (auc) parecía hacer pesar, sobre el país, la amenaza de una guerra total.4 Para Alfredo Rangel (2005), un politólogo muy activo en el sector de la asesoría en seguridad, hoy senador por el partido Centro Democrático, los paramilitares tenían un propósito de contrainsurgencia, pero que se desarrollaba de manera independiente del Estado; de este modo, habrían sido actores autónomos que, además, ponían en riesgo el monopolio estatal de la fuerza. Según este enfoque, los grupos paramilitares serían el fruto de una reacción ante la incapacidad del Estado de garantizar la 3
Este autor interpreta al paramilitarismo como una política de privatización de la violencia, manejada por élites del Gobierno, que buscarían minimizar los riesgos jurídicos y políticos de la intervención directa de las Fuerzas Militares en la represión.
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Para una revisión de la literatura colombiana acerca del paramilitarismo, véase Cruz Rodríguez (2007). En términos generales, para una presentación de una parte de los estudios sobre el Estado en Colombia, véase Orjuela (2010). Para análisis más críticos y más cercanos a la visión que se defiende aquí, véase González, Bolívar y Vásquez (2003).
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Introducción
seguridad; por ende, su existencia sería la prueba de la debilidad de las instituciones. Una de las críticas mejor argumentadas de esta posición es el análisis sociohistórico de Francisco Gutiérrez y Mauricio Barón (2005); en una relectura del caso de Puerto Boyacá, estos autores muestran la complejidad de los intereses que se congregaron alrededor de la movilización paramilitar y la imposibilidad de trazar una línea clara entre lo estatal y lo criminal. Algunos autores han cimentado sus análisis en la autonomía financiera que obtuvieron los paramilitares debido al negocio de las drogas, lo cual los diferenciaría radicalmente de otras milicias contrainsurgentes en el mundo. Esto habría determinado sus estrategias políticas y militares por la búsqueda de rentas (E. Pizarro, 2004). Así, para Gustavo Duncan (2005a), los paramilitares pueden ser definidos como “señores de la guerra”, que consolidaron y controlaron los canales de acceso a las ganancias de la droga por su influencia sobre el aparato del Estado. Tal interpretación contribuye a hacer de los paramilitares unas entidades opuestas, en esencia, al ordenamiento político estatal, que habrían amenazado con destruir las instituciones en beneficio de su enriquecimiento personal. Además, esta visión en términos económicos también debe ser analizada en su contexto; ella apareció en el momento en el que la relación entre paramilitares y el tráfico de drogas fue denunciada con mayor vigor. En consecuencia, lo anterior impuso nuevos cuestionamientos acerca de cómo calificar a estos grupos armados: ¿se trataba de guerreros o de narcotraficantes? Además, la cuestión del papel económico de los paramilitares adquirió mayor importancia en el momento en el que su complicidad con dirigentes políticos comenzó a ser objeto de investigaciones penales. Dicha complicidad les permitió a los paramilitares tener acceso a los presupuestos de los gobiernos locales y a extraer dineros de las finanzas públicas. La mayoría de estos análisis se basan en una definición a priori del Estado, en el que este sería, necesariamente, una entidad que debería controlar directamente un territorio sobre el cual se haría prevalecer el estado de derecho y la democracia. Incluso los académicos más críticos, que denuncian la complicidad entre políticos y paramilitares, o entre estos últimos y los militares, basan su análisis en semejante visión del Estado. Entonces, hablan de un Estado local “capturado” por las alianzas entre paramilitares y políticos (López, 2010); por tanto, habría, por una parte, el Estado central, racional y demócrata, actuando de acuerdo con las reglas del derecho y, por otra, las fuerzas reaccionarias locales, que dejarían a un lado su razón de ser y quedarían “capturadas” por su deseo de beneficio propio (Garay Salamanca, 2008). xvii
Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
Estas investigaciones sufren, en general, de un sesgo sustancialista y normativo, que retoma la terminología de los representantes del Estado, del derecho y de las organizaciones internacionales. Definen el Estado no como lo que es, sino como lo que analistas y académicos consideran que debería ser. De esta manera, confunden la capacidad de las instituciones para hacer prevalecer el Estado de derecho y la realidad del poder político. En cuanto a los análisis en términos de delegación de la violencia, ellas hacen del Estado una cosa en sí, y a los gobernantes los convierte en grandes estrategas al comando de un plan macabro. Este análisis cae entonces en un sesgo intencionalista, presumiendo capacidades de previsión, coordinación y planeación que rara vez existen en cualquier espacio social. Todos estos enfoques tienen en común su incapacidad para dar cuenta de la complejidad histórica de la relación entre el Estado y la violencia. Entonces, ¿cómo comprender que la violencia paramilitar haya contribuido al control del Estado sobre el territorio y la población, en un modo de gobierno indirecto o de “descarga”,5 pero que también haya sido objeto de diferentes formas de denuncia, control, dominio y penalización? Nuestro enfoque se aleja de esas concepciones, con el objetivo de proponer una sociología histórica del Estado en su relación con la violencia. Analiza el Estado como una configuración compleja, proveniente de una historia múltiple, en la que se desarrollan conflictos relativos a la reapropiación de sus recursos específicos. No proponemos una definición previa de su perímetro, pero damos atención particular a las luchas que buscan definirlo.6 Esta obra también apuesta por una sociología del Estado que podría calificarse de “realista”, dado que rechaza una acepción normativa y sustancialista. Al contrario, se compromete con un enfoque epistemológico que parte de una observación de las prácticas y los procesos concretos que fabrican el mundo social (Bayart, 2004, 2006; Briquet & Favarel-Garrigues, 2010). Este trabajo se cuestiona, entonces, sobre situaciones específicas en las que la comprensión sociohistórica es aún incompleta. ¿Cómo interpretar la historia reciente de Colombia, país en el que la intensidad de la violencia se ha asociado
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Acerca de la “descarga” como reconfiguración del poder del Estado, véase el trabajo de Béatrice Hibou, sobre el cual se volverá más adelante en el texto; véase, sobre todo, la obra colectiva editada bajo su dirección (Hibou, 2000b), cuya introducción fue publicada en español por el Fondo de Cultura Económica.
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Siguiendo en este aspecto la propuesta de Mitchell (1991).
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Introducción
con formas de desarrollo de su misma gestión, su categorización e, incluso, algunas veces de su encausamiento? ¿De qué procesos sociales el paramilitarismo constituye una manifestación? ¿De la capacidad de las élites para constituir una serie de “enclaves autoritarios” al interior de un país en el que reina una democracia formal? Y si la respuesta a esta pregunta fuese afirmativa, ¿cómo se podría comprender la capacidad de la justicia para enfrentar estas complicidades político-criminales? ¿Cómo analizar el papel tan ambiguo del derecho, recurso polifacético al que se acude para denunciar las relaciones ilícitas de personalidades políticas y militares, pero también para tratar de convertir las ganancias mal habidas en recursos económicos y políticos legales y legítimos? Ahora bien, la comparación del caso colombiano con otras situaciones y circunstancias —algunas veces bastante lejanas tanto geográficamente como en el tiempo— permite analizar las cosas desde otras dimensiones.7 Este ejercicio nos lleva a plantear nuestro interrogante de manera más general respecto a dos puntos: por una parte, el estudio versa acerca de la relación —hecha de conflicto, negociación y complicidad— entre los grupos armados no estatales y el Estado; y, por otra, este caso contribuye, asimismo, a las reflexiones teóricas que se interrogan sobre el papel de la violencia en los procesos históricos de formación del Estado. A continuación se examinan estas dos temáticas.
Los paramilitares y el Estado: una disidencia relativa Una primera apuesta de este trabajo es la de refutar las dicotomías que oponen sistemáticamente a los partidarios y a los enemigos del orden establecido.8 Este libro postula, por el contrario, que la relación entre los grupos paramilitares y el Estado puede ser calificada como disidencia relativa, es decir, se trata de un repertorio de acción que no se opone al sistema, sino que apuesta por adquirir
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Para un análisis de la posición de las ciencias sociales ante casos empíricos como este, véase principalmente el trabajo de Lund (2014). Este libro adopta un enfoque en el que la comparación sirve de “operador de individualización”, con el fin de poner de manifiesto las singularidades de un caso empírico, no tanto para compartir las respuestas, sino para mutualizar las preguntas. Este es el enfoque propuesto por Paul Veyne (1976). Acerca del enfoque de la sociología política comparada, véase Bayart (2008; 2010).
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Para una crítica de esta oposición binaria, véase Keen (2000). El autor propone salir de un enfoque bipolar de dos campos, para mostrar la manera en la que los actores circulan entre la defensa y el ataque al orden establecido, y para poner de relieve los procesos sociales y políticos en los que se construyen las imágenes del enemigo.
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Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
movilidad al interior del mismo.9 Este enfoque nos conduce a enfatizar en los modos en las que los paramilitares buscaron aprovechar las posibilidades de movilidad social que les ofrecía la violencia, manteniendo al mismo tiempo formas de negociación con el Estado. No se trata solamente de afirmar que estos grupos llevaron a cabo algo así como un juego al margen o dentro de los resquicios del Estado, que buscaría aprovecharse de esas “zonas grises” para ganar en riqueza y poder. Al contrario, la violencia constituye un espacio de movilidad social que permanece enmarcado en formas de intervención estatal; por ende, su eficacia depende en gran parte de los apoyos o del reconocimiento por los actores institucionales. En resumen, el Estado fue el horizonte infranqueable de la movilización paramilitar. De esta manera, antes que hablar de un “Estado sitiado” por actores armados, el análisis que se desarrolla en este libro se centra en el acondicionamiento, la circulación y el movimiento de los actores al interior de un espacio de disidencia relativa. Su carácter relativo, e incluso “regulado”, se debe al papel central que conservan las instituciones: justicia, arenas políticas locales y espacios de negociaciones de paz. El análisis, en términos de disidencia relativa, permite pensar, al mismo tiempo, las alianzas entre actores estatales y los paramilitares, los escasos momentos de lucha contra estos últimos y la ambigüedad permanente que caracteriza a la política oficial en esta materia. Esto conduce, por añadidura, a destacar los mecanismos por los cuales la violencia puede ser, a la vez, el blanco de una política de pacificación y un elemento fundamental del juego político y de la forma como se gobierna la sociedad.
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Esta noción de disidencia relativa es cercana al análisis efectuado por Karen Barkey (1994, p. 17) acerca de la relación entre vandalismo y la centralización del Estado en el Imperio otomano. Para la autora, los bandidos estaban en una posición de conflicto y negociación con el Estado, lo que les permitía desplegar estrategias de movilidad social y, algunas veces, de integración al aparato estatal. El Estado, por su parte, se servía de los bandidos como agentes de represión y de estatización de las fronteras, o hacía, al contrario, de la lucha contra el vandalismo un eje de su legitimidad. Igualmente, nuestro enfoque puede acercarse a la situación (muy diferente) descrita por Mohamed Tozy (1999, pp. 62-63) en su estudio sobre el poder político marroquí. Para este autor, el Makhzen (conjunto de instituciones estatales) funciona debido no solo a la represión y al cierre de los espacios políticos, sino también a la integración de actores críticos en las redes del poder.
Introducción
Violencia y movilidad social Numerosos escritos periodísticos y de expertos han hecho de la Colombia de finales del siglo xx un país caracterizado por el caos y la anarquía.10 Esos discursos entrañan una visión de la violencia organizada y de las guerras civiles como momentos en los que las reglas sociales y los mecanismos de la acción colectiva serían reemplazados por el odio y la anomia. Corresponden a lo que Paul Richards llama una visión epidemiológica, que analiza la guerra como una “cosa en sí misma”, ignorando de esta manera que la violencia puede ser un “proyecto social entre otros proyectos simultáneos” (Richards, 2005, p. 3).11 Por tanto, conviene mostrar que la guerra no equivale a la “pura desorganización o a la pérdida de significado; sino, por el contrario, a formas específicas de surgimiento y de organización de lo social” (Bataillon, 1996, p. 3). Así, los contextos de guerra no son necesariamente destructores del orden social. Por el contrario, crean oportunidades para actores diversos. Estos no buscan necesariamente una victoria en el campo de batalla, sino que utilizan la violencia como una vía de acumulación de recursos (no solo económicos), de movilidad social e incluso de simple “rebusque” (Debos, 2008). Esto es lo que afirma Daniel Pécaut cuando muestra que la violencia en Colombia “suscita […] su propio contexto, sus propios modos de transacción y de confrontación” (1997, p. 5). Se trata de una conclusión que converge con numerosas investigaciones sobre casos extranjeros. Así, Marielle Debos expone cómo, en Chad, “las armas y la guerra se han vuelto un repertorio de acción casi como cualquier otro, una forma relativamente ordinaria de solucionar un problema” (2013, p. 30). Es en este mismo sentido que Luis Martínez (1998) analiza la guerra civil de Argelia, cuando enuncia que los islamistas actualizan un imaginario de la violencia como una “escuela del poder”, que está ligado a la manera en la que lo político se ha construido históricamente en ese país. En un contexto muy diferente, Karen Barkey (1994) señala cómo, en el caso del Imperio otomano, las relaciones entre el Estado y grupos de bandidos no pueden 10
La revista Foreign Policy clasificaba a Colombia, en 2005, en la posición catorce de su “Failed States Index”, detrás de Ruanda y Corea del Norte, y delante de Zimbabwe y Guinea. Ella afirmaba que este país se encontraba, como Somalia y Afganistán, preso de “las mafias de la droga y de los señores de la guerra que dominan grandes partes del territorio (Foreign Policy, 2005, p. 58).
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Para un enfoque que también denuncia la “cosificación” de la violencia y su desplazamiento hacia las fronteras del orden social y hacia el dominio de lo extraordinario, véase Coronil y Skurski (2005b).
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Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
comprenderse por fuera del nexo entre el Estado, su periferia y su campesinado. Para esta autora, el vínculo con esos bandidos tiene que ver, a la vez, con la represión y la cooptación, y exhibe así la capacidad del Estado para integrar la violencia organizada en las formas de ejercicio del poder. La perspectiva de la disidencia relativa conduce a mostrar que los espacios de movilidad social abiertos por un contexto de conflicto armado permanecen sujetos a un cierto grado de regulación estatal. La reproducción de los grupos paramilitares se basa en formas inestables de articulación al Estado. Así, si bien los actores armados están en capacidad de desplazarse en un espacio de disidencia constituido por negociaciones y confrontación, este espacio está forjado por las representaciones sociales de la violencia y el crimen.12
Representar y problematizar la violencia
Estas representaciones y problematizaciones13 de la violencia asumen formas muy diversas a través del tiempo. Así, algunos actores de la seguridad ponen de presente, desde los años ochenta del siglo xx, la necesaria colaboración entre civiles y militares. Por el contrario, otros denuncian la pérdida del monopolio estatal de la violencia y el riesgo de ver a los grupos paramilitares desviarse hacia el crimen organizado. Más adelante, a mediados de los años noventa, algunas afirmaciones compatibles con el paradigma neoliberal de un Estado regulador sostienen la posibilidad de enmarcar un “mercado” de profesionales de la violencia, transformados en ese momento en servicios de seguridad privada. Se retoma más adelante el tema de la problematización del paramilitarismo. Por el momento, conviene destacar que la movilización paramilitar se apoya en representaciones y en categorías emanadas del Estado, codificadas por la justicia y actualizadas sin cesar por las instituciones. La búsqueda de un reconocimiento
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Véanse al respecto los análisis de Laurent Gayer (2008) acerca de los Rangers en Pakistán y sobre la forma en la que la posición de estos grupos dependía de las representaciones sociales de la violencia y de los actores sociales organizados.
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Se utiliza acá la noción de problematización que tomamos de Emmanuel Henry, quien se funda en los trabajos de Michel Foucault. En el marco del análisis de los problemas públicos, Henry afirma que las problematizaciones “expresan la manera legítima de formular un problema”; ellas “resultan de un proceso complejo de jerarquización y de selección de diferentes definiciones […] Esto permite no limitarse a dar cuenta de una nueva definición o simplemente a describir su perímetro, sino de mostrar cómo esa definición se inserta en prácticas y relaciones de poder” (Henry, 2007).
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como “bandido político”14 es clave en este proceso. Esta reivindicación es de vieja data; se opone a una calificación de los paramilitares como simples bandidos ordinarios y trata de incluirse en un escenario histórico de participación y de movilidad social por la violencia. En la historia colombiana, la figura del bandido político es, inicialmente, definida por una categoría jurídica: la del delito político, que hace alusión a las infracciones cometidas de manera exclusiva por motivos políticos o de interés general, y en la que los culpables serían, entonces, “delincuentes por convicción”.15 Así, un contenido moral está ligado intrínsecamente al concepto de infracción política, definido como un “delito altruista”. En 1995, una decisión de la Corte Constitucional afirmaba que: El delito político es aquel que, inspirado en un ideal de justicia, lleva a sus autores y copartícipes a actitudes prescritas del orden constitucional y legal, como medio para realizar el fin que se persigue. Si bien es cierto [que] el fin no justifica los medios, no puede darse el mismo trato a quienes actúan movidos por el bien común, así escojan unos mecanismos errados o desproporcionados, y a quienes promueven el desorden con fines intrínsecamente perversos y egoístas. Debe hacerse una distinción legal con fundamento en el acto de justicia, que otorga a cada cual lo que merece, según su acto y su intención (Colombia, Corte Constitucional, 1995).
Sin embargo, la figura del bandido político extrae igualmente sus referencias de la historia colombiana y en un repertorio de acción que valoriza la violencia como un modo de acceso al poder. Así, Fernando López-Alves (2003), en su estudio sobre la relación entre la movilización de los partidos políticos y la formación del Estado en la Colombia del siglo xix, analiza la manera como decenas de guerras civiles más o menos extendidas en el territorio hicieron de la movilización armada un escenario usual de negociación política. El reconocimiento mutuo de los actores armados permitía 14
El análisis de la figura del bandido político en Colombia se apoya, a la vez, en los trabajos históricos y sociojurídicos que se van a citar y en la idea, defendida por Luis Martínez (1998), en el contexto de Argelia, de una valorización de la práctica de la guerra como un modo de acumulación de recursos y de prestigio.
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El término es del filósofo alemán Gustav Radbruch. Para un análisis de los fundamentos jurídicos y filosóficos del delito político en Colombia, véase Orozco Abad (1992).
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negociar, al final de cada enfrentamiento y en función del equilibrio de fuerzas, una repartición del poder político y de las rentas. Cuando se comenzó a construir un Estado moderno, a partir de finales del siglo xix, la competencia por el control de cargos burocráticos —que permitían mantener las clientelas políticas— también se realizó por medio de la violencia. Las rivalidades por la repartición del aparato del Estado fue uno de los factores mayores de la guerra civil que llamamos la Violencia.16 Este lazo entre la movilización armada y los beneficios estatales está muy bien ilustrado por el acuerdo del Frente Nacional. Con el fin de poner término a la violencia, los partidos Liberal y Conservador se repartieron el poder del Estado, previendo la distribución por partes iguales del total de los cargos de elección y burocráticos, y la alternancia en la presidencia de la república por un período de 16 años. Cuotas equivalentes en todo el aparato del Estado, desde los ministerios hasta las entidades locales, fueron colocadas a discreción de los dos partidos, con el fin de que ellos distribuyesen esos cargos entre sus clientelas. Así, la violencia se vio legitimada como un medio de acceso al poder del Estado, fenómeno que aparece igualmente en los ciclos posteriores de conflicto armado. Los procesos de paz con las guerrillas redefinieron la relación entre el acceso al poder y la capacidad de utilizar la violencia. En el caso de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc) y del Partido Comunista, una acción paralela que combinaba la competición electoral y la presión armada fue teorizada como la “combinación de todas las formas de lucha”. Pese a que un proceso de paz resultó en la desmovilización de la guerrilla del Movimiento 19 de abril (m-19), una parte del Ejército Popular de Liberación (epl) y de otros de menor importancia, la situación con las farc se ha caracterizado por ciclos de negociación y de enfrentamientos. Por otra parte, además de haber reivindicado en el pasado una transformación radical del régimen, las farc también se han posicionado, a nivel local, como mediadoras entre la población que vive en sus zonas de influencia y las autoridades políticas, con el fin de exigir, por ejemplo, la llegada de servicios públicos. María Clara Torres Bustamante describe esta situación, a primera vista paradójica, en la que
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Esta es la tesis de Mary Roldán (2002). La autora analiza los enfrentamientos en el departamento de Antioquia y muestra cómo las rivalidades partidistas y la competencia por el control de los puestos burocráticos se articulan con otras fuentes de la violencia.
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[…] un grupo ilegal que dice no reconocer la autoridad del Estado formal-legal y que además pretende combatirlo por la vía armada, favorece en ocasiones puntuales la articulación de los campesinos de unos apartados corregimientos con la administración municipal (2004, p. 61).
Esta descripción esquemática de las relaciones entre los grupos armados y el Estado tiene como objetivo mostrar la importancia que reviste, en el contexto colombiano, la calificación de la acción armada como una acción política. La creación de un actor beligerante, impulsado por un proyecto político, pero asimismo dotado de símbolos propios de un ejército (uniformes, normas militares, líneas de comando, etc.), aparece en la historia colombiana como la condición necesaria para obtener reconocimiento político. Este “imaginario de guerra” (Martínez, 1998, pp. 23-34) se actualiza a escala nacional, por ejemplo, cuando sucesivos gobiernos han definido a las guerrillas como sujetos de una negociación de paz.17 Además, se encuentra inmerso en la utilización interna del Derecho Internacional Humanitario, que define a los actores beligerantes con respecto a sus características organizacionales (control de un territorio, comando responsable, etc.). Por lo tanto, los paramilitares movilizaron registros jurídicos e históricos, con el fin de apoyar su reivindicación para participar en negociaciones de paz con un estatus similar al que han tenido los grupos guerrilleros. No se trata de argumentar aquí que el origen de la violencia se encuentra en un sustrato social o ideológico. Del mismo modo, no sostenemos una hipótesis de continuidad entre las formas de movilización que se acaban de describir y los grupos paramilitares. Se trata solo de sugerir que la transformación de un actor armado en actor político utiliza —y contribuye a reproducir— un repertorio de acción construido históricamente por la movilización política armada. Ahora bien, como se muestra cuando retomemos el tema de las negociaciones entre los paramilitares y el Gobierno, las categorías a las que ellos buscaron conformarse no tenían una elasticidad sin límites. Provenientes en gran medida
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La eficacia de este imaginario militar no excluye las críticas y las controversias. Así, desde mediados de los años noventa, la posibilidad misma de que se estableciesen negociaciones con las guerrillas se vio fuertemente cuestionada en varias ocasiones. Para algunos actores, estos grupos se habían convertido en bandidos únicamente impulsados por el apetito de las ganancias, mientras que, para otros, las guerrillas buscaban manipular los ciclos de negociación-enfrentamiento para reforzar su poderío.
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de “empresas de violencia”18 relacionadas con el narcotráfico, los paramilitares tuvieron que desplegar grandes esfuerzos organizacionales y simbólicos para aparecer como actores políticos; pero estos esfuerzos fracasaron. La construcción de una “guerrilla de derecha” no se logró jamás. Las auc no fueron más que una coalición débilmente estructurada de empresas de violencia con intereses tan divergentes como conflictivos. De manera retrospectiva, el proceso de negociación que se inició en 2003 puede ser leído como la transformación fallida de un bandido ordinario en bandido político.
Violencia y formación del Estado
El concepto de disidencia relativa nos permite alejarnos de las dicotomías entre la oposición y el apoyo al régimen, con el fin de poner de relieve las formas de negociación a las que el uso de la violencia da acceso. Ahora bien, esto no debe llevarnos a afirmar que los grupos paramilitares fueron actores totalmente exteriores al Estado. Por el contrario, participaron de múltiples maneras en la formación de la autoridad política, en la transformación de las instituciones y en las mutaciones de la relación entre el Estado, el territorio y la población. Como tal, el estudio de los grupos paramilitares conduce a reflexionar acerca del proceso histórico de formación del Estado y su relación con la violencia. De acuerdo con Charles Tilly, la preparación y la práctica de la guerra fueron los principales motores de la creación de los aparatos estatales en Europa. Sin embargo, la formación del Estado, el monopolio de la violencia y la centralización política no eran proyectos que guiaran la acción de los gobernantes; “la estructura estatal aparece principalmente como un producto derivado de los esfuerzos de los gobernantes para adquirir los recursos necesarios para hacer la guerra”, afirma Tilly (1992). Si estas tesis aluden a la emergencia progresiva y conflictual de los aparatos de dominación en un largo periodo, ellas no son menos pertinentes como punto de partida para el estudio de las transformaciones contemporáneas del Estado.19 Así pues, tener en cuenta las conclusiones de Tilly conduce a precisar nuestro enfoque. Se trata, por una parte, de no analizar el monopolio de la violencia como un atributo per se del Estado, sino como una 18
La expresión es de Volkov (2002) y señala organizaciones capaces de tomar decisiones y adoptar estrategias, que actúan con el objetivo de convertir la violencia organizada en dinero u otros recursos del mercado.
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Esto es lo que sugieren Davis y Pereira (2003), así como Gayer y Jaffrelot (2008).
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construcción histórica que se debe más a las interacciones estratégicas entre actores armados que a la existencia de un proyecto estatal; por otra, de evidenciar los mecanismos sociales por los cuales las formas de centralización política, de acumulación de los medios de coerción y de extracción de recursos dependen de los equilibrios de fuerza, de las relaciones entre los diferentes grupos sociales y de las fuentes de riqueza disponibles en un territorio. Por tanto, el enfoque adoptado acá consiste en evitar definir el Estado a priori como caracterizado por el monopolio de la violencia. Tomamos, al contrario, como punto de partida el estudio de las violencias privadas, con el fin de analizar su participación en el proceso histórico de formación del Estado.20 Se trata de seguir a Michel Foucault cuando analiza el Estado como la cristalización de una multitud de demostraciones de fuerza, lo que lo conduce a interesarse en la manera en que las relaciones de poder son “elaboradas, racionalizadas y centralizadas en la forma, o bajo la garantía de las instituciones estatales” (Foucault, 1994, p. 241). Así, proponemos aquí abandonar una imagen idealizada del Estado que, “bajo la apariencia de pensarlo”, participa en su existencia (Bourdieu, 1993, p. 50), a favor de un enfoque que lo estudie desde la fragmentación y el conflicto de las prácticas del poder. Este se inspira de los trabajos de Bruce Berman y John Lonsdale, quienes introducen […] una distinción clave entre la “construcción del Estado” como un e sfuerzo consciente para crear un aparato de control, y la “formación del Estado” como un proceso histórico cuyo resultado es inconsciente y como un pro ceso contradictorio compuesto por conflictos, negociaciones y compromisos entre diversos grupos cuyas acciones egoístas y concesiones mutuas constituyen una “vulgarización del poder” (1992, p. 5).
Para Berman y Lonsdale, el concepto de vulgarización del poder se refiere, entre otras cosas, a la capacidad de los africanos de utilizar las instituciones coloniales a su favor “y designa particularmente las estrategias de captación de políticas públicas por grupos particulares y actores privados” (Bayart, 2008, p. 19). Aplicado a otras situaciones, dicho concepto permite enfatizar en la manera en que las estrategias, los conflictos y las competencias entre individuos
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En una perspectiva inspirada en el caso colombiano por González, Bolívar y Vásquez (2003).
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y grupos sociales para tener acceso al Estado participan en el proceso histórico de su formación.21 Dicho análisis nos conduce a alejarnos de los enfoques normativos y sustancialistas que definen las prácticas de la corrupción como una “captura” del Estado, para estudiar las situaciones concretas de ejercicio del poder. Si la violencia con la que se ejerce la dominación paramilitar golpea necesaria y legítimamente al observador, esto no debe conducirnos a ignorar la cruel banalidad de tales prácticas; el bloqueo de la competencia política, el cierre de las arenas políticas locales y la búsqueda de influencia por los actores armados sobre las instituciones centrales forman parte de los tipos de estructuración habitual de la política, tanto en América Latina como en otros lugares del mundo. Es por eso por lo que consideramos esencial orientarnos hacia el estudio de las prácticas con las que se ejerce el poder político. Así, nos interesamos en las prácticas de gobierno por la violencia, la estructuración de las formas de gobierno de la violencia y en las dinámicas de formación de la autoridad estatal.
Un gobierno por la violencia Nuestro estudio de los modos de ejercicio del poder por los paramilitares en lo local muestra que las estructuras formales del Estado no son reemplazadas por redes informales o paralelas. Por el contrario, los paramilitares se insertaron en esas mismas estructuras y reforzaron su centralismo político. Cuando un jefe paramilitar participaba en la elección de un gobernador, buscaba controlar comicios, influir sobre el nombramiento de funcionarios y controlar la adjudicación de los contratos públicos, es decir, servía a sus propios intereses, a la vez consolidaba el lugar central del Estado como eje de distribución de recursos políticos y económicos.22 Nuestro análisis del gobierno por la violencia tiene como punto de partida los trabajos recientes que se refieren a los “órdenes emergentes” (Raeymaekers, Menkhaus & Vlassenroot, 2008), la construcción de formas de autoridad no estatales (Lund, 2006) y los equilibrios políticos en situaciones de violencia (situaciones de “desorden ordenado” —Gayer, 2014—). Dicho análisis muestra que, 21
Acerca de la relación entre el acceso al Estado y el ejercicio de la violencia, véase, por ejemplo, Gourisse (2014).
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Sobre este enfoque del entrelazamiento entre los intereses privados y los de la autoridad, véase Hibou (2000a).
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Introducción
cuando los grupos paramilitares adquirieron una posición fuerte en lo local, no se transformaron en un contra-Estado, sino que se posicionaron en el conflicto armado como garantes de intereses establecidos, lo cual les permitió adquirir réditos económicos y políticos. Así, de manera similar a los profesionales de la violencia en Indonesia, estudiados por Romain Bertrand (2003), o a los hombres en armas del Chad, analizados por Marielle Debos (2013), la rentabilidad de sus prácticas violentas dependía de su inserción en las redes del poder del Estado. Por consiguiente, la autoridad de los paramilitares no resultó en un tipo de colapso local del Estado, sino en una reformulación de la relación entre espacios periféricos e instituciones centrales. Como lo afirma Janet Roitman (2005) acerca del caso de la cuenca del lago Chad, tales espacios no son necesariamente marginales. Su viabilidad económica y política depende justamente de la capacidad de los actores locales para aprovecharse de las diferentes maneras de articulación con el centro. La movilización paramilitar produce así nuevas modalidades de articulación bajo la forma de redes de complicidad clandestinas. Aunque estas no respondan al funcionamiento del Estado legal tal y como está descrito en el discurso de sus dirigentes, estos modos de articulación entre las instituciones de centro y las periferias son claramente modalidades de estatización del territorio y de apropiación del Estado por parte de los actores locales. Sin embargo, aunque el Estado se despliegue por los senderos de la violencia y del crimen, no está menos presente en sus funciones oficiales de regulación y en el ejercicio de su soberanía. Esta es la razón por la cual un enfoque que haga énfasis en el gobierno por la violencia debe, igualmente, estar atento al gobierno de la violencia.
Un gobierno de la violencia Si bien las instituciones colombianas fueron atacadas en sus capacidades de regulación, no por ello dejaron de desarrollar modos de intervención sobre la violencia. Durante un periodo de cerca de 30 años, vemos una producción abundante de dispositivos políticos que trataron de tomar ese problema a su cargo. De esa manera, la violencia se ha constituido como un vector para el desarrollo de nuevas formas de intervención estatal. El ejemplo del Poder Judicial, con el desarrollo de procedimientos de excepción y la reorganización del aparato de justicia, ilustra bien este argumento. Ahora bien, la violencia ha dado lugar a interpretaciones concurrentes y a modos de actuar algunas veces contradictorios. Como en el xxix
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caso de toda política pública, y a pesar de las especificidades inherentes al tratamiento de la violencia, su gobierno es equívoco. Definiremos el gobierno de la violencia como “una acción sobre la acción, sobre las acciones eventuales o actuales, presentes o futuras” (Foucault, 1994, p. 236). El derecho cumple un papel central en esta reconfiguración de la intervención estatal; participa en un juego estratégico que se apoya en la realidad de la violencia como tal para reducirla, regularla o reorientarla. Se trata, en cierta forma, de una normalización de la violencia, que apunta a “apoyarse en la realidad de ese fenómeno, no intentar impedirlo sino, al contrario, poner en juego a su respecto otros elementos de lo real”. El objetivo es “en cierto modo […] circunscribir(la) en límites aceptables en vez de imponer(le) una ley que (le) diga no”.23 Así, los gobernantes no buscaron necesariamente construir un monopolio de la violencia, sino más bien establecer un continuum entre las formas más o menos peligrosas de la acción armada. Las diferentes manifestaciones de la violencia (guerrilla, narcotráfico, paramilitarismo) se pusieron en juego los unos con respecto a los otros, en función de los diagnósticos y de la importancia de las amenazas. Mientras que un enfoque normativo asocia el progreso de la violencia privada con una necesaria decadencia estatal, la sociología histórica del Estado nos enseña que el monopolio estatal de la violencia es, con frecuencia, el fruto no intencional de conflictos políticos específicos.24 El desarrollo de un gobierno de la violencia no es un proceso conducido racionalmente por deus ex machina estatal o por individuos ubicados en la cima del poder; es el producto de decisiones múltiples y, con frecuencia, contradictorias, apoyadas en los intereses, en las ideas y en el sentido común de los gobernantes y de los funcionarios. Por otra parte, nuestro análisis no hace juicios a priori respecto a los objetivos perseguidos por los actores y, aun menos, acerca de la eficacia (o no) de este modo de gobierno. 23
Nos apoyamos aquí en los análisis de Foucault acerca de la normalización. Para él, en la sociedad de seguridad (que opone a la sociedad de disciplina), la normalización consiste en hacer interactuar las diferentes atribuciones de normalidad, de tal forma que “las más desfavorables se asimilen a las más favorables”. Las citas son de la lección del 25 de enero de 1978 en el Collège de France y, sobre todo, de las páginas 79-86. Este curso se publicó en Foucault (2006).
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Véanse, además de los trabajos de Charles Tilly ya citados, el análisis que hace Janice Thomson (1996) acerca de la marginalización de la utilización de mercenarios, corsarios y de otros profesionales de la violencia como contratistas de los Estados.
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Entonces, el gobierno de la violencia debe ser comprendido a partir de prácticas concretas de intervención de las instituciones estatales, sobre todo aquellas que están asociadas a la política de seguridad, al ámbito de la política de paz y a la justicia. Partiendo de un enfoque constructivista,25 mostramos que las diferentes formas de criminalización —o, por el contrario, de tolerancia— de los grupos paramilitares son el fruto de trasformaciones de las instituciones públicas y de representaciones de la violencia, pero también de estrategias de actores específicos. Por otro lado, nuestro análisis tiene como objetivo mostrar que los grupos paramilitares, así hayan estado al margen del Estado legalmente constituido, fueron moldeados por el intervencionismo estatal. Por ejemplo, la supuesta unidad de las auc fue en gran parte una consecuencia de la manera como se han formulado en Colombia las características de una negociación entre un actor armado y el Estado. Los grupos paramilitares se apropiaron de ese marco conceptual y legal, tratando así de corresponder a los criterios fijados por él. Por ende, el gobierno de la violencia depende tanto de las formas de regulación adoptadas por el Estado, como de la acción de los mismos grupos armados.
La autoridad del Estado El proceso histórico de la formación del Estado es entonces estudiado tanto a través del gobierno indirecto como del desarrollo de diversos modos de intervención estatal sobre la violencia. Finalmente, también señalamos que las relaciones entre los paramilitares y el Estado participaron de manera general en la formación de la autoridad estatal. En efecto, la inclusión de los actores armados en un espacio de disidencia relativa se acompañó de un reconocimiento de la legitimidad del marco institucional. Así, en ningún momento los paramilitares generaron una ruptura con el ordenamiento jurídico y con el sistema político, reclamándose, por ejemplo, una legitimidad superior o extranjera a la del Estado. Al contrario, se refirieron de forma permanente al Estado como marco institucional legítimo para calificar y determinar sus derechos.26 De acuerdo con Christian Lund, este reconocimiento de la autoridad del Estado como “calificador” (qualifier) se encuentra en el centro de la producción de la autoridad política: 25
A partir, por ejemplo, de los trabajos de Spector y Kitsuse (1987).
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De acuerdo con la distinción clásica de Abrams (1988). Acerca de la participación del imaginario del Estado en su formación, véase Hansen y Stepputat (2001b).
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Dotado del capital jurídico que permite nombrar, nominar y calificar los grados de ciudadanía; es decir de validar, sancionar o autorizar […] La existencia del Estado está íntimamente ligada a su capacidad de hacer distinciones; es en este punto, sin duda, que está la esencia misma de la autoridad pública (Lund, 2006, p. 689).
Por tanto, el reconocimiento de los derechos actúa como un proceso reiterativo, o “como una forma de ‘contrato’ que autoriza a quienes autorizan” (Sikor & Lund, 2009). Pidiendo ser reconocidos como delincuentes políticos, los grupos paramilitares reconocieron la legitimidad de las categorías políticas y legales creadas por el Estado y de la autoridad de este a expedirlas. Así pues, la calificación de la violencia aparece como una “prueba de Estado”, es decir, una situación en la cual “se entabla un proceso de investigación colectiva en cuanto a la determinación de una realidad que puede dar lugar a controversias y disputas” (Linhardt & Moreau de Bellaing, 2005, p. 275). Así, contrariamente a un cierto sentido común que equipara la violencia a la desaparición de categorías claras, postulamos que ella participa aquí en los procesos de diferenciación que definen y redefinen, de manera permanente, lo que corresponde a la violencia legítima o a la ilegítima. Estos ejemplos tan diversos muestran que la violencia de un actor armado no puede ser analizada como resultado de una anomalía, de una falla o de un desvío de la construcción estatal. Estas relaciones complejas entre el Estado y la violencia no pueden ser comprendidas sino dentro de un análisis sociohistórico atento a las prácticas de los actores, a las transformaciones de las instituciones y a las representaciones cambiantes de la violencia. Antes de avanzar hacia nuestra demostración, evocamos brevemente el método de la investigación que nos condujo a formular estas conclusiones.
¿Qué tipo de investigación? Como fue definido, el objeto de esta investigación requiere diversificar los puntos de vista y los niveles de observación. Solamente con perspectivas complementarias, que se enfoquen en la historia de las instituciones nacionales, pero también en la acción local de los grupos paramilitares, podremos dar cuenta del aspecto “estratificado” de este fenómeno.27 27
Acerca de la variación de las escalas en el análisis de las ciencias sociales, véase Revel (1996).
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Como consecuencia, la investigación fue orientada hacia dos ejes complementarios. Un primer eje alude a un estudio de caso sobre el departamento del Magdalena; este fue respaldado por otros estudios de caso localizados, con el fin de profundizar aspectos que se refieren a las relaciones entre los paramilitares y su entorno político y económico. Estos casos no alimentan un estudio comparativo, pero sí buscan ilustrar diversas configuraciones entre los grupos paramilitares y la política local. Por supuesto, ellos no agotan la diversidad del fenómeno, sino que se enfocan en mecanismos sociales específicos, por ejemplo, el papel de los paramilitares en el mantenimiento del orden, la repartición de los presupuestos locales y el acaparamiento de tierras. Esta es la óptica que guía nuestra selección. Un segundo eje se refiere al estudio de las instituciones centrales. El surgimiento y el tratamiento del problema paramilitar es explorado en tres áreas diferentes: la política de seguridad, la justicia penal y la política de paz. El enfoque consiste en identificar momentos de controversia que fuesen puntos de observación, permitiéndonos entonces comprender las lógicas políticas que estructuraron el problema paramilitar. La búsqueda de datos fue realizada a partir de estos momentos de controversia; nuestros objetivos son entonces recomponer las lógicas por las cuales se volvieron públicos esos debates y acceder, por este medio, al estudio de espacios cerrados que de otra manera eran muy difíciles de localizar.28 Estos dos ejes fueron trabajados simultáneamente gracias a la consulta de fuentes escritas, producidas por administraciones, organizaciones políticas e instancias judiciales, y de un total de 91 entrevistas, realizadas en las ciudades de Bogotá, Medellín, Sincelejo, Barranquilla y Santa Marta, y en diferentes puntos del departamento del Magdalena. Esta estrategia de recolección de datos estuvo particularmente atenta al contexto histórico de las fuentes, en la medida en que se trataba de discursos retrospectivos. El estudio se desarrolla en un período que va desde el comienzo de los años ochenta del siglo xx hasta finales de la primera década de los años dos mil. Estos límites temporales corresponden a la trayectoria del problema paramilitar. Así, en 1981, la existencia del grupo paramilitar Muerte a Secuestradores (mas) se hizo pública mediante un comunicado de prensa. Otros grupos paramilitares fueron apareciendo en esos mismos años. Las primeras denuncias concuerdan con este surgimiento. El año 2008 corresponde a la extradición de una parte de los líderes
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Para la interpretación de las lógicas de publicidad, véase Gilbert y Henry (2009).
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paramilitares hacia los Estados Unidos, donde debieron responder por acusaciones de tráfico de drogas. El escándalo político y judicial de la “parapolítica” estalló entre 2005 y 2006. Los juicios más controvertidos se llevaron a cabo entre 2007 y 2010. Además, los grupos paramilitares, tal como los estudiamos, dejaron de existir a partir del final de las desmovilizaciones en 2006. Esto no quiere decir que hayan desaparecido. Una parte de estos grupos permanece activa y muchos antiguos paramilitares retomaron las armas. Sin embargo, este período marca una ruptura profunda a nivel de la articulación entre estos grupos y el Estado. Las formulaciones públicas del problema paramilitar, las configuraciones en los que estos grupos se insertan y el marco institucional de sus acciones son muy diferentes hoy en día de aquellos de los años noventa y la primera década del año dos mil. Más allá de los problemas inherentes a toda investigación sociológica, hay que constatar que la primera dificultad de este trabajo se refiere al carácter clandestino del fenómeno estudiado. Parte de los mecanismos que estudiamos permanecieron durante mucho tiempo en el secreto y su estudio desde las ciencias sociales depende, en gran parte, de dinámicas de denuncia y de esclarecimiento que se desarrollan en espacios judiciales, políticos y periodísticos.29 Esto limita necesariamente la elección de los objetos y de los lugares de observación. El estudio de la complicidad a nivel de la Presidencia de la República o en el seno del alto comando militar parece, en el estado actual del conocimiento, una empresa incierta. No obstante, hemos buscado situar, de manera rigurosa, los discursos y las prácticas estudiados dentro de los mecanismos sociales de su producción. Ello nos permite comprender, a la vez, lo que nos enseñan acerca de un fenómeno violento y sobre las lógicas de la revelación y de la denuncia. Sin embargo, es evidente que los conocimientos que esta investigación concentra son parciales y dependen en gran medida de la disponibilidad de las fuentes. Por eso, no podemos sino hacer nuestras las afirmaciones de Tzvetan Todorov, cuando escribe que: Hice todo lo que estaba a mi alcance para establecer la verdad de los hechos; pero precisamente porque pasé mucho tiempo buscándola, sé que es frágil y que podría descubrir mañana detalles o implicaciones de los actos que he descrito, que me hayan escapado y que modificarían la construcción de conjunto. 29
Para una reflexión acerca de las dificultades similares en el caso de la mafia italiana, véase Briquet (1995).
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Todo lo que sigue a continuación debe ser leído con la restricción implícita: en el estado actual de mi conocimiento… (2004, pp. 10-11).
*** Este libro se compone de dos partes que abordan, cada una, un nivel de análisis diferente. Son precedidas por el capítulo 1, que describe la trayectoria de los grupos paramilitares, así como su incesante navegación entre el crimen y la política. La primera parte aborda el objeto por lo local, centrándose en la observación de las prácticas de dominio de los grupos paramilitares, en los lazos que establecieron con los actores locales y en su utilización de la violencia. El capítulo 2 estudia la forma como los grupos paramilitares se posicionaron inicialmente como “empresarios de violencia” que participaron en el mantenimiento del orden, en la represión de los movimientos políticos y sociales, y en la lucha contra la insurgencia. Se describe su transformación, el modo como ellos se convirtieron en actores hegemónicos en algunos territorios, impidiendo la participación de contendores y estableciendo “órdenes violentos” de los que describimos su articulación con el Estado. Los capítulos 3 y 4 abordan esas relaciones a partir de dos casos muy diferentes. El capítulo 3 se centra en el estudio de las relaciones entre políticos y paramilitares en el departamento del Magdalena. Estudia la manera como estos grupos participaron en el juego electoral y en la repartición de los presupuestos locales y de los cargos políticos. También muestra cómo el poder local les dio una influencia nacional, sobre todo a través del Congreso, lo que les permitió influir sobre la acción de las agencias centrales en los espacios locales. El capítulo 4 se ocupa de un territorio muy diferente, definido por su marginalidad. En las zonas más desfavorecidas, la presencia del Estado solo se hace por su aspecto represivo y las instituciones locales no constituyen espacios centrales para la estrategia de actores armados. La riqueza de estos lugares se encuentra en la tierra y es este recurso lo que constituyó el centro de atención de los grupos paramilitares. Describiendo un caso de apropiación de tierras, este capítulo muestra que una “colonización armada” no se puede comprender por fuera del proceso de estatización que se desarrolla en paralelo. En efecto, la ocupación del territorio por los paramilitares se acompañó por esfuerzos orientados hacia la legalización de recursos mal habidos y hacia la captación de la inversión pública. Ahora bien, una estrategia de este tipo solo fue posible porque se habían definixxxv
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do los espacios marginales como zonas “vacías”, abiertas al despliegue de nuevas formas de desarrollo agroindustrial. La segunda parte se concentra a nivel nacional, retomando la identificación y el tratamiento del problema paramilitar en diferentes espacios políticos. El capítulo 5 aborda el surgimiento de este problema en relación con las transformaciones de las políticas públicas de seguridad. Muestra que el paramilitarismo permaneció estrechamente ligado a dos ideas: por una parte, que su peligrosidad estaba determinada por su relación con el tráfico de drogas y no por sus características intrínsecas; y, por otra, que se trataba de la manifestación de una ausencia del Estado, que producía formas de “autodefensa” que, aunque ilegales, podían revestirse de cierta legitimidad. El capítulo 6 estudia la trayectoria del problema paramilitar dentro de la justicia, que lo aborda hasta mediados de los años dos mil, esencialmente desde el ángulo de las relaciones de complicidad entre militares y paramilitares. Se puede ver que la penalización de estas alianzas, a pesar de su carácter precario, es sintomático de transformaciones profundas dentro de la institución judicial. Postulamos que esas formas tempranas de penalización constituyeron efectos no intencionales de diversos modos de fortalecimiento de la justicia, efectuados principalmente en nombre de la lucha contra el narcotráfico. El capítulo 7 aborda la desmovilización de los grupos paramilitares. En ese momento se hizo público el alcance de la complicidad entre estos grupos y funcionarios públicos y responsables políticos. La crisis política resultante llevó a la extradición de los principales líderes paramilitares hacia los Estados Unidos. La desmovilización también abrió la puerta a una reformulación del problema paramilitar, en el que este apareció como un modo de delincuencia, yendo así en contra de las pretensiones de sus líderes.
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1. Entre el crimen y la política
La utilización de los grupos criminales en las tareas de represión y de gestión del orden no es exclusiva de Colombia y, por el contrario, se observa en contextos muy variados. Así, los trabajos de Karen Barkey explican cómo el Estado otomano, mediante la centralización de la distribución de beneficios estatales y desplegando estrategias de negociación, utilizó grupos de bandidos para controlar de modo indirecto las zonas periféricas del imperio (Barkey, 1994). De igual manera, pero en un contexto muy diferente, Achille Batalas analiza cómo el naciente Estado griego realizó alianzas con ciertos grupos de delincuentes con el fin de reprimir otros y de controlar sus fronteras (Batalas, 2003). En otro orden de ideas, el surgimiento de nuevas formas criminales o de su mutación también aparecía, en numerosos casos, como la manifestación de la estatización del territorio o de la centralización del poder. Para Raymondo Catanzaro, la mafia siciliana surge, esencialmente, como una forma de mediación entre el centro y la periferia, lo que aseguraba la penetración estatal en el territorio y la distribución de los recursos clientelistas (Catanzaro, 1991). Finalmente, grupos o individuos provenientes de círculos criminales ponen con frecuencia su experiencia al servicio de las autoridades políticas, a la espera de recibir ciertos beneficios; sobre todo, esperan tolerancia ante sus actividades delictivas. Se han estudiado dinámicas de este tipo, en contextos tan variados como Indonesia (Bertrand, 2003), Pakistán (Gayer, 2014) e incluso Francia (Audigier, 2003). Así, son múltiples los contextos históricos e institucionales que favorecen la porosidad entre los conflictos políticos y las rivalidades delictivas. Una situación como esta no es propia ni de las guerras civiles ni de los Estados que han sido considerados como débiles. Esta constante nos lleva a reflexionar sobre cómo los grupos paramilitares encuentran las condiciones propicias para su reproducción social, dentro de la articulación entre la violencia delictiva y la violencia 3
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política. Se trata de condiciones materiales, ya que el uso de la violencia les da acceso a mercados criminales y a las rentas públicas. Pero también se trata de su reproducción política, ya que los paramilitares buscaron ser reconocidos como contrapartes en una negociación con el Gobierno, en virtud de su capacidad de movilizarse por las armas, y ya no debido a su vocación de representar a una clase social o a tener un proyecto político. Este capítulo expone algunos ejes principales en el estudio de esa navegación entre la política y el delito.1 Muestra que la privatización de la violencia no corresponde a un proyecto político, pero que ella es el efecto no intencional de la conjunción de ciertos procesos complejos. El análisis que aquí se hace se aleja de las tesis habituales acerca del paramilitarismo que dan un peso excesivo a la intención de los actores, en detrimento del análisis de las interacciones y de las prácticas. Así, analiza de manera crítica la discusión alrededor del “origen” de los paramilitares, que ha determinado en gran medida el debate en las ciencias sociales colombianas. A veces presentados como el fruto de las estrategias contrainsurgentes del Ejército, a veces como la iniciativa independiente de una burguesía rural amenazada, la historia de los paramilitares no sería comprensible sino desde el punto de vista de las motivaciones individuales de sus promotores iniciales.2 Ahora bien, como lo señalan autores como Marielle Debos (2013) o Laurent Gayer, un tal “fetichismo de las causas”, que agobia con frecuencia los estudios sobre conflictos armados, impide analizar la manera en la que los conflictos producen su propio contexto, creando “nuevas oportunidades y nuevas obligaciones para los actores beligerantes, estructurando nuevas representaciones y repertorios de acción colectiva” (Gayer, 2014, pp. 76-77). A partir de estas afirmaciones, nuestro análisis del paramilitarismo busca desplazar la mirada “de una etiología de las causas a una fenomenología de su trascurso” (Briquet, 2007, p. 334).
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Esta problemática se apoya sobre todo en Briquet y Favarel-Garrigues (2010).
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O de los promotores de sus “generaciones” sucesivas. Se ha hablado de una primera, segunda y hasta de una cuarta generación paramilitar. Para una presentación de los debates acerca del origen de los paramilitares, véase García-Peña Jaramillo (2005).
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Violencia y crimen organizado Una polarización nacional Los trabajos del sociólogo Mauricio Romero afirman que los primeros grupos paramilitares fueron el producto de lo que se podría llamar, en el vocabulario de la sociología histórica, una “coalición reaccionaria”. Esta estaba conformada por sectores de las élites financieras y de las Fuerzas Militares radicalmente opuestos a la política de apertura democrática conducida a partir de 1982. Ese año, la elección de Belisario Betancur a la Presidencia de la República, un conservador moderado de trayectoria heterogénea, marcó un cambio de rumbo en la estrategia gubernamental con respecto a la guerrilla. Aun antes de su posesión, Betancur propuso la organización de negociaciones de paz acompañadas de una promesa de apertura política, lo que le costó una feroz oposición de los sectores más conservadores de la sociedad.3 El nuevo presidente creó una comisión de paz, compuesta por miembros de diferentes movimientos políticos, incluido el Partido Comunista. Sobre todo, hizo votar, en noviembre de 1982, una ley de amnistía incondicional que benefició a los guerrilleros encarcelados. El 28 de marzo de 1984, la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc) y el Gobierno firmaron un acuerdo de cese al fuego. Esperaban el fin de las hostilidades y la búsqueda conjunta de una salida política al conflicto; ahora bien, ninguna cláusula preveía el desarme de la guerrilla. Después de los acuerdos, las farc conformaron, en mayo de 1985, un partido político, la Unión Patriótica (up). Así mismo, se presentaron diferentes proyectos de ley que comprendían una reforma al proceso de reconocimiento de los partidos políticos, al régimen de financiamiento y al estatuto de la oposición. La up atrajo militantes provenientes de sectores ajenos a las farc y a las redes del Partido Comunista, activos en organizaciones sociales y sindicales, y en las facciones reformistas de los partidos tradicionales. Su primer candidato pre sonal sidencial para las elecciones de 1986 fue Jaime Pardo Leal, presidente de A 3
El análisis del paramilitarismo como un modo de reacción a las reformas emprendidas por el gobierno de Belisario Betancur y a la posible reintegración de las guerrillas en la arena política legal, es la tesis central del trabajo de Mauricio Romero (2003), ya citado. Antes que Romero, sin embargo, la primera investigación científica acerca de los grupos paramilitares ya había esbozado esta hipótesis (Medina Gallego, 1990). Esta tesis es, por lo demás, retomada por buena parte de los sociólogos, politólogos e historiadores que trabajan el paramilitarismo.
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Judicial, sindicato de los funcionarios de la rama judicial. Obtuvo el 4,5 % de los votos, un resultado que si bien parece modesto, fue inédito para la izquierda colombiana en una elección nacional. Ese mismo año, el partido logró elegir cinco senadores y nueve representantes a la Cámara, así como catorce diputados a las asambleas departamentales.4 Entre quienes fueron elegidos al parlamento se encontraban algunas figuras bien conocidas dentro de las farc, como Braulio Herrera e Iván Márquez, que hasta ese momento eran “comandantes” guerrilleros. La democratización de la vida política estaba en riesgo de alterar los equilibrios locales, permitiendo el acceso al poder de actores que hasta ese momento habían estado excluidos. Los acuerdos de cese al fuego preveían la elección de alcaldes por sufragio universal. Existía también el temor, dentro de algunos sectores sociales, de que los acuerdos de paz implicaran cambios progresistas en la legislación social, la reforma electoral y, sobre todo, la reforma agraria, como lo pedía la guerrilla. Dentro de las filas del Ejército, la oposición a la amnistía concedida por el presidente fue virulenta y se denunció la falta de atención que el Gobierno les reservaba a los militares en el tema de la paz. Algunos oficiales amenazaban con sabotear el proceso de paz; por ejemplo, se necesitó la intervención in extremis de Betancur para evitar que su ministro de Defensa transformara una reunión de la comisión de paz en una emboscada para los negociadores de la guerrilla (Dudley, 2004, p. 40). A pesar de esta fuerte oposición, las reformas de Betancur fueron adoptadas por el Congreso. La reforma constitucional que permitió la elección de alcaldes fue votada en 1986; las primeras elecciones para estos cargos tuvieron lugar dos años después. Esto abrió nuevos espacios políticos en lo local. De esta manera, en 1988, la up ganó 23 alcaldías y 329 escaños en los consejos municipales. Ahora bien, las relaciones entre el Gobierno y las guerrillas se degradaron muy rápidamente, con los anuncios del reinicio de las hostilidades por parte del Ejército de Liberación Nacional (eln) y del m-19. La paz con estos últimos parecía enterrada después de la toma sangrienta del Palacio de Justicia en noviembre de 1985, que provocó la muerte de 94 personas, dentro de ellas once magistrados de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado. Sin embargo, las farc continuaron respetando el cese al fuego. No obstante, paralelo al proceso de paz,
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Boletín de la Corporación por la Defensa y la Promoción de los Derechos Humanos Reiniciar. Genocidio político: el caso de la up. Febrero de 2005.
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las guerrillas aprovecharon la situación para reforzar sus filas,5 lanzando, por ejemplo, campañas de reclutamiento en los barrios pobres de las grandes ciudades. Esta dinámica de polarización y radicalización está ligada sin duda al surgimiento de los primeros grupos paramilitares en ciertas regiones del país. Las conclusiones de nuestro estudio de caso en el departamento del Magdalena, que son presentadas en el siguiente capítulo, confirman lo expuesto por la tesis de Romero en este aspecto. Ahora bien, la movilización paramilitar no puede comprenderse únicamente a partir de la violencia reaccionaria. Su entendimiento requiere, igualmente, una reflexión acerca de las mutaciones en la economía general de la represión.
Escuadrones de la muerte La militarización del orden interno, que se inició desde los años sesenta, estuvo acompañada de una evolución en las prácticas de la represión. Grupos clandestinos de militares llamados “escuadrones de la muerte”, por analogía con los de las dictaduras del Cono Sur, aparecieron en los años setenta. Se trataba de unidades conformadas por militares o policías en servicio, pero que actuaban de manera clandestina para eliminar a los enemigos del sistema. Los primeros ejemplos documentados se refieren a la campaña antisubversiva desplegada contra el m-19 por la Brigada de Institutos Militares, la bim, encargada de la administración de las escuelas militares de Bogotá, y por el Batallón de Inteligencia y Contrainteligencia Charry Solano, el binci. Más de 200 miembros del m-19 fueron arrestados por la bim, que será responsable de numerosos casos de tortura y desaparición forzada, denunciadas en esa época por las organizaciones no gubernamentales (ong) colombianas e internacionales (Amnesty International, 1980). Por otra parte, el comandante del binci, Harold Bedoya, habría organizado, con el respaldo de su jerarquía, un grupo clandestino llamado “Triple A” (Alianza Anticomunista Americana).6 En 1980, miembros de este grupo declararon al diario mexicano El Día haber organizado atentados contra la revista Alternativa y los diarios El Bogotano y Voz Proletaria (periódicos de Partido Comunista). 5
La estrategia de los grupos guerrilleros que buscan, a la vez, consolidar su posición política legal y su poderío armado está descrita, sobre todo, por Chernick (1999, p. 176).
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Se trata de una reactivación del nombre de la tristemente célebre Alianza Anticomunista Argentina, una organización paramilitar activa en ese país entre la victoria del peronismo en 1973 y el golpe de Estado militar de 1976.
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También admitieron su responsabilidad tanto en los asesinatos de José Manuel Martínez Quiroz, militante del eln, y del líder estudiantil Claudio Medina, como en las sesiones de tortura de las que fueron víctimas numerosos militantes del m-19 (El Día, 1980). De acuerdo con un informe de la embajada estadounidense, fechado en 1979, el comandante en jefe del Ejército, general Jorge Robledo Pulido, habría aprobado la organización del grupo clandestino; ahora bien, los diplomáticos minimizaban el reporte de las acciones calificándolas de simples dirty tricks (golpes sucios) (U.S. Embassy Colombia, 1979).7 Paralelo a la existencia de estos grupos clandestinos, sobre los que nuestro conocimiento es extremadamente incompleto, se organizaron grupos auxiliadores del Ejército en zonas rurales, conocidos como juntas de autodefensa. Estos grupos, dotados de un marco jurídico en los años sesenta (véase el capítulo 5), funcionaban como auxiliares en las misiones de inteligencia. Hacia finales de la década de los setenta adoptaron un papel cada más ofensivo. Bajo la dirección de un suboficial del Ejército o de la Policía, estos escuadrones asesinaron militantes de movimientos campesinos que participaban en la recuperación de tierras y, más ampliamente, en la movilización social en el campo. Las dinámicas que precedieron a la formación de estos grupos fueron estudiadas con rigor por Carlos Medina Gallego (1990) en la región de Puerto Boyacá. En este poblado, situado en el Magdalena Medio, la influencia política del Partido Comunista se acompañaba en aquel entonces de una fuerte presencia de las farc. Desde finales de los años setenta, las Fuerzas Militares crearon allí una base militar, el Batallón Bárbula, con la misión de eliminar a la guerrilla de esa zona. Esta estrategia contrainsurgente fue acompañada de violencia y acoso en contra del Partido Comunista. En 1982, un grupo de auxiliares civiles fue establecido formalmente, 8 financiado y equipado en colaboración con la administración municipal de Puerto Boyacá (para aquel tiempo bajo tutela militar), el Batallón Bárbula y las 7
Ese texto se encuentra en el The National Security Archive —nsa—. Este archivo es un proyecto organizado por la Universidad George Washington. Su objetivo es el de constituir una base de datos que haga el censo de los documentos de la administración en materia de seguridad y defensa. Estos datos se hacen públicos gracias a la utilización de la Freedom of Information Act, una ley que garantiza —bajo ciertas condiciones— el acceso a los documentos administrativos. Existe un proyecto específico que trata sobre la política estadounidense con respecto a Colombia. Para más información, véase The National Security Archive (s. f.).
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Este grupo encontraría sus orígenes en una red de vigilantes constituida hacia 1979.
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a sociaciones locales de ganaderos y comerciantes. A pesar de que estos grupos eran empleados tradicionalmente por el Ejército, el inicio de los años ochenta marcó una ruptura. Estas nuevas milicias se volvieron más autónomas y ya no estaban limitadas a tareas defensivas o de inteligencia. En palabras de Alonso de Jesús Baquero, alias “Vladimir”, exparamilitar encarcelado, miembro del grupo de Puerto Boyacá, se trataba de hacer el “trabajo sucio” de los militares: […] en ese tiempo había afán de sacar la guerrilla como fuera de todo el Magdalena Medio y los militares nos organizaron para que nosotros hiciéramos lo que ellos no podían hacer que era matar la gente y cometer masacres (en cinep, 2004).
Lo que fue inicialmente un simple grupo de auxiliares, creció muy pronto en todo el Magdalena Medio, al unir iniciativas locales y al favorecer un proceso de profesionalización en la utilización de la violencia. Así, entre 1988 y 1989, mercenarios británicos e israelíes entrenaron miembros del grupo de Puerto Boyacá en estrategias militares, uso de explosivos y manejo de equipo pesado. Esta misma relación puede haber sido el origen del incremento en la sofisticación del armamento utilizado por este grupo, que le llevó a adquirir armas de fabricación israelí.9 Tales transformaciones solo fueron posibles porque los paramilitares ya no eran simples auxiliares militares, sino que estaban completamente financiados por el dinero de la droga.
Los narcotraficantes y el conflicto armado La politización de los círculos criminales y su oposición a las guerrillas son dos fenómenos íntimamente ligados a la transformación de los narcotraficantes en terratenientes. El acaparamiento de tierras en manos de narcotraficantes es una situación concomitante con el surgimiento de esta nueva élite económica. El fenómeno comenzó desde los años setenta, pero su visibilidad data de los años ochenta (Reyes, 1997). Este hecho está ligado de diferentes modos a los negocios ilícitos. En primer lugar, las haciendas adquiridas por los narcos sirven para
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Se llevaron a cabo muchas investigaciones de buena calidad periodística acerca de estos mercenarios y traficantes de armas. Véase, sobre todo, Behar y Ardila Behar (2012). Así mismo, para una presentación más general del papel de estas redes internacionales en el grupo de Puerto Boyacá, véase el libro de María Teresa Ronderos (2014), sobre todo el segundo capítulo.
