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Spanish; Castilian Pages 590 [292] Year 2009
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Fernando Durán López, Alberto Romero Ferrer, Marieta Cantos Casenave (eds.) LA PATRIA POÉTICA
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LA CUESTIÓN PALPITANTE LOS SIGLOS XVIII Y XIX EN ESPAÑA Vol. 11 CONSEJO EDITORIAL Joaquín Álvarez Barrientos (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid) Pedro Álvarez de Miranda (Universidad Autónoma de Madrid) Philip Deacon (University of Sheffield) Andreas Gelz (Albert-Ludwigs-Universität Freiburg) David T. Gies (University of Virginia, Charlottesville) Yvan Lissorgues (Université Toulouse - Le Mirail) François Lopez (Université Bordeaux III) Elena de Lorenzo (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid) Leonardo Romero Tobar (Universidad de Zaragoza) Ana Rueda (University of Kentucky, Lexington) Josep Maria Sala Valldaura (Universitat de Lleida) Manfred Tietz (Ruhr-Universität Bochum) Inmaculada Urzainqui (Universidad de Oviedo)
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LA PATRIA POÉTICA Estudios sobre literatura y política en la obra de Manuel José Quintana
Edición a cargo de Fernando Durán López, Alberto Romero Ferrer, Marieta Cantos Casenave
Iberoamericana
Vervuert
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Este libro se ha beneficiado de una subvención del programa de Acciones Complementarias del Plan Nacional de Investigación del Ministerio de Educación y Ciencia, Dirección General de Investigación
Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2009 Amor de Dios, 1 E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2009 Elisabethenstr. 3-9 D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-465-0 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-496-0 (Vervuert) Diseño de la cubierta: Marcelo Alfaro Ilustración de cubierta: Francisco de Goya, Divina Razón © Museo Nacional del Prado The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Impreso en España
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ÍNDICE
Introducción de los editores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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PARTE I: EL LITERATO Cap. I: La poesía selecta de Manuel José Quintana, por Miguel Ángel Lama
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Cap. II: La recepción de la ópera entre 1792 y 1795: los elogios del Diario de Madrid y de Manuel José Quintana a Luisa Todi, por María Rodríguez Gutiérrez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Cap. III: Quintana versus Estala: ¿una historia de pasiones enfrentadas?, por María Elena Arenas Cruz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Cap. IV: Prolegómenos para una relección de las Poesías selectas castellanas (1807-1833) de Quintana, por José Lara Garrido . . . . . . . . .
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Cap. V: Manuel José Quintana y el neoclasicismo poético, por Jesús Cañas Murillo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Cap. VI: La vida de una biografía: Cervantes de Quintana (1797-1852), por Francisco Cuevas Cervera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Cap. VII: El Quintana que vieron los románticos, por José Luis González Subías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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PARTE II: DE LA LITERATURA A LA POLÍTICA Y VICEVERSA Cap. VIII: Pensamiento político y literario en un periódico innovador: Variedades de Ciencias, Literatura y Artes (1803-1805), por José Checa Beltrán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
193
Cap. IX: Manuel José Quintana: la patria poética como revolución, por Raquel Rico Linage . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Cap. X: Más heroicos que patriotas, más patriotas que liberales: los españoles célebres de las Vidas escritas por Quintana, por Alberto González Troyano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
257
Cap. XI: De la república literaria a la trinchera política. El periodismo de Manuel José Quintana, por Marieta Cantos Casenave . . . . . . . . . . . . . .
267
Cap. XII: «El teatro suele ser un instrumento muy poderoso en manos de la política»: Quintana en el teatro, por Alberto Romero Ferrer . . . . . . . .
293
Cap. XIII: Incisos sobre la tragedia de Quintana Pelayo (1805), por José Luis Campal Fernández . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
319
Cap. XIV: El intelectual en el cambio de siglo: Manuel José Quintana, monumento de sí mismo, por Joaquín Álvarez Barrientos . . . . . . . . . . .
331
PARTE III: EL POLÍTICO Cap. XV: «Una vez se muere y no más». Quintana y la memoria liberal de la crisis de la monarquía, por José María Portillo Valdés . . . . . . . . . . . .
369
Cap. XVI: Relaciones entre Manuel José Quintana y Martín de Garay, por Nuria Alonso Garcés . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Cap. XVII: Quintana, Cádiz, 1811. El catedrático de la logia infernal, por Fernando Durán López . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Cap. XVIII Republicanismo, educación y ciudadanía en Manuel José Quintana, por Antonio Viñao Frago . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Cap. XIX: Manuel José Quintana y el fin del sistema constitucional, por Emilio La Parra López . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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INTRODUCCIÓN DE LOS EDITORES
Manuel José Quintana es uno de los protagonistas de la crisis del Antiguo Régimen en España y de la revolución de 1808. Es, sin lugar a dudas, no uno más de los escritores vinculados a esos acontecimientos, sino el escritor del momento, quien representa de manera más fiel la voz literaria de una nación en crisis y en traumática metamorfosis. Es, por supuesto, más que eso como hombre de letras: es un poeta que lideró la renovación del lenguaje lírico en el tránsito de lo neoclásico a lo romántico; es un dramaturgo de éxito, aunque poco prolífico, que fortaleció la pobre trayectoria de una tragedia nacional según «las reglas del drama»; es un divulgador de la historia española a través de su serie de biografías de personajes ilustres; es, junto con sus amigos, un irradiador de crítica literaria de primer orden desde su periódico Variedades; es también el creador del moderno periodismo político en libertad en el Semanario Patriótico; es el discípulo, el amigo y el maestro de la mayor parte de los literatos de finales del XVIII y la primera mitad del XIX... y el enemigo odiado por el resto. Pese a ser tan polifacético, algo propio de los escritores de esa época, lo esencial de la aportación de Quintana a la cultura española viene a concentrarse en la idea que pretendemos fijar con el título de este volumen: La patria poética. Estudios sobre literatura y política. Dicho con las palabras de un reciente historiador de la crisis de 1808, Quintana «creó y difundió el patriotismo liberal, consistente en la búsqueda de la felicidad de la nación a través de la libertad y la virtud cívica. Marcó el ideario y las formas, el pensamiento y la emotividad del liberalismo español que desembocó en las Cortes».1 No hay exageración en esas 1
Jorge Vilches, Liberales de 1808, Gota a Gota, Madrid, 2008, p. 31.
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aseveraciones. El papel central que ocupa el poeta en tales acontecimientos —también como poeta, no sólo como periodista o político— justifica, por ejemplo, que la monografía clave de Albert Dérozier pueda unir, en una misma unidad de sentido, el estudio de la obra y figura de Quintana con nada menos que el nacimiento del liberalismo en España. La estrecha fusión entre literatura y política que caracteriza ese periodo alcanza en nuestro autor su máximo significado. La patria poética señala una evidencia: que Quintana construyó una idea de patria, políticamente determinada, por medio de la poesía, es decir, de la literatura. Hizo una patria en endecasílabos, una patria según las reglas del drama y una patria de periodo oratorio, apóstrofe y exclamación. Sus enemigos se burlaron de esa poetización de la política refiriéndose despectivamente a él como «el señor Quintana, conocido por el nombre del Poeta»:2 el Poeta, en efecto, por antonomasia y como insulto político. El texto literario es el archivo escrito de la historia y las metas de la comunidad, y en calidad de tal se convierte en el primer peldaño de una emergente identidad nacional reconocida, antes que nada, a través de la patria común de la lengua. Quintana, junto con otros nombres importantes de su generación, es la voz que invoca esa nación literaria. Para ello, la literatura salta a la plaza pública dotándose de un moderno sentido cívico y polémico, de un ideal nacional que antes apenas había sido más que intuido por los hombres de la Ilustración. Este largo camino desde la concepción crítica y pedagógica de la literatura ilustrada hasta una nueva concepción patriótica y movilizadora del hombre de letras, sólo es posible desde un complejo y continuo proceso de sucesivas metamorfosis, como diría Michelle Vovelle,3 que hacen viable el tránsito entre el Antiguo Régimen y la modernidad. Esa superación del modelo ilustrado del que procede —superación política tanto o más que literaria— es el papel histórico que correspondió a Manuel José Quintana. Texto y contexto se emparejan en su generación tan estrechamente como nunca antes había ocurrido a lo largo de la historia literaria. La nueva función de la literatura va a adquirir una dimensión extraordinaria, aunque difícil de cumplir: cons-
2 3
En La Atalaya de La Mancha en Madrid, nº 50 (21-V-1814), p. 407. En Ideologías y mentalidades, Ariel, Barcelona, 1985, p. 161.
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truir una conciencia colectiva unánime que, surgiendo como proyecto de un partido político revolucionario, se asumiera como verdaderamente nacional. Era una acción de pedagogía y de combate desarrollada no sólo por los cauces del debate jurídico-constitucional, sino por medio de la historia, de la poesía, del teatro, del periodismo, de la publicística, de los escritos polémicos, de la sátira, de la oratoria… En cierto modo, el ejemplo más ambicioso de esa literatura que Quintana contribuyó a desarrollar en mayor medida que ningún otro es la propia Constitución de 1812. Y, sin embargo, el modelo de escritor y de obra cívica que Quintana construye con enorme vigor y éxito antes y después de 1808 tiene en la propia revolución no sólo su meta, sino también su límite y, en cierto sentido, su fracaso. Incapaz de trascender ese enérgico movimiento que había impuesto a su literatura y a su vida, y convertido por su mismo éxito en uno de los símbolos visibles del liberalismo español, el odio de los partidarios del Antiguo Régimen se cebó contra él con una saña imperecedera, subrayando la contradicción latente en un patriotismo exaltado que, sin embargo, sólo era el de una de las dos Españas. La superación de ese conflicto ideológico sólo podía venir de un compromiso y de una cierta traición a sí mismo. En este sentido, podría verse al Quintana posterior a 1820 —y sobre todo al del reinado de Isabel II—, como un mito desactivado, que había aclimatado sus ideas políticas a los sucesivos desengaños históricos. Es así como Quintana termina sus días siendo un símbolo del precario compromiso adquirido en el régimen isabelino para asentar las instituciones del liberalismo e intentar suturar la herida de 1812. Su coronación como poeta nacional a manos de la reina parece canonizarlo de manera equívoca y ambigua como un poeta laureado cuya leyenda avala a la monarquía vigente. La aparente glorificación de su figura por medio de ese gesto no esconde lo que a la vez hay en él de traición a sí mismo. Pero, en realidad, el gesto más ilustrativo no es la coronación de 1855, sino el largo silencio creativo de Quintana posterior a 1812, el agotamiento de su impulso poético, la reescritura y revisión de sus trabajos anteriores y, en suma, el haberse convertido en un escritor de obra y personalidad esencialmente cerradas cuando aún tenía cuarenta años. Este rápido desgaste es el resultado necesario del compromiso político del nuevo hombre de letras, que hace posible dinamitar desde sus cimientos el Antiguo Régimen, pero entre cuyas
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ruinas sucumbe. Reconstruir la nación con otras formas y ropajes mucho más estrechos de los soñados por la burguesía revolucionaria difícilmente puede estar destinado al mismo que actuó como cantor y profeta de esa tierra prometida, de esa patria poética. Las contradicciones de Quintana no son sino las mismas de la sociedad de cuya voz se apoderó para ser su guía y su estandarte. *** Este volumen pretende entrar en la dialéctica interna de esas contradicciones desde perspectivas diversas e interdisciplinares, pero que comparten el denominador común de la compleja biografía del «poeta de la libertad», que hizo de su actividad literaria política y de su pasión política, literatura. No cabe comenzar un volumen como éste sin reconocer el papel desempeñado por Albert Dérozier en los estudios sobre Manuel José Quintana, papel que, como el de toda monografía con aspiraciones totalizadoras, es ambiguo: ofrece una enorme cantidad de información con una enorme capacidad de influencia sobre el público especializado, pero a la vez parece inducir al «cierre» de una interpretación del escritor que desanime o condicione todo nuevo acercamiento. Cuando a un libro académico se le califica como «definitivo» —algo en sí mismo contradictorio con el trabajo intelectual—, suele haber tantas razones para congratularse como para echarse a temblar. El magno libro de Dérozier no es, en modo alguno, definitivo, a pesar de sus grandes méritos: el principal de ellos, un acarreo documental llevado a cabo durante años que superaba con creces todo lo existente. Dérozier fue uno de los hispanistas franceses que durante el sombrío periodo franquista removieron de arriba abajo el conocimiento de la cultura española del XVIII y del XIX, combatiendo con eficacia y buena documentación las lecturas reaccionarias «oficiales», derivadas del omnipresente Marcelino Menéndez y Pelayo y amplificadas en la posguerra por el férreo dominio en el mundo académico español de los sectores más conservadores. En ese sentido, Dérozier salvó a Quintana del nicho de prejuicios en que estaba confinado y para calibrar el alcance de su labor sólo basta comparar su libro con la otra monografía dedicada a Quintana en aquellas décadas, la de José Vila Selma, manifiestamente olvidable.
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No obstante, algunos de los méritos más destacables del trabajo de Dérozier esconden a la par sus limitaciones más evidentes. Su patente partidismo ideológico y el sentido muy determinado de sus interpretaciones sobre hechos y personas no son en sí mismos censurables, ni siquiera en los casos en que inducen a errores, ya que todo historiador o biógrafo tienen derecho a dar su propio enfoque y el lector tiene la capacidad de decodificar ese enfoque y subvertirlo si el trabajo, como es el caso, ofrece el suficiente rigor intelectual. En cambio, es más difícil pasar por alto un problema conceptual de calado más amplio: su obra asocia de forma indisoluble a su protagonista con la historia política de su tiempo, hasta el punto de que viene siendo uno de los libros más citados por los historiadores generales para tratar cualquier tema relativo a la política durante la Guerra de la Independencia, al margen de la figura concreta de Quintana. En cierto modo, el poeta, aunque protagonista del libro, queda subsumido en el concepto de «nacimiento del liberalismo», y pierde buena parte de su personalidad al venir a convertirse en una mera representación de su tiempo. Muy a menudo, Dérozier ni sabe ni quiere diferenciar a Quintana y al liberalismo doceañista como dos entidades separadas, sino que parece dar por seguro que lo que del uno se predique podrá igualmente predicarse del otro. En esa mutua canibalización entre el personaje y su tiempo sale perdiendo sobre todo el perfil literario del escritor, ya que Dérozier, a pesar de las pretensiones totalizadoras de su biografía, domina la técnica y la temática filológica de manera mucho más limitada que la histórica. Ésa es una de las grandes carencias de esta monografía, en la que la combinación necesaria entre la literatura y la política se hace siempre de forma unidireccional en detrimento de la primera. A esto podemos sumar también la estructura no muy afortunada y bastante confusa del libro, en el que los sucesivos hilos temáticos se entrelazan de forma no siempre inteligible. El libro de Dérozier merece respeto y homenaje, pero no es definitivo ni podría serlo. El volumen que ahora presentamos no aspira a reemplazarlo ni a superarlo, pero sí es un decidido intento de probar que Quintana requiere aún mucha atención y de que es mucho lo que queda por saber, por interpretar o por matizar acerca de este escritor y de su papel histórico. No es en absoluto un tema agotado y aquí reunimos diecinueve aportaciones distintas que podrán colocar nuevas bases, distintas o complementarias de las de Dérozier, para el conocimiento de quien fue, sin duda, uno de los grandes protagonistas de los hechos de los que
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en estos años se cumple el segundo centenario. Con este propósito, y coincidiendo con el 150 aniversario de la muerte de Manuel José Quintana, el Grupo de Estudios del Siglo XVIII de la Universidad de Cádiz —cuyos miembros ya hemos dedicado con anterioridad varias publicaciones a Quintana y a su entorno— decidió reunir a finales de 2007 a diferentes especialistas de varias disciplinas en un encuentro monográfico sobre su figura y su obra: filólogos, historiadores de la educación, historiadores generales, expertos en periodismo y en teoría literaria, historiadores del derecho, etc. Los resultados inicialmente presentados a ese congreso, pero revisados y ampliados ahora por sus autores, son los que se reúnen aquí en forma de libro colectivo. Frente a una posible estructura por disciplinas académicas, por sucesión cronológica o por géneros literarios, hemos optado por agrupar las colaboraciones en torno al continuo que supone la tensión entre política y literatura, siempre entremezcladas. De este modo, la primera parte del libro reúne los trabajos que tratan específicamente de Quintana desde el punto de vista literario: Miguel Ángel Lama analiza el corpus poético del escritor tal como éste lo concibió y no como lo han presentado sus editores, mientras que María Rodríguez aborda una parte específica de su obra poética temprana; José Lara Garrido desentraña los arduos problemas textuales y filológicos que atañen a la magna colección de Poesías selectas castellanas y pone las bases para una reconsideración general de su impacto canonizador y crítico dentro de las letras españolas del XIX, mientras que Jesús Cañas Murillo estudia concretamente los juicios y los criterios selectivos de Quintana acerca de los poetas del XVIII incluidos en esa colección. María Elena Arenas Cruz y José Luis González Subías estudian la ubicación de Quintana en el entorno literario en dos momentos diferentes: en relación a los grupos intelectuales enfrentados en el Madrid de Godoy y en relación a la nueva generación romántica en sus últimos años, respectivamente. Y Francisco Cuevas Cervera —como también se hace en el capítulo de Lara Garrido— plantea un asunto central de la trayectoria de Quintana: la reescritura de su obra en diferentes periodos de su vida, en este caso centrándose en su biografía cervantina. La segunda parte trata de presentar un análisis conjunto y complejo de la obra de Quintana en que lo político y lo literario son indistinguibles: en la crítica de literatura del periódico Variedades donde las cuestiones cívicas quedan entrevistas a través de los conceptos estéti-
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cos, tal como estudia José Checa Beltrán; en la ideología revolucionaria contenida en los poemas de Quintana, analizada por Raquel Rico; en la contradicción entre los ideales humanos y patrióticos expresados a través de las biografías de españoles célebres, según las presenta Alberto González Troyano; en la evolución entre el periodismo cultural y el periodismo político que va de las Variedades al Semanario Patriótico, que aborda Marieta Cantos Casenave; y en diferentes aspectos de su obra e ideas sobre un teatro trágico nacional, mostradas en general por Alberto Romero Ferrer y en lo que atañe al Pelayo por José Luis Campal. Por último, a modo de síntesis que concluye con el importante asunto de la coronación de 1855, Joaquín Álvarez Barrientos estudia cómo Quintana constituyó un determinado modelo de intelectual en la España de su tiempo, en el que los valores cívicos y los puramente literarios eran igual de determinantes. La tercera y última parte se dedica más directamente al perfil político de Quintana. José María Portillo explica el papel desempeñado por la «nación literaria», a la que este escritor tanto contribuyó, en la crisis constitucional de la monarquía en 1808 y la forma como los liberales construyeron la memoria de aquellos sucesos. Antonio Viñao Frago desarrolla una de las dimensiones más importantes de la labor pública de Quintana: su contribución a la legislación y las ideas educativas del liberalismo, a través del decreto conocido como «Informe Quintana» y de otras aportaciones, mostrando como eje esencial de sus conceptos educativos y políticos la noción moral y cívica de «republicanismo». Sobre dos momentos claves de la trayectoria política de Quintana trabajan monográficamente los capítulos de Fernando Durán López y Emilio La Parra: la durísima campaña parlamentaria y periodística contra Quintana y el Semanario Patriótico en 1811 y su interpretación y vivencia del Trienio Liberal a través de las Cartas a Lord Holland, respectivamente. De un punto concreto, pero no menor, se ocupa la contribución de Nuria Alonso: las relaciones entre Quintana y Martín de Garay. Esperamos, pues, que todo este material sirva para revisar a fondo y poner de nuevo en circulación el papel de Manuel José Quintana en la literatura y la historia de España, en la que de forma indistinta situó este escritor su patria poética. Los editores
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Capítulo I LA POESÍA SELECTA DE MANUEL JOSÉ QUINTANA Miguel Ángel Lama Universidad de Extremadura
Como hiciera Quintana al hablar de Nicolás Fernández de Moratín y ponderar su ingenio señalando a la vez la coincidencia de su fecha de nacimiento, 1737, con la de la publicación de la Poética de Ignacio de Luzán, quiero empezar de un modo parecido, aunque las concordancias cronológicas en este caso no sean tan notables. El año en que nace Manuel José Quintana, 1772, vio la luz la sátira de Cadalso Los eruditos a la violeta, en la misma imprenta y en el mismo año que se publicaba el Observatorio rústico de Francisco Gregorio de Salas. En aquel 1772 se había representado por primera vez, y durante el destierro de su autor en Orán, una de las tragedias más afamadas de nuestro siglo XVIII, la Raquel de Vicente García de la Huerta. También se representaba en la capital del reino, en el Teatro del Príncipe, un sainete de Ramón de la Cruz como La república de las mujeres, y se reponía en el mismo sitio y del mismo autor otro como Las tertulias de Madrid. Podrían enumerarse más hechos literarios coincidentes en aquella misma fecha en la que nacía una figura que en las décadas posteriores y hasta pasada la mitad del siglo XIX iba a ser protagonista notable de nuestra historia política y literaria. Publicó sus primeros versos reunidos en libro en 1788, a los dieciséis años, cuando terminaba de imprimirse, de nuevo en las prensas de Antonio de Sancha, el cuarto y último de los tomos del Eusebio de Montengón. Más tarde, catorce años después, aparecieron sus Poesías
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en la Imprenta Real. Corría el año 1802, cuando su amigo Nicasio Álvarez de Cienfuegos leía en la Real Academia Española su Elogio fúnebre del Marqués de Santa Cruz, que publicaría la Viuda de Ibarra ese mismo año. Luego, el propio Quintana (1817) será un lector interesado, un antólogo y un analista cualificado de nuestro Parnaso, el que conoció por los libros, por los testimonios impresos que nos ha dejado el tiempo, e incluso por amigos protagonistas de aquellos años como Cienfuegos, sí, muerto —desterrado y enfermo— en 1809, a quien nuestro autor dedicará sus Poesías de 1813 con sentidas palabras que pueden servir aquí como una declaración de principios, un modo noble de tomar conciencia del discurrir de la historia que no es siempre la de los grandes hechos, la de las fechas más señaladas, sino la discreta notoriedad cotidiana que hace coincidir un nacimiento con la publicación de un librito de poemas, la que nos permite hoy zurcir una tela compuesta por hechos literarios y culturales sin aparente conexión. De ti aprendí a no hacer de la literatura un instrumento de opresión y de servidumbre; a no degradar jamás ni con la adulación ni con la sátira la noble profesión de escribir; a manejar y respetar la poesía como un don que el cielo dispensa a los hombres para que se perfeccionen y se amen, y no para que se destrocen y corrompan (Quintana, 1969: 335).
Bajo la advocación de aquellas palabras escritas por Manuel José Quintana en 1813 me gustaría desarrollar esta aproximación a su obra lírica, por el placer que supone tomar algo tan benéfico como objeto de estudio, y por si, con ello, logramos penetrar un poco más en la visión de un poeta —que partía de ese concepto de la poesía como don— sobre su propio quehacer poético. *** Y de la nobleza del objeto a la de quienes lo han estudiado. Quintana, como tantos otros autores de nuestra historia cultural, ha tenido en un hispanista extranjero, en un investigador francés nacido en Lyon en 1933 y fallecido en Besançon en 1997, su más principal estudioso, defensor y divulgador. Entre las páginas de la edición de las Poesías completas editadas por Albert Dérozier, conservo un recorte del periódico
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El País de 14 de octubre de 1997 con la necrológica de Dérozier firmada por el profesor de la Universidad de Tours, Jean-Louis Guereña. Este recuerdo del hispanista francés me parece de lo más justificado en una aproximación crítica a la poesía de Manuel José Quintana como la que pretendo realizar en estas líneas; y que toma como base principal un corpus, ordenado y fijado por Albert Dérozier en un número total de casi setenta composiciones, que va a ser el primer objeto sobre el que hacer algunas consideraciones de carácter general sobre la obra poética quintaniana.1 La visión de la poesía completa de nuestro autor, sostenida por un criterio estrictamente cronológico en la impagable edición de Albert Dérozier, y que deshace o altera la disposición de las ediciones originales, nos permite percatarnos de una primera singularidad de la obra del «vate de la Independencia», como le llamó el profesor. Que la obra lírica que Quintana quiso dar a la luz fue muy reducida, lo que nos lleva a constatar un alto nivel de exigencia del autor con respecto a su propia obra. Entiéndaseme. Nunca un prurito filológico puede ser un demérito ni perjudicar al objeto de estudio. Pero Manuel José Quintana no habría publicado sus Poesías completas tal y como han llegado hasta nosotros en la excelente edición de Dérozier. Quintana repudió las primeras composiciones que aparecieron en sus Poesías de 1788, es decir, cuando nuestro poeta contaba con dieciséis años. Con diecinueve, escribe su «ensayo didáctico» Las reglas del drama, que no se publicará hasta casi treinta años después, cuando en 1821 aparezca una nueva edición de sus Poesías en la Imprenta Nacional. La voluntad del autor de segregar esta larga pieza de casi setecientos endecasílabos del resto de su producción poética es patente al incluirla en el tomo segundo de aquella edición, junto con sus tragedias El Duque de Viseo y Pelayo. La actitud del poeta que, al frisar en los cincuenta años, contempla su obra juvenil es elocuente en la «Advertencia» que antepuso al poema:
1
Si se tiene en cuenta que Dérozier edita dos versiones de la oda A Jovellanos y otras dos de A la invención de la imprenta, el recuento total es de sesenta y ocho poemas. Por otro lado, Dérozier edita Las reglas del drama, pero, en realidad, no debería ser incluido entre sus «poesías», pues nunca lo consideró así el autor, cuando lo editó en el tomo segundo de la edición de 1821, y en la edición de la BAE fue relegado al apéndice.
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El siguiente opúsculo se escribió treinta años ha para el concurso abierto a los poetas por la Academia Española en 1791. A ninguna de las obras presentadas se adjudicó entonces el premio; y en verdad que si todas eran como ésta, ninguna le merecía. Olvidada después, y aun perdida por largo tiempo, ha venido casualmente a manos del autor uno de sus antiguos borradores, cuando se estaba acabando la edición de estas Poesías. Su imperfección es tal, que no puede darse a luz sino como mera tentativa de un principiante, el cual no había cumplido a la sazón veinte años de su edad, y por lo mismo carecía de las fuerzas y doctrina necesarias para una empresa tan ardua. Se ha creído conveniente, sin embargo, añadirle aquí por apéndice, para evitar que alguno se tome en adelante la libertad de imprimirla con todo su desaliño y sus descuidos, habiéndose procurado ahora limpiarla algún tanto de ellos, para hacerla menos indigna del público (Quintana, 1969: 99, n. 1; y Quintana, 1852: 75).
Así pues, ni un solo poema de la primera colección de versos de nuestro poeta pasa a la segunda edición de sus Poesías, que verá la luz en la Imprenta Real en 1802. En este momento, nos encontramos con un autor de treinta años, y que se muestra en la dedicatoria con la que abre aquel bello y sobrio tomo, dirigida a su amigo Toribio Núñez, que luego sería bibliotecario de la Universidad de Salamanca. En ella, Quintana se refiere a sus composiciones poéticas como «ensayos, frutos de una afición desmedida hacia la Poesía, tal vez equivocada con el verdadero talento» (Quintana, 1969: 278). Marcado por un tópico tono general de falsa modestia, el texto es destacable, a mi modo de ver, por lo que tiene de lectura de su obra: A excepción de algunos pocos versos destinados a pintar los sentimientos tiernos que ocupan la juventud, no creo que los demás que van en este libro sean ajenos a la gravedad más austera. Los objetos que ofrecen al público estas Poesías son los afectos que nacen de la amistad, la admiración que inspiran la hermosura y los talentos, el entusiasmo que encienden los grandes espectáculos de la naturaleza, la indignación hacia toda especie de bajeza que profane la dignidad de las artes; en fin, la exaltación por la gloria y por los descubrimientos que ennoblecen la especie humana (Quintana, 1969: 280).
Y también por la constatación de ese rigor sobre la propia escritura ya confirmado por la depuración radical a que sometió sus versos juveniles, y por la concepción del libro de poemas como un conjunto or-
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gánico y con una trascendencia muy distinta a la que pueda tener la escritura y publicación de un poema suelto: Tal vez pudieran esperar una acogida favorable, si fuesen recibidos de la misma manera que lo han sido ya algunos de ellos; pero conozco la diferencia de fortuna que hay ordinariamente entre las primeras tentativas de un escritor y sus empresas posteriores. Una composición suelta, un corto número de versos, no excita los celos de nadie, y por poco mérito que tenga, todo el mundo se honra en reconocerle y aplaudirle. Mas si este mismo autor antes alabado y consentido se atreve a publicar un libro, ya en tal caso la severidad de sus jueces se aumenta en la proporción misma que creció su ambición (Quintana, 1969: 280-281).
«El libro que te presento es muy pequeño», dice también Quintana en la dedicatoria a su íntimo amigo Toribio Núñez. Efectivamente, esta colección de poemas de 1802 contiene sólo diecinueve composiciones. En alguien que ya había publicado en 1788 un libro de once poemas, que había visto en letras de molde también la Epístola a Valerio, recitada en la Real Academia de San Fernando en agosto de 1790 (Quintana, 1969: 91-98), que había escrito su ya citado ensayo en verso Las reglas del drama..., el contenido de esta edición devela un admirable criterio selectivo. Tanto es así, que esos poemas —menos uno— serán los que perdurarán luego en las diferentes ediciones de la poesía de Quintana hasta la última publicada en vida, la de la Biblioteca de Autores Españoles en 1852, un caso insólito, como se ocupó de señalar Antonio Ferrer del Río en el artículo que se insertó como prólogo a aquella edición: La publicación de las Obras de don Manuel José Quintana, tan conocidas y estimadas de todo el mundo, es, sin embargo, una novedad en la BIBLIOTECA DE AUTORES ESPAÑOLES, pues ningún otro autor vivo figura en este magnifico panteón literario que la constancia de un particular va labrando á las glorias nacionales (Quintana, 1852: v).
He dicho que de los diecinueve poemas de 1802 sólo uno quedará excluido de las ediciones posteriores. Volveré sobre ello más adelante. Esas ediciones posteriores, que son cinco entre 1808 y 1852, incorporarán a aquellas iniciales composiciones las cinco piezas que conformarán su edición de Poesías patrióticas en 1808, más cuatro poemas —escritos entre
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1795 (A Célida) y 1807 (Para un convite de amigos)— que aparecerán por primera vez reunidos en libro en la siguiente edición de sus Poesías de 1813. Es decir, en total, nueve poemas. Nueve poemas nuevos con el refrendo de la impresión en recopilaciones poéticas del autor en cincuenta años desde 1802. Sin duda, es escasísima producción para un poeta en tanto tiempo. Lo repito: nueve poemas nuevos en cincuenta años. Así que, y para concluir con este recuento, la obra poética de Quintana y que Quintana quiso que se reeditase y conformase sus Poesías hasta la última que pudo conocer, en 1852, se compuso de veintisiete poemas. Escribió más; sí, claro; y la labor de Albert Dérozier lo demuestra con rigor. Pero lo que quiero mostrar aquí es que fue más lo que el poeta Quintana dejó fuera de las ediciones de sus Poesías que lo que incluyó a lo largo de medio siglo, entre la primera edición «canónica» y reconocida, y aquella última en una colección como la BAE en la que por primera vez se editaba la obra de un autor vivo. Después del año 1808, la labor poética de Quintana, sin ser inexistente, es ocasional porque ya no se justifica concretamente la poesía para un hombre político de su temple. Sería un ejercicio anacrónico cuando se han descubierto y perfeccionado modos más directos y eficaces de hablar al público (Quintana, 1969: 35).
Esto apunta Dérozier sobre el quehacer poético de nuestro autor. Pero lo señalado puede explicar que a partir de 1808 Quintana escriba poco más de media docena de poemas de muy distinto tono —desde su romance La fuente de la mora encantada hasta composiciones circunstanciales como la Oda a la muerte de Excma. Sra. Dª Piedad Roca de Togores o la canción epitalámica Cristina dedicada a la boda de Fernando VII— o que se dedique al galanteo poético en composiciones de calidad dudosa que, como dijo Dérozier, poco ayudan a la fama póstuma del autor. Sin embargo, esto no justifica que Quintana, a partir de 1808, con la aparición de sus Poesías patrióticas, publique tan escasísima obra de una producción, desigual y esporádica, bien es cierto; pero significativa en número a lo largo de los años. Y en todo este proceso de transmisión de tan exigua producción en tan dilatada vida, sólo hay un caso singular o excepción a la regla por la que Quintana fija su obra desde la edición de 1802 más los escasos
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añadidos ya apuntados. Se trata del único poema de los diecinueve incluidos en la edición de 1802 que desaparece para no volver a editarse en vida del poeta.2 Es el poema A Elmira, que ocupaba el puesto decimoquinto de aquella colección, entre otros textos de carácter sentimental como Despedida de la juventud o En la muerte de un amigo. El hecho de que sea el único caso de exclusión de toda la obra poética de Manuel José Quintana es indicativo del grado de esa conciencia que el autor aplica a su producción publicada en libro. Pero, lógicamente, también esta excepcionalidad hace que pongamos nuestra atención en las razones por las que el poeta decidió eliminar este poema, y que deben de ser atañederas a su contenido, como ya apuntó su mejor editor. Las resonancias autobiográficas del poema, presumiblemente alusivo a un amor y a su relación con su esposa María Antonia Florencia, pueden ser causa de su eliminación en ediciones posteriores. Para Dérozier, el texto puede pertenecer a la misma órbita de composiciones que A Célida o A la hermosura, de 1795, anteriores al casamiento del poeta con la aragonesa María Antonia Florencia en 1800. Lo cierto es que esta excepción suma en el terreno algo difuso y confuso del ámbito más personal de la vida de Quintana, y puede incorporarse como dudosa prueba de aquellas turbulencias íntimas. Lástima que el poeta, que con tanta seguridad seleccionó aquellos poemas perdurables para su edición de 1802, privase a los lectores de su tiempo de un texto cuya altura estética es otra prueba de que los motivos de su exclusión no fueron literarios. Heme en fin a tus pies, triste, anhelando de tu favor divino un rayo de alegría: tuya es mi vida, y tuyo mi destino. Perdona, Elmira mía, el error de un momento en que los cielos me han dejado caer, porque más pura, más acendrada mi pasión se vea. Vuelve hacia mí tus apacibles ojos, que escrito en ellos mi perdón se lea,
2 La recogerá Leopoldo Augusto de Cueto (1875: 196ab) en el tomo III de sus Poetas líricos del siglo XVIII.
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y que amor en sus iras menos fiero benigno admita al corazón ingrato que injustamente le ofendió primero (Quintana, 1969: 129).
Podría decirse que Quintana se sentiría suficientemente satisfecho con estos versos y que, como ya hemos visto, fueron otras las motivaciones que le llevaron a prescindir de esta composición para «siempre». Pero me pregunto si, a la vez, no operaba en la decisión de no recuperar A Elmira para la edición de 1813 —dada su improcedencia en las Poesías patrióticas de 1808— una cierta concepción literaria de alguien que a sus cuarenta y un años está construyendo su obra poética definitiva, ya que lo publicado en el tomito de la Imprenta Nacional en ese año, 1813, será lo que invariablemente se reeditará en las siguientes ediciones, la de 1821, la de 1825 y la de 1852 en la BAE.3 ¿Qué concepción literaria? La que tiene mucho que ver con la «visión poética» que tanto para Albert Dérozier con sus matices como para Russell P. Sebold (1989) se observa en la trayectoria poética quintaniana. El concepto utilitario de la poesía y la grandeza de tonos y temas, y lo que el propio Quintana llamó «majestad de su argumento» en la «Advertencia» de las Poesías patrióticas refiriéndose a esos textos rescatados en 1808 y confirmando su exigencia como autor frente a su propia obra; volviendo, en suma, a apostillar sobre la diferencia existente entre el poema suelto y su publicación en libro, y la distinta consideración y trascendencia aplicables a uno y a otro, como ya hizo en la dedicatoria a Toribio Núñez de la edición de 1802, y que se ha citado más arriba: «Ajeno de presumir, ni aun por delirio, que llegase un día en que pudiesen imprimirse, no cuidó nunca de darles aquella corrección que exige esta clase de composiciones y correspondía a la majestad de su argumento» (Quintana, 1969: 332-333). Escribía Quintana en aquella «Advertencia» a las Poesías patrióticas fechada en Madrid, el 6 de octubre de 1808. Quintana, pues, vuelve a regalarnos un ejemplo de su pertinaz empeño de perfección y de su
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En su Memoria, Quintana se referirá a la aceptación general que habían tenido sus «poesías líricas» (Quintana, 1996: 71), en una alusión que, en mi opinión, refrenda el carácter «definitivo» de la edición de 1813, la inmediatamente anterior al tiempo de escritura de esas «memorias».
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idea sobre la dignidad y grandeza de la poesía, lo cual —y en ese empeño también están estas líneas sobre la obra de nuestro escritor— se convertirá en uno de los criterios fundamentales para construir una obra poética reducida y selecta. Precisamente, el ya citado ensayista norteamericano Russell P. Sebold aludió a ese poema singular que me ha servido para tirar del hilo de estas argumentaciones. Escribió Sebold (1989: 298): En cuanto a la mujer, no es que Quintana sea incapaz de presentarla en sus versos con carácter femenino y tierno (véase A Célida o A Elmira); sino que ejerciendo la selectividad en función de su particular visión del mundo, como lo hace todo artista, Quintana prefiere introducir en sus versos a ciertas mujeres excepcionales, de empuje en cierto modo épico (A Luisa Todi, Ariadna, La danza, etc.).
Las ideas de Russell P. Sebold desde hace mucho me han parecido certeras sobre su análisis de esa actitud de escribir en formas siempre en grande modeladas del poeta Quintana, y considero que son muy válidas para la caracterización de la obra de nuestro autor; así como las del otro gran hispanista aquí citado, Albert Dérozier. A sus estudios puede sumarse, aunque con desiguales resultados, la labor de otros críticos y lectores que han editado o estudiado su poesía, desde Rogelio Reyes (1978) a Diego Martínez Torrón (1995). Pero todos lo han hecho desde la indistinción de su obra publicada frente a la que no vio la luz en vida del autor o no lo hizo en las ediciones de sus Poesías que aquí nos están ocupando. Así, por ejemplo, Russell P. Sebold apoya alguno de sus juicios sobre el rechazo por parte de Quintana del tema del amor blando con algún ejemplo extraído de la Epístola a Valerio (Quintana, 1969: 91-98), recitada en la Academia de San Fernando a principios de agosto de 1790, publicada como suelta, pero nunca reconocida posteriormente por el autor para conformar sus obras poéticas. Lo mismo ocurre cuando otro estudioso y editor de Quintana como el citado Rogelio Reyes (1978: 43) utiliza el romance La diversión, de 1792 (Quintana, 1969: 123-125), como ejemplo de anacreontismo, o, en la misma línea, un poema posterior, de 1815, escrito probablemente durante su cautiverio en la fortaleza de Pamplona, el romance A Dafne en sus días (Quintana, 1969: 339-341). Ninguno de estos poemas de cor-
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te anacreóntico vio la luz en vida de Quintana. Sólo aparecieron por primera vez en la edición de las Obras inéditas publicadas en 1872 con la biografía del autor escrita por su sobrino y la nota crítica de Manuel Cañete. Por consiguiente, las consideraciones sobre la «visión poética» de Manuel José Quintana, aquella por la que apuesta un autor en sus poemas «autorizados», sólo deben basarse en éstos, es decir, en aquella producción asumida y hecha pública por el poeta que de esa manera quiere transmitir su poética. Por supuesto, no estoy negando la validez de cualquier análisis de la poesía de Quintana hecho sobre todo el conjunto de su producción magistralmente editada por Dérozier en 1969, o, en su defecto, por el conjunto de ediciones desde 1788 a 1852 más la citada publicación de sus Obras inéditas de 1872. Al contrario. Lo que me planteo aquí es que la mejor manera de confirmar lo que algunos de los estudiosos citados han defendido sobre esa grandeza de concepto aplicada por Quintana a su poesía es comprobar los criterios de validación de sus poemas selectos. Y podemos ver algunos ejemplos. *** De la producción poética de Quintana a la que vengo refiriéndome tras la colación de las diferentes ediciones publicadas hasta su muerte, es decir, de lo que quiero llamar la poesía «selecta» de este autor, compuesta, como he dicho antes, por tan sólo veintisiete poemas, pueden distinguirse varios grupos temáticos. Como señaló Rogelio Reyes Cano (1978: 36) hace años: hay que reconocer que Quintana no se caracteriza precisamente por la riqueza o variedad de sus temas. Se ha resaltado también su desdén o incapacidad por el lirismo personal e intimista y su despreocupación por los asuntos religiosos. Si lo segundo es cierto, lo primero no lo parece ya tanto, y autores como E. Merimée y Dérozier han probado la idoneidad de nuestro poeta para la creación lírica. Quintana fue también poeta del amor, aunque éste se halle, a mi juicio, exageradamente apegado a los convencionalismos poéticos de su siglo en mayor medida que en otros escritores. Todo lo que acabamos de decir no invalida un hecho incuestionable para la crítica: que más que como creador de un mundo lírico personal, Quintana se presenta hoy ante nosotros sobre todo como un poeta que
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supo infundir particular vigor a problemas y asuntos incardinados en la realidad política, social y cultural española de su tiempo, como un autor que puso su poesía al servicio de unos ideales patrióticos y cívicos que tenían cabida dentro del espíritu enciclopedista en el que se había formado.
Y sobre estas consideraciones, Reyes Cano (1978: 36-59) propuso la siguiente clasificación temática de la poesía quintaniana: la poesía amorosa: bucolismo y anacreontismo; los temas históricos y patrióticos; otros ideales del siglo: humanitarismo y progreso; poemas sentimentales y elegíacos: el motivo poético de la amistad; la poesía de la naturaleza expresada en la epístola A don Nicasio Cienfuegos; y la poesía de circunstancias. Seis grupos que representan sobradamente los gustos temáticos y genéricos del poeta a lo largo de su trayectoria literaria. Porque el editor y estudioso está tomando en cuenta toda la producción poética de Quintana, lo cual es perfectamente lícito y representativo. Pero si lo que queremos es confirmar la visión poética de este autor, tendríamos que contemplar sus intenciones a la luz de la propuesta temática que el propio autor nos ofrece. Lo hace, como hemos visto, con la selección de poemas que nos presenta en las sucesivas ediciones; pero también, de manera muy elocuente, en el prólogo en prosa para presentar a su amigo Toribio Núñez las Poesías de 1802, en una cita que ahora podemos retomar con este otro propósito: A excepción de algunos pocos versos destinados a pintar los sentimientos tiernos que ocupan la juventud, no creo que los demás que van en este libro sean ajenos a la gravedad más austera. Los objetos que ofrecen al público estas Poesías son los afectos que nacen de la amistad, la admiración que inspiran la hermosura y los talentos, el entusiasmo que encienden los grandes espectáculos de la naturaleza, la indignación hacia toda especie de bajeza que profane la dignidad de las artes; en fin, la exaltación por la gloria y por los descubrimientos que ennoblecen la especie humana. Es verdad que hay mucha distancia de escoger bien un asunto a desempeñarle bien: sé cuán pocas son mis fuerzas para la mayor parte de los que he manejado; pero al fin, aunque el buen gusto y la crítica literaria me condenen, el juicio y la moralidad deberán ser más indulgentes conmigo (Quintana, 1969: 280).
Claramente, Manuel José Quintana dividió su obra en dos grandes bloques; por un lado, los pocos versos de «sentimientos íntimos», y,
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por otro, los de una «gravedad más austera». La división nos pone delante ya un llamativo desequilibrio en lo que se refiere a la cantidad, lo que representa una muestra más de su visión poética. Aun así, se trata de una clasificación simplista y escasamente demostrativa; por ello, el propio Quintana la esclarece y la completa en cinco grupos que pueden corresponderse con el tema de la amistad («los afectos que nacen de la amistad»), el elogio poético de la belleza y la inteligencia («la admiración que inspiran la hermosura y los talentos»), el tema de la naturaleza («el entusiasmo que encienden los grandes espectáculos de la naturaleza»), la poesía de circunstancias de exaltación artística («la indignación hacia toda especie de bajeza que profane la dignidad de las artes»), y los temas patrióticos y de progreso («la exaltación por la gloria y por los descubrimientos que ennoblecen la especie humana»). Si tomamos esta explicación del propio autor y vamos adjudicando a cada grupo temático las composiciones, no sólo de esta edición de 1802, sino las nueve más que se incorporan en 1813, como ya se ha dicho, el resultado debería mostrarnos cuáles son esos «pocos versos destinados a pintar los sentimientos tiernos que ocupan la juventud», y cuáles los verdaderos intereses de Quintana que expresan su visión poética a partir de la elección de unos temas útiles. Entonces, una aproximación a esa distribución —que deberá tener en cuenta válidas clasificaciones como la de Rogelio Reyes— llevaría al primer grupo, el que trata el tema de la amistad, a poemas como En la muerte de un amigo, Despedida de la juventud, A Fileno, consolándole de una ausencia, Al sueño, o de la edición de 1813, Para un convite de amigos... En el segundo de los grupos, el del elogio de la belleza, entrarían poemas como A la hermosura o elogios poéticos como el que escribe para Meléndez Valdés cuando la publicación de sus Poesías (1797), o A Luisa Todi, cuando cantó en el teatro de Madrid... Por su parte, el grupo que recoge el tema de la naturaleza incluiría composiciones como la epístola A don Nicasio Cienfuegos, o la oda Al mar, aunque sólo en parte cabría en esta sección. Otros poemas, como los dedicados A la Duquesa de Alba, A una negrita protegida por la Duquesa de Alba, A la paz entre España y Francia en 1795 o A D. Ramón Moreno. Sobre el estudio de la poesía pueden tener cabida en el bloque de poesía de circunstancias y de exaltación de la dignidad de las artes, en el que cabría también un texto como La danza. Cintia. Y, por último, el grupo más nutrido y también más representativo de la percepción general de la poesía de Quintana sería el que recoge las
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composiciones patrióticas y de expresión de ideales de progreso. Junto a las cinco Poesías patrióticas (A la expedición española para propagar la vacuna en América, A Juan de Padilla, A España, después de la revolución de marzo, Al armamento de las provincias españolas contra los franceses y El Panteón del Escorial),4 contaríamos con una de sus más afamadas composiciones: A la invención de la imprenta. Culminado este repaso distributivo por los diferentes grupos temáticos en los que podría configurarse la poesía de Quintana en el momento de su publicación, entre 1802 y 1813, en puridad, los poemas que sobran, es decir, aquellos que sólo podríamos adjudicar al grupo de la expresión de «sentimientos tiernos», son, efectivamente, como decía su autor, «algunos pocos versos». Y tan pocos, cabría añadir, pues resultan: A Elmira —que desaparecerá para «siempre»—, Ariadna y A Célida, aunque este poema no se publica en 1802, sino en 1813, y Quintana no alude a él cuando hace esa consideración en el prólogo de 1802. O sea, que nos quedamos con dos composiciones que podrían estar netamente incluidas en ese grupo; una de las cuales, por otro lado, es Ariadna, una cantata, una composición especial por ser una escena para ser cantada que incluye acotaciones teatrales; es decir, un texto cuya singularidad en el conjunto de la obra poética de Quintana es muy destacable y cuyo propósito podría ser una razón tan sólida como otras para aplicarle una consideración más digna por parte del autor. ¿Nos quedaríamos, pues, sólo con un poema como A Elmira a la hora de identificar esa alusión del poeta a los «sentimientos tiernos» expresados en unos pocos versos? ¿Por qué no? ¿Quiere esto decir que, salvando esa canción, el resto de la obra de Quintana incluida en esta edición de 1802 es el que en verdad resiste una filiación de «gravedad austera» y que es toda una declaración sobre la visión poética de este escritor? Podría ser, y es más que probable, cuando, decidido a reeditar su obra poética con la incorporación de unos cuantos textos, Quintana eliminará esos pocos versos. A estas alturas, me parecen ya suficientes los ejemplos que confirman el concepto que sobre la poesía y sobre su poesía tenía el autor; y 4
Es de notar que Quintana en el prólogo de 1802 no distingue este grupo temático con el perfil «patriótico» bajo el que seis años después reunirá en el volumen de 1808 estos cinco poemas, que no figuraban, lógicamente, en la edición de 1802, aunque A Juan de Padilla data de 1797.
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llevan a pensar en el extraordinario respeto que al género y a esta dedicación tenía Quintana, con una visión sobre su propia obra muy rigurosa y selectiva. No es insólito, pero añade, a mi modo de ver, un matiz de franqueza a su poesía y a esos textos explicativos que hemos visto en prólogos y advertencias y que, así, quedan lejos de ser leídos bajo los parámetros de un tópico literario como el de la falsa modestia. Para terminar, vuelvo al principio. Quintana publicó sus primeros versos reunidos en libro en 1788, a los dieciséis años. Hoy, dos siglos después, esa circunstancia puede resultar una curiosidad referida a una figura histórica, tan precoz en lo literario que le ha llevado a ser considerada la de un poeta del siglo XVIII, cuando en realidad es la de un poeta neoclásico del siglo XIX. Podrá ser Quintana, sí, un caso de precocidad; pero, aunque lo haya sido, aquella precocidad luego no reconocida por el autor no puede llegar a constituir materia digna de ser considerada filológicamente para fijar su obra como un «corpus» significante y expresivo de su concepto del género y de su voluntad como un poeta que, en vida, quiere preservar lo escrito. Sobre el resto de su producción publicada a partir de 1802 —un resto muy selectivo, como hemos comprobado—, podría pensarse en que es demostrativo de un cierto agotamiento del estro del autor o del convencimiento por parte del escritor de que la dedicación a la poesía debía quedar subrogada en favor de otras ocupaciones más útiles, y en ambos supuestos, tanto el carácter ocasional como el valor limitado de sus poemas tardíos pueden aducirse como pruebas. Sin embargo, siendo las dos explicaciones ciertas, ninguna de ellas desdice el sentimiento que aplica el creador a su propia obra al poner la mirada sobre ella para publicarla. Sentimiento, sí; el de un poeta, que, de verdad, cree en lo que dijo, en que la poesía es un don del cielo para que los hombres se amen y no se corrompan.
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Capítulo II LA RECEPCIÓN DE LA ÓPERA ENTRE 1792 Y 1795: LOS ELOGIOS DEL DIARIO DE MADRID Y DE MANUEL JOSÉ QUINTANA A LUISA TODI María Rodríguez Gutiérrez Universidad de Cádiz
La recepción de la ópera durante el siglo ilustrado sigue siendo un tema de análisis y discusión. Dos aspectos merecen una atención especial cuando hablamos de la ópera a finales de esta centuria. El primero atiende a la propia denominación del género y el segundo, a la interpretación, puesta en escena y recepción del espectáculo.
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Sobre el primer aspecto, hemos comprobado que el término alterna con otros en los años finiseculares. Suele ser denominado ópera, pero también, melodrama, espectáculo lírico moderno o teatro musical italiano. Sobre la praxis dramática no es fácil averiguar con exactitud cómo interpretaban los artistas y qué era lo que el público rayando el siglo XIX exigía en estos espectáculos. En principio, resolver estas cuestiones no es sencillo, pues fueron los propios preceptistas los que dedicaron escasa atención al teatro musical en los tratados teóricos.1 Sin embargo, hemos comprobado que a finales de la centuria, algo más relajados los preceptos neoclásicos, se produce un relativo interés por determinar las características de este género dramático musical al que Francisco Sánchez Barbero en su Principios de Retórica y Poética denomina «espectáculo lírico moderno» (1805: 245). De igual forma, Tomás de Iriarte (1787) y Manuel García Parra (1802) abandonan los prejuicios puristas sobre la música para dotar al género de consistencia teórica. Conviene señalar que en las últimas décadas del siglo se están adoptando costumbres, modales y maneras «modernas», que el hombre está adaptando a su vida, allí donde la vida cultural y mercantil desempeña un papel importante (Álvarez Barrientos, 2005). La sociabilidad y el ocio como formas de adquirir prestigio social son aspectos que han ido orientando a lo largo del siglo al nuevo ciudadano burgués que va intuyendo nuevos horizontes estéticos y culturales, unidos a una nueva sensibilidad que se atomiza y ensaya delicadamente en la última década del siglo. Creemos que «el espectáculo lírico moderno», la ópera, en esta última década cumple dos funciones importantes. Por un lado, la afir-
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Ignacio de Luzán, como máximo exponente, califica a la ópera de inverosímil en su Poética, y por tanto, de escaso interés. Su juicio tomado como modelo supuso la desatención de este género por parte de los intelectuales ilustrados. Un ejemplo de esta falta de aprecio es El Pensador. En este sentido es interesante el debate sobre si la realidad representada podía resultar verosímil acompañada de música. Un testimonio de esta discusión es el pensamiento IX de Clavijo y Fajardo en El Pensador, MDCCLXII, p. 18: «¡Hacer comedia de una ópera! Parece sueño. La ópera […] no es espectáculo regular. Los italianos, sumamente aficionados a la música, han inventado este espectáculo para deleite del sentido con sacrificio de la razón. Queriendo representar una acción toda canto, les ha sido preciso pasar muchas inverosimilitudes y extravagancias, que el juicio condena, y reprueba el gusto!».
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mación de esta moderna sensibilidad a finales del siglo, adaptando el género a unos parámetros que van más allá de ser los propios de una élite o a un ámbito reducido de tipo cortesano y, por otro lado, impulsar unas tendencias estéticas que contribuirán a la configuración de realidades escénicas que se verán favorecidas en el XIX, tales como el furor filarmónico, la idea de la música nacional y la nueva forma de aceptar la realidad ficticia de forma más sentimental. Sin embargo, también es cierto que la ópera italiana fue prohibida en el año 1799.2 El interrogante que cabe plantearse es hasta qué punto, pues, influyó o fue reflejo de esta renovación cultural el espectáculo lírico dramático italiano en la vida cotidiana del nuevo individuo y cómo éste se interesó en el teatro cantado musical a finales del siglo. Parece obvio que sin contar con reproducciones sonoras ni filmaciones hasta principios del siglo XX, sería necesario no descartar ningún dato que se pudiera documentar para responder a este fenómeno y comprender, en la medida de lo posible, cómo se interpretó la ópera italiana, cómo fue su puesta en escena y cuáles fueron las diversas reacciones que el espectáculo en estos años suscitó en los espectadores. Creemos que una forma correcta de dar respuesta la tiene el público que asistía al espectáculo y manifestaba su entusiasmo y opinión escribiendo elogios en la escasa prensa permitida en estos años. No es casual, pues, que consideremos este género poético como fuente que aporta datos sobre los artistas y la recepción propiamente del espectáculo. Muchos han sido los críticos en diversas disciplinas que han recurrido a ellos para dar noticias de personajes célebres, como en nuestro caso Emilio Cotarelo y Mori, que en su inolvidable y tan presente estudio Orígenes y establecimiento de la ópera en España hasta 1800 ofrece a través de ellos noticias de sus individualidades.3 2 En 1799 se publicaba la Real Orden del 28 de diciembre en la que se decretaba, según se recoge en el documento «Instrucción para el arreglo de Teatros y Compañías Cómicas de estos Reynos fuera de la Corte», de 1801, y también en el Reglamento de teatros del 6 de mayo de 1807, que: «En ningún Teatro de España se podrán representar, cantar, ni bailar piezas que no sean en idioma castellano y actuadas por actores y actrices nacionales» (Casares Rodicio, 2003: 2053-2056). 3 Otros elogios conocidos son los dedicados a Lorenza Correa que a partir de 1788 es elogiada en los papeles periódicos de este año de la Gaceta de Madrid. También en esta publicación, se dedicaron elogios a Rita Luna, y anteriormente, Moratín, Cadalso, Iriarte y Nifo hicieron los suyos a María Ladvenant (Peláez Martín, 2006: 59-78).
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Manuel José Quintana dedica el suyo en 1795, «A Luisa Todi,4 después de cantar por última vez La Armida y La Dido». Esta composición se encuentra recogida por primera vez en la primera edición de las Poesías (1802). Es significativo que comente en el prólogo de la obra que dirige a su entonces amigo Toribio Núñez: Los objetos que ofrecen al público estas poesías son los afectos que nacen de la amistad, la admiración que inspiran la hermosura y los talentos, el entusiasmo que encienden los grandes espectáculos de la naturaleza, la indignación hacia toda especie de bajeza que profane la dignidad de las artes; en fin, la exaltación por la gloria y por los descubrimientos que ennoblecen la especie humana (Quintana, 1802: 5).
Podríamos decir, pues, que en su etapa juvenil, la ópera formaría parte de su experiencia al ser uno de los espectáculos que le proporcionarían esa «admiración que inspira la hermosura y los talentos».5 Aunque efectivamente, no volverá a repetir así estas observaciones en las siguientes ediciones. Por ejemplo, en el prólogo de la segunda edición de sus Poesías (1813) encontramos que sus palabras al amigo y maestro fallecido Cienfuegos eran ya otras: ¿Y quién en la miserable época que acaba de pasar ha observado mejor que tú estas máximas sagradas? A la vista, y casi en las garras del despotismo insolente y bárbaro que nos oprimía, cantabas tú las alabanzas de la libertad; y en medio de la corrupción más estragada, y del desaliento más pusilánime que hubo nunca, tu voz vehemente y severa nos llamaba poderosamente a la energía de los sentimientos patrióticos, y a la sencillez y dul-
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Narciso Alonso Cortés (1969: 30) indica que «Luisa Todi, famosísima tiple, nació en las cercanías de Oporto, por los años de 1748. Llamábase realmente Luisa de Aguiar y Ferreria, y tomó el apellido Todi de su primer marido. Cantó por primera vez en Madrid, en 1792, causando la general admiración. Volvió en la temporada 1794-1795, a la cual se refiere Quintana». Alonso Cortés toma las referencias de Emilio Cotarelo y Mori (1917: 345), que a su vez remite a Joaquín de Vasconcellos; y a Manuel García de Villanueva Hugalde y Parra (1802: 151). El estudio reciente de Mário Moreau (2002) indica que nació en el año de 1753 y adoptó el apellido de su marido, un violinista napolitano, llamado Francesco Saverio Todi. La Biblioteca Nacional posee dos estampas de Luisa Todi posteriores a 1777 que son las que ilustran este estudio. Y en wikipedia aparece otro retrato suyo firmado por Vigee Lee Brun. 5 Léase en este sentido: Ariadna (cantata), La Danza a Cintia y A la Hermosura.
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zura de las costumbres inocentes. Tengan en buen hora otros escritores la gloria de pintar con más halago las gratas ilusiones de la edad primera. Haga en buen hora su mano resonar con más gracia el laúd de Tíbulo o la lira de Anacreonte. Pero aquellos que sientan en su corazón el santo amor de la virtud y la inflexible aversión a la injusticia, los que se hallen inflamados del entusiasmo puro y sublime hacia el bien y dignidad de la especie humana, esos todos harán continuamente sus delicias de tus odas, de tus epístolas y de tus tragedias, y en ellas hallarán un alimento propio de sus almas sensibles y virtuosas.
Quintana, después de haber presenciado por última vez en el escenario a Luisa Todi cantar las óperas de Armida y Reinaldos y Didone abandonada, escribe una oda en la cual alaba el talento de la artista, pero también proporciona detalles que hablan de la interpretación, la puesta en escena y la recepción del espectáculo por parte del poeta que merecen una atención, a mi entender, pormenorizada, por la información que proporciona sobre el drama lírico.6 De igual forma, a través de los numerosos elogios de los periodistas del Diario de Madrid, ha sido posible obtener otra mirada sobre la recepción del espectáculo operístico, más en consonancia con las gracias y talento de la artista que con la puesta en escena, pero que también merece la pena considerar.
1. LA INTERPRETACIÓN DE LUISA TODI A TRAVÉS DEL DIARIO DE MADRID El Diario de Madrid anuncia la llegada de la tiple el día 22 de agosto de 1792. Se dice que su presencia fue síntoma de satisfacción por parte de los protectores del teatro por las siguientes razones. Al público se le anunciaba un gran espectáculo al tratarse de una cantante de éxito ya reconocido, su aparición en Madrid generó «novedad» y «expecta-
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Nos hallamos ante un texto que podríamos denominar «escénico». Sobre este particular y como curiosidad existen dos lienzos que Farinelli encargó al pintor Francesco Battaglioli para inmortalizar las óperas más famosas representadas ante los monarcas en el Coliseo Real del Buen Retiro, que precisamente fueron Armida placata. «Licencia», decorado completo del Palacio del Sol (después de 1750) y Didone abbandonata (acto I, escena V) (después de 1754). Ambas obras están en el museo de la Real Academia de San Fernando de Madrid [inv. 406-inv. 407].
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ción» con posibilidades económicas a la vista y la cantante tenía el beneplácito de S. M., quien consideraba el espectáculo un «lícito» e «inocente» entretenimiento para los madrileños. Efectivamente, las doce representaciones generaron cuantiosos beneficios económicos7 y un total de diez elogios en un periodo de tres meses. Estas alabanzas destacan la facultad que poseía la artista de mover todos los afectos y la capacidad de producir y excitar pasiones como el amor, el despecho, el temor o la ira. El lenguaje que utilizan los panegiristas, a pesar de ser retórico y a veces repetitivo, no por ello deja de ser significativo en el sentido que aquí nos interesa. Entre las facultades de la cantante destaca su capacidad para hechizar, para dejar la razón perpleja, para encantar corazones, para arrebatar y asombrar, junto con la habilidad para engañar los sentidos y lograr la ilusión escénica a través del sonido de su voz, del que se destaca su calidad y carácter armónico. También queda constancia en estos elogios de las técnicas de interpretación que poseía Todi. Una de las destrezas que más sorprende es su habilidad vocal y la dulzura de su voz. Sus admiradores celebran insistentemente su canto suave, su acento armonioso, su dulce acento, su amable melodía, sus dulces cadencias, su voz encantadora, su diestra voz, su garganta hermosa y su gentil dicción. Junto a la voz, la otra destreza que es digna también de repetido elogio es la excelente interpretación gestual que poseía. Se alaba reiteradamente su gesto elocuente y su gracia expresiva. Se dice que es la diosa del son, del gesto y de las mociones. Ambas destrezas son, sin lugar a dudas, las que de forma visual y sonora llegan al público. Y por ello, no dudamos que fueran las que en primer lugar captaran la atención de los espectadores. En este sentido, suponemos pues, que la ópera a finales del setecientos se convierte en un lenguaje inteligible para todos, a pesar de
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En el Diario de Madrid del 22 de agosto de 1792 se comunicaba que el precio de los abonos se iba a incrementar el doble «para las personas que ocupen aposentos, galerías y lunetas, dejando en los mismos precios acostumbrados y sin alteración alguna, las entradas y asientos de Patio, los asientos de tertulias y cazuela, y las entradas de los aposentos» en las representaciones extraordinarias de Luisa Todi, debido al excesivo gasto que esta especie de ópera seria traía consigo. Entre dichos gastos estaban pagar en primer lugar a la cantante y poder costear los medios adecuados para producir los efectos de escenografía, vestuario, decorados, mutaciones, etc.
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cantarse en italiano y generalmente no entenderse. Así lo dice un lector en una carta enviada el 27 de octubre de 1792 en la que solicita al diario que se comente el argumento de las óperas para que el público se haga una idea de su argumento como hace con las comedias: Pero con mayor razón estimaría el público, que se tomasen Vmds. el trabajo de ejecutar lo mismo con las Óperas, y Bayles, en cuyas funciones ocurren dos causas más poderosas, para dar noticia al Público de su argumento o fábula: una el que la mayor parte de los espectadores carecen de inteligencia del idioma Italiano, y más siendo cantado en la Ópera, y de mayor dificultad los Bailes, por la porción Muda y pantomímica de ellos; la otra escusar la molestia de preguntas que suelen hacer muchos a los que están a sus lados, para enterarse de lo que en el Teatro ven, y oyen, y no lo entienden, causando incomodidad y ruido. No deberá ser objeto de reparo el que algún Crítico diga que en los libros de las Operas están los argumentos de ellas y de los Bayles, pues el argumento del Diario en nada puede perjudicarlos, y antes si facilitará mejor su inteligencia, consiguiendo el expectador llevar ya al Teatro un concepto que a poca atención le hará inteligible quasi todo el progreso de la representación.
Podríamos afirmar, pues, que el espectáculo operístico se convierte con toda probabilidad en estos años en una vía no intelectual que deja espacio libre a los sentimientos del espectador que sale del coliseo impactado emocionalmente. En este sentido, la actitud del público también se adivina en algunos de los halagos de estos elogios en el Diario de Madrid. Por ejemplo, el del 7 de septiembre de 1792, casi dos semanas después de la llegada de Luisa Todi, dice lo siguiente: «de todos consigue los aplausos, incluso de aquel estúpido vulgo y turba gárrula al que sólo era grato el rudo estruendo que aturde los oídos». O el elogio del 22 de septiembre del mismo año, que comenta la capacidad de Luisa Todi «para educar el oído de la silenciosa turba que hasta el momento un bajo y estéril gusto había corrompido». Es decir, un público amplio y determinado es el que acude a la ópera a ver a Todi, más allá de ser un espectáculo dirigido, como quizás en sus comienzos, a un sector elitista o cortesano (Flórez, 1998: 171-195). De forma más particularizada podemos deducir de estos comentarios que la conducta del aficionado que asiste al coliseo ha variado o está
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variando. Se está diciendo que hasta el momento su actitud era ruidosa, y que sin embargo, ahora es silenciosa,8 al igual que la del poeta periodista, quien puntualiza, en este sentido, que queda «embelesado, transportado, desmayado, enardecido, suspirando, gimiendo y llorando», actitud bastante patética y conmovedora, pero digna de tenerse en cuenta, pues señala, que a pesar de ser «fabulosa» la pena que finge la cantante, a todos entristece, a todos hace llorar. En este sentido, puede ser que en estos momentos aceptar la verosimilitud en la ópera seria venga a significar conmover e inquietar en su intimidad al espectador. ¿Estamos ante una nueva forma de asistir al teatro, de experimentar del aficionado que acude al espectáculo y de transmitir un arte escénico musical y, por tanto, de entender el concepto de verosimilitud? Veamos qué dice Quintana.
2. LA INTERPRETACIÓN DE LUISA TODI A TRAVÉS DE LA ODA DE QUINTANA Manuel José Quintana participa del mismo entusiasmo del Diario de Madrid, pero es interesante ver qué cualidades destaca de la actriz cantante y cómo realiza sus halagos. En primer lugar, al igual que los colaboradores del diario, destaca la ilusión, la armonía y el efecto causado en el ánimo del poeta. Efecto que se traduce en llanto, pena, desolación por la expresión de las pasiones que la artista transmite en escena. Sin embargo, al mismo tiempo, Quintana conjuga sus alabanzas con el despliegue teatral de recursos escénicos, haciendo hincapié en los efectos visuales y sonoros de la puesta en escena. El elogio, que comienza con una pregunta retórica, nos presenta a la maga Armida enfurecida, provocando agitación y desequilibrio en la naturaleza, capaz de alterarla con sus poderes mágicos. Así, logra provocar fenómenos atmosféricos violentos creando caos a su alrede8
Joaquín Álvarez Barrientos comenta que «Mariano Nifo nos sitúa ante un momento de cambio gracias a la conciencia de actores como Manuel Guerrero y María Ladvenant, que consiguen que el público guarde silencio mientras interpretan [...]. [Nifo] se hace eco de la nueva situación, en la que los actores parece que son capaces de mover el ánimo del espectador gracias a la expresión bien regulada, es decir, natural, de las pasiones» (2003: 1497). Es posible, tal como reflejan estos elogios, que en la última década del siglo el espectáculo operístico acentuara esta tendencia a guardar silencio, y a conseguir en gran medida mover el ánimo del espectador.
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dor. Según el poeta, «arde el rayo, retumba el trueno, se suspende el sol, braman los vientos y se estremece la mar». Quintana, con esta primera escena introduce al lector de forma inmediata en un mundo ficticio lleno de escenas violentas donde tiene efecto lo sobrenatural, lo terrorífico y lo prodigioso. El poeta parece percatarse de que el uso de un estilo dramático, mediante un lenguaje especialmente dirigido a los sentidos, es tremendamente eficaz para que el lector logre reconstruir la misma representación lírica de ambas óperas. Así, a medida que avanza el poema, sin utilizar un léxico metateatral se hacen patentes las mutaciones. Comenta que estando Armida enamorada: ya no era entonces la espantosa Maga era entonces una deidad. El Polo yerto ostentóse cubierto con el manto de Flora: por fecundos prados, las fuentes murmuraban y el coro de las aves escuchaba, y de esencias bañados los céfiros jugaban con las flores.9
Las descripciones del paisaje, tremendamente plásticas, las adapta y aplica seguidamente a la descripción de la voz de la artista: Ora en quiebros dulcísimos se pierde, Y delicada trina; Ora sube al Olimpo, ora desciende; Y ora como un raudal rico y sonoro Vierte súbitamente en los oídos De su riqueza armónica el tesoro.
Es decir, inmediatamente pasamos del detallismo paisajístico al detallismo descriptivo de la voz de la artista, lo que contribuye, pensamos, a proporcionar realismo tanto de lo que se lee, como al mismo tiempo de lo que se interpretó. Igualmente, el juego gestual confunde
9 Armida se encuentra ahora en una Arcadia acompañada de su amante alejada del caos y agitación inicial.
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a la artista que interpreta a ambas heroínas con sus mismas protagonistas. Puede apreciarse cómo hay un continuo trasvase entre las historias de Armida y Dido y la realidad interpretativa de la artista, o dicho de otra manera, una conexión entre la narración lírica y poética de las óperas, y la escenificación e interpretación de Luisa Todi sobre las tablas del Coliseo de los Caños del Peral. En consecuencia, al lector se le hace partícipe de la puesta en escena de forma arrolladora con la lectura del poema. Quintana, creemos, consigue envolvernos en la ópera a través del empleo de un lenguaje que elabora al máximo de forma poética. Lenguaje, pues, que no sólo ofrece esplendor y majestuosidad a la oda y a su protagonista, sino también al desarrollo de las escenas mágicas, irracionales y de encantamiento, propias de la ópera seria de tema mitológico. ¿Pero cómo transmite la experiencia de lo prodigioso y de lo sobrenatural de la escena como algo cercano de lo cual hace partícipe al lector? Pues, sencillamente, traslada la escena al plano de la realidad mencionando de continuo las gracias de la artista real de carne y hueso, como acabamos de indicar. De esta forma, si se lee la oda, se comprueba cómo el poeta enfrenta a Dido, a Armida o a Luisa Todi a las mismas contrariedades u obstáculos que se dramatizan en las tablas del teatro. Tanto Dido como Armida se vuelven tan cercanas y humanas como la propia intérprete que en esos momentos está interpretando. El espectador, como el poeta, presencia el desarrollo de la acción, pasa de una pasión a otra, de un sentimiento a otro, para terminar finalmente quien escribe y presencia el espectáculo, olvidándose de sí mismo y llorando: ¿Morirá la infelice Sin hallar compasión?... Grande, sublime, Terrible situación, que enternecido Mi espíritu admiraba, Y olvidó su aflicción llorando á Dido.10
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Quintana indica en una nota en la primera edición de 1802: «Morirá la infelice / sin hallar compasión?...»; «Dunque morir dovró / Senza trovar pietá?...». «Estos eran los versos que, cantados por aquella mujer singular, hacían gemir a los oyentes y triunfar la música en el teatro. El canto de la Todi producía una agitación, un delirio que sólo puede compararse a las grandes conmociones populares, y que hacía creíbles los pro-
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Consideramos, pues, que el elogio tiene valor escénico porque es la recreación lírica de un lenguaje dramático. Y aquí es precisamente donde creemos que radica la singularidad de esta composición. Sin menospreciar el valor de los otros elogios que quedarán para la posteridad como memoriales que recordarán el talento de Todi, el de Quintana es el que con más fuerza unifica los encantos y fuerza expresiva de la cantante. Podemos decir que estas dos óperas serias de tema mitológico con matices mágicos y con una sorprendente puesta en escena combinaron unos elementos que gustaron al público entre los años de 1792 a 1795. En ella, la interpretación de la ópera cantada en italiano jugó un papel muy interesante en la expresión de las pasiones, como estaba sucediendo en otros géneros nuevos como el drama sentimental (Romero Peña, 2007: 84-85). Sin embargo, una particularidad que la distingue de este nuevo género es que la ópera italiana no menospreciaba el gusto por el aparato escénico (Palacio Fernández, 1993: 85-112) y el efectismo espectacular que ya desde sus comienzos la caracterizaba.11 No es de extrañar, pues, que Los Caños del Peral se convirtiera en estos años finiseculares en uno de los espacios escénicos de transición que iban conformando quizás la nueva sensibilidad del moderno espectador burgués, que mediante la consecución armónica de música, canto, danza y poesía, se quedaba pasmado, embelesado, «en silencio y llorando», como dice Quintana. Además estamos seguros de que Luisa Todi, a pesar de tener buena voz, actuaba e interpretaba sacando lo mejor de ella, combinando todos los elementos en un espacio, tiempo y ritmo con su gran personalidad escénica. Esto fue seguramente lo que gustó y por lo que tuvo éxito en España y en Europa.
digios que nos cuentan de la música antigua. ¿Dónde está su sucesora? Podrá, tal vez, hallarse una actriz dotada de mejor figura, de voz más delicada, de execución más fina; pero que cante en el teatro y desempeñe los papeles primeros en una ópera seria como la Todi, quizá se pasarán siglos sin encontrarla» (Quintana, 1802: 21). 11 Sería interesante saber cómo eran los decorados de las óperas y las mutaciones, y quiénes se dedicaban a realizarlos. Hemos visto que en los días de Volatines varios cantantes de la Compañía de la Ópera realizaban los decorados del baile que se anunciaba durante estas funciones. En concreto, los dos grotescos, Evangelista Floreli y Pascual Ancholini, realizaron el Jardín del baile La Mujer Caprichosa que se ejecutó en el mes de marzo de 1792. Véase por ejemplo, el Diario de Madrid del 17 de marzo de 1792.
