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Spanish; Castilian Pages 263 [264] Year 2015
Toni Dorca LAS DOS CARAS DE JANO La Guerra de la Independencia como materia novelable en Galdós
LA CUESTIÓN PALPITANTE LOS SIGLOS XVIII Y XIX EN ESPAÑA Vol. 24 Consejo editorial Joaquín Álvarez Barrientos (CSIC, Madrid) Pedro Álvarez de Miranda (Real Academia de la Lengua Española) Lou Charnon-Deutsch (SUNY at Stony Brook) Luisa Elena Delgado (University of Illinois at Urbana Champaign) Fernando Durán López (Universidad de Cádiz) Pura Fernández (Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid) Andreas Gelz (Albert-Ludwigs-Universität, Freiburg im Breisgau) David T. Gies (University of Virginia, CharloĴesville) Kirsty Hooper (University of Warwick, Coventry) Marie-Linda Ortega (Université de la Sorbonne Nouvelle / Paris III) Ana Rueda (University of Kentucky, Lexington) Manfred Tieĵ (Ruhr-Universität, Bochum) Akiko Tsuchiya (Washington University, St. Louis)
LAS DOS CARAS DE JANO La Guerra de la Independencia como materia novelable en Galdós
Toni Dorca
Iberoamericana - Vervuert - 2015
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Diseño de la cubierta: a. f. diseño y comunicación
A l’Ignasi, ęll estimadíssim, perquè mai no defalleixi en la cerca del saber
ÍNDICE
Agradecimientos ............................................................................................
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Introducción ....................................................................................................
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Lю ѐџіѠіѠ Aporías de la revolución: de El audaz a la primera serie de Episodios nacionales ................................................................................... Manuel Godoy, Gabriel Araceli y el capricho 56 de Goya .......................
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Lю єѢђџџю Costumbrismo, pueblo y nación: el Dos de Mayo ................................... Revolucionarios y afrancesados: los enemigos de la nación en el imaginario galdosiano.................................................................... Historia de dos ciudades: la (f)utilidad de la resistencia en los sitios de Zaragoza y Gerona ........................................................ Representaciones de la nación: una lectura a la luz de la imagología ...... El sueño de la nación produce monstruos: la imagen de la guerrilla ... Principio que viene a ser ęnal, ęnal que viene a ser principio ................
67 85 103 125 145 163
AѝѼћёіѐђѠ Signos en dispersión: la Guerra de la Independencia como texto gráęco ................................................................................... La Guerra de la Independencia en clave infantil, ma non troppo ............. Conclusión ...................................................................................................... Obras citadas................................................................................................... Índice onomástico ..........................................................................................
189 219 239 245 259
AGRADECIMIENTOS
Muchas personas e instituciones han contribuido a la publicación de esta monografía, sin que haya que achacar a ninguna de ellas los errores en que yo pueda haber incurrido. Cabe destacar, en primer lugar, la ayuda económica dispensada por el Ministerio de Economía y Competividad al proyecto FFI2011-22929, “Diego de Saavedra Fajardo y las corrientes intelectuales y literarias del Humanismo”, del que este libro forma parte. La excelente gestión del profesor Jorge García, investigador principal y alma del mentado proyecto, ha sido clave a la hora de culminar la tarea que empecé hacia 2008. Algunas partes de este libro, luego retocadas, han visto la luz en las revistas Anales Galdosianos, Isidora, Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, Trienio y Romance Quarterly. Quisiera agradecer desde aquí las sugerencias de los lectores anónimos que me permitieron ir reęnando mis ideas con sus atinadas observaciones, agradecimiento que hago extensivo a quien se encargó de evaluar el manuscrito de cara a su publicación en la editorial Iberoamericana. Merecen asimismo mi gratitud los colegas que me invitaron a exponer partes de la obra, o un resumen general de la misma, en distintos foros públicos: Anthony Clarke en la Universidad de Birmingham; Palmar Álvarez Blanco en Carleton College; Juan Egea en la Universidad de Wisconsin, Madison; María de los Ángeles Rodríguez y Pilar García Pinacho, en la Asociación de Amigos de Galdós; y Rosa Montes Doncel, en la Universidad de Extremadura. A ello hay que añadir los congresos en los que tuve ocasión de departir sobre Galdós y la Guerra de la Independencia: Congreso Internacional “Guerra, sociedad y política (1808-1814). El Valle Medio del Ebro”, en la Universidad Pública de Navarra; Kentucky Foreign Language Conference, en la
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Universidad de Kentucky; Sociedad de Literatura Española del Siglo ѥіѥ, en la Universidad de Barcelona; Modern Language Association, en Los Ángeles; y Congreso Internacional Galdosiano, en Las Palmas de Gran Canaria. Otros amigos y colegas me han regalado su tiempo y sus conocimientos sobre el tema: Elisa Martín-Valdepeñas, Raquel Sánchez García y Genís Barnosell. A todos ellos, gracias por darme tanto a cambio de nada. Las bibliotecas de Macalester College y de la Universidad de Minnesota, así como la Hemeroteca Digital de la BNE, me han proporcionado una cantidad enorme de materiales sin los cuales la escritura de este libro no habría sido posible. La concesión de dos sabáticos y una subvención económica por parte de Macalester College, así como el apoyo de todos mis colegas del departamento de Estudios Hispánicos, han facilitado sobremanera mi tarea. Lo mismo cabe decir del celo profesional desplegado por la editorial Iberoamericana, en especial por Anne Wigger. Finalmente, mi mujer Eileen y mi hijo Ignasi han vivido el día a día de la gestación de este libro, acompañándome en la travesía con abundantes dosis de humor y de amor.
INTRODUCCIÓN
En Mater dolorosa: la idea de España en el siglo ѥіѥ, el historiador José Álvarez Junco examina con mirada a la vez crítica y desapasionada el proceso de nation-building que tiene lugar en España en el Ochocientos. La particularidad de la centuria, arguye Álvarez Junco, reside tanto en la codięcación de un discurso nacionalizador que las élites políticas e intelectuales se encargan de difundir con la colaboración interesada del Estado, cuanto en la omnipresencia de aquel. La inserción de «rasgos nacionales» rige, pues, el funcionamiento de cualquier disciplina relacionada con los ámbitos del saber, la cultura y las artes: «Poesía, novela, historia, pintura, música y, por supuesto, investigación cientíęca en muy diversos campos» (195). Dentro de la variedad de manifestaciones que contribuyen a forjar la noción de España en el ѥіѥ, la obra de Benito Pérez Galdós ocupa un puesto de primer orden por la importancia que en ella se concede a «la patria en su conjunto» (Aguilar, 1999: 609). Las reĚexiones de la crítica sobre este tema giran en torno a la máxima ciceroniana «historia magistra vitae» (Hinterhäuser, 1963: 30), según la cual el conocimiento del pasado facilita la comprensión del presente1 en aras de labrar un 1Ȳ
La plasmación literaria de la historia no puede hacerse sino en relación con la actualidad, según declaró en su día Georg Lukács: «La revivięcación poética de las fuerzas históricas, sociales y humanas que en el transcurso de un largo desarrollo conformaron nuestra vida como en efecto es, como la vivimos nosotros ahora» (58). Estamos, por otro lado, ante un lugar común que la crítica galdosiana recoge una y otra vez desde Hans Hinterhäuser (Gilman, 1985: 66; Dendle, 1986a: 128; Rodgers, 1988: 35; Troncoso-Varela, 2005: 11; Sánchez García, 2008: 167; Pinilla Cañadas, 2008: 194). La única voz discordante es la de Geoěrey Ribbans: «Galdós […] is deeply concerned with the actual historical events he is describing or demonstrating, for their own sake as
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futuro compartido por todos. Además de vincularse a unos hechos pretéritos que moldean su ser, la nación precisa de los mecanismos de la narración para erigirse como tal.2 El autor canario instituye así un género, el episodio nacional,3 que puede deęnirse a grandes rasgos como el Bildungsroman de una colectividad cuyas señas de identidad hincan sus raíces en el pasado reciente. En el caso de Galdós, el período en cuestión abarca unos setenta años que van desde la batalla de Trafalgar hasta la Restauración borbónica. Nación, historia y narración componen, en suma, una tríada inseparable dentro de la producción histórica de nuestro autor, la cual se extiende desde el principio (La Fontana de Oro, 1871) hasta el ęnal (Cánovas, 1912) de su carrera. Galdós sitúa el nacimiento de la España contemporánea en la Guerra de la Independencia, entroncando así ideológicamente con la historiografía liberal en cuyas fuentes bebe: la monografía del conde de Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1835-1837); Historia de la vida y reinado de Fernando VII en España (1842), atribuida a Estanislao de Kostka Vayo; e Historia General de España (1850-1867), de Modesto Lafuente. Según esta interpretación, repetida hasta la saciedad hasta instaurarse como uno de los grandes mitos del liberalismo,4 los patriotas se alzan en 1808 al objeto de salvaguardar la soberanía de su comunidad, amenazada por Francia. Los españoles legitiman su condición de tales en virtud precisamente de la lucha contra el tirano de Europa, Napoleón Bonaparte, y su ejército intruso, la Grande Armée. La defensa de una geografía, unas costumbres, una gente y un monarca prisionero no solo garantiza la integridad de un territorio perfectamente delimitado, sino que impulsa además un programa de reformas que las Cortes de Cádiz hacen suyo. Por efímeros que fueran
well as, or more than, their implied relevance to the time of writing» (1993: 67; la cursiva es nuestra). 2Ȳ En palabras de Homi Bhabha, «the political ‘rationality’ of the nation» surge «as a form of narrative» (1990: 2). 3Ȳ El adjetivo alude de por sí a «una toma de conciencia patriótica» (Ribbans, 1995: x). Para la poética de este género, véanse Gogorza Fletcher, 1974; Ribbans, 1993 y 1995; y Ferreras, 1997. 4Ȳ «[T]odos los liberales compartían la memoria histórica colectiva de la Guerra de la Independencia contra la invasión napoleónica como una épica moderna del pueblo español, como un símbolo del resurgimiento de la unidad del pueblo español y de su capacidad de autodecisión y autodeterminación» (Fox, 1997: 39).
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sus logros, la contienda sobrevive en el recuerdo de los liberales como el momento fundacional de la nación moderna. Desde el punto de vista formal, Galdós comulga con la concepción decimonónica de la historia como «trama novelesca» (Clavería, 1957: 171) que se organiza alrededor de un tropo dominante (White, 1973). La narración se elabora, en su caso, a partir de una yuxtaposición de contrarios (antítesis) que nunca llegan a armonizarse por completo. Puede decirse, en otras palabras, que nuestro autor se metamorfosea en la ęgura del dios Jano cuando reęere las peripecias de sus criaturas en el marco espacio-temporal de la Guerra de la Independencia. Con el rostro bifronte que personięca a la divinidad romana, capta simultáneamente el anverso y el reverso de la realidad histórica que disecciona para sus lectores. La «irresoluble ambiguity» (Bly, 1984: 118) que recorre la primera serie de Episodios debe hacerse extensiva, por tanto, al resto de creaciones galdosianas que analizamos en este libro: el cuento «Dos de mayo de 1808, dos de septiembre de 1870» (1870); la novela El audaz (1871); el episodio que abre la segunda serie, El equipaje del rey José; la edición de Episodios nacionales ilustrados (1882-1885); el drama histórico Gerona (1892); Episodios nacionales. Guerra de la Independencia, extractada para uso de niños (ęnales de 1908-principios de 1909); y el libreto de la ópera Zaragoza (1909). Entrecruzadas por un sinfín de antítesis, dichas obras —tanto si las consideramos individualmente como si las comparamos con las demás— niegan la existencia de una correlación unívoca de los elementos que las estructuran. Nuestra tesis se respalda en una aseveración del politólogo Tom Nairn, para quien cualquier movimiento o tendencia de carácter nacionalista se caracteriza justamente por su ambivalencia (1981: 348). Por mor de ésta, la referencia a Jano, «who stood above gateways with one face looking forward and one backwards» (1981: 348), ha de interpretarse al pie de la letra y no metafóricamente. Nairn expone que siempre que una sociedad se forja un proyecto colectivo con el ęn de alcanzar un desarrollo mayor, recurre a la contemplación de sí misma en busca de los hechos y las costumbres de su pasado que la deęnen. Desde el Romanticismo hasta nuestros días, las aspiraciones soberanistas de un pueblo se fundamentan en la voluntad de propulsarse hacia delante reteniendo al mismo tiempo los vínculos con la tradición. La vocación de progreso inherente al nacionalismo se articula, pues, paradójicamente a través de «a certain sort of regression» (1981: 348).
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Ampliando las teorías de Nairn, a quien cita textualmente, Homi Bhabha sostiene asimismo que el relato de la nación reĚeja la naturaleza ambivalente del lenguaje. Bhabha insiste en la futilidad de englobar la pretendida uniformidad de una cultura y una historia en una narración transparente, sin ęsuras, pues en la práctica ésta se teje a base de una pluralidad de signięcantes que exhiben orgullosamente su diferencia. La inestabilidad del signo lingüístico genera una concatenación de signięcados opuestos, por lo que sólo asumiendo «the Janus-faced ambivalence of language itself» se puede construir «the Janus-faced discourse of the nation» (Bhabha, 1990: 3). Los textos que dan cuenta de la génesis y el ser de una comunidad están inmersos, literalmente, en un mar de contradicciones. Si por un lado se presentan como actos de «aĜliation and establishment», por otro producen efectos inversos: «Disavowal, displacement, exclusion, and cultural contestation» (Bhabha, 1990: 5). Su coherencia interna está amenazada por el antagonismo de unas fuerzas que no pueden trascenderse ni tampoco superarse, lo cual transforma la escritura de la nación en un ejercicio de distorsión, de desęguración, de «Entsellung» (Bhabha, 1990: 5). El disfraz de Jano que se pone Galdós le permite lidiar con la complejidad de la Guerra de la Independencia, conĚicto que requiere también para su comprensión del uso de una dialéctica permanente. El autor canario alaba la resistencia del pueblo, garante de una nación que va a emanciparse de sus usurpadores. No se le escapa, sin embargo, que el triunfo de los patriotas oęcializa el cisma entre dos bandos irreconciliables: los partidarios de regresar al Antiguo Régimen, frente a quienes se amparan en las reformas promulgadas en la Constitución de 1812. Por consiguiente, la identidad nacional que se aęanza por el rechazo del enemigo se desmorona rápidamente al no haber consenso acerca de los elementos que deben constituirla. Galdós aęrma que nadie supera a los españoles en su empeño de «derrocar la tiranía», si bien reconoce que luego no saben qué hacer con «el derecho y la libertad que han conquistado» (Pérez Galdós, 1982a: 83).5 Ello explica que, después de pelear durante seis años por su independencia y la de su rey, hayan de transigir velis nolis con la represión que les impone éste a la vuelta del exilio. Por si lo anterior no bastara, las desavenencias se enquistan por culpa de la visceralidad de los absolutistas hasta 5Ȳ
La cita procede de una crónica aparecida en Revista de España el 13 de abril de 1872.
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hacerse crónicas, tal como lo demuestra la sucesión de insurrecciones y guerras civiles que azota sin remisión el país desde los tiempos de Fernando VII. No hay que olvidar que Galdós se inicia en el cultivo de las letras en una coyuntura crítica para el país, a raíz de la abdicación forzosa de Isabel II. La etapa del Sexenio Democrático (1868-1874) aviva en él la esperanza de que los revolucionarios de 1868 sean capaces de conseguir la unidad de una nación fragmentada, esperanza puesta en duda luego ante el cariz que toman los acontecimientos tras el asesinato del general Prim en diciembre de 1870. En una serie de catorce artículos publicados en Revista de España entre 1871 y 1872, el novel escritor consigna las diferencias de credo que separan a sus conciudadanos. Ello no obsta, sin embargo, para que abogue por una política de conciliación (Goldman, 1969) con la que alcanzar unos objetivos comunes que redunden en provecho de los españoles, al igual que ocurrió al comienzo de la revuelta contra Napoleón. Sus inquietudes se trasladan al plano de la ęcción histórica en el cuento «Dos de mayo de 1808, dos de septiembre de 1870» (1870), en la novela El audaz (1871) y, sobre todo, en la primera serie de Episodios nacionales (1873-1875). Las turbulencias de los años inmediatamente posteriores a la Gloriosa se retrotraen allí a las fases de una crisis que sacudió los cimientos de la monarquía borbónica en los albores del Ochocientos: derrota en la batalla naval de Trafalgar (1805), entrada de tropas francesas en la Península (1807), conjuración de El Escorial (1807), motín de Aranjuez (1808), Dos de Mayo (1808) y guerra (1808-1814). La conexión que se establece entre las décadas de 1800 y 1870 responde al desiderátum galdosiano de contribuir por ęn a «la realización de la Utopía (liberal)» (Triviños, 1987: 206), postergada por el devenir de una historia que no ha cumplido aún las expectativas que los paladines del liberalismo —entre ellos, el propio Galdós— tienen depositadas en ella. Las narraciones compuestas por Galdós en el Sexenio abordan la Guerra de la Independencia mediante la superposición de dos ideologías incompatibles: la épica y la antibelicista. La primera consiste en la exaltación de los combatientes que sacrięcan vida y hacienda por España; la segunda, en cambio, calięca el enfrentamiento de un ser humano con otro como un acto de brutalidad que no provoca sino catástrofes. La tensión entre epopeya y pacięsmo tiene su manifestación suprema en la primera serie de Episodios, donde la línea que separa a los «héroes» de los «monstruos» (Triviños, 1987) es tan tenue que
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resulta a veces imperceptible. Tampoco hay unanimidad acerca de los beneęcios que reporta a los españoles la contienda contra Francia: no obstante asegurarse que el nacimiento de la nación es inseparable de las armas que la deęenden, el protagonista no se cansa de denunciar las carnicerías que ve por doquier.6 No hay más remedio, en ęn, que aceptar la singularidad de un segmento de nuestra historia en que se alternan sin solución de continuidad «lo mitologizante [sic] y lo desmitięcador» (Gullón, 1973: 396). El ciclo inicial de Episodios se completa unos tres meses después del golpe de Estado del general Martínez Campos en Sagunto el 29 de diciembre de 1874, preludio de la Restauración. Habiendo constatado cómo las desavenencias han derrumbado el proyecto que alentó por espacio de seis años, el desánimo se apodera de nuestro autor. Su frustración se percibe pronto en las novelas que cultiva a partir de entonces, tanto las históricas (segunda serie de Episodios) como las de tesis (Doña Perfecta, Gloria, Marianela, La familia de León Roch). Es muy signięcativo al respecto cotejar el episodio que inaugura la segunda serie, El equipaje del rey José (junio-julio de 1875), con los diez anteriores. José Bergamín, en un brillante ensayo de 1957 titulado «Galdós y Goya»,7 fue el primero en notar el cambio de sensibilidad que se hace patente en el mentado episodio, «seguramente uno de los mejores que escribió Galdós» (1957: 105). Bergamín advierte una «iluminación o encendimiento» distintos en las descripciones del «paisaje, la gente, las cosas» (1957: 105). En contraste con la «llameante luminosidad» de la primera serie, el predominio de los tonos sombríos en El equipaje del rey José oscurece sobremanera «la triunfadora historia española de aquellos años» (1957: 105). Se da así la circunstancia de que los dos episodios que clausuran la Guerra de la Independencia, La batalla de los Arapiles (febrero-marzo de 1875) y El equipaje del rey José, ofrecen, pese a su proximidad en el tiempo, un diagnóstico diametralmente opuesto de la lucha armada: en un caso, una victoria heroica que asegura la pervivencia de la nación y sanciona el ascenso del protagonista, Gabriel Araceli; en el otro, un cúmulo de atrocidades que augura los enfrentamientos fratricidas entre liberales (Salvador Monsalud) y 6Ȳ
Cabe hablar de «unreconciled tensions between Gabriel the humanitarian critic of war, on one hand, and Gabriel the warrior on the other» (Iarocci, 2009: 148). 7Ȳ Hemos tenido conocimiento de las opiniones de Bergamín gracias a un artículo de Peter Bly (2013) aparecido recientemente en Anales Galdosianos.
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absolutistas (Carlos Navarro) que rebrotan periódicamente durante el siglo como una enfermedad mal curada. La falta de luz que hay en El equipaje del rey José recrudece la tragedia que se cierne sobre los personajes, sólo comparable a la manera como Francisco de Goya visualiza, en palabras de Bergamín, «el espanto, el horror» (1957: 106). La mención del artista más preclaro que tuvo España en el tránsito del Antiguo Régimen a la modernidad nos parece fundamental para comprender la evolución de las ideas de Galdós respecto a la guerra. Recordemos que nuestro escritor llega a Madrid a ęnales de septiembre de 1862, seis meses antes de la publicación, en marzo de 1863, de la primera edición de Desastres de la guerra (Smith, Recepción 459). Fascinado desde su niñez por las artes plásticas, el joven canario recibe «una profunda lección» (Smith, Recepción 473) de los grabados de Goya: no sólo vislumbra en ellos la posibilidad de novelar «la historia nacional reciente» (Smith, Recepción 474), sino también la de transęgurar en arte «el horror de la violencia» (Smith, 2009: 471). La huella de los Desastres es ya visible en la primera serie, sobre todo cuando se nos reęere el sufrimiento de los sitiados en Zaragoza8 y Gerona9, o bien los atropellos de la guerrilla en Juan Martín el Empecinado. Creemos, sin embargo, que la completa absorción del genio de Fuendetodos no tiene lugar hasta la redacción de El equipaje del rey José. Galdós dota allí a la guerra de dimensión universal, liberándola de contingencias y doctrinas, al tiempo que la desposee de la aureola ejemplar que subsistía —por lo menos, en parte— en la imaginación de Gabriel Araceli. En El equipaje del rey José, la barbarie desatada por el odio y la venganza remite directamente a los Desastres, con el agravante de que las hostilidades ocurren ahora entre compatriotas e, inclusive, entre hermanos de sangre. La colaboración de Galdós con los pintores Arturo y Enrique Mélida y el editor Miguel Honorio de la Cámara hace viable la publicación 8Ȳ
«The horror and violence of the war captured in Goya’s etchings certainly occur in a modięed form in Galdós, so does the irony about heroism (Goya’s Plate 39 for instance, “¡Grande hazaña con muertos!»), the barbarism of the populace (Goya’s Plate 28, “Populacho») and the shooting of prisoners (Plates 15 and 26). Some of the same historical scenes —Manuela Sancho or Agustina Aragón ęring the gun (Plate 7), women participating in the ęghting (Plates 4 and 5)— inevitable crop up in both Goya and Galdós» (Glendinning, 1970: 49). 9Ȳ «The central belief in the ability to turn men into beasts is certainly common to both Goya and Galdós» (Glendinning, 1970: 49).
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por entregas, entre 1882 y 1885, de una edición ilustrada en diez volúmenes de las dos primeras series de Episodios nacionales. Estamos, en principio, ante una anomalía dentro del corpus de un escritor que está por entonces en el cénit de su carrera gracias a las «Novelas españolas contemporáneas». El renovado interés de Galdós por la narración histórica que abandonó en 1879 se explicaría seguramente por la boga de la novela ilustrada en la Restauración, a la cual no debieron de ser tampoco ajenas las motivaciones de orden económico. Sea lo que fuere, la elección de una forma híbrida, el episodio nacional ilustrado, da pie a una autoría múltiple, repartida entre un novelista que aporta un relato ya conocido y una serie de artistas que diseñan a posteriori los grabados que lo acompañan. La libertad de que disponen los dibujantes para realizar su tarea de acuerdo con una lectura personal dięculta la correspondencia entre el texto escrito y el texto gráęco, lo que a su vez crea un sinnúmero de contraposiciones que altera la semántica del conjunto.10 En la década de 1890, la presencia de la Guerra de la Independencia en Galdós se limita al estreno de Gerona (1893). Se trata de una adaptación del episodio homónimo, aunque con modięcaciones sustanciales que difuminan el patriotismo que rezuma éste. La megalomanía que empuja al gobernador Álvarez de Castro a resistir a toda costa, así como las razones humanitarias por las que Pablo Nomdedeu exige la rendición de la plaza, reiteran el rechazo de la guerra que encontramos en El equipaje del rey José. No lo entendieron así los espectadores que acudieron a la representación, quienes mostraron su desencanto al ver defraudadas sus expectativas. Ellos esperaban una apoteosis de los gerundenses, pero se les brindó una lección de pacięsmo que no supieron asimilar. La producción y la recepción del drama discurren, por tanto, por derroteros completamente diferentes. El fracaso de la versión teatral de Gerona hace que Galdós se desentienda de la invasión napoleónica hasta su ingreso en las ęlas del Partido Republicano y, posteriormente, en la comisión organizadora del centenario del Dos de Mayo. Su elección como diputado por la circunscripción de Madrid en las elecciones de 1907 lo insta además a formular un programa cuyos pilares se sustentan implícitamente en lo sucedido en Madrid en mayo de 1808: elevación de la masa al rango 10Ȳ
Vamos a ahondar en el estudio de algunas de estas contraposiciones en el capítulo 9.
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de ciudadanos ejemplares y apelación al patriotismo. Mientras difunde su ideario en la prensa de la época a ęn de recabar el apoyo de sus correligionarios, Galdós lo tematiza igualmente en dos obras de ęcción que rescatan a los personajes y la ambientación de la primera serie. Nos referimos al compendio Episodios nacionales. Guerra de la Independencia, extractada para uso de niños (ęnales de 1908-principios de 1909) y al libreto de la ópera Zaragoza (1909). El novelista canario ha recuperado el compromiso de los años del Sexenio, si bien las razones de su optimismo se fundan ahora en el liderazgo que ha de desempeñar el pueblo, no la clase media. Galdós vuelve a propagar a los cuatro vientos su conęanza en el futuro, aun si para ello tiene que tergiversar los hechos de armas ocurridos cien años antes. A diferencia del tono antibelicista que predomina en El equipaje del rey José y el drama Gerona, nuestro autor regresa a la épica de la nación con el propósito de hacer de ella el motor de la regeneración económica, social y moral de España. En suma, Galdós concibe la Guerra de la Independencia como un componente clave de la nación que va adaptando a su biografía política durante casi cuarenta años: el liberalismo burgués de la juventud, el escepticismo de la madurez y la conversión republicana de la vejez. La evolución de su pensamiento se expresa, por tanto, mediante la maleabilidad de una contienda que se deęne sobre todo por su ambivalencia. A semejanza del dios Jano, nuestro autor enjuicia el alzamiento de sus compatriotas desde dos ópticas distintas: una a favor, por cuanto salvaguarda la soberanía de España; la otra en contra, por cuanto provoca una escisión de la conciencia nacional que degenera en cainismo. En la primera mitad de la década de 1870, la aęnidad con los revolucionarios de 1868 lleva a Galdós a exaltar el patriotismo de un pueblo que aęrma el derecho a existir cuando se enfrenta a Napoleón, si bien las ilusiones del escritor se van desvaneciendo al compás de los retrocesos que sufre el país. A ello habría que añadir el impacto de Goya, cuyos Desastres son un referente ineludible a la hora de entender la radical denuncia de la guerra que se hace en el episodio El equipaje del rey José. En la misma línea, la crítica de la violencia ejercida en nombre de la nación se tiñe de tonos humanistas en la obra de teatro Gerona. Por último, la aęliación de Galdós al Partido Republicano vuelve a exacerbar el discurso épico-nacionalista del Sexenio, en forma de una segunda utopía —latente en los Episodios infantiles y claramente presente en
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el libreto de Zaragoza— que la historia se encargaría de demostrar que era tan irrealizable como la primera. Nos gustaría terminar esta introducción explicando brevemente cómo hemos organizado el libro. La división en tres partes sirve, a nuestro entender, para engarzar los diversos relatos de la Guerra de la Independencia que Galdós compone a lo largo de su carrera. En la sección titulada «La crisis», se incluyen aquellas novelas que abordan los antecedentes de la contienda. El capítulo 1 se centra en El audaz, narración ambientada en la España de comienzos del ѥіѥ que recrea un conato ęcticio de revolución contra Manuel Godoy en el Toledo de 1804. El capítulo 2 contrasta el ascenso y la caída del mentado personaje en los episodios Trafalgar, La corte de Carlos IV y la primera mitad de El 19 de marzo y el 2 de mayo, con el éxito de la trayectoria militar y vital de Gabriel Araceli en La batalla de los Arapiles. La segunda sección versa sobre los hitos que marcan el comienzo, el desarrollo y el ęnal de la guerra napoleónica en la Península. El capítulo 3 analiza la efemérides del Dos de Mayo en el corpus literario y periodístico de Galdós, destacándose su carácter de levantamiento genuino frente a la cadena de pronunciamientos que sólo entorpecen el progreso de la nación. En el capítulo 4, la impugnación de los revolucionarios y afrancesados que aparecen en Bailén y Napoleón en Chamartín no impide que las vicisitudes del antagonista por excelencia de la serie, Luis Santorcaz, calen más hondo en la sensibilidad del lector que el edulcorado triunfo del protagonista. El capítulo 5 hace hincapié en el cruce de visiones antitéticas que caracteriza el acercamiento de Galdós a los sitios de Zaragoza y Gerona, según se trate de los episodios homónimos o de su reelaboración dramática. El capítulo 6 se adentra en los postulados de la Imagología, disciplina que se centra en la elaboración de una retórica de los estereotipos nacionales, al objeto de iluminar tres representaciones de España que conĚuyen en los episodios Cádiz y La batalla de los Arapiles: la imperial, la romántica y la constitucional. El capítulo 7 examina la inversión de la tradicional imagen heroico-patriótica de la guerrilla en el episodio Juan Martín el Empecinado, a favor de otra más prosaica acorde con la realidad de los hechos. El capítulo 8 que cierra la sección subraya la condición liminar del episodio El equipaje del rey José, epílogo anticlimático de la guerra y, a la vez, prólogo profético de la restauración del absolutismo. La adición de dos apéndices recoge las obras restantes cuya trama gira en torno a la Guerra de la Independencia. En el capítulo 9, los
Introducción
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grabados que extraemos de la edición ilustrada de Episodios demuestran en ocasiones la concordancia de los signos léxico-gráęcos, pero en otras su divergencia. El capítulo 10, ęnalmente, considera la versión infantil de Episodios como una epopeya de la nación que pretende aleccionar a los niños en el conocimiento de las gestas de sus antepasados, y a los adultos en la práctica de un patriotismo constructivo.
LA CRISIS
APORÍAS DE LA REVOLUCIÓN: DE EL AUDAZ A LA PRIMERA SERIE DE EPISODIOS NACIONALES
Eљ AѢёюѧ, ћќѣђљю ѓѢћёюѐіќћюљ El audaz. Historia de un radical de antaño se publica por entregas entre junio y diciembre de 1871 en los tomos XX a XXIII de Revista de España.1 Al igual que en La Fontana de Oro (1871), que la precede en unos meses, Galdós indaga en esta novela los orígenes de la España contemporánea a ęn de facilitar una mejor comprensión del presente. El rastreo de la historia reciente va acompañado, pues, del esclarecimiento de las causas que han provocado el deterioro de la nación hasta los años inmediatamente posteriores a la Revolución de 1868. Ambas obras sientan además las bases para un proyecto de mayor calado que
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El cotejo que hemos llevado a cabo de Revista de España permite establecer la siguiente división: Tomo XX, núm. 79, pp. 436-458: capítulo I y secciones 1 y 2 del capítulo II; Tomo XX, núm. 80, pp. 598-626: secciones 3-4 del capítulo II y capítulo III; Tomo XXI, núm. 81, pp. 110-148: capítulos IV-V; Tomo XXI, núm. 82, pp. 276-307: capítulos VI-VIII; Tomo XXI, núm. 83, pp. 441-464: capítulos IX-X; Tomo XXI, núm. 84, pp. 580597: capítulo XI; Tomo XXII, núm. 85, pp. 94-101: capítulo XII; Tomo XXII, núm. 86, pp. 252-271: capítulos XIII-XV; Tomo XXII, núm. 87, pp. 410-439: capítulos XVI-XVIII; Tomo XXII, núm. 88, pp. 561-593: capítulos XIX-XXII y sección 1 del capítulo XXIII; Tomo XXIII, núm. 89, pp. 105-131: secciones 2 y 3 del capítulo XXIII y capítulos XXIVXXVII; Tomo XXIII, núm. 90, pp. 252-279: capítulos XXVIII-XXXI. La novela está fechada en octubre de 1871 (Tomo XXIII, núm. 90, pág. 279). El mismo año aparece también en forma de libro (Madrid: Imprenta de José Noguera), con variantes que la mejoran desde el punto de vista estilístico. Para las variantes, véanse Montesinos, 1968; Ross, 1981; y Sánchez-Llama, 2003.
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culminará poco después en la primera serie de Episodios nacionales (1873-1875). No obstante compartir unos mismos objetivos, el referente de las novelas es distinto: la acción de La Fontana de Oro transcurre durante el Trienio Liberal (1820-1823), mientras que la de El audaz se retrotrae a principios de la centuria. El grado de ędelidad a los hechos oscila asimismo entre la verdad histórica y la recreación ęcticia. Por un lado, el cañamazo de La Fontana de Oro lo forman las conspiraciones absolutistas que preparan la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823. La trama de El audaz, en cambio, gira en torno a un conato de derrocamiento de Manuel Godoy en Toledo «en pleno año de 1804» (Pérez Galdós, 2003: 321), episodio que no se corresponde con ninguno acaecido en lugar y fecha tales. La tergiversación de la historia patria en El audaz no equivale, sin embargo, a una superposición arbitraria que reste verosimilitud al conjunto. Por el contrario, con la «sorprendente intuición» y el «ęnísimo sentido histórico» (Montesinos, 1968, I: 110) que lo caracterizan, Galdós presenta el clima de hostilidad hacia la ęgura de Godoy como resultado de la crisis política, institucional y económica que aqueja la nación.2 El complot que se reęere en el desenlace remite a su vez a dos sucesos clave que tienen lugar pocos años después. En octubre de 1807, en el palacio de El Escorial, se aborta a última hora una conjura del príncipe Fernando y sus partidarios que pretendía hacerse con las riendas del poder mediante una alianza secreta con Napoleón —cuyas tropas, recordémoslo, empiezan a cruzar la frontera de España por las mismas fechas—. Una segunda tentativa triunfa cinco meses más tarde por obra y gracia de una revuelta popular dirigida desde la sombra por las huestes fernandistas. El llamado motín de Aranjuez de la noche del 17 de marzo de 1808 provoca la caída inmediata de Godoy; dos días después, Carlos IV abdica el trono del reino en su hijo Fernando. La magnitud de estos acontecimientos hace que la rebelión toledana de El audaz no pueda calięcarse propiamente de mera invención, ni tampoco de anacronismo Ěagrante. De hecho, el ambiente prerrevolucionario que se teje en las páginas de la novela ha de contemplarse
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En el año en que transcurre la novela, el consenso sobre la responsabilidad del valido extremeño en los males del país alcanza a la mayoría de la población: «Desde ęnales de 1804 se generaliza por toda España la crítica hacia él y su impopularidad se va incrementando paulatinamente hasta convertirlo en el personaje más odiado de la monarquía» (La Parra, 2002: 335).
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como un preludio de las transformaciones que están a punto de sacudir los cimientos del Antiguo Régimen: exoneración de Godoy, declive de la monarquía borbónica, invasión napoleónica y estallido de la después llamada Guerra de la Independencia.3 Se inęere de todo ello la importancia que tiene El audaz a la hora de ęjar literariamente el período en que, según Galdós, comienzan las vicisitudes de España en la era contemporánea. Al iniciar su carrera de novelista, nuestro autor está convencido de que el germen de las turbulencias posteriores ha de buscarse en la etapa del Trienio. Sus declaraciones en el preámbulo de La Fontana de Oro conęrman los paralelismos existentes entre 1820 y 1870, en virtud de «la semejanza que la crisis actual» (Pérez Galdós, 1969c: 10) guarda con el ocaso del liberalismo y la segunda restauración de Fernando VII.4 Hacia 1871, la perspectiva de Galdós ha variado porque también lo han hecho las circunstancias del país a raíz del triunfo de los revolucionarios en 1868. Este cambio de orientación puede documentarse a partir de la valoración marcadamente negativa que nuestro autor hace del siglo ѥѣііі en el artículo «Don Ramón de la Cruz y su época», publicado en dos partes en Revista de España entre ęnales de 1870 y comienzos de 1871. Se censura allí «la atonía mental» (Pérez Galdós, 1961: 1464) de unos tiempos en que el pueblo llano estaba sumido en la ignorancia. Mientras tanto, la aristocracia, «[p]erdido su papel histórico» (Pérez Galdós, 1961: 1465), se juntaba con la plebe para imitar «su llaneza y desenfado» (Pérez Galdós, 1961: 1465). Galdós se muestra igualmente duro con Carlos III por no haber incentivado el cultivo de las artes, las ciencias y la industria más allá de las instancias de poder: «Todos los esplendores de aquel reinado fueron puramente oęciales» (Pérez Galdós, 1961: 1479). La nula penetración de las reformas en el conjunto de la sociedad explica que, tras la muerte del monarca en 1788, «aquel mundo ęcticio» desapareciera con él para dejar paso a un profundo abatimiento del «espíritu nacional» (Pérez
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No está de más recordar que «el sistema político y social vigente en la monarquía española en 1808 no fue destruido por la invasión francesa, sino que su hundimiento fue el efecto de una implosión, el resultado inevitable de un proceso de degeneración que se había acelerado en las décadas ęnales del siglo ѥѣііі» (Fontana, 2007: 35). 4Ȳ Aunque el prólogo se escribe en diciembre de 1870, la mayor parte de La Fontana está ya terminada en 1868: «Sólo sus últimas páginas son posteriores a la Revolución de Septiembre» (Pérez Galdós, 1969c: 10).
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Galdós, 1961: 1479). El dictamen no deja lugar a dudas en cuanto al salto cualitativo que la década de 1870 representa en relación con la centuria anterior: «Nos quejamos hoy de nuestra sociedad, sin reparar en lo que ha ganado en consistencia moral desde aquel tiempo» (Pérez Galdós, 1961: 1471). El desprecio que el siglo ѥѣііі merece a Galdós vuelve a manifestarse con motivo del rechazo a Amadeo I por parte del estamento nobiliario. Reacia al nuevo régimen «por temor a perder los privilegios» (Bolaños Mejías 170), la aristocracia recupera los valores del casticismo bajo cuya bandera sus antepasados se aliaron con el pueblo en contra de los ilustrados. Las protestas se organizan en torno a unos desęles por el Paseo del Prado que tienen lugar entre marzo y junio de 1871. Para dar mayor realce a sus demandas, los nobles se atavían con el atuendo de los majos, majas, petimetres, petimetras y abates que pueblan la imaginería artística del período 1770-1800. La oposición se plantea, pues, en clave nacionalista y maniquea: frente al cosmopolitismo del rey extranjero, el retorno al plebeyismo5 de los tiempos de Ramón de la Cruz y Francisco de Goya. Ni que decir tiene que las conocidas como «manifestaciones de la mantilla», en alusión a la prenda típica de la maja, provocan la reacción airada de un Galdós comprometido por entonces con la causa amadeísta. En una crónica publicada en Revista de España el 13 de enero de 1872, nuestro autor menciona el despropósito de proceder a «la inhumación de ciertos trajes españoles, pertenecientes a cierta época de desvergüenza e ignorancia que es página de rubor en nuestra historia» (Pérez Galdós, 1982a: 23). La descalięcación enlaza pasado y presente en un todo unitario. Por un lado, se reprende a los nostálgicos que idealizan frívolamente la centuria anterior; por otro, se desautoriza a los alfonsinos que rechazan la Constitución de 1869 y sueñan con el restablecimiento de la dinastía Borbón. Galdós muestra, en suma, la falsedad de una ideología cuyas directrices han supuesto, en su opinión, una rémora para la construcción de un Estado moderno.
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El término lo acuña y deęne José Ortega y Gasset: «Durante el siglo ѥѣііі se produce en España un fenómeno extrañísimo que no aparece en ningún otro país. El entusiasmo por lo popular, no ya en la pintura, sino en las formas de vida cotidiana, arrebata a las clases superiores. Es decir, que a la curiosidad y ęlantrópica simpatía sustentadoras del popularismo en todas partes, se añade en España una vehementísima corriente que debemos denominar ‘plebeyismo’» (1970: 47-48).
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La censura del casticismo hace pronto acto de presencia en la obra galdosiana de ęcción, poniendo de relieve el interés que tiene para él el siglo ѥѣііі como materia novelable. Teniendo en cuenta que El audaz comienza a redactarse en la primavera de 1871, Pedro Ortiz-Armengol arguye que «la base» (1996: 256) del relato ha de buscarse precisamente en las procesiones indumentarias contra don Amadeo. La aęrmación, aun careciendo de otros datos que la verięquen,6 tiene visos de credibilidad si atendemos al tono burlesco con que allí se describen los usos y costumbres de la época. Un primer ejemplo de ello se encuentra en la parodia de ciertos personajes y ambientes sainetescos que concurren en los capítulos IV, «La escena campestre», y XIV, «El baile del candil». Igualmente, la profusión de tipos como el cortejo (Pérez Galdós, 2003: 144), el abate (Pérez Galdós, 2003: 152-154) y la maja (Pérez Galdós, 2003: 335-338) remite al universo costumbrista que «Goya y D. Ramón de la Cruz retrataron ęelmente y con mano maestra» (Pérez Galdós, 2003: 144). Lo mismo cabe aęrmar de los gustos aplebeyados de la nobleza, los cuales empujan a Susana, la protagonista, a aventurarse «de noche en los laberintos de Maravillas» (Pérez Galdós, 2003: 204) para alternar con el bajo pueblo. Por último, la ridiculización de la poesía pastoril (Pérez Galdós, 2003: 364) en boga durante el Neoclasicismo extiende la sátira a los dominios de la estética. Se advierte, pues, que tras el advenimiento de la Revolución de 1868 Galdós desplaza el foco de atención desde el Trienio —La Fontana— hasta principios de 1800 —El audaz—. La incerteza e inestabilidad de la nación después del triunfo de la Gloriosa acrecientan en nuestro autor el deseo de dilucidar cuándo, cómo y por qué se originó el estado de cosas que impide a sus compatriotas avanzar por la senda del progreso. El retroceso en el tiempo no sólo es consecuente con las opiniones sobre el siglo ѥѣііі vertidas en los artículos de Revista de España y en El audaz, sino que repercute también en su producción ulterior. Galdós vuelve a situar la acción en las postrimerías del reinado de Carlos IV cuando retoma el asunto en la primera serie de Episodios nacionales, sabedor de que las disensiones del Sexenio Democrático (1868-1874) hincan allí sus raíces. No por causalidad, la batalla de Trafalgar (primer episodio), la conjura de El Escorial (segundo episodio) y el motín 6Ȳ
Galdós no dice nada en Memorias de un desmemoriado, salvo la publicación por entregas: «¿Tan aturdido estás que no te acuerdas de que en La [sic] Revista de España publicaste tu segunda novela, El audaz»...?» (2004: 33).
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de Aranjuez (tercer episodio) son la culminación de un proceso que arranca con los sucesos de 1804 que se narran en El audaz. Las cuatro novelas, estructuradas en torno a la crisis del Antiguo Régimen durante el tránsito de los siglos ѥѣііі a ѥіѥ, forman de este modo una unidad histórico-temática que versa sobre los antecedentes de la Guerra de la Independencia —y, por extensión, sobre los antecedentes de la España de 1870—. Nuestro autor plantea ya el asunto en La Fontana de Oro, pero no es hasta 1871 cuando encuentra el hilo con que empezar a urdir la historia contemporánea de su país. El audaz tiene así el honor de erigirse en la novela fundacional del canon histórico galdosiano, pues en ella se delimita con precisión el marco temporal que inspira luego la escritura de los tres primeros episodios: Trafalgar, La corte de Carlos IV y El 19 de marzo y el 2 de mayo. RђѣќљѢѐіңћ, џієќљѢѐіÓћ Galdós se sirve de una variedad de géneros en El audaz7 para impugnar todo el sistema político, eclesiástico, jurídico e inclusive artístico de una época. El prólogo de Eugenio de Ochoa que encabeza la edición en libro hace hincapié en dicho propósito: «Esgrimir su pluma contra la hipócrita sociedad de ęnes del siglo pasado y principios del presente, sociedad devorada por una depravación profunda bajo sus apariencias santurronas» (Pérez Galdós, 2003: 111).8 Las invectivas están puestas en boca del personaje principal, Martín Muriel, y se dirigen mayormente contra los dos estamentos que detentan el poder por entonces: la aristocracia y el clero. La condena moral se concreta en la incompetencia y ociosidad de la primera (Pérez Galdós, 2003: 135-136), vicios compartidos por el segundo a los que cabe añadir la superstición y el oscurantismo (Pérez Galdós, 2003: 199). La pervivencia de la Inquisición en pleno 7Ȳ
La reconstrucción de la sociedad y el clima político en tiempos de Carlos IV se inscribe dentro de los parámetros de la novela histórica, pese a la ausencia de «personaje alguno que no sea de ęcción» (Montesinos, 1968, I: 67). El folletín romántico asoma igualmente en diversos pasajes de la obra, caso de la tremebunda conspiración para asesinar a la protagonista o los amores entre una aristócrata y un plebeyo. El costumbrismo pintoresco hace también acto de presencia en los mentados cuadros de los capítulos IV y XIV. Por último, la locura del protagonista y las peripecias de su hermano al servicio de diversos amos remiten respectivamente a Don Quijote y Lazarillo de Tormes. 8Ȳ Galdós suscribe en su totalidad las ideas del crítico: «Nada tengo que añadir a esto, que es lo mismo que yo pensaba decir, pero mejor dicho» (Pérez Galdós, 2003: 113).
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siglo ѥіѥ, aun cuando sus competencias se hayan visto debilitadas por el gobierno de Godoy (Pérez Galdós, 2003: 296-297), reĚeja la intransigencia con que las autoridades persiguen la libertad de conciencia en materia de religión. La simbólica quema del edięcio en Toledo al ęnal de la novela preconiza, de este modo, el ęn de una institución que se caracteriza por su obsolescencia: «La única construcción sentenciada de antemano por Muriel era la que ardía en aquellos momentos» (Pérez Galdós, 2003: 480). Las diatribas de Martín se hacen extensivas a la corrupción de funcionarios y jueces, de resultas de la cual su padre es acusado de un desfalco que no ha cometido y condenado a la cárcel, donde muere. Los responsables del delito no sólo quedan sin castigo sino que medran, en tanto que resultan infructuosos los intentos del hijo de restablecer el buen nombre de su progenitor. Puesto que el diálogo con los poderosos no conduce a nada, Muriel emprende la acción directa en respuesta a esta «depravación profunda» que asuela la España de 1800. Se alía así con los fernandistas para liderar una rebelión en Toledo que al principio considera justa. Sin embargo, se va desengañando a medida que se da cuenta de que los partidarios del príncipe se mueven por intereses personales, no en beneęcio del pueblo ni de «la causa nacional» (Pérez Galdós, 2003: 394). La conducta de aquéllos obedece al odio visceral que tienen al Príncipe de la Paz, lo que les lleva a admitir en sus ęlas a «todos los descontentos de Godoy, cualquiera que sea el motivo» (Pérez Galdós, 2003: 394). Paralelamente, Muriel descubre que la rebeldía de Fernando y sus seguidores es una mascarada con la que pretenden ocultar su apego a los principios de la reacción: «La Inquisición montada a la antigua, la amortización y el Gobierno absoluto» (Pérez Galdós, 2003: 391). El partido fernandista pierde desde entonces para él toda legitimidad. En un momento dado, Muriel llega a simpatizar incluso con Godoy, a quien encuentra «digno de amor y disculpables todos sus vicios» (Pérez Galdós, 2003: 394). Desestimada la alternativa del príncipe Fernando, los remedios que conviene aplicar para la regeneración del país pasan por una transformación radical de la sociedad que Muriel juzga inminente: «La turbación de los tiempos es tal que no puede menos de estar cercana una gran catástrofe» (Pérez Galdós, 2003: 389). Los cambios van a acabar con los privilegios de la aristocracia, instaurando en su lugar una clase «intermedia entre la grandeza y el pueblo» (Pérez Galdós, 2003: 136) que rija los destinos de España. Nuestro protagonista ratięca su compromiso en
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un documento que contiene las disposiciones que deben tomarse después de que triunfe el motín.9 Las medidas que se espera que adopte la Junta de Toledo no dejan lugar a dudas acerca de la necesidad de derruir los estamentos: convocatoria de Cortes Generales, proclamación de la soberanía nacional, abdicación de la dinastía borbónica, desamortización, abolición del Santo Oęcio, extinción de señoríos, etc. Dicho plan propone reformas idénticas a las de algunos decretos de las Cortes de Cádiz, lo que convierte a Muriel en un visionario que a la altura de 1804 traza «El primer programa del liberalismo» —epígrafe con que Galdós titula el capítulo XXIV de la novela—. Pese a la voluntad de procurar «el bien» (Pérez Galdós, 2003: 420) de la patria, la tentativa de Muriel fracasa estrepitosamente porque se adelanta a su época. Nos las habemos, pues, con un «héroe frustrado por anticipación» (Ynduráin, 1970: 18) al que una coyuntura poco propicia condena al infortunio. No obstante, la falta de sincronía entre los anhelos de progreso del protagonista y una realidad anclada en el ayer constituye sólo una parte del problema. Muriel no es únicamente víctima de un futuro utópico, sino de un pasado reciente del que no puede escapar. Nos referimos, claro está, a la Revolución Francesa, cuyas reverberaciones se dejaron sentir enseguida en los círculos intelectuales del continente. Durante su etapa de formación en Sevilla, el estudiante Muriel se impregnó de las ideas disolventes que se propagaron con fuerza por Andalucía: el «volterianismo», la «democracia platónica de Rousseau» y el ateísmo (Pérez Galdós, 2003: 121); al mismo tiempo, se entregó, como don Quijote, «noche y día a la lectura de sus queridos libros» (Pérez Galdós, 2003: 123) sobre el magno acontecimiento de 1789. El sustrato cultural adquirido en su primera juventud se revela esencial a la hora de entender las razones por las cuales llega a la formulación de su credo. Éste se deęne a la vez como «un sentimiento y una idea» (Pérez Galdós, 2003: 128) a cuyo inĚujo resulta imposible sustraerse. La mezcla de lo emocional y lo ideológico se resume en
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El acta dice textualmente: «Hoy, 16 de mayo, los ęrmantes declaramos constituida la Junta revolucionaria de Toledo, y decretamos: 1º. Manuel Godoy, llamado Príncipe de la Paz, es condenado a muerte; 2º. La familia de Borbón ha dejado de reinar en España. 3º. No hay más soberanía que la de la Nación. 4º. Esta Junta ejerce el poder supremo ejecutivo, que sólo resignará en las Cortes del reino, convocadas al efecto» (Pérez Galdós, 2003: 462).
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una palabra que encierra la clave de la novela: «la revolución» (Pérez Galdós, 2003: 128). El discurso sobre la revolución se articula en El audaz mediante una estrategia retórica que consiste en la duplicación de un personaje en otro. Este «desdoblamiento de la personalidad» (Montes Huidobro, 1980: 487) sucede en ocasiones de forma voluntaria, como cuando Pepita Sanahuja revive sus fantasías bucólicas disfrazada de pastora; o cuando Rotondo se hace pasar por barbero, con el nombre de maestre Nicolás, para burlar a la justicia que lo persigue. En otros casos resulta de la imposición arbitraria: Pepita Sanahuja exhorta al abate Lino Paniagua a hacer el papel de oveja en una farsa pastoril que se improvisa en plena naturaleza; más adelante, transforma a su criado Pablo Muriel en un zagal llamado Fileno. Los ejemplos que analizaremos aquí pertenecen a la segunda categoría y se ubican en el contexto de la Francia posrevolucionaria. Se da la particularidad de que todos ellos reĚejan una visión distorsionada de la realidad a cargo de un mismo individuo, José de la Zarza, quien presenció in situ el Reinado del Terror en París (1793-1794) y llegó a participar en algunos lances al lado del pueblo. El impacto de los sucesos en la mente de la Zarza fue tan fuerte que perdió el juicio por completo. En el presente, pasa sus días encerrado en una habitación emborronando informes con trazos ilegibles. Su demencia afecta a la percepción que tiene de la gente, puesto que confunde a quienes lo rodean con personalidades de la época del Terror de cuyo trágico destino tiene conocimiento. Vemos así que Muriel se metamorfosea a sus ojos en Maximilien Robespierre (Pérez Galdós, 2003: 168), Susana en la princesa de Lamballe (Pérez Galdós, 2003: 360) y el esbirro Sotillo en Jacques René Hébert (Pérez Galdós, 2003: 413). El desdoblamiento más interesante de la novela es el de Muriel, cuya locura posterior se modela en la de la Zarza a modo de prolepsis. Cuando éste le exige «[a]udacia hasta el ęn» (Pérez Galdós, 2003: 169) y le insta a matar «sin cesar» (Pérez Galdós, 2003: 174), está anunciando el comportamiento extremado del protagonista durante el motín. La Zarza conmueve a Muriel hasta el punto de que éste ve en el orate una mezcla de genio y extravío, según se trate del ideario que profesa —«sublime» (Pérez Galdós, 2003: 175)— o de la manera de llevarlo a la práctica —«abominable» (Pérez Galdós, 2003: 175)—. La disparidad de pensamiento y obra caracteriza igualmente al protagonista, escindido sin remisión entre la nobleza de sus intenciones y la propensión a la violencia.
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Puede sostenerse, en suma, que el conĚicto central de El audaz gira en torno a la falta de consenso que existe sobre el signięcado, el alcance y los límites de la revolución. Mientras que Muriel anuncia perentoriamente mudanzas en el orden social inspiradas en los sucesos de Francia, los hechos de la trama desautorizan los métodos con que pretende realizarlas. La descalięcación subraya deęciencias de carácter que son fruto de sus años de aprendizaje en Sevilla. En primer lugar, una sobredosis de orgullo le impide sopesar adecuadamente los riesgos de su empresa, puesto que no conoce «la transacción» (Pérez Galdós, 2003: 138) ni la fuerza de sus enemigos (Pérez Galdós, 2003: 422). Como además cree factible ponerlo todo patas arriba de la noche a la mañana, el narrador se ve obligado a rectięcar de nuevo a su personaje: «La transformación con que él soñaba era obra lenta y difícil. Sólo intentarla costó después mucha sangre» (Pérez Galdós, 2003: 138). Muriel desprecia asimismo el peligro (Pérez Galdós, 2003: 150), pero lo hace más por temeridad que por valentía. En cuanto a las razones que lo empujan a la destrucción, la desesperación (Pérez Galdós, 2003: 366) y el encono (Pérez Galdós, 2003: 371) parecen tener un peso mayor que la convicción de sus ideas. El conĚicto entre las creencias del héroe novelesco y el sistema de valores que rige la obra10 tiene su clímax durante la rebelión toledana. Si al principio el protagonista contaba con el respaldo unánime de los cabecillas, la situación se invierte tan pronto como los sectores aęnes a la Iglesia le retiran el apoyo por el temor que les infunde su celo revolucionario. El pueblo, en quien Muriel confía y a quien espera beneęciar con las reformas, lo abandona también cuando se le induce a creer que los sublevados quieren saquear la catedral.11 Ante el cariz que toman los acontecimientos, las esperanzas del protagonista se desvanecen rápidamente. El sentimiento de soledad que se expone en pasajes 10Ȳ
Dicha función no compete propiamente al narrador ni al autor, sino a una especie de intermediario que Wayne C. Booth denominó en su día autor implícito: «Even the novel in which no narrator is dramatized creates an implicit picture of an author who stands behind the scenes, whether as stage manager, as puppeteer, or as an indiěerent God, silently paring his ęngernails. The implied author is always distinct from the ‘real man’ —whatever we may take him to be— who creates a superior version of himself, a ‘second self’, as he creates his own work» (1983: 151). 11Ȳ El templo funciona en la novela como símbolo de la contrarrevolución: «Esos pueblos históricos, que se envanecen con títulos antiguos y nombres sonoros, no aman cosa alguna con tanta vehemencia como su Catedral» (Pérez Galdós, 2003: 476).
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anteriores (Pérez Galdós, 2003: 315, 392, 395, 418) se revela entonces en toda su magnitud: ninguno de sus compañeros lo secunda, y la única persona que podría hacerlo —Susana— está ausente. El presagio de la derrota sume al personaje en un estado de enajenación que lo transęgura en una criatura satánica. Habiéndole dejado de importar el bien de sus compatriotas, el justiciero Muriel se metamorfosea en «dictador de una noche» (Pérez Galdós, 2003: 501), brazo ejecutor del mal que hasta el momento de su detención arrasa cuanto se le pone delante: «¡Matad, matad sin piedad» (Pérez Galdós, 2003: 481). La degradación del protagonista concluye en un estado de locura irreversible. En la última sección del capítulo que cierra la obra, Muriel ingresa en la cárcel y comparte celda con la Zarza y Rotondo. Los tres padecen la manía del desdoblamiento, componiendo una «trinidad horrorosa» (Pérez Galdós, 2003: 505) que personięca la «burla de la razón humana» (Pérez Galdós, 2003: 506). Haciendo bueno el pronóstico de la Zarza, Muriel se imagina a sí mismo como Robespierre; la Zarza, por su parte, continúa creyéndose Louis Antoine de Saint-Just; en cuanto a Rotondo, se ęgura que es nada más ni nada menos que Napoleón Bonaparte. Nuestro héroe conserva, eso sí, un cierto aire de superioridad en medio de «aquella sociedad de insensatos» (Pérez Galdós, 2003: 506) en que está condenado a pasar el resto de su vida. Ello no le exime, sin embargo, del fracaso de sus aspiraciones, tanto en el plano personal como en el colectivo: por un lado, se rompe el vínculo sentimental con Susana que representaba el ęn de las diferencias de clase;12 por otro, la revolución con que él quería contribuir al progreso de la nación se queda en un motín callejero que ni siquiera logra recabar el apoyo de la masa. A diferencia de Muriel, el concepto de revolución por el que Galdós aboga a la altura de 1870 dista mucho de sancionar la vía de la destrucción. Nuestro autor reĚexiona sobre este asunto en una serie de catorce crónicas parlamentarias que publica en la sección «Revista política. Interior» de Revista de España entre el verano de 1871 y el de 1872.13 A instancias del fundador de la revista, José Luis Albareda, Galdós aborda en ellas la delicada situación por la que atraviesa 12Ȳ
Para mayor escarnio, la joven aristócrata se suicida arrojándose al Tajo: «Así acabó aquella gran pasión y aquel inmenso orgullo» (Pérez Galdós, 2003: 497). 13Ȳ Los catorce artículos fueron recopilados por Brian Dendle y José Schraibman en una utilísima edición por la que citamos, si bien modernizando la ortografía. A ęn de
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el país tras el triunfo de la Gloriosa. El contenido de las mismas no deja lugar a dudas respecto al ideario que el joven escritor comparte por entonces con su mentor Albareda. Se propugna allí un liberalismo de corte moderado que deęende la legitimidad de la Constitución de 1869, cuyo «cumplimiento exacto ha de ser siempre la única bandera que pueden levantar dignamente los gobiernos revolucionarios» (Pérez Galdós, 1982a: 99).14 Dada la fragilidad de la monarquía de Amadeo I, cabe aunar esfuerzos en aras de una conciliación que supere las diferencias políticas y asegure la estabilidad: «La poca consistencia de algunas instituciones democráticas, no robustecidas aún por una sabia experiencia, hacen necesario algún tiempo de calma» (Pérez Galdós, 1982a: 43).15 El mantenimiento del orden se convierte así en garante de la libertad para quien como Galdós huye de todo extremismo.16 La agudización de las desavenencias a lo largo de 1872 acentúa el desaliento del autor canario ante la suerte de España. Sus declaraciones al respecto son harto elocuentes: «Épocas de confusión hemos visto aquí; pero ninguna ha igualado a la presente» (Pérez Galdós, 1982a: 27);17 «Oscuro está el presente y oscuro el porvenir» (Pérez Galdós, 1982a: 28);18 «Pocas épocas habrá tenido el mundo de mayor confusión de ideas y principios que la presente» (Pérez Galdós, 1982a: 73).19 En la última de las crónicas vaticina incluso el desmoronamiento del sistema: «Nos vamos acostumbrando a la desgracia y concluiremos por entregarnos en brazos de ella» (Pérez Galdós, 1982a: 146).20 Se recrudecen asimismo los ataques contra los partidos de la oposición, a los que se culpa de actuar con miras egoístas. Galdós no deja títere con cabeza: a los radicales de Manuel Ruiz Zorrilla los acusa de apoyar tendencias «abiertamente incompatibles con la monarquía» (Pérez Galdós, 1982a:
precisar la cronología, damos en nota la fecha de aparición de cada uno de ellos en Revista de España. 14Ȳ Tomo XXV, núm. 100, 28 de abril de 1872. 15Ȳ Tomo XXIV, núm. 96, 28 de febrero de 1872. 16Ȳ Clarín expresaría el talante de Galdós con claridad meridiana en «El libre examen y nuestra literatura presente» (1881): «No es, ni con mucho, un revolucionario, ni social ni literario: ama la medida en todo, y quiere ir a la libertad, como a todas partes, por sus pasos contados» (Alas, 2012). 17Ȳ Tomo XXIV, núm. 93, 13 de enero de 1872. 18Ȳ Tomo XXIV, núm. 93, 13 de enero de 1872. 19Ȳ Tomo XXV, núm. 98, 28 de marzo de 1872. 20Ȳ Tomo XXVII, núm. 108, 28 de agosto de 1872.
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140);21 los partidarios de la restauración borbónica no forman sino un grupúsculo de «personas impresionables» que carecen de «ideas ęjas en política» (Pérez Galdós, 1982a: 81);22 los republicanos federales son motejados de «díscolos» (Pérez Galdós, 1982a: 19)23 y «soñadores» (Pérez Galdós, 1982a: 24)24; los «detestables soldados» (Pérez Galdós, 1982a: 24)25 del comunismo no piensan más que en destruir, como se vio en la Comuna de París en 1871.26 Las críticas más acerbas se reservan, con todo, para los carlistas que se empeñan en sostener una causa que «jamás alcanzará el triunfo» (Pérez Galdós, 1982a: 118)27 por la vía parlamentaria, ni tampoco en el campo de batalla. Por el tono desencantado de Galdós, puede inferirse que el consenso defendido en los artículos de Revista de España tiene pocas posibilidades de éxito. La culpa recae enteramente sobre las fuerzas políticas, enzarzadas en un diálogo de sordos que hace inviable un pacto de salvación nacional durante el Sexenio. Tras la abdicación de Amadeo I en 1873, la espiral de acontecimientos que se suceden debió de sumir a Galdós en el mayor de los desconciertos, máxime tras haber depositado sus esperanzas en el triunfo de la monarquía constitucional: estallido de la Tercera Guerra Carlista, proclamación de la Primera República, Revolución Cantonal, golpe de Estado de Pavía, presidencia de Serrano y golpe de Estado de Martínez Campos, antesala este último del restablecimiento de la dinastía borbónica en la persona de Alfonso XII. De la Revolución Gloriosa a la Restauración canovista, he aquí el recorrido de la nación en un período en que, según apuntan las crónicas de Galdós, se debería haber implantado un sistema democrático repetidamente postergado desde la Constitución de 1812. Otra oportunidad, y son tantas ya, perdida.28
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Tomo XXVI, núm. 104, 28 de junio de 1872. Tomo XXV, núm. 99, 13 de abril de 1872. 23Ȳ Tomo XX, núm. 88, 28 de junio de 1871. 24Ȳ Tomo XXIV, núm. 93, 13 de enero de 1872. 25Ȳ Tomo XXIV, núm. 93, 13 de enero de 1872. 26Ȳ A la hora de caracterizar peyorativamente a un francmasón de comienzos de siglo, el narrador de El audaz comenta que en la actualidad vendría a ser un «demagogo o comunalista» (Pérez Galdós, 2003: 305; la cursiva es nuestra). 27Ȳ Tomo XXVII, núm. 118, 28 de mayo de 1872. 28Ȳ Quisiera consignar la tesis contraria de Antonio Regalado García, para quien la primera serie de Episodios demuestra que el novelista se ha puesto «al servicio de la política nacionalista de Cánovas» (1966: 74). En nuestra opinión, el rotundo rechazo de los alfonsi22Ȳ
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La coincidencia de fechas entre los artículos de Revista de España y la novela El audaz29 da pie a formular una concepción galdosiana de la historia que no se basa tanto en la idea de ruptura, cuanto en la de continuidad. Nuestro autor está convencido de que en 1871, al igual que en 1804, se ha llegado a una encrucijada donde resulta difícil saber qué dirección hay que tomar. El recurso a la violencia al que apelaba Muriel se revela equivocado, pero ello no signięca que lo fuera su diagnóstico sobre el problema de España. De otro modo, carecería de sentido contar a un lector del Sexenio las andanzas de un exaltado de principios de siglo. Las preocupaciones de Muriel tienen vigencia, piensa Galdós, porque se proyectan desde el pasado hacia el futuro en una especie de continuo histórico: «Si el tiempo no hubiera venido a darle la razón, habría pasado siempre por un loco […] Pero el tiempo ha justięcado su carácter, y la personięcación de aquellas ideas que tan pocos profesaban entonces, es una tarea que el arte no debe desdeñar» (Pérez Galdós, 2003: 124). La razón por la cual la historia de Muriel merece recuperarse está implícita en la aęrmación anterior: la transformación de la sociedad que el protagonista auguraba es una aspiración legítima que, lamentablemente, no ha fructięcado; en otras palabras, la revolución inminente, y necesaria, de 1804 está todavía pendiente de realización en 1871. Para Galdós, pues, el panorama político durante el siglo ѥіѥ viene marcado por el incumplimiento reiterado de las promesas de cambio. En 1804, el motín que abandera Muriel está mal planeado y provoca una contraofensiva de los partidarios de la religión por las calles de Toledo; durante el Sexenio, el ęn de la monarquía de Amadeo I degenera en una cadena de desórdenes que conduce irremisiblemente al retorno de la dinastía contra la cual se levantaron los españoles en 1868.30 Se produce en ambos casos una regresión al estado anterior, de acuerdo con la magistral síntesis de la historia de España que hizo Ra-
nos en los artículos de Revista de España pone en entredicho una conversión tan rápida. La heterodoxia moral que preside las «Novelas españolas contemporáneas» de la década de 1880 desmiente a la vez la profesión de fe en la Restauración por parte del autor canario. 29Ȳ Estos artículos se han relacionado con la primera serie de Episodios, pero no con El audaz. Véanse al respecto Goldman, 1969; Estébanez Calderón, 1982; Dendle, 1986a; y Troncoso-Valera, 2005, entre otros. 30Ȳ La equivocada predicción del general Prim acerca de la posibilidad de que los Borbones volvieran a reinar en España revela la ironía de la situación: «¡Jamás, jamás, jamás!»