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la transformación de la pasta base en clorhidrato de cocaína. En segundo lugar, la compra de estas propiedades —de la misma manera que todas las relaciones entre la economía legal e ilegal— responde a las necesidades de lavado de activos provenientes del narcotráfico. La operación es muy rentable porque, muchas veces, las tierras son compradas en regiones en las que el precio de la hectárea ha caído, tanto por la presencia de la guerrilla —como en el caso de Puerto Boyacá— como por causa de la crisis de la agricultura tradicional —por ejemplo, en zonas tradicionales de cultura cafetera—. El acaparamiento de tierras también está ligado a aspectos simbólicos. En la mayoría de las sociedades latinoamericanas, la propiedad de la tierra es una marca externa de riqueza y de pertenencia a la élite. En el contexto social de los años setenta y ochenta, cuando los señores de la droga eran vistos por un sector de las élites tradicionales como advenedizos y nuevos ricos, su transformación en terratenientes era parte de su deseo de ascenso social. Todo esto hace parte de un fenómeno de asimilación recíproca de las élites tradicionales y de las nuevas élites de la droga. En efecto, la transformación aparente de los narcotraficantes en empresarios agrícolas fue acompañada de la entrada de muchas familias pertenecientes a la burguesía tradicional en el negocio de la droga. Esta incorporación económica se acompañaba de una cierta aceptación social, por ejemplo, por la vía de las alianzas matrimoniales, las cuales permitían a estos nuevos ricos acceder a un cierto estatus social. Ahora bien, este fenómeno de aceptación recíproca contribuyó lógicamente a la formación de alianzas estratégicas alrededor de los grupos paramilitares. De acuerdo con una investigación del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud), en 1995 el 42 % de los municipios del país había sido afectado por este fenómeno de acaparamiento de tierras. La investigación estimaba que, por ese entonces, el 11 % de las tierras agrícolas de Colombia pertenecían a narcotraficantes (Reyes, 1997). Aunque estas investigaciones —que se realizaron con base en encuestas a notarios— condujeron necesariamente a estimaciones aproximativas, los cambios económicos ligados a la compra de tierras por narcotraficantes son indiscutibles. Por otro lado, la evolución del mercado de la cocaína puso rápidamente en conflicto la guerrilla y los narcotraficantes. La guerrilla de las farc controlaba tanto las regiones de producción de hoja de coca, como las zonas por las que
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transitaba la pasta de origen extranjero, proveniente básicamente del Perú.10 Las farc actuaron inicialmente como reguladores del mercado. La guerrilla imponía “impuestos” a todos los actores del tráfico,11 ofrecía una protección del mercado y desempeñaba un papel preponderante en el gobierno de las sociedades locales. Esto les permitía reforzar su posición respecto a los campesinos “cocaleros”, una de sus principales bases sociales. Esta posición las puso en contacto directo con los traficantes. Su papel de intermediarios en la compra de la pasta de coca les generó ingresos cada vez más importantes. Su papel en el ciclo de la cocaína incluía entonces también servicios de seguridad a los mismos traficantes y vigilancia de las pistas de aterrizaje y de los laboratorios clandestinos (Pécaut, 2008, p. 83). En ese momento, los narcotraficantes se reservaban la fracción más rentable del negocio: la transformación y la comercialización de la cocaína. De acuerdo con Rangel, el conflicto estalló cuando las guerrillas pretendieron extraer una parte de los beneficios. Así, desde comienzos de la década, diferentes grupos guerrilleros se financiaron mediante el secuestro con el pago de un rescate, una práctica que no perdonaba a los narcotraficantes (Rangel, 1999, p. 121). Por otro lado, como lo afirma Reyes, los narcotraficantes extendieron sus actividades hasta las primeras etapas de la producción en diferentes partes de la costa Caribe y en el oriente del país (Reyes, 2009, p. 81). Este desplazamiento hacia las áreas rurales igualmente los puso en conflicto con las guerrillas. La apertura pública de hostilidades entre narcotraficantes y guerrilleros se dio a finales de 1981. El 4 de diciembre, los principales diarios de Colombia recibieron un comunicado de prensa expedido por una “asamblea extraordinaria y urgente” que reunía a 223 jefes de la “mafia”. Se dirigía a los secuestradores, “delincuentes comunes o subversivos”. Afirmaba que los narcotraficantes habían conformado y equipado un escuadrón de más de 2000 hombres, que había adoptado el nombre de Muerte a Secuestradores (mas). Estos últimos fueron amenazados con ser “ejecutados públicamente […] colgados de los árboles en los parques o fusilados y marcados con el signo (de la organización)” (El País, 1981). Los firmantes del comunicado sostenían haber contribuido con la formación de
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Acerca de la llegada de la coca a estas regiones, véase Jaramillo, Mora y Cubides (1986). Respecto al papel de las farc en la colonización de estas zonas marginales, véase Molano (1987).
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De acuerdo con Dudley (2004, p. 52), las farc impusieron un impuesto sobre el embarque de la cocaína, otro sobre la protección de los cargamentos y uno más sobre la instalación de los laboratorios clandestinos de fabricación de la droga.
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este escuadrón con dos millones de pesos (cerca de 36 000 dólares de la época)12 y con diez de sus mejores hombres. El evento que desencadenó esta movilización fue el secuestro de Marta Nieves Ochoa, hija de una de las figuras claves del Cartel de Medellín, Fabio Ochoa, por parte de la guerrilla del m-19. La primera acción del mas fue el secuestro de personas cercanas a Luis Gabriel Bernal, miembro del grupo guerrillero, sospechoso de haber organizado el secuestro. El 16 de febrero de 1982, la joven fue liberada gracias a la presión del mas. La violencia del mas no se limitó a los guerrilleros. El grupo podía amenazar a aquellos que se identificaran con la izquierda. Militantes de izquierda, defensores de derechos humanos y periodistas fueron asesinados. Incluso Gabriel García Márquez fue objeto de amenazas contra su vida. Pero el mas no era una organización armada. Era una etiqueta que fue adoptada por un sinnúmero de empresas de violencia con estructuras fugaces. Sin embargo, esta dinámica reproducía, con frecuencia, el mismo tipo de alianzas entre los intereses de los terratenientes, los de los traficantes de drogas y los de los militares. La violencia fue intensa en contra de la up, pero no se limitó a ellos. Miembros de otros movimientos políticos, por ejemplo, del Nuevo Liberalismo (un ala disidente del Partido Liberal) también fueron asesinados. Algunos actores comprometidos en la defensa de los derechos humanos cayeron igualmente bajo las balas de los paramilitares; fue el caso de Héctor Abad Gómez, profesor de la Facultad de Medicina de Medellín —y posible candidato a la Alcaldía de esa ciudad— que cayó asesinado en agosto de 1987.13 La escalada de violencia que vivió Colombia en los años ochenta puede interpretarse, como lo sugiere Daniel Pécaut (1997), en el marco de las interacciones cada vez más fuertes entre la violencia criminal y la violencia política. Ahora bien, aun si está claro que estas interferencias turban los límites entre las diferentes categorías de violencia, al mismo tiempo muchos actores provenientes de los
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Con el fin de permitir la comprensión de los montos mencionados, estos fueron convertidos según las tasas de la época. La utilización de las tasas actuales hubiera dado impresiones erróneas, debido a la fuerte inflación que Colombia vivió en los años noventa. Los cálculos fueron realizados con base en Alonso y Cabrera (2004).
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Acerca del asesinato de Abad Gómez, y más generalmente acerca del clima de violencia de la época, se puede leer la novela autobiográfica de su hijo, Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos (2007).
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círculos criminales buscan reformular y revigorizar estos límites, redefiniéndose como “bandidos políticos”.
¿Sicarios o bandidos políticos? Desde sus fases iniciales, los paramilitares rechazaron que se les acolara la imagen de simples prestatarios de servicios violentos, ya fuese al servicio del Estado o de los narcotraficantes. Por el contrario, buscaron afirmar su estatus de grupo armado de carácter político, equiparándose con la guerrilla. A mediados de los años noventa, estas reivindicaciones estaban presentes en el discurso de Carlos Castaño: Nosotros no somos celadores, ni somos una organización familiar como quieren verla en algunos lugares. [Somos] una organización contrainsurgente de carácter nacional y aspiramos a que donde haya un frente guerrillero haya un frente de autodefensa. Y como se van perfilando las cosas en este país así va a ser. Porque cada día el Estado, a través de sus Fuerzas armadas, demuestra ser más incapaz de controlar ese avance de la guerrilla. Entonces nosotros tenemos que ir marchando paralelo a como se vaya perfilando nuestro enemigo (Castro Caycedo, 1996, pp. 226-227).
Esta afirmación de una identidad política será retomada de nuevo en nuestro análisis. Por el momento, se trata únicamente de mostrar sus vínculos con el fenómeno de formación de una red nacional de grupos paramilitares —las Autodefensas Unidas de Colombia (auc)— que aspiraban a aparecer como un actor unificado.
Los hermanos Castaño, empresarios del paramilitarismo Las auc se originaron en un grupo armado constituido alrededor de los hermanos Fidel, Carlos y Vicente Castaño. De acuerdo con los testimonios del menor, Carlos, publicados en su biografía autorizada (Aranguren, 2001),14 el primero de los tres hermanos en entrar en la violencia contrasubversiva fue Fidel. Habiendo amasado su fortuna en el tráfico de drogas, Fidel invirtió en propiedades y tierras en el nororiente de Antioquia, entre las poblaciones de Amalfi, Remedios y Segovia. Fue allí donde creó, a comienzos de los años ochenta, un grupo paramilitar 14
Para ver una crítica de los relatos narrados por Castaño, véase Ronderos (2014).
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que colaboró con el Ejército en el asesinato de por lo menos 65 personas entre 1982 y 1983 (Ronderos, 2014, p. 172). Ese grupo adoptó enseguida el nombre de Muerte a los Revolucionarios del Nororiente (mrn). Estaría relacionado con el asesinato del alcalde de Remedios en 1988 y con el ataque contra la población de Segovia en noviembre del mismo año, que dejó 45 muertos y 60 heridos. La trayectoria de los hermanos Castaño refleja, en gran medida, las dinámicas ya descritas. En 1983 compraron una hacienda en el departamento de Córdoba, fuertemente controlado en ese entonces por las guerrillas, y crearon un grupo paramilitar que recibió el apoyo de militares y de ganaderos. Los hermanos buscaron extender el territorio de influencia del grupo hacia la región vecina de Urabá. En aquel entonces, la zona era el escenario de violentos conflictos entre los propietarios de las plantaciones bananeras y los más de doce mil obreros organizados en dos sindicatos rivales, cercanos, respectivamente, de las guerrillas de las farc y del epl. Sin embargo, el epl había sufrido múltiples reveses, lo cual lo llevó a negociar su desmovilización con el gobierno del presidente César Gaviria, en medio de un contexto favorable marcado por los acuerdos de paz con el m-19 y otros grupos de menor importancia. La entrada de los Castaño al Urabá marcó el comienzo de la reconfiguración del grupo, que se consolidó entonces como un actor armado de escala regional, gozando del apoyo de los círculos militares, políticos y económicos, y construyendo un aparato armado que se constituyó en imitación a la guerrilla. Así, el avance de los hombres de Castaño en Urabá estuvo acompañado de la construcción de una imagen de actor político. El grupo adopta, entonces, el nombre de Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (accu). Esta fue la primera vez que un grupo paramilitar se dotaba de una organización políticomilitar, con un reglamento interno, subdivisiones (frentes) y grados (Castaño se convierte en “comandante”). Las accu se autodefinieron como una “organización armada antisubversiva” y como un “movimiento de resistencia civil”. Justificaban su movilización por la defensa de “los derechos e intereses nacionales desatendidos por el Estado y gravemente vulnerados y amenazados por la violencia de la guerrilla” (accu, s. f.). Su discurso se encamina, como lo afirma el sociólogo Fernando Cubides, a reafirmar un “ser guerrero” como condición previa y necesaria para la negociación con el Gobierno (Cubides, 2005); tal “ser” sigue el modelo paradigmático de la organización político-militar que es la guerrilla. Se trata, según Cubides, de una forma de “mimetismo”.
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Este mimetismo se vio estimulado por el ingreso, en las filas de las accu, de antiguos guerrilleros del epl y de militares en retiro. La cooptación de desmovilizados del epl se inscribía en la historia de las rivalidades que habían afrontado duramente esta guerrilla y las farc en el Urabá antioqueño.15 Después de su desmovilización, antiguos miembros del epl crearon un movimiento político llamado Esperanza, Paz y Libertad. Esto los puso en competencia directa con la up en el terreno electoral. La respuesta de las farc fue un baño de sangre. Cuando se inició la campaña para las elecciones locales de 1994, fueron asesinadas 34 personas en un barrio de Apartadó, conocido por la cercanía de sus habitantes con los “esperanzados”. Como reacción a los ataques de las farc, los desmovilizados del epl buscaron la protección del Ejército y de los paramilitares. Crearon los grupos de autodefensa llamados “Comandos Populares”, que no tardaron en ser absorbidos por las accu. La integración de los guerrilleros del epl le permitió a Carlos Castaño (Fidel había muerto en 1994, aparentemente durante un combate) afinar su aparato armado. No solamente estos llegaban con conocimientos acerca de las redes logísticas y de inteligencia de la guerrilla, sino que también contaban con una práctica organizacional y militar de la que los paramilitares carecían. Las accu igualmente recibieron el refuerzo de militares en retiro. Dos canales de reclutamiento existían en aquella época. El primero se refiere a soldados de la tropa.16 Debido a la colaboración de militares activos, los paramilitares podían escoger jóvenes reclutas de entre los que terminaban su servicio militar. El otro canal de reclutamiento se refiere a oficiales y suboficiales que se unieron a los paramilitares en calidad de mandos medios o de comandantes. En efecto, a comienzos de los años noventa se incrementó la presión sobre las instancias de control del Ejército; esto condujo a la destitución de algunos militares sospechosos de haber abusado de sus funciones. Una parte de ellos encontró una vía de reconversión profesional dentro de los grupos paramilitares, que valoraban sus conocimientos y les ofrecían una buena remuneración. La trayectoria de Carlos Mauricio García, alias “Rodrigo Franco” o “Doblecero”, quien fue durante un tiempo uno de los hombres de confianza de Castaño, 15
Estas declaraciones se encuentran en Ortiz Sarmiento (2007), y Suárez (2007).
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Existen muy pocos análisis realmente informados acerca de las condiciones de reclutamiento de los paramilitares, y más generalmente acerca de la sociología de sus integrantes. Véase, sobre todo, Arjona y Kalyvas (2011).
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es un buen ejemplo de esta dinámica.17 Originario de Medellín, el subteniente García participó en operaciones de contraguerrilla en el Oriente antioqueño. Fue acusado por la Procuraduría de haber reclutado forzosamente a civiles para servir como “guías”. Él los habría mantenido cautivos de manera arbitraria y los habría obligado a revelar información estratégica sobre las actividades de la guerrilla, exponiéndolos de este modo a las represalias de los rebeldes. Aunque reconoció sus errores, el oficial consideró que la Procuraduría estaba “infiltrada por la guerrilla” y dejó el Ejército después de haber recibido una sanción disciplinaria. Así fue como terminó uniéndose al grupo de los hermanos Castaño, convirtiéndose más tarde en comandante del “Bloque Metro”, una subdivisión de las accu encargada del control de zonas estratégicas alrededor de Medellín. Los militares en retiro contribuyeron con prácticas y saberes propios del trabajo militar y se constituyeron en un vector de “profesionalización” de los paramilitares. Además, estos hombres asumieron el rol de mediadores entre la institución militar y los grupos paramilitares, lo que permitió mantener relaciones de complicidad a pesar de estar en la ilegalidad. Todos estos factores permiten comprender la dinámica de expansión regional de los paramilitares, que les sirvió como plataforma para la construcción de un proyecto político-militar de carácter nacional. En Urabá, el baño de sangre terminó dándole la ventaja a los paramilitares, que pudieron, a finales de 1997, jactarse de haber “limpiado” la zona de toda influencia subversiva y de haber exterminado a la up. De acuerdo con la Fundación Reiniciar, que representa a las familias de las víctimas de la up, entre 1995 y 1996 fueron asesinados 495 miembros del partido, que se suman a los varios miles de muertos durante la primera década de existencia de ese partido. Los dirigentes regionales terminaron muertos o en el exilio.18 En julio de 1997, cuando se preparaban las elecciones locales del mes de octubre, la up y el Partido Comunista anunciaron que no presentarían candidatos y que abandonarían la región.
Paramilitarismo y seguridad privada A partir de su consolidación en Córdoba y Urabá, y dotados de una imagen de organización político-militar, las accu iniciaron un proyecto de expansión 17
Acerca de la trayectoria de García, véanse sus entrevistas con el antropólogo Aldo Civico (2009), sobre todo, pp. 173 s.
18
Acerca de la desaparición de la Unión Patriótica en Urabá, véase Martin (1997).
16
1. Entre el crimen y la política
nacional. En 1994, durante una reunión bautizada pomposamente “Primera Conferencia Nacional de Grupos de Autodefensa”, Carlos Castaño inició el trabajo de coordinación entre los diferentes movimientos paramilitares, que desembocó en 1997 con la creación de las auc (accu, 1997). Durante estos años, la expansión de los grupos paramilitares se alimentó de un nuevo elemento. Como respuesta a la propagación de los grupos guerrilleros en el país, en 1994 el gobierno de César Gaviria decidió abrir la puerta a una colaboración más estrecha entre las Fuerzas Militares y las firmas de seguridad privada, con el fin de involucrar al sector privado en el esfuerzo antisubversivo. Su sucesor, Ernesto Samper (1994-1998), amplió las competencias de compañías de vigilancia instaladas en zonas de alto riesgo. Estas empresas militarizadas fueron bautizadas como Convivir. Más adelante mostramos las condiciones en las que se creó este nuevo dispositivo de seguridad;19 por el momento, se trata de analizar un caso adicional de la forma en que los paramilitares navegan entre lo legal y lo ilegal. Una vez más, Urabá está en el centro de esta historia. La elección de Álvaro Uribe como gobernador de Antioquia en 1994 marcó un momento de amplio desarrollo de las Convivir. Uribe siempre ha sido un individuo controversial; proveniente de una familia de terratenientes, fue acusado de haber participado en la formación de grupos paramilitares en compañía de su hermano. A pesar de que las investigaciones no han producido resultados judiciales, estas acusaciones han sido frecuentemente retomadas por sus adversarios políticos. A finales de 1995 ya existían 48 Convivir en el territorio departamental. Uribe elogiaba el balance del dispositivo y abogaba por dotar estas organizaciones de armamento más sofisticado y por transformarlas en grupos de reacción inmediata al servicio de las Fuerzas Militares (Semana, 1995b). El gobernador defendía entonces una política de “neutralidad activa”, definida como la obligación de los ciudadanos de colaborar activamente con el orden público, brindando información y apoyo a las Fuerzas Militares. En Urabá, debido a la oposición de los alcaldes de la zona, las Convivir solo comenzaron a organizarse a partir de 1996. Entre ese año y el siguiente se crearon doce Convivir. El personaje clave en el nacimiento de estas organizaciones fue un rico empresario bananero, Raúl Hasbún. Al comienzo de los años noventa,
19
Véase el capítulo 5.
17
Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
Hasbún tenía más de 4000 hectáreas de cultivos de banano y crianza de ganado en Urabá, y era uno de los miembros más influyentes de la Asociación de Bananeros de Colombia, Augura. Desde 1994, colaboraba con los paramilitares de Castaño. Organizó doce Convivir, que tenían una personalidad legal propia, pero que, en la práctica, funcionaban como una sola organización. La oficina de las Convivir se situaba en las instalaciones de la 17.a Brigada, con la que cooperaba de manera permanente. Alrededor de las Convivir se desarrolló toda una red de comunicaciones, que cubría con transmisores de radio el territorio de las fincas bananeras e integraba directamente a los administradores en las tareas de vigilancia. La colaboración entre los militares y las Convivir tocaba, ante todo, a las tareas de inteligencia. Las Convivir funcionaban como un mediador entre los militares y los paramilitares, permitiendo a los primeros intercambiar información con los segundos sin correr riesgos jurídicos. Desde este punto de vista, las Convivir no representaron una forma de privatización de la violencia estatal, sino más bien un reordenamiento de las relaciones entre lo público y lo privado, basado en una institucionalización más intensa de los flujos de información y teniendo como objetivo asegurar la posición de los actores, sobre todo de los militares. Esto es lo que se puede concluir de las palabras de Raúl Hasbún: Teníamos información por ejemplo del ejército, la policía […] ellos mismos capturaban a una persona, no la podían judicializar porque no tenían los datos, inmediatamente si teníamos la oportunidad dábamos de baja o matábamos a esa persona que sabíamos que era guerrillero pero la justicia o la ley no podía actuar porque no tenían pruebas (en Colombia, Fiscalía General de la Nación, 2008).
Esta circulación de información se apoyaba en las trayectorias sociales de los dirigentes de las Convivir. Estas y los paramilitares no eran dos entornos sociales diferentes; por el contrario, la gran mayoría de los miembros de los servicios de seguridad habían pasado por los grupos paramilitares. Por otra parte, estos individuos se movían también en los círculos de la agroindustria, principales contribuyentes de las Convivir. Asimismo, algunos de sus miembros provenían del Ejército o del epl. El trabajo de los dirigentes de las Convivir los condujo a crear lazos muy cercanos con las autoridades militares locales. Esto puede ser ilustrado mediante el 18
1. Entre el crimen y la política
caso de una figura importante de las Convivir, Alberto Osorio.20 Este empresario agroindustrial era, según su propio testimonio, el responsable de las “relaciones públicas” de las Convivir. Esto lo condujo a coordinar las redes sociales de esa organización, tanto con los empresarios agroindustriales como con los militares. Sus relaciones con estos últimos eran particularmente cercanas. Así, en agosto de 1997, Rito Alejo del Río, en ese entonces comandante de la 17.a Brigada, le otorgó a Osorio la medalla de Ayacucho, para felicitarlo por su “profesionalismo, total dedicación a la infantería colombiana y gran sentido de colaboración, solidaridad e integración”. Algunos meses más tarde, Osorio fue invitado por el brigadier general Martín Orlando Carreño Saldoval a dictar una charla como representante de los bananeros. Se trataba de exponer su concepción de las Convivir en el marco del “curso de altos estudios militares de la escuela de guerra”.21 Aquí se percibe de nuevo la función de mediación ejercida por las Convivir, que se encargan de la administración del “capital social”22 de los paramilitares, un recurso que contribuye —de acuerdo con el análisis que realiza Rocco Sciarrone (2000) a propósito de la mafia italiana— a la durabilidad y la extensión de los fenómenos criminales. Este análisis igualmente se refleja en las relaciones entre las Convivir, los paramilitares y las empresas agroindustriales, como lo ilustra la composición de los órganos de gobierno de los servicios de seguridad. En 2001, las Convivir de Urabá se transformaron en una sola entidad jurídica, que tomó el nombre de Servicios Especiales de Vigilancia y Seguridad Privada de Urabá (sevsp). La asamblea general de los sevsp reunía a 45 empresas propietarias de cientos de fincas en Urabá. Es, en el Country Club de Medellín, sitio de encuentro de la élite social, donde tienen lugar las reuniones de los socios. En estas se discutía de problemáticas presupuestales y de organización interna. Los socios recibían el informe del presupuesto que se enviaría luego a la Gobernación de Antioquia, encargada de la vigilancia de las Convivir. La gestión administrativa de los sevsp se confiaba a miembros elegidos por la asamblea general.
20
Este texto proviene del proceso contra Alberto Osorio (Fiscalía 29 especializada de Medellín. Rad. 101 768).
21
Fiscalía 29 especializada de Medellín. Rad. 101 768.
22
Definido por Sciarrone como “la capacidad de la mafia para obtener la cooperación de otros sectores sociales exteriores a su núcleo organizacional” (2000, p. 36).
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Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
El capital social de las Convivir no solo estaba constituido por los empresarios agroindustriales locales. Ellas también mantenían relaciones estrechas con empresas extranjeras instaladas en la región. El ejemplo de la multinacional estadounidense Chiquita ilustra bien estas relaciones.23 De acuerdo con los documentos internos de la empresa, desde 1993 aparecen en la contabilidad pagos a los paramilitares; ese año coincide con la ofensiva de los Castaño en Urabá. En ese momento, Chiquita también les pagaba a las guerrillas de las farc y del epl. La empresa afirmó ser víctima de extorsiones, pero documentos internos sugieren que las farc también prestaban servicios de seguridad a los cultivos bananeros.24 A partir de 1997, los paramilitares desplazaron a las guerrillas como los primeros receptores de fondos. Mientras que en 1996 la empresa pagó US$21 763 a las Convivir y diez veces más a los guerrilleros, las cifras comenzaron a invertirse desde el año siguiente. En 1997, los rebeldes recibieron cerca de US$80 000, contra US$120 000 para los paramilitares. Estas cifras no pararon de crecer. Hacia finales de la década, los paramilitares monopolizaban todos los fondos y habían establecido un sistema centralizado de recolección. Por cada caja de bananos exportada, las empresas debían pagar un impuesto de tres centavos de dólar. Este sistema les generó, a los paramilitares, ganancias de más de 1,7 millones de dólares entre 1998 y 2002. Los pagos fuero hechos a las Convivir e inscritos en los registros contables de Chiquita como “servicios de seguridad”. 23
En 2002, la Junta Directiva de la empresa ordenó una auditoría externa sobre los pagos efectuados por su filial colombiana Banadex a los grupos paramilitares. Esos pagos, legales en Colombia y efectuados a través de las Convivir de Urabá, cayeron bajo la legislación antiterrorista de los Estados Unidos, ya que las auc eran consideradas como una organización terrorista por el Gobierno estadounidense a partir del 11 de septiembre de 2001. Siguiendo el consejo de sus abogados, la Junta Directiva de Chiquita dio a conocer sus pagos a los abogados, con el fin de establecer una negociación que condujera a un acuerdo con el Departamento de Justicia estadounidense. El acuerdo preveía, entre otras cosas, la entrega de todas las piezas procesales a la administración. Estas fueron obtenidas por el nsa gracias a una acción en el marco del Freedom of Information Act, que se tradujo en la obtención de más de 5500 páginas de documentos internos de Chiquita. También nos apoyamos en los documentos contenidos en el proceso de class action, presentado por un grupo de víctimas contra la empresa. El expediente nos fue comunicado por la oficina de abogados que representa a las víctimas. Véase United States District Court, District of New Jersey (2007). 24
Paradójicamente, las farc aparecen —por lo menos en los documentos internos de Chiquita— como un proveedor más de seguridad. La guerrilla habría organizado la seguridad de los cultivos contra la delincuencia común y habrían incluso reprimido huelgas. Aunque esto merece profundizar las investigaciones, tales elementos apuntan a matizar una representación unívoca de las relaciones de extorsión.
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1. Entre el crimen y la política
Como los pagos se realizaban a través de las Convivir, las empresas podían afirmar que se trataba de organizaciones legales y que no conocían las relaciones que estos grupos tenían con los paramilitares. Además de Chiquita, otras multinacionales del sector agroalimentario fueron señaladas por los paramilitares desmovilizados como parte de sus antiguos contribuyentes (Colombia, Tribunal Superior de Bogotá, Sala de Justicia y Paz, 2013). De acuerdo con los procesos penales en contra de los miembros de las Convivir, el “impuesto” de tres centavos de dólar afectaba a todas las exportaciones, sin excluir ninguna empresa, colombiana o extranjera.
La expansión nacional y las Autodefensas Unidas de Colombia La influencia regional de las accu posicionó a sus líderes como voceros de un proyecto de confederación de todos los grupos paramilitares a escala nacional. La creación de las auc fue parte de una estrategia de expansión y de cooptación de las estructuras armadas existentes. Se trataba, de manera general, de empresas de violencia muy locales, que se asociaban, voluntaria o forzosamente, a las auc. La coordinación de los grupos armados de la región Caribe se llevó a cabo de esta forma. Las primeras versiones libres (testimonios judiciales hechos en el marco del proceso de justicia y paz) de Salvatore Mancuso narran esta expansión. Originario del departamento de Córdoba, hijo de un padre inmigrante italiano y de una madre de la burguesía local, Mancuso coordinó la expansión y la cooptación de los grupos de la zona Caribe a partir de 1996. Afirmó haber desplegado 200 hombres ese año en diferentes zonas de los departamentos de Sucre, Bolívar y Magdalena. De acuerdo con su testimonio, la rápida expansión de las auc fue posible gracias al apoyo de políticos y empresarios locales. Algunas veces, estas élites entraban de lleno en el trabajo de organización militar. Un buen ejemplo de ello es el caso de Rodrigo Tovar Pupo, alias “Jorge Cuarenta”, hijo de una familia de notables de Valledupar, que se unió a las filas del paramilitarismo a mediados de los años noventa; en 1998 ya controlaba un grupo de 350 hombres activos en los departamentos del Cesar y del Magdalena. En los años siguientes desempeñó, como lo veremos más adelante, un papel clave en la expansión de las auc. A pesar de su capacidad para asociar empresas de la violencia de carácter variopinto, las auc nunca llegaron a ser una estructura unificada bajo un solo comando. Se trató, más bien, como lo explicó Salvatore Mancuso, de una “confederación” de grupos paramilitares en la que cada miembro mantuvo su 21
Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
autonomía.25 Los diferentes “bloques” o “frentes” eran meramente nuevos nombres adoptados por los grupos armados al entrar en el movimiento nacional. Estas organizaciones mantenían el control sobre sus finanzas y sobre sus decisiones estratégicas. La rivalidad por el control de las zonas de plantaciones de hoja de coca, de transformación de la pasta y del embarque de la cocaína se convirtió en una variable cada vez más determinante para comprender la expansión territorial de las auc (Echandía, 2006). Si bien las cifras de estos mercados ilegales deben ser manejadas con gran precaución,26 es claro que los últimos 20 años del siglo pasado corresponden al posicionamiento progresivo de Colombia como primer productor mundial de cocaína (Thoumi, 2002). Aunque el papel clave de los narcotraficantes colombianos en el mercado internacional de la cocaína data de los años setenta (Gootenberg, 2009), la importancia económica de su anclaje rural es más tardía. A partir de la mitad de la década de los noventa, los éxitos en la erradicación de los cultivos en el Perú y en Bolivia se tradujeron en un incremento de las superficies cultivadas en Colombia. En este contexto, el control de las zonas rurales adquirió una nueva importancia estratégica (Vargas Meza, 2005). Estas transformaciones en el sector de la cocaína se acompañaron de cambios en el grupo social de los empresarios colombianos de la droga. Entre 1991 y 1996, las estructuras reticulares del tráfico de cocaína, conocidas bajo el nombre de “carteles”, desaparecieron para dar lugar a redes más fluidas de microempresas especializadas en una parte del ciclo de fabricación y exportación del alcaloide, como en tareas anexas —servicios de seguridad, cobro de deudas y lavado de activos—.27 Además, estructuras más pequeñas y fluidas resultaban más eficaces a la hora de adaptarse para resistir a la persecución estatal. Estas transformaciones influyeron en las modalidades de circulación entre las esferas de la delincuencia y del paramilitarismo. A finales de los años noventa aparecieron nuevas prácticas de colaboración. Se trataba, sobre todo, de la
25
Versión libre de Salvatore Mancuso, 2006.
26
Acerca de las precauciones necesarias en estos análisis, véase Andreas y Greenhill (2010).
27
Duncan (2005b) explica que los profesionales de la violencia ganan una ventaja en la administración del mercado del tráfico de drogas, en la medida en que la subordinan a las empresas especializadas en otras etapas del narcotráfico. Más generalmente, acerca de los cambios en las organizaciones del tráfico de drogas, véase Camacho y López (2007).
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1. Entre el crimen y la política
compra de “franquicias” por ricos empresarios de la droga. Estas franquicias le posibilitaban al comprador el uso del nombre de las auc y la obtención de un grado al interior del organigrama paramilitar. Con la franquicia, el comprador también obtenía profesionales de la violencia provenientes de otros grupos paramilitares, formados en la guerra irregular y pudiendo servir como base para el reclutamiento y el entrenamiento de nuevos combatientes. Los compradores de las franquicias eran narcotraficantes que tenían un doble interés en orquestar su transformación en paramilitares. Por una parte, la fluidez de las redes económicas de la cocaína favorecía la multiplicación de microempresas de la droga; por otra, aumentaba la posibilidad de una competencia violenta. La compra de una franquicia les permitía así a los narcotraficantes construir un aparato armado propio y superior al de sus competidores. Las franquicias también le abrían la puerta a la transformación de estos bandidos ordinarios en bandidos políticos. Esto les ofrecía la posibilidad, a los franquiciados, de obtener un asiento en las negociaciones entre las auc y el Gobierno, que se perfilaban ya para la época. Las eventuales negociaciones aparecían a los ojos de los narcotraficantes como una oportunidad de lograr lavar sus capitales y obtener el perdón de la justicia. Esta perspectiva de reinserción en la sociedad legal les permitía a aquellos, además, escapar a las solicitudes de extradición expedidas por jueces norteamericanos. El examen de las trayectorias sociales de buena parte de los miembros del equipo negociador de 2003 ilustra ese tipo de conversiones. Carlos Mario Jiménez, alias “Macaco”, es un buen ejemplo de ello. Macaco comenzó su carrera delincuencial de la mano del cartel del norte del Valle, una red inicialmente subordinada a los narcotraficantes de Cali. Cuando, a mediados de los años noventa, estos últimos fueron encarcelados, asesinados o negociaron su sometimiento a la justicia, empezó una competencia feroz entre los traficantes restantes. Macaco obtuvo el control de rutas muy rentables que permitían el transporte de la cocaína hacia el Pacífico. En 1998, Macaco negocia con Carlos Castaño y con su hermano Vicente la compra de una franquicia paramilitar. A partir del año 2000, aparece en el organigrama como comandante del Bloque Central Bolívar (bcb). En 2002, debido a divergencias con Carlos Castaño, el bcb se convierte en una organización independiente. Participa de esta manera en las negociaciones con el Gobierno a partir de 2003.
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Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
Lejos de la imagen de auxiliares del Ejército o de sicarios al servicio de los narcotraficantes, las auc buscaron así constituirse en una “copia” de la g uerrilla, adoptando los mismos símbolos de autoridad y de organización jerárquica propios de una empresa político-militar. La multiplicación de instancias de gobierno, representación e incluso regulación participó en esta narrativa. Ahora bien, esto no corresponde con la realidad de una confederación que contaba con intereses múltiples y muchas veces conflictuales. *** Resulta claramente imposible postular la existencia de una causalidad única para el nacimiento y el desarrollo de los grupos paramilitares. Así el peso de la acción antisubversiva del Estado sea innegable, ella participa de una historia compleja y contingente. De este modo, la búsqueda de las causas estructurales —económicas o políticas— sería tan vana como aquella de las motivaciones originales de los actores. Es mucho más heurístico reflexionar sobre la forma en la cual la historia de los grupos paramilitares se comprende, a la vez, desde el estudio de un contexto de acción configurado por el pasado y desde el análisis de las estrategias y las tácticas de los actores, cuyo resultado es, por definición, contingente, pues es creador de nuevas polarizaciones y de nuevas relaciones de interdependencia.28 Así, nos propusimos analizar la trayectoria de los grupos paramilitares desde el punto de vista de los cambios en la economía general de la violencia y de la represión, y también de factores un poco más coyunturales, como los cambios internos en los círculos del tráfico de drogas. Como consecuencia, más que reflexionar sobre las causas de la violencia, hemos buscado destacar la ambivalencia de la relación de los grupos paramilitares con los espacios políticos y con la economía delictiva. Ahora bien, aun si la política y el crimen se pueden objetivar en el estudio de las prácticas violentas, asimismo son el producto de una forma de calificación que define los límites entre sus dos categorías. Lo legal y lo ilegal son, por definición, producto de un trabajo de construcción social. Se trata, en este punto, de una dificultad fundamental en el estudio de los grupos paramilitares y que conduce con frecuencia a debates esencialistas acerca de su carácter político o criminal. Por consiguiente,
28
Este análisis se inspiró en Bayart y Bertrand (2006, pp. 145-146).
24
1. Entre el crimen y la política
esta obra continúa con la reflexión en dos planos complementarios: por una parte, la manera como los grupos paramilitares participan al ejercicio del poder político por medio de la violencia y, por otra, las formas de calificación del fenómeno paramilitar.
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Primera parte Ejercer el poder por la violencia
2. “A la gente de bien no la matan”. Violencia y orden social
Controlaban todos los caminos; si no te conocían, tenía que haber alguien del pueblo que respondiera por ti, porque si no, te mataban […] A partir de las seis de la tarde prohibían salir a la calle. A veces cerraban las salidas del pueblo y reunían a todo el mundo. Decían que eran la autoridad máxima y que ellos no tenían cárceles, que sus cárceles eran los fusiles. Mostraban los fusiles y decían: “Nosotros no metemos a nadie a la cárcel, la cárcel de nosotros es esta, el que no respete la ley se muere”, y así era.1
Relatos similares, que ponen de relieve la autoridad ejercida por los paramilitares en todos los aspectos de la vida de una población, son corrientes. Los entrevistados enfatizan tanto en el control del espacio y de los desplazamientos como en el comportamiento individual y las cuestiones morales (sexualidad, modo de vestir, etc.). Si con mucha frecuencia se trata de historias que proyectan la imagen de una violencia brutal, para estos testigos los objetivos perseguidos por los paramilitares eran claros: el control del territorio y de la población, el apoderamiento de los recursos o la exclusión de los competidores eventuales. Mi interlocutor concluye su descripción de manera lapidaria: “ellos eran la ley”. ¿Cómo se transformaron los paramilitares en esta forma de autoridad local? ¿Qué características tuvo su dominación? Este tema es el objeto del presente capítulo. Un estudio de caso en el departamento del Magdalena nos permite ingresar en un análisis más preciso de las prácticas violentas de los paramilitares. En ese territorio, el desarrollo de estos grupos estuvo íntimamente relacionado con la
1
Entrevista a campesino originario de Fundación, Santa Marta, 2009.
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Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
historia del tráfico de drogas. Se trata, inicialmente, de la producción de marihuana y luego de cocaína, para las cuales la Sierra Nevada de Santa Marta ha sido un punto neurálgico. En este contexto aparecen diversos grupos armados, dentro de los cuales los más importantes se conforman alrededor de dos clanes familiares: el de Hernán Giraldo, sobre la vertiente norte de la Sierra, y el de Adán Rojas, sobre la vertiente occidental. Estos dos grupos asumen un proyecto político antisubversivo desde mediados de los años ochenta. Desarrollan relaciones con los políticos de Santa Marta y con los empresarios de la rica zona agroindustrial del norte del departamento, la zona bananera. Este equilibrio desapareció a comienzos de la primera década de los años 2000 por la entrada de las auc al departamento. Un grupo enviado por Carlos Castaño y Salvatore Mancuso se hizo presente desde 1996 en el centro de la región. Muy rápidamente se hizo evidente que las auc tenían la intención de instaurar su hegemonía en el territorio. Para ello adoptaron una estrategia de cooptación. El grupo de los Rojas, muy debilitado, pidió la protección de Castaño en 1999. A pesar de que Giraldo trató de mantener su independencia, fue integrado por la fuerza a las auc en 2002, después de una ofensiva contra sus posiciones de la Sierra, conducida por hombres provenientes de Córdoba. Aquí examinamos sus sucesivas transformaciones. El Magdalena constituye un caso prolífico para el estudio del uso de la violencia por los paramilitares y de la constitución de un orden violento. Aunque nuestras conclusiones no tienen la vocación de resumir la gran diversidad de situaciones que caracterizan la historia del paramilitarismo en Colombia, ellas ilustran, sin embargo, las dinámicas violentas que no son propias a este territorio.2
Empresarios de la violencia, entre seguridad y represión En el discurso de legitimación de su existencia, los paramilitares siempre sostuvieron haber sido una reacción ante la amenaza de la guerrilla. Yendo contra esta explicación, el caso del Magdalena corresponde más bien a una politización de las empresas de la violencia, que habían comenzado a crearse desde finales de los años setenta como una respuesta a las necesidades de regulación del mercado de la marihuana. ¿Cómo se vieron involucrados en la violencia contrainsurgente estos actores criminales? 2
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Agradezco encarecidamente a William Renán, profesor-investigador de la Universidad del Magdalena, por sus consejos, que me resultaron preciosos para avanzar en esta parte de mi investigación.
2. “A la gente de bien no la matan”. Violencia y orden social
El capítulo anterior dibujó a grandes trazos la matriz histórica de la violencia paramilitar. Por medio de un estudio de caso, buscamos profundizar nuestra comprensión de estas trayectorias, que involucran actividades criminales y violencia política. La historia que viene a continuación establece tres lógicas complementarias en la articulación entre crimen y política: en primer lugar, como lo señalamos anteriormente, la guerrilla planteaba una amenaza para el control territorial de los paramilitares y, por tanto, para las ganancias del negocio de la cocaína; en segundo lugar, los paramilitares se transformaron en empresarios de la protección, no solo como una respuesta a la amenaza guerrillera, sino también en reacción a las luchas sociales y políticas, que han sido percibidas por las élites locales como amenazas al orden social. Finalmente, la entrada de los paramilitares en la lucha contrainsurgente fue un vector para el establecimiento de alianzas con diversos grupos sociales (empresarios agroindustriales, políticos, etc.) y alimentó, por lo tanto, su “capital social” (Sciarrone, 2000).
Los empresarios de la violencia En el departamento del Magdalena, quienes se convertirían en grupos paramilitares aparecieron mucho antes de la llegada de los guerrilleros. La formación de estos grupos está relacionada con la economía de la marihuana, cuyo surgimiento data de los años setenta. A pesar de que es muy difícil estimar la magnitud de esta actividad económica, podemos deducirla a partir del modo como alteró la sociedad local. Así, los empresarios de la marihuana emergieron como una clase de “nuevos ricos” y algunos de ellos incluso llegaron a entrar en las élites sociales de Santa Marta. La producción de marihuana modificó profundamente la estructura de la sociedad rural, pues atrajo oleadas de inmigrantes provenientes del interior del país. Gran parte del campesinado se volvió dependiente de esta producción, que tiene un carácter muy fluctuante. Se estima que los cultivos, que producían cerca de 24 000 toneladas en 1977, empleaban a cerca de 90 000 personas y condujeron a una explosión de los salarios de los obreros agrícolas (Betancourt & García, 1994, p. 50; Viloria de la Hoz, 1997). Estos cálculos deben ser analizados con mucha precaución. Ahora bien, como provienen de fuentes gubernamentales, su mera existencia significa que en este periodo el problema de las drogas ya estaba en la agenda política. La economía de la Sierra se alteró desde finales de la década de los setenta, debido al declive progresivo de la producción de marihuana y a su reemplazo por 31
Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
la cocaína (Kalmanovitz, 1994). La Sierra se convirtió, a la vez, en un punto de producción de la hoja de coca, de transformación de la pasta y de embarque del producto terminado. Esta última etapa del tráfico les da un valor estratégico a las playas, bahías y ensenadas de la Sierra, en donde la montaña se sumerge en el mar, creando un medio geográfico idóneo para todas las formas del comercio ilícito. Esas condiciones determinan la aparición de las primeras empresas de violencia. Dos de los protagonistas de esta historia, Hernán Giraldo y Adán R ojas, son originarios del interior del país y llegaron a la Sierra con miles de otros campesinos que huían de la violencia de los años sesenta. Hacia finales de esta década, en un clima de violencia producido por el mercado de la marihuana, Giraldo y Rojas organizaron grupos armados, esencialmente conformados por miembros de sus familias. Los Chamizos, como se hicieron llamar los hombres de Giraldo, buscaron construir una fortaleza territorial en la vertiente norte de la Sierra, una zona muy codiciada porque ofrece grandes facilidades de embarque de la droga. En los años ochenta, Giraldo extendió su papel de empresario de la protección hacia ciertos barrios de la ciudad de Santa Marta. El control de la plaza de mercado, que le permitió instaurar un sistema de extorsión, se iniciaría a comienzos de los años noventa. Las actividades de Giraldo eran provechosas; según las investigaciones realizadas por la Policía a mediados de los años noventa, Giraldo poseería, a través de testaferros y empresas fachada, varias propiedades rurales, como la hacienda La Fortuna, que transformó en campo de entrenamiento. Asimismo, sería propietario de diversos establecimientos comerciales, como salas de billar, restaurantes y, además, una cadena de distribución de alimentos: los supermercados Kaffir (Sipol Departamento del Magdalena, 1999). Los Rojas tuvieron un anclaje territorial más débil, pero mantenían relaciones cercanas con los actores nacionales del paramilitarismo. Se establecieron en la población de Palmor, en la vertiente occidental de la Sierra. Es una zona situada cerca de uno de los principales ejes viales del departamento, que une a Santa Marta con el centro del país. También es vecina de los cultivos agroindustriales de la zona bananera, donde los Rojas desempeñaron, en los años noventa, un papel central en la represión de los movimientos sindicalistas. Según Adán Rojas, su grupo recibió el apoyo logístico de Fidel Castaño en los años ochenta. Esto le habría permitido a su hijo mayor, Rigoberto, participar en entrenamientos organizados por los paramilitares de Puerto Boyacá y dirigidos por mercenarios israelíes (Verdadabierta.com, 2010c). 32
2. “A la gente de bien no la matan”. Violencia y orden social
Hasta finales de los años noventa, las relaciones entre estos dos grupos fueron relativamente armoniosas. Por ejemplo, en abril de 1992 realizaron una operación conjunta para secuestrar un empresario sospechoso de apoyar a la guerrilla. Según Adán Rojas, un mayor del Ejército les proporcionó información relativa al propietario de una empresa transportadora de carbón, cuyos camiones movilizarían guerrilleros de manera clandestina. Hombres de las dos familias organizaron un retén en una carretera cercana de la población de Fundación. Después de haber parado el vehículo en el que viajaba, los paramilitares secuestraron al empresario, al que asesinarían más tarde; sus acompañantes y un transeúnte fueron asesinados durante el secuestro. No obstante, para 1999, las relaciones entre Rojas y Giraldo se habían de gradado, aparentemente debido a un hecho fortuito. Durante una tentativa de robo de un vehículo, los hombres de Rojas entablaron un tiroteo con los ocupantes. En el intercambio de balas asesinaron a Emérito Rueda, un miembro del Consejo Municipal de Santa Marta. Ahora bien, Rueda era un aliado de Giraldo. Este decidió vengarse. Ordenó un ataque contra una de las propiedades de los Rojas. Adán y su hijo quedaron heridos. Algunas semanas después, mientras se recuperaban en un hospital de Barranquilla, los arrestó la Policía. El resto de los hombres del clan encontró refugio en Córdoba, con Carlos Castaño. Cumplirían un papel central cuando, más tarde, Castaño buscara apropiarse de los territorios de Giraldo.
La amenaza rebelde Las transformaciones sufridas por estos grupos armados, así como las relaciones que mantenían con empresarios y políticos, estaban ligadas a la creciente amenaza que representaba la guerrilla. Las farc llegaron a la Sierra desde comienzos de los años ochenta. El macizo montañoso constituye una retaguardia estratégica a partir de la cual es fácil lanzar operaciones armadas, para luego esconderse en las profundidades del monte. Además, su control permitía a la guerrilla reclamar un impuesto sobre el transporte de la droga, recurso que alimentaba las arcas de la organización. Asimismo, la montaña está lo suficientemente cerca de los centros urbanos y de las zonas de cultivos agroindustriales como para que los rebeldes pudiesen extorsionar a los empresarios. De acuerdo con datos oficiales, en 1987 las farc ya habían consolidado el control de la Sierra. Esta situación les permitía asegurar su influencia sobre las poblaciones ubicadas en el piedemonte (Colombia, Vicepresidencia de la 33
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epública, Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos, 2001, R pp. 4-5). Entonces, este contexto las coloca en relación directa con empresarios de la violencia como los Rojas y los Giraldo. La guerrilla del eln tuvo una presencia más reducida. Este grupo llegó al departamento a mediados de los años ochenta, atraído por la riqueza de la zona bananera y por la línea férrea que transporta el carbón del departamento del Cesar hacia el mar. Se instaló en las planicies del departamento, desde donde extorsionaba a los cultivadores y ganaderos. Los guerrilleros establecieron lazos con las poblaciones de la zona bananera, de la Ciénaga Grande y de la parte plana del centro del departamento. Intentaron, sobre todo, posicionarse como actores políticos locales, apoyando el movimiento campesino que, por esa época, se encontraba inmerso en violentos conflictos por la tierra. El avance de la guerrilla se manifestó por hostigamientos contra el Ejército y la Policía. El primer ataque contra una estación de Policía tuvo lugar en 1987 en Palmor, bastión del grupo de Adán Rojas. El año siguiente, las farc atacaron la estación de Minca, en la zona de influencia de Giraldo. Entre 1989 y 1990, la guerrilla atacó las estaciones de Policía de Bellavista, San Pedro de la Sierra y Sevilla. La Policía no estaba preparada para hacer frente a los guerrilleros. Doce policías fueron asesinados por la guerrilla en 1991, mientras circulaban por una de las principales vías del departamento, la que comunica a Santa Marta con Ciénaga. Fueron víctimas de una emboscada del grupo rebelde, que acribilló a bala el vehículo que los transportaba, antes de retornar a la Sierra. Los ataques se multiplicaron durante esos años, hasta que la Policía se retiró de las poblaciones más expuestas a los ataques guerrilleros. El Ejército no parecía estar mejor preparado. En 1993, siete soldados del Batallón Arhuacos fueron asesinados durante una emboscada en la población de Parranda Seca. Los soldados no solo constituían blancos vulnerables ante los ataques directos, sino que también lo eran frente a los campos minados plantados por la guerrilla. El avance de los rebeldes se tradujo, además, en una multiplicación de los atentados contra la infraestructura vial y energética. En 1991, las farc dinamitaron el puente de La Aguja, que comunica el norte del departamento con el interior del país. Los atentados y los hostigamientos contribuyeron a crear un sentimiento de amenaza, que deploraban en ese entonces el alcalde de Santa Marta y el gobernador del Magdalena, quienes declaraban, en una carta dirigida al presidente de la república, que las poblaciones del departamento estaban siendo “asediadas por la guerrilla” (El Tiempo, 1994). 34
2. “A la gente de bien no la matan”. Violencia y orden social
Desde finales de los años ochenta, la extorsión guerrillera había logrado afectar las actividades económicas del departamento. El sector agroindustrial fue su primer blanco. La politóloga Priscila Zúñiga (2004) da cuenta de 75 homicidios de administradores de plantaciones y del incendio de, por lo menos, 250 propiedades a finales de esa década. En 1992, Peter Kessler, representante de la compañía estadounidense Dole en Colombia, fue secuestrado y asesinado por las farc (Zúñiga, 2007, p. 287). Los ganaderos del centro del departamento también eran víctimas de una extorsión permanente por parte de la guerrilla. El “impuesto revolucionario”, popularmente conocido como “vacuna”, se calculaba en función de las cabezas de ganado que poseían. La otra gran preocupación en materia de seguridad es el secuestro extorsivo. Su aumento correspondía a una tendencia nacional que, a su vez, responde a los objetivos expansionistas de la guerrilla. En el departamento del Magdalena, los casos de secuestro pasan de 9 en 1988 a 37 en 1990, y a 44, dos años más tarde (Colombia, Policía Nacional, 2008, p. 260). Estas informaciones solo reflejan tendencias, ya que muchos casos de secuestro en la época no desembocaban en denuncias, puesto que las familias preferían negociar el rescate sin la intervención de la policía. Todo lo anterior generó un sentimiento de riesgo permanente, descrito por un empresario bananero: La gente en Bogotá no puede saber cómo eran las cosas aquí; nos sentíamos como dentro de una ratonera, sin poder salir del pueblo por miedo a que la guerrilla nos secuestrara. Hay gente que dejó de administrar directamente sus fincas;3 las vendieron o, si no, se las dejaron manejar a los encargados. En todo caso estábamos jodidos. En mi caso, no nos fue tan mal; yo iba bastante a la hacienda, pero porque no queda lejos de Ciénaga. Pero a donde sí no volvimos fue a la casa de mi papá, en Chivolo.4
Vemos cómo, desde finales de los años ochenta, la guerrilla se volvió la principal amenaza para el orden local. Empresarios de la violencia como Giraldo se convirtieron entonces en prestatarios de seguridad privada. A cambio de pagos mensuales, organizaron redes de vigilancia para prevenir los secuestros y los 3
La prensa de la época daba testimonio del abandono de los cultivos por parte de sus propietarios. Véase El Tiempo (1995).
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Entrevista a empresario bananero, Santa Marta, marzo de 2009.
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incendios de los cultivos. En Santa Marta, Giraldo creó grupos urbanos encargados de la vigilancia de los barrios. Aunque inicialmente se los justificaba por los riesgos de secuestro, estos grupos incrementaron su campo de acción, incluyendo la represión de todo tipo de delincuencia. En el centro y el sur del departamento, los ganaderos organizaron sus propios grupos de vigilancia. El principal ejemplo de ello es el de José María (“Chepe”) Barrera, un ganadero que creó un grupo armado que, en su apogeo, alcanzó los 300 hombres (Zúñiga, 2007, p. 304). Ahora bien, la violencia de estos primeros grupos paramilitares no se limitó a la seguridad de sus clientes. Aquellos, además, se involucraron en diversos conflictos sociales y políticos, atacando a líderes de izquierda, activistas sociales y sindicalistas, estigmatizados como auxiliadores de la guerrilla. De esta manera, pusieron en práctica un concepto expansivo del orden social, en el que la seguridad y la inseguridad no conciernen solo a las amenazas contra los bienes y las personas, sino también a las formas de movilización y de protesta que se oponen a las jerarquías sociales y a la limitación de la competencia política. Esta entrada de los paramilitares en el ámbito de los conflictos políticos y sociales contribuyó, igualmente, a inscribir esas oposiciones en el marco de un enfrentamiento entre revolución y contrarrevolución. Asimilando los asesinatos políticos a acciones contrarrevolucionarias, los paramilitares participaron en la producción de las representaciones de la amenaza y en la polarización política de la sociedad.
Violencia y fraude electoral Marcos Sánchez Castellón, joven candidato a las primeras elecciones para alcalde en Santa Marta y antiguo líder estudiantil, fue asesinado el 4 de agosto de 1987. Al ser interrogado por la cadena Radio Galeón, el comandante de la Policía departamental, coronel Pedro Antonio Herrera, justificó el homicidio por la supuesta pertenencia de la víctima a la guerrilla; el oficial habría declarado que “a la gente de bien no la matan” (en Raven, 1988). El día después de la muerte de Marcos, circuló un volante en la ciudad, en donde los paramilitares reclamaban la autoría del homicidio y acusaban a la víctima de ser guerrillero. Dos días antes, el joven abogado había organizado una manifestación para protestar contra el aumento del precio de la electricidad. En la “marcha de los recibos quemados”, como la llamó la prensa, se vio a centenares de personas quemar sus recibos en la plaza de la catedral. De esta manera, Sánchez demostraba su capacidad de movilizar las masas, en un acto que fue interpretado en esa época como un desafío a las familias que monopolizaban el poder municipal. 36
2. “A la gente de bien no la matan”. Violencia y orden social
La candidatura de Sánchez a la Alcaldía de Santa Marta fue apoyada por la up, como también por diversas organizaciones sociales, sindicales y estudiantiles. Años antes, cuando había iniciado su actividad política, Sánchez había denunciado la corrupción, el mal manejo del presupuesto público y la endogamia de las élites locales. El movimiento político formado alrededor de su candidatura puso en contacto redes muy heterogéneas, como asociaciones barriales, organizaciones campesinas y sindicatos; dentro de esta diversidad, una persona como Marcos Sánchez actuaba como un mediador y un portavoz de todos estos actores. A pesar de que él disponía del apoyo de la up, afirmaba su voluntad de personificar una candidatura más amplia, que sobrepasara los límites de la izquierda. La visibilidad política adquirida por Marcos Sánchez nos lleva a un ciclo de movilizaciones nacionales que se inició al final de los años setenta. En Santa Marta, las protestas urbanas comenzaron por una fuerte agitación en los colegios. El Liceo Jorge Celedón fue, en esa época, el centro de la movilización y el lugar de formación de gran parte de líderes políticos. A comienzos de los años ochenta se creó un comité interorganizaciones y se ocuparon lotes en el sur y en el oriente de la ciudad, para protestar con la escasez de vivienda en una urbe en pleno crecimiento. Esas protestas además denunciaban la pésima calidad de los servicios públicos domiciliarios. Así, se conformaron comités para reclamar la construcción de un sistema de acueducto y de alcantarillado eficaz que cubriera toda la ciudad. Algunas semanas después de la muerte de Sánchez, Adalberto Pertuz Bolaño, su jefe de campaña, fue asesinado en Santa Marta. Estos dos asesinatos iniciaron un ciclo de violencia que destruyó por completo la organización local de la izquierda en pocos años. La compañera sentimental de Sánchez, que también militaba en la up, fue asesinada ese mismo año. En 1989, otro líder local de la up, Humberto Blanco, fue asesinado por un grupo que se hacía llamar “Muerte a los invasores comunistas”. Este crimen terminó por desmantelar el partido en la ciudad. Las otras ciudades del departamento igualmente fueron objeto de una fuerte violencia. En el campo, el conflicto político ha estado ligado a las demandas de tierras y de presencia estatal por parte los campesinos. Desde mediados de los años ochenta, grupos de campesinos comenzaron a bajar de la Sierra hacia los centros urbanos, para pedir que se les instalasen servicios públicos fundamentales: salud, educación e infraestructura (carreteras, electricidad, etc.). Esas movilizaciones también recibieron el apoyo de la up.
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El acercamiento entre la up y el Partido Liberal en poblaciones medianas y pequeñas no hizo obstáculo a la violencia. El caso de Juan Alberto Uribe Meléndez ilustra bien está represión. Militante de la Alianza Nacional Popular (anapo) en los setenta y más tarde líder de la up, Uribe Meléndez participó en la campaña del liberal Fossy Marcos María a la Alcaldía de Aracataca en 1988. Después de la victoria en esas elecciones, asumió el cargo de secretario de Gobierno. Asimismo, participó en la campaña siguiente, en 1990, cuando acompañó al liberal José Rafael Martínez. Sin embargo, tuvo que renunciar a su cargo al cabo de algunos meses, debido a amenazas contra su vida. Fue asesinado el 30 de junio de 1990. La represión no finalizó con la desaparición de la up del paisaje político departamental. Un nuevo proceso de organización política tuvo lugar en el departamento en 1990, después de la desmovilización del grupo guerrillero m-19 y de la creación del partido Alianza Democrática m-19 (adm-19). En todo el país, este partido atrajo militantes de diversos orígenes, algunas veces con una trayectoria política propia.5 Tal fue el caso de Ricardo Villa, abogado de Santa Marta, perteneciente al ala izquierda del Partido Liberal. Fue en varias ocasiones diputado departamental y consejero municipal. Salió elegido al Senado en 1986, como suplente de Miguel Pinedo Vidal, un miembro de la clase política tradicional. A partir de 1988 reemplazó a Pinedo Vidal y colaboró con la desmovilización del m-19. En 1990, Villa fue amenazado de muerte y debió abandonar momentáneamente el país. Unos meses más tarde, regresó y continuó con sus actividades políticas desde Santa Marta, firmando numerosos artículos en la prensa local y nacional. Desde esa tribuna acusó a los políticos locales de estar relacionados con casos de corrupción y puso en entredicho su gestión. A partir de ese momento, las amenazas se hicieron más frecuentes. Así lo denunció él mismo en las cartas que envió a instancias judiciales solicitando protección. Fue asesinado el 23 de diciembre de 1992 en el centro de Santa Marta. La cercanía entre grupos paramilitares y políticos locales intervino en una situación marcada por la crisis en las redes clientelistas tradicionales y por la evolución de la organización territorial del Estado colombiano. De acuerdo con el sociólogo Francisco Gutiérrez Sanín (2007), desde los años sesenta los partidos políticos estuvieron sometidos a tensiones crecientes entre el centro del país 5
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Acerca de la desmovilización del m-19 y de la creación de la adm-19, véase Garibay (2003, p. 412 s.).
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y su periferia. El crecimiento de las administraciones locales, la urbanización acelerada y el peso adquirido por los “barones” departamentales, y luego municipales, marcó el final de las redes políticas piramidales centradas alrededor de un personaje nacional. La articulación entre las redes de poder en el centro del país y en la periferia adquirió un carácter más fluido, siendo sometida a negociaciones permanentes. La importancia de las escenas políticas departamentales y municipales no dejó de crecer. Esta transformación se acentuó debido a las reformas de descentralización. Se trató, inicialmente, de la descentralización fiscal, que se inició a partir de 1983 y que implicaba la autonomía en el cobro de parte de los impuestos locales y en los gastos aferentes. Esta descentralización también afectó las arenas políticas locales, con la elección de alcaldes a partir de 1988. La prestación de servicios públicos sufre cambios del mismo tipo. A partir de comienzos de los años noventa, la ley promueve la creación de empresas departamentales de servicios públicos. En realidad, esto corresponde a la voluntad de privatización de los servicios. Las relaciones con el sector público que estas reformas generan crean nuevas oportunidades de enriquecimiento para los políticos locales. Por consiguiente, podemos concluir que la competencia electoral en las regiones se intensificó justo cuando el control de los espacios locales adquirió una importancia financiera y política creciente (Eaton, 2006). Las alianzas entre políticos y paramilitares se establecieron en ese contexto de recomposición del poder local. La violencia paramilitar apareció así para “domesticar” a los electores, con el fin de reducir el impacto de las reformas democráticas que acompañaron la descentralización. La violencia electoral de los paramilitares también debe ser analizada a la luz del papel que algunos de ellos cumplen en la maquinaria electoral de las redes políticas regionales. El ejemplo de Hernán Giraldo es sintomático de un fenómeno observado en otros casos. A través de los líderes locales y de las juntas de acción comunal, Giraldo controlaba los votos de los campesinos de la Sierra. Enseguida negociaba su apoyo con los políticos de Santa Marta. De acuerdo con un testimonio recogido en el marco del proceso contra el exgobernador del Magdalena, Trino Luna, “Giraldo llegaba con su escolta personal, que era cinco camionetas cada una con diez u once hombres […] los reunía debajo de un árbol y exponía razones para votar por un candidato” (Colombia, Juzgado Cuarto Penal del Circuito Especializado de Bogotá, 2007). Un político en retiro explica:
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Giraldo manejaba las relaciones con los políticos por intermedio de consejeros municipales de Santa Marta —que eran sus aliados— y a través de representantes de las comunidades locales. Entonces, él podía ofrecer al mejor postor más de 20 000 votos que, literalmente, le pertenecían. Para participar en las elecciones locales era indispensable contar con su apoyo. Todos los candidatos elegidos gracias a los votos de la Sierra, sin excepción, tuvieron que negociar con él.6
El control territorial de los paramilitares, su capacidad para utilizar la violencia y su cercanía con las élites políticas locales, permiten entender mejor el sentido de la violencia política desplegada desde finales de los años ochenta contra quienes pretendían desafiar el monopolio de los clanes políticos tradicionales. La percepción de esta complicidad entre políticos y paramilitares fue un factor de reconfiguración de las estrategias de los movimientos políticos alternativos. Como medida de protección, sobre todo después de los asesinatos que marcaron los espacios locales, los líderes políticos y sociales adaptaron su actividad política. Un sindicalista, miembro del Partido Comunista Marxista-Leninista, afirma: Antes estábamos en la vaina de la lucha de clases y tales. Después comenzamos a tener relaciones más cercanas con la clase política. Como te digo, nosotros participamos al gobierno con el Partido Liberal. Las razones las da un proceso de cambio de lo que es la concepción de izquierda. Eso de que había dos clases y que había que acabar con la burguesía […] Eso de aprovechar ciertos espacios fue como una coraza en últimas. Yo creo que el hecho de acercarse uno a los políticos también obedecía a eso, a tratar uno de protegerse uno de los paramilitares […]. Las organizaciones se fueron permeando con respecto a la clase política. Tú sabes, los políticos siempre han tenido una relación con los paramilitares; de repente esos manes [paramilitares] nos dejaron un poco más tranquilos.7
Los espacios políticos locales fueron reconfigurados por el uso de la violencia. Esta indicaba las estrategias políticas posibles o, al contrario, señalaba cuáles eran las más riesgosas. Tal situación llevó a muchos a moderar sus acciones, con 6
Entrevista a político en retiro, Santa Marta, 2011.
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Entrevista a sindicalista, Santa Marta, marzo de 2009.
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el fin de salvar sus propias vidas. Además, la violencia obstaculizó el avance de movimientos sociales que parecían poder capitalizar la vitalidad de las luchas sociales de los años setenta y ochenta. Mientras que una figura ajena a los círculos del poder departamental estaba en capacidad de acceder a la Alcaldía de Santa Marta en 1988, la violencia desarticuló todas esas nuevas redes y estableció barreras infranqueables a la entrada de las arenas políticas. El uso de la violencia como recurso político frustró las esperanzas que ciertos actores tenían en las reformas electorales. En efecto, hay que constatar que la elección de alcaldes y gobernadores por sufragio universal no condujo, como se esperaba, a la democratización de las arenas locales. La violencia garantizó “elecciones seguras”.