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Quizás, en este sentido, sería necesario prestar mayor atención en estos años a la importancia del individuo que interpreta, en este caso a las heroínas independientes y problemáticas, pues no descartamos que el público se identificara con ellas, al crearse este diálogo tan intimista entre el público y la actriz cantante. Diálogo que, como dijimos anteriormente, estuviera repercutiendo en nuevos modos de asistir y participar en el espectáculo operístico de tono más burgués, por la razón de que el espectador se sintiera más vinculado con lo que se representaba, según la actitud tan conmovedora y patética que estos elogios ponen de manifiesto. Esto pudo contribuir a crear o a ir construyendo una serie de héroes humanizados que se desarrollarán ya en la siguiente centuria de forma más acusada. De cualquier modo, parece ser que el concepto de verosimilitud en estos años está variando y ahora la ilusión escénica en la ópera se consigue por la mejor canalización de los sentimientos por parte del espectador gracias a la fuerza expresiva y a la transmisión interpretativa de los cantantes. Se puede decir finalmente que la oda dedicada a esta tiple que fue conocida con el nombre de «la divina Todi» es resultado, pues, de la aguda y profunda sensibilidad que Quintana tiene durante toda su vida ante su entorno, y mediante ella, el poeta manifiesta particularmente el auge del género operístico en un momento de esplendor. Hemos visto cómo la composición permite comprobar la importancia que en la puesta en escena de la ópera tuvo a finales de la centuria la escenografía y sobre todo la expresión de los afectos y pasiones a través del gesto y de la voz de la cantatriz Luisa Todi, que llegó a emocionar entre 1792 y 1795 a los aficionados madrileños, y entre ellos, al Quintana de veinte años.
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3. A MODO DE CONCLUSIÓN Me gustaría señalar a modo de conclusión que en la primera edición de 1802 de las Poesías,12 en la que se encuentra el elogio, destacan dos odas más que también parecen estar en estrecha relación con el ambiente operístico y filarmónico de la última década del setecientos: «Ariadna (cantata)» y «La Danza a Cinta». Aunque no nos vamos a detener en ellas, sí quisiera apuntar que en las tres composiciones están relacionados los mismos aspectos: la interpretación gestual y vocal, el impacto causado por el despliegue de efectos escénicos visuales y sonoros, y el desarrollo de las pasiones, todo tamizado por la expresión estética del poeta. También es significativo que Quintana participara en 1791 en el concurso de poesía y elocuencia abierto por la Real Academia Española con el ensayo didáctico titulado Las Reglas del Drama.13 El ensayo en forma de poema, y es lo que queremos destacar para finalizar, revela la temprana afición por el mundo de la creación dramática y, posiblemente, afición unida a la música y la ópera. Unos años después escribiría El Duque de Viseo (1801) y El Pelayo (1805), y sería el editor del periódico de Variedades de Ciencias, Literatura y Artes (1803-1805), donde la crítica dramática encontró un lugar preferente como lugar de expresión.
12 Las Poesías tuvieron tres ediciones. La primera fue publicada en 1802, la segunda en 1813 y la tercera en 1821. La 1ª edición está dedicada: «A mi amigo Don Toribio Núñez», y la 2ª: «A Cienfuegos». Ambas dedicatorias son muy interesantes, pues muestran diferencias notables al estar escritas en circunstancias diferentes. En la tercera, no hay una dedicatoria con comentarios como las anteriores. Quintana sólo indica brevemente en portada: «A la buena memoria del virtuoso patriota y eminente poeta Nicasio Cienfuegos, su amigo amantísimo, Manuel Josef Quintana». Es necesario decir que la 2ª y 3ª edición están igualmente aumentadas y corregidas. Se encuentran todas las composiciones de la primera edición, excepto dos: «A Elmira» y «A D. F. B. consolándole en una ausencia». 13 Quintana puntualizó y rectificó el ensayo precisamente en la 3ª edición de sus Poesías en 1821 añadiéndole él mismo notas. El tema de la composición es la observancia rigurosa de las reglas de las tres unidades y la primera autocrítica que el poeta se censura en las notas: «Una acción sola presentada sea / En solo un sitio fijo y señalado, / En solo un giro de la luz febea.» Quintana comenta que «tal es el precepto de las unidades en todo el rigor de la escuela. El autor, que escribía su obra al salir del colegio y con la leche de la retórica en los labios, no podía menos de decidirse entonces por su más estrecha observancia».
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Capítulo III QUINTANA VERSUS ESTALA: ¿UNA HISTORIA DE PASIONES ENFRENTADAS? María Elena Arenas Cruz
Que las figuras de Quintana y Estala han pasado a la Historia como los polos opuestos de dos visiones literarias y políticas enfrentadas no pasa desapercibido para quienes se hayan ocupado de la vida intelectual de finales del siglo XVIII y principios del siguiente. La crítica no ha dudado en establecer dos grupos antagónicos: el de Moratín, al que pertenecerían Estala, Forner, Melón, García de Arrieta, Hermosilla, Tineo; y el de Quintana, que siguiendo el magisterio de Meléndez y Cienfuegos, agruparía a Munárriz, Sánchez Barbero, Mor de Fuentes o García Suelto. Muchos son los trabajos críticos que han estudiado tal división entre los escritores del período de entresiglos; a pesar de ello, hoy me gustaría introducir algún matiz, sobre todo con el fin de demostrar que la disensión no se produce de manera abierta hasta el primer lustro del ochocientos. Pedro Estala (Daimiel, 1757-Auch, 1815) alcanzó cierta notoriedad como helenista, traductor, editor y crítico literario. Entre sus trabajos cabe recordar los sustanciosos prólogos de los trece primeros volúmenes que preparó para la «Colección de poetas castellanos» financiada por el cirujano Ramón Fernández, los discursos sobre la tragedia y la comedia que antepuso a sus traducciones del teatro griego, o su edición de la primera versión de la República Literaria de Saavedra Fajardo. Compuso con gran éxito el Viajero Universal, cuarenta volúmenes en los que reunió descripciones viajeras de todo el mundo, y
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tradujo la versión que Castel había hecho de la Historia natural de Buffon (Arenas Cruz, 2003). La vida del helenista daimieleño se cruza con la de Quintana en Salamanca, a cuya Universidad llega el joven Manuel José en el curso de 1787-1788 para iniciar sus estudios de Derecho civil y canónico; combinará éstos con clases de retórica, arte, poética y filosofía en el Seminario conciliar de San Carlos, cuyo rector era Juan Antonio Melón. Es en esta institución donde recibirá las clases de Pedro Estala, que, una vez secularizado, había sido nombrado catedrático de Retórica y Griego en noviembre de 1788. Estala permanece en Salamanca hasta agosto de 1790, de manera que el joven Quintana sólo recibe las enseñanzas de su magisterio durante dos cursos, que le son de bastante provecho si leemos Las reglas del drama como fruto de esta influencia. Con apenas veinte años, Quintana presenta esta obrita en verso al premio convocado por la Academia en 1791, que no fue otorgado a nadie. En ella late el eco de Horacio, pero también de Estala, en al menos dos puntos: el rechazo a las reglas y la importancia concedida a los caracteres como resorte de la tensión dramática (Dérozier, 1969: 68-69). En ese año de 1791 muere José Iglesias de la Casa, dejando los manuscritos de sus poesías a su cuñado Francisco de Tójar, que las publicará en dos volúmenes en 1793. Según noticia de Dérozier, la Correspondencia de Bartolomé José Gallardo revela que en la edición participaron varias manos (Calama, Núñez, Munárriz), además de Quintana, que redactó una carta-prólogo firmada por una A, tras la que se escondía Anfriso, su seudónimo poético. La carta fue muy criticada porque en ella se negaba al poeta Villegas todas las prendas que la tradición le había otorgado. Estala en estas fechas ya está en Madrid como bibliotecario tercero en los Reales Estudios de San Isidro, desde donde escribe a Forner, fiscal de la Audiencia de Sevilla, una carta en la que dice: «Mucha falta le ha hecho al buen Arcadio que alguno de nosotros no haya andado en esto, pues aunque la impresión es bonita, ha habido poco tino en la elección y corrección de las piezas». Efectivamente, los jóvenes editores adjudicaron a Iglesias traducciones y composiciones que no eran suyas, lo que fue desvelado pronto en la prensa de Salamanca y de Madrid (DM, 6-X-1795: 1133-1135), para oprobio de sus amigos.
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Una vez obtenidos sus títulos en derecho civil y eclesiástico, Quintana es recibido de abogado en Madrid, en 1795, siendo nombrado, en diciembre de ese año, procurador fiscal de la Junta de Comercio y de la Moneda (Dérozier, 1969: 59). Aparece como un joven inteligente y apasionado por la literatura, que ve publicados algunos de sus versos en los periódicos de la capital, en uno de los cuales, el Diario de Madrid, Pedro Estala ejercía como crítico que valoraba y enjuiciaba lo publicado cada mes camuflado tras el seudónimo de «El censor mensual» (Arenas Cruz, 2000). Su juicio a propósito de un poema de Quintana titulado «A una rosa en el pecho de Tirso. Sáficos y adónicos», que ve la luz el 15 de octubre de 1795, es el siguiente: Como estamos en otoño, la poesía sigue también el influjo de la estación, es decir, que están algo marchitas las venas poéticas. La oda a la rosa del día 15 sería excelente si al mérito de los pensamientos se hubiese añadido mayor esmero en la dulzura de la versificación y en la parte del estilo, y, sobre todo, aquel todo lo mismo, no pasa en Castilla. Por lo demás, me ha parecido bien la disposición y solidez de los pensamientos (DM, 3-XI1795: 1246).
Con veinticuatro años y recién integrado en el engranaje del Estado, Quintana también escribe, como Moratín, Forner, Meléndez o Cienfuegos, una oda «A la paz entre España y Francia en 1795», en la que elogia a Manuel Godoy, artífice de la regeneración de la patria.1 Conjeturo que su relación con Estala es en estas fechas escasa pero cordial, de manera que, como afirmara Vila Selma, no es improbable que fuera el propio helenista manchego quien sugiriera la posibilidad de que Quintana se hiciera cargo de la continuación de la «Colección de poetas castellanos» (1961: 10-11), interrumpida por desavenencias entre Estala y su mecenas.2 El joven abogado redacta, por tanto, el prólogo para la Conquista de la Bética, de Juan de la Cueva (t. XIV-XV), pero
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Todavía no clama de indignación y desesperanza contra este político, cuya ejemplaridad se desmoronará dos años después en la oda «A Juan de Padilla» (mayo, 1797). 2 Como se sabe, Estala seleccionó los textos y redactó los prólogos correspondientes a los tomos dedicados a Figueroa, los hermanos Argensola, Herrera, Jáuregui y Góngora (tomos I al IX). El proyecto se vio interrumpido por el pleito que enfrentó a Estala con Fernández a propósito de la traducción de las Reflexiones sobre el origen de los descubrimientos atribuidos a los modernos de Louis Dutens (Arenas Cruz, 2003: 427-435), pero no por ello
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hay algo que sorprende sobremanera y es que, después de enumerar todos los defectos posibles y anotar tímidamente alguna belleza literaria, se pregunta por qué se imprime ahora «si jamás saldrá de la clase de un poema mediano, donde lo malo es casi siempre superior a lo bueno» (JC: 15). La respuesta que se da es una explicación velada de lo sucedido: «siendo estimada esta obra por su rareza, como sucede con otras muchas, se creyó al principio que se hacía un servicio al público en volver a darla a luz, y que después ya era tarde para suspenderlo» (JC: 15). De estas palabras se puede deducir que la edición de la Bética ya estaba prevista en el plan general de la Colección, por tanto, probablemente era uno de los textos seleccionados desde el principio por Estala. Cuando Fernández encarga el trabajo a Quintana por recomendación de su maestro seguramente también le entrega el texto que ha de preparar y prologar; el joven editor se encuentra con un poema que le disgusta profundamente y no escatima palabras que dejen constancia de su desdén. Cumple su encargo, pero no deja de anunciar al final de este prólogo que su participación en las siguientes ediciones será mucho más esmerada. Efectivamente, se ocupa de la edición de las Poesías escogidas de nuestros cancioneros y romanceros antiguos (t. XVI y XVII), que salen en 1796, y del tomo dedicado a las Poesías de Francisco de Rioja y otros poetas andaluces (t. XVIII), que ve la luz en 1797. En el prólogo de este volumen se oye otra vez el eco de lo que será el posterior enfrentamiento entre estas dos personalidades. Quintana apunta como novedad la impresión de una Égloga de Herrera que, según sus palabras, fue omitida en la edición que hizo «uno de nuestros más acreditados literatos», a pesar de que el propio Herrera la había publicado en vida (R: 5). Lo que Quintana no dice es que Estala ya había enviado esta composición varios meses antes al Diario de Madrid, con una nota en la que explicaba que en su edición de 1786 sólo había insertado un fragmento. Advierte que es conveniente publicarla entera «en obsequio de los amantes de la buena poesía y para avergonzar a los poetillas chirles» (DM, 12-VIII-1796: 917 y ss). O bien Quintana no había visto este nú-
el helenista manchego se desentendió de la Colección, pues consiguió a hurtadillas de Fernández que se le enviasen las pruebas para corregirlas, de manera que, aunque sin prólogos críticos de un autor contemporáneo, en 1792 ven la luz las poesías de fray Luis de León (t. X), Tomé de Burguillos (t. XI) y Cristóbal de Castillejo (t. XII-XIII) (Estala, 2006).
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mero del Diario, o bien lo conocía pero, por vanidad, o por alguna razón que todavía se nos escapa, decide no omitir la pulla contra la impericia de Estala como editor. En los prólogos que redacta, Quintana hace algunas afirmaciones heterodoxas y que, según se ha juzgado, enfrentaban al joven editor con el responsable anterior de la Colección, esto es, Estala (Checa Beltrán, 2002). Sin embargo, resulta que si leemos detenidamente los citados prólogos y conocemos el pensamiento teórico-literario del helenista manchego, no son tantas las diferencias, sino que, antes bien, nos sorprenden las afinidades. Empecemos por éstas. Por ejemplo, ambos reconocen el mérito de Garcilaso, pero rebajan su valor (CyR: 10);3 ambos creen que los romances son «propiamente nuestra poesía lírica» (CyR: 15),4 de manera que se podría decir que entre ellos «se encuentran excelentes anacreónticas, bellos idilios y felices odas» (CyR: 19-20); ambos consideran que el soneto es un «género de poesía artificioso y pueril» (R: 3),5 y ambos descreen del simple mérito de la dificultad vencida.6 Incluso el juicio que Quintana emite sobre Herrera, en quien valora «el cuidado y aliño de la elocución», pero a quien reprocha que dedicara sus esfuerzos a asuntos frívolos de carácter amoroso (R: 4-7), es exactamente el mismo que Estala desarrolla por extenso en su prólogo.7 3
En el prólogo a las Rimas de Fernando de Herrera, dice: «Boscán y Garcilaso y algunos otros dieron los primeros pasos; pero, aunque su lenguaje es puro, elegante y escogido, es preciso confesar que no pusieron el mayor cuidado en enriquecer nuestro idioma de lenguaje poético» (Estala, 2006: 109). 4 Dice Estala: «Para el género anacreóntico tenemos [...] en nuestros romanceros un tesoro inagotable de bellezas» (2006: 168-169), y años después: «De aquí deduzco que nuestros romances son una especie de verdadera poesía lírica, peculiar de España, en que tenemos un tesoro de bellezas poéticas» (DV, 22-IV-1813). 5 Estala no tiene reparo en afirmar: «Pero yo siempre estaré mal con composiciones que exigen determinado número de versos, como el soneto, en que a veces no se puede dar al pensamiento toda la extensión necesaria y otras es preciso llenarlo de ripio para estirarlo hasta el fin» (DM, 10-II-1797: 166). 6 Para Estala, la dificultad no está en la rima o en la medida, como creen los copleros, sino en el ingenio e imaginación para la disposición de la materia y para lograr una expresividad verbal específicamente poética (imágenes y lenguaje distinto y alejado del lenguaje vulgar y cotidiano) (Arenas Cruz, 2003: 275 y ss.). 7 Siguiendo a J. B. Conti o a F. de Rioja, Estala considera que Herrera brilla más en los asuntos heroicos que en los amorosos; de hecho, todo su estudio es un intento de acercar este tipo de composiciones serias y sublimes a las nuevas propuestas de poesía filosófica que Meléndez o Forner estaban empezando a cultivar (Estala, 2006: 145-152).
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Pero quizás lo más interesante es que ambos elogian a Meléndez Valdés con motivo de la publicación de sus poesías en 1797. Quintana lo cita en el tomo XVIII como poeta que ha superado el yugo de los clásicos, y que ha alcanzado la perfección por su talento, unido al buen gusto y al estudio (R: 8), y expresa su profunda admiración en un elogioso poema que es publicado en el Diario de Madrid el 26 de julio de 1797; este poema será a su vez enjuiciado por Estala que, camuflado tras El censor mensual, dice: El elogiador parece discípulo de este gran poeta en todas las apreciables circunstancias que distinguen a Meléndez y le dan un lugar tan distinguido en el Parnaso. La pureza, propiedad y nobleza de estilo poético; la dulzura y armonía de su versificación; la grandeza y hermosura de las imágenes; la elevación de pensamientos, todo constituye al inmortal Batilo en la primera clase de nuestros poetas, observándose en él todos los primores de nuestros clásicos y ninguno de sus defectos. El público no le conocía más que por su primer tomo de poesías, que aunque muy bellas, se reducían por la mayor parte a asuntos amorosos; en los tres que acaba de publicar se eleva a los asuntos más serios y sublimes, y tiene la gloria de ser el primer español que ha presentado la filosofía adornada con las galas más preciosas de la poesía. Si los jóvenes siguen este ilustre ejemplo, como lo hace el elogiador de Meléndez, veremos sucede a las bagatelas amatorias un nuevo género de poesía filosófica que se echaba de menos en nuestro Parnaso (DM, 11-VIII-1797: 946).
Estala reconoce a Quintana como un buen discípulo de Meléndez y elogia en éste su dedicación al nuevo género de poesía. Sirvan estas palabras para refutar la tesis de que el crítico daimieleño despreciaba la poesía filosófica, es decir, la poesía comprometida social y políticamente, la poesía humanitaria y sentimental, pues se ha dicho que el hecho de que editara a Herrera, los Argensola, Jáuregui o Góngora indica que sólo era partidario de los insustanciales juegos petrarquistas (Checa Beltrán, 2002: 115-116). Sin embargo, en contra de esta idea, recuérdese que tanto en sus prólogos (2006: 151-152) como en los juicios que emite en el Diario de Madrid (p. e. DM, 9-III-1798: 270), siempre manifiesta un hastiado rechazo por lo que considera bagatelas amorosas; y, en cambio, elogia y valora las composiciones satíricas y las de índole heroica, histórica y teológica, cuando en ellas los poetas logran algún acierto elocutivo o imagen sorprendente. Respecto a Meléndez, lo ad-
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mira tanto como Quintana y como éste, también piensa que el inmortal Batilo puede ser un modelo para los jóvenes. Solo hay un punto que le debió parecer a Estala un disparate dictado por la soberbia juvenil de su discípulo y es que, después de que éste asegurara que los poetas del siglo XVI carecían de gusto y eran unos ignorantes que se limitaban a copiar a los latinos e italianos, concluye afirmando que «se puede componer infinitamente mejor que nuestros antiguos», que es lo que demuestran las poesías de Meléndez. Para Estala, en cambio, el mérito de Meléndez es que precisamente se observan «en él todos los primores de nuestros clásicos y ninguno de sus defectos». Por tanto, los antiguos también pueden ser modelo para la poesía filosófica o útil o comprometida que, sin embargo, no tiene por qué ser prosaica. Ambas ideas serán el principal caballo de batalla de Estala en todos sus escritos. En cuanto a Cienfuegos, el otro gran amigo de Quintana, recordemos que, aunque en 1798 pierde la plaza de bibliotecario segundo en los Reales Estudios de San Isidro, que es otorgada a Estala, como compensación el gobierno lo pone al frente de la Gaceta de Madrid y del Mercurio de España, que eran periódicos oficiales directamente dependientes de la Secretaría de Estado. Como apunta J. L. Cano, no se entiende que si, como dice Alcalá Galiano, Cienfuegos era ideológicamente contrario a Godoy, sus asuntos le fueran tan bien en la corte (1980: 20). Ese año estrena Zoraida, publica la tragedia Idomeneo y sus Poesías, ambos textos en la Imprenta Real, dirigida, recordemos, por Melón, que le encarga precisamente a Quintana la redacción de una «Vida de Miguel de Cervantes» para la edición del Quijote que financiaba el Estado. En fin, entre 1797 y 1799 se afianza la nueva concepción de la poesía que defienden Cienfuegos o Meléndez, y con ellos cientos de poetillas que los imitan, casi todos muy malos. Desde su tribuna del Diario de Madrid Estala libra una guerra abierta contra los copleros que infestan el Diario con versos o demasiado fríos y prosaicos, o bien oscuros y amanerados, grandilocuentes o falsamente patéticos, todos ellos corruptores de la poesía y del lenguaje, según Estala. Raramente sabemos los nombres de los poetas criticados, pues firman con iniciales o seudónimos.8 Sin embargo, la batalla fue muy dura, porque los juicios del Censor
8 Entre los poetas conocidos que son objeto de los dardos encendidos del Censor están Tomás García Suelto (DM, 7, 17 y 23-X-1797) o Juan Bautista Arriaza. No obstante,
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dieron lugar a una despiadada contraofensiva, a juzgar por las alusiones de Estala, que se queja de que aunque «no ha habido especie de insulto, calumnia y malignidad que no hayan empleado [...]; viendo que nada adelantaban, han empleado otras armas aún más prohibidas» (DM, 4-XII-1797: 1373). Cuáles fueran estas «armas vedadas», no lo sé, pero seguramente estaban dirigidas contra la reputación del helenista daimieleño, que dejó su puesto de Censor mensual a principios de 1799, precisamente como consecuencia de la agria polémica que la publicación de las poesías y tragedias de Cienfuegos suscitaron en el Diario, polémica en la que, conviene subrayarlo, Estala se puso del lado del amigo de Quintana (Cano, 1975; Estala, DM, 19-XII-1798 y 12-I-1799). La guerra literaria, por tanto, no es contra Meléndez, ni contra Cienfuegos, a quien Estala conoce desde hace tiempo y a quien estima por sus grandes conocimientos y su buen hacer como traductor;9 ni tampoco contra Quintana, una de cuyas composiciones es juzgada en estos términos: El pastor Anfriso en los días 28 y 29 presenta un epitalamio de nueva invención, pues empieza y acaba llorando. Mal agüero, Sr. Anfriso. Pudiera haberse omitido la entrada llorona, pues ni a los novios ni al público le interesa saber las picardías de Filis. A Vmd. se le llamó para cantar, no para llorar. Pero, en fin, la versificación, el estilo, el lenguaje de esta composición son de lo bueno y de lo mejor que se ve en el Diario. La invención es común, pero de esto no tiene la culpa el poeta, porque está muy apurada ya la materia en esto de himeneos y teas y gracias, y Venus y Cupidos y la demás gresca endiablada, que es preciso revolver cuando a un pobre le ponen en el aprieto de que ha de decir algo sobre un bodorrio. Demasiado ha hecho en no introducir coros de io Himeneo, io, io, Himeneo; supliendo con otras galas poéticas la pobreza del asunto (DM, 9-I-1798: 34-35).
No hay ensañamiento ni crítica feroz, antes al contrario, un elogio explícito sobre el buen hacer poético de Quintana y una crítica ecuánime. Pero hay algo todavía más curioso y es que ni siquiera la publicación, entre 1798 y 1801, de las Lecciones sobre la Retórica y las Bellas Letras
este publica sus Poesías en 1799 gracias al positivo informe de censura firmado por Estala, en el que se limita a indicar que se supriman algunas composiciones (Arenas Cruz, 2003: 489-490). 9 Cfr. DM, 5 y 6-II-1795; 14-V-1796; 10-II-1797; 13-VII-1797.
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de Hugo Blair, traducidas por José Luis Munárriz, pero en cuyas adiciones sobre la literatura española participó también Quintana, entre otros, fue motivo de disensión abierta, como se ha dicho. El conde de Isla encargó los informes de censura precisamente a Estala, que juzgó los tres primeros volúmenes muy positivamente. Por ejemplo, en la censura del primero dice: «...en todo cuanto hay escrito en todas las lenguas sobre Humanidades no he encontrado cosa más perfecta que estas Lecciones de Blair, a lo cual se añade que el traductor ha perfeccionado varios puntos contrayéndolos a la literatura española con el mejor gusto y acierto. Por lo que juzgo que su impresión será sumamente útil al público».10 El tomo IV fue censurado por Antonio de Capmany el 8 de abril de 1801, y su actitud fue igualmente elogiosa. Por tanto, en estas fechas y con la información de que disponemos, Estala no manifiesta ningún rechazo hacia el contenido de esta obra ni hacia sus autores, es decir, no hace uso del poder que le atribuye el conde de Isla para impedir la publicación. Esto puede deberse a varias razones: o bien prefirió que viera la luz a pesar de sus defectos, pues ya habría tiempo de desenmascararlos, o bien no leyó la obra con detenimiento ni calibró la influencia que tendría. Me inclino por esta segunda opción, pues, pocos años después, su valoración será exactamente la opuesta. En definitiva, por lo que yo he podido averiguar, hay que esperar hasta los primeros años del siglo XIX para encontrar referencias claras y directas al enfrentamiento entre los dos bandos. Antes nunca hay desafío explícito entre las principales figuras, al menos por parte de Estala. En este primer lustro Quintana publica sus Poesías (1802), estrena sus tragedias y dirige el periódico Variedades de ciencias, literatura y artes.11 Años después, el daimieleño dirá con sarcasmo que «otros le-
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En los informes de censura de los tomos II y III Estala se muestra igualmente elogioso. Dice respecto al tomo II: «los preceptos y doctrina que contiene son de lo más exquisito que se ha escrito y la traducción está hecha con toda propiedad y perfección por lo que será muy útil su publicación» (Madrid, 16-XII-1798). En cuanto al informe sobre el tomo III, dice: «...por lo que hace a su contenido es de lo mejor que se ha escrito en esta materia y su lectura será en extremo útil para los progresos del buen gusto en las bellas letras, por lo que juzgo no hay inconveniente para su impresión» (Madrid, 1-IV1800). AHN, Consejos, Leg. 5565, nº 38. 11 Entre los sustanciosos artículos llama la atención la reflexión «Sobre la rima y el verso suelto», donde Quintana desarrolla por extenso ideas que también había defendido Estala (Arenas Cruz, 2003: 275-282).
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ían Vaciedades, porque variedades nada quiere decir en castellano, y [este] título era el más acomodado para aquel folleto periódico, a cuya formación concurrían siete de los más eminentes de la cuadrilla, muy superiores en su concepto a los siete sabios de Grecia» (EI, 5-V-1809). Como cuenta Melón, es alrededor de 1803 cuando Moratín, Juan Tineo José Antonio Conde y él mismo (pero no Estala) forman una sociedad de hombres cultos y sarcásticos que se llamaban a sí mismos los acalófilos, es decir, ‘los amantes de lo feo’ (1867: 388). Se reunían para comer, conversar e ir al teatro (Moratín, 1968). Pero, sobre todo, para burlarse de lo feo, es decir, del nuevo estilo literario que se estaba poniendo de moda con las atrevidas innovaciones de Meléndez, Cienfuegos y sus seguidores, entre los que estaba Quintana: empleo aleatorio de palabras arcaicas, desbordamiento de calificativos, extraña sintaxis, énfasis interrogativo y exclamativo, etc. Moratín publica la terrible Epístola a Andrés en 1805, en la que engasta con verdadera malignidad versos de Cienfuegos, Quintana y Meléndez. Y no hay que olvidar que, muchos años después, todavía juzga con extraordinaria dureza los «defectos» de estos poetas, destructores de la tradición literaria nacional, de la que él se consideraba el verdadero representante después de su padre (en Fernández de Moratín, 1995: 79-83). Jamás Quintana contestó a esta provocación, aunque en su Memoria alude al Juzgado de Imprentas, presidido por Melón desde abril de 1805 (Rumeu de Armas, 1940: 121-122) como «degolladero literario» (Quintana, 1996: 121). Según Alcalá Galiano, Melón formaba con Moratín y Estala, sus secretos consejeros, un temible triunvirato, que decidía qué era lo que podía o no publicarse (1969: 30-33). En este sentido, parece estar claro que el detonante de la guerra abierta sería precisamente el intento de Munárriz de publicar en 1805 un Compendio de las Lecciones de Blair (Alcalá Galiano, 1969: 33), solicitud que le fue denegada debido al informe de censura de Juan Tineo, que dedica 68 páginas a consignar los numerosos errores que el adicionador había cometido en los ejemplos que introduce sobre la literatura española. Capmany, que ya en estas fechas hace pública su inquina contra Quintana, refrenda el informe, y Melón niega la licencia. El Compendio no se publica, pero un año antes (1804) nadie se había opuesto a la reedición de la versión completa. Si en su primera edición esta obra no suscitó debate alguno, la reedición es la que ver-
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daderamente enfrenta a los quintanistas con los moratineros. Se suceden en la prensa artículos en defensa y en contra de la versión de Munárriz, como el del propio Quintana en Variedades, donde elogia la obra en la que él mismo había participado; a su vez, entra en la lid la traducción que García de Arrieta había hecho de los Principios de Literatura de Batteaux, obra en la que el autor sigue las teorías defendidas por Estala en sus prólogos (Urzainqui, 1989). Conocemos la opinión del daimieleño porque, años más tarde, desde la tribuna del Imparcial (1809), arremete contra los autores de la traducción de Blair, a quienes ahora, maliciosamente, pone en relación con aquellos poetas que usaban «armas vedadas». Permítaseme la extensa cita, que no tiene desperdicio: Hace algunos años que en el Diario de Madrid traté de desengañar al público sobre los perjuicios que acarreaban a la literatura estos miserables copleros, a quienes dejé de perseguir porque, a falta de razones, echaron mano de armas prohibidas, cuyos golpes eran a la sazón mortales. Ellos se formaron en falange,12 creyendo que aunque cada uno separadamente era un cero, reunidos muchos de estos constituirían una cantidad asombrosa. Formaron una asociación, cuyo objeto era hacerse árbitros despóticos de las reputaciones literarias, divinizando todas las producciones de los socios y declarando la guerra de exterminio contra todos los que no fuesen de su gremio, à exemplo, decían, de los enciclopedistas de Francia [...] Para erigir en dogmas estos y otros muchos delirios,13 publicaron una miserable traducción de las Lecciones de Blair. Esta es una obra apreciable, y su traducción hubiera sido muy útil si hubiese caído en manos capaces de corregir sus defectos, de suplir con ejemplos castellanos las autoridades inglesas y de ilustrarla con las adiciones que necesita. Pero como los cofrades (porque es obra de comunidad) ignoraban hasta el latín, como se les 12
La palabra falange aparece por primera vez en la polémica contra las obras de Cienfuegos, atacadas por El Pronosticador y El Imparcial y defendidas por Estala y otros en el Diario de Madrid los últimos meses de 1798 y enero de 1799. 13 Los reseña un poco más arriba, en el mismo artículo: «En consecuencia de esta ridícula coalición empezaron a hacer la guerra más encarnizada contra todo lo bueno que hemos tenido y tenemos. Garcilaso no supo hacer versos; los Argensola no supieron escribir en verso ni en prosa; Cervantes no supo el castellano ni aun la gramática; ninguno de nuestros mejores poetas tuvo filosofía ni sensibilidad; ningún autor castellano puede servir de modelo; nada bueno se había escrito en prosa ni en verso en España hasta que ellos habían publicado sus obras, que eran los modelos más perfectos en todos géneros».
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ha demostrado en una impugnación impresa,14 y su principal objeto era erigirse en dictadores del Parnaso sobre las ruinas de nuestros buenos autores antiguos y modernos, interpolaron sus despropósitos con el texto para autorizarlos, y formaron una obra de taracea la más propia para corromper el buen gusto de toda la nación (EI, 5-V-1809: 111-112).
Unos años después, en 1813, ahora en el Diario de Valencia, vuelve Estala a atacar esta edición en términos parecidos, sobre todo porque le resulta intolerable que las interpolaciones no aparezcan como adiciones del traductor, sino mezcladas con el original, de manera que «los incautos creen que el buen Blair dijo los infinitos disparates que allí se acumulan contra todo lo bueno que en prosa y verso se ha escrito en España». La carta es extensa y repite lo dicho en El Imparcial, pero es en ella donde por primera vez oímos a Estala exaltado contra Quintana. La razón, el «encarnizamiento tan desatinado» que los adicionadores muestran contra los hermanos Argensola, «que son dos de las lumbreras más brillantes de nuestra poesía»; no encuentra otro motivo de dicha inquina sino que Quintana, en un prólogo que puso a uno de los poetas antiguos que se reimprimieron en la Imprenta Real con el título supuesto de D. Ramón Fernández, habló con el mayor desprecio de los versos y prosa de los dos hermanos, y a este disparate sin duda le estimuló el ver los justos elogios que se dieron a los Argensola en el prólogo de la reimpresión de sus rimas que forman parte de aquella Colección, empezada por un hombre que lo entendía y rematada por Quintana para oprobio de nuestra literatura (DV, 9-I-1813).
Por fin se oye el estallido de Estala contra su antiguo alumno, al que ahora no sólo le enfrentaban cuestiones literarias, sino también políticas, comprometidos ambos en causas dramáticamente opuestas,
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Véase «Miscelánea crítica» en Minerva o Revisor General, octubre 1805, t. X. También alguien bajo el seudónimo de Don Simplicio Boca de Verdades publicó una «Critica de las Lecciones sobre la Retórica y Bellas Letras de Hugo Blair, que tradujo del inglés D. José Luis Munárriz, según la segunda edición de esta obra, impresa en Madrid por la Imprenta Real en 1804», en Minerva, 1806, núm. LX, pp. 30-45, donde arremete sin piedad contra la ignorancia de la gramática castellana que demostraba el traductor de Blair (quizás Tineo).
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afrancesado uno, liberal el otro, irreconciliables para siempre. Estala morirá en abril de 1815, exiliado en Auch. Quintana sufrirá también la cárcel y el exilio, pero finalmente será reconocido y coronado como poeta cívico y patriótico.
BIBLIOGRAFÍA CITADA ALCALÁ GALIANO, Antonio (1969), Literatura española del siglo XIX, Alianza Editorial, Madrid. ARENAS CRUZ, María Elena, (2000), «Pedro Estala como censor mensual en el Diario de Madrid (1795-1798)», Revista de Literatura, LXII, nº 124, pp. 327346. — (2003), Pedro Estala, vida y obra. Una aportación a la teoría literaria del siglo XVIII español, CSIC, Madrid. CANO, José Luis (1975), «La publicación de las Poesías de Cienfuegos. Una polémica», en Homenaje a la memoria de D. Antonio Rodríguez Moñino, Castalia, Madrid, pp. 139-146. — (1980), «Introducción biográfica y crítica» a Nicasio Álvarez Cienfuegos, Poesías, Castalia, Madrid, 2ª ed. rev., pp. 9-45. CHECA BELTRÁN, José (2002), «El libro: la Colección de poetas castellanos (17861798)», en Joaquín Álvarez Barrientos (ed.), Espacios de la comunicación literaria, CSIC, Madrid, pp. 107-128. DÉROZIER, Albert (1969), «Introducción» a Manuel José Quintana, Poesías completas, Castalia, Madrid. ESTALA, Pedro (2006), Prefacios y artículos de crítica literaria, edición de María Elena Arenas Cruz, Diputación Provincial, Ciudad Real. FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Leandro (1968), Diario (mayo 1980-marzo 1808), edición de René Andioc, Castalia, Madrid. — (1995), Poesías completas (poesías sueltas y otros poemas), edición de Jesús Pérez Magallón, Sirmio, Barcelona. MELÓN, Juan Antonio (1867), «Desordenadas y mal digeridas apuntaciones», en Leandro Fernández de Moratín, Obras póstumas, Rivadeneyra, Madrid, t. III, pp. 376-388. QUINTANA, Manuel José (1996), Memoria del Cádiz de las Cortes, edición de Fernando Durán López, Universidad de Cádiz, Cádiz. RUMEU DE ARMAS, Antonio (1940), Historia de la censura literaria gubernativa en España, Aguilar, Madrid.
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LISTA DE ABREVIATURAS DM DV EI JC CyR
R
Diario de Madrid Diario de Valencia El Imparcial o Gaceta político literaria, Madrid, marzo-agosto de 1809. Conquista de la Bética: poema heroico de Juan de la Cueva, Imprenta Real, Madrid, 1795. Poesías escogidas de nuestros Cancioneros y Romanceros antiguos. Continuación de la Colección de don Ramón Fernández, Imprenta Real, Madrid, 1796. Poesías inéditas de Francisco de Rioja y otros poetas andaluces, Imprenta Real, Madrid, 1797.
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Capítulo IV PROLEGÓMENOS PARA UNA RELECCIÓN DE LAS POESÍAS SELECTAS CASTELLANAS (1807-1833) DE QUINTANA José Lara Garrido Universidad de Málaga
1. LECTURAS DEL PROGRAMA HISTÓRICO-CRÍTICO DE QUINTANA En su difundida Historia de la literatura española, que estaría vigente durante el par de décadas iniciales del pasado siglo en los estudios universitarios sobre la materia, J. Fitzmaurice-Kelly dio curso legal a una de las más negativas imágenes que se han trazado nunca de Manuel José Quintana. De esa semblanza sobre el que se consideraba «un filósofo cortado por el patrón del siglo XVIII» conviene resaltar, como síntoma expresivo de un modo apriorístico de desatención a los textos y un visceral rechazo al ideario político, el argumento (más bien requisitoria) nuclear: Si hubiese muerto a los cuarenta años, su fama sería mayor de lo que es, porque en sus últimos años no hizo otra cosa que repetir los ecos de su juventud. Octogenario era y todavía pensaba sobre los derechos del hombre como si el mundo fuera una convención jacobina, o como si no hubiera aprendido ni olvidado nada durante medio siglo, convencido de que unos cuantos cambios en la maquinaria política bastan para asegurar una perpetua edad de oro (Fitzmaurice-Kelly, 1902: 491-492).1 1 Esta visión sería sustituida por la más atemperada y ecuánime del manual universitario que vino a sustituirlo, elaborado en buena medida como resunta y centón de las
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En realidad el adusto hispanista no había hecho otra cosa que rehacer con entorpecedora concreción en el nivel de la ideología y la práctica políticas, el elaborado ataque a las «radicales doctrinas filosóficas y sociales» y la viva diatriba contra la incapacidad creadora de Quintana a partir de un momento de su carrera lanzados por el joven Menéndez Pelayo de los Heterodoxos: Fue en todo un hombre del siglo XVIII y que habiendo vivido ochenta y cinco años y muerto ayer de mañana, vivió y murió progresista, con todos los resabios y preocupaciones de su juventud y de su secta, sin que la experiencia le enseñara nada, ni una sola idea nueva penetrase en aquella cabeza después de 1812. Por eso se condenó al silencio en lo mejor de su vida. Se había anclado en la Enciclopedia y Rousseau: todo lo que tenía que decir ya estaba dicho en sus odas. Así envejeció como una ruina venerable, estéril e infructuoso (Menéndez Pelayo, 1967: 552).2
El manual de Fitzmaurice-Kelly venía antecedido en esa primera traducción española de un extenso aparato de addenda et corrigenda elaborado por el propio Menéndez Pelayo. Pero como éste había renunciado a pronunciarse sobre la parte contemporánea, el juicio sobre Quintana quedó desnudo de los muchos matices que, de seguro, el maduro polígrafo habría hecho al intemperante exabrupto del estudioso inglés. En efecto, el autor de la Antología de poetas líricos castellanos había dado, en sucesivos replanteamientos, un notable giro a sus impresiones grandes obras de historiografía literaria debidas a Menéndez Pelayo: el de J. Hurtado y A. González Palencia (1921). La incidencia de las obras de madurez del polígrafo santanderino se nota tanto en la elevación de determinados juicios críticos de Quintana a criterio sancionador, como en la relevancia dada a sus «excelentes antologías dentro del gusto neoclásico», en el concepto de depósitos de «oportunas observaciones expresadas con talento, discreción y templanza, tanto en el elogio como en la censura y amor a los detalles y a la práctica, propio del artista verdadero» (1921: 194, 556, 560, 571 y 851). 2 El efectismo retórico de esta primera imagen de Quintana se disemina en otras referencias desgranadas por esos años, donde volvemos a encontrar la descalificación de «progresista» como equivalente a «del peor género posible» (1879) o la idea del agotamiento de «un alma tan árida como los desiertos de la Libia» (1882) (1942: VII, 217 y IV, 265). En todo caso esta reducción unidimensional de Quintana se situaba en las antípodas del proteísmo multiplicado e inapresable con que lo había visto alguien mejor informado y más próximo: B. J. Gallardo. En un artículo de 1843 lo definía por ello como «una especie de monstruo de fortuna literaria, excepción hecha a toda regla» (Rodríguez Moñino, 1955: 206).
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valorativas acerca de Quintana, que en ciertos aspectos rozaba la palinodia. Punto de inflexión determinante, como resultado de un estudio detenido de su obra poética e histórico-crítica, fueron las páginas dedicadas al autor de las Poesías selectas castellanas en la Historia de las ideas estéticas. Si bien es cierto que en su semblanza seguía manteniendo el postulado de que «era un hombre de una pieza así en lo político como en lo literario» situaba en una concreta cronología su silenciamiento: «Enmudeció como poeta desde 1829, como crítico y como historiador desde 1830». Por otra parte, aunque reafirmando que Quintana se mantuvo fiel «a la práctica que había aprendido en la infancia y que no era otra que la poética clásica», contemplaba al mismo tiempo un proceso de maduración cuyo fulcro se situaba en el discurso preliminar a la Musa épica, en que «todo allí es excelente». Ahora era el resalte de las dos últimas introducciones histórico-críticas «escritas en plena madurez de su talento y de su estilo» lo que sobrevuela en la escenificación de sus apriorismos y efectismos retóricos: unos ensayos en que se desplegaba «amor inteligente a los detalles y a la práctica del arte, y cierto calor y efusión estética que contrastan con la idea que comúnmente se tiene del genio de Quintana» (Menéndez Pelayo, 1947: 409-416).3 En el debe de Menéndez Pelayo no hay que poner nunca las lecturas reduccionistas de sus páginas que, olvidadas de la historia interna y los tiempos de aparición de las obras antológicas e histórico-críticas de Quintana, han venido a postular con premisas desustanciadas un totum revolutum explicativo. Valga por todas la glosa de alguien que, como buen conocedor de Menéndez Pelayo, debiera haber prestado más atención en una Historia de la crítica literaria en España que las líneas con que despacha, fundiendo las labores quintanescas de 1807 y las de 1830, a las Poesías selectas castellanas: «Fue como una figura histórica, silenciosa, y se refugió en este trabajo de recopilar poesías antiguas, escribiendo prólogos con buen gusto, con gran cultura, pero con enormes deficiencias para lo que la crítica del tiempo exigía ya en toda Europa y en la propia España» (Sáinz Rodríguez, 1989: 203). Sí es achacable, por el contrario, a Menéndez Pelayo la quiebra de un modo complejo de calibrar las obras histórico-críticas y antológicas
3 Poco después incrustaría estas páginas dedicadas «a Quintana como crítico» en su estudio «Quintana considerado como poeta lírico» (Menéndez Pelayo, 1942: IV, 233-239).
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de Quintana, aunque por una vez y de manera fugaz reconociese que con la Antología de poetas líricos castellanos había emprendido «una tarea semejante a la suya» (1944: II, 391). En ese modo complejo la historia era un horizonte hermenéutico tan determinante como el propio ejercicio de la crítica sobre los poetas y poemas antologados, según mostró de forma inequívoca el propio autor al recoger la «Introducción» a las Poesías selectas castellanas en el volumen de sus Obras completas bajo el rótulo de «Introducción histórica a una colección de poesías castellanas» (Quintana, 1852: 125).4 Percepción y entendimiento similares habían manifestado bastantes años antes, en los aledaños de que Quintana emprendiese la revisión de las Poesías selectas castellanas de 1807, dos conocedores a fondo de esa obra. En 1823, J. Holmes Wiffen antepuso a su traducción de Garcilaso al verso inglés un encuadre general sobre la poesía española que traducía la «Introducción» de Quintana como «critical and historical essay on Spanish poetry» (Allison Peers, 1967: 145). Un año después, cuando J. J. de Mora inició en la European Review una serie inacabada de artículos sobre la poesía española modelada sobre la que U. Foscolo había dedicado a la italiana, se refería a las distintas formas de entender la historia poética de un pueblo, indicando que en España Quintana «es el único que ha escrito sobre este tema con alguna extensión».5 En el mismo orden de inteligibilidad cabe situar los elogios admirativos de los historiadores de la literatura a lo largo del XIX. Adolphe de Puibusque celebraba la «Introducción» como «excellent morceau d’histoire litteraire et de critique».6 Amador de los Ríos, por su parte, enaltece la «juiciosa conducta»
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Frente a ese énfasis en la perspectiva histórica, las nuevas rotulaciones dadas a los ensayos preliminares del volumen dedicado en 1830 a la poesía del siglo XVIII y de los dos que consagró a la épica en 1833 vendrían a expresar lo que he analizado como el tránsito de la historia desencantada al abandono de la historia en «Nación poética y nación política: la construcción cambiante de un paradigma en la historiografía literaria de Quintana (1795-1833)» (Lara Garrido, 2008a). 5 Una descripción general de este trabajo que incluye la referencia a Quintana trae V. Llorens (1979: 59). Es cierto que Mora denegaba a continuación el valor de la perspectiva adoptada por Quintana, que lo presenta «más bien como literato francés que como juez nacional», lo que sin duda impregna también la consideración del mismo Llorens acerca del débil sentido histórico de éste (véase la nota 9). 6 Citado por M. R. Álvarez Rubio (2007: 250). Es lástima que en esta documentadísima monografía no se especifique en qué forma y medida recurren a la colección de
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de Quintana al exponer «con más segura crítica las bellezas que resaltaban en las obras por él elegidas, tejiendo al propio tiempo breve historia del arte erudito español» (1861: LXVIII). Y en este sentido cabe apuntar la rica cosecha que obtendría un rastreo por las historias literarias españolas del XIX de los trazados y encuadres puestos en circulación con las Poesías selectas castellanas.7 Una influencia todavía visible en la obra que vino a anunciar un nuevo modus historiográfico sobre la literatura española: la debida a M. G. Ticknor.8 En menor grado se documenta a lo largo del XIX y primeras décadas del XX un entendimiento minimizador del complejo programa histórico-crítico de Quintana, que queda reducido al ejercicio brillante y relativamente liberado de las ataduras impuestas por su formación clasicista de personales dotes enjuiciadoras. En 1834 A. Alcalá Galiano sostenía la idea de que las Poesías selectas castellanas, a la que calificaba como «la mejor colección que hasta ahora poseemos de la poesía nacional», era producto quintaesenciado de su propia formación como poeta: «En sus lecturas, por consiguiente, los antiguos escritores han tenido que ocupar una exigua porción de su tiempo». Reaccionando contra la opinión del traductor inglés de la «Introducción» de 1807, quien «al mismo tiempo que elogia a Quintana se muestra adverso a sus juicios por creerlos estrictamente conformes con los rígidos principios de la escuela francesa», afirmaba que éste «se eleva muy por encima de la hueste de críticos de su misma formación», señalando como encomiables algunos juicios que tienen «el subido mérito que ninguna otra críQuintana «los franceses de las décadas de los años treinta y cuarenta» (321), ni tampoco se anoten las relaciones de ida y vuelta con Espagne poétique de J. M. Maury, a la que se dedica un pormenorizado estudio (321-337). 7 Empezando por la de Gil de Zárate, ornada con extensas citas de Quintana (1862; 76-77, 156-157, 199-200), de quien no se despega en las explicaciones generales y de cuya «Introducción» queda la huella en muchos momentos, a modo de reescritura apenas disimulada. Más tenue y controlada es la incidencia en otras como la de M. de la Revilla (1877: 404, 409, 423, 459) o la de Mudarra y Párraga (1881: 209-210, 365-364). 8 Además de las rendidas alabanzas a Quintana (1856: III, 119, 133-134, 160) se transparenta en varios momentos el aprovechamiento de sus enfoques y valoraciones, como en cuanto se refiere a Juan de Mena (Lida de Malkiel, 1984: 391), al triunfo del gongorismo o a la poesía de Villegas (1856: III, 209-210, 225-226). Parece significativo que en 1851 Ticknor encargara a Gayangos la entrega de los primeros ejemplares de su recién traducida Historia a Quintana, A. Durán, J. Gómez de la Cortina y J. Amador de los Ríos (Jaksic, 2007: 142).
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tica española posee, de adentrarse en la apreciación del valor intrínseco de la poesía, en vez de considerar meramente su forma externa» (Alcalá Galiano, 1969: 48-49).9 En esa misma línea se situaba J. Valera en 1903, al ponderar el brillo de Quintana «como juicioso crítico literario, salvando a menudo con la agudeza y penetración de su entendimiento los estrechos límites en que encerraban los preceptistas a los que cuando él escribió escribían de literatura», agregando que «su colección de poesías selectas da claro testimonio de su mérito en este punto» (Valera, 1903: 37).10 Pero la operación cumplida por Menéndez Pelayo en la Historia de las ideas estéticas fue de más hondo calado, ya que se proponía desconectar al político del humanista, creando una especie de polaridad jánica entre su ideología liberal y su «ilustrada severidad», «flor de aticismo y cultura» que hacía recomendables «la discreción, el tacto, la cordura que pone en todos sus juicios». Para ello le fue necesario romper la nervadura heurística de los panoramas introductorios de Quintana, que en mayor o menor grado (e incluso, como en la Musa épica, desde su estratégico vacío) eran programas conducidos por la necesidad de construir una historia de la nación poética en atenta interconexión con los avatares de la nación política.11 Se sirvió como falsación metafórica de un insostenible paralelismo con Voltaire, por contrastar en ambos «la timidez de las ideas literarias con la audacia de otro género de ideas». Finalmente, introdujo como excéntrica articuladora de su reubicación y revalorización el mito del artista-crítico y la 9
V. Llorens, el revalorizador de la Literature of the nineteenth Century: Spain, reivindica a su autor como aquel que inicia «entre los españoles la historia literaria propiamente dicha». Sin atender a que la invención de la historia literaria en cada país es resultado de tanteos en muchas direcciones y en una escala temporal dilatada, pretendía asegurar su apuesta con el simplificador enunciado de un cotejo: «Basta comparar el suyo con ensayos anteriores como la introducción de Quintana a su antología de la poesía castellana o el discurso de Moratín sobre el teatro del siglo XVIII para advertir inmediatamente que el sentido histórico, ausente o accidental en aquellos, es aquí bien visible» (1979: 7273). Es como si Llorens sólo conociese las Poesías selectas castellanas a través del enjuiciamiento del propio Alcalá Galiano, que debió ver confirmado en alguna restricción ponderativa de J. J. de Mora (véase la nota 5). 10 Buen índice de la valoración absoluta de Quintana en la vertiente crítica es el juicio de Juan Martínez Villergas que a la altura de 1854 sólo le encuentra un parangón en Larra (Navas Ruiz, 1990: 381). 11 En el proceso que he definido como «la construcción cambiante de un paradigma» (Lara Garrido, 2008a).
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primacía de un enjuiciamiento estético de la poesía sustentado en el entusiasmo ante la belleza desnuda e intemporal.12 Así, quien «no dejaba de ser el humanista más ilustrado de su tiempo» pudo producir «la flor de la crítica de su tiempo» desde su condición innata y casi preternatural de vate: Tiene la ventaja que tiene siempre la crítica de los artistas, es decir el no ser escolástica, el no proceder secamente y por fórmulas, el entrar en los secretos de composición y de estilo, el de reflejar una impresión personal y fresca [...] No podía carecer, como gran poeta, de la facultad de entusiasmarse con las cosas bellas. Esta facultad tan rara y peregrina hace que su crítica [...] se levante a inmensa altura sobre el bajo y rastrero vuelo de los gramáticos de compás y escuadra.13
Claro es que esta crítica interna, sutilmente elevada y de trascendentalismo estético, se había ejercido sobre poetas históricamente situados en un devenir y la ubicación estratégica de los mismos en la cartografía tornasolada por fuerzas actuantes de orden histórico había provocado un desigual encarte de valorativas. Para salvar su propuesta sobre la ahistoricidad descomprometida de la crítica de Quintana, Menéndez Pelayo acudió al expediente de las afinidades electivas desde la expresión del propio credo poético (de su «peculiar complexión literaria»). Queda de manifiesto en su caracterización que las razones aducidas son más una proyección de los gustos y predilecciones estéticas del polígrafo que atención real a los valores aquilatados en las Poesías selectas castellanas: Quintana comprende y juzga bien a los líricos grandilocuentes como Herrera y a los poetas nerviosos y fuertes como Quevedo, y hasta cierto punto a los poetas brillantes y pintorescos como Balbuena y Góngora, pero siente muy poco el lirismo suave y reposado de Fray Luis de León, o 12
Llega a suponer que «la omisión de ciertos autores y de géneros enteros de nuestra poesía» nunca se debió ni a las exigencias de un plan ni a la adopción de un canon por parte de Quintana sino a puro desconocimiento de aquello «que de otra suerte no hubiera dejado de incluir siendo, como era, tan delicado su gusto y tanta su aptitud para percibir la belleza» (Menéndez Pelayo, 1947: III, 416). 13 Menéndez Pelayo (1947: III, 413-414, 416; y en idéntico sentido de reacción crítica contra la «rabia gramatical», 1949: III, 179). El quiebro explicativo gustó tanto a Cejador que se lo apropió literalmente (1917: 261).
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la grave melancolía de Jorge Manrique o la poesía reflexiva de entrambos Argensolas (Menéndez Pelayo, 1947: III, 417).14
Desde la relección de Quintana tan sutilmente articulada en la Historia de las ideas estéticas Menéndez Pelayo pudo exorcizar cuanto le repelía o distanciaba de aquél, creando el espacio idóneo para un aprovechamiento como apoyatura de autoridad en su propia labor de historiografía literaria. En cierto sentido la absorción fue también posible por el efecto de reconocimiento en el encuentro con un espécimen de semejante episteme clasicista, lo que vino a propiciar una especie de especularidad fascinada. Sin el estorbo del despliegue de historicidades cargado de incómodas hipóstasis, Quintana pasaba a ser un arsenal de contundentes y efectistas sentencias críticas que podían encajarse como criterio sancionador declarando intangibles sus supuestos veredictos en muchas ocasiones o considerándolos dignos de atención en otras tantas. Reputada como «obra magistral y clásica» pero reducido su alcance a «la crítica de los autores», la elevación de ésta a la olímpica condición de «alta y serena» la cifra, al mismo tiempo, a modo de reclamo aquiescente para «todo hombre de buen gusto».15 Si de Quintana «hay juicios que han quedado o deben quedar como expresión definitiva de la verdad y la justicia», Menéndez Pelayo llegó a sentenciar que «la autoridad crítica de este gran poeta que era a la vez consumado humanista debe ser respetada por todo el mundo y lo es de un modo especial por nosotros».16
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La misma nómina de poetas, con leves variaciones en la caracterización y adicionando «la ardiente efusión lírica de las de San Juan de la Cruz», volvería a ser puesta a cuenta del «exclusivismo» de la crítica de un artista, que en cuanto tal estaba «basada en instintos y propensiones individuales y en cierta manera de estética latente, personal e intransmisible, que sólo comprende y ama de veras lo que concuerda con su propia inspiración» (Menéndez Pelayo, 1944: I, 22). El expediente alcanza proporciones de delirio en cuantos han esquematizado y reescrito las imaginativas construcciones menendezpelayianas sin haber abierto las Poesías selectas castellanas. Valga por todas la extensa glosa de M. de Montoliu (1957: 190-191), donde se afirma que Quintana «no tiene propiamente sistema en su orientación crítica» y que sólo acierta «cuando el poeta que él examina es más o menos afín a su temperamento» (pertenece al grupo de los «recios», mientras que los «suaves» resultan ser «algo herméticamente cerrado a su discernimiento crítico»). 15 Extraigo las citas de entre otras varias del mismo tenor (Menéndez Pelayo, 1944: I, 22; 1941: I, 79-80; 1948: II, 97-98). 16 Menéndez Pelayo (1947: III, 416; 1944: II, 391; 1949: III, 176). En este último lugar subraya cómo ha tenido «frecuente ocasión de reconocer los aciertos de su buen gusto»
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En anuencia con ello, y mostrando una familiaridad y un conocimiento al detalle de los diversos volúmenes y ediciones de las antologías históricas de Quintana, el polígrafo santanderino empedró literalmente de los por él acotados como juicios críticos de su antecesor su propia obra.17 La incrustación de una nutrida serie de citas de Quintana en las páginas del creador de la moderna historiografía literaria de España, enfatizando con el aislamiento del discurso al que servían su restallante retórica y su brillantez resolutiva, ha tenido consecuencias contradictorias. De menor peso, a mi entender, es la permanencia y disponibilidad aun bajo tal forma vicaria de una especie de breviario crítico extraído de las introducciones de 1807, 1830 y 1833. Esa fortuna, cuyo eco es fácil rastrear en la crítica de la primera mitad del XX, retroalimentó una estimativa de las Poesías selectas castellanas bajo el prisma de thesaurus de sentencias críticas y por consiguiente de exégesis literaria desprendida del orden categorial y la tensión teóricas de un discurso histórico altamente elaborado. Al haberse esfumado en tan larga dimensión temporal la consistencia y la entidad del Quintana historiador suplantado por el Quintana enjuiciador de la poesía española, la inercia generada por un tipo de reconocimiento que afecta sólo a parte de su instrumental heurístico ha sido determinante para el olvido generalizado de tan compleja como poliédrica labor histórico-crítica. A fuerza de silenciamientos, esta faceta central de la obra de Quintana ha terminado por desaparecer hasta en las planimetrías que voces autorizadas han esbozado de una historia que está por hacer: la de las antologías como género crítico-histórico en los siglos XVIII y XIX. Un géne-
aunque el parecer sobre las Coplas de Manrique «es uno de los pocos que la posteridad no ha confirmado». El fetichismo más inoperante preside las generalizaciones de segunda mano que parten de este u otros asertos similares de Menéndez Pelayo. Como la de N. Alonso Cortés, para quien un Quintana preazoriniano «supo ir a la determinación de los valores clásicos y caracterizarlos en sobrias palabras casi siempre certeras [...] Se comprenderá cuán difícil es que la crítica subsiguiente haya podido rectificar sus juicios» (1944: XVII). 17 El respeto a los juicios de Quintana, presente ya en la juvenil Biblioteca de traductores españoles (1952: II, 266, 275; 1953: III, 256, 301-303) aunque con una cierta distancia que llega al rechazo displicente en la carta a Laverde de 1883 acerca de la lectura de la versión de La Farsalia hecha por Jáuregui (1983: VI, 149), da paso progresivamente a un acorde admirativo en las obras de madurez (entre otros, véase 1944: II, 179-181, 188; 1948: I, 47, 48; II, 93; 1949: II, 232-233: III, 176-177; IV, 101).
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ro al que se debe no sólo una impostación canonizadora que nutrirá, en esencia, el reticulado posterior de la historia literaria, sino también los propios principios de ésta conducentes a captar el desenvolvimiento objetivador de la literatura nacional. La contribución esencial de Quintana queda orillada, al tiempo que se resaltan otras de menos eficacia y trascendencia, como las de Capmany o Mendívil-Silvela.18 El monumental estudio consagrado a Quintana por A. Dérozier no hizo sino contribuir al desenfoque originado por el equívoco reduccionista de que en las Poesías selectas castellanas fulge tan sólo un crítico certero, que «esta nueva e imponente creación hace honor a su sentido de la exégesis literaria» (1978: 276).19 El equívoco, provocado por su importante aparato documental (en parte rescatado y dado a conocer) y por la detalladísima reconstrucción del deslizamiento y los cambios que con su trayectoria política se producen en la obra poética y dramática de Quintana, es que ese constituye el único ámbito atendible del conjunto de su producción. Su asedio, de aparente transparencia cartesiana aunque no poco dogmático y mecanicista a veces en sus homologías desde la tesis central del nacimiento del liberalismo político en España, esquiva así enfrentarse a una importante parcela del pensamiento historiográfico del autor considerado. Un pensamiento que incluye hondas reflexiones sobre la historia política de España o sobre las relaciones entre literatura y poder además de tratar de construir un marco explicativo general sobre la dialéctica en que mutuamente se entrelazan la nación política y la nación poética. Dérozier permanece ajeno a todo ello, inclinándose por la fácil simplificación de 18 Así ocurre tanto en el amplio panorama de Sáinz Rodríguez (1989: 135-138) como en el agudo replanteamiento de C. Guillén (1988: 315, 331-332). 19 Para cuanto sigue me parece sintomático que el hispanista declare que al clásico estudio de E. Piñeyro «no se le había escapado ninguno de los grandes temas de Quintana» (1978: 21), cuando en esta monografía apenas se alude a las antologías históricas (1892: 111, 160) ensalzando en ellas «el raro ejemplo de juicio superior que forman», como obra «del humanista esclarecido que llevó a la tarea tanta imparcialidad como simpatía, tanta sagacidad como empeño decidido de equitativamente distribuir la alabanza o el vituperio» (167). También su dura requisitoria contra Menéndez Pelayo para plantear como nuevo «punto de partida» el captar en la obra de Quintana «una evolución y una revolución» (1969: 9-11), pero viniendo a coincidir en sustancia con él al contemplar las Poesías selectas castellanas como una especie de elucidario crítico. Véase también, con marcado énfasis en la «contradicción» entre las visiones ofrecidas por los Heterodoxos y las Ideas estéticas (Dérozier, 1978: 175-176).
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que Quintana «cita y examina a todos los grandes clásicos, esforzándose en juzgarlos con lucidez». Los criterios de ese juicio, carentes de relieve lógicamente desde su plataforma exploratoria, apenas son atendidos de manera fugaz por situarse en el ámbito del reconocimiento de «buenas prendas», del gusto o de la «falta de gusto». Descubrir, apreciar, mostrar admiración son las formas referenciales con que es superficialmente leído el programa histórico-crítico de Quintana, con el agravante de sentenciar que «difícilmente podría ser de otro modo en su tiempo» (Dérozier, 1978: 271-272, 275-276).20 La autoridad omnipresente del libro de Dérozier ha terminado de oscurecer esa faceta del autor de la oda A la imprenta, reduciéndola a ojos de otros estudiosos a una marginalidad intrascendente y hasta borrando del todo su existencia.21 Sólo de forma incidental y desde laderas de
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En esta línea resulta llamativa la exclusión de la historia al explicar sólo desde el hecho de que Quintana hacía una antología la presencia de Góngora y Villegas «por los cuales no sentía ninguna particular predilección» (1978: 289). Quien haya manejado la excelente colección documental publicada por Dérozier en la versión original de su libro no debe albergar ninguna duda acerca de que el investigador conoce de primera mano el conjunto de las antologías históricas de Quintana. Pero su obcecada minusvaloración de las mismas se evidencia al reproducir las insustanciales biografías de los poetas entendiéndolas como pendant menor de las Vidas (1968: 59-68) y renunciar al rescate de las esenciales «Observaciones» añadidas en 1830 «parce qu’il s’agit avant tout de commentaires des poèmes» (1968: 92), pese a saber que se trata de «páginas nunca recogidas sistemáticamente desde la edición original» (1978: 276). 21 Aunque reconoce que «posee cierto interés», D. Martínez Torrón sólo se para en la «Introducción» a las Poesías selectas castellanas intentando adivinar cuándo Quintana es justo o injusto (1995, 173-176). En su artículo de conjunto para un desigual vademécum de críticos literarios en la España del XIX el mismo especialista apenas dedica unas líneas cargadas de inconsecuencias, contrasentidos y errores a lo que debiera haber sido un asunto central en su colaboración (Martínez Torrón 2007: 693, 695, 698). En los dos volúmenes de una renovadora Historia de la literatura española dedicados al siglo XVIII (al que asegura analizar «en su enorme y en gran parte desconocida variedad») únicamente se menciona de pasada al Quintana «estudioso de la historia y la literatura españolas» (Carnero-Polt, 1995: 775). Por otra parte a cuenta de su fundamentación en el libro de Dérozier hay que poner el parcial desenfoque con que J. C. Mainer propone «revisar de manera metódica» la obra periodística de Quintana y otros porque ahí «se afianzó la idea historicista de la literatura española» desatendiendo la obra histórico-crítica. En ella son manifiestos precisamente algunos de los principios subrayados por Mainer en su excelente apunte acerca del Informe sobre instrucción pública redactado por Quintana en 1813, como que «declara la preeminencia del canon de lecturas sobre la rutina teorética» y «vincula literatura e historia» (2000b: 163-165).
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distinta amplitud (la historia de las ideas o de la recepción)22 se ha atendido al programa de teoría, historia y crítica más dilatado de Quintana. Un programa merecedor de asedios que sobrepasen la mera descripción contenidista23 para auscultar la trama y los detalles de discurso iuxta propria principia, siguiendo los meandros que conducen desde su primer esbozo en 1795 a su cierre en 1830-1833.
2. DE LA MARAÑA TEXTUAL A LA GÉNESIS E HISTORIA INTERNA DE LAS POESÍAS SELECTAS CASTELLANAS
Reflexionando sobre la pérdida de los manuscritos autógrafos de Quintana, Dérozier ponía en buena medida a cuenta de esta catástrofe el que su obra permanezca «dispersa y mal conocida», explicando así «la visión defectuosa que de ella se tiene». Particularizaba, entre otros, con los originales de las Poesías selectas castellanas (Dérozier 1969: 7-8; 1978: 19-20), sin parar mientes en la posibilidad de que una parte importante de esa obra, la colección de textos, nunca fuese autografiada por el antólogo. Tampoco tenía en cuenta que para entender una empresa de estas características son incluso mucho más rentables, a falta de notas o apuntados planes, el epistolario (por más fragmentario y escaso que sea el que se ha salvado) y las noticias sobre la labor de lectura e interpretación de la poesía española en que Quintana estuvo enfrascado en distintas etapas de su vida. Pero sobre todo su razonamiento se asentaba en una petición de principio al que su misma 22 Aunque de forma aleatoria y sin resaltar el peso sustantivo de los aportes de Quintana, éste no deja de aparecer en un panorama sobre la constitución del canon en la España del XVIII y del XIX (Pozuelo Yvancos-Aradra Sánchez, 2000: 244, 251-252, 255, 257, 262 y 264). Por su parte, J. Checa Beltrán ha puesto de relieve en diversas ocasiones el valor del enfoque dado a la lírica del XVIII en las Poesías selectas castellanas (1992: 48-51; 1996: 479-480; 1998: 278-280). 23 Exacta en cuanto puede caber en las notas caracterizadoras de J. Cebrián (1996: 582-583). Sin embargo, no parece justo medir a Quintana desde el rasero de la historiografía romántico-positivista, achacándole su «desinterés [...] por el componente científico de rastreo, compulsa y demostración empírica». Tampoco es definitorio, por su generalidad indeterminante, hablar de «crítica sensista» (véase sobre esta doctrina, donde la opinión y las probabilidades como conformadores de un conocimiento falible desdicen del tono axiomático y categórico sostenido por Quintana, Álvarez Barrientos, 2005: 82-87).
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monografía daba un desmentido:24 los avatares del texto impreso eran suficientemente conocidos. En realidad es tal la maraña de contradicciones entre títulos y contenidos, fichas ilusorias de ediciones fantasma y enlaces superpuestos a las series de volúmenes, que la bibliografía de las Poesías selectas castellanas viene a resultar, de atender a los estudiosos que a ellas se refieren, un rompecabezas indescifrable. Como los errores en cascada se multiplican con llamativas interferencias sólo cabe concluir que en la mayoría de los casos o se han supuesto los datos por transposición desde otras fuentes textuales o simplemente los volúmenes de Quintana nunca han estado en manos de tales críticos y bibliógrafos. Conviene deslindar en primer término aquellos errores provocados en las declaraciones inexactas y los cambios inconfesados que introdujo Quintana al reimprimir su antología o recoger de forma definitiva las introducciones a la misma. Al acceder con sus Obras completas como primer y único autor vivo en ese panteón de los clásicos que vino a ser la Biblioteca de Autores Españoles, el efecto canonizador de los textos que se incluyen en el volumen25 se vio acrecentado por su disponibilidad permanente desde 1852. Como Quintana borró la compleja génesis y evolución de los panoramas introductorios rescatados y reformulados titularmente en las Obras, creó, para quienes basándose en ellas se arriesgaron a presuponer lo contenido en las ediciones de 1807 y 1839, un auténtico agujero negro bibliográfico. El hecho ha resultado especialmente grave con la «Introducción histórica a una colección de poesías selectas castellanas» (que acoge el texto de la «Introducción» de 1830, que a su vez rehacía en varios lugares el de 1807), aunque también se han generado confusiones con «Sobre la poesía española del XVIII» (que venía a reproducir la «Introducción a la poesía castellana del XVIII» de 1830 pero inexistente en 1807). Por otra parte, en la 24
Pese a lo que hice constar en la nota 20, la enumeración de ediciones hecha por Dérozier (1978: 799) es incompleta e imprecisa (considera en el mismo concepto de reediciones las de 1817 y 1830), a lo que hay que agregar el error que se deduce al referirse a que Quintana «se ocupa hasta 1807 en seleccionar las obras que compondrán las Poesías selectas castellanas, en comentarlas [sic] y en presentar un largo estudio sobre las distintas corrientes literarias, los autores y las poesías» (1978: 275-276). 25 Sobre el canon de la Biblioteca de Autores Españoles y lo que en él supone la presencia de Quintana ha reflexionado con agudeza J. C. Mainer (1981: 446-449; 2000a: 109-110; 2000b: 174-175).
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«Advertencia sobre esta nueva edición» Quintana se equivocó al afirmar seguramente de memoria que «la colección de poesías que ahora se reimprime salió a luz veinte años ha en 1808» (1830: [III]). El error tomó cuerpo en la última reimpresión difundida de las Poesías selectas castellanas: la que basándose en el Tesoro de Baudry reproducía con retoques la edición de 1830, creándose así un mixtum bibliográfico de tres estados al situarse sus materiales en la fecha equivocada (1949: 5). Surgen así, por un lado, una «Introducción histórica a la colección de poesías castellanas» en relación directa con el prólogo de Quintana a los Cancioneros y Romanceros (1795), como compuesta en 1807 «y adicionada luego con otro volumen y con importantes notas críticas en 1830», y una complementaria Colección de poesías selectas castellanas que se desplaza entre 1807 y 1830; por otro, un Tesoro del Parnaso español «publicado en 1808 por Quintana» y que contiene «según reza el subtítulo “Poesías selectas castellanas desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días”».26 Considerar, en segundo término, los errores sin fundamento último en Quintana supone entrar en un laberinto de variaciones caleidoscópicas que resulta tan sorprendente como instructivo. La galería de ediciones alcanza a parecerse a una babélica representación borgiana. Aparece una primera edición de Poesías selectas fechada entre 1807 y 1817; unas «analectas de Quintana» compuestas por Poesías selectas castellanas (con una segunda edición de 1829-1839), Parnaso español, selección desde la época de Juan II hasta mediados del siglo XVIII y Tesoro del Parnaso español; una segunda edición en seis volúmenes de 1829-1833, que pasa a ser muy pronto tercera edición suponiéndose entonces editada por Gómez Fuentenebro, el impresor en verdad de la de 1807; «sucesivas ediciones aumentadas» se consideran la de Madrid, 1817, y la susodicha de seis volúmenes; el Tesoro del Parnaso español con que la casa Baudry compendió en un solo tomo la segunda edición de las Poesías selectas castellanas se supone impreso entre 1835 y 1838, cuando no primera edición y a modo de una resunta de Sedano: Tesoro del
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Justifico las referencias en el mismo orden en que las he ordenado: Arenas Cruz (2003: 173), Menéndez Pelayo (1947: III, 412), Alonso (1978: 85), Juretschke (1951: 236), Martínez Torrón (2007: 695), Lázaro Carreter (1968: 91), Lida de Malkiel (1984: 386). De la lectura directa del error de Quintana procede la fecha de 1808 que E. de Ochoa atribuye ya a las Poesías selectas castellanas (1840: 656).
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Parnaso español (Perpignan 1817); hay, finalmente, una Musa épica de 1830.27 Las indicaciones y hasta propuestas de indagación en piezas inexistentes son menos variadas pero igual de imaginativas: la «Introducción» de 1807 se cataloga como «reimpresión» del prólogo a los Cancioneros y Romanceros de 1796, o la «Introducción histórica» publicada en las Obras completas es analizada como ensayo independiente de las antologías; se habla de los «prólogos y las notas» de 1807, indicando que para comprender «el ideario poético de Quintana» es conveniente «la lectura del prefacio y de los comentarios a la selección antológica [...] 1807» una indefinida serie de «ensayos críticos» que «dedicó a los textos de su antología»; de esa primera edición serían las «introducciones a los tres tomos de la colección» donde habríamos de encontrar «en abundancia juicios críticos sobre la mayoría de los grandes poetas del Siglo de Oro», o los tres volúmenes «y uno posterior», con notas «tan llenas de datos de primera mano, de juicios certeros y de sagaces observaciones».28 No es de este lugar ofrecer una bibliografía crítica y estructurada de las Poesías selectas castellanas con todo su cortejo de reimpresiones que llevan el reclamo titular de Tesoro del Parnaso español.29 Sí quiero dar una ficha catalográfica completa de los volúmenes de 1807, 1830 y 1833, a fin, cuando menos, de que dejen de prodigarse por parte de quienes no puedan tenerlos a mano otras disparatadas ocurrencias.30 Haré sobre otros algunas precisiones de paso, en la medida en que sean relevantes en el proceso evolutivo de la propia obra de Quintana, cuya historia interna nadie hasta hoy ha intentado esbozar. Se trata, 27 La secuencia de fautores es como sigue: Sáinz Rodríguez (1989: 202), Álvarez Rubio (2007: 69), Aguilar Piñal (1991: V, 524), Carnero (1997, LXXXIX), Cebrián (1996: 238), Aguilar Piñal (1991: V, 524), Guillén (1985: 237), Alonso Cortés (1944: XV). 28 Remiten a: Sáinz Rodríguez (1989: 208), Martínez Torrón (2007: 698), Caso González (1983: 476), Froldi (1990a: 876), Froldi (1990b: 849), Montoliu (1957: 191), Díez Echarri-Roca Franquesa (1960: 686). 29 Con ser incompleta y poco precisa en las descripciones, la menos lesiva de las bibliografías sigue siendo la ofrecida por Simón Díaz en su sección general de «Antologías: Poesía» (1983: 273-274), con datos más controlados que la especializada de Aguilar Piñal (1991: 523-524). 30 Para mayor comodidad los reúno en el Apéndice que aparece al final de este estudio, donde detallo todos los epígrafes generales, de secciones o de poetas con las correspondientes páginas aclarando entre corchetes el alcance de los índices y el contenido de las agrupaciones antológicas «de varios autores».
