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Spanish; Castilian Pages 204 [198] Year 2012
Virginia Isingrini
La palabra que nace del silencio Aspectos psicoespirituales de la comunicación en la vida fraterna
Verbo Divino
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La palabra que nace del silencio Aspectos psicoespirituales de la comunicación en la vida fraterna
EDITORIAL VERBO DIVINO Avda. de Pamplona, 41 31200 Estella (Navarra), España 2003
Editorial Verbo Divino Avenida de Pamplona, 41 31200 Estella (Navarra), España Tfno: 948 55 65 11 Fax: 948 55 45 06 www.verbodivino.es [email protected]
Virginia Isingrini © Editorial Verbo Divino, 2003 © De la presente edición: Verbo Divino, 2012 ISBN pdf: 978-84-9945-672-0 ISBN versión impresa: 978-84-8169-605-9 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
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Introducción
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ay temas que suben y bajan en la escala de la popularidad. El de la comunicación es uno de ellos. Muy en boga hace veinte o treinta años, fue desapareciendo poco a poco de los debates, los tratados académicos o periodísticos. Parece, sin embargo, que ha vuelto a proponerse hoy a nuestra atención con toda su fuerza y actualidad. La apertura, el diálogo, palabras claves del clima postconciliar, provocaron en la Iglesia cambios significativos en su contacto con el mundo y en las relaciones dentro de ella misma. Éstas se volvieron más directas y sencillas; desaparecieron muchos títulos honoríficos y prerrogativas seculares. También la difusión de las ciencias humanas contribuyó significativamente a implementar un estilo relacional y comunicativo más a la par, caracterizado por mucha espontaneidad y exteriorización. Fueron los años de las dinámicas de grupo, de las técnicas de conocimiento y desarrollo personal y grupal. Además, los medios de comunicación se iban extendiendo rápidamente a escala mundial; cada vez más eficientes y accesibles, dieron la impresión de haber atinado en el blanco: aumentaron los contactos, las posibilidades de conocimiento, la difusión de informaciones de todo tipo. Tampoco la vida consagrada y sacerdotal logró escapar de este clima de optimismo comunicativo. El aumento en el número de reuniones y de intercambios
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en todos los niveles lo confirma abundantemente. Con todo, parece que el deseo de una comunicación más profunda entre los miembros de las comunidades se ha intensificado. La falta y la pobreza del diálogo interpersonal han engendrado un debilitamiento de la fraternidad, llegando a crear verdaderas situaciones de aislamiento y soledad. En este clima de creciente individualismo, la comunicación de los bienes espirituales se ha vuelto, obviamente, más ardua e impopular. Este libro quiso tomar en serio esta tendencia tratando de comprender ante todo las causas que la han engendrado y la siguen alimentando. La amplitud del tema impuso por sí sola unos límites. Se prefirió la dimensión interpersonal de la comunicación, dejando en penumbra los aspectos de grupo o sociales. Por ello, se intentó ofrecer una clave de interpretación psicológica de las dificultades que se encuentran más frecuentemente en este aspecto. Esta preocupación fue tan apremiante que los últimos capítulos fueron en parte los primeros en escribirse. A medida que se iba avanzando en ese camino interpretativo y pedagógico, apareció cada vez más claro que no era posible empezar por las soluciones sin haber antes intentado proporcionar un marco teórico que indicara el sentido y la meta de tal esfuerzo. De hecho, ¿qué razones habría para mejorar un estilo comunicativo si no fuera porque toca la esencia del hombre, la vocación y dignidad que Dios le otorgó al donarle la vida? Cualquier recurso hubiera sonado a receta y, como tal, hubiera estado destinado a crear a la larga más problemas e insatisfacción. Esto acarreó la necesidad de una fundamentación tanto bíblica como filosófica del
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tema. Una vez más, el reto rebasaba los límites del libro y de su autora. Fue preciso elegir. Los textos y autores escogidos obedecieron a intuiciones de fondo que hicieron posible un mejor empalme con la parte psicológica. El lector juzgará si se logró el objetivo. Y, finalmente, el énfasis sobre la palabra. De hecho, la palabra no es la única realidad que entra en el complejo mundo de la comunicación. Con todo, consideramos que es el bien más preciado y propio que nos ha concedido el Creador. A través del don de la palabra no sólo somos personas, sino que llegamos a serlo para el bien o para el mal, para el encuentro o la negación del otro, para la comunión o el conflicto. Un don que parece cada vez más acometido por la invasión de las imágenes, de los lenguajes informáticos, de los ritmos vertiginosos de la vida moderna. Tampoco la vida fraterna se escapa de la creciente tentación del individualismo pragmático o de la eficiencia a toda costa. Ante nuestros ojos está un mundo que no tiene hambre únicamente de pan, sino de palabras verdaderas, de encuentros humanos que sepan devolver el sentido de la esperanza y del valor inalienable de cada hombre. También a nosotros los consagrados puede sucedernos que no tengamos tiempo para las personas; para el hermano que vive a nuestro lado; para el que toca a nuestra puerta pidiendo ayuda; para las pequeñas o grandes historias de la gente con quien nos cruzamos en nuestro caminar. Un poco como el levita que dio un rodeo viendo al hombre apaleado por los salteadores. Realmente tenemos muchos compromisos, agendas llenas, programas que cumplir... Si el hombre, este hombre concreto, es la vía de la evangelización, como nos
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recuerda la Redemptor hominis, entonces, el tipo de relación que establezcamos con cada persona se vuelve esencial. ¿Y como sería posible una comunión auténtica, es decir, plenamente humana y divina, sin las palabras, sin el diálogo personal, atento e inteligente? Comunión y diálogo se definen y requieren mutuamente. Por eso, escribir un libro acerca de la comunicación quiso ser ante todo un acto de fe en la palabra, en esta palabra humana a la que Dios se ha confiado para seguir hablando hoy a nuestro mundo.
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I. Comunicación y cultura actual
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in lugar a dudas, la nuestra es cada día más una cultura de la imagen y de los sonidos. Esto no quiere decir, y la experiencia lo confirma, que haya decaído la palabra, tanto hablada como escrita. Al contrario, la masa de informaciones a las que tenemos acceso o que solicitan nuestro interés se hace cada día más gigantesca. Por lo que se refiere a la palabra escrita, baste pensar en la cantidad de libros, documentos, análisis y revistas que tocan diariamente a nuestra puerta para ser no digamos leídos, sino siquiera ojeados en sus rubros fundamentales. Y, de paso, no se puede callar la creciente frustración por no lograr tan magna hazaña: estar al corriente de todas las novedades no únicamente en el campo eclesial, sino también en el cultural y político. La producción de medios de comunicación cada vez más sofisticados ha favorecido especialmente no sólo el aumento en la cantidad del material, por así llamarlo, a nuestra disposición, sino también la rapidez con que se puede acceder a ello. Internet es el ejemplo más evidente. Ya no es necesario tomarse la molestia de ir a una librería, de pedir a algún conocido el favor de prestarnos un libro o de proporcionarnos alguna información. Basta sentarse ante un escritorio, pulsar unas
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teclas y el artículo o el libro en pocos minutos están a nuestro alcance. Las ventajas y las oportunidades que ofrecen estos instrumentos son realmente asombrosas. Y si Mr. Syme, el policía-poeta protagonista de El hombre que fue jueves, lloraba “lágrimas de orgullo” ante la perfección de un horario de ferrocarril, qué no haría ante estos últimos prodigios del ingenio humano. El panorama acerca de la palabra hablada no es muy disímil. Nunca como ahora ha sido tan fácil comunicarse. No han pasado demasiadas décadas desde que se tenía que esperar semanas o meses para tener noticias de algún ser querido, ya que no todos los lugares tenían teléfono. Ahora, con un celular o un e-mail se anula prácticamente cualquier distancia o lapso de espera. Y tampoco podemos achacar a estos medios la responsabilidad de cuanto acontece en nuestro mundo de hoy respecto de la comunicación. Obviamente, las causas son múltiples y complejas; sin embargo, estos instrumentos se presentan un poco como el prototipo de nuestra cultura. Se puede, además, objetar que buena parte del llamado sur del mundo está lejos tanto de estos medios como de los problemas que aquejan al hemisferio norte. El hambre y la explotación de las riquezas naturales por parte de compañías extranjeras, las guerras y luchas tribales, la falta de trabajo y la migración de grandes masas humanas en busca de mejores oportunidades podrían hacernos pensar que las dificultades de comunicación son un “privilegio” del desarrollo. Lástima que la realidad lo desmienta. Por supuesto, buena parte de nuestros hermanos de África, Asia o América Latina no tienen teléfono o computadora y están más preocu-
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pados por tener una vida digna que por tener acceso al correo electrónico. Sin embargo, no es necesario ir muy lejos para ver en casitas de cartón un televisor o una grabadora de dimensiones excesivas. Podemos encontrar los mismos modelos de pantalones y zapatos en París y en las periferias de Luanda o Manila. Cueste lo que cueste, es preciso acceder a esos símbolos de progreso y de felicidad barata. Vivimos ya en una aldea global, y, como una ola inexorable, tanto lo bueno como lo malo alcanzan todos los rincones del planeta. Y quizás lo malo con mayor rapidez y penetración, ya que los hijos de las tinieblas parecen ser más listos que los hijos de la luz. La doble tentación de satanizar o idealizar estos milagros de la tecnología está siempre al acecho, dado que son obvias tanto las ventajas como los peligros. No faltan tampoco en nuestros ambientes eclesiales aquellos que aceptan indiscriminadamente las novedades tecnológicas e ideológicas. El solo hecho de ser nuevo o moderno confiere derecho de entrada a cualquier realidad. El no hacerlo haría incurrir en una especie de anatema o en la acusación discriminante de ser anticuados o conservadores: “Siempre nos quedamos atrás... la Iglesia siempre llega tarde...”. En el extremo opuesto, no faltan quejas y acusaciones, como si todos los males de nuestro mundo actual fueran inducidos desde fuera (el ambiente, la cultura, la droga, la pornografía, etc.), pasando a segundo plano la responsabilidad personal. En la historia no hay vuelta atrás; sería inútil añorar los tiempos antiguos, a veces ingenuamente idealizados, con la esperanza de que vuelvan a repetirse. No se
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quiere y no se puede retroceder. Aquí lo que nos importa es resaltar la decadencia de valores que amenaza tanto a la persona como a nuestra sociedad, y con ella también a la Iglesia. El reto estriba en nuestra capacidad y creatividad para mantenerlos vivos dentro de las nuevas oportunidades que los avances tecnológicos y nuestra cultura nos ofrecen. Y cuando sea necesario también criticar, limitar o rechazar el recurso de estos instrumentos, porque, como nos recuerda el Concilio, si bien es cierto que “prestan gran servicio al género humano”, igualmente “pueden ser utilizados contra los designios del Creador y convertidos en instrumentos de mal”1. Como todas las realidades humanas, los medios de comunicación son ambivalentes y, por lo tanto, apelan principalmente a nuestra responsabilidad y libertad2. A continuación intentaremos describir algunos de los rasgos sobresalientes del inmenso campo de la comunicación. Nos limitaremos a aquellos aspectos que más atañen a nuestro tema, ubicándolos en el ámbito Inter mirifica (IM), 2a. “Para la Iglesia, el nuevo mundo del ciberespacio es una llamada a la gran aventura de usar su potencial para proclamar el mensaje evangélico... La Iglesia afronta este nuevo medio (Internet) con realismo y confianza. Como otros medios de comunicación, se trata de un medio, no de un fin en sí mismo. Internet puede ofrecer magníficas oportunidades para la evangelización si se usa con competencia y con una clara conciencia de sus fuerzas y sus debilidades”: Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Mensaje del santo padre para la XXXVI Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales: Internet, un nuevo foro para la proclamación del Evangelio, Ciudad del Vaticano, 12 de mayo de 2002, 2-3. Véase también del mismo Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Ética en Internet, Ciudad del Vaticano, 22 de febrero de 2002, 1-3; La Iglesia e Internet, Ciudad del Vaticano, 28 de febrero de 2002, 1-2. 1 2
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de la cultura actual. Al hablar de cultura actual somos conscientes de operar una reducción injusta y arbitraria ante la complejidad de una realidad diversificada, en continua transformación y que no se puede encerrar en una sola definición. Con todo, es posible indicar algunas tendencias que parecen afectar, por la ya nombrada globalización, a buena parte del tejido cultural de diferentes latitudes y ambientes sociales.
1. Aumenta la eficiencia, disminuye la capacidad de espera
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a computadora, el e-mail, el celular o el correo rápido nos ahorran, en cierto sentido, una enorme cantidad de tiempo, de dinero, de energías, de viajes. Confiar, por ejemplo, a una carta nuestras noticias o experiencias significa exponerse a tiempos prolongados. Sobre todo, si la escribimos a mano. No podemos hacer correcciones con la misma facilidad con la que las hacemos en un archivo de computadora. El corrector automático no deja las huellas desagradables, pero tan reales, de una tacha. Por lo tanto, es preciso, para evitar esto, hacer un borrador, y ello llevaría tiempo. Además, una carta escrita con una mano temblorosa, como por ejemplo la de nuestra anciana madre, nunca podría alcanzar la perfección y complejidad técnica de una tarjeta en Power Point. Igualmente, no es tan fácil conservar una copia de lo que escribimos, ya que, aunque es posible, aumentaría fastidiosamente la cantidad de papeles sobre nuestro escritorio. Y la contestación a
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nuestra carta, si también fuese escrita con las mismas modalidades, llevaría una buena cantidad de tiempo. Esto es, perderíamos tiempo. Un tiempo, sin embargo, que nos permitiría quizás experimentar más el gozo de una respuesta esperada y deseada. Nos ofrecería la posibilidad de pensar, en ese caso, en la persona querida, de imaginar cómo está y qué está haciendo, de recordar cuánto le escribimos y desear haberle contado algo más o algo menos. Un tiempo que nos ayudaría a estar con lo que pensamos y sentimos, a mirar hacia adentro de nosotros mismos y a gustar el sabor de aquello que la vida nos regala. Sostiene irónicamente Lewis que “la propaganda más verdadera y horrible que se ha hecho de los transportes modernos (y nosotros podríamos añadir de todos los medios de comunicación actuales) es que acaban con las distancias. Es cierto. Acaban con unos de los dones más preciados que hemos recibido. Es una exigencia que desprecia el valor de la distancia, de forma que un chico moderno viaja a cientos de kilómetros con menos sensación de liberación que la que tuvo su abuelo al recorrer sólo quince. Por supuesto, si un hombre odia la distancia y quiere que se acabe con ella, ése es otro asunto. ¿Por qué no se mete en su ataúd de una vez? Ahí hay suficiente poco espacio”3. Si el tiempo y la distancia se comprimen, la espera casi se anula. Queda sólo la soledad de cada instante que propone su sentido irremediablemente subjetivo y relativo, pero falto de un designio capaz de propor3 Lewis, C. S., Cautivado por la alegría. Historia de mi conversión, Encuentro Ediciones, Madrid 1989, pp. 161-162.
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cionarle un sentido global. Sólo lo inmediato es real. Tanto la memoria como el soñar son exiliados de la conciencia y de la historia. “En el origen de esta transformación de la temporalidad se encuentran fenómenos sociales complejos, como la urbanización, la expansión de la tecnología y de la presencia de fundamentos técnicos-científicos de tipo universalista en todas las culturas locales, el predominio de las imágenes respecto a la palabra escrita y hablada y, finalmente, el influjo de la industria cultural, que, para evitar los efectos destructivos de sus propuestas sin respiro, debe encoger la experiencia del tiempo en favor de la simultaneidad”4. Somos como arrollados por una cantidad de estímulos, informaciones y sensaciones que pasan sobre nosotros con la misma violencia e infecundidad de los temporales veraniegos. Nos enteramos en tiempo real de cómo están nuestros amigos normalmente a través de comunicaciones breves y “técnicas”, como el chateo, un e-mail o una plática por teléfono, porque, no hay que olvidarlo, no tenemos tiempo para explayarnos más. Cómica y trágicamente debemos ganar tiempo para llenarlo con más actividades. El acumularse de los compromisos, el frenético correr de un lado a otro, el multiplicarse de las reuniones, el sentirse cada día más dispersos y tensos, son un buen ejemplo de la ventaja de tener más tiempo. La experiencia del burn out –literalmente, quemar todas las energías para encontrarse sin fuerzas y ganas, como pelotas desinfladas– no es 4 Pollo, M., “Il vissuto giovanile del tempo”, en Note di pastorale giovanile, marzo (2000), p.16.
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exclusiva del mundo laico. ¿Cuándo nos concedemos, después de un día de duro trabajo, estirar los pies hacia el fuego, con el vaso al alcance de la mano y las pantuflas puestas, abriendo nuestras mentes mientras hablamos, “príncipes soberanos de estados independientes”, según la sugestiva expresión de Lewis5? Y en nuestra carrera contra el tiempo queremos tener lo más pronto posible todas las respuestas a nuestras preguntas. La inseguridad y la duda se nos hacen cada vez más insoportables. Hay que tener ahora las informaciones que necesitamos, y, si fuera posible, antes que todos los demás, antes de que los hechos acontezcan. Hay que satisfacer ahora nuestras necesidades, no podemos permitir que nuestro entorno, nuestra comunidad o nuestros seres queridos nos hagan esperar, y mucho menos estar con la desagradable frustración de un deseo no cumplido. Para este propósito nos vienen a la mente las palabras del zorro a su amigo, el protagonista de El principito, cuando éste llega antes a la cita concertada: “Hubiera sido mejor –dijo el zorro– que vinieras a la misma hora. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, desde las tres yo empezaría a ser dichoso. A medida que se acercara la hora, yo me iría sintiendo cada vez más feliz. A las cuatro me sentiría agitado e inquieto, descubriendo así lo que vale la felicidad. Pero si tú vienes a cualquier hora, nunca sabré cuándo preparar mi corazón... Los ritos son necesarios...”6. Cf. Lewis, C. S., Los cuatro amores, Rialp, Madrid 1993, p. 82 y 84. Saint-Exupéry, A., El principito, Fernández Editores, Ciudad de México 1983, pp. 66-67. 5 6
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En ese sentido, la inmediatez y el atractivo que suscita la imagen contribuye no poco a esa exasperación de la prisa en querer llenar el ansia de un encuentro esperado o de gratificar cualquier deseo. En cambio, la palabra es esencialmente sucesiva, por eso Lessing saca la conclusión de que la pintura es el arte del espacio, pero la poesía y la palabra son el arte del tiempo. Quienes trabajan en la educación conocen muy bien la dificultad de nuestras generaciones para leer un libro sin imágenes. Aparte del aburrimiento que puede provocar, se constata una creciente resistencia a leer largo rato y a retener el contenido de lo leído. La costumbre o la adicción a quedarse durante tiempos considerables frente a un televisor, a Internet o a la nintendo provoca una progresiva atrofia de la capacidad de escucha, de memoria y, por lo tanto, de la comunicación7. Las imágenes son cada vez más explícitas y “verídicas”. No hay espacio para evocar, todo se tiene que mostrar “tal cual es”, porque hoy la verdad, también moral, se identifica a menudo con lo que se puede ver y sentir. Comerciales, pancartas publicitarias y hasta las más inofensivas películas de clasificación familiar se caracterizan por un aumento de desinhibición al que nos vamos des7 “La gente, dependiendo de cómo usa los medios de comunicación social, puede aumentar su empatía y su compasión o puede encerrarse en un mundo narcisista y aislado, con efectos casi narcóticos. Ni siquiera los que rehúyen los medios de comunicación social pueden evitar el contacto con quienes están profundamente influidos por ellos”: Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Ética en las comunicaciones sociales, Ciudad del Vaticano, 4 de junio de 2000, 2.
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graciadamente acostumbrando como a algo común, signo de los avances “científicos” que convierten lo “natural” y las leyes biológicas en normas absolutas. ¿Quién no recuerda, por contraste, la mirada tímida y delicada de Charlot a la violetera ciega en Luces de la ciudad? Hoy, pobres cuerpos desnudos en posturas ridículas, casi siempre de mujeres, son exhibidos al voyeurismo de los transeúntes o de los espectadores para atestiguar el alcance de la madurez y del progreso. Algo parecido puede afirmarse de la violencia. Podemos encontrar un ejemplo en la película de El gladiador. Según una creciente tendencia maniquea de Hollywood, el mundo está dividido en dos: los malos, para quienes no hay redención, y los buenos, que no poseen defectos. En este contraste de fuerzas que no tiene solución, se nos propicia una carnicería en toda regla bajo el pretexto de un marco histórico distorsionado y francamente discutible. Taparse los ojos frente a tanta crudeza disfrazada de “realismo” puede ser considerado infantil. Nacer, amar, morir, los actos más sagrados e íntimos de la existencia humana, se muestran en la vía pública. Y “una de las consecuencias fundamentales de la pornografía y de la violencia es el menosprecio de los demás, al considerarles como objetos en vez de como personas. La pornografía y la violencia suprimen la ternura y la compasión para dejar su espacio a la indiferencia, cuando no a la brutalidad”8, y a la búsqueda de Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Pornografía y violencia en las comunicaciones sociales. Una respuesta pastoral, Ciudad del Vaticano, 7 de mayo de 1989, 18-19. 8
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la satisfacción individual a toda costa se añade un nihilismo moral que “acaba haciendo del placer la sola felicidad accesible a la persona humana”9. El fallecido director de cine y escritor Pier Paolo Pasolini, lanzando feroces críticas en especial contra la televisión, se preguntaba: “Si los modelos de vida propuestos a los jóvenes son los de la televisión, ¿cómo puede pretenderse que la juventud más expuesta e indefensa no sea criminal? La televisión es la que ha cerrado la era de la piedad y ha iniciado la era del placer”10. Se quieren sensaciones rápidas y de efecto inmediato. El lento proceder del pensamiento y de la palabra termina por sucumbir ante la inmediatez del sentir. Pero, por ser la sensación espontánea y no fruto de la voluntad, no logra por sí misma asegurar su repetitividad, como tampoco la profundidad y la perseverancia en ninguna actividad o relación. Vitz ve en el culto de sí mismo uno de los rasgos característicos de una cultura cada vez más narcisista. Apunta el dedo sobre esta búsqueda inmediata e impulsiva de sensaciones y experiencias que no suponen ninguna implicación, como pueden ser las drogas, el sexo ocasional y a menudo la homosexualidad. Y afirma: “En este clima emotivo son raras las relaciones de amor románticas e idealizadas”11. La inestabilidad que caracteriza a muchas de las relaciones actuales, tanto en el ámbito familiar, de trabajo o de la misma vida consaÍd. Cit. en Martini, C. M., La orla del manto, Paulinas, Santafé de Bogotá 1991, p. 20. 11 Vitz, P., Psicologia e culto di sé, EDB, Bolonia 1987, p. 131. 9
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grada y sacerdotal, pueden tener en esa dificultad una de sus explicaciones más certeras.
2. Aumentan los contactos, disminuye la profundidad de los encuentros
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a eficiencia y la rapidez de los medios a nuestra disposición (de comunicación, de transporte, máquinas o utensilios de trabajo...) tienen también como efecto un aumento considerable de las oportunidades de encuentro. La frecuencia con que los mismos religiosos/as y sacerdotes viajan y se trasladan aun temporalmente de sus sedes aumenta vertiginosamente. Tener un compromiso de trabajo en otra nación o continente es cada vez menos un hecho extraordinario. Si sólo hace setenta años ir a un país de misión significaba frecuentemente morir ahí o regresar rarísimas veces, ahora permanecer en el mismo lugar más de dos o tres años puede ser considerado “excesivo”. De igual manera, vivir en el mismo pueblo toda la vida o desempeñar una actividad en la misma comunidad por mucho tiempo, es algo cada vez menos factible.
Cambiar, conocer nuevas realidades, encontrar nuevas personas, se ha convertido en un símbolo de inmortalidad, según la expresión acuñada por Becker12. Y no es difícil imaginar que cuanto más aumentan las 12
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Cf. Becker, E., Il rifiuto della morte, Paoline, Roma 1982.
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conexiones, las personas y lugares conocidos, tanto más puede aumentar una sensación de valor y de dominio sobre la realidad. Decimos sensación porque el paso a algo real en este sentido está en tela de juicio. Obviamente, este aumento en el número de contactos no es sinónimo de superficialidad; sin embargo, esta eventualidad no está tan remota como desearíamos. Y la experiencia diaria lo confirma. Las llamadas desde un celular para avisar que estamos llegando a casa, en el aeropuerto o de compras en un supermercado se caracterizan por mensajes breves y pragmáticos, en algunos casos superfluos. En Europa hay una media de dos a tres celulares por familia, lo que quiere decir que cada miembro, incluso los niños pequeños, tiene la posibilidad de comunicarse con los demás cuantas veces quiera y dondequiera que se encuentre. Con todo, el diálogo de tú a tú no se ha vuelto más fácil. La soledad no ha disminuido. Por el contrario, ha aumentado la dificultad para poner en común algo de sí y mantener durante un tiempo prolongado cualquier relación importante. Todo, o casi todo, cae en la fugacidad del momento presente. Un destello de emociones superficiales y luego el aburrimiento de la vida de todos los días, de la que sólo se procura huir. “La cultura del placer parece haber sustituido a la cultura de la felicidad, sobreponiéndose a ella. El futuro es evocado más como amenaza que como promesa de felicidad. Únicamente el presente parece ofrecer los caminos para encontrar la felicidad/placer. Dentro de este sentido de lo cotidiano opacado, vuelven a resurgir antiguas sugestiones que inducen a muchas personas a abandonar su centro existencial constituido por la conciencia racional, para
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emprender la búsqueda de sentidos completamente irracionales, inconscientes y atemporales de la propia existencia”13. Entre muchas, la aplaudida película de El club de los poetas muertos es un ejemplo que ilustra cuanto acabamos de decir. Los estudiantes de un college, cautivados por su maestro de literatura, empiezan a encontrarse por las noches en unas cuevas naturales cercanas a la escuela. Ahí, lejos de los demás, encerrados en sus diálogos fantásticos, experimentan una sensación de exaltación y potencia. Uno de estos muchachos, conquistado por esta experiencia, quiere dejar la carrera para ser actor de teatro. Viene el “no” de su padre y empieza el drama que le lleva al suicidio. El padre es descrito como un ogro, obsesionado por la vida “real”. El contraste entre la realidad (el padre y las exigencias de la carrera) y la emoción (teatro) encuentra, según la ideología de la película, sólo en el suicidio su solución. Pollo, Il vissuto giovanile, p. 15. Algo análogo afirma el papa Juan Pablo II acerca de Internet: “Además, Internet redefine radicalmente la relación psicológica de la persona con el tiempo y el espacio. La atención se concentra en lo que es tangible, útil e inmediatamente asequible; puede faltar el estímulo para profundizar más el pensamiento y la reflexión. Pero los seres humanos tienen necesidad vital de tiempo y serenidad interior para ponderar y examinar la vida y sus misterios, y para llegar gradualmente a un dominio maduro de sí mismos y del mundo que los rodea. El entendimiento y la sabiduría son fruto de una mirada contemplativa sobre el mundo, y no derivan de una mera acumulación de datos, por interesantes que sean. Son el resultado de una visión que penetra el significado más profundo de las cosas en su relación recíproca y con la totalidad de la realidad”: Mensaje del Santo Padre para la XXXVI Jornada mundial de las comunicaciones sociales, 4. 13
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De hecho, la exasperación del placer propiciado por el momento presente, el carpe diem de latina memoria, es rayana en la muerte. Fausto, el eterno adolescente, vende su vida a Mefistófeles para ser seducido a fuerza de goces, pero el precio es la destrucción de su existencia: “Si un día le digo al fugaz momento: ‘¡Detente! ¡eres tan bello!’, puedes entonces cargarme de cadenas, consentiré gustoso en morir... puede pararse el reloj, caer la manecilla y finir el tiempo para mí”14. Y así, mientras el tiempo de la cotidianidad se contrae, se procura prolongar indefinidamente el tiempo de la novedad o diversión. El tiempo libre o la fiesta no tienen otro valor que el de ser “robados” al trabajo o al estudio. Nuestros jóvenes hablan de reventón, y la palabra es sintomática. Es como si se quisiera aprisionar todo el sabor de la vida, toda la profundidad de un encuentro, en la explosión de un momento. Y cuando la naturaleza ya no ayuda, entonces hay que crearlo artificialmente. Música a todo volumen, oscuridad surcada por luces deslumbradoras, movimientos repetidos hasta el cansancio de la mañana siguiente, alcohol o drogas para soportar este ritmo desenfrenado y para aumentar momentáneamente la intensidad de las sensaciones. “La música –según el estudio de Anatrella sobre la adolescencia inacabada de nuestras generaciones– reemplaza el flujo de los pensamientos: se ha convertido en la razón del pensar, el medio a través del cual se expresan. En muchos casos sustituye a la palabra... 14
Goethe, J. W., Fausto, Porrúa, Ciudad de México 1999, p. 27.
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Todo se tiene que sentir...”15. Una experiencia, dice el autor, que atonta y entorpece los sentidos, buscada como fuente de placer cercana al autoerotismo. Pero no se habla, y tal vez se grita para ganarle al ruido. El baile mismo es vivido como un trance, un placer solitario. Y los demás no son más que un medio para alcanzar este fin. Se delega así el propio mundo interior a gestos, a sonidos, pero no al diálogo tejido en la paciencia de las horas cotidianas16. Y la sed de un encuentro auténtico no hace más que crecer. El chateo es un buen ejemplo de esta sed. ¿Cuánta verdad hay en las frases telegráficas que se lanzan al mundo del anonimato? ¿Será cierto que uno es alto, guapo, rico y de ojos azules? ¿Será cierto que tiene un buen trabajo y que ha estado buscando al amor de su vida? Cierto o no, lo que cuenta es que el otro tiene nuestro mismo deseo de alguien que le escuche, de alguien que esté en contacto con él. La verdad o la Anatrella, T., Interminables adolescences. Les 12-30 ans, puberté, adolescence, postadolescence. “Une société adolescentrique”, Ed. du Cerf, París 1988, p. 184. 16 El documento Ética en las comunicaciones sociales se pregunta con razón: “La web del futuro, en lugar de ser una comunidad global, ¿podría convertirse en una vasta y fragmentada red de personas aisladas –abejas humanas en sus celdas– que interactúan con datos y no directamente unas con otras? ¿Qué sería de la solidaridad, o que sería del amor, en un mundo como ese?”. Y constata a la vez que “los actuales medios de comunicación aumentan mucho el alcance de la comunicación social, su cantidad, su velocidad, pero no hacen menos frágil ni menos susceptible de fracasar la disposición humana para comunicarse de mente a mente, de corazón a corazón” (29). 15
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mentira surten el mismo efecto. Se está dispuesto a contar los dramas más íntimos de la propia vida a una pantalla silenciosa e indiferente y en la más absoluta soledad de un cuarto. A este intimismo y “privatización” se contraponen los grandes encuentros de masa, rodeados y buscados por su espectacularidad. Los megaconciertos al aire libre, las concentraciones juveniles con ocasión de congresos también religiosos, son algunos de los muchos ejemplos de este fenómeno. Es muy posible que haya disminuido la participación en retiros, encierros, ejercicios, pero basta una reunión de masa, aun en otra nación, para movilizar a millares de jóvenes y menos jóvenes. Los espacios se agrandan y se reduce la experiencia del límite y, por lo tanto, de la propia identidad. Se vive cada vez más en los llamados no-espacios, es decir, el supermercado, los centros comerciales, las estaciones o aeropuertos, los fast food, las discotecas... El encuentro personal se diluye en esa masa anónima que no proporciona ya aquella fuente de identidad que procedía antes de los grupos de referencia fundamentales: la familia, la escuela, el grupo de coetáneos, la parroquia. Puede ser interesante analizar, para este propósito, el aumento tanto de los movimientos como de sus adeptos, también eclesialmente. Sin entrar en los méritos o deméritos de este fenómeno, nos importa resaltar aquí el tipo de relación y comunicación que estos grupos proporcionan. De hecho, una de sus características es la no-territorialidad. Mientras la parroquia se define por su delimitación espacial y por cierta cotidianidad de las relaciones (la gente se conoce, es siempre la misma),
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quienes participan en un congreso anual o en los encuentros de mes casi nunca se conocen bien entre sí y no vuelven a verse sino en estas ocasiones esporádicas y de masa. De maneras distintas se busca ardientemente un encuentro saltando casi por completo la mediación personal y cotidiana. El creciente recurrir al sexo y a la pornografía on line, más allá de cualquier y justa implicación moral, no es en su mayoría más que un grito desesperado para recuperar una cercanía perdida en la normal relación de todos los días. Con todo, cualquier representación de la realidad no podrá nunca sustituir la realidad en sí misma, sino al precio de una peligrosa enajenación en lo ficticio y en emociones sin objeto real. Podemos “dialogar” con amigos/as virtuales dispuestos a obedecer nuestros deseos, podemos “dialogar” con los compañeros que encontramos durante un concierto, en el avión o un congreso, pero es muy probable que no logremos hablar con nuestra esposa, con nuestros hijos, con nuestro hermano de comunidad, con los vecinos o con la gente de nuestra parroquia.