La violencia en los cultivos Además de en los ataques contra nuevos actores partidistas como la up o como la adm-19, que formaban parte de una tendencia nacional, los paramilitares se involucraron en enfrentamientos más locales. La represión contra el sindicalismo y los movimientos sociales aparece en varias regiones del país.8 En la mayoría de los casos que la literatura sociológica registra, existen las mismas interacciones entre protesta social, amenaza subversiva y represión privada. Examinamos aquí una dinámica de este tipo: se trata de la represión del movimiento sindical en la zona bananera del departamento del Magdalena. La zona bananera, que concentra cerca de una cuarta parte de la población magdalenense, es el pulmón económico del departamento. En un contexto de rápido desarrollo agroindustrial y de interferencias entre las luchas laborales y el conflicto armado, los grupos paramilitares se posicionaron como actores centrales en el mantenimiento del orden social. A comienzos de los años noventa, los municipios de la zona bananera se convirtieron en el punto crítico de la violencia en el departamento. Entre 1989 y 1995, el 74 % de los homicidios cometidos por los paramilitares —es decir, 97 sobre 131— tuvieron lugar en tres municipios de esta zona.9 En el año de 1992 8
El caso de Urabá ya fue citado. Véase, principalmente, Ortiz Sarmiento (2007) y Suárez (2007). Sobre el caso de los conflictos sociales en las explotaciones mineras del oriente de Antioquia, véase Melo y Villamil (2011). Una época más tardía, pero con conflictos similares, es abordada por Gill (2009).
9
Las cifras se refieren a los municipios de Ciénaga, Aracataca y Fundación. Hay que anotar que el territorio que correspondía al municipio de Ciénaga en aquella época fue dividido en el momento de la creación del municipio de Zona Bananera.
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tuvo lugar un pico de violencia, durante el cual se registraron 54 homicidios, principalmente en los municipios de Ciénaga y Fundación. Un análisis de las condiciones económicas de la región permite poner en contexto el escalamiento de la violencia. La producción del banano fue desarrollada, durante la primera mitad del siglo xx, por la compañía estadounidense United Fruit Company (ufco), pero sufrió una fuerte desaceleración a finales de los años sesenta. Desde 1990, la producción comenzó a retomar alza en el Magdalena. Ese año se multiplicó por cuatro, alcanzando más de 270 000 toneladas de banano (Bonet Morón, 2000). En 1991, el sector empleó a más de 9000 personas. Una sola población, como es el caso de Orihueca —ubicada en el municipio de Ciénaga— albergaba a más de 3000 obreros (El Tiempo, 1991a). La recuperación de la producción bananera se debió, principalmente, a la violencia que afectaba en esa época a la región de Urabá y que llevó a muchos inversionistas a mudar sus capitales hacia el Magdalena. Esos productores vivían, desde años atrás, en un ambiente en el que las relaciones de trabajo estaban marcadas por la violencia. Con el progreso de la economía del banano, los sindicatos se lanzaron en una campaña masiva de reclutamiento en las nuevas explotaciones. De acuerdo con un líder sindical de la época: “Nos faltaban cosas básicas; vivíamos en muy malas condiciones sanitarias y trabajábamos sin contar las horas. Por eso, era un ambiente propicio para que la gente quisiera organizarse y reclamar sus derechos”.10 Ahora bien, las organizaciones sindicales suscitan desconfianza y rechazo. Como lo afirma otro sindicalista, habitante de Ciénaga: “Ellos [los empresarios] piensan que nosotros, los sindicalistas, somos como una yerba mala que va a llegar a la empresa y llevársela a la quiebra. Por eso, cuando un trabajador se afiliaba a un sindicato, lo echaban”.11
Los datos proceden del banco de datos “Noche y Niebla” del Centro de Investigación y Educación Popular (cinep). Este proyecto del cinep tiene como objetivo registrar y documentar los casos de violaciones de los derechos humanos en Colombia. Retomé esta base y extraje los casos registrados en el departamento del Magdalena y los sometí a diferentes filtros, principalmente con respecto a la fiabilidad del presunto actor armado. La muestra resultante incluye 892 casos situados geográficamente. Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP) (s. f.).
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Entrevista a líder sindical, Ciénaga, 2009.
11
Entrevista a sindicalista, Ciénaga, 2009.
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2. “A la gente de bien no la matan”. Violencia y orden social
Esta polarización está relacionada con la situación de conflicto armado que vive el país y con las relaciones, reales o imaginarias, que pueden tener los sindicatos y los grupos guerrilleros. Como lo afirma el sociólogo Mauricio Archila (2003), en Colombia, la interacción entre el conflicto armado y el conflicto social condujo a una especie de “brutalización” de este último; huelgas y manifestaciones han sido vistas como la continuación de los combates entre el Estado y los insurgentes. La violencia ha sido, igualmente, legitimizada en el tratamiento de la protesta social. Esta asimilación de la protesta a la subversión se refleja bien en la siguiente cita de un empresario: En aquella época, la situación estaba muy grave. Imagínate, tú dejabas entrar el sindicato porque, bueno, hay que darle a la concertación social y a todas esas maricadas. Y entonces, cuando menos piensas, viene la guerrilla a decirle a uno a quien tenía que contratar, que había que subir los sueldos y, además, le exigían a uno el pago de la vacuna (extorsión). ¡La madre! Yo es por eso que nunca dejé sindicatos en mi empresa, así me fue bien.12
Con el progreso de la producción de banano se desplegó la violencia contra los sindicatos. No se trataba solo de una serie de actos violentos contra los líderes de las organizaciones. La violencia también afectó a trabajadores miembros o simpatizantes de los sindicatos, como una forma de desalentar las afiliaciones. Los diarios de esa época reflejaron esta violencia: “En Ciénaga en un mes se afiliaron dos mil personas a diversos sindicatos, lo que generó una represión contra algunos directivos. En Orihueca, cuando una madre se entera que su hijo se afilió lo persigna y reza” (El Tiempo, 1991c). En esta época, Julio Henríquez Santamaría, quien caería años más tarde bajo las balas paramilitares, y que para ese entonces era el coordinador del Consejo especial para la reconciliación en el Magdalena, declaró que El sector crítico es la zona bananera, donde ha sido imposible llevar a la mesa de negociaciones a los empresarios bananeros y a los trabajadores, para encontrar algunas salidas al conflicto […] Es menester lograr un gran acuerdo o pacto de paz social y político que detenga y neutralice esos espíritus guerreristas,
12
Entrevista a empresario, Santa Marta, 2009.
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que creen encontrar en la punta de un fusil, en los asesinatos y el silencio, las soluciones a los ingentes problemas sociales (El Tiempo, 1991b).
De manera más directa, una funcionaria de Instrucción Criminal afirmaba que “el paramilitarismo [lo] quieren imponer los antioqueños recién llegados para neutralizar la sindicalización” (El Tiempo, 1991c). Asimismo, un informe oficial afirmaba ya, en 1991, que “los nuevos capitales […] traen un esquema de relaciones obrero-patronales basado en la represión y en la utilización del paramilitarismo” (El Tiempo, 1991c). Algunos ejemplos de este tipo de violencia ilustran esta afirmación. El 22 de julio de 1991, un grupo de paramilitares, que se identificaba como perteneciente al grupo de los Rojas, asesinó a tres trabajadores bananeros, dos hombres y una mujer. Los paramilitares habían hecho circular amenazas desde hacía ya varios meses, principalmente pasquines, que acusaban a los sindicatos de ser “guerrilleros vestidos de civil”. El cumplimiento de sus amenazas provocó la movilización del sindicato de obreros agrícolas, que organizó, en noviembre, un foro nacional para denunciar la presencia de los grupos paramilitares en la zona bananera. Una semana más tarde, el 28 de noviembre, los cuatro miembros de la sección local del sindicato que habían participado en el foro fueron asesinados. Algunos documentos de la época, producidos por el servicio de inteligencia del Ejército, documentan los lazos entre los Rojas y los empresarios agroindustriales. Según ellos, el grupo de empresarios de la zona bananera apoyaría económicamente a los Rojas y les habría encargado la muerte de un miembro de la dirección de Sintrainagro y de cinco miembros del sindicato en febrero de 1994. Esta documentación no identifica el papel que habrían desempeñado algunos empresarios —por ejemplo, los líderes gremiales— e informa únicamente acerca de la relación entre los paramilitares y el sector económico en su conjunto (Colombia, Ejército Nacional, 1998). Ahora bien, en el transcurso de las audiencias judiciales, los Rojas se rehusaron a dar los nombres de los autores intelectuales de estos homicidios. Así, ante la ausencia de datos, hoy en día es imposible analizar las relaciones existentes entre los paramilitares y los empresarios en esta zona. A mediados de los años noventa, la situación del Magdalena se caracterizaba por la presencia de una multiplicidad de actores armados. Los grupos de los Rojas y de los Giraldo, que se analizan aquí, no eran los únicos. Muchos de los homicidios de esa época se les atribuyen a grupos que no perseguían una institucionalización o un predominio territorial, y que, por ende, entran más 44
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bien en lo que la literatura sociológica llama “vigilantes” que en la categoría de paramilitares.13 Los narcotraficantes igualmente desarrollaron capacidades coercitivas, adoptando algunas veces un discurso antisubversivo bastante vago. Así, los hermanos Durán, narcotraficantes de Fundación, transformaron su domicilio en un verdadero búnker, dotado de garitas y ametralladoras. Sus sicarios atacaban a quienes percibían como “simpatizantes” de la guerrilla; pero también a ladrones, drogadictos y a otros marginales. Sin embargo, es pertinente concentrarse en los Rojas y en los Giraldo en el marco de un análisis sociohistórico del paramilitarismo. Por una parte, por su anclaje social y territorial; así otros profesionales de la violencia hayan participado puntualmente en la represión de movimientos sociales y partidos de izquierda, es muy claro que la historia de los conflictos políticos en el Magdalena está íntimamente ligada a la capacidad de estos dos grupos para posicionarse como actores centrales de la represión. Por otra parte, estos grupos —y sobre todo el de Hernán Giraldo— fueron portadores de un proyecto de dominio territorial. Sean cuales fueran los motivos de tal iniciativa, está claro que la transformación del “bandido errante” en “bandido estacionario” (Olson, 1993)14 implica un cambio en sus relaciones con la población, con las formas de extracción de recursos y con el juego político local. La reproducción espacio-temporal de estos grupos estuvo intrínsecamente ligada tanto a su capacidad de dominar un territorio, con límites variables pero definidos, como también a una clientela política.15 Si le agregamos a esta ecuación la presencia de dos grupos de guerrilla, que se caracterizaban por formas disímiles de dominio territorial, la situación se caracterizaba entonces por una fragmentación en los usos de la violencia. Todo esto se transformó profundamente con la llegada de un nuevo grupo armado al departamento del Magdalena. A partir de 1996, hombres de las accu —que se convirtieron en las auc en 1997— cometen asesinatos y masacres. Hacia finales de esa década, una rama independiente de ese movimiento,
13
Acerca de los grupos de vigilancia, véase Pratten y Sen (2007), como también, en ese mismo aspecto, Abrahams (2007).
14
Varias transformaciones de este tipo fueron analizadas en contextos muy diferentes. Uno de los principales estudios que fundamentan mi análisis es el de Christian Geffray (1990) acerca de Mozambique.
15
En este aspecto se parecen a muchos otros empresarios de la violencia e, in fine, a los Estados (Tilly, 1985).
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Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
el Bloque Norte, bajo el mando de Rodrigo Tovar Pupo, alias “Jorge Cuarenta”, echó raíces en las zonas del centro del departamento. Inmediatamente después avanzó, con una extrema violencia, hacia la zona bananera y la Ciénaga Grande, con el objetivo de sacar de allí a la guerrilla, empujándola hacia las alturas de la Sierra. Cuando las planicies quedaron bajo su control, se tomó por la fuerza al grupo de Giraldo, principalmente con la ayuda de los Rojas. Las siguientes páginas narran estas transformaciones.
De la violencia a la hegemonía A mediados de los años noventa, la llegada de las auc al departamento del Magdalena modificó profundamente las dinámicas de la violencia. El número de homicidios aumentó de manera sensible. En 1994, cerca de 24 casos son imputables a los paramilitares. Este indicador se elevó a 32 casos en 1996 y a 87 en 1998. En el año 2000, cerca de 167 personas habrían sido asesinadas por los paramilitares.16 Esta nueva ola de violencia provocó desplazamientos masivos de la población. En 1998 se registraron 7 129 personas expulsadas en el Magdalena. Dos años más tarde fueron censadas 36 106 personas (Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas, 2013). La llegada de las auc a zonas consideradas como hostiles se caracterizaba por operaciones de una extrema violencia. Cuando su dominación parecía estar consolidada, se implementaba un aparato de vigilancia que buscaba controlar la movilidad de la población y la llegada de personas ajenas a la zona. También se ponían en marcha formas de ingeniería social que buscaban modificar los comportamientos íntimos y las relaciones interpersonales. Examinemos estos dos momentos.
Ofensivas paramilitares La violencia de los grupos paramilitares está fuertemente relacionada con su percepción de los lazos que la población pudo haber mantenido con actores rivales. Así, las masacres se concentraron en las zonas en las que la población era juzgada como hostil: la Ciénaga Grande, donde los habitantes eran estigmatizados como afectos a la causa del eln, conoce los peores abusos. La zona bananera, que es sede de los sindicatos, también es un punto neurálgico de la violencia. En las
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Banco de datos “Noche y Niebla (cinep, s. f.).
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planicies centrales del departamento, donde la influencia histórica de la guerrilla es menor, los paramilitares atacan a los líderes campesinos, buscando desarticular las organizaciones políticas cuya presencia data de los años setenta. Finalmente, la rivalidad entre el Bloque Norte y Hernán Giraldo se tradujo en actos violentos contra la supuesta clientela de Los Chamizos; los campesinos del norte de la Sierra, pero además los habitantes de Santa Marta y los comerciantes cercanos a Giraldo fueron objeto de amenazas, hostigamientos y asesinatos. Las auc tuvieron éxito en gran parte de su propósito. La guerrilla del eln fue prácticamente exterminada en la región. Los otros grupos paramilitares fueron absorbidos, por las buenas o por las malas. En cuanto a las farc, se replegaron hacia las alturas de la Sierra, donde un ataque directo de los paramilitares o incluso del Ejército era muy difícil de efectuar. Esto condujo a los paramilitares a bloquear las comunicaciones y los intercambios entre las zonas medias y bajas y la montaña. En medio del bloqueo que se establece alrededor, los habitantes de la Sierra, sobre todo los indígenas que habitan en las partes altas, sufrieron las consecuencias de las restricciones en el transporte de alimentos y medicinas. Vemos cómo, tal cual sucede en la mayor parte de las guerras civiles, el conflicto colombiano se ha desarrollado por poblaciones interpuestas (Lair, 2000; Pécaut, 1997). Esta es la razón por la que las siguientes páginas parten, principalmente, de la observación de actos violentos cometidos fuera del combate.17 El estudio de sus usos nos permite abordar, de manera más detallada, las transformaciones dentro del anclaje territorial de los paramilitares. En sus declaraciones ante los jueces, Salvatore Mancuso cuenta cómo salió de Córdoba en 1996, enviado por Carlos Castaño, para integrar en una misma red a las empresas de violencia que ya existían en la costa Caribe. El grupo que él dirigía aún no contaba con la capacidad para controlar territorios y poblaciones; en ese momento, solo tenía 40 hombres para todo el Magdalena. En consecuencia, Mancuso busca, ante todo, intimidar a los habitantes, con el fin de disuadirlos de cualquier forma de apoyo a los guerrilleros. Algunos ejemplos ilustran esto. El 1.º de septiembre de 1996, en las horas de la noche, un grupo de paramilitares, que se identificaban como las accu, llegó al casco urbano de Pivijay. Entraron por la fuerza en muchas viviendas y asesinaron a seis personas. Después
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Pero con las precauciones analíticas que se derivan de la ambigüedad que caracteriza a las categorías de “combate” y “fuera de combate” en las guerras civiles (Kalyvas, 2004).
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reunieron a los habitantes de la población y los amenazaron con represalias posteriores, acusándolos de colaborar con la guerrilla. La violencia también se ejerce como una práctica punitiva, como respuesta a las acciones violentas de la guerrilla. Así, en enero de 1997, las farc atacaron la estación de Policía de Santa Rosa de Lima, una población de la Sierra. Menos de dos semanas después, los paramilitares asesinaron a siete personas en Tenerife y en Ciénaga; reivindicaron esta acción como una respuesta al ataque de la guerrilla. Un caso similar tuvo lugar en Medialuna, en junio de 1997; de esta manera lo cuenta un habitante de la población: El eln se había enfrentado con el Ejército y la guerrilla les mató una cantidad de gente. Unos pobres pelaos [muchachos] que no podían con el morral, sampaos [metidos] en un playón con agua por la cintura y barro contra unos tipos que conocían perfectamente el terreno. La guerrilla montó una emboscada. Después vinieron los paracos [paramilitares] y dijeron que los pescadores eran los que le llevaban la comida a la guerrilla. Nos cogieron y a las ocho de la mañana nos reunieron. Cogieron a los pescadores y los asesinaron delante de toda la población.18
De modo similar a lo que se observa en otras zonas de Colombia, los miembros locales de las auc adquirieron rápidamente una amplia autonomía. A partir de 1998, los grupos del Magdalena y del departamento vecino del Cesar fueron puestos bajo el mando de una nueva figura de la nebulosa paramilitar: Jorge Cuarenta. Según las declaraciones de Mancuso, aquel habría dispuesto, desde 1998, de más de 360 hombres en las zonas bajo su control. Se instaló en el centro del Magdalena, en la zona de Sabanas de San Ángel. Rápidamente logró el control de centro del departamento; la intimidación de los habitantes y su desplazamiento forzado no solo sirvieron para desarticular las redes sociales de la guerrilla, sino que también le permitieron apropiarse de grandes extensiones de tierras. Este acaparamiento de tierras, sobre el cual volvemos en el capítulo 4, se realizó bajo la forma de ventas forzadas o de simples robos. La acumulación de tierras necesitó la complicidad de funcionarios locales, notarios y otros empleados públicos, que
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Entrevista a habitante de Medialuna, Santa Marta, 2009.
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participaron en montajes jurídicos complejos en beneficio de los paramilitares, de sus familias o de sus testaferros.19 Desde sus zonas protegidas, Jorge Cuarenta lanzó operaciones de gran violencia en las áreas de fuerte presencia guerrillera. Los habitantes de Ciénaga Grande figuraron entre sus primeros objetivos. La primera masacre en esta zona fue perpetrada el 9 de enero de 1999 en la población de Playón de Orozco, por cerca de cien hombres enviados por Cuarenta y bajo las órdenes de alias “La Mona”. Siguiendo un método que luego se convirtió en rutina, los paramilitares reunieron a los habitantes en la plaza central; las víctimas fueron seleccionadas y asesinadas en público (El Heraldo, 2007). Otras personas fueron llevadas fuera del pueblo para ser interrogadas y torturadas antes de ser asesinadas. Ese día, 30 personas perdieron la vida y muchas casas fueron incendiadas. Cuando se fueron los paramilitares, todos los habitantes abandonaron el pueblo por miedo a que los asesinos regresaran; cuando llegó la prensa no había sino un pueblo fantasma (El Tiempo, 1999). Las masacres se sucedieron durante el año 2000, provocando desplazamientos masivos en todas las poblaciones de la Ciénaga Grande. El 7 de febrero, la incursión de un grupo de paramilitares en la población de El Dividide dejó tres muertos; una semana después fueron asesinadas 20 personas en un pueblo vecino. El 11 de febrero los paramilitares atacaron la población de Trojas de Cataca; asesinaron a siete personas y les dieron la orden a los habitantes de salir de la zona en máximo 24 horas. Interrogado acerca de la llegada de los paramilitares a la Ciénaga Grande, un trabajador agrícola originario de la población de Santa Rita nos cuenta: Mi primo fue una de las primeras víctimas de los paramilitares en Santa Rita. Lo mataron porque era maestro, y ellos decían que todos los maestros eran comunistas. En esa misma época mataron a una pareja de tenderos, a quienes los paramilitares los acusaban de haberle vendido comida a la guerrilla. El día de la masacre de Trojas de Cataca ellos pasaron por Santa Rita; era muy temprano y solo los pescadores estaban fuera. Yo estaba por fuera cuando comenzamos a escuchar los disparos. Ellos disparaban por todas partes y asesinaron a varia
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Acerca de estas estrategias jurídicas, me permito reenviar a Grajales (2011).
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gente, como si fueran pájaros. Un rato después un pescador nos contó lo que había pasado en Trojas de Cataca. Ahí mismito todo el pueblo quedó vacío; teníamos mucho miedo de que regresaran y de que nos mataran a todos.20
El ciclo de las masacres en la Ciénaga Grande se extendió hasta noviembre del 2000, cuando cerca de un centenar de paramilitares se tomó el pueblo de Nueva Venecia. Reunieron a la población en la iglesia, seleccionaron a sus víctimas, las llevaron a la plaza y las obligaron a acostarse boca abajo. Los ejecutaron uno a uno con tiros de fusil en la nuca. El ataque de los paramilitares tuvo como resultado 43 muertos, y provocó la huida de gran parte de los habitantes del pueblo. De manera paralela a la situación de Ciénaga Grande, la zona bananera también formaba parte de las prioridades de las auc. La primera masacre fue perpetrada, en febrero de 1997, en la población de San Pedro de la Sierra; allí, cuatro hombres fueron asesinados en un billar. Con mucha rapidez pareció diseñarse una alianza entre los Rojas y las auc. De hecho, en octubre de 1998, un grupo compuesto por hombres de Adán Rojas y de Jorge Cuarenta bloqueó las carreteras y los caminos entre los caseríos del municipio de Ciénaga. Entraron a varias fincas, interrogaron a las personas, antes de torturar y asesinar a cerca de 20 campesinos. Se trataba de una zona de montaña (cerca de 1400 metros de altitud) donde los Rojas habían fallado en su lucha contra las farc. Los cultivos agroindustriales de la zona bananera constituían un punto estratégico para Jorge Cuarenta. Él le confió el control de la zona a José Gregorio Mangones Lugo, alias “Carlos Tijeras”, uno de sus hombres de confianza. Este formó una red de informadores entre los administradores de las fincas bananeras, que se comunicaban con los paramilitares por medio de un sistema de radio. De acuerdo con las declaraciones que Tijeras proporcionó a sus jueces, como contraprestación a esta “protección”, los cultivadores habrían pagado mensualidades de cien millones de pesos a los paramilitares.21 El control de la zona bananera estuvo marcado, como durante los conflictos de comienzos de la década, por la violencia en contra de los sindicalistas. Entre 1997 y 2002 fueron asesinados seis dirigentes del sindicato de trabajadores 20
Entrevista a trabajador agrícola de Santa Rita, Ciénaga, 2009.
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Es decir, cerca de US$43 000, de acuerdo con la tasa de cambio de esa época. Se trata de declaraciones de Tijeras, efectuadas en el marco de su colaboración con la justicia. Declaración jurada de Carlos Tijeras para las cortes de California y Florida, 29 de octubre de 2009, Barranquilla.
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a grícolas (Sintrainagro). En 2002, el asesinato de José Luis Güette, presidente del sindicato, terminó por desarticular esa organización; sin embargo, la violencia no se limitó a la dirección del sindicato. Por el contrario, todos los trabajadores estaban amenazados. Así lo afirma uno de los trabajadores agrícolas: Hay un lugar que se llama “La vuelta del cura”, cerca de Sevilla. Allá era donde tenían la costumbre de dejar los cuerpos, porque el bus que llevaba a los trabajadores tenía que pasar por ahí. Todas las mañanas cuando íbamos para el trabajo descubríamos muertos por el camino.22
Esta violencia disuade de la acción colectiva; así, Sintrainagro, que contaba con 2600 afiliados en 1994, ya para 2001 no tenía más de 900. Pero la ofensiva contra el sindicato incluía métodos alternativos. De acuerdo con Tijeras, después del asesinato de Güette, los paramilitares intervinieron para lograr la elección de dirigentes más favorables a sus intereses o, por lo menos, que estaban dispuestos a negociar con ellos. De acuerdo con el exjefe paramilitar, su influencia les habría incluso permitido apropiarse de fondos del sindicato, puesto que 10 % de las afiliaciones recogidas habrían sido consignadas a las auc.23 El tercer punto clave para la dominación de las auc sobre el Magdalena es la Sierra, bastión de Hernán Giraldo. El control de esta zona no solo significa, para las auc, una fuente de financiamiento; también representa un paso más en la formación de una confederación nacional de grupos paramilitares, condición previa al entablamiento de negociaciones con el Gobierno. Castaño le había propuesto, en varias ocasiones, a Giraldo la entrada a las auc, pero los rechazos de este último deterioraron progresivamente las relaciones entre los dos hombres. El asesinato, el 9 de octubre de 2001, de dos agentes estadounidenses de la Drug Enforcement Agency (dea) en Santa Marta, a manos de hombres de Giraldo, le dio a Castaño la oportunidad de lanzar una ofensiva militar masiva (Zúñiga, 2007, p. 302). Esto no solo le permitió reclamar el control de un territorio estratégico para el tráfico de drogas, sino que además lo posicionó —ante el Gobierno— como el hombre clave para la regulación de la
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Entrevista a trabajador agrícola, Ciénaga, 2009.
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Declaración jurada de Carlos Tijeras para las cortes de California y Florida, 29 de octubre de 2009, Barranquilla.
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violencia paramilitar al interior de un marco esencialmente antisubversivo y, por tanto, políticamente aceptable. Cuando Giraldo se rehusó a entregar a los asesinos de los agentes estadounidenses, las auc lanzaron un ataque de gran envergadura. En noviembre de 2001, más de 400 hombres, originarios de otras zonas del litoral, recorrieron varios centenares de kilómetros para atacar a Giraldo. Venían principalmente de Córdoba y pudieron realizar el recorrido sin tropiezos, a pesar del hecho de que las carreteras de la región estaban bajo vigilancia militar y policial. La organización de Giraldo no tenía los medios para contener tal embate. Estaba conformada por campesinos armados de manera rudimentaria y por sicarios en las zonas urbanas. Estos hacían frente a un ejército bien entrenado y equipado con armas de grueso calibre. Además, los hombres de las auc estaban guiados por Rigoberto Rojas, el hijo de Adán, que conocía muy bien la región. Los primeros combates tuvieron lugar en el piedemonte de la Sierra y fueron fácilmente ganados por las auc. Al mismo tiempo de la ofensiva militar, las auc asesinaron a comerciantes de Santa Marta relacionados con Giraldo; entre ellos varios de sus testaferros. Los ataques también se dirigían a otros miembros de las élites económicas de la ciudad, probablemente con el objeto de disuadir cualquier apoyo a Los Chamizos. Por su parte, los paramilitares de Giraldo utilizaron todo tipo de amenazas contra la población para intentar mantener el control sobre la ciudad. Así, en enero de 2002, volantes firmados por “el comando urbano de paramilitares de Santa Marta”, a nombre de la organización de Hernán Giraldo, amenazaron a los habitantes de varios barrios populares del sur de la ciudad. En su combate contra Los Chamizos, las auc aplicaron la misma estra tegia que utilizaban contra la guerrilla, atacando a los civiles que podían servirle de apoyo a la organización. Ahora bien, los campesinos de la Sierra vivían, desde hacía muchos años, bajo las órdenes de quien ellos consideraban como un patriarca. Por consiguiente, se convertían en blancos potenciales de la violencia de los recién llegados. Las auc fueron precedidas por su reputación de violencia y crueldad: La gente le[s] tenía mucho miedo a los Castaño. Cuando llegaron a Tucurinca, la gente se fue del pueblo. Se tiraban por los barrancos y se metían al
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río llevando solo la ropa que tenían puesta. Hubo gente que permaneció escondida varias semanas.24
La información de los entes gubernamentales indica que el avance de las auc fue precedido por un desplazamiento masivo de la población (Colombia, Defensoría del Pueblo, 2002). Un habitante de la región tiene recuerdos terroríficos de este episodio: Cuando había combates, eso se puso muy peligroso para los campesinos. No podía uno andar de noche, no podía uno moverse de la casa. A mucha gente le tocó irse, nosotros desocupamos como tres veces […] luego, los Castaño ocuparon el territorio. Ellos dijeron que iban a acabar con todo. Eran inhumanos. Uno tenía un animalito, un puerco, y se lo iban comiendo y hacían con las hijas de uno lo que les daba la gana. Violaron a muchas mujeres. Es por esto que mucha gente se vino definitivamente para Santa Marta.25
Escondido en las alturas de la Sierra, Giraldo utilizó a la población de la región para hacer presión sobre el Gobierno nacional. Le dio la orden a los campesinos de la vertiente norte de bloquear la ruta que une a Santa Marta con Riohacha. Miles de personas (entre 15 y 30 mil, de acuerdo con las diferentes fuentes de prensa) se dirigieron hacia la población de Calabazo y bloquearon la vía. El objetivo de este bloqueo no era atacar a Castaño, que no necesitaba por el momento controlar esa carretera, sino llamar la atención del Gobierno. Las instancias locales de la Procuraduría y la Defensoría le advirtieron al poder central acerca de los riesgos sanitarios y de seguridad en que estaba incurriendo la población de la Sierra. El Gobierno habría enviado entonces mediadores con el fin de actuar en favor de la firma de un acuerdo de paz entre Giraldo y Castaño. Este procedimiento se hizo, evidentemente, de forma por completo oficiosa y en nombre de consideraciones humanitarias. Sin embargo, deja entrever la existencia de negociaciones entre los paramilitares y el Gobierno aun antes de que se evocara oficialmente la posibilidad de un proceso de desmovilización.
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Entrevista, Santa Marta, 2009.
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Entrevista a campesino desplazado de la Sierra Nevada, Santa Marta, 2009.
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El acuerdo final entre los dos jefes paramilitares colocó a Giraldo bajo las ór igoberto denes de Jorge Cuarenta. El control militar de la Sierra le fue confiado a R Rojas. Giraldo permaneció como “responsable político”, es decir, encargado de las relaciones con los habitantes de la Sierra y con las élites políticas de Santa Marta. El grupo adoptó un nombre digno de un ejército rebelde, como se volvió en ese entonces costumbre entre los paramilitares. A partir de ese momento, se llamó “Frente Resistencia Tayrona”. La relación de autoridad entre este Frente y Jorge Cuarenta fue, a partir de ese momento, más financiera que militar. En efecto, el Frente conservó su autonomía en la administración del tráfico de drogas, pero se comprometió a entregar una parte de sus ganancias a Cuarenta. Esta cooptación forzada ilustra bien el carácter equívoco de la estrategia de los paramilitares. Aunque la motivación económica es esencial para comprender la movilización de medios que despliega Castaño, también es cierto que esta integración no se hizo únicamente bajo la modalidad del control de un grupo criminal sobre otro; incluyó, además, una dimensión simbólica, con el objetivo de mostrar la integración de este Frente al interior de una red político-militar de alcance nacional. La adopción de un nombre que lo identifica como integrante de las auc se acompañó de la distribución de uniformes e incluso de un adoctrinamiento político de sus miembros. Tal estrategia estuvo igualmente acompañada de la construcción de un esquema de dominio territorial, que se realizó mediante la violencia, pero que no excluyó ciertas formas de legitimidad.
Violencia y control de la población Los paramilitares no desplegaron un aparato de dominio sobre todo el territorio. En las zonas rurales, la guerrilla pudo mantener cierto control. En las dos principales ciudades del departamento —Santa Marta y Ciénaga—, la violencia es más puntual y la vigilancia se limitaba a ciertos barrios. Por el contrario, en la mayor parte de los pueblos y de los caseríos, el control sobre la movilidad de las personas y sobre sus comportamientos era muy firme. Describimos aquí algunos de esos aspectos. Una vez adquirido el control del territorio, los paramilitares instauraron un sistema de vigilancia y de control de la población. Dominique Perault describe tres mecanismos sucesivos de establecimiento de ese control: en el momento de su llegada, los paramilitares iniciaban acciones de “limpieza”, eliminando a cualquier persona sospechosa de pertenecer a la guerrilla. Enseguida desplegaban un sistema de vigilancia de las fronteras exteriores de la zona, 54
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que tenía como objetivo impedir el ingreso de posibles informantes enemigos. Por último, instauraban un sistema de vigilancia al interior de la comunidad. Los mismos habitantes entraban a formar parte de este mecanismo, ya que se veían incluidos en las redes de inteligencia de la organización (Perault, 2006, pp. 126-127). Cada comandante paramilitar tenía cierta autonomía en la administración de una zona, la consecución de sus recursos por la vía de la extorsión, la aplicación de las reglas y el control de los movimientos de la población. Además, estaba encargado de la organización de la vigilancia de las fronteras de su zona. Estas se materializaban en la existencia de barricadas en las carreteras, puntos de control, patrullaje a lo largo de los caminos y toques de queda en las noches. Una persona entrevistada nos habla acerca de la existencia de una curiosa alianza entre paramilitares y policías. Los primeros exigían a los habitantes de la población que debían ir a la estación de Policía a pedir un carné donde se certificara su lugar de residencia; esto les permitía a las patrullas de los paramilitares —que con mucha frecuencia no conocían a los habitantes— diferenciar entre los locales y los forasteros. Así, la información administrativa emanada de la Policía, que podía atestiguar el lugar de residencia de una persona, se colocaba al servicio de los dispositivos de control de los paramilitares. Este es un ejemplo patente de la colaboración entre una institución pública que posee un conocimiento sobre la población y un actor privado que utiliza este conocimiento para el ejercicio de la violencia. Debido a esta lógica de control de las relaciones con el exterior, los paramilitares desconfiaban particularmente de los comerciantes y de otros viajeros frecuentes, bajo el pretexto de que en sus viajes podrían recolectar información para la guerrilla o llevarles alimentos y medicinas. Así lo explica un comerciante originario de la población de Monterrubio (Fundación): Cuando eso yo tenía mi hija enferma, que había que estar trayéndola a Santa Marta para darle atención médica. Cuando la traíamos, aprovechábamos y comprábamos mercancía que vendíamos en el pueblo, ropa, radios, cosas así. Eso no les gustó y en eso me dijeron: “Usted se queda aquí o se va, pero no está yendo y viniendo”. A esto yo les respondí que tenía a mi hija enferma. Pero me dijeron: “No, es que eso no se lo cree ni su mamá”. Por eso me dijeron que tenía que desocupar. […] Lo mismo le pasó a mi compadre Juan Gamarra;
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él tenía un carro en el que transportaba mercancías. A él lo mataron, dizque por que le llevaba compras a la guerrilla.26
La vigilancia se apoyaba, con mucha frecuencia, en los mismos habitantes, a quienes se les pedía denunciar las posibles simpatías de sus vecinos con la causa guerrillera. Obviamente, esto provocó denuncias abusivas, en las que se instrumentalizaba la violencia paramilitar con el fin de resolver conflictos privados. En los testimonios recogidos, los entrevistados recuerdan el miedo provocado por quienes eran cercanos a los paramilitares; todo el mundo sabía que un conflicto con una de esas personas podía llegar a ser mortal. Sin embargo, durante la investigación no se encontró a ninguna persona que hubiese confesado haber denunciado a sus vecinos; el “sapo” siempre es otro27… Leamos el testimonio de un campesino originario de Tucurinca: En esa época hubo muchos muertos por una mala información. Por ejemplo, mi vecino me caía mal y yo tenía amistad con uno de ellos [paramilitares] y entonces yo le decía: “Ajá, este man [hombre] es guerrillero”. Ya lo cogían y lo mataban. Así, a muchas personas las mataron inocentemente [siendo inocentes]. Y ese era el temor de uno. Por eso la gente se fue desplazando, buscando salvación.28
Los paramilitares integraron de esta forma a los individuos como elementos en el ejercicio de su poder, como partes de un sistema de control social. Poco importa finalmente que algunas de esas denuncias hayan sido hechas de mala fe, o de manera interesada. El papel de los informantes no era solo proveer información a la organización, sino también sembrar, en los habitantes, la impresión de estar vigilados de modo permanente. Este proceder funda la eficacia del dispositivo, ya que la vigilancia adquiere un mecanismo automático. Es suficiente sentirse vigilado para actuar en consecuencia. Como lo afirma Michel Foucault, la vigilancia se basa en un “estado consciente 26
Entrevista a comerciante originario de Monterrubio, Fundación, 2009.
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En este aspecto, Kalyvas afirma tampoco haber tenido éxito. Este autor considera que la desconfianza generalizada en los contextos de guerra civil indica la magnitud de la práctica instrumental de la denuncia (Kalyvas, 2006, p. 177).
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Entrevista a campesino originario de Tucurinca, Santa Marta, 2009.
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y permanente de visibilidad que asegura el funcionamiento automático del poder”. Un sistema de estas características hace que la vigilancia sea “permanente en sus efectos, incluso si es discontinua en su acción”. Entonces, los individuos se encuentran “atrapados en una situación de poder, de la que ellos mismos son los partícipes” (Foucault, 1975, p. 234). La eficacia de la violencia también depende de la reputación que transmite. En otras palabras, cuando los paramilitares asesinaban, no se contentaban solo con destruir; lo hacían de forma tal que producían terror. La reputación sanguinaria de los paramilitares les permitía desplegar un sistema de control basado en el miedo. La sola amenaza de utilizar la violencia es entonces suficiente para hacerse obedecer. Como lo afirma un habitante de la población de Tucurinca: Cuando llegaron al pueblo ellos [los paramilitares] comenzaron a sacar a la gente y a matarlos en público. Ahí fue que todo el mundo les cogió miedo; sobre todo cuando vimos que eran así de crueles y que nunca andaban solos, sino que siempre estaban en grupo. Ellos eran el terror por allá. Por eso es que en todos los otros pueblos la gente hacía lo que ellos dijeran; ellos eran la autoridad.29
La utilización simbólica de las masacres respondía, asimismo, al uso del miedo como un recurso. La primera incursión en un pueblo casi siempre se caracterizaba por estos actos de crueldad. Humillando y torturando los cuerpos, tal era el mensaje de crueldad en el que se apoyaban. Para la socióloga Elsa Blair, los cuerpos son “mensajeros del terror” que revisten “una dimensión simbólica, expresada a través de un cadáver mutilado o fragmentado” (2004, p. 48). De esta manera se muestra un uso estratégico de estos símbolos, en el cual la violencia se inscribía en el cuerpo de un individuo, pero estaba dirigida al conjunto de una comunidad. Esta manipulación de los cuerpos era un elemento central del aparato de control social paramilitar. Como lo afirma una persona, originaria de Santa Rita (Remolino): Entre los primeros muertos también estaban las prostitutas del pueblo. Ellos nos dijeron que no iban a tolerar la prostitución en su zona de influencia y
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Entrevista a habitante de Tucurinca, Santa Marta, 2009.
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que, además, estaban sucias, por haberse acostado con guerrilleros. Eso fue horrible, las cortaron con una moto-sierra delante de todo el mundo y luego botaron los restos en los huecos de los postes de la luz; arrancaron los postes y luego los volvieron a poner.30
Como lo enfatiza Eric Lair, “la utilización del terror constituye un mecanismo de difusión del miedo reposando esencialmente en un modo de comunicación verbal y visual” (2000, p. 534). En consecuencia, era importante que los habitantes fueran espectadores de la forma como se realizaban los asesinatos: Cuando ellos mataron a la muchacha que trabajaba en Telecom y a toda la familia, reunieron a todo el pueblo en la mera plaza. Nos dijeron: “esto es para que se den cuenta ustedes cómo se mata a una persona; y cuidado vamos a coger a alguno mirando para atrás. Como no se den cuenta cómo vamos a matar a esta gente, también lo matamos”.31
La crueldad no solo servía para alimentar una reputación violenta, sino también instauraba una relación de dominio entre el verdugo y todo el grupo social. Se trataba de una demostración del poder de los paramilitares sobre la vida y la muerte, así como sobre el sufrimiento humano. Los actos que profanaban los cuerpos y humillaban a las víctimas reafirmaban el poder sobre el territorio y la población; por lo tanto, constituían una forma de despojo de la comunidad. Lo mismo se aplica para una violencia que pareciera, de alguna manera, “gratuita”, simplemente porque era llevada a cabo por los caprichos sanguinarios de los verdugos. Aunque no se pueden negar los determinantes individuales y psicológicos de esta violencia, está claro que además cumplen un papel instrumental, reafirmando todo el poder que tiene el actor armado (Kalyvas, 1999). Un habitante de Pivijay da un ejemplo de esta violencia “gratuita”: En La Colorada teníamos un proyecto productivo con toda la comunidad; lo habíamos montado con una ayuda de la fao [Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura]. Ellos [los paramilitares] nos robaron los tres tractores que teníamos y toda la yuca. Nos obligaron a arrancar 30
Entrevista a obrero originario de Santa Rita, Ciénaga, 2009.
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Entrevista a desplazado originario del municipio de Zona Bananera, Santa Marta, 2009.
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la yuca y a que llenáramos los remolques. Cuando los remolques estaban bien llenos, pusieron a una gente debajo de los tractores y les pasaron por encima.32
El mismo tipo de mecanismos se ve cuando actitudes que pudiesen parecer insignificantes, provocaban reacciones desproporcionadas por parte de los paramilitares, porque eran interpretadas como desafíos a la autoridad que ellos representaban: Yo tuve que irme por la situación siguiente: un día hubo un combate entre guerrilleros y paramilitares; mataron a un guerrillero y el cuerpo permanecía en la quebrada. Estaba muy hinchado, pudriéndose. Esa quebrada le daba agua a la vereda y a varias fincas. Entonces fuimos con mi hermano a sacar el muerto de ahí, porque iba a envenenar el agua. Lo enterramos. Ellos dijeron que nosotros éramos simpatizantes de los guerrilleros y que teníamos 24 horas para irnos.33
La construcción del monopolio de la violencia se acompaña de la conformación de un aparato de control que vigila a los individuos y las fronteras del territorio. Ahora bien, el ejercicio del poder no se resume en una coerción unilateral, e integra necesariamente la participación de otras instancias de autoridad y la de los mismos individuos. El ejercicio del poder, en el marco de un sistema rutinario de dominio, es inseparable de la creación de una forma de legitimidad. Aun es necesario definir lo que se puede entender como “legitimidad”: “¿legítimo para quién?”, se interrogaba de esta manera Charles Tilly, quien afirmaba, apoyándose en los trabajos de Arthur Stinchcombe, que “la persona sobre quien se ejerce el poder cuenta en general menos que los otros depositarios de poder”. Y continúa: La legitimidad es la probabilidad de que otras autoridades actúen para confirmar las decisiones de una autoridad dada. Estas otras autoridades […] son mucho más susceptibles de confirmar las decisiones de una autoridad cuestionada si ésta cuenta con una fuerza importante. Esto no es sólo por el temor a las represalias, sino por el deseo de mantener un ambiente estable, lo
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Entrevista a habitante de Pivijay, Santa Marta, 2009.
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Entrevista a desplazado originario de la Sierra Nevada, Santa Marta, 2009.
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Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
que impulsa a seguir esta regla general —una regla que resalta la importancia del monopolio de la fuerza por parte de la autoridad (Tilly, 2000, p. 100).
De esta manera, para Tilly, la legitimidad de la violencia se juega en la confirmación mutua y sucesiva entre las instituciones. Desde este punto de vista, la impunidad puede ser analizada como un elemento de legitimidad, en el sentido que, por su pasividad, las autoridades públicas encargadas de castigar los crímenes reconocen la validez de la autoridad paramilitar. En las entrevistas encontramos con frecuencia esta relación entre violencia e impunidad. Los paramilitares afirmaron su presencia abiertamente, sin que ninguna autoridad los condenase. No fueron objeto de ningún señalamiento público, exhibían su poder de manera libre y ostentosa. La impunidad de la que disfrutaban constituía una afirmación de su poder. Como lo dice un habitante de Chivolo: “el comandante [paramilitar] vivía en el pueblo, había arrendado una casa y vivía ahí tranquilo, como si nada”.34 Un habitante de Santa Marta resalta el carácter abiertamente público de la organización paramilitar: Ellos podían llegar a una tienda y coger lo que quisieran sin pagar nada. Ellos podían llevarse las mujeres [para violarlas] y nadie decía nada […]. Todo el mundo sabía quién era paramilitar, ellos no se ocultaban. La intención de ellos era que todo el mundo lo supiera, para infundir temor y respeto.35
Esta impunidad es particularmente patente en los numerosos casos reportados de asesinatos selectivos que tuvieron lugar a plena luz del día, en las calles centrales de los pueblos. La visibilidad de esta violencia constituía una afirmación del poder de los paramilitares. Como lo afirma una maestra originaria de Aracataca: En ese entonces [1998] en Aracataca había mucho temor, porque rondaba una camioneta blanca. Y cuando venía la camioneta blanca se sabía que iba a haber muerto, porque ahí iba esa gente [los paramilitares], que se alistaban para matar a alguien. “La palomita de la muerte”, le decían.36
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Entrevista a desplazado originario de Chivolo, Santa Marta, 2009.
35
Entrevista a maestro originario de Ciénaga, Santa Marta, 2009.
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Entrevista a maestra de Aracataca, Santa Marta, 2009.
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2. “A la gente de bien no la matan”. Violencia y orden social
Las personas entrevistadas destacan de esta manera el sentimiento de impotencia y de ausencia de protección, no porque el Estado estuviese ausente, sino porque sus representantes —policías o militares— no hacían nada ante los exabruptos de los paramilitares. La violencia parece entonces ser inevitable, puesto que su denuncia no tiene ningún sentido. Sin embargo, la adhesión de los dominados a los mecanismos violentos de su dominación no solo se apoya en esa dinámica de la confirmación. Esta adhesión proviene también de la construcción, por parte de los paramilitares, de un discurso de legitimidad que, con frecuencia, fue adoptado por los habitantes de las zonas bajo su influencia. Dicho discurso señalaba el peligro que representaba la guerrilla para la estabilidad política y económica del país y, de manera más prosaica, la necesidad de exterminar todo lo que altere el orden social: delincuentes, criminales, marginales. Es por esto por lo que los paramilitares establecieron algunas categorías de “indeseables”, haciendo valer su capacidad para librar a la sociedad de esos elementos perjudiciales. Estos asesinatos profilácticos, en los que el comunista se equipara a la prostituta, al ladrón y al homosexual, son llamados por los paramilitares “limpieza social”. Cuando le preguntamos a un desplazado originario de Chivolo acerca de su definición, de lo que él entiende por “limpieza”, nos dijo: […] “limpieza social” es matar a los que habían sido guerrilleros, a los campesinos en donde antes acampaba la guerrilla, las personas que le colaboraban a la guerrilla. También es matar a los que robaban o a los que metían [consumían] drogas; todo el que sea un “desechable”.37
El guerrillero y el marginal aparecen aquí en el mismo plano, el de las categorías a exterminar. Un volante distribuido por los paramilitares en Santa Marta enumera estas categorías: Advertencia, Mujeres chismosas, brujas, cachonas [adúlteras], burras, que acepten en sus casas a viciosos, que vendan o guarden vicio, rateros, expendedores, hijos vulgares que maltraten a sus padres de palabra o de obra, que los amenacen de muerte o quieran quitarles sus propiedades. A los padres de
37
Entrevista a desplazado originario de Chivolo, Santa Marta, 2009.
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Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
familia que acolitan que sus hijos consuman vicio; a los que maltratan a sus mujeres e hijos y no hacen otra cosa que vagar, tomar ron y no piensan en trabajar, no llevan sustento a sus casas y hacen que sus hijos pasen hambre, porque primero es el vicio que el hogar. recuerden que la varilla torcida la endereza es el plomo o ya se les olvido como limpiamos la porqueria?38
La “limpieza” aparece como una forma de ingeniería social, es decir, una manera de remodelar una población, con el objetivo de deshacerse de los elementos indeseables (Sémelin, 2005, pp. 403-404). Para Taussig (2003), esta capacidad de “limpiar” la sociedad es uno los principales fundamentos de la aceptabilidad de la violencia. De la capacidad que tienen los paramilitares para eliminar a quienes el Estado castiga con poco vigor —ladrones— o a quienes el orden jurídico tolera mientras que el orden moral los condena —los homosexuales—, se deriva, para este autor, un poderoso vector de legitimidad de los paramilitares. *** Como lo hemos visto, la violencia paramilitar no desemboca en un colapso del orden social, sino en una reorganización de los modos de dominio. La violencia produce un orden social, aun si este es contrario a los valores democráticos y al discurso de legitimación de las instituciones públicas. Así, a partir de un análisis no normativo del orden social, examinamos la capacidad que tienen las configuraciones sociales para reproducirse y fundamentar sistemas de dominación (Gayer, 2014). Esas formas de dominio en lo local no rompieron con el orden político nacional. Tampoco dieron lugar a una fragmentación del sistema político, como lo sugieren los análisis que hacen, de los paramilitares, unos “señores de la guerra” (Duncan, 2005a). Al contrario, los paramilitares se insertaron en las redes del poder local, se convirtieron en empresarios de la protección y de la represión, y transformaron la coerción ejercida sobre la población en un capital político para beneficio de
38
Santa Marta, 10 de marzo de 2004, volante distribuido en los barrios El Paraíso, El Pantano, Santa Fe, La Granja, Tayrona, Galicia, Bastidas, Once de Noviembre, La Paz, San Pedro Alejandrino y Gaira. Tomado de: Banco de datos “Noche y Niebla” (cinep, s. f.). Mayúsculas en el texto original; se conserva la ortografía.
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2. “A la gente de bien no la matan”. Violencia y orden social
sus aliados electorales. Investigadores que han trabajado sobre los procesos de democratización en América Latina resaltan que los regímenes políticos no son homogéneos, sino que deben ser entendidos como “una yuxtaposición de arenas políticas diferenciadas, que funcionan de acuerdo con lógicas y temporalidades diversas” (Dabène, 2008, p. 97).39 Siguiendo este análisis, podemos concluir que la existencia de órdenes violentos en lo local no constituyó, en el caso de los paramilitares colombianos, un cuestionamiento de las capacidades estatales para gobernar el territorio, pero sí revela lo que hemos designado como una forma de gobierno por la “descarga”. Tal modo de articulación política no fue la consecuencia de estrategias uniformes de privatización de la violencia. Fue más un resultado de formas de negociación puntuales y diversificadas entre las autoridades políticas y los grupos paramilitares. Estos actores participaron en la construcción de un orden estatal que si bien estaba atravesado por lógicas contradictorias, se cimentó en el uso de una violencia que adoptaba un lenguaje contrainsurgente.
39
Existen numerosos trabajos acerca de Latinoamérica, principalmente sobre los casos de México y de Argentina, que exploran esta yuxtaposición. Véanse, sobre todo, a Cornelius, Eisenstadt e Hindley (1999), Gibson (2005) y Recondo (2007b).
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3. El comandante, el gobernador y los demás. Configuraciones político-criminales
El jueves 28 de septiembre del 2000, algunos meses antes de las elecciones locales, alias “Sonia”, una de las subalternas cercanas a Rodrigo Tovar Pupo, alias “Jorge Cuarenta”, citó a gran parte de los candidatos del departamento del Magdalena en la población de La Estrella. Un político que participó en esta reunión lo recuerda: “Nadie podía faltar, en parte porque era una orden directa de Jorge Cuarenta y, por otra, porque los candidatos sabían que quien no asistiera no contaría con la “bendición” de los paramilitares para hacer sus campañas políticas” (Verdadabierta.com, 2009). El candidato explica que Jorge Cuarenta quería no solo organizar las listas a los consejos municipales y a la Asamblea Departamental, sino también definir quiénes serían los candidatos a las alcaldías que obtendrían el apoyo de la organización. El documento elaborado al final de la reunión fue firmado por más de 400 personas. En total, se escogieron los nombres de catorce candidatos a alcaldías y sus listas respectivas para consejos municipales, así como la lista de los candidatos a la Asamblea Departamental. Todos estos obtuvieron el apoyo de los paramilitares. Los que firmaron el documento declararon adherir al movimiento político “Provincia unida por una mejor opción de vida”, cuyo objetivo sería “desarrollar una amplia política de integración regional que se consolidará en el corto, mediano y largo plazo hacia un proceso democrático ejemplar”.1 La reunión también tuvo como objeto designar al candidato del “movimiento” al cargo de gobernador. El elegido fue José Domingo Dávila, que recibió el apoyo
1
Comunicado a la opinión pública del departamento del Magdalena y Colombia, 28 de septiembre de 2000 (Pacto de Chivolo).
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Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
de 266 participantes a la reunión, contra 138 para su adversario, José Alfredo Ordoñez. Después de las elecciones del año siguiente, la mayoría de los que firmaron este pacto salieron victoriosos. Dávila, el candidato de los paramilitares, obtuvo el cargo de gobernador, con el 56 % de los votos. Los cambios descritos en el capítulo anterior, que condujeron a una situación en la que un actor armado controlaba un territorio y tenía amplio acceso a fuentes de financiamiento, afectaron profundamente las relaciones entre los políticos y los paramilitares. La configuración que hemos descrito para los años ochenta y noventa, y en la cual los grupos de Adán Rojas y de Hernán Giraldo ponen su experiencia violenta al servicio de empresarios de la agroindustria y de los políticos, fue transformada por esta nueva situación. Como el episodio que fue relatado aquí lo ilustra, un individuo como Jorge Cuarenta estaba en capacidad de influenciar los equilibrios del poder entre grupos políticos e individuos. En los términos de Norbert Elias (1991, p. 86), su “fuerza relativa en el juego”, es decir, su capacidad de influir sobre las interdependencias que caracterizan una configuración social, salió fortalecida. Un análisis de este tipo, que guía el razonamiento en este capítulo, nos recuerda que el poder es relacional y que un actor no cuenta con poder sino cuando logra establecer un cierto número de relaciones ventajosas con los otros actores; en estas condiciones, “tener poder” equivale a tener la capacidad de influir sobre el desarrollo del juego (Elias, 1974). El cuestionamiento acerca de la autonomía o de la dependencia de los diferentes miembros de una configuración político-criminal, realizado con frecuencia y en términos lapidarios —“¿quién controla a quién?”— amerita, entonces, una reformulación desde la perspectiva sociológica. Esta debe alejarse de las categorías de la responsabilidad penal,2 con el fin de interrogarse sobre la manera en la que los esquemas de interdependencia se reproducen y varían, como también respecto a las modalidades mediante las cuales los actores mantienen las reglas y tratan de sacar ventaja de ellas. El comentario de Isabelle Sommier, quien rechaza la visión que hiciera de los actores mafiosos “parásitos” de los políticos y que propone en su lugar abordar esta relación como una forma de “comensalismo” (Sommier, 1998, p. 111), ilustra claramente esta idea. Es en estos términos que vamos a abordar la problemática de las relaciones entre paramilitares y políticos. 2
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Este tipo de lectura se ha retomado con frecuencia por los estudios realizados en Colombia después del escándalo de la “parapolítica” (capítulo 7). Véanse, por ejemplo, López (2010) y Romero (2011b).
3. El comandante, el gobernador y los demás. Configuraciones político-criminales
El marco de estas relaciones, el terreno de juego permaneció, en cierto modo, fuertemente enmarcado por las instituciones. La empresa de control social y político de los paramilitares debe analizarse a la luz de un proyecto de influencia sobre las instituciones políticas. Las redes de enriquecimiento pasaban por el control de los presupuestos públicos, con la colaboración de quienes los controlaban. Estas modalidades de complicidad servían, lógicamente, los intereses individuales de los políticos; no hay nada más banal que constatar la forma en que se confunden los intereses privados y públicos en las prácticas políticas, y esto en contextos extremadamente diversos. Ahora bien, si hacemos nuestras las afirmaciones de Béatrice Hibou, es necesario concluir que El análisis de situaciones concretas nos enseña que para aprehender y comprender el Estado, es imposible separar Estado y poder, Estado y élite dirigente […] es imposible separar lo económico de lo político, los intereses privados de los intereses públicos, lo particular de lo general. El papel político de los intereses privados o el acaparamiento de las riquezas por élites o equipos dirigentes restringidos no va en contra del Estado en la medida en que estos actores privados son también actores públicos y estatales. Estas prácticas de apropiación se vuelven prácticas políticas, en otras palabras, en gobernabilidad total […] Reforzar el poder de tal o cual hombre político (o de tal o cual facción) a través de la apropiación de recursos económicos o la cesión de empresas es sin duda ofrecer una oportunidad de enriquecimiento personal u operar una táctica de corto plazo para asentar un poder impugnado o deslegitimado, pero también es dibujar los contornos posibles de la acción política, tener en cuenta la interdependencia de los procesos de acumulación económica y de control político (y por lo mismo, de perpetuarla), negociar lealtades (Hibou, 2000a, pp. 36-38).
La violencia electoral —a pesar de ir contra las reglas del derecho y contra los propósitos de apertura política que algunos actores impulsan— posiciona a las instituciones locales como un lugar central de la repartición de las riquezas. Los esquemas de corrupción y de desviación de fondos promovidos por los paramilitares no funcionan como impuestos paralelos a los del Estado; por el contrario, tienden a reforzar la penetración de los mecanismos impositivos, por ejemplo, cuando para su recaudación se contrató con una empresa relacionada con estos grupos. La utilización de contratos públicos como fuente de 67
Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
enriquecimiento ilícito consolida, además, las relaciones de interdependencia entre círculos económicos y políticos, y refuerza la posición relativa de quienes controlan las licitaciones públicas, aunque sea en total contradicción con la letra de la ley. Como consecuencia, estas prácticas entran a hacer parte, de igual manera que las formas de denuncia, de penalización o de regulación que se les oponen, del proceso histórico de formación del Estado.
Un sistema de complicidades político-criminales En el Magdalena, como en otras zonas de Colombia, los paramilitares lograron imponer su papel como intermediarios entre los políticos y los electores, puesto que las candidaturas debían obtener el aval del grupo armado y que el voto era constreñido o acaparado. Se convirtieron también en mediadores entre los políticos locales y las figuras regionales. Finalmente, los paramilitares obtuvieron una posición central en la regulación del uso de los recursos públicos; no privaron a los políticos del acceso a los fondos de la corrupción, sino que se apropiaron una parte del botín y regularon la repartición del resto. Estos tres aspectos de las prácticas paramilitares definieron un modo de acción política en la que los principales recursos eran la violencia (o su amenaza) y la movilización de un “capital social” (ya definido, basándose en Sciarrone, 2000). Los paramilitares no sustituyen a las instituciones o a las élites políticas ya instaladas. Participan, por el contrario, en las negociaciones, los acuerdos y las competencias entre los actores políticos. Así, la apropiación privada de las instituciones públicas no se diferencia de las prácticas de corrupción existentes: el pago de comisiones sobre licitaciones públicas o incluso la firma de contratos ficticios, la subcontratación de áreas enteras de la acción pública a favor de empresas “amigas” de los paramilitares o controladas por sus testaferros, y el nombramiento de individuos infiltrados en cargos de interés financiero, son parte del repertorio usual de la corrupción. Desde ese punto de vista, los paramilitares no llegaron a innovar; lo único que hicieron fue modificar formas ya existentes de acaparamiento de recursos.
Los paramilitares y el voto La recomposición del paramilitarismo en el departamento modificó las relaciones entre los “comandantes” y los electores. Las formas de control social descritas en el capítulo anterior orientaron y enmarcaron el acto del voto. De manera general, la amenaza de la violencia era suficiente para orientar los votos de la mayoría de 68
3. El comandante, el gobernador y los demás. Configuraciones político-criminales
los ciudadanos y para seleccionar a los candidatos antes de las elecciones. En las zonas más firmemente controladas, aquellas eran un simple simulacro, las listas y los tarjetones electorales se llenaban con anticipación; en esos casos, los electores no tenían ni siquiera que marcar el nombre del candidato. Hay muy poca información disponible acerca del funcionamiento preciso de los mecanismos de constreñimiento electoral. Las investigaciones judiciales se han concentrado en el intercambio de votos entre los paramilitares y los políticos, y solo los testimonios orales brindan elementos detallados de análisis. Los ejemplos más espectaculares de fraude dan muestras de la magnitud del poder de los paramilitares sobre la población, pero también sobre las instancias locales encargadas de la organización de las elecciones. Como lo explica un habitante de Chivolo: Cuando tu ibas a votar, ya habían votado por ti; nada más firmabas y te daban el certificado electoral. Tu llegabas a hacer tu fila y el mismo jurado tenía la orden de ir marcando los tarjetones. La gente hacía únicamente la presencia, para recoger el certificado […] Si uno no iba, también ellos votaban por uno; de todas formas, ellos te marcaban el tarjetón. Luego un pelao [muchacho] te traía el certificado a la casa.3
Métodos más tradicionales también fueron utilizados para llevar a cabo los fraudes. Los ciudadanos llamados a hacer parte del jurado electoral tenían incluso tendencia a anticipar los deseos de los paramilitares. Como lo explica este testimonio de un jurado electoral de Guamal: Había uno de ellos que se encargaba de decir cuántos votos tenía que haber en cada mesa. Pero pasaba que nos dijeran: “100 votos para el candidato tal”, y que los jurados dijeran: “pongámosle 120 para que estén contentos [los paramilitares]”. Y entonces poníamos a votar a los muertos […] teníamos un paquete de cédulas de gente muerta.4
3
Entrevista a desplazado originario de Chivolo, Santa Marta, 2009.
4
Entrevista a antiguo jurado electoral de Guamal, Santa Marta, 2009.
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Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
Las elecciones igualmente eran la ocasión para mostrar, de manera simbólica, el poder de los paramilitares, su influencia sobre las personas y sobre las instituciones. Un periodista entrevistado afirma que: En 2003, en muchas poblaciones del norte del departamento, Carlos Tijeras [ José Gregorio Mangonez Lugo, comandante paramilitar de la zona] decidió que las elecciones no iban a realizarse el domingo como en el resto del país, sino el sábado. Todo el mundo fue a votar el sábado.5
El constreñimiento electoral se realizó, con frecuencia, solo por las amenazas. Muy pocas personas se resistían a la imposición de un candidato. Sin embargo, cuando osaron hacerlo, fueron víctimas de hostigamientos, intimidaciones o asesinatos. Como lo explica un habitante de Fundación: Con mi tío, dirigíamos una cooperativa agrícola. A nosotros nos convocaron para que apoyáramos al candidato. Nosotros nos negamos, porque dijimos que no íbamos a decirle a la gente por quién votar. Ellos nos dijeron: “Acá no hay voto sino por José Gamarra, todo el mundo vota por él y el que no lo haga, se muere” […] Por eso fue que mataron a mi tío, porque nos dijeron que si no estábamos con ellos, estábamos contra ellos.6
Los individuos que tenían un cierto poder al interior de las comunidades, como los empleadores o los líderes de las juntas de acción comunal, fueron utilizados como intermediarios para el control del electorado. Así, en un testimonio judicial, un líder comunal de la Sierra declaró a los magistrados que “nosotros los líderes sabemos que al no cumplir una orden ya estábamos en los objetivos de ellos” ( Juzgado Cuarto Penal del Circuito Especializado de Bogotá, 2007). Un control tan estrecho del voto solo era posible en las zonas que estaban bajo el dominio total de los paramilitares. En otros sitios, la violencia se dirigía prioritariamente hacia los candidatos, con el fin de reservar los cargos a quienes habían recibido el aval de los paramilitares. Estos prohíben otras candidaturas. En 2003, por ejemplo, las decisiones sobre las candidaturas autorizadas se tomaron después de la fecha de cierre de las inscripciones. Entonces, los candidatos 5
Entrevista a periodista, Barranquilla, 2009.
6
Entrevista a habitante de Fundación, Santa Marta, 2009.