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como se verá, de una historia para la que carecemos de muchas apoyaturas necesarias que permitiesen hacerla con certera exactitud y plenas garantías. No ya por la pérdida de autógrafos aducida por Dérozier cuanto por la falta de indicaciones del autor sobre el acopio de materiales o el crecimiento de su proyecto, similares a las muy precisas que sobre la continuación de las Vidas de españoles célebres ofrecen las cartas escritas desde Cabeza de Buey a su amigo Antonio de Uguina en 1827.31 Se echan de menos también datos referentes a su relación con los distintos editores (cartas o estipulaciones de contrato), hasta el punto de que ni siquiera puede asegurarse el grado de compromiso o permisividad del poeta con las reimpresiones hechas en Francia de sus volúmenes y que serían, por su mayor difusión y sostenida presencia en el mercado editorial, las que más contribuyeron a difundir su obra histórico-crítica y antológica. Sin embargo un repaso atento a la correspondencia conocida y dispersa de Quintana, sumado a ciertos indicios y referencias de las propias Poesías selectas castellanas y a las interesantes noticias indirectas que puntualmente pueden extraerse de fuentes de otra procedencia permiten trazar un primer encuadre de esa historia interna. Un encuadre que obviamente es provisorio y susceptible de reforma y mejora, desde cuanto haya escapado a mi consideración o pudiera aflorar en el futuro. En la dedicatoria prologal que abre las Poesías selectas castellanas de 1807 aparece la nota más explícita hecha por Quintana acerca de la ideación y composición de su antología: Mil causas han retardado la conclusión de la colección que ahora publico, sin embargo de haber corrido algunos años desde que empecé a recoger y a ordenar las poesías que comprende. Pero deseando entregarme con más desahogo a la obra histórica que tengo empezada, he querido quedar enteramente desembarazado de esta otra empresa (I, V-VI).
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Tanto por las numerosas noticias sobre la lectura de fuentes históricas y su aprovechamiento, la búsqueda de información y el tanteo de soluciones, que en el caso de la biografía de Las Casas permitiría explicar el método de trabajo del Quintana historiador, como por las vacilaciones sobre otras biografías y sobre el nuevo proyecto editorial (Díaz-Jiménez y Molleda, 1933: 121, 161).
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Como la primera entrega de las Vidas de españoles célebres salió ese mismo año y en la misma imprenta, cabe presumir que la prioridad concedida al proyecto de biografías históricas (tanto que Quintana indica en nota que el segundo tomo «se está preparando para la prensa») determinó el corte relativamente abrupto de su otra labor pareja. Una labor empezada con el tiempo de antelación suficiente como para haber sido concluida si esas indefinidas «mil causas» no hubiesen impedido su cumplimiento de acuerdo a un primitivo programa en parte defraudado: Pero esto [las observaciones críticas que iban a ir al final de cada volumen] pedía por su delicadeza más tiempo y atención que la que me permitían las circunstancia actuales, y de todas las ilustraciones que me propuse al principio sólo he podido bosquejar en la Introducción la historia de la poesía castellana, limitándola a los géneros y autores comprendidos en la obra (I, IX).
Hasta aquí cabe poner a cuenta de la «actividad múltiple» (Dérozier, 1979: 60) de Quintana y del ejercicio de su voluntad electiva el retraso y el cierre de la antología en el estado en que finalmente apareció. Siendo esto verdad puede que no sea toda la verdad, como luego apuntaré. Pero antes se sitúa el problema de la ubicación temporal de su trabajo, sobre el que la alusión a «haber corrido algunos años desde que empecé» nos deja en indecisa penumbra. La única referencia que he encontrado al asunto, hecha por alguien que conocía bien los entresijos de la carrera política y literaria de Quintana, tampoco aclara nada. B. J. Gallardo al criticar en 1836 la colección de 1807, contraponiéndola a la Floresta de Böhl de Faber, indicó que aquel había desaprovechado «los inmensos recursos literarios que el tiempo y su larga estancia en la Corte le propiciaban, cuando las bibliotecas estaban en flor antes de la invasión francesa» (Gallardo, 1928: 7-8). Lo que traducido a fechas nos da el holgado arco cronológico de 1795 a 1807. En el primero de esos años vio la luz la primera de las tres colaboraciones prologales de Quintana en la colección Fernández, dos de las cuales (la de Cancioneros y Romanceros antiguos y Francisco de Rioja y otros poetas andaluces) suministrarán parte del andamiaje conceptual, enfoques y esquema explicativos puntuales y hasta un par de páginas sobre el romancero a la «Introducción» de las Poesías selectas castella-
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nas. De alguna forma esos preliminares fueron el punto de partida y semillero de ideas que desembocó en los volúmenes de 1807. Pero entre 1796 y 1797 en que fueron publicados ¿cuándo y de qué modo germinaron y llegaron en parte al término de su maduración? Una respuesta parcial puede inferirse de las precisas y abundantes notas tomadas por W. von Humboldt en el curso de sus conversaciones con Quintana en 1799 y 1800. La primera entrevista ya tuvo su espacio central dedicado a la poesía española, como resultado del cual anota que «parecía poner a los poetas nuevos sobre los españoles antiguos». Pero de éstos se trató abundantemente. Dos denegaciones llamativas: una absoluta, la de los Argensola (por los que «no tiene mayor aprecio»), otra con una leve restricción, la del autor del Laberinto de Fortuna («Piensa que excepto algunas cosas, el Cancionero de Mena es ilegible. Mena imita demasiado a los latinos, forma nuevas palabras, a menudo es fuerte pero desigual»). Dos apreciaciones con distingos entre Herrera y Quevedo. Del primero asegura que «tiene un lenguaje afectado, aunque también muchas cosas bellas»; a pie de página recoge Humboldt la observación de que «prefiere la oda a la muerte del Rey D. Sebastián a la escrita con ocasión de la Victoria de Lepanto». Del segundo que «busca siempre lo peculiar y sería según él el poeta más libre por lo que toca a la decencia, aunque piezas de esta especie sólo se encuentran en las ediciones flamencas»; otra nota subsidiaria sobre el poema Oh tú que con dudosos pasos: «No es muy apreciado entre los críticos porque el poeta no mantiene lo que al principio promete». Dos admiraciones ilimitadas: un cierto Góngora («es extraordinario en los romances») y la Canción a las ruinas de Itálica. Esta composición fue leída por Quintana considerándola «la más pura y bella poesía», aunque sin decantarse del todo en la autoría («la compuso quizás Rioja»); y su contertulio asiente: «Era sencilla y sublime». En el segundo encuentro, que fue extractado con el epígrafe En casa de Quintana, Humboldt además de asistir a una experiencia de variadas lecturas poéticas, lo que le permite valorar la declamación de Quintana («era igualmente poderosa, pero también demasiado ampulosa y no suficientemente noble»), transcribe un enjuiciamiento del volumen que debió servir para parte de esas lecturas. Dicho juicio parece provenir de las palabras del propio autor, quizás pronunciadas como comentario a un repaso de su prólogo: «El prefacio a la parte decimoséptima de la colección de poetas de Fernández es suyo, así como esta parte de la
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misma. Es buena e incluso tiene algunos puntos de visión filosófica». El último encuentro, cuyo contenido se recoge bajo el rótulo Con Quintana, vuelve en parte al variado despliegue de explicaciones y valoraciones sobre poetas españoles clásicos. Fueron exaltados La Gatomaquia («un auténtico poema popular y uno de los mejores de Lope») y La Aminta de Jáuregui («una obra maestra de la traducción»). Desde la premisa electiva de poemas con más fuerza se destacaron (y probablemente leyeron) «el soneto de Argensola [...] al otoño y al Moncayo», «de don Antonio Mira de Amescua [...] el poema Ufano, alegre, altivo, enamorado, etc., escrito en estilo petrarquista», y la «epístola realmente filosófica [Epístola moral a Fabio] de Rioja». Pero no faltan dos notas de consideración histórica y comentario léxico, sobre que «el verso suelto, capaz de alcanzar una gran belleza no fue trabajado hasta Jáuregui» y sobre que «el dudoso de la oda de Herrera Mavorte dudoso se oscurece, lo explica él como temeroso» (Humboldt, 1998: 113-114, 118 y 126-127).32 Sin querer desmesurar la importancia del testimonio de primera mano que Humboldt nos proporciona, son varias las consecuencias que su condición de documento fedatario dejan traslucir. Desde la forma desinhibida y en algún grado exhibicionista de las cualidades e intereses en el campo literario que Quintana escenificó ante su atento visitante, queda de manifiesto el enorme peso que para él tenía el conocimiento de la poesía española clásica. Pero además el detallismo de una mirada viva, a ratos atónita pero siempre objetivadoramente fría y puntualmente crítica, al trasladar los apuntes primeros con escasa reelaboración (frases entrecortadas, noticias taquigráficas y yuxtapuestas) nos asegura hasta qué punto ese conocimiento era hondamente cultivado y preciso. Cierto es que la referencia elogiosa al prólogo de 1796 como esbozo histórico con resaltes de «visión filosófica» parece significar que continuaba inconmovible como paradigma explicativo de partes esenciales de esa poesía. Desde ese marco, sin embargo, un contacto que se evidencia diario
32 Que Quintana tenía a mano en estas conversaciones la colección de Fernández se deduce por las detallistas anotaciones de Humboldt, como que Ufano, alegre, altivo, enamorado «se ha atribuido, a excepción de la edición que ha hecho Estala, a Argensola (Poesía de Argensola, tomo 3, pág. 192)». En un momento hasta se puede sorprender el paso desde la duda hasta la compulsa aclaratoria: «No sé a ciencia cierta si está en la colección Fernández, tomo I, p. 76)».
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con los autores y sus textos está diseñando ya el puente hacia un proyecto de otros vuelos. Quintana camina en las instantáneas de Humboldt hacia el crítico que madurará definitivamente en las «Observaciones» de 1830: poemas razonadamente selectos, bien conocidos y calibrados con algún pormenor. Se delinea un canon personal que fija la amplitud de lo validable (de Mena a Quevedo), discierne en una escala de valoraciones absolutas (los dos grandes poemas atribuidos a Rioja) y discrimina en las obras de autores con la complejidad de Góngora. No quedan al margen cuestiones de otra índole: la azarosa transmisión de la poesía satírica y erótica de Quevedo, los problemas de atribución y disputas de autoría (Mira de Amescua, Rioja), la lengua poética (Mena) o la aclaración sobre léxico cultista (Herrera) y la historia del verso (Jáuregui y el asonante). Me atrevería a apuntar que el perfil de las Poesías selectas castellanas queda esbozado con la red que crea la alta proporción de coincidencias: el relevante primer plano de La Gatomaquia de Lope y el Aminta traducido por Jáuregui, la anteposición en Herrera de la canción al rey don Sebastián sobra la dedicada a la victoria de Lepanto, el resalte de un soneto de Argensola o el matiz diferenciador de la Epístola moral y la Canción a las ruinas de Itálica.33 Quintana había empezado ya «a recoger y a ordenar» los textos de su gran antología histórica. Es probable que la forma en que Quintana quiso «quedar enteramente desembarazado» de culminar el plan de la antología desatendiendo aquellas «observaciones críticas [...] donde los lectores hubieran hallado las noticias particulares sobre cada composición y mi juicio sobre sus bellezas y sus defectos» (I, IX) tuviese que ver con la realización material de su entreverada salida a luz junto a las Vidas de es-
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Aunque se haya atenuado la diferencia entre una y otra canción de Herrera, desde su simetría como odas que expresan «un sentimiento contrario», Quintana no deja de apuntar en la dedicada a Lepanto la existencia de alguna «locución penosa» y de «algún otro verso algo desmayado» (1830: I, 346). Sobre el soneto de Lupercio Leonardo «Llevó tras sí los pámpanos octubre...» afirma que «en la ejecución nada hay que pedir», declarándolo «tan hermoso como célebre» (II, 544). La Canción a las ruinas de Itálica «es en la opinión general una de las joyas más preciosas de nuestro Parnaso y en concepto de muchos la mejor»; la Epístola moral, «la más perfecta sin duda que hay en su género en la antigua poesía castellana» (I. 358, 361). La Gatomaquia será valorada como «juguete poético» de «más vida y más interés» que los poemas heroicos de Lope (II, 566); el Aminta como «la más clásica de cuantas versiones poéticas se han hecho en castellano» (III, 401).
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pañoles célebres en la misma imprenta. El autor abría dos frentes en una empresa editorial en la que había invertido de su propio peculio, aunque parte del capital inicial lo cubrió como socio su amigo Toribio Núñez. Nada más se sabe de esa empresa, que conocemos por lo que cuentan unas cartas de Quintana dirigidas desde Cádiz a su padre en agosto y septiembre de 1810: Por varias notas mías que dirigí desde Sevilla a Madrid y a Piedrahíta en diversos tiempos dispuse que cuantos ejemplares quedasen y cuanto dinero existiese de las Vidas de españoles célebres y de la Colección de Poesías castellanas se pusiesen a disposición de D. Toribio Núñez. Parecíame que la primera obligación de estos ejemplares era cubrir las anticipaciones hechas por Núñez para su impresión en calidad de empresario conmigo; y que ya que yo no podía sacar utilidad ninguna de estos trabajos sacase él la que pudiese teniéndolos él en su poder. Mas una vez que por la impresión de sus cuentas se ve que él se ha hecho cobro de sus anticipos sin querer correr el riesgo ulterior de la empresa, es claro que se separa de ella y que los tales ejemplares vuelven a mí de pleno derecho. Vd. los recogerá.34
No sólo Toribio Núñez debió resarcirse de su inversión editorial. Como recordó Quintana en la «Advertencia» de 1830 a las Poesías selectas castellanas «la edición primera estaba agotada poco después de acabarse la guerra de independencia» (I, [III]). El goteo de venta debió ser, sin embargo, sensiblemente menor que el de las Vidas, lo que explicaría la reflexión hecha al conocer la queja de M. Fernández de Navarrete por el ritmo lento de acogida de una de sus obras históricas: «No debe extrañar que la venta vaya despacio [...] la utilidad las hace
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En esta carta de 15 de septiembre se reitera con matices lo ya anunciado en la de 20 de agosto. Al parecer Toribio Núñez había cobrado del dinero que estaba en su poder y pertenecía a Benito, el hermano del poeta, «unas anticipaciones que tenía hechas para una empresa en la cual entraba conmigo a riesgos y utilidades en compañía». Con esto entendía Quintana que se había separado de dicha empresa, debiéndose recoger todos los ejemplares en su poder. «Aunque las Vidas y las Poesías no se vendan ahora —concluye— tiempo vendrá en que puedan beneficiarse: una y otra obra forman un capital de más de cien mil reales; y si las cosas duran aunque no sea más que en este estado, poco a poco me las puede V. ir enviando». Ambas cartas forman parte de la serie publicada por A. Rodríguez Moñino (1946: 54- 56), poseedor del fondo documental sobre Quintana que había sido de Nicolás Pérez Jiménez en Cabeza de Buey (Rodríguez Moñino, 1959: 318-319).
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al cabo vender, pero es según las va necesitando el que ha de sacar partido de ellas».35 Pero la misma demanda permanente de las Poesías selectas castellanas dio ocasión a dos reimpresiones de la edición de 1807 aparecidas el mismo año, 1817, en Perpignan y en Madrid, no sabemos si con la autorizada aquiescencia de Quintana. En diversas ocasiones36 se ha supuesto que una y otra fueron «ediciones aumentadas» cuando en realidad se trata de un distinto reparto material del contenido de los tres volúmenes originales en cuatro.37 Pero la vida azarosa del autor en la década que había transcurrido (y en particular desde 1814) no se prestó a ninguna reforma ni modificación de su obra, ni siquiera al cambio de título que inaugura el de la serie de reimpresiones francesas y que nunca fue asumido en las luego controladas por él de 1830 y 1833: Tesoro del Parnaso Español o poesías selectas castellanas. Ya hacía notar incidentalmente Dérozier que Quintana no dispone la edición de Perpignan «ya que está prisionero en la fortaleza de Pamplona» (1978: 272),38 aunque éste no deja de referirse de forma elíptica a la susodicha
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En carta de 26 de julio de 1827 dirigida a Antonio de Uguina (Díaz-Jiménez y Molleda, 1933: 148-149). 36 Por ejemplo Allison Peers (1967: 226) y Cebrián (1996: 238). 37 He manejado las dos series de estas raras ediciones en los ejemplares que pertenecieron a Pascual de Gayangos, estantes en la B. N. de Madrid (1-15861/64 la de Perpignan y 1-14.061/64 la madrileña). Presentan una correspondiente absoluta en la extensión material de los volúmenes (CXXIII + 297 págs.; 473 págs; 415 págs; 330 págs.) y en la realización tipográfica (coincidiendo, por tanto, hasta en las erratas), lo que indica que fueron en realidad una sola edición con dos portadas diferentes en el conjunto de los volúmenes: Tesoro del Parnaso español o poesías selectas desde el tiempo de Juan de Mena hasta el fin del siglo XVIII, recogidas y ordenadas por D. Manuel Josef Quintana, Perpignan, J. Alzine, 1817; y Poesías selectas castellanas desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días, recogidas y ordenadas por D. Manuel Josef Quintana. Nueva edición, Madrid, Por Gómez Fuentenebro y Compañía, 1817. Más que «nueva edición» se trata de una reimpresión en la que redistribuye en cuatro volúmenes el contenido de los tres de 1807 sin alteración alguna en el orden de los materiales: el I de 1817 acoge la «Introducción» y parte del contenido del I de 1807 (hasta Francisco de Rioja, inclusive); el II de 1817 el restante contenido del I y parte del segundo de 1807 (toda la sección de «Romancero»); el III de 1817, el restante contenido del II y parte del III de 1807 (hasta Góngora, inclusive); el IV de 1817 lo que resta del III de 1807 (desde Quevedo a Cadalso). 38 V. Llorens apuntó, refiriéndose a las situaciones de 1814 y 1824, cómo «callaba Quintana» al tiempo que «se produjo en la España literaria un vacío casi total» (1968: 285- 286).
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edición: «Alguna otra se ha despachado también que se ha hecho fuera de España» (1830: I, [III]). Es improbable que la hubiera nombrado de tratarse de una edición pirata, lo que localiza el enigma de su silencio sobre la madrileña de 1817 que salió a luz con el mismo pie de imprenta (Gómez Fuentenebro y Compañía) de la primera.39 Refiriéndose a la edición de 1807 afirmaría Quintana en la «Advertencia» de la de 1830 que «el periodo de tiempo que ha corrido desde entonces no ha sido en verdad muy oportuno para esta clase de estudios» (I, [III]). En realidad, el poeta, aunque no en las mejores condiciones, había dispuesto de la tranquilidad y libertad suficientes para reanudar su producción literaria en los años de confinamiento en Cabeza de Buey. Entre noviembre de 1823 y abril de 1824 escribió allí las diez Cartas a lord Holland sobre los sucesos políticos de España en la segunda época constitucional. No hay noticias ciertas de los dos años siguientes, aunque es poco verosímil que fuesen un paréntesis de descanso antes de la labor casi frenética de lectura y escritura que nos detallan para 1827 las cartas dirigidas a su amigo y proveedor bibliográfico desde Madrid Antonio de Uguina. En las treinta y una misivas, que abarcan desde enero a diciembre, son varios los proyectos que se apuntan, algunos de los cuales son concretados y realizados en parte y uno (el «nuevo trabajo» sobre Cervantes, rectificando «la vidilla que hice en otro tiempo») se llega a terminar en dos meses. Ocupa lugar preferente el retomado «antiguo plan» de las Vidas de españoles célebres, cuya alteración con nuevas biografías (alguna tan problemática como la de fray Bartolomé de las Casas) se desenvuelve de manera detallada. Los problemas de enfoque, la compulsa de las numerosas fuentes, la necesidad heurística de completar y verificar con documentos de ar-
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No cabe pensar que Quintana desconociese su existencia. Con lo que sólo se me figuraban a priori dos soluciones: o fue una edición pirata que al lesionar los derechos de su autor éste quiso condenar al olvido, o por el contrario estuvo ideada como una edición semiclandestina con el plácet del mismo Quintana, hecho al que, por tanto, no era conveniente aludir a la altura de 1830. Esta segunda posibilidad es la única acorde con la materialidad de los volúmenes considerados y justificaría la restricción mental de su autor al aludir al asunto. La tirada conjunta con emisiones distintas para las portadas se realizó, obviamente, en Perpignan. Pese a la revitalización que para la disponibilidad y difusión de las Poesías selectas castellanas debieran suponer estas dos emisiones, a la altura de 1828 hacía notar A. Lista que la obra «ya va escaseando de modo que se desea su reimpresión» (2007: 94).
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chivo, desfilan ante el lector, ofreciendo una exacta radiografía del Quintana historiador. Un Quintana que piensa que «para corregirlos, pulirlos y rectificarlos y aumentarlos [...] necesitaré lo menos otros dos años y aun creo que no serían bastantes», y que se estremece porque aun pudiendo «trabajar con acierto» no encuentra fácil respuesta a su pregunta «¿cómo imprimir después?».40 Es lástima que no contemos con nada parecido sobre la antología histórico-crítica, que pese a seguir siendo para su autor en estos momentos una empresa secundaria, en relación a las absorbentes Vidas, no estaba abandonada del todo. Al menos en una carta de mayo se apunta: «En este verano no pienso trabajar nada de historia; sólo me ocuparé de versos antiguos, que es materia ligera y propia para tiempo de calor». Y si bien es verdad que este periodo parecen ocuparlo «otras diferentes tareas» (Díaz-Jiménez y Molleda, 1933: 111 y 134), nada nos impide pensar que las aplazadas «observaciones» pudieren continuar bosquejándose. Para ello Quintana no necesitaba los auxilios de su corresponsal; le bastaba con tener a mano un ejemplar de las Poesías selectas castellanas de 1807. No se puede saber en qué medida habían ido madurando durante esos años los análisis y juicios particulares de Quintana sobre las composiciones reunidas por él en su antología. Sí se tiene constancia de su atención hacia tareas semejantes a la suya por la única nota añadida al prólogo-dedicatoria a Meléndez Valdés en la edición de 1830. Frente a las de Sedano, Conti y Fernández, que eran analizadas con cierto rigor en 1807, opina en esta segunda fecha que «desde el tiempo en que esto se escribía han salido a luz fuera de España diferentes colecciones, más bien hechas y a todas luces recomendables» (I, [XIII]). Es significativo que no mencione explícitamente las Lecciones de filosofía moral y elocuencia (Burdeos, 1820) de José Marchena, obra por la que debió 40 Extraigo mis referencias, en el orden en que aparecen, de E. Díaz-Jiménez y Molleda (1933: 118, 125, 129, 95, 99, 105-106, 126). La publicación de este epistolario ha permitido cambiar la idea común de que en los años de apartamiento en una «población rústica donde faltaban medios útiles de emplear su tiempo y trabajar» habían quedado «las obras de historia y de crítica literaria en suspenso» (E. Piñeyro, 1892: 142) En cuanto al periodo anterior a su obligada estancia en Cabeza de Buey, Quintana afirmaría al publicar el tercer volumen de las Vidas en 1833 que «si bien no ha dejado de aprovechar la ocasión, cuando se presentaba, de adelantar sus investigaciones y aumentar el caudal de sus noticias, esto era siempre casual y con mucha lentitud, por manera que el intento, nunca olvidado ni abandonado, era siempre interrumpido» (1852: 368).
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sentir una ambivalente apreciación. Por una parte, de estima agradecida por el generoso panegírico que en parangón con las suyas propias hacía Marchena de las poesías de Quintana («nunca desmerecerán la atención del filósofo, y en cualquier idioma que se viertan conservarán las altas y generosas ideas que a los hombres acostumbrados a profundas meditaciones embelesan»), al tiempo que recordaba su lamentable situación («gime aherrojado en un calabozo») y auguraba para ambos un luminoso triunfo con el reconocimiento de la posteridad («alzará un monumento a la memoria de uno y de otro, y condenará a ignorancia perdurable la de sus perversos cuanto estúpidos opresores»). Pero por otra su disconformidad o rechazo a que las Poesías selectas castellanas fuesen equiparadas al Parnaso español de Sedano o la colección Fernández por parecidas razones con las que él aseguraba haber cumplido distinto «objetivo» y «plan» que éstas. Marchena atacaba sin piedad a las tres recopilaciones, que «antes que metódicas colecciones merecen el dictado de centones de fárrago y broza en que el oro y las margaritas están enterrados», propugnando que en las «nuevas» (serie obviamente inaugurada por la suya) quienes «quisieren beber saludables y limpias y dulces aguas no hallen ponzoñosos charcos con hediondo azufre y sales mortíferas inficionados» (1896: 400-401, 411-412). A pesar de este «vicio capital» la antología histórica de Quintana había nutrido con diversos veneros el caudal de las Lecciones, en particular los párrafos dedicados al romancero, que glosan diversos puntos de las páginas de la «Introducción» de 1807.41 Por su parte las «Observaciones» de 1830 acusan las huellas de una atenta lectura de la obra de Marchena. Especialmente sensible se muestra ante una de las «pruebas» de falta de «pulso en la elección de los trozos que como dechados se presentan»: ver «junto con los Argensolas, Herrera y Rioja y el maestro León un Diego Mejía colocado entre nuestros poetas clásicos, sin duda como Saúl entre los profetas». Quintana no sólo justifica que la Epístola de Safo a Faón por él seleccionada tiene «los aciertos» suficientes, aunque también «defectos» que «podrán tal vez desagradar tanto a un ánimo excesivamente severo o demasiadamente descontentadizo», sino que se ampara en la servidumbre mis41
Además de la definición de los moriscos y pastorales, la idea de que los romances que en el XVI modifican «las informes y toscas producciones de los anteriores siglos» acompañaron a la mejor época de la lengua española (1896: 389-390).
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ma del género: «No todas las obras de una colección como ésta pueden ser igualmente aventajadas; en tal caso tendrían que reducirse a muy pocas. Basta que, consideradas en su totalidad, puedan llamarse buenas, y causen con su lectura más agrado que fastidio a quien no se halle demasiadamente prevenido en contra de ellas» (III, 429).42 Pero el tono más vivo y resolutivo de la crítica de Marchena impregnó puntualmente a las «Observaciones». Baste comparar la admirativa glosa que uno y otro hacen de la Canción a las ruinas de Itálica, y el paralelo énfasis en que el afecto que «anima» en el lector ese poema «es la melancolía filosófica» o en que son las ruinas mismas las que previenen «el ánimo a la meditación y a la melancolía».43 Pero la antología histórica que de entre las aparecidas después de 1807 impresionó más a Quintana («señálase entre todas») fue Espagne Poétique de Juan María Maury (dos volúmenes aparecidos en París, 1826-1827). En la antecitada nota de 1830 agregada al prólogo-dedicatoria subraya la excelencia de su objetivo («por la particularidad de dar en ella traducidas en versos franceses las poesías que comprende, con el intento de dar a conocer en Francia el gusto, carácter y mérito de nuestros poetas»), al que compara con el de Conti «respecto de la Italia»: Pero eran otros y harto mayores las dificultades con que tenía que luchar el señor Maury para salir con su empresa. Decir que las ha vencido con una destreza incomparable, y que en su obra ha hecho prueba de un talento eminente como poeta, de un gusto exquisito y delicado como crítico, y de una amenidad y cortesanía propias de un caballero, parecería aquí el lenguaje de la amistad y del agradecimiento, no siendo en todo rigor sino el de la verdad y la justicia (I, [XIII]).
42 Marchena (1896: 412). Menéndez Pelayo, al reivindicar para Diego Mexía la condición de ser el «más feliz traductor de las Heroidas de Ovidio», resaltó el análisis de Quintana, aceptando su razonamiento pero sin entrever el trasfondo de la reacción ante el ataque de las Lecciones (1948: 93). 43 Marchena (1896: 385-386), Quintana (1830: 358-360). Estos dos ejercicios de comentario, antológicos cada uno en su clase, podrían ejemplificar también la distancia exegética entre sus autores. Y ello pese a que ambos buscan en el texto o a través del reflejo de las ruinas en el texto de la Canción una «segunda significación»: la «significación perdida» por la que, según J. Starobinski, son monumento propiciador de la melancolía (1964: 180-181).
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Por las cartas a Uguina sabemos del azaroso periplo de los volúmenes parisinos44 hasta que definitivamente estuvieron en poder de Quintana a comienzos de julio de 1827: He recibido ya los dos tomos de la España poética de Maury: y por cierto, que le hace muchísimo honor no sólo a su talento y su buen gusto sino también a su carácter. Yo debo estarle sumamente agradecido por el honroso lugar que me ha dado en ella, y es muy posible que él sea tachado de parcialidad por un aprecio tan sostenido y tan declarado (Díaz-Jiménez y Molleda, 1933: 139).45
La colección de Maury estaba dedicada «A mes Anciens Amis Don Manuel Josef Quintana et Don Juan Bautista Arriaza», abriéndose con un extenso poema que se consagra a ambos: «A vous, à qui l’Espagne a fait un nom célebre [...] / je vous offre un travail où mes voeux sont les vôtres»; los dos últimos poetas antologados («allant jusqu’a nos jours») eran también Quintana y Arriaza.46 Desde su largo título queda de manifiesto cómo el modelo de Maury ha sido la colección de
44 Como se deduce de la misma carta de 4 de julio, Maury hizo una «remisión seca y desnuda del tomo 2º» persuadiéndose Quintana de haber actuado así por haberse perdido el envío del primero y no recibir aquél respuesta alguna, «pues su cortesía y amistad no es posible que haya procedido de otro modo» (Díaz-Jiménez y Molleda, 1933: 140). Los dos volúmenes llegaron a Cabeza de Buey enviados por Martín Fernández de Navarrete, que a su vez actuaba de enlace entre Quintana y Maury. 45 A fines de 1826 Quintana había dirigido a Maury a través de Fernández de Navarrete una carta cuya contestación pensaba que estaría extraviada (Díaz-Jiménez y Molleda, 1933: 140). Hechas las oportunas averiguaciones resultó lo que trasluce la fechada el 26 de julio, de sumo interés para situar en su fiel las relaciones distantes de Maury y Quintana: «No acabo de comprender cómo un hombre que me trata en su obra con tan alto aprecio y deferencia y, al mismo tiempo, con tan gran afecto, deje de contestar literaria y amistosamente a una carta que recibe mía, al cabo de veinte años en que nada nos hemos dicho, y en los mismos días en que está dando al público una prueba tan solemne de la estimación en que me tiene. De todos modos esto me obliga a guardar igual circunspección, y así yo suspenderé la carta que pensaba escribirle a consecuencia de haber recibido su obra» (Díaz-Jiménez y Molleda, 1933: 146-147). 46 Maury (1826-1827: I, 1-8; II, 389-472). Quintana como poeta recibe el más sostenido elogio de entre los modernos: «Il a acquis, de plus, de titres nombreux pour figurer parmi nos premiers lyriques [...] La dignité, la force de la pensée, la diction noble et énergique, les sentiments élevés caracterisent ses ouvrages, qui tous sont de choix. Nous voyons en lui un autre Herrera» (II, 389-390).
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1807: Espagne Poétique, choix de Poésies castillanes depuis Charles Quint jusqu’a nos jours. Aunque de forma original ensaya un modelo de distendidas extensiones epocales (una primera lleva desde el Poema del Cid hasta Alfonso X y una segunda desde el Arcipreste de Hita a Diego Hurtado de Mendoza), el referente de autoridad sobre el que gravita y descansa es con absorbente exclusividad Quintana, «un escrivain que nous aimeron à citer». Puntos cruciales de la nueva construcción remiten por extenso al discurso introductorio de las Poesías selectas castellanas: la falta en España de una corte como centro de concurrencia y legislación literaria; el clima inapropiado para el cultivo de la poesía entre Alfonso X y la muerte de Pedro el Cruel; la caracterización del Laberinto de Mena; el poderoso efecto sobre la poesía castellana del ejemplo de Garcilaso; la perspectiva sobre la reacción de Góngora ante una poesía que consideraba enervada hasta inventar un «nuevo dialecto» con su consiguiente propagación; el énfasis en la felicidad poética de La Gatomaquia de Lope.47 El «alto aprecio», el «aprecio tan sostenido y tan declarado» que Quintana detectó desde sus primeras lecturas de la antología de Maury hacia su obra histórico-crítica debió ser valorado por él como un definitivo refrendo del paradigma explicativo de 1807. Pese a las simplificaciones obligadamente operadas en una obra de menores dimensiones que tenía que dar cabida junto a los textos originales a la correspondiente traducción al francés, pese a la irregular y hasta caprichosa selección y ordenación de los poetas (el «seizième siècle» reúne en una «premiere division, comprenant une partie du dix-septième siècle» a Garcilaso, Santa Teresa, Luis de León, Herrera, Cervantes, y Góngora,
47
Maury (1826-1827: I, 35-36; 83, 96-97, 125-126, 244-245, 282). Las huellas de Quintana se detectan en cada página de Espagne Poétique. Entre otras, son atildadas glosas o variaciones del texto de 1807 la comparación homérica con la despedida del Cid y Jimena, los considerandos sobre Alfonso X y la lengua castellana, la atención a la leyenda de Macías, el lamento sobre que Garcilaso en lugar de tanto imitar se hubiese conducido por sus propias inspiraciones, la determinación de la poesía amatoria de Herrera como una metafísica sutil del amor platónico, o el triunfo del gongorismo explicado por la determinante actuación de Paravicino y Villamediana (Maury, 1826-1827: I, 55, 67, 93, 126, 190-191, 145-246). Se excusa Maury por su discrepante valoración de los Argensola: «Un écrivain, dont il nous arrivera rarement d’attaquer les idees ni comme poëte ni comme critique, Don Manuel Quintana, a combattu avec une séverité que nous croyons devoir réfuter, cette concession d’un titre qu’il prend trop à la lettre» (I: 327).
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y en una «deuxième division, embrassant deux tiers du dix-septième siècle» a Lope de Vega, los Argensola, Quevedo, Rioja y Villegas), Maury era eficaz vocero de las tesis de Quintana y se había atrevido a prolongar sus principios heurísticos hasta un inmediato presente. Por ello, aunque estudió a fondo Espagne Poétique y no dejó de inspirarse en algún llamativo detalle crítico,48 lo que Quintana contempló en esa obra fue la puesta en práctica de un compromiso con la contemporaneidad que él no se había atrevido a conducir en sus Poesías selectas castellanas. La contradicción mayor irresuelta en 1807 se producía entre el anuncio de la portada indicando llegar «hasta nuestros días» y el abrupto cierre con Cadalso, renunciando a entrar en esa «nueva época en la poesía castellana» cuya «descripción y juicio no pertenecen a mi plan y que la posteridad sabrá hacer con más justicia, autoridad y decoro que el que se supone generalmente en un contemporáneo» (I, LXXXV). Con audacia y exacta percepción de su multiplicado interés, Maury daba literal encauzamiento al «jusqu’a nos jours» con un «Précis sur les temps modernes» que frente al silencio «des muses de l’Ibèrie» en los últimos años terminaba profetizando su pronta resurrección, de forma que la poesía del XVIII recorrida a través de diez autores (desde Luzán a Arriaza) ocupaba una extensa parte de su segundo tomo. La lección quedará aprendida para 1830, cuando las nuevas Poesías selectas castellanas presenten una arquitectura similar, dedicando también una cuarta parte del conjunto a la poesía del XVIII. Maury fue el motor de arranque para una revisión a fondo de estas dimensiones al mostrar las potencialidades del modelo a su propio tracista, al tiempo que le magnificaba con su reconocimiento cuánto de plena vigencia había en la obra histórico-crítica de 1807. Quizás sin este aldabonazo en propia puerta
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En la carta del 28 de octubre da muestras de haberse interesado por alguna apoyatura bibliográfica de Maury (Díaz-Jiménez y Molleda, 1933: 172). Le gustó, por ejemplo, la metáfora con que en Espagne poétique se encaraba a Góngora: «Nous voilà en présence de ce grand coupable, qui, semblable à l’ange rebelle, plutôt que de faire nombre avec les bons esprits, voulut être le prince des ténèbres» (1826-1827: I, 243). La utilizó en un sentido diverso: «Aquel ángel de tinieblas, como felizmente se le ha llamado en nuestros días, daba de cuando en cuando de sí tan grandes resplandores que la luz de los otros poetas se eclipsaba delante de la suya» (1830: III, 408). Y posibilitó que llegara rodando al conocido desliz de Menéndez Pelayo en las Ideas estéticas, donde por cruce de metáforas atribuyó a Cascales que Góngora se había convertido en el Polifemo y las Soledades «de ángel de luz en ángel de tinieblas» (1947: II, 328-329).
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por alguien tan rendidamente afín hubiese sido otro el derrotero impuesto por Quintana a una colección que será retomada por subsistir «los mismos fines de utilidad literaria» y por el «aprecio que han hecho de la obra algunos humanistas acreditados» (1830: I, [III]).
3. EVOLUCIÓN Y QUIEBRA DE UN PROGRAMA REFORMULADO Las opiniones encontradas y taxativas acerca de cuándo terminó Quintana de preparar la edición definitiva de las Poesías selectas castellanas carecen por igual de fundamento. A. Ferrer del Río, para quien la colección recibió «la última mano cuando por huir de los peligros de la reacción de 1823 hubo de trasladarse a Extremadura» (1846: 7), es fuente nada fiable por sus imprecisiones cronológicas.49 J. Vila Selma, quien asegura con pasmosa rotundidad que fue «en el año 1828, tan pronto como retorna a Madrid» cuando «comienza y termina la revisión y aumento de sus Poesías selectas» (1961: 44), no se fundamenta, como siempre, en nada.50 Desde los atisbos que he rastreado tiene más probabilidad de acertar una tercera hipótesis formulada así por E. Mérimée: «En poursuivant ses études d’histoire litteraire ou les Vies d’Espagnols célèbres, Quintana tâche de se consoler dans le retraite d’Extrémadure ou il s’est volontairement relégué. De retour a Madrid en 1828, il continue ces travaux» (1902: 125).51 Por la última carta, hasta ahora considerada entre las escritas desde Cabeza de Buey se sabe que a finales de mayo de 1828 Quintana, desesperanzado, no veía próximo el término de su confinamiento.52 Pero éste se
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Sobre los errores de su Galería ya se pronunció Dérozier (1978: 22). La gratuidad de esta suposición puede corroborarse desde el desconocimiento que ahí mismo muestra de la antología de Quintana. 51 Al igual que los anteriores, es una aserción montada en el aire. 52 «Ustedes me deben ya considerar como muerto según el largo silencio que guardan conmigo. Pero este es un mal sin remedio como tantos otros». La carta, dirigida a Agustín Durán, la publicó P. Sáinz Rodríguez (1921: 30), y es interesante como retrato de un jovencísimo Juan Donoso Cortés al que considera Quintana «amigo de toda confianza», señalando que «ha venido algunas temporadas a hacerme compañía en la soledad en que vivo». Si podía asegurar que en Madrid habían «de aprovechar infinito [...] sus consejos, su experiencia, sus libros y sus correcciones» ¿cómo no suponer con él la existencia de un interlocutor idóneo para el repensamiento de lo que serán las 50
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produjo con la amnistía y la consiguiente autorización de Fernando VII para que pudiese regresar a Madrid en septiembre de ese mismo año. Una vuelta no exenta de leyendas que se copelan con la «énigmatique generosité» del monarca, nombrándolo en noviembre de 1829 vocal de la Junta de Protección del Museo de Ciencias Naturales, cargo que comportaba un sueldo anual de dieciocho mil reales «a fin de que pueda atender a su precisa subsistencia y dedicarse a los trabajos literarios en que se halla ocupado».53 Y una paradoja que afecta a las Poesías selectas castellanas, retomadas como proyecto en el destierro extremeño y concluidas bajo el amparo del execrable rey felón en una particular travesía por los muchos años de ominosos avatares. Dato que quizás no convenga olvidar para entender mejor alguno de los cambios estratégicos del Quintana de 1830, como su renuncia a entrar en ciertos detalles de la conexión entre la poesía y el poder. El manuscrito 7820 de la Biblioteca Nacional, volumen facticio de Cartas de literatos a Don Agustín Durán entre 1825-1834, contiene dos de Quintana del mayor interés. Por carecer de fechación en el año y fiándose del orden y la nota posterior del cartapacio están siendo mal leídas y desatendidas por la crítica.54 La primera, contra lo que hace pensar la «Observaciones» de 1830? Donoso tenía como aficiones principales «la poesía, la filosofía y las letras», y reunía «a un talento nada común una instrucción y una fuerza de razón y de discurso todavía más raras». ¡Lástima que carezcamos de unas anotaciones como las que de sus tres sesiones de conversación nos ha transmitido Humboldt! Algo permite imaginar el Discurso pronunciado por Donoso en octubre de 1829, que contiene un encendido elogio de Quintana junto a juicios sobre la poesía española en parte simétricos y en parte desemejantes a los de éste. Coincide, así, al valorar que «el siglo XVI no produjo entre nosotros sino bellos imitadores de la antigüedad y de la Italia» mientras que con el romancero España «se corona con las flores brillantes nacidas en su seno»; pero se aparta al ver la poesía del XVII «bañada de esplendor, de majestad y bizarría» (1970; 199-200). 53 La generosidad de Fernando VII «n’a retenu l’attention d’aucun commentateur» (Dérozier, 1964: 373; el nombramiento se reproduce en: 382). Sobre las explicaciones de Alcalá Galiano y Mesonero Romanos véase Dérozier (1978: 760-761). Un apunte exacto en Ochoa (1840: 657). La única mención a este periodo la hace Quintana en la «Advertencia» al tomo tercero de las Vidas aparecido en 1833: «Al fin, cuando templadas algún tanto las pasiones pudo restituirse a sus hogares y respirar de las penas y contratiempos pasados, lo primero a que atendió fue a los estudios que en esta parte tenía hechos, y poner en orden los más adelantados para su publicación» (1852: 368). 54 L. Romero Tobar las dio a conocer en una pulcra transcripción que respeta el orden en que aparecen en el manuscrito: primero la de 10 de agosto y a continuación la
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secuencia de quien las dispusiera al encuadernar el conjunto, es la del 27 de julio, en que se comenta con detalle una obra recién aparecida de Durán; la segunda, muy próxima a aquella pues comienza aludiendo a la misiva de su corresponsal «en que indica las razones que ha tenido para expresarse como lo ha hecho en diferentes pasajes de su obrita», corresponde al 10 de agosto. Ambas fueron escritas, además, desde un lugar distante y enderezadas al domicilio madrileño de Durán (que aparece en el sobrescrito de una), de ahí la alusión a las aplicaciones de la teoría literaria «las cuales nos darían mucho que hablar si boca a boca pudiéramos gastar algunos ratos en charlar acerca de ellas». Este lugar no es otro que Cabeza de Buey y el año el de 1828. Probablemente junto a la respuesta a la carta en que le recomendaba a Donoso Cortés, Durán envió a Quintana su recién aparecido Discurso sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del teatro antiguo español. Éste leyó «de una sentada y con muchísimo gusto» el escrito, contestando dos días después de haberlo recibido a su autor que «no he visto mucho tiempo ha nada de lo que me contente tanto de lo que se ha escrito en castellano sobre literatura [...] Solidez en los principios, desahogo en la ejecución, oportunidad en las notas, riqueza y variedad en los accesorios». Aparcando para mejor ocasión el «hablar de lo principal» pasa a hacer demoradamente «algunas observaciones sobre bagatelas» cuyo tenor literal asegura que es el Discurso de 1828 lo que se comenta en la carta.55 Tras lo que debió ser una justificación pormenorizada, punto por punto, de Durán, Quintana contesta declarando que «de algunas quedo convencido y de otras no más que persuadido» pero que «será excusade 27 de julio (1975: 418-420). A. Dérozier, que desconoce esta edición, maneja de nuevo el volumen de cartas y se fija en «una indicación posterior» que «sugiere la fecha de 1834 para la misiva del 10 de agosto». Asegura equivocadamente que las dos cartas serían de años distintos y «muy posteriores de todas formas a su segundo regreso a Madrid» (1978: 64). 55 Estableceré con la edición de D. L. Shaw la concordancia absoluta de estas observaciones: son retóricas y casan mal con la firmeza del escrito «las salvedades con que V. empieza y termina su obra» (1994: 44, 85-86); poner a Moratín en parangón con Moliére «está bien en boca de la amistad y del entusiasmo mas no en la de la razón» (65); es «elogio excesivo» el que se hace «a un miserable borrajeador de papel» (como dice de sí mismo, con enfática falsa modestia, Quintana) (111); hay versiones distintas de la «conversación entre V y D sobre Shakespeare» (65), está de más la relación de obras teatrales españolas «que cita como ejemplares de otras piezas extranjeras» (84-85), «los trozos de Balbuena están bien elegidos» (87-94).
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do insistir más en esto, porque no pudiendo hacer más que por escrito es una pesadez». El cambio de registro nos permite aquilatar bajo la forma de consejo al joven estudioso qué entendía el autor de las Poesías selectas castellanas por un modelo de trabajo histórico-crítico y sobre la forma de ejecutarlo. Se debe «formar un plan en grande para la ventaja y progreso de la literatura general» en el que se comprenda «toda la teoría y sus más oportunas aplicaciones en la debida extensión»; cuando «la fragua está caliente» no hay que «dejar pasar el tiempo en que el ánimo da a estos objetos la importancia y el interés» que merecen, conduciendo «al acierto» la ejecución regida por «la diligencia». Hasta qué punto es proyección idealizada de su mismo quehacer lo manifiesta el párrafo siguiente, con precisas puntualizaciones sobre la futura nueva edición de su antología: También yo ahora ando trasteando con versos ajenos y estoy metido hasta los codos en notas y observaciones menudas y por la mayor parte triviales, trabajo propio del verano en que aquí no hay cabeza para más. Trato de dar una vuelta a mi antigua Colección de Poesías Selectas Castellanas por si la puedo reimprimir con alguna utilidad. Dudo sin embargo que esto sea posible atendido el título de la comedia Dicha y desdicha del nombre.
Con el término de su «desdicha», Quintana pudo ver despejadas sus dudas y posible el momento de materializar en la imprenta cuanto había pergeñado, apuntado o ideado en Cabeza de Buey. Dos años después de su vuelta a Madrid iba a estar en la calle la nueva serie, en cuatro volúmenes, de las Poesías selectas castellanas. No sabemos cuánto tuvo que completar o escribir de nueva planta en los meses que siguieron a septiembre de 1828, aunque esa presunción hay que cohonestarla con las fechas en que aparecen firmadas la «Advertencia» del tomo primero (20 de junio de 1828) y la dedicatoria a José Somoza del tomo IV (20 de noviembre de 1829). En todo caso, es muy posible que siguiera «metido hasta los codos» en la tarea, a la que por otra parte alude el documento de noviembre de 1829 (ésta y las Vidas debían ser «los trabajos literarios en que se halla ocupado»). La «Advertencia sobre esta nueva edición» que se presenta en la portada como «aumentada y corregida» y el examen detenido de los contenidos permite establecer varias constataciones orientativas. Si como se afirmaba en 1807 había una correlación exacta entre la «Introducción» y la antolo-
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gía, al limitarse aquella a «bosquejar [...] la historia de la poesía castellana» contemplando «los géneros y autores comprendidos en la obra» (IX), era consecuencia lógica que «no podía en esta parte hacerse aumento ninguno de importancia sin alterar la economía y plan primitivo de la obra» (1830: [IV]). Entre las «alteraciones con que estas poesías clásicas se publican ahora de nuevo» ([VII]) figuran en los tres primeros volúmenes cambios mínimos que no contravienen el principio enunciado por su autor. El agregado cualitativamente más importante, el de las dos composiciones mayores de san Juan de la Cruz (la Noche oscura y el Cántico), insertadas entre los poemas de Diego Hurtado de Mendoza y los de Francisco de Figueroa bajo el rótulo común de Canciones místicas (I, 265-275), no incidía en el desenvolvimiento del panorama explicativo, ya que «por la calidad de su autor, por su estilo y por el sentido místico que encierran se ponen fuera de la crítica literaria» (I, 369). De menor entidad, eran los cambios efectuados con las poesías de los Argensola, solucionando de paso el obligado reajuste sobre un «Apéndice» de la edición de 1807.56 La «Introducción» en sí misma fue objeto de retoques y modificaciones, en algunos casos de cierto calado, que no han sido notados hasta la fecha. Esta redacción definitiva (la que será acogida en las Obras completas, haciendo así más grave el desliz de quienes han ido a leerla como si estuviese escrita en 1807), presenta páginas con insistentes cambios de detalle: reelaboraciones menores, limitadas en casi todas las ocasiones al estilo, que no atañen a la doctrina.57 Pero en dos momentos la 56
En él aparecían la sátira de Lupercio Leonardo contra la Marquesilla, la canción del mismo «Alivia sus fatigas...» y la sátira de Bartolomé Leonardo contra los vicios de la corte, con la indicación de que «por un descuido que no pudo remediarse a tiempo se traspapelaron estas tres composiciones, y ha sido preciso colocarlas en este lugar» (1807: I, 379-418). En 1830 se suprime la canción de Lupercio Leonardo y se traslada su sátira tras la Descripción de Aranjuez (de la que se eliminan unos tercetos finales del fragmento seleccionado para la edición anterior); la sátira de Bartolomé Leonardo se inserta delante de la epístola «Yo quiero mi Fernando obedecerte...» y antecedida de un poema añadido ahora: la Sátira. Diálogo entre el poeta y su Musa (II, 6-28, 34-79). En el caso de este último la elección se justifica en las «Observaciones» como variada «muestra» representativa: «Una sátira sobre las pretensiones, en el género de Horacio, otra sobre los vicios de la corte, más parecida al de Juvenal, y por último una epístola en que se dan algunos preceptos de poética» (II, 545). 57 Así ocurre con los párrafos dedicados a los poetas menores («célebres entonces, pero de orden y mérito muy inferior a los nombrados») correspondientes al último ter-
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modificación introducida sí afecta a la esencia explicativa y viene a indicar un parcial reajuste de posicionamiento o de valoración. En el primero de ellos Quintana explicitó de otro modo el problema de la independencia del poeta respecto al campo del poder político en un periodo de conflictividades. Punto de partida común es el axioma de que el Laberinto de Fortuna «mayor respeto se hubiera conciliado si el autor, al tiempo de imponerse la obligación de escribir de las cosas del tiempo se hubiera alejado del centro de los disturbios y maquinaciones que entonces había en Castilla» (1807: XXIX).58 Lo que en 1807 se resolvió con una genérica apelación a las obligaciones cortesanas y al tributo impuesto por las circunstancias a la obra literaria, en 1830 pasa a ser una viva estampa de la imposibilidad de escribir «con entereza y verdad» si se escribe para contentar a encontrados «intereses» y «pasiones» de banderías políticas: [1807]
[1830]
Este era el medio de verlas mejor y de juzgarlas con independencia. Tomó Juan de Mena sobre sí una obligación que un cortesano no podía satisfacer, y su vigoroso espíritu, no empleando más que la mitad de su fuerza por obsequio a las circunstancias, se quedó lejos de la dignidad y altura a que con más osadía pudo fácilmente elevarse (XXIX).
Juan de Mena a la verdad no era continuo en la corte, pero el cronista del rey, el amigo de don Álvaro de Luna, el corresponsal de los principales señores, no podía llenar debidamente la obligación que había tomado sobre sí. El poema que hoy hacía debía ser visto mañana por el condestable, por el almirante, por el marqués de Santillana o por cualquiera de
cio del siglo XVI (1807: XLVIII-XLIX; 1830: XL). Sólo en un caso la adición denota una lectura real, permitiendo a Quintana escapar del tópico formulario: «Vicente Espinel, a quien la música debe la introducción de la cuerda quinta en la vihuela y la poesía la combinación de rimas en los versos octosílabos a que se dio entonces el nombre de espinela»; «Vicente Espinel, a quien la música debe la introducción de la cuerda quinta en la guitarra y de las décimas en la versificación, que de su nombre se llaman espinelas. Aunque este poeta carecía de gusto y doctrina, manejaba la lengua con tanto despejo y pureza, tenía tanto talento y tan buen oído, y sus periodos poéticos son por lo general tan sueltos, llenos y sonoros, que no es de extrañar la grande estimación en que sus contemporáneos le tuvieron, y su ejemplo contribuyó poderosamente a dar a los versos más facilidad, más número y abundancia». 58 Pero nótese el matiz en el texto retocado de 1830: «Mayor respeto se hubiera conciliado si el autor, al proponerse escribir sobre las cosas de su tiempo, se manifestase más ajeno y distante de las maquinaciones y partidos que entonces había en Castilla» (XIX).
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José Lara Garrido los demás ricoshombres, todos aficionados a la poesía pero los más opuestos todavía entre sí en gustos, intereses y pasiones. ¿Cómo era posible explicarse con entereza y verdad? Así es que su vigoroso espíritu, no empleando más que la mitad de su fuerza, se quedó muy lejos de la dignidad y altura a que de otro modo pudiera fácilmente elevarse (XIX-XX).
Con el segundo se produce una remoción matizadora del juicio sobre las anacreónticas y los «versos mayores» de Villegas. En un autor particularmente conflictivo por las valorativas encontradas que de su obra poética se producen entre las últimas décadas de XVIII y primeros del XIX, producto en gran parte de las tensiones y modificaciones en el campo literario en el que actúa como discutido modelo y arma arrojadiza,59 esos matices son del mayor relieve. Sin abandonar la concordancia de razones discordantes a favor y en contra de la poesía de Villegas, en la «Introducción» irrumpe una más generosa simpatía que prepara el deslizamiento hacia la ladera del encomio cumplido en otros lugares de las Poesías selectas de 1830:60
59
Un excelente panorama de su fortuna crítica desde Cadalso al Duque de Rivas traza J. Bravo Guerra (1989: 87-133). Acierta a entrever el intento de objetividad hecho por Quintana en una valía que «empieza a ser cuestionada, es decir, definida, aunque sitúa en 1807 juicios y análisis de 1830 (113-116). Todo esto escapa a la superficial lectura de Dérozier, que considera «rigurosamente idénticos» los argumentos de Sánchez Barbero a los de Quintana (1978: 272). 60 Particularmente en las extensas «Observaciones» que se le dedican a un idilio, dos odas y a las cantilenas y anacreónticas en general. No quiere en ellas llevar «más adelante la severidad de la crítica», hasta decreta que buscar en sus composiciones «los equívocos, los retruécanos, las antítesis viciosas y demás efectos con que el autor a veces las resabia [...] sería inoportuno y pedantesco por demás. Manosearlas así es ajarlas y destruirlas» (1830: 553-555). Al fin y al cabo Cadalso y Meléndez en sus odas ensayaron tan infelizmente como Villegas «suplir con el asonante o con la rima la perfección de la prosodia exacta que no les era asequible», y en ninguno de los versos de Meléndez, siendo «más exquisitos y delicados», está «impreso tan bien el carácter anacreóntico como en los de Villegas» (554).
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Él fue el primero que hizo conocer la anacreóntica entre nosotros, y a pesar de sus defectos sus cantilenas y monostrofes se leen todavía con agrado y quedan grabados en la memoria de la juventud. La causa de esto es que hay en ellas vivacidad, ligereza, gracia, cadencia, que son las prendas características del género a que pertenecen y halagan a un tiempo la imaginación y el oído. Sus versos grandes no han tenido la misma aceptación, y es que la facilidad, el número y la erudición no compensan en ellos el desagrado que causan la afectación, la pedantería, la falta de calor y entusiasmo, las trasposiciones violentas, las locuciones viciosas, en fin los retruécanos y antítesis pueriles de que abundan (LIII).
Él fue el primero que nos dio a conocer la anacreóntica, y si en sus cantinelas y monoestrofes se ofende a veces el gusto con los falsos conceptos, los equívocos y retruécanos que encuentra, más frecuentemente se agrada con la vivacidad, la ligereza y la gracia que la anima, con aquella libertad y travesura tan propias de un muchacho, con aquella cadencia en fin, y aquel acento que halagan y cautivan al oído, y hacen perdonarlo todo. No sucede lo mismo con sus versos mayores: fácil generalmente y numeroso en ellos, rima con desahogo y maestría, y descubre de cuando en cuando un seso y una doctrina muy superiores a sus pocos años. ¿Pero qué son idilios sin sencillez y sin afectos, elegías sin melancolía ni ternura, odas sin elevación ni entusiasmo? Aun cuando estuvieran libres de esos defectos capitales, siempre perderían mucho de su valor por la continua afectación y pedantería, por las locuciones viciosas, antítesis y falsas flores en que abundan (XLV).
En justa correspondencia a lo advertido por Quintana en 1830 acerca de que la «economía y plan primitivo de la obra» no permitía un aumento de los textos seleccionados salvo en puntuales vacíos o retoques (de modo que «algunas poesías, aunque pocas se han añadido a las antiguas» [IV]), la nueva edición mantiene prácticamente incólume el corpus de 1807.61 Determinadas críticas a las Poesías selectas castellanas realizadas poco antes o inmediatamente después de esa nueva edi61
En cuanto a los textos en sí el colector asegura que «la edición presente» aparecía limpia «del sin número de erratas que desfiguraban la primera hasta un punto verdaderamente vergonzoso». Pero cuando a continuación indica que «lo que ya realmente interesa a los lectores es tener los versos selectos de nuestros poetas en su verdadero y genuino sentido, mediante una atenta corrección, y esto es lo que se ha hecho con todo el esmero de que el editor es capaz» (1830: [IV]), avanza hacia otro tipo de intervenciones en los poemas editados. Es la misma práctica de trabajo proclamada en las Poesías
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ción están empeñadas en la construcción de paradigmas diferentes, bien por la primacía concedida a la remoción de materiales, bien por el abandono de un programa de normatividad y normalización histórico-crítica con el que Quintana quería proclamar y sostener un canon. Empleaban un lenguaje con claves ininteligibles para quien había trazado su círculo hermenéutico en la exacta interrelación entre su discurso y las series de textos en que se sostiene, haciendo de la historia y de la crítica instrumentos explicativos, funcionales en la misma medida en que facultaban la propuesta canonizadora. Con particular insistencia, Böhl de Faber atacó la «ligerísima colección del Sr. Quintana»,62 negándose a reconocer la distinta modalidad de su trabajo de búsqueda y afloramiento de autores y textos desconocidos respecto al de su antecesor. Aparentando no saber «si es V. md. apasionado del Sr. Quintana o indiferente» y refiriéndose a la aversión que siente hacia «todos los poetas modernos [...] porque los juzgo si no ciegos al menos indiferentes a las glorias de su antiguo Parnaso», manifiesta a A. Durán en carta de noviembre de 1829 que
escogidas de nuestros cancioneros y romanceros antiguos, con la que el editor asume el objetivo de «limpiarlas de las infinitas mentiras en que abundaban y corregirlas a veces de los lunares que el mal gusto del siglo imprimía en ellas» (1796: I). Pero si Quintana ofrecía en sus compilaciones poemas en que el texto en muchas ocasiones «está arbitraria y caprichosamente alterado» (Menéndez Pelayo, 1947: 415) no hay que achacárselo, como hizo Gallardo, al «desaliño» y «la negligencia y desdén», sino al común y aceptado concepto de la licitud con que un texto, para ser ofrecido a los lectores en su óptima potencialidad, puede mejorarse. Cuando el mismo Gallardo demostraba que el texto de los romances ofrecido por Quintana en 1796 y 1807 «se debe usar con suma desconfianza» por presentarse «torpemente alterado y corrupto» estaba avanzando una serie de conceptos e ideas («original quirógrafo», «locuciones variantes», «justificación de las enmiendas») (1928: 92-94, 97-98, 114) que «eran totalmente nuevas en la crítica textual» (Sáinz Rodríguez, 1989 210). La actuación de Quintana no tiene nada de escandalosa ni de anómala, pero la complejidad de estas alteraciones y el efecto de su autoridad en la transmisión de los textos a otras antologías y estudios, apuntado a propósito de la Epístola moral a Fabio por D. Alonso, aunque sin contar con la edición de 1830 (1978: 90-91), ha de ser objeto de un asedio particular. 62 En carta a Martín Fernández de Navarrete de 1817 (Janner, 1945: 233). Ahí indica que lleva quince años reuniendo materiales «para un Parnaso español, que considero hace mucha falta», lo que sitúa a la Floresta en la órbita de compilaciones programadas para explotar las muchas vetas todavía entonces desconocidas de la poesía española del Siglo de Oro. Para el plan de Böhl y su progresivo despegue de «las colecciones inspiradas por la Ilustración» véase el excelente encuadre de B. Molina Huete (2007: 109-121).
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el señor Quintana debiera refundir su colección ya que la vuelve a imprimir. Señalaré sus defectos en otro papel, y sólo digo ahora que suponiendo no tiene lugar ni paciencia para hacer el rebusco de los poetas antiguos, pudiera aprovecharse de la Floresta con el fin de sacar a luz algunos trozos de tan insignes poetas como Boscán, Medrano, Virués y otros, cuyos nombres no he visto siquiera en su selección.63
Recién aparecida la edición de 1830, en octubre de ese mismo año, el motivo central de otra carta a A. Durán es una radical y destemplada crítica a los textos seleccionados en aquella por su desfase al no incorporar los descubrimientos que el mismo Böhl de Faber había hecho en la Floresta: He visto con sentimiento la nueva edición de las poesías selectas del señor Quintana, pues aunque en lo moderno ha aumentado bastante, lo antiguo ha quedado tan incompleto y diminuto como antes, y no he podido descubrir más añadiduras que dos poesías de fr. Juan de la Cruz. Quisiera que alguien (que no fuese yo mismo) preguntara al señor Quintana si en 23 años, que han discurrido entre las dos ediciones de su colección nada ha encontrado digno de añadirse en la parte antigua, sino las dichas dos poesías [...]; si ignora del todo que en los años de 1820 a 1825 se ha impreso una Floresta de rimas antiguas castellanas en Hamburgo de que no faltan ejemplares en manos de los aficionados en Madrid; si conociéndola manifieste por qué de más de 160 poetas que encierra la Floresta sólo de 35 o 36 ha dado muestras en su colección; si a su parecer tienen más mérito la traducción del Aminta, la Circe de Lope y la Raquel de Ulloa y Pereira [...] que las epístolas de Aldana, las odas de Medrano y tantos valientes sonetos y graciosas letras que adornan la Floresta.
63 Publicada por P. Sáinz Rodríguez (1921: 93). En otra carta al mismo escrita una semana después especifica los «defectos» de la colección de Quintana, tras indicar que si ésta «ofrece muestras de 34 poetas antiguos» la Floresta «saca de la palestra» hasta 161: «Aunque no pretendo que todos estos 161 merezcan su lugar en unas Poesías selectas, me atrevo sin embargo a afirmar que las sublimes inspiraciones de Aldana, las incomparables odas de Medrano, los valientes sonetos de Virués y los delicados madrigales de Soto de Rojas, sobrepujan infinito a las producciones de Ulloa y Pereira, Esquilache, Francisco Manuel y D. Mejía que abruman las Poesías selectas [...] No me conformo con su elección ni mucho menos puedo pasarle el olvido de tantos poetas dignos de nota» (1921: 95).
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Desde su orgullosa proclama de que la Floresta permitía a la nación española «emparejar con las demás en cuanto al conocimiento de sus riquezas poéticas», gracias a que en ella había «desenterrado mil primores o desconocidos o despreciados», Böhl no parece darse cuenta de que «la excelente introducción» de Quintana estaba dialécticamente trabada al corpus que presenta, sin que cupiera la posibilidad de que éste «hubiese completado su colección de los abundantes materiales que le proporcionaba la Floresta».64 Igual de inasumible iba a ser el perspectivismo invertido con que Gallardo proyectaba en 1836 su entusiasmo ante la obra del hispanista de Hamburgo («el más diligente y perito de cuantos colectores han publicado poesías españolas dentro y fuera del reino») a una desestima del fundamento textual de la de Quintana («que goza comúnmente en nuestros días crédito del mejor colector»). Sin distinguir programas ni objetivos, llega a trazar una artificial identidad de circunstancia desplazando de forma retroactiva y potencial el método de búsqueda y el afán de revalorizacion de lo desconocido practicado con la Floresta a la labor de Quintana: Es fuerza confesemos en honor a la verdad que aunque español, y con los inmensos recursos literarios que el tiempo y su larga estancia en la corte le proporcionaba, cuando las bibliotecas estaban en flor antes de la invasión francesa, ha usado tan desigualmente de tan buenas proporciones que su Colección de Poesías es muy pobre y seca al lado de la rica y florida del alemán.65
64
Publicada por P. Sáinz Rodríguez (1921: 100-101). En otra carta a Durán de noviembre de 1830 recuerda «el enojo que tenía contra el señor Quintana» y le vuelve a echar en cara «la clase de cosas que ha despreciado para su colección» (1921: 156); finalmente, en enero de 1832, critica al propio Durán por no haberse lamentado de que Quintana desatendiera la Floresta «para completar la segunda edición de su colección, con trozos escogidos de los infinitos poetas que en ella se echan de menos, entre los cuales son de primera nota Aldana, Medrano y Virués» (1921: 157). 65 Se publicó en el número cuarto de El Criticón (Gallardo, 1928: 7-8). La requisitoria de Gallardo prosigue atacando el horizonte de construcción de las Poesías selectas, sin atisbar que era ese estado documental de la poesía española el que propició la centralidad del canon sobre el que permanentemente estuvo reflexionando su autor: «Quintana, con todo su liláo, apenas ha pisado las faldas del Pindo español, donde cogiendo las fáciles flores que se le han venido a la mano, ha formado un ramillete de los ramilletes hechos y manoseados por el caballero López Sedano y el escolapio Estala» (1928: 8).
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Böhl de Faber, sin embargo, estaba conforme con Durán en la alabanza de las «notas del señor Quintana», a las que en otro momento había calificado de «exquisitas notas críticas».66 Pero no comprendía que esas notas eran el resultado de un alquitarado repensamiento en torno a unos textos elegidos y un discurso histórico-crítico que los traba y comprehende. Sobre el campo inamovible de una colección de poemas erigida en canon (y desde luego en autocanon), el proceso de exploración y ahondamiento desde unas articuladas estrategias explicativas, discursivas y valorativas de amplio espectro y ductilidad desembocaba en una exégesis de muchos grados, que improbablemente se habría alcanzado de ensayarse sobre poemas nuevos y recién conocidos. En Quintana la efectividad del círculo hermenéutico en sus relecciones derivaba, en buena medida, de la fosilización del sustento antológico sobre el que a lo largo de décadas había retrazado un tejido de nuevos atisbos y perspectivas. En su literalidad resulta significativa la ecuación de equivalencia entre la final renuncia en 1807 a las «observaciones críticas» (IX) y el anuncio en 1830 de la adición de «algunas notas y observaciones críticas» ([XI]).67 Sólo se había producido una renuncia parcial y selectiva, pues si el proyecto de partida era ofrecer a los lectores «las noticias particulares a cada composición y mi juicio sobre sus bellezas y defectos» (1807: IX), en la nueva edición tomaban cuerpo «no sobre todas las piezas, sino sólo sobre aquellas que dan ocasión a consideraciones útiles» (1830: [IV]). En este concepto de «consideraciones útiles» ampara Quintana un sutil ocultamiento de su programa de exégesis, difuminado bajo la estratégica coartada de no dirigirse a «los maestros y peritos en el arte» sino a «los jóvenes que empiezan a dedicarse a esta amena parte de la literatura». Pero las «Observaciones» van mucho más allá de servir como guía para apren66
En el citado epistolario dado a conocer por P. Sáinz Rodríguez (1921: 157, 100). Indica Quintana que las «notas y observaciones» aparecen «al fin de cada tomo» ([IV]), pero en puridad había que hablar con E. de Ochoa de «diferentes ilustraciones críticas» (1840: 656), pues en el volumen dedicado a la poesía del siglo XVIII no se comenta ninguna composición, apareciendo tan sólo cuatro «notas» aclaratorias de índole externa: sobre la historia y variaciones del canto épico de Nicolás F. de Moratín, sobre la elección del texto de las poesías de Meléndez, sobra la colaboración de Reinoso al suministrar los materiales y redactar las noticias biográficas de los poetas del grupo sevillano y sobre la novedad del artificio formal de la oda de Arjona La diosa del bosque (1830: 617-620). 67
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der «a sentir y discernir» en todos los planos de la elocutio y la dispositio «los primores y defectos [...] los aciertos y los extravíos». Cierto es que están presentes de forma continuada las consideraciones en ambas direcciones contrapuestas sobre la versificación (la «firmeza» de las octavas en la Égloga I de Garcilaso [I, 332] y la «falta de cadencia» en la oda V de fray Luis de León [I, 337]), el estilo (el «movimiento conveniente» de sus cambios en La cierva de Francisco de la Torre [I, 341], y la existencia de un terceto que «se pudiera haber omitido» en la elegía I de Herrera [I, 349]), la «elección de las formas» (la «admirable variedad» de las líricas, descriptivas y dramáticas en la canción II de Herrera [I, 346] y la indistinción de discursos y variación en la Circe de Lope [II, 557]) y la «disposición de los planes» (el «artificio oculto» con que Herrera pasa con un desorden aparente de un afecto a otro» en la canción II [I, 345] y la falta «de composición» en la Égloga II de Garcilaso [I, 331]). Pero también que, contra lo denegado, Quintana ofrenda un brillante muestrario de «ideas nuevas y profundas» (1830: [VI]-[VII]) que sin llegar nunca a contradecir los principios y encuadres histórico-críticos formulados en 1807 los matizan y ahondan hasta un refinamiento que los hace brillar, por su precisión y eficacia heurísticas, a una altura inusitada para su momento histórico. Baste enumerar, entre otros, sus análisis de las canciones de Francisco de la Torre, en especial de La Tórtola, en que «cada estancia es un lamento y cada verso un gemido» (I, 340-341), de las silvas de Rioja, con su propósito de «pintar a la imaginación» y en las que «el objeto natural es lo primero» (I, 355-356), de las barquillas de Lope, en que se unen la cadencia del metro, la variedad de tonos y la calidad de «obras de sentimiento» (II, 560-562), o la de las canciones de Góngora, revalorizando por la «novedad del pensamiento» la que comienza «¡Qué de invidiosos montes levantados...!» (III, 408-410). Aunque procurase un cierto equilibrio distributivo, analizando las composiciones de forma exenta o agrupadas por géneros en cada uno de los grandes autores y sólo excepcionalmente en lo referido a las secciones de «Poesías de varios autores», Quintana no logró un comentario armónico, igualmente preciso y detallado, sobre el conjunto de los textos reunidos en su antología. Es llamativa la extensión de las «Observaciones» del tomo primero, que casi alcanzan la suma de los contenidos en los dos siguientes tomos. Esta extensión redunda en la minuciosidad de los comentarios, poema a poema,
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del punto de arranque,68 tónica mantenida en parte en la intermediación, pero que cede al final al recurso de agrupar las notas por géneros. De ahí resulta que la exégesis individualizada de los textos de Francisco de la Torre o Fernando de Herrera (I, 338-354) procura una auscultación de detalles que no es factible al considerar las canciones, sonetos y romances de Góngora (III, 407-415) o las silvas, letrillas y romances de Quevedo (III, 416-419, 422-424). Más que a la oportunidad que brindaban al comento o al desigual interés explorativo de los gustos de Quintana, el desequilibrio puede ponerse a cargo del proceso final de preparación y entrega a la imprenta de los sucesivos volúmenes de 1830. En ese sentido quizás los agobios finales obligaron a que el cierre de las «Observaciones» presente sólo dos detallados análisis de poemas altamente valorados por el autor de las Poesías selectas antes de 1807: la Raquel de Ulloa y Pereira y la canción «Ufano, alegre, altivo, enamorado...» atribuida a Mira de Amescua (III, 426-431). A cuenta de la autoridad creciente de A. Durán y como obsequioso tributo a la misma hay que contabilizar posiblemente el silencio de Quintana sobre los romances, al no comentar nada sobre la extensa sección del tomo segundo o sobre los dieciocho antologados de Príncipe de Esquilache en el tercero. El expediente resolutivo debió suponer un alivio, sin duda, en la redacción final de las «Observaciones», que en este género se limitó al comento admirativo de los de Góngora, particularizando en el de Angélica y Medoro (III, 411-415).69 La preparación final de las «Observaciones» discurrió paralelamente al nuevo espacio y trazado ideados por Quintana para la poesía del siglo XVIII. Con ello se provocaba en la antología histórico-crítica un descentramiento que venía a hacer pivotar sobre dos ejes el discurrir secular de la poesía española, elevando a categoría determinante y nuevo punto focal de su paradigma explicativo otro periodo investido ahora de un espesor y una complejidad evitados en 1807. En 1830 se
68 Sobre las dos primeras «observaciones», dedicadas a otros tantos episodios del Laberinto de Mena, M. R. Lida destacó que se trata de «notas adecuadas para explicar las circunstancias históricas de ambos y comentarios al texto de tipo retórico» (1984: 387). 69 Véase sobre todo ello, atendiendo en especial relación de Quintana y Durán como estudiosos del romancero, J. Lara Garrido (2008b). En general, para un encuadre de las «Observaciones», J. Lara Garrido (2008c).