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món Carande: «Demasiados retrocesos».31 La coyuntura de 1804 no es la misma que la de 1871, así como tampoco los medios de que se valen Muriel y Galdós para impulsar las reformas. Sin embargo, el «programa del liberalismo» que uno y otro presentan a sus coetáneos se queda en un catálogo de buenas intenciones que no llega a implementarse nunca. Ello sucede así porque los españoles de 1871, como los de 1804, se muestran absolutamente incapaces de subsanar sus diferencias en aras del progreso de la nación. El concepto de revolución según lo concibe Galdós conęrma, en última instancia, la naturaleza inestable del signo lingüístico que Jacques Derrida explica a partir de la noción de diěérance. En francés, la homofonía de diěérance (‘acción y efecto de diferir’) y diěérence (‘diferencia’) subraya la incapacidad que tiene el lenguaje de articular signięcados absolutos o esenciales: «Le concept signięé n’est jamais présent en luimême, dans une présence suĜsante qui ne renverrait qu’à elle-même» (1972: 11). Así se observa en el episodio El 19 de marzo y el 2 de mayo, cuando el lector percibe que la revolución liberal con que Galdós sueña desde 1868 está inmersa en una serie constante de diferimientos que aplazan sine die el triunfo de aquélla. El anciano narrador, Gabriel Araceli, dialoga con sus compañeros de tertulia del café de Pombo acerca del carácter cíclico de las revueltas de pacotilla que han tenido lugar durante su larga existencia: «Pasan años y más años: las revoluciones se suceden» (Pérez Galdós, 2005h: 317). Las tales no cuajan porque las llevan a cabo solamente «los grandes hombres» y el «vulgo», sin la colaboración de una clase media que «se tome el trabajo de hacer sentir su existencia» (Pérez Galdós, 2005h: 317).32 Los interlocutores de Araceli están conformes con la opinión del amigo y, para demostrarlo, seleccionan la contrarrevolución que más les ha marcado: don Antero, «progresista
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La anécdota la reęere Josep Fontana en un blog del periódico Público del 24 de febrero de 2012: «En una ocasión un periodista preguntó a don Ramón Carande, maestro de historiadores: “Don Ramón, resúmame usted la Historia de España en dos palabras”. La respuesta de Carande no se hizo esperar: “Demasiados retrocesos”». 32Ȳ La pasividad de la burguesía y la insuęciencia del pueblo a la hora de liderar conjuntamente la modernización de España se convierten luego en un lugar común de la historiografía: «Se genera así en la España contemporánea una dialéctica profundamente perversa, una especie de gran tautología histórica: el raquitismo de la burguesía y la falta de auténticas masas liberales hacen muy difícil el triunfo del liberalismo, lo que provoca a su vez un desarrollo tardío y limitado del capitalismo nacional» (J. F. Fuentes, 1992: 19).
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blindado», se lamenta del ęn del Bienio Progresista (1854-1856) por una «picardía de O’Donnell» (Pérez Galdós, 2005h: 317); don Buenaventura Luchana, «progresista fósil», aęrma que las desgracias de España provienen de la caída de Espartero en 1843 (Pérez Galdós, 2005h: 317); don Aniceto Burguillos, «que fue de la Guardia Real en tiempos de María Cristina», sostiene que la culpa la tiene la derogación del Estatuto Real en 1836 (Pérez Galdós, 2005h: 317); Araceli, por último, adopta un «tonillo zumbón» antes de inclinarse por la insubordinación del pueblo contra Godoy en 1808, que considera «la primerita y sin duda la más salada de todas» (Pérez Galdós, 2005h: 317). De haber estado presente Martín Muriel en el café de Pombo, podría haber alegado que el honor de haber participado en la revolución más temprana del siglo le correspondía propiamente a él —aun cuando la suya no traspasara nunca el umbral de la ęcción novelesca, ni fuera tampoco muy salada que digamos—. No cabe duda, en todo caso, de que habría expuesto su malestar como los demás ante los innumerables retrasos en la consecución del ideal que lo empujó a la acción. Curiosamente, ninguno de los tertulianos se atreve a mentar la Revolución del 68, pese a ser la más próxima a ellos en el recuerdo. El hecho resalta aún más si se tiene en cuenta que en la primera serie de Episodios hay una sincronía entre el tiempo de la trama y el tiempo de la narración. La escritura de las memorias de Gabriel acontece, pues, simultáneamente a la composición de las respectivas novelas de Galdós. En el caso de El 19 de marzo y el 2 de mayo, el lugar y la fecha que se indican al ęnal son los de «Madrid, julio de 1873» (Pérez Galdós, 2005h: 390), de modo que hay que suponer —a ello nos invita el juego de la ęcción— que las discusiones de café reseñadas en el párrafo anterior tienen lugar por la misma época. Podría argumentarse que Araceli y sus compañeros actúan con la circunspección de quienes albergan todavía alguna esperanza de que la Revolución de 1868 llegue a buen puerto. No obstante, el panorama en julio de 1873 no invitaba precisamente al optimismo, puesto que en aquel mes se inician las revueltas cantonalistas en Cartagena y otras ciudades. Galdós debió de pensar que, ante la situación de caos que se vivía en el país, lo mejor era correr un tupido velo. El silencio que guardan sus personajes parece así presagiar, o asumir ya, el fracaso de la Revolución de 1868, uno más que añadir a una larga lista de retrocesos. Por otro lado, el que Galdós se valga de signięcantes contrapuestos para el vocablo revolución pone de relieve un aspecto fundamental
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del signo lingüístico, enunciado por Ferdinand de Saussure y recogido por Derrida, según el cual el sistema de una lengua funciona a base de diferencias: «Le système des signes est constitué par des diěérences, non par le plein des termes. Les éléments de la signięcation fonctionnent non par la force compacte de noyaux mais par le réseau des oppositions qui les distinguent et les rapportent les uns aux autres» (Derrida 11). Hemos visto que en El audaz la palabra clave es revolución, la misma que repite la aristócrata Amaranta en La corte de Carlos IV en alusión a la conjura de El Escorial (Corte 187); sin embargo, en El 19 de marzo y el 2 de mayo el sacristán Santurrias se felicita por el éxito de la «rigolución» (19 de marzo 307) que ha acabado con la carrera de Godoy. Una mínima distinción ortográęca —i en vez de e, g’ en lugar de v— conlleva una importante diferencia en el plano de la semántica. Las rigoluciones de los Santurrias de turno, a las que habría que sumar el precedente de Martín Muriel en El audaz, no van a lograr nunca su objetivo. Se trata, como hemos visto, de insurrecciones orquestadas desde arriba en las que una élite interesada manipula al pueblo, mientras que la clase media se desentiende del asunto. Galdós señala que abundan por doquier en la España decimonónica porque se nutren de los instintos de la masa: «Ese secreto impulso a hacer daño que existe en la más baja esfera social, envilecida por el vicio y atroęada por la ignorancia» (1982a: 17).33 Las revoluciones auténticas, en cambio, cuentan con un respaldo amplio de la sociedad, se canalizan a través de instituciones legítimamente constituidas y aspiran a obtener el consenso de las fuerzas políticas. El arquetipo de ellas sería la de septiembre de 1868, que ha de poner ęn a la corrupción endémica del reinado de Isabel II y culminar de una vez por todas el proceso de modernización del país.34 Galdós ejemplięca el salto cualitativo que va de rigolución a revolución en un pasaje del capítulo VIII de El 19 de marzo y el 2 de mayo. El narrador Araceli se detiene allí en la descripción de Pujitos, majo «más por aęción que por clase» (Pérez Galdós, 2005h: 297) que tiene
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Tomo XX, núm. 88, 28 de junio de 1871. La postura de nuestro autor es afín a la de los amadeístas: « In the governing coalition formed after the Glorious Revolution of 1868, a respectable, pragmatic conception of revolution predominated. It was opposed to all chimerical formulations that ended up being incomplete and self-destructive on top of it» (Fuentes-Fernández Sebastián, 2000: 358). 34Ȳ
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una participación destacada en la preparación y hechos del motín de Aranjuez. Paradójicamente, la digresión en torno a su ęgura no conduce a la individualización del personaje, sino a su categorización en un tipo habitual de la escena del ѥіѥ: el revolucionario. El Pujitos de 1808 es analfabeto, se las da de valiente sin serlo, le gusta meter ruido en todas las algaradas y se pirra por hablar en público. Pese a sus deęciencias de carácter, si fuera posible resucitarlo «[s]etenta años más tarde» (Pérez Galdós, 2005h: 298), nos las habríamos con un individuo mucho más ducho en el ejercicio de sus derechos. Pertenecería todavía a la clase menestral, pero estaría suscrito a «dos o tres periódicos» (Pérez Galdós, 2005h: 298). Sería además «teniente de un batallón de voluntarios, vicepresidente de algún círculo propagandista, elector diestro y activo» (Pérez Galdós, 2005h: 298), a la par que manejaría con propiedad términos como «derecho al trabajo» y «colectivismo» (Pérez Galdós, 2005h: 298). El indicio más claro de su evolución estaría en la corrección con que usaría la lengua. Sus discursos empezarían así: «Ciudadanos: A la raíz de la revolución…» (Pérez Galdós, 2005h: 208). Por el contrario, el que les endilga a los reunidos en Aranjuez está repleto de solecismos y recuerda los parlamentos de Santurrias: «Jeñores: Denque los güenos españoles…» (Pérez Galdós, 2005h: 208). Su arenga en vísperas del motín no puede alentar más que una rigolución; en cambio, el Pujitos posterior a 1868 hablaría con conocimiento de causa acerca de la revolución a la que seguramente habría contribuido con acierto. No obstante la preparación intelectual que separa a los que se levantan contra Isabel II en 1868 de los que lo hicieron contra Godoy en 1808 (El 19 de marzo y el 2 de mayo) o en 1804 (El audaz), ninguno de los dos grupos ve coronada su empresa por el éxito. Se deduce de ello que las dos acepciones del término revolución encierran una contradicción insoluble que equivale a una doble aporía. En primer lugar, la rigolución parte de unas premisas erróneas que la rebajan a la condición de motín o insurrección,35 exponiendo la predilección del pueblo por la violencia gratuita. Resulta además inviable a causa de la precariedad de los medios y los agentes que intervienen en ella. En segundo lugar, la revolución propiamente dicha se caracteriza por el diferimiento perpetuo de sus posibilidades. Reúne en sí todas las condiciones para 35Ȳ
La excepción a la regla es la sublevación de los madrileños contra las tropas francesas el 2 de mayo de 1808, cuestión que analizaremos en el capítulo tercero.
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su realización, lo que la asemejaría en principio a una entelequia en el sentido aristotélico: ‘Fin u objetivo de una actividad que la completa y la perfecciona’ (Diccionario RAE, 2001). Sin embargo, no pasa nunca del estado de potencialidad por culpa de los pronunciamientos y guerras civiles que cortan de raíz su desarrollo, con lo que termina asumiendo el signięcado más común de entelequia: ‘Cosa irreal’ (Diccionario RAE, 2001). Dos son, en suma, las aporías de la revolución que se contemplan en el lexicón galdosiano: la primera desvirtúa el signięcado original de la palabra y la convierte en una cosa distinta (diěérence); la segunda, en cambio, aplaza indeęnidamente su cumplimiento (diěérance) hasta rebajarla a una pura ilusión del espíritu. La rigolución es inviable porque carece de proyecto político, la revolución porque su potencia nunca deviene acto. Ambas constituyen, en suma, las dos caras de una aporía cuya resolución no se vislumbra a lo largo de la historia española del siglo ѥіѥ.
MANUEL GODOY, GABRIEL ARACELI Y EL CAPRICHO 56 DE GOYA
AћюѡќњҌю ёђ Ѣћю ѐџіѠіѠ En 1784, Manuel de Godoy y Álvarez de Faria Sánchez Ríos Zarzosa, hidalgo de diecisiete años natural de Badajoz, se traslada a la corte para ingresar en la Guardia de Corps. Tras una carrera meteórica, el 15 de noviembre de 1792 pasa a ocupar el cargo de primer ministro de Carlos IV en sustitución del conde de Aranda. Los porqués del nombramiento siguen siendo motivo de disputa hoy en día, puesto que el elegido no pertenecía a la alta nobleza y carecía además de experiencia en asuntos de gobierno. La versión más extendida es la forjada por los partidarios del príncipe Fernando sobre la base de las relaciones íntimas de Godoy con la reina María Luisa, quien, prendada de la belleza del guardia, no cesaría de concederle favores con la aquiescencia del monarca. Sin embargo, los amoríos de María Luisa con el favorito distan de estar claros, y de hecho no existe ninguna prueba documental que permita certięcar su existencia (La Parra, 2002: 30). Godoy explica en Memorias del Príncipe de la Paz (1836 en francés; 1839 en castellano) que los reyes «concibieron la idea de procurarse un hombre y hacerse en él un amigo incorruptible, obra sola de sus manos, que, unido estrechamente a sus personas y a su casa, fuese con ellos uno mismo y velase por ellos y su reino de una manera indefectible» (1950, 1: 15). En vista de la inquebrantable devoción que guardó siempre hacia sus protectores, tanto en el gobierno como en el exilio, la explicación de Godoy tiene
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visos de credibilidad. Así lo sostiene Emilio La Parra en una biografía que cuestiona la leyenda negra que se ha forjado en torno de la ęgura del valido extremeño. La Parra arguye que Carlos IV decidió variar el rumbo de su política tras el cese de Aranda, otorgando el mando a una persona de conęanza que no estuviese ligada a ninguna facción. La acumulación de títulos y distinciones en la persona de Godoy se justięcaría así no por inĚuencia de la reina, sino en recompensa por los servicios prestados a la monarquía por un colaborador ęel.1 El segundo cargo dirigido contra Godoy se centra en sus dotes de gobernante. La imagen que construyen sobre él sus detractores hace hincapié en la ambición y corrupción sin límites que lo corroen, las cuales alientan sus pretensiones de destronar al legítimo heredero para perpetuarse en el cargo: «El mito del Godoy traidor se solaparía […] con el del príncipe mártir Fernando» (García Cárcel, 2007: 51). La Parra no niega las ansias de lujo y poder del gobernante extremeño, pero le parece más pertinente destacar el peręl de un estadista entregado al servicio de la monarquía y hábil en sus relaciones con los demás. Teniendo en cuenta las dięcultades del reinado de Carlos IV tras la sacudida de la Revolución Francesa, La Parra concluye que el fracaso de Godoy resulta prácticamente inevitable dados los múltiples problemas a que tiene que hacer frente simultáneamente: oposición frontal del partido fernandista con el respaldo de la aristocracia y el clero, resquebrajamiento de la sociedad estamental del Antiguo Régimen, imperialismo napoleónico y rivalidad político-militar entre Francia e Inglaterra. De acuerdo con esta versión, la carrera de Godoy se trunca no tanto por su impericia, cuanto por culpa de una coyuntura adversa.2 La apertura de los Episodios nacionales se encuadra en la segunda etapa del mandato de Godoy, cuando el esplendor de su fama se está eclipsando por el ataque de sus enemigos y la situación de crisis que se vive en el país. A ęnales de 1804, la popularidad del favorito ha
1Ȳ
«En época de turbulencia generalizada, Carlos IV halla en Manuel la persona idónea en quien conęar, de ahí el interés real por consolidarlo como individuo distinguido de su entorno y la rapidez en dotarlo de la suęciente fuerza (ascenso profesional, honores, títulos, rentas) para permitirle desenvolverse en la corte» (La Parra, 2002: 84). 2Ȳ La tesis de La Parra la abona el propio Godoy: «Mis destinos me condenaron a navegar a palo seco en la más dura de las épocas que ofrecieron los fastos de Europa» (1950, 1: 18).
Manuel Godoy, Gabriel Araceli y el capricho 56 de Goya
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menguado claramente por razones de índole económica y política, tal como hemos visto en El audaz: «Los del inicio del siglo ѥіѥ fueron años de carestía de granos y elevación de precios, de continuadas malas cosechas y de muchas dięcultades en el comercio, incrementadas a partir de ęnales de 1804 por la guerra contra Inglaterra» (La Parra, 2002: 336). Su imagen empeora a raíz del desastre marítimo de Trafalgar del 21 de octubre de 1805, una vez que se constata la alianza con Francia con que Godoy buscaba asegurar, sin éxito, la integridad territorial del país ante el avance de los ejércitos de Napoleón en Europa. Manuel Marliani, autor de una obra histórica sobre la batalla publicada en 1850 con el título de Combate de Trafalgar, se despacha a gusto con la impotencia exhibida por el generalísimo en sus acuerdos con Bonaparte: «A esta fatal jornada fuimos llevados por el débil gobierno que a la sazón regía en España» (1850: 350). Apoyándose en el juicio de Marliani, Galdós subraya en el episodio Trafalgar la Ěaqueza y la frivolidad conjuntas con que Godoy desempeña su cargo. Las acusaciones están puestas en boca de diversos personajes, tanto ęcticios como históricos: doña Francisca;3 el almirante Cosme Damián Churruca, héroe y mártir de la jornada;4 don Alonso;5 ęnalmente, un marinero anónimo.6 El autor canario establece así desde el comienzo la práctica de ir acumulando testimonios que atribuyen a Godoy todos los males de la patria. Dos años después de la debacle de Trafalgar, la situación se deteriora más al ritmo de graves acontecimientos que se suceden casi por ensalmo. En primer lugar, la ęrma del Tratado de Fontainebleau7 el 3Ȳ
Así se lo espeta a su marido: «Yo que tú le tiraría a la cara al señor generalísimo de mar y tierra los galones de capitán de navío que tienes desde hace diez años» (Pérez Galdós, 2005j: 39). 4Ȳ El testimonio de Churruca lo cita textualmente don Alonso: «Esta alianza con Francia y el maldito tratado de San Ildefonso, que por la astucia de Napoleón y la debilidad de Godoy se han convertido en tratado de subsidios, serán nuestra ruina» (Pérez Galdós, 2005j: 48). 5Ȳ «¡Qué faltos estamos […] de un buen hombre de Estado a la altura de las circunstancias» (Pérez Galdós, 2005j: 62). 6Ȳ «Verdad es que todos los tesoros del Rey se emplean en pagar sus sueldos a los señores de la corte, y entre estos el que más come es el Príncipe de la Paz» (Pérez Galdós, 2005j: 118). 7Ȳ Recordemos que, en virtud del mismo, Portugal quedaría dividido en tres partes, «with the north handed over to the King and Queen of Etruria, the centre kept under military occupation until the end of the war and then disposed of according to circumstances, and the south given to Godoy, Napoleon in the meantime agreeing both to
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27 de octubre de 1807 franquea la entrada de las tropas imperiales en territorio español. Por las mismas fechas, las discordias en el seno de la familia real culminan en el descubrimiento de la ya mentada conjura contra Carlos IV en el palacio de El Escorial, en la cual estaba implicado el príncipe Fernando. El sentir de la opinión pública ante estos hechos, si bien equivocado, pone de manięesto el desprestigio del otrora aclamado Príncipe de la Paz. La gran mayoría de la población, en efecto, está convencida de que las incursiones del ejército francés tienen por objeto facilitar el traspaso de la corona al futuro Fernando VII. Dicha esperanza sirve para aliviar el temor de que Godoy pueda desplazar al heredero del trono después de la muerte de Carlos IV, cuyo estado de salud es por entonces preocupante. En cuanto a la conspiración de El Escorial, se ve en ella una maniobra orquestada por el favorito para eliminar al príncipe de Asturias y erigirse en la única alternativa viable.8 El segundo episodio de la serie, La corte de Carlos IV, discurre entre los meses de octubre y noviembre de 1807, de ahí que la referencia a los eventos comentados en el párrafo anterior sea ineludible. Gabriel Araceli advierte al respecto que su narración irá «al compás de ciertos hechos ocurridos en el otoño de 1807» (Pérez Galdós, 2005i: 141). En la novela se dedica un espacio considerable al proceso de El Escorial: el descubrimiento del complot en palacio, cuya información proporcionan Amaranta y Gabriel (Pérez Galdós, 2005i: 186-190); la revelación a cargo de Amaranta del contenido de los papeles conęscados al príncipe Fernando en su habitación (Pérez Galdós, 2005i: 195-199); la defensa que don Celestino hace de su paisano Godoy ante las acusaciones de que es objeto (Pérez Galdós, 2005i: 227); por último, la transcripción de las cartas de Fernando a sus padres arrepintiéndose del delito e implorando el perdón, gesto que le sirve para conquistar la voluntad del pueblo (Pérez Galdós, 2005i: 232-233).
guarantee the existing domains of the Spanish Bourbons and to allow Carlos IV to style himself ‘Emperor of the Two Americas’» (Esdaile, 2003: 7). 8Ȳ Modesto Lafuente resume el estado de la cuestión según lo entendía el pueblo: «Atribuía lo que pasaba en el Escorial a trama urdida por Godoy con el ęn de acabar de enajenarle el amor de sus padres y de representarle a los ojos de éstos como un hijo desnaturalizado y criminal, ansioso de anticipar la herencia al trono, al cual suponían aspiraba el mismo príncipe de la Paz» (1850-1867, xxiii: 194).
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Las noticias de la entrada de los franceses en España, así como de la planeada división de Portugal en tres partes acordada en el Tratado de Fontainebleau, nos llegan nuevamente por vía de Amaranta (Pérez Galdós, 2005i: 157). Partidaria y conędente de la reina María Luisa, la cortesana se niega a dar crédito a los rumores que circulan sobre los planes de Godoy para embarcar a la familia real a América y autoproclamarse rey (Pérez Galdós, 2005i: 158). El supuesto apoyo del país vecino a la candidatura del príncipe Fernando le parece igualmente «absurdo» (Pérez Galdós, 2005i: 158). El pueblo, a diferencia de Amaranta, se muestra entusiasmado con la intervención del emperador en los asuntos de España porque cree, como ya hemos dicho, que viene a ayudar al legítimo heredero (Pérez Galdós, 2005i: 172). De todas las voces que se alzan para comentar los sucesos, la del amolador Pacorro Chinitas es la única que dięere del sentimiento general de optimismo. Chinitas constata la inmadurez exhibida por Fernando en la conjura de El Escorial (Pérez Galdós, 2005i: 233), a la vez que adivina las intenciones de Bonaparte respecto al cambio de dinastía en España: «Este hombre que ha conquistado la Europa como quien no dice nada, ¿no tendrá ganas de echarle la zarpa a la mejor tierra del mundo, que es España…?» (Pérez Galdós, 2005i: 233). No obstante la vertebración de la trama alrededor de la crisis de otoño de 1807, se ha argüido con buen criterio que el núcleo de La corte de Carlos IV lo forman sobre todo las alegaciones de la gente acerca de la conducta de Godoy: «The characters’ exaggerated allegations of the minister’s misconduct form the skeleton of the second episodio» (DuPont, 1998: 628). Lo que en Trafalgar se anunciaba como un síntoma del descontento de la población se transforma ahora en una condena sin paliativos. Como aduce un hortera de ultramarinos con quien conversa Gabriel, se trata de «quitar de en medio al señor Godoy, que ya nos tiene hasta el tragadero» (Pérez Galdós, 2005i: 172). El papelista don Anatolio sostiene la misma opinión, citando el apodo despectivo con que se conocía al favorito: «De esta vez nos veremos libres del choricero» (Pérez Galdós, 2005i: 172). El alud de críticas se extiende con notable exageración a todos los aspectos de su persona: el escándalo de quien está «casado con dos mujeres» y sienta a ambas a la mesa, «una a la derecha y otra a la izquierda» (Pérez Galdós, 2005i: 173), en alusión a sus amores adúlteros con Pepita Tudó; la legislación en contra de «los derechos eclesiásticos» (Pérez Galdós, 2005i: 174), referencia a la tentativa de desamortización de los bienes de la Iglesia; por
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último, la protección que dispensa a «los malos poetas» como Leandro Fernández de Moratín (Pérez Galdós, 2005i: 176-177), burda censura del reformismo ilustrado que Godoy convierte en divisa de su política. Gabriel resume así los cargos contra Godoy: «La general animadversión de que era objeto el Príncipe de la Paz, a quien se acusaba de corrompido, dilapidador, inmoral, traęcante de destinos, polígamo, enemigo de la iglesia, y, por añadidura, de querer sentarse en el trono de nuestros Reyes» (Pérez Galdós, 2005i: 174-175). El episodio siguiente, El 19 de marzo y el 2 de mayo, traslada al lector al mes de marzo de 1808, momento en que la situación del generalísimo ha llegado a un callejón sin salida. La oposición conjunta de la nobleza y el clero se hace insostenible, harta una de someterse a la voluntad de un advenedizo y reacio a la merma de sus privilegios el otro. Ante los rumores de que Godoy pretende sacar a los reyes de Aranjuez, en la noche del 17 de marzo una multitud enfervorizada asalta el palacio de aquél. El triunfo de los amotinados marca el ęn de la carrera de Godoy, quien a partir de entonces inicia una larga travesía por el desierto del exilio hasta su muerte en 1851. En cuanto a las repercusiones en el ámbito nacional, es verosímil inferir que de resultas de este acontecimiento Napoleón se decide a hacer uso de la fuerza al constatar la precariedad de la dinastía borbónica en España. La narración del motín de Aranjuez ocupa la primera mitad de la novela, informándose puntualmente de los preparativos: descontento del pueblo hacia Godoy por incitar a los reyes a salir de Aranjuez (Pérez Galdós, 2005h: 286, 291); el dinero que se reparte a los agitadores y la tropa para ponerlos del lado del príncipe de Asturias (Pérez Galdós, 2005h: 292-293); la presencia en las calles del conde de Montijo disfrazado de paisano, con el apodo de tío Pedro (Pérez Galdós, 2005h: 299). Los hechos históricos se combinan con la entrada en escena del propio Godoy, con motivo de una breve audiencia que concede a don Celestino y Gabriel respecto de una petición de empleo para el joven. Las distracciones del Príncipe de la Paz subrayan la preocupación de quien se ve acosado por unas circunstancias que escapan a su control: «Hoy es día para mí de ocupaciones graves e inesperadas» (Pérez Galdós, 2005h: 288). Estamos a 15 de marzo y Godoy parece presentir que tiene los días contados. Los acontecimientos de la noche del 17 de marzo se exponen en los capítulos IX y X (Pérez Galdós, 2005h: 300-307). Por su amistad con Lopito, Gabriel se ve empujado a entrar por la fuerza en el palacio de
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Godoy junto al resto de los sublevados. Su intervención en el saqueo se reduce a la destrucción de un reloj y otros objetos decorativos, acciones que ejecuta más para no levantar sospechas que movido de la ira. En calidad de testigo y comentador, Gabriel repudia desde el primer momento la violencia gratuita y la sed de venganza de quienes percibe como una turba de ignorantes manipulada desde arriba. Esta visión de los revolucionarios coincide con los juicios del narrador extradiegético en El audaz, así como con los de la reina María Luisa (Pérez Galdós, 2005h: 308) y los de don Celestino (Pérez Galdós, 2005h: 313). Se trata, en suma, de condenar las acciones de la masa destacando su incapacidad de liderazgo. Gabriel lo expone en los siguientes términos: «Era aquella la primera vez que veía yo al pueblo haciendo justicia, y desde entonces le aborrezco como juez» (Pérez Galdós, 2005h: 301). Galdós muestra también el reverso de la conducta del mandatario, inĚuido posiblemente por la justięcación de su persona que éste llevó a cabo en sus memorias. Godoy lamenta allí que los historiadores se apresuraran a condenarlo por no tomar en consideración la excepcionalidad de los tiempos: «La historia del reinado de Carlos IV está ignorada de presente; las desgracias de aquellos tiempos del trastorno europeo, y las que produjeron los contrarios de aquel buen rey, se le imputan a su Gobierno» (1950, 1: 9). El autor canario pudo haberse documentado también en un artículo de un colaborador de Revista de España, Antonio Ferrer, en que se hace una apología de Godoy: «Amante se mostró de las luces, protector de literatos y de artistas, dadivoso y propicio a fomentar enseñanzas e industrias» (1871: 182). Sea lo que fuere, el protagonista termina emitiendo un juicio más ponderado del político extremeño frente a la opinión del común de la gente. Quien como Gabriel ha sido testigo de la rocambolesca historia de España en el siglo ѥіѥ, desde Trafalgar hasta la Primera República, no puede menos que relativizar la ineptitud de Godoy. Desde la distancia que le proporcionan los sesenta y cinco años que median entre el conĚicto y la escritura de las memorias, el veredicto del narrador anticipa el de nuestros días: «Hasta mucho tiempo después no conocí que al par de los inęnitos actos reprensibles de aquel monstruo de la fortuna había algunos que la posteridad, por el contrario, debía recordar siempre con agradecimiento» (Pérez Galdós, 2005i: 177).
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SѢяіџ, яюїюџ, ѠѢяіџ La caracterización de Godoy en La corte de Carlos IV se fragua principalmente en torno a los relatos que giran en torno a su vertiginoso ascenso. Como es habitual en la serie, Gabriel comparte la voz con otros personajes al objeto de iluminar desde distintos ángulos la ęgura del mandatario. Un primer intercambio entre Gabriel y don Celestino pone de manięesto la diferencia de criterios que separa a ambos. Mientras que el joven está convencido de que el encumbramiento de Godoy se debe a la amistad con los poderosos, el párroco asegura que es fruto del «gran mérito», la «sabiduría» y el «tacto político» (Pérez Galdós, 2005i: 143) de su paisano. A renglón seguido, don Celestino censura al «estólido vulgo» que atribuye el éxito a «supuestas habilidades en la guitarra y las castañuelas» (Pérez Galdós, 2005i: 143).9 El marqués, por su parte, esboza una biografía de Godoy con el tono del diplomático que lo sabe todo (Pérez Galdós, 2005i: 162-164). Pese a lo ridículo del personaje, su narración se contiene dentro de los límites de la verdad en lo tocante a la historia del valido: caídas de los ministerios de Floridablanca y Aranda; guerra contra la Convención; descontento de la gente por los favores que le otorga el soberano; renuncia de su puesto; restitución; guerra de las Naranjas contra Portugal; alianza con Francia; desastre de Trafalgar. El marqués deja entrever al ęnal su odio hacia un rival al que tacha de «hombre abominable, que se ha elevado por las causas que todos sabemos y sigue dirigiendo la nave del Estado valido de su torpe arrogancia e insolente travesura» (Pérez Galdós, 2005i: 164). Paralelamente, Amaranta traza una alegoría de la corte borbónica a partir de un «ejemplo» que reęere a Gabriel en dos partes (Pérez Galdós, 2005i: 192-193, 205-206) acerca de un sultán, una sultana y un joven guardia en una época remota de Oriente. El argumento es un trasunto de la relación que mantienen Carlos IV, María Luisa y Godoy desde el acceso al poder de éste en 1792 hasta el presente, según versión compartida por mucha gente. La caracterización de los personajes de la fábula responde, por tanto, a unos estereotipos fácilmente reconocibles por los
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La imagen del favorito tañendo la guitarra y tocando las castañuelas es una invención de sus enemigos que carece de fundamento. Ante la persistencia del infundio, Godoy se ve obligado a aclarar que «jamás ni he tocado, ni he cantado, ni conozco la música, lo cual tengo por desgracia» (1950, 1: 12).
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españoles de 1807: el sultán es bondadoso pero ciego; la sultana está dominada por la lujuria; el guardia, movido por la ambición y cruel con su protectora, concita el odio de los vasallos. En la segunda parte del cuento, las conexiones se hacen aún más explícitas merced a la incorporación de dos personajes: el hijo del sultán (el príncipe Fernando), decidido a arrebatar el poder a sus padres; y el gran Tamerlán (Napoleón), árbitro de la contienda cuya protección todos buscan. La responsabilidad de lo ocurrido recae en última instancia en el sultán, por no haber «gobernado bien a los pueblos» (Pérez Galdós, 2005i: 206) que tiene bajo su mando. Después de escuchar el relato de Amaranta, la fascinación que Godoy ejerce en Gabriel se torna en obsesión a causa de los triunfos del antiguo guardia de corps. La historia de ambos personajes, pese a lo distinto de sus orígenes, se inscribe en las coordenadas de la Europa de ęnales del siglo ѥѣііі y principios del ѥіѥ. La reforma de la sociedad estamental que trae consigo la Revolución Francesa abre las puertas a un tipo de ciudadano que se va haciendo a sí mismo en virtud de su trabajo e ingenio. El joven de provincias que viaja a la capital en busca de oportunidades para mejorar su estado (el llamado parvenu, arquetipo posterior de la novela realista encarnado en la ęgura de Julien Sorel) se convierte, en suma, en el emblema de una época presidida por la noción de cambio.10 Así pues, Gabriel ve factible la obtención de un lugar de privilegio entre los poderosos: «Yo creo que bien puedo esperar lo que otros han tenido sin ser más sabios que yo» (Pérez Galdós, 2005i: 143). Le espolea a ello la opinión de que en España las mudanzas en la escala social son moneda de uso corriente (Pérez Galdós, 2005i: 146). Cuenta además con el favor que ha de dispensarle su ama Amaranta, igual que Godoy se valió de la amistad con la reina: «Pienso encontrar, como otros que yo me sé, una personita que me suba en un periquete» (Pérez Galdós, 2005i: 145). Obsesivamente, Gabriel recurre varias veces al caso Godoy en sus conversaciones con Inés para ęjar sus objetivos: «¿No estás oyendo mentar todos los días a cierto personaje que antes era un pobre pelambrón, y ahora es todo cuanto puede ser un hombre? ¿Y todo por qué? Por la inclinación de una elevada señora» (Pérez Galdós, 2005i: 170); «tú no estás oyendo hablar todos los días de un hombre que no era nada, y hoy lo es todo; de un hombre que entró a servir en la guardia española, y de la noche 10Ȳ
«The new men from the provinces were a formidable army, all the more so as they became increasingly conscious of themselves as a class» (Hobsbawn, 1996: 185).
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a la mañana...» (Pérez Galdós, 2005i: 183).11 La propia Amaranta alienta las esperanzas de su servidor trayendo a colación la trayectoria del Príncipe de la Paz (Pérez Galdós, 2005i: 181-182, 191, 192), si bien con la seguridad de que Gabriel va a actuar con rectitud una vez encaramado al poder (Pérez Galdós, 2005i: 193). Consumados la exoneración y el exilio de Godoy, la imagen del valido deja de vertebrarse en torno a su encumbramiento para enfocarse en su desgracia. La historia del ascenso y descenso súbitos de Godoy se convierte, así, en paradigmática del destino que la ambición y corrupción extremas deparan a los poderosos. A este respecto, los historiadores del siglo ѥіѥ consolidan la versión oęcial de Godoy a través de un relato cuya vigencia llega hasta nuestros días. Buena parte del éxito de su tentativa se explica por el hecho de haber articulado la narración en torno a dos motivos de raigambre universal: por un lado, la fragilidad de la condición humana, sujeta siempre a los arbitrios de la fortuna; por otro, el empeño de acometer empresas temerarias que no tardan en malograrse. El conde de Toreno habla de un Godoy al que se le desploma «estrepitosamente el edięcio de su valimiento y grandeza» (2008: 39). Su testimonio incluye una admonición de carácter moral: «Repetida y severa lección que a cada paso nos da la caprichosa fortuna en sus continuados vaivenes» (2008: 46). Lafuente se sirve de una tropología semejante: «Derrumbarse del valimiento y del poder al abismo de la impotencia y del infortunio» (1850-1867, xxiii: 243). No falta tampoco la comparación con Ícaro: «El desventurado ęn de los que en alas de un favor ciego y de una monstruosa fortuna se dejan remontar a tan desmedida altura» (1850-1867, xxiii: 245). Por último, Antonio Ferrer del Río suscribe opiniones casi idénticas en un artículo que aparece apenas dos años antes de que Galdós comience a redactar los primeros episodios. Las citas no precisan de comentario por lo familiares que resultan: «Tremendo ejemplo de la instabilidad [sic] y mudanza de la fortuna» (1871: 187); «después de subir a las mayores prosperidades y de bajar a las más increíbles miserias» (1871: 187). La caracterización de un Godoy omnipotente deja paso igualmente a las reĚexiones que su infortunio suscita en Gabriel. Galdós moldea, pues, la carrera de Godoy sobre las mismas bases retóricas que la historiografía del ѥіѥ, hallando así campo fértil para el cultivo de 11Ȳ
Como ha mencionado DuPont, «Godoy ęgures as important throughout this episodio because Gabriel dreams of imitating his rise to power» (2006, 41).
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la imaginación mitológica.12 Recordemos que Amaranta ya advirtió a su servidor acerca de «lo de Ícaro» (Pérez Galdós, 2005i: 205) cuando aquél se mostraba ávido en exceso. Gabriel mismo expone cómo la Fortuna (Pérez Galdós, 2005h: 291, 303) derruye de un soplo el edięcio en que se sustentaba la grandeza del hombre más poderoso de España después del rey, reducido ahora al «charco de la miseria y de la nulidad más espantosas» (Pérez Galdós, 2005h: 310). Testigo de los sucesos de Aranjuez que le arrancan las alas a Godoy, Gabriel no duda en formular su veredicto de lo acaecido: «Sin duda estaba escrito que la caída sea tan ignominiosa como la elevación» (Pérez Galdós, 2005h: 311). Además de la huella de los historiadores que lo preceden, el estímulo le pudo haber llegado a Galdós a través de las artes plásticas. Efectivamente, es verosímil aventurar que el autor canario hallase en el capricho 56 de Francisco de Goya, titulado «Subir y bajar», una síntesis de la biografía de Godoy.13 El grabado en cuestión (ęg. 1) muestra a un sátiro con pezuñas de cabra apoyado inestablemente sobre una superęcie curva. Está agarrando por los tobillos a un hombre elevado en posición vertical, quien sujeta una tea ardiente en cada mano al tiempo que desprende humo y fuego de su cabeza. En primer plano y al fondo, otros dos hombres caen al vacío. Los comentarios que empezaron a circular poco después de la publicación de los grabados de Goya en 1799 ofrecen diversas explicaciones sobre el capricho 56.14 (A) reza así: «Príncipe de la Paz. La lujuria le eleva por los pies, se le llena la cabeza de humo y viento y despide rayos contra sus émulos» (Comentarios); en cuanto a (P), se lee en él: «La fortuna trata muy mal a
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Tomamos prestada la expresión del título de una monografía de Alan Smith,
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Sabemos a ciencia cierta que Galdós conoció los Caprichos, según se desprende del pasaje de Tormento (1884) en que se describe la «cara de caoba» y el «vestido negro» de doña Marcelina Polo en los siguientes términos: «Parecía emparentada con los Caprichos, de Goya» (Pérez Galdós, 1969a: 1557). 14Ȳ El carácter enigmático de los Caprichos alienta desde el principio las exégesis acerca de su posible sentido. Actualmente se conservan tres manuscritos explicativos de cada uno de los grabados, obra de los contemporáneos de Goya: el de Ayala (A), llamado así porque con los años llegó a ser propiedad del dramaturgo Adelardo López de Ayala (1828-1879); el del Museo del Prado (P); y el de la Biblioteca Nacional (BN). La información que ofrecen ha de contemplarse con cautela, puesto que se trata de interpretaciones pretendidamente ambiguas, anónimas e imposibles de datar con exactitud.
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quien la obsequia. Paga con humo la fatiga de subir, y al que ha subido le castiga con precipitarle» (Comentarios); ęnalmente, en (BN) se expone lo siguiente: «El Príncipe de la Paz levantado por la lujuria, y con la cabeza llena de humo, vibra rayos contra los buenos ministros. Caen estos y rueda la bola; que es la historia de los favoritos» (Comentarios). La asociación habitual da cuenta de las razones del ascenso de Godoy, cuya personięcación en el grabado corresponde al hombre sujeto en el aire, sostenido literalmente en el poder gracias a sus amores ilícitos con la reina. Por su parte, la caracterización del valido con teas en las manos y fuego en la cabeza trae a colación la imagen de Júpiter blandiendo un haz de rayos, según aparece en diversos ejemplos de la literatura emblemática que Goya bien pudo conocer. Alcalá Flecha ilustra su hipótesis con la reproducción del emblema XXI, Iovi Ultori, de los Emblemas morales (1589) de Juan de Horozco y Covarrubias (ęg. 2). La identięcación de Godoy con Júpiter subraya en un primer momento la omnipotencia de ambos personajes, desvirtuada luego por la parodia que pone de manięesto las escasas dotes del valido. El humo que sale de su cabeza viene a sugerir de este modo la volubilidad e ineptitud de Godoy, preocupado tan sólo de permanecer en el puesto a costa de sus rivales: «Queda así reducido a un Júpiter de pacotilla, que, tras haber conseguido su inmerecido ascenso por medios inicuos, agita en sus manos los rayos de un poder prestado con los que tan sólo pretende el exterminio de sus adversarios políticos» (Alcalá Flecha, 1990: 209). Los elementos que hemos señalado bastan para preęgurar la versión impuesta más tarde por la historiografía. En primer lugar, Goya se ciñe a la visión tradicional de la diosa Fortuna que dispone de los hombres a su antojo, encaramándolos a la cima para precipitarlos luego a la sima. Si de lo general se desciende a lo particular, el grabado hace hincapié en la inestabilidad y las luchas internas que marcan las dos etapas de Godoy al frente del gobierno. Desde esta perspectiva, la caída de los dos hombres podría hacer referencia a la destitución de los ministros Saavedra y Jovellanos en agosto de 1789 (Hughes, 2004: 183), aunque no cabe descartar que Goya estuviera pensando en los antecesores de Godoy, Floridablanca y Aranda.15 15Ȳ
No hay que olvidar que los Caprichos «se gestaron mucho antes de su publicación en 1799, durante el período 1796-1797, que coincide con la estancia de Goya en Andalucía, de cerca de un año de duración» (Baticle, 1995: 158).
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Más allá del sentido último que se conęera al capricho 56, tanto el letrero escogido por Goya («Subir y bajar») como la explicación de sus coetáneos («la historia de los favoritos» se cifra en la precariedad de su cargo, según reza el manuscrito BN) profetizan el destino que le aguarda a Godoy tras su exoneración el 19 de marzo de 1808. La visión de la lujuria en la ęgura de éste reĚeja, por otra parte, el sentir de la población en lo relativo a las razones del predicamento de que goza en la corte de Carlos IV, o sea, sus relaciones íntimas con la reina María Luisa. Finalmente, el grabado se ajusta al plan general de la censura de «los errores y vicios humanos» (cit. López Rey, 1953, 1: 185) propuesto por el pintor en el anuncio de venta de los Caprichos que se inserta en Diario de Madrid el 6 de febrero de 1799. Volviendo a los Episodios, hay que decir que la experiencia de Gabriel en la corte es determinante en el proceso de aprendizaje y adaptación al mundo que integra la primera fase de sus memorias. Gabriel se constituye allí como ser moral mediante «una nueva adquisición, una nueva conquista de inmenso valor, la idea del honor» (Pérez Galdós, 2005i: 217). Asimismo, aprehende la verdad de las advertencias de su enamorada Inés sobre lo peligroso de tomar por modelo a Godoy: «Tan fácilmente como subas volverás a caer» (Pérez Galdós, 2005i: 145). El desengaño del joven al darse cuenta de su error abre paso a la posibilidad de redención por vía del trabajo: «El hombre debe buscarse una fortuna por medios honrosos» (Pérez Galdós, 2005i: 226). El rechazo del mito de Ícaro personięcado en ese «monstruo de la fortuna» (Pérez Galdós, 2005i: 177) llamado Godoy está acompañado, en suma, de la voluntad de labrarse un futuro apelando a la dignidad y el mérito. El rito de iniciación de Gabriel se completa al presenciar in situ el desastrado ęnal del favorito de Carlos IV, momento en que alcanza a comprender «la inestabilidad de las glorias humanas» (Pérez Galdós, 2005i: 313). Frente a la exposición de la trayectoria negativa de Godoy («subir y bajar») en los episodios inaugurales, la evolución del narrador-protagonista está marcada por un ascenso continuado en el escalafón de la clase media («subir y subir»). La primera serie de Episodios se estructura, por tanto, a base de un Bildungsroman que revierte el patrón inicial de la autobiografía picaresca de un huérfano: raquero, criado de múltiples amos (un militar retirado, una actriz cómica, una cortesana y una pareja de avaros) y cajista de imprenta. Gabriel se alista en el bando de los patriotas tan pronto como la guerra contra Francia se extiende por el territorio nacional, en una decisión en la que se combinan el amor
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a la patria y el deseo de tener una posición boyante que le permita casarse con Inés. El narrador menciona sin tapujos uno y otro propósito, el primero a Amaranta: «Quiero servir a mi país, y nada más» (Pérez Galdós, 2005g: 431); el segundo, en respuesta a la pregunta de Inés de por qué quiere hacerse soldado: «¿Pues qué he de hacer? ¿Quieres que toda la vida sea criado?» (Pérez Galdós, 2005g: 445).16 Cuando ingresa formalmente en el ejército en Napoleón en Chamartín, las razones que privan son ya de orden práctico: «Por ver si de soldado raso llego a general en estos revueltos tiempos» (Pérez Galdós, 2005f: 534). La predicción, como veremos a continuación, se cumple de manera puntual a lo largo de una cadena de ascensos cuyo clímax se encuentra en el último episodio. Las cartas que Amaranta dirige a Gabriel en el primer semestre de 1812 informan de las dięcultades por las que atraviesa el ejército de Napoleón en la península. La condesa ve «la causa francesa bastante malparada» (Pérez Galdós, 2005a: 1181), mientras que la situación se presenta cada vez más favorable a los intereses de España: «La guerra no tomaba mal aspecto para nosotros» (Pérez Galdós, 2005a: 1186). Paralelamente al declive de «la estrella imperial» (Pérez Galdós, 2005a: 1186), Gabriel sigue acumulando ascensos en su hoja de servicios y se le nombra comandante en febrero (Pérez Galdós, 2005a: 1186). La consagración de su carrera tiene lugar aquel mismo año, fruto de la valentía que exhibe durante la jornada del 22 de julio en Arapiles al servicio de las tropas aliadas al mando de Wellington. La historia grande y la historia chica mantienen, pues, una ęliación entre sí de la que depende no sólo la fortuna de la patria, sino también la del personaje en su doble función de héroe (1805-1812) y autor (1873-1875) del relato. Pese a que en La batalla de los Arapiles el componente ęcticio predomina sobre el histórico,17 la novela clausura adecuadamente la serie en la medida
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Se ilustra aquí otra de las ambivalencias que se deslizan por la serie: «Gabriel preaches two sharply diěerent lessons: on the one hand, the uplifting emotions of the collective ideal of patriotism; on the other, the material rewards for the lucky survivor» (Bly, 1984: 117). 17Ȳ Así lo ha notado la crítica: «Es más novela que episodio […] la batalla que da título al libro, ocupa 4 de los 43 capítulos del episodio» (Ferreras, 1997: 113); «la tolstóiana historia pequeña (el feliz reencuentro de Araceli con su prometida) ocupa tanto espacio en la trama que la fuerza de acontecimientos históricos de la dimensión de los éxitos de Wellington en Ciudad Rodrigo y los Arapiles se diluye» (Pinilla Cañadas, 2008: 213).
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en que el triunfo de la nación corre parejas con el del protagonista. Ello no supone, por otra parte, ninguna sorpresa dentro de una serie donde el destino del país está inextricablemente unido al de Araceli.18 Aparte de reforzar los lazos entre lo colectivo y lo personal, el último episodio vuelve a plantear la cuestión del honor formulada por primera vez en La corte de Carlos IV. Hemos visto allí que Gabriel, a instancias de Inés, tomaba conciencia de la necesidad de obrar con honradez para evitar el sino de Godoy. Sin embargo, el aprendizaje en la materia no está todavía completo. El concepto del honor posee también una dimensión social que no puede obviarse, por lo que, una vez obtenido, se pierde tan pronto como los demás le retiran a uno la conęanza en la bondad de sus actos. La experiencia de Gabriel Araceli en La batalla de los Arapiles corrobora la verdad del aserto, al tener que hacer frente a unas acusaciones en lo tocante a sus relaciones con miss Fly: «Has seducido a una joven inglesa, has cometido una iniquidad, una violencia, una acción villana» (Pérez Galdós, 2005a: 1308). Poco importa que se trate de una mentira producto de los celos de miss Fly, ya que los compatriotas de ésta se inclinan por dar crédito a sus palabras y no a las de un extranjero. Tampoco se valora la demostración que Gabriel acaba de hacer de sus habilidades de espía, entregando a Wellington el plano de las fortięcaciones con las que los franceses deęenden Salamanca. En vista de que no convence a nadie de su inocencia, Araceli no tiene más remedio que imponerse a sí mismo la tarea de recobrar la estima que los ingleses le niegan. Ello lo lleva a acometer un último y deęnitivo lance en el campo de batalla. Afortunadamente para él, sus aspiraciones se ven favorecidas por la orografía de la zona y la estrategia de los ejércitos rivales. Gabriel explica al respecto que la posesión de los dos cerros que se elevan a uno y otro lado del pueblo de Arapiles va a decidir la suerte de la contienda. De momento, los soldados de Wellington ocupan la más pequeña de estas colinas, pero la grande, «la presa más codiciada» (Pérez Galdós, 2005a: 1311), no tiene todavía dueño. Ambos contendientes se la van a disputar encarnizadamente, si bien pretenden no darle mucha importancia al asunto por lo mismo que consideran «aquella posición 18Ȳ
«This selective presentation of history through the private motivational apparatus of a specięc ęctional character tends to establish a bond of interdependence, of causal interdependence, between the historical events novelized and the protagonist’s personal causality» (Rodríguez, 1967: 48).
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como la clave de la batalla» (Pérez Galdós, 2005a: 1315). Wellington, mientras tanto, encomienda a la brigada Pack que se haga con el control de la misma. Gabriel, que se ha alistado en dicha brigada, promete al general que va a cumplir con la misión y se despide de él con unas palabras que auguran un desenlace venturoso: «Saludo a mis compañeros desde la cumbre del Arapil Grande» (Pérez Galdós, 2005a: 1311). El relato subsiguiente de los sucesos a cargo del anciano Araceli (Pérez Galdós, 2005a: 1317-1325) reęere el fragor de la lucha, haciendo hincapié en la voluntad suya y de sus compañeros de no detenerse ante ninguna dięcultad. Las citas son muy elocuentes por la reiteración del vocablo subir y equivalentes: «Seguir subiendo, subiendo hasta plantar los pabellones ingleses en lo más alto del Arapil Grande» (Pérez Galdós, 2005a: 1317); «¡Arriba, siempre arriba!» (Pérez Galdós, 2005a: 1318);19 «La escalera, señores, era terrible» (Pérez Galdós, 2005a: 1318); «nosotros éramos el llano, empeñado en subir a la cumbre» (Pérez Galdós, 2005a: 1318); «En la guerra, como en la naturaleza, la altura domina y triunfa» (Pérez Galdós, 2005a: 1318); «El que está arriba tiene la fuerza material y moral» (Pérez Galdós, 2005a: 1318); «¡Qué espantosa ascensión!» (Pérez Galdós, 2005a: 1319). La toma de la bandera enemiga en la cima del monte remata la empresa de Gabriel. En pugna con un soldado francés que quiere arrebatársela, rueda hacia abajo aferrándose a ella sin soltarla: «El águila seguía sobre mi pecho, yo la sentía» (Pérez Galdós, 2005a: 1325). No se trata aquí de una caída ignominiosa como la de Godoy, sino de la culminación de la gloria del protagonista, de una victoria personal contra los obstáculos que se interpusieron en su camino desde el instante en que quiso hacerse acreedor del amor de Inés. La subida al Arapil Grande está preñada de un simbolismo fácilmente reconocible para el lector, quien percibe de nuevo que Historia e historia forman dos caras de la misma moneda: «Climbing the Arapil Grande is synonymous for Spain’s recovering honor and independence; for Gabriel it is another resurrection, one that will see his honor restored» (Urey, 2011: 234). Pese a lo acertado del juicio, Diane Urey no tiene en cuenta hasta qué punto La batalla de los Arapiles dialoga con La corte de Carlos IV no sólo en lo que concierne al honor, sino también al ascenso. La adquisición de aquél (La corte de Carlos IV) y la obsesión por recuperarlo (La batalla de los Arapiles) se vinculan, pues, direc19Ȳ
La exhortación se repite en el mismo párrafo.
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tamente con la elevación social del protagonista, tema central de las memorias que remite a su vez a la liberación de España. Por si ello no bastara, la defenestración de Godoy tras el motín de Aranjuez se contrapone al descenso de Araceli desde la cima del Arapil Grande, con el águila fuertemente sujetada en la mano. La primera alerta sobre los peligros de la vanidad y de la desaforada voluntad de poder (connotación negativa), en tanto que en el segundo se recompensa el esfuerzo que se cimienta en la búsqueda del honor (connotación positiva). Por hiperbólico que pueda parecer, la red de relaciones intratextuales que compone la primera serie se sustenta para su funcionamiento en una acción aparentemente secundaria como la conquista de un cerro. El feliz acontecimiento redime a Gabriel del oprobio, al par que le facilita la obtención del amor de Inés; asimismo, asegura la independencia de España respecto de Francia. Representa, pues, simultáneamente el apogeo del parvenu en pugna con el mundo y el de la nación en pugna con el invasor. Aun cuando el desenlace de la serie se encamina a cerrar deęnitivamente el periplo vital de Gabriel, ello no signięca que las ambivalencias desaparezcan por completo para dar paso a una visión monolítica del personaje. Es cierto que nuestro héroe se casa con Inés y vive con ella en una dorada medianía, pero a costa de renunciar a los encantos físicos e intelectuales de miss Fly: «Había adquirido gran ascendiente sobre mí […] me fascinaba» (Pérez Galdós, 2005a: 1265). No cabe olvidar tampoco que le debe la vida a la inglesa, puesto que es ella y no Inés quien lo recoge de entre los muertos y lo cuida hasta que se restablece de sus heridas: «Yo, mientras viva, no olvidaré la generosidad de usted» (Pérez Galdós, 2005a: 1347). En cuanto al reconocimiento profesional de Gabriel, la machada del Arapil Grande (llegada a la cumbre, captura de la bandera imperial) sirve para reconciliarlo con los oęciales ingleses que antes lo despreciaban. Así se lo manięesta el coronel Simpson: «El brigadier Pack y el honorable general Leith han hecho delante de mí grandes elogios de usted. Me consta que su excelencia el gran Wellington no ignora nada de lo que tanto os favorece» (Pérez Galdós, 2005a: 1345). Los honores que Gabriel consigue en virtud de su arrojo no pueden compararse, sin embargo, con el espectacular avance en el ejército que su suegra Amaranta le procura a través de sus contactos epistolares: «Con el talismán de su jamás interrumpida correspondencia, me hizo coronel, luego brigadier, y aún no me había repuesto del susto, cuando
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una mañana me encontré hecho general» (Pérez Galdós, 2005a: 1354). La recomendación de los poderosos se revela, por tanto, como una herramienta indispensable a la hora de convertir en realidad el sueño de ocupar un puesto respetable en la España de principios del siglo ѥіѥ. Pese a la apelación al trabajo y la constancia, la enseñanza al lector que pone punto ęnal a las memorias queda en última instancia incompleta: «Acordaos de Gabriel Araceli, que nació sin nada y lo tuvo todo» (Pérez Galdós, 2005a: 1355). Una lección más ajustada al contenido de las memorias debería mencionar también —y la ironía es ineludible— la importancia de un buen matrimonio con una aristócrata cuya madre se desvive por encaramar al yerno en lo más alto de la cúpula militar. Ni la ética del trabajo ni la meritocracia que Gabriel continuamente invoca tienen, en suma, rango de verdad absoluta: la primera ocupa un lugar transitorio en su vida, la segunda se desvirtúa ante la fuerza del enchuęsmo.20
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Brian Dendle ha formulado sucintamente el desiderátum galdosiano en la primera serie de Episodios: «Strive constantly, and marry well» (1986a: 84).
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Fig. 1, Francisco de Goya. Capricho 56, «Subir y bajar», en Caprichos (1799)
Fig. 2, Juan de Horozco y Covarrbuias. Iovi Ultori, en Emblemas morales (1589)
LA GUERRA
COSTUMBRISMO, PUEBLO Y NACIÓN: EL DOS DE MAYO
Eљ ѐќѠѡѢњяџіѠњќ ѐќњќ ѝџѨѐѡіѐю ѐѢљѡѢџюљ En El audaz y en los episodios La corte de Carlos IV y El 19 de marzo y el 2 de mayo, Galdós caracteriza a las clases bajas conforme a una visión estereotipada del majismo legada a la posteridad por los sainetes de Ramón de la Cruz y los cartones para tapices de Francisco de Goya. Esta imagen, construida a partir de la recepción crítica de estos artistas a lo largo del siglo ѥіѥ, incide en su condición de forjadores de una identidad española asociada con lo popular (Dorca, 2005: 179-184). El propio Galdós contribuye a esta empresa con la publicación del mentado artículo-reseña «Don Ramón de la Cruz y su época» en Revista de España. Pese a impugnarse en él las prácticas institucionales y las costumbres de aquellos tiempos, se alaba al sainetista madrileño por considerarlo «el único poeta verdaderamente nacional del siglo ѥѣііі» (Pérez Galdós, 1961: 1463). Galdós hace hincapié igualmente en la utilización que don Ramón hace del «colorido local» (Pérez Galdós, 1961: 1473), recurso que lo convierte en el «mejor pintor de las costumbres de su siglo» (Pérez Galdós, 1961: 1478). La huella de Cruz en El audaz y las dos primeras series de Episodios es visible en la ambientación de los barrios bajos en que pululan los majos y las majas, así como en la atracción que esta vida indómita y despreocupada despierta en la clase alta —el plebeyismo, según la celebrada denominación de José Ortega y Gasset—.1 1Ȳ
La inĚuencia de Goya va más allá de la pintura de los tipos que habitan en los arrabales de la capital. En los dos episodios que analizamos aquí, la descripción de las ęsonomías de Isidoro Máiquez (Pérez Galdós, 2005i: 149), Carlos IV y el príncipe
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En primera instancia, el costumbrismo surte a Galdós de una serie de rasgos codięcados por la tradición con los que trazar a grandes pinceladas la atmósfera vivaz que en el imaginario colectivo se asocia con la época de Carlos IV. Marcelino Menéndez y Pelayo, en el Discurso de contestación con motivo del ingreso de Galdós en la Real Academia Española en 1897, encomia precisamente las «escenas populares» de Madrid que aparecen en los Episodios, «llenas de luz, color y alegría», en cuya elaboración el autor ha robado «el lápiz a Goya y a D. Ramón de la Cruz» (1987: 85). El entusiasmo de don Marcelino va a la par con la aęrmación de una identidad nacional que el novelista canario, a imitación de Cruz y Goya, ha plasmado en los Episodios: «Si en otras obras ha podido el Sr. Galdós parecer novelista de escuela o de partido, en la mayor parte de los Episodios quiso, y logró, no ser más que novelista español» (1987: 68). Federico Sainz de Robles, por su parte, vincula su predilección por la primera serie con el marco espacio-temporal en que se desenvuelve la trama: «¡El Madrid de Carlos IV y de Fernando VII!» (1963: 162). A renglón seguido, trae a colación a los dos ilustres creadores del siglo ѥѣііі en términos muy parecidos a los de Menéndez y Pelayo: «Nos acordamos en seguida de la luz, del colorido y del gozo de los pinceles de Goya; y también del donaire, del garbo y la picardía de los últimos sainetes de don Ramón de la Cruz» (1963: 162). La apropiación del discurso casticista de Cruz y Goya tiene por objeto, pues, la ęjación y homologación de un espíritu de época característico del Setecientos español. Corolario de lo anterior, la adscripción del autor de los Episodios a la corriente costumbrista legitima también su ingreso en el canon de los artistas genuinamente nacionales. Al reducir el costumbrismo galdosiano a una serie de clichés que sirven únicamente de decorado de la acción, se corre el peligro de desestimar la capacidad crítica del escritor a la hora de enjuiciar el Fernando (Pérez Galdós, 2005i: 189), la reina María Luisa (Pérez Galdós, 2005i: 212), Leandro Fernández de Moratín (Pérez Galdós, 2005i: 237) y Godoy (Pérez Galdós, 2005i: 287) está modelada en los retratos que el pintor aragonés hizo de ellos. Se menciona igualmente a Goya como autor de los decorados del salón de la marquesa (Pérez Galdós, 2005i: 234), escenario de la representación de Otelo en los capítulos XXII-XXVI de La corte de Carlos IV. Las relaciones de la carga de los mamelucos (Pérez Galdós, 2005h: 367-368) y de los fusilamientos de la Moncloa (Pérez Galdós, 2005h: 390) se inspiran también en los archiconocidos cuadros de Goya sobre los sucesos del 2 y el 3 de mayo de 1808. Debe tenerse en cuenta, por último, la posible inĚuencia del capricho 56, aspecto que analizamos en el capítulo anterior.
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pasado. Ello no se aviene con la revolución copernicana que ha sacudido los estudios galdosianos en los últimos cuarenta años, la cual ha potenciado, entre otros logros, el análisis de los Episodios desde criterios más atentos a la autorreĚexividad (Dorca, 1995). El empleo de estrategias como la intertextualidad y la ekfrasis en La corte de Carlos IV, por tomar un ejemplo clásico, rebate el dictamen de quienes lo tachan de «pastiche» confeccionado a base de un «convencional paisaje de abanico» (Seco Serrano, 1970-1971: 264). Como ha señalado Alberto Egea Fernández-Montesinos, el episodio destaca por la «amplitud de los paradigmas narrativos y culturales» (2000: 35) que convergen en él. La superposición de una pluralidad de textos en La corte de Carlos IV, tales como el costumbrismo, las artes plásticas y el teatro,2 demuestra que nuestro autor se las ingenia para ensanchar «el marco discursivo del realismo decimonónico de su tiempo» (2000: 35). Según va a argüirse en este capítulo, el sustrato costumbrista provee a Galdós de un marco de referencia desde el que problematizar la lenta, a menudo truncada y, en suma, incompleta transición del Antiguo Régimen a un liberalismo de cuño burgués. El impulso inicial para esta transformación se verięca durante el reinado de Carlos IV, cuyo acceso al trono tiene lugar siete meses antes del estallido de la Revolución Francesa. Los efectos de ésta se dejan sentir con fuerza en el rumbo de la política de los ministros de Carlos IV, sobre todo tras la vuelta al poder de Godoy en 1801 y la coronación de Napoleón como emperador en 1804. Mientras tanto, un fenómeno insólito de dimensiones europeas se está gestando en el ámbito de la cultura, a saber, el descubrimiento del pueblo como tema de interés erudito por parte de intelectuales y artistas (Burke, 1999: 3). Al examinar el declive de la monarquía borbónica, hemos visto que el relato galdosiano se teje alrededor de los dos ejes mencionados en el párrafo anterior: la sujeción de España a los designios de Napoleón y el protagonismo del pueblo. Lejos de obedecer a la casualidad, dicha coincidencia demuestra hasta qué punto la narración de la histo-
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El estreno de El sí de las niñas al que asiste Gabriel dramatiza la polémica teatral que hacia 1800 enfrenta a casticistas e ilustrados. Más adelante, la representación de Otelo pone literalmente en escena el conĚicto amoroso de los personajes, trasunto a la vez de la artięciosidad del mundo cortesano que Gabriel abandona. Un estudio más detallado sobre la importancia de la función shakesperiana en el episodio se encuentra en Dorca, 2011.