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3. El comandante, el gobernador y los demás. Configuraciones político-criminales
que no habían sido escogidos tuvieron que recorrer el territorio de su municipio, pidiéndole a los electores que se abstuvieran de votar por ellos.7 Políticos locales que no hacían parte de las redes paramilitares perdieron todo su capital político y algunas veces fueron asesinados. Esto sucedió, por ejemplo, en casos en los que los políticos persistían en hacer campaña sin el apoyo de los paramilitares. Así parece haber sido el caso de Eugenio Ebrath, candidato a la Alcaldía del municipio de Concordia en 2001. Ebrath decidió presentarse a las elecciones, a pesar de que no había recibido el apoyo de las auc. Perdió las elecciones contra el candidato de Jorge Cuarenta y murió asesinado en noviembre de 2002. El alcalde de El Banco ya había sido asesinado en 2000 y el de Zona Bananera lo fue en 2004. Los cambios en el poder local de los paramilitares transformaron las condiciones de la competencia política. Los actores políticos tradicionales tuvieron que establecer acuerdos con aquellos; quienes lo lograron, pudieron obtener espacios de autonomía y contaron con el apoyo armado de los paramilitares para imponerse frente a sus rivales. Desde este punto de vista, el caso del Magdalena se caracterizó por una mayor fluidez en el juego político que otros territorios. En muchas otras regiones, la llegada de los paramilitares no afectó sino marginalmente los equilibrios políticos locales; sin embargo, en el Magdalena, la presencia de aquellos permitió que figuras relativamente periféricas tomaran ventaja sobre los grupos dominantes. El mejor ejemplo de esta dinámica es el de Trino Luna, gobernador del departamento entre 2003 y 2007. Su trayectoria ilustra muy bien la forma como los grupos paramilitares pudieron influir en la competencia política. Habiendo perdido las elecciones para la gobernación en 2000, Luna logró obtener el apoyo de los paramilitares en vista a los comicios de 2003. De acuerdo con un político de la región, la habilidad de Luna radicó en que pudo posicionarse entre las redes paramilitares y los políticos locales: Trino logró mostrarse como el candidato de los paramilitares frente a los alcaldes y como el candidato de los alcaldes frente a los paramilitares. Era el hombre de la provincia, el hombre de terreno; al mismo tiempo conocía bien a los paramilitares, que lo apoyaron de lleno. Jorge Cuarenta era muy sensible 7
Es el caso en las comunidades de Pijiño, San Sebastián, Zapayán, San Ángel, El Retén, Zona Bananera, Concordia, Salamina, El Difícil, El Banco y Plato.
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Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
a su discurso antiélites. Fue Trino quien logró colocar a los alcaldes en contra de los oligarcas de Santa Marta.8
Durante las elecciones de 2003, Trino Luna accede al cargo de gobernador, sin que ningún otro candidato se le enfrente; con el 81 % de los votos, su único contrincante fue el voto en blanco. Los paramilitares habrían dado la orden a los candidatos eventuales de abstenerse de presentar su candidatura. De acuerdo con un testigo del proceso que desembocó en la condena de Luna, las negociaciones que decidieron su candidatura se desarrollaron entre los paramilitares y miembros de los grupos políticos dominantes del departamento ( Juzgado Cuarto Penal del Circuito Especializado de Bogotá, 2007). Ahora bien, dichos grupos se habrían mostrado desfavorables a la elección de Luna. Ciertamente, él provenía de una familia acomodada del sur del departamento, pero no hacía parte de la élite de Santa Marta, que sentía por él un rechazo con tinte social. Sin embargo, Luna recibía el apoyo de numerosos alcaldes rurales que veían en él un mediador eficaz con los paramilitares. Por añadidura, Luna tenía apoyos desde dentro de las auc, pues su hermano era un jefe paramilitar del sur del departamento, conocido con el alias de “El Cóndor”. De todos modos, la elección de Luna no rompió las rutinas de selección del personal político. Aunque no hiciese parte de las familias dominantes de Santa Marta, Luna no era ajeno a las élites sociales. Su madre, Nubia Correa de Luna, había sido representante a la Cámara y presidente de la empresa de servicios públicos del Magdalena. Su esposa era Poly Dangond, quien hacía parte de una familia influyente. La candidatura de Luna tuvo la oposición de algunos miembros de las élites de Santa Marta. Quienes se le opusieron sufrieron la reacción de los paramilitares. Así, el 9 de diciembre de 2003, Fernando Pisciotti van Strahlen, proveniente de una familia de notables y principal opositor de Luna, fue asesinado por aquellos. Las investigaciones judiciales llevaron a la Fiscalía a levantar cargos contra Juan Carlos Luna, el hermano de Trino (El Espectador, 2012). Los conflictos que marcaron la elección de Luna no llevaron a una ruptura entre los grupos políticos del departamento. Al contrario, el apoyo de las diferentes facciones de las élites políticas a la candidatura única de Luna se materializó el día de su posesión. Todas las tendencias políticas del departamento se hicieron presentes: los diferentes grupos liberales, los conservadores e incluso 8
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Entrevista a político, Santa Marta, 2011.
3. El comandante, el gobernador y los demás. Configuraciones político-criminales
la izquierda. Todos recibieron una participación burocrática en el Gobierno departamental. Dentro de los secretarios de despacho había miembros de todos los clanes políticos. La repartición de cargos y recursos burocráticos ilustra los modos de negociación que caracterizan la política local. El uso de la violencia no se tradujo en una anulación de la competencia o en una autonomía total de los paramilitares, sino en nuevas formas de negociación. El poder de los paramilitares se manifestó, ante todo, por la posibilidad de modificar las jerarquías del poder al interior de las élites políticas y económicas, aliándose con algunos sectores y excluyendo a otros. Formas de influencia similar operaron en las alianzas con parlamentarios.
Hacia la influencia nacional Métodos similares fueron utilizados para controlar las elecciones legislativas. Colombia posee un sistema bicameral: el Congreso se compone de un Senado y de una Cámara de representantes. Los miembros de los dos órganos son elegidos por sufragio universal el mismo día, cada cuatro años, pocos meses antes de la elección presidencial. Los senadores son elegidos en una sola circunscripción nacional, mientras que los representantes son elegidos en circunscripciones departamentales;9 cada departamento cuenta con un número de curules proporcional a su población. Se habla de una “fórmula” cuando un candidato al Senado y un candidato a la Cámara se presentan ante los electores como parte del mismo equipo. Este dispositivo, que no tiene ninguna existencia oficial, permite construir alianzas electorales. De acuerdo con los documentos personales de Jorge Cuarenta (Colombia, Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, 2008), el jefe paramilitar se reunió con los candidatos al Congreso el 22 de noviembre de 2001. El objeto de la reunión era conformar las fórmulas que las auc apoyarían para el Senado y para la Cámara de representantes. Se constituyeron tres distritos electorales, basados en la repartición de la población del departamento. A cada fórmula se le garantizaba los votos de uno de estos distritos. De acuerdo con la Corte Suprema, en contraprestación de la garantía de ser elegidos “cada uno de los candidatos al Senado [haría] aportes al Bloque Norte en cuantía de ochocientos millones de
9
Además, existen circunscripciones especiales para las comunidades afrocolombianas e indígenas, los colombianos en el extranjero y las minorías políticas.
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Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
pesos y de cuatrocientos millones los aspirantes a la Cámara” (Colombia, Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, 2008). Jorge Cuarenta se apoyó, para asegurar la elección de sus candidatos, en los mandatarios que habían ganado con su respaldo en las elecciones del 2000. A finales de 2001, se reunió en las inmediaciones de Pivijay con los alcaldes, diputados departamentales y consejeros municipales que se habían beneficiado del apoyo de los paramilitares el año anterior. Estos firmaron un documento en el que se comprometían a apoyar las candidaturas de las cuatro fórmulas promovidas por los paramilitares. El acta firmada por Cuarenta fue hallada por los investigadores algunos años más tarde. Bautizada “Pacto de Pivijay” por la prensa, se constituyó en una pieza importante en los procesos de la parapolítica. Gracias a este tipo de alianzas, los candidatos de los paramilitares alcanzaron resultados que la prensa colombiana calificó púdicamente de “atípicos”. En los municipios del sur del Magdalena, Luis Eduardo Vives Lacouture obtuvo 32 543 votos, frente a Miguel Pinedo Vidal, que solo logró 513 votos. Su “distrito” del sur le aportó a Vives Lacouture 68 % del total de su caudal electoral en el Magdalena. Cuatro años antes había obtenido, en esta misma zona, solamente 2477 votos. A la inversa, en los municipios del centro del departamento, Vives Lacouture solo consiguió 155 votos. En esa zona, Dieb Maloof, un actor por completo externo a la región y desprovisto de apoyo local, recogió 37 443 sufragios, lo que equivale a 93 % del total de sus votos en el departamento. En los municipios que hacen parte de estos distritos electorales los niveles de concentración electoral alcanzan, algunas veces, más de 90 %. En el municipio de Tenerife, por ejemplo, Jorge Caballero recogió el 97 % de los votos, una concentración inédita. El método de los distritos no solo optimizaba la repartición de voto. Jorge Cuarenta, quien imaginó esta repartición, también esperaba posicionarse como un mediador imprescindible entre los barones electorales del departamento y los electores, con el fin de disminuir el poder de los primeros. Este es el análisis que hace un político retirado: El objetivo era mandar a la gente a zonas en donde no tenían ningún anclaje histórico, donde no conocían a los alcaldes, a los consejeros municipales, a los dueños de los votos, es decir, de toda la maquinaria clientelista. Los paramilitares mandaron tipos del norte al sur, y viceversa. En fin de cuentas, el candidato salía elegido, muy bien elegido. Pero no conocía su territorio. Mientras tanto, otra persona había salido elegida en su antiguo feudo electoral. Una 74
3. El comandante, el gobernador y los demás. Configuraciones político-criminales
vez instalado en su curul de senador, el político dependía de los paramilitares, porque eran ellos los que le habían aportado los votos.10
De acuerdo con el testimonio, generalmente, los candidatos fueron asignados a un distrito que no formaba parte de su zona de influencia. No tenían relaciones locales, no los conocían los líderes políticos en las comunidades y en las veredas y, por tanto, dependían de los paramilitares para ser reelegidos. El sistema apuntaba pues, de alguna manera, a desterrar a los políticos, privándolos de su anclaje territorial, que constituía su capital electoral. Sin embargo, esto no significaba que los políticos se encontrasen a merced de los paramilitares. Así tuvieran que negociar con ellos, también participaban en el funcionamiento del sistema de repartición del poder. Sobre todo, contaban con recursos propios en el marco de su relación con las instituciones nacionales. Claro está, asimismo se pueden observar estrategias menos unívocas. Las alianzas entre los paramilitares y los políticos dejaban un cierto lugar a la negociación y a los compromisos. El caso de Miguel Pinedo ilustra bien esto. Pinedo no participó en 2002 en la repartición de los votos del departamento, tal vez por haber sido identificado como una persona cercana a Giraldo.11 Frente a estas dificultades, y aunque tenía una larga trayectoria en la región, Pinedo invirtió sus esfuerzos en el departamento vecino de La Guajira. Entre las elecciones de 1998 y las de 2002 perdió el 64 % de sus votos en el Magdalena. No obstante, salió elegido al Senado gracias a los votos ganados en La Guajira. Por lo tanto, su estrategia pareció consistir, a primera vista, en eludir el control paramilitar. Ahora bien, en las elecciones de 2006, Pinedo volvió a hacer campaña en el Magdalena, esta vez en fórmula con la joven alcaldesa de Fundación, Karelly Lara. Esto le permitió recuperar la votación perdida en el departamento, ya que obtuvo en 2006 casi los mismos resultados que en 1998.12 Su regreso al Magdalena había estado en parte ligado a su alianza con Lara, quien realizó su carrera política de la mano de los paramilitares.13 10
Entrevista a político retirado, Santa Marta, 2011.
11
Pinedo fue condenado por sus vínculos con Hernán Giraldo. Véase Colombia, Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal (2012).
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Es decir, 22 188 en 2006, en comparación con 22 783 en 1998.
13
En 2009, Lara fue condenada a seis años de prisión. Véase Colombia, Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal (2009).
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El ejemplo de Karelly Lara nos lleva a otra interrogación: ¿en qué medida la influencia política de los paramilitares afectó la composición del personal político nacional? Hemos visto cómo, en las arenas locales, las alianzas con los paramilitares les permitieron, a actores que hasta ese momento eran marginales, colocarse a la cabeza de las coaliciones regionales. La dinámica en lo nacional es diferente. A pesar de que las alianzas con los paramilitares abrieron las puertas del Congreso a un cierto número de nuevas figuras, estos actores siempre entraron en una posición subordinada, de la mano de un barón local. Las carreras políticas nacionales impulsadas por los paramilitares no son tan comunes. Así, de 30 parlamentarios que fueron objeto de cuestionamientos por sus relaciones con los grupos paramilitares en cuatro departamentos de la costa Caribe, solo seis eran actores relativamente nuevos. Los otros tenían una larga carrera política propia: habían ocupado curules parlamentarias durante los años noventa e incluso antes, o bien habían ejercido cargos de gobernador o de alcalde de una capital. Así, a nivel nacional, los ejemplos de cambios significativos en las relaciones de fuerza entre grupos políticos son mucho más escasos. Esta dualidad local/nacional se puede explicar, probablemente, por el deseo de los grupos paramilitares de aprovecharse de las relaciones y del capital social de los parlamentarios experimentados, más que de imponer nuevas figuras poco familiares del espacio bogotano. Los recién llegados hicieron su entrada bajo la protección de figuras regionales; por ejemplo, se lanzaron a la Cámara como fórmula de un senador. Tal es el caso de Karelly Lara, citada anteriormente. Lara comenzó su carrera política en 1998, cuando fue elegida al Consejo Municipal de Fundación. Ahora bien, su capital político no hubiese sido suficiente para ser elegida al Congreso sin el apoyo de Miguel Pinedo. La misma forma de relación puede ser documentada en otras regiones del país. Así, la representante por el departamento de Sucre, Muriel Benito Rebollo, elegida a la Cámara en 2002, fue la fórmula de Jairo Merlano; este había sido alcalde de la ciudad de Sincelejo y pertenecía a una familia influyente del departamento. De acuerdo con las investigaciones judiciales, los paramilitares habrían condicionado su apoyo a estos dos senadores, al respaldo que, a su vez, ellos les darían a las dos aspirantes a la Cámara. En otros casos, tales carreras fulgurantes se debían a las relaciones personales de los candidatos novatos. Así, Jorge Luis Feris Chadid, quien fuese representante a la Cámara por el departamento de Sucre, era hermano de un jefe paramilitar de la región, Salomón Feris Chadid. Este terrateniente y ganadero 76
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obtuvo en 2002 los mejores resultados del departamento, a pesar de carecer de toda trayectoria electoral. De igual manera que las dos aspirantes que acabamos de mencionar, Feris Chadid fue elegido a la Cámara por el apoyo de un barón regional, Álvaro García, quien también fue condenado años más tarde por sus lazos con los paramilitares. En muchos casos, las figuras que entraron en política de la mano de los paramilitares obtuvieron sus primeras responsabilidades a comienzos de los años 2000, cuando las auc habían empezado a poner en práctica la selección sistemática de los aspirantes a cargos locales. Tal fue la situación, por ejemplo, de Rodrigo Roncallo, escogido en 2001 por el Bloque Norte como el candidato de los paramilitares para la Alcaldía de Tenerife (Magdalena). Roncallo ocupó esas responsabilidades hasta diciembre de 2003; en 2006 fue elegido como representante a la Cámara, lo cual constituye una carrera, cuando menos, fulgurante.
El acceso a los fondos del Estado El propósito principal de estas alianzas fue abrir posibilidades de apropiación de recursos públicos. De acuerdo con los documentos contables del Bloque Norte, hoy en día en manos de la justicia, Jorge Cuarenta puso en marcha, en marzo de 2002, un sistema que se podría calificar de “regulación de la corrupción”.14 Se trataba de una red de vigilancia de los contratos públicos firmados en los departamentos de Magdalena, Cesar, La Guajira y Atlántico, cuyo objetivo era repartir las comisiones entre los paramilitares y los políticos. Funcionaba por ramificaciones, con un tesorero situado en el centro de la red. Este actor controlaba la gestión de cada uno de los comandantes de los frentes, quienes, a su vez, eran los encargados de supervisar a los mandatarios de sus zonas de influencia. Las auc recibían el 10 % del monto de cada contrato que se firmaba entre una entidad pública y una empresa privada. Esta suma era entregada por la administración al Bloque Norte. Además, este les exigía un pago a las empresas que se presentaban a las licitaciones. Una parte de este dinero habría servido para alimentar las arcas del Bloque Norte y otra habría beneficiado a los socios de los paramilitares. Aunque las sumas pagadas por las empresas se compartían entre el frente responsable de la zona y 14
Debemos todas estas informaciones al trabajo investigativo del periodista Tadeo Martínez (2006; 2008).
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el comandante del bloque, la mitad de la suma extraída de la administración se pagaba al político que “apadrinaba” al contrato y al tesorero de la entidad pública interesada. Así se mantenían las lealtades entre las diferentes partes. Entre los socios estratégicos de los paramilitares se encontraban los directores de los hospitales. En efecto, fue a través del presupuesto de la salud que gran parte de los fondos públicos fueron acaparados. En consecuencia, los nombramientos a estos cargos eran objeto de una atención minuciosa. Así lo explica Carlos Tijeras, comandante del Frente William Rivas: Nosotros […] nos metimos en la mitad y les dijimos que los directores de los hospitales tenían que pasar por el colador de la empresa [las auc]. Revisábamos las hojas de vida y les hacíamos entrevistas a los aspirantes. Teníamos que convivir: ellos conservaban sus cuotas políticas, se encargaban del parapeto de la meritocracia, pero se comprometían a menos burocracia, cero corbatas, nada de contratos chimbos y cero embargos arreglados. El cuarto compromiso era pagar el impuesto a la contratación, una ley obligatoria en los cuatro departamentos (Martínez, 2008).
La administración de los hospitales se acompañó de una violencia selectiva que apuntaba a garantizar la seguridad de los esquemas de corrupción. Así, en abril de 2004, el director del hospital de Zona Bananera, José Alejandro Lacera, fue asesinado por los paramilitares. Carlos Tijeras reconoció este crimen. El año anterior, una líder sindical, funcionaria del hospital central de Santa Marta y, adicionalmente, periodista, Zully Esther Codina, había sido asesinada frente a su casa. Hernán Giraldo reconoció este crimen. Los contratos públicos no eran la única manera de tener acceso a los presupuestos locales. Los impuestos y los salarios de los funcionarios también se vieron afectados por los paramilitares. Aparentemente, así fue en Chivolo, aunque periodistas afirman que este método era usado con frecuencia. Un exempleado de la Alcaldía de Chivolo nos cuenta: El impuesto predial lo cobraban ellos [los paramilitares]. Supuestamente hacían obras sociales con eso; pero nunca las vimos. Además, a los empleados de la Alcaldía nos quitaban el 10 % del sueldo. Ellos decían que no, que
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porque en tal municipio había que hacer arreglos o que para comprar unos equipos para el hospital.15
Esta privatización de los impuestos se llegó a formalizar. En el Magdalena, once municipios privatizaron el recaudo de los impuestos locales a beneficio de la fundación Mujeres de la Provincia, una fachada legal de las auc. Posteriormente, esta misma fundación firmó un contrato para el recaudo de las facturas de electricidad de Electricaribe, la empresa departamental de energía eléctrica, que hubiera generado hasta el 20 % de las sumas pagadas (Martínez & Molinares, 2008). Este tipo de redes de captación de recursos públicos no es propio del departamento del Magdalena. Una investigación del portal Verdad Abierta, principalmente basada en los documentos encontrados en el computador del jefe paramilitar Rodrigo Mercado Peluffo, ilustra un caso similar en el departamento de Sucre (Verdadabierta.com, 2010a). Estos archivos describen la gestión financiera del grupo de Peluffo, el Bloque Montes de María, que se financiaba en parte con los recursos de los municipios bajo su control. Un sistema de captación de fondos se puso en marcha en el municipio de Coveñas, que recibía en aquel entonces recursos abundantes por cuenta de regalías petroleras. En Coveñas, empresas sirvieron de testaferros para firmar contratos jamás ejecutados. Los contratos para el mejoramiento de la red de recolección de basuras, para la compra de uniformes para los empleados municipales o para la construcción de vías comunales tuvieron una existencia puramente ficticia. El dinero terminaba en manos de los paramilitares, quienes remuneraban enseguida a los políticos locales. Este sistema le habría generado a Peluffo, solo durante el año 2003, ganancias por más de quince mil millones de pesos (5,2 millones de dólares de la época). Vemos entonces que una de las principales funciones de estas formas de complicidades político-criminales es la de drenar los recursos del Estado. Si los paramilitares adoptaron esencialmente el mismo repertorio de prácticas de malversación de fondos que utilizaban los políticos antes que ellos, la novedad se encuentra en la administración más centralizada de estos recursos. Sin embargo, la situación no desembocó en la marginalización de los mandatarios aliados —que recibía cada uno su parte—, sino en una reafirmación de las interdependencias entre profesionales de la violencia y profesionales de la política.
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Entrevista a exempleado de la Alcaldía de Chivolo, Santa Marta, 2009.
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Ahora bien, la utilidad de estas alianzas, principalmente cuando desembocaron en la elección de parlamentarios “amigos”, no se detuvo allí. En efecto, los estudios acerca de las configuraciones político-criminales señalan con frecuencia que uno de los objetivos perseguidos por los actores ilegales es la neutralización de la acción represiva del Estado, es decir, su instrumentación en el marco de las dinámicas internas en los círculos criminales.16 Aplicar esta constante a los paramilitares ameritaría, no obstante, una investigación más a profundidad. En efecto, la presencia de sus aliados en el parlamento les permitiría, en teoría, pesar en los debates políticos que les concernían. En 2002 ya se perfilaban posibles negociaciones de desmovilización y alguien como Jorge Cuarenta tenía todo el interés de influir en esos debates. El último capítulo se ocupa del papel desempeñado en ello por ciertos congresistas, verdaderos portavoces de los paramilitares. Mientras tanto, conviene decir que, así los parlamentarios aliados hubiesen apoyado sin descanso los proyectos que favorecían a los paramilitares, nunca llegaron a constituirse en un verdadero grupo de presión. Un estudio exhaustivo del comportamiento de estos congresistas, conducido por investigadores de la Universidad de los Andes (Ungar & Cardona, 2010), demostró que estos se caracterizaron por una postura pasiva; nunca asumieron un papel particularmente importante en las comisiones o como ponentes, y su comportamiento se caracterizó por el ausentismo y la discreción. Entonces, al parecer la diversidad de los intereses regionales que estos parlamentarios representaban hubiese impedido todo tipo de acuerdos sobre una plataforma común. En cualquier caso, ellos siguieron al gobierno de Álvaro Uribe Vélez en su política de seguridad y en sus negociaciones de desmovilización con los paramilitares. Todo sucedió como si la influencia parlamentaria de los paramilitares se hubiera desvanecido delante de la heterogeneidad de los intereses locales.17 No obstante, la influencia de los paramilitares sobre la política de seguridad, que puede parecer poco visible en el análisis de las formas oficiales de toma de decisión, aparece con claridad si nos interesamos en los canales de negociación oficiosos. La alianza con congresistas les brindó a los paramilitares un acceso a espacios informales, en los cuales el Gobierno y los congresistas negociaban la
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Véase, entre otros, a Gayer (2014) y Jaffe (2013).
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Esta es la conclusión a la que llegaron Ungar y Cardona (2010).
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repartición de cargos burocráticos claves. Las páginas siguientes retoman el ejemplo del nombramiento del antiguo director del Departamento Administrativo de Seguridad (das), Jorge Noguera.18 Este ejemplo ilustra el funcionamiento de la influencia de los paramilitares y los beneficios que estos obtienen en retorno. Además, se trata de un caso extremo de complicidad, ya que toca a uno de los espacios más estratégicos del aparato estatal.
Espacios de influencia En enero de 2005, el director de los servicios de informática del das, Rafael García, fue arrestado; se le acusaba de haber modificado en unos casos y borrado en otros, de las bases de datos del organismo, informaciones sobre individuos sospechosos de pertenecer a los grupos paramilitares, cuya extradición estaba solicitada por los Estados Unidos. Inicialmente, García fue mostrado como un caso aislado, pero las investigaciones hicieron aparecer progresivamente una red criminal que ligaba al das con los grupos paramilitares. En esa época, el das estaba dirigido por Jorge Noguera, un alto funcionario cercano al presidente y uno de los protagonistas del discurso de seguridad del Gobierno. El escándalo llevó a Noguera a presentar su renuncia; tras haber recibido el apoyo del presidente, obtuvo el cargo de cónsul en Milán. Mientras tanto, en diciembre del mismo año, García declaró contra Noguera, proporcionando detalles acerca de su colaboración activa con las auc. Lo acusó de haber enviado información a los paramilitares, lo cual habría facilitado el asesinato de líderes sociales, sindicalistas e intelectuales. García acusó a su antiguo jefe de haber participado en el asesinato de Alfredo Correa de Andreis, un sociólogo de Barranquilla. Además, afirmó que Noguera, quien había dirigido la campaña presidencial de Uribe en el Magdalena, obtuvo el apoyo financiero de los paramilitares y había participado en fraudes electorales en favor de su candidato. Las declaraciones de García condujeron a la Fiscalía a abrir una investigación contra Noguera, lo cual lo obligó a renunciar a su cargo diplomático. En febrero de 2006 se le dictó orden de captura, bajo los cargos de concierto para delinquir
18
Esta información en parte fue recolectada de las piezas procesales contra Noguera. Véanse Colombia, Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal (2007b), y Colombia, Procuraduría General de la Nación (2010).
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y homicidio agravado. Noguera fue condenado a una pena de 25 años de cárcel por la Corte Suprema de Justicia.19 Un breve estudio de este caso nos permite entrever una parte de los mecanismos de influencia de que disponían en esa época los grupos paramilitares, que les posibilitaron obtener apoyos políticos hasta los niveles más altos del poder. Antes de examinar los detalles de este caso, algunos elementos sobre la carrera y la influencia de Noguera son necesarios.
Una influencia a todo nivel Noguera era un funcionario inexperto cuando fue nombrado a la cabeza de la agencia de inteligencia del Estado. Proveniente de una familia de la élite de Santa Marta, había llevado a cabo la mayor parte de su carrera en esta ciudad, entre el sector privado y el público. En el contexto de las elecciones presidenciales y legislativas de 2002, Noguera supo posicionarse estratégicamente en los círculos cercanos a Uribe. Dirigió su campaña en el Magdalena y facilitó su acercamiento con sectores liberales que se habían mantenido fieles al candidato oficial del partido, Horacio Serpa. De acuerdo con las declaraciones de García, la campaña presidencial de 2002 habría estado marcada por un fraude masivo en los departamentos de la costa Caribe (Semana, 2006). Este aspecto del caso no condujo a los investigadores judiciales a conclusiones firmes y, por consiguiente, es imposible analizarlo hoy en día. Sin embargo, resulta claro que fue en el marco de la campaña de Uribe que Noguera pudo posicionarse en medio de las redes político-criminales en lo local. Después de la victoria de aquel, Noguera recibió el apoyo de congresistas elegidos en zonas de influencia de los paramilitares. Estos le pidieron al presidente, como contraprestación del apoyo que habían brindado a su candidatura, que nombrara a Noguera en un alto cargo de responsabilidad en materia de seguridad. Aunque Noguera carecía de toda experiencia profesional en ese ámbito, se encontró en una posición favorable entre las redes políticas locales y la cima del poder. En virtud de sus apoyos, Noguera fue nombrado director del das en agosto de 2002. Desde su llegada a la agencia de inteligencia, orientó las acciones del organismo exclusivamente contra la guerrilla. Este punto lo confirma uno de los directores bajo su mando: “[su énfasis] fue que procediéramos contra la g uerrilla, 19
El director del das forma parte de los altos funcionarios juzgados por la Corte Suprema, a los que se investiga por faltas cometidas en el ejercicio de sus funciones.
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sobre las otras organizaciones [paramilitares] argumentaba que estaban ya en trámite hacia un proceso de paz y era preciso ser cautos para no entorpecer un eventual proceso de negociación con esas estructuras” (Colombia, Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, 2007b, testimonio del 17 de abril). De acuerdo con los magistrados de la Corte Suprema, Noguera orientó la acción del das con el fin de evitar acciones policiales o judiciales en contra de los paramilitares. No solo lo hizo por medio de instrucciones sobre el trabajo operativo de este organismo, sino también mediante la transmisión de informaciones a los paramilitares. Noguera habría entregado documentos oficiales y datos sobre órdenes de captura a los paramilitares. Uno de los casos examinados por la Corte ilustra bien los servicios que Noguera les brindó a sus aliados; se trata de una operación dirigida contra el grupo paramilitar de Hernán Giraldo, que fracasó parcialmente debido a la intervención de Noguera. A finales de 2002, el servicio de inteligencia del Ejército transmitió a la Fiscalía informaciones acerca de una red de testaferros y empresas fachada situadas en Santa Marta, que le servían a Hernán Giraldo para legalizar sus activos. En virtud de esta información, una unidad especializada de la Fiscalía20 comenzó trámites de extinción de dominio sobre los bienes de Giraldo. Con este fin, la Fiscalía solicitó la colaboración del das, entidad que comisionó a tres agentes para apoyar a los fiscales. Cuando la información sobre la colaboración entre los agentes del das y la Fiscalía llegó a oídos del director, este ordenó el traslado del coordinador del grupo. En los días que siguieron, los computadores de los otros dos detectives que trabajaban en las investigaciones fueron decomisados. De acuerdo con las declaraciones de García, la información extraída de los computadores de los agentes le fue enviada a una persona cercana a Giraldo. La Fiscalía, habiendo perdido el apoyo del das, así como una parte de los datos, tuvo que disminuir los objetivos de la operación. De acuerdo con los investigadores, menos de la mitad de los bienes inicialmente identificados y ninguna cuenta bancaria pudieron ser incautados. Además, en ausencia de información concreta sobre los miembros del grupo de Giraldo, no se realizó ninguna captura. En últimas, la intervención de Noguera permitió minimizar el impacto de la operación sobre la organización criminal.
20
Unidad Nacional para la Extinción del Derecho de Dominio y contra el Lavado de Activos.
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Además, los magistrados hicieron énfasis en que el coordinador del grupo que trabajaba en lavado de activos, quien fue víctima de una transferencia súbita en agosto de 2003, fue reemplazado por un funcionario que no tenía ninguna experiencia en la materia, y que había entrado al das apenas nueve meses antes. De acuerdo con los magistrados de la Corte Suprema, Noguera no solo colaboró con los paramilitares en momentos claves como este, sino que también puso en marcha un sistema de complicidades que cubría las oficinas del das en varios departamentos de la costa Caribe. El funcionamiento de la red de Noguera requería que este nombrase individuos cercanos a los intereses de los paramilitares en los cargos de responsabilidad local. Por ejemplo, su directora departamental en el Magdalena, Gloria Bornacelli, contaba con una experiencia tan limitada como la suya en materia de seguridad. Esta funcionaria fue condenada por la justicia, acusada de haber transmitido informaciones confidenciales a los paramilitares. Antes de haber nombrado a Bornacelli a la cabeza de la división departamental del das, Noguera había intentado colocar allí a una persona muy cercana de los paramilitares, Enrique Osorio de la Rosa, quien ha sido objeto de múltiples investigaciones en casos de fraude electoral. Este nombramiento no pudo ser llevado a cabo, puesto que Osorio de la Rosa carecía de un título profesional. Según los mismos procesos contra Noguera, en otros departamentos de la región Caribe se reprodujo el mismo esquema. La trayectoria de otro individuo cercano a los paramilitares, Rómulo Betancourt, es sintomática de esta dinámica. Después de haber dirigido varias divisiones departamentales del das, Betancourt salió de la institución en 1998, cuando pesaban sobre él acusaciones de homicidio y desaparición forzada. Más adelante, se vinculó como jefe de seguridad de la empresaria Enilce López, quien fue condenada a 37 años de cárcel por su responsabilidad en un homicidio cometido por grupos paramilitares. Betancourt fue nombrado por Noguera director de la seccional del das en Bolívar en 2003. Como vemos, con tales nombramientos de funcionarios al interior del das, Noguera contribuyó a estructurar una red de influencia asociada a los paramilitares. Sus relaciones de complicidad no solo les dieron acceso a informaciones confidenciales. Por intermedio del director de servicios informáticos, Noguera habría ordenado borrar los datos de miembros de los grupos paramilitares del sistema de información del das. Así, los magistrados de la Corte citan el caso de Nodier Giraldo, sobrino de Hernán Giraldo. La orden de captura contra él desapareció de las bases de datos del das, lo que le permitió, en los años 2003 y 2004, tomar varios vuelos internacionales. Nodier Giraldo incluso pudo entrar 84
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personalmente a las instalaciones del das con el fin de hacer los trámites de su pasado judicial sin miedo a ser capturado. Los vínculos entre paramilitares y funcionarios de los servicios de seguridad no solo tenían objetivos defensivos, sino también ofensivos. La combinación de estrategias legales e ilegales en la represión aparece claramente en un caso de homicidio que le fue imputado a Noguera por la Corte Suprema de Justicia.
El caso Correa de Andreis El 17 de septiembre de 2004, Alfredo Correa de Andreis y su guardaespaldas fueron asesinados por sicarios en una calle de la ciudad de Barranquilla. Correa de Andreis era un sociólogo, profesor universitario y activista por la causa de los desplazados. Amenazas en su contra lo habían obligado a disponer de un servicio de guardaespaldas.21 Entre 2006 y 2008, los fiscales que investigaban el caso de Daniel Rendón Herrera, alias “Don Mario”, uno de los hombres de confianza de Jorge Cuarenta, establecieron un nexo entre el asesinato de Correa de Andreis y el das. Los archivos encontrados en el computador del paramilitar, así como las declaraciones de varios testigos, condujeron a los investigadores a formular la hipótesis de una circulación de información entre el das y los paramilitares. El homicidio de Correa de Andreis no habría sido de la iniciativa exclusiva de los paramilitares, sino que habría sido orientado, en gran medida, por la información que el organismo les trasmitía a las auc. Un breve examen de las conclusiones del caso pone en evidencia esta relación. El 17 de junio de 2004, la Fiscalía de Cartagena ordenó la captura de Correa de Andreis. Se le acusaba de hacer parte de los cuadros ideológicos de las farc y de poseer información estratégica sobre este grupo. El origen de esta captura se encontraba en una serie de informes transmitidos por el das a la Fiscalía, basándose esencialmente en varias entrevistas con exguerrilleros. Estos afirmaron haber visto a Correa de Andreis, supuestamente conocido en las filas de la guerrilla como “Eulogio”, durante sus visitas a campamentos guerrilleros, adonde iba para dictar conferencias políticas. Este Eulogio sería, además, un alto dirigente del PC3 (Partido Comunista Clandestino Colombiano), organización secreta creada —según los servicios de inteligencia— por las farc y supuestamente 21
Estos datos vienen de Colombia, Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal (2007b).
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e ncargada de establecer contactos con el gobierno de Hugo Chávez en Venezuela. Los informes de inteligencia designaban a Eulogio como un hombre dotado de un físico poco corriente en la región: alto (1,80 m), de piel blanca, cabellos grises y ojos claros. Esta descripción corresponde perfectamente con las características y los rasgos de Correa de Andreis; además, varios guerrilleros lo identificaron después de su captura. Ahora bien, pronto comenzaron a aparecer incoherencias en los informes de inteligencia. El seguimiento del sociólogo parecía ser, al menos a primera vista, la iniciativa personal de un agente del das, Javier Valle Anaya. El detective, aunque no estaba habilitado por su jerarquía para investigar a Correa de Andreis, tomó las declaraciones de varios guerrilleros que colaboraban con el das, de quienes no se pudo más tarde establecer la identidad. Tomó fotografías del profesor y le hizo seguimiento en sus desplazamientos cotidianos. Hoy se sabe que Valle Anaya, quien estaba en ese entonces en pleno ascenso profesional, era a la vez un contacto privilegiado de los paramilitares y un hombre de confianza de Jorge Noguera. Para la Fiscalía, la mayor parte de la información contenida en el expediente del das apareció rápidamente como un simple montaje. En los días de las supuestas visitas de Correa de Andréis a los campamentos guerrilleros, este estaba dando clase a sus estudiantes o se le estaban practicando exámenes médicos. Así, el 14 de julio, poco menos de un mes después de su captura, la Fiscalía revocó la medida de aseguramiento en contra del sociólogo. Los fiscales no solo encontraron incoherencias en el expediente, sino que también descubrieron que los guerrilleros que habían dado testimonio contra Correa de Andreis lo habían hecho bajo falsas identidades y que habían podido ver al profesor en los lugares de reclusión del das, lo que les habría permitido dar una descripción física precisa. Después del homicidio de Correa de Andreis, una investigación interna al das se abrió contra el agente Valle Anaya, pieza clave del montaje. El homicidio se interpretó entonces como el resultado de la estigmatización pública de la que Correa de Andreis habría sido víctima después de su arresto. Como consecuencia, los actos del agente aparecían, por lo menos, como un hecho de extrema imprudencia. Ahora bien, esta investigación se archivó rápidamente. En lugar de haber recibido una sanción disciplinaria, Valle Anaya fue promovido por Noguera al cargo de subdirector para el Magdalena. En 2006, en un allanamiento al domicilio de un jefe paramilitar, los investigadores encontraron pruebas de la relación directa entre Valle Anaya y las auc. Estas informaciones fueron complementadas por las declaraciones dadas por 86
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Édgar Ignacio Fierro, alias “Don Antonio”, en el marco del sistema de Justicia y Paz. De ahí se desprende que Valle Anaya era el contacto de Don Antonio para todo el departamento del Atlántico. Este le había enviado información acerca de los movimientos y de las identidades de sindicalistas y activistas, e incluso había transportado al paramilitar en su propio vehículo, con el fin de evitar los controles de la policía. Don Antonio les dijo a los investigadores que la información que había conducido al asesinato de Correa de Andreis provenía de un informe del das, el mismo que había servido como base para su captura y que le había sido transmitido por Valle Anaya. Para él, la información sobre el profesor era completamente fiable; y la única razón por la cual la investigación no había seguido su cauce era la supuesta infiltración de la institución judicial por la guerrilla. Estas colaboraciones entre el das y los paramilitares no se limitaron al caso de Correa de Andreis y no concernieron únicamente a las seccionales departamentales del organismo de inteligencia. En las mismas declaraciones, Don Antonio les aportó a los jueces varios archivos que le habrían sido enviados por el director de los servicios informáticos del das, Rafael García. De acuerdo con el paramilitar, García le había vendido por 80 millones de pesos (cerca de 35 000 dólares) una base de datos sobre personas que el das había identificado como simpatizantes de la guerrilla y de miembros del Partido Comunista clandestino. Según Don Antonio, la información del das habría conducido a los paramilitares a asesinar a más de 50 personas en el departamento del Atlántico. Los investigadores pudieron establecer vínculos entre homicidios e informes del das en los casos de al menos once víctimas de los paramilitares. La complicidad en varios niveles entre agentes de inteligencia y paramilitares ilustra bien una de las hipótesis avanzadas en este capítulo: las relaciones entre actores situados al interior del Estado y actores criminales no son unívocas; sus configuraciones complejas son marcadas por intercambios económicos y relaciones interpersonales, pero también por convergencias sobre la definición de las amenazas al orden social y político. La llegada de un hombre cercano a los paramilitares a la cabeza del das y la facilidad con la cual Noguera impuso un programa antisubversivo son, ante todo, la ilustración de la construcción ambigua de los paramilitares como criminales necesarios. La colaboración entre agentes de inteligencia y actores criminales consiste igualmente en una forma de privatización de la represión —como lo ilustra el caso del asesinato de Correa de Andreis—, como en un intercambio criminal, como lo muestra el caso 87
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del sabotaje a una operación contra el lavado de activos. Estas lógicas se confunden y se interrelacionan en un sistema de poder en el que la gestión de la violencia, la competición política y las actividades criminales se refuerzan mutuamente. *** Los análisis de este capítulo ilustran la interrelación entre círculos políticos y círculos criminales, y la manera como las posiciones dominantes resultaron de la capacidad de los actores para navegar entre esos dos espacios. En el estudio del papel desempeñado por los paramilitares en las contiendas electorales, mostramos cómo el lugar dominante de las élites políticas, pero también las dinámicas de competencia que las caracterizan, conducen a una acción simultánea en el terreno de la violencia y en el de los procesos electorales. La capacidad de los actores políticos para aliarse con los paramilitares determinó las posibilidades de mantenerse en el juego electoral e incluso de ver incrementado su capital político. Del mismo modo, si bien estas alianzas modifican parcialmente los equilibrios del poder entre las redes políticas, sobre todo a nivel local, los paramilitares no buscaron alterar tales equilibrios de poder y cumplieron, más bien, un papel de intermediarios, lo cual les permitió obtener beneficios políticos y económicos. Así, mientras que el modelo de Estado legal-racional opone sistemáticamente la competencia política y la acción criminal y violenta, el estudio de caso expuesto aquí deja ver que los paramilitares y los políticos se interrelacionan en el seno de un mismo sistema de intercambio.22 El acceso a los cargos electivos, a la influencia que estos permiten y a los recursos económicos que representan, constituyó el objetivo de dinámicas en las que la violencia armada no resultó contradictoria con el mantenimiento formal de la institución del voto. Incluso, la existencia de las instituciones constituyó una condición necesaria para la rentabilidad de esas redes. Así, los actores criminales no han buscado socavar el orden institucional vigente. Por el contrario, se han servido de espacios intersticiales, de las márgenes de maniobra y del carácter equívoco del poder político para enriquecerse y para reforzar su posición dominante.23 22
Como lo muestran, en muy diferentes terrenos, los estudios de caso traídos por Briquet y FavarelGarrigues (2010).
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Esta afirmación espera deconstruir la relación, algunas veces considerada como automática, entre el crimen organizado y la violencia contra las instituciones. Para una crítica de estas concepciones, véase Andreas y Wallman (2009).
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Esta circulación de actores violentos al interior de las instituciones contribuyó, paradójicamente, a reforzar el poder del Estado: de manera directa, con la eliminación de actores críticos y de aquellos que se oponían al régimen de inequidad que fundamenta el sistema político actual. Pero también indirectamente, confirmando el lugar del Estado como un lugar central en la distribución de recursos económicos, políticos y simbólicos.
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4. La violencia al margen del Estado, ¿una colonización armada?
El 6 de octubre de 1996, la población de Brisas fue tomada por un grupo de cerca de 50 paramilitares. Se trataba de un caserío situado al borde del río Curbaradó, en la espesa selva del Darién. Los paramilitares estaban acompañados por dos guerrilleros que los pobladores conocían bien; eran desertores y habían cambiado de bando. Los habitantes fueron reunidos por la fuerza, con el fin de que asistieran al asesinato de cinco hombres, acusados de ser “colaboradores” de la guerrilla. Los asesinos no se identificaron claramente, pero afirmaron ser parte de un grupo de “autodefensas campesinas” y se autodenominaron Los Mochacabezas. Sin embargo, su cercanía con el Ejército no era un secreto. Apenas dos semanas antes, militares de la 17a Brigada, asentada a unos cien kilómetros río abajo por el Atrato, habían llegado a la población, reunieron a los habitantes y los habían amenazado con represalias debido a su supuesto apoyo a la guerrilla.1 Esta escena tuvo lugar en uno de los sitios más marginales de Colombia, el Bajo Atrato. Entre 1996 y a comienzo de los años dos mil, miles de personas huyeron de esta región, debido a la violencia conjunta del Ejército y de los paramilitares. El carácter convergente de las operaciones de bombardeo militar y de la ocupación violenta por parte de los paramilitares es tangible. Aunque existen numerosos ejemplos de este tipo de complicidades, pocos han sido tan poco disimulados. Este capítulo se interesa en la forma como la violencia ha participado en la estatización de territorios marginales y en la explotación de recursos naturales. Muestra de qué manera el avance de los paramilitares hacia esas zonas, la violencia que ejercieron y el modo como se involucraron en proyectos agroindustriales se
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Banco de datos “Noche y Niebla”, Centro de Investigación y Educación Popular (cinep) (s. f.).
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asemejaron a una modalidad de colonización armada. A pesar de que actuaron por sus propios intereses económicos, está colonización generó transformaciones en la articulación entre el territorio, el Estado y el mercado, que son coherentes con la visión del desarrollo económico promovida por el Estado. La presencia paramilitar no es sinónimo de autonomía de estos espacios o de ruptura con el orden nacional, sino de integración con el mercado nacional e internacional. Además, es concomitante con inversiones privadas apoyadas de manera masiva por fondos públicos. La existencia de gran cantidad de casos parecidos, marcados por la expansión de los grupos paramilitares hacia zonas marginales, ilustra las transformaciones de las lógicas de extensión del paramilitarismo. De acuerdo con Camilo Echandía, en los años noventa este fenómeno se caracterizó por el avance, a partir de regiones históricamente dedicadas a la producción agroindustrial y a la ganadería extensiva, hacia las zonas de frontera (Echandía, 2006).2 De manera clara, la economía política de los recursos naturales se convirtió en un elemento determinante de las estrategias de los actores armados en Colombia (Lavaux, 2006). Esto no solo afecta a la propiedad de la tierra, sino también al subsuelo, como lo muestra la importancia de la explotación minera ilegal (Giraldo & Muñoz, 2012). La historicidad singular del caso del Bajo Atrato nos impide considerarlo como representativo; sin embargo, su estudio permite enfatizar en la articulación entre violencia paramilitar, lucha oficial contra la subversión y políticas de desarrollo agrario. Con el objetivo de aportar nuevos esclarecimientos en el debate acerca del lazo entre recursos naturales, Estado y violencia, analizamos a la vez la trayectoria histórica y las rupturas que introduce la colonización armada de esta región.3 La violencia transforma los territorios y establece una serie de fronteras que limitan el acceso y la explotación de la tierra y de los recursos naturales por parte de los diferentes grupos sociales.4 Reserva el acceso a algunos actores económicos foráneos, excluyendo a una parte de los ocupantes iniciales. El Estado no estuvo ausente en este proceso de reconfiguración violenta del territorio. Al contrario, los paramilitares y sus aliados dependieron de la acción del Estado en su papel 2
Para un estudio de caso sobre la región del Carare, véase Torres Bustamante (2004).
3
Nos inspiramos en este punto en el concepto de la ecología política de la violencia propuesto por Nancy Lee Peluso (2008, 2011).
4
Esto va en el sentido de los análisis en términos de “territorialización” propuestos por Vandergeest y Peluso (1995).
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de certificador de los derechos de propiedad y se aprovecharon de la prioridad que le dio el Gobierno al desarrollo de las agroindustrias. Esta relación entre los grupos paramilitares y el Estado también se ve determinada por la historia del Bajo Atrato. La violencia es una constante en la relación histórica entre el Estado y su extrema periferia. De hecho, la privatización no es, en lo absoluto, una novedad en un territorio que se dio en concesión a actores económicos nacionales y extranjeros desde el siglo xix, con el fin de que explotaran la riqueza del suelo y del subsuelo. No obstante, esta historicidad no significa que la privatización del Estado a finales de los años noventa del siglo xx sea una simple reproducción de lo que fue el Estado concesionario del pasado. La privatización reciente siguió nuevos patrones, que articularon el discurso del desarrollo agroindustrial con las estrategias de la clase emergente de los empresarios de la droga.5 El aspecto central es el vínculo entre las estrategias de la violencia criminal y aquellas de la acción empresarial, en el marco de una política de desarrollo agrario impulsada por el Estado. Esta política les brindó recursos a los actores violentos; se trató de recursos económicos y jurídicos, pero además simbólicos, como lo ilustra la importancia del discurso que describe al Bajo Atrato como un territorio “vacío”. Nuestras conclusiones convergen con las del sociólogo e historiador Romain Bertrand, quien muestra que las zonas marginales, frecuentemente consideradas como abiertas a la colonización, no son espacios de los que el Estado esté ausente (Bertrand, 2001).6 La marginalidad no se especifica por la ausencia o por la pasividad del Estado. Es el resultado de una acción estatal que define a los territorios como periféricos,7 como excluidos de la ciudadanía ordinaria, como espacios sin ley en los que la relación con el centro se reduce al aspecto conflictivo. Como lo escribe Bertrand:
5
Sobre estos modos de articulación entre las modalidades históricas de construcción del territorio y las nuevas formas de explotación de los recursos naturales, véase Serje (2013). Una situación comparable es descrita por Vellema, Borras y Lara Jr. (2011) en el caso de Filipinas.
6
Véase también, para la noción de espacios “fuera del Estado”, a Scott (2001, p. 87).
7
De esta manera, la periferia resulta de una definición de origen estatal y que, por lo tanto, no puede ser reducida a una consecuencia mecánica de la falta del Estado. Esta reflexión, proveniente de la sociología urbana, igualmente puede ser aplicada en otros espacios, como los guetos de las grandes metrópolis. Véase Wacquant (2008).
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Esos espacios en abandono son más numerosos de lo que se cree. Su principal característica no es de estar “por fuera del Estado”, sino al contrario de articularse, de manera paradójica, con los intereses de los Estados. Son territorios en los que la “privatización del Estado” se lleva a cabo de forma masiva —es decir en los que se observa una cesión o delegación de las prerrogativas regalicias a actores privados (redes mafiosas, grandes compañías concesionarias trabajando en los sectores de las maderas, los hidrocarburos o los minerales) […] (2001, p. 45).
La existencia de esas “zonas grises” es un aspecto esencial en la formación histórica del Estado en América Latina. Los Estados que nacieron de la debacle del Imperio español heredaron las fronteras de la administración colonial. Su consolidación se realizó con frecuencia ante la heterogeneidad de los territorios por dominar y con respecto a la existencia de espacios que no estaban sometidos a la autoridad nominal del centro del poder (González, Bolívar & Vásquez, 2003, p. 251).8 Este capítulo analiza las formas en las cuales la violencia privada puede llegar a participar en el proceso de estatización de un territorio; estudia la importancia que tienen, en ese proceso, las relaciones entre profesionales de la violencia, círculos económicos e instituciones públicas.
Territorio y violencia Los discursos desarrollistas han definido, desde hace buen tiempo, la zona situada entre el golfo de Urabá y la Costa Pacífica como una frontera agraria y como una tierra abierta a la conquista. Por tanto, han justificado el despojo de los habitantes, no solo por el Estado, sino también por actores privados, en nombre del desarrollo.9 A pesar de que las reformas legislativas en favor de los habitantes afrocolombianos10 hayan reconocido derechos específicos a esta población, las 8
Los autores analizan la violencia contemporánea en Colombia desde una perspectiva histórica prolongada, que privilegia el estudio de los fenómenos de estatización del territorio. Este estudio es también muy cercano a nuestra preocupación, aunque se concentra principalmente en la guerrilla. Para una visión a profundidad acerca de la consolidación de los Estados con respecto a sus límites, véanse Baretta y Markoff (2005), y Obregón, Capdevila y Richard (2011).
9
Acerca de la utilización del discurso sobre el desarrollo en la justificación del acaparamiento de las tierras en Colombia, véase Thomson (2011).
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Sobre esas reformas véase Cárdenas (2012).
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formas históricas de “territorialización” (Vandergeest & Peluso, 1995) se mantuvieron por medio de la violencia y de la exclusión. Por ende, resulta conveniente examinar los modos en los que el discurso y las prácticas de los paramilitares fueron determinados por una historia de marginalidad étnica y territorial. El Bajo Atrato no es un espacio vacío; es una zona marginal poblada por comunidades que fueron históricamente excluidas de la comunidad nacional. Los descendientes de esclavos africanos, indígenas y mestizos han sido caracterizados como poblaciones supernumerarias, legitimando de esta manera su exclusión.11 Entonces, la colonización paramilitar se acompañó de un discurso sobre el desarrollo, que hace énfasis en la expansión de las agroindustrias en zonas consideradas como subexplotadas, en las que la agricultura tradicional debería dejar su lugar al progreso económico. Este discurso fue apoyado por las instituciones públicas, que participaron en la expansión de la frontera agrícola por medio de una política favorable a las agroindustrias. Estas medidas ignoraban, bajo el pretexto del desarrollo económico, el despojo del que fueron víctimas los habitantes de esos territorios y la complicidad entre paramilitares y empresarios agrarios, legitimando así, por la fuerza del derecho, la colonización armada.
Una región marginal El Bajo Atrato está situado en la región Pacífica, al sur de la frontera con Panamá y del golfo de Urabá, cuya importancia para el comercio (legal e ilegal) ya fue destacada (véase el capítulo 1). Desde la época colonial, cuando la región se constituyó como un refugio para esclavos fugitivos y comunidades indígenas, este territorio permaneció como una zona de frontera y jamás fue integrado efectivamente a la unidad administrativa de la Nueva Granada. No obstante, su estructura política y económica fue moldeada por dos grandes polos económicos: el puerto caribeño de Cartagena y los centros económicos y políticos de Antioquia (primero Santa Fe, luego Medellín). Debido a sus características geográficas y a sus relaciones con esos polos económicos, el río Atrato se convirtió en un eje del contrabando desde el siglo xvii; el oro colombiano se vendía en esa época a los británicos, a pesar de las leyes mercantilistas de la Corona española, de la misma forma que hoy la cocaína se envía hacia el extranjero.12 11
Con respecto a las formas de exclusión basadas en la pertenencia étnica y la ocupación del territorio marginal de la selva tropical del Pacífico colombiano, véase Escobar (2008).
12
Sobre la historia de la región, véase García (1996).
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El interés político y económico de la región también está ligado a su posición entre la Costa Pacífica y el Caribe. Así, las élites de Medellín tenían la certeza de la importancia estratégica de toda la zona de Urabá desde la época de la construcción del canal de Panamá. Los primeros intentos para conectar Urabá con Medellín fueron inmediatamente posteriores a la construcción del canal.13 En 1917, la Asamblea Departamental de Antioquia creó un “comité de colonización”; cinco años después, se fundó una colonia penal en la población de Antadó, con el fin de suplir la mano de obra para la colonización. Finalmente, en 1930, la Asamblea de Antioquia votó un texto que adjudicaba beneficios para los colonos y sus familias. Mientras tanto, la colonización por antioqueños blancos14 fue un fracaso, así como las políticas para “civilizar” a las comunidades locales negras e indígenas. Las élites de Medellín percibían la región como una zona en la que reinaba el caos, situada al margen de la civilización moderna. De esta manera, la socióloga Clara Inés García da cuenta de una carta enviada por el alcalde de Mutatá al gobernador de Antioquia en 1960. En ella, el funcionario pide el nombramiento de un inspector de policía en la población de Pavarandocito, que se encuentra, según él, en “completo abandono, ya que sus moradores en su mayoría de origen negros (chocoano) al no tener al frente a un funcionario con alto espíritu de progreso, permanece en estado de inercia” (García, 1996, p. 25). Otros medios para aprovechar la riqueza de la región fueron experimentados. Desde el siglo xix, el Gobierno departamental acordó múltiples concesiones a empresas nacionales y extranjeras para la explotación masiva de recursos naturales. Durante la primera mitad del siglo xix se explotaron la madera, el caucho, el marfil vegetal y la ipecacuana.15 La explotación de la madera fue, de lejos, la 13
Para una presentación general de los ciclos de colonización de la “frontera agraria” de Colombia, véase Le Grand (1986).
14
Los habitantes de Antioquia poblaron una parte importante de los valles interandinos del centro-occidente de Colombia, en una oleada de colonización que se extendió hasta mediados del siglo xx. El imaginario de esta colonización fue influenciado fuertemente por una visión étnica, en la que el hombre blanco de las montañas debía afrontar la insalubridad de los valles tropicales. Sobre este aspecto, véase Appelbaum (2003).
15
El marfil vegetal, o Tagua, se produce a partir de la albúmina de la palma de marfil. Hasta su reemplazo por el plástico, después de la Segunda Guerra Mundial, se utilizaba en la fabricación de botones. Las raíces de la ipecacuana contienen alcaloides y se emplean por sus propiedades expectorantes y vomitivas. Desde el siglo xvii, la ipecacuana se usaba con el fin de inducir el vómito en caso de envenenamiento accidental. Estos trabajos de extracción fueron documentados por el historiador estadounidense James Parsons (1979).
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actividad que tuvo mayor impacto en la región durante la primera mitad del siglo xx. La madera había sido explotada desde el siglo xvii, inicialmente por piratas y contrabandistas. Durante la primera mitad del siglo xx, las concesiones de explotación fueron otorgadas a diferentes empresas; la más importante de ellas fue la compañía Emery de Boston. Desde 1940, el incremento de la demanda condujo a la destrucción de centenares de hectáreas de selva tropical, lo cual expandió la frontera agrícola y permitió la cría extensiva de ganado en la zona alrededor del golfo. Las características de esta explotación acentuaron la tendencia a una economía de enclave, con un impacto mínimo en los mercados locales. Desde 1960, un proceso de colonización comercial se desarrolló en el golfo de Urabá, que se convirtió en el eje agroindustrial de la región. Se manifestó por la producción de banano a gran escala, debido a una coalición agroindustrial entre la United Fruit Company (ufco) y empresarios colombianos.16 Estos últimos obtuvieron créditos a tasas reducidas, asistencia técnica y precios garantizados para su cosecha. En contraprestación, la ufco obtuvo como garantía el monopolio de la exportación del banano —entre 30 000 y 70 000 racimos por semana—. Ante la ausencia de una burguesía local en Urabá, los empresarios bananeros eran mayoritariamente originarios de Medellín. La mayor parte de las ganancias de este negocio salían hacia esta ciudad, en donde se invirtieron en el sector industrial o financiero. De esa manera, Urabá se convirtió en un enclave agroindustrial, en el que los beneficios salían del territorio, dejando así inalterada la situación de exclusión política y social de las comunidades locales.17 Como se mostró en el capítulo 1, el desarrollo de la industria bananera en el golfo estuvo acompañado de una violencia armada intensa, debido a que actores como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc), el Ejército Popular de Liberación (epl) y los paramilitares competían por el control de la región. Sin embargo, en las páginas siguientes nuestra mirada se dirige hacia el sur de la región. Esta zona, y más específicamente el Bajo Atrato, estuvo relativamente al margen de la violencia de los años ochenta. Toda la región había servido de refugio para las farc desde el comienzo de esa década; las operaciones militares esporádicas no modificaron esta situación. De todas maneras, la zona, que no había sido afectada por el desarrollo de la agroindustria, no despertaba
16
Acerca del ufco en Urabá, véase Ortiz Sarmiento (2007, pp. 47-54).
17
Respecto a la economía del banano en Urabá, véanse Botero (1990) y Ortiz Sarmiento (2007).
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el tipo de codicia que hubiese podido poner en duda el control de la guerrilla sobre esas tierras.
Hacia una ocupación paramilitar Esta situación cambió hacia mediados de los años noventa. Los paramilitares ya tenían asegurado el control sobre el eje agroindustrial. En esa misma época, las selvas del Atrato adquirieron gran valor a los ojos de los inversionistas (Escobar, 2008, p. 8). Desde 1996 se había iniciado el estudio de un proyecto de canal interoceánico, concebido para responder a la congestión del canal de Panamá. Además, los industriales bananeros estaban buscando, en ese mismo momento, diversificar su producción. Las subvenciones gubernamentales y un mercado internacional en expansión los llevó a invertir en el nuevo “oro verde”: la palma aceitera. Ahora bien, la única zona de expansión posible para las plantaciones era en el sur, lugar en el que la presencia de las farc hacía imposible cualquier proyecto de inversión a gran escala. Así, desde mediados del año 1996, los grupos paramilitares iniciaron su avance sobre el eje del río Atrato y de sus afluentes.18 A partir del mes de junio, los campesinos que transportaban sus mercancías hacia el puerto de Turbo comenzaron a ser detenidos en barreras fluviales por paramilitares y militares. Fueron víctimas de atropello y robos, acusados de ser intermediarios y de proporcionar víveres e información a los guerrilleros. Los mismos métodos antisubversivos ya mencionados en el caso del Magdalena fueron utilizados. Un racionamiento severo se organizó en la zona, con el fin de limitar las cantidades de alimentos que podían ser transportados y de evitar que los guerrilleros se beneficiasen del comercio fluvial. El control del río se acompañó de violencias contra los habitantes. Varios asesinatos fueron registrados, así como casos en los que las viviendas fueron incineradas. La masacre de Brisas en octubre de 1996, mencionada al comienzo de este capítulo, marcó el inicio de una serie macabra. En diciembre, otras cinco personas fueron asesinadas en Riosucio. En diciembre de 1996, un grupo de personas bloqueó la ruta que conduce de Medellín a Urabá. Fueron evacuados a la fuerza por la Policía y el Ejército, y llevados a la población de Pavarandó. Las quejas de los habitantes, que afirmaban que los muertos en las primeras operaciones eran 18
Acerca de la ocupación armada de este territorio, véanse Ballvé (2013), Restrepo Echeverri y Franco Restrepo (2011). También me permito enviarlos a Grajales (2013).
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más de 50, no fueron tomadas en cuenta. En muchas ocasiones, las asociaciones afirmaron que soldados pertenecientes al Batallón Voltígeros, con base en la zona agroindustrial de Carepa, acompañaban con frecuencia a los paramilitares. A comienzos de 1997 hubo nuevas violencias en contra de la población, que fueron mostradas como respuesta a ataques de la guerrilla de las farc. En reacción, los habitantes intentaron llamar la atención de las autoridades sobre los atropellos de los que eran víctimas. Esas declaraciones fueron confirmadas por los mismos paramilitares. Así, de acuerdo con el excomandante de las auc en la región, Freddy Rendón, alias “El Alemán”, las operaciones de los paramilitares se llevaron a cabo de manera coordinada con las del Ejército; 12 de sus hombres habrían participado en la operación “Génesis”, que se realizó a finales de febrero de 1997 (Colombia, Tribunal Superior de Bogotá, Sala de Justicia y Paz, 2008). Aunque el Ejército nunca reconoció los nexos entre sus hombres y los paramilitares, es innegable que la violencia paramilitar es concomitante con la de los militares. Así, en febrero de 1997, se llevaron a cabo, por varios días, bombardeos en contra de supuestas posiciones guerrilleras, destruyendo al mismo tiempo varios poblados. Durante ese tiempo, los habitantes tuvieron que abandonar sus casas y esconderse en la selva. Algunos partieron muy lejos, hacia Quibdó al sur, o incluso hacia Medellín, o al norte hacia Panamá. Los bombardeos perseguían como objetivo alejar a las farc de las riberas del río Atrato. Su principal resultado fue generar el desplazamiento de más de 4000 personas. Los refugiados tuvieron que instalarse en condiciones extremadamente duras, en lugares desprovistos de servicios básicos. Los que permanecieron en la región fueron reunidos en las poblaciones de Pavarandó y Mutatá, o en la ciudad de Turbo, donde se refugiaron en un gimnasio.19 La agresividad de estas operaciones y la falta de atención humanitaria hacia los desplazados deben ser puestas en relación con la marginalidad histórica de estas poblaciones (Oslender, 2007). De acuerdo con Mauricio Romero (2011a, p. 413), quien analizó las características de las acciones armadas, el objetivo de estas era claramente facilitar el control militar del territorio. Entonces, la población aparecía como un elemento hostil a todo tipo de dominación, en razón a la supuesta proximidad histórica que habría mantenido con la guerrilla. Como en
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Acerca del destino de estos refugiados, véase Rolland (2012; 2014).
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muchos otros conflictos comparables, en el Bajo Atrato la violencia ha estado determinada por la intención de desocupar el territorio, persiguiendo a la vez fines antisubversivos —destruir las redes de información del enemigo—, pero también económicos —facilitar el control militar y preparar las inversiones a gran escala— (Cairns, 1997, p. 17). Durante el año de 1997, la expansión de los paramilitares continuó hacia el sur. La violencia alcanzó su cúspide con el desplazamiento forzado de cerca de 9000 personas (Romero, 2011a, p. 422). Entre enero y febrero de 2001, una nueva ofensiva —contra las personas que permanecieron en la zona o que habían regresado a sus tierras— provocó nuevos desplazamientos forzados. Así, entre 1996 y 2001, fueron registrados, por parte de las organizaciones no gubernamentales (ong), 12 casos de desplazamientos masivos y 106 asesinatos (Comisión Intereclesial Justicia y Paz y Banco de datos CINEP, 2005, p. 5). Este tipo de acciones violentas fueron concomitantes con el desarrollo vertiginoso de las agroindustrias.