3. Aumenta el flujo de las palabras, disminuye su sentido
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o tenemos datos para sostener que hoy se hable más que en el pasado, pero sí, como ya hemos comentado anteriormente, han aumentado los medios para difundir la palabra, tanto escrita como hablada, así
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como se han extendido las posibilidades para acceder a las nuevas fuentes de comunicación. Estamos invadidos literalmente por ríos de palabras: reuniones en constante aumento para programar, evaluar, compartir, decidir; elaboración de documentos, análisis, estrategias, planes a corto y largo plazo; informaciones precisas y detalladas de la situación de cada institución para sus miembros; audífonos que nos aseguran hasta el aburrimiento nuestras canciones preferidas; televisores y radios encendidos a todas horas; Internet móvil, beeper o celular que no conocen barreras de tiempo o espacio; pancartas publicitarias que tapizan cada rincón de la ciudad; libros, revistas y periódicos de todo tipo; estereos en el coche, la oficina, la casa; talk shows que vulgarizan las experiencias más íntimas de la vida de la gente en una logorrea superficial y agresiva... Y la lista correría el riesgo de ser demasiado larga si pretendiera ser exhaustiva. Asistimos por un lado a la reducción de la comunicación a algo técnico, donde el lenguaje digital y lógico parece engullir cualquier atisbo de imaginación y poesía. En el extremo opuesto, podemos encontrar también una exaltación de la emotividad pura, que sale a flote en un lenguaje altamente subjetivo, desarticulado y falto de estructura. Y los dos extremos se agudizan en la medida en que no encuentran un punto de diálogo dentro de la persona. El silencio, el gusto por estar con los propios pensamientos y sentimientos, por escuchar y esperar, por evocar e imaginar, parecen haber menguado, si no desaparecido. Las palabras se asemejan cada vez más a notas amontonadas sin pausas. La cantidad no ha beneficiado
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a la calidad. Se está produciendo un cambio significativo del lenguaje que parece encaminado hacia una mayor pobreza. Sabemos que una lengua es algo vivo, en continua transformación. Para que una lengua se mantenga viva, necesita cambiar. Hay lenguas que nacieron y desaparecieron. Constatamos a diario el forjarse de nuevas expresiones, modismos y neologismos que deberían constituir una riqueza y no un empobrecimiento. A este respecto se produce una variedad de fenómenos tan extensa que rebasa con mucho los límites de estas páginas. Sin embargo, puede ser interesante y sugerente indicar siquiera algunos de los rasgos más sobresalientes que iluminan no poco las dificultades que surgen en el mundo de la comunicación. Anatrella, siempre a propósito de los adolescentes actuales, hace notar que dentro de un clima educativo que exalta la espontaneidad, la apertura y la “libertad”, el lenguaje se reduce principalmente a expresar los propios deseos o ganas: “¡Hago lo que quiero!”. Poco importa si esto coincide o no con los deseos ajenos, si lo que quiero es útil y necesario o si lo que digo puede ofender la dignidad del otro. Ya no se hace referencia a un valor o a un sentido, sino a un impulso que domina al sujeto, más que ser él quien domine sus pasiones. La vida intelectual se vuelve más visual que conceptual. Es más importante sentir o ver que comprender. El lenguaje pierde su función de control, y su pobreza, tanto hablada como escrita, se hace cada día más manifiesta. “El desarrollo del lenguaje de los adolescentes, en el que se inspiran también los adultos para hablar, está encaminado hacia la afasia: la ausencia de la pala-
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bra”17. Se trata en la mayoría de los casos de un lenguaje entrecortado y chocante, cada vez menos elaborado y que tiende a ser más concreto que abstracto, a recurrir a palabras nuevas o cuyo sentido ha sido desvirtuado. A veces se asiste a una contracción de la misma palabra que se reduce a un sonido casi inarticulado, musitado entre los dientes. Cuenta más expresar emociones que comprender los hechos. Los medios de comunicación no se quedan atrás en esta tendencia. No importa tanto informar con honestidad y verdad al lector o al espectador, basta conmover, suscitar su interés. No importa saber o entender, sino persuadir el público. Además de incurrir en crecientes errores ortográficos o gramaticales, la mayoría de los periodistas trabajan con una cantidad de informaciones sacadas de agencias, cuya veracidad está muchas veces en entredicho. No es raro leer un artículo de periódico, o escuchar un reportaje, donde se repite decenas de veces la misma y única información acerca del hecho presentado, sin progresar ni una coma en su descripción y comprensión. El triunfo del pseudoconocimiento, de la aproximación superficial y de lo sensacional (qué no decir del amarillismo de nuestros informativos) no hace más que dar la última palabra a la imagen y, por otro lado, disminuir la capacidad de conocer y estar con la realidad en profundidad. El lenguaje juvenil se hace cada vez más codificado, sustituyendo, como afirmábamos antes, el lenguaje 17
Anatrella, Interminables..., p. 182.
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conceptual y elaborado. No faltan ejemplos de esta tendencia, que se manifiesta a través de fórmulas que cambian según los períodos: “chido” para decir agradable, de buena calidad, clase; “fuera de onda” en lugar de distraído; “qué onda” para preguntar como está uno o “es la onda” para definir una moda o una convicción común; “chafo” para clasificar algo de mala calidad; “qué padre” para describir algo muy bonito y atractivo18. La lista podría seguir y ser puesta al día continuamente. En todo caso confirma una pobreza de vocabulario para encontrar un nombre, un verbo o un adjetivo que califique una relación, una situación o a una persona. “A grandes rasgos –sostiene Hilda Jimeno Arce– se advierte una fuerte tendencia por el uso de términos provenientes del habla baja; vocablos vulgares y hasta ‘germanescos’... Estas clases de vocablos son utilizados por los hablantes como una reafirmación de pertenencia al grupo joven; aunque en ocasiones se registran en individuos entre los 32 y 38 años, tienen precisamente esta función de reforzar a quien los use como miembro del grupo joven, el grupo que está a la moda”19. Y, como ya afirmaba Anatrella, en el clima educativo y cultural de nuestros días es preciso que los adultos imiten a los adolescentes y a los jóvenes, y no el contrario. El habla común se transforma así en una caja de resonancia de esta tendencia que exalta la adolesCf. Jimeno Arce, H. M. G., “Anotaciones para el estudio de los neologismos en el habla culta de la ciudad de Guadalajara”, Tesis para la maestría en lingüística, Universidad Autónoma de Guadalajara, Guadalajara 1987, cap. V. 19 Ibíd., pp. 78-79. 18
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cencia y la juventud y las propone como metas ideales para todas las etapas de la vida. Palabras ordinarias asumen significados distintos perdiendo a veces su etimología, y no sólo se forjan vocablos o expresiones nuevas, sino que también términos de uso común se van alejando de su antiguo significado y adquiriendo diferentes acepciones, a menudo reductivas. Un ejemplo entre muchos, y que nos toca de cerca, es lo que acontece con el término “caridad”. Lejos de toda la riqueza y profundidad tanto humana como bíblica de esta palabra, se reduce en muchos ambientes a sinónimo de hacer o dar una limosna. Lo que antes se nombraba como “caridad” es ahora sustituido, por ejemplo, con “solidaridad”, término seguramente más popular y común. ¿Se trata simplemente de una sustitución? ¿Se ha encontrado una palabra más “comprensible” y más cercana a la sensibilidad de la gente? Se podría suponer que este cambio constituye una riqueza, un aumento en la capacidad de captar y manifestar la realidad tanto interior como exterior. Si miramos más detenidamente el ejemplo, podemos ver que en ese caso no es así. Los términos “solidario” y “solidaridad” vienen del latín solidus, que quiere decir “firme, macizo, fuerte”. Según la definición del Diccionario de la lengua Española de la Real Academia, solidaridad indica una “adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros”. Se refiere, por lo tanto, a una responsabilidad mutua, a algo compartido que produce a su vez cohesión entre quienes dan y quienes reciben. Este término se ha desarrollado y ha tenido su auge prevalentemente en el ámbito social y caracteriza, según el
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matiz más común que se le ha atribuido, el querer compartir lo que se tiene con otros menos afortunados. Mientras que la palabra caridad, en su acepción bíblica, contiene la idea de un regalo, de un don de amor cuyo origen no es primeramente humano, sino divino, ya que manifiesta la misma realidad del Dios de Jesucristo. León Dufour, comentando la voz amor en el Nuevo Testamento, afirma que “el amor del prójimo es esencialmente religioso, de un espíritu completamente distinto de la mera filantropía. En primer lugar por su modelo: imitar el amor de Dios. Luego por su fuente, y sobre todo porque es la obra de Dios en nosotros... Este amor viene de Dios... y, venido de Dios, vuelve a Dios”20. ¿Simple pérdida de una acepción, atribuible a una falta de conocimiento o de cultura? Y junto al empobrecimiento o transformación del significado de las palabras, asistimos al mismo tiempo a la progresiva desaparición de vocablos en favor de otros cada vez más omnicomprensivos y globales. Por ejemplo, todo es “cosa” o “eso-ese”, términos vagos y neutrales, que pueden referirse a cualquier realidad, concepto o persona. Con mucha frecuencia no se sabe siquiera si existe un nombre más preciso, y tampoco se tiene el deseo de buscarlo. Poco a poco se reduce el abanico de las posibilidades semánticas, y la riqueza verbal de un idioma puede quedarse encerrada en un millar de vocaLeón-Dufour, X., Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1980, pp. 80-81. Cf. también Balz, H. – Schneider, G., Diccionario exegético del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1996, pp. 24-36. 20
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blos parecidos a una llave maestra sin identidad. Y así nos vamos pareciendo cada día más a aquel poeta, descrito por Chesterton, que no oyó “el cacareo de los gallos, el griterío de las cacatúas, el graznido de las cornejas, el cloqueo de las gallinas, el gorgoteo de los pavos...”21 y que redujo este concierto de la naturaleza a un indefinido e incoloro ruido de animales. Más allá de una simple preocupación académica o culta, lo que cabe destacar es que, como asevera Anatrella, “la manera de utilizar el lenguaje es muy a menudo expresión de una cierta manera de pensar y de vivir”22. Sobre las mismas notas, Octavio Paz observa que la corrupción de una sociedad comienza con la corrupción de la gramática, de la disgregación del lenguaje. El flujo vacuo de las palabras y su “barbarización” no son sólo indicio de baja cultura o de ignorancia, sino señal de inmoralidad. Hablando de Alfonso Reyes advierte sobre los peligros y las responsabilidades del lenguaje y sostiene que “las raíces de las palabras se confunden con las de la moral: la crítica del lenguaje es una crítica histórica y moral. Todo estilo es algo más que una manera de hablar: es una manera de pensar y, por lo tanto, un juicio implícito o explícito sobre la realidad que nos circunda”23. El habla, de cualquier naturaleza que sea, interpela a algo que va más allá de la simple información o interChesterton, G. K., Ensayos, Porrúa, Ciudad de México 1985, p. 141. 22 Anatrella, ibíd., p. 183. 23 Paz, O., El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México 1994, p. 177. 21
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cambio de palabras. Todo esto nos advierte que ya es tiempo de adentrarnos con mayor decisión en el terreno del significado y del lugar que adquiere el lenguaje en el llegar a ser de la persona y de la relación. En las páginas que siguen intentaremos abrir una ventana sobre este misterio partiendo de algunos datos de la antropología y de la filosofía. Quienes se sientan desalentados por esta gira tan amplia, pueden obviar sin escrúpulos el próximo capítulo y dirigirse sin más a la parte espiritual y psicológica. Esta omisión no afectaría a su comprensión, aunque sí empobrecería significativamente su sentido.
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II. Comunicación y lenguaje
1. Más allá de una visión instrumental: el lenguaje como “casa del ser”
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artin Heidegger, en su libro sobre el habla, afirma que el hombre no sería tal sin la palabra. Asimismo, tampoco existiría el mundo si no existiera el habla humana24. Parece remontarnos a algo que nos aleja del camino. Con todo, puede ser que estemos más cerca de casa cuando una amplia curva nos la esconde que cuando estamos en la cumbre de una montaña y podemos divisarla con claridad. En el fondo, los preámbulos contienen en sí la esencia de lo que se quiere decir, un poco como las ouvertures que anticipan los motivos musicales de la sinfonía completa. ¿Qué significa hablar? Según la opinión corriente, hablar es la acción de los órganos de fonación y de audición. El Diccionario del pensamiento contemporáneo afirma que con el término lenguaje se hace referencia “a una actividad guiada por un sistema de signos combinados entre sí por ciertas reglas. El lenguaje es la actividad específica de los individuos cuando hablan y escriben”25. Cf. Heidegger, M., De camino al habla, Odós, Barcelona 1987 Diccionario del pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid 1997, p. 711. 24 25
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A raíz de estas definiciones, según Heidegger, en Occidente ha prevalecido una visión de las palabras como signos que manifiestan, que remiten a algún contenido o concepto. De esa forma se ha reducido la palabra a algo funcional, como un instrumento que permite dar nombres a las cosas. “Estos conceptos ‘justos’ del habla –sostiene–, como si fueran inquebrantables, dominan por completo los diferentes modos de contemplación científica del habla. Tales conceptos están arraigados en una antigua tradición. Sin embargo, dejan completamente inadvertida la plasmación más antigua de la esencia del habla”, ya que, en su esencia, “el habla no es expresión ni actividad del hombre. El hombre es el habla”26. El pensamiento actual es fuertemente representativo y obtiene su forma del cálculo técnico y científico. Por lo tanto, nos es difícil detenernos y contemplar el prodigio de la palabra en cuanto tal por estar tan acostumbrados a considerar “reales” y “provechosos” únicamente los hechos. ¿Qué significa, entonces, nombrar y qué es un nombre? ¿Es la designación que provee a algo de un signo fonético y escrito, como una cifra o un signo? Según Heidegger, nos hemos vuelto negligentes y calculadores en la comprensión y uso de los signos. Hablar, dar nombres, indicar objetos y hechos va más allá de una simple capacidad descriptiva. Sin la palabra, las cosas no serían cosas. “El nombrar no distribuye títulos, no emplea palabras, sino que llama las cosas a la palabra. El nombrar invoca. La invocación llama a venir a una 26
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Heidegger, ibíd., pp. 15-17.
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proximidad”27. Al ser nombradas, las cosas son invocadas para ser cosas; por eso, según la expresión acuñada por él, el lenguaje se convierte en la casa del ser. Sin esta función creadora, por así decirlo, del hombre, la realidad tanto interna como externa, el objeto en términos psicológicos, quedaría sin vida porque no tendría ningún receptor capaz de acogerlo y definirlo. Sin la palabra, entonces, la realidad no estaría presente ante la persona humana. A su vez, sin esta capacidad el hombre no sería tal, porque cada facultad y actividad suyas están forjadas para acoger el mundo, para entrar en relación con aquello que no es él mismo. Se da, por lo tanto, una interacción entre el sujeto y el objeto, entre la persona y el mundo, entre el yo y todo lo que no es yo, entre el yo y el otro/Otro. Aquello que no se identifica conmigo mismo es captado, visto, percibido y de alguna manera también interpretado. No es simplemente un dato, algo externo, que al ser nombrado es clasificado, identificado como tal. Decir, por ejemplo, “mi casa” no significa sólo reconocer que esta estructura de ladrillos con ciertas características es el lugar donde yo vivo. El camino para llegar a pronunciar este nombre, “casa”, es tan largo como nuestra existencia. A través de él hemos ido reuniendo diferentes elementos para construir en nuestra memoria, en nuestro pensamiento y sentimiento toda una serie de significados que rebasan con mucho la simple identificación de un objeto. Ningún dato se agota en una simple noción, en un concepto abstracto que lo 27
Ibíd., p. 19.
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define en su esencia, sino que muy pronto en nuestra vida fue captado e interpretado, cargado de significados y resonancias tanto cognoscitivas como afectivas que fueron cuajando en la expresión “mi casa”, que al ser pronunciada da vida a aquella realidad, la transforma en algo vivo, presente ante nuestro pensamiento como ante nuestras emociones y voluntad. “Palabras y frases –reitera Jaspers– no son meros signos de las cosas, sino expresión de procesos, recuerdo y suscitación de los mismos; hacen surgir algo que sólo en ellas y a través de ellas existe”28. Dice Lonergan que la “significación alcanza su máxima liberación encarnándose en el lenguaje, es decir, en un conjunto de signos convencionales”29. Mientras los signos se pueden multiplicar indefinidamente, no se puede decir lo mismo de las significaciones intersubjetivas y simbólicas por estar restringidas a la espontaneidad de cada persona. Él destaca la importancia del lenguaje en el desarrollo humano analizando el conocido caso de Helen Keller30. El momento en el Cit. en Diccionario del pensamiento contemporáneo, p. 881. Lonergan, B., Método en teología, Sígueme, Salamanca 1994, p. 73. 30 Helen Keller Adams (1880-1968), escritora estadounidense que superó grandes impedimentos físicos. A los 19 meses padeció una grave enfermedad que la dejó ciega y sorda. Hasta los siete años no pudo comenzar una educación especial de lectura y escritura con Anne Mansfield Sullivan, del Instituto Perkins para ciegos. Aprendió a leer el sistema braille y a escribir por medio de una máquina de escribir especialmente fabricada para ella. A los 10 años aprendió a hablar después de sólo un mes de preparación. Diez años más tarde, ingresó en la Universidad de Radcliffe, en la que se graduó con todos los honores en 1904. Escribió varios libros y dio muchas conferencias. 28 29
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que Helen descubrió que los sucesivos toques hechos por la mano de la maestra transmitían nombres de objetos fue marcado por una profunda emoción. A su vez, la emoción fructificó en un interés tan profundo que ella manifestó el deseo de aprender, y, efectivamente, aprendió en muy poco tiempo el nombre de una veintena de objetos. Y esto fue el comienzo de una increíble carrera de aprendizaje. A partir de este caso se puede comprender la razón por la cual las civilizaciones antiguas tenían los nombres en tan alto aprecio. En sintonía con Heidegger, también Lonergan afirma que esto acontecía no tanto porque el nombre indicara la esencia de las cosas; tal interés socrático de buscar definiciones universales vino mucho después. “El aprecio por los nombres es el aprecio por el logro humano de llevar la intencionalidad consciente a un punto focal preciso, realizando así la doble tarea de ordenar el mundo propio y de orientarse a sí mismo dentro de él... La acción es recíproca. El lenguaje no solamente moldea la conciencia que se va desarrollando, sino que estructura también el mundo que rodea al sujeto”31. “Por el lenguaje el hombre recrea el mundo –asevera Schökel–; recreando y poniendo orden, se manifiesta a sí mismo (...). En la palabra se comunica la persona, no sólo el concepto, ni sólo la imagen, ni sólo el sentimiento. Ni estos elementos yuxtapuestos, sino simplemente fundidos en una misteriosa y compleja síntesis”32. Lonergan, ibíd., p. 74. Alonso Schökel, L., La formación del estilo, Sal Terrae, Salamanca 1962, p. 16 y 62. 31 32
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1.1. El lenguaje como símbolo Para intentar una definición del lenguaje podemos remontarnos al texto clásico de Aristóteles a partir del cual se hace visible la estructura a la que pertenece el habla en tanto que fonación vocal: Lo que tiene lugar en la fonación de la voz (articulación de los sonidos) es símbolo de aquello que le acontece al alma como padecimientos, y lo escrito (es) símbolo de los sonidos vocales. Pues del mismo modo que la escritura no es la misma para todos, así tampoco son iguales los sonidos vocales. Pero de lo que éstos (sonidos y letras escritas) son principalmente signos, éstos son los mismos padecimientos del alma para todos los hombres, y las cosas de las cuales éstos (los padecimientos) configuran las imágenes son asimismo los mismos33.
Este texto, a pesar de su construcción un tanto difícil, manifiesta con claridad el peso y los límites de la convencionalidad del lenguaje. Aristóteles parece partir del lenguaje ya constituido y, por ende, de la diversidad entre las lenguas y las escrituras. Describe una serie lineal de relaciones según la cual los signos gráficos remiten a las palabras, éstas expresan los padecimientos (patheemata, “afectos”), los cuales, a su vez, son imagen de las cosas (pragmata): afectos y cosas, a diferencia de la escritura (ta graphomena) y del lenguaje (phonee), son las mismas para todos. Mientras resulta claro que tanto los lenguajes como las escrituras son muy distintos entre sí, no lo es demostrar que los afectos y las cosas son idénticas para todos 33 Aristóteles, De interpretatione, 1, 16 a 3-8. Cit. en Chiereghin, F., Possibilitá e limiti dell’agire umano, Marietti, Génova 1990, p. 138.
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los hombres. Si hay algo que resalta la individualidad es exactamente el tipo de afectos que puede suscitar una misma realidad. Por lo tanto, es difícil considerar los afectos y las cosas como la base para la comprensión recíproca. Es cierto que el fuego arde tanto en China como en Patagonia y que puede despertar miedo en todas las latitudes, pero lo que está en juego aquí no es tanto la existencia de las cosas en cuanto tales, sino su ser la-misma-para-todos, es decir, su presentarse en esa identidad antes que sea acogida según la diversidad de cada individuo. La diferencia entre los lenguajes, o idiomas, no significa que sean totalmente extraños entre ellos. De ser así, resultaría imposible cualquier traducción. En efecto, ¿cómo es posible descifrar una lengua diferente a la nuestra? No es suficiente reconocer la relación entre ciertos sonidos y signos, pues esto todavía no nos permite comprender un idioma. Podríamos, por ejemplo, leer correctamente el griego sin entender absolutamente el significado de las palabras. Es preciso tener algo o alguien que nos indique la correspondencia entre los signos y la vida, entre el lenguaje y la manera de actuar. Siempre dentro de los términos con los que Aristóteles plantea esta problemática, podemos afirmar que un lenguaje es traducible gracias a algo que permanece idéntico en el cambiar de las formas expresivas. Este carácter de traducibilidad debe ser algo ya inherente al lenguaje mismo, algo que es parte de su esencia y que precede a su elaboración concreta. Pero ¿de dónde le deriva esa posibilidad, si vimos que es muy difícil demostrar que las cosas y los afectos son idénticos para todo el mundo? ¿Es algo que el lenguaje posee por sí mismo o en virtud de otra cosa? Llegar a cualquier
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correspondencia, al decir por ejemplo que la palabra española mesa quiere significar lo mismo que table en inglés, implica estar ya en comunicación, estar en la posibilidad de acoger o corregir algo como signo de otra cosa. En otras palabras: hay que poseer ya la condición del nexo que liga los afectos-palabras-cosas gracias a algo que precede a la interpretación y la traducción. ¿Es realmente posible alcanzar este nexo a partir de los afectos y las cosas? ¿Y qué función tiene la voz, la palabra, en relación con los afectos y las cosas? Tal vez tengamos que volcar la cuestión y preguntarnos si no es el lenguaje mismo lo que permite que los afectos y las cosas se configuren y se dejen reconocer como idénticas para todos. En ese sentido, el lenguaje entendido como voz lanza un puente de un lado con los afectos del alma y, del otro, con las letras escritas. Proporciona así un nexo para la identificación y se convierte en símbolo (symbolon). Cuando, por el contrario, el lenguaje es asumido autónomamente, en su relativa independencia de las cosas y de los afectos, entonces se manifiesta en la diversidad de los idiomas y de las escrituras y se hace signo (seemeion). Se pueden entonces distinguir dos niveles de comunicación: a) el nivel hecho posible por la convención (escritura, signos, etc.); b) el nivel de la comunicación que hace posible el convenir, es decir, lo que está antes de la elaboración de los signos concretos de un idioma. En ese segundo sentido, los afectos y las cosas pueden ser reconocidas como tales gracias al lenguaje, llegar a
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ser lo que son gracias a la palabra que los manifiesta y les da vida. Por lo tanto, lo que es idéntico en cada hombre no son primeramente las cosas o los afectos, sino la disposición para acogerlas, es decir, su apertura al mundo (al objeto), y la susceptibilidad de las cosas para ser acogidas por el ser humano. Este puente, esta conexión, constituye la función simbólica (literalmente: juntar, conectar) del lenguaje, su base natural34. “Solamente cuando se ha encontrado una palabra para la cosa –dirá Heidegger– es la cosa una cosa. Sólo de este modo es... Solamente la palabra confiere el ser a las cosas”. Y citando el verso de un poema de Stefan George, escribe: Y así aprendí triste la renuncia: Ninguna cosa sea donde falta la palabra35.
En el mismo cauce, Wilhelm von Humboldt propone la distinción del lenguaje como “obra” (ergon) y como “actividad” (energeia): “Es, en efecto, la labor del espíritu en su eterna repetición en vista de capacitar el sonido articulado para la expresión del pensamiento. En un sentido inmediato y riguroso, ésta es la definición del hecho de hablar, cada vez, pero, en el sentido verdadero y esencial, sólo puede considerarse, en cierto modo, la totalidad de este hablar como habla”36. 34 Para toda esta parte de comentario a la afirmación de Aristóteles, véase Chiereghin, ibíd., pp. 138-145. 35 Heidegger, De camino, p. 147. 36 Humboldt, V. H., Sobre la diversidad de la construcción del habla humana y su influencia en el desarrollo espiritual de la especie humana, Berlín 1836. Cit. en Heidegger, ibíd., pp. 222ss.
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¿Qué actividad tiene en vista Humboldt cuando concibe el habla como labor del espíritu? Él no entiende el habla “como un producto muerto sino como una producción. Debe ser abstraída de lo que efectúa en tanto que designación de objetos y mediación; en cambio, debe volverse con mayor cuidado a su origen, que está estrechamente entretejido en la actividad interna del espíritu y en su influencia recíproca”. Por lo tanto, el habla no es “un mero medio de intercambio para la comprensión recíproca –afirma Humboldt–, sino un verdadero mundo que el espíritu debe poner entre sí y los objetos a través de la labor interna de su fuerza; entonces el alma se halla en el verdadero camino para encontrar y poner siempre aún algo más en el habla”37. Distingue, entonces, el lenguaje como cosa hecha, como instrumento terminado, a disposición del que lo usa, concepción bastante mecánica y técnica; y el lenguaje como fuerza, como energía potencial suspendida en el hecho social del lenguaje, en la participación del individuo en esa riqueza. Aunque no se pueda prescindir de ello, no es suficiente considerar el aspecto sensible y convencional de los signos. El mundo occidental ha reducido con frecuencia la comunicación a través del lenguaje a algo funcional, a la mera transmisión de informaciones necesarias para la convivencia humana, y no ya a la manifestación de la esencia del hombre, y por consiguiente a su vocación divina. Utilizando una imagen de Hölderlin, Heidegger compara la palabra con la flor de la boca: 37
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Y secretamente, mientras soñabas, al mediodía Te dejé, partiendo un signo de amistad, La flor de la boca y tú hablabas, solitaria. Pero también plenitud de doradas palabras enviaste ¡Afortunada! con los ríos y brotan inagotables A todas las regiones.38
En el habla florece la tierra hacia el florecimiento del cielo, es decir, la palabra permite el mutuo encuentro entre tierra y cielo, entre nuestro mundo y el de los demás.
2. El lenguaje como encuentro con el otro
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a persona llega a ser tal sólo en el encuentro con el otro. El libro de los Proverbios dirá plásticamente que “como en el agua un rostro refleja otro rostro, así el corazón de un hombre refleja el de otro hombre” (27,19). En el momento en que el ser humano se distingue de lo que lo rodea, sea lo que sea, su existencia no puede ya agotarse en sí misma, sino que se convierte en sercon, irreductiblemente en relación con algo que no es él mismo. Y la manera como se pone ante los demás conserva los idénticos caracteres que determinan su manera de estar consigo mismo. Esta dimensión inter-
38 Del himno “Germania”, de Hölderlin. Cit. en Heidegger, ibíd., p. 184.
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subjetiva del hombre no puede ser reducida a su imposibilidad de hacer frente sólo a sus necesidades. Si así fuera, no se distinguiría, por ejemplo, de las abejas. Al contrario, correría el riesgo de quedar muy por debajo de su modelo de organización y funcionalidad grupal. El hombre no está en relación con los demás porque es incapaz de bastarse a sí mismo; por el contrario, precisamente en su autonomía y libertad respecto a la necesidad (y por lo tanto en la plenitud) él es un ser auténticamente en relación. En cuanto al solipsismo, es una concepción arbitraria, y lo demuestra este hecho: el hombre, como pluralidad en sí mismo, nunca está solo, excepto cuando se presenta como un simple conjunto de pulsiones y necesidades. Esto se da tanto en los estados patológicos como en aquellas teorías que son incapaces de aceptar al otro como otro y que están interesadas solamente en la adquisición del poder como control de las masas. El hombre puede estar con los demás porque en sí mismo es con-otros: puede ir al encuentro de los demás porque él primero ha “consentido dejarse encontrar por lo que, presente en él, no proviene de ninguna iniciativa suya, sino que se hace presente como otro distinto a él pero dentro de él”39. Y la palabra es la expresión más propia del ser humano, de su tensión inagotable de entrar en relación con el otro y consigo mismo, tanto que Mounier llega a afirmar que, cuando la comunicación se interrumpe o se corrompe, se pierde el sentido profundo de uno mismo. El otro (alter) se vuelve ajeno (alienus), un
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Chiereghin, Possibilitá, pp. 131-132.
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extranjero, y yo, a mi vez, soy un extraño para mí mismo, un enajenado40. Tener el don del lenguaje supone un privilegio inédito en el universo y no puede ser reducido a una facultad de expresión y comunicación, por importante que sea. Por eso el ser humano siente una tensión originaria hacia el lenguaje, necesita ser llamado mediante el lenguaje y responder mediante él. Según Heidegger, la capacidad de hablar no es sólo una facultad del hombre de idéntico rango que las demás, sino que constituye su rango esencial. El hombre no sería tal si le fuera negado el hablar incesantemente, desde todas partes y hacia cada cosa41. “La vida espiritual del hombre –sostiene Ebner– está unida íntima e indisolublemente al lenguaje y, lo mismo que éste, se afirma en relación del yo con el tú”42. Para hablar se necesitan los hablantes, pero no en el sentido obvio de una causa que tiene un efecto. A través del habla los hablantes vienen a ser presentes el uno al otro. Por esta razón, no es lo mismo decir y hablar. Uno puede hablar sin fin y no decir nada. En cambio, alguien guarda silencio y, al no hablar, puede decir mucho. Según su acepción, decir significa mostrar, dejar aparecer, dejar ver y oír. Tal vez esto nos parezca evidente, pero a menudo se olvida su sentido. Hablarse los unos a Cit. en Colombero, G., Dalle parole al dialogo. Aspetti psicologici della comunicazione interpersonale, Paoline, Cinesello Balsamo 1991, pp. 16-17. 41 Heidegger, De camino, p. 217. 42 Diccionario del pensamiento contemporáneo, p. 879. 40
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los otros significa, por lo tanto, decirse mutuamente algo, mostrar recíprocamente algo, fiarse cada vez a lo que se muestra. Se establece así una tensión entre lo dicho y lo no-dicho. Y lo no-dicho no es solamente lo que falta de sonoridad, sino lo que no llega a ser, a aparecer, si no pasa a través de la palabra. Lo que se hace presente, lo que se muestra, nace así de una ausencia, de algo que vive en lo íntimo y en el silencio y que no puede ser agotado en toda su amplitud. “Decir significa mostrar, dejar aparecer; ofrecimiento de un mundo en un Claro que al mismo tiempo es ocultación, ambos unidos como libre donación”43. Hablar es asimismo escuchar, porque el escuchar es primero un dejar-se-decir44. Al decir, al pronunciar una palabra, también hacemos presente ante nosotros mismos lo que somos y, a la vez que nos vamos apropiando de ello, lo entregamos al otro. “Sólo el don es la forma de comunicación adecuada a la valencia simbólica del lenguaje (...). Para que se dé el amor es menester que cada cual subsista como otro, de forma durable y en concreto: el hombre se eleva a una alteridad irreductible en cuanto se sabe portador de una interpelación que él no puede producir ni manipular a su antojo”. Por esa razón, el sentimiento que acompaña el don es la gratitud: “La gratitud no surge únicamente en quien acoge el don, sino de igual manera en quien dona. Aquello que es donado constituye igualmente para ambos la ocasión para acoger como una totalidad la propia existencia”45. Heidegger, ibíd., p. 192. Cf. ibíd., pp. 226-231. 45 Chiereghin, ibíd., pp. 145.146.147. 43 44
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A la luz de esto, comprendemos por qué se produce una tensión entre el lenguaje convencional, entendido como un conjunto de signos que permiten entenderse, y el lenguaje simbólico, es decir, ese lenguaje que une la subjetividad con la objetividad, el afecto con las ideas, el propio mundo interior con el mundo del otro. Si lo convencional no se abre al sentido simbólico del encuentro, reduce la vocación del hombre a mera adaptación a las reglas del provecho y de la funcionalidad social. A su vez, el mundo del ser debe recurrir inevitablemente a la convencionalidad; de otra manera, estaría condenado a un algo informe, agotado en sí mismo, sin posibilidad de comunicación real. Esta tensión, que es también una lucha, puede dar razón de las innumerables dificultades que se encuentran en el largo camino de apropiación del verdadero sentido de la comunicación humana.
2.1. Un camino más allá de las propias necesidades A partir de los estudios sobre la percepción lingüística y la adquisición del habla en los niños pequeños46, sabemos que en el fundamento del aprendizaje del lenguaje hay, junto a la obvia primacía de la aptitud para la escucha sobre la fonación, la capacidad muy precoz para seleccionar y reconocer acústicamente las diferentes unidades fonéticas que forman la base de los lenguajes naturales. Sabemos, en efecto, que el reconocimiento de 46 Cf. Chiereghin, F., Percezione e pensiero, Corso di filosofia teoretica, Pro Manuscripto, Padua 1999, p. 37.
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los fonemas es indispensable para la constitución de la que los lingüistas denominan doble articulación, que es característica exclusiva del ser humano: 1. Por un lado, la existencia de un número muy limitado de elementos fonéticos, los fonemas, que no tienen en sí ningún significado (ejemplo: “a”, “u”, “i”). 2. Por otro, la posibilidad de combinarlos para dar vida a una extraordinaria cantidad de símbolos dotados de significados (las palabras y su conexión en la formación de frases). A esto se añade la capacidad de aumentar o disminuir, según las circunstancias, la cantidad de información disponible. En esta primera fase se destaca mejor la conexión que existe entre la expresión de los estados internos y el aparato motor. Tanto cuando escucha como cuando emite alguna palabra, el niño llega a disponer de una gama diferenciada de sonidos: vocales, distintos tipos de consonantes (aspiradas, no aspiradas, mudas, oclusivas, fricativas, etc.). En el origen de esta variedad de señales sonoras, hay movimientos específicos del aparato motor, movimientos de los labios, de la lengua, de la faringe. Se trata de configuraciones que dan voz a las disposiciones afectivas primarias. Esta aparición del sonido, de la voz, como indicio-de, no es tanto una simple imitación, grabación pasiva de sonidos externos, cuanto un efecto de una actividad orgánica. Vale la pena recordar cómo la capacidad de manifestar la percepción de sí mediante el lenguaje no requiere la formación de nuevos órganos, sino una
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diferente organización de los ya existentes. Éstos se modifican, gracias a una nueva configuración de relaciones, para dar origen a algo inesperado y sorprendente: la palabra. La voz, como característica propia del hombre, antes que ser una expresión de necesidades, un medio para intercambiar informaciones, es sobre todo la articulación del sonido que acoge y manifiesta la plenitud adquirida a través de la temprana, aunque incompleta e imperfecta, superación de los propios instintos. La voz encierra, por lo tanto, la disposición para escuchar, que como mencionábamos antes constituye en sí una apertura al infinito campo de la alteridad47. También los animales oyen; sin embargo, escuchar no se reduce a la pura recepción de sonidos. Es, ante todo, un prestar atención a lo que nos ocupa y, al mismo tiempo, un tomar distancia de ello. Se abre de esa forma un espacio para acoger, para que se manifieste una dimensión que es ontológicamente dada al hombre: la capacidad de distinguir y unir. Aunque no conservemos memoria de ello, hubo un momento en que, de repente, algo ha importado más, algo que vino antes que la natural satisfacción de las necesidades. Algo que empuja a ir más allá de uno mismo y que alcanza a resonar en la voz que da significación a la realidad. Aristóteles sostiene que la palabra, el lenguaje, asumen un significado “por convención”, “por acuerdo”. “Por acuerdo” significa que ningún nombre es tal naturalmente, sino que se produce un nombre 47
Cf. Chiereghin, F., Possibilitá, p. 133.