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hacía una parcial aproximación, si no justa correspondencia, entre el anuncio titular «hasta nuestros días» y el contenido desenvuelto en las Poesías selectas castellanas, a través de la superfetación de las dos escasas páginas iniciales, hasta alcanzar un panorama y un volumen de textos equilibrado con los que representaban a la poesía de los siglos XVI y XVII. Mediante esta nueva estructura al ciclo conformado por la instauración y decadencia sigue el de la «restauración» prolongada en el devenir de «nuestra poesía moderna» (1830: IV, XX). La «Introducción» de 1807 concluía con unas escuetas notas sobre cómo se produjo el renacer de la poesía castellana «hacia la mitad del siglo pasado por los laudables esfuerzos de algunos literatos que se dedicaron todos al restablecimiento de los buenos estudios». Breves pinceladas sobre una selecta nómina, temporalmente escalonada desde Luzán a Cadalso, de los actores de esta «revolución feliz», precedían a la declaración final en que Quintana explicaba las razones de su renuncia a tratar de la poesía de su tiempo, no sin antes dejar remarcada la importancia de ese consolidado renacimiento: Desde entonces empieza una nueva época en la poesía castellana, con otro fondo, otro carácter, otros principios, y aun puede decirse que con otros modelos: época cuya descripción y juicio no pertenecen a mi plan; y que la posteridad sabrá hacer con más justicia, autoridad y decoro que el que se supone generalmente en un contemporáneo (LXXXIV-LXXXV).70
A este esquemático bosquejo correspondía un segmento final en la antología sobre «Poesías del siglo XVIII», que se limitaba a recoger seis extensas composiciones de Jorge Pitillas, el conde de Torrepalma, Ignacio de Luzán y Nicolás Fernández de Moratín (III, 395-462) antes de una más variada muestra de los diversos géneros practicados por Cadalso (III, 463-484). En la «Advertencia» de 1830 se indica que con esta restricción «cabalmente faltaban las mejores» composiciones del siglo XVIII, por lo cual «esta parte de la colección ha recibido ahora un 70 Estas breves pero sustanciales páginas han sido desatendidas por quienes se han limitado a manejar el volumen de Obras completas de la BAE, donde Quintana las hizo desaparecer al atenerse al texto de 1830. Con buen acuerdo, las rescató entre los documentos «oubliés» A. Dérozier (1968: 58), considerando que «ce long paragraphe est, en quelque sorte, l’embryon des futurs commentaires de l’éd. de 1830, t. IV, sous le titre Introducción a la poesía castellana del siglo XVIII» (1968: 59).
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aumento tan considerable que la constituye casi enteramente nueva». Tal aumento ha sido posible por el transcurrir del tiempo, cuya inexorable marcha ha reubicado al antólogo en su perspectiva de libertad de enjuiciamiento, sin las trabas que ocasionaba su misma pertenencia a un campo literario que en 1807 todavía no estaba cerrado y listo para su escrutinio y taxonomía: No existen ya por desgracia los motivos de cincunspección y de reserva que hubo al principio para terminar la colección en las poesías de Cadalso. Meléndez, Cienfuegos, Jovellanos y otros escritores señalados vivían todavía entonces, y no era decente hacer en sus obras un escrutinio por ventura poco agradable a ellos mismos y seguramente ofensivo a los demás de quienes nada se eligiese. Pero ahora ya, muertos ellos, se puede, sin nota de envidia ni de lisonja proceder a este escogimiento y a la manera que se ha hecho con los autores antiguos presentar al público lo que se estime conducente para el gusto, la admiración o el ejemplo ([V]).
Quintana proclama, pues, que sólo ahora se produce la homogeneidad del objeto constituyente de su quehacer, limitado por una frontera impermeable de convenciones y previsibles efectos que habría paralizado un programa inicial, ideado con ambición insostenible «hasta nuestros días». Transcurrido casi un cuarto de siglo el deslizamiento del alcance terminal de la propuesta seguía planteando un obstáculo epistemológico insalvable para la coherencia del conjunto. Todo el siglo XVIII en los poetas considerados mayores aparece como concorde equilibrio de una tríada que representa en unidades aproximativamente seculares los estadios conformadores de la historia de la poesía española. El conjunto de once autores resaltados (Luzán, el conde de Torrepalma, Nicolás F. de Moratín, Cadalso, Iriarte, Samaniego, Meléndez Valdés, Jovellanos, Iglesias de la Casa, Forner y Cienfuegos) con su cerca de doscientas composiciones, se ajusta al modelo seguido en los siglos XVI y XVII, incorporando incluso el consiguiente apéndice de «Poesías de varios». Pero Quintana no se decidió a prolongar hasta una actualidad que inevitablemente lo habría comprehendido a él mismo (como mostraba tres años antes Maury en su antología) ese proceder. Tanto su presencia como su ausencia en un panorama reglado de la contemporaneidad eran indeseables, por lo que se vio constreñido a adoptar la única solución posible. Una solu-
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ción baciyélmica que descansaba sobre el principio de neutralidad del antólogo actuando sólo en parcelas definitivamente conclusas del campo literario. De esta forma se filtraba a un «Apéndice» de «Poesías de algunos autores que corresponden al principio del siglo XIX» la selecta antológica de poetas fallecidos (en algunos casos dos o tres años atrás). El expediente no fue resuelto con brillantez, porque el autor de las Poesías selectas castellanas parecía huir de un compromiso de cualquier signo con la poesía de la nueva centuria. De hecho a él sólo se debe la elección de los textos de tres poetas que en realidad habían concluido lo más granado de su producción antes de 1800: Leandro Fernández de Moratín, el conde de Noroña y Francisco Sánchez Barbero. Para el resto descansó en la autoridad de Félix José Reinoso, como explica una de las notas finales sobre las poesías de Arjona, Roldán y Castro. Gracias a esa colaboración pudo disponer de una selección apropiada sobre materiales desconocidos e inéditos, acompañada de noticias de primera mano: En obsequio del arte y de la memoria de estos escritores, que fueron también amigos suyos y compañeros de estudios, se ha tomado el trabajo de entresacarlos de la muchedumbre confusa de borradores informes y mal escritos en que los tres poetas dejaron sus versos al morir, y las ha comunicado al colector, dispuestas y preparadas para la prensa en la forma que ahora se publican; las noticias biográficas que las acompañan son igualmente suyas (IX, 620).71
La modificación tan profunda de la colección de textos poéticos conllevaba elaborar un nuevo discurso histórico-crítico para la poesía del XVIII, ubicado ahora como auténtico pendant de la «Introducción» general de 1807 al frente del volumen cuarto. Según el propio Quintana esta extensión que se ha dado a la obra ha ocasionado también la disposición nueva y aumento que se ha dado a la introducción. La restauración
71 La de Reinoso no fue la única colaboración digna de nota con que contó el volumen cuarto de la edición de 1830. «A la amistad y diligencia del señor don Martín Fernández de Navarrete» (IV, 152), se debe las tres más documentadas noticias del conjunto: sobre Iriarte (150-152), sobre Samaniego (190-192) y sobre Forner (424-425). Además Navarrete proporcionó a Quintana copia de «algunas de las composiciones inéditas que van en este tomo» (152).
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del buen gusto en el siglo XVIII, el diverso carácter que toma en él la poesía, las causas que a ello influyen, los efectos que se siguen, la apreciación, en fin, de la índole y mérito de los autores que más han sobresalido en esta época, exigían un examen más detenido y prolijo que la imperfecta y sumaria indicación hecha anteriormente. Se ha dado, pues, a estos objetos la atención y el espacio correspondientes a su importancia, y se ha colocado este trabajo al frente del tomo que comprende las poesías del mismo siglo, donde tienen su lugar más proporcionado y oportuno (1830: I, [V]-[VI]).
Quintaesencian estas líneas la renuncia a mantener idéntico paradigma explicativo para la poesía del XVIII del ensayado en 1807 sobre el desenvolvimiento desde sus orígenes de la poesía española. Pese a que el articulado de la «Introducción a la poesía castellana del siglo XVIII» se atenga formalmente al ordenamiento y estructura dispositiva del anterior (incluso con una conclusión que responde a preguntas esenciales «después de recorrido este periodo» en anuencia a los antecedentes «Reflexiones generales»), su densidad teórica y su ambición heurística son notablemente inferiores a los de aquél. Quintana indaga «causas» y «efectos», pero su modelo explicativo está ahora más próximo a la narración que a la historia filosófica, al pragmatismo cronístico que a la elucidación de las grandes cuestiones referentes a la esencia constitutiva de la poesía según su propio programa: el devenir de la lengua española y la conformación y las experimentaciones con el lenguaje poético. En último término la atenuación del entramado histórico, la práctica de una proyección solipsista y experiencial y la relativización de valores de un crítico que ha lidiado poema a poema con los mejores poetas del Siglo de Oro en las «Observaciones» desembocan en un discurso de distinto signo. No por desencantada la summa que ofrenda Quintana deja de tener relevancia en ningún momento, pues representa el primer panorama completo sobre la poesía de un siglo por quien había sido uno de sus espectadores más privilegiados. Pero analizarla como una mera prolongación del trazado para la poesía hasta finales del XVII supone desatender a la raíz profundamente inmersa en el suelo de una España cambiante que tienen las Poesías selectas castellanas. El recrecimiento del programa de Quintana condujo a la ideación de un objeto de análisis segmentado del cuerpo histórico-crítico y antológico de las Poesías selectas castellanas de 1807 y 1830. El principal resultado de su reformulación supuso el desgajamiento, hasta conformar una se-
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gunda parte del conjunto, de un género ya atendido aunque de manera más incidental y asistemática en la obra: la poesía épica. Considerada junto al drama uno de «los géneros grandes de la poesía», la epopeya, a juicio de Quintana no había sido cultivada en España «con el esmero y la felicidad que la oda y demás géneros cortos». De haberse producido ese hecho la aportación española al concierto de las naciones literarias hubiese sido de bien distinto calibre («podríamos estar contentos del lote que nos cabía en esta amena parte de la literatura») (1830: I, LXXVILXXVII). Esta inferioridad congénita enraíza en un enigma o paradoja que constituye el punto neurálgico de las «Reflexiones generales» en que concluye la «Introducción»: la falta de correspondencia entre una historia grandiosa que ofrenda asuntos idóneos a la épica y una poesía empeñada en proseguir continuadamente por opuestos derroteros: Los árabes arrojados de la Península; el mundo desdoblado presentando un nuevo hemisferio a la fortuna española; nuestras flotas yendo de un extremo a otro del océano acompañadas de terror y volviendo cargadas de las riquezas de oriente y occidente; la religión cristiana desgarrada por la facción de Lutero; Francia, Holanda, Alemania conmovidas y desoladas con la guerra civil y las discusiones religiosas; la potencia otomana arrollada en las aguas de Lepanto; Portugal cayendo en África para después unirse a Castilla; la espada española agitándolo todo en la tierra por espíritu de heroísmo, de religión, de ambición y de codicia ¿qué tiempo hubo nunca más lleno de prodigios ni más propio para exaltar la fantasía y el ingenio? Y sin embargo las musas castellanas sordas, indiferentes a esta agitación universal, apenas saben inspirar a sus favoritos otra cosa que moralidades vagas, imágenes campestres, amores y galantería (I, LXXII-LXXIII).
Desde esta atalaya no sólo se avizora en una vertiente la depreciación global de la lírica española entregada a modos y motivos de inferior categoría (de esta rebaja cualitativa sólo quedan excluidas «tres canciones de Herrera») sino también en la otra vertiente el despeñadero de una épica de los grandes acontecimientos en la que no es relevante ni siquiera La Araucana (en la cual «si hay algo bien pintado no son los españoles, son los indios»).72 Para terminar de redondear su argumento Quintana ha venido explorando en la «Introducción» otro tipo de poe72 La obra de Ercilla era la única epopeya española que había «traspasado los límites del país y logrado celebridad por los extranjeros», pese a que «mirada sin prevención no
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mas épicos cultos desligados de la historia,73 concluyendo también con el enunciado de otra sorprendente anomalía: «los dos poemas épicos castellanos que tienen mejor disposición y están escritos más correctamente son la Gatomaquia y la Mosquea; pero no me atrevo a decir si esto nos debe causar más satisfacción que vergüenza» (I, LXXI). En sus consideraciones cabe resaltar la atenta reflexión crítica sobre el Bernardo de Balbuena y la Jerusalén de Lope, dos poemas construidos desde una débil trama de seudohistoricidad mítico-nacionalista y que culminan en las letras españolas la amplia decadencia de Ariosto y Tasso.74 El primero es contemplado como réplica explanadora de las extremas cualidades (dominador como «nadie desde Garcilaso» de la lengua, la versificación y la rima) y carencias («nadie al mismo tiempo es más desaliñado y desigual») de Balbuena. Con un recurso efectista a la metáfora que exprime la similitud entre el poema y el «nuevo mundo donde el autor vivía», se traza el paisaje contradictorio que refleja la subsiguiente sanción crítica: «Si a veces sorprende por la soltura del verso, por la novedad y viveza de la expresión, por el gran talento de describir en el que no conoce igual, y aun tal vez por la osadía y profundidad de la sentencia, más frecuentemente ofende por su prodigalidad importuna y por su inconcebible descuido» (I, LI-LII). El segundo es inapelablemente condenado en un juicio sumario: pese a ser la obra «más estudiada y querida» de Lope, la Jerusalén «es un compuesto de absurdos, donde lo poco bueno que se encuentra hace todavía más deplorable el abuso de su talento». Citando unos versos de la Epístola a Gaspar de Barrionuevo en que el Fénix pondera la calidad de su imitación y el «rigor» con que castigaba los versos de su poema, Quintana apostilla: «¿Qué ideas, pues, tenía de gusto, de corrección, de orden, de elegancia, el hombre que con tanto estudio y esmero produce una obra tan desatinada?» (I, LIV).
es lo más a propósito para dar una idea de la elevación y grandeza de nuestra poesía» (Quintana, 1795: 4). 73 Aunque con un marcado matiz peyorativo ya se había referido en 1795 a los dos modos de poemas épicos: «Muchos de ellos no son otra cosa que historias en octavas frías, y algunos una cadena de delirios sin términos ni concierto» (1795: 3). 74 Eran también los dos poemas épicos más atendidos, como recuerda el propio Quintana: «El Bernardo o la Jerusalén llaman todavía la atención de los eruditos» (1795: 3).
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En 1830 Quintana atiende con igual interés e intensidad a su selección de poesía épica, agregando tres extensos análisis de las «Observaciones» a otros tantos textos recogidos en 1807: La Circe, y La Gatomaquia de Lope y La Raquel de Ulloa y Pereira.75 La Circe es considerada como ejemplo de límites en el entendimiento y la imitación de Homero, pues si debe a La Odisea «la invención, los acontecimientos, los personajes», la distancia en el estilo, la «falta de economía» en los discursos y el ejercicio de libertad con que Lope adopta a su tiempo «los sentimientos y las ideas» lo configuran también como una reversión homérica (II, 555-558). De La Gatomaquia, calificada de «juguete poético», se exalta la originalidad de invención, la unidad de acción, la «distribución de partes» y «muchas bellezas de diálogo, de versificación y de estilo». Aunque habría ganado mucho de escribirse en octavas, lo que hubiese evitado «la dilatación de los periodos» y «enfrenado algún tanto la excesiva facilidad de Lope», el poema mantiene el tono conveniente a su variedad de género y su autor «se encuentra tan persuadido y tan interesado en los sucesos de los animalejos que le ocupan que nos hace estar en los mismos sentimientos, y Marramaquiz, Mizifuf y Zapaquilda consiguen de su pluma […] más vida y más interés que el que nunca acertó a dar a los Medoros, Ricardos, Ismenias y Alfonsos de sus poemas heroicos» (II, 564-566). En cuanto a La Raquel, implícitamente considerada como canto épico y que «así por su mérito como por la época en que fue escrito, puede llamarse con razón el último suspiro de la musa castellana», arrancando de la valorativa de Luzán es alabada «en lo que pertenece a la invención, a la distribución y disposición de las partes y a la serie y progreso de la narración» y desestimada «en cuanto a la ejecución» por utilizar una especie de lenguaje cortesano («de la urbanidad y la discreción») y no «el lenguaje pintoresco de la fantasía inspirado por las musas» (III, 426-429). Con estos excursos cumplía Quintana de forma coherente con su programa exegético ateniéndose a la misma mixtura que indistingue en el campo de la poesía sus distintas modalidades líricas y épicas. Podría haberse detenido aquí su revisión de las Poesías
75
Refiriéndose a la edición de 1807, Böhl de Faber había criticado en carta a Durán lo que él consideraba una mixtura intolerable: «Las Poesías selectas de Quintana ya es otra cosa, aunque más selectas deberían ser, pues no veo ni hallo cabimiento en obra desta clase para poemas épicos […] como la Circe, la Raquel, el trozo de la Farsalia y del Orfeo, la Gatomaquia» (Sáinz Rodríguez, 1921: 95).
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selectas castellanas como un panorama antológico e histórico crítico, sin más incongruencia resaltable que la falta de versos del Bernardo. Este desequilibrio puntual tenía fácil arreglo, simplemente agregando una antología relativamente amplia (justificada desde el espacio concedido a los otros poemas del género) y el correspondiente comentario de detalle en las «Observaciones». Pero la solución adoptada fue otra: el crecimiento rizomático del proyecto primitivo constituyendo a la épica en «segunda parte» y focalizando con mucha más amplitud cuanto no había sido ya antologado y comentado en 1830. Cuando en 1795 Quintana prologó la reedición de Conquista de la Bética de Juan de la Cueva en la colección Fernández vino a insistir con particular énfasis en que se trataba de una empresa ajena, ya puesta en marcha, que rescataba esa obra «por su rareza» («se creyó al principio que se hacía un servicio al público en volver a darla a la luz […] después ya era tarde para suspenderlo»). Aunque con ironía aseguraba la posibilidad de que el poema pudiera agradar a ciertos lectores «porque en el mundo hay variedad infinita de paladares», su sentencia firme era que aun existiendo poemas épicos peores, la Bética «jamás saldrá de la clase de un poema mediano, donde lo malo es casi siempre superior a lo bueno» (1795: 15). El predicado resultaba a su juicio extensible a «la muchedumbre de poemas épicos que escribieron nuestros poetas a fines del siglo XVI y en todo el siguiente» pues en ellos «el poeta que sabía inventar no sabía escribir y el que sabía escribir estaba desnudo de juicio y de gusto». Un olvido justo habría venido a cubrir todo este continente de la poesía española, con semiexcepciones como el Bernardo o la Jerusalén «más por la belleza de algunos trozos que por la regularidad y excelencia del todo» (1795: 3-4). Esta perspectiva atemperada es la que vuelve a aflorar en la «Introducción» de 1807 cuando Quintana afirma que «tenemos un buen número de poemas épicos; y aunque de ellos se pueden entresacar algunos trozos de buena poesía, no hay uno que se pueda mirar como una fábula ordenada y que corresponda en su interés y dignidad a su título y argumento» (I, LXXVIII). A propósito del Bernardo subraya que «el mayor defecto» de un poema de este género es la imposibilidad de perfección, aunque su autor, como es el caso de Balbuena, sea un inigualable artifex de la lengua y la versificación, por ser «moralmente imposible dar a una obra de cinco mil octavas la igualdad y elegancia continuada que son
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precisas para agradar» (I, LIX).76 En tal premisa descansa la necesidad heurística de ampliar el radio de la antología, como se indica en 1830, con «La Musa épica castellana, que comprenderá los mejores trozos de nuestros grandes poemas» (I, [VII]). La «Advertencia» de 1833 ofrece un muestrario de razones justificatorias de la existencia misma de los dos volúmenes de Musa épica o «colección de los trozos mejores de nuestros poemas heroicos», que daba «cumplimiento» a la «promesa» de 1830 (I: III).77 Si se recategoriza el discernir envolvente y cargado de excusas retóricas de tales reflexiones preliminares, éstas quedan nucleadas por tres principios interconectados. El primero, que sin atender convenientemente a la épica «el estudio de nuestra poesía sería sin duda incompleto» (VIII). El segundo, que tratándose de una tarea «de utilidad literaria» la del antólogo, al enfrentarse a la ingrata tarea de recorrer «unos edificios vastos, mal trazados, mal reconstruidos y desigualmente decorados», su resultado de exploración era revelador. Por una parte, el descubrimiento de «algunas piezas suntuosas donde brillan alhajas de mucha delicadeza y bizarría y ornatos de primer orden»; por otro, el cambio de valorativa con que se salda el conjunto del recorrido por el género: «Porque además de desplegarse aquí la fantasía española con tanta gala y lozanía como en los otros géneros en que se ha ejercitado con mejor fortuna, en vano se buscarían en otra parte el número y la armonía majestuosa que se dejan sentir en tantas bellísimas octavas» (VII-VIII). El tercer principio atañe a la imposibilidad de leer la épica desde una constricción hermenéutica regida por el modus lírico, teniendo el antólogo que verse obligado a acotar segmentos poemáticos con sentido. Su objeto no es «dar menos ejemplos de elocución poética» sino «presentar pedazos bastante considerables en que
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Poco después Quintana auspiciará por motivos que actualizaban la francofobia subyacente en la tradición bernárdica, la que fue segunda edición del poema: El Bernardo, poema heroico del Doctor Don Bernardo de Balbuena, I-III, Madrid, Sancha, 1808. La edición venía a rehabilitar a Balbuena «en el campo artístico» desde un marcado «sentimiento de resistencia a Napoleón», como se explica en el Semanario Patriótico (J. van Horne, 1940: 151, 176). El futuro autor de la Musa épica cuidó la empresa y escribió la introducción de la que reproduciría las «Noticias de Balbuena» (1833: 4). 77 Según apunta en el párrafo antecedente, para cuando se iniciaba la nueva edición de las Poesías selectas castellanas su autor tenía «ya bastante adelantados» los trabajos de la colección antológica de poemas épicos, aunque esperaba la acogida de aquella para animarse «a concluir» (I: [VII]).
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el interés de la invención y narración se uniese al mérito de la bella poesía» (IV). Este tercer principio es el que rige, según Quintana, la elección absoluta de los poemas épicos operativos para su propósito, alcanzando con ello la validación de «la mejor muestra del carácter y alcance de nuestros ingenios en este género de poesía tan importante como difícil»: De las muchas obras que con el título de poemas heroicos se han impreso en castellano, solas siete han podido servir a nuestro propósito; que son la Araucana, el Monserrate, la Bética, la Cristiada, la Invención de la Cruz, la Jerusalén y el Bernardo (III-IV).78
La forma de selección de «los trozos sobresalientes de nuestros poemas heroicos más estimados» y el que ésta pueda ejercerse sobre un reducido número de obras «escritas en el medio siglo que corre desde 1570 hasta 1620» (III) determinan dos mutaciones esenciales en el programa histórico-crítico y exegético cumplido en 1830 con la renovada edición de la primera parte de las Poesías selectas castellanas. Son, al mismo tiempo, claves de inteligibilidad de ese desenvolvimiento hacia un modo de discurso de mayor economía que viene a fundir los dos planos de la construcción exegética antecedente: el encuadre general de la «Introducción» y los encartes explicativos de las «Observaciones». Ahora el «discurso preliminar» se realiza no para dar la historia de la epopeya entre nosotros: en todas las literaturas esta historia es muy corta porque son pocos los hechos sobre que tienen que discurrir. En la nuestra sería del todo ociosa, por no decir inoportuna, pues no habiendo en rigor ningún buen poema épico en castellano, era por demás hacer la historia de un arte que no ha existido (V-VI).
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Es difícil decidir hasta qué punto se trata de un canon sólidamente fundamentado o es resultado de un pacto transaccional con los limitados conocimientos del género que podía tener Quintana. Frente a la «larga lista» de poemas y «las pretensiones vanas o ambiciosas de la erudición y de la bibliografía» el antólogo parece haber actuado en muchos casos bajo el patrón de la vertiginosa renuncia de un lector crítico: «La razón y el buen gusto, no pudiendo leer sin pena, ni acabar sin fastidio la mayor parte de estas producciones, ya informes e indigestas, ya desaliñadas y frías, les niegan irremisiblemente el nombre de epopeyas» (I, 5). No queda constancia de un rastreo del campo semejante al iniciado por N. Böhl de Faber y que transmite el Ms. 14792 de la Österreichische Nationalbibliothek de Viena, con conocimiento directo de veintitrés poemas épicos de los siglos XVI y XVII (Carnero, 1978: 312-314).
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A esta razón hay que agregar la imposibilidad de hacer historiable para el género el corto periodo de 1570 a 1620. El cartografiado que Quintana estaba habilitado para resolver comprendía las grandes líneas de un diagrama histórico extenso. En la long durée de los macroperiodos propuestos como eslabones de una historia multisecular en la «Introducción» de 1807, aumentar la percepción atendiendo a los relieves y detalles no era factible más que a través del análisis y comentario de autores y poemas concretos. La microhistoria se le disolvía siempre al autor de las Poesías selectas castellanas en un abandono de la capacidad de historiar y en el consiguiente recrecimiento de la hermenéutica textual. Por ello, en el vacío de la historia adquiere protagonismo vertebral para el nuevo discurso dar alguna idea del argumento, contextura y carácter de cada uno de los poemas que se extractan, y mostrar en qué manera nuestros autores, guiados por un instinto feliz, aciertan a veces a llegar a donde aspiran y cómo otras caen miserablemente, o subyugados por dificultades que no pueden vencer o abandonados a errores y descuidos inconcebibles en ingenios tan sobresalientes (VI).
En la Musa épica no hay «Observaciones»79 porque éstas ocupan sucesivamente el repaso de cada poema, que a modo de guía remite también en muchos casos a las «piezas» antológicas resultantes de la operación selectiva previa, porque «bueno es poner al lector en ellas, sin la dificultad y el disgusto que causa todo lo demás» (VII). La Musa épica, en concepto de segunda parte de las Poesías selectas castellanas fue la última aportación llevada a término por Quintana del 79
Al comienzo de las «Notas» que cierran el volumen primero indica Quintana que «no ha entrado en el plan de la obra hacer observaciones particulares sobre versos y estilo» (475). Eran estos detalles, desplegados en 1830, los que desaparecen al no tener cabida en el hilo discursivo de la «Introducción». Quintana aduce «que las observaciones menudas sobre lenguaje, versificación y estilo son más propias de explicaciones verbales en un aula de retórica que de ilustraciones en un libro ameno, destinado no solo para principiantes» (V). Y para no entrar en contradicción consigo mismo diseña una especie de gradación de lectura y aprendizaje: quienes se acerquen a la épica deben estar «bastante adelantados» (I, V; repetido en I: 476), esto es, curtidos ya por la primera parte de la antología cuya abundancia de «observaciones críticas» estaba en función de «contribuir a formar el gusto de los jóvenes que empiezan a dedicarse a esta amena parte de la literatura» (1830: I, [VI]).
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amplio programa de revisión de su antología histórico-crítica de 1807. Si en esta fecha su campo de indagación parecía limitarse a la suma integrada bajo el concepto de poesía de la lírica y la épica, la «Advertencia» a la edición de 1830 desvelaba inequívocamente un sentido más amplio. Poesía era un término entendido y aplicado, desde las predicaciones clasicistas derivadas del aristotelismo, como matriz idealmente comprehensiva de géneros varios hasta abarcar una de las «dos parcelas» de «lo que hoy entendemos por historia literaria».80 Quintana, en anuencia con ello, integraba entre «los otros ramos de nuestra poesía» el teatro. Tras la Musa épica, según había anunciado en 1830, iba a completarse el conjunto con «un Teatro selecto español, diverso en forma, extensión e ilustraciones de todos los que se han publicado hasta ahora» ([VII]). Pero en 1833, en los volúmenes que salían cumpliendo el primer término del anuncio de una «colección general» sobre la poesía, no se aludía ya para nada al segundo término de los mismos. ¿Se consideró su autor desligado de alguna forma de un proyecto demasiado en germen o que presentaba dificultades mayores de las previstas para su ejecución? De haber sido así posiblemente habría levantado acta de su renuncia, como en ese mismo año de 1833 hizo con su otra vertiente historiográfica, indicando hasta dónde había llegado en sus Vidas y cuánto quedaba para «completar» en su plan definitivamente abandonado de escribir «una biografía de los hombres más eminentes que en armas, gobierno y letras hubiesen florecido en España».81 La explicación, a mi entender, ha de conducirse por otros derroteros. En primer lugar, la interposición de la Musa épica pudo ser un obstáculo en esa recepción prevista «con la benevolencia y aprecio que la primera vez» que el editor reclamaba para «concluir los trabajos ya bastante adelantados que tiene hechos» (1830: [VII]). El mismo Quintana consideraba que esta parte de la poesía castellana es la que presenta menos riquezas a la observación y al buen gusto, siendo de recelar, por lo mismo, que los extractos
80
Véase sobre ello las reflexiones generales de I. Urzainqui (2004: 211-212); y para cómo ese nuevo orden derivó de la reformulación de la tríada clásica aristotélica hasta incluir a la lírica, lo apuntado por J. Checa Beltrán (1998: 154-163). 81 En la «Advertencia preliminar» a las biografías de D. Álvaro de Luna y fray Bartolomé de las Casas (Quintana, 1852: 367).
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que ahora damos a luz, como de obras generalmente poco leídas y estimadas, hallan menos favorable acogida que los cuatro volúmenes anteriores (1833: VIII).
Y si sólo por «utilidad literaria» confiesa haberse «sostenido en una tarea que ni en agrado ni en reputación presentaba muchos alicientes por sí misma» (VIII), el resultado de ese esfuerzo debió aproximarse a las peores expectativas entrevistas por el mismo autor. Hay indicios razonables para pensar que esta «segunda parte» no fue tan bien recibida como la primera.82 El relativo fracaso editorial pudo suponer una razón para el aplazamiento de ese Teatro selecto español de cuya novedad absoluta como antología anotada Quintana era consciente. No creo, sin embargo, que sea la razón suficiente ni determinante, a la que cabe situar en un distintivo plano de constataciones. No siempre es posible controlar la andadura de un plan tan ambicioso y más cuando de nuevo se abría la palestra política y «el hombre estudioso desamparaba su gabinete, dejando interrumpidas sus pacíficas tareas».83 Por más voluntad que albergase de rematar su «colección general» con el Teatro selecto, mientras estaba en la imprenta la Musa épica las circunstancias de la política nacional impondrían otro orden de prioridades. Desde el decreto de octubre de 1832 que otorgaba a la reina María Cristina los plenos poderes hasta, tras la muerte de Fernando VII al año siguiente, la proclamación del Estatuto Real de 1834, la vorágine de la política iba a arrastrar de nuevo a cuantos «profundamente marcados por sus compromisos anteriores» fueron, como Quintana, «los primeros en aceptar la nueva aventura».84 Restituido en todos sus ho82
Así como todos los ejemplares de la serie de cuatro volúmenes de 1830 que he consultado presentan una cuidada encuadernación editorial, algunos de la Musa épica la tienen facticia y artesanal, reuniendo los pliegos en rama en tomos que no respetan las dimensiones del conjunto. Puntualmente faltan en esos ejemplares determinados cuadernillos, como ocurre en el de mi biblioteca, que no completa el volumen segundo por carecer del final (correspondiente a las páginas 381-392). El hecho parece apuntar a una dilatada expedición, con los consiguientes desajustes, como fondo de librería, y por tanto a una demanda inicial mucho menor. 83 Por recurrir, con todas las salvedades precisas, a los mismos términos que Quintana emplea al evocar en 1833 lo ocurrido con la guerra de la Independencia (1852: 367). 84 Según acierta a explicar A. Dérozier (1978: 770), en línea con lo que ya había apuntado, con más circunspección, E. Piñeyro (1892: 195).
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nores, nombrado Prócer del reino en 1834 y ministro del Concejo Real en 1835,85 el autor de las Poesías selectas castellanas tardaría en volver a disponer del tiempo y la tranquilidad suficientes para pensar siguiera en el remate de su proyecto. Y cuando contó con ellos, la fragua ya no debía estar caldeada para dar a su objeto «la importancia y el interés» exigidos. ¿Faltó el aliento o no fue posible «la diligencia» necesaria?86 Del lamentable naufragio que dispersó e hizo desaparecer la mayor parte de los papeles de Quintana, un motivo más de queja es el de no poder contar con un esbozo o un apunte siquiera de lo que quiso ser la más renovadora antología histórico-crítica del teatro español ensayada hasta entonces. La historia editorial de las Poesías selectas castellanas no se cierra en 1833. El exacto perfil de las reimpresiones junto al estudio del alcance de su difusión forman parte de un entramado recepcional que habrá de ser indagado con más detenimiento. Determinante fue que la nutrida serie de los seis volúmenes de elegante factura pero complicada disposición y difícil manejo encontrase una reproducción más acorde para ser divulgada por sus características materiales y su mejor organización de los contenidos. En los tomos XV y XXI de la Colección de los mejores autores españoles auspiciada por la editorial Baudry y bajo las directrices de E. de Ochoa, fueron pronto acogidas las dos partes de las Poesías selectas castellanas. El de 1838 reunía los cuatro volúmenes de 1830 en un conjunto de algo más de 600 páginas a doble columna, que hacía anteceder las noticias biográficas a la correspondiente selec-
85 Véase para más detalles la síntesis que traza A. Dérozier (1969: 13), matizable en algunos puntos desde las precisas consideraciones de E. Piñeyro, para quien «los demasiado merecidos honores [fueron] viniendo poco a poco» (1892: 196-199). 86 Matizando, en cualquier caso, ese silencio definitivo que como explicación general de los últimos años de Quintana puso a circular Menéndez Pelayo (véanse las notas 1 y 2). El «aislamiento» de Quintana se produjo por «permanecer apartado de la marcha general de los sucesos, del movimiento literario de su propio país, sin escribir, sin producir nada que de algún modo renovase ante el público alguna faz de su talento» (1892: 200-201). A la «falta de aliento y estímulo» presupuestos para el abandono de la biografía del Duque de Alba hay que contrapesar la contundente y encendida defensa de un ideario político plenamente vigente (porque «el estado de libertad es un estado continuo de vigilancia») al escribir para las Obras completas el prólogo a las inéditas Cartas a Lord Holland (1853: 531-532). En cualquier caso y con esa excepción, después de 1833 «ni publicó ni preparó trabajo alguno extenso o importante» (1892: 160).
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ción de autores y convertía en notas a pie de página los extensos apéndices de «Observaciones».87 El de 1840 acogía en sus 560 páginas la mayor parte de los dos volúmenes de 1833, aunque en este caso Ochoa había reorganizado los contenidos, redactado unas breves advertencias y sustituido o añadido textos y noticias del original de Quintana.88 Reordenados y presentados con las muchas mejoras de esta refacción libraria, con el respaldo de una colección prestigiosa y mantenidas durante décadas como fondo editorial disponible en Europa y América, se debe a este estado final la relativa popularización de las Poesías selectas castellanas en sus dos series. Gracias a ello la labor antológica e histórico-crítica de Quintana se convirtió en ese «servicio eminente y nunca bastante loado […] que anda en manos de todos», al decir de Ferrer del Río (1846: 7),89 y como pudo certificar Valera recién
87
Como recuerda L. Romero Tobar, la de Baudry fue la primera de las «colecciones de textos literarios más importantes» del XIX (2006: 115). 88 Tesoro del Parnaso español, poesías selectas castellanas desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días, recogidas y ordenadas por don Manuel Josef de Quintana. Nueva edición aumentada y corregida, París, En la librería Europea de Baudry, 1838 (y no 1835-38, como en referencia a ejemplares no vistos indica F. Aguilar Piñal [1991: 524]). En este volumen no consta explícitamente la intervención de Ochoa, quien empezó en ese año a colaborar con la editorial parisina. Tesoro de los poemas españoles épicos, sagrados y burlescos, que contiene La Araucana de Ercilla; la Musa épica de Don M. J. de Quintana; la Mosquea de Don J. Villaviciosa, etc. Precedido de una introducción en que se da noticia de todos los poemas españoles, por Don Eugenio de Ochoa, París, Baudry, 1840. La «Introducción» de Quintana (I-XXV) viene precedida de unas líneas prologales de Ochoa donde declara que «compone la mayor y mejor parte de este Tesoro de los poemas españoles la excelente colección […] titulada la Musa épica española», y en efecto, a excepción de La Araucana que se publica íntegra y precedida de una nueva noticia biográfica (XXXIII-XXXVI), las antologías, noticias de los autores y notas explicativas de los volúmenes de 1833 se recogieron con el mismo criterio de presentación del Tesoro de 1838. Pero la «Introducción» se completa con el primer «Catálogo» sobre los poemas épicos españoles de los siglos XVI y XVII, elaborado por E. Ternaux Compans (XXVI-XXXII) y los textos se disponen dentro de las tres secciones correspondientes a las del título siguiendo el «orden de épocas». Ochoa justifica, además, la ausencia de La Gatomaquia y La Circe de Lope, el poema de la Pintura de Céspedes, la Raquel de Ulloa y Pereira y las Naves de Cortés de N. Fernández de Moratín por estar incluidos en el Tesoro del Parnaso español «del que es un complemento este volumen» (458). 89 Hay que hacer notar que hasta un estudioso de Quintana como L. A. de Cueto manejaba habitualmente los volúmenes de Baudry, refiriéndose, por ejemplo, a que por su formación en «la escuela clásica» pudo escoger «con tan meticuloso espíritu los modelos de su Tesoro del Parnaso español» (1869: CLXXVIII).
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terminado el siglo XIX, sirvieron «durante no pocos años para hacer conocer y estimar a la generalidad de las gentes que no se dedican a detenidos y especiales estudios, lo más acendrado y bello de nuestro tesoro poético castizo» (1903: 37-38).90
4. APÉNDICE: DESCRIPCIÓN BIBLIOGRÁFICA E ÍNDICE DEL CONTENIDO DE LAS DOS PARTES DE LAS POESÍAS SELECTAS CASTELLANAS I. [PRIMERA PARTE] EDICIÓN DE 1807 POESÍAS / SELECTAS CASTELLANAS / DESDE EL TIEMPO DE JUAN DE MENA / HASTA NUESTROS DÍAS. // RECOGIDAS Y ORDENADAS / POR D. MANUEL JOSEF QUINTANA // TOMO I. // MADRID: / POR GÓMEZ FUENTENEBRO Y COMPAÑÍA / 1807. // A Don Juan Meléndez Valdés (III-X); INTRODUCCIÓN (XI-LXXXV); Erratas en la Introducción (LXXXV); MUESTRAS DE LA POESÍA CASTELLANA EN EL SIGLO XV (1-25); SIGLO XVI (26-317): Poesías de Garcilaso (26-61); Noticias de Garcilaso de la Vega (61-62); Poesías de Fray Luis de León (63-77); Noticias de Fray Luis de León (77-78); Poesías de Francisco de la Torre (79-112); Poesías de Fernando de Herrera (113-161); Noticias de Fernando de Herrera (162); Poesías de Francisco de Rioja (163-187); Poesías de Bernardo de Balbuena (188-238); Poema de la pintura por Pablo de Céspedes (239-259); Poesías de varios autores [Diego Hurtado de Mendoza, Francisco de Figueroa, Jorge de Montemayor, Gaspar Gil Polo, Pedro Espinosa, Luis Barahona de Soto, Vicente Espinel, Juan de Arguijo, Baltasar del Alcázar, Gutierre de Cetina, Luis Martín de la Plaza] (260-317). SIGLO XVII (318-418): Poesías de Lupercio Leonardo de Argensola (318-329);
90 La resonancia literal del título indica que también el autor del Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX se atenía a las reimpresiones de Baudry.
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Poesías de Bartolomé de Argensola (330-346); Noticias de los Argensolas (346-347); Poesías de Don Estevan Manuel de Villegas (348-377); Noticias de Don Estevan Manuel de Villegas (377-378); Apéndice [De Lupercio de Argensola. De Bartolomé de Argensola] (379418). ÍNDICE [alfabético de composiciones] (419-423). ERRATAS (424). TOMO II [Portada idéntica a la anterior] ROMANCERO (3-165): Parte I. Romances moriscos (3-44); Parte II. Romances pastoriles (45-78); Parte III. Romances heroycos (78-110); Parte IV. Romances cortos y letrillas (111-146); Parte V. Romances jocosos (147-165). POESÍAS DE LOPE DE VEGA (166-422). Noticias de Lope de Vega (423-424); ERRATAS [de todo el volumen] (p. 424) ÍNDICE [alfabético de primeros versos] (425-428) TOMO III. [Portada idéntica a las anteriores] Aminta. Fábula pastoral de Torquato Tasso traducida en castellano por Don Juan de Jáuregui (3-83); Otras poesías de Jáuregui (84-127); Noticias de Don Juan de Jáuregui (127); Poesías de Don Luis de Góngora (208); Poesías de Don Francisco de Quevedo (209-298); Noticias de D. Francisco de Quevedo (299); Poesías de varios autores [Raquel de Luis de Ulloa y Pereira, Príncipe de Esquilache, Francisco Manuel de Melo, Diego Mexía, Agustín de Tejada Páez, Antonio Mira de Amescua] (300-394). SIGLO XVIII (395-484): Jorge Pitillas (395-404); El Deucalión. Poema. De D. Alonso Verdugo de Castilla, Conde de Torrepalma (405-421); De Don Ignacio de Luzán (421-426); Canto épico. Las naves de cortes destruidas. De D. Nicolás Moratín (436-462); Poesías de D. Josef Cadalso (463-484).
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ÍNDICE [alfabético de primeros versos] (485-488); ERRATAS (489); MÁS ERRATAS DEL TOMO PRIMERO (489).
II. [PRIMERA PARTE] EDICIÓN DE 1830 POESÍAS SELECTAS / CASTELLANAS / DESDE EL TIEMPO DE JUAN DE MENA / HASTA NUESTROS DÍAS, / RECOGIDAS Y ORDENADAS / por Don Manuel Josef Quintana. // Nueva edición aumentada y corregida. // TOMO I. / MADRID: / IMPRENTA DE D. M. DE BURGOS. / 1830. / ADVERTENCIA SOBRE ESTA NUEVA EDICIÓN ([III]-[VII]); A D. Juan Meléndez Valdés ([VIII]-[XVI]); INTRODUCCIÓN (I-LXVII); MUESTRAS DE LA POESÍA CASTELLANA EN EL SIGLO XV (1-25); SIGLO XVI (25-326): Poesías de Garcilaso (25-60); Noticias sobre Garcilaso de la Vega (60-61); Poesías de Fray Luis de León (62-76); Noticias de Fray Luis de León (76-77); Poesías de Francisco de la Torre (78-111); Poesías de Fernando de Herrera (112-161); Noticias de Fernando de Herrera (161-162); Poesías de Francisco de Rioja (163-187); Poesías de Bernardo de Balbuena (188-238); Poema de la pintura. Por Pablo Céspedes (239-259); Poesías de varios autores [Diego Hurtado de Mendoza, san Juan de la Cruz, Francisco de Figueroa, Jorge de Montemayor, Gaspar Gil Polo, Pedro Espinosa, Luis Barahona de Soto, Vicente Espinel, Juan de Arguijo, Basaltar del Alcázar, Gutierre de Cetina, Luis Martín de la Plaza]. (260-326). OBSERVACIONES (327-372): Juan de Mena (327-329); El Marqués de Santillana (329); Don Jorge Manrique (329-330); Garcilaso (330-334); Fr. Luis de León (334-338); Francisco de la Torre (338-343); Fernando de Herrera (343-355); Francisco de Rioja (355-362); Bernardo de Balbuena (362-365);
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Pablo de Céspedes (365-368); Poesías de varios ÍNDICE [alfabético de primeros versos] (373-375). TOMO II [Idéntica portada] SIGLO XVII (1-538): Poesías de Lupercio Leonardo de Argensola (1-31); Poesías de Bartolomé de Argensola (32-84); Noticia de los Argensolas (84-85); Poesías de D. Esteban Manuel de Villegas (86-115); Noticias de Don Esteban Manuel de Villegas (115-116); Romancero: (117-279) Parte I. Romances moriscos (117-158); Parte II. Romances pastoriles (259-192); Parte III. Romances heroicos (182-221); Parte IV. Romances cortos y letrillas (225-260); Parte V. Romances jocosos (261-279); Poesías de Lope de Vega (280-536); Noticias de Lope de Vega (537- 538). OBSERVACIONES (539-565); Lupercio Leonardo de Argensola (539-544) Bartolomé Leonardo de Argensola (544-551) D. Estevan Manuel de Villegas (551-555) Lope de Vega (555-565) ÍNDICE [alfabético de primeros versos] (566-571) TOMO III [Portada idéntica a las anteriores] Aminta. Fábula pastoral de Torcuato Tasso, traducida en castellano por D. Juan de Jáuregui (1-82); Otras poesías de Jáuregui (83-126); Noticias de Don Juan de Jáuregui (126); Poesías de Don Luis de Góngora (127-207); Noticias de D. Luis de Góngora (208); Poesías de D. Francisco de Quevedo (209-298); Noticias de Don Francisco de Quevedo (299-300); Poesías de varios autores [Raquel de Luis de Ulloa y Pereira, Príncipe de Esquilache, Francisco Manuel de Melo, Diego Mexía, Agustín de Tejada Páez, Antonio Mira de Amescua].
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OBSERVACIONES (401-431): Don Juan de Jáuregui (401-407) Don Luis de Góngora (407-415) Quevedo (415-125) Poesías de varios (426-431); ÍNDICE [de primeros versos] (432-434) TOMO IV [Portada idéntica a las anteriores] A D. Josef Somoza Carbajal [3 páginas, sin indicación numeral] Introducción a la poesía castellana del siglo XVIII (VII-LII) SIGLO XVIII (1-494): Poesías de Don Ignacio de Luzán (1-16); Noticias de Don Ignacio de Luzán (16-18); El Deucalión. Poema de Don Alonso Verdugo de Castilla, Conde de Torrepalma (19-35); Poesías de Don Nicolás Fernández Moratín (36-85); Noticias de Don Nicolás Fernández Moratín (85-86); Poesías de Don Josef Cadalso (87-114); Noticias de Don Josef Cadalso (114-115); Poesías de Don Tomás de Iriarte (117-150); Noticias de D. Tomás de Iriarte (150-152); Fábulas morales de D. Félix María Samaniego (153-190); Noticia de D. Felix María Samaniego (190-192); Poesías de D. Juan Meléndez Valdés (193-307); Noticia de D. Juan Meléndez Valdés (307-308); Poesías de Don Gaspar Melchor de Jovellanos (309-351); Noticia de Don Gaspar Melchor de Jovellanos (351-354); Poesías de D. José Iglesias de la Casa (355-397); Poesías de Don Juan Pablo Forner (398-423); Noticia de Don Juan Pablo Forner (424-425); Poesías de Don Nicasio Cienfuegos (426-465); Noticia de Don Nicasio Cienfuegos (466-467); Poesías de varios [Jorge Pitillas, Vicente García de la Huerta, fray Diego González] (468-494). APÉNDICE. POESÍAS DE ALGUNOS AUTORES QUE CORRESPONDEN AL PRINCIPIO DEL SIGLO XIX (495-616): Poesías de Don Leandro Fernández de Moratín (497-541); Noticia de Don Leandro Fernández de Moratín (541-543); Poesías de Don Manuel de Arjona (544-577); Noticia de Don Manuel María de Arjona (577-578);
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Poesías de Don Josef María Roldán (579-586); Noticia de Don Josef María Roldán (587); Poesías de Don Francisco de Castro (588-600); Noticia de Don Francisco de Paula López de Castro (600-601); Del Conde de Noroña (602-607); Noticia del Conde de Noroña (607); Composición poética en la muerte de la Duquesa de Alba: escrita por don Francisco Sánchez Barbero (616). NOTAS (617-620): Sobre el canto épico de don Nicolás Moratín (617) Sobre el testo [sic] seguido en las poesías de Meléndez (618-619) Sobre las poesías de don Manuel Arjona, don Josef Roldán y don Francisco de Castro (620) Sobre la oda de la diosa del bosque (620). ÍNDICE [de primeros versos] (621-626). ÍNDICE DE LOS AUTORES COMPRENDIDOS EN ESTA COLECCIÓN ([627-[628]). ERRATAS [de los 4 volúmenes] ([629]).
III. [SEGUNDA PARTE] MUSA ÉPICA (1833) POESÍAS / SELECTAS CASTELLANAS: / SEGUNDA PARTE / MUSA ÉPICA: / ó / COLECCIÓN DE LOS TROZOS MEJORES DE NUESTROS / POEMAS HEROICOS. / RECOGIDOS Y ORDENADOS / POR / D. MANUEL JOSEF QUINTANA. / TOMO I. / MADRID 1833: / IMPRENTA DE D. M. DE BURGOS. / ADVERTENCIA ([III]-VIII); INTRODUCCIÓN ([1]-91); FRAGMENTOS DE LA ARAUCANA (sin paginar: [1]); Noticias de Ercilla (sin paginar: [2]-[4]); FRAGMENTOS DE LA ARAUCANA (1-134); DEL MONSERRATE (135): Noticias de Cristóbal de Virués (136); [Fragmentos] (137-160) DE LA BÉTICA CONQUISTADA (161); Noticias de Juan de la Cueva (162); [Fragmentos] (163-216); DE LA CRISTIADA (217); Noticias del Padre Hojeda (218); [Fragmentos] (219-351) [352 en blanco];
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DE LA INVENCIÓN DE LA CRUZ (353); Noticias de Zárate (354); [Fragmentos] (355-395) [396 en blanco]; DE LA JERUSALÉN CONQUISTADA (397); Advertencia (398); [Fragmentos] (399-474); NOTAS (475-487) Araucana (475-477); Monserrate (477); Cristiana (478-482); La invención de la Cruz (483); La Jerusalén Conquistada (484-487) TOMO II [Idéntica portada] FRAGMENTOS DEL BERNARDO ([3]); Noticias de Balbuena ([4]); EL BERNARDO ([5]-377); Notas y observaciones (378-392).
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS AGUILAR PIÑAL, Francisco (1991), Bibliografía de autores españoles del siglo XVIII, V, CSIC, Madrid. ALCALÁ GALIANO, Antonio (1969), Literatura española del siglo XIX. De Moratín a Rivas, trad., introd. y notas de V. Llorens, Alianza Editorial, Madrid. ALONSO, Dámaso (1978), La «Epístola moral a Fabio» de Andrés Fernández de Andrada, Gredos, Madrid. ALONSO CORTÉS, Narciso (1944), «Prólogo» a M. J. Quintana, Poesías, Espasa Calpe, Madrid, pp. VII-LII. ÁLVAREZ BARRIENTOS, Joaquín (2005), Ilustración y Neoclasicismo en las letras españolas, Síntesis, Madrid. ÁLVAREZ RUBIO, María del Rosario (207), Las historias de la literatura española en la Francia del siglo XIX, Prensas Universitarias, Zaragoza. ALLISON PEERS, E., (1967), Historia del movimiento romántico español, I-II, Gredos, Madrid. AMADOR DE LOS RÍOS, José (1861), «Introducción. Espíritu, carácter y tendencias de la crítica literatura en España. La crítica en el siglo XIX», en Historia crítica de la literatura española, I, Imprenta de José Rodríguez, Madrid, pp. I-XCIV.
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Capítulo V MANUEL JOSÉ QUINTANA Y EL NEOCLASICISMO POÉTICO Jesús Cañas Murillo Universidad de Extremadura
1. LA OBRA CRÍTICA DE MANUEL JOSÉ QUINTANA A lo largo de su producción escrita Manuel José Quintana dejó claramente reflejado su pensamiento literario general.1 Parte de las páginas que redactó fueron destinadas a enjuiciar la labor realizada por determinados creadores de la Ilustración y transmitir noticias sobre los mismos. Siempre son recordadas sus afirmaciones sobre escritores como Luzán, Samaniego, Jovellanos, Juan Meléndez Valdés, Nicolás y Leandro Fernández de Moratín2... En otras ocasiones expuso su valoración y sus opiniones sobre el panorama poético del siglo XVIII.3 En 1807 dio por vez primera a la imprenta su antología, en tres volúmenes, de Poesías selectas castellanas desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días, reeditada, con posterioridad, entre otras ocasiones, en 1817, en cuatro volúmenes, y, «aumentada y corregida», también en 1
José Vila Selma (1961: 135-150, «Esquemas quintanianos: Ideario literario»); Russell P. Sebold (1989); Diego Martínez Torrón (1995). 2 Ver Manuel José Quintana (1852: 75-198; y 1829-1830), «Noticias» que se incluyen, tras los textos de cada uno de los poetas seleccionados, en el tomo tercero, de 1830, de sus Poesías selectas castellanas desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días, en la «Nueva edición aumentada y corregida». 3 Cf., en este mismo volumen, el trabajo de José Checa Beltrán, «Lo viejo y lo nuevo en Variedades».
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cuatro volúmenes, entre 1829 y 1830 (Manuel José Quintana, 1807; 1817; 1829-1830).4 En ella incluyó, como prólogo, una «Introducción a la poesía castellana del siglo XVIII» (Manuel José Quintana, 1830b: VII-LII), que fue, posteriormente, publicada entre sus escritos de «Literatura» en el tomo diecinueve de la Biblioteca de Autores Españoles (Manuel José Quintana, 1852b: 145-157).
2. LA «INTRODUCCIÓN A LA POESÍA CASTELLANA DEL SIGLO XVIII» En la «Introducción a la poesía castellana del siglo XVIII» encontramos el primer panorama científico que se realiza de la poesía neoclásica de la Ilustración, el primer trabajo de esta índole hecho con criterios modernos de un historiador de la literatura. Ha sido estructurada en seis «Artículos»:5 Artículo primero. Restauración del arte: su nueva dirección y carácter: Luzan y sus contemporáneos (Quintana, 1830: VII-XIII). Artículo II. De D. Nicolás de Moratín, y de Cadalso (Quintana, 1830: XIVXIX). Artículo III. De Huerta. = Guerra literaria (Quintana, 1830: XIX-XXVII). Artículo IV. Iriarte. = Samaniego. = Prosaísmo (Quintana, 1830: XXVIIXXXVI). Artículo V. Meléndez. = Jovellanos (Quintana, 1830: XXXVII-XLIV). Artículo VI. De Cienfuegos y otros poetas. = Conclusión (Quintana, 1830: XLIV-LII).
Quintana incluye en su escrito, a lo largo de todos esos «Artículos», una visión de conjunto de la creación literaria en la era de la Ilustración. Él habla de poesía, pero la entiende, como es propio del momento en el que le tocó vivir, como literatura en general. Debido a ello frecuentemente habla del teatro, concebido como poesía dramática.
4 Sobre las ediciones de las Poesías selectas castellanas, véase, en este mismo volumen, el capítulo de José Lara Garrido, «Canon y estrategias de valoración crítica: la literatura del Siglo de Oro en Quintana». 5 Utilizamos, en todo nuestro trabajo, la edición de Poesías selectas castellanas desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días, recogidas y ordenadas por Don Manuel Josef Quintana. Nueva edición aumentada y corregida (Quintana, 1830).
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De la creación literaria aborda problemas como su afrancesamiento, justificado por el auge y el influjo de la cultura francesa, y, en concreto, de su poesía (Quintana, 1830: VIII-IX): Una nueva dinastía y una estrecha alianza con la nacion que entonces estaba al frente de la Europa por su civilizacion y su poder, vinieron á reanimar esta agonizante monarquía. También entonces despertó el ingenio español de su mortal y dilatado letargo: y la nueva vida y movimiento que recibió era preciso que tuviesen algun principio y siguiesen alguna dirección. ¿Cuál podia esta ser? El gusto italiano-latino que animó nuestra poesía en el siglo XVI dió lugar á otro gusto mas original y mas libre, que puede llamarse nacional, seguido y cultivado con un éxito prodigioso en los dos tercios primeros del siglo siguiente. Desapareció este después en el caos de extravagancias y despropósitos que entre buenos y malos escritores introdujeron y fomentaron. La literatura propiamente alemana no existia aun: la inglesa […] no era conocido [sic] de los españoles, separados á la sazon de la nacion británica, menos todavía por el océano, que por la religión, los intereses políticos, los hábitos y las costumbres. No habia pues otro rumbo que seguir, dado que no era fácil, ni acaso posible, tener uno propio, que el que señalaba el ingenio frances. […] Yo no decidiré aqui si esto era un bien ó era un mal: por ahora basta que sea un hecho incontestable y necesario; el cual nos da la clave para entender el carácter particular que toma nuestra poesía en el siglo XVIII, y la razon de no parecerse ni á la compostura y pureza del siglo XVI.
Un influjo que considera positivo y que contribuyó al perfeccionamiento de las aportaciones autóctonas (Quintana, 1830: X): La [poesía] castellana en la época de que hablamos ganará en decoro, en correccion y en saber, será mas cuidadosa de evitar defectos que atrevida y ambiciosa de producir belleza, querrá mas bien contentar la razon que regalar el oido y arrebatar la fantasía; tendrá en suma con mas correccion y mejor gusto, menos libertad, menos riqueza, menos encanto, menos halago.
Destaca «el prosaísmo y la flojedad» en los que, a su juicio, cayó buena parte de la poesía de la Ilustración (Quintana, 1830: XXXII). Inserta explicaciones de la forma en la que él cree que deben componerse versos, y menciona a autores de la antigüedad clásica y del Siglo de Oro español (Herrera, Rioja, Arguijo, Lope, Balbuena) que pueden servir como referente.
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La mayor parte de la «Introducción» está dedicada a recordar y enjuiciar la labor realizada por los principales autores de la centuria. Se centra especialmente, por no decir exclusivamente, en los escritores que ahora catalogamos como neoclásicos, dejando a un lado a los tradicionalistas y a los continuadores de los usos barrocos. En la nómina no sólo incluye a literatos. Figuran eruditos. Como Ignacio de Luzán, del que destaca su Poética (Quintana, 1830: X-XI): El primer escritor que se presenta en el orden del tiempo es D. Ignacio de Luzan; […] maestro de poética. La suya publicada en 1737, tiene el mérito de ser un libro muy bien hecho, y el mejor de los que en aquella época se publicaron. Sano y seguro en principios, oportuno y sobrio en erudicion y en doctrina, juicioso en el plan y claro en el estilo, presentaba unas dotes de seso, de arte y de buen gusto que no se reunian facilmente en los talentos que á la sazon cultivaban las letras, unos depravados con el mal gusto que aun dominaba en la opinion vulgar, otros dados á un fárrago indigesto de noticias y discusiones ya pueriles, ya importunas, y siempre fastidiosas. […] Pero en mi opinion desluce mas esta obra, es la poca amenidad con que está escrita y el poco interes que inspira. Al ver el tono seco y desabrido con que Luzan habla de una arte tan halagüeña y seductora, nadie le creyera penetrado de las bellezas del argumento que trata, ni menos le tuviera por poeta. No es de extrañar pues que fuese poco leida entonces, y que por de pronto su influjo en los progresos y mejora del arte fuese corto ó mas bien nulo. […] la poética de Luzan por el modo de su ejecucion debia estar expuesta mas que otra alguna á este efecto escaso y limitado; y útil á los maestros para enseñar, á los críticos para reprender, no podia servir mucho á los ingenios para producir.
Aunque no deja de abordar sus textos en verso (Quintana, 1830: XIXII-XIII): sus escritos poéticos comparados con los versos desatinados que á la sazon se componian, tienen por su invencion y disposición, por su armonía y por su estilo, un mérito bien sobresaliente. […] Pero sus versos como los de casi todos los preceptistas se recomiendan mas por el artificio, la gravedad y el decoro, que por el fuego, la imaginacion y la abundancia. Aun cuando tuvieran un caracter mas ardiente y seductor, como no fueron muchos los que escribió, y esos inéditos en gran parte hasta mucho tiempo despues, resulta que no pudieron servir al público ni de estímulo ni de dechado. Para los pocos sin embargo que entonces cultivaban las Musas, y
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eran todos ó amigos ó apreciadores de Luzan, no dejaron de concurrir á acreditar los principios de circunspeccion y de buen gusto que él observaba cuando escribía.
Cita a Agustín Montiano y Luyando, «el cual corresponde mas bien á la historia de la poesía dramatica, por sus laudables esfuerzos para reformarla, y por sus tragedias, apreciadas mucho entonces, leidas despues muy poco, y creo que nunca representadas» (Quintana, 1830: XIII). Critica, aunque en nota, a Luis José Velázquez, marqués de Miraflores, sobre cuyos Orígenes de la poesía castellana afirma (Quintana, 1830: XIII): este escritor era demasiado indulgente en la aplicacion de la crítica á los casos particulares […]. Los Orígenes son un libro muy apreciable por su excelente plan y por las noticias que en él se encuentran; mas no por el gusto ni por el discernimiento crítico.
La parte gruesa del prólogo a su antología la ocupa Manuel José Quintana con los poetas. No obstante, en algunos de ellos se menciona también su dedicación como dramaturgos, tal y como iremos comprobando. Incluso de uno es esta última faceta la que recibe un tratamiento más amplio y diferenciado. Nos referimos a Vicente García de la Huerta. El escritor extremeño, natural de Zafra, Badajoz, no es en absoluto santo de la devoción del madrileño. Huerta es atacado con dureza: Su talento era bastante, su doctrina poca, su gusto ninguno. Pertenecia á la escuela puramente española, y de esta, por desgracia, á los que habian corrompido la poesía con el estilo hueco y obscuro introducido por Góngora y sus discípulos (Quintana, 1830: XIX). Sus versos sobresalen casi siempre por el número y la cadencia, algunas veces por la elegancia y por el brio. Flaquean por la sentencia, que carece de nervio y de vigor: flaquean por los afectos, cuya expresion en ellos es generalmente trivial y desabrida; flaquean, en fin, por los argumentos, que en sus poesías líricas son casi siempre frívolos ó mandados por las circunstancias (Quintana, 1830: XX).
De él se afirma que tenía poca cultura y no se dedicaba a estudiar, y que de sus «dos tomos de poesías, […] exceptuándose la Raquel y algunos trozos de versos buenos con que ha animado la fria prosa de Oliva
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en el Agamenón vengado, no hay composicion ninguna que pueda satisfacer á un hombre de gusto» (Quintana, 1830: XX-XXI). Se recuerda la Xaira, que es tildada de desigual, aunque se loa «aquel bello final del acto tercero», tan bien declamado por «el célebre Maiquez» (Quintana, 1830: XXV, nota). Quintana explica que en su antología sólo ha insertado un poema del zafrense, y que, aun así, quizá pueda ser censurado por su excesiva indulgencia. No obstante, reconoce que, cuando Huerta llegó a Madrid, pocos escribían, por lo que supo hacerse un hueco y ganarse la protección de los poderosos. Eso fomentó su orgullo, por lo que perseveró en sus malos usos y no fue capaz de rectificar. Recuerda su exilio en Orán. Destaca su carácter malo y altanero, «desabrido y arrogante» con los indiferentes, «agradecido y consecuente» con sus amigos, «inflexible» con sus enemigos (Quintana, 1830: XXII). Sus palabras eran soberbias, sus pretensiones insensatas: él se creía siempre el primero, y no veía ó no queria ver el camino que habian hecho y estaban haciendo los demas (Quintana, 1830: XXII-XXIII).
Frente a él trae a colación las buenas creaciones de Samaniego y Tomás de Iriarte, de Forner, Leandro Fernández de Moratín, Jovellanos. Todas ellas contrastan con la producción de Huerta. En el teatro se imponía el gusto francés. El extremeño, considera, reaccionó contra todo, y se convirtió en el líder del tradicionalismo contra los transpirenaicos, pero, como no tenía formación suficiente, no hizo bien su oposición, y, debido a sus rarezas, como se muestra en su extraña ortografía, se granjeó la enemistad de todos, y fue objeto de burlas, sátiras y sarcasmos. Todos estaban contra Huerta y él contra todos. Recuerda las polémicas de la época, en las que tantos participaron malgastando, cree, sus esfuerzos, y las considera negativas para la literatura (Quintana, 1830: XXVI). De aquellas en las que el zafrense participó activamente, dice, no queda nada, «pero queda su Raquel, y sus adversarios tendrían á buena dicha que sus composiciones dramáticas […] ocupasen en la escena el lugar honroso y distinguido en que aquella pieza está colocada» (Quintana, 1830: XXVII). Recuerda polémicas como la de «Varas», el «supuesto Melchor Díaz», Trigueros, la Riada.6
6
Cf. Juan Antonio Ríos Carratalá (1987).
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De los autores principalmente citados como poetas empieza Quintana mencionando a Jorge Pitillas (pseudónimo de José Gerardo de Hervás7), a Alonso Verdugo y Castilla, Conde de Torrepalma, y a José Antonio Porcel y Salablanca. Considera que todos «eran mas bien aficionados á la poesía que verdaderos poetas» (Quintana, 1830: XIV). Defiende que el primer autor con ingenio es «Nicolas de Moratin», que «ya es un verdadero poeta cuyo elemento es el arte, y que al parecer no vive y no respira sino por él y para él» (Quintana, 1830: XIV). De él informa que cultivó todos los géneros y dio «muestras de ingenio y de destreza, y en algunos altas y admirables pruebas de un talento muy superior» (Quintana, 1830: XIV). «La naturaleza», dice, «le habia dotado de una imaginacion mas grande y robusta que amena y delicada, y su ingenio se inclinaba mas á lo fuerte que á lo apacible» (Quintana, 1830: XV). Alaba La caza, Las naves de Cortés. Pero «Es lástima que se abandonase tan facilmente á su buen deseo, que escribiese tan de priesa, y que confiado en sus felices disposiciones y en el conocimiento que tenia de las reglas del arte, creyese que ello bastaba para ejercitarse en géneros tan distintos entre sí, y algunos tan opuestos á la índole de su ingenio» (Quintana, 1830: XV). Muestra sincero sentimiento por su temprana muerte, y destaca su «ardiente amor á su pais» (Quintana, 1830: XVI): Jamas se pintaron con mas amor ni efusion las circunstancias locales y las costumbres de un pueblo; y Madrid, sus contornos, sus calles, sus teatros, su circo, sus mugeres, sus concursos y funciones, toman en la fantasía de Moratin unas formas grandes, elegantes y poéticas, que se manifiestan frecuentemente con rasgos breves y expresivos, generalmente los mas felices de su estilo, y descubren que aquel noble y bello sentimiento era un númen que le inspiraba.
José Cadalso es alabado, aunque no tanto su producción. De él Quintana recuerda sus Eruditos a la violeta y sus Ocios, y «su insulsa Óptica del cortejo», de «detestables versos con que de cuando en cuando la acaba de echar a perder» (Quintana, 1830: XVIII), sus Cartas marruecas
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Cf. Irene Vallejo, «José Gerardo de Hervás» (en J. Checa, J. A. Ríos, I. Vallejo, 1992: 84-86). De Jorge Pitillas es conocida la «Sátira primera. Contra los malos escritores de este siglo», publicada en el Diario de los Literatos de España, en 1742, tomo VII.
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(imitación, dice, de las Cartas persianas), sus Noches lúgubres (imitación «de las Noches de Young, ejecutada en una prosa extraña y defectuosa, agena enteramente de la índole castellana» [Quintana, 1830: XVIIIXIX]), y, de sus tragedias, Sancho García, que «sigue servilmente las formas del teatro francés» (Quintana, 1830: XIX). Lo considera maestro de Juan Meléndez Valdés y defensor y «elogiador» de Nicolás Fernández de Moratín, así como el impulsor de la anacreóntica. Sus talentos á la verdad eran bastante inferiores á los de los dos [Nicolás Fernández de Moratín y Meléndez]: pero la ingenuidad y el entusiasmo con que exaltaba la gloria actual del uno y las hermosas esperanzas que el otro prometia, como que le igualaban con ellos, y le asociaban á su gloria (Quintana, 1830: XVII). Faltábanle ciertamente tono y fuerza para sostenerse en la alta poesía; pero su mérito incontestable en los versos cortos, los buenos ejemplos dados en los mayores, y su aplicacion y celo incansable por el adelantamiento de las letras, le dan un lugar muy distinguido entre los restauradores de la poesía, y harán que se miente siempre su nombre con aprecio y con amor. En Cadalso es en quien empieza ya á observarse una tendencia mas señalada de imitacion extranjera. No precisamente en sus versos, aunque son á veces mas raciocinados que poéticos, sino por el aspecto que presenta el conjunto de sus trabajos (Quintana, 1830: XVIII).
A Tomás de Iriarte, se le echa en cara el haber participado en exceso en las polémicas que en sus años tuvieron desarrollo. De él se notifica que ocupó un puesto relevante en el panorama del momento y no por razones sólo literarias (Quintana, 1830: XXVIII): Todo lo que una razon bien formada, una erudicion escogida, una discrecion natural cultivada con el trato mas urbano de la corte, podian procurar de regularidad, de juicio, de tersura y de elegancia á un ingenio vivo y despejado, otro tanto ponia este escritor en sus obras, que de pronto excitaron notablemente la atencion pública y le dieron mucha nombradía. Pero si estas calidades bastaban para ejercitarse felizmente en los géneros medios y templados, no asi en los que exigen mucha elevacion de alma, gran vuelo de fantasía, viveza en la expresion de los afectos, gala y fuerza en los colores, número y flexibilidad en los sonidos. De estas dotes, que son los grandes y verdaderos medios poéticos, Iriarte enteramente carecia.
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De sus obras alaba las fábulas, las «epístolas, epigramas y poesías ligeras», pero ataca La Música, «que es mas bien un tratado que un poema», las «descripciones campestres, faltas donde quiera de sencillez, de amenidad y de halago», «su Guzman, imitacion infeliz de un modelo, que debió ser el único ejemplar en su género» (Quintana, 1830: XXVIII), y «su traducción de la Eneida, de la cual se puede decir que comprendia perfectamente bien el sentido, pero no la poesía» (Quintana, 1830: XXVIII-XXIX). Lo juzga en general (Quintana, 1830: XXIX) Difuso, laxo, frio, sin color, y (lo que es mas estraño en un músico) falto de ritmo y de armonía, aun cuando sus versos sean tersos y elegantes, ni pinta, ni conmueve, ni interesa; y sus escritos quedan como ejemplo y escarmiento de cuanto pierde un autor cuando se empeña en seguir sendas á que su natural no le inclina, y en donde no le bastan sus fuerzas.
Aunque reconoce que gozaba de gran autoridad entre los escritores. Mejor opinión tiene Quintana de Félix María Samaniego, a quien defiende como autor superior a Iriarte (Quintana, 1830: XXXI): «Iriarte cuenta bien, pero Samaniego pinta: el uno es ingenioso y discreto, el otro gracioso y natural. Las sales y los idiotismos que uno y otro esparcen en su obra son igualmente oportunos y castizos: pero el uno los busca, el otro los encuentra sin buscarlos, y parece que los produce por sí mismo […]». Constata que sus fábulas ya se han convertido en lectura clásica. Se ocupa de Francisco Gregorio de Salas, extremeño, natural de Jaraicejo, Cáceres, y su Observatorio rústico, «en que por el aprecio y amor que el autor se concilia se desea que hubiese mas poesía»; de Vicente María Santibáñez, «traductor de la Heroida de Pope, con cuyo estilo y caracter tenia el suyo tan poca analogía y semejanza»; del «Marques de Ureña, autor del poema burlesco de la Posmodia»; del «Conde de Noroña, que exceptuada la Oda á la Paz, donde levantó algun tanto el tono, lo demás que escribió está tambien en este estilo» (Quintana, 1830: XXXII). El autor mejor enjuiciado es, sin duda, Juan Meléndez Valdés, «el único que el siglo XVIII puede, sin recelo de quedar vencido, oponer á los líricos españoles anteriores» (Quintana, 1830: XXXVII).
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Imaginacion viva y flexible, sensibilidad ardiente y delicada, tino y gusto en observar los accidentes de los fenómenos que la naturaleza presenta á los sentidos y al alma, un espíritu fácil á la exaltacion y entusiamo, en fin un oido exquisito y delicado para sentir y producir los atractivos de la armonía, fueron las dotes con que la naturaleza enriqueció á Melendez […] (Quintana, 1830: XXXVII).
De él se comunica que recibió enseñanzas de Cadalso, Jovellanos, y fue apoyado por Iglesias de la Casa y «el agustiniano Gonzalez». Se recuerda Batilo, Bodas de Camacho, y «el tomo de sus poesías publicado en 1785. Todos «coronaron al autor de una gloria que se va haciendo mas sólida y brillante cada dia, y probablemente no perecerá jamas» (Quintana, 1830: XXXVII). Juzga que en categoría sus obras son similares a las de Góngora, Villegas, Garcilaso, Fray Luis, Herrera y Francisco de la Torre, «pero con infinito mas gusto, con una elegancia mas contínua y mas esmerada, con una poesía de estilo mas vigorosa y pintoresca, con una eleccion de asuntos y pensamientos harto mas interesante, efecto necesario y natural de una instruccion bebida en libros y en autores que habian venido despues». Quintana reconoce que Meléndez «fue mi maestro y mi amigo» (Quintana, 1830: XXXVIII), y afirma que en los géneros cortos, especialmente en los romances y anacreónticas, ha alcanzado á una perfeccion no conocida hasta él, y todavía no seguida, ni aun de lejos, por los que se han propuesto seguirle. La opinion no le es tan favorable en los versos mayores, y en los géneros de mas alta y grave composicion: mas aun cuando pueda concederse facilmente que es mucho mas perfecto y agradable en los unos que en los otros; sería injusto negarle el tributo de gratitud y admiracion que se le debe, por el gran talento que demostró y por el adelantamiento que supo dar á muchos de esos géneros, en los cuales podrá en buen hora encontrársele desigual á si mismo, pero no menos grande si se le compara con los demas escritores (Quintana, 1830: XXXVIII- XXXIX). Su estilo en todas partes está lleno de poesía y de color, sus versos son apacibles y sonoros, sus períodos en general bien y convenientemente construidos y distribuidos; su Batilo, en fin, sus silvas, sus epístolas, algunas elegías, y tantas odas excelentes, asi en el género templado como en el sublíme, le calificarán siempre de un poeta de primer órden, aun sin el auxilio de sus anacreónticas, de sus romances y de sus idilios (Quintana, 1830: XXXIX).
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Es preciso confesar, sin embargo, que su caracter propendia mas á la gracia, á la morbidez y á la ternura, que al vigor y á la energía (Quintana, 1830: XXXIX).
Pese a todo no deja de señalar alguno de sus defectos, aunque los disculpa (Quintana, 1830: XL): en la parte de invencion y composicion deja siempre algo que desear; el interes no es progresivo, las terminaciones no son siempre felices y bien graduadas, y el arreglo del todo no corresponde siempre al mérito de la bella ejecucion en cada una de sus partes. Siente bien, describe bien, cuenta poco, y dialoga mal.
