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LA FILOSOFÍA EN PÚBLICO Ensayos
Joaquín E. Brotons
INDICE Agradecimientos Así se hizo 1-La filosofía en la calle 2-La democracia en vilo -Los don Nadie y otras figuras en principio democráticas -El heroísmo de la gran política -Tolerancia, ¿dónde está tu derrota? -Epílogo: ¡aleluya! 3-Arte como querer vivir 4-Qué significa volar 5-Pequeña teoría de la gran política 6-Heterodoxos de todas las tendencias, ¡un esfuerzo más! -Hedonismo libertario -A la deriva -¿Dónde está Wally? -Software libre en la ciudad informática global -Renta básica -Los valores de la vida antes que los de la bolsa 7-Cuchillos que hienden el futuro 8-Tentativas de la multitud 9-La salud de la muchedumbre
10-La guerra a debate 11-Las bodas de la palabra y del silencio -El sueño creador -La democracia como obra de arte 12-La experiencia de vivir 13-La sabiduría revolucionaria 14-Las alegres resonancias de una filosofía trágica 15-La percepción del infinito -La vida breve -La contradicción de lo real -El proyecto de reconciliación 16-Contagios de belleza 17-Nadie sabe lo que puede un cuerpo 18-Casuística del egoísmo 19-Las enseñanzas de las drogas 20-Communication breakdown 21-Apuntes sobre educación -A propósito de la educación -Educar multitudes 22-La libertad de lenguaje, en serio
-Para cambiar lo que hay -Nosotros los spinozistas -La libertad de lenguaje, en serio 23-Pequeña biblioteca portátil Una mente despierta/Fuentes del ateísmo político/La felicidad según Schopenhauer/Contra la razón de Estado y el estado de la Razón/Cada oveja en su corral/Crónica del honor y de la guerra/Actualidad del 68/Poesía en acción/La secularización a debate/¿Hay vida más allá del dinero?/Humanismo para el siglo XXI/Chauteaubriand, entre ayer y mañana/Náufrago en Imbecilandia/Una democracia sin relieve/Más sobre el rodillo nacionalista/La primera transición y otras transiciones/¿Cómo está La Pepa?/La alegría solidaria/Pantallas encantadas/Disección de la cultura contemporánea/Platón y la democracia/Vives, humanista/La democracia a fondo/Noticia de Rorty 24-Literatura bajo censura 25-El ensayo filosófico en España 26-Savater como educador 27-Esbozo de una filosofía tropical 28-Pragmatismo americano 29-El pragmatismo americano y Europa 30-El pragmatismo de James 31-Spinozismo 32-La estofa del pensamiento 33-Cuanto peor, mejor 34-Balmes 35-Bloguerías
AGRADECIMIENTOS Agradezco la acogida que me dispensaron en sus revistas, de papel o informáticas, a Mihaly Des de Lateral (Barcelona), a Miguel Riera de El Viejo Topo (Barcelona), a Amador Fernández-Savater de Archipiélago (Madrid-Barcelona), a José Manuel Rojo de Salamandra (Madrid), a Juan Manuel Vera de Iniciativa Socialista (Madrid), a Luis Navarro de Altediciones.com (Madrid) y a David Ballota de Generacion.net (Zaragoza-Madrid). Manuel Borrás y Manuel Ramírez, de la editorial Pre-Textos, de Valencia, me dieron su apoyo desde el principio, y les deseo siempre lo mejor. A Valentín Roma le debo la charla en Reus, y un poco de compañía durante los áridos estudios doctorales. Los responsables de las Fundaciones Andreu Nin y Ferrer Guardia fueron muy amables prestándome sus espacios informáticos. También a todos los que simplemente me animaron a escribir y publicar, y me leyeron o escucharon, mi enorme agradecimiento.
ASÍ SE HIZO “La filosofía en la calle”, “La democracia en vilo” y “Arte como querer vivir” son textos inéditos. Los dos primeros formaban parte originalmente del primer manuscrito filosófico que tuve la osadía de pergeñar. En Archipiélago se publicó la segunda parte de “Apuntes sobre educación”. “La percepción del infinito” y “Las bodas de la palabra y del silencio” son sendos trabajos académicos del Master en Humanidades que cursé en la UPF de Barcelona; el segundo se publicó en el portal web del grupo Iniciativa SocialistaTrasversales, donde también se publicó parte de “La experiencia de vivir”. “Heterodoxos de todas las tendencias, ¡un esfuerzo más!” y, creo recordar, “La sabiduría revolucionaria” se publicaron en internet, en el portal de la Fundación Andreu Nin y, el primero, en el de la Ferrer Guardia, traducido al catalán. “Cuchillos que hienden el futuro”, “Tentativas de la multitud”, “Pequeña teoría de la gran política”, “La libertad de lenguaje, en serio”, en tres tandas, y “La guerra a debate” se publicaron en la revista El Viejo Topo. “Nadie sabe lo que puede un cuerpo” es el prólogo de mi traducción para la editorial Pre-Textos del libro Teoría del cuerpo enamorado del filósofo francés Michel Onfray. “Las alegres resonancias de una filosofía trágica”, “Las enseñanzas de las drogas”, parte de la “La experiencia de vivir”, “Communication breakdown”, “El ensayo filosófico en España”, “Casuística del egoísmo” y la primera parte de “Apuntes sobre educación” se publicaron en la revista Lateral. “Contagios de belleza” apareció en la revista Salamandra, del Grupo Surrealista de Madrid, a partir de una charla celebrada en el Espacio de Arte Contemporáneo de Reus. “Qué significa volar” apareció tanto en Lateral como en Archipiélago. Las reseñas de “Pequeña biblioteca portátil” se publicaron mayoritariamente en la revista Lateral, aunque también algunas en Archipiélago y en El Viejo Topo. “La salud de la muchedumbre” se ha editado recientemente en Generacion.net. Algunos artículos se publicaron en Altediciones.com. Los textos más antiguos son los dos que he mencionado al principio y datan, en su primera versión, de la primavera de 1997. Los más recientes
son posteriores a 2004, fecha en la que obtuve plaza de profesor de filosofía en la Educación Secundaria. Son la segunda parte de “Apuntes sobre educación”, la tercera parte de “La libertad de lenguaje, en serio” y algunas reseñas de “Pequeña biblioteca portátil” (en concreto “Noticia de Rorty”, de 2006, es el texto más reciente). Algunos de ellos, así como sus títulos, han sido revisados desde su primera publicación o redacción.
“(...) Todo lo que el vulgo cree que es hacer política, como cree que filosofan los que discuten desde la cátedra y explican cursos enfrascados en los libros: la política y la filosofía continuas, que se manifiestan diariamente en obras y en actos, les son ajenas... Sócrates filosofaba sin poner bancos, ni sentarse en un sillón, ni fijar un horario de trabajo o de paseo a sus discípulos, sino incluso bromeando con ellos, si la ocasión lo pedía, bebiendo con ellos y saliendo a campaña con algunos y haciendo con ellos sus compras en el mercado (...)”. Texto apócrifo atribuido a Plutarco o a uno de sus discípulos
“Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste, que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas.” A. Camus, La peste
LA FILOSOFÍA EN LA CALLE Presentación Pero hay en el interior de cada hombre un instinto profundo que no es ni el de la destrucción ni el de la creación. Se trata únicamente de no parecerse a nada. A. Camus
1 Al serle preguntada por Mircea Eliade la razón por la que había decidido residir en Washington DC, el poeta Saint-John Perse repuso al historiador rumano: “Es vivir en lo indeterminado”. En conjunto este libro también se enraíza en lo indeterminado, pero un ritornello común recorre sus capítulos: problematizar, pensar, criticar, apreciar y, en fin, valorar reflexivamente el hecho de vivir. Y responder a esta otra pregunta: “La idea de autonomía concebida como un fin en sí desembocaría en una concepción puramente formal, `kantiana´. Queremos la autonomía a la vez por ella misma y también para poder hacer algo. Pero, ¿hacer qué?” (Castoriadis). 2 Huyendo de aquella “tranquilidad doctoral” de la que hablaba Gombrowicz, los textos aquí reunidos abogan a ratos por la blasfemia, la herejía, el sacrilegio y la heterodoxia. “Pensar hasta cierto punto, detenerse y no ir más allá: en esto consiste el racionalismo”, dictaminó Schopenhauer. He intentado, pues, ir más allá, pero no para desembocar en ese falaz irracionalismo posmoderno que ha dejado de pensar porque pensar siempre fue algo molesto. En la pesadilla totalitaria de 1984 George Orwell escribe que “la mayor de las herejías era el sentido común”. El
sentido común, sobre el que tengo publicado un trabajo, titulado Ensayo sobre el sentido común (dirigido a la multitud democrática), y que vuelve a aparecer en mi otro trabajo filosófico, Idea trágica de la democracia para una ciudadanía caosmopolita, ha sido el método con el que estos textos que ahora presento se propusieron ir más allá. Se trata, sin duda, de un sentido común que sigue pareciendo a muchos todavía demasiado herético, demasiado libre, incluso alocado. Y es que entre sus funciones prácticas -ni entre las teóricas- no se incluye ocultar la herida mortal de la carne, la herida que no tiene otra curación que seguir siendo tal. Increscunt animi, virescit volnere virtus (“crece el ánimo, fortaleciéndose la virtud con la herida”): ése fue el lema de Nietzsche. Estos ensayos filosóficos, pues, no son un tranquilizante sino más bien lo contrario. Se proponen sensatamente la detonación de algunos pilares sobre los cuales se construyen las oficinas y las fábricas que siguen dando cobijo a dogmas y demás pólizas de seguro. El escritor Emile Cioran atisbó la fuerza de este sentido común filosófico que descree visceralmente cuando señaló: “Se piensa, se comienza a pensar, para romper lazos, disociar afinidades, comprometer la armazón de lo `real´”. 3 Y ahora un paréntesis para aclarar el subtítulo de este escrito. Tengo que invocar a Montaigne. Con el pensador francés comparto la inestabilidad y la inconstancia; no así, me temo, esa vívida, clara y profunda escritura que uno no se cansa nunca de leer. “Yo soy mi física y mi metafísica”, escribe el bordelés. En esto Nietzsche estaba de acuerdo, pues “no hablar nunca de uno mismo es la forma más distinguida de ser hipócrita”, y ya se sabe que lo primero para Federico era la honradez. De modo que honrada y, permítaseme, montaignescamente, así
hablo yo. Pero podemos también preguntarnos quién es este yo, quién o qué es yo: ¿yo soy yo? Para que ningún ubicuo teólogo vuelva a enviarnos órdenes desde su teléfono móvil celestial, hemos de caminar cuidadosamente por entre las zarzas del subjetivismo cartesiano y las lianas del objetivismo hegeliano. Este “yo que crea, que quiere, que valora y que es la medida y el valor de todas las cosas”, del que Nietzsche escribió valiosísimas páginas en su Zaratustra, escapa a cualquier pretensión de fijarse como cosa sabida, acabada. En la novela El lobo estepario dice hermosamente Herman Hesse: “Pero en realidad ningún yo, ni siquiera el más ingenuo, es una unidad, sino un mundo altamente multiforme, un pequeño cielo de estrellas, un caos de formas, de gradaciones y de estados, de herencias y de posibilidades”. Espejos múltiples acompañan a nuestra intimidad y estalla en mil pedazos la más defendida de las fortalezas, esto es, la identidad, dejando al descubierto la infinita posibilidad de la libertad humana, sus innumerables metamorfosis y su indeterminación esencial. Vivir en lo indeterminado para determinarse uno la propia vida, a cada gesto y en cada conversación, en el lugar y la ocasión que le sea propicia. Así hablo yo. Es el yo quien habla, pues, o los múltiples yoes que cada cual sea. Se me puede acusar de sofista. Tal vez algún día, como propone el pensador francés Clément Rosset, en lugar de estudiar a los presocráticos estudiaremos a los postsofistas (Platón y Aristóteles): estaríamos sin duda ante el triunfo de la perplejidad no elevada a categoría académica ni rechazada por el aval bancario. Cuán inquietante debió de resultar para Platón siquiera llegar a sospechar que el sofista que quería reprender se transmutaba en el filósofo que, como su supuesto antagonista, había estado buscando como el verdadero sabio: “¡Por Zeus! ¿No habremos dado con la ciencia de los hombres libres? Nosotros, que buscábamos al Sofista, ¿no habremos descubierto a cambio suyo al Filósofo?” (El sofista, 253c). Este enérgico haiku de Kerouack de ribetes lucrecianos,
El sabor de la lluvia ¿Por qué arrodillarse? parece estar escrito contra estos sospechadores de la lucidez. Hagámosles mirar la multiplicidad inagotable de lo que hay: el pliegue del mantel, la mota de polvo, los reflejos de los rayos del sol en las mórbidas aguas de un charco. Pero también, ¡y sobre todo!, nuestro propio caos humano mortal, las turbulencias que sacuden el interior de nuestra calma, la zozobra que nos acecha en la soledad inevitable, la pasión que estalla repentinamente en la simpatía o la indignación. “¿El caos?”, se pregunta Cioran, “es rechazar lo que se ha aprendido, es ser uno mismo...”. 4 Hace poco más de cien años, Unamuno se lamentaba de la falta de juventud que hay en España. Borges, al que en alguna ocasión se le ha atribuido no sin razón una eterna vejez, señaló entre lo que más amaba -los mapas, la etimología, los relojes de arena, el sabor del café- la prosa de R. L. Stevenson, el narrador que se quiso advocatus iuventutis. En uno de sus tantos ensayos maravillosos, Savater reseña la respuesta epistolar que Stevenson envió en una ocasión a su médico, que le había conminado a reposar bajo pena de morir joven: “Sepa usted, doctor,” escribe Stevenson, “que un hombre, muera cuando muera, siempre muere joven”. Pues bien, estas páginas querrían también abogar por la juventud o, tal vez mejor dicho, por el espíritu juvenil. En todo caso, por la rebeldía razonada del hombre mortal, del hombre que según Camus “mira al mundo cara a cara”, del hombre que “no ha pensado en bruñir la idea de la muerte o de la nada, cuyo horror, sin embargo, ha masticado”. Estas páginas querrían, pues, celebrar la juventud tal como la pensó Camus: “Tal debe ser la juventud, ese duro enfrentamiento con la muerte, ese miedo casi físico del
animal que ama el sol”. Hoy, siempre, el problema de la rebelión es: ¿cómo hablar? ¿qué decir? La primera y la fundamental es la rebelión ante nuestra propia muerte. De ella se deducen las demás: la rebelión ante el hambre, ante la servidumbre, ante la inercia fatalista. Uno se rebela contra las prerrogativas pasadas o futuras -presuntamente resarcidoras o sobrevenidas- de una historia ya escrita. Uno se rebela contra la mediocridad que lo quiere reducir a la interpretación de un único papel, que además no ha elegido. Uno se rebela porque no acaba de acostumbrarse. Porque la inquietud vital puede más que cualquier palabra consoladora. Uno se rebela porque puede hablar, y para conservar ese poder. La rebelión es menos una pura negación que un estremecimiento. El ejemplo de Camus: el combatiente expulsado del olimpo filosófico por ejercer libremente un periodismo menos chismoso y más eficaz que tantas fruslerías académicas al uso, mientras su precario andamiaje intelectual, que tan hermoso grito de rebelión convoca, es desechado con displicencia por toda la caterva bizantina de los excelsos profesionales de lo espiritual. Pero, en fin, sigamos combatiendo y rebelándonos, ya que les irrita tanto. 5 Cierro el paréntesis y vuelvo a la filosofía. Sueño que en la Atenas soleada, el robusto Platón abandona la ambivalencia tranquilizadora de la visionaria pitonisa y provoca el nacimiento de la tensión intelectual. “Si Heráclito levanta veinte kilos, yo levantaré cien”, parece que les dice Platón a sus compañeros gimnastas. Así, el dialogista empieza a ejercitar sus músculos, se relaja en las saunas, conversa con contertulios menores y tras múltiples obras y combates acaba proclamándose finalmente campeón de los pesos pesados de todas las filosofías habidas y por haber (a partir de Platón, todo lo demás serán notas a pie de página
de sus diálogos). Sus entrenadores, llamados Pitágoras, Parménides y Sócrates –éste, algo alocado, no repara en la victoria del discípulo-, también son encumbrados a lo más alto. Pero unos años después, un alemán solitario y meditabundo pasea gozosamente por los senderos de Sils-Maria, lugar que suele frecuentar durante los veranos. También es un tipo que dedica sus horas a la gimnasia, pero casi puramente mental: sus fuerzas le alcanzan para combatir en la categoría de los pesos ligeros y en ninguna otra. Las dolencias físicas no le permiten entrenarse a menudo; en acción, sin embargo, no se ha visto nada igual desde los tiempos de los presocráticos. La gente no sabe si se trata de un iluminado o si está presenciando el mayor desafío de la historia. Nietzsche, así se le conoce, quiere vengar la antigua derrota de Heráclito y liberar la violencia platónica de todo afán de opresión. Sin maestros, tímidamente apoyado en Schopenhauer, envalentonado desde el graderío sin demasiada convicción por Montaigne y por Voltaire, Nietzsche sube al cuadrilátero dispuesto a medirse nada más y nada menos que con el gigantesco Platón, para convertir ese instante en el dato que parta en dos la historia de la humanidad. Y sueño que, “¡dong!”, suena la campana del primer asalto... Con esta imaginaria refriega pugilística pretendo ejemplificar, ya sé que algo caricaturescamente, dos clases de pathos filosófico: el de los pesos pesados de la historia de la filosofía por un lado, y el de los pesos ligeros por otro. Si la tensión ha de ser inherente a la actividad filosófica, mi deseo es que la que recorre este libro pertenezca a la segunda categoría: y es que con pies ligeros se mueve uno mejor entre las cuerdas y, a fin de cuentas, son los puños los que deciden. Ahora bien, están las inmejorables palabras de G. K. Chesterton: “Loco es aquel que ha perdido todo menos la razón”, y ninguna idea filosófica puede perder su pathos , sea cual sea, digamos su sentido común, si no quiere enloquecer. Pero retomemos el gancho que Nietzsche soltaba en el primer asalto, pues es a quien vamos a apoyar en ese imaginario combate de boxeo por ser el que menos cosas parece haber perdido, salvo
quizá al final, ay, la propia razón. La ignorancia del futuro, la inocencia del devenir, la capacidad de engendrar: son motivos recurrentes en la obra del filósofo-artista alemán. Sin embargo, como supo ver Bataille, hay uno que desde mi punto de vista define precisamente el alcance filosófico de nuestra lucha vital y la propia vivacidad de la filosofía de peso ligero: dicho desideratum está escrito con letras de fuego y dice: “permaneced a la altura del azar”. El azar hace referencia a la falta de cualquier asidero ajeno a nuestra propia condición humana. Nos revela por tanto el caos que nos constituye y por el que nos empeñamos, creando un orden que en palabras de Savater no deja de ser un caos que se encamina por otros derroteros... El azar desgarra los tapices con los que el delirio ha adornado las fachadas del mundo, dejando al descubierto las vacuidades de todo sistema y de toda fe, esto es, dejando al descubierto al azar mismo. Su perfume, que no pasa desapercibido para quien agudiza los sentidos, combina la fragancia de la tolerancia con la esencia de la libertad sin causar el delirio que otras colonias provocan. Frente a las filosofías que hoy festejan el sincretismo religioso o se fascinan por nuevas teologías, la idea de azar no encubre la ausencia total de referencia necesaria ajena y anterior al propio actuar humano histórico-social. Es este azar el que permite hablar de un pensamiento realmente crítico que me atrevería a equiparar a nuestro punto de apoyo más estable si no fuera la inestabilidad su más relevante característica. 1 Permanecer a la altura del azar: tal es la máxima rebelión contra la gravedad gravosa de lo que Adorno y Horkheimer definieron en su Dialéctica de la Ilustración como dominio: “El extrañamiento de los hombres respecto a los objetos dominados no es el único 1
En cierto modo, el azar es lo contrario de la predestinación y, si puede compararse al destino, ha de hacerse pensando la idea de destino justamente como la libertad de cada cual de crearse un destino propio. En el prefacio a las Elegies de Bierville, el poeta Carles Riba escribió esta máxima trágica que ilustra lo que quiero decir: “Era el destino, no precisamente necesario”. Pero no acaba aquí la cosa, pues si hacemos caso a Nietzsche cuando dice bellamente “convierte `todo fue´ en un `así lo quise´”, esta libre voluntad de azar (“voluntad de suerte”, la llamó Bataille) tendría incluso efectos retroactivos, e igualmente liberadores.
precio que se paga por el dominio; con la reificación del espíritu han sido adulteradas también las relaciones internas entre los hombres, incluso las de cada cual consigo mismo. El individuo se reduce a un nudo o entrecruzamiento de reacciones y comportamientos convencionales que se esperan prácticamente de él” (la cursiva es mía). ¿No subraya el permanecer a la altura del azar precisamente que, parafraseando a Spinoza, no se sabe lo que puede un individuo? No se puede cerrar para siempre el grifo de la imprevisibilidad humana si no se quiere acabar con la posibilidad misma de la libertad, por mucho que la prolongación y efectividad políticas de ésta requiera de un mínimo de previsión. Sólo así puede crear y adquirir nuestra vida mortal un sentido forzosamente libre que no se resigna a venir dado por ninguna mendaz perspectiva u horizonte eternos. Sostenía Camus que tanto las iglesias como los estados que pretenden parecérseles ansían la eternidad. Y exclamaba el escritor francés: “Pero yo no tengo nada que ver con la eternidad”. Desde luego Camus tenía razón, aunque ése no fuese su partido (el de la razón). No hay horizontes eternos que nos envuelvan a quienes preferimos esta vida mortal a los reinos sombríos o idílicos del futuro. Un presente se nos abre en nosotros mismos, rompiendo la concatenación causal de pasado y porvenir que la eternidad querría imponernos. El combate filosófico, la labor de zapa del pensamiento subersivo tiene su momento de verdad –y a esta verdad inconclusa, sólo a esta verdad inacabada, artificiosa, queremos prestar atención con los cinco sentidos- en el debate y en la polémica intelectual, sociopolítica, cuando es ajena tanto a la eficacia de la obediencia servil como a las falsas teorías, generalmente teológicas, de las perspectivas eternas. Cuando es presente, aunque sea vía Internet, y cuando es libre. 6 ¿Qué le depara al filósofo la salida de su soledad problemática a la plaza pública, campo de la verdad de la batalla de las ideas?
Una señora llamada opinión pública le espera, junto a sus aduladores y sus detractores. El pensador no sabe muy bien qué hacer, acaso sonríe por si acaso, como si su daimon fuese Demócrito. Como ha leído las páginas de Más allá del bien y del mal en las que Nietzsche se dedica a socavar el filisteísmo bienpensante de la sociedad occidental -burda autocomplacencia por el bienestar logrado, estúpida soberbia de una cultura chata y anodina, culto a la prensa y a la pseudodemocracia representativa-, el filósofo que baja deliberadamente a la calle opta por mostrar una actitud escéptica, incómoda pero útil pro domo sua, frente a la tan trillada opinión pública. Nota, por otro lado, que los detractores de ésta se lamentan con voz quejumbrosa de la ausencia de ideologías, pero en seguida se da cuenta de que colocados en la tesitura del compromiso crítico, éstos alegarán dicha ausencia para escurrir el bulto tan pronto como puedan. Y el filósofo sigue riendo en la medida de lo posible, sin dejar de intervenir, enfadándose a veces, haciendo caso más a menudo a Peter Sloterdijk cuando reivindicaba cierto infantilismo adolescente de sabor nietzscheano como comportamiento público perfectamente filosófico. El filósofo tiene un blog y escribe profusamente en otros blogs. Ha hecho sus trabajos académicos. Lee la prensa, lui, il est à la page!. Firma manifiestos y se manifiesta en asociación. Pero en medio de los medios, vuelve de vez en cuando la vista atrás con ironía y empiezan a aparecérsele multitud de personajes que brillan como puñales afilados contra la mentira, la falsedad, la opresión y la tiranía, y que piensa que pueden orientarle en el vaivén del presente mediático en el que ha decidido vivir. Por ejemplo Shakespeare, que quizá no fuera filósofo pero cuya vuelo imaginativo ha estado al alcance de muy pocos -y no olvidemos que el dulce cisne de Avon tuvo como lectura maestra los ensayos de Montaigne. Desde otro tiempo y lugar ve llegar el andar escéptico de Pirrón, no muy distinto al de Cioran, que haría palidecer a tantos de esos “escépticos” que menudean en la actualidad. Pero más se reiría de las supercherías del imbécil
pasotismo conformista el imperturbable Diógenes, ese Huckleberry Finn de la filosofía que si estuviese vivo –imaginando un pocohabría instalado su ambulante morada en el Speaker´s Corner de Londres. Allí habría acudido el melenudo Aristóteles, del que el filósofo no quiere sospechar nada, pero que al parecer, según cuenta Diógenes Laercio, era un poco “vicioso, pródigo y vendedor de drogas”2. En fin, exclama el filósofo en la calle, convoquemos también a Heráclito, cuyo fuego sigue calentando todavía dos mil quinientos años después las frías estancias del hostal donde se hospeda el pensamiento. Sus fogonazos, sus descargas eléctricas, su chispa: no sabría pasarse sin él. Y para que no falte el humor, invitemos también a Kierkegaard, que sabe chistes muy buenos. ¡Y a Empédocles, un poeta con un futuro muy prometedor! Etc. Pero de entre todos esos personajes, Voltaire sigue siendo el ejemplo más inolvidable. Lejos de quejarse de la opinión pública, o de verse arrastrado por su marea, la recibió alerta y abiertamente, aun en sus rudimentarios inicios dieciochescos. Pero no dudaba en abandonar el espacio mediático cuando por algún tipo de desacuerdo decidía retirarse a pensar para poder opinar un poco más libremente. Voltaire, ese Diógenes que hizo de la tinaja un anuncio publicitario en el que se nos impelía a vivir en tolerancia, aprendió en Montaigne la lección del sentido común como el mejor antídoto contra la comisión de estupideces. En ambos escritores, como también en Nietzsche, aprendemos qué puede enseñar el sentido común que todo intelectual debería mostrar, a saber, que es posible pensar por uno mismo, y que es posible expresar esos pensamientos públicamente. Y para quien quiera hacerlo sin pasar por la academia pero sin renunciar tampoco a la razón, una vía alternativa puede ser la visita a consultas filosóficas como la que, en París, ofrece amenas conversaciones sobre Aristóteles o Spinoza a cambio de unos 40 euros por sesión (precio equivalente de 1997). Esto podría serlo todo menos novedoso, pues ya en la Atenas sofista este tipo de consultas filosóficas se practicaban 2
Citado en Historia de la ética, tomo I, Victoria Camps ed., Crítica, Barcelona, 1988, pág. 253.
habitualmente. En una sociedad atiborrada de pastillas y oráculos de toda índole, bien está la posibilidad de pedir hora para poder hablar de filosofía con la intención de aprender con ella algún tipo de alivio a nuestras zozobras cotidianas, sin necesidad de receta ni de diploma. Pensar por uno mismo para poder pensar junto a los demás, entre los otros, entre nosotros: tal es el arte de la conversación que busca y crea la verdad y la justicia. 7 Para terminar, un apunte sobre el género y el contenido del libro. Esta heterogénea recopilación de textos, lector o lectora, pertenece más bien al género del autodiálogo acuñado por don Miguel de Unamuno en el ensayo La agonía del cristianismo de la siguiente forma: “¿Monólogo? Así han dado en decir mis... los llamaré críticos, que no escribo sino monólogos. Acaso podría llamarlos monodiálogos; pero será mejor autodiálogos, o sea diálogos conmigo mismo. Y un autodiálogo no es un monólogo”. Y el mismo Unamuno aclara unas líneas más abajo: “Los dogmáticos son los que monologan (...) Pero los escépticos, los agónicos, los polémicos, no monologamos”. Soy escéptico -rebuscado-, agónico y polémico, pero, a pesar del juego de la conversación pública antes imaginado, no soy, empero, más filósofo de lo que cualquiera pueda serlo; ni siquiera estoy seguro de encontrarme a gusto en la definición que Cioran diera de tal figura: “El primero que llegue roído por interrogaciones esenciales y contento de estar atormentado por una lacra tan notable”. Sin embargo, no considero que sea una buena idea prescindir por completo del deleite de la controversia racional, del placer de vagabundear solo o acompañado por las callejuelas de la filosofía y perdernos así por caminos distintos a los del Señor y su cortejo. A mí me gusta pensar, qué le vamos a hacer: lo prefiero con mucho al ora et labora con el que frecuentemente se le confunde o al marcial activismo que bobamente se le opone. “Que nadie quiera rebajarnos a ascetas”, dice uno de los personajes en un
cuento de Borges, “no hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos”. Tal puede ser nuestra divisa, a condición de precisar que uno se entrega al pensamiento porque la vida es un problema por el que ha tomado partido. Cioran escribe en su breviario de podredumbre que pagamos caro el no ser ni mudos ni sordos. Estoy tentado de cobrar también a cambio..., pero no. Prefiero ser gratuito antes de que nadie venga a pasarme cuentas. Busco la definición y soy lapidario: acaso retraso así la llegada de la lápida definitiva. Pero si vendo, lo hago a buen precio; tal vez con razón cuando lo caro ha quedado en mero valor pecuniario o en bienpensante misericordia. A nadie obligo a comprar, aunque a todos me dirija. No hablo en nombre de ningún colectivo y sólo de mí hago publicidad, a costa mía. Esto en cuanto al género. En cuanto al contenido, se trata de un conjunto de reseñas, ponencias, trabajos y artículos de tema filosófico y político, que tratan también cuestiones estéticas, científicas y culturales en general. Salvo algunos textos inéditos, la mayor parte del conjunto ha visto la luz en revistas de papel y sitios de internet. En ellos se habla de la democracia, de cultura política, de Europa, del arte, del periodismo, de la violencia, del erotismo, de la guerra, de la educación, del lenguaje y de la filosofía misma, en España y en el mundo. Se trata de pensamientos públicos en el sentido en el que ha consistido la tarea de la filosofía desde los tiempos de la Sofística: pensar en público. Lo que he querido es tomar partido por un arte de vivir razonable que pueda servir para aumentar nuestra libertad y nuestro conocimiento, y contra todo aquello que impida este arte racional. La íntima motivación del conjunto es deudora de cierto sentimiento visceral de dignidad humana que no cesa en la pretensión, acaso insólita, de aunar el ideal superhumano de Nietzsche con ese otro del “viejo bebedor de cerveza” del que hablaba Chesterton al referirse a nosotros, los mortales.
LA DEMOCRACIA EN VILO Prolegómenos políticos a toda futura revolución Es entonces el heroísmo del don nadie lo que salva el principio democrático e impide que se reduzca a una `elección de sociedad´, a una forma escogida entre otras e impuesta como mal menor. La democracia no se deduce de una optimización de las variables preexistentes, sino que surge de la apuesta, infinitamente más generosa y, por tanto, infinitamente más arriesgada, por una excelencia de las virtualidades de la multitud y por la aptitud de ésta para dispensarla. Gilles Châtelet, Vivir y pensar como puercos En la película de ciencia-ficción El hombre con rayos-X en los ojos, de Roger Corman, se cuenta una historia terrorífica: un reputado doctor ha inventado un producto químico que permite ver a través de la ropa de la gente. Pasado un tiempo, el líquido empieza a tener efectos indeseados en los sufridos individuos que experimentan con él. Su mirada ya no sólo traspasa los vestidos de los humanos, sino que empieza a hacerlo con su propia piel, con sus órganos corporales, hasta no poder ver más que esqueletos parlantes. En el nivel más subterráneo de un edificio, la mirada puede ser cegada por la luz del sol. Tras cometer, movido por el pánico que le provoca su nueva situación, un asesinato, nuestro reputado doctor acaba llegando a una iglesia campestre en la que un siniestro cura que está diciendo misa le conmina, como en el pasaje bíblico, a arrancarse inmediatamente los ojos. Pues bien: a no arrancarnos los ojos pese a las quemaduras que la lucidez pueda provocarnos en ellos es a lo que en primer lugar llama esta toma de partido. Sólo así evitaremos en la medida de lo posible sucumbir a los premios y recompensas de cualquier presunta justicia retributiva que lleve los ojos vendados.
La lucidez nos permite ver la alteridad radical, lo otro que no es Dios, ni arte, ni convención, sino la desnuda realidad en que habitamos como arrancados del mundo, como habitantes sin mundo. La lucidez nos descubre el abismo sin fondo que nos conforma y del que, no obstante, nosotros los mortales podemos extraer la posibilidad de ir conformando nuestros mundos. La lucidez ilumina nuestra insoslayable autonomía, entendida como la capacidad de alteración de lo que hay y de autoalteración de lo que somos, como la carencia de guión preestablecido. La autonomía comporta la posibilidad de la creación de lo nuevo y, sobre todo, la posibilidad que cada cual tiene de hacer su vida: de hacer vivir aquello que en nosotros no es función ni utilidad instrumental, pero que le otorga a éstas todo su sentido. La autonomía nos acerca por tanto a la verdad, que al igual que esa justicia que no se tapa los ojos ni mira a otra parte, es algo que también se conjuga con el común verbo hacer. Pero hoy como ayer, y tal vez como mañana, la pregunta sigue siendo la misma: ¿qué hacer? ¿Cuál es nuestro desafío y nuestro proyecto, radicales como somos? A plantear esta cuestión en toda su profundidad quieren contribuir las notas que siguen. Los don Nadie y otras figuras en principio democráticas Hace muchos años Empédocles señaló que nacer es llegar a un país extranjero. En este sentido, nuestros ojos nos revelan la condición fundamental de desarraigo que caracteriza al ser humano. Y no me refiero a un vacuo “sentirse cosmopolita”, al menos no todavía, sino a la extrañeza que impregna al ser humano ante lo real como el actuar humano mismo que altera dicha realidad y se libera, sobreponiéndose así a su angustia existencial. El crítico literario Pierre de Boisdeffre vio bien esta extrañeza primordial en el existencialismo francés de mediados de siglo: “El paisaje ya no nos dice nada; se llena de fantasmas y hasta su belleza nos ofusca. Ya no somos sus propietarios, sino amenazados
inquilinos: `este espesor y esta extrañeza del mundo son el absurdo ´, la famosa náusea de Sartre” (Metamorfosis de la literatura III). Pero el desarraigo descubre también nuestro íntimo desgarramiento, la herida incurable y carnal de nuestro cuerpo mortal, nuestra diferencia radical con lo instituido y lo edificado, y el malestar de una intimidad que siente una vaga nostalgia por un primitivo estado nómada. Pero aquí el nomadismo se troca en don nadismo, es decir, en la práctica de los don nadie –o, como los denomina el pensador italiano Giorgio Agamben, los “cualsea”. Acudamos otra vez al cine para ejemplificar esta cuestión. En la película Dead Man del director Jim Jarmusch el desarraigo está ejemplarmente narrado. La historia trata de un contable de la costa este norteamericana que viaja a la frontera del salvaje oeste. Allí se empleará en una oficina de la empresa más importante de la zona. El contable se llama William Blake, como el poeta, no carece de esposa ni de título oficial, viste correctamente y va a trabajar todos los días; es un hombre comme il faut, vamos. Pero los hechos no tardarán en torcer lo previsto, como si la película fuera también una práctica de desvío situacionista. En la oficina nuestro contable es humillado por sus rudos compañeros, se queda sin empleo, dispara y mata a un hombre para defender a una mujer. En ese mismo instante el protagonista (interpretado por Johnny Depp) se convierte en un fuera de la ley, en un forajido perseguido por la justicia pública y por la privada. De ahí hasta el final, acompañado por un indio también desterrado de su tribu y llamado Nadie, iniciará un viaje de liberación. En este viaje ambos inhalarán peyote, y verán lo real “sin nombre ni precio”, según la hermosa expresión de García Calvo, es decir, verán lo innombrable y lo innumerable de la realidad, que, como por su parte decía Nietzsche, es inexpresable en cuanto tal. Con Dead Man, Jim Jarmusch recurre en un gesto digno de elogio a la inagotable épica del viaje, del desarraigo, de la libertad y de la fundación de la ciudad humana que tan buen acomodo ha
encontrado en las historias de la conquista de lo desconocido que mora en el lejano oeste. En concreto, su historia subraya que el personaje protagonista está muerto para lo establecido. Desde el momento en que ha perdido el carnet de identidad y se ha visto a sí mismo como mortal, el hombre muerto recupera al mismo tiempo algo más sustantivo y precioso, como es su libertad. Cuentan que cuando Tales de Mileto visitó al oráculo de Delfos para conocer el camino de la sabiduría, éste le respondió: “Adopta el color de los muertos”. Esto mismo es lo que hace nuestro contable, nuestro profesional de la razón instrumental que todo lo calcula de antemano: metamorfosearse en un hombre que vive el poco tiempo que le queda en libertad. Es así como el hombre muerto recupera el poder de vivir contra la obligación de morir. El ideal práctico de autonomía que narra esta epopeya se resume, en efecto, en el deseo de ser comúnmente dueños de nosotros mismos, de nuestras discusiones y nuestras decisiones, de nuestra libertad y nuestra convivencia. Se opone, por tanto, al delirio y a la inercia que pretenden arrogarse para su dominio la legitimidad de la existencia. Esta arrogancia fundada en la fe y en la obediencia pretende el monopolio de nuestra plural intimidad desarraigada, reconocida, fomentada y encarnada, en cambio, por figuras como la del don nadie, el cualsea o el cualquiera. Ajenos a la idea de salvación y a su secularizada versión en salud pública, los don nadie aceptan que el zócalo y la techumbre de su morada sea el caos del que procedemos: son auténticos homeless. Inacabados, imperfectos, imprevisibles, muertos vivientes como lo somos todos pero no como el Ser nos lo impone estar a través de la Identidad, el don nadie traza el camino que fatiga. Como extranjero que es, se extraña de lo que ve, se sorprende y se añora; su mirada desterrada no cercena la multiplicidad íntima de su condición. Mira y parte: “La gran liberación de los esclavos de esta índole se produce repentinamente, como un temblor de tierra: el alma joven se siente de pronto agitada, desarraigada, arrancada; ni siquiera comprende
lo que le sucede. Es una instigación, un impulso que actúa y se apodera de ellos como una orden, despertándose en su alma una voluntad, un deseo de ir hacia delante, adonde sea y a cualquier precio; en todos sus sentidos brilla y resplandece una violenta y peligrosa curiosidad por un mundo que aún está por descubrir” (Humano, demasiado humano, Nietzsche). Los griegos entendieron la posibilidad de la libertad como una hybris, una desmesura y un crimen cometido frente a los dioses. En este sentido podemos revestir al don nadie con el disfraz de un teocida, esto es, de un asesino del Todo (Ser, Dios, Patria). Es también el paciente de la herida abierta que no puede ser restañada, el portador del alma mortal que no puede ser salvada. Matar a Dios significa de algún modo matarse a sí mismo, negarse a vivir en un mundo perfecto, saberse a la intemperie y perpetuamente en entredicho. Los don nadie viven bajo permanente sospecha, para escándalo y mofa de los estultos. Carece de pruebas judiciales que lo absuelvan; excesivo y desmesurado, no puede dejar de ser humano, demasiado humano. Las huellas que lo inculpan, por el contrario, se hallan a cada paso. No puede demostrar su inocencia porque no puede dar lo que le piden aquellos que le piden que ponga su alma mortal, su intimidad, bajo el monopolio de la lógica identitaria reinante. Pero por eso mismo sigue marchando sin llegar nunca salvo y sano a ninguna parte, por arenas movedizas, por grutas laberínticas, por brumosos acantilados y por selvas sofocantes, bajo un sol abrasador o en el frío oscuro de la noche, sediento o tiritando, alegre o cansado, al lugar que sea y errando sin cesar. Proscrito del paraíso, del que no olvidemos que no puede dejar de sentir añoranza, y teniendo que construirse indefinidamente su casa, el don nadie no deja de ser nunca un forastero de paso por la frontera. Vive en el límite: ciertamente, como dijeron Wittgenstein y Kant, es un límite del mundo y un fin en sí mismo. Pero debemos aclarar este punto más detenidamente.
La idea de límite se relaciona con el azar y, ¿qué es lo que ambas nos enseñan? Ambas nos muestran que todo es cuestionable, que lo realmente cuestionable –y tal es la pregunta que no se atreve a hacer quien se interroga “¿por qué el ser y no más bien la nada? o ¿por qué razón y no sinrazón?”-, lo verdaderamente discutible es precisamente la idea de ser. Lo cual significa que la filosofía, como señaló Castoriadis, es una interrogación ilimitada; o como ha escrito Agamben: “el indeterminarse de un límite”. Es decir, a Wittgenstein le faltó añadir: somos un límite del mundo... indeterminado, o no del todo determinado. Es el propio límite lo que se indetermina, como quiere expresar Agamben: ¿será expresarse de una manera demasiado retórica o grosera decir entonces que vivimos, nosotros los don nadie de paso por la frontera, en un límite indeterminado, porque poseemos un cuerpo? Sea como fuere, lo importante del indeterminarse del límite manifiesta que dicho limes no puede ser traspuesto como horizonte proyectado o como futuro retrospectivo que vendrá a recompensarnos o a castigarnos según la forma en que actuemos aquí y ahora, ni puede ser fijado en un punto a partir del cual ya no es posible seguir preguntando y sólo cabe contemplar u obedecer esa retroproyección. Una vez más, la clásica pregunta por el ser demuestra que no se discute realmente ese ser: demuestra en realidad, hablando en llano, falta de autocrítica. O como diría Nietzsche de la voluntad de sistema, falta de honradez. Se olvida así también la indudable proyección política de ese azar que invalida la supuesta determinidad del límite y lo que se deriva de ello. Contra esta pretensión de un límite al fin y al cabo extrahumano, el don nadie suscribe lo dicho por Bataille: “Cada ser humano que no va hasta el punto extremo es el servidor o el enemigo del hombre”. Es decir, lo criticable no es el ir lo más lejos posible (pues “nadie sabe lo que puede un cuerpo”, como dejó dicho Spinoza), sino precisamente la actividad que no tiene sentido más que por el límite al que llegará –límite que suele ser llamado
Dios por los teólogos, Ser por los metafísicos, etc. En materia ética, por ejemplo, apelar a la “voz de la conciencia” cuando la conciencia es un puro receptáculo de órdenes dictadas por una presunta conciencia común y superior es pura y simplemente callar la propia voz. No hay que trasponer el límite ni fijarlo de una vez por todas, pues; hay que traspasarlo hasta ese punto extremo en que no se es ni servidor de la idea abstracta de Hombre ni enemigo de la humanidad concreta. Este punto extremo difiere también del famoso “punto cero” de Jünger, puesto que, si no existe un ser indiscutible, nada invita a pensar que exista una nada que sí lo sea. El punto cero sería al parecer ese punto místico del vaciamiento nihilista entendido como límite negativo. Mística del Maestro Eckhart. Pero ya lo hemos dicho, no existe tal punto porque tal punto es infinitamente discutible, transgredible y cuestionable: y en eso consiste el filosofar y aun el mismo vivir. Todo esto lleva a los don nadie, figuras libérrimas, a poner en cuestión en el ámbito estrictamente político, que es aquí el que básicamente nos interesa, la idea misma de res publica o república. Pues del mismo modo que no hay tal ser-determinado ni tal nadadeterminada en el discurrir de la interrogación ilimitada en que consiste la filosofía, tampoco hay ni puede haber cosa pública determinada, al menos absolutamente y para siempre. Más adelante veremos que aquello que se publicita en el plano político, aquello que se hace público y determinado y lo más humanamente inteligible posible mediante la política resulta ser paradójicamente la inexistencia de cualquier cosa metafísicamente determinada, empezando por “el hombre”. De ahí que Agamben haya propuesto el proyecto revolucionario de una comunidad inesencial donde no haya esencias (aunque sí valores comunes, de entraña ética, como son la libertad, la autonomía, etc.) que vengan a representar lo en último término irrepresentable de cada cualsea. Las determinaciones políticas son inesenciales en cuanto que son
siempre discutibles, derogables, revocables, provisionales. Lo afirma mejor Castoriadis: la democracia es un régimen político trágico, no una república exhaustivamente transparente que en verdad suele guardarse muy celosamente los “secretos de Estado” para sí; un régimen público pero trágico en el que las determinaciones no son sino significaciones imaginarias sociales y estáticas en un sentido (el que las hace ser mínimamente sostenibles, duraderas, institucionales, permitiéndonos vivir cuerdamente), pero dinámicas en otro no menos importante: el que las hace cambiables, sujetas a la acción histórico-social y a lo imprevisible azaroso, sin el que se agotarían en el engaño y la tiranía de lo extra-humano. Llegados a este punto, urge preguntarse cómo se practican en una democracia de don nadies, en una comunidad inesencial de cualseas, la “cría y la educación de los hombres” que Sloterdijk ha planteado como la verdadera pregunta humana en su reciente Normas para el parque humano? ¿Cuál es su modelo de ser humano? En cuanto a la “imagen del hombre”, empecemos por unas líneas de Jünger que nos vuelven a situar en la encrucijada de la intimidad radical: “La libertad no habita en el vacío, más bien mora en lo no ordenado y no separado, en aquellos ámbitos que ciertamente se cuentan entre los organizables, pero no para la organización. Queremos llamarlos `la tierra salvaje´: es el espacio desde el cual el hombre no sólo puede esperar a llevar la lucha, sino también desde él vencer. Pero sin duda ya no se trata de ninguna tierra salvaje romántica. Es el fundamento originario de su existencia, la espesura desde la que él irrumpirá un día como un león” (Acerca del nihilismo). La imagen del hombre libre concuerda con las consideraciones anteriores sobre la idea del límite indeterminado, de azar. La libertad originaria “que mora en lo no ordenado y lo no separado” deshace la delimitación predeterminada del ser y de la nada, de la razón y de la locura, del bien y del mal y, en su explicitación política, funciona
paradójicamente como una suerte de autolímite originario. He aquí en qué consiste el principio democrático en ausencia de serdeterminado: en la capacidad trágica, por falible, del autolimitarse (es decir, del autodeterminarse) de los don nadie, humanos cualsea, mortales. A los don nadie que se reconocen mutuamente, preservando y aumentando su libertad, les llamó Nietzsche superhombres. Pero cierto nietzscheanismo de mesa camilla nos ha hecho padecer, del superhombre, más su extremismo puntual que el punto extremo que hipotéticamente puede alcanzar, considerando la doctrina del superhombre en su rasgo más profético y menos auténticamente revolucionario, como anticipación de un futuro por venir y una meta ya establecida, y no como un puente que puede cruzar abismos anteriormente infranqueables. Como una suerte de hombre-perfectamente-delimitado, en suma, como un “hombre nuevo” más que como un hombre capaz de lo nuevo. La verdad y la fuerza de la figura nietzscheana residen, en cambio, en el aliento que exhala, en su significado de estricta energía moral y política. En esos otros casos, el superhombre se perfila como una escultura acabada de cuyos escondidos rescoldos podemos saberlo todo. Como una cumplida estatua, como una caricatura perfecta. Pero sabemos o deberíamos de saber que no ha habido mito más pernicioso en el siglo XX que el del hombre nuevo. No queremos hombres nuevos, ni hombres totales (Marx) ni buenos salvajes (Rousseau) ni mucho menos Jesucristos Superstars. Admiramos y necesitamos al Superman de ficción, que cumple su función de semi-dios pagano en tiempos de democracia liberal: éste sí es un torpe y tímido periodista capaz de mutarse en un héroe volador. Aprendemos de sus hazañas, lo vitoreamos en su entrega triunfal, pero ¿ser él? ¡Eso es menos de lo que ignoramos! Eso significaría poderlo todo, y ¿no supone por tanto una redundancia huera y carente de sentido decir que uno lo puede todo cuando no es posible decir siquiera que uno no lo puede todo, ya que nadie sabe completamente lo que puede -o no puede- un cuerpo, tal como señala la célebre frase de Spinoza antes mencionada?
Pero no sólo no sabemos lo que puede un cuerpo sino que tampoco sabemos lo que mañana puede pasar. Así cantaba el poeta griego Simónides: Si eres un hombre, no digas lo que mañana va a pasar; ni, si ves un hombre que es feliz, cuánto tiempo ha de seguir siéndolo. No es más rápido el vuelo de una mosca que la mudanza de la vida humana Tal es la imagen del hombre que se forman los don nadies para empezar a hacer su vida. Cómo criarse y educarse en democracia en virtud de este principio son preguntas que trataremos de contestar en el siguiente punto. El heroísmo de la gran política Para empezar, asumiremos plenamente nuestra condición mortal, sin promesa de salvación o garantía absoluta posibles, a diferencia de lo que hacen las metafísicas del Ser o las religiones del Dios trascendental. La plena asunción de nuestra mortalidad, que carece de estas pólizas de seguro eternas, desemboca en el ejercicio público de la libertad. Este ejercicio teórico y práctico tiene un principio fundamental: una idea fuerte de la dignidad humana, de cuño kantiano pero de perspectiva nietzscheana, expresada inmejorablemente por Savater en Nihilismo y acción: “la dignidad del hombre es total o no existe, no hay astros ni dioses por encima de él a cuyas ofensas no se pueda responder”. Y esto porque la dignidad compartida por hombres y mujeres, en tanto no tiene precio ni tiene nombre, no admite figuras metonímicas ni conflicto de intereses. En la vuelapluma audaz de su Diccionario filosófico Savater nos explica
en qué consiste el proyecto de revolución democrática: en “convertir a los individuos en portadores del sentido político de la sociedad. Sirve de cimiento y aliento por tanto de la revolución filosófica, que estriba también en convertir a los individuos en portadores del sentido racional de la realidad”. El hombre no nace, sino que se hace, dijo Spinoza, y es este hacerse la tarea urgente y necesaria tanto de la filosofía como de la democracia, o mejor dicho, la tarea de la democracia para y a partir de la filosofía. La violencia persiste, pero ya no institucionalizada y administrada, sino ahora como intimidad, desarraigo, extrañeza y fuerza autónoma. Sólo así se puede evitar la lógica de la violencia que anida en los sistemas jerarquizados y burocráticos que nos quieren cosificar; nosotros le oponemos la revolución democrática y filosófica por la que nos autogobernamos siendo nosotros mismos los que nos hacemos unos a otros en condiciones de libertad y de justicia. Si antes caracterizábamos a los don nadie como homeless, tendremos que ver cómo se configura el espacio en el que estos hombres sin techo tienen que habitar. El espacio democrático se constituye, por lo pronto, como una tierra de nadie, como un terreno abonado para don nadies. Sólo la tierra de nadie puede ser tierra de todos. Pero esta propiedad común sólo es el magma sobre el que se construye, en el movimiento autónomo y consciente de los individuos, la ciudad que la revolución permite y donde la revolución puede seguir avanzando, aunque sea a trompicones, al no quedar fijada en muros fijos e inalterables. La ciudad –polis, civitas, urbs- pone de manifiesto que la convivencia civilizada, esto es, situada al margen de la lógica de la violencia cosificada, resulta una obra perpetuamente inacabada: está siempre en obras, demoliendo murallas, abriendo calles, edificando pisos, remodelando plazas. No hay ley ni fundamento extra-social (Dios, la Patria o el Rey) en la ciudad democrática, cuyos habitantes pugnan libremente por darse sus propias leyes. Aquí no reina la heteronomía, sino la humanidad.