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cuando la voz se convierte en symbolon, en símbolo, se presta para relacionar algo a alguna otra cosa, más allá de las propias necesidades. Una vez más, sería restrictivo considerar el lenguaje como un simple acuerdo convencional para ligar entre sí ciertos sonidos y contenidos. Yendo más allá de sí mismo, el hombre se capta como algo separado del mundo, del otro (el objeto), y, sin embargo, intrínsecamente unido y relacionado con ello48. Cualquier convención posterior descansa sobre esta capacidad del ser humano, cuya expresión, tal vez inadecuada, se encierra en el balbuceo aparentemente sin sentido del niño49. Sabemos que el momento decisivo para la articulación de las ondas sonoras es la generación de las consonantes. A diferencia de las vocales, las consonantes necesitan una obstrucción parcial o total, una fricción del sonido. Sólo a través del sonido retenido y comprimido la onda sonora adquiere esa ductilidad que le permite múltiples conexiones y articulaciones. Hay, por lo tanto, en el origen de la palabra “En primer lugar, se parte con la idea que el espíritu del hombre, su mente y su corazón, son una fuerza activa, un poder de actualización hacia la trascendencia; por eso el sujeto está intrínseca y constitutivamente relacionado con el objeto hacia el que se trasciende. Esta relación se da por medio de un esquema fundamental de operaciones que constituyen el método trascendental. Existen cuatro niveles de operaciones: experiencia, inteligencia, juicio y decisión”. En cada uno de estos niveles de operación el objeto está presente de forma distinta al sujeto. No es lo mismo experimentar sólo a partir de los sentidos una realidad que comprenderla en su bondad o justicia. Cf. Rulla, L. M., Antropología de la vocación cristiana. Vol. I. Bases interdisciplinares, Atenas, Madrid 1990, p. 129. Para una mayor profundización, véase Lonergan, Método, pp. 1-32. 49 Chiereghin, Possibilitá, pp. 134-135. 48
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un momento de negación, de sacrificio de sí mismo. En la medida en que el hombre pueda diferenciarse del mundo, adquiere la capacidad de producir signos. Distinguir se refiere en su etimología a la producción de signos a través de instrumentos puntiagudos. El habla implica y produce esta capacidad de diferenciarse del mundo externo. Sin esta diferenciación no podría haber encuentro, no podría existir auténtica comunicación. Diferenciarse del mundo, del otro, y acogerlo en su autonomía es un proceso lento, que pasa a través de estadios y momentos cruciales, en los que el lenguaje juega un papel fundamental. La separación y diferenciación del sujeto con el objeto es el supuesto indispensable, aunque no definitivo, para que se pueda hablar de relación. Capolillo50, estudiando desde un punto de vista psicológico los cambios que se producen durante la adolescencia, de forma análoga llama la atención sobre tres áreas que pueden sernos útiles en la comprensión de la persona en general: la integración, la organización y la regulación de las funciones del yo. Retomando el concepto de autonomía del yo ya utilizado por Rapaport, Capolillo afirma que el yo no está a merced de los impulsos, sino que puede decidir dominarlos o satisfacerlos. Estos impulsos-estímulos pueden ser tanto internos (provienen desde lo interior de la persona) como externos (vienen del ambiente, de todo lo que no se identifica con el yo). Además, la persona es capaz Capolillo, H., The Tides of Changes in Adolescence. The Course of Life: Psychoanalytic Contributions toward Understanding Personality Development. Vol. II, Greenspan and Pollock, NIMH, 1980, pp. 397-410. 50
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con el tiempo de observar y ser sensible a cuanto acontece en ella misma a raíz de estos dobles estímulos. Estas tres áreas interactúan, y un cambio en una de ellas repercute sobre las otras dos. En la representación del gráfico, podemos apreciar cómo el niño recién nacido está totalmente orientado hacia lo exterior. Su percepción del mundo interno, así como su capacidad de observarse a sí mismo, son extremadamente pobres, si no inexistentes. Idealmente sólo el adulto alcanza una integración, organización y regulación equilibradas y duraderas de estas áreas51. A Percepción de la realidad externa
A Percepción de la realidad externa 1 2 3 1
C Percepción del yo
B Percepción de la realidad interna
1
B 2 Percepción de la realidad interna
C 2 Percepción del yo 3
3
Siguiendo el gráfico, se puede decir que la persona adulta es aquella que es auténticamente sensible a los estímulos externos, percibidos como fenómenos objetivos (A2) o como receptores potenciales del desarrollo de los impulsos (A3), o como interacción entre el yo y el mundo externo (A1). Los estados internos son experimentados como relativamente confortables en relación con el ambiente externo (B1), o como simples estados interiores o deseos (B2), o como parte del yo (B3). Asimismo, el yo puede ser percibido en relación con el ambiente (C1), o relativamente aislado (C2), o enlazado con aspiraciones, deseos e impulsos (C3). Obviamente, estas áreas son experimentadas por la persona simultáneamente y como un hecho único. 51
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El niño está, por el contrario, a merced del mundo externo; de alguna manera, se confunde con ello. Lo que determina toda su experiencia es la satisfacción de sus instintos, y de esta satisfacción depende su supervivencia, así como su desarrollo futuro. Aplacar el hambre y la sed, dormir y despertar, sentirse limpio y cobijado parecen ser sus únicas preocupaciones. Si la madre, o alguien por ella, no asegura estos necesarios cuidados, será muy difícil que el niño pueda abrirse a un sentido de confianza y esperanza cuando no esté amenazada su misma supervivencia física. Si el otro, el mundo externo, no satisface estas necesidades básicas, el niño nunca podrá diferenciarse adecuadamente de ello. La ansiedad que le invada puede llegar a ser muy amenazadora, sobre todo porque él no tiene todavía los recursos racionales y volitivos para enfrentarla. Su única salida podría ser la de encerrarse en un universo subjetivo, construido a su antojo, con tal de no sucumbir ante la sensación de desaparecer. Para poderse abrir al otro, para ir más allá de sí mismo y de sus instintos, el niño tiene primero que gratificarlos de forma adecuada. Hasta que el otro es, de maneras distintas, homologado, confundido o reducido al propio mundo, no se puede propiamente hablar de relación. Expresiones, dichas o sólo pensadas, de este tipo: “Fulano me quiere comer”, “la voz de Zutano se metió en mi mente”, “el vecino de enfrente ve y escucha todo lo que pienso”, “mi amigo es aquel que hace todo lo que yo quiero y mando”, reflejan los rasgos simbióticos y autísticos de la relación que se tiene con los demás. La psicología llama la atención, especialmente a través de la teoría de las relaciones objetales, sobre el hecho de que esta capacidad
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no se da de forma automática52, sino que es fruto de un largo recorrido que puede a veces detenerse o, inclusive, volver a etapas más tempranas. Tanto en su nacer como en su desarrollo, el habla hace referencia a un tú, a un otro que está fuera y que pide ser acogido en su autonomía y diferencia. Con profunda razón, Ebner sitúa en la base de su teoría la convicción de que “la palabra y el amor se implican”, llegando a afirmar que “esto es lo que constituye la esencia del lenguaje y de la palabra, en su espiritualidad: que el lenguaje es algo que se da entre el yo y el tú, entre la primera y la segunda persona (...); algo que, por una parte, presupone la relación del yo y el tú, por otra parte la establece”53.
2.2. Lenguaje y lenguajes Hasta ahora nos hemos detenido casi exclusivamente sobre el lenguaje entendido como voz que lanza un puente, según la definición de Aristóteles, de un lado con los afectos del alma y, del otro, con las letras escritas. En ese sentido se ha manejado la definición de lenguaje como símbolo, ya que proporciona un nexo, un encuentro entre las dos realidades. Sin embargo, en un sentido amplio se pueden calificar como lenguajes todas 52 Cf. Kernberg, O., La teoría de las relaciones objetales y el psicoanálisis clínico, Paidós, Ciudad de México 1988, pp. 47-66; Mahler, M. S., “On the first three subphases of the separation-individuation process”, en International Journal of Psychoanalysis, 23 (1972), pp. 333-338; Bissi, A., Madurez humana. Camino de trascendencia, Atenas, Madrid 1996, pp. 51-65. 53 Cit. en Diccionario del pensamiento contemporáneo, pp. 879-881.
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las diferentes modalidades a través de las cuales un estado afectivo del alma llega a manifestarse. Encontramos así el lenguaje de los gestos, de los colores o de los olores y, naturalmente, de los sonidos. Si nos hemos detenido sobre estos últimos es porque constituyen la base de la articulación fonética que es propia del lenguaje humano. Hemos visto también que el lenguaje se propone como piedra de toque en el paso de la simple percepción y gratificación de estados emocionales primitivos (lucha para la sobrevivencia, miedo, angustia, agresividad...) y la elaboración del pensamiento. Como ya anticipamos, el desapegarse de las necesidades humanas no es algo descontado. La manera de enfrentarlas y asumirlas tampoco es igual para todos. Asimismo, la elaboración del pensamiento no pasa espontáneamente de niveles primitivos a otros más maduros. Se establece una peculiar interacción entre las dos realidades, de forma que cada una puede influir sobre la otra, propiciando ya sea un progreso como un posible bloqueo o regresión. La comunicación humana, que es el rostro interpersonal del lenguaje, está marcada por estas fuerzas y puede reflejar tanto la armonía como la lucha o contraposición entre ellas. La apertura a la alteridad, como rasgo esencial del ser humano, y de la que el lenguaje es la expresión más significativa, se abre paso a través de etapas, de estadios, que encarnan, de formas distintas, esta vocación original del hombre. La encarnan y a la vez la pueden detener u obstaculizar, reduciéndola de hecho, aunque no de derecho, a una alteridad conflictiva, deformada o incluso negada. Los ejemplos citados anteriormente lo confirman a diario.
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Alejándonos del significado prevalentemente filosófico de lenguaje que hemos manejado hasta ahora, podemos decir desde un punto de vista fenomenológico y psicológico que cada una de estas etapas constituye un lenguaje diferente. Más allá de la sola expresión oral, se presenta como una manera de entrar en relación con uno mismo y con el otro/Otro. La realidad externa, el otro, no tienen simplemente un significado en sí, sino que hablan a la persona de distintas formas. Y estos niveles de significado constituyen los diferentes lenguajes con los que la persona expresa su comprensión y relación con el mundo54. Las innumerables dificultades de comunicación y la difícil tarea educativa, en todos sus campos, encuentran en esta pluralidad de lenguajes no conocidos y no adecuadamente interpretados su explicación principal. a) Dimensiones cognoscitivas Piaget55 ha demostrado cómo en el comienzo del desarrollo cognoscitivo se producen esquema orientativos en prevalencia sensoriales y motores. El lenguaje del cuerpo, que se manifiesta a través de muecas, alteraciones del rostro, gestos y posturas, no se acaba en las edades tempranas de la vida. Y no siempre alcanza a salir del horizonte limitado de las necesidades humanas 54 Cf. Imoda, Sviluppo umano. Psicologia e mistero, Piemme, Casale Monferrato 1993, pp. 142, 226, 238-239 (traducido al español: Desarrollo humano. Psicología y misterio, Ediciones Universidad Católica de Salta, Argentina, 2001; en este libro se hará referencia al texto en italiano). 55 Cf. Maier, H., Tres teorías sobre el desarrollo del niño: Erikson, Piaget y Sears, Amorrortu, Buenos Aires 1984, pp. 110-126.
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que lo caracteriza en sus comienzos. La rigidez catatónica, las risitas y movimientos incontrolados y repetidos del esquizofrénico, son, entre otros, algunos ejemplos de lenguaje corporal encerrado sobre sí mismo. El llanto puede adquirir significados muy distintos en un niño recién nacido o en un adulto. En el primer caso, puede ser expresión de un desequilibrio fisiológico provocado por el hambre; en el segundo, manifestación de la compasión ante el sufrimiento de un ser querido. Sin embargo, no se excluye que el adulto no recurra a estos gritos desesperados como signos de un yo que se siente a merced del mundo externo y que no logra diferenciarse suficientemente de él. Asimismo, se puede seguir atribuyendo un sentido mágico tanto a las palabras como a los hechos, según una modalidad que fue propia de la edad infantil. Entre los cuatro y los siete años, después de haberse alejado de esquemas en prevalencia corporales, el niño empieza a conferir una función nueva a las palabras. Durante esta etapa preconceptual, según la terminología piagetiana, él cree que tanto las palabras como las cosas tienen una vida propia. Piensa, por ejemplo, que ha sido la piedra la que le ha hecho tropezar, y por eso la tira; se siente responsable de la caída de su madre, ya que pocos minutos antes la había deseado; llora porque le dicen “tonto”, pues siente que si se le califica de ese modo, de hecho, es un tonto56. Es posible encontrar esta visión mágica, o rasgos de ella, en personas adultas que están convencidas, por ejemplo, de que con sólo pronunciar ciertas 56
Ibíd., pp. 134-140.
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palabras adquirirán los poderes, tanto buenos como malos, que éstas encierran o de que recurriendo a determinados objetos, ritos o fórmulas podrán propiciarse algunos beneficios. El esoterismo representa muy bien esta concepción mágica de la vida. Ofrece la ilusión de poder manipular la existencia sin el sufrimiento del esfuerzo cotidiano y, a la vez, hace vivir en una temporalidad ajena a la realidad y a la historia. Todo esto demuestra cómo el paso a una alteridad rica de significado y lo más amplia posible puede verificarse únicamente a través de un largo camino de desarrollo en el que tanto los elementos afectivos como los relacionales y cognoscitivos se van entrelazando, dando origen a la compleja realidad humana. En ese camino, vale la pena repetirlo, el lenguaje se va forjando y va asumiendo matices y expresiones que no responden siempre a su auténtica vocación. b) Dimensiones afectivas El lenguaje o, mejor dicho, los diferentes lenguajes que la persona va adquiriendo a lo largo de su vida y en los que se va continuamente expresando, a la vez que presuponen la relación, como decía Ebner, la establecen y, de alguna manera, la determinan. Como tendremos modo de profundizar más adelante, el complejo mundo de la emotividad, con sus dimensiones inconscientes, si de un lado enriquece el vasto campo de la comunicación humana, por el otro no lo hace tan lineal y fácil de interpretar como se quisiera. En efecto, aprender a hablar se da en un contexto de relaciones cuya matización afectiva es esencial. El lenguaje, que idealmente debería manifestar una comprensión y rela-
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ción con uno mismo y con el mundo cada vez más auténtica, puede en realidad quedarse encerrado sobre la persona y no provocar nunca esa apertura hacia el otro que estructura su esencia. La adquisición del lenguaje, por lo tanto, no constituye un proceso fácil. Y mucho menos lo es llegar a la apropiación del significado profundo de este característica única y propia de la persona humana, según los términos descritos hasta ahora. Isaacs57, estudiando el desarrollo de la capacidad de relación, pone de manifiesto este componente afectivo que condiciona el establecimiento de los distintos modos de la relación misma. No cabe duda de que tanto los éxitos como las derrotas en las relaciones y en el vasto campo de la comunicación humana tienen siempre algo que ver con esa área afectiva de la que dependen para su correcta interpretación. El papel tan central que asume la relación en el llegar a ser de la persona depende en buena parte de esta coloración afectiva. De los estadios descritos por Isaacs, el primero y el segundo coinciden con la formación y cohesión del yo. Ya subrayamos anteriormente la importancia de estas primeras fases simbióticas y autísticas descritas abundantemente por Mahler y Kernberg58, y que son consideradas premisas fundamentales para alcanzar una madurez en el área afectiva y relacional. Por otro lado, nos ayudan a comprender lenguajes más tempranos, fuertemen57 Isaacs, K. S., “Relatability, a proposed construct and an approach to its validation”, Tesis doctoral, The University of Chicago, Chicago 1956. Cit. en Imoda, Sviluppo umano, pp. 218-219. 58 Cf. nota 52.
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te subjetivos, alejados de la realidad, que si están presentes en adultos también son patológicos. 3º: control mutuo: el intercambio entre las personas está caracterizado por la acción de los unos sobre los otros, más que por una auténtica interacción. La preocupación que predomina es el control mutuo. Se engendra una lucha para lograr ventajas de los demás a través de diferentes tipos de dominio y procurando evitar el ser dominados. Los afectos tienden a ser más individuales que interpersonales, como por ejemplo la vergüenza, el disgusto, el temor, la ansiedad, la rabia u otros que requieren quizás interacción pero no una comprensión o consideración de la otra persona. La lucha parece representar sobre todo una búsqueda del poder o del control, tanto para lograr la satisfacción de las propias necesidades como para protegerse de los peligros. Se trata, de alguna manera, de defenderse del ser dominados o controlados. Se puede encontrar cierto sentido de la entrega o de la ternura, pero se da sólo cuando hay una identificación con la otra persona y donde, por consiguiente, está presente un fuerte componente de recompensa más o menos interesado. 4º: está presente la conciencia de un intercambio personal que se da en las dos direcciones. La persona, en esta etapa, es capaz de verdadera sim-patía, y el control de los propios impulsos y deseos toma en cuenta las reglas sociales. La otra persona es considerada como alguien que tiene necesidades y deseos eventualmente diferentes a los propios. Junto con el recibir, el dar empieza a ser importante, aunque el recibir queda como la motivación central del dar. Se experimentan ahora sentimientos como la consideración del otro, la amabi-
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lidad, el servicio, la disponibilidad, la cooperación. Encontramos también el remordimiento, la culpa y la desaprobación hacia aquellos comportamientos que eran característicos del estadio anterior, tanto cuando son vividos por uno mismo como por los demás. 5º: ya no hay, como en los estadios anteriores, la preocupación y la lucha por controlar al otro y por definir los propios confines. La tensión gira fundamentalmente alrededor de la culpa y de la preocupación por no quedar atrapados en los sentimientos ajenos. 6º: la persona dispone ahora de una mayor libertad y de un mayor calor afectivo, a través del cual puede dirigirse a los demás y apreciar plenamente su individualidad. Es, además, consciente de las diferentes dimensiones de la personalidad ajena, aceptándolas en su totalidad. Los valores que constituyen el horizonte de los dos niveles intermedios (3 y 4) son valores que requieren progresivamente una cierta trascendencia respecto a sí mismos. Quedan, sin embargo, no sólo en un contexto de valores humanos-naturales, sino también en un contexto que está marcado por una notable ambivalencia. La búsqueda del bien del otro, menos centrada sobre el yo, queda amarrada al esfuerzo por alcanzar un bien para sí mismo y no logra superarlo. El éxito de la vida humana, en la familia, en la comunidad, en la amistad, se juega la mayoría de las veces en el terreno de estas interacciones, que llevan el signo de una profunda falta, de desequilibrios y de una necesidad afectiva nunca saciada. La lucha humana, que en última instancia es espiritual y religiosa, corre el riesgo de ser reducida a los confines de estos problemas. El hori-
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zonte de la trascendencia se encierra en los límites de una alteridad amenazadora y en procesos que no logran actuar con suficiente libertad59. Volveremos más detenidamente sobre los distintos niveles de comunicación en los capítulos finales. Ahora nos basta haber ofrecido un encuadre que, aunque somero, sí proporciona su justificación y sentido. El diálogo o comunicación que se produce en cada uno de estos estadios refleja tanto los alcances como los bloqueos de esta alteridad llamada a ser cada vez más plena y auténtica. El otro puede ser visto como alguien que me permite ser quien soy o como alguien que satisface mis necesidades o que me interpela para salir de mí mismo. Y, finalmente, como promesa y encarnación de una Alteridad que trasciende a ambos. También el lenguaje será el reflejo de estas distintas percepciones. Así, el don más alto que el hombre posee le hace descubrir al mismo tiempo su límite60. Un límite que se revela sobre todo en la fugacidad de las palabras, de las que la memoria lingüística logra sólo un salvamento parcial; en la distancia nunca colmada que se produce entre lo dicho y lo no-dicho; en el contraste entre lo que el habla es en su esencia y las innumerables distorsiones y reducciones que se producen en los encuentros cotidianos. Tanto los logros como los fracasos de la comunicación no hacen más que manifestar un deseo Cf. Imoda, ibíd., p. 219. “Los mortales son aquellos que pretenden hacer la experiencia de la muerte como muerte. El animal no es capaz de ello. Tampoco puede hablar. Un fulgor repentino ilumina la relación esencial entre muerte y habla, pero está todavía por pensar”: Heidegger, De camino, p. 193. 59 60
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de plenitud que quizás en los límites reluce con una fuerza peculiar. La relación con un tú humano, aun cuando alcanzara niveles satisfactorios o psicológicamente maduros, no lograría nunca por sí sola dar razón y sentido a este inagotable deseo. La comunicación interpersonal, con su nostalgia de totalidad, mientras pone de manifiesto sus bellezas y sus límites, apunta a aquella Palabra de quien viene y a la que quiere volver.
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III. El hombre, creado para comunicar
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ara describir tanto la esencia como las actividades del hombre, la Biblia utiliza prevalentemente la fisiología del cuerpo humano. Aun cuando introducirá conceptos más abstractos bajo el influjo de otras culturas, no renunciará a su visión antropológica, tan rica en imágenes y símbolos. A este respecto, podemos observar que el Antiguo Testamento no habla tanto de la “cabeza”, sino del “rostro” del hombre. Este término aparece siempre en plural, pån§m, lo cual recuerda la variada relación del hombre con su entorno. Mientras pån§m aparece 2.100 veces en sus distintas composiciones, “cabeza” (rø’∂) lo hace alrededor de 700. En el “rostro”, en los pån§m, que permiten al hombre “dirigirse” a otros, están reunidos los órganos de comunicación, entre los que destacan los ojos, la boca y los oídos. Wolff se pregunta si, entre todos los órganos y miembros, no serán éstos los que más se acercan a lo que constituye la esencia del hombre y a lo que le distingue de todas las demás creaturas61. 61 Cf. Wolff, H. W., Antropología del Antiguo Testamento, Sígueme, Salamanca 1997, p. 107.
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Examinaremos a continuación algunos textos que, entre muchos otros, pueden servir de ejemplo para ver qué clase de comunicación es la que aparece en la Biblia como típicamente humana. Oír y hablar, con sus órganos correspondientes, son las dos actividades que definen al hombre vivo y saludable. El que está en peligro de quedarse sordo y mudo tiene que temer por su propia existencia. El enfermo del salmo 38, en la cumbre de su lamento, grita: “Pero yo soy como un sordo, no oigo; como un mudo que no puede abrir la boca. Soy como un hombre que ya no oye, en cuya boca ya no hay respuesta” (v. 14-15). Oír es lo que constituye al hombre y, consecuentemente, poder abrir la boca, contestar. La tradición sapiencial resaltará repetidamente la importancia del oído y de la lengua: “Muerte y vida están en el poder de la lengua”, asevera el libro de los Proverbios (18,21). “Puesto que la vida humana es vida razonante, los órganos esenciales del hombre son el oído que sabe escuchar y la lengua bien encauzada. En este sentido la idea central deuteronómica: ‘¡Escuha, Israel!’ incorpora la antigua llamada a los padres y las voces proféticas, por ser una exigencia que funda y renueva esencialmente la vida humana. Pues por el oído y la boca se realiza no sólo la comunicación entre los hombres, sino también entre Yahvé e Israel, entre la humanidad y su Dios”62. Hay, por lo tanto, una prioridad ontológica del escuchar sobre el hablar. Salomón, en su plegaria para obtener la sabiduría, pedirá ante todo un corazón presto a la escucha (1 Re 3,9-12). Por eso el contestar, según los Proverbios, no puede preceder al escuchar: “Quien 62
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Ibíd., p. 108.
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contesta sin haber escuchado es necio” (18,13). Los profetas se conocerán a sí mismos en el momento en el que Dios los llama y les confía su misión. “Ay de mí, que estoy perdido, pues yo soy un hombre de labios impuros”, dirá Isaías. Moisés proclamará su incapacidad de hablar y sacar a los israelitas de la esclavitud de Egipto. Así, Jeremías sentirá el peso de su joven edad y de un temperamento sin ninguna sintonía con la vocación que Yahvé le otorga63. También Jesús, al sanar al sordomudo (Mc 7,31-37), empezará primero introduciendo los dedos en sus oídos y, sólo en un segundo momento, sanará la lengua ungiéndola con su saliva. El hombre que cerrando su oído parte de sí mismo y en sí mismo permanece no sólo se hace inhumano entre sus hermanos, sino que se autodiviniza frente a Dios. Negarse a la escucha sería renunciar a la vida. Dirá Moisés al pueblo de Israel hablando de la Ley: “Estad bien atentos a todas estas palabras... porque no es una palabra vana para vosotros, sino que es vuestra vida” (Dt 32,46-47). Citando un texto del Deuteronomio, Jesús recordará al tentador que el hombre no puede vivir sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (8,3).
2. El hombre responde
S
i Dios habla al hombre es porque quiere que éste le responda. Y de esta respuesta, como tendremos modo de subrayar más adelante, dependen tanto la vida y 63
Is 6,4; Ex 3,11; Jr 1,6.
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la felicidad como la muerte y la desesperación del ser humano. La narración yahvista de la creación nos muestra que, en definitiva, el privilegio de Adán consiste en que puede responder, y ello es posible gracias a la providente palabra de Dios: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18). Sólo cuando Dios toma la iniciativa de hablar es posible que el hombre haga lo mismo. Al don de la palabra corresponde en el hombre el don del lenguaje. En efecto, a partir de ahí, Adán empieza a nombrar a todos los animales que el Señor había puesto a su disposición. Según Von Rad, para explicar este hecho no se debe acudir a la concepción primitiva sobre la vinculación existente entre el nombre y su portador. No se trata propiamente de nombres considerados como vocablos, sino de la relación que se establece entre el nombre y el objeto, que es de índole mucho más compleja. Citando a Jolles, afirma que, en primer lugar, todo lo creado es designado a través del lenguaje y, en segundo –yendo más lejos–, que el propio lenguaje es productor, creador, intérprete; algo acaece como lo más propio de él: disponer, situar, decretar. Todos los demás seres vivientes están, por así decirlo, como amontonados, sin una forma propia. Al separarse de ellos y al distinguirlos entre sí, el hombre se encuentra a sí mismo. Se trata de un proceso creador, parecido al de Dios, mediante el cual el hombre objetiviza en sí mentalmente las creaturas y, sin darles el ser, las llama a ser, según la terminología heideggariana. Podemos, pues, reiterar que en esta página del Génesis se dice algo sobre el origen y la esencia del lenguaje.
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El centro de gravedad no está en la invención de nombres o vocablos, sino en esa íntima apropiación cognoscente e interpretadora que se produce en el lenguaje. En sintonía con las reflexiones de índole filosófica del capítulo anterior, resulta muy interesante ver como aquí el lenguaje no es considerado, según Von Rad, un medio de comunicación, sino primeramente una capacidad de orden espiritual, con cuya ayuda ordena el hombre conceptualmente el ámbito de su vivir. Hablando concretamente: si el hombre dice “paloma”, no sólo ha inventado la palabra “paloma”, sino que además ha entendido como “paloma” tal o cual creatura y la ha insertado como su auxiliar en el mundo de sus nociones y dentro del marco de su existencia64. La palabra no es un utensilio que se abandona, como objeto muerto e inútil, una vez que ha alcanzado su fin. Con razón, la poetisa Emily Dickinson puede afirmar, a este respecto, que “hay quien dice que una palabra está muerta apenas ha sido pronunciada. Yo, en cambio, digo que justamente ese día empieza a vivir”65. Sin embargo, en la narración yahvista de la creación, sólo merece que se citen las palabras del hombre cuando acoge jubiloso la ayuda adecuada a su ser: “Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada” (Gn 2,23). Mientras es invadido por un sueño Cf. Rad, G. von, El libro del Génesis, Sígueme, Salamanca 1982, pp. 99-100. 65 Cit. en Ravasi, G., Guía espiritual del Antiguo Testamento. El libro del Génesis (1-11), Herder & Ciudad Nueva, Barcelona-Madrid 1992, p. 39. 64
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profundo, signo de su imposibilidad de ser espectador directo de la creación, Dios forma de su costilla a la mujer. Como un padrino de boda, Dios lleva al hombre la mujer. El varón reconoce al instante, lleno de grandísima alegría, a esta nueva creatura como algo que le conviene totalmente, y le da el nombre de mujer, manifestando con esto haber comprendido lo que esta creatura es y entrando así en comunión con ella. También aquí la nominación no es más que expresión externa de una apropiación interior interpretativa66. Saul Bellow, escritor norteamericano, afirma con un poco de ironía: “Hasta Adán, que puede hablar con Dios en persona, pide, al fin, un poco de compañía humana”67. Con la palabra, que es respuesta al regalo perfecto, es como el Adán de todos los tiempos se hace plena y totalmente hombre. Según el lenguaje de la antropología bíblica, la boca, que expresa lo que percibieron el oído y el ojo, es el órgano que distingue al hombre de todas las demás creaturas. También el animal tiene ojos y oído; sin embargo, sólo en el lenguaje humano se manifiesta que éstos son verdaderamente humanos. El Antiguo Testamento usa para designar el oído y el ojo un solo término, respectivamente. Pero cuando tiene que describir los órganos implicados en el habla, presenta una serie considerable de miembros. Ante todo, viene la boca, päh, con la que el hombre come y gusta y, más que nada, habla. La misma significación tiene frecuentemente ≈epåtáyim, como, 66 67
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Cf. ibíd., pp. 101-102. Cit. en Ravasi, El libro del Génesis (1-11), p. 79.
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por ejemplo, en Prov 4,24: “Aleja de ti falsedad de boca, y aparta maldad de labios”. ‰åpå designa el labio en sí y también el lenguaje como tal68. Lo mismo vale para lå∂øn, que indica la lengua que se pega al paladar69, pero especialmente el hablar verdadero o falso70. El paladar, hek, no es únicamente sede del gusto, sino asimismo instrumento del lenguaje71. Por último, viene la garganta, gårøn, con la que el hombre bebe y que pertenece a los órganos del habla72. Como podemos observar, ninguna actividad humana tiene tantas designaciones como el lenguaje. Además, de ninguna otra parte del cuerpo humano se mencionan tantas actividades tan distintas como de la boca, que junto con los labios, la lengua, el paladar y la garganta están considerados como los órganos lingüísticos73. Esto parece confirmar, una vez más, según Wolff, que en la capacidad de hablar consiste la condición definitiva para la humanidad del hombre. Y por ser una manifestación tan propia y esencial del ser humano, está marcada por su misma ambivalencia. Cf. Is 6,7; 19,18. Cf. Lam 4,4. 70 Cf. 2 Sam 23,2; Is 35,6; Sal 5,10; 12,4; 109,2; Is 59,3; Prov 6,17. 71 Cf. Job 6,30; 31,30; Prov 5,4; 8,7. 72 Cf. Is 58,1; Sal 69, 4; 149,6. 73 A estos órganos se atribuyen: el hablar (dbr), decir (‘mr), llamar (kr’), ordenar (swh), enseñar (lmd), instruir (yrh), corregir (ykh), acusar (r§b), jurar (∂b’), bendecir (brk), maldecir (‘rr), designar como maldito (kll), cantar (≈§r), celebrar (hll), alborozarse (rnn), confesar (ydh), rezar (pll), gritar, quejarse (z’k; s’k; spd), murmurar (hgh) y otras acciones más. La mayoría de estos verbos no se atribuye a ninguna otra creatura: Cf. Wolff, Antropología, pp. 111-112. 68 69
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Si por un lado la palabra permite al hombre poseerse a sí mismo, establecer la comunicación con sus semejantes y con Dios, por otro puede degenerar en soliloquio, vulgaridad, agresión, destrucción del otro, blasfemia. Por su lado positivo, la palabra elevada puede ser epifanía del alma, salvar, consolar, liberar, crear, generar, transformar. El capítulo 3 de la carta de Santiago muestra dialécticamente el doble rostro de la palabra, el satánico y el salvífico: “Si alguno no cae al hablar es un hombre perfecto, capaz de refrenar todo su cuerpo... Así también la lengua es un miembro pequeño y puede gloriarse de grandes cosas... Con ella bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios; de una misma boca proceden la bendición y la maldición” (3,2b.5a.9-10). La palabra, algo en apariencia tan frágil e inconsistente, puede tener la fuerza devastadora del fuego y de la espada o la potencia creadora del mismo Espíritu de Dios. En su nombre se han inmolado mártires, se han perseguido y callado profetas, se han amedrentado reyes y señores del mundo, se han llevado a la hoguera personas, libros e imprentas, se han proclamado verdades y aliviado penas. “Después de todo, se trata de una lección que empapa casi todos los escritos de los sabios del Antiguo Testamento: hay páginas y más páginas de los Proverbios, del Sirácida, de la Sabiduría, de los Salmos, dedicadas a la función decisiva del lenguaje. No se trata tan sólo de una ascesis, de una purificación del lenguaje, sino también de un apostolado de la palabra, y no sólo de la palabra religiosa. Baste con leer estos estribillos proverbiales: ‘En el mucho hablar no falta pecado... La lengua del justo es plata escogida... Quien difunde la
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calumnia es un necio... Los labios del justo solazan a muchos...’ (Prov 10,18-21). Por eso, ‘es dichoso el varón que no pecó con su boca’ (Si 14,1). Dejemos así, abierta ante nosotros –termina Ravasi– esta llamada constante de la Biblia a custodiar y valorar la palabra”74.
