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La Guerra de la Independencia, en el co nte xto de las guerras napo leónicas, fue algo más que una guerra de ocupación y de resistencia nacional. El s e n tim ie n to antifrancés se m anifestó ta m b ié n contra G o d o y y el mal g o b ie rn o , con el p ro p ó s ito de re g en e ra r la vieja m onarquía hispana que encarnaba el «deseado» Fernando vil. La guerra causó una fractura interna entre los españoles y puso al descubierto un conflicto civil y social latente. Hubo colaboracionistas con el invasor, los afrancesados, y entre los p atriotas las opciones políticas fueron a m enudo antagónicas. La Constitución gaditana de 1812 y los p ro ye cto s liberales de las C ortes se co n virtie ro n en el sím bolo de la m o d ernida d de España frente al A n tig u o Régimen. El libro recoge en los diversos capítulos las cuestiones fundam entales q ue nos ayudan a e n te n d e r la c o m p le jid a d de la G uerra de la Independencia. Escrito con o b je tivid a d y espíritu crítico, va a perm i tirnos o bte ne r la im agen global de la guerra com o m em oria histórica hasta hoy. En definitiva, nos perm ite conocer este p erio do crucial de la historia contem poránea de España.
«Una contribución fundamental a la celebración del Bicentenario de la Guerra de la Independencia».
LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN ESPAÑA (1808-1814)
Antonio Moliner Prada (ed.)
NABLA EDICIONES
Diseño de la cubierta: Edició Limitada © Ilustración de la cubierta: AISA © Ilustraciones interiores: Agradecemos a la «Cartoteca del Instituto de Historia y C ultura Militar» de M adrid la cesión de la cartografía. © Ilustraciones de las láminas: Pedro Pérez Frías, Jesús M aroto de las Heras y M arion Reder Gadow. Canga Argüelles, Observaciones, vol. 2, p. 156. Ejemplar en la Biblioteca Universitaria de Oviedo, sig. CGT-1032. D ocum ento contable relativo a material m ilitar sum inistrado a España por el Reino U ni do en 1810. The N ational Archives, Londres, FO 63/120, p. 201. El capítulo «La G uerra Peninsular. La ayuda portuguesa» ha sido traducido del portugués p or José Alejandro Palomanes 1.° edición: noviem bre 2007 © 2007: Antonio M oliner Prada (ed.), Josep Alavedra Bosch, Esteban Canales Gili, Andrés Cassinello Pérez, Emilio de Diego García, Alicia Laspra Rodríguez, Juan López Tabar, Francisco M iranda Rubio, M aties Ramisa Verdaguer, M arion Reder Gadow, M aria Gemma Rubí i Casals, Lluís Ferran Toledano González, Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, Antonio Pires Ventura Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el m undo: © 2007: NABLA Actividades Editoriales, S. L. Tossa, 2 08328 Alella (Barcelona) www.nablaediciones.com ISBN: 978-84-935926-2-2 Com posición y producción: Atemps, S. L. Finestrelles, 35 08950 Esplugues de Llobregat (Barcelona) Depósito legal: B. 47.333-2007 Impreso en España 2007. — A&M Gràfic, S. L. Avinguda Barcelona, 260 Polígono Industrial «El Pía» 08750 Molins de Rei (Barcelona) N inguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transm i tida en manera alguna ni por ningún m edio, ya sea eléctrónico, quím ico, mecánico, óptico, de grabación o de foto copia, sin autorización escrita del editor.
I n t r o d u c c ió n
Hay acontecim ientos en la historia de los pueblos que dejan u n a huella pro fu n d a, p o r su repercusión y tam bién p o r el significado sim bólico que h an tenido en la forja de una identidad colectiva. Si las guerras h an servido en la historia para cohesionar pueblos y naciones, tam bién la guerra de la Independencia lo hizo en gran m anera. G uerra de la Inde pendencia — com o aparece en algunas proclam as, m anifiestos y panfle tos de la época— , o de usurpación (en sentido dinástico), com o ta m bién la calificó el m ilitar de origen catalán Francisco Xavier Cabanes en u na de sus principales obras sobre las operaciones del Prim er Ejército (Historia de las operaciones del Exército de Cataluña en ¡a Guerra de la usurpación, osea de la Independencia de España. Campaña Primera. Por el Teniente Coronel [...]. Tarragona, 1809). Esa expresión se fue im po niendo paulatinam ente y se convirtió en la piedra angular del naciona lism o español cuando se consolidó, a p artir de los años cuarenta del si glo XIX, el Estado liberal. Se trataba de dem ostrar ante Europa que Es p añ a existía com o nación p o r encim a de sus diferencias ideológicas y que el sentim iento de libertad y de independencia no adm itía yugo de n ingún tipo. Dicha denom inación se h a m antenido fielm ente en las d i versas tradiciones políticas — tanto conservadoras com o liberales e in cluso republicanas— a lo largo de los siglos xix y xx. No obstante, esta guerra nacional fue algo más que una guerra de ocupación y de resistencia. Solo se puede com prender sí se sitúa en el contexto de las guerras napoleónicas y si se tiene en cuenta la crisis glo-
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bal en que estaba sum ida la m onarquía de Carlos IV desde finales del siglo XVIII. El sentim iento xenófobo antifrancés se m anifestó tam bién co n tra Godoy y el m al gobierno, y expresó u n deseo de regenerar la vie ja m on arq u ía hispana, encarnada en el «deseado» Fernando VII, m ito y p u n to de un ió n entre absolutistas y liberales. La guerra causó u n a fractura interna entre los españoles y provocó u n conflicto civil y social encubierto. H ubo colaboracionistas con el in vasor — los afrancesados— y entre los patriotas las opciones políticas fueron a m en u d o antagónicas. G uerra y Revolución son dos aspectos inseparables del periodo histórico de 1808-1814, com o señalaron los li berales José M aría Q ueipo de Llano, C onde de Toreno, en la clásica H is toria del levantamiento, guerra y revolución de España (M adrid, 18351837), Alvaro Flórez Estrada (Introducción para la historia de la revolu ción de España, Londres, 1810), el afrancesado J. Nellerto (José A ntonio Llórente) (Mémoires pour servir à Îhistoire de la Révolution d’Espagne, Paris, 1814-1819), y los propios absolutistas, com o José C lem ente C ar nicero (Historia razonada de los principales sucesos de la gloriosa revolu ción de España, M adrid, 1814) y P. M aestro Salm ón (Resumen histórico de la revolución de España, año de 1808, M adrid, 1812-1814). La C ons titución gaditana de 1812 y los proyectos liberales de las C ortes se con virtieron a la postre en el sím bolo de la m odernidad de España frente al A ntiguo Régimen. Tam bién la guerra produjo la devastación, la ruina económ ica y la m uerte. La escalada de violencia se im puso de form a extrem a y todos los com batientes, sin límites jurídicos o m orales, m ovilizaron todos los recursos disponibles al efecto. Por ello esta guerra sirve de paradigm a de lo que han sido las guerras m odernas. La masacre de prisioneros y civi les, las ejecuciones y los asesinatos masivos, los saqueos y los incendios de poblaciones, las represalias y las hum illaciones de m ujeres y niños han sido prácticas usuales en todas las guerras del m u n d o hasta nues tros días. Desde una óptica interdisciplinaria, este libro recoge en los diversos capítulos aquellas cuestiones fundam entales que nos ayudan a entender la com plejidad de la G uerra de la Independencia: el contexto de las gue rras napoleónicas, la crisis de 1808 y la form ación de las Juntas y el desa rrollo político p o sterior con las C ortes de Cádiz y la C onstitución de 1812, la evolución de las cam pañas m ilitares, el fenóm eno guerrillero, la
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ayuda británica y portuguesa, la participación extranjera en el ejército napoleónico, la conform ación de la opinión pública, la iconografía y la cultura, la vida cotidiana, el G obierno Josefino y los afrancesados, la a d m inistración bonapartista, los costos de la guerra — especialm ente en N avarra— , el retorno de Fernando VII y la restauración de la m o n ar quía absoluta, en fin, la m em oria histórica de la guerra hasta hoy. Desde el p u n to de vista historiográfico, este libro pretende ser u n a contribución fundam ental a la celebración del Bicentenario de la G ue rra de la Independencia y se inscribe dentro del proyecto de investiga ción HUM 2005-01118 del M inisterio de Educación y Ciencia («C ultu ra y Sociedad en la G uerra de la Independencia»), en el que participan los profesores Josep Alavedra Bosch, Esteban Canales Gili, Emilio de Diego García, M arion Reder Gadow, Lluís Ferran Toledano y A ntonio M oliner P rada com o investigador principal. La colaboración de otros historiadores especialistas de prestigio — com o el teniente general A n drés Cassinello Pérez y los profesores Alicia Laspra Rodríguez, Juan L ó pez Tabar, Francisco M iranda Rubio, A ntonio Pires Ventura, G em m a Rubí Casals y Joaquín Varela Suanzes— ha hecho posible esta obra. El libro, pensado com o m anual universitario y tam bién para el ciu dadano m edio interesado en conocer la historia contem poránea de Es paña, h a sido escrito con la m ayor objetividad posible y espíritu crítico, y huye en todo m om ento del revisionism o a ultranza tan de m oda en los últim os tiem pos. La G uerra de la Independencia no es u n producto del franquism o n i u na sim ple invención conceptual de los liberales. C on todas sus luces y sus som bras, la «francesada» o G uerra del francés, com o se la den o m ina popularm ente, form a parte de la historia de todos los pueblos de España que se enfrentaron en 1808-1814 a u n ejército de ocupación m uy superior. Bellaterra, 2 de julio de 2007 A n to n io M o lin e r P ra d a
Profesor de Historia de la Universitat Autónoma de Barcelona
C a p ít u l o 1
LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN EL CONTEXTO DE LAS GUERRAS NAPOLEÓNICAS La G uerra de la In d ependencia fo rm a p arte de u n conflicto más a m plio que d u ra n te casi u n cuarto de siglo afectó a extensas áreas de E u ro p a y de las colonias de los Estados europeos, u n conflicto que p o r su envergadura y sus efectos constituyó la p rim e ra G ran G uerra de la h isto ria co n tem p o rán ea . Los relatos de la g u erra que e n tre 1808 y 1814 en fren tó a la E spaña resistente con los ejércitos napoleónicos apenas suelen detenerse en esta dim en sió n in ternacional de la c o n tien d a, necesaria p ara situarla en u n a perspectiva adecuada y n o rm a lizar la relación en tre la historia española y la h isto ria del ám bito e u ro p eo en el que se incluye España. En las siguientes páginas se c o m e n ta rá el co n tex to in te rn a c io n a l que co n d u c e a la in te rv e n c ió n francesa en la Península Ibérica, la form a en que la guerra en la P e nín su la y las guerras napoleónicas en el escenario europeo se in flu yen m u tu a m e n te y la m edida en que lo que ocurre en España resulta d eterm in a n te y tiene de específico o de co m ú n con lo que en a q u e llos años sucede en otros lugares de Europa.
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E spaña en la estrategia napoleónica U na de las cuestiones que m ás h an preocupado a los estudiosos del tem a h a sido conocer cuándo N apoleón decidió hacerse con el control de la m o n arquía española. Las desavenencias existentes entre la familia real, se ha dicho con razón, convencieron al em perador francés de que hacerse con el tro n o de los B orbones españoles sería u n a em presa fácil. Resultaba tam bién u n a em presa tentadora, porque se suponía a España en posesión de unos recursos que contribuirían a financiar el esfuerzo bélico de los ejércitos im periales desplegados en el continente europeo. Además, controlar el suelo español y el de su vecino luso iba a perm itir aplicar con m ayor rigor la política de bloqueo económ ico contra G ran B retaña decretada unilateralm ente p o r N apoleón en Berlín en 1806. En realidad, el interés napoleónico p o r España com o una pieza m ás del en granaje al servicio de los intereses franceses venía de lejos: la decisión de convertir el país en o tro de los reinos satélites en la órbita im perial re sulta la culm inación de u n proceso de acoso — iniciado casi en el m is m o instante en que B onaparte accedió al poder en 1799— , sim ilar al em prendido contra otros Estados situados en su área de influencia. Un proceso en el que los objetivos concretos a lograr en cada m o m en to se van definiendo sobre la marcha, en función de las oportunidades que se presentan. C uando N apoleón asum e la dirección de Francia tras el golpe de Es tado de noviem bre de 1799 (el 18 B rum ario, según el calendario rep u blicano entonces vigente), la R epública francesa estaba de nuevo in m ersa en u n a guerra con la m ayoría de las potencias europeas, unidas en u n a Segunda Coalición en la que G ran Bretaña, Rusia y A ustria eran los m iem bros m ás im portantes. Francia había salido triunfante del p ri m er envite con la E uropa contraria a la revolución. Gracias a u n a serie de éxitos m ilitares, logró extender su perím etro m ás allá de las fronte ras naturales (los Pirineos, la orilla izquierda del curso del Rin y los Al pes) y desactivar la alianza enem iga con la retirada de dos de sus com ponentes — Prusia y España, con las que firm ó sendas paces en Basilea (1795)— , y el acuerdo p o sterio r con A ustria sobre el re p arto de in fluencias en el n o rte de Italia (C am poform io, 1797). Para España, la paz con Francia suponía en cierto sentido una vuelta a las pautas tradicio nales de su política exterior, tras los dos años de lucha contra el régim en
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regicida instalado en el país vecino (la G uerra de la Convención, 179395). La norm alización de la am istad hispanofrancesa característica del siglo x v iii se com pletó en 1796 con la firm a del tratad o de San Ildefon so, que arrastró a España a u n a nueva guerra, esta vez contra Gran Bre taña. U na guerra que se m antendría durante seis años y pondría de m a nifiesto la inferioridad de la m arina española, derrotada frente a las cos tas portuguesas de cabo de San Vicente (1797) e incapaz de im pedir la to m a británica de M enorca (1798) y el colapso del flujo comercial e n tre la m etrópoli y sus colonias am ericanas, con graves efectos tanto para Cádiz y los puertos m editerráneos com o p ara las actividades agrícolas e industriales vinculadas a ellos. Este conflicto facilitó el éxito inicial de la expedición napoleónica a Egipto (1798), pues los británicos descuida ron la vigilancia del M editerráneo al concentrar sus efectivos en el gol fo de Cádiz en la labor de bloqueo de la flota española.1 La expedición a Egipto fue u n o de los detonantes de la form ación de la Segunda Coalición francesa y, a pesar de su fracaso final, fue ta m bién u n o de los pilares sobre los que B onaparte erigió su p o p u larid ad y, con ella, allanó el camino que a su vuelta de Egipto le perm itió hacerse con las riendas del régim en francés. El paso del D irectorio al C onsula do no supuso para España una variación fundam ental en la política ex terior que venía siguiendo desde 1796, pero sí m uy pronto una m ayor presión para plegarse incondicionalm ente a su exigente aliado francés. Fue Godoy, el valido de los m onarcas repuesto en 1800 en la dirección del país, quien en los años siguientes tuvo que enfrentarse a la difícil si tuación de hacer com patibles sus am biciones personales con las n a p o leónicas y defender al m ism o tiem po los intereses particulares de los m onarcas y los generales del Estado español.2 El p rim er resultado de esta nu ev a etapa fue la firm a del convenio de A ranjuez (1801), u n a alianza hispanofrancesa dirigida a im poner a Portugal el cierre de sus puertos al com ercio británico, que estipulaba un intercam bio desigual de territorios — la cesión a Francia de la colonia española de Luisiana, al n o rte de México, a cam bio de la creación del reino de Etruria, sobre el territo rio del antiguo G ran D ucado de Toscana, para un yerno de los m o narcas españoles— y u n a poten cialm en te peligrosa p articipación conjunta en una guerra contra el vecino luso si este no aceptaba la im posición. La rápida intervención de las tropas españolas en territorio portu g u és evitó u na m ayor im plicación en el conflicto de las fuerzas
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napoleónicas desplazadas a la Península, pero la libertad de iniciativa dem ostrada p o r G odoy en este episodio ya no podría volver a repetirse: el riesgo que corría España ejerciendo de aliado incóm odo del po d ero so país vecino era dem asiado elevado, sobre to d o cuando al correr del tiem po creció el interés francés p o r contar con el apoyo español en el enfrentam iento con G ran Bretaña. Porque, superado el breve periodo de paz que siguió a la firm a del trata d o de Am iens entre G ran B retaña y Francia ( 1802 ) — que signifi có p ara España la recuperación de M enorca— , la pugna entre am bas potencias se extendió al escenario europeo e involucró progresivam en te a terceros países. Para u n Estado de m ediana entidad com o el espa ñol, con evidentes carencias en su ejército y con unas finanzas en p ro gresivo deterioro, la n eu tralid ad era la m ejor opción. Sin em bargo, no estaba en condiciones de ejercerla, pues disponía de atractivos sufi cientes — posición estratégica, flota, m ercado colonial— para resultar u n aliado apetecible y era dem asiado vulnerable para poderse m an te n er al m argen de los reclam os franceses y británicos. El reciente fraca so de la Liga de n eu tralid ad arm ada — u n a coalición de potencias n ó r dicas (Rusia, Suecia, D inam arca y Prusia) que bajo iniciativa ru sa se había form ado en 1800 para defender frente a G ran B retaña el derecho al com ercio de m ercancías bajo pabellón n eu tral— , había dem ostrado que no existía espacio p ara u n a tercera vía. La escuadra británica aca b ó a cañ o n azo s con esta p re te n sió n (b o m b ard eo de C openhague, 1801 ). Tras la re an u d ació n de las hostilidades entre los dos rivales a u n o y otro lado del canal de la M ancha, España intentó inicialm ente u n com prom iso tibio con Francia, com prando la neutralidad a cam bio del pago de u n subsidio m en su al m ien tras durase la g u erra ( 1803 ), pago que no se p ro d u jo con dem asiada puntualidad. Pero G ran Breta ñ a no aceptó este co m portam iento y en octubre de 1804 forzó las co sas al ca p tu rar en el A tlántico cuatro buques españoles con dinero y p roductos coloniales. A España no le quedó m ás rem edio que sum arse a la guerra del lado napoleónico. Era el m al m enor, teniendo en cuen ta que había m ucho m ás que perder en u n enfrentam iento con F ran cia. T am bién era p a ra G odoy la elección m ás conveniente, pues la am istad con N apoleón fortalecía su posición en el in terio r — en el en to rn o del p rín cip e heredero y su joven esposa se perfilaba la afirm ación de u n p artid o nap o litano orientado hacia G ran B retaña y contrario al
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valido— y le perm itía ilusionarse con u n a posible recom pensa en fo r m a de u n reino en una porción de u n P ortugal desm em brado. P ara N ap o leó n , recientem ente co ro n ad o em p erad o r (1804), la alianza española suponía disponer de m ás recursos económ icos — g ra cias a los nuevos subsidios aportados p o r España— y de m ás buques de guerra con los que contrarrestar el dom inio de la Royal Navy. Esta ú lti m a circunstancia le perm itió activar el viejo proyecto de desem barco en las costas británicas, cuya ejecución requería alejar, al m enos m o m en tá neam ente, a la escuadra británica del canal de la M ancha. Para conse guir que las fuerzas de desem barco reunidas en Boulogne pudiesen al canzar la orilla inglesa, se pensó en distraer la atención del adversario enviando u n a expedición a las Antillas que regresase a Europa antes que sus perseguidores y, aprovechándose de las condiciones de superioridad tem poral, forzase ju n to con el resto de la flota el paso del Canal a los efectivos franceses. La escuadra francoespañola, bajo la dirección del al m irante francés Villeneuve, no pudo com pletar el plan y acabó siendo desm antelada en aguas del cabo Trafalgar (1805), cerca de la bahía de Cádiz, donde había acudido a refugiarse. Fue, para España, u n descala bro de proporciones mayores que la anterior derrota de cabo de San V i cente. En el caso de Francia, supuso descartar de m odo casi definitivo la invasión de la isla, que p o r sí m ism a tam poco garantizaba la conquista de G ran Bretaña. Desde este m om ento, España se convirtió en u n aliado m enos valio so para N apoleón, dado que en los meses inm ediatos su esfuerzo se cen tró en la cam paña m ilitar contra Austria y Nápoles, cuyo éxito le p e rm i tió rehacer a su conveniencia los espacios alem án e italiano. Los resulta dos m ás significativos de este reo rd en am ien to territo ria l fueron la creación de la Confederación del Rin (1806), que agrupaba a 16 Estados del centro y sur de Alem ania en alianza m ilitar con Francia y con el e m perador com o protector, y la form ación en el tercio sur de la península italiana de u n nuevo Estado satélite napoleónico, el reino de N ápoles (1806), puesto bajo la dirección de José Bonaparte. La evolución de los acontecim ientos en Italia tam poco resultaba conveniente para los planes de la política exterior española, pues la hegem onía adquirida por N apo león en la península hacía peligrar el m antenim iento de la independen cia del reino de Etruria. Por estos m otivos, Godoy intentó separarse de la incóm oda am istad con Francia, pero el m ovim iento de aproxim ación
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a los aliados se frustró tras las nuevas victorias napoleónicas sobre P ru sia (1806), con el inconveniente de que el insinuado acercam iento a las potencias de la coalición antinapoleónica puso al descubierto — para u n observador perspicaz com o el em perador— la poca fiabilidad del m a n datario español en el papel de aliado incondicional. La posterior derro ta de Rusia y el acuerdó de esta con Francia (Tilsit, julio de 1807) para la división del continente en esferas de influencia y para colaborar en el bloqueo continental contra G ran B retaña — una m edida decidida p o r N apoleón poco antes en Berlín con la que esperaba asfixiar la econom ía británica— , redujo drásticam ente el m argen de m aniobra de que dispo n ía la diplom acia española. Para com plicar m ás las cosas, el frente d o m éstico se estaba to rnando peligroso para el valido pues, tras la m uerte de la esposa napolitana del príncipe Fernando, este y su camarilla inten taron aproxim arse a la hasta entonces odiada Francia, una pirueta que dejó a Godoy sin otra alternativa que plegarse a las condiciones que im pusiese el exigente socio francés. H ubo que reanudar el pago de subsi dios a Francia — lo que hizo necesario sacar a la venta la séptim a parte de los bienes de la Iglesia, en u n ensayo de las desam ortizaciones que se sucederían en años venideros— , contribuir m ilitarm ente a la defensa de las costas alemanas m ediante u n cuerpo expedicionario com puesto por 15.000 hom bres al m ando del M arqués de La Rom ana, aceptar el fin del sueño de u n a E tru ria independiente gobernada p o r u n a ra m a de los B orbones españoles, sum arse activamente al bloqueo continental y, para asegurar la im perm eabilización del litoral ibérico al com ercio con Gran Bretaña, reactivar el plan de invasión y reparto de Portugal, pero ahora en térm inos m enos favorables para España. El acuerdo de intervención en el país vecino fue sellado en el tra ta do de Fontainebleau (octubre de 1807), poco después de que Portugal hubiese recibido u n ultim átum de m uy difícil cum plim iento, pues se le exigía el cierre de sus puertos al com ercio con Gran Bretaña, la confis cación de los bienes ingleses y el apresam iento de los súbditos b ritán i cos residentes en el reino, m edidas que, además de no asegurar su in dependencia y rom per con u n a larga tradición de alianza con Londres, conllevarían a bu en seguro la respuesta británica en form a de captura de las colonias. El tratado aseguraba a Francia el protagonism o m ilitar de las operaciones y perm itía el paso p o r la Península de u n ejército fran cés de 28.000 hom bres destinado a invadir Portugal con la ayuda de un
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núm ero sim ilar de tropas españolas. Tam bién establecía la división del país en tres zonas: el sur, donde se crearía u n principado p ara Godoy; el norte, p ara la reina regente de Etruria, y el espacio central — dos m i llones de hab itan tes, u n a cifra parecida a la p o blación situada en el m argen izquierdo del Ebro— , que se m antendría en reserva bajo c o n trol francés com o hipotética pieza de cam bio de u n futuro trueque de territorios con España, pues a estas alturas ya en Francia se pensaba en avanzar su frontera sur hasta el Ebro.3 Casi sim ultáneam ente, estallaban las desavenencias dentro de la fa m ilia real española al descubrirse (noviem bre de 1807) los m anejos del príncipe F ernando y sus partidarios, que habían intentado, a espaldas de los m onarcas y de Godoy, el enlace de F ernando con u n a princesa napoleónica. El episodio, conocido com o conspiración de El Escorial, se saldó pro v isio n alm ente con la detención del canónigo Escoiquiz, consejero del príncipe, y de varios nobles de su entorno, pero la im p li cación en la tram a del em bajador francés en España, el M arqués de B eauharnais — cuñado de la em peratriz Josefina— hacía m uy arries gado llegar hasta el final en la exigencia de unas responsabilidades que p o d ían afectar a las relaciones con Francia, p o r lo que se acabó exone ran d o a los encausados. Este desenlace redundó en el desprestigio de Godoy, a quien la población, desconocedora de los hechos y alecciona da p o r la propaganda de la cam arilla fernandina y de los sectores n o bles y eclesiásticos más inm ovilistas, consideró culpable de u n a o pera ción dirigida co n tra el heredero del trono. Tam bién proporcionó a N a p oleón la o p o rtu n id ad de intervenir m ás activam ente en los asuntos españoles. De m om ento, apresuró la expedición m ilitar a Portugal y au m en tó el contingente de tropas desplazadas a la Península supuesta m en te con este m otivo. Los historiadores que se h a n ocupado de la vida política y diplom ática de este periodo, desde Fugier hasta Seco y La Parra, han explicado con detalle los m ovim ientos de sus principales protagonistas d u ran te los meses que m edian entre noviem bre de 1807 y mayo de 1808. De u n lado, el creciente convencim iento p o r parte de G odoy del peligro que corría la M onarquía y de que para su salvación era necesario buscar refugio en Am érica, com o habían hecho los Braganza portugueses al escapar con la m ayor parte de la flota a Brasil a n tes de la llegada del ejército francés a Lisboa. De otro, los m anejos de los p artidarios de F ernando para acabar con Godoy y forzar la abdica
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ción del m onarca en beneficio de su hijo, cosas am bas que lograron al triu n far el m o tín de A ranjuez (m arzo de 1808), preparado p o r el sec to r m ás reaccionario de la nobleza. Y, com o espectador com placido, N apoleón fue m ad u ra n d o la posibilidad de apoderarse del tro n o espa ñ o l y contó p ara ello con la credulidad del en to rn o del recién corona do F ernando VII, que hasta el últim o m om ento siguió confiando en la u n ió n entre la dinastía B orbón y la B onaparte. Vista a la luz de los acontecim ientos posteriores, la decisión n ap o leónica de convertir a España en u n o m ás de los reinos satélites gober n ados p o r su fam ilia que rodeaban al núcleo im perial resultó ser un grave error. Pero no fue u n a decisión tom ada a la ligera. Las circuns tancias internas españolas parecían allanar el cam ino a u n a acción que d u ran te meses se fue abriendo paso entre otras opciones posibles, com o el desm em bram iento de u n a parte del territorio o la boda de Fernando con u n a princesa im perial. D urante este tiem po, N apoleón p u d o estu diar la docum entación existente sobre la situación de España y se hizo rem itir nuevos inform es a través de su personal en la Península, que en general presentaban u n a m onarquía corrom pida y u n país dispuesto a recibir la regeneración de la m ano del em perador, quien a su vez esta b a predispuesto a dar crédito a este tipo de noticias y a relegar las m e nos halagüeñas insinuaciones sobre la extensión de sentim ientos an ti franceses entre el pueblo y de rechazo a la reform a entre las elites. Y, en el caso de que estas últim as apreciaciones fuesen correctas, la superiori dad m ilitar haría im posible la resistencia, incluida una hipotética resis tencia popular, m ás costosa de com batir pero finalm ente m anejable, com o m ostraban las experiencias recientes en Egipto, en el noroeste de Francia y en Calabria. Tam poco fue u n a decisión anóm ala acabar con la independencia del Estado español. Respondía a los usos napoleónicos y se insertaba en u n contexto propicio para este proceder. Desde el m o m en to de la firm a con Rusia de los tratados de Tilsit, que m odificó dram áticam ente la relación de fuerzas entre aliados y ad versarios del im perio napoleónico, Francia dispuso de libertad para in tervenir sobre la m ita d occidental del continente y se apresuró a sacar el m áxim o p artid o de ella, incluso a costa de forzar la interpretación de los acuerdos. En el n o rte, los acontecim ientos se desarrollaron de fo r m a m uy favorable a los intereses franceses, pues el nuevo ataque b ritá nico al p u erto de C openhague (septiem bre de 1807), en u n a acción
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preventiva destinada a asegurar el control de la M arina de guerra de la hasta entonces neu tral D inam arca, facilitó la entrada de esta en la es fera de influencia napoleónica y acabó p o r decidir a Rusia a participar activam ente en el bloqueo del litoral nórdico y a cobrarse a expensas de Suecia la pieza pactada en. Tilsit, F inlandia (febrero de 1808). Pero el sur de E uropa seguía abierto al com ercio británico, especialm ente las costas po rtu g u esas y las del centro de Italia, lugares cuyo control se convirtió en el objetivo de la política exterior francesa en los siguien tes meses. Para lograrlo se proyectó la ya conocida expedición a P o rtu gal, la tam bién com entada ocupación de E truria y la incorporación de los territo rio s papales a la órbita im perial. El Papado había ido m a r cando distancias frente al régim en napoleónico en la m edida en que este au m en tab a su control sobre la península italiana y am enazaba con ello la po sició n de la Santa Sede com o p o ten cia tem p o ra l in d e p e n diente, p ero el em p erad o r francés no estaba dispuesto a p erm itir la presencia de u n Estado autónom o que desobedecía las directrices n a poleónicas y que, al disponer del tercio central de la península, in te rru m p ía la conexión entre los reinos de Italia y Nápoles, am bos c o n trolados p o r m iem bros de la fam ilia B onaparte: el propio em perador era rey de Italia — u n Estado que ocupaba aproxim adam ente el tercio n o rte de la p en ín su la y su h ijastro E ugenio lo g o b ern ab a com o v i rrey— , m ientras José, herm ano m ayor de N apoleón, reinaba en N á p o les. Los territo rio s pontificios fueron progresivam ente ocupados e in cluidos en el Im perio (Rom a y el litoral tirren o ) o en el reino de Italia (las M arcas), de form a que en abril de 1808 la soberanía tem poral del Papa había dejado de existir de hecho. C on estos antecedentes in m e diatos, que prolongaban u n com portam iento que ya se había puesto de m anifiesto en otros m om entos y lugares — los reinos de H olanda y de Westfalia son, ju n to con los de Italia y Nápoles, ejem plos de esta p rác tica de d ep o n er gobernantes, crear Estados o cam biar dinastías— , y con las circunstancias internacionales propicias, no resulta extraño que N apoleón se decidiese a hacer de España u n o m ás de los reinos satéli tes del Im perio. La consecuencia de esta decisión, la larga guerra de desgaste que enterró parte de los recursos hum anos y económicos del Im perio y revolucionó la sociedad española, se analiza en otros capítu los de este libro. C orresponde aquí enm arcarla en el m ás am plio esce n ario europeo y cotejar algunas de sus características.
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G u erra con tin en tal y g u erra pen in su lar Lo que ocurrió en los siguientes años en el escenario bélico p en in sular hay que leerlo conjuntam ente con los acontecim ientos que se des arrollaban en el continente. Tras la sublevación del D os de Mayo y el éxito inicial insurgente en Bailén y su equivalente portugués en Sintra, el curso de la guerra sufrió diversas oscilaciones: cam paña napoleónica triunfal, con recuperación de M adrid y retirada accidentada de la ex p ed ició n b ritán ica (noviem bre de 1808 a enero de 1809); avance de Wellesley — el futuro duque de W ellington— p o r el n o rte de Portugal y, ju n to con tropas españolas, p o r Extrem adura hasta Talavera (abril-julio de 1809); ofensiva francesa, con victoria en O caña y arrinconam iento de la resistencia en P ortugal y en C ádiz (noviem bre de 1809 a febre ro de 1810); contraofensiva hisp an o b ritán ica a p a rtir de 1812. E ntre otros factores — grado de presencia británica, de organización del ejér cito resistente y de la guerrilla y de coordinación entre unas y otras fuerzas, desgaste psicológico de las tropas invasoras, m ayor o m en o r im plicación de la población en actitudes de colaboración y oposición— , en estos vaivenes tuvo m ucho que ver el núm ero y la calidad de las tro pas francesas operativas en la Península, algo que a su vez se explica en razón de las circunstancias políticas, diplom áticas y m ilitares que se d a b an en el continente. A m ediados de 1808, estas circunstancias generales seguían siendo similares a las que poco tiem po antes habían facilitado la intervención francesa en la Península: G ran B retaña continuaba aislada com o único o p o sito r relevante del Im p erio , que m an ten ía la alianza con Rusia, m ientras Prusia y A ustria perm anecían en situación neutral, obligada la p rim era en razón de la precariedad en que había quedado tras la d e rro ta de 1806 y el acuerdo de Tilsit, y más especulativa, aunque igual m ente estable, la segunda. Por este m otivo N apoleón p u d o centrar su atención en la Península y entrar en ella con nuevos contingentes de re fuerzo — 130.000 hom bres— , que elevaron la presencia de los ejércitos napoleónicos hasta una cifra próxim a a los 300.000 hom bres.4 Pero la dedicación intensiva a las operaciones m ilitares en la península fue de corta duración, pues p ro n to com enzaron a surgir síntom as de m ovi m ientos am enazadores en el tablero europeo, especialm ente en Austria, que requerían reasignar las preferencias en el despliegue de la fuerza ar-
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m ada. A ustria estaba descontenta p o r el cierre del puerto de Trieste al com ercio con G ran Bretaña (febrero de 1808), que la afectaba negativa m ente al in terru m p ir el tráfico entre Europa central y el litoral adriático, y se sentía inquieta p o r la expansión francesa en el M editerráneo. Desde la últim a guerra contra Francia (1805), el im pulso reform ista del m inistro Stadion y el A rchiduque Carlos había m ejorado el estado de sus tropas m erced a la adopción de m étodos organizativos franceses, el rejuvenecim iento de los m andos militares y, desde junio de 1808, la crea ción de u n a m ilicia de reserva constituida p o r los hom bres en edad m ilitar exentos de servir en el ejército. A pesar del crónico déficit de las finanzas, hacia finales de 1808 los gobernantes austríacos juzgaron que la coyuntura era favorable para en trar en u n a nueva guerra, pues el e n vío de tropas napoleónicas a España había ocasionado la reducción de la presencia m ilitar francesa en el área del D anubio y el curso que des de Bailén había tom ado la contienda en la Península Ibérica no hacía previsible u n a rápida victoria napoleónica. Por ello, y tam bién porque confiaba en la ayuda británica y en el levantam iento de los territorios alem anes co n tra la presencia francesa, A ustria inició la guerra en abril de 1809 invadiendo el espacio de u n aliado del Im perio napoleónico, el reino de Baviera. El nexo establecido entre los acontecim ientos de una y otra p arte del continente era correcto: N apoleón se vio obligado a abandonar el escenario peninsular (enero de 1809) y a reclam ar con urgencia el tra s lado a suelo alem án de parte de las m ejores tropas dejadas en España. Pero el cálculo austríaco sobre la o p o rtu n id ad de la guerra pecó de o p tim ism o: la ayuda m ilitar británica fue tardía, dudosa e ineficaz, pues se lim itó al desem barco de u n cuerpo expedicionario de 40.000 hom bres en el alejado escenario de la isla de W alcherem (julio de 1809), en las cercanías de Amberes, sin mayores consecuencias y cuando la lucha ya se había decidido en tierras austríacas; y la ayuda económ ica en form a de subsidios resultó m ezquina para un aliado en dificultades para cos tear la guerra y con el que G ran Bretaña había establecido en abril de 1809 la Q uinta Coalición; no hubo sublevación antinapoleónica en su e lo alem án, excepto una insurrección localizada en la región alpina del Tirol, incorporada a Baviera en 1805, que se prolongó durante más de m edio año (abril-noviem bre de 1809); tam poco el curso de la guerra en la Península Ibérica fue tan desfavorable a las arm as francesas como los
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iniciales contratiem pos de Bailén y Sintra podían hacer prever. El em perad or había reconducido allí en pocos meses la situación, de form a que p u d o estar presente en la nueva cam paña y disponer de tropas su ficientes con las que enfrentarse a la ofensiva austríaca antes de lo p re visto p o r sus adversarios. Y la guerra acabó decantándose, tras la victo ria de W agran (julio de 1809), del lado napoleónico. A ustria tuvo que aceptar las duras condiciones im puestas en el tratado de V iena (octubre de 1809), que la convirtieron hasta casi el final del periodo napoleóni co en u n sum iso aliado del Im perio. Para la causa de la resistencia española, la evolución de los aconteci m ientos austríacos fue m u y negativa. Al igual que Austria, la Junta C en tral — el organism o que p o r entonces ejercía el poder en nom bre de Fer nando VII— tam bién esperaba beneficiarse del conflicto en el otro lado del continente. Su diplom acia había buscado el apoyo de los países que consideraba adversarios reales (G ran B retaña) o potenciales (Rusia y Austria) del régim en napoleónico.5 Del Gobierno británico había obte nido reconocim iento y ayuda desde el principio, pero Rusia trató a José I com o m onarca legítim o, aceptó com o em bajador a su representante y consideró a los patriotas españoles com o insurgentes. Austria, país n eu tral que había m antenido una prudente equidistancia con las dos partes en conflicto en España, accedió a inicios de 1809 al intercam bio de p er sonal diplom ático propuesto p o r la Junta, pero la satisfacción duró poco, pues el tratad o de V iena com portó el reconocim iento de José I p o r la corte austríaca. Más grave que la pérdida de apoyo diplom ático fue, para las autoridades resistentes, la disponibilidad de que volvió a gozar N a poleón p ara im plicarse a fondo en la guerra de España. Los meses p re vios habían representado un alivio de la presión m ilitar a la que habían estado sujetas e incluso habían perm itido a los Ejércitos británico y es pañol recuperar la iniciativa en Portugal y en Extrem adura y a la insur g e n d a guerrillera controlar el noroeste de la Península. Los refuerzos franceses — unos 140.000 hom bres, con los que de nuevo se alcanzaron los 300.000 efectivos en la Península— 6 pronto se hicieron n otar en el desarrollo de la guerra: la victoria de Ocaña (noviem bre de 1809) p er m itió a José I hacerse con Andalucía y recluir al poder resistente en Cá diz (febrero de 1810), m ientras que las tropas portuguesas y británicas al m an d o de W ellington se replegaban al interior de Portugal tras las posi ciones defensivas de Torres Vedras, al n o rte de Lisboa.