Violencia y agroindustrias Según Richard Banégas (1998), en diferentes puntos del mundo existe hoy una articulación entre formas de delegación de la seguridad y el desarrollo de economías de enclave. Esta hipótesis, formulada por el autor con base en el estudio del África subsahariana, se confirma plenamente en nuestro caso, en el cual la privatización de la violencia coincide con el desarrollo de las agroindustrias. En el Bajo Atrato, la relación entre la contrainsurgencia y el desarrollo económico es palpable. Definida por sus propios responsables como una “oportunidad para el desarrollo”, la pacificación violenta del Bajo Atrato por el Ejército y los grupos paramilitares resultó en el desplazamiento forzado de gran parte de la población local. Durante años, sus perspectivas de regreso al territorio fueron obstaculizadas por estrategias jurídicas y por el uso de la violencia. Esta situación muestra bien que la violencia “contrainsurgente” fue más de lo que parecía. Los grupos paramilitares no solo participaron en la lucha contra los enemigos de un régimen político y económico, sino que igualmente contribuyeron a la transformación del territorio y a su integración en el mercado. La palma de aceite representaba una oportunidad múltiple para los jefes paramilitares. En momentos en los que se perfilaba una desmovilización de sus tropas, este sector económico les brindaba la oportunidad de convertir las ganancias obtenidas a través de la violencia en capitales legítimos. Así, de acuerdo 100
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con algunos testimonios, los líderes paramilitares habrían acariciado proyectos de colonización que tenían como objeto el poblamiento de esas tierras con desmovilizados paramilitares y sus familias. La tierra, además, constituía una posibilidad de inversión para las ganancias del tráfico de drogas. Por último, una conversión de estas características no solo obtendría el aval de los poderes públicos, que en ese entonces apoyaban vigorosamente la producción del aceite de palma; tal conversión también se habría beneficiado con jugosas subvenciones, creadas en esa época para permitirle a Colombia conquistar un lugar preponderante en el muy concurrido mercado internacional de los agrocombustibles. La visión empresarial de los paramilitares no era contraria a la agenda del Gobierno; por el contrario, retomaba el discurso oficial sobre el desarrollo económico del país y buscaba el apoyo de las instituciones públicas. Esto es palpable en la declaración —bastante conocida— otorgada por Vicente Castaño a la revista Semana: En Urabá tenemos cultivos de palma. Yo mismo conseguí los empresarios para invertir en esos proyectos que son duraderos y productivos. La idea es llevar a los ricos a invertir en ese tipo de proyectos en diferentes zonas del país. Al llevar a los ricos a esas zonas llegan las instituciones del Estado. Desafortunadamente las instituciones del Estado sólo le[s] caminan a esas cosas cuando están los ricos. Hay que llevar ricos a todas las regiones del país y esa es una de las misiones que tienen todos los comandantes (Castaño, en Semana, 2005).
El involucramiento de los paramilitares en la economía del aceite de palma se tradujo tanto en alianzas con empresarios, como en una intervención directa en el negocio. Así, la primera empresa de cultivo de palma aceitera en el Bajo Atrato, bautizada Urapalma, fue creada en 1999 por Vicente Castaño. Según Restrepo Echeverri y Franco Restrepo (2011, p. 390), quienes documentaron con minucia la composición de las juntas directivas de las empresas palmeras, en algunas de ellas figuran personajes vinculados con los paramilitares y con otros actores del crimen organizado. Los cambios profundos que sufrieron las estructuras económicas y el control de la tierra en la región no se llevaron a cabo sin el conocimiento de las instituciones públicas. Según un informe del Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder) (2005), el desarrollo de la producción de palma en el Bajo Atrato era de conocimiento del Estado desde 2001. Para la fecha del informe, se calculaba 101
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que doce empresas controlaban más de 26 000 hectáreas y que las plantaciones cubrían más de 5000 hectáreas. La colaboración de los militares en la seguridad de los cultivos también fue identificada de manera temprana; la Corte Interamericana de Derechos Humanos, luego de un recurso interpuesto por representantes de los habitantes, afirmó que: […] desde el año 2001 la empresa urapalma s. a. ha promovido la siembra de palma aceitera en aproximadamente 1.500 hectáreas de la zona del territorio colectivo de estas comunidades, con ayuda de “la protección armada perimetral y concéntrica de la Brigada XVII del Ejército y de civiles armados en sus factorías y bancos de semillas”. Los operativos e incursiones armadas en estos territorios han tenido el objetivo de intimidar a los miembros de las Comunidades, ya sea para que se vinculen a la producción de palma o para que desocupen el territorio (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2003, p. 2).
El desarrollo de la economía de la palma aceitera atrajo a nuevos inversionistas, pero la influencia de los paramilitares era omnipresente. Como lo afirma un jefe paramilitar de la zona: Vicente Castaño abrió cientos de kilómetros de carreteras, cientos de kilómetros de canales para que las tierras se drenaran […]. Pues mucha gente a la sombra de Vicente Castaño vio un nicho de negocios, llevaba calculadora y vio que se podía aprovechar ese nicho […] Unos comenzaron a desarrollar palma aprovechando la infraestructura que estaba haciendo el señor Vicente Castaño (Restrepo Echeverri & Franco Restrepo, 2011, pp. 286-287).
El auge de la palma de aceite atrajo a empresarios de Medellín y de la costa Caribe, involucrados ya en industrias agrícolas. Se trataba de industriales que habían producido banano en Urabá y en el Magdalena, o algodón en el Cesar. Ahora bien, esas culturas habían sufrido crisis en repetidas ocasiones durante los años noventa, lo que les llevaba a ver una gran oportunidad en la explotación del aceite de palma. Además, la mayoría de ellos había trabajado en regiones en las que los paramilitares controlaban una parte del servicio de seguridad. Esta condición facilitaba, desde el comienzo, la colaboración entre los empresarios agroindustriales y empresarios de la violencia. Un buen indicador para medir la 102
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relación entre estos dos círculos sociales es la composición de las juntas directivas de las empresas aceiteras en el Bajo Atrato. Como lo acabamos de mencionar, al menos para las empresas pioneras, estos entes estaban compuestos por una mezcla de empresarios agroindustriales y de testaferros de los paramilitares.20 El discurso político y económico desarrollado en torno a la explotación de la economía de la palma partía de una idea central: la empresa comercial y financiera de estos pioneros correspondía a una colonización de tierras baldías, lo cual la hacía compatible con el discurso gubernamental sobre el desarrollo de las agroindustrias y el potencial productivo del país en estas áreas: La palma es de cuatro o cinco amigos del profe [Vicente] Castaño. Fueron compras mal definidas. Eran tierras donde nadie vivía, sin cercas, llenas de maleza, con alambrados podridos. Las habían abandonado y estaban en manos de la guerrilla. Los empresarios localizaban a las personas desplazadas y les pagaban a tanto las hectáreas. No es que haya habido amenazas, simplemente no había una formación catastral. Después viene el proyecto de palma y cogen la escritura de la finca y reinterpretan los linderos (León, 2005).
Este discurso fue retomado por los actores involucrados en el acaparamiento de las tierras. La caracterización de la región como una “frontera agraria” no solo legitima la desposesión de las tierras, sino que también reactiva todo un imaginario del pionero colonizador, muy impregnado en la cultura empresarial del oeste colombiano. Algunas situaciones similares se describen en contextos muy diversos: Vellema, Borras y Lara estudian, de esta manera, el conflicto armado en el Mindanao (al sur de las Filipinas), donde las tierras desprovistas de títulos de propiedad eran consideradas como baldías (Vellema, Borras & Lara Jr., 2011). La producción de un discurso de legitimación es un elemento central del papel de los Estados en las nuevas formas de reconfiguración de la propiedad y del control de la tierra.21 Así, Borras y Franco afirman que:
20
Para un análisis detallado de estas juntas directivas véase Restrepo Echeverri y Franco Restrepo (2011).
21
Sobre el papel del Estado en el acaparamiento de tierras, véase Wolford, Borras, Hall, Scoones y White (2013).
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Generalmente, los vectores empresariales y gubernamentales de la producción de agrocombustibles basan sus caracterizaciones en clasificaciones oficiales (es decir estatales) de la tierra. Estas clasificaciones de uso de la tierra —como “marginales”, “vacías” etc.— se han vuelto los conceptos que definen los procesos de desarrollo, independientemente del hecho que sean o no reales (2012, p. 45).
Sin embargo, las definiciones de la tenencia de tierras, como son manejadas por los Estados y por los actores económicos, entran en conflicto con otras definiciones, sobre todo cuando las comunidades locales logran obtener la titulación colectiva. La experiencia del desplazamiento forzado creó lazos de solidaridad entre las comunidades y favoreció la acción colectiva.22 Su causa también atrajo a ong que apoyaron el proceso de organización. Todo esto condujo a la creación de consejos comunitarios y “comunidades de paz”. Las reivindicaciones para la recuperación de las tierras se estructuraron con base en estas movilizaciones. En efecto, desde el comienzo de la década de los noventa, la legislación colombiana ofrecía nuevas posibilidades de acción a las comunidades negras. El voto de la Ley 70 de 1993 las hizo beneficiarias de una política multicultural, que se otorgaba como objetivo la acción en favor de las minorías étnicas del país (Cárdenas, 2012). Entre las posibilidades abiertas por la ley figuraba el reconocimiento de los títulos colectivos sobre la tierra. Estos títulos eran inalienables e indivisibles, y pretendían romper con el régimen de ausencia de derechos que había prevalecido históricamente en las zonas habitadas por estos grupos sociales. Como era de esperarse, estas herramientas jurídicas despertaron una dura oposición de las empresas que invertían en la región, hasta el punto de ser denunciadas por algunos como el fruto de un “complot subversivo”: Vemos con gran preocupación el desenlace, no sólo de 4000 hectáreas de palma, sino de seis millones de hectáreas del Pacífico Colombiano conquistadas con fines oscuros, sin un solo tiro, por la ley 70 y los muy “cacareados” consejos comunitarios, impuestos bajo la ley del fusil por los subversivos.23
22
Acerca de la movilización de refugiados del Bajo Atrato, véase Rolland (2012; 2014).
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Carta del representante gremial Gabriel Jaime Sierra al ministro de Agricultura. Citada por Restrepo Echeverri y Franco Restrepo (2011, p. 308).
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El año 2000, los habitantes del Bajo Atrato obtuvieron la ratificación de los títulos colectivos sobre sus tierras. Ahora bien, a comienzos de 2001, una nueva ofensiva paramilitar hizo de esos nuevos derechos algo puramente virtual. Expulsados de sus tierras, los campesinos buscaron protección en los campos de refugiados instalados en la ribera derecha del río Atrato, muy cerca de las tierras sobre las que la misma ley les había dado garantías. Sin embargo, esto no quiere decir que la violencia paramilitar se haya traducido en una fragmentación del orden estatal y en una atomización del territorio. Por el contrario, como se va a mostrar en las páginas siguientes, el Estado actuó a la vez reconociendo los nuevos derechos de propiedad y poniendo en práctica las políticas públicas de apoyo al sector agroindustrial. La toma violenta de las tierras por los paramilitares se transformó en una operación legal de inversión agraria en el momento en el que el Estado reconoció las nuevas formas de propiedad de la tierra. Ahora bien, no solo esta operación está íntimamente ligada a la autoridad estatal para hacer cumplir la ley, sino que también se realizó con su apoyo financiero a las instituciones. Entonces, estas se convirtieron en un vector de exclusión social, consolidando la aparición de nuevos modos de autoridad íntimamente ligados a la violencia privada y a la delincuencia.24
Despojo y discurso sobre el desarrollo Aquí vemos cómo la lucha antisubversiva, el conflicto alrededor del reconocimiento de los derechos de propiedad y la explotación de los recursos naturales están estrechamente ligados. El mercado desempeñó, en esta situación, un papel ambivalente: la internacionalización impuso una solicitud de reconocimiento legal, ya que la inscripción de las agroindustrias en un mercado legal obligaba a los actores a alinearse con las formas legítimas de la propiedad. Así, no era suficiente ocupar una parcela, ya que la rentabilidad del acaparamiento exigía el reconocimiento institucional de los derechos de propiedad sobre el patrimonio despojado. Ahora bien, esta solicitud de legalidad no se tradujo en una disminución de la violencia, sino que simplemente impuso restricciones formales a los actores criminales. En efecto, la viabilidad de sus actividades dependía de su capacidad para convertir las ganancias de sus actividades criminales en capitales legales y para “lavar” sus activos, en todo el sentido del término. 24
Acerca de la relación entre el reconocimiento de la propiedad y la producción de la ciudadanía, véase, entre otros, Lund (2011), Peluso y Lund (2011).
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Ahora bien, esta relación entre el reconocimiento de los derechos de propiedad y la rentabilidad de la violencia va más lejos: como el acaparamiento violento de la tierra se legalizó, los paramilitares y sus aliados económicos podían sacar partido de las políticas públicas en favor del desarrollo de las agroindustrias. Un corto estudio de estas formas de legalización analiza estos dos aspectos y brinda una mejor comprensión del papel del derecho y de las instituciones públicas en la acumulación violenta de las tierras.
Derechos de propiedad, Estado y violencia Esta primera parte analiza muy brevemente los diversos modos por medio de los cuales el acaparamiento violento de la tierra fue legalizado con el concurso de las entidades públicas. En los casos estudiados, el reconocimiento de los derechos de propiedad tomó dos formas diferentes. La primera se caracteriza por la transferencia de los derechos de propiedad y del control sobre la tierra, mientras que en la segunda las empresas agroindustriales solo obtuvieron un derecho de usufructo. Las transferencias de la propiedad se llevaron a cabo a través de una diversidad de métodos. Así, por ejemplo, los títulos de propiedad podían ser falsificados con la ayuda de notarios y otros funcionarios públicos.25 Asimismo, títulos antiguos, anteriores a la llegada de los actuales ocupantes, podían ser registrados, afirmando que el Estado había violado los derechos adquiridos en el momento en que estableció los nuevos títulos. Otra forma de reconocimiento fue la transferencia legal del control de las tierras, sin que por eso hubiera un cambio en los derechos de propiedad. Esto se hacía con base en contratos de usufructo o “alianzas estratégicas”. Estos contratos debían ser firmados por los representantes de los consejos comunitarios. Sin embargo, en varios casos fueron denunciados por los mismos consejos. Esto podría indicar que la imagen de estas comunidades como entidades homogéneas y consensuales es falsa, y que la violencia también estructuró líneas divisorias al interior mismo de los actores colectivos. Así, por ejemplo, en 2006, miembros de uno de los consejos comunitarios rompieron el consenso aparente y se opusieron públicamente a la representación legal que le había sido confiada a una ong. Estas personas se decían favorables a una conciliación entre los intereses de las comunidades y los de las empresas que habían ocupado sus tierras. 25
Sobre la colaboración de instituciones públicas en las operaciones de acaparamiento de tierras, me permito reenviar a Grajales (2011).
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4. La violencia al margen del Estado, ¿una colonización armada?
De manera significativa, a nivel gubernamental se habían llevado a cabo esfuerzos para llegar a soluciones que mantuvieran un aparente consenso. Así, el Gobierno concibió un dispositivo de “alianzas estratégicas” en 2005, como una respuesta a las denuncias sobre el acaparamiento violento de las tierras. Este dispositivo debía permitir la asociación de comunidades locales y de palmicultores, con el fin de posibilitar la explotación de las tierras por los segundos. El dispositivo iba a la par con beneficios financieros para las empresas. Asimismo, se reservaban subvenciones para tales alianzas, lo que tuvo como consecuencia el incremento en la presión y en las amenazas sobre los consejos que se negaran a firmar los acuerdos. Estas disposiciones legales también fueron integradas en los esquemas de despojo. Varios casos ilustran esto. Urapalma utilizó, por ejemplo, “asociaciones comunitarias” ficticias, con el fin de legalizar la expropiación de las tierras. En otro caso, el de Asoprobeba, la empresa apareció oficialmente como una fundación sin ánimo de lucro, conformada por más de un centenar de familias de campesinos. En realidad, estaba controlada por Sor Teresa Gómez, cuñada de Vicente Castaño (Colombia, Juzgado Quinto Penal del Circuito Especializado de Medellín, 2014). Como vemos, el acaparamiento violento de las tierras no se llevó a cabo en un vacío institucional. No es la ausencia o la debilidad del Estado lo que explica la facilidad con la cual los paramilitares se apropiaron de la tierra. Por el contrario, fue orientando las instituciones y el derecho a su favor, que estos lograron adquirir una posición dominante. Este ir y venir entre el derecho y la fuerza tuvo claras consecuencias en el proceso de construcción institucional. Como lo afirma Christian Lund en sus trabajos ya citados,26 el reconocimiento de la propiedad está íntimamente ligado a la construcción de la autoridad. El primero contribuye a construir el poder de las instituciones para calificar los derechos y los diferentes grados de ciudadanía. Al transformar las tierras despojadas en propiedad legítima, la autoridad formal de las instituciones —es decir, su capacidad de hacer aplicar sus decisiones— fue paradójicamente reforzada. Esta paradoja solo es aparente, ya que la delincuencia está íntimamente vinculada a los procesos y a las calificaciones jurídicas; las ganancias criminales necesitan ser convertidas en una forma de capital jurídicamente reconocida y las instituciones
26
Para un resumen de estas tesis ya comentadas, véase Lund (2011).
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públicas son los únicos espacios en los que se puede realizar esta conversión. Entonces, el Estado aparece como la arena central en el establecimiento de los derechos de propiedad. Su penetración del territorio —aunque sea solo por la titulación de la tierra— está directamente ligada a una reconfiguración violenta del control sobre la tierra.27 La interacción entre las prácticas ilegales y las políticas gubernamentales no se limitó al ámbito de los derechos de propiedad. En el caso del Bajo Atrato, los paramilitares se beneficiaron, además, de las políticas públicas de desarrollo económico, mediante las subvenciones reservadas al sector de la palma aceitera.
Política agrícola y acaparamiento de las tierras Desde comienzos de los años noventa, el Gobierno colombiano tomó medidas con el fin de promover la cultura de la palma aceitera. En 1990 fue creado un centro de investigación especializado (Cenipalma). En 1994, el Gobierno ordenó la creación de un fondo de fomento palmero, como también una línea presupuestal, dentro del fondo público, para el desarrollo de la agricultura: el Fondo para el Financiamiento del Sector Agropecuario (Finagro). En el contexto internacional de la época, la palma de aceite apareció como una oportunidad clave para el desarrollo del comercio internacional. En efecto, en 1994, los gobiernos latinoamericanos iniciaron negociaciones sobre una eventual zona de libre comercio de las Américas, que habría podido representar un mercado gigantesco para el aceite y sus productos derivados. El desarrollo de la cultura de la palma de aceite siempre estuvo ligado a su internacionalización. La evolución de las cifras de las exportaciones confirma este imaginario de la internacionalización: mientras que en 1990 las exportaciones en bruto de aceite de palma llegaban a tan solo 3,4 millones de dolares, estas alcanzaron más de 41 millones en 1998 (Colombia, Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, Observatorio Agrocadenas, 2005, p. 13). En los círculos políticos y administrativos hubo un entusiasmo a favor del aceite de palma, como lo recuerda un consultor en agroindustria: El ambiente favorable para la producción y la exportación del aceite de palma data de comienzos de los años noventa; la palma era un oro verde y nosotros 27
Acerca de la manera como los procedimientos de titularización contribuyen al proceso histórico de formación de los Estados, véase Léonard (2009).
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éramos El Dorado. Había un argumento que circulaba mucho en la época y del que aún se habla. De acuerdo con no sé qué centro de investigaciones, las características del clima y del suelo en Colombia nos iban a permitir alcanzar la segunda tasa de rendimiento por hectárea del mundo.28
A pesar del papel del sector internacional en el imaginario del aceite de palma, la acción del Estado sobre el mercado nacional fue fundamental para el desarrollo de este sector. Así, desde el comienzo de la primera década de los dos mil, el crecimiento de la producción fue impulsado principalmente por la demanda interna, estimulada por políticas públicas. En efecto, el consumo nacional de aceite de palma estuvo determinado por la decisión gubernamental de implementar exigencias en cuanto a la composición de la gasolina y el diésel vendidos en las ciudades. Se previó entonces que, a partir de 2010, los carburantes comercializados en Colombia deberían estar compuestos por al menos el 10 % de agrocombustibles (Colombia, Presidencia de la República, 2007). La norma se extendería, a partir de 2012, a los motores de combustión nuevos vendidos en Colombia, que debían corresponder a la norma fuel flex 20, es decir, que funcionasen con una mezcla compuesta del 20 % de agrocombustibles. También fue puesta en marcha una serie de incentivos fiscales, como la creación de zonas francas. Este conjunto de reglamentaciones fue mostrado desde 2004 como un incentivo económico y, además, como una cuestión de soberanía energética. El presidente Álvaro Uribe Vélez declaró que en un país “que ha visto declinar la extracción de petróleo, hay que desarrollar los combustibles alternativos y ahí la importancia de pensar en la producción de biodiésel” (Uribe Vélez, 2004). Algunos argumentos seudoambientales y cuando menos azarosos —como que las palmas de aceite funcionarían como “sumideros de carbono”— fueron entonces utilizados. Estos argumentos se acompañaron de intensas prácticas de lobby en el Congreso, en un contexto en el que los argumentos críticos a duras penas se podían hacer entender. Estas condiciones favorables para el sector del aceite de palma, y más generalmente para el de los agrocombustibles, se acompañaron de un fuerte compromiso del sector privado. En 2008 se terminó de construir la primera planta de producción de biodiésel. En julio de 2011, las seis plantas del país estaban en capacidad de producir cerca de medio millón de toneladas de carburante por 28
Entrevista a consultor en agroindustria, Medellín, 2011.
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año. La política del Gobierno en materia de estimulación de la demanda interna parecía dar sus frutos. Así, entre 2008 y 2010, la producción de biodiésel destinada al mercado nacional paso de 4728 toneladas a 216 551 toneladas. Se trata de uno de los factores que alimentan la demanda global de aceite de palma en el mercado nacional. Este absorbía, para 2010, 88,23 % de la producción total de aceite de palma (Lombana Coy et al., 2015, p. 40). Aunque la producción de aceite de palma respondió, ante todo, a la demanda interna, el imaginario de la internacionalización continuó siendo un motor del mercado. En efecto, la política de desarrollo del sector a mediano plazo reposó sobre la anticipación de un fuerte crecimiento de la demanda internacional. Así, la política gubernamental interpretaba la demanda interna como el “motor” inicial, que serviría a poner en marcha la “locomotora” de los agrocombustibles. El aceite de palma no solo fue presentado como una industria “verde”, sino también como un sector que podría contribuir a la pacificación del país. De esta manera, programas de sustitución de cultivos ilícitos propusieron su reemplazo por el de la palma aceitera. Este fue el caso del Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, financiado por el Gobierno colombiano, el Banco Mundial, la Unión Europea y la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (United States Agency for International Development, usaid). Para el Plan Colombia, programa bandera de los Estados Unidos en la lucha contra las drogas en América del Sur, la palma de aceite era un componente esencial del plan de “desarrollo alternativo”, encaminado a reemplazar las plantaciones de coca por producciones legales. De acuerdo con la Presidencia colombiana, entre 2002 y 2005, el Plan Colombia financió la plantación de más de 22 000 hectáreas de palma de aceite (Colombia, Presidencia de la República, 2005). Un paradigma de las agroindustrias sirvió entonces como el principal hilo conductor para la acción de las diferentes agencias estatales que intervinieron en el Bajo Atrato, por lo menos hasta 2010. Así, las empresas productoras de aceite de palma de la región —incluidas aquellas que aún tenían investigaciones criminales por su relación con los paramilitares— se beneficiaron de las subvenciones agrícolas. En 2005, el defensor del pueblo criticó el apoyo financiero a estas empresas, que se había puesto en marcha a pesar de las denuncias de los desplazamientos forzados y de los homicidios que pesaban contra ellas (Colombia, Defensoría del Pueblo, 2005). Durante varios años, el desarrollo de las plantaciones de palma aceitera en el Bajo Atrato recibió millones en subvenciones del Estado. 110
4. La violencia al margen del Estado, ¿una colonización armada?
Urapalma —empresa que, en gran medida, era propiedad de testaferros de los paramilitares— se benefició de numerosos préstamos y subvenciones por parte de Finagro, por un valor superior a los 2,5 millones de dólares. Un informe de la Contraloría General de la República, fechado en 2009, revela que Finagro había aprobado créditos por más de 7,5 millones de dólares. En cuanto a Urapalma, recibió el 89 % del conjunto de subvenciones para el desarrollo rural en la región del Bajo Atrato. El informe concluyó que la inversión real de Urapalma fue casi completamente financiada por recursos públicos (Colombia, Contraloría General de la República, 2009). *** Los grupos paramilitares adquirieron un papel central como proveedores de seguridad y como empresarios agroindustriales, abriendo el camino a la explotación de recursos que se encontraban hasta ese entonces por fuera del mercado. Esta privatización de la gestión de la violencia estuvo acompañada de una modalidad paradójica de formación del Estado. Las tierras ganadas a la guerrilla fueron integradas dentro del orden capitalista; estas pasaron de ser territorios marginales a convertirse en fronteras agrícolas. El control paramilitar marcó, por tanto, la integración de esas zonas al territorio estatal, basada en un modo predador y violento. Un símbolo de esta estatización paradójica es el desarrollo de políticas públicas encaminadas a favorecer la explotación de recursos naturales y la valorización del “potencial agroindustrial” de esas zonas, en el momento mismo en el que los paramilitares tomaron posesión de esos territorios. Este caso ilustra esencialmente las raíces históricas de esas formas de violencia, tanto en la relación entre el centro del país y su periferia, como en las percepciones sociales de los habitantes de dichas zonas. La utilización por los paramilitares de un registro de legitimidad basado en una economía moral de la colonización contribuyó a volver aceptable el despojo, a pesar de que había sido identificado de manera temprana por las instituciones gubernamentales. Ahora bien, la invención de nuevos discursos desarrollistas moviliza también un imaginario globalizado, que enfatiza la necesaria adaptación de las estructuras agrarias tradicionales al mercado internacional. La identificación del aceite de palma como una oportunidad para el desarrollo contribuye a priorizar las reivindicaciones, desplazando los reclamos de las comunidades a un segundo plano. Estos discursos sobre el desarrollo no solo fueron vehiculados por actores económicos 111
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—legales o ilegales—, sino que incluso se reflejaron en políticas públicas que facilitaron el acaparamiento de la tenencia de tierras. Un último elemento amerita ser comentado, ya que este caso ilustra de nuevo la importancia del capital social de los paramilitares para la comprensión de su expansión. En efecto, su capacidad para construir alianzas con empresarios agroindustriales les permitió transformar su dominio armado del territorio en explotación capitalista de los recursos naturales. Por otra parte, fue gracias a su integración en los círculos económicos que pudieron aspirar a legalizar su ocupación del territorio. En todas estas observaciones finales vemos la importancia que reviste, para el estudio de las prácticas de los paramilitares, el interesarse en las formas de tratamiento político de la violencia. A partir del caso que acabamos de estudiar, se puede observar el valor que tiene cuestionarse acerca de las razones por las cuales la apropiación violenta del territorio, el desalojo de la población y la reconfiguración de las economías agrarias fueron invisibilizados. Si, tal como lo habíamos mencionado, esto se debe en parte a la percepción que se tiene de los habitantes y del territorio, es necesario señalar que los modos de aprehensión del paramilitarismo cumplen un papel central en la comprensión de la relación que existe entre los actores institucionales y los grupos paramilitares. La segunda parte de esta obra explora esta problemática.
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Segunda parte Identificar y tratar el “problema paramilitar”
5. El paramilitarismo: ¿un problema de seguridad?
En enero de 1983, la Policía arrestó a tres campesinos en la población de San Vicente de Chucurí. Se sospechaba que pertenecían a un grupo paramilitar, aunque ellos declararon haber sido reclutados y equipados por los militares. Algunas horas después de la publicación de la noticia por la prensa, el general Gustavo Matamoros, comandante de las Fuerzas Militares, calificó la información de “difamación promovida por la izquierda” (Semana, 1983b). En febrero del mismo año, el procurador general de la nación, encargado —entre otras funciones— del control disciplinario de los agentes públicos, emitió un informe en el que acusaba a cerca de 50 miembros de las Fuerzas Militares de ser aliados del grupo armado Muerte a Secuestradores (mas). Después de un escándalo en la prensa y la desaprobación pública del presidente de la república, el caso fue cerrado.1 En septiembre de ese mismo año, y como continuación del informe, Horacio Serpa, congresista y líder de la corriente socialdemócrata del Partido Liberal, organizó un debate en el Congreso acerca de los grupos paramilitares en el Magdalena Medio. Fueron llamados al debate los titulares de las carteras del Interior, Justicia y Defensa, como también el procurador general. Serpa les presentó los testimonios de campesinos que acusaban a numerosos militares de haber colaborado con los grupos paramilitares. Delante de los parlamentarios, el ministro de Defensa justificó la violencia de los paramilitares, calificándolos como grupos “de autodefensa”. Él estimaba que se trataba de una “subversión contra la subversión”, de una movilización de
1
Retomamos este episodio en el siguiente capítulo, en el que estudiamos las denuncias contra el paramilitarismo.
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un “pueblo […] que se alza cuando es humillado y ultrajado” por los guerrilleros (Colombia, Congreso de la República, 1983). Las posiciones del ministro no fueron objeto de ninguna desaprobación pública por parte del Gobierno. La movilización de una presunta milicia civil antisubversiva, detrás de la cual nadie ignoraba la mano del Ejército, amerita incluso los elogios del presidente Belisario Betancur, a pesar de que era un fiero defensor del proceso de paz. El mandatario declaró, en una visita a Puerto Boyacá en 1985: Que vengan pues esos colombianos al Magdalena medio a presenciar este espectáculo de hoy en Puerto Boyacá […] Hemos leído en los rostros de los habitantes del Magdalena medio la alegría, la tranquilidad, la plenitud de la paz y la hemos leído en esos rostros, que antes, hace dos años, estaban surcados de temor y del terror de las guerras. Ahora, cada habitante del Magdalena medio se ha levantado para constituirse en un defensor de esa paz, al lado de nuestro ejército, al lado de nuestra policía, cada habitante del Magdalena medio es un militante y un defensor de la paz (citado en Medina Gallego, 1990, p. 233).
Sin embargo, la violencia de los grupos paramilitares no era un secreto. Desde la creación de la Unión Patriótica (up), dichos grupos asesinaron a parlamentarios, alcaldes y militantes de este partido. Había en aquel entonces un desacuerdo fundamental en el análisis de esta violencia. A la derecha del espectro político se hablaba de “ajustes de cuentas” al interior de los grupos rebeldes. Al mismo tiempo, el Partido Comunista, víctima de la violencia, afirmaba que los paramilitares no eran más que un apéndice del Ejército, al cual acusaban de llevar a cabo una persecución contra los portavoces de la izquierda (El Espectador, 1983c). Estos desacuerdos son una muestra no solo de las interpretaciones instrumentales de la violencia, sino también de la dificultad —comúnmente compartida por todos los actores políticos— para comprender las fuentes de la violencia paramilitar. Esta dificultad proviene del muy pobre conocimiento que se tenía en esa época de la forma como se habían constituido esos grupos, e igualmente de la división política del trabajo del mantenimiento del orden. Esta labor era, hasta mediados de la década de los ochenta, una responsabilidad exclusiva de los militares; esto se tradujo en la incapacidad de los gobernantes en poner en tela de juicio el papel del Ejército en la multiplicación de la violencia. Así, cuando el procurador general o algunos políticos nacionales se apropiaron de las denuncias, nunca cuestionaron la legitimidad del Ejército en 116
5. El paramilitarismo: ¿un problema de seguridad?
el monopolio de la seguridad interior. A lo sumo hablaron de la presencia en su seno de algunas “manzanas podridas”. Mientras que el Ejército mantuvo el poder político que le daba el monopolio sobre la definición de la política de seguridad, era poco probable que emergiera el problema paramilitar en el campo político. En efecto, mientras que los generales negaban en público cualquier compromiso con esos nuevos “escuadrones de la muerte”, cualquier investigación acerca de las relaciones entre los militares y los paramilitares era cortada de raíz. A pesar de las denuncias, en la primera mitad de los años ochenta ningún proceso disciplinario desembocó en la destitución de un militar; el balance es similar para la justicia penal militar, que se negaba a reconocer estas relaciones cómplices. Sin embargo, esta situación cambió hacia finales de la década. En 1989, los paramilitares finalmente fueron puestos al margen de la ley; ese año, el presidente Virgilio Barco firmó una serie de decretos encaminados a luchar contra los “grupos de justicia privada mal llamados paramilitares”. A pesar de tener una eficacia bastante reducida, estos textos marcaron una ruptura en la historia del problema, definiendo al paramilitarismo como una forma de delincuencia organizada. Partiendo de la observación de la trayectoria del problema paramilitar, este capítulo examina el modo como se estructuraron las políticas de seguridad. ¿Cómo operaron estas transiciones? ¿A través de qué mecanismos sociales emergió el problema paramilitar en el sector de la seguridad? ¿Cuál definición fue propuesta y cómo se determinó el tratamiento de esos grupos? Con el fin de responder a estas preguntas, me apoyo en un análisis de los cambios realizados al interior del sector de la seguridad interior.2 La presunción inicial es que la criminalización del fenómeno paramilitar debe ser aprehendida principalmente con respecto a los procesos de fabricación de las amenazas. En otras palabras, las respuestas a las preguntas enunciadas anteriormente deben buscarse, ante todo, en los factores endógenos a las instituciones políticas y, sobre todo, al sector de la seguridad. Como lo proponen Didier Bigo y EmmanuelPierre Guittet, es conveniente: […] poner a distancia los enfoques puramente “reactivos” en los cuales el uso de la coerción es con frecuencia presentado como la respuesta casi a utomática 2
Sobre la utilización del concepto de campo en los estudios sobre la seguridad, véase Didier Bigo (1996, pp. 49-51).
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a la violencia. La construcción social de la sospecha no significa en ningún caso que el enemigo sea imaginario; este proceso se apoya en hechos, pero esos son social y políticamente construidos en función de la estructura de los juegos políticos y sociales en una sociedad dada (Bigo & Guittet, 2004b).3
Ejército y seguridad La caracterización de los problemas de seguridad, como también la identificación de las medidas para tratarlos, son construidas en la relación entre profesionales de la seguridad y profesionales de la política, y en el uso estratégico que estos actores hacen de las imágenes del enemigo.4 Por tanto, es en esta relación y en su impacto sobre la construcción de las amenazas, donde hay que comenzar esta investigación. El sector de la seguridad en Colombia, al comienzo de los años ochenta, se caracterizaba por su aislamiento y por el lugar hegemónico ocupado por los militares. Estos tenían el monopolio sobre la definición de las amenazas y de las formas de manejarlas. Esta situación correspondía a lo que Baumgartner y Jones definen como policy monopolies, es decir, “arreglos institucionales apoyados por ideas poderosas” que “limitan el acceso de otros actores a los proce sos de decisión” y presentan su programa de acción como “la única solución posible” (1993, pp. 4-7). Así, si algunos actores llegaban a identificar el paramilitarismo como un problema de seguridad, el Ejército impedía que este se volviese político, recalificándolo en los términos de la seguridad nacional y de la lucha antisubversiva.5 A partir de este análisis, mostramos inicialmente los elementos institucionales y cognitivos que son constitutivos del monopolio de los militares sobre la seguridad interior. Tratamos, enseguida, más específicamente, la definición que este paradigma reserva a los paramilitares.
El paradigma de la seguridad nacional La concepción militar de la seguridad interna estaba dirigida por lo que llamaba en ese entonces la doctrina de la seguridad nacional, un conjunto de saberes y 3
Los autores utilizan, en este pasaje, los trabajos de Murray Edelman (1991).
4
Acerca de la construcción social del enemigo, véase Edelman (1991), especialmente el capítulo 4.
5
Sobre los mecanismos por los cuales los problemas públicos son recalificados para impedir la intromisión de la política, véase Barthe (2003).
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5. El paramilitarismo: ¿un problema de seguridad?
de elementos ideológicos relativamente coherentes que se difundieron entre los años cincuenta y setenta del siglo xx en el continente. Inspirada en gran parte por la agenda de seguridad estadounidense,6 la doctrina de seguridad nacional subordinaba la seguridad de la sociedad a la del Estado. En su versión más radical, la doctrina suponía el control militar del Estado como el único medio para luchar contra la propagación del enemigo interior —el comunismo—. En el plano militar, la doctrina consistía en un conjunto de preceptos estratégicos muy influenciados por la teoría de la guerra revolucionaria y por las prácticas antisubversivas francesas.7 La doctrina de seguridad nacional funcionó como un paradigma, en el sentido que se le da a este concepto en la sociología de la acción pública, es decir, como […] un marco de ideas y de interpretaciones que especifica no solamente los objetivos de la política y el tipo de instrumentos que pueden ser utilizados para alcanzarlos, sino también la naturaleza intrínseca de los problemas (Hall, 1993, p. 279).
Este paradigma formula una visión del mundo en la que la insurrección comunista es el peligro prioritario que amenaza la sobrevivencia del Estado. Incluye un conjunto prescriptivo que define el papel predominante de los militares en los dispositivos antisubversivos, pero que acude también a la movilización de toda la sociedad para apoyar su ejército. Los civiles son, o aliados de los militares, o colaboradores de la guerrilla. La doctrina de seguridad nacional es, inicialmente, un producto de importación, difundido a partir de la guerra de Corea en los ejércitos latinoamericanos por las misiones militares estadounidenses y por la Escuela de las Américas, la academia militar que tenía como objeto formar los cuadros directivos de los ejércitos del continente.8 Su importación a Colombia está llena de ambigüedad, ya que el país está marcado por una tradición antimilitarista en la que el Ejército 6
Respecto a los orígenes de la doctrina del “Estado de seguridad nacional” en los años Truman, véase Hogan (2000).
7
Acerca de la circulación de estas prácticas, véase Khalili (2012).
8
Acerca de la difusión de las doctrinas militares estadounidenses en general y de la doctrina de seguridad nacional en particular, véase Gill (2004).
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desempeña un papel históricamente muy débil.9 De esa manera lo explica el historiador Fernando Guillén: Al contrario de lo que ocurre en algunos otros países latinoamericanos […] los militares colombianos de carrera no encontraron en su profesión canales de ascenso social que los condujeran al poder político y se limitaron a cumplir una misión castrense casi meramente ornamental en los desfiles patrióticos […] El rango militar no solamente no garantizaba un estatus social relevante sino que era sinónimo de una condición segundona (2008, p. 459).
Así, la adopción del paradigma de seguridad nacional constituye una oportunidad para los militares, quienes se sirven de él para intentar transformar el papel político del Ejército, de una institución de existencia precaria y con un prestigio débil, a convertirse en garante de la seguridad del Estado. La construcción del comunismo como un enemigo interno, incluso antes del nacimiento de las primeras guerrillas, es ante todo un intento del Ejército colombiano por salir de su histórica indigencia política y económica. Esta retórica importa sus referencias del extranjero. Así, el sociólogo Pierre Gilhodès menciona el caso del agregado militar de la embajada de Colombia en Madrid, quien en 1929 abogaba ya en favor de un gobierno que se inspirara en el general Miguel Primo de Rivera en España o en el de Benito Mussolini en Italia; se trataba, según este funcionario, del único medio de luchar contra el “terror rojo” (Gilhodès, 2007, pp. 298-299). La experiencia del único gobierno militar del siglo xx dejó una marca perdurable en las filas del Ejército colombiano. Transformó el supuesto apolitismo de los militares en un principio de legitimación de su poder. En efecto, entre 1953 y 1958, el país vivió una dictadura atípica, irónicamente calificada de “dicta-blanda”. En 1948, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán provocó fuertes violencias. La elección del líder del ala más radical del Partido Conservador, Laureano Gómez, agravó la situación. La radicalidad de Gómez lo llevó a perder gran parte de sus apoyos políticos, lo cual condujo al golpe de Estado del general Gustavo Rojas Pinilla. Ahora bien, cuando se hizo evidente que el general tenía la intención de perpetuarse en el poder, los jefes de los partidos políticos lo destituyeron y lo enviaron al exilio, remplazándolo por una junta militar encargada de organizar las 9
Sobre la formación de los partidos políticos y del Ejército en Colombia en una perspectiva comparada, véase López-Alves (2000).
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5. El paramilitarismo: ¿un problema de seguridad?
elecciones siguientes. De este modo, el fracaso de Rojas Pinilla destaca la fuerza política de los partidos y la incapacidad de formar en Colombia un movimiento popular y militar semejante a tantos dictadores del continente. Así las cosas, la historia de las relaciones cívico-militares forja las características de una definición propiamente colombiana del paradigma de la seguridad nacional, desprovista de aspiraciones de militarización del Estado y de la sociedad. El cambio real, provocado por la importación del paradigma, fue la militarización de la seguridad interior. La lucha contra el enemigo interno comunista requiere que se sustraiga el dominio de la seguridad de las luchas políticas y que se reserve su dirección solamente a los profesionales de la seguridad. Los militares obtuvieron, de esta manera, el monopolio del manejo de la política de seguridad, definida como un dominio puramente técnico. El Ejército se define como una agencia gubernamental que mantiene el control sobre la seguridad y que ejerce, a este título, un poder de veto en los dominios políticos conexos. La facilidad con la cual se lleva a cabo esta militarización de la seguridad se explica, además, por la debilidad histórica de la Policía (Llorente, 1997). Pero la instrumentalización del peligro comunista y la fuerza del paradigma de la seguridad nacional no son los únicos factores que favorecieron la autonomía de los militares. Esto igualmente fue alimentado por el surgimiento de una oposición, a finales de los años cincuenta, entre dos esferas del Gobierno, una “política” y la otra “técnica”. El primer dominio se define como aquel en donde se distribuyen los recursos entre las redes clientelistas, mientras que el segundo, debido a su importancia estratégica, debe aislarse de la política partidista. En efecto, el régimen “consociativista”10 del Frente Nacional compartió en 1958 el poder en partes iguales entre el Partido Liberal y el Partido Conservador. No se trató solo de una partición de los órganos electos, sino también de los cargos burocráticos. Cada partido controlaba la mitad de los cargos en la administración, que eran distribuidos en el marco de un sistema de prebendas abiertamente formalizado. Ahora bien, la división estricta del poder entre los partidos requería asimismo una definición clara de lo que se incluía en la política partidista y de aquello que no podía ser objeto de tal distribución clientelista. Una esfera técnica debía ser protegida de la alternancia partidista. En esta categoría entraban, entonces, las cuestiones de seguridad y defensa, así como la política económica, definida 10
Acerca de este régimen que comparte el poder político y los recursos burocráticos entre los dos partidos, véase Dix (1980).
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como un asunto esencialmente técnico y manejado como tal por órganos tecnocráticos.11 La despolitización de algunos sectores claves de la administración pública se concebía entonces como lo opuesto a la politización exacerbada del resto de la administración. En consecuencia, el monopolio otorgado a los militares sobre la seguridad interior fue la consecuencia de su definición como una institución apolítica, impermeable a las disputas partidistas. Esta autonomía organizacional se plasmaba en el nombramiento de un militar en el cargo de ministro de Defensa entre 1953 y 1991. Durante este periodo, los ministerios fueron repartidos entre los dos partidos políticos, mientras que el de la Defensa siempre recaía en un militar en ejercicio. Esta forma de nombramiento marcaba la salida del Ministerio de Defensa de la órbita puramente gubernamental y su asociación con los equilibrios internos de las instituciones militares.
Los civiles en la guerra: auxiliadores de los militares o enemigo interno El lugar de los civiles en la doctrina de la seguridad nacional estuvo determinado por una economía de la sospecha. Para Didier Bigo y Emmanuel-Pierre Guittet, en la economía de la culpabilidad, propia de los regímenes liberales, se trata de manejar una acción criminal que ya sucedió, mientras que en el caso de la sospecha la acción aún no ha sucedido.12 En virtud de esta economía de la sospecha, el estado de excepción se convierte en la regla; el régimen vive, casi de manera permanente, bajo el control de las condiciones extraordinarias previstas por el dispositivo constitucional del estado de sitio. La economía de la sospecha legitima la rutinización de las medidas de emergencia y modifica la relación del Estado con la violencia. La economía de la sospecha se refleja en las estrategias contra la subversión, enseñadas a los oficiales y suboficiales desde el comienzo de los años sesenta. El análisis de algunos de los puntos más relevantes de estos manuales nos permite profundizar este punto. Los manuales de la guerra de contraguerrilla fueron introducidos en 1962 por la misión Yarborough de las fuerzas armadas estadounidenses y 11
Sobre este paralelo entre política de seguridad y política económica, véase Leal Buitrago y Dávila (1990).
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Esto se inspira en la tipología de Bigo y Guittet (2004a).
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continuaron siendo importados durante los años siguientes. La traducción de La guerra moderna del coronel Roger Trinquier data de 1963, es decir, apenas dos años después de su publicación inicial en francés. Estos textos identifican al enemigo como una “fuerza irregular, manifestación externa de un movimiento de resistencia contra el gobierno local por parte de un grupo de la población” (Army Combined Arms Center —usacac-us—, 1962, p. 5)13 y afirman que “el límite entre amigos y enemigos está en el mismo seno de la nación […], se trata a menudo de una frontera ideológica inmaterial” (Trinquier, 1963, p. 32). A la pregunta “¿cómo se presenta la guerra revolucionaria en el país?”, el manual de 1979 responde: los “paros y huelgas” y la “motivación y organización de grupos humanos por la lucha revolucionaria, estudiantado, obrerismo, empleados de servicios públicos, etc.” (Colombia, Ejército Nacional, Ayudantía General del Comando del Ejército, 1979, p. 195). El mismo manual afirma lacónicamente: hay que “comprender que, en guerra irregular, el enemigo está en todas partes y a toda hora” (Colombia, Ejército Nacional, Ayudantía General del Comando del Ejército, 1979, p. 29). La población se encuentra en el centro de la guerra antisubversiva: El habitante, dentro de este campo de batalla, se encuentra en el centro del conflicto […] es el elemento más estable. Quiéranlo o no, los dos campos están obligados a hacerlo partícipe en el combate; en cierta forma se ha convertido en un combatiente (Trinquier, 1963, p. 34).
Esta población es clasificada en tres grupos: la lista negra (auxiliadores comprobados de la subversión), la lista gris (declarados como neutros y, por tanto, sospechosos de apoyar a la guerrilla) y la lista blanca (auxiliadores del Ejército). Esta concepción amplia de la insurrección legitima la represión contra los opositores al régimen a nombre del conflicto interno. El manual lo formula así: “Boleteo al personal de lista gris y negra que no quiere colaborar con la tropa, para obligarlos a que se descubran; atemorizarlos haciéndoles creer que están comprometidos y que deben abandonar la región” (Colombia, Ejército Nacional, Ayudantía General del Comando del Ejército, 1979, p. 188).
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Las referencias sobre la aplicación de la doctrina contrainsurgente estadounidese en Colombia están mencionadas en Banco de datos cinep (2005).
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Como los habitantes se encuentran en el centro del conflicto, es necesario incluirlos en la guerra. De esto deriva la creación de grupos armados auxiliares. El manual de 1963 afirma entonces que “el control de la población permitirá obligar a participar a una parte importante de los habitantes en su propia defensa” (Trinquier, 1963, p. 70). El manual de 1979 ordena “organizar en forma militar a la población civil para que se proteja contra la acción de las guerrillas y apoye la ejecución de operaciones de combate” (Colombia, Ejército Nacional, Ayudantía General del Comando del Ejército, 1979, p. 310). Entonces, define la “junta de autodefensa” como: […] una organización de tipo militar que se hace con personal civil seleccionado de la zona de combate, que se entrena y equipa para desarrollar acciones contra grupos de guerrilleros que amenacen el área y para operar en coordinación con tropas de acciones de combate (Colombia, Ejército Nacional, Ayudantía General del Comando del Ejército, 1979, p. 310).
El uso de auxiliares en la guerra antisubversiva es constante. Así, el Manual de combate contra bandoleros y guerrilleros (Colombia, Ejército Nacional, 1982), adoptado en 1982 por el comandante del Ejército, general Fernando Landazábal, hablaba aún de las “juntas de autodefensa”. La colaboración de civiles en tareas militares ya había sido experimentada antes de la introducción de las nuevas estrategias antisubversivas, en los años cincuenta, para luchar contra los guerrilleros liberales que se habían alzado en armas en la región de los Llanos Orientales. Esta colaboración se aplicó a gran escala contra las guerrillas marxistas desde los años sesenta. Esta práctica, legitimada por el carácter irregular de la guerra antisubversiva, se formalizó por el Decreto legislativo 3398 de 1965. El texto parte de la observación de que la lucha contra “la acción subversiva que propugnan los grupos extremistas para alterar el orden jurídico, requiere un esfuerzo coordinado de todos los órganos del poder público y de las fuerzas vivas de la Nación” (Colombia, Ministerio de Defensa Nacional, 1965, considerando). En consecuencia, toma medidas excepcionales que permitieron, entre otras, la utilización de la población civil en las acciones militares. Así mismo, autoriza a las Fuerzas Militares a proporcionar armamento militar a los civiles. Estas medidas de excepción se volvieron permanentes tres años más tarde, gracias a la Ley 48 de 1968 (Colombia, Congreso de la República, 1968).
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Lamentablemente, no existe una investigación a profundidad acerca de estas “juntas de autodefensa”. La ausencia de archivos documentales accesibles no deja sino a la historia oral como recurso para la recolección de datos. Así, de acuerdo con lo que recuerda un exmilitar entrevistado,14 se puede hacer un breve esbozo. Una junta de autodefensa era un grupo de comerciantes, agricultores o artesanos que vivían en los pueblos o cerca de ellos. Tras un corto entrenamiento militar, estos hombres recibían armas ligeras y se encargaban, principalmente, de las tareas de inteligencia o servían como guías de montaña a las unidades militares. Además, era normal que el líder del grupo fuera un suboficial del Ejército, cuya verdadera identidad permanecía oculta. Estos grupos fueron utilizados con frecuencia en el suroccidente del país, en los departamentos de Huila y Tolima, donde los grupos de la guerrilla liberal de los años cuarenta y cincuenta conformaron las bases de las nacientes guerrillas comunistas. No se trata de buscar, en este corpus doctrinal, el “origen” de los procesos de privatización de la violencia represiva que nos interesan aquí. Esta breve exposición pretende solamente abordar el marco normativo en el cual los profesionales de la seguridad de los años ochenta podían aprehender el fenómeno paramilitar. Tal explicación hace más claro el hecho que fue solo gracias a un cambio de paradigma que se pudo transformar la definición que se tenía de los paramilitares. El paradigma de la seguridad nacional bloquea el surgimiento del paramilitarismo como problema tanto en el plano ideológico —ya que no hay otro enemigo que el comunismo—, como en el plano pragmático, pues pasa a ser legítimo proporcionar armas a los civiles para combatir a los insurgentes. Debi do a este breve análisis de la definición que el Ejército les da a estas “juntas de autodefensa”, se puede ver que su existencia no se podía entender sino bajo la forma de una estrategia antisubversiva, justificada por las características de la guerra de guerrillas. Tal definición del paramilitarismo puede acercarse a lo que Yannick Barthe llama una “problematización técnica”, es decir, una “actividad de traducción que permite constituir las diferentes dimensiones de un problema […] en desafíos técnicos” (2003, p. 478). Un enfoque de este tipo es coherente con la definición de la seguridad como un campo apolítico. Este enfoque también permite ver la violencia paramilitar, ya no como un fenómeno que debe ser erradicado, sino como una acción potencialmente favorable a los intereses del
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Entrevista a exmilitar, Bogotá, 2011.
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régimen. Por lo tanto, requiere de ser enmarcado y orientado, no por medio de las leyes, sino por la acción militar.
¿Hacia el final de la doctrina de la seguridad nacional? El final de los años ochenta y el comienzo de la década siguiente se caracterizaron por cambios en los mecanismos de construcción de las amenazas. Entonces, se observa una gran fluidez en la definición de las amenazas, que varían de acuerdo con la interacción entre los actores armados. Una de las consecuencias de esta situación es la transformación del tratamiento político del paramilitarismo; su criminalización aparece como un efecto secundario del carácter central adquirido por el problema de las drogas. Esta fluidez en la definición de las amenazas es la consecuencia de una recomposición interna en el sector de la seguridad, cuyo aspecto más visible es el final del monopolio de los militares. Estos no perdieron todas sus prerrogativas, pero debieron hacer cara a nuevos actores, venidos del mundo de la política o de la administración estatal, que basan su legitimidad en su experiencia técnica. En efecto, la política de seguridad ya no se percibía como algo limitado a la lucha contra el comunismo, sino como algo que debía abordar un ambiente complejo y cambiante. Su campo se definió entonces, desde 1991, como el amplio ámbito de la “criminalidad”. Bajo esta etiqueta se definen actores tan disímiles como los guerrilleros, los narcotraficantes, los paramilitares y las bandas de delincuentes. Por lo tanto, el surgimiento del problema paramilitar se hizo posible por la decadencia del paradigma de la seguridad nacional y la puesta en entredicho del monopolio militar sobre los asuntos de la seguridad. Claro está, la decadencia de este paradigma estuvo ligada a la caída de los regímenes comunistas de Europa del Este y al final de las dictaduras militares en América latina. Así mismo, es claro que la eficacia del Ejército para vencer la insurrección comunista fue puesta en duda progresivamente durante los años ochenta. Además, el episodio trágico de la toma del Palacio de Justicia en 1985 terminó por poner en entredicho la capacidad del Ejército para contribuir a una solución al conflicto armado. Sin embargo, estos cambios de orden general no pueden explicar por sí mismos las transformaciones institucionales que deben, más bien, ser abordadas por un estudio sociológico de las trayectorias y de los lugares de decisión. Así, más allá de la muy discutible capacidad del Ejército para combatir a las guerrillas, el principal factor que alteró el panorama de la seguridad fue el surgimiento de la violencia ligada al narcotráfico, identificada como una amenaza 126
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prioritaria para la seguridad del Estado, que terminó por desplazar momentáneamente al comunismo en el orden de prioridades. Mientras que el Ejército jamás había reclamado el manejo de la ilegalidad o de la violencia ligada al narcotráfico, una nueva generación de profesionales de la seguridad y la inteligencia, altos funcionarios, policías y consejeros del presidente se apropiaron del problema de las drogas. Poco a poco los grupos paramilitares comenzaron a ser asociados al problema del narcotráfico. Se los definió como “ejércitos privados” de los narcotraficantes, ya no para llevar a cabo una lucha antirrevolucionaria, sino para proteger sus intereses criminales. De esta manera, la violencia paramilitar encontraba su explicación esencialmente en las rivalidades alrededor del narcotráfico. La asociación de los paramilitares con los narcotraficantes transformó a los primeros en criminales y definió el tratamiento que se les podía dar.
Droga y violencia La trayectoria del problema del tráfico de drogas es compleja y conflictiva. A partir de 1984, año del asesinato del ministro de Justicia, Rodrigo Lara, la violencia ligada a las drogas pasó a ser un problema prioritario. Su tratamiento se volvió de competencia de diferentes profesionales de la seguridad, sobre todo de la Policía y el Departamento Administrativo de Seguridad (das), para quienes la lucha contra las drogas constituía un vector de autonomía con respecto al Ejército. A pesar de que no es oportuno retomar aquí los detalles de estos procesos,15 una breve descripción de la escalada de violencia que caracterizó los años ochenta permite contextualizar la experiencia sobre la que se basaron los nuevos discursos sobre la seguridad. El asesinato de Rodrigo Lara fue el resultado de las luchas políticas desencadenadas en medio de las elecciones de 1982. En esta ocasión, actores como Luis Carlos Galán, cofundador con Lara de una corriente independiente del Partido Liberal llamada Nuevo Liberalismo, denunciaron la influencia nefasta del dinero de la droga en la política. Esta época corresponde al despliegue de una campaña de influencia por parte de los “narcos”, que buscaron extender su poder en la política nacional con el fin de salvaguardar sus intereses. El asesinato de Lara, el 30 de abril de 1984, fue el punto de quiebre en la manera como se 15
No es posible abordar aquí en detalle este asunto. Para tal análisis, me permito enviar al lector a Grajales (2016b).
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abordaba el problema de las drogas. A pesar de que siguió existiendo una gran ambigüedad en cuanto al tipo de tratamiento que había que dar al narcotráfico, las opiniones más tolerantes se volvieron difícilmente sostenibles. Tal radicalización fue convergente con los intereses del Gobierno de los Estados Unidos, para quien Colombia estaba convirtiéndose en uno de los escenarios centrales de la guerra contra las drogas. A pesar de que en esa época no existía una imposición unívoca de la política antidrogas, es claro que Washington proporcionó recursos financieros y políticos a los actores que, en Colombia, avalaron esta lucha (Guáqueta, 2005). La guerra contra las drogas aparecía así como un nuevo avatar de la política de extraversión que los gobernantes colombianos han sabido manejar tan bien. Ahora bien, la represión desplegada por el Gobierno a partir de 1984, que se tradujo sobre todo en la extradición de algunas figuras del narcotráfico hacia los Estados Unidos, favoreció el proceso de polarización. Un grupo de narcotraficantes cercanos a Pablo Escobar emprendieron entonces la oposición frontal al Estado. La organización de una campaña de violencia inició con el asesinato del magistrado de la Corte Suprema de Justicia, Hernando Baquero Borda, en julio de 1986. Algunos meses más tarde, en noviembre, un atentado destruyó la estatua que había sido construida en honor a Lara. En diciembre fue asesinado, en Bogotá, Guillermo Cano, director del diario El Espectador y figura tutelar del periodismo colombiano. La violencia no dejó de extenderse; la voluntad de hacer que el establecimiento se plegara a las exigencias de los narcotraficantes desembocó en el secuestro de personalidades políticas, como el procurador general Carlos Mauro Hoyos, secuestrado y asesinado en enero de 1988. Durante el segundo semestre de 1989 la violencia alcanzó su cúspide. Entre julio y agosto fueron asesinados el gobernador y el comandante de la Policía de Antioquia; el 18 de agosto, el candidato a las elecciones presidenciales de 1990 y gran favorito, Luis Carlos Galán, fue asesinado durante una reunión pública; en las últimas semanas del año se cometieron los mayores atentados terroristas de la historia de Colombia. Un avión comercial fue destruido en pleno vuelo por una bomba, asesinando a los 107 pasajeros y a la tripulación. La sede del das en Bogotá fue destruida por la explosión de un bus cargado de explosivos. Cerca de un centenar de bombas explotaron en unos cuantos meses en las principales ciudades del país. Sin embargo, la intensidad de la violencia no puede explicar, por ella misma, los cambios en la política de seguridad, que terminaron afectando a los paramilitares. 128
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Está claro que el contexto de la época llevó a un cuestionamiento de la forma en la que estaba concebido el mantenimiento del orden hasta ese momento; no obstante, el elemento clave corresponde a transformaciones más discretas en los centros del poder político, en la composición de los organismos que implementan las políticas de seguridad y en los enfoques que guían sus decisiones.
¿El final del paradigma? El primer cuestionamiento del paradigma de la seguridad nacional llegó con la entrada de los civiles en la toma de decisiones en materia del mantenimiento del orden. Frente a un contexto que aparece como cambiante y complejo, los sucesivos gobernantes comenzaron a abordar de manera diferente los problemas de seguridad, transformándolos en cuestiones legítimas de acción política, poniendo en duda su calificación como asuntos técnicos, situados fuera del ámbito político. Esta transformación cognitiva e institucional abrió posibilidades de carrera a nuevas élites civiles, que afirmaban su legitimidad a intervenir en la política de seguridad desde una experticia académica o burocrática. La elección de Virgilio Barco a la cabeza del Estado en 1986 marcó la llegada de un nuevo equipo de tecnócratas, muy ligado a las grandes universidades privadas de Bogotá. En un contexto en el que la gestión partidista de la acción pública era duramente criticada, la formación de un nuevo gobierno abrió posibilidades políticas a individuos que no contaban con recursos electorales. Así, los equipos ministeriales y los cargos de consejerías del presidente se volvieron sitios de renovación del personal político. El equipo dirigente que llegó en 1986 tenía una mirada muy crítica acerca de la falta de coordinación y de comunicación entre civiles y militares. Sus críticas se referían, en primer lugar, a la política de paz. En efecto, para el nuevo presidente, la división entre los campos de acción de los gobernantes civiles y los militares habría perjudicado las negociaciones con la guerrilla. Para Barco, la política de paz del gobierno Betancur se distanció de la dirección de la política de seguridad. Además, la política de negociaciones se habría realizado sin tener en cuenta a los militares, sin incluirlos en la toma de decisiones, lo que habría favorecido su oposición a las conversaciones (Bejarano, 1994, pp. 84-85). La política de paz concebida desde 1986, en plena crisis de las negociaciones, hizo énfasis en la coordinación entre políticos y militares. Los consejeros encargados de las negociaciones tuvieron que comenzar a trabajar en colaboración con los militares. Esto condujo a la institucionalización de las formas de concertación 129
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al interior mismo del equipo de los colaboradores más cercanos del presidente, independientemente del único lazo que existía hasta ese momento, que era el ministro de Defensa. Esos cargos, que fueron ocupados por jóvenes consejeros del presidente, se convirtieron en lugares de aprendizaje y de socialización en cuestiones de seguridad. La lucha contra los narcotraficantes favoreció la llegada de estos nuevos actores. Los mismos militares jugaron un papel en el fin de su monopolio, pues se negaron a participar de lleno en la lucha antinarcóticos. En efecto, consideraban que la lucha antisubversiva y anticomunista eran constitutivas de su identidad y de su legitimidad; la persecución de grupos criminales sería entonces una tarea indigna de su misión. Así, el polo de decisión de la lucha contra los carteles se fue desplazando hacia el Ministerio de Justicia. En esta administración se creó una Policía Judicial adaptada a las nuevas amenazas y se preparó el proyecto de la creación de la Fiscalía General de la Nación. A pesar de que funcionarios civiles entraron a dirigir en ese entonces las cuestiones de seguridad, existía muy poca experiencia en la materia. Una de las soluciones fue, a partir de 1986, la solicitación de la academia para generar diagnósticos adaptados a una situación cambiante. Se acude a la sociología, a la economía y a la ciencia política con el objetivo, cada día más manifiesto, de comprender los fenómenos de la violencia para poder abordarlos de una mejor manera. El balance era claro: había que superar la antigua concepción del conflicto armado como una manifestación local de la guerra internacional contra el comunismo. Esta ya no era útil para abordar las realidades de la acción política. En efecto, los actores de la época destacan la actitud intuitiva con la que se abordaban las cuestiones de seguridad: Todos esos problemas eran enfrentados con el apoyo de diagnósticos intuitivos y sin que existieran estudios y análisis complejos que permitieran definir, desarrollar y evaluar los resultados de determinadas políticas. Mientras que en los temas económicos el país tenía una tecnocracia avanzada y capaz, y manejaba instrumentos y mecanismos de planeación sofisticados y sensibles que permitían actuar con un buen nivel de previsibilidad de los resultados, en un país que llevaba 30 años de violencia endémica, el análisis de los problemas de la justicia y la seguridad, de la guerrilla o el narcotráfico, se hacía en forma improvisada, los mecanismos de información eran pobres e inexactos,
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la evaluación y seguimiento de resultados casi inexistente y una planeación seria parecía simplemente imposible (Melo & Bermúdez, 1994, p. 104).
Una innovación introducida en 1987, y reproducida más adelante, fue la organización de una comisión de estudios sobre la violencia. Así, el ministro del Interior, Fernando Cepeda, encargó a un grupo de diez investigadores para que efectuaran un diagnóstico de los factores de violencia en la sociedad colombiana y los lineamientos de una nueva política de seguridad. La introducción de estos conocimientos universitarios no consistió únicamente en una forma de consejo académico. En efecto, estas nuevas élites tecnócratas tenían, como principio de legitimación, una experticia propia y recursos académicos. El mejor ejemplo de estos perfiles es el de Rafael Pardo. Economista, con estudios de economía del desarrollo en los Países Bajos, Pardo fue profesor durante varios años en la prestigiosa Universidad de los Andes. En 1986, en una época en la que no tenía ningún capital político, fue nombrado consejero del presidente Barco, quien lo encargó de poner en marcha el Plan Nacional de Rehabilitación, una política pública que pretendía llevar las instituciones a las zonas más afectadas por la violencia. Poco después se le encargó la política de paz y negoció la desmovilización del Movimiento 19 de abril (m-19). Con la elección de César Gaviria en la cabeza del Estado (1990-1994), Pardo fue nombrado consejero para la defensa y la seguridad nacional, antes de convertirse en el primer civil en ser ministro de Defensa desde 1953.16 Estos cambios también condujeron a la creación de nuevos espacios de poder. Cuando el gobierno Gaviria lazó un ambicioso plan de inversión militar, hizo énfasis en la implementación de principios de administración macroeconómica en la política de seguridad. Resaltó entonces la necesidad de adquirir una experiencia administrativa en la materia: Así como en Colombia existe una reconocida tradición en materia de planeación económica, se hace fundamental consolidar en el país la práctica del planeamiento de la seguridad que permita proyectar políticas y asegurar recursos dentro del marco de nuestro Plan Nacional de Desarrollo (Colombia, Presidencia de la República, Consejería Presidencial para la Defensa y la Seguridad Nacional, 1993, p. 24). 16
Véanse sus memorias: Pardo Rueda (1996).