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ria a cargo de Galdós reĚeja la particular coyuntura de España hacia 1800. Dicho en otras palabras, la manera en que se aborda la crisis del Antiguo Régimen en la primera serie de Episodios pone de relieve la íntima ligazón que existe entre un sentimiento general de francofobia y el enraizamiento de una conciencia nacional personięcada en y por el pueblo. Jesús Torrecilla ha escrito al respecto que la identidad peninsular moderna se consolida hacia ęnales del siglo ѥѣііі, y que lo hace primera y principalmente «por oposición a Francia» (2004: 129). Puesto que ésta ocupa el lugar central en la jerarquía de naciones europeas, España no tiene más remedio que desplazarse «a los márgenes» (2004: 41). De forma paralela, mientras que los habitantes del país vecino encarnan el poder de la razón, al sur de los Pirineos surge un espécimen que se identięca no menos orgullosamente con «la falta de contención emocional y el desbordamiento de los instintos» (2004: 117). Lo marginal y lo apasionado conęguran, por tanto, dos categorías preferentes en la tipięcación de la esencialidad española que los viajeros extranjeros van a retomar e imponer deęnitivamente durante el Romanticismo. El análisis de Torrecilla instituye al majo como representación ideal de lo nativo frente al amaneramiento importado del petimetre. Galdós es consciente de la genealogía de estos personajes y de lo que signięcan en el imaginario de la gente, de ahí que los que aparecen en La corte de Carlos IV y El 19 de marzo y el 2 de mayo estén sacados de las obras de Cruz y Goya. Entre los rasgos que componen la etopeya de majos y majas destaca en primer lugar la pertenencia al «cuerpo de menestrales» (Caro Baroja, 1980: 34) asentados en el extrarradio de la gran ciudad, caso del amolador Chinitas. El majo se deęne además por una indumentaria muy característica, de la cual depende en buena medida el reconocimiento de su adscripción a tal clase por parte de los demás (Caro Baroja, 1980: 96-97). La obsesión por el vestuario se contagia a los nobles aplebeyados como Juan de Mañara, quien luce el traje popular con todo el rigor de la etiqueta (Pérez Galdós, 2005i: 165). En cuanto a su fogosidad elemental, la maja supera con creces en valentía, descaro y sensualidad a su compañero. Galdós la valora como «la ęgura más característica y pintoresca» (Pérez Galdós, 1961: 1473) del pueblo madrileño, señalando en ella los siguientes atributos: «Altiva, desenvuelta, de una audacia sugestiva, ingenua en el vicio, con cierta ęrmeza de carácter y una especie de pundonor a su manera» (Pérez Galdós, 1961: 1473). La Primorosa, buñolera del Rastro y esposa de
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Chinitas, tiene los defectos y las virtudes propios de la especie. Si bien su temperamento irascible y propenso a la violencia ha obligado a su marido a separarse de ella, nadie la iguala en arrojo durante la jornada del Dos de Mayo. Comparado con ella, el maestro de obra primera Pujitos pertenece a la categoría inferior del «majo decente», que lo es «más por aęción que por clase» (Pérez Galdós, 2005h: 297). Si Galdós reĚeja una visión estereotipada del bajo pueblo, no lo hace únicamente con la idea de perpetuar una imagen pintoresca que en la década de 1870 debía de resultar familiar, por lo manida, a sus lectores de clase media. Le interesa, por el contrario, examinar unas determinadas maneras de ser y actuar de la plebe fruto de las circunstancias históricas. La apropiación del discurso casticista le permite, pues, calibrar el grado de respuesta popular ante los dramáticos acontecimientos que tienen lugar durante los primeros años del siglo ѥіѥ. La actitud hacia la masa de Gabriel oscila al respecto desde la condena de la brutalidad hasta la exaltación de la resistencia. En efecto, el juicio sumario a la muchedumbre enajenada que saquea el palacio de Godoy, personięcada en el beodo Santurrias, contrasta poco después con la admiración hacia quienes se alzan en armas contra las tropas de Murat. Así pues, mientras que el motín de Aranjuez saca a relucir la brutalidad de la turba, la sublevación del 2 de mayo se contempla desde una coordenada distinta. Los madrileños asumen entonces su responsabilidad histórica movidos por la voluntad de preservar a su rey y, con él, la integridad territorial de España. Galdós se sirve del costumbrismo, como veremos, al objeto de ilustrar el concepto de soberanía nacional que adquiere carta de circulación a raíz de los acontecimientos de mayo y junio de 1808. Eљ љђѣюћѡюњіђћѡќ ёђљ 2 ёђ њюѦќ ёђ 1808 ђћ љю ќяџю єюљёќѠіюћю El 2 de mayo de 1896 se publicó en la revista Apuntes un cuento de Benito Pérez Galdós titulado «Dos de mayo de 1808, dos de septiembre de 1870», cuya composición Leo Hoar sitúa en diciembre de 1870 (1970: 312). Lo temprano de la fecha de redacción sugiere la atracción que el género histórico ejerció en Galdós desde los inicios de su carrera, patente también en las novelas La Fontana de Oro (1871) y El audaz (1871). La importancia de «Dos de mayo de 1808, dos de septiembre de 1870» reside en su condición de prototipo de El 19 de marzo y el 2 de mayo (1873), tercera entrega de la primera serie de Episodios nacionales. Las
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semejanzas entre el relato breve y los diez últimos capítulos del episodio son lo bastante evidentes para que Hoar pudiera calięcar aquél de «original ‘borrón’ galdosiano» (1970: 329) de la novela. Nos hallamos en ambos casos ante un narrador en primera persona (Margara y Gabriel Araceli), quien cuenta desde la vejez (1870 en el caso de Margara, 1873 en el de Gabriel) los sucesos presenciados en Madrid el 2 de mayo de 1808. El periplo de Gabriel por las calles de la capital hasta dar con Inés y don Celestino en la Moncloa remite, asimismo, al infructuoso recorrido de Margara en busca de su hijo Remundo. En última instancia, la contemplación de los horrores de la jornada lleva a los protagonistas de la indiferencia al patriotismo, unidos en el odio a los franceses por la responsabilidad de éstos en la desaparición de sus seres queridos. No obstante el uso de la primera persona y la distancia del tiempo de la historia respecto del tiempo de la narración, cuento y novela distan de compartir los mismos objetivos. Margara, dueña de un «modesto taller de sastrería de curas» (Pérez Galdós, 1970: 336), reęere su experiencia a un interlocutor o narratario anónimos a modo de desahogo. En un acto de sinceridad, conęesa su incapacidad de superar la pérdida del hijo incluso después de transcurridos más de sesenta años. Su desdicha es tal que cada mañana acude al Parque de Monteleón con la remota esperanza de encontrarlo, al grito de «¡Mundo, mi Mundo…!» (Pérez Galdós, 1970: 339). El «desconsuelo» (Pérez Galdós, 1970: 339) de la mujer insta al interlocutor a procurar alivio a sus cuitas, exhortando para ello a la clemencia: «A estas alturas, señora mía, ya se impone el perdón. Los agravios del Dos de Mayo deben ser generosamente olvidados» (Pérez Galdós, 1970: 339). Para reforzar su propósito, trae a colación el reciente desastre del ejército francés contra el prusiano en la batalla de Sedán (1-2 de septiembre de 1870), en la cual los habitantes del país vecino han expiado los crímenes cometidos en Madrid en 1808: «Ellos tenían también su Mundo, y acaban de perderlo» (Pérez Galdós, 1970: 339). Mientras que a Margara le mueve el deseo de comunicar su desgracia a un amigo, El 19 de marzo y el 2 de mayo forma parte de una autobiografía más extensa que Gabriel escribe para aleccionamiento de sus coetáneos. Nuestro protagonista tiene una perspectiva amplia de la historia decimonónica no sólo por lo mucho que ha vivido, sino también por la erudición que ha ido adquiriendo en su dorada y ociosa medianía. Esta conjunción de experiencia personal y conocimientos librescos le da pie a manejar hábilmente los mecanismos de
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la narración, estableciendo relaciones de causa-efecto y de contraste, conectando el presente con el pasado o revistiendo sus comentarios de ironía. En el episodio que aquí nos ocupa, la trama se dispone retóricamente en forma de antítesis entre las dos fechas mencionadas en el título: el 19 de marzo de 1808, abdicación de Carlos IV de resultas del motín de Aranjuez; y el 2 de mayo del mismo año, levantamiento del pueblo madrileño contra las tropas de Joachim Murat. Como hemos visto en el capítulo anterior, la estancia de Gabriel en Aranjuez en marzo de 1808 coincide con los preparativos de una revuelta contra Manuel Godoy orquestada por el príncipe Fernando y sus partidarios. Uno de los principales agentes de la misma es el sacristán de don Celestino, Santurrias, cuya aęción a la bebida y la ingratitud que exhibe hacia su amo ejemplięcan la falta de sentido moral de los amotinados. Otro de los cabecillas, el majo Pujitos, se complace en pronunciar discursos de tono incendiario en un lenguaje plagado de solecismos. Gabriel descubre también que el dinero y el vino corren a discreción por las calles de Aranjuez, repartidos por destacados fernandistas a ęn de que la población civil y la tropa se adhieran a la causa del príncipe. Finalmente, en la noche del 17 de marzo Gabriel se deja arrastrar por su amigo Lopito hasta el palacio de Godoy, donde es testigo de un saqueo indiscriminado por parte de una turba de revoltosos. Tal espectáculo de violencia gratuita le conęrma todo «el abismo de ignorancia y fanatismo de aquel puñado de revolucionarios» (Pérez Galdós, 2005h: 296) manipulados con mano maestra desde arriba.3 Menos de dos meses más tarde, al amanecer del día 2 de mayo, Gabriel deambula por las calles de Madrid en compañía de su prometida Inés, a quien acaba de librar de las garras de los hermanos Requejo. El júbilo de la pareja en aquella «risueña mañana» que augura un «día feliz» tiene su correlato en «el resplandor de la aurora» asomando por la calle de Alcalá (Pérez Galdós, 2005h: 359). Pese al optimismo inicial, la contemplación del cielo teñido «de un vivo color de sangre» (Pérez Galdós, 2005h: 359) anuncia la rebelión contra el invasor, la cual se inicia apenas unas horas más tarde. La narración subsiguiente recorre cronológicamente los cuatro eventos más signięcativos de la jornada, 3Ȳ
Un juicio semejante expone Galdós en una «Revista política» publicada el 28 de junio de 1871 en Revista de España: «Ese secreto impulso a hacer daño que existe en la más baja esfera social, envilecida por el vicio y atroęada por la ignorancia» (Pérez Galdós, 1982a: 17).
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ęjados con anterioridad por la iconografía y la historia: los disparos de la artillería francesa contra una multitud indefensa que quiere impedir el traslado de la familia real a Bayona, comienzo de las hostilidades entre uno y otro bando (Pérez Galdós, 2005h: 361-367); la carga de los mamelucos (Pérez Galdós, 2005h: 367-370), que Gabriel describe como una «mescolanza horrible y sangrienta que no se puede pintar» (Pérez Galdós, 2005h: 368); la resistencia de unos cuantos paisanos y soldados en el Parque de Monteleón, al mando de los capitanes Luis Daoiz y Pedro Velarde (Pérez Galdós, 2005h: 374-379); por último, los fusilamientos de los prisioneros españoles en diversas zonas de Madrid, incluyendo el del propio Gabriel en la Moncloa —del que sale milagrosamente con vida— con que se clausura el episodio (Pérez Galdós, 2005h: 390). Según se narra en el texto, una concatenación de diversos factores va enardeciendo los ánimos de la gente hasta que prende la mecha de la rebelión. La entrada del recién coronado Fernando VII en Madrid el 24 de abril provoca no sólo el delirio de sus súbditos, sino también las primeras protestas por la intrusión de Murat en el desęle (Pérez Galdós, 2005h: 336). La tensión va en aumento por la incertidumbre respecto a los planes de Napoleón, a lo que hay que sumar el viaje de Fernando y su séquito a Bayona para entrevistarse con el emperador (Pérez Galdós, 2005h: 344). Así lo aęrma el amolador-oráculo Chinitas: «Todos se han ido y nos han dejado solos con los franceses. Ya no tenemos rey, ni más gobierno que esos cuatro carcamales de la Junta» (Pérez Galdós, 2005h: 362). Ante una situación que se hace insostenible por momentos, la revuelta brota impremeditadamente, fruto de una inĚamación del «sentimiento patrio» (Pérez Galdós, 2005h: 363) que aglutina a la población en defensa de la nación y el monarca: «¡Viva España y el rey Fernando!» (Pérez Galdós, 2005h: 366). El protagonismo de la jornada se divide a partes iguales entre, por un lado, los históricos capitanes del cuerpo de Artillería4 y, por otro, la masa anónima encabezada por Chinitas y su cónyuge la Primorosa. En cuanto a la caracterización de estos últimos, es interesante notar cómo
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Gabriel ensalza a Daoiz y Velarde como «instrumentos de la conciencia nacional» que «se anticiparon a la declaración de guerra por las Juntas y descargaron los primeros golpes de la lucha que empeñó a abatir el más grande poder que se ha señoreado del mundo. Así sus ignorados hombres alcanzaron la inmortalidad» (Pérez Galdós, 2005h: 375).
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Galdós se aparta de los rasgos del costumbrismo dieciochesco que recreó en el episodio anterior, La corte de Carlos IV. Los tipos populares procedentes de Cruz y Goya, con su insólita mezcla de encanallamiento y frenesí, se transęguran durante el 2 de mayo en la manifestación excelsa de una España que lucha por la supervivencia. El matrimonio de Chinitas y la Primorosa, olvidadas ya sus rencillas, lidera el grupo de chisperos y manolas que opone una feroz resistencia a unas tropas muy superiores en número y en armamento. La Primorosa, en particular, reúne en su persona los caracteres heroicos de quienes deęenden fervorosamente la causa de España y el rey Fernando. Ella dirige el ataque contra los mamelucos, contagiando a todos con su valor a prueba de metralla: «Las imprecaciones de nuestra generala nos obligaban a disparar tiro tras tiro» (Pérez Galdós, 2005h: 368). Momentos antes de la rendición en Monteleón, las irreverencias de la maja se dejan oír aún tras el ruido de los cañones que ayuda a cargar: «Soy la emperadora del Rastro, y yo acostumbro a fumar en este cigarro de bronce, porque no las gasto menos. ¿Quieren ustedes una chupadita? Pos allá va. Desapártense pa que no les salpique la saliva» (Pérez Galdós, 2005h: 378). En una coyuntura crítica en que la monarquía borbónica ha saltado en pedazos tras la decisión de Napoleón de conquistar España, Galdós eleva a los majos y majas de los barrios menestrales al rango de defensores de la patria. Si en La corte de Carlos IV Chinitas, la Primorosa y demás no eran sino unos tipos pintorescos calcados de los sainetes de Cruz y los cartones de Goya, durante el 2 de mayo pasan a encarnar los valores supremos de una nación que, gracias a ellos, comienza a sacudirse la modorra. La rapidez con que se exaltan los ánimos sorprende a Gabriel, pendiente únicamente del bienestar de Inés y del suyo propio durante los primeros instantes de la conĚagración. Ni que decir tiene que Chinitas le recrimina su actitud al grito de «Tú no eres español» (Pérez Galdós, 2005h: 362). Gabriel se va contagiando del espíritu guerrero después de la refriega con los mamelucos en que se ve envuelto, si bien el recuerdo de la amante le impide aún desplegar todo su valor (Pérez Galdós, 2005h: 368). Más adelante, sin embargo, el joven se lanza resueltamente a la calle en auxilio de los combatientes del Parque de Monteleón: «A pelear por España. Yo no tengo miedo» (Pérez Galdós, 2005h: 377). Inés no se atreve a impedírselo, ya que, según declara Gabriel, el buen instinto de la muchacha le hace comprender «cuánto habría desmerecido a mis propios ojos cediendo a los reclamos de la
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debilidad» (Pérez Galdós, 2005h: 377). Abandonando sus recelos, Gabriel se metamorfosea en un representante más de esta clase baja que se enfrenta a las tropas francesas porque así lo exige su deber de español: «Dulce et decorum est pro patria mori» (Pérez Galdós, 2005h: 376), según reza la arenga que le dirige don Celestino. Sólo al ęnal de la lucha, cuando después de escapar del asedio en Monteleón descubre que Inés ha sido hecha prisionera, el trastorno mental que acomete temporalmente a Gabriel le hace olvidar toda noción de colectividad para centrarse de nuevo en su situación personal. El episodio del 2 de mayo viene a reforzar, en suma, la noción de patriotismo que Gabriel aprehendió durante los prolegómenos del combate naval de Trafalgar el 21 de octubre de 1805: «Comprendí todo lo que aquella divina palabra signięcaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu» (Pérez Galdós, 2005j: 80).5 La capitulación de los madrileños al ęnal de la jornada, unida a los fusilamientos del día siguiente, no supone el cese de las hostilidades. Pese a que la represión de Murat tiene por objeto fulminar de golpe la resistencia, en realidad termina precipitando una guerra a escala nacional. La autoridad moral del pueblo, lejos de desfallecer a manos de las tropas enemigas, siembra el germen de la rebelión que ha de llevar a la victoria frente al invasor. Así lo explica Gabriel en su exhortación a un oęcial francés: «Por cada vida que ahoguéis en sangre, renacerán otras mil que al ęn acabarán con vosotros» (Pérez Galdós, 2005h: 388). Lo que un grupo de majos aguerridos e imbuidos de espíritu patrio empezó en las calles de la capital no tarda en extenderse a otras zonas del país. Cuando la acción se desplaza hacia todo el territorio español a partir del episodio Bailén, el costumbrismo de tipos pierde buena parte de su representación a favor de otros personajes que participan en la contienda a lo largo y ancho de la geografía nacional. Una vez cumplida su misión, los habitantes del Rastro y de Maravillas retornan a su estado primitivo de ęguras de sainete. Así pues, la puntual exposición de los sucesos del 2 de mayo viene acompañada de un panegírico de los hombres y las mujeres que tan
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Vista la evolución de nuestro protagonista, nos. parece improcedente restarle méritos al pundonor de que hace gala en la jornada del 2 de mayo, tal como sostiene Gilberto Triviños: «Es notoria la diferencia entre el heroísmo de Araceli y el heroísmo de los mártires que mueren por la nación sin preocuparse de sí mismos y de los suyos» (1987: 81).
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denodadamente lucharon por la libertad de la patria, entre los que el narrador se incluye a sí mismo. La novedad de esta perspectiva consiste en destacar por primera vez el papel de la plebe como garante de una España amenazada en su soberanía. Recordemos que en Trafalgar (1873) la presencia del populacho se reduce a unos marineros de leva que se baten por obligación, sin que asome en ellos «el más leve sentimiento de patriotismo» (Pérez Galdós, 2005j: 80). En La corte de Carlos IV, las intrigas cortesanas alternan con un casticismo de tipos que hace las delicias de una aristocracia frívola y aplebeyada, pero que en ningún caso contribuye a arraigar un modelo de nación. El motín de Aranjuez, por último, expone la brutalidad de una masa cuya voluntad se conquista fácilmente con regalos. Frente a las carencias subrayadas hasta entonces, el relato de lo acontecido el 2 de mayo hace hincapié en las aptitudes redentoras y el espíritu de sacrięcio de la clase menestral, cualidades ambas que pronostican la victoria contra el invasor. Gabriel estructura, en ęn, su relato a modo de antítesis con el propósito de redimir al pueblo de las injurias vertidas sobre él anteriormente, mostrando en todo momento un respeto reverencial a los patriotas que se levantaron contra Murat en aquella jornada para él tan insigne. En conclusión, el cotejo de «Dos de mayo de 1808, dos de septiembre de 1870» con El 19 de marzo y el 2 de mayo revela una toma de postura muy distinta ante los hechos por parte del narrador, incluso dentro de un mismo texto: el lamento personal (Margara y el 2 de mayo), el repudio a la turba revolucionaria (Gabriel y el motín de Aranjuez) y la exaltación del heroísmo de los madrileños (Gabriel y el 2 de mayo). Aunque la crítica ha consignado este cambio de orientación, no ha indagado en los motivos del mismo de manera satisfactoria. Matilde Carranza fue la primera en notar el dualismo del pueblo, frente al que Galdós «se regocija», y el populacho, frente al que «se indigna» (1942: 33). Antonio Regalado García distingue asimismo entre la exaltación de «las pasiones políticas» que estalla el 17 de marzo y «la defensa de la nación invadida», como en el 2 de mayo y la contienda posterior (1966: 44). En el segundo caso, el «ideal patriótico» sirve para disculpar «las brutalidades de la guerra», en tanto que a los conspiradores de Aranjuez se los equipara a «un monstruo» (1966: 44). Gilberto Triviños sigue la tesis de Regalado García, sosteniendo que en el episodio se narra «la metamorfosis de los hombres en héroes después de haber narrado la metamorfosis de los hombres en monstruos» (1987: 67). Gabriel LoveĴ,
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por último, vuelve a insistir en las diferencias entre el «populacho amotinado» y el «patriotismo» (1979: 35) del pueblo. Al remarcar que dicho contraste «reĚeja la actitud del propio Galdós» (1979: 35), LoveĴ ahonda en la identięcación entre el autor canario y su alter ego ęcticio. Las razones por las que el 2 de mayo ęgura en el título de uno de los episodios requieren, no obstante, una explicación más precisa. Ya hemos visto que el carácter emblemáticamente popular de la revuelta brinda al autor la oportunidad de entroncar el heroísmo del ciudadano común con la supervivencia de una España que ve peligrar su integridad territorial. El autor canario se apoya aquí en un dato incuestionable, a saber: la participación mayoritaria de los plebeyos en la rebelión, con un cuarenta por ciento del total de los combatientes, siendo los dos grupos más numerosos el del sector servicios (sirvientes y mozos de hostería, cocheros, asistentes de hospital, aguadores, pequeños tenderos) y el de los trabajadores manuales, incluyendo un seis por ciento de mujeres (Fraser, 2008: 69). Ello contrasta con la pasividad de la nobleza y los grandes comerciantes, temerosos ambos de la pérdida de sus privilegios (Fraser, 2008: 70). Más allá de las cifras, la importancia de la fecha radica en su condición de «gran mito fundador de la nación moderna» (Demange, 2004: 12): el Dos de Mayo.6 El proceso de mitięcación se inicia por obra y gracia de los constitucionalistas de Cádiz, para quienes la sublevación de 1808 conęrma la necesidad de supeditar la autoridad del rey a la voluntad soberana del pueblo. Su espíritu reformista no tarda, sin embargo, en ser aniquilado tras la restitución al trono de Fernando VII en 1814. Durante los veinte años siguientes, con el breve paréntesis del Trienio Liberal (1820-1823), el régimen absolutista suspende las garantías constitucionales al tiempo que persigue con saña a los liberales, muchos de los cuales tienen que emprender el camino del exilio.7 El fallecimiento del monarca en 1833 abre las puertas al cambio político que se aęanza a lo largo de las décadas de 1830 y 1840, coincidiendo con las Regencias de María Cristina y de Baldomero Espartero previas a la declaración de la mayoría de edad de Isabel II en 1843. Entre los objetivos del liberalismo está el de consolidar una idea de nación 6Ȳ
El 2 de mayo de 1808 hace referencia a un suceso histórico; el Dos de Mayo, a su conversión en mito. 7Ȳ La segunda serie de Episodios nacionales, protagonizada por el afrancesado reciclado al liberalismo Salvador Monsalud, se centra precisamente en los años 1814-1833.
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que refuerce las iniciativas promovidas en otros ámbitos. La bautizada como Guerra de la Independencia se erige entonces en símbolo del nacimiento de la España moderna, encarnado en el heroísmo de una colectividad que se alza en armas contra el invasor. La labor de los historiadores resulta determinante a la hora de aęanzar la visión nacionalista-liberal de la lucha contra Napoleón. Cabe destacar aquí la publicación en 1835-1837 de Historia del levantamiento, guerra y revolución de España de José María Queipo de Llano, más conocido por su título nobiliario de conde de Toreno (1786-1843).8 El título del libro hace referencia a las tres etapas de un periplo que, según el autor, empieza con la insurrección de Madrid (levantamiento), se extiende al resto de la Península (guerra) y hace posible el triunfo del liberalismo (revolución). En resumidas cuentas, la Historia de Toreno institucionaliza el conĚicto de 1808-1814 en aras de la consolidación de un proyecto político a escala nacional que arranca con los sucesos del 2 de mayo en la capital de España. La empresa precursora de Toreno tiene su continuación en los treinta volúmenes de Historia General de España desde los tiempos primitivos hasta la muerte de Fernando VII (18501867) de Modesto Lafuente, cumbre de la historiografía liberal decimonónica. La obra de Lafuente, que tanta información surte a Galdós en la confección de las dos primeras series de Episodios, exalta la memoria del Dos de Mayo como el inicio de la regeneración de España. Lafuente elogia el «sacudimiento espontáneo e impremeditado» de un pueblo que reacciona valientemente ante los «engaños» y «perędia» de que es víctima por parte de Francia (1850-1867, xxiii: 335). Lejos de lamentar la derrota de los madrileños, el autor insta a consolarse con el ejemplo de quienes se arrojan «con ímpetu formidable a defender su independencia amenazada, a vengar ultrajes recibidos, a volver por su dignidad escarnecida» (1850-1867, xxiii: 352). Lafuente reviste, pues, la jornada de un componente fuertemente patriótico en el marco de una España que aspira a recuperar un puesto de honor en el concierto de los países avanzados.
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Toreno resume en su vida y persona al político liberal de la época que con el paso del tiempo adopta posiciones más conservadoras: antiguo miembro de las Cortes de Cádiz que redactan la Constitución de 1812, exiliado durante el reinado de Fernando VII, ministro de Hacienda en el gobierno moderado de Francisco Martínez de la Rosa en 1833 y presidente del Consejo de Ministros en 1835.
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Pese a la iniciativa de los historiadores mentados, es sabido que la implantación de un modelo centralista y progresista de Estado no llega a cuajar plenamente en la España del ѥіѥ. Las razones de este «fracaso relativo» (Núñez Seixas, 1999: 21) se atribuyen generalmente a la falta de liderazgo de una burguesía débil y a la enconada resistencia de los sectores reaccionarios de la población, agrupados en torno al carlismo. Recordemos además que, tras la caída de Espartero en 1843, el moderantismo establece una hegemonía que retiene prácticamente (con excepción del Bienio Progresista de 1854-1856) hasta 1868. Este cambio en la escena política tiene repercusiones en lo que respecta a la percepción del Dos de Mayo, pues no en vano los moderados van a servirse de la efemérides para impulsar «un nacionalismo retrospectivo y complaciente» que carece de «utopía o proyección en el porvenir» (Demange, 2004: 174). El acceso al poder de progresistas y demócratas a raíz de la Revolución de Septiembre procede a glorięcar de nuevo el Dos de Mayo a partir de la identięcación pueblo-nación forjada en la Constitución de 1812. No es casual al respecto que, durante el Sexenio, los que Pierre Nora demonina lieux de mémoire se multipliquen por doquier en los espacios por donde transcurrió la revuelta. Tal despliegue urbanístico pone de manięesto la necesidad que tienen las autoridades de seguir alimentando el mito para impulsar cambios en la esfera política. Según documenta Christian Demange (2004: 184-189), en 1869 conĚuyen diversas iniciativas encaminadas a alentar el protagonismo de la ciudadanía en relación con los hechos acaecidos en Madrid en 1808. El 1 de mayo el Ayuntamiento democrático inaugura la Plaza del Dos de Mayo al lado del viejo Parque de Artillería de Monteleón, del cual se recupera el arco. En la plaza convergen las calles del Dos de Mayo, de Daoiz, de Velarde y de Ruiz, no quedando lejos de allí la bautizada aquel día con el nombre de Malasaña.9 Por último, la estatua de Daoiz y Velarde esculpida por Antonio Solá en 1830 se traslada a la cercana Ronda de Fuencarral, en una ceremonia oęciada igualmente por el consistorio.
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El teniente de Infantería Jacinto Ruiz combatió en Monteleón al lado de Daoiz y Velarde. Galdós lo menciona sucintamente en El 19 de marzo y el 2 de mayo: «Tampoco eran muchos los de infantería, mandados por Ruiz» (Pérez Galdós, 2005h: 374). Manuela Malasaña es una de las heroínas populares del 2 de mayo que actualmente da nombre a todo un barrio de Madrid. Galdós no la cita en el mentado episodio, conęriendo el protagonismo de las mujeres a la maja Primorosa.
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Los esfuerzos de las instituciones al objeto de perpetuar la memoria del Dos de Mayo no debieron de dejar indiferente a Galdós, tan receptivo siempre a la política de su tiempo. Dos años antes del estallido de la Gloriosa, nuestro autor alude ya por primera vez a las celebraciones en sendas «revistas de la semana» que ven la luz casi simultáneamente en La Nación (6 de mayo de 1866) y Revista del Movimiento Intelectual de Europa (7 de mayo de 1866). El joven periodista resalta allí el carácter espontáneo, no oęcial, del homenaje que «hombres de todas clases, mujeres y niños» tributan a «las ilustres víctimas de 1808» en el Campo de la Lealtad (Pérez Galdós, 1972: 340). Le sorprende asimismo el «aire de gravedad» que toma Madrid aquel día, «no muy acorde con su proverbial socarronería» (Pérez Galdós, 1972: 340). Finalmente, se hace hincapié en la mezcla de «tristeza y alegría» de una festividad en la que, al tiempo que se derraman «lágrimas por víctimas esclarecidas», se «recuerda una gloria nacional» (Pérez Galdós, 1968: 200). En las postrimerías del Sexenio, Galdós vuelve a incidir en el tema en «El Dos de Mayo», artículo publicado en la revista La Guirnalda el 1 de mayo de 1874 y en el periódico El Gobierno al día siguiente. A diferencia del cuento y las «revistas de la semana», «El Dos de Mayo» se escribe con posterioridad a El 19 de marzo y el 2 de mayo, lo cual invierte el patrón de una pieza breve que sirve de base al episodio (Hoar, 1973: 112). Otra peculiaridad es que sus tres últimos párrafos reproducen casi al pie de la letra unos fragmentos del capítulo XXXI del episodio Zaragoza (Pérez Galdós, 2005e: 779), redactado en los meses de marzo y abril del mismo año. Hoar señala además que el artículo se imprime en El Gobierno el mismo día, 2 de mayo de 1874, en que los carlistas se ven obligados a poner ęn al sitio de Bilbao. Según el crítico (1973: 112), la coincidencia de fechas subraya la universalidad de un Galdós que enlaza en el tiempo dos hitos en la liberación de España de sus enemigos, a saber, las tropas francesas en 1808 y las huestes carlistas en 1874. La independencia de la nación que constituye el tema central de «El Dos de Mayo» da la clave, en mi opinión, para entender las razones por las que en El 19 de marzo y el 2 de mayo se contraponen dos visiones de la masa. Galdós explica en el artículo que sus compatriotas no se conducen a base de «movimientos lentos y progresivos», sino más bien a impulsos de «los golpes de mano» (Pérez Galdós, 1973: 114). Cuando éstos son «gloriosos y grandes» (Pérez Galdós, 1973: 114) se designan con el nombre de «levantamiento» (Pérez Galdós, 1973: 114; la cursiva es de Galdós); si son «pequeños y miserables» (Pérez Galdós,
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1973: 114), caen en la categoría de «pronunciamiento» (Pérez Galdós, 1973: 115; la cursiva es de Galdós). En el grupo de los primeros sobresale el Dos de Mayo, suceso inaudito en el que el heroísmo de «dos oęciales de artillería distinguidos» (Pérez Galdós, 1973: 115) consigue apuntalar «la idea de nacionalidad» (Pérez Galdós, 1973: 116). Aunque se han dado traspiés desde entonces, incluido el momento presente cuando «parece hemos llegado al último grado del envilecimiento» (Pérez Galdós, 1973: 116), Galdós está convencido de que la independencia de España «está y estará siempre asegurada» (Pérez Galdós, 1973: 117). La connotación positiva de la palabra levantamiento procede seguramente de la Historia de Toreno, siendo también idéntica en ambos autores la ęliación del susodicho término con los hechos acaecidos en Madrid el 2 de mayo de 1808. Por otro lado, en el mentado artículo de 1874 el pronunciamiento se deęne como «las conmociones del pueblo y del ejército, hijas de la conspiración» (Pérez Galdós, 1973: 115). Galdós no da ningún ejemplo de este tipo de rebelión, pero es fácil adivinar que está aludiendo a los motines, asonadas y revoluciones descafeinadas que se han sucedido sin solución de continuidad a lo largo del siglo ѥіѥ. Un pasaje de El 19 de marzo y el 2 de mayo citado anteriormente corrobora nuestra hipótesis acerca de la antipatía que dichos hechos suscitan en el novelista. Al ęnal del capítulo XIII, el anciano Gabriel se burla ante sus contertulios del café Pombo de los desórdenes que le ha tocado presenciar en vida desde el asalto al palacio de Godoy del 17 de marzo de 1808: «Es preciso confesar que sin estos divertimientos periódicos, que cuestan mucha sangre y mucho dinero, la historia moderna de la heroica España sería esencialmente fastidiosa» (Pérez Galdós, 2005h: 317). La ironía del narrador alumbra su convicción de que el camino recorrido por España desde 1814 hasta el presente consiste en una tumultuosa sucesión de trastornos sin ton ni son. Lejos de imitar el ejemplo de sus antecesores madrileños, los agitadores que los promueven actúan por interés personal y no con las miras puestas en el bien de la nación. La polaridad pueblo/populacho no basta, pues, para explicar la antítesis que estructura la narración de El 19 de marzo y el 2 de mayo, siendo preciso acudir a la terminología que el mismo Galdós emplea en su artículo «El Dos de Mayo». Se retrata allí la idiosincrasia de un país que no sabe avanzar al ritmo acompasado que le marcan sus gobernantes, sino que oscila bruscamente de un extremo al otro por las sacudidas de la masa. Lideradas por individuos de la calaña de Santurrias y Pujitos, éstas no
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hacen más que alterar la superęcie de la sociedad sin contribuir para nada al desarrollo de una conciencia nacional. Galdós moteja de pronunciamiento esta primera forma de revuelta, tipięcada en el motín de Aranjuez. Cuando, por el contrario, los integrantes del pueblo se unen instintivamente para luchar por la independencia y la libertad amenazadas por un enemigo exterior, se empiezan a imaginar como ciudadanos de una nación que comparten un ideal de futuro. Así ocurre en Madrid durante el 2 de mayo de 1808, en una jornada que merece justamente el calięcativo de glorioso levantamiento.10 Asegurada la supervivencia del país en 1814, Galdós no se engaña —al igual que el anciano Gabriel— respecto a los pronunciamientos que desde entonces han atentado contra la estabilidad y el progreso. La fe que tiene en el Dos de Mayo, sin embargo, se mantiene incólume en medio de tantas turbulencias e inmune a su evolución política, la cual lo lleva a abrazar la causa del republicanismo en 1907. El 15 de marzo de 1908, en calidad de diputado a Cortes por Madrid y miembro de la Comisión Organizadora del Centenario del Dos de Mayo, Galdós publica en el diario republicano El País el artículo «Centenario del Dos de Mayo. Al pueblo de Madrid». A pesar del tiempo transcurrido, el novelista sigue sosteniendo allí que el «fundamental principio» de la «Santa Independencia» de la España moderna tiene su primera manifestación en «el temerario alzamiento contra la invasión extranjera» protagonizado por los madrileños en 1808 (Pérez Galdós, 1982g: 57).11 Ello se debe a la «lucha formidable y el cruento suplicio» del pueblo y del ejército, unidos en una «doble y mancomunada iniciativa» (Pérez Galdós, 1982g: 58). Por último, un suplemento especial de El País fechado el 2 de mayo de 1908 recoge en la contraportada otra breve colaboración de Galdós con motivo de la efemérides, titulada «La esęnge del Centenario». En ella, el autor reclama que se preserve el espíritu del Dos de Mayo a ęn de dirigir el país hacia «las regiones de vida y sanidad perdurables» (Pérez Galdós, 1982f: 61). Se queja asimismo de la falta de fervor de la «burguesía opulenta» (Pérez Galdós, 1982f: 61) a la hora de participar
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En el presente no hay unanimidad sobre si el 2 de mayo constituye un levantamiento o un pronunciamiento. Entre los partidarios de la primera opción está Fraser (2008: 56). En cambio, Charles Esdaile (2003: 46) y Ricardo García Cárcel (2007: 99) lo consideran un motín más. 11Ȳ Nótese el uso de la palabra alzamiento, sinónimo de levantamiento.
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en las celebraciones, expresión de un «Patriotismo de segundo grado» (Pérez Galdós, 1982f: 62). Sólo en las ęlas del pueblo brota aún el «Patriotismo de primer grado» (Pérez Galdós, 1982f: 62), aunque no con el suęciente vigor para contrarrestar la desidia de los actos oęciales.12 La preocupación de Galdós en 1908 sigue siendo la misma que en 1873 o 1874, o sea, alentar un sentimiento compartido de nacionalidad que permita superar las rémoras del pasado y construir un país moderno en sintonía con Europa. Con las miras puestas en la consecución de tal objetivo, nuestro autor invoca reiteradamente la memoria del Dos de Mayo para que sus compatriotas no olviden en qué momento de la historia se forjó este «proyecto sugestivo de vida en común» (1971: 42) que, según Ortega y Gasset, es la razón de ser de toda nación.13
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«La falta de tiempo, de medios y de entusiasmo combinados con la pesadez de las instituciones políticas y sobre todo con la resistencia de las regiones […] son los elementos que hicieron que Madrid fracasara en su intento de transformar la conmemoración del Dos de Mayo en celebración del centenario de la Independencia de todo el país y en unos festejos de alcance nacional» (Demange, 2004: 217-218). 13Ȳ «El pueblo-potencia es el héroe de los orígenes, fuente de toda legitimidad, protagonista de un relato fundacional que deęne el presente […] Principio y promesa a la vez, la sola presencia de su nombre simboliza la constitución de la sociedad como un todo» (Pinilla Cañadas, 2008: 196).
REVOLUCIONARIOS Y AFRANCESADOS: LOS ENEMIGOS DE LA NACIÓN EN EL IMAGINARIO GALDOSIANO
Lю ћюѐіңћ ђћ юџњюѠ La imagen de los enemigos de la nación en la primera serie de Episodios está determinada por dos supuestos que conęguran el peręl intelectual del autor durante el Sexenio Democrático: primeramente, la asunción de la historia como guía espiritual del presente; en segundo lugar, la apelación a un nacionalismo de cuño liberal que garantice la unidad de España y estimule el progreso. La superposición de estos factores incide directamente en la signięcación que Galdós otorga a la Guerra de la Independencia como el suceso más trascendental del siglo, sobre todo cuando la coteja con el tumultuoso período de 1873-1875 en que compone la serie. Al examinar el artículo «El Dos de Mayo» en el capítulo anterior, hemos visto que, a juicio de Galdós, la existencia de la nación española se hace realidad de resultas del levantamiento de 1808. Ello supone reconocer implícitamente el derecho de los patriotas de elegir por sí mismos su destino ante la realidad de un país invadido del que Napoleón quiere disponer a su antojo. Galdós no vacila, por tanto, a la hora de respaldar la actitud de quienes se alzan contra el enemigo en una coyuntura crítica en que está en juego la supervivencia de España. Aun cuando un sinfín de sufrimientos y brutalidades rebaje el carácter épico de la serie, la Guerra de la Independencia tal como la concibe nuestro novelista
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hace honor al nombre que en su día le asignó la historiografía liberal decimonónica.1 Después de que la sublevación madrileña se propague por el resto del territorio, Bailén se erige en un hito no menos decisivo en el aęanzamiento de la idea de nación. La fecha del 19 de julio de 1808 no sólo registra la derrota más importante cosechada hasta entonces por el ejército napoleónico, sino que da alas a la resistencia al exponer la vulnerabilidad de un enemigo presuntamente invencible. Según el testimonio de Araceli, el desenlace de la batalla supone «el primer traspiés del Imperio», con una repercusión en Europa más grande que «[n]inguna victoria francesa» (Pérez Galdós, 2005g: 509). Precisamente por lo inesperada de la misma, la victoria de los patriotas adquiere por medio de la propaganda un aura mítica y legendaria que contribuye sobremanera, al igual que el Bruch o los sitios de Zaragoza y Gerona, a forjar la imagen de una España hermanada en lucha contra el invasor.2 Si a ello se le suma que el ejército de Francisco José Castaños lo integran combatientes de todas las regiones, incluidas las colonias americanas (caso de José de San Martín, futuro héroe de la independencia de Argentina), el ideal unitario sale todavía más fortalecido. La capitulación de Pierre Dupont en Bailén obliga a José I a evacuar Madrid el 1 de agosto, apenas seis días después de haberse instalado allí con su corte. Deseoso de resarcirse de la humillación sufrida por sus tropas, Napoleón decide encargarse entonces personalmente de la guerra en España. El éxito de su campaña no puede ser más rotundo, ya que en menos de un mes aniquila o pone en retirada a los ejércitos de la Izquierda, la Derecha y el Centro. El 30 de noviembre la caballería ligera polaca destruye la defensa del paso de Somosierra, franqueando así el acceso a la capital. Napoleón llega a Chamartín el
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En palabras de Françoise Étienvre, Galdós asume que «la guerra en sí es un mal absoluto que es necesario evitar», mientras que la contienda contra Francia de 18081814 está «provocada desde fuera» y por ello «corresponde a una justa causa» (2008: xxxiii). 2Ȳ «Inęnidad de poemas, cancioncillas, letrillas patrióticas, novelas y obras de teatro acogieron en sus páginas a Bailén, a la batalla propiamente dicha, al general Castaños, a Reding, a los soldados franceses y españoles, a los garrochistas y piqueros de Bailén, a los bailenenses, a la heroína local María Bellido, así como a tantos personajes que participaron en el evento» (Moreno Alonso, 2008: 449). El libro de Manuel Moreno Alonso gira en torno al «surgimiento de una nueva nación» que «se hizo realidad el martes de Bailén» (2008: 19).
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2 de diciembre, y dos días después las autoridades locales optan por la rendición ante la imposibilidad de hacer frente a la ofensiva. José I es repuesto en el trono y la Junta Central tiene que abandonar su cuartel general en Aranjuez en dirección a Andalucía. En contraste con el optimismo generado después de Bailén, la situación de la España patriótica a ęnales de 1808 es deplorable. Gabriel Araceli reęere todos estos hechos sin escamotear la gravedad de los mismos: rumores sobre la llegada de Napoleón (Pérez Galdós, 2005f: 521, 525, 552, 558 y 571); sucesivas derrotas del ejército español (Pérez Galdós, 2005f: 553, 558 y 579); defensa de Madrid (Pérez Galdós, 2005f: 562, 565, 571-573, 580-581, 588 y 598-599); batalla de Somosierra (Pérez Galdós, 2005f: 580); huida de la Junta Central (Pérez Galdós, 2005f: 581); victoria de Napoleón y rendición de Madrid (Pérez Galdós, 2005f: 593, 596, 598, 602, 603, 611 y 612). No se eluden tampoco los desaciertos que conducen a la debacle, tales como las rencillas entre los generales y su desidia a la hora de hacer frente a los franceses después de Bailén (Pérez Galdós, 2005f: 520); o la negligencia de la Junta Central y del Consejo de Castillo, dejando Madrid desprotegido y al cuidado únicamente «de la voluntad, de la invención y del buen sentido del pueblo» (Pérez Galdós, 2005f: 583). Frente a la magnitud de la contraofensiva gala, el comportamiento de Santiago Fernández, alias del Gran Capitán, aporta una nota de optimismo que induce a creer que la nación imaginada sigue siendo un proyecto viable en medio del desbarajuste. Si bien el fervor de que hace gala suele provocar más burlas que entusiasmo entre sus interlocutores,3 no es menos cierto que su persona se va engrandeciendo al compás de los sucesos bélicos. Cuando Madrid se apresta a someterse a Napoleón, el Gran Capitán exhorta a Gabriel a sacrięcarse por la patria: «Madrid no es Madrid si se rinde» (Pérez Galdós, 2005f: 606). El silencio del protagonista declara su aquiescencia: «No le contesté nada, porque tanta grandeza me tenía anonadado» (Pérez Galdós, 2005f: 607). Que no hay ironía en la respuesta se conęrma en el desenlace del episodio, donde el centro de gravedad se desplaza signięcativamente de la captura de Gabriel al heroísmo de Santiago Fernández. Conquistada la capital, éste se parapeta en un gallinero y desde allí continúa disparando contra las tropas enemigas sin que 3Ȳ
El personaje peca de chovinismo cuando niega sin ningún fundamento las derrotas del ejército español a manos de Napoleón (Pérez Galdós, 2005f: 553 y 558).
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éstas logren convencerlo de que ponga ęn a la resistencia. Los franceses no tienen más remedio al ęnal que enfrentarse cara a cara con un hombre solo que preęere morir carbonizado a entregar su puesto: «Se rendirá Madrid, se rendirán Los Pozos; pero el Gran Capitán no se rinde» (Pérez Galdós, 2005f: 655). Comparando a su compañero fallecido con Napoleón, don Roque señala que toda la «grandeza y poder» del emperador no llegan «ni con mucho a la inmensa altura del Gran Capitán» (Pérez Galdós, 2005f: 656). El quijotismo aparentemente ridículo de Santiago Fernández —natural de La Mancha, no lo olvidemos— se metamorfosea por obra y gracia de un acendrado patriotismo en un sentimiento que dignięca la causa de la nación en armas. Sus acciones duplican, de hecho, el levantamiento del pueblo contra Murat acontecido siete meses antes en el mismo escenario de la capital. La diferencia consiste en que el pueblo no participa activamente como en la jornada del 2 de mayo, sino que en esta ocasión hay «un solo caballero» que «acomete» (Cervantes, 2004, I: 75) a las huestes de Napoleón. Se realza de este modo la demostración conjunta de valentía y temeridad a cargo de un individuo cuyas hazañas entroncan e incluso superan las del héroe cervantino. Ante el pesimismo que cunde en la población a ęnales de 1808, el Gran Capitán es el único que atisba a comprender que la lucha emprendida contra Francia excluye la posibilidad de una capitulación a todas luces deshonrosa. Su locura se tiñe así de lucidez, ya que sólo a él se le concede el privilegio de mostrar con la muerte el camino a seguir. Una vez unidos los españoles (los verdaderos, no los enemigos de la nación) en defensa de su territorio, ni el ejército francés ni el contingente de afrancesados y revolucionarios que lo apoya tienen nada que hacer. La ejemplaridad de Santiago Fernández, digno continuador de las hazañas del Santo Patrón de los españoles con quien comparte el nombre de pila, corrobora de esta manera el juicio de Gabriel: «España, armándose toda y rechazando la invasión con la espada y la tea, con la navaja, con las uñas y con los dientes, iba a probar […] que los ejércitos sucumben, pero que las naciones son invencibles» (Pérez Galdós, 2005g: 509). Ni que decir tiene que la doble legitimación de los patriotas en Madrid (pueblo/Gran Capitán) desautoriza completamente el proyecto de los afrancesados. Por mucho que simpatizara con las reformas que proponen, la actuación de los seguidores de José I carece para Galdós de justięcación moral. Ello es así porque aceptan de
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buen grado la injerencia de una potencia extranjera en los asuntos internos de España, llegando incluso a colaborar activamente con ella. Gabriel los moteja de «españoles vendidos al extranjero» (Pérez Galdós, 2005g: 509) después de que juren la Constitución de Bayona el 7 de junio de 1808. Su presencia en los episodios Bailén y Napoleón en Chamartín dramatiza, pues, la crisis de identidad que vive España tras la abdicación de los Borbones. En el período de seis meses que va desde la batalla de Bailén hasta la toma de Madrid por Napoleón, las posturas se radicalizan tanto que provocan la ruptura deęnitiva entre los contendientes. Los sucesos que Galdós relata alumbran, pues, hasta qué punto los vaivenes de la guerra inĚuyen en el debate sobre la nación española que se dirime por entonces. El éxito de Castaños en Bailén alienta en un primer momento la esperanza de restaurar en el trono a Fernando VII. No obstante, la pronta reacción del emperador restablece la conęanza de los suyos, despertando igualmente el entusiasmo de los afrancesados hacia la ęgura de José I. Después de sufrir una derrota tras otra en el campo de batalla, los patriotas han de entregar la capital a Napoleón y su gobierno refugiarse en Andalucía. Pese al descalabro, la determinación con que el Gran Capitán se enfrenta cara a cara con el enemigo augura que la nación en armas no va a cejar en su empeño hasta expulsar del país a los invasores. Eљ ѝђѠќ ёђ Ѣћю іњюєђћ ѡіѝіѓіѐюёю En Bailén y Napoleón en Chamartín, los avatares de la guerra entroncan con la azarosa trayectoria de los personajes estableciendo una relación de mutua dependencia en el binomio Historia/historia. La imbricación de trasfondo político y conducta privada comprende no sólo al narrador y protagonista, sino que abarca también a aquellos que en mayor o menor medida simpatizan con Francia. Pertenecen a este grupo los antagonistas de Gabriel, muchos de ellos partidarios de las reformas en materia de legislación auspiciadas por la Revolución Francesa. La imagen que se ofrece de ellos en Bailén y Napoleón en Chamartín remarca su condición de villanos cuya función consiste en estorbar, retardar o impedir la unión de Inés y Gabriel.4 Sus inte4Ȳ
Seguimos la terminología de Vladimir Propp en su análisis del cuento folclórico. El villano tiene una presencia destacada en la morfología del cuento, puesto que aparece en nueve de las treinta y una funciones de los personajes enumeradas por Propp
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grantes son Luis Santorcaz, Diego de Rumblar y el duque de Arión. En segundo lugar ęguran quienes están adscritos —o por lo menos se sospecha que lo están— al partido afrancesado. Se trata de Juan de Mañara, Felipe de Pacheco y López de Barrientos, el padre Castillo y —nuevamente— Santorcaz. Dada la polisemia del término afrancesado, nos ceñimos aquí a la acepción que, recogida en la edición de 1852 del Diccionario de la Real Academia de la Historia (García Cárcel, 2007: 177), designa a aquellos españoles que se unen voluntariamente a José I para «apoyarlo en sus proyectos reformistas y seguirle en su política» (Artola, 1953: 33-34). El número de estos colaboracionistas es reducido, cifrándose en un total de 4.172 según el censo elaborado por Juan López Tabar (2001: 47). Este colectivo no debe confundirse con un contingente más elevado, compuesto mayoritariamente de funcionarios y pequeños propietarios que prestan juramento a José I por miedo o necesidad más que por convicción. Para Miguel Artola, estos últimos «[n]o representan nada, son totalmente amorfos», de ahí que el nombre que mejor les cuadre sea el de juramentados (1953: 33).5 Los estudiosos coinciden en situar a los afrancesados en una especie de centro político a medio camino de los defensores a ultranza del absolutismo y los continuadores de la revolución. De los primeros los separa la necesidad perentoria de emprender reformas para sacar al país de su atolladero, especialmente después de la caída de Godoy y las vergonzosas abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII en Bayona; de los segundos, el rechazo de la soberanía nacional por el temor que les infunden las tropelías que la masa pueda perpetrar. Hans Juretschke (1962: 250), Artola (1953: 38) y José Manuel Cuenca Toribio (2006: 280) han señalado sus vínculos con el Despotismo Ilustrado teñido de francoęlia de la época de Carlos III, en tanto que López Tabar (2007: 327) alude al respeto que les inspira la Constitución de Bayona. Sea lo que fuere, hay unanimidad a la hora de ver en ellos a unos defensores (1990: 25-65). No hay que olvidar que la primera serie de Episodios se estructura según el patrón de la novela bizantina, consistente en la yuxtaposición de dięcultades que ponen a prueba la constancia de la pareja de protagonistas. 5Ȳ Hans Juretschke menciona un tercer grupo de afrancesados, el de los liberales de las Cortes de Cádiz, acusados por sus contrarios de entroncar con la Revolución Francesa al promulgar leyes como la supresión de los señoríos. En los debates de las Cortes de 1811, los tradicionalistas hacen hincapié en el «parentesco ideológico» (Juretschke, 1962: 110) que une a joseęnos y liberales a ęn de desprestigiar a éstos.
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del orden que, sin renunciar a la integridad territorial de España, se resignan al cambio de dinastía porque desean evitar a toda costa el derramamiento de sangre. Pese a constituir un grupo minoritario dentro del organigrama de la Guerra de la Independencia, los afrancesados tienen un papel fundamental en tanto que «elemento discordante» (Sánchez García, 2008: 207) que combate política y militarmente a los patriotas. En vista de su importancia en la contienda, puede sorprender que Galdós no les haya dedicado «una atención más detenida» (Sánchez García, 2008: 207) en la primera serie de Episodios. La cuestión, sin embargo, no estriba tanto en la ausencia de estos personajes cuanto en la precariedad de las técnicas con que se los caracteriza. Efectivamente, y pese a su adhesión al canon realista en «Observaciones sobre la novela contemporánea en España» (1870), el Galdós de la década de 1870 no siempre acierta a adentrarse en la conciencia de sus criaturas de ęcción para hacernos partícipes de su complejidad. Ello es evidente sobre todo en la representación del grupo de revolucionarios y afrancesados en Bailén y Napoleón en Chamartín, cuyo retrato acartonado reĚeja en muchos casos la parcialidad con que el autor los contempla. Con unas pocas excepciones que señalaremos en su momento, Galdós personięca en ellos algunos de los vicios más nefandos de la condición humana que contrastan con el concepto de honor adquirido por Gabriel en La corte de Carlos IV: la mezquindad, el egoísmo, la venganza, la soberbia, la cobardía, la lujuria y el amaneramiento. Un esbozo de las acciones de estos individuos, así como de la signięcación que tienen dentro de la trama, ha de servir para demostrar nuestra hipótesis. Dіђєќ ёђ RѢњяљюџ La llegada de Santorcaz, Araceli y Andrés Marijuán a Bailén en junio de 1808 coincide con los preparativos para la formación de un ejército en Andalucía que va a hacer frente a las tropas de Dupont. El heredero de la familia Rumblar, don Diego, ingresa en el mismo a petición de su madre, para quien la defensa de la integridad territorial de España compete sobre todo a la aristocracia: «Los hijos de todas las familias nobles de Andalucía se han alistado ya en el ejército de Castaños; tú irás también» (Pérez Galdós, 2005g: 425). Pese a los deseos de su progenitora, el hijo tiene una actuación muy poco lucida en la batalla de Bailén y termina sirviendo de entretenimiento a los franceses que lo capturan.
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Lo inapropiado de su conducta revela un temperamento infantil que Santorcaz atribuye a una pésima formación: «La educación que usted ha recibido no puede ser más deplorable en un joven mayorazgo, que por lo mismo que ha de sobresalir entre los demás en la sociedad, debe cultivar su entendimiento» (Pérez Galdós, 2005g: 459). Las familias de don Diego y de Inés han acordado previamente unir sus respectivas fortunas mediante un matrimonio de conveniencia entre los dos jóvenes. Cuando en Napoleón en Chamartín la acción se traslada a Madrid, don Diego ha formalizado ya su noviazgo con Inés. No obstante la voluntad de su madre, acuciada por la necesidad de acrecentar el mayorazgo, don Diego lleva una vida de disipación en la capital que a la postre conduce a la anulación del compromiso contraído. Rumblar requiere de amores a la maja Ignacia Rejoncillos, alias la Zaina, obsequiándola con todo tipo de regalos a ęn de obtener sus favores. El declive del joven va en aumento a medida que Santorcaz lo convence para abdicar de su tradicionalismo y abrazar las ideas de la Revolución Francesa. El fervor de don Diego carece de autenticidad, ya que ignora por completo el sentido de sus proclamas en pro de la igualdad de clases (Pérez Galdós, 2005g: 467), del enciclopedismo (Pérez Galdós, 2005g: 468) y de la subversión del orden (Pérez Galdós, 2005g: 474). La manipulación a que lo somete Santorcaz es tan efectiva que acaba destruyendo lo poco que había de respetable en su persona. La estampa que se ofrece de él en Napoleón en Chamartín no puede ser más lastimosa, habiendo degenerado en pocos meses en un aristócrata sin conciencia de clase, manirroto, masón y clerófobo. Rumblar reaparece en el Cádiz asediado por los franceses en 1810, aún más jacobino, disoluto y ridículo que en Madrid: «Bailó, cantó, pronunció discursos políticos sobre una mesa, imitó el pavo y el cerdo, y, por último […] dio con su noble cuerpo en tierra, cayendo inerte, como un pellejo de vino» (Pérez Galdós, 2005c: 1007). La decadencia del condesado Rumblar, no exenta de tintes cómicos, simboliza la de una aristocracia obsoleta e incapaz de cumplir con las obligaciones inherentes a su estado. Da fe de ello la espada de los antepasados de la familia, cuya inutilidad para el combate lamenta don Diego: «Muy bonita, eso sí, toda llena de dibujos de plata y de oro; pero, señora madre, si no cortaba…, si estaba llena de orín» (Pérez Galdós, 2005g: 469). Galdós enuncia aquí un motivo recurrente de la serie que se engarza en la coyuntura bélica de la época: la desintegración del Antiguo Régimen y el alumbramiento de un mundo nuevo. Frente al temple y
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dignidad de doña María, defensora a ultranza de «la Religión, la Patria, el Estado y el Rey» (Pérez Galdós, 2005g: 427), la ineptitud del hijo anuncia la descomposición de la clase a que pertenece. Caricatura risible de la nobleza de vieja alcurnia, el conde invierte los términos de la jerarquía social al prendarse de una moza del pueblo,6 en tanto que el pobretón Araceli aspira a la mano de la hija de una duquesa. Las relaciones de don Diego y la Zaina por un lado, y de Gabriel e Inés por otro, se revierten para formar un quiasmo cuyo sentido paródico no escapa al lector. JѢюћ ёђ Mюҟюџю En La corte de Carlos IV, Juan de Mañara es un seductor de gustos aplebeyados de quien andan enamoradas la cómica Pepita González y la aristócrata Lesbia. Políticamente se conęesa seguidor del partido fernandista y, como tal, deseoso de «la caída del favorito y el destronamiento de los Reyes Padres» (Pérez Galdós, 2005i: 167). Cuando vuelve a hacer acto de presencia en Napoleón en Chamartín, la Junta Central lo acaba de nombrar regidor de Madrid para que se ocupe de la defensa de la ciudad ante la llegada inminente de las tropas de Napoleón. El interés por imitar al pueblo en materia de vestuario y diversiones, así como su éxito con las mujeres, continúan siendo los rasgos más destacados de su persona. Detrás de Mañara se oculta la ęgura histórica del marqués de Perales, cuya existencia conoce Galdós gracias a «la historia mejor y más conocida que sobre aquellos tiempos se ha escrito» (Pérez Galdós, 2005f: 586). La referencia a Historia del levantamiento, guerra y revolución en España no es gratuita, puesto que el novelista se basa casi al pie de la letra en el relato de Toreno para la caracterización de su personaje. Perales se pirra al igual que Mañara por los «usos y traeres» de «la plebe madrileña», incluyendo por supuesto «el traje de majo» (Conde de Toreno, 2008: 301) que viste con frecuencia. Por si ello no bastara, tiene «por costumbre escoger sus amigas entre las mujeres más hermosas y desenfadadas del vulgo» (Conde de Toreno, 2008: 301), tal como Mañara hace con la Zaina y otras de su clase.
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El padre Salmón expresa su disgusto hacia lo desigual de la relación en los siguientes términos: «Cada oveja con su pareja […] ¡Pues no faltaba más…, un Afán de Ribera metido en tales tapujos» (Pérez Galdós, 2005f: 577).
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Las coincidencias entre uno y otro no se limitan a sus inclinaciones populacheras, sino que se extienden a las circunstancias de la muerte violenta de cada uno a manos del pueblo que tanto los adora. Cuenta Toreno que, «con razón o sin ella» (2008: 301), se culpa al marqués de Perales de procurar la rendición de Madrid al haber rellenado con arena los cartuchos entregados a la población para enfrentarse a los franceses. La supuesta traición, difundida por la hija de un carnicero a la que Perales abandonó, cala hondo en la multitud hasta el punto de que ésta decide vengarse de la afrenta sufrida: «Sus vecinos se agolparon a la casa, la allanaron, cosieron al dueño a puñaladas, y puesto sobre una estera le arrastraron por las calles. Tal fue el desastrado ęn del marqués de Perales, víctima inocente de la ceguedad y el furor popular» (2008: 302). Galdós se inspira en Toreno a la hora de narrar la caída en desgracia de Mañara, acusado también de haberse «vendido a los franceses» (Pérez Galdós, 2005f: 576) con el engaño de los cartuchos. Entre quienes divulgan la noticia está la Zaina, amante despechada a quien los celos mueven más que el patriotismo. El castigo de la masa tampoco se hace esperar: el regidor es brutalmente asesinado y su cadáver arrastrado por las calles con «una cuerda al cuello» (Pérez Galdós, 2005f: 586). Mientras que Toreno no aclara si el marqués de Perales llega a colaborar o no con Murat, en el caso de Mañara los indicios apuntan a que la imputación de afrancesado carece de fundamento. Araceli menciona la delación de la Zaina, aunque en su opinión el asesinato debe achacarse sobre todo al desprestigio que ha sufrido Mañara por sus relaciones de amistad con el bajo pueblo: «Había adulado a la plebe imitándola. Con este animal no se juega» (Pérez Galdós, 2005f: 587). Al igual que lo sucedido con la caída de Godoy en El 19 de marzo y el 2 de mayo, el vulgo se toma la justicia por su mano para satisfacer arbitrariamente sus instintos de destrucción hacia los otrora poderosos. Fђљіѝђ ёђ Pюѐѕђѐќ Ѧ Lңѝђѧ ёђ BюџџіђћѡќѠ Felipe de Pacheco y López de Barrientos es un marqués en cuya casa se alojan su sobrina Amaranta e Inés. Ya desde su primera aparición en La corte de Carlos IV, el narrador lo moteja de cortesano muy pagado de sí mismo, que asegura conocer los entresijos de la política española y europea a través de su amistad con los dignatarios más notables de la época. En Napoleón en Chamartín ha ingresado en las ęlas
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del partido joseęno, llegando a ocupar un cargo destacado en la corte una vez que Napoleón ha reconquistado Madrid. A instancias de José I, Pacheco y López de Barrientos se instala en el palacio real de El Pardo en compañía de Inés —a la que acaba de reconocer como hija para no comprometer la reputación de Amaranta—. Desde allí lleva a cabo una actividad tan frenética como disparatada al objeto de impulsar el programa de reformas del nuevo monarca. Aun tratándose de una ęgura muy secundaria, las intervenciones de don Felipe proporcionan un remanso cómico que contrasta con el dramatismo de la persecución a que Santorcaz somete a Gabriel. Los delirios de grandeza del personaje respecto a sus dotes políticas contribuyen sobremanera a crear este efecto, así como la jactancia con que reęere su pasado de seductor: «En París habrás oído hablar mucho de mí. Bastantes ruinas hay allí todavía de mi ímpetu destructor en materias amorosas» (Pérez Galdós, 2005f: 640). El testimonio del padre Castillo revela hasta qué punto el marqués está necesitado de elogios que satisfagan su vanidad: «El señor don Felipe bebe los vientos porque cualquier gobierno se acuerde de él» (Pérez Galdós, 2005f: 623). El entusiasmo y la celeridad con que se pasa al bando joseęno sugieren la poca consistencia de sus principios y, por extensión, de los afrancesados en general. Eљ ёѢўѢђ ёђ Aџіңћ El duque de Arión es un primo de Amaranta que ha pasado los últimos catorce años de su vida en Francia y que forma parte del séquito de Napoleón estacionado en el cuartel de Chamartín. Amaranta lo calięca de «francés puro» más que de «afrancesado»( Pérez Galdós, 2005f: 624) propiamente dicho, lo cual es cierto si se tienen en cuenta tanto la educación parisina que ha recibido cuanto sus ęlias napoleónicas. Aunque su papel en la serie tiene poca relevancia, el duque supone un obstáculo más en la relación de Inés con Gabriel al convertirse en el pretendiente oęcial de la joven una vez desestimada la candidatura de don Diego. Pese a la dignidad con que ejerce su cargo, Araceli lo describe como un «currutaco» (Pérez Galdós, 2005f: 631) de atildada ęgura que atenta contra la corrección de la lengua española por el uso constante de galicismos. El retrato del duque procede en línea directa del costumbrismo de tipos de Mesonero Romanos y de Fernán Caballero, en el que suele ridiculizarse a los franceses por su manera de
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vestir y expresarse. Galdós se limita a reiterar los clichés despectivos sin añadir ningún atributo más al personaje. Eљ ѝюёџђ CюѠѡіљљќ Durante el escrutinio de libros que tiene lugar en Napoleón en Chamartín, el erudito padre Castillo encomia el valor del pueblo español en su pugna contra el invasor. Su patriotismo está, sin embargo, tamizado de moderación en cuanto que alerta del peligro de división que acecha a los españoles. Al separar los libros en dos montones, los que están a favor del absolutismo y los que propugnan la Constitución, el mercedario anuncia las guerras civiles que van a asolar el país después de 1814: «Esta lucha […] o yo me engaño mucho, o ahora es un juego de chicos comparada con lo que ha de venir» (Pérez Galdós, 2005f: 543). Su decisión de permanecer en el convento en vez de unirse a la resistencia ha de interpretarse asimismo como un rechazo del fervor bélico de los curas guerrilleros, entre quienes se encuentra su colega el padre Rubio: «Fundose nuestra orden para redimir cautivos, no para predicar guerra ni armar soldados» (Pérez Galdós, 2005f: 613). Cuando Napoleón promulga los decretos de Chamartín inmediatamente después de la conquista de Madrid,7 la reacción del padre Castillo sorprende a sus correligionarios. Lejos de censurar el documento, ve con buenos ojos los artículos que hacen referencia a la supresión de los derechos feudales y la eliminación de las aduanas entre provincias. Citando la autoridad de «nuestro gran Jovellanos» (Pérez Galdós, 2005f: 620), Castillo se felicita por el estímulo que estas medidas van a suponer para el Ěorecimiento de la industria en caso de que lleguen a aplicarse. Su aęnidad con la Ilustración da pie a pensar que el padre se ha adherido al partido afrancesado, dado el parentesco ideológico de éste con el Despotismo Ilustrado al que nos hemos referido antes. Así lo entiende el prior de los mercedarios, Ximénez de Azofra, asegurando que él no va a prestar juramento a José I como otros que «ahora son patriotas tibios con vislumbres, amagos y pintas de afrancesados» 7Ȳ
«At the stroke of a pen, he abolished all feudal rights, including señorial jurisdictions, did away with the Inquisition, reduced the number of religious communities by two-thirds —their properties to fund an increase of secular priests’ salaries to 2,400 reales— and abrogated all internal costums barriers. At the same time, he dissolved the Consejo de Castilla» (Fraser, 2008: 215).