Coteja y juzga las diferentes ediciones de sus obras. Piensa que en algunas debería haber quitado obras que incluyó. Es un apartado que está en la línea de otros trabajos que también fueron elaborados por el propio Quintana y que giraron sobre la figura y la obra del mismo Meléndez. Es el caso de «Meléndez Valdés» y de «Noticia histórica y literaria de Meléndez», ambos recogidos en el tomo decimonono de la Biblioteca de Autores Españoles.8 Son trabajos en los que insertan más noticias sobre el escritor extremeño y más juicios y análisis de su producción y las circunstancias en las que se elaboró y publicó. Gaspar Melchor de Jovellanos es otro de los creadores estudiados. De él se destaca La variedad de talentos y de conocimientos que este hombre insigne poseía, y la muchedumbre de trabajos útiles en que se ejercitó, formarian un cuadro tan singular, como interesante y glorioso á nuestras letras y á nuestra civilizacion […]. Él pertenecía á la elocuencia por sus bellos elogios; á la historia por su discurso sobre los espectáculos, y por mil investigaciones históricas sobre nuestras antigüedades; á las nobles artes por su pasión, por su gusto exquisito en ellas y por la protección que les daba; á la economía por su admirable Ley Agraria; á las ciencias por el Instituto que fundó; á la filosofía por el grande espíritu que animó todos sus trabajos; á la virtud por los ejemplos de dignidad, de justicia, de entereza y de amor á su patria y á los hombres, que toda su vida dio con el anhelo mas vivo y con la constancia mas noble (Quintana, 1830: XLI-XLII).
8 Manuel José Quintana (1852c: 107, «Meléndez Valdés»; 1952c: 109-121, «Noticia histórica y literaria de Meléndez»).
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Se pone de manifiesto lo bien que trataba a todas las personas y lo que todos lo querían. Se indica que su figura será tratada sólo como poeta. Se informa de que su formación se efectuó en Sevilla. Allí escribió El delincuente honrado, Pelayo, poemas y la traducción del libro primero del Paraíso perdido. En todas estas producciones se descubre bien el talento, el sano juicio, y las buenas ideas y gusto de su autor. Pero el estilo, no bien formado todavía, es mas bien una prosa noble y culta, que una diccion verdaderamente poética: los versos no tienen halago, el número y la armonía que necesitan para herir agradablemente el oido y grabarse en la memoria. Los cortos, sobre todo, están generalmente mal construidos, faltos de gracia, de cadencia y de rotundidad. […] hasta que compuso la Descripcion del Paular y las dos sátiras que tantas véces se han reimpreso, ni sus versos, ni su estilo tienen, rigorosamente hablando, el carácter de verdadera poesía. Ya estos escritos lo son; y por la belleza, brio y perfeccion con que están ejecutados, el autor pudo ponerse en primera línea á par de los que entonces cultivaban el arte con mas acierto y mayor reputacion (Quintana, 1830: XLIII).
De Iglesias de la Casa recuerda Quintana «sus epigramas y letrillas». «Para esta clase de poesía satírica y juguetona su talento era sin duda eminente» (Quintana, 1830: XLIV). Asevera que le faltaban estudios (Quintana, 1830: XLIV-XLV): Esta exclusión de estudios pudo sin duda limitar el caudal de sus pensamientos y de sus medios; pero le afianzó una calidad poco comun entre sus contemporáneos, la de ser eminentemente puro en la diccion, y que todas sus frases, palabras y modismos, tan castizos como claros, pueden usarse con comodidad y confianza.
De Fray Diego Tadeo González indica que era «exacto y puntual observador del lenguaje y formas antiguas, y cuya modesta ambicion se contentó con el título de hábil imitador de un gran poeta» (Quintana, 1830: XLV). Piensa que el más importante de esta época es Nicasio Álvarez de Cienfuegos (Quintana, 1830: XLVI): Nadie le excede en fuerza y en vehemencia, y no sería mucho decir que tampoco nadie le iguala. […] Pero si el estilo, por llevar el sello robusto y fogoso de su índole y de su ingenio, se hacía respetar de los lectores, no asi la diccion,
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á que daban cierto aire de afectación y extrañeza el uso excesivo de palabras compuestas, los arcaismos poco necesarios, y sobre todo las frases y palabras inventadas por el escritor y usadas por su autoridad particular.
Opina que aunque algunos lo ataquen duramente, ello es injusto. Alaba el Otoño, la Primavera, sus epístolas morales, el primero y tercer acto de la Zoraida, Rodrigo en La Condesa de Castilla, Idomeneo, Pítaco, y otros «trozos» «admirables» (Quintana, 1830: XLVIII). Notifica que «Meléndez, Jovellanos, Cienfuegos y sus imitadores habian introducido en la poesía española un gusto extraño, que parece tomado del frances, del aleman y del ingles. Otros han seguido diverso camino, y han preferido la imitacion italiana, cuyas formas tienen mas analogía con las nuestras» (Quintana, 1830: XLVIII). No obstante, declina citar a ningún autor de esta corriente. Como resumen de su panorama de la poesía española del siglo XVIII, Quintana dice lo siguiente: Si despues de recorrido este período se preguntase cuáles son los progresos que el arte debe á los ingenios que le han cultivado, puede responderse que la poesía les debe todo, pues que les debe su restauracion en un tiempo en que ya no habia musas en España. […] El apólogo es todo de este siglo: la tragedia clásica lo es tambien; y lo es la comedia de Terencio, no conocida tampoco en toda su pureza hasta que con tanto aplauso la presentó en el teatro Moratin. Hay asimismo en los poetas modernos un caudal de ideas, de documentos de filosofía y de instruccion que no se encuentra, generalmente hablando, en los de los siglos anteriores. Pero es preciso confesar tambien que en abundancia, en facilidad y en riqueza de fantasía no pueden competir con los antiguos, y que en esta última época el raudal de la poesía española ha sido mas escaso, con menos gala, menos armonía, y por consiguiente con menos efecto y menos agrado (Quintana, 1830: XLIX-L)
Como causas de esta situación figuran: la necesidad de respetar las normas clasicistas, que coartan la libertad de creación; la falta de apoyos oficiales a la poesía; el predominio de la razón y de la utilidad, de las ciencias sobre la literatura, por lo que los ingenios que más hubiesen podido aportar se dedicaron a otros menesteres que les permitiesen ganarse mejor la vida, y colmasen más sus ambiciones y esperanzas. «Los poetas sin duda han sido en esta época menos en número que en lo pa-
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sado, y menos grandes si se quiere: pero el siglo era tambien infinitamente menos poético que los anteriores» (Quintana, 1830: LII). Tras el panorama se incluye la antología de textos. Es singularizada con el marbete «Siglo XVIII». Se recogen composiciones de los siguientes escritores: Ignacio de Luzán, el Conde de Torrepalma, Nicolás Fernández de Moratín, José Cadalso, Tomás de Iriarte, Félix María Samaniego, Juan Meléndez Valdés, Gaspar Melchor de Jovellanos, José Iglesias de la Casa, Juan Pablo Forner, Nicasio Álvarez de Cienfuegos, Jorge Pitillas, Vicente García de la Huerta, Diego Tadeo González, Leandro Fernández de Moratín, Manuel María de Arjona, José María Roldán, Francisco de Paula López de Castro, el Conde de Noroña, Francisco Sánchez Barbero. Son veinte en total. El tratamiento de cada uno no es simétrico. Se insertan más obras poéticas de unos que de otros. Lo que sí es simétrica es la estructuración otorgada a cada capítulo, pues en prácticamente todos (las excepciones son el Conde de Torrepalma, José Iglesias de la Casa, y los incluidos en el capítulo «Poesías de varios»9), después de las tiradas de versos figura, como cierre, una «Noticia» de cada creador. Los más tratados son Nicolás Fernández de Moratín, Félix María Samaniego, Gaspar Melchor de Jovellanos, José Iglesias de la Casa, Nicasio Álvarez de Cienfuegos, Leandro Fernández de Moratín, y, sobre todo, y sobre todos, Juan Meléndez Valdés.10 Los menos, Jorge Pitillas, Vicente García de la Huerta, José María Roldán, Francisco de Paula López de Castro, el Conde de Noroña, y Francisco Sánchez Barbero. Veamos la selección efectuada. De Luzán, en el apartado «Poesías de Don Ignacio de Luzán» (Quintana, 1830: 1-18), se incluyen «Canción I. A la conquista de Orán», «Canción II. A la defensa de Orán», «Canción III. Leida en la Academia de las Nobles Artes año de 1753». En la «Noticia de Don Ignacio de Luzán» (Quintana, 1830: 16-18), leemos unos datos biográficos (nacimiento, familia, estudios, viaje a Italia, carácter, cargos que ocupó, muerte), un repaso de su producción literaria, una mención de la Poética, de otras
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Cf. infra. Junto a cada capítulo señalamos el número de páginas que se dedican a cada compositor. Así puede corroborarse con exactitud la disimetría, y comprobarse cuáles son los más preferidos y los menos preferidos, según la extensión que poseen los respectivos capítulos en los que se insertan. 10
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composiciones (poesías, La razón contra la moda, Memorias literarias de París, traducciones de Metastasio), un recuerdo de las academias a las que perteneció, y un juicio final muy positivo: «es sin duda uno de los hombres que mas bien hicieron en aquella época á su patria y á las letras, y nadie mienta su nombre sino con aprecio y veneración» (Quintana, 1830: 18). «Del Conde de Torrepalma» (Quintana, 1830: 19-35) selecciona exclusivamente «El Deucalion. Poema de Don Alonso Verdugo de Castilla, Conde de Torrepalma», sin incluir nota biobibliográfica. En «Poesías de Don Nicolás Fernández de Moratin» (Quintana, 1830: 36-86) figuran «Quintillas. Fiesta antigua de toros en Madrid», «Anacreóntica. El arroyo», «Letrilla. Amor aldeano», «Cantilena. El sueño», «Sonetos» (I, II A don Juan Bautista Conti, cuando tradujo en italiano la Egloga primera de Garcilaso», III Dorisa en trage magnífico), «Canción. A Pedro Romero, torero insigne», «Canto épico. Las naves de Cortés destruidas». Termina con unas «Noticias de D. Nicolás Fernández de Moratín» (Quintana, 1830: 85-86), que abordan asuntos como su nacimiento, estudios, cargos que ocupó, relaciones con autores de su época, muerte en Madrid, referencia a su hijo «que ha dado con sus talentos y con sus escritos un lustre todavía mas grande á su nombre» (Quintana, 1830: 86), algunas obras que compuso (comedia, tres tragedias, La Caza, el periódico El Poeta, La Naves de Cortés). De él destaca que «se distinguió al instante por sus conexiones con los primeros literatos de aquel tiempo, por su talento para la poesía, por su gusto y conocimientos en humanidades, y por su celo ardiente en combatir todos los errores y abusos que afeaban entonces esta amena parte del saber humano» (Quintana, 1830: 86). En el capítulo «Poesías de Don Josef Cadalso» (Quintana, 1830: 87115) pueden leerse «Anacreónticas», «Letrilla I», «Letrilla II», «Endechas», «Elegía a la fortuna», «Canción primera. En alabanza de Don Nicolas Moratin», «Canción II. Al mismo asunto», «Oda I. A Cupido», «Oda II. A Venus», y una «Noticia de Don Josef Cadalso» (Quintana, 1830: 114115), en la que se menciona su nacimiento, viajes por el extranjero, primeras obras (Óptica del cortejo, que juzga de mala calidad), ampliación de sus estudios, otros escritos, con el recuerdo de los seudónimos que utilizó (Sancho García, Eruditos a la violeta, Ocios de su juventud, Poesías líricas, Cartas marruecas), su profesión de militar, amigos literatos que tuvo, muerte, acaecida el 27 de febrero de 1782 en el sitio a Gibraltar.
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En las «Poesías de Don Tomas de Iriarte» (Quintana, 1830: 117-152) inserta Quintana «Epístola I. A Cadalso, dedicándole la traduccion del Arte poetica de Horacio», «Epístola II. A un amigo, enviándole algunas de sus poesías que desaba ver», «Fábulas literarias» (I. El Oso, la Mona y el Cerdo, II. El Burro flautista, III. El Pato y la Serpiente, IV. El Gusano de seda y la Araña, V. Los Huevos, VI. El Jilguero y el Cisne, VII. La Abeja y el Cuclillo, VIII. El Raton y el Gato, IX. El Lobo y el Pastor, X. El Asno y su Amo, XI. La Oruga y la Zorra, XII. El Retrato de golilla, XIII. El Té y la Salvia, XIV. El Cazador y el Huron, XV. El Gallo, el Cerdo y el Cordero, XVI. El Pedernal y el Eslabon, XVII. El Volatin y su Maestro, XVIII. La Ardilla y el Caballo), «Soneto», «Madrigal», «Epígrama [sic]». Termina con una «Noticia de D. Tomas de Iriarte» (Quintana, 1830: 150-152), en la que trata de su nacimiento, su formación, participación en la publicación de las obras de su tío, su gusto y dedicación a la música, cargos que ocupó, su participación en el Mercurio político, los pseudónimos que empleó, sus escritos (Hacer que hacemos, sus traducciones El Filósofo casado, La Escocesa y El Huérfano de la China, varios dramas originales hasta 1775), sus traducciones por encargo, sus versos latinos al nacimiento del Infante, sus Literatos en cuaresma, poesías y epístolas a Cadalso, traducción de la poética de Horacio, su polémica con Sedano, otras creaciones (La Música, Fábulas literarias, —criticadas por Forner en el Asno erudito y contestadas por él en Para casos tales suelen tener los maestros oficiales—, la traducción de La Eneida, las Lecciones instructivas sobre la moral, la historia y la geografía —encargo de Floridablanca—, el monólogo Guzmán el Bueno, la sátira contra el mal gusto de nuestras escuelas, su traducción de El nuevo Robinsón de Campe), sus obras completas, que recogen La señorita mal criada, El señorito mimado, El don de gentes, sus enfermedades, como la gota, y su fallecimiento en 1791. Las páginas de «Fábulas morales de D. Felix Maria Samaniego» (Quintana, 1830: 153-192) contienen «Fábula I. El Aguila y el Escarabajo», «II. El Raton de la Corte y el del Campo», «III. La Lechera», «IV. El Pescador y el Pez», «V. El Milano y las Palomas», «VI. Las Ranas pidiendo Rey», «VII. El Asno y el Caballo», VIII. El Cordero y el Lobo», «IX. El Caballo y el Ciervo», «X. El Águila y el Cuervo», «XI. Los Animales con peste», «XII. Congreso de los Ratones», «XIII. El Lobo y la Oveja», «XIV. El Asno y las Ranas», «XV. El Asno y el Perro», «XVI. El Leon y el Asno cazando», «XVII. El Viejo y la Muerte», «XVIII. Los dos Machos», «XIX. El Gallo y el Zorro», «XX. Los Navegantes», «XXI. El Asno y el Lobo», «XXII.
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El Asno y el Caballo», «XXIII. El Labrador y la Providencia», «XXIV. Un Cojo y un Picaron», «XXV. La Zorra y el Chivo», «XXVI. El Lobo y el Perro», «XXVII. El Enfermo y la Vision», «XXVIII. La Mona», «XXIX. El Chivo afeitado», «XXX. El Filósofo y la Pulga», «XXXI. La Mariposa y el Caracol». Terminan con «Noticia de D. Felix Maria Samaniego» (Quintana, 1830: 190-192), en la que se cita su nacimiento, familia, herencia, educación, lugares de residencia, matrimonio, cargos, obras (Fábulas), ediciones de sus Fábulas, polémica con Iriarte y con Huerta… «Poco cuidadoso», se dice, «de su fama literaria miraba con indiferencia y poco aprecio sus producciones, que hizo quemar en su última enfermedad» (Quintana, 1830: 192). Era buen conversador, y sabía tocar el violín y la vihuela. Murió en Laguardia en 1801. En el capítulo de «Poesías de D. Juan Melendez Valdes» (Quintana, 1830: 191-308) selecciona Quintana once «Anacreónticas», tres «Letrillas», dos «Idilios», ocho «Romances», cinco «Sonetos», «Batilo. Égloga. Fragmentos», «Elegía I, II, III», siete «Odas». Concluye con una «Noticia de D. Juan Melendez Valdes» (Quintana, 1830: 307-308), en la que habla de su nacimiento, estudios, amistad con Cadalso, premios a Batilo y Las bodas de Camacho, publicación de sus Poesías líricas, cargos y trabajo, impresiones de sus obras, traslado a Madrid, traslado, por su amistad con Jovellanos, a Medina del Campo y a Zamora, estancia en Salamanca, colaboración con los franceses y odio del «populacho», exilio en Francia y muerte en Montpellier, publicación, póstuma, de sus poesías en cuatro tomos. «Poesías de Don Gaspar Melchor de Jovellanos» (Quintana, 1830: 309-354) incluye cinco «Idilios», dos «Sonetos», «Epístola. Fabio a Anfriso», «Sátira primera», «Sátira segunda», «Epístola a Bermudo: Sobre los vanos deseos y estudios de los hombres», y una «Noticia de Don Gaspar Melchor de Jovellanos» (Quintana, 1830: 351-354), en la que se menciona su nacimiento, formación, cargos que ocupó al principio, estancia en Sevilla, composición de El delincuente honrado y Pelayo, traducción de El Paraíso perdido de Milton, Ocios juveniles, traslado a Madrid, otros cargos ocupados y otras obras (Discurso sobre la necesidad del estudio de la Historia para el de la Jurisprudencia, Memoria sobre las diversiones públicas, Elogio histórico de las nobles Artes españolas, Elogios de don Ventura Rodríguez y Carlos III, Informe sobre la ley agraria), caída en desgracia y destierro a Asturias, Ministro de Gracia y Justicia, destierro a Mallorca, Guerra de la Independencia y Junta Central, muerte.
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«Poesías de D. José Iglesias de la Casa» (Quintana, 1830: 355-397) carece de noticia biobibliográfica final. No obstante, en una nota inicial a pie de página (Quintana, 1830: 355) Quintana informa de su nacimiento en Salamanca, lugar en donde fue cura, y de que «un año antes de morir publicó un poema didáctico sobre la teología, recomendable por la poesía de estilo y por la pureza de lenguage; pero toda su celebridad la debe á sus epígramas [sic] y letrillas satíricas». De sus textos aparecen ocho «Villanescas», cuatro «Letrillas», tres «Cantilenas», tres «Romances», siete «Idilios», «Poesias jocosas» con ocho «Epígramas» y siete «Letrillas». «Poesías de Don Juan Pablo Forner» (Quintana, 1830: 398-425) contiene «Sátira contra los vicios introducidos en la poesía castellana. Fragmentos», «Oda Á Don Pedro Estala», cuatro «Sonetos», ocho «Epígramas», y «Noticia de Don Juan Pablo Forner» (Quintana, 1830: 424-425), en la que se abordan temas como su nacimiento, su familia, su educación, amistad con Cadalso, condición de abogado en Madrid, sus críticas contra Iriarte (El asno erudito), su Sátira contra los vicios introducidos en la poesía castellana, Discursos filosóficos sobre el hombre, Oración apologética por la España y su mérito literario, Carta de Don Antonio Varas contra la Riada de Trigueros, sus folletos en El Censor, ataques contra Huerta y Sempere y Guarinos, observaciones sobre la historia del abate Borrego, Modo de escribir la Historia de España, su cargo de fiscal en Sevilla, su boda, hijos, obras escritas en Sevilla (Preservativo contra el ateismo, La corneja sin plumas, Nuevas consideraciones sobra la tortura…), otros cargos desempeñados y muerte. De él se afirma que «Su notorio mérito literario se hallaba acompañado de las prendas mas apreciables en un magistrado, como lo manifestó en la fiscalía del crímen de la audiencia de Sevilla […]; en varias comisiones de la mayor confianza, y en el breve tiempo que sirvió la fiscalía del Consejo» (Quintana, 1830: 425). En «Poesías de Don Nicasio Cienfuegos» (Quintana, 1830: 426-467) aparece «Oda a Nice», junto con otras siete odas, y «Noticia de Don Nicasio Alvarez de Cienfuegos» (Quintana, 1830: 466-467), en la que se habla de su nacimiento en Madrid, sus padres, sus estudios, vida en capital de España, su fama, sus textos (composiciones manuscritas, Zoraida, La Condesa de Castilla, que se representaron), su tragedia Pítaco y otras obras sobre etimologías y sinónimos castellanos, edición de obras poéticas en 1798, cargos que ocupó, Guerra de la Independencia, persecución por los franceses y muerte en Francia.
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En «Poesías de varios» (Quintana, 1830: 468-494) introduce Quintana a «Jorge Pitillas» (Quintana, 1830: 468-477), de quien afirma en nota previa: «Autor desconocido; dícese que su verdadero nombre era D. José Gerardo de Herbás» (Quintana, 1830: 468), y recoge una «Sátira»; a «De Don Vicente García de la Huerta» (Quintana, 1830: 478481), de quien en nota previa (Quintana, 1830: 478) habla de su nacimiento, estudios, cargos, academias a las que perteneció, obras (dos tomos de poesías, «varios opúsculos de crítica literaria», su Teatro Hespañol, Raquel) y muerte en Madrid, y de quien recoge «Canción al ocio»; y unas páginas «Del Maestro Fr. Diego González» (Quintana, 1830: 482-494), que recogen «Fragmentos de su Egloga intitulada El Llanto de Delio», con nota previa sobre su nacimiento, ingreso en los agustinos, amistad con Meléndez, muerte y contexto de su Égloga que selecciona (Quintana, 1830: 482). Un «Apéndice. Poesías de algunos autores que corresponden al principio del siglo XIX» le sirve a Quintana para redondear su antología. Allí aparecen otros textos y compositores (Quintana, 1830: 495-616). En «Poesías de Don Leandro Fernandez de Moratin» (Quintana, 1830: 497-543) publica «Leccion poética», «Oda Á la proclamacion de Carlos IV», «Canto en lenguaje y verso antiguo», «Al nacimiento de la Condesa de Chinchon», «Cantico. Los Padres del Limbo», «Oda Á unos jóvenes que preguntaban al autor los años que tenia», «Soneto I, II, III», «Oda Á los dias de la Duquesa de Wervick y Alba: en nombre de unas niñas», «Elegía Á las Musas», y una «Noticia de Don Leandro Fernandez de Moratin» (Quintana, 1830: 541-543), en la que recuerda su nacimiento, familia, formación, premios obtenidos en poesía, viaje a París, conocimiento de Goldoni, favores inmediatos del gobierno tras su oda a Carlos IV y otros favores que recibió de los gobernantes, estreno de El viejo y la niña, sus restantes comedias, viajes por Europa, colaboración con los franceses, exilio en Francia y muerte en París, amistades y seudónimo en Los Arcades (Inarco Celenio). Dentro de «Poesías de Don Manuel de Arjona» (Quintana, 1830: 544-578) incluye «Sonetos. I, II, III, IV», «Cantilenas. I, II, III, IV, V», «Idilio. El ara de Roselia», «Oda La diosa del bosque», «Oda Á la natividad de nuestra Señora», «Oda Á la Memoria», «Oda En la muerte de Cárlos III», y una «Noticia de Don Manuel Maria de Arjona» (Quintana, 1830: 577578), en la que trata de su nacimiento, estudios universitarios y de doctorado, cargos que ocupó, idiomas, capacidad para las humanidades y
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la literatura, participación en la Academia de Letras humanas de Sevilla con obras entre las que se cuentan las que publica, viaje a Roma, cargo de capellán del papa Pío VI, muerte en Madrid en 1820, textos inéditos (poemas, memorias académicas sobre diversos temas, Historia de la Iglesia Bética, Defensa e ilustración latina del concilio Hiberitano). «Poesías de Don Josef Maria Roldan (Quintana, 1830: 579-587) contiene «Oda Á la venida del Espíritu Santo», «Oda Á la Resurreccion de Jesucristo», «Oda Al natal de Filis», y «Noticia de Don Josef María Roldan» (Quintana, 1830: 587), que aborda su nacimiento en Sevilla, sus estudios universitarios, brillantes, su fundación de la Academia sevillana de las letras humanas, que duró de 1793 a 1801, sus textos para esta institución, a los que pertenecen los aquí publicados, su comentario del Apocalipsis, cargos eclesiásticos, carácter, muerte en 1828. Entre las «Poesias de Don Francisco de Castro» (Quintana, 1830: 588601) se registran «Elegía», «Oda. El arroyuelo», «Oda. Imperio del hombre sobre la naturaleza», y una «Noticia de Don Francisco de Paula Lopez de Castro» (Quintana, 1830: 600-601), que abarca su nacimiento en Sevilla, sus estudios primeros y premios, estudios universitarios, dedicación al comercio y a las letras, lecturas y formación intelectual humanística, participación en la Academia de letras humanas, con creaciones entre las que se hallan las seleccionadas por Quintana, muerte y carácter. De las «Poesías del Conde de Noroña» (Quintana, 1830: 602-607) escoge la «Oda Á la paz entre España y Francia en 1795», completada con la «Noticia del Conde de Noroña» (Quintana, 1830: 607), que rememora su nacimiento en Castellón, su muerte en Madrid a los cincuenta y seis años, su carrera militar y diplomática, los cargos ocupados, sus victorias en la guerra de la Independencia. Termina con una «Composicion poética en la muerte de la Duquesa de Alba: escrita por Don Francisco Sanchez Barbero» (Quintana, 1830: 608-616), autor del que adjunta una «Noticia de D. Francisco Sanchez Barbero» (Quintana, 1830: 616), que enumera su nacimiento, sus estudios en el seminario, su traslado a Madrid, sus habilidades para las letras, el latín y la poesía, en latín y castellano, sus obras (Gramática latina, Principios de Retórica y Poética). Unas «NOTAS» (Quintana, 1830: 617-620) «Sobre el canto épico de don Nicolas Moratin» (Quintana, 1830: 617) (explica y justifica la edición utilizada, por parecer la que se mantiene más fiel a la creación real que escribió Don Nicolás), «Sobre el testo seguido en las poesías de
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Melendez» (Quintana, 1830: 618-619) (informa, adoptando la postura de crítico imparcial, con ansias de rigor filológico y deseo de dar a conocer la obra de mayor calidad, que toma como base las versiones más antiguas por parecerle peores las enmiendas introducidas por el mismo Meléndez en los últimos años de su vida), «Sobre las poesías de don Manuel de Arjona, don Josef Rodan, y don Francisco de Castro» (Quintana, 1830: 620) (reconoce que debe los textos a su amigo Felix Josef Reinoso, quien los sacó de borradores mal escritos y los preparó para la imprenta), «Sobre la oda á la Diosa del Bosque» (Quintana, 1830: 620) (manifiesta que las estrofas son un invento de su autor y las describe); un «Indice» (Quintana, 1830: 621-626 de primeros versos; un «Indice de los autores comprendidos en esta colección» (Quintana, 1830: 627628); y una fe de «Erratas» (Quintana, 1830: 629) completan y cierran el volumen de Quintana dedicado a la poesía de la Ilustración.
3. QUINTANA, HISTORIADOR DEL NEOCLASICISMO POÉTICO La importancia de la antología de autores españoles del siglo XVIII, concluida por Manuel José Quintana, en el panorama histórico de nuestras letras es considerable. Con su trabajo, el madrileño consigue sentar las bases para la elaboración de aportaciones que se iban a realizar en años subsiguientes, del siglo XIX y del pasado siglo XX. Él consigue marcar las pautas a historiadores posteriores que repiten, en monográficos, manuales e historias de la literatura, muchas veces sin citarlo, las mismas ideas que él postuló, elevándolas a la categoría de tópicos, las mismas noticias que él aportó, idénticas valoraciones de escritos que en los años de la Ilustración vieron la luz pública; historiadores que mencionan, catalogan y estudian a los mismos autores que él abordó, convirtiéndolos, de tal modo, en ingredientes, igualmente tópicos, de presencia obligada en sus estudios, y eclipsando a otros de la época, que hasta momentos más recientes no han logrado volver a ser recordados con suficiente regularidad. Hay ejemplos claros de la situación que acabamos de describir. Basta con consultar algunas de las más reputadas antologías modernas de poetas del siglo XVIII para constatar las coincidencias sustanciales en la nómina de escritores, e incluso, a veces, en la relación de textos seleccionados. Recordemos, por citar algún ejemplo, los conocidos trabajos de John H. R.
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Polt y Rogelio Reyes.11 La correspondencia no es total. Pero las evidentes e importantes concomitancias muestran, por una parte, el acierto de Quintana en la selección de creadores, pero también su capacidad de forjar un canon, y de convertirse en referente para los estudiosos que, en su siglo y en el siguiente, elaboraron recopilaciones similares a la suya, y trabajos, parciales o generales,12 en los que analizaron las composiciones en verso de la era de la Ilustración. La labor del poeta madrileño como guía es observable en algunas ideas tópicas que hasta años bien próximos se han venido transmitiendo sin cesar sobre escritores dieciochescos. Tal acontece, por ejemplo, con el supuesto tradicionalismo ultramontano de Vicente García de la Huerta,13 visión esta repetida hasta la saciedad a lo largo de la historia, aunque ya corregida, afortunadamente, en estudios elaborados en años próximos, que sitúan la figura y la obra del zafrense en un contexto más adecuado, más exacto, más coincidente con el que le corresponde en verdad por su visión de la realidad y de la literatura, transmitidas por sus escritos.14 Lo mismo sucede con sus aportaciones sobre Juan Meléndez Valdés, insertas tanto en el prólogo y el capítulo correspondiente de las Poesías selectas castellanas, como en los dos escritos reproducidos en el tomo decimonoveno de la Biblioteca de Autores Españoles, «Meléndez Valdés» y «Noticia histórica y literaria de Meléndez» (Quintana, 1852c). Ellas, dadas su exactitud, su autenticidad y su exhaustividad, se convirtieron en la principal fuente de conocimientos de la figura y la obra del extremeño, en la fuente básica de noticias en la que bebieron todos los trabajos sobre éste elaborados en años posteriores, hecho lógico dada la autoridad del propio Quintana, también cimentada, además de otras consideraciones, en el conocimiento directo de Batilo que tuvo el madrileño.15
11
John H. R. Polt (1975); Rogelio Reyes (1988). De estos últimos recordemos el excelente panorama de Checa, Ríos y Vallejo (1992). 13 Cf. supra. 14 Cf. Cañas Murillo y Lama Hernández (1986 y 1988); Cañas Murillo (1988, 2000 y 2003); Lama Hernández (1993); y Ríos Carratalá (1987). 15 Recordemos que lo consideraba «mi maestro y mi amigo», y así se refiere a él en su «Introducción a la poesía castellana del siglo XVIII», como anteriormente recogimos (cf. supra). 12
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Los datos y noticias sobre la poesía, y sobre buena parte de la literatura en general, del siglo XVIII, transmitidos por la antología de Manuel José Quintana estuvieron en vigor hasta época bien recientes, casi hasta nuestros días, o, por lo menos, hasta la segunda mitad del siglo XX, hasta los años en los que los estudios sobre la Ilustración empezaron a evolucionar, a ampliarse, a hacerse más profundos y, en consecuencia, a librarse de tópicos adquiridos en épocas remotas, y constante y reiteradamente difundidos sin comprobación científica ni espíritu crítico, dando por válida la autoridad de los primeros hombres que los acuñaron, el propio Quintana en la primera mitad del XIX, y Menéndez Pelayo en la segunda mitad y a principios del XX. Sus aportaciones, en muchos casos, fueron insertas, como aconteció también con las de Don Marcelino, en trabajos y manuales de literatura sin que existiese ya conciencia de cuál fuese su procedencia original, ni de la identidad de la persona a quien correspondiese su auténtica paternidad. Se convirtieron en verdaderos dogmas de fe, repetidos sin ser puestos en la menor duda, y, muchas veces, insistimos, sin conocer quiénes los propusieron originariamente, ni indagar en las razones que tuvieron para ello, ni cuestionar su adecuación y propiedad. Quintana es un intelectual honesto. Intenta ser imparcial en sus juicios, aun cuando vayan referidos a personas, intelectuales y escritores que fueron sus amigos y maestros. Intenta entender las motivaciones que guiaron a cada uno, las razones que tuvieron para llevar a cabo una labor determinada y de una forma concreta. Pero no deja de ser un hombre de su tiempo, influido por sus circunstancias, por su formación, por el contexto en el que le tocó vivir, por su ideología de época, por las polémicas que se desataron, algunas de las cuales las vivió bastante de cerca, o las conoció de testimonios, en ocasiones apasionados, de primera mano, próximos, contemporáneos o coetáneos, al momento en el que surgieron y se desarrollaron. Todo ello condiciona su visión de la realidad, explica muchos de sus juicios, de sus afirmaciones, de sus visiones del periodo y de la estética neoclásica propia de él, que él mismo defendía. Su proximidad al momento de la historia que estudia, su toma de partido a favor de uno de los bandos, los neoclásicos, que entonces litigaron, le resta, a su pesar, pues él las busca e intenta mantenerlas, la objetividad y la imparcialidad imprescindibles para cualquier historiador de la literatura. No obstante, su esfuerzo de llegar a esas metas es notorio y muy encomiable, digno del intelectual
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honrado y, como decíamos, verdaderamente honesto que siempre fue e intentó y procuró ser. En todo caso, a Manuel José Quintana nadie le podrá negar el blasón de haber abierto el camino para el estudio científico y objetivo de la poesía neoclásica española de la Ilustración. Nadie le puede discutir que él marcó las pautas para su estudio y el enfoque que a éste se le proporcionó prácticamente hasta nuestros días, o, al menos, hasta las últimas décadas del siglo pasado. Nadie puede poner en duda que de su pluma, de su selección de autores y de su interpretación de las creaciones de estos, de los juicios que sobre ellas emitió, y de las noticias que sobre ellas recabó, y supo transmitir, salió la visión que de esta parcela de nuestra historia literaria estuvo en vigor durante más de ciento cincuenta años. Es su aportación principal, es su gloria y es su mérito. Todo ello debe ser objeto del correspondiente reconocimiento general. Todo ello hace de justicia otorgarle, ahora que se cumple el centesimoquincuagésimo aniversario de su fallecimiento, este galardón. Cáceres, 25 de mayo de 2007.
BIBLIOGRAFÍA SELECTA Ediciones QUINTANA, Manuel José (1807), Poesías selectas castellanas desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días, Gómez Fuentenebro y Compañía, Madrid, 3 vols. — (1817), Poesías selectas castellanas desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días, Gómez Fuentenebro y Compañía, Madrid, 4 vols. — (1829-1830), Poesías selectas castellanas desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días, recogidas y ordenadas por Don Manuel Josef Quintana. Nueva edición aumentada y corregida, Imprenta de D. M. de Burgos, Madrid, 4 vols. — (1830), Poesías selectas castellanas desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días, recogidas y ordenadas por Don Manuel Josef Quintana. Nueva edición aumentada y corregida, Imprenta de D. M. de Burgos, Madrid, 1829-1830, 4 vols. Tomo IV [Siglo XVIII], 1830.
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— (1830b), «Introducción a la poesía castellana del siglo XVIII», en Poesías selectas castellanas desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días, recogidas y ordenadas por Don Manuel Josef Quintana. Nueva edición aumentada y corregida, Imprenta de D. M. de Burgos, 1829-1830, Madrid, 4 vols. Tomo IV [Siglo XVIII], pp. VII-LII. — (1852), Obras completas. Ed. de Antonio Ferrer del Río, Rivadeneyra (BAE, XIX), Madrid. — (1852b), «Sobre la poesía castellana del siglo XVIII», en sus Obras completas. Ed. de Antonio Ferrer del Río, Rivadeneyra (BAE, XIX), Madrid, pp. 145-157. — (1852c), «Meléndez Valdés», «Noticia histórica y literaria de Meléndez», en sus Obras completas. Ed. de Antonio Ferrer del Río, Rivadeneyra (BAE, XIX), Madrid, pp. 107-121. POLT, John H. R. (ed.) (1975), Poesía del siglo XVIII, Castalia, Madrid. REYES, Rogelio (ed.) (1988), Poesía española del siglo XVIII, Cátedra, Madrid.
Estudios 1. Sobre Manuel José Quintana AGUILAR PIÑAL, Francisco (1991), «QUINTANA (MANUEL JOSÉ)», en Bibliografía de Autores Españoles del siglo XVIII, VI, N-Q, CSIC, Madrid, pp. 519-529. CAÑAS MURILLO, Jesús (2001), «Manuel José Quintana y su Contextacion [...] a los rumores y críticas que se han esparcido contra el en estos dias», en Anuario de Estudios Filológicos, XXIV, Cáceres, pp. 85-93. MARTÍNEZ TORRÓN, Diego (1995), «Las ideas literarias de Quintana», en Íd., Manuel José Quintana y el espíritu de la España liberal (con textos desconocidos), Alfar, Sevilla, pp. 169-177 (sobre la «Introducción a la poesía castellana del siglo XVIII», pp. 173-176). SEBOLD, Russell P. (1989), «“Siempre formas en grande modeladas”: sobre la visión poética de Quintana», en Íd., El rapto de la mente. Poética y poesía dieciochescas, Anthropos, Barcelona, pp. 292-302. Publicado por vez primera en Homenaje a Rodríguez Moñino, II, Castalia, Madrid, 1966, pp. 177-184. En la anterior edición de El rapto de la mente (Prensa Española, Madrid, 1970), situado en pp. 221-233. VILA SELMA, José (1961), «Quintana y la literatura de su siglo», en Ideario de Manuel José Quintana, CSIC, Madrid, pp. 147-150.
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2. Otros trabajos CAÑAS MURILLO, Jesús y Miguel Ángel LAMA HERNÁNDEZ (1986), Vicente García de la Huerta, Editora Regional de Extremadura, Mérida. — (eds.) (1988), Vicente García de la Huerta (1787-1987). Revista de Estudios Extremeños, XLIV, II, Servicio de Publicaciones de la Excma. Diputación Provincial de Badajoz. CAÑAS MURILLO, Jesús (1988), «Tipología de los personajes en las tragedias de Vicente García de la Huerta», en Revista de Estudios Extremeños. Simposio Internacional «Vicente García de la Huerta», XLIV, II, mayo-agosto, pp. 349-377. — (1988b), «García de la Huerta y la tragedia neoclásica», en Javier Huerta Calvo, dir., Historia del teatro español, vol. II. Del Siglo XVIII a la época actual, Fernando Doménech Rico y Emilio Peral Vega, coords., Gredos, Madrid, 2003, vol. 2 vols., pp. 1577-1602. — (2000), «Raquel, de Vicente García de la Huerta, en la tragedia neoclásica española», en Anuario de Estudios Filológicos, XXIII, pp. 9-36. CHECA, José; Juan Antonio RÍOS e Irene VALLEJO (1992), La poesía del siglo XVIII, Júcar, Madrid. LAMA, Miguel Ángel (1993), La poesía de Vicente García de la Huerta, Universidad de Extremadura, Madrid. RÍOS CARRATALÁ, Juan Antonio (1987), Vicente García de la Huerta (1734-1787), Diputación Provincial de Badajoz, Badajoz. — (1987b), «Las polémicas (1783-1787)», en Vicente García de la Huerta (17341787), Diputación Provincial de Badajoz, Badajoz, pp. 179-263.
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Capítulo VI LA VIDA DE UNA BIOGRAFÍA: CERVANTES DE QUINTANA (1797-1852) Francisco Cuevas Cervera Universidad de Cádiz
La biografía que de Cervantes escribe Quintana durante su juventud, y que reescribe años después, no formó nunca parte de las demás Vidas de españoles célebres, a pesar de que en ciertos momentos se anuncie el interés de integrarla en alguna de las series de esta colección. En las Obras completas de la Biblioteca de Autores Españoles aparece junto a la de Meléndez Valdés como un subconjunto de biografías literarias, aunque la perspectiva en ambas es, a todas luces, diferente: en el caso de Cervantes, el proceso de búsqueda de material histórico y literario exige un esfuerzo de reconstrucción histórica similar a las Vidas que no precisaba el trabajo que realizó sobre su maestro, de quien tenía un conocimiento directo. Manuel José Quintana escribe para la edición del Quijote de la Imprenta Real de 1797 (6 vols.), por encargo del abate Melón, una Noticia de la vida y de las obras de Cervantes, una versión bastante aumentada de un primer ensayo, apenas dos páginas, que aparece como epítome en los Retratos de los españoles ilustres de 1791. En 1852, y espoleado por un cúmulo de circunstancias, ha reescrito la biografía, que aparece en las Obras completas de Manuel José Quintana (Rivadeneyra, Madrid), puliendo y completando su propia obra original. El estudio minucioso de la historia editorial de este texto establece unas líneas básicas para abordar el cervantismo decimonónico incipiente: la distancia, a pesar de
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estar inspirados por el mismo espíritu, entre los textos de 1797 y 1852; el primer apunte biográfico de 1791; y las ediciones y versiones de esta misma biografía que median entre la primera y la última que aparece en sus obras completas, son trasunto de la historia editorial de Miguel de Cervantes en la primera mitad del XIX y de la crítica cervantina de la Ilustración al Romanticismo. La obrita incluida en la edición de la Imprenta Real, a pesar del recelo con que su propio autor habla de esta primera versión años después, gozó de cierto éxito editorial, por dos motivos fundamentales: por la pluma de quien lo firmaba, que a principios del XIX era de reconocido prestigio; y, aunque parezca una visión excesivamente simplista, por el formato: su brevedad, unas veinticinco páginas, lo convertía en texto idóneo para los preliminares de las ediciones cervantinas decimonónicas de no muy amplias miras. Las otras opciones de preliminares que a los editores de principios de siglo se les ofrecían (Mayans, Vicente de los Ríos, Pellicer y, a partir de 1819, Navarrete) eran excesivamente prolijas, y llegaron a ocupar volúmenes enteros de las colecciones que decidieron incluirlos. Si no la biografía al completo, el esquema de contenidos y el orden expositivo de la Noticia de Quintana fueron copiados en numerosas ediciones de surtido y en colecciones de obras, especialmente en el extranjero. A partir del Quijote de Londres de 1808, las ediciones de la obra de Quintana se suceden de manera continua, siempre sin especificar el nombre del autor, algo que a juzgar por cómo el propio autor habla de ella en sus cartas y en las obras completas, puede incluso que agradeciera. Publicada la nueva versión de la biografía, en 1852, algunas ediciones de las obras de Cervantes en los años sesenta siguieron prefiriendo la Noticia escrita en su juventud a la reescritura del texto. De hecho la preferencia por la primera en detrimento de la segunda no era sólo una cuestión de formato y, aunque en principio se aplaudió la reconstrucción del texto en la madurez del poeta, a finales del XIX, las voces de reconocidos críticos ignoraron los aciertos de la de 1852 para aplaudir la primera de las obras, donde el poeta intuitivo superaba al analista crítico literario: El anciano octogenario [Quintana] era fácil que confundiese la declamación, con el viril entusiasmo de la juventud; y la ligereza en censurar, con la franca expresión de nobles convicciones, no debilitadas por las contrariedades de larga y azarosa existencia (Vidart, 1889: 23).
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En nuestro sentir, Quintana, al señalar las causas de las desdichas de Cervantes, estaba más en lo cierto cuando se dejó guiar por el entusiasmo de la juventud, que cuando quiso rectificar su juicio con el frío análisis de la vejez (Vidart, 1889: 25).
Las ediciones que pueden rastrearse del texto en la primera mitad de siglo corresponden a las ediciones extranjeras de Londres (1808), Burdeos (1815), París (1825 y 1827), una primera traducción en la edición italiana de L’ingegnoso cittadino Don Chisciotte en Venecia, 1818, además de alguna adaptación que parece inspirarse en el ensayo de Quintana (como la edición de Fragmentos escogidos del Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, París, 1841; o la edición francesa en compendio del Quijote de Tours, 1848). En España, la Noticia de la vida y obra de Cervantes se reedita por primera vez en la edición del Quijote de León en 1810, y después en las ediciones madrileñas de Fuentenebro (1832 y 1844), las de Gaspar y Roig (1847 y 1864) y las de la Biblioteca Universal de Fernández de los Ríos (1851). Entre la edición de 1797 y la de 1852 estas ediciones que publican el texto de Quintana, van modificándolo, muy ligeramente, eso sí, de acuerdo a dos ejes básicos: incorporación de datos, que podríamos denominar objetivos, como el lugar del bautizo, fechas concretas de composición de las obras, etc. (tomadas de Pellicer y Fernández de Navarrete); y eliminación de juicios negativos, o que pudieran parecer poco favorables para la buena memoria del autor del Quijote, en la línea apologista que desde principios del XIX envuelve la figura de Cervantes. A partir de la edición madrileña de Fuentenebro (la segunda en España), se realizan algunos de estos cambios. En ésta las modificaciones son mínimas, sólo se suprimen algunos párrafos, con intención de acortar la biografía, pero sobre todo, de eliminar los juicios que iban en contra de Cervantes. Estas supresiones y modificaciones aumentan en las ediciones de Gaspar y Roig, a cargo de Martínez del Romero, que añade algunos datos que habían perfilado las biografías de Pellicer y Navarrete, y vuelven a matizarse algunas de las críticas negativas contra la obra del alcalaíno, generalmente suprimiendo algunas afirmaciones excesivamente críticas que aparecían en 1797. Éstas no son tantas ni tan duras, pero posicionaron a Quintana, a los ojos de algunos críticos del primer tercio del siglo XIX, del lado de los es-
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critores anticervantinos, y se le engloba haciendo conjunto con los críticos Blas Nasarre, Montiano y Luyando o Estala, en algunos de sus — ya para entonces— «desafortunados» juicios sobre el autor del Quijote. En el mismo año de 1797 que Quintana prologa la edición de la Imprenta Real, Pellicer lo hacía para la edición de la imprenta de Gabriel de Sancha, completando un estudio anterior de 1778, resaltando que en la de Quintana no aparecían datos nuevos para esclarecer la vida de Cervantes y que era un compendio de la Vida de Mayans (1737) y la de Vicente de los Ríos (1780), y de algunos datos tomados de la edición francesa de Florian. Al paso de los años y como él mismo afirma, que venía pensándolo desde algún tiempo, Quintana se siente obligado a resarcirse de las interpretaciones anticervantinas de su primitiva biografía, de la vacuidad en los datos que podíamos llamar noticiosos de la que se le había criticado, y de algún error tomado de Mayans, que reproducía. Estas circunstancias lo obligan a saldar cuentas con el escritor del Quijote, a ponerse manos a la obra y retocar la primitiva versión, «por el tono de declamación y por la inconsiderada ligereza de sus censuras» en palabras de Ferrer del Río en la introducción a las Obras completas de Quintana de 1852. Había sido Fernández de Navarrete en su magna obra Vida de Miguel de Cervantes Saavedra (1819) quien puso nombre al autor de esta Noticia que hasta entonces había circulado anónima, y me temo que la necesidad de rehacer la primera biografía que aparecía en la edición de la Imprenta Real de 1797 no sería tan imperiosa de haber quedado el nombre de su autor en el olvido. El proceso de la elaboración de esta refundición tardía lo conocemos por lo que de esta misma obra reconoce en sus cartas, y comprobamos que es paralelo al proceso de investigación que desarrollaba para elaborar las Vidas de españoles célebres (Quintana, 1933): No se olvide V. de ponerme en la segunda remesa un ejemplar de la vida de Cervantes por Navarrete, que quiero tener presente cuando yo dé un repaso a la vidilla que hice en otro tiempo. Si V. no la tiene, pídasela al autor en calidad de préstamo, pues, luego que esté despachada, se la devolveré (19 de Mayo). También me procurará V., si puede, una vida de Cervantes por Pellicer, y aun el Quijote, todo con sus notas, a la edición chica, porque pese menos y haga menos bulto, (prensado, se entiende), y que venga también ahora.
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V. dirá que para qué; y yo le respondo que, cuando tenga cuatro ratos de buen humor, pienso dar una vuelta a mi noticia de Cervantes y hacerla más digna de la mención honrosa que de ella hace el amigo Navarrete y de mi nombre que él ha querido manifestar allí. Tengo aquí la suya, que V. me envió; tengo también la de Ríos y quiero también tener a la mano la de Pellicer. De todas quiero servirme para rectificar y mejorar mi compendio, y procuraré que no se parezca a ninguna de ellas (3 de Junio). Dije a V. que iba a empezar con D. Álvaro de Luna, y de hecho empecé y tiré algunos rasgos fundamentales para el trabajo proyectado. Mas en medio de esto, que yo no sé cómo fue, que se metió Cervantes por medio, y me he entretenido, estos dos meses, en hacer el nuevo trabajo que quería hacer acerca de él. Ya está hecho y se me figura que le ha de gustar a V. cuando le vea. Las tres vidas, que he tenido aquí a la vista, de Ríos, Pellicer y Navarrete, me han servido mucho para corregir y fijar hechos, especialmente la última. Pero mi obrilla no se parece a ninguna de ellas. Si nuestro amigo no me hubiera mentado y señalado como autor de la Noticia que se puso en la edición de la Imprenta Real, no me hubiera metido en esta tarea; pero los respetos que uno se debe a sí propio, y los que se merecen Cervantes y la verdad, me obligaban a ello (14 de Junio). Recorreré cuanto antes la vida de Cervantes, por Pellicer, y la devolveré (25 de Junio). En cuanto a mi trabajo sobre Cervantes, sepa V. que yo no te intitularé Vida en el caso de que, por alguna casualidad, la tenga que publicar solo. Llamaráse Discurso sobre la vida y obras de aquel escritor, y así excusará las comparaciones, que son siempre odiosas, y toda idea de emulación ni con los pasados, ni con los presentes. Pero esto es hablar de la mar. ¿Cómo he de pensar yo, ni por soñación, en imprimir, ahora, cosa ninguna mía? (4 Julio). Mi querido amigo: Con un merchán de reses, que ha salido estos días de aquí, envío la Vida de Cervantes, de Pellicer (30 de Julio). Yo avisaré a Regás cuándo podrán venir estas tres obras, y entrégueselas V. cuando él se las pida, y también la vida de Cervantes, porque todo venga a su tiempo (28 de Agosto). Regás entregará a V. las dos Crónicas de D. Juan el 2.º y D. Álvaro de Luna, con la Vida de Cervantes por Navarrete, que le dirijo a él con un arriero zarceño que sale estos días para ésa. No crea V., por eso, que está acabada la vida de D. Álvaro; al contrario, está todavía muy en mantillas: el calor y
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el mal humor no la han dejado correr tanto como yo quisiera. Pero habiendo, ayer, encontrado casualmente las dos Crónicas, y estando ya despachada la Vida de Cervantes, no he querido detener más aquí esos libros por si acaso no son de V. y hacen falta.(28 de Octubre).
Sabemos, entonces, que en 1827 estaba trabajando en ella en Cabeza de Buey, para lo que necesitaba determinados libros, y según él mismo afirma, la finaliza en el verano de ese año. Lo que es seguro es que la versión definitiva preparada para imprenta debía de tenerla terminada en torno a los primeros años de la década de los 40, porque en la Vida de Cervantes de Buenaventura Carlos Aribau que aparece al frente de la Biblioteca de Autores Españoles, en el primer volumen dedicado a Cervantes, éste admite haber tenido a la vista unos apuntes de Agustín García de Arrieta y «el generoso don que nos ofreció el señor Quintana, de la biografía de Cervantes, que tiene escrita con destino a su aplaudida obra de las Vidas de españoles célebres» (Cervantes, 1846: VII, nota al pie), de la que había tomado, previa autorización, algunas ideas. Sin embargo, el resultado de este trabajo de investigación no parece muy contundente: la edición de 1852 no añade muchos datos biográficos nuevos, de hecho, en cuanto a lo que podemos llamar datos objetivos en la historia de la biografía cervantina, nada aporta la nueva versión de Quintana. Hace acopio en ella, eso sí, de un bagaje cultural apabullante —la distancia necesaria entre 5 lustros y 16 lustros, en palabras de Luis Vidart— aludiendo a las reflexiones que sobre Cervantes habían esparcido en sus obras Rousseau, Voltaire, De los Ríos, Clemencín; alude a las obras de Alexander Pope, las obras críticas de Ramsay y Addison, las coordenadas vitales de Lafontaine, Lope de Vega, Molière o Quevedo. Lo más interesante de esta edición, en cuanto a la novedad con su predecesora, son los apéndices, que con los títulos «Sobre si hubo o no alguna hostilidad entre Lope de Vega y Cervantes», «Sobre las alabanzas que daba Cervantes a los autores coetáneos suyos», «Sobre los versos de Cervantes», «Sobre un pasaje de la comedia de Pedro de Urdemalas, relativo al purgatorio», «Sobre las obras que Cervantes dejó por concluir», «Sobre si es bastante conocido el carácter particular de Cervantes», «Sobre el Viaje al Parnaso de César Caporali», se sitúan al final de la biografía. El Quintana biógrafo de las Vidas, se encuentra en este caso mucho más cómodo escribiendo pequeños capítulos monográficos sobre aspec-
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tos muy concretos e incluso anecdóticos, en los que escribe con más soltura que rehaciendo su propia escritura. De hecho, el Cervantes de 1852 tiene una proyección diferente; no se entiende como una biografía —acúmulo de datos biográficos—, sino más bien como un artículo monográfico sobre la originalidad de la obra de Cervantes y las bellezas que escondía. Más adelante, ésta es relegada de los preliminares (posteriormente a 1852 las ediciones herederas de las de principios de siglo siguen reimprimiendo la Noticia de 1797, y no ésta), para pasar a obras monográficas de interpretación de la obra, editándose de forma fragmentaria con el título de: «La originalidad del Quijote», «¿Tuvo modelos el Quijote?», etc. Así ocurre, por ejemplo, en el conjunto de artículos que con el título de Cervantes y el Quijote aparece en el Tercer Centenario de la publicación de la primera parte del Quijote. Sin duda, también el hecho de que la nueva biografía se incluyera en las obras de Quintana, y no como preludio en una edición de las obras de Cervantes, dificultó el acceso de ésta al mundo de los preliminares cervantinos del XIX.
1. DE LA NOTICIA DE LA VIDA Y OBRAS DE CERVANTES (1797) (1852): UNA EVOLUCIÓN «NECESARIA»
A CERVANTES
Las diferencias entre una y otra edición no sólo entran dentro de lo que podríamos considerar un cambio de opinión individual y personal de Quintana con respecto a la obra cervantina, algo que hay que tomar con mucha cautela; de hecho, no son tan diferentes los juicios de una y otra, sino más bien el prisma desde el que se mira y el lenguaje que se emplea. Probablemente Quintana conoció esas ediciones intermedias en las que se suprimían algunos pasajes de su Noticia de Cervantes, porque precisamente todos éstos van a ser modificados en 1852. Exceptuando los juicios acerca del Quijote, que tiene una consideración muy similar en ambas, modificará hábilmente lo que en su juventud había dicho sobre las otras obras de Cervantes. En cuanto a la consideración de la poesía primeriza se expresa en estos términos: Haríase mal juicio de sus talentos si se midieran por el mérito de estos versos, y aun de todos los que compuso en el resto de su vida. Este escritor tan
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ingenioso y tan rico, que en su prosa derramaba a manos llenas las flores más bellas y elegantes, y cuya dicción suspende por su armonía, su dulzura, su poesía, encadenado con las trabas de la versificación, se arrastraba dificultosamente, y en nada acertaba. Huía la poesía de sus versos desgraciados, sin que pudiesen reconciliarla con ellos ni la ciega afición de Cervantes, ni su continuo ejercicio en componer (1797). Pero estas primicias [primeras poesías] no más felices que las demás poesías compuestas en el resto de su vida, estaban muy distantes de anunciar lo que su ingenio había de ser después (1852).
Es decir, sin alabar la poesía cervantina, que como poeta y sobre todo crítico literario y editor de la colección Tesoro del Parnaso español, en la que no incluyó ninguna de Cervantes, no debían de ser de su agrado, quiebra la crítica ensalzando su obra novelística posterior. Así procede, en un ejercicio de puro maquillaje y un uso muy consciente del nuevo vocabulario empleado con las demás obras de Cervantes que no le merecían especial aprecio. Si no puede alabar, mejor silenciar. Las ediciones intermedias que copiaron la biografía de Quintana se contentaron con eliminar los juicios excesivamente críticos, Quintana trató de ser fiel a sus ideas modificando lo que dice en una y otra, de acuerdo a aquello que se podía decir del poco acierto de Cervantes. Dice de la Galatea en un fragmento, que no por casualidad, fue suprimido en las ediciones de Fuentenebro (1832, 1844) y, en parte, en las de Gaspar y Roig (1846, 1864), La Pastoral de Cervantes [La Galatea], escrita con más fuerza de imaginación y con más belleza de estilo que las otras dos, sin embargo de que fuese recibida con bastante aplauso, no pudo llegar a su celebridad [a partir de aquí, eliminado en las ediciones de Gaspar y Roig]. Atestóla de versos, que son muchos para tan malos; sus pastores dejan frecuentemente de ser sencillos y tiernos para hacerse ingeniosos, pedantes y disputadores; en fin la acción principal se olvida entre el tropel de aventuras, que ninguna relación tienen con ella (1797).
Y reescribe cincuenta años más tarde: La Galatea, escrita con más fuerza de imaginación y con un estilo más valiente y pintoresco, fue recibida con bastante aplauso, pero no pudo alcan-
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zar a la celebridad de las otras pastorales. Cervantes no conocía todavía el verdadero carácter de su talento, y aquel mundo ideal y ficticio, sin fundamento ninguno en la realidad ni en la naturaleza, no convenía a su pincel. Así es que sus pastores dejan frecuentemente de ser sencillos y tiernos, por hacerse ingeniosos, pedantes y disputadores. La acción principal se olvida con el tropel de episodios, brillantes a la verdad, pero que ninguna conexión ni armonía tienen con ella; y los versos, en fin, siendo tantos, acaban de amortiguar el gusto que podía producir su lectura con la ingeniosidad que se encuentra en muchos pasajes y con la brillantez general de los colores (1852).
Del Viaje al Parnaso emite estos juicios (también elididos en las ediciones de Fuentenebro): Pero la obra escrita por su mal en verso se resiente en todas partes de la incapacidad de Cervantes para versificar (1797). que es el de estar el Viaje escrito en verso, y perder de este modo Cervantes todas sus ventajas. La adjunta al Parnaso, diálogo en prosa que le sirve de apéndice, se lee con más gusto que todo lo demás (1852).
De las Novelas ejemplares: La preferencia la de Rinconete y el Diálogo de los perros. En ellas respira el genio del autor del Quijote, en las otras se le busca y no se le encuentra (1797). Rinconete y Cortadillo, el Coloquio de los perros y demás de esta clase son pinturas superiores y exquisitas, donde luce con toda su gracia y maestría el pincel que dio vida al paladín de la Mancha. En las otras, que pueden llamarse cuadros de mera curiosidad y fantasía, podrá desearse a veces más calor en los afectos, más variedad y determinación en los caracteres; pero no más verdad, no más invención, no una disposición más atinada, no, en fin, más interés de narración ni más elegancia y propiedad de estilo (1852).
Incluso cuando habla del teatro, que en este sentido es implacable en cuanto a la crítica que vuelca en una y otra edición, en 1852 es capaz de amortiguar las opiniones negativas acerca de las obras dramáticas, con la confianza puesta en que La confusa, una obra teatral atribuida a Cervantes y perdida, quizá pudiera tener algo de valor. No olvidemos
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el papel de crítico teatral que Quintana desempeña en las Variedades de Ciencias, Literatura y Artes, que lo colocaba en un podio privilegiado para enjuiciar las obras dramáticas del alcalaíno; de hecho aprovecha los propios juicios de Cervantes contra el teatro de su tiempo para arremeter contra el teatro español coetáneo a Quintana: «Tal fue la causa de tantos delirios que con nombre de comedias inundaron nuestro teatro en los dos siglos anteriores, y que con mengua nuestra aún no le han abandonado en el presente (1797)». A pesar de las limitaciones del Cervantes poeta, del Cervantes dramático, incluso de algunos momentos del Cervantes novelista, al menos, todo es perdonable para el que fuera después escritor de la segunda parte del Quijote: Pero esta caída, si tal puede llamarse, causada más bien por la flaqueza de Cervantes en parecer poeta, que por su decadencia real, fue altamente compensada con la Segunda parte del Don Quijote (1852).
Todo este ejercicio retórico de reescritura está motivado y condicionado por la vida propia de una biografía en construcción que desde finales del siglo XVIII ha tomado vida propia y se nutre de un conjunto de influencias convergentes que hacen de manera paulatina del Quijote todo un símbolo de la literatura española y de su autor, el genio patrio por excelencia a lo largo de los últimos años del XVIII y primeros del XIX. Curiosamente, los trabajos sobre Cervantes de Vicente de los Ríos y Pellicer también se reescriben en dos versiones sucesivas. La biografía del autor del Quijote no sólo va completándose a la luz de los nuevos datos encontrados, va reinterpretándose desde una nueva perspectiva. Lo realmente interesante en esta construcción, en el caso de los dos textos de Quintana, es si realmente podemos hablar de una evolución entre ambos, o solamente de una recreación, motivada por el ambiente procervantino; en definitiva, del mismo perro, con distintos collares.
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2. ¿UNA BIOGRAFÍA NEOCLÁSICA O ROMÁNTICA? En cuanto a lo que se cuenta en la biografía que da por concluida en 1852, procede de manera similar a como lo hará para las demás Vidas de españoles célebres. En líneas generales puede decirse que ambas, en cuanto al contenido, comparten las características de las Vidas: ejercicio de divulgación a partir de las obras biográficas previas; Quintana se detiene en juicios críticos sobre la vida y obra de Cervantes, con un muy personal y cuidado estilo y empedrando el discurso biográfico de aseveraciones de carácter general y sentencioso, algunas en clave presente, y alguna, incluso, en clave personal: Piensan los hombres a veces que huyendo de su destino escaparán de su influencia (1797). El hambre es un incentivo nada seguro para la composición de obras ingeniosas (1797). Siendo natural condición en los malvados aborrecer a quien una vez ofendieron (1852). siguió el impulso del genio y la gloria cuyas voces para la juventud generosa son más imperiosas siempre que las del interés o la ambición (1852).
A pesar de este lenguaje sentencioso, las pretensiones del autor, quizá como en las Vidas de españoles célebres, no pasan de lo biográfico y la crítica literaria. Si la visión que vuelca sobre el escritor es clave de interpretaciones más profundas, es un debate inconcluso. Una lectura política encubierta de la biografía, que sobrepase la exaltación patriótica de la batalla de Lepanto, y otras peregrinas lecturas que pudieran hacerse de algunos fragmentos son sólo elucubraciones. Mucho se ha hablado también de las diferencias del propio contenido en los dos textos, si la reescritura del mismo años más tarde responde no ya a un cambio en los juicios sobre Cervantes, sino en sus ideas en un sentido general. Se ha hablado de una inspiración antiespañola y afrancesada de la Vida de 1797 (Piñeyro, 1892: 11), que trató de corregir posteriormente, aunque me parece una exageración considerar que las críticas a la poesía y la obra
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dramática de Cervantes, que luego matizaría, o a la actitud desdeñosa de los contemporáneos del autor, que lo despreciaron, puedan considerarse índice de afrancesamiento. Hay quienes ven una evolución de lo neoclásico a lo romántico entre una y otra, o quienes afirman que «il neoclassico Quintana ci appare in qualche modo più romantico dei romantici» (Meregalli, 1976: 134). Lo que sí es cierto es que ninguna de las dos versiones se desvincula de algunos preceptos retóricos neoclásicos de un lado, y que la primera de ellas ya anuncia ciertos elementos románticos que no se ven especialmente acentuados en la versión definitiva, sí explicados con mayor detenimiento, aunque la de 1797 sea más crítica con el autor que la segunda (pero no la acusaremos por ello de antiespañola). En cuanto a algunas consideraciones retóricas y al tratamiento del biografiado y su obra, sí que podemos hablar de una interpretación protorromántica de la biografía de Quintana ya en la edición de 1797 (Martínez Torrón, 1995: 170-171; 2005-2006: 1459; Meregalli, 1976: 134). La serie de coordenadas de interpretación romántica del Quijote y de su autor en el XIX pueden concretarse en tres principales: genio creador, héroe romántico y contenido filosófico, es decir mitificación del autor, del personaje y del alcance del contenido. La mitificación del autor en la temprana fecha de 1797 se vincula necesariamente con la defensa de lo español, en el marco de la Oración apologética y todas sus ramificaciones, y el debate posterior en los círculos intelectuales. Despiadada es la reprobación para los que fueran críticos con Cervantes, en la línea de Mayans, claro que en la época de Quintana no se enfrenta a los «anticervantistas» como Mayans lo hizo en 1737, que se mueve en un ambiente hostil a esta apología del escritor; en tiempos de Quintana, las tornas han cambiado sensiblemente. De todas formas Quintana, a pesar de las críticas que él mismo respaldó veladas con el tiempo, arremete duramente en 1852 contra los que hablan de la obra de Cervantes de forma frívola o falta de contenidos, y también con los que, como Clemencín, estaban «poseídos de la rabia gramatical» y no hacen sino destacar errores en el Quijote, que poco importan por su grandeza. Se produce también ya en la obra de Quintana, de manera incipiente, uno de los fenómenos más románticos en la proyección del autor: el trasvase de estas categorías «genio escritor» y «héroe romántico», es decir, Cervantes —el escritor— transformado en héroe, en virtud de algunas de las circunstancias vitales que atraviesa.
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La novelización de su vida lo convierte en un héroe del XIX, rasgo tan romántico como propio de la naturaleza de Quintana poeta; ahora sí, atenta esta transformación ficcional al bon goût. El episodio de Cervantes en Argel, el único rasgo biográfico que realmente se amplía en la edición de las Obras completas, era motivo para que Quintana sacara a relucir su pluma más literaria. Desde 1797, Cervantes es el alma mater de todas las aventuras argelinas (algo que ya aparecía en Ríos y Mayans, tomado en parte de la Topografía e historia general de Argel, de Diego de Haedo, 1612). En esta mitificación, también observamos una acentuación de la primera edición a la definitiva, en las que el tono va de un moderado timbre neoclásico a una narración de corte romántico: Asistió a la memorable batalla de Lepanto, en que los cristianos triunfaron del poder otomano, y humillaron la soberbia de Selin II. Cervantes salió herido en una mano, que estropeada por toda su vida, fue testimonio perfecto de su valor y de la ingratitud de su patria (1797). nadie supiera ahora que hubo en la batalla de Lepanto un Miguel de Cervantes, que enfermo y postrado por unas calenturas, y aconsejado de su capitán que no entrara en la acción, se hizo sordo a estas sugestiones, pidió el puesto de mayor peligro, y allí peleó todo el tiempo que duró la batalla con la más heroica bizarría. Dos arcabuzazos en el pecho, y uno en la mano izquierda, que se la dejó estropeada y manca para siempre, fueron testimonios perpetuos de su arrojo, y él se honró toda su vida con el más noble entusiasmo de haberlas recibido en aquella grande ocasión (1852).
En la edición de 1852, las aventuras de Cervantes en Argel se plagan de escenas muy románticas, poetizadas y fuertemente dramatizadas: «atadas las manos a la espalda y con un cordel al cuello, amenazado por instantes de ser ahorcado, sostuvo con igual serenidad». También, dentro de esta progresiva novelización de la vida cervantina, destaca un clásico desde las primeras biografías: el regodeo en la pobreza que sufrió el autor, y el «desprecio con que le trataron sus contemporáneos», que en el Romanticismo encuentra una veta de mitificación. La imagen tipificada del rechazado social, el héroe en realidad antihéroe, encuentra en Cervantes ancho campo de realización: «maltratado así de los hombres y contrariado de la fortuna». Puede incluso interpretarse en clave personal. Así, el Cervantes-Quintana, pa-
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triota y mártir, hombre de bien, individuo histórico a través del cual se vehicula la historia de España, hace de su vida una novela. Esta mitificación del escritor y del personaje entra de lleno en lo que será la interpretación romántica del autor. Hay que notar que es a partir de 1820 cuando las obras que pueden considerarse de inspiración cervantina (las obras teatrales de las Bodas de Camacho, las versiones teatrales del Curioso impertinente) empiezan a utilizar como materiales para crear obras teatrales, no ya la vida de los personajes quijotescos, sino la del propio autor, y será el propio Cervantes fuente de inspiración fundamentalmente en el teatro y subsidiariamente también de algunas obritas narrativas. En este ambiente de glorificación del escritor en la biografía de Quintana, resaltan los esfuerzos manifiestos por acallar lo que de escabroso podía esconderse en la biografía del autor. Sale a relucir aquí una moral ilustrada y un alejamiento de lo morboso, donde el buen gusto dieciochesco es la vara de medición. Sólo debía decirse de los biografiados los hechos favorables y silenciar las debilidades: «La biografía de Cervantes está tan escasa de noticias como llena de sinuosidades. Sus biógrafos completan esta situación con su empeño en hacer de Miguel una figura ilustre y sin tacha en su vida moral, y estorban así la tarea de hacer comprensible su obra imperecedera» (Castro, 1974). Esta característica, manifiesta en 1797 y mantenida en 1852, es un resabio de las consideraciones de Mayans de 1737. Incluso Quintana llega a pedir que no se indague en la naturaleza de estos casos, y no cesa de ofrecer pruebas que demuestran «la serenidad y resignación de su espíritu, y de su noble y sencilla gratitud». Los dos «puntos negros» de la vida de Cervantes eran su estancia en la cárcel y la relación del autor con el proceso Ezpeleta. Si del primer episodio podemos incluso rastrear algún juicio de carácter sentencioso que puede relacionarse con la propia vida de Quintana, que también había sufrido la cárcel antes de ser coronado, del segundo se destaca lo inoportuno de su intromisión en la indagación biográfica del alcalaíno: Pellicer insertó en su Vida un extracto sobradamente prolijo. De él se deduce su permanencia en Valladolid por aquel tiempo, las personas de que se componía su familia, el modo con que allí se ayudaba a sostener, y en fin, que eran sus vecinas doña Luisa de Montoya, viuda de Esteban Garibay, y doña Juana Gaytán, viuda del poeta Lainez, que acababa de fa-
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llecer, amigo de Cervantes. Pero también resulta de las declaraciones que estas señoras se echaban unas a otras la nota de recibir malas visitas, lo cual no hace honor ninguno a nuestro escritor. Nada hay, por otra parte, en la causa que nos le haga conocer más bien, y siendo este triste incidente de tan corta importancia para su vida civil, y de ninguna para su carrera literaria, excusado era por cierto extenderse en ella tanto, y bastaba indicarla ligeramente. Yo no sé si él agradeciera mucho que saliesen a la plaza del mundo semejantes pobrezas (1852).
Este recelo de Quintana a la hora de hablar del proceso judicial también tiene una lectura en primera persona particular en la propia biografía de Manuel José Quintana. No creo tanto que tuviese «una sombra de duda sobre el recto proceder del autor del Quijote» (Astrana Marín, 1948-1958: vol. 1, xlviii), sino más bien, y simplemente, que latía en él la máxima de que sólo los hombres buenos pueden escribir bien. Pero sin duda el rasgo más romántico que encontramos en la biografía de Quintana no tiene tanto que ver con el autor, sino con su obra: la imagen de Cervantes como genio creador y de su obra como original y fruto de la portentosa imaginación, una idea muy romántica. En este sentido sí que es Quintana un precursor. Es cierto que algo se había apuntado sobre la originalidad del Quijote (Mayans, Cándido María Trigueros), pero la supremacía de este rasgo como imperativo en la obra literaria estaba reservada al XIX. En la época en que él iba a afirmar que el Quijote no tuvo modelos (1797) las obras que contenían algún comentario sobre Cervantes trataban de anclar su obra a la de alguno de los autores considerados clásicos y encumbrados por la tradición: Voltaire cita como modelo del Quijote el Orlando de Ariosto; Vicente de los Ríos, la Ilíada; Pellicer, el Asno de Oro de Apuleyo; unos y otros buscan modelos narrativos previos que justificaran la aparición del Quijote, dentro de una concepción claramente neoclásica de la retórica y del principio de autoridad. Sin embargo, Quintana, que en otros puntos se ve claramente influido por Luzán y la Poética (cuando trata el teatro) aboga por la imaginación del escritor-genio y la originalidad de la obra, donde radica gran parte de su belleza: No, el Quijote no tuvo modelos y carece hasta ahora de imitadores: es una obra que presenta todos los caracteres de la originalidad y del genio; es un poema divino (1797-1852).
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Ella a nada se parece, ni sufre cotejo alguno con nada de lo que entonces se escribía (1797-1852). Así aparece tanto más vano, por no decir importuno, el empeño de los hombres doctos que se han puesto a desentrañar las bellezas de este libro, ajustándole a reglas y a modelos que, no teniendo con él ni semejanza ni analogía alguna, de ningún modo pueden comparársele (1852).
No obstante, el Cervantes de Quintana bascula entre algunas ideas románticas en cuanto a la poética y al autor y muchos «resabios neoclásicos» en la interpretación de la obra. Hay constantes alusiones a la función moralizante y provechosa de la lectura del Quijote que arranca de concepciones literarias dieciochescas, y que se venían repitiendo desde sus primeros comentadores, en especial, la crítica a la caballería, a las costumbres envilecidas que vino a enmendar Cervantes con su Don Quijote, convertido en una figura mesiánica: una clase de lectura [la de los libros de caballerías] extravagante, que viciaba la educación, corrompía las ideas de la moral, estragaba las costumbres, y usurpaba con las invenciones más monstruosas la atención debida sólo a la belleza […] «Yo acabaré con esta peste», dijo entre sí Cervantes (1852).
En esta lectura comparada de cómo se ha ido configurando la biografía cervantina se advierte la propia evolución ideológica de Quintana como crítico, no tanto por el abandono de sus primitivos juicios, sino del crítico literario, que va perfilando su discurso con el cambio de los tiempos; advierte, eso sí, la prefiguración de elementos críticos románticos, sin desembarazarse totalmente de algunos preceptos neoclásicos, que acabarían enraizando en el XIX, y cómo la consideración cambiante del siglo en torno a la figura de Miguel de Cervantes propició una necesaria remodelación de las coordenadas vitales y literarias de una biografía que se va construyendo y rehaciéndose en la historia de la crítica de manera continua de acuerdo a necesidades que sobrepasan el afán objetivo del investigador.