Recurramos de nuevo a la mitología del western, a una de sus más logradas expresiones: El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford. Se trata de una historia a tres bandas: por un lado, tenemos al joven licenciado en Leyes interpretado por James Stewart; por otro, al noble y rudo vaquero que tan a su medida le viene a John Wayne; y, en fin, al malvado cuatrero Liberty Valance, caracterizado por Lee Marvin, que tiene aterrorizada a la población. La trama se reduce al siguiente conflicto: el licenciado en leyes lucha con los libros y la palabra para derrotar al todopoderoso cuatrero. El dilema entre orden y caos o bien y mal que representan respectivamente el abogado Stoppard y el asaltador Liberty Valance, se complica al aparecer una tercera figura trágica que será al cabo el verdadero hombre que acaba con el cuatrero: se trata del pistolero que interpreta John Wayne. De hecho, el caos reinante antes de la llegada del abogado no puede considerarse tal: se trata más bien de un orden impuesto por quien mejor sabe intimidar, es decir, por quien mejor sabe anular la intimidad de los demás; eso se considera en la sociedad conformista anterior a la transformación democrática (y filosófica, no lo olvidemos) un bien. Por eso, el noble pistolero recela también del abogado, pues acabar con el asesino supone de algún modo acabar con el único mundo que ha conocido y que podía amar. De ahí la tragedia del hombre que mató a Liberty Valance. Pero es el abogado quien impulsa valientemente, enfrentándose por primera vez y con todas las consecuencias a la omnipotencia asfixiante del cuatrero, cosas como la fundación de una escuela, la promoción de elecciones libres y la institución de un orden perpetuamente discutible en el que sea posible ejercer la libertad. Que el orden sea siempre revocable significa que su trasfondo se pinta con tintes caóticos, pero ya no se trata de un Caos y un Orden permanentes y completamente delimitados, además de judicializados. En la ciudad que el abogado Stoppard empieza a crear con la ayuda de la nostalgia impotente pero finalmente imprescindible del vaquero que acaba con Liberty Valance, hay una mezcla de orden y caos, de instituciones y espontaneidad
creadora, de espacio inteligible y oscuro deseo de participar que anteriormente negaba la lógica de la obediencia sin discusión impuesta por el malvado cuatrero. La muerte de Liberty Valance simboliza, pues, el fin de la omnipotencia y del monopolio vigentes en el antiguo régimen y la instauración de una verdadera ciudad, inacabada y libre. Es así como se crea la ciudad de las leyes humanas siempre revocables, la república de los don nadies, y es básicamente a esto a lo que en la película llaman estatalidad (statehood) en oposición al rancho abierto de grandes propietarios y mezquinos cuatreros. Nótese la diferencia entre esta “idea de” que, relacionando a los hombres, hace relativa y relativizadora historia, y el “Estado-cuerpo absoluta e históricamente concebido” que en seguida criticaremos. ¿Qué instituye, cuál es el mínimo sostén que dicha estatalidad establece en sus leyes más o menos duraderas, aunque siempre provisionales? La consciente y explícita comunidad que elige sus leyes y se rige por ellas. Pero ello requiere ante todo un esfuerzo, asimismo educador, ejemplarmente narrado en la película de John Ford a través del personaje que interpreta James Stewart. Si hemos recurrido a una vieja película del oeste para intentar una breve reflexión sobre la creación de la ciudad democrática ha sido porque, como bien dicen los críticos de cine Astre y Hoarau, “el western pone incansablemente en juego una región particular en un momento especial de la historia. Revive indefinidamente esta hora privilegiada y peligrosa en la que, sobre un continente nuevo, recomienza la experiencia primera de los hombres”. El problema de las democracias hoy realmente existentes radica, a mi juicio, en el olvido del carácter ineludiblemente trágico de dichos sistemas políticos. Una estatalidad democrática es una democracia que crece y se desarrolla en la misma encrucijada de lo trágico que la razón individual y la imaginación colectiva transitan. La democracia no tiene otra finalidad que profundizar en la autonomía de los hombres y en este quehacer la educación, la formación de éstos, por supuesto no solamente familiar o escolar,
juega un papel fundamental. Ni teológica ni tampoco teleológica – pues al ser la autonomía propia de cada cual su finalidad, no puede hablarse en rigor de fin estricto-, la educación democrática no olvida que hay “algo absoluto” en ser persona, pero tampoco olvida que “este absoluto no hay que proyectarlo indebidamente sobre el tiempo histórico”, como señala Zambrano en Persona y democracia. A este relativismo democrático apunta con muchísimo acierto el pensador griego Cornelius Castoriadis cuando escribe: “En una democracia, el pueblo puede hacer cualquier cosa y debe saber que no debe hacer cualquier cosa. La democracia es el régimen de la autolimitación y es, pues, también el régimen del riesgo histórico –otra manera de decir que es el régimen de la libertad– y un régimen trágico” (Los dominios del hombre). Cuando no hay proyección indebida en la historia de ese absoluto que hay en ser persona (y, ¿qué es este absoluto sino la propia intimidad de la que venimos tratando?), se puede hablar de riesgo histórico e incluso propiamente de historia en lo que ésta tiene de creadora del porvenir y no en rememoración repetitiva y congelada del pasado, pues ese es el riesgo de las libertades que conviven sin mutilarse unas a otras, reconociéndose a través de esas razones trágicas que colorean ineludiblemente al mismo movimiento democrático que ellas instituyen. Para Hegel, cumbre máxima del racionalismo absoluto, el Estado se erige en cambio como solución final a cualquier conflicto trágico que los hombres puedan mantener entre sí. En última instancia, esta solución sólo puede hallarse en el tipo de justificación hegeliana de la pena de muerte, figura jurídica que obedece a la misma lógica que la prohibición del suicidio. ¿Por qué introduzco ahora la cuestión de la pena de muerte? Porque no es una cuestión baladí. La razón de Estado o la necesidad histórica hegelianas justifican la pena de muerte para restablecer de este modo la racionalidad vigente antes de la quiebra producida por la comisión del delito. Pero esto significa acudir a un principio jurídico de retribución ajeno por completo al principio ético para cuya supuesta salvaguarda se mantiene la figura de la pena de
muerte, que obedece por completo a una lógica temporal que aun cree posible regresar del futuro al pasado anterior al presente. Es fácil con esta lógica cometer errores graves. El gran Maquiavelo separó la política de la religión, pero llevándose por delante a la ética. En Hegel la pena de muerte se configura, pues, como el restablecimiento del orden y de la seguridad. Pero no hay libertad (“la capacidad para el bien y para el mal”, según Schelling) allí donde sólo puede hacerse el bien que lo es todo para el sistema. Hegel radicaliza el formalismo bienintencionado y admirablemente cosmopolita de Kant (quien, no obstante, justifica también la pena de muerte con los mismos argumentos retribucionistas que su seguidor), remozándolo con un plus de autoridad. A fin de cuentas la república platónica toma cuerpo en un Estado hegeliano del que nacerán protuberancias y extremidades, incluso espíritus, tales como los “cuerpos de seguridad” y las “fuerzas del orden”. Y el Estado absoluto establecerá al fin la figura del verdugo, no por menos truculento menos eficaz, que se conoce como policía: y no me refiero aquí al policía profesional, sino a la conversión de la política en una especie de policía permanente, de vigilancia ininterrumpida, acosadora y fiscalizadora. No trato de patalear contra el policía de uniforme que nos indica una calle o nos ayuda si nos intentan robar, sino a ese Estado absoluto (y no otra cosa pretenden los terroristas, no por suicidas menos terroristas) que debemos tragar bajo pena de muerte. Contra estos lacayos de la teodicea se rebela el don nadie que quiere participar en la ciudad democrática. ¿Por qué Hegel piensa que todo lo que acontece –con el debido y consabido restablecimiento que procura ese derecho penal que suplanta a la verdadera ética- es bueno o está bien? Su contemporáneo Schopenhauer pensaba casi justo lo contrario. Ambos tenían razón en que sólo acontece lo que acontece: redundancia irrefutable. Pero, insisto, ¿por qué Hegel se afana en considerar que por tanto todo lo que ocurre acaba por estar bien?
O, mejor preguntado, ¿por qué tiene que estar bien o mal sin más lo que sucede? Nietzsche es el primero en traspasar, ampliando las perspectivas spinozianas, esa frontera: el filósofo-poeta es aquí una especie de pionero que cabalga solo por esa zona que, situada más allá del bien y del mal absolutos, corresponde al amor o al entusiasmo, a la aventura del mortal y a la cordura del ciudadano, empezar a habitar de una forma más o menos estable. Hegel invade este territorio, no puede tolerar que en su Estado existan zonas inútiles, algo así como tierras en barbecho que no colaboran debidamente con la edificación de la bienaventuarada historia universal. Suprimiendo el amor al saber para conseguir un iluso saber real, Hegel cierra el paso a todos los intrépidos llaneros solitarios que quieren adentrarse en las praderas del más allá del bien y del mal. Pero su resultado es nefasto: lo que al cabo institucionaliza su Estado no deja de ser más que una forma de locura, que la amenaza de muerte civil y aun física viene a representar como ninguna otra figura de la simbología real que lo sustenta. ¿Qué podría contraponerle a la solución hegeliana que sigue rigiendo nuestras vidas el proyecto radical de revolución democrática? ¿Podríamos crear una sociedad cuyos “cuerpos” no fuesen de seguridad sino de libertad y las fuerzas no lo fuesen del “orden” sino de la paz? Pero, ¿de qué cuerpos de libertad y fuerzas de la paz podemos hablar sino solamente y precisamente de nosotros mismos, individuos políticos? El deseo de autonomía y plenitud puede oponer a la razón de Estado la vieja cuestión que Nietzsche dejó solo planteada: la gran política. La gran política se opone tanto a la “occidentalización” del mundo (lo escribo entre comillas porque yo sí estoy a favor de la verdadera occidentalización) que tiene la ingenua creencia según la cual la santa alianza contra la pobreza va a traer la justicia y la paz, como a ese resignado y cínico relativismo que justifica la lapidación de las mujeres en aras del respeto a la identidad cultural. La actitud relativizadora de la filosofía que permite la acción
democrática no pretende igualarlo burdamente todo (¡el igualitarismo tonto del que hablaba Camus!), sino que implica una capacidad de autocrítica y autoalteración que coloca a la gran política en el terreno de la transformación de la vida cotidiana. El relativismo democrático pone en tela de juicio cualquier proyección absoluta de la identidad y cualquier horizonte eterno, al contrario de lo que establecen respectivamente la doctrina del multiculturalismo y el fetiche del progreso lineal. En cuanto originariamente occidental, pues fue en Grecia donde surgieron al mismo tiempo y por las mismas razones la filosofía y la democracia, este relativismo quiere llevar a cabo lo más específicamente humano de cada cultura, incluida la occidental. Para ello es necesario un universalismo democrático que pueda reconocer, promover y garantizar la autonomía individual y colectiva de todos los seres humanos. A su vez, este universalismo pasa ineludiblemente, en primer lugar, por lo más próximo y lo más cercano. Civil, trágica, inesencial, relativizadora, mundial, cotidiana, la democracia necesita para poder cruzar el río vital y caótico del que emana construir ciertos puentes más o menos seguros y estables. Por ejemplo, el filósofo español García Calvo tiene razón cuando subraya que en tanto poder del pueblo la democracia tiene poco que ver con los votos que cada cuatro años los ciudadanos depositan en una urna. Pero si bien es cierto que primigeniamente los habitantes de la ciudad democrática somos don nadies, somos pueblo, y que por tanto la democracia no es una sociedad limitada sino ilimitada en un sentido parecido a como la filosofía implica una interrogación ilimitada, no es menos cierto que la democracia tampoco puede ser una sociedad meramente anónima, pues en cuanto sociedad está compuesta en efecto de ciudadanos que viven en un espacio simbolizado -y ciudadano significa “hijo de la ley y del lenguaje”. Es decir, lo anónimo popular de que se nutre y con lo que se amasa la revolución democrática ha de ser instituido de algún modo precisamente para que pueda seguir existiendo como
tal: ésta es la paradoja trágica de la democracia. No hay convivencia posible fuera de la convención, y lo convencional hace referencia justamente a lo que se puede relativamente nombrar y legislar. No hay, pues, proyección de ningún absoluto, sino reconocimiento relativo, es decir, mutuo y recíproco, de ese absoluto que reside en cada cual. Aunque sea paradójico decirlo así, sólo se nombra aquello que es innombrable justamente para reconocerlo como tal. Lo determinado en democracia, básicamente a través de lo que Castoriadis llama “significaciones sociales imaginarias”, prueba públicamente que no hay cosa determinada ni de antemano ni para siempre. Los nombres por los que el pueblo se autodetermina como ciudadanía y las leyes que le sirven de canalizador de su energía autónoma, no ocultan el abismo sin fondo sobre el que se sustenta la democracia, pero constituyen por así decir el mínimo sustento y desarrollo de la misma. Por eso las leyes democráticas son revocables, ilimitadamente discutibles, pero son leyes -o viceversa. Y por eso la democracia no sólo se define por la noción de pueblo, sino también por la de su poder. No hay, insisto, convivencia sin poder, aunque la discutible forma en que pueda configurarse ese poder sea precisamente la sustancia del proyecto de revolución democrática de la vida cotidiana. Los valores sustantivos de la democracia (libertad, autonomía, intimidad, igualdad) requieren de lazos cooperativos o federativos para hacerse efectivos. La cooperación entre individuos, la federación entre grupos y, en suma, la asunción de la autogestión por cada cual de su vida cotidiana materializan el control sobre sí mismos de que han de gozar los ciudadanos democráticos. Contra la rutina, pues, lo azaroso cotidiano; contra la inercia, la voluntad autónoma de los individuos. ¿Suenan estos tópicos demasiado próximos a la Utopía? Es verdad que en el proyecto democrático, y más si se trata de una democracia de vocación universalista como la que aquí se defiende, hay un núcleo vagamente utópico, pero se trata de una entraña fantástica más próxima al sentido que esta palabra tiene en
un Walter Benjamin que al género literario modernamente inaugurado por Tomás Moro. Como acicate para la rebelión, como imaginación negativa (seca, la ha llamado Savater), como huella de nuestros sueños más altos, la utopía llena el hueco de la incertidumbre del porvenir que la misma conciencia histórica que nos infunde la capacidad relativizadora antes tratada deja al descubierto. Pero la utopía no puede ser el porvenir. El anhelo utópico no debe proyectarse como futuro conocido y horizonte fijado. Toda utopía propone un espacio-tiempo en el que el inexistente ser-determinado o cosa ontológica pasa a convertirse ahora en un lugar bueno definido de antemano, sin posibilidad de acción y sin verdadera libertad. Y claro está que ni hay cosa física ni metafísica, ni pública, determinada para siempre ni hay algún lugar plenamente inteligible al estilo celestial del locus beatus que proponen las utopías. Por lo tanto, ¿cuál puede ser la actividad instituyente propiamente democrática? “La acción sin fin estricto”, escribe Bataille, “ilimitada, que busca la suerte más allá de los fines, como una superación de la voluntad: ejercicio de una actividad libre” (El aleluya y otros textos). Es en este tipo de actividad libre donde radica, en suma, lo que venimos llamando revolución democrática y donde su anhelo de soberanía cobra todo su sentido –otra manera de encarar la autonomía y plenitud alcanzables por el ser humano, incluidas cosas tan concretas como el erotismo, la amistad o el humor. Sin embargo, el “ejercicio de una actividad libre” que la educación democrática propone como finalidad para la cría y socialización de los hombres no puede dejar de verse amenazada por la tragedia que supone carecer de “fin estricto”. La acción democrática, la praxis revolucionaria, incluso la conversación filosófica, apuntan a una participación comunicativa de las individualidades que forman la sociedad. La participación implica el reconocimiento relativo de nuestras intimidades, tal
como he señalado antes. Pero dicha participación instituyente de la comunidad de diálogo, en que sustancialmente se cifra la sociedad democrática, está teñida por entero de la tragedia que nos afecta a los seres humanos desde nuestro nacimiento. En la presentación de El Estado y el problema del fascismo de Bataille, el profesor Antonio Campillo señala con acuidad cuál es el conflicto que habita la comunicación operada por la actividad autónoma de los hombres: “Aquello que los seres anhelan comunicar o compartir es la irreductible diferencia que les singulariza, la desgarradura que les separa a unos de otros, la impotencia que les impide trascender su propia finitud. Así, lo que se da a comunicar es la imposibilidad de la comunicación. Lo que se pone en común es la ausencia de comunidad. He aquí la tragedia. He aquí, no obstante, lo único que puede hacer reunir a los hombres; lo único que puede incitarles a vivir soberanamente, “sin padre, sin patria y sin patrón”; lo único, en fin, que puede hacerles arder en común hasta el límite de la muerte”. Precisamente porque se comunica la imposibilidad de comunicar, la democracia no puede instituir ningún absoluto: casi se podría decir que la democracia es anti-totalitaria por impotencia, pero por una impotencia que, a diferencia de los proyectos fundamentalistas malogrados, estriba en la propia raíz de su deseo. De ahí que la sociedad democrática sea, en palabras de Agamben ya citadas, una comunidad radicalmente inesencial. Es decir, que lo que se pone en común en democracia sea justamente, al decir de Bataille, “la ausencia de comunidad”. No obstante, al empezar este apartado, señalamos a la noción de dignidad como el valor sustantivo o fundamento principal del proyecto democrático. Y es así, puesto que la dignidad no se puede definir sino es mediante las determinaciones prácticas e históricas que la participación colectiva instituye, participación que al estar traspasada de arriba abajo por la tragedia de nuestra condición mortal nunca puede lograr sin embargo su definición absoluta. Tenemos un sustrato material innegable (el cuerpo y la fantasía), pero de cómo haya de resultar el reconocimiento y el desarrollo de esta dignidad inicial poco podemos saber en razón del mismo
carácter libre de nuestra actividad, si la queremos verdaderamente digna y democrática. He aquí la paradoja trágica de lo que podemos denominar justicia humana: como creación surgida de un anhelo de dignidad que carece de otro fundamento que su propio quehacer, lo justo quizá sólo puede abordarse como común florecimiento de la humanidad más íntima de cada cual, reducto último que permanece para siempre inexpugnable a la comunicación. De ahí, por otra parte, que lo justo también se pueda definir, paralelamente a la verdad filosófica que se interroga ilimitadamente, como creación perpetuamente inacabada de comunicación existencial, o de humanización. Sólo así podemos evitar, además, que la justicia acabe resolviéndose en una limitación jerarquizante o en un anhelo mesiánico. Tolerancia, ¿dónde está tu derrota? La libertad que disfrutamos se extiende también a la vida ordinaria; no nos mostramos recelosos ante los demás y no sermoneamos a nuestro vecino si elige su propio camino. Somos libres de vivir exactamente como nos plazca, y aun así, estamos siempre listos para enfrentar cualquier peligro. Pericles, Oración fúnebre Tengo el convencimiento de que la única manera de contener y transformar en cordura la violencia que yace en la intimidad de cada cual pasa por instituir la hospitalidad ética en tolerancia política. En este último apartado voy a volver sobre la noción de individuos políticos, insistiendo en la idea de una comunidad de cuerpos libres formados a través de una educación democrática. Las pretensiones de totalizar la realidad social en vista de algún elemento supuestamente homogéneo proyectan ese absoluto radical de los hombres al devenir público. Pero la subjetividad radical no puede convertirse en subjetivismo idiota, ni la actitud relativizadora en imbécil relativismo, y menos aún lo absoluto
individual en un absolutismo colectivo o individualismo absoluto. No, el proyecto de revolución democrática busca instituir un individualismo que comprenda la formación de una comunidad a través de la institución social de los individuos como individuos. Así pues, la socialización de los individuos comporta la creación de una sociedad de individuos (una comunidad de fines en sí, diría Kant), a través del ejercicio de actividades libres. Pero detengámonos en la muy discutida noción de tolerancia. Últimamente está de moda tolerar lo intolerable y llamar intolerante a quien critica la intolerancia. Otras veces se ha abusado de la palabra para implantar una pseudo-ideología que reconoce las identidades, pero no la intimidad irreductible de cada cual: esta pseudo-ideología a la que me refiero es la llamada corrección política, que no logra sacudirse el yugo de la lógica de la identidad y de la no contradicción. En el pasado, incluso Kant consideraba que la tolerancia no era más que un “sustantivo pretencioso”, aunque supongo que no le hacía falta recurrir a ella pudiendo recurrir al ministro de turno. Pero más grave si cabe es que uno de los grandes pensadores trágicos de nuestros días, el francés Clément Rosset, siga manteniendo en sus libros una idea débil o incluso negativa de la tolerancia, que puede ser correcta casi siempre pero no lo suficientemente política. Y, desde luego, en sostener una idea fuerte de la tolerancia como uno de los valores básicos de la sociedad libre le va la vida a la democracia. En su Lógica de lo peor, Rosset desdeña la misma palabra tolerancia por considerar que una idea que asume explícitamente la polémica y el conflicto (pues la tolerancia no significa desde luego indiferencia), es de suyo intolerante. Lamento estar en desacuerdo en este punto con Rosset. En primer lugar, si bien es incontestable el rechazo de los Valores Eternos que una filosofía trágica enarbola, no lo es menos que ni siquiera de la ausencia de la posibilidad misma de cualquier valor podemos estar seguros.
Quiero decir que del hecho irrefutable de que no existan valores inmutables, no se colige que los humanos no podamos valorar y valorarnos. Los ensayos de Montaigne, por ejemplo, son intentos por valorar y valorarse, sopesar lo bueno y lo malo para vivir mejor. Por otra parte, una voluntad polémica no tiene necesariamente por qué resultar intolerante: ahí tenemos el nítido ejemplo del poema de Lucrecio. No se comprende por qué Rosset califica de intolerantes a las diatribas de los ilustrados del siglo de las luces contra el fanatismo y la superstición y no hace lo propio con Lucrecio, cuyo inmortal poema se escribe única y exclusivamente para dar a conocer las ideas de Epicuro y terminar así con el miedo a la muerte en que indirectamente se sustentan el fanatismo y la superstición. Cuando Rosset se pregunta entonces quién nos salvará de la tolerancia, podemos responderle que nadie, y ni mucho menos la misma tolerancia, que consiste, entre otras cosas, precisamente en aceptar lo insalvable de nuestra condición. De todas maneras, la crítica de Rosset a la Ilustración más edificante acierta en algunos aspectos. Detengámonos un momento en ellos. En primer lugar, Rosset se da cuenta de la conversión ilustrada de Dios en Naturaleza. En segundo lugar, acierta al repudiar el optimismo ilustrado en el camino imparable del progreso de la humanidad. En este sentido, el marqués de Sade ejemplifica de manera extrema la primera cuestión; otro marqués, el bueno de Condorcet, resulta el paradigma grotesco y trágico de la segunda. Éste sigue soñando en los salones mientras la guillotina empieza a descender sobre su cuello; aquél lleva la naturalización divina hasta sus últimas consecuencias: la naturaleza, como tal necesaria y como necesaria maléfica, no tan sólo justifica el crimen sino que lo prescribe de manera inexorable. Sade carecía del humor socarrón de un Diógenes, y la despechada vagancia de éste no aleccionó de manera suficiente a nuestro divino marqués, como podemos deducir del siguiente fragmento de Justina o los infortunios de la virtud: “A trabajar, esclava, a trabajar. Aprende que la civilización, al trastornar los
principios de la Naturaleza no le arrebata sin embargo los derechos”. En lo tocante al progreso, limitémonos a constatar que la historia del siglo XX no representa más que una colosal imitación de la ignominiosa muerte de Condorcet en los calabozos de la Bastilla. ¡Lástima que al ser reprendido, Condorcet no pudiera haberle gritado aún al carcelero la cantinela con que los humoristas Faemino y Cansado solían acabar uno de sus gags: “¡Qué va, qué va, qué va, yo leo a Kierkegaard”! La filosofía no pudo evitar la encarcelación de Condorcet, un individuo que renunció a sus privilegios para ser decapitado después por quienes estaban ansiosos de tenerlos; al mismo tiempo que declaraba su fe en el progreso lineal de la historia sufría en carne propia el reverso negativo de su imposibilidad. Pero volvamos a la crítica de la tolerancia que sigue sosteniendo Rosset, y probemos algunas respuestas. En el sentido en que la revolución significa cambio de un orden de cosas, alteración de una realidad dada y sustitución de ésta por otra, en el sentido en que el progreso democrático es signo de autonomía y que la autonomía necesita de la voluntad, las siguientes palabras que George Santayana escribió a propósito de Lucrecio en Tres poetas filósofos acaso nos ofrecen una orientación de lo que puede ser un verdadero progreso humano que incluya en su seno la institución de la tolerancia: “La naturaleza no distingue entre lo mejor y lo peor, pero sí lo hace el amante de la naturaleza. Éste llama mejor a lo que, siendo análogo a su propia vida, aumenta su vitalidad y posee probablemente alguna vitalidad propia”. Aquí radica la entraña ética y materialista de la tolerancia que Rosset olvida negligentemente. El núcleo originario de la tolerancia no es ningún sentimiento de perdón situado más allá del reconocimiento humano, sino el amor a la libertad que aumenta y expande nuestra vitalidad en la búsqueda incesante de la aceptación mutua de nuestros semejantes. A fin de cuentas, tampoco debemos olvidar la lección de Voltaire, a quien Schopenhauer cita en uno de sus últimos textos
de los Parerga: “Nous laisserons ce monde ci aussi sot et aussi mechant que nous l´avons trouvé en y arrivant”. No hay aquí resignación, sino vacuna contra las ilusiones que afectan por igual al progreso posmoderno, a la rabiosa actualidad y al oscurantismo de la nueva era. Yo creo que sólo se pueden cambiar realmente las cosas no olvidando esta lección. Los enemigos de la tolerancia, sin embargo, se agrupan en otra parte distinta de aquella en que se discute y se problematiza la cuestión. En una de las primeras notas que forman su libro Breviario de podredumbre, Cioran consigna la figura de lo que él llama el “intelectual fatigado”: “No actúa, padece; si se vuelve hacia la idea de tolerancia, no encuentra en ella el excitante que necesita. Es el terror quien se lo proporciona, lo mismo que las doctrinas de las que es desenlace”. En otra página Cioran cifra su ateísmo en la falta de maneras, aludiendo a la falta de esas maneras preestablecidas que uno se encuentra al llegar a algún lugar, contraviniendo la armoniosa existencia que según Leibniz nos ha preparado Dios en la tierra. Por eso la tolerancia trágica del informalismo ateo no tiene nada que ver con las formas fijadas de alguna pretenciosa superioridad. Como el viajero del poema de Gilgamesh, que viene de lejos, entramos en el mundo haciendo temblar lo establecido, pero en el sentido en que, como escribió Hanna Arendt, cada vez que un hombre nace, con él nace en el mundo el principio de la libertad. Los enemigos de la tolerancia son los enemigos de esta libertad, de la que no conozco mejor, aunque implícito, encomio que el escrito en un vigoroso fragmento del poeta libanés Gibrán Jalil Gibrán: “Vivo en una raza de hombres perfectos, yo, el más imperfecto de los hombres. Yo, un caos humano, una nebulosa de elementos confusos, me muevo entre pueblos regidos por leyes ejemplares y que acatan un orden puro; de pensamientos catalogados, de sueños ordenados, de visiones inscritas y registradas. Sus virtudes, ¡oh, Dios!, están medidas, sus pecados están calculados por su peso y su medida, e incluso los innumerables actos que ocurren en el nebuloso crepúsculo de lo que no es pecado ni virtud, están registrados y
catalogados” (El profeta. El loco. El vagabundo). Si insistimos en el contenido de la tolerancia, me pregunto qué es lo que acepta la tolerancia trágica del informalismo ateo, por decirlo con la fórmula que he utilizado más arriba. Pues bien, la socialización instituida por y para la autonomía política de los individuos presupone la tolerancia de la irreductible intimidad de cada cual. Lo que en realidad se tolera cuando hablamos de tolerancia política es la herida trágica en que crece y se mantiene la comunicación y participación democráticas. Lo que en realidad tolera la tolerancia es, por tanto, el carácter trágico de la democracia. La tolerancia consiste en aceptar la herida de la irreductible diferencia que hace imposible la comunicación total. Pero al mismo tiempo, gracias a esa aceptación, permite que podamos hablarnos y reconocernos relativamente, como ya vimos. Lejos de mí cualquier pretensión de sustituir el fetichismo de la comunicación total, o la incandescencia del misticismo colectivo por el fetichismo de la diferencia. Pues la diferencia no es un fetiche, sino un desgarro, una herida, una rotura, una quiebra, un dislocamiento, una falla, la marca de nuestra igual condición mortal. En esta encrucijada, el gran enemigo actual de la democracia, especialmente en Europa, es el nacionalismo, que tiene acentuada por vaya usted a saber qué aguijón la facultad de la heterofobia, viendo en el diferente al enemigo, al otro radical, al menos que hombre. Aquél que desobedece los usos y costumbres que el nacionalismo eleva a rango de norma de su comunidad, cae fulminado por la intolerancia de la tribu local, acusado de hacer chirriar los entresijos mecánicos de la identidad grupal. “Pero la primacía del nosotros”, advierte Flores d´Arcais, “implica también que todo grupo identifique consigo mismo la dignidad, la excelencia, la esencia de la humanidad, en detrimento del otro, que es enemigo porque inferior, carencia y negación de humanidad”
(El individuo libertario). ¿Qué podemos hacer contra este peligro? Y sobre todo, ¿cómo actuar en la situación en que nos encontramos, cuando la marea migratoria no cesa de subir y de bajar a causa de guerras, genocidios, hambrunas, xenofobias, etc., llevándonos a un mundo más y más mezclado? Por lo pronto, dejar de pensar socialmente en términos identitarios. La miseria económica que eventualmente erradicaríamos por un lado acabaría convirtiéndose en vileza política, y al cabo arruinaría la revolución del principio democrático. Digámoslo sin postergación: la ciudad democrática es aquella en la que el recién llegado tiende a poseer los mismos derechos que aquel que lleva habitando el pedazo de tierra de que se trate haga los miles de años que haga, hasta poseerlos. Todos somos inmigrantes en esta vida, y a todos nos llegará el día de emigrar. Busquemos por tanto las posibilidades de la convivencia libre que, más allá de la integración que puede derivar en integrismo, o de la cohesión que puede hacerlo en asimilación, ha de querer ante todo la más arriba mencionada participación soberana y autónoma de todos los individuos en los asuntos de la comunidad. Así se puede fundar un auténtico sistema político de reconocimiento recíproco en el que tanto el recién llegado como el residente habitual tendrán que dejar de bañarse cada mañana rodeados de clones idénticos. Así rehusaremos también el uniformismo de la lógica de la identidad que amenaza con diluir esta multitud libre en una masa servil. Todos somos huéspedes de este albergue que es el mundo, tal como quería George Santayana, filósofo trotamundos. ¿Será la democracia a fin de cuentas la forma política de instituir la hospitalidad ética? El discreto alborozo del melting pot lleva adjuntadas sus contraindicaciones, claro está, pero pienso sinceramente que ningún esfuerzo puede proporcionar más valiente, más digno y más bonito sentido humano a nuestra vida que aquel que aspira al acuerdo civil. Es difícil, pero no imposible, tal como señala Enzensberger en un pasaje de su librito La gran
migración: “La interacción entre autóctonos y forasteros resulta muy compleja, y en ella intervienen tanto la curiosidad como el servilismo, el rechazo y la humillación, el resentimiento y la proyección, como las estrategias de la autocrítica, de la ironía y de la cortesía”. Epílogo: ¡aleluya! “Inútil, sin fe ni ideología, la revolución sigue siendo el único acto político que puede desearse cometer en el mundo del dominio de lo irremediable”, dice Savater. La filosofía, igualmente, es el único acto intelectual que puede desearse cometer en un mundo donde los modos de pensamiento reinantes vienen dados por la religión o por la tecnociencia. Entre estos modos de pensar y de vivir nos apremia la urgencia sin destino de nuestra condición trágica. No hay que arrancarse los ojos, como dijimos al principio. ¿Que así vamos a acabar careciendo de hogar, a dormir en vivaque o en la calle bajo la infinita bóveda celeste, a quedar totalmente desamparados? ¡Y qué! También podremos avizorar con muchísima más alegría, al amanecer, el humo que despide la chimenea de una casa amable, y saborear allí infinitamente mejor la bebida que nos ofrecen sus moradores. Si no nos rendimos antes de tiempo, no ha de faltarnos la fuerza de cambiar las cosas. No quisiera parecer lúgubre si afirmo que la muerte es el dato que nos impele a la rebelión. Pero esta rebelión que llamamos proyecto de revolución democrática no consiste en aprender a morir bien. No, “a decir verdad”, señala Montaigne, “nos preparamos contra la preparación de la muerte” (Ensayos). ¡Bien dicho! Tal es la revolución vital de los espíritus libres, la revolución vital de aquel espíritu libre “que piensa de un modo distinto del que se espera de él en razón de su origen, su medio social, su estado y su función o en razón de las opiniones
dominantes en su época”, según escribe Nietzsche. Tal es también la revolución de la buena vida y no de la mera supervivencia o de la supervivencia ampliada. Suscribiré enteramente, para acabar, las palabras que John Osborne pone en boca de un personaje de Look Back in Anger: “¡Aleluya! ¡Estoy vivo! Tengo una idea. ¿Por qué no jugamos a una cosa? Juguemos a ser seres humanos y a que estamos vivos de verdad, aunque sea sólo un momento. ¿Qué os parece? Finjamos que somos humanos. Madre mía, hace tanto tiempo que no veo a nadie que se entusiasme por nada...”. Ciertamente, la toma de partido por esta vida es una toma de partido política. “¡Aleluya! ¡Estoy vivo!”: puede ser una buena manera de volver a empezar.
Bibliografía utilizada: La comunidad que viene, G. Agamben, trad. J. L. Villacañas y C. La Rocca, Pre-Textos, Valencia, 1996 El aleluya y otros textos, G. Bataille, trad. F. Savater, Alianza, Madrid, 1988 El Estado y el problema del fascismo, G. Bataille, trad. P. Guillem Gilabert, PreTextos, Valencia, 1993 Los dominios del hombre, C. Castoriadis, trad. A. L. Bixio, Gedisa, Barcelona, 1998 Breviario de podredumbre, E. Cioran, trad. F. Savater, Taurus, Madrid, 1997 Sermón de ser y no ser, A. García Calvo, Lucina, Zamora, 1995 Ensayos, M. de Montaigne, varias ediciones Humano, demasiado humano, F. Nietzsche, varias ediciones Logique du pire, C. Rosset, PUF, París, 1993 Diccionario filosófico, F. Savater, Planeta, Barcelona, 1995 Ética, Spinoza, trad. Vidal Peña, Alianza, Madrid, 1996 Persona y democracia, M. Zambrano, Anthropos, Barcelona,
1992
ARTE COMO QUERER VIVIR "A pesar de nuestras imaginaciones utópicas no sabemos qué esperar. Pero nosotros, al menos, estamos preparados para la deriva hacia lo desconocido. Para nosotros es una aventura, no el fin del mundo. Hemos dado la bienvenida al retorno del caos, porque junto con el peligro viene –por fin- una oportunidad de crear". Hakim Bey, Inmediatismo 1. En un pasaje de El nacimiento de la tragedia, Nietzsche expresa la siguiente opinión: “el arte es la tarea suprema y la actividad propiamente metafísica de esta vida”. Con esta simple frase el filósofo trágico socava de raíz la supuesta necesidad de la metafísica, es decir, de aquel hambre que Schopenhauer había defendido como origen de las religiones. Contra la metafísica, y contra su moralina consecuente, Nietzsche sostenía, pues, la actividad artística. Admitiendo pro domo sua el término “metafísica”, trastocaba dicha necesidad metafísica o intelectual en una necesidad artística. O sea, el arte y no la metafísica ni la religión constituye la tarea suprema en nuestra andadura vital. Pero, sobre todo, a quien el filósofo trágico atacaba al escribir estas palabras era a Dios y a la Verdad, y más aún, a cualquier anhelo de religión del que ambas son consecuencia, incluido ese anhelo que desemboca en lo que el filósofo-artista llamaba “religión del amor” o “religión de la compasión”, esas religiones del castigo y de la justicia ultramundana. Nosotros, en los albores del siglo XXI, lo sabemos ya: a Dios, en la hipótesis de que haya algo tan raro, no le debemos nada, no tenemos ninguna necesidad de él para ser plenamente humanos (debemos a tal persona tal cosa, o a tal otra lo otro, pero ¿a Dios?); y de la Verdad, ¿qué se puede decir sino que fue siempre la máscara más hermosa de este Dios...? Para nosotros,
ultramodernos en una sociedad globalmente aldeana, aquella vieja necesidad en la que Schopenhauer fundamentaba el surgimiento de las religiones sigue siendo nuestra necesidad, pero ya no de religión ni tampoco de metafísica, sino una paradójica necesidad azarosa de arte (“azar añadido a azar”: así define al arte el pensador francés Clément Rosset), tanto o más perentoria que las otras y desde luego mucho más humana, incluso demasiado humana. Veamos por qué. En un mundo sin Dios y sin Verdad, en un mundo azaroso (no regido por nadie, y menos por el azar) que no tiene ningún asidero fijo o eterno o inmóvil, no debemos nada a ningún Ser, pero tampoco y por lo mismo tenemos derechos sobre tal cosa inexistente: lo contrario nos conduciría a esas “morales laicas que quieren suprimir a Dios con el menor esfuerzo posible”, según apunta Sartre en El existencialismo es un humanismo. En el mundo que carece de Dios y de Verdad, los individuos nos vemos abocados a la acción, o mejor dicho, a la urgencia de la acción que no tiene fin ni origen determinado. No somos ni amos ni esclavos con respecto al supuesto Ser. Pero sólo una clase de estas acciones resulta estrictamente necesaria desde un punto de vista humano: es la acción artística, la urgente y necesaria acción del arte. El resto de las acciones pertenecen a la esfera de lo que Heidegger llamaba atinadamente “lo-a-la-mano”, mientras que la acción artística fluye por las vías de lo inmanejable, de aquello que no se puede manejar sino es mediante el arte o, hablando propiamente para no derivar en arrogantes hegelianismos, de aquello en cuyo dominio la acción provoca efectos infinitos. Pongamos el ejemplo del lenguaje, depauperado hoy en día tanto por nuestra pereza como por el enorme simplismo en el que lo ha encerrado el espectáculo audiovisual. El lenguaje –filosófico, artístico, científico- no fabrica cosas, sino que crea realidad: esto quiere decir que el lenguaje crea realidad humana, y por tanto una realidad ni dada de antemano ni hecha de una vez por todas. De ahí la infinitud inherente a la actividad artística, infinitud que en el orden puramente teórico, o gnoseológico, fue pensada acertadamente por Castoriadis como
interrogación ilimitada. Pero la infinitud que logra la acción propiamente dicha –la acción artística, artificial en su sentido más profundo- ya no tiene nada que ver con la eternidad del más allá, o de lo que está “escondido” y hay que desocultar, o de lo que está arriba o abajo o en el centro. Cuando el arte logra lo infinito justamente consigue suprimir, junto con todas sus proyecciones, cualquier eje de coordenadas, cualquier punto fijo, eterno o inmóvil. Lo infinito del arte, a diferencia de la eternidad religiosa, no da por supuesto ni por pospuesto nada. Quien hace arte conoce la necesidad de la que éste brota, y por eso no la trasciende en una especie de obligación mortecina y antivital. La acción artística ama lo irreparable: su acción no tiene una función de arreglo ni de acuerdo; es literalmente inservible. En este punto lo infinito surge prácticamente del hecho de añadir finitud a lo finito: ¡paradoja liberadora!, que propiamente anula lo que podemos llamar el chantaje de la muerte en el que realmente se sustentan tanto la religión como la metafísica. Ante la irremediable muerte que nos aguarda, parece ser que Heidegger exclamó al final de sus días: “Sólo un dios nos salvará”. Pues bien, ahora me atrevo a decir no sin reservas que sólo el arte nos salvará, esto es, nos salvará para la vida, y más en concreto para esta vida mortal. Entiéndase aquí por “salvación” nada más que deseo de vida mortal y modifíquese en consecuencia mi anterior afirmación: sólo el arte nos hará querer esta vida, sólo el arte hará que sigamos queriendo vivir tras la desoladora asunción de que somos mortales. Incapaces de soportar de otra manera la tristeza atroz del oráculo que repite como una letanía desconsolada “De nada demasiado”, tanto la religión del Dios como la metafísica del Ser abogan por entronizar el principio de no contradicción para alcanzar ese punto fijo, eterno o inmóvil que nos envolverá con la ilusión de la inmortalidad, o de la vida verdadera pero ausente. En cambio, la gran liberación del arte, al menos del arte que se trata de elucidar en estas notas, radica en que suprime el principio lógico
de no contradicción desde el momento en que queremos la contradicción y la diferencia de la vida mortal en respuesta a la demasiada nada y al porvenir vacío que nos espera. ¿Nace el arte entonces como un remedio frágil, provisional, siempre tentativo ante la asunción plena de nuestro destino mortal? Bien, si por remedio se entiende ahora no una medicina que haya que ir a pedir a la farmacia, ni un dogma que haya que ir a rezar a una iglesia, ni una moneda que haya que hacer especular en Bolsa, sino cualquier cosa que se tiene que hacer con el solo apoyo del abismo sin fondo –que, como dice Savater, no es poco apoyo- en que se desvanece el prestigio de lo Real, entonces podemos decir que, en efecto, el arte es justamente nuestro remedio humano por excelencia. Para aquellos que queremos actuar en nuestras vidas cotidianas de otra manera distinta de la que nace de la anteriormente mencionada hambre metafísica, tal es el remedio contra ésta y a favor de la voluntad de vida. El arte nos sustrae del dominio del Ser y de su muerte y nos devuelve a la pura vida, a ese living theater que gozosamente ejecutamos entre todos: puede que a fin de cuentas lo nuestro no sea más que puro teatro. 2. El arte pertenece a la esfera de la ética, pues es la ética lo que el mundo de la acción abre. A diferencia de ella, el espacio político plantea remedios que no resultan tan frágiles ni tan provisionales: y esto justamente porque no pueden ser más que finitos. En el ámbito político una vida permanentemente consciente de su mortalidad sería difícilmente sostenible, por eso los remedios que se ofrecen como medicina son a un tiempo más duraderos (menos mortales en este sentido) y menos proclives a lo infinito (menos abiertos a lo inmanejable, menos contradictorios, más previsibles). Ahora bien, la ética es la entraña de lo político (¡la práctica es la entraña de lo ideal!), y si se olvida esto, la misma política se arruina y el anhelo de religión vuelve a aparecer con toda su tarada feligresía eclesial. Por el hecho de que el arte sea ante todo una cuestión ética podemos calibrar la potencia revolucionaria del arte. Éste no
plantea un remedio directamente social (no es una institución, como parece que han querido las vanguardias del siglo XX); pero desde luego como remedio para el individuo y en tanto que activo el arte no puede por menos que llamar la atención, llamar a la interacción social y a la colectividad. La acción artística puede ser pensada, por tanto, como una necesidad moral y una llamada social: aquí lo individual y lo colectivo ya empiezan a entrecruzarse, como preparando el gran asalto al más difícil y elevado arte: el arte de lo ético-político que, ya desecho de toda metafísica y de toda religión, quiere vivir como tal, como arte de vivir que pugna por dejar vía libre a su caudal de infinitud, contra los antiguos vejestorios reverdecidos del intelectualismo y del espiritualismo, y a favor de esta vida. Para que de lo inmanejable no se haga territorio de dominio, y finalmente de exclusión, la acción ética del arte con vocación revolucionariamente política revierte en primer lugar sobre nosotros mismos y sobre nuestras vidas. “Nosotros”, así decía Nietzsche, “queremos ser los poetas de nuestra vida, y en primer lugar en lo más pequeño y cotidiano”. Si antes mencioné la raíz irracional del arte, o su sostenerse en el abismo, es porque lo primero con lo que hacemos arte e incluso lo primero que hace arte es el cuerpo humano. Schopenhauer señalaba que tenemos conciencia porque tenemos conciencia de nuestro cuerpo y de su tumulto interior. Lo inmanejable, no nos damos cuenta a menudo, lo constituye en primer lugar nuestro cuerpo; no nos percatamos suficientemente de que es el cuerpo lo que no puede manipularse reductora o instrumentalmente, de que es con el cuerpo, con y a partir de nuestro cuerpo, como hacemos arte. Según Georges Bataille, por ejemplo, el arte tiene la capacidad de dar cuenta de la ignorancia del cuerpo, de la añoranza de nuestra intimidad perdida, radical: ese darse cuenta sería el espíritu, ¡precisamente lo humano que escapa al dominio de la muerte!. Del pozo irracional de nuestro cuerpo y de sus partes malditas nace el arte como el río lo hace desde los húmedos recovecos de las altas montañas, y al igual que el río desciende saltando en cascadas o fluyendo mansamente, así el arte que surge
de nuestro cuerpo deambula bailando y danzando. ¿Bailar y danzar, entonces, para no quedar atrapados en la ruin rutina de nuestra sociedad? ¿Mover el esqueleto en explosiones de júbilo y de rebelión? ¿Podría ser este nuestro primer ideal revolucionario? “¡Qué importa todo nuestro arte de las obras de arte”, exclama Nietzsche, “si perdemos ese arte superior, el arte de las fiestas! Antes, todas las obras de arte se alineaban a lo largo de la vía de fiestas de la humanidad, como signos recordatorios, monumentos de instantes sublimes y dichosos” (La gaya ciencia). Pero nuestra sociedad de control lo tiene todo ordenado, y en este caso nos obliga incluso a bailar en los recintos destinados a ello, sin espontaneidad, sin alegría, perennemente mediatizados por la racionalidad burocrática que ha olvidado toda noción libre de humanidad. Pop make us free, reza un sello de música electrónica, y no se sabe hasta qué punto es verdad o hasta qué punto la posible mentira se desliza hacia el frontispicio de Auswitz. ¡Paremos, entonces, de bailar! ¡Alcemos, pues, la voz para expresar nuestra última, y ya de inmediato primera, certeza según la cual nadie sabe lo que puede un cuerpo! He aquí nuestro emblema, nuestro escudo ante cualquier posible añagaza, he aquí la danza subversiva que destruye la obligatoriedad misma de toda acción incluida la supuestamente más moderna y liberadora. Decíamos que la acción artística puede pensarse como una especie de filosofía activa o lucidez actuante: no actúa sin clarividencia, pero no es clarividente hasta el punto de quedarse totalmente paralizada. Decíamos que el arte, como ética, ya implica una llamada, un grito que pone en tensión nuestros nervios y nuestros sueños, un aullido no importa de qué alcance tanto menos cuanto que no surge más que de nuestro deseo: ese llamamiento ya es también nuclearmente político y por tanto no se agota en cualquier estatismo sacerdotal o quietismo místico. Dos son una multitud, se decían Erasmo de Rotterdam y Tomás Moro, pero es que además estos dos no se encuentran en una relación de amo y esclavo, sino en una relación de amistad libre: y esto
justamente porque su interacción ha nacido por y para el arte. El arte surge de una necesidad, y esa necesidad humana es un deseo. ¿Y qué quiere este deseo? El deseo de arte quiere regalar, quiere derrochar, quiere dilapidar, quiere gastar; sobre todo quiere vivir. Le hablan de escasez y de ahorro y de cálculo y de consumo preestablecido, pero este deseo no tiene oídos para estas sosas palabras, este deseo conoce la abundancia como su patria y en tanto que fruto de esta patria, y quiere caer, o elevarse, salir o tumbarse: se toma su tiempo y no lo mata en el ocio vulgarizado de nuestros días. Este deseo no puede religarse más que entre hombres, entre individuos; no puede desembocar en ningún dios único, ni en ninguna religión del “amor”: pues este deseo ama, ciertamente, pero lo hace más allá del bien y del mal, más allá del mérito y del castigo, más allá de la retribución y de la distribución. Sabemos perfectamente la razón que Nietzsche tenía al decir que las religiones del amor y de la compasión son en realidad religiones de la comodidad y del conformismo. No, nosotros no tenemos religión del amor, y nuestra justicia no puede agotarse ni siquiera en las buenas maneras (pues en ese caso toda acción dejaría de ser radicalmente libre, y quien anula el riesgo anula la misma posibilidad de lo justo), puesto que nuestra justicia, la justicia vital y artística que nos pertenece -porque somos nosotros quienes la tenemos que hacer- nace de y para la abundancia, para la sobreabundancia, para el derroche y la fiesta; es una justicia creada y creadora. 3. No, no se propone aquí una nueva religión, algo así como una religión del arte: ésta ya existe ahora con todas sus nuevas iglesias y capillas y salmos que, como sabemos, forman los museos, los gabinetes de política cultural y los catálogos. No una religión del arte sino el arte como... ¿religión? ¿Una especie, pues, de politeísmo? Veamos lo que dice Nietzsche sobre el politeísmo: “Aquí fue donde se admitió por primera vez el individuo, aquí se
reconoció por primera vez el derecho de individuos. La invención de dioses, héroes y superhombres de toda índole, así como de hombres iguales e inferiores, de enanos, hadas, centauros, sátiros, demonios y diablos, fue un inestimable ejercicio preliminar para justificar el egoísmo y el señorío del individuo: la libertad que se concedía al dios frente a los otros dioses se terminó por concedérsela a sí mismo frente a las leyes y las costumbres y los semejantes. En cambio, el monoteísmo, esta rígida consecuencia de la doctrina del hombre normal, fue tal vez el peligro más grave que jamás se cerniera sobre la humanidad. El politeísmo comportaba el germen del librepensamiento y multipensamiento de los hombres: el poder de labrarse ojos nuevos y propios y siempre de nuevo nuevos y aun más propios: de suerte que el hombre es, entre todas las especies, el único para quien no existen horizontes y perspectivas eternos” (La gaya ciencia). Visto así, ¿no implicará el politeísmo esa vida en la cual el artista no es ya un tipo especial de persona sino cada persona un tipo especial de artista, tal como propone el anarquista neoyorquino Hakim Bey? Pero también sabemos que la raíz del politeísmo como ataque feroz e implacable a la eternidad, destructivo y creador a un tiempo, se encuentra en la perspectiva atea de lo en última instancia inclasificable. Por eso el politeísmo implica un individualismo, pero un individualismo que en tanto artístico y poético, en una palabra, mortalmente creador, reniega de toda clausura identitaria y reniega asimismo del concepto mismo de identidad, incluida la del individuo criticado perspicazmente por Castoriadis como “individuo-sustancia”, aquel individuo que Bataille llama “individuo separado” en su Teoría de la religión. Sabido esto, puede dar comienzo con todas sus alegres florituras de potlatch el carnaval de las máscaras (de los individuos-personas), cosa que ocurre hoy en sentido contrario, pues primero se establece la identidad y luego la máscara únicamente pretende revelar esa supuestamente conocida episteme. ¡Pero la realidad es, como escribió Nietzsche, en último término inexpresable! Las máscaras, el teatro, el arte y los individuos, si no tomamos en vano estas
palabras, no expresan más que ese deseo de vivir del que venimos hablando; un deseo que por añadidura conserva, en su afán intempestivo, a deshoras, lo que Walter Benjamin llamaba la “huella utópica” que nos habita como depósito inagotable de insumisión. ¿De dónde surge o qué es también este deseo sino nuestra intimidad, lo violento que en nosotros exige la radical negación de cualquier eternidad, de cualquier paz de los cementerios, de cualquier trabajo supuestamente civilizado y realmente castrador? Es nuestro deseo de vida y de vida cotidiana libre el que mata a la eternidad y el que por tanto nos urge a la acción y a la creación. “El arte”, explicaba Gombrowicz en sus cursos de filosofía casera, “nos muestra el juego de la naturaleza y de sus fuerzas, es decir, la voluntad de vivir”. Pero las iglesias, y los estados que se le parecen, han abogado siempre en nombre de la eternidad por monopolizar la intimidad de cada cual; las empresas de carácter corporativo parece que han optado por robárnosla directamente en nombre de la rentabilidad. Quien ha trabajado de teleoperador o en tareas similares de “fidelización de clientes” sabe que durante el horario de trabajo todos los varones se llaman “Javier Pérez” y todas las mujeres “Rosa Gómez”: ¿es éste el individualismo que se le achaca a nuestra sociedad? Eso sí, de cara a la empresa los invisibles amos de ésta nos tratan con un cariño maternal, nos regalan lotes de navidad, nos tutean, siempre y cuando estemos dispuestos a colaborar sin dejarnos llevar demasiado por nuestras íntimas apetencias. Hasta nos piden que seamos creativos y originales: don ´t imitate, innovate. Estamos atrapados. Pero ni imitamos ni innovamos, sólo queremos vivir y que nuestro trabajo sirva a la vida y a nuestra vida. Sin duda la organización y administración empresarial-estatal deben de haber aprendido mucho de los totalitarismos en la supresión de la intimidad, por lo que se ve, y ni siquiera el término sociedad de
consumo me parece demasiado adecuado para designar prioritariamente a nuestra sociedad, pues más bien pienso que la sociedad actual puede seguir calificándose como sociedad de acumulación de dinero en tanto proceso sustitutorio (a la manera religiosa-metafísica criticada en estas notas) de la intimidad perdida. Pues bien, es contra esta abolición de la voluntad de vida contra la que el arte tiene efectos políticos revolucionarios, puesto que su deseo no es el de rehuir tramposamente el miedo a la muerte sino el de expresar el anhelo de vivir como tal, en una interacción que no consiste ni siquiera en un trueque, ni en un intercambio de dones y regalos en relaciones de amistad y lealtad, sino más bien, en suma, en aquella capacidad de prometer en la que Nietzsche inscribía al cabo la misma posibilidad de la civilización. Un viejo motivo político establece en virtud (su entraña es ética) de sus principios dos libertades fundamentales: la libertad de pensamiento, por un lado, y por otro la libertad de acción. Cuando uno lee a Spinoza se sorprende de que el gran pensador político no incluya la segunda libertad dentro del sistema democrático. Es que la pensaba casi por añadidura, como un corolario. Pero nuestra perplejidad no cesa si tenemos en cuenta que para nosotros la democracia no sólo es un sistema expuesto teóricamente, como de alguna forma lo sigue siendo para Spinoza, sino un reto y una exigencia práctica poco menos que revolucionaria. Nuestra perplejidad debe tornarse coraje. Los problemas teóricos de la acción que aparecen aquí y allá en los libros del filósofo holandés siguen siendo problemas para nosotros, pero problemas cuyo interrogante teórico aceptamos mantener abierto al tiempo que nos hacemos más plenamente cargo si cabe que el propio Spinoza de sus consecuencias prácticas. Y es que para nosotros el problema de la acción, y aun el del pensamiento, no es otro que el problema del arte esbozado en estas notas. Para nosotros, los radicales, el arte no es político, pero una política sin verdadero arte desemboca ineludiblemente via la
propaganda en la tiranía y en el sometimiento. Por el contrario, para nosotros el arte es nuestra libertad de acción, suprimible de acuerdo con Spinoza, pero justamente en su realización, a la manera deseada como sabemos por los situacionistas, de tal forma que la libertad de acción encarnada en el arte nos podría conducir finalmente a imaginar la convivencia democrática como la más alta de las obras de arte humanas, como la primera y principal. 4. El arte expresa nuestra voluntad de vida emitiendo un grito de necesidad: el querer vivir. Una filosofía libérrimamente imaginativa que, por tanto, no abandona el terreno de la acción a la cómoda costumbre de lo establecido. Buscar la iluminación de las pequeñas cosas y de los pequeños gestos por los prodigios de lo maravilloso en el que todos participamos y que no pertenece a nadie en exclusiva: esa es, en lo particular, nuestra inacabada meta. ¡Porque nosotros somos los inacabados! Más globalmente, mantenemos una noción artística, creadora, de la historia –un sentido artístico de la historia, y no una hegeliana conciencia histórica- con el que hacer frente a la avalancha mediática que quiere reducir nuestro mundo y nuestra vida a una teodicea que no tragamos. Sigamos danzando, pues, nosotros los sonámbulos, mientras ellos fabrican confusos galimatías sobre confusas ideas y especulan sin vergüenza y demasiado estúpidamente para que nuestra respuesta no pueda ser más que una colosal carcajada. También el humor nos ayuda en este caso, y mucho: esto lo vio Cioran con profunda agudeza cuando escribió que las religiones no son sino cruzadas contra el humor... ¿No cobra aquí todo su sentido el imperativo cómico de Nietzsche según el cual debemos aprender a reír? Vivimos un presente no dado de antemano y más bien damos presente, ahora, con la mano tendida, como un regalo para el futuro, tal vez, para nosotros mismos y para los otros, como esa promesa de felicidad que según Stendhal define justamente a la
belleza. Nuestro deseo de vivir, soberanamente, necesita más que de ninguna otra cosa del arte, que alcanza sus cimas, acaso, como experiencia humana, en la amistad o en el erotismo. El arte es una llamada, y se proyecta en la política, y abre el campo donde esa necesidad puede satisfacerse, y en el que no puede dejar de buscar ese tesoro y esas experiencias y acrecentar así los logros de la alegría compartida en que quizá se podría condensar finalmente el arte como querer vivir, nuestro ideal práctico de vida cotidiana. ¿Qué está en juego?: la vida. Pongamos, pues, la vida en juego. Vivamos esta aventura con la conciencia soñadora y el sueño clarividente, a la manera irrepetible del poeta: Soñar y al mismo tiempo no soñar Novalis Bibliografía utilizada: El nacimiento de la tragedia, F. Nietzsche, Alianza El viajero y su sombra, F. Nietzsche, Edaf La gaya ciencia, F. Nietzsche, Akal El existencialismo es un humanismo, J. P. Sartre, Edhasa El aleluya y otros textos, G. Bataille, Alianza Curso de filosofía en seis horas y cuarto, W. Gombrowicz, Tusquets L´institution imaginaire de la société, C. Castoriadis, Seuil Inmediatismo, Hakim Bey, Virus
QUÉ SIGNIFICA VOLAR Se nos ofrece por primera vez en España (en “la distante España”, como dice Nietzsche en el poema “Yorick, gitano”) la posibilidad de leer completa la poesía de quien se autoapodaba “Federico Espíritu Abierto”, esto es, Nietzsche. Los años de su convalecencia última, decía Cioran, significan únicamente la expiación de sus éxtasis; sus razonamientos permanecen todavía intactos. Pero de inmediato nos asalta una duda: ¿es posible separar, como hace Cioran, el pensamiento nietzscheano de su poesía, toda vez que estos versos no son más que la condensación de todas las inquietudes, de todos los anhelos, de todos los senderos que su obra filosófica asimismo recorre? En la parcial indulgencia del rumano sigue subyaciendo ese recelo que se siente alguna vez hacia un hombre que sucumbió tan estrepitosamente a la demencia y que obliga a buscar alguna justificación que no lo desmienta absolutamente. Esto acaba haciendo todo un Elias Canetti, quien desdeña la lectura de Nietzsche como un mero “inflarse” (¿pero no se podría decir algo parecido de Shakespeare?). Desde luego el estilo y las impertinencias nietzscheanas resultan de tanto en tanto demasiado repelentes, pero quizá no sea inoportuno aun hoy subrayar que el humanismo nietzscheano no va contra la civilización que sostiene un Canetti, sino que, al contrario, trata de ahondar en ella para precisamente prevenirnos contra sus ya tristemente conocidos males. O dicho con las palabras de Stefan Zweig: “Puede ser injusto, puede exagerar a veces, pero Nietzsche nunca cede una pulgada de la verdad, ni aun en medio del éxtasis”. Al hablar de la poesía de Nietzsche nos viene a las mientes el nombre de Hölderlin. A ambos los llamó Zweig, en sendos memorables ensayos, “fanáticos del infinito”. En su predecesor, Nietzsche aprende el amor a las “tierras griegas” (“Ordené al viento llevarme a lo alto,/ aprendí a planear con los pájaros/ hacia
el sur sobrevolé el mar”) y al vitalismo trágico y la “vivacidad eterna” de los griegos, cuya insuperable confianza extiende al mediterráneo entero: “Hacia allá quiero ir yo, porque aún/ tengo confianza en mí y en mi diestra./ Franca está la mar, por el azul/ avanza mi nave genovesa”. Si Hölderlin visitó el hospital filosófico, nuestro filósofo se quiso por encima de todo poeta (“¿Tú... el pretendiente de la verdad? –así se burlaban-/ ¡no! ¡sólo un poeta!”), y poeta a la manera de sus amados presocráticos, de su amada primigenia filosofía griega y latina. ¿No fueron Empédocles o Lucrecio poetas, seguramente, por demás, en tiempos de miseria? He aquí por qué el pensamiento y la poesía nietzscheanas son inseparables: en ambas palpita la misma filosofía, la misma danza dionisíaca, el mismo sueño. En los poemas contenidos en Poesía completa (Trotta), en edición bilingüe prologada y traducida a partir del canon de ColliMontinari, Nietzsche despliega su “arte libre” y su “gaya ciencia” de muy diversas formas: se interroga y nos interroga, recrea fábulas y leyendas, hace juegos de palabras a la manera de su muy querido Heráclito (“su tino es y no es un desatino”), inventa neologismos, fuerza las frases, precisa hasta la exasperación el sentido y la densidad de lo que sugiere, como si de haikus se tratara: “Afable con el hombre y el azar,/ un claro de sol/ sobre rampas invernales”. A menudo recurre al puro aforismo en verso, como un moralista francés sui generis... Allí se nos aparecen la escurridiza serpiente y la majestuosidad del águila, las altas montañas, las estruendosas tormentas y el rayo fatal, la hondura del dolor y el fulgor imperecedero del goce, la audacia infinita y la insoslayable soledad, el íntimo desierto y “la voluptuosidad del infierno”, la dicha del jardín estival –“cenit de la vida”- y la divina amistad. Nietzsche evoca la alegre solemnidad africana (intuida quizás al ver representada en un teatro de Niza la ópera Carmen). No desdeña esa tristeza “rusa” aprendida en su afín Dostoievskitan extrañamente acogedora; abandona por propia voluntad,
llamándola “diosa”, a la melancolía. Exclama a gritos una y otra vez, como si temiese ser confundido con un romántico, su amor por la necesidad. El lirismo aparentemente bucólico que destilan algunas de sus coplas deja traslucir, a lo Blake, una ristra de imágenes oníricas, extraviadas y perturbadoras: es el reverso del amante de la materia. Cuando quiere ser más clásicamente europeo, tal vez germánico, el burlón no puede reprimir la broma, el dardo irreverente y cruel. Pero dedica versos delicados a Wagner, Schopenhauer y Spinoza; amorosamente escribe a Lou von Salomé; y a los amigos y amigas que pese a todo tuvo, les declara su lealtad, siempre teñida, empero, de su tan propio pathos de la distancia. Nietzsche dejó dicho que los poetas mienten demasiado. Para contradecirse, dictaminó que sólo el poeta que miente voluntaria y sabiamente puede decir la verdad. ¿Cuál es esta verdad? La verdad de Nietzsche es la verdad del “gran orgullo del hombre en sí” (Whitman), es la verdad de la superioridad de la vida sobre el conocimiento de la vida. Es la verdad del temblor y de la admiración (“sólo los sempiternos ¡Ah! y ¡Oh!/ de mi juventud oigo otra vez”) de quien fue un viajero incansable y un nómada que crea su mundo al mismo tiempo que lo canta, como según dice Chatwin hacían los aborígenes australianos. Es la verdad de la alegría y de la amabilidad (“¿no anuncias, humo,/ a quien va de camino/ la proximidad de un hogar hospitalario?”), es la verdad del amor: “El amor es quien me hace continuar”. La verdad de Nietzsche es el repudio de la verdad mayúscula de la muerte, es la verdad, a fin de cuentas, de esta nuestra única vida: “Dorada por la sonrisa/ se me acerca hoy la verdad/ endulzada por el sol, morena de amor;/ del árbol sólo arranco una verdad madura”. Y Nietzsche proclama todas estas verdades mediante una poesía razonante y una razón ligera, mediante el vuelo de unos versos a cuyos lomos nos montamos como si fueran alfombras mágicas (¡o naves espaciales!) que atraviesan el aire de lo que René Char llamó “lo imposible fascinante”.