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(Pérez Galdós, 2005f: 617). Aunque las palabras del prior comprenden todos los sectores de la sociedad, la alusión al padre Castillo es probable si se piensa en la existencia de un clero afrancesado de extracción urbana y «de cierta talla intelectual» (López Tabar, 2001: 45) al que cabría adscribir a nuestro personaje. LѢіѠ Sюћѡќџѐюѧ Al comienzo de Bailén, Gabriel se está recuperando en casa de Santiago Fernández de las heridas sufridas en los fusilamientos de la Moncloa del 3 de mayo de 1808. Allí se hospeda también Luis Santorcaz, un español naturalizado francés que a ęnales de mayo decide partir hacia Andalucía con el propósito de arreglar «un asunto de intereses» (Pérez Galdós, 2005g: 399) que tiene pendiente. En el viaje lo acompaña un Gabriel ya plenamente restablecido a quien le acucia el deseo de reencontrarse con Inés en Córdoba, donde se ha refugiado la familia. Por el camino se les une Andrés Marijuán, mozo de mulas de la condesa de Rumblar de regreso a la casa en la que sirve en Bailén.8 Poco puede sospechar entonces Gabriel que el recorrido que acaba de emprender es el principio de una enemistad con Santorcaz que va a determinar el éxito o el fracaso de su vida. Mediante una estructura itinerante de raigambre cervantina, Galdós narra en los capítulos VI-VIII de Bailén las peripecias de los tres viajeros por el Camino Real que une Madrid con Andalucía a través de La Mancha. Se trata de la ruta seguida por el ejército de Dupont aproximadamente por las mismas fechas, si bien unos y otros no llegan nunca a cruzarse. La vastedad y aridez del paisaje,9 tan proclives a la ensoñación como el propio Gabriel recuerda a propósito de don Quijote (Pérez Galdós, 2005g: 414), desatan la imaginación de Santorcaz en forma de una «pintoresca relación» (Pérez Galdós, 2005g: 415) que recrea su participación en la batalla de Austerliĵ de diciembre de 1805. La evocación de la hazaña se mezcla en su mente con el ridículo combate de don Quijote con las ovejas y los carneros que toma por 8Ȳ
Marijuán es más adelante el narrador y protagonista del episodio Gerona (1874). «En todo aquel inmenso territorio, despoblado en su mayor parte y desprovisto de árboles, el Camino Real que comunicaba la capital del Reino con Andalucía parecía no tener ęn dada su monotonía. Inmensas planicies, particularmente inhóspitas, se extendían hasta Sierra Morena» (Moreno Alonso, 2008: 120). 9Ȳ
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ejércitos (Cervantes, 2004 I: 8), dando lugar a un híbrido de autobiografía y ęcción que deja atónitos a sus interlocutores. La fabulación de Santorcaz es síntoma inequívoco de su enajenación, la cual procede no tanto de un exceso de lecturas cuanto de un desengaño amoroso acaecido años antes. Como Gabriel descubre en plena batalla de Bailén (Pérez Galdós, 2005g: 486-490), Inés es el fruto ilegítimo de una relación de don Luis con Amaranta que termina infaustamente en la separación de los amantes y la huida forzosa de aquél. Exiliado a la Francia del Terror en 1793, Santorcaz se familiariza rápidamente con el espíritu de la Ilustración y se vuelve un exaltado defensor del credo revolucionario. Es partidario de acabar con los privilegios de la nobleza a ęn de que «cada cual sea hijo de sus obras» (Pérez Galdós, 2005g: 459). Apoya igualmente que se limite la autoridad del monarca mediante el establecimiento de la soberanía nacional (Pérez Galdós, 2005g: 461). La aęnidad ideológica que tiene con Martín Muriel es clara (Montesinos, 1968, I: 86; Gogorza Fletcher, 1974: 17; Estébanez Calderón, 1982: 21; Sánchez García, 2008: 227), a lo que cabe añadir la inadaptación de ambos a la patria nativa, sus amores frustrados con una aristócrata y el deseo siempre postergado de que triunfe la revolución. No obstante las semejanzas, el modus operandi varía de acuerdo con la situación personal de cada uno. Mientras que Muriel lidera un motín contra Godoy en Toledo, Santorcaz no vacila en alistarse en la Grande Armée que está asombrando al mundo con sus victorias. Admirador del genio militar de Napoleón, a quien considera invencible, nuestro personaje está convencido de que el ejército francés va a acabar en poco tiempo con la resistencia en España, «como han sucumbido Austria y Prusia» (Pérez Galdós, 2005g: 398). Su insólita participación al lado de los patriotas en la batalla de Bailén, donde hace gala de una gran valentía, no convence a Gabriel de la bondad de sus intenciones. Ya desde el principio, Santorcaz despierta la antipatía de un narrador que recela de los propósitos que lo guían. La conęrmación de las sospechas tiene lugar en Napoleón en Chamartín, cuando su conversión a la causa de los afrancesados no ofrece dudas. Una vez aupado al cargo de «jefe de la policía menuda» (Pérez Galdós, 2005f: 635), don Luis deja de lado su ęngimiento y declara que «no hay mejor rey que José» y que «los españoles son unos animales» (Pérez Galdós, 2005f: 635). Más adelante hace prender a Gabriel por conspiración, instándole a pasarse al bando contrario a cambio de un puesto de relevancia en la policía. Al negarse a aceptar su propuesta,
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Gabriel pasa a engrosar las ęlas de los prisioneros de guerra con rumbo a Francia. Santorcaz vuelve a cruzarse en el camino de Araceli en Juan Martín el Empecinado, donde lo vemos armando una contraguerrilla que captura a nuestro protagonista. Don Luis sigue empeñado en robar a su hija y marcharse con ella a Francia, empresa que culmina parcialmente cuando al ęnal del episodio se la arrebata a Amaranta ante la desesperación de un Gabriel que llega tarde para impedírselo. En La batalla de los Arapiles, sin embargo, asistimos a un declive físico y moral del personaje que corre parejas con el ocaso del ejército imperial en España, en lo que supone un ejemplo más de correlación entre historia chica e historia grande. La enconada lucha que Santorcaz mantiene con Araceli por la posesión de Inés es parte de una disputa mayor en que está en juego el porvenir de toda una nación. Tal como corresponde a su estatus de antagonista principal, el desenlace amoroso y el bélico convergen en su persona hasta la resolución de ambos en los últimos capítulos de la serie. Pese a desempeñar la función de villano por excelencia, el desarrollo de Santorcaz a lo largo de los cuatro episodios en que interviene contribuye a su marcada individualización dentro del grupo de los que comparten un mismo ideario. Don Luis rebasa, pues, la condición de tipo para convertirse en un personaje redondo cuya biografía desastrada despierta al ęnal más compasión que odio.10 El desarraigo de la patria nativa, la sed de venganza y la colaboración con el régimen joseęno se explican así no tanto en virtud de las convicciones políticas que profesa, cuanto por su incapacidad de superar el trauma de una relación frustrada con Amaranta: «Por haberla amado, soy el más infeliz de los hombres, por haberla amado, soy este oscuro y despreciado satélite de los franceses» (Pérez Galdós, 2005a: 1297). La humanización in articulo mortis del «Monstruo Revolucionario» (Triviños, 1987: 247) ha de atribuirse en gran parte al amor ęlial de una Inés que disculpa sus yerros, se apiada de él y promete no dejarle solo: «Donde tú estés, allí estaré yo […] No me separaré de ti; no te abandonaré jamás» (Pérez Galdós, 2005a: 1302). Para cerrar el círculo, la hija intercede para 10Ȳ
Según E. M. Forster, un personaje redondo es aquel que sorprende al lector de manera verosímil: «The test of a round character is whether it is capable of surprising in a convincing way. If it never surprises, it is Ěat. If it does not convince, it is Ěat pretending to be round» (1985: 81).
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procurar la reconciliación de sus padres antes de que Santorcaz exhale su último suspiro. Queda incluso abierta la posibilidad del perdón divino ante la duda de si la «carga de culpas» pesa más o menos que la «carga de desgracias» (Pérez Galdós, 2005a: 1353). En última instancia, la evolución de Santorcaz está cargada de ambivalencia en lo que atañe a la rivalidad con Gabriel. La solidez de los valores de uno y otro inclina la balanza claramente a favor del segundo, tal como Inés le espeta a su progenitor: «Tú no luchaste como él contra la adversidad, ni conquistaste escalón por escalón un puesto honroso en el mundo» (Pérez Galdós, 2005a: 1352).11 La historia de don Luis es, de hecho, el reverso de la de Gabriel, de ahí que la trayectoria de cada uno discurra por cauces opuestos que conducen respectivamente al infortunio y al éxito. Por otro lado, debe constatarse que el desarrollo de Santorcaz no tiene parangón con el de Gabriel. Éste ejemplięca el ascenso de la clase media; no obstante, su tipięcación como héroe de folletín (Hinterhäuser, 1963: 294) lo despoja de complejidad al tiempo que lo aleja del «contexto socio-económico, y por ende, histórico» (Dendle, 1988a: 56-57) de la época. Resulta de todo ello una contradicción irresoluble entre los planos ético y estético, en virtud de la cual el antagonista carece de la rectitud moral del protagonista pero resulta mucho más convincente desde la óptica del Realismo moderno. Dada la notoria parcialidad con que se retrata a revolucionarios y afrancesados, es lícito preguntarse si el mentado «ęnísimo sentido histórico» (Montesinos, 1968, I: 110) de Galdós queda en esta ocasión en entredicho. ¿Atisba nuestro novelista a descifrar por qué un sector de la población quería transformar la sociedad estamental del Antiguo Régimen acogiéndose a la legislación bonapartista?; en otras palabras, ¿se da cuenta de que la ecuación afrancesado=antipatriota que plantea la historiografía del siglo ѥіѥ —sea la fernandina, la liberal o la restauracionista— falsea la realidad de los hechos? La respuesta a estos interrogantes ha de ser forzosamente negativa en vista del análisis de los personajes de Bailén y Napoleón en Chamartín que hemos hecho. El autor canario, al igual que la inmensa mayoría de sus conciudadanos, se muestra incapaz de superar el estereotipo que 11Ȳ
Compartimos plenamente el juicio de Raquel Sánchez García: «Mientras que Araceli acepta la realidad social tratando de transformarla desde dentro, Santorcaz la rechaza de plano y se lanza a su destrucción. Araceli representaría la reforma; Santorcaz la revolución» (2008: 228).
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en los últimos doscientos años ha señalado a los afrancesados con «el estigma de la traición» (López Tabar, 2001: 17). La razón de esta incomprensión ha de buscarse en el auge de los discursos nacionalistas de 1808 en adelante, que en el caso de Galdós se traduce en una defensa acérrima de la soberanía e integridad del territorio. Aunque es lícito asumir que en su fuero interno comulgara con las disposiciones de los joseęnos,12 nuestro novelista no puede transigir con un gobierno intruso por mor de una convicción inquebrantable: la unidad de España no admite réplica porque así lo decidió el pueblo al alzarse contra Napoleón en la jornada del 2 de mayo de 1808. Si el levantamiento del pueblo madrileño y la batalla de Bailén constituyen el acta de fundación de la España contemporánea, toda adhesión al régimen de José I ha de contemplarse consecuentemente como un delito de lesa nación. Galdós se suma así a una larga lista de compatriotas suyos que, hasta el día de hoy, rechazan que la tarea de liderar la transición del Antiguo Régimen a la modernidad la pudieran llevar a cabo los adláteres de un rey intruso. El nacionalismo aĚora de nuevo en los Episodios cuando se reęere la caída del régimen de José I, la cual se atribuye exclusivamente a factores de orden idiosincrásico. Como hemos visto a lo largo de este capítulo, todas las debilidades del ser humano parecen compendiarse en la caracterización de revolucionarios y afrancesados en los episodios cuarto y quinto de la serie. Los patriotas de la talla del Gran Capitán exhiben, por el contrario, una bravura y una resiliencia que ponen de manięesto la fe depositada en el porvenir de la nación. Nos las habemos aquí con otra simplięcación histórica, pues es evidente que el fracaso de la monarquía joseęna tiene poco que ver con los esencialismos que presuntamente tipięcan el carácter español. Entre las causas de que se malogren las aspiraciones de los colaboracionistas cabe mencionar, en primer lugar, la dięcultad que encuentran a la hora de contrarrestar el fervor por el rey Fernando y convencer al pueblo de que se incorpore a su bando. Las desavenencias con Napoleón juegan también en contra de sus intereses. Los afrancesados son partidarios de un gobierno fuerte y centralizado; el emperador, desconęando de las dotes políticas de su hermano, preęere repartir el mando entre sus generales y les permite ejercer de facto el poder en las respectivas regiones que ocupan, como si se tratara de 12Ȳ
Recordemos que las ideas del padre Castillo merecen la aprobación tácita del narrador.
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«virreinatos» (Ramisa Verdaguer, 2007: 364). Por último, la exacerbación del conĚicto con la intervención de Inglaterra y la perentoria falta de fondos impiden la aplicación de un programa que podría haber dado sus frutos de haber sido otras las circunstancias. Fuera del contexto de la Guerra de la Independencia, Galdós se muestra más comprensivo con los afrancesados. En el episodio que clausura el ciclo, La batalla de los Arapiles, asoma de pasada Salvador Monsalud, compañero de Santorcaz en el círculo de masones que retienen a Inés en Salamanca. El personaje vuelve a hacer acto de presencia en el primer episodio de la segunda serie, El equipaje del rey José (1875), camino del exilio a Francia después de que los aliados se hayan alzado con el triunfo en la batalla de Vitoria del 21 de junio de 1813. Las nueve novelas restantes se centran en la transformación política y espiritual de Monsalud, antiguo soldado de José I reconvertido en paladín del liberalismo en lucha contra Fernando VII. La trayectoria ascendente de Monsalud termina reconociendo la integridad de quienes, en opinión del autor, se equivocaron inicialmente de bando pero luego supieron rectięcar a tiempo.
HISTORIA DE DOS CIUDADES: LA (F)UTILIDAD DE LA RESISTENCIA EN LOS SITIOS DE ZARAGOZA Y GERONA
VюџіюѐіќћђѠ Ѡќяџђ Ѣћ њіѠњќ ѡђњю Zaragoza y Gerona son dos referentes ineludibles de la Guerra de la Independencia en cuanto que paradigmas de la resistencia de los españoles frente a la ofensiva napoleónica. De acuerdo con esta imagen, la entereza con que pueblo y ejército sobrellevan los sucesivos cercos de los franceses pone de manięesto la valentía de quienes viven en suelo ibérico, así como también su deseo de preservar la libertad a toda costa. La heroicidad de los habitantes de una y otra ciudad en 1808-1809 se inserta además en una gloriosa tradición en la que ęguran, entre otros, los sitios de Sagunto (218 a. C.) y Numancia (134 a. C.). De este modo, la aęrmación de unos rasgos de carácter que se mantienen constantes a lo largo de la historia certięca la pervivencia de una identidad nacional. Los sucesos protagonizados por zaragozanos y gerundenses forman, en suma, uno de los capítulos centrales de un relato de dimensiones superlativas sobre el que se asienta «la existencia de una nación española sólida y unida» (Álvarez Junco, 2003: 86). Los episodios Zaragoza y Gerona, compuestos entre marzo y junio de 1874, han contribuido sobremanera a forjar el mito de los sitios (García Cárcel, 2007: 159-176) dentro del grand récit de la guerra contra Napoleón. La inĚuencia que han ejercido es posiblemente mayor, de hecho, que la de cualquier otro texto divulgado por la historiografía, la literatura y las artes plásticas en los últimos doscientos
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años.1 Las incursiones de Galdós en la materia no se agotan con los episodios, ya que en las décadas siguientes recrea para la escena de su tiempo la trama, los personajes y el ambiente de aquéllos. El 3 de febrero de 1893 se estrena Gerona. Drama histórico en cuatro actos y en prosa en el Teatro Español de Madrid; quince años después, la ópera Zaragoza. Drama lírico en cuatro actos, con libreto de Galdós y música del maestro Arturo Lapuerta, se representa en el Teatro Principal de la capital aragonesa entre el 4 y el 7 de junio de 1908. Hay que reconocer, sin embargo, que una y otra adaptación tienen poca relevancia dentro del canon galdosiano, ni siquiera en el apartado de la producción dramática. Los biógrafos H. Chonon Berkowiĵ y Ortiz-Armengol las ignoran casi por completo,2 conscientes seguramente de que la calidad deja bastante que desear, el éxito fue escaso o pasajero y la repercusión prácticamente nula. Más allá de la estética y de la recepción, las versiones teatrales de Gerona y Zaragoza tienen interés por lo que nos dicen acerca del pensamiento del escritor canario en el momento de su estreno. Nuestra evaluación de las obras debe tener en cuenta además las estrategias formales que rigen la transposición de una novela a las tablas. La suma de los condicionantes ideológicos y genéricos no sólo inĚuye en la composición de los dramas, sino que explica también las divergencias que existen tanto entre ellos como con respecto a los episodios que les sirven de base. En última instancia, el cotejo de las cuatro obras vuelve a poner de manięesto la ambivalencia con que Galdós contempla los hitos de la contienda de 1808-1814 —con la excepción del Dos de Mayo, cuya estima hemos visto que no sufre alteraciones durante la dilatada carrera del autor—. La valoración de los sitios ha de ubicarse, pues, en el terreno de la variación y la incerteza que caracterizan el acercamiento global del autor a la Guerra de la Independencia. En vista de la hipótesis formulada en el párrafo anterior, nuestro análisis va a hacer hincapié en tres motivos que se entrecruzan a lo 1Ȳ
García Cárcel alude al «papel fundamental» de Zaragoza, reeditado por entregas en 1908 junto al resto de Episodios con motivo del centenario del primer sitio (2007: 168). Por lo que respecta a Gerona, la unanimidad de los historiadores es total: «El gran monument artístic al setge de 1809» (Vilallonga, 2008a: 72); «Resulta impossible parlar dels setges i del passat gironí sense pensar o evocar l’obra de Benito Pérez Galdós» (Canal, 2008: 97). 2Ȳ Berkowiĵ dedica dos páginas a Gerona (1948: 264-266), las mismas que Ortiz-Armengol (1996: 494-496). La ópera Zaragoza no la menciona ninguno de ellos.
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largo y ancho de los dos relatos de 1874, el drama histórico de 1893 y el drama lírico de 1908. Abordaremos en primer lugar la caracterización que se lleva a cabo en los episodios de José de Montoria y Mariano Álvarez de Castro —personaje civil y de ęcción el primero, jefe militar e histórico el segundo—. Aunque ambos ejercen con brío el mando de los patriotas en los respectivos sitios, su trayectoria vital conduce en un caso al desengaño, en otro a la gloria. El segundo motivo se centra en la transformación que tiene lugar en la persona de don Mariano. Mientras que en el episodio Gerona el gobernador encarna el heroísmo de la nación, en el drama homónimo degenera en un megalómano con vocación de suicida. Finalmente, el tercer motivo incide en la dialéctica épica versus pacięsmo según se tematiza en cada una de las versiones de Zaragoza. El desęle de horrores que sacude el ánimo del lector en el episodio no lo presencia el espectador de la ópera, a quien se escamotea la verdad histórica en beneęcio de un patriotismo sin ęsuras. DќѠ єџюћёђѠ ѕќњяџђѠ, ёќѠ ёђѠѡіћќѠ El primer sitio de Zaragoza transcurre entre el 27 de junio y el 15 de agosto de 1808, cuando se retiran las tropas francesas al tenerse noticias de la derrota de Dupont en Bailén. El suceso más glosado de aquellos meses gira en torno a la actuación de Agustina Zaragoza y Doménech en la defensa de la puerta del Portillo en la madrugada del 2 de julio: «Notando aquella valerosa hembra el aprieto y desánimo de los hombres, corrió al peligroso punto, y arrancando la mecha aún encendida de un artillero que yacía por el suelo, puso fuego a una pieza e hizo voto de no desampararla durante el sitio sino con la vida» (Conde de Toreno, 2008: 227). El impacto mediático de la gesta convierte a la joven, de la noche a la mañana, en un símbolo de la resistencia a escala nacional. No obstante las posibilidades artísticas que doña Agustina ofrece, en el episodio no se la nombra más que en una ocasión para referir escuetamente su acción: «Vi a la artillera cuando dio fuego al cañón de veinticuatro» (Pérez Galdós, 2005e: 662). La postergación de la heroína por excelencia obedece a los criterios de selección del autor, quien opta por una narración abreviada del primer sitio. De este modo, el relato oral del testigo Pepe Pallejas —no desprovisto, por cierto, de buenas dosis de humor— se intercala al comienzo de la obra en forma de analepsis (Pérez Galdós, 2005e: 662-665).
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El testimonio de Pallejas sirve de pórtico a una trama que se desarrolla entre el 18 de diciembre de 1808 y el 21 de febrero de 1809, fechas que corresponden a las del segundo sitio. Se ha argüido con buen tino que la elección de este último no se justięca sólo por razones de verosimilitud (Gabriel no puede estar al mismo tiempo en Bailén y en Zaragoza), sino que también entran en juego consideraciones de orden temático. Éstas tienen que ver con la crudeza de los enfrentamientos que, junto con la desnutrición y el tifus, van minando el aguante de los zaragozanos. Al ęnal, la ciudad queda destruida, la población sufre una elevada mortandad y la capitulación se hace inevitable. La exaltación de la resistencia corre parejas, pues, con la conciencia de la futilidad de la misma (Navas-Ruiz, 1972: 249; Esterán, 2001: 88; Sánchez García, 2008: 234), de ahí que el desenlace admita una doble lectura que abarca simultáneamente la constatación del idealismo heroico del pueblo3 y el lamento ante las calamidades que se ciernen sobre él.4 El cerco sobre la ciudad de Gerona se inicia con dos ataques fallidos que tienen lugar los días 20-21 de junio y 13-17 de agosto de 1808. Tras batirse en retirada, los franceses regresan el 6 de mayo de 1809 decididos a rendir la plaza por hambre. El 11 de diciembre de aquel año, la falta de alimentos, la imposibilidad de que lleguen refuerzos y la enfermedad de Álvarez de Castro obligan a los gerundenses a deponer las armas. Que Galdós se incline por el último sitio es lógico si se tiene en cuenta la larga duración del mismo, pues no en vano siete meses de asedio dan para mucho a la hora de transformar los hechos de la historia en materia novelable. El episodio Gerona tiene como novedad más destacada la ausencia de Gabriel Araceli, quien pasa a engrosar las ęlas del ejército del Centro después de haber combatido en la capital aragonesa. Lo sustituye en las tareas narrativas Andrés Marijuán, combatiente en Gerona que rememora para Gabriel a ęnales de enero de 1810 lo vivido hace unos meses —otro ejemplo de analepsis— en dicha ciudad. En una muestra más de la singularidad de Gerona, el anciano Gabriel
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«Los zaragozanos, despreciando los bienes materiales como desprecian la vida, viven con el espíritu en los inęnitos espacios de lo ideal» (Pérez Galdós, 2005e: 691). 4Ȳ «Era la ciudad de la desolación, digna de que la llorara Jeremías y de que la cantase Homero» (Pérez Galdós, 2005e: 781). No parece que Galdós exagerara si atendemos a lo que dicen los historiadores: «The second siege of Zaragoza […] turned into a horrięc aěair» (Esdaile, 2003: 160).
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no vacila en reęnar el «rudo lenguaje» (Pérez Galdós, 2005d: 791) de su amigo a ęn de uniformar el estilo con el de los demás episodios. Se sirve igualmente de la información que le proporciona el diario de guerra de otro testigo presencial de los hechos, el médico Pablo Nomdedeu.5 La diversidad de agentes que colaboran en el acto de la narración tiene un tono «self-conscioulsy Cervantine» (Urey, 1998: 182) que revela el gusto de Galdós por la experimentación ya desde los inicios de su carrera. Dejando aparte las innovaciones formales, la adición de un segundo relato sobre los sitios tiene por objeto reforzar la lección política de la serie. Gabriel nos informa de que se encuentra con su ejército a las puertas de Cádiz, deseoso de «referir lo mucho y lo bueno» (Pérez Galdós, 2005d: 790) que pasó allí durante el bloqueo francés. Sin embargo, decide suspender momentáneamente la acción para dar cabida a la relación retrospectiva de Marijuán. La razón que esgrime no deja lugar a dudas acerca de la vinculación que existe entre los episodios sexto y séptimo. Se trata, en sus propias palabras, de cumplir con «un deber patriótico» (Pérez Galdós, 2005d: 790) que muestre a sus contemporáneos el grado de heroísmo desplegado por zaragozanos y gerundenses a la altura de 1808-1809. Ello no obsta para que el panegírico de los sitiados acoja también la frustración —parcial, al menos— de las expectativas épicas. Gerona, al igual que el episodio que lo precede, abunda en pasajes que exponen sin tapujos los efectos deletéreos del asedio: el espectro del hambre, «verdadero protagonista abstracto» (Ribas, 1974: 160) de la obra; la conversión del individuo en bête humaine, caso del bondadoso Nomdedeu6 e inclusive de Marijuán;7 la 5Ȳ
El artięcio de Galdós se inspira en sendos memoriales redactados por dos facultativos que desempeñan su labor en Gerona durante los sitios: Memorial histórico de los sucesos más notables de armas, y estado de la salud pública durante el último sitio de la plaza de Gerona (1810), de Juan Andrés Nieto Samaniego; Memoria sanitaria del sitio de Gerona (1810), de José Antonio Viader. 6Ȳ «La idea de que mi hija me pide de comer y no puedo darle nada, ahoga en mí el patriotismo, el pensamiento, la humanidad, trocándome en una bestia» (Pérez Galdós, 2005d: 832). Los arrebatos del médico parecen empujarlo en una ocasión a la antropofagia, por fortuna no consumada: «El señor Nomdedeu», explica el niño Badoret, «se volvió loco y quiso comernos a todos» (Pérez Galdós, 2005d: 866). Aunque Nomdedeu niega haber llegado a tales extremos, no sabemos si conceder más crédito a sus palabras que a las de Badoret. 7Ȳ «Yo no era hombre, no; era una bestia rabiosa que carecía de discernimiento para conocer su estúpida animalidad» (Pérez Galdós, 2005d: 853).
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monstruosa aparición de un ejército de roedores que escenięca alegóricamente el movimiento de las tropas imperiales en España, con «la gran rata» (Pérez Galdós, 2005d: 860) —Napoleón— a la cabeza; por último, la reducción de los combatientes a la categoría de muertos vivientes que luchan por inercia sin saber muy bien por qué.8 Las semejanzas entre uno y otro episodio se plasman en la caracterización de los líderes de la resistencia, José de Montoria y Mariano Álvarez de Castro. Hay que decir, a modo de preliminar, que el escaso relieve de las ęguras históricas en Zaragoza eleva a Montoria al rango de protagonista en detrimento del que fuera gobernador de la plaza durante los sitios, el general José Palafox y Meci. Palafox se menciona únicamente en la digresión que cierra el capítulo XXIII (Pérez Galdós, 2005e: 744). Gabriel enumera allí las cualidades que distinguen al militar, matizando que el aura que tiene entre la gente del pueblo reside no tanto en el conocimiento de su oęcio, cuanto en su dominio de la performance. Palafox tiene conciencia de ello y actúa en consecuencia: «Comprendía por instinto que parte del éxito era debido, más que a lo que tenía de general, a lo que tenía de actor» (Pérez Galdós, 2005e: 744).9 Su condición de «histrión» (Esterán, 2001: 151) no cuadra con los atributos que consagran al héroe galdosiano, de ahí que tenga una presencia marginal en la novela. El vacío que deja Palafox lo suple con creces Montoria, rico hacendado de la comarca que en su primera aparición en la obra se presenta ante Gabriel y sus compañeros como el compendio de la franqueza, la hospitalidad y la generosidad de los aragoneses: «Aquí no se usan cumplidos […] José de Montoria es muy amigo de los amigos. Todo lo que tiene es de los amigos» (Pérez Galdós, 2005e: 666). La encarnación de la idiosincrasia regional se complementa con el otro rasgo sobresaliente de su personalidad: el patriotismo. El narrador se reęere a él varias veces con el epíteto de «patriota» (Pérez Galdós, 2005e: 766 y 775), en tanto que el propio Montoria reconoce los excesos de su pasión: «El honor nacional, llenando toda mi alma, a veces no deja hueco para
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Marijuán aęrma que «nadie se bate mejor que los moribundos» (Pérez Galdós, 2005d: 854). 9Ȳ Las líneas maestras del retrato proceden de Toreno: «Cautivaba Palafox la aęción de cuantos le veían y trataban» sin tener «práctica ni conocimiento de la milicia» (2008: 144). La historiografía actual ha ratięcado dicha imagen: «His patriotic rhetoric was considerably superior to his military leadership» (Fraser, 2008: 225).
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otro sentimiento» (Pérez Galdós, 2005e: 757). Fiel a su ideario, acepta con resignación los males que el asedio le pueda ocasionar y proclama incondicionalmente su disposición a servir a la causa de Fernando VII: «Por la patria, por la religión y por el rey, he dado mis bienes y mis hijos» (Pérez Galdós, 2005e: 751). La capitulación no entra en sus planes ni por asomo: «Soy partidario de la resistencia a todo trance, cueste lo que cueste» (Pérez Galdós, 2005e: 757). Por consiguiente, la decisión que toman las autoridades de rendirse le parece prematura. Así lo manięesta, en un tono que no puede menos que calięcarse de hiperbólico: «Han dejado entrar a los franceses en la ciudad cuando todavía podía defenderse un par de meses más» (Pérez Galdós, 2005e: 780). La misma actitud de desafío permanente se encuentra en Álvarez de Castro, militar que gobierna con mano de hierro a los habitantes de Gerona durante los sitios de 1808-1809. La mitología que a lo largo del siglo ѥіѥ se construye en torno a su persona hace hincapié en las virtudes de un hombre «superior y descollando entre la muchedumbre» (Conde de Toreno, 2008: 471). Los historiadores de la época coinciden también en señalar que la fortaleza del gobernador rebasa los límites de la condición humana, acercándose su naturaleza a la de «los héroes de Homero» (Conde de Toreno, 2008: 471). Galdós comulga con las opiniones de su tiempo a la hora de caracterizar a quien, para él, reúne todas las cualidades de un caudillo: rostro impertérrito, severidad en el trato, ęrmeza de ánimo, indiferencia ante la muerte y, sobre todo, voluntad indomable de resistir hasta el ęnal. Aun en su lecho de enfermo, Álvarez de Castro insiste «en no rendirse, repitiendo esto con palabras enérgicas, lo mismo dormido que despierto» (Pérez Galdós, 2005d: 859). El temor que infunde a sus subordinados basta para que éstos lo obedezcan sin rechistar para no exponerse a su ira: «Le teníamos más miedo que a todos los ejércitos franceses juntos» (Pérez Galdós, 2005d: 825). La suma de estos rasgos lo convierte, en ęn, en un ser único e irrepetible: «De la pasta de don Mariano, Dios había hecho a don Mariano, y después dijo: “Basta, ya no haremos más”» (Pérez Galdós, 2005d: 805).10
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El empeño de Álvarez de Castro se juzga hoy en día más como un rasgo de temeridad que como el epítome de la valentía. Su obstinación se atribuye, de hecho, a un celo excesivo en el cumplimiento del deber en que entran en juego motivaciones de tipo personal: resarcirse de un papel poco lucido en la defensa del castillo de Montjuïc, emular las hazañas de Palafox y asegurarse la fama póstuma.
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Pese a que tanto Montoria como Álvarez de Castro ejercen eęcazmente su liderazgo en una coyuntura crítica en que está en juego el porvenir de la nación, la fortuna les depara a ambos una suerte diversa. Esta disparidad de destinos parece relacionarse con el grado de transformación que se opera en ellos a raíz de los acontecimientos que les toca vivir. La evolución psicológica de Montoria se justięca por el impacto que la guerra tiene en su vida; en otras palabras, la entereza de quien al principio confía en la providencia se resquebraja progresivamente hasta ofrecer una imagen de debilidad. El ciclo se inicia con el fallecimiento del hijo mayor, Manuel, que asesta un golpe muy duro a don José según él mismo reconoce: «Ayer me encontraba joven; hoy me encuentro muy viejo» (Pérez Galdós, 2005e: 753). La desgracia familiar tiene el efecto de suavizar su acritud y hacerle comprender la crueldad con que ha tratado a Jerónimo de Candiola, a quien pide disculpas: «Yo le ruego a usted que me perdone y seamos amigos» (Pérez Galdós, 2005e: 755). La asunción de responsabilidades morales engrandece al personaje, pero no signięca el ęn de sus penalidades. Tras la rendición de Zaragoza y el suicidio de María de Candiola, Agustín de Montoria decide retirarse de la vida pública e ingresar en el monasterio de Veruela. La pérdida del hijo menor, unida a la derrota militar, sumen al padre en un desánimo que difícilmente va a superar: «¡Pobre don José, qué triste está! Le doy pocos años de vida» (Pérez Galdós, 2005e: 781), exclama uno de sus allegados. Privado de herederos varones, la estirpe de los Montoria —otrora tan renombrada en la comarca— está condenada a la desaparición y al olvido de sus compatriotas. A diferencia de don José, Álvarez de Castro es un personaje de una sola pieza, sin contradicciones ni vaivenes, carente de vida interior e inmune a cualquier contingencia hasta el momento en que cae enfermo. Nos hallamos ante un héroe histórico en las dos acepciones del adjetivo: porque existe fuera de las páginas de la novela y por la resonancia de sus hazañas en los anales de la España decimonónica. Aparte de la voluntad de resistir, su virtud principal se cifra en la dignidad con que soporta las dolencias y el maltrato del enemigo durante su cautiverio. El relato de sus últimos días nos llega a través de Marijuán, asistente de Francisco Satué y testigo directo de los hechos. Al tiempo que lamenta las «miserias y bajas venganzas» (Pérez Galdós, 2005d: 879) de los carceleros, Marijuán alaba el «temple» (Pérez Galdós, 2005d: 880) con que don Mariano afronta las vejaciones de que
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es víctima. El recuerdo de su muerte, presuntamente por asesinato,11 inspira el encomio al «más fuerte y digno de los españoles de aquel tiempo» (Pérez Galdós, 2005d: 882), cuya clarividencia se hace patente al predecir el «triunfo de la causa» (Pérez Galdós, 2005d: 883) de los patriotas. La opinión de Marijuán la comparte Araceli, quien tampoco escatima sus alabanzas: «La ęgura más grande, sin duda, de las que ilustraron aquella guerra» (Pérez Galdós, 2005d: 887). Gabriel le concede un lugar de honor «entre todos los españoles de este siglo», ya que ninguno elevó el «sentimiento patrio» a la altura a que él lo hizo (Pérez Galdós, 2005d: 889). La acumulación de elogios por parte de los narradores conęere a Álvarez de Castro el estatus de héroe nacional y, por ende, protagonista indiscutible de los sitios —más incluso que el hambre, y desde luego mucho más que la ciudad y sus habitantes—.12 El desenlace tan desigual que aguarda a dos hombres que buscan el bien de la nación tiene que ver, en última instancia, con el propósito que guía uno y otro episodio. A primera vista, sorprende que pueda haber divergencias tratándose de obras que versan sobre la defensa de dos ciudades asediadas por los franceses durante la Guerra de la Independencia. Un análisis más depurado descubre, empero, variantes genéricas que por su propia naturaleza circunscriben el mensaje que el autor quiere transmitir a sus lectores. Mucho se ha escrito ya sobre la asimilación de la épica a los cánones de la novela moderna que tiene lugar en Zaragoza (Gilman, 1952; Larrea, 1964; Navas-Ruiz, 1972), juicio que compartimos pero que nos parece insuęciente. A nuestro modo de ver, la clave que encierra el sentido último del relato ha de buscarse en un tercer componente que en su día señaló Miguel Navascués: «Lo trágico» (1985: 125). Éste se hace visible mediante la relación intertextual con dos dramas de William Shakespeare (Rodríguez, 1963:
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«Que murió violentamente parece indudable, y mil indicios corroboran una opinión que los historiadores franceses no han podido con ingeniosos esfuerzos destruir» (Pérez Galdós, 2005d: 888). Hoy sabemos que Álvarez de Castro pereció de resultas de la enfermedad que contrajo en Gerona en diciembre de 1809. Todo apunta, además, a que los franceses no deseaban que se produjera el fatal desenlace: «La veritat és que als francesos, que tenien ordres directes de l’emperador de portar Álvarez de Castro a Barcelona, se’ls va morir i no van poder acomplir-les. Al contrari, els francesos volien que arribés viu a Barcelona» (Puig, 2008: 84-85). 12Ȳ Disentimos de Jordi Canal cuando escribe que «Gerona és, per damunt de tot, un gran homenatge a Girona» (2008: 92). A nuestro entender, Galdós homenajea sobre todo, y sobre todos, a Álvarez de Castro.
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93): Romeo y Julieta, para lo relativo a los amores de Agustín y María;13 y en cuanto a la caracterización del chueta Candiola, el referente de Shylock en El mercader de Venecia.14 No obstante la presencia de Shakespeare, la tragedia que predomina en Zaragoza es de raigambre aristotélica, a saber, la exposición de las causas y los efectos de la caída en desgracia de un héroe, Montoria, cuya nobleza lo sitúa por encima del común de la gente. Si al principio sus virtudes suscitan la admiración de quienes lo rodean, los excesos de patriotismo le hacen incurrir más tarde en una falla trágica. El cúmulo de infortunios que precipita su ocaso se inicia cuando se ensaña con la debilidad de Candiola, abusando de su poder e insultándole con tintes racistas: «Tú no tienes alma ni eres hijo de Zaragoza, sino que naciste de un mallorquín con sangre de judío» (Pérez Galdós, 2005e: 701). La fatalidad marca desde aquel instante el sino del personaje, por mucho que intente enmendar el yerro pidiendo disculpas al avaro: muerte del primogénito, pérdida de la hacienda, derrota de Zaragoza, ingreso del segundón en un monasterio, soledad y extinción del linaje. Asimismo, las reacciones que tales calamidades provocan en el ánimo del lector están en sintonía con los principios de la Poética: compasión ante la adversidad del prójimo, miedo a sufrir el mismo castigo y catarsis ęnal de las emociones. La simpatía que Galdós tiene por Álvarez de Castro se sustenta, en cambio, en la mitięcación que se emprende tras la muerte de éste y que continúa sin interrupción a lo largo de la centuria.15 Su culto se reviste de un carácter a la vez nacional e individual. Por un lado, el gobernador encarna los valores patriótico-religiosos de una España que empieza a construirse como nación a partir de la Guerra de la Independencia; por otro, su enorme capacidad de liderazgo certięca la teoría de Thomas Carlyle, tan en boga en la segunda mitad del ѥіѥ, según la cual la historia de la humanidad se reduce a la biografía de 13Ȳ
«¡Un hijo de don José de Montoria enamorado de la hija del tío Candiola! ¡Qué horrible pensamiento!» (Pérez Galdós, 2005e: 682), lamenta Agustín. 14Ȳ Gabriel hace explícita la conexión: «Si don Jerónimo hubiera tenido barbas, le compararía por su ęgura a cierto mercader veneciano que conocí mucho después, viajando por el vastísimo continente de los libros» (Pérez Galdós, 2005e: 681). 15Ȳ Stéphane Michonneau (2007) ha trazado la evolución de la imagen de Álvarez de Castro en los últimos doscientos años, desde el Manięesto (1816) laudatorio de su edecán Francisco Satué hasta el olvido en que los gerundenses lo han sumido en la actualidad.
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los grandes hombres.16 La dignięcación de la memoria del general se acelera durante el Sexenio Democrático (1868-1874) a través de una serie de iniciativas promovidas por el establishment político-militar. El 14 de octubre de 1871, apenas tres años antes de la redacción de Gerona, se coloca la primera piedra del mausoleo de Álvarez de Castro en la capilla de San Narciso de la iglesia gerundense de San Félix, acto que se hace coincidir con la visita de Amadeo I a la ciudad (Michonneau, 2007: 359). El monarca deposita también una lápida conmemorativa en la Casa Pastors, lugar de residencia de don Mariano durante los sitios (Michonneau, 2007: 359). Fiel al proyecto de nación que impulsan los prohombres de la Gloriosa, Galdós convierte a Álvarez de Castro en modelo de españolidad para aleccionamiento de sus contemporáneos, ęjando en él los atributos de un individuo sin parangón en la época. El retrato incide en la inmutabilidad de carácter del gobernador, patente en el hecho de que ni en vida ni en muerte se produce la menor alteración en su conducta —al contrario de lo que hemos visto en Montoria—. La caracterización de don Mariano se tiñe además de connotaciones religiosas que aluden a su doble condición de santo en vida y de mártir en la muerte. Cuando exhorta a los soldados a la lucha, lo inmarcesible de su rostro aviva en el lector el recuerdo de un icono sagrado: «Su semblante era en toda Gerona el único que no tenía huellas de abatimiento ni tristeza, y conservábase tal como en el primer día del sitio» (Pérez Galdós, 2005d: 831-832). Ello es así porque las preocupaciones terrenales ocupan un lugar exiguo en su mente, tal como nota el médico Nomdedeu: «Su alma es el alma menos atada al cuerpo que he conocido» (Pérez Galdós, 2005d: 835). La enfermedad mortal que lo aqueja no altera tampoco el hieratismo de una ęgura que acepta con resolución y valentía su destino: «No se abatió, ni se dobló, ni se rompió jamás mientras tuvo un hálito de vida que sostuviera su grande espíritu» (Pérez Galdós, 2005d: 882). Por si lo anterior no bastara, Álvarez de Castro fallece víctima de la violencia de sus enemigos sin expresar queja ni remordimiento algunos, defendiendo hasta el ęnal la legitimidad de sus decisiones mediante la apelación al código militar: «Si ustedes son hombres de honor, hubieran hecho lo mismo en mi lugar» (Pérez Galdós, 16Ȳ
«For, as I take it, Universal History, the history of what man has accomplished in this world, is at boĴom the History of the Great Men who have worked here» (Carlyle, 2012).
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2005d: 880). En suma, mientras que en Zaragoza la absorción de la épica en la novela prepara el terreno para la eclosión de la tragedia en la persona de Montoria, la hagiografía y el martirologio se fusionan ejemplarmente en Gerona en aras de la gloria del egregio gobernador. Eљ ђћѣѼѠ ёђ љю ѡџюњю En una reseña publicada con ocasión del estreno de Gerona. Drama lírico en cuatro actos y en prosa, J. Arimón aplaude la calidad del montaje «desde el punto de vista de las decoraciones, del vestuario, del atrezzo y de la excelente agrupación de las ęguras» (1893: 48). El mismo crítico sostiene, sin embargo, que el texto es incapaz de despertar en el público un sentimiento de «emoción artística» ante «el horror de los sitios», ni logra tampoco «identięcarle con el heroísmo de los defensores de la ciudad inmortal» (1893: 49). La pobre acogida que se dispensa a la obra17 se explicaría, pues, por la falta de adecuación del contenido al horizonte de expectativas del espectador. Éste acude al Teatro Español para recrearse con la gesta de los gerundenses, por lo que no acepta interferencias que cuestionen los móviles de la resistencia. La inusitada dimensión que cobra el pacięsmo de Nomdedeu, unida a la indiferencia con que se contempla a un Álvarez de Castro alejado de los sucesos, desconciertan a un público que en la década de 1890 exige que la historia de los sitios se continúe contando primordialmente a través de la óptica de la epopeya.18 La acción del drama se desarrolla durante el sitio de 1809, concretamente entre el 19 de septiembre y el 9 de diciembre. La primera fecha se conoce en los anales de la ciudad como «el gran dia de Girona», en alusión al triunfo de los patriotas que repelen un ataque del enemigo tras una encarnizada lucha. La narración de la jornada abarca parte del capítulo VII y todo el VIII del episodio (Pérez Galdós, 2005d: 810816), en tanto que en la versión teatral el testimonio de los participantes se recoge a lo largo del acto primero. La mayoría de personajes
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El drama se retira de la cartelera tras una única función. La reacción de la crítica coetánea oscila entre la frialdad y el vituperio, según se comprueba en las reseñas compiladas por Ángel Berenguer (1998). 18Ȳ En palabras de Sánchez García, «lo que se esperaba era una reproducción de los esquemas interpretativos del hecho histórico en un sentido similar al de la primera serie» (2008: 248).
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hace hincapié en el horror de lo vivido: Marijuán (Pérez Galdós, 2009b: 351), Sumta (Pérez Galdós, 2009b: 363) y Fray Valentín (Pérez Galdós, 2009b: 370); otros, como Badoret (Pérez Galdós, 2009b: 366-368), carecen de entendimiento para discernir el peligro a que se han expuesto. En cuanto al desenlace, el 9 de diciembre coincide en ambas obras con un agravamiento de la salud del gobernador que obliga a los dirigentes de la ciudad a capitular dos días después. Un motivo central que reaparece en el texto de 1893 gira en torno a la precariedad de los alimentos, a la cual los personajes se reęeren en diversos pasajes. Sumta aęrma que «pronto tendremos que comer ratones» (Pérez Galdós, 2009b: 365) y se queja de que no haya carne en su ración (Pérez Galdós, 2009b: 375); Nomdedeu festeja las menudencias que los chiquillos le traen de la calle como si se tratara de un festín (Pérez Galdós, 2009b: 369); Fray Valentín alerta de «la escasez de víveres» (Pérez Galdós, 2009b: 370); ęnalmente, el intendente Carlos de Beramendi se ve obligado a restringir el consumo de carne a «algún enfermo de cuidado y a los heridos» (Pérez Galdós, 2009b: 376). El hambre carece de las proporciones pavorosas que vemos en la novela, pero ello no obsta para que se convierta también en una obsesión colectiva. Una novedad en este sentido la constituye el suntuoso banquete que Paquita Beramendi y sus amigas tienen previsto ofrecer en el claustro donde se refugian en compañía de otras familias. Se trata de un «bromazo» en el que las viandas se van a sustituir por objetos, para desesperación de los «golosos» que «ponen el grito en el cielo por la falta de provisiones» (Pérez Galdós, 2009b: 385). En el último momento, Paquita cambia de idea y planea servir a sus comensales un surtido de manjares que ha obtenido en un convento de monjas: «Conviértese la despiadada burla en acto caritativo […] en verdadera, en edięcante obra de misericordia» (Pérez Galdós, 2009b: 394-395). No hay motivos para dudar de las intenciones de Paquita, siempre generosa con el prójimo pese a su vanidad. Lamentablemente, Nomdedeu le arrebata el cesto de la comida y el efecto sorpresa no tiene lugar. Si bien la concordancia en el tiempo de la historia y el leitmotiv del hambre permiten enlazar una versión con la otra, los elementos que las separan19 son lo bastante llamativos para concluir que la aproximación 19Ȳ
El drama se explaya en las tribulaciones de Juan Montagut, antiguo amante de Joseęna Nomdedeu que muere proclamando su voluntad de casarse con ella al darse cuenta de la reciprocidad de sus sentimientos. Las relaciones de Paquita Beramendi con
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de 1893 a los sitios dięere sustancialmente de la de 1874. La novedad más importante se cifra en los peręles de Nomdedeu y Álvarez de Castro, portavoces respectivos de la pugna entre pacięsmo y belicismo que recorre el texto dramático. Ciñéndonos primeramente a la ęgura del médico, cabría matizar que en el episodio se encuentran ya indicios del descontento con que acata las órdenes del gobernador. La obstinación de éste en la lucha sobrepasa según él los límites de lo exigible: «Me ocurre que Gerona ha hecho ya bastante por la religión, la patria y el rey» (Pérez Galdós, 2005d: 833). Al tiempo que pone por las nubes a don Mariano,20 le echa en cara su temperamento «inĚexible» al que sólo le concierne la idea del «honor» (Pérez Galdós, 2005d: 833). Escindido como está entre el amor a la patria y el amor a la hija,21 Nomdedeu deplora que Álvarez de Castro no vea en el cuerpo humano sino «una cosa con que rellenar los cementerios» y «batirse» (Pérez Galdós, 2005d: 835) en cualquier rincón de la ciudad. Sus lamentos derivan en una suerte de escepticismo bélico desde el que reclama ante Marijuán que «se rinda Gerona, sí señor, que se rinda» (Pérez Galdós, 2005d: 839). Al ęnal, la opinión que tiene del gobernador se manięesta en un tono de irreverencia: «Que se vaya al inęerno con cien mil pares de demonios» (Pérez Galdós, 2005d: 839). Las críticas del médico, con todo, carecen de fuerza para contrarrestar el aura de prestigio que rodea la ęgura de don Mariano. Esta actitud se mantiene aparentemente intacta en el drama, pues no en vano muchos de los rasgos de Nomdedeu se trasladan del episodio a la escena sin solución de continuidad: la bonhomía que le reconocen Siseta y Marijuán (Pérez Galdós, 2009b: 353); el celo profesional que le obliga a atender a heridos y enfermos antes incluso que a los suyos (Pérez Galdós, 2009b: 360); los extremos de un amor ęlial que lo abocan al ejercicio de la violencia a ęn de procurar el sustento de la hija (Pérez Galdós, 2009b: 400). No obstante las semejanzas, la metamorfosis del médico se va agudizando en el transcurso de la obra hasta dotarlo de una voz propia que se deja sentir con fuerza. Para empezar,
Álvaro Castilla, junto con los celos de Amanda Rubau, realzan la fuerza de la pasión amorosa en un contexto de guerra y privaciones. Nada de esto existe en la novela, salvo el noviazgo entre Marijuán y Siseta que sí se reproduce íntegramente en las tablas. 20Ȳ Lo calięca de «más valiente que Leónidas, más patriota que Horacio Cocles, más enérgico que Escévola, más digno que Catón» (Pérez Galdós, 2005d: 833). 21Ȳ Su grito de guerra es «¡Viva España y viva Joseęna!» (Pérez Galdós, 2005d: 834).
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se percibe en él un pesimismo que subraya la omnipresencia del mal en un mundo que es, a su juicio, «el peor de cuantos Dios, en su sabiduría incomprensible, ha podido inventar» (Pérez Galdós, 2009b: 377). Las consideraciones de tipo ęlosóęco van ganando terreno y llegan a inĚuir decisivamente en su conducta. El rechazo de la «bárbara epopeya» (Pérez Galdós, 2009b: 417) de los sitios se traduce pronto en una condena sin paliativos: «Pueblos, naciones, vidas mil sacrięcadas a la soberbia y al lauro militar» (Pérez Galdós, 2009b: 419). A medida que la enajenación mental se apodera de él, Nomdedeu va elaborando paradójicamente un discurso lleno de coherencia que versa sobre la necesidad de renunciar a la defensa a cambio de conservar la vida: «Este bárbaro orgullo de resistir, y resistir y resistir» (Pérez Galdós, 2009b: 415). Las hazañas de quienes lo dan todo por la patria y cuya memoria perdura en el tiempo, caso de Guzmán el Bueno (Pérez Galdós, 2009b: 405), amenazan para él la convivencia en el presente: «¡La Historia! ¡Que la parta un rayo! Esa trompetera escandalosa no tiene poca parte de culpa en los males que nos aĚigen» (Pérez Galdós, 2009b: 414). En un sentido inverso a las tesis de Carlyle, el afán de conquistar la gloria pensando en la posteridad le parece un disparate que atenta contra la dignidad del ser humano. Nomdedeu no sólo se atreve a sostener abiertamente delante de los jefes de la plaza unas ideas «tan contrarias al sentimiento general» (Pérez Galdós, 2009b: 418), sino que la conciencia de enfrentarse él solo a la ciudad lo reaęrma en su propósito: «Yo contra todos» (Pérez Galdós, 2009b: 418). Su rebeldía culmina en la preparación de un atentado contra la persona que para él encarna la descabellada épica de los sitios, que no es otro que Álvarez de Castro: «Yo mato a ese hombre… yo le mato… quiero matarle» (Pérez Galdós, 2009b: 420). Pese a que la empresa no llega a ejecutarse, las críticas de don Pablo minan poco a poco nuestra conęanza en el general, haciéndonos dudar de si nos las habemos con un héroe o con un tirano. Esta dialéctica de las armas sobre la que se cimienta la obra se reĚeja asimismo en las soluciones que don Pablo y don Mariano proponen frente al asedio: «¡Rendición y vida es mi lema; defensa y muerte el suyo!» (Pérez Galdós, 2009b: 418). Las diferencias se hacen irreconciliables cuando Nomdedeu llega al extremo de poner en un mismo saco al emperador de los franceses y al gobernador de los gerundenses, tras motejar a ambos de «demonios»: «¡Bonaparte allá… Álvarez aquí…!» (Pérez Galdós, 2009b: 420). El que fuera antídoto de los franceses en el episodio se metamorfosea en el
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drama en un ser satánico cuya maldad se equipara nada más y nada menos que a la de Napoleón. La heterodoxia de Nomdedeu lo lleva a fundir, o tal vez confundir, las acciones de un adalid de la nación española con las del invasor de ésta. Las invectivas del médico contrastan además con los silencios de un Álvarez de Castro que, a diferencia de aquél, carece literalmente de voz. Ningún parlamento sale de su boca a lo largo de la obra, por lo que sus acciones pierden mucho poder de convicción al ser referidas por otros en vez de enunciarlas él mismo.22 Los calięcativos sobre la dureza y testarudez del gobernador no se suavizan tampoco con las digresiones de Marijuán y de Araceli elogiando el amor de don Mariano por la patria, o bien su condición de mártir. De este modo, la ausencia de un narrador cómplice redunda en una falta de relieve del personaje que afecta sobremanera a la valoración que hacemos de él. La insistencia con que don Pablo arremete contra el militar termina por forjar un retrato que apenas si guarda relación con el que vemos en el episodio. Desprovisto del don de la palabra y sin un narrador que lo sustente, Álvarez de Castro ejemplięca ahora la degradación de un caudillo que, víctima de un delirio de grandeza, empuja a su gente a un sacrięcio inútil. Aunque el enfrentamiento de Nomdedeu con la población no se resuelve de manera satisfactoria para nadie, el hecho de que las últimas palabras las pronuncie el médico supone la legitimación moral de su ideología. Don Pablo clausura el texto emitiendo un juicio presuntamente imparcial que sintetiza los puntos de vista a favor y en contra de la resistencia: por un lado, reconoce que los habitantes de Gerona merecen ocupar un asiento en el «trono de inmortalidad» (Pérez Galdós, 2009b: 437); por otro, responsabiliza a la ciudad del sufrimiento de éstos, que él compara a una especie de muerte terrenal: «Para cuantos en ti vivieron, Calvario fuiste» (Pérez Galdós, 2009b: 437). No obstante, como sabemos lo que Nomdedeu piensa sobre la superĚuidad de la fama póstuma, es lícito inferir el mensaje que el autor transmite al ęnal de la obra: la conservación de la vida ha de anteponerse siempre al ingreso en el panteón de los héroes nacionales. La revisión de los sitios gerundenses sitúa a Galdós en las antípodas de una memoria oęcial alentada por el «academicismo canovista 22Ȳ
El reseñador anónimo de El Globo lamenta que Álvarez de Castro pase por la escena «sin hablar, como un comparsa cualquiera» (cit. Berenguer, 1998: 97).
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nacionalcatólico» (Vilallonga, 2008b: 158). En la década de 1890 se multiplican las «obres hagiogràęques» sobre Álvarez de Castro, con la particularidad de que sus autores suelen pertenecer al estamento militar y profesar «valors absolutament reaccionaris» (Michonneau, 2008: 84). La más conocida de ellas es Guerra de la Independencia. Historia militar de España de 1808 a 1814 de José Gómez de Arteche, en cuyo tomo séptimo se relata el sitio de Gerona. El volumen en cuestión se publica en 1891, sólo dos años antes que la representación de Gerona. La historiografía de la Restauración sigue empeñada, pues, en glorięcar las proezas de los grandes hombres con mayor ahínco aún que durante el Sexenio; no así nuestro escritor, quien por entonces desdeña ya el culto personalista a Álvarez de Castro para reivindicar sin titubeos los fueros de la intrahistoria. Lю ёђѠюњяієѢюѐіңћ ёђ љќѠ ѠіѡіќѠ ёђ Zюџюєќѧю Zaragoza. Drama lírico en cuatro actos tuvo una acogida muy favorable en comparación con el fracaso cosechado por Gerona. Drama histórico en cuatro actos y en prosa. Entre los elogios que se podrían aducir aquí, la reseña anónima de Diario Universal del 5 de junio de 1908 comenta la calurosa recepción de los espectadores que abarrotaban el Teatro Principal: «Galdós y Lapuerta salieron muchas veces a escena, y los vivas y aplausos resonaron durante mucho tiempo» (cit. Berenguer, 1998: 389). El entusiasmo de los asistentes ha de relativizarse, con todo, en virtud del lugar, la fecha y el número de representaciones: la ciudad de Zaragoza en el centenario del primer sitio y a lo largo de cuatro únicas funciones. No hay duda de que la obra satisface las expectativas depositadas en ella antes del estreno, pero lo hace ante un público local entregado de antemano que quiere revivir una gesta en la que sus paisanos tuvieron un protagonismo decisivo. Cabe hablar, por tanto, de un éxito de circunstancias circunscrito al ámbito de una capital de provincias con motivo de la conmemoración de unos fastos.23 En una
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Estaba previsto que la ópera se reestrenara en 2009 con ocasión del bicentenario de los sitios, pero el proyecto no se llevó a cabo por falta de ęnanciación. En cualquier caso, es evidente que el texto ha envejecido notablemente y tiene muy poco que ofrecer a la sensibilidad del espectador actual. Su falta de calidad, tanto literaria como musical, no ha redundado tampoco en el interés de la crítica hacia una obra que yace en el olvido desde que el domingo 7 de junio de 1908 cayera el telón tras la última representación.
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dirección complementaria a la nuestra, Jesús Rubio Jiménez y Brian Dendle han explicado cómo la producción de la ópera es fruto de la colaboración de Galdós con otros prohombres del republicanismo. El contenido del libreto se subordina así, según los mentados críticos, a la divulgación de un nacionalismo de carácter regeneracionista que pretende levantar «los decaídos ánimos de los espectadores» mediante la difusión de un «mensaje patriótico» (1993: 85). En vista de lo aducido en el párrafo anterior, nuestro análisis va a centrarse en las diferencias en el tratamiento de la materia que separan la versión teatral de Zaragoza del episodio homónimo que le sirve de base. Aquélla retiene elementos de la trama y un buen número de personajes, si bien dięere sustancialmente en el desenlace y el tono. Mientras que en la novela la tragedia de José de Montoria hace que el lector se cuestione el sentido de la guerra, en el drama se manipula la verdad histórica a ęn de que los espectadores puedan aplaudir el triunfo en las tablas de sus compatriotas. La celebración de una victoria que no fue tal subraya, pues, el «monolitismo del discurso épico» (Maestrojuán Catalán, 2003: 26) que recorre la ópera de principio a ęn. Este cambio de perspectiva pone de manięesto —al igual que en Gerona— la maleabilidad que tienen los sitios de la Guerra de la Independencia en manos de nuestro autor. En 1874, Galdós se sale del camino trillado por la historiografía y juzga con ambivalencia los sucesos acaecidos en Zaragoza en 1808-1809; treinta y cuatro años después, regresa a los orígenes del mito con el propósito de recuperar una hazaña cuyos ecos reverberan todavía en la conciencia de los españoles que se precian de tales. El proceso de desambiguación que tiene lugar en el drama Zaragoza se verięca a partir del enfrentamiento entre voceros y detractores de la resistencia. En el bando de los primeros sigue ęgurando José de Montoria, líder indiscutible de los patriotas ante la ausencia de Palafox. Muchos rasgos de su idiosincrasia se mantienen intactos: el orgullo que manięesta al anunciar que sus hijos se han alistado en el ejército (Pérez Galdós, 2009a: 1353); el maltrato que dispensa a Candiola cuando le exige la venta de la harina para alimentar a la tropa (Pérez Galdós, 2009a: 1356-1358); la aceptación de la muerte del primogénito apelando al honor y la gloria (Pérez Galdós, 2009a: 1372); la orden de fusilamiento del avaro por traidor (Pérez Galdós, 2009a: 1373). Sin embargo, Montoria no experimenta ningún declive físico ni sufre tampoco la separación del hijo menor como en la novela. La pujanza que exhibe en la última escena, cuando ante la llegada de refuerzos insta a los muertos a que se
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levanten para participar del júbilo de la jornada (Pérez Galdós, 2009a: 1373-1374), contrasta sobremanera con el sentimiento de derrota total que lo invade al término del episodio. El sino desastrado del héroe se sustituye, en ęn, por una providencia benévola. Un segundo modelo de pundonor se encuentra en Manuela Sancho, de quien Toreno encomió ya su papel en la defensa del reducto del Pilar y el convento de San José el 10 de enero de 1809: «Sobresaliendo en bizarría una mujer llamada Manuela Sancho, de edad de veinticuatro años, natural de Plenas, en la serranía» (2008: 353). Galdós la menciona varias veces en 1874 en calidad de «segunda artillera» (Pérez Galdós, 2005e: 689) que no se arredra ante ningún obstáculo y sobrevive a las heridas recibidas en el combate. En el libreto, el personaje se sitúa en el primer plano de la acción al relatar ella misma las proezas que le han dado nombradía (Pérez Galdós, 2009a: 1354). Nuestro autor se permite además la licencia de inventarse la agonía de Manuela en el campo de batalla para conmover a los espectadores con una escena llena de patetismo: «En mi seno desgarrado penetró la muerte… Aquí la siento, aquí… ¡Oh Virgen de Aragón, Santa del Pilar, dadme la vida! La necesito para mi Patria. No quiero morir, no quiero» (Pérez Galdós, 2009a: 1369). Como colofón, el coro honra su memoria con los cantos: «¡Honor a la gallarda heroína!» (Pérez Galdós, 2009a: 1369). El fallecimiento de Manuela supone, en resumidas cuentas, un golpe de efecto que cuenta con la complicidad de un público más que dispuesto a aceptar la inclusión de elementos ęcticios en la dramatización de un suceso histórico. El caso de María de Candiola es igualmente indicativo del tipo de caracterización que Galdós introduce en 1908. Aunque en el episodio se la describe inicialmente como una mezcla de pasión (Pérez Galdós, 2005e: 714) y bondad (Pérez Galdós, 2005e: 715), María no encaja en el estereotipo de la mujer angelical del Romanticismo que vive por y para el amor. Así se percibe en la contundente denuncia que hace del racismo de sus compatriotas: «¿Por qué somos despreciados? ¿Qué hemos hecho?» (Pérez Galdós, 2005e: 716). La muchacha percibe la injusticia con que los zaragozanos tratan a su progenitor, de ahí que recabe la protección de Agustín a ęn de evitar el fusilamiento de aquél: «Siempre he creído y creo que no me quitarás a mi buen padre, a quien quiero tanto como a ti» (Pérez Galdós, 2005e: 772). En el drama, la exacerbación del amor ęlial está amortiguada por una exhortación a la patrona de Zaragoza, a quien ella ruega que otorgue «la victoria» a
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sus súbditos (Pérez Galdós, 2009a: 1360).24 Los intereses de la guerra dominan ahora sobre los del amor, lo que justięca la renuncia de la hija de Candiola a la felicidad en la tierra a cambio de encontrarse con Agustín en el cielo: «La muerte, sólo la muerte nos unirá» (Pérez Galdós, 2009a: 1373). Su sacrięcio rebaja considerablemente los conatos de rebeldía que veíamos en el episodio, mostrándonos con su ejemplo la supeditación de los deseos del individuo a las necesidades de la colectividad. El carácter de epopeya nacional que tiene la ópera se percibe aún con mayor nitidez en la evolución del segundón de los Montoria. En el episodio, Agustín personięca en sus diálogos con María la cosmovisión romántica que se cimienta en la omnipotencia del amor: «No comprendo la vida sin ti, y perdiéndote no existiría. Eres la suprema necesidad de mi alma, que sin ti sería como el universo sin luz» (Pérez Galdós, 20053: 716). La fuerza de la pulsión amorosa está en consonancia con la tibieza que muestra a la hora de empuñar las armas. A la pregunta de si tiene ganas de batirse, responde que «[n]o muchas», por miedo de que «la primera bala» lo mate (Pérez Galdós, 2005e: 670). Tampoco le preocupa el desenlace del asedio, siempre y cuando María esté a su lado: «Húndase Zaragoza; pero no dejes de quererme» (Pérez Galdós, 2005e: 771). La imagen de un Agustín apocado al que sólo le concierne la relación con su enamorada varía por completo en el drama. El hijo menor de don José hace su aparición en la escena II del acto primero, listo desde el principio a pelear con denuedo por Zaragoza: «Ni entusiasmo, ni bravura, ni decidida voluntad me faltan» (Pérez Galdós, 2009a: 1352). La amada y la contienda bélica se nivelan dentro de su escala de valores a través de la identięcación de María con la nación: «Tu imagen es en mi mente la encarnación del sentimiento patrio» (Pérez Galdós, 2009a: 1360).25 Finalmente, Agustín se eleva por encima de sus compatriotas aceptando con serenidad la separación terrenal que le propone su prometida. El joven no tiene ya que refugiarse en un monasterio para llorar la pérdida de su amor, sino que inmola
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Pese a las numerosas invocaciones a la Virgen del Pilar que hay en el episodio, María nunca se ampara en ella como sí lo hace en la ópera. 25Ȳ Agustín ahonda en las semejanzas mediante un símil: «Nuestro amor, como Zaragoza, está cercado de crueles enemigos […] Defendámonos con heroísmo, y sigamos el ejemplo de constancia y tesón de esta invencible ciudad» (Pérez Galdós, 2009a: 1360).
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éste «en el altar de la patria» (Pérez Galdós, 2009a: 1373) y permanece al lado de los suyos como si nada hubiera pasado. Frente a la opinión de la mayoría, la oposición de Jerónimo de Candiola a los que él considera excesos del militarismo lo convierte en un marginado social que no goza en absoluto de la estima de la población. Ello no es óbice, sin embargo, para que el personaje capte con lucidez los perjuicios que resultan cuando la defensa de la ciudad se extrema hasta límites inhumanos. La «gloria» y el «heroísmo» no son para él más que «zarandajas» que distan mucho de ofrecer un consuelo moral a las víctimas: «¿Qué van ganando los que han muerto?» (Pérez Galdós, 2005e: 749). Candiola reitera con idéntica convicción las diatribas contra la resistencia en el drama, pero con la particularidad de que María no simpatiza ya con sus ideas ni le disculpa tampoco su falta de caridad. Al contrario, la hija lo moteja muy signięcativamente de «ateo de la Patria» (Pérez Galdós, 2009a: 1360) porque apoya a los sitiadores por culpa de la avaricia que lo corroe. Ni que decir tiene que esta declaración contrasta con la piedad que distingue la relación de María con su progenitor en la versión de 1874. Por si lo anterior no bastara, la credibilidad que merecen las acusaciones de traición a Candiola Ěuctúa de un texto al otro: no concluyentes en la novela, irrefutables en el drama.26 Cabe inferir, pues, la posibilidad de que la ejecución del avaro en el episodio obedezca a un deseo de venganza por parte de la gente; en la representación, en cambio, el espectador tiene la seguridad de estar presenciando un acto de justicia donde se castiga como es debido un delito de lesa nación. La dialéctica entre la guerra y la paz que enfrenta a un grupo de patriotas (José de Montoria, Manuela Sancho, María de Candiola y Agustín de Montoria) con un renegado (Jerónimo de Candiola) tiene su clímax en el desenlace. Recordemos que el episodio deja sin resolver la contradicción que supone consignar una catástrofe sin paliativos (Pérez Galdós, 2005e: 779) al lado de una digresión que exalta «la idea de nacionalidad» (Pérez Galdós, 2005e: 779). La escena ęnal del
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Dice María: «Mi padre no puede haber hecho traición […] Son calumnias de sus enemigos» (Pérez Galdós, 2005e: 771). Sus palabras tienen visos de verdad si tenemos en cuenta que nos las habemos con «el único personaje de conducta irreprochable en el curso de la novela» (Esterán, 2001: 143). En el drama, las pruebas contra Candiola son demasiadas para que pueda cuestionarse su culpabilidad, máxime cuando él mismo parece abonarla: «Lo que callo, Dios os lo dirá» (Pérez Galdós, 2009a: 1372).