3. El hombre alaba
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n una glosa incorporada al texto griego del Ben Sira (Si 17,4) se lee otro don que el Creador hizo al hombre: “Y como séptimo don el lenguaje que interpreta las obras del Señor”. Aquí, según Schökel, es enunciada la función hermenéutica del lenguaje en un contexto religioso de creación. Lo que significa interpretar las obras del Señor lo lee el glosador un poco más abajo: “Les mostró sus maravillas para que se fijaran en ellas, para que alaben el santo nombre y cuenten sus grandes hazañas” (8-10). El hombre admira las obras de la naturaleza y las interpreta como creación; algunos hechos de la historia y los interpreta como acción de Dios, y por ambos alaba al Señor. Alabar es interpretar: enunciar el sentido auténtico y profundo de los seres75. “Todo hombre ha sido creado para alabar a Dios: también aquellos que en este momento no lo piensan. La alabanza es el estupor de no ser nosotros el centro del
74 Ravasi, G., Guía espiritual del Antiguo Testamento. El libro del Génesis (12-50), Herder & Ciudad Nueva, Barcelona-Madrid 1994, p. 210. 75 Cf. Alonso Schökel, L., Treinta salmos: poesía y oración, Cristiandad, Madrid 1986, p. 446.
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universo, es la alegría de que haya alguien más grande que nosotros, que nos ama sin límites, alguien que ama a todo hombre”76. No existe en la Biblia otro objeto de alabanza que no sea Dios. Por lo tanto, la alabanza es la manera más propia y elevada del hombre para relacionarse con Dios. Y la alabanza es exultación, sobrecogimiento, reverencia y maravilla ante las obras de Dios. “La alabanza es nuestra primera respuesta al asombro –sostiene el místico hebreo Heschel–. ¿Qué más nos queda ante el Sublime, sino alabar, sonrojarnos por nuestra incapacidad de expresar lo que vemos y avergonzarnos por no saber agradecer por nuestra facultad de ver?”77. En términos más filosóficos, diríamos que la alabanza es la expresión del ser, es el asombro ante el ser. Ezequías, al ser salvado de la muerte, exclamará: “El abismo no te da gracias, ni la muerte te alaba... Los vivos, los vivos son quienes te alaban: como yo ahora” (Is 38,18-19). El hombre alaba porque está vivo y siente que la vida es un regalo del Altísimo. Para la Biblia, en especial para los Salmos, alabar es vivir. Por ende, no alabar quiere decir no vivir, quiere decir morir. De hecho, la muerte es un no alabar a Dios, porque significa no vivir la vida como un don que se puede agradecer y devolver únicamente en la alabanza78. Martini, C. M., Al alba te buscaré, Verbo Divino, Estella 1993, p. 84. Cit. en Ravasi, G., Il libro dei Salmi. Vol. I, EDB, Bolonia 1981, p. 649. 78 Cf. Martini, C. M., Che cosa è l’uomo perché te ne curi?, LDC, Turín 1982, pp. 35-36. 76 77
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Al comentar el himno que se desenvuelve en la liturgia cósmica del salmo 148, Schökel hace notar cómo la alabanza va asumiendo distintos matices79. Ante todo, el salmista nombra a los seres creados: sol, luna, collados, cedros, estrellas lucientes, árboles frutales, aves que vuelan... Nombrándolos, vuelve a tomar posesión de ellos, como Adán en el paraíso, devolviendo a los nombres su esplendor primitivo. Luego ordena estos mismos seres según categorías precisas: arriba, los astros, dos astros según los tiempos, y aparte las estrellas; a un lado, los árboles frutales y, al otro, los cedros; en un plano, los reptiles y, en otro, las aves; por aquí los príncipes y por allá los pueblos; en dos filas, quizás dándose la mano, los muchachos con las muchachas. Como ya veíamos al comentar la narración del Génesis, a través del lenguaje el hombre acoge los seres, separándolos de la indiferencia caótica, les da su lugar y, así dispuestos, los conduce a la celebración litúrgica. El hombre ¿es pastor del ser o liturgo de la creación?; y el lenguaje ¿es sólo casa del ser o templo de la alabanza? El salmista también llama, interpela, a los seres con su respectivo imperativo: “¡Alabad a Yahvé!”, y se dirige en los mismos términos a las ocho categorías y al resto de sus invitados. Con esa llamada, el poeta logra hacerlos presentes en su mente. Mientras el animal sólo responde a estímulos presentes en el ambiente, el hombre puede perforar la barrera de la ausencia y traer a su presencia lo remoto en el tiempo y en el espacio. También la mayoría de los hombres convocados, y que en princi79
Cf. Alonso Schökel, ibíd., pp. 446-448.
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pio poseen capacidad para responder, de hecho ni oyen ni responden, como los ídolos sordomudos del salmo 115. Para los efectos no hay mucha diferencia entre un príncipe y un cedro. Y con todo, el poeta insiste, los hace presentes ante sí por la palabra, para presentarlos a Dios. Si en el salmo 8 eran “colocados bajo sus pies”, aquí los toma en su boca. Elifaz, uno de los amigos de Job, le reprocha haber hablado con razones vanas, haber llenado su vientre de viento (15,2-3). Según esta imagen, la palabra es guardada en el vientre hasta el momento en que sube al corazón, acude a la memoria y se presenta a la conciencia. El vientre de Job, según Elifaz, está hinchado de viento solano, no de sabiduría. “Quizás tengamos que colocar el acto de la liturgia cósmica entre los actos performativos del lenguaje”80. Con su palabra, el orante del salmo 148 no sólo dice, sino que produce hechos, según una acepción común en el mundo bíblico81. “En la oración y en la poesía –afirma Heschel–, recurrimos a las palabras no para usarlas como signos de objetos, sino para percibir las cosas a la luz de las mismas palabras”82. En un acto parecido al de Dios, el liturgo del salmo 148 reconduce de hecho a las creaturas hacia el Creador, las lleva a su destino, un destino impreso constitutivamente en ellas. La creación no se completa cuando las cosas reciben del 80 Ibíd., p. 447. El término performativo es usado en el sentido de realizar, de hacer. 81 Cf. Eichrodt, W., Teología del Antiguo Testamento. Vol. II, Cristiandad, Madrid 1975, pp. 77-88. 82 Heschel, A. J., El hombre en busca de Dios. Cit. en Testimoni, 1/15 (2003), p. 22.
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hombre su nombre, sino cuando por ellas alaba a Dios y las invita a alabar a Dios. El salmo es finalmente una palabra que nace del silencio y que deja, después de sí, otro silencio. Un silencio entendido no tanto como simple ausencia de palabras, sino como un hueco de resonancia para ellas; silencio donde se detiene el júbilo y el entusiasmo y, al detenerse, se ahonda. Los poetas, esos mineros, artífices, peones, jardineros, amantes y sacerdotes de la palabra, como los define Octavio Paz83, nos pueden acercar un poco al misterio de la palabra humana, por haber sentido y sufrido más que otros su belleza y tormento. Nos contentamos con unos breves testimonios que consideramos muy sugestivos: Di, oh poeta, ¿cuál es tu quehacer? –Yo celebro. Mas lo mortífero y lo monstruoso, ¿cómo lo arrostras, cómo lo soportas? –Yo celebro. Mas lo que no tiene nombre, lo anónimo, ¿cómo lo llamas no obstante, oh poeta? –Yo celebro. ¿De dónde tu derecho a la verdad bajo aquella máscara o este disfraz? –Yo celebro. ¿Y por qué la quietud o el arrebato como estrella y tempestad te conocen? : –Porque celebro. (Rainer Maria Rilke)84 Cf. Paz, O., El laberinto de la soledad, p. 176. Rilke, R. M., Antología poética, Espasa-Calpe, Madrid 1968, p. 215. 83 84
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Por las acequias rojas de mis venas va la sangre moviendo el gran molino de una oración enorme y sin palabras. (José María Pemán)85 Un impulso indomable habita el santuario de este mundo por romper el silencio de las cosas y expresar el sentido de los seres en palabra, color, gesto y sonido. (Hermann Hesse)86 Señor, ¿qué nos darás en premio a los poetas? Mira, nada tenemos, ni aun nuestra propia vida; somos mensajeros de algo que no entendemos. Nuestro cuerpo lo quema la llama celeste, si miramos es sólo para verterlo en voz. (José María Valverde)87 He poblado de nombres el silencio. (Giuseppe Ungaretti)88 También las cosas son palabras joyeros de sílabas divinas: palabras morada del Ser, y vosotros los escribas del misterio, ¡oh poetas! Un solo verso –perla rara que las cosas en rincones impenetrables encierra
Cit. en Alonso Schökel, ibíd., p. 448. Ibíd., p. 450. 87 Ibíd., p. 451. 88 Desde “Piedad”, en la colección Sentimento del tempo. 85 86
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celoso–, un solo verso –herida sobre el infinito como costado abierto de Cristo–, también un solo verso puede hacer más grande el universo. (Davide Maria Turoldo)89 Tú, el Hombre, Idea viva. La Palabra que se hizo carne, Tú; que la sustancia del hombre es la palabra, y nuestro triunfo hacer palabra nuestra carne, haciéndonos ángeles del Señor. (Miguel de Unamuno)90
4. En la raíz del comunicar: Dios toma la iniciativa de dialogar con el hombre
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el Dios que ha empezado a hablar humanamente en Israel, de ese Dios depende cualquier respuesta del hombre, cualquier posibilidad de comunicarse adecuadamente con Él y con las demás creaturas. Desde las primeras páginas de la Biblia se nos habla de la “misteriosa afinidad que une al hombre con Dios a diferencia de todas las demás creaturas, de reciprocidad y dialogalidad entre el hombre y la mujer y, en general, entre el hombre y su prójimo, del diálogo que Dios instaura gustoso con su creatura predilecta. Todas las
Cit. en Ravasi, El libro del Génesis (12-50), p. 211. Unamuno M. de, El Cristo de Velázquez, edición crítica de Víctor García de la Concha, Espasa-Calpe, Madrid 1987, p. 255. 89 90
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páginas de la Escritura profundizan en las vicisitudes, las crisis y la reconstrucción de este diálogo”91. La comunicación auténtica, por lo tanto, no es sólo una necesidad para la supervivencia de una comunidad civil, familiar o religiosa; es también un don, una meta, una participación en el misterio de Dios que es en sí comunicación. Dios, desde su misterio de amor y liberalidad, quiso donar la vida al ser humano, haciéndolo partícipe de su misma vida, capaz de comunión con Él, con sus semejantes y con toda la creación. Éste es el manantial primigenio de toda relación y comunicación humana: el misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, su comunión de amor, su diálogo incesante. Toda creatura humana lleva en sí la impronta de la Trinidad que la ha creado. Tal impronta se manifiesta también en la capacidad y en la necesidad de ponerse en relación con otros por medio de la comunicación. “Esto explica –según Martini– la inmensa nostalgia que cada uno de nosotros tiene de poderse comunicar a fondo y auténticamente. No hay persona humana que escape a este deseo íntimo. Él penetra todas nuestras relaciones, permanece allí donde todo lo demás parece corrompido. Hasta en los abismos de la más profunda desesperación y disgusto de sí, aflora como una estrella alpina sobre el abismo el deseo de comunicarse verdaderamente con alguien, de encontrar a una persona que de alguna manera nos comprenda y acepte. Esta marca la lleva91 Martini, C. M., Effatá “Ábrete”, Paulinas, Santafé de Bogotá 1993, p. 45.
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mos dentro por siempre; es un reflejo de Aquel que nos ha hecho y, al mismo tiempo, pone en evidencia las aberraciones que hemos impuesto a este derecho sacrosanto. Los fracasos de la comunicación humana tienen en su raíz la distorsión de un impulso que está en el fondo de nosotros mismos”92.
4.1. Dios es comunicación en sí y con el hombre La vida íntima de Dios, en cuanto podemos conocerla sobre esta tierra, se nos presenta como una profunda e inagotable comunión y comunicación entre las Personas divinas: “El Padre dice: ‘Hijo’, y diciéndolo lo engendra y le comunica todo lo que es y lo que tiene. El Hijo ama al Padre y se le dona totalmente en perfecta obediencia. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, es su lazo viviente de unidad, fruto perfecto y personal del diálogo de amor entre el Padre y el Hijo”93. Comunicándose con el hombre, Dios revela su misterio más profundo, que nosotros expresamos con el nombre de Trinidad. Esta comunicación de amor culmina en la historia con la encarnación del Verbo de Dios en Jesús de Nazaret, en su muerte y resurrección. En la encarnación y en el misterio pascual llegamos a conocer a aquel Hijo que Ignacio de Antioquía llama “Verbo procedente del Silencio”. El Padre, el silencio del misterio escondido que está en el origen de la comunicación, habla y se da 92 93
Ibíd., p. 36. Ibíd., p. 50.
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a conocer en su Hijo único: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo” (Heb 1,2). El Hijo es, pues, la Palabra definitiva del Padre que rompe el silencio de la noche y es lanzada como guerrero implacable a la tierra, según la imagen del libro de la Sabiduría (18,14-15). Jesús, como Verbo que procede del Padre, se comunica hasta hoy a los hombres y mujeres de todos los siglos enviando al Espíritu, que puede ser llamado el “Encuentro”: encuentro de Palabra y de Silencio, de Dios Trinidad con los hombres. Por el Espíritu se realiza el misterioso encuentro con el amor que el Padre tiene para cada ser humano desde el silencio eterno que es manifestado, en el tiempo, en su Hijo94. En ese sentido, el Espíritu es relación. Ser hombres y mujeres espirituales significa, en última instancia, ser personas capaces de una relación plenamente humana y divina. Esa relación y comunicación de amor que se da dentro de la Trinidad se caracteriza por dos dimensiones que están indisolublemente unidas entre sí: es distinción y superación de lo distinto; alteridad y comunión, diferenciación y unidad. El Padre no es el Hijo, el Amante no es el Amado. Sin esta alteridad, el amor divino sería soledad de egoísmo infinito. Si hay un Amante debe haber un Amado, por eso se puede afirmar que “la receptividad del amor tiene en Dios una consistencia infinita: dejarse amar es amor, no menos que amar... ¡También el recibir es divino!”95. 94 95
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Cf. ibíd., pp. 49-50. Forte, B., Trinidad como historia, Sígueme, Salamanca 1988, p. 108.
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Si este amor es distinción, no por eso deja de ser unidad. La diferencia es superada en la infinita profundidad de la comunión trinitaria. En la distinción entre el Padre y el Hijo encuentra así su lugar y su verdadera razón de ser la comunión en la infinita alteridad entre el Creador y la creatura. “La relación de las personas divinas –sostiene Adrienne von Speyr– es tan amplia que en ella encuentra espacio el mundo entero”96. La relación y la comunicación que se da entre el Amante y el Amado, entre el Padre y el Hijo en el Espíritu, es el fundamento y el modelo eterno de la vida y de la comunicación con el hombre y de los hombres entre ellos. a) El don de la comunicación puede ser rechazado En Cristo, el ser humano es constitutivamente objeto de amor, apertura radical, “oyente de la Palabra”, como diría Karl Rahner; llamado a dejarse amar en el gozo de la gratitud. El que no sepa recibir no existirá nunca de verdad; la pobreza que acoge es la condición del amor y por eso es la condición del ser. Sin embargo, si el Hijo es pura acogida del amor del Padre, no ocurre lo mismo con la creatura libremente querida por el mismo Padre. En el ser humano, el amor puede convertirse en posesividad, egoísmo, esclavitud o dominio. Aquí es donde se descubre la necesidad y la fecundidad original de dejarse amar en la pobreza, sin ser los protagonistas del amor. El hombre está marcado constitutivamente por la receptividad, por la necesidad del 96
Cit. en Forte, ibíd., p. 162.
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otro/Otro. Por consiguiente, los otros no son, aunque pueden llegar a serlo, el límite del propio existir, sino el umbral en donde el hombre empieza verdaderamente a existir97. No obstante, el hombre puede oponerse a esta vocación original de su ser. Dios, en su infinita bondad, corre el riesgo de la libertad humana, capaz de rechazar tanto el amar como el ser amado. Este rechazo se convierte en drama con el pecado, y el Amante se deja marcar profundamente por el otro humano en la persona del Amado, en Cristo Jesús, raíz de cualquier alteridad: El amor significa una unidad que no absorbe al otro, sino que lo acoge y le afirma en su alteridad y le inicia así en la verdadera libertad. El amor que no ofrece algo al otro, sino que se ofrece a sí mismo, supone en esta misma autocomunicación una autodistinción y autolimitación. El amante debe retraerse, porque no se trata de él, sino del otro. Es más, el amante se deja afectar por el otro; se hace vulnerable en el amor. Así, amor y sufrimiento se corresponden. Pero el sufrimiento del amor no es una afección pasiva, sino un dejarse-afectar activo. Siendo Dios amor, puede padecer y manifestar así su divinidad98.
El signo más profundo de esta vulnerabilidad del amor eterno, de este dolor divino por el no-amor de la creatura, es la cruz del Hijo de Dios. La cruz constituye la cumbre de este deseo de amor y comunicación de Dios con su creatura y, a la vez, lleva a su punto más dramático el rechazo de este mismo don. Dios vuelve a tomar una y otra vez la iniciativa de reemprender un 97 98
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Cf. Forte, ibíd., pp. 174-175. Kasper, W., El Dios de Jesucristo, Sígueme, Salamanca 1986, p. 228.
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diálogo que se ve muy a menudo interrumpido, amenazado o distorsionado. Desde las primeras páginas del Génesis irrumpe el desgarre del rechazo a través de la desconfianza y del temor. El tentador insinúa que la prohibición de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal oculta alguna intención maligna por parte de Dios: “¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis de ninguno de los árboles del jardín?” (3,1). En realidad, Dios había hablado únicamente del árbol de la ciencia del bien y del mal y no de todos los árboles. Pero el tentador deforma en parte las palabras del Creador introduciendo un tono de pregunta que dice y no dice, que no niega y no afirma. La mujer replica correctamente a la insinuación de la serpiente reportando tal cual el mandato divino. Es entonces cuando el tentador se expone con más claridad y “revela”, a su manera de ver, las intenciones ocultas de Dios: evitar que el hombre sea igual a él, conocedor del bien y del mal. Es la anti-creación, un proyecto totalmente opuesto a cuanto se acaba de narrar en el capítulo primero: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya” (1,27). El hombre y la mujer se dejan seducir por esta ambigüedad y por el espejismo de la autonomía y libertad absolutas. El diálogo y la comunión se rompen, aunque no de forma definitiva. Los pasos de Dios en el jardín a la hora de la brisa ya no son signos de una presencia amigable y cercana, sino ruidos amenazadores que provocan vergüenza y ocultamiento. En el momento en que la relación con Dios se ve afectada tan duramente por el rechazo del hombre, también la alteridad humana se vuelve amenazadora y conflictiva. En el homicidio de Caín se consuma la
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ruptura de la hermandad; en el diluvio se rompe la armonía entre el hombre y la naturaleza; en Babel se abre un surco de incomprensión entre pueblos y culturas. Especialmente, Babel representa la imposibilidad de todos los seres humanos para hablar entre ellos un mismo lenguaje. Empeñados en un gigantesco esfuerzo que consagrara su omnipotencia tecnológica, los hombres no supieron controlar la tensión: se confundieron y luego se dispersaron. Esta confusión es considerada en la Biblia como un castigo divino que marcó para siempre a esta ciudad, símbolo de la confusión e incomprensión humanas. “Babel es el lugar de los encuentros frustrados: lenguas que no se entienden, se multiplican los equívocos y las personas no logran encontrarse. Babel es el símbolo de la no-comunicación, del cansancio, de las ambigüedades a las que está sometida la comunicación en la tierra”99. A lo largo de la historia se vuelve a repetir la tentación de los comienzos. El Nuevo Testamento llamará al tentador también diablo, es decir, “el que divide”. Él tiende a separar al hombre de Dios, al hermano del hermano, al esposo de la esposa, a las naciones de otras naciones, insinuando la sospecha de que el otro busca su propio interés y sólo quiere hacernos a un lado o aniquilarnos. El tentador vuelve a insinuar que no hay comunicación auténtica, que hay que arreglárselas como sea, con o contra el otro. Esta tentación de desconfianza llega a penetrar en toda relación humana y la socava desde su raíz. La comunicación está perpetuamente amenazada por preguntas como éstas: ¿Me 99
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Ibíd., p. 10.
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querrá de verdad? ¿No tendrá algún interés oculto? ¿Podré fiarme de él? ¿Y si Dios mismo me engañara o me abandonara a mi soledad y silencio? Nuestro mundo está lleno de temores parecidos, por eso hay tantos sordomudos humana y espiritualmente, parecidos al enfermo del evangelio; por eso nacen tantas desconfianzas, celos, sospechas. Se truncan las amistades, se separan las familias, se rompen los contratos, se violan los pactos sagrados entre las naciones. Todo esto pide a gritos que haya una curación de las relaciones, del diálogo. Es preciso que haya Alguien de cuyo amor no podamos dudar, que realice un gesto de amor irrefutable: Jesús en la cruz. b) La muerte y resurrección de Jesús: vértice de la comunicación entre Dios y el hombre Durante la pasión de Jesús se pueden distinguir tres tipos de entrega. La primera está constituida por la sucesión de las entregas humanas del profeta galileo: la traición del amor lo entrega a sus adversarios; viene enseguida la entrega a Pilato y, por último, la entrega a la crucifixión100. Si todo se hubiese quedado aquí, comenta Bruno Forte, “la suya hubiera sido una de tantas muertes injustas de la historia (...). Pero la comunidad primitiva –marcada por la experiencia pascual– sabe que no es así; por eso nos habla de otras tres entregas misteriosas”101. La primera es la que el Hijo hace de sí mismo: “Esta vida en la carne la vivo en la del Hijo 100 101
Cf. Mc 14,10; 15,4; 15,15. Forte, ibíd., p. 38.
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de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20)102. El Hijo se entrega a su Dios y Padre por amor nuestro y en lugar de nosotros. El camino del Hijo hacia la alteridad, su entregarse a la muerte es la proyección en la historia de lo que tiene lugar en el misterio. A la entrega del Hijo corresponde la entrega del Padre. Se nos indica ya esto en las fórmulas del llamado “pasivo divino”: “El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres, y lo matarán” (Mc 9,31); “El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?” (Rom 8,32)103. La ofrenda de la cruz indica en el Padre que sufre la fuente del don más grande, en el tiempo y en la eternidad: la cruz revela que Dios es Amor. El sufrimiento del Padre no es más que otro nombre de su amor infinito. Pero la cruz es igualmente historia del Espíritu: la entrega suprema se consuma en el ofrecimiento sacrificial del Espíritu: “Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu” (Jn 19,30)104. Sin la entrega del Espíritu, la cruz no se mostraría en toda su radicalidad de acontecimiento trinitario y salvífico. Si el Espíritu no se dejase entregar en el silencio de la muerte, la hora de las tinieblas podría confundirse con la de una oscura muerte de Dios. Esta entrega expresa el destierro del Hijo en obediencia a la entrega del Padre y, por consiguiente, la salvación Cf. Gal 1,14; 1 Tm 2,6; Tit 2,14; Ef 5,2; Jn 19,30. Cf. Mt 26,45-46; 1 Jn 4,10; Rom 5,6-11. 104 Cf. Heb 9,14; 10,38-40. 102 103
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que se ha hecho posible para los que están lejos en la compañía del Crucificado105. Podemos ver representado plásticamente lo que acabamos de decir en la imagen de la Trinidad de Masaccio. Se trata de un fresco que se encuentra en Santa María Novella, en Florencia, y es llamado también Trinidad en cruz. En ella podemos contemplar al Padre, que, desde lo alto, sostiene los brazos de la cruz de donde pende Jesús. El Padre está allí en el acto de ofrecer a su Hijo, de comunicarlo a nosotros en un gesto de amor infinito. El Hijo está clavado en la cruz y, a la vez, se ofrece y abandona al Padre. Se entrega a los hombres, hasta a sus asesinos, a quienes tanto ama. En el centro, entre el Padre y el Hijo, se ve la paloma, figura del Espíritu, signo de comunión entre los dos y fruto de la entrega del Hijo. El Espíritu abre la Trinidad al mundo, y, al mismo tiempo, une el mundo al Hijo y a Él al Padre. Nuestra humanidad está representada por María y por el discípulo amado, que se encuentran a los pies de la cruz. “Esta escena es una escena de muerte: el Crucificado es un hombre rechazado, cuyo mensaje no ha querido aceptar la humanidad. Pero todo ahora respira vida, comunicación, esperanza. Es el misterio pascual, muerte por amor, vida desde la muerte. En efecto, todo es leído a la luz de la resurrección. La comunicación entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí queda restaurada e impulsada según las dimensiones y potencialidades divinas”106. 105 106
Cf. Forte, ibíd., pp. 39-41. Martini, ibíd., p. 48.
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Entre rupturas y continuos reinicios suscitados por el incansable amor de Dios, toda la Biblia puede leerse como la historia del diálogo entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí, en un constante esfuerzo por entenderse y por superar los fracasos de la comunicación que regularmente se presentan. Si bien es en la muerte y resurrección de la Palabra hecha carne donde se realiza en su plenitud esta comunicación humana y divina, por otro lado toda la vida de Jesús restablece, según diferentes modalidades, ese mismo diálogo107. a) Vemos ante todo los milagros de sanación, en los cuales Jesús devuelve la plena dignidad al hombre, restituyéndole la capacidad de comunicar y convivir con sus semejantes. Pensemos, entre muchos ejemplos, en el endemoniado geraseno (Mc 5,1-20; Lc 8,26-39; Mt 8,28-34). El evangelio lo presenta como un hombre a total merced de fuerzas que lo deshumanizan: sin ropa, sin casa, viviendo entre sepulcros, gritando y golpeándose con piedras día y noche. Este ser asocial y encerrado en su enfermedad mental, por el poder del Señor es convertido en un hombre que está tranquilamente sentado junto a él, vestido y en su sano juicio. En el milagro de la sanación del sordomudo (Mc 7,31-37) hay otro ser humano impedido casi por completo en su capacidad comunicativa: habla con dificultad, probablemente emitiendo puros sonidos guturales, y no puede oír nada. Ni siquiera parece saber bien lo que quiere, puesto que necesita que otros lo 107
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Cf. ibíd., pp. 11-13; 54-57.
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lleven a Jesús. Pero el milagro no se produce de forma sorpresiva e inmediata. Primero, Jesús lo lleva aparte, lo separa de la multitud curiosa que estaba a su alrededor esperando algún gesto aparatoso. Se dirige únicamente a ese hombre enfermo, mostrándole en la intimidad todo su interés y cuidado. Luego le introduce los dedos en los oídos, como para reabrir los canales primigenios de la comunicación, y posteriormente le unge la lengua con su saliva para comunicarle fluidez. Tal vez los signos nos parezcan burdos, pero ¿cómo comunicarse con alguien encerrado en su mundo y falto de los canales comunicativos fundamentales, es decir, el oído y la palabra? Parece que Jesús acepta hablar el único lenguaje que este hombre puede comprender, y desde ahí le ayuda para que se abra a una posibilidad nueva y más humana de relacionarse con los demás. A estos signos Jesús añade su mirada hacia lo alto y un suspiro que indica su profunda participación en el dolor de la condición humana. Sigue el mandato de Jesús: “Effatá”, que quiere decir “¡ábrete!”, para que puedas proclamar tu fe para alabanza de Dios (como reza el rito de la iniciación cristiana de los adultos). Como efecto de esta orden, el que era sordomudo empieza a proclamar lo que Jesús le ha hecho, a pesar de su invitación a no decirlo a nadie. Y su comunicación se vuelve contagiosa: todos proclaman con estupor las maravillas realizadas por el Señor. b) Las palabras de Jesús denuncian, desenmascaran, las trampas de la comunicación interpersonal, las hipocresías y bloqueos comunicativos entre las personas y los grupos. A quien le pide seguirle, le responde que el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza (Mt 8,20). No tiene miedo de precisar las exigencias del segui-
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miento: “El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío” (Lc 14,27). Por esta claridad de lenguaje Jesús no teme perder ni siquiera a uno de sus seguidores, como en el caso del joven rico, o inclusive a sus mismos apóstoles: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67). Son terribles sus reproches para aquellos en cuyo lenguaje no hay lealtad o cuyas intenciones son torcidas: “Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas... ay de vosotros, guías ciegos...” (Mt 23,13ss). c) Jesús con sus gestos y palabras promueve y alienta la comunicación, la amistad, el estar juntos en fraternidad. Llama a sus discípulos a estar con Él y, en ocasiones, los lleva aparte para que descansen un poco. Al volver después del primer envío misionero le cuentan todo lo que han hecho. En los evangelios encontramos páginas admirables donde Jesús demuestra su capacidad para entablar un diálogo tan nuevo y profundo. Recordemos cuando acoge a la samaritana desconfiada y cerrada y, poco a poco, abre su corazón a preguntas hasta entonces inimaginables; y cuando en la noche habla con Nicodemo, un hombre replegado sobre sí y que en contacto con él se vuelve humilde, deseoso de aprender cosas nuevas; o cuando hace brillar el rayo de la resurrección en la oscuridad del dolor de Marta y María, que lloraban por el hermano y amigo común. d) Jesús, para comunicarse auténticamente con los hombres, está en constante comunión con su Padre a través del diálogo de la oración. Son numerosos los pasajes que nos lo describen levantándose de madrugada y retirándose a un lugar desierto para orar. Especialmente el evangelista Lucas gusta de anticipar los momentos cru-
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ciales de la vida de Jesús con este diálogo íntimo y amoroso con su Padre. Y cuando enseña a los suyos a orar, les exhortará a no identificar la eficacia de la oración con la palabrería. El silencio de un cuarto bien cerrado es una voz que Dios oye mejor que las proclamaciones hechas en las sinagogas o en las plazas. e) La vida entera de Jesús es una Palabra que pasa a través de los múltiples tonos de la palabra humana. Pensemos en su capacidad única y extraordinaria de construir parábolas y comparaciones, de hacer preguntas, de interpelar y denunciar, de hablar en la intimidad o desde la cumbre de una montaña, así como de suscitar respuestas y nuevos cuestionamientos, hasta el punto de que todos, también sus enemigos, debieron reconocer que nadie había hablado así hasta entonces: “Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre”, contestaron los guardias a los fariseos que les pedían razones por no habérselo traído como preso (Jn 7,46). Su nacimiento en la pobreza de Belén, el largo silencio de los treinta años pasados en Nazaret, sentarse a la mesa con pecadores, el llanto sobre Jerusalén y por el amigo Lázaro, su compasión por las dolencias humanas, son acciones y gestos que dan a sus palabras todo el espesor de la verdad. Se trata en ocasiones de un lenguaje altamente simbólico, capaz de provocar, de aludir y evocar, involucrando a sus oyentes sin hacerles violencia. “Hay suficiente luz para quienes desean ver –dirá Pascal–, y suficiente oscuridad para aquellos que tienen una disposición contraria”108. 108 Pascal, B., Pensamientos, edición de Mario Parajón, Cátedra, Madrid 1998, n. 149 (430-483).
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Y, por último, la cruz. Como ya veíamos anteriormente, Jesús no sólo nos ofrece modelos para una comunicación auténtica, sino que endosa hasta la cruz las consecuencias de nuestras relaciones descarriadas: La cruz es la obra maestra simbólica de la comunicación divina; la comunicación de Dios al hombre tiene su punto culminante en la cruz, donde Jesús carga sobre sí mismo todo el acervo de bloqueos, de odios, de rechazos, de recelos, de desconfianzas que hacen de la humanidad un infierno. Jesús soporta todo en su carne, como Hijo de Dios se deja destrozar, matar, desangrar, para vencer en su propio cuerpo el misterio de iniquidad que es misterio de división y de no-comunicación. Cuántas veces leemos que los apóstoles no lo entendían, tenían oídos y no oían, tenían ojos y no veían. Jesús los sana, sana a todo hombre, asumiendo sobre sí todas las heridas, todos los golpes, las consecuencias producidas por este infierno traumático que es la sociedad, la historia, para sanarlos desde esa oferta de amor y de comunicación que, en la cruz, ofrece al pueblo... Para comprender a Dios y a la Trinidad es preciso mirar la cruz; para comprender lo que significa comunicarse es necesario mirar la cruz109.
c) En las antípodas de Babel: Pentecostés La plenitud de la palabra se alcanza en la plenitud de la relación, del don, de la entrega de sí en el sacrificio, decía Chiereghin. Sólo entonces la palabra es manifestación plena del ser, de su vocación más auténtica y 109 Martini, C. M., Oración y conversión, Verbo Divino, Estella 1995, pp. 218-219.