PEQUEÑA TEORÍA DE LA GRAN POLÍTICA “Como, cuando el verano llega del Sur, las capas de nieve se disuelven y la faz de la tierra se pone verde, así el espíritu progresivo creará sus ornamentos en su camino y llevará consigo la belleza que visita y encanto que la encanta; chupará los rostros hermosos, y los ardientes corazones, y los doctos discursos, y los actos heroicos, hasta que ya no se perciba el mal. (...) Todo espíritu se construye una morada; y además de su morada, un mundo; y además de su mundo, un cielo. Sabed, pues, que el mundo existe para vosotros.” Ralph Waldo Emerson A poco más de cien años de la muerte de Federico Nietzsche, la obra del filósofo alemán sigue despertando el interés intelectual tanto entre aquellos que se dedican a la actividad filosófica como entre los más comprometidos en la acción política. Nietzsche no fue ni un visionario ni un profeta, a pesar de que él a veces se quiso así, pero desde luego muchos de los problemas por él planteados, tanto culturales como sociopolíticos, siguen abiertos a discusión. Considerado falazmente por algunos como el teórico proto-nazi del III Reich, Nietzsche fue en realidad un pensador de la Europa unida en sus múltiples movimientos democráticos. Cuando menos lo esperamos, y quizá más lo necesitamos, Nietzsche se nos aparece como un pensador del progreso sin mitologías desarrollistas. No como un pensador de la divinización del éxito, a la manera hegeliana, sino como un filósofo de la inmanencia creadora del éxodo. Tal vez ni a Nietzsche mismo le interesase mucho esta cuestión, pero qué duda cabe de que no ha ocurrido lo mismo con lo que podríamos denominar nietzscheanismo. En 1989, un joven profesor de bachillerato francés, Michel
Onfray, publica el libro Georges Palante, un nietzschéen de gauche (Grasset). Se trata de una obra dedicada a un oscuro profesor de filosofía de provincias de principios de siglo XX, llamado Georges Palante. Se le consideró un nietzscheano de primera hora escorado a la izquierda política. Tanto es así que en seguida fue traducido y presentado en Italia como un socialista anarquizante, de la clase de anarquismo que ha sido vinculada a menudo a Nietzsche. Camus lo cita en El hombre rebelde al hablar de su “individualismo altruista”. Hasta el libro de Onfray, poco más se sabía de él. La genealogía de este posible nietzscheanismo debe rastrearse sobre todo en Francia y en Alemania, dejando aparte ahora al socialismo fabiano inglés de Bernard Shaw y H. G. Wells. Es lo que nos cuenta Onfray a través de la figura mítica de Palante. Ya en 1898, dos años antes del adiós definitivo de Nietzsche, en las páginas de la revista “Socialismo y libertad”, Jaurès, uno de los fundadores del partido socialista francés, afirma: “El socialismo es la afirmación suprema del derecho individual. Nada está por encima del individuo (...) El socialismo quiere romper todos los lazos. Quiere desagregar todos los sistemas sociales que obstaculizan el desarrollo individual (...) En el socialismo, el individuo se proclama el centro y la finalidad”. Es una interpretación ya nietzscheana, aunque discutiblemente emancipadora, al menos para los teóricos actuales del “lazo social”(pienso en Fernández Buey y Jorge Riechmann, por ejemplo, o en conservadores de otra estirpe). En cualquier caso, esta misma dialéctica recorre también la Alemania de Gystrow o Ziegler, autor de un libro titulado La cuestión social es una cuestión moral. A este socialismo individualista se van añadiendo en adelante el ruso Eugenio de Roberty (que prefire el término “socialidad” al de individualismo), el traductor danés de Nietzsche Georg Brandes, el francés Charles Andler (profesor universitario que se autoproclama “socialista nietzscheano”) y otros. También hubo dosis de nietzscheanismo en el socialismo inicial de
Unamuno y en el posterior liberalismo de Ortega y Zambrano. Palante forma parte de esta hornada de nietzscheanos de primera generación. Su obra más importante data de 1903 y supone un ataque al positivismo durkheimiano entonces reinante en la Academia, tan socialdemócrata, por otra parte. Se titula Précis de sociologie (PS). Palante es un profesor de filosofía de bachillerato que porfía por entrar en la universidad parisina. Cuando la lectura de su trabajo doctoral (Les antinomies entre l´individu et la société) es rechazada afirma: “La Sorbona me ha expedido un certificado de independencia intelectual”. Onfray lo define como un “ateo social y un pesimista visceral” que desconfía de las masas, los grupos, la mayoría, las colectividades. Es un espíritu libre sensu nietzcheano, en cuya lápida escondida en un pequeño cementerio bretón está escrito: “El individuo es la fuente viviente de la energía y la medida del ideal”. Ahora bien, ¿es cierta la antinomia entre el individuo y la sociedad? ¿O más bien lo que conduce a la antinomia es la divinización de ambos términos, la sociedad-dios y el individuosustancia? ¿No consiste la transvaloración nietzscheana precisamente en pensar la construcción social como la más alta forma de la libertad individual y viceversa? ¿Será ésta la idea motora de una posible política nietzscheana, de izquierdas o no, más allá de Nietzsche, siempre democrática? Pero entonces, ¿qué valores se desprenden de semejante punto de vista, de este afán de la Gran Política? Según Palante, el individualismo “es lo mismo que lo que llaman la filosofía social libertaria” (PS). O sea, contra la moral de grupo, inmoralismo. Dice Palante: “Nietzsche tiene razón en ver en el querer vivir individual el principio de toda acción, de toda construcción que tenga incluso un carácter impersonal y colectivo” (PS). Ahora bien, Nietzsche se equivoca a juicio de Palante cuando equipara la democracia al espíritu de rebaño: “El Espíritu democrático no tiene precisamente, a nuestro modo de ver, otra
razón que ser una afirmación del Individualismo frente a las tiranías gregarias”. Contra el espíritu gregario, pues, democracia. Al igual que para Camus, los enemigos de Palante fueron “las iglesias, las sectas, los partidos, las corporaciones”. Palante se resistió al más tenaz y más seductor de los mitos optimistas, el del Progreso, verdadera piedra de toque en la crítica del socialismo. Por ello apostó por una filosofía activa, una “disciplina de la autonomía” capaz de enseñorearse de una nueva sentimentalidad: la sensibilidad individualista, el “impresionismo sentimental”. Y curiosamente Palante enlaza esta apuesta psicológica con la entonces y hoy también candente cuestión socio-económica: “La Economía social toca de cerca a la Psicología; se puede incluso decir que es una Psicología en acción. Pues no es otra cosa que una gestión de las necesidades y de los intereses vitales que, en la naturaleza humana, forman la infraestructura de todo el desarrollo psicológico superior” (PS). Palante, en sus términos, afirma el principio nietzscheano de utilidad vital: “El socialismo es una doctrina del despliegue de la vida”. Contra el desprecio secular de los cuerpos humanos, Palante reivindica, según Onfray, una “filosofía de la inmanencia y del realismo trágico”. El nietzscheanismo se desarrollaría en Francia a través primero del Colegio de Sociología (Caillois, Bataille, Leiris) y luego con los llamados intelectuales específicos (Foucault, Deleuze, Guattari). También se puede percibir en autores como Albert Camus, René Char, Clément Rosset, Henri Lefebvre o Paul Veyne. Onfray formaría parte de la última generación de la saga. En Alemania, los iniciáticos fulgores del socialismo nietzscheano quedaron rápidamente ahogados en el miasma fanático del nazismo ascendente, el cual se quería deudor para más inri de las doctrinas del padre de la criatura. Sólo Sloterdijk, un poco como Derrida, ha querido recientemente aproximarse al nietzscheanismo anudándolo al “heideggerianismo” en aras de una interpretación postpostmoderna, moderada y racional, de ambas corrientes.
La obra de Georges Palante contiene una crítica del valor de la igualdad en cuanto universal-promesa, como diría hoy Paolo Virno. Es por ello antagonista con los dogmas marxistas, en los que no descubre sino un “capitalismo de Estado” bastante antes de que Castoriadis formulase esta misma queja. Palante crea una figura semejante al superhombre, el Arista, “artista de la excelencia” que se asociaría en micro-sociedades electivas y que se opondría tanto al hombre-de-buena-voluntad de Kant como al principio rousseauniano de la voluntad general. Onfray lo compara con el anarca jungeriano, pero creo que así se corre el riesgo de volver a encapsular el anhelo del espíritu libre en un nuevo DiosYo, como ya le ocurría a Max Stirner. En esta tensión se movió Palante durante toda su vida. Onfray nos cuenta que se presentó a unas elecciones municipales, sin éxito, aunque dejando bien claro cuál era su enemigo: “¡Abajo la política secreta!”, gritó durante una asamblea. Promovió un “socialismo municipal” de estirpe proudhoniana, y pese a sus soflamas patriotas en el contexto de la Gran Guerra –nadie es perfecto– fue tachado por sus adversarios de “internacionalista”. Combatió la inmunidad parlamentaria como “la forma legal del gregarismo corporativo parlamentarista”. Vivió intensamente en carne propia el conflicto entre el deseo y la realidad, para decirlo como Cernuda: era deforme y libertino. Propuso una especie de “pesimismo experimental” como factor de sociabilidad que Onfray resume en una sabiduría trágica. López Petit ha hablado entre nosotros del “querer vivir” mientras Saborit lo ha hecho sobre una “política de la alegría”. Para cualquier ciudadano el legado del gran paseante de SilsMaria es, pues, incierto y ambivalente. Sin embargo, sigue brillando como un sol de verano, luminoso y ardiente, que calienta y sana. “Ardor, nunca odio”, decía Jünger. El arco iris ha sido durante mucho tiempo el símbolo de la homosexualidad, y últimamente se le vio en banderas en las que estaba escrita la palabra “Paz”. En realidad, siempre fue objeto más bien de la
investigación científica y Nietzsche lo coloca como símbolo de la Gran Política, aquella que puede decir no porque lleva en su aliento el gran sí: “Allí donde el Estado acaba comienza el hombre que no es superfluo; allí comienza la canción del necesario [yo diría, del “real”], la melodía única e insustituible. Allí donde el Estado acaba, ¡mirad allí, hermanos míos! ¿No veis el arco iris y los puentes del superhombre?” (Así habló Zaratustra).
HETERODOXOS DE TODAS LAS TENDENCIAS, ¡UN ESFUERZO MÁS! "Somos una especie de delirio de lo natural; heterodoxos por constitución, lo nuestro, lo verdaderamente humano es divagar, no conformarnos." F. Savater, Heterodoxias y contracultura
Hedonismo libertario Empecemos por Politique du rebelle (Política del rebelde). Su autor, Michel Onfray, defiende en él un hedonismo transvalorador. Su ataque se dirige a los miles de rizomas o moléculas de dominación, condensadas por ejemplo en la hostilidad hacia los inmigrantes o la homofobia. Para hacerles frente, reivindica el uso ético-político de los placeres, a la manera de Foucault. Al mismo tiempo, y a diferencia de las viejas tesis anarquistas, Onfray propone cuanto menos tener en cuenta la institución política de la sociedad para poner en su lugar secundario al imperio reinante de las finanzas. Otro panfleto de trazos parecidos es el escrito por el anarquista neoyorquino Hakim Bey: Inmediatismo, en el que además de plantear la posibilidad de un “anarquismo ontológico” (muy cercano por tanto a ese orden-desorden metafísico que Castoriadis ha estudiado, aunque de otro peso; no anda Fereyabend demasiado lejos) su autor habla de lo que denomina zonas temporales autónomas (TAZ): una suerte de comunas donde poner en práctica dicho anarquismo ontológico y placentero muy próximo a la ética epicúrea. El librito contiene otras propuestas más perspicaces de lo que a simple vista puede colegirse de su iconoclastia, como la idea de un “nomadismo psíquico”, la transmutación de la cultura basura
en oro contestatario, o la celebración de fiestas al estilo de los potlachs indios donde el don y el regalo sustituyan al intercambio calculado. Dentro del anarquismo, una de las corrientes más interesantes que han surgido en los últimos tiempos ha sido la de la ecología urbana, cuyo máxima figura, Murray Bookchin, lleva años publicando libros sobre esta modalidad ecológica que nada tiene que ver con ese misticismo naturalista conocido como la deep ecology, movimiento contemporáneo de las vacuidades de la Nueva Era que tan mal servicio hacen al humanismo en general. En un par de panfletos publicados en Inglaterra en este cambio de siglo, la Nueva Era y otras novedades de la publicidad fin de siècle (ambientalismo tecnológico, culto de lo políticamente correcto, narcisismos colectivos) son criticadas sin miramientos mientras se vuelven a reivindicar las viejas bondades de la ética anarquista, que la alejan sin ninguna duda de esas veleidades del “alma bella”: la ayuda mutua, el cooperativismo, la abolición del sistema salarial, etc. La nueva función penalizadora del Estado terapéutico o, como lo llamaba el psiquiatra Thomas Szasz, “clínico”, sustentado en la propiedad privada, el negocio de los automóviles, la medicalización de la vida cotidiana, la profesión curricular y cosas por el estilo, es asimismo criticada y puesta del revés no por una nueva idea originalísima del anarquismo sino por la simple rememoración de las raíces libertarias de cualquier pacto o institución política. A la deriva Para la posibilidad de que nuestra vida cotidiana esté penetrada por lo maravilloso y no se vea empobrecida por la mala prosa de la sumisión, ninguna línea de pensamiento tan útil para ello como el movimiento situacionista iniciado por Debord, Vaneigem y otros a mediados del siglo XX. Podemos hacernos con el volumen Discurso sobre la vida posible, que contiene textos de los autores arriba mencionados sobre la revolución entendida como
“descolonización de la vida cotidiana que no pretende la autogestión del mundo existente, sino su transformación ininterrumpida”. Lo posible es esa categoría que supera a lo permitido en la creación de lo nuevo; no hay metas sino momentos vividos en la creación de situaciones emancipadoras. A menudo se ha comparado a la Internacional Situacionista con el surrealismo, pero la radical historicidad de la primera la separa del segundo. En el prólogo del librito César de Vicente sostiene que de la reproductibilidad ideológica o espectáculo que de la vida hace el capital sólo pueden emerger enfermedades como la banalidad –y recordemos que para Hanna Arendt la banalidad era el mal. En el texto de Debord, este revolucionario que mezclaba a Villon con Marx y a los goliardos medievales con el moralismo francés del XVII, se discute la total espectacularización de la sociedad encumbrada en lo “histórico” de cada gesto o palabra, en la “grandeza” cuasi celestial de los dirigentes, en “el misterio” de las especializaciones, en la “inmortalidad” del arte, etc. Vale la pena leer a los situacionistas pese a su cierto aire sabelotodo, porque el deseo de construir una vida libre en el momento actual choca frontalmente con la edificación paulatina del Estado clínico, vaciado de su función preeminentemente política y volcado al servicio de su majestad El Progreso. La despolitización y el neoanalfabetismo generalizados que la sociedad adulta nos ofrece suponen por una parte la glorificación de toda expresión artística unilateral y almacenada en forma de mercancía, y por otra parte la profesionalización gentilicia de la política. En el artículo del otro gran situacionista, el belga Raoul Vaneigem, la sociedad es demolida en su ausencia de alegría y porvenir. Para intentar cambiar algo Vaneigem insiste en la importancia de la educación y afirma: “No concibo otro proyecto educativo que el de crearse en el amor y el conocimiento de lo vivo”. Otros libritos de perfil situacionista, pero críticos a veces con la IS, son los del colectivo francés Encyclopédie des Nuisances, grupo nacido a principios de los 80. En ellos se elogia al programa
situacionista por haber salvado la creación consciente, transfiriéndola desde la vieja especialización artística hasta la práctica revolucionaria, y desde la teoría estética de la expresión individual hasta la teoría crítica de la comunicación en el proyecto histórico de reconquistar la comunidad de diálogo. Otro folleto situacionista a nuestro alcance se titula Crítica de la economía política y su autor es Asger Jorn: en su penetrante estudio de los mecanismos de la mercancía capitalista el autor llega a afirmar que “la única forma de mantener la lucidez en medio de esta transformación del individuo en instrumento es hacerse el imbécil evitando ser detectado”. El movimiento cinematográfico Dogma ha puesto en circulación estas ideas a partir de su ácida película Los Idiotas. En Esperando a los bárbaros, con textos de Jaime Semprún y Hanna Arendt, podemos encontrar reflexiones contra esa pauperización social que nos convierte en “lisiados de la percepción, mutilados por las máquinas de consumo, inválidos de la guerra comercial”. En un entorno hostil a la lectura y a la crítica, Arendt recuerda por su cuenta que en la Alemania nazi el único hombre que era todavía una persona particular estaba considerado como alguien esencialmente dormido. Sigamos, pues, un poco dormidos... Un último ejemplo de existencia “a la deriva” nos lo muestra el Manifiesto de la ciudad desobediente de Antonio Martínez, cuyas flechas incendiarias se dirigen a las almenas de los secretos de Estado. Contra la política trivializada en intrigas palaciegas; contra el conformismo desmoralizado, castrador, controlador y mediocrizante; y también contra el capitalismo financiero globalizado y las aspiraciones cretino-corporativas de los nacionalismos. Frente al secuestro económico de la vida, el autor del panfleto reivindica la figura pública del “cualquiera”, personaje conceptual que procede de García Calvo. Se trataría de edificar en dicha ciudad desobediente un urbanismo que no se limite a hacer la topografía de lo que puede ser llenado con ciudadanos-clientes,
sino que busque profundizar en lo que puede hacer una asamblea de cuerpos que se dan cita espontáneamente. ¿Dónde está Wally? En su libro Filosofía y acción Amador Fernández-Savater dedica un capítulo a tratar la cuestión de la contracultura y su amarga victoria una vez que todas las potencialidades subversivas del underground parecen haber sido fagocitadas por la lógica del espectáculo. Esto afectaría también a las nuevos soportes telemáticos que las vanguardias artísticas han tomado prestados en las últimas décadas, como el mail art y otras actividades contemporáneas. Pero quizá sea interesante acercarse a los pecios de cultura subterránea que aún quedan tras el naufragio del transatlántico contracultural, teniendo en cuenta que la llamada por Luis Antonio de Villena “cultura a la contra” sigue siendo o pretende seguir siendo cultura a secas. Uno de los movimientos más fecundamente divertidos de la contracultura que podemos encontrar en el dominio de la actual sociedad de la información tiene, o tuvo, por nombre Luther Blisset Project. Su novela Q fue un éxito, y son los responsables de las dos huelgas de arte promovidas durante los años noventa en toda Europa. El librito más jocosamente subversivo pergeñado por Luther Blisset lleva por título Pánico en las redes. Teoría y práctica de la guerrilla cultural. Partiendo del inventario de acciones de protesta llevadas a cabo por la Asociación Psicogeográfica de Bolonia (situacionistas posmodernos), el libro lanza ideas que en un terreno filosófico están siendo tratadas, como ha sido dicho, por García Calvo, Agamben y otros: para subvertir los cimientos donde se asienta el imperio del Cliente, de los derechos de autor y de la propiedad intelectual, las ideas de Luther Blisset se encaminan hacia la utilización de nombres múltiples, hacia el uso de la propiedad pública de lo intelectual o hacia el puro y simple plagio. Se ve así dinamitada la lógica de la identidad a través del recurso festivo y teatral del ego múltiple y la
subjetividad descentralizada. Los mitos, el imaginario colectivo crítico con la tradición judeocristiana, el personaje de cómic Wally reivindicado como “mártir hippie”, los juegos de rol psicogeográficos, el secuestro de un autobús urbano con pistolas de agua, el discurso y las prácticas anti-copyright (o pro-copyleft) o las manifestaciones ante el Registro de la Propiedad son otras tantas ideas y actividades narradas en un estilo ameno y divertido por los autores de Pánico en las redes. Luther Blisset se presentó en España por primera vez en la Factoría Merz de Barcelona y en una fiesta en la Sala Apolo. Luego se fue a Madrid, donde apareció un texto suyo en el fanzine Amano. Parece ser que también se le vio por el Museo de Arte Abstracto de Cuenca, aunque su valoración final de su paso por nuestro país no fue del todo positiva, dado el provincianismo mental y cultural que a juicio de Luther Blisset impera por tierras hispánicas. Hoy algunos de ellos se hacen llamar Wu Ming, y han sido multitudinariamente recibidos cuando han vuelto a venir. En fin, “hemos de surfear las redes, saquear la imaginación colectiva, teletransportarnos a planetas salvajes”: esa es su propuesta. Software libre en la ciudad informática global El desarrollo de la posmodernidad ha supuesto la implantación a escala mundial de una suerte de comunicación casi total como versión del Espíritu Absoluto hegeliano en clave informática. Contra este proyecto mutilador de las libertades cobra todo su sentido y potencia emancipatorios el movimiento del software libre iniciado en 1984 por Richard Stallman. Esta vieja idea nacida en el MIT y perfumada en los aires radicales de la Universidad de Berkeley puede cifrarse en la voluntad práctica de anteponer el intercambio libre al dominio del copyright en el terreno de la informática. Contra el “sistema propietario” de las grandes corporaciones, el software libre pretende, en palabras de Stallman, que cada cual pueda copiar,
modificar y redistribuir gratuita u onerosamente los programas informáticos: un programa es libre si “tienes la libertad de modificar el programa para adaptarlo a tus necesidades (en la práctica, para que esta libertad tenga efecto, tienes que poder acceder al código fuente, ya que introducir modificaciones en un programa del que no se dispone del código fuente es un ejercicio extremadamente difícil); dispones de la libertad de redistribuir copias, ya sea gratuitamente o a cambio de una cantidad de dinero; tienes la libertad para distribuir versiones modificadas del programa, de tal manera que la comunidad pueda beneficiarse de tus mejoras”. La jerga de los hackers (programadores libres) es abstrusa e incomprensible para un neófito como yo. Pero desde luego, gracias al software libre, Internet podrá ser una máquina de constitución de espacios cooperativos virtuales más bien que una red usurpadora de nuestra creatividad y autonomía. La comunicación electrónica abandona las grandes avenidas de la ciudad planetaria, disciplinaria y normalizada, para adentrarse por callejuelas inexploradas donde poder poner en práctica el espíritu cívico de cooperación, creando microcomunidades de intereses con proyectos comunes de saber compartido e innovación tecnocientífica. Producción cooperativa frente a apropiación corporativa de las fuentes de producción inmaterial: el movimiento del software libre define la contracultura telemática en nuestra era postfordista. Como referencia, podéis visitar la dirección de la Free Software Foundation o en España la de Sindominio. Renta básica No es una fantasma, pero recorre Europa y el mundo entero. Se trata del derecho ciudadano a la renta básica, una especie de ingreso universal garantizado a todas las personas por el mero hecho de serlo y sin necesidad de ninguna contraprestación. Los antecedentes de la propuesta de implantación de la renta
básica se encuentran en autores de finales del siglo XVIII, como el educador francés Condorcet o el ideólogo inglés Thomas Paine. Una idea similar funcionaba incluso en la democracia clásica griega, aunque restringida únicamente a la categoría de los ciudadanos. Actualmente el más conocido de los estudiosos de la renta básica es el profesor de la Universidad de Lovaina Philippe Van Parijs. Entre nosotros, el profesor Daniel Raventós ha publicado sobre la cuestión el libro El derecho a la existencia (Ariel). Dos son las cuestiones principales que se abordan en el reciente y colectivo Ante la falta de derechos: ¡¡Renta Básica, ya!!: la justificación ético-política de la renta básica y su viabilidad económica. En cuanto a su justifiación social, el derecho ciudadano a la renta básica se fundamenta en la propiedad común de la tierra y de los recursos naturales, justificación que ya utilizó Thomas Paine en su libro Justicia Agraria y de la que Kant tomó buena nota para sus escritos sobre la paz. No se trata por tanto de abolir ninguna propiedad privada, sino más bien de permitir que todos, mediante la redistribución operada por la renta básica, cuenten con unos recursos mínimos a la hora de decidir cómo quieren ganarse la vida. Se trata de evitar de este modo el chantaje de la supervivencia, la precarización social y las desigualdades flagrantes. La renta básica también pretende revalorizar el significado del trabajo, ampliándolo al campo doméstico, al voluntario, o a otros trabajos creativos hoy en día no remunerados. Y para aquel cuyo modelo de vida buena consista en contentarse con poco, la renta básica le permitiría asimismo no tener que trabajar siempre. ¿Gandulería ventajista? No, pues sobre el derecho a no trabajar que toda constitución democrática debería reconocer ha escrito un liberal nada sospechoso de ortodoxia marxista como Ralf Dahrendorf. En cuanto a su viabilidad económica, este libro contiene algunos
análisis rigurosos que apuntan a su favor. José Iglesias Fernández explica los resultados satisfactorios de la experiencia de renta básica parcial (restringida a las personas mayores de 65 años) que se lleva a cabo desde 1945 en Canadá. En España, sería posible desde ahora mismo y mediante una financiación no demasiado complicada otorgar este ingreso universal garantizado al 48% de la población, empezando por los parados sin subsidio, las amas de casa y los estudiantes. El debate no está ni mucho menos cerrado. Pero con el objetivo de fortalecer nuestras sociedades democráticas, tanto las reflexiones ético-políticas como las actuales condiciones económicas hacen deseable la implantación progresiva de la renta básica, comparada por algunos -y no sólo simbólicamente- con lo que significó en su día la implantación del sufragio universal. Los valores de la vida antes que los de la bolsa En un folleto titulado Una moneda valaca, el sociólogo argentino Christian Ferrer imagina un precioso viaje de una vieja moneda de la región del conde Drácula hasta el mercado de Buenos Aires donde la encuentra. Después, Ferrer utiliza la metáfora de la numismática para proponer la reacuñación de nuevos valores, en la línea libertaria y humanista que aún podemos imaginar los que no queremos ser engullidos por la teodicea social. Pero antes de emprender el camino incierto del nuevo siglo no resultará inoportuno mirar hacia atrás con entusiasmo, hacia una de las figuras intelectuales a mi juicio más noblemente heterodoxas del siglo XX: Bertrand Russell, el “abuelo progresista” de la centuria, como lo llama Savater en Heterodoxias y contracultura. Tal como relata uno de los asistentes a esas famosas sentadas pacifistas que Russell y sus amigos solían realizar en Trafalgar Square contra el armamentismo y la bomba nuclear, la figura del viejo Bertie nos puede servir de amable orientación en estos tiempos convulsos: “El mejor momento fue cuando Bertrand
Russell, diminuto, como si fuera el emperador de los duendecillos, regresó de la puerta del Ministerio donde había clavado un mensaje. Tenía una expresión hosca y gótica. Un joven desgreñado, vestido con vaqueros y chaqueta de guerrillero, le siguió hasta la acera gritando con un desgarrado acento cockney: “¡Bien por el viejo Bertie!”, y la cara de Russell quedó envuelta en un brillo beatífico, como un niño con un regalo. Para mí, todo aquello me daba la impresión de dar abiertamente un paso fuera de la ley” (citado en Las culturas de posguerra, Jeff Nuttall). Las heterodoxias y las culturas a la contra constituyen precisamente estos pasos que se alejan de los dogmas establecidos. Ahora bien, la primera Ley fastidiosamente sublime que debemos subvertir es la muerte, pero ningún esfuerzo heterodoxo puede subvertirla realmente si no es, como advirtió Cioran, poniendo en radical tela de juicio la misma obligación de existir. Para el escritor rumano, como para Camus, quien no parte de este punto colabora ineludiblemente con el orden establecido, aunque se trate del más revolucionario de los anarquistas. El primer gesto contracultural habría de consistir, pues, ya en el primario terreno antropológico, en la problematización del vivir: divagatoria, delirante, inconformista e imperfectamente humana, si vale el pleonasmo. Bibliografía: Heterodoxias y contracultura, F. Savater y L. A. de Villena, Montesinos, Barcelona, 1980 Politique du rebelle, Michel Onfray, Grasset, París, 1998 Inmediatismo, Hakim Bey, Virus, Barcelona, 1999 Deep ecology and anarchism, Murray Bookchin y otros, Freedom Press, Londres, 1997 Discurso de la vida posible, Debord, Vaneigem y otros, Hiru, Hondarribia, 1999 Compendio, Encyclopédie des Nuisances, Radicales Livres, Madrid, 2000 Crítica de la economía política, Asger Jorn, Radicales Livres, Madrid, 1999
Esperando a los bárbaros, Jaime Semprún y Hanna Arendt, Radicales Livres, Madrid, 1999 Manifiesto de la ciudad desobediente, Antonio Martínez, RAP, Barcelona, 1998 Pánico en las redes, Luther Blisset, Literatura Gris, Madrid, 2000 Ante la falta de derechos: ¡¡Renta Básica, ya!!, José Iglesias Fernández (coord.), Virus, Barcelona, 2000 Una moneda valaca, Christian Ferrer, Etcétera, Barcelona, 1999
CUCHILLOS QUE HIENDEN EL FUTURO Notas sobre Bauman y Beck Uno de los elogios no menores que Nietzsche realizó de los sofistas fue subrayar que en ellos se insinuaba una manera diferente de pensar, una manera de pensar ante todo públicamente. Los dos libros que presentamos no contienen apenas sofismas ni están escritos por sofistas sino por sociólogos reputados, quienes sin embargo dejan por un momento la cátedra y el despacho y se avienen a hablar en público de sus ideas. Zygmunt Bauman, catedrático en excedencia de la Universidad de Leeds, pertenece a la vieja estirpe de pensadores con pipa, sabios discretos y un pelín cascarrabias, un poco al estilo de Isaiah Berlin, hoy en vías de extinción. En este libro conversa con el profesor Keith Tester. Se trata de un diálogo precioso en el que se abordan los desafíos éticos y políticos de la globalización, además de los análisis realizados por el mismo sociólogo polaco en torno a la pobreza, la exclusión social, el amor, la sociedad de consumo o la concepción de la modernidad. El insólito placer que producen estas conversaciones no sólo radica en la vastedad de las tradiciones intelectuales que Bauman maneja con soltura (Stuart Mill, Gramsci, Simmel, Douglas, Castoriadis, Levinas, Rorty), sino en la agudeza y valentía de sus análisis, en la renuncia a pretender ser ante todo original. Bauman resulta más bien decimonónico, aunque sin perder de vista los nuevos horizontes de la globalización. A él debemos precisamente la definición de la posmodernidad como una “modernidad sin ilusiones”. Este sano escepticismo del anciano profesor no le impide sin embargo penetrar con lucidez y hasta con rudeza en los problemas
de nuestra “modernidad líquida”. Partiendo de un marxismo humanista próximo a Kolakowski, Bauman ha dedicado varios libros a los acontecimientos sociales más acuciantes de las últimas décadas. Se declara socialista pero también liberal (recuérdese el “socialista a fuer de liberal” de Besteiro), o sea, Bauman piensa que decir “ser humano” es decir “sociedad”, y mantiene una concepción fuerte de la libertad como relación social. Y es precisamente esa falta de textura que permitiría desarrollar nuestra libertad la verdadera falta de la globalización, el peligro al que Bauman dirige todos sus ataques y contra el que nos intenta prevenir, no precisamente mediante la guerra. Se trataría más bien para Bauman de recuperar una ética asistencial a largo plazo. Una ética capaz de hacer frente a la nueva “extraterritorialidad” (Steiner) tanto de vagabundos como de turistas, esas dos especies antagónicas del mismo género actual humano. Una ética capaz por tanto de responsabilizarse políticamente, pues “sólo podemos ser buenos los unos con los otros”. Una moral capaz por tanto de convertir la existencia en experiencia, capaz de plantearse fines y no sólo de codificar signos e instrumentos, capaz de formar individuos que puedan elegir su vida, capaz en fin de trastocar la política de la precarización de la que ya trató Sennet en su libro La corrosión del carácter. Lo que se desprende de estas conversaciones es la apuesta por un espacio público vigoroso. Y el encomio de una cultura democrática y republicana. Siguiendo en esto a nuestro Santayana, Bauman considera que la cultura es “como un cuchillo hendiendo el futuro”, una especie de revolución permanente. Lo cual es todo lo opuesto tanto del consumismo capitalista de la libertad-parasiempre-lo-mismo como de las “leyes de la cultura” (la expresión es de un servidor) de los comunitaristas, las cuales, al igual que las leyes del mercado -leyes, como las de la naturaleza, inexistentes-, siempre están dispuestos a dejar a algunos fuera del juego. Esto se puede apreciar tanto en las declaraciones de Kymlicka como en las de Hayek: el viejo argumento del “únase a una iglesia y será
salvado, pero sobre todo únase a una iglesia”. En cuanto al libro de conversaciones entre Ulrich Beck y Johannes Wilms, el placer y el interés de leerlo no desmerecen los anteriores. Beck, conocido sociólogo de la Universidad de Munich, es más joven y sus reflexiones tienen un tinte más violeta, más à la française, como un Pascal Bruckner pero en profundo, lo cual no está mal que le ocurra a un catedrático alemán, como hubiese apreciado Nietzsche. En fin, los diálogos entre ambos profesores son intrépidos e igualmente instructivos. Veamos. En primer lugar, Ulrich Beck lanza su diagnóstico: vivimos en una “segunda modernidad”, caracterizada sociológicamente por el riesgo, la individualización, la crisis de la institución familiar y la consiguiente incorporación de la mujer al espacio laboral, que ya no es el de la socialización, etc. En segundo lugar, Beck opone la ideología neoliberal del “globalismo” a la auténtica globalización ética, política, social y cultural que todavía está por hacer, y que debe afrontar los riesgos antes mencionados si no quiere que el turbocapitalismo acabe haciendo imposible completamente la libertad. A ese nuevo ideal de libertad política lo llama cosmopolitismo. Ahora bien, me parece que la aportación central de Ulrich Beck al pensamiento del riesgo social son sus reflexiones sobre el trabajo y las relaciones en el ámbito laboral posfordista. Sin ánimo de compendiar todas las sugestivas ideas contenidas en el libro sobre esta cuestión, me gustaría citar empero este largo párrafo: “Creo que nos encontramos básicamente en una fase de desarrollo en la que, por motivos múltiples, ya no se puede aceptar el monopolio del trabajo asalariado en todos los ámbitos, es decir, en los de la búsqueda de sentido, de la seguridad social, de la formación de la propia identidad, de las condiciones para la participación en la democracia, por lo que se impone una pluralización de las actividades, aunque esto suponga una mayor actividad del individuo. Y los que, alegando tales motivos, son demonizados
como los gorrones del Estado asistencial, en mi opinión serían los pioneros de una modalidad de existencia polifacética que utiliza formas de trabajo plurales para construir sobre ellas una existencia propia” (p.84). Beck llega a apelar a un nuevo seguro de desempleo que no funcionaría como una mera limosna sino como un capital de partida para “empresarios de otra índole”: es decir, a una renta básica para el trabajo cívico y el dinero cívico. Un claro ejemplo de trabajo cívico es, por ejemplo, la cooperación entre usuarios del GNU/Linux. Hace poco el vicepresidente de Microsoft arremetía en la prensa contra el uso del software libre porque no crea “industria”, o sea, burocracia. Y no es que al señor de Microsoft le interesase demasiado las vidas de estos seres anónimos, funcionarios e intermediarios y administradores de intereses ajenos, o supuestamente generales; no es que al señor vicepresidente le temblase el corazón al recordar este ausente ejército industrial del trabajo asalariado y los marginados de la reserva; lo que le preocupaba al buen señor era el hecho de que con la desaparición de esa “industria” unos cuantos bribones, entre los que él mismo se debería de contar, dejarían de lucrarse haciendo dinero con el dinero. Se ve bien de qué se lamentaba el revolucionario de Sillicon Valley. En cuanto a la nueva cultura cosmopolita, que, siguiendo a Deleuze y Castoriadis, tal vez sería mejor llamar caosmopolita, lo ambicioso del reto estriba en la apuesta por la creación de lugares mundiales, opuestos tanto a los no-lugares de los que nos ha hablado Marc Augé (aeropuertos, centros comerciales, etc.) como a los lugares supuestamente naturales de los nacionalismos posmodernos. Ello implica obviamente una “ética de la glocalización” cosmopolita al menos en el sentido de que las sociedades plurales sean capaces de afrontar abiertamente los procesos desterritorializadores provocados por la globalización a base precisamente de autorreligarse como tales, o sea, ya no como patrias sino como “lugares por donde entra y sale el mundo”, lo que James Joyce llamaba precisamente “caosmos” (mezcla de caos
y cosmos). Tanto Zygmunt Bauman como Ulrich Beck parecen manejarse, no obstante, en una contradicción que recorre ambos libros. La contradicción, que también es la nuestra, entre la urgencia de apagar los fuegos más próximos y la voluntad de formar instituciones duraderas, incluso mundiales. La contradicción, en suma, entre la libertad derrochadora del instante y la seguridad de un largo plazo estable para poder “hacer comunidad” con estas nuevas prácticas instituyentes. Pero a pesar de estas íntimas contradicciones, el pensamiento parlante expuesto en estos dos libros consigue afilar hasta el brillo iridiscente el cuchillo de la cultura que corta el hilo del discurso que dice: esto es así y no puede ser de otra manera. Libros reseñados: La ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones, Zygmunt Bauman/ Keith Tester, Paidós, Barcelona, 2002, trad. de A. Roca. Libertad o capitalismo. Conversaciones con Johannes Wilms, Ulrich Beck, Paidós, Barcelona, 2002, trad. de B. Moreno.
TENTATIVAS DE LA MULTITUD “Es sabiduría reconocer la necesidad, cuando todos los otros cursos ya han sido considerados, aunque pueda parecer locura a aquellos que se atan a falsas esperanzas. Bueno, ¡que la locura sea nuestro manto, un velo en los ojos del enemigo! Pues él es muy sagaz y mide todas las cosas con precisión, según la escala de su propia malicia. Pero la única medida que conoce es el deseo, deseo de poder, y así juzga todos los corazones. No se le ocurrirá nunca que alguien pueda rehusar el poder, que teniendo el Anillo queramos destruirlo. Si nos ponemos en meta, confundiremos todas sus conjeturas.” J.R.R. Tolkien, El señor de los anillos
Dice Fernández-Savater en el prólogo de Esta revolución no tiene rostro: “la política, la acción colectiva de autoinstitución de la sociedad, es el ámbito de la actividad humana en el que se expresa mejor el exceso que supone cualquier lazo social a las consideraciones mecanicistas o funcionalistas. La acción política es el ámbito de lo heroico y lo superfluo, de la excelencia y la sobreabundancia; y por eso le viene como un guante el “lenguaje del entusiasmo” en que consisten los mitos”. De este lenguaje del entusiasmo de los mitos emancipadores está hecho Esta revolución no tiene rostro, donde se incluyen panfletos, manifiestos, cuentos, reportajes, declaraciones y otros textos que tienen al movimiento de protesta global como telón de fondo. Sus autores forman el grupo radical Wu Ming, que en chino mandarín significa “Sin nombre”. Wu Ming fue conocido durante el quinquenio 1994-1999 como Luther Blisset Project, un movimiento surgido en torno a la Asociación Psicogeográfica de Bolonia (situacionistas posmodernos) que durante esos años llevó a cabo una serie de acciones de protesta tales como unas huelgas de arte, por ejemplo, pero especializándose sobre todo en el terreno de la comunicación.