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Capítulo VII EL QUINTANA QUE VIERON LOS ROMÁNTICOS José Luis González Subías Asociación Internacional de Hispanistas
Aunque no siempre es así, la imagen de determinados personajes históricos que llega a la actualidad ha sido pergeñada ya, en buena medida, en el pasado; normalmente en un tiempo coetáneo o muy cercano a la figura objeto de interés. Muchas veces, la relevancia —o, incluso, el propio descubrimiento— de estas figuras no se evidencia hasta más allá de su muerte; en otras ocasiones, la persona tiene el privilegio de asistir en vida a su inmortalización y contemplar, como a través de un profético espejo, la imagen que de su existencia llegará al futuro. Don Manuel José Quintana es uno de estos últimos. Cuando en 1855, dos años antes de su fallecimiento, recibió el caluroso homenaje de sus contemporáneos, siendo coronado solemnemente por S. M. la reina Isabel II, su nombre hacía ya tiempo era pronunciado con unánime admiración y respeto. Quintana, a sus más de ochenta años, era un clásico aún vivo cuyas obras completas habían tenido el privilegio de ser incluidas en la prestigiosa «Biblioteca de Autores Españoles». Como afirma su prologuista, Antonio Ferrer del Río, por entonces su nombre «es celebrado en toda América y Europa, y reimpresas o traducidas, sus obras se encuentran en todas partes» (1852: VI); cuantos las han leído «le rinden un tributo de admiración y respeto, le estudian como a uno de los maestros más doctos, y le proclaman a una voz patriarca de nuestra literatura y uno de sus más insignes restauradores» (1852: V). Estas palabras, nacidas sin duda de un profundo afecto por quien confesaba «pagar un tributo de admi-
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ración al hombre a quien tanto debo en mi carrera literaria» (1852: VII), son tan sólo un preludio de los múltiples elogios y muestras de veneración —en un tono a veces hiperbólico y efectista, muy del gusto de la época— vertidos hacia su figura con motivo de la coronación celebrada en 1855. Es indudable que Quintana es hoy para nosotros, como lo fue en su tiempo, un poeta patriótico y liberal. Lo más destacado de su obra literaria tiene como finalidad última y motor principal la defensa y el enaltecimiento de dos ideas: patria y libertad. Dos ideas ligadas a los inicios de la revolución liberal y a los primeros brotes del Romanticismo en España. Desde que, en 1877, Francisco María Tubino escribiera un conocido artículo en el que, haciéndose eco de una opinión unánimemente aceptada a lo largo de décadas, afirmaba que Quintana es «el verdadero precursor y más inspirado vate del movimiento revolucionario» (1877: 80), realizando una implícita identificación entre Romanticismo y revolución liberal que fue recogida años más tarde por el poeta peruano César Vallejo, en cuya tesis de doctorado1 situaba con rotundidad a Quintana como «padre de los poetas revolucionarios» y concluía sin ambages que «con él empieza el Romanticismo» (1999: 43), esta idea se ha mantenido, bien que con matices y no siempre con absoluto beneplácito, hasta nuestros días.2 Pero, ¿cómo fue visto, en realidad, Quintana por los románticos? El primer testimonio que poseemos sobre la imagen de Quintana vista por sus contemporáneos románticos fue publicado en la revista insignia del movimiento en nuestro país, El Artista; y firmado por uno de sus abanderados, Eugenio de Ochoa. En 1835, Ochoa hace un retrato biográfico del que denomina «célebre poeta e ilustre ciudadano» muy semejante a otros que podremos encontrar en años venideros —posiblemente 1
Fue defendida en 1915. Albert Dérozier (1978), clásico ya hoy estudioso de la obra y la figura de Quintana, utiliza el término «prerromántico» para referirse a quien considera uno de los maestros de la generación del Duque de Rivas; y, mucho más cerca aún de nuestros días, Diego Martínez Torrón (1993, 1995) ha visto en Quintana al primer romántico español. Sin embargo, Enrique Piñeyro, por ejemplo, uno de los más importantes estudiosos del movimiento romántico español, veía a Quintana como «fiel seguidor de las prescripciones de la escuela clásica grecofrancesa, que a los veinte años había defendido y propagado» (1892: 33). Y muchos serían hoy los que rechazarían de plano la inclusión de Quintana entre los románticos españoles. 2
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inspirados en éste—, destacando todos los méritos, cargos y honores acumulados en su persona por quien es elogiado por todos los hombres de su tiempo, «de todos los partidos políticos y literarios»; y, por supuesto, por los jóvenes de la generación a que Ochoa pertenece. Cuando el director y cofundador de El Artista escribe sus palabras, Quintana ha rebasado ya hace tiempo los sesenta años y se halla en la cúspide de la vida social, política y literaria española. Admirado por los jóvenes románticos del momento, reconocidos ya a sí mismos como tales, la valoración que éstos realizan de Quintana como poeta se centra en el «carácter eminentemente patriótico» de su lira, «siempre unido a la más profunda filosofía». Retratado como el poeta defensor por excelencia de la patria y la libertad, Ochoa destaca principalmente en él su «acendrado patriotismo»; el «arrebatado entusiasmo del patriotismo» que mueve sus palabras (1835: 37-38). Uno de los más entrañables cuadros del poeta fue pintado por otro importante miembro de la generación romántica a la que pertenecía Ochoa; en este caso, por Antonio Ferrer del Río. El primer personaje retratado en su conocida Galería de la literatura española —editada en 1846— es, precisamente, Manuel José Quintana. Abre así esta figura una obra en la que junto a personajes como Alberto Lista, Juan Nicasio Gallego o Javier de Burgos, pertenecientes a su misma generación —la generación de 1808, llamada también «doceañista»—, comparte espacio con destacados miembros de generaciones posteriores en las que se incluyen afamados literatos como el Duque de Rivas, Bretón de los Herreros, Juan Eugenio Hartzenbusch, Gil y Zárate, Ventura de la Vega, Espronceda, Zorrilla o Rodríguez Rubí, entre otros; todos ellos, si bien con matices, sobresalientes protagonistas del Romanticismo español. Se trata de los mismos personajes, amigos y coetáneos de Quintana, que aparecen junto a él —ahora sí, retratados con pincel— en el célebre cuadro pintado por Esquivel ese mismo año, donde quedarían inmortalizados los rostros y las figuras del más nutrido y selecto grupo de representantes de nuestro Romanticismo. Ferrer del Río, desde la admiración, el agradecimiento y el afecto, no se contenta con trazar el recorrido biográfico del ya venerable anciano amigo, sino que juzga al poeta, en quien halla una voz personal alejada de la tibia frialdad neoclásica, como representante de un nuevo estilo y una nueva época literaria, manifestados en el cultivo de una poesía de corte patriótico. Ferrer realiza un retrato romántico del bio-
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grafiado, tanto en la forma de describirlo como en la visión del personaje mismo: No abunda en sus odas ese mentido oropel que encubre la ausencia de pensamientos, ese falso colorido propio a disimular la incorrección del dibujo, ese catálogo de palabras selectas y de grato sonido, que alhagan [sic] la fantasía y dejan el corazón intacto: su estilo desnudo de prestada pompa, adquiere realce en la pureza de las formas, en la magnitud del asunto, en el raudo vuelo de su inspiración sublime, en la nobleza de las imágenes, en la intensidad del sentimiento (1846: 3).
Vuelve a ver Ferrer en Quintana al poeta patriótico ensalzador del espíritu y el orgullo nacional: «es la virtud el espíritu que le anima cuando acomete, el fuego patrio la fuerza que le conforta en la lucha, de libertad el estandarte que tremola al viento» (1846: 4). Las mismas ideas y el mismo tono entusiasta y romántico son utilizados por Ferrer del Río en el prólogo que escribió para la edición de las obras completas del poeta, publicadas en 1852; tan sólo dos años antes de la iniciativa surgida entre un grupo de jóvenes literatos y periodistas, redactores del periódico progresista La Iberia, quienes pusieron en marcha el proyecto que conduciría pocos meses después a la coronación de Quintana. La propuesta, aparecida en un artículo publicado en dicho periódico el 14 de septiembre de 1854,3 donde se reseñaba la representación de la tragedia Pelayo en el Teatro de Variedades, nacía del ardor progresista vivido en aquellos momentos en España, tras el pronunciamiento que condujo a la instauración de un gobierno de carácter revolucionario con Espartero a la cabeza. Con pasión desmedida, en un tono arrebatadoramente retórico, vehemente y romántico, es ensalzada la obra de Quintana y los patrióticos versos que la hicieron famosa. Visto su autor como «el monumento viviente de nuestras glorias nacionales» (AA. VV., 1855b: 11), «profeta del pueblo» (12), la imagen del anciano poeta ofrecida por esta nueva 3 El artículo se encuentra recogido en la introducción escrita por Vicente Barrantes para el libro titulado Coronación del eminente poeta D. Manuel José Quintana, Madrid, M. Rivadeneyra, 1855, pp. 8-12. La propuesta aparece firmada por Pedro Calvo Asensio —director de La Iberia—, Mariano Carreras y González, Manuel María Flamant, Juan de la Rosa González, Manuel de Llano y Persi, Juan Ruiz del Cerro y José María de Larrea.
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generación de escritores pretende mover las conciencias de los lectores, presentando a Quintana como un venerable patricio en el rincón de su hogar doméstico, pobre, modesto, humilde, abandonado; [...] sin fausto, sin tesoros, sin títulos en medio de su grandeza; [...] encanecido por la nieve de ochenta y dos años, postrado bajo el peso de la edad, pero con la frente altiva, con el corazón brioso, con la conciencia tranquila y serena. [...] digno en sus maneras, grave en sus palabras, noble y afectuoso en su trato; escuchando a quien le habla, respondiendo a quien le consulta, enseñando a la juventud, que se le acerca, el camino de la virtud y la sabiduría (AA. VV., 1855b: 11).
Los elogios concedidos al poeta, que superan incluso los vertidos por sus admiradores y amigos años atrás, serán recogidos en una obra conjunta publicada en 1855 con el título de Coronación del eminente poeta D. Manuel José Quintana; en cuya introducción, Vicente Barrantes —desde una posición manifiestamente partidaria de la nueva situación política que se vive en España— relata el proceso que condujo a la coronación del poeta, desde la propuesta lanzada por los redactores de La Iberia y la creación de una comisión encargada de llevar adelante el proyecto, de la que él mismo formó parte.4 No cabe ninguna duda de que la coronación de Quintana, de manos de la reina Isabel II,5 celebrada en el Palacio del Senado el domingo 25 de marzo de 1855, fue un acontecimiento en la historia de las letras españolas; la primera vez que un poeta alcanzaba tal dignidad en nuestro país. A partir de la propuesta lanzada desde La Iberia, en septiembre de 1854, se prodigaron los artículos y obras literarias dedicados a su persona. Diez días después de aquélla, exactamente el 24 de septiembre, el Semanario Pintoresco Español insertaba un artículo sobre
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La comisión estuvo formada por los directores de diferentes periódicos madrileños; la mayoría de corte progresista, aunque no exclusivamente: Pedro Calvo Asensio (La Iberia), José Rúa Figueroa (La Nación), Alejo Galilea (El Tribuno), Francisco Orgaz (El Esparterista), Alfonso García Tejero (El Miliciano), Enrique Cisneros (La Unión Liberal) y Vicente Barrantes (Las Novedades). 5 El Duque de la Victoria, Espartero, en quien se pensó inicialmente para imponer la corona al poeta, prefirió —en honor de Quintana— que fueran las manos de S. M. quienes ciñeran la corona al vate; y a este efecto formó parte de la comisión que llevó a cabo tal petición a la reina, quien aceptó con gusto el ofrecimiento.
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Quintana firmado por su viejo amigo Agustín Durán, donde el célebre teórico defensor e impulsor del Romanticismo destacaba la labor llevada a cabo por aquél en la renovación de la lírica española; y, elogiando su anhelo de libertad y su acendrado patriotismo, lo calificaba de «gran poeta y filósofo profundo» (1854: 306).6 Pero, frente a los comedidos, analíticos y razonados elogios de un crítico de la talla de Durán, los testimonios de alabanza al poeta más arrebatados proceden de los jóvenes escritores progresistas de la época. El discurso pronunciado por Pedro Calvo Asensio en la ceremonia de coronación de Quintana es un ejemplo de la más exaltada y efectista oratoria romántica, pero también recoge las más bellas y encendidas palabras de admiración vertidas nunca hacia su persona, que sin duda debieron de emocionar al beneficiario de las mismas: ¿Veis ese anciano venerable, abrumado por el peso de los años? En sus ojos, velados ya por las sombras del ocaso de la vida, brillan aún ráfagas de aquella luz que iluminó en otro tiempo a una nación entera; sus labios trémulos murmuran todavía misteriosos sonidos; los blancos cabellos que cubren su cabeza son como la nieve sobre la cima del Vesubio (Calvo Asensio, 1855: 26).
No quedan ahí las hiperbólicas alabanzas del director de La Iberia, quien denomina al homenajeado «patriarca de la libertad y príncipe de los escritores contemporáneos», «español ilustre»; «gloria nacional», cuyo nombre no sólo pertenece a la patria, «pertenece a la ciencia, pertenece a la humanidad entera». Asensio concluirá su alegato con esta arrebatada y romántica exclamación final: «QUINTANA! El gran QUINTANA! Al pronunciar su nombre, un santo recogimiento penetra en mi ser, y mi alma se llena de una emoción desconocida» (Calvo Asensio, 1855: 26). Tras la lectura de tan encendido discurso y la posterior coronación del poeta de manos de la reina, fue leído un nutrido grupo de poemas, 6 No era la primera vez que Quintana era calificado de ese modo. En un artículo firmado por Gabino Tejado con el título de «Poesía lírica», publicado el 28 de julio de 1845 en El Laberinto, éste se refería al poeta como «cantor filosófico». Para este crítico, Quintana —a quien no ve en modo alguno como un escritor romántico— fue de los poetas que consideraban «que la poesía tenía una misión que cumplir»; idea que se acerca a la visión romántica del poeta como vate o profeta de su tiempo.
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compuestos para la ocasión por más de una docena de autores, entre cuyos nombres destacan los de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Eugenio de Tapia, Antonio García Gutiérrez, Julián Romea, Gaspar Núñez de Arce, Adelardo López de Ayala o Juan Eugenio Hartzenbusch. Fue éste sin duda el mayor honor alcanzado por Quintana en su dilatada y azarosa vida. Ningún escritor, consagrado o en proceso de meritar, que pretendiera figurar en la nómina de literatos españoles de su tiempo, podía desaprovechar la ocasión sin dejar testimonio —mediante la publicación de algún poema, artículo o texto de mayor enjundia— de su participación en este magno e histórico acontecimiento. Entre otras publicaciones, destaca la Corona poética dedicada al homenajeado por los redactores de La España Musical y Literaria, en la que se incluyen más de medio centenar de composiciones líricas escritas al efecto por igual número de poetas, representantes, en su mayoría, de las nuevas generaciones de literatos del momento; desde un jovencísimo Gustavo Adolfo Bécquer y una elevada cifra de veinteañeros nacidos entre 1825 y 1835, entre los que se encuentran Pedro Antonio de Alarcón, Manuel del Palacio, Narciso Serra o Adelardo López de Ayala; junto a veteranos autores, ya adentrados en la treintena, como Juan Belza o Juan de Ariza; quienes enlazan con la generación anterior, representada en esta obra colectiva por Julián Romea o Juan Eugenio Hartzenbusch; así como escritores de la generación fernandina o de 1820, como Wenceslao Ayguals de Izco;7 e incluso algún miembro de la generación doceañista o de 1808 —a la que el propio Quintana pertenece—, presente en el libro en la composición incluida por Eugenio de Tapia. Absolutamente todas las generaciones del Romanticismo español existentes hasta ese momento se dan cita en este homenaje literario dedicado a la figura del que, sin duda, era considerado por quienes participaron en el mismo como uno de los suyos y un maestro para todos. Pero, ¡cuán veleidosos son los giros de la fortuna! El ara al que el anciano patriarca de las letras españolas había sido encumbrado, coreado y elevado a la más alta dignidad por cuantos le homenajearon en 1855, 7
Izco escribió y publicó por su cuenta ese mismo año, en su propia imprenta, un extenso poema dedicado igualmente al poeta sin duda más conocido y nombrado en el Madrid de 1855, con el título de La corona de Quintana (Madrid, Imp. de Wenceslao Ayguals de Izco, marzo de 1855).
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no tardó en ser abandonado y olvidado por sus entusiastas corifeos. Según cuenta el padre Gaspar Bono Serrano, en sus últimos meses de vida eran muy raras las visitas que recibía el poeta en su domicilio de la plazuela de Santa Catalina, frente a la estatua de Cervantes; «solo por la noche acostumbraban ir a su casa de tertulia, en la que se jugaba una partida de tresillo», algunos pocos y escogidos amigos (1870: 2). Serrano, que asistió y acompañó a Quintana en su lecho de muerte durante su último mes de vida, tratando de que abrazara la religión de sus mayores antes de fallecer, recuerda cómo el poeta se lamentaba entonces de hallarse ya fuera de su tiempo y de su época: «es ya otra generación la que hoy existe», le dijo en una ocasión, «y yo he tenido la desgracia de sobrevivir a todos mis amigos y compañeros de estudios» (1870: 2).8 Según nos cuenta Manuel del Palacio, en un artículo publicado en La Ilustración Española y Americana, cuando falleció Quintana, el 11 de marzo de 1857, lo hizo «en un estado de fortuna que casi se aproximaba a la indigencia». Fue necesario desprenderse de algunos muebles y efectos para satisfacer sus deudas (1893: 230). Lo cierto es que sorprende la rapidez con que esta «gloria nacional», este «patriarca de la libertad y príncipe de los escritores contemporáneos», cayó en el olvido —o, sencillamente, pasó de moda— muy poco tiempo después de ser coronado. Entre la primavera de 1855 y el 11 de marzo de 1857 el recuerdo del laureado poeta se fue apagando en silencio. El progresismo que protagonizó la vida española entre 1854 y 1856 había hecho de Quintana un baluarte de sus propias ideas, convirtiéndolo en un símbolo de la España revolucionaria y liberal. A su muerte en 1857, la situación política había cambiado. Los juicios vertidos sobre su figura y su obra por entonces manifiestan un tono muy diferente al de los prodigados apenas dos años antes desde la prensa y la literatura. Si pocos días después de la muerte del poeta, Gaspar Bono Serrano todavía veía a Quintana como «uno de los escritores más ilustres que han honrado a su Patria en el presente siglo» (1870: 1), en el discurso de ingreso en la Real Academia Española para ocupar la silla vacante dejada por el propio Quintana, Leopoldo Augusto de Cueto es mucho más comedido en
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El artículo de Bono Serrano lleva la fecha del 1 de abril de 1857.
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sus elogios al poeta fallecido. Cueto, desde una posición manifiestamente conservadora, critica la formación enciclopedista de aquél, arraigada en la filosofía francesa dieciochesca, así como su errado «humanitarismo» al tratar el tema de la conquista de América por los españoles. En su «Juicio crítico de Quintana como poeta lírico», a pesar de los elogios forzados que abandona a lo largo del discurso, Cueto deja entrever su rechazo a la mayor parte de la poesía de Quintana y la lejanía de ésta respecto a la posición estético-ideológica en que él se halla: «las tendencias poéticas de Quintana pertenecen en gran parte a las influencias externas y materialistas de los poetas clásicos de la antigüedad» (1858: 25), afirma. Y este rechazo implícito a la lira del desaparecido poeta se manifiesta en reiteradas ocasiones: «las emociones del corazón no toman nunca en Quintana el camino de la verdadera ternura. Siente activamente el imperio de la hermosura; pero la siente a la manera de los poetas gentiles y sin melancolía» (1858: 30). Pero el juicio de Cueto sobre la poesía de Quintana, en realidad, más que a su lira se dirige a la ideología del escritor; se critica al Quintana encumbrado por el progresismo como abanderado de la revolución liberal; y los dardos del nuevo académico de la lengua apuntan a quien atacó con su pluma y sus ideas a la Iglesia católica,9 y quiso ver a Felipe II como un déspota opresor (Cueto, 1858: 3440). Tan sólo se salvan de las diatribas de Augusto de Cueto —no podía ser de otro modo— las composiciones patrióticas de Quintana; las mismas que Alcalá Galiano, en su discurso en contestación al anterior, celebrará igualmente (Alcalá Galiano, 1858: 53-67). En el siglo XIX, la adscripción de un escritor a las filas del Neoclasicismo o el Romanticismo está directamente relacionada —al margen, o además, de los rasgos estilísticos de su obra— con cuestiones de índole ideológica. Tanto para Cueto como para Galiano, ambos destacados teóricos y literatos defensores del movimiento romántico en nuestro país, Quintana fue sin duda un autor neoclásico. Pero re-
9 Recordando aquellos conocidos versos incluidos en su oda «A la invención de la imprenta», en que Quintana parece referirse a la Iglesia —en mi opinión, la alusión de Quintana es evidente— como «monstruo inmundo y feo que abortó el Dios del mal». A pesar de que el poeta trató de justificarlos, alegando que se trataba de una imagen referida a los pueblos bárbaros que invadieron el Imperio romano, la Inquisición mandó suprimir en 1818 la estrofa en que se hallaban.
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cordemos que la generación de 1835 había tratado al poeta como a uno de los suyos, visto como un adelantado y precursor del movimiento literario del que ellos formaban parte; aunque iniciado en el cultivo del neoclasicismo, representante de un primer romanticismo revolucionario y liberal surgido en los albores del siglo XIX, que se manifiesta con nitidez en sus composiciones patrióticas. Es esta dimensión patriótica y liberal de Quintana la que Eugenio de Ochoa refleja, en 1835, en las páginas de El Artista, y se mantendrá vigente durante veinte años; para ser recogida, alimentada y reforzada en 1855, por los impulsores de su regia coronación, en apoyo y al servicio de su propio ideario progresista. Quienes tras la muerte del poeta, desde una posición crítica con el autor, anclaron a éste en la estética neoclásica y en las ideas filosóficas que nutrieron la Revolución Francesa y se divulgaron con ella, vieron en éstas los orígenes de un movimiento revolucionario que no identificaban, en absoluto, con el Romanticismo. Desde la perspectiva de los representantes y defensores de la ideología moderada instaurada en el poder durante la mayor parte del período romántico en España, cultivadores de un romanticismo tradicionalista, conservador y católico, Quintana no podía ser uno de los suyos; de ninguna manera. Sólo podían rescatar y valorar del escritor el componente patriótico de su obra y su biografía. Los representantes, sin embargo, de la ideología progresista no tuvieron ningún reparo en aceptar a Quintana como un patriarca de sus filas; y fue fácil —incluso útil— para ellos incluir su nombre entre los adelantados e impulsores del romanticismo revolucionario. Nos preguntábamos al inicio de nuestra exposición cómo fue visto Quintana por los románticos. Aunque nuestra respuesta se halla recogida en las páginas precedentes, trataremos de resumir nuestras conclusiones en unas pocas líneas: la mayor parte de los testimonios sobre el poeta escritos durante la época romántica —no todos— apuntan a que éste fue visto entonces como un romántico más, aunque perteneciente a otra generación; o, al menos, como uno de los adelantados o precursores de la nueva escuela literaria vigente en España a mediados del siglo XIX. A medida que la brecha entre progresistas y moderados se fue acentuando, esta valoración cambió, dependiendo del posicionamiento ideológico de los críticos y su visión, en consecuencia, del Romanticismo como un movimiento de carácter revolucionario y liberal; o, por el contrario, la escuela literaria defensora del cristianismo y
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de los valores propios de la tradición española. Tan sólo un elemento de la poesía de Quintana fue valorado unánimemente por unos y otros en el siglo XIX: su componente patriótico. Elemento que, unido a su amor por la libertad, podemos considerar hoy, ciento cincuenta años después de su muerte, de cuño netamente romántico. Pero quedémonos, para concluir estas palabras, y en recuerdo del hombre que hoy estudiamos y volvemos a homenajear, con el Quintana que vieron los románticos de 1846; permitiéndonos utilizar para ello una voz que no es nuestra, una voz con sonido de otro tiempo: Si por rara casualidad halláis en algún sitio público a un anciano casi de atléticas formas, de atezado rostro y continente grave, que merced a su robusta fibra lleva con fiereza el peso de los años sin inclinar al suelo sus nevadas sienes, saludad respetuosamente al decano de nuestros escritores, al patriarca de la literatura contemporánea (Ferrer de Río, 1846: 12).
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PARTE II DE LA LITERATURA A LA POLÍTICA Y VICEVERSA
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Capítulo VIII PENSAMIENTO POLÍTICO Y LITERARIO EN UN PERIÓDICO INNOVADOR: VARIEDADES DE CIENCIAS, LITERATURA Y ARTES (1803-1805) José Checa Beltrán Consejo Superior de Investigaciones Científicas
Es idea bastante aceptada que tras la Revolución Francesa, o tras el expansionismo napoleónico, muchos ilustrados sintieron el fracaso de sus ideas progresistas y dieron marcha atrás en sus planteamientos reformistas, perplejos ante la deriva de los acontecimientos y la nueva situación. Sin embargo, es conveniente recordar que, a pesar de los excesos revolucionarios y del imperialismo napoleónico, el pensamiento ilustrado y las ansias de reforma quedaron intactos en algunos personajes públicos. Prototipo de ellos fue Manuel José Quintana. Sólo me referiré aquí a una de sus muchas obras, el periódico Variedades de Ciencias, Literatura y Artes, publicado entre 1803 y 1805, años muy conflictivos, de transición, en los que el pensamiento reaccionario intenta neutralizar al reformismo político generando, entre otras estrategias, una fuerte censura que impide la manifestación libre de las ideas. A pesar de ello, y sorteando la escasísima libertad de imprenta, el periódico de Quintana supo expresarse con la máxima dignidad, supo alcanzar una destacada calidad literaria e intelectual y supo constituirse en el máximo exponente español en la defensa de lo nuevo y del progreso, en unos años en que España había perdido la confianza en sí misma. Una confianza que había conquistado progre-
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sivamente a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, hasta culminar en los años ochenta, quizás los más fértiles del siglo en producción intelectual en nuestro país. Variedades es posiblemente la publicación española de entonces más consciente de la trascendencia de aquellos años, sabedora de que en aquellos momentos se estaba dilucidando un futuro en el que cabían nuevos modelos políticos, intelectuales y literarios. Es indudable que en cualquier momento histórico existe un debate entre la conservación y la renovación, la defensa de lo antiguo o de lo nuevo, el tradicionalismo y el reformismo; Variedades representó en los primeros años del siglo XIX la defensa de la novedad. Una novedad comprometida en el plano político, social y literario. Su trabajo a favor de un «nuevo orden» hubo de realizarse en un ambiente político hostil, lo que le confiere un mayor mérito. Pero a pesar de las trabas, es un hecho que Variedades es el único periódico de entonces capaz de crear, de innovar, que se atreve a pensar, renunciando a los tópicos y a los cánones tradicionales. Su nueva forma de ejercer el periodismo —abierta y dialogante—, su defensa de la ciencia y del pensamiento político más avanzado, así como sus propuestas innovadoras en el ámbito del pensamiento literario, constituyen sus méritos sustanciales. Naturalmente, los años que corrían —la Inquisición en funcionamiento, el ministro Caballero en el poder, la censura, la imposibilidad de realizar el más mínimo debate público sobre monarquía absoluta o parlamentaria, y menos aún sobre republicanismo, etc.— no permitían una crítica abierta del «viejo orden», de manera que Quintana y los periodistas de Variedades criticaron el orden vigente de manera muy sutil, procurando no alertar a los poderes fácticos, hasta el punto de que en el último volumen aparecido se incluyó una «oda al excelentísimo señor Príncipe de la Paz» (VIII, 184-187), aunque esta aparecía firmada por un personaje irrelevante, Manuel Pedro Sánchez Salvador, preservándose así la dignidad de las principales firmas del periódico.
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1. UN NUEVO PERIODISMO Este periódico, impulsado y dirigido por Quintana, se publicó entre 1803 y 1805. En él escribieron autores como José Rebollo, Eugenio de la Peña, Juan Álvarez Guerra, Juan Blasco Negrillo, José Miguel Alea y José Folch. Junto a estos redactores internos, Variedades publicó colaboraciones de escritores que enviaban sus opiniones a la espera de que fuesen dadas a la luz; encontramos, así, artículos de Blanco White, Reinoso, Nicolás Böhl de Faber, José Luis Munárriz, María Rosa Gálvez de Cabrera, García Suelto, etc. Junto a todos ellos, destacaron en cantidad y calidad las contribuciones del propio Quintana. A ellas nos referiremos principalmente, pero sin olvidar las aportaciones de otros autores: el conjunto nos dará una idea bastante ajustada del tono, la actitud y la línea de opinión de este periódico, de explícita vocación proselitista, y que como su título indica trataba sobre ciencias, literatura y artes. Aunque la política esté ausente del título, el pensamiento político de Quintana planea a lo largo de todo el periódico, expresándose en ocasiones a través de su pensamiento literario. Se trata de un periódico, según explica el anónimo «Prospecto» inicial —cuyo autor debió de ser el propio Quintana—, que, ante el descrédito de la prensa existente, sale con la intención de ser diferente y con el propósito de dirigirse a un nuevo lector. En principio podría pensarse que estas intenciones responden a una simple declaración retórica de intenciones, parecida a tantas otras con que los periódicos suelen encabezar sus primeros números. Pero la llamativa insistencia con que los periodistas, especialmente Quintana, repiten explícitamente su intención inicial y, sobre todo, el hecho de que sus propuestas sean verdaderamente distintas, demuestran que estamos ante un periodismo diferente. A lo largo del periódico confirmamos que muchos de los lectores que escriben a la redacción, y ven publicadas sus colaboraciones, insisten en relacionar Variedades con un nuevo tipo de periodismo. Desde las primeras líneas del «Prospecto», Variedades hace una clara defensa de la función cívica de los periódicos, y eso ya era mucho en una época en que la prensa incomodaba al poder. Recordemos en este sentido que «ante el creciente apego del público ante la prensa, Carlos IV mandó, por Real Orden del 28 de abril de 1804, que se dedicara la mayor atención a la censura de los periódicos existentes y se prohibiera la edición de nuevos» (Larriba, 2005: 90).
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El propósito y el contenido denotan que nos hallamos ante un periódico que se dirige a un público distinto al mayoritario, tan apasionado por las vanas polémicas y las disputas literarias plagadas de insultos y vacías de contenido. Por eso, se aclara en el «Prospecto» inicial que «los quimeristas literarios harían mal en creer que en este periódico se abre un nuevo campo a sus eternas disputas». Por el contrario, las reseñas de nuevas obras se basarán en la cordialidad, evitando cualquier «resentimiento particular» y tomando distancia con el propio gusto: «nuestros elogios deben darse sin bajeza, y nuestras censuras manifestarse sin injuria». En más de una ocasión, se trata al público del periódico como «lector ilustrado». Es evidente que Quintana se ha preguntado sobre el tipo de lectores que busca. De manera explícita escribe que se dirige tanto al lector preparado como al principiante deseoso de instruirse. Incluso se busca más bien a este segundo, porque, para Variedades, más importante que profundizar en las luces es contribuir a su expansión: «Si el inteligente no se desdeña de leernos, y el principiante aplicado aprende algo leyéndonos, nuestras tareas están satisfechas, y cumplidos nuestros deseos» (I, 8). Los lectores que se buscan no son aquellos enquistados en un pensamiento dogmático y cerrados a cualquier innovación: «no es a esta clase de gentes, como dijimos al principio, a quien se trata de persuadir» (IV, 364). Por otra parte, el diálogo con el lector se entablará desde la humildad, algo insólito entonces: «recibiremos con gratitud y aprecio las contestaciones que se nos hagan para rectificar nuestros descuidos». Y aunque esto parezca una declaración retórica, la verdad es que durante los años que duró su publicación fue una premisa que se cumplió continuadamente a pesar de las repetidas provocaciones que sufrieron por parte de sus oponentes. Escribía Quintana: «esta atención escrupulosa que hemos tenido siempre de guardar en nuestros juicios y contestaciones el decoro debido al mérito, al talento y a las letras no ha sido bastante a estorbar una amplia colección de injurias y desvergüenzas que se nos han remitido sin nombre de autor [...]; nosotros, mirando con compasión o desprecio estos ridículos excesos de un entusiasmo extravagante y fanático, no saldremos de nuestro lugar, ni mudaremos de estilo» (IV, 358). Se trata de una actitud dialogante que los mismos lectores saben reconocer, a pesar de mostrar rotundamente su discrepancia con determi-
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nadas opiniones del periódico. Un lector —que firmaba como «el amante de la precisión y propiedad de la lengua»—, que mostraba su disconformidad con el uso que en Variedades se había hecho de la voz «genio», escribía sobre el «buen ejemplo que vmds. han dado ya en varias ocasiones, y que no se acostumbraba en nuestra literatura...» (IV, 365). Un modelo de urbanidad es la discusión que sobre La inocencia perdida de Reinoso entablan en el periódico Quintana y Blanco White. Tras una reseña inicial de Quintana y la posterior respuesta de Blanco, Quintana elogia la contestación de su oponente como «ejemplo del modo urbano y decente con que deben tratarse estas materias entre personas que cultivan las letras y se estiman recíprocamente» (V, 180). Similar es el caso planteado en torno a La mojigata de Moratín, en el que Quintana tiene como interlocutor a un autor anónimo, que podría ser el propio Moratín. La excepción a estos templados debates es el reflejo en el periódico de la polémica que mantenían entonces Munárriz y Arrieta (V, 101-114) a propósito de los modelos literarios españoles. En esas páginas introductorias al periódico, Quintana manifiesta abiertamente que sus objetivos son mostrar a los lectores españoles todo tipo de novedades, literarias, científicas y artísticas, «así nacionales como extranjeras». Además, junto a esa reivindicación pública de la necesidad de la prensa y la conveniencia de la novedad, aparece, también de manera explícita, la defensa de las luces, de la Ilustración. Como suele suceder en una publicación que nace, los primeros razonamientos son para criticar la situación existente: los periódicos actuales, dice el prospecto, se hallan en un total descrédito, porque no cumplen los objetivos que deberían animarles, y que concretamente son la profundización y extensión de las luces, la propagación de los nuevos descubrimientos científicos y «encender en la juventud estudiosa el deseo» de mejorar y destacar en sus tareas. Ya que estos objetivos no son contemplados por la prensa existente, nace Variedades, con dichos propósitos ilustrados. Quintana opone «las luces a una larga noche de olvido y de ignorancia» (I, 245), y encuentra que el deterioro de las ciencias, las letras y las artes en España se debe entre otras causas al «orgullo escolástico, las disputas interminables, la manía de singularizarse, los malos principios sostenidos después a fuerza de estudio y terquedad» (II, 189), con lo que está apuntando a la culpabilidad eclesiástica en el ámbito de la educación. Precisamente, el fin de su periódico es el de dar noti-
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cia de los libros que «contribuyen a la propagación de las luces y del buen gusto» (IV, 167). Son muchos los datos que permiten atribuir un carácter ilustrado y progresista a este periódico. Desde el punto de vista filosófico, su crítica del escolasticismo va casi siempre acompañada de una reivindicación del empirismo: en la reseña sobre la traducción de Munárriz de las Lecciones de Retórica de Blair, escribe Quintana que se trata de un libro en que «abandonándose el método escolástico y seco que tienen los más de ellos, y guiándose solamente por las luces de la observación y la experiencia constante de los siglos» consigue dar las verdaderas reglas de componer y «los sanos principios de juzgar» (IV, 167). En sintonía con esta defensa del método inductivo, y conforme al curso de los tiempos, el autor del prospecto subraya la importancia de «las ciencias» cuando anuncia que en el periódico aparecerán artículos sobre Física, Matemáticas, Ciencias Naturales, Agricultura, Medicina, Artes Industriales, Dibujo, además de otros sobre Literatura y «Nobles artes». La defensa de las ciencias, de las novedades, de la pedagogía, su énfasis en la importancia de los «conocimientos útiles», su compromiso social con los débiles, su defensa de una literatura comprometida, etc., son rasgos que acreditan el carácter ilustrado de Variedades, cuyos autores son conscientes de dirigirse a un tipo de lector nuevo, heredero del enciclopedismo francés y abierto a nuevas corrientes literarias y políticas. Por otra parte, es necesario subrayar cómo el nacionalismo impregna por todas partes aquel pensamiento ilustrado. La universalidad de las luces y la búsqueda de la felicidad para todos los hombres de la Tierra se hace en el cambio de siglo compatible con una ideología nacionalista, cuya explicación, en parte, podría hallarse en el hartazgo europeo ante el imperialismo cultural francés del siglo XVIII y, después, en los acontecimientos posrevolucionarios. En Variedades es recurrente el hecho de comparar la situación europea con la española, normalmente para diagnosticar el atraso de España y recetar las medidas necesarias que permitan alcanzar el equilibrio. Entre estas destaca la introducción de novedades extranjeras. Junto a este «nacionalismo autocrítico» no se olvida la necesidad de mostrar a Europa que la historia cultural española no es tan pobre como se piensa. Todo ello por los «progresos de las luces en nuestra patria» y por «el amor a la gloria y adelantamiento de nuestro país».
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No hay duda de que en esa perpetua batalla histórica entre lo viejo y lo nuevo, Variedades representa en su época valores políticos y literarios dirigidos a acabar con la vieja situación y propiciar una renovación desde posiciones políticamente ilustradas y literariamente favorables a la superación del neoclasicismo. Obviamente, no encontraremos en Variedades discursos políticos contestatarios expresados abiertamente, pero sí están intercalados, de manera disimulada o implícita, entre las páginas literarias del periódico, cuyo análisis es el objetivo de estas líneas.
2. CRÍTICA POLÍTICA La ocasión en que Quintana muestra más abierta y críticamente su pensamiento político la he hallado en la reseña que hace de los Principes de eloquence del cardenal Maury (Checa, 2003). En ella, además de enjuiciar la obra y el pensamiento político-literario de dicho autor, reproduce algunos fragmentos de la obra de Maury y, también, algunos párrafos de un sermón del misionero Bridaine. De manera sutil, Quintana critica en esta reseña la connivencia de la Iglesia oficial con los poderosos, y censura la indiferencia y permisividad de la Iglesia ante las injusticias sociales. Critica también el papel social desempeñado por la monarquía; todo ello, obviamente, de manera encubierta. Comienza explicando que Maury quiso detener el curso de la Revolución Francesa, y que los servicios que prestó entonces a la religión y al rey le elevaron años después a la dignidad de cardenal (lV, 109). El lector adquiere, así, una idea aproximada del pensamiento político de Maury, favorable a la Monarquía y a la Iglesia. Entre elogios y reproches a esta obra sobre el arte de la retórica, Quintana critica a su autor por defender que el modelo de orador cristiano debe ser el de un «hombre compasivo que debe enternecerse para convencer», es decir que debe ser amable y condescendiente con sus oyentes, sean estos quienes sean, ricos o pobres, señores o criados. En contra de esta opinión, Quintana propone que el orador debe adaptar su discurso al auditorio: «Si la elocuencia sagrada es un remedio, es preciso que se varíe y modifique según el estado, carácter y circunstancias de los oyentes». Es decir, cuando el auditorio son los poderosos, los grandes, los ricos —injustos e insolidarios, según la opinión de Quintana— enton-
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ces el orador ha de hablar no con compasión, sino con firmeza: «Cuando se tiene que hacer la guerra a las pasiones odiosas que nacen de la prosperidad, del poder y del orgullo, entonces es fuerza olvidar ese carácter insinuante y amistoso, desdeñado y no creído nunca de los grandes de la tierra, y revestirse de la austera dignidad de un Juez para aterrar a los poderosos con las amenazas de un poder más grande que el suyo, y para anunciarles de parte de Dios las verdades que su soberbia no quiere oír de la de los hombres» (IV, 112). Tras la lectura de estos párrafos se entiende mejor que Quintana refiriese al principio que Maury ascendió a cardenal gracias a los servicios que prestó a la religión y al rey, es decir, a los poderosos. Como contramodelo del cardenal Maury, Quintana elige al misionero Bridaine, acostumbrado a predicar siempre para gentes humildes, «en templos cubiertos con paja», «predicando la penitencia a desventurados que no tenían pan». Pero se refiere Quintana a la ocasión en que, predicando en París ante un auditorio de «obispos, eclesiásticos y personas condecoradas, lejos de intimidarse» pronunció un sermón durísimo y muy crítico contra estos personajes «soberbios y desdeñosos». Allí, Bridaine se arrepiente de haber sido severo en sus predicaciones anteriores a la gente pobre, «almas sencillas y fieles a quienes, al contrario, debí compadecer y consolar» en mis sermones. Sin embargo, y dirigiéndose al auditorio de París, exclama: Aquí, donde mis ojos no alcanzan a ver sino grandes, ricos, opresores de la humanidad afligida, pecadores osados y endurecidos; aquí solamente ¡ay! debí hacer retumbar la palabra santa en toda la fuerza de su trueno, y poner en este púlpito conmigo, de una parte la muerte que os amenaza, y de la otra a mi gran Dios que viene a juzgaros [...], temblad pues delante de mí, hombres soberbios y desdeñosos que me escucháis... (IV, 114).
Quintana acude a estas palabras del misionero para ilustrar contundentemente su teoría —que ya está en el monje francés— sobre la necesidad de discursos diferentes según los distintos destinatarios. La intención de Quintana es clara, muy crítica con la Iglesia oficial, protectora de tantos poderosos corruptos. Reproduce el discurso de Bridaine y manifiesta su esperanza de que «nuestros lectores nos agradecerán» la transcripción de ese discurso. Quintana sabe que cuenta con unos lectores que, en sintonía con su ideología, sabrán entender el
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mensaje político y anticlerical que en estas páginas está defendiendo. El atrevimiento de Quintana se justifica al haber tomado el discurso crítico de Bridaine contra los poderosos del mismo tomo en que se ha publicado la obra del cardenal Maury, autor y obra nada sospechosos de heterodoxia. En las páginas siguientes, Quintana se permite criticar a la institución monárquica a propósito de la expedición de San Luis a Tierra Santa. Cuando la situación en Francia era muy delicada, con «espantosas sediciones» y «matanzas domésticas», el rey francés decidió dejar su país y marchar a luchar contra los infieles, dejando más desprotegidos aún a sus súbditos. Si Maury encuentra motivos para justificar la expedición de San Luis, Quintana deja que sus «inteligentes» lectores decidan por sí mismos, aunque él ha hecho todo lo posible por convencerlos —muy sutilmente— de la incorrecta actuación del rey. La crítica encubierta al comportamiento de los monarcas, que también se equivocan a veces, sugiere además un paralelismo con la situación española de aquellos años, involucrada en guerras externas, primero contra Francia y luego contra Inglaterra, mientras la situación interna es desastrosa. La reproducción por parte de Quintana de un fragmento en donde Maury realiza un encendido elogio de la figura del rey, debió de ser entendida por los lectores «inteligentes» de Variedades como una ironía quintaniana, cuya verdadera intención era poner de manifiesto que todo lo que Maury dice del rey es claramente falso. Dice así Maury, y reproduce Quintana: «¿Qué es un Rey? Es el ungido del Señor, el escudo del débil, el azote del malo, el árbitro de la opinión, la viva regla de las costumbres. Es un hombre cuyas obligaciones son tan extensas como su poder, que es responsable de un pueblo entero ante Dios [...], un hombre cuyas acciones son ejemplos […]» (IV, 116). Evidentemente, Quintana es un maestro en el arte de eludir la censura, en el arte de sugerir y transmitir ideas subversivas bajo formas aparentemente inofensivas, en el arte de comunicarse con sus ilustrados y anticlericales lectores. En consonancia con ello, uno de los rasgos político-literarios más característicos de Variedades es su apasionada defensa de una literatura comprometida. Frente al carácter evasivo de la poesía clasicista, los últimos años del siglo XVIII contemplan el auge de la «poesía filosófica», la reivindicación de una literatura más apegada a la realidad, a las
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circunstancias, empapada de los males del mundo circundante, reflexiva y denunciadora de las injusticias sociales. Sus partidarios y detractores debatieron a este respecto a finales del siglo ilustrado, pero las convulsiones sociales de principios del siglo XIX propiciaron la continuación e intensificación del debate. Cualquier crítica literaria era ocasión para que los defensores de esta poesía ilustrada, «filosófica» o comprometida, manifestasen su militancia político-literaria. En España son los autores del grupo de Quintana los principales —y casi exclusivos— defensores de este tipo de literatura, indudablemente relacionada con un pensamiento político progresista, innovador. Por ejemplo, en su reseña de las Obras del coronel Don Josef Cadalso, Quintana se lamenta de que éste derrochara sus facultades poéticas escribiendo sobre temas que, debido a su desconexión con la realidad, impedían resultados literarios positivos: es «doloroso ver a Cadalso aplicar su talento a asuntos que no podían ofrecerle ni expresiones ni imágenes poéticas». Y enumera entre estos asuntos mal elegidos «la guerra entre los ojos azules y los negros, la carta a Augusta matrona», etc. Las Cartas Marruecas son igualmente —dice Quintana— una oportunidad fallida para que Cadalso hubiera lucido su indudable «espíritu ilustrado». También las Noches lúgubres son —en su opinión— un conjunto de desatinos. En el fondo, lo que Quintana parece lamentar es que un hombre de pensamiento ilustrado, «uno de los fundadores del buen gusto actual», de «carácter noble y bondadoso», que le «concilia el amor de todos los hombres de bien», no supiera derramar todas esas virtudes en un tipo de literatura adecuada, comprometida y, por ello, verdaderamente poética. A pesar de estos severos juicios, Quintana homenajea a Cadalso insertando los «bellos versos» que Meléndez Valdés escribió a la muerte de su maestro y amigo (I, 306-318). En otro artículo, Quintana recrimina moderadamente a Moratín el no haber sido más crítico en La mojigata con el vicio de la hipocresía; las denuncias moratinianas de ese personaje que ayuna en público y come en secreto, que dice leer libros devotos «cuando se entretiene con novelas y libretes de pasatiempo», son, para Quintana, yerros menores cuya denuncia es irrelevante: Moratín debería haber pintado a la hipócrita con rasgos más rechazables, «otros pecados, otros embrollos, de mayor consecuencia deberían ser en nuestro dictamen los que caracterizasen a la hipócrita», y continúa aludiendo metafóricamente a la culpabilidad del «cielo», es decir, de la Iglesia, en la extensión de
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este vicio: «con otros colores más fuertes debe presentarse a la risa y execración públicas este vicio abominable que hace cómplice al cielo de las maldades del mundo». Unas páginas después Quintana disculpa a Moratín de este supuesto defecto de la obra, que atribuye a las «circunstancias». Parece referirse, así, a la imposibilidad de realizar determinadas criticas debido a la censura de la todavía poderosa Inquisición: «En cuanto al defecto del carácter principal tal vez deba atribuirse más a las circunstancias que a culpa del autor» (II, 355-372). Pocos años después, en su Introducción histórica a una colección de poesías castellanas (1807), y en esta línea de defensa de una literatura comprometida, Quintana escribiría que durante los siglos XVI y XVII, tan ricos en todo tipo de acontecimientos políticos, religiosos, militares y sociales, los autores españoles sólo se entretuvieron en escribir sobre «moralidades vagas, imágenes campestres, amores y galantería» (1946: 144), desaprovechando la oportunidad de involucrarse personalmente —como era su obligación— en los debates políticos de la época. Por otra parte, la reseña que Quintana escribió en Variedades sobre La inocencia perdida de Reinoso debe interpretarse como un episodio más de su batalla a favor de una literatura comprometida con la realidad. En dicha reseña, generalmente elogiosa, Quintana manifiesta sus reservas por lo que respecta al uso literario de asuntos relativos al cristianismo: Un maestro del arte [se refiere a Boileau] ha dicho que los Misterios de la Religión Cristiana eran poco susceptibles de los ornatos poéticos; y en efecto, si se considera que para tratar bien un asunto es preciso dominarle mucho, y que la fantasía le altere y modifique a su arbitrio dándole un ser nuevo y nuevos aspectos, se verá que no cabiendo esta licencia en objetos que es fuerza adorar con terror y respetar en silencio, el talento poético debe por precisión manifestarse en ellos desnudo de invención, tímido en los planes y triste y pobre en el ornato (III, 360-361).
Aunque Luzán ya se había manifestado en su Poética a favor del uso literario de materia cristiana, y Philoaletheias en contra (Checa, 2006), es probablemente la primera vez que en la prensa española se debate públicamente sobre este asunto. Quintana —que, en la estela de Boileau, es contrario a la «poeticidad» del cristianismo— y Blanco,
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favorable a la virtualidad estética de la materia cristiana, debaten cordialmente en las páginas de Variedades sobre una cuestión literaria candente, con evidentes implicaciones ideológicas, una cuestión que por aquellos años se debatía igualmente en otros países de Europa. Blanco White responde a las críticas de Quintana (V, 164-184) comenzando por sostener que si el asunto cristiano fuese tan estéril como afirma Quintana, no aparecerían esos grandes méritos (que el propio Quintana reconoce) en el poema de Reinoso, que se deben «a la brillante imaginación del poeta». Blanco no es partidario de prescindir de los asuntos religiosos en poesía, primero porque la autoridad en esta materia (Boileau), «más parece que reprueba el mal uso de las verdades religiosas en la poesía épica y la indecente mezcla de los misterios con la fábula, que no la aplicación de los ornatos poéticos a los asuntos sagrados» (V, 167). Para Blanco no existe ningún objeto que sea completamente estéril para una fértil imaginación: «los dos modelos de la epopeya, mirados de este modo, están forjados sobre materias de ninguna fecundidad». Se refiere a «las desgracias del ejército griego ocasionadas por la cólera de Aquiles» (Ilíada), y a «la huida de Eneas y su establecimiento en Italia» (Eneida). Pero el arte de Homero y Virgilio supo enlazar la «desnuda acción» que escogieron con otras acciones infinitas y con «mil bellos cuadros» (V, 169), de manera que, sostiene Blanco, ningún objeto «debe llamarse infecundo ni estéril para las musas»; es más, muchos asuntos religiosos «pueden dar lugar a bellas pinturas de la naturaleza» (V, 172): el poeta sólo tiene que acudir a las máximas de la religión más universales, sin descender a detalles o a asuntos propios de disputas teológicas. Concluye Blanco que Reinoso siguió estos principios: «la acción gira sobre el origen de los males de la humanidad [...], los personajes son un Dios que acaba de crear al mundo, una multitud de espíritus llenos de poder y enemigos del Ser Supremo, últimamente los dos primeros padres del género humano. El lugar de la escena es el orbe recién formado. ¡Qué de objetos sublimes!» (V, 174). El verdadero poeta tiene en estos asuntos un campo excelente para lucirse. ¿Cómo debemos interpretar el hecho de que Quintana, contra su posición moderna en todos los asuntos, no defendiese el «maravilloso cristiano», novedad que tanto éxito habría de tener en los años siguientes? La explicación habremos de encontrarla en su hartazgo de una literatura asentada en mitos: tras la hegemonía de los mitos clási-
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cos, llegaba ahora el momento del cristianismo, de los «mitos» cristianos, la «mitología de la razón» decían sus defensores. Una y otra solución literaria son rechazadas por Quintana, partidario de una literatura comprometida con lo real. La belleza no debe apoyarse ya en una realidad mitológica, inexistente, que niega la verdadera realidad, sino que ha de partir del mundo circundante y del conocimiento racional de ese mundo. La poética de Quintana, su pensamiento literario, se apoya en la defensa de una concepción realista, naturalista, comprometida con los problemas cotidianos; las convulsiones políticas del momento lo merecían. Sin decirlo explícitamente, Quintana parece compartir la idea de que todo aquello que la razón no pueda comprender es falso. Es posiblemente su anticlericalismo, su probable opinión de que la Iglesia fue una rémora en el curso de la Historia, lo que determina su posición crítica con el uso de «materia cristiana» en literatura. Su reseña de Reinoso así lo sugiere. El posterior Romanticismo defendió la poeticidad de la materia cristiana; la posición de Quintana en este debate demuestra que su pensamiento político estaba por encima de su pensamiento literario y que quizás identificó la defensa de la poeticidad del cristianismo con el pensamiento clerical y conservador. A pesar de ello, su actitud abierta y flexible le permitió elogiar una tragedia de tema cristiano en la elogiosa reseña que hace de La muerte de Abel, obra del francés Legouvé, traducida al castellano por Antonio Saviñón. Para ello centra su atención en oponer el tradicional gusto clasicista al gusto emergente: «Enriquecido el arte con tantas obras clásicas, y saciado ya el público en algún modo de verlas», era necesario, opina Quintana, que los autores buscaran nuevas vías para satisfacer a ese público harto. Fuera del camino clásico es normal toparse con «precipicios peligrosos o arenales estériles», sólo el talento consigue salvar estos escollos: lo logró Gessner con un poema épico sobre la muerte de Abel, y ahora el éxito es de Legouvé, autor de una tragedia sobre el mismo asunto. Quintana, educado en los más estrictos dogmas neoclásicos, fue un clasicista heterodoxo. Esta reseña muestra su receptividad con lo nuevo: a pesar de su disconformidad con el uso literario de materia cristiana, sabe apreciar la dificultad y el consecuente mérito que ello supone. De ahí sus elogios a esta tragedia de tema cristiano, a la que ve como diferente a las anteriores composiciones trágicas del país vecino: La muerte de Abel es una «de las mejores com-
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posiciones que se han hecho en Francia después de las tragedias clásicas de sus hombres grandes» (I, 52). Hagamos aquí un inciso para subrayar que la historiografía literaria española haría bien en matizar los comienzos del debate clásicosrománticos en España. Si bien la confrontación no adquiere dimensión pública relevante hasta la disputa Mora-Böhl de Faber en 1814, esta discusión entre Quintana y Blanco sobre un rasgo distintivo clave del Romanticismo es todo un anticipo de la pugna entre clasicismo y romanticismo. Que el punto central del debate no fuese Calderón sino una cuestión más internacional, confiere a la polémica de Variedades un valor añadido, aparte de su carácter pionero.
3. NEOCLASICISMO HETERODOXO En líneas generales, el pensamiento literario de Quintana, y de Variedades en su conjunto, muestra claramente la defensa de un clasicismo heterodoxo, superador del clasicismo dogmático anterior y anunciador de los importantes cambios que supondrá la inminente llegada del Romanticismo. Recordemos que ese neoclasicismo dogmático todavía se manifestaba con fuerza en los primeros años del siglo XIX; citemos, por ejemplo, la filosofía que animó la publicación del Teatro Nuevo Español (1800-1801). Uno de los elementos principales, o el principal, que determina la superación definitiva de la poética clásica y clasicista es el abandono del concepto de imitación. Desde la antigüedad griega, y desde Aristóteles como su máximo teorizador, el requisito de la imitación había permanecido inamovible hasta el siglo XVIII: la poesía se había definido siempre como imitación, de acciones humanas o de la naturaleza; si no había imitación, no había poesía (de ahí las dificultades para situar en la estructura clásica de los géneros a la lírica). Sólo en la segunda mitad del siglo XVIII comienza a cobrar fuerza la idea de que, primero, el campo de objetos imitables debería ampliarse y, más tarde, la idea de que la imitación había de ser abandonada en favor de la imaginación, importante paso hacia el triunfo del concepto de «genio» romántico. Es en los años del cambio de siglo cuando la idea de «genio» comienza a defenderse con el sentido que el pensamiento romántico le confirió. De estos fenómenos hallamos constancia en Variedades, donde
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la imaginación es antepuesta a la imitación, y el genio es preferido frente al ingenio y el talento neoclásicos. Recordemos que el debate entre quintanistas y moratinistas tuvo como punto de referencia las obras de Blair y de Batteux, una de cuyas disensiones principales consistía en su diferente opinión acerca de la definición de poesía: para Batteux y los moratinistas la poesía es imitación, mientras que para Blair y los quintanistas la poesía es «el lenguaje de la imaginación» (Checa Beltrán, 1998: 291-294). Si el neoclasicismo había repetido hasta la saciedad que la imaginación siempre debía estar bajo el freno del juicio, el reseñador de los Principios de Retórica y Poética de Sánchez Barbero, hace un panegírico de la imaginación y la pasión. En esta obra ya no se define la poesía como imitación, sino como «el lenguaje del entusiasmo y la obra del genio» (VII, 108). Igualmente, José Luis Munárriz, claro valedor de la imaginación, escribe repetidas veces en Variedades, desde donde polemiza con el traductor de Batteux, Agustín García de Arrieta, y donde publicó su traducción del Ensayo sobre los placeres de la imaginación del inglés Addison. Por otra parte, existía también una dimensión retórica de este asunto: si la poética hablaba de «imitación de la naturaleza», la retórica se refería a «imitación de modelos». Para la tratadística clasicista esos modelos habían de ser autores «antiguos»: tras un siglo de discusiones sobre la preferencia de modelos antiguos o modernos, sólo con la llegada del siglo XIX se admite definitivamente la posible superioridad de los modernos. También de este fenómeno encontramos prueba en el periódico de Quintana. Una de las principales consecuencias de la «querelle des anciens et des modernes» fue que, gracias a ella, la crítica literaria fue adquiriendo paulatinamente un mayor sentido de la individualidad y del devenir histórico; pudo acceder, en suma, a una interpretación histórica de las obras literarias. Un sentido histórico que deja de centrarse en el clima y la meteorología (Dubois, Winckelmann…) para subrayar las costumbres, las formas de gobierno y otros aspectos de la vida social y política. Un sentido histórico que permitió relativizar el canon universalista del gusto y determinar que las obras literarias debían enjuiciarse según normas más «temporales», más dependientes del momento histórico, aplicándose el «descubrimiento» de que la relación entre literatura y poética era inestable, cambiante. Había llegado el fin de la
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poética universal, absoluta. Ello provocó, entre otras consecuencias, la idea de que los autores modernos podían ser superiores a los antiguos. Una idea esta rechazada todavía a principios del siglo XIX por el pensamiento literario neoclásico, pero admitida por la vanguardia literaria de entonces. Quintana es el representante más paradigmático de esta última tendencia en España. Quintana es el primero que se atreve a defender abiertamente a los modernos y a criticar de manera insólita a los antiguos. Su defensa de los modernos comporta una nueva concepción de lo literario. Los defensores de los antiguos asumen la tarea de conservar lo que ya está dicho, mientras que los partidarios de los modernos, por el contrario, consideran más importante decir nuevas cosas, estiman que el futuro está por hacer. Los críticos modernos, así, son unos optimistas, que confían en que todo puede mejorarse. Los modernos prestigian la libertad donde los antiguos defienden la autoridad. La querella sobre antiguos y modernos, que en los años de Quintana ya tenía más de un siglo de vigencia, fructificó novedosamente cuando algunos críticos fueron capaces de considerar a determinados autores contemporáneos como mejores que los antiguos, o a su misma altura. Quintana fue un pionero en esta cuestión, ya que los neoclásicos españoles del siglo XVIII habían tenido como modelos prácticamente únicos a los antiguos. Esta polémica fue determinante en toda Europa, y también en España; gracias a ella, algunos de nuestros autores del cambio de siglo muestran un apreciable sentido histórico, que culminará en las Poesías selectas castellanas de Quintana, una verdadera historia de la literatura española, donde su autor enfatiza, distingue y enjuicia distintos momentos y escritores, para llegar a la conclusión, ya señalada, de que los autores contemporáneos pueden ser iguales o superiores a los antiguos, citando como ejemplos en el campo de la lírica a Meléndez Valdés y, más tímidamente, a Cienfuegos. Quintana es uno de los primeros que intenta diseñar una conciencia nacional autónoma y moderna, independiente de otros países y de los antiguos. Es, por ello, uno de los pioneros en la construcción de una historia literaria nacional, diferente de la que habían construido anteriores historiadores, basada la suya en unos nuevos principios morales y literarios, que pueden resumirse en un postulado fundamental: el compromiso con la realidad, pero no con la realidad de los poderosos, sino con la realidad nacional en su conjunto. La querella
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antiguos-modernos se enmarca en la disputa entre lo viejo y lo nuevo, es una manifestación más de la búsqueda de un nuevo tipo de sociedad, un determinado tipo de nación. La querella se inscribe, así pues, en la más amplia disputa entre dos «conciencias nacionales» diferentes, antagónicas. Así pues, Quintana no tiene inconveniente en proponer como autores paradigmáticos a los contemporáneos, como tampoco lo tiene en poner reparos a poetas consagrados. Es una actitud decididamente nueva, que choca con el neoclasicismo tradicional, reacio a conceder el título de «modelos» a autores vivos, y menos aún si están adscritos al pensamiento político y literario más innovador, representado en estos años por el grupo de Quintana y la revista Variedades. En un artículo titulado Del idilio y de la égloga (III, 99-112), Quintana disminuye el valor hasta entonces reconocido a Garcilaso, y atribuye un mérito inusual y posiblemente desproporcionado a su amigo Meléndez Valdés: considera que el poeta renacentista se excedió en la imitación de los antiguos en el ámbito de la expresión, mientras que si los hubiera seguido más en «la unidad y disposición de los asuntos, sus églogas quizá serían modelos en todas sus partes, como lo son en algunas». Por el contrario, Meléndez es un maestro en este tipo de composiciones, su «Batilo es tal vez la égloga mejor que puede la Europa moderna oponer a la antigüedad» (III, 109). Además, Quintana comparaba ventajosamente a Jovellanos con Garcilaso, lo que en este caso supone, además, una manifestación implícita de adhesión a una causa política determinada, la causa del Jovellanos ilustrado, reformista, debelador de los abusos de la Inquisición, encerrado entonces en el castillo de Bellver (Mallorca), por obra de un gobierno reaccionario donde los enemigos de la Ilustración gozaban de un poder que les habilitaba para cometer injusticias como esta. La defensa que Quintana realiza recurrentemente de Jovellanos como modelo literario supone implícitamente, en mi opinión, una forma de adhesión política y humana a la causa de su amigo, que, por otra parte, recibía en su prisión, como suscriptor, el periódico Variedades. En definitiva, una de las novedades literarias que presenta Variedades es la defensa de modelos contemporáneos, sin que ello signifique renegar de los antiguos, aunque el valor de estos es puntualizado sin complejos. Por eso, Quintana critica a la «secta que clama contra los poetas de ahora, y alaba a los antiguos por la razón misma
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que clamaría contra los antiguos si hubiesen vivido ahora» (1V, 309310). Los periodistas de Variedades no se recatan en proponer como modelos a autores coetáneos con los que les unen vínculos de amistad conocidos públicamente: Meléndez Valdés, Jovellanos, Cienfuegos, Sánchez Barbero... La atribución de defectos a nuestros modelos clásicos no es privativo de Quintana; Munárriz reafirma en el periódico las críticas a nuestros escritores renacentistas que ya había sostenido en su traducción de Blair. El propio Quintana interviene en Variedades para apoyar a Munárriz en su disputa con García de Arrieta, traductor de Batteux y supuesto integrante del grupo de Moratín. Quintana elogia al traductor de Blair por haber puesto en su sitio a los modelos españoles del Siglo de Oro, cuya obra en su totalidad no podía servir como modelo, ya que ello depravaba el gusto de la juventud; precisamente el mérito de Munárriz fue el de distinguir lo que de bueno o malo había en la obra de estos autores: «en estas minas hay mucha escoria mezclada con el oro», escribió Quintana (V, 356). También en el ámbito de los géneros se produjo por aquellos años una renovación, ligada en gran medida a los cambios sociales en curso; por ejemplo, la burguesía comenzó a ser «objeto» de la literatura; recuérdese la «tragedia burguesa». La llegada del referido sentido histórico propició, además, la apertura del dogmático esquema genérico clasicista, admitiéndose ahora la representación literaria en formas genéricas diferentes. Esta flexibilidad conduce hasta la aceptación de géneros como la novela, o géneros literario-musicales como la ópera. En Variedades hay ejemplos de la permisividad hacia los nuevos géneros. Por ejemplo, los elogios que Alea dedica a Pablo y Virginia, de Michel de Saint Pierre, demuestran una actitud abierta ante un género como la novela, todavía entonces denostado por su carácter prosístico y supuestamente inmoral. La superación del esquema genérico defendido por el neoclasicismo más estricto se manifiesta también en el elogio que García Suelto dedica al melodrama sacro «Saúl», de Sánchez Barbero. La ópera, así como todo el teatro cantado, había sido denigrada por el clasicismo dogmático dieciochesco, sobre todo por su falta de verosimilitud y por mezclar palabra y música, atentando así contra el esquema clásico de los géneros. Ahora, tras criticar al teatro musical porque normalmente el libreto se subordina a la música —la poesía no ha sido compañera
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de la música sino una «esclava suya» (VI, 177)—, de manera que sufre la calidad del drama (los caracteres, la versificación, etc.), el periodista elogia sin reparos de género el melodrama de Barbero, de alta calidad literaria, de «sobresaliente mérito», y «debe presentarse como modelo a cuantos se dediquen a este género apreciable y difícil», por su estilo, dicción, versificación, caracteres, etc., a todo lo cual contribuyen también «las grandes ventajas de nuestro idioma para la poesía cantable» (VI, 178-181). Debemos recordar que Sánchez Barbero, quintanista, fue uno de los primeros preceptistas que en España incorporó un apartado sobre la ópera y el teatro musical en un tratado de poética, concretamente en sus Principios de Retórica y Poética (1805). Subrayemos, por otra parte, que la prosa ha ido adquiriendo progresivamente dignidad literaria, de ahí el reconocimiento de géneros escritos generalmente en prosa: novela, comedia sentimental, etc. Quizás influido por la dignificación literaria de la prosa, surge en el cambio de siglo un debate en torno al uso del verso suelto: aunque su utilización y defensa no nace en estos años, sí es verdad que los autores más innovadores prefieren y reivindican el uso del ritmo antes que el de la rima. Los autores más tradicionales privilegian la rima y sostienen que sólo los malos versificadores acuden al verso suelto, debido a su incapacidad para rimar. Uno de los argumentos en que se apoyan los literatos conservadores es el tópico de la «dificultad vencida»: una obra de arte es más valiosa cuanto mayor haya sido el esfuerzo del artista y cuanto mayores hayan sido los obstáculos que han debido ser vencidos en el proceso de creación; la rima es un obstáculo importante. Variedades apoya sin fisuras el uso del verso suelto y, consecuentemente, discrepa con determinación y argumentos de los defensores de la rima. El asunto lo plantea Quintana en un artículo titulado Sobre la rima y el verso suelto (IV, 302-318 y 353-364), donde reconoce que existen «maestros del arte» que localizan en la versificación el principal mérito de la poesía, y que «desprecian como lánguida y prosaica toda composición donde no hallan consonantes». Explica esta actitud discriminatoria cuando dice que el principal mérito de esos autores es el de «rimar con facilidad», lo que justificaría su parcialidad. Tras hacer una breve historia de la rima en España y de la introducción del verso suelto en nuestro país, Quintana abona su causa comparando una epístola de Garcilaso y la Epístola del Paular de Jovellanos, para demostrar cómo ha mejorado el uso del verso suelto en los tiempos modernos; si
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el poema de nuestro autor renacentista está privado de «armonía y artificio en la versificación» y es desaliñado, la composición de Jovellanos (a quien no cita por su nombre), está marcada por «el gusto y la atención» y supera con creces a Garcilaso. El verso suelto —en alguna ocasión Quintana lo denomina «verso libre» (IV, 308)— habría conseguido mayor predicamento entre nosotros si alguno de nuestros grandes poetas —dice Quintana— lo hubiera usado con acierto, pero no fue así, de manera que sólo a partir de que Luzán y Montiano lo resucitaran en el siglo XVIII comenzó a cobrar una inusitada calidad, hasta el punto de que el verso suelto castellano «nunca ha sido tan bien manejado como en nuestros días». Pero Quintana recurre a modelos extranjeros para conferir autoridad a sus razonamientos: nadie será capaz de llamar poetas menguados —dice— a Tasso, Milton y Thomson. Complementariamente, apuntala sus argumentos recurriendo a teóricos relevantes que se manifestaron poco partidarios de la rima, Fenelon, La Mothe, Dubos y Maffei, y llega a rebatir el mérito de la «dificultad vencida» asignando más dificultad a la escritura en versos sueltos. El prurito de imparcialidad que anima a Quintana en este periódico le lleva a exponer con detenimiento y sin acritud las opiniones contrarias a la suya: explica que Metastasio y Voltaire fueron firmes defensores de la rima, aunque concluye que este último sólo se refería a la lengua francesa, ya que el propio autor galo reconocía en el inglés, italiano y español cierta facilidad para el verso suelto que no poseía el idioma francés. Quintana se manifiesta de acuerdo con esta opinión ahondando en la incapacidad de la lengua francesa para el verso suelto y resaltando cómo, contrariamente, el idioma español es «tan vario en sus terminaciones, tan sonoro en sus sílabas, y tan majestuoso en su dicción» que cometeremos una injuria contra él «si reputamos la rima como de absoluta necesidad en poesía» (IV, 355). Quintana continúa acumulando argumentos en defensa del verso suelto: «la rima por sí sola no produce placer ninguno», y pone como ejemplo algunos versos de Berceo (IV, 353); además, nuestros mejores poetas —Garcilaso, Herrera, Fray Luis de León, Rioja, Francisco de la Torre— nunca prestaron mucha atención a la rima (IV, 360). Finaliza Quintana su discurso con un elogio del endecasílabo libre y con la reproducción de dos pasajes escritos en ese tipo de verso, uno de Meléndez Valdés y otro de Cienfuegos, a los que presenta como mo-
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delos, el primero de «sentimiento y de gracia, el otro de vigor y de entusiasmo, y los dos de fuego, de estilo y de armonía» (IV, 361). Son dos poetas a los que nadie podrá achacar, añade Quintana, incapacidad para rimar, porque en otras composiciones «han rimado sus versos con tanta superioridad y destreza como el que más» (IV, 364). Por otra parte, el gusto de los letrados por lo popular surge entonces en España, al igual que en el resto de Europa, como una manifestación más de la rebelión contra la hegemonía cultural francesa, basada en la literatura culta y escrita. Contra ello se opone ahora el valor de lo popular y lo oral, el valor de lo propio, de lo genuino. Saber popular frente a saber libresco, canon popular frente a canon culto, reivindicación de la diferencia entre saberes, cánones y países. El componente nacionalista de esta idea está relacionado con el progresivo éxito del sentido histórico, que pretende conocer las individualidades, las diferencias entre las distintas épocas y naciones. La novedad que supone la valorización de lo popular se advierte también en Variedades; por ejemplo, son abundantes los elogios a la propia lengua y a los romances que se observan en algunos de sus artículos. El reseñador del Nuevo Diccionario Francés-Español, de Capmany, se hace eco de la pasión de éste por la lengua del pueblo, y subraya que la comparación de las lenguas de dos naciones habrá de hacerse atendiendo a las voces que constituyen «la lengua nativa y natural» de cada una de ellas; el resultado de esa comparación entre el francés y el español mostraría que debería abandonarse la idea de la «riqueza, precisión y sabiduría» de la lengua francesa, porque eso no es cierto, más bien es «confundir el lenguaje de los autores con el de la nación» (VIII, 123). Es decir, se admite la superioridad de los autores franceses, pero no de la lengua francesa sobre la española. Junto a esta revisión de la idea sobre la supuesta superioridad del idioma francés, se advierte también una consideración positiva hacia los romances españoles, a los que se considera un «rico minero» de tradiciones populares del que se pueden extraer los mejores argumentos para la composición de obras dramáticas. Así se expresó Quintana en su reseña sobre El Cid de Corneille (I, 168), abundando en una opinión que ya había defendido en 1796 —en la Colección de poetas castellanos—, cuando escribió que el Romancero encerraba la mejor poesía lírica española. La distinción entre una poesía culta y otra popular favoreció el auge del primitivismo y el éxito de fenómenos como el de Ossian, re-
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flejados también en Variedades, donde se publicaron en 1804 varios de los poemas ossiánicos, traducidos al castellano por Marchena. Las páginas que Quintana dedica a una «nueva traducción española de Ossian» son entusiastas con este tipo de poesía y solidarias con el éxito que Ossian estaba teniendo en toda Europa, pero su educación neoclásica le impide ponerlo a la altura de Homero y Virgilio, como habían hecho otros: «Su talento poético, aunque sublime a veces, y enérgico y atrevido casi siempre, no puede ser comparado ni en riqueza ni en variedad con el de Homero y Virgilio, pero la naturaleza física y moral que el poeta céltico tuvo delante de sí estaba tan distante y era tan diferente de la que pintaron el griego y el latino, que en la balanza imparcial del juicio deben sin duda alguna inspirar más admiración las eminentes prendas que le adornan que disgusto las que le faltan» (III, 252). A pesar de ello, como digo, es innegable la admiración de Quintana por este tipo de poesía —muy apreciada en la Europa de entonces—, que accedió a publicar en las páginas de su revista. Un índice de los nuevos tiempos y de los nuevos conceptos que en teoría literaria se empezaban a manejar se manifiesta en el artículo de José Miguel Alea, Comparación de las voces genio, ingenio, talento (I, 298305). Se trata de un texto que responde al paulatino menosprecio y abandono del concepto de imitación, sustituido por el de imaginación, asociativa o creadora. Aunque Alea muestra que la palabra «genio» como «espíritu que crea» fue usada en castellano durante el Siglo de Oro, y que ahora se halla en desuso, propone volver a usarla, pero distinguiéndola de otras dos voces con las que suele confundirse, «ingenio» y «talento». Así, escribe Alea que «genio» expresa la facultad o «don de crear o de ejecutar de un modo nuevo y original: es una especie de inspiración frecuente pero pasajera; excluye la imitación, y su atributo es inventar, crear». «Ingenio» expresa la facultad de «concebir con exactitud y combinar con delicadeza, sutilmente»; incluye la imitación, «y al contrario del genio no produce sin modelo». «Talento» es la disposición o «aptitud particular y habitual de concebir con facilidad, orden y claridad»; no crea como el genio, ni es picante en sus combinaciones como el ingenio. Así pues, sólo el genio es creador (si se imita no hay genio); es profundo, puede ser «inculto», generalmente no lima, no perfecciona. Por el contrario, el ingenio imita, no siempre es profundo, pero es
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culto, sutil, esmerado. El talento siempre completa todo lo que trata, con todas las reglas y circunstancias que exigen «la cultura, el gusto y el agrado universal». La idea de genio incluye esencialmente sublimidad y grandeza. Un hombre de genio puede poseer, o no, ingenio. Cuando Cervantes concibió el Quijote fue un genio porque lo hizo sin modelo. Cuando pinta caracteres, etc., es un ingenio. Cuando confiere a su obra las perfecciones de estilo propias de la novela es un talento. En el fondo de estas reflexiones late la discusión en tomo al concepto de imitación, vigente desde la antigüedad griega pero cada vez más repudiado: ahora el poeta no debe imitar, sino crear, expresar su «yo». Sólo el concepto de «genio» satisface esta nueva actitud del artista, uno de los más relevantes rasgos definitorios del Romanticismo. Aunque Alea no rechaza explícitamente la imitación, es evidente que implícitamente está calificando jerárquicamente a estos tres conceptos, y es claro que el lugar más alto lo ocupa el genio, la facultad de crear, sin modelos, sin imitar, el único término que, además, alude a la posibilidad de expresar los propios sentimientos. El neoclasicismo sólo exigía al artista ingenio o talento, pero no genio; para el Romanticismo, el genio es necesario en la creación artística; el ingenio y talento son insuficientes. La prueba de que el genio es más estimado que el ingenio en la revista Variedades la hallamos, además de en Alea, en la reseña a los Principios de Retórica y Poética de Sánchez Barbero, donde se reconoce que la literatura extranjera cuenta con mayor número de escritores y obras que la española, pero nosotros poseemos unas pocas mejores que aquéllas, de manera que tenemos menos ingenios pero contamos con «algunas producciones del Genio» superiores a las foráneas (VII, 38). Esta defensa del genio, que podría interpretarse como pionera de opiniones románticas en España, se complementa con la inclusión en Variedades de un artículo —favorable con los nuevos vientos literarios— titulado Reflexiones sobre la Poesía extractadas de Schiller y otros discípulos del célebre Kant, de Nicolás Böhl de Faber (VIII, 247-252), en el que, entre otras cuestiones, se realiza una comparación de la naturaleza espiritual y poética de distintas naciones: el país peor parado resulta ser Francia, el país clasicista por excelencia. Es muy probable que estas opiniones no fueran compartidas por Quintana, nada contrario entonces a la literatura y al pensamiento literario francés. Destaquemos en esta ocasión su predisposición para publicar en su
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periódico ideas con las que muy posiblemente no coincidía. Esta actitud tolerante y flexible, junto con su pensamiento político —indudablemente ilustrado— y literario, superador del neoclasicismo dogmático anterior, definen al Quintana de aquellos años y a su excelente periódico Variedades.