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profunda. “Todo hombre encierra en sí –afirma Vladimir Soloviev– la imagen de Dios, y reconocemos esta imagen de modo abstracto y teórico en la razón y a través de la razón. Pero es en el amor donde la reconocemos y la manifestamos de forma concreta y vital”110. En Jesús, en el Amado, no hay ninguna escisión entre su palabra y su ser, totalmente entregado al Padre y al hombre; entre su doctrina y las obras realizadas a lo largo de su vida111. La cruz sella, como Palabra definitiva, esta perfecta coherencia. El hombre, por el contrario, oponiéndose al designio del Creador, altera esta armonía original. La Biblia ha descrito esta fractura especialmente a través de la imagen de Babel, representación social de la rebelión del Edén. La palabra humana divide y confunde porque es espejo de un ser dividido y confundido, a merced de un deseo de grandeza buscado lejos y en oposición a Dios. Al hombre no le basta ser sólo imagen y semejanza de Dios; quiere escalar el cielo como Prometeo, el Pelagio mitológico, para robar el fuego de la divinidad. No lo quiere como un regalo, sino como una conquista autosuficiente y solitaria. No acepta el don y, por ende, no puede hacerse don para sus semejantes. El pecado, en su esencia, es siempre una negación o distorsión de la alteridad. El declinar del sentido del Cit. en Ravasi, El libro del Génesis (1-11), p. 53. “Este plan de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el mismo contenido de ellas”: Dei Verbum 2. 110 111
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pecado, tan dolorosamente actual, es el efecto de la identificación narcisista del yo con la norma absoluta, el ideal y la trascendencia. El otro/Otro es reducido a mera extensión de la propia personalidad, cuando no a un objeto que usar o destruir según el antojo. Por eso el diálogo se vuelve soliloquio, atropello, fuente de malentendidos y divisiones. A la dispersión de Babel la Biblia contrapone la comunión y la recíproca comprensión provocada por el don del Espíritu en Pentecostés. Sólo el don del amor entre el Amante y el Amado, el Encuentro, según la definición de Ignacio de Antioquía, puede completar la creación del hombre nuevo iniciada en la cruz. Como Dios insufló su hálito de vida en el barro para dar origen al hombre, así ahora el Resucitado derrama su Espíritu sobre la comunidad reunida para transformarla en la nueva humanidad: “Así pues, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado; esto es lo que vosotros veis y oís”, proclamará Pedro en su primer discurso después de Pentecostés (Hch 2,33). El relato de la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y su consiguiente capacidad de expresarse y hacerse entender en todas las lenguas, superando la confusión de Babel (Hch 2,1-47), es una de las imágenes más eficaces del don de la comunicación que Dios regala a su pueblo. La narración de los Hechos se compone de tres partes. En la primera (2,1-3) se describen algunos signos de una teofanía, es decir, de una intervención divina: “De repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento, que llenó la casa en la que se encon-
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traban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos”. “En primer lugar se describe un fenómeno auditivo: un ruido que viene del cielo, parecido al viento de una gran tormenta. Viento y tormenta, elementos numinosos para el hombre antiguo, acompañan la manifestación de Dios en el Antiguo Testamento112. La imagen del viento impetuoso sugiere perfectamente la venida del Espíritu, porque la palabra griega pneuma puede significar espíritu y viento. La indicación de que el ruido resonó en toda la casa sirve para ilustrar la irresistible potencia del fenómeno”113. Estos signos recuerdan la gran teofanía del Sinaí (Ex 19,16-19), donde el pueblo recibe la ley y la alianza. Pero aquí el fuego asume la figura de lenguas, símbolo de la comunicación humana. La palabra griega glossai significa tanto “lengua”, el órgano de la fonación, como “lenguaje hablado”. Si antes se había comparado el ruido con el huracán, ahora se describen las lenguas “como de fuego”. También el fuego es signo de la presencia de Dios, y la religión judía establece frecuentemente un paralelismo entre la ley, como palabra sacrosanta de Dios, y el fuego114. En la segunda parte (4-13) se describe el milagro de las lenguas, ya sea en la experiencia de los discípulos (“se pusieron a hablar en diversas lenguas, según el 112 113
Cf. 1 Re 19,11; Is 66,15; Sal 50,3. Roloff, J., Hechos de los apóstoles, Cristiandad, Madrid 1984,
p. 70. 114
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Espíritu les concedía expresarse”) como en la de los oyentes (“¿cómo cada uno de nosotros les oímos hablar en nuestra propia lengua nativa: partos, medos y elamitas...?”). La escena había empezado entre las angostas paredes de una casa, tal vez aquel “cuarto superior” (1,13) donde se reunían los apóstoles con María y otros discípulos. Ahora, de repente, se esfuman los muros de la casa y el escenario se amplía hasta abarcar la ciudad entera, que se congrega llena de estupor para escuchar un lenguaje nunca oído. La larga lista de pueblos presentada por Lucas parece ir más allá de la simple identificación de los lugares de la diáspora judía; quiere abrazar en una mirada universal a todas las nacionalidades y culturas de aquel entonces. El don del Espíritu, cuando es acogido, devuelve la posibilidad de la comprensión mutua, de la armonía entre la palabra y el ser profundo del hombre, llamado a la comunión y a hacerse don para los demás. En la tercera parte (14-47), Pedro explica lo sucedido: se trata del don del Espíritu Santo, enviado por Jesucristo, muerto y resucitado. Recuerda también los efectos contagiosos de este don. De ahí nace la primera comunidad cristiana: “Aquel día se les unieron unas tres mil personas” (41), una comunidad que tenía un solo corazón y una sola alma, como dirá más adelante, porque se cimentaba sobre la Palabra, la fracción del pan, la oración y la comunión de todo cuanto tenía, para que nadie pasara necesidad. El don del Espíritu suscita, pues, una extraordinaria capacidad comunicativa, reabre los canales de diálogo interrumpidos en Babel y restablece la posibilidad de una relación auténtica entre los hombres en el nombre
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de Jesucristo. Esto suscita la Iglesia como signo e instrumento de la comunión de los hombres con Dios y de la unidad del género humano115.
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IV. Comunicación y vida fraterna
1. Un binomio inseparable
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inguna convivencia humana podría subsistir ni sería tal sin la comunicación. Los capítulos anteriores han tratado de sustentar desde diferentes puntos de vista la naturaleza esencialmente relacional, y por ende comunicativa, del ser humano. Si esto es cierto para cualquier persona y grupo humano, cuánto más para quienes son escogidos por Dios con el fin de ser signos privilegiados de la perfecta comunión del Reino. La vida fraterna, en la variedad de sus formas, “se ha manifestado siempre como una radicalización del común espíritu fraterno que une a todos los cristianos”, afirma el documento La vida fraterna en comunidad116. Lo que diremos a continuación se enfocará especialmente en lo que acontece a este respecto en la vida consagrada y sacerdotal. Un fruto preciado del viento nuevo del Concilio Vaticano II ha sido, sin duda, el haber puesto de relieve, como tal vez nunca se ha hecho, la dimensión de la 116 Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, “Congregavit nos in unum Christi amor”. La vida fraterna en comunidad (VFC), Ciudad del Vaticano, 2 de febrero de 1994, 10.
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Iglesia como misterio y comunión, gracias a una fundamentación más trinitaria de ella. El mismo documento sobre la vida fraterna, aludiendo a Gaudium et spes 3, recuerda que Dios, al revelarse como amor, como Trinidad y comunión, “ha llamado al hombre a entrar en íntima relación con Él y a la comunión interpersonal, o sea, a la fraternidad universal” (9). De aquí se desprende que tanto la vida consagrada como el ministerio presbiteral hunden sus raíces en el amor y en la comunicación que se da dentro de la Trinidad Santa117. Pastores dabo vobis afirma en diferentes ocasiones esta dimensión trinitaria tanto de su identidad como de su misión. “La identidad sacerdotal, como toda identidad cristiana, tiene su fuente en la Santísima Trinidad... Se puede entender así el aspecto esencialmente relacional (la cursiva es nuestra) de la identidad del presbítero... Por lo tanto, no se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial si no es bajo este multiforme y rico conjunto de relaciones que brotan de la Santísima Trinidad y se prolongan en la comunión de la Iglesia, signo e instrumento, en Cristo, de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”118. 117 “Por lo tanto, no se puede comprender la comunidad religiosa sin partir de que es don de Dios, de que es un misterio y de que hunde sus raíces en el corazón mismo de la Trinidad santa y santificadora, que la quiere como parte del misterio de la Iglesia para la vida del mundo”: VFC 8. 118 Juan Pablo II, Pastores dabo vobis (PDV), Exhortación apostólica postsinodal, Ciudad del Vaticano, 25 de marzo de 1992, 12. Toda la exhortación está impregnada por una eclesiología de comunión de la que el presbítero no es sólo testigo, sino artífice en primera persona. Véase en especial los n. 16 y 59.
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Vita consecrata está embebida por esta dimensión trinitaria. El relato de la Transfiguración, icono privilegiado para la contemplación de la belleza trinitaria, hace de trasfondo a todo el documento y da la pauta para los tres capítulos centrales. La confessio Trinitatis, la proclamación, la alabanza de la Santísima Trinidad, es considerada por el papa como el manantial cristológico-trinitario de la vida consagrada: “Los consejos evangélicos son, pues, un don de la Santísima Trinidad. La vida consagrada es anuncio de lo que el Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu, realiza con su amor, su bondad y su belleza”119. Citando un texto de san Cipriano, define la Iglesia como muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, de ahí que la vida fraterna refleje “la hondura y la riqueza de este misterio, configurándose como espacio humano habitado por la Trinidad, la cual derrama así en la historia los dones de la comunión que son propios de las tres personas divinas” (41). El origen trinitario de la vocación tanto a la vida consagrada como al sacerdocio, y por consiguiente su dimensión esencialmente comunitaria, se expresa y concreta de forma peculiar en el diálogo y en la comunicación. Fue sobre todo el papa Pablo VI quien, anticipando o quizás orientando documentos claves del Concilio, puso de relieve la centralidad del diálogo para la misión de la Iglesia. En la encíclica Ecclesiam suam 119 Juan Pablo II, Vita consecrata (VC), Exhortación apostólica postsinodal, Ciudad del Vaticano, 25 de marzo de 1996, 20. El cap. I, sobre la identidad del consagrado/a, tiene respectivamente como título y subtítulo “Confessio Trinitatis: En las fuentes cristológico-trinitarias de la vida consagrada”.
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proclama que “la Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en el que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio”120. Precisamente en esa encíclica forjará esa expresión tan acertada que será retomada de diferentes maneras en otros documentos posteriores, es decir, que “el diálogo es el nuevo nombre de la caridad”121. El somero panorama cultural presentado en la apertura del libro quiso dejar en claro tanto la apremiante exigencia de una comunicación más auténtica como las relativas dificultades que se producen en este campo. Y esto no puede dejar indiferente a la Iglesia, y por definición a la vida consagrada y presbiteral, porque, vale la pena repetirlo, “la Iglesia misma es communio, una comunión de personas y comunidades eucarísticas que nacen de la comunión de la Trinidad y se reflejan en ella; por lo tanto, la comunicación es la esencia de la Iglesia (la cursiva es nuestra)”, asevera el documento La Iglesia e Internet (3)122. Sería imposible reconstruir y documentar aquí las innumerables referencias a este tema tan amplio y tan constitutivo para la Iglesia. Se trata, además, de una Pablo VI, Ecclesiam suam (ES), Encíclica sobre los caminos que la Iglesia católica debe seguir en la actualidad para cumplir su misión, Ciudad del Vaticano, 6 de agosto de 1964, 34. 121 ES 33; VC 74 retomará tal cual esta expresión. 122 El mismo documento insta, retomando un texto de la Aetatis novae 8, “a proseguir la investigación y el estudio continuos, incluyendo la elaboración de una antropología y una verdadera teología de la comunicación (la cursiva es nuestra)” (9). El contexto es la discusión sobre Internet, pero la invitación puede útilmente extenderse a todo el campo de la comunicación. 120
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dimensión que llega a tocar aspectos muy variados, como un río que recoge en su descenso hacia el mar las aguas de diferentes corrientes, riachuelos y arroyos. Baste pensar, entre tantos ejemplos, en el inmenso campo del diálogo ecuménico, del nuevo areópago de los medios de comunicación social, de la oración personal y comunitaria. Sobre todo, el tema de la comunicación apela por su misma esencia a la vida fraterna. Con todo, no hay que olvidar que la vida común es algo mucho más extenso, donde confluyen otros factores que no pueden ser agotados en este tema. No es posible abarcarlo todo. Es preciso quedarnos dentro de los términos de la comunicación interpersonal, que quiere ser el hilo de oro de todas estas páginas. Estamos convencidos de que si bien es una perspectiva limitada, puede ser un punto de vista privilegiado para iluminar muchos de los aspectos mencionados antes. Tampoco será posible eludirlos por completo, dada su estrecha vinculación. Indicaremos a continuación las dos vertientes de la comunicación, es decir, su dimensión ad intra y ad extra. En la primera se enfatiza su función dentro de la vida fraterna y comunitaria; en la segunda, sus repercusiones en el testimonio y en el anuncio del Evangelio. En realidad, como veremos, éstas se hallan intrínsecamente orientadas la una hacia la otra y no son otra cosa que la cara del mismo misterio de comunión. Pueden, de hecho, llegar a confundirse y sobreponerse (cuando, por ejemplo, se confunde el estar bien juntos con la misma misión), pero también a oponerse y contradecirse (cuando se considera uno en detrimento del otro), desvirtuando así su verdadera naturaleza.
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1.1. Ad intra Hay una premisa que no podemos eludir, so pena de nulificar las reflexiones posteriores. Se trata del lugar que ocupa en el plan de Dios la misma vida fraterna. Vita consecrata lo expresa de esta forma: “En la vida de comunidad, además, debe hacerse tangible de algún modo que la comunión fraterna, antes de ser un instrumento para una determinada misión, es espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del crucificado (cf. Mt 18,20). Esto sucede merced al amor recíproco de cuantos forman la comunidad, un amor alimentado por la Palabra, la eucaristía, purificado en el sacramento de la reconciliación y sostenido por la súplica de la unidad; don especial del Espíritu para aquellos que se ponen a la escucha obediente del Evangelio” (42). No se puede, por consiguiente, reducir la vida fraterna a un medio, aun de gran valor, para alcanzar un fin. Es ella misma el lugar donde, aunque imperfectamente, se hace ya presente y se anuncia el Reino de Dios. Por esa razón, la misión ahonda sus raíces en la misma vida común. De aquí el peso extraordinario que asume la comunión en la vida fraterna, al grado que los religiosos sean considerados los “expertos en comunión”123, los que fomentan la “espiritualidad de la comunión a través del diálogo”124. No menos claras son al respecto las definiciones del presbítero, ya que “el ministerio ordenado tiene una radical forma comunitaria y puede ser ejercido como una 123 124
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VC 46. VC 51.
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tarea colectiva. Sobre este carácter de comunión del presbítero ha hablado largamente el Concilio125, examinando claramente la relación del presbítero con el propio obispo, con los demás presbíteros y con los fieles laicos”126. El sacerdote, siempre según la Pastores dabo vobis, es el “hombre de la comunión... de la misión y del diálogo” (18). Por ese motivo, hablando de su formación humana, destaca la importancia de la “capacidad de relacionarse con los demás, elemento verdaderamente esencial para quien ha sido llamado a ser responsable de una comunidad y hombre de comunión”. Sustenta esa necesidad especialmente en el hecho de que “la humanidad de hoy, condenada frecuentemente a vivir en situaciones de masificación y soledad, sobre todo en las grandes concentraciones urbanas, es sensible cada vez más al valor de la comunión: éste es hoy uno de los signos más elocuentes y una de las vías más eficaces del mensaje evangélico” (43). Ahora, esta capacidad de relacionarse y comunicar no debe ser sólo una preocupación pastoral, y por ende dirigida exclusivamente hacia lo externo. Si no existe una experiencia auténtica de vida fraterna desde la misma formación, es decir, dentro del seminario, será muy difícil que esto pueda producirse mágicamente en el contacto con la gente. Por lo mismo, el seminario se presenta como “una comunidad educativa en camino”, “continuación en la Iglesia de la íntima comunidad apostólica formada en torno a Jesús”, “experiencia 125 126
Presbyterorum ordinis (PO), 7-9. PDV 17.
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original de la vida de la Iglesia” (60). El mismo número reitera que, incluso desde un punto de vista humano, “el seminario mayor debe tratar de ser una comunidad estructurada por una profunda amistad y caridad, de modo que pueda ser considerada una verdadera familia que vive en la alegría”. Ahora bien, “para llegar a ser hermanos y hermanas es necesario conocerse. Para conocerse es muy importante comunicarse cada vez más de forma amplia y profunda”127. La lógica de estas afirmaciones es apremiante. Vida fraterna en comunidad dedica largo espacio al tema de la comunicación y reconoce que, en el proceso de renovación de estos años, ha sido uno de los factores que ha adquirido una creciente relevancia para la vida de comunidad: “Se da hoy una atención mayor a los distintos aspectos de la comunicación, aunque en medida y en forma diversa según los distintos institutos y las diversas regiones del mundo” (29). La exigencia de incrementar la vida fraterna conlleva la correspondiente necesidad de una comunicación más extensa e intensa. Acerca de la extensión, se constata el notable desarrollo que ha alcanzado dentro de los institutos. Han aumentado en todos los niveles los encuentros de sus miembros; se han difundido boletines y periódicos internos, así como cartas o documentos para la información y formación común. Esto ha favorecido, indudablemente, relaciones más estrechas; ha alimentado el espíritu de familia y participación en todo lo que atañe la vida y la misión de cada 127
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VFC 29.
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institución. También comunitariamente los momentos de encuentro y reunión se han hecho algo común (30-31). No pasa lo mismo con la intensidad: En muchas partes se siente la necesidad de una comunicación más intensa entre los religiosos de una misma comunidad. La falta y la pobreza de comunicación genera habitualmente un debilitamiento de la fraternidad a causa del desconocimiento de la vida del otro, que convierte en extraño al hermano y en anónima la relación, además de crear verdaderas y propias situaciones de aislamiento y de soledad. En algunas comunidades se lamenta la escasa calidad de la comunicación fundamental de bienes espirituales; se comunican temas y problemas marginales, pero raramente se comparte lo que es vital y central en la vida consagrada. Las consecuencias de esto pueden ser dolorosas, porque la experiencia espiritual adquiere insensiblemente connotaciones individualistas. Se favorece además la autogestión unida a la insensibilidad por el otro, mientras lentamente se van buscando relaciones significativas fuera de la comunidad. (...) Sin diálogo, sin escucha, se corre el riesgo de crear existencias yuxtapuestas o paralelas, lo que está muy lejos del ideal de la fraternidad (32).
El texto, aunque largo, valía la pena ser citado por su claridad y concreción. A la larga, las consecuencias de la falta de diálogo llegan a ser dolorosas principalmente porque corroen las raíces de la vida fraterna. Tanto la espiritualidad como el apostolado son vividos como monopolio personal, llevados a cabo en nombre propio, y la vida común es sólo el trampolín necesario, pero no amado, para lograr los propios fines. Un buen parámetro para tomar el pulso de la vida fraterna a este respecto es la actitud que se toma ante las comidas
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comunitarias: se consideran como algo necesario, inevitable, ya que todos tenemos que comer; se omiten con frecuencia porque se tienen invitaciones más atractivas o en contacto con la gente; se llega habitualmente tarde, sin pedir disculpas a nadie; se caracterizan por pláticas sin importancia o largos silencios donde apenas se tiene el tiempo de mirar a la cara al que está en frente; se habla de continuo, sin escuchar realmente a nadie o sin darse cuenta de que el otro quiere decir algo. “Las comunidades corren el riesgo de transformarse en mapas de desiertos silenciosos –sostiene Bosco–, muy lejanas de cumplir un papel educativo”. Hay una especie de “indisponibilidad psicológica para plantar el propio corazón (no la propia curiosidad y el propio chisme) en la vida de aquel que me es dado como compañero de camino, se vuelve trabajoso encontrarlo, secundario comunicarse con él, superfluo participar en su existencia con una relación de vida”128. Y todo esto no es exclusivo de la vida religiosa. Los conflictos que pueden darse acerca de la colaboración entre párrocos y vicarios, sacerdotes y laicos, sacerdotes y religiosos, sacerdotes y obispos... atestiguan cuanto acabamos de decir. “No es cualquier comunicación la que crea fraternidad –sostiene Cencini–; al igual que el mismo Jesús lo dice, no es multiplicando palabras como se puede pretender ser escuchados por el Padre. Sólo un tipo Bosco, V., Il ruolo educativo della comunità religiosa. Cit. en Cencini, A., Qué hermoso es vivir unidos... La vida fraterna de cara al tercer milenio, Paulinas, Ciudad de México 1996, p. 131. 128
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específico de comunicación es la que hace crecer el sentimiento de fraternidad, la que permite conocer al otro y hacerse conocer por el otro; sobre todo, la que permite entrar –con mucha delicadeza– en la vida del otro no para saberlo todo, de modo que no haya nada personal y secreto, sino para conocer esos elementos de su vida que ayudan a comprenderlo, a estar cerca de él de modo respetuoso, a comprender tal vez algunas de sus dificultades”129. A este propósito, viene a la mente el conmovedor diálogo entre Lorenzo, protagonista de Los novios, y su amigo, cuando volvió a su pueblo natal. Había huido por la prepotencia de don Rodrigo, quien quiso impedir su matrimonio con Lucía, y, obligado a refugiarse en un Estado extranjero, se encontró inesperadamente con el amigo en ese lugar arrasado por la peste y la hambruna. Aun en tanta estrechez, éste logró prepararle una cena con las pocas cosas que le quedaban. Los dos se sentaron a la mesa “dándose recíprocamente las gracias, el uno por la visita, y el otro por la acogida; y al cabo de dos años sin verse, advirtieron en un momento que eran más amigos de lo que creyeron serlo cuando se veían a diario... También Lorenzo contó a su amigo sus aventuras, oyendo en trueque mil historias del paso de las tropas, de la peste, de los untadores y de los maleficios. ‘¡Qué trances tan duros!, ¿eh? –prosiguió el amigo–; cosas que jamás hubiéramos pensado ver; cosas que dejarían desconsolados para toda la vida... Y sin embargo, parece que se encuentra algún alivio en hablar de ellas con un amigo sincero’”130. 129 130
Ibíd., p. 129. Manzoni, A., Los novios, Sopena, Barcelona 1980, pp. 463-464.
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Si esto es posible en el amor humano, ¿por qué no debería serlo entre quienes están unidos por la fe y el llamado común? Se podría objetar que no siempre ni con todos es posible alcanzar esta profundidad de diálogo y comunión, sobre todo en comunidades numerosas y con muchos compromisos apostólicos. Sin embargo, lo que nos une no es la simple simpatía, ni tampoco la necesidad de ser más eficientes en nuestro trabajo, sino algo mucho más fuerte, más decisivo y comprometedor. Lejos de debilitar la fraternidad y la amistad, el vínculo de la fe las vuelve más intensas, más gozosas y delicadas. Entonces, “la comunicación que sirve genuinamente a la comunidad lleva consigo algo más que la simple manifestación de ideas o expresión de sentimientos. Según su íntima naturaleza, es una entrega de sí mismo por amor”131; he aquí por qué resulta tan importante y a la vez tan difícil de alcanzar. Lo que está en juego no es la simple información, sino la calidad de las relaciones humanas, de las cuales la comunicación es una expresión peculiar. Lo que está en juego es, pues, el mismo Reino de Dios.
1.2. Ad extra “¡Mira que es bueno y da gusto que los hermanos convivan juntos!”, exclama el orante del salmo 133. Y describe esta bondad y belleza a través de las imágenes del ungüento que empapa la barba de Aarón y del rocío que baja del Hermón. Como toda bendición del 131
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Ética en las comunicaciones sociales, 12.
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Señor, no se queda encerrada en sí misma, sino que se abre a horizontes más vastos. Así Abrahán, a través de su fe obediente, recibe una bendición que, tocando primero a su persona, se extiende a los suyos hasta alcanzar todos los linajes de la tierra (Gn 12,2-3). En el icono de Pentecostés, el don del amor del Espíritu convierte a un puñado de apóstoles asustados en anunciadores valientes y capaces de comunicarse en todas las lenguas. Al terminar el lavatorio de los pies, Jesús regala a los suyos el mandamiento nuevo, y añade: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,35). Y en la oración sacerdotal implora del Padre el don de la unidad para que el mundo crea: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21). “La comunión y la misión están profundamente unidas –sostiene Vida fraterna en comunidad–, se compenetran y se implican mutuamente, hasta el punto de que la comunión representa la fuente y, al mismo tiempo el fruto de la misión; la comunión es misionera y la misión está en orden a la comunión” (58). Así que “más intenso es el amor fraterno, mayor es la credibilidad del mensaje anunciado y mejor se percibe el corazón del misterio de la Iglesia como sacramento de la unión de los hombres entre sí. La vida fraterna, sin serlo ‘todo’ en la misión de la comunidad religiosa, es un elemento esencial de la misma” (55). Vita consecrata, retomando un texto de Christifideles laici, reafirma que la vida de comunión es “un signo para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en
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Cristo. De este modo, la comunión se abre a la misión haciéndose ella misma misión” (46). Ser capaces, por lo tanto, de una comunicación que manifieste y alcance el corazón de las personas, que engendre relaciones profundas y maduras, no es sólo una urgencia para la vida de la comunidad, sino para el mismo anuncio del Evangelio. El papa Pablo VI hace hincapié en la importancia y la validez de la transmisión del Evangelio de persona a persona: “El Señor la ha practicado frecuentemente –como lo prueban, por ejemplo, las conversaciones con Nicodemo, la samaritana, Simón el fariseo–, y lo mismo han hecho los apóstoles. En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe? La urgencia de comunicar la Buena Nueva a las masas de los hombres no debería hacer olvidar esa forma de anuncio mediante el cual se llega a la conciencia personal del hombre y se deja en ella el influjo de una palabra verdaderamente extraordinaria que recibe de otro hombre”132. Todo esto, que fue cierto desde los primeros pasos de la Iglesia, adquiere mayor verdad y urgencia en nuestro mundo de hoy, que, aún más globalizado y comunicado, se parece cada día más a un aglomerado de soledades. La Buena Noticia, la Palabra de la que queremos ser destinatarios y mensajeros, pasa también a través de todas las modalidades y tonos de la comunicación humana. Más fuerte será la limitación en la comunicación Pablo VI, Evangelii nuntiandi (EN), Exhortación apostólica acerca de la evangelización en el mundo contemporáneo, Ciudad del Vaticano, 8 de diciembre de 1975, 46. 132
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y mayor será el obstáculo interpuesto al anuncio del Evangelio en toda su plenitud y riqueza. No tanto y no sólo porque cuanto se proclama puede ser incompleto en su formulación, sino porque lo dicho es expresión del corazón del anunciador: “De lo que rebosa el corazón habla su boca” (Lc 6,45). Es cierto que la fuerza de la Palabra va más allá de los angostos límites de la palabra humana: como la lluvia y la nieve que empapan y fecundan la tierra, no vuelve al Creador sin haber cumplido con su cometido; como la simiente echada en el campo, sigue creciendo mientras el sembrador duerme. Con todo, la misma semilla requiere un terreno fecundo para producir el fruto esperado. Dios, en su bondad, confía su Palabra también a una boca y a un corazón humanos: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación... Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con los signos que la acompañaban” (Mc 16,15.20). La palabra humana invoca todo nuestro mundo interior, lo que somos y lo que no somos. Traduce de forma peculiar especialmente nuestra relación con los demás y con Dios, por eso adquiere tanto peso, tanta belleza y tanto drama. Lo que se dice en la oscuridad será proclamado en los techos, dice el evangelio. Entre otros significados, quiere también decir que no puede haber fractura entre la intimidad y lo que se manifiesta. Somos una unidad, y cuanto somos entre los muros de nuestra casa lo somos en las plazas donde predicamos. Aunque la palabra hiriente, que puede matizar nuestro diálogo con los hermanos o hermanas de comunidad,
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parece transformarse en dulzura con las personas de la calle, en realidad es una contradicción aparente. En ese caso, tanto la agresividad como la complacencia son nuestras y no tardarán en salir a flote en esta o aquella ocasión, tanto dentro como fuera, signos tal vez de una personalidad poco integrada, pero nuestra. Y esta oscilación constituirá probablemente el matiz de nuestras relaciones y comunicaciones. Escribe Péguy en su estilo de teólogo poeta: Jesús no nos ha legado palabras muertas que debemos encerrar en pequeñas cajitas (o en grandes) y que tenemos que guardar en aceite rancio... Jesucristo, niña –es la Iglesia católica la que habla así a una hija suya–, no nos ha dejado palabras en conserva para que las conservemos. Nos ha dado, por el contrario, palabras vivas... Y nos toca a nosotros, enfermos y carnales, hacer vivir, nutrir y mantener vivas en el tiempo aquellas palabras que fueron pronunciadas vivas en el tiempo. Misterio de misterios es este privilegio increíble, exorbitante, de conservar vivas las palabras de la vida... Estamos llamados a alimentar la palabra del Hijo de Dios. ¡Qué miseria, qué desgracia, qué gozo, qué peligro!: a nosotros nos corresponde, a nosotros nos toca, de nosotros depende hacerla oír por los siglos de los siglos, hacerla resonar...133 Péguy, C., El pórtico del misterio de la segunda virtud. Cit. en Cantalamessa, R., Señor, tú tienes palabras de vida nueva, Ed. Guadalupe, Buenos Aires 1990, p. 28. 133
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La palabra conserva toda su fuerza y provocación, pese a un mundo que tiende a sacrificarla en nombre de la imagen y de la sensación fugaz. Pablo VI, yendo en contra de la opinión de sociólogos y psicólogos que consideran ineficaz e inútil la civilización de la palabra, alienta el uso de los modernos medios de comunicación, pero advierte: “No debe, sin embargo, disminuir el valor permanente de la palabra ni hacer perder la confianza en ella. La palabra permanece siempre actual, sobre todo cuando va acompañada del poder de Dios”134.
2. En la raíz de la no-comunicación
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on muchas las situaciones que pueden llevar a una dificultad en el campo comunicativo, a bloqueos o a un uso equivocado de este don del Creador. Indicaremos a continuación algunas de estas situaciones, limitándonos a aquellas que nos parecen más cruciales. Ya hemos comprobado de diferentes maneras que el comunicar revela de forma peculiar lo que la persona es. El misterio de cada persona se fue forjando en el tiempo, a través de múltiples mediaciones, tanto cognoscitivas como emotivas, relacionales, conativas y espirituales. No sería posible en este ámbito reconstruir, aunque someramente, las etapas de estas distintas líneas de desarrollo humano135. Equivaldría a escri-
EN 42. Para una profundización en ese sentido, véase: Imoda, Sviluppo umano. Bissi, Madurez humana. 134 135
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bir otro libro. Aquí queremos subrayar especialmente las dinámicas relacionales que entran en juego en el proceso comunicativo. Debemos admitir que no sólo la comunicación es lo que la persona es, sino que también el tipo de comunicación y de ambiente comunitario influyen sobre la persona. Ambos polos son verdaderos, y excluir uno a expensas del otro significaría caer en reduccionismos.
2.1. El mito de la comunicación total Quizás a causa de un mundo en donde la comunicación profunda se hace cada vez más difícil, o imposible, el deseo más o menos implícito de una comunicación total atormenta con frecuencia a la persona que busca un encuentro imaginado como respuesta definitiva a las preguntas arraigadas en la fundamental soledad humana. Se trata de una falsa idea de la comunicación que subyace en muchos intentos fallidos por entrar en comunicación con el otro. Esta falsa visión no es errónea por defecto; lo es más bien por exceso: ambiciona demasiado, desea lo que la comunicación humana no puede dar, lo quiere todo. En el fondo, aspira al dominio y la posesión del otro. Por esta razón, es profundamente errónea, aunque a primera vista parezca tan fascinante. En efecto, ¿qué hay más bello que una fusión total de los corazones y de los espíritus? ¿Qué cosa más dulce que una comunicación transparente, en perfecta reciprocidad, sin sombras ni tapujos? ¿Y no es esta transparencia uno de los pilares de la vida fraterna? Pero precisamente en este ideal se oculta una codicia y una concupiscencia de poseer al otro como si fuera un objeto en las manos para armar y desarmar a nues-
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tro antojo, lo cual deja entrever el ansia oscura del dominio136. Hay una afinidad entre soledad e intimidad. Existe en cada ser humano un área, un espacio sagrado de silencio, un fundamento de sí mismo que exige ser reconocido y aceptado como tal, a veces también reencontrado y reconstruido. El ser para los demás (relación) y el ser para sí mismos (individualidad), como las dos exigencias fundamentales de la realidad antropológica, se fueron configurando, combinando o quizás contraponiendo a lo largo de la historia de cada uno. Convertir en absoluta una de estas tendencias contra la otra conduce a inevitables bloqueos en el camino de crecimiento de la persona. Nacen así conflictos, cerrazones y la dificultad para comunicarse auténticamente. Se pueden encontrar de un lado personas que no logran abrirse con serenidad a los demás, encerradas en su mutismo o timidez; del otro, personas incapaces de poner límites al flujo incontenible de sus palabras. Con todo, aunque estas dificultades no existieran o fueran razonablemente resueltas, quedaría todavía válida una función protectora de aquellas áreas especialmente sensibles que constituyen la normal intimidad de las personas. La tendencia a proteger estas áreas, como por ejemplo el sentir relacionado con la corporeidad, el experimentarse vulnerables, expuestos o amenazados, no es sólo un límite o una carencia, sino también un ejercicio de libertad que se convierte en 136
Cf. Martini, Effatá, p. 28.
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previdencia y providencia, aceptación y respeto, solicitud y cuidado hacia un bien recibido. La soledad no es, entonces, únicamente esa realidad negativa representada por el aislamiento, sino también lugar de una presencia superior o trascendente. Soledad y comunicación nunca son simplemente opuestas: la verdadera soledad, la verdadera comunicación, son auténticas cuando, permaneciendo en lo que son, se convierten también en el polo opuesto. La verdadera soledad es comunicación, y viceversa. El derecho a la privacidad y al respeto no representa sólo una exigencia moral, de buenas costumbres, sino que tiene fundamentos antropológicos, ontológicos y, finalmente, teológicos: “Es bueno esperar en silencio la ayuda del Señor” (Lam 3,26). Toda persona justamente mantiene y defiende un espacio de discreción totalmente privado y que no desea abrir sin discriminación a cualquier mirada externa. Puede producirse un problema o un drama cuando las dos exigencias, la de la soledad y la de la relación, entran en un conflicto que se podría definir como prevalentemente psicológico. Ante estos fenómenos se puede fácilmente definir y aceptar como respeto lo que en realidad oculta miedo y dificultad para abrirse a una comunión más profunda. No es infrecuente oír a personas mayores afirmar que en su formación nunca se les ha acostumbrado a compartir el propio mundo interior en nombre de la discreción y el silencio. Hay que interrogarse si esto no ha favorecido en parte ese individualismo que corroe tanto la vida común como el apostolado. En el extremo opuesto, se puede llamar práctica pedagógica, ayuda al otro o “compartir la propia ex-
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periencia de vida” lo que en realidad es una imposición de sí mismo o una invasión de la intimidad del otro, que no está preparado o dispuesto a recibirla. No todo lo que es personal y privado puede ser comunicado en público a los demás. El conocimiento de todo cuanto hay en el hermano o en la hermana no siempre ayuda a la amistad y al amor. Hay que preguntarse seriamente si algunas comunicaciones-revisiones de vida no rayan en la invasión de la intimidad propia y ajena. De cualquier forma que se trate, este mundo de la intimidad no puede escabullirse de una profunda soledad y, por lo tanto, de silencio. Ni siquiera la comunicación más abierta y sincera alcanzaría a eliminarla, por lo menos hasta que el misterio del hombre se desarrolle en el tiempo137.
2.2. Prisa y superficialidad “¡No tengo tiempo!” “¡No sabes cuántas cosas me quedan por hacer!” ¿Quién de nosotros no se reconoce en este grito, queja o amarga constatación? Y aunque este lamento no llegue a nuestros labios, nuestro correr sin descanso habla más que cualquier palabra. No toda la culpa es nuestra. Ya lo decíamos al comienzo: la nuestra es una sociedad que parece no permitir las pausas. Tiempo, dinero, eficiencia, son un trinomio bastante común. Es difícil nadar contracorriente. Por otro lado, no hay que callar la santidad y el heroísmo que pueden ocultarse detrás de esta entrega sin límites, a todas 137
Cf. Imoda, Sviluppo umano, pp. 333-334; 366.