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D u rante algún tiem po, la situación m ilitar de la causa antinapoleó nica en la Península fue crítica, aunque tam poco en esta ocasión logró el Im perio decantar la balanza definitivam ente a su favor. La considera ción de las circunstancias europeas ayuda a entender p o r qué. N a p o león, que quizá subestim aba la capacidad de resistencia de sus adversa rios, no acudió esta vez en persona a la Península a dirigir la ofensiva del invierno de 1809-1810 porque estaba por entonces inm erso en las nego ciaciones de su enlace m atrim onial con u n a princesa europea, un asun to con implicaciones que excedían del ám bito personal, pues afectaba a la organización del Im perio y a la relación entre este y sus aliados. El nuevo m atrim onio del em perador, divorciado desde 1809 de Josefina y sin descendencia directa, abría la posibilidad de u n futuro heredero del tro n o im perial y perm itía a N apoleón abordar desde otra perspectiva la relación con los Estados satélites — controlados p o r m iem bros de la fa m ilia Bonaparte— , que hasta ahora habían sido útiles para asegurar la cohesión entre el Im perio y su área de influencia inm ediata pero que íiltim am ente estaban actuando con una independencia m ayor de lo de seable. Asimismo, la naturaleza de las relaciones con los aliados europeos dependía, en parte, de la elección m atrim onial. La opción que podía re presentar mayores ventajas para los intereses im periales era el enlace con la h erm an a del Zar Alejandro, pues ayudaría a consolidar una alianza que estaba enfriándose, pero la dilación de la corte rusa en ofrecer una respuesta hizo triunfar u n a segunda opción, la de la hija m ayor del em perador austríaco, M aría Luisa, con quien N apoleón se casó en abril de 1810. El m atrim onio con una princesa H absburgo aportó u n a cierta d o sis de legitim idad dinástica al poder napoleónico, cada vez más alejado de los principios revolucionarios, y aseguró el entendim iento con A us tria, aunque a costa de un m ayor alejam iento de Rusia. El distanciam iento con Rusia representaba u n problem a notable, pues alteraba la estabilidad conseguida en Tilsit, que había perm itido al Im p erio nap o leó n ico co n c en trar sus esfuerzos en el aislam iento de G ran Bretaña y en la resolución de los conflictos del centro y sur del continente, entre ellos la guerra en la Península Ibérica y la guerra con Austria. El fracaso de las negociaciones m atrim oniales con la Gran D u quesa Ana era u n síntom a m ás de u n em peoram iento en las relaciones francorrusas que obedecía, sobre todo, a factores económ icos y p o líti cos. Entre los prim eros hay que tener en cuenta el perjuicio que causa-
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ba a Rusia la participación, acordada en Tilsit, en el bloqueo económ ico co ntra G ran Bretaña: creciente déficit de la balanza comercial y desar ticulación de las relaciones com erciales rusobritánicas — exportacio nes rusas de trigo y de sum inistros navales e im portaciones de azúcar, café, especias y algodón— , sin sustituirlas p o r otras válidas, pues F ran cia apenas im p o rta b a p ro d u cto s rusos y tam poco exportaba a Rusia m anufacturas en cantidad y variedad suficiente. Entre los factores polí ticos destaca el descontento ruso p o r la im portancia que estaba adqui rien d o el G ran D ucado de Varsovia, un satélite napoleónico en la fro n tera rusa que había sido engrandecido con partes de la Galitzia cedida p o r A ustria en el tratado de Viena, p o r la negativa francesa a aceptar u n increm ento paralelo de la influencia rusa en el Im perio turco y p o r las m últiples anexiones francesas que se venían produciendo desde 1809. Estas incorporaciones estaban m otivadas p o r el deseo de asegurar una m ayor efectividad al bloqueo, explotar librem ente los recursos econó micos de aquellos lugares o acabar con la m ás o m enos lim itada capa cidad de au to g o b iern o de que h asta entonces disponían. Fue lo que ocurrió con los Estados Pontificios, ocupados desde 1808 e incluidos en el Im perio en mayo de 1809; con el reino de H olanda (diciem bre de 1810), tras la renuncia al tro n o de Luis B onaparte (julio de 1810), inca paz de evitar una p rim era am putación de las provincias m eridionales de su reino (m arzo de 1810) y de soportar las exigencias de u n a m ayor colaboración m ilitar, financiera y económ ica; y con los territorios ale m anes del M ar del N orte y del litoral báltico (diciem bre de 1810): p ar tes de los estados de Berg y Westfalia, creados pocos años antes p o r el propio em perador, las ciudades de H am burgo, Lübeck y Brem en, que canalizaban la m ayoría del com ercio alem án y que desde 1806 p erm a necían bajo ocupación m ilitar francesa, y el ducado de O ldem burgo, cu yos gobernantes estaban em parentados con la dinastía de los zares y cuya independencia había sido garantizada en Tilsit. El em peoram iento de las relaciones con Rusia es un síntom a de un problem a m ás general. La persistencia en la aplicación del bloqueo con tra Gran Bretaña, el deseo de un m ayor control de los territorios sobre los que el Im perio ejerce su influencia o, sim plem ente, la am bición sin lím ites de N apoleón, convierten la política desplegada desde 1810 en contraproducente para la estabilidad del propio Im perio. El m an ten i m iento de la p ro h ibición a satélites y aliados de com erciar con G ran
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B retaña acarrea perjuicios económ icos pero no consigue evitar la p e r sistencia del contrabando, que m in a los efectos del bloqueo y genera fricciones entre la población y las autoridades encargadas de prevenir lo. Esta situación ocurre al m ism o tiem po que se oficializa la existencia de relaciones comerciales francobritánicas a través de u n país neutral (Estados U nidos), m ediante un sistem a de licencias a la im portación y exportación de m ercancías destinado a favorecer los intereses franceses. La incorporación de nuevos territorios al Im perio — los casos de los Es tados Pontificios, H olanda, áreas del norte de A lem ania y ciudades de la H ansa m encionados anteriorm ente— supone un golpe a la credibilidad de las fronteras, Estados y gobernantes establecidos p o r el propio régi m en napoleónico y hace más difícil a los Estados subsistentes sostener un discurso propio que fom ente la cohesión social y nacional en torno a u n proyecto independiente, a pesar de las protestas de sus m andatarios. Así ocurre en el reino de Nápoles, donde M urat — el m onarca que ha suce dido allí en 1808 a José B onaparte— sí puede perm itirse hasta cierto p u n to llevar a cabo u na política económ ica de protección de los intere ses de su reino y reservar los puestos de la A dm inistración a sus n acio nales, o en la España de José I, donde el m onarca, dem asiado d epen diente de las arm as napoleónicas para la conservación del reino, h a de tran sig ir con la pérdida de com petencias en las regiones del noreste, donde se crean (febrero de 1810) gobiernos m ilitares en Cataluña, A ra gón, N avarra y Vizcaya, en u n anticipo de lo que m ás tarde (1812) será la anexión al Im perio de Cataluña. Estas circunstancias tardarán todavía en m inar la fortaleza del Im perio y en influir en la evolución del conflicto bélico en la Península Ibérica. En 1811 el Im perio ha alcanzado su m áxim a extensión: 750.000 k m 2, en los que viven 44 m illones de personas repartidas en 130 d ep a r tam entos, 102 dentro de las fronteras naturales heredadas de la R epú blica y 28 en los territorios anexionados en los últim os años (H olanda, n o rte de Alemania, norte y centro de Italia y litoral adriático oriental). Más allá de las fronteras im periales, los Estados vasallos — los reinos de Westfalia, Italia, Nápoles y España y los ducados de Berg y Varsovia— prolongan el área controlada p o r el Im perio, que se com pleta con la existencia de sendas confederaciones — C onfederación H elvética y C onfederación del Rin— igualm ente ligadas por fuertes vínculos al Es tado napoleónico. Es cierto que G ran B retaña perm anece com o adver-
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sario irreductible, a quien no parece hacer mella la política de bloqueo com ercial, y que aprovecha su h egem onía m arítim a p a ra asentar su p ropio Im perio con adquisiciones estratégicas— entre 1809 y 1811 con quista a Francia las islas caribeñas de G uadalupe y M artinica y los en claves índicos de R eunión y M auricio y asegura la posesión de la anti gua colonia holandesa de Java— y para increm entar su control de las rutas transatlánticas y su penetración en los m ercados extraeuropeos. Tam bién lo es que, desde 1810, se deja sentir en toda E uropa u n a crisis económ ica que tiene su origen en las perturbaciones ocasionadas p o r el bloqueo y que se tran sm ite del m u n d o de las finanzas y el com ercio a la actividad industrial y al empleo. Pero las protestas sociales que esta crisis desencadena, tan to d en tro del Im perio com o en su área de in fluencia, resultan m anejables y no ponen en peligro el poder napoleó nico. Y G ran B retaña no consigue aglutinar a u n a nueva coalición de Estados descontentos, pues ni siquiera Suecia, recientem ente sacrificada en Tilsit, se m anifiesta claram ente hostil. Por tanto, Francia puede se guir m anteniendo a lo largo de 1811 en la Península Ibérica unos efec tivos sim ilares a los alcanzados d u ra n te la ofensiva del inv iern o de 1809-1810 — en to rn o a los 300.000 hom bres útiles,7 suficientes para m antener el control de b u en a parte del territorio, incluidas las conquis tas logradas entonces. Sin em bargo, hay síntom as inquietantes. Al acabar 1811 va cobran do fuerza la posibilidad de u n enfrentam iento entre Rusia y Francia. La p rim era adopta una serie de m edidas políticas, diplom áticas y m ilitares que despejan el cam ino hacia u n a futura guerra. El zar refuerza la h o m ogeneidad antifrancesa de su G obierno, desprendiéndose (m arzo de 1812) de Speransky, el m inistro cuyo plan de reform a tím idam ente li beral — inspirado, en parte, en las instituciones napoleónicas— había soliviantado a u n a nobleza cuyo apoyo se precisa con vistas al conflic to. T am bién consigue asegurarse la colaboración de Suecia (abril de 1812), m ás nom inal que efectiva, pero que al m enos le garantiza la tra n quilidad en la frontera finlandesa. El giro sueco, desde el choque con Rusia y el claudicante seguim iento del bloqueo continental hasta la ru p tu ra con N apoleón, se explica p o r el perjuicio económ ico que causa al país nórdico la política económ ica napoleónica, así com o p o r el agravio que le produce la ocupación p o r las tropas im periales de la Pom erania sueca (enero de 1812), u n a región situada en la costa m eridional del
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m ar Báltico que pertenecía a Suecia desde 1648. El antiguo m ariscal n a poleónico B ernadotte, príncipe heredero de Suecia y hom bre fuerte del país desde 1810, no iba a renunciar a defender los derechos de su tierra de adopción, pese a su vinculación fam iliar con los B onaparte. Asim is m o, Rusia logra finalizar la guerra que desde hacía varios años venía sosteniendo con Turquía p o r el control de los territorios de la desem b o cad u ra del D anubio, aunque el tratado de Bucarest (mayo de 1812) llega dem asiado tarde para perm itirle a Rusia trasladar al frente n o rte las tropas com prom etidas en aquella contienda. D esde su observatorio en San Petersburgo, el representante oficioso del G obierno resistente es pañol ante la corte rusa contem plaba con com placencia el desarrollo de los acontecim ientos, pues preludiaban la ru p tu ra tan to tiem po espera da entre el em perador y el zar.8 En la Península Ibérica, estos síntom as tienen que ver con la propia evolución de la guerra. Aquí lo preocupante no son los cambios en la extensión total del área ocupada, pues no son m uy grandes y las p érd i das en el noroeste se com pensan sobradam ente en la fachada m edite rránea con la tom a de Tarragona (junio de 1811) y la ofensiva en el re i no de Valencia (desde setiem bre de 1811), culm inada con la conquista de la capital (enero de 1812). Sin em bargo, sí resultan agobiantes la afir m ación en Portugal de la presencia m ilitar británica — con fuerza sufi ciente p ara rechazar u n nuevo intento de invasión (Torres Vedras, m a r zo de 1811) y m antener u n a pugna equilibrada con su adversario en la línea fronteriza— y el desarrollo en territorio español de las guerrillas, que disputan al Ejército francés el control efectivo del espacio, interfie ren las com unicaciones y obligan a distraer una parte de sus hom bres en labores de vigilancia y persecución. Para rom per el equilibrio era n e cesario aum entar el tam año de la fuerza disponible en la Península, m ás allá de la m era reposición de las bajas producidas p o r la contienda. Sin em bargo, además de no hacerse tal am pliación, se diversificaron los o b jetivos a atender con la apertura, en los últim os meses de 1811, de u n nuevo frente en el Levante peninsular. Inevitablem ente, se resintió el frente occidental, donde W ellington aprovechó para tom ar la iniciativa. La situación en la Península com enzó a decantarse del lado aliado a p a rtir del m o m en to en que N apoleón necesitó reu n ir u n a fo rm id a ble m áq u in a de guerra para invadir Rusia. La decisión estaba tom ada al com enzar 1812 y los m eses tran sc u rrid o s antes de hacerse efectiva
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(junio de 1812) se dedicaron a congregar u n eno rm e ejército de m ás de 650.000 h o m b res com puesto tan to p o r franceses com o p o r in te grantes m ás o m enos forzados de la coalición que N apoleón se apre suró a form ar, con P rusia y A ustria entre sus m iem bros. Tam bién las tro p as que luch ab an en España contribuyeron con 25.000 soldados a la Grande Arm ée d estinada a enfrentarse a Rusia en su p ro p io te rrito rio. Rusia, con apenas la m ita d de efectivos, se vio obligada a plantear u n a cam paña defensiva, en la estela de la fórm ula que ta n buenos re sultados estaba dando a W ellington en la Península, rehuyendo el ch o que frontal y destruyendo sistem áticam ente las tierras abandonadas al enem igo en su retroceso. La inm ensidad del escenario ruso y la esca sez de recursos a disposición de los invasores com pusieron u n p a n o ram a poco p ropicio p a ra la estrategia napoleónica, basada en m ovi m ien to s rápidos con ejércitos ligeros de equipaje que buscaban an i q uilar al adversario en u n encuentro decisivo. La Grande Arm ée llegó a M oscú sin h ab er conseguido la victoria concluyente que forzara a A lejandro I a negociar la paz y tuvo que dejar la ciudad, abandonada e incendiada p o r sus habitantes, en u n a penosa retirad a invernal p o r las m ism as áreas ya devastadas d u ra n te la invasión. Las deserciones, apresam ientos y m uertes p o r com bate, enferm edad, ham bre y frío re d u jero n a la m ín im a expresión el gran ejército napoleónico: se estim a que no m ás de 25.000 o 30.000 hom bres consiguieron regresar de Ru sia en diciem bre de 1812. Adem ás de co m p o rta r la retirad a de u n a parte relativam ente p e queña de los efectivos com prom etidos en la guerra en la Península Ibé rica, la aventura rusa im pidió la reposición de las bajas que se p ro d u cían en las filas francesas y, cuando se consum ó el desastre en Rusia, frustró cualquier posibilidad de revertir la situación peninsular con el ap o rte de nuevos soldados. Por eso la cam paña rusa fue m uy im p o r tan te para la suerte de la guerra en España y Portugal. El nuevo rum bo em pezó a hacerse patente con el éxito de la ofensiva de las tropas angloportuguesas de W ellington en los prim eros meses de 1812, en los que o cuparon las plazas de C iudad R odrigo (enero) y Badajoz (abril), y se confirm ó en la batalla de los A rapiles (julio de 1812), cerca de Sala m anca, victoria a la que siguió el abandono tem poral de M adrid por p arte de José I. Esta retirada francesa hacia el levante perm itió la con centración de sus efectivos — todavía p o r encim a de los 200.000 hom -
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bres al com enzar el otoño de 1812— al tiem po que dispersaba los de sus adversarios, forzando a u n nuevo repliegue de las tropas angloportuguesas. Fue el canto de cisne de la presencia francesa en España. El fracaso de la cam paña de Rusia dism inuyó considerablem ente la capacidad m ilitar del Im perio, pues hubo que reponer las pérdidas su fridas con soldados procedentes de las levas m ás recientes (la de 1813 y la anticipada de 1814) y carentes, p o r tanto, de experiencia. Además, la d erro ta había reducido la confianza de los aliados en el em perador, h a bía abierto interro g antes sobre la co n d u cta a seguir entre quienes le acom pañaron com o socios forzados en la aventura rusa y era un estí m ulo p ara sus enemigos. De m om ento, y a pesar del triunfo en Rusia de los planteam ientos favorables a llevar la guerra m ás allá de sus fronte ras, respaldados p o r el zar frente a la m ayor prudencia de Kutuzov — el general protagonista de los mayores éxitos frente a la Grande Armée— , el ejército ruso no estaba en condiciones de continuar la contienda en solitario en la Europa Central. Vino en su ayuda Prusia, donde el senti m iento patriótico había prendido desde años atrás en un sector de la elite y, a su am paro, se habían realizado reform as en la sociedad y en el ejército, que aum entaron su eficacia militar. En alianza con Rusia, P ru sia declaró la guerra a Francia (m arzo de 1813), aunque el llam am ien to de su m onarca a una sublevación antinapoleónica en Alem ania no encontró eco en unos Estados tem erosos de u n m ovim iento a destiem po y poco com prom etidos con la idea de u n a nación alem ana. Tampoco A ustria quiso tom ar partido, a la espera de negociar ventajosam ente su n eutralidad y nada interesada en propiciar la hegem onía rusa en Centro eu ro p a. G ran B retaña activó las ayudas en equipam iento y en sub sidios y m ovió su diplom acia para conseguir u n a m ás am plia coalición co ntra Francia, pero siguió sin intervenir m ilitarm ente en el continente m ás allá de la Península Ibérica. Además, desde ju n io de 1812 se e n contraba inm ersa en una guerra con Estados U nidos, m otivada por el rechazo de la ex colonia a las m edidas británicas de control del com er cio estadounidense con Francia y al apresam iento de ciudadanos n o rte am ericanos de origen británico para enrolarlos com o m arinos en la R o yal Navy. El conflicto, aunque nunca llegó a representar u n a am enaza p ara la seguridad británica, obligó a desviar algunos recursos durante los siguientes años, m erm ando la posibilidad de u n a m ayor presencia en Europa.
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Estas circunstancias conform aban u n a situación todavía m anejable p ara N apoleón, pero a costa de renunciar al sueño de la hegem onía ab soluta en Europa, algo que estaba m ás allá de sus intenciones. Por eso sostuvo el pulso en España, u n territorio dem asiado em blem ático para ab a n d o n arlo sin m en o scab o de su prestigio. R etiró de él solam ente veinte m il hom bres,9 trasladados al frente alem án, en el que se iba a li b ra r u n a nueva cam paña contra los ejércitos prusianos y rusos. Fue u n a decisión desacertada, pues la falta de caballería le im pidió d erro tar de cisivam ente a sus adversarios, al tiem po que debilitó todavía m ás la p o sición de los ejércitos que luchaban en España. Aquí, la ofensiva lanza da p o r W ellington fue coronada con u n éxito concluyente en la batalla de V itoria (junio de 1813), tras la cual se desplom ó la resistencia fran cesa: José I renunció al m an d o y en los siguientes meses los ejércitos franceses se replegaron desde A ragón y Valencia hacia C ataluña, últim o bastión. Por entonces, el Im perio napoleónico se estaba d erru m b an d o en Europa. G ran B retaña había podido articular u n a nueva coalición, en la que ju n to a Prusia y Rusia figuraban Suecia y Austria, que ab an d o naba su cautelosa n eu tralid ad con el tiem po justo p ara unirse con ple n os derechos al presum ible carro victorioso. El éxito aliado en Leipzig (octubre de 1813) supuso el fin del poder napoleónico en A lem ania, d o n d e la m ayoría de los estados de la C onfederación del Rin se apre su raro n a negociar con los vencedores. Tam bién repercutió en las dis tintas áreas del Im perio: en H olanda se establecía un G obierno p ro v i sional (noviem bre de 1813), u n paso en el cam ino hacia el reto rn o de los O range al poder; en Suiza, la D ieta rechazaba el Acta de M ediación de 1803 (diciem bre de 1813), la pieza legislativa sobre la que se había asentado una década de poder napoleónico; en Nápoles, M urat se aliaba con A ustria (enero de 1814), en un intento de últim a h o ra para salvar su trono. En este contexto se ubica el acuerdo de traspaso del tro n o español a Fernando VII (tratado de Valençay, diciem bre de 1813), que N apoleón necesitaba para p o d er concentrar fuerzas en la lucha contra la am enaza de invasión aliada de las fronteras occidentales de Francia. Según las previsiones napoleónicas, el tratad o había de acabar con la guerra en España y m aniatar la actuación de las tropas peninsulares al m an d o de W ellington, pero no supuso ni u n a ni otra cosa, pues la Regencia no re conoció la validez de u n acuerdo firm ado p o r el soberano cautivo en
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suelo francés. Por o tra parte, era u n a m edida que llegaba dem asiado tarde para influir significativam ente en la suerte del Im perio. M ientras la g u erra p roseguía a lo largo de la fro n te ra pirenaica, con derrotas francesas que dieron paso a la invasión del suroeste del país galo, en el o tro extrem o del hexágono eran los aliados quienes se adentraban en territo rio francés e im ponían sus condiciones a un país agotado por las guerras y con u n a elite que se había beneficiado del régim en napoleó nico, pero que no estaba dispuesta a sacrificarse en su defensa. Estas condiciones se concretaron en la abdicación del em perador y la restau ración borbónica (abril de 1814) en la persona de Luis XVIII, herm ano del m onarca guillotinado durante la Revolución. Casi al m ism o tiem po, las últim as tropas francesas habían abandonado C ataluña y Fernando VII, ya retornado a la Península, se preparaba para recuperar sus p re rrogativas de m onarca absoluto.
Im p o rtan cias, afinidades y diferencias La evolución de la lucha p o r el control de la Península, y en espe cial del m ás restringido y exigente escenario español, tiene que ver con los acontecim ientos europeos en los que se inserta. Es u n a relación m ás estrecha de lo que p o d ría pensarse ateniéndonos a su situación geo gráfica excéntrica y a la costum bre de parcelar el relato histórico en espacios estatales. Pero esta vinculación n o otorga p o r sí m ism a u n a im p o rtan cia decisiva a la G uerra de la Independencia en el desenlace de la lucha p o r la hegem onía en Europa du ran te las guerras napoleó nicas. Porque es justam ente el carácter global del conflicto lo que co n vierte en u n ejercicio arriesgado destacar la contribución de u n único país o u n acontecim iento aislado hasta hacer de él u n factor decisivo en la d erro ta del Im perio. En cierto m odo, habría que atrib u ir al p ro pio N apoleón, e indirectam ente a quienes com partieron con él el p o der o se beneficiaron de sus éxitos, la m ayor responsabilidad en la caí da del régim en im perial, p o r no h ab er sabido lim itar su am bición a objetivos realistas, proporcionados a las fuerzas disponibles, y entrar en u n a carrera vertiginosa en la que n in g u n a m eta parecía ser sufi ciente y la guerra era la form a habitual de resolución de las disputas, lo que im pidió dar estabilidad al Im perio y facilitó la unión en su con-
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tra de los estados europeos, que al unirse entre sí acabaron p o r repre sentar u n desafío insalvable para el poder napoleónico. G ran B retaña fue el enem igo m ás constante de la Francia surgida de la revolución, enfrentada perm anentem ente a ella desde 1793, con la ex cepción del poco m ás de u n año de paz que siguió al tratado de Am iens (1802). Fue la prolongación de la larga pugna sostenida en el siglo xvm entre dos países con intereses coloniales contrapuestos, en la que cada parte disponía de unas bazas distintas — la hegem onía m arítim a en el caso británico y la superioridad terrestre en el caso francés— e insufi cientes p o r sí solas para doblegar a su adversario, p o r lo que am bos in ten taro n p o n er en juego otros recursos: los gobernantes de Londres h i cieron uso de su capacidad económ ica para financiar coaliciones an ti francesas en las que los países continentales habían de aportar la fuerza m ilitar; Francia extendió en 1806 a todo el continente la guerra com er cial contra G ran Bretaña, practicada ya desde años anteriores, forzando a los países in v o lu n tariam en te im plicados a aceptar unas n o rm as en m uchas ocasiones perjudiciales para su econom ía, lo que produjo resis tencias que m erm aro n la eficacia de las m edidas de bloqueo com ercial y condujeron a intervenciones m ilitares napoleónicas que, a su vez, ali m en taro n los m otivos de descontento, en beneficio del rival británico. La política de bloqueo continental es un factor que facilita a las tropas británicas el desem barco en Portugal, donde disponen p o r prim era vez de form a d u radera de u n a cabeza de puente en el continente, y que con duce a la ru p tu ra del acuerdo de Tilsit y al posterior enfrentam iento e n tre N apoleón y Alejandro. Rusia fue u n adversario intermitente, sucesivamente neutral (1800-05), enem igo (1805-07) y aliado (1807-10), pero resultó tanto o m ás decisi vo que G ran Bretaña en la suerte final del Im perio, pues logró disolver en su territorio al grueso del gigantesco ejército napoleónico en los ú l tim os meses de 1812 y aportó a continuación la fuerza y la determ ina ción necesarias para acabar con el control que Francia ejercía en E uro pa central, en unos m om entos en que G ran Bretaña estaba ausente de este escenario y m uchos Estados de la zona especulaban con la posibi lidad del m an ten im iento de la presencia napoleónica. Aun reconocien do su im portancia, tam poco puede sobrevalorarse su participación en estos m om entos, pues p o r sí sola Rusia no habría podido prolongar la ofensiva en u n área donde su presencia despertaba tem ores, especial
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m ente p o r parte de Austria, que veía en la posible influencia rusa o en la alianza entre Prusia y Rusia u n a am enaza a sus intereses en Polonia y Sajonia y a su posición preponderante en el ám bito alem án. El im pulso final fue o b ra de u n a coalición en la que estuvieron representados ta n to los grandes Estados com o otras potencias m enores: en Leipzig (octu bre de 1813) — la «batalla de las naciones», que obligó a la retirada fran cesa de suelo alem án— , participaron tropas suecas, rusas, prusianas y sajonas; Baviera y W ürttem berg, dos de los m ás potentes Estados ale m anes, tam bién se unieron a los aliados antes de acabar el año 1813; la invasión de Francia desde la frontera nororiental, en los prim eros m e ses de 1814, corrió a cargo de una com binación de fuerzas de una v a riedad similar. Sin alcanzar la intensidad del choque con Rusia, la guerra en la Pe nínsula Ibérica fue m ás prolongada que cualquier o tra guerra napoleó nica, con la excepción del conflicto casi perm anente, a veces aletargado, entre Francia y G ran Bretaña. Fue u n a guerra que se enquistó en el o r ganism o napoleónico — el propio B onaparte se refirió a ella como «el avispero español» o «la úlcera española» y esta últim a im agen h a hecho fo rtu n a en la historiografía británica— y m inó de m anera constante sus recursos. A unque resulta difícil precisar la in ten sid ad del drenaje en hom bres y dinero que representó la guerra, hay que tener en cuenta que la aventura española resultó com patible con el m antenim iento de otras co n tien d as en distin tos escenarios y no im p id ió la fo rm ació n de la Grande Armée destinada a com batir en Rusia. Tam bién es razonable su poner que, sin el conflicto peninsular, los ejércitos napoleónicos habrían p odido disponer de más y mejores efectivos en otras áreas, aunque la logística de la época im ponía unas lim itaciones al tam año de los ejérci tos, que ya se pusieron de m anifiesto en la cam paña rusa. Asimismo, los efectivos retenidos en la Península podrían haber servido para m itigar las consecuencias de la derrota en el frente ruso. En cualquier caso, si la G uerra de la Independencia resultó más o m enos decisiva — el cuánto está abierto a la especulación— en el porvenir del régim en napoleóni co, no lo fue p o r sí m ism a, sino porque form ó parte de un conjunto de conflictos entrelazados que, al com binarse entre sí, po ten ciaro n sus efectos. Privilegiar uno u otro de estos conflictos es, en buena m edida, u n a cuestión de la perspectiva del observador. Una cuestión que, en el caso de la guerra en la Península, tam bién ha de tener en cuenta la exis-
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tencia de u n a pluralidad de actores: las tropas expedicionarias b ritán i cas, las tropas lusas que se unieron a aquéllas, el Ejército regular espa ñol y la guerrilla. La guerrilla h a sido el factor que tradicionalm ente se h a destacado com o el rasgo m ás específico de la guerra en la Península, que en opi n ión de algunos autores habría dado al conflicto con los franceses u n toque característico de guerra del pueblo en defensa de la independen cia nacional, adem ás de influir decisivamente en el resultado de la m is m a. No corresponde aquí evaluar la im portancia de la guerrilla en el de venir de la guerra n i considerar hasta qué p u n to gozó del apoyo de la población y respondió a sentim ientos patrióticos. Pero sí conviene si tuarla dentro de la perspectiva general de la época, confrontándola con otros episodios de resistencia arm ada que se dieron p o r entonces, p ara p o d er com prender si estam os ante u n a peculiaridad ibérica o ante u n a m anifestación más, quizá la m ás im portante, de una form a de practicar la guerra ya conocida y empleada. La rápida internacionalización del vocablo guerrilla, usado en G ran B retaña p o r vez p rim era en 1809 y en Francia en 1812, pudiera dar a entender la novedad de u n fenóm eno para el que no existe en la lengua propia la palabra adecuada. Un fenóm eno diferente de la petite guerre o lucha de escaramuzas, em boscadas e incursiones rápidas a cargo de p a r tidas arm adas, com puestas generalm ente p o r soldados y subordinadas al m ando m ilitar, descrita por los tratadistas m ilitares del siglo x v iii y contem plada com o u n elem ento m ás dentro de los despliegues tácticos de los ejércitos. En realidad, la lucha arm ada de bandas de civiles con tra un ejército invasor no era una exclusiva de la España de aquel tiem po, ni siquiera era novedad de la época napoleónica, aunque la dim en sión de las conquistas napoleónicas propició el aum ento de las ocasio nes en que se dio este tip o de resistencia. No nace con la lucha antinapoleónica: sin necesidad de rem ontarse a episodios históricos le janos, en los años previos a la expansión francesa la insurrección de la Vendée y la endém ica resistencia de los chouans contra las autoridades de la República y del D irectorio en los departam entos del noroeste son ejem plos de lucha arm ada contra u n ejército enemigo a cargo de g ru pos civiles que, sobre todo en el caso de los chouans, contrarrestan su inferioridad m ilitar con el uso de tácticas adecuadas, com o el ataque p o r sorpresa a efectivos aislados y la huida rápida propiciada p o r el co-
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nocim iento del terreno y la com plicidad de sus habitantes. C on la ex pansion de la nación revolucionaria m ás allá de sus fronteras naturales, se extienden los focos de conflicto hacia los Alpes y la península italia na, dando ocasión para que en estas zonas surjan resistencias arm adas, que ad o p tan la form a de la guerrilla en áreas m ontañosas del Piam onte en abril de 1796, cuando los cam pesinos se organizan p ara com batir los excesos de las tropas francesas, m ientras que en otros lugares son m ás b ien revueltas u rbanas (n o rte y centro de Italia), insurrecciones sostenidas p o r ejércitos cam pesinos reclutados de acuerdo con las fó r m ulas trad icio n ales de en c u ad ra m ie n to m ilitar (cantones orientales suizos en 1798) o m ovim ientos contrarrevolucionarios de com posición po p u lar (sur de Italia en 1799). En época napoleónica, el p rim er foco im p o rtan te de actividad gue rrillera se da en la región m eridional italiana de Calabria, u n escenario accidentado con una población m ayoritariam ente ru ral dedicada a u n a agricultura de subsistencia y con bandolerism o endémico. En el origen de la sublevación de Calabria (1806) contó m ucho m enos la fidelidad a la m onarquía borbónica recientem ente depuesta — a la que poco tenían que agradecer los cam pesinos que habían contribuido con su esfuerzo a restau rarla en 1799— que el rechazo a las exigencias de las tropas francesas, forzadas a aprovisionarse sobre el terreno p o r el insuficiente abastecim iento recibido de Nápoles. Los insurrectos, una com binación difícilm ente separable de aldeanos y bandoleros apoyados p o r el clero local, fo rm aro n partidas que p re p ara ro n em boscadas a los franceses, co rta ro n sus líneas de co m u n icació n y acosaron a las guarn icio n es aisladas, com etiendo atrocidades que fueron respondidas con igual vi rulencia p o r los ocupantes. La situación se com plicó para estos con la intervención de un cuerpo expedicionario británico despachado desde Sicilia, y solam ente el envío de refuerzos y la aplicación de u n a política que com binó el terro r sistem ático contra los sublevados con la atrac ción de las elites sociales, consiguió reducir las dim ensiones del proble m a a térm in o s tolerables (1807), au n q u e las áreas rurales siguieron siendo lugares m uy pocos seguros en los siguientes cuatro años y el m a lestar se reactivó en 1809 ante el anuncio de la introducción de la cons cripción o servicio m ilitar obligatorio. O tro foco de actividad guerrille ra se dio en 1809 en Tirol, región alpina que había form ado parte del Im perio austríaco hasta 1805, cuando fue asignada a Baviera, un aliado
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napoleónico. Tirol tenía u n a tradición de firm eza en la defensa de los privilegios y costum bres locales, pues en 1789 había conseguido evitar con sus protestas la aplicación de las reform as adm inistrativas, religio sas y m ilitares planeadas p o r José II. La puesta en m archa p o r el G o b iern o bávaro de sim ilares m edidas de política fiscal y religiosa y la in troducción de la conscripción produjo u n levantam iento civil, apoyado inicialm ente desde Austria, que se prolongó en las áreas rurales d u ra n te m ás de m edio año (abril-noviem bre de 1809), con características de guerra de guerrillas y cierto perfil de protesta social. Exigió u n a d u ra in tervención de las tropas napoleónicas y solam ente pudo darse p o r con cluida con la captura (enero de 1810) y ejecución (febrero de 1810) de Andreas Hofer, u n antiguo hostelero local que ya había participado en los acontecim ientos de 1789 y que se convirtió en carism ático líder de los sublevados. La guerrilla que se da en la Península Ibérica — en España y, en m e dida m en o r y m enos conocida, en Portugal— com parte algunas carac terísticas con los casos precedentes: surge entre u n a población de fuer te tradición católica sujeta a la depredación de u n ejército ocupante, ac tú a en áreas preferentem ente boscosas o accidentadas y, h asta cierto punto, tiene en co m ú n con las dem ás guerrillas una historia reciente de resistencia a las m edidas del absolutism o ilustrado y a la im posición del servicio m ilitar obligatorio y se n u tre de elem entos que, com o los b a n doleros, los desertores o los contrabandistas, se sitúan en los m árgenes de la sociedad pero gozan de u n a cierta tolerancia. La guerrilla de la G uerra de la Independencia no es, pues, u n fenóm eno de una naturale za peculiar, sino u n p ro d u c to que, al igual que otras análogas, surge cuando se dan unas circunstancias determ inadas, que en la m edida en que m ejore su conocim iento, podrán precisarse y tipificarse mejor. Lo que la hace diferente es su escala: a lo largo de casi seis años está presente en extensas áreas y d u ran te este tiem po llega a m ovilizar u n total acu m u lado de quizá 65.000 h om bres10 — aunque cualquier cálculo será siem pre aproxim ado— y causa unas 80.000 o 90.000 víctim as entre los ad versarios franceses. Las cifras m anejadas para Calabria y Tirol, tam bién poco precisas, no resisten la com paración: la revuelta de Calabria costó a N apoleón cuatro m il vidas, aproxim adam ente la cuarta parte de las tropas allí desplegadas, y el conjunto de los cinco años de duración del conflicto, en to rn o a 20.000 bajas; en Tirol, u n conflicto m ás breve y de
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proporciones m enores, en el que al inicio de la revuelta estaban esta cionados solam ente unos 4.000 bávaros, las cifras tuvieron que ser m ás m odestas. Las guerras napoleónicas tuvieron para sus participantes unos cos tes hum anos y económicos im portantes, aunque desiguales. Es en este terreno de las repercusiones del conflicto donde lo ocurrido en la G ue rra de la Independencia vuelve a destacar p o r su m agnitud. España fue escenario bélico d u ran te casi seis años y esta situación m arca la dife rencia respecto a Francia o G ran B retaña que, aunque m antuvieron u n a confrontación perm anente, lo hicieron casi en todo m om ento en esce narios alejados de sus fronteras. Por eso los costes en vidas hum anas re sultaron m ás bajos: quizá no m ás de u n m illón de franceses desapare cieron en los cam pos de batalla entre 1799 y 1815, posiblem ente más de la cuarta parte de ellos en la Península, y u n a cantidad superior a los 200.000 soldados y m arinos británicos que fallecieron en los años en que d u ró el enfrentam iento francobritánico, en to rn o a una quinta p a r te de ellos durante la Peninsular War. Por im portantes que puedan p a recer estas cifras — sujetas a unos am plios m árgenes de in certid u m bre— resultan m enos im presionantes cuando las ponem os en relación con las bajas sufridas p o r uno y otro país du ran te la P rim era G uerra M undial: 1,4 m illones Francia y 750.000 el Reino Unido. Aunque estas bajas se repartieron entre u n a población m ayor que la existente un si glo antes — se había increm entado en u n 40% en el caso de Francia y casi se había triplicado en el del Reino U nido—1 su im pacto fue m ayor p orque se produjeron en un periodo más breve (entre 1914 y 1918) que el de las guerras revolucionarias y napoleónicas. Estas últim as dejaron u n a huella escasa (G ran Bretaña) o poco relevante (Francia) sobre el crecim iento de la población. No puede decirse lo m ism o de España, donde las víctim as civiles fueron quizá m ás num erosas que las m ilita res, com o consecuencia de la naturaleza de u n conflicto librado en sue lo propio en el que las represalias, el ham bre y las epidem ias resultaban el acom pañante inevitable de las cam pañas m ilitares. A pesar de las d i ficultades de la cuantificación, los estudios existentes parecen indicar que las bajas acum uladas al térm in o de la guerra su peraron am plia m ente en térm inos relativos a las sufridas durante u n periodo más ex tenso p o r británicos y franceses y tam bién fueron mayores que las de la G uerra Civil y su inm ediata posguerra.
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Por parecidas razones, en España las pérdidas m ateriales alcanzaron cotas m uy elevadas, com o se verá en páginas posteriores. La destrucción de recursos productivos, el aum ento de la fiscalidad practicada p o r las diversas instancias de p o d er — y, de form a irregular, p o r ejército y gue rrillas— y el endeudam iento público em pobrecieron a la población e h ip o teca ro n la fu tu ra re cu p eració n económ ica. N i G ran B retaña n i Francia — esta últim a con leves excepciones— sufrieron las destruccio nes propias de las áreas devastadas p o r las guerras, aunque sí tuvieron que hacer frente a u n increm ento de los gastos provocados p o r el es fuerzo bélico y su econom ía experim entó las repercusiones generadas de form a directa o indirecta p o r la prolongada contienda. En el caso francés, b u en a parte del im porte de las guerras fue inicialm ente costea do p o r los países derrotados u ocupados p o r Francia, m ediante contri buciones o soportando al Ejército francés sobre el terreno, de form a que solam ente desde 1809, coincidiendo con el recrudecim iento del conflic to en España y la cam paña contra la em pobrecida Austria, com enzó a hacerse n o tar sobre la población francesa la carga de la guerra, en for m a de u n aum ento de los im puestos, sobre todo de aquellos im puestos indirectos que gravaban el consum o de alim entos y artículos de p rim e ra necesidad. El esfuerzo que tuvo que hacer el Estado británico fue qu i zá m ás considerable, pues no pudo repercutir sobre terceros países el coste de la defensa terrestre y m arítim a y, además, tuvo que apoyar con subsidios a los aliados, aunque dichos subsidios representaron u n p o r centaje m ás bien pequeño del total de los gastos militares. A diferencia de lo ocurrido en Francia, la guerra se financió prim ero m ediante el en deudam iento público, gracias a la credibilidad de la H acienda británica y, cuando el volum en de la deuda com enzó a resultar preocupante, se recurrió al increm ento de los im puestos, tanto directos com o indirectos — sin em bargo, la creación en 1799 de un em blem ático im puesto sobre la renta no evitó que la carga im positiva que soportó la población aco m odada fuese m enos gravosa que la que recayó sobre el pueblo llano:— . Más difícil de evaluar, pero igualm ente im portantes, son los efectos del largo periodo de guerras sobre la econom ía de uno y otro país. La com paración de los indicadores de producción beneficia claram ente a G ran B retaña, apenas afectada en sus tasas de crecim iento, m ie n tra s que Francia a lo sum o consigue superar p o r poco los niveles prerrevolucionarios. Además, G ran Bretaña sale de la guerra reforzada en su condi
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ción de potencia m arítim a y com ercial, gracias a las estratégicas co n quistas coloniales logradas durante las guerras y a la decadencia de la flo tas de sus rivales europeos. Pero la situación de Francia en 1815 dista de ser catastrófica, pues es capaz de hacer frente al pago de las indem niza ciones de guerra en corto tiem po y, a más largo plazo, m antiene una vía de desarrollo económico con m ás peso de la agricultura y la pequeña in dustria, diferente del m odelo británico pero igualm ente eficaz. España, perdidas de hecho casi todas sus colonias durante la guerra y con el lastre de la falta de reform as estructurales, debido al inmovilism o de u n a clase dirigente apegada a los privilegios del Antiguo Régimen, perdió tam bién la posibilidad de m an ten er el ritm o de crecim iento y transform aciones económ icas em prendido p o r otros países europeos. Tampoco supo rentabilizar su destacada contribución a la derrota del ré gim en napoleónico para adquirir u n a cierta presencia en el nuevo m apa político y diplom ático que se dibujó al térm ino de las guerras en el C o n greso de Viena (1815). En la Europa de la R estauración, la restaurada m onarquía de Fernando VII pasó a tener u n papel secundario, m enor que el desem peñado antes de 1808, en el concierto europeo dirigido p o r las potencias vencedoras — G ran Bretaña, Rusia, Prusia y Austria— y una Francia rápidam ente adm itida en el club de los grandes.
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C a p ít u l o 2
LA ESPAÑA DE FINALES DEL SIGLO XVIII Y LA CRISIS DE 1808 U na m o n arq u ía en declive La E spaña del últim o tercio del siglo
x v iii
se sitúa en la etapa h istó ri
ca d en o m in ad a del Antiguo Régimen, p o r oposición al Nuevo Régimen o liberal, y se caracteriza p o r tres elem entos principales: la pervivencía de u n a sociedad basada en el privilegio y la desigualdad; la o rg a n ización de la econom ía señorial p ara generar renta y m antener así los estam entos privilegiados; y el p o d er absoluto, indivisible y au tó n o m o del m onarca. C on u n a población en to rn o a los diez m illones y m edio de h a b i tantes según el Censo de 1797, el sector agrario absorbía m ás del 65% de la población activa (aunque la población cuya subsistencia d epen día de form a directa o indirecta del cam po alcanzaba el 80% ), frente a u n 22% del sector servicios y un 12% dedicado a la industria. El creci m iento de la población española fue intenso en las regiones de la p e ri feria, sobre todo entre 1768 y 1787, con u n 5,9 p o r m il de crecim iento anual, que im pulsó en parte el desarrollo de las ciudades costeras. So lam ente 8 ciudades superaban los cincuenta m il habitantes: M adrid, con m ás de 150.000, y después Valencia, Barcelona, Sevilla y Cádiz (e n tre 70.000 y 100.000), y M urcia, G ran ad a y M álaga (entre 50.000 y 60.000).
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Las relaciones sociales estaban determ inadas p o r la organización ju rídica de la p ro piedad de la tierra, la denom inada agricultura señorial, que propiciaba que m ás de de la m itad de las tierras productivas estu vieran bajo la jurisdicción señorial. A principios del siglo xix, todavía dos tercios de la pro p iedad territorial estaba excluida del m ercado — es decir, amortizada— , de m anera que no se podía vender. O bien era p ro piedad de la Iglesia y de las com unidades eclesiásticas (manos muertas), o de los m unicipios (bienes de propios que el ayuntam iento arrendaba para pagar los servicios prestados a los ciudadanos, y los comunales para uso gratuito de los vecinos), o bien estaba vinculada a las familias n o biliarias a través de los mayorazgos, p o r lo que dichas propiedades se transm itían de form a obligada a sus descendientes. En térm inos generales, u n 50% de los cam pesinos eran jornaleros, u n 30%, arrendatarios, y u n 20%, propietarios. Los pequeños p ropieta rios se situaban sobre todo en el norte, y el núm ero de jornaleros va riaba entre el centro (en to rn o a u n 25-30%) y el sur latifundista (Ex trem ad u ra y A ndalucía, entre el 50 y el 70%). La distribución de la renta de la tierra se realizaba a través de tres m ecanism os principales, que canalizaban de este m o d o el excedente agrario: 1) la percepción de cargas de naturaleza fiscal, tan to estatal (rentas provinciales, estancadas y aduanas) com o eclesiástica (diezm os y prim icias) o señorial (derechos señoriales y jurisdiccionales); 2) la renta de la tierra que provenía de los diversos tipos de contratos agra rios (enfiteusis, foros, aparcería y arrendam ientos a corto plazo); y 3) las ganancias especulativas que se conseguían a través del anticipo de gra nos a los campesinos. D u rante la p rim era m itad del siglo x v iii , la agricultura conoció u n a cierta expansión que se vio frenada en la década de los ochenta por las malas cosechas, que provocaron crisis de subsistencias y carestía de los productos. La pervivencia de la agricultura señorial, los sistemas de ex plotación y de propiedad y las tím idas reformas que se introdujeron en el cam po no p u d ie ro n corregir las carencias estructurales que ten ía la agricultura española. La resistencia de los poderosos a las reform as y la falta de voluntad de los gobernantes hicieron que los logros de la p o lítica agraria fueran m uy m odestos. Aunque las situaciones particulares de cada región o territorio eran diversas, lo cierto es que el conjunto de la agricultura española tenía un
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p roblem a com ún: el régim en señorial vigente im pedía el crecim iento agrario general. Por ello, desde m ediados del siglo x v i i i se planteó la n e cesidad de intro d u cir reform as sustanciales y los reform adores ilustra dos fueron conscientes de que el acceso a la tierra (Pablo de Olavide) y su integración en el m ercado (M elchor G aspar de Jovellanos) eran la clave para la supervivencia de la propia agricultura. El interés p o r el reparto de las tierras baldías y p o r las de propios y com unales de los ayuntam ientos, la necesidad de desam ortizar la tierra en m anos de la Iglesia p ara que pasase a m anos m ás activas, fueron propuestas concretas realizadas p o r los reform adores ilustrados a p artir de 1764. M edidas tenues que solo beneficiaron a los campesinos aco m odados y no a los m ás pobres, com o en el caso de Extrem adura y A n dalucía, donde las tierras m unicipales se dieron a quienes ya las tenían. O tras leyes g aran tizaro n el carácter p erm a n en te del foro en Galicia (1763) y p ro h ib iero n el desahucio de los cam pesinos al térm in o del contrato de arrendam iento (1769). Ante las protestas de los cam pesinos sobre los arrendam ientos agra rios, la necesidad de ro tu rar las tierras incultas, las disputas constantes con los ganaderos y la falta de tierras para cultivar p o r la existencia de los mayorazgos y las manos muertas de la Iglesia, el Consejo de Castilla se preocupó de recoger inform ación precisa en 1767 sobre toda esta p ro blem ática agraria a través de los intendentes. Sus respuestas sirvieron para form ar el Expediente General con el que se elaboró una Ley Agraria, en la que trabajaron diversos equipos durante el periodo 1770-1794. La posición m ás liberal se encuentra en el Informe sobre la Ley Agra ria de Jovellanos (1795). H abía que elim inar las leyes en las que se b a saban los abusos existentes, la am ortización de tierras en m anos de la Iglesia y de los patrim onios nobiliarios, que debían pasar a m anos p a r ticulares para increm entar su producción. Así la tierra se convertía en una m ercancía, pasando a m anos privadas de cuantos tuviesen un v er dadero interés para su explotación. Por su parte, Floridablanca, en la Respuesta del fiscal en el Expedien te de la provincia de Extremadura (1770) propone poner en m anos de los cam pesinos las tierras incultas, los com unales, las de propios, b a l díos y dehesas. Para Cam pom anes, en el M emorial ajustado (1771), la solución radica en la creación de patrim onios familiares inalienables e indivisibles, que debían ser entregados a los cam pesinos no propietarios
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con créditos baratos p ara com prar aperos y ganados y, al m ism o tiem po, m odificar los contratos de arrendam iento a corto plazo p o r otros a largo plazo, com o los censos enfitéuticos en Cataluña. Tam poco las m edidas técnicas tom adas p o r las Sociedades Econó micas de Amigos del País — im pulsadas p o r C am pom anes a p a rtir de 1774— , tuvieron resultados prácticos, pues no pretendieron n u n ca al terar el m arco jurídico-institucional, al respetar las estructuras básicas de la pro p ied ad agraria, la estratificación social y el m odelo de creci m iento económ ico del A ntiguo Régimen. El excedente agrario fue a p a rar en gran m edida a m anos de la nobleza, que no superaba el m edio m illón de individuos, y al clero (unos 190.000), al concentrar la propie dad de la tierra y m an tener los m ecanism os jurídico-institucionales que les perm itían la apropiación de la renta agraria. Los escasos logros de las m anufacturas en España — a excepción de C ataluña, que contaba con una industria m oderna y evolucionada en el sector textil algodonero— se debían a que los gremios controlaban una p roducción que se veía lim itada a satisfacer la dem anda dom éstica, sin com ercialización fuera de los límites comarcales. El com ercio interior, lastrado p o r una sociedad em inentem ente cam pesina sin poder adqui sitivo y p o r u na red vial escasa, no podía articular u n m ercado inexis tente. Por otro lado, la balanza com ercial con Europa era deficitaria. Los intercam bios españoles giraban en to rn o al com ercio colonial am erica no en beneficio de la econom ía de la m etrópoli, que im ponía a las co lonias la producción de m aterias prim as. Aun así fue incapaz de afron tar el reto de satisfacer las necesidades coloniales. La legislación de 1778, que favoreció el com ercio libre, facilitó lo que ya existía, la entrada de productos extranjeros para ser reexportados a América, de m anera que el com ercio español se vio reducido al papel de com isionista o in ter m ediario. El estancam iento económ ico provocó el em pobrecim iento de la p o blación y produjo num erosas situaciones conflictivas. Si el M otín de Es q u ilad le (1766) fue el p rim e r to q u e de atención en el co n ju n to del m u n d o europeo del A ntiguo Régim en, la conflictividad social se incre m entó en los últim os años del siglo x v i i i tanto en el cam po com o en la ciudad. A los m otines contra las quintas y levas de 1773 en varias ciu dades de Cataluña, hay que añadir los de subsistencias de 1789 en Bar celona y Valladolid, y los que se produjeron en Navarra du ran te la Gue-
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rra de la C onvención (1793-1795) y en el País Vasco en los m ism os años p o r la enajenación de los bienes com unales, o los m otines de cariz a n tiseñorial de la h u erta de Valencia en to rn o a 1801. En el ám bito de las m anufacturas hay que señalar las huelgas de 1797 y 1806 en la Real F á brica de hilados y tejidos de algodón de Ávila o los de la fábrica de G ua dalajara de 1797 y los del Ferrol de 1795 porque n o se habían abonado los salarios a los obreros de los astilleros. La usurpación de tierras de baldíos y com unales tam bién provocó num erosos conflictos cam pesi nos en A ndalucía y Galicia en la últim a década del siglo
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turias, Valencia y Galicia el pago del diezm o y el increm ento de la fisca lid ad en esos años se vieron contestados m ed ian te diversas revueltas campesinas. C iertam ente, estas revueltas fueron fáciles de controlar p o r su ca rácter p u n tu al y aislado, pero no cabe du d a de que erosionaron la base del sistem a, com o sucedió du ran te la G uerra de la Independencia. Las m alas cosechas de 1794-1795, 1797-1798, 1803-1804 y 1804-1805 afec taro n al abastecim iento de las regiones del interior, a las que llegaban con dificultad los trigos im portados p o r las regiones del litoral. H a m bres y epidem ias (com o las de 1803 y 1804) diezm aron la población es pañola tan to o m ás que las pérdidas ocasionadas p o r la G uerra contra el francés. La esperanza de vida al finalizar el siglo no alcanzaba m ás allá de los 27 años, frente a los 25 años de m edia del siglo xvn, y el país estaba poco poblado en su conjunto, con densidades m ás bajas que las de Europa occidental.