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drama, por su parte, marca inequívocamente el apogeo de la resistencia contra el invasor sin que se lamente la pérdida de vidas humanas. Al sonar los primeros compases de una jota, Agustín divisa en lontananza la llegada de los granaderos de Zaragoza que acuden solícitos en ayuda de los sitiados, «mandados por la propia Virgen del Pilar» (Pérez Galdós, 2009a: 1374).27 La yuxtaposición de exclamaciones de ánimo, música festiva y canto coral preludia la victoria de los aragoneses, quienes «se lanzan contra el enemigo invisible» en medio de un «[e]ntusiasmo frenético» (Pérez Galdós, 2009a: 1374). Poco importa que se hayan manipulado de nuevo los acontecimientos para plasmar en el escenario lo que nunca ocurrió en el campo de batalla. Cuando el imperativo de la nación así lo exige, las prerrogativas de la ęcción histórica priman sobre los principios de la verdad histórica. Qué duda cabe de que el magisterio de Aristóteles no pasa desapercibido a nuestro escritor: «La poesía es más elevada y ęlosóęca que la historia» porque no reęere «lo que ha sucedido», sino «lo que podría suceder» (1974: 1451b); o, en nuestro caso, lo que debería haber sucedido. Los dos episodios de 1874, el drama histórico de 1893 y el drama lírico de 1908 establecen entre sí, y sin solución de continuidad, una red de enlaces y desconexiones en que conviven simultáneamente los paralelismos y las antítesis: el panegírico de la nación está siempre presente, si bien mediatizado por un humanismo de cariz pacięsta; las exigencias de la batalla son ineludibles, lo cual no obsta para que en ocasiones se imponga el afán de supervivencia; la conducta de los líderes se caracteriza a veces por la ejemplaridad, a veces por la desidia o la intransigencia; el heroísmo justięca muchas de las acciones, pero también lo hace el amor a los seres queridos. El peręl de Jano bifronte, en suma, no se revela nunca tan nítidamente como en las representaciones que hace Galdós del cerco de los franceses a las ciudades de Zaragoza y Gerona durante los años 1808 y 1809.
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Los vínculos que unen la ciudad con su patrona se establecen desde el primer parlamento de la obra a cargo del Padre Aragón: «Nuestra Señora del Pilar alberga en su casa a los mártires de la patria» (Pérez Galdós, 2009a: 1351).
REPRESENTACIONES DE LA NACIÓN: UNA LECTURA A LA LUZ DE LA IMAGOLOGÍA
UћюѠ єќѡюѠ ёђ іњюєќљќєҌю El estudio de los estereotipos nacionales ha avanzado considerablemente en los últimos años gracias al desarrollo de la imagología, ciencia que examina el origen y función de los rasgos de carácter (etnotipos) que singularizan a los habitantes de un determinado país. Como su nombre sugiere, la imagología se centra en la clasięcación y estudio de las imágenes mentales que nos hacemos de los demás o de nosotros mismos. Dichas imágenes guardan estrecha relación con «une situation culturelle historiquement déterminée» (Pageaux, 1983: 79) de la que dimanan, pero carecen por lo general de base factual o empírica. Lejos de esencialismos que presupongan la existencia natural de etnotipos, nuestra disciplina sostiene que los caracteres especíęcos de una comunidad sólo adquieren vigencia en la medida en que se expresan verbal o gráęcamente en un texto. El objetivo no se cifra tanto en describir cómo son verdaderamente un pueblo o una gente concretos, cuanto en dar cuenta de los mecanismos discursivos de los que ha emergido históricamente la identidad de una nación. La imagología no debe confundirse con una sociología de segundo grado, pues le concierne más la elaboración de un discurso que la comprensión de los mecanismos que rigen una sociedad (Beller/Leerssen, 2007: xiii). Se pretende, en suma, articular una retórica de los estereotipos nacionales, no teorizar acerca de los fundamentos que componen la identidad nacional (Leerseen, 2007: 27).
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El método constructivista de la imagología se revela especialmente fértil en el campo de la ęcción en prosa, dado que ésta requiere del lector una voluntaria suspensión del descreimiento que permite atribuir ciertos papeles actorales a una comunidad, todo ello «within a narrative conęguration» (Leerssen, 2000: 282). Así sucede en los episodios Cádiz1 y La batalla de los Arapiles, donde una serie de personajes encarna diversas imágenes de la nación que concurren en los años de la Guerra de la Independencia: la España del Antiguo Régimen, la España pintoresca y la España de las Cortes de Cádiz. El conjunto de estas representaciones rebasa los límites de la historia para adentrarse en el terreno del mito, de acuerdo con una concepción ideal que varía según la óptica de sus respectivos portavoces. La pugna de éstos entre sí, dialéctica a la vez que cuerpo a cuerpo, arroja en última instancia un vencedor que se apropia de los valores de la nación imaginada que el autor traslada a sus compatriotas de la década de 1870. Lo anterior no signięca, con todo, que la adopción de un modelo excluya la actualización de otros en apariencia obsoletos o incluso peligrosos. Como abordaremos en nuestro análisis, la pervivencia de arquetipos universales en el presente hace que el futuro de España con que sueña Gabriel tenga que incorporar también elementos del pasado. Ello cuadra con la propia naturaleza de los estereotipos, a los que se ha deęnido en virtud de su «Janus-faced ambivalence» (Leerseen, 2000: 279). En los episodios mentados se constata, pues, la existencia de otros dos modelos imagológicos en cuyo seno se dan la mano la contradicción y la complementariedad: el quijotismo, que se impugna o se proclama dependiendo de la persona que lo adopte; y la mirada romántica a España por parte de los viajeros extranjeros, que suscita simultáneamente el rechazo y la atracción.
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Revisando el manuscrito para su publicación, nos enteramos de la publicación de una edición de Cádiz (Cádiz: Fundación Municipal de la Cultura, 2013) coordinada por Alberto Romero Ferrer, que incluye además una serie de estudios de la novela a cargo de reputados especialistas en la materia. Lamentamos no haber tenido acceso a ella durante la preparación de este capítulo.
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Lю ђѠѝюҟю ёђљ юћѡієѢќ џѼєіњђћ Según se expone en el primer ciclo de Episodios nacionales, durante la Guerra de la Independencia la aristocracia de rancio abolengo se refugia nostálgicamente en el Siglo de Oro en un intento de paliar la decadencia que la acosa y preservar los privilegios. El nulo resultado de sus tentativas ilustra hasta qué punto Galdós rebate un sistema de valores que a la altura del siglo ѥіѥ constituye para él un caso de Ěagrante anacronismo. Una primera muestra de esta actitud se encuentra en la condesa doña María del Rumblar, matriarca de un distinguido linaje andaluz que reúne en su persona las virtudes y los defectos inherentes a su estamento. Ciertamente, el españolismo a la antigua que profesa en repetidas ocasiones revela la fuerza de un espíritu que no se arredra ante la invasión del enemigo. Un patriotismo tan apegado al pasado le cierra, sin embargo, los ojos a la realidad. Para empezar, doña María descuida lamentablemente la educación de sus vástagos al restringir la libertad de las hijas hasta los límites del absurdo, mientras que tolera mucho más los desmanes del heredero. Se retoma aquí la preocupación ilustrada por el exceso de control que los padres tienen sobre las hijas,2 si bien desde una óptica distinta a la propuesta en El sí de las niñas —a cuyo estreno, recordemos, asistió Gabriel el 24 de enero de 1808 (Pérez Galdós, 2005i: 134-140)—. En la comedia de Moratín, el conĚicto se resolvía mediante la intercesión benefactora de don Diego en calidad de representante de la Razón y del Estado; en Cádiz, la autoridad de doña María (como la de Bernarda Alba un siglo después) se mantiene más ęrme si cabe tras el desliz de su hija Asunción. El desprecio a la generación presente, que ella juzga «incapaz de un sentimiento elevado» (Pérez Galdós, 2005c: 1039), es igualmente cuestionable si se considera el móvil económico que guía la decisión de casar a su hijo con Inés. Aunque agradece a Gabriel que haya defendido el honor ultrajado de la familia, la condesa se muestra incapaz de perdonar a Asunción y preęere encerrarse en vida a transigir con la deshonra: «Yo he muerto, he muerto ya. El mundo se acabó para mí» (Pérez Galdós, 2005c: 1047). Por último, menoscaba injustamente la virtud de Inés, entregándola a Gabriel como una mercancía sin valor de la que no le importa desprenderse: «Puede usted llevársela, huir de 2Ȳ
En el capricho 14, «¡Qué sacrięcio!», Goya denuncia la codicia de un padre que entrega a su hija, contra la voluntad de ésta, a la lujuria de un pretendiente con posibles.
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Cádiz…, divertirse, sí, divertirse con ella. Le aseguro a usted que vale poco» (Pérez Galdós, 2005c: 1048). La invectiva contra la nobleza prosigue con el marqués don Pedro del Congosto, criatura de ęcción que resulta de la «fusión» de tres individuos que en el Cádiz de aquella época dan en «la manía del vestir y calzar a la antigua» (Pérez Galdós, 2005c: 919). Nos referimos al escocés Juan Downie, el marqués del Palacio y Manuel Jiménez Guazo, personajes históricos a quienes une su convencimiento de que la salvación de España pasa irremisiblemente por el retorno a los tiempos de Felipe II. Don Pedro comparte con ellos acciones y rasgos de carácter que rayan en lo caricaturesco, entre los cuales destaca un incidente que en su día protagonizó el marqués del Palacio. El relato que Gabriel hace del lance sigue casi al pie de la letra el testimonio de Adolfo de Castro (1862: 23), aunque la autoría de los hechos se atribuye por supuesto a Congosto. El 30 de mayo de 1810, éste y los demás integrantes de la Cruzada del Obispado de Cádiz se dirigen al palacio de la Aduana para rendir honores al Consejo de Regencia en la onomástica del rey Fernando. Don Pedro entra en el salón, se pone los espejuelos, saca un papel del bolsillo de los greguescos y empieza a leer unos versos «tan rematadamente malos como obra que eran del mismo personaje que los leía» (Pérez Galdós, 2005c: 929). Para mayor escarnio, acompaña la lectura del poema con una exhibición de «tajos, mandobles y cuchilladas en el aire» con la espada que remacha «el grotesco papel que estaba haciendo» (Pérez Galdós, 2005c: 929).3 Concluida la representación, se retira con una reverencia y desęla luego con sus soldados por las calles de Cádiz escoltados de cerca por la chiquillería, en una escena que recuerda «la entrada de don Quijote en Barcelona» (Pérez Galdós, 2005c: 930).4
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La charlotada de don Pedro no debe leerse como una sátira de «the theatricalized and burlesque aspects of the Cortes» (Urey, 1990: 575), ya que ocurre en el interior del edięcio de la Regencia. Se trataría, más bien, de subrayar la obsolescencia de esta última institución, que «aprovechaba cualquier ocasión para traicionar a las Cortes» (Solís, 1958: 283). 4Ȳ Otras transposiciones del plano histórico al novelístico son la espada de Francisco Pizarro que ciñe don Pedro, regalo de la marquesa de la Conquista a Downie como premio a sus servicios (Solís, 1958: 950); la ya mentada Cruzada del Obispado de Cádiz, que se inspira en la Cruzada del Obispado de Málaga de Jiménez Guazo (Castro, 1862: 34); ęnalmente, el sobrenombre nuevo Quijote con que sus contemporáneos motejan a Jiménez Guazo (Castro, 1862: 35), al igual que lord Gray hará con don Pedro.
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La referencia a Cervantes no es gratuita, sino práctica habitual en un autor que desde los inicios de su carrera recurre al Quijote para iluminar los entresijos de la condición humana. En «El aniversario de la muerte de Cervantes», artículo de juventud publicado el 23 de abril de 1868 en La Nación, Galdós elogia la obra maestra de don Miguel por constituir un «trasunto ęel de todos los movimientos y aspiraciones» (cit. Goldman, 1971: 104) del individuo. El novelista canario valora también la capacidad de Cervantes de plasmar en una serie de dualismos (realismo/idealismo, cordura/locura) la identidad española que uno y otro ven en conĚicto permanente consigo misma.5 Don Pedro se sitúa en uno de los extremos de esta dialéctica, puesto que el empeño en resucitar en el presente las virtudes sempiternas de sus compatriotas (la hidalguía, la cortesía, el respeto, la fe religiosa) redunda casi siempre en detrimento de su persona. Carente de dimensión heroica, nuestro marqués es una parodia del caballero andante que ha perdido el sentido de la realidad. Ninguno de los actos que lleva a cabo resuelve los conĚictos que se plantean, ni a nivel colectivo (el asedio francés) ni, sobre todo, personal (los atropellos de lord Gray). La temeridad de Congosto en el combate hace, por ejemplo, que llegue descalabrado de la expedición al condado de Niebla (Pérez Galdós, 2005c: 991), como tantas veces ocurre con el personaje de Cervantes. La semejanza entre ambos se hace aún más explícita en el desafío que don Pedro lanza a lord Gray después de que éste seduzca y abandone a Asunción. El inglés se alegra de topar por ęn con un Quijote de carne y hueso que está buscando desde su llegada a España, si bien reconoce que el ejemplar que tiene delante está «algo degenerado» (Pérez Galdós, 2005c: 1019). No le falta razón tampoco a doña María cuando duda de la eęcacia de la ayuda que don Pedro pueda dispensarle: «No es usted […] quien ha de arreglar esto» (Pérez Galdós, 2005c: 1038). Efectivamente, el desprecio con que lord Gray contempla a su rival le insta a convertir el duelo en una «función quijotesca» (Pérez Galdós, 2005c: 1039) para deleite de los asistentes al mismo. A imitación del enfrentamiento de don
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José F. Montesinos escribe que «la interpretación que de España hace Galdós» deriva del Quijote, novela que «le ha dado la clave de la locura española, raíz de nuestras grandezas y nuestras miserias» (1968, I: 105). Rubén Benítez sostiene una opinión semejante: «Galdós acepta ya al Quijote como obra cifrada en que se representa alegóricamente, como apólogo o fábula, la contradicción fundamental del espíritu español entre el idealismo extremado, y el realismo más bajo» (1990: 40).
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Quijote con el lacayo Tonsilos (Cervantes, 2004, II, cap. 56), don Pedro termina batiéndose con el señor Poenco en una función carnavalesca que se salda con su apaleamiento a manos de la multitud (Pérez Galdós, 2005c: 1043-1045). Gabriel nota con tristeza cómo la espada de Francisco Pizarro propiedad de don Pedro queda abandonada en el suelo, circunstancia que le hace reĚexionar acerca del estado adonde «habían venido a parar las grandezas heroicas de España» (Pérez Galdós, 2005c: 1045). Una degradación mayor que la de doña María y la de don Pedro se observa en la joven aristocracia que personięca Diego del Rumblar, la cual se agarra a sus privilegios de clase sin respetar la dignidad de sus antepasados ni comprometerse tampoco con la transformación de las estructuras sociales. Como esbozamos en el capítulo 4, el adolescente imberbe que Luis Santorcaz manipula a su gusto en los episodios Bailén y Napoleón en Chamartín se extravía sin remisión en Cádiz, fruto de la exacerbación de los vicios que lo dominan. Un «desęgurado» (Pérez Galdós, 2005c: 926) don Diego se las sigue dando de jacobino y revolucionario, pero no se trata más que de una fachada con que ocultar las bajas pasiones que lo corroen: incapacidad para la lucha armada;6 locura crematística;7 lujuria;8 pasión por el juego;9 ęnalmente, falta de arrestos que le impide retar a lord Gray.10 El retrato que de él nos ofrece Gabriel coincide con el que el diputado liberal José Gordillo hace de los hijos de los nobles: «Seducidos con la abundancia de sus progenitores, o con la protección que les dispensa el valimiento del favor, preęeren la ignorancia al saber, la distracción al estudio, y la ociosidad a la meditación» (Diario, 2005, 316: 1637). Signięcativamente, el parlamento de Gordillo tiene lugar durante uno de los debates de las Cortes que
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Para más inri, fanfarronea acerca de su actuación —nada memorable, por cierto— en la batalla de Bailén: «Harto trabajamos Gabriel y yo junto al puente de Herrumblar […] si no es por nosotros» (Pérez Galdós, 2005c: 939). 7Ȳ Se ve obligado más de una vez a pedir dinero a Gabriel: «Si le prestaras cuatro duros al señor conde de Rumblar, Europa entera te lo agradecería» (Pérez Galdós, 2005c: 1000). 8Ȳ Participa en «la más grosera orgía que ventorrillo andaluz puede ofrecer» (Pérez Galdós, 2005c: 1007). 9Ȳ Es un habitual de los garitos gaditanos: «Me dieron ganas de entrar en casa de Pepe Caifás, y allí perdí los cuatro duros que me diste esta tarde» (Pérez Galdós, 2005c: 1006). 10Ȳ «Hace poco, la Inesita me llamó vil y cobarde por dejar sin castigo esto de anoche» (Pérez Galdós, 2005c: 1040).
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acontece por las mismas fechas —agosto de 1811— en que transcurre nuestro episodio. Ello indica que la caracterización de la nobleza no se realiza a partir de una generalización más o menos precisa, sino que está arraigada en la coyuntura política en que se desarrolla la trama. Lю ђѠѝюҟю ѝіћѡќџђѠѐю La impugnación de la España imperial corre parejas con el desenmascaramiento de un segundo estereotipo que por su actualidad representa una amenaza mayor: la España pintoresca. Cabe señalar dos etapas en la creación de esta imagen: una de formación y otra de consolidación. La primera se fragua en la segunda mitad del siglo ѥѣііі de resultas de la oposición del casticismo a la hegemonía cultural de Francia en la península bajo el auspicio de los Borbones (Torrecilla, 2004: 129). La segunda, mucho más conocida, se inicia con el descubrimiento del teatro del Siglo de Oro por parte de los románticos alemanes, quienes lo consideran la «expresión genuina» del «espíritu nacional» (Ayala, 1986: 15). Pocos años después, la victoria sobre el ejército de Napoleón renueva el entusiasmo de los europeos por un pueblo, el español, al que exaltan por su belicismo y capacidad de resistencia. La culminación del proceso tiene lugar durante las décadas de 1830 y 1840, cuando una élite de intelectuales y artistas —mayormente franceses e ingleses— viaja por nuestro país en busca de los elementos que, según ellos, constituyen el hecho diferencial de sus habitantes: la marginalidad (Torrecilla, 2004: 51), percibida como un signo de autenticidad frente a un capitalismo en alza que tiende a la nivelación; y el apasionamiento (Torrecilla, 2004: 114), feliz consecuencia del predominio del instinto sobre la razón. El extranjero que recorre la península difícilmente puede prescindir de una visión codięcada con anterioridad por los eruditos y los viajeros que lo han precedido. Ello explica que sus impresiones vacilen entre una ęguración sub specie aeternitatis producto de la escritura y la realidad cambiante que extraen de sus dotes de observación. El conĚicto se resuelve habitualmente a favor de la imagen tipięcada por la tradición, lo cual equivale a suscribir el etnotipo pintoresco en detrimento de una mirada que abarque el panorama social, político y económico de España. Más que un deseo verdadero de conocer, el viajero romántico se deleita en reconocer por vía de la imaginación —consciente seguramente de la adulteración que lleva a cabo— aquellos rasgos que sus compatriotas
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señalaron ya como distintivos. No logra sustraerse, en suma, al placer de corroborar in situ los estereotipos que se han instalado en su mente a través de la lectura,11 aun si ello implica falsear los hechos para que coincidan con su entelequia. El propio Gabriel expresa el arrobo que experimentaban «los extranjeros que venían a España» (Pérez Galdós, 2005c: 997) y cuyas sensaciones solían difundir luego en libros de viajes, cuadros y novelas. Dicha actitud la comparten los ingleses lord Gray y miss Athenais Fly, quienes tienen un papel destacado en Cádiz y La batalla de los Arapiles respectivamente. El entusiasmo que manięestan por el exotismo de los españoles no procede de una asimilación de la gente y costumbres del país, sino de una fabricación urdida en su calenturienta mente. Pese a pecar de un exceso de fantasía, no es menos cierto que ambos seducen con su encanto a cuantos los rodean, al par que cuestionan la lógica del mundo burgués a la que se adhiere Gabriel. Uno y otra reúnen en su persona, en ęn, los dos extremos de la mentalidad romántica: por un lado, los extravíos de la razón y la moral convencionales; por otro, el intento de rebasar los límites de la condición humana. Lќџё GџюѦ Personaje byroniano que llegó a Cádiz en el verano de 1809 en compañía del poeta inglés (Pérez Galdós, 2005c: 904),12 lord Gray encaja perfectamente en la categoría del tipo delineado en los párrafos anteriores. Se trata de un viajero de clase alta procedente de Europa que recorre Andalucía13 en busca de un paraíso donde la Revolución Industrial no haya hecho mella todavía. Asqueado de una Inglaterra 11Ȳ
«Si una nación, una región o una ciudad ya ha sido tematizada, literarizada […] ¿es concebible que el escritor la contemple y descubra como por primera vez? ¿No será que la literatura nos impide ver el mundo?» (Guillén, 1998: 336). 12Ȳ Junto a su amigo John Cam Hobhouse, Byron se detiene en Cádiz desde la noche del 29 de julio hasta la madrugada del 3 de agosto de 1809, cuando ambos parten para Gibraltar (Pujals, 1982: 12-18). El poeta deja constancia de su visita en las estrofas LXV-LXXXV del primer canto de Childe Harold’s Pilgrimage, obra que Galdós tal vez conociera (Rodríguez, 1978: 4). Una breve descripción de Byron en la ciudad andaluza aparece en el episodio Gerona: «Era a ratos amable y ęno, a ratos sombrío y sarcástico» (Pérez Galdós, 2005d: 894). 13Ȳ El estatus especial que Andalucía tiene para los extranjeros se debe a lo que Alberto González Troyano denomina la «polimorfía» de la región: «El conglomerado histórico,
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mercantilista y colonialista (Pérez Galdós, 2005c: 910), lord Gray se regodea en el primitivismo de una gente «pendenciera, ruda» (Pérez Galdós, 2005c: 911) como los guerrilleros a quienes tanto pondera y en cuyas ęlas quiere alistarse: «Esos generales que no saben leer ni escribir y que eran ayer arrieros, taberneros y mozos de labranza, exaltan mi admiración hasta lo sumo» (Pérez Galdós, 2005c: 912). La pobreza que ve en el Cádiz sitiado le da también la oportunidad de unirse a los mendigos que pululan por la ciudad y comer con ellos la sopa boba del convento (Pérez Galdós, 2005c: 992-993). Ya hemos visto que por los años en que lord Gray está en Cádiz, y a consecuencia de la brutalidad de la guerra, el retrato del «español ardiente y arbitrario» (Torrecilla, 2004: 114) está empezando a gestarse como uno de los componentes de la idiosincrasia patria. No sorprende por ello que el aristócrata inglés elogie la «salvaje manifestación de sus pasiones» (Pérez Galdós, 2005c: 994) que asegura encontrar en el bajo pueblo. Además de convertirse en portavoz de un pintoresquismo ideado desde fuera, en nuestro personaje convergen avant la leĴre, y a guisa de parodia (Letemendía, 1988: 71), los rasgos primordiales del Romanticismo que irrumpe en España tras el regreso de los exiliados en 1833. El primero de ellos se cifra en la proyección de la naturaleza en su estado de ánimo, plasmada artísticamente a través de la falacia patética. Un día en que contempla embelesado un temporal desde la playa, le entra la tentación de arrojarse al agua. El impulso de fundir su espíritu con los elementos resulta imposible de resistir para quien discierne que las turbulencias del mar embravecido reĚejan las suyas: «Este delirio es mi delirio» (Pérez Galdós, 2005c: 914). Al igual que las nubes y las olas que se elevan vertiginosamente «hacia un punto a que no llegan nunca» (Pérez Galdós, 2005c: 914), así concibe él su «propio afán» (Pérez Galdós, 2005c: 914) de aspirar siempre a lo que queda fuera de su alcance. Lord Gray ha recorrido ya toda la escala de las depravaciones y no le queda «nada por ver en las negras profundidades del vicio» (Pérez Galdós, 2005c: 964), de ahí que la búsqueda de lo irrealizable devenga el objetivo preferente de su existencia: «¡Viva lo imposible! El placer de acometerlo es el único placer real» (Pérez Galdós, 2005c: 968).
la fragmentación y el mestizaje racial, la heterogeneidad geográęca se avenían perfectamente con la sensibilidad poco regulada previamente del romántico» (1987: 17).
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La fusión con la naturaleza y el deseo de experimentar sensaciones cada vez más fuertes se complementan con unas dotes de seductor que lo asemejan a un «demonio tentador» (Pérez Galdós, 2005c: 1029). En comparación con Félix de Montemar en El estudiante de Salamanca, quien persigue al fantasma de doña Elvira con intención de penetrar el sentido de la existencia,14 el satanismo de lord Gray carece de dimensión metafísica. Su actitud no revela tanto la sed de inęnito del romántico, cuanto las maquinaciones de un farsante que pretende aliviar a costa de los demás el aburrimiento que lo consume. Carente de escrúpulos, se ęnge enamorado de Asunción para inspirar lástima y destruir la inocencia de una joven destinada a Dios. Tras alzarle el velo y «mirar si había algo de humano tras los celajes místicos que la envolvían» (Pérez Galdós, 2005c: 1041), el desengaño se apodera de él y lo sume de nuevo en el esplín: «El hermoso misterio se disipó… La realidad todo lo mata» (Pérez Galdós, 2005c: 1041). Lord Gray no tarda en darse cuenta de que Asunción es una mujer como las demás y por ello la abandona rápidamente, sin preocuparse por las consecuencias de sus acciones. No satisfecho con que el deshonor de la muchacha afecte el bienestar de una familia, lord Gray osa atentar contra el concepto de España que encarnan los Rumblar, compuesto en su opinión de fanatismo religioso y orgullo de sangre a partes iguales (Pérez Galdós, 2005c: 968). Como él mismo explica, enfrentarse a doña María y sus hijos equivale a «luchar contra toda una nación» (Pérez Galdós, 2005c: 1041). Lord Gray rechaza también de plano las reformas que las Cortes de Cádiz llevan a cabo por entonces en pro de la modernización del país, que a su juicio amenazan con destruir el embrujo de sus habitantes: «Hermoso país es España […] Esa canalla de las Cortes lo va a echar a perder» (Pérez Galdós, 2005c: 964). El inglés se querella contra los diputados que quieren mejorar las condiciones de vida del pueblo en vez de dejar que éste viva en paz y alegría con su miseria: «Desde que hay en España ęlósofos y políticos charlatanes y escritores con pujos de estadistas, se ha empezado a declarar ominosa guerra a estos mis buenos amigos» (Pérez Galdós, 2005c: 995).
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«[E]l hombre en ęn que en su ansiedad quebranta / su límite a la cárcel de la vida, / y a Dios llama ante él a darle cuenta, / y descubrir su inmensidad intenta» (Espronceda, 1988, IV: 1257-1260).
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Las extravagancias de lord Gray están desprovistas de autenticidad hasta ese momento, por lo que tanto sus declaraciones como sus hechos no sirven sino para componer el retrato de un histrión consumado. Sin embargo, el personaje evoluciona por otros derroteros en los últimos párrafos del episodio. Él mismo se ve entonces —y no hay motivos para dudar de su sinceridad— como la encarnación de los anhelos de rebeldía que deęnen al ser humano en todas las épocas y lugares. Bañado en sangre y a punto de expirar, lord Gray proclama orgullosamente ante Gabriel su condición de arquetipo que trasciende la ęnitud de la vida terrena: «¿Crees que he muerto? ¡Ilusión!... Yo no muero…, yo no puedo morir… Yo soy inmortal» (Pérez Galdós, 2005c: 1049). Gabriel está en estado de choque cuando rememora la escena ante Inés, como si temiera que el inglés pudiera resucitar en cualquier instante: «¿Esa ęgura que ha pasado delante de nosotros no es la de lord Gray?» (Pérez Galdós, 2005c: 1049). La agitación que lo sacude refuerza la universalidad del héroe romántico que se yergue imperecedero más allá del bien y del mal. Gabriel ha vencido en el duelo, pero sólo por una cuestión de «suerte» (Pérez Galdós, 2005c: 1049); y si bien lord Gray no llevará a cabo más fechorías, su espíritu transmigrará pronto a otro cuerpo para continuar demoliendo los cimientos del orden social que tan encarecidamente deęende nuestro protagonista. MіѠѠ FљѦ Miss Athenais Fly es una joven inglesa que viaja en la retaguardia del ejército de Extremadura estacionado en los alrededores de Salamanca durante la primera mitad de 1812. No le mueve el deseo de acompañar a un oęcial en calidad de esposa o amante, sino el de profundizar en sus estudios sobre «la historia, las tradiciones, las costumbres, la literatura, las artes, las ruinas, la música popular, los bailes, los trajes» (Pérez Galdós, 2005a: 1208) de España. Miss Fly tiene también una vena creativa que se manięesta en el cultivo de la pintura y la escritura: dibuja en un álbum las «iglesias, castillos y ruinas», al par que relata en forma de diario «todo lo que pasa» (Pérez Galdós, 2005a: 1215).15 La conjunción de texto e ilustraciones es el formato típico del 15Ȳ
Asistimos a un proceso circular que empieza y termina con el graphos: «La escritura […] modela el viaje, el cual suscita una experiencia digna a su vez de convertirse en escritura» (Guillén, 1998: 359).
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libro de viajes por España tan en boga a partir de 1830 (Calvo Serraller, 1995: 22), por lo que el modus operandi de nuestro personaje se adelanta en unos veinte años a su época. Por otro lado, y aun cuando su conocimiento de la lengua y la cultura españolas sugiera una mentalidad cientíęca, la visión de miss Fly está deformada por la lectura de los romances que devora sin cesar. Las aventuras allí referidas no sólo adquieren en su mente carácter de verdad, sino que la empujan a buscarlas ella misma «ansiosamente en la vida real» (Pérez Galdós, 2005a: 1224). Bajo la inĚuencia del Romanticismo,16 Athenais sublima el carácter de los españoles haciendo hincapié en virtudes como la bizarría, la pasión y la belicosidad (Arapiles 1263). Pretende así, como lord Gray, conferir sentido a una existencia ociosa y necesitada de estímulos. El encuentro fortuito con Gabriel, quien al detener los caballos del carruaje que corrían desbocados hacia un precipicio salva la vida de la joven, supone la posibilidad de que ésta haga realidad por ęn su quimera. En efecto, la acción de Araceli lo transmuta a ojos de miss Fly en un caballero de otros tiempos que ella identięca con el Cid (Pérez Galdós, 2005a: 1295) y otras ęguras del Romancero. La inglesa carece como don Quijote de la facultad de distinguir entre personajes históricos y ęcticios, de ahí que los meta a todos en el mismo saco: «El Cid, Bernardo del Carpio, Zaide, Abenamar, Celindos, Lanzarote del Lago, Fernán González y Pedro Ansúrez» (Pérez Galdós, 2005a: 1329). Los síntomas de locura que Gabriel advierte en Athenais17 no dięeren mucho, por tanto, de los que aquejan al héroe cervantino: una «monomanía literaria» (Pérez Galdós, 2005a: 1224) propia de quien «ha leído mucho» (Pérez Galdós, 2005a: 1258), que consiste en confundir los relatos de las novelas y romances con los sucesos que acontecen en el «mundo» (Pérez Galdós, 2005a: 1259). En su obsesión por transformar a Araceli en un hombre diferente del que es, miss Fly está convencida de que las aspiraciones de aquél no se satisfarán hasta que logre asemejarse a un héroe romancesco. La joven equivoca la vocación de Gabriel, asumiendo que desprecia la «menguada medianía» porque «arde en el deseo fogoso de una vida grandiosa, de lucha, de peligro» (Pérez Galdós, 2005a: 1271). El error 16Ȳ
Gabriel escribe al respecto lo siguiente: «Yo, en mi ignorancia, no conocía el sentimentalismo que entonces estaba en moda entre la gente del norte, invadiendo literatura y sociedad de un modo extraordinario» (Pérez Galdós, 2005a: 1259). 17Ȳ Así lo conęesa a Inés: «Si es una loca» (Pérez Galdós, 2005a: 1295).
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de la inglesa se extiende a la persona de Inés, a quien juzga como un «ave doméstica» (Pérez Galdós, 2005a: 1287) que sería «buena para un pobre hombre» (Pérez Galdós, 2005a: 1276), pero «indigna» (Pérez Galdós, 2005a: 1329) de alguien como Gabriel. Miss Fly reacciona con perplejidad al enterarse del amor que tiene nuestro protagonista por la hija de Amaranta, pues no le cabe en la cabeza que preęera su compañía a la suya: «¿Es cierto que amáis… a eso? (Pérez Galdós, 2005a: 1276; la cursiva es nuestra). Además de sumirla en el desconcierto, la ęrmeza de Araceli saca a relucir la cara menos amable de Athenais, a saber, la de amante18 despechada. Miss Fly abona los rumores que circulan al respecto de que Gabriel la ha engañado con promesas de matrimonio (Pérez Galdós, 2005a: 1346), a sabiendas de que se trata de un infundio. Irónicamente, quien se las arroga de mujer superior incurre en vicios propios de una mujerzuela de arrabal, tales como los celos, la venganza y la difamación que encontramos en la maja la Zaina del episodio Napoleón en Chamartín. A pesar de las debilidades que exhibe, nuestro personaje goza de justo predicamento entre sus compatriotas por su alcurnia, honestidad, belleza, saber e independencia. Ejerce asimismo una fascinación que podríamos calięcar de contradictoria en Gabriel, quien se ríe de sus consejos al tiempo que los obedece (Pérez Galdós, 2005a: 1265). Miss Fly es fuente inagotable de extravagancias que, paradójicamente, empujan al protagonista a la práctica del bien y al cumplimiento del deber. Por intercesión de la inglesa, Gabriel se da cuenta de que los valores burgueses no bastan para acometer las empresas que han de liberar a Inés y a su patria de la opresión respectiva de Santorcaz y de Francia. El convencimiento de que la ética del trabajo es insuęciente lo lleva a acogerse a un código caballeresco tamizado por la interpretación que, a la luz del Romanticismo, hace de él miss Fly.19 Gabriel quiere hacerse acreedor de la mano de Inés, pero para ello debe actuar como un héroe de romance capaz de ejecutar «las hazañas que soñaba
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Es ella quien se declara a Gabriel: «Sabed que os amo» (Pérez Galdós, 2005a: 1328). Luego le conęesa que «os amaba antes de conoceros» (Arapiles 1328) por haber dado muerte a lord Gray, burlador de su hermana gemela, a quien la deshonra empujó al suicidio. 19Ȳ Denise Dupont arguye con razón que «although romanticism is associated with immaturity, excessive passion, and distorted thinking, it is also the mode of heroism» (2006: 128).
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el alto espíritu de miss Fly» (Pérez Galdós, 2005a: 1276). El desenlace del episodio, que es también el de la serie, supone la conęrmación del credo idealista de Athenais bajo cuya advocación nuestro protagonista realiza lo que parecía imposible: entrar de incógnito en la Salamanca ocupada por los franceses para dibujar un plano de las fortięcaciones; reunir a Inés con sus padres; ęnalmente, ascender a la cima del Arapil Grande y expulsar de allí al enemigo. Y por si alguien dudara aún de la eęcacia de Athenais Fly, será ella quien lo saque del montón de cadáveres en que yace, quien cuide de él en el hospital y quien lo entregue sano y salvo a su enamorada. Tal vez «la casi increíble novela de miss Fly» (Pérez Galdós, 2005a: 1342) carezca de verosimilitud por ser fruto de la fantasía, como Gabriel sospecha en alguna ocasión (Pérez Galdós, 2005a: 1237); nos las habríamos, en todo caso, con una fantasía necesaria que repara los atropellos contra el individuo y la nación perpetrados por las fuerzas del mal. Lю EѠѝюҟю ёђ љюѠ CќџѡђѠ ёђ CѨёіѧ, ќ Dќћ QѢіїќѡђ џђёіѣіѣќ Lord Gray está en lo cierto cuando aęrma que don Pedro se parece al caballero de La Mancha como «el mulo al caballo» (Pérez Galdós, 2005c: 1020). Sin embargo, su visión del quijotismo resulta incompleta porque no atisba a comprender la positiva absorción del héroe cervantino que tiene lugar en la persona de Gabriel. Se explica así que no valore en su justa medida las cualidades de «un Quijote auténtico» (Devoto, 1971: 157) —y no «apócrifo» (Devoto, 1971: 157) como don Pedro— que termina restaurando la justicia. La sustitución de un Quijote desechable por otro deseable se ha visto como «una rotunda contestación al aserto antiespañol y anticervantino» (Rodríguez, 1978: 11) que contienen los versos siguientes del Don Juan de Byron: Cervantes smiled Spain’s chivalry away; A single laugh demolished the right arm Of his own country; –seldom since that day Has Spain had heroes. While Romance would charm, The world gave ground before her bright array; And therefore have his volumes done such harm, That all their glory, as a composition, Was dearly purchased by his land’s perdition. (2000, XIII, 11: 81-88)
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La explicación de Alfred Rodríguez nos parece plausible, teniendo en cuenta que para Galdós cervantismo y españolismo constituyen en el fondo dos caras de la misma moneda. No obstante, creemos que es posible plantear una segunda hipótesis que esté ligada al trasfondo histórico en que se desarrolla la acción, aspecto éste que la crítica apenas ha abordado y que requiere un examen cuidadoso. Siendo Cádiz «en tales días compendio de la nacionalidad española» (Pérez Galdós, 2005c: 992), la marcha de los sucesos durante la estancia del protagonista allí (febrero 1810-agosto 1811) condiciona el desenlace de la guerra como antes lo hicieran el levantamiento del Dos de Mayo o Bailén. La novedad radica, empero, en un desplazamiento del contenido bélico hacia la revolución política que quiere acabar con el Antiguo Régimen. Galdós había ya aludido a la trascendencia de la Constitución de Cádiz en una «Revista de la semana» publicada el 22 de marzo de 1868 en La Nación: «¡El 19 de marzo de 1812! Ese día fue el primero en la autonomía de España. Entonces se conoció, se dio leyes, fue nación» (cit. Shoemaker, 1972: 464; la cursiva es nuestra).20 Es lógico, pues, que la apertura de las Cortes Constituyentes el 24 de septiembre de 1810 tenga para él mayor relevancia que la resistencia de una plaza que, a diferencia de las de Zaragoza y Gerona, se muestra en todo momento inexpugnable. Gabriel relata por extenso la jornada del 24 de septiembre a lo largo de los capítulos VIII y IX, empezando por el trayecto a la Isla de León: «Por el camino de Cádiz a la Isla no cesaba el paso de diversa gente, en coche y a pie, y en la plaza de San Juan de Dios los caleseros gritaban, llamando viajeros: “¡A las Cortes, a las Cortes!”» (Pérez Galdós, 2005c: 931). Se describe luego la procesión a la iglesia de San Pedro (Pérez Galdós, 2005c: 932), que termina con el juramento de ędelidad de los diputados a la religión católica, a la nación y al rey Fernando (Pérez Galdós, 2005c: 933). La comitiva se dirige a continuación al teatro de la población, donde el eclesiástico liberal Diego Muñoz Torrero tiene el honor de abrir la sesión con «el primer discurso que se pronunció
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Hoy en día, la mayoría de historiadores abonaría la tesis de Galdós: «El estado actual de la investigación gaditana ha arrojado como conclusión principal la de que la primera revolución española fue un movimiento de y para la Nación» (Estrada Michel, 2003: 108). Pionero en esta interpretación fue Miguel Artola: «Las reformas nacidas en Cádiz han organizado hasta nuestros días esa comunidad nacional que llamamos España» (Orígenes, 1959, I: 491).
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en asambleas españolas en el siglo ѥіѥ» (Pérez Galdós, 2005c: 935). El turno corresponde después a Manuel Luján, encargado junto con Muñoz Torrero de leer el «Decreto del 24 de septiembre» por el que la soberanía de la nación pasa del rey a las Cortes (Pérez Galdós, 2005c: 936).21 Gabriel se topa allí con Amaranta y doña Flora, quienes lo invitan a una galería reservada desde donde pueden escuchar de cerca los parlamentos e intercambiar sus impresiones al respecto. A diferencia de la Historia de Toreno, principal fuente de información de todo lo acaecido ese día (2008: 625-640), Gabriel recurre a una focalización variable con que contrarrestar el punto de vista de sus amigas con el suyo. Amaranta y doña Flora contemplan los hechos como si asistieran a una representación teatral en un espacio habilitado especialmente para ello. Sus comentarios así lo atestiguan: que «empiece de una vez la función» (Pérez Galdós, 2005c: 934); «estamos en el primer acto» (Pérez Galdós, 2005c: 936); «[e]l pueblo cree que está viendo representar el sainete de [Juan Ignacio González del] Castillo La casa de vecindad, y quiere tomar parte en la función» (Pérez Galdós, 2005c: 937).22 Por su parte, a Gabriel no se le escapa la trascendencia del momento, como cuando aęrma tras la intervención de Muñoz Terrero que «el siglo décimo octavo [sic] había concluido» (Pérez Galdós, 2005c: 936). La distancia entre el tiempo de la historia y el tiempo de la narración le permite además contrastar la lucidez de que los diputados hacen gala en aquella ocasión con las tropelías cometidas desde entonces: «¡Qué claridad la de aquel día! ¡Qué oscuridades después, dentro y fuera de aquel mismo recinto!» (Pérez Galdós, 2005c: 937). Mediante el uso del perspectivismo, Galdós calibra el grado de madurez política de sus personajes: mientras que el narrador tiene plena conciencia de lo que está pasando, para sus acompañantes todo se reduce a una entretenida performance. La disparidad de opiniones separa en última instancia al ciudadano ejemplar Araceli, comprometido con
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«Los diputados que componen este Congreso, y que representan la Nación española, se declaran legítimamente constituidos en Cortes generales y extraordinarias, y que reside en ellas la soberanía nacional» (Colección, 2005: 1; la cursiva es nuestra). 22Ȳ La reacción de las dos señoras tiene base histórica: «En un principio el pueblo vio en las Cortes un espectáculo. Eran los días del teatro de la Isla, y el hecho, ya simbólico, de que las reuniones se celebraran en un lugar dedicado a actos públicos parece estar de acuerdo con la realidad de aquellos momentos» (Solís, 1958: 269).
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el presente y el futuro de España, de aquellos a quienes les trae sin cuidado el buen gobierno de la nación.23 Una vez sancionado el «Decreto de 24 de septiembre», los diputados liberales acometen sin dilación la tarea de desmantelar los pilares de una sociedad estamental que no responde ya a las necesidades del presente. Galdós da cuenta de su programa de reformas, el cual alienta paralelamente las ansias de renovación que sacuden a Gabriel y otros personajes. Nuestro protagonista concurre con una de las hijas de doña María, Presentación, a la sesión del 4 de junio de 1811 en que empieza a discutirse la «reversión a la Nación de los derechos jurisdiccionales y territoriales» (Diario, 2005, 246: 1175). Siguiendo una vez más a Toreno (2008: 795), Gabriel extrae un pasaje del parlamento de Manuel García Herreros que versa sobre los deseos de liberación de los habitantes de Numancia (Diario, 2005, 246: 1175-1179). Dicho pasaje alude implícitamente a la situación que se vive en Cádiz a raíz del cerco de los franceses: ¿Qué diría de su representante aquel pueblo numantino, que, por no sufrir la servidumbre, quiso ser pábulo de la hoguera? Los padres y tiernas madres que arrojaban en ellas a sus hijos, ¿me juzgarían digno del honor de representarles si no lo sacrięcase todo al ídolo de la libertad? Aún conservo en mi pecho el calor de aquellas llamas, y él me inĚama para asegurar que el pueblo numantino no reconocerá ya más señorío que el de la nación. Quiere ser libre y sabe el camino de serlo (Pérez Galdós, 2005c: 978).
Las palabras de García Herreros emocionan profundamente a Presentación, pues la apelación a la libertad tiene que sonar a música celestial a quien sufre en sus propias carnes los rigores de una educación impuesta a rajatabla por su madre: «¡Oh, señor Araceli; yo estoy muy alegre!» (Pérez Galdós, 2005c: 980).24 Un segundo debate que afecta a las prerrogativas de la nobleza se origina a raíz de un dictamen de la Comisión de Guerra, presentado el 2 de agosto de 1811, «para que se admitan en los colegios, cuerpos y academias militares todos los españoles de cualquiera clase que fueran, siendo de familias honradas» (Diario, 2005, 304: 1554). Dada 23Ȳ
Por tanto, sólo es parcialmente cierto que en el episodio «the legend of this glorious liberal moment in Spanish history is demystięed, even ridiculed» (Urey, 1990: 575). 24Ȳ Aunque Gabriel no lo menciona, el debate en torno a los señoríos jurisdiccionales se aprueba el 6 de agosto con algunas revisiones (Colección, 2005: 193-196).
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la crítica situación del país, la Comisión se propone ampliar el acceso a los puestos de oęciales en el Ejército y la Marina Real a ęn de disponer de más y mejores mandos con que afrontar la lucha contra Francia. Partidarios y detractores de la medida se enzarzan desde el principio en una polémica que desvía la cuestión hacia «el papel de la nobleza en la vida social» (Pérez Ledesma, 1991: 176). Los diputados de tendencia liberal aprovechan la ocasión para criticar la pasividad del estamento nobiliario en tiempos de guerra, en tanto que los absolutistas se afanan a duras penas en defender su actuación. Los reformistas abogan abiertamente por que en el Ejército se prime la capacidad individual frente a los derechos de clase, conscientes de que el mérito ha de constituir el criterio fundamental que determine el éxito de cada uno en ęlas y, por extensión, en los demás ámbitos de la vida profesional. Las discusiones se extienden a lo largo de varias sesiones, hasta que ęnalmente el 16 de agosto se aprueba la proposición (Diario, 2005: 318: 1645) que se recoge al día siguiente en el Decreto LXXXIII (Colección, 2005: 199). Gabriel se encuentra todavía en Cádiz mientras se suceden las disputas sobre el acceso a los colegios militares, coincidiendo signięcativamente su salida de la ciudad el 18 de agosto con la mentada publicación del Decreto LXXXIII un día antes. Los debates en torno a la meritocracia informan, de hecho, de la progresión del protagonista a lo largo del episodio. Gabriel suscita la admiración de diversos personajes que aplauden, con independencia de la ęliación política de cada uno, sus continuados ascensos en el bando patriota: Amaranta y lord Gray;25 don Diego;26 doña María;27 e, inclusive, don Pedro.28 Los aires de renovación que se respiran en el Cádiz de 1810-1811 contribuyen sin duda a los triunfos que Gabriel va acumulando en los meses que reside allí. A falta de cerrar el círculo con sus hazañas en la guerrilla y en Arapiles, el protagonista de la primera serie de Episodios da por 25Ȳ
En palabras del inglés, «la señora Condesa dijo hace un momento que usted debía sus rápidos adelantamientos en la carrera de las armas a su propio mérito, pues sin el favor de nadie ha adquirido un honroso puesto en la milicia […] Adoro a los hombres que no han recibido nada de la suerte ni de la cuna» (Pérez Galdós, 2005c: 912). 26Ȳ «[M]e saludó y felicitó por mi rápido adelantamiento en la carrera de las armas, de que ya tenía noticia» (Pérez Galdós, 2005c: 926). 27Ȳ «Yo celebro mucho […] los grandes adelantamientos que ha hecho usted en su carrera» (Pérez Galdós, 2005c: 939). 28Ȳ «[H]a hecho su carrera por el mérito, no por la intriga» (Pérez Galdós, 2005c: 988).
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terminado su aprendizaje en la medida en que comulga con el ideario de las Cortes: libertad de la patria, unidad y soberanía nacionales y movilidad social conforme a las aptitudes o carencias de cada uno. La adscripción de Araceli al liberalismo de las Cortes se completa con la profesión de un quijotismo cifrado en una ética de la honradez y el buen sentido: «Yo amo lo recto, lo justo, lo verdadero, y detesto los locos absurdos y las intenciones soberbias» (Pérez Galdós, 2005c: 965). Gabriel se arroga los atributos del héroe cervantino cuando aęrma orgullosamente su identidad: «Yo soy quien soy» (Pérez Galdós, 2005c: 1042). La exclamación, casi calcada a la que proęere don Quijote en el momento de anunciar las acciones insuperables que piensa realizar —la famosa «Yo sé quién soy» (Cervantes, 2004, I, 5: 58)—, preludia la venganza de Gabriel ante las afrentas de lord Gray. La eliminación de esta «peligrosa aunque hermosa bestia» (Pérez Galdós, 2005c: 1042) ha de entenderse como la destrucción de los elementos disolventes de la sociedad. Los excesos del jacobinismo están muy presentes en los diputados de uno y otro bando,29 de ahí la necesidad de «perseguir y castigar» (Pérez Galdós, 2005c: 1042) a los que de alguna manera se identięcan con dicha doctrina. Si el caballero manchego empuñaba su lanza para defender a los desvalidos de la ley, la espada de Pizarro que pasa de las manos de don Pedro a las de Araceli se pone al servicio del constitucionalismo gaditano. Los vínculos que la hazaña de Gabriel guarda con la coyuntura política de 1810-1812 se estrechan aún más cuando concurren en un mismo día la matanza de lord Gray, la lectura del Proyecto de Constitución a las Cortes para su discusión y la batalla de La Albuera (Pérez Galdós, 2005c: 1047). La memoria juega aquí una mala pasada al anciano Araceli, por cuanto el Proyecto de Constitución se presenta el 18 de agosto de 1811,30 mientras que la batalla de La Albuera tiene lugar tres meses antes, el 16 de mayo. Poco importa, de todos modos, que el 29Ȳ
«[I]l faut aĜrmer énergiquement que les libéraux, à l’unisson avec les ‘serviles’ sur ce point, craignent et haïssent la Révolution française» (Aymes, 2003: 46). 30Ȳ La coincidencia de fechas da pie a inferir que lord Gray perece efectivamente el 18 de agosto. Pilar Esterán ha propuesto una cronología distinta basada en la correspondencia de los hechos novelescos con sucesos históricos anteriores (2003: 59-61). Ante la imposibilidad de conciliar dos posibilidades igualmente legítimas, suscribimos la conclusión de Esterán: «Galdós ha jugado a enmascarar el tratamiento libérrimo de la cronología histórica que se ha permitido en este episodio a través de un desarrollo medianamente confuso del tiempo narrativo en la última parte de la novela» (2003: 62).
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narrador incurra aquí en un anacronismo, máxime si se trata de resaltar en un plano simbólico cómo la gradación ascendente del héroe se imbrica en el proyecto de construcción de la nación moderna que tiene lugar en Cádiz. En ocasión tan memorable como la que aquí se narra, bien está que los privilegios del novelista se impongan de nuevo a la escrupulosa veracidad del historiador. Frente a los misreadings de la nación que hemos examinado, Gabriel reivindica un nuevo etos en que lo personal y lo colectivo se dan la mano. Su programa político-moral consiste en una actualización de la ęgura de don Quijote que, a diferencia de la grotesca imitación que de ella hace Congosto, entronque con el reformismo de las Cortes de Cádiz. Se trata, en otras palabras, de encuadrar la práctica del bien común dentro de un sistema de valores cimentado en la meritocracia —y no, como en el Antiguo Régimen, en la genealogía—. La inserción de la españolidad más acendrada en el constitucionalismo de 1812 supone un paso decisivo en la formación del héroe, reĚejo a la vez de las esperanzas de regeneración del país que el Galdós de 1870 comparte con su alter ego Gabriel. Por desgracia, ninguno de los dos parece haber asimilado que las convulsiones del Sexenio hacían inviable la recuperación del proyecto gaditano, el cual se había convertido ya por entonces en un mito tan falaz como la España imperial o la España romántica. La inminencia de la alargada sombra de la Restauración así se encargaría de demostrarlo.
EL SUEÑO DE LA NACIÓN PRODUCE MONSTRUOS: LA IMAGEN DE LA GUERRILLA
Lю џђюљіёюё ѕіѠѡңџіѐю ёђ љю єѢђџџіљљю El término guerrilla aparece por primera vez en 1535 en Historia general y natural de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo (Corominas/Pascual, 2001, III: 258) para referirse a la rebelión del cacique Enrique en La Española, hoy Santo Domingo. En el último cuarto del siglo ѥѣііі lo encontramos en el título de la traducción del tratado militar La Petite Guerre (1756) de Thomas Auguste Le Roy de Grandmaison: La guerrilla, o tratado del servicio de las tropas ligeras en campaña (Valencia: Salvador Fauli, 1780). Guerrilla signięca allí «guerra a pequeña escala», el equivalente a petite guerre. La acepción actual del vocablo no se generaliza hasta los años de la Guerra de la Independencia. Las bandas de combatientes irregulares (o sea, no integrados formalmente en el ejército) que a partir de 1808 atacan con celeridad y por sorpresa a unidades aisladas del ejército francés se designan en un primer momento con el nombre de partidas de guerrillas, si bien la denominación guerrillas termina imponiéndose luego (LoveĴ, 1968: 193). Desde entonces, el uso del sustantivo se ha extendido por todo el mundo con una connotación marcadamente revolucionaria: la rebelión de un grupo de insurgentes que pretende derrocar a un poder establecido. El mayor problema a la hora de emitir un juicio objetivo sobre las guerrillas que acosan a las tropas napoleónicas en España radica en
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la dięcultad de desprenderse del aura romántica que las envuelve.1 Según los elogios de lord Gray que vimos en el capítulo anterior, los guerrilleros ejemplięcan en toda su extensión los mejores atributos del pueblo: valentía rayana en la temeridad, desprecio de las convenciones sociales y patriotismo sin ęsuras. La historiografía de la época se apropia enseguida de esta imagen, haciendo hincapié en las contribuciones de las partidas a la liberación del país sin detenerse apenas en los aspectos más problemáticos de éstas. Efectivamente, a lo largo del siglo ѥіѥ tanto los liberales como los partidarios del Antiguo Régimen coinciden en ponderar la colaboración de las bandas que azotan sin remisión al enemigo. Los primeros equiparan a los rebeldes con el espíritu soberanista de las Cortes de Cádiz, mientras que los segundos los identięcan con los salvaguardas del catolicismo y el monarca.2 Ni que decir tiene que la exaltación nacionalista de unos y otros ignora la complejidad del fenómeno en lo tocante a los orígenes, las características y el alcance del mismo. Los comentarios del conde de Toreno, por citar un caso paradigmático, se centran no sólo en la valiosa labor que las facciones llevan a cabo durante el conĚicto contra Francia, sino también en el estímulo que ofrecen a la posteridad: «De su conjunto resultó en gran parte la maravillosa y poręada defensa de la independencia de España, que servirá de norma a todos los pueblos que quieran en lo venidero conservar intacta la suya propia» (2008: 775). Toreno menciona de pasada que «en ocasiones se originaron daños a los naturales» (2008: 611) de una comarca, aunque matizando a renglón seguido que los tales «eran inherentes a este linaje de guerra» (2008: 611). Todo se reduce, en suma, a un efecto colateral que no empaña nunca la buena reputación de los guerrilleros. La autoridad de Toreno ha prevalecido hasta nuestros días,3 dando lugar a una serie de tópicos que se aceptan sin cuestionamiento: 1Ȳ
En palabras de Charles Esdaile, «the guerrilla that we know is a Romantic creation» (2004: 2). 2Ȳ Aun con notables excepciones, el movimiento guerrillero simpatiza más con el absolutismo que con el liberalismo: «The fact that two well-known guerrilla leaders —El Empecinado and Espoz y Mina— came out for the liberals and a third, Porlier, had a year after the end of the war risen in their cause, may have obscured the historical vision that liberals were a minority in the guerrilla movement at large» (Fraser, 2008: 420). 3Ȳ Los títulos de las obras siguientes sugieren la dięcultad de desmarcarse del chovinismo y la hipérbole: Guerrilleros. El pueblo español en armas contra Napoleón (Abella/ Nart, 2007); Juan Martín, el «Empecinado» o el amor a la libertad (Cassinello Pérez, 1995);
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el guerrillero, encarnación del carácter indómito de su raza, se levanta en armas en defensa del rey, la religión y la patria; el alzamiento en cuestión tiene una dimensión a la vez popular y nacional; el papel de la guerrilla en el desenlace de la contienda es tan decisivo —si no más— como el del ejército aliado a las órdenes de Wellington. Afortunadamente, en las dos últimas décadas una rigurosa tarea de revisionismo ha empezado a resquebrajar la unanimidad de criterios con planteamientos mucho más ajustados a la realidad de los hechos. El surgimiento de la guerrilla se explicaría así en virtud de una concatenación de factores que supera «esencialismos» como el genio, el valor, el patriotismo o la geografía (Roura, 2000: 67). Destacaríamos, en primer lugar, el vacío de poder que se produce tras las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII en Bayona, a lo que se une la excepcionalidad de que una nación apenas consolidada, «pre-bourgeois, pre-industrial, pre-conventional» (SchmiĴ, 2007: 3), se enfrentara al ejército mejor adiestrado del mundo al mando de un general de la talla de Napoleón (Roura, 2000: 68). Es obvio que el poderío de la Grande Armée obliga a recurrir a un tipo de lucha no convencional, dada la imposibilidad de tener éxito en los combates a campo abierto. El modelo de centralización bonapartista representa además una amenaza para un tipo de economía rural fuertemente arraigada en el localismo propia del norte de España (Tone, 1999: 34-35). En consecuencia, las guerrillas proliferan allí mucho más que en otras partes de la península. No es lícito hablar, por tanto, de la ubicuidad de partidas por todo el territorio nacional, sino de su concentración en regiones como Navarra, Cataluña, Aragón, La Rioja, el País Vasco, las dos Castillas, Asturias, León y Galicia. Por otro lado, la mala experiencia con los somatenes en la Guerra de la Convención (1793-1795), debilitados por las deserciones y la falta de disciplina (Roura, 2000: 85), insta a la Junta Central a tomar medidas de control para atenuar en lo posible el caos operativo de las facciones. Con la promulgación del Reglamento de Partidas y Cuadrillas de diciembre de 1808 y el Corso terrestre de abril de 1809, el gobierno quiere regularizar el funcionamiento de las guerrillas por medio de su inclusión en el ejército. La subordinación a la auto-
Juan Martín Díez, el Empecinado. Terror de los franceses (Hernández Girbal, 1985); Como lobos hambrientos. Los guerrilleros en la Guerra de la Independencia (Martínez Laínez, 2007); Por el Empecinado y la libertad (Merino, 2003).
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ridad militar, de la que la biografía de Juan Martín da testimonio,4 no puede menos que rebajar la fuerza de los clichés románticos que ensalzan la libertad de acción, el individualismo y la improvisación de los cabecillas. El mito del guerrillero que arriesga la vida por la patria carece asimismo de validez en vista de las motivaciones económicas que guían su decisión de abandonar familia y hacienda para echarse al monte. Ante la doble amenaza del hambre y el reclutamiento forzoso, muchos campesinos de espíritu aventurero no vacilan en alistarse en una facción donde procurarse un sustento y, en caso de fortuna, enriquecerse con los despojos del pillaje. La separación entre guerrillero y bandolero resulta en ocasiones imposible de establecer, máxime si se tienen en cuenta las numerosas protestas de los pueblos por los abusos a que los someten las partidas en materia de contribuciones. Como arguye Jean-René Aymes, se hace difícil sostener una «parfaite harmonie» (1976: 327) entre el pueblo y la guerrilla cuando ésta se dedica sistemáticamente a esquilmar los bienes de quienes debería proteger de las tropelías cometidas por el invasor. La cuestión más espinosa atañe a las contribuciones de la guerrilla a la victoria contra Francia, magnięcadas o minimizadas hasta la exageración según los intereses de cada contendiente. En la actualidad, los historiadores tienden a relativizar cada vez más el impacto de las partidas dentro de la contraofensiva aliada.5 Las razones que se aducen son su escasa capacidad de acción, que en muchos casos se circunscribe —con gran éxito, eso sí— al hostigamiento de convoyes enemigos y la intercepción de correos; el reducido espacio en que operan; la falta de
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«El proceso de cambio que seguirá Juan Martín no fue distinto del sufrido por los más distinguidos guerrilleros […] todos ellos transformados en oęciales generales del ejército regular español, en el que acabaron integrándose al frente de sus divisiones» (Cassinello Pérez, 1995: 49). 5Ȳ Véanse al respecto estas citas: «El movimiento guerrillero no fue una fuerza arrolladora» (Tone, 1999: 35); «The contribution of the partidas to the defeat of the French proves to be rather less dramatic than has often been made out to be the case» (Esdaile, 2004: 129); «No se puede hacer de la actuación guerrillera la pieza clave de la victoria española, como ha hecho la historiografía tradicional» (Moliner Prada, 2004: 191); «Los guerrilleros molestaron e incordiaron mucho, pero no decidieron el resultado de la guerra» (García Cárcel, 2007: 142). Por el contrario, un estudioso de la talla de Miguel Artola considera que la acción de las partidas fue «más decisiva que la de los ejércitos regulares español o inglés» (1964: 33).
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autonomía que se deriva de su progresiva condición ancilar dentro del ejército; el desprestigio que tienen entre la población por los expolios ya mentados que cometen contra ella; ęnalmente, la ambición personal, los conĚictos internos y las malas relaciones con el estamento militar. Cabe hablar, en conclusión, de un giro copernicano que no sólo diluye la imagen romántica de la guerrilla, sino que menoscaba también las aportaciones de ésta al triunfo de la alianza anglo-hispana-portuguesa. Lю іњюєђћ ёђ љю єѢђџџіљљю ђћ GюљёңѠ Antes de relatar sus andanzas junto al Empecinado, el narrador hace una digresión en la que deęne la guerrilla como «la verdadera guerra nacional» (Pérez Galdós, 2005b: 1053; la cursiva es nuestra), personięcando en el guerrillero «nuestra esencia nacional» (Pérez Galdós, 2005b: 1076; la cursiva es nuestra). La reiteración del adjetivo nacional hace hincapié en un hecho ya apuntado por el teórico militar Carl von Clausewiĵ en su clásico tratado De la guerra (1832), a saber, «[t]he national character must be suited to that type of war» (1984: 480; la cursiva es nuestra). Que la idiosincrasia del pueblo español se ajusta naturalmente a esta modalidad de lucha se convierte enseguida en un estereotipo que, repetido hasta la saciedad, termina adquiriendo categoría de verdad absoluta. No obstante el peso de una imagen que el propio Galdós abona, en Juan Martín el Empecinado se dista mucho de sancionar los lugares comunes que han llevado a sobrevalorar al tipo que la representa. Si bien se alaban las virtudes de ciertos individuos en momentos puntuales de la acción, la moralidad de quienes integran la partida del Empecinado —e, inclusive, la suya propia— queda al ęnal seriamente cuestionada. En los prolegómenos del episodio se muestran los efectos devastadores que tiene la guerra para quienes la sufren en carne propia. Gabriel describe la desolación que él y sus soldados encuentran por doquier al recorrer las aldeas arrasadas e incendiadas por los ejércitos de ambos bandos: «Estaba suspensa la vida, trastornada la naturaleza, olvidado Dios» (Pérez Galdós, 2005b: 1054). En las afueras de Salcedo se detienen ante «un árbol, de cuyas ramas pendían ahorcados y medio desnudos cinco franceses», y a poca distancia de allí divisan a unas mujeres que están enterrando «no sé si doce o catorce muertos» (Pérez Galdós, 2005b: 1054). Pese al abandono en que está el pueblo, las tropas lo saquean una tercera vez en busca de comida,
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sin que Gabriel pueda asegurar que no se cometiera «algún desafuero en cosas comprendidas dentro de jurisdicción distinta de la del estómago» (Pérez Galdós, 2005b: 1056). La crudeza de las escenas de fuego, muerte, hambre y posibles violaciones remite enseguida a Desastres de la Guerra (1810-1825) de Francisco de Goya. Otra muestra de la modernidad galdosiana, donde el autor canario se anticipa en un siglo a las conclusiones que los historiadores han formulado en el presente, reside en el hecho de que la presunta colaboración de la gente con la guerrilla se diluye en medio de las quejas de ésta por el maltrato que recibe de los rebeldes. Gabriel se incorpora más adelante, por orden de Carlos O’Donnell, a la partida de Vicente Sardina, subalterno de Juan Martín, en cuyo servicio va a estar desde septiembre de 1811 hasta febrero de 1812. Durante estos cinco meses, nuestro protagonista tiene ocasión de observar el funcionamiento de una de las guerrillas más poderosas y, al menos en teoría, mejor organizadas con que cuenta la resistencia. Lo que advierte desde su llegada, sin embargo, es que las expectativas no se corresponden en absoluto con la realidad. Su entusiasmo se enfría rápidamente al conocer al segundo jefe mosén Antón Trijueque, de quien se destacan la colosal ęgura, los modales agrestes y un celo exagerado en el cumplimiento del deber: «Juro que desde el 3 de junio de 1808 no sé lo que es una sábana. Estoy despierto, estoy velando por la patria, y temo que la dejen perecer los que duermen» (Pérez Galdós, 2005b: 1059). Minutos después, la reaparición de la «abominable eęgie» (Pérez Galdós, 2005b: 1060) de Gorito Canturrias entre las tropas de Sardina no augura tampoco nada bueno. El sacristán beodo de don Celestino en La corte de Carlos IV y El 19 de marzo y el 2 de mayo, a quien siempre han movido la codicia y el egoísmo, sigue teniendo «la misma expresión de desvergüenza y descaro» (Pérez Galdós, 2005b: 1060) que en Aranjuez. La perplejidad del narrador va en aumento cuando se entera de que otros miembros de la partida han adoptado sobrenombres de «antiguos héroes españoles» (Pérez Galdós, 2005b: 1062), como Viriato, Pelayo o el Cid Campeador. A pesar del ilustre apodo de que hacen gala, el comportamiento de estos sujetos deja mucho que desear. El tal Viriato, ayudante de Sardina, desatiende repetidamente las llamadas de su amo porque está «cortejando a las mozas del pueblo» (Empecinado 1060) y «jugando al naipe» (Pérez Galdós, 2005b: 1062) con Pelayo. Asimismo, las razones que esgrimen para explicar su alistamiento en
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la facción tienen poco que ver con la defensa de la patria, sino más bien con el afán de aventura y los beneęcios pecuniarios que esperan obtener de la campaña (Pérez Galdós, 2005b: 1063-1064).6 La ironía de Gabriel revela precisamente la precariedad del compromiso que tienen en pro de la liberación de España: «Pensar que con semejantes hombres nos han de quitar a nuestro rey Fernando, es majadería» (Pérez Galdós, 2005b: 1064). Puede aęrmarse, por tanto, que ninguno de los individuos con quienes Gabriel entra en contacto el primer día sobresale por sus méritos: un jefe que no impone su autoridad; un cura cuya intransigencia lo sitúa al borde de la locura; un exacólito tan desvergonzado como siempre; y un trío de impostores que preęere la vida regalada a la disciplina. De este modo, Araceli desenmascara en unas pocas páginas el modus operandi de la guerrilla acerca del cual lord Gray le interpeló en el pasado: «¿Ha militado usted a las órdenes de algún guerrillero? ¿Conoce a usted al Empecinado, a Mina, a Tabuenca, a Porlier? ¿Cómo son? ¿Cómo visten?» (Pérez Galdós, 2005c: 912). Las preguntas de lord Gray reĚejan el desconocimiento con que los viajeros foráneos se acercan a una realidad que ellos mismos han desvirtuado, convirtiéndola en materia de ensueño por obra y gracia de su desaforada imaginación. La experiencia de unas horas con los integrantes de la partida de Sardina basta para que Gabriel corrija la visión de los extranjeros, en aras de preservar una verdad que no constaba tampoco en los libros de historia de la época. La rectięcación del protagonista se extiende implícitamente a los usos del costumbrismo patrio. Un ejemplo de éstos se encuentra en el artículo «El guerrillero» de José María Andueza, incluido en el primer volumen de Los españoles pintados por sí mismos (1843-1844). Al igual que los otros colaboradores de la colección dirigida por el editor Ignacio Boix, Andueza aprovecha la brevedad del cuadro de costumbres para catalogar a un tipo representativo de un oęcio, clase o región. El autor retrata a un depredador de comida, honra y prendas ajenas que no paga el vino que consume en la taberna (2002: 285), ni tampoco el alojamiento y la comida de la fonda (2002: 285-286). Nuestro personaje acosa a las mozas que le suministran información: «Ea, pues venga un abrazo por el aviso, salerosa» (2002: 286). Por último, se agencia la 6Ȳ
El peręl de estos guerrilleros se asemeja al que los historiadores trazan hoy en día: «The dominant impression that one is left with is one of opportunism» (Esdaile, 2004: 101).