Pues como vuelve a decir el prologuista, “si hoy [en la sociedad de la información] una de las fuerzas productivas principales es el lenguaje, ¡cómo no va a tener una importancia política de primer orden la lucha en el terreno de las significaciones, el combate entre el vaciado de contenidos fuertes de la banalización mediática, la propaganda de guerra o el lenguaje empobrecido que se impone en muchas empresas de servicios y la polisemia fecunda de las narraciones míticas políticamente orientadas!”. De ahí la importancia de la mitopoiesis o creación de mitos que acompañan y dan sentido a la autoinstitución política de la sociedad. Y esto es lo que contiene este libro estimulante: relatos de la resistencia global a la separación avasalladora entre representados y representantes, recuperación de símbolos, ritos y leyendas del proyecto siempre inacabado de emancipación humana (cabe recordar la novela histórica Q, ambientada por Luther Blisset en la revuelta campesina de los tiempos de la Reforma cuyo lema fue Omnia sunt comunia), manifiestos y declaraciones que aúnan teoría revolucionaria y práctica militante, etcétera, etcétera. Textos escritos al calor de los centros sociales italianos, la “batalla de Génova” y el movimiento de los Monos Blancos, textos que nos animan a mirar de frente al llamado “capitalismo de espíritu” o turbocapitalismo. El dilema no es pues mito o no mito, sino mito o fetiche, narrativa de emancipación o teología. Una “diplomacia desde abajo” cuyos frutos renacen una y otra vez pugna por producir compartidamente un saber libre, en una “guerra de metáforas” cuyo objetivo es desarticular las redes asfixiantes en que la propiedad intelectual, los derechos de autor y el monopolio televisivo y de Internet pueden atraparnos. Atiéndase por ejemplo a todo el movimiento del software libre o del copyleft, que permiten compartir conocimientos y experimentar conjuntamente al margen de las reglas monopolistas, u a otras actividades que preservan la creatividad libre dentro del proyecto de autonomía individual y colectiva de la sociedad.
Imaginación, creatividad, lenguaje, comunicación, cualidades de autoorganización, afectos: tales son los paradigmas subversivos que alientan en todos los textos de Esta revolución no tiene rostro. Desde los vínculos entre la cultura underground y la acción política, el nombre colectivo de Wu Ming, como antes el seudónimo-que-cualquiera- podía-utilizar de Luther Blisset, sirve para designar la creación y la inteligencia colectiva, la guerrilla de la comunicación, la literatura-guerrilla, el sabotaje comercial. Sintonías de la guerra psíquica contra el capitalismo de Estado, tan socialdemócrata; batalla político-cultural contra los medios de comunicación que se apoderan de la riqueza constituyente del lenguaje y de la imaginación creadoras. Manipulación de la iconografía pop en un sentido emancipador, lucha por la producción de sentido desde los territorios de la inmanencia, implantación de la filosofía y de la democracia, en fin, en la calle. Los textos de combate de Esta revolución no tiene rostro son casi todos ellos panfletarios. Pueden recordar a los de Thomas Paine en favor de las revoluciones americana y francesa de finales del siglo XVIII, nos retrotraen también a los adoquines del Barrio Latino de París del mayo del 68. Las manifestaciones de Seattle en 1999 y la de Génova en julio del 2001 están detrás de todos ellos. Al principio se incluye la declaración de intenciones del laboratorio de diseño literario Wu Ming: “escribir ya es producir, narrar ya es política”. Sus armas son la potencia comunicativa de la fabulación, el don, la gratuidad, el compartir, la cooperación. Se habla del movimiento de desobediencia civil de los Monos Blancos, de las radios libres, del Frente Zapatista -sin matiz crítico, no obstante-, de los efervescentes centros sociales autogestionados italianos, del plagio y del comunismo literario, de la renta básica de ciudadanía, del trabajo cívico, de derechos civiles, de la intelectualidad de masas. La narración abierta de estas historias tiene siempre un protagonista, la multitud, noción que Negri extrae de Spinoza –el
gran filósofo de la democracia- a través de Deleuze (léase sin falta Mil mesetas). Multitud anónima y subversiva, incontable, inidentificable, expansiva, reflexiva, autónoma, activa. Multitud revolucionaria: “Somos viejos para el futuro, ejército de desobediencia cuyas historias son armas, en marcha desde hace siglos sobre este planeta. En nuestros estandartes está escrito `dignidad´. En su nombre combatimos contra aquellos que quieren ser los amos de personas, campos, bosques y ríos, contra aquellos que gobiernan arbitrariamente, contra aquellos que imponen el orden del Imperio, contra quienes empobrecen a las comunidades" (pág. 111). Tal es “el mantra de la multitud que canta un flujo incesante, un mar inquieto y bullente. Debemos sacar, pescar, distribuir, contar. Y poco más, en el fondo. Pretender la dignidad para todos” (pág. 96). La multitud pelea para prevenirse de los males del Warfare, esa consecuencia del Wellfare State, complejo militar-industrial contra el que nos previno ya el mismísimo Eisenhower. La multitud sabe interrogar al mundo y es capaz todavía de asombrarse de las respuestas. Y en el centro de la multitud están los cuerpos: “El cuerpo somos nosotros, soy yo, es lo que ponemos en juego en el contacto, el proyecto, el deseo. Nuestro ser comunitario no tiene nada que ver con los ejércitos, los clanes mafiosos, las bandas” (pág. 176). Ese cuerpo del que, como decía Spinoza, nadie ha determinado aún lo que puede o no puede. En un excelente libro titulado precisamente Narrar el abismo (Pre-Textos), el filósofo español Manuel Barrios reflexiona lúcidamente sobre el proyecto de una “mitología de la razón” que reunió a principios del siglo XIX a pensadores y poetas como Hegel, Schelling o Hölderlin. Pues justamente de lo que se trata es de eso: de crear nuevas formas y nuevos contenidos narrativos que den cuenta del abismo sin fondo en que nos encontramos, más acá de una Razón intemporal que sirve de cimiento al delirio del progreso lineal e ilimitado de una historia falsamente concebida. Y narrar el abismo supone, hoy como entonces, “discrepar de un
pensar dogmático de la pura efectividad de lo presente, sin espacio de acogida para lo posible en su más genuina dimensión revolucionaria de apertura intempestiva al porvenir”. Libro reseñado: Esta revolución no tiene rostro, Wu Ming, Acuarela, Madrid, 2002.
LA SALUD DE LA MUCHEDUMBRE Durante un tiempo jugué a fútbol-sala en la liga de mi localidad. Nos patrocinaba un bar, y en la camiseta, en un juego de palabras que aprovechaba el nombre de la calle donde estaba situado el antro, escribimos: "Centro de salud". ¿Se acuerdan de aquellos versos de William Blake que empiezan así: "Madre querida, madre querida..."?. Madre querida, cantaba Blake, qué bien se está en la taberna: el trato es mucho más caluroso que el que nos dispensan en la iglesia. Aquí quiero venir, aquí quiero quedarme, madre querida. ¡Bares, tascas, cantinas, pubs, tabernas, cafeterías! ¡Lugares hospitalarios, antros de sentido común, centros de salud pública, por decirlo todo! Todo esto viene a cuento porque me acabo de leer la novela La taberna errante, del escritor inglés G. K. Chesterton, autor de la conocida saga detectivesca del padre Brown (llevada a televisión) y de numerosos ensayos y artículos, además de otras tres novelas, que sería mejor llamar "largos artículos dramatizados", como luego se verá, tituladas respectivamente El Napoleón de Notting Hill, La esfera y la cruz y El hombre que era jueves. Chesterton pergeña en La taberna errante una sátira del lado oscuro de ese mito moderno por excelencia, el Progreso. Educado en una familia conservadora ("no sé qué puede querer decir ser conservador", señaló, empero), socialista en su juventud, liberal al final de sus días (aunque acabó rechazando al Partido Liberal por lo que denuncia en esta historia), Chesterton pasa hoy por ser un escritor catolizante, incluso reaccionario, fascista tal vez para algún pedante socialdemócrata, pero semejante sutileza ya se me escapa. Su reacción antiposmoderna lo fue en tanto rechazo conservador del fascismo que abolió el parlamentarismo, o sea, fue una reacción contra el totalitarismo, que él veía empero alimentado por la plutocracia, también harto despectiva con el parlamento: fue pues a la vez una defensa de la soberanía popular y una denuncia de la arrogancia
del poder. Por otra parte su catolicismo inglés fue una reacción, revolucionaria casi (existe el antecedente de Tomás Moro), ante ese ecumenismo posmoderno avant-la-lettre que él veía instituido en el afán imperialista británico, en cuya base situaba a la doctrina anglicana, que rechazaba en tanto ideología de poder. En La taberna errante Chesterton propone una historia muy simple: lord Ivywood, un aristócrata metido a diputado por el partido conservador, jaleado por un charlatán de origen turco que propaga el orientalismo y el islam en sus pomposos discursos, decide en orden a la consecución del superhombre abolir la venta y disfrute de bebidas alcohólicas, lo que supone el cierre de todas las tabernas de Inglaterra. Pero el capitán Dalroy, un irlandés temperamental amante de la acción, ex-oficial de la Armada Británica, y el tabernero Humphrey Pump, rescatan el letrero del "El Viejo Navío", la taberna de este último, y con ella a cuestas, un barrilito de ron y un trozo de queso, aprovechando los vacíos legales que la novedosa normalización no cubre del todo inician juntos una peripecia que les llevará a derrotar a lord Ivywood y a lograr la derogación de la infame ley con la ayuda del pueblo de Londres. Chesterton amaba a Dickens, a Stevenson y a Francia, además de a su mujer, claro está, con la que no tuvo hijos pero con la que visitó España: nos lo podemos imaginar sentado junto a su ama de llaves, que era quien conducía, dando bandazos dentro del automóvil que recorría las tortuosas costas del Garraf. Chesterton conoció Madrid, Toledo, Tarragona y Barcelona, pero el pueblo que más le gustó fue Sitges, donde hoy tiene una lápida de recuerdo publicitada gracias a las fotografías de Mira por dónde, la autobiografía razonada de Savater: mira por dónde, haber pasado tantas veces por ahí (yo soy de la vecina Vilanova) y no haber reparado nunca en ella. Chesterton había venido anteriormente invitado por un grupito de escritores, entre ellos Marià Manent, a mediados de los años 20. Esta segunda visita se produjo poco antes de su fallecimiento. Con muy buen criterio, el orondo escritor
londinense había escrito a su primer regreso: "Barcelona es el pueblo más sucio de España. Sitges es la ciudad más limpia de Europa". Defensor de la causa nacionalista irlandesa (cosa no demasiado difícil teniendo en cuenta que los ingleses llegaron a prohibir las carreras de caballos en la verde Erín), y de los boers surafricanos (más que nada para darles la lata -llegó a polemizar con ellos a puñetazos- a los fantasmones imperialistas de su país), Chesterton dice en otra parte deber mostrar cierta sensibilidad para con el puntito nacionalista de sus anfitriones catalanes: por ejemplo no sabe si pedir perdón por decir que visita "España", aunque nunca escribe otra cosa. Sensible, pero no imbécil. The Flying Inn, título original de La taberna errante, fue publicada en España por primera vez que yo sepa en 1942, en traducción castellana de Mario Pineda y con el título, más fiel al original pero sin duda peor logrado, de La hostería volante. Pienso que también se podría haber utilizado la palabra venta, de tan clara e hilarante resonancia cervantina. En todo caso, esta nueva traducción que publica Acuarela Libros, realizada por Tomás González Cobos y José Elías Rodríguez Cañas, se justifica en nota final por varias razones. La primera y principal es que la traducción de Mario Pineda prescindía de palabras, frases e incluso páginas enteras, además de no incluir muchas de las canciones que van alegrando la lectura, al modo en que lo hacen en las películas de John Ford, o en los musicales. No se sabe si esta ausencia se debe a una autocensura debida a la época en que se publicó o a qué razones. Con la nueva traducción quizá se ha perdido algún que otro sabroso arcaísmo, pero me parece que la actualizada edición de Acuarela es más que bienvenida, teniendo en cuenta por otra parte la polémica que el narrador noveliza, y que hoy nos resulta tan contemporánea como ya lo era en su día, tanto en su denuncia del "islamismo" como sobre todo de lo que el prologuista llama "idealismo de las clases altas". Veamos. A diferencia de los culebrones serviles al estilo Los ricos también lloran que inacabablemente se presentan como noticia exhaustiva
de una realidad que adula el estado de cosas presente incluso cuando dice pretender todo lo contrario (resulta que las historias que se fugarían de la Historia serían las de los países ricos "políticamente pobres", señala por ejemplo Rubert de Ventós, de visita a Chiapas, eso sí), el tipo de leyenda arquetípica que en este caso narra Chesterton, alimentada en los mil cuentos populares de combate entre el bien y el mal que tejen la cultura europea de fondo pagano, logra esquivar el servilismo adornado en cartónpiedra o en posmoderno celofán no sólo porque lo más interesante de la novela lo constituyan los diálogos humorísticos de sus protagonistas (siempre la risotada escapó a la servidumbre), sino por varios detalles radicalmente subversivos, a saber: la presencia de una mujer hermosa derrotada por su lucidez y por su linaje, pero lo suficientemente valerosa para ponerse del lado del tabernero y del amor ("madre querida, madre querida..."); la ausencia absoluta de demagogia en los sucesivos homenajes clamorosos a la fortaleza de la bondad, porque si bien aquí la narración se empeña en nombrar lo innombrable, lo hace a sabiendas y por tanto sin salirse de la lengua viva común, siempre fiel aunque a ratos un poco forzada (quizá el cine tiene más posibilidades de describir lo indescriptible, de ahí su fuerza pero también su poder, en el peor sentido de la palabra); y el coraje -siempre el coraje- de relatar una pequeña revolución en la que los capitalistas, aristócratas, diputados y charlatanes intelectualoides pierden todas sus ilusiones de futuro y las multitudes, tabernarias en este caso, sólo ganan o vuelven a ganar nada menos que su libertad. Lo que, a pesar de todos los pesares, hace irrepetible la experiencia de toparse con Chesterton, lo que convierte al escritor inglés en un autor mayor de la primera mitad del siglo XX, lo que es hermoso y valiente en este hombre único es cómo aborda el problema de la piedad y de la alegría compartida, sin la cual perecería la libertad común y hasta la piedad misma. Si este gran hombre acabó siendo un reaccionario contra la modernidad que le tocó vivir fue porque no soportaba "un mundo en que al valor se le llama frenesí, y al amor, superstición". Si ataca en esta novela al
orientalismo, no lo hace en nombre del capitalismo, al que más bien acusa de connivencia en la destrucción de la democracia. Ahora que al valor se le llama "crispación" y el amor sigue siendo cosa de debilidad o inestabilidad mental, un peligro vencido por las muy corporativistas multinacionales farmacéuticas, por poner un ejemplo, una ingenuidad consentida en el mejor de los casos, el prólogo que escribe Santiago Alba Rico (antiguo guionista de la serie infantil de TVE La bola de cristal) a esta nueva edición de La taberna errante merece también una atenta lectura, como cuando describe el meollo polémico de la novela en términos de una "una cuestión social, una especie de lucha de clases epicúrea y, más allá, un insoslayable problema antropológico, (...) la guerra entre los ricos y los pobres, entre la falsa y la verdadera sencillez". La falsa o la verdadera sencillez, esto es, la falsa o la verdadera alegría, la falsa o la verdadera dignidad. Y es que aun estando hartos de los ricos y hartos de los pobres, como Bernard Shaw, amigo y adversario de GK, aun pensando con Cioran que hasta el más revolucionario de los anarquistas colabora con el régimen establecido (Chesterton, un poco a la manera del "anarquista místico" que protagoniza Niebla de Unamuno, sintió siempe una viva atracción por los ácratas), no podríamos soslayar la cuestión que plantea una vida digna de ser vivida, una vida que vale la pena vivir, en la que cada cual sea libre entre las cosas, donde importa lo que está bien y lo que está mal, donde los límites no son una traba obligada sino un principio de placer, donde la razón no es un tribunal sometido a leyes extrahumanas sino un sentido común y una lógica del cuerpo y del amor allí hasta donde pueda ser lógica sin dejar de ser más que compartida, y donde la piedad, finalmente, conoce la compasión sin dejar de permanecer leal a la verdad. En un momento de la aventura del barrilito de ron y del pedazo de queso fugitivos, comenta el capitán Dalroy a su perro -hay gente que lo hace- sobre uno de los lacayos de lord Ivywood: "Ahí tienes, por ejemplo, esa persona que se halla a poca distancia de nosotros y que es a la vez estúpida y malvada. Pero, ¡cuidadito,
Quoodle! Fíjate bien en que el mal concepto en que le tenemos proviene no de sus defectos intelectuales, sino de sus flaquezas morales!". Para saber qué entiende Chesterton por "flaquezas morales" les invito a leer este cuento de hadas sobre la alegría de vivir y la libertad de las multitudes. Buenos tragos y buen bocado. Y como solía decir Loquillo al final de sus conciertos, "nos vemos en la barra de cualquier bar". Libro reseñado: La taberna errante, G. K. Chesterton, prólogo de Santiago Alba Rico, traducción de T. González Cobos y J. E. Rodríguez Cañas, Acuarela, Madrid, 2004.
LA GUERRA A DEBATE Acabo de leer el libro ¿Por qué la guerra? (Minúscula), que contiene la correspondencia epistolar a cuyo través, en 1932, Einstein y Freud abordaron el problema de la guerra, sus diversos porqués y su posible supresión. Se trata sin duda, tal como afirma en la introducción el sociólogo italiano Eligio Resta, de una de las experiencias de debate ético-político más interesantes que se han realizado sobre uno de los temas más complejos e inextricables de nuestra civilización. Vida y muerte, humanidad e inhumanidad, libertad y sumisión, paz y guerra se entremezclan en esta reflexión surgida a partir del gran interrogante lanzado por Einstein: “¿Hay una manera de liberar a los seres humanos de la fatalidad de la guerra?”. Es decir, “lo que está en juego en esta reflexión”, escribe Resta en su amplio prólogo, “es la guerra, las formas autodestructivas, la paciente construcción de la paz por parte de las instituciones políticas, el desencanto, el trabajo cotidiano de las burocracias sin alma, las utopías y los impulsos ideales, las pasiones y las muchas razones por las que vale la pena llevar a cabo esfuerzos comunes.” Fue Einstein, a la sazón Premio Nobel de Física, quien inició el diálogo con una carta dirigida a su amigo Freud, el célebre psicólogo. En su misiva, el físico alemán expone de manera sucinta las medidas insoslayables que los humanos deberíamos adoptar para conseguir un mínimo compromiso de paz. En la estela kantiana de la paz perpetua estas medidas tendrían que ir dirigidas a la creación de una institución política y judicial superior a los Estados y vinculante para todos ellos. Esta “organización supraestatal” (cuyo ejemplo entonces era la Sociedad de Naciones, embrión de la actual ONU) supondría la “renuncia sin condiciones de los Estados a una parte de su libertad de acción o, mejor dicho,
de su soberanía”. Pero acaso olvida Einstein que incluso una especie de policía de la ONU se vería abocada también a hacer la guerra, y quizá de forma más incontrolada y, sobre todo, incontrolable, habida cuenta además de que hoy en día la ONU está formada por no pocas dictaduras o regímenes similares. En 1932, Einstein se declaraba pacifista militante, pero acaso fue esta militancia la que le llevó no mucho más tarde a colaborar en el Proyecto Manhattan de la bomba atómica. El razonamiento por el cual Einstein llegaba entonces a estas conclusiones nos es conocido: el presupuesto es que los Estados soberanos se relacionan entre sí como los hombres en el hipotético estado de naturaleza. Por lo tanto, se impone una especie de Estado mundial que sea capaz de garantizar la seguridad internacional, la libertad y la paz civil para acabar con el estado de guerra latente – Walter Lippman la llamó, en otro contexto determinado, guerra fría- en el que los Estados viven entre sí incluso en épocas de aparente tranquilidad, puesto que no existe ninguna institución supranacional por cuyos principios democráticos y decisiones legales queden vinculados. Pero esta idea kantiana de un Estado mundial le parecía a Hanna Arendt, la gran teórica de la democracia del siglo XX junto a no muchos más autores, como Castoriadis, y otra judía alemana exiliada, un horror a evitar, por alejarse del principo de realidad y también del de razón, que no es, para Hanna Arendt, un instrumento legislador idéntico a sí mismo que pueda imponerse sobre la realidad. Einstein acaba su carta lanzando otra pregunta a su amigo Freud: “¿Es posible dirigir el desarrollo psíquico de los seres humanos de tal manera que estos se vuelvan más resistentes a las psicosis del odio y de la destrucción?”. El debate abandona la haute politique para zambullirse de lleno en las menos claras y optimistas aguas de nuestro inconsciente, que acaso también reclamaría en este sentido una cierta “pacificación”, o quizá mejor, una liberación.
La respuesta de Freud es más larga y más rica en matices que la de su corresponsal. Me ceñiré aquí sólo a dos de los varios temas que analiza el médico vienés con su acerada lucidez. El primero de ellos incide en la relación intrínseca entre violencia y derecho. Para Freud “se comete un error de cálculo si no se tiene en cuenta que el derecho fue originalmente violencia bruta y que sigue sin poder renunciar al apoyo de la violencia”. Sirva esta advertencia al menos como una lección de sano realismo... Ya Nietzsche en la Genealogía de la moral nos despertó del ensueño de un origen pacífico del derecho, aunque, a diferencia de Freud, el filósofo no reducía tampoco el derecho a un naturalismo puramente maléfico, como es el caso frecuente del psicoanalista, más próximo en este punto al pesimismo ontológico de Schopenhauer. El otro polo sobre el que Freud hace girar su reflexión es el de la conocida teoría de las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte, la lucha en abrazo mortal entre eros y thánatos. Entre las muchas cosas interesantes que Freud apunta a este propósito destacan dos: la primera es que dichas pulsiones no suelen darse por separado y por lo tanto intentar eliminar de raíz a una supondría eliminar de raíz a la otra: buscando la libertad encontraríamos la nada, método profusamente publicitado por la mística pero que no tendría cabida en una sociedad complejamente humana; la segunda cuestión destacable es la respuesta final que Freud da a la pregunta de Einstein: la única manera de “controlar” los impulsos destructivos surgidos del odio sólo puede nacer de la educación para el amor a la vida y la libertad entre humanos. La educación humanista procuraría nacer en nosotros, lentamente, una suerte de “intolerancia constitucional” hacia la guerra, por negar ésta la posibilidad misma no ya de la paz sino directamente de la libertad. Es a esta larga, ardua y fecunda tarea educativa a lo que se ha llamado civilización. Finalmente Freud arriesga una respuesta a los interrogantes de Einstein: “todo lo que impulsa la evolución cultural actúa contra la guerra”.
Hace unos meses, durante la presentación pública de ¿Por qué la guerra? en la librería barcelonesa La Central, se produjo un breve pero intenso debate sobre las ideas expuestas por Einstein y Freud en su correspondencia epistolar. El filósofo español Víctor Gómez Pin encendió la mecha al afirmar, contra la respuesta final de Freud y no sin razón, que la guerra, lejos de poder ser mitigada por la “evolución cultural”, es uno de los productos más refinados de la cultura humana. No todo el mundo se mostró de acuerdo con semejante aserto. Pero, tal vez, tanto los que se mostraron a favor como los que lo hicieron en contra apelando, sin más, a las “bondades” de la cultura, olvidaron comentar la falta de profundización de Freud en la idea misma de evolución cultural. Si la base de la cultura humana es el lenguaje -y sobre todo el lenguaje común crítico y creador-, la guerra no puede ser considerada un producto más de la civilización. Muy posiblemente Ferlosio tiene razón cuando afirma que el insulto se sitúa en el umbral mismo de la violencia, pero en sí es civilizado, pues aunque próximo a la violencia sigue siendo lenguaje -y a veces más civilizado que la retórica mendaz. En cambio, la guerra implica la supresión definitiva de todo lenguaje y no puede ser considerada, por tanto, uno de los productos más sofisticados de la cultura humana. La guerra tiene que ver, en cambio, más bien con el trabajo, en el que el lenguaje se limita a su aspecto de medio para otra cosa. Sin embargo, la simple invocación por Freud de la “cultura” como término salvador es lo que resulta criticable. En este sentido fue Erich Fromm quien más páginas dedicó a esta cuestión, objetando a Freud no tanto su fe en la cultura como antídoto contra la guerra como su olvido del componente histórico-social, y por tanto político, del proceso cultural mismo. Este insoslayable aspecto social pone de relieve los múltiples problemas que, al igual
que ocurría en la relación entre derecho y violencia, plantea este nuevo enfoque de la cuestión. A lo largo del siglo XX se ha hablado del ocaso de Occidente (Spengler), de la crisis del humanismo (Heidegger), del dominio de la razón instrumental (Horkheimer, Adorno) o del sistema burocrático-jerárquico (Castoriadis). Pero ha sido el filósofo alemán Peter Sloterdijk quien de manera implícita ha lanzado en nuestros días la pregunta que se escondía tras estas sucesivas proclamas y que pone en entredicho la misma idea de cultura: ¿qué tipo de educación o, más ampliamente, de humanismo, podemos sostener quienes queremos hacer frente a la amenaza permanente de la barbarie? Por un lado, pretender edificar una cultura que olvide la violencia como algo intrínsecamente humano sería, tal como ya nos lo advirtió Nietzsche (que hablaba de Shakespeare, por ejemplo, como de un talento “salvaje”), fabricar irremediablemente una nueva barbarie. Sin embargo, por otro lado, este dato no nos puede llevar a considerar a la violencia como creadora de civilización. La guerra no es un producto cultural, o lo es en un nivel muy primario. Puede ser, desde luego, una opción de la libertad, pero una opción que va contra la posibilidad de sí misma y por tanto contra la cultura como progreso humano. Aunque aquí conviene realizar otra apreciación: damos por sentado que estamos hablando de lo que Virno llama “guerra civil” en países ya civilizados, de los que cabe excluir, como tales países, a los países que no son democracias ni tienden a serlo. No estamos hablando, pues ha quedado descartada la idea kantiana de un Estado mundial, de guerra entre democracias y regímenes que no lo son. En este último sentido, la guerra viene a ser una suerte de policía de la federación de democracias realmente existentes, federación apuntada ya en la Ética de Spinoza, y no es ilusorio que se puedan propagar la democracia y la libertad mediante la ayuda de tales armas, como se puede comprobar históricamente en la Grecia
antigua y especialmente en la Roma antigua, o en la Europa medieval. No está de más subrayar otra vez el papel que los EEUU de América han jugado en el siglo XX no ya respecto a la globalización del derecho y de la economía, por ejemplo con la creación de la ONU y del FMI, sino respecto a la unión de la misma Europa, que lleva más de cincuenta años viviendo organizada más o menos en paz gracias a ellos. Una educación humanista debería situarse, pues, entre dos tentaciones opuestas: la de convertirla en una mera acumulación erudita de cultura angélica sin ningún rasgo perturbador, como si la cultura fuese el nuevo capital que, según expresión de Félix de Azúa, funcionaría como opio del pueblo en la actual sociedad de la información; y la de renegar de la vieja tradición humanista basada en la letra escrita, la conversación y la vulnerabilidad del cuerpo humano para sustituirlas por la beata adoración de las nuevas técnicas de comunicación audiovisual. Tanto Einstein como Freud coinciden en reivindicar en esta encrucijada la vieja noción griega de filía, declarándose ambos “amigos de la humanidad”. Social e históricamente, la profundización en la idea de “evolución cultural” nos conduce al punto de vista ético-político. Y sólo hay un régimen político en el que este humanismo puede desarrollar su proyecto y resguardar su memoria. Éste no es otro, como ha sido dicho, que la democracia, que no es el menos malo de los sistemas políticos, sino el mejor; de hecho, el único propiamente político: una sociedad radicalmente democrática no suprime la violencia (asume la posibilidad trágica de su autodestrucción, al reconocerse plenamente mortal), pero educa y se educa para en la medida de todo lo posible evitarla. A la guerra, a la guerra civil y aun a la amenaza de guerra y su pura lógica de obediencia, la evolución cultural así entendida opone el ideal ético-político de una comunidad de diálogo entre individuos igualmente libres y autónomos. Un ideal que, a fin de cuentas, necesita de esa filía contagiosa más que ninguna otra cosa.
LAS BODAS DE LA PALABRA Y DEL SILENCIO Como si nunca hubiera sido mía, dad al aire mi voz y que en el aire sea de todos, igual que una mañana o una tarde. Claudio Rodríguez El filósofo alemán Hegel había condicionado el conocimiento de lo real (la verdad) a la mediación de una razón autoconsciente. Hegel llevaba así al platonismo hasta sus últimas consecuencias y convertía el todopoderoso e idéntico mundo de las ideas en el no menos omnipotente mundo de los hechos ideales: éste sería el mundo científico. Por su parte, el pensador danés Kierkegaard atacó ferozmente esta noción hegeliana de mediación o reflexión: para Kierkegaard, sólo puede haber conocimiento cuando se está en una relación absoluta e inmediata –no relativa ni mediata- con lo absoluto. Esta sería la vida religiosa. Tales son los parámetros antecedentes en los que Zambrano desarrolla su proyecto intelectual y a los que se enfrenta en su obra, bien que de distinto modo. Ni relativamente mediada ni absolutamente inmediata, la razón no puede realmente conocer cualquier cosa sin tener en cuenta el fondo ininteligible sobre el que se mece. La razón relativamente absoluta, mediada, de Hegel lo sabe todo porque se sabe toda, pero así anula de hecho el devenir de lo real. La razón absoluta inmediata de Kierkegaard alcanza el saber total al precio de entregárselo a lo absolutamente desconocido. En esta encrucijada, o sea, entre la palabra hecha y el silencio dado, Zambrano buscará el camino de una palabra que sea al mismo tiempo leal al silencio y creadora de realidad.
En términos filosóficos, el logro de Zambrano consiste en transformar la “razón vital” de Ortega en una razón poética (de poiesis: creación), pues sólo ésta permite unir poesía y filosofía, o sea, permite reunir a los poetas (que no son expulsados de la ciudad como en la República de Platón) y a los filósofos, que mantienen junto al amor por la vida la exigencia de lucidez y libertad. En otras palabras, la razón poética de Zambrano intenta aunar lo poético de la razón y lo racional de la poesía. De este modo, la filósofa española expone las diferencias del filósofo y del poeta para tratar de hallar, en el punto de encuentro que los une, la clave de bóveda de un lenguaje que haga más fraternal y más libre la convivencia humana. Este punto clave será lo que llamaremos “la palabra liberada del lenguaje”: tal será la reforma del entendimiento de cuño spinoziano que desemboca finalmente en la constatación de que la democracia resulta la más alta obra de arte que los hombres somos capaces de crear. El sueño creador En el arte, nos dice María Zambrano, se descubre “el anhelo elevado a empeño de reecontrar la huella de una forma perdida no ya de saber solamente, sino de existencia; de reecontrarla y descifrarla”. Zambrano habla de una forma perdida de existencia “donde por tanto los contrarios no se enseñoreaban de la llamada `realidad´, ni las abstracciones la llamada `vida´”. El arte, la forma más alta de expresión humana, se opone, pues, al Bien platónico, a la Lógica aristotélica, a la Idea kantiana, al Sistema hegeliano. En tanto palabra humana, el arte en Zambrano “ha salvaguardado su esencia única situando la experiencia de lo Insoluble sobre la reflexión acerca de ello: ha superado en suma la filosofía...”, según el comentario de Cioran a la obra de la malagueña, y añade: “sólo es verdadero a sus ojos el verbo que se zafa de las trabas de la expresión o, como ella misma ha dicho magníficamente, la palabra liberada del lenguaje”.
Pues bien, el arte para Zambrano ha de ser esta palabra liberada y liberadora, esta palabra vivificante que se enfrenta a las palabras edificantes de las filosofías sistemáticas. Y, como ya se ha dicho, esta palabra se mantiene leal al silencio de la soledad: “Escribir es defender la soledad en que se está”. Pero en el fondo paradójico de la soledad hierve el deseo de vida común: pues la defensa de la soledad celebra la “victoria de un poder de comunicar”. En la soledad ineliminable los hombres recuperan su libertad individual: “Se escribe para reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente”. Y se escribe para defendernos y acaso vencer a la totalidad: “Partiendo del centro de nuestro ser en recogimiento, irán a defendernos (las palabras) ante la totalidad de los momentos, ante la totalidad de las circunstancias, ante la vida íntegra”. A favor de la libertad humana, la palabra liberada del lenguaje “lleva la humanidad del hombre a límites recién descubiertos, a límites de la hombría, del ser hombre con lo inhumano”. Y la soledad “sedienta” tiene “sed de vencer por la palabra los instantes vacíos idos, el fracaso incesante de dejarnos ir por el tiempo”. Así se hace público el secreto (que todos los totalitarismos pretenden arrogarse). Este secreto, “verdad de lo que pasa en el secreto seno del tiempo”, es “el silencio de las vidas”; el silencio que anida en todos nosotros y por el cual “la comunidad de escritor y público” se forma “en el acto mismo de escribir el escritor su obra”. De esta manera “la palabra se volverá hacia lo que parece ser su contrario y aun enemigo: el silencio. Querrá unirse a él, en lugar de destruirle. Es `musica callada´´, `soledad sonora´, bodas de la palabra y el silencio”. Pero lejos de ensimismarse, esta palabra “es activa, operante, palabra-acción sin necesidad de que sea imperativa”. Y para ello se requiere no dejarse arrastrar por la riada del lenguaje, por su embrujamiento (Wittgenstein). Para ilustrar la palabra-acción mencionada, Zambrano pone hermosos ejemplos de cómo ante “conjuros, exorcismos, invocaciones” se abren puertas, templos, tesoros que conducen a un espacio nuevo de vida y libertad: es la aventura de lo humano. En su libro La sculpture de soi, Michel Onfray también ha señalado
recientemente esta función “performativa” del lenguaje: “Rematerializando la palabra, se recupera el gesto primitivo puesto en acción por todas las mitologías cuando establecieron la génesis de sus cosmogonías: la palabra es fundadora, permite el advenimiento del sentido y de la forma en el caos”. Pero el desvelamiento del secreto comporta, en cierta medida, el desvelamiento del cuerpo. “La participación del cuerpo – movimientos de traslación que dejan de ser simple traslación, simple andar, circunambulación, danza- cumple la acción de la palabra sagrada” por la cual se “tiene acceso a espacios y a dimensiones del tiempo, a un espacio-tiempo, menos divergentes de como en el vivir cotidiano se encuentran”. Y de ahí que Zambrano arremeta contra la filosofía platónica que acaba expulsando a los poetas desafectos de la ciudad: “Lo que Platón hace, en realidad, es teología y mística”. Pero es precisamente por la mística y por la poesía por lo que Zambrano salva a Platón, para elevarlo a rango de poeta místico en el que “el toro de la sangre y de la muerte” se convierte en “blanco cisne”. Este Platón más erótico que eidético será recuperado en la modernidad por la voluntad insaciable de Schopenhauer, cuyo aún culpabilizado “tú debes” quedará definitivamente borrado por el jubiloso “yo quiero” de Nietzsche. El Fiat lux encarnado se convierte de este modo en creación: “Transformación de lo sagrado –oculto, ambiguo, inaccesible- en lo divino –manifiesto, unívoco, si se ha seguido la justa vía”. En este punto Zambrano habla del “anhelo de la inmaculada concepción”, o sea, de lo impecable. Pero para disipar las ilusiones religiosas, lo hace de una manera trágica, es decir, asumiendo plenamente su imposibilidad: “Palabra originaria, nunca se puede dar, mas toda palabra dada viene de ella. Y de ahí la fidelidad que encadena ya en el solo plano de la moral, a quien ha dado una palabra, la suya, su palabra, que es suya justamente porque la ha dado”. Palabra de honor.
Y en esta fragilidad de la lealtad de la palabra es donde puede nacer una comunicación libre que supere la oscuridad eterna de la muerte con la luz multicolor de la vida: “Y el color nace del fuego que hay en la luz, del agua que hay en el aire, de la tierra que absorbe fuego y agua y que los guarda –vela- en su oscuridad dándolos luego la luz en su forma visible”. Y así es como surge el arco iris (símbolo del “esfuerzo del hombre”, Fausto, Goethe) del que Spinoza, gran pensador de la democracia, escribió un tratado en sus últimos días, hoy perdido. Es la luz que reside “entre cielo y tierra” la que anuncia en la aurora la salida del sol que ha de traernos el día: “Ya que el alba hace sentir la germinación de la luz, y antes que el sol aparezca como su fruto, hay un tiempo inmenso, pues que todo es en ella inmensidad, un lago de calma y de quietud, de luz blanca”. Y es esta luz la que pone de manifiesto las posibilidades más radicales de los hombres, lejos también de las falacias científicas: “Ir más allá de la ciencia del bien y del mal, atravesar su sombra, han buscado hacer siempre las humanas artes-pensamiento, todas ellas herederas del lenguaje sagrado que recrea y vivifica bajo la sola copa del Árbol de la Vida, lo que sin duda era lo que habitaba la mente de Nietzsche cuando escribió: `Todo lo que se hace por amor se hace más allá del bien y del mal´”. Volvamos a los filósofos y a los poetas. El filósofo parte con violencia hacia la búsqueda del ser, de la idea y de la unidad; el poeta es el apegado a la multiplicidad, a la pasión y a lo efímero. “La poesía es encuentro, don, hallazgo por gracia. La filosofía busca, es requerimiento guiado por un método”, escribe Zambrano en Filosofía y poesía. Y ambos, filósofo y poeta, quedan escindidos bajo el Árbol del Conocimiento: “El logos, -palabra y razón- se escinde por la poesía, que es la palabra, sí, pero irracional”. El género híbrido que nace de esta divergencia “será la retórica”. El poeta “tiene lo que no ha buscado y más que poseer, se siente
poseído”. El poeta “vive prendido a la palabra; es su esclavo”, mientras que el filósofo “quiere poseer la palabra, convertirse en su dueño”. Pero hay algo que los une, hay algo que une lo irracional y lo racional: es el “sueño creador”. Y aquello que lo manifiesta en su más alto grado es el amor, “vértigo de la poesía” o poesía impregnada de lucidez: “En el amor está la cuestión verdadera. El amor es cosa de la carne; es ella la que desea y agoniza en el amor, la que por él quiere afirmarse ante la muerte. La carne por sí misma, vive en la dispersión; mas por el amor se redime, pues busca la unidad”. La carne se hace filosófica, humana; la palabra se hace creadora, libre: el sueño creador. La democracia como obra de arte Pero existe algo todavía más común al filósofo y al poeta: “En los dos la libertad es lo único real”. Sólo que “la poesía se separa de la filosofía en este instante en que la libertad se dirige hacia el poder; en el instante en que el afán de ser peculiarmente hace separarse del origen”, es decir, en el instante en que la filosofía se convierte en “saber real” (Hegel) o teología. Para siquiera convivir con los monstruos que crea, la filosofía debe entonces reconocer la verdad ya “como parcial”, y “la misma razón descubridora del ser” debe reconocer “la diferencia injusta entre lo que es, y lo que hay”. Al actuar así el filósofo se acerca al terreno de la poesía; “y la poesía, al sufrir el martirio de la lucidez, se aproxima a la razón”. De esta forma, la verdad parcial se prolonga en la poesía de la justicia , que finalmente se despliega como política democrática. La ciudad aparece entonces como objeto principal del arte de vivir humano, castigado en el siglo XX por totalitarismos de toda especie y condición. Zambrano no elude repensar la llamada crisis de Occidente, que desde Spengler nos viene atosigando de forma recurrente: “¿Y por qué, cabe preguntarse, por qué esta crisis? Justamente porque hay
historia, es decir, porque el hombre en su ser no puede permanecer allí donde ha llegado, sino que la vida humana es de tal condición que exige que el hombre viva como viajero que no se afinca en parte alguna y que todo lugar sea casi al mismo tiempo de llegada y de partida”. Y aquí, siguiendo los estudios realizados por Castoriadis, cabe insistir en que la historia es creación, emergencia de la alteridad y autoalteración de la sociedad humana. Por tanto, la razón occidental está en crisis porque no puede permanecer por más tiempo en su absolutismo, ni puede resignarse a un relativismo absoluto; la razón poética debe abrirse al diálogo democrático (a la comunicación libre de la palabra-acción) para crear nuevas formas de realidad social, nuevas instituciones políticas en vista de la “doble fidelidad a lo absoluto y a la relatividad”: a lo absoluto que hay en cada cual como inocencia originaria y a la relatividad que implica el vivir no tan inocentemente en el tiempo histórico. Sólo así puede hacerse retroceder al monstruo del totalitarismo, o puede evitarse la arteroesclerosis de la democracia. La razón poética de Zambrano asume el devenir no como repetición de lo idéntico, sino como profundización en la alteridad de la que se hace surgir lo nuevo. Así, la razón política no proyecta ningún sueño absoluto a la realidad, que por así decir estalla en la acción creadora, pero tampoco se deshace en los relativismos de ésta. No suprime la libertad o la deja en estado comatoso, sino que, doblemente fiel al absoluto de su núcleo poético o imaginario y a lo relativo de su necesaria socialización, convierte la posibilidad más radical de los hombres en una libertad común. En suma, ¿cuál es la finalidad de la palabra aliada al silencio sino la libertad?: “Todo lo mudo parece ser una emisión, una emanación por consistente que su presencia sea, por total que sea su realidad, como la naturaleza entera misma, que parece emanación de un centro remoto donde reside la palabra que la sostiene y que la envía. La mudez en el hombre responde a esta palabra que el centro de todo guarda, y quien cae en ella se queda sumergido dentro de esa totalidad que se le presenta e
inevitablemente a la expectativa de una palabra reveladora que le devuelva, al par, a ese espacio interno, a ese vacío viviente donde la palabra humana nace, lo que podría ser enunciado fielmente diciendo: a su libertad”. Las bodas del silencio y de la palabra establecen los principios de la libertad de pensamiento, expresión y acción democráticas. De la Idea a la expresión, del Lenguaje a la palabra, de la Historia a la acción: la razón poética se torna palabra-acción y pensamientoexpresión que pugnan por hacer surgir del silencio la palabra crítica y autónoma de la actividad democrática. “El carácter de absoluto atribuido a la razón”, dice Zambrano, “y atribuido al ser es lo que está en crisis, y la cuestión sería encontrar un relativismo que no cayera en el escepticismo, un relativismo positivo. Quiere decir que la razón humana tiene que asimilarse el movimiento, el fluir mismo de la historia, y aunque parezca poco realizable, adquirir una estructura dinámica en sustitución de la estructura estática que ha mantenido hasta ahora. Acercar, en suma, el entendimiento a la vida”. Bibliografía: “Por qué se escribe”, en ZAMBRANO, M., Hacia un saber del alma: Alianza, Madrid, 1987 “Apuntes sobre el tiempo y la poesía”, en ZAMBRANO, M., Obras reunidas: Aguilar, Madrid, 1971 “Apuntes sobre el lenguaje sagrado y las artes”, en ZAMBRANO, M., Poeta: La Habana, Cuba, 1944 “La reforma del entendimiento” “La reforma del entendimiento español” ZAMBRANO, M., Filosofía y poesía: FCE, Madrid, 1993 ZAMBRANO, M., Persona y democracia: Anthropos, Barcelona, 1992
LA EXPERIENCIA DE VIVIR Es en el olvido donde la espera se mantiene como una espera: atención aguda a lo que puede haber de radicalmente nuevo, sin vínculo de semejanza y de continuidad con nada, sea lo que fuere. M. Foucault Nacido en Poitiers en 1926 y muerto en 1984, hijo de una familia de médicos por rama paterna, Michel Foucault es quizás el filósofo del siglo XX que más lejos ha llevado –provechosamente pasado por Nietzsche, Marx y Freud- la sombra del proyecto ilustrado de la modernidad. Pero antes de justificar y criticar a nuestro filósofo, conviene situar Entre filosofía y literatura (Paidós) dentro de la época vital y creadora que recoge. Foucault estudió en París y Gotinga, trabajó en Upsala (Suecia), Varsovia, Hamburgo, en el centro experimental universitario de Vincennes. Visitó Marruecos, Suiza, Madrid, Lisboa, el valle del Mississipi, Éfeso, el desierto de Argelia; dio conferencias en Budapest, Bucarest, Bruselas, Londres, Sao Paulo, Florencia, Estambul, Nueva York, etc., etc. Su residencia fue por muchos años SidiBou-Saïd, en Túnez, porque allí tenía con el mar “una relación inmediata, absoluta, sin civilización”. Participando en debates de filosofía para la radiotelevisión escolar francesa demostró que la más alta exigencia intelectual no está reñida con el devenir de la cosa pública. Foucault empieza su andadura filosófica bajo los auspicios de Dumézil, el historiador de las religiones, y de Jean Hyppolite, uno de los mayores especialistas franceses en Hegel. Siente la misma pasión que Camus por la extraña poesía de René Char; la lectura de Beckett y Malcolm Lowry lo deslumbra; traba relación con el pintor René Magritte. La historia, que estudia con pasión, le parece “a pesar de todo prodigiosamente divertida. Se está menos solitario e igualmente libre”. En 1961, después de Enfermedad mental y
personalidad, publica Historia de la locura, a la que siguen El nacimiento de la clínica, Raymond Roussel, Las palabras y las cosas (ese “libro de los signos” finalmente emprendido tras contemplar Las Meninas en el Prado) y en 1969 La arqueología del saber. Es bajo el título de este último libro como se conoce la primera de sus etapas, aquella que intenta responder a la pregunta qué sé. Las otras dos lo hacen a las cuestiones de qué puedo (período de la genealogía del poder, cifrado alrededor de 1976 y recogido en el tomo recién aparecido Estrategias de poder) y quién soy (época conocida como análisis de las técnicas de sí o ética y que coincide con el final de su vida). Sin embargo, el hecho de que la primeriza Historia de la locura pueda colocarse en cualquiera de estas tres fases las relativiza bastante, como bien apunta el profesor Miguel Morey en su esclarecedora introducción. El prefacio a Historia de la locura es justamente una de las piezas reunidas en el libro que nos ocupa, que además incluye textos sobre Rousseau y Julio Verne o artículos publicados en revistas como Critique o Tel Quel. Son notas que tratan de Roussel y de Klossowski, de la ficción como ese lenguaje que habla de la distancia de las cosas “avanzando en ella”, o que proponen, a partir de Sade, Borges y los relatos de terror, una ontología de la literatura cuya secreta tarea estriba en hacer “retroceder indefinidamente a la muerte”. El libro también contiene conferencias en torno al concepto de autor (cuya célebre muerte intenta rescatar la “proliferación del sentido” del texto) o acerca del loco como persona no apta para el trabajo, la familia, los discursos y las fiestas vigentes. El volumen acaba con una extensa entrevista concedida a una revista cultural japonesa en la que se ligan las cuestiones teóricas recurrentes en Foucault con sus ejemplos literarios. Es decir: locura, Hölderlin y Artaud; sexualidad, Sade y Bataille; lenguaje, Mallarmé y Blanchot. Sobre estos autores, sobre Flaubert o el concepto de sueño versan precisamente las piezas mayores reunidas en Entre filosofía y literatura. Empecemos por el sueño. La apuesta del filósofo
radica en estudiarlo no de manera antropológica, como la fenomenología o el psicoanálisis habían hecho, o el estructuralismo de entonces hacía, sino desde un punto de vista ontológico próximo a Spinoza. Es decir, desechando una antropología del sueño en favor de una “ontología de la imaginación”, en la que una extraña vigilia que no es ya la del crepúsculo, sino la del amanecer, “pone al descubierto la libertad más originaria del hombre”. A partir de esta aurora, y reconociéndose deudor de Kant como inaugurador del pensamiento crítico, Foucault explora las posibilidades del lenguaje no dialéctico que el pensador alemán no había dejado más que esbozadas. Estas posibilidades residen en esos instantes en que quedamos suspendidos entre el olvido y la espera y que permiten lo que García Calvo llama el “lenguaje de abajo” y Blanchot el “pensamiento del afuera”. Este pensamiento repercute en la literatura y aun en el concepto mismo de libro, que, trastocado de este modo, acaba esfumándose en la pura teatralidad. Flaubert y Manet constituyen, a juicio de Foucault, los primeros ejemplos modernos de esta situación. Ambos escriben y pintan a partir de “lo que de la pintura y de la escritura permanece indefinidamente abierto”, provocando el incendio de la Biblioteca en su sentido de clausura como antes ésta había dejado sin voz a la Retórica. Ni los Hermanos Marx en Plumas de caballo ni el propio Dario Fo hubiesen expresado mejor esta idea. La apuesta de Foucault no es otra que la experiencia resultante de la cacareada muerte de Dios: “Muerte que no hay que entender en absoluto como el fin de su reinado histórico, ni como la constatación finalmente liberada de su inexistencia, sino como el espacio desde ahora constante de nuestra experiencia”. En ella se inscribe el encomio que Foucault realiza de la filosofía-teatro de Deleuze como recusación de las filosofías de la identidad, “Aristóteles con Hegel”. La misma escritura del autor vehicula esta experiencia: es
severamente abstracta, de aliento surrealista, un tanto caprichosa a veces, incluso plomiza, pero siempre surcada por el riesgo y la lucidez. Todo lo que Foucault exige, empieza por aplicárselo él mismo: en la ascensión y caída de su estilo trágico (él lo llamaría “vertical”) se vive la temporalidad en el sentido primitivo, es decir, como ese sueño que “es el mundo en el alba de su primer destello cuando es todavía la existencia misma y no es aún el universo de la objetividad”. Pero nos podemos hacer una pregunta al respecto: ¿pudo Foucault abandonar nunca a la antropología kantiana? La muerte del “sujeto absoluto”, que en principio libera al sujeto de toda opresión, ¿no se producirá en beneficio otra vez de eso que llamamos Dios, aunque ahora sea bajo sus formas posmodernas y presuntamente inmanentes del tipo “experiencia sagrada” y similares? Es una sospecha muy discutible, desde luego, pero quizá no ilegítima, que puede servir de forma recurrente para volver a empezar: incipit philosophia... Por su parte, los textos reunidos en Estrategias de poder (Paidós) corresponden a la actividad desarrollada por Michel Foucault desde 1971 a 1977. Se trata del período conocido bajo la rúbrica de “genealogía del poder”, una vez desplegada la arqueología del saber y antes del viraje definitivo hacia las cuestiones de la subjetividad. La obra más emblemática de este período lleva por título Vigilar y castigar (1975), aunque también podemos destacar entre otras El orden del discurso y Theatrum philosophicum. Son los años en que triunfa en los cines de todo el mundo la espléndida película Alguien voló sobre el nido del cuco, cuyo éxito comercial no desmerece el pensamiento subversivo en el que se basó y que tan próximo se halla del pensador francés. Una vez degustado el kantiano placer de la clasificación y de la cronología, pasemos al libro que nos ocupa. En él se recogen debates, mesas redondas, entrevistas, conferencias y artículos varios (por ejemplo, el prefacio a la edición norteamericana de El
anti-Edipo, de Deleuze y Guattari). ¿Cuál es el animus disputandi que mueve a todo el volumen? Citemos directamente a Foucault: “Me pareció interesante intentar comprender nuestra sociedad, y nuestra civilización, mediante sus sistemas de exclusión, sus formas de rechazo, de negación, a través de lo que no se quiere, a través de sus límites, del sentimiento de obligación que incita a suprimir un determinado número de cosas, de personas, de procesos, a través, por tanto, de lo que se deja oculto bajo el manto del olvido, en fin, analizando los sistemas de represión-eliminación propios de la sociedad”. Estos sistemas se encarnan en instituciones como el hospital, el manicomio, la escuela, la fábrica, el taller, la policía, todas ellas aparecidas con el incipiente capitalismo moderno cuyo fundamento y función reguladora estaban destinadas a reproducir y gestionar. Así nace un saberpoder médico-penal que acompaña al desarrollo de las sociedades occidentales desde la industrialización urbana hasta la actual época hiper-tecnológica. Así aparecen también las figuras del loco, el delincuente, el enfermo, el proletario y el soldado, cuya sociedad de encierro, por ejemplo, viene constituida por las fronteras que cercan a la patria. Lo significativo del saber-poder moderno, a juicio de Foucault, es que así como “los juristas de los siglos XVII y XVIII inventaron un sistema social que debía estar dirigido por un sistema de leyes codificadas, los médicos del siglo XX están a punto de inventar una sociedad que ya no es una sociedad de la ley, sino de la norma”. Vale la pena subrayar en este punto que la perversidad de dicha normalización (militar y administrativa, por si fuera poco) de la sociedad consiste en que, al contrario de lo que sucedía tres siglos atrás, hoy es más tolerante la ley establecida que la norma social. Fundado en aspectos meramente económicos, por lo demás, el control social escapa ya a la decisión e incluso a la comprensión de la sociedad misma. En este contexto, señala Foucault, “el problema político del intelectual es saber si es posible constituir una nueva política de la verdad. El problema no es `cambiar la conciencia de la gente´ o lo que tienen en la cabeza, sino cambiar
el régimen político, económico, institucional de producción de la verdad”. Pero detengámonos en las piezas mayores de la caza intelectual de Foucault. En primer lugar, una entrevista concedida a la revista francesa L´Arc en la que sin citarlo en ningún momento nuestro autor reflexiona en torno al célebre apotegma de Francis Bacon, “Saber es poder”, y dice: “El ejercicio de poder crea perpetuamente saber e, inversamente, el saber conlleva efectos de poder”. Puede parecer obvio, pero la fecundidad de la puesta en claro de esta idea-fuerza queda suficientemente demostrada por la propia obra de Foucault. Otro análisis no menos lúcido y vigente es el que en dicha entrevista se hace sobre la figura del intelectual. Por lo menos desde Unamuno sabemos que el intelectual “universal”, juez y parte del mundo, gran señor de las letras (en una palabra, Voltaire) proviene de la figura greco-latina del jurista-notable: sofista que reclama la universalidad de la ley justa, en su versión filosófica; o rey-filósofo que va a gobernar con mano dura, en su versión teológica. Pues bien, para Foucault la figura del maitre à penser afortunadamente ha desaparecido y ha sido relevada por la del intelectual “específico”. En efecto, derivado del “científicoexperto”, el intelectual específico ya no es aquel escritor genial de referencia no sólo ineludible sino indisputable: hoy profesa casi siempre en la universidad y estudia en un campo determinado del saber, dentro del cual se alza como “especialista” de reconocido prestigio, etc. Pero aquí nos azuza la duda, pues si bien es de agradecer que los intelectuales universales hayan visto rebajada su cotización, no sé si lo es tanto la actual proliferación de expertos y/o especialistas no menos deudores de la omnisciencia y la voz indiscutible que aquellos. La segunda pieza mayor del volumen es el debate entre Chomsky y Foucault en torno a la cuestión de la naturaleza humana. ¿Existe una naturaleza humana, un mankind eterno o por
lo menos universal, o la humanidad no es por el contrario nada más que el producto de las llamadas relaciones de poder? Chomsky parece inclinarse a través de su idea de la “gramática innata” por la primera opción, mientras que Foucault insiste en su interés por investigar “las transformaciones en el modo de comprender”, que forma a su juicio lo que en cada momento histórico llamamos humanidad. Queda claro que si el riesgo del norteamericano es el iusnaturalismo en cuyo nombre la libertad humana tantas coerciones ha sufrido a lo largo del tiempo, el riesgo de Foucault (riesgo “asumido”, diríamos) consiste en dejar de lado la noción misma de libertad humana. De tal manera que cuando el debate se adentra en senderos políticos, Foucault pierde terreno. Pues mientras el temible anarcosindicalismo chomskyano, su sociedad ideal y la revolución social progresista que mediante la desobediencia civil ha de acercársele, no dejan de estar emparentadas con, pongamos por caso, un Stuart Mill, tanto la razonable negativa de Foucault a luchar en nombre de una “justicia ideal” anterior al actuar humano como su lúcido repudio de una sociedad futura perfecta en la que “la gente se verá recompensada en razón de sus méritos, o castigada por sus faltas”, no logran esquivar sin embargo la ilusión de la convivencia sin poder o sin institución. El tercer pilar fundamental de la obra corresponde a una serie de conferencias dadas por Foucault bajo el lema: “La verdad y las formas jurídicas”. En ellas el tema estelar es la reelaboración de la teoría del sujeto que, como vimos, ocupará a nuestro filósofo en los últimos años de su vida. ¿Qué significa toda esa perorata de la muerte del sujeto? Pues que el sujeto y el conocimiento, el sujeto de conocimiento, son una invención de la filosofía platónica refrendada en la modernidad por Descartes y sólo puesta en duda de forma radical (pero también razonable) por Nietzsche: el conocimiento no es uno de los instintos naturales, ni se deduce analíticamente de ellos, sino que nace de la lucha que entre los instintos se entabla, sin guardar ni con ellos ni con la realidad ninguna semejanza, ni preestablecida, ni innata, ni natural, ni
espiritual. Lo mismo sucede con el sujeto o, mejor dicho, con las formas de la subjetividad. Quien muere, pues, es Dios, ese sujeto mayúsculo que había garantizado hasta entonces una verdad, un mundo, un sentido a nuestra existencia. Quien recibe sepultura no es la filosofía ni la política, menos aún la ética, más necesaria que nunca, sino la teología. Desde este punto de vista, ¿qué tarea puede acometer el intelectual, qué verdad o mentira pueden proclamarse una vez rota la voluntad de verdad? Y, cuestión aún más acuciante, ¿qué clase de garantías podemos darnos los individuos a la hora de organizarnos en sociedad? Ni para la primera ni para la segunda pregunta hay respuesta clara en Foucault. Profesor, historiador, filósofo, escritor, agitador político, su continuada actividad intelectual puede servir de ejemplo en el primer caso. En el segundo, sus errores son también lecciones. Tal vez no importune insistir por eso en que la clave no radica en si es o no posible una convivencia sin poder institucionalizado, o si es posible o no un saber nada o poco normalizador. Lo importante a nuestro juicio es el doble carácter democrático e imaginativo –inesencial e ilimitado, respectivamente- que deben destilar el poder y el saber, cosa para la cual hoy nos resulta más provechoso, incluso como estratega de la libertad, un pensamiento como el de Castoriadis que el de Foucault. Sin embargo, no sabríamos renunciar al viejo aire emancipador que se respira en estas páginas, a los vericuetos y meandros del pensamiento ágil y brioso de este explorador indesmayable. Quizás el viaje no conduzca a ninguna parte, pero del viajero se podría decir lo que Espriu afirmó con íntimo orgullo de sí mismo en su hora final: “Car moro sense cap saviesa, però molt ric de passos de perdut vianant” (“Pues muero sin ninguna sabiduría, pero muy rico en pasos de perdido viandante”).