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Capítulo IX MANUEL JOSÉ QUINTANA: LA PATRIA POÉTICA COMO REVOLUCIÓN Raquel Rico Linage Universidad de Sevilla
1. CURIOSIDADES Y CONTRADICCIONES En los trabajos realizados en los últimos años sobre las propuestas políticas de los números madrileños y sevillanos del Semanario Patriótico1 hemos defendido, y creemos que justificado suficientemente, su orientación revolucionara y también señalado sus relaciones con la Junta Central, ya que se encargarán a Manuel José Quintana importantes manifiestos políticos y a Isidoro de Antillón, redactor de los números sevillanos, la dirección de su periódico oficial, la Gaceta del Gobierno, y en fechas decisivas para la definición del modelo político de la convocatoria. Y ese interés por conocer mejor los argumentos y los medios que utilizaron quienes consiguieron, en circunstancias históricas muy difíciles, la aprobación de la Constitución de 1812 —y además el que Quintana fuera también poeta y publicara en esos años la mayoría de sus composiciones—,2 determinaron lo que en principio no fue más que una curiosidad por leer esa obra poética. Y de la lectura de unas ediciones que incluyen prólogos y de algunos artículos y discursos
1
Rico Linage (1998) y Semanario (2005: LV-CXIV). De 1802, 1808 y 1813 son las ediciones cuyos contenidos guardan relación con la ideología del primer liberalismo. 2
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que valoran esos poemas, e incluso de la propia defensa que Quintana hará de sus contenidos en 1818,3 surgieron contradicciones e interrogantes que son el detonante de estas páginas. Y como primera contradicción, Menéndez Pelayo afirma que en sus versos «da una forma elocuente y ardorosísima a la declaración de los derechos del hombre y a los folletos del abate Sieyes», para considerar pocas líneas después que la guerra de la Independencia logró que, de enciclopedista resuelto, Quintana «pasase a ponerse al lado de los que defendían la España tradicional, de la cual él tanto había maldecido y dejando por un momento de ser el poeta de la imprenta y de la vacuna se convirtió en el poeta de las Odas Patrióticas, en las cuales no se descubre otra inspiración ni otro móvil que el general entusiasmo de todas las almas españolas en aquella crisis heroica de nuestra historia moderna» (Menéndez Pelayo, conf. 33: 274 y 277). Es un cambio ideológico que, de ser cierto, es desde luego radical, puesto que se olvida de la Revolución Francesa y pasa a no tener otro móvil que difundir un entusiasmo que además relaciona con la España tradicional. Es una afirmación sorprendente que obliga a pensar que Menéndez Pelayo no leyó las Poesías Patrióticas como debiera. Y la primera evidencia está ya en la frase citada, puesto que los dos poemas que cita se incluyen precisamente en las Poesías Patrióticas y por lo tanto no pueden justificar un dejar de ser. Pero, sobre todo, el propio título del libro desmiente esa renuncia ideológica: difícilmente quien crea pocos meses después el Semanario Patriótico y justifica ese nombre con argumentos revolucionarios,4 puede haberlo elegido para su obra poética con distinta intención. Y las contradicciones se suceden, ya que además considera que «las mismas ideas que había expresado en la oda “A la vacuna”, las puso luego en prosa en las proclamas que redactó para América como Secretario de la Junta Central» (Menéndez Pelayo, conf. 33: 274). Y como dicha oda se publica por primera vez en esas Poesías Patrióticas en las que al parecer había olvidado sus opiniones políticas anteriores, tal afirmación o bien desvirtúa los contenidos de esas proclamas o bien significa que en esa Oda, y por lo tanto en las Poesías Patrióticas,
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Defensa de las poesías ante el Tribunal de la Inquisición (en Quintana, 1872: 77-112). Rico Linage (1998: 580-582).
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hay algún móvil distinto al entusiasmo. De ese mismo entusiasmo hablará Dérozier5 casi un siglo después, señalando semejanzas entre las poesías publicadas hasta 1808 —a las que califica además de seudopoesía— y los contenidos del Semanario Patriótico, y considerando que este se publica para alentar el entusiasmo general, cuando su finalidad fue bien distinta. Por último, unas páginas introductorias de Reyes Cano lo consideran «partidario de potenciar el papel de las Cortes y de crear un régimen constitucional que restrinja las excesivas atribuciones de la Corona, pero está lejos de cualquier actitud revolucionaria» (1978: 45), cuando desde luego sus primeros artículos políticos concretan propuestas que lo son claramente. En este caso y en otros, algunas conclusiones se fundamentan en frases del propio Quintana escritas muchos años después y en tiempos difíciles, cuando la Constitución de 1812 ha fracasado definitivamente y esa derrota descarta otro lenguaje, otras confesiones más ajustadas a la realidad de unos escritos por los que ya ha sufrido persecución y cárcel. En esos textos, aunque con la cautela propia de las difíciles circunstancias políticas y de los escasos, o más bien nulos, conocimientos jurídicos de la mayoría de los posibles lectores, Quintana había propuesto una Patria en la que todos sean iguales ante la ley y en la que además esas leyes sometan del mismo modo a los que mandan y a los que obedecen,6 lo que implicaba terminar con los privilegios que fundamentaban el ordenamiento jurídico desde los inicios de la reconquista y con ese princeps legibus solutus est que legitimó en las construcciones doctrinales del Derecho Común las formas políticas del absolutismo. Es una propuesta que sólo cabe calificar de revolucionaria y que, dadas las afirmaciones anteriormente reseñadas, obliga a retroceder a un antes, a los poemas que Quintana publica en 1808, para conocer unas intenciones que podrían ser similares, ya que la palabra patria las titula con anterioridad. Unos poemas cuyas intenciones podrían ir más
5 Dérozier en su introducción afirma que componía primero las odas en prosa, y alega como prueba el contenido de sus proclamas de 1808-1812, cuando los poemas que cita son anteriores y por lo tanto, y en todo caso, sería la prosa la que copia al poema (1969: 33 y n. 55). 6 «Reflexiones sobre el patriotismo», Semanario Patriótico nº III, de 15 de septiembre de 1808.
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allá del mero entusiasmo y que unas veces se han leído mal, en otras han faltado datos importantes aportados con posterioridad o incluso han sido muchos los prejuicios, no se han querido ver algunas cuestiones evidentes.
2. BUSCANDO PRECEDENTES: LAS POESÍAS DE 1802 Son razones de la historia inmediata, pero también preocupaciones que ya lo son de Quintana desde mucho antes, las que determinan la impresión en 1808, y en fechas muy próximas entre sí, de España Libre —un folleto de sólo dos poemas— y de las Poesías Patrióticas, que contendrán seis y entre ellas una de las más celebradas y también de las más problemáticas —«A la invención de la imprenta»— ya editada en las Poesías de 1802.7 Y habrá que empezar por este antecedente, por esta edición, y valorar la historia que a su vez le corresponde, puesto que las impresiones durante el absolutismo tienen restricciones que condicionan sus contenidos ideológicos. Buscamos ideología y no literatura y ya la hay en algunas afirmaciones del prólogo que inspirarán también su compromiso político posterior. Porque en él abomina de los poetas que adulan, y con ello reprocha a sus contemporáneos, considerando que «el talento divino de pintar en verso no debió emplearse jamás sino en dar atractivos a la verdad y exaltar los ánimos al bien y a la virtud».8 Es una preocupación moral que Quintana reitera en numerosos escritos posteriores y uno de los argumentos que justificarán en 1808 la creación del Semanario Patriótico. A él volveremos en su fecha. Y esa dimensión heroica del poeta como propagador de la verdad —y está claro que a la condición de héroe aspira—, Quintana la concretará más tarde en textos dedicados a otros héroes, a figuras históri-
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Publicadas en la Imprenta Real, contienen dieciocho poemas. Dérozier al hablar de ellas dirá que algunas revelan una influencia enciclopédica profunda, aunque sin concretar títulos (1969: 26). 8 La pág. III, nota 1, califica a la adulación como vil, citando sin nombrarlo a un orador que ya en el siglo pasado afirmaba que «es triste para los poetas haber tenido en todos tiempos el privilegio de adular», con lo que en alguna medida suaviza la acusación, al considerarla una constante.
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cas a quienes atribuye unos valores con los que se identifica, buscando con ello precisamente lo que anuncia: exaltar los ánimos de los lectores o de los oyentes, puesto que también los habrá dramáticos, hacia un bien y una virtud de clara dimensión política. El índice de esta obra, que contiene dieciocho composiciones, nombra contenidos tradicionales de la poesía —el amor, la belleza, la amistad, el mar— con tres excepciones. La primera, un poema históricopolítico cuyo título carece de cualquier pretensión lírica: «Con ocasión de la paz entre España y Francia en 1795». El tema elegido plantea desde luego el interrogante de que precisamente un poeta que abomina de la adulación cante una paz conseguida por un Favorito9 que, por lograrla, fue nombrado por Carlos IV Príncipe de la Paz y que al parecer era todavía popular en esa fecha, pero también es cierto que el título es frío. Veamos el contenido. El fin de una guerra es siempre un alivio, un momento en el que centellea el gozo universal, y sin embargo sus versos lo celebran sólo como algo momentáneo ya que el hombre fascinado / va siempre al carro atado / de la ambición frenética que brama. Como el título elegido indica, hay en ellos reflexiones inspiradas por dicha paz, más que una celebración de la misma. Por eso su contenido es pesimista y también antimonárquico. Los monarcas de la tierra no atienden la mísera plegaria de los pueblos que os imploran —y por lo tanto se nombra expresamente a la monarquía como causa de sus males— ni la humanidad escucha los humildes ruegos de la virtud... la fuerte lección del tiempo que incesante clama. En el poema hay desde luego una ambición didáctica, relacionada tanto con la difusión de la verdad como con los precedentes de esa historia que será una constante en su obra. Y además en este caso no se hacen distinciones, no hay guerras gloriosas. Quienes luchan —todos— persiguen una funesta gloria... aspiran a dorar su estrago / con el falaz halago / del carro triunfador y sus laureles y sus versos maldicen a quien, profanando la paz, muestre el bárbaro anhelo / ardiendo el hierro en su homicida mano. Así pues, una primera conclusión es que el poeta celebra la paz como concepto, pero no esta paz, y condena la guerra, todas las guerras, también esta.
9 Reyes Cano reseña encargos realizados en estos años por la mediación de personajes próximos al favorito, y de los que se alejará posteriormente (1978: 13).
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Por último, consecuencia de ese pesimismo por una humanidad incapaz de reaccionar contra su triste destino, es su radical llamamiento final: ya que los hombres no se rebelan, que lo haga la naturaleza: ¡oh montes! y, cayéndonos encima, / feneced de una vez tantas maldades. Creemos que es un dato significativo de su fascinación por la revolución francesa. Un poema que celebra la paz termina en catástrofe, la humanidad sigue atada al carro de la ambición porque no atiende las enseñanzas de la historia, y es desde luego un protagonismo distinto de esa humanidad lo único que puede hacer posible una paz duradera. Dicen que el poema mereció la aprobación de Godoy, pero seguramente no lo entendió mucho. La segunda excepción es un poema que atiende a esa misma preocupación y que dedicará «A Guzmán el Bueno», que había inspirado ya otro anterior y que será también uno de los personajes de sus Vidas de españoles célebres. Escrito en 1800,10 se inicia de nuevo con una afirmación de pesimismo. El poeta confiesa que ya ha cantado al amor, que ahora quiere cantar a la fama —y ese anhelo lo califica de generoso, tiene una gran opinión de sí mismo— pero que no encuentra en quien encarnarla. En el presente no hay héroes, lo que también supone un reproche a sus contemporáneos, sólo derrotas y por eso debe acudir a tiempos lejanos para encontrar conductas ejemplares. En este poema aparecen ya tanto el término patria, significativo del concepto tradicional de país natal, como el de patriotismo para nombrar en este último caso una conducta que la defiende y que se ha dado en esos tiempos lejanos en los que Quintana lamenta no haber nacido: ¿por qué yo infeliz no nací en ellos? No hay duda de que el autor cree que la patria necesita en ese momento conductas similares, personas dispuestas a sacudirse el yugo de la esclavitud y además introduce en el poema una nota que resulta muy ilustrativa porque explica lo que le parece ejemplar del personaje: un sacrificio sublime consagrado a la patria, que entonces peligraba. Hay también en sus versos una confianza en el protagonismo del hombre que es deudora del racionalismo: El hombre es sólo quien guarnece al hombre. Es la virtud del hombre la que puede detener la guerra, pero una virtud que se levanta, que actúa de manera generosa. La in-
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En Quintana (1802: 139); la versión de 1795 en Dérozier (1969: 243-247).
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tención del texto es difundir esa lección del tiempo de la que hablaba el poema anterior para trasladarla al presente, para estimular conductas que él mismo está dispuesto a encarnar y que en la misma nota califica de heroísmo o vanidad extraordinaria. La salud de los Estados depende del heroísmo de unos hombres buenos que también el presente necesita. Y si en el poema anterior la naturaleza debía levantarse contra una humanidad que no reaccionaba ante la esclavitud, en este hay un trono que se hunde a consecuencia de la actitud heroica de un español que se ha levantado, de un león que —si bien antes había consentido el oprobio de servir— ahora es consciente de que no ha nacido para vivir esclavo y …a la venganza aspira, / bañando en sangre las atroces manos; / y ruge y amedrenta a los tiranos. Está claro que el poema poco tiene que ver con el personaje histórico y sí mucho con el presente. La revolución francesa fue un acontecimiento decisivo para una generación de intelectuales españoles y desde luego Quintana piensa en ese año que el pueblo debe tomar conciencia de sí mismo y alzarse contra la monarquía. Cuando años más tarde Guzmán sea también un personaje de sus Vidas de Españoles Célebres, el texto atenderá sobre todo a los sucesos de esa monarquía. Las virtudes del héroe tendrán el contrapunto de una ambición insolente.11 Finalmente, el último poema que nos interesa reseñar es uno de los más celebrados y también de los más problemáticos —«A la invención de la imprenta»— que volverá a publicarse, y con cambios, en 1808. Y como nos interesan la historia y la ideología, resulta imprescindible valorar las distintas circunstancias de ambas versiones y su influencia en los contenidos y por lo tanto a este apartado corresponde la valoración de la primera versión publicada, aunque después sabremos de la redacción posterior. Quintana había dicho en el prólogo que le interesan como materia poética los descubrimientos que ennoblecen la especie humana, y este es el único de esa edición que puede relacionarse con dicha afirmación y el único también que vuelve a publicarse en 1808. La primera estrofa, que no se mantendrá, contiene afirmaciones muy características tanto de su personalidad como de la finalidad política de su oficio: el poeta es un elegido, ha recibido un don, el de la 11
Y como ejemplo: «....los príncipes de la casa real, la mayor parte de los grandes, a manera de bandidos, siempre con las armas en la mano y siempre destruyendo y guerreando, desgarraban el Estado con su ambición insolente y descarada codicia...» (Quintana, 1852: 217).
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alabanza, y es responsable ante el universo —o lo que es lo mismo ante la opinión pública— del empleo que hace del mismo y desde luego no debe emplearlo en aquellos a quienes después condenará la historia. En esos años, como en el siglo anterior, el despotismo utiliza a los escritores para que divulguen sus bondades, para crear una opinión pública que lo legitime. Por eso rechazar esos cometidos es sobre todo una postura política y por eso el verso debe ser enérgico —lo que implica fuerza, seguridad en las propias convicciones y en definitiva la capacidad de convencer— y también valiente, de dimensión heroica porque implica oposición al poder establecido. En la versión de 1808 la estrofa va a suprimirse porque la historia cambia. En ese año, y como él mismo se encarga de divulgar, España es libre, no hay ya despotismo y además su pluma apoyará propuestas políticas concretas y no le conviene que se desconfíe de sus alabanzas. Ha comenzado primero por el presente y por sí mismo, para retroceder en la estrofa siguiente a la historia remota,12 a esa historia que tanto utilizará en el Semanario, y muchas veces de manera contradictoria, para legitimar lo que le interesa. En este caso, como en otros muchos, es desde luego una alusión arbitraria, puesto que los versos afirman que esa alabanza injustificada que degrada el verso no se dio en una antigüedad que no fecha. Según Quintana, entonces existía una palabra, no contaminada por otros intereses y que conseguirá ser permanente en la escritura, cuya invención atribuye a un Dios13 que antes había creado el pensamiento y la voz, una escritura que detiene la palabra veloz que antes huía. En este hermoso verso el poeta introduce una nota aclaratoria,14 referida a la lectura de un artículo de la Enciclopedia en el que se propone que ya que las artes liberales se han cantado suficientemente los poetas celebren las artes mecánicas. Así pues, y en principio, la intención que justifica Quintana es cantar esas artes mecánicas, el progreso, y desde luego esa explicación mucho tiene que ver con la fecha de la edición y poco con la primera estrofa, que contiene un mensaje inmediato, una invitación a la acción.
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Véase más adelante la n. 35. Según Menéndez Pelayo, «la poesía lírica de Quintana es atea, no porque niegue a Dios, sino porque Dios está ausente de ella» (conf. 33: 268). 14 La comenta Dérozier (1969: 254). 13
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En la siguiente, esa escritura ya inventada tiene una utilidad importante: libra a los siglos del olvido, permite la historia. Una historia que también estará entre las finalidades del Semanario Patriótico,15 cuyas enseñanzas deben servir para proyectar el futuro y a la que aludirá continuamente en sus escritos políticos posteriores como legitimadora de las posiciones que en ellos se defiende. Y si la escritura facilita la historia, la imprenta será un paso más. La mayor parte de los versos de la estrofa siguiente se entrecomillan como afirmaciones de Gutenberg, cuyo invento imita a una naturaleza que multiplica en la reproducción seres iguales, aunque con la imprenta lo que se multiplica es una misma verdad que ahora consigue las alas de la luz al desplegarse. Así pues, la imprenta facilita la difusión de la verdad, le da alas. En este caso el invento no es divino, como el de la palabra y la escritura, sino humano pero divinizado también porque es Gutenberg el que Dijo y la imprenta fue, palabras semejantes a las del Génesis. Ahora el hombre es también capaz de crear. Esta estrofa, con algunas novedades, es la que será después censurada por la Inquisición, pero todavía no: nos atenemos a la cronología y lo veremos en ella. De momento su contenido comunica a los lectores que ese invento conmociona Europa porque amenaza el alcázar de un genio del mal que oprime al universo entero. Es un cetro durísimo, una manera de gobernar arbitraria, un poder político organizado a partir de la ignorancia y el error y la imprenta permite vencer esa ignorancia y con ello derribar la tiranía, una tiranía que después se entenderá como alusiva a la Iglesia Católica. Será Blanco White quien diga en sus memorias que «durante muchos años había venido detestando toda clase de despotismo político y a su mayor causante, la Iglesia» (1988: 232) y el sentimiento de Quintana debió ser muy similar. La Iglesia y el poder político compartían además una misma forma de gobierno, el absolutismo, la primacía de uno solo, y ese era el sistema político a sustituir.16
15 Su Prospecto dirá que «nuestro Semanario podrá ser considerado como unos Anales donde estén depositados los hechos memorables de la crisis presente; y de ellos podrá valerse el historiador que algún día quiera hacer un cuadro digno de la posteridad». 16 Algunos años después, Rafael de Vélez (1818) y en una obra cuyo título así lo destaca —Apología del Altar y del Trono—, argumenta con total claridad que «cimentada la
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En definitiva, que el poeta, con ese particular uso de la historia que será una constante en sus poemas y en sus artículos políticos, olvida los siglos que ya han pasado desde la invención de la imprenta17 y también su decisiva contribución precisamente a la consolidación del despotismo, ya que facilitó la difusión de la cultura jurídica del Derecho Común europeo, una doctrina que legitimaba un ejercicio del poder político inspirado en los poderes del Imperio Romano, que consideraba a reyes, papas y emperadores como titulares de un poder legislativo que se identificaba con su voluntad. Y como prueba de los logros que puede alcanzar el hombre, Quintana utiliza en los versos posteriores los nombres de Copérnico, Galileo y Newton para encarnar un progreso que la inteligencia humana puede alcanzar y de esos versos destacamos que en el caso de Galileo, y al mencionar la condena que sufre, la atribuye a Italia y no a la Iglesia: son todavía tiempos de Inquisición. Se ha dicho que Quintana es el poeta del progreso pero sería más exacto considerarlo como el poeta de los derechos: el progreso es más representativo de la Ilustración y los derechos de la Revolución. La estrofa siguiente resultará crucial en las intenciones del poema porque, si bien es importante conquistar los cielos, / hallar la ley en que sin fin se agitan / la atmósfera y el mar, el verdadero objetivo de esa mente ambiciosa que es capaz por sí misma de conocer, debe ser mejorar al hombre y además —y con ello Quintana vuelve a su concepto heroico— para llevarlo a cabo hace falta el valor, la condición de héroe, ya que implica modificar el ejercicio del poder político. Esas mejoras tienen desde luego que ver con sus derechos, con los objetivos de la revolución burguesa, y por eso necesitan de lo que el poeta añade, de una metáfora que utilizará también en otras ocasiones: de un río que avanza imparable, que no retrocede pese a los obstáculos que pueda encontrar, de una revolución que siente en el trono a un dios del bien, a un poder benéfico que tenga como objetivo la felicidad de los hombres. Algunos de los versos son también demostración de su vanidad: tiene una inspiración que le transporta, un don que le eleva. Un velo espeso impide a los mortales débiles conocer el provenir y sin embar-
sociedad por la religión y unidos el trono y el altar por un común interés, todo el que se conjure contra el príncipe se subleva contra la religión» (t. I: 71). 17 También Vélez le reprocha esa incongruencia: «No sé que en el siglo de su invención lograra la razón algún triunfo…» (1818, t. I: 87).
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go a él, que es heroico, el destino le abre sus cerradas puertas y le permite divisar un futuro en el que sus esperanzas se realizan. Así pues, es su propia confianza en las nuevas ideas la que le lleva a pensar que si se difunden lograrán convencer. Está hablando de la situación presente y en estos versos está ya la decisión que le llevará a convertirse al patriotismo poético y al periodismo político. En 1802, su confianza en la imprenta anuncia ya ese futuro de escritores comprometidos con la difusión de las nuevas doctrinas, convencidos de la eficacia que puede tener esa difusión para terminar con el absolutismo, una confianza sustentada en el precedente de la Francia revolucionaria. Y como colofón, los versos finales anuncian un monumento a quien hizo posible la difusión de una verdad que ha conseguido triunfar sobre la opresión y con ello Quintana vuelve a referirse a sus preocupaciones e intenciones del presente. Desde luego en 1802 no le es posible saber que en un futuro próximo habrá oportunidad de escribir con libertad, pero está ya convencido de que la divulgación de las nuevas ideas del racionalismo logrará los partidarios necesarios para que estas se impongan y por lo tanto aquí está ya su confianza en la opinión pública. El poema resulta premonitorio de su vida futura, que se centrará durante muchos años en ese esfuerzo, y no sólo de la suya, también bastantes de sus correligionarios se empeñarán en la misma tarea.18 En 1808, pocos años después, las nuevas circunstancias históricas ofrecerán por fin la oportunidad de una libertad de imprenta que, aunque sin reconocimiento oficial, existirá en la práctica y con ella una enorme proliferación de periódicos y folletos que no tendrán ya que disimular sus intenciones. Y de 1808 trata el siguiente apartado.
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En los años siguientes, Dérozier cita como fundado por Quintana las Variedades de ciencias, literatura y arte, periódico al que no atribuye intenciones políticas, indicando que su proyecto fue insertado en la Gazeta de Madrid de 2 de noviembre de 1803 (1978: 266-270). No está en la edición microfilmada, pero tras la del 20 de diciembre de ese mismo año hemos encontrado un prospecto que anuncia un título distinto: «Efemérides de la Ilustración de España» y que podría corresponder a ese intento que menciona Blanco White en El Español nº X, de 30 de enero de 1811, como precedente del Semanario. En el prospecto hay conceptos significativos de esa Ilustración que lo titula, pero también otros que van más allá, que conectan con las preocupaciones de Quintana. Quiere difundir los progresos del conocimiento humano, con especial atención a los adelantamientos nacionales porque la oscuridad rodea a nuestros doctos y a nuestros artistas. Se anuncia como un periódico que pueda llamarse español, menciona el tér-
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3. LA PATRIA POÉTICA EN 1808 Siguiendo la cronología, los dos poemas que incluye España Libre son los primeros que se publican en 1808.19 No sabemos la fecha exacta, pero la Gaceta de Madrid de 12 agosto —que acaba de pasar a manos patriotas— ya anuncia su edición, lo que demuestra una vez más la buena relación de los liberales con la prensa oficial. Hay otra posterior, mejicana y de 1809, lo que es un dato más que subraya la influencia en Méjico de los argumentos del liberalismo.20 En la portada de ambas ediciones una cita de Virgilio —«Vincet amor patriae»— resulta ser muy significativa de los nuevos conceptos políticos. Y como ejemplo, y bastantes años antes, Forner había considerado que «gran número de sofistas... os dirán que sólo puede haber amor de la Patria donde el pueblo es el artífice de sus leyes y de su política»21 y esta es desde luego la intención de Quintana. Y además la cita nombra ya esa patria que titulará tanto la siguiente edición poética como el Semanario Patriótico que se inicia de manera inmediata: el 1 de septiembre. En él se reflexionará sobre el patriotismo, su concepto será inequívocamente revolucionario y esa patria cuyo amor, unas pocas fechas antes, llevaba a la victoria deberá después fundarse sobre unas leyes aprobadas por la mino patriotismo, al indicar que en los contenidos no habrá inútiles declamaciones sino textos que recojan el generoso deseo de hacer el bien ajeno, de donde resulta la pasión del verdadero patriotismo y finalmente su estilo se compromete con la verdad y la razón. Su primer número debía salir el 1 de enero de 1804, aunque ignoramos si lo hizo, distribuyéndose en librerías de numerosas ciudades, entre ellas en Cádiz en la de Pajares y en Sevilla en la de Hidalgo. 19 Hemos consultado dos ediciones. La primera parece haberse realizado en Sevilla y no consta la imprenta ni la fecha, sólo Sevª. Es posterior al anuncio, ya que el 23 de agosto pasa a la censura del Exmo. D. M. Josef Ramírez, quien firma el visto bueno el 26 del mismo mes. 20 Se imprime en la oficina de D. Mariano de Zúñiga y Ontiveros, calle del Espíritu Santo, e incluye en su portada que se hace a expensas del editor de la Gaceta de N. E. También en México se reimprimirán periódicos tan significativos como el Voto de la Nación. 21 Forner había titulado así su discurso, pero para descartar la revolución y sostener que ese amor debe ser el móvil principal de las acciones civiles, el motor de unos ciudadanos de quienes depende su prosperidad, porque «los males y atrasos que padezcamos no estarán nunca en nuestros monarcas, sino en la mezquindad y decrepitud de nuestros corazones» (1794: XXV y XLII). Coronas aporta datos sobre su trayectoria. Partidario de Godoy, será nombrado en 1796 fiscal del Consejo de Castilla (2004: 79-85).
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voluntad general, lo que modifica radicalmente las formas políticas del absolutismo. Y en cuanto al contenido de la edición,22 el primero de los poemas se llamará «A España en abril de 1808» y fue escrito en ese mismo mes y por lo tanto de manera inmediata a los sucesos que lo motivan. Cuando pocos meses después se incluya de nuevo en las Poesías Patrióticas23 su título será otro —«A España después de la revolución de marzo»— y por lo tanto el que España sea libre dependerá en primer lugar de unos hechos que más tarde, y por intereses políticos concretos, se calificarán de revolución y que se corresponden con el motín de Aranjuez. De momento no se dice todavía: vayamos ahora a su texto. El poema comienza glosando los pasados esplendores de una España cuyo nombre titula el impreso, se repite insistentemente en sus versos, y se califica de nación. Un pasado que se contrapone a un presente de oprobio y cuya causa es la insolencia ajena. Quintana recuerda las guerras y derrotas del reinado de Carlos IV, comparando a la nación con un pobre bajel que a naufragar camina. Esa insolencia es la del despotismo, la de Godoy,24 y anterior por tanto a Napoleón, que no se nombra hasta la estrofa siguiente y para destacar su afán de conquistar Europa, una conquista que implica esclavitud. Y como de lo que el poema trata es de esos hechos anteriores al mes de abril, de ellos se habla calificándolos como un momento en el que España se levanta contra sus déspotas antiguos que consternados y pálidos se esconden. Está nombrando una revolución y, como ya hizo en el poema a la imprenta, vuelve a utilizar a un río —en este caso el Tajo— para encarnar esa fuerza que logra el fin de la tiranía, que dice ya acabaron los tiranos. Y tras una victoria que ya se ha producido, en la estrofa siguiente nacerá una Patria cuyo significado el poeta se compromete a propagar y no con el verso, que es un estrecho recinto, que tiene menos 22
El nº I del Semanario, de 1 de septiembre, incluye en las pp. 17-20 numerosos anuncios literarios, finalizando con una alusión a la publicación de España Libre: «Nada hablamos de las composiciones poéticas que han salido en estas circunstancias, porque siendo nosotros autores de algunas de ellas, no nos parece decoroso entrar a semejante discusión». Y sin embargo sí anunciará después las Poesías Patrióticas. Ver n. 31. 23 Es entonces cuando se fecha en el mes de abril. 24 La edición mexicana así lo explica, introduciendo una nota en el último verso de la tercera estrofa.
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difusión y menos contenido también, sino con un vuelo que guarda relación con el poema sobre la imprenta y también con el Semanario que aparecerá de inmediato. El poema lo anuncia y también una guerra contra el agresor, ahora ya sí contra los franceses. Una guerra con antecedentes, con héroes que se nombran una vez más y que protagonizaron poemas en la edición de 1802 o textos en Vidas de Españoles Célebres: el Gran Capitán, el Cid, Guzmán el Bueno. Ellos son el referente, presencias que arengan a los españoles para que despierten, para que sean los héroes del presente: que vuestro nombre eclipse nuestro nombre. Y sobre todo, y es un dato de especial importancia política, son esos españoles los que tienen protagonismo, los que han alzado ahora el altar de la Patria, una patria que implica el compromiso de no consentir jamás ningún tirano —compromiso que el texto destaca utilizando la mayúscula— y una tiranía contra la que se levantaron en el mes de marzo. Y finalmente, en la última estrofa, Quintana se suma a esa empresa y, otra vez vanidoso, se iguala a los héroes citados que son quienes deben transmitirle sus armas y con quienes se reunirá si muere, para terminar reseñando la victoria de una España que recupera su soberanía, que devuelve su cetro de oro a la tierra amedrentada. Después, la Oda II se escribe en julio25 y se titula «A las Provincias Españolas armadas contra los Franceses». El orden de la edición respeta la cronología y con ello se pone de relieve que cuando estos hechos suceden la Patria ya ha sido fundada y el título evoca además la novedad de unas Provincias Españolas. En la primera estrofa, y contradiciendo la ausencia de Dios que destaca Menéndez y Pelayo en sus poemas, Quintana le atribuye una frase que legitima la lucha contra la tiranía. Es desde luego un argumento interesado. Y en las siguientes, Francia es comparada con Atila, con anteriores tiranos europeos, encarna el mal, arrastra al cautiverio a sus príncipes y sus tropas trocaron en horror el hospedaje. Así pues, y precisamente porque España ya es libre, ahora tiene que defender esa naciente libertad que Napoleón amenaza. Sus estrofas ensalzan al pueblo astur como pionero de esa lucha y recordemos que, cuando el poema se escribe, la Junta de Asturias ya ha suscrito el 13 de junio una proposición de Flórez Estrada (1858: 408-
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Así consta en las Poesías Patrióticas.
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409) en la que se declara que es el pueblo quien legitima su soberanía y pide la convocatoria de unas Cortes a las que acudan representantes de las provincias, provincias que dan precisamente título al poema. Es el camino a seguir. Los versos ensalzan el protagonismo de los españoles, es el Español bizarro quien se alza contra los tiranos y todos participan: ancianos, mujeres, niños. Madrid sin embargo calla, en este mes de julio sigue bajo dominio francés. Y entre los argumentos, Quintana vuelve de nuevo a la historia, en este caso para contagiar optimismo, citando otra invasión derrotada —la romana— aunque desde luego llevó su tiempo, lo que no animaría mucho a los lectores con conocimientos históricos. Y por la misma razón, el poeta ensalza los triunfos ya obtenidos con lenguaje grandilocuente y profetiza la llegada de un nuevo héroe y una victoria final que canta como presente. Es un recurso que utilizará con frecuencia, también en los textos que redacte para la Junta Central. Una victoria protagonizada por el pueblo, un pueblo que ya venció a los árabes y a los turcos y que ahora grita libertad a las naciones. En cada uno de los dos poemas que integran este impreso se incluye una fase especialmente significativa que se subraya con mayúsculas. En el primero, después de esos sucesos de marzo que todavía no se nombran como revolución, los españoles juran NO CONSENTIR JAMÁS NINGÚN TIRANO: es la tiranía de Godoy y Carlos IV, su despotismo. Después, cuando las provincias se arman contra los franceses, el grito es heredero del anterior y es el pueblo quien proclama LIBERTAD A LAS NACIONES, pero su compromiso es previo, se originó en marzo. Así pues España es una nación y su libertad implica recuperar su protagonismo político. El mensaje no puede ser más coherente y se contiene desde luego en los títulos elegidos. La edición siguiente contendrá cambios y ampliará el número de poemas. Veamos sus razones. Las Poesías Patrióticas se imprimirán poco después en la Imprenta Real, lo que es un dato más para concluir sobre las buenas relaciones de los liberales con los medios de difusión oficiales. Y dado que son muy escasos los ejemplares que pueden consultarse, y también que el orden de la edición y la fecha de escritura que ahora se añade permiten conclusiones significativas, transcribimos su índice: I — A la expedición española para propagar la vacuna en América (diciembre de 1806)
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II — A Juan de Padilla (mayo de 1797) III — A España después de la revolución de marzo (abril de 1808) IV —A las Provincias españolas armadas contra los franceses (julio de 1808) V — El Panteón del Escorial (abril de 1805) VI —A la invención de la imprenta (julio de 1800)
Y basta con leer el breve prólogo, fechado el 6 de octubre, para que sus frases, por sí mismas, modifiquen las conclusiones de quienes —como Menéndez Pelayo— las vinculan con la España tradicional, no quieren ver su intención revolucionaria. Veamos algunas. En la primera Quintana comunica a los lectores que «estas Poesías se han escrito todas antes de la época en que nos hallamos», lo que en algunos casos son bastantes años y en dos de ellas sólo pocos meses. No es una precisión gratuita, las ediciones anteriores no incluyeron fecha y si en esta consta es precisamente para subrayar lo que la frase dice: que no aluden al hoy sino al ayer. Además, la mitad son inéditas y sobre «A la invención de la imprenta», ya publicada en 1802, Quintana advierte que los cambios ahora introducidos responden a su forma inicial, que tuvo que modificarse por las cadenas que entonces aprisionaban la verdad. Como es la última, a ella llegaremos también al final y lo tendremos en cuenta, pero con ello se informa a los lectores de que antes había cadenas y ahora España es libre. Así que, cuando también ese prólogo diga que los poemas «manifiestan la indignación de que un pueblo fuerte y generosos sufriese el yugo más infame que hubo nunca, ya la esperanza de sacudirle», ese yugo hay que entenderlo desde luego relacionado con Carlos IV y no con Napoleón, con la única excepción del poema IV, y este con ambos. Así pues, las razones de su escritura se relacionan con el despotismo de la monarquía española y por eso, y en esa fecha del 6 de octubre, afirmará que ya existe una situación política nueva, una situación feliz, pese a la guerra, en la que convertidas en realidad las ilusiones, el abatimiento en gloria y la indignación en contento, Quintana confiesa que no puede limarlos, corregirlos, porque ahora ya no puede ponerse en la situación misma que cuando los componía. En resumen, que ese despotismo que provocó su escritura ya no existe y el publicarlos en este preciso momento tiene una concreta finalidad: «podrán tal vez ser útiles para sostener y fomentar el entusiasmo de los buenos Españoles». Ahora esos buenos españoles persi-
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guen unos objetivos de felicidad pública relacionados con los derechos de los ciudadanos, ha cesado ese yugo infame y la lectura de unos poemas que ensalzan la insurrección tiene, y así se dice, un interés patriótico. A esa nueva Patria responde el título elegido y así se llamará también el Semanario y por las mismas razones. Y comenzando ya con esas poesías cuyos contenidos pueden ser útiles en el presente, la primera es «A la expedición española para propagar la vacuna en América»,26 una gesta que Quintana alabó de manera inmediata, ya que lo fecha en diciembre de 1806 y en septiembre de ese mismo año había regresado la expedición. Y una primera conclusión destacable es el orden de los argumentos. América es para el poeta un continente inocente del que se compadece. La conquista ha supuesto para sus habitantes tres siglos infelices de amarga expiación, una infelicidad que los liberales relacionarán con la ausencia de derechos; esa ausencia, y también la enfermedad, son la herencia de la conquista. Por eso resulta tan importante ensalzar a quien en las primeras estrofas es sólo un español que, afrontando peligros, está dispuesto a plantar en América el árbol de la vida, a llevar la esperanza. Y en ese empeño también hay enemigos, hombres impíos que son más peligrosos que el viento que quebranta los bajeles y por lo tanto la lucha resulta inevitable, porque ningún héroe pudo sin tesón y ardua porfía arrancar las palmas de la gloria. La expedición es un acto benéfico consecuencia del progreso y de la razón y llevado acabo por un héroe que alza la frente, que se erige sobre la injusticia y que será ensalzado por el pueblo. Quintana sigue cantando el heroísmo y poniendo también de relieve su propia e importante misión como poeta, puesto que Balmis, aunque muera, seguirá escuchando los acentos de la musa mía. Y para finalizar, Quintana considera a esta empresa consecuencia de las luces de una razón que es capaz por sí misma de conocer, una razón que no crece ya en Europa, dado que en esas fechas los principios de la revolución han quedado aparcados, y además le pide a Balmis que no regrese, que permanezca en un territorio para el que Quintana anuncia un futuro de paz e independencia: esos tres siglos de dura expiación tienen ahora el horizonte de una independencia hermosa. Es un 26
Dérozier le reconoce un interés meramente político, aunque su edición no lo desarrolla (1978: 306). El poema se publica de nuevo con algunos cambios en la edición de 1813.
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mensaje indudablemente político y que se escoge además para iniciar las Poesías. La situación de América le preocupa en 1806 y el futuro deseable es una independencia que llegará. Publicado luego en 1808, cuando según Quintana ya no hay opresión y los buenos españoles han fundado una patria, la situación de esos territorios debe adquirir un protagonismo, allí debe igualmente fomentarse el entusiasmo por los nuevos objetivos, y por esa reflexión se empieza. Después de 1806, es decir ahora en 1808, la independencia también resultará posible en España —e igualmente tras tres siglos de despotismo— y eso precisamente pretende subrayar el siguiente poema, dedicado «A Juan de Padilla» y fechado bastante más atrás, en mayo de 1797. Según sus versos, son tiempos de humillación: los españoles son cobardes y la vista atónita no encuentra Patria en torno de sí. Y esa Patria es ya en el poema un nombre feliz, un término que trae consigo esa felicidad que es el objetivo de los nuevos conceptos políticos y un término que Quintana explicará ahora —es decir en 1808 y por lo tanto once años después— en el Semanario. Y es también eterna fuente de virtud en la que beben los buenos, es decir esos españoles comprometidos con dichos conceptos. En el texto, el poeta busca en vano una gesta que merezca ser cantada por sus versos y en el continuo revolver de los tiempos, en la historia, sólo encuentra un odioso tropel de hombres feroces que además han pasado a la posteridad y sus nombres aún viven, lo que una vez más supone condenar a quienes utilizan la poesía para ensalzar a los tiranos. Sólo el nombre de Padilla puede ser salvado; uno solo indignamente ajado, merece ser cantado por sus versos, un héroe que debe ahora, y recordemos que se trata de 1797, retornar para defender a una España que gime atada y envilecida, para despertar a los españoles con su ejemplo y devolverles el valor perdido. En ese presente, el gobierno de Carlos IV es despótico y ese mismo término califica en el texto al de Carlos V. Y como además sus versos piden a Padilla que vuelva para defender una España que ahora gime igualmente envilecida, hay en el poema un claro llamamiento a la insurrección. Padilla encarna al héroe que lucha frente al despotismo por la libertad de la patria y esa conducta se propone como un ejemplo a seguir. Siguiendo el orden de los argumentos, primero hay una evocación de los sucesos históricos, de un levantamiento y una derrota que la libertad rendida llevó tras sí, para que después, en las últimas estrofas, sea
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el propio Padilla quien hable a los castellanos del presente para recordarles que el no haber escuchado entonces los clamores de la Patria les condenó a la esclavitud y que la alianza entre un cetro bárbaro y la exicial superstición, o lo que es lo mismo, entre el trono y el altar,27 han tenido como consecuencia que los castellanos sean ahora, en 1797, la risa y baldón del universo. Y aludiendo a ese presente inmediato, Padilla describe la revolución en marcha, que no es otra desde luego que la francesa, una tierra que ya se ha levantado para erradicar la servidumbre, un generoso empeño en el que deben implicarse los buenos y al que Quintana, por boca de Padilla, teme que los españoles sean los últimos en unirse. Y además ese levantamiento debe ser sangriento y la espada amenazar un trono que ocupa un opresor tirano. El llamamiento a una revolución contra la monarquía no puede estar más claro y en esa fecha ya se ha ejecutado a Luis XVI. En definitiva, que el movimiento en marcha que el poema describe es la revolución burguesa y Quintana destaca como conducta heroica la de quien se ha levantado contra la monarquía. Y aunque realmente aquella reivindicación de privilegios históricos que fue la guerra de los comuneros no pueda equiparse a la actual revolución, lo que importa es que sea un precedente de lucha contra el absolutismo. Hay otro argumento destacable y que además guarda conexión con el poema anterior: ese despotismo ha convertido a la inocente América en un desierto, también ella debe levantarse. Por último, antes de entrar en los poemas escritos en 1808 —y aunque sea un dato ajeno a la edición examinada— los versos finales de su drama Pelayo resultaron premonitorios28 porque en 1805 hablaron ya de una nación que se ha liberado, que ha conseguido su independencia, y de la posibilidad de que en el futuro algún pueblo insolente la amenace. Y la misma estrofa relacionará también dicha independencia 27
Vélez, como defensor de esa alianza criticará el contenido del poema (1818, t. II: 24-29). 28 Quintana (1852: 58-73). Dérozier también considera esos últimos versos como una propuesta revolucionaria (1969: 182). Sobre este drama, y es un dato que subraya una vez más su particular utilización de la historia, Cueto critica con razón el que uno de sus personajes (1852: 67) utilice el término ciudadanos señalando que «aquellos capitanes godos… no se llamaban, no podían llamarse a la sazón ciudadanos, y si lo hubieran hecho, no habría por cierto sonado esta palabra en sus oídos como sonaba en las mocedades de Quintana» (1858: 13).
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con una libertad de España, que es como se llamará después el folleto de 1808, cuyo contenido se imprime de nuevo en esta edición. Así pues, tras un llamamiento a la revolución, el siguiente poema la da por realizada. Escrito de manera inmediata a los hechos y ya impreso en España Libre, ahora se le cambia el título para incluir la palabra revolución y concretar el mes en la que ocurre: «A España después de la revolución de marzo». Y la razón tiene desde luego que ver con las necesidades de un programa político muy concreto: el del liberalismo. Para sus objetivos constitucionales resulta imprescindible modificar la titularidad de la soberanía29 y la revolución justifica la ruptura con el derecho histórico. Y luego, en el IV, unas Provincias españolas que tienen ahora una identidad política, que han constituido Juntas, se arman contra los franceses. En este caso, el poema mantiene el título pero modifica estrofas, cambios que hay que relacionar con lo sucedido desde julio, fecha en la que se escribe la primera versión, y octubre, que es cuando las Poesías Patrióticas se imprimen; entonces el Semanario ha publicado ya varios números y resulta prioritario garantizar la organización política de la nación. La primera estrofa modificada es la novena. En la primera versión era un canto a la esperanza que utilizaba ejemplos históricos lejanos: ya en el pasado las legiones romanas resultaron derrotadas. Ahora esa estrofa desaparece y en la que la sustituye importa más describir la guerra presente y sus hitos heroicos: el dos de mayo, Bailén etc., y con versos terribles.30 Y en las siguientes, también con muchas innovaciones, mientras que en España Libre se invocaba a un futuro héroe que tardaba en aparecer pero que se anunciaba, en esta edición la victoria ha llegado y también un libertador al que se aclama con júbilo. Su estrofa final prescinde de las evocaciones históricas de la anterior y ahora se alaba el valor de un pueblo que ha triunfado y del que antes, en el poema a Padilla, se desconfiaba. Y es ese pueblo que ha actuado, que se ha levantado contra el despotismo, que tienen por tanto prota-
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Walde Moheno, al analizar este poema, lo relaciona con un concepto de patria que implica la soberanía nacional (1992: 239-240). 30 ... y es fama que las víctimas de mayo / lívidas por el aire aparecían; / que a su alarido horrendo / las francesas falanges se aterraban, / y ellas su sangre con placer bebiendo / el ansia de venganza al fin saciaban.
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gonismo político, el que consigue una libertad que se sigue escribiendo con mayúsculas y que es desde luego la libertad política. Después, «El Panteón del Escorial» —escrito en 1805— tiene de nuevo al propio Quintana como protagonista quien, afligido por una España en la que reina la opresión, se aleja para vivir de la injusticia ausente. Sus versos son un ataque frontal a la monarquía y como tal consta en el anuncio que de la edición hará el Semanario.31 Mientras que los restantes poemas se reseñan sin apenas valoraciones, al mencionar este se le califica de juicio político de los príncipes de la dinastía Austríaca, un juicio que no puede ser más desfavorable. El poeta se retira a las sierras nevadas para huir del fango en que tú ¡oh corte! nos humillas y es allí donde sus ojos descubren El Escorial. Su magnificencia le lleva a reiterar una vez más esa preocupación constante por un arte vendido al poder y a la mentira: el monumento lo es a la infamia del arte y de los hombres. Es un poema teatral, estrechamente relacionado con sus obras dramáticas, y en el que la intervención de distintas figuras de la historia tiene como finalidad criticar duramente lo ocurrido en la monarquía a partir de Carlos V, rey que ya en el poema a Padilla encarnaba los inicios del despotismo. Los primeros monólogos son los del príncipe Carlos e Isabel de Valois. Aquél califica de criminal a Felipe II y también Isabel le acusa de haber sido envenenada por interceder en su favor. Felipe II lo reconoce, aunque justificándolo en el bien del Estado, y a continuación Carlos invoca a sus sucesores, a los que llama hijos, nietos imbéciles, para que éstos hablen también y Felipe conozca lo que ha pasado después. Y la descripción de ese futuro, que es el pasado de la situación presente, es un retrato feroz de reyes que ignoran los sufrimientos del pueblo (Felipe III), se dedican a los festines (Felipe IV) o se califican a sí mismos de inútiles (Carlos II). La posterior entronización de los Borbones horroriza a Felipe II, quien invoca a su padre y este cierra el poema protagonizando las dos últimas estrofas, en las que se concentra lo sustancial del mensaje, una intención que lo conecta con otros anteriores. Porque, en su monólogo, Carlos V repite una vez más lo que Quintana piensa —Yo los desastres de España comencé— y también que la derrota de Padilla supuso el fin de la libertad castellana.32 31
Nº X, de 3 de noviembre, p. 183. El mismo anuncio dirá que Juan de Padilla es el defensor y mártir de la libertad castellana. 32
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En las estofas anteriores, los sucesores han dado noticias a Felipe II de un futuro que desconoce. Ahora, sin embargo, Carlos V sí sabe de ese futuro —de una destrucción de la libertad que sus herederos continúan— y por ello, en los siguientes versos, reseña el ajusticiamiento en 1591 de Juan de Lanuza, justicia mayor de Aragón y es ese reino el que pierde una libertad que no es desde luego la misma que se nombraba en España Libre. Quintana entiende que con ello fueron arrollados los nobles fueros, las sagradas leyes que eran del pueblo fuerza y energía, cuando realmente contenían un derecho nobiliario y privilegiado, y precisamente la sustitución de ese sistema jurídico es el objetivo de la revolución burguesa y de él abominará en otros escritos. Pero ahora la utilidad del argumento es clara: le interesan precedentes de levantamientos contra la monarquía y animando a ello finaliza el poema.33 En la última estrofa, el propio Carlos V reconoce que de siglo en siglo hay voces que maldicen a la monarquía, y a continuación es él mismo quien llama a la insurrección y al protagonismo de los españoles: … ¡Oh míseros humanos! / Si vosotros no hacéis vuestra ventura, / ¿la lograréis jamás de los tiranos? Después, el poema finaliza con una tempestad, que es desde luego la que provoca esa insurrección, con una tormenta-revolución que abre de par en par las puertas para que entre una luz de la razón que disipa las sombras del anterior oscurantismo, de esa alianza entre el trono y el altar, y que hace temblar un Escorial que es panteón de reyes tiranos. En resumen, que contra esa situación de dura opresión del presente, y escrito en 1805, la solución es la revolución y a ella anima el propio Carlos V.34 Es lógico que no se publicara hasta ahora. Y llegamos al VI y último, «A la invención de la imprenta» que se fecha en 1800 y ya publicado y reseñado en las Poesías de 1802. Según dirá ahora Quintana en el prólogo de 1808, esta versión distinta y posterior es la inicial, —aunque quizás también con modificaciones— y lo publicado en 1802 producto de las cadenas que entonces aprisionaban la verdad.
33
Vélez dedica muchas páginas a este poema, calificando su contenido de republicanismo, añadiendo que en él Quintana «se vale de los mismo medios que en la Francia se usaron» y citando como modelo utilizado el texto del artículo que la Enciclopedia dedica a España (1818: 34). 34 Dérozier sólo reseña que describe el ocaso de la monarquía española (1969: 31).
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En las primeras estrofas no hay apenas cambios,35 es en la V cuando se añaden unos versos que le traerán graves problemas. En ella primero reitera, y con versos casi idénticos a los de 1802, que la invención de la imprenta ha provocado en Europa un estruendo que hace vacilar los cimientos de la tiranía. Pero además, ahora se añaden cinco en los que se nombra a un monstruo que funda su abominable solio sobre el despedazado Capitolio y que se interpretarán como un ataque a la Iglesia. Un monstruo que —en la estrofa siguiente y también en la de 1802— permanece, aunque su inmenso poderío desplomándose va. En las Poesías Patrióticas es una razón que no se nombró en 1802 quien consigue amenazar ese inmenso poderío, luego en ellas está ya más clara su relación con un racionalismo que legitima a la inteligencia como conocedora de la verdad y de las leyes del universo y cuya preocupación fundamental debe ser mejorar la condición de los hombres. En la estrofa octava, y tras mencionar dicha finalidad —mente ambiciosa, vuélvete al hombre— se añaden unos versos en los que esa razón ya no sólo se ocupa de descubrimientos sino de la organización social y además sus formulaciones amenazan el despotismo y desatan la revolución, impulsan la corriente de ese río, tantas veces invocado, que en la estrofa novena ya no tiene vuelta atrás: nunca las ondas / tornan del Tajo a su primera fuente. Después, en la décima, será de nuevo la razón quien grite el hombre es libre, un grito de contenido político muy concreto —y recordemos que España ya lo era para Quintana— que se difunde gracias a la imprenta y que en el poema se reitera dos veces con mayúsculas. Pero además hay otros versos nuevos claramente revolucionarios. Con la difusión de ese grito de la razón, se logra primero convencer y después actuar: los hombres todos su igualdad sintieron / y a recobrarla las valientes manos / al fin con fuerza indómita movieron. Es una estrofa que concluye confiando en la eficacia de ese mensaje y en el triunfo de esa lucha. La nueva condición igualitaria logrará que no haya esclavos ni tiranos y que gobierne un cetro benéfico, un Dios del bien que difunde una alegría sin duda relacionada con esa felicidad que nombrará en 1812, y como objeto del Gobierno, el art. 13 de la Constitución.
35 La II incluye una corrección laica: sustituye las sacras aras por siempre las aras, ahora ya no son sagradas.
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Frente al sistema privilegiado anterior, libertad política e igualdad son objetivos revolucionarios y precisamente la igualdad ante la ley es una de las características del concepto de patria que Quintana está defendiendo en el Semanario en estas mismas fechas.36 Esa proximidad, y la falta de datos sobre ese original de 1800, permiten suponer que también pudo haber en el poema correcciones relacionadas con el presente, aunque realmente las dos situaciones son posibles: bien que su confianza en la imprenta como medio para conseguir los objetivos de la revolución tuviera su origen en el precedente francés —en el que ya hubo una enorme proliferación de periódicos y folletos—, o bien que guarde relación con el presente inmediato, puesto que el prospecto del Semanario confía en esa imprenta para lograr una opinión pública que identifica con la voluntad general, que considera mucho más fuerte que la autoridad malquista y los ejércitos armados y que será su principal empeño hasta 1812. Y la inclusión de estas ideas modifica sustancialmente el mensaje político de la versión de 1802, porque entonces era la inteligencia, y la difusión a través de la imprenta de los conocimientos conseguidos por ella, lo que lograba mejorar al hombre —lo que puede relacionarse con el progreso—, mientras que en el texto de 1808 es un grito de libertad e igualdad lo que conduce a que el trono sea ocupado por un cetro benéfico. Son cuestiones tan estrechamente relacionadas con ese año concreto y con las intenciones del liberalismo que difícilmente pueden considerarse escritas en 1800. Quintana, y por diversos motivos, dice con frecuencia cosas inciertas y esta puede ser una; otras estarán en su Defensa de las Poesías o en su correspondencia y las veremos en su orden. Y como último dato, la estrofa final apenas experimentará cambios pero ahora, al situarse tras otra en la que la lucha por la igualdad ha conseguido modificar el orden político, ese monumento a Gutenberg lo es a una imprenta que contribuye a la revolución, y con ello se canta también el uso que Quintana y tantos otros están haciendo ya de ella. Y, tras esta lectura, es necesario reiterar que el análisis histórico resulta imprescindible en la valoración de las poesías publicadas en 1808, ya que tanto su particular cronología como la ordenación elegi-
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«Reflexiones sobre el patriotismo», nº III, de 15 de septiembre de 1808.
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da aportan datos significativos. En cuanto al orden, puede destacarse que en la primera la situación de América es de opresión, son necesarios comportamientos heroicos y el futuro es la independencia hermosa. Después, y en el poema a Padilla, un héroe que ya se levantó contra el despotismo de Carlos V debe despertar a los españoles, devolverles el valor perdido, animarles a luchar por la libertad de la patria, lo que implica desde luego una nueva insurrección. En el siguiente, esa revolución ya se ha producido en marzo de 1808 y por ella España es libre, aunque poco después haya sido necesario que esas Provincias españolas, que implican una novedad política derivada de esa revolución, se armen contra los franceses para defender dicha libertad anterior. A continuación, en el Panteón del Escorial, además de ese juicio político a los Austrias que el mismo Quintana señala, la idea útil, la conclusión de esa historia inmediata, es que son los hombres los que tienen que buscar su felicidad. A ellos les corresponde establecerla y ese es el objetivo inmediato también del Semanario: consolidar un orden político que sustituya al despotismo por una ley basada en la voluntad general. Finalmente, el poema a la imprenta subraya la confianza del poeta en que la difusión del valiente grito de la razón consiga que ya no haya esclavos ni tiranos y a ello desde luego se aplicará Quintana y ese poderoso partido de Quintanas que nombrará enseguida Freire de Castillón.37 De su crítica sólo nos ha sido posible localizar un extracto38 alusivo únicamente a esta última oda. De ideología integrista, contiene amenazas terribles. Y para que no queden dudas, propone quemar y exterminar a los falsos profetas, es decir, a Quintana, y entiende la invasión como un castigo a blasfemias como las suyas. Sus argumentos fomentan la sospecha y la delación entre españoles, y así se llamará además su escrito, pidiéndoles que vigilen porque «hay muchos afrancesados entre nosotros con quienes cuentan» y a 37
El texto confirma la existencia de un partido poderoso y destaca su estrecha relación con la Imprenta Real y la rápida difusión de sus escritos, lo que implica desde luego una organización. La misma que consigue que, pese a la situación de guerra, España Libre se imprima a la vez en Sevilla y la Oda a la Instalación de la Junta Central de José Blanco White, que entonces reside en Sevilla, lo haga enseguida en Madrid en la imprenta Gómez Fuentenebro y Compañía. 38 Extracto de una crítica impresa en Santiago en la Imprenta de Montero con el título de Delación a la Patria de las poesías Patrióticas de D. Manuel Quintana en la Imprenta Real, Madrid 1808. Biblioteca Nacional, R/61642.
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cuya colaboración achaca las victorias. Un dato para descubrirlos es vigilar su piedad y celo por la religión ya que, según el autor, es esa religión la que nos puso las armas en la mano y su defensa el detonante de la guerra, lo que convierte en sospechosos a quienes no la practiquen. Y además propugna un conservadurismo radical —«desconfiar enteramente de todos los conocimientos modernos que no hayan alcanzado nuestros padres»— y exige que «España se reengendre a la antigua Española, a la Española rancia, a la Cristiana Católico Romana». Es un texto que merecería un análisis más detallado, pero destacamos únicamente dos datos útiles relacionados con las Poesías Patrióticas. Aludiendo al poema sobre Padilla, Freire afirma que en la fecha en la que se escribe —mayo de 1797— «reinaba entre nuestros sabidillos mucha pasión al republicanismo, trataban entre dientes a todos los soberanos de tiranos», lo que desde luego se corresponde con el contenido del poema, y les acusa de ser partidarios de democratizar a todo el mundo. Bastantes años después el democratismo será también uno de los argumentos de Fernando VII para declarar nula la Constitución39, lo que demuestra la utilidad del término como justificante de la descalificación, dada la radicalidad que implica, pero también la continuidad en los planteamientos de esos sabidillos, de ese poderoso partido de Quintanas cuyas intenciones pueden efectivamente relacionarse con su significado. El segundo dato guarda relación con el poema dedicado a las Provincias, del que destaca como sospechosa la ausencia en sus versos de toda referencia a Fernando VII «cuando el nombre Real fue el móvil de la leal multitud y el lazo que unió a las provincias», ausencia desde luego explicable. Los liberales difundirán aquellos argumentos que fundamenten el cambio político que persiguen y no los que puedan añadir dificultades, los que pudieran justificar la continuidad del despotismo. Y, como de eso se trata, el siguiente paso que dan —y que guarda estrecha relación con la difusión de sus objetivos políticos—, será fundar el Semanario Patriótico.
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Real decreto de 4 de mayo de 1814. Gaceta extraordinaria de Madrid de 12 de mayo.
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4. EL SEMANARIO PATRIÓTICO: REITERACIONES Y NOVEDADES Tras reseñar la intención política de las Poesías Patrióticas, se añaden ahora algunos datos del Semanario que reiteran contenidos de los poemas y también novedades deudoras de los hechos políticos de esas fechas. Desde su Prospecto se observan coincidencias. En las primeras líneas, una opinión pública entendida como voluntad general ya se ha pronunciado e innovado el orden político anterior y ese protagonismo supone un nuevo concepto de monarquía. Ha derribado a Godoy, ha puesto en el trono a Fernando VII y se ha levantado contra los franceses y esas afirmaciones coinciden exactamente con los dos poemas de España Libre después reimpresos en las Poesías Patrióticas. En ellas había un llamamiento a la insurrección contra el despotismo pero no alternativas y esa será la finalidad del Semanario: consolidar «una organización interior que nos ponga a cubierto por mucho tiempo de los males que hemos sufrido», una organización interior que necesita de un programa político. Y, como es la opinión pública quien debe establecer esa organización, es necesario formarla y, por lo tanto, esa misma confianza en la imprenta como difusora de la verdad y como medio de lograr un trono benéfico, ya formulada en «A la invención de la imprenta», es la que lleva, y como proyecto colectivo, a fundar el periódico: «ansiosos de servir a la causa pública algunos Españoles estudiosos, que nunca han envilecido su profesión consagrándola a la adulación y a la mentira, se han determinado a emprender un periódico dirigido a fomentar el espíritu público». Un compromiso que reitera el mismo rechazo a la adulación ya expresado en el prólogo de 1802. Pero además, el Prospecto anuncia una novedad que modifica en fechas muy próximas uno de los argumentos de las Poesías Patrióticas. La tarea inmediata es definir esa nueva organización interior y, probablemente porque el levantamiento contra Godoy —que Quintana había llamado revolución— no permite argumentos tan sólidos desde el punto de vista jurídico para justificar la ruptura con el Antiguo Régimen, son sucesos anteriores —los ocurridos desde el 31 de octubre de 1807— los que se relatarán en la sección histórica del periódico porque en ellos nuestros insensatos opresores dieron la señal de esta revolución política.
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Así pues, y según el Semanario, los opresores tienen que ver con Carlos IV y no con los franceses, en la sublevación del Escorial residirá la legitimidad del nuevo orden y por esos hechos se abre a la Nación una perspectiva tan grande y tan nueva, unas expectativas de independencia y felicidad que son anteriores, que no tienen que ver con la guerra sino con el triunfo de los intereses generales de la patria. Y, para que triunfe esa nueva perspectiva, «es necesario proporcionar con la publicación de esta clase de papeles el alimento pronto y continuado que necesitan la exaltación de los ánimos y la urgencia de las circunstancias». Ha llegado el momento de hacer realidad el contenido de la oda a la imprenta. Y continuando con las coincidencias, un artículo titulado «Reflexiones sobre el patriotismo»40 contrapone su tradicional significado hasta entonces como lugar de nacimiento de uno o muchos individuos, como alusivo a un país o a una gente, con otro que según Quintana utilizaban los antiguos —y que en realidad es el verdaderamente moderno, el derivado de la revolución burguesa—: es una madre tierna que no permite que se oprima a ninguno de sus hijos y «una potestad que somete a sus leyes del mismo modo a los que mandan que a los que obedecen, que restablece el equilibrio entre todos haciéndolos iguales ante la ley y abriéndoles el camino de los puestos principales».41 El principio de legalidad, la igualdad y el libre acceso a los empleos públicos son reivindicaciones claramente burguesas y también ahora reivindicaciones de los patriotas, están implícitos en esa patria que nombran. Y, otra constante más, de nuevo son los buenos quienes consagran sus esfuerzos a dichos objetivos, recurriendo Quintana para nombrarlos a Padilla y a Lanuza pero también, y como novedad, a Pablo Clarís —ampliando con ello el espacio territorial a Cataluña—, considerándolos ejemplo de unas virtudes civiles a las que se contrapone el egoísmo.42 40
Nº III, de 15 de septiembre de 1808. Coronas entenderá por el contrario que su concepto de patria es el clásico, el histórico (2004: 90-91). Su nueva dimensión política en la voz «Patria» de Diccionario (2002: 512-523). 42 «Del Egoísmo político» se llamará un artículo de la etapa sevillana del Semanario, lo que es una prueba más de que además de las novedades necesarias para presentar alternativas a los sucesos inmediatos, se mantuvieron unos conceptos políticos previamente diseñados. Nº XVI, de 11 de mayo de 1809 (Semanario, 2005: 37-42). 41
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Y además, un importante artículo de Política,43 esta vez sin título propio, utilizará igualmente argumentos de los poemas para recordar «que nuestros padres sucumbieron en la contienda gloriosa que empeñaron para defender sus fueros y libertades», lo que originó tres siglos de sufrimiento, y añadiendo que poder absoluto, poder arbitrario, tiranía y despotismo son una misma cosa. Una vez más se equipara a Napoleón con el despotismo de Carlos IV y sobre todo se difunde que ahora existe ya el protagonismo de una nación que de repente tomó forma de tal, el pueblo quiso y pudo ser algo, y ese presente es muy similar al de la revolución francesa. Por eso el texto advierte a los lectores de que «nuestros opresores… empezaron a ponernos delante todos los horrores de la revolución francesa», cuando realmente sus errores deben servir de advertencia, pero para evitarlos, no para renunciar a un mismo objetivo: garantizar los derechos esenciales, sagrados e imprescriptibles que corresponden a los hombres. El artículo busca divulgar el modelo de revolución que los liberales defienden y en los siguientes números se loará su detonante y se contará su historia. La loa se titula «Recuerdo del 31 de octubre de 1807»44 y su texto, con un estilo literario que es desde luego el de Quintana, afirma que en ese día «empezó a desmoronarse el alcázar del poder arbitrario que nos oprimía… empezó a desplegarse la bandera de la libertad española». En fechas muy anteriores, los poemas de Quintana habían animado a los españoles a derribar ese alcázar, ahora la revolución ha comenzado y ya antes, en España Libre, Quintana había cantado los dos sucesos que en este mismo texto se consideran como su detonante: «Tú fuiste el precursor de los días de marzo; tú inspiraste a los valientes de Madrid la consagración generosa que hicieron de su sangre en el dos de mayo... por ti triunfaremos de Napoleón: ¡bendito seas mil veces oh 31 de octubre!». Y tras ese artículo político —y desde luego literario— habrá dos con pretensiones históricas y copia documental: «Relación de los principales sucesos ocurridos en Madrid y en las Provincias de España desde 31 de octubre de 1807 hasta el 1 de septiembre de 1808», fecha esta última de aparición del Semanario, y otro siguiente45 que relata la 43
Nº IX, de 27 de octubre de 1808. Nº XI, de 10 de noviembre de 1808. 45 Nº XII de 17 de noviembre y XIII, de 24 de noviembre de 1808, que será el último difundido en Madrid. 44
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«Causa del Escorial», lo que resulta desde luego llamativo y profético. En su oda al Escorial, y en 1805, Quintana había puesto en boca de Carlos V un llamamiento a la insurrección contra la monarquía y allí se producirá después otra en la que el propio Quintana fundamentará la revolución. Y además conviene recordar que, cuando estos números del Semanario se difunden, se ha constituido ya la Junta Central y también publicado el Manifiesto a la Nación, que redactará además Quintana. Y, ya que los antecedentes son los que relatamos, ese encargo adquiere desde luego una luz nueva.
5. UNA DEFENSA POCO HEROICA La última cuestión guarda igualmente relación con las Poesías Patrióticas, pero ahora con afirmaciones posteriores del propio autor que deben ser valoradas teniendo en cuenta las circunstancias en las que se produjeron. Porque realmente los poemas de 1808 decían lo que decían, eran claramente revolucionarios, y desde luego una valoración distinta debe considerarse consecuencia de la historia posterior, del fracaso y la persecución y no de la verdad. De estos poemas, y de bastantes más, habrá una nueva edición en 1813.46 La obra tiene «Advertencia» inicial y, como todavía son fechas de vigencia constitucional, en ella Quintana puede seguir nombrando los que nos interesan como los que salieron a la luz al principio de la revolución, insistir en que esa revolución «se anuncia en el Escorial y la agresión escandalosa de los franceses la precipita en Aranjuez» y además calificar el proceso que ha llevado a la Constitución como torbellino revolucionario. La edición estará dedicada a Nicasio Cienfuegos y a su influencia atribuye su particular concepto de la poesía «como un don que el cielo dispensa a los hombres para que se perfeccionen» y también ese propósito tempranamente formulado de «no degradar jamás ni con la adulación ni con la sátira la noble profesión de escribir». La literatura tiene que ser un elemento de liberación y no de opresión y además su dedicatoria se justifica en que, a pesar «del despotismo insolente y
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Real.
Su título es ahora sólo Poesías. Se imprimen en Madrid y de nuevo en la Imprenta
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bárbaro que nos oprimía cantabas tú las alabanzas de la libertad», y ya sabemos a quién debe atribuirse ese despotismo.47 Pero en estas fechas tiene ya heridas de las que quejarse. Su desilusión es evidente y él mismo la relaciona con amigos que han dejado de serlo. Algunos correligionarios no han mantenido sus principios, han cambiado de bando, como Lista, o le han traicionado. Quintana considerará que es el torbellino revolucionario el que les ha arrancado la máscara con que se cubrían y con ello utiliza una vez más un término frecuente en sus textos, pero que en 1813 se ha devaluado considerablemente: dado que la revolución no tiene partidarios suficientes, las concesiones han sido muchas. Él dirá que los unos se ríen ahora de la misma doctrina que antes predicaban, pero él también renegará de la suya, aunque cuando lo hicieron sus amigos el triunfo era todavía posible y cuando él lo haga ya no. En resumen, que en 1813 hay desilusión pero no renuncias, aún está vigente la Constitución y con ella la nueva forma política de la monarquía. Después, su Defensa de las poesías ante el Tribunal de la Inquisición (Quintana, 1872: 77-112), fechada en 1818, merecería un análisis más detallado, pero nos limitaremos a destacar que sus argumentos buscan la exoneración y no la verdad, son la primera expresión de esa renuncia: Fernando VII ha vuelto, la persecución se ha desatado, sus circunstancias son difíciles y sus excusas falsas. De nuevo hay absolutismo y, desde esa óptica del poder absoluto, las acusaciones son desde luego ciertas y también menos graves de lo que podían haber sido, porque no parece que los censores entendieran gran cosa ni se tomaran la molestia de comparar los argumentos de esa defensa con los textos originales. La acusación se centrará especialmente en tres poemas: «A Padilla», «A la invención de la imprenta» y «Al Panteón del Escorial», que se consideran revolucionarios y contrarios al respeto debido a los soberanos y a la sumisión que deben tener los súbditos. Efectivamente, en 1818 los españoles han dejado de ser ciudadanos para volver a ser súbditos y,
47
El mismo Real decreto de 4 de mayo ya citado (n. 39) considera como un abuso de la libertad de imprenta la utilización por los liberales del término despotismo, afirmando que jamás fueron en España déspotas sus reyes. Efectivamente los términos rey y déspota son utilizados frecuentemente como sinónimos, y desde luego justificadamente si se atiende al absolutismo que fundamentaba su poder político.
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aunque ahora Quintana diga que «respeta, como todo buen español debe hacer, el presente orden de cosas que hay establecido en España», eso no obsta para que antes intentara modificarlo. Es cierto que también dice que respeta, que no es lo mismo que ser partidario. Y en cuanto a los argumentos de esa defensa, uno de ellos es que «si hubieran subsistido las Cortes como en lo antiguo… no se hubiera producido el atentado del Escorial ni la invasión». La frase supone una doble negación. La de una anterior revolución que ahora es atentado, término que deslegitima aquellos sucesos y, en lo relativo a las Cortes, conviene recordar que en el Semanario nunca las defendió como estamentales, y por lo tanto como en lo antiguo, sino de representación de la nación y constituyentes.48 Incluso en la extensa argumentación del decreto de 28 de octubre de 1809, que finalmente las convoca, se había dicho: «...es bien superfluo, por no decir malicioso, recelar que las Cortes venideras hayan de estar reducidas a las formas estrechas y exclusivas de nuestras Cortes antiguas».49 En 1818, uno de los principales argumentos de Quintana es utilizar de nuevo esa historia interesada, aunque en este caso con distinto objetivo. Así lo hará cuando afirme que el poema «A Padilla» es «una especie de elegía a la pérdida de nuestras instituciones políticas», lo que acentúa la idea reformadora, y además en este caso vincula claramente su contenido con los sucesos de 1808. Ahora su utilidad es «defender el restablecimiento de las Cortes como un medio excelente para contrarrestar al déspota de la Francia» (Quintana, 1872: 95 y 97), pero ya sabemos que se escribió en 1797 y su intención entonces era otra. Y como un dato más de su renuncia y de su miedo, Quintana llamará a los españoles vasallos, cosa que jamás había hecho antes porque vasallo implica feudalismo, privilegio y desigualdad y Quintana defendía la libertad política, las libertades económicas y la igualdad. Pero el absolutismo ha vuelto y ya ha dicho que lo respeta. Y, también como justificante, Quintana citará ahora autores castellanos y aragoneses del siglo XVII —Saavedra Fajardo, Fray Diego Murillo, que definen la tiranía para ilegitimarla o defienden la partici48
En su primer número de 1 de septiembre, se dirá ya que sus asistentes serán representantes de la nación y su finalidad cimentar las bases de una felicidad sólida y duradera (pp. 16-17). 49 Gaceta del Gobierno de 4 de noviembre de 1809.