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ropa del prójimo para que su indumentaria esté a tono con «la carrera profana que ha emprendido» (2002: 287). Con un humorismo de tono dulzón, Andueza se deleita en la singularidad de un comportamiento que, lejos de reprobar, juzga inofensivo. No así Gabriel, quien censura la conducta del guerrillero recurriendo bien al horror, bien a la ironía. Andueza no se olvida de registrar la adscripción genuinamente española del vocablo, así como de los rasgos que caracterizan al espécimen en cuestión: «Entre nosotros nace y entre nosotros muere, sin que nadie haya podido hasta ahora traducir a otro idioma ni a otras costumbres extrañas ni la palabra ni el tipo que ella representa» (2002: 283). Traza después una genealogía del mismo que arranca con Viriato, «faccioso contra Roma y de Roma vencedor» (2002: 284), y continúa con Pelayo, «faccioso de las montañas de Asturias y restaurador de la monarquía goda» (2002: 284). La «tradición histórico-guerrillera» perdura en el Ochocientos sin haber «degenerado» un ápice (2002: 285), y de ella forman parte sucesivas generaciones de rebeldes: Francisco Espoz y Mina, Juan Martín, Francisco de Longa y Julián Sánchez en la Guerra de la Independencia (2002: 284); el cura Jerónimo Merino y Santos Ladrón de Cegama en la Guerra Realista de 1821-1823 (2002: 285); y Tomás de Zumalacárregui y Ramón Cabrera en la Primera Guerra Carlista de 1833-1840 (2002: 285). El ejemplar se muestra, en suma, «tan activo, tan emprendedor, tan resuelto antes del V como en el primer tercio del siglo ѥіѥ» (2002: 285). La corrupción de los Viriatos y Pelayos —homónimos, pero postizos— que en Juan Martín el Empecinado anteponen sus intereses a la causa de la nación contrasta con la elevación de miras que distingue a los modelos de la Antigüedad. La elección de un narrador que ha sido testigo de los hechos trascendentales de su siglo, de Trafalgar a los albores de la Restauración, implica además un compromiso crítico con la historia de que el costumbrismo carece. Las partidas carlistas que en la década de 1830 atentaron contra el Estado liberal han vuelto a hacer acto de presencia en 1872 con idéntico propósito, tal como Galdós lamentaba en una crónica de Revista de España del 28 de abril de aquel año: «Estas correrías de bandolerismo, inútiles para ninguna causa ni idea, y tan desastrosas para un país, que no se cansa nunca de perdonar a sus enemigos» (Pérez Galdós, 1982a: 91). En la misma línea, Araceli advierte del peligro que entraña «la lepra del caudillaje» que «todavía nos devora» (Pérez Galdós, 2005b: 1076) en el presente. Un efecto nocivo de la popularización de la guerrilla durante la Guerra
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de la Independencia fue el de haber amaestrado a los españoles en «la ciencia de la insurrección», la cual consiste en «improvisar ejércitos y dominar por más o menos tiempo una comarca» (Pérez Galdós, 2005b: 1076).7 Araceli comparte con Toreno la atribución a las facciones de un papel esencial en la lucha contra Napoleón: «Es posible que sin los guerrilleros la dinastía intrusa se hubiera aęanzado en España» (Pérez Galdós, 2005b: 1076). Sin embargo, rechaza de plano que dicha práctica haya tenido una inĚuencia positiva dadas las manifestaciones espurias de signo reaccionario que ha engendrado a lo largo de la centuria.8 Sardina retoma la cuestión al reconocer que la mayoría de guerrilleros desea «la guerra eterna, porque así cuadra a su natural bullicioso e inquieto» (Pérez Galdós, 2005b: 1092). Cabe esperar, por tanto, la perduración de bandas «aun después de vencidos los franceses» (Pérez Galdós, 2005b: 1092). Para paliar los perjuicios que a la larga ocasiona la permanencia en las facciones, el ideal galdosiano propugna el abandono de las armas y el retorno al hogar. Sardina desea «que se acabe la guerra» (Pérez Galdós, 2005b: 1091) porque ansía volver a la «labranza y al trabajo honrado y humilde en los campos» (Pérez Galdós, 2005b: 1092), siguiendo la voluntad expresada anteriormente por el mismo Juan Martín: «Cuando esto se acabe me meteré en Castrillo de Duero o en Fuentecén, y con un par de mulas…» (Pérez Galdós, 2005b: 1079). Lamentablemente, las vicisitudes del país tras la restauración del absolutismo en 1814 hacen inviable tal opción —salvo en el plano de la ęcción, caso de Araceli—. No obstante el respetuoso silencio que se guarda en el episodio acerca del destino que espera a los cabecillas una vez terminada la guerra, el regreso idílico al terruño,9 seguros de «la gratitud y consideración de todos sus compatriotas» (Andueza, 2002: 228), es una entelequia que carece de fundamento. Así se encargará de demostrarlo la historia, con la implacabilidad que acostumbra: Vicente Sardina perece el 22 de abril de 1817 durante un asalto a la fortaleza 7Ȳ
Karl Marx escribe al respecto en 1854 que las guerrillas en tiempo de paz constituyen «a most dangerous mob, always ready at a nod in the name of any party or principle, to step forward for him who is able to give them good pay or to aěord them a pretext for plundering excursions» (1939: 55). 8Ȳ La unanimidad de la crítica es total en este punto: LoveĴ, 1972: 341; Esterán, 2000: 86; Dupont, 2006: 116; Sánchez García, 2008: 270. 9Ȳ La vuelta a la tierra natal es un motivo central de la novela del ѥіѥ que oscila entre la construcción y la destrucción de un cronotopo idílico (Dorca, 2004: 11-23).
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de Truxi en el Alto Perú, al frente del regimiento de Dragones de la Unión; Juan Martín vuelve a organizar partidas al ęnal del Trienio Liberal (1820-1823) para luchar contra los Cien Mil Hijos de San Luis, es apresado el 22 de noviembre de 1823 y muere ahorcado en Roa a manos del fernandismo el 20 de agosto de 1825; ęnalmente, y para mayor escarnio, el traidor Saturnino Abuín, alias el Manco, sobrevive todas las revueltas y aprende a «tomar partido por los vencedores» (Cassinello Pérez, 1995: 197): en 1820 se alinea con los realistas, mientras que en la Primera Guerra Carlista lo hará con los cristinos. Eљ џќѠѡџќ яіѓџќћѡђ ёђљ ђњѝђѐіћюёќ El título del penúltimo episodio de la serie, Juan Martín el Empecinado, hace referencia al caudillo homónimo que ocupa un lugar de excepción en los anales de la contienda contra Francia por las acciones desplegadas al frente de su partida. La actividad bélica de Juan Martín se remonta a la Guerra de la Convención (1793-1795), después de la cual vuelve a las faenas agrícolas en la villa de Fuentecén. La invasión de las tropas de Napoleón lo empuja a dejar «la esteva» y empuñar de nuevo «la espada» (Conde de Toreno, 2008: 393), reaęrmándose en su decisión una vez que el enemigo toma como rehén a su madre en represalia por los éxitos cosechados por él y sus hombres. Su carrera viene marcada por constantes enfrentamientos con los franceses, al par que el número de soldados que engrosa su partida no deja de crecer: quien «en mayo de 1808 había salido de Aranda con un ejército de dos hombres», escribe Araceli, «mandaba en septiembre de 1811 tres mil» (Pérez Galdós, 2005b: 1054). El 12 de agosto de 1812 entra triunfalmente en Madrid en compañía del ejército de Wellington; cinco días más tarde, el 17, se hace con el control de Guadalajara tras rendir la ciudad. Habiendo alcanzado gran renombre como símbolo de la resistencia, la trayectoria posterior del Empecinado se deęne por el rechazo del absolutismo y el regreso a la lucha armada en defensa de los principios de la Constitución de 1812. Esta última etapa de su vida se caracteriza por la soledad y el desarraigo de quien ve con impotencia cómo la reacción vuelve a hacerse con las riendas del poder en 1823, sin apenas oposición del pueblo. El encarcelamiento y la horca son el destino ęnal de uno de los adalides del liberalismo español del primer cuarto del siglo ѥіѥ.
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La celebridad del Empecinado va a extenderse más allá de la península por obra y gracia de un viajero inglés, Frederick Hardman, quien incluye el relato «Passages in the Career of the Empecinado»10 en su libro Peninsular Scenes and Sketches (1846). El autor explica en el prólogo que se propone recuperar las aventuras de «an humble guerrilla leader, with his handful of men» (1846: viii), que hasta la fecha no contaban con un cronista que las hubiese divulgado. Pese a sus pretensiones de historiador, Hardman se aproxima a la vida de Juan Martín desde una óptica romántica en la que abundan las descripciones de espacios y tipos pintorescos. La narración se disfraza de verdad recurriendo al testimonio de un español que luchó con el Empecinado «in more than one bloody ęght» y pasó con él «the perils of many a dashing enterprise» (1846: viii). Todo apunta a que nos hallamos ante una biografía apócrifa que combina hechos reales con otros inventados11 para cautivar la imaginación de un lector que se prestaría gustosamente al engaño. A tono con el horizonte de expectativas de sus compatriotas, Hardman magnięca la ęgura del Empecinado haciéndola coincidir con el estereotipo del guerrillero español que a aquéllos les resultaría familiar: «Ardent love of liberty» (1846: 5); «sincere patriotism» (1846: 50); «natural talent for guerrilla warfare» (1846: 60); ęnalmente, y como no podía ser menos tratándose de la patria de don Juan, «unbounded devotion to the fair sex» (1846: 46). La obra resulta entretenida en cuanto a la selección de episodios, pero no proporciona datos ęables que permitan profundizar en nuestro conocimiento del caudillo. A diferencia de sus predecesores, Galdós hace una caracterización a ras de suelo de Juan Martín que resalta las contradicciones del personaje. La entrada en acción de éste a partir del capítulo V da pie inicialmente a contrastar su ejemplaridad con los desmanes de sus subordinados, componiendo de este modo un relato épico que giraría en torno a un individuo más que a una colectividad (LoveĴ, 1969: 197). Así lo 10Ȳ
Hay una versión castellana de «Passages» a cargo de Gregorio Marañón, con el título de El Empecinado visto por un inglés (1964). 11Ȳ El autor advierte que el material que ha recopilado contiene los ingredientes de una novela: «There can be no doubt that the daring exploits and strange adventures of many a Spanish guerrilla, would, if collected, form a book not only more interesting on account of its truth, but more seemingly improbable, than any romance that has been wriĴen on the subject» (1846: vii). De manera velada se nos invita, pues, a leer el texto como una obra de ęcción.
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anuncia Gabriel: «Me propongo enaltecer las hazañas de un guerrillero insigne que siempre se condujo movido por nobles impulsos y fue desinteresado, generoso, leal» (Pérez Galdós, 2005b: 1075). A primera vista, el Empecinado es un guerrillero sin tacha al que adorna un buen número de prendas personales: voluntad de defender España, no de enriquecerse;12 prohibición de la rapiña y el asesinato;13 despliegue de una autoridad omnímoda,14 a la que acompaña un «generoso corazón» (Pérez Galdós, 2005b: 1104).15 Lo «brusco de sus modales» (Pérez Galdós, 2005b: 1074) y un intelecto poco cultivado que tiene dięcultades para dictar una carta16 contribuyen a su humanización, granjeándole las simpatías del lector realista ante lo que éste percibe como un saludable ejercicio de desmitięcación. Por último, la ęrmeza de sus principios se revela en las proféticas palabras que pronuncia delante de sus subordinados: «Como defendemos España, defenderemos mañana la Constitución» (Pérez Galdós, 2005b: 1079). Pese a las cualidades que exhibe, no es menos cierto que los defectos del cabecilla se van agudizando hasta redeęnir la imagen que se ofrece de él al comienzo. Asoma en primera instancia un cierto engreimiento por el cargo que ostenta, como cuando un convecino suyo apenas lo reconoce «debajo de la pompa y vaniá» (Pérez Galdós, 2005b: 1097) que gasta. Se nota asimismo la satisfacción de quien se sabe destinado a la gloria póstuma, tal como le reprocha Abuín: «La gente de Madrid primero, y la historia después, se harán lenguas al hablar del Empecinado» (Pérez Galdós, 2005b: 1106).17 Más aún que la vanidad y el deseo de inmortalidad, el problema de Juan Martín tiene que ver 12Ȳ
«Nosotros no combatimos por dinero: combatimos por la patria» (Pérez Galdós, 2005b: 1081). 13Ȳ «¿[N]o tengo mandado que no se hagan carnicerías en los pueblos?» (Pérez Galdós, 2005b:1095). 14Ȳ Ante las protestas de Trijueque, proclama enfáticamente que «aquí no manda nadie más que yo, nadie más que yo» (Pérez Galdós, 2005b: 1096). 15Ȳ «[N]o dejaba de enaltecer las prendas militares de sus amigos, ni aun cuando hacía caer sobre ellos la pesada cuchilla de la ordenanza» (Pérez Galdós, 2005b: 1104). 16Ȳ «[N]o sabe uno decir las cosas para que tengan brío» (Pérez Galdós, 2005b: 1078). 17Ȳ El encumbramiento de Juan Martín se produce ya en vida a través de los nombramientos, títulos y prebendas que obtiene a partir de 1814: ascenso a mariscal de campo; cruces de San Fernando y de Carlos III; permiso para que sus herederos usen el sobrenombre del Empecinado. Hay que añadir a ello la fortuna que amasa durante sus años de pertenencia a la guerrilla: «La verdad es que Juan Martín […] se enriqueció en la guerra» (Cassinello Pérez, 1995: 264).
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con la incapacidad de superar la defección de sus dos mejores guerrilleros. La autoestima del Empecinado se ve seriamente afectada al darse cuenta de que Abuín y mosén Antón lo han dejado en la estacada, pasándose al otro bando en busca de un trato más acorde con sus méritos en el campo de batalla: «¿De qué me valen fama, buena suerte, buen nombre, si los amigos me hacen traición y los que favorecí me venden?» (Pérez Galdós, 2005b: 1116). Anteriormente, y sin asomo de empatía, Sardina le reprochó a su jefe que sobrevalorara el fervor nacionalista de su gente al empeñarse en «hacer un ejército regular de lo que no es más que una partida grande» (Pérez Galdós, 2005b: 1106). Juan Martín pecaba de ingenuidad, según la acertada caracterización de su hombre de conęanza, porque desconocía hasta qué punto los intereses de sus soldados primaban sobre la ideología.18 Los consejos de Sardina no hacen mella en el Empecinado, decidido como está a capturar a los desertores y hacerles pagar cara su deslealtad. La ira que se apodera de él lo hace prorrumpir en imprecaciones que sorprenden por su violencia: «Hay que cazarlos con perros, y abrirles luego en canal para sacarles las entrañas» (Pérez Galdós, 2005b: 1116). Se muestra aquí la cara oculta de nuestro guerrillero, cuya sed de venganza desdice la magnanimidad con que se lo describe al principio. A partir de ese momento no piensa en otra cosa que en la ejecución de su plan, aun si ello signięca poner en jaque la seguridad de la partida. Cuando en una noche fría y nevada se avista una columna francesa en la que están los renegados Abuín y Trijueque,19 Juan Martín se dispone a atacarla de inmediato sin cuidarse de averiguar con qué fuerzas cuenta el enemigo. Se recrea aquí el desastrado encuentro del 7 de febrero de 1812 con el general Guí en Rebollar de Sigüenza, de resultas del cual el Empecinado pierde mil doscientos hombres y él mismo se salva in extremis «echándose a rodar por un despeñadero abajo» (Conde de Toreno, 2008: 901). 18Ȳ
Como apunta John Tone, «resulta tremendamente irónico que el hombre que, sin lugar a dudas, fue uno de los mejores combatientes de la guerrilla española, no alcanzase a comprender cuán superęcial era el patriotismo de sus soldados» (1999: 85). 19Ȳ Para contrarrestar el daño de las guerrillas, los franceses potenciaron la creación de «unidades militares o columnas móviles que recorrían el territorio en busca del adversario. En ellas se encuadraban algunos españoles, que en las alusiones de la prensa se denominan renegados o juramentados» (Moliner Prada, 2004: 113). Quien arma las contraguerrillas en Juan Martín el Empecinado no es otro que Santorcaz (Pérez Galdós, 2005b: 1110).
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Aunque se apoya en el historiador asturiano, Galdós elabora su propia explicación de las causas de la debacle. Mientras que Toreno achaca la responsabilidad de lo ocurrido a «una alevosía» (2008: 901) del Manco, el relato de Gabriel se muestra muy crítico con las decisiones que toma Juan Martín. Éste deja que sus ansias de desquite lo dominen en vez de mantenerse ęel a la táctica de la guerrilla, que consiste en sorprender al enemigo y aniquilarlo rápidamente antes de que pueda rehacerse. El error de cálculo se advierte a poco de iniciado el combate, tras constatarse la superioridad numérica de un contrario que está además mejor ubicado en el terreno. El Empecinado no tarda en darse cuenta de que las tornas han cambiado: «Estamos haciendo el papel que han hecho siempre los franceses en esta clase de guerra […] y ellos están haciendo el mío» (Pérez Galdós, 2005b: 1119). En tales circunstancias, el jefe debería ordenar la retirada y la dispersión, tal como sugiere Sardina: «No podemos hacer nada, ¡rayo! […] pero aún podemos salvarnos» (Pérez Galdós, 2005b: 1120). Juan Martín, ofuscado el juicio, desoye una vez más los consejos de su segundo y se dispone a resistir a todo trance apelando a la casta de los suyos: «Los empecinados no pueden rendirse» (Pérez Galdós, 2005b: 1120). Ante una ofensiva que carece de sentido, la catástrofe es inevitable: muchos guerrilleros perecen, otros como Gabriel caen prisioneros y sólo el Empecinado y unos pocos escapan de milagro. Juan Martín desaparece de la escena mientras se restablece de las heridas en algún pueblo de la comarca. Su ausencia se justięca en el plano novelesco por la necesidad de retomar las peripecias de Gabriel, pero no deja de ser signięcativa tratándose del único protagonista homónimo de un episodio en toda la serie. Sorprende, en efecto, que Galdós lo retire de la acción durante doce capítulos, del XVI al XXVII, máxime cuando su irrupción en la trama se produce tardíamente. Ello signięca que el Empecinado sólo está presente en catorce de los treinta capítulos que tiene la novela, o sea, menos de la mitad. De habérsele dotado de «truly epic proportions» como sostiene LoveĴ (1969: 204), Juan Martín habría tenido una presencia más acusada en el desarrollo de la intriga. Por otro lado, el crecimiento de la discordia pone de manięesto la falta de diplomacia del Empecinado en su intento de sofocar los conatos de rebeldía de sus oęciales. El recurso a la fuerza bruta se revela absolutamente estéril, lo que sugiere que la negociación habría obtenido mejores resultados que tal vez hubieran evitado la desintegración
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de la partida. Sin que quepa eximir de responsabilidades ni a Abuín ni a Trijueque, uno tiene la impresión de que Juan Martín carece de mano izquierda para manejar las trifulcas que forman parte del día a día de una guerrilla del tamaño de la que lidera. Fijémonos primeramente en la obsesión del Manco por acumular bienes que compensen los riesgos del combate cuerpo a cuerpo: «Nosotros luchamos, nosotros nos batimos, y para nosotros no hay pagas, para nosotros no hay recompensa» (Pérez Galdós, 2005b: 1082). Sus ansias de medro se concretan en la apropiación de caudales que lleva a cabo en los pueblos donde recala, hecho muy habitual en la mayoría de partidas. Ante la negativa de Abuín a devolver el dinero robado, Juan Martín decide tomar cartas en el asunto sin buscar una solución intermedia que satisfaga las demandas —hasta cierto punto razonables— de quien se juega la vida en cada asalto y respete el derecho de propiedad de los campesinos. En un enfrentamiento cara a cara con Abuín, el Empecinado abusa física y verbalmente de un rival que sólo puede defenderse con una mano, haciéndole caer al suelo delante de todos y amenazándolo con la muerte: «Ahora mismo me entregarás lo que te pido, o pereces a mis manos» (Pérez Galdós, 2005b: 1103). Los partidarios del Manco que contemplan la escena están al borde de una sedición que, de haberse producido, habría provocado a buen seguro un baño de sangre allí mismo. En todo caso, la humillación de Abuín lo reaęrma en la decisión de pasarse al enemigo a ęn de reparar por su cuenta la injusticia que, según él, le ha causado su superior. El caso de mosén Antón es todavía más interesante si se considera que el protagonismo que adquiere a medida que la acción progresa lo acaba convirtiendo en «el gran personaje» (Esterán, 2000: 94) de la novela, en detrimento de quien da título a la misma. Galdós principia por esbozar el prototipo del cura trabucaire que durante la Guerra de la Independencia deja el púlpito para combatir en nombre de la religión y del monarca: «Cuando me volví al pueblo para decir Dominus vobiscum, alcé los brazos y grité con toda la fuerza de mis pulmones: ¡Viva Fernando VII muera Napoleón!» (Pérez Galdós, 2005b: 1137).20 Trijueque va creciendo en interés a medida que se percibe lo exacerbado de un temperamento que no deja indiferente a nadie. El arrojo en el campo de batalla, la 20Ȳ
En la Guerra de la Independencia existen las llamadas partidas de Cruzada, «lideradas o formadas en amplia mayoría o totalidad por sacerdotes católicos del clero regular o secular, o miembros de órdenes religiosas» (Pascual, 2000: 15).
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despreocupación por el dinero y las dotes de estratega hacen de él una pieza indispensable en el engranaje de cualquier facción, si bien su belicosidad sin freno supone también un problema para la buena convivencia del grupo. Mosén Antón se queja repetidamente de la blandura con que, a su juicio, se trata a los paisanos que ayudan al enemigo: «Desde que don Juan Martín ha dado en el hipo de mimar a los pueblos, estos favorecen a los franceses» (Pérez Galdós, 2005b: 1085). A ello hay que sumarle la envidia que lo corroe por no disponer del mando de una partida, hecho que va a provocar su deserción: «Yo necesito un ejército para mí solo, para mi propio gusto, para llenar todo este país con mis hazañas, como le lleno con mi guerrero espíritu» (Pérez Galdós, 2005b: 1172). La colaboración con el enemigo es para Galdós un delito de lesa nación que redunda casi siempre en castigo, de ahí el via crucis de Trijueque desde que entra al servicio de los franceses. La promesa del general Guí de darle «el mando de tres mil hombres» (Pérez Galdós, 2005b: 1133) no se cumple, y en su lugar mosén Antón termina haciendo un papel de comparsa en el ejército de José I. El engaño de que es víctima lo sume en un estado de depresión que inspira lástima, primero a Gabriel: «¿Hay en el mundo un ser más desgraciado que usted?» (Pérez Galdós, 2005b: 1137); después a Juan Martín: «Eres un desgraciado, y principio a tenerte compasión» (Pérez Galdós, 2005b: 1173). Tras ser capturado por sus compatriotas, conęesa no estar «arrepentido», sino «furioso» (Pérez Galdós, 2005b: 1173) de que ni españoles ni franceses le hayan reconocido la valía que tiene como militar. Aunque Gabriel vuelve a apiadarse de él e intercede en su favor, el Empecinado lo degrada públicamente en lugar de ejecutarlo como el prisionero se lo reclama y es de rigor en casos de traición: «Marcha a tu pueblo […] Los clérigos no toman las armas. Te perdono y te destituyo. Ea, muchachos, arrancadle esa charretera que lleva en el hombro» (Pérez Galdós, 2005b: 1173). La sacudida emocional de Trijueque es tan fuerte que sólo el orgullo le impide admitir que ha llegado a una situación límite. En efecto, el escarnio que le inĚigen sus antiguos subordinados lo arrastra indefectiblemente a quitarse la vida. Gabriel da con el cadáver y, estremecido, pone punto ęnal a la narración: «Divisé un bulto negro, un cuerpo y los jirones de la hopalanda agitada por el viento. ¡Qué horror! Todo esto colgaba, sacudiéndose aún de las ramas de una poderosa encina» (Pérez Galdós, 2005b: 1176; la cursiva es nuestra). Qué duda cabe que lidiar con alguien como Trijueque no debía de ser tarea fácil para nadie, mas uno esperaría que un líder de la talla del
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Empecinado supiera apreciar mejor las cualidades de sus hombres. A ęn de cuentas, mosén Antón es un patriota que no anhela sino un poco de autonomía para poner sus excepcionales dotes de mando al servicio de la nación. La inĚexibilidad de Juan Martín produce, una vez más, un resultado que en nada beneęcia la causa de la guerrilla. El suicidio por ahorcamiento del excura cierra más infaustamente si cabe el ciclo de atrocidades con que se abre la narración. Mediante una estructura circular en que el desenlace remite a la introducción, el episodio escenięca la brutalidad ejercida indiscriminadamente por uno y otro bando.21 Lo apuntado hasta aquí corrobora, en suma, la ambivalencia de un texto donde se pretende glorięcar la memoria de un guerrillero ilustre haciendo que éste intervenga en los hechos intermitentemente y no siempre de la manera más oportuna. De ello se deriva un cambio de perspectiva en relación con lo enunciado al comienzo: si bien el narrador asegura que le mueve el deseo de cantar las alabanzas del Empecinado, su relato se centra en el deterioro de las relaciones personales entre los integrantes de una partida. La penetración de Gabriel le permite adivinar que se halla ante un individuo lleno de contradicciones, capaz de arrostrar las mayores penalidades y de cometer al mismo tiempo desatinos impropios de su cargo. Araceli promete un panegírico de Juan Martín que luego desecha porque no puede desmentir lo que ha visto con sus ojos. Ante el dilema que se le plantea, la elección pasa por hacer la radiografía de un héroe problemático cuyos arrebatos de generosidad, violencia y temeridad son una estrategia de control con que ocultar la voluntad de poder que lo domina. El fracaso personal de Juan Martín demuestra que la guerrilla no hace honor a la reputación que todavía conserva en muchos sectores de la población. La anunciada epopeya se diluye, por tanto, en medio de los horrores que Gabriel presencia durante su estancia de cinco meses en la facción. En vez de cantarse las alabanzas de un individuo insigne como se nos promete, se exhibe un muestrario de desastres de la guerra que enlaza con la labor precursora del maestro Goya.
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Cotéjense al respecto las estampas 2 («Con razón y sin ella») y 3 («Lo mismo») de Desastres de la Guerra, en que se yuxtaponen la crueldad de los franceses y la de los españoles.
PRINCIPIO QUE VIENE A SER FINAL, FINAL QUE VIENE A SER PRINCIPIO
Uћ ђѝіѠќёіќ љіњіћюџ Mezcla de novela bizantina, picaresca y Bildungsroman, los diez episodios de la primera serie ilustran la capacidad de un hombre común de superar los obstáculos de la historia, tanto la nacional como la suya. A diferencia de lo que ocurre con Godoy, la hoja de servicios de Gabriel Araceli presenta una trayectoria ascendente que empieza con derrota (Trafalgar), alterna subidas y caídas, y termina en apoteosis (Arapiles). Los cambios de fortuna del personaje se corresponden además con los vaivenes de la nación española en su pugna contra Francia. A pesar de las contradicciones que recorren un relato en última instancia ambivalente, la imbricación de la historia chica dentro de la historia grande se encamina progresivamente hacia la ejecución de un proyecto a la vez individual y colectivo: por un lado, el matrimonio de Gabriel con una aristócrata; por otro, la liberación de la Península Ibérica. El proceso culmina en el último episodio del ciclo, La batalla de los Arapiles, donde los destinos del protagonista y los de su patria convergen en la toma del Arapil Grande. Consumada la hazaña, Gabriel se retira del servicio activo para acogerse al bienestar del hogar, en tanto que sus paisanos se ilusionan con el más que probable retorno de Fernando VII. El octogenario narrador decide entonces poner punto y ęnal a sus memorias, sabedor de que no tiene nada más que contar a sus contemporáneos.1 1Ȳ
Un análisis más detallado de estas cuestiones se encuentra en el capítulo 2, que aquí hemos resumido a modo de introducción.
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El silencio de Araceli no signięca que Galdós haya agotado la materia en relación con la Guerra de la Independencia, máxime si se tienen en cuenta las repercusiones que tiene para él el advenimiento de la Restauración. El fracaso de la Revolución Gloriosa, en cuyo éxito tanto conęaba, le asesta un duro golpe que condiciona sobremanera el rumbo de su creación. En respuesta a una coyuntura que no le satisface, las obras de aquellos años giran en torno a la hostilidad que permea las relaciones de sus compatriotas a lo largo de un eje temporal que abarca desde 1813 hasta el presente.2 Las inquietudes del autor se plasman literariamente en dos subgéneros. En primer lugar, compone diez nuevos episodios entre 1875 y 1879, cuyo marco histórico se ciñe al reinado de Fernando VII. La ruptura provocada por el absolutismo se expone allí a través de la conversión de protagonista y antagonista en portavoces respectivos de las ideologías liberal y reaccionaria. Por otra parte, las desavenencias político-religiosas de la década de 1870 se examinan tendenciosamente en un conjunto de novelas de tesis en el que ęguran Doña Perfecta (1876), Gloria (1876-1877) y La familia de León Roch (1878). El cultivo de dos modalidades tan distintas desde el punto de vista formal no debería engañarnos respecto del tema que domina la producción galdosiana de los años 1875-1881: la agudización del problema de España a raíz de la escisión de la conciencia nacional en dos bandos irreconciliables.3 El equipaje del rey José comienza in medias res con la transcripción de una conversación callejera en Madrid (Pérez Galdós, 2006b: 27-30) en la que interviene un elenco de personajes de El audaz y la primera serie de Episodios: Salvador Monsalud, Lino Paniagua, Mauro Requejo, Narciso Pluma, el licenciado Lobo, el padre Salmón y Bartolomé Canencia. A Salvador lo conocimos en vísperas de la batalla de Arapiles, en compañía de un grupo de masones bajo el mando de Santorcaz en la Salamanca ocupada por los franceses (Pérez Galdós, 2005a: 1272). Al caer la ciudad en manos de los patriotas, Monsalud fue apresado por los guerrilleros cuando trataba de escapar. El jefe militar Carlos de España lo condenó a muerte, pero Araceli consiguió que el castigo se le rebajara a «doscientos palos bien dados» (Pérez Galdós, 2005a: 1289). 2Ȳ
Se corrobora aquí la hipótesis que formulamos en el capítulo I acerca de la actitud negativa de Galdós hacia la Restauración. 3Ȳ La publicación de La desheredada (1881) supone, como sabemos, la entrada en la madurez creadora del realismo-naturalismo.
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Monsalud reaparece en Madrid nueve meses más tarde formando parte de la guardia de José Bonaparte, el mismo día (17 de marzo de 1813) en que el monarca abandona la capital para establecer su cuartel general en Valladolid. La marcha hacia el norte se produce a instancias del propio emperador, quien desde el desastre de la campaña rusa de 18124 exige repetidamente a su hermano que se ocupe de la pacięcación de Navarra, La Rioja y Aragón, donde las partidas campan por sus respetos. José quiere quedarse en una ciudad donde se siente a gusto (y a la que no regresará), pero ęnalmente no tiene más remedio que acatar las órdenes: «Había salido, en efecto, para Valladolid, obedeciendo a su amo» (Pérez Galdós, 2006b: 30). Aunque la segunda serie de Episodios se encuadra históricamente en el reinado de Fernando VII, el diálogo de Monsalud con sus amigos circunscribe la acción de El equipaje del rey José a los estertores del régimen joseęno. En los prolegómenos se recrea, pues, la atmósfera de incertidumbre que se vive en Madrid en la primavera de 1813: el hermano del emperador sigue llevando mal que bien las riendas del país y todavía alberga esperanzas de derrotar a Wellington. El narrador reconoce la particularidad de dicha ordenación cuando calięca la novela de pórtico de las restantes: «Éste, más que libro, es el prefacio de un libro» (Pérez Galdós, 2006b: 107).5 Un procedimiento semejante se utilizó ya en la primera serie, retrotrayendo los orígenes de la conĚagración napoleónica al desastre de Trafalgar en 1805. El artięcio de nuestro episodio resulta, con todo, más llamativo, puesto que enlaza dos series que se corresponden con sendos períodos de la historia española del ѥіѥ. Por un lado, la retirada de los franceses y el exilio de los afrancesados tras la batalla de Vitoria clausuran la Guerra de la Independencia; por otro, el odio fratricida que anida en el espíritu de los contendientes anuncia el cisma de la nación española. Se aúnan, pues, en un mismo relato el ocaso de «la gran lucha internacional» (en referencia a la hegemonía de Europa que ingleses y franceses dirimen
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Amaranta fue quien primero dio noticias sobre la proyectada invasión de Rusia, en carta a Gabriel fechada el 22 de marzo de 1812: «Ahora dicen que Napoleón va a emprender una guerra contra el Emperador de todas las Rusias» (Pérez Galdós, 2005a: 1181). 5Ȳ Atendiendo al contenido, Montesinos sostiene que se trata de «una especie de obertura, despliegue de temas abreviados que luego han de alcanzar pleno desarrollo» (1968, I: 120).
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en suelo ibérico) y «los primeros vagidos» de una «guerra civil» (Pérez Galdós, 2006b: 107) que se extiende hasta la Restauración sin apenas solución de continuidad. La apertura de la serie presenta además una novedad importante desde el punto de vista formal: la ausencia de Gabriel deja paso a un narrador cuya ubicación fuera del texto le da mucha más libertad de movimientos. El contenido y los temas varían también: el componente bélico pierde su primacía a favor de la lucha de ideas; el antagonismo político-amoroso entre Salvador Monsalud y Carlos Navarro resulta inęnitamente más intrincado que la rivalidad de Gabriel con los pretendientes que le disputaban la mano de Inés; ęnalmente, los peligros de división interna de que advertía Araceli se han materializado en el enconado odio que preside la relación entre los hermanastros y, por extensión, entre los españoles de uno y otro partido. Aun cuando seguimos anclados en el marco de la ocupación gala, Galdós escarba en las funestas consecuencias de una contienda que no logrará la pacięcación de los españoles pese a la expulsión del intruso. Ello conduce, en última instancia, a la constatación de la futilidad de la guerra, de todas las guerras. Lo apuntado hasta aquí nos lleva a concluir que El equipaje del rey José ocupa un espacio liminar dentro del conjunto de veinte episodios publicados por Galdós en la década de 1870. El adjetivo se utiliza para referirse a un momento de transición entre dos estados, fases o condiciones.6 Nuestro relato, en efecto, está colocado estratégicamente en el limen o umbral de lo que está a punto de terminar y lo que está a punto de venir. Sin ser exclusivamente ni el epílogo ni el prólogo de un ciclo, participa de la naturaleza de ambos: expone el ęn de la dominación napoleónica en España y pronostica el restablecimiento del absolutismo, cuyos horrores empiezan a mostrarse en el episodio siguiente, Memorias de un cortesano de 1815. Galdós, en ęn, ha dispuesto la novela en el punto intermedio que divide dos períodos de la historia española de su siglo, instándonos a contemplar uno y otro simultáneamente.
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La liminaridad (liminality, en inglés) es un concepto de la antropología cultural que se deęne así: «A transitional or indeterminate state between culturally deęned stages of a person’s life; spec. such a state occupied during a ritual or rite of passage, characterized by a sense of solidarity between participants» (Oxford).
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Lю Ѡђњіңѡіѐю ёђљ Ѣћіѓќџњђ El escritor canario escribe El equipaje del rey José entre junio y julio de 1875, en un estado de abatimiento tras el golpe de Estado de Martínez Campos. La falta de conęanza en la regeneración del país se hace patente en el «sentiment d’incertitude» (Beyrie, 1980, II: 216) que planea sobre las decisiones del personaje principal. La «densité» y «épaisseur» (Beyrie, 1980, II: 223) de Monsalud lo sitúan, efectivamente, en las antípodas de su predecesor Gabriel Araceli. Éste es un animal de acción más que de reĚexión y, como tal, remiso a bucear en las interioridades de su mente; en cambio, el narrador extradiegético de la segunda serie se complace en la introspección como medio de ahondar en el atribulado estado de ánimo de Monsalud. La reiteración de sus penas tiene una raigambre claramente romántica: «Soy muy desgraciado; soy el más infeliz de los hombres» (Pérez Galdós, 2006b: 56); «soy el más desgraciado de los hombres» (Pérez Galdós, 2006b: 58); «soy un desgraciado, el más desgraciado de los hombres» (Pérez Galdós, 2006b: 135). Los dos protagonistas dięeren también en su reacción a los acontecimientos que les toca vivir. Gabriel triunfa de las adversidades porque cree en sí mismo y sabe adaptarse a las circunstancias; a Salvador, por el contrario, le atenaza la duda de todo y de todos, al par que le cuesta renunciar a sus principios por mor de unas convicciones que solo le ocasionan contratiempos. Uno canta al ritmo de la música que tocan, el otro desaęna estrepitosamente; uno encuentra la armonía con el mundo, el otro no hace sino prorrumpir en cacofonías; uno se integra en las ęlas de la naciente burguesía, el otro vive en los márgenes de la sociedad. La enemistad con Carlos Navarro —alias Garrote—, el rechazo de los amores con Genara Baraona por parte de la familia de ésta y la falta de recursos empujaron en su día a Monsalud a abandonar su localidad natal, La Puebla de Arganzón, e instalarse en Madrid. A instancias de un tío suyo, afrancesado por más señas, nuestro parvenu se alistó en la guardia de José I a ęn de procurarse un sustento. Ni el patriotismo (o la falta de él), ni el afán de guerrear, ni la defensa de unas ideas de las que por entonces carecía, tuvieron parte en una decisión en que sólo entró la «necesidad» (Pérez Galdós, 2006b: 31). Tras el juramento de ędelidad, el joven se mantiene ęrme en su lealtad por un sentimiento de gratitud hacia quienes lo ampararon «cuando de todos era abandonado» (Pérez Galdós, 2006b: 89). No le mueve la convicción en las
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bondades de un sistema político, sino la obligación de corresponder a los favores que se le dispensaron. En una época de tanta polarización como la de la Guerra de la Independencia, la adscripción de un individuo al régimen bonapartista no puede menos que tener consecuencias nefastas una vez que se constata la derrota del ejército francés en España. El caso de Monsalud es indicativo precisamente de la tragedia que se cierne sobre un grupo de españoles que, por avatares del azar, se encuentra en el lado equivocado de la historia a la altura de 1813. El diagnóstico que se ofrece en El equipaje del rey José no varía respecto del que ya vimos en el capítulo 4, si bien —y la diferencia no es baladí— se reduce bastante el partidismo del autor. Lejos de censurarse al personaje por haber elegido una opción equivocada, se subraya el desajuste entre sus acciones y el juicio que éstas merecen. Ni que decir tiene que los dictámenes del prójimo tienen mucho más peso que los de una persona sola a la hora de determinar dónde está la verdad; en otras palabras, Monsalud no es como él dice que es, sino «como los demás lo perciben» (Espejo-Saavedra, 2000: 45). La conducta individual se supedita además al código de los vencedores, para quienes cualquier desviación de la norma, por mínima que sea, se convierte en anatema. Poco importa que Salvador se ampare en una ética basada en el honor y el agradecimiento; sus compatriotas lo acusan enseguida de traición de lesa patria sin atender a otros criterios que el ideológico. La rectitud carece de legitimidad ante la opinión pública y no exime a nadie del error, de ahí que nuestro personaje viva en «una equivocación perpetua» (Pérez Galdós, 2006b: 32) que lo lleva a enfrentarse continuamente a sus compatriotas. La plebe de Madrid, los paisanos de La Puebla de Arganzón, Garrote, su madre y su amada, todos sin excepción lo criminalizan por haber abrazado una causa que consideran aborrecible. Pese a la gravedad de la falta que se le achaca, Salvador podría reinsertarse en la sociedad con relativa facilidad si cultivara el arte del chaqueteo. El tropo indumentario con que en lenguaje coloquial se designa a quienes cambian de partido por conveniencia se aplica literalmente al caso de Juan Bragas, protagonista y narrador de los episodios Memorias de un cortesano de 1815 y —la metonimia no puede ser más transparente— La segunda casaca. Los escrúpulos de Monsalud le impiden, sin embargo, adoptar una táctica que desestima por inicua. Curiosamente, la renuencia del protagonista a pasarse al bando contrario se articula en el texto a través de otra prenda de ropa con la que al
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inicio se señala la transformación que se ha operado en su ęgura: «Vestía el uniforme de la guardia española creada por José en enero de 1809» (Pérez Galdós, 2006b: 29; la cursiva es nuestra). Lo que al principio es una somera descripción deviene luego el indicador más importante de un temperamento que resulta tan atractivo como desconcertante. La paulatina degradación de Monsalud al compás de los acontecimientos se manięesta, por tanto, en la obsesión por la indumentaria. Ésta se eleva asimismo a tropo de la desintegración de un régimen cuyos seguidores tienen que cruzar la frontera de regreso o exiliarse a Francia. Puede decirse, en suma, que la disolución del protagonista (historia chica) corre parejas con la de la causa napoleónica en España (historia grande) por obra y gracia de una narración cimentada retóricamente en la semiótica del uniforme.7 La primera impresión que tenemos de Salvador en El equipaje del rey José hace referencia a lo «muy gallardo» de su porte, «sin aquel espantable continente marcial que caracteriza a los militares de aęción» (Pérez Galdós, 2006b: 31). La opinión del narrador no la comparte Bragas, quien reconviene a su paisano por exhibirse así: «¿No te da vergüenza de vestir ese uniforme?» (Pérez Galdós, 2006b: 38). Ante la perplejidad de Monsalud, que no entiende el sentido de la pregunta, Bragas aclara que el atuendo «es muy aborrecido en Madrid» (Pérez Galdós, 2006b: 39). Salvador sigue sin comprender qué hay de malo en su aspecto, lo que revela un grado de ingenuidad que roza en lo cómico. La vistosidad del traje militar no tarda en despertar la curiosidad de una multitud que, a diferencia del protagonista, sí sabe desentrañar el signięcado de los signos. Sólo con contemplarlo, la gente identięca a un «servidor del rey entrometido» (Pérez Galdós, 2006b: 39) que se pavonea por la calle en un gesto de provocación hacia los buenos patriotas. No sorprende por ello que menudeen los insultos y algún que otro conato de agresión, de los que el acosado se deęende con brío. «Algunas personas graves y varios majos decentes» (Pérez 7Ȳ
Se explica así que Apeles Mestres recabara información acerca de cómo dibujar el uniforme, con vistas a la edición ilustrada de El equipaje del rey José que se le encomienda. En carta del 17 de abril de 1883, Mestres le pide a Galdós lo siguiente: «¿Podría V. suscribirme o mandarme un croquis del uniforme de oęcial de la guardia de José que debo endosarle a Salvadorillo? Lo que es yo no he podido dar con él» (cit. Nuez, 1993: 591). La petición se reitera el 17 de junio de 1883: «¿Y cómo andaba vestido Salvadorillo?, que hasta la fecha va desnudo en mis viñetas que es una vergüenza» (cit. Nuez, 1993: 593).
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Galdós, 2006b: 40) hacen acto de presencia y proponen una solución de compromiso: dejar en paz al guardia a cambio de que se quite el uniforme. Salvador se niega rotundamente, pero por fortuna la intervención de Andrés Monsalud lo salva del aprieto al darle refugio en su casa. Por la noche, los asistentes a la tertulia se extrañan de que el joven esté todavía «metido dentro de la indigna librea francesa» (Pérez Galdós, 2006b: 44). El tío se harta de la obcecación del sobrino: «¡Fuera esa casaca!» (Pérez Galdós, 2006b: 44), a lo que éste responde como quien oye llover. El primero insiste: «Vete despojando de tu uniforme» (Pérez Galdós, 2006b: 44). Salvador replica «con ardor» que de ninguna manera: «Antes me quitaré el pellejo que el uniforme» (Pérez Galdós, 2006b: 44). Sólo lo hará, remacha, si el ejército y la bandera a los que sirve dejan de existir. Las escenas que acabamos de comentar coinciden en señalar los riesgos que uno corre al lucir el atavío de la guardia joseęna en la capital, donde la transitoriedad del gobierno no puede ocultarse por más tiempo a la población. El 25 de mayo de 1813 comienza la evacuación de Madrid por parte del grueso del ejército francés y sus seguidores, en un enorme convoy al mando del general Hugo que viaja hacia el norte a reunirse con su rey.8 El encuentro se produce a dos leguas de Valladolid por la carretera de Burgos, si bien la presión de Wellington los obliga a desplazarse hacia el nordeste. El 21 de junio José I y los suyos llegan a La Puebla de Arganzón (Pérez Galdós, 2006b: 47), una localidad burgalesa cercana a la provincia de Álava. Galdós aprovecha la estancia de Monsalud en su villa para ahondar en la división de las dos Españas, recurriendo de nuevo al uniforme a la hora de tematizar dicho conĚicto. Instaladas las tropas en el pueblo, a Salvador le falta tiempo para encaminarse a su casa. Una vecina lo reconoce durante el trayecto, aun cuando duda de que se trate del hijo de doña Fermina por la ropa que viste: «Es cuerpo y uniforme de francés el que ha pasado» (Pérez Galdós, 2006b: 48). El encuentro con la madre tiene consecuencias imprevistas para 8Ȳ
El testimonio de Toreno resalta la aparatosidad de la huida: «El embargo de caballerías y carruajes, anunciador de la partida de los enemigos y sus secuaces, empezó el 25 de mayo, y el 27 quedó evacuada del todo la capital, rompiendo el 26 la marcha un convoy numerosísimo de coches y calesas, de galerías, carros y acémilas en que iban los comprometidos con José, sus familias y enseres, y además el despojo que los invasores y el gobierno intruso hicieron de los establecimientos militares, cientíęcos y de bellas artes, y de los palacios y archivos, despojo que fue esta vez más colmado, porque sin duda lo consideraron como que sería el último y de despedida» (2008: 1052).
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quien tan felices se las prometía, ya que la mujer se desmaya al verlo. El joven no da crédito a sus ojos: primero piensa que la reacción obedece a «la excesiva alegría» (Pérez Galdós, 2006b: 49); luego inquiere si su progenitora está «mala» (Pérez Galdós, 2006b: 50). La respuesta de doña Perpetúa es de una obviedad aplastante: «¡Traes sobre ti esta infernal vestimenta francesa, y preguntas lo que tiene!» (Pérez Galdós, 2006b: 50). Salvador, sin embargo, se empeña en sostener que a su madre le preocupa poco su manera de vestir: «No me aborrecerá por el traje que llevo» (Pérez Galdós, 2006b: 50). Tan pronto como doña Fermina vuelve en sí, el diálogo gira en torno a las diferencias de criterio de uno y otra. Salvador aęrma que es «el mismo de siempre», alegando que «[e]l vestido no hace al hombre» (Pérez Galdós, 2006b: 51).9 La actitud de la madre, por el contrario, oscila entre el amor y el horror. Besa tiernamente al hijo, mas a renglón seguido muestra su consternación al conęrmar la veracidad de los rumores que hablan de su afrancesamiento. La prueba se encuentra, una vez más, en el uniforme: «¡Ese traje!... ¡Era verdad!» (Pérez Galdós, 2006b: 51). Tanta reiteración hace mella en el ánimo de Monsalud, consciente por ęn de que sí importa el ropaje: «¿Tantos males ocasiona este capote…? (Pérez Galdós, 2006b: 52). Doña Fermina asegura a su vástago que va a recuperar la estima del pueblo a condición de que deserte y se desprenda de su indumentaria: «Deja esos hábitos infernales» (Pérez Galdós, 2006b: 53). La madre promete esconder al hijo mientras éste se lo piensa, de modo que los vecinos no lo vean «con ese endiablado uniforme» (Pérez Galdós, 2006b: 54). Salvador promete pensárselo y regresar pronto con una respuesta. Monsalud se encuentra por la noche con Genara en el huerto de la casa de ésta a escondidas de la familia, separados por una valla que les impide verse. Los enamorados conversan acerca de las dięcultades que enfrentan en su relación por culpa de la oposición del padre, la intromisión de Carlos y la ausencia de Salvador. En un momento dado de la charla, Genara introduce la cuestión política al pedirle a Salvador que le aclare si es cierto que colabora con el intruso. La pregunta alude al hecho de que algunos vecinos aęrman haberlo visto «vestido con un uniforme verde» (Pérez Galdós, 2006b: 57). El traje de Monsalud, al que se le añade un «águila dorada» adornando su «sombrero de piel» 9Ȳ
La corrección de Espejo-Saavedra da en el clavo: «El vestido hace al hombre» (2000: 44).
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(Pérez Galdós, 2006b: 57), se ha instalado en la mente de Genara en forma de pesadilla. Lo desagradable de la imagen se plasma en unas palabras que estremecen a Salvador: «¡Me causabas horror!» (Pérez Galdós, 2006b: 57). Si se conęrman las sospechas, concluye la joven, sus amores pueden darse por terminados para siempre: «No volverás a oír una palabra de mi boca, ni me verás. Genara ha muerto para ti. Genara te aborrece» (Pérez Galdós, 2006b: 57). El protagonista no se atreve a afrontar los hechos y niega su pertenencia al ejército de José I: «Es mentira» (Pérez Galdós, 2006b: 57). El engaño no hace sino empeorar las cosas debido al carácter inestable de Genara. Pasando súbitamente de la inquietud al arrebato, se pone a palpar por la rendija el cuerpo del hombre que está detrás de la empalizada. Sus dedos se detienen en unos botones que asocia con el atuendo militar. La pregunta salta al instante: «¿Tienes uniforme?» (Pérez Galdós, 2006b: 58). A renglón seguido, oye el ruido de un objeto metálico que identięca correctamente con el de «un sable» (Pérez Galdós, 2006b: 58). La confusión de Monsalud va en aumento ante la perspicacia de Genara, mientras se afana a duras penas por forjar una explicación verosímil: en Valladolid se compró «un chaquetón» (Pérez Galdós, 2006b: 58), y el sable se lo regalaron en Nájera unos guerrilleros. La llegada subrepticia de Carlos Navarro precipita los acontecimientos en una dirección que perjudica grandemente los intereses de Monsalud. Al principio, Garrote hijo no hace ninguna observación acerca de la vestimenta de su rival porque ya sabe que está delante de un «miserable traidor», un «vendido a los franceses» (Pérez Galdós, 2006b: 62). Salvador, en cambio, sí reconoce la singularidad de su ęgura: «Llevo un uniforme que no es el tuyo» (Pérez Galdós, 2006b: 62). Aunque el tono de la aseveración dista mucho de la apología o de la enmienda, se invoca el respeto a la diferencia: «No lo desprecies» (Pérez Galdós, 2006b: 62). Salvador vuelve a apelar a la ética individual para persuadir —inútilmente— a Carlos de que acepte su conversión: «El corazón que va dentro de él no ha cometido nunca acción villana» (Pérez Galdós, 2006b: 62). Genara, entretanto, derriba a golpes la empalizada y su mirada se ęja detenidamente en el atuendo de Salvador: el «brillante uniforme», con los «relucientes botones de cobre», el «águila, carrilleras, gola y cartera» (Pérez Galdós, 2006b: 62). Su perplejidad es tanta que por un instante duda de la identidad del joven, de ahí que recabe ayuda para cerciorarse de que sus sentidos no le juegan una mala pasada: «Navarro, ¿es éste
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Monsalud?» (Pérez Galdós, 2006b: 62). Carlos se lo corrobora apoyándose en la evidencia del traje: «Por el uniforme francés se le conoce» (Pérez Galdós, 2006b: 62). La reacción de Genara desemboca en violencia cuando la «pasión extraña» que la domina, mezcla de amor y odio, la empuja al extremo de desear la muerte de su paisano: «¡Navarro, mátale, mátale sin piedad!» (Pérez Galdós, 2006b: 62).10 Los contendientes se preparan para un duelo, pero la intromisión de los compañeros de uno y otro obliga a aplazarlo hasta el próximo encuentro. No obstante salvar el pellejo, Monsalud se halla en un estado de ánimo lamentable porque ha perdido el centro de gravedad de su existencia: el amor de Genara.11 Sabe también que el abismo que lo separa de Carlos y su círculo se ha hecho insalvable: «¡Él guerrillero, yo francés!... ¡Yo francés, el guerrillero!» (Pérez Galdós, 2006b: 66; la exclamación se repite en 67 y 68). Cuando regresa a casa de su madre, ésta le conmina de nuevo a que se quite el traje de guardia y descanse: «Suelta el uniforme y duerme» (Pérez Galdós, 2006b: 67). Salvador carece por entonces de entereza, por lo que responde con una serie de provocaciones a cuál más desafortunada: una declaración a favor de Napoleón ,12 la confesión de afrancesamiento13 y una crítica acerba del clero.14 Rotos los lazos con la familia y desarraigado de su entorno, Salvador se ve abocado al mismo camino de perdición por el que discurrió años antes Muriel.15 ¿Hace falta añadir que, al despedirse de
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La orden de Genara a Garrote recuerda la de doña Perfecta a Caballuco: «Cristóbal, Cristóbal..., ¡mátale!» (Pérez Galdós, 1969b: 508). Dendle enumera con precisión las semejanzas entre ambas novelas: «The characters of Doña Perfecta and Genara (‘la Generosa’ who is not generous) are much alike. Both have passionate, violent natures that conceal a narrow fanaticism beneath a smiling exterior, and both urge the killing of the young heroes representing the liberal future of Spain. Salvador Monsalud and Pepe Rey (both ironically named) are tactless and naïve. Carlos Navarro and Caballuco both have a certain loyalty and are pressed to an extreme position by clergy and women. Both Doña Perfecta and El equipaje del rey José are structured on the antagonism between the ‘two Spains’; in both works, the ‘liberal’ is more Christian in his sense of compassion than those who claim to be doing God’s work» (1986a: 89, n. 3). 11Ȳ Bragas le censura precisamente su «sensibilidad un tanto exagerada» (Pérez Galdós, 2006b: 18). 12Ȳ «¡Viva el amo del mundo!» (Pérez Galdós, 2006b: 68). 13Ȳ «¡Francés hasta morir!» (Pérez Galdós, 2006b: 68). 14Ȳ «Son los corruptores del linaje humano» (Pérez Galdós, 2006b: 68). 15Ȳ Con la diferencia, eso sí, de que él no contempla «una revolución violenta» (Espejo-Saavedra, 2000: 41).
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su madre, lleva todavía puesta la vestimenta con que él mismo se ha condenado al ostracismo? La última vuelta de tuerca en relación con el uniforme tiene lugar durante la desbandada que se produce tras la derrota francesa en la batalla de Vitoria. La indefensión de tropa y civiles ante la llegada de los guerrilleros provoca una situación de terror en que cada uno se afana por sobrevivir a toda costa. Mientras Salvador intenta ponerse a salvo en compañía de Pepita Sanahuja (la literata con arrobos pastoriles de El audaz, curada ya de sus extravíos) y su marido,16 se da cuenta de que la ropa lo compromete muy seriamente: «Mi uniforme de jurado me pierde. No viviré ni un segundo después de que me vean» (Pérez Galdós, 2006b: 119). El sentido práctico de Pepita le hace comprender la necesidad de actuar enseguida para conjurar el peligro, de ahí que se abalance hacia el joven y empiece a desnudarlo: «Arrancó el uniforme como si fuera un pañuelo puesto sobre los hombros, arrancó el tahalí, la gola, el cinturón, la cartera» (Pérez Galdós, 2006b: 119). La operación se acelera gracias a la colaboración del propio interesado: «Él la ayudaba con igual rapidez» (Pérez Galdós, 2006b: 119). «Las cuatro manos» (Pérez Galdós, 2006b: 119) prosiguen la tarea al unísono: sacan de los baúles del equipaje otras prendas con que cubrir el cuerpo de Monsalud, cavan un hoyo y entierran las pruebas del delito. Toda ęliación con el pasado se borra en pocos minutos: «El renegado desapareció» (Pérez Galdós, 2006b: 119), metamorfoseado en un oidor afín a la causa del rey Fernando cuyo viaje se ha visto interrumpido repentinamente por la guerra. La adopción de una identidad nueva supone el reconocimiento por parte de Salvador de que su adhesión al régimen de José I, ya de por sí frágil, ha naufragado por completo. Tras haber enfrentado insultos y agresiones tanto en Madrid como en La Puebla de Arganzón, la amenaza de perecer violentamente a manos de la guerrilla convence a nuestro protagonista de que la ędelidad a los principios sólo reporta desgracias. Se impone, por tanto, un viraje en sentido práctico que obliga a esconder los signos externos de nuestra ideología a cambio de conservar la vida. El malhadado sino de nuestro protagonista, sin embargo, lo persigue sin tregua aun en el campo de batalla donde busca rehacerse de la derrota de sus aspiraciones. Pese a que quiere pasar desapercibido, Genara y Carlos lo reconocen por casualidad en medio del caos. La anagnórisis 16Ȳ
En El Grande Oriente nos enteramos de que su nombre es Urbano Gil de la Cuadra.
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se concreta en las siguientes palabras del ahora prometido de Genara: «Con tu disfraz y tu cambio de nombre te has ocultado de todo el ejército, pero no te has ocultado de mí» (Pérez Galdós, 2006b: 133). La coyuntura es propicia para el enfrentamiento cuerpo a cuerpo que clausura la narración: después de un breve pero intenso choque de espadas, Carlos cae al suelo chorreando sangre de resultas de una estocada. Monsalud se agacha a contemplar el rostro del vencido sin expresar emoción alguna. Sigilosamente, algunos hombres se acercan.17 El episodio que inaugura la segunda serie se distingue de los precedentes por la caracterización de un héroe «problématique» (Beyrie, 1980, II: 222) que se empeña en nadar a contracorriente de su época no tanto porque quiera imponer sus ideas, sino por un prurito de honor. La contradictoria personalidad de Monsalud se revela sobre todo a través del uniforme de la guardia de José I con que reaparece en Madrid en marzo de 1813. Ignorante de que la ropa es un signo que deęne al individuo, Salvador se empeña en exhibirse con un atavío que suscita el recelo y la hostilidad de sus compatriotas. Lo mismo sucede durante las respectivas visitas que hace a su madre y a su amante en La Puebla de Arganzón. En el primer caso, doña Fermina se desmaya al verięcar que el hijo se ha pasado al enemigo; Genara, por su parte, se aparta de él con repugnancia exhortando a Carlos Navarro a que lo mate. Salvador abandona el pueblo enfundado en el traje militar, sumido en el más absoluto desconcierto y sin el consuelo de su familia ni de sus amistades. Sólo la lucha por la supervivencia tras la debacle de su ejército en Vitoria lo empuja ęnalmente a quitarse la indumentaria y esconderla. La metamorfosis no obsta, sin embargo, para que sus enemigos lo descubran. Salvador no lo desea, pero al ęnal tiene que batirse en duelo con un rival al que deja tendido en el suelo entre la vida y la muerte. La semiótica del uniforme va trazando, en suma, las diferentes etapas de un declive que conduce al protagonista de la huida de Madrid al exilio francés, de la dignidad al oprobio, de la esperanza a la frustración.
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En la escena hay reminiscencias del drama romántico Don Álvaro o la fuerza del sino (1835) del duque de Rivas: trueque de hábitos y nombres para escapar de la persecución; futilidad del intento por culpa del «triste destino» (Pérez Galdós, 2006b: 77; 128) que persigue al protagonista; duelo con el antagonista y muerte (por lo menos, a primera vista) del mismo. La magnitud de la tragedia alcanza proporciones aún mayores por los vínculos de sangre que existen entre Salvador y Carlos.
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La semiótica del uniforme ilustra el fracaso existencial de un personaje que no entiende que, a la hora de peręlar la identidad de un individuo, los signos externos tienen más peso que el concepto que uno tiene de sí mismo. No somos lo que pensamos que somos, sino lo que los demás piensan que somos a partir de la imagen que proyectamos. TџіѠѡђѠ ѝџђњќћіѐіќћђѠ ёђ љќ ўѢђ ѕю ёђ юѐќћѡђѐђџ El suspense acerca de lo que pasa con Salvador, Carlos y Genara después del duelo no nos sustrae de la certidumbre de haber llegado al ęnal de un ciclo que empezó ocho años atrás en las aguas de la bahía de Cádiz. Se inęere de ello que el relato de la Guerra de la Independencia tiene dos desenlaces, uno feliz y otro infausto: el de Araceli en Arapiles, cimentado en los pilares del ascenso y la reconciliación; y el de Monsalud en Vitoria, indicio de la desmembración y dispersión de los españoles tras la derrota de José I. El primero cae en el terreno de la utopía que Galdós abrazó en los años del Sexenio; el segundo resulta del desencanto que sacude al escritor una vez que la dinastía borbónica vuelve a instalarse en el poder. Hay que matizar, empero, que el corte no ocurre de manera radical, puesto que Gabriel ya advirtió de las disensiones que se producirían una vez que la guerra concluyera: «Los dos bandos, que habían nacido años antes y crecían lentamente, aunque todavía débiles, torpes y sin brío, iban sacudiendo los andadores, soltaban el pecho y se llevaban las manos a la boca, sintiendo que les nacían los dientes» (Pérez Galdós, 2005c: 938).18 Vimos también en el capítulo anterior cómo la guerrilla fue la escuela donde se adiestraron muchos de los caudillos que posteriormente atentaron contra el buen gobierno de la nación. En vista de tales precedentes, El equipaje del rey José se limita a conęrmar los temores que asomaban en obras anteriores, si bien con la novedad de engarzarlos en el núcleo de la trama. La primera serie cuenta lo que viene mediante las digresiones del narrador; la segunda lo muestra a través de las palabras y las acciones de los personajes. La exposición más descarnada de que las diferencias entre absolutistas y liberales ha de llevar a la continuación de la lucha armada la ofrece el guerrillero Fernando Navarro. Según reęere a doña Perpetua 18Ȳ
El padre Castillo diagnosticó antes que nadie los males que aguardaban a España por culpa de las divisiones internas, como vimos en el capítulo 4.
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y al cura Respaldiza, los horrores del constitucionalismo provienen en línea directa de los ęlósofos de la Ilustración como Voltaire, de ahí el odio que tienen los diputados gaditanos «a los patriotas, al Rey y a la sacrosanta religión» (Pérez Galdós, 2006b: 75). La actividad de don Fernando se ha circunscrito hasta entonces a repeler a los franceses, pero no duda de que el día de mañana va a combatir a los afrancesados, «que son peores», y luego a los liberales, «que son pésimos» (Pérez Galdós, 2006b: 75).19 Como los enemigos de la patria incluyen a los españoles que quieren imponer la Constitución contra viento y marea, la labor de la guerrilla no va a terminar cuando los franceses se retiren de la península: «Queda mucho que hacer, después de acabar con los vándalos de fuera» (Pérez Galdós, 2006b: 99). El padre de Carlos niega, en ęn, cualquier posibilidad de acuerdo: «Entre ellos y nosotros, lucha eterna» (Pérez Galdós, 2006b: 99). La beligerancia de que hacen gala don Fernando y otros personajes20 se traslada a la situación presente. El narrador extradiegético alude al estallido de una «guerra civil» (Pérez Galdós, 2006b: 107) más cruel si cabe que las anteriores: «Presenta cuadros ante cuyas encendidas y cercanas tintas palidecerán, tal vez, los que reproduce el narrador de cosas de antaño» (Pérez Galdós, 2006b: 107). Pese a lo escueto de la mención, hay un guiño que no pasaría desapercibido a un lector coetáneo que estuviera al corriente de las noticias del día: en julio de 1875, en plena redacción del episodio por parte de Galdós, el general Tello vence a los carlistas en La Puebla de Arganzón (Dendle, 1986a: 86). El hecho de que la aldea natal de Monsalud sea, sesenta y dos años después, el escenario de una derrota del carlismo no obedece a la casualidad, sino que forma parte de la poética de la novela histórica nacional descrita por Juan Ignacio Ferreras a partir del modelo galdosiano. Uno de los rasgos del género se cifra precisamente en la «[m]ediación del plano histórico sobre el novelesco», según la cual los incidentes de la trama condensan, «en reducción mágica» (Ferreras, 1997: 79), los sucesos verídicos que acaecieron fuera de la esfera
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La promesa, aęrma Montesinos con su habitual lucidez, «está preñada de espantos» (1968, I: 121). 20Ȳ Un portavoz del tradicionalismo más rancio es Miguel de Baraona: «El mal se ha desatado en España y vendrán días de sangre» (Pérez Galdós, 2006b: 125). En ausencia de su progenitor, Carlos va a sostener en los restantes episodios las ideas que aquél le inculcó desde la niñez.