LA SABIDURÍA REVOLUCIONARIA Nota sobre Castoriadis
A raíz de la reciente publicación de El siglo de Sartre, de HenriLévy, el suplemento de libros del diario Le Monde dedicaba una página entera a glosar la figura de Sartre como gran intelectual del siglo, contraponiéndola por su magnitud y audiencia a varios intelectuales franceses mucho más minoritarios y marginales y por tanto no tan imprescindibles, entre los que sobresalía por encima del resto Cornelius Castoriadis. Pero la actual y encomiable rehabilitación de Sartre no puede recaer de nuevo, tal como apuntaba no hace mucho Ramoneda en las páginas de Babelia, en una suerte de reinado sartreano que conduciría al resto de intelectuales franceses al limbo de la especialización o de la literatura. Y esto tanto menos cuanto que en la gran tesitura del siglo, es decir, en el momento de enfrentarse con las armas de la pluma al horror nazi y estalinista, ninguno de todos estos intelectuales fue tan claro y tan preciso en la denuncia sin condiciones de ambos totalitarismos como Cornelius Castoriadis (griego de nacimiento y escritor en francés, primero en la revista Socialismo o barbarie que fundara junto a otros personajes como Lyotard o Lefort, y luego en los libros que fue publicando a partir de los años 70), mucho más próximo en este punto a los pensadores judíos alemanes de la Escuela de Frankfurt o de una filósofa como Hanna Arendt que del glamour parisino de la bohemia y los cafés. En este sentido Castoriadis (1922-1997) está siendo hoy publicitado sobre todo como el gran debelador tanto de los regímenes comunistas del Este como del capitalismo oligárquico, ambos definidos según su estructura jerárquica y burocratizada. Sólo que siendo la burocracia capitalista una burocracia
fragmentada que sigue dejando algún que otro resquicio a la libertad, la burocracia soviética se regía por un capitalismo burocrático total. Mientras que el totalitarismo soviético lo inundaba todo, el capitalismo occidental no habría conseguido totalmente aún su propósito de someter la vida al puro imperio del dominio irracional e ilimitado de la técnica... Por todo ello reviste un gran interés la reciente publicación de La exigencia revolucionaria (Acuarela), de Castoriadis. Como es sabido, su trabajo más importante es La institución imaginaria de la sociedad, de 1973, en la que además de una crítica radical del marxismo el autor realiza un análisis de los entresijos del freudismo, y luego una exposición de sus hallazgos en torno al concepto de la imaginación. Pero el asunto de La exigencia revolucionaria es otro. Hoy, una década después de que cierta interpretación del llamado neoliberalismo (“última baratija pseudo-religiosa lanzada por la publicidad de la industria de las ideas al mercado”, dice muy bien Castoriadis, pues la palabreja nunca fue pronunciada que yo sepa ni por Reagan ni por Thatcher) decretase el final de la historia, la crítica que de este sistema realizó Castoriadis a lo largo de toda su vida sigue en pie con más vigor que nunca. A mi modo de ver, la propuesta principal de Castoriadis puede resumirse así: no hay que conformarse con una democracia como mero mal menor (idea básicamente aristotélica que el orondo Churchill hiciera célebre a mitad del siglo XX), sino que se trata de luchar por la realización de una democracia radical, esto es, de una sociedad en la que la ley resida en la autonomía individual y colectiva de todos los seres humanos. Las leyes revocables que éstos instituyesen promoverían a su vez la autonomía individual y colectiva de todo el conjunto de la sociedad. Políticamente, pues, la crítica de Castoriadis se dirige a la heteronomía que gobierna nuestras sociedades, en las que casi siempre el origen de las leyes es extra-social (natural, “racional” o
trascendente). La díada “sociedad instituyente-sociedad instituida” le sirve al autor para afirmar que dicha diferencia, incluso en una democracia radical, no puede ser borrada. No teman, entonces, aquellos que al hablar de democracia directa en seguida ven llegar los fantasmas de la anarquía o de otras utopías perniciosas; abolir la heteronomía y apostar por la auto-institución explícita y consciente de la sociedad no significa abolir la diferencia entre lo instituyente y lo instituido, sino “abolir el avasallamiento de lo primero por lo segundo” tal como sucede a menudo en nuestras democracias. ¿Qué entiende Castoriadis por auto-institución explícita de la sociedad, “conocedora de sí misma y dilucidada en la medida de lo posible”? La autogestión. La autogestión individual y colectiva no es imposible, y según cómo se mire resulta mucho más factible que hacer turismo por la Luna o montarse un chalet en el Planeta Rojo, o mucho más verosímil que el hecho de que cada día mueran miles de personas por inanición física o decapitados por hordas salvajes armadas hasta los dientes de machetes y fusiles. Quizás es cuestión, en efecto, de imaginárselo. Para prevenirse de tentaciones anarquistas (a las que Debord planteó críticas muy precisas en La sociedad del espectáculo), Castoriadis señala que la autogestión o auto-organización lo es asimismo “de las condiciones social e históricamente heredadas en las que ésta se desarrolla”. Este dato parecería aproximar a nuestro autor a la ortodoxia más puramente marxista, pero del mismo modo que Debord rehuyó eficazmente las limitaciones anarquistas, gran parte de la obra de Castoriadis estuvo dedicada exclusivamente, como ya ha sido dicho, a plantear críticas muy severas y muy bien fundadas a Marx y al marxismo. No es éste el lugar para analizar en detalle el contenido de este desmarque claro y rotundo de las tesis marxianas; digamos únicamente que la transformación de la realidad exigida por Marx pasa efectivamente por el establecimiento de condiciones distintas (por un cambio en la infraestructura, para entendernos), sólo que Castoriadis va más allá
y señala con tino que incluso la infraestructura no es más que otra institución que, aunque toda ella material, requiere para su transformación de la intervención humana, de tal modo que la primera exigencia para cambiar el mundo debería de ser de índole intelectual: así evita por su parte Castoriadis las tentaciones “provisionalmente” heterónomas de los marxistas como Debord evitaba las tentaciones puramente morales del anarquismo3. A causa de este matiz y observando la trayectoria final de sus libros, se le ha criticado a Castoriadis la deriva filosófica, teórica o puramente abstracta de sus últimos años. Pero esta crítica olvida que precisamente la institución de una democracia radical empieza por la actividad filosófica, actividad en este sentido tanto o más concreta que la institución de las bases prácticas de la libertad o que los posibles debates y decisión en torno a los asuntos cotidianos de la comunidad. Sobre la relación entre filosofía y democracia hay un largo párrafo en La exigencia revolucionaria que no me resisto a transcribir: “El individuo, tal y como lo conocemos a partir de algunos ejemplos y tal y como lo queremos para todos; el individuo autónomo, que sabiéndose envuelto en un ordendesorden carente de sentido en el mundo, se quiere y se hace responsable de lo que es, de lo que dice, de lo que hace, nace simultáneamente y del mismo movimiento en que emerge la ciudad, la polis, como colectividad autónoma que no recibe sus leyes de una instancia exterior y superior, sino que las instituye ella misma para sí misma. La ruptura de las heteronomías mítica o religiosa, la contestación como significaciones imaginarias sociales instituidas, el reconocimiento del carácter hisóricamente creado de la institución –de la ley, del nomos- es, en un grado deslumbrante, inseparable del nacimiento de la filosofía, de la interrogación ilimitada que no conoce autoridad ni intra, ni extra-mundana – como el nacimiento de la filosofía es imposible e inconcebible 3
En la página web de la Asociación Castoriadis (www.multimania.com/ccastor/), puede verse una graciosa caricatura de Castoriadis sentado pensativamente sobre las ruinas de una estatua de Marx.
fuera de la democracia”. Lejos de resultar abstracta o irreal o anecdótica, la filosofía, al menos una filosofía que revista todas las características aquí apuntadas, resultaría en cambio la primera praxis democrática al alcance de todo el mundo y la primera crisis abierta en el entramado de la sociedad alienante. Casi me atrevería a decir que la filosofía puede ser la primera base práctica de la libertad real y efectiva. Un filósofo judío-holandés de origen hispano, Spinoza, escribió que “el hombre civilizado no nace sino que se hace”. Esto significa que la fabricación de hombres y de mujeres corre a cargo de la sociedad, y que en la orientación y manera como esta fabricación se realice radica toda o gran parte de la cuestión ético-política de la sociedad humana. La educación en sentido amplio, o la cultura (universal y no compartimentada, se entiende): éste es el asunto. Por eso las querellas sobre lo abstracto de la filosofía carecen de fecundidad cuando la filosofía no se agota en la Razón y se expande, en cambio, como esa interrogación ilimitada que funda no sólo la ruptura del orden establecido de la sociedad sino también las bases reales y por tanto prácticas de la revolución entendida justamente como auto-institución explícita de la sociedad. Más humanamente explícito que la filosofía no hay nada, y si a Castoriadis se le puede achacar que dice siempre lo mismo hasta el aburrimiento, es porque quizás ha sido el intelectual más explícito y más completo del siglo. En su reivindicación de la historia como creación ex nihilo (es decir, como creación cuyos efectos exceden a las causas, o sea, como exceso del efecto sobre la causa) y no como repetición de lo dado, en su idea de la revolución como “apertura repentina de la historia”, en su demolición de la división social del trabajo y de la política profesional entre dirigentes y dirigidos, en su rechazo de la homogeneización que el principio de identidad opera en la sociedad, en su crítica del “trabajo para el beneficio” y en su apuesta inversa por el trabajo creador y dotado de sentido humano, etcétera, en todos estos frentes la profundidad
y amplitud del pensamiento de Castoriadis nunca dejan de hacernos imaginar que la exigencia revolucionaria de la institución autónoma de una democracia radical no es sólo imposible sino que resultaría desde ahora mismo, a poco que lo pensemos, mucho más beneficiosa para los fines verdaderamente humanos de la libertad y de la igualdad que el “progreso” que nos vende la nueva barbarie. En su espléndido libro El miedo a la libertad, Erich Fromm distingue entre la “libertad de” los vínculos tradicionales y la “libertad para” vivir mejor. Uno de los efectos positivos de las sociedades capitalistas modernas surgidas a partir de la baja Edad Media fue promover, como nunca hasta entonces en la historia (o como en la Grecia solar y trágica que dio nacimiento a la filosofía y a la democracia), la primera de estas dos libertades. En el mismo sentido Deleuze y Guattari subrayaron en ¿Qué es la filosofía? los paralelismos entre la Grecia clásica y la sociedad moderna: “El vínculo de la filosofía moderna con el capitalismo es por lo tanto de la misma índole que el que une la filosofía de la antigüedad con Grecia: la conexión de un plano de inmanencia absoluto con un medio social relativo que también procede por inmanencia”. Dada esta inmanencia que ha favorecido la “libertad de” en muchas partes del planeta, la cuestión principal estriba ahora en qué hacer con la libertad para. En La exigencia revolucionaria y en otros libros Castoriadis no se cansa de repetir la misma pregunta: “libertad, ¿para hacer qué?”, inversamente a la respuesta cínica que Lenin dispensara en su día a Fernando De los Ríos. En su liberador repudio de nuestras sociedades de hobbies y lobbies intenta teóricamente y con ejemplos prácticos acabar con esta separación entre el “hombre privado” y el “hombre público” que fundamenta el resto de las separaciones jerárquicas y burocráticas. Pero esto es solo un planteamiento. Sigue estando en juego aquí la cuestión del saber qué hacer. Y nunca fue tan sabia la “sabiduría revolucionaria” de Castoriadis cuando a la pregunta de qué tipo de sociedad revolucionaria propondría, contestaba diciendo: “Eso no me corresponde a mí formularlo si la sociedad
quiere ser verdaderamente revolucionaria, esto es, autónoma”. Podemos tener algunas pistas. En los movimientos feministas o en las revueltas juveniles Castoriadis vio un movimiento de mayor calado aún que el movimiento obrero del XIX, pues estos movimientos atacan a estructuras antropológicamente más profundas y anteriores, como la familia o la herencia. Habla también a favor de la ecología urbana. Savater lo ha utilizado para despojar al cosmopolitismo kantiano de toda unción providencial, planteando la posibilidad de un caopolitismo. Etcétera. Libertad para hacer qué del caos, una vez liberados del orden heterónomo: éste sería acaso el primer punto a discutir en las asambleas democráticas de las sociedades revolucionarias. En todo caso, la respuesta al qué depende de nosotros, sabiendo, no como excusa para la resignación sino como acicate para seguir luchando, que la ignorancia en torno al quid de la cuestión sigue y sigue dando vueltas en el aire, alejando así la tentación totalitaria de la verdad única y definitiva, de la solución final. Lo escribió García Calvo en su hermoso poema Sermón de ser y no ser: “y queda en alto sólo la moneda de oro de lo que no sabemos”. Así es; si sigue en alto esa moneda de oro es porque amamos la libertad, y si esa moneda de lo que no sabemos nos causa desasosiego eso es debido a que nuestro amor a la libertad brota de nuestro amor a esta vida mortal.
LAS ALEGRES RESONANCIAS DE UNA FILOSOFÍA TRÁGICA “Ha nacido con el don de la risa, en un mundo patas arriba...” Scaramouche El filósofo francés Clément Rosset nació en una villa costera del canal de la Mancha en 1939. Ha sido profesor de filosofía durante muchos años en Niza, y ahora está retirado en París. El contenido de su pensamiento, siempre límpido y festivo, ya venía explícitamente subrayado en su primer libro, titulado La filosofía trágica (1960). ¿Qué significa que el pensamiento sea trágico, tal como Nietzsche quiso que fuese también desde su primer libro? Hay dos ideas fundamentales. En primer lugar y desde un punto de vista teórico, se postula el desvanecimiento de la realidad establecida. Es decir, se suprime esa realidad doblada por una realidad superpuesta que la explica, la describe, la legitima, la justifica y la comprende. El derrumbamiento de lo real doblado deja al descubierto el azar que subyace en el devenir del mundo, esto es, hace emerger el fondo caótico de cualquier cosmos determinado. ¿En qué situación quedamos los seres humanos? Esta es la segunda idea fundamental, de contenido práctico: correspondiendo al azar revelado, los hombres actúan de forma correlativamente artística. En otras palabras, al azar de la tragedia en que radica lo real, se responde con el arte trágico en que consiste la libertad humana. Por eso Nietzsche nos impelía a permanecer “a la altura del azar”, y en este sentido Rosset ha definido al arte como “azar añadido a azar”. Para Rosset la filosofía posee ante todo un carácter terapéutico y medicinal: “El interés principal de una verdad filosófica consiste
en su virtud negativa, esto es, en su fuerza para disipar ideas mucho más falsas que la verdad que se formula a contrario. Virtud crítica que, si bien no formula por sí misma ninguna verdad manifiesta, consigue al menos denunciar un gran número de ideas que se mantienen erróneamente como verdaderas y evidentes” (El principio de crueldad, Pre-Textos). La lucidez nos empuja a la catástrofe, pero nos previene y nos resguarda de la idea de que pueda haber en lo real un origen y una finalidad racionales que supriman la radical insensatez de nuestro mundo, o sea, nos aleja de la ilusión de la verdad eterna. Rosset considera que esta ilusión es la auténtica locura, de cuyo peso más gravoso que grave la voluntad filosófica -loca también en su raíz- trata de prevenirnos, cuidarnos y aliviarnos, acaso liberarnos. Curtida en Schopenhauer y Montaigne, imbuida de las lecturas atentas de Nietzsche y Lucrecio, la filosofía trágica de Rosset, su escritura serena y clara (de “formato cortés”, ha dicho Fernando Savater, a quien tanto debemos en el conocimiento de Rosset), no deja de plantear algunas cuestiones sumamente polémicas. Sobre todo la que se refiere a su confesado inmoralismo, a su ausencia de virtud positiva alguna, o de interés siquiera principial por lo político. En seguida veremos como todo esto no es, a mi juicio, exactamente así. Ahora me interesa subrayar su otro frente polémico, como es el de su rechazo de lo que se ha dado en llamar el proyecto ilustrado o proyecto de autonomía o de emancipación. En este punto se hacen más patentes que nunca las virtudes negativas de la filosofía trágica de Rosset (por ejemplo en su crítica a la divinización ilustrada de la naturaleza y de la razón, o a lo que yo me atrevería a llamar la deshumanización de los derechos humanos en que desemboca tantas veces la ideología progresista –caso de los derechos colectivos, de la dominación tecnológica, del mito de la igualdad final, etc.), al tiempo que se echa en falta no tanto la explicitación de alguna virtud positiva – para Rosset una política trágica se resumiría en la cortesía, en la politesse- como algún tipo de teoría práctica más elaborada, más
exhaustiva quizá, en torno de los múltiples problemas que pueden rodear a la institucionalización de dicha política trágica (a no ser, claro está, que se rechace también cualquier tipo de institución). Pero hay en los libros de Rosset un asombro alborozado por el hecho de vivir aquí y ahora, un gozo por ser misteriosamente quienes somos, que le mueven a uno a pensar que, a fin de cuentas, todas estas cuestiones morales y políticas que se echan en falta, son cuestiones no tanto secundarias en la obra de Rosset como quizá dadas implícitamente por añadidura tras lo que constituye su creación y motivo principal. Esta es la alegría. Pues ciertamente ya hay en esa alegría repentina y hasta cierto punto cruel de la que nos habla Rosset algo insolente a los ojos de quien ha hecho de la respetabilidad la única justificación de su vida, ya hay en esa alegría algo rebelde a las dobleces y a las excusas, algo obsceno e insoportable para la seriedad del mundo falseado por la ilusión, algo intolerablemente caprichoso e incluso sobrehumano para quien ya sólo hace las cosas por obligación o por rutina. ¡Por supuesto que, en este sentido, la alegría puede resultar “inmoral” y “apolítica”! Y sin embargo, constituye la más perfecta realidad según Spinoza, la “virtud que hace regalos” en palabras de Nietzsche, la “fuerza mayor” para Rosset. Alegría paradójica y no ilusoria, que no celebra el fin de la tragedia sino que más bien “consiste en una aprobación de la existencia considerada como irremediablemente trágica” (La fuerza mayor, Acuarela). Alegría por tanto trágica no porque se regodee en el dolor, sino porque celebra a la vez la vida y la muerte, trastocando a la ciencia que trata de esta cuestión de vida o muerte en una ciencia jovial, en una sabiduría de vivir con efectos morales y políticos que quizá -pero Rosset no lo llega a sostener así- podrían cifrarse en una democracia de características también trágicas. Rosset insiste en afirmar que él entiende por alegría trágica lo que comúnmente se conoce como alegría de vivir. Sabido es que Unamuno escribió un libro inolvidable, sincero y terrible sobre el
sentimiento trágico de la vida. Pero a don Miguel, cuyos sentimientos vitales no eran exactamente trágicos, “ese arregosto de vivir” no podía parecerle más que muy poca cosa. Otro cristiano agónico y apasionado, Chesterton, estuvo en este caso más acertado cuando escribió: “En una ocasión leí un cuento de hadas francés que expresaba exactamente lo que quiero decir. Nunca crean ustedes que el ingenio francés sea superficial. La deslumbrante superficie de la ironía francesa es lo que resulta insondable. Se trataba de un poeta pesimista que decidió ahogarse, y cuando bajaba hacia el río le entregó sus ojos a un ciego, sus oídos a un sordo, sus piernas a un cojo y así sucesivamente, hasta llegar el momento en que el lector espera el chapoteo del cuerpo en el agua al suicidarse. Pero lo que dice el autor es que aquel tronco insensible, al llegar a la orilla del río empezó a experimentar la alegría de vivir, le joie de vivre. La alegría de sentirse vivo”. Por eso pudo decir en una ocasión Clément Rosset que la alegría es “aquello que queda -o puede quedar- tras perderlo todo”. Y si Chesterton elogia como sólo él sabía hacerlo a la superficialidad francesa, nuestro filósofo francés ha dedicado algunas líneas muy hermosas al “campo de expresión privilegiado” que la verdad de la alegría trágica “encuentra en España”. Su familia residió quince años en nuestro país y quedó enamorada. A partir de esta experiencia familiar, a partir de las consideraciones nietzscheanas sobre la “cultura sarracena” (los moriscos), o de su propio interés acentuado tal vez por la atracción que Cioran sentía también hacia l´Espagne, Rosset ha señalado que la alegría en nuestro país suele ser verdadera alegría porque suele ser verdaderamente trágica. Quién sabe, pero en cualquier caso exclamo con júbilo: Vive Rosset!
LA PERCEPCIÓN DEL INFINITO "La ideología así materializada no ha transformado económicamente el mundo, como sí lo ha hecho el capitalismo que ha alcanzado su fase de abundancia, simplemente ha transformado policialmente la percepción". G. Debord, La sociedad del espectáculo La vida breve Improvement makes straight roads, but the crooked roads without improvement, are roads of genius. William Blake nació el 28 de noviembre de 1757 en la ciudad de Londres. Su infancia discurrió en el seno de una familia de artesanos acomodados, siguiendo la tradición de la cual se le puso al cuidado de un grabador profesional. No asiste a la escuela, y sus influencias literarias no van más allá de la lectura de la Biblia, la mística de Swedenborg y las obras de Milton. Pasados unos años, Blake se establece por su cuenta como grabador, oficio que le ocupará profesionalmente durante el resto de su vida. En 1827 muere, dejando atrás una veintena de obras poéticas en las que plasma sus propias creaciones pictóricas, que él mismo graba en la imprenta de su propiedad. Blake es bastante más que un simple visionario iluminado. Dedicó obras a la Revolución francesa y a América, escribió poemas que hoy calificaríamos de realismo social, o de protesta política. El poderoso influjo de su prolífica mitología le convirtió en uno de los poetas más reivindicados por la contracultura de los 60, junto a Tolkien, la beat generation, el budismo o el surrealismo. Blake fue toda su vida más abeja que flor, para
entendernos, y cultivó aquí las ideas del racionalismo ilustrado y allá las intuiciones que habrían de hacer brotar el movimiento romántico. Heredero y precursor, Blake se disfrazaba de profeta cuando salía del taller autónomo que le daba de comer, pero sólo para desmentir mejor tanto los presuntos oropeles del oficio de poeta como la honradez del trabajo rutinario. Se diría que se puso la máscara de profeta para no ir a la cárcel o a la hoguera, y para ser considerado entre sus compañeros de oficio bajo la aceptable etiqueta de genio. La profecía de Blake consistía nada menos que en revelar la verdad de la cristiandad que las iglesias habían pervertido; para Blake, all religions are one. Sus ataques al Rey, al Estado, a la Sociedad industrial, al Matrimonio, a la Monogamia, a la Iglesia, a la Escuela, etc., fueron como un torbellino que engullera todas las falacias milenarias. Incluso decenios antes que Marx, hay algo en su poesía que exige también transformar la realidad. Su oposición, en suma, a todo aquello que comporta discriminación, tiranía y engaño nos lo sigue haciendo imprescindible. Pues el posible mesianismo de su obra Jerusalem no canta sino a la fraternidad, tan necesaria como siempre: Brotherhood is Religion. La contradicción de lo real Without contraries there is no progression. Attraction and Repulsion, Reason and Energy, Love and Hate, are necessary to Human existence. Lo que nos oprime es el principio de no contradicción, que la lógica, desde Aristóteles, no parece dispuesta a negar. Blake intentó en todas sus obras borrar este principio y hacer surgir la contradicción como tal o, si se prefiere, la ambigüedad con que todo aparece: el cordero y el tigre, el cielo y el infierno, la inocencia y la experiencia. Tal como en la película La noche del cazador, de Charles Laughton, la inocencia de los niños convive
con la sombra ominosa de la muerte, que en los siniestros nudillos de cada mano lleva escritos el amor y el odio... Lo que revela la unidad de los contrarios, o mejor dicho –para no ser confundidos con Hegel-, lo que pone de manifiesto la contradicción latente de la por tanto imposible unidad, es paradójicamente la mirada capaz de captar la infinitud de lo real. Para el racionalismo que todo lo quiere manejar e instrumentalizar, lo real no puede ser infinito; pero para la sensibilidad poética que se atreve a ver lo que no tiene precio ni tiene nombre, lo real es infinito: If the doors of perception were cleansed, everything would appear to man as it is, infinite. El principio de no contradicción establece dos postulados. En primer lugar, suprime la contradicción, pero sólo para, en segundo lugar, mantenerla como contradicción perfectamente determinada: el Bien y el Mal, el Ser y la Nada, etc. La visión de lo infinito, en cambio, percibe lo real en su íntima e insoluble contradicción: no es que lo bueno y lo malo sean “contradictorios” porque sean opuestos, sino que la contradicción entre lo bueno y lo malo que la lógica pretende suprimir, indica la raíz común de la que nacen tanto lo bueno como lo malo. De ahí lo infinito de lo real, y la contradicción que implica percibir lo infinito en lo finito, o lo irreal en lo real. El poeta limpia las puertas de la percepción para ver lo infinito, lo que escapa al tiempo separado, calculado, medido y administrado. Rebelde incluso contra la servidumbre del lenguaje, insumiso a la lógica absolutizada, el poeta erige como expresión el canto y la melodía de la palabra alada, aquella que según Nietzsche, contra la pesadez, “camina con pies de paloma” (Así habló Zaratustra). Pero no se piense que esta melodía se vuelve luz cegadora. Al contrario, canta ligeramente para mejor poder derribar la falsedad real, y dejar al descubierto lo que el velo de la ilusión ocultaba. Y así es como Blake se revela como un feroz anti-clerical que
critica las envidias, el miedo a las pasiones, la represión de los instintos y las corrupciones endémicas que la Iglesia institucionaliza, justifica y refuerza. En los primeros versos de The Little Vagabond, Blake se queja amargamente del frío trato que recibe en la iglesia, comparándolo con el cálido recibimiento que le brindan en la taberna. En el poema London, se reprueba a la Iglesia por contribuir a mantener un poder político que explota a la muchedumbre de la ciudad. Pero Blake va más allá y llega a criticar a los propios preceptos bíblicos, realizando lo que él mismo llamó una “lectura diabólica” de la Biblia; así, en The garden of love, el “No lo harás” convierte las flores del jardín en lápidas y tumbas marchitadas. En el poema The Chimney Sweeper, la ironía alcanza el nivel del sarcasmo: Y porque soy feliz y bailo y canto Creen que no me han hecho daño Y se han ido a dar alabanzas a Dios, a su sacerdote, al Rey Que construyen un cielo con nuestra miseria Estas consideraciones perturbaron profundamente a la vieja sociedad ya normalizadora de la Inglaterra de finales del XVIII. Y contra esta imposición de normas y leyes uniformadoras, Blake siguió escribiendo muy nietzscheanamente, avant-la-lettre, versos como One Law for the Lion & Ox is Oppression: una única ley para el león y el buey es opresión; o Prisons are built with stones of Law, Brothels with bricks of Religion: las prisiones se construyen con piedras de Ley, los burdeles con ladrillos de Religión. A cambio, Blake propugnaba el amor libre, el goce sexual, la instauración de una religión que sustituyese a todas las religiones que no habían sido sino instrumentos de represión. Y desde este heterodoxo sentimiento religioso Blake se pregunta: ¿fue quien creó al cordero, el mismo que creó al tigre?. La respuesta, si no queremos traicionar ni al infinito percibido ni la denuncia de lo real, no puede ser otra que sí.
El proyecto de reconciliación De modo que ya sólo quedaba para Blake la vaga aprensión de reconocer que para cazar al tigre, hay que salir a buscarlo fuera del texto (como Borges), donde por otra parte, ay, nunca lo podremos encontrar... ¿No hay, pues, otra hermandad posible que la hermandad –hipócrita, apostillaría Baudelaire- de los lectores? ¿Es Blake también un precursor de la Internacional Letrista fundada por Debord? Por encima de todo la religión será para Blake proyecto de reconciliación entre los hombres; será religio humana entre humanos. No convierte el ámbito de lo inmanejable en lo que nos domina, ni pretende dominar lo que es inmanejable. No olvidemos que, por lo demás, Blake ejerció el oficio de grabador durante toda su vida, y que no sólo no desdeñó el trabajo creador sino que lo personificó como pocos lo han hecho: fue un editor independiente, también avant-la-lettre. Quiero decir que, en el incipiente capitalismo de la industrialización, Blake se alza como un personaje libérrimo que apoya las causas de la revoluciones políticas francesa y americana, que vapulea sin miramientos el miserabilismo que va estableciendo la riqueza industrial hipócritamente legitimada por la iglesia y la religión opresoras, etc, etc., pero que no repudia por ello la instauración de cierto individualismo social como la más alta expresión de la libertad pública. Blake no lo dice así, claro está, pero el proyecto de fraternidad en que estriba su peculiar propuesta religiosa no puede significar otra cosa que la profundización en aquello que nos hace más y más humanos, sin mediaciones jerarquizantes4. Tal como la de aquel pulidor de lentes de Amsterdam llamado Spinoza, la mirada límpida del poeta abre las puertas de la 4 En Filosofía y acción, Amador Fernández-Savater escribe las siguientes líneas: “Poca gente ha sabido comprender que lo esencial se juega hoy en la recepción de la obra (o de la ciudad, los gestos, las palabras, etc.)”. La poesía de Blake podría servir como ejemplo de una recepción creadora distinta, en efecto, de la percepción policialmente espectacular que hoy nos domina, y cuyos inicios se retrotraen a su tiempo.
percepción. La realidad huye entonces desbordando los estrechos límites del castillo en los que la lógica la tenía atrapada; se desploman los edificios, se quiebran las fachadas, se resquebraja el suelo de la razón. Pero la percepción del infinito no solamente ha supuesto la destrucción de la falsedad, o la denuncia de lo supuestamente real. Ha descubierto -en cierto modo ha creadootra cosa distinta y aún más preciosa, a saber: la forma humana, que, como supo ver William Blake, es la forma de todas las cosas.
CONTAGIOS DE BELLEZA
Amor me mueve y me hace responder Dante, Divina Comedia, Infierno, Canto II, v.72 Me propusieron hablar de “las formas de la violencia” a propósito de la película japonesa Hana-Bi. La violencia representa la máxima irresponsabilidad humana y por tanto la máxima falta de libertad, tanto en el ofensor como en el agredido. Uno ya no responde de lo que hace, y al otro no se le deja responder. La violencia suprime la posibilidad del diálogo, es decir, del lenguaje que conversa y crea nuevas realidades; abocando a los dos individuos a su destrucción, impide la posibilidad del entendimiento y tiene como única medida la fuerza bruta, el odio y la voluntad que condena la vida y nos condena a dejar de vivir. Pero antes de entrar en la cuestión de cómo este hermoso drama elegíaco que es Hana-Bi trata de las posibles respuestas que sus diversos personajes ofrecen a la violencia, preguntémonos cómo es posible dar respuesta a lo que intrínsecamente suprime su misma posibilidad. Es decir, ¡la violencia no tiene respuesta, a no ser más violencia! Quedaría la opción más o menos mística de Jesucristo o de Ghandi, pero no podemos considerarlas propiamente respuestas por cuanto se limitan a soportar la tortura de la agresión física en virtud de una trascendencia que supuestamente redimirá a la víctima en el futuro. En el individuo religioso hay una ceguera total con respecto al mundo presente: la violencia sería una ilusión más de lo real ilusorio, malo y falso: su no-violencia significa más bien “no creemos que haya violencia”. En ellos no hay siquiera consideración de que la violencia pudiese tener algo que ver con la condición humana; la decretan como inexistente según la fe en la otra realidad en que creen y pregonan.
Por tanto, el paficismo religioso deja sin afrontar la raíz misma del problema, que es la misma de la que pueden surgir sus remedios civilizados, basados en los medios que no suprimen la corporeidad humana y su evidente relación con algo parecido a la “violencia”. Pero, ¿cómo llamar a este vínculo que une a los hombres con lo que les pertenece en lo más propio de su ser y que, sin embargo, los puede negar si es transformado en violencia? Lo llamaremos, siguiendo al escritor francés Georges Bataille, intimidad. Según Bataille podemos distinguir entre dos formas de violencia, la violencia propiamente dicha, institucionalizada en el mundo de las cosas útiles, inherente a la realidad establecida, subyacente a la sociedad jerarquizada e instrumental, y la intimidad, que expresa la inmanencia de la que participamos y que se demuestra incompatible con la vida del “individuo separado”, es decir, con el mundo de las cosas y de lo instrumental. Paradójicamente, la intimidad es violencia y destrucción de este mundo violento y destructor. La intimidad es nuestra subjetividad radical, que el mundo objetivo quiere aniquilar: “El orden real no rechaza tanto la negación de la realidad que es la muerte como la afirmación de la vida íntima, inmanente, cuya violencia sin medida es para la estabilidad de las cosas un peligro, y que no se halla plenamente revelada más que en la muerte. El orden real debe anular – neutralizar- esta vida íntima y sustituirla por la cosa que es el individuo en la sociedad del trabajo” (El aleluya y otros textos). A partir de esta cita podemos ampliar la cuestión a dos nuevos ámbitos: el de la muerte y el de la “sociedad del trabajo”, que es como llama Bataille a nuestra sociedad de consumo basada en la reproducción de útiles y en la conversión del individuo y su intimidad irreductible en una cosa. Es muy importante, sobre todo, la referencia a la muerte. Pues, de hecho, las respuestas a la violencia no son sino derivaciones de la respuesta primordial que los seres humanos damos a nuestra
condición mortal, al desafío de nuestra propia muerte. Y en este sentido, la aparición de la violencia demuestra que no se ha respondido humanamente, esto es, civilizadamente, al reto que nos plantea vivir conscientemente una vida mortal. Por eso dice Bataille que la sociedad del trabajo, originadora de la violencia, prefiere negar antes la intimidad individual e inmanente que la muerte. ¿Cuáles son los mecanismos con los que el mundo de las cosas desvía la negación de aquello que nos niega –la muerte- a aquello que nos da vida –la intimidad? ¿Por qué actúa así, o sea, por qué transforma la intimidad en una violencia institucionalizada? Porque la sociedad del trabajo, que podemos caracterizar ya como sociedad de la técnica, no encara radicalmente el miedo a la muerte: prefiere dosificar su conocimiento, administrar su dominio antes que intentar contrarrestarlo con las armas de la libre subjetividad. Esa administración del dominio de la muerte es el miedo institucionalizado que reduce la vida –y sobre todo la vida en su núcleo íntimo, caótico, fecundo e inmanente- a una pálida pintura de cosas, útiles, instrumentos y trabajo separados todos ellos de la subjetividad rica y desbordante que nos constituye y que nos da la pauta de nuestra cordura y de nuestra mejor posibilidad5. La respuesta a esta violencia institucionalizada no puede por menos que empezar siendo, por tanto, una respuesta a la muerte y a su amenaza, en virtud de nuestra intimidad radical. Veamos qué podemos encontrar de todo esto en una película tan despojada, tan austera y tan aparentemente simple como Hana-Bi. Para empezar, ¿qué es lo que nos hipnotiza y nos subyuga de esta película? Yo diría: su sentimentalidad, es decir, el hecho de “poner de pie” –como se dice en la jerga teatral- a unos cuantos personajes sentimentales en el escenario de un mundo hostil y violento. El escritor alemán Ernst Jünger, en su libro Sobre el dolor, caracteriza al tipo del “trabajador” de la sociedad de la técnica -uniformada, totalmente movilizada, militarizada, instrumental, nihilista, 5
En cuanto a su entraña vital y su valor, dice Savater de la intimidad: “La intimidad no acata la necesidad de la muerte, no consiente identificarse con lo instrumental; frente a la mediocridad sin esperanza o al boato cruel, proclama su ardiente parentesco con la excelencia” (Para la anarquía).
maquinal- como la figura contrapuesta al hombre “sentimental”. Dentro del particular dramatis personae de la película, el detective Nishi, su esposa Miyuki, sus compañeros Horibe y Nakamura, caracterizan a los personajes cuya pasión no rechaza el desafío de responder al imperio de la muerte y de su administración social mediante la omnipotencia de la técnica. Digamos de pasada que esta sentimentalidad diferencia el vigor de los films de Kitano de los de Tarantino o Scorsese, por citar a otros cineastas “de la violencia” cuya estimulante fuerza narrativa no logra transmitir, sin embargo, de manera tan complejamente rica y matizada la vulnerabilidad emocional –no sólo corporal- de los personajes del director y actor japonés. Y es en la historia de amor de Hana-Bi donde mejor se aprecian los detalles del enfrentamiento entre la vulnerable intimidad y la violencia institucionalizada. En otras películas como Violent Cop o Sonatine Kitano se limitaba a poner de manifiesto la hostilidad de la sociedad mafiosa, y como máximo –aunque no es poco- ofrecía como respuesta un humor subversivamente infantil y alguna esporádica relación erótica. Pero es en Hana-Bi donde los contrastes radicales y los íntimos vínculos del amor y de la muerte quedan mejor plasmados. Curiosamente, la introducción del inestable plano amoroso en una historia de yakuzas amplía y ahonda todavía más, si cabe, la feroz crítica a esa forma violenta de organizar el mundo, crítica que, repito, se echa en falta en las obras de Stone, Tarantino, Scorsese o incluso en La naranja mecánica de Kubrick, cuya violencia puede resultarnos repulsiva, pero de una forma tan patente, sin personajes más o menos heroicos que se opongan a ella, que no hay lugar a una verdadera contestación: cuando todo es malo, sólo queda el cinismo paródico que apenas tiene la suficiente fuerza humorística para subvertir los postulados de la sociedad establecida. Si, volviendo a nuestro tema, el amor –pasión, sentimentalidad, intimidad- ofrece en Hana-Bi esa dimensión reflexiva es porque se trata de un amor verdadero, es decir, verdaderamente peligroso
para el orden de lo real. Por eso no sólo es una historia de amor, sino también una denuncia social, lo segundo precisamente por lo primero. Y eso porque, he aquí el pulso casi revolucionario que late en este hermoso poema elegíaco, la amarga y tácita crítica de Kitano se dirige a todas las esferas de la vida cotidiana. Por ejemplo, no sólo se rechaza el concepto mafioso de sociedad que La Familia de los yakuza representa, sino que se rechaza también la misma idea de familia como falaz y empequeñecedor vínculo social y moral6. Lo vemos claramente en la soledad de Horibe, cuando paralítico ya no puede servir al sexo reproductor que le exigía su esposa, que lo abandona, o en la hija muerta de la pareja protagonista o en el fallecimiento del detective que se iba a casar con una joven muchacha. Kitano ha visto lúcidamente que La Familia y las familias no forman parte sino del mismo entramado hostil de la sociedad violentamente instituida. Por eso no hay escenas de sexo en los films del japonés, por cuanto el sexo cómplice del mundo de las cosas nos convierte en un engranaje más del servicio militar obligatorio que cohesiona a la sociedad del trabajo. Siempre se ha dicho que la intimidad, opuesta a la violencia, es más erótica que sexual, y si Hana-Bi carece incluso de erotismo y el amor entre la pareja protagonista se resume en unas cuantos juegos y en un “gracias por todo” final es porque, retomando la cuestión de las respuestas a la violencia, no es el desafío del amor a la muerte lo que falla en esta película, sino la respuesta social que el amor necesita para poder florecer como un fuego erótico y no acabar consumido, en cambio, en el fuego suicida de una pistola. Así pues, es la dimensión ético-política, o social, la que está completamente ausente de la historia del detective Nishi, y con ella la capacidad del arte para construir el espacio y el ritmo de una sociedad basada en la subjetividad de la vida íntima y no en la violencia del mundo objetivo. A tratar de estas cuestiones irán destinadas las páginas que siguen hasta el final. 6
Según manifiesta Takeshi Kitano: “El concepto de la familia unida por un vínculo emocional muy fuerte es ilusorio. He pretendido discutirlo en mi película”.
Hay un lugar en Hana-Bi en que se desencadena la tragedia; este epicentro del terremoto que sacude la rutina diaria es el centro comercial Azeria. El antropólogo francés Marc Augé llama a estos espacios no-lugares, por la difícultad que en ellos existe para mantener relaciones sociales creadoras de humanidad. Los nolugares son los aeropuertos, los centros comerciales, las autopistas, los parques temáticos de la sociedad del espectáculo, tan minuciosamente analizada por el situacionista Guy Debord. Son los cauces por donde circula la sangre vampiresca de la tecnocracia actual y cuyo símbolo rodante más visible lo forma el parque automovilístico que día a día invade el espacio urbano de nuestra libertad. La escena del crimen que precipita los acontecimientos trágicos de la historia se produce, pues, en el no-lugar de un centro comercial, poniendo de manifiesto que el verdadero crimen en la película es la ausencia de espacios no violentos. Es decir, el nolugar simboliza el hecho fatídico de que, en la sociedad japonesa contemporánea, no hay lugar social para responder al desafío de la muerte. La denuncia social implícita en la historia de amor de Hana-Bi señala, pues, a la irresponsabilidad ético-política como causante principal de las “formas” de la violencia inhumana -cifradas antaño en la institución del Estado, ese “monstruo frío” según la conocida fómula nietzscheana, y hoy reconocibles en las nuevas formas violentas del corporativismo económico elevado en la película al paroxismo de la Mafia. Lo que una mínima decencia podría contraponer a esta situación serían espacios en los que la vida íntima de cada cual pudiese socializarse desde sí misma y a través de sí misma, simbolizándose e instituyéndose en libertad para vivir una existencia comúnmente digna y plena. Pero en la tragedia de Hana-Bi no existe esa posibilidad. ¿Cuáles son los lugares que le quedan a Takeshi Kitano, por ejemplo, para desarrollar la pequeña historia de amor de Nishi y Miyuki? ¿Son espacios urbanos o urbanizables? Desgraciadamente no. Aquí el
cine del japonés tiene un aire plenamente elegíaco, una nostalgia de mundo perdido, una atmósfera de oración fúnebre, aunque entonada todavía bajo los rayos del sol y con el acompañamiento del mar. Pero los lugares donde la pareja protagonista puede aún disfrutar de su vida íntima no son ni siquiera propiamente espacios de actividad libre, sino más bien monumentos naturales o artificiales de tiempo y pasión congelada: una montaña nevada, un coche parado en un descampado, un templo religioso. En medio de la tristeza obligatoria de la sociedad del trabajo, Kitano muestra a través de estas escenas de amor lírico pinceladas de una alegría efímera, fugazmente redentora (como lo es toda redención), pero incapaz de instituirse socialmente en dignidad compartida. Al amor verdadero de Nishi y Miyuki no le queda entonces otra salida honesta que el suicidio7 en un espacio de libertad que no es un nolugar pero tampoco propiamente un espacio civilizado: dos disparos suenan en la playa mientras la cámara se levanta mostrándonos por última vez las olas del mar. La playa, tan presente en todos los films de Kitano, no es un lugar de tiempo congelado como lo eran el templo o la montaña nevada, sino su extremo contrario: la escenificación del puro discurrir del tiempo que se confunde con la metáfora en la que los niños de Heráclito se enseñorean de él jugando a canicas8. Pero este puro flujo temporal no es ni más ni menos que el trasunto de nuestro tiempo real, pero no es todavía un tiempo socialmente habitable. La playa reivindica la pura inmanencia de la que participamos, pero que, como nos advierte Bataille, es imposible de materializar completamente más que en la muerte: esto es lo que hacen, de hecho, tanto la mafia como el detective Nishi, con la gran diferencia de que la primera la socializa en forma de violencia urbana y el segundo se violenta a sí mismo dada la imposibilidad 7
El suicido doble se llama en japonés michiyuki y se utilizaba como mecanismo dramático final en las representaciones del teatro kabuki. 8 En su libro Cómo soportar la libertad, la escritora francesa Chantal Thomas dedica un bonito capítulo a la playa como lugar ideal para adquirir el sentido de la imaginación, dotarse de un principio de autonomía y disfrutar del placer incomunicable. En cuanto al mar, se vale de unas frases de Chateaubriand para declararlo símbolo de la insumisión, la rebeldía, la imposibilidad de obedecer y el misterioso ritmo de la vida.
de vivir en un espacio urbano verdaderamente libre, que socialice la intimidad. El doble suicidio de Nishi y Miyuki representa, en este sentido, el triunfo y el fracaso de la libertad del amor frente a la tiranía de la muerte, por cuanto decidir la propia muerte supone un lujo supremo en el mundo de lujos sometidos de la sociedad mafiosa, pero también la extinción de la vida expansiva y civilizada que la podría vencer. Es hermosa esta película. Lo es porque no engaña al representar la violencia y porque es valiente y honesta en las respuestas que le ofrece, y sobre todo en las que no puede ofrecer. Pero la abundancia de matices y detalles de su argumento no se agota en lo que llevamos diciendo. Hay otros dos aspectos ya insinuados que me gustaría considerar brevemente antes de poner punto final a esta charla. Uno de ellos es el humor y el otro el arte: ambos me servirán para completar mi visión de Hana-Bi. ¿Cómo responder a lo que nos deja inermes, desnudos, indefensos? No ya qué sino cómo hacerlo, cómo actuar. Descartaremos otra vez por cómplice de la violencia la irresponsabilidad más o menos mística del religioso, por oponer una salida igualmente aniquiladora del pathos íntimo e inmanente que rechaza identificarse con la sociedad tecnificada. Nuestra respuesta pretende ser civil y humanizadora. ¿Cómo lograr esos espacios y ese ritmo temporal de la libertad y de la vida plena que la violencia institucionalizada se propone reducir a su nula expresión? En un capítulo de Para la anarquía escribe el filósofo español Fernando Savater: “Algunas de las cualidades más artificiales de que contamos para oponer a la violencia son el humor, el escepticismo, el placer que busca compañeros y cómplices, la pereza, el aburrimiento, la piedad...”. Antes de convertirse en el genial director de cine que es en la actualidad (Akira Kurosawa elogió en su día la “espontaneidad” de sus películas), Kitano era “Beat” Takeshi: famoso actor japonés por sus programas
televisivos de humor cáustico9. Creo, sin embargo, y digo creo porque no conozco ninguno de estos programas, que el cine le ha permitido a Kitano depurar un poco mejor este humor y ofrecérnoslo en un amplio escenario de ociosidad como contrapunto ideal a la violencia que impera en sus historias. Así por ejemplo, en Sonatine, toda la segunda parte de la película transcurre en una playa alejada de la brutalidad pseudourbana: allí, los que ayer fueron pistoleros a sueldo juegan hoy como chiquillos en la arena, se aburren, se hacen compañía o hacen el amor. En Hana-Bi el infantilismo es más acusado por cuanto los personajes están mucho más cerca de la amenaza que se cierne sobre ellos. No sólo los fuegos articiales, sino también las piezas del tangran, la plácida contemplación del mar, las cartas y sus pequeñas trampas, el silencio, las tímidas sonrisas de los enamorados..., todos estos juegos contribuyen a simbolizar esa vida íntima que la violencia pretende arrogarse y negar, y que nos devuelve a la vida civilizada. No voy a extenderme ahora en el maravilloso y complejo infantilismo que todo un filósofo como Sloterdijk ha reivindicado recientemente, o del que Nabokov también se quería abogado. Pero desde luego, los juegos tienen un papel mucho más importante de lo que nos pensamos en la formación de la personalidad adulta. Así lo entendió en unas conocidas y siempre pertinentes palabras el psicoanalista Géza Roheim, al decir: “La civilización tiene su origen en la infancia retardada, y su función es de seguridad. Es un gigantesco sistema de ensayos más o menos felices para proteger a la humanidad contra el peligro de la pérdida del objeto –esfuerzos formidables hechos por un bebé que tiene miedo de permanecer solo en la oscuridad” (Origen y función de la cultura). 9
La presencia del humor en la obra de Kitano varía según la escena y los personajes: a veces resulta vitriólico, otras ácido, tierno, cruel o fraternal... Pero siempre se trata de un humor veladamente sarcástico: Sonatine tenía que llamarse El payaso de Okinawa, y Hana-Bi se podría haber titulado Bobo, pues según unas declaraciones de Kitano “es la historia de un hombre tonto”. Un gesto tan salvajemente autocrítico como haber podido titular así a Hana-Bi, se asemeja a esas muecas grotescas shakesperianas que provocaban la conocida exclamación de Nietzsche: “¡Cuánto debe haber sufrido un hombre para llegar a ese nivel de bufonada! “.