El colapso de la H acienda Pero la situación m ás catastrófica de España era la de la H acienda estatal p o r el increm ento de los gastos contraídos p o r las continuas gue rras contra Inglaterra (1779-1783, 1796-1802), contra la Francia revo lucionaria (1793-1795) y después con Portugal (1801-1802), que c o n dujeron al colapso económico, com ercial y financiero de la m ism a m o n arq u ía. Los en orm es gastos no se p u d ie ro n pagar con los ingresos ordinarios y se recurrió al crédito y a la em isión de títulos de la deuda. C om o m edida de em ergencia, a iniciativa de C abarrús, se crearon en 1780 los vales reales, que eran títulos de la deuda pública, al 4% de in-
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terés y am ortización en veinte años, y servían de papel m oneda de cu r so legal, aunque con lim itaciones. D u rante el reinado de Carlos IV, entre 1788 y 1808, los gastos del Estado se duplicaron y las em isiones de vales reales se m ultiplicaron sin control alguno, de m anera que estos se desvalorizaron y hubo que re cu rrir a m edidas extraordinarias que llevaron a la prim era desam orti zación de los bienes raíces de la Iglesia (Hospitales, Hospicios, Casas de M isericordia, de Reclusión y de Expósitos, Cofradías, O bras Pías y Pa tronos de legos), gestionada p o r el Secretario de Hacienda, el m allor q uín M iguel Cayetano Soler. La denom inada desamortización de Godoy de 1798 tuvo u n a im portancia considerable, pues en diez años liquidó u n a sexta parte de la propiedad u rb an a y rural de la Iglesia, se obtuvie ron 1.635 m illones de reales con sus ventas y se extinguieron 421 m i llones de vales de los 2.315 que había en circulación.1 Otras m edidas posteriores concedidas por el papa Pío VII a Carlos IV en 1805 y 1807 posibilitaron la enajenación de hasta una séptim a parte de los predios pertenecientes a la Iglesia. Sin em bargo, todo ello no so lucionó el grave problem a hacendístico pues, en vísperas de la G uerra de la Independencia, los ingresos ordinarios del Estado no llegaban a los 500 m illones de reales m ientras que los gastos sum aban casi 900, m ás los 200 m illones de reales que devengaba la deuda acum ulada. El endeudam iento del Estado llevaba sin rem isión, com o ha señalado Jo sep Fontana, a la quiebra definitiva de la m ism a m onarquía. El testim onio de Luis Gutiérrez, que pertenece a la Ilustración ta r día, la m ás radical, sobre la situación crítica en la que se encuentra Es paña en 1800, m uestra la cruda realidad de entonces. D enuncia el con tro l m arítim o inglés que arruinaba el com ercio colonial, la escasez de num erario existente, el establecim iento de em préstitos forzados y vo luntarios y la creación en 1798 de u n a caja de am ortización para los va les reales, que provocó al fin el descrédito del papel m oneda, el en ri quecim iento de los usureros y la ru in a de la nación. La radiografía que hace del país es m uy negativa: «[...] sin las flotas de la Am érica, sin co m ercio activo, sin fábricas, sin m anufacturas y sin los fondos necesarios p ara sostener una guerra tan larga [la nación] cae en la languidez y en la m iseria».2
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El ocaso del reform ism o godoyista Desde el punto de vista político, la figura de M anuel Godoy es la que acapara la atención en los años previos al estallido de la G uerra de la In dependencia. N acido en Badajoz en mayo de 1767, y G uardia de C orps desde 1784, realizó u n a carrera m eteórica con el apoyo de Carlos IV y de la reina M aría Luisa, con quien supuestam ente m antuvo relaciones am orosas. En 1792 era Teniente General y fue nom brado Secretario de Estado este m ism o año tras el fracaso de A randa, en plena crisis con la recién p ro clam ad a República francesa, y en 1795, después de finalizar la G uerra de la C onvención y firm ar la paz en Basilea, recibió el título de Príncipe de la Paz. E m parentado con la familia real por su m atrim o nio con M aría Teresa de B orbón, p rim a del rey, aban d o n ó el p rim er plano de la política en 1798, tras las consecuencias negativas que tuvo para España la firm a del tratado de San Ildefonso (1796), que se vio to talm ente subordinada a los intereses del D irectorio francés. Los m otivos del descontento general contra G odoy eran m últiples: la oposición de los nobles a quien consideraban u n advenedizo que solo favorecía a los suyos, la de los eclesiásticos que le reprochaban su alianza con los revo lucionarios franceses, la de los com erciantes y fabricantes que se veían abocados a la ru in a p or su política exterior, y la del pueblo por la ca restía, los m enguados salarios y el increm ento de los precios. En fin, p o r su m al gobierno y adm inistración, que llevó a la guerra y provocó el d e sastre de la Hacienda, y p o r sus vacilaciones con Francia. Pero su alejam iento del poder solo fue tem poral, pues Godoy n o abandonó la Corte y siguió de cerca el juego político. Tras los Gobiernos de transición de Francisco Saavedra (1798) y de M ariano Luis de Urquijo (1799-1800), de nuevo regresó al Gobierno en 1801, ahora como G e neralísimo, com o recom pensa al éxito obtenido en Portugal (Guerra de las naranjas), dispuesto a prevalecer en el poder frente a sus enemigos. Entre 1792 y 1798, Godoy suscitó auténtico entusiasm o entre los in telectuales p o r su apoyo a las ideas ilustradas, siendo incondicionales su yos, entre otros, Leandro Fernández de M oratín, Juan A ntonio M elón, Pedro Estala, Juan Pablo Forner y el canónigo Juan A ntonio Llórente, de quien recibieron num erosas prebendas. Tras su retorno al poder, y m ás aún p o r el fracaso de Trafalgar (1805), se produjo u n a decepción gene ral entre los que lo apoyaban, pues la política española siem pre estuvo
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en esos años al servicio de los intereses de Napoleón, que im pidió cual quier veleidad neutralista de España frente a Inglaterra. C on la colaboración de hom bres de talante antiilustrado en la Se cretaría de G uerra (Álvarez) y del m inistro de Gracia y Justicia (Caba llero), G odoy se alió con el sector m ayoritario del clero, enem igo de las luces, en u n a ofensiva contra los ilustrados — acusados de «jansenistas» y de querer reform ar la Iglesia y acabar con la religión— . Encarceló a Jovellanos en la cartuja de Valldemosa en 1801 y después en el castillo de Bellver, donde perm aneció hasta abril de 1808, y llevó al ostracism o a otros personajes sobresalientes, entre ellos la C ondesa de M ontijo, el obispo de Cuenca, A ntonio Palafox, el ayo de los infantes José Yeregui y el m ism o obispo de Salamanca, A ntonio Tavira. La figura de Godoy, que era ya m uy im popular y estaba despresti giada, quedó totalm ente erosionada. A hora dependía m ás que n u n ca de la v oluntad de N apoleón, que desde 1804 se había proclam ado em pera dor de los franceses y tenía com o objetivo principal la invasión y con quista de Inglaterra. Por ello G odoy en 1807 envió u n cuerpo expedi cionario de 14.000 soldados españoles a H annover al m ando del M ar qués de La R om ana y se sum ó al bloqueo continental contra Inglaterra. Al regreso de la cam paña de Rusia, N apoleón le propuso a G odoy acabar con la m o n arq u ía de los Braganza en Portugal, cuestión necesa ria para llevar a cabo el bloqueo continental. El Tratado de Fontaine bleau, firm ado el 27 de octubre de 1807, fijaba los térm inos del reparto del territo rio portugués y estipulaba la entrada en España de u n ejérci to im perial p ara co laborar con el español en las operaciones bélicas. A hora se cum plía el gran sueño de Godoy, pues dicho reparto lo con vertía en el rey de los Algarves. Pero a finales de octubre se iba a de sarrollar la conspiración de El Escorial, en la que la oposición, que gra vitaba alrededor de la figura del príncipe de Asturias, estaba dispuesta a desem barazarse definitivam ente del valido. Desde la llegada al poder de Godoy, en 1792, el grupo aristocrático o partido aragonés prom ovido p o r el Conde de A randa se m ostró m uy activo en oposición suya y encontró su estím ulo y cobijo en la figura del príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII. En torno a él se form ó el llam ado partido fernandino, grupo de presión que utilizó todos los m e dios posibles para desprestigiar a Godoy y a los reyes. D irigido p o r el ca nónigo Escoiquiz, contó con el apoyo de destacadas personalidades de la
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corte, com o los D uques del Infantado y de San Carlos, el M arqués de Ayerbe, el C onde de Teba, el D uque de M ontem ar, el M arqués de Valm ediano y los Condes de Orgaz y Villariezo, y con la ayuda inestimable de la p rim era esposa de Fernando, M aría A ntonia de Nápoles, incluso del em bajador francés François de Beauharnais y del m ism o N apoleón.3 Las críticas, sátiras y difam aciones co n tra G odoy en las tertulias y cafés de M ad rid se in crem en taro n a p a rtir de 1806 p o r su pretensión de excluir del tro n o al Príncipe de A sturias, que siem pre aparece com o inocente y m altratad o injustam ente. El m ism o F ernando apoyó esta cam paña d enigratoria co n tra el valido y la Reina, y contó con el a p o yo de la aristocracia y del clero. Si F ernando quería el poder, la aristo cracia p reten d ía acabar con la p rep onderancia de u n advenedizo y el clero estaba en co n tra de su política ten d en te a disponer de las riq u e zas de la Iglesia p ara atender las necesidades del Estado. Las negocia ciones secretas del G obierno con Inglaterra y Rusia para tantear u n a posible en tra d a de E spaña en u n a coalición an tin ap o leó n ica que se p rep arab a en el verano de 1806 hizo perder la confianza de N apoleón en Godoy. El rem edio de todos los males y el nuevo ru m b o para la p o lítica española pasaba p o r la sustitución de G odoy y el acercam iento a Fernando.
La con ju ra de El Escorial y el m o tín de A ranjuez La conjura o conspiración de El Escorial, denunciada el 30 de o c tu bre de 1807 p o r Carlos IV, fue la prim era actuación del grupo fernandino que tenía com o finalidad conseguir desplazar a Godoy del poder. La concesión de Carlos IV a Godoy del tratam iento de Alteza Serenísi m a fue interpretada p or Fernando y sus seguidores com o el inicio de u n proyecto p ara apartarlo de la sucesión del tro n o y el nom bram iento de G odoy com o regente a la m uerte del rey. Por ello Fernando firm ó u n decreto sin fecha, nom brando al D uque del Infantado capitán general de Castilla, al C onde de M ontarco presidente del Consejo de Castilla y a Floridablanca, Secretario de Estado. Carlos IV se incautó de este y otros papeles com prom etidos que se hicieron públicos y el Príncipe, que fue recluido, no dudó en delatar a sus cómplices, siendo desterrados Escoiquiz, el D uque del Infantado y el C onde de M ontarco y acusados de alta
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traición los Condes de Orgaz y Bornos y el M arqués de Ayerbe. La con fusión no p u d o ser mayor. Fernando se vio obligado a escribir u n a car ta a su padre pidiéndole perdón, que el rey le concedió el 5 de noviem bre a instancias de su confesor, el arzobispo de Palm ira Félix Am at, y de la intervención de la Reina M aría Luisa. Todo este asunto acabó des prestigiando a la m ism a m onarquía, sobre todo cuando después, el 5 de enero de 1808, el Consejo de Castilla declaró inocentes a los detenidos e inculpados. C on ello, la desconfianza de los españoles ante Carlos IV se acre centó aún más, se fortaleció la oposición en to rn o al príncipe F ernando frente al favorito Godoy, a qu ien m uchos atrib u y ero n la au to ría del com plot destinado a desacreditar a su rival, y al fin N apoleón fue atraí do a la causa fernandina. El poeta Q uintana veía a España, a finales de 1807, atada, opresa y envilecida por Godoy, a quien él m ism o había en salzado en 1795 p o r haber firm ado el Tratado de paz de Basilea.4 Los tiem pos habían cam biado de form a radical. La única salida que tenía ahora el valido era convencer a la familia real para desplazarse a Cádiz y después a Am érica, com o había hecho la familia real portuguesa, que huyó a Brasil el 29 de noviem bre de 1807, antes de la llegada de las tro pas del general Junot a Lisboa. C oncluida esta p rim era invasión de Portugal, la situación de Espa ña em pezó a ser preocupante tras la ocupación p o r el ejército francés de num erosas plazas com o Pam plona, Barcelona, Figueres, San Sebas tián y otras más. A nte el avance de M urat — D uque de Berg y cuñado de Napoleón— sobre M adrid a m ediados de marzo, la familia real y G o doy al frente se trasladaron con la corte a A ranjuez com o m edida de precaución, aunque el pueblo vio en este hecho u n a m aniobra del vali do para anular el po d er de los m onarcas y acrecentar el suyo. El segundo acto de la conspiración fern an d in a se p ro d u jo con el m o tín de Aranjuez, entre el 17 y el 19 de m arzo, que se convirtió en un verdadero golpe de Estado. El príncipe F ernando aparece com o la víc tim a inocente frente al u su rp ad o r del trono, Godoy, que es la encarna ción de todos los vicios y el responsable de todos los males de España. Todos los p artic ip a n te s en este m o tín — el clero, la aristocracia y el pueblo de A ranjuez, ju n to con el em bajador francés— , tenían m uy cla ro que la proclam ación de Fernando VII com o rey les garantizaba a to dos sus objetivos.
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Los am otinados, que contaban con el apoyo de la G uardia real y del pueblo, pretendían evitar la m archa de los reyes y del principe F ernan do a Sevilla. El m o tín popular se inició en la m edianoche del día 17 con el saqueo de la residencia de G odoy en Aranjuez, en cuyo palacio se en contraba la familia real. El día anterior se había cam biado la guarnición p o r o tra m ás favorable, y los organizadores — u n a veintena de grandes de España, entre ellos el C onde de Teba y de M ontijo, (Eugenio Palafox y Portocarrero, que ahora se denom inaba Tío Pedro— contaron con un grupo de alborotadores a quienes se les había distribuido dinero al efec to. Carlos IV, a cam bio de la garantía de su vida, se vio obligado p o r las circunstancias, el día 18, a destituir al valido y a exonerarlo de sus em pleos de generalísimo y alm irante, y al día siguiente, festividad de San José, abdicó en su hijo Fernando. Godoy, que había perm anecido es condido en la buhardilla de su casa hasta este m ism o día en que aban d o n ó su escondite, fue enviado preso al castillo de Villaviciosa y sus bienes fueron confiscados. La caída de Godoy fue celebrada en todo el país con num erosos Te deums en las iglesias en acción de gracias, m ientras num erosos cuadros y retratos suyos fueron quem ados y destruidos en los ayuntam ientos, calles y plazas de m uchas ciudades (Salamanca, Palm a de M allorca, M a drid, Cervera, Sanlúcar de Barram eda, etc.). Tam bién se difundieron di versos panfletos y textos satíricos contra su persona, m ientras se exalta ba al nuevo Rey Fernando com o nuevo m esías y libertador. M uchos godoyistas fu ero n perseguidos; saquearon y q u em aro n la casa de su herm an o Diego, la de su m adre y la del secretario de H acienda Miguel Cayetano Soler — que fue asesinado en La M ancha después de los suce sos del 2 de M ayo— , la del canónigo D u ró , y las de algunos nobles com o Pedro M arquina y Narciso Salazar, e incluso se detuvo a Josefina Tudó en Almagro. En M adrid se conoció la noticia de lo sucedido en Aranjuez la tarde del día 18 de m arzo y la anarquía reinó hasta el día 21, en que u n ban do del nuevo rey consiguió calm ar a la población. El 23, entraron en la capital las tropas francesas de M urat y al día siguiente hizo la entrada triunfál el Rey Fernando VII. En su breve p rim er reinado, de poco más de m es y m edio, el nuevo m onarca rem odeló parte del equipo m iniste rial anterior (Azanza sustituyó a Soler en Hacienda, O ’Farrill y Piñuela ocuparon, respectivamente, G uerra y Gracia y Justicia), y tom ó algunas
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disposiciones de cara a prem iar a sus partidarios y devolver la libertad a los desterrados, perseguidos o presos, entre ellos Jovellanos, U rquijo y C abarrús. A lgunos volvieron a recuperar sus cargos en el C onsejo de Castilla (Lardizábal, el C onde del Pinar, C olón de Arreategui y Benito R am ón de H erm ida), M eléndez Valdés en la Sala de Alcaldes de Casa y Corte y B ernardo Iriarte ingresó en el Consejo de Indias. A hora la gran preocupación del joven m onarca fue su popularidad y en este sentido hay que com prender el encargo que le hizo a Cevallos, m inistro de Esta do, para que le inform ara sobre los canales y caminos proyectados, entre ellos el canal del M anzanares que traía las aguas a M adrid, y proyectó la reducción de los cotos de caza para increm entar el cultivo de las tierras incultas y la ap ertu ra de los parques reales al público. Restablecida la calma, Carlos IV no se resignó a los hechos y el m is m o 31 de m arzo, en u n a carta dirigida a N apoleón, reclam ó su in ter vención com o árb itro, al en tender que su abdicación había sido im puesta y forzada, y p o r ello le pidió su protección para él, la reina y para Godoy. A hora N apoleón se había convertido en el árbitro de la política española. Si desde 1801 a 1807 había aplicado a España una política de intervención y obtuvo de G odoy u n a total sum isión a sus directrices políticas, y desde noviem bre de 1807 hasta el m otín de A ranjuez pensa b a d esm em brar el territo rio in co rp o ran d o las provincias al n o rte del Ebro a su Im perio, la nueva situación creada tras estos sucesos le obli garon a pensar en sustituir y reem plazar la vieja y caduca m onarquía española p o r u n m iem bro de su propia familia y, de esta m anera, apo derarse de sus colonias am ericanas. La presencia de las tropas francesas en España, desde noviem bre de 1807, que se aprovisionaban en los m ism os pueblos a expensas de los cam pesinos y de la Hacienda, y en M adrid desde finales de m arzo de 1808, provocaron num erosos incidentes entre la población civil y algu nos m uertos. El descontento po p u lar se increm entó ante las noticias, conocidas en la capital el 27 de abril, de la liberación de G odoy por los franceses y su salida hacia Francia, y la decisión de Fernando de despla zarse hasta la frontera p ara entrevistarse con N apoleón p ara obtener su ratificación en el trono, al ver que la conducta de M urat y de sus tropas no m ostraban nin g u na consideración ni respeto hacia su persona. El 10 de abril Fernando partió de M adrid, el 12 llegó a Burgos, el 15 a V itoria y el 22 a Bayona. La entrevista con el em perador se realizó el
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día 20 y d u ró alrededor de u n a hora; el general Savary intim ó a Fer n an d o y a su familia a renunciar al tro n o de España. El día 30 com pa reció de nuevo Fernando ante sus padres, que habían llegado el día a n terior a Bayona, en presencia de N apoleón y de Godoy, y Carlos IV le pidió que le devolviese la corona. Antes de su partida, Fernando VII n o m b ró una Junta de G obierno de la que form aban parte cuatro m inistros de su efím ero prim er reina do, al frente de la cual situó al infante don A ntonio Pascual, que ta m bién h u b o de p artir hacia Bayona. El entreguism o de las autoridades fue tal que aceptaron la autodeterm inación del general M urat de sustituir al Infante en la presidencia de dicha Junta. Estos episodios fueron los m ás bochornosos de la m onarquía española y culm inaron con las abdica ciones de Bayona, prim ero la de Fernando VII el 1 de mayo y después, p o r segunda vez, la de Carlos IV en favor del em perador de los france ses, el día 6.
El 2 de M ayo y el levantam iento general de la nación Entre la abdicación de Fernando VII y de Carlos IV a favor de N a poleón en Bayona, quien proclam ó rey de España a su herm ano José I el 4 de junio, y hasta la llegada de este a M adrid el 20 de julio, la a u to ridad suprem a la detentó M urat. Todo estaba preparado en la capital de España p ara el estallido de u n nuevo m otín popular el 2 de mayo, que se convirtió en un alzam iento general cuando se conoció tam bién la n o ticia de las abdicaciones de Bayona, el día 11, y se difundió después a través de la Gaceta de M adrid del día 13 y 20 de este m ism o mes. C uando el resto de la familia real iba a ser conducida a Francia la m añ an a del 2 de mayo, y en concreto el infante Francisco de Paula, que era el m ás joven, se resistía a ello apoyado p o r la gente, entonces M urat envió u na fuerza para reprim ir el alboroto que ocasionó varios m u er tos. Estos hechos convulsionaron a toda la población m adrileña. M uje res, com o M anuela Malasaña, Benita Sandoval y Clara del Rey, y n u m e rosos hom bres arm ados se lanzaron a la calle, sum ándose a ellos los a r tilleros del Parque de M onteleón, que sacaron los cañones y repartieron las arm as entre la población. Dos de sus capitanes, Luis Daoiz y Pedro Velarde, m o rirían ese m ism o día, m ientras la guarnición de M adrid,
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com puesta p o r unos 4.000 hom bres, perm aneció acuartelada p o r orden del capitán general Negrete. La carga de los m am elucos en la P uerta del Sol, realizada p o r la m a ñana, y los fusilam ientos de todos los detenidos, cogidos con las arm as o con simples navajas y tijeras en sus m anos, efectuados ese m ism o día y el día 3 de mayo en el Retiro, en el Prado y junto a la casa del P rínci pe Pío, evidencian el alcance que tuvo la insurrección popular contra el ejército invasor, que tan bien supo captar con todo el dram atism o en sus cuadros el p in to r aragonés Francisco de Goya. Los testigos de estos hechos y los cronistas coetáneos exageran el núm ero de m uertos en va rios miles y, según las estim aciones de Ronald Fraser, de los 1.670 com batientes solo m u riero n 250, adem ás de 875 heridos, 125 ejecutados y 420 ilesos.5 El m ayor núm ero de m uertos eran artesanos, personal de servicio y m ilitares, y solo seis clérigos fueron ejecutados. N obles y grandes com erciantes son los grandes ausentes del 2 de Mayo. Tam aña represión y las vejaciones de Bayona exacerbaron los áni m os de la m ayoría de los españoles, que no dudaron en coger las arm as p ara defender su libertad y la independencia de la nación. Las noticias del m otín o alboroto del 2 de Mayo se difundieron con sum a rapidez a través del famoso bando del alcalde de M óstoles (redactado, en realidad, p o r el fiscal del Consejo de G uerra, Juan Pérez Villamil) en tierras de la M ancha, E xtrem adura y Andalucía, o a través del bando de M urat de ese m ism o día, que justificaba la d u ra represión contra los sublevados (la canalla), que llegó a todas las provincias a través de las Audiencias. La Junta Suprem a de G obierno y el m ism o Consejo de Castilla se li m itaro n a tran sm itir las órdenes de M urat y a dar recom endaciones p a cifistas tendentes a acatar la ocupación francesa en todas las provincias. Incluso el Consejo de Castilla no dudó dar publicidad al decreto por el que se n o m b rab a rey de España a José I. De ahí que las Audiencias y los capitanes generales tuvieran que decidirse entre aceptar las órdenes de M urat o bien sum arse al levantam iento popular. Se debe señalar que, de los once capitanes generales que había entonces, tan solo cuatro con servaron el m ando, aunque ninguno de ellos se puso al frente del le vantam iento y, de los restantes, dos fueron destituidos, tres asesinados y los otros dos perm anecieron bajo el dom inio francés.6 A finales de mayo, prácticam ente ya se había m ovilizado toda Espa ña. Los centros neurálgicos fueron, en prim er lugar, Oviedo (9 de mayo),
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de donde se extendió el levantam iento a Santander, La C oruña y León; Valencia (20 de mayo) que lo extendió en Tarragona, Castellón, A lican te, Cartagena y M urcia; Zaragoza (24 de mayo) lo proyectó en Lleida, H uesca y Teruel; y Sevilla (26 de m ayo) en el resto de Andalucía, Extre m ad u ra y Canarias. Las circunstancias particulares de cada región c o n figuran u n escenario diferente, pero con u n sentim iento unánim e de la m ayor p arte de sus habitantes: rep ro b ar las abdicaciones de Bayona y la ocupación m ilitar francesa. El leitmotiv de la lucha es la reafirm ación de los valores suprem os que unen a todos los españoles de las diferen tes ideologías: la defensa de la religión frente a los franceses, que son considerados com o herejes o irreligiosos; la defensa de la m onarquía, frente al francés regicida; y la defensa de la patria, vinculada a un n u e vo concepto político, la nación soberana y libre. M uy pronto, después de la batalla de Bailén del 19 de julio, el 2 de Mayo se convirtió en m ito p o p u la r glosado en las poesías p atrióticas de Juan B autista A rriaza, C ristóbal de B eña y Juan N icasio Gallego (H imno al Dos de Mayo), que se convirtieron en la versión oficial de es tos hechos, fruto de la reacción po p u lar antifrancesa. En otros textos poéticos, com o en la Marcha Nacional, se le dio u n cariz liberal al rela cionarlo con la idea de ciudadanía, fraternal pueblo español y gloriosa nación. El 2 de Mayo se convierte así en u n a epopeya del pueblo, v ícti m a de la barbarie y de los crím enes del enem igo francés. La patria se proyectará en la nación política a través de dos decretos: el prim ero, de la Junta C entral del 13 de mayo de 1809, invita a conm em orar el a n i versario con u na fiesta religiosa; el segundo, de 1811, inspirado por A n tonio de Capmany, lo eleva a fiesta nacional.7
El m ovim iento ju n tero de 1808 Ante el vacío de poder y la situación de anarquía y ansiedad que re i naba en toda España, los patriotas tuvieron que resolver la crisis p o líti ca im pulsados p o r la presión popular y crearon las Juntas de autorida des locales o provincias, que se convirtieron en el em brión de la revo lución liberal. Todas ellas tienen conciencia clara de haber asum ido la soberanía de la nación, al estar ausente y retenido contra su voluntad el Rey Fernando VII. Al quebrarse la m onarquía borbónica y el Estado, la
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nación se convierte ahora en la fuente de toda legitim idad, p o r ello en las proclam as de las Juntas hay u n a referencia clara a esta nueva reali d ad política, y aunque se entiende de m anera diversa, todas ellas coin ciden en que estaba en sus m anos la reconstrucción del Estado. En las actas de la Junta del Principado de Asturias del 24 de mayo se expresa con ro tu n d id ad esta idea, cuya paternidad se debe a Alvaro Flórez Es trada, que era P ro curador General de dicha Junta: [...] se acuerda uniformemente que en atención a que no puede el rey, por las circunstancias en que se encuentra, ejercer las funciones de jefe supre mo del Estado y cabeza de la nación ya que es incuestionable que en este caso atrae a sí el pueblo toda la soberanía, si de ella puede desprenderse, la ejerza en su nombre la Junta mientras no sea restituido al trono, conser vándola como en depósito.8 Este proceso de ru p tu ra, que se produjo en 1808, se extendió tanto a nivel regional o provincial com o comarcal y m unicipal. Posteriorm ente, con la form ación de u n a Junta C entral en septiem bre de 1808, alcanzó su m áxim a representación territorial, la de todo el Estado. Es digna de tener en cuenta la creación, por parte de la Junta Central, de la llam ada Junta para la defensa de los Reinos de Andalucía y La M ancha con el ob jeto de defender los pasos de Sierra M orena, que llegó a constituirse p ri m ero en Córdoba y después en La Carolina. Por lo que respecta a Aragón, se constituyeron prim ero Juntas en la zona controlada p o r los patriotas, aunque su nom bre se reservó exclusivamente para las Juntas de partido, y a nivel superior se situó la llam ada Junta Superior de Aragón y parte de Castilla. O tro m odelo de organización fue la creación de las llamadas Junta-Congreso en C ataluña y el País Valenciano con el objeto de resol ver problem as cruciales de la defensa y económicos, principalm ente tras las derrotas sufridas después de la caída de Girona y Tortosa. U n caso excepcional fue el m adrileño. Al retirarse la Junta C entral de la provincia de M adrid se form ó en diciem bre de 1808 en la capital u n a Junta de Defensa, presidida p o r el D uque del Infantado y, com o vo cales, el teniente general Tomás M oría, el alcalde de la villa, varios co rregidores, el intendente y el M arqués de Castellar. Ante la situación tan crítica existente, la Junta se reunió en sesión perm anente en la Casa de Correos y repartió entre la población las arm as custodiadas en la A r m ería Real. M ujeres y niños trabajaron con el m ayor ardor en desem
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ped rar las calles, excavar la tierra y, con ella, terraplenar las puertas y los portillos. Las M em orias de la época refieren el hecho de que cuando la gente se dio cu en ta de que los cartuchos que les había entregado el M arqués de Perales estaban vacíos, acabaron con su vida, y volvieron a rellenarlos las mujeres, los frailes y los niños.9 Veamos el ejem plo soriano, que puede servir com o paradigm a ex plicativo del m ovim iento juntero de 1808. La Junta provincial de Soria se constituyó el 3 de junio de 1808, fruto de la acción espontánea de las m asas populares, bajo la presidencia del com andante de los reales ejér citos F. de Paula C arrillo.10 De entre los veintiún m iem bros que la c o n form aban, la m ayoría son defensores del A ntiguo Régimen. H ay una re presentación de los cargos institucionales: corregidor, intendente gene ral de la provincia, regidores de la ciudad, provisor general, diputado de abastos, p ro cu rad o r del Estado del com ún y provisor de la Universidad de la Tierra. E ntre la representación eclesiástica destacan el deán de la Colegial de San Pedro, el abad del Cabildo general, el p rio r y el g u ar dián de los conventos de San Francisco y San Agustín. Por últim o, se e n cuen tran los representantes nobiliarios y del estam ento m ilitar; el b ri gadier de los reales ejércitos, caballeros m ilitares y caballeros del estado noble. Que tales nom bram ientos hayan sido sugeridos p o r el pueblo, c o n vocado al efecto en la Plaza M ayor de la ciudad, com o afirm an las actas del A yuntam iento y de la Junta, se debe a la in q u ietu d y desasosiego existente. En u n m om ento de peligro no se vacila en buscar el apoyo de las instituciones establecidas y de los estam entos m ás fuertes y d o m i nantes, com o la nobleza y el alto clero. N o hay d u d a de que el m ovi m iento es p opular en su arranque, pero vinculado al poder y a la tra d i ción, com o se explicita en el juram ento que prestaron los vocales: «Ju ram o s a D ios p o r esta señal de la C ruz, defender u n án im em en te la Patria, la Religión, el Rey y el Estado». C om o otras Juntas, la de Soria tiene conciencia de asum ir la a u to ridad y, al efecto, su m ayor preocupación será conseguir la tranquilidad y el orden público y organizar el alistam iento. De esta m anera, el p u e blo se incorpora de una form a u otra a la actividad política, la defensa de la patria. En la prim era sesión se procedió al nom bram iento de ca r gos (tesorero, vicesecretario) y al establecim iento de las distintas com i siones (militar, de alistam iento y de recaudación de fondos).
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El 9 de junio cesó la Junta Provincial de Soria y se form ó u n a Jun ta de A rm am ento y Defensa, siguiendo las instrucciones del capitán ge neral G. de la Cuesta. Se trata de u n a Junta m ás institucionalizada, que depende de la au to ridad m ilitar, n o de la popular com o la que se había form ado el 3 de junio. Se trata de conform ar el nuevo poder con m e nos personas, son suficientes nueve: la presidencia la debe ejercer el in tendente, o el jefe m ilitar de m ayor graduación o el corregidor; tres de sus vocales deben representar al A yuntam iento (dos regidores y u n di p u tad o del com ún), tres autoridades son religiosas y dos, del ejército. En el caso de Soria, la m ayoría de sus m iem bros lo fueron de la ante rior, com o su presidente, el intendente de la provincia, y el de la Junta p o p u lar (F. de Paula Carrillo, oficial del ejército). Junto a ellos se en cu en tran tam bién dos regidores, dos canónigos y un párroco, u n oficial del ejército, dos representantes de «la Tierra» y el secretario. En los pueblos de la provincia se form aron tam bién Juntas. Así, el A yuntam iento del Burgo de O sm a decidió el 7 de junio constituir una Junta con el fin de salvaguardar el orden público, conform ada p o r el obispo, dos diputados del Cabildo, dos jueces, procuradores y personero p o r p arte del A yuntam iento, dos representantes del com ún y tres por el pueblo. La nueva legalidad im puesta p o r el capitán general obligó el 19 de agosto a hacer nuevos nom bram ientos. Las fricciones con la Jun ta soriana fu ero n m últiples, sobre to d o p o rq u e los estudiantes de la U niversidad de Santa Catalina del Burgo de O sm a pretendieron form ar u n a com pañía independiente y se negaron a recibir el adiestram iento m ilitar con otras personas. C uando las actas de la Junta soriana se refieren al levantam iento y a la inquietud m o strada p o r el pueblo, se debe entender «pueblo en gene ral», que se vio obligado a salir de las casas a la calle y al que, com o hay cierta desconfianza hacia las autoridades, se le obliga a actuar. No se ad vierte en p rin cip io u n rechazo al poder establecido y se recurre a las m ism as auto rid ad es m unicipales; el acto de constitución de la Junta tiene lugar en el A yuntam iento, en presencia de las mismas, com o reco gen sus actas. Después, al pueblo solo le queda m anifestarse o recelar de las actuaciones de la Junta. Pero tam bién su presencia es indirecta, en tan to en cuanto se celebran reuniones o Juntas tradicionales de barrio, en las 16 cuadrillas existentes. Estas colaborarán estrecham ente con el A yuntam iento y con la Junta Provincial en cuestiones com o alistam ien
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tos, alojam iento de las tropas, etc. La Iglesia n o jugó u n papel principal en los prim eros m om entos, más adelante sí que lo hizo, poniéndose al frente de la resistencia algunos curas. Las otras clases dirigentes, com o la nobleza soriana, si al principio estaban desconcertadas, m uy pronto se subieron al m ovim iento para canalizarlo, evitando con ello el des bordam iento revolucionario. M .a C. García Segura concluye su estudio afirm ando que funcionó u n cierto pacto político entre el pueblo de So ria y las instituciones controladas p o r esas clases dirigentes, lo cual n e u tralizó cualquier tipo de política revolucionaria. A nte la am enaza co m ú n a todos, solo cabía organizarse, arm arse y defenderse. Al levanta m iento soriano no hay que atribuirle otras im plicaciones ideológicas.11 Las dieciocho Juntas Suprem as Provinciales que se crearon desde fi nales de mayo y prim eros días de junio aparecen, p o r tanto, com o n u e vos poderes y p o r ello se proclam an soberanas y actúan en nom bre de Fernando, no reconociendo las abdicaciones de Bayona, fruto de la v io lencia. A tal fin se colm an de títulos y honores, buscando su legitim idad ritual, y en consecuencia actúan con absoluta independencia: organizan la resistencia y el ejército, no m b ran generales y otros funcionarios, es tablecen im puestos y adm inistran las rentas y entablan relaciones con otras naciones, principalm ente con Inglaterra, y entre ellas mismas. Su objetivo principal en cada territo rio es establecer u n plan de defensa p ara conservar la independencia de la nación. No se puede disociar la form ación de estas Juntas del levantam ien to p opular en todas las provincias, aunque las nuevas instituciones crea das las conform en, en su mayoría, los m iem bros de las elites locales y provinciales que fueron nom brados y no elegidos. En las Juntas encon tram os nobles, burgueses, autoridades m unicipales y provinciales, p e r sonas vinculadas a la A dm inistración y profesiones liberales, m ilitares, clérigos (canónigos, obispos y frailes) y, en m uy contados casos, repre sentantes del pueblo llano (com o en Alicante, León y M allorca). Y a u n que en su m ayoría su ideología estaba próxim a al absolutism o, no se debe m enospreciar a algunos de sus vocales, que representaban la m ás genuina idea del liberalism o político, com o Juan Rom ero A lpuente o Isidoro de A ntillón, vocales de la Junta de Teruel; Lorenzo Calvo de R o zas, que representó a Aragón en la Junta Central; el citado Alvaro Flórez Estrada, de la Junta asturiana; el vizconde de Q uintanilla, de la Ju n ta de León, el obispo B ernardo Nadal, de la de M allorca, o los herm a-
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nos B ertrán de Lis, de la Junta de Valencia, que abogaban p o r u n a re form a del Estado a través de la convocatoria de Cortes. En unas Juntas p re d o m in a el elem ento m ilitar m ás que en otras, com o en Badajoz, Cartagena, M allorca, La C oruña y Girona; o las anti guas autoridades m unicipales (Alicante, Asturias, Jaén y Cádiz), entre las que destacan los m iem bros de la aristocracia nobiliaria unidos p o r lazos familiares y de clientela que recuperaron su antiguo poder políti co; o el clero, com o en G ranada, Sevilla, Zam ora, Santiago y Valencia.12 Del estudio realizado p o r Ronald Fraser sobre 29 Juntas locales de la p rim era época, con 585 m iem bros, se deduce que solo u n 3,2% de ellos pertenece a los gremios y clases trabajadoras, el 2,2% son com erciantes, el 10,4% pertenecen a las elites locales, el 3,6% a la A dm inistración, el 23,6% al clero (principalm ente canónigos y párrocos m ás que frailes), el 18,3% son oficiales m ilitares, el 23,9%, autoridades m unicipales y el 14,7%, autoridades reales locales.13 En el caso de las Juntas catalanas, de los 218 vocales que he contabilizado, el 31,1% pertenece al estam ento eclesiástico, 14,2% al militar, 10% al nobiliario, 8,7% a la A dm inistra ción local, 26,1% son artesanos y propietarios de tierras, 3,6% com er ciantes y 4,1% pertenecen a las profesiones liberales.14 Hay que tener en cu en ta que la sociedad de entonces se concibe según los estam entos propios del A ntiguo Régimen, de ahí que todos ellos estén representa dos en las Juntas, y se recurre a veces a las m ism as instituciones trad i cionales, com o en el caso de Asturias a la Junta General del Principado, o a las Cortes en Aragón. Se puede pensar que los elem entos más activos del partido fernandino form aron parte de algunas Juntas, dispuestos y preparados para con trolar la nueva situación, pero n o hubo un plan elaborado de antem ano. A. von Schepeler señala que m uchos antiguos funcionarios, clérigos y nobles, co n trarios a cualquier tipo de revolución, fo rm aro n parte de ellas y las utilizaron para controlar la explosión popular.15 Más bien se pro dujo u n m ovim iento de creación de Juntas inspirado a partir de los prim eros focos del levantam iento, adaptándolas a las circunstancias p ar ticulares de cada provincia. Y aunque se exacerbaron los localismos, por encim a de todo se im puso un sentim iento nacional solidario que no te nía más objetivo que im pedir que el gobierno intruso, im puesto p o r N a poleón en m anos de su herm ano José I, pudiera ejercer sus funciones, y conseguir ante todo la expulsión del ejército imperial.