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de la ęcción. El pueblo de Monsalud rebasa por ello su condición de espacio geográęco donde viven los protagonistas, convirtiéndose en el epicentro de una reacción cuya inĚuencia se prolonga durante la centuria y llega hasta el momento mismo de la escritura. Galdós tiene un conocimiento lo suęcientemente amplio del pensamiento reaccionario para saber que se trata de un fenómeno de dimensión europea que hinca sus raíces en la Francia posrevolucionaria (Herrero, 1971: 117). La doctrina se aęanza a partir de 1808 por inĚujo de la propaganda eclesiástica, desde la cual se entroniza a Fernando VII como el apóstol de una resurrección espiritual que va a crear «una nueva gran España, incontaminada de las plagas horribles de la razón y la cultura europeas» (Herrero, 1971: 221). El rechazo de la ęlosofía de la Ilustración corre parejas con la francofobia galopante que invade a los abanderados de dicha doctrina.21 El encono de éstos se dirige pronto contra los liberales de Cádiz, a quienes se mete en el saco de los adversarios que es preciso exterminar. No ha de sorprender, pues, la hostilidad que los Garrote, Baraona y Respaldiza sienten hacia los promulgadores de la carta magna de 1812. Para los absolutistas que sobreviven la guerra, caso de Carlos Navarro, la restauración del fernandismo en 1814 legitima unas aspiraciones que se centran en la vuelta a los postulados del Antiguo Régimen. La historia dista mucho de detenerse aquí, como el propio Galdós ilustra al novelar otras sacudidas en que el nacionalismo más retrógrado renace de sus cenizas a guisa de ave fénix: el realismo de la década de 1820, en Un voluntario realista (1878); el movimiento de los apostólicos que da título al episodio posterior (1879); y, como colofón, el carlismo, cuyo extraordinario arraigo en la península desencadena sendas
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El padre Rafael de Vélez, Preservativo contra la irreligión (1812); el padre Alvarado, Cartas del Filósofo Rancio (1811-1814). En la misma línea, el matrimonio Böhl de Faber desempeña un papel central en una polémica, la calderoniana, que sólo en la superęcie puede calięcarse de literaria: «Para Böhl y compañía no se trata sólo de reivindicar en el dramaturgo la España del pasado, sino de dar pautas de ‘regeneración’ para la del presente. En efecto: mientras los Ilustrados y Filósofos abogaban por el progreso político y cientíęco, nuestros calderonianos opinan que el futuro de España está en hacer que rebroten las antiguas virtudes que, según su punto de vista, hicieron la grandeza del país bajo los Austrias» (Carnero, 1978: 260). El conservadurismo a ultranza de los Böhl informa de la historiografía romántica de las décadas de 1830-1840, reforzando más si cabe el desprecio a la Revolución Francesa y sus secuaces (FliĴer, 2006: 106-107).
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guerras civiles en 1833-184022 y 1872-1876.23 Al citarse la segunda de éstas en El equipaje del rey José, se recupera el procedimiento de Gabriel que consiste en mostrar los vínculos existentes entre el tiempo de la historia (1813) y el tiempo de la narración (1875). El propósito, sin embargo, es distinto porque también han variado las expectativas de Galdós: Araceli quería que sus contemporáneos imitaran su ejemplo para salvar al país del caos; el narrador extradiegético, consciente de que el liberalismo ha tocado fondo, sugiere que la postrera revuelta del carlismo forma parte de una invectiva contra el progreso que recurre periódicamente en España. El pesimismo que se instala en el escritor canario lo lleva ęnalmente a superar su ambivalencia respecto a la guerra. Si a lo largo de los episodios anteriores se oscila entre la exaltación y la condena bélicas, en el que cierra el ciclo sobre la Guerra de la Independencia la dicotomía se resuelve a favor de la última. La diatriba contra la épica se concreta en dos motivos que Gabriel ya abordó al contarnos su participación en la contienda: la guerrilla y las batallas. En lo tocante a la primera, se censura sin tapujos una actividad asociada con el absolutismo más recalcitrante. La debacle de José I en Vitoria, por su parte, se narra desatendiendo tanto la estrategia militar como el cuerpo a cuerpo de los combatientes. El enfoque está ahora en las calamidades que sufren los supervivientes del lado francés a manos de los vencedores. Después de referir los contratiempos de Juan Martín el Empecinado en el episodio homónimo de la primera serie, Galdós retoma la cuestión de la guerrilla con la intención de desprestigiarla por completo. La impugnación de la misma se tiñe de connotaciones políticas: mientras que el Empecinado juraba lealtad a la Constitución, La Puebla de Arganzón tiene en gran estima a sus guerrilleros porque están adscritos a las ęlas de la reacción. Carlos se da un baño de multitudes al regresar victorioso de una campaña (Pérez Galdós, 2006b: 61); don Fernando es ovacionado cuando decide unirse a una partida que sale en auxilio de las tropas de Francisco de Longa (Pérez Galdós, 2006b: 76). No obstante, el desarrollo de los hechos desmiente pronto el entusiasmo de la gente, ya que a poco de iniciada la marcha Respaldiza dispara por la espalda a un soldado francés que marchaba solo. Lejos de lamentar lo 22Ȳ
Materia de que se nutre la tercera serie de Episodios (1898-1900). Hay referencias a ella en la quinta serie: Amadeo I (1910), La Primera República (1911), De Cartago a Sagunto (1911) y Cánovas (1912). 23Ȳ
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ocurrido, el sacerdote se alaba a sí mismo por su puntería: «Soy en esto del tirar una de las más grandes maravillas de la creación» (Pérez Galdós, 2006b: 98). Incluso Garrote admite que la acción de su compañero carece de grandeza: «No se puede poner al lado de las de Wellington» (Pérez Galdós, 2006b: 80). A las primeras de cambio, el tan cacareado heroísmo de la guerrilla queda malparado de resultas de la cobardía de uno de sus miembros.24 A consecuencia del percance, los dos amigos son apresados por los franceses y condenados a muerte. Da la casualidad de que el sargento de guardia encargado de custodiarlos es Salvador, quien hace buenas migas con Navarro ignorando que se trata de su padre. El diálogo entre ambos pone de relieve sus diferencias de opinión respecto a la guerrilla. Como cabe esperar, don Fernando hiperboliza las bondades de sus integrantes enumerando las virtudes que los adornan: «Los más bravos, los más atrevidos, los más generosos y leales hombres de la tierra, los verdaderos libertadores de la patria» (Pérez Galdós, 2006b: 90). Monsalud está en las antípodas de su interlocutor: para él, las facciones se componen de «asesinos, ladrones y contrabandistas» que se dedican a «robar» (Pérez Galdós, 2006b: 90) impunemente y a quienes importa muy poco si los franceses se quedan o se van. Su juicio, semejante al formulado por Gabriel tras su periplo en la partida del Empecinado, subraya la actitud de quienes se echan al monte a ejercer de forajidos bajo el amparo de la ley. Y aun si el narrador salva de la quema a los Navarro revistiendo de dignidad su vocación, la causa que deęenden es a todas luces espuria. Deslegitimada la guerrilla, El equipaje del rey José va a rebatir deęnitivamente los parámetros de la epopeya a los que se aferra Fernando Garrote en su evaluación de la guerra napoleónica: «Nuestras batallas de Bailén, de la Albuera, de Tamames, de Talavera, y las defensas gloriosísimas de Zaragoza, Gerona y Tarragona, no tienen igual ni aun en los fastos de la antigüedad heroica» (Pérez Galdós, 2006b: 90). La marcha de los acontecimientos demuestra hasta qué punto va desencaminado el viejo Navarro. Como primer contrapunto, un veterano dragón de la Grande Armée conęesa que a estas alturas de su carrera no ansía otra cosa que la paz, al tiempo que agradece irónicamente a Napoleón 24Ȳ
La «poquedad de ánimo» y el «corazón pequeño» (Pérez Galdós, 2006b: 84) caracterizan a Respaldiza. Vilmente asesinado por los franceses, el personaje se redime cuando perdona a sus agresores: «Supo morir como cristiano» (Pérez Galdós, 2006b: 103).
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que no los haya «llevado a la campaña de Rusia» (Pérez Galdós, 2006b: 102). El experimentado militar25 recomienda a Salvador que no se haga muchas ilusiones sobre lo que acontece cuando un ejército ataca a otro. Indefectiblemente, dice, hay un baño de sangre en que perecen muchos soldados; entre tanto, los altos mandos contemplan con sus anteojos lo que pasa desde un lugar seguro, haciendo «garabatos en un papel» (Pérez Galdós, 2006b: 107). En caso de victoria, la gloria se la lleva el general: «Se pone un calvario en el pecho, y se echa a cuestas un título como una casa» (Pérez Galdós, 2006b: 108). La tropa cae en el olvido: «Nuestros nombres no se escriben en ningún momento, ni nadie los sabe» (Pérez Galdós, 2006b: 108). Años más tarde, los historiadores se encargan de inmortalizar «con sus palabrotas retumbantes» (Pérez Galdós, 2006b: 108) una gesta de cuya conmemoración sacan tajada los politicastros de turno. Amén de exponer la miseria moral de la guerrilla y el sino que aguarda a los que son carne de cañón, Galdós narra la batalla de Vitoria desde una perspectiva novedosa que refuerza su crítica de la guerra. Sorprende, en efecto, que el choque de los ejércitos ocupe solamente media página,26 escrita además con la objetividad de un cronista que se abstiene de tomar partido por alguno de los contendientes. El narrador se ve en la necesidad de aclarar que su decisión no obedece a la poca espectacularidad del evento: «Si la he descrito a grandes rasgos, no ha sido porque en ella encontrase menos interés ni menos elementos para la narración que en otras funciones de guerra» (Pérez Galdós, 2006b: 112). Sucede, empero, que hay otro incidente que merece mayor atención: «La suerte del más rico botín que un ejército invasor se ha llevado consigo al abandonar el país expoliado» (Pérez Galdós, 2006b: 112). La atención se centra, y de ahí el título del episodio, en la enorme caravana de vehículos y cabalgaduras que transporta las riquezas rapiñadas por José I y sus adláteres a lo largo de casi seis años de ocupación.27 La comitiva del rey intruso se completa con los carruajes de 25Ȳ
Se trata del oęcial Jean-Jean que en La batalla de Arapiles acompañó a Araceli en el periplo por Salamanca. 26Ȳ Cotéjese al respecto la extensión que dedica Gabriel a Trafalgar (Pérez Galdós, 2005j: 77-95), Bailén (Pérez Galdós, 2005g: 478-492) y Arapiles (Pérez Galdós, 2005a: 1311-1325); o, incluso, la recreación de Austerliĵ que hace Santorcaz (Pérez Galdós, 2005g; 415-419). 27Ȳ «Murat despojó la casa de Godoy y el Real Palacio, y José mandó traer de Toledo, de Valladolid y del Escorial cuanto pudiese ser transportado» (Pérez Galdós, 2006b: 46).
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los afrancesados que huyen con sus riquezas a cuestas, sabedores de haber emprendido un camino sin retorno en caso de que Wellington acabe derrotando al hermano de Napoleón. El narrador está convencido de que va reĚejar mejor la verdad histórica si varía la focalización del combate al equipaje: «Todo el interés de la batalla de Vitoria estuvo en la impedimenta» (Pérez Galdós, 2006b: 112). Metonímicamente, el convoy sintetiza asimismo los avatares de una contienda tan larga como cruenta: «Era el resumen de la guerra» (Pérez Galdós, 2006b: 112). Tras un lustro de andar al daca y toma por la posesión de un territorio, resulta que ganar el combate decisivo importa menos que quedarse con los despojos.28 Se inęere de nuestra argumentación que la Guerra de la Independencia, según la evalúa Galdós en 1875, se resuelve simple y llanamente en un acto de pillaje. Huido in extremis José I a lomos de su caballo e inmovilizados los carruajes a mitad del camino, los soldados que se encargaban de su custodia, junto con las familias de afrancesados que los acompañan, están a punto de vivir «el momento supremo de aĚicción» (Pérez Galdós, 2006b: 118). El grito de terror se oye tan pronto como avistan en lontananza a los vencedores: «¡Los ingleses…, los guerrilleros!» (Pérez Galdós, 2006b: 118). Los partidarios del intruso no tienen más remedio que poner pies en polvorosa, abandonando sus pertenencias a la avidez de sus enemigos. Cada uno se afana como puede, en un ejercicio de supervivencia en que el egoísmo impone sus prerrogativas y el prójimo no existe: «El que caía, caía» (Pérez Galdós, 2006b: 118). Los patriotas se arrojan sobre el botín con una virulencia tal que suscita comentarios negativos del narrador acerca de «la apasionada codicia», «la brutal concupiscencia» y el «vengativo ardor» (Pérez Galdós, 2006b: 119) que los domina. El saqueo incluye por igual la apropiación de joyas y dinero, la violación de mujeres y el asesinato de hombres, sin que los oęciales puedan o quieran impedir las tropelías que se cometen.29 Los aldeanos de la zona se acercan al lugar de los hechos por la noche a recoger los restos, lanzando vivas a Fernando VII, lord Wellington y los guerrilleros. A éstos, que acaban de
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Los historiadores coinciden en señalar lo cuantioso del botín: Mercader Riba (1971: 374-375), Esdaile (2003: 450), Fraser (2008: 464), Antigüedad del Castillo-Olivares (2008, I: 81). 29Ȳ La brutalidad de ingleses y guerrilleros la mencionan Toreno (2008: 1060), Esdaile (2003: 449-452) y Antigüedad del Castillo-Olivares (2008, I: 89), entre otros.
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perpetrar robos, ultrajes al honor y crímenes por doquier, se los aclama como «lo más selecto entre las hechuras de Dios» (Pérez Galdós, 2006b: 120). El turno corresponde a la mañana siguiente a los grupos de curiosos que vienen a contemplar el lugar de los hechos, transformado ahora en «feria» (Pérez Galdós, 2006b: 123).30 Unos se dedican a la compraventa de artículos de valor, otros recorren los sitios de interés de la mano de los aldeanos que les sirven de guía. Nadie se marcha del lugar sin llevarse un recuerdo, sean cascos de granada, balas de fusil o botones de los uniformes. Los visitantes se equiparan a los «touristas» (Pérez Galdós, 2006b: 123) que empiezan a Ěorecer en Inglaterra hacia ęnales del siglo ѥѣііі, lo que justięca el uso del anglicismo en un texto cuya acción discurre en 1813. Por la tarde, el jolgorio continúa con la llegada de más vitorianos que han decidido tomarse una jornada de asueto para celebrar el triunfo del día anterior. Algunos se sientan en la hierba a merendar sus «buenas tajadas» acompañadas de «buen vino» (Pérez Galdós, 2006b: 126), en una escena que evoca el casticismo pintoresco de Cruz y Goya. Vemos, por tanto, que en veinticuatro horas el campo de batalla se ha trocado progresivamente en tres escenarios distintos: un erial donde los campesinos apañan las sobras del botín; una feria-santuario de intercambio de mercancías que ofrece igualmente reliquias al alcance de todos; por último, una «especie de romería» en la que el pueblo exterioriza «la noble expansión euskara» (Pérez Galdós, 2006b: 126). Las memorias de Gabriel Araceli hacen hincapié en la diversidad de móviles y efectos de la contienda napoleónica, a tenor de las circunstancias de cada individuo en un momento determinado. Sin embargo, nada en ellas prepara al lector para la sorpresa ęnal que contiene el desenlace del undécimo episodio, a saber, la degradación de la batalla de Vitoria a la categoría de espectáculo público. El desvalijamiento del equipaje que condensa en un solo lance las vicisitudes del período 1808-1813 determina en última instancia el sentido —o mejor, sinsentido— de la guerra como concepto universal. Galdós no transcribe su veredicto por medio de las palabras del narrador, sino indirectamente a través del diálogo que mantienen cuatro personaje secundarios: Miguel de Baraona, un canónigo, un capellán de las monjas y un secretario de la Inquisición. A propósito del lastimoso estado de 30Ȳ
Galdós debió de tomar la imagen de Toreno: «Estableciose en el campo un mercado a manera de feria, en donde se trocaba todo lo aprehendido» (2008: 1060).
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los supervivientes que acampan por los alrededores, el padre de Genara dice comprender sus penalidades, pero matiza que «la guerra es guerra» (Pérez Galdós, 2006b: 134). Los demás suscriben la opinión de don Miguel, repitiéndola al pie de la letra: «La guerra tiene que ser guerra» (Pérez Galdós, 2006b: 134), conęrma el capellán; efectivamente, se pregunta el canónigo retóricamente, «¿qué ha ser la guerra sino guerra?» (Pérez Galdós, 2006b: 134); y por si no nos hubiéramos enterado, el secretario remacha que «la guerra es y será siempre guerra» (Pérez Galdós, 2006b: 134). La vacuidad de sus argumentos denota ignorancia y falta de sensibilidad a partes iguales: ninguno de ellos se toma la molestia de explicar lo que signięca el aserto, ni tampoco se apiada del sufrimiento ajeno. Que los cuatro individuos formen parte del partido de la reacción revela la catadura moral de quienes, en 1814, van a apoyar la restauración del absolutismo y la subsiguiente persecución de liberales como Monsalud. Para los que no la sufren en carne propia, la guerra es un juego de tautologías con el que se ameniza la digestión después de una comilona campestre. Para los que perecieron o quedaron malheridos en la víspera; para los que perdieron a algún familiar; para las mujeres violadas por la soldadesca; para los hombres asesinados por querer defenderlas; para los que tienen que cruzar la frontera con lo puesto; para todas las víctimas de uno y otro bando, la guerra en general, y la de la Independencia en particular, es un desastre histórico sin paliativos. Galdós termina uniéndose al coro de artistas y pensadores que asumen la guerra absoluta teorizada por Clausewiĵ en Sobre la guerra y visualizada en Desastres de la guerra de Goya. En un gesto de auténtica modernidad, nuestro novelista responde a uno y otro paradigma31 proclamando lo absurdo de que un ser humano mate a su semejante en nombre de la nación. Si la primera serie se distingue por la ambivalencia honor/horror, en El equipaje del rey José se denuncia no sólo la falsedad del patriotismo encarnado por la guerrilla, sino también el heroísmo de la épica militar. La victoria del ejército aliado al mando de Wellington en Vitoria,
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Así lo argumenta Nil Santiáñez: «El paradigma Clausewiĵ, predicado en la necesidad intelectual y —digamos— existencial de entender teóricamente ese tipo de guerra, y el paradigma Goya, el cual presupone que la destrucción de la mimesis es la forma más adecuada para representar hechos que eluden una clara comprensión racional» (21).
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lejos de suscitar el entusiasmo del narrador, degenera en un saqueo brutal que abarca un sinnúmero de hurtos, violaciones y asesinatos. La monstruosidad de la guerra asoma en la violencia desatada que los vencedores ejercen contra los vencidos. El levantamiento legítimo de los madrileños el 2 de mayo de 1808 desemboca, pues, el 21 de junio de 1813 en un espectáculo en que se representan las tristes premoniciones de lo que ha de acontecer. Siempre bajo la advocación de Goya, el Galdós de 1875 hubiera suscrito a buen seguro los citadísimos versos del poema «Apología y petición» de Jaime Gil de Biedma: «De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España, / porque termina mal».
APÉNDICES
SIGNOS EN DISPERSIÓN: LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA COMO TEXTO GRÁFICO
PќѠіяіљіёюёђѠ Ѧ љҌњіѡђѠ ёђ љќѠ ђѝіѠќёіќѠ ћюѐіќћюљђѠ іљѢѠѡџюёќѠ Entre los años 1882 y 1885, la editorial La Guirnalda que dirigía el canario Miguel Honorio de la Cámara saca a la venta las dos primeras series de Episodios nacionales en una edición de lujo ilustrada con cerca de mil doscientos grabados. Los veinte episodios se organizan cronológicamente en diez libros compuestos cada uno de dos novelas. Los tomos I-III se publican en 1882; los tomos IV-V, en 1883; los tomos VIVIII, en 1884; y los tomos IX-X, en 1885. Se incluyen además un prólogo «Al lector» y un epílogo, ambos de Galdós, fechados respectivamente en marzo de 1881 y noviembre de 1885. Los hermanos Enrique y Arturo Mélida iban a encargarse en un principio de confeccionar todos los grabados, pero «las dięcultades que en la práctica ofreció lo excesivo del trabajo en obra tan extensa» (Pérez Galdós, 2005k: 28) obliga a contratar a otros colaboradores a partir de Bailén. En cada volumen se especięcan los artistas que participan en él: I-II, los Mélida; III, los Mélida y Ángel Lizcano; IV, José Luis Pellicer, Arturo Mélida, Enrique Esteban, Cristóbal Ferriz y Eduardo Sojo; V, Lizcano, Arturo Mélida, Ferriz y Pellicer; VI, Apeles Mestres y Emilio Sala; VII, Arturo Mélida y Pellicer; VIII, Fernando Gómez Soler y Esteban; IX, Gómez Soler y Pellicer; X, Arturo Mélida, Alejandro Ferrant, Aureliano de Beruete, Ferriz, Gómez Soler, Miguel Hernández Nájera y Mestres. A estos nombres cabría añadir muy posiblemente el del propio Galdós (Miller, 2001: 219) para algunos grabados de Zaragoza, Cádiz y La batalla de los Arapiles.
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La aparición de los Episodios nacionales ilustrados en plena Restauración constituye una anomalía en la trayectoria de la obra galdosiana. Habiendo renunciado a continuar por la senda de la novela histórica por la proximidad de los años posteriores a 1834 con la actualidad,1 nuestro autor está por entonces inmerso en el magno proyecto que él denomina las «Novelas españolas contemporáneas». Galdós ha llegado además al periodo de su madurez creativa, patente en la estética realista-naturalista que adopta a partir de La desheredada (1881). El aęanzamiento de la monarquía borbónica repercute asimismo en la problemática que plantea en sus novelas, lejos ya de las consideraciones acerca de la Guerra de la Independencia y el absolutismo fernandino que lo ocuparon en la década anterior. Su mirada examina con ojo crítico las contradicciones de un presente que arranca con la Revolución de 1868, acontecimiento que según él precipita el auge de una burguesía que lidera mal que bien la implantación del capitalismo en España. La información de que disponemos revela que no se escatiman tiempo ni esfuerzos a ęn de que la iniciativa de los Episodios ilustrados llegue a buen puerto. Julia Mélida2 recuerda las conversaciones hasta altas horas de la madrugada que su hermano Arturo mantiene con don Benito en el domicilio de aquél, en las que ambos abordan cuestiones relativas a la tarea que se traen entre manos. Los epistolarios con don Arturo y con Apeles Mestres3 indican también que nuestro escritor se preocupa constantemente de la labor de los dibujantes, al tiempo que les insta a cumplir con los plazos ęjados. Estamos, por tanto, ante un proyecto de autoría múltiple cuya realización depende del empeño que en él ponen Galdós y Arturo Mélida. Nuestra hipótesis la corrobora una carta del pintor fechada en San Sebastián el 14 de agosto de 1882, donde se dirige al novelista como «Mi queridísimo co-autor» (cit. Nuez, 1983: 487; la cursiva es nuestra). El resultado ęnal merece nuestro reconocimiento en virtud de la envergadura de la empresa y la
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«[E]stán demasiado cerca, nos tocan, nos codean, se familiarizan con nosotros. Los nombres de ellos casi se confunden con nuestros nombres. Son años a quienes no se puede disecar, porque algo vive en ellos que duele y salta al ser tocado con escalpelo» (Pérez Galdós, 2006a: 1245-1246). 2Ȳ Biografía de Arturo Mélida, manuscrito inédito que se conserva en la Casa-Museo de Pérez Galdós en Las Palmas de Gran Canaria. 3Ȳ Publicados ambos por Sebastián de la Nuez.
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calidad de las estampas, máxime si se piensa en las dięcultades técnicas que tienen que superarse dada «la escasez de medios industriales en nuestro país» (Pérez Galdós, 2005k: 29). Lamentablemente, la obra defrauda las expectativas en cuanto a ventas porque su precio es inasequible para la mayoría de lectores de clase media a quienes se destina. La ilustración de los Episodios nacionales no es un caso aislado en la novelística de la Restauración, sino una práctica habitual que deęne la historia del libro durante la segunda mitad del siglo ѥіѥ en toda Europa. La inmensa mayoría de los escritores de la generación de 1868 (Galdós, Clarín, Pereda, Pardo Bazán, Picón y Palacio Valdés) se inclina, o en algunos casos tal vez se resigna, a seguir una moda con la que los editores buscan incrementar el volumen de su negocio. No es casual tampoco que las fechas de publicación coincidan con el lanzamiento de la que se considera la colección más importante de novela ilustrada de la época en España: la barcelonesa Biblioteca Arte y Letras, con un total de cincuenta y ocho títulos impresos entre 1881 y 1890 (Rodríguez Gutiérrez, 2012: 23). Hay que enumerar, por último, tres circunstancias de índole personal que sirven de acicate a Galdós: su aęción a las artes plásticas, plasmada en los dibujos que recoge en una serie de álbumes (Miller, 2001); la ilusión de obtener unas ganancias que lo ayuden a mantener a Ěote su siempre «maltrecha economía» (Nuez, 1983: 479-480); ęnalmente, «la erección de un monumento editorial» (Botrel, 1995: 10) que aúne el ansia de celebridad del escritor y el tributo a su patria. En el prólogo «Al lector», Galdós explica que desde el principio concibió la necesidad de que las veinte novelas se acompañaran de imágenes: «Cuando no estaba escrita, ni aun bien pensada, la primera de ellas [...] consideré y resolví que […] debían ser, tarde o temprano, una obra ilustrada» (Pérez Galdós, 2005l: 23).4 Lo que él denomina, en mayúsculas, el «TEXTO GRÁFICO» deviene «condición casi intrínseca de los Episodios», de ahí que las ediciones anteriores las tenga «por provisionales» (Pérez Galdós, 2005l: 23). Algunos especialistas como Stephen Miller han tomado estas declaraciones al pie de la letra para reivindicar unos «textos gráęco-léxicos» (Miller, 2008: 253) que deberían estudiarse 4Ȳ
El juicio lo comparte su contemporáneo José Ortega Munilla: «Cuando aparecieron los Episodios Nacionales en modesta edición […] pensamos que en aquellas hermosas páginas, llenas de colorido y gracia, había campo para que un dibujante de genio dotase a la Historia y al Arte de una animada y rica galería de ęguras y escenas» (1881: 375).
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precisamente como lo que son, a saber, una forma híbrida. No obstante compartir el desiderátum de Miller, nos parece improbable que nuestro autor se embarcara en una aventura de tal calado sólo por defender la coherencia interna de un género. Ya hemos visto que en su decisión intervienen diversos estímulos e inĚuencias, no siendo el menor de ellos la esperanza de obtener un beneęcio pecuniario.5 Nuestra postura está, en ęn, a medio camino de la indiferencia casi generalizada de la crítica y un cierto dogmatismo a la hora de privilegiar la versión ilustrada. Es innegable que los diez tomos de la Guirnalda enriquecen sobremanera nuestro conocimiento de la producción galdosiana desde una miríada de perspectivas: histórico-biográęca, sociológica, estética y, cómo no, interdisciplinaria. No conviene olvidar, sin embargo, que los Episodios forman un corpus de cuarenta y seis novelas que se sostiene perfectamente por sí solo sin necesidad de grabados —sólo veinte de ellas los tienen, de hecho—. La edición de 1882-1884 presenta además carencias desde el punto de vista de la ecdótica, habiéndose deslizado en ella unas doscientas erratas nuevas y algún que otro «error narrativo» que resulta de recortar un pasaje para que en él encaje un dibujo (Troncoso, 2008: 431-432).6 La conjunción de literatura y pintura no reproduce tampoco en su autenticidad la experiencia de los contemporáneos de Galdós, pues sabemos que sólo una minoría de ellos leyó los Episodios en este formato. En suma, aunque los preciados volúmenes de Cámara se prestan a una pluralidad de enfoques que amplía —¡en buena hora!— el campo del galdosismo, convertirlos en la expresión de la idea original del autor ignora tres hechos fundamentales: la autosuęciencia de la narración escrita, el problema de las variantes y las preferencias del público. Como apuntamos en el párrafo anterior, los Episodios ilustrados permiten un sinfín de aproximaciones de acuerdo con las habilidades o aęciones de cada crítico. Un especialista en historia del arte, por ejemplo, se centraría seguramente en los dibujos; alguien versado en tipografía, en las técnicas de impresión sobre una plancha de cinc que
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Nuestro veredicto concuerda con el de Peter Bly: «Quizás habría que leer estos dos prólogos con unos granitos de sal, reconociendo lo mucho que quería Galdós agradecer la colaboración de sus colegas gráęcos, al igual que hacer propaganda de su producto comercial» (1995, 2: 281). 6Ȳ Con buen criterio, Dolores Troncoso y Rodrigo Varela han cotejado todas las variantes para elegir la más cercana al «designio galdosiano» (2005, 17).
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Galdós preęere «a los antiguos procedimientos del boj» (Pérez Galdós, 2005k: 28); un bibliómano, en el diseño exterior de los libros; un teórico de la recepción, en identięcar al tipo de lector, implícito o real, que los responsables de la edición tenían en la mente; un historiador de la literatura, en situar la obra dentro de una corriente de novela ilustrada decimonónica que compone otra vertiente del Realismo.7 Siendo las opciones tantas y tan variadas, hemos creído oportuno ceñirnos a la materia de nuestro libro, o sea, la amalgama de discursos en torno a la Guerra de la Independencia que conĚuyen en la narrativa galdosiana. Vamos a examinar, pues, el funcionamiento del texto gráęco en relación con el signięcado o signięcados que hemos asignado al texto léxico en los capítulos anteriores. Algunas preguntas que nos formulamos son: ¿contribuye la presencia de imágenes a sancionar la visión de la contienda bélica que se propugna en los once relatos?; ¿o bien se deconstruye el mensaje primigenio? En otras palabras, ¿hay una alianza de literatura y pintura que reĚeje la ideología del autor desde los años del Sexenio hasta los albores de la Restauración?; ¿o bien los Episodios de 1882-1885 hacen, literal y metafóricamente, la guerra por su cuenta? La respuesta a estos interrogantes se apoya en una serie de presupuestos que van modelando una especie de poética de la novela ilustrada. En primer lugar, la intercalación de dibujos inĚuye siempre de alguna manera —consciente o inconscientemente— en nuestra interpretación, en la medida en que su contemplación resulta inevitable. La existencia de ilustraciones afecta igualmente a la respuesta emocional del destinatario, puesto que éste tiende a conceder más importancia a un fragmento narrativo o descriptivo que se haga acreedor de una imagen. El proceso de selección está sujeto asimismo al índice de «densidad léxico-gráęca» (Miller, 2008: 258), o sea, la distribución de un número determinado de estampas a lo largo de un determinado número de páginas. Mientras se someta a las condiciones que ęja el editor, el artista dispone normalmente de libertad para elegir aquellos pasajes que le parecen más idóneos.8 Este «moment of choice»
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«The Illustrated Edition of the Episodios nacionales appears at a crucial moment in Spanish cultural history in which the dominant modes of representation were being replaced by art and literature informed by what I call a realist imaginary» (George, 1997: 18). 8Ȳ Por lo que sabemos, Galdós deja que los ilustradores escojan «el qué y el cómo de sus iluminaciones gráęcas» (Arencibia, 2008: 29).
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(HodneĴ, 1986: 7) activa sus facultades críticas, transformándole simultáneamente en lector y en segundo autor (George, 1997: 10). El éxito de su cometido depende a partes iguales, pues, de las restricciones que se le imponen y de su capacidad de exegesis. Un buen ilustrador sabe cómo realzar visualmente el aspecto de un personaje u objeto, subrayando de este modo el efecto de realidad; otras veces, sintetiza en una estampa una acción que llena varias páginas. Hay casos, sin embargo, en que la imagen que produce reĚeja inadecuadamente lo escrito, dando lugar a un misreading que puede cortocircuitar incluso la comunicación que el emisor establece con el receptor. Sea lo que fuere, el ilustrador modięca siempre el original en que se inspira, bien optando por una escena a expensas de otras que se dejan fuera, bien descifrando más o menos escrupulosamente las intenciones del novelista. La teorización sobre este género se detiene también en la correspondencia entre los componentes lingüístico e iconográęco. La interpretación tradicional daba por sentada una subordinación del segundo al primero, según las cual las ilustraciones servían de adorno a lo que podríamos denominar el texto base. José Ortega Munilla, en su reseña de los Episodios de la Guirnalda aparecida en 1881, se deshace en elogios al constatar que «el lápiz» se revela «digno de la pluma» (1881: 375). La misma actitud mantiene Galdós cuando aęrma —en un tono de falsa modestia— que «el arte del dibujo ha hermoseado estas pobres letras» (Pérez Galdós, 2005k: 29). Esta perspectiva ha perdido vigencia desde el posestructuralismo en adelante, habiéndose sustituido en la actualidad por una noción de reciprocidad (J. H. Miller, 1971: 129), donde los dos sistemas ocupan el mismo espacio en la jerarquía pese a tener una estructura distinta. Al proclamar orgullosamente su bitextualidad (Kooistra, 1995: 14), la novela ilustrada negocia el sentido a partir de una interacción constante de la palabra con la imagen, o de la imagen con la palabra, cuya fusión nunca llega a consumarse por completo. El lector se afana por integrar ambas en un todo coherente, pero al ęnal tiene que admitir la ruptura de esta «seamless oneness» (Kooistra, 1995: 13) que persigue. La disociación sígnica se acentúa en los Episodios de 1882-1885 como consecuencia del elevado número de autores que intervienen en la elaboración de la obra. La imposibilidad de controlar de cerca el trabajo de tanta gente se traduce en una disparidad de criterios que por sí sola impide ya una verdadera simbiosis. De este modo, la «dichosa
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concurrencia de las dos artes» que celebra Ortega Munilla (1881: 375) no pasa de ser una aspiración. El mismo Galdós parece ignorar que la fruición que experimenta al observar los grabados está socavando los cimientos ideológicos sobre los que se sustenta su obra. El autor canario cierra las suturas de un texto hasta entonces ambivalente mediante la yuxtaposición de una doble dialéctica: por un lado, la contraposición de la caída de Godoy con el ascenso del protagonista; por otro, un posicionamiento inicial a favor de la revuelta contra Napoleón que termina condenando los desastres de la guerra. La estructura profunda del relato se bifurca así en dos desenlaces complementarios: el triunfo de Gabriel (La batalla de los Arapiles) y la brutalidad de la contienda (El equipaje del rey José). Como veremos a continuación, el texto gráęco va a alterar dicha semántica al refrendar sólo parcialmente los contenidos del texto léxico. SѢяіџ, яюїюџ, ѠѢяіџ Ninguno de los grabados del episodio La corte de Carlos IV recoge los rumores sobre Godoy que circulan sin cesar en boca del narrador y otros personajes. No se da información en ellos de la meteórica carrera del valido ni de las acusaciones que le lanzan sus enemigos: ineptitud y debilidad políticas, corrupción, ansia de medro y amores con la reina. La maduración de Araceli a raíz de la defenestración del político extremeño no se percibe tampoco en los dibujos de los hermanos Mélida. Recordemos que, habiendo presenciado in situ el asalto al palacio de Aranjuez, Gabriel se percata de que su pretensión de imitar los pasos del Príncipe de la Paz a ęn de encaramarse a lo alto del escalafón social constituye simple y llanamente un error. La rectięcación de su conducta lo lleva a la adopción de un código ético que se funda en el honor. Al dejar fuera las indicaciones acerca del proceso que sigue Gabriel a la hora de forjarse una identidad, las ilustraciones no dan idea cabal de hasta qué punto la biografía de Godoy condiciona la de nuestro protagonista. El texto gráęco deja constancia, en cambio, de las advertencias de Inés respecto del despropósito en que incurriría Gabriel si quisiera elevarse por encima de su condición por medios ilícitos. Un primer grabado (ęg. 1) transcribe precisamente el diálogo en que la joven, tras burlarse de su enamorado motejándolo de «señor duquillo» (Pérez Galdós, 1882-1885, I: 190), refuerza su admonición con un símil procedente de la fábula de
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Esopo «La tortuga y el águila».9 La comparación hace referencia a un indefenso galápago (Gabriel) al que un ave rapaz (Godoy) ha levantado del suelo con sus garras: «Si esa personita le sube a Vd. será como si un águila o buitre cogiera por su concha a la tortuga para llevársela por los aires» (Pérez Galdós, 1882-1885, I: 190-191). Ni que decir tiene que el pájaro va a deshacerse de su presa en cuanto pueda, abandonándola a su suerte con el pretexto de que ya sabe volar por su cuenta: «Ahora, niño mío, mantente solo» (Pérez Galdós, 1882-1885, I: 191). Como la naturaleza no dotó de alas a la tortuga, su ęnal es inevitable: «Caerás en el suelo haciéndote mil pedazos» (Pérez Galdós, 1882-1885, I: 191). El aleccionamiento de Inés se completa con la alusión a un mito clásico cuyo conocimiento se da por sentado: «Veo que sueñas con subir demasiado, y esto es peligroso, porque ya sabes lo de Ícaro» (Pérez Galdós, 1882-1885, I: 287). El grabado correspondiente (ęg. 2) presenta a un individuo lujosamente ataviado con un traje de cortesano que se precipita al vacío al derretírsele las alas. El tipo en cuestión no es otro que Gabriel, quien por culpa de su desmesurada ambición recibe el mismo castigo que Ícaro cuando éste se aproximó demasiado al sol. Arturo Mélida mezcla mitología y realismo con el propósito de engarzar el itinerario vital de Gabriel en la historia del hijo de Dédalo, a modo de aviso de lo que le puede acaecer a aquél de no renunciar a sus delirios de grandeza. No obstante la visualización de un motivo alegórico al que el propio Galdós recurrió, la iconografía de Godoy habría expuesto las desencaminadas pretensiones de Gabriel de manera más acorde con los propósitos del novelista. Las reiteradas menciones al declive del Príncipe de la Paz en el texto escrito tienen la función de recordar a Gabriel (y, por ende, al lector) el riesgo que entraña tentar los caprichos de la diosa Fortuna. En consecuencia, la no presencia del
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La adaptación de Félix María Samaniego dice así: «Una Tortuga a una Águila rogaba / La enseñase a volar; así la hablaba: / “Con sólo que me des cuatro lecciones, / Ligera volaré por las regiones; / Ya remontando el vuelo / Por medio de los aires hasta el cielo, / Veré cercano al sol y las estrellas, / Y otras cien cosas bellas; / Ya rápida bajando, / De ciudad en ciudad iré pasando; / Y de este fácil, delicioso modo, / Lograré en pocos días verlo todo”. / La Águila se rió del desatino; / La aconseja que siga su destino, / Cazando torpemente con paciencia, / Pues lo dispuso así la Providencia. / Ella insiste en su antojo ciegamente. / La reina de las aves prontamente / La arrebata, la lleva por las nubes. / “Mira, la dice, mira cómo subes”. / Y al preguntarla, digo, “¿vas contenta?” / Se la deja caer y se revienta. / Para que así escarmiente / Quien desprecia el consejo del prudente» (1960: 120).
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político en los grabados de La corte de Carlos IV debilita la coherencia léxico-gráęca de una de las novelas más logradas de la primera serie. Los dos hermanos se deciden ęnalmente a mostrar al hombre de conęanza de Carlos IV en el episodio siguiente, El 19 de marzo y el 2 de mayo, durante la visita a su despacho que le hacen don Celestino y Gabriel. Enrique Mélida se detiene en el instante cuando «D. Celestino, que temblaba como un chiquillo de diez años, hizo una profunda cortesía, a la cual siguió otra hecha por mi persona» (Pérez Galdós, 18821885, II: 41-42). Godoy no sabe cómo reaccionar, preocupado como está por un informe que sostiene en una mano donde se le notięca la gravedad de la situación ante el acoso cada vez más fuerte de sus rivales (ęg. 3). El desconcierto de Godoy en un momento de crisis aguda prepara el terreno para el motín de Aranjuez, el cual ofrece muchas posibilidades artísticas por la plasticidad de sus escenas. No debe sorprender, pues, que lo ocurrido entre el 17 y el 19 de marzo de 1808 inspire cinco dibujos que recrean otros tantos acontecimientos históricos: 1. La destrucción de los objetos de lujo que decoran la residencia de Godoy, a cargo de una multitud que «desahogaba su indignación en inocentes vasos de China» (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 63-64). 2. El incendio: «La hoguera alimentada con tanto combustible, subía a enorme altura, y las llamas oscilantes iluminaban de un modo pavoroso la calle toda, y también el interior del palacio» (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 65). 3. La detención de Diego Godoy, «hermano del ministro» (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 77), en su domicilio. 4. El traslado a pie del Príncipe de la Paz a la cárcel (ęg. 4), escoltado por unos soldados que a duras penas pueden repeler a «una turba que se arremolinaba estrechándose» (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 79). 5. Su reclusión en el cuartel, herido y en unas condiciones que don Celestino considera degradantes (ęg. 5): «Allí sobre unas fétidas pajas, cubierto de sangre y pidiendo a voces la muerte, está el que ayer gobernaba dos mundos» (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 85). Los cinco grabados forman una secuencia narrativa que ilustra las penalidades de Godoy una vez consumada su caída. Se tematiza además en ellos una de las obsesiones de Araceli/Galdós, a saber, la denuncia de la violencia gratuita del populacho que se complace en humillar a los otrora poderosos. El ocaso del político extremeño despierta también la empatía de los ilustradores, quienes resaltan la nota de patetismo en sus retratos. La turba insulta y maltrata impunemente al antiguo valido cuando lo ve
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en poder de los soldados, mientras que los carceleros lo abandonan como si se tratara de un delincuente común. Desposeído de su dignidad de ser humano, el Príncipe de la Paz es un pelele que inspira más compasión que odio. Se desmiente así la arrogancia que le atribuyen los partidarios de Fernando, abonando con ello la ecuanimidad con que Gabriel lo juzga a posteriori en sus memorias. Aunque los Mélida no comunican al lector el inĚujo que tiene Godoy en la toma de conciencia de Araceli, sí aciertan a trazar el azaroso sino del valido sobre el que el narrador construye la primera parte de su Bildungsroman. El ascenso del protagonista llega a su cénit en la batalla de los Arapiles, episodio homónimo de cuya ilustración se encarga José Luis Pellicer —el mismo que, lo veremos en el siguiente apartado, tan bien supo plasmar la deshumanización de la guerra en Gerona—. No se le puede reprochar al artista un desinterés en describir los lances más cruentos del enfrentamiento entre el duque de Wellington y el mariscal Marmont. El realismo casi fotográęco que cultiva rehúye toda forma de pintoresquismo (George, 1997: 76), centrándose en su lugar en la captación del movimiento de las tropas en combate. No parece, sin embargo, que entendiera la trascendencia que tiene la conquista del Arapil grande en relación con el texto autobiográęco de Gabriel. Si bien las dos ilustraciones que dedica a esta hazaña realzan espléndidamente la magnitud de la misma, se le escapa lo que ésta signięca como culminación de la trayectoria que el niño Araceli inició en Cabo Trafalgar en octubre de 1805. La primera de estas ilustraciones (ęg. 6) documenta la penosa escalada del regimiento 23 de línea, integrado por los highlanders al mando de los brigadieres Pack y Leith: «La escalera, señores, era terrible, y en cada uno de sus fúnebres peldaños, el soldado se admiraba de encontrarse con vida» (Pérez Galdós, 1882-1885, V: 398). La imagen basta por sí sola para transmitir al lector las emociones de un Gabriel que contempla con estupor el choque de los dos ejércitos: los escoceses vestidos con la gorra y la falda a cuadros tradicionales que embisten bayoneta en mano a los franceses difuminados al fondo, en medio de la indiferencia hacia las víctimas de ambos bandos que se exponen en primer plano. La segunda estampa se circunscribe a la actuación del protagonista en la cima del Arapil grande, tambaleándose de resultas de un pistoletazo que recibe de un soldado arrodillado en el suelo. Justo antes del disparo, Gabriel avanzaba en dirección a otro soldado que se aferra a la
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insignia imperial mientras cae (ęg. 7). El texto escrito incluye dos detalles que no ęguran en el dibujo de Pellicer: por un lado, la especięcación del narrador acerca de la punta de una bayoneta que penetra «en mi carne» (Pérez Galdós, 1882-1885, V: 408); por otro, la lucha cuerpo a cuerpo para apoderarse del águila: «Yo agarré el palo de la bandera, y lo así tan fuertemente, que mi mano se pegó a él y lo sacudió y quiso arrancarlo de donde estaba» (Pérez Galdós, 1882-1885, V: 408). Si en el fondo da igual qué arma hiere a Gabriel, no podemos aęrmar que la pugna por la posesión del estandarte sea un hecho baladí. La acción de arrebatárselo a un enemigo, rodando monte abajo sin soltarlo hasta que uno y otro pierden el conocimiento, se convierte en la gesta simbólicamente más importante que lleva a cabo el personaje en el transcurso de la guerra. El vertiginoso descenso por la pendiente del Arapil grande no comporta una pérdida de prestigio como en el caso de Godoy, sino todo lo contrario: la consagración de una carrera militar caracterizada por el honor, la valentía y el esfuerzo. Lamentablemente, el texto gráęco se limita a ilustrar el impacto de bala que recibe Gabriel, desaprovechando así la oportunidad de cerrar el círculo hermenéutico que se abrió con Godoy. Diríamos, en conclusión, que Pellicer valora justamente la subida de la brigada Pack al Arapil grande en lo que concierne al desenlace de la batalla, pero no así la relevancia que tiene tal suceso a la hora de completar la formación del héroe novelesco. ¿Hќћќџ Ѣ ѕќџџќџӓ: Lю єѢђџџю ђћ іњѨєђћђѠ El Galdós de la década de 1870 enjuicia la Guerra de la Independencia con la mirada del dios Jano, articulando un doble discurso en que la épica de la nación convive con la cotidianeidad de la destrucción y la muerte. La ambivalencia que preside la narración de Gabriel Araceli en la primera serie de Episodios nacionales acaba diluyéndose en la novela inaugural de la segunda, El equipaje del rey José. Después de diez episodios en los que se alternan honor y horror, el undécimo condena los deletéreos efectos de la guerra —tanto en el individuo como en la nación— con una contundencia que no deja resquicio para la duda. Galdós varía su perspectiva al compás de los acontecimientos que le toca vivir durante los años que van desde la Revolución de 1868 hasta la Restauración de 1875. Los vaivenes de la política condicionan, pues, el estado anímico de un autor que pasa de la esperanza a la desilusión al constatar el fracaso de los ideales democráticos del
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Sexenio. El cambio de orientación que se observa en la segunda serie de Episodios obedece, en suma, a una coyuntura nueva que él percibe como perjudicial a los intereses de España. Lo expuesto en el párrafo anterior a modo de introducción permite adentrarnos en la manera o maneras como se ilustra visualmente el desarrollo del conĚicto. Un solo artista que trabajara a las órdenes de Galdós conseguiría con toda probabilidad reĚejar con ędelidad la óptica del novelista. La autoría múltiple y la independencia con que cada ilustrador realiza su tarea imposibilitan evidentemente una colaboración tan estrecha, resultando de todo ello una acumulación de imágenes que hace que el signięcado se disperse en múltiples direcciones. Sin afán de exhaustividad dada la elevada cantidad de estampas que hay, vamos a seleccionar tres sucesos históricos con los que calibrar el grado de divergencia del texto gráęco en relación con el texto léxico: el Dos de Mayo, el sitio de Gerona y la batalla de Vitoria. La elección de estos eventos no obedece tanto a criterios de gusto cuanto estructurales, en la medida en que cada uno establece su propia unidad de sentido dentro de la semántica galdosiana de la guerra. El Dos de Mayo supone la participación efectiva del pueblo como agente de la historia, el cual se rebela contra el invasor en aras de salvaguardar la integridad de la nación. Se trata de un movimiento espontáneo que congrega a la población por medio de «uno de esos llamamientos morales, íntimos, misteriosos, informulados, que no parten de ninguna voz oęcial» (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 165). Enrique Mélida se ajusta perfectamente a la intención del novelista, componiendo la imagen de un niño que sujeta una bandera mientras convoca trompeta en boca a los madrileños a salir a la calle (ęg. 8). El dibujo en cuestión sirve de prólogo de un relato gráęco que va documentando algunos de los hechos más glosados por los historiadores.10 Para empezar, se registra la celeridad con que la gente se apresta a la defensa con todo tipo de instrumentos cortantes, circunstancia que suscita la admiración de Gabriel: «Yo no sé de dónde salía tanta gente armada» (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 167). La defensa de los artilleros en el parque de Monteleón se convierte luego en el lance que más alicientes ofrece 10Ȳ
Los grabados se legitiman a sí mismos porque forman parte de una tradición: «The artist not only wants to reproduce the image of the historical event as it happened, but seeks to appeal in a certain sense to the popular image of the event portrayed» (George, 1997: 94).
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a los hermanos Mélida, con un total de cuatro ilustraciones: la fragosidad de la pelea cuerpo a cuerpo dentro del parque (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 182-183), con un cañón que reposa en una enorme cureña ocupando el centro del dibujo (ęg. 9);11 un homenaje alegórico a las víctimas que carece de correspondencia en la novela; la herida en la pierna de Daoiz, a quien Gabriel sujeta para que no pierda el equilibrio (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 191); y la muerte de Velarde a manos de «un oęcial enemigo» que le dispara «por la espalda» (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 193). Se presta atención también a la «descarga de fusilería» (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 200) contra un grupo de patriotas en la madrugada del 3 de mayo en la Moncloa —motivo de una de las pinturas más famosas de Goya—, en la que Arturo Mélida emplea la técnica del claroscuro con el propósito de iluminar el terror de los fusilados en la noche (ęg. 10). Sorprende que no se ilustre el ataque de los mamelucos del día anterior en la Puerta del Sol, inmortalizado asimismo por Goya y al que el texto léxico dedica un capítulo entero. Aparte de las acciones históricas, los hermanos Mélida dan cuenta de las peripecias que tienen que ver con los personajes de ęcción. Uno de los grabados describe la escena en que el amolador Chinitas carga su fusil para continuar luchando aun después de haber sido alcanzado en la frente, con el auxilio de la Primorosa, que «le envolvía un pañuelo en la cabeza» (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 169). Otro recoge el momento de su muerte, si bien con bastante menos dramatismo que el que emplea Gabriel en su narración (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 189). Las demás ilustraciones informan de la suerte de algunos combatientes que participan en la revuelta: «Un padre anciano» que expira aęrmando su fe en la causa: «¡Viva Fernando! ¡Viva España! ¡Muera Napoleón!» (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 174); el cadáver de un hombre rodeado de dos mujeres (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 179); las súplicas de Gabriel a los centinelas franceses para que lo dejen entrar en la huerta de Príncipe Pío, donde están prisioneros Inés y don Celestino (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 203); el hallazgo de éstos, atados juntos «como eslabones de la cadena humana que iba a ser entregada al suplicio» (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 208); ęnalmente, como cabía esperar, el desfallecimiento de Gabriel después de recibir la descarga 11Ȳ
La escena guarda más de una semejanza con el cuadro de Joaquín Sorolla La defensa del parque de Monteleón (1884), pintado apenas dos años después de la publicación del volumen ilustrado.
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del pelotón de fusilamiento (Pérez Galdós, 1882-1885, II: 214). Aunque la variedad de acciones subraya la trágica epopeya de los madrileños que se levantan contra Murat, se echa de menos la individualización de la estrella por excelencia de aquella jornada: la maja Primorosa, indómita mezcla de patriotismo y descaro que se bate con más coraje que cualquier otro menestral. La falta de una ilustración que muestre la aguerrida pose de la esposa de Chinitas rebaja sustancialmente el elemento costumbrista con el que Galdós enaltece el alzamiento del pueblo en la capital, luego de haber censurado a éste por su mezquina actuación en el motín de Aranjuez. Por otra parte, el sufrimiento de la población en el episodio Gerona se enmarca dentro de una dialéctica que presenta la deshumanización de la guerra al lado de un heroísmo colectivo supeditado a la autoridad de un líder que carece de ęsuras. Nueve años después, Pellicer es el encargado de traducir la obra en imágenes a partir de una lectura donde no sólo se expone sin tapujos la dureza del sitio, sino que se prescinde del consuelo que ofrece el comportamiento ejemplar de Álvarez de Castro. Los terribles efectos del asedio en la conducta del individuo se manięestan en el hambre que asuela la ciudad. La escasez de víveres conduce a la animalización del ser humano, cuya máxima expresión se encuentra en el enfrentamiento de Marijuán con Nomdedeu por la posesión de una gata cuya carne daría alimento a sus protegidos. El dibujo (ęg. 11) revela el comportamiento salvaje del joven que queda «en completa posesión de la presa» (Episodios Guirnalda IV:80) tras imponerse a su rival. Pellicer retrata también la «guerra espantosa entre los diversos órdenes de la vida» (Pérez Galdós, 18821885, IV: 74), a través de la persecución que sufren los perros a manos de los carniceros. El insólito hecho obliga a los animales a poner pies en polvorosa, «corriendo a escape hacia el campo francés» (Pérez Galdós, 1882-1885, IV: 83) (ęg. 12). Por último, la penuria que azota a los gerundenses hace que se multiplique el número de enfermos. Éstos, careciendo de espacio donde albergarse, se hacinan en la escalinata de la catedral improvisada como «hospital al descubierto» (Pérez Galdós, 1882-1885, IV: 84) (ęg. 13). La intensięcación de la tragedia corre parejas en el texto léxico con el panegírico del gobernador de la plaza, de quien se destacan un olímpico desdén a la muerte y un patriotismo inmarcesible. En virtud de sus convicciones, don Mariano exige que la gente se emplee a fondo en la resistencia renunciando a cualquier señuelo de capitulación.
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Marijuán no rebaja los excesos de un hombre inmune al sufrimiento al que sus subordinados obedecen principalmente por miedo, pero en última instancia lo redime por la entereza que despliega en todas sus acciones. Siendo como es el héroe indiscutible del episodio, la atención que le presta Pellicer no se corresponde en absoluto con el protagonismo que le otorga el narrador. La única ilustración que tenemos de él subraya el carácter granítico de un militar que se pasea tranquilamente por la ciudad sin prestar atención a lo que ocurre, como si las cuitas de sus subordinados no fueran con él (ęg. 14): «El aspecto estatuario de D. Mariano Álvarez, en cuya naturaleza poderosa y sobrehumana se estrellaban sin conmoverla las impresiones de la lucha, como las rabiosas olas en la peña inmóvil» (Pérez Galdós, 1882-1885, IV: 125). El retrato que se hace de don Mariano peca de parcialidad, puesto que incide en el rasgo de su personalidad que menos simpatías despierta en la gente. Pellicer se abstiene de pintar el calvario que pasa Álvarez de Castro por culpa del trato vejatorio de los franceses, lo cual le impide mostrar la humanidad de que hace gala el gobernador al conocer la proximidad de su muerte. Tenemos, por tanto, dos desenlaces contrapuestos del cerco de Gerona: el texto léxico hace hincapié en la dignidad de un individuo sin par, el texto gráęco en las calamidades de la guerra. El Galdós de la década de 1870 da su veredicto deęnitivo de la Guerra de la Independencia en los capítulos ęnales de El equipaje del rey José. El ensañamiento de los vencedores con los vencidos que vemos allí vaticina no sólo las hostilidades entre liberales y absolutistas durante el reinado de Fernando VII,12 sino también los estallidos de violencia que sacuden repetidamente el país a lo largo de la centuria. Los grabados del episodio se asignan a otro artista catalán, Apeles Mestres, quien ya por entonces gozaba de prestigio por sus celebradas ilustraciones de El sabor de la tierruca (1882) de José María de Pereda. Respetando la decisión de Galdós de despachar el relato de la batalla en un párrafo, Mestres no le dedica siquiera una estampa. Novelista y dibujante coinciden en atribuir el protagonismo de la jornada no tanto a las maniobras de los ejércitos, cuanto a un episodio secundario: el destino de la caravana custodiada por los soldados del ejército imperial (entre ellos, el juramentado Monsalud) que transporta las riquezas rapiñadas en España, incluyendo las de los españoles allegados a José 12Ȳ
Hilo conductor, como sabemos, de la segunda serie de Episodios nacionales.
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I que huyen con sus pertenencias a cuestas. La salida de Madrid «por el camino de Segovia» (Pérez Galdós, 1882-1885, VI: 33) la documenta Mestres en un pequeño dibujo donde se consigna el abigarramiento del conjunto: paisanos y soldados a pie, oęciales a caballo, damas y caballeros en sus carruajes, avanzando todos a duras penas por un terreno lleno de accidentes (ęg. 15). Al tiempo que acontece la derrota del ejército napoleónico en Vitoria, los integrantes del convoy continúan su marcha en paralelo hasta que se ven obligados a detenerse al avistar de cerca a sus adversarios. El terror se apodera de los afrancesados, a los que se insta a salir de sus vehículos a ęn de evaluar la situación. Así lo hacen Pepita Sanahuja y su marido (Pérez Galdós, 1882-1885, VI: 139), cuyo desconcierto ante el expolio de que pueden ser víctimas se plasma en un grabado que preludia el inminente ataque de la guerrilla y los ingleses. Cuando éste se produce, Mestres se atiene mayormente a las indicaciones del texto léxico. El lector tiene ocasión de ver así en imágenes lo que el novelista comunica con palabras, a saber, que el colofón de la Guerra de la Independencia no tiene nada de heroico ni de ejemplar. El ęnal se reduce, pues, a una especie de pandemónium en que cada persona mira por sus intereses: un grupo saca «atropelladamente su ropa de las arcas» (Pérez Galdós, 1882-1885, VI: 143) para llevársela consigo (ęg. 16); los soldados franceses, en su desesperada huida, se abren paso a golpes de espada «por entre un dédalo de carros y cureñas y furgones y ambulancias y coches de viaje, y cirujanos ocupados, y heridos que no podían moverse» (Pérez Galdós, 1882-1885, VI: 147-148) (ęg. 17);13 Pepita Sanahuja, sin importarle el paradero de su marido, conmina a Monsalud a que la ayude, «deteniendo enérgicamente al joven y haciendo violenta presa en sus dos brazos» (Pérez Galdós, 1882-1885, VI: 151) (ęg. 18); ęnalmente, vemos la codicia de los vecinos de los alrededores que comercian al día siguiente con los restos del botín en el mismo escenario de la batalla, transformado ahora en «un campo de feria» (Pérez Galdós, 1882-1885, VI: 158) (ęg. 19). Hay que matizar, sin embargo, que Mestres evita las escenas más escabrosas, temeroso quizás de que su contenido gráęco pueda herir la sensibilidad del público. Es signięcativa al respecto la perspectiva que adopta cuando reproduce el suceso en que un afrancesado que deęende a su hija de una violación paga su valentía con la muerte, 13Ȳ
La sensación de caos se acentúa retóricamente por medio de la polisíndeton.
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en tanto que su esposa e hijos se salvan in extremis merced a «la intervención compasiva de otros soldados» (Pérez Galdós, 1882-1885, VI: 154). En vez de ęjarse en los abusos cometidos, el artista enfatiza la generosidad de un militar que socorre a la dama en medio del pillaje indiscriminado a que sus compañeros se entregan (ęg. 20). Ni la hija violada ni el padre asesinado aparecen por ninguna parte, con lo cual se reduce la ansiedad de un lector que constata con alivio que en la guerra cabe también a veces la compasión. Mestres no percibe tampoco la conexión que se establece entre el ęnal de la contienda napoleónica y «el fantasma horroroso de la guerra civil» (Pérez Galdós, 1882-1885, VI: 180), o no considera pertinente ilustrarla para que el lector se concentre en los hechos de la trama. Sea lo que fuere, el texto gráęco transcribe en imágenes el singular acercamiento a la batalla de Vitoria que propone el texto léxico, según el cual la ruina del convoy que atraviesa la península en dirección a Francia condensa en unas pocas páginas lo que fue en realidad la Guerra de la Independencia. La publicación de los Episodios nacionales ilustrados entre 1882 y 1885 justięcaría en principio la simbiosis de texto léxico y texto gráęco que Galdós percibe como connatural a la obra. Sus declaraciones al respecto anuncian la bitextualidad de un género donde pintura y literatura mantienen una relación de reciprocidad e interdependencia. No obstante, la labor del ilustrador lleva consigo una exegesis personal que modięca siempre el sentido de la escritura, negando así la fusión completa de las dos artes.
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Fig. 1 Águila y tortuga. Autor: Arturo Mélida
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Fig. 2 Caída de Gabriel. Autor: Arturo Mélida
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Fig. 3 Visita a Godoy. Autor: Enrique y Arturo Mélida
Fig. 4 Godoy y la multitud Autor: Enrique y Arturo Mélida
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Fig. 5 Godoy prisionero Autor: Enrique y Arturo Mélida
Fig. 6 Subida al Arapil Grande Autor: José Luis Pellicer
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Fig. 7 En la cumbre del Arapil. Autor: José Luis Pellicer
Fig. 8 Dos de Mayo. Llamada a la acción. Autor: Enrique Mélida
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Fig. 9 Parque de Monteleón. Autor: Enrique y Arturo Mélida
Fig. 10 Fusilamientos de la Moncloa. Autor: Enrique y Arturo Mélida
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Fig. 11 Pelea entre Marijuán y Nomdedeu. Autor: José Luis Pellicer
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Fig. 12 Perros hambrientos. Autor: José Luis Pellicer
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Fig. 13 Enfermos en la catedral. Autor: José Luis Pellicer
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Fig. 14 Álvarez de Castro. Autor: José Luis Pellicer
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Fig. 15 La caravana. Autor: Apeles Mestres
Fig. 16 Sacando las ropas del arca. Autor: Apeles Mestres
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Fig. 17 Soldados abriéndose paso Autor: Apeles Mestres
Fig. 18 Pepita detiene a Salvador. Autor: Apeles Mestres
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Fig. 19 Campo de feria. Autor: Apeles Mestres
Fig. 20 Los soldados y la mujer. Autor: Apeles Mestres
LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN CLAVE INFANTIL, MA NON TROPPO
Uћ ѐѢђћѡќ ёђ ѕюёюѠ En la primera década del siglo ѥѥ, la editorial Sucesores de Hernando saca a la venta una versión abreviada de la serie inicial de Episodios nacionales que el propio Galdós se encarga de compilar. Se trata de un volumen de 349 páginas, sin fecha, que incluye 44 grabados procedentes de la edición ilustrada de 1882-1885. El título completo que ęgura en la portada es Episodios nacionales. Guerra de la Independencia, extractada para uso de los niños. La datación no resulta difícil de establecer si se consulta el listado de obras completas de Galdós que aparece al ęnal de la edición. Como indica Alberto Navarro González (1977: 167), en el apartado de comedias se menciona Amor y ciencia (1905), pero no Pedro Minio, cuyo estreno tiene lugar el 15 de diciembre de 1908. Navarro González observa asimismo que se cita el episodio España sin rey (enero de 1908), mientras que España trágica (marzo de 1909) consta todavía como «en preparación» (1977: 167). Ante la evidencia de los datos, el crítico concluye acertadamente que el libro debió de imprimirse «a ęnales de 1808 o principios de 1809» (1977: 167).1 1Ȳ
Hay una edición posterior que Navarro González data entre ęnales de 1816 y 1817, basándose igualmente en la lista de obras completas (1977: 167). La editorial Hernando saca a la venta en 1948 ‘Episodios nacionales’, por don Benito Pérez Galdós, narrados a los niños por su hija, doña María Pérez Galdós. Sin mencionar para nada la edición de su padre, doña María «dedica un capítulo a cada uno de los diez Episodios de la Primera
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Lo más sorprendente en relación con el texto que aquí nos ocupa es el desconocimiento del mismo por la crítica. Aparte del estudio de Navarro González y las observaciones siempre eruditas de Stephen Miller (2001: 201-207), ni los biógrafos Berkowiĵ y Ortiz-Armengol ni los especialistas en los Episodios ofrecen noticias acerca de su existencia. Parece como si estuviéramos ante una versión apócrifa que debe yacer en el olvido a ęn de no perjudicar la reputación del novelista. La realidad, sin embargo, dista mucho de conęrmar esta impresión: la edición infantil preparada por Galdós resulta interesante no sólo desde el punto de vista literario-gráęco, sino como muestra del renovado compromiso político de nuestro escritor. De dicho compromiso dan fe su aęliación al partido republicano y su elección como diputado a Cortes, plataformas desde donde se propone contribuir con el ejemplo a la regeneración de España. Galdós condensa los diez episodios de la serie en siete capítulos que recrean, en orden cronológico, sendos acontecimientos de la Guerra de la Independencia y sus prolegómenos: «Trafalgar» (Pérez Galdós, s. a: 3-56); «Madrid-2 de mayo» (Pérez Galdós, s. a: 57-101); «Bailén» (Pérez Galdós, s. a: 102-153); «Zaragoza» (Pérez Galdós, s. a: 154-242); «Gerona» (Pérez Galdós, s. a: 243-303); «Cádiz» (Pérez Galdós, s. a: 304-313); y «Arapiles» (Pérez Galdós, s. a: 314-349). El episodio La corte de Carlos IV se despacha con una rápida alusión a las intrigas del teatro y de la corte (Pérez Galdós, s. a: 56-57). De hecho, los años que van desde la batalla de Trafalgar hasta el Dos de Mayo sólo importan en la medida en que procuran una «buena carga de conocimientos» al protagonista, quien se felicita de haber «cursado con provecho varias asignaturas de la ciencia del mundo» (Pérez Galdós, s. a: 59). El motín de Aranjuez, que tiene un lugar prominente en el episodio El 19 de marzo y el 2 de mayo, merece solamente un par de páginas (Pérez Galdós, s. a: 64-66), dado que Gabriel no participa en él y debe apoyarse en el testimonio de testigos «de probada imparcialidad» (Pérez Galdós, s. a: 64). Se concede asimismo muy poco espacio a la contraofensiva napoleónica que culmina en la toma de Madrid (Pérez Galdós, s. a: 151-153), lo que implica la supresión del episodio Napoleón en Chamartín. Por Serie» (Navarro González, 1977: 166). Un segundo volumen homónimo de la misma editorial aparece en 1948, si bien con un contenido y un destinatario distintos: «Un resumen de todos [los episodios] de las cinco series» dirigido principalmente a un «lector juvenil» (Navarro González, 1977: 166).