De esta cita, nos puede llamar la atención la referencia a la “pérdida del objeto”, puesto que todo lo que venimos diciendo se resume en que la intimidad se opone a la violencia como la subjetividad radical al mundo objetivado. Pero, desde luego, y de ahí lo recusable de la opción mística, no podemos vivir más que en esta realidad, que si es rechazable en tanto su irremediable crueldad se instituye en forma de violencia, no lo es en su pura desnudez de materia inhumana: justamente la opción de la intimidad trata de relacionarse con esta materia cruel e ignota dándole formas artificiales (éticas, políticas, eróticas, lúdicas) desde ese sí mismo que, según Hegel, es la pura posibilidad o libertad del espíritu humano, brotado de la lucidez que ve en nuestro cuerpo la misma fragilidad que cabe resguardar del peligro que supone la extinción vital. La “pérdida del objeto” a la que alude Roheim, por tanto, indica en primer lugar la pérdida de nuestra corporeidad: ¿y qué se propone la violencia sino el aniquilamiento de la vida que yace en ese cuerpo humano que al no poder ser plenamente material da lugar, paradójicamente, al espíritu que afronta su consciente mortalidad con nuestra capacidad artística? El arte, la cultura, la civilización en general condensan las respuestas que los seres humanos podemos formular al desafío de la muerte, oponiendo al miedo institucionalizado el íntimo temblor que crea y se libera. Para no desviarnos demasiado de la película y la cuestión que nos reúne, me ceñiré ahora a dos “objetos” que aun siendo objetos no desvirtuán, más bien al contrario dada la entraña artística con la que son creados, nuestra posición ricamente subjetiva en el mundo. Son objetos que no suprimen el conflicto siempre latente de la relación entre la intimidad y lo real, pero que nos resguardan de la violencia y nos animan a la tolerancia. Primero podemos convocar a los juguetes que Walter Benjamin tan cariñosa y deliciosamente emparentó con la pura fantasía, ese “lugar de todos los posibles”. El segundo objeto artístico que aparece en Hana-Bi son los cuadros e ilustraciones que el detective Horibe empieza a pintar cuando queda paralítico. Esos animales híbridos con cabezas florales o ese
impulsivo punteado vital con que pinta un almendro en flor quieren expresar la belleza y el brillo de la vida a la que se aferra quien se ha rozado con la muerte. Nótese, además, que los cuadros y las ilustraciones, por no hablar de algunas de las más bellas imágenes visuales de la película, frecuentan todos los no-lugares de la violencia instituida: incluso en casa de los yakuza hay una pintura, posiblemente con la intención de denunciar mediante llamaradas de lo que es libre, creador y hermoso aquello que brutalmente lo apaga y lo destruye. Sin embargo, de la misma manera que el amor de la pareja protagonista no puede desembocar más que en el suicidio, HanaBi pone el dedo en la llaga de las limitaciones del arte en tanto expresión individual o unilateral. Por mucho que nos conmuevan las pinturas de Horibe, sigue estando ausente la dimensión social tolerante que permitiría profundizar, prolongar y ampliar las respuestas que el amor o el arte pueden ofrecer a nuestro destino mortal. Tristemente esa dimensión social, preeminentemente éticopolítica, no existe en Hana-Bi más que como violencia. Por eso el amor se ve abocado al suicidio cuando podría expandirse en un erotismo libre, y por eso el arte se reduce a unos cuantos dibujos de vago estilo fauvista cuando podría constituir la raíz misma, el valor y la manera de relacionarse e instituirse, de toda acción humana – no sólo la de pintar un cuadro o la de esculpir un mármol, sino también la de lavarse los dientes, mantener una conversación, caminar o hacer volar una cometa... Desde luego suscribo, en este sentido, las palabras con las que George Santayana pretendía imaginar, en su libro Tres poetas filósofos, ese arte que no fuera ni propaganda totalitaria, ni piadosa moralina, ni mercancía sin valor, sino un arte sin obras de arte10 10 En el aforismo 174 de El viajero y su sombra, “Contra el arte de las obras de arte”, Nietzsche perfiló con concisa amplitud este ideal artístico y social: “El arte debe ante todo embellecer la vida, hacernos, pues, tolerantes unos a otros y tan agradables como sea posible; con esta tarea como mira, modera y nos sirve de freno, da forma a las relaciones sociales, impone leyes de convivencia, de propiedad, de cortesía a aquellos cuya educación no está terminada, y les enseña a hablar y a callarse en el momento oportuno. Además, el arte debe ocultar y transformar todo lo que es feo, esas cosas penosas, terribles y desagradables que, pese a todos los esfuerzos, a causa de los orígenes de la naturaleza humana, vuelven siempre de nuevo a la superficie; debe obrar así sobre todo en lo que se refiere a las pasiones, a los
surgido del amor que desafía a la muerte, y que tal vez mediante contagios de belleza acontecidos clandestinamente en la calle podría ir diluyendo el dominio social de la violencia: “Una de las dimensiones del arte consistiría en hacer artística, alegre y simpáticamente todo lo que tenemos que hacer”.
sufrimientos del alma y a los temores, haciendo trasparecer, dentro de la fealdad inevitable e insuperable, lo que hay en ellos de significativo. Después de esta tarea del arte, cuya grandeza llega hasta la enormidad, el arte que se llama verdadero, el arte de las obras de arte, no es más que accesorio.”
NADIE SABE LO QUE PUEDE UN CUERPO Dejad que el gran viento en donde tiemblo Se una a la tierra donde crezco René Char, El desnudo perdido En el fondo de Teoría del cuerpo enamorado subyace no tanto una teoría sobre el sexo propiamente dicho cuanto una apuesta por una disposición sexual libre, centrada en la acción y por tanto con implicaciones éticas y políticas. Michel Onfray no ha tratado el erotismo con la penetración literaria de Bataille, ni ha reseñado las formas de la sexualidad como Foucault, pero ha aprovechado todas las lecciones de ambos. Su intención ha ido dirigida a promover un tipo social de eros que se desprenda de las múltiples trabas a las que el cristianismo y la sociedad normalizada lo tiene sometido. De Bataille ha aprendido la experiencia del exceso y del gasto que nos saca del mundo instrumental y nos arroja, desnudos y a la intemperie, al ámbito sagrado de la intimidad. En la experiencia erótica de la intimidad, los cuerpos enamorados descubren su inmanencia más radical e indiscutible. Ese descubrimiento es desgarrador y negativo porque no hay comunicación ni intercambio posible de la intimidad de cada cuerpo; sin embargo, de ese desgarro que indica el exceso propio de cada cuerpo y al que cada cuerpo enamorado se entrega, puede nacer una afirmación. Esa afirmación es el amor, “experiencia de la condición misma de la inmanencia como imposibilidad radical de la plenitud” (Savater) –o sea, de la ilusión de cualquier trascendencia, moral o metafísica-; experiencia que en el goce de ese desgarro imposible de ser convertido en algo útil nos devuelve la soberanía de la que podemos gozar los hombres y las mujeres, es decir, la libertad de no verse reducidos a la mera funcionalidad del cálculo, las identidades, las cosas.
De Foucault y sus tres volúmenes sobre la Historia de la sexualidad, Onfray se ha servido para rastrear sin complejos académicos la cuestión del eros en la Antigüedad clásica. De hecho, la práctica totalidad de autores que propone como modelos de una sexualidad libre pertenece al mundo grecorromano: Demócrito, Diógenes, Aristipo, Epicuro, Lucrecio, Horacio, Ovidio. Dice Foucault, en La voluntad de saber, primer tomo de su historia de la sexualidad: “En Grecia la verdad y el sexo se ligaban en la forma de la pedagogía, por la transmisión, cuerpo a cuerpo, de un saber precioso; el sexo servía de soporte a las iniciaciones del conocimiento”. Este saber precioso era un saber magistral que se enseñaba a través de la experiencia y no del mecanismo torturador de la confesión: allí donde el secreto era el placer, la culpabilización hizo público el secreto y lo mutiló. Así se pasó, con el cristianismo, de la ars erotica a la scientia sexualis que modernamente no ha dejado de proseguir su tarea fiscalizadora hasta el punto de que “los nuevos procedimientos de poder funcionan no ya por el derecho sino por la técnica, no por la ley sino por la normalización, no por el castigo sino por el control, y que se ejercen en niveles y formas que rebasan el Estado y sus aparatos”. Lo que Foucault intenta criticar no es tanto la consabida represión del sexo cuanto la producción social de una determinada disposición sexual, controlable y económica: creo que contra este dispositivo dirige Michel Onfray su erótica solar y trágica, su propuesta de celebrar los placeres inútiles contra el trabajo obligatorio. Es a lo que se refiere Foucault cuando acaba señalando: “Contra el dispositivo de sexualidad, el punto de apoyo del contrataque no debe ser el sexo-deseo, sino los cuerpos y los placeres”. Hasta aquí los antecedentes inmediatos al libro de Michel Onfray. ¿Dónde reside la novedad de su trabajo, qué es lo que aporta de nuevo esta Teoría del cuerpo enamorado? La propuesta de Michel Onfray consiste en haber recuperado el bagaje intelectual aquilatado por autores modernos como Bataille y
Foucault, insertándolo en una perspectiva materialista y atea que se sirve del bestiario fabuloso de la Antigüedad para escenificarla y desarrollarla. Sobre todo hay una reivindicación del epicureísmo como casi la única tradición de pensamiento y acción que podemos oponer al platonismo y su versión popularizada: el cristianismo. Pero Onfray, que conoce bien estas tradiciones, ha querido aumentar la potencia subversiva y gozosa del epicureísmo, fecundándolo con las ideas anti-convencionales de un Diógenes, el hedonismo de un Aristipo de Cirene o el arte de vivir de los poetas elegíacos romanos. Todo ello desemboca en una apuesta por el libertinaje como uso más amplio y más intenso de la libertad de goce sexual y, por extensión, de la libertad política: ya en otro de sus libros (Politique du rebelle) Onfray se servía de un antiguo apotegma del siglo XVII para definir al libertino como “aquel hombre de bien que no sabría arrodillarse y que es enemigo de todo lo que se llama servidumbre”. En cuanto al uso del bestiario filosófico, los dardos incendiarios del autor de esta Teoría del cuerpo enamorado se dirigen a la ostra celestial y perfectamente acabada, al elefante monógamo y a la abeja gregaria. En oposición a estos animales del sexo reproductor y socialmente útil, Onfray elige al pez masturbador, al cerdo regocijado y al erizo solitario como emblemas del eros ligero que propone. Como se ve, la disposición del libro es triple: por una parte, hay una genealogía del deseo, en la que primero se critica la noción de falta que nos somete a la avidez de encontrar nuestra media naranja, y en la que, más adelante, se incide positivamente en la idea del exceso como verdadero paradigma del deseo que nos constituye y que pide ser dilapidado. Aquí se enfrenta el pez cínico a la ostra platónica. Luego hay una lógica del placer en la que primero se destripa el concepto del ahorro que codifica el sexo en formas ascéticas y cristianas y en la que, más adelante, se le opone la idea de gasto como auténtico motivo del placer sexual, lúcidamente vinculado a la pura inmanencia de los cuerpos. Aquí la manada de los cerdos borra jubilosamente las tristes huellas de la pareja paquidérmica. Finalmente hay una teoría de las
disposiciones, en la que Onfray ataca en primer lugar al gregarismo social basado en el instinto familiarista y comunitario para elegir, inmediatamente después, el contrato libertario que une a cuerpos voluntariamente dispuestos al disfrute sin cálculo de sus respectivos deseos desbordantes. Aquí el pequeño erizo soltero se alía con otros erizos en círculos invisibles a la ceguera instintiva de la colmena donde trabaja y se organiza la abeja. Michel Onfray es hoy en día uno de los pocos intelectuales franceses que esquiva prudentemente la pedantería al uso de los cenáculos parisinos que siguen vendiendo pastiches salpimentados con todos los tópicos de las últimas décadas. En su variopinta obra hay una apuesta personal por la filosofía que devuelve su sabor y su entraña a esos manoseados tópicos. Y cuando digo apuesta personal por la filosofía me refiero a la voluntad deliberada del autor de inscribir sus ideas en su existencia, de convertir la filosofía en una manera de vivir. Michel Onfray es un “filósofo original” en un sentido anti-hegeliano no porque su aportación intelectual sea especialmente novedosa, o heterodoxa o se centre en cuestiones específicas que vienen a desmontar el entramado bendecido del acontecer diario (aunque, desde luego, su aportación no se inscribe en ninguna teodicea), sino porque lleva a cabo su tarea de la forma apasionada y comprometida que define a aquellos que en su día tomaron la decisión de transformar su vida en una vida de actividad filosófica, no sólo profesoral. Insisto en que Onfray no es ajeno a la moda remendadora que recorre a la filosofía oficial francesa, pero a diferencia de tantos otros figurines, el autor de este libro pretende hablar en serio sin perder el humor. Para ello es especialmente cuidadoso con su escritura, de la que podemos señalar algunos rasgos estilísticos. Onfray es un autor iconoclasta (valga como ejemplo el último Manual que ha escrito para sus alumnos del bachillerato francés), que conoce muy bien todas las corrientes históricas de la filosofía, que ha querido emular más bien a autores segundones y panfletarios que convertirse en
un nuevo pope del pensamiento. Onfray no está exento de las limitaciones maniqueístas en las que a menudo incurre quien escribe desde el entusiasmo y la indignación (esos dos motores de la escritura de los que hablaba Chesterton), pero es de agradecer que haya preferido la polémica intelectual a las sutilezas de salón para dotarse de mejor munición en la lucha contra el miedo instituido. Su escritura es a menudo epigramática, lo que a la hora de ser traducida me ha dado no pocos quebraderos de cabeza, relampagueante, lírica a veces, siempre combativa. No dice muchas cosas nuevas y originales, pero señala lo importante y lo hace con gracia y con un indudable atractivo: la filosofía también puede ser una forma de seducción, y no hay mejor forma para empezar a amarla. Esta Teoría del cuerpo enamorado es la segunda obra traducida al español de Michel Onfray. La primera se titula El vientre de los filósofos y se puede encontrar en Ediciones Oria, Guipúzcoa. Primero gastronomía, ahora erotismo: puntos hedonistas de resistencia al ascetismo funcional de nuestra sociedad del trabajo y del consumo. Puntos que parten de lo referido por Nietzsche en Ecce Homo: “Estas cosas pequeñas –alimentación, lugar, clima, recreación, toda la casuística del egoísmo- son inconcebiblemente más importantes que todo lo que hasta ahora se ha considerado importante. Justo aquí es preciso comenzar a cambiar lo aprendido”. Cambiar lo aprendido: es lo que García Calvo llama desaprender y en lo que, según Valéry, estriba la verdadera educación. A esta tarea educadora que empieza en los detalles más inmediatos y prosigue en obras de mayor calado intelectual (una teoría estética de la moral titulada La sculpture de soi y una reflexión sobre las posibilidades de una política libertaria a principios del siglo XXI, Politique du rebelle) se ha encomendado Michel Onfray desde su primer libro, dedicado a un seguidor primerizo y casi desconocido de Nietzsche. Y con las alusiones al filósofo trágico de Sils-Maria llegamos al autor bajo cuya advocación Michel Onfray ha escrito casi todas sus
obras, incluida esta Teoría del cuerpo enamorado. ¿Qué aire nietzscheano recorre el pensamiento de Onfray? ¿El Nietzsche explicado académicamente more heideggeriano o el que, desde Bataille, Foucault, Deleuze, Klossowski, Rosset y Savater ha sido comprendido en su faceta de intelectual ilustrado, transvalorador, anti-cristiano, anti-nacionalista, trágico y un punto sofista, incluso, si cabe, progresista? Desde luego el Nietzsche al que apela frecuentemente Onfray se decanta por esta segunda caracterización, matizable según los casos y los motivos de reflexión, pero claramente opuesta al nietzscheanismo extraterrestre con el que demasiadas veces, y no con ingenuidad, se la confunde. Sin embargo, según sus propias palabras, Federico Nietzsche tenía un precursor y éste no fue otro que Baruch Spinoza. Con el filósofo judío-holandés vuelvo al título de esta introducción y al tema que nos reúne. En un pasaje de su Ética Spinoza escribe: “Y el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede un cuerpo”. Creo que una reivindicación de la libertad inmanente de los cuerpos gozosos no puede encontrar mejor campo experimental que el abierto por este aserto intelectual. Nadie sabe lo que puede un cuerpo: en contra de todo lo predicado por San Pablo y sus secuaces, el cuerpo no es una cárcel sino un límite de carne y sangre abierto a la experiencia soberana de la libertad en la que el temblor angustiado de lo íntimo se une a la fuerza desbordante de la materia. Esta experiencia es trágica incluso en el coito y los orgasmos simultáneos porque la herida de la que nace no puede ser cerrada ni curada por ninguna compenetración total. Materialismo puro y duro de la experiencia erótica, la afirmación vital incluso en la pequeña muerte de los cuerpos enamorados supone no obstante la elevación del placer a virtud ética y la subversión política de todos los postulados reglamentistas del gregarismo social. Exceso incolmable que redobla el placer como imposibilidad de la trascendencia y del orden político basado en la funcionalidad de los individuos. Gasto catártico del deseo nómada que en la abertura del desgarro inmanente de los cuerpos encuentra su júbilo y su
horror. Contrato solidario entre seres solitarios que se animan y se agrupan según afinidades electivas ajenas a las órdenes de la colmena. Que nadie sepa lo que puede un cuerpo significa que por encima o por debajo, o al lado, o más acá o más allá de lo conocido, el cuerpo sigue irguiéndose en frágil baluarte de la libertad humana. El funcionalismo social querría reducir los cuerpos a puros instrumentos del trabajo productivo, valiéndose para ello de una epistemología pseudocientífica que anulase lo irracional del deseo, lo obsceno del placer y lo subersivo de determinadas disposiciones sexuales. Querría encerrar al eros en la reproducción, la escena consabida y el guión preestablecido. Delimitar muy bien qué es lo que puede hacerse de día y qué lo que puede soñarse de noche. ¡Pero mezclar el día y la noche, el sueño y la vigilia, la luz y su sombra, la experiencia del no-saber y el saber: eso sólo lo puede un cuerpo del que a ciencia cierta nada sabemos salvo que es mortal!11 Por eso desde mi punto de vista Michel Onfray comete un error cuando considera positivamente las posibilidades de la reproducción tecnológica de niños, pues no hay subversión cuando se confunde el placer improductivo con la producción exenta de voluptuosidad, virtud primera de una erótica libertaria. En La voluntad de saber Foucault nos advierte contra la “biopolítica” que convierte al “hombre moderno en un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente”, y esto porque “el hecho de vivir ya no es un basamento inaccesible que sólo emerge de tiempo en tiempo, en el azar de la muerte y la fatalidad; pasa en parte al campo de control del saber y de intervención del poder”. Sólo la ignorancia radical, afirmada, experimentada, de los cuerpos libres se sustrae a este control y a esta intervención usurpadoras. De estos cuerpos gozosamente libertarios nos habla Michel Onfray en este libro, donde ha situado su punto de mira en 11 “Frente a la idea de `muerte´ o de `vida´, que da lo mismo,” dice Agustín García Calvo, “lo único que se contrapondría sería la vida, sin comillas, la vida no sometida a nombre, no definida. Esto es lo que amenaza en el sexo: no la muerte, sino precisamente esa pérdida en la infinitud; no la muerte de la vida, sino la muerte del ser, es decir, el derrumbamiento de la seguridad de cada uno en sí mismo y, por tanto, de todo el Estado en general” (Filosofía y sexualidad, Anagrama, 1988).
la encrucijada de la noche y del día, de la vida y de la muerte. Desde ese lugar abierto ha trazado la anatomía de su cuerpo enamorado, que al nacer ya triunfó una vez sobre la muerte, y que quiere reinventar por sí mismo, mientras el cuerpo aguante, el goce efímero y desmesurado de ese triunfo. Es lo único que pide, y lo que el poeta español Justo Jorge Padrón expresa inmejorablemente en unos certeros versos de su poema “Pleamar”: Todo lo que amanece vive en nosotros, canta esa felicidad que nos conmueve
Prólogo de la traducción del libro: Teoría del cuerpo enamorado, Michel Onfray, prólogo y trad. Joaquín Brotons, Pre-Textos, 2002
CASUÍSTICA DEL EGOÍSMO El hedonismo de Michel Onfray “Lo valioso, lo estimable a nuestros ojos, es el hombre, el viejo bebedor de cerveza, forjador de credos, luchador, frágil, sensual, respetable hombre”. G. K. Chesterton, Obras completas A día de hoy Michel Onfray se ha convertido en uno de los filósofos más interesantes de Francia. En una librería de NYC a una obra suya se la calificaba de international best-seller. Pasada la resaca de la efervescente segunda mitad del siglo XX, Onfray ha aparecido como un soplo de aire fresco en la escena intelectual francesa. Su propuesta, cifrada en un materialismo hedonista, lúcido y socialmente transvalorador, hereda lo mejor de esa corriente intelectual, desde la Antigüedad clásica (Epicuro, Lucrecio, los cínicos) hasta la Ilustración (Helvetius, Nietzsche, Deleuze). Onfray, como profesor de bachillerato, recuperó a un pensador olvidado, Georges Palante, nietzscheano de primera hora y nada heideggeriano, por cierto. Con La sculpture de soi ganó en 1996 el Premio Médicis de Ensayo, en una obra que combina una ética política libertaria con una estética de la cura de sí. Ahora presenta en la editorial Pre-Textos Teoría del cuerpo enamorado, obra reseñada únicamente por el periódico La Razón, aparte de alguna otra revista. En este libro no subyace tanto una teoría sobre el sexo propiamente dicho cuanto una apuesta por una disposición sexual libre, centrada en la acción y por tanto con implicaciones éticas y políticas. Michel Onfray no ha tratado el erotismo con la penetración literaria de Bataille, ni ha reseñado las formas de la sexualidad como Foucault, pero ha aprovechado todas las lecciones de ambos. Su intención ha ido dirigida a promover un
tipo social de eros que se desprenda de las múltiples trabas a las que el cristianismo oficial y la sociedad normalizada lo tienen sometido. ¿Dónde reside la novedad de su trabajo, qué es lo que aporta de nuevo esta Teoría del cuerpo enamorado? Exceso material, gasto placentero, contrato libertario: la propuesta de Michel Onfray consiste en haber recuperado el bagaje intelectual aquilatado por autores modernos como Bataille y Foucault, insertándolo en una perspectiva materialista y atea que se sirve del bestiario fabuloso de la Antigüedad para escenificarla y desarrollarla. Sobre todo hay una reivindicación del epicureísmo como casi la única tradición de pensamiento y acción que podemos oponer al platonismo y su versión popularizada, el cristianismo, según la versión nietzscheana. Pero Onfray, que conoce bien estas tradiciones, ha querido aumentar la potencia subversiva y gozosa del epicureísmo, fecundándolo con las ideas anti-convencionales de un Diógenes, el hedonismo de un Aristipo de Cirene o el arte de vivir de los poetas elegíacos romanos. Todo ello desemboca en una apuesta por el libertinaje como uso más amplio y más intenso de la libertad de goce sexual y, por extensión, de la libertad política: ya en otro de sus libros (Politique du rebelle) Onfray se servía de un antiguo apotegma del siglo XVII para definir al libertino como “aquel hombre de bien que no sabría arrodillarse y que es enemigo de todo lo que se llama servidumbre”. Michel Onfray es hoy en día uno de los pocos intelectuales franceses que esquiva prudentemente la pedantería al uso de los cenáculos parisinos que siguen vendiendo pastiches salpimentados con todos los tópicos de las últimas décadas. En su variopinta obra hay una apuesta personal por la filosofía que devuelve su sabor y su entraña a esos manoseados tópicos. Y cuando digo apuesta personal por la filosofía me refiero a la voluntad deliberada del autor de inscribir sus ideas en su existencia, de convertir la filosofía en una manera de vivir. Michel Onfray es un “filósofo original” en un sentido anti-hegeliano no porque su aportación
intelectual sea especialmente novedosa, o heterodoxa o se centre en cuestiones específicas que vienen a desmontar el entramado bendecido del acontecer diario (aunque, desde luego, su aportación no se inscribe en ninguna teodicea), sino porque lleva a cabo su tarea de la forma apasionada y comprometida que define a aquellos que en su día tomaron la decisión de transformar su vida en una vida de actividad filosófica, no sólo profesoral. Insisto en que Onfray no es ajeno a la moda remendadora que recorre a la filosofía oficial francesa, pero a diferencia de tantos otros figurines, el autor de este libro pretende hablar en serio sin perder el humor. Para ello es especialmente cuidadoso con su escritura, de la que podemos señalar algunos rasgos estilísticos. Onfray es un autor iconoclasta (valga como ejemplo el último Anti-manual que ha escrito para sus alumnos del bachillerato francés), que conoce muy bien todas las corrientes históricas de la filosofía, que ha querido emular más bien a autores segundones y panfletarios que convertirse en un nuevo pope del pensamiento. Onfray no está exento de las limitaciones maniqueístas en las que a menudo incurre quien escribe desde el entusiasmo y la indignación (esos dos motores de la escritura de los que hablaba Chesterton), pero es de agradecer que haya preferido la polémica intelectual a las sutilezas de salón para dotarse de mejor munición en la lucha contra el miedo instituido. Su escritura es a menudo epigramática, lo que a la hora de ser traducida me ha dado no pocos quebraderos de cabeza, relampagueante, lírica a veces, siempre combativa. No dice muchas cosas nuevas y originales, pero señala lo importante y lo hace con gracia y con un indudable atractivo: la filosofía también puede ser una forma de seducción, y no hay mejor forma para empezar a amarla. Esta Teoría del cuerpo enamorado es la tercera obra traducida al español de Michel Onfray. En Paidós se puede encontrar Cinismos, sobre la escuela helenística fundada por Diógenes de Sinope. Y la primera se titula El vientre de los filósofos y está editada por
Ediciones Oria, Guipúzcoa. En esta curiosa obra Onfray emprende el ensayo de una gastrosofía o lo que también denomina una crítica de la razón dietética. A través del análisis de la comida que ha alimentado a los grandes filósofosos (desde “el pulpo crudo” de Diógenes hasta las “salchichas” de Nietzsche, pasando por el “vaso de leche” de Rousseau y el “marisco” de Sartre), Onfray pretende elaborar algo así como una gaya ciencia alimenticia. En fin, primero gastronomía, ahora erotismo: puntos hedonistas de resistencia al ascetismo funcional de nuestra sociedad del trabajo y del consumo. Puntos que parten de lo referido por Nietzsche en Ecce Homo: “Estas cosas pequeñas –alimentación, lugar, clima, recreación, toda la casuística del egoísmo- son inconcebiblemente más importantes que todo lo que hasta ahora se ha considerado importante. Justo aquí es preciso comenzar a cambiar lo aprendido”. Cambiar lo aprendido: es lo que García Calvo llama desaprender y en lo que, según Valéry, estriba la verdadera educación. A esta tarea educadora que empieza en los detalles más inmediatos y prosigue en obras de mayor calado intelectual (una teoría estética de la moral titulada La sculpture de soi, ya mencionada, y una reflexión sobre las posibilidades de una política libertaria a principios del siglo XXI, Politique du rebelle) se ha encomendado Michel Onfray desde su primer libro, dedicado a un seguidor primerizo y casi desconocido de Nietzsche. Bibliografía: Teoría del cuerpo enamorado, Michel Onfray, prólogo y trad. de Joaquín Brotons, Pre-Textos, 2002; El vientre de los filósofos, Michel Onfray, trad. Rosa de Diego, Oria, Guipúzcoa, 1996; Cinismos, Michel Onfray, trad. A. Bixio, Paidós, Barcelona, 2002. Anagrama ha publicado su Contra-Historia y otras obras. Edaf su Anti-Manual.
LAS ENSEÑANZAS DE LAS DROGAS Para Swinny Swinbanks, que llegó por mar desde Tailandia, dondequiera que esté “Entre unos hombres que le juzgaran con arreglo a determinadas normas, había sufrido. Allí, de ser juzgado de alguna manera, lo que contaría sería cuanto pudiera hacer por sí mismo y por los demás”. Zane Grey, Yaqui En 1968 un antiguo estudiante de antropología de la Universidad de California, en Los Ángeles, publicó un libro titulado The teachings of Don Juan. El libro obtuvo tan buena acogida que le siguieron inmediatamente otras dos obras: Una realidad aparte y Viaje a Ixtlán. Dicha trilogía refiere las formas ancestrales de conocimiento que los indios yaquis del norte de México practicaban mediante la ingestión ritual de diversas plantas alucinógenas. Su autor, Carlos Castaneda, conoció al brujo llamado Don Juan en el verano de 1960. Bajo su permanente guía experimentó durante varios años con tres sustancias psicotrópicas: el peyote, la datura y los hongos. Quería convertirse en un hombre de conocimiento y adquirir la sabiduría necesaria para llevar una buena vida, una vida verdadera. El relato de las “arduas experiencias” vividas a lo largo de este tiempo forma el núcleo principal de Las enseñanzas de Don Juan (FCE), libro que mezcla la detallada narración de los hechos (ficticios o no, es otro tema) con un análisis de rasgos ingenuamente estructuralistas, más bien irrelevante a pesar de su pretensión de sellar con un aval científico lo que no es sino un viaje terrible al abismo sin fondo de la condición humana.
Por lo menos desde Baudelaire y Las flores del mal las drogas han estado muy presentes en la literatura de la modernidad. Sin embargo, algo especial debe de haber en el libro de Castaneda para que medio mundo haya sucumbido, y no por erudición, a su despojado encanto. Los poemas de Baudelaire, Las confesiones de un inglés comedor de opio de De Quincey, el Hachís de Walter Benjamin, la novela Yonqui de Burroughs, etc., nos explican casi todo lo que acerca de los efectos del consumo de ciertas drogas podemos inquirir. Pero apenas nos enseñan nada, si es que se puede enseñar algo más allá de su insinuación. En cambio, la irresistible fascinación del libro de Castaneda radica en aunar la fuerza de unas experiencias plausiblemente verídicas con la vastedad de un pensamiento que logra ir más allá de lo experimental para incardinarse en la vida misma de todos los días. En pocas palabras, Las enseñanzas de Don Juan hacen fructificar en un solo trazo la expresividad de un cómic y la hondura de un tratado. Castaneda no se limita a informarnos de que el tiempo se alarga hasta el infinito si uno toma opio, ni tampoco se embriaga para levantar acta de la miseria universal. No, no sólo quiere denunciar lo falso cotidiano, quiere saber la extraordinaria verdad. Ingiere esmeradamente drogas en un proceso de aprendizaje tanto más subversivo cuanto más dotado de sentido. Dicho sentido está fundado en lo que Octavio Paz llama en el prólogo “la crítica sensible de la realidad”, equivalente en la esfera de los sentidos a la crítica racional de la realidad. Así empieza, dicho sea de paso, la revolución filosófica, que junto a la democrática son la revolución tout court. No hay intención declaradamente política en el libro de Castaneda, pero la creación de un mundo simbólico que rompa la clausura del mero-hecho-de-drogarse le permite producir unos efectos que van más allá de la simple postura estética en que tanto Baudelaire como Burroughs pueden quedar atrapados. En cualquier caso, a la inexistencia de ese acompañamiento significativo achaca Octavio Paz los estragos que en las últimas décadas ha causado el abuso de las drogas, dejando aparte ahora el tema de su delirante y criminal penalización.
Antídoto contra el fanatismo, la enseñanza básica de Castaneda se emparenta con la del escepticismo griego de Pirrón, o con la del mismo Cioran. Una actitud relativizadora, no meramente relativista, que siguiendo la propia etimología de la palabra “escéptico” busca y vuelve a buscar el conocimiento de la realidad, para lo cual la puesta en duda de lo establecido constituye el paso primordial. Dice Octavio Paz en el prólogo citado: “Los brujos no le enseñaron el secreto de la inmortalidad ni le dieron la receta de la dicha eterna: le devolvieron la vista. Le abrieron las puertas de la otra vida. Pero la otra vida está aquí. Sí, allá está aquí, la otra realidad es el mundo de todos los días”. Según el brujo Don Juan, los obstáculos que entorpecen el camino del conocimiento son cuatro: el miedo, la claridad, el poder y la vejez, en último término invencible. La sabiduría, o quizá mejor, el aprendizaje de la sabiduría, no puede aspirar a una eterna contemplación de la verdad absoluta, sino que lo realmente memorable son esos “momentitos” en los que uno supera el miedo, ve claro sin cegarse, utiliza sin demasiada ambición su poder y no se deja arrullar por las ganas de descansar. Tal es el hombre de conocimiento, que se atreve a vivir en un mundo humano de diferencias infinitas y no en uno cosificado por identidades prefijadas. En septiembre de 1965, tras cinco años de alucinadas experiencias, Carlos Castaneda abandona las difíciles enseñanzas de Don Juan. Según propia confesión, se siente derrotado por el pánico; el primer enemigo del hombre de conocimiento le ha vencido. El escritor Zane Grey relata hermosamente en Yaqui algo que quizá podría aplicarse al caso: “La extraña historia de un amigo habíale inspirado su singular viaje; un bello arco iris, con su misterio y promesa, habíale decidido. Por una vez en la vida había contestado a la llamada del reino de la aventura, y por una vez en su vida habíase sentido feliz. Pero aquí, enfrentado con el vacío, con el desierto, su entusiasmo se enfrió; flaqueaba su ánimo en el momento en que se sentía más fatalmente arrastrado”. En el libro mismo de Castaneda ya se describe el estado de desolación irrazonable que la recuperada sobriedad posterior a una sesión de
peyote causa en una ocasión al protagonista: “¡Había olvidado que era un hombre!”, exclama: “La tristeza de tal situación irreconciliable fue tan intensa que lloré”. Nadie que no haya ocultado todavía completamente su desamparo esencial, su íntima catástrofe, sentirá ajenas estas valientes y hermosas palabras, que revelan concisamente la trágica encrucijada en que nos debatimos los mortales. Desde luego, todo esto puede parecer hoy demodé, superficial, cursi, poesía barata para uso nostálgico de hippies trasnochados. Pero no lo es. Cuando Don Juan exhorta a Castaneda diciéndole con su proverbial laconismo: “Busca y ve las maravillas que te rodean”, ¿no resuena más nuevo que nunca el verso de Keats: Many the wonders I this day have seen? Hace escasamente unos años el director más aplaudido del cine independiente americano, el neoyorquino Jim Jarmusch, rodó en Dead Man una historia bastante similar a la del libro de Castaneda, en la que además aparece in nominem otro poeta de la misma estirpe, William Blake, cuyo amigo indio le acaba oficiando de barquero Caronte. De manera que, se tomen drogas o no, algunas lecciones podemos aprender hoy de las enseñanzas de Castaneda. La primera es de orden racional y se refiere a la necesidad de lo que en Occidente llamamos filosofía, que a diferencia de la ambición de poder trata de liberarnos del miedo a la muerte. Al menos en esto Epicuro y la sabiduría yaqui coinciden. La segunda tiene carácter sentimental y se resume en las palabras que poco antes de desistir Don Juan le dirige gravemente a Castaneda: “Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo. Y esos recorro mirando, mirando, sin aliento”.
COMMUNICATION BREAKDOWN “Una representación gráfica de la información abstraída de los bancos de todos los ordenadores del sistema humano. Una complejidad inimaginable. Líneas de luz clasificadas en el noespacio de la mente, conglomerados y constelaciones de información. Como las luces de una ciudad que se aleja...” Neuromante, William Gibson ¿Qué es aquello que el ojo de David Curto ha visto en los gráficos de los periódicos que acompañan a los sucesos del día? Ha visto a los autores de esos gráficos. Los ha añadido a su propio gráfico –“la obra de arte”- y le ha puesto como título Humanoids, revelándonos su verdadera naturaleza. En un libro titulado significativamente Mal de ojo el pensador argentino Christian Ferrer arremete contra el dominio de la tecnología audiovisual que invade nuestras vidas, deteriora nuestra capacidad sensorial y mutila nuestra libertad de elegir. Ferrer señala que el lugar donde ese dominio de la razón tecnológica se hace más patente y más dañino es en los mass media, verdadera piedra de toque de la comunicación humana en una sociedad de masas como la nuestra, auténtico lugar de expresión del librepensamiento y de formación de la opinión pública. Pues bien, con la intención de hacer del todo inteligible y fluida esa comunicación, los mass media están tendiendo a reducir su función a la pura información acumulativa, estadística, genérica, indiscutible: los hechos mandan... pero, ¿qué hechos? “Los hechos ideológicos”, escribe Guy Debord, “nunca fueron simples quimeras, sino conciencia deformada de realidades y, en esa medida, factores que ejercen secundariamente una acción
deformadora de lo real” (La sociedad del espectáculo). Como la filosofía posmoderna ha decretado la muerte del sujeto, los gráficos no hacen más que transcribir una verdad objetivamente dada: el periodismo cumple una mera misión apologética de la realidad, sin sombras, enmarcada, envasada. Los relieves tridimensionales de que suelen acompañarse las noticias en internet no hacen más que suplir virtualmente la ausencia de las verdaderas dimensiones del acontecimiento. La información actuaría así como una especie de comunicación total, si no totalitaria, prescriptora de una añorada unanimidad social, fáctica e incontrovertible, y proscriptora de la verdadera comunicación humana, libre, crítica, igualitaria, subjetivamente dialógica, imaginativa y creadora. La lúcida visión de David Curto ha superpuesto a la burda realidad informativa el momento de creación de esa verdad: ha desenmascarado a sus autores y a la época socio-histórica en la que éstos trabajan. El artista ha hecho las veces del oculista, ha transgredido la pauta social y ha puesto de manifiesto no tanto lo mal que está el mundo sino algo así como el peligroso contagio que ese mal (hambre, enfermedad, miseria, ignorancia, guerras) produce en los que tienen la oportunidad de narrarlo: no hay queja autocomplaciente en su toque de atención respecto a la crisis social del día, sino crítica radical de la función del periodismo en su complicidad con la extensión de la indiferencia social –cuando su tarea debería consistir en la creación de una humanidad atenta y civil. La robotización del ser humano operada por la información con ínfulas de comunicación total: es a esta verdad desnuda a la que el ojo subversivo y travieso de David Curto ha dirigido la mirada. Lo que su llamativo e imponente trabajo descubre y desvela es la complicidad de los narradores del mal diario no tanto en el mal en sí mismo sino en la ilusión de obviarlo mediante un tipo de comunicación cristalina, acrítica, absoluta y -ilusoriamente, también- verídica. Sin fisuras, sin distancia, unilateral, obligada a verse tal como es sin posibilidad de réplica, sin ni siquiera verdadera capacidad de verla y de pensarla: sólo asumida, captada, intuida de una forma religiosa y prácticamente inefable. En Ética
como amor propio Savater indica con acuidad: “Lo total bloquea la comunicación, inunda la receptividad del otro: para comunicar hay que parcializar, hay que aceptar la fragmentación”. No es el caso de la ideología de la información que nos invade. Ésta induce aquiescencia o repulsión, pero jamás intercambio: sólo una perpetua histerización gestual que impide la visión racional e imaginativa que sigue manteniendo la distancia entre el que ve y lo que se ve, y por tanto el interés humano por dar sentido a esa distancia que, en definitiva, llamamos mundo. A diferencia de la información gráfica que todo lo explica y todo lo aclara, que anula la distancia entre lo manejable y lo que no se puede manejar, que avasalla el terreno paradójico del intercambio comunicativo, que mutila nuestra percepción introduciéndonos – como al protagonista de la novela cyberpunk Neuromante- en una suerte de matriz uterina en la que los seres humanos hemos perdido o aún no hemos tenido la ocasión de ganarnos la libertad, es en este caso el arte o el artista quien nos hace recobrar los cinco sentidos en nuestra relación con la realidad y con los otros seres humanos. No para erigirnos en salvadores o remendadores de la violencia, la guerra, la injusticia social, sino para prevenirnos del contagio mortal que estos males pueden producirnos si son contemplados como un hecho más del devenir cotidiano, caídos en el olvido de la bondad subyacente al cómputo global de los hechos del mundo. Insisto en que David Curto no ha querido elevar el enésimo lamento por las miserias que azotan a la sociedad humana, sino poner de manifiesto que la tecnología audiovisual, en su uso neutral y aparentemente liberador, puede acabar aliándose y aliándonos con ese mal por ausencia de verdadera lucidez. Es lo que señala Jünger en su crítica despiadada de la fotografía y su “ojo insensible e invulnerable”: “El acto de ver es para ella un acto de agresión”. Y añade: “En muchos casos el propio acontecimiento pasa completamente a segundo plano a favor de su `transmisión´, es decir, se convierte en gran medida en un objeto” (Sobre el dolor). Esta objetivación ciega de los hechos que Jünger llama
“petrificación de la vida” es lo que critica en este caso el artista. Contra la nueva teodicea informativa que anula la capacidad de una verdadera comunicación en aras de la transparencia total, el artista continúa siendo fiel al principio inmanejable de la realidad: de allí es de donde surge su obra, tan informativa y comunicativa como un gráfico, una foto o un artículo de periódico, pero realmente liberadora en cuanto sostenedora de una sensibilidad subjetiva que la ilusión de la comunicación total niega. Antes, las pastorales cristianas circulaban como transmisoras terrenales de las verdades celestes, oscuras, inaccesibles, incomunicables; hoy, la pretensión de transparencia total deslumbra y ciega la posibilidad de una auténtica comunicación, crítica, lingüística, asentada en la percepción sensorial aún capaz de distanciamiento irónico y reflexión. Tanto en un caso como en el otro, ayer los curas, hoy los nuevos soldados de la información audiovisual, administran la verdad inefable mediante la luz funcional de sus respectivos dominios: Dios en la Iglesia, y la razón tecnológica y puramente instrumental en el ámbito de ese Cuarto Poder de todos conocidos desde los tiempos de Humphrey Bogart. ¿Contra-información, periódicos al revés, arte como práctica revolucionaria de una teoría crítica de la comunicación por la que los individuos gocen en plenitud de su autonomía moral y política? La obra de David Curto incluye, desde luego, todo ese material heterodoxo en su trabajo -¡qué gozo poder decir trabajo sin que por detrás aparezca el salario, la identificación burocrática o el puro afán especulativo de lucro! Y lo hace con el fin alentador de que el periodismo promueva una verdadera comunicación libre gracias a la información que aporta. Se trata de recuperar la humanidad subjetiva y compartible en un mundo que no es racionalizable del todo, y alejar tanto la superstición eclesial que personaliza lo inmanejable en un Dios como la superstición más moderna y por tanto más impredeciblemente temible que reduce e inunda el ámbito de lo inmanejable con la perfecta manipulación genérica de hipóstasis no menos embaucadoras. Entre la ubicuidad divina y el
hiperespacio de los nanosegundos, queda la posibilidad del intercambio democrático que permite la ciudad humana. El artista ha mirado críticamente a la sociedad espectacular que le rodea: ha actuado como un moralista, un espectador, pero a diferencia de los robots-periodistas que descubre en su obra, se ha mantenido fiel a su subjetividad mortal hecha “de carne, hueso y libertad” (Max Aub). Esta es la tragedia del arte, de la ciudad democrática y de la propia comunicación: la permanente posibilidad de una communication breakdown que la Información audiovisual pretende anular anulando al mismo tiempo la mirada crítica del artista y del ciudadano clarividente, y a fin de cuentas la misma comunicación, a la que le sustituye una información que no puede ser –literalmente- de recibo. Humanoids viene a cuestionar la pretensión actual de reducir el tamaño de los hombres al de Robocops gigantes y en insensible erección, sin ojos, sin ropa, sin tiempo y apenas sin espacio, sin dolor y sin placer. Falsamente invulnerables. Nuestro frágil reino es, en cambio, de este mundo y sólo de éste, pues, como ya sabíamos, tampoco del cielo bajan ángeles candorosos sino amenazantes y raudos aviones de guerra. David Curto ha querido mostrarlo, dándonos un toque de atención. El noble oficio del periodismo bien puede tenerlo en cuenta para recuperar su vieja lucidez, tan próxima a la mirada transgresora, o simplemente realista, del arte.
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APUNTES SOBRE EDUCACIÓN A propósito de la educación ¡Últimas noticias de los expertos en la ESO (en contra de lo que escribió, no hace tanto, un homme de lettres tan poco reprochable como José María Valverde)!: leer moviendo los labios demuestra inmadurez y un analfabetismo preocupante. ¿No estarás leyendo de esta manera, verdad, amable lector/a? Lo grave de la reforma de la ESO no es que los alumnos ya no sepan leer ni escribir, o que se tenga que enseñar a niños de 12 años que rozan el estado semi-salvaje, o que haya que tratar con escrupulosidad quisquillosa la diversidad existente en las aulas, ni algunos nuevos métodos pedagógicos. No, lo peor de la reforma no está en los reformados sino en los reformadores y su infamante jerga seudoprogresista, que en busca de un lenguaje hiperanalítico que clarificase la situación ha acabado por dejar de saber leer y escribir sencillamente, hasta el punto de arrojarnos a lo más oscuro de la selva... Quiero decir, por ejemplo, que resulta tan amplia la permisividad otorgada por la reforma a los alumnos que los maestros actuales, supuestamente más comprensivos e integradores, están en camino de adoptar cada vez más prácticas actitudinales -¡caramba, yo también empiezo a estar reformado!muy próximas a la repentina tiranía. O sea, como ya no se puede ni insinuar la palabra examen (ahora se le llama “prueba de evaluación sumativa”), en el momento en que el gallinero toma visos de escapar del corral sólo nos queda la opción de sacar la porra de la forma más despótica... Cosas del cinismo de la corrección política que desafortunadamente nos gobierna y que, aún más desafortunadamente, no están exageradas.
Dos libritos recientemente publicados pueden sernos de mucha utilidad para tratar de prevenirnos contra los errores más dañinos de la famosa reforma educativa. El primero se titula Educar es educarse (Paidós) y está escrito por el filósofo Hans-Georg Gadamer, más conocido por haber puesto de moda las teorías de la hermenéutica. Se trata de un opúsculo muy breve de vago tono autobiográfico en el que destaca por encima del resto la idea de que “sólo se puede aprender a través de la conversación”, así como que sólo en la conversación el lenguaje puede realizarse plenamente. Son dos apuntes que en el estado actual de la enseñanza en España pueden servir para dos cosas: en primer lugar como acicate para sacar a los alumnos del pobre argot en el que chapotean (y que, como señala con gracia Félix de Azúa en su Diccionario de las artes, está compuesto por palabras tan abstractas como “tío” o “gilipollas”) y darles la oportunidad de nadar a pleno pulmón por los anchos mares del mundo con un lenguaje rico y preciso; en segundo lugar, para seguir insistiendo – y en este sentido, la reforma es positiva- en la importancia del diálogo racional y el arte de la conversación, sin por ello convertir la clase “en un foro de debates ni en un púlpito”, tal como advierte por su parte Savater en El valor de educar. El segundo de los libros, de impecable escritura y más sustanciosamente penetrante que el anterior a pesar de no ser su autor un filósofo en mayúscula (o quizá por eso), se titula La abolición del hombre. Reflexiones sobre la educación (Andrés Bello). Su autor, C.S. Lewis, profesor de literatura medieval y renacentista fallecido en 1963, realiza en los dos primeros capítulos una crítica tan aguda como actualísima de un manual escolar de la Inglaterra de su tiempo. En ellos se ciñe a una cuestión que los buenos lectores de Lewis (muy próximo en este punto a Papini) ya habrán saboreado en otras ocasiones: la crítica del fatal desprecio moderno por el sentimentalismo y lo inverosímil de la literatura o de la ficción en general. Entre las muchas piedras preciosas que contiene el cofre de La
abolición del hombre -de cuya mordaz lógica analítica el racionalismo trivial de la reforma educativa podría aprender hoy algunas lecciones irrefutables-, destaca una en la que Lewis acusa a la educación moderna de formar “hombres sin pecho”, es decir, sin sentimiento ni magnanimidad y por tanto menos aptos para hacerse cargo de su libertad. Dice Lewis: “Donde la antigua educación iniciaba, la nueva sólo `condiciona´. La antigua trataba a los alumnos como los pájaros adultos tratan a sus polluelos cuando les enseñan a volar; la nueva, más bien como un avicultor trata a los polluelos, criándolos para tal o cual propósito del que los pájaros nada saben”. En lugar de incitarlos al vuelo, alimentamos a nuestros pajaritos para cumplir funciones previamente establecidas –¿por quién?. En palabras de Lewis, no se estimula la propagación del neófito; nos limitamos a venderle propaganda. Los causantes mayores de este estropicio son los que el autor apoda como “Condicionadores”, término que se ajusta mucho al perfil de los diseñadores de la nueva ESO. A destrozarlos con ironía gloriosamente templada dedica Lewis el último capítulo del libro, donde augura la abolición de la naturaleza humana por parte de quienes sigan creyendo con fe inquebrantable en el progreso lineal de la conquista de la Naturaleza por el Hombre y gestionen en consecuencia su victoria definitiva (¡Fukuyama, date por aludido!). Hay en torno a esta idea controversias tan polémicas como las planteadas hoy por la eugenesia y el condicionamiento prenatal, prácticas que Lewis rechaza con un argumento paradójico: la conquista total de la Naturaleza incluiría la naturaleza humana y por tanto la conquista del hombre por el hombre y el triunfo final de la Naturaleza, absurdo tan risible como algunas de las reformas educativas antes mencionadas que recuerdan al gag ése de los Monthy Phyton en el que un profesor inglés enseña un rudimentario italiano a unos típicos italianos... Pero la risa, ay, puede congelársenos si estos absurdos continúan poco a poco anulando ese “misterio de la humanidad” que para el gran C. S. Lewis constituye el reducto último de toda verdadera
educación. Educar multitudes Profesora de Ética en las universidades de Harvard y Brown y ahora en la Escuela de Leyes de la de Chicago, colaboradora en revistas como New York Review of Books y New Republic, donde empezó reseñando en su día el best-seller de Allan Bloom The Closing of The American Mind, Martha C. Nussbaum se ha convertido hoy en una de las voces más imprescindibles de la palestra pública internacional en las discusiones éticas y políticas. Nussbaum tiene una admirable habilidad en combinar la divulgación pedagógica con la intención polémica sin perder el rigor académico, ni siquiera el humor. El cultivo de la humanidad es una buena prueba de ello, y es antes que todo un ingente trabajo empírico de campo que resulta de lo más interesante y aun conmovedor. Una frase de uno de los primeros capítulos (“La vida no examinada amenaza las libertades democráticas”) nos sirve el propósito del libro: establecer un programa razonado de mínimos para educar la diversidad americana, en sí congénita a los EEUU pero cada vez más creciente, en la democracia, y aun en el cosmopolitismo. Visitando coast to coast diversas universidades norteamericanas, analizando sus plurales curricula en humanidades, valorando la práctica del curso (“requisito de diversidad”) en cultura no occidental que todos los universitarios americanos deben pasar el primer año de carrera, Nussbaum va desgranando algunos de estos principios socráticos, racionales, de educación programática para una ciudadanía universal. El acierto principal del trabajo consiste en conjugar la inquietud sincera por la diversidad cultural humana con la aceptación admirada de lo que es comúnmente humano –descubrimiento occidental-, esto es, la razón y la política.