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El m odelo de revolución ju n tera de España tuvo repercusión p r i m ero en P ortugal (Porto, C am po M aior, Évora, Algarve), de m an era que las Juntas de Galicia, C iudad Rodrigo, Sevilla, Cádiz, Badajoz y Ayam onte establecieron pactos de alianza y de defensa m u tu a con las ciu dades fronterizas portuguesas. La Junta sevillana apoyó a sus h o m ó n i m as portuguesas de O porto y El Algarve y al efecto dirigió u n a procla m a el 30 de mayo de 1808 (A los portugueses). Por su parte, la Junta de Ayamonte, en la que estaban representados los distintos poderes m u n i cipales, de base m uy heterogénea, desde sus com ienzos m ostró un es pecial interés no solo p o r articular la resistencia en su particular ju ris dicción territorial, sino tam bién en la o tra orilla del Guadiana. Su a p o yo fue decisivo en el levantam iento popular en Olháo en junio de 1808, así com o en la sedición de otros pueblos del Algarve y A lentejo.16 T am bién en las colonias am ericanas se crearon Juntas du ran te la G uerra de la Independencia que sustituyeron a los cabildos coloniales, las audiencias, los virreyes o capitanes generales, y se constituyeron com o nuevos órganos de poder que reconocieron a Fernando VII y a la m ism a Junta Central. Las prim eras fueron las de Buenos Aires y M o n tevideo, que inquietaron a la Junta de Sevilla, por lo que ordenó su d i solución, y las del Alto Perú. A p artir de 1810 se form aron nuevas Ju n tas en todos los territorios que no reconocieron al Consejo de Regencia com o G obierno legítim o y de esta form a se inició el cam ino hacia su in dependencia. La interpretación de las Juntas ha sido diversa y se corre el riesgo de u tilizar u n esquem a explicativo sim plista y lineal. No se puede hablar de revolución popular porque en las Juntas el pueblo está ausente, pero no se p u ed en analizar estas sin el levantam iento popular que precedió a su form ación en la m ayoría de los casos. Sus resoluciones son en p a r te contradictorias y ambiguas, nunca pretendieron cam biar el orden so cial vigente, pero p o r las circunstancias particulares, al dotarse las Ju n tas de nuevos poderes, abrieron el proceso político que culm inó con la convocatoria de Cortes. Los problem as m ás im portantes que tuvieron que resolver las Jun tas provinciales fueron sus relaciones con los capitanes generales y con las guerrillas, que no fueron fáciles en m edio de la vorágine de la gue rra. El enfrentam iento tiene un contenido político y surge p o r la cues tión de las com petencias, privilegios o prerrogativas. Son num erosas las
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quejas de las Juntas, com o la de Soto de C am eros (La Rioja), p o r las desavenencias entre los jefes guerrilleros, y denuncian la presión excesi va que tenían que so p ortar los pacíficos ciudadanos de los pueblos, que no siem pre eran los m ás solventes. Las relaciones entre el poder civil encarnado p o r las Juntas y el m i litar, detentado p o r los capitanes generales, fueron a m enudo proble m áticas, sobre todo antes de que se constituyera la Junta C entral que al efecto creó la figura de los com isarios. El general C astaños señaló ante la Junta de Sevilla que él era general de España, no de Sevilla, y se negó a aprovisionarle cuando llegó a M adrid. Los conflictos entre el general G regorio de la Cuesta y las Juntas de Castilla y León y la Junta C entral fueron continuos. El M arqués de La R om ana llegó a disolver la Junta as tu rian a en m ayo de 1809 y la de Extrem adura en octubre de 1810. F recu en tem en te las Juntas tu v iero n dificultades con los ay u n ta m ientos, en el caso de que estos no se hubieran disuelto, y en algunas ciudades se constituyeron dos Juntas paralelas, com o en León y Cervera (Lleida). Las relaciones entre pueblos y ciudades a través de sus Jun tas respectivas tam p o co fueron fáciles, sobre todo en aquellos casos en los que existían litigios antiguos p o r las com petencias territoriales (en tre M urcia y C artagena, Soria y el Burgo de Osm a, Santiago y La C o ruña, Vilafranca del Penedès y Vilanova i la Geltrú, Cervera y Tárrega, M artos y Jaén, G ran ad a y Sevilla, G ranada y M álaga, Sevilla y Jaén, etcétera). Las Juntas ejercieron u n papel de vital im portancia en la revolución política española que se inicia en 1808. No hay que olvidar que, cuando se planteó la form ación de una Junta Central, m uchas Juntas m anifes taro n la necesidad de u n a reform a política, aunque fuese m uy tím ida, p ara hacer frente — com o señaló la Junta de Sevilla— a la com petencia del program a reform ista y afrancesado de la Asam blea de Bayona. En cualquier caso, las Juntas sirvieron para socializar la política entre la p o blación y se convirtieron en interm ediarios culturales capaces de politi zar a am plios grupos de personas. Por ello hay que ver a las Juntas com o instrum entos de m odernización política y de creación de opinión p ú blica. A pesar de su am bigüedad, no hay duda de que las Juntas fueron el m o to r del cam bio político desde abajo y u n a plataform a de acción in terclasista. En el im aginario colectivo creado p o r el liberalism o, el m ovi m iento juntero de 1808 sim boliza la revolución española y se convirtió
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en un o de los instrum entos básicos del cam bio político y social de la Es p aña decim onónica. Tal esquem a de la revolución ju n tera se repetirá en todas las coyunturas revolucionarias y crisis políticas que se sucedieron en el proceso de la Revolución liberal, entre 1808 y 1843, y tam bién d u rante el periodo de asentam iento y crisis del nuevo Estado, hasta la Re volución de 1868.17
La fo rm ación de la Junta C entral Las necesidades m ilitares de co o rdinación y de centralización de po d er p ara m antener la integridad de la nación obligaron a las Juntas a la creación, el 25 de septiem bre de 1808, de una Junta Central, evitan do así lo que se denom inó entonces la hidra del federalismo. En Asturias, Alvaro Flórez Estrada ya había propuesto en fecha m u y tem prana, el 11 de junio, la convocatoria de unas Cortes, aunque m uy dis tin tas a las tradicionales del reino, com puestas de representantes de cada provincia en nom bre del pueblo español, que había reasum ido la soberanía, «sin perjuicio de los derechos que tengan las ciudades de voto en C ortes».18 De nuevo, tradición y cam bio aparecen en estos m o m entos en los que se debate la o p o rtu n id ad histórica para decidir sobre la constitución del Estado. La Junta de Galicia com isionó el 16 de junio de 1808 a M. Torrado para que se entrevistase con los representantes de los reinos de A ndalu cía, Aragón, Valencia y M allorca para conseguir en el plazo m ás breve la unión nacional. Al día siguiente, presentó u n plan de unión a las Juntas de Asturias, León y Castilla. Ambas Juntas propusieron, el 3 de agosto, la form ación de un Gobierno C entral a través de una Junta Soberana com puesta de los presidentes, tres diputados de las Supremas y uno de cada provincia. Por su parte, la Junta de M urcia tam bién se dirigió el 22 de j u nio a todas las provincias con el objeto de form ar un G obierno Central. A p rim ero s de julio, el capitán general de C astilla la Vieja G rego rio de la C uesta, n ad a proclive a las Juntas, p ro p u so a todos los cap i tanes generales y Juntas la fo rm ación de u n a Junta de gobierno co m p u esta de tres o cinco individuos p ara u n ir los esfuerzos de todas las p ro v in cias.19 A m ediados de julio, la Junta de Valencia dirigió un M a n ifiesto a to d as las Juntas p a ra c o n s titu ir u n a Ju n ta C entral, com -
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puesta de dos diputados de las Juntas Supremas. Era preciso — decía— «juntar las C ortes o fo rm ar u n cuerpo suprem o, com puesto de los d i p u tad o s de la provincia, en quien resida la regencia del reino, la a u to rid a d su p rem a g u bernativa y la representación nacional».20 El n u e vo organism o, fru to de u n pacto federal, ten d ría com petencias en el alto gobierno de la nación, la declaración de la paz y de la guerra, las relaciones d ip lo m áticas y la p o lítica colonial, ejerciendo las Juntas S uprem as las dem ás com petencias. En to d o caso, según la Junta de Valencia, los vocales designados deberían dar cu en ta de sus actu acio nes en la Ju n ta C entral. Lo m ism o expresó la Junta de Extrem adura el 18 de julio, con la di ferencia de que eran cuatro y no dos los representantes provinciales. El M anifiesto de la Junta de Sevilla del 3 de agosto afirm aba que el poder legítim o radicaba en la Junta Suprem a, quien elegiría a las personas que form arían el G obierno Suprem o.21 El 23 de agosto, la Junta de M urcia com unicó a todas las dem ás la designación de Floridablanca com o su representante en la Junta Central. A finales de agosto de 1808 existía el convencim iento en todas las Juntas de la necesidad de form ar una Junta C entral com puesta por dos diputados provinciales. En esos días se form aron dos polos de actua ción: M adrid, en to rn o a Jovellanos, donde se encontraban los d ip u ta dos de A ragón, C ataluña, Valencia y Asturias; y A ranjuez, en to rn o a Floridablanca, con los representantes de las Juntas andaluzas. A pesar de las m aniobras del Consejo de Castilla y del arrogante ge neral Gregorio de la Cuesta, que se atrevió a detener a los representan tes de la Junta de León cuando se dirigían a Aranjuez, y de la descon fianza inglesa (com o se deduce del inform e de Stuart a C anning), se im puso la resolución de Floridablanca, apoyada por los representantes de las Juntas de Sevilla y G ranada, de form ar u n a Junta C entral en A ranjuez. Ésta se constituyó el 25 de septiem bre y estaba com puesta p o r 35 m iem bros (18 representantes del estado nobiliario, 6 del eclesiástico, 8 juristas y tan solo 3 del estado llano). Floridablanca fue elegido presi dente de la Junta y M artín de Garay, secretario general. A los com ponentes de la C entral los podem os reu n ir en tres grupos bien diferenciados: en to rn o a Floridablanca, el m ás conservador, que entiende a la Junta com o u n a especie de Regencia; en to rn o a Jovella nos, el m ás centrista, que reconoce el derecho legítim o de la insurrec
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ción y la legalidad de las Juntas y apela a la C onstitución histórica y a su m ejora p ara reform ar el país; y el m ás liberal, en torno a Calvo de Rozas y el vizconde de Q uintanilla, que atribuye un carácter revolucio nario a la insurrección popular y a su expresión política en las Juntas. Triunfó el principio de unidad y de jerarquía sobre las ideas de las Juntas de Galicia, Castilla y León unidas y las de G ranada y Valencia, que querían hacer de la C entral u n organism o dependiente de las p ro vincias, lim itando la perm anencia y actuación de sus diputados. A un que sus funciones estaban poco definidas en su Reglamento para el go bierno interior, que siguió el esquem a borbónico de gobierno a través de cinco com isiones (Estado, Gracia y Justicia, G uerra, M arina y H acien da), siem pre ejerció el poder consciente de ser la m áxim a autoridad y de que sus vocales eran representantes no de sus provincias respectivas sino de la nación entera. Por ello obligó a que le prestasen obediencia las autoridades constituidas y exigió al Consejo de Castilla u n decreto que ordenaba fuese tratada la Junta de Majestad, a su presidente de A l teza y a sus vocales de Excelencia. La C entral reconoció la deuda nacional (decreto de 13 de octubre de 1808), im puso una contribución extraordinaria de guerra y firm ó u n tratad o de alianza con el Reino U nido en enero de 1809. Exigió de los jefes m ilitares provinciales el juram ento ante sus Juntas respectivas de no entregar jam ás sus provincias y plazas a los enemigos de la patria, su b ordinando de este m odo el poder m ilitar al poder civil. También la C entral adoptó la propuesta de Calvo de Rozas y el 30 de septiem bre de 1808 n o m b ró u na Junta General M ilitar presidida p o r el general Casta ños que en su p rim er acuerdo determ inó la form ación de tres ejércitos, el de la derecha (en C ataluña), el de las regiones centrales y el de la iz quierda (en Navarra, País Vasco y Castilla la Vieja), m ás uno de reserva en Aragón. Al efecto designó a varios generales en jefe para que elabo raran ju n to con las Juntas provinciales un estado de sus fuerzas m ilita res. A m edida que transcurrió el tiem po, este organism o perdió eficacia p o r las enrarecidas relaciones que tuvo con la Sección de G uerra de la Central, p o r las m ismas disensiones internas existentes entre Castaños y M oría, y p o r las dificultades de reunir a todos sus m iem bros — el m ás activo de ellos, sin duda, fue Gabriel Ciscar. En to d o m o m en to la Junta C entral intentó cohesionar la resisten cia nacional, luchó con todas sus fuerzas para detener el grave proble-
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m a de la deserción de los soldados del ejército y veló p o r el m a n ten i m iento del orden público. Por ello creó, en noviem bre de 1808, unos cuerpos de M ilicias honradas de Infantería y Caballería p ara reprim ir a los delincuentes, bandidos, desertores y díscolos que in ten tab an sa ciar su am bición p ertu rb an d o la paz pública. En su preocupación p o r la seguridad in terio r del Estado y p o r el control de cuantos afrancesa dos estuvieran cam uflados en la A dm inistración, tam bién creó nuevos T ribunales Patriotas de Vigilancia y Seguridad Pública, según decreto de 19 de octubre de 1808. P ronto la Junta C entral lim itó los poderes de las Juntas provincia les. A unque reconocía los servicios prestados, les prohibió la posibili d ad de conceder grados m ilitares y em pleos civiles o eclesiásticos en aras de la u n id ad nacional (R. O. de 16 de octubre de 1808). Después, al verse obligada a ab an d o n ar Aranjuez, creó la figura de los com isa rios de la Junta Suprem a G ubernativa del reino en las provincias (R.O. de 16 de octubre de 1808) p ara consolidar el poder de las Juntas p ro vinciales, a quienes dotó de am plias facultades: activar los pertrechos de guerra, acercar el p o d er central a las Juntas y al pueblo, y conciliar las desavenencias que p u dieran existir entre las Juntas y las autoridades m ilitares. El Reglamento sobre Juntas provinciales (1 de enero de 1809) les q u i tó protagonism o y redujo sus com petencias y facultades al introducir u n plan uniform e en el gobierno y adm inistración de las provincias. Las Juntas perd ían su p rotagonism o inicial y sus atribuciones, pasando a d esem p eñ ar u n pap el de m eros organism os in term ed iario s entre el pueblo y las autoridades. Signo y prueba palpable de este cam bio es su nueva denom inación (Juntas superiores provinciales de O bservación y D efensa), su jerarq u ización (S uprem a del reino, Juntas provinciales, Juntas de partido), y la tendencia a reducir sus m iem bros (9 en las p ro vinciales y 5 en las de partido), absteniéndose de actos de jurisdicción y au to rid ad que no estuvieran enm arcados en dicho Reglamento. C on él triu n fa definitivam ente el criterio centralista, lógico en m edio de u n a guerra, quedando las Juntas provinciales com o m eros instrum entos de ejecución de las órdenes em anadas de la C entral.22 La Junta C entral sirvió de escenario para la confrontación de las di versas tendencias, sin d u d a m uy conservadora la de su presidente el C onde de Floridablanca, frente a las m ás abiertas de Jovellanos, Calvo
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de Rozas y el vizconde de Q uintanilla. D esde el principio tuvo com o objetivo la reorganización del Estado, que pasaba p o r la convocatoria de Cortes. Acuerdo que era m ás o m enos unánim e, incluso de las m ism as Juntas, aunque la form a de su convocatoria era m uy discutida. D entro de la C entral encontram os a m inistros de Carlos IV que habían p r o puesto ideas de reform a, com o Floridablanca y Jovellanos, que p ro n to fu e ro n su p erad o s p o r los que ad m itía n reform as m ás radicales de acuerdo con la d o ctrina liberal, com o Calvo de Rozas. Los partidarios del absolutism o político n o d udaron en p ro p o n er las Cortes tradicio nales del Reino de Castilla, con su com posición estam ental. Al fin, si guiendo el parecer de diversas Juntas, del m ism o Jovellanos y de Calvo de Rozas, la C en tral convocó u n a re u n ió n de C ortes (decreto 22 de mayo de 1809), aunque sin definir la fecha n i la form a de convocatoria. La grave contradicción de la C entral fue su m ezcla de lo antiguo y de lo nuevo. Sus m iem bros se debatían entre el pasado y el futuro, des v inculándose paulatinam ente de las Juntas provinciales, su verdadero soporte. En n ingún m om ento sus actuaciones fueron revolucionarias, todavía en u n a de sus prim eras resoluciones utilizaba el térm ino vasa llos p ara referirse a los españoles. M antuvo al Consejo de Castilla en sus funciones aun en contra de la opinión de las Juntas provinciales; rees tru ctu ró el Consejo y Tribunal Suprem o de España e Indias a pesar de la oposición de las Juntas (decreto de 25 de junio de 1809), en su afán p o r im p lan tar las nuevas estructuras básicas del Estado; suspendió la venta de bienes de obras pías y hospitales; nom bró al obispo de O rense inquisidor general en sustitución del afrancesado R am ón de Arce; res tableció las viejas instituciones sobre im prenta y ordenó el retorno de los jesuítas. Todo ello m erm ó la popularidad de la C entral y el apoyo que le h a bían dado las Juntas. Además tenía la oposición del Consejo de Castilla, puesta de m anifiesto en la consulta que hizo a las Juntas el 26 de agos to de 1809, en la que argum entaba contra la legalidad de la C entral y de las Juntas y abogaba p o r la creación de u n a Regencia. A ello se debe añadir la oposición de Palafox, del M arqués de La R om ana y del m ism o G obierno inglés, ju n to al cam bio de actitud de la Junta de Valencia, p a r tidaria de dejar la autoridad central al ejército y a las Juntas provincia les el p o d er legislativo, frente al apoyo reiterado que le dieron las Juntas de C órdoba, Cuenca, Badajoz, G ranada, M allorca y Ciudad Rodrigo.
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La d erro ta de las tropas españolas en O caña (19 de diciem bre de 1809), abrió las puertas de A ndalucía a los franceses y desprestigió aú n m ás a la Junta C entral. Los soldados españoles reunidos en Sierra M o rena no representaban ya u n verdadero obstáculo a u n num eroso ejér cito enemigo, fuertem ente pertrechado, que en pocas horas hundió sus líneas (20 de enero de 1810). Tras caer las plazas de Andujar, Jaén, C ór d o b a y G ranada, la ciudad sevillana se vio seriam ente am enazada, y ante el rápido avance del ejército francés, la C entral abandonó Sevilla la noche del 23 al 24 de enero en dirección a la Isla de León. El pueblo vio en este hecho u n a prueba de abandono del G obierno. Desde este m om ento hubo críticas y ataques personales m uy duros con tra todos sus m iem bros, algunos de ellos incluso corrieron riesgo de p er der su vida, com o el M arqués de Astorga en Jerez. Las m aquinaciones del C onde de M ontijo, que difundió p o r los pueblos p o r donde debían p a sar los m iem bros de la Central que habían robado dinero y joyas, encres pó los ya exaltados ánim os. Los enemigos aprovecharon el éxodo para n o m b rar en Sevilla u n a Junta provincial com o Junta Suprem a de Espa ña; entre sus com ponentes estaban el Conde de M ontijo y el M arqués de La R om ana y, al acercarse los franceses, todos sus vocales huyeron.
El C onsejo de Regencia D esprestigiada la Junta C entral, el cam ino hasta la constitución de la p rim era Regencia fue arduo. Palafox pensaba en señalar com o regen te al cardenal Luis de B orbón; M artín de Garay se decantaba p o r la for m ación de un ejecutivo en dos niveles, uno efectivo conform ado p o r cinco m iem bros, el o tro deliberativo para establecer las leyes; el C onse jo de Castilla veía con buenos ojos el Consejo de Regencia; p o r su p ar te, Q u intana se opuso abiertam ente a su instalación. El decreto de 29 de enero de 1810 dio p o r concluidas las funciones de la Junta C entral y entregó el poder ejecutivo a u n C onsejo de Re gencia de cinco m iem bros: el obispo de Orense, Pedro de Q uevedo y Q uintano; el consejero y secretario de Estado, Francisco de Saavedra; el capitán general Francisco Javier Castaños; el consejero de Estado y se cretario de M arina, A ntonio de Escaño, y el m inistro del C onsejo de Es p añ a e Indias, Esteban Fernández de León (sustituido poco después p o r
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M iguel de Lardizábal y Uribe), en representación de América. Com o al gunos de los recién nom brados ejercían responsabilidades políticas al frente de Secretarías de Despacho, se procedió a u n a reorganización del Gobierno. La p rim era m edida del Consejo de Regencia fue u n decreto para la elección de los diputados de Am érica (14 de febrero de 1810), a cuyos dom inios correspondían «los m ism os derechos y prerrogativas que a la m etrópoli» y cifraba en el Congreso «la esperanza de su redención y su felicidad futura».23 Respecto a las Juntas provinciales, estas m antuvieron su estructura, a pesar de que se intentó su reform a. La Regencia encar gó a Bardají u n Reglamento que reducía a nueve el núm ero de vocales de las provinciales y a cinco en las de partido, lim itaba sus atribuciones y afirm aba la independencia de las Audiencias.24 Las relaciones entre la Regencia y las C ortes fueron difíciles. El 8 de octubre de 1810 presentó aquélla p o r cuarta vez su dim isión. A finales de este m es se form ó la segunda Regencia, resultando designados Joa quín Blake, general en jefe del ejército del Centro; Pedro de Agar y Bustillo, capitán de fragata y director general de las Academias de Reales Guardias M arinas; y Gabriel Ciscar, jefe de la escuadra, gobernador m i litar de Cartagena y secretario electo de M arina. Esta segunda Regencia m antuvo u n espíritu práctico, evitó la confrontación con las Cortes y solo in trodujo relevos en las Secretarías de Estado. En estos ú ltim o s m eses de 1810 se debatió en las C ortes el R e glam en to P rovisional del P oder Ejecutivo que en tró en vigor el 16 de en e ro de 1811. E stip u la q u e la R egencia esté c o m p u e sta p o r tre s m iem b ro s españoles de m ás de tre in ta años, y se les p ro h íb e m an d ar fuerzas arm adas (esta lim itación se levantó p ara que Blake dirigiera las o p e ra c io n e s de N iebla). E n tre sus c o m p ete n cias atrib u y e p r e sen tar proyectos a debate al C ongreso, la ejecución de los decretos ap ro b ad o s p o r las C ortes, la tarea recau d ad o ra, la protección de las lib ertad es de los ciudadanos, el m a n te n im ie n to del orden público y la p o lític a ex terior. Los reveses de la g u e rra y el so lap am ien to de com petencias en tre el P arlam ento y los regentes, culm inó con la des titu c ió n de estos el 11 de enero de 1812. E ntonces se reform ó el R e glam ento y el 21 de este mes se nom bró otra nueva Regencia de cinco m iem b ro s, de m arcado carácter co n serv ad o r y obstruccionista, que fu n c io n ó h asta el 8 de m arzo de 1813. En esta fecha se n o m b ró la
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ú ltim a R egencia, de carácter liberal, p re sid id a p o r el arzo b isp o de Toledo, Luis M aría de Borbón, y los consejeros de Estado más antiguos, C iscar y Agar. La crisis política sobrevenida en España en 1808 p o r la invasión n a poleónica p ro dujo u n vacío de poder que fue capitalizado p o r los n u e vos organism os creados, las Juntas Suprem as provinciales. D e hecho, ejercen la soberanía y p o r ello se convierten en la p rim era arquitectura del cam bio político. El proceso abierto fue com plejo y lleno de tensio nes, ciertam ente no fue lineal. Los siguientes escalones fueron la crea ción de la ju n ta C entral y del Consejo de Regencia, que llevaron a la ru p tu ra liberal tras la convocatoria de las Cortes de Cádiz.
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EVOLUCIÓN DE LAS CAMPAÑAS MILITARES Introducción La G uerra de la Independencia es u n a guerra caótica, desordenada. La un id ad del territorio en el que se com bate, la identificación de un ú n i co ban d o enem igo y la coincidencia en el tiem po de las acciones, nos hacen concebir com o u n proceso unitario lo que realm ente constituye u n esfuerzo m últiple y desordenado, solo coincidente en la m eta com ún de d erro tar a u n m ism o enemigo y hacerle el m ayor daño posible. A nglo-lusitanos, guerrilleros y ejército regular español son actores de u n m ism o d ram a que rara vez m antienen un diálogo coherente entre ellos. Al final, nuestro bando se alzará con la victoria y todos confluyen sobre la frontera francesa, cuando el adversario com ún ha visto dism inuida su potencia p o r la sangría en Rusia. Sobre las cam pañas de nuestro ejército inciden las consecuencias de las acciones de los otros actores, que van a ser desarrolladas en capítu los separados. Los anglo-lusitanos disponen de una envidiable libertad de acción. M antienen la cobertura del frente de la insurrección españo la y, m ientras esta subsista, los franceses no po d rán concentrar los m e dios necesarios para batirles. H arán la guerra que les conviene; defen d erán Portugal y en trarán a com batir en nuestro territorio solo cuando sean conscientes de su superioridad.
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Los guerrilleros im pedirán al enemigo el control del territorio o cu pado y forzarán a los franceses a em plear en la seguridad de su reta guardia, y la protección de sus convoyes de abastecim iento, a efectivos que le serían necesarios para acabar de u n a vez con los restos batidos de nuestro ejército. D esarrollan u n a batalla continua en el tiem po y en el espacio, niegan a su enem igo la paz de una retaguardia inexistente e in terfieren el funcionam iento de u n a adm inistración civil josefina. El tercer actor lo constituye el ejército regular español. Casi siem pre derrotado; forzado a defender y reconquistar lo indefendible e irreconquistable; urgido p o r la prisa; m al arm ado; apenas instruido y discipli nado; carente de víveres, vestuario, pagas, hospitales y equipo de cam paña. Pierde batalla tras batalla pero jam ás pierde la voluntad de ven cer. Racionalm ente, la guerra estaba perdida después de las batallas de la línea del Ebro y la entrada de N apoleón en M adrid; vuelve a estar perdida tras la batalla de O caña y otra vez se queda sin rem edio después de la pérdida de Valencia. ¿Qué queda entonces de nuestro territorio? Q ueda Alicante, M urcia, Cádiz, u n a delgada línea ju n to a la frontera portuguesa, Galicia y, a veces, Asturias. Pero sigue com batiendo sin aca b ar de desfallecer, sin rendirse jam ás en el cam po de batalla au n q u e m uchas de sus retiradas constituyan verdaderas huidas. Es fácil m an te n er esa volu n tad de vencer cuando se va ganando, pero es adm irable conservarla desastre tras desastre. Las guerras no se pierden hasta que se creen perdidas y, en los españoles de entonces, los sueños victoriosos se im pusieron siem pre a lo que la razón habría hecho evidente. Fueron los sueños y el progresivo debilitam iento de nuestros enem igos — tanto p o r la cam paña de Rusia com o p o r la dispersión de sus fuerzas p ara controlar m ejor el cada vez m ayor territorio conquistado— , los facto res que hicieron posible la victoria final. Benditos sueños.
El ejército regular Sobre sus actividades va a girar el presente capítulo. Sería, pues, conveniente presentar el «qué era» antes de n arrar el «qué hizo». N u tri do con v oluntarios, levas de «vagos y m aleantes» y con quintas p a ra com pletar las plantillas de paz de las unidades, el servicio m ilitar tenía seis años de duración. C uando va a em pezar la G uerra, la infantería es
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pañola se com ponía de 38 regim ientos de infantería de línea, a tres b a tallones y de 10 de infantería ligera a u n solo batallón, con unos efecti vos totales de unos 70.000 hom bres, que debían alcanzar los 100.000 con sus plantillas de guerra. Las infanterías extranjeras al servicio de Es p aña se articularían en seis regim ientos suizos, a dos batallones, tres ir landeses y u n o italiano a tres batallones, con u n to tal de unos 7.500 hom bres. Por últim o, las milicias provinciales, que com pondrían 43 re gim ientos a u n solo batallón y cuatro divisiones de granaderos p ro v in ciales a dos batallones, con un total aproxim ado a 30.000 hom bres. La G uardia Real se com ponía de tres batallones de la Guardia W alona, tres de la G uardia Española, 6 escuadrones de C arabineros Reales, m ás guardias de Corps y alabarderos, hasta unos 7.500 hom bres. La caballería española contaba con 12 regim ientos de línea, dos de cazadores, dos de húsares y 8 de dragones (los dragones tam bién iban arm ados de fusil y así podían com batir pie a tierra com o o tra Infante ría), cada un o con tres escuadrones a dos com pañías cada u n o y unos efectivos totales de 14.400 jinetes. La artillería contaba con 5 regim ientos, 3 com pañías fijas, 5 com pa ñías de obreros y 4 de inválidos, con unos efectivos de 7.522 hom bres. Por últim o, los Ingenieros contarían con 196 oficiales y un regim iento de zapadores, con 2 batallones y 1.275 hom bres. Sum ados todos esos efectivos, el ejército español debería contar con 168.000 hom bres, pero cuando llega el año 1808, los efectivos reales de este ejército son de solo 120.000 hom bres y 8.877 caballos. No están cu biertas las plantillas en hom bres y los caballos son, en núm ero, poco m ás que la m itad de los jinetes. (Esos 120.000 hom bres los reducen al gunos a solo 100.000.) Si nos referimos a su arm am ento, la infantería disponía de un fusil de chispa de corto alcance y escasa precisión, de ánim a lisa y 18,3 m m de calibre. C on esa arm a se podían realizar 4 disparos cada 3 m inutos. El tiro co n tra form aciones cerradas del enem igo se estim aba bueno a 100 m etros, pasable a 22 y sin precisión a m ayores distancias. C ada solda do debía llevar 50 disparos al en tra r en com bate. C on el fuego no se buscaba la precisión, sino el efecto de m asa p o r la descarga cerrada de to d o s los fusileros a la voz de m ando. Para la instrucción de tiro, el so l dado recibía anualm ente 40 onzas de pólvora, 10 balas de plom o y 4 piedras de chispa. Los reclutas recibían 12 onzas, 6 balas y 2 piedras
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d u ran te su p rim er año de instrucción. C om o cada disparo consum ía 12 onzas de pólvora, cada soldado podía hacer 10 disparos con bala y 70 de fogueo, y cada recluta 6 y 24, respectivam ente. Todo ello indica que la in strucción de tiro era m uy deficiente, aunque se ensayara re p e tid a m e n te con se rrín la com pleja o p eració n de cebar y cargar el arm a con 11 m o v im ien to s sucesivos, to d o s efectuados a la voz de m ando. El Reglam ento táctico para la Infantería, de 1808, era traducción del francés de 1798. Las form aciones de la infantería para el com bate eran la «línea de tres filas», con las com pañías y batallones uno al lado del otro, en la que los hom bres form aban hom bro con hom bro en cada fila y con u n a distancia entre ellas de u n pie. La otra form ación era la «co lu m n a de ataque», con las com pañías del batallón u n a detrás de la o tra y cada u n a de ellas en línea de tres filas. La prim era form ación era em pleada p ara defenderse y la segunda para atacar a la form ación enem i ga. Revisar las evoluciones de las unidades en ese Reglam ento es una la b o r ingrata. Todo m andado y ejecutado a la voz de m ando, con posi ciones d istin tas p a ra guías, oficiales, jefes y abanderados; con m ovim ientos pausados y reglados de los hom bres y referencias conti nuas a las posiciones de los pies, los hom bros y las cabezas. C on ese Re glam ento se com prenden las dificultades que experim entó la infantería española en aquella guerra, tratan d o de acom eter su com plejidad tras u na instrucción apresurada y som era. En cuanto a la caballería, cargaba al galope y en dos filas sucesivas, seguidas de u na reserva. El regim iento se desplegaba con cuatro escua drones en p rim er escalón y cada uno de ellos con sus dos com pañías en fila, u na detrás de la otra. Se m archaba al trote hasta unos 150 m etros del enemigo, p ara llegar al galope largo a los 50, m om ento en el que los trom petas tocaban «a degüello». La artillería había adoptado el sistem a Gribeauval en 1783, desarro llando la «artillería volante» o a caballo, con piezas que lanzaban p ro yectiles de 8 y 12 libras (109 y 124 m m de calibre) para el acom paña m iento de la infantería, aunque seguía contándose con piezas m ás an ti guas de lim itada capacidad de m ovim iento. Los cañones de «a cuatro» pesaban 300 leg; 600 los de «a ocho» y 900 los de «a doce». C on bala re do n d a o alargada, el alcance era de 600 a 1.800 m etros según calibre, y con m etralla de 150 a 600, pero el desvío del proyectil podía llegar a 1/6
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de la distancia de tiro. Era u n a artillería m oderna, com parable a las m e jores europeas del m om ento.
Las milicias provinciales Las milicias se form aban exclusivamente en las 33 provincias caste llanas. Podían ser movilizadas en tiem po de guerra y su servicio en filas du rab a 10 años. El regim iento se reunía u n a vez al año durante 13 días p ara instruirse, aunque cada 15 días los sargentos reunían a los 50 h o m bres de su distrito para los m ism os fines. C obraban y recibían la ración de p an exclusivamente los días que estaban reunidos y su uniform idad corría de cuenta de los A yuntam ientos, donde se alm acenaba su arm a m ento que era el sobrante del ejército. Para su instrucción cada m ili ciano recibía 10 cartuchos de fogueo cada dos meses y 8 con bala u n a vez al año, 2 para tiro al blanco y 6 para practicar el fuego p o r descar gas. Los regim ientos tom aban el nom bre de la provincia de donde p ro cedían. En 1810 se transform aron en unidades del ejército, adoptando su m ism a organización.
Los mandos del ejército Los m andos del ejército tenían el m ism o sistem a de ascensos que el establecido en el resto de los países europeos, con la excepción de F ran cia, inm ersa en guerras sin fin. Se ascendía lentam ente en los regim ien tos, habiendo gran núm ero de capitanes mayores de 50 años, o se ascen día aceleradam ente p o r pertenecer a la nobleza o a las unidades de la G uardia Real. H abía Academias M ilitares, escasas en núm ero de alu m nos, com o las hubo en O rán, Ceuta, P uerto de Santa María, Ocaña, B ar celona y Zam ora. A esas Academias concurrieron oficiales y cadetes de los regim ientos. En 1805 se reunieron en Z am ora las de Cádiz y Barce lona, que subsistían, y se estableció un plan de estudios de año y m edio p ara el que se convocaban 6 plazas de alum nos p ara las unidades de la G uardia Real, 30 para infantería de línea y ligera, 16 para caballería y dragones y 8 para milicias. Una excepción notable era la form ación de los oficiales de artillería e ingenieros. El Colegio M ilitar de A rtillería
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de Segovia daba a sus alum nos u n a sólida form ación científica y técni ca d u ran te 3 años y diez meses de estudios. La Escuela de Ingenieros es tab a establecida en Alcalá de Henares. Sus estudios duraban 3 años y sus alum nos eran oficiales de las A rm as que ingresaban en ella tras pasar u n riguroso examen. Los aspirantes a oficial que ingresaban en los Cuerpos tenían ante sí u n largo cam ino, pasando p o r academias regim entales de cabos y sar gento, o haciéndolo com o cadetes, p ara recibir el despacho de oficial p o r gracia real. La experiencia de guerra de estos cuadros era lim itada. Los m ás expertos habían participado en la G uerra del Rosellón, defen sa de O rán y Ceuta, y sitios de G ibraltar o en la expedición de Gálvez en la Luisiana. No tenían el hábito de la m aniobra de grandes unidades en el cam po de b atalla ni, p osiblem ente, h ab ían visto n in g u n a de ellas reu n id a en m aniobras. U nos pocos h abían pertenecido al ejército de N apoleón, com o Lacy, o habían convivido con él, com o O ’Farrill. N ues tros cuadros tenían u n a form ación técnica escasa y u n a experiencia b é lica lim itada. En el «Estado M ilitar de España» de 1808 figuran 5 capitanes ge nerales, 87 generales (tenientes generales), 117 m ariscales de cam po (generales de división) y 197 brigadieres. Por otro lado, en los «Estados de O rganización y Fuerza» de ese m ism o año figuran 6.480 jefes y ofi ciales, incluidos los de las m ilicias provinciales. El núm ero de genera les es desorbitado, p ero el de jefes y oficiales es escaso, puesto que co rresponde a un o p o r cada 20 de tro p a y, de cara a la m ovilización, in significante. El territorio español se dividía en 11 capitanías generales (Cataluña, Aragón, Valencia, G ranada, Andalucía, Extrem adura, Castilla la Nueva, Castilla la Vieja, Galicia, N avarra y Baleares), cuatro C om andancias ge nerales (Canarias, Vizcaya, Costa de Asturias y Santander y C am po de G ibraltar) y u n G obierno M ilitar (C euta). Pero esa división era p u ra m ente adm inistrativa, no había u n a organización m ilitar superior al re gimiento. Las C apitanías no constituían cuerpos de ejército o divisiones; con ocasión de u na guerra se form aba u n «Cuerpo Expedicionario», el rey n o m b rab a u n G eneral Jefe, este seleccionaba a los m iem bros de lo que ahora llam aríam os su Estado M ayor y a ese núcleo se agregaban b a tallones y regim ientos de distinto origen hasta fo rm ar el «Ejército de O peraciones». U n in ten to de M oría, jefe de Estado M ayor de Godoy,
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tras la «G uerra de las Naranjas», para dar carácter orgánico y p erm a nente a la form ación de las Grandes Unidades fue desestimado.
La logística de n u estro ejército No hay u n cuerpo de Intendencia que provea de víveres. El In te n dente de la provincia, era a su vez, el Intendente del ejército. Se pensa ba que con el real de plus que se daba al soldado en cam paña y la ra ción de p an (700 gram os) debía comer. Tam poco había almacenes de ejército y eran los m ercaderes, trajinantes y vianderos de las localidades donde se encontraban las unidades m ilitares los encargados de p ro p o r cionar los víveres de los ranchos, com puestos p o r arroz (100 gram os p o r persona), o cualquier otra semilla y algo de tocino o m anteca y v er dura. El soldado carecía de plato, y com ía de la olla de su escuadra p o r el sistem a de «cucharada y paso atrás». Tam poco había unidades de T ransporte. Se alquilaban acémilas o carros con sus conductores, o se tom aban relevándose de pueblo en pueblo. En cuanto al Servicio Sani tario, se estim aba que el núm ero de enferm os de u n a unidad rondaba el 10%. Los hospitales m ilitares debían tener un m édico cada 50 o 60 enferm os, y se m o n taban en conventos.
El despliegue del ejército en m ayo de 1808 El nú m ero de los com ponentes del ejército es im portante, porque da vina idea de su potencia, pero tam bién lo es conocer dónde se e n contraban sus unidades, porque su situación condiciona sus posibilida des. En D inam arca se encontraba la división del M arqués de La R om a na, con 14.905 hom bres y 3.088 caballos; a Portugal, com o consecuen cia del tratado de Fontainebleau, habían m archado tres expediciones: al norte, Taranco, con 6.556 infantes y 15 piezas de artillería; p o r Badajoz entró Solano, con 9.150 infantes y 150 jinetes, m ientras Garrafa lo h a cía p o r Castilla la Vieja con 7.593 infantes, 2.164 jinetes y 20 piezas de artillería. Si sum am os las cuatro expediciones, vem os que un tercio de los efectivos de la infantería y la m itad de la caballería m ontada se encontraba fuera de España.
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Pero nos encontrábam os en guerra con Inglaterra, y era preciso cu b rir los posibles objetivos de sus desem barcos. Las plazas de Afrecha, Baleares y C anarias estaban guarnecidas p o r 15.000 hom bres; frente a G ibraltar había 10.000 y otros tantos se encontraban en Galicia, cuyos puertos habían sido atacados en otras ocasiones. Esos 35.000 hom bres suponían u n despliegue periférico disperso, cuando los franceses se en co ntraban concentrados en el centro de la Península, con 90.000 h o m bres repartidos entre las inm ediaciones de M adrid y el cordón que les u n ía a F rancia p o r Burgos, V itoria y San S ebastián-Pam plona. O tros 10.000 ocupaban Barcelona y Figueras.
La insurrección H ubo u n p rim e r conato, en fechas próxim as y siguientes al 2 de mayo, que fue abortado p o r las m ism as autoridades españolas. La in su rrección general se p rodujo a finales de ese mes, cuando llegaron las n o ticias de las abdicaciones de Bayona. Es u n m ovim iento periférico y descoordinado, caótico, porque no hay u n a dirección que lleve las rien das del conjunto. Se alzan las provincias o los reinos y cada uno orga niza su propio ejército; depone o asesina a las autoridades m ilitares y elige para el m ando de las tropas a coroneles o brigadieres a los que alza hasta los m ás altos em pleos de la milicia. Toreno afirm a que esta anar quía favoreció el desarrollo de la insurrección, porque no ofreció a los franceses u n p u n to sobre el que descargar su fuerza y así aniquilar el p rim er im pulso de los españoles, pero tam bién es verdad que ese naci m iento disperso hizo que los alzados antepusieran m uchas veces los in tereses de su propio territorio sobre los nacionales.
Las fases de la gu erra Las guerras no son solo las batallas; prescindir del entorno en que se producen las hace ininteligibles, pero sería absurdo pretender en este capítulo dar u n a visión com pleta y generalizada de lo ocurrido en Es p aña du ran te los seis años de guerra. He de centrarm e en las operacio nes m ilitares, en la m ovilización, en la situación carencial de nuestro
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ejército, en el papel jugado p o r sus m andos, en los planeam ientos de sus operaciones y en su casi inexistente dirección superior. Distinguirem os las siguientes fases: — —
De finales de mayo de 1808 a julio del m ism o año. De julio a diciem bre de 1808.
— De diciem bre de 1808 a m arzo de 1809. — D e m arzo de 1809 a febrero de 1810. — De febrero de 1810 a enero de 1811. — De enero de 1811 a enero de 1812. — 1812. — 1813-1814.
L a p r im e r a fa se : d e m ayo a ju l io d e 1808
Es la fase del levantam iento de las provincias. El G obierno del país está en m anos de M urat y de los afrancesados de José. El secretario de Estado de la G uerra, O ’Farrill, y el capitán general de M adrid, Negrete, están de su parte. En España no hay divisiones, ni brigadas, n i cuarteles generales organizados. Hay regim ientos sueltos que no saben a quién obedecer. Se constituyen nuevas autoridades que se proclam an sobera nas y se form an ejércitos independientes los unos de los otros. En Valladolid, do n G regorio García de la Cuesta, su capitán gene ral, se había m anifestado p artid a rio del reconocim iento de José pero, forzado p o r la revuelta, se une el 31 a los sublevados y se pone delan te para dirigirlos. En Santander, el 27, tras la deposición del C o m an dante G eneral, se form a u n a Junta que presidirá el obispo, se asciende a capitán general al coronel Velarde y se form an tres ejércitos con u n total de 8.000 hom bres, m ayoritariam ente paisanos arm ados. En A s turias, el 25, la Junta del P rincipado n o m b ró Presidente al M arqués de Santa C ruz, decidió form ar u n ejército de 18.000 hom bres y ascendió a ten ien te general al M arqués de C am po Sagrado, coronel retirado de in fan te ría, ju n to con o tro s diez m ás. En C o ru ñ a, el 30 de mayo se am o tinó el pueblo y asaltó el palacio de C apitanía General. Poco d es pués se form ó u n a Junta presidida p o r el m ism o capitán general, Filangieri y, con 5 regim ientos de infantería presentes en la región, m ás
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los regresados de P o rtugal y u n n ú m ero in d eterm in ad o de paisanos arm ados, se fo rm ó u n ejército de 40.000 hom bres; asesinado Filangieri, la Junta designó a Blake, que era brigadier, para m an d ar ese ejérci to, a la vez que le ascendía a ten ien te general. En Badajoz, el 30 de mayo, el pueblo asaltó el Palacio de C apitanía y asesinó al capitán ge n eral accidental, C o nde de la Torre del Fresno; se form ó u n a Ju n ta que, con los 500 soldados disponibles y paisanos arm ados, organizó u n ejército de 40.000 hom bres que se puso al m an d o del coronel Gallazo, al q u e se ascen d ió a te n ie n te general. En A n d alu cía, el foco prin cip al fue Sevilla; allí, el 26 de mayo, se form ó u n a Junta que se in titu ló «Suprem a de España e Indias», presidida p o r Saavedra, que h a b ía sido secretario de Estado con Carlos IV; esa Junta se puso en co n tacto con C astaños, que m an d ab a las tropas situadas frente a G ibral ta r y con C ádiz, sede de la C ap itan ía G eneral; C astaños se m o stró p ropicio a en tra r en la rebelión, pero el M arqués del Socorro, capitán general de Andalucía, se manifestó indeciso, siendo asesinado p o r los su blevados. En G ranada, su C apitán G eneral se plegó a los deseos de la Ju n ta fo rm a d a en la ciudad, o rganizándose u n a división g ra n ad in a que se puso bajo el m an d o de Reding, gobernador m ilitar de M álaga. En M urcia se fo rm ó u n a Junta el 24 de mayo, presidida p o r Floridablanca, y se n o m b ró al coronel de m ilicias G onzález Llam as jefe del ejército allí fo rm ad o , a la vez que se le ascendía a ten ien te general, m ien tras en C artagena era asesinado el C apitán G eneral del D ep arta m en to M arítim o. En Valencia, el 23 de mayo, se p ro d u jo la subleva ción; se depuso al capitán general, C onde de la C onquista, y se desig nó al C onde de C ervellón para sustituirle; con los hom bres alistados y las arm as enviadas desde C artagena, se fo rm a ro n dos ejércitos: u n o de 15.000 hom bres que se envió al desfiladero de Las Cabrillas y otro de 9.000 que se situó en A lm ansa. En Zaragoza, am otinado el pueblo el 24, puso en p risió n al capitán general, Guillelmi, y el 26 aclam ó a don José Palafox, que era segundo teniente de la G uardia de C orps (asim i lado a brigadier del ejército) com o nuevo capitán general; la g u arn i ción era de unos 2.000 hom bres, pero con oficiales escapados de P am plona, San Sebastián y Alcalá de H enares p ro n to se im provisó u n ejér cito de 10.000 h o m b res. Los cap itan es generales de N a v arra y C ataluña fueron in tern ad o s en Francia prisioneros. En Baleares y C a narias se fo rm aro n sendas Juntas; en las prim eras, sus tropas p ro n to
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p asarán a C ataluña, en las segundas se depuso a su capitán general, Cagigal, y se n o m b ró a d o n C arlos O ’D onnell p ara sustituirle. Cada Junta ha form ado su ejército, ha elegido a su jefe y se dispone a defender su territorio. Son ejércitos heterogéneos, de los que form an parte las unidades m ilitares que se encuentran en su dem arcación, m i licias provinciales y nuevas unidades de voluntarios, que son m eros p a i sanos arm ados, sin instruir y escasam ente encuadrados.
Primera fase. Los primeros combates Los prim eros com bates se produjeron en C ataluña. Los días 6 y 14 de junio, fuerzas francesas m andadas por Schwartz y C habrán fueron derrotadas p o r los som atenes catalanes congregados en El Bruch. N o h u b o u n jefe conocido que dirigiera las operaciones ni tiem po p a ra planear las acciones. Es de suponer que cada som atén concurriera c o n ducido p o r su alcalde, o p o r el m ás decidido de su grupo, incluso que tom ara p arte algún desertor de la guarnición de Barcelona. Pero no hay rastro de u n m an d o superior. Está la figura del «Tam bor del Bruch» com o algo entre el m ito y la resistencia popular. N o hay paralelo, p o r que cuando surja el m ovim iento guerrillero lo hará siem pre alrededor de u n caudillo y con voluntad de perm anencia. Tam bién está la incóg n ita de las arm as de los som atenes. Es cierto que existía una fábrica de fusiles en Ripoll y m olinos de pólvora en M anresa, pero no hubo tie m po disponible para su reparto entre las ciudades donde se form aron los som atenes. Además, desde el 24 de diciem bre de 1715, los catalanes te nían prohibida la posesión de arm as. ¿Subsistían los som atenes fo rm a dos d u ran te la G uerra del Rosellón? Los com batientes del B ruch proce dían de Calaf, San Pedor, Sallent, C ardona y Solsona y, en la segunda de las acciones, hasta de Lleida. En Valladolid, el 2 de junio, el general Cuesta estaba decidido ante la rebelión «a ceder a su fuerza tom ando m edidas para dirigir su im pulso de m anera que sea m enos m olesto».1 Esto es: perm itir el alistam iento de voluntarios y el arm am ento de los m ism os, coordinar a los alistados y, p o r m edio de la disciplina militar, contener y dirigir su entusiasm o h a cia el m ejo r orden posible. No parecía que estuviera m uy decidido a com batir, sin embargo, entre el 31 de mayo y el 12 de junio; Cuesta or-
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ganizó su ejército y arrancó contra los franceses con el m ism o ím petu p o r dar grandes batallas que le caracterizaría m ás adelante. C ontaba con 200 jinetes desm ontados del Regim iento de Caballería de La Reina, con u n centenar de guardias de corps y carabineros reales escapados de la es colta de F ernando V II y con 4 piezas de artillería que habían llevado consigo los cadetes escapados de la Academia de Artillería de Segovia. A esos unió 5.000 paisanos arm ados, la m ayoría estudiantes, com o es n a tu ra l sin in stru ir, n i disciplinar ni encuadrar. Enfrente, los generales franceses M erle y Lasalle; el prim ero con 6 batallones de infantería y 200 caballos y el segundo con 4 batallones y 700 caballos. Num éricam ente, los españoles eran la m itad que los franceses, aparte de la diferencia cualitativa que les separaba. Pero, además, Cuesta eligió la peor de las posiciones para batirse. Se desplegó en dos líneas a ambos la dos del Pisuerga, a caballo del puente que lo cruza, dejando al frente, sin fortificar, el pueblo de Cabezón y situando dos cañones en cada lado del río. Los franceses em bistieron el absurdo despliegue español, estos huye ron, unos se agolparon en el puente y otros se arrojaron al río, m ientras la caballería francesa acuchillaba a los fugitivos hasta entrar en Valladolid. Tanto Arteche com o Toreno culpan a C uesta de obedecer en dem a sía a los deseos populares de com batir de cualquier m anera sin la m e n o r preparación p ara ello. C uesta no era u n advenedizo en la m ilicia y no podía pasarle desapercibida la insensatez de hacerlo en esas condi ciones. Pero en aquella guerra el problem a no será solo Cuesta y C abe zón: las descabelladas decisiones de plantear batallas con ejércitos sin in stru ir, sin encuadrar, sin disciplinar, deficientem ente arm ados y ni vestidos n i alim entados, fue constante en los seis años de guerra.