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Con este objetivo, el Gobierno creó la Unidad de Justicia y Seguridad en el seno del Departamento Nacional de Planeación. Esta unidad se encargó de realizar el plan plurianual de inversión. El control del presupuesto de la defensa por civiles fue aceptado por los militares, ya que incluía su aumento. Los salarios de los militares fueron incrementados y su régimen excepcional de retiro fue respetado, en un contexto en el que las demás agencias del Estado estaban sufriendo una restructuración drástica. El gasto militar creció un 42 % entre 1991 y 1994.17 Los miembros de la Unidad de Justicia y Seguridad eran civiles y en su mayoría habían sido formados en el manejo de la seguridad en las oficinas de las consejerías presidenciales. Este fue el caso de Rodolfo Escobedo, egresado de la Universidad de los Andes, quien estudió sociología en Francia, en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. De regreso a Colombia, comenzó una carrera en la universidad, pero entró en la Consejería para la Paz del gobierno Barco, antes de empezar a trabajar en la puesta en marcha del plan plurianual.18 Con base en estos nuevos conocimientos, la política de seguridad tendió a banalizarse, es decir, a ser abordada con las mismas herramientas que otros sectores de la actividad pública. Así lo formulaba la Estrategia nacional contra la violencia, en 1991, que se daba como objetivo poner en marcha, en el ámbito de la seguridad, una “perspectiva de política pública” con una planeación técnica de los dispositivos y una evaluación sistemática de los resultados (Colombia, Presidencia de la República, 1991b). A la luz de estos cambios en las instituciones, los gobernantes y los funcionarios participaron a una transformación en los mecanismos de definición de las amenazas. Debido a su potencial desestabilizador, la violencia ligada al narcotráfico se convirtió en el objetivo central de la política de seguridad. Las amenazas comenzaron a ser definidas con respecto al posicionamiento estratégico de los diferentes actores y ya no simplemente en el marco de la doctrina de seguridad nacional. Este tipo de concepción hizo posible poner en la agenda el problema paramilitar.
Los paramilitares: ¿una amenaza para el Estado? Los paramilitares se vieron involucrados en la agenda de la lucha antiterrorista en razón de la escalada en la violencia del narcotráfico. Hacia el final de la década de 17
Pasaron de 10 521 millones de pesos en 1990 a 14 985 millones en 1994. Véase Granada (1997).
18
Entrevista con Rodolfo Escobedo, Bogotá, 2011.
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los ochenta fueron apareciendo progresivamente como un ejército privado de los narcos. La expresión “fuerzas oscuras” surgió en el entorno del presidente Barco, con el fin de calificar el fenómeno paramilitar, que nadie sabía identificar a ciencia cierta. Los testimonios de los individuos que trabajaron en el seno de los equipos de gobierno ponen de relieve su incapacidad para comprender la violencia: Me acuerdo de un día en el que estábamos reunidos con Rafael Pardo y “Chucho” [ Jesús] Bejarano [consejeros de Presidencia] a tratar de descifrar la violencia que se expandía por todo el país: ¿se trataba de un solo actor que actuaba en todo el país? ¿De una multiplicidad de actores en cada una de las regiones? ¿Y qué decir de las dinámicas regionales? Veíamos gente de la up [Unión Patriótica] caer todos los días, hasta diez o quince, y no entendíamos nada.19
Para otros actores de la época, se trataba más de una falta de voluntad para oponerse a los militares que de una real incapacidad para comprender: Fue demasiado visible [la] renuencia [del Gobierno] a delimitar claramente responsabilidades aludiendo simplemente a las “fuerzas oscuras”, vaga expresión que no alcanzaba a ocultar el alud de denuncias públicas sobre la vinculación de miembros de las fuerzas armadas en este exterminio, y con la que buscaba más bien crear la impresión de un Estado víctima de la acción de “agentes violentos” (Bejarano, 1994, p. 88).
Esto explica la falta de acción y la incoherencia que caracterizaban la actitud del Gobierno frente a los grupos paramilitares. En sus memorias, Rafael Pardo Rueda escribe: El paramilitarismo fue un monstruo que fue creciendo rápidamente, sin que hubiera claridad desde el inicio de la administración, sobre sus alcances ni sobre la manera de contenerlo. Las vacilaciones políticas sobre la definición de estos grupos, las controversias sobre si eran o no legales, y las nunca suficientemente desvirtuadas vinculaciones de unidades militares con ellos, dificultaron su enfrentamiento. Muchas denuncias se habían hecho sobre 19
Entrevista a miembro del equipo de asesores de la Presidencia, Bogotá, 2011.
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la existencia de grupos de justicia privada, pero la dimensión de estos, como organización nacional con propósitos políticos, se desconocía a principios de la administración (1996, pp. 249-50).
Junto a esta dificultad para comprender las características de los grupos paramilitares también existía la idea, en sus comienzos, de que esta violencia hacía parte del desarrollo normal del conflicto armado. La violencia en contra de la up, aunque fue percibida como algo nefasto para el proceso de paz, no aparecía como un problema de seguridad nacional. Más bien fue asimilada como una serie de ajustes de cuentas entre grupos armados que, como tal, era tolerable. Así lo afirma uno de los antiguos miembros del equipo de asesores para la paz: Es muy triste, pero hasta que no mataron a funcionarios de la rama judicial y a políticos de los partidos tradicionales a nadie se le dio nada. Se decía que los asesinatos de gente de la up eran ajustes de cuentas entre actores armados. Los identificaban a las farc y pues la muerte de guerrilleros y comunistas no trasnochaba a nadie en Bogotá. La gente decía “el que a hierro mata, a hierro muere”.20
Los asesinatos de funcionarios públicos fueron vistos como un ataque contra el Estado. Estos homicidios desacreditaron la imagen de los paramilitares como grupos de autodefensa campesina y los hicieron aparecer como sicarios o mercenarios. Uno de los momentos clave fue la masacre de una comisión judicial en la población de La Rochela, a comienzos del año 1989, por parte de paramilitares de Puerto Boyacá.21 A los asesinatos de estos funcionarios de justicia se agregaron los homicidios de miembros de los partidos de gobierno o de intelectuales respetados. Mientras que la situación de seguridad se caracterizaba por la dificultad para formular diagnósticos precisos respecto al paramilitarismo, el Ejército —que sería naturalmente el mejor informado acerca de los grupos paramilitares— no transmitía al Gobierno ninguna información sobre esos grupos. Esto creó un malestar creciente en los círculos cercanos al presidente. Fue entonces cuando la constitución de la amenaza paramilitar comenzó a interactuar con las rivalidades entre 20
Ibid.
21
Retomamos este episodio en el capítulo 6.
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las diferentes agencias de seguridad, que veían en todo lo referente a las drogas una oportunidad para reivindicar su especificidad con respecto a los militares. Agentes del das fueron pioneros en la identificación de los lazos entre los paramilitares, los militares y los narcotraficantes. En abril de 1989, esta agencia le transmitió al presidente el resultado de una investigación sobre grupos paramilitares en Puerto Boyacá. Los orígenes del informe yacían en el testimonio de un desertor, Diego Viáfara, quien actuó como consejero municipal en este poblado. Viáfara les describió a los investigadores la forma de financiación, la organización interna y las actividades de los grupos paramilitares. El informe hacía entonces énfasis en el hecho que el grupo de Puerto Boyacá era una estructura tentacular, que había absorbido a grupos de menor importancia en todo el valle central del Magdalena y hasta en el Caribe. Esta expansión, decía el informe, estaba siendo financiada por uno de los narcotraficantes más buscados del país, Gonzalo Rodríguez Gacha, alias “El Mexicano”. El testimonio de Viáfara también fue el primero en denunciar directamente a los oficiales de la base militar de Puerto Boyacá como formadores de esos grupos paramilitares y en acusar al general Farouk Yanine Díaz de promoverlos. En el informe se señaló el proceso de profesionalización que se había comenzado a llevar a cabo al interior de los grupos paramilitares. Estos habían creado escuelas para sus cabecillas y centros de formación para los reclutas rasos. El informe señala que algunos de estos cursos de formación habían sido dirigidos por mercenarios británicos e israelíes. El informe fue transmitido a la revista Semana. “El dossier paramilitar”, publicado en mayo de 1989, fue el primer documento de prensa que describía a los grupos paramilitares como un verdadero peligro para la seguridad. La imagen de las milicias de autodefensas creadas por campesinos víctimas de los acosos de la guerrilla fue puesta en duda. Siendo financiados por narcotraficantes que no dudaban en asesinar a políticos, jueces y empleados públicos, los paramilitares ya no podían aparecer como aliados ocasionales en la lucha contra la subversión. Al contrario, estos grupos participaban en la multiplicación de las fuentes de violencia. Sin lugar a dudas, la situación parecía estar bloqueada por la oposición de los militares a cualquier puesta en la agenda del problema paramilitar. Sin embargo, el énfasis en la peligrosidad de los paramilitares le apuntaba a provocar una acción política. Esto parecía, en esa época, algo muy urgente, porque existía una preocupación real de que los paramilitares con el tiempo se volverían
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en contra de las autoridades civiles, eventualmente apoyados por los sectores más reaccionarios del Ejército. En las palabras de un alto funcionario de la época: El peligro parecía ser suficientemente fuerte para superar el miedo de echarnos de enemigos a los militares. Entre los consejeros del presidente, todos estábamos seguros de que los paramilitares terminarían volcándose en contra del gobierno democrático, y en ese tipo de escenario, la lealtad de los militares no era nada seguro […] En esa época decíamos: los paramilitares son como Frankenstein, van a terminar matando al que los creó.22
Los conflictos internos en el campo de la seguridad, además de cambios al interior de los círculos gubernamentales, explican las transformaciones en el trato al paramilitarismo. Estos desembocaron en la suspensión, por decreto, de la legislación que enmarcaba a las “juntas de autodefensa”. Un mes más tarde, la Corte Suprema declaró esta misma legislación contraria a la Constitución. Otros decretos, promulgados en el mismo mes de abril, crearon, respectivamente, el Cuerpo Especial Armado (cea), y una Comisión de Consejo y Coordinación, encargados de luchar contra los “escuadrones de la muerte, bandas de asesinos o grupos de autodefensa o de justicia privada, conocidos como paramilitares”. Además, el Decreto 1194 del 8 de junio de 1989 preveía penas de prisión más rigurosas para los cabecillas y para los miembros de los grupos paramilitares. A pesar de la expedición de esos decretos, de la creación del cea y del arresto de algunos cabecillas, el Gobierno no cuestionó el papel del Ejército en la aparición y la extensión de los grupos paramilitares. Así, no se llevó a cabo ninguna acción tendiente a desarticular los lazos que unían a militares y paramilitares. Como lo escribió Jesús Bejarano, consejero de paz de Virgilio Barco: [Había] un exceso de prudencia, cuando no de temor, a incursionar al interior de las Fuerzas armadas […] pese a la insistencia de algunos funcionarios de alto nivel del gobierno, que después de un examen detallado de las circunstancias de algunos asesinatos políticos, encontraban no solo indicios que conducían a asignar responsabilidades en estos hechos a los propios agentes del estado, sino que veían con preocupación que, so pretexto de la defensa de cuerpo propia
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Entrevista a funcionario del Gobierno, Bogotá, 2011.
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del espíritu castrense, parecía extenderse un manto de impunidad que contribuía a estimular la acción de los grupos paramilitares (Bejarano, 1994, p. 88).
Algunos retiros fueron decididos, en concertación con los altos mandos del Ejército; estas medidas afectaron a suboficiales y casi nunca a los oficiales. En la mayor parte de los casos, la evidencia sobre vínculos entre militares y paramilitares fue simplemente ignorada. Un exmilitar, que era oficial activo en aquella época, recuerda la transición entre los grupos de autodefensa legales y los paramilitares ilegales: Esa fue la época en que a Barco le toco ilegalizar a los paramilitares; pero sí se veía militares que decían que había que seguir con eso, porque era la mejor forma de salirle al paso a la guerrilla. Yo era de los que pensaban que la idea en sus orígenes era buena, pero que se había contaminado con los narcos. La actitud que se impuso fue la de colaboración. Pregunta: ¿Usted diría que había dos bandos opuestos en este asunto? —No, no existía una real división. Los que pensaban como yo prefirieron quedarse callados, porque éramos una minoría. No actuaban, no colaboraban, pero miraban para otro lado.23
Así, los altos mandos del Ejército fueron cambiando su actitud pública. Se volvieron escasos los argumentos públicos y abiertos en favor del paramilitarismo. Nadie, en el Gobierno, volvió a realizar ninguna investigación acerca de la responsabilidad del Ejército. Los paramilitares comenzaron a ser definidos como simples delincuentes; como tales, fueron presentados como intrínsecamente ajenos a las instituciones públicas. Algo sintomático de esta visión es el énfasis que las autoridades le dieron a descalificar el término “paramilitar” y reemplazarlo por el de “grupos de justicia privada”. A comienzos de los años noventa, los grupos paramilitares fueron identificados como una amenaza a la seguridad; se les calificó entonces de “ejército privado de los narcos”. Sin embargo, esta criminalización no produjo consecuencias durables. Dependía estrechamente del estatus que el problema de las drogas tenía
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Entrevista a exmilitar, que sirvió en la zona de Urabá durante la primera mitad de los años noventa. Bogotá, 2011.
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en esa época. Apenas este pasó a un segundo plano, la criminalización del paramilitarismo perdió todo tipo de apoyo. Así lo muestra la política de las Convivir.
Seguridad privada y conflicto armado: las Convivir La criminalización de los grupos paramilitares no descartó por completo la legitimidad que podía tener una política de privatización de la violencia. Al contrario, en 1994, nuevas decisiones reglamentarias le abrieron la puerta a la creación de empresas de seguridad privada militarizadas, conocidas con el nombre de “Convivir”. Estos nuevos actores podían operar en zonas de enfrentamiento entre militares y guerrilleros, apoyar a los primeros en las misiones de inteligencia y prestar servicios de seguridad a los empresarios locales. Como se vio en capítulo 1, estas empresas de seguridad privada fueron creadas en zonas en las que los paramilitares ya estaban activos. Bien sea en nombre propio o por la vía de testaferros, los principales promotores del paramilitarismo adquirieron una de estas fachadas legales. Estas transformaciones, que ofrecen de nuevo una posibilidad de legalización del paramilitarismo, son la manifestación de una característica intrínseca de esos grupos: tras haber sido considerados aliados de los narcotraficantes, se les comenzó a ver paulatinamente como la consecuencia inevitable de la incapacidad del Estado para erradicar a los grupos guerrilleros. Eran bandidos, pero eran bandidos necesarios. Cabe anotar que la apertura del campo de la seguridad a la iniciativa privada fue promocionada por sus defensores como una solución doblemente virtuosa. Por una parte, posibilitaba desplegar nuevos medios de acción contra la guerrilla, que estaba en plena expansión, respondiendo así a las solicitudes de seguridad que emanaban de empresas agroindustriales y mineras. Por otra parte, el uso del dispositivo de las Convivir debía permitir encauzar el desarrollo de grupos privados contrainsurgentes, garantizando el control del Estado.
La fluidez de los problemas de seguridad A mediados de los años noventa, la recomposición del mercado de la cocaína favoreció a los empresarios del narcotráfico que se habían mantenido alejados de las tácticas más violentas. Esto llevó a una nueva interpretación de la amenaza de la droga. Este cambio, marcado por la muerte de Pablo Escobar a finales de 1993, promovió un nuevo enfoque del narcotráfico. Este comenzó a ser percibido como una forma de criminalidad ordinaria que podía ser abordada de acuerdo con las rutinas institucionales de las agencias de seguridad. 138
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Así como, hacia 1988, los paramilitares se habían transformado en un problema político debido a su cercanía con los narcotraficantes, aquellos pasaron a segundo plano cuando se reinterpretó la droga como una amenaza secundaria. Además, los paramilitares llegaron a ser percibidos por los mismos gobernantes como un fenómeno en vía de extinción. En 1993, un documento programático de la política de seguridad declaraba que: Las estructuras de mayor cubrimiento y beligerancia como aquellas que operaban en el sur del Magdalena medio, han tendido a desintegrarse. Sin embargo, al parecer, algunos de sus miembros continúan actuando al servicio del narcotráfico y de otros intereses locales (Colombia, Presidencia de la República, Consejería Presidencial para la Defensa y la Seguridad Nacional, 1993, p. 22).
Para la misma época, el enfoque de la guerrilla también cambió. Esta se volvió de nuevo la amenaza prioritaria. A finales de 1990, la tregua precaria que habían establecido el Gobierno y las farc terminó por romperse. En diciembre de ese año, el Ejército atacó Casa Verde, cuartel general de esa guerrilla. Entre 1991 y 1992, los representantes del Gobierno y de las farc se reunieron en México y en Venezuela para intentar retomar las conversaciones. Sin embargo, las negociaciones fracasaron y desembocaron en una radicalización de las posiciones. El Gobierno anunció una “ofensiva permanente” y una “guerra integral” con el fin de doblegar a la guerrilla; esta, durante su conferencia de 1993, reorganizó su estructura militar con el objetivo de enfrentar directamente al Ejército.24 Los grupos guerrilleros, y sobre todo las farc, aparecieron de nuevo como el principal enemigo. En 1993, el Gobierno anunció una redefinición de su política de seguridad; la principal novedad consistía en la asimilación de la amenaza revolucionaria a una modalidad particularmente peligrosa de criminalidad.25 Dentro de una modalidad de construcción del enemigo, compatible con la nueva agenda de seguridad internacional, los grupos guerrilleros fueron definidos como
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Acerca de la evolución de la guerrilla de las farc en esos años, véase Pécaut (2008).
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La nueva estrategia de seguridad fue presentada en un documento difundido públicamente en la época: Seguridad para la gente. Segunda fase de la estrategia nacional contra la violencia (Colombia, Presidencia de la República, Consejería Presidencial para la Defensa y la Seguridad Nacional, 1993).
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organizaciones criminales financiadas por el tráfico de drogas y el secuestro extorsivo. En los discursos oficiales fueron calificados de “bandidos” y “facinerosos”. Aunque esas expresiones de descalificación no tenían nada nuevo, fue la primera vez que la lucha contra la guerrilla entró a formar parte del mismo campo de acción que la lucha contra la criminalidad. Bajo estas condiciones, las acciones de las empresas de seguridad privada comenzaron a ser percibidas como una contribución a la lucha contra la subversión. De forma paralela, en agosto de 1993, el Congreso le otorgó al presidente facultades para elaborar un nuevo marco normativo que regulara el porte de armas de fuego y el funcionamiento de las empresas de vigilancia y seguridad privada. En efecto, este sector se estaba desarrollando en aquella época de manera desordenada, sin un control real del Estado. A finales de 1993 se contabilizaban más de 700 empresas de seguridad privada, sin que hubiera ninguna política de regulación (Arias, 2009). Además, desde finales de los años ochenta, el Ministerio de Defensa alertaba al Gobierno sobre el incremento de la porosidad entre las empresas de seguridad privada y el narcotráfico, destacando la urgencia de la adopción de un marco regulatorio (Krauthausen & Sarmiento, 1991, p. 91). La conjunción de la agenda de la regulación y aquella del conflicto armado desembocó en reformas que condujeron a una reorganización del sector de la seguridad, que integraba la intención de involucrar al sector privado en la lucha contra la insurgencia. Así, un documento del gobierno Gaviria reservaba un apartado a la colaboración entre las instituciones públicas y las empresas de seguridad privada: Resulta imprescindible que las medidas de las autoridades estén complementadas con una efectiva solidaridad por parte de la sociedad y acciones coordinadas por parte de la empresa privada […] Lo que se busca es que el sector privado desarrolle mecanismos de seguridad de tipo preventivo, de manera que coadyuve en el esfuerzo estatal (Colombia, Presidencia de la República, Consejería Presidencial para la Defensa y la Seguridad Nacional, 1993, p. 38).
Paralelamente a lo anterior, grupos de interés ejercían presión sobre el Gobierno, puesto que pretendían aprovecharse de la expansión del sector de la seguridad privada. En primer lugar estaban los militares. En efecto, una parte muy importante de las empresas de seguridad privada de la época pertenecían 140
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a militares en retiro. Esto se debía a la experiencia de estos profesionales de la violencia, pero también a su capacidad de conseguir armas y licencias de porte. La regulación de la compra y del porte de armas —paralela a la de la seguridad privada— colocó a estos exmilitares en una situación privilegiada. En 1993, las condiciones para poseer y utilizar un arma de fuego fueron restringidas. La concesión de licencias, que ha sido una prerrogativa exclusiva de las brigadas militares, abrió la puerta a la multiplicación de servicios de intermediación por parte de exmilitares. No solo los militares en retiro se beneficiaron de esta nueva regulación. Las licencias alimentaban también el presupuesto del Ejército. De manera aún más significativa, la venta de armas constituía igualmente una ganancia importante, ya que la demanda del mercado oficial fue estimulada por la multiplicación de empresas de vigilancia. En efecto, la venta de armas es monopolio del Estado, en manos de una empresa pública, la Industria Militar de Colombia (Indumil), directamente relacionada con el Ejército. Indumil importa y fabrica armas y municiones, lo que explica sin duda por qué los militares se han opuesto sistemáticamente a las políticas que buscan restringir el porte de armas por los particulares.
Seguridad privada y antisubversión En esas condiciones se creó la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada (Colombia, Congreso de la República, 1993), un organismo dependiente del Ministerio de Defensa, encargado de la regulación del sector. Algunos meses más tarde, un decreto sentó las bases reglamentarias del funcionamiento de las empresas de vigilancia y de seguridad (Colombia, Presidencia de la República, 1994). Ahí se previó la posibilidad de que las empresas o los particulares pudiesen crear, con la autorización de la Superintendencia, “servicios especiales de seguridad”, con el fin de asegurar su propia protección en zonas de alto riesgo. Estos servicios se diferenciaban de las demás empresas de seguridad por la posibilidad de utilizar armamento militar. Estaba previsto que colaborasen de cerca con el Ejército, sobre todo en tareas de inteligencia. Este marco normativo, que se pensó inicialmente para dar seguridad a las actividades de las empresas, fue utilizado por actores que intentaron transformar la seguridad privada en una herramienta ofensiva de la estrategia antisubversiva. Así, asociaciones de empresarios abogaron por la ampliación de este dispositivo, con el fin de permitir una cooperación más vasta entre los particulares, las empresas y los militares. 141
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La Federación Colombiana de Ganaderos (Fedegan), el organismo más poderoso del gremio ganadero, fue uno de los promotores clave de esta política. El uso contrainsurgente de las empresas de seguridad fue mostrado por este actor como una forma de contrarrestar la extorsión y el secuestro que practicaba la guerrilla en contra de los empresarios rurales. A fines de 1994, pocas semanas después de su posesión, el presidente Ernesto Samper recibió una delegación de representantes de Fedegan, que solicitaban acciones fuertes en contra de la guerrilla; afirmaban haber sufrido el secuestro de más de 400 ganaderos en pocos meses. Por ende, le pedían al Gobierno adaptar las normas existentes en materia de seguridad privada para permitir a los empresarios organizar sus propios servicios de seguridad en conjunto con el Ejército y la Policía. Las solicitudes de estos sectores encontraron una acogida favorable en el ministro de Defensa del nuevo gobierno, Fernando Botero, y en el comandante de las Fuerzas Militares, general Harold Bedoya. En diciembre de 1994, el ministro, invitado a la reunión anual de Fedegan, anunció la creación de las Convivir; ellas serían una nueva forma de empresa de seguridad privada, directamente destinada a participar en el esfuerzo antisubversivo. Esta medida tomó por sorpresa a los demás miembros del gabinete, algunos de los cuales, como el ministro del Interior, Horacio Serpa, ya habían criticado con dureza cualquier modo de privatización de la violencia. El ministro de Justicia y el comisionado de paz también se opusieron al proyecto, pues estimaban que era contraproducente y que se corría el riesgo de agravar la situación de violencia. La Comisión de Paz del Senado consideró que las Convivir serían un obstáculo para las conversaciones con la guerrilla y pidió al Gobierno descartar el proyecto (El Colombiano, 1994a). Varios gobernadores departamentales —incluidos algunos provenientes de territorios muy golpeados por la guerrilla— se manifestaron claramente en contra de las Convivir, temiendo que estimulasen el crecimiento de los grupos paramilitares (El Colombiano, 1994b). Pero el proyecto fue apoyado por los comandantes del Ejército y era defendido con insistencia por el ministro Botero. Este último era, para la época, una pieza clave del Gobierno. Egresado de la Universidad de Harvard, había establecido relaciones muy estrechas con responsables gubernamentales en Washington; también era considerado, paradójicamente, como un contacto privilegiado por el Gobierno estadounidense en el marco de la lucha contra el tráfico de drogas. Hijo del célebre artista homónimo, Botero era miembro de la élite social de Bogotá; había sido el jefe de campaña del nuevo presidente y había obtenido 142
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el apoyo financiero y político de los más ricos y poderosos contribuyentes del Partido Liberal. El presidente terminó por cerrar el debate al interior de su gobierno y por dar aval a la iniciativa de su ministro. La medida tomó la forma de una resolución de la Superintendencia. El texto amplió las prerrogativas de los servicios especiales de seguridad, para que no se limitaran a la protección de una persona o de una empresa. Contrariamente a los servicios especiales, las Convivir se organizaban para operar en un territorio específico, en colaboración con el Ejército. El hecho de que Botero se haya apoyado sobre un texto existente y que lo haya modificado por medio de una resolución —lo cual ponía en riesgo el estatus jurídico de las Convivir— muestra que no tenía el apoyo del Gobierno para lograr la expedición de un decreto y que, a lo sumo, había logrado que el presidente y los otros ministros lo dejaran actuar. Las Convivir aparecieron como un modo de comprometer a los empresarios, sobre todo a los ganaderos y a los industriales del agro, en la lucha contrainsurgente. Botero reivindicaba en privado su filiación intelectual con el dispositivo de las Rondas Campesinas26 peruanas, una red de organizaciones paramilitares legales controladas por el Ejército de ese país. Poco después de su nombramiento, Botero invitó a Bogotá a Nicolás Hermoza y a Hernán Garrido. El primero era el comandante de las Fuerzas Militares del Perú, y el segundo, un consejero muy cercano de Alberto Fujimori. Los dos habían concebido y desarrollado las Rondas Campesinas. Garrido y Hermoza participaron en reuniones del grupo de trabajo que debía dar forma a la política de las Convivir. Esta privatización del conflicto fue vista como un imperativo estratégico. Botero declaró que “ningún país en la historia ha sido capaz de vencer el problema de la criminalidad rural sólo con el esfuerzo de las fuerzas armadas” y que “se requiere el aporte de la población civil organizada” (Semana, 1995a). La puesta en marcha de la política fue confiada a la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada, dependiente del Ministerio de Defensa. Para dirigirla, fue nombrado Hermán Arias Carrizosa, un miembro de la élite terrateniente con intereses en Urabá. Su hermano era, por otra parte, un empresario de la construcción de blindajes. Arias Carrizosa, apoyado por su ministro, afirmó
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Acerca de estos grupos armados, véase, entre otros, a Degregori (1996).
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que las Convivir no tendrían sino armas de defensa personal y que la mayor parte de su equipo estaría compuesto por sistemas de comunicación. Sin embargo, durante el año 1996, la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada expidió a 60 Convivir autorizaciones para la utilización de 445 subametralladoras, 217 escopetas, 70 fusiles y 40 otras “armas de uso restringido”, una categoría que incluye morteros, granadas y lanzagranadas.27 El papel de la Superintendencia desbordó sus funciones de regulación, como lo señalaron las informaciones sobre conflictos de interés reveladas por la prensa en 1997. No solo el superintendente promovía de manera muy activa la organización de las Convivir, sino que algunos de los miembros de su junta directiva habían sido contratados como consultores de las empresas de seguridad que se suponía debían controlar (Alternativa, 1997). La principal crítica hecha a las Convivir es que el dispositivo se había creado con el objetivo de reciclar el mismo marco legal que había favorecido el desarrollo de los paramilitares en los años ochenta y que había sido invalidado por el Gobierno y declarado inconstitucional por la Corte Suprema. Las explicaciones suministradas por los partidarios de las Convivir muestran bien el concepto que tenían del problema paramilitar. Contrariamente a sus predecesores, que creían que el paramilitarismo era un fenómeno en desaceleración, el ministro Botero consideraba que los grupos paramilitares eran la consecuencia inevitable del conflicto armado. Lo expresó de la siguiente manera: La disyuntiva para el país no está entre tener cooperativas de seguridad rural o no tenerlas. La verdadera disyuntiva es entre tener cooperativas vigiladas por el Estado o tener el desarrollo incontrolado de grupos paramilitares y de autodefensa creados al margen de la ley. En otras palabras, estas instituciones se crean o se crean: o se establecen institucionalmente por intermedio del Estado, o se crean por fuera de la ley. Y yo, definitivamente, prefiero lo primero (Semana, 1995a).
Así, las Convivir fueron mostradas como una forma de cobijar a los paramilitares con la tutela del Estado, sometiéndolos a una regulación pública. Las mismas ideas fueron expuestas por el superintendente de seguridad privada: 27
Armamento aprobado por el comité consultor de la superintendencia en 1996. Citado en Alternativa (1997).
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A los señores de las fincas de la sabana de Bogotá [los paramilitares] les decían: “Nosotros les ofrecemos seguridad… ¿Quieren seguridad? Se la ofrecemos, dennos la plata y no pregunten”. ¿Qué respuesta tiene el Estado frente a esto? Hay dos: Una, niega esa realidad y dice que no existe, eso no es cierto. O bien, acepta esa realidad y trata de meter a esa gente dentro del Estado, al pie de su fuerza pública, de su ejército, de su policía, de su infantería de marina, al lado de ellos, con la vigilancia de ellos, con tutoría del Estado, dentro de un marco legal. Esta es la importancia de las Convivir (Hermán Arias, en Cien Días, 1997).
La intención de privatizar el conflicto no hubiese podido ser enunciada con mayor claridad. Aparece aquí no solo como algo legítimo, sino también como un objetivo por alcanzar. En este tipo de discurso, aunque los paramilitares son definidos como criminales, su comportamiento es mostrado como la manifestación de un derecho legítimo a la autodefensa. En consecuencia, si problema hay, su solución consiste en ofrecer a esos grupos un marco jurídico que les permita su inserción política y social. El debate se fue desplazando progresivamente de la calificación penal de la violencia paramilitar a su legitimación política, es decir, se llegó a concluir el carácter inevitable del paramilitarismo, dadas las condiciones de violencia del país. Los paramilitares ya no eran vistos como un peligro para la seguridad del Estado. Sus lazos con el narcotráfico ya no aparecían como circunstancias de exclusión. Si llegaban a ser considerados como criminales, la única razón era que el Estado no había sabido establecer el marco jurídico e institucional apropiado para el desarrollo de una “autodefensa” legal. La brutalidad de tal cambio puede parecer sorprendente. No se puede comprender sino a la luz de los análisis desarrollados anteriormente, que muestran cómo la criminalización del paramilitarismo se realizó de manera subordinada, como una consecuencia secundaria del problema de la violencia ligada al narcotráfico. Finalmente, este fenómeno armado no había sido valorado como un problema en sí mismo. Su criminalización se debía principalmente al posicionamiento estratégico de paramilitares y narcotraficantes. Frente a un nuevo contexto de seguridad, en el que el peligro insurgente recuperó su estatus central en la agenda de seguridad, la necesidad de luchar contra los paramilitares pasó a un segundo plano.
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*** El ejemplo de las Convivir ilustra bien lo ambiguo de las relaciones entre los círculos de la seguridad y el paramilitarismo. Por una parte, estos grupos fueron definidos como delincuentes, debido a su relación con los narcotraficantes; pero, por otra, su importancia relativa en la agenda de seguridad estuvo únicamente determinada por el contexto sangriento y relativamente fugaz del “narcoterrorismo”. Los cambios en las relaciones entre narcotraficantes y Estado transformaron de nuevo a los paramilitares en un fenómeno tolerable e incluso deseable. La conversión de fachada de los actores más reaccionarios del juego político, que durante un momento aceptaron la prohibición del paramilitarismo, fue rápidamente abandonada. Cuando las condiciones políticas lo permitieron, estos actores no dudaron en promover un marco regulatorio similar al que antes había favorecido el desarrollo de los grupos paramilitares. Sin embargo, lo hicieron en un lenguaje compatible con la posguerra fría y con la gobernanza neoliberal. Ya no se hablaba de las “juntas de autodefensa” promovidas por la doctrina de la seguridad nacional, sino de empresas de seguridad y de cooperación entre vigilancia privada y actores públicos. Esto no conduce, sin embargo, a un cuestionamiento de la prohibición legal de los grupos paramilitares. La situación a mediados de la década de los noventa no es comparable a la de diez años atrás. Las transformaciones en la justicia y en las instituciones de control, así como la visibilidad internacional del conflicto colombiano obligaron a las alianzas cómplices a la clandestinidad.
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Cualquier buen observador que haya vivido en Colombia o pasado suficientes veces por el país se habrá hecho la misma pregunta: ¿cómo es posible que la barbarie de la guerra coexista con una de las culturas jurídicas más arraigadas y sofisticadas de América Latina? ¿Cómo se explica que, mientras los paramilitares jugaban fútbol con las cabezas cercenadas de sus víctimas, en la capital la Corte Constitucional dictaba las sentencias más exquisitas del constitucionalismo latinoamericano? ¿A quién le cabe en la mente que al mismo tiempo que las farc [Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia] secuestraban y violaban todas las normas del derecho internacional humanitario, en las facultades de derecho se debatían sesudamente las variaciones más recientes de las teorías jurídicas estadounidenses? (Rodríguez Garavito, 2009, p. 17).
Como lo destaca César Rodríguez Garavito en este pasaje, Colombia presenta una situación a primera vista paradójica, en la que coexisten una violencia de gran intensidad y la continuidad de las instituciones jurídicas, así como una fuerte creencia en la importancia social del derecho. Cuando la fuerza de los actores armados organizados —guerrilla y paramilitares, sin mencionar a los “carteles” y a sus estructuras armadas— tomó proporciones inéditas, colocando al país entre los más violentos del mundo, el derecho conservó —y hasta reforzó— su papel como un repertorio de la acción política y un marco de interpretación de lo social. Este capítulo examina un objeto de acción judicial que parecería ser inesperado en un país en guerra: los procesos penales contra militares a causa de sus alianzas con paramilitares. La criminalización de estas alianzas no ha sido objeto de estudios específicos, sin duda porque sus pobres resultados han conducido a los analistas a señalar sus carencias antes, incluso, de estudiar sus mecanismos.
Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
Ahora bien, la escalada y la amplitud del conflicto armado tuvieron efectos paradójicos sobre la institución judicial. Es innegable que la existencia de un conflicto armado interno ha puesto en riesgo a los funcionarios de la justicia en sus medios de acción y en su integridad física. Centenares de jueces y fiscales han sido asesinados o tuvieron que partir hacia el exilio.1 Sin embargo, la intensidad de la violencia también sirvió como vector para el desarrollo de nuevas instituciones judiciales, como la Fiscalía General de la Nación. Claro está que estas nuevas instituciones no contrarrestaron la espiral de violencia ni vencieron la impunidad de la que disfrutaron los actores armados. Sus medios de acción han sido terriblemente limitados en comparación con el poder de estos. No obstante, su existencia constituye un indicador de una intervención creciente del sistema judicial en la sociedad. Así, si se va más allá de los análisis de corto plazo que, a lo largo de los años ochenta y noventa, anunciaban el “colapso de la justicia”, se ve que, por el contrario, esos años de plomo marcaron, al mismo tiempo, una intervención creciente de la justicia en el conjunto de las actividades de gobierno, incluso en aquellas de la gestión de la violencia. Este capítulo examina el tratamiento que dio la Justicia a los lazos entre militares y paramilitares. Se trata de explicitar las causas del control progresivo y conflictual de la acción de los militares. La penalización de esos lazos es un caso de estudio particularmente interesante para tratar la ambivalencia del gobierno de la violencia. Dicha ambivalencia demuestra que la acción no estuvo dirigida por una sola racionalidad estatal, sino que este proceso se redefine de manera continua por conflictos al interior mismo del Estado. Los conflictos alrededor de la penalización de los lazos entre militares y paramilitares son puntos álgidos donde se cristalizan controversias más amplias que se refieren a la relación entre la violencia privada y el Estado, y al tratamiento que se le debe dar a la insurrección. Igualmente, es en estos conflictos donde se forman las instituciones judiciales y donde estas reafirman su rol social y político. Así, la intervención de la justicia participa tanto en la definición del espacio de acción de los grupos paramilitares como en la concepción de las modalidades de intervención estatal en la sociedad.
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Únicamente para la década de los ochenta, hubo 71 asesinatos de fiscales y funcionarios del ministerio público. Véase Comisión Internacional de Juristas, Comisión Andina de Juristas Seccional Colombiana (1992).
6. Juzgar la violencia en tiempos de guerra
¿Una justicia en crisis? Veamos primero algunas transformaciones significativas de las instituciones judiciales durante las dos últimas décadas del siglo xx. Se trata de describir una situación en la que “el problema de la justicia”, entendido como la percepción de una justicia en crisis, ineficiente e incapaz de vencer la impunidad, llevó a reformas destinadas a luchar de una mejor manera contra los narcotraficantes. Las herramientas desarrolladas a partir de finales de los años ochenta proporcionaron recursos judiciales y policiales para la penalización del paramilitarismo, aunque este no fuera su objetivo. Así, este capítulo muestra que, de manera similar a la emergencia del paramilitarismo en la agenda de seguridad como una problemática al margen del tema de la droga, la penalización de las alianzas entre militares y paramilitares es un “efecto inducido” del reforzamiento de la justicia penal y, sobre todo, del desarrollo de aparatos judiciales especializados en la persecución del crimen organizado.2
La fragilidad de la justicia En febrero de 1983, el procurador general Carlos Jiménez Gómez hizo público un informe acerca de la organización armada Muerte a Secuestradores (mas). Un equipo de investigadores había identificado a 163 miembros de este grupo, de los cuales 59 estaban en servicio de las Fuerzas Militares (Colombia, Procuraduría General de la Nación, 1983). El documento causó revuelo en la prensa y los militares denunciaron lo que consideraban era una campaña de desprestigio. El escándalo duró unas pocas semanas. El presidente repudió la actitud del procurador, que tuvo que hacer frente a una investigación disciplinaria ante el Consejo de Estado. La Procuraduría General de la Nación es una institución híbrida que combina la función de garante de los derechos de los justiciables con la de vigilancia de la administración, pero es esta segunda misión la que le confiere su importancia política. A principios de los años ochenta, la Procuraduría era el blanco de diversas críticas. En un contexto en el que actores diversos denunciaban la corrupción de las élites políticas y sus vínculos con los empresarios de la droga, la pasividad de la Procuraduría la hacía objeto de denuncias. En 1982, Carlos Jiménez Gómez fue nombrado a la cabeza de la entidad; era un abogado de
2
Como lo sugiere, en un contexto muy diferente, Philippe Garraud (2002).
Gobernar en medio de la violencia. Estado y paramilitarismo en Colombia
origen humilde y miembro del Partido Liberal. En sus memorias, Jiménez Gómez se queja de la incapacidad de acción en la que se encontraba en ese entonces la institución. Esta impotencia era particularmente clara cuando se trataba de investigaciones contra los militares, que eran asumidas pronto por la justicia penal militar, un sistema en el que los casos por paramilitarismo no tenían ninguna posibilidad de prosperar ( Jiménez Gómez, 1999, p. 32). A pesar de la ausencia total de resultados en el caso del mas, es importante retomar la controversia que causó, con el fin de poder entender mejor las relaciones entre el Poder Judicial y el Ejército.3 A finales de 1982, cuando el presidente Belisario Betancur inició su política de apertura democrática y de conversaciones de paz, este le pidió a la Procuraduría un informe acerca del grupo paramilitar mas. El nuevo procurador tomó muy en serio la investigación y organizó una misión mixta, en colaboración con jueces de instrucción, que indagaron en distintas jurisdicciones para reunir datos sobre inspecciones en curso. La expectativa política ante este informe era fuerte. Como se esperaba que su publicación se realizara el 29 de enero de 1983, el ministro de Defensa Nacional, general Fernando Landazábal Reyes, publicó un editorial en la revista de las Fuerzas Armadas en la que le advierte al procurador general ante su osadía. El tono era amenazante: Vislumbramos que podrían estarse originando los argumentos para un nuevo conflicto interno de la nación, pues indudablemente, aquella parte honesta de la sociedad, que se considera dignamente representada y defendida por las Fuerzas Armadas, tendría que ponerse en pie al lado de sus instituciones, y éstas, ante las perspectivas del desdoro de su dignidad, podrían disponer su ánimo para una contienda de proporciones incalculables e imprevisibles que llevaría a nuestro país a una nueva fase de la violencia, en la que todo se perdería para la paz y nada se ganaría para la patria, para la que en tales condiciones se abrirán las puertas del conflicto civil generalizado (Semana, 1983a).
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Las memorias de Jiménez Gómez (1999), cruzadas con los artículos de prensa de la época, permiten reconstruir esta situación. El exprocurador general también publicó tres recopilaciones de documentos provenientes de sus archivos, que permiten complementar esas fuentes. Véase Jiménez Gómez (1987).
6. Juzgar la violencia en tiempos de guerra
A pesar de los riesgos a los que se exponía y apoyado por los miembros de su equipo de investigación, Jiménez Gómez le envió a la prensa los nombres de las personas involucradas con investigaciones penales. El comunicado fue firmado, a la vez, por el procurador general, sus colaboradores más cercanos y por siete jueces de instrucción criminal. El gesto fue objeto de desaprobación inmediata. El presidente se apuró a señalar que el informe del procurador solo indicaba responsabilidades individuales y que no se trataba de poner en tela de juicio a la institución militar. Criticó la actitud del procurador, quien al haber hecho públicos los nombres de los investigados, hubiese pisoteado sus derechos constitucionales. El 25 de febrero de 1983, menos de una semana después de la publicación de las conclusiones de la entrevista, los altos comandantes de las Fuerzas Militares organizaron un homenaje de desagravio al ministro de Defensa. El general Rafael Navas, excomandante de las Fuerzas Militares, afirmó que el gesto del procurador tenía un “impacto desmoralizador en las tropas” y que estaba atizando la frustración de los militares en contra del poder civil (El Espectador, 1983a). Al mismo tiempo, el consejero de Estado, Jorge Valencia Arango, pidió una sanción “severa e implacable” de parte del Consejo de Estado en contra del procurador (El Espectador, 1983b). A pesar de que el procurador afirmaba de manera recurrente que su informe no constituía un cuestionamiento general a la responsabilidad de las Fuerzas Militares, los militares reaccionaron en bloque, y hasta llegaron a organizar la donación de un día de salario de todas las tropas para la creación de un fondo de defensa legal. El informe del procurador no tuvo ninguna repercusión, pues ninguno de los militares que figuraba en la investigación fue procesado y sus carreras parecen no haber sido afectadas. La inmunidad parecía total, por lo menos por el momento. Sobre todo, la reacción de actores al interior de las instancias estatales, en esferas tan diversas como las Fuerzas Militares, el Gobierno, el Congreso y el Consejo de Estado, muestra cómo la intervención de las instancias judiciales en la esfera militar fue percibida como una transgresión de las divisiones en el seno del Estado. En nuestro caso, la principal manifestación de esta división es el fuero militar, que garantizaba que los miembros de las Fuerzas Militares serían juzgados por tribunales militares, en los que el juez de primera instancia era, con frecuencia, su superior jerárquico directo. Las investigaciones por paramilitarismo raramente desembocaban en procesos, y estos finalizaban, casi siempre, en sentencias
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absolutorias o en el archivo de los procesos.4 Este estatus legal garantizaba a la institución militar el control de los espacios institucionales en los que se podía poner en duda el comportamiento de sus miembros, e impedía la injerencia de actores externos (activistas, jueces) en sus asuntos. Sin embargo, los años ochenta vieron el comienzo de una afirmación de la capacidad de la justicia penal ordinaria para abordar la violencia organizada. Desde los años sesenta, en el marco de la aplicación casi permanente del “estado de excepción” y argumentando la ineficiencia de la justicia, los jueces fueron despojados progresivamente de las investigaciones contra miembros de la guerrilla y del crimen organizado. Estas investigaciones se asignaron a la justicia penal militar, percibida como más expedita y menos apegada a las garantías procesales. Así, a finales de los años setenta, cerca del 30 % de los casos penales eran llevados por jueces militares (García Villegas, 2001). El cuestionamiento de estas prácticas de excepción por parte de la Corte Suprema, le abrió la puerta a las primeras reformas de la justicia. Entre marzo y abril de 1987, la Corte le dio un giro a su jurisprudencia e invalidó el enjuiciamiento de civiles por tribunales militares y la atribución de funciones de policía judicial al Ejército (Colombia, Corte Suprema de Justicia, 1987a; 1987b). Al no poder hacer juzgar los crímenes más graves por instancias militares, el Gobierno se vio obligado a formar una justicia de excepción al interior mismo de la justicia penal ordinaria. El primer paso en ese sentido fue la creación, en 1987, de una jurisdicción especial llamada de orden público. Los jueces de instrucción delegados ante los tribunales especiales fueron dotados de cuerpos autónomos de policía judicial y percibieron una mejoría en sus condiciones de trabajo. Sus tareas eran llevadas a cabo bajo el control y con el apoyo de una instancia central, la Dirección de Instrucción Criminal, que permitía compartir recursos e información. Aunque estas primeras reformas dieron lugar a varias investigaciones acerca del paramilitarismo, como las de las juezas Martha Lucía González y María Elena Díaz sobre el asesinato de 20 trabajadores en marzo de 1988 en Urabá, la intervención de la justicia continuó siendo frágil, dependiente de iniciativas puntuales —y algunas veces de cruzadas individuales— y desprovista de
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Desde los años ochenta, varias organizaciones no gubernamentales (ong) denunciaron un comportamiento muy laxo de los tribunales militares, sobre todo cuando se trataba de actos violentos cometidos contra civiles en el marco de las operaciones contrainsurgentes. Acerca del comportamiento de la justicia penal militar, véase Andreu-Guzmán (2007).
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cualquier base institucional sólida.5 Todas estas problemáticas aparecen plasmadas en el caso de La Rochela.6 En diciembre de 1988, la Dirección de Instrucción Criminal creó una unidad especial encargada de las investigaciones sobre una serie de homicidios cometidos en el Magdalena Medio. Las pesquisas condujeron a los magistrados a pensar que los paramilitares estaban siendo apoyados por militares de la base de Campo Capote. El 18 de enero de 1989, cuando se encontraban transitando en la población de La Rochela para recoger testimonios y pruebas, los miembros de la unidad especial de investigación fueron detenidos por paramilitares que se hacían pasar por guerrilleros. Los condujeron varios kilómetros por la carretera que de allí conduce a la ciudad de Barrancabermeja, antes de parar los vehículos y acribillarlos a balas. Tres miembros de la comisión sobrevivieron, después de que los paramilitares los dieron por muertos. A pesar de que toda la región se hallaba bajo la vigilancia del Ejército, fue el inspector de policía de La Rochela el primero en llegar al lugar de los hechos. En el momento en el que se conoció la masacre, los responsables de la rama judicial reaccionaron enérgicamente. El director de Instrucción Criminal, Carlos Lozano, ordenó la creación de una unidad de investigación especial, bajo la dirección de tres jueces de instrucción, que contarían con el apoyo de la Policía Judicial y del Departamento Administrativo de Seguridad (das). Durante las semanas siguientes, varias decenas de personas fueron arrestadas. La unidad de investigación ordenó la detención del sargento Otoniel Hernández y del teniente Luis Andrade, comandante de la base de Campo Capote. Pese a ello, los jueces encontraron numerosos obstáculos: durante los primeros meses de la investigación, tres testigos y un investigador fueron asesinados. Las presiones sobre los testigos y sobre los jueces condujeron a desplazar el proceso a la ciudad de Pasto, probablemente el sitio más alejado del Magdalena Medio que se podía encontrar. La sentencia en primera instancia fue pronunciada en junio de 1990; el juicio de segunda instancia tuvo lugar en noviembre de ese mismo año, en el Tribunal Superior de Bogotá.
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El destino de estas dos magistradas ilustra bien esto. La primera tuvo que salir de Colombia debido a amenazas contra su vida, lo que no impidió que asesinaran a su padre. La segunda, que retomó las investigaciones, fue asesinada en julio de 1989.
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Este caso dio lugar a un informe del Centro de Memoria Histórica; véase Orozco Abad (2010).
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Tras las dos sentencias, los líderes reconocidos del grupo paramilitar, así como dos de sus subordinados fueron condenados a penas de prisión. Sin embargo, la responsabilidad de los dos militares investigados en el caso no pudo ser probada. El sargento Hernández, tras una condena en primera instancia por el delito de “auxilio a actividades terroristas”, obtuvo una tipificación menos grave en segunda instancia. El Tribunal Superior lo condenó, por el delito de encubrimiento, a un año de prisión. En el caso del teniente Andrade, acusado de ser el eslabón clave de la alianza entre militares y paramilitares, la justicia ordinaria finalmente desistió a favor de la jurisdicción militar. Andrade se defendió alegando que no había cometido ningún acto ilegal; aceptó haber participado en la formación de grupos paramilitares, pero se justificó argumentando que esos grupos eran legales en aquel momento. Incluso afirmó que su creación hacía parte de las directivas del Ministerio de Defensa.7 Finalmente, el teniente terminó escapándose de su sitio de reclusión —una base militar—, en medio de una serie de eventos muy sospechosos. A finales de los años ochenta, la penalización de las relaciones entre los militares y los paramilitares aparecía como una causa peligrosa y azarosa para quienes se atrevían a emprenderla. Esta era la consecuencia de la falta de recursos, que obstaculizaba el trabajo de los jueces. El reforzamiento de la capacidad judicial para luchar contra el crimen organizado, motivado por el problema de las drogas, se constituyó, por lo tanto, en un momento de inflexión en las relaciones entre justicia y violencia.
Hacia una nueva justicia Con el objetivo de dotar a la justicia de los recursos para luchar contra la violencia ligada al narcotráfico, que aparecía a finales de los años ochenta como la principal amenazada para la seguridad del Estado, se introdujeron nuevas reformas judiciales. Tres elementos modificaron profundamente la justicia en la década de los noventa: se trató de la creación de la Fiscalía General de la Nación, de la consolidación de la justicia de excepción y de las transformaciones del derecho penal. El problema de la reforma a la justicia fue abordado en el marco de la Asamblea Nacional Constituyente, que se reunió entre febrero y julio de 1991. La creación de la Fiscalía General de la Nación se inspiraba, en parte, en proyectos de reforma
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Citado en Orozco Abad (2010, p. 52).
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que habían sido abandonados en el pasado. Esto se acompañó de una profunda reforma del procedimiento penal. La Fiscalía General constituyó entonces un cuerpo único, centralizado y organizado jerárquicamente. Esto le dio un enorme poder al fiscal general, hasta llegar a ser calificado por la prensa como el segundo cargo en importancia en el país después del presidente de la república. Paralelamente a la organización de esta nueva institución, fue reforzada la justicia de excepción, que tuvo un desarrollo progresivo desde 1987: creada inicialmente para tratar los casos de crímenes de terrorismo, secuestro extorsivo y extorsión, así como aquellos “contra la existencia y la seguridad del Estado” (Colombia, Presidencia de la República, 1987), fue competente desde 1988 para juzgar los delitos ligados al narcotráfico (Colombia, Presidencia de la República, 1988b). En noviembre de 1991, esta legislación —que había sido adoptada bajo el estado de excepción y que, por lo tanto, era una medida temporal— fue prolongada (Colombia, Presidencia de la República, 1991a). Así nació la “justicia regional”, conformada por jueces de primera instancia y por un tribunal nacional que juzgaba en segunda instancia. La Corte Suprema actuaba como tribunal de casación. La justicia regional era una “justicia sin rostro”, en la que los jueces, los fiscales y los testigos eran anónimos. Como gran parte del proceso se hacía por escrito, los acusados no conocían la identidad de las partes. Cuando una audiencia era necesaria, el juez o el fiscal se ubicaban en una cabina con vidrios opacos, dotada de un micrófono que alteraba sus voces. Los testimonios de los testigos se agregaban por escrito a los expedientes y sus identidades se ocultaban con seudónimos. Aunque este tipo de proceso fue el blanco de duras críticas por organizaciones de defensa de los derechos humanos,8 tuvo una buena acogida en el seno de la Fiscalía y fue avalado por la Corte Constitucional. Frente al poderío del narcotráfico y ante los centenares de jueces, fiscales y funcionarios asesinados durante los años ochenta, aparecía como la única manera en la que la rama judicial podía continuar con su trabajo. La transformación de las instituciones judiciales se vio acompañada de una renovación de los instrumentos del derecho penal. Los fiscales y los jueces comenzaron a disponer de un conjunto de herramientas más adaptadas a la lucha contra el crimen organizado. La primera de ellas fue el sometimiento a la justicia. 8
Léase, por ejemplo, el informe de la Federación Internacional de los Derechos Humanos (Katz y Nieto García, 1996).
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A pesar de que esta política se había intentado establecer a finales de los años ochenta, solo pudo ser codificada y aplicada de manera sistemática a partir de 1990. El sometimiento a la justicia permitía la rendición de los narcotraficantes, que negociaban una reducción de penas a cambio de proporcionar información que permitiese avanzar con otras investigaciones. Tal cambio constituía una revolución cultural, pues la libertad en la definición de la sanción penal aparecía como algo ajeno a las tradiciones jurídicas del derecho colombiano. El tratamiento penal de las organizaciones criminales requiere, así mismo, de una transformación de las tipificaciones penales. El Decreto 180 de 1988 o “Estatuto para la defensa de la democracia” (Colombia, Presidencia de la República, 1988a) fue el primer paso en este sentido. Creó, por ejemplo, la tipificación, hasta entonces inexistente, de homicidio con fines terroristas, definido por algunas características de la víctima: funcionarios públicos, candidatos a las elecciones, dirigentes de organizaciones sociales, periodistas, docentes universitarios, representantes diplomáticos y dignatarios eclesiásticos. Una de las circunstancias agravantes era el hecho de que el homicidio fuese cometido con el fin de obstaculizar la administración de justicia. También fue necesario adaptar el derecho penal a la complejidad de los crímenes cometidos por organizaciones y no por individuos aislados. El Código penal de 1980 ya había penalizado la “instigación a delinquir”; el Decreto de 1988 agrega la instigación a pertenecer a una organización terrorista o a cometer un acto de terrorismo. La simple pertenencia a una organización criminal se castiga bajo la calificación de “concierto para delinquir”, sin que sea necesario probar la contribución del acusado a los actos criminales. A partir de 1986, el concierto para delinquir comenzó a asociarse progresivamente con condiciones agravantes, en función de los objetivos perseguidos por la organización criminal. Finalmente, la utilización de estos tipos penales construyó poco a poco una nueva jurisprudencia, que forjó una interpretación de los grupos criminales como organizaciones piramidales en las que la responsabilidad de los actos de los subordinados era imputable a los líderes. En efecto, la dificultad para probar la participación de las “cabezas” de la organización en los crímenes cometidos por esta, condujo a los jueces y a los fiscales a redefinir los criterios de la responsabilidad penal. Este arsenal represivo, desarrollado y legitimado en respuesta al narcotráfico, fue aplicado con rapidez a los crímenes contra el Estado y, sobre todo, a los grupos guerrilleros. Ahora bien, estas transformaciones de la justicia también
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hicieron posibles persecuciones contra los paramilitares y sus aliados militares. A pesar de que este tipo de aplicación no figuraba en las justificaciones iniciales, sin estas reformas lo más probable es que la criminalización del paramilitarismo no hubiese sido posible. Sin embargo, el fortalecimiento del aparato penal del Estado no fue la única condición relevante. Para que la intervención de la justicia en la esfera militar dejara de ser percibida como una transgresión, era necesario que se reconociera la necesidad de la intervención del Estado en el ámbito de las violencias contra la población. El conflicto por el reconocimiento de la responsabilidad del Estado en esta violencia, ya fuese de manera directa —cuando uno de sus funcionarios estaba involucrado— o de modo indirecto —cuando había fallado en su responsabilidad de protección— constituye el origen de un conjunto de dispositivos encaminados a abordar el problema de los derechos humanos. Estas medidas aparecieron a finales de los años ochenta como una respuesta política del Estado ante las denuncias que se apoyaban en una red internacional de ong. A su vez, algunas reformas abrieron nuevos espacios de denuncia y de acción. En consecuencia, marcaron el inicio de verdaderas transformaciones políticas e institucionales, cuyas consecuencias fueron particularmente relevantes en la justicia.
Los derechos humanos: ¿una “estrategia del gatopardo”? Los derechos humanos fueron, a la vez, un marco de interpretación de la violencia, un conjunto de normas y un problema de relaciones internacionales. Fueron introducidos inicialmente por grupos que reivindicaban la responsabilidad del Estado en las acciones violentas represivas (Tate, 2007, p. 41). Sin embargo, el Gobierno fue adoptando ese mismo marco dentro de su estrategia de relegitimación. La hegemonía de los derechos humanos como un marco de interpretación de la violencia en Colombia ha provocado efectos institucionales, a pesar de la gran cantidad de usos y de intereses. La reapropiación del marco de los derechos humanos por instancias estatales parece ser, por lo menos en sus inicios, lo que el sociólogo David Recondo llama una “estrategia del gatopardo”, que busca “cambiar todo para que nada cambie” (2007a). En esta perspectiva, el cambio institucional habría sido en realidad una estrategia de relegitimación de las élites gobernantes, con el objetivo de salvaguardar el orden político en vigor. Ahora bien, como lo destaca Recondo, los cambios institucionales llevados a cabo en el marco de esta “estrategia del gatopardo” están llenos de
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a mbivalencias. En efecto, ningún actor está en capacidad de controlar el curso de los a contecimientos. Las reformas, así estén intrumentalizadas, no conciernen a un solo sector político o burocrático, y movilizan, al contrario, gran variedad de actores que buscan orientar el cambio a su favor. Por lo tanto, la puesta en marcha de una reforma responde con frecuencia a la convergencia de intereses antagónicos. Las nuevas instituciones, creadas inicialmente con el objetivo de contener el carácter subversivo de la transformación social, se convierten, a su vez, en campos de lucha. Estas redistribuyen los recursos y dan forma a las reivindicaciones. Por consiguiente, cargan con ellas nuevos conflictos. Así, la búsqueda de legitimidad de los gobernantes mediante la utilización del marco de los derechos humanos requería necesariamente abrir espacios internos donde se expresaran estas reivindicaciones. Esto condujo a poner en marcha algunas reformas que, al comienzo, pudieron aparecer como de carácter puramente cosmético, pero que proporcionaron recursos a los actores para lograr que sus causas avanzaran. Así, por ejemplo, la creación de entidades públicas de vigilancia y promoción de los derechos humanos creó una porosidad entre el sector estatal y las ong. Las trayectorias profesionales de los individuos y la circulación de las ideas mezclaron estos dos sectores que parecían opuestos inicialmente. En el aspecto jurídico, la traducción de los compromisos internacionales del Estado en dispositivos internos modificó las condiciones de acción de los fiscales y facilitó la apertura de investigaciones. En últimas, nuestras reflexiones apuntan a subrayar que el cambio institucional tiene una dinámica propia, que solo se puede comprender con el estudio de la movilización de los actores, y no solo con el mero análisis de las decisiones políticas o administrativas.
Entre las movilizaciones sociales y la diplomacia El surgimiento de un “espacio de los derechos humanos” (en referencia a los trabajos de Mathieu, 2007) no fue el resultado mecánico de la presión internacional, sino el fruto de una construcción en la que intervinieron actores internacionales y movilizaciones nacionales. En efecto, las reivindicaciones ya existentes y las luchas políticas nacientes se apropiaron, en los años ochenta, del vocabulario de los derechos humanos, particularmente útil, pues permitía expresarse en escenarios transnacionales. Las primeras organizaciones que reivindicaron la defensa de los derechos humanos y utilizaron “el arma del derecho” (Israël, 2009) aparecieron en los años sesenta en el marco de los procesos llevados por la justicia penal militar contra
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individuos acusados de pertenecer o de apoyar a la guerrilla. Sus defensores los calificaron como “prisioneros políticos” y llevaron a cabo con frecuencia una “defensa de ruptura”, que había sido teorizada por el abogado Jacques Vergés en los procesos de los miembros de la guerrilla del Frente de Liberación Nacional (fln) en la Argelia francesa. Importada en Colombia, esta estrategia consistía en cuestionar la legitimidad de los tribunales —militares, en ese momento— para juzgar a las personas acusadas de rebelión. Los defensores no eran organizaciones bien estructuradas, sino redes de abogados con una práctica militante del derecho, con contactos con organizaciones sociales y con el Partido Comunista.9 Desde finales de los años setenta, cuando se expandían las prerrogativas de los militares en la administración de la seguridad, se conformaron organizaciones para denunciar los casos de tortura y desaparición forzada perpetrados en los cuarteles. Sin embargo, la multiplicación de las redes, comités, asociaciones y ong, así como su utilización del vocabulario de derechos humanos —hasta ese momento considerado como “burgués”— datan de los años ochenta. La mayor parte de estas estructuras trataron de denunciar lo que ellas denominaban una “guerra sucia”, es decir, el asesinato de políticos y militantes de izquierda, así como de periodistas e intelectuales, por los militares y los paramilitares. De este modo, la calificación de la violencia también retomó el vocabulario de los derechos humanos, en un intento de llamar la atención internacional hacia Colombia, comparándola con casos más visibles, como aquellos de las dictaduras del cono sur.10 El vocabulario de los derechos humanos también respondía a una recodificación del discurso bajo una forma más neutra, mientras que la defensa de los “prisioneros políticos” evocaba un apoyo a la causa rebelde. Así, este vocabulario permitió reunir actores y redes disimiles alrededor de causas comunes —el final de las torturas y de las desapariciones forzadas—. Un buen ejemplo de ello es el fenómeno de los “comités de derechos humanos”. Eran redes flexibles, sin pertenencia exclusiva, que reclutaban simpatizantes y militantes tanto dentro de los círculos cercanos al Partido Comunista y a los sindicatos, como a personas cercanas de los partidos tradicionales. Un caso típico de esta dinámica es el del primer presidente del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos 9
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Acerca de este orígen, véase Daviaud (2010b). Respecto a la adopción del vocabulario de los derechos humanos por parte de las organizaciones de la izquierda radical, véase la investigación de Winifred Tate (2007), sobre todo el segundo capítulo.