Nussbaum profundiza, pues, en lo que Rawls llamaba en sus últimos trabajos “consenso entrecruzado”, rechazando el multiculturalismo y las políticas de la diferencia y de la identidad grupal colectiva, así como el liberalismo económico sin política (si esto es posible), en favor de un interculturalismo que pone en primer plano “los fines de la ciudadanía universal”. En su defensa de una educación liberal clásica, Nussbaum rechaza, pues, la “feria de culturas” en que se ha convertido el multiculturalismo, y apuesta más bien por hacer especial énfasis en la tradición constitucional americana y en sus antecedentes y consecuentes de la filosofía y práctica política occidental, vale decir, europea, hoy ya casi global. Ejemplos de multiculturalismo bobo los encontramos muy cerca, añadiría yo, en el Fórum de las Culturas de Barcelona de 2004 o en la actual Alianza de Civilizaciones. En su lugar, el interculturalismo no puede ser solo un cambio de palabra. De ahí el esfuerzo encomiable realizado por Nussbaum en este libro. Su defensa de una educación pragmática y realista (del tipo del realismo directo de corte pragmatista de Hillary Putnam) para la democracia quizá nos suene, por otra parte, a la nueva asignatura de la Loe “Educación para la ciudadanía”, pero me temo que aparte de lo básico, que ya se ha estado enseñando en la asignatura de “Ética” de 4º de Eso, esta nueva asignatura, planteada y elaborada de forma demagógica, no será útil para afrontar las herencias absolutistas del Estado europeo, y no digamos español, ni mucho menos sus nacionalismos regionalistas, y recordando al Kant de ¿Qué es Ilustración?, guiará más bien a la masa por el camino de la “buena conciencia crítica” antes que dejarla caminar libremente crítica, tropezando y levantándose por sí misma, multitudinariamente, entre sí misma. Libro reseñado: El cultivo de la humanidad. Una defensa clásica de la reforma en la educación liberal, Martha C. Nussbaum, trad. Juana Pailaya,
Paidós, Barcelona, 2005.
LA LIBERTAD DE LENGUAJE, EN SERIO Notas sobre Virno Para cambiar lo que hay “El espaciamiento genera un tiempo que es silencio frente al poder y es ritmo asimétrico respecto al ritmo repetitivo y secuencial de la ciudad-empresa. Tiempo-ritmo que crea `lo político´. ¿Creación de un amor impersonal colectivo? En cualquier caso es tiempo de una intimidad recuperada”. Mar Traful, Política de la nocturnidad ¿Qué es lo que hay? Según han dicho en un libro bonito y reciente Savater y Pardo (Palabras cruzadas) lo que hay es, en el lenguaje popular, “Dios”. Siempre hay algo y el interrogante que se cierne sobre ello lo hace tambalear. Así pues, ¿qué hay o qué puede haber tras la acaecida y anunciada por Nietzsche muerte de Dios?. No, desde luego, la muerte de lo que hay, sino algo más profundo y más rico. Algo que señala Foucault con tino: “Muerte que no hay que entender en absoluto como el fin de su reinado histórico, ni como la constatación finalmente liberada de su inexistencia, sino como el espacio desde ahora constante de nuestra experiencia” (Entre filosofía y literatura). La muerte de Dios no es la muerte de lo que hay (pues esa muerte sería, tal como estamos viendo, la legitimación en virtud de un “todo vale” de una especie de guerra permanente, o la más suave administración de esa muerte mediante la expropiación de lo vivido), sino la experiencia vivida y continuada de que hay algo que hacer, la experiencia del querer vivir que constata en la existencia humana no tanto un “fundamento en falta” (E. Trías) que permitiría la vuelta de lo sagrado (es decir, del ocultamiento del fondo mortal de los humanos y de toda creación) por el agujero de esa ausencia como, más bien, un fundamento en cuestión.
Del cuestionamiento de los fundamentos de nuestro actual mundo-empresa surgen los textos reunidos en Virtuosismo y revolución, cuyo autor, el italiano Paolo Virno, colaboró junto a figuras como Agamben o Franco Berardi Bifo en la revista “Luogo comune” a principios de los 90 y después en otra llamada “Derive Approdi”. Virno proviene del marxismo heterodoxo italiano de los 60, que desembocó en el potentísimo movimiento antagonista transalpino de la década de los 70 (cuyo epicentro fue el “movimiento del 77”) y que tras unos años de reclusión ha vuelto a surgir con fuerza en nuestro tiempo. En la órbita de Virno pilotan sus naves subversivas otros aventureros intergalácticos como Toni Negri, Luca Casarini o los amigos de Wu Ming, antes conocidos como Luther Blisset. La tesis del filósofo italiano es bien sencilla y a la vez fecundísima: oponer la acción de la “república de la multitud” al “comunismo del capital” que nos gobierna. Frente a mis iniciales reticencias por el título del volumen, ahora puedo decir que dentro de lo producido en los últimos años por los movimientos de transformación radical este libro es quizá el más interesante que yo haya leído. Virno parte de un fragmento inédito de Marx, recuperado en el siglo XX, para plantear su definición del estado actual del capitalismo: “El desarrollo del capital fijo revela hasta qué punto el conocimiento o knowledge social general se ha convertido en fuerza productiva inmediata, y, por lo tanto, hasta qué punto las condiciones del proceso de la vida social misma han entrado bajo los controles del general intellect, para ser remodeladas conforme al mismo"”(Grundisse). A este estado lo llama Virno post-fordismo, caracterizado por los siguientes rasgos: la informatización de lo social, la automatización en las fábricas, el trabajo difuso, la hegemonía creciente del trabajo inmaterial y del sector terciario, la mundialización en acto de los procesos productivos. Pero más importante que esta silueta esbozada, lo grave son las
consecuencias de tales procesos, la conversión del proletariado en una intelectualidad de masas (la “proletarización de la sociedad” de la que hablaban los situacionistas), la conversión de la sociedad entera en un “ejército industrial de reserva”, el fascismo posmoderno detectado en el hundimiento y destrucción de la esfera laboral como ámbito de socialización y lugar de adquisición de la identidad política, la “socialización extralaboral” consiguiente, en la que se ha puesto a trabajar al mismo lenguaje12, a la vida misma: “La comunicación social”, dice Virno, “ se ha convertido en la materia prima, el instrumento y, a menudo, el resultado final de la producción contemporánea” (p.38). El análisis de Virno es perspicaz y certero: cualquiera que haya trabajado como teleoperador ni siquiera durante una semana lo sabe perfectamente. Los procesos laborales del post-fordismo implican una actitud de “oír sin escuchar” que tira por la escotilla de la nave empresarial lo que Kant llamaba la “apercepción”, es decir, la posibilidad de la auto-reflexión, la autoconciencia, el verse a uno mismo “desde fuera” y poder así saborear el propio saber y “saberse mientras se siente” (p. 70). ¿Cómo se da esta aniquilación? A través, afirma Virno, de la erección en paradigma epistemológico de un constructivismo sin referencias de cariz tecno-científico que desemboca socialmente en el cinismo y en el oportunismo. Al haber desaparecido incluso el mínimo principio de equivalencia y conmensurabilidad que suponía anteriormente el dinero (recordemos el “omnibus rerum compendium” de Spinoza), ya ni siquiera hay “clases” ni intercambio (desigual o no), sino una expropiación absoluta de las condiciones mismas del desarrollo de la vida y del lenguaje: una hipersocialización atomizada y totalitaria. O en otras palabras, un “crecimiento hipertrófico de los aparatos administrativos” que Virno, en la línea de los análisis del corporativismo de John Ralston Saul (Los bastardos de Voltaire), sitúa en el corazón mismo de la estaticidad: la puesta al trabajo de lo que es común y por tanto la privatización y desaparición de 12 Hasta el punto de que según Virno “libertad de lenguaje” significa hoy ni más ni menos que “abolición del trabajo asalariado”.
cualquier posibilidad de instituir una comunidad política. Esto es lo que hay, y para cambiarlo con lucidez Paolo Virno propone al modo de El Bosco un “cuadro de los asuntos comunes” (pp.100-116): éxodo, desobediencia civil, república de la multitud, derecho de resistencia. No voy a extenderme en describir detalladamente cada uno de estos movimientos de la partitura esbozada por Virno, porque para eso he subrayado que leer este libro vale la pena, pero sí me gustaría hacer alguna puntualización. En concreto, por éxodo se entiende una “sustracción emprendedora” del mismo material del que está hecho el postfordismo: potencia práctica del general intellect, fuga creadora de los fundamentos establecidos, actividad cooperativa, sentimiento de abundancia (del que tan buen uso hizo Bataille). Es aguda la distinción entre “pueblo” y “multitud” que Virno realiza en este capítulo y la elección de esta última como potencial formadora de subjetividades en la república de los libres. Más adelante pide una desobediencia civil radical no de tal o cual ley, sino de la misma legitimidad soberana sobre la que se asienta el Estado moderno desde Hobbes. Y en cuanto al derecho de resistencia, recupera una vieja noción medieval para rescatar la opción de utilizar la violencia no como augurio de mañanas resplandecientes sino como defensa de experiencias ya construidas ante ataques usurpadores, excluyendo por tanto cualquier teoría de la guerra civil. Todo ello para desembocar según el autor en la creación de una “esfera pública no estatal”, en la que, por ejemplo, la “fatiga física” pudiera blandirse como un arma anti-económica o en la que no se escamotease la posibilidad de la catástrofe. En las últimas páginas Virno lleva a cabo un interesante resumen de los últimos 30 años de historia político-social italiana. En España falta por hacer algo similar: un análisis de una posible “La ideología española” que no tratase de remover tanto el pasado de la Transición como el presente de la crisis de la representatividad política, tal como hace poco señalaban en una carta al director publicada en El País un par de miembros del movimiento de Los Incontrolados de Vitoria de
1977. Grupos y experiencias recientes no faltan para prolongar aquellas primeras sacudidas, desde las agencias de contrainformación como Indymedia o Nodo50 hasta la comunidad telemática de software libre Sindominio, grupos de acción autónoma (Universidad Nómada), otros que reivindican la gratuidad -en todas las acepciones del término- de lo público (Dinero Gratis, Oficina 2004), y en el ámbito de la edición el colectivo de editoriales alternativas agrupadas en altediciones.com. A partir de lo que hay, en contra o a favor de lo que puede haber o no haber, hoy más que nunca debemos dejar florecer en nosotros una imaginación poética insumisa a la teodicea del Estado y del capital, tal como apunta al final del prólogo que contextualiza Virtuosismo y revolución Raúl Sánchez Cedillo. Nosotros los spinozistas Traficantes de Sueños pone a disposición del lector español, en riguroso copyleft, el último libro del filósofo político Paolo Virno. Se trata de una serie de charlas realizadas por el profesor de la Universidad de Calabria en enero de 2001, que se centran básicamente en la distinción conceptual entre “pueblo” y “multitud”. Aunque este punto de vista ya lo desarrolló Virno en su anterior libro publicado en España (Virtuosismo y revolución, TdS), en esta ocasión el filósofo italiano intenta relacionar la noción de multitud con las formas de vida social contemporáneas. Es decir, con las formas que toma el trabajo en relación con la vida, y por tanto con el ethos consuetudinario, emocional y práctico de nuestra contemporaneidad. Virno parte de la hipótesis según la cual el postfordismo o toyotismo ha elevado a paradigma ético, en el sentido mencionado, la vieja noción política de multitud: una realidad potencialmente subversiva convertida ahora en carne de cañón del neoliberalismo. Según Virno, el formato clásico de Estado-capital desde el siglo
XVII se ha sustentado en la idea de pueblo (Hobbes) contrapuesta a la de multitud (Spinoza), largamente malquerida por la doble tradición política de la modernidad surgida de Westfalia, tanto por la tory como por la whig, o para entendernos, tanto por aquella que desde las constituciones revolucionarias de finales del XVIII y principios del XIX y sobre todo en el siglo XX fue llamada liberal como por la que fue llamada socialdemócrata. La situación antropológica de la multitud sería hoy la de servir como material psicofísico (excusen la palabreja) del comunismo del capital mediante el cual el postfordismo ha puesto a trabajar a lo más común y paradójicamente íntimo de la vida humana, distorsionando por completo lo que José Luis Pardo llama “las formas de la exterioridad”: lo llaman también sociedad del conocimiento o de la información. El viejo señuelo del conocimiento universal de Llull y Leibniz, al que Nietzsche oponía precisamente la pasión del conocimiento. Como la función de este libro es analizar las tonalidades emotivas y las estrategias de acción correlativas a tal apropiación de lo político por la ciudad-empresa, Virno adopta aquí una cierta severidad moralista que no le hace perder sin embargo el humor. Quiero decir que a diferencia de Adorno y Horkheimer, pero también de Heidegger, la primera aproximación de Virno a las formas de vida posmodernamente plebeyas no es negativa, o por mejor decir, condenatoria. Virno sabe muy bien que el cinismo, oportunismo y charlatanería que caracterizan a la multitud capitalista son sinónimos de malas pasiones, o sea, de maldad pura y simple, pero lo que no hace o intenta no hacer es buscarse el sempiterno refugio estético del genio que desde Kant y Schiller, y aun antes desde Shaftesbury, procura educar el buen gusto y nada más, dejando las opiniones y acción políticas para mejor ocasión (si no es que lo que hay que educar ante todo son las necesidades, y no precisamente mediante la modificación genética, pues sólo así una psicología económica podría contrarrestar la voz de mando de la economía política). Algo que hoy tal vez llamaríamos en el
mejor de los casos civismo, pero que según colijo de lo dicho por Virno sería como volver a reducir a la multitud en una nueva forma institucional de pueblo. La refundación poética (en el sentido de Hölderlin) de la política contemporánea vendrá, pues, si quiere ser democrática, de la mano de la multitud y de la reapropiación política de las facultades comunes de la “inteligencia colectiva” puestas actualmente al servicio del sempiterno chantaje de la especulación y de la clausura identitaria: lo que se puede resumir en la idea según la cual “la libertad de lenguaje equivale hoy a la abolición del trabajo asalariado”. Y aquí a quien rescata Virno es a Spinoza, aquel que basó el poder de la multitud en el apotegma según el cual “nadie sabe lo que puede un cuerpo”: por eso mismo reivindicamos la libertad de lenguaje, lo que Nietzsche llamaba multipensamiento. Si bien la apuesta “alternativa” de Virno (desobediencia, fuga creadora, república no estatal, derecho de resistencia en el sentido epicúreo, o sea, más como socorro-defensa que como defensaconquista, etc.) adolece de cierta imprecisión, no creo que hoy la sugestión emancipadora de su pensamiento pueda ser igualada por ninguna de las elucubraciones radicales del día, lleven el sello de Sloterdijk, Negri, Derrida, o de Rubert de Ventós. Y al mencionar a éste último autor me permitiré una postdata para señalar algunas coincidencias y discrepancias entre el profesor de la UPC y Paolo Virno, ya que ambos están de actualidad. En su libro Nacionalismos Rubert de Ventós lleva a cabo una certera crítica –a veces injusta- del Estado barroco y neoclásico burgués parecida al análisis de Virno. Ambos coinciden en la pintura del postfordismo: uno hablando de liberal-leninismo como última forma del Estado-capital basado en el contrato cultural de estirpe rousseauniana, y otro hablando de comunismo del capital y del general intellect, como ha sido dicho. Ahora bien, me da la impresión de que llámese masa, pueblo
(sensu García Calvo) o multitud, nada impide etimológicamente hablar directamente de ciudadanía para referirse al planteamiento spinoziano que realiza Virno. Con esto quiero señalar que el planteamiento del italiano difiere del de Rubert en una línea próxima a Castoriadis. Es decir, a la idea defendida por el barcelonés de que la democracia ha de ser meramente formal, representativa, intermediada por los rasgos comunitarios de lengua, raza, cultura, ecología, etc., y prolongada en una identidad figurativa postestatal, que más bien sospecho como neoestatal o incluso retro-estatal, la política de la multitud insinuada por Virno, en su caso mediante el expediente del olvido (“no hay presente sin olvido”, dictaminó Nietzsche), señalaría los principios por los que cualquier identidad debe ser instituida sin representación avasalladora como pasional y sustancialmente (absolutamente diría Spinoza, en un sentido no precisamente positivista) democrática. Tal sería la identidad postestatal sub specie Spinozae que se reapropia de la política en tanto las facultades comunes se sustraen a la lógica del capital. Y en este contexto conceptual creo que es donde adquiere sentido la apelación de Virno al virtuosismo no sólo como educador del gusto sino además como creador de realidad política en cuanto acción propiamente inacabada, fundadora de la libertad y autonomías deseadas no sobre el particularismo sino sobre el sentido común que hoy el capitalismo pone a trabajar en su provecho. Realidad, pues, que no por basada en cierta inverosimilitud fáctica –pues los hechos no son ni más ni menos tozudos que según el sentido que les damos- deja de ser abiertamente política, o sea, anti-reaccionaria (o anti-fascista, como diría Foucault). ¿Ha sido la universalidad de los nacionalismos teorizados por Xavier Rubert una práctica emancipadora de los individuos frente al Estado nacional de destino universal? Recuérdese que los nacionalismos serían una especie de ecumenismo americanizado (tanto por el indigenismo sureño como por lo que queda de la minorización norteña) cuyos modelos actuales más acabados los encontraríamos con especial intensidad en los Estados federados
alemanes y el movimiento zapatista. Pero francamente me parece que el pretendido individualismo de Rubert de Ventós sigue atrapado en la hobessiana noción de “pueblo” y que como horizonte de tolerancia, o no lo es, o dice que lo es callando la mayor, o sea: que en realidad en tanto nacionalismo es ni más ni menos que un imperialismo a resguardo del Gran Imperio (en el que además, tal como en su libro posterior De la identidad a la independencia, la crítica al liberal-leninismo desaparece por completo). ¿Es pues eficaz, e incluso urgente, tal como sostiene Rubert, el reconocimiento de los nacionalismos para evitar males mayores (la guerra, para entendernos, aunque en este caso Chesterton era más honesto y denostaba el pacifismo como una variante del imperialismo)? ¿No será, en cambio, más necesario para evitar ese mal mayor plantearse la democracia no como un mero mal menor que les ha de ser devuelto a pueblos y comunidades nacionales ya consagradas, sino pura y simplemente como un bien a hacer? Creo que tal es la tesis profunda de Virno, quien difiere de Rubert en el siguiente punto: la universalidad no es sólo un horizonte postestatal, sino sobre todo una premisa ante-identitaria. La cuestión es: ¿es posible el milagro de la virtud? Con los spinozistas, yo diría que sí. Y de ahí el virtuosismo multitudinario que propone Virno, más cercano aquí al horizonte del caosmopolitismo señalado por Savater y Deleuze, entre otros, el cual precisamente por ser un pelín utópico (en el sentido intempestivo) se abstendría de añadir a la mala telenovela del neoliberalismo la necesidad de encontrarle una solución final de “buen gusto”, a fin de cuentas apologética del mismo culebrón, y pugnaría más bien porque esa multitud conociese la alegría de la aventura y el azar. Así pues, trascendiendo este libro, podríamos decir que mientras el gérmen clásico grecorromano y la revolución cristiana continúen siendo utilizados como instrumentum regni, igual hoy
por los “pueblos libres del mundo” (doctrina Wilson) como ayer por las “potencias mundiales” (multilateralismo), nada habrá cambiado. La lógica de la guerra civil y del Imperio seguirá amenazándonos y mutilando la perspectiva de la multitud. Y los criminales que se aprovechan de esa lógica seguirán tumbando torres cada vez más humanas. Y se les utilizará, tras haberles lamido el cerebro con la cantinela de su identidad particular, como coartada para la mediación del sempiterno salvador paulino, burócrata pacificador, hombre-de-Estado, como Francesco Cossiga, ese viejo conocido de Virno que al parecer hoy no ve mal el terrorismo abertzale si ayuda a vender Toyotas. En fin, ay de nosotros los spinozistas... La libertad de lenguaje, en serio “No es el amor a la riqueza ni a ningún bien lo que pervierte la voluntad, es la necesidad de pensar bajo el signo de la desigualdad. Hobbes hizo al respecto un poema más atento que el de Rousseau: el mal social no proviene del primero al que se le ocurrió decir: `Esto es mío´; proviene del primero al que se le ocurrió decir: `Tú no eres mi igual´”. Jacques Rancière, El maestro ignorante A mí me parece que toda filosofía debe ligar su teoría política final con una práctica de la educación, o como la llama en este libro Paolo Virno, con la antropogénesis. Virno, profesor de filosofía del lenguaje en la Universidad de Calabria en Cosenza, ya había escrito varios libros referentes a ambas cuestiones. Por un lado, en castellano, Traficantes de Sueños ha publicado sus libros políticos más comprometidos, Virtuosismo y revolución y Gramática de la multitud. Por otro lado, Paidós ha hecho lo propio con dos libros más inclinados a la investigación del lenguaje y el tiempo histórico: Palabras con palabras y El recuerdo del presente. Me parece sin embargo que es por fin en este libro donde Virno aborda el nudo mismo entre antropogénesis y política,
ofreciendo precisamente lo que algunos pedíamos. Esta obra, pues, parte del aserto aristotélico que define al ser humano a la vez como animal lingüístico y político (se diría, según Virno, político porque lingüístico), y resulta ser al fin una especie de “Tratado lingüísticopolítico”, por decirlo evocando el teológico-político de Spinoza con el que esta obra mantiene parecidos intereses. Pero lo de “lingüístico” en lugar de “teológico” no es uno de los problemas menores que el profesor italiano afronta en Cuando el verbo se hace carne, libro, digámoslo sin dilación, de enorme calibre aunque con alguna limitación que más adelante comentaré.Virno declaró en una ocasión a la prensa: “El materialismo que yo propugno busca unir naturalismo e historia”. Y en efecto, la tesis de Virno es materialista de principio a fin. Más exactamente, lo que aquí estudia y sostiene Virno es un naturalismo historizante o, en otras palabras, un materialismo lingüístico ateológicamente político (sobre el spinozismo como fuente del ateísmo político moderno véase una reseña mía reciente en El Viejo Topo). Veamos. El libro, que empieza con una entrevista del japonés Jun Fujita Hirose a Virno (ambos son miembros de la revista francesa Multitudes), tiene la intención última, según el autor, de “mostrar que las condiciones de posibilidad de la experiencia son objeto de experiencia inmediata; que los presupuestos trascendentales se manifiestan, en ciertos fenómenos empíricos trillados; que los fundamentos ontológicos ocupan humildemente su lugar en el mundo de las apariencias. El libro recorre las diversas ocasiones en las que el fondo pasa a primer plano, acomodándose al papel de hecho tras los hechos. Si se desea: las ocasiones en las que la naturaleza humana conoce una completa revelación. Salvado de toda coquetería teológica, el término significa solamente: plena visibilidad empírica de aquello que se creía erróneamente inaccesible a la percepción directa. Los títulos de los capítulos designan las categorías que permiten pensar mejor esta `revelación ´ totalmente materialista: performativo absoluto, repetición de la
antropogénesis, sensismo de segundo grado, reificación, historia natural”. Lo que precede es un subrayado mío de la página 37, y tengo muchos otros hasta la página final, 264, de modo que me limitaré a recomendar aquí su pronta lectura para quien quiera esclarecer y enlazar mejor todos estos términos acompañando a Virno y a quienes Virno cita: Sausurre, Austin, Benveniste, De Martino, Lo Piparo, Piaget, Vygotskij, Simondon, Marx, etc. De momento, me conformaré con plantear algunas dudas respecto de alguno de estos ritornellos, en especial respecto del concepto de “historia natural” y sobre todo respecto de uno que aparece después, “individuación”. Repitamos que en Cuando el verbo se hace carne “las consideraciones sobre la estructura de la enunciación y la publicidad de la mente hallan finalmente su propio equivalente macroscópico en el concepto (sin embargo, con renovado respeto ante el significado habitual) de historia natural”. Y aquí surge la pregunta del ingenuo lector: ¿historia natural? ¿Estamos hablando de museos de dinosaurios o necrópolis egipcias donde el misterio mora? No. El concepto de historia natural le sirve a Virno para tratar de unir lo que -como paradigma último del debate- quedó dividido en el coloquio sobre la “naturaleza humana” y la “justicia ideal” sostenido en Eindhoven en 1971 entre Chomsky y Foucault. El concepto de historia natural trata de conjugar los aspectos invariantes de la especie humana con la variabilidad histórica de sus manifestaciones (escribí en algún portal de internet una reseña titulada Por una estrategia de poder liberadora que trataba en parte sobre este famoso debate entre Foucault y Chomsky). A mí me suena bastante al concepto de “trascendencia inmanente” de Castoriadis. En suma, la tesis de Virno es que la antropogénesis se repite tanto por el lenguaje, en especial en su forma performativa absoluta, como por la política, mediante la individuación de la
multitud. Sin embargo, es en este último avatar donde encuentro algunos problemas. Para empezar, ya en la entrevista del inicio con Hirose, y más adelante también, me parece que Virno solo piensa en un ética kantiana del deber trascendental cuando rechaza que la ética pueda ser algo así como un umbral entre el lenguaje y la política. Pero es eso y no otra cosa, me parece, lo que piensa Aristóteles (y después Spinoza) cuando sostiene que la ética es “preparación para la política” en el camino de la antropogénesis. Virno no menciona la quinta virtud del Libro VI de la Ética aristotélica, la del intelecto (nous), que Aristóteles no sabe muy bien dónde colocar, como le pasó luego a Kant, y que en cambio Spinoza, y luego Nietzsche, equiparan en efecto a la razón misma, o mejor, al “nous anterior al logos” para decirlo con Castoriadis. Por eso no se entiende muy bien esta afirmación: “La repetición de la antropogénesis está referida a la ontología, no a la ética; la constitución biológica de nuestra especie, no una u otra actitud cultural” (pág. 116). Tanto menos cuanto que a fin de cuentas el propósito de fondo de Cuando el verbo se hace carne es sumamente ético al plantear como principal la cuestión de la buena vida (“sensación conclusiva”, en efecto, pero no mero producto de ninguna actitud cultural, sino obra del pensamiento concreto -por abstracto, imaginación y sentido común mediantes, según Castoriadis-, fruto de la capacidad, que Aristóteles llamaría virtud intelectual, de lenguaje-acción, tal como por otra parte neurobiólogos como Damasio han tratado de probar). Y es que este decantamiento hacia cierto relativismo foucaultiano es a mi modo de ver lo más débil del libro. Sorprende la ausencia en su largo recorrido de toda mención al concepto de “imaginación”, al modo de Castoriadis, pues sin esa imaginación, ¿cómo íbamos a poder “percibir la propiedad de un concepto”, cima del materialismo tout court. Esa especie de deslizamiento foucaltiano de la inicial posición conciliadora de Virno entre naturaleza e historia hace que el concepto último de
“individuación” presente graves deficiencias, al menos tal como está expuesto en este libro. Aquí solo puedo referirme a ello de forma demasiado sumaria, pero el problema está en que al hablar de la comunidad política, allí donde Virno hubiese debido tomar como premisas la historia natural y el concepto de lo transindividual (el “entre-sí inesencial” de Arendt), lo hace en cambio sustentándose en la historia actual de la última fase del capitalismo y en cualquier determinada lengua materna. Lo cual, a mi modo de ver, lleva a Virno a considerar a la historia como símbolo y por tanto a la comunidad política, si no desde el punto de vista de una justicia ideal (idealista), sí en cambio como una especie de ambiente biológico-místico, en este caso “revolucionario”, y eso porque sin poder dejar de lado lo invariante biológico este factor se ve reducido a la percepción en efecto ya muy mediada (no subjetivamente inmediata, “ontológica”, que es lo que buscábamos) de la “actualidad”. Me parece que a Virno todavía le queda por realizar con el concepto de “actualidad” la misma operación que en este libro realiza con el de “apocalipsis”. En definitiva, Virno discrimina entre formas de historizar la metahistoria y arremete juntamente contra el capitalismo y el Estado (pero, en Spinoza, Estado -y no sé si incluso liberalismo- y multitud no son incompatibles), aportando todo su arsenal ya categorizado en otros libros, pero a mi modo de ver obviando que como sostenía Castoriadis la brecha entre instituyente e instituido no solo no se puede cerrar (consecuencia que no asume Virno), sino que su mantenimiento es vital para que no se produzca ningún tipo de avasallamiento, ni en aras de la representación ni en aras de lo irrepresentable. ¿Y no es en esta brecha donde está en juego, anterior aunque inseparablemente recurrente a la insoslayable acción política del lenguaje, lo que podemos llamar ética, umbral entre lenguaje y política, etc.? Coda: ciertamente, categorías como multitud y principio de individuación me parecen que se hacen más relevantes a tenor del apéndice de Cuando el verbo se hace carne, apenas un esbozo, eso
sí audacísimo, de una metacrítica atea dirigida especialmente contra el rechazo religioso de la metafísica por parte de Wittgenstein y en favor de una crítica atea de la metafísica. Aquí sí, y no en el moralismo religioso marxista, el lenguaje se hace políticamente cuerpo: “La crítica atea de la metafísica (y de Wittgenstein) se compendia, quizá, en esta simple constatación: los límites de mi lenguaje no son los límites de mi mundo”. Bravo Virno, malgré tout; esto es tomarse la libertad de lenguaje en serio, logremos o no la abolición del trabajo asalariado (algunos con mantener nuestro puesto de profesores de filosofía de EsoBachillerato en tiempos de directores progre-caciquiles tenemos bastante). Libros reseñados: Virtuosismo y revolución. La acción política en la era del desencanto, Paolo Virno, trad. de Raúl Sánchez, Hugo Romero y David Gámez, Traficantes de Sueños, Madrid, 2003; Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporánea, Paolo Virno, Traficantes de Sueños, Madrid, 2003; Cuando el verbo se hace carne. Lenguaje y naturaleza humana, Paolo Virno, trad. de Eduardo Sadier, Traficantes de Sueños, Madrid, 2005.
PEQUEÑA BIBLIOTECA PORTÁTIL “Ni en la guerra ni en la paz viajo sin libros (...). Es la mejor munición que he hallado para este viaje humano”. Michel de Montaigne, Ensayos Una mente despierta Profesor de filosofía en Nueva York, Thomas Nagel es un viejo heredero de la tradición de la filosofía analítica, tan minuciosa como, a menudo, reduccionista. En nuestros días la filosofía analítica ha sido sustituida por la llamada “filosofía de la mente”; de los autores más eminentes de esta corriente académica tratan los primeros artículos de Otras mentes: Dennett, Searle, Chomsky y, en los orígenes, Freud y Wittgenstein. Las mejores revistas literarias del mundo angloamericano (TLS, The New York Rewiew of Books, The London Rewiew of Books) acogieron en los últimos veinte años estos artículos, escritos con cortesía intelectual y enérgico espíritu crítico, aunque tal vez demasiado enrevesados para los legos en la materia...
A los filósofos de la mente se les podría reprochar el olvido de los aspectos sociales que influyen y conforman el lenguaje humano. De otro modo, al hipostasiar de manera naturalista la “mente” se puede llegar a confundir al lenguaje con la digestión, cuando resulta obvio que un niño en la selva, aislado de la sociedad humana, seguirá digeriendo igual pero nunca llegará a hablar. Es de agradecer que Nagel se sitúe en la cuestión de la relación mente-cuerpo entre los antirreduccionistas que no quieren empequeñecer el problema de la conciencia humana al nivel operativo de un ordenador, con o sin ADSL. La segunda parte de esta selecta gavilla de reseñas filosóficas versa sobre ética y filosofía política. Aristóteles, Rawls, Nozick, Dworkin, MacIntyre y Kolakowski son las estrellas invitadas. Es de sumo interés leer los textos sobre Rawls o Nozick, dado que fueron escritos en fecha muy cercana a la publicación respectiva de Una teoría de la justicia y Anarquía, Estado y utopía. Nagel se siente mucho más próximo del liberalismo igualitarista rawlsiano que del libertarismo discriminatorio de Nozick: pues no se trata de igualar tontamente las capacidades de cada cual, sino de lograr que la legítima competencia entre iguales pueda dar lugar a diferencias sin que ello sea producto de fatalidades socioeconómicas y de otro tipo que pueden obstruir la floración de la libertad. Nagel subraya el hecho de que la equidad rawlsiana no sea una mera “igualdad de oportunidades” sino un cabal intento de definir una igual libertad radical. Esto lo conocemos de primera mano: el economismo reinante supone las más de las veces una especie de “segunda fatalidad” que en lugar de promover la libertad política nos insta a adaptarnos a la necesidad establecida. Antes uno podía nacer esclavo, hoy, gracias al progreso de la “sociedad de las oportunidades” podemos adaptarnos flexiblemente a la esclavitud... Con respecto al artículo de MacIntyre, autor de Tras la virtud, Nagel critica con contundencia las pseudoteorías antilustradas del mencionado autor, uno de los lamentables paladines de la teología
política culturalista de nuevo cuño denominada comunitarismo. ¿Por qué digo lamentables? Porque denigran la noble asunción cognitiva y ética de la universalidad racional y la apertura a lo desconocido, es decir, a la comprensión y a la tolerancia. Este último punto entronca con la cuestión esencial del segundo libro que reseñamos, La última palabra. En él, el profesor Thomas Nagel desarrolla en varios capítulos una defensa argumentativamente eficaz de la lógica racional y moral contra las diversas teorías que hoy quieren reducirla al cientificismo, relativismo, particularismo, etcétera. El alegato kantiano de Nagel está nimbado de angustia, porque tiene el coraje y la honestidad de situarse en el filo de esa navaja que quiere acabar con la razón dado que Dios ha muerto... Pero si Dios está felizmente enterrado, y la razón humana felizmente despojada de todo providencialismo, ¿cómo es posible esta especie de suicidio racional que las teorías mencionadas pretenden llevar a cabo, sometiéndose voluntariamente al ordenador, a la empresa o al tirano de turno? Quizá se deba, como sugiere Nagel, a la pereza intelectual dominante en nuestros días, que está arrinconando el desafío al que, en cambio, nos invita Nagel con estas vívidas palabras: “Una vez que entramos en el mundo para nuestra estadía temporaria en él, no hay otra alternativa más que intentar decidir en qué creer y cómo vivir, y la única manera de hacerlo es intentando decidir qué es cierto y qué es correcto”. Otras mentes. Ensayos críticos 1969-1994, Thomas Nagel, Gedisa, Barcelona La última palabra, Thomas Nagel, Gedisa, Barcelona
Fuentes del ateísmo político El ateísmo político en España, con una institución como la
Inquisición que dura hasta bien entrado el siglo XIX, nunca gozó de muy buena salud. Al negar la inmortalidad del alma, Averroes, el filósofo árabe cordobés, fue su primer exponente conocido. Más tarde, a principios del siglo XVI, cuando el erasmismo se expande por las ciudades castellanas, por Andalucía y por Valencia, se recoge algo de aquel espíritu. Pero el Concilio de Trento frenaría en seco estas llamaradas iluministas y así hasta que en la segunda mitad del siglo XVIII el conde de Aranda intenta limitar el poder de la Inquisición en un entorno de cierto afán ilustrado. De manera que quien busque atisbos de ateísmo político, o mejor, de epicureísmo en España sólo los encontrará veladamente en la literatura (en el Libro de buen amor de Juan Ruiz o posteriormente en Quevedo, por ejemplo), o bien en el pensamiento de médicos como Servet, Laguna o más adelante Andrés Piquer, quizá el más materialista de los ilustrados españoles por lo que se puede intuir del escaso conocimiento de su obra. Por eso hay que subrayar la aparición de estos dos libros del filósofo Agustín Izquierdo, no porque rastreen esa inexistente historia del ateísmo político español, sino porque contribuyen al conocimiento y difusión del ateísmo político moderno en España. Aquí comparecen los hijos y nietos que Demócrito, Epicuro y Lucrecio generaron en la Europa moderna: los naturalistas italianos del Renacimiento (desde el círculo de Padua de los Pomponnazzi, Cardano y Telesio, hasta Giordano Bruno y Vanini); los libertinos franceses de la segunda mitad del XVI (Charron, La Mothe, Gassendi, Naudé), aunque la palabra “libertino” surge por primera vez en Holanda; Spinoza como cumbre del ateísmo político moderno, casi hasta el punto de que podríamos hablar de spinozismo al referirnos al núcleo doctrinal que niega legitimidad teológica a la práctica política y a la libertad filosófica; y lo que Agustín Izquierdo llama respectivamente ateos clandestinos del XVII (Meslier, Giannone, Boulainvilliers, Dumarsais, Fréret), ateos públicos del XVIII, los famosos philosophes (La Mettrie,
Diderot, D´Holbach, Helvecio), ateos hegelianos (Feuerbach, Marx) y ateos solitarios (Schopenhauer, Nietzsche), ya en el XIX. Toda esta pléyade de ateos, libertinos, naturalistas y materialistas fueron confundidos con alquimistas y ocultistas por los mismos que hoy confunden el libertinaje con las majaderías new age. En un orden más serio, aunque el monstruo del terrorismo todavía no había sido inventado, quienes ejercían el terror eran entonces los curas mismos de la Inquisición (también hoy hay mucho cura entre terroristas): Servet y Bruno, entre otros, ardieron en la hoguera. De ahí el interés de estas dos antologías del ateísmo europeo preparadas por Agustín Izquierdo, que ayudan a leer directamente fragmentos de textos tan fascinantes como el anónimo Tratado de los tres impostores, también llamado El espíritu de Spinoza, de 1719 (¡imagínense quiénes podrán ser los tres impostores, no precisamente Melchor, Gaspar y Baltasar!), las Nuevas libertades de pensar, publicadas en Amsterdam, de Dumarsais, o las memorias del cura rural, irreverentemente ateo, Jean Meslier: ¡el espíritu sopla donde quiere! George Santayana, también llamado Jorge Ruiz de Santayana, dice en Los reinos del ser: “Respecto a la religión popular que piensa que Dios es el creador del mundo y el dispensador de la fortuna, mi filosofía es atea”. Este ateo solitario que dejó escritas cosas tan bonitas sobre la mística española, nos hace entrever la verdadera razón del ateísmo político: no probar la inexistencia o existencia real de Dios para decir luego ¡qué malo o bueno es el mundo!, sino probar el hecho de vivir como desmentido práctico de toda teología, incluida la de la liberación: ¡sólo este mundo, mortal, y sin embargo infinito! A ese desmentido práctico que nos dispone anímicamente para con lo semejante humano, Spinoza, siempre Spinoza, lo llamó ética. La filosofía contra la religión. Ideas sobre el ateísmo, Agustín Izquierdo, Edaf, Madrid
Ateos clandestinos, Agustín Izquierdo, Valdemar, Madrid La felicidad según Schopenhauer Para Arthur Schopenhauer, pesimista ilustrado, filósofo revolucionario, escritor de tendencias políticas conservadoras y aun reaccionarias, la felicidad constituyó el verdadero motivo por el que los humanos nos ponemos a hacer esa cosa tan fastidiosa y agobiante que es pensar. Para Schopenhauer, la filosofía no tiene otra finalidad que suprimir la espantosa acumulación de frustración, hastío y sufrimiento en que consiste la vida. “Querer es esencialmente sufrir”, dice en los Parerga, “y como vivir es querer, toda vida es por esencia dolor”. La filosofía tiene, pues, una finalidad esencialmente práctica, consistente en su caso en acabar con todo el insaciable dolor que nos infringe nuestra culpable existencia, aquella que Schopenhauer consideró definida en el conocido verso de La vida es sueño (“El delito mayor del hombre es haber nacido”), y que se ve constantemente martirizada por la voluntad ciega, insaciable y en último término incontrolable que forma la entraña del mundo. Con estos ingredientes, se verá que la verdadera felicidad es imposible. Pero esta felicidad real que Schopenhauer decreta inalcanzable desenmascara a su vez la falacia de la “felicidad” de segunda mano que reina en la actual sociedad. En la teodicea negra de Schopenhauer se excluye, pues, la posibilidad de una felicidad positiva: ser feliz sólo puede consistir en ser lo menos desdichado posible. Pero lo que en principio puede sonar a postulado reaccionario, o conformista, se revela como una pauta de higiene mental que nos aleja de cualquier pretensión totalitaria de querer implantar una felicidad política, sea en la ciudad ideal o por medio del trabajo rutinario. El mejor Estado posible, que Schopenhauer imagina con rasgos hobessianos, no ha de hacerse cargo de la felicidad de los individuos, aunque tampoco la debe impedir. Esto quizá nos limita a una seguridad que corre el riesgo
de no profundizar en su raíz libertaria y agotarse así como tal seguridad, pero nos resguarda asimismo –y no es en absoluto pocode cualquier obligación de obedecer a una fe. De esta manera se critica tanto las pretensiones de imponer una felicidad celestial como la tramposa seguridad de un sistema falsamente tranquilizador. De ahí que la filosofía de la felicidad de Schopenhauer, conspicuo conservador, contenga la paradoja de resultar incipientemente subversiva y perturbadora. Pero sólo incipientemente, pues la “llamarada insumisa de la lucidez” (así llama Savater al hallazgo schopenhaueriano de la voluntad), se ve apagada y sofocada por un mecanismo esta vez estético que no deja de ser todavía completamente ascético. Para apaciguar el sufrimiento, para abolir de alguna manera la atormentadora obligación de vivir (que señala en realidad una obligación de morir), Schopenhauer no se atreverá aún, como sí lo hará luego su discípulo díscolo Nietzsche, a afirmar con todas sus consecuencias la voluntad de vivir. La felicidad, según nuestro filósofo, simplemente consiste en ser lo menos desgraciado posible; no en aspirar al placer, sino en aspirar a la ausencia de dolor. Lo cual sólo puede conseguirse mediante la abolición de la propia voluntad, fuente de opresión e injusticia, tal como ocurre sobre todo cuando escuchamos música, o más concretamente alguna sinfonía de Beethoven o las óperas bufas de Rossini. Sin embargo, el descubrimiento del dolor del cuerpo y del alma como elemento constitutivo de nuestra vida (condensado por lo demás en la insatisfacción, seriedad y carácter casi enteramente público del deseo sexual), logra desvelar la impostura de confundir cualquier felicidad digna de ese nombre con esa otra felicidad actual, posmoderna, blandengue y de segunda mano. Ya Montaigne había dejado escrito en uno de sus ensayos que si extirpamos el dolor, extirpamos con él la voluptuosidad y al cabo anulamos al hombre. Pero, por lo visto, después de tantos años de pensamiento débil, hoy sólo se alcanza a ver en esta idea del dolor
una supuesta tendencia suicida y una lúgubre propensión a recordarnos que somos mortales... olvidando que Schopenhauer fue un escritor inigualable, lleno de claridad y perspicacia, un pensador de una generosidad maravillosa e impagable; intratable, brusco, misántropo: sin duda; pero también el filósofo que permitió, con su crítica de la metafísica dogmática, una cierta vuelta al “hombre libre” de Spinoza por medio del posterior vitalismo nietzscheano, que transformará la estética ascética de su maestro -impregnada aún de cierta nostalgia resentida- en una voluntad y afirmación incondicionales que dicen “sí incluso al dolor”. Todo eso ya está, siquiera incipientemente, como digo, en Schopenhauer. La alegría, como respuesta más alta a la tristeza irrefutable de la vida, asoma aquí y allá entre las admoniciones a la prudencia, la cordura y el recogimiento que pueblan las páginas de este libro: El arte de ser feliz (Herder). Se trata de una alegría que hace subversiva a la felicidad porque ni oculta su negra espalda ni busca redención de la pena fuera de sí misma: “Nada tiene un premio más seguro que la alegría: porque en ella el premio y el acto son lo mismo. Aquel que está alegre, siempre tendrá un motivo para estarlo, a saber, justamente el de estar alegre (...) Si está alegre, no importa si es joven, viejo, pobre o rico: es feliz”. Así es como el supuesto reaccionario Arthur Schopenhauer acaba privilegiando el hecho de ser (¡de estar vivo!) al de tener o representar, como si finalmente lo importante de la felicidad humana radicase en no condescender ni a la estupidez ni a la mezquindad. Contra la razón de Estado y el estado de la Razón “¡No os dejéis imponer la libertad de expresión antes que la libertad de pensamiento!”. En la avalancha de aforismos que contienen estos Pensamientos
despeinados –desmelenados, descabellados-, Stanislaw Jerzy Lec, su autor, hace un uso excelente de la paradoja, la hipérbole, la metáfora y la sátira. No en balde Lec está considerado el Cioran polaco: con el gran escritor rumano comparte el sarcasmo como método y el humor negro, jubilosamente negrísimo, de sus carcajadas. Pero, como advirtiera Savater de Cioran, Lec nos previene de hacernos ilusiones con nuestra desilusión: “¡Satíricos, cuidado con alumbrar ideas!”. Queda la escritura de una persona que honra el viejo oficio del publicista, queda el sueño que lucha contra los monstruos que él mismo engendra. Lec juega con la palabras y las ideas; las destroza por condensación, las alivia por profundidad. Alguien que ha sufrido el nazismo, el estalinismo, las democracias más orgánicas que libres, no puede disimular las lágrimas, la risa desconsolada, la tristeza de lo bello: ¡eso es lo triste, que, pese a todo, el mundo sea bello! A Lec no le podrán dar el Nobel, pero presiento que, como a Cioran, como a los de su estirpe libertaria, los noveles vamos a necesitarle ya toda la vida. Mención especial merece Emilio Quintana, apasionado introductor y traductor de este magnífico escéptico. Pensamientos despeinados, S. J. Lec, trad. E. Quintana, Península, Barcelona Cada oveja en su corral La benevolencia de este ensayo lleva al escritor John Ralston Saul a despachar sin más a Durkheim como anti-demócrata, o a tildar a la Sofística griega de demagoga. A pesar de estas falacias, palpita en el fondo de este libro una propuesta sumamente subversiva que haríamos bien en considerar. Esta subversión consiste en una inaudita y vigorosa reivindicación de la democracia y del individualismo contra la actual amalgama de neoconservadurismo, localismo, tecnocracia y divinización del mercado global y de la razón instrumental, que halla su síntesis en
lo que el pensador canadiense llama corporativismo. Esta manera de organizar el mundo usurpa los derechos de los ciudadanos democráticos como legitimadores del poder, convirtiendo a los ciudadanos en clientes del gobierno cuando de hecho son sus propietarios. El corporativismo coacciona la libertad de los individuos, su derecho a dudar, criticar y participar. En el corporativismo unos dirigen y otros ejecutan, se administra, se gestiona, pero ya no se discute: el lenguaje es sólo orden y propaganda. Como antaño los reyes y los dioses, el poder lo legitima hoy el grupo (empresarial, nacional, profesional, lobbies en general), al que se pertenece y al que se debe estricta obediencia y fidelidad, consiguiendo a cambio el sosiego, pero también la esclavitud, que de otro modo el ejercicio de la crítica racional no permitiría. En resumen, los que piensan que una imagen vale más que mil palabras encontrarán en la portada del libro una prueba irrefutable: la fotografía en la que puede observarse un nutrido y sumiso rebaño de ovejas. La civilización inconsciente, John Ralston Saul, trad. Javier Calzada, Anagrama, Barcelona Crónica del honor y de la guerra A medio camino entre el reportaje periodístico y el ensayo sociopolítico de actualidad, este último libro del profesor Michael Ignatieff lleva como subtítulo Guerra étnica y conciencia moderna y puede ser leído, en fin, como la crónica de un corresponsal de guerra. ¿De qué guerra? De la enésima de los hombres que somos lobos para los hombres. Una situación que produce hambre generalizada, empobrece los recursos naturales y masacra a millones de individuos, convierte en necesaria, según el autor, “una ética de obligación moral universal hacia los desconocidos”. No hay lugar para el nacionalismo, criticado sin simplezas pero enérgicamente: la idea de una tierra-un pueblo-una nación (también una lengua-una cultura-una tradición-una historia)
impone, a juicio de Ignatieff, “una alianza exclusiva excluyente y no duda en amenazar con la violencia del rechazo y la expulsión”. Frente a la identidad grupal se reivindica al individuo, ese “pobre animal desnudo y erguido”. Pues, ¿qué es la tolerancia sino “la capacidad de individualizarnos e individualizar a los demás”? Para ello se requiere un esfuerzo de abstracción, general e indeterminada si se quiere, que rebaje los elementos culturales naturalizados que tiranizan más que fortalecen. Ignatieff llama a este esfuerzo hoy denostado, conformador verdadero de una democracia, “ejercicio cotidiano de imaginación”, que no rehúye “la noble ficción de la universalidad” y que encuentra su relativa garantía justamente en los derechos humanos. En la práctica, partiendo de un antimilitarismo no iluso, el autor aboga por la necesidad perentoria de implantar un cierto código de honor para las guerras que se avecinan, como por ejemplo, el respeto a niños y civiles. Sobre el estúpido odio que azota a los Balcanes, la suprema crueldad que habita en Kabul o el desolado horror que late en el corazón de África, poco se puede añadir. Existen, y eso que aparecen todos los días en el televisor. El honor del guerrero, Michael Ignatieff, trad. Pepa Linares, Taurus, Madrid Actualidad del 68 Aparecida por primera vez en los albores radiantes del mayo del 68, ésta es la obra más importante del situacionista Raoul Vaneigem. Un movimiento social de la envergadura subversiva de la Internacional Situacionista no existía en el mundo desde la revuelta surrealista de los años veinte. Personificada sobre todo en la figura de Guy Debord, la I. S. propone una “revolución de la vida cotidiana”, una revolución sin nombre en la que la subjetividad radical de cada cual puede recobrar, mediante la creación (“el acto que engendra realidades nuevas”), la libertad
oprimida por el poder parcelario, las ideologías y el espectáculo. Según Vaneigem, la alienación natural del hombre ha dado un paso a la alienación social, fundamentada en el imperio de la rentabilidad económica y de la especialización, sustentando al fin la dictadura de la productividad, del consumo y de lo organizado. Este atinado dictamen crítico no carece, sin embargo, de algunos puntos oscuros. Sabemos, o deberíamos de saber, que el terrorismo puede serlo todo menos liberador, que el hedonismo esconde en ciertos casos serias limitaciones intelectuales, o que términos como comunicación o creatividad han sido absorbidos plausiblemente por la sociedad cibernética o ultratecnificada. Por eso, ya que se trata de un libro clave para comprender la insurrección del 68 y con ella todo ideal de emancipación humana, conviene no perder de vista al otro gran movimiento de aquellos años, al grupo de Socialismo o barbarie, encabezado por Castoriadis. Pues no cabe revolución posible, menos aún revolución cotidiana posible, sin aceptación in nuce de la relativa objetividad que también forma parte de la naturaleza humana. Aunque, he aquí la actualidad de este libro, de ninguna manera podemos considerar razonable una objetividad separada de la subjetividad sin nombre ni cifra que nos constituye. Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones, Raoul Vaneigem, trad. Javier Urcanibia, Anagrama, Barcelona Poesía en acción Ahora que suenan trompetas y clarines por la muerte del 68, la apuesta del primer libro de Amador Fernández-Savater (1974) no puede ser más explícita, es decir, más genuinamente filosófica: tratar de reinventar un pensamiento capaz de transformar, alterar y crear lo real. Escrito en un estilo encomiablamente combativo y panfletario, con ilustraciones y pegatinas que estimulan y amenizan la lectura y su reflexión, este primer libro de FernándezSavater analiza algunas prácticas intelectuales (el situacionismo de