Los primeros sitios. Valencia, Girona y Zaragoza Los recursos a las ciudades fortificadas y a las fortalezas fueron una constante en las guerras anteriores. Se perfeccionaron los sistem as de fortificación porque la evolución de la artillería iba haciendo inútiles las viejas m urallas rom anas o medievales. N acieron los sistemas Vauban, de afilados baluartes, que hacían posible el flanqueo de los fuegos de los defensores sobre los fosos y dificultaban los asaltos. Enfrente, la vieja Poliorcética, la ciencia griega de expugnar fortalezas, tam bién progresó,
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y las ciudades sitiadas se vieron rodeadas de líneas de trincheras parale las cada vez m ás cerca de los defensores, tejidas con cam inos de aproche desenfilados, a la vez que las potentes baterías de sitio de los a ta cantes ganaban en potencia con sus fuegos convergentes frente a los d i vergentes de los defensores, p a ra abatir las m u rallas (siem pre u n a cuestión de tiem po) y perm itir así el asalto de la infantería a través de las brechas abiertas con el concurso de las m inas de los zapadores. Los ejércitos se acogían a estos puntos fuertes, preparados de a n te m ano próxim os a la frontera, p ara ganar tiem po, detener o retardar el avance de los invasores y hacer posible la form ación y el despliegue del ejército que debía reaccionar ofensivam ente contra los sitiadores. D e fenderse allí ofrecía la ventaja del obstáculo que m ultiplicaba la eficacia del fuego propio y dism inuía la del adversario. Además, en las batallas se com batía en pie, a pecho descubierto, m ientras que desde las m u ra llas el defensor contaba con el espesor de los m uros y la protección de alm enas y aspilleras. N uestra G uerra de la Independencia fue el últim o recurso generali zado a este tipo de guerra, que tuvo su final en Sebastopol o Stalingrado. En C ataluña se produjeron los sitios de Girona, Lleida, Tarragona, Rosas, Tortosa, y u n puñado m ás de pequeñas poblaciones y fortalezas; en Valencia, la m ism a capital, Peñíscola y M urviedro; en León, Astorga y C iudad Rodrigo; en Extrem adura, Badajoz y Olivenza; en Andalucía, Cádiz y Tarifa y, en Aragón, p o r dos veces, Zaragoza. En cuanto a su rendim iento general, hem os de considerarlo pésim o: basta señalar que en este tipo de acciones perdim os m ás de 100.000 hom bres, entre m u e r tos y p risioneros después de las capitulaciones, o pasados a cuchillo, com o lo fue la guarnición de Tarragona p o r negarse a capitular, y aquí no se incluyen las pérdidas en la población civil, diezm ada por las e n ferm edades y los com bates en los que ta n generosam ente participó. Pero aquella guerra fue, fundam entalm ente, una guerra em ocional, y la decisión de resistir al invasor se im puso siem pre sobre las consideracio nes de la lógica. A fortunadam ente, podríam os añadir. A hora recordam os con orgullo las ciudades y los nom bres de sus defensores. ¿Qué pasaba entonces? Pasaba de todo: proclam as incendia rias, discursos arrebatados, odas de los poetas y tam bién grandes crisis de confianza y acusaciones de traición o cobardía cuando n o se acudía en socorro de los sitiados, abandonados a su suerte; im posible acción,
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p o rq u e no existía ese ejército exterior que debía reaccionar ofensiva m ente co n tra los sitiadores. A fortunadam ente, los tres prim eros sitios acabaron favorablem ente. C o n tra Valencia se dirigió M oncey con 7.750 infantes, 800 jinetes y 327 artilleros con 16 piezas de cam paña, acom pañado p o r u n batallón de la G uardia Española, otro de la W alona y u n destacam ento de guar dias de corps. Todos los españoles desertaron en su cam ino de M adrid a Valencia. El 11 de junio estaba en Cuenca, el 17 partió para Valencia y, después de ro m p er el despliegue defensivo español en Las Cabrillas, se situó ante la capital del Turia el 26. Dos veces intentó el asalto; re chazado am bas veces, el día 29 se retiró a la línea del Júcar, sin que las fuerzas españolas del exterior del cerco hicieran nada para im pedir su retirada, que consum ó p o r A lm ansa y Albacete. G irona era u n a ciudad am urallada, que contaba p o r el oeste con cinco reductos abaluartados y que p o r el este se cubría a distancia p o r u n a línea de torres y fuertes sobre los espolones que dom inaban la ciu dad, entre los que destacaba el fuerte de M ontjuich Su guarnición se com ponía de 350 hom bres del regim iento irlandés de U ltonia, algunos cuerpos de migueletes y u n a com pañía de artillería reforzada p o r m ari nos y personal civil con 42 piezas de diverso calibre. G irona suponía u n obstáculo en el cam ino de Francia a la Barcelona ocupada. D uhesm e se puso al frente de 6.000 hom bres y con ellos se presentó ante la ciudad el 20 de junio. Tras in ten tar la capitulación, los franceses p ro b aro n el asalto p o r sorpresa. Rechazados, volvieron a Barcelona. Pero el 22 de ju lio volvieron a intentarlo, esta vez con 12.000 hom bres. La plaza pudo ser reforzada y, cuando D uhesm e intentó su capitulación, el gobernador de la plaza se lim itó a com unicarle el resultado de la batalla de Bailén y la salida de José de M adrid. Fuerzas españolas atacaron a los sitiadores, que se retiraron a Barcelona y Figueras. En cu an to a Zaragoza, el 5 de junio salió el m ariscal Lefebvre de Pam plona en dirección a la capital aragonesa. D errotó a las tropas es pañolas en Tudela, M alleu y Alagón y el 15 se encontraba frente a la ciu dad, que no contaba con verdaderas fortificaciones y donde no había m ás de 1.000 soldados veteranos y de 5.000 a 6.000 paisanos arm ados integrados en tercios. El m ism o 15, los franceses atacaron las Puertas del C arm en y de S anta Engracia, lo g ran d o p en e trar p o r la segunda, pero acabaron siendo rechazados. Los franceses se reforzaron hasta lie-
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gar a los 15.000 hom bres. El 4 de agosto rom pieron brecha en sus m u rallas y en traro n en la ciudad, resistiendo los zaragozanos en sus calles. El 13, conocido el resultado de la batalla de Bailén, siguiendo órdenes de José B onaparte, los sitiadores se retiraron hacia Tudela. Volvamos al general Cuesta, a quien habíam os dejado tras el desas tre de Cabezón. De Valladolid m archó a Benavente con los escasos res tos de su m altrecho ejército, donde se le u n iero n tres batallones astu rianos de nueva creación, tan escasos en instrucción com o el resto de sus tropas. M ientras, Blake estaba ya al frente de u n ejército en Galicia com puesto p o r unos 25.000 hom bres, de los que m ás de dos terceras partes eran soldados veteranos. Los dos ejércitos se un iero n en B ena vente y así m archaron hasta M edina de Rioseco, p ero Blake, im pulsa do p o r la Ju n ta de Galicia, fue dejan d o atrás a p a rte de sus tropas: 6.100 en el P uerto del M anzanal y 4.400 en Benavente. Tam poco h u b o u n m an d o unificado para los dos ejércitos, porque así se lo había im puesto a Blake su Junta, m ás preocupada p o r la seguridad in m ediata de su te rrito rio que p o r la necesidad de d estru ir a las tropas enem igas. C uando atacaron los franceses, p rim ero rom pieron el ala izquierda del despliegue español que ocupaban los castellanos y después se volvieron co n tra la retaguardia de las tropas gallegas, desbaratándolas. Se habían enfrentado 22.000 españoles, descoordinados, contra 13.430 franceses. El ejército de Galicia sufrió 367 m uertos, 489 heridos y 2.342 prisione ros, m ientras que el de Castilla tuvo 155 m uertos. La ausencia de u n m an d o suprem o se pagó bien cara. Bailén cierra esta fase. La batalla tuvo lugar el 19 de julio, en ella com batieron la m itad del ejército de Castaños (divisiones Reding y C oupigny) contra la m itad del de D upont (divisiones B arbou y Fresia) y ta n to un o com o otro bando tuvieron a su retaguardia efectivos enemigos im portantes que, de haber intervenido a tiem po, hubieran dado otro ca riz a la batalla. Los franceses tenían la am enaza de las divisiones de Lapeña y Jones, que conducía personalm ente Castaños, y los españoles a las francesas de Vedel y Dafour, encargadas de m antener las com unicaciones con M adrid p or Sierra M orena, que se aproxim aron con parsim onia y tarde al cam po de batalla. En él, los españoles eran 15.000 hom bres y los franceses, 9.000. Los im petuosos ataques de D u p o n t a las líneas españo las fueron rechazados y el general francés se vio obligado a capitular cuando los gruesos de Castaños se aproxim aban a la zona de combate.
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Por el contrario, Vedel llegó a la retaguardia española, arrollando el des pliegue de seguridad dejado p o r Reding, cuando D upont había ya capi tulado y había incluido en ella a su división. Entre prisioneros, m uertos y heridos, los franceses perdieron 20.000 hom bres. M ientras se desarrollaban estas acciones, los ingleses desem barca ron en la bahía de M ontego, en Portugal, el 1 de agosto. El 17 y el 20 de rro ta ro n a los franceses en Rollica y en Vim ieiro, y el 30 firm aron el C onvenio de Sintra, evacuando a las tropas francesas de P ortugal en barcos ingleses. Son hechos posteriores a los españoles narrados, pero que tend rán su incidencia en la siguiente fase.
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Después de Bailén, José abandona M adrid y concentra su ejército al n o rte del Ebro. Los ejércitos españoles avanzan con parsim onia. Todo son «Te Deums» y celebraciones. Los españoles piensan que ya h an ga nado la guerra y sus tropas se dirigen a M adrid pausadam ente. El p ri m ero en llegar es el de Valencia, que m an d a González Llamas, que lo hace el 13 de agosto, dos sem anas después de la salida de José; el de C as taños no lo hizo hasta el 23 y el recién reorganizado de Castilla, el 2 de septiem bre. Blake estuvo retenido en La Bañeza hasta el 18 de agosto. El 5 de septiem bre se celebró en M adrid u n «Consejo de G enera les» que no llegó a n in g ú n acuerdo y el 25 se constituyó en A ranjuez la Junta Suprem a G ubernativa del reino. Esa Junta n o m b ró al teniente ge neral Cornell secretario de Estado para la G uerra, estableció u n a «Sec ción de Guerra» form ada por diputados y u n a «Junta M ilitar» presidi da p o r C astaños y los generales M arqués de Castelar, M oría, González Llamas, M arqués del Palacio y Bueno, a la que se añadieron el C onde de M ontijo y el m arin o Ciscar. Teóricam ente, estos tres estam entos lle varían la dirección de la guerra y de las operaciones m ilitares bajo el control del pleno de la C entral, que el 2 de octubre ordenó la fo rm a ción de tres ejércitos: — El de la Derecha, en C ataluña, m andado p o r Vives, con las tro pas de aquel Principado, las llegadas de Baleares y las de M urcia y G ranada (división Reding).
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— El del C entro, m andado p o r Castaños, con las tropas de A nda lucía (m enos u na división enviada a C ataluña y o tra dejada en Som osierra), las de Castilla, Extrem adura, Valencia y el soñado refuerzo de 20.000 ingleses. — El de la Izquierda, que m andaba Blake hasta la prevista llegada de D inam arca del M arqués de La R om ana al frente de su divi sión, con las tropas de Galicia, A sturias, S antander y Vizcaya, m ás la caballería del de Castilla. — El de Reserva o «de observación», que m andaba Palafox con sus tropas aragonesas. Blake se desplegará en las m ontañas de Santander, pronto a aden trarse en Vizcaya; Castaños, entre Logroño y Tudela, y Palafox en Las Cinco Villas. No hay un jefe que m ande el conjunto, ni se puede saber de quién o de qué es reserva Palafox. Tam poco el ejército de Extrem a d u ra parece saber qué se espera de él, no se u n irá al del Centro, sino que m archará solo hacia Burgos, parece que a tap ar el gran hueco que q u e da entre la Izquierda y el C entro, y no m archa conducido p o r su jefe Galluzo, que ha caído en desgracia por pedir víveres y vestuarios a su paso p o r M adrid, sino por el inexperto C onde de Bellvedere, cuyo p rin cipal m érito es ser hijo del M arqués de Castelar. C uando llegue la h o ra de la verdad, apenas habrá 130.000 españoles descoordinados, desplega dos en dos masas de m aniobra separadas p o r 150 kilóm etros, frente a la poderosa m áquina de hacer la guerra que dirige en persona Napoleón. La Junta C entral tam bién quiere estar presente en el cam po de b a talla y envía sus «comisionados» a los ejércitos. En el del C entro apare cen don Francisco Palafox, herm ano del caudillo aragonés, el C onde del M ontijo, p rim o de ellos y Coupigny, enem istado con Castaños porque no le ascendió a teniente general p o r la batalla de Bailén. Sus planes de cam paña son disparatados. Se pretende el doble envolvim iento de los franceses: Blake correría p o r las estribaciones cantábricas hasta Tolosa, m ientras Palafox, seguido p o r Castaños, subiría p o r el Aragón y el Iratí hasta Roncesvalles, para encerrar al m ism ísim o N apoleón en una gi gantesca bolsa. Es el plan de los Palafox: de José, de Francisco y de su p rim o M ontijo, que ya había trazado este últim o cuando, al frente de los ejércitos de Aragón, había llegado a Tudela el 21 de agosto, tras el le vantam iento del sitio de Zaragoza.
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La Junta C entral pretendió m ovilizar a la población para llegar a u n ejército de 400.000 infantes y 40.000 jinetes. De esta tarea se encargaría la Sección de G uerra, que debía tam bién adquirir en el extranjero las ar m as necesarias, im pulsar la labor de las fábricas del país y lograr el n ú m ero de caballos necesarios p ara m o n tar la caballería pretendida. Pero u n ejército no es solo u n a concentración de hom bres, hacen falta las ar mas, el vestuario, los cuadros de m ando, la instrucción y la disciplina de las tropas, y víveres y caudales para alim entarles y pagarles. Los 300.000 fusiles que había en los parques de artillería antes de com enzar la gue rra habían desaparecido o estaban en m anos francesas. En septiem bre se pidieron 200.000 a los ingleses y 600.000 m ás en diciem bre. Tam po co había cuadros de m ando suficientes. ¿Cómo im provisar todo? Ade m ás, cada ciudad q u ería organizar su propio regim iento, designando sus m andos, y nu n ca com pletar las plantillas de guerra de las unidades existentes. Form ar u n ejército y ponerlo en condiciones de eficacia es u n a tarea lenta, no sirven ni las prisas ni el entusiasm o. Tam poco se lo gró ese n ú m ero de tropas. Los discursos fogosos y las órdenes draco nianas iban p o r u n lado y las tareas de reclutam iento p o r otro. José se había retirado al n o rte del Ebro con V itoria com o centro. Allí reconstituyó su ejército, form ado p o r unos 50.000 hom bres — de ellos, 11.000 de caballería— organizado en tres cuerpos de ejército (D e recha, C entro e Izquierda) y una reserva. P ronto a estas fuerzas se unie ro n otras: el 24 de agosto en traro n los mariscales Victor, al frente del P rim er C uerpo, y Soult con el Segundo; detrás entraron los mariscales Lefebvre y Lannes con el IV y el V y, por últim o, N apoleón al frente de la G uardia Im perial. Para el 25 de octubre los efectivos totales que m an daba el em perador ascendían a 318.000 hom bres y 60.000 caballos, o r ganizados en ocho cuerpos de ejército, de los que el VII, m andado por Saint Cyr, m archó a C ataluña. Bessiéres tom ó el m ando de la reserva de caballería, form ada p o r 14.000 dragones y 2.000 cazadores, y el general W alter de la G uardia Im perial con otros 10.000 hom bres. P ronto ese ejército rom pería p o r el centro y se volvería contra las dos alas del des pliegue español. El 17 de octubre había llegado Castaños a Tudela para hacerse cargo del ejército del Centro. Se encontraba desplegado a lo largo del Ebro con las tropas castellanas en Logroño, las divisiones 2.a y 4.a andaluzas (Grim aest y Lapeña) entre Lodosa, Calahorra y C intruénigo y la división va
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lenciana en Tudela. El ejército de Reserva, con las tropas aragonesas de Saint M arc y O ’Neille, con 13.000 hom bres, en Las Cinco Villas. El 29 de octubre salió Bellvedere de M adrid y el 7 de noviem bre es taba en Burgos al frente de 13.000 hom bres. El 10 de noviem bre se p ro dujo la batalla de Gam onal, cuando parte del ejército de E xtrem adura continuaba su m archa hacia Burgos. La d errota española fue total; en la retirada hacia M adrid se perdieron la m itad de los efectivos y así, cu an do H eredia logró reu nir en Segovia a los restos de aquel ejército, apenas consiguió congregar a 7.000 hom bres. Blake, p o r su parte, se había puesto en m ovim iento. El 11 de octubre se le u nieron las tropas asturianas (9.000 hom bres) y, a principios de n o viem bre, las unidades escapadas de Dinam arca. Blake sostuvo las accio nes de Zornoza (31 de octubre) y Balmaseda (5 y 8 de noviem bre) y, p o r fin, la decisiva batalla de Espinosa (10 y 11 de noviem bre). D errotado en ella, se retiró p or Reinosa y Potes a León, donde entregó los restos de su ejército al M arqués de La Rom ana: 15.930 hom bres de los 40.000 que había logrado reunir con anterioridad. M ientras, Castaños, sobre el Ebro, había disuelto el ejército de C as tilla, que había abandonado Logroño y había repartido a sus hom bres entre las unidades del de A ndalucía para com pletar sus plantillas, a la vez que creaba u n a pequeña división de vanguardia. Roto el centro del despliegue español en Gam onal, los franceses penetraron hacia el sur y el este para envolver al resto de las tropas españolas. El 21 de noviem bre recibió Castaños la noticia de la llegada de los franceses a Almazán, con lo que su ejército se veía am enazado p o r su frente y su retaguardia. Ese m ism o día ordenó retroceder a sus tropas y efectuar u n giro de 90 grados, desplegándose perpendicularm ente al Ebro sobre el cauce del río Queiles, entre Tudela y Tarazona, con la vanguardia en Agreda, a la vez que ordenaba a las tropas aragonesas aproxim arse a Tudela, orden que estas se resistían a cum plir p o r no depender de su m ando. El despliegue del ejército español del C entro era discontinuo y ex tenso, con grandes espacios sin cubrir entre las divisiones que lo com ponían. Hacia las 8 de la m añana del día 23 com enzaron a entrar en Tu dela las tropas de O ’Neille y, cuando se encontraban conferenciando en ella Castaños y Palafox, com enzó la batalla de Tudela. Palafox se m archó a Zaragoza apenas iniciada la batalla y Castaños se enredó en el m ando directo de lo que era su extrem a derecha, m ientras el resto de sus uni-
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dades perm anecían pasivas, desoyendo sus órdenes de acudir a la zona de combate. Las bajas de los españoles alcanzaron los 3.000 m uertos o heridos y otros tantos cayeron prisioneros. La retirada se generalizó h a cia Borja en form a cada vez m ás desorganizada. Desde allí, las tropas aragonesas, con parte de las andaluzas de Villariezo y de la valenciana de Roca, azuzadas p o r Francisco Palafox, se retiraron hacia Zaragoza, m ien tras el resto lo hacía a Calatayud. De Calatayud a Sigüenza y, de allí, a Guadalajara. El 4 de diciem bre, en Huete, el D uque del Infantado se hizo cargo del m ando del ejército del Centro. C uando acabó su retirada en Cuenca, apenas 9.000 infantes y 2.000 jinetes restaban de aquel ejército: a las 6.000 bajas había que añadir 10.000 desaparecidos. M ientras, Palafox, en u n a decisión absurda, se encerraba en Zaragoza con 30.000 h o m bres, de los cuales 4.000 habían pertenecido al ejército del Centro. C uando Girón, sobrino, subordinado y amigo de Castaños, quiere justificar la derrota, inform a que la fuerza real de los españoles no p a saba de los 26.000 hom bres, m ientras que los enemigos eran 30.000 in fantes, 5.000 jinetes y 60 piezas de artillería, m andados p o r los m arisca les Lannes y Moncey, sin contar los 20.000 de Ney que se dirigían p o r El Burgo de O sm a sobre Agreda. Viejos soldados franceses contra re clutas que n o conocían la guerra, mariscales del Im perio contra genera les que hacían oídos sordos a las órdenes de su jefe. M ientras, Saint Cyr había entrado en Cataluña, había derrotado a los españoles en C ardedeu y M olins de Rey, y Rosas había capitulado. Después N apoleón ro m pió p o r Som osierra y entró en M adrid el 4 de diciem bre. R acionalm ente, los españoles habíam os perdido la guerra, com o tantas veces las perdieron Prusia o A ustria cuando vieron am ena zadas sus capitales.
T e r c e r a f a se : d e d ic ie m b r e d e 1808 a m a r z o d e 1809
Todo h a de recom ponerse. La herm osa e inexplicable tenacidad, la voluntad de vencer p o r encim a de la razón lógica. ¡Pero si ya no había ejército! La m iseria de las derrotas com pensada con la grandeza del es píritu. Seguir y seguir sin im p o rtar fracasos, penas, carencias... esa es la historia in tern a de aquella guerra. Pero sigamos, aunque sea narran d o m ás sufrim ientos y m ás derrotas.
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Para el 4 de diciem bre, los ingleses de M oore están ya reunidos en Salamanca. En sus inm ediaciones se encuentra el ejército de la Izquier da con u nos efectivos de unos 20.000 hom bres, pero de los que solo 7.000 infantes y 200 jinetes están en condiciones de com batir. M ientras, N apoleón, p o r el P uerto de G uadarram a se lanzó sobre los ingleses. El 25 de diciem bre, M oore inició su retirada a Galicia y en la noche del 10 al 11 de enero, entró en La C oruña. El 16 se produjo la batalla de Elviña en la que m urió el general inglés. R eem barcaron, pero de los 33.709 que co m p o n ían la expedición solo regresaron 25.551. Su repliegue a través de Galicia había dejado u n triste recuerdo p o r sus excesos con la población civil. Soult y Ney to m aro n posesión de Galicia. El prim ero se dirigió a Portugal m ientras el segundo perseguía al M arqués de La R o m an a hasta Asturias. En C ataluña no nos fue mejor. Reding sustituyó a Vives en el m a n do. El 25 de febrero quiso sorprender a Saint Cyr frente a Tarragona, desbordándole p o r u n flanco y atacándole de frente, pero fue derrotado en lo que se llam ó batalla de Vals. H erido en el com bate, fallecería el 23 de abril. G irona seguía en m anos españolas, pero siem pre am enazada, m ientras se som etía a Barcelona a u n bloqueo a distancia y m igueletes y som atenes obligaban a los franceses al em pleo de fuertes escoltas para proteger sus convoyes desde Francia. Los franceses están en Galicia y en O porto; han conquistado M a d rid y ahuyentado a nuestras tropas m ás allá del Tajo. Sierra M orena es la frontera, aunque p o r La M ancha se m ueven unos y otros. En Z ara goza se ha encerrado u n ejército y G irona resiste. Todos pedían ayuda a la C entral m ien tras esta se retiraba p o r E xtrem adura hacia Sevilla, d o n d e se establecería entre el 15 y el 17 de diciem bre. Se piden tropas para auxiliar a los sitiados, dinero para pagar las apresuradas levas, y arm as y m u n iciones para convertir a estas en im provisados ejércitos que se b aten y se reorganizan un poco m ás atrás p ara volver a em pe zar. C uando peor estábam os, hubo suerte. A ustria hizo sonar sus ta m bores de guerra y N apoleón saldría precipitadam ente de nuestra Patria llevándose la G uardia Im perial. Vencería en W agran, justo entre la b a talla de Talavera que nos sería favorable y el espantoso desastre de Ocaña. Fue u n respiro y u n a esperanza. Se volvió a soñar con grandes coa liciones, con u n nuevo m arco de lucha que hasta entonces se llevaba tan solo con el apoyo inglés — que en ese m om ento parecía esfum arse
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después del reem barque de C oruña y que siem pre se recibió con rece lo p o r sus co n tinuas pretensiones de establecer sus tropas en Cádiz, M enorca, C e u ta ... Zaragoza. La batalla de Tudela había tenido lugar el 23 de noviem bre y el 30 ya estaban ante ella los cuerpos de ejército de Ney y Moncey, pero se retiraro n y así Palafox dispuso de dos o tres sem anas p ara orga nizar su defensa. La defensa fue heroica. El m ariscal Lannes, en su p a r te al em p erad o r del 28 de enero, decía: «Jamás he visto el encarniza m iento que despliegan nuestros enem igos en la defensa de la plaza. H e visto a m ujeres que iban a hacerse m atar en la brecha. En fin, Señor, esta es u n a guerra que horroriza». Además de ese innegable heroísm o, con viene señalar algunos aspectos: los defensores fueron m ás num erosos que los atacantes; la gran concentración h u m an a en la ciudad facilitó la propagación de enferm edades contagiosas, que produjeron num erosas bajas; las salidas de los defensores fueron siem pre de objetivo lim itado y se desistió de las dirigidas a ro m p er el cerco, aunque la posesión in i cial del A rrabal p erm itiera actuar a uno y otro lado del Ebro frente a u n enem igo dividido p o r ese río. Después de 52 días de asedio, 29 em pleados en forzar el recinto y 23 en avanzar casa p o r casa, el 20 de febrero, Zaragoza capituló. De los 32.000 soldados españoles que com enzaron su defensa, 12.000 m archa ron prisioneros a Francia, el resto habían m uerto o estaban enferm os o heridos en los hospitales. Se estim a que m urieron cerca de 53.000 civi les. Por el contrario, las bajas francesas las estim an los historiadores es pañoles en unas 10.000, aunque los partes oficiales de su ejército las re ducen a 3.200. Pero volvam os al centro de España. Por un lado, los restos del ejér cito que intentaron la defensa de M adrid en Somosierra y los del ejército de Extrem adura, se retiraron p o r Talavera a Extrem adura, m ientras que los del ejército del C entro se habían reorganizado en C uenca y alcanza b an ya los 27.000 infantes y 3.000 jinetes. Infantado envió a su v a n guardia, m andada p o r Venegas, contra Tarancón, desde donde retroce dió a Uclés con 11.593 infantes y 1.814 jinetes. M ás atrás, escalonado hasta Cuenca, se encontraba el resto de ese ejército. Frente a Venegas, el m ariscal Victor con efectivos similares a los españoles. N uestras tropas desplegaron en dos filas a lo largo de cuatro kilóm etros, con Uclés en el centro. Los franceses atacaron de frente, a la vez que envolvían nuestra
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ala derecha, y la línea española sucum bió desorganizada. En la batalla tuvim os 1.000 bajas, entre m uertos y heridos, y 10.000 quedaron p ri sioneros. Sólo lograron escapar unos 2.000, la m ayor parte, de caballe ría. Sirva de consuelo que en carta de José a N apoleón, de fecha 5 de m arzo, decía: «Se hicieron 10.000 prisioneros en Uclés y solo llegaron a M adrid la m itad, así com o de los hechos en Zaragoza la m ayor parte se ha escapado antes de llegar a Pam plona».2 Los restos del ejército del C entro se retiraron p o r M o tilla del Palan car a Santa C ruz de M údela, donde se encontraron con el M arqués del Palacio al frente del «Ejército de Reserva de la M ancha», com puesto p o r unos 12.500 hom bres. Ambas tropas se fusionaron en el «Ejército de la M ancha», que pasaría a m an d ar C artaojal. Este nuevo ejército, co m puesto ya p o r 16.000 infantes y 3.000 jinetes, fue sorprendido por los franceses el 26 de m arzo cuando se encontraba acuartelado en Ciudad Real, retirándose en desorden hasta D espeñaperros. A finales de m es, 14.000 de sus hom bres estaban reunidos en Santa Elena, donde se hizo cargo de ellos Venegas. H a sido u n largo cam ino. Los detalles de tan to com bate, tanto b a tallón y tantas situaciones distintas encubren el hilo conductor. Priego, Artola, O m an, Arteche, Balagny, Toreno, etc., ofrecen un relato m ucho m ás rico, del cual he huido, aunque la sim plicidad y la brevedad e m p ob rezcan ese relato. Pero quiero eso, el cuadro del conjunto, ten er idea de ese continuo tejer y destejer en que se debaten nuestras tropas en su lucha co ntra el m ejor ejército del m u n d o de ese m om ento; ese «no im porta» en que se resum e el heroísm o después de tan to desastre, siem pre detrás de u na nueva esperanza, de otras tropas que parecen sa lir de la chistera de un prestidigitador para volver a perderse de nuevo. De Bailén a Tudela, y de allí a Som osierra, a C uenca o Uclés o C iudad Real, p ara acabar en G irona y Zaragoza. Seguirá el repliegue, y en las form aciones volveremos a encontrar los m ism os batallones anteriores entre otros nuevos com o si no hu b iera ocurrido nada, m ientras conti n ú a el baile de los generales, que casi siem pre son los m ism os, porque no hay otros. ¿Se sabía la situación de los ejércitos? U n inform e, firm ado por Jo vellanos en Sevilla el 5 de abril, cuando acababan de suceder otros d e sastres, decía:
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Hay un grande abuso en el empleo de nuestras fuerzas. Sólo buscamos el núm ero y no es el núm ero sino la destreza y el valor quien vence. Cla mam os por fusiles para arm ar hombres y no tratam os de instruir hombres para m anejar fusiles. Millares de alistados hay por todas partes sin que haya un depósito de instrucción para ellos, como si fuera necesario que tu vieran u n arm a para enseñarles tanto como tienen que saber además de su manejo. Estos alistados viven a costa del Estado desde que dejan su casa, consumen y ni sirven n i aprenden para servir; y al cabo, apenas hay un fu sil que darles cuando son destinados a servir, y no siendo capaces de ha cerlo, sirven más de estorbo que de auxilio.3
D espués de estos párrafos, Jovellanos insiste en la necesidad de u n m a n d o ú n ico de los ejércitos. P u ra o rto d o x ia m ilita r o lv id ad a en aquel clim a em ocional y en aquella p risa que nos desbordaba. Pero m e p reg u n to si esa Ju n ta n o tem ía la aparición de u n a especie de b o n ap artism o , de u n caudillo que acum ulara en sí lo que la Junta re p artía en tre com isiones, m andos com partidos y com ités. A ntes había arrem etid o co n tra los jefes y oficiales inexpertos, perezosos, infieles o cobardes, que no h ab ían sabido o podido disciplinar e in stru ir a sus tropas.
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Ya hem os dicho que los fugitivos de G am onal y Som osierra se h a bían retirado a Extrem adura. Allí dieron origen a otro ejército de Ex trem adura, que prim ero m andó Galluzo, pero que a finales de diciem bre pasó a m an d ar Cuesta. Para m arzo ya disponía de 15.000 infantes, 2.000 jinetes y 576 artilleros al servicio de 30 piezas. Todas sus fuerzas se m antenían entre el Tajo y el Guadiana, tratando de im pedir el paso de los franceses p or los puentes del Arzobispo y de Alcántara. Era un ejér cito pobre en recursos, desnudo y carente de fondos p ara el pago de h a beres y com ida. A m ediados de m arzo, el m ariscal Victor, al frente de 15.000 infantes, 5.000 jinetes y 1.400 artilleros al servicio de 48 piezas, inició su progresión sobre E xtrem adura desde M adrid. Su propósito era d estruir el ejército de C uesta y después m archar p o r C iudad R odrigo hacia O p o rto , d o n d e W ellington acosaba a Soult. El 27 de ese m es, Cuesta recibió el refuerzo de 4.500 hom bres del ejército del C entro al
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m ando del D uque de A lburquerque. Cuesta retrocedió por D on Benito a M edellin y allí, el 28, presentó batalla a los franceses. A C uesta le gustaban las batallas, pero tam poco tenía otra opción, po rque seguir retrocediendo le habría llevado hasta Sevilla. Además, hay otro factor que no podem os dejar de considerar, y es que el territorio es el nuestro, el que debíam os defender y a lo que em pujaban tanto las au toridades locales com o las nacionales. ¿Para qué querían E xtrem adura o C ataluña u n ejército al que consideraban suyo, sino para su defensa? Los ingleses se m ovían, y se m overán siem pre, sin la atadura de este im perativo, com o se m ueven las escuadras en el m ar, persiguiendo tan solo la destrucción del enem igo y la salvación de las propias fuerzas. Pero en el territo rio propio, la defensa de nuestras gentes y nuestras ciudades constituía u n objetivo prim ordial, que im pedirá eludir riesgos, esfuer zos y sacrificios. La batalla fue u n nuevo desastre. Los españoles eran 20.000 infan tes, 3.000 jinetes y 30 piezas de artillería. Tras u n a prim era fase de fran ca ventaja española, nuestra caballería volvió grupas ante la francesa y el desastre se precipitó. Tuvimos 10.000 bajas en com bate y perdim os 1.800 prisioneros. La retirada, o la huida, term in ó en M onasterio, ya cerca de la provincia de Sevilla, protegida p o r una gran torm enta que im pidió la persecución. Allí Cuesta apenas reunió 3.000 jinetes y unos 8.000 infantes. En A ragón, perdida Zaragoza, Blake fue designado el 7 de abril para hacerse cargo de las Capitanías Generales de Valencia y Aragón, pero fa llecido Reding el 23 de abril, asum ió tam bién el m ando de Cataluña. Se constituye así en jefe de dos ejércitos: «el de la Derecha o Cataluña» y «el Segundo de la Derecha», que incluía a las tropas de las otras dos C a pitanías; los dos ejércitos, diferenciados pero bajo u n m ism o m ando, com o lo están tam bién sus territorios. El prim ero contaba con 49.000 infantes y 2.694 jinetes y el segundo con 12.000 hom bres de la División A ragonesa y 18.000 de la División Valenciana. Al frente del «Segundo de la Derecha» avanzó sobre Alcañiz, donde el 19 de m ayo derrotó a las tropas de Suchet. Esa victoria hizo pensar a Blake en la recuperación de Zaragoza y así, reforzado con nuevos reclu tas, el 15 de junio presentó batalla a los franceses en M aría. Suchet ata có y forzó su repliegue a Belchite, donde el 17 se produjo una nueva b a talla, que term inó en desbandada general de nuestras tropas en m edio
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de u n gran desastre. Blake volvió a Tortosa tras presentar su dim isión a la Junta C entral, que n o la aceptó. D espués, com o capitán general de C ataluña y jefe de su ejército, hizo frente a la situación creada p o r el sitio de Girona, que había co m enzado el 6 de mayo. N unca fueron fáciles las relaciones entre la Jun ta del P rincipado y los capitanes generales, de los que dos habían sido cesados a petición de la Junta. H abía u n problem a de orgánica m ilitar: las unidades iniciales de ese ejército, la m ayoría expedicionarias, des pués de dos años de guerra se encontraban m erm adas en sus efectivos, la reposición de las bajas era im posible desde sus orígenes y la Junta del P rincipado se resistía a enviar sus hom bres a reforzar esas unidades. Pero en C ataluña se habían form ado 28 tercios de m igueletes, con unos efectivos totales de 21.222 hom bres. Eran grandes batallones que p re tendían contar con 1.000 hom bres, form ados p o r las Juntas de C orregi m iento que n o m b rab an a los oficiales y suboficiales y que m ovilizaban a la tropa. La Plana M ayor y el M ando los designaba el capitán general y a él quedaban subordinados. Además de esos migueletes, se form aron som atenes, unidades irregulares para la autodefensa de las ciudades y el ataque a los pequeños convoyes enemigos. El 24 de agosto de 1809, Bla ke reorganizó su ejército con la creación de las «Legiones Catalanas». C ada legión contaría con dos secciones de infantería de línea, a cuatro batallones, y o tra de infantería ligera con dos, además de u n escuadrón de caballería y unas tropas de artillería a pie. C ada legión venía a ser u n a pequeña división y cada batallón se correspondía, con ligeras m o dificaciones, con los tercios. Las tropas catalanas com batieron con heroísm o en cuantas ocasio nes se encontraron. Sufrieron u n elevado núm ero de bajas en com bate y, ni la pérdida de todas sus principales ciudades y fortalezas, ni las su cesivas derrotas en las batallas lograron apagar su com batividad. Ese Prim er Ejército es el único que subsiste después de seis años de guerra y el que acabó recibiendo a Fernando VII a su vuelta de Valençay fo r m ado rodilla en tierra sobre la orilla derecha del Fluviá. Los jefes de los migueletes: M ilans, Claros, Llauder, Torras, Rovira, E róles... alcanzaron altos grados m ilitares y se distinguieron en la conducción de sus tropas. Pero las relaciones de los capitanes generales con la Junta del P rincipa do fueron siem pre difíciles. Las ciudades reclam aban la presencia de guarniciones que las defendieran y los generales deseaban form ar con
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sus tropas grandes masas de m aniobra. Por eso los «estados de fuerza» son confusos, p o r eso Blake aparece unas veces al frente de 30.000 h o m bres y otras solo con 10.000. C hocaban «la m anía de dar batallas», acu ñada p o r el «Semanario M ilitar y Patriótico del Ejército de la Izquier da», que después recogería Toreno, con el concepto de la defensa estáti ca de las ciudades. Sobre Blake pesó la defensa de Girona. La Junta del Principado, y en principio tam bién la Central, le em pujaban a acudir con su ejército a li berarla del cerco, pero Blake no se consideraba con fuerza para in te n tarlo, aunque el 1 de septiem bre logró introducir en la ciudad sitiada u n convoy con 1.500 acémilas, escoltado p o r 4.000 infantes y 150 jinetes, del que el día 4 salieron 1.500 hom bres y las acémilas. O tro intento lle vado a cabo el 25 del m ism o mes fracasó con la pérdida de 3.000 h o m bres de su escolta y las 1.500 acémilas. M ientras, la situación de G irona se agravaba: el 20 de noviem bre, la Junta del P rincipado prom ovió la llam ada a filas de 50.000 hom bres y, nueve días más tarde, enviaba a Se villa u na com isión para recabar la liberación de la ciudad. Blake se sen tía im potente, porque 50.000 hom bres apresuradam ente reclutados no son u n ejército. El 10 de diciem bre capituló. En su defensa m u riero n 4.284 hom bres, 3.200 salieron prisioneros hacia F rancia y 1.000 m ás perm anecieron enferm os o heridos en sus hospitales. El sitio había d u rado seis meses. Las bajas totales, incluidas las sufridas en los intentos de socorro, pueden estim arse en 15.000 de cada bando. Su colofón, la m uerte de Álvarez de Castro en el castillo de Figueras, es u n a afrenta para las arm as francesas. M ientras esto sucedía en tierras catalanas, en el sur se preparaban m ás tropas. Se refuerzan los ejércitos de E xtrem adura y del Centro; se negocia la participación inglesa y se urde u n a m aniobra ofensiva, co rred o r del Tajo adelante, com binada con o tra desde Sierra M orena, que deberían confluir en M adrid. A los tres meses de las derrotas de Uclés, C iudad Real y M edellin, volvía España a estar en condiciones de lucha. El ejército de la M ancha contaba con 26.000 hom bres, de los cuales m ás de 3.000 eran de caballería, con 30 piezas de artillería; el de Extrem a d u ra alcanzaba los 36.000. Se p o d rá decir que organizábam os m al los ejércitos, pero es indudable que los organizábam os pronto, quizá p o r que nos lim itábam os a encuadrar en ellos a reclutas sin instruirlos p re viam ente. Prevalecía el deseo de luchar fuese com o fuese, con la prisa
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p o r liberar nuestro territorio. El m ariscal Ney está entre Galicia y A stu rias al frente de 15.000 hom bres, m ientras Soult, siguiendo órdenes de N apoleón, ha entrado en Portugal y ocupado O porto. En las m ontañas de Verín, aplastados contra la frontera portuguesa, están los restos de n u estro ejército de la Izquierda, apenas 7.000 hom bres. P ronto, el 12 de mayo, Wellesley, el fu tu ro lo rd W ellington, ocuparía O p o rto y em pujaría a Soult hasta tierras de Orense. M ientras, la Junta C entral se encuentra perpleja contem plando las dos vías que llevan a Sevilla: la R uta de la Plata, que cierra el ejército de E xtrem adura, y la de D espeñaperros, que cubre el de La M ancha. Quiere ser fuerte en u n o y no ser débil en el otro. Ponderar los m edios necesarios p ara tener éxito en am bas direcciones se le escapa, le falta el sentido de la iniciativa que tiene W ellington y es que a los directores de la guerra españoles les preocupa la geografía, m ientras que el general inglés piensa en el enemigo. Por eso designa a Cuesta jefe superior de los dos ejércitos, separados p o r 250 kilóm etros, pero da órdenes ta n cautelosas a Venegas que este no sabrá que hacer. C uando se va a dar la batalla de Talavera, la situación de los ejércitos en presencia es la siguiente: por parte francesa, Victor se encuentra en el valle del Tajo al frente del I Cuerpo, m ientras Sebastián se situaba en La M ancha con el IV. Los dos cuerpos, unidos a la Reserva del Rey José en M adrid, totalizaban 50.000 hom bres. Por parte española, Cuesta en M o nasterio estaba al frente de 40.000, m ayoritariam ente reclutas a m edio instruir, com o era habitual, m ientras Venegas se situaba en La Carolina con 25.000. Esos dos ejércitos, unidos a los angloportugueses, 22.000 in fantes y 5.000 jinetes, superaban con creces el núm ero de los franceses. Fuera de ellos quedaban las tropas del M arqués de La Rom ana en Gali cia, las del D uque del Parque en C iudad Rodrigo, m ás los cuerpos de Soult y Ney, prontos en m archa hacia el sur p o r la Ruta de la Plata. ¿Q uiénes m andaban? El m a n d o de los franceses estaba perfecta m ente estructurado. Jourdan era el jefe de Estado M ayor de José; ade m ás, entre los m ariscales franceses regía el orden de antigüedad y, p o r encim a, los lejanos planes del em p erad o r que establecían que Soult, com o m ás antiguo, ejerciera el m ando de los cuatro cuerpos u n a vez reunidos. Los aliados hispano-ingleses van a ser otra cosa. Teóricam en te, Cuesta m an d a sobre Venegas, pero sobre este tam bién m an d a direc tam ente la Junta; y, en cuanto a ingleses y españoles, n o tienen u n jefe
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único, todo se fía a los acuerdos que puedan establecerse entre los ge nerales de am bas naciones. Pero ya había habido intentos m alogrados de constituir u n m ando único. El 30 de enero de 1809, la Junta había inform ado al G obierno inglés que nunca había pretendido que las tr o pas inglesas se dividieran en partes para actuar bajo las órdenes de ge nerales españoles com o si se tratara de fuerzas m ercenarias, y que si su G obierno lo estim ara oportuno, po n d ría todas las tropas españolas a las órdenes de u n general inglés. Se decidió la cooperación. El G obierno inglés autorizó a Wellesley p ara in tern arse en España «si esto n o p o n ía en riesgo la defensa de P ortugal».4 El 27 de ju n io los anglo-lusitanos se p u siero n en m o v i m iento y el 8 de julio estaban en Plasencia. D esde allí, Wellesley se tra s ladó a Casas de M iravete para entrevistarse con Cuesta. La entrevista no fue m uy cordial: Cuesta se negó a hablar en francés y Wellesley n o sabía español, adem ás de que n inguno de los dos se distinguía por su flexibilidad. Retirado Victor tras el Alberche, el plan inglés consistía en atacar a los franceses con am bos ejércitos unidos, m ientras u n cuerpo de 10.000 hom bres avanzaría p or Ávila y Segovia para desbordar la derecha fran cesa, a la vez que Venegas cruzaba el Tajo y envolvía a M adrid. Cuesta no estaba de acuerdo con la m aniobra por Ávila; además, los ingleses querían que esas tropas fueran españolas y los españoles que fueran in glesas. Al final, de esa acción se hizo cargo la brigada lusitana de W ilson reforzada con dos batallones españoles. El 23 de julio, am bos ejércitos contendientes estaban desplegados frente a frente separados p o r el A l berche. Wellesley propuso a Cuesta atacar ese m ism o día, pero Cuesta no lo estim ó oportuno. Al día siguiente fue Cuesta quien quiso atacar, pero los franceses se habían retirado. M ientras, las tropas de Victor, Se bastián y José se habían reunido en las proxim idades de Toledo. Siendo previsible el ataque francés, españoles e ingleses desplegaron ante Talavera, donde el 27 dio com ienzo la batalla. Los ingleses desplegaron al n o rte y los españoles al sur. Rechazados p o r los ingleses los prim eros ataques franceses y, ante la am enaza de ser desbordados p o r su flanco izquierdo, Wellesley pidió tropas a Cuesta y este le envió la división de Bassencourt y la caballería de Alburquerque. Volvieron los ingleses a rechazar a los franceses, com o hicieron los españoles situados en su flanco izquierdo, con lo que nuestros enem i-
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gos se retiraron sin ser perseguidos. D urante la batalla, el grueso de las tropas españolas no intervino, lo que tiene su reflejo en el núm ero de bajas: 5.336 entre m uertos, heridos y desaparecidos de nuestros aliados (u n 27% de sus efectivos) p o r 1.200 españoles. Las pérdidas francesas se evalúan en 7.000. Pero Talavera fue u n desastre logistico. Wellesley consideraba que los españoles debían asistirle con m edios de transporte y víveres, pero allí no había de lo un o n i de lo otro, en u n a región em pobrecida p o r tanto ir y venir de tanto ejército. C uando se supo que Soult y Ney se aproxi m aban a Extrem adura y rom pían la débil cobertura dejada, prim ero se retiró Wellesley para aproxim arse a Portugal y después lo hizo Cuesta; Los dos ejércitos m archaron p o r O ropesa hasta Puente del Arzobispo, donde se separaron porque Wellesley no quiso ver am enazada su reta guardia n i cortado su repliegue a Portugal. Wellesley se estableció en Ba dajoz el 3 de septiem bre, hasta el 27 de diciem bre en que entró en P or tugal. Cuesta se detuvo en M esa de Ibor y Deleitosa, m ientras José orde nó detener la progresión de sus tropas entre Oropesa y Plasencia. H ubo u n a gran tensión entre la Junta Central, el G obierno inglés y Wellesley. En Talavera habían quedado unos 4.000 heridos ingleses, en principio confiados a la protección de los españoles porque los ingleses fueron los prim eros en m archarse. No había carros para transportarlos. Es m uy posible que 2.500 fueran llevados a Trujillo y que 500 m urieran en el cam ino, pero 1.500 quedaron prisioneros de los franceses cuando estos volvieron a Talavera. Las cartas entre unos y otros son agrias, pero la Junta se m ostró inflexible en su defensa de Cuesta, al que ascendió a capitán general. ¿Qué hubiera sucedido si hubieran perm anecido los es pañoles en Talavera sin el apoyo de los ingleses? Y cuando todo esto había acabado, a Venegas, que había perm an e cido im pasible hasta entonces, se le ocurrió atacar. Pasó el Tajo, pero fue detenido en Valdemoro y se vio obligado a retirarse. Sébastiani cruzó el río p o r Toledo y el 11 de agosto hizo frente a los españoles en A lm onacid. La derrota de nuestras tropas fue com pleta. N uestras pérdidas fue ron 3.300, entre m uertos y heridos, y 2.000 prisioneros. La batalla de Talavera arrancó de la idea de u n enem igo debilitado p o r la m archa del em perador frente a Austria. Pero no fue así. El 6 de julio N apoleón derro tó a los austríacos en W agran y seis días m ás tarde firm aba el arm isticio de Z uain que ponía fin a la guerra, dejando libres
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las m anos al em perador y a 100.000 de sus hom bres, que podían in ter venir en España. Los españoles tienen prisa, quieren anticiparse a la lle gada de refuerzos franceses, esperan otra vez recuperar M adrid y hasta designan a Ibernavarro, Jovellanos y Riquelm e para gobernarla. Se vuel ven a p rep arar nuevos ejércitos porque la recluta de hom bres no cesa. Pero siem pre igual: la instrucción de las tropas y su disciplina es defi ciente y sus cuadros de m ando, m uchos im provisados, no estarán a la altura de las circunstancias. Los planes españoles eran los siguientes: el D uque del Parque en Ciudad Rodrigo, con 30.000 hom bres del ejército de la Izquierda, fijaría a las tropas francesas de Castilla-León; el ejército de E x trem ad u ra, al m an d o del D u q u e de A lburquerque, con 12.000 hom bres, cubriría el .corredor del Tajo, m ientras Eguía, con el resto de las tropas extrem eñas, m archaría a reforzar el ejército de La M ancha y se haría cargo de su m ando. Los ingleses se negaron a participar en es tas acciones: W ellington ya estaba preparando la posición defensiva de Torres Vedras. '' El 3 de octubre, Eguía estaba en D aim iel al frente de 45.000 h o m bres. Q uince días m ás tarde, el D uque del Parque avanzó sobre Sala m anca y derrotaba a los franceses en Tamames; reforzado con la D ivi sión A sturiana pero posteriorm ente am enazado p o r fuerzas superiores, se vio obligado a retirarse a la zona de Béjar, próxim o al ejército de E xtrem adura. Pero Eguía tam bién se sintió am enazado p o r la aproxi m ación de Victor y Sébastiani unidos y se retiró a Sierra M orena, y este repliegue llevó a la Junta C entral a relevarle p o r Areizaga, u n general que se había distinguido p o r su valor en la batalla de Alcañiz, pero que carecía de conocim ientos m ilitares y de dotes de m ando. El 23 de o ctu bre Areizaga tom ó el m ando del ejército que volvía a llamarse del Centro, que era el m ayor organizado en España desde los tiem pos de la batalla de Tudela. Se com ponía de u n a vanguardia y siete divisiones de infan tería con 51.800 hom bres, u n a m asa de caballería con 5.766 jinetes, 1.500 artilleros al servicio de 60 piezas y 600 zapadores. De esas tropas, m ás de la m itad eran batallones veteranos, com plem entados con otros poco instruidos y escasamente disciplinados. La m an io b ra general com enzó con u n a «dem ostración» del ejército de E x trem ad u ra p o r el corredor del Tajo que dejó indiferentes a los franceses, com o los dejó tam bién la siem bra de noticias sobre la posible intervención de los ingleses. M ientras, Areizaga puso en m archa a sus
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tropas y el 9 de noviem bre estaba frente a Aranjuez. De allí m archó h a cia el este hasta V illam anrique, cruzó el Tajo con parsim onia, y el 15 la m itad de sus tropas estaban entre ese río y el Tajuña, cuando ordenó re troceder y encam inarse a O caña. En la m añana del 18, las Caballerías de am bos ejércitos chocaron en Ontígola, siendo derrotados los españoles. En esa m ism a fecha, las divisiones españolas fueron llegando a O caña, m ientras Areizaga se detenía en Dos Barrios. En la m añana del 19 se in corporó el General; n o había querido atacar en Aranjuez a las débiles posiciones francesas que cubrían el paso, ni a Victor, que cubría el paso del Tajuña y ahora se vería obligado a com batir contra efectivos supe riores. Los españoles eran 46.000 infantes y 5.500 jinetes m ientras que los franceses eran 27.000 y 5.000, respectivam ente; había superioridad n um érica española, pero esta no com pensaba la superior calidad de los franceses. Los españoles desplegaron en dos líneas ante la ciudad de Ocaña. Areizaga se subió a u n cam panario y perm aneció todo el tiem po de la batalla sin adoptar decisión alguna, m ientras nuestras tropas eran b ati das en to d a regla, d ejan d o 14.000 prisio n ero s en m anos francesas y 4.000 entre m uertos y heridos. Después, el repliegue apresurado, cada vez m ás desordenado, acosado p o r la caballería enemiga. C uando los restos de aquel ejército llegaron a Sierra M orena tres sem anas m ás ta r de, apenas alcanzaban los 21.000 infantes y 3.000 jinetes. Nueve días más tarde, el D uque del Parque avanzó desde Béjar a Sa lam anca al frente de 32.000 hom bres y el 28 fue derrotado en Alba de Tormes. Después, este ejército se replegó al pie de la Sierra de Gata, d o n de sufrió im portantes bajas por enferm edad, ham bre y deserciones. H a bía perdido 3.000 hom bres en la batalla y ahora perdería otros 9.000. Los restos del ejército de Areizaga se estiraron entre A lm adén y Vi lla M anrique, en el vano intento de cubrir todos los pasos de Sierra M o rena, p ara ser débiles en todos ellos. C uando los franceses atacaron, to d o el dispositivo defensivo se d esm oronó y los restos huyeron en dirección a la provincia de G ranada o de Huelva. M ientras, la Junta de Sevilla se sublevó co ntra la C entral, que había abandonado la ciudad p ara refugiarse en Cádiz, y nom bró a Blake, que había salido de C ata luña y se encontraba en m archa hacia Málaga, para m an d ar los restos del ejército del C entro y al M arqués de La Rom ana para que m andara el de la Izquierda. El 26 de enero, José entró en C órdoba entre las aclam a-
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d o n es del pueblo. El 28 cayó G ranada y el 31, Sevilla. M enos mal que las tropas de A lburquerque se retiraron a Cádiz, donde entraron un día antes de la llegada de los franceses y así aseguraron su defensa. Blake ap e nas p u d o reu n ir 4.000 infantes y 800 jinetes en los lím ites entre G rana da y Alm ería, la m ayoría de ellos desnudos, ham brientos, sin armas y descalzos. Racionalm ente, la guerra la habíam os vuelto a perder. La Jun ta C entral se había disuelto dando paso al Consejo de Regencia y a las Cortes.