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horas, programada en los mínimos detalles con meses, a veces años, de anticipación. Con todo, tampoco se puede ocultar la creciente dificultad para dar tiempo a la escucha paciente y prolongada de los que viven con nosotros. No logramos escuchar a los demás porque no escuchamos primero nuestras propias palabras. Toda auténtica comunicación nace del silencio. En efecto, comunicar es decir algo a alguien, algo que debe nacer ante todo desde dentro. Esto supone autoidentificarse, autocomprenderse, captar la riqueza interior de uno mismo. Muchas formas de conversación no son verdadera comunicación porque esconden un vacío interior. Se reducen a un desahogo superficial, a exhibicionismo. Pocas palabras, pero sinceras, nacidas de un alejamiento contemplativo, valen más que muchas palabras acumuladas irreflexivamente138. Hoy más que nunca, la palabra corre el riesgo de ser reducida a algo funcional y convencional: un instrumento para proporcionar informaciones. Al fin y al cabo, algo necesario, sin lo cual tampoco la vida común podría desarrollarse con orden o alcanzar sus objetivos. Aun en el diálogo personal quisiéramos llegar pronto al grano, encontrar rápidamente las soluciones de los problemas. Porque, hay que reconocerlo, actualmente es fácil reducirlo todo a un problema. También las personas. Tanto el lenguaje como la manera de enfrentar las situaciones delatan esa tendencia. A menudo, los diálogos tanto en la vida de comunidad como en las parro138
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Cf. Martini, Effatá, p. 64.
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quias se acaban en una lista de dificultades que resolver, de situaciones que analizar, de decisiones que tomar, de avisos que dar. Las nuevas y eficaces técnicas de programación y planeación, tomadas a veces tal cual de la mercadotecnia, nos han vuelto muy eficientes y rápidos para enfrentar los contextos actuales, tanto internos como externos a la comunidad. Y es relativamente más fácil acordar programas, discutir o hasta pelear acerca de ellos. Se nos olvida, sin embargo, que detrás de las ideas siempre hay personas. Existe una historia, un mundo que a veces sólo logra asomarse tímidamente en tanta discusión y superficialidad. Un mundo de riquezas, y no sólo de problemas; una experiencia de fe, y no sólo una opinión u actuación acertadas. Lentamente, como denuncia Vida fraterna en comunidad, se puede llegar a buscar fuera de la comunidad esas relaciones significativas que la vida fraterna no logra ya propiciar: un diálogo que deje espacio al propio mundo, tanto humano como espiritual, ofrecido y acogido en el respeto y la reciprocidad. Si lo que se pone en común no es tan “central y vital”, es decir, la propia fe, el vínculo de la vida fraterna se volverá inevitablemente débil, pesado y rutinario. Y esto repercutirá forzosamente en el apostolado, ya que “este ejercicio de comunicación sirve también para aprender a comunicarse de verdad, permitiendo a cada uno... confesar la propia fe en términos fáciles y sencillos, a fin de que todos la puedan comprender y gustar” (29). Nuestra orientación tan pragmática nos hace resaltar demasiado los resultados, las metas por alcanzar, y muy poco el camino para llegar a ellas. Un camino que se recorre a veces con ritmos y sensibilidades muy dis-
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tintas que, lejos de ser un impedimento, constituyen en realidad la gran riqueza de la vida fraterna. Ritmos y sensibilidades que son, a fin de cuentas, los lenguajes que cada uno de nosotros habla y que, como tales, hay que saber escuchar, descifrar y acoger.
2.3. Comunicaciones distorsionadas Allí donde se da una comunicación, allí también existe la posibilidad de su distorsión, es decir, de su uso incorrecto. La comunicación puede ser ambigua porque la naturaleza humana es así. La gama de distorsiones es, pues, amplia y compleja. A continuación describiremos algunas de estas distorsiones, cuyos efectos destruyen de manera distinta el tejido de la vida común, dependiendo de si son hechos aislados o si se convierten en estilos comunicativos masivos y permanentes. En este segundo caso, el efecto es, obviamente, mucho más dañino y resulta más difícil para el individuo contrarrestar la tendencia general. Sabemos que una de las exigencias fundamentales para la vida de cualquier grupo humano es la capacidad de enfrentar sus conflictos con claridad y madurez. No puede haber una auténtica cohesión, ni fraternidad, si no se logra encarar de forma adecuada las dificultades que nacen de la diversidad esencial de cada miembro. Compartir la propia intimidad y, sobre todo, la propia experiencia de fe es casi imposible si faltan las premisas anteriores. Es como pretender escalar una montaña al revés. De ahí la importancia ante todo de reconocer estas dinámicas comunicativas distorsionadas, para luego poder enfrentarlas.
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a) De la no-claridad a la mentira Mientras estemos en esta tierra, nunca será posible una comunicación totalmente transparente, donde lo manifestado coincida sin sombra alguna con lo que se es profundamente. Ni sería deseable, pues el pretenderlo haría caer en la imposición o en la enajenación. En su carácter de misterio, la persona siempre mantendrá un margen de cosas no dichas, de no-claridad, porque a menudo ni ella misma alcanza a conocerse y poseerse en plenitud. Aspectos íntimos o inconscientes alimentan continuamente este margen. Cuántas veces hemos tenido la experiencia de manifestar un pensamiento, una opinión, y, al mismo tiempo, percibir que no era todo lo que hubiéramos querido decir. Si esto acontece con el pensamiento, cuánto más con nuestra emotividad. Puede ser propiamente este mundo el que vuelve menos clara nuestra comunicación e introduce lenguajes paralelos a la racionalidad. A este respecto se produce un continuum, una pluralidad de manifestaciones que, partiendo de una simple falta de claridad, puede llegar hasta la mentira. Los casos que ilustraremos a continuación quieren ejemplificar este continuum. Pensemos en una persona que, a pesar de sentir aprecio y cariño por los demás, no lo expresa por el miedo de involucrarse y, tal vez, sufrir. Un día que una amiga le hace un regalo, se lo devuelve de mal modo diciendo que no era el caso que se molestara tanto. Sin embargo, se queda platicando largo rato con ella. Inconscientemente, se siente muy halagada por el recuerdo, y ella también desearía hacer lo mismo, pero teme que la otra se dé cuenta. La larga plática que sigue podría de alguna
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manera delatar este aprecio, pero, en lugar del cariño, salen el enojo y el rechazo. En este caso no podemos hablar propiamente de mentira, sino de un doble mensaje139. La afirmación consciente y racional es contraria a la parte emocional e inconsciente. Obviamente, no es lo mismo ser poco claro que ser mentiroso. Pero lo uno favorece a lo otro, aunque el peso y la gravedad de la distorsión son en ambos casos muy distintos. Dependiendo del grado de conciencia y de la intencionalidad, varía también su valoración moral. De todos modos, es evidente que un estilo comunicativo centrado en los dobles mensajes provoca muchos conflictos relacionales. Otro ejemplo podría ser el de una persona que es muy susceptible al juicio ajeno. Cuando alguien critica su comportamiento, se cierra en sí misma y, ante la pregunta “¿pasa algo?”, contesta: “No, es que tengo un fuerte dolor de cabeza, por eso estoy así”. En realidad, no es cierto que está enferma, pero la mentira funciona de maravilla. No sólo consigue alejar los interrogatorios, sino que provoca una lástima que no habría logrado si hubiese manifestado tal cual su inconformidad. Mucho más grave es la situación de una persona que cambia continuamente la versión de los hechos, las valoraciones acerca de las personas y de sí misma. Aunque quienes viven con ella fácilmente llegan a tacharla 139 “El doble mensaje es una comunicación interpersonal que se verifica en distintos niveles cuyos contenidos son contradictorios”: Rulla, L. M., Psicologia del profondo e vocazione. Le persone, Marietti, Turín 1975, p. 274 (en español: Psicología profunda y vocación. I. Las personas, Atenas, Madrid 1986).
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de mentirosa, es muy probable que esto oculte una dificultad patológica en la estructuración de su personalidad. Es el caso de una persona que es muy inestable en sus compromisos, que pasa del amor al odio con extrema facilidad y que puede decir que todo es bellísimo y maravilloso mientras al rato devalúa lo que antes había idealizado140. Dependiendo del grado de patología, puede variar la valoración moral de estos comportamientos, pero lo que no cambia son las consecuencias deletéreas y conflictivas para la vida común. No quiere decir que el mismo clima comunitario no favorezca que surjan o se mantengan estas dinámicas que podríamos llamar “de mentira”. Cuando se enfatiza demasiado el control sobre la comunidad, tanto por parte del superior/a como por parte de los mismos miembros, cuando se está demasiado preocupado por el cumplimiento externo de los deberes y menos por las 140 Se habla, en este caso, de escisión, un mecanismo de defensa muy primitivo. La manifestación más clara de este mecanismo es la división de los objetos externos en “completamente buenos” y “completamente malos”, con posibilidad concomitante de cambios abruptos, de un extremo al otro –o sea, virajes repentinos y completos de todos los sentimientos y conceptualizaciones sobre una persona particular–. Este mecanismo da origen y se mantiene gracias a otras defensas muy parecidas y que fácilmente se producen juntas: la negación masiva (se sostiene que una realidad, o parte de ella, no existe; por ejemplo, el drogadicto que afirma no haber tenido nunca problemas con la droga); la idealización primitiva (por ejemplo, todo es bellísimo, sin defectos); la devaluación (por ejemplo, todo es pésimo, falto de cualquier aspecto positivo); la omnipotencia (por ejemplo, uno se siente el mejor del mundo); el acting out, es decir, la descarga directa de un impulso para no ver la emoción que lo acompaña (por ejemplo, se rompe la loza para afirmar que no se está enojado).
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convicciones interiores, es bastante fácil que se aticen estas espirales mentirosas. Si lo que cuenta es la fachada, es muy probable que se llegue a mentir con tal de mantenerla. Entonces, ¿decirlo todo a todos? Ser sinceros no equivale a ser verdaderos. No todo lo que pensamos y sentimos es veraz. Los ejemplos anteriores lo confirman. Decir que se está enojado cuando en realidad se está contento es una falsedad. Pero resulta que la persona en cuestión no percibe conscientemente su alegría y, por ende, no la puede expresar. En ese caso, ¿dónde está la verdad? Cuando expresa el enojo realmente es sincera, porque es lo que percibe con claridad, pero no es veraz, porque el verdadero sentir es la alegría que ella en realidad no ve. Y luego, ¿cuándo podemos afirmar con certeza que nuestras opiniones encarnan la verdad absoluta? “No te aferres a tus opiniones. No tengas por verdad inapelable lo que piensas. No eres el dueño de la verdad...”, leemos en Antígona, de Sófocles, cuando Hemón trata de disuadir al padre de matar a Antígona. Le recuerda que los árboles flexibles son los que resisten el ímpetu de las corrientes, mientras que los indoblegables son arrancados de sus raíces, así como que quien “navega con vela restirada en exceso hace volcar la nave y ha de salvarse náufrago agarrado a las tablas de navío hundido”141. El paso de la sinceridad a la veracidad no es automático, y siempre implica un largo camino para poseerse 141
p. 199.
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Sófocles, Las siete tragedias, Porrúa, Ciudad de México 2001,
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y conocerse con autenticidad. Con todo, aunque lográramos un conocimiento pleno de lo que sentimos y pensamos, seguiría siendo válida la misma pregunta: ¿debemos expresarlo tal cual? Cuando se exalta tanto la espontaneidad, es muy común llegar a esta idea falsa de sinceridad. Se cree que se sería menos auténtico si no se manifestaran todas las opiniones y sentimientos que se albergan: “Si yo lo pienso, ¿por qué no tengo derecho a decirlo?”. Se nos olvida, como afirmaba Pascal, que la verdad sin la caridad es un ídolo. Puede ser cierto que uno esté disconforme con una decisión y puede ser que sus razones sean muy sensatas, pero sacar su agresividad tal cual se lo sugieren sus impulsos también puede herir profundamente a otro que simplemente tiene una opinión distinta. Pablo renuncia a comer la carne inmolada a los ídolos únicamente porque puede escandalizar a algunos hermanos de la comunidad de Corinto más frágiles en la fe. Convencido de que comerla o no comerla no provocaba de por sí un mayor o menor acercamiento a Dios, invoca la verdadera libertad, que consiste en respetar al más débil (1 Cor 8,7-13). Escribiendo a los efesios, les invita a vivir “según la verdad en el amor” o, de acuerdo con la traducción interconfesional, “con autenticidad en el amor” (4,18). Detener el llanto ante una persona querida que sufre para no aumentar su dolor es caridad, a saber, todo lo contrario de la mentira o de la inautenticidad. Tanto el decir como el no decir deben ser guiados por la estrella polar del amor misericordioso del Señor Jesús. Y si bien es cierto que él no dudó en sacar a los mercaderes del
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templo, que azotó y volcó sus mesas repletas de dinero, también lo es que no lo hizo con sus personas. Siempre habrá una manera más cristiana y bondadosa de expresar nuestras opiniones o sentimientos. Si perdemos de vista esta estrella nos convertimos en falsos profetas, inquisidores despiadados de nuestros hermanos y hermanas, dispuestos tal vez a morir por una idea, por un programa pastoral, mas no por una persona. b) De la simple opinión-juicio al chisme-calumnia El subtítulo ha juntado deliberadamente varios sustantivos para demostrar la sutil ilación que los une. Es obvio que todos tenemos nuestras ideas y opiniones acerca de las personas, así como es indiscutible la necesidad de comunicarlas y compartirlas con quienes vivimos. Ya hemos visto anteriormente cómo es difícil lograr una manera de pensar auténtica, que respete tanto la objetividad de los hechos como la subjetividad de quien la posee. En ese camino hacia la ortodoxia es innegable el papel que tienen las emociones, ya que no raras veces enturbian la conquista de la verdad. “El afecto amarra el intelecto”, afirma Dante en su Paraíso (XIII, 20). Por esta razón, en el momento de expresar una opinión sobre una persona se pueden fácilmente introducir estos elementos emocionales, frecuentemente inconscientes, que, si no son adecuadamente conocidos e integrados (ortopatía), alteran en medida distinta la verdad. Se crean así prejuicios, maneras de ver al otro estáticas, absolutas, cerradas a cualquier posibilidad de cambio. Pensemos, por ejemplo, en un hermano cauteloso, desconfiado, siempre en alerta para captar las verdade-
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ras intenciones de los demás. No sólo teme que le puedan hacer algún daño, sino que este sentir se convierte en una convicción. Basta una broma del superior para deducir que tiene algo contra él y que intencionadamente está buscando todas las ocasiones para ponerlo en ridículo. En realidad, el superior suele ser así con todos y lanzó la broma para intentar acercarse a alguien tan susceptible. Cuanto más bromea, más resentido se aleja el otro, seguro de ser la víctima escogida de la persecución comunitaria. Sucede a menudo que nuestras opiniones e informaciones no se quedan ocultas en el cofre secreto de nuestro corazón. A todos nos produce una gran alegría compartir lo que sabemos o pensamos. Como comenta Manzoni, con su conocida agudeza psicológica, “uno de los mayores consuelos de esta vida es la amistad, y uno de los mayores consuelos de la amistad es el tener una persona a quien poder confiar un secreto. Cuando, pues, un amigo se proporciona el consuelo de depositar un secreto en el seno de otro, excita en éste el deseo de proporcionarse el mismo consuelo. Pero si esta condición se tomase en sentido riguroso, se cortaría inmediatamente el curso de los secretos... Y así de amigo en amigo corre el secreto, la cadena de las amistades, hasta que llega a oídos de aquel o de aquellos a quienes nunca hubiera querido que llegase el primero que lo confió”142. Aunque no se trate propiamente de secretos, es cierto que a diario llegamos a conocer detalles personales sobre quienes viven con nosotros, a veces ayudados por nues142
Manzoni, Los novios, pp. 166-167.
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tra insaciable curiosidad, ya que, como dice la Escritura, “las palabras del chismoso son golosinas que bajan hasta el fondo de las entrañas” (Prov 26,22). El “consuelo” que nos produce platicarlos con otros puede hacernos olvidar la prudencia y el respeto de la privacidad, sobre todo cuando nos interesa fomentar una opinión, tanto favorable como desfavorable, acerca de determinadas personas. Añadir o quitar deliberadamente algún detalle, insinuar a través de afirmaciones no claras o de alusiones, aseverar con seguridad algo que se conoce someramente o de oídas o que simplemente se imagina que debe de ser así, constituye la triste labor del chisme. En su súplica a Yahvé, el orante del salmo 5 pide que fracasen los planes de los calumniadores: “No hay sinceridad en sus palabras, por dentro están llenos de malicia; sepulcro abierto es su garganta, su lengua habla con halagos” (v. 10). El límite entre el chisme y la calumnia es muy débil. El chisme puede alimentar un clima comunitario cuyos efectos se parecen al humo del Apocalipsis: oscurece el sol y extermina la tercera parte de la tierra (9,2.18). Algo tan imperceptible tiene, sin embargo, una potencia extraordinaria porque impide ver las cosas con claridad; no se sabe de dónde viene y provoca mucho sufrimiento. A la vez, se propaga con extrema facilidad, alimentándose a sí mismo en su carrera, como bien lo describe poéticamente Virgilio en La Eneida, dándole el nombre de fama, “la más veloz de todas las plagas, que vive con la movilidad y corriendo se fortalece; pequeña y medrosa al principio, pronto se esconde entre las nubes... rápida por sus pies y sus infatigables alas; monstruo horrendo, enorme, cubierto el cuerpo
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de plumas, que debajo de ellas tiene otros tantos ojos, siempre vigilantes, ¡oh maravilla!, y otras tantas lenguas y otras tantas parleras bocas, y aguza otras tantas orejas. De noche tiende su estridente vuelo por las sombras... sin que cierre nunca sus ojos el dulce sueño, mensajera tan tenaz de lo falso y de lo malo como de lo verdadero”143. Se puede llegar a destruir la reputación de una persona a través de simples alusiones. Una frase como ésta: “¿No te has fijado cómo esa hermana abraza a las demás? Si supieras... pero mejor no te digo; no quiero andar con chismes, sobre todo cuando se trata de cosas tan delicadas...”, es una insinuación que vierte su veneno en la copa dorada del falso respeto. La hermana en cuestión, tenga o no el problema al que se alude, se verá poco a poco marginada o excluida por las demás, sin saber realmente quién y cuál es la causa de esto. Alguien llegó a decir que la opinión es la reina del mundo precisamente por esta fuerza tremenda que tiene para influir sobre los hechos y las personas. En lugar de la verdad, prevalece la impresión momentánea, casi nunca verificada en la realidad; es suficiente para crear una “opinión”, y esto puede no estar muy lejos de esa manipulación y mentira que tanto reprochamos en los medios de comunicación actuales. Entonces, ¿dónde quedan la corrección fraterna, la ayuda mutua para crecer juntos, el diálogo abierto y franco para mejorar nuestro compromiso común? Jesús, 143
Virgilio, Eneida, IV, 477-574.
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en el sermón de la montaña, nos pide que nuestra palabra “sea sí cuando es sí, y no cuando es no, porque lo que pasa de aquí viene del Maligno” (Mt 5,37). Si nuestra vida es coherente con su Palabra, entonces también nuestras palabras serán verídicas; por eso, según este pasaje evangélico, ya no se necesitan juramentos. Pero si nuestra vida está lejos del Señor, esto se reflejará en nuestras palabras, porque “como un hombre es, así juzga –afirma Hinnebusch–; para una lengua hipersensible, todo sabe amargo”144. Nuestras críticas, celos, chismes, no hacen más que revelar los puntos débiles de nuestro corazón. Tendemos a devaluar lo que no poseemos y secretamente añoramos, así como a criticar en los otros lo que rechazamos en nosotros mismos. Quien se enoja porque los demás no cumplen con sus deberes deja ver, sin quererlo, que quizás le gustaría de vez en cuando ser un poco holgazán. Los que afirman con demasiada animosidad, insistencia e intransigencia sus opiniones delatan su inseguridad. La palabra honesta que busca el verdadero bien del hermano nunca lo destruye, lo pone en ridículo ni goza con verlo aniquilado. Repetidas veces Jesús nos recuerda que seremos juzgados con la misma medida con que juzgamos a los demás y que sólo los misericordiosos obtendrán misericordia. El camino es obligado. Y al fin al cabo, como se pregunta Santiago, ¿quiénes somos nosotros para juzgar al prójimo? 144 Cit. en Ridick, J., Un tesoro en vasijas de barro, Atenas, Madrid 1988, p. 189.
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c) Los “triángulos comunicativos” Cuando una persona acude a otra, o a otras, para hacer llegar su opinión podemos hablar de “triángulo comunicativo”. No se trata, por lo tanto, de simples y comunes informaciones donde el recurso a terceras personas puede incluso ser útil y práctico. Es el caso, por ejemplo, de un superior que no aprueba el comportamiento de un hermano que regresa muy tarde por las noches sin decir en dónde ha estado. En una plática que tiene con él, le dice: “Oye, me da pena decírtelo, pero alguien me ha dicho que está muy enojado contigo porque por las noches, cuando llegas tarde, haces tanto ruido que le despiertas”. Como podemos observar, el superior no tiene el valor de afrontar abiertamente el problema ni de expresar con claridad su disconformidad, y por eso se esconde detrás del malestar de un hermano anónimo. Esta estrategia le permite no exponerse, pero, a la vez, engendra una comunicación distorsionada y dañina. Y las razones son varias. Recurriendo al malestar de otro para expresar el propio, no puede afrontar con toda la seriedad necesaria la dificultad planteada. Sólo puede indicar algunas razones; en este caso, el problema del ruido, que no es, en realidad, el verdadero problema. En segundo lugar, impide al hermano que regresa tarde afrontar directamente su situación, puesto que el problema planteado no es el correcto, y además porque la tercera persona involucrada no sabe que el superior reveló su inconformidad; eventualmente si quisiera aclarar sus razones con éste, se metería en un problema mayor, porque delataría al superior.
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No es difícil intuir que todo esto engendra un ambiente de tensión, de desconfianza, de cosas dichas indirectamente, e impide una serena discusión de las dificultades. Los problemas se agigantan porque pierden sus verdaderos contornos, y se acaba como don Quijote, luchando con las sombras o los molinos de viento. Además, dependiendo de lo que está en juego, todo esto provoca mucho sufrimiento. En efecto, quien es objeto de estas comunicaciones indirectas no puede menos de preguntarse por qué el otro hermano no le dijo personalmente lo que pensaba. Puede incluso generarse una dificultad de relación con él, cuando en realidad no sabe lo qué dijo de verdad. Tampoco deja de intuir que es el superior quien tiene algo que reprocharle y no tiene el coraje para hacerlo. De ahí la duda, más o menos consciente, pero no menos dolorosa, de algo que se le recrimina y que, sin embargo, no está claro. Esta dinámica es aún más grave cuando es fomentada por quienes detentan la autoridad. Puede suceder también que un superior/a manifieste a un hermano/a opiniones o hechos que llegó a conocer confidencialmente a través de otros, con el fin de saber si son o no ciertos. Pensemos en una superiora provincial que llama a coloquio a una novicia para reprenderle porque “alguien” le dijo que la vio salir un domingo sin permiso y sin decir a dónde iba. Es posible que al final de este “diálogo” se llegue a saber la “verdad”, pero no se logrará conocer y ayudar seriamente a esta hermana. Con tal de conocer la verdad de los hechos, se puede llegar a veces al atropello de la intimidad y de la conciencia de la otra. Los frutos amargos de estos estilos comunicativos son, por lo general, la desconfianza,
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la sospecha de ser vigilados, la impotencia por no poder afrontar adecuadamente el problema. Entonces, si una hermana ve un comportamiento equivocado en otra, ¿no debe intervenir? Por supuesto que debe hacerlo. Pero es preciso que hable primero con la hermana en cuestión y, si es necesario, invitarla a platicarlo con la persona indicada, porque, como nos recuerda el libro de los Proverbios, “quien guiña los ojos causa disgustos, quien reprende a la cara construye la paz” (10,10). En el caso anterior, la superiora provincial no respetó ni siquiera la autoridad de la maestra de novicias, ya que intervino en un ámbito que era competencia de la otra. De todos modos, aun suponiendo que la maestra estuviera por alguna razón impedida en su servicio, la provincial hubiera debido decir a quien le refirió el error de la novicia que fuera ella quien se lo planteara. Haber recurrido a una tercera persona, en este caso la provincial, volvió todavía más difícil la solución del conflicto. Una llamada de atención por parte de un superior mayor, lo sabemos bien, pesa mucho más que la de una hermana de comunidad y confiere al problema una resonancia en ocasiones desproporcionada. Puede suceder, a veces, que acudamos voluntariamente a otras personas para hacer llegar nuestras opiniones, quejas o peticiones. Es el caso de un hermano que le pide a otro que refiera a un tercer hermano su malestar: “Tú que platicas tanto con él, ¿por qué no le dices que esa actitud que tiene hace sufrir mucho?”. Aparte de la manipulación que hace de este hermano “mensajero”, quiere solucionar su dificultad sin enfrentarse a ella.
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Puede también darse la circunstancia de que se tenga que hablar de la situación o las dificultades de alguien sin que sea posible, ni prudente, platicarlo directamente con la persona en cuestión. Pensemos, por ejemplo, en el trabajo de un consejo general o provincial. Queda claro que, de ser necesario, siempre deberá hacerse en los ámbitos, con las personas y en las formas adecuadas, salvando su reputación e intimidad. La vida fraterna puede volverse un infierno cuando el estilo comunicativo general se caracteriza por “él me dijo que tú dijiste”, “¿es cierto que tú dijiste que yo dije?”, “yo supe que éste dijo esto de ti”. La línea más breve entre dos puntos es la recta. “Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano” (Mt 18,15), nos recuerda Jesús. Sólo cuando se constata el rechazo de la corrección se debe recurrir primero a uno o dos testigos y, luego, a la comunidad. Mateo habla de pecado; se trata, entonces, de faltas graves contra el Evangelio. Si somos honestos, debemos reconocer que lo que nos intriga o molesta de los demás no es propiamente un pecado. Con frecuencia, se trata sólo de desacuerdos, de maneras de ser que no nos gustan; en fin, de todas esas pequeñeces que llenan nuestra vida diaria. Quizás, el dejarlas pasar y perdonarlas sin mucho ruido sería la mejor manera de afrontarlas. En todo caso, cuando se trate de algo más serio, la vía más evangélica es siempre la personal y directa, de tú a tú, donde con verdad podemos mostrarnos como lo que somos y acoger al otro tal cual es.
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V. Comunicación y relación
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ara comprender lo que acontece en la comunicación interpersonal desde un punto de vista psicológico, es necesario tener un marco de referencia teórico. Para ello, se puede recurrir a tres acercamientos distintos, que corresponden a tres preguntas diversas. La sintaxis de la comunicación se interesa en cómo se da la comunicación. Estudia los canales de transmisión, las propiedades estilísticas, los métodos de decodificación del mensaje. Desde esta perspectiva, por ejemplo, se afirma que la comunicación requiere un transmisor, un canal de transmisión y un receptor. La semántica de la comunicación estudia el significado del mensaje y el tipo de comunicación. La pragmática de la comunicación se pregunta más bien cuáles son los efectos de la comunicación sobre el comportamiento. ¿Qué reacción provoca determinado mensaje en quien lo recibe? ¿Cuál es el contexto emocional que activa la comunicación? ¿Qué ambiente relacional produce? Según este enfoque, lo que cuenta no son tanto las palabras o sus significados, sino los hechos no verbales concomitantes, el lenguaje corporal, el ambiente afectivo donde se da la relación y los efectos que ésta ocasiona. La pragmática de la comunicación se centra, por lo tanto, en el tipo de relación que se engendra a partir de una determinada comunicación. Esta clase de acercamiento es utilizado principalmente por
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la psicología sistémica y puede sernos especialmente útil para comprender y enfrentar varias de las dificultades comunicativas que hemos descrito en los capítulos anteriores145. No basta saber qué y cómo se comunican las personas, sino que es importante valorar también las consecuencias que la comunicación tiene sobre la relación. Si una hermana le pregunta a otra: “¿Te puedo ayudar?”, el significado de su petición queda claro. Sin embargo, no es del todo claro el efecto que puede tener sobre la relación, ya que la pregunta puede encerrar diferentes mensajes no verbales; por ejemplo: “veo que sola no puedes”, “perdóname la descortesía del otro día”, “yo también tengo algo que ofrecerte”, “no quiero que las cosas salgan mal”...
1. Todo es comunicación
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n la relación, todo es comunicación. “Si se acepta que toda conducta en una situación e interacción tiene un valor de mensaje, es decir, es comunicación, se
El texto principal al que haremos referencia será el de Watzlawick, P.; Beavin, J.; Jackson, D., Pragmatics of Human Communication, Norton & Company, Nueva York 1967 (en español: Teoría de la comunicación humana, Herder, Barcelona 1997); véase también, para una buena síntesis de este libro, Cencini, A., Qué hermoso es vivir unidos, pp. 152-172; Manenti, A., Vivere insieme. Aspetti psicologici, EDB, Bolonia 1994, pp. 65-85 (en español: Vivir en comunidad. Aspectos psicológicos, Sal Terrae, Santander 1983); Manenti, A., Coppia e famiglia. Come e perché, EDB, Bolonia 1993, pp. 149-155. 145
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deduce que, por mucho que uno lo intente, no puede dejar de comunicar. La actividad o la inactividad, las palabras o el silencio, tienen siempre valor de mensaje: influyen sobre los demás, quienes, a su vez, no pueden dejar de responder a tales comunicaciones y, por ende, también comunican”146. Permanecer con los ojos cerrados durante un viaje en avión comunica algo a nuestro vecino, que, si capta adecuadamente el mensaje, nos deja tranquilos. Esto constituye una comunicación, al igual que una acalorada discusión. También el esfuerzo por no decir nada es ya en sí una comunicación. La misma enfermedad psíquica puede ser, en ocasiones, el último recurso que la persona tiene para decir algo que a la vez quiere negar y que no encuentra otra forma para salir a la luz. Por ejemplo, los rituales obsesivos intentan ocultar la ansiedad que en realidad manifiestan. En ese sentido, no podemos afirmar que “la comunicación sólo tiene lugar cuando es intencional, consciente o eficaz, esto es, cuando se logra un entendimiento mutuo”147. Es preciso caer en la cuenta de que existen varias maneras de comunicarse y, por ende, de que distintos niveles de comunicación pueden coexistir sin excluirse mutuamente. Cada una de estas modalidades constituye esos lenguajes148 que anticipábamos al terminar el segundo capítulo. Podemos, entonces, encontrar estos tipos de comunicación: Watzlawick, Beavin, Jackson, Teoría de la comunicación, p. 50. Ibíd., p. 51. 148 De ahora en adelante utilizaremos este término para indicar estas diversas modalidades y niveles de comunicación, y no en el sentido de idioma. 146 147
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1.1. Comunicación intencional La persona sabe que está comunicando algo a otra persona. Esta transmisión puede acontecer de diferentes formas: a) Comunicaciones verbales: son aquellas que se producen a través de las palabras. Constituyen la forma más común de relacionarse y llevan consigo toda la riqueza y límite de la persona. Una relación que no se sustentara también con palabras, tarde o temprano se volvería ambigua y estéril. Como ya pudimos apreciar en los capítulos anteriores, las palabras no provocan por sí solas una relación auténtica y madura. Deben ser apropiadas a la situación y al tipo de comunicación que ésta requiere. No es lo mismo hablar a través de una homilía que intercambiar algunas opiniones con un amigo; proporcionar datos acerca de nuestro pasado a un médico que confesar nuestros pecados a un sacerdote. Pero es preciso sobre todo que nuestras palabras, antes de decir algo a alguien, expresen siquiera una chispa de nuestra vida interior y la vuelvan comprensible para quienes las reciban. No basta, por lo tanto, que la palabra sea apropiada a las situaciones, sino que quien la pronuncia debe apropiarse de ella, hacerla suya, confrontarse a través de ella y reconocer en ella quién es y aquello en lo que cree149. La palabra impulsiva, confiada al azar o al estímulo inmediato, la palabra irreflexiva que deja salir sin más Cf. Manenti, Vivere insieme, pp. 68-69; (el capítulo sexto, de donde se han sacado estas referencias, fue escrito por Amedeo Cencini). 149
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cualquier cosa que uno sienta dentro, podrá ser sincera, pero no verdadera, porque no construye ni rinde honor a la esencia comunicativa del hombre. b) Comunicaciones sensoriales-gesticulares: se refieren a todas esas formas que recurren a expresiones y posturas del cuerpo para manifestar nuestra actitud ante el otro. La mirada, el tacto, el torcer los labios, la sonrisa más o menos forzada, suspirar, llorar, correr o quedarse quietos son unos de los tantos ejemplos de esta modalidad de comunicación. No hace falta decir que nuestras jornadas están literalmente saturadas por estas comunicaciones, quizás más frecuentes o “elocuentes” que las mismas palabras. Llegar habitualmente tarde a los encuentros comunitarios comunica mucho más que la defensa del valor de la comunidad hecha de forma verbal. Si un hermano se queda esperando a otro que regresa tarde por la noche de un viaje peligroso dice de una cercanía que difícilmente podría ser sustituida por un papelito pegado a la puerta con la información de dónde dejamos la cena. Evitar la mirada de otro o mirar de reojo indica una desconfianza, un bloqueo que impide a la comunicación manifestarse con apertura y serenidad. Sin miedo a exagerar, se puede decir que buena parte del clima comunitario está condicionado por este tipo de lenguaje corporal, que, en ocasiones, puede constituir un mensaje paralelo u opuesto a la comunicación verbal. c) Comunicaciones simbólicas: se dan a través tanto de palabras como de acciones u objetos que tienen la función de expresar algo que no se quiere decir abiertamente. Pensemos, por ejemplo, en un fuerte perfume
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estrenado para un encuentro importante, un regalo dejado encima del escritorio, las llaves de casa entregadas al hijo adolescente, llamar con un apodo de la infancia a una persona querida. No es lo mismo dejar una comida porque se está a dieta que por un castigo que se nos ha impuesto. El símbolo, por ser tal, no tiene una semejanza directa con lo que se quiere comunicar. Decir a una persona que su sonrisa es como una flor no quiere, obviamente, significar que su boca sea un florero. Llamar al esposo “tesoro mío” no implica identificarlo con una pieza de oro. Dada esa desemejanza, el símbolo puede ser malinterpretado, es decir, se le puede atribuir un significado inadecuado. Por ejemplo, un regalo dado por agradecimiento se ve como una tentativa de manipulación. Buena parte de las diferencias culturales, sobre todo en el terreno de las relaciones, no son más que diferencias simbólicas. Llegar un poco tarde a una comida puede ser una falta de educación para un europeo, mientras que para un latinoamericano resulta todo lo contrario: este último se comporta así con el fin de no hacer quedar mal a quienes están preparando la comida; el primero llega antes de tiempo para demostrar el aprecio y el respeto que tiene por la invitación. Un fuerte abrazo puede significar cercanía para unos o intromisión para otros. Sonreír después de una mala noticia puede parecer inapropiado para una determinada cultura, mientras que para otra puede ser signo de amabilidad y cortesía. Es posible decir “sí” para significar “no”, así como se puede negar algo queriendo indicar todo lo contrario. En la misma comunidad, en el mismo grupo humano, se pueden encontrar a menudo estas diferencias
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simbólicas sin que sus miembros sean necesariamente de nacionalidades distintas. Basta una disparidad de formación académica, de edad o de ambientes de procedencia para engendrar esta riqueza simbólica. Las relaciones interpersonales están en gran parte sostenidas y favorecidas (o también obstaculizadas) por este tipo de comunicación. Es preciso recordar que, incluso cuando se recurre a ella de forma no del todo intencional, el otro, aun inconscientemente, siempre la capta. Como podemos constatar simplemente en el ámbito intencional, la comunicación es algo complejo, ya que entre estas tres modalidades puede haber convergencia o disonancia. La comunicación es clara cuando se da una correspondencia entre palabra, acción y significado: así será mayor la armonía entre palabra, acción y significado, y menor la posibilidad de malentendidos. Si hay claridad en lo que se dice, quien escucha se sentirá más interpelado a dar a su vez una respuesta clara. Como dice Cencini, citando a Solonia, “en la comunicación es necesario señalar los indicios referenciales; o sea, no dejar en el aire el ‘quién’, ‘qué’, ‘dónde’, ‘cuándo’. Expresiones del tipo: ‘nadie me comprende’, ‘nunca me siento valorado” (...) crean confusión. Incluso porque, si reflexionamos, expresiones tan genéricas y vagas siempre hacen referencia a un episodio muy preciso. Comunicar este episodio de manera descriptiva haría clara y positiva la interacción. En efecto, por la ley de los ‘efectos recíprocos’, comunicar con normas, valoraciones, generalizaciones, etc., fomenta un tipo de relación acusadora, dentro del cual el sujeto
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ignora y continúa ignorando su realidad y su problema, desplazando y proyectando todo sobre el otro o sobre los demás en general”150. Cuando palabras, acciones y significados se contradicen o no están tan directamente relacionados, quien recibe el mensaje deberá, antes de responder, tratar de descifrar la relación que hay entre ellos. En esa tarea de interpretación se verá inclinado a introducir significados subjetivos, no directamente deducibles del mensaje recibido. Si a un alegre “¡buenos días!” en el pasillo la otra hermana contesta con un suspiro y meneando la cabeza, deja abierta la puerta a muchas interpretaciones (“la molesto”; “nunca atino para ponerla contenta”; “quizá le hice algo sin darme cuenta”; “me compadece”; “algo la hace sufrir”...). Siendo el mensaje poco claro, la respuesta será igualmente ambigua: por ejemplo, una sonrisa a medias, el irse sin decir nada, otro suspiro o un ataque directo pero genérico de este tipo “¿Y eso?”. Y el conflicto no estará muy lejos de desatarse.