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Humanos; se trató de Alfredo Vásquez Carrizosa, un abogado egresado de la Universidad de Lovaina, exministro de Relaciones Exteriores, miembro del Partido Conservador, periodista y escritor. Vásquez Carrisoza había sido embajador de Colombia en Chile durante el golpe de Estado de 1973. Esta experiencia lo condujo —según él— a rebelarse en contra de las políticas represivas del gobierno de Julio César Turbay (1978-1982) y, sobre todo, contra la libertad de acción que se les dio a los militares en nombre de la lucha contra el comunismo. Como reacción a estas transformaciones en la política de seguridad, creó una especie de comité de vigilancia en 1979, con otros intelectuales y políticos, como el escritor Gabriel García Márquez o el líder liberal Luis Carlos Galán. La experiencia del Comité Permanente se reprodujo en todo el país, con la creación de comités regionales. Estas entidades buscaban ser observatorios comprometidos pero objetivos, que denunciaban los abusos y que ejercían un cierto “magisterio moral”, que fue posible gracias al compromiso de personas como Vásquez Carrisoza. La internacionalización del debate sobre la violencia en Colombia se vio acompañada por la integración de un repertorio de acción transnacional por las organizaciones existentes, así como de su profesionalización. Los primeros contactos entre organizaciones colombianas y ong extranjeras datan de finales de los años setenta, cuando Amnistía Internacional recolectó datos acerca de la reclusión de opositores políticos.11 En los años noventa, el perfeccionamiento de las estrategias jurídicas, la profesionalización de los miembros (asalariados) de las ong colombianas y su adopción de un trabajo de cabildeo en el Congreso condujeron a reforzar los lazos entre organizaciones nacionales y extranjeras. En varios casos, el discurso —fuertemente politizado— de las primeras organizaciones de derechos humanos le hizo lugar a un trabajo más técnico, con base en los principios del derecho internacional y a los estándares cuasi jurídicos de la presentación de casos.12 Este doble proceso de internacionalización y de profesionalización de los círculos de los derechos humanos fue impulsado por diferentes procesos. Inicialmente, se trató de cambios institucionales profundos que se operaron desde la Constitución de 1991 y que llevaron a las organizaciones a querer influir en las 11
Esta información fue publicada por primera vez en 1980: Amnesty International (1980).
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Para una descripción mucho más concreta de estos procesos de profesionalización, véase la obra de Tate (2007) ya citada, capítulo 3.
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instituciones desde el interior y ya no solo a denunciarlas por su carácter autoritario. La nueva Carta les proporcionó a las organizaciones medios de acción más amplios para la protección de los derechos, como la acción de tutela. En segundo lugar, hay que destacar la atención creciente que los actores internacionales le prestaron al conflicto colombiano a partir de la segunda mitad de los años ochenta (Garibay & Guerrero-Bernal, 2007). Esto ejerció una influencia muy directa en las ong nacionales, ya que se tradujo en nuevos apoyos financieros y políticos. Así, de acuerdo con Winifred Tate, la creación de la Comisión Colombiana de Juristas estuvo estrechamente ligada al apoyo de abogados de la Comisión Andina de Juristas con base en Lima y de la Fundación Ford, que acordó una subvención para el lanzamiento de una estructura en Bogotá (Tate, 2007, p. 119). Las transformaciones en el seno del Estado también tuvieron lugar es esta época. Como el marco de los derechos humanos es hegemónico en los espacios internacionales, su integración a los discursos y a las prácticas del Gobierno era algo imperativo. En esas condiciones, recurrir a los derechos humanos en los escenarios internacionales aparecía como un modo de exhibición pública que le permitía al Gobierno ganar márgenes de maniobra en espacios internacionales. Estas formas de relegitimación pudieron ser capitalizadas en los escenarios internacionales, sobre todo en las cuestiones ligadas a las conversaciones de paz con la guerrilla. De esta manera, los derechos humanos aparecieron, en parte, ligados a una estrategia de “extraversión” (Bayart, 1999), es decir, de uso de los recursos adquiridos en las relaciones con el exterior para fines de ejercicio del poder interior; se trata de un “registro de legitimación interna y de homologación internacional” (Bayart, 1999, p. 102). Esta aproximación instrumental y simbólica se hizo muy presente en las primeras medidas que respondieron al problema de los derechos humanos. De acuerdo con Sophie Daviaud, más que buscar la penalización de las alianzas entre militares y paramilitares, el Gobierno creó dispositivos encaminados, esencialmente, a certificar internacionalmente su buena fe, así como el carácter democrático del régimen y del Ejército (Daviaud, 2010b); tampoco había esfuerzos por lograr obtener un diagnóstico preciso de esas alianzas. Por el contrario, el discurso oficial continuó interpretándolas como infracciones individuales, limitadas a algunos funcionarios —de rango subordinado— que actuaría solos y por convicción personal o corrupción. Desde 1988, el Gobierno puso en marcha una estrategia voluntarista, encaminada a difundir una interpretación concurrente del problema de la violencia.
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El eje principal de esta estrategia fue la creación del cargo de consejero presidencial para los derechos humanos. El presidente Barco confió el cargo a un intelectual reconocido, Álvaro Tirado Mejía. Su misión consistía en establecer un diagnóstico y proponer políticas públicas. Sin embargo, su papel era esencialmente internacional. La figura de consejero sirvió, ante todo, para certificar, en el escenario internacional, los esfuerzos que hacía Colombia en la lucha contra la violencia.13 La decisión de centrar los esfuerzos en la certificación de buena voluntad corresponde a la orientación inicial del problema de los derechos humanos como un asunto de imagen y de política internacional. La década siguiente vio el surgimiento de nuevos espacios institucionales para el tratamiento del problema de las violaciones graves a los derechos humanos, como las comisiones de investigación o la figura del defensor del pueblo. El tratamiento del problema de la violación de los derechos humanos por algunas instituciones, así fueran meramente simbólicas, legitimó reivindicaciones que, hasta ese momento, habían sido percibidas como ilegítimas; por ejemplo, aquellas de las víctimas de la violencia paramilitar y militar. Además, abrió nuevos espacios de confrontación y permitió que se otorgaran recursos institucionales a nuevos actores. Así, por ejemplo, la creación de la Defensoría del Pueblo no se vio limitada a un papel de relegitimación institucional, debido en gran parte a las actividades del primer titular del cargo, Jaime Córdoba Triviño. Aunque la institucionalización —progresiva, frágil y controvertida— de los derechos humanos condujo a la creación de un área de acción pública, aquí nos concentramos en el impacto de estas dinámicas en los escenarios judiciales. Los actores políticos nacionales (ong e incluso el Gobierno) o internacionales (Corte y Comisión Interamericanas, que se expresan a través de recomendaciones y sentencias) hicieron énfasis en la incapacidad de las instituciones judiciales para intervenir en los asuntos militares. Como consecuencia, la creación y la aplicación de una política penal en materia de violaciones de los derechos humanos se promovieron como la condición sine qua non para el respeto de los compromisos del Estado colombiano. Las reformas que se propusieron se apoyaban en herramientas ya desarrolladas en el marco de la política de lucha contra el crimen organizado y, sobre todo, en los recursos de la Fiscalía General de la Nación. Las siguientes páginas
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Acerca de esta figura, véase Daviaud (2010b).
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ilustran esta dinámica en el caso de la creación de una unidad de investigación de la Fiscalía, especializada en la violación de los derechos humanos.
Los fiscales de los derechos humanos La formación de la Unidad Nacional de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario de la Fiscalía (comúnmente conocida como udh) fue el producto, a la vez, de un contexto político interno y de una fuerte presión externa; interviene, además, en un momento en el que la creación de ese tipo de herramientas de política penal aparecía como un eje ineludible en la política gubernamental. La inscripción del problema de los derechos humanos en la agenda gubernamental coincide con la llegada al poder de Ernesto Samper en 1994, quien tomó varias medidas encaminadas a probar la buena voluntad de su gobierno en la materia. No obstante, la creación de la udh también estuvo ligada a una temporalidad política más corta, en el que las relaciones internacionales de Colombia obligaron a los gobernantes a redoblar sus esfuerzos, con el fin de certificar la buena voluntad del país en materia de derechos humanos. Así, durante estos años, el problema de los derechos humanos entró en interacción con los escándalos políticos. Desde los primeros meses de su mandato, y durante los cuatro años que pasó en el poder, Samper se encontró en el centro del mayor escándalo político que Colombia había vivido hasta ese momento. Las investigaciones del fiscal general, Alfonso Valdivieso, revelaron el financiamiento de la campaña de Samper por narcotraficantes de Cali. Las investigaciones penales hicieron caer al ministro de Defensa y exjefe de la campaña de Samper, Fernando Botero, y a otros miembros del entorno de Samper. Así este hubiese escapado a un proceso debido a su inmunidad penal, tuvo que soportar duros ataques del Gobierno de Estados Unidos, que congeló una parte de los fondos de la cooperación y canceló su visa. Las relaciones bilaterales se encontraron en el punto más bajo de la historia reciente.14 En un contexto de tensión permanente con los Estados Unidos, la acción en materia de derechos humanos aparecía como la única forma de ganar márgenes de maniobra en la arena internacional. La creación de la udh fue característica de esa coyuntura política. Así, poco después de su nombramiento, el nuevo 14
Acerca de la actitud de los Estados Unidos durante la presidencia de Samper y la “diplomacia coercitiva”, véase Walker (1999).
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fiscal general, Alfonso Valdivieso, retomó un proyecto ya antiguo, que concentraba en una sola entidad todas las investigaciones referentes a las graves violaciones de los derechos humanos. Este dispositivo ya había sido objeto de recomendaciones de organismos internacionales; además, ya se había puesto en marcha en la Procuraduría General un dispositivo similar, que estaba comenzando a producir algunos resultados. La oposición del alto mando militar fue inmediata. El general Bedoya, entonces comandante de las Fuerzas Militares, declaró su inquietud frente a la posibilidad de una infiltración de la guerrilla en esta nueva unidad. Sin embargo, el fiscal general recibió el apoyo del presidente, satisfecho de poder dar pruebas del compromiso de su gobierno en materia de derechos humanos en un momento de crisis política. La udh fue creada a finales de 1994. Esta unidad recibió la financiación de diversos donantes internacionales, entre los que figuraban los Países Bajos, Canadá, Suecia y Reino Unido. Su creación tomó la forma de una decisión administrativa interna a la Fiscalía y, por lo tanto, no provino de un acto gubernamental o parlamentario. Esta modalidad de constitución demuestra la independencia administrativa de la Fiscalía General, pero también la precaria existencia que caracterizó a la udh desde sus inicios. La Unidad comenzó a funcionar en octubre de 1995, con un equipo de 25 fiscales, asistidos por investigadores y técnicos legistas. Inicialmente se les asignaron 200 casos. Entre julio de 1997 y febrero de 2001, la Unidad abrió investigaciones preliminares contra más de 1400 personas, entre ellas cerca de 200 militares. Estas investigaciones desembocaron en 168 acusaciones formales contra miembros de las Fuerzas Militares. En particular, se trataba de casos en los que la colaboración entre militares y paramilitares había sido objeto de denuncias internacionales. Esta acción de los fiscales no significa que fuesen independientes; por el contrario, el control del fiscal general sobre la Unidad era total y la trayectoria de las investigaciones dependía mucho de las orientaciones fijadas por él. Su influencia era, a la vez, oficial y prosaica. Así, la asignación de investigaciones a la udh era de competencia de la Dirección Nacional de Fiscalías y, en últimas, del fiscal general, lo que afectó con mucha frecuencia el avance de procesos contra oficiales. En términos más generales, los fiscales se quejaban de las formas en las que se influía en su trabajo cotidiano; un testigo de la época narra: “Los recursos eran limitados y al mismo tiempo les exigían a los fiscales resultados cuantitativos. Eso hace que los fiscales eviten algunos casos,
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los más complicados, que daban menos resultados a corto plazo, por ejemplo, casos de altos mandos”.15 La udh compensaba esta precaria existencia institucional con auxilios fuera de la Fiscalía y del Ejecutivo. Estos provenían, esencialmente, de dos tipos de actores: las ong y los gobiernos extranjeros. Aunque las ong criticaban los pocos recursos que recibía la Unidad, teniendo en cuenta la magnitud de la violencia, reconocían tanto el avance institucional que había representado la udh, como el compromiso personal de los fiscales. Así, los abogados que representaban a las víctimas solicitaban sistemáticamente la asignación de los casos a la Unidad, seguros de que iban a recibir un trato más riguroso. Se comenzaron a instaurar formas de cooperación cotidiana entre los fiscales de la Unidad y los abogados de las ong; un exmiembro de la udh recuerda: La mayoría de las ong, cuando ya vieron que teníamos el prestigio nacional e internacional y el apoyo institucional, comenzaron a facilitarnos el acceso a testigos y a evidencia. Nos permitían acercarnos a las víctimas. Eso lo aprendimos con ellos. En la Fiscalía y en la universidad uno no aprendía como acercársele a las víctimas. Ellos también jugaron un papel importando estándares internacionales y nos hicieron sensibles a esos estándares. Entre nosotros nadie tenía un conocimiento preciso en materia de derechos humanos. Eso, por ejemplo, llevó a replantear el dispositivo de protección de víctimas.16
Las relaciones con las ong también permitieron la circulación de nuevos conocimientos jurídicos, sobre todo en la aplicación de las normas internacionales a los crímenes cometidos en Colombia. Un abogado, miembro de una ong que representa a víctimas en los estrados judiciales, describe esta cooperación: Es un fiscal que yo conozco bien. Es muy receptivo a nuestras solicitudes y consejos. Por ejemplo, una vez estaba a cargo de un caso de homicidio, en donde los acusados eran militares. Como representante de la víctima y en una charla informal, le pedí que los investigara también por desaparición forzada. Él me dijo: “Cómo así, si solo estuvieron desaparecidos dos días”. Pero yo le 15
Entrevista a abogado, cercano a varios fiscales de la udh, Bogotá, 2011.
16
Entrevista a exfiscal que hacía parte del grupo original que fue reunido para conformar la udh, Bogotá, 2011.
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dije: “¿Dígame pues donde aparece el tiempo mínimo para que haya desaparición forzada?”. Entonces me pidió que le hiciera un oficio explicándole eso. Al fin y al cabo, le levantó cargos por desaparición.17
Algunas veces la colaboración entre las ong y los fiscales pudieron sobrepasar el marco profesional. De esta manera, un exfiscal de la udh, amenazado tras las investigaciones que llevó a cabo en contra de altos mandos, me contó cómo pudo obtener una visa y luego el estatus de refugiado en España gracias a los contactos que tenía en las ong, quienes conocían mejor que él al personal diplomático de las embajadas europeas. La Unidad también recibió apoyo de funcionarios de la Oficina de Derechos Humanos de la Presidencia. Esta oficina cumplió un papel central en las relaciones con las organizaciones internacionales; centralizaba los contactos, representaba al presidente y funcionaba como una especie de gatekeeper de los lugares de reunión entre representantes de las instituciones nacionales e internacionales. El apoyo del que gozaba la udh entre los miembros de la oficina les permitió a los fiscales hacer parte de esas delegaciones y reunirse con los representantes de la Comisión Interamericana o de la Comisión de la Organización de las Naciones Unidas (onu). Como lo afirma un exdirector de la Unidad: Yo participé en varias de esas delegaciones. Las organizaciones internacionales reconocían el trabajo de la Unidad, mucho más que las políticas del Gobierno. Eso nos ponía en una posición ventajosa para ganar apoyos dentro y fuera del Gobierno. Así fue como pudimos ganar que nos pusieran unidades especiales de apoyo en la Policía y el das.18
Las relaciones también fueron estrechas entre los gobiernos extranjeros que se interesaban en el conflicto colombiano. Las embajadas acudían a la udh para obtener información y para lograr avances en las investigaciones que preocupaban a sus respectivos gobiernos. Así, la embajada de los Estados Unidos se mostraba sensible ante investigaciones de militares, sobre todo si participaban en operaciones financiadas por el Plan Colombia. Las embajadas escandinavas, por su parte, mostraron un interés particular por los crímenes cometidos por 17
Entrevista a abogado, miembro de una ong, Bogotá, 2011.
18
Entrevista a exdirector de la udh, Bogotá, 2011.
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los militares y por los paramilitares contra los sindicalistas, y sobre todo por la eventual responsabilidad de las empresas de esos países en los abusos. El apoyo de esas embajadas se reflejó de diferentes maneras. Por una parte, en el aval a la Unidad frente al presidente y al fiscal general, un elemento esencial en el avance de las investigaciones más sensibles. Por otra, en el aporte directo en términos de recursos o formación de los fiscales. Finalmente, cuando el papel de la cooperación militar permitía a funcionarios extranjeros tener un punto de vista privilegiado sobre del desarrollo del conflicto armado, las embajadas pudieron a veces transmitir informaciones a los fiscales, provenientes de sus propios servicios de inteligencia. La creación y el desarrollo de las actividades de la udh se efectuaban de manera paralela a otras transformaciones inherentes al sector militar. Así, el estatus penal de los militares se fue debilitando progresivamente por la jurisprudencia de la Corte Constitucional. Esta consideró que las violaciones de los derechos humanos debían ser tratadas sistemáticamente por la justicia penal ordinaria. Tal posición, que provocó violentas reacciones en el Ejército, en el Congreso y en el Ejecutivo, terminó por imponerse, con el apoyo de instancias internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos.19 Numerosos cambios se dieron en el sentido de la pérdida de autonomía del Ejército en lo que se refería a la penalización de la complicidad con los paramilitares. Las siguientes páginas examinan dinámicas similares, mostrando el papel de las relaciones internacionales en dichos cambios.
Internacionalización y judicialización del trabajo militar La judicialización de la actividad militar, de los actos de violencia cometidos por las unidades del Ejército y de las relaciones entre militares y paramilitares ha llegado —con muchas dificultades— hasta algunos altos mandos. Estos se han tornado más vulnerables, tanto política como penalmente. En el aspecto político, desde 1999 decenas de oficiales, incluso generales, tuvieron que dejar el servicio activo como consecuencia de la apertura de investigaciones en la Fiscalía o en la Procuraduría, o por denuncias de ong y de organizaciones internacionales. En el aspecto jurídico, unas pocas investigaciones han conducido a condenas.
19
Acerca de la adopción progresiva y conflictual de esta jurisprudencia, véase la investigación de Rojas Betancourt (2000).
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Esta fluidez del estatus de los altos mandos, que habían permanecido protegidos, no fue solo determinada por cambios institucionales; también estuvo íntimamente ligada a un doble movimiento de internacionalización de la actividad militar: por una parte, con la entrada de lleno del Ejército en las operaciones antidroga, los militares colombianos participaron en un combate en el que los objetivos se definían en ámbitos diplomáticos y ya no únicamente dentro de las Fuerzas Militares; por otra, estas nuevas misiones, conjuntamente con la transnacionalización de la cuestión de los derechos humanos, los expusieron a una serie de evaluaciones —más o menos formales— llevadas a cabo por actores internacionales. Así, los Estados Unidos desplegaron una influencia creciente sobre el Estado colombiano en temas de derechos humanos. Esta se estableció con el fin de obtener una certificación de la integridad de los individuos y de las unidades militares que se beneficiaban de los fondos otorgados por el Gobierno de Washington. El papel de Washington en las controversias sobre los derechos humanos en Colombia es ambiguo y no podría sostenerse que la lucha antidrogas sea completamente compatible con el Estado de derecho.20 En efecto, numerosas organizaciones de derechos humanos han criticado el compromiso de los Estados Unidos en uno de los conflictos más sangrientos de la historia reciente del continente, bajo la fachada de una guerra contra las drogas. Asimismo, han sido criticadas las prácticas concretas de esta cooperación, cuyo punto cúspide fue el Plan Colombia. Los responsables estadounidenses privilegiaron la reducción de la oferta a la acción sobre la demanda. En este contexto, la lucha directa contra la producción de hoja de coca presentaba, según del Departamento de Estado, la mejor relación costo/beneficio. Se trataba de destruir los cultivos, y el método más eficaz para hacerlo era la aspersión aérea de pesticidas. Sin embargo, este método ha sido objeto de duras críticas por las organizaciones de defensa de los derechos humanos y del medio ambiente, que han afirmado que el pesticida utilizado en Colombia (el glifosato) destruye también los cultivos de pan coger y contamina las fuentes de agua, causando graves problemas de salud en las poblaciones que resultan expuestas.21 20
Para una crítica de la política antidrogas estadounidense en Colombia, véase Crandall (2008). Acerca de la creación de esta política en las reuniones bilaterales, véase Guáqueta (2005).
21
Sobre las relaciones entre las políticas antidrogas y el conflicto armado en Colombia, véase, entre otros, a Vargas Meza (2005).
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Por otra parte, la creciente participación de los militares en la lucha contra el tráfico de drogas los colocó en el centro de un debate acerca de la relación entre la guerra contra las drogas y los derechos humanos. Las relaciones entre los militares y los paramilitares, condujeron al Congreso estadounidense a desconfiar del Ejército. Esta desconfianza llevó a las agencias estadounidenses a adoptar una posición que resultó, en últimas, difícilmente sostenible; se trataba de restringir la ayuda militar a las unidades involucradas en forma directa en la lucha contra las drogas y no comprometer fondos o equipos del programa de cooperación en misiones puramente antisubversivas.22 La preocupación sobre el resultado del Ejército colombiano en materia de derechos humanos llevó a la aprobación de la Ley Leahy. Se trata de un texto que prohíbe la utilización de fondos estadounidenses por parte de unidades militares si el comportamiento en materia de derechos humanos viene a ser puesto en entredicho de manera creíble (Tate, 2011). El perímetro de la ley se fue extendiendo progresivamente a todos los programas de cooperación militar, hasta aplicarse también a Turquía, Bolivia y México. La aplicación de la Ley Leahy abrió un nuevo espacio de movilización para las ong, ya que las más creíbles de entre ellas se convirtieron en instancias de certificación. En efecto, en caso de acusaciones sobre individuos o unidades militares que son parte de la cooperación militar, resulta necesario establecer cuáles son las fuentes de información creíbles e, inevitablemente, trazar una jerarquía entre ellas. En ese contexto, las solicitudes de certificación fiable, pero sobre todo rápidas, hicieron que resultase imposible para la institución judicial reivindicar el monopolio de esta certificación, debido al desfase entre el tiempo judicial y el tiempo político. Como consecuencia, las ong internacionales más profesionales e influyentes (del tipo Human Rights Watch y Amnistía Internacional) y las organizaciones colombianas consideradas como las más objetivas (como la Comisión Colombiana de Juristas) vieron aumentar sus recursos políticos. Las informaciones provenientes de la rama judicial y de las ong alimentaron la base de datos de la embajada estadounidense en Bogotá. Esta registró, de acuerdo con Tate (2011, p. 342), la evaluación de más de 30 000 individuos. Este fenómeno de transformación de las ong en instancias de certificación no solo fue el resultado 22
Esta posición tiende a evolucionar después de 2001. En el marco de la retórica de la guerra global contra el terrorismo, Washington terminó aceptando su participación en el financiamiento de operaciones contrasubversivas en Colombia. Véase Crandall (2008).
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espontáneo de la implementación de la Ley Leahy, sino también el producto de una historia pasada. En el caso de las organizaciones colombianas, su participación constante en escenarios transnacionales —Comisión y Corte Interamericanas, Comité/Consejo de la onu, etc.— se encuentra justamente en el origen de su credibilidad para convertirse en instancias de evaluación y de certificación. Según Tate, la aplicación de la Ley Leahy dio lugar a negociaciones entre diplomáticos estadounidenses y funcionarios colombianos, con el fin de establecer unidades militares (brigadas, batallones, etc.) “limpias”, es decir, en las que ninguno de sus miembros hubiese sido acusado de violaciones de los derechos humanos. Como dicha ley establece que el país receptor debe tomar medidas eficaces, el Gobierno colombiano eligió excluir de las unidades “limpias” a los oficiales acusados, y transferirlos a otras unidades. Sin embargo, esto no llevó, en principio, a ninguna consecuencia disciplinaria o penal (Tate, 2011, p. 346 s.). A pesar de la ausencia de conexión directa entre las acusaciones internacionales y las investigaciones penales y disciplinarias, la internacionalización del problema de los derechos humanos tuvo un impacto profundo en el Ejército como institución, y también entre sus miembros a todo nivel. La presión para mejorar la imagen de los militares colocó a ciertos oficiales de alto grado en la mira de las ong y de la embajada estadounidense. No obstante, el fortalecimiento de las reglas de la cooperación antidrogas no se encaminó a favorecer los procesos penales, sino que apenas afectaban el uso de los fondos de cooperación militar. Washington no exigía que los militares fuesen juzgados por sus compromisos con los paramilitares, sino que estos abandonaran las unidades militares sostenidas por el dinero del contribuyente estadounidense. Pese a esto, una transformación fundamental se estaba llevando a cabo. Hasta ese momento, las acusaciones de las ong e incluso la apertura de investigaciones penales podían ser fácilmente neutralizadas por la institución militar, sobre todo gracias a las prerrogativas de la justicia militar. Además, sus acusaciones eran sistemáticamente deslegitimadas por los voceros de la institución, quienes afirmaban que se trataba de ataques políticos. Se invocaba con frecuencia el discurso de la “justicia politizada” o de la instrumentalización de los jueces por las “ong de izquierda”. Sin embargo, la situación fue cambiado a medida que la evolución de la justicia penal minimizó la capacidad de los militares para controlar los escenarios de juzgamiento de su responsabilidad. Esta evolución se incrementó por la forma como los vínculos de ciertos militares con los paramilitares fueron criticados en las esferas diplomáticas. La estigmatización pública de la
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complicidad con los paramilitares debilitó el estatus privilegiado del que gozaban los altos mandos hasta entonces. El cambio no sucedió solo en el nivel puramente jurídico, sino también en aquel de la producción social de la credibilidad. Así, vemos aparecer, con claridad, la relación entre la internacionalización del trabajo militar y la vulnerabilidad política de los militares.
Generales ante la justicia Las investigaciones que surgieron a raíz de estos desarrollos tuvieron que sortear numerosos obstáculos. A pesar de esto, durante los primeros años de la década de los dos mil comenzaron a producirse tímidos resultados. Claro está, esto desencadenó reacciones hostiles en lo más alto del Estado. Más que criticar los pobres resultados de estos procesos o las tácticas de encubrimiento, las siguientes páginas se centran en un ejemplo que ilustra las condiciones sociales —restrictivas— de la penalización de las relaciones entre militares y paramilitares. La masacre de Mapiripán es uno de los ejemplos más tangibles de complicidad entre sectores del Ejército y grupos paramilitares. Las investigaciones en este caso han sido sometidas a numerosas presiones y no se ha logrado dilucidar sino una parte de las responsabilidades; no obstante, la trayectoria de este caso ilustra bien la creciente vulnerabilidad de los militares frente a la justicia penal. El caso encontró su origen en los crímenes cometidos por paramilitares en la población de Mapiripán en julio de 1997. Las informaciones disponibles no dejan la menor duda en cuanto a la existencia de ayuda a los paramilitares desde el interior del Ejército. El 12 de julio, dos aviones despegaron de los aeropuertos militares de Apartadó y de Necoclí, en Urabá; ambos aeródromos estaban bajo la supervisión de la 17.a Brigada. Los aviones transportaban a cerca de 120 hombres de las Autodefensas Unidas de Colombia (auc), así como armas, provisiones y equipo militar. Las dos aeronaves volaron más de mil kilómetros hasta la base militar de San José del Guaviare, al este del territorio colombiano. Se trata de un aeropuerto fuertemente militarizado, ya que es la base del batallón antinarcóticos más grande del país. Varios vehículos entraron en el aeropuerto para recoger a los paramilitares. Se identificaron como pertenecientes al Ejército y no fueron requisados. En las mismas instalaciones del Ejército, los combatientes se vistieron con uniformes y retomaron su equipo. Entonces, se dividieron en dos grupos: uno se desplazó en vehículos y el otro tomó la vía fluvial. Pasaron varios puntos de control militar sin ser detenidos. Los dos grupos llegaron a Mapiripán el 15 de julio antes del alba. La población se encontraba desprovista de cualquier
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protección armada, ya que las tropas y los oficiales de policía que se hallaban de guardia habían sido retirados por orden del comando militar. A su llegada, los paramilitares obligaron a los habitantes a salir de sus casas y los reunieron en la plaza central del pueblo. Durante cinco días llevaron a las víctimas al matadero municipal, donde los torturaban antes de asesinarlos. La mayoría de los cuerpos fueron desmembrados antes de ser lanzados al río. El juez municipal trató de comunicarse en varias ocasiones con el comandante del Batallón Joaquín París, la instalación militar más cercana. Sin embargo, el mayor Hernán Orozco, responsable de esta unidad, no desplegó las tropas necesarias para la protección de la población. Después de su partida de Mapiripán, los paramilitares establecieron un campamento en Puerto Arturo, cerca del batallón de San José del Guaviare. Un vigía de avanzada del batallón avisó a sus superiores de la presencia de los paramilitares, sin que se provocase ninguna reacción. Ese mismo día, el centinela informó al batallón sobre el avance de una columna de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc) que se dirigía por el río hacia el campamento de los paramilitares; los guerrilleros habían sido informados de la masacre y buscaban represalias. El batallón reaccionó inmediatamente y envió una brigada móvil, en una operación coordinada con la Fuerza Aérea, con el fin de impedir el avance de los guerrilleros. Cuando el fiscal general, Alfonso Gómez Méndez, fue informado de los acontecimientos, envió inmediatamente un equipo de investigadores al lugar. Sin embargo, el acceso les fue prohibido por los militares, hasta que el mismo fiscal pidió la intervención del presidente ante el comandante de las Fuerzas Militares. Una comisión enviada por el Gobierno encontró obstáculos similares y tuvo que pedir la ayuda de la Policía para entrar a Mapiripán. El fiscal encargado del caso fue, además, objeto de violentos ataques por una parte de la prensa. Algunos años más tarde, él mismo afirmó haber recibido numerosas amenazas, con el fin de disuadirlo de continuar las investigaciones. Las investigaciones de la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía incluyeron, además de numerosos suboficiales, al coronel Lino Sánchez, comandante de la base del Barrancón, responsable de los retenes que debieron ser franqueados por los paramilitares; igual involucraron al mayor Hernán Orozco, comandante del Batallón Joaquín París, quien tuvo conocimiento —por parte del juez municipal— de los crímenes en el momento mismo en el que se estaban cometiendo;
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finalmente, las investigaciones también vincularon al brigadier general Jaime Uscátegui, superior jerárquico de los dos individuos. Como el tribunal militar impugnó la competencia del juez ordinario, el Consejo Superior de la Judicatura fue encargado de resolver el conflicto. El Consejo consideró que la justicia ordinaria era competente para juzgar a los dos sargentos y al teniente coronel acusados de concierto para delinquir en aras de cometer un homicidio. Sin embargo, el brigadier general Uscátegui y el mayor Orozco, que habían sido acusados de delito por omisión, fueron referidos ante la justicia penal militar, ya que el incumplimiento de sus funciones constituía una falta propia a las misiones militares. Por consiguiente, la udh solo pudo abrir cargos contra el coronel Lino Sánchez, los dos sargentos, los comandantes de las auc y otros paramilitares que participaron en la masacre y que pudieron ser identificados. En 2003, un juez penal especializado condenó a los acusados a penas de 40 años para el coronel Sánchez, de 22 años para el sargento Gamarra y de 32 para el sargento Urueña. Estas condenas fueron confirmadas en segunda instancia y casación. Los procesos contra el teniente coronel Orozco y contra el brigadier general Uscátegui tuvieron una suerte muy diferente. La justicia penal militar no ordenó ninguna investigación adicional y se limitó a retomar la instrucción, aún incompleta, transmitida por los fiscales de la udh. Todo indica que el comando del Ejército, frente a una situación embarazosa, había querido salir del problema rápidamente. Ejemplo de ello es el hecho que solo se tuviese en cuenta la responsabilidad de Uscátegui y de Orozco, mientras que el caso desbordaba ampliamente los límites de sus acciones. En la justicia militar, los procesos terminaron en condenas de tres años de prisión para los dos oficiales, por haber incumplido sus funciones. El caso cambió de curso cuando el Colectivo de abogados José Alvear Restrepo, que se había constituido en representante de las víctimas, interpuso una acción de tutela contra la decisión del Consejo Superior de la Judicatura de enviar a Orozco y Uscátegui ante la justicia penal militar. La tutela fue rechazada sucesivamente por el Tribunal Superior de Bogotá y por la Corte Suprema de Justicia. Sin embargo, el defensor del pueblo, en uso de sus funciones, interpuso un recurso frente a la Corte Constitucional, que constituye la última instancia en la materia. La Corte anuló la sentencia del Consejo Superior y envió el caso para ser juzgado ante la justicia penal ordinaria.
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Pero la Corte también expuso un análisis innovador, que tenía como primer objetivo fijar los criterios para juzgar los delitos por omisión por parte de los militares. Apoyándose en la sentencia del Tribunal de Tokio, en el caso Yamashita,23 la Corte estimó que: Si el superior no evita —pudiendo hacerlo— que un soldado que se encuentra bajo su inmediata dependencia cometa una tortura, o una ejecución extrajudicial, o en general un delito de lesa humanidad, por ser garante se le imputa el resultado lesivo del inferior y no el simple incumplimiento a un deber funcional (Colombia, Corte Constitucional, 2001).
En resumen, esto quiere decir que el general Uscátegui y el mayor Orozco no hubiesen debido ser procesados simplemente por haber faltado a sus deberes, sino por el resultado de esta omisión. Es decir, el asesinato de más de 40 personas. Fue de esta manera como lo comprendieron los jueces que conocieron el caso de ahí en adelante. Los dos acusados fueron condenados, en segunda instancia, a penas de prisión de 40 años por parte del Tribunal Superior de Bogotá.24 No obstante, muchas zonas oscuras persisten en este caso. Los aviones que transportaban a los paramilitares despegaron de una base militar. Así parezca increíble, ningún funcionario de ese aeropuerto, y menos aún el brigadier general Rito Alejo del Río, que era el responsable del lugar, fueron procesados por su comportamiento.25 La condena de Uscátegui es, de todos modos, un ejemplo significativo de penalización de la complicidad en la cúpula del Ejército. Este caso muestra, además, la complejidad de las condiciones de éxito de una empresa legal de este tipo. Las características sociales de los acusados, los juegos institucionales propios a la justicia colombiana, así como el contexto internacional cumplieron un papel importante en esta situación. Este ejemplo permite ilustrar cómo la 23
Tribunal militar internacional para el extremo oriente, creado por los aliados en 1946 para juzgar a los criminales de guerra japoneses. El proceso del general Yamashita generó un precedente jurisprudencial en materia de la responsabilidad de los superiores. Véase Pérez-León Acevedo (2007).
24
Solo Uscátegui fue encarcelado, ya que Orozco obtuvo asilo político en los Estados Unidos. Algunos documentos del Gobierno estadounidense que fueron develados recientemente muestran que Washington consideraba que Orozco era víctima de una persecución judicial que habría tenido como objetivo principal cubrir la responsabilidad de militares de más alto rango. Véase Evans (2012).
25
Del Río fue condenado por otros hechos ligados con operaciones militares en la región de Urabá.
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legitimidad de la justicia, al intervenir en el trabajo militar, fue construida, a la vez, sobre la base de transformaciones institucionales, con el refuerzo del aparato de investigación y de herramientas jurisprudenciales, pero también de movilizaciones que obtuvieron apoyo tanto en los escenarios nacionales como internacionales, buscando lograr que se reconociera la responsabilidad del Estado en los actos violentos en contra de la población. *** La intervención de los jueces en los casos de vínculos entre militares y paramilitares aparece como un elemento más en un proceso muy vasto de extensión del papel de la justicia en lo político.26 Se alimenta de diferentes fuentes: la solicitud social y política de una justicia más eficaz ante la violencia de los grupos criminales, la movilización interna en favor de una protección más amplia de los derechos fundamentales por parte del Estado y la solicitud internacional de un control más estricto de la violencia, incluida aquella perpetrada por agentes del Estado. Este proceso, de igual manera, es producto de dinámicas de cambio institucional. Efectivamente, diversas movilizaciones abrieron oportunidades para la expresión de nuevas reivindicaciones; ellas redistribuyeron los recursos institucionales y modificaron las condiciones de acción de los actores judiciales (fiscales, pero también abogados y organizaciones sociales). Esta penalización de las alianzas entre militares y paramilitares, además, da testimonio de otro proceso histórico descrito en el capítulo anterior. Se trata de la pérdida progresiva de la autonomía militar con respecto a otros espacios políticos. Así, el capítulo 5 describió la pérdida del monopolio de los militares sobre la seguridad interior. Los desarrollos que se describen aquí demuestran que esa pérdida de autonomía fue más amplia. Por una parte, la intervención de la justicia en el campo militar —que era percibida inicialmente como una transgresión radical— se legitimó en forma progresiva. Por otra, los actores del campo militar debieron hacer frente a una vigilancia cada vez más creciente, estimulada tanto por la atención internacional atraída por el conflicto colombiano
26
Una extensión que no tiene nada de ineluctable y que debe ser ubicada en lugares concretos, como hemos intentado hacer aquí con el estudio del estatuto de los militares. Para una crítica de la perspectiva de la judicialización, véase Commaille y Dumoulin (2009).
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como por la intervención directa de países extranjeros en el financiamiento de las operaciones contra la droga. Estos desarrollos no buscan relativizar la dura realidad que denuncian las organizaciones de defensa de los derechos humanos. La impunidad ha desbordado por completo la capacidad de investigación de la rama judicial, como también la voluntad política de descubrir los orígenes de esos crímenes. El trabajo de la udh fue objeto de un violento cuestionamiento, cuando la llegada de un nuevo fiscal general se tradujo en el despido de numerosos fiscales y el abandono de los casos sobre paramilitarismo (Human Rights Watch, 2002). Finalmente, como se muestra en el próximo capítulo, la intervención de jueces y fiscales en el ámbito de la violencia organizada sigue siendo, en muchos aspectos, una transgresión de su papel institucional; esto los lleva a entrar en conflicto con otros actores estatales y a hacerse cargo de nuevos campos de acción. Si al final de la narración que acabamos de realizar aparece que la justicia construyó progresivamente modalidades de intervención y de penalización, es indispensable constatar que la diferenciación de sectores del Estado autorizaba actitudes muy diversas frente al problema paramilitar. La confrontación de los procesos descritos en los dos últimos capítulos lleva inevitablemente hacia esa conclusión. De esta manera, cuando a mediados de los años noventa los profesionales de la seguridad impulsaron el desarrollo de las Convivir, el sector judicial se estaba dedicando en ese mismo momento al problema de la colaboración entre militares y paramilitares. Sin embargo, todo cambió en los años dos mil. En efecto, los conflictos generados en el marco de las negociaciones para la desmovilización de los paramilitares se tradujeron en una “desectorización” del espacio social (en referencia al trabajo de Dobry, 2009). Esto llevó a cuestionar la independencia relativa de los diversos sectores estatales. Por ende, este contexto condujo a que diferentes actores políticos, judiciales y de seguridad se enfrentasen súbitamente a la interpretación de la violencia paramilitar y a la determinación de las condiciones de desmovilización de esos grupos. El capítulo siguiente analiza los conflictos internos al Estado que generaron esta situación.
7. Delincuentes políticos, criminales de guerra, delincuentes a secas
Ante la falta de respuesta del Estado, nos vimos forzados a cambiar sobre la marcha nuestros instrumentos de trabajo, por las armas y en nombre de todos los azotados por la violencia, resistir y enfrentar la guerra declarada a Colombia por los terroristas. Se trataba de defender nuestras vidas, nuestra dignidad y nuestro territorio […] El juicio de la Historia reconocerá la bondad y grandeza de nuestra causa […] Como recompensa a nuestro sacrificio por la Patria, haber liberado de las guerrillas a media república y evitar que se consolidara en el suelo patrio otra Cuba, o la Nicaragua de otrora, no podemos recibir la cárcel (Mancuso, 2004).
De esta manera se expresaba, el 28 de julio de 2004 ante el Congreso colombiano, Salvatore Mancuso, principal vocero de las Autodefensas Unidas de Colombia (auc) de la época. Ese día, Mancuso y otros dos “comandantes” paramilitares habían sido recibidos por los congresistas; en aquella época, se desarrollaban simultáneamente negociaciones con representantes del Gobierno y debates parlamentarios sobre las disposiciones encaminadas a la desmovilización de los paramilitares. Cuatro años más tarde, en mayo de 2008, el mismo Mancuso, junto con otros trece jefes paramilitares, fue extraditado hacia los Estados Unidos. En ese momento todos ellos tuvieron que hacer frente a varias acusaciones por tráfico de drogas, un destino muy diferente de la gesta histórica contra el comunismo que constituía el tema central de su discurso en 2004. La trayectoria de los mandos medios y los combatientes rasos los llevó a cárceles colombianas, de regreso al oficio de las armas o a una muy incierta reinserción. Los aliados políticos de los
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paramilitares no salieron indemnes. Más de dos centenares de parlamentarios tuvieron que enfrentar investigaciones judiciales, así como centenares de políticos locales y funcionarios de todo nivel. Aunque la magnitud de las redes paramilitares va seguramente mucho más allá de los casos que llegaron a conocimiento de la justicia,1 hay que reconocer que tales eventos eran inesperados. ¿Cómo comprender semejante conmoción, que llevó a poderosos grupos armados a ser tratados como criminales? ¿Cuáles fueron los obstáculos que impidieron que se les acordase a los paramilitares una simple amnistía, como lo deseaban ellos y seguramente también el Gobierno? ¿Por qué razón esas configuraciones político-criminales que controlaban firmemente los espacios locales resultaron ser tan frágiles frente a la acción de la justicia? ¿De qué manera, lo que inicialmente fue mostrado como un proceso de desmovilización pactada, terminó en una gigantesca operación antimafia? Estas son algunas de las interrogaciones que son abordadas en este capítulo. Cuando el Gobierno inició las negociaciones con los grupos paramilitares en 2003, abrió la puerta a conflictos inéditos en el interior del Estado acerca de la definición del estatus y de la naturaleza de los grupos paramilitares. Como se vio en los dos capítulos precedentes, la historia de estos grupos se caracterizó, desde los años ochenta, por la imposibilidad de una definición clara y consensual de su actuar. Vistos como grupos auxiliares o, al contrario, como criminales, siempre se les negó un estatus político; sin embargo, esto no impidió que en diversos sectores del Estado fuesen considerados como un “mal necesario”, como la consecuencia natural de la incapacidad estatal de controlar el territorio. La falta de definición era fuente de conflictos al interior del Estado. Estos permanecieron limitados en 1989 cuando el Gobierno puso a los paramilitares en la ilegalidad. Las reacciones fueron mucho más violentas cuando los jueces comenzaron a irrumpir en la relación entre los militares y los paramilitares. Pero tales conflictos siempre habían permanecido limitados, restringidos a sectores estatales precisos y a problemáticas de orden jurídico o administrativo: el estatus penal de los militares, las prerrogativas de los servicios de seguridad o las herramientas jurídicas para investigar las graves violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, los conflictos desencadenados a causa de las negociaciones entre el Gobierno y los paramilitares siguieron otras dinámicas. Ya no se encontraron
1
Se sabe, por ejemplo, muy poco de las redes económicas.
7. Delincuentes políticos, criminales de guerra, delincuentes a secas
restringidos en sitios institucionales precisos. Al contrario, traspasaron las fronteras entre lo político y lo judicial, entre el ámbito de los derechos humanos y el de la seguridad. Se trató, en palabras de Michel Dobry (2009), de una movilización “multisectorial”, que tuvo lugar simultáneamente en diferentes sectores del Estado, comprometiendo actores y registros diferentes, desdibujando los límites entre los espacios de acción que existían hasta ese momento, poniendo a prueba las rutinas institucionales y produciendo efectos inesperados. Este capítulo aborda la complejidad del proceso por el cual se frustró la aspiración de los paramilitares a ser reconocidos como delincuentes políticos. También muestra la forma como el debate sobre el problema paramilitar se extendió mucho más allá de la simple cuestión de la desmovilización; se argumenta que este acabó siendo definido en términos del desenmascaramiento —por parte de la justicia— de la historia oculta del conflicto colombiano, marcado por la confusión entre lo privado y lo público, y por la complicidad entre políticos y paramilitares. Asimismo, abordamos un aspecto fundamental de la formación del Estado: su autoridad para calificar, para distribuir los derechos y para definir las categorías políticas. En este caso, el interés está en una situación en la cual la multiplicidad de actores capaces de utilizar la violencia no elimina la capacidad del Estado para ser reconocido como el espacio legítimo de su calificación. Utilizando los términos de Pierre Bourdieu (1993), se puede decir que el capital estatal, es decir, la autoridad para validar o invalidar otras formas de autoridad, no es incompatible con la fragmentación del monopolio de la violencia. El proceso de calificación de la violencia participa incluso de la formación del Estado; en efecto, en la medida en que los grupos paramilitares se comprometieron en una negociación con el Gobierno, reconocieron los méritos de la autoridad del Estado para calificar y categorizar la violencia. Si retomamos las tesis ya comentadas de Thomas Sikor y de Christian Lund (2009), afirmamos que, buscando recibir un reconocimiento por parte del Estado, los paramilitares reforzaron la creencia en la autoridad de aquel para distribuir calificaciones. Por otro lado, la codificación, en términos jurídicos, de las diferencias entre formas de violencia más o menos legítimas, participa de un “mito del Estado” que lo presenta como una entidad coherente y puesta “por encima” de la sociedad (Hansen & Stepputat, 2001a; Ferguson & Gupta, 2002). Decir que, a pesar de la proliferación de la violencia, el Estado sigue siendo el espacio que monopoliza su calificación, no significa que este monopolio sea
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unívoco o que su control esté centralizado en una sola entidad. Por el contrario, la calificación de la violencia es uno de los ejes centrales en los conflictos internos del Estado durante el periodo estudiado. Hablar del monopolio estatal tampoco significa que solo los actores estatales puedan influir en la calificación de la violencia. Estamos en presencia de un proceso contradictorio que involucra actores protestatarios, gobiernos extranjeros e instituciones internacionales. Sin embargo, los términos y los espacios institucionales siguen siendo determinados por las instituciones del Estado. Es por la ley —lenguaje por excelencia del poder del Estado— que las definiciones de la violencia adquieren solidez política e institucional. Tampoco se trata de negar la posibilidad de protesta y de resistencia, constitutivas de toda relación de poder. Se trata aquí, obviamente, de la resistencia de los paramilitares, pero también de las formulaciones alternativas del problema en registros que se apartan de lo legal, como las telenovelas o el cine. Sin embargo, todo tipo de resistencia que busque traducirse en reivindicaciones políticas se ve obligada a utilizar los mismos registros legales que constituyen el objeto de su protesta. Por consiguiente, la existencia de esas resistencias confirma el monopolio estatal de la calificación de los actos violentos como una limitación del espacio de lo posible.
¿Una paz entre amigos? En 2002, la llegada al poder de Álvaro Uribe Vélez, un defensor de la “mano dura” contra la guerrilla, abrió un contexto favorable para iniciar negociaciones con los grupos paramilitares. Los diálogos comenzaron poco después de su posesión. Una primera reunión secreta entre el comisionado de paz y varios líderes paramilitares tuvo lugar el 12 de noviembre de 2002.2 El 1.º de diciembre, las auc declararon el cese al fuego unilateral y anunciaron su interés en participar en conversaciones con el Gobierno. Las negociaciones oficiales se iniciaron en julio de 2003. En el acuerdo de Ralito, que marcó el inicio de las conversaciones, los grupos paramilitares se comprometieron a desmovilizar todas sus tropas antes del 31 de diciembre de 2005. Quedaron por establecer las condiciones de esta desmovilización, sobre todo en cuanto a la responsabilidad penal. Las n egociaciones, así
2
Las grabaciones de esta reunión fueron reveladas por la prensa en 2010. Véase Verdadabierta.com (2010b).
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como el debate parlamentario que se desarrolló al mismo tiempo, se centraron principalmente en este punto. Desde el comienzo, el principal inconveniente provenía de la calificación jurídica de los crímenes de los paramilitares. De acuerdo con la ley colombiana, dos tipos de medidas permiten negociar el perdón de los miembros de un grupo armado: por una parte, el sometimiento a la justicia, que fue creada en el marco de las negociaciones con los narcotraficantes. Por otra, los beneficios del delito político, mucho más amplios que los del sometimiento, pero que poseen una dimensión moral que marcaría una ruptura con el trato históricamente dado a los paramilitares. En consecuencia, los debates se centraron en la definición del paramilitarismo: ¿se trataba de una forma de delincuencia organizada o de una movilización armada de carácter político?
Bandidos políticos, ¿un ideal inalcanzable? Las negociaciones que se iniciaron en el año 2003 no fueron la primera experiencia de diálogos con grupos paramilitares. Otras agrupaciones de ese tipo ya se habían desmovilizado en el pasado. Sin embargo, el poder armado que habían alcanzado estos grupos para finales del siglo le dio a este episodio características inéditas. Por otra parte, la política de paz constituye en Colombia un campo relativamente rutinario de la actividad gubernamental, como lo demuestra la existencia de órganos administrativos especializados como la Oficina del Alto Comisionado para la Paz. Fue en el marco construido por las experiencias de desmovilizaciones pasadas, y también en los debates internos a este sector de la acción pública, que se inició la discusión en 2003. Efectivamente, las condiciones bajo las cuales tuvieron lugar las desmovilizaciones anteriores son importantes para comprender el periodo más reciente. Así, las características de la desmovilización del grupo de Fidel Castaño en Córdoba, en el año 1991, ilustran bien el tipo de dificultades inherentes al para militarismo. Este grupo armado se desmovilizó al margen del proceso de paz entre la guerrilla del Ejército Popular de Liberación (epl) y el Gobierno. Aunque sus miembros se beneficiaron de una amnistía total, no participaron en las negociaciones políticas. Era impensable, en esa época, dar el mismo tratamiento a los paramilitares y a la guerrilla. La desmovilización del epl ocupó, en febrero de 1991, una parte significativa del equipo de gobierno encargado de la política de paz. Poco importaba que se tratara de una guerrilla exangüe, que solo podía elegir entre desaparecer, asociarse con otro grupo armado o desmovilizarse.
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Al mismo tiempo, un solo miembro del equipo estuvo involucrado en la desmovilización del grupo de Fidel Castaño. Manejó con discreción las negociaciones, con el apoyo de funcionarios del Ministerio de Justicia. La comunicación oficial al respecto fue muy discreta.3 Durante la década de los noventa, los paramilitares rechazaron este tratamiento diferencial. Lo criticaron amargamente, al mismo tiempo que reivindicaban su estado de parte legítima en una negociación. De esta manera lo dijo Carlos Castaño, entrevistado en 1994 por el periodista Germán Castro Caycedo: Eso nos lleva a pensar que sentarse en una mesa de negociaciones con el gobierno es un privilegio de los enemigos del Estado, mientras nos marginan a nosotros porque no les dinamitamos puentes. No con nosotros, porque no les hacemos terrorismo. No con nosotros, porque no secuestramos ganaderos. No con nosotros, porque no somos enemigos del Estado. Por eso no se puede negociar con nosotros (Castro Caycedo, 1996, p. 215).4
Desde mediados de los años noventa, la cuestión del reconocimiento político de los paramilitares comenzó a ser abordada por las instituciones encargadas de la política de paz. Fue la primera vez que la idea de conversaciones de paz, que integrarían tanto a los paramilitares como a los guerrilleros, fue formulada en las altas esferas del Estado. El debate tuvo lugar en el momento de la redacción del informe de la Comisión Exploratoria que estaba encargada de trazar una hoja de ruta para una futura política de paz. El informe menciona explícitamente la cuestión; allí se afirma que los paramilitares Parten del supuesto de que deben ser convocados a cualquier proceso de reconciliación, debido a que consideran tener una identidad propia […] Es evidente que los grupos de autodefensa están en un proceso de evolución que tiene como fin último ser legitimados como organización política (Comisión Exploratoria de Paz, 1997, p. 20).
3
Ronderos (2014, p. 69) menciona otros casos similares, en los cuales el estatus político se le niega a un grupo paramilitar.
4
Se trata de una de las primeras entrevistas conocidas que fueron acordadas por Carlos Castaño a un investigador o a un periodista.
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El mismo presidente Ernesto Samper no estaba totalmente opuesto a conceder a los paramilitares ese tipo de tratamiento; la resistencia venía más bien de los funcionarios encargados de la política de paz. Un colaborador cercano del comisionado para la paz de la época dice: Y fuimos en dos ocasiones a hablar con Castaño. La solicitud era clarísima. Ellos eran un grupo con carácter político y así había que tratarlos. Samper en un momento estuvo inclinado. Nos dijo: “No, qué diferencia va a haber entre guerrilleros y paramilitares, esos son todos bandidos”. Nosotros nos opusimos fuertemente a eso y terminamos por convencerlo. Pero eso provocó reacciones. Apenas salió el informe, comenzamos a recibir amenazas.5
El informe niega a los paramilitares cualquier estatus político y, por ende, la igualdad de tratamiento que a los grupos guerrilleros. Las razones expresadas ilustran bien la articulación entre la politización de la cuestión paramilitar y la formulación de una política de pacificación: “El hecho de estar fundamentalmente al servicio de intereses particulares hace que pierdan credibilidad sus pretensiones altruistas, y esta realidad no es concordante con las reivindicaciones sociales en las cuales centran el nuevo discurso” (Comisión Exploratoria de Paz, 1997, p. 21). El discurso de legitimación de los grupos paramilitares, en el que se presentaban como un reemplazo del Estado, actuando para suplir su ausencia, fue denunciado como una fuente de violencia. Su aspiración a ser reconocidos como una milicia complementaria a la acción estatal fue descartada; el informe lo afirma de la siguiente manera: En lugar de ayudar al Estado, contribuyen a aumentar la desinstucionalización, desconociendo la autoridad legítima y su correspondiente monopolio en el uso de la fuerza. Al pretender sustituir al Estado, con el pretexto de que éste tiene actitud omisiva, se convierten en los principales estimuladores de la contienda civil (Comisión Exploratoria de Paz, 1997, p. 21).
El informe se negó a considerar cualquier negociación política con los paramilitares, dejando abierta, sin embargo, la posibilidad de un sometimiento a
5
Entrevista a colaborador cercano del comisionado para la paz, Bogotá, 2011.
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la justicia. Además, con el fin de despejar cualquier ambigüedad acerca de los vínculos entre los paramilitares y el Estado, recomienda dar a los primeros “el mismo tratamiento militar que se le ha dado a la subversión”. Los redactores del texto criticaron así la tolerancia mostrada por los militares, lo que se traducía en una ausencia casi total de enfrentamientos contra los paramilitares. Aunque los años noventa estuvieron marcados por negociaciones cíclicas más o menos oficiales con los grupos armados, este periodo también se caracteriza por evoluciones del estatus jurídico del delito político. A pesar de que, históricamente, la tradición jurídica colombiana dejaba un gran margen de maniobra al Ejecutivo para utilizar esta herramienta, la creación de la Corte Constitucional en 1991 abrió la puerta a un mayor control legal del delito político. La Corte estimó que la utilización del estatus de delincuente político no debía depender de la pura razón de Estado. Este estatus fue considerado como una norma que es “por su naturaleza excepcional, de interpretación restrictiva” (Colombia, Corte Constitucional, 1997). En 1997, cuando los magistrados debieron pronunciarse sobre las disposiciones del Código penal acerca del delito político, la cuestión fue interpretada con respecto al equilibrio entre la margen de maniobra necesaria para llevar a cabo diálogos de paz, y el respeto por la Constitución. Mientras que el Código penal establecía beneficios permanentes y automáticos, la Corte estimó que la concesión de dichos beneficios debía estar estrechamente controlada por la Constitución. El debate interno en la Corte, donde dos magistrados manifestaron su oposición frontal a la posición de la mayoría (Colombia, Corte Constitucional, 1997),6 puso en escena dos concepciones del delito político: por una parte, una concepción tradicional calificada de “liberal”, para la cual el estatus diferencial de los rebeldes constituía una garantía de paz; por otra parte, una concepción mucho más restrictiva, que hacía énfasis en la criminalización del conflicto interno y en la necesaria limitación de los beneficios acordados a los grupos armados. Esta ruptura en el seno de la Corte ilustra particularmente bien el impacto de transformación del conflicto sobre las prácticas jurídicas. El carácter político de la violencia resulta cada vez más difícil de establecer, mientras que la necesidad de una calificación es exigida cada vez que se plantea la cuestión de una negociación.7 6
Salvamento de voto de los magistrados Carlos Gaviria Díaz y Alejandro Martínez Caballero.
7
Esto corresponde al análisis de las “interferencias” que Daniel Pécaut (1997) observa entre la violencia política y la violencia criminal.
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Este episodio ilustra un proceso según el cual la categoría de delincuente político se vuelve más rígida. Esto coincide con las restricciones internacionales crecientes, que hacen de las leyes de amnistía el blanco de críticas severas, tendiendo hacia la obligación —al menos teórica— de que los Estados investiguen sistemáticamente las graves violaciones a los derechos humanos.8 Fue entonces en un ámbito jurídico cada vez más restringido que el Gobierno trató de imponer su propia definición de la violencia paramilitar. Con la adopción de una postura que el entorno del presidente Uribe Vélez calificaba de “pragmática”, el Gobierno consideraba que las virtudes pacificadoras de la desmovilización de un grupo armado justificaban, por sí mismas, los beneficios que el Estado estaría dispuesto a conceder.9 Examinemos brevemente este discurso.
Calificar la violencia: la estrategia gubernamental La normatividad utilizada hasta ese momento, que asimilaba a los paramilitares a colaboradores de la justicia, no resultaba apropiada para las negociaciones de 2002; la magnitud de los crímenes y la cantidad de potenciales desmovilizados requerían crear un nuevo dispositivo. Inicialmente, las negociaciones tomaron como fundamento la legislación en vigor. Se trataba de un texto de 1997, que había servido como base para las conversaciones con las farc. No obstante, esta ley establecía como prerrequisito a la negociación, el reconocimiento del estatus político del grupo armado por parte del Gobierno. Semejante acto político hubiese tenido, en el contexto de la época, un contenido altamente controversial. Por lo tanto, el Gobierno prefirió modificar el texto con el fin de eliminar la cuestión del reconocimiento político. La Ley 782 de diciembre de 2002, definió los posibles grupos beneficiarios como “organizaciones armadas al margen de la ley”, y previó que, bajo ciertas condiciones, sus miembros pudieran beneficiarse de un indulto (Colombia, Congreso de la República, 2002). Sin embargo, la ley no se podía aplicar a todos los miembros de los grupos paramilitares. En efecto, el indulto o la amnistía están proscritos en los casos de crímenes de guerra o crímenes de lesa humanidad. En esos casos, se prevé que el Estado tiene que establecer las responsabilidades y aplicar algún tipo de pena. 8
Sandrine Lefranc (2008) nota así la “judicialización” de las comisiones de la verdad, impulsada por un incremento en la atención a los derechos de las víctimas.
9
Para una descripción de estas visiones, véase Múnera (2006).
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Así, emerge progresivamente una disociación entre el tratamiento penal de los combatientes rasos —a los cuales se les acusa generalmente solo de haber participado en una organización armada—, y el de los jefes paramilitares, que tenían procesos en curso por casos de homicidio, tortura y desaparición forzada. Claro está, semejante diferenciación reposa sobre un presupuesto muy frágil; en regla general, en los casos de los crímenes más graves, la justicia solo había identificado como responsables a los comandantes de los grupos armados. Dado que era imposible identificar los crímenes de cada uno de los miles de hombres, se optó por acusarlos de pertenecer a un grupo armado y por obviar su participación en los crímenes cometidos de forma colectiva. En consecuencia, aunque las herramientas legales existentes podían ser utilizadas para llevar a cabo la desmovilización de los combatientes rasos, el tratamiento de los comandantes requería de una nueva legislación. La aprobación de la ley que terminó por ser llamada “Justicia y Paz” perseguía este objetivo. Varias versiones de esta ley —con distintos nombres— se debatieron en el Congreso entre 2003 y 2005. Uno de los elementos centrales de los debates fue la utilización de la categoría de sedición para calificar los crímenes de los paramilitares; esta consiste, según el Código penal (art. 468), en “impedir transitoriamente el libre funcionamiento del régimen constitucional o legal vigentes”. De acuerdo con los funcionarios del Gobierno, los paramilitares no eran ni adversarios ni defensores de las instituciones del Estado; cometían un delito contra el orden político y jurídico, lo que los categorizó automáticamente como delincuentes políticos. De esta manera lo afirmó el alto comisionado para la paz, Luis Carlos Restrepo, en el año 2005: La tesis más socorrida para oponerse a la propuesta es considerar a las autodefensas como delincuentes comunes que nunca se han opuesto al Estado, pues al contrario han actuado como sus defensores o colaboradores. Los grupos de autodefensa que hoy existen en el país no dependen de la autoridad estatal, ni pueden ser calificados de colaboradores del Estado […] A diferencia de las guerrillas que pretender derrocar el régimen vigente, incurriendo por eso en el delito de rebelión, las autodefensas incurren en el delito de sedición, pues suspenden de manera transitoria el orden constitucional y legal, alegando, como los generales golpistas, que es ésta la mejor manera de defenderlo […] Considerar la conformación de grupos de autodefensa como
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delito político no tiene por propósito legitimar este comportamiento (2005, pp. 33-34).
Frente a ese tipo de planteamientos, duras críticas comenzaron a ser formuladas por diferentes organizaciones no gubernamentales (ong), por la oposición de izquierda y —algo más desestabilizante— por personajes críticos cercanos al Gobierno. La introducción, en el debate político, de preocupaciones cada vez más centrales acerca de los derechos de las víctimas y la búsqueda de la verdad se tradujo en la adopción progresiva del marco de la “justicia transicional”. No se estableció una línea divisoria entre la protección de los derechos de las víctimas y su oposición, porque, como la afirma Delphine Lecombe (2014), todos los actores decían estar “en favor de las víctimas”. De acuerdo con esta autora, la controversia se estableció en el seno del mismo “espacio de los derechos de las víctimas”, con interpretaciones concurrentes acerca del contenido de estos derechos. La siguiente parte retoma estos debates.
Justicia y Paz: ¿valores incompatibles? Movilizaciones y críticas El paso por la arena parlamentaria tuvo efectos significativos sobre las medidas que impulsaba el Gobierno, a pesar de que este contaba con una cómoda mayoría. Los debates parlamentarios abrieron la puerta a reivindicaciones sobre los derechos de las víctimas de los paramilitares. Así, desde agosto de 2003, cuando se radicó la primera versión del proyecto de ley en el Senado, los principales activistas de derechos humanos manifestaron su oposición a lo que denunciaron como una amnistía. La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia publicó un comunicado que afirmaba: La Oficina recuerda que toda iniciativa [de desmovilización] debe conjugar la búsqueda de la reconciliación nacional con el irrestricto respeto por los derechos de las víctimas de violaciones de derechos humanos e infracciones del derecho internacional humanitario […] No resultan compatibles con las normas y principios ya mencionados aquellas disposiciones que tienden a abrir una puerta a la impunidad al permitir situaciones en las cuales los autores de crímenes internacionales, tales como los crímenes de guerra y de lesa humanidad, no son sancionados con penas apropiadas y proporcionales
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a la gravedad de los hechos, o se benefician con medidas de perdón aplicadas sin garantizar a las víctimas la efectividad de sus derechos. Por otra parte, es necesario tener presente que la Corte Penal Internacional tiene competencia sobre los actos constitutivos de genocidio y de crímenes contra la humanidad cometidos en Colombia (2003).
Cuando el Senado inició el estudio de la ley, la Comisión Primera audicionó a altos funcionarios del Gobierno, de la justicia y de organismos internacionales de defensa de los derechos humanos. En esta ocasión, el ministro del Interior respondió a las críticas formuladas por la oficina de las Naciones Unidas y también a la mayoría de las ong colombianas y extranjeras: Si uno escucha las objeciones que a este proyecto ha propuesto el Alto Comisionado para los Derechos Humanos en una pieza llena de ortodoxia, llega a la conclusión de que en Colombia no hay nada que hacer distinto de derrotar hasta el último de los criminales que anda con un fusil al hombro. Porque los principios de la impunidad, el derecho a la verdad, a la reparación plena, a la retribución, todos los principios que ha creado el derecho internacional humanitario precisamente para proteger los derechos humanos, se vuelven una plaza inexpugnable por donde no entra nadie y la conclusión es que nada puede hacerse (Londoño, 2003).