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El protagonism o es de los anglo-lusitanos, cuyas acciones serán n a rradas en o tro capítulo, pero es necesario señalar su incidencia en n u es tra situación general. El 2 8 de mayo, el m ariscal M asséna se hizo cargo en Salam anca del m ando del «Ejército de Portugal». El VI C uerpo de N ey y el V III de Ju n ot totalizaban 4 0 .0 0 0 infantes y 1 0 .0 0 0 jinetes, m ientras el II de Reynier m archaba hacia A lcántara para am enazar la vía del G uadiana y cubrir el flanco sur de la penetración. Escalonados en p ro fundidad se encontraban los 2 0 .0 0 0 hom bres del IX en Valladolid y otros 3 0 .0 0 0 entre Vizcaya y Navarra. En los planes de N apoleón en trab a que otros 3 0 .0 0 0 del ejército de José en tra ran en el Alentejo desde A ndalucía, p ero la resistencia de esta región lo im posibilitó. Com o acciones previas a la invasión de Portugal, los franceses invadie ron Asturias, asegurándose así el flanco n o rte de la penetración, y o cu paro n Astorga para encerrar a las tropas gallegas. C u an d o la am enaza francesa sobre C iudad R odrigo se concretó, W ellington aproxim ó su ejército. El 25 de abril, la vanguardia de Ney llegó a esa plaza fuerte y com enzó el cerco, hasta el 10 de julio en que capitularon sus defensores. Que W ellington no apoyara esa defensa es pañola, estando tan cerca, no fue nu n ca bien visto, pero m e atrevo a afirm ar que fue u n a decisión correcta: el general inglés necesitaba tiem po y quería com batir en Torres Vedras, no verse forzado a hacerlo en otro terreno distinto, y esa defensa española le proporcionó dos meses; com o tam poco hizo nada para socorrer a Almeida, que tenía guarnición inglesa. El 15 de septiem bre, cinco meses después del inicio del sitio de C iudad Rodrigo, los franceses estaban en m archa hacia Viseu. El 2 5 se
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produjo la batalla de Bussaco y el 11 de octubre llegaban las tropas de M asséna ante Torres Vedras. No atacaron, los franceses se detuvieron ante las fortificaciones británicas y el 14 de noviem bre com enzaron a replegarse sin que W ellington los persiguiera. M ientras, en C ataluña se suceden los generales al frente del I Ejér cito. A Blake le siguen P ortago, G arcía C onde, H enestrosa y p o r fin O ’D onnell p o r deseo de la Junta del Principado. El nuevo capitán gene ral logró im plantar en C ataluña el sistem a de quintas, hasta entonces inédito. Envió al n o rte a los migueletes bajo el m ando de Rovira y o r ganizó u n «ejército de m aniobra» con 12.000 hom bres al que h abría que añadir las num erosas guarniciones de las ciudades. Pero siguieron los desastres. Los franceses se reforzaron con otros 14.000 hom bres y nu estras tro p as p erd ie ro n las batallas de Vich y M argalef. Se perdió H ostalrich el 12 de abril y Lleida el 14 de mayo. El 14 de septiem bre se venció en La Bisbal y el 1 de enero de 1811 capituló Tortosa. En total, las pérdidas se aproxim aron a los 18.000 hom bres entre m uertos, heri dos, prisioneros y desertores. Al sur, en M urcia se había reorganizado el antiguo ejército del C en tro que, reforzado con nuevas tropas, pasaría a ser el III. Y Cádiz, cer cado p o r el cuerpo de ejército de Victor pero abierto al mar. Desde esta últim a ciudad se protagonizaron acciones fuera de sus límites, com o el desem barco de Lacy sobre la costa onubense para llegar al C ondado de Niebla, la efectuada p o r él m ism o desde Algeciras hacia la Serranía de Ron da, am bas de objetivo lim itado y de rendim iento escaso. Tam bién Blake se decidió a atacar G ranada y avanzó sobre Baza con 8.000 infantes y 1.000 jinetes, pero fue rechazado y obligado a volver a M urcia. Pero en este periodo debem os centrar nuestra atención en el «ejér cito de la Izquierda» que m anda el M arqués de La Rom ana. Allí, en Ba dajoz, entre el 6 de abril de 1810 y el 6 de enero de 1811, se editó el «Me m orial M ilitar y Patriótico del Ejército de la Izquierda». Los analistas del «memorial», que hacen desfilar p o r sus páginas a los tratadistas m i litares m ás en boga en aquella época, y que recurren sistem áticam ente a los ejem plos de las cam pañas de Federico de Prusia, de la antigua R om a y de las m ás recientes de N apoleón en Europa, no ven perdida la guerra, aunque recojan todos los desastres que hem os ido presentando an terio rm en te. Sus redactores quieren seguir haciendo la guerra y se centran en la teoría de su dirección, «porque la teoría era el pie derecho
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y la práctica el izquierdo», luchando contra los que presum ían que b a s taban los largos años de servicio p ara aprender los secretos de una cien cia que exige estudio y m editación. Toda esa teoría de la dirección de la guerra la resum e u n a y otra vez una frase lapidaria: «El furor de dar batallas debe desterrarse entre n o s otros». Se entiende. Los generales h an querido dar batallas, pero a ellas h an sido em pujados p o r los que desconocían la realidad de la situación. Todos em pujaban hacia la cadena de desastres. El pueblo y sus dirigen tes, después de Bailén, creyeron posible derrotar al ejército francés, sien do el nuestro inferior en la calidad de las tropas y en la form ación de los m andos. Piensan que, si hubiéram os evitado 22 acciones generales y nos hubiéram os retirado excéntricam ente, el enem igo hubiera tenido que disem inarse para perseguirnos, así se hubiera debilitado y hubiera sido fácilm ente destruido. No pierden la esperanza. La figura es el cónsul Fabio. La prudencia frente a la fogosidad y el abandono del «furor de d ar batallas». Si los franceses eran diestros en la m aniobra de sus tropas en grandes batallas, nosotros debíam os rehuirlas. No se debían presentar grandes ejércitos, que po d ían ser destruidos con facilidad. Se debía forzar al enemigo a d i vidirse co n tin u am en te, a hacer inútiles sus concentraciones. C ritica tam bién la escasa instrucción del soldado y la im pericia de los genera les. El ejército lo m anda el M arqués de La R om ana y sus unidades se ex tien d en de C iudad R odrigo al C ondado de Niebla. N unca com batió reunido co ntra los franceses. Sus divisiones unas veces intentan sin éxi to la aproxim ación a Sevilla, otras veces com baten en Extrem adura o en el C ondado de Niebla. N inguna de sus acciones son resolutivas, pero m antienen la presión constante sobre nuestros enemigos que preconi zaba «el m em orial». Ya en carta a Mahy, C apitán General de Galicia, le decía el 18 de abril de 1809: ... esos vapores de atacar sin calcular los medios y tener asegurada la p ro babilidad de la victoria, no deben escucharse ni darles mérito. Así que es menester evitar acciones de alguna gravedad, caer sobre ellos de im provi so y destruirlos por partes. La misma guerra que los paisanos, pero de h a r to mejores consecuencias por la habilidad de los oficiales y gente que lu cha contra ellos. Acuérdese de Fabio Máximo, que nunca se atrevió a pre sentar batalla ni descender al valle provocado por Aníbal. Le cubrieron de dicterios pero salvó a Roma.5
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C uando W ellington se retiró a Torres Vedras, le siguieron dos divi siones españolas de ese ejército a cuyo frente estaba el M arqués de La Rom ana, que fallecería en Cartaxo el 27 de enero de 1811 cuando re gresaba a España con sus tropas.
De
en ero d e
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a en ero d e
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Saber con exactitud cuántos hom bres com ponían el ejército español a finales de 1810 es tarea im posible. Podem os considerar que no pasa rían de 100.000, distribuidos en seis ejércitos: el I en C ataluña; el II en A ragón y Valencia; el III en M urcia; el IV defendía Cádiz; el V Extre m ad u ra y Castilla la Vieja; el VI Galicia y Asturias y el VII las antiguas guerrillas de las Provincias Vascas, Navarra, Santander y la parte de Cas tilla la Vieja al n o rte del Ebro. Por su parte, los franceses estaban repar tidos en seis ejércitos, que sum aban 275.000 hom bres. El del norte, cuya m isión principal era m antener abiertas las com unicaciones con Francia y cubrir a Masséna; el de Portugal en aquel reino entre el M aior y Zezere; el del C entro, a las órdenes directas de José; el de A ragón, que com prendía esta Región m ás la cuña de Lleida y Tortosa, conquistadas p o r él, y el de Cataluña, que com prendía esta región m enos Tarragona, Lleida y Tortosa. El 9 de julio se había creado u n «Estado M ayor de Oficiales», que cum pliese esas funciones en las grandes unidades del ejército. A la vez, el jefe de ese Estado M ayor G eneral sería u n teniente general que se constituiría en auxiliar del Secretario de Estado de la Guerra. Pero el 9 de octubre de ese m ism o año, el C onsejo de Regencia n o m b ró al te niente general H eredia secretario de Estado de la G uerra y el 29 de ene ro de 1811 se le designaba tam bién jefe del Estado M ayor General. Se fusionaban en una persona las dos funciones que tenían que ver con las operaciones m ilitares, pero la dirección de la guerra se la reservó el Consejo de Regencia, que asum ió «la form ación y arreglo de los ejérci tos, o peraciones que debe em p re n d er y cuanto parezca conveniente para la dirección de la guerra». Las Cortes analizaron la situación de los ejércitos. En su sesión del 5 de enero, se señaló claram ente la indisciplina com o causa principal de tanto desastre, con la sustitución de regim ientos y soldados veteranos
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con cuerpos nuevos y reclutas sin instruir, em peñados a toda prisa c o n tra el enemigo, cuando no habían alcanzado espíritu de cohesión. El 1 de junio de 1811, el ayudante de Estado M ayor L andaburu expresó «el lam entable estado en que se en cu en tran los ejércitos españoles» y se volvieron a señalar estos problem as en la sesión del 11 de marzo. Se sa bían las causas de estos desastres, los análisis de ahora no difieren del de Jovellanos anteriorm ente señalado. ¿No se podían resolver? Pero se se guía com batiendo sin im portar en qué condiciones. Todo se intenta: li b erar n u estro te rrito rio en m anos enem igas y defender lo poco que queda libre. Todo aprisa, con discursos inflam ados, con generales inex pertos, con soldados bisoños y con más com isiones para estudiar y d e batir, p o rque en las Cortes se creó otra com isión. Pero se sigue, aunque Canga Argüelles, el 13 de enero de 1811, propusiera reducir el ejército a solo u n tercio de los efectivos existentes, porque no hay dinero, ni víve res n i vestuario para el de entonces. Pero sigam os con el hilo de los acontecim ientos. En C ataluña, d es pués de la p érd id a de Tortosa y de la m archa de O ’D onnell a re p o nerse de la h erid a sufrida en La Bisbal, se hizo cargo de la C apitanía general C am poverde, que se había distinguido al frente de la caballe ría pro teg ien d o el repliegue después de la batalla de Vich. Por p arte francesa, N apoleón segregó la m ita d de las tropas francesas del P rin cipado y las agregó a Suchet, que logró así re u n ir bajo su m an d o a 43.000 hom bres, con quienes el 28 de abril se p uso en m archa sobre T arragona. El 8 de mayo se puede considerar consum ado el cerco a la ciudad. El 28 de ju n io los franceses la to m aro n al asalto y pasaron a cuchillo a u n a g ran p a rte de la p o b la c ió n civil y de la g u arn ic ió n , 10.000 hom bres, que no habían capitulado. C am poverde fue relevado p o r Lacy el 7 de julio, quien se hizo cargo de u n I Ejército casi d es tru id o . C on todo, a la en trad a del otoño ya disponía de 14.000 h o m bres, a los que em pleó en u n a guerra a pequeña escala co n tra los fra n ceses, llegando a invadir con sus expediciones la C erdaña francesa y recu p eran d o las islas Medas. En el sur, Soult partió de Sevilla el 31 de diciem bre de 1810. Lleva b a a 20.000 hom bres, de los que 13.600 eran infantes, 5.387 jinetes y 1.950 artilleros. Enfrente estaba el Ejército de la Izquierda que m andaba M endizábal, com puesto p o r 30.000 hom bres y 3.000 caballos. De esos efectivos se han deducido los correspondientes a la división de Balleste
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ros que, p o r orden directa de la Regencia, había m archado al C ondado de Niebla. Soult ocupó Olivenza, d o n d e nos hizo 4.000 prisioneros y m archó sobre Badajoz, defendida p o r otros 5.000 que contaban con 170 piezas de artillería. Las tropas de M endizábal estaban desplegadas al n o rte de Badajoz, pero próxim as a la Plaza; frente a ellas, al otro lado del Gévora, separados unos diez kilóm etros de los españoles, desplega b an 4.500 infantes, 2.500 jinetes y 12 piezas, m ientras los españoles eran 9.000 infantes, 3.000 jinetes y 17 piezas. Los franceses pasaron el río p o r sorpresa, porque nuestra caballería se encontraba a retaguardia y no había vigilancia alguna sobre los p u n tos de paso. D ejam os 850 m uertos sobre el cam po y 4.000 prisioneros. Del resto, unos 2.500 en traro n en Badajoz y otros 850 se refugiaron en la fortaleza p o rtuguesa de Elvas. N uestra caballería no había interveni do en la batalla. Así la suerte de Badajoz estaba echada. Para colmo, Menacho, su decidido G obernador, m u rió en la m uralla m ientras dirigía u n a salida. El 11 de m arzo capituló la ciudad. C uarenta y u n días duró el asedio y 7.780 hom bres de su guarnición salieron prisioneros hacia Francia, m ientras otros 1.000 quedaron enferm os o heridos en sus h o s pitales. Por o tra parte, en Cádiz, Lapeña y G raham intentaron la ru p tu ra del cerco. Pasaron p o r m ar a Algeciras y en su m archa a la ciudad si tiada, m antuvieron el com bate de Chiclana, de resultado incierto y n u las consecuencias. M ientras, M asséna, en Portugal, decidía el 3 de m arzo replegarse a E spaña p ara aco rtar su línea de abastecim ientos. Así se da com ienzo a la cam paña anglo-portuguesa de Fuentes de O ñoro y de la Albuera, en cuya últim a batalla participaron las tropas de Castaños (3.000 infantes, a que se había visto reducido el Ejército de la Izquierda) y el cuerpo ex pedicionario que m an daría Blake (10.800 infantes y 1.800 jinetes), que había desem barcado en A yam onte el 18 de abril. La batalla de La Al buera tuvo lugar el 16 de mayo; en ella, los ingleses tuvieron 4.159 b a jas, los portugueses, 389 y los españoles, 1.376. Por su parte, los france ses tuvieron 8.000, p o r lo que esta acción se considera la m ás sangrien ta de la guerra. Las tropas de C astaños no intervinieron, fueron testigos lejanos. D espués de la batalla de La A lbuera, Blake recibió la autorización de la Regencia p ara m arch ar a M urcia a hacerse cargo del m a n d o del III Ejército y de la C apitanía G eneral de Valencia, llevando consigo al
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cuerpo expedicionario que había participado a sus órdenes en aquella batalla, las divisiones Zayas y Lardizabal y la caballería de Loy. Blake, que contó siem pre con la confianza de la Junta y la Regencia, era un m ilitar instruido, de valor acreditado, pero pésim o jefe de tropas p o r su irreso lución p ara m anejarlas u n a vez em pezados los combates. En Valencia, su II Ejército contaba con 16.500 hom bres de m uy distinta valía y grado de instrucción, pues entre ellos había soldados que no habían disparado u n solo tiro y m uchos que llevaban sobre sus espaldas derrota tras derrota en Aragón y Cataluña. A estos hay que añadir los 5.500 del III Ejército que llam aría a participar en la defensa de Valencia y los 6.400 del cuer po expedicionario. En total, sus tropas serían 24.500 infantes, 2.800 jin e tes y 667 artilleros que darían servicio a 20 piezas de campaña. Suchet había recibido órdenes de N apoleón de conquistar Valencia. Para ello disponía de 20.000 hom bres. El 15 de septiem bre estaba en Benicarló. Peñíscola, O ropesa y Sagunto eran las plazas fuertes que se in terp o n ían en su camino. En su m archa, eludió a las dos prim eras y se situó frente a Sagunto, que contaba con u n eficaz gobernador, Adriani, 3.000 hom bres, 17 piezas de artillería y abundantes provisiones de boca y fuego. Blake, después de otros intentos fallidos, se decidió a dar una gran batalla. Pretendía el desbordam iento de la derecha enem iga desplegada ante Sagunto, m ediante el em pleo de una m asa im portante de sus tro pas, m ientras u n ataque frontal contra su izquierda, siguiendo la llan u ra costera, fijaría las reservas enemigas. Pero los planes grandiosos de nuestros generales, com o en Tudela, no funcionaron nunca. N uestra ala izquierda, form ada p or tropas valencianas y m urcianas, fue derrotada y ahuyentada p or las tropas francesas, que eran un tercio de las nuestras. El «cuerpo expedicionario» atacó p o r la costa y, aunque en principio al canzó ventaja, acabó abrum ado p o r la superioridad enem iga m ientras Blake, irresoluto y anonadado, perm anecía incapaz de dar orden algu na. El general español dio la orden de retirarse cuando la m itad de sus tropas ya lo había hecho desordenadam ente. Sufrim os 800 m uertos y 4.600 prisioneros. La pérdida de la batalla arrastró la capitulación de Sagunto. Valencia contaba con u n a p rim era línea defensiva sobre el Turia, u n cam po atrincherado posterior y las m urallas de la ciudad. El 25 de d i ciem bre, Suchet fue reforzado hasta alcanzar los 29.500 infantes y 2.500
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jinetes, que cruzaron el Turia y envolvieron Valencia por el este y el oeste. Parte de las tropas m urcianas se retira ro n a Alcira y Cullera, el resto quedó encerrado entre el cam po atrincherado y la ciudad. La acción de m an d o de Blake fue inexistente. Todas sus tropas estaban en p rim era línea sin posibilidad de reserva alguna. Llegó tarde a la conclusión de q ue el cam p o a trin c h e ra d o co n stru id o era d esp ro p o rcio n ad a m e n te grande para las tropas disponibles. El 28 se intentó u n a salida desespe rada, que solo consiguió consum ar una pequeña colum na de 800 h o m bres. El 5 de enero de 1812 se abandonó el cam po atrincherado y las tropas se retiraron tras las m urallas de la ciudad. Para qué seguir: el 9 de enero se firm ó la capitulación. Dejam os en m anos francesas 16.270 prisioneros, de ellos 850 oficiales, u n capitán general, 7 m ariscales de cam po y 15 brigadieres con u n abundante parque de artillería. De esos prisioneros solo la m itad llegó a Francia, unos escaparon y otros fueron fusilados p o r intentarlo. ¿No habíam os perdido otra vez la guerra? Pues no. ¿Qué quedaba de nuestros ejércitos? Los hem os visto desaparecer uno tras otro. Perdi da Valencia, prisioneros sus defensores, apenas quedan unos pocos m i les de hom bres repartidos entre Alicante y M urcia que siguen llam án dose III Ejército; queda el reducido I en C ataluña; el IV, en Cádiz, sin el «cuerpo expedicionario»; el V de Castaños (¿5.000 hom bres?); las tro pas gallegas del VI, que nunca fueron m uy num erosas; las guerrillas de la cornisa cantábrica integradas en el VII, y la continua insurrección in tern a que no cesa, cada vez m ás regularizada. Se sigue, porque no se re conocen las derrotas y se siguen los sueños de victoria.
1812 Los franceses se debilitan. N apoleón llam a a sus m ejores tropas en España para p articipar en la azarosa aventura rusa y los que quedan tie n en que atender a la seguridad de u n territorio cada vez m ás extenso. Según nuestro Servicio de Inform ación asentado en Irún, entre 1811 y 1812, contando entradas y salidas, los efectivos franceses en España h a bían dism inuido en 22.594, sin contar los m uertos en com bate y p o r enferm edad en ese periodo. Además, los que salen son los veteranos del Im perio, la Joven G uardia y los lanceros polacos, m ientras que los que
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en tran son nuevos reclutas. Desde Portugal, W ellington contem pla la si tuación: atacará cuando la debilidad del adversario sea m anifiesta. C o n quistará C iudad R odrigo el 19 de enero en tran d o a saco en la p obla ción. El 15 de febrero dejó esa ciudad en m anos españolas y corrió h a cia el sur. En Extrem adura los franceses m antenían 2 divisiones. El 16 de m arzo 3 divisiones anglo-portuguesas cruzaron el G uadiana p a ra iniciar el sitio de Badajoz; otras tres divisiones se situaron para cortar las co m u n icacio n es con Sevilla y 3 se ap ro x im aro n a M érida. U nas m enguadas tropas españolas, 1.800 jinetes y 4.000 infantes, restos del Tercer Ejército, se dirigieron a través de Portugal hacia el C ondado de Niebla para fijar a distancia a los sitiadores de Cádiz. El 17 de m arzo, los anglo-portugueses com pletaron el sitio de Ba dajoz y el 6 de abril lo tom aron al asalto, en el que sufrieron cerca de 4.000 bajas y los franceses unas 5.000, entre m uertos y prisioneros. La totalidad de los m iem bros de las tropas josefmas que se encontraban en la ciudad fueron fusilados p o r los guerrilleros, pero la ciudad fue espan tosam ente saqueada, com o si se tratara de u n a ciudad enemiga. En febrero, pese a tan tas pérdidas, n u estro ejército contaba con 117.747 hom bres, pero estos datos se h an de to m ar con precaución. Para po d er aum entar su núm ero, se dieron órdenes para reclutar otros 50.000. ¿En qué territorio se podía llevar a cabo esta movilización? A de m ás, se estableció un sistema de coordinación con los ingleses: el 26 de m arzo se form ó en Cádiz una Junta, presidida por el D uque del Parque, form ada p o r el 2.° Jefe del Estado M ayor General, W im pffen, O ’D onojou y el general inglés Cooke. Paso im portante, aunque Wellington re celase de u n a ju n ta que lim itara su independencia. Para los ejércitos españoles es u n a fase de «guerra pequeña», porque los grandes ejércitos han desaparecido y sin ellos n o son posibles las grandes batallas que tan caras nos habían sido. Se com bate insistente m ente con las guerrillas, nutridas de desertores y dispersos de los ejér citos derrotados. Teóricamente, se encuentran encuadrados en los ejérci tos de su m arco geográfico, que hacen todo lo posible por regularizar las, aunque esta integración no sea aún total y sus caudillos obedezcan cuando les venga en gana, pero sus acciones obligan a los franceses a d e traer de su m asa de m aniobra a los miles de hom bres que precisan p ara el control del territorio y la seguridad de sus com unicaciones. Esa «gue rra pequeña» se da en el sur con las operaciones de Ballesteros, al fren-
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te de su Division A sturiana, sobre el arco G ibraltar-R onda-Sevilla, a la vez que se defiende Tarifa; en C ataluña, con Lacy. y en la áspera A stu rias. El débil VI Ejército subsiste en Galicia, encerrado en su territorio excéntrico, p o rque los franceses no lo consideran u n a am enaza estando tap o n ad o en Astorga, m ientras el II en M urcia, tras acum ular derrota tras derrota, se p rep ara para nuevas desgracias. W ellington, el 18 de mayo, cortó las com unicaciones entre los ejér citos franceses de P ortugal y del M ediodía, destruyendo el P uente de Almaraz, y m archó al n o rte sobre M arm ot en la cam paña que culm ina rá con la batalla de Arapiles. El general inglés quería que el VI Ejército español asaltase Astorga, invadiese las tierras altas leonesas y que su ca ballería se internase en la retaguardia francesa, a la vez que las tropas portuguesas de Silveira deberían sitiar Zam ora; pero todas estas opera ciones se in iciaro n con tim idez y fueron to talm en te intrascendentes p ara la m an io b ra general: de los 15.000 españoles que avanzaron sobre el Órbigo, solo 3.500 llegaron al Esla y Astorga no cayó en m anos espa ñolas hasta agosto. O tra corta división española acom pañó a los angloportugueses. El 22 de julio fue la batalla de los Arapiles. Los franceses p u d ieron tener de 14.000 a 15.000 bajas, los ingleses 3.129, los p o rtu gueses 2.038 y los españoles 2 m uertos y 4 heridos. José intentó tarde el refuerzo de M arm ot. Salió de M adrid el 21 de julio con 14.000 hom bres. El 25 inició su repliegue a M adrid y, com probando que ni Soult desde Andalucía n i D rouet desde Extrem adura estaban dispuestos a correr en su ayuda, decidió retirarse a Valencia y ordenó a Soult el abandono de A ndalucía y su m archa tam bién a Va lencia. El 2 de agosto, 2.000 carruajes transportaban hacia Valencia a fa milias enteras, acom pañadas p o r 10.000 fugitivos a pie, entre los que m archaban los 10.000 hom bres del Ejército del C entro que m an d ab a José. C uando el 12 de agosto abandonó la capital de España el últim o destacam ento francés, en traro n en ella los guerrilleros Palarea, Chaleco, Abuelo y Em pecinado. En la P uerta de San Vicente esperaron la llegada de W ellington, quien hizo su entrada triunfal en la ciudad ese m ism o día. Los franceses h abían dejado u n destacam ento de 1.800 hom bres custodiando el recinto fortificado del Retiro. Atacados el 13 y el 14, ca pitularon ese día dejando en m anos aliadas u n cuantioso b o tín de gue rra. Por otro lado, el 16 cayó G uadalajara en m anos del Em pecinado. El 27 de agosto, los franceses evacuaban Sevilla cam ino de G ranada,
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donde se reunieron sus tropas de A ndalucía y E xtrem adura y el 16 de septiem bre rean u d aro n la m archa p o r Baza, Huéscar, Caravaca y Hellín, 50.000 hom bres, 7.000 caballos y 6.000 enferm os y heridos, al m ando de Soult, acom pañados p o r u n largo convoy de afrancesados, en c u m plim iento de las órdenes de José. Para el 25 los franceses habían ab an donado la provincia de G ranada, donde ya se reunía el IV Ejército es p añol que había defendido Cádiz hasta el 16 de agosto, ahora a las ó r denes de Ballesteros. Después de reunidas las tropas francesas, el Ejército de M ediodía re forzó al del C entro de José con 6.000 infantes y 1.000 jinetes y avanzó desde Albacete a Aranjuez; el del C entro lo haría p o r Cuenca y G uada lajara, para unirse al anterior en M adrid, m ientras el de Valencia co n ti n u aría en su territorio, am enazado p o r el posible desem barco de los anglo-sicilianos, pero seguro tras la derrota de nuestro III Ejército en C as talia el 21 de julio. Los ingleses m archarán hacia el D uero y fracasarán ante Burgos; los franceses en trarán en M adrid el 1 de noviem bre y los españoles se esta blecerán en La M ancha. M ientras, se va a dar u n paso im portante. El 19 de septiem bre las Cortes españolas habían discutido ofrecer a Welling to n el m an d o suprem o de las tropas españolas. La decisión fue aproba da p o r el Consejo de Regencia y publicada el 22 de ese m ism o mes. El D ecreto de las C ortes em pezaba: «siendo indispensable p a ra la m ás p ro n ta y segura destrucción del enem igo com ún, que haya unidad en los planes y operaciones de los ejércitos aliados en la península, y n o p u d ien d o conseguirse tan im p o rtan te objeto sin que un solo general m ande en jefe todas las tropas españolas».6 D urante toda la guerra no ha habido u n general en jefe que m ande las tropas españolas. Esa im prescindible función se ha difum inado entre comisiones, juntas, seccio n es... No h a habido nunca coordinación entre las acciones de los unos y los otros, los ejércitos se han ignorado entre sí, y cada uno ha actua do en fo rm a independiente en el espacio y en el tiem po. El m ando ú n i co es u n elem ento im prescindible para la coordinación de las acciones, pero Juntas Provinciales, Junta C entral, Consejo de Regencia y C ortes no tuvieron nunca, hasta ahora, conciencia de esa ineludible necesidad. A la inexperiencia de los m andos, indisciplina y falta de instrucción de las tropas, hem os de añadir este inm enso erro r de los órganos políticos de la dirección de la guerra que ahora se reconoce paladinam ente.
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El 4 de diciem bre se procedió a una reorganización de los ejércitos españoles. Los siete existentes se refundieron en cuatro y dos de reser va. El I continuó en C ataluña bajo el m ando de Copons; el II se form ó en Alicante y M urcia con los restos del II y III, bajo el m ando de Elio; el III se form ó con las tropas del anterior IV, que habían defendido C á diz, ahora bajo el m ando del D uque del Parque, y el IV se form ó con los restos de los anteriores V, VI y VII, bajo el m ando de Castaños. Se fo r m aro n dos ejércitos de reserva: u n o en Cádiz, que m andaría E nrique O ’D onnell y otro en Galicia, bajo Lacy.
1813-1814 Es el final de la guerra. N uestros ejércitos se van a ir aproxim ando a la frontera de los Pirineos, pero solo u n a pequeña representación de ellos com batirá d en tro del territorio enemigo, m ientras se van ocu p an do las ciudades todavía en m anos francesas. El 1 de enero, desde Cádiz, W ellington se dirigirá a las tropas espa ñolas. Después de establecer que durante largo tiem po había sido cons ciente de sus m éritos, sus sufrim ientos y del estado en que se encontra ban, aseguraba a sus nuevos subordinados sus deseos de hacerles servir a su país con ventaja y de asegurarles el pago de sus haberes p o r el go bierno. En co n trap artida esperaba que la disciplina establecida p o r las Reales O rdenanzas sería m antenida, pues sin orden y disciplina un ejér cito es incapaz de oponerse al enem igo en el cam po de batalla y ello constituiría u n a afrenta para el país que les m antiene. De W ellington puede decirse todo. Fue, sin duda, el m ejor general en n uestra Península. Sabía lo que quería, lo preparaba m etódicam ente y dirigía su ejecución con maestría. O tra cosa era su persona: frío, distan te, despectivo con sus soldados y celoso m antenedor de la m ás férrea dis ciplina, consiguiendo con ella que la línea de dos filas de su infantería se m antuviera im p erturbable hasta que el enem igo llegara a la corta dis tancia en la que el fuego de sus fusileros tenía efectos devastadores sobre las densas colum nas de ataque de los franceses; pero no im puso su dis ciplina en los saqueos de C iudad Rodrigo, Badajoz y San Sebastián. No entendía nuestra caótica organización, las carencias logísticas y la falta de preparación de m uchos de nuestros m andos. Pensem os que apenas
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llegó a 50.000 el núm ero de los ingleses en la Península al final de la gue rra y que el de los franceses rebasó los 200.000 en m uchas de sus fases; así éram os una m ano de obra auxiliar para su em presa, pero tam bién im prescindibles, porque nuestra presencia im pedía a los franceses co n centrar todos sus m edios frente a él, y nos utilizaría en tanto en cuanto no interfiriéram os sus planes y le fuéram os necesarios. A su Cuartel G e neral en Fresneda se incorporó el segundo jefe del Estado Mayor G ene ral acom pañado de u n grupo de jefes y oficiales del mismo. Los m andos españoles y las tropas se entenderían directam ente con él que pasaría sus peticiones a nuestro Gobierno. N om braría los m andos, dirigiría los m o vim ientos y regularía el caos orgánico en que se debatían nuestras u n i dades. Por lo pronto, los dos batallones de cada regim iento se fusiona rían en un o solo. D urante la guerra se habían form ado 296 nuevos b a tallones; si contam os que, al em pezarla, se disponía de 142 y que la fuerza total no aum entó, sino que fue decreciendo a lo largo de la lucha, se com prende fácilmente el desbarajuste orgánico introducido. En los libros de órdenes de ese C uartel General, que se conservan en el Instituto de H istoria y C ultura Militar, n o aparecen órdenes que re gulen el m ovim iento de nuestras tropas. Q uiere controlar la situación económ ica de nuestras tropas, pero nuestro gobierno le negó las a tri buciones civiles que hasta entonces tenían los capitanes generales. La Regencia había vinculado cada ejército a u n territorio y los intendentes civiles de estos debían dedicar el 90% de los recursos que obtuvieran al so sten im ien to de sus tropas. Pero el país estaba esquilm ado, apenas puede ap o rtar nada y, además, esos ejércitos se van a ir separando poco a poco de su área orgánica; así, las privaciones continuaron. La ofensiva de W ellington com enzó el 20 de mayo de 1813. Estaba al frente de 76.117 hom bres, de ellos 28.462 portugueses y 8.317 jinetes. Avanzó en dos colum nas sobre Vitoria, con las tropas gallegas de Bárcena y Losada y las extrem eñas de M orillo, G irón y España siguiéndole com o reserva, m ientras las guerrillas regularizadas de Porlier y Longa constituían la avanzadilla desbordante de su ala izquierda y el resto de las guerrillas del antiguo VII Ejército fijaban a Clausel y ocupaban los puertos con exclusión de G uetaria, Peñíscola y San Sebastián. El 25 de mayo se dio la batalla de Vitoria en la que W ellington se enfrentó ap e nas a la tercera parte de los efectivos franceses en España, con Clausel y Suchet im posibilitados para reforzar a José. D espués de la batalla, los
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aliados avanzaron sobre la frontera francesa. Q uedaban en m anos de nuestros enemigos las plazas fuertes de San Sebastián, Pancorbo, Santoñ a y Pam plona, p o rq ue la de Burgos había sido volada p o r ellos al des alojarla y M adrid abandonado el 27 de mayo. M ientras, nuestro I Ejército n o se m ovió de Cataluña; el II, que se había desplazado a La M ancha, volvió a Valencia y allí perm aneció; el III pasó de A ndalucía a Valencia y de allí, p o r C ataluña y Aragón a u n ir se a W ellington en las provincias vascas; el IV ya hem os visto que siguió el m ovim iento de W ellington. Por últim o, el de reserva de A ndalucía, p o r Extrem adura pasó tam bién a la frontera de los Pirineos. W ellington se detuvo al llegar a la frontera. No quería verse arras trad o a la invasión de u n país enemigo en el seno de u n a insurrección generalizada, com o le había sucedido a los franceses en España. Puso si tio a San Sebastián e intercaló a las tropas españolas con las inglesas y portuguesas en la frontera, aunque Pam plona fue bloqueada exclusiva m ente p o r las tropas de la reserva de Andalucía y del IV Ejército. El 12 de julio, N apoleón ordenó a Soult conservar San Sebastián, P am plona y P ancorbo, pero esta ú ltim a población había ya caído en m anos de los españoles. D isponía el m ariscal francés de 77.000 infan tes, 7.500 jinetes y 86 piezas de artillería, que em pleó en intentar liberar las dos restantes plazas fuertes. El 28 de julio tuvo lugar la batalla de Sorauen, en la que se distinguieron los regim ientos españoles del P rín cipe y de Pravia, que cerraban la dirección de ataque principal de los franceses sobre Pam plona, y el 31 de agosto, coincidiendo con el asalto de los ingleses a San Sebastián, se produjo la de San Marcial, donde des plegaron sin apoyo inglés las divisiones españolas de Porlier, Losada y Bárcena, al frente de las cuales se encontraba Freire, que había sustitui do a C astaños en el m ando del IV Ejército, contra las que se estrellaron los im petuosos ataques de los franceses. Pam plona capituló el 31 de oc tu b re ante las tropas españolas que la bloqueaban. W ellington consideraba que la guerra no era contra Francia, sino contra N apoleón. El 21 de noviem bre escribía: Yo me desespero con los españoles. Están en un estado tan miserable que es muy difícil esperar que se contengan en sus deseos de saquear el her moso país en que entran como conquistadores, particularmente recordando las miserias a que fue reducido el suyo por los invasores. Yo no puedo, por
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consiguiente, aventurarme a llevarlos conmigo a Francia. Sin pagas ni sum i nistros, ellos deben saquear, y si ellos saquean nos arruinarán a todos.7
Así fue, la m ayoría de las tropas españolas se acuartelaron al lado español de la frontera. A duras penas la división de M orillo con otras tropas de Freire (dos divisiones provisionales) participaron en la b ata lla de Toulouse, la últim a de la guerra. El 19 de abril se firm ó el arm is ticio que p o nía fin a las hostilidades. En n u estro te rrito rio , M ina ocupó Zaragoza. Seguían en m anos francesas Santoña, Barcelona, Tortosa, Denia, Sagunto, Peñíscola, Lleida, M equinenza y M onzón; las tres últim as cayeron en m anos españo las p o r u n ardid de Van Halen, que falsificó órdenes de Suchet; el resto se ocupó después del arm isticio y de ser evacuadas p o r los franceses. El últim o com bate en nuestro territorio fue el de San Gervasio, el 16 de abril de 1814, ante u na salida de la guarnición de Barcelona.
C onsideraciones finales H a sido u n a larga guerra, caótica, desordenada, que solo al final entra en la racionalidad, cuando casi no quedan m edios a nuestro al cance y el protagonism o es inglés. C uando em pezó n o había rey, los ó r ganos superiores de gobierno quedaron en m anos enem igas y ese caos inicial, afo rtu n ad a y desordenadam ente protagonizado p o r las Juntas provinciales y sus ejércitos, no fue racionalizado ni p o r la Junta C en tral n i p o r el C onsejo de Regencia. N uestros soldados co m b atiero n d esn u d o s, descalzos, sin in stru c c ió n ni d isciplina, pero lo hiciero n siem pre. P or o tro lado, la co n d u cció n de u n a g u erra necesita u n a m ano firm e y una m ente clara y aquí la visión que nos ofrece el m a n do suprem o es que o no existe o que se enreda en com isiones, juntas y secciones, donde se discute todo y casi nada se m anda. M andar ejérci tos es m an d ar, im p o nerse, establecer p rio rid ad e s y allegar recursos p ara la vida y el com bate de las tropas en unos planes conjuntos que aquí no se conocen. Tam poco fuim os afortunados con los m andos de nuestros ejércitos. ¿Los había mejores? Eran fruto de su tiem po, com o los ingleses, con ex cepción de W ellington, aristócratas que alcanzaban los m ás altos em -
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píeos en plena juventud, y jam ás habían participado en el m ando ni vis to a u n a gran un id ad m aniobrando sobre el campo. Tam poco las Jun tas acertaron en la elección de los m ejores cuando depusieron a los exis tentes. Posiblem ente las Juntas y la Regencia m andaron donde no d e b ían m a n d a r y d ejaro n de hacerlo en los cam pos específicos de la dirección de la guerra que les correspondían. Pero seguimos. La lección principal de aquella guerra es la tenacidad, ese no rendirnos porque no nos da la gana p o r encim a de cualquier racionalidad. La guerra la p er dim os m uchas veces pero no la perdim os nunca.