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otro lado, la estancia del protagonista en Cádiz se limita a esbozar la apertura de las Cortes Constituyentes en la Isla de León y el posterior traslado de éstas a la iglesia de San Felipe Neri (Pérez Galdós, s. a: 306-310). Las vicisitudes de Gabriel en la guerrilla, materia novelesca de Juan Martín el Empecinado, se silencian por completo, seguramente por considerarse poco edięcantes.2 Se reconoce, eso sí, lo mucho que el narrador aprendió durante su servicio en la facción del Empecinado (Pérez Galdós, s. a: 319). La batalla de los Arapiles se centra en la toma del Arapil Grande (Pérez Galdós, s. a: 330-347) como en el episodio, si bien las labores previas de espionaje que Gabriel realiza en Salamanca se comprimen en unas pocas páginas (Pérez Galdós, s. a: 321-326). Finalmente, el protagonista continúa en el ejército hasta la batalla de Vitoria,3 omitiéndose el relato de ésta «por falta de espacio» (Pérez Galdós, s. a: 349). La síntesis argumental comporta la desaparición de un buen número de personajes secundarios que no tienen cabida en un texto abreviado. Hay otros, sin embargo, cuya ausencia requiere una justięcación. El caso más llamativo es el del antagonista, Luis Santorcaz, al que no se menciona una sola vez a lo largo de la obra. Tampoco se sabe nada de lord Gray, con lo que se priva al lector de las aventuras satánico-caballerescas que adornan el episodio Cádiz. Miss Fly aparece sólo en una ocasión, veladamente y sin nombre propio: «Una señorita inglesa, romántica y andariega» (Pérez Galdós, s. a: 322), que ayuda al protagonista en calidad de «emisaria de la Providencia» (Pérez Galdós, s. a: 323). No se dice que miss Fly esté enamorada de Gabriel, ni que éste sienta fascinación hacia ella. A falta de una explicación del narrador que aclare las razones por las que altera la jerarquía de los personajes, la hipótesis más verosímil ha de buscarse en el receptor de la obra. Galdós nunca pierde de vista para quien escribe, de ahí que prescinda por improcedentes de las relaciones extramatrimoniales de Santorcaz con Amaranta, de la seducción de Asunción a manos de lord Gray o de la atracción mutua
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No se muestran aquellas escenas que, «a pesar de su heroica grandeza, tan lastimosa secuela dejaron en las luchas civiles posteriores, y en las que el heroísmo más bravo y generoso se mezclaba con la más despiadada crueldad» (Navarro González, 1977: 169). La opinión poco favorable de Galdós sobre la guerrilla la hemos analizado en los capítulos 7 y 8. 3Ȳ Recordemos que, en la primera serie, Gabriel se retira de la milicia después de Arapiles.
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que pueda existir entre Athenais y Gabriel. Consciente de que su edición la van a leer sobre todo los niños, la Guerra de la Independencia ha de exaltar las gestas de quienes participaron en ella en vez de detenerse en lances escabrosos de dudosa ejemplaridad.4 La caracterización de Inés, tan somera que ni siquiera se dota a la joven de voz propia, corrobora igualmente el escaso interés del novelista por ahondar en cuestiones personales. La falta de realismo de la heroína se agudiza al insertar la historia de sus amores en un subgénero prototípico de la literatura infantil, a saber, «el Cuento de Hadas» (Pérez Galdós, s. a: 68). El «núcleo del asunto» remeda el argumento de una fábula, con la diferencia de que se nos presenta un caso verdadero, no una «mentira» (Pérez Galdós, s. a: 69). Los personajes se adscriben también al patrón de la narrativa fantástica: la hija de una duquesa, oculta bajo un disfraz de costurera; un cajista de imprenta que se metamorfosea en «héroe de cuentecillo caballeresco» Pérez Galdós, s. a: 70); un cura benevolente —don Celestino— que ayuda a la muchacha; una madre «ęgurada y putativa» (Pérez Galdós, s. a: 70) —Amaranta— que la acoge;5 y «unos ogros o carlancos de la misma procedencia fantástica y cuentera» (Pérez Galdós, s. a: 70), los cuales la persiguen para adueñarse de su herencia —los hermanos Requejo, tíos de Inés—.6 Arrogándose los poderes de un «paladín de Cuento Azul», Gabriel consigue liberar a «la inocente Princesita» (Pérez Galdós, s. a: 70) del dominio despótico de los Requejo, devolviéndola provisionalmente a la custodia de don Celestino. La historia se reanuda el 2 de mayo de 1808, dando cuenta de la actuación del héroe durante el levantamiento de los madrileños contra Murat. No obstante, el Cuento de Hadas que se ha posesionado del espíritu de Gabriel lo empuja a regresar al lado de Inés para cerciorarse de que se encuentra bien. Araceli se olvida de su «infantil leyenda» (Pérez Galdós, s. a: 86) sólo cuando los enfrentamientos 4Ȳ
Es verosímil aventurar que Galdós se decantara por el cultivo de la literatura infantil para aprovechar el tirón de un género que por entonces gozaba de un auge considerable. Entre otras muestras, Navarro González (1977: 173) cita una edición ilustrada del Quijote para uso de las escuelas publicada por la Editorial Calleja en 1905, así como el éxito cosechado por Selma Lagerlöf con El maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia (1906). 5Ȳ Se niega implícitamente, por tanto, que Inés sea hija natural de Amaranta. 6Ȳ Según la terminología de Propp (1990) que vimos en el capítulo 4, don Celestino y Amaranta desempeñan la función de ayudantes, los Requejo la de villanos.
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se recrudecen en el parque de Monteleón, momento en que decide concentrarse exclusivamente en la lucha armada. El fusilamiento del protagonista remata un desenlace funesto que hace que se desvanezca la dulce ęcción urdida en su imaginación. Princesas, caballeros y ogros se evaporan por ensalmo, y la promesa de un ęnal feliz se incumple a causa de la repentina irrupción de un «cuento trágico» (Pérez Galdós, s. a: 100-101). Aunque Gabriel sana milagrosamente y se reintegra al poco tiempo a la vida militar, él mismo anuncia la suspensión del Cuento de Hadas hasta que los acontecimientos de su vida hayan alcanzado «mayor desarrollo y madurez» (Pérez Galdós, s. a: 103). Se pretende así que los oyentes se desentiendan de la trama amorosa y presten toda su atención a las hazañas bélicas. Pese a ello, la inĚuencia del intertexto fantástico sigue allí, guiando la decisión de Araceli de trasladarse a Andalucía, donde supuestamente se ha refugiado Inés. Así lo aseguran los rumores que propagan «indiscretos conocedores» de las andanzas del héroe: «Os dirán quizás que el móvil de mi viaje fue la querencia de aquel Cuento de Hadas que conocéis» (Pérez Galdós, s. a: 103). Sin aęrmar ni negar la veracidad de estas habladurías, Gabriel tiene la sensación de hallarse muy cerca de su enamorada cuando entra en la Córdoba saqueada por los franceses: «Sentí la sombra, el aliento, el aroma de mi Cuento de Hadas, que en algún escondido repliegue de la morisca ciudad misteriosamente se ocultaba» (Pérez Galdós, s. a: 114-115). La fábula vuelve a representarse en el escenario donde menos cabría esperarse que lo hiciera: el sitio de Zaragoza. Sus agentes son ahora una pareja de aragoneses, María Candiola y Agustín Montoria, que alientan su pasión en medio de circunstancias totalmente adversas: por un lado, un cerco sin tregua de las tropas napoleónicas; por otro, las irreconciliables desavenencias entre los padres de cada familia. Gabriel, a quien Agustín entera de sus cuitas, las transęgura enseguida en un Cuento de Hadas de «los más espiritados y candorosos» (Pérez Galdós, s. a: 167). Su talento de creador se manięesta en la capacidad de adornar con las galas de la ęcción otra historia de amor en tiempos de guerra. Resulta, pues, que Agustín ama «con pura idealidad a una doncellita» que destaca por su «hermosura y angelical modestia» (Pérez Galdós, s. a: 167). Lamentablemente, el padre de la muchacha es «un ogro» (Pérez Galdós, s. a: 167) que practica la usura sin mostrar compasión alguna al prójimo. La avaricia del antagonista cuadra con
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«cuentos de tal naturaleza» (Pérez Galdós, s. a: 167),7 en los que se exagera la perversidad de los malos para resaltar la generosidad de los buenos. Aun si la ęrmeza de su sentimiento iguala la que tienen Inés y Gabriel, los obstáculos que deben enfrentar María y Agustín les impiden alcanzar la dicha. La desgracia se ceba, pues, en estos amantes desastrados con la misma vehemencia que encontramos en el episodio homónimo: suicidio de María y encierro voluntario de Agustín en un convento. El «rosado cuento» termina con «horribles amarguras y convulsión trágica» (Pérez Galdós, s. a: 241), lo cual corre parejas con la progresión de los sucesos en el plano histórico. En ambas esferas, las esperanzas de una resolución favorable del conĚicto quedan defraudadas por fuerzas que escapan al control del individuo. La última referencia al Cuento de Hadas se intercala en las postrimerías del libro, coincidiendo con el auxilio que presta Inés a Gabriel después de que éste resulte gravemente herido en Arapiles. Aunque se aęrma que la milagrosa aparición de la amante tiene visos de realidad, no se descarta tampoco que forme parte de una «fábula más ingeniosa que verdadera» (Pérez Galdós, s. a: 349). La vacilación de Araceli se explica por el hecho de hallarse éste fuera del terreno de la «Historia pública» (Pérez Galdós, s. a: 349), donde la ędelidad a un referente previamente codięcado es condición sine qua non del cronista.8 La vida privada de los protagonistas, en cambio, admite más de una posibilidad: el narrador puede ceñirse a los hechos, pero puede también recurrir a la licencia artística si con ello satisface mejor ya sus aspiraciones, ya las expectativas de sus lectores —o ambas a la vez, naturalmente—. El componente fantástico se desgaja al máximo del desarrollo de la historia principal, deshaciendo muchas de las simetrías que observamos en la primera serie. Importa sobremanera que el público se impregne de las proezas realizadas un siglo atrás por sus antepasados, por lo que la historia sentimental debe interferir lo menos posible con el relato bélico. Galdós recurre de nuevo al molde formal de la autobiografía,9 mas con la particularidad de que la contienda napoleónica desplaza a un lugar secundario los avatares de la relación
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El oęcio de usurero lo ejercen asimismo doña Restituta y don Maura Requejo. El episodio exige «an overall factual exactness and an easily intelligible chronology» (Ribbans, 1993: 50). 9Ȳ Gabriel (narrador homodiegético) rememora los acontecimientos vividos por él a un grupo de niños (narratario explícito), a quienes se apela constantemente en la se8Ȳ
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Inés-Gabriel. Por si ello no bastara, el impacto de la trama amorosa se atenúa más todavía al insinuarse que el Cuento de Hadas protagonizado por la pareja ocurre únicamente en la esfera de la metaęcción. PђёюєќєҌю іћѓюћѡіљ En la portada de la edición de 1908-1909 aparece en primer plano una representación de la Madre Patria de pie sobre una roca, en cuyo regazo apoyan sus brazos dos chicos que la contemplan embelesados (ęg. 1). El contenido de la ilustración coincide con el testimonio del narrador respecto al propósito de su relato: enseñar a los niños «la patriótica, la saludable lección que contienen estos ilustres nombres: Trafalgar, Madrid, Bailén, Zaragoza, Gerona, Cádiz, Arapiles, Vitoria» (Pérez Galdós, s. a: 6). El autor canario tiene plena conciencia de que su ejercicio de pedagogía infantil depende, para su buena recepción, de una drástica disminución de las ambivalencias que jalonan el discurso sobre la Guerra de la Independencia elaborado en los años 18731875. Una manera de lograrlo pasa por glorięcar inequívocamente el comportamiento de los patriotas, bien sean ęguras históricas, bien inventadas. De aquéllas se reiteran los panegíricos de Churruca (Pérez Galdós, s. a: 14-17, 48-52), Daoiz y Velarde (Pérez Galdós, s. a: 87), Álvarez de Castro (Pérez Galdós, s. a: 303) o Wellington (Pérez Galdós, s. a: 316-317, 321); en cuanto a los segundos, vemos cómo la maja Primorosa sigue desplegando más valor que todos los madrileños juntos (Pérez Galdós, s. a: 79-81), en tanto que la tragedia que sacude al patriarca de los Montoria no empaña en lo más mínimo su labor de «buen ciudadano» (Pérez Galdós, s. a: 190). Las taras morales de algunos deben silenciarse en ocasiones, caso de un Palafox al que el narrador transforma de seductor de masas en guerrero insigne: «Su indomable y serena bravura, aquel ardor juvenil con que acometía lo más peligroso y difícil, por simple afán de tocar un ideal de gloria» (Pérez Galdós, s. a: 223). Se cargan las tintas, en cambio, contra los traidores a la causa como Candiola: «Era, en verdad, un hombre insidioso y vil» (Pérez Galdós, s. a: 231). Por último, se ignora completamente a los afrancesados que pululan a lo largo de la primera serie (Santorcaz,
gunda persona del plural. El esquema sólo varía en el capítulo sobre Gerona, donde el narrador es Marijuán y el narratario, Gabriel.
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el duque de Arión, Mañara, Pacheco y López de Barrientos, etc.) a ęn de ahorrar explicaciones engorrosas acerca de su conducta. El proceso de desambiguación se consigue también potenciando los elementos que se adscriben a la epopeya. Sólo hay que ęjarse en los títulos de los capítulos para percibir hasta qué punto se selecciona el material que mejor se presta a una interpretación épica: tres batallas —Trafalgar, Bailén y Arapiles—, un levantamiento popular —el Dos de Mayo— y dos asedios de larga duración —Zaragoza y Gerona—. Aun si el número de derrotas supera el de victorias, la guerra contra Francia se caracteriza por la férrea voluntad de los españoles de sacudirse el yugo extranjero y preservar su identidad. La independencia de la nación se erige así en el leitmotiv que conęgura semánticamente la obra a partir de la sucesiva aportación de las partes que la integran. En este sentido, Gabriel descubre «la idea de Patria» (Pérez Galdós, s. a: 26) poco antes de que retumben los cañones en Trafalgar, pero no es hasta la jornada del Dos de Mayo cuando comprende que aquel sentimiento «hace milagros» si quienes comulgan con él están unidos, «sin discrepancias ni distingos» (Pérez Galdós, s. a: 76). El espíritu de cooperación se reproduce en la batalla de Bailén, no obstante reunir en sus ęlas el ejército de Andalucía «la Ěor y la escoria» (Pérez Galdós, s. a: 117) de la población. Por extraño que parezca, la colaboración mutua de militares profesionales y delincuentes de la peor calaña los funde a todos, más allá de sus diferencias de clase, en «el hermoso conjunto de la Sociedad o la Nación» (Pérez Galdós, s. a: 145). Gabriel y sus compañeros recalan más adelante en Zaragoza, adonde han ido con la voluntad expresa de «pelear por España» (Pérez Galdós, s. a: 153). Siendo como es la sección más larga del libro, el sitio de la capital aragonesa detalla los horrores de una resistencia que termina sembrando la ciudad de cadáveres. Sin embargo, y a pesar de que la capitulación se hace inevitable, «la idea de nacionalidad» sigue en pie frente al «falso derecho de conquista y la usurpación» (Pérez Galdós, s. a: 240). La humanidad de unos y otros queda en entredicho, pero el honor de la patria se yergue incólume. Lo mismo ocurre durante el cerco de Gerona, si bien el panorama no resulta tan terrible como el anterior debido a la menor extensión del capítulo. Ultrapasando los límites de la condición humana, Álvarez de Castro hace cumplir a rajatabla sus órdenes por un prurito de honor de quien tiene depositadas sus esperanzas en el triunfo de «la causa nacional» (Pérez Galdós, s. a: 302). Los capítulos sobre Zaragoza y Gerona son muy ęeles a los episodios originales,
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ya que la brutalidad que en ellos se pinta se ajusta como anillo al dedo a las intenciones del autor. La prolongación de cada uno de los asedios, así como el sufrimiento diario que pone a prueba la entereza de los sitiados, expresan mejor que las batallas la tenacidad de los españoles a la hora de salvaguardar la integridad de su territorio. El capitulito dedicado a Cádiz proporciona un respiro al lector al informarle sucintamente de las recién estrenadas Cortes Constituyentes. Aunque el debate político recibe mucha menos atención que los hechos de armas, a los diputados congregados en la ciudad andaluza les cabe el honor de haber promulgado la piedra angular de la legislación decimonónica. Gabriel calięca la Constitución de 1812 de «grande obra», «sincera» y «generosa», motejándola eso sí de «un poquito infantil» (Pérez Galdós, s. a: 311) por estar sus padres más versados en la teoría que en la práctica. Una ojeada al contenido de los artículos, prosigue el narrador, revela una disparidad de inĚuencias que comprende desde la ortodoxia católica hasta el ideario revolucionario que dimana de la Ilustración. En cualquier caso, se exhorta a los niños a que la veneren sin reservas en virtud del valor simbólico que posee para quienes han luchado y dado su vida por «la Libertad» (Pérez Galdós, s. a: 312) a lo largo de la centuria. El homenaje a la carta magna de 1812 no ęgura en el episodio Cádiz, por lo que su inclusión en la versión infantil constituye toda una novedad. Aparte de enterar a sus interlocutores de la existencia de un código que tal vez desconocieran, las lisonjeras referencias a éste inciden sesgadamente en el deterioro de la coyuntura política del presente.10 Concluida su estancia en Cádiz, Araceli se enrola en el ejército de Wellington estacionado en Salamanca en vísperas de la batalla de los Arapiles. En el relato de ésta se pone de relieve, como en el episodio, la audacia de un protagonista que se encarama a la cima del Arapil Grande y captura el águila imperial. Cabe matizar, empero, que el triunfo del 22 de julio de 1812 no lo decide tanto un individuo, cuanto la actuación conjunta del ejército inglés. Por suerte para España, el general Wellington supera en astucia a su antagonista el mariscal Marmont, mientras que el valor de sus hombres excede también el de los franceses. La capacidad de resistencia de la brigada Pack en el ascenso al monte hace exclamar a Gabriel con admiración que él «no 10Ȳ
La importancia de este asunto requiere una explicación detallada que ofreceremos en el apartado siguiente.
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había visto nada comparable» (Pérez Galdós, s. a: 333) en el transcurso de la guerra. De hecho, la gesta del narrador palidece si se la compara con el brío de una tropa que sube sin interrupción por «un suelo ensangrentado, cubierto de cadáveres» (Pérez Galdós, s. a: 342). Su valentía reĚeja un sentimiento compartido de «fe» en la patria que les infunde «conformidad y alegría» (Pérez Galdós, s. a: 329) a la hora de defender con honor los intereses de Gran Bretaña. A diferencia del episodio homónimo, el valor individual se subordina ahora al colectivo. Así lo proclama uno de los soldados, escocés por más señas: «[E]l hombre muere y las naciones viven» (Pérez Galdós, s. a: 329). La frase se extrae literalmente del episodio (Pérez Galdós, s. a: 1312), pero su signięcado varía del original porque las circunstancias son distintas. En La batalla de los Arapiles, la hombrada de Gabriel sirve para redimirlo, a ojos de la oęcialidad inglesa, de la acusación de haber seducido a miss Fly. El honor del protagonista, por el contrario, nunca está en entredicho en la versión infantil, así que las motivaciones personales carecen de relevancia. Gabriel no se juega la vida en Arapiles por el qué dirán, sino por la libertad de sus compatriotas. Se remacha, pues, lo ya expuesto en los capítulos anteriores, a saber, la indestructibilidad de toda nación empeñada en conservar su soberanía a despecho de las adversidades. Por si alguien pudiera todavía albergar dudas, se conęrma que ninguno de los patriotas caídos en las jornadas de Trafalgar, Madrid, Bailén, Zaragoza, Gerona, Salamanca y Vitoria ha perecido inútilmente. Tan importante como la selección de sucesos que muestran la abnegación de quienes luchan por una causa justa es la omisión o reducción de aquellos que la perjudican: las intrigas palaciegas en la corte de Carlos IV, en las que Godoy se afana por conservar el poder y el príncipe Fernando por obtenerlo; la manipulación del vulgo en el motín de Aranjuez, patente en el empleo de una violencia estéril por parte de aquél; el paseo militar de Napoleón en Madrid, que contrasta con el despliegue que tuvo que hacer Murat siete meses antes para sofocar el alzamiento popular; las maniobras de una guerrilla que se preocupa más de agenciarse riquezas por medio del pillaje que de proteger a la población; ęnalmente, los excesos de los vencedores en Vitoria, que se dedican a expoliar, violar y matar a los afrancesados que huyen a Francia. La simpatía con que se juzga a los combatientes por España, la conexión entre épica y nación y la parcialidad con que se escogen unos
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eventos a expensas de otros son los factores principales que realzan el didacticismo de la obra. La ejemplięcación de un patriotismo sin ęsuras, al par que difumina las ambivalencias de la primera serie, cuadra con las expectativas de un público infantil reacio por naturaleza a contemplar simultáneamente el anverso y el reverso de la realidad. La heteroglosia que informa de los episodios de 1873-1875 da paso, en suma, a un lenguaje transparente, denotativo y sin dobles sentidos, cuya función no es otra que la de educar a los niños en el amor a la Madre Patria. Aљ џђѠѐюѡђ ёђ љю ћюѐіңћ Pese a la escrupulosidad con que se respetan los gustos de un determinado tipo de lector, Galdós parece tener en la mente también a un público adulto a quien preocupa el porvenir de la nación. El mensaje se circunscribe a primera vista a los escolares que llenan las aulas de los colegios; no obstante, muchas de las ideas formuladas por Gabriel reĚejan el credo de un autor que quiere calar hondo en el sentir de la opinión pública. La reescritura de la Guerra de la Independencia entronca, pues, con la biografía política del escritor en la primera década del siglo ѥѥ: su ingreso en el partido republicano durante los primeros meses de 1907 y su elección como diputado por la circunscripción de Madrid el 21 de abril de aquel año.11 Se da así la curiosa paradoja de que una versión de los Episodios «para uso de los niños» (según reza el subtítulo) ofrezca un extracto de la ideología galdosiana para consumo potencial de toda la ciudadanía. La prensa republicana da cuenta de la conversión del escritor a través de una carta que él mismo dirige al por entonces director de El Liberal, Alfredo Vicenti. El texto en cuestión aparece conjuntamente en dicho periódico y en El País el 6 de abril de 1907, con los títulos respectivos de «Galdós, republicano» y «El mejor discurso». Estamos ante «toda una declaración programática» (V. Fuentes, 1982: 23) en la que el futuro diputado esgrime las razones de su entrada en la política activa, al tiempo que hace un llamamiento a sus conciudadanos para sacar a la nación del marasmo en que se encuentra. Galdós explica que salta a la palestra movido de «un sentimiento» que muchos desprecian 11Ȳ
El autor canario obtiene el mayor número de votos, con un total de 16.790, si bien en el escrutinio oęcial se lo sitúa por debajo del candidato conservador.
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por obsoleto: «El patriotismo» (Pérez Galdós, 1982i: 51).12 La mayoría de sus contemporáneos carece de compromiso y acepta sin rechistar el statu quo, de ahí que los moteje de «seres anémicos y encanijados» (Pérez Galdós, 1982i: 51). Afortunadamente, continúa nuestro autor, en «el corazón del pueblo» anida un grupo de individuos «viriles» dispuestos a acudir cuando se les reclame «al socorro de la nacionalidad» (Pérez Galdós, 1982i: 51). Ni que decir tiene que esta sublimación de la masa, otrora tan repudiada, es consecuente con las directrices del republicanismo en cuyas ęlas se acaba de alistar. El examen de las demás colaboraciones periodísticas de aquellos meses evidencia unas preocupaciones y unos anhelos semejantes a los que hemos visto en el párrafo anterior. Dos días antes de la elección de Galdós como diputado, el 19 de abril de 1907, El País recoge unas palabras suyas —leídas a sus condiscípulos en el Casino de la calle de Pontejos— que están a medio camino de la esperanza y la advertencia. Vuelve a congratularse, en efecto, de que el pueblo esté dando señales de vida: se ha puesto «de nuevo en pie», exhibiendo la «noble arrogancia cívica» y el «espíritu de libertad y reivindicación» que caracterizan la historia patria, «desde Viriato hasta Prim» (Pérez Galdós, 1982h: 53). La nota de optimismo se templa con una exhortación a sus correligionarios para que vuelvan los ojos al siglo ѥіѥ. Según el veredicto de Galdós, el origen y alcance de la crisis actual derivan de la onerosa «herencia de Carlos IV» (Pérez Galdós, 1982h: 55). Ello se debe a que el monarca y su esposa María Luisa actuaron en su día como «enemigos inconscientes de la nacionalidad española» (Pérez Galdós, 1982h: 55), la cual entregaron atada de pies y manos a Napoleón por culpa de la incompetencia de uno y la depravación de la otra. Peor aún es el legado que el matrimonio real deja a la posteridad en forma de descendencia. Sus vástagos Fernando VII y Carlos María Isidro, rey absolutista el primero y pretendiente carlista el segundo, se dedican sistemáticamente a obstaculizar el progreso de la nación después de que ésta aęance su existencia al rechazar la invasión foránea. Buscando acrecentar las divisiones en vez de fortalecer la unidad, los dos hermanos recurren respectivamente al terror y a las armas para aniquilar cualquier tentativa que atente contra el orden tradicional. La 12Ȳ
Citamos por la edición de Víctor Fuentes, que hemos cotejado con los ejemplares de El Liberal y El País, disponibles ambos en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional.
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derogación de la Constitución de 1812 y el desgaste ocasionado por las guerras carlistas abocan a España a un atraso crónico que, por desgracia, va a «perdurar entre nosotros por tiempo indeęnido» (Pérez Galdós, 1982h: 55).13 Sólo inhumando deęnitivamente los restos de «estos muertos execrables» (Pérez Galdós, 1982h: 55), arguye Galdós en referencia a Fernando y Carlos, podrán canalizarse las energías del pueblo hacia una meta común: la regeneración nacional.14 Compete poner ęn cuanto antes a la inĚuencia que siguen ejerciendo los secuaces de la reacción, liderados ahora por un gobierno que cuenta con la aquiescencia de Alfonso XIII y la inestimable colaboración de la Iglesia.15 Tal como expusimos en el capítulo 2, el autor canario persevera en su patriotismo con motivo del primer centenario del Dos de Mayo. Lo hace primeramente, y en representación de la comisión organizadora de que forma parte, por medio de una alocución al pueblo de Madrid que se imprime en El País el 15 de marzo de 1908. Se alienta allí un «españolismo» de carácter «más expansivo y sintético» (Pérez Galdós, 1982g: 57) que otorga «igual veneración» a cada uno de los sucesos de la Guerra de la Independencia, «llámese Gerona o el Bruch, llámese Zaragoza o Bailén» (Pérez Galdós, 1982g: 58). En los actos que se están preparando, la capital quiere representar a toda España y que ésta la tenga también «por suya» (Pérez Galdós, 1982g: 58). Galdós concluye que la contienda contra Francia merece ser recordada por cuanto ilustra «los méritos del pasado» (Pérez Galdós, 1982g: 58) que inspiran la labor de reconstrucción que España debe afrontar en el presente. Y aunque no lo dice, se inęere que los deméritos del pasado (léanse el absolutismo de Fernando 13Ȳ
Galdós abunda en la misma relación causa-efecto en un mensaje leído por Adrián Navas, director de La Voz de Guipúzcoa, durante un mitin celebrado en San Sebastián el 20 de junio de 1908. El discurso lo recoge El País en su edición del 22 de junio, y de él destacamos el siguiente párrafo: «Observando en derredor nuestro las desdichas que exteriorizan la intoxicación absolutista, el fanatismo, la incultura, el atraso, la pobreza, viene a nuestra mente el recuerdo del colosal sacrięcio de vidas, del inmenso desgaste de energía belicosa con que llenamos casi toda la Historia del siglo ѥіѥ» (Pérez Galdós, 1982d: 68). 14Ȳ Isabel Román Román (1997) ha estudiado la inĚuencia que el Regeneracionismo ęnisecular tiene en Galdós, haciendo hincapié en su obra novelística pero sin mencionar la que aquí nos ocupa. 15Ȳ El anticlericalismo de nuestro autor condiciona su ingreso en la política tanto o más que la oposición a Antonio Maura: «Galdós’s disappointment at the inability of the Liberal government to pass anticlerical legislation […] was, I believe, the key factor in his conversión to Republicanism» (Dendle, 1986b: 35).
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VII y la guerra carlista promovida por su hermano) han de silenciarse en lo posible porque resultan perjudiciales para la salud de la nación. «La esęnge del Centenario» es otro artículo sobre el levantamiento madrileño que nuestro autor publica en El País el mismo 2 de mayo de 1808. Su entusiasmo se ha enfriado bastante en relación con lo escrito menos de dos meses antes, según lo ya comentado en el capítulo 2. Pese a subsistir en las capas populares, el llamado «Patriotismo de primer grado» en que se fundamenta «toda nacionalidad» (Pérez Galdós, 1982f: 61) está ausente de las efemérides. En ellas se deja ver sólo el «Patriotismo de segundo grado» (Pérez Galdós, 1982f: 62) al que se acogen conjuntamente la burguesía y las autoridades. La ausencia de un sentimiento genuinamente nacional tiene su contrapartida en el entusiasmo con que los zaragozanos organizan el centenario del primer sitio. Galdós está convencido de que en la capital aragonesa, «que aún es lo que fue», el «Patriotismo fundamental» va a descollar sobre el «oęcinesco o de segundo grado» (Pérez Galdós, 1982f: 62). Zaragoza constituye, en todo caso, una excepción a la regla, lo que apenas mitiga el desencanto del autor ante lo que él percibe como un exceso de oęcialismo del establishment madrileño al festejar a los héroes del Dos de Mayo. El 28 de mayo de 1908 tiene lugar en el Teatro de la Princesa una protesta contra un proyecto de Ley del Terrorismo que pretende endurecer la represión y frenar la oleada de atentados anarquistas que está sacudiendo el país, sobre todo en Barcelona. Galdós interviene en el acto a través de la lectura de un texto que se reproduce al día siguiente en los periódicos El Liberal y El País. Lejos de lanzar invectivas explícitas contra Maura, la «Carta del Sr. Pérez Galdós» exalta la unión del liberalismo al servicio de España. Se recupera además la imagen tradicional de la Madre Patria acompañada de «un soberbio león»,16 símbolo de las virtudes que adornan a ésta: «nobleza», «heroísmo», «orgullo ęero», «virtud», «honor», «dignidad», «derecho» y, en última instancia, «Soberanía» (Pérez Galdós, 1982e: 63). A modo de apóstrofe, el león se invoca como encarnación de un «patriotismo ardiente» que proclama una serie de principios de clara ęliación republicana: «la ciudadanía», «los derechos del pueblo» y «el equilibrio de los poderes» 16Ȳ
Galdós ya se había servido del símil en su correspondencia con Arturo Mélida durante la publicación de los Episodios ilustrados: «Insignia y timbre del pueblo español» (cit. Botrel 13).
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(Pérez Galdós, 1982e: 63).17 La simbiosis de españolismo y republicanismo lleva al autor a augurar un renacimiento inminente de la nación, el cual se expresa ęgurativamente a través de una «estrella eclipsada» (Pérez Galdós, 1982e: 64) que empieza a relucir en el horizonte. Después de que el centenario del Dos de Mayo proporcionara a Galdós un estímulo para homenajear a los adalides de la libertad que lo preceden en el tiempo, el cuadragésimo aniversario de la Revolución de 1868 le ofrece la oportunidad de reĚexionar acerca de otro evento trascendental en la historia de la España contemporánea. El Liberal publica el 28 de septiembre de 1808 unas «Palabras de Galdós» que el director de El Cantábrico, José Estrañi, leyó durante una manifestación celebrada el día anterior en Santander. Nuestro escritor reitera en ellas su desiderátum de luchar contra el desánimo de quienes anuncian «la extinción de la nacionalidad» (Pérez Galdós, 1982c: 69) como justięcación de su desidia. El juicio a los prohombres del 68 —con la excepción de Prim, por supuesto— está mediatizado por el fracaso de la revolución que auspiciaron, de ahí que a Galdós no le tiemble el pulso a la hora de relativizar el éxito de los esfuerzos de aquéllos en pro de la democracia.18 En este sentido, el recuerdo de la Setembrina ha de servir de acicate que dé alas a la realización de un proyecto que se quebró «a medio camino» (Pérez Galdós, 1982c: 70). No se trata de emular a los paladines de la Gloriosa en 1908, sino de «superarles en el ardimiento y en la intención» (Pérez Galdós, 1982c: 70) a ęn de completar de una vez por todas su malograda obra. El último artículo de Galdós que vamos a analizar aquí es un manięesto «Al pueblo español» que goza de amplia difusión en la prensa republicana: El País y España Nueva lo publican el 6 de octubre de 1909; El Liberal, un día después. Se enumeran allí dos acontecimientos coetáneos que han agudizado la crisis política de España: por un lado, la «desaforada aventura» (Pérez Galdós, 1982b: 84) de sofocar manu militari una rebelión de insurgentes rifeños (julio-diciembre de 1809); 17Ȳ
Se comprende, pues, que Galdós «utilice el león como signo nacionalista que le conecta a él y su obra con España como entidad histórico-política» (Miller, 2001: 241). Hay que tener en cuenta, además, que la imagen de un ęero león en posición de boxeador compone el fondo gráęco de la edición ilustrada de 1882-1885 (Miller, 2001: 242). 18Ȳ Raquel Sánchez García (2007: 286-287) ha observado que dicho juicio concuerda en el tiempo con el pesimismo que asoma en la quinta serie de Episodios, la cual versa precisamente sobre los años del Sexenio. Recordemos que el primer episodio de la serie, España sin rey, sale a la luz en enero de 1908.
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por otro, y consecuencia de lo anterior, el cúmulo de «enormidades» (Pérez Galdós, 1982b: 84) que se encadenan durante la Semana Trágica de Barcelona (26 de julio-2 de agosto de 1909). No obstante lo insostenible de la situación, las palabras de Galdós se revisten de optimismo con la intención manięesta de levantar el ánimo de sus compatriotas. Nuestro autor vuelve a apelar a la fortaleza «de puro manantial de roca» de su patriotismo, del que está ausente cualquier «móvil de ambición» (Pérez Galdós, 1982b: 82). Insta luego a todos los españoles, sin distinción de partidos, a que ejerzan su derecho de «ciudadanos» (Pérez Galdós, 1982b: 84) y manięesten públicamente su disconformidad con el gobierno. Ha llegado la hora, en deęnitiva, de liquidar a quienes acaban de perpetrar la «mayor barbarie» que el país ha conocido «desde el aborrecido Fernando VII» (Pérez Galdós, 1982b: 84). El manięesto «Al pueblo español», que evidentemente forma parte de una maniobra orquestada por la izquierda para propiciar la caída de Maura, tiene un carácter premonitorio. El 21 de octubre de aquel año, el presidente del Consejo de Ministros se ve forzado a dimitir de su cargo por haber ordenado la ejecución de Francesc Ferrer i Guàrdia ocho días antes, bajo la falsa acusación de haber incitado la violencia de la Semana Trágica. Con la excepción de un feroz anticlericalismo que no tiene cabida en un libro infantil, el credo que Galdós profesa en su primera etapa republicana19 se traslada sin solución de continuidad a las páginas de una novela que examina la Guerra de la Independencia desde una óptica distinta que en la década de 1870. Es lícito establecer, pues, una red de correspondencias que vinculan el contenido de los artículos de 1907-1909 con los temas que emergen en los Episodios de 1908-1909. Más allá de la coincidencia de fechas, unos y otros trazan el peręl intelectual de un escritor que, a la altura de 1907, quiere que sus palabras induzcan a la acción directa. Si cuando la invasión napoleónica la reacción no podía ser sino la lucha armada, la precariedad del momento actual exige otra respuesta contundente. La conformidad con el estado de cosas sólo desembocaría en la abulia, de ahí que Galdós exija a las nuevas generaciones que cultiven un patriotismo de carácter participativo que vaya del sentimiento a los hechos, de la teoría a la praxis. 19Ȳ
Tras la sustitución de Maura por Segismundo Moret, en noviembre de 1909 se formaliza la Conjunción Republicano-Socialista, en cuya formación nuestro autor desempeña un importante papel de mediador.
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La aęnidad que los artículos y la versión extractada de los Episodios guardan entre sí se concreta en una serie de rasgos comunes. Diremos, para empezar, que el león como símbolo de la Madre Patria que vimos en la «Carta del Sr. Pérez Galdós» está presente asimismo en las dos ilustraciones de Arturo Mélida que abren y cierran el libro y que probablemente él mismo se encarga de elegir. El león que agarra entre los dientes el cartel con el rótulo de Trafalgar reproduce la imagen de la edición ilustrada de 1882-1885 (ęg. 2), mientras que el manso león caminante es una creación original diseñada ex profeso para la ocasión (Miller, 2001: 246) (ęg. 3). En segundo lugar, el fervor con que los zaragozanos se disponen a conmemorar el centenario de los sitios justięca que el capítulo más extenso de los Episodios de 1908-1909 sea, con diferencia, el dedicado a la ciudad aragonesa —en los Episodios de 1873-1875, dicho honor recae en Cádiz—. A ello debió de contribuir también el viaje a Zaragoza el 4 de junio de 1908. Tras ser recibido en la estación por una delegación del partido republicano, Galdós asiste por la noche al estreno de la ópera Zaragoza. No hace falta insistir en que el intenso patriotismo de esta obra —según se desprende de la lectura que hemos hecho de ella en el capítulo 5— sintoniza con la épica que impregna el relato de Gabriel en los Episodios infantiles. La evidencia más clara se encuentra, con todo, en la oración que pone punto ęnal al texto, la cual dięere signięcativamente de la clausura de la primera serie. Recordemos que La batalla de los Arapiles termina con una invitación a los lectores para que no desfallezcan en su intento de subir en el escalafón social: «Acordaos de Gabriel Araceli, que nació sin nada y lo tuvo todo» (Pérez Galdós, 2005a: 1355). El ejemplo del protagonista, capaz con su esfuerzo de ascender de soldado raso a general en menos de diez años, ha de servir de estímulo si en algún momento de la vida la voluntad Ěojea. Por el contrario, el narrador del volumen abreviado se abstiene de dar consejos a sus interlocutores al despedirse de ellos. Es cierto que reitera el anhelo de «paz obscura» que encontramos en La batalla de los Arapiles, pero lo yuxtapone a una nueva «ambición» que calięca de «[a]morosa y risueña» (Pérez Galdós, s. a: 349). Ésta consiste en el ejercicio de sus obligaciones con el Estado, que le ha permitido al cabo de los años convertirse en «el perfecto ciudadano español» (Pérez Galdós, s. a: 349). Ya hemos visto que el uso de los términos ciudadano y derivados supone un reconocimiento a la gente que se involucra en los asuntos de la res publica por
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mero sentido del deber, sin esperar nada a cambio. Así sucede en el cierre de la novela, cuando Araceli sugiere que durante años ha trabajado en pro de la comunidad a la que pertenece en lugar de sumirse ociosamente en una dorada medianía. El ciudadano Araceli corrige y supera al paterfamilias Araceli, pues no en vano las necesidades de la nación han de anteponerse a los placeres del hogar. En última instancia, los Episodios infantiles quieren coadyuvar a la implantación de un sistema democrático que esté al servicio del progreso. La Guerra de la Independencia deviene así nuevamente el eje vertebrador de una utopía en cuya realización, hasta entonces diferida por la historia, Galdós vuelve a conęar. Las disensiones en el seno del liberalismo provocaron que el Sexenio descarrilara en la Restauración, fracaso que se plasmó literariamente en El equipaje del rey José. Con la lección aprendida, los partidos de izquierda de la primera década del siglo ѥѥ deben dedicarse a la formación de ciudadanos que, participando en la vida pública, condenen la inanidad de las fuerzas de la reacción que gobiernan en España con la connivencia del rey y la Iglesia. El empoderamiento de una mayoría silenciosa, en la que todavía reside el patriotismo de primer grado, es la única vía hacia una regeneración que garantice tanto la libertad del individuo como la erradicación de las desigualdades en la esfera social. El personaje de Araceli en los Episodios de 1908-1909 ejemplięca precisamente esta insólita mezcla de sentimiento, compromiso y acción que el republicano Galdós espera insuĚar en el alma de sus compatriotas: amor a la patria, responsabilidad cívica y vigor en la lucha. Puede argüirse, en conclusión, que la reescritura de la Guerra de la Independencia se dirige a dos generaciones de españoles: los niños y los mayores. A aquéllos se les imparte una provechosa lección de historia; a éstos, un curso de educación para la ciudadanía.
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Fig. 1 Portada Episodios infantiles
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Fig. 2 El león rótulo de Trafalgar
Fig. 3 El león manso
CONCLUSIÓN
Nuestro estudio sobre la Guerra de la Independencia como materia novelable en la obra de Galdós se apoya en dos tesis fundamentales. La primera tiene que ver con la maleabilidad de la contienda en manos de nuestro autor, quien recurre a ella en diversas etapas de su vida a ęn de consignar la evolución de su credo político, desde el liberalismo de la juventud hasta el republicanismo de la vejez. La segunda se cifra en la ambivalencia característica del dios Jano con que la enjuicia: por un lado, reconoce que la lucha de sus compatriotas sirvió para asegurar la pervivencia de la nacionalidad española; por otro, critica la violencia deshumanizadora de la guerra a la luz de los Desastres de Goya, al tiempo que atribuye el cisma de la nación a las hostilidades surgidas en 1814 entre liberales y absolutistas. El audaz es una temprana muestra de la relevancia que nuestro autor concede a la crisis de la monarquía borbónica de principios del siglo ѥіѥ, espejo en que ha de mirarse la España del Sexenio si no quiere incurrir en los errores de antaño. La novela puede calięcarse de texto fundacional dentro de la producción histórica de Galdós, por cuanto en ella se preęguran las aporías que han de lastrar la efectividad de la revolución durante la centuria decimonónica. La transformación de la sociedad con que sueña el protagonista, Martín Muriel, está condenada al fracaso porque carece de programa y aboga solamente por la implantación del terror. La que deęende Galdós, en cambio, propugna la conciliación de las diferencias en aras del bien común, a pesar de lo cual tampoco va a realizarse por culpa de las discrepancias partidistas que imperan en el presente. Dos conceptos de revolución de naturaleza tan dispar (diěérence) quedan así igualmente postergados sine die (diěérance), uno por sus fallas intrínsecas y el otro por los avatares de la historia.
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El cuadro del reinado de Carlos IV se completa con la valoración que se hace de Manuel Godoy, síntesis de los vicios de su tiempo y pionero a la vez de algunas reformas auspiciadas por los constitucionalistas de Cádiz. Godoy es el prototipo del parvenu que Goya ilustró en el capricho 56, «Subir y bajar»: el joven de provincias que asciende vertiginosamente en la corte por mor de su ambición y que luego pierde el poder de la noche a la mañana. A la caída del personaje se contraponen los avances en la carrera de Gabriel, cuyo afán de labrarse una posición respetable en el mundo se cimienta en la adquisición del honor. Si el Príncipe de la Paz se precipita de la cima a la sima por conęar en los caprichos de la diosa Fortuna, el comportamiento de Gabriel se inscribe sólidamente en los principios de la ética burguesa: trabajo, virtud y valía. Sus esfuerzos se coronan en la penosa subida al Arapil Grande, donde se dirime la suerte de la nación de la que depende la felicidad del protagonista. La antítesis subir/bajar que recorre la serie se bifurca, pues, en dos direcciones que conducen respectivamente al descalabro (Godoy) y a la gloria (Araceli). El relato de la Guerra de la Independencia empieza propiamente con el Dos de Mayo, jornada histórica en que los madrileños se alzan en armas contra Murat. La magnitud de este acontecimiento se cifra en su condición de levantamiento por excelencia, ya que carece de miras egoístas y tiene como ęnalidad liberar a los españoles del yugo galo. La caracterización de los majos y majas que participan en la revuelta pone de relieve no sólo la asimilación del casticismo dieciochesco, sino también —y sobre todo— la sublimación del pueblo al rango de sujeto político. La institucionalización de la efeméride a partir de la Gloriosa explica asimismo que las simpatías de Galdós por los rebeldes se mantengan intactas, independientemente del rumbo que tomen sus ideas. La mirada de nuestro autor explora también las vicisitudes de afrancesados y joseęnos, a quienes se tacha sin ambages de traidores. El retrato que se hace de ellos suele pecar de tosco, incidiendo casi siempre en los defectos que los corroen: depravación, falta de patriotismo, vanidad y puerilidad. El único que escapa a los prejuicios es el antagonista Luis Santorcaz, quien se metamorfosea en un personaje redondo a lo largo de los cuatro episodios en que aparece. Aunque al principio despierta nuestra antipatía en virtud de sus ęlias bonapartistas y la maldad de sus acciones, su gradual humanización lo transforma en un ser que inspira más compasión que odio. Las penalidades físicas que lo aquejan, el amor a su hija, el arrepentimiento y la conciliación con su examante
Conclusión
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culminan el engrandecimiento de quien, al ęnal, se eleva artísticamente por encima de Gabriel Araceli. En una inversión del horizonte de expectativas del lector, el enemigo de la nación llega a superar en atractivo al combatiente que la protege. La ambivalencia de Galdós se manięesta paradigmáticamente en sus distintas aproximaciones a los asedios zaragozano y gerundense. Un primer ejemplo de esta actitud lo encontramos en la semblanza que se hace de los líderes de la resistencia, a saber, José de Montoria en el episodio Zaragoza y Mariano Álvarez de Castro en el episodio Gerona: aquél, una ęgura trágica a quien abaten las desgracias familiares; éste, un héroe que muere grandiosamente por la patria. Otro ejemplo lo constituye el declive de don Mariano en el drama Gerona, donde degenera en un megalómano sin principios que sacrięca inútilmente a sus hombres por un celo excesivo en el cumplimiento del deber. Por último, el libreto de la ópera Zaragoza compromete la verdad histórica con una apología en clave nacionalista de la guerra, en la cual los sitiados terminan expulsando de la ciudad a sus sitiadores. Un escritor tan preocupado por el porvenir de España no podía dejar de lado las representaciones de la nación que se forjan en el Ochocientos. En los episodios Cádiz y La batalla de los Arapiles, se rebate la vigencia de dos estereotipos que convendría desechar por su inadecuación al presente: el imperial y el romántico. El primero invoca las virtudes de la aristocracia antigua —la caballerosidad, la fe religiosa, la valentía—, ignorando que los cambios que se han producido en la esfera social exigen una moral más acorde con las necesidades de la clase media. Respecto al segundo, lord Gray y miss Fly personięcan el constructo de la España exótica que han popularizado eruditos, artistas y viajeros extranjeros. Los dos ingleses se recrean en el pintoresquismo del pueblo llano, al que ensalzan por haber conservado sus señas de identidad frente a las tendencias igualitarias del progreso. En contraste con estas imágenes espurias de la nación, Gabriel reivindica un quijotismo remozado cuyos valores colectivos y personales concuerdan con el ideario de las Cortes de Cádiz: soberanía nacional por un lado, meritocracia por otro. Un acercamiento revisionista a la guerrilla tiene lugar en el episodio Juan Martín el Empecinado, ratięcándose después en El equipaje del rey José. La experiencia de Gabriel en las partidas va desmontando poco a poco los clichés románticos que dominan en la historiografía y las artes de la primera mitad del ѥіѥ. El tipo del guerrillero vendría
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a ejemplięcar, de acuerdo con esta perspectiva, los rasgos de la españolidad más acendrada: amor al terruño, bravura con los fuertes y generosidad con los débiles. Sorprendentemente, el narrador hace una crítica demoledora del modus operandi de las facciones ya desde el principio de Juan Martín el Empecinado, cuando reęere cómo sus hombres saquean un pueblo y violan a las mujeres. Las disputas entre los cabecillas se convierten más adelante en un hecho cotidiano durante la convivencia de Gabriel con las tropas del Empecinado. Por si lo anterior no bastara, la calamitosa herencia de la guerrilla se deja sentir en los trastornos que va a ocasionar la costumbre de echarse al monte sin justięcación alguna. La novedad más llamativa que introduce Galdós en su evaluación del conĚicto napoleónico pasa por la reescritura del desenlace. Si en La batalla de los Arapiles asistíamos a la apoteosis de Araceli, la utopía se desmorona al narrarse justamente el momento de la victoria anglohispano-portuguesa en El equipaje del rey José. Dicho episodio ocupa un espacio liminar en la novelística histórica de nuestro autor, funcionando simultáneamente como epílogo de la primera serie —la retirada de los franceses de la Península— y prólogo de la segunda —la persecución implacable contra los liberales—. Otro aspecto a destacar sería la presentación antiheroica de Salvador Monsalud, contraparte de Gabriel Araceli cuyo desarraigo se visualiza en la semiótica del uniforme: la falta de consideración que el prójimo tiene hacia su persona por culpa del atuendo de guardia juramentado que se obstina en llevar. El pesimismo de Galdós ante la Restauración triunfante se resuelve en la plasmación goyesca de los horrores de la guerra —hurtos, violaciones, asesinatos—, brutal colofón de lo que comenzó siendo un noble levantamiento en defensa de la patria. Los Episodios nacionales ilustrados dan pie a examinar si los artistas que componen el texto gráęco coinciden en su interpretación de la primera serie con el autor del texto léxico. En relación con el tema del ascenso, vemos que la tardía presencia de Godoy en los dibujos de los hermanos Mélida rebaja la importancia de las reĚexiones de Gabriel sobre el ocaso del valido extremeño. Lo mismo ocurre con la toma del águila imperial en la cumbre del Arapil Grande, lance al que José Pellicer no considera oportuno dedicar siquiera un grabado. En cuanto al Dos de Mayo, el tratamiento que le dan los Mélida es desigual: se incluye la mayoría de lances históricos, pero se ignora la actuación estelar de la maja Primorosa. Los grabados de Gerona que elabora Pellicer reiteran,
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por otra parte, la deshumanización de los habitantes de la ciudad, acentuada más todavía al despojar de su estatus de héroe al gobernador. Por último, Apeles Mestres hace hincapié —al igual que Galdós— en los infortunios de la caravana que transporta las riquezas de José I, renunciando así —al igual también que Galdós— a una lectura épica de la batalla de Vitoria pese a no mostrar la violencia en toda su crudeza. Episodios nacionales. Guerra de la Independencia, extractada para uso de los niños es una adaptación de la primera serie que ha pasado prácticamente desapercibida por la crítica. Dado el destinatario que Galdós tiene en la mente, es lógica la introducción de variaciones en la trama que eliminen las ambivalencias del original y refuercen el didacticismo: supresión de los incidentes escabrosos; ausencia de personajes de dudosa moralidad, como Santorcaz o lord Gray; inserción de los amores de Gabriel en el molde de la literatura fantástica; y primacía de la historia grande sobre la historia chica. Más allá de que el autor acomode el texto a los parámetros de la ęcción infantil, la recuperación de la contienda en las postrimerías de su carrera tiene un signięcado político. Se trataría, en efecto, de dar forma literaria a las renovadas esperanzas de Galdós en la regeneración de España, fruto de su conversión al republicanismo en 1907. En última instancia, pues, el regreso a los sucesos de 1808-1814 se subordina a un programa de acción centrado en el patriotismo cívico que simboliza Gabriel Araceli. No quisiéramos poner punto ęnal a este libro sin aludir de pasada al bicentenario de la Guerra de la Independencia que hemos vivido recientemente en España. Aunque una evaluación puntual del mismo requeriría mucho más espacio del que aquí disponemos, es evidente que cada comunidad autónoma se ha apropiado de las gestas napoleónicas de sus antepasados para convertirlas en motivo de orgullo local. La atomización de las conmemoraciones no implica tanto un protagonismo compartido, cuanto la ausencia de una óptica totalizadora que enfatice lo que fue, para bien o para mal, un enfrentamiento a escala nacional e internacional. Puesto que el mito fundacional de la nación moderna no aglutina hoy en día los intereses de la ciudadanía como lo hizo en el siglo ѥіѥ, nuestros gobernantes han optado por celebraciones a pequeña escala con las que incrementar su capital político sin incurrir en riesgos. Se ha perdido, pues, una excelente oportunidad de iniciar un diálogo acerca de la eęcacia de un modelo territorial que, en la actualidad, está lejos de suscitar el entusiasmo de todos. Ante la miríada de opciones que se barajan —mantenimiento
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del Estado autonómico, recentralización, federalismo o ruptura de la unidad nacional—, uno tiene la impresión de que la democracia española ha retrocedido a la época de desbarajustes del Sexenio. ¿Hace falta añadir que el guirigay de nuestros políticos de turno habría sumido a Galdós en un profundo desencanto?; ¿y que los fastos del bicentenario le habrían parecido, por su estrechez de miras, absolutamente nefastos?
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
Abella, Rafael: 146. Abuín, Saturnino, alias El Manco: 154, 156, 157, 158, 159. Aguilar, Paloma: 11. Albareda, José Luis: 35, 36. Alcalá Flecha, Roberto: 56. Alfonso XII: 37. Alfonso XIII: 231. Alvarado, Francisco: 178. Álvarez Junco, José: 11, 103. Álvarez de Castro, Mariano: 18, 105, 106, 108, 109, 110, 111, 112, 113, 114, 116, 117, 118, 119, 202, 203, 225, 226, 241. Amadeo I: 28, 29, 36, 37, 38. Andueza, José María: 151, 152, 153. Ansúrez, Pedro: 136. Antigüedad del Castillo-Oliveros, Mª Dolores: 182. Arencibia, Yolanda: 193. Arimón, J.: 114. Aristóteles: 124. Artola, Miguel: 90, 139, 148. Ayala, Francisco: 131. Aymes, Jean-René: 143, 148. Baticle, Jeannine: 56. Beller, Manfred: 125. Bellido, María: 86. Benítez, Rubén: 129. Berenguer, Ángel: 114, 118, 119. Bergamín, José: 16.
Berkowiĵ, Chonon H.: 104, 220. Beruete, Aureliano de: 189. Beyrie, Jacques: 167, 175. Bhabha, Homi: 12, 14. Bly, Peter A.: 13, 16, 58, 192. Böhl de Faber, Juan Nicolás: 178. Boix, Ignacio: 151. Bolaños Mejías, Carmen: 28. Bonaparte, Napoleón: 12, 15, 26, 35, 47, 49, 50, 69, 74, 86, 87, 88, 89, 93, 95, 96, 98, 101, 103, 108, 117, 118, 131, 147, 153, 159, 165, 173, 180, 182, 195, 228, 230. Booth, Wayne C.: 34. Botrel, Jean-François: 191, 232. Burke, Peter: 69. Cabrera, Ramón: 152. Calvo Serraller, Francisco: 136. Cámara, Miguel Honorio de la: 17, 189, 192. Canal, Jordi: 104, 111. Cánovas del Castillo, Antonio: 37. Carande, Ramón: 38. Carlos III: 27. Carlos IV: 26, 29, 30, 46, 48, 52, 57, 67, 68, 69, 73, 90, 147, 228, 230, 240. Carlos María Isidro de Borbón: 230, 231, 232. Carlyle, Thomas: 112, 113, 117. Carnero, Guillermo: 178. Caro Baroja, Julio: 70.
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Carranza, Matilde: 77. Cassinello Pérez, Andrés: 146, 148, 154, 156. Castaños, Francisco José: 86, 89, 91. Castro, Adolfo de: 128. Catón el Joven: 116. Cervantes, Miguel de: 88, 98, 129, 130, 138, 143. Churruca, Cosme Damián: 47, 225. Cid Campeador, El: 136, 150. Clarín, pseudónimo de Leopoldo Alas: 36, 191. Clausewiĵ, Carl von: 149, 184. Clavería, Carlos: 13. Cocles, Horacio: 116. Conde de Aranda: 45, 46, 52, 56. Conde de Montijo: 50. Conde de Toreno: 12, 54, 79, 82, 93, 94, 105, 108, 109, 140, 141, 146, 153, 154, 157, 158, 170, 183. Corominas, Joan: 145. Cruz, Ramón de la: 28, 29, 67, 68, 75, 183. Cuenca Toribio, José Manuel: 90. Daoiz, Luis: 74, 80, 201, 225. Demange, Christian: 78, 80, 84. Dendle, Brian: 11, 35, 38, 62, 100, 120, 173, 177, 231. Derrida, Jacques: 39, 40, 41. Devoto, Daniel: 138. Dorca, Toni: 67, 69, 153. Downie, Juan: 128. Duke of Wellington: 58, 59, 60, 61, 147, 154, 165, 170, 180, 182, 184, 198, 225, 227. DuPont, Denise: 49, 54, 137, 153. Dupont, Pierre: 86, 91, 97, 105. Duque de Rivas: 175. Egea Fernández-Montesinos, Alberto: 69. Escévola, Quinto Mucio: 116. Esdaile, Charles: 48, 83, 106, 146, 148, 151, 182. Esopo: 196.
España, Carlos de: 164. Espartero, Baldomero: 78, 80. Espejo-Saavedra, Ramón: 168, 171, 173. Espoz y Mina, Francisco: 146, 151, 152. Espronceda, José de: 134. Esteban, Enrique: 189. Estébanez Calderón, Demetrio: 38, 98. Esterán, Pilar: 106, 108, 123, 143, 153, 159. Estrada Michel, Rafael: 139. Estrañi, José: 233. Étienvre, Françoise: 86. Fernán Caballero (pseudónimo de Cecilia Böhl de Faber): 95. Fernández de Oviedo, Gonzalo: 145. Fernández-Sebastián, Javier: 41. Fernando VII: 15, 26, 31, 45, 48, 49, 50, 53, 68, 73, 74, 75, 78, 79, 89, 90, 102, 109, 128, 139, 147, 159, 163, 164, 165, 174, 178, 182, 203, 228, 230, 231, 231232, 234. Ferrant, Alejandro: 189. Ferrer i Guàrdia, Francesc: 234. Ferrer del Río, Antonio: 51, 54. Ferreras, Juan Ignacio: 12, 58, 177. Ferriz, Cristóbal: 189. FliĴer, Derek: 178. Fontana, Josep: 27, 38. Forster, E. M.: 99. Fox, Inman E.: 12. Fraser, Ronald: 78, 83, 96, 108, 146, 182. Fuentes, J. F.: 39, 41. Fuentes, Víctor: 229, 230. García Cárcel, Ricardo: 46, 83, 90, 103, 104, 148. García Herreros, Manuel: 141. Gil de Biedma, Jaime: 185. George, David R.: 193, 194, 198, 200. Gilman, Stephen: 11, 111. Glendinning, Nigel: 17. Godoy, Diego: 197. Godoy, Manuel: 20, 26, 27, 31, 32, 40, 42, 45, 46, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 53, 54, 55, 56, 57, 59, 60, 68, 69, 71, 73, 90,
Índice onomástico 163, 181, 195, 196, 197, 198, 199, 228, 240, 242. Goldman, Peter B.: 15, 38. Gogorza Fletcher, Madeleine de: 12, 98. Gómez de Arteche, José: 119. Gómez Soler, Fernando: 189. González, Fernán: 136. González del Castillo, Juan Ignacio: 140. González Troyano, Alberto: 132. Gordillo, José: 130. Goya, Francisco de: 17, 28, 29, 45, 55, 56, 57, 67, 68, 75, 98, 127, 150, 161, 183, 188, 189, 201, 239, 240. Guí, general: 157, 160. Guillén, Claudio: 132, 135. Gullón, Ricardo: 16. Guzmán el Bueno: 117. Hardman, Frederick: 155. Hébert, Jacques René: 33. Hernández Girbal, Florentino: 147. Hernández Nájera, Miguel: 189. Herrero, Javier: 178. Hinterhäuser, Hans: 11, 100. Hoar, Leo J.: 71, 72, 81. Hobhouse, John Cam: 132. Hobsbawn, Eric: 53. HodneĴ, Edward: 194. Horozco y Covarrubias, Juan: 56. Hughes, Robert: 56. Hugo, Joseph Léopold Sigisbert: 170. Huretschke, Hans: 90. Iarocci, Michael: 16. Isabel II: 15, 42, 78. Jiménez Guazo, Manuel: 128. José I: 86, 88, 89, 95, 96, 98, 101, 102, 160, 165, 169, 170, 172, 174, 176, 179, 181, 182. Kooistra, Lorraine Janzen: 194. Ladrón de Cegama, Santos: 152. Lafuente, Modesto: 12, 48, 54, 79.
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Lagerlöf, Selma: 222. Lamballe, princesa de: 33. La Parra, Emilio: 26, 45, 46, 47. Lapuerta, Arturo: 104. Larrea, Elba M.: 111. Leerssen, Joep: 125, 126. Leónidas I: 116. Le Roy de Grandmaison, Thomas Auguste: 145. Letemendía, Emily: 133. Lizcano, Ángel: 189. Longa, Francisco de: 152, 179. López de Ayala, Adelardo: 55. López Rey, José: 57. López Tabar, Juan: 90, 97, 101. Lord Byron: 132, 138. LoveĴ, Gabriel H.: 77, 145, 153, 155, 158. Luján, Manuel: 140. Lukács, Georg: 11. Maestrojuán Catalán, Francisco Javier: 120. Máiquez, Isidoro: 67. Malasaña, Manuela: 80. Marañón, Gregorio: 155. María Cristina de Borbón: 40, 78. María Luisa de Parma: 45, 49, 51, 52, 57, 68, 230. Marliani, Manuel: 47. Marmont, Auguste de: 198, 227. Marqués de Floridablanca: 52, 56. Marqués de Perales: 93, 94. Marqués del Palacio: 128. Martín, Juan, alias El Empecinado: 146, 148, 149, 150, 151, 152, 153, 154, 155, 156, 157, 158, 159, 160, 161, 179, 180, 221, 242. Martínez Campos, Arsenio: 16, 37, 167. Martínez de la Rosa, Francisco: 79. Martínez Láinez, Fernando: 147. Marx, Karl: 153. Maura, Antonio: 231, 232, 234. Mélida, Arturo: 17, 189, 190, 195, 196, 198, 201, 232, 242. Mélida, Enrique: 17, 189, 195, 197, 198, 200, 201, 242.
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Las dos caras de Jano
Mélida, Julia: 190. Menéndez y Pelayo, Marcelino: 68. Mercader Riba, Juan: 182. Merino, Ignacio: 147. Merina, Jerónimo: 152. Mesonero Romanos, Ramón de: 95. Mestres, Apeles: 169, 189, 190, 203, 204, 205, 243. Michonneau, Stéphane: 112, 113, 119. Miller, John Hillis: 194. Miller, Stephen: 189, 191, 192, 193, 220, 233, 235. Moliner Prada, Antonio: 148, 157. Montes Huidobro, Matías: 33. Montesinos, José Fernández: 25, 26, 30, 98, 100, 129, 165, 177. Moratín, Leandro Fernández de: 50, 68, 127. Moreno Alonso, Manuel: 86, 97. Moret, Segismundo: 234. Muñoz Torrero, Diego: 139, 140. Murat, Joachim: 71, 73, 74, 76, 77, 88, 94, 181, 202, 222, 228, 240. Nairn, Tom: 13, 14. Nart, Javier: 146. Navarro González, Alberto: 219, 220, 221, 222. Navas, Adrián: 231. Navas-Ruiz, Ricardo: 106, 111. Navascués, Miguel: 111. Nieto Samaniego, Juan Andrés: 107. Nora, Pierre: 80. Nuez, Sebastián de la: 169, 190, 191. Núñez Seixas, Xosé M.: 80. Ochoa, Eugenio de: 30. O’Donnell, Carlos: 150. O’Donnell, Leopoldo: 39. Ortega y Gasset, José: 28, 67, 84. Ortega y Munilla, José: 191, 194, 195. Ortiz-Armengol, Pedro: 29, 104, 220. Pageaux, Daniel-Henri: 125. Palacio Valdés, Armando: 191. Palafox y Meci, José: 108, 109, 120, 225.
Pardo Bazán, Emilia: 191. Pascual, José A.: 145. Pascual, Pedro: 159. Pavía, Manuel: 37. Pelayo: 150, 152. Pellicer, José Luis: 189, 198, 199, 202, 203, 242. Pereda, José María de: 191, 203. Pérez Galdós, María: 219. Pérez Ledesma, Manuel: 142. Picón, Jacinto Octavio: 191. Pinilla Cañadas, Scheherezade: 11, 58, 84. Pizarro, Francisco: 128, 130, 143. Porlier, Juan Díaz: 146, 151. Prim, Juan: 15, 38, 230, 233. Propp, Vladimir: 89, 222. Puig, Lluís Maria de: 111. Pujals, Esteban: 132. Ramisa Verdaguer, Maties: 102. Reding, Teodoro: 86. Regalado García, Antonio: 37, 77. Ribas, José M.: 107. Ribbans, Geoěrey: 11, 224. Robespierre, Maximilien: 33, 35. Rodgers, Eamonn: 11. Rodríguez, Alfred: 59, 111, 132, 138, 139. Rodríguez Gutiérrez, Borja: 191. Román Román, Isabel: 231. Romero Ferrer, Alberto: 126. Ross, Kathleen: 25. Roura, Lluís: 147. Rousseau, Jean-Jacques: 32. Rubio Jiménez, Jesús: 120. Ruiz, Jacinto: 80. Ruiz Zorrilla, Manuel: 36. Saint-Just, Louis Antoine de: 35. Sainz de Robles, Federico: 68. Sala, Emilio: 189. Samaniego, Félix María: 196. San Martín, José de: 86. Sancho, Manuela: 17, 121, 123. Sánchez, Julián: 152.
Índice onomástico
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Sánchez García, Raquel: 11, 91, 98, 100, 106, 114, 153, 233. Sánchez-Llama, Íñigo: 25. Santiáñez, Nil: 184. Sardina, Vicente: 150, 151, 153, 157, 158. Satué, Francisco: 110, 112. Saussure, Ferdinand de: 40. SchmiĴ, Carl: 147. Schraibman, José: 35. Seco Serrano, Carlos: 69. Serrano, Francisco: 37. Shakespeare, William: 111, 112. Shoemaker, William H.: 139. Smith, Alan E.: 17, 55. Sojo, Eduardo: 189. Solá, Antonio: 80. Solís, Ramón: 128, 140. Sorolla, Joaquín: 201.
Troncoso, Dolores: 11, 38, 192.
Tabuenca, Juan Antonio: 151. Tello, general: 177. Tone, John Lawrence: 147, 148, 157. Torrecilla, Jesús: 70, 131, 133. Triviños, Gilberto: 15, 76, 77, 99.
Zaragoza y Doménech, Agustina, alias Agustina de Aragón: 17, 105. Zumalacárregui, Tomás de: 152.
Urey, Diane F.: 60, 107, 128, 141. Varela, Rodrigo: 11, 38, 192. Vayo, Estanislao de Kostka: 12. Velarde, Pedro: 74, 80, 201, 225. Vélez, Rafael de: 178. Viader, José Antonio: 107. Vicenti, Alfredo: 229. Vilallonga, Borja: 104, 119. Viriato: 150, 152, 230. Voltaire, pseudónimo de François-Marie Arouet: 177. White, Hayden: 13. Ynduráin, Francisco: 32.