1.2. Comunicación no intencional Se da cuando se transmite un mensaje sin tener la intención de hacerlo o incluso con la intención contraria. En el primer caso, cuanto se dice escapa a la conciencia de quien lo expresa; en el segundo, se manifiesta algo que no se quisiera conscientemente transmitir. Se producen, por consiguiente: 150
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Cencini, Qué hermoso es vivir unidos, pp. 160-161.
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a) Comunicación no intencional consciente: conscientemente no se comunica algo que se quiere guardar oculto. El ejemplo más clásico es el juicio sobre otra persona que no se quiere divulgar, y que se encubre, tal vez, con excesiva amabilidad. Aun así, la verdadera opinión que se tiene tarde o temprano logra filtrarse a través de otras modalidades; por ejemplo, nuestro silencio. El no hablar también es comunicación; en este caso, una comunicación meta-sensorial, porque no se da a través de la palabra, de la acción o del símbolo. b) Comunicación no intencional inconsciente: el mensaje transmitido es desconocido, todo o en parte, para quien lo profiere. El ejemplo típico de esto es comunicar una cierta manera de sentir al otro no del todo clara, que sólo logra ser percibida como una impresión vaga de simpatía o antipatía. Pensemos en el marido que, entrando de prisa a la cocina, le pregunta a la esposa si todavía no está lista la comida. Y, ante la cara entristecida de ella, le reitera que solamente había preguntado por la comida, nada más; se parece al futbolista que levanta las manos después de haber puesto la zancadilla a otro jugador en el área de penalti. Palabras en apariencia inofensivas y “normales” son, en este caso, el espejo de la agresividad del marido hacia su esposa. La comunicación no intencional (consciente o inconsciente) es la palabra silenciosa que continuamente enviamos a través de nuestra persona y que siempre es percibida, aunque sea inconscientemente, por quien la recibe. Cuando no hay convergencia entre comunicación intencional y no intencional, los efectos son ver-
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daderamente desastrosos. Se verifican esos dobles mensajes que ya mencionábamos en capítulos anteriores. Con las palabras se dice algo y silenciosamente lo contrario. Recibimos a una persona con una gran sonrisa, diciéndole que su llegada es una sorpresa muy agradable para nosotros, pero al mismo tiempo andamos mirando continuamente el reloj y, mientras ella habla, ordenamos los papeles de nuestro escritorio. Como afirma Cusinato, “el hombre puede controlar sus palabras, hasta cierto punto sus acciones, mucho menos sus emociones y sentimientos, especialmente los que abriga sin conocerlos”151.
2. Contenido y relación
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os canales comunicativos que acabamos de describir nos dan a entender que tanto las palabras como las acciones y los significados crean cierto clima en la relación interpersonal: un entendimiento o un conflicto de fondo que, a menudo, ni es reconocido explícitamente por los dialogantes. En efecto, la comunicación presenta un aspecto de contenido y uno de relación. El contenido se refiere a la comunicación verbal, a lo que se dice a través de palabras. La pragmática de la relación lo llama modalidad digital (o numérica) de comunicación (lo dicho). Mientras que el aspecto relacional es representado por el mensaje emocional no verbal, llamado también modali151
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Cit. en Manenti, Coppia e famiglia, p. 152.
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dad analógica de comunicación (cómo lo digo; el sentimiento que comunico; quién quiero ser para ti y cómo tienes que comportarte tú hacia mí)152. La comunicación no está hecha, por lo tanto, únicamente por las cosas dichas, sino también por la manera en que son transmitidas. Esta manera proporciona toda una serie de informaciones acerca de cómo interpretar el mensaje y responder a él. Decir, por ejemplo: “¿Serías tan amable de abrir la ventana?” no es lo mismo que decir: “Por Dios, abre ya esa ventana, ¿no te das cuenta de que nos asfixias a todos con tu manía de las ventanas cerradas?”. Las dos comunicaciones tienen el mismo contenido (abrir la ventana); sin embargo, describen dos sentimientos y, por ende, dos modalidades de relación muy distintas. En la primera se pide un favor, y de esa forma el otro es visto como alguien igual a mí, con mis mismos derechos y deberes; en la segunda, se exige, a través de una agresión verbal, que el otro, visto como un súbdito, acate nuestros deseos, que en realidad son órdenes. El clima relacional (llamado también metacomunicación, es decir, comunicación acerca de la comunicación) no es determinado sólo por las palabras, sino por toda esa serie de comunicaciones intencionales y no, como los símbolos, las actitudes del cuerpo, el tono de la voz, etc. El irónico retrato de la señora Atareada trazado por Lewis ejemplifica bien cuanto acabamos de decir: La señora Atareada decía siempre que ella vivía para su familia, y no era falso. Todos en el vecindario lo
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Cf. Watzalawick, ibíd., pp. 61-68.
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sabían. “Ella vive para su familia” –decían–. “¡Qué esposa, qué madre!” Ella hacía todo el lavado; lo hacía mal, eso es cierto, y estaban en situación de poder mandar la ropa a la lavandería, y con frecuencia le decían que lo hiciera; pero ella se mantenía en sus trece. Siempre había algo caliente a la hora de comer para quien estuviera en la casa; y por la noche siempre, incluso en pleno verano, le suplicaban que no les preparara nada, protestaban y hasta casi lloraban porque, sinceramente, en verano preferían la cena fría. Daba igual, ella vivía para su familia. Siempre se quedaba levantada para “esperar” al que llegara tarde por la noche, a las dos o a las tres de la mañana, eso no importaba; el rezagado encontraría siempre el frágil, pálido y preocupado rostro esperándole, como una silenciosa acusación. Lo cual llevaba consigo que, teniendo un mínimo de decencia, no se podía salir muy seguido... La señora Atareada, como ella misma decía a menudo, “se consumía toda entera para su familia”. No podían detenerla. Y ellos tampoco podían –siendo personas decentes como eran– sentarse tranquilos a contemplar lo que hacía; tenían que ayudar: realmente siempre tenían que ayudar, es decir, tenían que ayudarla a hacer cosas para ellos, cosas que ellos no querían153.
Este aspecto relacional es definido muy a menudo de forma silenciosa, y sólo con un buen entrenamiento o conocimiento es posible percibirlo. Dos amigos, por ejemplo, saben descifrar muy pronto algunos mensajes que pasan desapercibidos a la mirada de extraños. Queda claro que la relación raras veces es definida deliberadamente o con plena conciencia. Parece, en efecto, que cuanto más espontánea y sana sea la relación, 153
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Lewis, Los cuatro amores, pp. 61-62.
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tanto más el aspecto relacional queda como un hecho obvio. Mientras más se lucha para definir quién es el otro para nosotros, y viceversa, dejando cada vez menos espacio al contenido de la comunicación, más enferma está la relación154. Cuando dos esposos gritan para defender cada cual su punto de vista, no están realmente escuchándose. No tiene mucha importancia saber lo que cada uno intenta decir, sino demostrar, a través del volumen de la voz, quién está mandando en la casa. En la comunicación es bastante fácil descifrar el contenido verbal transmitido. Si uno se expresa de manera clara y comprensible, el otro, si habla el mismo idioma, puede comprender cuanto se dice. Es preciso, por ende, que nuestras palabras sean las más claras posibles, es decir, no indirectas o ambiguas. El escritor sagrado afirma, con una imagen muy sugestiva, que “una respuesta sincera es como un beso en los labios” (Prov 24,26). Las alusiones, los triángulos comunicativos, el hablar de una cosa para decir otra, los mensajes indirectos, crean obviamente las bases para los conflictos relacionales. Pensemos en una hermana que durante las preces de la eucaristía pide que Dios dé paciencia a “algunas personas”, queriendo aludir a la superiora, que no le concedió cuanto pedía; en el párroco, que en la 154 “Para evitar malentendidos con respecto a lo dicho, queremos aclarar que rara vez las relaciones se definen deliberadamente. De hecho, parecería que cuanto más espontánea y “sana” es una relación, más se pierde en el trasfondo el aspecto de la comunicación vinculado con la relación. Del mismo modo, las relaciones “enfermas” se caracterizan por una constante lucha acerca de la naturaleza de la relación, mientras que el aspecto de la comunicación vinculado con el contenido se hace cada vez menos importante”: Watzlawick, ibíd., p. 54.
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reunión del equipo pastoral se queja de los colaboradores ausentes para que los presentes les hagan llegar sus inconformidades; en las críticas contra el superior que no es tan atento como se quisiera, cuando en realidad se está pidiendo lo mismo al que nos está escuchando. Con todo, la palabra sola no basta para crear una relación. El locutor de televisión, si bien es muy claro, no entabla ninguna relación con quienes le ven y escuchan. La palabra necesita del afecto para poder producir una relación significativa. De otro modo, se quedaría como algo frío, técnico, dirigido a la pura transmisión de datos e informaciones. Aunque la emoción sea muy apta para crear la relación, no lo es para definirla. El afecto califica el mensaje, pero de forma ambigua. Una sonrisa puede ser percibida como signo de estima, de aprecio o como ironía; las lágrimas pueden manifestar congoja, tristeza, alegría o coraje. Es preciso que intervenga la palabra para aclarar el significado de la emoción. Según los términos de la pragmática de la comunicación, el mensaje emotivo tiene una semántica adecuada, pero una sintaxis muy pobre. Esto quiere decir que, mientras el contenido verbal es fácilmente asequible, el sentimiento que lo acompaña no lo es tanto, porque no posee los medios para expresarse. Por eso debe necesariamente recurrir a la palabra. A su vez, las palabras nunca logran agotar toda la riqueza y profundidad del mundo emotivo155. Palabras torpes o entrecortadas, incultas o desarticuladas pueden en ocasiones ofuscar la belleza 155
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Cf. Manenti, ibíd., pp. 152-153.
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interior que, escondida, no logra brillar como debería. “Virtú non luce in disadorno ammanto” (la virtud no luce cuando lo exterior es feo), nos recuerda Leopardi. Los místicos y los poetas conocen bien el tormento de esta desproporción, de esa desigualdad entre la palabra y la intuición, entre la palabra y la emoción. Un mundo, este último, complejo, difícil de definir y en parte desconocido. “El corazón –asevera Pascal– tiene razones que la razón no conoce”156, y no se puede privilegiar a uno sin menoscabo para el otro. El mismo Pascal advierte que cuando se han querido negar las pasiones, los hombres se han convertido en dioses, mientras que al querer renunciar a la razón se han reducido a bestias157.
3. La puntuación de la secuencia de los hechos
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ado este enlace entre palabra y mensaje afectivo, cada persona da a la comunicación un significado subjetivo, dividiendo y volviendo a unir también de forma arbitraria los elementos que la componen. Este proceso, llevado a cabo tanto por quien habla como por quien responde, es llamado puntuación158. Cada cual agrupa las informaciones dadas y recibidas según una Pascal, Pensamientos, n. 423 (277-477). Cf. ibíd., n. 410 (413-317) 158 Watzlawick, ibíd., pp. 56-60. 156 157
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división muy personal, atribuyendo así un significado peculiar a la experiencia comunicativa. Cambiando la puntuación se altera el significado del mensaje, y esto puede ser la causa de muchos de los enfrentamientos que se ocasionan en las relaciones. Se dice, por ejemplo, a una hermana, explicándole las razones del propio comportamiento: “Yo prefiero callar porque tú eres tan habladora que no me dejas el espacio para intervenir”. Y la otra contesta: “Yo hablo porque tú nunca te atreves a decir lo que piensas”. Tenemos aquí una secuencia formada por dos contenidos: el hablar y el callar. Cambiando la puntuación se cambia la manera de definir la relación. Lo que para una es la causa, para la otra es un efecto. “Yo callo porque tú hablas” afirma que el propio silencio es provocado por el hablar de la otra. “Yo hablo porque tú callas” sostiene el contrario, es decir, que ella es la víctima inocente de su silencio. Esto que acabamos de describir acontece también entre grupos, pueblos y naciones. Se afirma, por ejemplo, que los gobiernos generales no tienen en cuenta las sugerencias de las comunidades; los superiores generales se quejan de que éstas son pasivas y no colaboran como deberían; los jóvenes se sienten incomprendidos por los ancianos; los ancianos sufren porque no son escuchados por los jóvenes; las mujeres, en nombre de la emancipación, luchan contra el poder de los varones, y éstos se escudan del dominio de las mujeres; los israelíes se defienden con la guerra de los ataques terroristas de los palestinos; los palestinos usan el terrorismo para hacer caer en la cuenta a los israelíes de su violencia injustificada... La lista podría continuar,
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y sólo atestiguaría las trágicas consecuencias de esta distorsión comunicativa. Concretamente, todo esto significa que159: a) La comunicación implica siempre una multiplicidad de mensajes que se dan en niveles distintos: uno verbal y otro no verbal. “Entre todas las maravillas de la comunicación humana, la más extraordinaria es la capacidad que la mente tiene de expresarse simultáneamente en diferentes, pero compenetrantes, niveles de significado”160. b) El lenguaje no verbal es el que normalmente vivifica lo que se dice y la relación consiguiente. A través de esta modalidad se comunican a menudo los sentimientos y las necesidades psicológicas. c) La emotividad, que califica la relación, puede ser expresada a través de un lenguaje y un contenido inadecuados; por eso, quien la percibe deberá entenderla correctamente. Hay que comprender qué es lo que realmente se quiere decir, más allá de las palabras. d) Las palabras pueden a veces convertirse en obstáculos para la comunicación afectiva, a saber, cuando encubren los verdaderos sentimientos o cuando los transmiten indirecta y secretamente. Por ejemplo, se humilla al otro para no dejar ver que lo necesitamos; nos ahogamos en un mar de palabras por no admitir que no sabemos qué decir; gritamos para negar nuestra debilidad; exigimos algo de los demás para evitar la vergüenza de pedir... Cf. Manenti, ibíd., pp. 154-155. Langs, R., Unconscius Communication in Everyday Life, Jason Aronson, Nueva York 1983, p. 3. 159 160
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e) La posible contradicción entre los mensajes transmitidos provoca conflictos y discusiones infinitas que nunca llegarán a solucionarse si los participantes no son capaces de comprender sus respectivas posiciones, es decir, de captar el lenguaje silencioso que está detrás de las apariencias. Antes de discutir sobre contenidos, problemas o diferencias de opiniones, es preciso comprender el sentimiento real que cada uno abriga y el tipo de relación que quiere establecer con el otro. De no ser así, se corre el riesgo de discutir acerca de contenidos que, aunque literalmente significan una cosa, para cada uno de los dialogantes significan otra diferente. Trataremos a continuación de explicar, a través de ejemplos, lo que implica en concreto cuanto acabamos de decir.
4. Más allá de las palabras: niveles de comunicación
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ambién para comunicar se vale el uso de una inteligencia inteligente, que sabe captar, a través de los contenidos, los sentimientos reales y el tipo de relación deseada”161. Se trata de comprender, entonces, el lenguaje o los lenguajes que cada persona habla, a veces de forma simultánea, y que pueden no coincidir con cuanto se expresa verbalmente. Nos ejercitaremos con tres ejemplos162: Ibíd., p. 155. En estos ejemplos se omite la parte acerca de las motivaciones no intencionales e inconscientes. 161 162
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Primer ejemplo: La divergencia se da tanto acerca del contenido como de las exigencias afectivas. Una hermana que llega a casa tarde encuentra siempre a la misma hermana que la espera para calentarle la cena. Primera hermana
Segunda hermana NIVEL 1: Palabras
“No es necesario que te desveles, puedo calentar yo sola la cena.” (Tono de la voz sostenido) (Problema instrumental)
“Lo hago para hacerte un favor; así puedes ir a dormir antes.” (Tono de la voz implorante y suave) (Problema instrumental)
NIVEL 2: Mensaje silencioso “Puedo hacerlo sola.” (Búsqueda de autonomía)
“Quisiera ayudarte y estar cerca de ti.” (Búsqueda de cariño)
NIVEL 3: Exigencia más profunda “Me da gusto que alguien me espere y se preocupe por mí, pero tengo miedo de ser dominada por ti y de perder mi libertad.” (Miedo a la intimidad)
Si rechazas esta forma de amarte, perdería tu cariño y no sé qué pasaría conmigo.” (Necesidad de intimidad)
En este ejemplo, detrás del mismo problema instrumental (calentar la cena a cierta hora), la primera hermana trata de defender su autonomía (nivel 2) contra las pretensiones demasiado asfixiantes de la otra, mientras que la segunda hermana, detrás del mismo contenido
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(calentar la cena), pide una relación (nivel 2) que la haga sentirse útil y amada. Lo que para una es necesario y tranquilizador, para la otra es una limitación sofocante. El problema aparente es calentar o no la cena; sin embargo, una solución sólo instrumental (por ejemplo, si la segunda hermana decide no esperar jamás a la otra) sería fuente de componendas o de ulteriores incomprensiones (silencios, malestares cuando se encuentran a solas, mensajes indirectos...) hasta que no se enfrente el conflicto entre autonomía y dependencia que permanece en un nivel más profundo. Segundo ejemplo: Hay divergencia de contenidos, pero la exigencia oculta es la misma. Vicerrector
Rector NIVEL 1: Palabras
“Sabes, la semana pasada hice una encuesta entre los muchachos para ver cómo organizar las vacaciones.” (Tono entrecortado)
“Siempre esperas cuando no estoy. Si ya decidiste, ¿para qué me preguntas?”
(Tono molesto)
NIVEL 2: Mensaje silencioso común “Tómame en cuenta” “Tómame en cuenta” NIVEL 3: Exigencia más profunda “Si no puedo decir algo por mi cuenta, ¿qué valor tiene mi presencia junto a ti?” (Necesidad de estima)
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“Si pones en discusión mi autoridad, ¿tendrá valor mi presencia en el seminario?” (Necesidad de estima)
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Tanto el rector como el vicerrector están luchando para definir hasta dónde llega la propia autoridad. El problema instrumental consiste en saber a quién le toca preguntar cómo organizar las vacaciones, pero ambos sienten amenazado su dominio. El rector no puede aceptar que su vicerrector tome iniciativas sin consultarle, porque para él significaría una pérdida de valor personal. El vicerrector, a su vez, siente que no poder organizar siquiera una encuesta pondría en tela de juicio el sentido de su servicio. En el fondo, ambos piden lo mismo: que se tome en cuenta su autoridad para mantener la estima de sí mismos. El primero la pide emprendiendo iniciativas autónomas; el segundo, defendiendo sus prerrogativas con agresividad. Tercer ejemplo: Un encuentro comunitario para decidir el día y el horario de la revisión mensual. El superior plantea la dificultad de encontrar un día para que la comunidad esté presente para la evaluación del trabajo mensual (problema instrumental). Todos tienen muchos compromisos y parece difícil acordar algo común. Insiste sobre la importancia de la participación general para crear así un clima de colaboración y comunión (nivel 2: “procuremos estar juntos, tomarnos en cuenta”) y propone el primer martes de cada mes. Un hermano expresa su disconformidad porque no se les avisó con tiempo de que se iba a discutir ese problema, como tampoco se les dijo con anterioridad que podía ser el martes el día de la revisión. Otro hermano se asocia a su protesta y añade que no tuvieron tiempo para reflexionar sobre el asunto y ver con detenimiento si sus compromisos concuerdan con esa propuesta (nivel 2: “queremos estar juntos, tómenos en cuenta”).
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En ese momento se desata una verdadera disputa donde el problema aparente es la decisión de un horario, mientras que en el fondo existe el mismo deseo común de ser respetados y tomados en cuenta. En un nivel más profundo podemos encontrar peticiones muy distintas en cada uno de los miembros de la comunidad. Los dos hermanos del ejemplo anterior piden que se les escuche, pero protestando y acusando. No es raro ver que quien se las ingenia para encontrar pretextos “valiosísimos” para no estar presente (exceso de autonomía oculto detrás de muchos compromisos apostólicos) es en el fondo una persona que intenta llamar así la atención de los demás y procurarse un poco de estima o cariño. No debe extrañar que la manera utilizada para manifestar esta necesidad vaya exactamente por el rumbo contrario. Los tres ejemplos destacan la importancia que tiene saber descifrar la verdadera petición que está escondida, en este caso, bajo los problemas instrumentales. Sin embargo, no es necesario que sólo se traten problemas de ese tipo. En realidad, cualquier comunicación o intercambio dentro de la vida fraterna lleva consigo esta pluralidad de lenguajes y niveles. Obviamente, las discusiones y conflictos son los que más apelan a la necesidad de conocer e interpretar esa pluralidad, porque cada uno de los miembros interpreta la relación exclusivamente desde su punto de vista, dando su puntuación a los hechos, y la sigue escrupulosamente sin tener nunca el valor de ponerla en discusión. Para llegar a un acuerdo, y por ende a una verdadera comunión, es preciso educarse en ello.
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VI. Educarnos en la comunicación
1. De la dispersión a la unidad
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a comunicación interpersonal nos ha abierto apenas una ventana sobre el misterio del corazón humano, sobre su altura y profundidad. “El hombre bueno, del tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca”, afirma Lucas (4,45), y análogamente Ben Sira: “El hombre es probado en su conversación... así la palabra del hombre revela su mentalidad” (Si 27,5b.6b). Cualquier camino para crecer en la auténtica capacidad de comunicar pasa inevitablemente por el ser de cada uno de nosotros, por el corazón, como le gusta llamarlo a la Biblia. Un corazón, como hemos constatado varias veces, que se agita entre aspiraciones diversas, en ocasiones inconscientes o en lucha entre sí. No siempre lo que decimos corresponde a lo que pensamos o sentimos. Muchas luchas y conflictos interpersonales se ocasionan precisamente porque nos expresamos a través de lenguajes distintos, con la dificultad, cuando no imposibilidad, de comprender el lenguaje que la otra persona habla. A quien es muy racional, o piensa ser así, se le hará difícil aceptar o acoger a quien se deja llevar por el viento de la primera emoción. Asimismo, quien es muy
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emotivo se encontrará a disgusto cuando alguien le recuerde la necesidad de recurrir también a la cabeza. Este conflicto, que con mucha frecuencia se vive y manifiesta en la relación con los demás, no es más que la pantalla gigante de una dificultad experimentada dentro de nosotros mismos. No es raro ver personas muy controladas, ordenadas y aficionadas a las reglas que se lanzan contra los que ellas juzgan demasiado volubles, rebeldes, instintivos... No se explicaría este encarnizamiento si no fuera porque ellas no aceptan esa parte de sí mismas más “infantil”, amante del juego o tal vez del desorden. Parece más fácil, entonces, combatir una pugna externa quizás con la ilusión de que, cambiando a los demás, nosotros también cambiaríamos. Todos hemos tenido la experiencia de no lograr comunicar de verdad lo que pensamos, y mucho menos lo que sentimos. Y si conocer lo que pensamos es relativamente sencillo, no pasa lo mismo con lo que sentimos profundamente. Estamos poco acostumbrados a reconocer y aceptar nuestros sentimientos más profundos, quizás porque nos asustan un poco. “Comunicarse pasa por el dolor y el conflicto –asevera Lola Arrieta–, pero lleva a la vida. Meterse en la profundidad, sobre todo si está oscuro, nos da miedo. Atravesar la soledad para llegar al encuentro, arriesgar la vida con la inseguridad que sentimos, no es tarea fácil; podemos desmoronarnos”163. Será por eso por lo que preferimos discutir aspectos más “técnicos”, como pueden ser los horarios, Arrieta, L., “Comunicación. Comunión. La comunidad: mediación de encuentro y compromiso”, en Frontera-Hegian. Cuadernos de formación permanente para religiosos/as, n. 12 (1996), p. 11. 163
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los programas, las actividades... Es bastante fácil que a este respecto se llegue a acuerdos o, por el contrario, que se produzcan discusiones y contraposiciones. Resulta seguramente más arduo que alguien comparta su sufrimiento porque un determinado hermano se ausenta mucho o que exprese su deseo de ser tomado en cuenta. Y cuando esto suceda, puede ser que nos encontremos como los apóstoles en Getsemaní, con los ojos cargados de sueño mientras su amigo más querido está compartiéndoles el drama y el dolor de su soledad. Cuando el diálogo se limita a objetos o actividades que hacer, deja por lo general un sentido de aislamiento e insatisfacción. Es muy probable, por ejemplo, que la persona que habla de continuo y que llena la charla con hechos y circunstancias externas quizás desee una comunicación más personal que lleve a un compartir más profundo. El intercambio se queda, por el contrario, en la superficie; no logra explicitarse, interpretar los signos (por ejemplo, las demasiadas palabras, la urgencia afectiva, la duración del encuentro...) como petición de algo diferente que hace falta. El caso del llanto infantil o el de ciertos comportamientos adolescentes raros, impulsivos (como búsqueda de atención, de reconocimiento, de apoyo o confrontación), no agotan la extensa serie de posibles diálogos “entre sordos” que la vida nos ofrece. Hay un problema de comunicación, pero casi seguramente es la manifestación de dificultades más profundas que implican el desarrollo y la realidad de toda la persona164. 164
Cf. Imoda, Sviluppo umano, p. 332.
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Sólo quien se posee puede entregarse plenamente y amar a los demás tal cual, como son, y no en partes o como prolongación de uno mismo. Llegar a ser personas significa convertirse en individuos, únicos e irrepetibles, pero, al mismo tiempo, significa insertarse progresivamente en un mundo de relaciones, significa llegar a ser capaces de relación. El don y la responsabilidad de una subjetividad lo más auténtica posible son, por ende, las garantías de una capacidad de relación madura, y viceversa. Es más fácil decir “tú tienes algo contra mí” que admitir nuestra desconfianza hacia el otro. Un yo disperso, fragmentado o en lucha perenne contra alguna parte de sí percibida como ajena, difícilmente será capaz de un nosotros. Mayor es la contradicción entre las diferentes dimensiones de nuestra persona, y mayor será la dificultad para comunicar y entablar relaciones auténticas. Pensemos en una persona que considera sus emociones como un peligro y se esfuerza por eliminarlas a toda costa. Es muy probable que sus relaciones sean más bien funcionales, es decir, prácticas, dirigidas a la consecución de resultados, de tareas que cumplir, de logros que alcanzar; también, que procure censurar el “exceso” de emotividad que percibe en los demás. No se trata de anular un aspecto en favor de otro, sino de integrarlos y armonizarlos entre ellos. Y cuando hablamos de armonía no nos referimos a un ideal abstracto de tranquilidad humana donde se espera haber eliminado de una vez para siempre las contradicciones y sufrimientos que son propios de la vida humana. Ni siquiera se trata de una composición de antinomias donde se ceda un poco al sentimiento y un poco a la
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razón, un poco a la autonomía y un poco a la dependencia, etc. Hablamos de una integración que es preciso realizar a la luz de Cristo, de su vida, muerte y resurrección, de los valores perennes del Reino de Dios. Sólo en ellos y gracias a ellos es posible discernir cuándo es bueno aceptar una dependencia y cuándo rechazarla, cuándo hablar o cuándo callar. También nuestro corazón puede ser una Babel donde hay confusión de lenguas, incomprensiones y luchas entre aspectos y dimensiones distintos. Como tal, está llamado a convertirse en Pentecostés, lugar de comunión y encuentro con los demás y con uno mismo.
2. ¿Aclarar o no aclarar? ¿Decir o no decir?
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uizás el dilema no sea tan acuciante como el de Hamlet, pero es muy común. Vivimos en un tiempo que da mucho importancia a la autenticidad, entendida a menudo como una exaltación de la subjetividad. Una subjetividad que, sin embargo, a veces no se posee en toda su plenitud, que se identifica tal cual con lo que se siente o piensa en el momento. Si no aceptamos hacer pasar nuestro mundo interior por el crisol de la verdad objetiva, muy pronto se transformará en un ídolo. Timothy Radcliffe habla de una “espiritualidad de la veracidad” y sostiene que se trata de un “ascetismo lento y doloroso, al que se llega estando atento al propio uso de las palabras, prestando atención a lo que dicen los otros, tomando conciencia de todas las formas en las que utilizamos las palabras
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para dominar, trastocar, manipular, en vez de revelar o descubrir”165.
2.1. Ser claros Para aclarar, hay que ser claros; tratar, en la medida de lo posible, de manifestar con precisión cuál es nuestro punto de vista y nuestro sentir. Nadie es dueño de la verdad, pero cada uno contribuye al bien común con su verdad parcial. Debemos también aceptar la cruz de la aproximación, de no tener la última y absoluta palabra sobre nosotros mismos y sobre los demás. Aproximación no significa necesariamente mentira o equivocación. Hay que hacer todo el esfuerzo para acercarse honesta y sinceramente a la objetividad. Con todo, cualquier paso hacia ella, aunque se la posea sólo parcialmente, es digno de estima y, por ende, de ser compartido con los demás. Por ello, es preciso tener la humildad y la valentía de escucharnos con calma antes de hablar. Debemos escucharnos para apropiarnos de lo que pensamos y sentimos, para hacerlo nuestro antes de que se manifieste como palabra. Se trata de un proceso que nos hace más responsables, que nos ayuda a escudriñar nuestros límites y riquezas, a llevarlos con mayor precisión a la luz de nuestra conciencia. Es un ejercicio de libertad porque nos impone una elección entre lo que queremos o no queremos expresar, entre lo que es correcto o no manifestar. Sin la paciencia de esta escucha, el riesgo de ser vagos, confusos o impulsivos es, obviamente, muy alto. 165 Radcliffe, T., “Misión en un mundo prófugo: futuros ciudadanos del Reino”, en Sedos, Bulletin 33, 1 de enero de 2001, p. 7.
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Pero no basta la claridad en el contenido. Debe quedar claro también a quién está dirigido. Todos conocemos los efectos dañinos de las frases sin destinatarios precisos, de ciertas críticas u observaciones lanzadas al aire, con la esperanza de que sean recogidas por determinadas personas. Con frecuencia, los destinatarios ocultos de estos mensajes son los que menos se sienten aludidos, mientras los demás, que en teoría no están implicados, padecen las consecuencias de estas generalizaciones.
2.2. Prever las consecuencias Antes de aclarar o decir algo importante, sería bueno averiguar, en la medida de lo posible, las consecuencias de nuestras palabras sobre nuestro prójimo. Esto vale sobre todo cuando el contenido de nuestras comunicaciones se refiere a la manera de ser de los demás, a aspectos o comportamientos que no aceptamos o que se nos hacen incongruentes, equivocados y deseamos “corregir”. Sin la costumbre de discernir nuestras propias motivaciones, es muy fuerte la tentación de identificar lo que se piensa con el bien y la verdad absoluta. El ejemplo que sigue demuestra cómo esta tentación no está tan lejos de la vida de nuestras comunidades. Una religiosa joven participó en una conferencia de un psicólogo sobre dinámicas de grupo. Quedó muy impresionada por la insistencia del experto sobre la necesidad de “decir lo que se siente dentro, so pena de vivir relaciones inauténticas y agotadoras”. Regresó a la comunidad con el propósito de poner en práctica la enseñanza recibida. Y así, en la primera reunión comunitaria, decidió informar públicamente y con franqueza a una
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hermana suya de que no sólo le era antipática, sino que desde siempre alimentaba un claro rechazo hacia ella. La salida “liberadora” de la joven religiosa desató una especie de reacción en cadena en las demás hermanas. Todas se sintieron autorizadas a sacar cuanto hasta entonces habían mantenido escondido en relación con alguna hermana. Las consecuencias, como es obvio, no fueron nada liberadoras; fue una explosión incontrolada de reacciones agresivas que provocó muchísimo sufrimiento, y hubiera requerido una actitud un poco más madura e inteligente166. Aun cuando nuestras motivaciones fueran las más santas, siempre quedaría abierta la pregunta de si exteriorizarlo constituye o no un bien para el otro. El criterio último siempre debe ser la caridad. Hay verdades que a veces aplastan porque el otro no ha llegado todavía a comprenderlas, a verlas con sus propios ojos, especialmente si se trata de verdades que atañen a su forma de ser. “Hay un tiempo apto para todo: un tiempo para callar y un tiempo para hablar –nos recuerda san Ambrosio–. Tienes que callar cuando no encuentras a un interlocutor disponible; tienes que hablar cuando el Señor te concede una lengua sabia, capaz de volver eficaz tu palabra en el corazón de los que te escuchan”167. “Manzanas de oro con adornos de plata son las palabras dichas a su tiempo”, afirma plásticamente la Sagrada Escritura (Si 25,11). El ejemplo está tomado de Cencini, Qué hermoso es vivir unidos, nota 65, p. 160. 167 San Ambrosio, Explanatio Psalmi, XLIII, 72. 166
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La experiencia demuestra que muchas de las llamadas “aclaraciones”, si no respetan los criterios antes enunciados, acaban volviendo las relaciones todavía más conflictivas de lo que lo eran.