B ibliografía A zc á r a t e Pablo, Wellington y España, M adrid, 1960. G ó m e z d e A r t e c h e José, Historia de la Guerra de Independencia, M a
drid, 1869-1903. — El M emorial M ilitar y Patriótico del Ejército de la Izquierda: Badajoz
1810- 1811. O m a n C h a r le s , A History o fte n Peninsular War, O x f o r d , 1 9 0 2 . P r ie g o L ó p e z Juan, Guerra de la Independencia, M adrid, 1972. T o r e n o C o n d e d e , Historia del Levantamiento Guerra y Revolución de
España, París, 1838.
La cartografía En el relato an terio r se citan los nom bres de las ciudades, de los ríos, de las cadenas m ontañosas que aún subsisten. Pero no son las m is mas: las ciudades se h an desbordado fuera de sus límites de entonces, se h an saltado las m urallas; el terreno se ha cubierto de u n a extensa m alla de cam inos y el tiem po, m edido entonces en jornadas de hom bre a pie, se ha transform ado en el tiem po del autom óvil, el avión o el de la co m unicación electrónica. No nos sirven los m apas de ahora, se ha de re cu rrir a los de entonces, a los del cartógrafo Tomás López, trazados des de su gabinete en base a los inform es que recibiera de viajeros y au to ri dades locales, en los que la orografía d en u n c ia la existencia de las cadenas m ontañosas pero sin referencia alguna a su altitud.
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En cuanto a las com unicaciones, están los «Prontuarios de C am i nos», de Villuga, Meneses o el posterior de Cam pom anes. Relación n o m inal de itinerarios de pueblo a venta y ciudad para trasladarse de u n p u n to a o tro de nuestro territorio, con las distancias estim adas en le guas de cada tram o. Los m apas con los cam inos de postas aparecen tam bién a finales del siglo x v iii , volcando sobre los anteriores los datos facilitados p o r los m aestros de posta. El de Tomás López, que acom pa ña al P rontuario de C am pom anes; el de W illiam Faden, el de Espinalat, o los de Jaillot y R izzi... ju n to con otros realizados p o r cartógrafos franceses. El excelente «Atlas H istórico de las C om unicaciones en Espa ña», editado p o r Correos en el año 2002, da u n a m em oria detallada de todos ellos. Con esos instrum entos, unos y otros planeaban las opera ciones m ilitares y las dirigían. Todo ello, con nuestros m apas actuales resulta ininteligible. O tro problem a de las com unicaciones es que la red de telegrafía ó p tica, ya establecida en Europa, no tuvo su desarrollo en España hasta el periodo 1830-50. C uando se va a iniciar la guerra, en España solo exis te el enlace entre M adrid y A ranjuez y una red alrededor de Cádiz, fo r m ada p o r ingenieros m ilitares, que enlazaba esa ciudad con Sanlúcar, M edina-Sidonia, Chiclana y Jerez. Esto obligó a enlazar al gobierno con los ejércitos a través del servicio de postas, para lo que se aum entó el n úm ero de postillones, m ozos y m aestros de postas, a los que se eximió de la movilización.
Plazas fuertes y fortalezas Por plazas fuertes entendem os ciudades fortificadas, rodeadas de m u rallas, d o tad as de b alu artes y b atería p erm a n en tes. Son, fu n d a m en talm en te, G irona, Badajoz, C iu d ad R odrigo, T arragona, T ortosa ... Las fortalezas son Sagunto, Jaca, P ancorbo, H o stalrich , Figuer a s ..., co n stru id as ex profeso p ara esa función. No se incluye entre las plazas fuertes a Zaragoza, pese a su heroica defensa, p o rq u e sus fo r tificaciones fueron im provisadas. En cu an to a Valencia, el valor d e fensivo de sus m urallas era escaso, pese al éxito obtenido al principio de la guerra.
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Las batallas La descripción gráfica de las batallas se refiere al despliegue inicial de am bos bandos, cuando va a com enzar el enfrentam iento. Pero las b a tallas constituyen u n «continuo» de acciones sim ultáneas y sucesivas de im posible representación gráfica sobre el papel. Sólo la representación de la m ism a en u n a gran pantalla perm itiría contem plar su desarrollo desde que com ienzan los prim eros tiros lejanos de la artillería hasta que u n bando se alza con la victoria y el otro se rinde o se retira.
C a p ít u l o 4
EL FENÓMENO GUERRILLERO Desde el p u n to de vista m ilitar las guerrillas se definen com o unidades no regladas, tienen u n carácter no profesional y defensivo y su sistema de com batir es diferente al de los reglam entos m ilitares de artillería y caballería. Su estrategia se basa en la acción rápida, el factor sorpresa y la rapidez en la retirada. C ualquier hom bre interviene en cualquier m om ento de la guerra y tiene siem pre autonom ía y libertad de m ovi m ientos, busca siem pre aniquilar los recursos del enem igo y su acción la desarrolla de form a perm anente en la retaguardia enemiga. La teoría de la guerrilla la desarrolló Geoffroy de G randm aison en La Petite Guerre en 1756, obra que se tradujo al español en 1780 con el título La guerrilla o tratado del servicio de las tropas ligeras en campaña. Por su parte, el general prusiano Cari von Clausewitz, el gran teórico de la guerra, concibe a la guerrilla en su clásica obra De la guerra (1812) com o una táctica m ilitar a utilizar cuando hay un enemigo superior y tiene asegurado su éxito si actúa dentro de u n país, en distintas accio nes, en un teatro de operaciones razonablem ente grande, accidentado o inaccesible, y en el contexto de una guerra nacional, com o es el caso de España en la guerra contra la ocupación napoleónica. Fue a p artir de la G uerra de la Independencia cuando dicho térm i no pasó del español a otros idiom as europeos (guerrilla warfare en in glés, guérilla en francés, guerrillakrieg o guerilla en alem án, guerriglia en
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italiano o guerrilha en portugués), con u n nuevo significado m oderno: la lucha arm ada de civiles, encuadrados de form a irregular, contra u n enem igo invasor, y, com o en España, contra u n G obierno ilegal que h a bía u surpado el p o d er legítimo. La guerrilla llegó a sim bolizar el p ro to tipo de guerra subversiva o revolucionaria que, superando el m arco tra dicional, expresa su contenido social, el de guerra popular. La insurrec ción p o pular de 1808 y la lucha p o r la independencia y la libertad de la nación española servirán com o m odelo en las llam adas guerras de libe ración nacional. La G uerra de la Independencia se convirtió en una guerra m uy p ar ticular, m ás que de frentes y de grandes batallas fue u n a guerra irregu lar o de guerrillas. D onde no había ejército regular o en los territorios que abandonaba este, allí apareció siem pre la guerrilla dispuesta a hos tigar al enemigo. Su finalidad, p o r tanto, no es la de conquistar y dom i n ar un territorio, sino m ás bien la de atacar a sus ocupantes e im pedir su control. No existe u n p ro totipo de guerrillero o de guerrilla; la realidad es diversa, pues cada territorio organizó un m odelo diferente de acuerdo con sus p articu larid ades, que ofrecen u n a tipología diversa (partida, cuadrilla, som atén , m iguelete, co m p añ ía de h o n o r, cruzada, cuerpo franco, cazador rural, corso terrestre, etc.). Partidas y cuadrillas actúan precisam ente en zonas concretas p o r el conocim iento del terreno que tienen, y en ello se basa el éxito seguro al perm itirles atacar de im p ro viso y dispersarse sin dejar rastro alguno, pues disponen de u n a infor m ación precisa sobre los m ovim ientos del enemigo. Por otro lado, la guerrilla ofrece u n a serie de ventajas a quienes la practican: su actividad se puede alternar con ocupaciones habituales; no está sujeta a la disci plina m ilitar; perm ite la recom pensa económ ica a través del b otín y es u n a respuesta ante la ocupación del territorio propio. El guerrillero se confunde en ocasiones con el bandolero o el m al hechor, y los franceses tendieron a identificar y asociar la guerrilla casi siem pre con el fenóm eno del bandidaje, para así desprestigiarla to tal m ente. Es cierto que la guerrilla fue tam bién una form a de contestación social y se convirtió en u n a form a de supervivencia para m uchos h o m bres y m ujeres en m edio de la vorágine de la guerra que duró seis años. En m uchos casos la guerrilla se convirtió en u n m odo de vida p ara la población rural, la m ás num erosa, que se vio privada de sus bienes y de
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sus ganados, y m uchos cam pesinos acabaron en la guerrilla para n o prestar o p o r haberse visto obligados a prestar el servicio de bagajes. Por encim a del patriotism o popular y de la nación en arm as com o sím bolo de la guerrilla, que im puso la historiografía del siglo xix y la li teratu ra rom ántica, convirtiendo a los guerrilleros en héroes p o r sus h a zañas y a la guerrilla en un m ito de la resistencia antinapoleónica, los estudios m ás recientes sobre las guerrillas insisten en aspectos de la his to ria socioeconóm ica o incluso de las m entalidades p ara explicar dicho fenóm eno. M ás que la originalidad de este tipo de guerra — que no tiene, pues ya era conocida en la doctrina m ilitar— , conviene resaltar el contexto en el que esta se produce, en m edio de la crisis del Estado absolutista y de las guerras napoleónicas, y cuyo alcance le dio u n a dim ensión ex cepcional com o form a particular de resistencia nacional. En ese senti do, com o ha señalado el profesor Esteban Canales en el capítulo prim e ro, esta lucha arm ada de civiles contra u n ejército invasor es sim ilar a la que se p ro dujo anteriorm ente en la Vendée y C houannerie contra la Re volución francesa (1793-1801), en la insurrección calabresa de 1799 y después en la región del Tirol y en Rusia (1812) contra los ejércitos n a poleónicos. D urante la G uerra de la Independencia algunos hom bres y mujeres to m aro n las arm as para com batir a los franceses en las zonas ocupadas y se u n ie ro n de fo rm a v o lu n taria o forzada al ejército regular, pero tam b ién otros com batieron a los franceses en su p ro p io territo rio al m argen de los ejércitos. Su situación, pues, fue variando a lo largo de esos seis años y m uchos de los guerrilleros acabaron integrados en el ejército a través de los distintos Reglam entos de la Junta C entral y del Consejo de Regencia. Guerrilleros y m ilitares, aunque tienen concepciones distintas sobre cóm o hacer la guerra, m antienen cierta relación entre ellos y en ocasio nes, com o en la G uerra de la Independencia, hasta se produjo una co laboración estrecha en algunas acciones bélicas. En cierta m anera, los guerrilleros, p o r diferentes m otivos, se lanzan a la guerra, es decir, adap tan de alguna form a la profesión de los m ilitares e incluso algunos de aquéllos se integraron de m anera progresiva en las filas del ejército. Por otro lado, algunos m ilitares de profesión se convirtieron en guerrilleros, adaptándose a sus form as de vida tan particulares.
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Cronología de la guerrilla Según A ndrés Cassinello, la guerrilla convivió con otros tres m ode los de organización de la fuerza arm ada p ara oponerse a la invasión francesa, aunque n in guno de ellos h a de verse com o puro, perviviendo los tres a lo largo de los seis años de guerra. En C ataluña es el som atén, que persiguió la autodefensa de la com arca y de la ciudad, la resistencia local que espera al enem igo p ara batirle en el propio terreno. El Bruc o G irona son los m odelos típicos. En Valladolid se crearon nuevas u n id a des de civiles arm ados, apartadas de las escasas unidades del ejército re gular, y p o r eso se arm ó al pueblo, deseoso de encontrar al enem igo y batirlo. Los ejem plos típicos fueron Cabezón de la Sal y M edina de Rioseco, donde la falta de experiencia y de instrucción m ilitar, ju n to a la in com petencia del m ando, llevaron a u n estrepitoso fracaso. En A ndalu cía se fo rm an unidades nuevas, aunque tam bién se com pletan las del ejército regular que guarnece el Cam po de Gibraltar. El ejem plo típico fue la batalla de Bailén, en la que venció el general Castaños. Junto a es tos tres m odelos señalados, destacó la guerrilla, la única guerra efectiva cuando n o se podía hacer otra cosa.1 Desde el p u n to de vista cronológico se atribuye la p rim era actua ción guerrillera al Em pecinado en el mes de abril de 1808, con la p ri m era interceptación de correos franceses, y en junio de este año fueron los som atenes catalanes los que actuaron en el Bruc. En esta etapa in i cial de form ación de las guerrillas, de mayo a diciem bre de 1808, dom ina la guerra regular y las guerrillas son fruto de soldados fugitivos, deser tores e incontrolados. Las derrotas de Z ornoza (Vizcaya) de octubre, G am onal (Burgos) y Tudela de noviem bre dispersaron a decenas de m i llares de com batientes p o r toda la geografía española y obligaron a u n nuevo planteam iento táctico. En u n a segunda etapa, desde diciem bre de 1808 al 19 de noviem bre de 1809 (batalla de Ocaña), aunque la guerra m antuvo de form a p rio ritaria su carácter de guerra regular, las guerri llas continuaron nutriéndose de los restos del ejército regular derrotado, a los que se in co rp o raron paisanos bajo las órdenes de algunos oficiales (Renovales, V illacam pa y D urán en Aragón; M ilans del Bosch, Sarsfield y Eróles en C ataluña; Porlier en León, Asturias y Santander, etc.) o con elem entos civiles, soldados aislados y desertores bajo la au to rid ad de personas que actuaban al m argen de la disciplina m ilitar, aunque ter-
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m in aron adoptando algunas de sus reglas e incluso sus grados. La te r cera etapa y auge del m ovim iento guerrillero hay que situarlo entre la desastrosa batalla de O caña y la capitulación de Blake en Valencia (6 de enero de 1813). D entro de este periodo, de m arzo de 1809 a julio de 1812, se fueron transform ando de form a paulatina en u n ejército regular las guerrillas del Em pecinado, Julián Sánchez, Espoz y M ina, Palarea, Díaz Porlier, M erino, Pablo M orillo, B artolom é A m or, Tapia, Renovales, Jáuregui, A ranguren y Padilla. La cuarta etapa, tras los Arapiles (julio 1812), es el m o m en to de declinación de la guerrilla p o r su incorpora ción total al ejército regular y p o r la retirada de los ejércitos franceses (septiem bre de 1813). La rebeldía ante la ocupación b o napartista lleva a algunas personas a hostigar al enemigo, convirtiéndose m uy p ro n to en líderes, y cuentan en sus partidas con algunos familiares suyos o amigos; después sus ac ciones son m ás frecuentes y m ás alejadas de sus pueblos de origen. Los m ás fuertes se echan al monte, algunos civiles y las m ujeres les apoyan sin descanso, les prestan inform ación de los m ovim ientos del ejército francés, les proporcionan alim entos, les ocultan a pesar de la dura re presión si son descubiertos, e incluso están dispuestos a liquidar al p ri m er francés que encuentren p o r los alrededores del pueblo y cometa el error de separarse de sus com pañeros. El enem igo estaba en todas partes, lo que exigió esfuerzos extraor dinarios a los soldados franceses, al tiem po que m inaba su m oral. El o b jetivo de las guerrillas fue im pedir que los ocupantes actuarán como u n ejército activo. Paralizaron las vías de com unicación, crearon u n estado de inseguridad continuo y provocaron cuantiosas bajas a los franceses. Por ello, la guerrilla se convirtió en u n ejército invisible que im pidió la libertad de m ovim iento de las unidades francesas, ocupándolas — hasta casi u n 80 p o r ciento de ellas— en tareas de protección, alejándolas así de los cam pos de batalla y elim inando, en definitiva, su superioridad num érica. Todos los jefes guerrilleros intentan dom inar u n territorio que h a cen propio. M ina controlaba los cam pos y las m ontañas navarras; D u ran, las altas tierras sorianas; el Em pecinado, todas las vertientes de La Alcarria; el Barón de Eróles y Lacy, el cam ino entre Barcelona y La Jonquera; Longa, desde C antabria a las provincias vascas; Porlier, la m o n ta ñ a de Asturias; Julián Sánchez, las tierras de Salam anca y el norte de
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Extrem adura; «el Médico» y «el Chaleco», los alrededores de Toledo y de M adrid; y el cura M erino, las tierras de Burgos y A randa de Duero.
Los jefes guerrilleros y el papel de las mujeres Las guerrillas reciben el no m b re de quien las m anda debido a su a u to rid ad n atu ra l o intrepidez: Espoz y M ina, Juan Palarea, Renovales, Longa, M ir, Jim énez, Julián Sánchez, Sarasa, Tris, Barber, M om biola, M anso, Franch, Eróles, M ilans del Bosch, R ovira, C laros, Baget, Felonch, el cura Tapia, el padre Teobaldo, el padre H errera, fray Lucas Ra fael, etc. A unque son conocidos la m ayoría de las veces a través de su apodo, a p artir de sus rasgos propios de origen, profesión, carácter, físi cos o de la form a de vestir, en ningún caso estos son de mofa: el «M ar quesita» (Porlier), el «Empecinado» (Juan M artín Diez), el «Cura M e rino» (Jeró n im o M erino, cu ra de Villoviado, en (B urgos), el «Es tu d ian te» (Xavier M ina, el joven), «el C h arro «(Julián Sánchez), el «Pastor» (Jáuregui), «Berriola» (Echevarría Im az), «Unceta» (Larraftaga), el «C antarero de M onzón» (Anselmo Alegre), el «Chaleco» (F ran cisco Abad), «Cham bergo» (M anuel Pastrana), el «Trapense» (A ntonio M arañón), el «Capuchino» (Juan de M endieta), el «Manco» (S aturnino A buin), «Francisquete», «Caracol», «Dos Pelos», el «Abuelo», etc. ¿Qué papel tuvo la m ujer en la G uerra de la Independencia? En u n a situación de crisis política y social, com o la que vivió España en 1808 con la invasión francesa, es lógico que salieran a la luz los problem as y las contradicciones de la sociedad del A ntiguo Régimen. La guerra tras tocó en gran m anera las instituciones tradicionales, entre ellas la fam i lia. Por eso el papel de la m ujer, que en la sociedad del A ntiguo Régi m en se reducía al de m adre, esposa y herm ana y estaba relegada al ám bito dom éstico, sufrió hondas transform aciones que posibilitaron u n nuevo universo m ental fem enino. La m ujer se lanza a la calle, la ocupa y tom a posesión de ella, no de form a anecdótica y pasajera, com o en los m otines y m ovim ientos de protesta de siglos anteriores p o r la escasez de p an o el increm ento de los precios, sino de una form a continuada y d e finitiva. Su acción se hace del to d o indispensable, en tanto en cuanto participa com o sujeto activo en el m ovim iento de resistencia patriótico nacional.
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El vicecónsul de Rusia en Málaga, I. K. Bichilly, rem arca en sus m e m orias la gran influencia que tuvieron las mujeres en el levantamiento de 1808 ante la pasividad de los grupos dirigentes y en la recaudación de dinero para las Juntas.2 La mujer, al fin, se convierte en el símbolo de la lucha co n tra el francés. Por ello hay tantas heroínas en casi todos los pueblos y ciudades españolas y su actuación se m agnifica y sirve com o u n m edio de propaganda para cohesionar m ás la organización de la re sistencia. En m uchas proclam as la m ujer se asocia a la figura de la V ir gen M aría y a otras m ujeres del A ntiguo Testam ento (D ébora, Judit), a cuya intercesión se deben las victorias, en el caso de Zaragoza, Valencia, El Bruc, o M anresa. En unas coplas anónim as, m uy conocidas y de carácter popular, t i tuladas A las ciudades sitiadas, se dice: «La Virgen del Pilar dice / que n o quiere ser francesa, / que quiere ser capitana / de la tropa aragonesa». «Con la bom bas que tiran / los fanfarrones / hacen las gaditanas / tira buzones».3 U na proclam a de la ciudad de M anresa dirigida a todos los espa ñoles convierte a la Virgen M aría en C apitana G eneral que h a co n d u cido a la victoria frente a la barbarie: «(Sus habitantes) consideraban el in m in en te riesgo de su patria, y les parecía ver que talados sus campos, quem adas sus mieses, robados los tem plos, incendiadas sus habitacio nes, violado el bello sexo, saqueada la ciudad toda y dem olidos todos los edificios sin quedar piedra sobre p ied ra ... no faltaron a M anresa ni arm as ni jefes. Tenía jefes; pues m e tenía a m í, que fui su C apitana G e neral».4 Las m ujeres, además de salvaguardar en la guerra los valores fam i liares y religiosos, tuvieron tam bién u n cierto protagonism o al partici par en tareas de aprovisionam iento, en los hospitales e incluso en las m ism as acciones bélicas. Entre las m ujeres guerrilleras de origen cam pesino destacan M artina «la Vizcaína», que con su valor salvó a Asenjo, un o de los oficiales heridos; M aría Catalina, oficial de la partida de su m arid o guerrillero «Caracol»; la m ujer de Cuevillas, que m ató a tres franceses en Santo D om ingo de la Calzada; Catalina M artín, p o r su ac ción en Valverde de Leganés en febrero de 1810; Susana Claretona, que com partía con su m arido Francisco Felonch el m ando de los som atenes en Capellades, lo m ism o que M agdalena Bofill y M argarita Tona Coll de B ruchy en V iladrau; y otras m ujeres casadas con guerrilleros, com o
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Francisca de Ipiñazar o D om inica Ruiz. Un caso particular es el de Rosa Aguado, guerrillera y espía al m ism o tiem po, am ante del general Kellerm an, m ientras fue gobernador de Valladolid. En el ám bito ciudadano hay que m encionar a las heroínas A gustina Zaragoza y D om énech, que defendió con coraje la p u erta del Portillo de la ciudad del Pilar, y M anuela Sancho; M anuela Vicente de Caspe, que m ató a tres franceses de la retaguardia; M aría Bellido en Bailén, que se lanzó al cam po de batalla para dar de beber agua a los soldados espa ñoles, entre ellos al general Reding; Clara del Rey en Villalón; Gabriela de M alasaña en M adrid; Juana G alana en Valdepeñas y otras m uchas. En el sitio de Tarragona (1811) destacan Rosa Venás de Lloberas (la ros sa), Francisca Ortigas (la capitana), que ya había participado anterior m ente en el sitio de G irona, y Rosa Lleonart. En G irona hay que hacer u n a referencia a la fam osa com pañía de 200 m ujeres que realizaron tra bajos de ayuda, com o el sum inistro de alim entos y m uniciones a todos los que luchaban en las m urallas, o de transporte y cuidado de los h e ridos en los hospitales du ran te los sitios de la ciudad. Las m ujeres fueron tam bién las principales víctim as de la violencia ejercida p o r los soldados franceses, y se vieron som etidas a continuas vejaciones, abusos sexuales y todo tipo de ultrajes, principalm ente las religiosas, com o aconteció tras el sitio de Tarragona, del 28 al 30 de ju nio de 1811. Tam bién se llevaron la peor parte en otras ciudades sa queadas p o r los franceses, com o Castro Urdíales, cuando fue aniquila da el 11 de mayo de 1813, sobre todo el barrio de Santillán, hecho que provocó la destrucción de 120 casas de las 253 existentes, y la m uerte de 309 personas de u n total de 563 que tenía, entre ellas 82 niños y niñas, 158 m ujeres, 108 varones y el resto indeterm inado. El cancionero p o p u lar exaltó a los guerrilleros com o el sím bolo del pueblo un id o y de la nación en arm as frente al invasor napoleónico p o r su valor, sus v irtudes y abnegación. Su triu n fo con las arm as se con vierte tam bién en u n triu n fo en el amor, com o señala esta letrilla: Cortad lauro, Ninfas / De vuestro Jardín, / Y a vuestros amantes / Gue rreros decid: /¿Quereis merecerlo, / Lograd nuestro sí, / Vencer en amores? / Venced en la lid. Si corona y beso / Quereis conseguir, / Y de nuestros brazos / El m un do feliz / Del Francés aleve / Triunfantes venid; / Pues vence en amores / Quien vence en la lid.
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Si p o r alcanzarnos / Victoria morís, / Os daremos tiernas / Lágrimas sin fin, / Y os entonaremos / H im nos mil y mil, / Pues vence en amores / Quien vence en la lid.5
Las m ujeres, com o m adres, esposas y herm anas, se identifican con las victorias de los ejércitos y de la resistencia patriota. Así lo expresa en u n a larga carta C atalina M aurandy y O sorio, fechada en C artagena el 26 de julio de 1808: Valientes Españoles: enhorabuena lleneis vuestros deberes, y renazcais á la gloria de vuestro antiguo esplendor. Nosotras, como tan interesadas en vuestros triunfos, nos regocijamos con vuestras victorias, y nuestras manos texen coronas de laurel para vuestras cabezas. ¡Que no nos fuera perm itido mezclarnos en vuestros exércitos, y con el am or de madres, es posas y herm anas, lim piar vuestro rostro cubierto del honorífico sudor, causado por el cansancio de destrozar falanges enemigas ¡Que no pudié ram os detener con nuestras m anos vuestra sangre derram ada gloriosa m ente en defensa de la Religión, el Rey, la Patria, y de nosotras mismas! Héroes valencianos, fuertes Catalanes, invencibles Aragoneses, victoriosos Andaluces, intrépidos Castellanos, Gallegos y Asturianos; recibid el since ro agradecim iento que con lágrimas de gozo os tributa el xexo débil... ¡Ah! ¡No lo es tanto, que no anhele con ardor m orir con vosotros por tan justa causa!6
La regularización de las guerrillas y los m óviles de los guerrilleros El clim a de inseguridad que se in stau ró en España desde los p r i m eros días del levantam iento, p o r el vacío de p o d er y el fracaso de las instituciones y, sobre todo, p o r la arrogancia y atropellos reiterados de las tro p as im periales con la población civil, provocó un estado de á n i m o de desesperación, de in dignación y de rebeldía entre las gentes, que p ro n to aplicaron p o r su cuenta la venganza individual o colectiva co n tra los ocupantes. H ay que recordar que los franceses habían p e n e tra d o en el te rrito rio español cam ino de P o rtu g al en octu b re de 1807 y, en su travesía, vivieron a costa de la H acienda española y de lo que expoliaban a los particulares al pasar p o r los pueblos. Tam aña v e jación sería u n a de las razones fundam entales p ara la aparición de la guerrilla.
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El oficial de H úsares francés A lbert Jean M ichel Rocca reconoce en sus M em orias que el ejército im perial utilizó conscientem ente el terro r com o m edio de som etim iento de la población española, lo que provo có en el pueblo el odio y la venganza, que se convirtieron tam bién en los móviles de la resistencia. Más aún cuando los españoles se percata ro n de los proyectos de N apoleón de hacer de la Península Ibérica u n Estado secundario som etido al dom inio de u n a dinastía extranjera.7 En definitiva Se im puso la lógica de la guerra y la escalada de la vio lencia, que fue ejercida de form a extrema por todos los combatientes. Los mariscales y generales napoleónicos im pusieron m uchas veces u n a políti ca equivocada que les condujo al fracaso: la práctica de la extorsión, la ra pacidad, la codicia y el pillaje, frente a los ideales civilizadores de la Revo lución francesa. La ocupación napoleónica engendró terror, destrucción y ru in a económica y ello provocó una espiral de violencia ejecutada tam bién p or quienes organizaron la resistencia, entre ellos los guerrilleros. La serie de los 82 grabados de Goya titulada «Los desastres de la gue rra» que com enzó a dibujar en 1810 son u n testim onio directo de las es cenas de m uerte, sangre, odio, ruinas y destrucción que acom pañaron a esta guerra. Y aunque el pintor no presenció ninguna batalla, en sus di bujos representó lo que le contaría la gente de la calle: m uertos am onto nados en las veredas tras los fusilam ientos, cuerpos m utilados y des m em brados después de haber sido ejecutados, em palamientos, cadáveres ahorcados puestos en los árboles, torturados abandonados p o r caminos y senderos, y mujeres violadas por los soldados franceses. A diferencia de la iconografía patriótica que exalta el heroísm o popular y de los guerrille ros, Goya nos m uestra la otra cara de la m oneda en estos grabados que expresan el h o rro r y la violencia que acom paña a todas las guerras, con vertidas p o r ello en males absolutos. No hay buenos ni malos, solo esce nas sórdidas de las que tanto unos com o otros son protagonistas, culpa bles y víctimas.8 El leitmotiv de la sublevación popular de 1808 fue, sin duda, el odio y la venganza co n tra los franceses que habían ocupado de form a ilegal el territorio, pero sobre todo fue la negativa a aceptar lo que se presen tó entonces com o algo inevitable, las abdicaciones de Bayona, junto al tem o r a la conscripción. La galofobia y u n a cierta aversión a todo lo que se relacionara con lo francés (ejército, ideas, política) fueron ganando terreno desde que se
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cuestionó a la m onarquía española. C iertam ente, com o se h a indicado, se p ro d u jero n incidentes entre los paisanos españoles y los ejércitos im periales desde su en trad a en noviem bre de 1807, que h ab ría que ver m ás bien com o m otines provocados p o r la escasa disciplina de las tr o pas francesas y p o r el sistema de abastecim iento com prom etido por G o doy que se colapso de inm ediato. De ahí la reacción violenta de la gen te com o fo rm a de resistencia tra d ic io n a lm e n te u tilizad a frente a la violencia organizada del Estado, en este caso representada p o r los fra n ceses. D icha resistencia popular, esporádica al principio, fue percibida p o r algunas autoridades insurgentes com o una alternativa a la guerra convencional y p o r ello se creó desde el poder político, encarnado des de septiem bre de 1808 en la Junta C entral, u n corpus teórico form ado p o r los reglam entos de partidas de guerrilla elaborados en el m arco te ó rico de la guerra partisana.9 U na violenta explosión de odio se m anifestó en el inicio de la c o n tienda y los prim eras proclamas de los patriotas, incluso el bando de m o vilización general y la Declaración de guerra del 15 de noviem bre de 1808, y los m ism os reglam entos referidos a las guerrillas de la Junta C entral y de la Regencia, están escritos con vehem encia y excitación contra los «aliados franceses» que habían engañado y traicionado a los españoles. Un grito se expandió p o r todo el territorio: «¡Muerte a los francesesl» El preám bulo del Reglamento de guerrillas de la Junta C entral de 28 de diciem bre de 1808 lo expresa así: La España abunda en sujetos dotados de un valor extraordinario que, aprovechándose de las grandes ventajas que les proporciona el conoci miento del país, y el odio implacable de toda nación contra el tirano que intenta subyugarla por los medios más inicuos son capaces de introducir el terror y la consternación en sus ejércitos.10
Tam bién la Instrucción para el Corso Terrestre, prom ulgada en Sevi lla el 17 de abril de 1809 p o r acuerdo de la Junta Suprem a del reino, les da cobertura legal a los paisanos arm ados com o si fuera la del corso en el m ar. D eterm inación que era fruto del odio incontenible que había entonces contra el ejército francés de ocupación, com o recoge el artícu lo prim ero:
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Todos los habitantes de las provincias ocupadas por las tropas france sas, que se hallen en estado de armarse, están autorizados para hacerlo, hasta con armas prohibidas, para asaltar y despojar siempre que hallen co yuntura favorable en particular y en com ún a los soldados franceses, apo derándose de los víveres y efectos que se destinen a su subsistencia; y en suma, para hacerles todo el mal y daño que sea posible; en el concepto de que se considerará este servicio como hecho a la nación y será recom pen sado en proporción de su entidad y consecuencias.11
O tra clara m otivación de los guerrilleros para enrolarse en las p a r tidas y dedicarse a este m odo de vida fue, sin duda, la facilidad que les proporcionaba para enriquecerse, aspecto que contem pla con todo de talle el Reglamento de guerrillas de 1808 en varios de sus artículos. El ar tículo XV concede a los guerrilleros la apropiación del b o tín enem igo (dinero, alhajas y ropas) que debían repartirlo en proporción a sus suel dos «sin que nadie se m eta en la distribución, m ientras que alguno de los interesados no dé queja alguna fundada sobre la falta de equidad en el reparto». Si se tratab a de caballos, m uniciones, víveres, carros y caba llerías apresadas, estas pasarían a la Real H acienda pagando 600 reales p o r cada caballo de servicio o carro y caballería, y el resto, su precio ju s to. Si todo lo apresado pertenecía a los españoles debían restituirlo a sus legítim os dueños, abonándose a los apresadores la cuarta p arte de su valor, excepto la presa de m uebles, alhajas y otras pertenencias que e n contraran en los pueblos liberados del enemigo que perteneciesen a los lugareños (art. XVII). Finalm ente, el artículo XVIII contem pla que, en el caso de que hiciesen presas de consideración, entonces podían depo sitar los guerrilleros u n a tercera parte para el fondo com ún de la p a rti da y así pagarse un uniform e particular.12 Y una disposición de la Junta C entral de 28 de febrero de 1809 se ñala que las arm as de cualquier especie, caballos, víveres, alhajas y di n ero que se ap rehenda al enem igo «por cualquier particular, sean en plena propiedad y dom inio del aprehensor, reservándose únicam ente a S. M. o a la Real H acienda el derecho de preferencia en la com pra de ca ñones, arm as y caballos, cuyo im porte se les pagará puntualm ente». Lo que significa u n a regulación m uy liberal de las presas frente al regla m ento anterior de 1808, que solo perm itía hacerlo a los guerrilleros.13 Tam bién a los guerrilleros se les entregaba una paga o soldada, que a m enudo recibían con m ayor seguridad que los soldados del ejército
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regular, cuestión que sin duda llevó a m uchos a alistarse en las partidas y guerrillas. Al fin y al cabo, había que sobrevivir en m edio de la guerra com o fuera. Finalm ente, los guerrilleros gozaban de u n a m ayor libertad que los soldados, som etidos siem pre a una disciplina m ilitar férrea e in m ersos en u n a organización m ucho m ás jerárquica que la que pudieran tener las guerrillas. La legislación posterior de la Junta C entral y del Consejo de Regen cia sobre la guerrilla es m uy num erosa. El Reglamento sobre las Juntas Provinciales de enero de 1809 contem pla entre sus obligaciones la m i sión de contrib u ir con todos los m edios a la supervivencia de la guerri lla. La Real O rden de la Junta C entral (28 de febrero de 1809) refrenda u n ban d o de la Junta de Valencia incitando a que los paisanos hicieran el m ayor daño posible al enemigo, incautándose de armas, víveres o d i nero. En el Manifiesto de 20 de m arzo de este m ism o año, dirigido a los generales franceses, la C entral defiende a los guerrilleros, verdaderos soldados de la patria, frente a las agresiones brutales que les infligían los m ilitares franceses cuando caían prisioneros. A finales de este m ism o año la Junta C entral aprobó u n Reglamen to para la formación de las Partidas de Eclesiásticos Seculares y Regulares, las llam adas «Partidas de Cruzada» lideradas por sacerdotes o religio sos, cuya form ación justifica en los dos prim eros artículos con el obje tivo de defender la nación y la religión, que estaban en peligro. Por p r i m era vez se contem pla su financiación con todo detalle, así com o la suerte de los heridos y de los enfermos. El p rim e r d o cu m ento conocido sobre las p artidas de cruzada es u n a p roclam a o Edicto G eneral de la Junta de Badajoz, fechado en Alb u rq u e rq u e el 19 de abril de 1809, para el alistam iento del clero, con especificación de rangos, grados, d istin tiv o s y s u ste n to .14 Los ecle siásticos, tan to seculares com o regulares, que estuvieran dispuestos a coger las arm as, llevarían com o distintivo u n a cruz roja de paño de g rana o de seda en la p arte izquierda de la chaqueta o casaca al uso. M uy p ro n to se p resen taro n a la Ju n ta extrem eña num erosas p eticio nes de eclesiásticos solicitando la fo rm ación de p artid as de cruzada. Fue frecuente él que se designase a determ inados eclesiásticos com o jefes de P artida, com o el canónigo de C uenca C ipriano Télez C ano, bajo las órdenes de la Junta S uperior de A ragón. Las denuncias c o n tra las actuaciones desm esuradas de los guerrilleros frailes o los en-
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fren tam ien to s m u tu o s entre las diversas guerrillas eclesiásticas fueron m u y frecuentes. N um erosos sacerdotes y religiosos se pusieron al frente de las p arti das de cruzada, integradas en su m ayoría p o r eclesiásticos en todas las regiones. E n Galicia, el franciscano M anuel F ernández organizó u n a cruzáda de religiosos, que fue autorizada. En Aragón, los capuchinos Pedro de A ragón y Pedro Ruiz de C alam ocha fueron com isionados p o r el clero regular p ara organizar otra, com andada p o r el padre José Gil, que tam bién fue autorizada. De la m ism a form a, el franciscano Fr. M a nuel de O lavarría se puso al frente de la «Cruzada de San Francisco». En C ataluña R am ón Mas, teniente de cura de Sallent, levantó u n som atén general en esta com arca; el padre Francisco Piquer se puso al frente del som atén del Coll d ’Al forja y rechazó a los franceses; el párroco Adriá O chando dirigió el som atén de La Palma, y el beneficiado de Banyoles, el célebre guerrillero Francesc Rovira, consiguió apoderarse del castillo de Figueres el 10 de abril de 1811. O tros proyectos, sin em bargo, fraca saron com o el del párroco de M enjíbar (C órdoba) y el del canónigo ca talán Joan Pau Constans, p o r no tener el apoyo de los obispos y de las Juntas respectivas. Tam bién la Regencia del reino introdujo diversas norm ativas sobre las guerrillas. La O rden de 15 de septiem bre 1811, «con varias preven ciones para las partidas de guerrillas que sostenían en aquella época la independencia nacional», da instrucciones p ara la disolución de las cua drillas que causasen trastornos a la población; y el Reglamento para las partidas de guerrilla (de 11 de julio de 1812), denom inadas ahora cuer pos francos, reduce el p o d er de los cabecillas en las operaciones m ilita res, de tal form a que en ningún caso estos podían dar órdenes a los ofi ciales del ejército regular. El últim o Reglamento para los cuerpos francos o partidas de guerrilla es del 28 de julio de 1814 y trata de su disolución, estipulando su in teg ración en el ejército regular. Tam bién las C ortes trataro n con profusión la tem ática guerrillera en sus discusiones y, so bre todo, de la guerrilla de Navarra. En el ám bito catalán hay que m encionar, en prim er lugar, el Plan para la nueva organización de manutención de los somatenes y compañías honradas de Cataluña, de 20 de febrero de 1809, ordenado p o r la Junta Superior de Cataluña, puesto que el Reglamento de partidas y cuadrillas de la Junta C entral de diciem bre de 1808 n o se observaba en este terri-
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torio. Som atenes y com pañías honradas aparecen com o una fuerza au xiliar y de reserva. En todas las ciudades se llevarían a cabo dos tipos de alistam ientos generales: el prim ero, de todos los hom bres útiles hasta los 35 años, y el segundo a p artir de esta edad (Art. 1). Para el levanta m iento del som atén se form an com pañías de 100 hom bres, agrupados en unidades de 500, sujetos a las órdenes del jefe m ilitar de cada corre gim iento (Arts. 3 y 10) y sostenidas por los pueblos respectivos (Art. 17). Para m an ten er el orden en los pueblos se crean com pañías de 40 hom bres con el objeto de conservar la paz en los pueblos (Art. 26) y proteger la propiedad y la seguridad personal (Art. 28). Tanto las com pañías honradas com o el resto de los som atenes po d ían llevar a cabo acciones co n tra el enem igo, bajo las órdenes de sus jefes respectivos. Tam bién contem pla el Reglam ento la requisición de arm as y m unicio nes, el pago p o r los servicios prestados, la ejercitación en el m anejo de las arm as y los castigos a quienes las abandonasen. Por su parte, el Reglamento para las partidas patrióticas — ordenado p o r el capitán general de C ataluña Luis Lacy en septiem bre de 1811— , afirm a de form a total su estructura militar. Sus funciones son las p ro pias de desestabilización y hostigam iento del enem igo y sus integrantes quedaban exentos de las quintas. Al m ism o tiem po intentaba im pedir cualquier tipo de vejación o desorden contra la población civil y p re tendía sustituir a los sometents tradicionales catalanes aunque conserva b a su organización. C uando querem os p en e trar en la personalidad de los guerrilleros nos encontram os casi siem pre con u n obstáculo principal. En su m ayo ría no dejaron ni escritos ni m em orias, de ahí que se haya im puesto m uchas veces u n a im agen suya distorsionada, fruto más de la leyenda que de la realidad, al haber sido encum brados y convertidos en la ép o ca en héroes populares p o r sus hazañas y acciones tan espectaculares frente al ejército im perial. El escritor gallego liberal M. Pardo de A ndrade, redactor del Diario de La Coruña (el p rim er periódico genuinam ente político y de noticias publicado en Galicia en 1808), recrea con to d o detalle la im agen m ítica de los guerrilleros gallegos en u n a serie de artículos difundidos en el Semanario político, histórico y literario de La C oruña entre los años 1809 y 1810. Sin arm as y sin m uniciones, sin u n plan preciso, dirigían p o r sorpresa los ataques, p ro porcionaban tan b ien los golpes, elegían ta n
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op o rtu n am en te el sitio y el tiem po, que en todas las acciones lograban alguna ventaja al enem igo, m u y superior en conocim ientos m ilitares. Los héroes tienen nom bres y apellidos: el abad de Villar y Couto, M au ricio Troncoso, ju n to con el licenciado José M aría Rivera y Salgado, con siguieron sublevar el partido del Creciente, Alveos, Ovelo, Achas, M elón y Rivadavia. Los paisanos se prepararon con palos, hoces, chuzos y al gunas escopetas y se abalanzaron co n tra los soldados del ejército de S oult cu an d o p re te n d ía n co b rar la co n trib u c ió n im p u esta — 20.000 raciones de pan, vino y carnes, con algunos capones y m uías— . El 13 de febrero de 1809 fueron abatidos p o r los guerrilleros diez franceses cuando intentaban cruzar el puente M ouretán sobre el río Deva, y dos días des pués 13 soldados m ás fueron hechos prisioneros y algunos m uertos desde los m ontes del Freixo, en cuyas cercanías u n a m ujer m ató a u n dragón, d errib án d o le de su caballo con u n a piedra. P osteriorm ente se vieron obligados a acordonar el río Deva y, aunque el ejército de Soult consi guió atravesarlo, le ocasionaron num erosas bajas.15 E ntre los líderes guerrilleros fue, sin duda, Francisco Espoz y M ina el m ás encum brado e idealizado. El pequeño opúsculo biográfico escri to p o r el coronel Lorenzo Xim énez y publicado en 1811, traza u n a im a gen ideal de este guerrillero, el héroe de la nación española. C uenta Lo renzo Xim énez que cuando era llevado prisionero a Francia, el 25 de m ayo de 1811, a la salida de Vitoria, el destacam ento francés fue ataca do de form a súbita p o r la p artid a que m andaba Espoz y M ina, form a da p o r unos 150 hom bres pertrechados, con sus jinetes. El encuentro provocó u n a verdadera carnicería, contándose entre 700 u 800 m uertos. La descripción que hace de este guerrillero es m uy detallista y al m ism o tiem po ahonda en su psicología, carácter y personalidad: M ina es hom bre de regular figura, un poco rubio, fornido, y tendrá cinco pies y una pulgada de altura, pocas palabras, m uy franco, enemigo de las mujeres, pues se guardará ninguna, aunque sea oficiala, de ir ni acer carse a su división, y será de edad de 28 a 30 años, como poco, y duerme solo dos horas en la noche, pero siempre con las pistolas puestas en la cin tura, y cerrado en su cuarto las pocas noches que entra en el pueblo; con cita m ucho pero es reservado.16
El perfil que traza de este guerrillero es ideal. No conoce lá holgaza nería, recibe el apoyo del paisanaje de Navarra, lleva la caballería vestida
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de húsares con chaqueta y pantalón azul, gorras com o las que usa el ejér cito, alpargatas y espuelas. Los m ism os franceses le llam an el Rey de N a varra. En cada pueblo encuentra lo que quiere: concede pasaportes, co b ra derechos de aduana de todos los productos que se introducen desde Francia y en sus incursiones más allá de la frontera pirenaica exige co n tribuciones a los pueblos. Al m ism o tiem po dirige u n hospital ubicado cerca de Estella, que traslada al m onte cuando llegan los franceses, lugar donde fabrica pólvora, y conoce perfectam ente el territorio navarro. N ada m ás lejos de la verdad que pensar que en su división de v o luntarios navarros, form ada por diez m il o doce m il hom bres, reinase la indisciplina. Todo lo contrario, hay bastante subordinación. Cada v o lu ntario percibe u n real diario y u n a ración abundante de carne, p an y vino. Tam bién les perm ite a cada uno de ellos apoderarse de algunas pertenencias cuando ha concluido el fuego y no antes, reprendiendo se veram ente a cuantos se entretienen en ello. Castiga el robo y el pillaje que se hace sin n ingún m otivo y trata con severidad y firm eza a los ofi ciales, todos ellos navarros, y no aceptan a los que provienen del ejérci to. Si a los espías franceses que caen en sus m anos les corta la oreja d e recha y les pone en la frente con u n hierro al rojo vivo su m arca p a rti cular «¡Viva Mina!», nunca duda en fusilar a soldados y oficiales suyos si son m erecedores de ello. ¿Qué m otivaciones tuvo Espoz y M ina para lanzarse a liderar u n a guerrilla de tan ta im portancia? Él m ism o señala que estaba inflam ado de am o r p atrio p o r la alevosa invasión de N apoleón en España, por lo que decidió hacer sufrir a los franceses todos los males posibles, p rim e ro desde su casa y después com o soldado voluntario en el batallón de Doyle de Jaca.17 Sin duda, la deslealtad de N apoleón había sido ostensi ble en N avarra al haber ocupado con engaño la ciudadela de Pam plona. Repetidam ente se ha dicho que las m otivaciones iniciales de los gue rrilleros suelen estar relacionadas con la violencia ejecutada p o r los fran ceses contra los m iem bros de sus familias: en el caso de Julián Sánchez «el Charro», contra sus padres y herm anas; en el del franciscano Lucas Rafael y el del m ism o Espoz y M ina, co n tra sus padres respectivos, o contra ellos m ism os, com o en el caso de Renovales o el cura Merino. La im agen tradicional que h a llegado h asta nosotros de Jerónim o M erino es dem asiado inverosímil. Se dice que siendo ya cura de Villoviado, cuando pernoctó en este pueblo el 17 de enero de 1808, una com -
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pañía de cazadores del Prim er Ejército im perial, a falta de los bagajes p e didos, em bargaron todos los m edios de transporte y a las m ism as perso nas del pueblo, incluyendo al sacerdote, a quien obligaron p o r la fuerza a cargar sobre sus espaldas el bom bo y los platillos de m úsica en direc ción a Lerma. C uando este les espetó «que se m archen por donde han venido» recibió varios culatazos de los soldados. A p artir de entonces surgió su idea de vengarse de los franceses p o r la hum illación sufrida. O tro testim onio de la época ap u n ta el hecho de la violación de su h erm an a m ás pequeña, de ocho años de edad, llam ada B ernarda, p o r u n soldado francés com o el m óvil principal que le llevó a la guerrilla p ara vengar dicho acto de b arbarie.18 D ejando de lado estas apreciacio nes subjetivas e indem ostrables, en lo que están de acuerdo todos sus biógrafos es que el C ura M erino se distinguió durante la guerra p o r su feroz afán de venganza, com o lo dem uestra la cantidad de m uertos y prisioneros que hizo y el hecho que p o r cada uno de los m iem bros de la Junta de Burgos fusilados p o r los im periales ejecutó después a dieci séis franceses.19 Su prim era acción se desarrolló en el cam ino real de M adrid a B ur gos con tres hom bres, entre ellos, u n sobrino suyo. Su p artid a llegó a contar con u na veintena de paisanos y sus acciones, com o las de Puentedura y Fontioso, ya le hicieron célebre a finales de 1808. Después apre só varios correos franceses y sus valijas, atacó la guarnición francesa de Lerma, tom ó Roa ayudado p o r el Em pecinado y salvó el tesoro del M o nasterio de Santo D om ingo de Silos. En Burgos, donde se introducía de form a clandestina, se puso en contacto con quien dirigía la resistencia y logró establecer una red de confidentes p o r toda la provincia, indispen sable para conocer con certeza los m ovim ientos del enemigo. D uro y disciplinado con sus hom bres del regim iento de H úsares de Burgos, llegaba a hacer m archas y contram archas a caballo hasta de dieciocho horas. Su acción m ilitar m ás im p o rta n te fue la de H o n to ria del Pinar, que tuvo lugar a finales de 1811, y en ella m o stró gran generosidad con los oficiales polacos. C abe señalar que en esta b a ta lla tan espectacular lu ch aro n a su lado once clérigos, adem ás del de la citada población, los de Palacios de la Sierra, Silvestre, San L eonardo, Espeja, Santa M aría de las Hoyas, La Gallega y Navas del Pinar, ju n to con los erm itañ o s de San R oque, N uestra Señora de la C uesta y San Juan.