Las críticas también aparecieron en las filas de los partidos de la coalición de Gobierno. Rafael Pardo, jefe del Partido Liberal (que para la época apoyaba al gobierno Uribe) y presidente de la Comisión de Paz del Senado, organizó una segunda sesión de audiencias públicas con la participación de un mayor número de actores y, sobre todo, con una gran participación de ong. En esas audiencias se estructuró un debate acerca de la naturaleza del fenómeno paramilitar y del papel de los grupos que reivindicaban un estatus de representantes de las víctimas. Se vio entonces la constitución de una nebulosa de actores críticos del proceso, pertenecientes a espacios tan variados como las ong, el Congreso (sobre todo miembros del Partido Liberal, del Polo Democrático —izquierda— y algunos independientes) y las organizaciones sociales. Estas audiencias igualmente contribuyeron a internacionalizar el debate y a inscribirlo en el marco de una justicia globalizada. En efecto, uno de los argumentos esgrimidos por las ong es el de la violación de los estándares internacionales
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de justicia, verdad y reparación. Así, por ejemplo, José Miguel Vivanco, director regional de Human Rights Watch, afirmó que el proyecto del Gobierno no estaba de acuerdo con estos estándares, en la medida en que no preveía penas de prisión, el esclarecimiento de los crímenes ni la contribución de los paramilitares a la reparación de las víctimas (Vivanco, 2004). Una propuesta alternativa al proyecto del Gobierno comenzó a emerger. Fue impulsada por el senador Rafael Pardo, junto con una figura muy popular del uribismo independiente, la representante Gina Parodi. Los dos parlamentarios, apoyados por otros, pretendían introducir en la ley un mayor respeto por los derechos de las víctimas y por el esclarecimiento de la verdad. Otro elemento entra a cumplir un papel en ese momento. De acuerdo con Lecombe, el comienzo de las negociaciones entre el Gobierno y los grupos paramilitares se vio acompañado por una internacionalización de la política de paz. Así, las negociaciones llamaron la atención del International Center for Transitional Justice (ictj), que, entre otras cosas, había estado activo en varios países africanos y latinoamericanos. El ictj se unió a una organización colombiana, la Fundación Social, en un trabajo de reflexión y de cabildeo (Lecombe, 2014). Los trabajos de estas organizaciones inspiraron el proyecto de ley conocido como “Verdad, justicia y reparación”, impulsado por los parlamentarios Rafael Pardo, Gina Parodi, Luis Fernando Velasco y Wilson Borja, y apoyado por otras ong internacionales, como Human Rights Watch. Al mismo tiempo, otras organizaciones, como la Comisión Colombiana de Juristas (ccj), se apoyaron en equipos directamente entrenados para seguir los debates parlamentarios y para hacer lobby en el Congreso. Frente a estos desafíos, el Gobierno integró en su discurso y en sus prácticas algunos elementos de la justicia transicional. Sin embargo, este marco jurídico y político resulta ser altamente polisémico, ya que permite reapropiaciones divergentes.
Usos gubernamentales de la justicia transicional De acuerdo con Lecombe, la justicia transicional estructura el discurso tanto de sectores críticos, como el del Gobierno. En gran parte, con el fin de adaptarse a las expectativas de los donantes extranjeros, el Gobierno colombiano proclamó su respeto por estos principios y sus intenciones de no ser solo un receptor de buenas prácticas, sino también un creador y difusor de las mismas. Reivindicó así, para Colombia, un estatus de “laboratorio de paz”, en el que nuevas prácticas
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y nuevos estándares estarían a punto de nacer. La justicia transicional se convirtió, de esta manera, en una fuente de legitimación del Estado en el ámbito internacional (Lecombe, 2014). El episodio de la conferencia internacional de Cartagena, que reunió en 2005 al Gobierno y a los principales donantes, ilustra bien las estrategias de legitimación internacional del Estado y la forma como los gobernantes navegaron entre las restricciones impuestas por sus socios extranjeros y por el juego político interno. Antes de esta reunión, un trabajo de concertación se había llevado a cabo durante varios meses entre el ministro del Interior, Sabas Pretelt, y los parlamentarios ponentes de la ley alternativa. El objetivo del ministro era impedir la presentación de una propuesta distinta al proyecto del Gobierno. Ahora bien, la conferencia de Cartagena representó una oportunidad para que los congresistas ejercieran presión sobre el Gobierno y para poner de presente sus ideas acerca de la futura ley. El 2 de febrero de 2005, día del inicio de la cumbre, Pardo anunció el fracaso de las negociaciones con el ministro y su intención de radicar su proyecto de ley. Inmediatamente, el ministro anunció que radicaría un proyecto de ley que incluía la mayor parte de los elementos de la propuesta alternativa. Ese fue el proyecto de ley que se expuso ante los donantes internacionales reunidos en Cartagena. La prensa reportó en los términos siguientes el discurso del presidente: El presidente Álvaro Uribe les dijo a los representantes de los distintos países y organismos que para junio espera una ley que fuera creíble, equilibrada y universal y en el entendido de que los autores de delitos atroces deben pagar cárcel y desmantelar efectivamente esas organizaciones (El Tiempo, 2005a).
La cuestión del marco jurídico que permitiría la desmovilización de los grupos armados hacía parte de la declaración final. Esta afirmó que los países donantes Resaltaron la importancia y relevancia de los procesos de desarme, desmovilización y reinserción que se han venido dando. Subrayaron la necesidad de complementar el marco jurídico vigente con legislación que permita la realización de los principios de verdad, justicia y reparación; esto permitiría además un mayor apoyo a estos procesos (Unidad de Análisis del Área de Paz y Desarrollo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo —pnud—, 2007).
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Como se vio, el respeto por las “buenas prácticas” de consolidación de la paz se puso como condición para el apoyo de los donantes internacionales a la política de desmovilización de los grupos paramilitares. Ahora bien, la súbita adhesión del Gobierno a estos principios corresponde a una estrategia de legitimación. Apenas terminada la conferencia de Cartagena, dos de las personas más cercanas al presidente, el vicepresidente Francisco Santos y el alto comisionado para la paz, Luis Carlos Restrepo, afirmaron su oposición al proyecto del ministro del Interior y pusieron en escena la división en el seno del Gobierno. Incluso Restrepo afirmó estar dispuesto a renunciar si el presidente continuaba apoyando el proyecto de Pretelt. Una semana después de la declaración de Cartagena, un grupo de parlamentarios, encabezados por el representante uribista Armando Benedetti, presentaron un proyecto de ley en el que afirmaban recoger el pensamiento del presidente y la experiencia del alto comisionado (Colombia, Congreso de la República, 2005b, exposición de motivos). El texto era mucho más parecido al primer proyecto del Gobierno que al que se había presentado a los socios extranjeros. En ese contexto, el presidente se reunió con los líderes de los partidos gobiernistas. Las declaraciones que se dieron a la prensa llevaron a pensar que Uribe apoyaba más la propuesta de Benedetti que la de su propio ministro (Sierra, 2005). Este último, de manera discreta, renunció a defender su proyecto, aunque se trataba supuestamente del fruto de un largo trabajo de concertación. ¿O era que la maniobra tenía como único objetivo el dar satisfacción a los donantes en Cartagena? Esto fue lo que afirmó en aquella ocasión otro congresista uribista: El senador Germán Vargas Lleras acusó al Gobierno entonces de presentar en Cartagena un proyecto “tipo exportación”, para quedar bien con la comunidad internacional, y otro en el Congreso. “El Gobierno quiere lavarse las manos con el Congreso, quiere que nosotros hagamos el juego sucio” afirmó (El Tiempo, 2005b).
El ministro del Interior apareció de nuevo, pero no para defender su posición inicial, sino para reunir a los parlamentarios alrededor de propuesta de ley de Benedetti, que se situaba en las antípodas del proyecto que él mismo había presentado. Durante estos encuentros, él confirmó la versión del senador Vargas: el proyecto de Cartagena había sido una mascarada destinada a los donantes internacionales. Fue la propuesta de Benedetti la que, en realidad, recibía desde el
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comienzo el apoyo del Gobierno. De acuerdo con la prensa, él les habría dicho a los parlamentarios que “aquí estamos entre amigos. Tuvimos que presentar esa propuesta porque las presiones de la comunidad internacional eran muy grandes” (El Tiempo, 2005b). Como se ha visto, el Gobierno tuvo que navegar entre diversas presiones, que se esforzó por controlar e incluso por aprovechar. Al recibir el apoyo de los gobiernos extranjeros, que se convirtieron en garantes del proceso, el Gobierno obtuvo recursos para hacer frente a los opositores de las negociaciones. Por otra parte, pudo lograr este respaldo debido a su afirmación del respeto por las buenas prácticas para la terminación del conflicto. En el marco de estas dinámicas, la apropiación de los principios de la justicia transicional permitió formular un compromiso ante la tensión existente entre los objetivos del Gobierno y el respeto por los derechos de las víctimas. Así, el Gobierno terminó por integrar, en la Ley de Justicia y Paz, como fue aprobada en 2005, los estándares internacionales que había rechazado inicialmente. Ahora bien, fue con fundamento en estos mismos estándares internacionales, pero con una interpretación diferente de su aplicación, que se basó la revisión jurídica de la ley.
Hacia una definición judicial del paramilitarismo El texto aprobado en mayo de 2005 bajo el nombre de Ley de Justicia y Paz (Colombia, Congreso de la República, 2005a) recibió críticas similares a las de proyectos anteriores, con la diferencia notable que los opositores estaban mejor estructurados y que el debate había sobrepasado ampliamente el ámbito del Congreso. La ley fue calificada por sus opositores —congresistas, organizaciones representantes de las víctimas, ong— como excesivamente benéfica para con los paramilitares e insuficiente para garantizar los derechos de las víctimas.10 Aunque la aprobación de la ley fue señalada por los sectores más críticos como la prueba reina de la complicidad entre el Gobierno y los paramilitares, la batalla jurídica apenas comenzaba. Por consiguiente, esta se desplazó hacia los tribunales. La primera intervención de los jueces acerca de las condiciones de desmovilización de los paramilitares correspondió a las reglas constitucionales. Una alianza de organizaciones sociales reunidas alrededor de la Comisión Colombiana de
10
Para algunos ejemplos de estas críticas, véase Uprimny y Botero (2006), Uprimny y Saffón (2005).
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Juristas interpuso una demanda ante la Corte Constitucional. Esta acción abrió una nueva escena de confrontación. Según la Corte Constitucional, la demanda revelaba una tensión entre dos derechos fundamentales: el derecho de las víctimas a la justicia y el derecho de la sociedad a la paz. Su decisión final, de mayo de 2006, invocó una gran cantidad de principios del derecho internacional, así como disposiciones relevantes de la soft law. La Corte efectuó modificaciones a la ley, en el sentido de una garantía de los derechos de las víctimas y de toda la sociedad a la verdad, la justicia y la reparación. En efecto, los magistrados consideraron que: La paz no puede transformarse en una especie de razón de Estado que prevalezca automáticamente, y en el grado que sea necesario, frente a cualquier otro valor o derecho constitucional. En tal hipótesis, la paz —que no deja de ser un concepto de alta indeterminación— podría invocarse para justificar cualquier tipo de medida, inclusive algunas negatorias de los derechos constitucionales, lo cual no es admisible a la luz del bloque de constitucionalidad (Colombia, Corte Constitucional, 2006).
Las modificaciones de la Corte se encaminaron en el sentido de un control creciente de los compromisos de los desmovilizados y de la responsabilidad del Estado en el tratamiento penal de los crímenes de los paramilitares. Ahora bien, la Corte adoptó una actitud ambivalente frente al problema del estatus de delincuentes políticos. Aunque declaró inconstitucional esta medida por vicios de forma, ello no atentaba contra los derechos ya adquiridos por los demovilizados. La decisión —por estar basada en un vicio formal— no era retroactiva. Con su actitud, la Corte se abstuvo de examinar la cuestión de fondo de la calificación penal de los crímenes de los paramilitares, evitando así una confrontación directa con el Poder Ejecutivo y dejando la puerta abierta a nuevos debates. Por otra parte, la intervención de la Corte en las condiciones de desmovilización de los paramilitares no constituyó una transgresión a su papel, como se ha definido desde su creación en 1991. En efecto, esta instancia ha intervenido en numerosas ocasiones en cuestiones ligadas al conflicto armado, tanto para limitar las prerrogativas gubernamentales, como para reafirmar las responsabilidades del Gobierno con respecto a las víctimas del conflicto armado. Sin embargo, las subsecuentes intervenciones de otro alto tribunal, la Corte Suprema de Justicia, tuvieron una dimensión mucho más transgresiva y, por ende,
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un impacto mayor en el juego político. La Corte Suprema se opuso frontalmente a otorgar el estatus de delincuentes políticos a los paramilitares. Un caso particular le dio la oportunidad de afirmar su postura. Se trató del proceso contra Óscar Caballero Montalvo, un paramilitar del Bloque Elmer Cárdenas. Caballero Montalvo había solicitado una cesación de procedimiento, haciendo valer las disposiciones de la Ley de Justicia y Paz. Tras el rechazo de su solicitud por el Tribunal Superior de Antioquia, la defensa del paramilitar presentó un recurso de apelación. En su decisión de julio de 2007, la Corte pasó del tratamiento concreto del caso a la evaluación de la norma. Entonces, los magistrados afirmaron que el artículo 71 —fundamento del estatus político— era “una norma contraria a la constitución política porque asimila indebidamente los delitos comunes con los delitos políticos”. Luego, la Corte decidió que Caballero Montalvo debía ser acusado de “concierto para delinquir”. Los magistrados argumentaron que los delincuentes políticos se alzan en armas con el fin de transformar el Estado o el sistema político para construir uno más justo. Los paramilitares no correspondían a esta definición: Aceptar que en lugar de concierto para delinquir el delito ejecutado por los miembros de los grupos paramilitares constituye la infracción punible denominada sedición, no sólo equivale a suponer que los mismos actuaron con fines altruistas y en busca del bienestar colectivo sino, y también, burlar el derecho de las víctimas y de la sociedad a que se haga justicia y que se conozca la verdad (Colombia, Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, 2007a).
Este veredicto marcó la oposición de la Corte a la definición política del paramilitarismo formulada por el Gobierno. Esta postura desembocó en un conflicto violento, en el que el presidente acusó a la Corte de tener un “sesgo ideológico” en favor de la guerrilla; a esto los jueces se pronunciaron para rechazar las interferencias y solicitar respeto por su independencia. La respuesta del Gobierno fue la de anunciar un nuevo proyecto de ley con el objetivo de garantizar el estatus político de los paramilitares. La oposición de la Corte Suprema y la evolución de la relación entre el Gobierno y los paramilitares obstaculizaron esta medida, que terminó por ser abandonada a finales de 2007. Paralelamente a las controversias respecto al estatus penal de los paramilitares, otros elementos complicaron la situación. En efecto, la intervención de la Corte Suprema fue más allá de las condiciones de desmovilización y se centró
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en las redes que los paramilitares mantenían en el corazón del Estado. En las siguientes páginas exploramos este proceso.
Paramilitares y políticos El escándalo de la “parapolítica” La desmovilización de los paramilitares abrió la puerta a revelaciones sobre sus lazos con políticos, en especial en el nivel local. Inicialmente, la agenda electoral determinó el curso del escándalo. Las elecciones presidenciales de 2006 constituyeron un terreno propicio para las denuncias. Estas emanaron del principal actor de la izquierda parlamentaria, el Polo Democrático, y de una de sus figuras más mediáticas, el representante (y luego senador) Gustavo Petro. En el marco de los debates parlamentarios acerca de la Ley de Justicia y Paz, Petro afirmó que varios congresistas tenían impedimentos para participar, debido a sus relaciones personales y políticas con los paramilitares. Señaló el caso de Jorge Luis Feris, hermano de un comandante paramilitar, y también el de todos aquellos que fueron elegidos en regiones bajo la influencia de estos grupos. Sin embargo, el debate de los impedimentos no se efectuó y la votación de la ley siguió su curso. En junio de 2005, Clara López Obregón, en ese entonces candidata del Polo a la Cámara de representantes, interpuso una acción ante la Corte Suprema, solicitando que se investigara las relaciones entre paramilitares y políticos. En diciembre de 2005, el jefe del Partido Liberal, el expresidente César Gaviria, que se había convertido en un opositor del Gobierno, afirmó que algunos candidatos uribistas al Congreso estaban aliados con los paramilitares. Miembros del Gobierno y de la bancada uribista rechazaron las acusaciones, calificándolas de infundadas y motivadas solo por fines políticos. A tiempo con las primeras denuncias, investigadores y periodistas pusieron en duda la fidelidad de las elecciones anteriores, las de 2002. En un foro realizado por la revista Semana a finales de 2005, la ensayista Claudia López expuso sus estudios acerca de los casos de la concentración masiva de votos, en los que un solo candidato había obtenido más del 90 % de los sufragios. Estos casos coincidían con las zonas bajo el control paramilitar, lo que la llevó a preguntarse por las formas de coacción electoral desplegadas por estos grupos armados. En la prensa, estas “votaciones atípicas” fueron asociadas a las trayectorias fulgurantes de algunos de los congresistas de esas zonas. Tal fue el caso de Eleonora Pineda,
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que de tener un salón de belleza pasó a ser consejera municipal de la población de Tierralta, Córdoba, y luego representante a la Cámara. Durante muchos meses, el escándalo de la “parapolítica”, como lo denominó la prensa, permaneció limitado a esos rumores. Sin embargo, la ruptura ocurrió cuando las instancias judiciales acogieron las acusaciones, abrieron investigaciones contra los políticos y contra altos funcionarios, y ordenaron su detención. Las primeras investigaciones de envergadura afectaron al Departamento Administrativo de Seguridad (das). En enero de 2005, las declaraciones del responsable de informática del das obligaron al director a renunciar. Un año más tarde, en febrero de 2006, este fue puesto en detención preventiva, acusado de concierto para delinquir y homicidio agravado. Una nueva repercusión ocurrió en septiembre de 2006, cuando la prensa hizo público el contenido de un computador que habría sido decomisado durante un allanamiento del domicilio de un exparamilitar. El disco duro contenía informaciones acerca de las colaboraciones entre políticos y paramilitares, sobre todo en el marco de licitaciones públicas ganadas por empresas controladas por testaferros o aliados de los paramilitares. Estas revelaciones aceleraron la reacción judicial; a las pocas semanas, varios políticos locales fueron arrestados. En ese momento tuvo lugar la primera intervención de la Corte Suprema. En el derecho penal colombiano, los procesos contra congresistas en ejercicio son de competencia exclusiva de esta entidad. En octubre de 2006, la Corte abrió una investigación formal contra tres parlamentarios uribistas. Estos se rehusaron a rendirse, y la Policía ofreció una recompensa por información que condujera a su arresto. Entre finales de 2006 y febrero de 2007, la Corte ordenó la detención de diez congresistas, todos pertenecientes a la bancada uribista. El escándalo se alimentó y amplió por la estrategia de los paramilitares, que esperaban usar las informaciones respecto a los lazos con los políticos para hacer presión sobre el Gobierno. Así, a finales de 2006, el senador Miguel de la Espriella, siguiendo instrucciones de Salvatore Mancuso, develó la existencia de un acuerdo firmado entre los políticos de Córdoba y los paramilitares en 2001. Llamado a rendir testimonio ante la Corte Suprema, Miguel de la Espriella entregó los nombres de varios políticos que habrían firmado el pacto. Algunas semanas después, Mancuso presentó ante los investigadores el documento firmado por los 32 invitados a la reunión, entre los cuales figuraban cinco congresistas. Las grabaciones de las conversaciones entre de la Espriella, Pineda y Mancuso,
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realizadas por el mismo jefe paramilitar, mostraron la forma como Mancuso buscaba manipular el escándalo: Mientras más gente se meta, más rápido hay una solución. Uribe no puede meter en la cárcel a 20 000 personas, pare de contar; él no puede meter a la cárcel a cien personas importantes del país. Cómo va a hacer con sus ministros, cómo va a hacer con su vicepresidente, cómo va a hacer con el ministro de Defensa.11
De acuerdo con las representantes Eleonora Pineda y Rocío Arias, cercanas a las auc, el objetivo de Mancuso era la desestabilización del Gobierno. Aquellas visitaron a los parlamentarios encarcelados y afirmaron ser mensajeras de Mancuso. Según ellas, este quería continuar revelando sus relaciones con los políticos; “Mancuso creía que sólo así, mediante mecanismos de presión, el Gobierno cumpliría los compromisos adquiridos con los jefes de las auc y se preocuparía por buscar alternativas favorables para todos” (Cambio, 2007). La sucesión de investigaciones y arrestos, favorecidos por la intervención de la Corte Suprema, tuvo efectos en los flujos de información —las declaraciones de las personas arrestadas alimentaron nuevas investigaciones—, pero, sobre todo, en las condiciones sociales de la acción de la justicia. En efecto, el cambio se dio a nivel de las condiciones políticas de la acción de los jueces, más que del material probatorio. Pruebas de esas complicidades existían anteriormente, pero los procesos se habían mantenido circunscritos a espacios locales, en donde los investigados habían logrado controlar su desarrollo. El caso del departamento de Sucre ilustra la manera como estas investigaciones podían ser obstaculizadas. Desde 2001, la Fiscalía había obtenido el testimonio de Jairo Castillo Peralta, alias “Pitirri”, un exparamilitar que había aceptado revelar detalles acerca del papel de los políticos locales en el desarrollo del paramilitarismo. Otras pruebas, como grabaciones telefónicas y testimonios complementarios, apoyaban la versión de Pitirri. Ahora bien, las investigaciones se habían estancado y muchas habían precluido. La ineficacia de la justicia se explicaba, en parte, por la influencia y la presión de los paramilitares y de sus aliados. Efectivamente, la procuradora d epartamental, 11
Estas palabras fueron difundidas por la radio dos años después de las revelaciones de los políticos. Véase W Radio (2008).
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Tatiana Moreno, fue acusada de desviar las investigaciones. Su oficina, por ejemplo, envió a la Fiscalía un fax en el que Pitirri se retractaba de sus declaraciones. Ahora bien, la comunicación fue recibida por la fiscal Yolanda Paternina en el momento mismo en el que Pitirri rendía su declaración. Medios violentos también se utilizaron para entrabar la acción de la justicia, como lo ilustra el asesinato de esta misma fiscal en agosto de 2001. Yolanda Paternina tenía casos de masacres paramilitares e investigaba el papel desempeñado por los políticos en esos homicidios. Otras veces la obstrucción a la justicia vino de instancias centrales. Así, la investigación de la masacre de Chengue dio como resultado un informe de la Procuraduría solicitando la acusación formal del senador Álvaro García Romero (hoy condenado por homicidio agravado). Sin embargo, el viceprocurador de la época decidió detener todas las acciones contra García Romero. El investigador que había formulado los cargos tuvo que dejar la institución. Este tipo de técnicas de manipulación fueron perdiendo progresivamente su eficacia con el avance del escándalo. Esto se debió, en parte, a que las investigaciones judiciales alimentaron otros espacios de denuncia. A partir del momento en el que el escándalo de la parapolítica entró en su etapa judicial, se inició una competencia entre los diferentes actores de la oposición con el fin de posicionarse como portaestandartes de la lucha por la moralización de la política. Esta situación fue atizada por el hecho de que la oposición al Gobierno estaba dividida en dos partidos rivales: el Polo Democrático, que se había visto reforzado por sus resultados inéditos en las elecciones de 2006 y que se perfilaba como un actor importante en aras de las elecciones locales de octubre de 2007; por otra parte, el Partido Liberal, que había sido la primera agrupación del país entre mediados de los años ochenta y finales de los noventa, obtuvo en 2006 uno de los peores resultados de su historia reciente; su candidato presidencial había quedado relegado en un tercer lugar detrás del candidato de la izquierda. Así, la arena jurídica se convirtió en la instancia central de certificación de la moralidad política. Quienes habían sido acusados de haber colaborado con los paramilitares ya no podían voltear la espalda a las acusaciones, calificándolas de infundadas, sino que debían invertir todos sus recursos en la lucha jurídica, realzando, por lo mismo, la preeminencia de este espacio de confrontación. La consecuencia de este centralismo fue el aumento de la capacidad de acción
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de los magistrados.12 Además, las investigaciones judiciales alimentaron una dinámica de revelaciones, en la que la solidaridad entre acusados se diluyó. Con el objetivo de minimizar la responsabilidad individual y de obtener beneficios judiciales, cada uno comprometía a otros.13
Los jueces y la política ¿De qué modo la Corte Suprema de Justicia comenzó a asumir este tipo de papel? Ningún cambio significativo en su composición puede explicar la evolución de su actuar; por ende, es conveniente tener en cuenta brevemente la manera en la que los magistrados de la Corte evaluaron la situación política.14 La transformación del rol de la justicia opera en varios niveles. Por una parte, hemos visto que el lugar central de la justicia en la definición de una política de desmovilización había otorgado a la institución judicial en su conjunto un lugar privilegiado en la definición del problema del paramilitarismo. Por otra parte, las controversias jurídicas sobre las relaciones entre políticos y paramilitares fueron asumidas por todos los actores. La preponderancia adquirida por la acción judicial influyó, entonces, la visión que los jueces tenían de su propio papel, las obligaciones que este implicaba y las posibilidades de acción que se les ofrecían. Aquí examinamos brevemente este impacto. La historicidad de las relaciones entre política y justicia es fundamental para comprender el posicionamiento de los actores en el momento que describimos aquí. El uso político de acusaciones sobre alianzas criminales es corriente en Colombia; desde los años noventa, el escándalo político se ha convertido en una forma de “jugada”, integrada en las estrategias políticas. Esto puso a los magistrados en el centro de las luchas por el poder. Un segundo aspecto corresponde a la ausencia de acción, por parte de la justicia, en casos anteriores. Así, magistrados y abogados entrevistados evocaron la comparación entre la parapolítica y el mayor escándalo que la precedió,
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Este análisis se inspira en los trabajos de Jean-Louis Briquet (2007; 2012) acerca del escándalo de Tangentopoli en Italia y la crisis de la Primera República.
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Acerca de los efectos del colapso de las transacciones cómplices sobre el curso de las crisis, véase Dobry (2002).
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Respecto a un enfoque de estas características, que examina las relaciones entre las instituciones judiciales y su ambiente institucional, así como la forma en la que estos factores influencian las posiciones individuales de los jueces, véase Clayton y Gillman (1999).
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el llamado “Proceso 8000”. En la siguiente cita, la parapolítica es interpretada por un magistrado como una oportunidad histórica para reafirmar el imperio de la ley y del poder judicial: “Si lo del proceso 8000 no se hubiera dejado impune no hubiéramos tenido la parapolítica. Hubieramos corregido las cosas tiempo atrás. El crimen genera el crimen. Es lo que se llama el fenómeno criminogénico”.15 Ahora bien, la magnitud de las complicidades entre los paramilitares y los políticos tomó por sorpresa a los mismos magistrados. Cuando, luego del escándalo, ellos reevalúan lo que pasó, evocan un sentimiento de crisis histórica del régimen político. De esta manera lo afirmaba, por ejemplo, un expresidente la Corte Suprema en 2010: Yo creo que hemos vivido una de las épocas más aciagas de la historia de esta República. El daño que ha tenido el tejido social colombiano no sabemos hasta donde ha llegado. Y lo único que puede empezar a aliviar un poco esta gran consecuencia nefasta de la violencia en Colombia es que empecemos a saber qué fue lo que pasó, conocer la verdad (Arrubla, 2010).
Por otra parte, las intervenciones de la Corte Suprema, por ejemplo, cuando se pronunció por la inconstitucionalidad del estatus de criminal político de los paramilitares, fueron duramente condenadas por el Poder Ejecutivo. En su época, el presidente Uribe sugirió que las decisiones de los magistrados respondían a una agenda oculta, que estos tenían alguna complicidad criminal. Tales ataques fueron percibidos como una amenaza a la identidad de la Corte e incluso al papel profesional y político de los magistrados. El presidente de la Corte Suprema escribía, en diciembre de 2008, que “se amenaza a la independencia judicial cuando el presidente de la República dirige críticas a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, en las que nos tilda de prevaricadores, de golpistas, de tener un ‘sesgo ideológico’” (Ricaurte Gómez, 2008, p. 6). La justificación de las posiciones adoptadas sobrepasa el marco de una concepción tradicional de la exégesis del texto jurídico. La percepción de una situación de urgencia, en la que métodos excepcionales debían ser movilizados, fue progresivamente colocada en primera plana. Ella respondería a la
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Entrevista a magistrado, Bogotá, 2011.
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falta de acción de otros sectores de la justicia —como la Fiscalía— o al riesgo que los políticos influenciaran el curso de los procesos. Esto marca una inflexión en la manera en la que los magistrados se representan su papel. Como lo explica un exmagistrado: La Fiscalía estaba precluyendo todo […] el señor fiscal revocó la providencia de que metió en la cárcel a Mario Uribe [senador, primo del presidente] después de que la Corte ya lo tenía procesado. Cuando él salió, se puso a decir que no había la más mínima prueba […] Entonces nos tocó darnos la pela y reasumir, porque eso lo estaban feriando.16
Admitir de esta manera que la acción judicial pudiese estar motivada por razones extrajudiciales constituye una inflexión en la percepción del papel de la Corte. Otra cita lo muestra bien: Uno puede interpretar la norma y llegar a una conclusión contraria a la de exégesis. Al principio, yo no era favorable a esa postura [el monopolio de la Corte en el juzgamiento de los congresistas aliados con los paramilitares]. Poco antes de que cambiáramos la jurisprudencia, X presentó una ponencia. Decía que la alianza con los paramilitares era un delito permanente y que por eso no se le podía aplicar favorabilidad. Yo le ataqué, devolvimos el proyecto, pero a los ocho días yo caí en cuenta de la gravedad, sobre todo en eso de la parapolítica.
En esta cita, el magistrado hace un alegato en favor del deber de los jueces de interpretar la ley y adaptarla a la realidad. Continuó de la siguiente manera: Es que en derecho hay una serie de figuras muy bonitas, pero en la práctica es muy berraco, en donde el juez tiene que meterle la mano. Hay que interpretar la ley de acuerdo con la realidad del país. Como decía un filósofo del derecho, “todo el que sabe derecho, solo derecho, mucho derecho, todo el derecho, no sabe derecho”. Es que esto no es solo la norma, la norma hay que interpretarla
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Entrevista a exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia, Bogotá, 2011.
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para airearla, para darle luz. Hay que convertir la justicia en un fluido vivo que circula por las fórmulas vacías de las leyes como la sangre por las venas.17
Tal redefinición del papel de la judicatura constituye una transgresión a la identidad institucional de la Corte Suprema, que se caracterizaba por el formalismo jurídico. De hecho, este ente era percibido, durante los años noventa, como un órgano más conservador y más impermeable a la influencia internacional que la prestigiosa Corte Constitucional. Esto se explica parcialmente por la constitución de las dos entidades. Los magistrados de la Corte Suprema son esencialmente jueces que han hecho toda su carrera en el interior de la rama judicial, mientras que aquellos de la Corte Constitucional, por lo general, tienen trayectorias en la academia, han estado influenciados por las doctrinas extranjeras y han realizado sus actividades universitarias en un ámbito internacional. Las transformaciones en el papel de la Corte desembocan en lo que podemos calificar de una “coyuntura fluida” (Dobry, 2009), en la cual las rutinas institucionales y las divisiones de prerrogativas al interior del Estado fueron cuestionadas. Paralelamente, las relaciones entre el Gobierno y los paramilitares no cesaron de degradarse. La estrategia de presión por medio de revelaciones comprometedoras resultó ser contraproducente para los intereses de los paramilitares, ya que generó contrarrevelaciones en las cuales el Gobierno descalificaba la aspiración de los paramilitares a ser reconocidos como actores políticos. El conflicto se cerró, entonces, por la extradición de la mayor parte de los jefes paramilitares en mayo de 2008.
De la desmovilización a la extradición ¿Qué sucesión de eventos condujo a los paramilitares, que aspiraban en 2004 a ser vistos como liberadores y combatientes en contra del comunismo, a ser tratados como simples traficantes de drogas? La crisis desatada por los procesos de la “parapolítica” explica, en parte, la estrategia gubernamental. La extradición se constituyó en una reafirmación de la autoridad presidencial, aminoró el flujo de información comprometedora y puso en escena la supuesta voluntad de restaurar el imperio del Estado. En este sentido, fue una estrategia de finalización de la crisis. Ahora bien, también expuso al presidente a duras críticas, que
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Entrevista a exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia, Bogotá, 2011.
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vieron en este gesto un intento de salvar a sus aliados políticos y e incluso de protegerse a sí mismo.18 Más allá de estas críticas, la extradición solo fue posible porque la situación de los paramilitares se había fragilizado, ya que habían entregado las armas y desmovilizado a una parte de sus hombres.
Desmovilizaciones de fachada Los paramilitares mantuvieron una relación ambivalente con las desmovilizaciones. Estas fueron llevadas a cabo progresivamente, a medida que se realizaban los acuerdos políticos y fueron sirviendo como garantía de buena voluntad. El Gobierno, por su parte, se sirvió de ellas para dar garantías a la opinión pública y a los donantes extranjeros. Así, por ejemplo, en junio de 2003, poco después de la publicación de un “comunicado conjunto” en el que las dos partes reafirmaron su voluntad de alcanzar un acuerdo (Restrepo, Mancuso y Castaño, 2003), los paramilitares entregaron 69 combatientes menores de edad al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. En julio del mismo año, los paramilitares firmaron un acuerdo con los representantes del Gobierno, en el que se comprometían a desmovilizar completamente todas sus tropas antes del 31 de diciembre de 2005. La primera ceremonia de desmovilización, organizada como prueba de buena voluntad, involucró a más de 800 paramilitares de Medellín en noviembre de 2003. Ahora bien, inmediatamente surgieron dudas entre las autoridades, ya que fuentes de inteligencia afirmaban que el grupo de Medellín estaba conformado por cerca de 4000 miembros. Antes de la ceremonia, Amnistía Internacional afirmó que los paramilitares habían organizado campañas de reclutamiento poco antes de la desmovilización, con el objetivo de hacer pasar a delincuentes de barrio por paramilitares (Amnesty International, 2005). El Gobierno se dio cuenta rápidamente de la farsa. Así, en las grabaciones trasmitidas a la prensa, el alto comisionado para la paz les reprochó a los jefes paramilitares su falta de claridad en la desmovilización: “En el proceso de Medellín nos revolvieron delincuentes callejeros 48 horas antes y nos los metieron en el paquete de desmovilizados” (Semana, 2004).
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Estas críticas fueron abundantes en Colombia, pero también fueron difundidas en el exterior. Véase, por ejemplo, el informe: Truth Behind Bars: Colombian Paramilitary Leaders in U.S. Custody (International Human Rights Law Clinic, 2010).
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Las investigaciones de la Organización de Estados Americanos (oea) y de Human Rights Watch confirmaron esas acusaciones. La gran mayoría de los desmovilizados de Medellín afirmaron haber sido reclutados para esta ocasión (Human Rights Watch, 2010). En realidad, el jefe paramilitar Diego Fernando Murillo, alias “Don Berna”, había transferido una parte de sus hombres hacia otra estructura comandada por uno de sus hombres de confianza. Estas falsas desmovilizaciones les permitieron a los jefes paramilitares crear una imagen de compromiso con la negociación, mientras mantenían a sus mejores hombres y armas. Esto podría responder a múltiples objetivos: tener la posibilidad de retomar las armas en caso de un fracaso de las conversaciones, continuar sus actividades de tráfico de drogas e incluso como medio de presión sobre el Gobierno (Alonso, Giraldo & Jorge, 2007). Así, cuando las intervenciones de los jueces condujeron a un endurecimiento de las condiciones de desmovilización, los jefes paramilitares utilizaron sus grupos armados como medio de presión. En febrero de 2007, cuando las perspectivas de obtener beneficios jurídicos se estaban ensombreciendo, Salvatore Mancuso afirmó que más de 5000 combatientes habían retornado a las armas. Mientras admitía que esto tenía “desastrosas consecuencias para el país”, afirmó que se trataba de la consecuencia de la incapacidad del Gobierno para honrar sus promesas (El Espectador, 2007). Organizaciones internacionales denunciaron la existencia y las consecuencias de estas falsas desmovilizaciones. Desde 2006, la oea constató la formación de nuevos grupos paramilitares. Esta organización identificó, en el origen de estos, a mandos medios y combatientes rasos que nunca habían entregado las armas o que las retomaron después de su desmovilización. En seguida, la oea habló de 22 nuevas estructuras paramilitares y manifestó sus preocupaciones por el reclutamiento de excombatientes y el papel de la economía de la droga (oea, 2006). En 2007, cuando concluyó el ciclo de desmovilizaciones, la oea afirmó que los nuevos grupos paramilitares ya tendían a estabilizarse, con la aparición de fuertes liderazgos y de su inserción territorial, que se realizaba básicamente siguiendo las rutas claves del narcotráfico. Esta organización también constató que los más de 30 000 excombatientes de las auc conformaban un peligroso caldo de cultivo para el reclutamiento o la creación de nuevas estructuras armadas (oea, 2007). La existencia de estas falsas desmovilizaciones no significa que los jefes paramilitares hayan logrado mantener intacta su capacidad para utilizar la violencia.
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En efecto, la desmovilización contribuyó a desarticular sus redes de mando. Alejados de sus tropas, los jefes paramilitares ya no podían ejercer sino un liderazgo débil. Así, los análisis existentes19 destacan el papel de los mandos medios en la aparición de los nuevos grupos armados. Contrariamente a sus superiores, estos no habían acumulado grandes capitales y, por tanto, no tenían mucho interés para regresar a la legalidad. Por consiguiente, muchos retomaron las armas, con el objetivo de controlar las rutas de transporte de drogas y de insumos necesarios para su fabricación, así como los sitios de transformación y los puntos de venta. Este fenómeno también puede haberse dado por el interés que tenían los narcotraficantes por conformar su propio ejército privado, compuesto por exparamilitares que habían quedado sin ocupación.20 Un proyecto de estas características podía ser muy rentable, ya que la desmovilización había creado un vacío de poder en ciertas zonas estratégicas para el narcotráfico. De este modo, es evidente que la persistencia de la violencia no solo provino de la voluntad de los líderes paramilitares de mantener un pie en la ilegalidad. Así las cosas, el doble juego al que se dedicaron, junto con el descrédito que el surgimiento de los nuevos grupos armados hizo recaer sobre la política de desmovilización, condujo a una degradación de las relaciones entre el Gobierno y los paramilitares.
Hacia un tratamiento criminal Las dificultades del proceso de desmovilización pusieron en aprietos el discurso oficial. Este sostenía que el país estaba entrando en una era de estabilización, con los beneficios simbólicos que ello implicaba para el Gobierno. Ahora bien, la proliferación de los nuevos grupos armados y la visibilidad de sus acciones desacreditaron este tipo de lectura. En estas condiciones, resultaba arriesgado justificar el mantenimiento de los beneficios a los exjefes paramilitares. Por lo tanto, todo esto contribuyó a volver a ubicar en el centro de la agenda la cuestión de las solicitudes de extradición formuladas por las autoridades estadounidenses. En un contexto ya muy degradado, la extradición de los jefes paramilitares era la única alternativa que permitiría reafirmar la autoridad del Estado, contrarrestar 19
Aquí retomamos las conclusiones de Romero y Arias (2008). Véase también Massé, Munevar, Álvarez y Renán (2010).
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Acerca del papel de la economía de las drogas en las trayectorias de los excombatientes paramilitares, véase Daviaud (2010a).
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las críticas contra el proceso de desmovilización y desarticular una parte de las redes paramilitares. Antes de entrar a explicar las circunstancias de la extradición, debemos regresar brevemente al contexto en el que esta ocurrió. En el marco de las negociaciones, los jefes paramilitares habían buscado protegerse contra la justicia estadounidense. Una vez más, la cuestión del estatus penal de los paramilitares desempeñó un papel central, ya que el derecho colombiano prohíbe la extradición de delincuentes políticos. Ahora bien, esta posibilidad despertó una oposición frontal de los Estados Unidos. Así, cuando la Ley de Justicia y Paz se aprobó en 2005, el Congreso estadounidense manifestó su preocupación con respecto a la continuidad de la política de extradición. Esto se reflejó, en particular, en el condicionamiento de la ayuda aprobada por el Senado en Washington en el año 2005, cuyo fin era suministrar los fondos para apoyar la desmovilización de los paramilitares. Los senadores subordinaron la entrega de las ayudas a que el secretario de Estado certificara la colaboración plena de Colombia en la extradición de individuos solicitados por la justicia estadounidense. Estas presiones no deben conducirnos a ignorar el uso estratégico que el Gobierno colombiano hizo de las solicitudes de extradición. Así, cuando en 2004, el vicefiscal de los Estados Unidos anunció que su país se estaba preparando para pedir la extradición de seis jefes paramilitares, el presidente Uribe anunció que firmaría las autorizaciones, pero que las órdenes de captura solo serían ejecutadas en caso de que los acusados incumplieran sus compromisos. Esto hacía pesar una amenaza permanente sobre los jefes paramilitares. En la misma época, una representante a la Cámara cercana a los paramilitares presentó un proyecto de ley encaminado a impedir su extradición. Sin embargo, la iniciativa fue abandonada por falta de apoyo de la Presidencia. Así, fue por medio de acuerdos entre el Gobierno y los paramilitares, desprovistos de toda existencia legal, que se trató el problema de la extradición durante las negociaciones. Por lo tanto, es claro que el Gobierno utilizó su posición de mediación entre lo nacional y lo internacional como un recurso para reforzar su poderío frente a los paramilitares. La amenaza de la extradición no fue el único recurso con el que contaba el Gobierno para hacer presión sobre los paramilitares. Desde cuando los jefes paramilitares depusieron las armas, fueron confinados en centros de reclusión. A pesar de que el Gobierno no podía controlar totalmente estos lugares, el encierro hizo mucho más fácil la vigilancia. La sucesión de revelaciones acerca de las condiciones de reclusión de los paramilitares estuvo ligada a esto. Así, el 12
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de mayo de 2007, la revista Semana publicó extractos de grabaciones telefónicas que mostraban que los jefes paramilitares controlaban, desde sus lugares de detención, redes criminales y ordenaban asesinatos (Semana, 2007). Las grabaciones reflejaban la forma como se manejaban los cargamentos de cocaína y los depósitos de armas que no se habían entregado al Gobierno en el momento de las desmovilizaciones. No se conocen las condiciones en las que se realizaron y se transmitieron a la prensa estas grabaciones, pero es muy probable que hayan sido efectuadas por agencias de seguridad del Estado (das, Policía…) y enviadas enseguida a los periodistas. En este caso, se trataría de una jugada mediática orquestada por el presidente o por sus consejeros, con el fin de desacreditar a los jefes paramilitares y reforzar la amenaza de la extradición. En febrero de 2008, cuando el escándalo de la “parapolítica” se encontraba en su apogeo, fue ordenada una operación de la Policía en la cárcel donde estaban detenidos los jefes paramilitares. Fueron decomisados dinero, teléfonos y armas. Como resultado del descubrimiento de estas actividades criminales, el presidente amenazó con expulsar a los jefes paramilitares del sistema de justicia alternativa, lo que conduciría a la pérdida de los beneficios en materia penal y abriría la puerta a la extradición. A la medianoche del 12 de mayo de 2008, catorce jefes paramilitares —incluidas las principales figuras del equipo negociador— fueron extraditados repentinamente a los Estados Unidos. La extradición se convirtió en una manera eficaz de disipar —aunque no terminar— con las revelaciones de los paramilitares. Su utilización continuó, ya que durante los meses siguientes el Gobierno extraditó a otros jefes paramilitares. Esta estrategia abrió la puerta a nuevos conflictos entre el Poder Judicial y el Gobierno. En efecto, a pesar de los compromisos del presidente, que afirmaba en el momento de la extradición que los paramilitares continuarían implicados en los procesos judiciales iniciados en Colombia (por videoconferencia o a través de las visitas de fiscales colombianos a sus lugares de reclusión), tal mecanismo tardó mucho en implementarse. Como reacción a esto, la Corte Suprema bloqueó la mayor parte de las solicitudes de extradición a partir de agosto del 2009.21 Ahora bien, para ese momento, las principales figuras del paramilitarismo ya se encontraban en los Estados Unidos.
21
Sobre ese tipo de acciones por parte de la Corte, véase Grajales (2016a).
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*** Los análisis realizados en este capítulo muestran la importancia de la calificación y la categorización de la violencia en el caso de los paramilitares. La búsqueda, por parte de los actores armados, de un reconocimiento político, destaca el lugar que mantienen las instituciones, a pesar del nivel de violencia que vive el país y de la diversidad de actores que están en capacidad de utilizar las armas. Así, la violencia paramilitar no afectó fundamentalmente la autoridad del Estado; más bien lo valorizó como la institución que detentaba el monopolio sobre la calificación de la violencia. Ahora bien, este monopolio tuvo efectos concretos sobre los actores armados. Les impuso narrativas de legitimación, puestas en escena para mostrarse como organizaciones armadas, así como espacios de negociación con reglas institucionales que no estaban bajo su control. Este monopolio se basó, en parte, en lo que hemos llamado aquí recursos de la extraversión, e igualmente en herramientas jurídicas. Entonces, aparece como un vector central de la intervención estatal. Pero la violencia también es un elemento central en los conflictos internos al Estado. Así, al final de los eventos que hemos descrito, la judicatura se vio atribuida una misión de revelación de las fuentes ocultas de la violencia en Colombia. La intervención de los jueces definió al paramilitarismo como un problema íntimamente ligado a la estructuración de la política en Colombia. Tal definición está ligada a la denuncia de las “fuerzas oscuras”, que había constituido, al menos a comienzos de la historia de los grupos paramilitares, uno de los repertorios lexicales que sirvieron para describir un fenómeno que se comprendía mal. Nuevas formas de denuncia, entre lo periodístico y lo académico, amplificaron aún más el discurso de los magistrados. La fenomenología del paramilitarismo que tendió a imponerse, proyectó la imagen de asociaciones criminales que habían monopolizado el poder en grandes extensiones del territorio colombiano, controlando las instituciones y penetrando hasta el corazón del aparato estatal.22 Aunque un discurso de estas características se basa en una realidad probada, también es cierto que elude un elemento clave: las configuraciones político-criminales que hemos descrito, aunque eran sólidas y tenían una fuerte influencia política, resultaron, en última instancia, vulnerables y frágiles. 22
Aquí hacemos referencia a numerosos trabajos ya comentados y criticados, sobre todo López (2010) y Romero (2011b).
7. Delincuentes políticos, criminales de guerra, delincuentes a secas
Así, la extradición de los jefes paramilitares y las investigaciones contra más de 200 parlamentarios no se pueden explicar únicamente por la simple voluntad de un actor en particular (el presidente o la Corte Suprema). En el primer caso, la extradición se impuso como una solución que permitió, a la vez, callar las revelaciones de los paramilitares, alejar a los jefes encarcelados de los grupos armados que permanecieron movilizados y reafirmar la autoridad presidencial. La extradición era compatible con la utilización estratégica de las exigencias estadounidenses para fines políticos internos, una estrategia que ha sido central durante décadas en el tratamiento de los grupos criminales por parte de los gobernantes colombianos (Grajales, 2016b). Además, la extradición resultaba compatible con la criminalización progresiva de los jefes paramilitares, que participaron en su propio descrédito. En el segundo caso, la intervención de los jueces solo fue posible debido a que numerosos actores participaron en la espiral de denuncias y revelaciones. La eficacia de esta intervención estuvo directamente ligada con la relevancia institucional adquirida por los altos tribunales, a la luz de los debates en torno a la desmovilización de los paramilitares. Al terminar este proceso complejo, que afectó a la vez las condiciones de desmovilización de los paramilitares, las complicidades de las que se habían beneficiado y la definición misma de su naturaleza criminal, los jueces aparecieron como actores monopolísticos en la definición del problema. Así, mientras que muy diversas problematizaciones del paramilitarismo habían circulado durante más de 30 años, fue la definición judicial de este la que terminó por imponerse.
Conclusión
Hoy, la aparición de nuevos conflictos en diferentes partes del mundo, desde Ucrania hasta Siria, coloca en el centro de la preocupación de científicos y políticos el estudio de la violencia. En tal contexto, algunos comentaristas todavía se sorprenden de que “la guerra [sea] considerada por los promotores de un proyecto político como un medio normal y obvio para lograr sus objetivos” y denuncian el peligro “de los locos de Dios, de la Nación o de la raza” (Reverchon, 2015, p. 5). En el momento en el que la violencia de las guerras conduce a algunos a creer en el carácter extraordinario (o incluso en “la locura”) que caracterizaría estas situaciones, es urgente recordar los lazos estrechos —y con frecuencia trágicos— que existen entre la violencia y la formación del orden político, en Occidente, como en el resto del mundo. El caso colombiano no puede sino fortalecer lo anterior, ya que la violencia en este país ha sido interpretada con mucha frecuencia como un “flagelo”, una especie de desastre natural cuyos orígenes serían independientes de las lógicas sociales y políticas.1 Este caso puede aportar nuevos elementos para nuestra comprensión de los lazos entre la violencia y el proceso de formación del Estado. En efecto, aunque resulta claro que situaciones de ejercicio del poder como la que hemos descrito han sido estudiadas en abundancia,2 nuestro caso presenta una particularidad: y es que paralelamente —y en estrecha relación— con estos procesos de gobierno por la violencia, se desarrollan formas de gobierno de la violencia. Así, la
1
Una visión crítica en el caso colombiano es hecha por Pécaut (1987). Para una crítica de esta aproximación en la comprensión corriente de los conflictos armados, véase Coronil y Skurski (2005a).
2
Hemos citado varios documentos colectivos que reunen estudios de caso en los que grupos armados participan en formas de gobierno por la descarga. Véase, por ejemplo, Davis y Pereira (2003), Gayer y Jaffrelot (2008), Lund (2006) y Raeymaekers, Menkhaus y Vlassenroot (2008).
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relación entre los grupos armados y el Estado se descompone en una diversidad de escalas y de dinámicas, muchas veces contradictorias. Aunque los paramilitares aparecen como un vector de la dominación de ciertos grupos al interior del Estado, también constituyen un problema público, cuyo tratamiento evoluciona al ritmo de la movilización de diversos actores, de la transformación de las instituciones estatales o de las iniciativas de los mismos paramilitares. Por ende, el reto de esta investigación ha consistido en articular estos dos niveles de observación. El proceso histórico de formación del Estado aparece aquí en toda su complejidad. Aunque sobrepasa obviamente el momento que hemos descrito aquí, es importante identificar los lugares y las dinámicas en las cuales participaron los paramilitares. Así, durante las tres décadas que comprenden el periodo abordado en este estudio, estos grupos fueron la fuente de transformaciones muy diversas que afectaron las instituciones, las prácticas del poder y la idea misma del Estado.
Las instituciones estatales Nuestro enfoque ha ilustrado el impacto de la violencia paramilitar sobre las diferentes instituciones estatales. Por ejemplo, la utilización de la violencia transformó las modalidades de acceso a los cargos políticos y administrativos a nivel local. Las alianzas con los paramilitares abrieron posibilidades de ascenso a ciertos actores, pero, sobre todo, permitieron a políticos profesionales limitar la participación de otros actores y proteger así su posición dominante. Esto no sucedió sin contrapartidas, ya que los paramilitares obtuvieron de esa forma acceso a los recursos financieros y administrativos de las instituciones locales. Obviamente, tal complicidad sirvió los intereses de todos los participantes, pero también reforzó la posición del Estado como el “espacio primordial de generación de la desigualdad” (Bayart, 2006, p. 119 s.). Esto es sobre todo sintomático de que el Estado constituyó, para los actores armados, a la vez “un campo de batalla y una ganancia” ( Jensen, 2001). Por lo tanto, la privatización de sectores enteros del aparato estatal en lo local no se tradujo en una ruptura del orden político y en el surgimiento de autoridades independientes. Aunque estas instituciones aparecieron como el instrumento de un grupo dominante en el que se reúnen funcionarios públicos, políticos y criminales, permanecieron siendo el campo de juego en el que tenía lugar la
Conclusión
competencia por los recursos del Estado.3 Estos podían ser transferencias financieras provenientes del Estado central, el producto de los impuestos locales o, incluso, un poder burocrático como la determinación de los derechos de propiedad. Sin embargo, el impacto de la violencia sobre las instituciones estatales no se tradujo únicamente en esas prácticas de complicidad. La violencia paramilitar favoreció igualmente el desarrollo de nuevos sectores de acción pública. Junto con el problema del narcotráfico, el paramilitarismo participó en una reconfiguración del sector de los profesionales de la seguridad. El tratamiento policivo del problema paramilitar dio lugar a posiciones diversas, entre aquellos que consideraban que esta violencia podría, algún día, volverse en contra del Estado y los que esperaban poder regularla al interior de un marco legal. Estas divergencias reflejan diagnósticos múltiples acerca del paramilitarismo, que aparece tanto como una forma de criminalidad organizada, así como una iniciativa de autodefensa ilegal, pero legítima. Finalmente, la existencia de complicidades entre los actores estatales y los paramilitares también participó en las múltiples transformaciones del poder judicial. Fue un elemento clave en la judicialización de las actividades militares. Asimismo, alimentó un desafío de la división del poder al interior del Estado, cuando los magistrados se apropiaron del problema de las alianzas criminales alrededor del paramilitarismo, para reafirmar su primacía en la interpretación y la penalización de la violencia organizada.
Las prácticas de Estado No obstante, limitar el estudio del Estado al de las instituciones sería una forma de objetivismo jurídico, que confundiría el discurso con la práctica. El Estado no solo es un conjunto institucional bien definido, sino también una red de relaciones entre instituciones e individuos, algunos de los cuales están caracterizados jurídicamente como pertenecientes al “poder público”, mientras que otros se definen como actores privados. Este carácter reticular del Estado, calificado como rizómico por Jean-François Bayart (2006, p. 272) para subrayar sus profundas ramificaciones en la sociedad, corresponde a la acción territorial que han definido muy bien los sociólogos de la acción pública.
3
Una situación similar es descrita en Turquía por Gourisse (2014).
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La diversidad de actores que participan en el ejercicio práctico del poder aparece claramente en el estudio de la contrainsurrección. Esta fue considerada, desde sus comienzos, como una acción que debía apoyarse en la movilización de la sociedad al lado de las Fuerzas Militares. Basados en este enfoque, el Ejército, los terratenientes y los profesionales de la violencia participaron en la creación de grupos paramilitares. Sin embargo, el origen militar del paramilitarismo no lo explica todo. A menudo, los grupos paramilitares provenían de un proceso de politización de los círculos criminales, que asumieron, por diferentes razones, una lucha contra la insurgencia. Las temporalidades de la privatización de la violencia se combinaron con otros cambios en el aparato del Estado y las políticas públicas. La aparición de formas de control jurídico de la acción militar modificó las posibilidades de colaboración con los paramilitares. Esta reformulación coincidió, entonces, con una nueva concepción de las relaciones cívico-militares; los “guías” y auxiliares de la doctrina de seguridad nacional se transformaron entonces en firmas de seguridad privada, en un vocabulario coherente con el paradigma neoliberal de la regulación. Este ingreso de nuevos actores al conflicto hizo evolucionar las representaciones del enemigo. Los paramilitares participaron en la definición de diversos grupos sociales como objetivos legítimos de la violencia. Al mismo tiempo, participaron en el mantenimiento de un orden social conservador que, aunque no resultaba incompatible con los intereses del Estado, iba más allá de las ideas de lo amenazante y de lo punible que eran promovidas por el orden oficial. Entonces, en la violencia paramilitar está en juego el control de las instituciones y de las posiciones de acumulación; pero, más fundamentalmente, la reproducción de un régimen de desigualdad que precedió a la aparición de los paramilitares y que sobrevivió a las Autodefensas Unidas de Colombia (auc).4 Esta reproducción se pudo dar por la represión de los movimientos de protesta que buscaban el acceso al poder o el cambio de las políticas públicas. También se manifestó en la opresión contra formas de luchas locales, que le apuntaban a cambiar la distribución de los beneficios de la producción capitalista, como lo muestra el ejemplo de las bananeras en el Magdalena.
4
Acerca del informe entre privatización de la violencia y reproducción —o institucionalización— de los regímenes de desigualdad, véase Mbembe (1990).
Conclusión
Igualmente, se llevó a cabo gracias a la ocupación de espacios percibidos como marginales. La expansión hacia esas zonas apareció como una reinvención de la economía de concesión, que se basó tanto en un imaginario de la colonización como en una definición globalizada del desarrollo económico. Pero la ocupación de estos territorios por los paramilitares no se tradujo en una autonomía de estos órdenes locales. Por el contrario, se trató de una integración de esas zonas al mercado, a la vez tanto por el apoyo del que gozaron los paramilitares en los círculos económicos, como por las políticas públicas de desarrollo agroindustrial. De manera similar, hemos examinado la hegemonía construida por los grupos paramilitares en sus zonas protegidas, en relación con el capital social, que explica su anclaje territorial. Efectivamente, los paramilitares disfrutaron de apoyos múltiples, que afectaron hasta el Congreso y a los organismos de seguridad.5 Sin embargo, hemos rechazado la visión que haría de estos actores unos “parásitos”, prefiriendo, al contrario, analizar las formas de intercambio y de complementariedad.6 Por ejemplo, la alianza de los paramilitares con actores claves al interior del Departamento Administrativo de Seguridad (das), les permitió protegerse de la acción de la Policía y obtener información valiosa. Pero, al mismo tiempo, les ofreció a los profesionales de la inteligencia la oportunidad de asesinar individuos que consideraban hostiles a sus intereses, sin tomar riesgos jurídicos. Este entrelazamiento de las violencias públicas y privadas no solo está ligado al ámbito de lo clandestino y lo ilegal. Así, hemos descrito el gobierno de la violencia como un conjunto de prácticas que consisten más en la negociación que en la represión. Los paramilitares participaron, como también la guerrilla, en la institucionalización de un campo de acción pública, la política de paz. Más allá de la cuestión de su eficacia, estas políticas institucionalizaron modos de negociación entre el Estado y los actores armados. Asimismo, participaron en una “normalización” de la violencia, en la medida en la que establecieron jerarquías entre las formas más o menos legítimas de la acción armada, respaldadas por el reconocimiento de la calidad de ciertos grupos como organizaciones armadas de carácter político.
5
Y esto sin contar con las posibilidades de alianzas que comprometerían al mismo presidente Álvaro Uribe. Aunque las denuncias en este sentido abundan, las investigaciones judiciales avanzan poco y no existe ninguna fuente fiable sobre esto en el momento de escribir esta obra.
6
Como lo aconseja Isabelle Sommier (1998, p. 111).
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La idea del Estado
El recrudecimiento de la violencia es visto habitualmente en términos de la desaparición de las fronteras entre lo oficial y lo no oficial, e incluso en lo político y lo criminal (Pécaut, 1997). Es cierto que las prácticas de los actores armados han debilitado con frecuencia estas distinciones. No obstante, el conflicto colombiano también se ha caracterizado por los esfuerzos que los actores armados desplegaron en la reafirmación de esas categorías. De manera similar a los contextos estudiados por Jean y John L. Comaroff (2008), la existencia de gran cantidad de actores capaces de ejercer la violencia creó una demanda permanente por formas de calificación. Estas operaciones de calificación de la violencia han estado en el centro del proceso histórico de formación del Estado, puesto que constituyeron situaciones en las cuales las problemáticas de lo público, de lo legal y de lo legítimo fueron formuladas y actualizadas. El ejemplo de la imagen del bandido político ilustra bien lo anterior. Aunque cada vez resultaba más difícil diferenciar la violencia política de las actividades criminales, los paramilitares reclamaron con vigor que se les reconociese un esta tus de grupo armado con carácter político. Con este fin, desplegaron múltiples esfuerzos de mimetismo organizacional, adoptando las características teóricas de esta categoría. En la historia de los grupos paramilitares abundan las iniciativas para establecer los límites entre lo criminal y lo político, como también para colocar sus empresas violentas del lado de la defensa del orden establecido y de la autoridad del Estado. La insistencia de los jefes paramilitares en sus reivindicaciones políticas, la búsqueda de un “lavado” —tanto de sus capitales como de sus trayectorias— y las imágenes de fachada que este objetivo los llevó a desplegar, confirman lo anterior. Los esfuerzos para dar formas legales a sus actividades, ya sea en la creación de servicios de seguridad privada o en la creación de empresas fachada, muestran claramente la importancia de lo estatal y lo legal en el ejercicio de la violencia. En estas condiciones, el despliegue de la violencia privada y el ejercicio de actividades criminales aparecen como el homenaje que el vicio le rinde a la virtud, en la medida en que fortalece la creencia en la pertinencia de un límite firme entre los dominios de la legalidad y de la ilegalidad, y busca negociar las fronteras del primero. Si los paramilitares se transformaron por medio de esta reapropiación de las categorías penales, el mismo Estado se ha visto afectado por los imaginarios que produce la violencia. Los esfuerzos desplegados por los gobernantes para definir al Estado como una tercera instancia, garante del orden constitucional,
Conclusión
que observaba la violencia entre ciudadanos con cierta resignación, ilustra bien la importancia de estos “imaginarios de Estado” (Hansen & Stepputat, 2001b). Las interrogaciones existentes desde los orígenes del paramilitarismo sobre sus vínculos con el Ejército condujeron a un trabajo colectivo para definir el perímetro del Estado. Por consiguiente, la justicia apareció como la instancia central en donde se expresaba la tensión entre el imaginario del Estado de derecho, liberal y democrático, y la realidad de la violencia que ha caracterizado el ejercicio del poder político. La intervención del Poder Judicial y el énfasis puesto sobre el tema de la “verdad” apareció de esta forma como un momento privilegiado de definición de lo que es el Estado.7 De esta manera, las prácticas de los paramilitares y de sus aliados políticos fueron enviadas a la ilegalidad; su pretensión de ser reconocidos como aliados del Estado en la lucha contrainsurgente fue descalificada y esta descalificación se llevó a cabo desde el ámbito del derecho. Al afirmar que los paramilitares no tienen nada que ver con el Estado, que no son una “sexta división”8 y que han perseguido esencialmente objetivos criminales, los jueces participaron de un “espectáculo del Estado”; de este modo, reafirmaron la idea del Estado tal y como está definida por el derecho, la Constitución y las instituciones internacionales. Una idea que, en sus múltiples concepciones, es constitutiva de la realidad social del Estado (Abrams, 1988). Esta observación corresponde al enfoque propuesto por Timothy Mitchell para el estudio del Estado, cuando considera que La línea entre el Estado y la sociedad no es el perímetro de una entidad intrínseca, que podría ser pensada como un objeto o un actor autónomo. Es una línea dibujada internamente, dentro de la red de mecanismos institucionales a través de los cuales un cierto orden social y político es mantenido […] producir y mantener la distinción entre el Estado y la sociedad es en sí un mecanismo que genera recursos de poder (1991, p. 90).
La violencia aparece así como una de las bases sobre las que se efectuó el reconocimiento del perímetro del Estado y de los imaginarios que este vehicula. Ahora bien, esta violencia es en sí mismo objeto de un proceso de calificación en 7
Un análisis que podría aproximarse al propuesto por Linhardt y Moreau de Bellaing (2005).
8
De acuerdo con la expresión utilizada por Human Rights Watch en su informe titulado The “Sixth Division”. Military-paramilitary Ties and U.S. Policy in Colombia (Human Rights Watch, 2001).
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el seno de las instituciones estatales. Las categorías producidas de esta manera alimentan, a su vez, un proceso de autoafirmación identitaria, en el cual los paramilitares adoptaron modelos de acción codificados en la historia política y el derecho penal. Por lo tanto, estamos ante un proceso de producción conjunta, en el cual el Estado y un grupo armado se construyen mutuamente. Esta última observación prolonga algunos de los análisis de este estudio. En efecto, esta obra se propuso producir una sociología del Estado en su relación con el paramilitarismo. Asimismo, nos condujo a esbozar lo que la sociología de los grupos paramilitares, de su trayectoria y de sus modos de acción podrían ganar con un análisis serio del Estado, alejado de las visiones normativas que lo estudian bajo el prisma de la subcontratación, de la captura o incluso del colapso. Es tal vez, precisamente, en el análisis de estas formas de coproducción del Estado y de los grupos armados que encontramos una problemática fructífera para la sociología política comparada; una perspectiva guiada por un argumento sorprendentemente familiar, aquel que considera los fenómenos sociales en los que el Estado hace la guerra y la guerra hace al Estado (Tilly, 1992).
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Este libro fue compuesto en caracteres Garamond Premier Pro 11,5 puntos, impreso sobre papel propal de 70 gramos y encuadernado con método hot melt, en mayo de 2017, Bogotá D. C., Colombia. Xpress. Estudio Gráfico y Digital S. A.