2.3. El valor del silencio Ha llegado, sin embargo, el tiempo de detenernos un poco más en el silencio. De muchas maneras hemos intentado demostrar tanto la belleza como la ambigüedad de la palabra. Tampoco el silencio escapa de estas posibilidades. Quizás en el pasado se ha exaltado demasiado su valor, sin averiguar la función que podía desempeñar en cada persona. Callar era, sin más, sinónimo de virtud. Actualmente, se puede caer en el error opuesto: quien habla dice lo que piensa sin miedo a las consecuencias; es un profeta, alguien “auténtico”. Los libros del Sirácida y de los Proverbios nos recuerdan, a este respecto, las normas a las que debe atenerse el hombre sabio: “Mantente firme en tu pensamiento y sea una tu palabra. Sé pronto en escuchar y tardo en responder. Sin haberte informado, no reprendas; reflexiona primero y haz luego tu reproche. Sin haber escuchado, no respondas, ni interrumpas en medio del discurso” (5,10-11; 11,7-8); “El hombre prudente guarda silencio” (11,12b). El sabio debe, entonces, dejar un tiempo para “entrar en contacto con la realidad; sobre todo, para hacer espacio al otro dentro de uno mismo, para acogerlo como es, escucharlo y comprenderlo”168. 168
Cencini, ibíd., p. 179.
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Cencini habla de un silencio relacional, es decir, de ese humus indispensable para que nazca y crezca cualquier relación. “El silencio forma parte constitutiva del empeño de quien quiere abrirse al otro y construir relaciones: como espacio de la espera, como momento de crecimiento y purificación del deseo, como lugar de la hospitalidad del otro (o del Otro) que viene”169. Por esa razón, el silencio atrae, fascina y, al mismo tiempo, asusta, precisamente porque nos pone frente al misterio de nosotros mismos, de los demás y, finalmente, de Dios. Tomarse el tiempo para recogerse, para alejarse un rato del ruido tanto interno como externo, es hacer espacio a ese silencio reflexivo que parece haber desaparecido de nuestro mundo. Así entendido, el silencio “aparece como una dimensión espiritual de la persona –sostiene Giordani– y como una condición para promover la unidad de todos los recursos interiores”170. Nos permite tomar distancia de los acontecimientos, nos ayuda a no caer en el círculo de las respuestas reactivas e impulsivas. Es el silencio de la reflexión, del hombre interior, el que literalmente se repliega sobre sí mismo, re-flexionando sobre su realidad y verdad, para abrirse luego a la relación y a la comunicación. Es también el silencio de la caridad, que sabe ser atento a la situación que vive el otro, que sabe renunciar a la palabra cuando ésta podría volverse atropello u ofensa. El aspecto relacional y reflexivo del silencio se requieren mutuamente. Con el uno se hace espacio a la alteri169 170
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Íd. Cit. en Cencini, ibíd., p. 180.
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dad; con el otro se toma el tiempo para estar con ella, ponderarla, discriminarla y gustarla a la luz del Señor. Sin embargo, la simple ausencia de palabras no garantiza este tipo de silencio. Puede, por el contrario, volverse miedo a la comunicación, al encuentro con el otro, repliegue estéril sobre uno mismo o incluso ruptura de toda relación. Todos hemos conocido los efectos dolorosos de las caras de póker, inmutables, sin expresión, indiferentes y mudas. Cuando en una comunidad predomina un silencio de ese tipo, la vida fraterna se parece a la atmósfera del metro a las siete de la mañana: cada uno va por su lado, caminando deprisa para ahorrar tiempo y producir más, sin mirar nunca a la cara del vecino, sin pedir disculpas si nos pisa un pie. Poco importa si nuestro hermano o hermana llega tarde, si tiene cara cansada, si se ausenta sin decir adónde va, si alguna vez tiene los ojos rojos. Nadie pregunta nada. Y la sensación de no ser importantes para los demás no está lejos de la verdad. El silencio puede también ser protesta, agresión y sutil venganza contra los demás. Cuando ante la simple pregunta de “¿cómo estás”, “¿pasa algo?”, “¿hice algo que no debía?”, hemos recibido sólo silencio o caras de interrogación, muy fácilmente nos hemos sentido internamente agredidos, culpables de algo indefinido y, sobre todo, rechazados como pelotas contra paredes de hule. Las caras largas que encontramos en el pasillo o en las reuniones comunitarias son una espina en la carne de la verdadera comunión. Protestan, pero no se sabe contra qué; lanzan sus banderillas, pero contra blancos evanescentes. Sin embargo, hacen sufrir como auténticos verdugos, aunque parezcan ellos las víctimas.
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Su victoria consiste precisamente en esta apariencia de no culpabilidad, ya que no se exponen, no gritan, no atacan abiertamente. Es como si dijeran: “¿Pero yo qué he hecho?, ¿qué he dicho?”. Y nos dejan así a merced de miles de interpretaciones. El silencio puede, entonces, convertirse en una manera para dominar (“tú quieres saber y yo no te digo”), devaluar (“¿quién te crees?”), agredir (“así me la pagas”), huir de la relación (“conmigo no te metas”), llamar la atención (“¿te das cuenta o no de que tengo un problema?”). Tanto hablar como callar requieren una ascesis, un ir en contra de nuestras tendencias instintivas cuando ellas quieren encerrarnos, alejarnos de una relación auténtica, de un encuentro con el otro profundo y divino. Dios no está ni en la palabra ni en el silencio, sino que puede estar presente en ambos, cuando son guiados por el Amor y Bien verdadero. Una vez más, comprobamos que la diferencia radical estriba en las motivaciones que nos mueven.
3. Escuchar para acoger, acoger para integrar
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as palabras pueden revelar peticiones silenciosas muy distintas en cada uno de los que dialogan. Si no se captan estos lenguajes ocultos, es grande el riesgo de quedarse en la superficie no sólo de los acuerdos o conflictos, sino sobre todo de una auténtica comunicación. Son tres, por lo tanto, los momentos fundamentales de
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este camino hacia el encuentro y la comunión: captar, acoger, integrar171.
3.1. Captar En la normalidad de los temas cotidianos, las personas hablan de su manera de sentir la vida, de sus valores, de lo que es o no importante. No lo hacen con filosofías, sino a través de hechos concretos y sencillos. En el ejemplo analizado anteriormente, la primera hermana no quiere que la esperen para calentarle la cena. Mientras para ella el amor es respetarse sin ahogarse, para la otra es deshacerse en una infinidad de detalles cariñosos. Se necesita una larga y paciente escucha, tanto de nosotros mismos como de los otros, para captar esta respectiva manera de entender el amor, tan peculiar para cada uno, tan reveladora de una profundidad que frecuentemente es desconocida aun para quien la posee. Así, en el segundo ejemplo, tanto el rector como el vicerrector están en pugna para demostrar quién de los dos lleva realmente las riendas del seminario. También en ese caso, el deseo de sentirse valiosos, de saber afrontar constructivamente los compromisos, de dominar con maestría las situaciones, toca una necesidad vital para cualquier persona. Con todo, cada uno la manifiesta y lucha para preservarla según una modalidad que le es propia. El vicerrector espera que no esté su superior para lanzarse a hacer algo por su cuenta y evitar así la confrontación directa; el rector defiende agresivamente su autoridad recordando sus prerrogati171
Cf. Manenti, Coppia e famiglia, pp. 159-160.
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vas, con el temor que una discusión más a la par ponga al descubierto su inseguridad. Se trata, como siempre, de saber escuchar, más allá de las notas, las palabras o actitudes externas (mensajes verbales y no verbales), la música de fondo, es decir, las exigencias afectivas, el tipo de relación que se quiere establecer, la propia visión de la vida, de Dios. Basta fijarse en las miríadas de hechos y palabras, en apariencias banales, que llenan nuestros días y la vida de toda comunidad.
3.2. Captar para acoger Una manera de captar podría ser así: “Me di cuenta de que tu manera de ver las cosas es distinta a la mía; por lo tanto, no tienes la razón”, “no es adecuada tu manera de sentir”, “estás muy equivocado si piensas así”. Se comprende lo que está pasando, pero para refutarlo. Podría también convertirse en una forma de dominio, ya que nos permite entrar en el mundo del otro. De alguna manera se conoce su “debilidad”, su talón de Aquiles, y se le explota a nuestro favor. Podemos negarnos a que una hermana nos caliente la cena, pero, viendo tanta devoción hacia nuestra persona, es posible que le pidamos el favor de que se afronte ella el descontento del párroco después de la última reunión del consejo pastoral. Toda diversidad es fuente de riqueza, pero también de limitación, una limitación que toca nuestra omnipotencia ontológica; sentirnos dueños de las situaciones, mejores que los demás. Y si no llegamos al rechazo abierto de la amenaza que representa el otro, nos con-
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tentamos con reconocer simplemente la desemejanza: “Yo soy así y tú eres así”. El mensaje sutil que mandamos es tan antiguo como el mundo: “Vive y deja vivir”; en otros términos, que cada cual haga lo que pueda, sin molestar ni ser molestado. No hay guerra, pero tampoco hay amor. Aunque sea indispensable, no basta aceptar al otro como es; es preciso integrar su desemejanza “en mi propio mundo afectivo, usarla como un segundo lápiz para escribir el diario de la vida según una trama que mi sola cabeza nunca hubiera imaginado”172.
3.3. Acoger para integrar Retomemos los ejemplos ya descritos. La primera hermana tendrá que enfrentarse también con la posibilidad de recibir, de ser querida, y la segunda, con la necesidad de poner límites a sus exigencias afectivas. Se trata, entonces, de apropiarse de ese aspecto del otro que a primera vista parecía algo inservible o amenazador. La dependencia debe dialogar con la autonomía, y viceversa. Si nos molesta tanto que alguien nos dé cariño, debe de haber algo en nuestro corazón que todavía no ha integrado esa posibilidad tan humana. Es muy fácil decir que el otro es empalagoso y rechazarlo, como si alejándolo de nosotros consiguiéramos solucionar el problema. El otro nos amenaza porque toca una debilidad nuestra, algo que rechazamos ante todo en nosotros mismos y que no sabemos cómo afrontar. Quien deseara vivir solo en la autonomía por miedo a 172
Íd., p. 159.
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ser aniquilado o manipulado por el otro, acabaría siendo una torre de marfil, bella, resplandeciente, pero inatacable y vacía. De igual manera, quien quisiera sorber únicamente el dulce néctar del cariño ajeno, quizás sacrificándose como la señora Atareada o confundiéndose con la persona querida, terminaría amando sólo un reflejo de sí mismo, negando al otro el derecho a ser diferente. Y, como dice Lewis, sería algo más parecido al odio que al amor. Lo mismo podríamos decir de dominar y ser dominados. Hay una aceptación de la voluntad del otro que no sólo no nos humilla, sino que nos hace más humanos, más personas. Si la alternativa es únicamente de ese tipo: “Si me dominas, yo no domino”, siempre habrá contraposición o componendas momentáneas. El riesgo es la oscilación entre los dos polos sin llegar nunca a una verdadera integración. En ocasiones, damos órdenes o aceptamos que nos manden, pero con la impresión dolorosa de haber prevalecido sobre el otro o de haber sido derrotados. En ocasiones, abrimos las puertas a los demás y, luego, al darnos cuenta de que “pretenden” algo de nuestro cariño, volvemos a cerrar defensivamente las mismas puertas. Pero, al encontrarnos solos, sin su apoyo, las volvemos a abrir... No se trata, por consiguiente, de exaltar o negar un polo contra el otro, sino de integrarlos a la luz de los valores de nuestra fe, de nuestra consagración. Se trata de llegar a una autonomía que sabe recibir cuando es justo hacerlo, y de un amor que sabe retirarse cuando el respeto por el otro lo exige. No habría verdadero ejercicio de la autoridad si no se supiera también obedecer. No habría verdadera seguridad si no se supiera dudar de
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sí mismo y de los propios puntos de vista. Así como no habría una relación profunda si no se supiera estar solo. Providencialmente, los demás, con su inagotable desemejanza, nos desafían a diario para salir de nuestros parámetros absolutos.
4. Hablar en “yo” y no en “tú”
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o se trata simplemente de una estrategia para “manejar” conflictos, como se acostumbra enseñar en algunas dinámicas de grupo actuales; se trata de un cambio en nuestra manera de considerar al otro. Lo cual es mucho más comprometedor que una simple técnica, pero, a la vez, mucho más respetuoso de nuestra vocación de personas. Pablo, escribiendo a los filipenses, les pide que tengan unos hacia otros los mismos sentimientos que fueron de Cristo Jesús, el cual se anonadó a sí mismo, llegando hasta la muerte de cruz, con tal de hacerse en todo semejante a nosotros (2,5-11). El anonadamiento de Jesús es un modelo ante todo para la vida de la comunidad cristiana, es decir, para las relaciones interpersonales. Por eso, un cambio en el lenguaje busca ser expresión de una conversión más profunda y radical. En efecto, una afirmación en “tú” es siempre una afirmación indirecta de nuestros sentimientos y puede ser percibida como un ataque explícito contra el otro, mientras que una afirmación en “yo” es una expresión franca de lo que se siente, sin por ello acometer contra el otro.
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Por ejemplo: Pedro ha pedido a Juan que, al pasar por el centro, le compre unos libros que le urgen. Juan, sin embargo, regresa sin los libros porque se ha olvidado del encargo. Obviamente, Pedro está muy enojado. Veamos en concreto la diferencia entre una afirmación en “tú” y otra en “yo”. Afirmación en “tú”
Afirmación en “yo”
“Siempre estás distraído. Cuando yo te pido un favor, siempre se te olvida.”
“Me enojé por tu olvido. Para mí, es importante contar contigo. La próxima vez, procura no olvidarte.”
Tono de acusación
Se expresa la misma pena, pero sin acusar
Como podemos constatar, una afirmación en “yo” contiene tres partes: una descripción del error del otro sin dar juicios (Juan se olvidó de hacer el favor), su reflejo sobre Pedro (“me enojé por tu olvido, contaba contigo”), una petición positiva y directa de cambio (“procura no olvidarte”). Nunca es cómodo admitir sencillamente lo que se siente, porque nos expone al juicio ajeno, pero es el primer paso hacia la responsabilidad y la libertad. En este caso, Pedro no pasa por alto el olvido de Juan, pero sabe admitir su enojo. No dice que el olvido de Juan le hizo enojarse, sino que fue él quien reaccionó así ante su descuido. Si hubiese dicho: “Tú hiciste que me enojara ”, hubiera caído de otra forma en un tono acusatorio, remitiendo a Juan la responsabilidad de sus reacciones y sentimientos.
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Esta táctica proyectiva, muy común entre todos, nos proporciona un alivio momentáneo, ya que atribuye a los demás la culpa de cuanto nos acontece, de cuanto somos y sentimos, pero a la larga nos aleja de la verdad de nuestro ser y no construye relaciones profundas. Es muy difícil, por ejemplo, que admitamos que nuestras fuerzas están declinando; que no oímos tan bien como antes, que no aguantamos ciertos ritmos de trabajo o que nuestra vista está disminuyendo. Decimos, entonces, que los demás no hablan fuerte, que no nos dejan hacer las cosas, que nos han cargado de trabajo o que la luz del cuarto no es suficiente... Una afirmación en “tú” suena siempre como una acusación, un reproche o un rechazo de la forma de ser del otro. Es muy fácil caer en una cadena de respuestas reactivas en las que, por ejemplo, Juan responde con el mismo tono a Pedro acusándole de ser poco precavido y de pedir las cosas en el último momento. Se atizan así una serie de acusaciones mutuas que rebasan los simples confines del hecho que las generó, porque, como nos recuerda la Escritura, “la respuesta amable aplaca la ira, la palabra hiriente enciende la cólera” (Prov 15,1). Se empieza a recordar cosas del pasado que nunca se había tenido el valor de sacar a la luz, disconformidades o conflictos de otro género que a veces ni vienen al caso. Un olvido, un favor no cumplido, se transforman en un banquillo de tribunal desde donde se juzga a la persona en su totalidad. No es difícil imaginar el sufrimiento que todo esto desencadena. Volver a subir de nuevo la cuesta de la comunión y del entendimiento puede convertirse en una ardua tarea para ambos.
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Lo que acontece entre dos personas puede ocurrir entre grupos o facciones de la misma comunidad, del instituto o de la parroquia. Cada facción pide a la otra que sea distinta y achaca a su forma de ser la culpa de la propia situación: “Si el grupo X no hiciera esto y esto otro, nosotros no tendríamos los problemas que tenemos”; “es por ellos por quienes la parroquia está como está”. Puede suceder también que, inconscientemente, hagamos todo lo posible para que el otro no cambie, porque, de hacerlo, deberíamos encarar nuestros propios problemas y dificultades. Es conocido el ejemplo de la esposa que cae enferma cuando el esposo deja de beber. Ahora ya no hay pretextos para considerarlo el culpable de todas las desgracias familiares. Algo así puede suceder también en nuestras comunidades. Cada uno ve al otro como la causa de sus reacciones, pero, a la vez, sigue atizando el conflicto, con tal de no cambiar. La humildad de empezar siempre por uno mismo es un auténtico regalo del Señor, porque implica la aceptación serena de las propias limitaciones ante sí mismo y los demás. En Babel, Dios ofreció una lección del sentido del límite que obligó a los hombres a dispersarse, a repensar su camino, a empezar de nuevo, a trascender su afán de omnipotencia. Si la negación de los límites llevó a la confusión de lenguas, únicamente el camino contrario podrá devolvernos la unidad interior y la armonía con el otro/Otro. Jesús, a su vez, no dejó de recordarnos con su propia vida que recibiremos en la medida en que hayamos dado, que encontraremos la vida sólo perdiéndola, que seremos dichosos cuando sepamos morir por nuestros amigos.
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5. Un camino de conversión en la relación: la parábola del hijo pródigo
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stamos llegando al término de estas páginas. Tratar el tema de la comunicación nos ha llevado inevitablemente a hablar de la relación con los demás. Relación y comunicación se definen mutuamente. Si es cierto que el comunicar puede crear o destruir la relación, es igualmente cierto que la relación establecida acaba por determinar nuestra comunicación. Cambiar nuestra forma de hablar es cambiar nuestras relaciones. Cambiar nuestras relaciones significa cambiar nuestras palabras. Cada persona lleva dentro el sello de una Alteridad que le hace anhelar la comunión verdadera y definitiva, aun cuando la distorsiona, la interrumpe o la niega. El don de la comunicación es el don de la vida del Padre que se expande gratuitamente sobre cada uno de nosotros haciéndonos hijos suyos. Pablo nos dice: “Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos para exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rom 8,15).
No se trata simplemente de ser hijos, sino de llegar a serlo y de sentir que lo somos. Es don y responsabilidad, camino y meta, punto de partida y de llegada. Es un don que puede ser negado, reprimido o reducido a algún aspecto. Prueba de esto son las innumerables dificultades y obstáculos que encontramos en el camino hacia una relación plena y auténtica con el otro/Otro.
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Llamar y sentir a Dios como papá es lo que transforma radicalmente nuestra manera de relacionarnos con Él y con nuestro prójimo. Si Él no es nuestro Padre, difícilmente los demás podrán ser nuestros hermanos, y viceversa. Nuestras palabras, nuestra comunicación, revelan, construyen o limitan, a fin de cuentas, el rostro de la alteridad que se expresa en las relaciones fundamentales de la paternidad/maternidad, la filiación, la hermandad, tanto natural como divina, del ser esposos y amigos. La parábola del hijo pródigo parece representar de forma narrativa lo que significa pasar del espíritu de esclavitud al de hijos. La imagen que hace de trasfondo al relato es la del regreso (∂ub), ese retorno a la casa paterna, al jardín de los orígenes que parecía cerrado para siempre, donde Dios, paseando a la brisa de la tarde, platicaba con el hombre. Puede ser vista como una imagen de toda la historia de la salvación, de este intento de regreso a la comunión primigenia, de la que el hombre se había alejado altivamente confiando en su propio proyecto. Puede, por ende, ser la historia de cada uno de nosotros, de nuestras innumerables tentativas de volver a ese encuentro que nos hace personas y que sólo puede darse porque Él accede amorosamente a esperarnos y correr hacia nosotros con los brazos abiertos. La parábola de Lucas, cuya riqueza no pretende ser agotada por estas sencillas reflexiones, nos presenta diferentes maneras de entender la paternidad y, por consiguiente, de ser hijos y hermanos. Hay una manera, la del hijo menor, que puede cambiar, pasando también a través de pruebas y rechazos. Hay otra, la del hijo mayor, que rehúsa la transformación y se encierra en una
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postura inflexible. Intentaremos a continuación seguir la evolución de estas modalidades a través de las etapas más significativas de la narración. Etapas que bien pueden constituir una camino pedagógico para reconstruir la relación en todas sus dimensiones, tanto humanas como divinas. Ante todo, el hijo menor pide al padre su parte de herencia y éste accede sin poner objeciones. En esta etapa, el padre es visto como alguien que tiene simplemente una responsabilidad material y que no debe interferir en la vida del hijo. El hijo menor es presentado como el que busca su autonomía luchando contra el padre y niega contradictoriamente su dependencia de él. Pide la herencia, pero para hacer lo que quiere. No la ve como un regalo, sino como algo que se le debe. La dependencia se percibe como un obstáculo para su libertad. Conocemos qué sucedió con sus sueños de grandeza y autosuficiencia: acabó teniendo hambre, una necesidad tan básica y tan cercana a la vida animal. Jeremías diría que, por haber abandonado el manantial de aguas vivas, se encontró sólo con cisternas agrietadas. El hijo aparece ahora como el que experimenta la falta de aquellos bienes que el padre le podía asegurar. Decide volver, pero como esclavo-jornalero, no como hijo. Como si la filiación fuera algo que se pudiera perder de la misma manera que los bienes heredados. Sin embargo, comprende que su lejanía no pudo haber roto del todo la relación. Está dispuesto a reconstruirla, pero en un escalón más bajo, el del esclavo-patrón. De alguna manera, acepta de nuevo la dependencia, aunque en condiciones de desventaja. Debemos reconocer
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que las motivaciones que le empujan a regresar no son de las más sublimes. El padre es visto ahora como alguien que puede satisfacer apenas las necesidades básicas de la vida y dar así un poco de seguridad. También es considerado como un patrón justo, que acepta la enmienda y el ofrecimiento del hijo. Se ha percatado de que sus jornaleros tienen pan en abundancia. Pero, a la vez, percibe confusamente que la relación con el padre tiene algo que ver con el cielo, es decir, con la trascendencia. El padre, sin embargo, supera las expectativas del hijo-esclavo. Se manifiesta en la gratitud, en la conmoción y en ese conjunto de acciones que lanzan una luz sobre la profundidad de su amor de padre: lo ve de lejos, corre a su encuentro, se echa a su cuello y lo besa efusivamente. Se puede apreciar como un crescendo de las acciones: cada una hace más explícita y profunda la anterior. El padre no se contenta con acogerlo otra vez en la casa; el amor se expresa en hechos concretos, hechos humanos y divinos a la vez. En realidad, el padre nunca había dejado de amarlo, y, porque se porta como tal, hace comprender al hijo-esclavo cuál es su verdadera identidad y dignidad. Desde siempre lo estaba esperando; solamente quería de él la decisión de volver. En este punto, la relación es percibida como un lazo de amor que no puede ser destruido por lo que el otro pueda hacer o decir. Al contrario, parece que después de la prueba la relación es más fuerte que nunca, comparada con el paso de la muerte a la vida-resurrección. Es tanta la alegría del padre por este hijo que ha vuelto que parece no tener límites su deseo de compartirla: hace que los siervos le vistan con el mejor traje, que le
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pongan un anillo en la mano y sandalias en los pies, como para la coronación de un rey. Luego viene el banquete, con el novillo cebado, al que todos están invitados a participar. Actos sencillos, acciones humanas, a las que se les confía la tarea de revelar el cielo. El que se fue como un malagradecido vuelve como esclavo y se encuentra con la dignidad de un rey. El hijo mayor parece quedarse al margen de todo lo que sucede. No tiene el valor de preguntar a su padre qué es lo que está ocurriendo. Lo hace indirectamente, a través de un esclavo. Vive en la casa paterna; sin embargo, no tiene la valentía de pedir nada. Pretende sin pedir. Su hermano, por lo menos, exigió su parte de herencia. También el hijo mayor tiene miedo a la dependencia, pero, a diferencia de su hermano, quiere que sean los demás quienes lo necesitan a él. Tampoco puede regocijarse por la alegría de su padre: no puede aceptar que su hermano haya cambiado. Está encerrado en su prejuicio, impermeable ante cualquier nuevo cuestionamiento o pregunta que le venga de la realidad externa. Si se abriese a la alegría, tendría que cuestionar su vida, sus parámetros y seguridades173. Ve a su padre como alguien al que no se le puede desobedecer, que da según la sumisión ofrecida. De hecho, le recuerda que él no ha malgastado sus bienes ni ha ido con prostitutas. Un poco como el fariseo que 173 André Gide, en su polémico libro El regreso del hijo pródigo, imagina que el hijo mayor es el que realmente manda en la casa de su padre. Él se define como el que “está en el orden”, en la ley. Gracias a él, después de la locura y el caos provocados por la fiesta en honor del hermano menor, vuelven la disciplina y la obediencia.
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se jacta de su fidelidad a la ley, con la mirada erguida, de pie, en la parte delantera del templo. Considera a su hermano como una amenaza para el “puesto” que ocupa ante el padre. El valor de la relación se limita a las tareas confiadas y cumplidas a la perfección. Este hijo mayor es un buen representante de ese nefasto moralismo cristiano que cree que el perdón y la misericordia de Dios se tienen que merecer: todo se debe ganar, quizás también pagar, hasta el amor, la ternura, la gratitud. Aun así, el padre sigue considerándolo como a un hijo, alguien que está siempre con él, que tiene acceso a todos sus bienes. Pero era necesario celebrar una fiesta por el hermano que había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado. La parábola nos ha conducido poco a poco a descubrir que quien no se siente y convierte en hijo del padre/Padre no puede sentirse hermano. Del mismo modo, quien no se siente padre y hermano no puede acoger a nadie como hijo o hermano; tal vez, sólo como esclavo o jornalero. En efecto, parece que toda la narración nos empuja a hacer nuestro no sólo el corazón del hijo que vuelve, sino también el del padre que sabe esperar y que, acogiendo al hijo tal cual es, le devuelve una dignidad nueva. No es raro ver que en nosotros están presentes un poco todos los matices de esta experiencia, a veces en sus manifestaciones más negativas: la lucha por la autonomía a expensas del otro; el miedo a depender y perder la libertad; la necesidad de que el otro “me necesite”; el aceptar ser menos con tal de no perder los beneficios de los demás; el no dejar que el otro cambie para quedarnos como somos... Matices y modalidades
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que nos revelan quiénes queremos que sean Dios y los demás para nosotros. El anuncio del Evangelio pasa también a través de estas modalidades humanas. “Nosotros podemos llevar a Dios en nuestro corazón –afirma Hesse–. A veces, cuando estamos íntimamente llenos de él, puede suceder que se asome por nuestros ojos o nuestras palabras y hable también a los demás que no lo conocen o no quieren conocerlo”174. Hay una íntima y ontológica correspondencia entre la relación con Dios y la relación con nuestros hermanos. El mandamiento nuevo del amor las ha unido de forma indisoluble y, por eso, eterna. “Que la dignidad humana, la imagen misma de Dios, se consigne y dependa de frágiles relaciones con otros sujetos humanos, en las que la vulnerabilidad de las partes predispone a ilusiones, a limitaciones y abusos, y que, al mismo tiempo, estas frágiles relaciones humanas se conviertan en el canal y en la mediación de la constitución, del ofuscamiento o a menudo de la reconstrucción de esta dignidad, es algo maravilloso y tremendum”175. Realmente, es algo sobrecogedor ver cómo estas frágiles relaciones humanas son, a fin de cuentas, el camino del Reino. No sabemos si en la vida eterna habrá o no palabras, pero sí sabemos que habrá amor y conocimiento pleno, es decir, relación. Relación que empieza desde aquí y de la que nuestras palabras son el signo y el vínculo más bello.
174 175
Hesse, H., Gertrud. Cit. en Ravasi, Il Libro dei Salmi, p. 912. Imoda, Sviluppo umano, p. 338.
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Índice
INTRODUCCIÓN.......................................................................
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I. COMUNICACIÓN Y CULTURA ACTUAL ..................... 1. Aumenta la eficacia, disminuye la capacidad de espera.......................................................................... 2. Aumentan los contactos, disminuye la profundidad de los encuentros ............................................................. 3. Aumenta el flujo de las palabras, disminuye su sentido..............................................................................
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II. COMUNICACIÓN Y LENGUAJE..................................... 1. Más allá de una visión instrumental: el lenguaje como “casa del ser” ......................................................... 1.1. El lenguaje como símbolo......................................... 2. El lenguaje como encuentro con el otro......................... 2.1. Un camino más allá de las propias necesidades....... 2.2. Lenguaje y lenguajes .................................................. a) Dimensiones cognoscitivas ...................................... b) Dimensiones afectivas.............................................
37 37 42 47 51 58 60 62
III. EL HOMBRE, CREADO PARA COMUNICAR.............. 1. El hombre escucha .......................................................... 2. El hombre responde ........................................................ 3. El hombre alaba ..............................................................
69 69 71 77
15 22 28
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4. En la raíz del comunicar: Dios toma la iniciativa de dialogar con el hombre ................................................... 4.1. Dios es comunicación en sí y con el hombre........... a) El don de la comunicación puede ser rechazado ............................................................... b) La muerte y resurrección de Jesús: vértice de la comunicación entre Dios y el hombre ...................... c) En las antípodas de Babel: Pentecostés....................
83 85 87 91 98
IV. COMUNICACIÓN Y VIDA FRATERNA........................ 105 1. Un binomio inseparable.................................................. 105 1.1. Ad intra...................................................................... 110 1.2. Ad extra ..................................................................... 116 2. En la raíz de la no-comunicación.................................... 121 2.1. El mito de la comunicación total ............................. 122 2.2. Prisa y superficialidad ............................................... 125 2.3. Comunicaciones distorsionadas................................ 128 a) De la no-claridad a la mentira ................................ 129 b) De la simple opinión-juicio al chisme-calumnia........ 134 c) Los “triángulos comunicativos” ............................... 139 V. COMUNICACIÓN Y RELACIÓN ..................................... 143 1. Todo es comunicación..................................................... 144 1.1. Comunicación intencional....................................... 146 1.2. Comunicación no intencional ................................. 150 2. Contenido y relación ...................................................... 152 3. La puntuación de la secuencia de los hechos ................. 157 4. Más allá de las palabras: niveles de comunicación................................................. 160 VI. EDUCARNOS EN LA COMUNICACIÓN ..................... 165 1. De la dispersión a la unidad ............................................ 165
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2. ¿Aclarar o no aclarar? ¿Decir o no decir?........................ 169 2.1. Ser claros................................................................... 170 2.2. Prever las consecuencias........................................... 171 2.3. El valor del silencio .................................................. 173 3. Escuchar para acoger, acoger para integrar ..................... 176 3.1. Captar ....................................................................... 177 3.2. Captar para acoger.................................................... 178 3.3. Captar para acoger.................................................... 179 4. Hablar en “yo” y no en “tú” ............................................ 181 5. Un camino de conversión en la relación: la parábola del hijo pródigo ........................................... 185 BIBLIOGRAFÍA ........................................................................ 193
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Colección SURCOS (Últimos títulos) Carlo Maria Martini 57 - EL ABSURDO DE AUSCHWITZ Carlo Maria Martini 58 - EL FRUTO DEL ESPÍRITU EN LA VIDA COTIDIANA Anselm Grün 59 - QUÉ ENFERMA Y QUÉ SANA A LOS HOMBRES Neylor J. Tonin 60 - ORACIONES, SALMOS, ALABANZAS Francisco Contreras 61 - A LA SOMBRA DE DIOS TRINIDAD Carlo Maria Martini 62 - ¿QUÉ BELLEZA SALVARÁ AL MUNDO? Feliciano Blázquez 63 - JUAN XXIII Anselm Grün 64 - ORIENTAR PERSONAS, DESPERTAR VIDAS Martin Padovani 65 - CÓMO SANAR SENTIMIENTOS HERIDOS María Pilar de la Figuera 66 - ACARICIAR, ¿PROHIBIDO POR DIOS?
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Anselm Grün y Christiane Sartorius 67 - PARA GLORIA EN EL CIELO Y TESTIMONIO EN LA TIERRA Francisco Contreras 68 - SONETOS DE JESÚS CRUCIFICADO Anselm Grün y Maria M. Robben 69 - ¿FRACASADO? ¡TU OPORTUNIDAD! Carlo Maria Martini 70 - DONDE ARDE EL ESPÍRITU Carlo Maria Martini y Raniero Cantalamessa 71 - LA CRUZ COMO RAÍZ DE LA PERFECTA ALEGRÍA Javier Garrido 72 - RELECTURA DE SAN JUAN DE LA CRUZ Carlo Maria Martini 73 - EL VALOR DE LA ESPERANZA Javier Garrido 74 - PREGUNTAR Y BUSCAR Carlo Maria Martini 75 - CONVERSACIONES PASTORALES Anselm Grün 76 - TE DESEO UN AMIGO