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El 16 de septiem bre de 1808 fue n o m brado capitán graduado de in fantería de u n a com pañía de milicia, y en mayo de 1809 la Junta Su prem a lo n o m b ró com andante de guerrilla con el título de Cruz Roja, y p o r los m éritos contraídos en otras acciones posteriores fue ascendi do en 1810 a teniente coronel, en agosto de 1811 a coronel y a brigadier en agosto de 1812. Su hoja de servicios dem uestra que dichos ascensos tan rápidos fueron consecuencia de sus acciones, de m anera que se co n virtió en u n referente y líder de todos los guerrilleros españoles. El C u ra M erin o con sus acciones efectivas, la colaboración con otros guerrilleros, entre ellos el Em pecinado, y con el asesoram iento de los m ilitares profesionales que le envió la Junta C entral, llegó a form ar unidades m ilitares bien disciplinadas, com o el Regim iento de infantería de Línea «Arlanza» y de C aballería Ligera «H úsares de Burgos», que ayudaron sin du d a a la victoria final. Las m otivaciones de Juan M artín D iez el E m pecinado no fueron n i su deseo de vengar la m u erte a m an o s de los franceses del n iñ o Carlos, hijo de quienes habían sido sus p ad rin o s de boda, n i la m u e r te de su m ujer o el m altrato dado a sus hijas ni la pérdida de sus bienes, com o se h a afirm ado. F. H e rn án d ez G irb al a p u n ta que su p rim e ra acción fue dar m u erte, en abril de 1808, a u n sargento de dragones francés que h abía in tentado aprovecharse de Juana, m uchacha que v i vía con sus padres en Castrillo, d o n d e se alojaba dicho sargento ju n to con su ordenanza, cuestión que parece m ás leyenda que realidad.20 Ni las injurias personales ni las ofensas a su h o n o r explicarían sus m o ti vos p ara p articip ar en la lucha. S im plem ente, Juan M artín se rebeló co n tra la indigna ocupación francesa de 1808 a p a rtir de su experien cia an terio r en su lucha contra los franceses en las cam pañas del Rosellón de 1793-1795, donde m uy joven particip ó en el ejército español y utilizó el sistem a de guerra de guerrillas. Su p ersona se asocia a la idea de libertad, valor p o r antonom asia p o r el que luchó a lo largo de to d a su vida. H om bre de bien y de gran generosidad, se entregó a la causa p atrió tica y n u n ca se doblegó ante la adversidad.21 Su im agen, engrandecida p o r sus hazañas, se convirtió en sím bolo de la in d ep en dencia nacional, com o recoge esta poesía publicada en El Conciso de Valencia en enero de 1811, referida a su figura y a los «estragos» co m etidos, m atar franceses y soldados im periales:
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A l E m p e c in a d o
¿Quién es aquél que viene Brioso en su caballo, De sangre de enemigos De la España bañado; De color m uy moreno, Bigote negro y ancho. De estatura mediana Aunque de gentil garbo; Semblante de guerrero A nunciador de estragos, Con pistolas, trabuco, Y aceros afilados Para m atar franceses, Sajones, italianos, Bávaros, alemanes Suizos, rusos, polacos, Y de la m adre patria Los hijos renegados? ¿Si será el gran Sartorio? ¿Si el invicto Viriato? ¿Si el valiente Pescara? ¿Si el siempre gran Gonzalo? ¿Si el heroico Ruiz Díaz? ¿Si el fiel M arqués del Basto? ¿Si Cortés, O ria o Leiva? ¿si Santa Cruz ó el de Avalos? ¿O de otro Duque de Alba Idéntico retrato? Nada de eso, señores, Y en suma, es otro tanto E l in m o r ta l p a tr io ta E l d ig n o E m p e c in a d o .22
Si hubo m otivaciones personales en algunos casos, m ás im p o rtan cia fueron aún las m otivaciones colectivas. M uchas guerrillas se form a ron com o consecuencia de los efectos del pillaje, abusos y desórdenes a los que estuvo som etido desde el principio la m ayor parte de la pobla ción, que era cam pesina, p o r parte de los ejércitos im periales. Entonces, la salida fácil es tom arse la justicia p o r su m ano. Un ejem plo paradig m ático de am bas m otivaciones, la personal y la colectiva, es el caso de
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Francisco Abad M oreno (el «Chaleco»). Testigo de la resistencia heroi ca de Valdepeñas al invasor el 6 de junio de 1808, conoció de la m u e r te de su m adre y h erm ano a consecuencia del incendio de la ciudad p o r los franceses. Después se convirtió en el m ás im po rtante guerrillero de La M ancha entre los campesinos que se le unieron, ju ran d o su enem is tad absoluta contra el invasor.23 A unque es verdad tam bién que, junto a este noble sentim iento, se m ezclaron otros m ás prosaicos: la defensa de lo m ás cercano, lo perso nal, la vida y la hacienda, la familia y la tierra. Incluso, para algunos, su adscripción a u n a guerrilla fue u n m odo de poder sobrevivir y soportar las condiciones tan adversas provocadas p o r la guerra, el ham bre y la desesperación. Sólo para u n a m inoría m uy exigua la guerrilla pudo sig nificar algún tipo de aventura particular. C om o expresión de rebeldía, los guerrilleros d em o straro n en la práctica que estaban dispuestos a resistir hasta el final por la indepen dencia de sus territorios y de la nación. C on este fin pusieron todos los m edios p ara im pedir que la ocupación del ejército im perial y el G o bierno del rey intruso fueran efectivos. No se puede dudar, p o r tanto, com o insinúan estudios recientes revisionistas a ultranza, de su co n tri bución a la guerra, pues disputaron a los ocupantes los recursos n a tu rales y la autoridad sobre las zonas rurales e im pidieron que el poder napoleónico se im plantara con norm alidad entre la población española en aquellos territorios que pudieron controlar. Estos hom bres, que consiguieron ser el referente más claro de la a u toridad tanto política com o m ilitar en sus respectivos territorios, se vie ro n im pulsados a liderar la guerrilla por el am biente hostil que existía contra los franceses en los pueblos y ciudades, provocado por las vejacio nes y atrocidades que habían sufrido sus gentes. La opinión pública se puso enseguida de su parte, im buida por la idea de cruzada antifrancesa que algunos eclesiásticos difundieron desde el púlpito y con la pluma. Ni todos los guerrilleros fueron santos ni todos bandidos u o p o rtu nistas. El fenóm eno guerrillero de 1808 es m uy com plejo y solo se p u e de com prender si se enm arca dentro de los m ovim ientos sociales de re sistencia que se p ro d u je ro n tras las guerras napoleónicas. M ientras hubo guerrilla, hubo resistencia; es decir, el no som etim iento a José I y p o r tan to el fracaso de N apoleón en España que, a la postre, fue quien había iniciado u n a guerra de conquista.
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Acabada la guerra, su destino fue m uy diferente. Algunos guerrille ros apoyaron a los liberales, com o Juan Díaz Porlier, que fracasó en el p ro n unciam iento de 1815, y Francisco Espoz y M ina en el de 1814, y tras su exilio volvió en 1820 para m archar de nuevo en 1823 y retornar en 1834 y luchó co ntra los carlistas; Juan M artín Diez, que estuvo p re so, se adhirió al pronunciam iento de 1820, fue apresado en 1823 y aca bó ahorcado en 1825; Pedro Villacampa, preso hasta 1818, después, en 1820, fue proclam ado capitán general de C ataluña; M ilans del Bosch, im plicado en el p ro n unciam iento de Lacy de 1817, com batió la guerri lla realista d u ra n te el Trienio, etc. O tros apoyaron a los absolutistas, com o el B arón de Eróles, Longa, los curas M erino y G orostidi, Uranga, Zabala o Zum alacáregui, que se convirtieron en los principales líderes carlistas.
Geografía y sociología de la guerrilla Desde el p u n to de vista geográfico, las guerrillas principalm ente se extendieron p o r el n o rte y centro de España (C ataluña, A ragón, G uada lajara, Soria, Navarra, La Rioja, el País Vasco, partes de Castilla la Vieja, Asturias, León y Galicia), pero tam bién las encontram os en el Reino de Valencia, en Castilla la Nueva y en Andalucía. A grandes rasgos las zo nas norm ales de actuación de las m ás im portantes guerrillas fueron las siguientes. En el eje Fuenterrabía-C iudad Rodrigo actuaron en el terri torio navarro y riojano M ina («el Mozo»), Espoz y M ina, el Padre Teobaldo y Sarasa; desde el C antábrico, Longa y Porlier, y desde Castilla la Vieja, M erino, «el C harro» y «el Em pecinado». En el eje M adrid-Sevilla llevaron a cabo sus acciones Juan Palarea («el M édico»), Abad M oreno y M ontijo, entre otros. En el eje Zaragoza-Valencia, lo hicieron el b aró n de Eróles, Lacy, Llauder y M ilans en la zona norte, y Gayán, Renovales y Villacampa en el sur.24 C om pletan este cuadro principal otras guerrillas que se form aron en todas las regiones, cuyos jefes o «cabecillas» fueron los siguientes: en Ga licia, Juan Porlier («el M arquesito»), Carrera, N oroña, B ernardo G onzá lez («Cacham uiña»); en Asturias, B artolom é Amor, B ernardo Alvarez, Pedro Bárcena, Federico C astañón, Escandón, F ernández del B arrio, Gregorio Piquero, José Belm ori, Noriega, «Zapatinos», «el Nictu», «El
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Xostro» y el m ism o Porlier. En Santander, Berruzo, Cam pillo, M anuel Collantes, H errero, M acáa, O choa, Porlier y Zavala. En el País Vasco, Juan de A rrostegui, C am pillo, C holín, C ortázar, D os Pesos, G aspar Jáuregui («el Pastor»), U ranga, Francisco L onga («Papel»), M atías, M endizábal, A ndrés O rtiz de Zárate, O rtola, Pinto, «el Tuerto», U zurru n , Zabaleta y Tomás Zum alacárregui. En N avarra, adem ás de los citados, Etxevarría, Hidalgo, Juan de Villanueva («Juanito el de la Rochapea»), Juan Ignacio M oaín, Lizárraga («Tachuelas»), B u rru ch u rri, M arcalín, el Carretero de Leire, Ayala, M iranda, Bona y Pomes. En A ra gón, Pedro A ntón, Baget, B ernardo Borrás, Anselm o Alegre («el C anta rero»), el B arón de Eróles, R am ón Gaya, R am ón Jáuregui, M alcarado, M anuel, M ilans, Oliva, D o n Pedro, Felipe Perena, M anuel Sangenís Pesaduro, Toribio Porta, M ariano Renovales, Valero Ripol, Nicolás Riveres («el Colacho»), Francisco Robira, Sarsfield, Miguel Sarasa, Miguel Pe drosa, Braulio Foz, Lorenzo Barber, José Cebollero, A ntonio M ombiola, Sarto, Solano y Pedro Villacampa. En Valencia, José Lamar, José Rome, Vicente B onm atí, José Catalá, M anuel Cruz, Vicente Cortés, José Belda, G regorio de Alfafar, R om ualdo A parici, F rancisco Sam per, Asensio N ebot y Jaime Alonso (el «Barbudo»). En C ataluña, Baget, Casabona, Claros, Felonch, Llovera, Malet, M anso, M ilans, Pedrosa, Perena, Eróles y Llauder; en León, Lorenzo Aguilar, Tomás Príncipe y Santochilder. En Castilla, adem ás de los indicados, Felipe Zarzuelo, Félix de la Fuente, Je ró n im o Saornil, José Rodríguez, Juan Ortega, Francisco López, A ntonio T em prano, N arciso M orales, Francisco Castilla, Am or, Juan Abril, «el Caracol», Julián Delica «el Capuchino», Fernando Castro, Ignacio Cuevillas, D urán, Cam ilo y Juan Góm ez Larriba, Francisco Longa, Padilla, Pinto, Justo Prieto y Salaza. En Extrem adura, Juan Downie, Ventura Ji m énez, Fray Celedonio D urán, Fernando Cañizares, y el sacerdote M el chor Gordilo. En Castilla-La M ancha, Francisco Abad, M arqués de Atayucas, M iguel Díaz, Isidro Mir, Juan A ntonio O robio, M anuel Pastrana, José de San M artín, Francisco Sánchez («Francisquete») yX im énez. En A ndalucía, García, Francisco González, «el M antequero», Juan M árm ol, M ena, A ndrés O rtíz de Zárate, Juan Lorenzo Rey, José Romero, Villalo bos, Pedro Zaldivia, A ntonio Calvache, Francisco González Peynado, A ntonio Bueno, el cura C lem ente de A rriba, B artolom é Gómez, Juan F ernández Cañas, Galarza, A ntonio Mellado, Juan Pérez, Francisco Lo zano, Francisco Roa, Torralbo, Pedro Pena y Rafael Panizo.
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Nicolás H o rta R odríguez, que h a contabilizado 646 guerrillas, las distribuye del siguiente m odo: 100 en A ndalucía, 16 en Extrem adura, 42 en el antiguo reino de León, 116 en Galicia, 9 en Asturias, 40 en C asti lla la Vieja, 24 en Vascongadas, 25 en Navarra, 128 en Cataluña, 56 en Aragón, 35 en el antiguo reino de Toledo, 34 en La M ancha, y 21 en País Valenciano y M urcia.25 G ran p arte de estas partidas contaban entre 30 y 50 hom bres p o r térm in o m edio, algunas entre 100 y 1.000, y las mayores con 3.000 o más, com o las partidas del «Empecinado», Porlier, Espoz y M ina o M e rino. La de Isidro M ir reunió a 500 infantes y un m illar de jinetes; la de Porlier pasó de tener 1.500 hom bres en 1809 a m ás de 4.000 en 1811; la del fraile Inocencio N ebot llegó a tener cerca de 5.000 hom bres en el M aestrazgo castellonense; el Em pecinado contaba con 10.000 hom bres cuando acudió en socorro de la sitiada Tarragona; las partidas de Jáuregui («El Pastor»), encuadradas en tres batallones de Voluntarios de Guipúzcoa, sum aban, en 1812, 3.400 hom bres, y la División de N avarra c o m an d ad a p o r Francisco Espoz y M ina pasó de 3.000 h o m b res en 1810 a unos 5.000 en mayo de 1811, 7.000 en enero de 1812 y en to rn o a 8.000 en ju n io de este año, y algunas fuentes le atribuyen hasta 13.000. Góm ez de A rteche hace u n a estim ación total de unos 50.000 h o m bres, Juan Priego López los rebaja a 25.000, m ientras que Canga A rgüe lles los reduce a 36.500. Ronald Fraser señala la cifra de 55.500 y C har les Esdaile de 38.500. En total, se calcula que el núm ero de guerrilleros oscilaría en su p erio d o álgido de 1811-1812 entre 35.000 y 55.000, o quizás m ás, con u n a distribución m uy irregular. Solam ente 16 de las grandes partidas, las de Espoz y M ina, el Em pecinado, Porlier y M erino, sum aban unos 47.000 guerrilleros que representaban el 80 p o r ciento del total, y u n a sexta parte de las partidas com enzó sus acciones locales en to rn o a 1808. No hay u n m odelo unitario de guerrilla ni sus móviles son siem pre los m ism os. Entre sus m iem bros encontram os a aventureros, o p o rtu nistas y bandoleros, pero tam bién a individuos partidarios de la disci plina militar. N o todo fue im provisación. Se debe distinguir entre los je fes guerrilleros y la m asa de com batientes, en m uchos casos obligados p o r la fuerza a sum arse a la guerrilla. Entre los jefes de las guerrillas y «cuadrilleros» encontram os represen tados a todos los estamentos y grupos sociales: eclesiásticos, militares, n o
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bles, médicos, alcaldes, mujeres, pastores, estudiantes, soldados prófugos, desertores franceses, antiguos prisioneros, etc. Pero no se debe olvidar que la realidad social de la guerrilla no debería separarse de la resistencia de los campesinos a la movilización en el ejército regular y al fenóm eno de la deserción, que se situó en torno a u n veinte o treinta p o r ciento de los sol dados. Nicolás H orta Rodríguez, al referirse al origen social de los guerrille ros encuadrados en las 646 unidades que ha contabilizado, clasifica a sus jefes, lugartenientes y m andos inferiores del siguiente m odo: 107 eclesiás ticos; 74 militares; 28 regidores, jueces y similares; 13 nobles; 12 alcaldes; 11 mujeres; 10 labradores propietarios y ganaderos; 9 menestrales; 4 con trabandistas; 2 antiguos com batientes del Dos de Mayo, y 2 bandidos.26 Ronald Fraser, p o r su parte, divide a los guerrilleros en tres catego rías generales: los que se alzaron en arm as sin autorización civil o m ili tar (partisanos); los que pidieron autorización para su creación a la Jun ta C entral (corsarios y forajidos), y los cruzados religiosos form ados m ayoritariam ente p o r clérigos. Sobre u n a base de datos que ha elaborado este au to r a p artir de 751 grupos de guerrilleros, casi u n 60 p o r ciento están registrados en uno de estos tres tipos de guerrilla: los partisanos alcanzan u n 81,7 p o r ciento, los corsarios u n 12,1 p o r ciento y los c ru zados religiosos u n 6,2 p o r ciento. En cuanto a su perfil social, tiene constancia del estatus social y profesional de solo 213 individuos, de los cuales el 26,3 p o r ciento pertenece a las clases trabajadoras y un 20,9 p o r ciento a las clases privilegiadas. En cuanto a los líderes de las gue rrillas, el 20 p o r ciento pertenece a las clases trabajadoras y el 28,5 p o r ciento a las privilegiadas (clérigos, m ilitares y profesiones liberales, principalm ente abogados y m édicos). En definitiva, la m ayor parte de sus co m p o n en tes eran labradores, pastores y artesanos, gentes con arraigo m ás que jornaleros sin propiedad. El prom edio de edad era de 25,9 años, el m ás joven registrado tenía diez años y el mayor, sesenta.27
Valoración de la guerrilla ¿Hasta qué p u n to su actuación fue eficaz? No se puede hacer de la acción g u errillera la pieza clave de la v icto ria española. Tam poco se puede negar la existencia de num erosos incidentes que surgieron entre
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los jefes guerrilleros y algunos m ilitares, a quienes les era difícil aceptar, desde su form ación académica, este tipo de guerra particular, y re p ro baban el m ovim iento guerrillero p o r «anárquico» frente a las milicias h o n rad as tradicionales. Su acción se debe evaluar ju n to con la in te r vención anglo-portuguesa y la del ejército regular y prestaron u n gran servicio desde el p u n to de vista estratégico. En p rim er lugar los guerrilleros pro p o rcio n aro n u n a inform ación detallada de los m o vim ientos de los ejércitos im periales gracias a la cap tu ra de los correos franceses. En segundo lugar, las guerrillas co n trib u y ero n a inm ovilizar u n a cantidad n o desdeñable de fuerzas fran cesas, que tuvieron que dedicarse a luchar contra la resistencia, disper sa p o r to d o el territo rio, y contribuyeron a interceptar los sum inistros y las com unicaciones. De esta form a, gran parte del ejército francés era re traíd o p ara cu m p lir otras m isiones n o estrictam ente m ilitares. En tercer lugar, las guerrillas fueron de gran im portancia p ara las fuerzas regulares, sobre to d o en las fases finales de la guerra, cuando se p ro dujo su m ilitarización, participando en acciones conjuntas con el ejér cito en las batallas de C iudad Rodrigo, Arapiles, V itoria o San M arcial. En m uchos casos los guerrilleros m ás fam osos, com o el Em pecinado, Espoz y M ina, o el m ism o Porlier, p artic ip a ro n al lado del ejército re gular o en funciones de colaboración que exigían u n grado im p o rta n te de coordinación. Finalm ente, los guerrilleros desarrollaron otro tipo de actuaciones m uy im portantes en otros ám bitos. En ocasiones ayudaron a m antener el espíritu de p atriotism o entre la población española, reuniendo a los soldados dispersos y desertores, restando elem entos colaboracionistas con los franceses m ediante la presión psicológica o la intim idación, y atem orizando a los soldados franceses en todo m om ento, de tal form a que les fue m uy difícil controlar el territorio. Sin la acción guerrillera no hubiera sido posible la actuación de las Juntas en los distintos territo rios. La guerrilla se convirtió, a la postre, en la gran protagonista de la guerra en la retaguardia. Pero tam b ién en co n tram o s d en tro del m ism o ejército opiniones m uy críticas, com o la que hace u n a Memoria del Estado M ayor de 1811 que no du d a en desm itificar a los líderes guerrilleros, en la m ayoría de las ocasiones hom bres desconocidos, sin oficio alguno, cuya actuación era deplorable m uchas veces:
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Se cree que están compuestas de aquellas gentes robustas y honradas de los Pueblos, que guiadas del odio general a los franceses tom an las a r mas para resistirlas, y que se someten al efecto al que tienen por más ad vertido, o por hom bre de más respeto y desde luego se pasa ya a figurarse una reunión de hombres arruinados, desvalidos sufriendo todas especie de incomodidades y riesgos. Es una equivocación de los que viven lejos. Al gunos sin duda habrán estado en este caso, pero los más casi todos se h a llan en diferentes circunstancias. Los comandantes son hombres descono cidos por lo com ún hasta de los mismos que le siguen, y los demás indivi duos son generalm ente hom bres sin oficio, ni ocupación, o tenidos y habidos por contrabandistas y vagos; otra gran parte hay de desertores, o sea dispersos de los exércitos muchos con caballos y armas. Si no fuera así no podría haber habido Partidas de estas, que contasen 400 ó 500 caballos, que se reunían y se disipaban como el hum o.28
C on tales antecedentes, fácilm ente se puede pensar que tales cu e r pos habían ocasionado m ás daños que beneficios, incluso cuando algún jefe in trép id o conseguía utilizarlos alguna vez con éxito. Pocas veces se p o día co ntar con ellos p ara acciones ofensivas y de apoyo al ejército. Según el Estado Mayor, había que constituir las partidas de otro m odo y, puesto que vivían sobre el terreno, era m ejor convertir a los g uerri lleros en soldados bien disciplinados bajo el m ando de los jefes y o fi ciales m ilitares. Los m ilitares ingleses tam bién fueron críticos con la guerrilla, a u n que reconocen que fue útil al ejército aliado p o r su hostigam iento cons tante al enemigo, com o reconoce el m ism o W ellington. Incluso algún periódico y revista inglesa de la época, com o A nnual Register (1811), d i fundió u n a im agen rom ántica de Francisco Espoz y Mina. En las m e m orias de los m ilitares franceses (Hugo, Jourdan, Lejenne, Rocca) se re m arca que este tipo de guerra irregular violaba los usos tradicionales y com o consecuencia reconocen desgastó m ucho a sus soldados. No o b s tante, algunos de estos m ilitares quedaron fascinados por el m undo de la guerrilla e incluso contribuyeron a encum brarla en cierto modo. Es el caso de J. J. E. Roy, capitán de Estado Mayor, que fue enviado en enero de 1808 a España para realizar u n inform e sobre su situación política y m ilitar. M uy p ro n to este m ilitar cayó prisionero en m anos de los guerrilleros, con los que convivió, y en sus m em orias traza un b a lance m uy positivo puesto que, en su opinión, las guerrillas prepararon y aseguraron la victoria al ejército regular. Se refiere a los jefes g uerri
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lleros m ás célebres, M artín Díaz (el «Em pecinado»), Juan Palarea (el «Médico»), don Juan Díaz Porlier (el «Marquesito»), Pablo Morillo, el p a dre N eb o t (el «Fraile»), los dos M ina, Jáuregui (el «Pastor») y algún otro más. A los guerrilleros no se les podía denom inar brigantes o fac ciosos, p o r ser d icha calificación injusta, pues estos h om bres no se guían m ás que el am or a su país y com batían p o r su independencia. Pero tam p o co h ab ía que deificarlos com o hacían los españoles. Las bandas o partid as se reclutaban entre todas las clases de la sociedad, entre ellos h abía artesanos, trabajadores, pero tam bién con trab an d is tas, o ladrones de cam inos que po n ían su experiencia y vigor ad q u iri do en el ejercicio de su vida crim inal al servicio de la patria. Tam bién había vagabundos, m onjes exclaustrados, y todos cuantos habían p e r dido su posición en tiem pos de revolución. Se entiende, pues, que estos grupos estuvieran p reparados p ara com eter to d o tipo de excesos. D es graciados aquellos individuos que caían prisioneros en sus m anos, a quienes les aplicaban num erosos suplicios. La pru eb a palpable de tales fechorías eran los cadáveres de estas desgraciadas víctim as, que apare cían totalm ente m utilados. De ahí que los soldados franceses, exaspe rados p o r tam añ a crueldad, se vengaran com etiendo terribles represa lias, de m an era que la guerra tom ó cada vez m ás u n carácter de inusi tad a violencia.29
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C a pít u lo 5
LA AYUDA BRITÁNICA Introducción La ayuda financiera y material que el gobierno británico proporcionó a España durante la Guerra de la Independencia ha sido objeto de revi sión parcial en la historiografía española a través de algunos estudios cuyos propios autores indican el carácter de aproximación preliminar a un asunto complejo que requiere mayor atención. Matilla Tascón ofrece un breve repaso de la cuestión, que él mismo presenta com o una «prim era aportación al estudio de un tem a que merece dedicación m ás am biciosa»,1 y recoge alguna información acer ca de las aportaciones británicas a ciertas juntas españolas, según m a nifiestan dichas instituciones a requerimiento de la Junta Central. Esta inform ación se refiere especialmente a lo recibido entre 1808 y 1809 en algunas zonas de España, principalmente Asturias, León y Galicia, zo nas de Castilla y Cataluña, Sevilla y Valencia. Con respecto a los años 1810 a 1814, las cifras que desvela M atilla en relación con el Reino Unido no se indican con la suficiente precisión, refiriéndose el autor a veces a prom esas no cumplidas por parte de los representantes de ese país, a cantidades de distinta procedencia, y en fin, especialmente en 1813, cita entregas de fondos a algunos generales españoles, como Elío, D uque del Parque y La Bisbal, a algunos ejércitos, com o el de Catalu ña, el 1.°, 2.° y 3.°, y también a algunos generales británicos al m ando
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de tropas españolas, com o W hittingham y Roche. Estos datos, proce dentes todos ellos del Archivo C entral del M inisterio de H acienda, se presen tan de form a poco sistem ática y algo confusa, aunque dada la fiabilidad de las fuentes docum entales, sí aparecen coincidencias p a r ciales con el contenido de algunos docum entos disponibles en archivos británicos. U n interesante artículo publicado por Fontana, no referido especí ficam ente a los auxilios británicos sino a la financiación de la guerra en su conjunto, reconoce las dificultades que plantea la cuantificación de la ayuda financiera del Reino U nido a la guerra española,2 y hace referen cia a dos obras elaboradas sobre la base de fuentes inglesas de las que es m uy im p o rtan te la de Sherwig, a la que m e referiré m ás abajo. F inalm ente, E steban Canales rastrea de m anera m u y eficaz la b i bliografía relacionada con el tem a y reclam a atención para los datos aportados p o r Canga Argüelles.3 Es precisam ente este autor, José Canga Argüelles y Cifuentes, p o r su condición de m inistro de H acienda d u rante los prim eros años del conflicto, y tam bién p o r su rigor académ i co e histórico, quien proporciona unas fuentes im portantes p ara afron tar la cuestión con cierto grado de fiabilidad. Sin em bargo, Canga A r güelles, com o él m ism o adm ite, aporta datos que en ocasiones recuerda de m em oria pero que n o puede docum entar, p o r lo que las cantidades que cita el b rillan te hacendista deben com pletarse y ser contrastadas con la inform ación procedente de las propias fuentes británicas, deteni dam ente revisadas p o r Sherwig. Los capítulos IX y X del enjundioso li bro de este últim o,4 ofrecen una docum entada panorám ica de las rela ciones diplom áticas anglo-españolas durante la G uerra Peninsular, así com o una cuantificación de las aportaciones británicas a la causa espa ñola m uy aproxim adas a la realidad, y establecidas sobre la base de las propias cuentas elaboradas por el A udit Office en 1822. Una p rim era aproxim ación de quien suscribe al estudio com binado de las fuentes españolas y británicas se publicó en la Revista de Historia M ilitar en 2004.5 En esa ocasión no había tenido acceso a m uchos de los inform es relativos a remesas de arm am ento, vestuario, víveres, equipa m iento de cam paña, etc. Los datos eran por eso provisionales y siem pre se presentaban com o aproxim aciones m ínim as. El presente trabajo se realiza con el objetivo de ofrecer u n a revisión del alcance de la ayuda financiera y m aterial proporcionada p o r Gran
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B retaña al G obierno español desde 1808 hasta 1814 que complete, en la m edida de lo posible, lo que ya se sabe. Para ello utilizo las principales fuentes p rim arias disponibles, tan to españolas com o inglesas, siendo prioritarias las segundas por ser m uy com pletas y fiables. Una fuente es pañola m uy p o n d erad a es, com o anticipaba arriba, u n a de las obras de Canga Argüelles, publicada en 1829 durante su exilio en Londres.6 Las fuentes inglesas, principalm ente archivísticas, están localizadas en The N ational Archives ("que aparecerá citado en adelante com o TNA), Lon dres, y se com ponen de dos bloques de docum entos paralelos, aunque no contem poráneos entre sí: p o r u n lado utilizo las detalladas cuentas que p resentaba anualm ente H enry Wellesley, em bajador británico en E spaña du ran te la m ayor parte de los años que duró el conflicto, al se cretario del Foreign Office, Lord Castlereagh. Por o tro lado reviso las cuentas elaboradas en el A udit Office en 1824 y estudiadas p o r Sherwig, las cuales contrasto con las del citado Wellesley cuando ello es posible. Q uedarán pendientes aún otras cuestiones com o la referente al im por te definitivo de las cantidades devueltas por España al Reino Unido, así com o, ya en el plano nacional, el asunto del coste económ ico de la gue rra en su totalidad y su distribución p o r toda la geografía española.
D im ensión in tern acio nal de la G uerra de la Independencia La guerra que los españoles conocem os com o «Guerra de la Inde pendencia» tiene otros nom bres. Los británicos y portugueses la deno m in an «Guerra Peninsular», los franceses «Guerra de España», en Italia se habla de la G uerra N apoleónica en España, y en C ataluña se la cono ce com o «G uerra del Francés». La denom inación actual española no se utilizó durante el conflicto, aunque sí se encuentran alusiones a la lucha p o r la «independencia» en escritos contem poráneos,7 m ientras que la británica y la francesa sí p a recen estar ya consolidadas en la época. El térm ino «G uerra de la Inde pendencia», com o bien indica Álvarez Junco en u n excelente estudio publicado en 1993,8 es una «creación cultural»; no surgió durante los sucesos de 1808-1814, sino a principios de los años veinte (1820); no apareció com o título de obras sobre tales sucesos hasta principios de la década de los 30, y no se consagró de form a definitiva hasta la segunda
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m itad de los cuarenta. El éxito de esta denom inación, en lugar de otras que p o d rían haber triunfado, com o «la guerra de la usurpación» o «la guerra co n tra la invasión francesa», podría estar relacionado con u n a función ajena a los hechos a que se refiere, la de reforzar u n a visión de E spaña com o pueblo o nación que pueda servir de base p ara la cons trucción del Estado, p o r parte de u n nacionalism o español em ergente. Tal función es com prensible en u n m om ento en que la construcción de España com o u n Estado m o d ern o estaba aún en fase algo precaria. Y m uy especialm ente cuando se añadió a tal denom inación el adjetivo de «Española», necesario para diferenciar este conflicto de otras guerras m ás genuinam ente de «independencia», y relacionadas con las colonias am ericanas. Sin em bargo, las consecuencias de esta denom inación influyeron en la perspectiva interesada y m e atrevería a decir, patriotera, según la cual se presenta en m uchas ocasiones el conflicto com o u n acontecim iento de índole m eram ente nacional, y se le despoja de su innegable dim en sión in tern acio n al. Así, la G uerra de la Ind ep en d en cia es a m en u d o identificada con u n problem a interno, español, causado p o r las invasio nes francesas de España, que se resolvió gracias al em puje y el esfuerzo de los españoles. Sin negar ese em puje y ese esfuerzo, es necesario am pliar la pers pectiva y com prender la proyección internacional del enfrentam iento bélico. La G uerra de la Independencia, o G uerra Peninsular, debe ser considerada tam bién com o un capítulo im portante dentro del contexto europeo de las guerras napoleónicas, en las que se luchaba p o r algo m ás que la independencia de u n país. Se luchaba p o r la hegem onía de Eu ropa y p o r el triunfo de sendos m odelos de Estado, m uy concretos y di ferentes entre sí, que defendían cada uno de los dos países m ás po d ero sos que lideraban este enfrentam iento, G ran Bretaña y Francia. El m odelo de Estado napoleónico se presentaba revestido de u n a su puesta m odernidad, sobre la base de los principios de la Revolución fran cesa, y sustentado p o r la idea del Estado laico. Los principios de la Revo lución francesa, sin embargo, habían sido traicionados m uy pronto por el propio Napoleón al coronarse em perador y al instaurar una nueva dinas tía, que hizo extensiva a sus herm anos e incluso cuñados, a quienes con cedió títulos nobiliarios y hasta nom bró reyes de algunos de los países o de algunas partes de los países ocupados por su arrollador ejército.
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El Reino Unido, p o r o tra parte, perdía su im perio am ericano y se preparaba p ara establecer u n a nueva política im perialista que consegui ría culm inar a m ediados del s. xix, ya en la época victoriana. El m ode lo de Estado propugnado p o r los británicos se establecía sobre la base de u n a ya antigua m onarquía constitucional parlam entaria, de cuño li beral y con u n sistem a de partidos en el que el p artido de la oposición era tan respetado, y tam bién tem ido, com o lo podría ser en la actuali dad. La política expansionista británica era tam bién m uy clara, pero se establecía sobre la base de u n a filosofía co n serv ad o ra opuesta to ta l m ente en sus m étodos a los utilizados durante la Revolución francesa. Lo que en España estaba en juego en la G uerra de la Independencia n o era solam ente la soberanía nacional. Estaban en juego m uchas m ás cosas: estaba la transición (una m ás de las distintas transiciones que ca racterizan nu estra historia) del A ntiguo Régim en a la Edad C ontem po ránea, y con ello la posibilidad de m odernizar España pasando de u n absolutism o radical a un m odelo liberal m ás acorde con los tiem pos. P ronto se pusieron sobre el tapete estas y otras cuestiones que estaban pendientes en nuestro país, com o la abolición de la Inquisición, instau ra r u n a C onstitución o definir el m odelo de Estado teniendo en cuenta los logros de la Ilustración. Estaba tam bién en juego, no hay que olvi darlo, la soberanía de Portugal. Los dos grandes países, o bloques, enfrentados ya habían encontra do escenarios ajenos para ponerse a prueba parcialm ente. Sin embargo, la Península Ibérica les ofreció (de form a inesperada para am bos) u n nuevo escenario que perm itía la confrontación directa, que sería defini tiva, en unas condiciones m ás equilibradas de lo que lo habían sido has ta el m om ento.
Inicio de la ayuda b ritán ica en España La decisión británica de actuar en España se vio precipitada por la decisión que se tom ó en Asturias de declarar la guerra a Francia y, en tre otras m edidas, solicitar form alm ente la ayuda de G ran Bretaña para afrontar las consecuencias de esa audaz decisión. Así, Asturias aparece com o responsable de la internacionalización el conflicto, englobándose con ello la causa española en el m arco ya m encionado de las guerras n a
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poleónicas, lo que ap orta esa dim ensión internacional consustancial a la G uerra de la Independencia. La Junta General del P rincipado de Asturias, form ada p o r las clases privilegiadas, pero d o tada de legitim idad en su naturaleza institucional, com bina ese com ponente legítim o con otro «ilegítimo» o revoluciona rio, establecido sobre la base del apoyo popular. Pero no solo de tal com binación em ana la legitim idad de la Junta Suprem a. Uno de los co m etidos m ás im portantes (y no confesados de form a explícita en los es critos co rresp o n d ien tes) de los representantes asturianos enviados a Londres a principios de 1808 es precisam ente el de obtener el reconoci m iento de su legitim idad p o r parte del G obierno británico. Es bien sa bido que la propia existencia de u n Estado n o depende tanto de cues tiones internas com o del exterior — de otros Estados— , del hecho de ser reconocido com o tal fuera de sus fronteras. El reconocim iento de la Junta, en las personas de sus rep resen tan tes, com o in terlo cu to ra válida y legítim a p o r p arte del gobierno b ritá nico sería u n o de sus m ayores logros. Sin em bargo, no se trató de u n a cuestión fácil. Los p rim ero s días de estancia en Londres de los com i sionados asturianos, José M aría Q ueipo de Llano y sus acom pañantes, fu ero n cruciales p ara el m in istro del Foreign Office. La llegada de la m isión diplom ática n o p u d o ser m ás o p o rtu n a en el m arco de la p o lítica an tin ap o leó n ica b ritánica. C anning necesitaba u n golpe de efec to p a ra crear en tre la p o b lació n , la oposición p o lítica lid era d a p o r Sheridan, y ante el p ro p io Rey Jorge III, u n estado de ánim o favorable a u n a in terv en ció n m asiva, d irecta y decisiva en la P enínsula. Todo ello se hacía necesario p ara el agudo instin to de C anning, tras varias cam pañas europeas poco exitosas y en u n a situación de tem o r gene ralizado, debido especialm ente a la inseguridad que provoca en G ran B retaña la ocupación de Portugal. Es interesante recordar que habían pasado ya casi 7 meses desde la invasión franco-española de P ortugal (noviem bre de 1807), sin que el Reino U nido hiciese o tra cosa, tras p resenciar la salida del Príncipe Regente p o rtugués con to d a la fam i lia real hacia Brasil, que destacar u n g rupo naval con u n a fuerza de 5.000 soldados a p atru llar principalm ente p o r el M editerráneo, pero sin desem barcar. La cuestión de la legitim idad jugó un papel im portante d u ran te los p rim eros m om entos que pasaron los asturianos en Londres. C anning
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instó al rey a autorizar u n a serie de m edidas que le iban a perm itir p o n er en p ráctica sus planes. Sin em bargo el rey, tem eroso de que los acontecim ientos de Asturias se pareciesen dem asiado a los que caracte rizaron la Revolución francesa, se m ostraba m uy cauteloso y sugería es p erar a recibir inform es fidedignos acerca de la situación en España. Todo esto sucedía el m ism o día 8 de junio en que los asturianos llega ro n a Londres. C anning consiguió el apoyo m ediático del diario The Ti mes, que publicaría exaltados editoriales los días 9 y 10 a favor de la causa asturiana y, p o r extensión, española. C anning, en su correspondencia con el rey britán ico d u ra n te estos p rim ero s días, justificaba la conveniencia de ad o p tar m edidas inm e diatas, precisam ente sobre la base del carácter legítim o de la Junta as tu rian a :9 A circumstance which was n o t know n to M r Canning at the time of his first writing to Your Majesty upon this subject — That the assembly of the Junta of the Asturias is a regular and legitimate assembly, m et to gether according to the established constitution of that Principality, and n o t an assembly suddenly self-constituted in the exigency of the moment. The Junta was actually sitting in the discharge of its regular functions at the m om ent when the report of the events o f Bayonne and of the usur pation of the Crown of Spain by Bonaparte occasioned them to take the resolution in pursuance of which they have throw n themselves upon Your Majesty’s protection. M r Canning thinks it his duty to return to Your Majesty the letter of the Junta and the full powers of the deputies, in order that Your Majesty may have them under your consideration together w ith the draft of the proposed answer.
C on esta aclaración, C anning conseguiría todos los apoyos necesa rios para enviar al ejército británico a la Península. Las cautelas del rey británico respecto a juntas legítimas, revolucionarias, tradicionales, es pontáneas, inventadas, etc., se disiparían m uy pronto. La posibilidad de in tro d u cir sus tropas en el escenario peninsular, haciendo uso de su p o derío naval, colocaba al Reino U nido en una posición estratégica privi legiada. La cam paña ya estaba en m archa y ningún tipo de recelo legitim ista la iba a frenar. El G obierno británico recom pensaría la iniciativa asturiana con n u m erosos auxilios, incluyendo im portantes sum as de dinero en metálico.
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Al m ism o tiem po, el ejército británico se organizaba ya para acudir a la Península, teniendo com o p rio rid a d inicial la liberación de Portugal, p ara lo cual com enzó a prepararse u n a expedición en el m es de julio. La idea de la repercusión de la iniciativa asturiana en estas decisiones se re fuerza al com probar u n cam bio de estrategia m uy im portante que afec ta a Sir A rth u r Wellesley. El futuro D uque de W ellington estaba en ese m o m en to p reparado en C ork con u n ejército de 9.000 hom bres p ara iniciar u n a expedición, no a la Península sino a Sudam érica, probable m ente u n a tercera expedición a Buenos Aires, y este cam bio de planes tan drástico ya se anuncia precisam ente el día 10 de junio en u n o de los dos editoriales del Times ya aludidos, justam ente en el m ism o texto en que se com enta la cuestión asturiana. Siguiendo con la serie de acontecim ientos que va desencadenándo se gracias a A sturias, no sería dem asiado aventurar que la victoria de W ellington en Vim eiro, factor clave en su futuro nom bram iento com o com andante en jefe de las fuerzas aliadas, no habría sido posible si los asturianos llegan a aparecer p o r Londres unos días m ás tarde de lo que lo hicieron, con lo que W ellington habría zarpado ya rum bo a Sudam é rica en lugar de salir con destino a Portugal el día 12 de julio, m ucho antes de que el resto de las tropas británicas destinadas a operar en la Península estuviesen preparadas.
La ayuda financiera y m aterial procedente del Reino U nido C entrando ya este estudio en la ayuda m aterial británica a España, se hace necesario decidir la u n id ad m onetaria concreta de referencia para todas las cantidades a considerar. Los docum entos del A udit Offi ce expresan las cantidades en libras esterlinas. Los de H enry Wellesley en dólares (o duros, o pesos fuertes, es decir pesos de plata) p rio ritaria m ente, y Canga Argüelles establece equivalencias entre la libra, el dólar y el real de vellón. Las equivalencias de Canga Argüelles son excesiva m ente elevadas — 1 libra esterlina = a 5 dólares = 100 r.v. (reales de ve llón)— p o r situarse en el extrem o superior de cotización de la libra d u rante la guerra, que en realidad osciló entre 3,47 y 5 dólares.10 Por ra zones prácticas, u tilizaré en to d o s los casos el d ó lar español com o
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