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pación del reino en la creación de la ley—, y lo hace para probar con ello que no era necesario basarse en la filosofía del racionalismo y en la revolución francesa para «restablecer en España la monarquía templada y mitigada por leyes que en los siglos pasados habían regido los diferentes reinos de que se compone». Y sin embargo sus propuestas políticas partían de una igualdad ante la ley incompatible con esa historia. Si se comparan las acusaciones con los originales, resulta evidente que los censores no entendieron mucho. Y —como botón de muestra— en la oda a «A la invención de la imprenta», dichas acusaciones se centran en sus alusiones a la Iglesia y a la Monarquía y se olvidan de ese los hombres todos su igualdad sintieron, en donde reside la verdadera amenaza. Al justificar sus poemas, Quintana tendrá un destello de arrogancia: fundándose en que cita dioses antiguos se le acusará de idolatría, y a ello responde afirmando que el censor «debió abstenerse de decidir en materias que no entendía», lo que creemos debe hacerse extensivo a otras acusaciones. Y como ejemplo, en ellas se afirmaba que sus versos manifiestan «la mala disposición del autor hacia los reyes», cuando desde luego contenían algo de mucho más fundamento que una mala disposición. Por último, Quintana defenderá las tres composiciones censuradas poniendo de relieve que se publicaron —además de con las formalidades establecidas y sin que nadie viera entonces «los principios de subversión y sedición que los censores suponen tan evidentes»— para animar el espíritu público de los españoles contra la tiranía de Napoleón. Y esa era desde luego una buena excusa aunque no fuera cierta, puesto que la mayoría se escribió antes y contra otra tiranía. Como último desacuerdo relacionado con esta Defensa, su sobrino dirá en el prólogo de la edición que la publica que «el Semanario era un periódico político emprendido en compañía de otros amigos suyos para fomentar y sostener el espíritu de independencia contra la invasión francesa». La frase sería cierta si se introdujeran algunas modificaciones pero no así, y ese texto es uno más de los que han contribuido a una tergiversación histórica que dura hasta nuestros días. Porque esa independencia no era entonces contra la invasión francesa sino contra el despotismo, era la independencia política, la voluntad general, el voto de la nación, el protagonismo de los españoles. Quintana permanece en el bando de los patriotas porque, como el mismo argumentará
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en el Semanario, tan despótico es Napoleón como Carlos IV.50 La independencia implica la victoria sobre ambos, la consolidación de una España que ya era libre en abril de 1808, el triunfo de una revolución que había fracasado en Francia pero que todavía despierta esperanzas. Y además, queremos advertir sobre la frecuente utilización del contenido de su carta a Lord Holland de 20 de noviembre de 1823 (Quintana, 1852: 533-540) para calificar su ideología política anterior. En esa fecha Quintana ha sufrido ya persecución y desilusiones y moderado su lenguaje, pero sobre todo la Constitución ha vuelto a fracasar —y esta vez definitivamente— y las valoraciones que ahora hace sobre su pasado son interesadas y desde luego inexactas, como demuestran claramente sus escritos de aquellas fechas: en ellos está su verdad de entonces. La carta emplea el término restauración para referirse a las Cortes y habla de reformar nuestras instituciones, cuando tanto su composición como su decreto inaugural51 definieron un modelo distinto, representaron a una nueva soberanía, la de la nación. También en muchos de los textos escritos por Quintana en los difíciles años de la gestación del nuevo concepto político de la monarquía —en los redactados en nombre de la Junta Central y en los propios— es necesario discernir entre lo que se dice porque conviene, o porque no se puede decir otra cosa, y lo que se pretende realmente. La inercia de siglos de despotismo, los condicionantes de la guerra y la historia cercana de la revolución francesa reducían significativamente el número de partidarios de medidas radicales y por lo tanto también la posibilidad de imponerlas. Por eso resultaba tan imprescindible tanto confiar en la organización de los partidarios de una nueva Constitución política como en la fuerza de la opinión pública y por eso también su vigencia no durará mucho. Quintana realizó durante esos años un esfuerzo heroico pero tras el fracaso eligió no serlo, sobrevivir, negar su pecho a la esperanza y hundir en el polvo la cobarde frente, condenarse a lo que él había condenado a su vez en «A España después de la revolución de marzo» a quienes no le siguieran.
50
Nº IX, de 27 de octubre de 1808. Decreto de las Cortes de 24 de septiembre de 1810. Colección de decretos y Órdenes de las Cortes de Cádiz, Cortes generales, Madrid, 1987, pp. 1-3. 51
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Y para terminar, dos afirmaciones de sus contemporáneos —de enemigo político y de correligionario—, y otra del nuestro nos servirán de colofón porque las compartimos. Para Vélez las poesías de Quintana eran preparativos para la reforma de nuestros reyes, una reforma que él mismo Vélez valora como revolucionaria, al entenderla basada en ese grito de el hombre es libre que implica también igualdad: «la libertad y la igualdad del ciudadano, estos son los polos sobre los que ha girado la conspiración general de la Europa contra el altar y el trono» (1818: t. I, 72 y 91). Alcalá Galiano lo dirá con total claridad y verdad muchos años después —y con ello defenderá también sus propios ideales—, al considerarlo defensor de la dignidad de un hombre que para Quintana siempre es ciudadano y «patriarca tanto de la literatura española contemporánea cuanto de una parcialidad política cuya causa ha triunfado y sigue triunfando en nuestro suelo, aun cuando no sea enteramente completo su triunfo… el más antiguo, autorizado, fervoroso y constante dogmatizador y sustentáculo de la fe religiosa y política que cuenta entre sus padres a los filósofos franceses del siglo XVIII y entre sus triunfos la revolución de Francia de 1789 y todas cuantas de ella han sido copias más o menos ajustadas o cabales» (en Cueto, 1858: 56 y 61). A esa fe responden tanto su obra literaria como su compromiso político de estos años. Finalmente, y en lo que se refiere a nuestro presente, ya Guerra ha considerado que «los que estaban siguiendo los pasos de la Revolución francesa eran los mismos que estaban luchando contra Napoleón... [y] el modelo era inconfesable pues proporcionaba a sus adversarios un argumento muy eficaz... El traumatismo original durará hasta nuestros días, convirtiendo este tema en un verdadero tabú historiográfico» (1992: 15 y 16). Dos siglos después es hora ya de romperlo, de reivindicar que el término independencia fue utilizado para nombrar un protagonismo político nuevo y revolucionario —y con esa intención la Constitución de 1812 lo incluye en su art. 2 para calificar a la nación— y, en lo relativo a Quintana, no hay duda de que sus Poesías Patrióticas nada tuvieron que ver con la España tradicional y sí, y mucho, con esa nueva soberanía.
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Capítulo X MÁS HEROICOS QUE PATRIOTAS, MÁS PATRIOTAS QUE LIBERALES: LOS ESPAÑOLES CÉLEBRES DE LAS VIDAS ESCRITAS POR QUINTANA Alberto González Troyano Universidad de Sevilla
Aunque no se hayan leído las Vidas de los españoles célebres suele haber una clara predisposición para imaginar la intención de ese millar de páginas. Se intuye que Quintana se prestó, una vez más, en 1807, a rendirle un nuevo servicio a la patria que se estaba configurando por esos mismos años, forjándole un pasado que justificase y se aviniera con la imagen y con los ideales de concordia y libertad. Ese era el proyecto que cabía esperar y en parte su publicación responde a un programa previo que fue compartido y puesto en ejecución por casi todas los países que, en un determinado momento de su historia, dejaron de ser monarquías absolutistas para asumir los rasgos públicos de nación y patria. Además de unas ineludibles medidas políticas y sociales, el convertir a los súbditos de un rey en ciudadanos y patriotas exigía movilizar resortes sentimentales, anhelos y recuerdos que en tiempos, casi siempre convulsos, permitieran afianzar los pasos, en la mayoría de los casos revolucionarios, que se iban sucediendo. El conectar la nueva situación surgida con episodios paralelos del pasado creaba una sensación de confianza y continuidad en un clima de tan radicales cambios.
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Esta tendencia fue tan general que Eric Hobsbawm tuvo la feliz ocurrencia de denominar «invención de la tradición» a la necesidad de fabricarse un pasado acorde y apropiado para sustentar los sentimientos de patria, nación y los consecuentes y movilizadores ideales nacionalistas. Pero, además, en el caso español, esa necesidad se hizo más apremiante porque, como explica Álvarez Junco, antes de la sublevación de 1808 las nociones de patriotismo étnico, por no hablar del nuevo concepto de nacionalismo, apenas habían rebasado los selectos círculos políticos y literarios cercanos a la corte, ya que las propias élites, impulsoras de aquella nueva forma de identificación, mostraron escaso interés por expandirlas en los medios populares. Mas esta actitud ante el pueblo sufrió una alteración considerable al comprobarse el papel que éste empezaba a desempeñar. Una vez que se lleva a cabo el levantamiento contra los franceses y «con una guerra en marcha, y una guerra nada convencional, no organizada ni mantenida por el poder público, sino dependiente del apoyo popular, era preciso predisponer a los individuos a arriesgar su vida y sus bienes en favor de la independencia y la libertad colectivas. Lo cual sólo podía exigirse en nombre del patriotismo, esa nueva virtud» (Álvarez Junco, 2001: 33), que Quintana definía así: «Es un sentimiento exaltado y sublime, producido por el instinto más bien que por la reflexión, amigo de las virtudes, sentimiento que se alimenta de sacrificios, que prefiere en todos tiempos el interés público al individual, fuente eterna de heroísmo y prodigios políticos».1 Y para cultivar y fomentar ese estado emocional había que difundir conocimientos históricos que llegasen a ese pueblo, como el mismo Quintana añade: «La causa que los españoles defienden es la de todo el mundo: si la España triunfa (y ya ha triunfado), se acabó para siempre la tiranía… La opinión pública es mucho más fuerte que la autoridad malquista y los ejércitos armados… Ella ha provocado los prodigios de valor que con espanto y admiración de Europa acaban de obrar nuestras provincias».2 No bastaba pues, con sustituir las nociones de reino y monarquía por términos como patria y nación sino que estas últimas debían permitir 1
M. J. Quintana, Semanario patriótico, 15 de septiembre de 1808, citado por A. Dérozier en Quintana (1969: 28). 2 Introducción al nº 1 del Semanario patriótico, 1 de septiembre de 1808.
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aflorar una identidad que llenase el vacío dejado por las jerarquías de sangre, los marcos corporativos y las referencias religiosas, cuya estabilidad durante el Antiguo Régimen las había consagrado como «naturales». La noción de patria debía heredar las anteriores funciones seculares, para eso era preciso inventar un mito político creíble y de suficiente potencia como para rivalizar con la sacralizada monarquía. Esta misma recuperación instrumental de la memoria, a favor de los nuevos sentimientos, está latente en Antonio de Capmany, en su Centinela contra franceses al pedir a los literatos «ejercitar su talento en letrillas y romances populares que despertasen ideas de honor y patriotismo, refiriendo proezas de esforzados capitanes y soldados en ambos mundos, ya contra indios, ya contra infieles, ya contra enemigos de España en África, Italia y Flandes, pues hartas ofrece la historia». El nuevo movimiento romántico, en puertas, también contribuyó a que se esparcieran las nuevas pasiones que acompañaban al patriotismo étnico. Para algunos escritores no se trató sólo de oscurecer el peso de las tradiciones dinásticas y monárquicas. Sobre todo Quintana, puso el mayor empeño, además, en la «restauración de las virtudes colectivas», que el absolutismo había degradado, realizando una lectura del pasado que evidenciara cómo ya los antiguos «llamaban Patria al Estado o sociedad al que pertenecían, y cuyas leyes les aseguraban la libertad y el bienestar», mientras que donde «las voluntades estaban esclavizadas al arbitrio de uno solo» y «no había leyes dirigidas al interés de todos», podía haber un país, una gente, un ayuntamiento de hombres; pero no había Patria. Era el mismo argumento que debió alentar en Argüelles, cuando al presentar la Constitución gaditana, gritó: «españoles ya tenéis patria». Por tanto, conviene subrayar que para Quintana el afán de rastrear literaria e históricamente en los siglos anteriores tenía como finalidad encontrar los momentos históricos, los periodos o los personajes que se habían caracterizado por convertir la patria en un territorio en el que prevaleciese la libertad y el bienestar e interés común. Ese intento fue el que le llevó a escribir los poemas A Juan de Padilla, en época tan temprana como 1797, A Guzmán el Bueno, en 1800, El Panteón del Escorial, en 1805 y A España, después de la Revolución de Marzo en 1808. Piezas que proporcionan un enfoque de ciertos momentos y personajes históricos en los que se funden, por una u otra causa, los ideales del liberalismo político con los sentimientos de patria, o, si se prefiere, la pasión del patriotismo
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con un anhelo liberal. Todo ello en consonancia con lo que cabía esperar de su restante obra literaria y periodística y con lo que declara el propio Quintana en la «Advertencia de las poesías patrióticas de 1808»: «Inspirados estos versos por el amor a la gloria y a la libertad de la Patria, manifiestan ya la indignación de que un pueblo fuerte y generoso sufriese el yugo más infame que hubo nunca, ya la esperanza de sacudirle y de que tomásemos en el orden político y civil el lugar que por nuestro carácter y circunstancias locales nos ha asignado la naturaleza». Y como consecuencia de los planteamientos anteriores —tal como se indicó al principio de este capítulo— quien se haya entregado a la lectura de las Vidas de españoles célebres puede verse sorprendido al comprobar la escasa utilización de los artificios selectivos e ideológicos anunciados a la hora de establecer antecedentes históricos y tender puentes patrióticos, desde el pasado a la situación contemporánea, en la que escribe y combate Quintana. En efecto, cuesta bastante hallar, en la escritura de las biografías elegidas, esas consonancias y complicidades previsibles de cara al efecto buscado. Parece como si la formulación de la narración histórica no permitiera ya la flexibilidad y la adecuación al modelo enteramente positivo que ha propiciado la poesía. Basta comparar el poema A Guzmán el Bueno con el relato dedicado al mismo personaje en la primera serie de las Vidas. En la expresión poética, la interesada selección de rasgos facilita erigir al guerrero en un héroe que sacrifica su destino de padre al de un principio moral más exigente y supo así luchar para no «vivir esclavo». La propia naturaleza de la composición de un poema, acepta que los deseos, los sueños y los mitos se superpongan a los hechos —sobre todo si estos son escurridizos a tantos siglos de distancia—, y, además, la memoria puede fragmentar el pasado, distorsionarlo y condicionarlo para conseguir el efecto buscado, sin traicionar por ello la justicia poética, aunque sus enemigos posteriores le criticasen estas libertades. Como ejemplifica muy explícitamente Menéndez y Pelayo, en su Historia de los heterodoxos, al comentar el poema A Juan de Padilla: «A Quintana se debe originalmente la peregrina idea de haber convertido en héroes liberales y patrioteros, mártires en profecía de la Constitución del 12 y de los derechos del hombre del abate Siéyes, a los pobres comuneros, que de fijo se harían cruces si levantasen la cabeza y llegaran a tener noticias de tan espléndida apoteosis».
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Pero lo que se propuso Quintana programando sus Vidas abarcaba aún más ambiciones porque «es oprobio a cualquiera que pretende tener alguna ilustración ignorar la historia de su país; y si la pintura de los personajes más ilustres es una parte tan principal de ella, fuerza es intentarla para utilidad común». Y añade: «¿cuál es la nación que no tiene sus héroes propios a quienes admirar y seguir? ¿Cuál la que no ha sufrido vicisitudes del bien al mal y del mal al bien, que es cuando se crían estos hombres extraordinarios?» (Quintana, 1879: VIII). Por tanto, es la voluntad de redimir ejemplarmente el pasado la que tiene que prevalecer frente a otros enfoques: «Se puede ciertamente dar la preferencia a los otros modos de escribir historia en su parte económica y política; pero en la moral las vidas les llevan una ventaja conocida, y su efecto es infinitamente más seguro». Conseguir este efecto exige rigor y el recurso a una fiable documentación, tal como él mismo explica al exponer las bases teóricas de su proyecto: «Para sentar la probabilidad histórica de los hechos se han consultado los autores más acreditados; y estando indicados al frente de cada vida los que se han tenido presentes para su formación». Y vuelve a insistir, en las páginas prologales de Vidas, que están «escritas sin odio y sin favor, según que los historiadores más fidedignos las han presentado a mis ojos». Y, además, «si por acaso se extrañase la severidad con que se condenan ciertas acciones y ciertas personas, se debe considerar primeramente que sin esta severidad no puede ser útil la historia […] a los muertos no se les debe otra cosa que verdad y justicia». Todas estas declaraciones mayores figuran en las trece páginas que preceden el primer tomo de las Vidas. Un compromiso y un método que permitieran sustentar las altas finalidades de este nuevo empeño literario: proporcionar lecciones útiles comparativas por medio de personajes del pasado, cuya herencia daba validez al presente: «La pintura de estos caracteres sobresalientes es la materia y objeto del libro que ahora se publica, excluyéndose de él la vida de los reyes». Con el fin de acentuar más el moderno valor de su apuesta, critica el reciente libro de «los retratos de nuestros varones ilustres, publicados con tanta magnificencia por la imprenta Real» porque si bien «se indican por mayor allí los hechos principales en que está afianzada la fama de los sujetos, no están igualmente determinados la educación, los progresos, las dificultades y los medios de superarlas: circunstancias que son las que constituyen grande un personaje y le hacen sobresalir entre los demás».
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Expuestos, pues, por Quintana, con suficiente contundencia, los prolegómenos de su tarea, cabe adentrarse en su desarrollo. La primera serie de Vidas comprende los nombres del Cid, Guzmán el Bueno, Roger de Lauria, el Príncipe de Viana y el Gran Capitán. Este tomo se publica en 1807 y habría de seguirle un segundo con «los personajes más señalados en los fastos del Nuevo Mundo, Balboa, Pizarro, Hernán Cortés, Bartolomé de las Casas. Los célebres generales del tiempo de Carlos V y su sucesor formarían la materia del tomo III. El cuarto se compondría de las vidas de los estadistas más ilustres, desde Bernardo de Cabrera hasta el conde-duque de Olivares. Y, por último, en un tomo V se darían aquellos hombres de letras sobresalientes que en los acontecimientos que por ellos pasaron ofreciesen argumento a una relación interesante e instructiva: tales podrían ser Mariana, Quevedo, Cervantes y algún más». De este programa sólo se llevó a efecto, el primer tomo, con los cinco personajes ya citados, al que se añadiría veinticinco años después un segundo tomo únicamente con los nombres de Balboa, Francisco Pizarro, Álvaro de Luna y Fray Bartolomé de las Casas, a lo que se añadió unos apéndices para completar todas las vidas anteriores. Caso aparte es la Vida de Cervantes que escribió para acompañar la edición de la Academia. La intriga del porqué no se consumó la totalidad del proyecto se une a la perplejidad que causa la lectura de lo escrito. A pesar de tanto despliegue de intenciones, los recorridos biográficos apenas permiten conectar con indicios que anuncien sentimiento patriótico o liberal alguno. Al margen del valor expresivo y literario de tales relatos históricos, no es fácil reconocer la instrumentalización del enfoque interesado que Quintana anunciaba. Y lo que el lector suele encontrarse, en la mayor parte de las Vidas, si se exceptúa la de Bartolomé de las Casas, es un gran despliegue de hazañas bélicas, con personajes que transitan de unas plazas a otras, de unos castillos a otros, ganando o perdiendo batallas, bienes o fortunas. La narración de acontecimientos y proezas prevalece y rara vez surge esa mirada que debía conectar sus acciones y reacciones con posteriores actitudes patrióticas. Este papel de espejo, de biografías que surten de modelos y ejemplos morales para construir la imagen positiva de una patria, apenas se percibe. Como tampoco se capta esa prometida labor de liberarlos de la pesada carga del pasado para atraerlos y convertirlos, gracias a sus anteriores enfrenta-
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mientos con el despotismo, en faros contemporáneos que iluminen nuestro presente. La forma que, a la hora de configurar sus personajes, encontró Quintana para responder a su ambiciosa propuesta («la juventud, a quien se destina este ensayo, tendrá lo que hasta ahora nadie ha ejecutado bajo este mismo plan») fue la de intercalar, de vez en cuando, cuñas y digresiones que recordaban y hacían aflorar su perspectiva ideológica pero cuya integración en los relatos resultaba bastante forzada: especie de mecanismo narrativo similar al de cierto tipo de novelista-narrador omnisciente que compensara la debilidad constructiva de sus personajes con artificiales intervenciones propias. Así, párrafos de este cariz, introducidos entre proeza heroica y exterminio de los rivales, muestran que Quintana se mantenía vigilante y fiel a sus preconcebidos deseos como biógrafo historiador: «Al ver el uso abominable que el hombre hace a veces de sus fuerzas; al contemplar estos ejemplos de ferocidad, de que por desgracia ni las naciones ni los siglos más cultos están exentos, las panteras y leones de los desiertos parecen mil veces menos aborrecibles y crueles». O estos otros: «Lección insigne dada a los ambiciosos para que se acuerden que los hombres no disimulan ni sufren la usurpación y la conquista sino a quien los hace más felices». Pero estas sentencias sembradas, por aquí y por allá, quizás no resultasen suficientes para convertir en patrióticas unas hazañas que, como mucho, podían ser llamativas por su heroico individualismo, pero de un individualismo insolidario, escasamente asimilable como precedente de los héroes exigibles para modelar el nuevo sentimiento de patria de una nación liberal. Un buen ejemplo de este no saber qué hacer con ciertos nombres consagrados por la historia tradicional y la literatura (y por tanto cómo justificar y qué sentido dar a su inclusión) se percibe en el planteamiento de la Vida del Cid. Personaje que quizás pudo anunciar virtudes y méritos medievales, pero se hace evidente que no es fácil adecuarlo al trazado liberal que guía la pluma de Quintana. Ante un «Rodrigo [que] entró en la Rioja (1094) como en tierra enemiga, taló los campos, saqueó los pueblos, persiguió los hombres», al biógrafo no le quedaba otra opción que agregar: «¿qué culpa tenían estos infelices de los malos procedimientos del Conde? Pero siempre los errores y pasiones de los grandes vienen a caer sobre los pequeños» para concluir finalmente que «las hazañas del Cid, dándole a él renombre eterno, no hicieron otro bien al Estado que manifestar la debilidad de sus enemigos».
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Esta misma incomodidad, que apenas lo abandona, a lo largo de su labor como biógrafo, se hace aún más patente al iniciar el relato del Príncipe de Viana: «El teatro de crímenes y sangre en que se hallaron los personajes pintados hasta aquí, se hacía menos horrible con la admiración de sus hazañas y el lustre de su gloria y su fortuna. Los mismos escándalos y mayores delitos se van a recordar ahora, con el desconsuelo de ver los talentos malogrados, los lazos de la sangre rotos del modo más bárbaro y más vil, la virtud perseguida y sacrificada, la injusticia triunfante; y al escribir la vida del desdichado príncipe de Viana, no pudiendo contenerse en la indiferencia histórica, la pluma se baña en lágrimas, y el estilo se tiñe con los colores que le prestan la indignación y el dolor». Entonces ante este reconocimiento, esta confesión, de ver su pluma literalmente inmersa en un continuo baño de sangre, hay que preguntarse por qué concibió este reto, por qué se ilusionó con un proyecto que, desde el punto de vista de su previa reflexión teórica, expuesta en el prólogo, estaba tan bien pergeñado, y, sin embargo, no respondió a las esperanzas depositadas porque le resultaron más heroicos que patriotas o, como mucho, más patriotas que liberales. Patriota y liberal, ninguno de sus españoles célebres No se tienen muchas noticias del proceso de incubación de estas Vidas, si se exceptúan las cartas dirigidas a Antonio de Uguina, que permiten conocer hasta qué extremos la aportación documental y la consulta de cuanto se hubiera escrito sobre sus personajes se convirtió en prioritaria para Quintana. Por tanto podría pensarse que en este proyecto, él quiere ejercer como historiador. Muestra una veneración, todavía muy ilustrada, por el prestigio del documento y el libro impreso, que convierte en fuentes ineludibles. Surge así un Quintana que debía lidiar con dos fidelidades. La del pedagogo que quiere inventar un pasado digno para su patria y la del historiador al que el rigor documental obsesiona. Todo invita a pensar que este último prurito se impuso, dando voz a una documentación que estaba pensada exclusivamente para exaltar al héroe, la gloria, las conquistas, la fama. Ese era el canon del héroe, pero eso incluía, consecuentemente, también el despotismo violento de las servidumbres de las respectivas épocas. Y con esos mimbres no se podían construir los pilares de un nuevo pasado para la patria. Las expectativas que Quintana concibió al calor de lo realizado en los poemas patrióticos, no pudieron cumplirse en el
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historiador de las Vidas, demasiado anclado todavía en los criterios ilustrados. Criterios que sí supo soslayar para sus poesías de 1808. Tendrán que ser los historiadores románticos los que ya se atrevan a «inventar» una nueva historia liberal, y unos personajes con una biografía acorde, porque comprendieron que la herencia documental se debía posponer ante el constructo imaginario que la patria necesitaba.
BIBLIOGRAFÍA ÁLVAREZ JUNCO, José (2001), Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Taurus, Madrid. QUINTANA, Manuel José (1879), Vidas de los españoles célebres, Tomos I y II, Biblioteca Clásica, Madrid. — (1969), Poesías completas, edición, introducción y notas de Albert Dérozier, Castalia, Madrid. — (1996), Memoria del Cádiz de las Cortes, edición de Fernando Durán López, Universidad de Cádiz, Cádiz.
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Capítulo XI DE LA REPÚBLICA LITERARIAA LA TRINCHERA POLÍTICA EL PERIODISMO DE MANUEL JOSÉ QUINTANA Marieta Cantos Casenave Universidad de Cádiz1
1. UNA MISMA PREOCUPACIÓN: LA CRÍTICA COMO COMPROMISO PÚBLICO Digan y hagan lo que quieran los enemigos del bien, no podrían quitarnos nunca la satisfacción de haber hecho a la Patria el servicio que estaba en nuestra mano como hombres de letras, y de haber cumplido con nuestros deberes como ciudadanos.
Con estas palabras con las que Quintana se despedía de su labor periodística al frente del Semanario Patriótico queda patente, creo, la vinculación que el escritor madrileño establecía entre su faceta política y literaria, entre su compromiso intelectual y ciudadano; un doble compromiso que, por otra parte, está en él indisolublemente ligado desde que Quintana diera sus primeros pasos en la República de las
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Este estudio se inscribe en el marco de los siguientes proyectos: HUM200764853/FILO del Plan Nacional de Investigación del Ministerio de Ciencia y Tecnología cofinanciado por FEDER, sobre La literatura en la prensa española de las Cortes de Cádiz; Proyecto de Excelencia del Plan Andaluz de Investigación de la Junta de Andalucía PAI05-HUM-00549, sobre Las Cortes de Cádiz y el primer liberalismo en Andalucía. Elites políticas, ideologías, prensa y literatura (1808-1868); y Proyecto de Excelencia del Plan Andaluz de Investigación de la Junta de Andalucía P06-HUM-01398, sobre Prensa y publicística en las Cortes de Cádiz.
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Letras. Por eso no es extraño que, cuando en noviembre de 1810 retomaba su función de editor de dicho periódico, tratara de hacer visible esta continuidad de su compromiso y asegurara que allí se plasmaría «la misma severidad de principios, el mismo celo por la causa pública, el mismo horror a la tiranía, que caracterizaron esta obra desde su nacimiento y que su autor ha profesado en cuanto ha escrito y dado a luz, no sólo en la época de la libertad sino en los tiempos de la servidumbre antigua». Desde luego, al presentarse así ante el público tiende a dar una coherencia a su obra que no tiene por qué coincidir con la realidad, aunque también es cierto que las muestras de su inquietud cívica son evidentes a lo largo de más de trece años. Si bien, la forma de llevar a cabo su compromiso público fue muy diferente a lo largo de los escasos nueve años que dedicó al periodismo, porque también lo fueron las circunstancias que marcaron el devenir de la prensa en este tiempo. No se olvide que Quintana había solicitado junto con Juan Álvarez Guerra la autorización para publicar las Variedades de Ciencias, Literatura y Artes en el verano de 1803, y que la revista, con las colaboraciones de José Rebollo, Eugenio de la Peña, Juan Blasco Negrillo, José Miguel Alea y José Folch, vería la luz a fines de ese mismo año, es decir, en unas fechas en las que la censura impuesta por Godoy, con la ayuda de José Antonio Caballero como secretario de Gracia y Justicia, impedía plantear los avances sociales del proyecto ilustrado y menos aún criticar abiertamente la política española que en el año en que las Variedades deja de publicarse, 1805, había recibido un terrible mazazo con el desastre de Trafalgar. Como he dicho en otro lugar, tal vez fue precisamente ese dramático episodio —y no de forma inmediata, sino una vez cerradas las primeras heridas— el que hiciera por una parte a los escritores replantearse su compromiso literario —aunque todos evidentemente cerraran filas en torno al monarca en un primer momento en que el honor patrio había salido tan mal parado2— y por otra, sacudir a la opinión pública al poner de manifiesto el desastre a que los abocaban los pactos de los Borbones con los franceses y, por tanto, al discutir el éxito de las gestiones del llamado Príncipe de la Paz. 2 Quintana lo hizo con su Oda a los marinos españoles en el combate de 21 de octubre (Imprenta Real, Madrid, 1805), publicada luego con el título de Al combate de Trafalgar.
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En cualquier caso, Quintana hacía tiempo que venía poniendo en evidencia la tiranía de una monarquía absoluta que había sofocado desde hacía siglos cualquier intento de rebelión, como bien muestra su poema A Juan de Padilla, compuesto en 1797, y que fue leído por algunos como declaración de republicanismo,3 aunque el propio Quintana en sus memorias se distanciara de tal planteamiento —explícitamente al menos del modelo republicano francés, surgido tras una sangrienta revolución—, y declarara que por aquellas fechas sólo había deseado una reforma política que el entonces príncipe Fernando no se había atrevido a llevar a cabo, a pesar de la intentona de El Escorial. En todo caso, Padilla, siguiendo con uno de los tópicos de la poesía filosófica de la Ilustración, el de los héroes ejemplares que deben ser imitados, se presenta a los lectores como modelo de lucha, de rebelión contra la tiranía. En la misma línea de su Padilla están, además de su oda juvenil a Guzmán el Bueno (1800), El Panteón del Escorial (1805) —inédito hasta 1808—, el Pelayo (1805), y la mayoría de sus Vidas de españoles célebres (1807). Como ha señalado Dérozier el procedimiento poético es el mismo en todos ellos, proponer ejemplos del pasado en los que la rebelión contra la tiranía sirviera para estimular las ansias de libertad en el presente del lector, teniendo en cuenta que esa demanda no podía ser expresada explícita ni públicamente y quedaba por tanto relegada a la virtualidad o al ámbito privado de la tertulia (Dérozier, 1978). En lo que se refiere al periodismo, la prensa del primer lustro del XIX no había abandonado los moldes ni las prácticas que la mantenían aún bastante vinculada al mundo del libro ni se había dado la coyuntura que permitiría iniciar los caminos del ejercicio político. Su participación en las Variedades de Ciencias, Literatura y Artes es la del crítico que trata de ilustrar al lector en los principios estéticos del Neoclasicismo, pero sobre todo en los principios morales de la Ilustración, conforme a la opinión que sostenía —y que aparece entre líneas— acerca del papel que el escritor puede y debe jugar en la sociedad. José Checa hace ya tiempo que puso de manifiesto con algunos ejemplos concretos cómo mediante la crítica literaria
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Dérozier recuerda la denuncia de un desconocido enemigo de Quintana que redacta una Delación a la Patria de las Poesías Patrióticas de Don Manuel Quintana en la Imprenta Real, Madrid, 1808 (cf. Dérozier, 1980: 177, n. 46). Sobre ese texto, cuyo autor parece ser el diputado Freire de Castrillón, véanse los capítulos de Raquel Rico y de Fernando Durán en este mismo volumen.
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de obras aparentemente inocuas o incluso en consonancia con los principios políticos y religiosos del absolutismo reinante, Quintana abre un resquicio por donde dejar traslucir su opinión, sus ideas políticas, que pretenden servir para crear una cierta opinión pública. Así, uno de los primeros juicios de las Variedades lo dedica a los Principios de elocuencia para el púlpito y el foro del cardenal Maury, y bajo el manto de un asunto tan inocuo e incluso posiblemente tan agradable a la censura, Quintana se las arregla para dejar que el lector pueda percibir entre líneas su rechazo a la «monarquía absoluta e intolerante» que ha propiciado el ascenso a cardenal de Maury y en cambio ha sido injusta con otros escritores menos entregados como Fénelon (Checa, 2003). También tratará de introducir novedades en el ámbito estético con sus «Reflexiones sobre la rima y el verso suelto» o con la reseña de la traducción de las Lecciones sobre la Retórica y Bellas Letras de Blair, realizada por José Luis Munárriz. En cuanto a la crítica dramática, Quintana pone de manifiesto su debilidad por la tragedia, no es pues de extrañar que no se hiciera eco de las comedias de Rosa Gálvez, pues lo que le interesa del teatro es su poder catártico, su influjo en la colectividad y así, incluso en el comentario de una de las muchas adaptaciones que del francés se hacían para la escena, el crítico se demora no ya en comentar la feliz refundición de Tomás García Suelto sobre Le Cid de Corneille, sino que, después de reivindicar la primera adaptación para la escena del tema cidiano realizada por Guillén de Castro en 1618, incide en la importancia de la actualización del debate que se desarrolla en la escena entre las obligaciones del honor y las sacudidas de la pasión amorosa. Por lo mismo abundan en la revista sus artículos de crítica dramática, especialmente de las tragedias. Una inclinación por la tragedia que no impide a Quintana detener su examen en algunas comedias como la exitosa La mojigata (1804) de Leandro Fernández de Moratín, especialmente si se tiene en cuenta que en opinión del crítico, el alcance moral de la obra es denunciar el vicio de la hipocresía, esto es, «excitar a los hombres a que no se fíen de las apariencias y aprendan a distinguir la virtud verdadera de la falsa» (Variedades II, 1804, XII, 366-67). Independientemente de que el planteamiento de Quintana pudiera ser erróneo, pues no era esa la intención de Moratín como señalara Tineo y han llegado a confirmar algunos críticos en la actualidad (cf. Rodríguez Sánchez de León, 1999:
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188-191), me parece acertada la interpretación de Andioc sobre el posible alcance político de tal acusación. La denuncia de la hipocresía será uno de los caballos de batalla del aún nonato liberalismo y no es extraño que Quintana viera en este vicio uno de los mayores defectos de la monarquía absoluta. De hipócrita tacha a Felipe II en El Panteón del Escorial y es posible que la censura de este vicio u otro semejante en términos domésticos, en un momento político tan delicado, le pareciera una ligereza, casi una inutilidad, y desde luego una falta de compromiso con los males de la patria, por eso se permite excitar a Moratín para «pintar más en grande, perseguir otra clase de vicios que los que ha ridiculizado hasta ahora, vengar a los buenos de los malos, haciendo a estos objeto de la risa y execración universal, y marchar atrevidamente a ser el primer pintor de los desvaríos de su siglo que harta cosecha tiene en que ejercitar sus talentos (Variedades, 1804, III, XII, p. 372)». Éste es uno de los ejemplos a que me refería al principio. Es evidente que Quintana va más allá de una crítica particular. Pero, no quiero abundar en un tema que ya ha tratado más despacio José Checa y sí sólo subrayar que las críticas a Moratín, sus intentos de introducir novedades estéticas y discutir planteamientos éticos, permiten comprobar que lo que pudiera aparecer como una nueva reedición de las polémicas entre antiguos y modernos, trasciende desde luego el ámbito literario para alcanzar el político, aunque este sólo pudiera leerse entre líneas. Y desde luego, que el teatro, que el propio Quintana cultivó especialmente desde su Pelayo (1805), era ya —y lo sería también más tarde como tendré ocasión de demostrar—, una de sus preocupaciones fundamentales por su importancia como instrumento político.
2. EL PERIODISMO POLÍTICO El caso es que la invasión francesa de 1808 transforma radicalmente este panorama cultural. A la férrea censura sigue una libertad de imprenta no regulada, por la falta de un poder político fuerte que se hiciera cargo del vacío que se había declarado tras la renuncia de Carlos IV y Fernando VII. Quintana y otros muchos escritores se aprovechan de esta coyuntura. Sus poesías que habían sufrido el control de la censura, incluso en textos aparentemente inocuos como la oda A la inven-
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ción de la imprenta, pudieron publicarse sin trabas a partir del verano de 1808, y fueron aumentando y conociendo nuevas ediciones hasta que el regreso del absolutismo lo condenó de nuevo al silencio y al ostracismo. Mientras tanto, Quintana no pierde la ocasión de dar la batalla política con la publicación del Semanario patriótico, lo que si bien le granjeó muchas simpatías por parte de quienes vieron en este periódico una oportunidad de dar rienda suelta a sus propósitos reformistas, también le ocasionó no pocos desapegos y aun animadversiones. El semanario no era un papel inocuo sino un papel político que pretendía influir en la opinión pública y que contaba para ello, además, con el concurso de cualquier colaborador, a través de la inserción de «papeles, poesías, anuncios y avisos», hasta reunir los materiales suficientes para los dos pliegos o dos pliegos y medio que, normalmente, debía componer cada número. Y aunque mayoritariamente se ocupaba de cuestiones políticas, económicas o militares, también abordaba otro tipo de cuestiones como las polémicas con otros periódicos, particularmente los serviles Censor General y Diario de la tarde, el teatro, y la reseña literaria, si bien como decía, su interés se centra en la política, a pesar de las muchas polémicas y campañas de acoso que hubo de sostener.
2. 1. El episodio de El Observador Como es bien sabido, dos fueron los principales hechos que desataron las primeras iras de sus impugnadores. En primer lugar, la desaparición del decreto de la Junta Central que disponía el modo en que debían reunirse y celebrarse las Cortes, y en segundo lugar, el «Discurso de un español a los diputados de Cortes», ambos previos a la reunión de Cortes en 1810 y que tuvieron larga proyección a lo largo de 1811. Me interesa detenerme en este discurso de Quintana puesto que fue dado a conocer en El Observador el 21 de septiembre, es decir, en un conocido periódico unos días antes de la reunión de los diputados en el teatro de la Real Isla de León que había sido escogido como escenario de sus debates. Fue un discurso de enorme resonancia y en él Quintana justificaba la situación española como el resultado de una revolución, distinta en todo caso a la francesa en sus modos y en sus logros, al haber alcanzado a rebelarse contra dos tiranías, la del inva-
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sor francés y la sufrida bajo el gobierno de Godoy sin causar —asegura— estragos horrorosos. Esta reivindicación de la independencia era en realidad antigua ya en el Semanario patriótico lo mismo que en otros papeles de diversas juntas y en folletos particulares. Y lo era desde ese año de 1808 tanto en los escritos que transitaban por los cauces del Antiguo Régimen como en aquellos que abogaban por las reformas (cf. Elorza, 2007); pero dicho esto, la reacción fue notable. ¿Qué fue entonces lo que tanto importunó de este texto que llegó incluso a ser objeto de debate en una sesión de Cortes en la que tras la alabanza de Mexía surge la censura de Lázaro Dou, que rechaza las críticas vertidas por una persona ajena al Congreso? (cf. Dérozier, 1978: 597-599). Lo que incomoda es, entre otras razones, la utilización del pueblo y de su heroísmo como justificación para la reunión del Congreso, así como la denuncia de ignorancia, la mediocridad y el egoísmo que pretenden evitar que ese pueblo reunido, su opinión, pueda dirigir los designios de la nación. De ahí que los contrarios al gobierno del pueblo —en este sentido, democrático— traten de hacer hincapié en los peligros de que lleguen a producirse desmanes similares a los ocurridos en Francia. Y de ahí también que Quintana insista en mostrar, por una parte, la diferencia entre la reunión del nuevo congreso y de las antiguas cortes, y, por otra, la diferencia entre «el seso y la moderación que forman nuestro carácter» respecto del de otros pueblos. Igualmente molesta a sus detractores que el orden se justifique no en la ley divina sino en la reclamación de unos supuestos derechos «que la naturaleza y el orden señalan», que explique que el voto del pueblo no es un privilegio sino un derecho y que este se ejerce a través de sus representantes en el congreso y mediante la opinión pública que sólo puede expresarse libremente si se declara la libertad de imprenta, como medio al mismo tiempo de garantizar la libertad política y civil del pueblo. Es decir, molesta su pedagogía política, su intento de desmontar los fundamentos de la organización patriarcal. También quizás molestaba conocer que Quintana se había servido de un medio, el periodístico, que servía de amplio altavoz para ejercer la crítica y que podía tener mayor repercusión y mayor poder de presión en la opinión pública que el que pudieran detentar los diputados, poco dispuestos a soportar la censura de una opinión que consideran ajena.
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2. 2. El ejercicio político a través del Semanario patriótico Esta pedagogía política se ejercía en el Semanario desde sus comienzos, pues la independencia política y la libertad civil ya habían sido aclamadas como los más grandes bienes del hombre en sociedad en noviembre de 1808, precisamente en la «Introducción» a la «Relación de los principales sucesos ocurridos en Madrid y en las Provincias de España desde el 31 de octubre de 1807 hasta el 1 de septiembre de 1808».4 Efectivamente, en ese texto los editores justifican que no pretenden hacer historia con ese relato, sino, como se explica oportunamente, excitar la reflexión sobre el curso de los acontecimientos, para animar a los soldados y, al mismo tiempo, para que los políticos puedan tomar lección de ella. Esta narración, en realidad, es en muchas ocasiones el punto de partida para el discurso de política que le sigue. Y como bien se dice en dicha introducción la independencia política y la libertad civil son el premio con el que la Providencia recompensará los esfuerzos de los españoles, si perseveran en su camino con energía y constancia (SP nº XII de 17 de noviembre de 1808, p. 205). Ésta es la lección de la que, según pretende el Semanario, los políticos deben tomar nota. Puesto que el plan inicial del Semanario en Madrid es continuado por Isidoro de Antillón y Blanco White en Sevilla, hasta que las presiones de la Regencia obligan a Blanco a cerrar el periódico, y puesto que esa misma línea es retomada por Quintana en la etapa gaditana, es lógico que se haga a éste responsable de toda la línea política del periódico, como asimismo lo expresa el editor en el primer número de esta serie (SP nº 33 de 22 de noviembre de 1810, p. 205). Ahora irá más allá, al declarar como único límite de la actuación de los diputados a la propia nación, su opinión pública. Esa misma reivindicación de la independencia política y la libertad civil, a la que acabo de aludir, explica también el cese del Semanario al proclamarse la Constitución de 1812, pues los periodistas consideran si no cumplido su sueño liberal, al menos sentadas las bases de su quimérico —a la postre, al menos, por su escasa duración y proyección— edificio.
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Lo inician en el nº XII de 17 de noviembre de 1808, p. 201.
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3. LOS IMPUGNADORES DEL SEMANARIO DE QUINTANA Las polémicas e impugnaciones de que fueron objeto los artículos de Quintana fueron numerosas, aunque no todas tuvieron el mismo eco. Tal vez esto es así porque, para los serviles, algunos de los temas de debate podían tener un alcance público que en caso de victoria para ellos les permitía contrarrestar el avance de la opinión liberal entre un pueblo que hasta la fecha había sido objeto exclusivo de su control. Entre estos asuntos, el del teatro era desde luego uno de los que mayor animadversión encontró.
3. 1. El teatro como objeto de debate político Pero uno de los debates que mayor calado alcanzó en la opinión pública y vino a colmar la paciencia de los serviles se produjo a raíz de un artículo propugnando la reapertura del teatro de Cádiz (SP nº 35 de 6 de diciembre de 1810, pp. 56-59), contestado pocos días más tarde a través de la Impugnación del Teatro por una española,5 y en otros folletos. En principio, pudiera parecer que esta Impugnación no es sino un episodio más de una resucitada controversia teatral que tantas veces se ha reproducido a lo largo de la historia de España desde el siglo XVI, y, efectivamente, al hilo de estas polémicas puede leerse,6 pero es claro también que la coyuntura política que se vive en estas fechas es determinante. La autora de la Impugnación parece que sólo tiene como objeto rebatir la argumentación del citado artículo de «Teatro» y, por tanto, abortar el intento de reabrir el coliseo gaditano, pero hay que tener en cuenta dos factores más. El primero es que ese artículo sigue a otro de crónica parlamentaria, de opinión, donde el editor del periódico ha 5
Según el anuncio publicado en el Diario mercantil de Cádiz de 6 de enero de 1811, la Impugnación hecha por una española al párrafo que estampa el Semanario patriótico nº 35 sobre el Teatro, firmado en Cádiz a 14 de diciembre de 1810, se hallaría en casa de Font y Closas calle de San Francisco y en el puesto de este periódico calle Ancha. Existe un ejemplar en el Museo Romántico de Madrid, XI-10 nº 2 –encuadernación en papel– Sello de la Biblioteca de Salvador J. Trillo. Otros ejemplares en la Biblioteca Nacional. Agradezco a María Rodríguez Gutiérrez que me facilitara una copia de este documento. 6 Así lo ha hecho Alberto Romero Ferrer (2008). También yo misma me he ocupado de esta obra en Marieta Cantos Casenave (2008).
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comentado los trabajos de los diputados y les ha pedido que no hagan caso de aquellos que critican su quehacer simplemente porque son enemigos de las Cortes, de un sistema que acaba con la arbitrariedad y despotismo del antiguo modo de gobernar. Les ha instado también a que no se dejen paralizar por los obstáculos que surjan en el camino que ahora deben transitar, que dejen a un lado los «frívolos debates, la confusión y desorden que a veces se observan en las discusiones, la atención, en fin, que prestáis a objetos, propios más bien de los otros dos poderes que del legislativo».7 El segundo factor que debe tenerse en cuenta es la declaración que preside el artículo de teatro: Extraño se hará sin duda el título del artículo presente en un papel destinado al parecer en la situación actual a solo tratar cuestiones políticas, económicas, o militares. Pero el teatro no es sólo un ramo interesante de la literatura; es también una de las atenciones más delicadas de la policía de las capitales, y suele ser un instrumento muy poderoso en manos de la política. Bajo este último aspecto, cualquiera tiempo es oportuno para tratar de él en un papel político; y por el mismo punto de vista vamos nosotros a considerarle ahora y a llamar sobre él la atención del público y de la autoridad (Semanario Patriótico, nº 35 de 6 de diciembre de 1810, p. 56).
Aseveración que vuelve a poner de manifiesto que la oportunidad de participar en esta controversia, en la que también intervendría el Conciso, el Redactor General y el diputado Mexía, tiene un claro vislumbre político. De hecho, si no me equivoco, este artículo no tiene continuidad en el periódico y ello puede deberse a que la polémica derivó en un problema moral que a los editores del Semanario no les interesaba, en todo caso ahí estaban los otros periodistas para entrar en esa batalla. 3. 1. 1. Del rechazo al teatro como artículo de ocio y de lujo… Pero volviendo a la Impugnación no está de más señalar que la autora empieza por ironizar sobre Quintana, símbolo del enemigo doméstico para los serviles, como hombre que se presenta a sí mismo «penetrado del espíritu de patriotismo y amor a nuestra independencia», para a 7
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continuación estigmatizar el hecho teatral, y todo lo que le rodea, atendiendo a las motivaciones que tradicionalmente han expuesto moralistas y teólogos para desacreditarlo: «es una escuela de los vicios, una reunión de afectos en donde se representan con la mayor viveza las pasiones que destruyen al hombre, donde todos son objetos lascivos y seductores de la ignocencia [sic]8 y el pudor». Visto así, el teatro se presenta como una viva expresión de la sexualidad humana que sólo puede incitar al pecado a quienes asisten a él y participan de este tipo de espectáculos. Por eso, la autora se pregunta e inquiere al pueblo gaditano: “¿Este teatro provocativo en donde brilla la indecencia, se ostenta el lujo y se alimenta la desenvoltura y disolución, ahora se ofrece como útil y necesario a la política y literatura, y aun falta poco para graduarlo de indispensable a nuestra libertad?” (Impugnación, pp. 2-3). La escritora se detiene, luego, en tratar de desmontar uno a uno los argumentos esgrimidos por el Semanario patriótico en su campaña para reabrir el coliseo gaditano. En su opinión yerra el periódico cuando considera que «son ya pasados los momentos de incertidumbre y terror» provocados por la proximidad del enemigo, pues el peligro no ha pasado ni se han alejado los franceses y menos aún se han conseguido «victorias completas» o se han llevado a cabo expediciones favorables. Y ciertamente la escritora no andaba falta de alguna razón en este punto, pues a finales de 1810 la situación no era muy satisfactoria, a pesar de los éxitos de O’Donnell en Barcelona. De hecho, Andalucía se hallaba ocupada y la Junta Central había tenido que refugiarse en la Isla de León, mientras Lérida y Ciudad Rodrigo se habían rendido en los meses de mayo y julio. Tras sostener en primer lugar que no es el momento de reabrir el coliseo, pasa a reforzar su tesis con la idea de que los negocios en los que tiene que ocuparse la nación, y sus representantes, deben ser otros más dignos que el del espectáculo teatral: ¿qué no se diría de la Nación misma encerrada en este corto recinto si dejando el artesano su trabajo, abandonando el mercader y comerciante sus intereses y olvidando el militar el estudio de su ordenanza y cumplimen-
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No acabo de ver a qué puede deberse este error, quizás a confusión con «ignorancia», si es que es un error de los cajistas; o tal vez, y sería curioso, a que la autora ya está pensando en la ignición que, en su opinión, puede provocar el espectáculo teatral.
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to de sus deberes se entregasen a la frivolidad de las ficciones teatrales como si en el día no hubiera objetos más dignos de nuestra ocupación y atenciones? (Impugnación, p. 4).
Un argumento que nada prueba, pues no puede ocuparse todo el tiempo en el trabajo y los ratos de ocio deben llenarse con alguna actividad. Ahora bien, en la siguiente cuestión sí acierta a interrogar al público con una materia nada baladí: «¿Y qué se diría si en vez de contribuir con empréstitos y donativos para la defensa de la Patria invirtiese el fruto de su trabajo e industria en diversiones y espectáculos?» (p. 4). Así pues, ni el teatro es un asunto digno de que se ocupe de él el gobierno de la nación, ni es momento de fomentar gastos suntuarios, viene a decir. Evidentemente, cuando se necesitaba el mayor capital posible para contribuir al sostenimiento del ejército y se producían continuas quejas por la falta de las ayudas necesarias para costear los gastos generales de la guerra, no parecía demasiado conveniente, sino más bien frívolo, alentar al gasto en las diversiones públicas aunque fuera indirectamente. Además, al plantear el Semanario «que está el enemigo reducido a ser testigo de nuestra abundancia», daba pie a la escritora a contestar que esa riqueza, que existía, nada tenía que ver con la penuria de muchas familias que no alcanzaban a sufragar las necesidades básicas, los «precisos gastos». Se incluye así el factor lujo, siendo este otro de los argumentos que se repiten tradicionalmente en el debate en torno a la licitud del teatro;9 pero en este caso la polémica cobra tintes más dramáticos y para ello trata de mostrar la contradicción entre esta campaña en pro de la apertura del teatro y la realizada para recaudar fondos para el sostenimiento de la guerra. Si bien es cierto que numerosos espectáculos patrióticos eran gratuitos para lograr así que el pueblo pudiese asistir efectivamente, e igualmente que es inevitable la existencia de tiempos de ocio en los que, como recordaría el diputado Mexía en su alocución a las Cortes del día 24 de diciembre, muchos ciudadanos se entretenían en ciertas casas de Cádiz donde, según se reseña en El Conciso, mantenían «reuniones perniciosas»,10 y previsi-
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Véase el interesante estudio de Emilio Cotarelo y Mori (1997). También Palacios Fernández y Romero Ferrer (2004) y Romero Ferrer (2006). 10 El Conciso, nº LXVIII, de 28 de diciembre de 1810, pp. 348-349.
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blemente también onerosas, de modo que el mantenimiento del cierre del teatro no se justificaba con este razonamiento. 3. 1. 2. …a su condena por exacerbar no el patriotismo sino la carnalidad Efectivamente, también disentía la española del poder de la escena para conmover al auditorio: Es cierto que en estos últimos tiempos se han representado piezas alusivas a las circunstancias actuales ¿pero en el día hay quien las ignore? ¿puede hacer más fuerza la ficción representada que la realidad misma que tenemos delante de nuestros ojos?
Olvida la autora que la experiencia colectiva hace recordar, volver a pasar por el corazón, unas emociones que se experimentan tal vez de forma más acusada, desde luego de distinta manera, que mediante la impresión directa. En todo caso, propugna otros medios para procurar ese fervor: Si queremos ver ejemplos de valor que nos lo exciten y hagan renacer en nuestro pecho, recurramos a los que se nos refieren en los púlpitos de la Escritura sagrada: y allí veremos héroes de religión, de espíritu y patriotismo a quienes imitar; allí aprenderemos a tener confianza en el Dios de los ejércitos, que es quien puede salvarnos del peligro que nos amenaza (Impugnación, p. 6).
Así, la escritora contrapone la fuerza de la oratoria sagrada y del púlpito frente al otro gran altavoz popular que es el teatro, que ella condena. El origen de los desastres de la guerra está —en su opinión— en «nuestros excesos y maldades, que son la verdadera causa de nuestra ruina», por eso, además de «llorar» por ellos y de lamentarlos, «debiéramos pensar en buscar medios de aplacar la cólera divina» (pp. 1-2). De nuevo se hace patente la visión providencialista que busca en la supuesta degradación de las costumbres y la moral española el motivo del triunfo presente del mal.
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Finalmente la española llega a rebatir el que considera mayor error de la argumentación del periodista del Semanario patriótico, el modo en que el teatro pueda comunicar esa entusiasmo nacional. Glosando el artículo del periódico replica: En el Teatro, dice más adelante, es donde a manera del fluido eléctrico las pasiones populares se comunican en un instante, y se hacen más grandes por el contacto de los concurrentes. Yo le concedo todo esto y aun muchísimo más; mas en ese fluido eléctrico es donde está el veneno que nos daña. Allí es donde escondidas y fomentadas las pasiones por el contacto de los sentidos, vistas premeditadas y ejemplos demasiados vivos en los actores y concurrentes, se comunica el fuego lascivo que nos abrasa.
Así pues, el fluido eléctrico de la pasión popular no puede ser otro que la lascivia, y el teatro no hace más que fomentarla. Es un fuego que sólo puede conducir directamente al infierno. Pasión, electricidad, fuego, palabras que, en un contexto diferente, pero próximo porque se relaciona con los falsos filósofos y su poder destructor, había utilizado en forma similar Lardizábal, siguiendo a Raynal, al plantear que España, como la Francia revolucionaria se está dividiendo en dos bandos, uno el de las «gentes de bien y espíritus moderados» y otro el de «los hombres violentos que se electrizan, se unen y forman un volcán horrible, que vomita torrentes de fuego, capaces de destruirlo todo».11 Claro que ya Rodríguez Morzo y Zeballos, siguiendo a Nonnotte y a la tradición de los moralistas del XVII apuntaban que el «veneno» de la incredulidad cundía en Europa porque se contagiaba el deseo de liberarse del yugo que la Iglesia había impuesto a las pasiones, tesis en las que también abundaría Hervás y Panduro. De esa pasión infernal, que aparentemente la autora reduce a la carnalidad —pero que en el fondo habla de esa misma pasión política,12 las más de las veces democratizadora— no puede derivarse el natural amor a la patria, con el que, como defiende con energía, no puede ni debe confundirse: 11
Véase a este propósito el libro de Javier Herrero y especialmente el epígrafe dedicado al comentario del Manifiesto de Lardizábal, dentro del capítulo «La difusión del mito en Cádiz» (1988: 279-286). 12 No se olvide que ya Rodríguez Morzo hacia 1770 señalaba que la raíz última de la subversión tiene su origen en el movimiento de las pasiones carnales que intentan li-
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Luego continúan: pues el amor de la patria es un amor popular, y ay de nosotros etc. En esto es en lo que pienso que el señor editor se engaña. El amor a la patria es una virtud que ha impreso en nosotros la naturaleza: las pasiones suelen entorpecerla muchas veces, y estoy muy lejos de pensar que salga del teatro con más fuerza (Impugnación, pp. 6-7).
La naturaleza no está ahora en el origen del pecado, sino en el de la virtud, porque, gracias al celo de la Iglesia, las pasiones están contenidas y así —como diría Simón López en su Despertador cristiano-político de 1808—, la naturaleza animal es salvada y restaurada (cf. Herrero, 1988: 253). Por consiguiente, para la autora de la Impugnación, por esta impronta original todo individuo deba amar la patria que lo vio nacer. El amor a la patria es, entonces, un afecto normal y familiar como el que nos liga al padre. Evidentemente estas ideas sobre patriotismo pertenecen al ámbito del pensamiento reaccionario de la época. El padre Vélez sostendría lo mismo precisamente para tildar de antinaturales y antihumanos a los falsos filósofos y a los liberales, que no obran conforme a la virtud natural: La Naturaleza, siempre próvida, ha impreso en nuestras almas unas ideas tan vivas como indelebles, que nos impelen a sacrificarnos gustosos por tu amor…; una voz muda, pero imperiosa y enérgica, le hala con claridad al corazón: ésta es tu patria, ella te ha dado el ser, debes amarla como a quien te ha engendrado en su seno, prefiere tu muerte a su esclavitud (Vélez, 1812: 5).
De suerte totalmente distinta es la réplica de C. B. —tal vez Cristóbal Beña, que no se marchó a Inglaterra hasta 1813—, el autor del Pelucón al editor del Semanario Patriótico, un folleto irónico en que aparentando burlarse de la propuesta de Quintana de reabrir el teatro ridiculiza a aquellos que sistemáticamente se oponen a cualquier reforma y a cualquier actuación que pueda suponer una vía de escape al estricto control religioso de la vida civil. Con mucha gracia el autor compara la desmedida reacción desatada por el intento de autorizar tan «honesto desahogo», con la desarrollada por causa de la batalla berarse del yugo espiritual, y que de la rebelión contra quienes enseñaron a luchar contra las estas pasiones se pasaba a la incredulidad, y desde el deseo de la libertad de pensar al ateísmo (cf. Herrero, 1988: 37).
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sostenida por el periódico el Conciso a favor de la libertad de imprenta, por otra parte recientemente conseguida. El autor desmonta cada uno de los argumentos en contra de la autorización de este recreo y satiriza la cortedad de sus detractores que, sin embargo, no paran en ver que otras diversiones como los bailes, las tertulias o los cafés pueden encerrar los mismos «peligros» o mayores que los del espectáculo teatral, lo que recuerda a la alocución del diputado Mexía el 24 de diciembre de 1810 a favor de la reapertura del teatro.
3. 2. Otra clave de los ataques: su supuesto republicanismo No fue en todo caso aquella española, la única mujer que salió a rebatir a Quintana, también María Manuela López de Ulloa, conocida por sus ataques generalizados a los liberales en la prensa de la época, utiliza la opinión supuestamente atentatoria de Quintana para justificar la probidad de sus Afectuosos gemidos que los Españoles consagran a su amado Rey y Señor Don Fernando VII en este día 14 de octubre de 1813 —tachados de subversivos—. Desde su punto de vista, los ataques recibidos por el trono por parte de los periodistas liberales y aun de algunos diputados, son aún más subversivos que su escrito, mandado recoger por la Junta censoria. Así, en la carta que dirige a ésta los acusa de que imbuidos en el orgullo (filosófico) y voces seductivas de igualdad, libertad, etc. intentan olvidar de entre nosotros y aun infamar a nuestro amado Monarca; pretendiendo al mismo tiempo obscurecer el resplandor del Trono Español, presentándonos como inseparables del Solio los más infames vicios (Carta a la Junta censoria, fechada en Cádiz, 1º de Noviembre de 1813).
Entre estos periodistas liberales, María Manuela cita explícitamente a los que en el nº 11 del Duende político elogian «la rebeldía de los Comuneros Padilla y Consortes, (a quienes da el epíteto de ilustres)» y «dice “que estos tuvieron valor para acusar el despotismo insolente de Carlos V; y a quienes éste formidable Tirano, holló con bárbaro furor auxiliado por todos los agentes e interesados en la tiranía”». Abundando en su denuncia señala que en el nº 12 arremeten contra lo más granado de la nobleza y sus «medallas y colgajos que todavía conservan (los Grandes) y no son otra cosa que las señales ignominiosas
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de que pertenecen a la servidumbre, al lujo y al ornamento insolente y pomposo de los Sultanes». De igual modo trae a colación el discurso a los diputados a Cortes ya citado,13 es decir, el «Discurso de un español a los diputados de Cortes» de Quintana (publicado en el nº 14 de El Observador un par de días antes de reunirse la asamblea), así como otros publicados en el Semanario patriótico en los que, coincidiendo con los periodistas del Duende trata de «introducir entre nosotros la odiosidad y el aborrecimiento al Trono y a nuestros Monarcas». Posiblemente, entre otros se refiera a la inclusión del discurso de «Juan de Padilla, general del pueblo castellano al Congreso Nacional», publicado en el Semanario en noviembre de 1811, sobre el que volveré más adelante.
3. 3. La poesía y la crítica literaria al servicio del enardecimiento patriótico Si el teatro había sido uno de los grandes objetos del debate periodístico por el poder que ejercía en la opinión pública, no es menos cierto que otros géneros literarios podían coadyuvar también si no a dominarla, sí a conducirla y despertar en el pueblo la exaltación patriótica. Así pues, aunque en menor medida, la poesía y la crítica literaria debían estar presentes en el Semanario patriótico, incluso cuando el debate sobre el proyecto constitucional parece ser lo más importante. De ello es buena muestra la reseña que inserta el periódico sobre la publicación en Londres del poema Zaragoza de Francisco Martínez de la Rosa. Es una reseña que por varios motivos conecta con el modo de hacer periodismo en las Variedades, pues lo que en principio parece un simple comentario literario, que lo es, con su connatural modo de hacer crítica —valorando los aspectos positivos y los negativos—, no
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Remite a la página tercera de dicho artículo: «tres siglos van corridos desde que los baluartes en que la Nación vinculaba la defensa de su libertad, fueron derribados por el embate del poder arbitrario; y en todos estos tres siglos hemos sido juguetes de la voluntad caprichosa de uno sólo, llevados a la matanza, vejados, desolados, envilecidos según el genio ambicioso, codicioso e insolente de los Príncipes o sus Visires» (Carta a la junta censoria). En la publicación que he podido leer inserta en el nº 14 del periódico El Observador (21 de septiembre de 1810) es la primera página del artículo y 207 del periódico.
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deja de ser, al mismo tiempo, un modo de hacer política. Así, por ejemplo, el periodista explica la coyuntura política de su creación, pues se debió al deseo de la Junta Central de espolear el espíritu patriótico mediante un «programa de premios nacionales en honor de la destruida Zaragoza» y «excitando a las bellas artes a solemnizar el heroísmo sin segundo de aquella insigne ciudad». Es decir, se trata de una poesía patriótica ad hoc que, precisamente por esa circunstancia, presentaba mayores dificultades. La épica encontraba resistencia al enfrentarse a un «acontecimiento tan reciente e inmediato», por otra parte el conocimiento pormenorizado de los detalles quitaba «toda libertad a la invención del poeta» y le impedía presentar a los personajes con el color poético que les hubiera conferido interés. De aquí que se alabe «la descripción animada de los ataques sufridos por Zaragoza, de la resistencia de sus habitantes, y de los héroes y plagas que en aquella lucha obstinada se desplomaron sobre ellos». Por lo mismo, ensalza las formas y el tono líricos, y, sobre todo su calor y la reverberación sentimental que provoca la naturaleza misma del objeto: «El cual inspirando todas las pasiones a un tiempo, inflama con ellas la fantasía de quien le describe. Indignación, vergüenza, compasión, admiración, horror, melancolía, todos los inspira Zaragoza en un grado eminente, y de todos estos sentimientos se muestra lleno el poeta y los traslada felizmente a sus versos». Es posible que estos comentarios no pongan de manifiesto aún la conciencia del cambio que se está produciendo en la literatura de la época. Pero unidos al que sigue, referido al estilo, no puede menos de invitar a pensar que consciente o inconscientemente una nueva forma de escribir parece querer abrirse paso. Cuando menos es llamativa su defensa de que el estilo «es cual debe ser: vario, acalorado, pintoresco, y algunas veces atrevido» (SP nº LXI de 6 de junio de 1811, p. 261). Las notas que pueden destacarse de este texto prefigura, al menos, el Romanticismo que ya triunfaba en Europa. Una literatura heroica, inspirada en las pasiones, inflamada de fantasía, preñada de sentimientos, evocadora y conmovedora, y resuelta, en un estilo apasionado, de múltiples y diversos matices, y pintoresco. A continuación vienen ya los reproches del crítico, entre los que destaca lo que considera excesos «del entusiasmo lírico del poeta» que se extienden en demasía a lo largo de más de 800 versos, así como que no haya sabido extender su invención prosopográfica de la misma ma-
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nera que ha hecho con el personaje de Rebolledo. Evidentemente la novedad tenía sus peligros y, aun así, el periodista no duda en saludar este poema como «una de las producciones más interesante de nuestros días, y enlazado felizmente a uno de los acontecimientos más señalados de esta revolución, gloriosa aunque sangrienta», para vaticinar a continuación: “no dudamos de que pase a la posteridad con la estimación, que se debe sin disputa al talento eminente y noble patriotismo que en él descubre su autor” (SP nº LXI de 6 de junio de 1811, p. 267). Evidentemente, Quintana aún conserva ciertos prejuicios neoclásicos, y posiblemente a Martínez de la Rosa aún le quedaba mucho camino por recorrer hasta hallar la senda del Romanticismo, pero creo que algunas claves que avanzan esa trayectoria llena lógicamente de hallazgos y fracasos están en este ejercicio poético del autor y tal vez en algún otro poema que la prensa de la época pudiera encerrar entre unas páginas que todavía esperan quien las abra.
4. PADILLA SÍMBOLO DE LA LIBERTAD He querido dejar para el final el discurso de Padilla por varias razones. En primer lugar porque se trata de un tipo de pieza periodística no muy frecuente y en segundo lugar porque con él se vuelve a uno de los motivos más recurrentes de estos años, el de Padilla como encarnación del héroe que se rebela contra la tiranía; versión en prosa, pues, del motivo poético de los héroes cuyo ejemplo se debe imitar. Efectivamente, el texto periodístico toma la forma de una alocución en primera persona sin autor conocido, aunque lo supongo de Quintana. La oportunidad del texto se justifica al principio del mismo con ocasión de la recuperación del nombre de Xátiva. Esta ciudad valenciana fue destruida, como consecuencia del enfrentamiento entre el bando austracista y el borbónico. En 1709 Felipe V manda reconstruirla y le da el nombre de Colonia Nueva de San Felipe. El setabense que logra devolverle el nombre es el diputado Joaquín Lorenzo Villanueva. Esta es la excusa para que el héroe comunero que se presenta como «defensor de la libertad castellana, caudillo de la liga de sus ciudades, y mártir de la santa causa que ahora está confiada a vuestras manos» demande otro acto de igual justicia.
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Con el fin de justificar tal reivindicación, el comunero recuerda que sus servicios están consignados en «nuestros fastos», a pesar de que los historiadores «vendidos a la tiranía o degradados con la servidumbre» no hayan querido tener en cuenta su nombre. A esto le sigue una explicación de la coyuntura vivida en Castilla del momento y establece un paralelismo entre los extranjeros que acompañaban al rey y la de los franceses en la edad presente: El diluvio de flamencos, que vino sobre nosotros con el segundo rey de la dinastía austriaca, creyó a España destinada a satisfacer su ambición y su codicia, como ahora los satélites de Napoleón la reputan despojo de su ferocidad sanguinaria. El príncipe joven inexperto, la atención distraída a la cosas de Alemania, se abandonaba enteramente a sus consejos. Los fueros eran violados, las leyes puestas en olvido, las costumbres estragadas. Empezábase ya a minar el edificio social por sus cimientos, y a prepararse esa larga cadena de infortunios, y ese sistema de destrucción interior que por trescientos años continuos han fatigado la monarquía (SP nº LXXXV de 21 de noviembre de 1811, p. 411).
A ello le sigue la marcha de Carlos a coronarse como emperador, «quedando España huérfana de su príncipe, entregada al descontento y en manos de un gobernador extranjero, hombre virtuoso sí, pero ignorante de nuestras cosas, nulo en política». El autor trata de establecer una analogía clara y llama la atención sobre la tiranía sufrida desde la imposición de la dinastía borbónica por más de trescientos años, expresión que se encuentra por cierto en el famoso discurso de Quintana a los diputados que también había denunciado María Manuela por el retrato negativo que hacía de la monarquía. En la voz de Padilla se hace un panegírico de los logros de su acción de gobierno que consigue dar a la liga comunitaria una «majestad» desconocida hasta entonces y que lo llevó junto al resto de los jefes a tratar de ir más allá de las reformas parciales y formar «un plan general de gobierno y administración» que evitase los desórdenes que hasta entonces habían padecido. De nuevo las palabras de Padilla vuelven a incidir en el paralelismo con la situación presente, y si bien se reconoce el mayor alcance y solidez del edificio constitucional que se construye, se explica esta perfección del siguiente modo:
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Tres siglos de experiencia, de luces y de revoluciones políticas han ensanchado la esfera de la ciencia social, y han podido elevaros a una altura más grande de principios y a una sencillez más augusta de máximas políticas. Pero las bases son las mismas, uno mismo es el objeto, muchas de las providencias son iguales, y si subís al tiempo en que esto hicimos, hallaréis españoles, que en miras de libertad y de dignidad política nos adelantamos un siglo a los demás pueblos de Europa (SP nº LXXXV de 21 de noviembre de 1811, p. 413).
Obviando la exageración de la analogía lo que interesa a su autor es reivindicar la lucha por la libertad, por la independencia y contra la tiranía. Una lucha que parece estar abocada al fracaso, y en su caso a la muerte y al silencio, por eso, en memoria de los sentimientos que su nombre les produce en su juventud, pide a los diputados que, transcurrido un año de que «la libertad española» volviera «a ponerse en pie», «se rehabilite solemnemente mi memoria y se le tributen por la gratitud nacional los honores que le son debidos» (SP nº LXXXV de 21 de noviembre de 1811, p. 416). Creo que el espíritu del discurso de Padilla es el mismo que el de otros muchos textos de Quintana desde la oda juvenil de 1797 a las Vidas de españoles (Dérozier, 1978: 32, n. 52). Curiosamente, las palabras de Padilla parecen augurar un fatal desenlace: Poneos en mi lugar: si la suerte desfavorece vuestra empresa y acaba con vuestras instituciones, si sois víctimas del tirano extranjero que os hace la guerra, o de un déspota interior que se levante y os oprima, ¿qué otra satisfacción os queda que la justicia imparcial de la posteridad y la esperanza de que otros españoles más felices os pongan en el lugar y opinión eminente que merecéis? (SP nº LXXXV de 21 de noviembre de 1811, pp. 416-417).
Si Quintana a la altura de 1810 aún consideraba que su acción no tenía «otro objeto que el bien común, la utilidad general, la causa pública de la libertad y la justicia» y así, mirada su actuación retrospectivamente, parecía no comprender el efecto negativo que causaba en algunos. Si tanto en sus Memorias como en las diversas ocasiones en que lo hizo como editor del Semanario, eligió para su retrato público, los rasgos de la honestidad y del servidor de la nación; parece que en estas fechas, próximas a su despedida del Semanario, iba asumiendo el efecto negativo que su actuación causaba en una parte de la opinión
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pública. No se olvide que Quintana llegaría a convertirse en uno de los demonios que trataría de exorcizar el padre Vélez precisamente por considerar que el Semanario patriótico había sido el modelo que sirvió de base a la prensa supuestamente subversiva, la que en su opinión tenía como fin ejecutar los planes de la falsa filosofía. Por demás, Quintana había sido víctima años antes de la saña de los políticos y escritores más reaccionarios, de los enemigos de toda reforma. Y, todavía en noviembre de 1814 sería objeto de un sermón furibundo que fray Manuel Martínez dirige en presencia de Fernando VII donde denuncia a Quintana como proclamista que con su «estilo volcánico» y su «filosofismo» trataba de pervertir el carácter de los españoles y de ignorar el servicio patriótico de Galicia e incluso «destruir en Galicia el depósito de las santas doctrinas que le enseñara su apóstol» (Dérozier: 1978, 474-478), situándose así en la misma línea de lo que denunciaban antes en 1811 el Obispo de Calahorra y otros articulistas enemigos de Quintana en aquella etapa tan siniestra para él. Se trata una vez más, y ahora con mayor peligro para la vida de Quintana, a la sazón encarcelado, de acusar al escritor de deslealtad y de un republicanismo con el que si Quintana soñaba no llegó a formular, creo, explícitamente. Desde luego, aunque algunos liberales más exaltados pudieran simpatizar con los ideales republicanos, la mayoría lo que pretendía era simplemente ganar al Rey para la causa constitucional, sabedores de que varios siglos de ejercicio del poder absoluto dificultaban enormemente la adaptación de los Borbones al nuevo sistema. Lo cierto es que María Manuela y otros serviles vieron en esta crítica a la monarquía absoluta un resquicio por donde poder convencer al pueblo, y al propio Rey, de la aviesa intención de los liberales e incluso de los deseos de muchos de estos de acabar con la persona de Fernando VII, de modo que la mera mención de Juan de Padilla, o su consorte, en representación de la rebelión comunera, vistos ya como emblemas de la libertad, van a ser causa suficiente para convertir a quien los nombre en sospechosos de alta traición contra la monarquía en general, y Fernando VII en particular. Pero la creación de este emblema forma parte ya de otra historia. Mientras tanto hagamos caso a Padilla y apliquemos su reclamación a Quintana y a los que como él lucharon porque la voz de los ciudadanos pudiera ser escuchada: «¡Oh restauradores de la libertad española! No os condenéis al olvido condenándome a mí!».
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