Debord, el humanismo político de Arendt, el democratismo radical de Castoriadis) y algunos otros sucesos históricos (las manifestaciones estudiantiles del 86 en Francia, la revolución húngara del 56) para tratar de reinventar a partir de dicha tradición revolucionaria un pensamiento capaz de abolir, mediante la imaginación y el lenguaje crítico, la institución heterónoma de la sociedad. La máxima preocupación del libro consiste, pues, en intentar hallar una perspectiva filosófica que pueda ser a la vez activa, para lo cual el autor recurre a pensadores que, como Castoriadis, han desechado sin componendas el pensamiento heredado de la teología. “La acción”, escribe Fernández-Savater, “no tendría ningún sentido en un mundo completamente ordenado. Por ese motivo, el desmentido práctico de cualquier tipo de teología es indispensable para la institución de una sociedad autónoma”. Por tanto, la inquietud fundamental del libro radica en bosquejar una filosofía práctica cuya finalidad no consiste tanto en formular una moral (y menos una moralina) como en la institución política de una sociedad autónoma en la que los individuos pueden ser verdaderamente libres. Todo lo cual se resume quizá en la bella expresión de “poesía en acción” que Fernández-Savater utiliza en el capítulo dedicado a los panfletos estudiantiles del 86 francés, en uno de los cuales leemos, como una formidable declaración de principios, lo siguiente: “¡Han querido idiotizarnos pero...han fallado! Hemos intuido otra cosa. Vamos a por ello. ¡Habrá caña!”. Filosofía y acción, Amador Fernández-Savater, Límite, Santander La secularización a debate En este documentadísimo ensayo Giacomo Marramao aborda los orígenes de la noción de secularización y sus inquietantes concomitancias con el mesianismo futurista de la tradición judeo-
cristiana. Y lo hace partiendo del principio de interioridad como alienación del mundo y del principio de dominio como abstracción del cuerpo, característicos ambos de la modernidad. Desde este punto de vista, se nos revela que el capitalismo resulta tanto más mundano cuanto más ascético es, y que la separación entre Iglesia y Estado no difumina la fe sino que aumenta la necesidad de sentido –como consecuencia, las ideologías políticas que suplen a la religión tienden a desembocar en el totalitarismo. Además, la idea de progreso surgida con la Ilustración no dista de ser, en muchas ocasiones, una mera interiorización de la divina providencia. Dicho de otro modo: lo mundano parece ser sólo un adjetivo de la secularización, cuya substantividad sigue rebosando teología por todas partes. Marramao recorre los avatares teóricos de la cuestión, desde la Biblia hasta autores como San Agustín, Marx, Weber, Schmitt y otros. Sobre ellos planea el espíritu historicista hegeliano como la más perfecta secularización conservadora de los rasgos esenciales de la teología. Al final el autor habla de tiempo discontinuo y de extrañamiento: palabras que frente a todo lo expuesto reivindican para el individuo su libertad en esta vida. Cielo y tierra, Giacomo Marramao, trad. Pedro M. García Fraile, Paidós, Barcelona ¿Hay vida más allá del dinero? Recuerdo una discusión con unos amigos europeos hace unos años en Niza, justamente, meses antes de la reunión gubernamental. Uno de ellos me señaló que gracias a McDonald´s hoy todo el mundo, incluso en África, podía comer. Yo le repuse, con perdón por el tono de las palabras: “Sí, pueden comer, en el caso en que puedan: McDonald´s garantiza en todo el mundo la misma mierda”. Un poco sobre esta idea trata este panfleto cargado de intención política escrito por Pierre Bourdieu (Contrafuegos. Reflexiones para servir a la resistencia contra la invasión
neoliberal, Anagrama). La que el sociólogo francés llama mundialización de lo peor no es el dardo menos venenoso que el autor lanza contra la actual hegemonía del economicismo. A través de conferencias, intervenciones, artículos y entrevistas realizadas en ciudades como Grenoble, Atenas o Friburgo (es decir, en parte de toda Europa), Bourdieu pretende plantear críticas y alternativas a la globalización. La política, el cuidado por lo social, cuestiones elementales como la educación o la sanidad, la controversia racional, el arte, los “ideales”. El sociólogo francés Pierre Bourdieu va desgranando no sin acritud sus pensamientos sobre la televisión, la globalización, la precariedad laboral, los intelectuales, el periodismo, la inmigración, la ciencia económica y los banqueros. ¿Hay vida más allá del dinero?, parece preguntarse Bourdieu. Desde Spinoza sabemos que el dinero es el compendio de todas las cosas y que, por tanto, el dinero no es poca cosa; pero de ahí al imperio actual de las finanzas que incluso han perdido el sabor y el olor del dinero contante y sonante hay un largo trecho que este libro se propone poner a la vista de todos. ¿Con qué objetivos? Con el objetivo primordial de recuperar el gusto y el interés por la cosa pública, que más allá del dinero afecta a cuestiones como el lenguaje, la buena vida, la cultura o la simple convivencia civilizada. A pesar del tono simplificador que recorre todas las páginas del librito, y que el propio Bourdieu reconoce y justifica por las urgencias del momento, Contrafuegos realiza una operación inversa a aquella que los bomberos de Londres llevaban a cabo en la novela Fahrenheit 451: en lugar de quemar libros y bibliotecas, subyace en la propuesta de Bourdieu la voluntad de recuperar todo nuestro arsenal intelectual y simbólico para hacer frente de verdad a la mezquina y mediocre cotidianidad que nos ofrecen las historias que han llegado a su fin y los dineros que cotizan en bolsas intangibles. En este sentido, el librito del sociólogo francés no apunta demasiadas nuevas pistas y se limita a recordar la vieja tradición
internacionalista que la izquierda puede reclamar como propia. Pero este tipo de llamadas de atención dan ya un primer paso hacia lo que, por ejemplo, resulta la propuesta más llamativa del libro: la creación de un movimiento social europeo que propugne instituciones supranacionales capaces de garantizar algo más que la misma mierda, con perdón del Big Mac y la Cheeseburger. Humanismo para el siglo XXI La subida de Petrarca al monte Ventoso, las conversaciones de salón consignadas por Leonardo Bruni en una Florencia irrepetible, el elegante empeño de Lorenzo Valla por recuperar la cultura clásica desde el derecho civil hasta la lengua latina, el siempre vigente discurso sobre la dignidad del hombre escrito por un joven de 24 años llamado Pico della Mirandola y, finalmente, un diálogo de tema alegórico imaginado por Leon Battista Alberti son los manifiestos del humanismo que la profesora Morrás ha traducido y prologado en esta ocasión. Sabido es que desde la Italia de finales del siglo XIV el vendaval del humanismo empezó a propagar en todas las direcciones su afán de conocimiento y libertad. Poetas, pintores, escultores, letrados, hombres universales cuya cifra y seña es sin duda Leonardo da Vinci, propugnaron una revolución por la que el arte y la civilización aspiraban a guiar otra vez la vida de los hombres. Si hay un verdadero manifiesto de esa revolución, si hay un discurso verdaderamente inaugurador de la modernidad, éste es la Oratio escrita en 1485 por Pico della Mirandola. Aún sin olvidar los regustos cristianizantes de que está lleno, el apasionado y vigorosamente racional, el jubilosamente fantasioso Discurso sobre la dignidad del hombre constituye el mejor monumento vivo del humanismo, hoy denostado y reducido a partes iguales por quienes aún suspiran por un nuevo hombre redentor. No, basta ya de salvadores. Como enseña Pico, la libertad
humana es ya toda nuestra; sólo que dicha libertad da mucho quehacer... ¡Si a algo estamos condenados es a la libertad, como diría Sartre! Se hace patente tras leer este discurso que no hay punto de comparación entre las anemias de cualquier determinismo y la rauda voluntad del animal camaleónico que Pico llama “hombre” y cuyo lema bien pudiera ser larvatus Proteo. Manifiestos del humanismo, Petrarca, Bruni, Valla, Pico della Mirandola, Alberti; trad. Morrás, Península, Barcelona Chateaubriand, entre ayer y mañana “Vivimos entre una nada y una quimera”. Reaccionario para el revolucionario Sartre, revolucionario para el reaccionario Maurras, Chateaubriand fue en todo caso un hombre afortunado: embajador, ministro de asuntos exteriores, corresponsal de prensa, corrosivo panfletista, poeta, viajero, donjuán, escritor de talento. Pero si uno ni es vizconde ni posee talento para la escritura mal puede aspirar a la felicidad de Chateaubriand. Ahora tenemos la oportunidad de resarcirnos de esta imposibilidad mediante el sedante que la lectura de sus aforismos proporciona a nuestras legítimas ansias. Quizá sea más placentero incluso leer al autor de Memorias de ultratumba que haber llevado su vida, pues estos aforismos provocan el insólito sosiego de la verdadera literatura, la calma que nos transporta en el silencio del atardecer a las vivencias de un hombre que, mediante su estilo, supo cómo hacerlas eternas. La escritura de Chateaubriand le permite decir más de lo que escribe, siguiendo la senda del gran moralismo francés: el de Vauvenargues, el de Montaigne, el de Camus, y también el de Cioran. Proust, otro que transitó por los mismos senderos, dijo de Chateaubriand que “bajo su frase se percibe otra realidad transparente, la de las cosas misteriosas que son nosotros mismos”. Es el misterio de la serena alegría del hombre de piedra: “Todas las ruinas parecen
rejuvenecer con el año: yo me cuento entre ellas”. Reflexiones y aforismos, Chateaubriand, trad. Lluís M. Todó, Edhasa, Barcelona Náufrago en Imbecilandia Según informaba la prensa, durante el último Desfile del Amor que, a ritmo de música tecno, congrega cada verano a miles de personas en Berlín, se vio un cartel en el que se podía leer algo más o menos de este cariz: “Adorno no estaría aquí”. Si semejante anécdota sirve provisionalmente para situarnos, parece que Rafael Sánchez Ferlosio, desde luego, tampoco estaría allí (aunque ahora que lo pienso no estoy tan seguro, lo digo por su elogio final al baile de la sardana), tantas son las flechas que contra la publicidad y el marketing, el patriotismo y el deporte, el supuesto hedonismo y la rentabilidad, o, en fin, la estulticia reinante y permitida, lanza el veterano piel roja de las letras españolas en su último libro El alma y la vergüenza (Destino). A pesar de cierta recreación autocomplaciente en el largo aliento del castellano por el que Ferlosio siente más simpatía, ese castellano casi de última instancia judicial al que en una ocasión ensoñó como un “gran galeón, con todos sus aparejos” y cuya virtud primera se me antoja que radica en el no dar nada por supuesto, no cabe duda de que estamos ante una de esas imborrables prosas cuajadas que poseen no sé qué fuerza interna, como una voluntad de existir de las palabras suspendidas valerosamente en el abismo, de cuya lectura salimos menos convencidos pero más libres que al entrar. La deslizante escritura de Ferlosio deja al cabo un sereno y extraño placer de triste matiz, acaso ferozmente pesimista, que actúa sin embargo como acicate de una pasión por discutir, por esclarecer y por dar que pensar, que, según parece entenderse, constituye nuestra única arma contra el abordaje mundial de la estupidez. Y, aunque Ferlosio se declare
una y otra vez instalado en el Ancien Régime, esa pasión que palpita en todas las páginas del libro es deudora del ilustrado lema kantiano Sapere Aude! Ten el valor de utilizar tu propia razón, que justamente dio fin o quiso dar fin a dicho régimen. Sólo que Ferlosio se cuida mucho, aunque no siempre lo consiga, de resultar edificante, y más bien prefiera derribarlo todo, impecablemente vestido de empresario de demoliciones. Aparte de los artículos ya publicados en El País, Abc y Le Monde Diplomatique, o de las conferencias en universidades españolas o italianas sobre la oposición entre lenguaje poético y lenguaje ritual, o sobre la previa delimitación en cajas prefabricadas de lo-que-se-puede-decir, aparte de ciertas hipótesis etimológicas tan inverosímiles como las que, si se me permite contarlo, conjeturaba mi padre a propósito del topónimo “Alicante”, originado según él por la timbrada voz de un rey moro llamado Alí que cada dos por tres se veía aclamado por la gente: “¡Que can-te Alí, que can-te Alí, que Alí cante!”, aparte de todo esto, tres ensayos son los que en lo tocante a pensamiento forman las piezas mayores del libro. Los dos primeros son los inéditos “El castellano y la Constitución”, donde Ferlosio rastrea la cualidad del verbo como configurador del tiempo teniendo siempre en mente la afinidad percibida por Benjamin entre derecho y destino, y el titulado “Glosas castellanas”. En éste Ferlosio emprende una entretenida divagación sobre cuestiones de lenguaje, o casi mejor dicho de expresión, en las que llama poderosísimamente la atención la flexión verbal conocida como “presente en fantasma”. Siguiendo en este punto a la Teoría del lenguaje de Bühler, Ferlosio señala cómo el presente fantasmal, mal llamado entre nosotros “pretérito imperfecto”, se sustrae al tiempo objetivo del determinismo. Situado en alguna parte sin relación con un aquí y ahora determinados, el phantasma, nos dice Ferlosio, hace presente “el país de los cuentos”, que, más real que lo real, todos aprendimos a soñar “en el cuarto de los niños”... ¡Esta es la verdadera
imaginación creadora que, según enseña Castoriadis, ni Aristóteles ni Kant llegaron a formular explícitamente! Esta es la fantasía que antes de decir sí o no se atreve a susurrar quizás... La tercera pieza mayor, titulada “La señal de Caín” y publicada en la revista Claves, se encamina por otros derroteros. En ella se opone la impunidad de la moral al principio jurídico de retribución. Esto es importante por ejemplo en la cuestión de la pena de muerte, insostenible justamente por lo mismo por lo que la justifican tanto Kant como Hegel, como ha señalado y justificado Gustavo Bueno. Contra la muerte y su pena, y justamente por carecer ésta de remedio, alza Ferlosio la verdad de lo inconmensurable que funda el pozo todo de nuestra inintercambiable, insustituible e irrepetible libertad. Ferlosio, y nosotros con él, pelea aquí “hasta ser un homicida” (como dice la canción de Loquillo), porque ese irrenunciable pozo, aun viéndose zarandeado inmisericordemente por el péndulo de todo lo horroroso, lo fatídico, lo doloroso, lo tristísimo, lo desolador, lo tenebroso y lo desagradable, es, me atrevo a decir, nuestro único triunfo posible frente a la bestia que, lo estamos viendo ya en toda Europa, vuelve a desperezarse sin complejos. Por eso sí cabe hablar de ética, no ciertamente como de una música celestial, sino en cuanto unida a la política en lo que Walter Benjamin llamó, al modo de Stevenson, “la universalidad del estar dispuesto”. Una democracia sin relieve El motivo principal de La democracia plana (Biblioteca Nueva, Madrid) viene señalado en el subtítulo de manera explícita: “Debilidades del modelo político español”. Dividido en dos partes, la primera hace un repaso histórico del proceso de implantación de la democracia en España. Contiene además una crítica radical de la situación de las democracias actuales en todo el mundo, en las que viene siendo habitual ver cómo, por ejemplo, la abstención se erige en la opción preponderante. Dicho sea de paso, hay quien observa
con calma farisea este ascenso de la irrelevancia. Es el caso del historiador nacionalista J.B. Culla cuando comentaba el dato de participación en las elecciones a la alcaldía de Dallas (2%), a propósito por cierto de la no tan baja pero igualmente preocupante abstención que se va produciendo en las sucesivas elecciones autonómicas catalanas. Contra esta banalización de la política se dirige el texto quizá más interesante del libro, titulado precisamente “Adiós a la política” y escrito por José Antonio Gimbernat. En él se reclama razonablemente una radicalización de la democracia vía el rechazo de la espectacularización de la sociedad y del determinismo económico en que aquélla se sustenta. Gimbernat maneja bien y expone de manera accesible lo mejor de la tradición ilustrada y democrática, incluida la del siglo XX. Con ella acaba reivindicando el viejo ideal republicano de institución consciente de la sociedad, que desborda los límites de los Estados para orientarse finalmente -y no es sólo Kant quien así habla- hacia la creación de una comunidad cosmopolita. La segunda parte del libro acentúa el tono periodístico que ya dejaban traslucir las observaciones precedentes. En ella Luis de Velasco se dedica a subrayar, sin entrar demasiado a fondo aunque sin retroceder ante lo confuso, los puntos flacos de nuestra democracia. Es el caso de la corrupción, la venta de lo público a grandes corporaciones empresariales, la deficiente administración de la justicia (y el deficiente aprendizaje democrático de tantos jueces, añadiría yo), los localismos centrales o periféricos, las oligarquías financieras y partidistas, la ausencia de valores políticos (libertad individual, tolerancia, justicia) que son indispensables para la convivencia, los degradantes contenidos de las televisiones públicas, el paupérrimo estado de la educación, el aún demasiado vigente peso social de la Iglesia católica, etc., etc. Es mérito del autor no haberse complacido en la pura queja y haber aportado algunas líneas de pensamiento muy adecuadas para entender el fenómeno general de la despolitización de la sociedad. Valgan como ejemplo la crítica del teledirigismo imperante que
Sartori ha realizado recientemente en su libro Homo videns o el empobrecimiento del lenguaje que ya Adorno y Horkheimer pusieron de manifiesto en su Dialéctica de la Ilustración. Hay una cuestión que los autores tocan de soslayo y de la que me gustaría decir una cosa. Se trata de la llamada transición, descalificada por algunos como trampa que no reconoció debidamente la plurinacionalidad del estado español o ensalzada por otros como la génesis del España-va-bien, o sea, como la modélica Transición. A unos y a otros basta su mismo sentido común para responderles: ni tanto ni tan poco. Desde otra perspectiva más interesante, sin embargo, se viene llamando a ese período histórico la “transacción”. En este sentido me parece bien relacionar el cuestionamiento de nuestro mito de los orígenes con el rechazo a la idea de democracia como mero mal menor, homologablemente europea incluso allí donde persistirían el dominio y la mediación jerarquizantes. Pero creo que tampoco podemos convertir la memoria histórica de momentos rupturistas en otros tantos mitos de los orígenes igualmente indiscutibles. Y me refiero sobre todo al uso y abuso de la violencia -no sólo etarraque, a causa de sus instantes de gloria iniciales, continuaría siendo aún hoy liberador y revolucionario... Entre lo brutalmente violento y lo paródicamente lúdico, he aquí un buen territorio por conquistar para la imaginación subversiva. La democracia plana, E. Gimbernat y L. de Velasco, Biblioteca Nueva, Madrid
Más sobre el rodillo nacionalista Hace un tiempo fui de visita a la tumba de Antonio Machado en Colliure. En una plaza de aquel hermoso pueblo marinero unos ancianos ataviados con indumentaria folclórica me sorprendieron el paso cantando una canción en catalán. Recuerdo con precisión la
última frase, exclamada con júbilo unánime: “Mai no morirem”, o lo que es lo mismo: “Nunca moriremos”. Tan emocionante clímax patriótico aludía a lo que se suele entender por “catalanes”, ese gentilicio en el que algunos solemos reconocernos desde pequeños. Pues bien, los tres libros que comentamos tratan de plantear, cada uno a su modo, la necesidad de reformular críticamente la convivencia política, social y cultural de los habitantes de Cataluña, asfixiada en los últimos años por las estupideces del nacionalismo gobernante. El librito de Ruiz Portella, prologado con mano polémica por Eugenio Trías, opta por criticar al nacionalismo catalán desde cierta comprensión de sus postulados comunitaristas. El ensayo demole sin paliativos el imaginario catalanista que impregna la actividad diaria de los “profesionales” políticos de la comunidad autónoma catalana, pero lo hace sin olvidar —en una rara y no del todo profundizada mezcla entre las teorías de Castoriadis y el romanticismo más o menos germánico— que una sociedad no sólo está formada por la agregación de los individuos que la componen, sino también y en un lugar destacado por lo que Castoriadis llamaba sus “significaciones sociales imaginarias”, ese haz de símbolos, valores, ideas, sentimientos, etc. que rigen en ella en un momento dado y que la cohesionan. La principal tesis de Ruiz Portella en su rechazo claro y rotundo del catalanismo es que el imaginario creado por la política nacionalista catalana durante los últimos veinte años ha ninguneado reiteradamente la “otra pata” de Cataluña (la de expresión castellana, por decirlo así) imbricada desde hace siglos en su quehacer cotidiano. O sea, la sensata crítica de Ruiz Portella no se dirige tanto al énfasis que el nacionalismo pone en la comunidad como a que el catalanismo no ha sido capaz de pensar y hacer esta comunidad más que como “sólo catalana”, y todavía peor, “sólo catalanista”: o sea, dicho en términos de política lingüística, exclusivamente monolingüe. El libro, breve y diáfano, señala con acierto que esta política excluyente ha tenido y tiene en
las escuelas, en la administración y en los medios de comunicación sus lugares e instrumentos básicos. Esta tontería dañina para la convivencia es la que hay que cambiar, dice Ruiz Portella, de modo que los ciudadanos del presente inmediato y del porvenir puedan seguir relacionándose en una sociedad cuyo imaginario no esté sometido a la dictadura de quien pretende su falsa inmortalidad a expensas de las posibilidades vitales de la otra parte de la población. Por su parte, el libro de Jesús Royo, profesor de bachillerato y exmiembro del Psc, opta por la ironía y los razonamientos de corte ilustrado. Son 80 cartas al director ficticias en las que el autor va desgranando la argumentación central de su tesis: el urgente y necesario reconocimiento oficial por parte de la Generalidad de Cataluña del bilingüismo realmente existente en la sociedad catalana. La diferencia con el libro de Ruiz Portella estriba en que Jesús Royo no condesciende con las tesis comunitaristas de las que el primero se quiere deudor (entre el “hombre nacionalista” de la tierra y el “hombre económico” de la técnica, Ruiz Portella reivindica el “hombre comunitario”), y sus razonamientos desembocan en el planteamiento crítico y abierto de una ciudadanía democrática en un marco radical de libre mercado. ¿O es que el individualismo real no es base y producto a la vez de cualquier imaginario social? ¿Es que nos parece poca cosa la posibilidad de un imaginario sustanciosamente democrático y de vocación universalista? Es muy cierto que la globalización de casino en la que nos encontramos nos somete más que nos libera, pero me atrevo a sugerir que la verdadera identidad que podemos oponerle tiene que ver más con aquello que no alcanza a encontrar un molde determinado que con aquello que nos determina de antemano. A esta identidad abierta hace continua referencia el tercer libro aquí reseñado. Se titula Por amor a Cataluña y lo ha escrito el
articulista de La Vanguardia Eduardo Goligorsky, quien tiene el buen gusto de preferir la gimnasia mental de H. L. Mencken o Bruce Chatwin (del que ha sido traductor) a la de Herder o a la de cualquier pseudointelectual del nacionalismo catalanista, y que como argentino exiliado de su país conoce bien el acoso de la unanimidad coactiva. El libro está bien documentado y repasa con prosa afilada, elegante y lúcida los problemas suscitados por tan funesta pretensión totalitaria: la enseñanza de la lengua y de la historia, la “dictablanda” (Tarradellas dixit) instalada en la administración y en los medios de comunicación, el despilfarro de dinero público, el desprecio de los valores humanistas y laicos, etcétera. Durante años Cataluña se ha visto como una especie de oasis de civilización en un desierto de ignorancia y miseria, pero tal mito ya no puede sostenerse por más tiempo cuando nada menos que el primer presidente del Parlamento autonómico salido de la CE78, líder del partido que en su día rechazó el Estatuto del 79 y que ha logrado llevar la iniciativa en la aprobación, que también ha rechazado oficialmente, del nuevo Estatuto, directamente confederal, ha manifestado recientemente su apoyo a Haider, su racismo contra los negros, su respeto por los “ideales” etarras y su rechazo de los “inmigrantes” del resto de España. Naturalmente todos moriremos algún día, pero sólo a través de un imaginario democrático basado en la razón, la pluralidad, las libertades públicas y la aventura personal, esos frágiles y fugaces islotes de inmortalidad que podemos construirnos mientras vivimos no excluirán a nadie. Por amor a Cataluña, Eduardo Goligorsky, Flor del Viento, Barcelona; España no es una cáscara, Javier Ruiz Portella, prólogo de Eugenio Trías, Áltera, Barcelona;. Argumentos para el bilingüismo, Jesús Royo Arpón, Montesinos, Barcelona
La primera transición y otras transiciones Laicidad y derecho al espacio público reúne las ponencias presentadas en el II Encuentro por la Laicidad celebrado en la Universidad de Barcelona en julio de 2002. El primero se celebró un año antes en Motril bajo el auspicio de la Asociación Pi y Margall por la Educación Pública y Laica de esa ciudad granadina. El libro recoge las colaboraciones de Joan Francesc Pont, presidente de la Fundación Ferrer Guardia, Gonzalo Puente Ojea, ex embajador de España, Henri Pena-Ruiz, profesor de filosofía política, Joan Carles Marset, geólogo y presidente de la asociación Ateos de Cataluña, Salvador Pániker, filósofo, Javier Otaola, defensor del vecino del ayuntamiento de Vitoria, Santiago Castellà, doctor en Derecho, Jordi Serrano y Vicenç Molina, de la misma Fundación Ferrer Guardia, Antonio Gómez Movellán, miembro de la asociación Europa Laica de Albacete y Fernando de Yzaguirre, sociólogo. Los artículos tratan varias cuestiones relacionadas con la laicidad y con lo que indica el título de la obra: el derecho al espacio público. En general se intentan concretar los límites del término laicismo respecto de la religión y el anti-clericalismo. Se reflexiona por tanto en torno a los conceptos de libertad de conciencia y de convivencia política. Se cuestionan los acuerdos del Estado español con la Santa Sede y la implantación de la enseñanza obligatoria de la religión católica, o del hecho religioso de la realidad sagrada, en la educación secundaria española. Se aboga por los ideales republicanos y democráticos y por un derecho internacional imperativo, de ius cogens, capaz de hacer prevalecer los derechos humanos y la dignidad crítica de las personas. Frente a la teoría del cuerpo místico, se defiende la autonomía moral de los individuos y se recuerda a Alexandre Vinet, heredero directo del movimiento ilustrado pedagógico (Pestalozzi, etc.) y uno de los primeros maestros racionalistas y laicos de la modernidad europea, en la estela que más tarde prolongarían en nuestro país Teresa
Mañé y Federico Urales, la Escuela Moderna de Ferrer Guardia, etc. Los textos, breves y a veces algo apresurados, suelen poner el dedo en la llaga y no retroceden ante lo que hoy es una evidencia: en cuestiones de libertad de pensamiento, ideológica, religiosa o de creencias, en España todavía está por completarse la primera transición. Lo que ofrecen, pues, son razones para la laicidad, razones para impugnar lo que John Dewey llamaba la religiosa “patología de la bondad”, razones para configurar sentimentalmente una patria cívica donde el amor que nos une pueda seguir siendo libre, “ora abrumado, ora triunfante”, como escribe RLS en su libro Moral laica. Pero hablando de la transición y de patriotismo constitucional me gustaría señalar algunas dudas respecto del artículo que firman Vicenç Molina y Jordi Serrano: “Laicidad y autodeterminación de los individuos contra el mito de las patrias o por qué Madrid no es París”. Los autores han querido reanimar el viejo republicanismo federal de Pi y Margall y, siguiendo a Ernest Lluch, enlazarlo con el austracismo de principios del siglo XVIII. Sin embargo, creo que yerran. El programa austracista, la doctrina del “buen catalán”, como se recordará, tiene su origen en la añeja querella urgellista del Compromiso de Caspe. No es un programa de regeneración sino más bien de repliegue. Desde luego, el republicanismo federal de Pi y Margall arrastraba ya este lastre, la inviabilidad – demostrada en la puesta en práctica de las dos Constituciones republicanas- de respetar “la personalidad” de fueros y constituciones de origen medieval, que por lo demás ya en pleno siglo XV habían sido contestadas por los remensas y por la Busca, a la postre vencidos igual que sucedió luego con las ciudades y los moriscos -antes con los judíos- cuando la España unida de los Reyes Católicos se convirtió en el Imperio de los Austria. Más bien por eso el heredero genuino del republicanismo federal de Pi y Margall, sin nacionalidades nacionalistas, fue Lerroux,
amigo de Ferrer Guardia. Esto significa: una política no asentada en una eticidad indiscutiblemente costumbrista, o sea, todavía sujeta a las herencias absolutistas o medievales de las “nacionalidades históricas” tanto o más que a las propias de la nación de ciudadanos moderna. Laicidad y derecho al espacio público, VVAA, Fundació Francesc Ferrer i Guàrdia, Barcelona ¿Cómo está La Pepa? Los que aprendíamos a hablar –en cualquiera de las lenguas hispánicas- más o menos por los mismos años en que se fraguaba la Constitución española de 1978, hemos ido luego aprendiendo a lo largo de este tiempo que nuestra norma de convivencia básica es bastante seria, razonablemente simpática, pero también, ay, no todo lo democrática que sería deseable desde el punto de vista de una ciudadanía dueña de sí. Por eso parece oportuno, 25 años después de su promulgación, interrogarse abierta y críticamente tanto por el proceso que la fraguó como por el desarrollo práctico-institucional que la ha desplegado. Esta es la pretensión del libro editado y presentado por el profesor Juan-Ramón Capella, que reúne una decena de colaboraciones de profesores del ramo de diversas universidades españolas para afrontar el desafío de encomiar el principio democrático de nuestra primera norma política discutiéndolo. De esta forma se abordan, entre otros asuntos comunes, lo que el mismo Capella llama “la constitución tácita” que selló el tránsito de la dictadura franquista a la democracia, la reinstauración de la monarquía, la cuestión de la nación, las nacionalidades y las regiones, el multipartidismo moderado de nuestro sistema y las obstrucciones de la partitocracia, el parlamentarismo de baja intensidad al que ha dado lugar el expediente de la gobernabilidad,
las cesiones de soberanía sin refrendo ciudadano acaecidas por la entrada en la UE o por el fenómeno de la mundialización (principalmente por la creación de la Organización Mundial del Comercio), el precario funcionamiento de la administración de justicia y de la protección de los derechos fundamentales, el alcance real de la libertad de expresión y la ecuanimidad y contenidos de los medios de comunicación social, la insumisión al servicio militar, la flexibilidad de la economía y del régimen del trabajo, las cada vez más restrictivas políticas de derecho penal ligadas a la inmigración, la calidad de la formación pública del sistema educativo y el reto de la laicidad (texto sumamente ilustrativo de Antonio G. Santesmases sobre la quiebra de la izquierda social a finales de los años 80), y finalmente los mecanismos de control del poder desvirtuados por el control que ejercen los controlados sobre los controladores... Sin poder entrar, en una reseña breve como ésta, en el fondo de ninguna de estas cuestiones, me gustaría empero centrarme en algunos planteamientos que realiza el profesor Capella en su artículo. Veamos. Al PNV le importó poco no estar en la ponencia constitucional, mientras que, como se puede apreciar en el número especial que el diario El Periódico de Catalunya sacó por su vigésimoquinto aniversario, rechazó la presencia de la UCD en las manifestaciones en favor del Estatuto vasco. Corríjanme si me equivoco. En todo caso, para una transformación “plurinacional” del Estado español, cuyos atropellos en democracia difícilmente pueden explicar la insistente estupidez integral de ETA y aledaños, la carga de la prueba sigue pesando sobre los grupos que la proponen. Ahora bien, de momento sólo contamos con una prueba: el proyectado Estatuto Político del País Vasco. Entre otras lindezas bizantinas, lanzadas además inconsecuentemente sin que la intimidación y asesinatos de ETA hayan cesado, sin que el nacionalismo vasco (ni tampoco, en este orden de cosas, el catalanismo) haya hecho autocrítica ninguna de su política institucional, cultural y educativa en la autonomía gobernada, este plan proyecta institucionalizar aquello de “como los alemanes en
Mallorca” que dijo Arzalluz. ¿Qué pluralidad es esa? Claro que este comentario crítico con el análisis del profesor Capella no desmiente en absoluto otras sólidas reflexiones contenidas en su texto, como son las lúcidas críticas vertidas sobre el artículo 2 (la espúrea fundamentación de la norma política en la indivisibilidad de una nación aparentemente preconstituida) y especialmente sobre el artículo 8 de nuestra Constitución (la atribución al Ejército, cuyo mando supremo corresponde además irresponsablemente al Rey, de la “defensa del ordenamiento constitucional”). Las sombras del sistema constitucional español, Edición de JuanRamón Capella, Trotta, Madrid La alegría solidaria El pensamiento de Pere Saborit se inscribe dentro de la estela trágica nietzscheana, más específicamente dentro de la corriente abierta por Clément Rosset. Desde su primer libro, Breu assaig sobre no-res (“Breve ensayo sobre nada”), Saborit ha escrito contra las ilusiones metafísicas y morales de los hombres que a lo largo de la historia de la filosofía han pretendido encubrir el fondo azaroso, incomprensible, caótico y cruel de lo real. En Anatomía de la ilusión llevó a cabo toda una disección de los mecanismos inhibitorios de estas construcciones ilusorias de sentido. Ahora, en esta original y desenvuelta Política de la alegría, Saborit vuelve a incidir en la misma cuestión, pero desviándola hacia el terreno político y más en concreto hacia los valores de los que una verdadera “izquierda” debería armarse. El ensayo empieza por recuperar la vieja pregunta por el sentido de la vida, olvidada en unos tristes tiempos en los que se la acusa de diletantismo cuando no hay cuestión más decisiva. Saborit aborda el problema del ser y de la nada –de la condición humana, en
cualquier caso- afirmando que “no hay más fundamento que la falta de fundamento”, y por tanto que la vida es una mezcla de ser y no ser. Según Saborit, sólo el ideal de la libertad –verdadero núcleo moral de la política de izquierdas- es capaz de mantener al mismo tiempo la exigencia de racionalidad y la fidelidad al misterio de la existencia. Ahora bien, una vez desechado todo fundamentalismo (cualquier “actitud nihilista que condiciona la aceptación de la existencia a una justificación teórica”), ¿dónde encontrar el basamento mínimo de esa aspiración? En la alegría de vivir, responde Saborit, experiencia que busca ser compartida y que desemboca –se diría casi fatalmente- en la solidaridad y la generosidad, nociones que han venido a sustituir a la vieja fraternidad. Desde este marco conceptual Saborit despliega en una prosa sencilla, accesible y a ratos humorística una serie de capítulos en los que va proponiendo su “política de la alegría”. En concreto Saborit desmonta algunos tópicos demasiado bien asentados – como aquel que asegura que “la realidad es de derechas” o que la “tristeza es de izquierdas”. Siempre desde la convicción de que la condición del ser humano es ambivalente, por no decir paradójica, nuestro autor, buen lector de Rosset, se atreve en este caso a prolongar un paso más allá la filosofía de la alegría de este pensador francés y afronta con suma lucidez las posibles consecuencias éticas y políticas de la experiencia del goce que surge de la aprobación incondicional de la existencia, lo que Nietzsche llamaba amor fati. “La verdadera generosidad o solidaridad se desprende (que no `deduce´) de la experiencia del gozo de vivir, que es ajena a razones –pues el mundo es incomprensible- y busca ser compartida, en lugar de supeditarla a unas razones, que siempre se buscan y establecen desde un recelo inicial, condicionando la solidaridad a un Fundamento o evidencia”, escribe Saborit. Y así vamos viendo los entresijos de la lucha revolucionaria y solidaria que emana de la alegría, lucha que se dirige
principalmente contra los valores eternos de la derecha –patria, familia, propiedad privada- y contra la vertiente resentida de la izquierda, dice Saborit, simbolizada en la figura hegeliana del alma bella. En su intento de aunar el afán de libertad que no surge del miedo a lo real y el amor por lo real que no tiene miedo a la libertad, esa lucha no puede más que generar sentimientos de ternura y protección hacia lo más frágil y lo más efímero. Por otra parte, al considerar las determinaciones en las que se inscribe el proyecto vital humano (temporalidad, lenguaje, técnica, cuerpo, ley) y el fondo indeterminado de dicha proyección, Saborit se acerca a las reflexiones de Castoriadis sobre la doble dimensión instituida e instituyente de la sociedad humana. Finalmente reivindica la lucha por la democracia al ser éste “el sistema político más acorde con la afirmación gozosa de la existencia (a pesar de su carácter incomprensible y de sus adversidades)”. La alegría es además subversiva cuando se acepta, como Pere Saborit, que “al fin y al cabo, lo que ennoblece la aventura de lo humano es que, aun asumiendo el papel de los hechos –como la propia muerte-, éstos nunca tendrán más peso que el sentido que les damos”. Política de la alegría, o los valores de la izquierda, Pere Saborit, Pre-Textos, Valencia Pantallas encantadas Editado bajo la advocación de los situacionistas Guy Debord y Raoul Vaneigem, este panfleto firmado por el nombre múltiple de Fratel Luther Blisset, todavía vivo, repasa con prosa libertaria los productos de la cinematografía del siglo XX. Cientos de películas son citadas con fecha y director; bastantes de ellas analizadas tanto estéticamente como desde un punto de vista social. Desde The Widow Jones de Lumière de 1895 (el primer beso que encantó las pantallas) hasta la obra colectiva 11´ 09´ 01- September 2001... el
cinematógrafo es visitado, pues, con espíritu libre: “Toda locura tiene sus principios, los nuestros comienzan con el fin de todas las ideologías, de la fe y de los saberes sobre el buen gobierno... como el Duende de Lorca, los Ángeles de Rilke o el águila y la serpiente de Zaratustra (Nietzsche)... no estamos seguros de nada excepto de la sacralidad de la Utopía, de la belleza y del sufrimiento del amor o de la verdad de la imaginación como sangre de los días...”. Dividido en varios capítulos, el panfleto intenta demostrar que, en efecto, el cine puede emancipar la mente: desde las películas de los Browning, Vigo, Buñuel, Truffaut, Godard, Pasolini, Fassbinder, Oshima y compañía, hasta el western, el género del fantaterror, el documental, el drama, la comedia musical o el cine político: Ford, Eastwood, Murnau, Ken Loach, Almodóvar, Glauber Rocha, Billy Wilder, Manoel de Oliveira y otros. El ominoso susurro de los censores del código Hays no puede acallar otras voces de la imaginación liberada: la nouvelle vague, el neorrealismo (aquí nuestro Fratel toma partido por Pasolini frente al Fellini más complaciente), el new american cinema (Cassavetes), la historia de El cantor de jazz (1927, primer film sonoro), los festivales, el free cinema, Kiarostami, el cine hecho por mujeres y sobre mujeres, el movimiento Dogma de Lars Von Trier, el cine de aventuras, Tim Burton, los dibujos animados, Jean Cocteau. Y Hollywood como esa utopía que no siempre ha resultado un buen-lugar (eutopos)... Y entre película y película fulguran por las páginas las siluetas de los actores y actrices del siglo, las auténticas estrellas de este cielo encantado que es el cine, como diría Cabrera Infante. Desde luego tras leer el libro cada uno podrá hacer sus listas de películas favoritas, quitar o añadir (no están Leolo, Clerks, On connait la chanson, Les enfants du marais, Víctor Erice, apenas Woody Allen), seguir soñando... No sé si tiene mucho sentido pedir que el cine se convierta en un agente social o político, y más bien me parece que esta demanda sigue creando a menudo la ilusión de confundir la ficción con la
realidad, o mejor dicho, de dar como realidad lo que es ficción, perjudicando tanto a la sustancia misma del imaginario cinematográfico como a la efectividad de las denuncias sociales que se plantean. Hay ya tantas variantes de la ilusión de la verosimilitud que la peor suele pasar por “normal”: dar como mentira vestida de ficción lo que es real. Sin embargo, este libro nos recuerda que es en la poesía trágica del cine y en su épica del coraje donde reside su verdadera subversión. ¿Quién no ha salido alguna vez de una sala encantada evocando aquello que el filósofo y matemático Gilles Châtelet llama en otro imprescindible panfleto (Vivir y pensar como puercos, Lengua de Trapo) el heroísmo del don nadie?: “Es entonces el heroísmo del don nadie lo que salva el principio democrático e impide que se reduzca a una `elección de sociedad´, a una forma escogida entre otras e impuesta como mal menor. La democracia no se deduce de una optimización de las variables preexistentes, sino que surge de la apuesta, infinitamente más generosa y, por tanto, infinitamente más arriesgada, por una excelencia de las virtualidades de la multitud y por la aptitud de ésta para dispensarla”. Il cinema libera la testa. Elogio della ribellione nella macchina/cinema, Fratel Luther Blisset, Edizioni La Fiaccola, Siracusa Disección de la cultura contemporánea En este libro, el conocido escritor Valentí Puig, premio Josep Pla en 1998, ofrece un sintético diagnóstico de la cultura catalana actual y por extensión de la cultura española. Monárquico convencido, las opiniones desgranadas por Puig no creo que puedan dejar indiferentes a nadie que esté sinceramente interesado por las cosas de la cultura y la política españolas y, en concreto, por las cosas que pasan en Cataluña. Puig escribe bien, su prosa es templada y aguda, con leve preciosismo orsiano, pero sin llegar al
ornamentalismo semántico y a esa descoyuntura sintáctica y lógica que, en la línea de Arcadi Espada, valdría llamar prosa wagneriana. Quizá la flema sabrosa del mallorquín le ayuda a airear las ideas y de paso tomar distancia del demasiado frecuente ombliguismo de lo que Pla llamaba “lo catalán”. Varios son los capítulos que forman L´os de Cuvier (“El hueso de Cuvier”), que tienen algo de artículos de prensa y otro tanto de panfleto o manifiesto. Eso es de agradecer cuando se hace bien, como es el caso, aunque en no pocas ocasiones se discrepe del contenido. Decía Chesterton que él seguía creyendo en el liberalismo, pero no en el Partido Liberal. Sin embargo, una exigencia de toda cultura liberal pasa por ponerse a prueba también políticamente. Valentí Puig toma como punto de partida de su libro la idea según la cual una cultura y por tanto una sociedad sin honor no valen la pena. Ese sería el orteguiano punto de vista del libro: la carencia de “élites” o minorías capaces de hacer extensibles ciertos criterios de excelencia cultural. Frente al pensamiento débil posmoderno (que no tiene su origen en Mayo del 68, sino en su deriva), Puig esgrime la modernidad de la “tradición permanente”, que en Cataluña sigue teniendo a Eugenio d´Ors, ese “Goethe mediterráneo”, como su ápice y su germen. Al otro lado del reino Joan Fuster sonreiría a veces con ironía volteriana. De ahí la voluntad de diseccionar el cúmulo de prejuicios (y perjuicios) pseudo-progresistas que Puig encuentra en la historia de Cataluña que se enseña en las escuelas, en la novelística que se escribe en catalán, en el arte y la arquitectura y el teatro que se practican en Barcelona. En la televisión autonómica. En el oasis nacionalista. Como digo, no todo es para estar de acuerdo, pero al menos dice algunas verdades mal vistas y anima a pensar. Lo que Puig defiende es un catalanismo cultural inserto en la Hispania felix que vislumbra tras la Constitución democrática de 1978: más tolerancia, más bilingüismo y, cómo no, más seny. Más esfuerzo y
más honor también. Como escribió D´Ors: “La ironía, contra la profecía. El hombre, contra el caos...”. Ese es el combate de Valentí Puig. L´os de Cuvier. Cap a on va la cultura catalana, Valentí Puig, Destino, Barcelona Platón y la democracia En una nota a pie de página de Si Europa despierta (Pre-Textos), el filósofo alemán Peter Sloterdijk menciona El Político de Platón como uno de los hitos principales de la época que pone fin a la democracia y que inaugura la era de los Imperios, junto a la Ciropedia de Jenofonte, allá por el siglo IV a. C. No muy diferente es la hipótesis inicial que da pie a este nuevo libro del filósofo francés de origen griego Cornelius Castoriadis, conocido simplemente como Corneille o a veces también apodado "Aristóteles encolerizado" por lo vasto de su pensamiento y el vigor con que solía exponerlo. De lo cual es buena muestra esta transcripción corregida del seminario que Castoriadis dedica en 1986 a El Político de Platón dentro de los cursos de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París (EHESS), y que ahora nos ofrece Trotta en traducción de Horacio Pons. Después de haber fundado el grupo Socialismo o barbarie en la inmediata posguerra, después de haber instigado el Mayo del 68 y haberse separado de su deriva posmoderna, después de haber trabajado como economista en organismos internacionales, Corneille fue profesor de la EHESS desde 1980 hasta casi su fallecimiento en 1997. Su candidatura al puesto de profesor fue avalada entre otros (JeanPierre Vernant, François Châtelet) por Pierre Vidal-Naquet, autor de un estudio sobre Clístenes, el primer fundador de la democracia ateniense, radicalizador de las reformas de Solón y padre del llamado siglo de Pericles.
Decíamos que el libro parte de la hipótesis inicial según la cual, entre La República y Las Leyes, El Político de Platón pone definitivamente fecha de caducidad de derecho a lo que era un régimen, la democracia, en ese momento destruido de hecho. Este diálogo intercalado entre las dos grandes obras políticas de Platón pretende ser un tratado sobre el "buen gobernante", que es para Platón aquel rey-filósofo cuyo gobierno prescinde de la ley escrita y sancionada por los ciudadanos y expulsa por lo mismo a los poetas de la ciudad. Alejandro Magno será el primer rey-filósofo posterior a la destrucción de la democracia, y pronto lo que todavía es república en Roma dejará de serlo para convertirse por primera vez en Imperio. Según la interpretación y lectura de Castoriadis, tan profundamente sugestiva, Platón inaugura ciertamente la filosofía heredada, como diría Whitehead, pero apelando a lo que sofoca y no promueve la gran invención de la filosofía presocrática y sofista, que es: la historicidad de los hombres en sociedad, su libertad, y la capacidad de imaginar de otra manera lo que es y por tanto lo que puede haber, en suma, su movimiento discontinuo de autoinstitución explícita como hombres igualmente políticos. En una palabra, la democracia. Sobre El Político de Platón, Cornelius Castoriadis, trad. Horacio Pons, Trotta, Madrid Vives, humanista Juan Luis Vives March (Valencia, 1492-Brujas, 1540) fue uno de los grandes pensadores del cristianismo humanista del siglo XVI europeo, amigo de Erasmo y Moro, profesor en París y Oxford, autor de unas 60 obras de contenido moral, pedagógico y político, uno de los primeros pensadores modernos españoles, filósofo de las “anticipaciones” en aproximación aristotélica al concepto de nous. Salió muy joven de Valencia (estudió en el recién creado Estudi General) y no regresó jamás: sus padres padecieron la
persecución inquisitorial. Murió en Brujas, donde desarrolló la mayor parte de su actividad de intelectual renacentista. Toda su obra la escribió en latín excepto, según la tesis del profesor Francisco Calero, el Diálogo de Mercurio y Carón, hasta ahora atribuido a Alfonso de Valdés. Esta obra sería la única que Vives redactó en romance, en concreto en castellano y bajo sello anónimo dado el ataque subversivo a la jerarquía eclesiástica que contenía. A Valdés, en cambio, la profesora Rosa Navarro le adjudica ahora la autoría del Lazarillo de Tormes. Mayor interés reviste la nueva edición conjunta (estaban ya en Tecnos) del Socorro de pobres y La comunidad de bienes, obras en las que Vives postula la necesidad de municipalizar la beneficiencia social con tesis que podríamos considerar sin demasiada exageración como precursoras del contemporáneo Estado del Bienestar. Trufándolo de citas bíblicas y alguna que otra referencia a la filosofía pagana Vives sostiene en el primer tratadito lo que se ha dado en llamar la función social de la propiedad. No hay comunismo en Vives, ni siquiera su obra es un antecedente de la actual propuesta de renta básica (pues en el fondo sigue latente la condena bíblica de la conquista del pan), y menos todavía del dinero gratis. Pero su preocupación por ayudar por la vía civil y aun política, tanto económica como culturalmente, a los más menesterosos parece sincera. De ahí que las críticas vivesianas se las lleve sobre todo, erasmismo mediante, la jerarquía eclesiástica, tan presuntamente (presuntuosamente, más bien) inspirada por Dios para ayudar al prójimo a ser libre: “...de esta forma los obispos y sacerdotes convirtieron en su patrimonio y en su hacienda lo que había sido solo de los pobres; ojalá que les tocase el Espíritu de Dios y llevasen a su memoria de dónde lo tienen, por quiénes les fue dado, con qué intención, y recordasen que son poderosos con los recursos de los débiles”. En cuanto a La comunidad de bienes, se trata de un opúsculo escrito contra la violencia empleada por la secta de los anabaptistas
en su algo demagógica reinvención del comunismo primitivo de los primeros cristianos. A Vives le interesa más en este caso subrayar que su pretensión no es la absoluta comunión e igualdad de bienes, sino la cooperación para la satisfacción moderada, casi austera, de las necesidades humanas dentro de un régimen de propiedad individual cuya distribución y uso estarían reguladas y vigilados por el conjunto del municipio. Finalmente, el libro del profesor Francisco Pons Fuster trata de medir de forma documentada el clima intelectual de la Valencia de principios del siglo XVI en relación con las corrientes culturales entonces en boga. Pons Fuster desmonta algunos prejuicios demasiado bien establecidos sobre todo por la historiografía nacionalista posterior a Joan Fuster: ni hubo muchos erasmistas valencianos, ni éstos serían los autóctonos que habrían apoyado las germanías en contra de la nobleza castellanizante. El erasmismo valenciano provino más bien de autores castellanos afincados en Valencia (Juan de Molina y Bernardo Pérez, el máximo traductor al castellano de Erasmo), aunque es cierto que el humanismo y erasmismo que destilaron estos y otros profesores del Estudio General (con el controvertido rector Celaya al frente) se pusieron al servicio del plan imperial de Carlos V sin más ni más, y de su idea de una monarquía cristiana universal incluso cuando ésta dejó de formar parte de dicho plan. Luego el humanismo más o menos erasmista de un Francisco Decio o de un Francisco Juan Mas se ciñó a aspectos más bien pedagógicos, y otra vez en latín. El erasmismo más subversivo, el del Elogio de la locura, si hemos de hacer caso a Bataillon y a Abellán, solo arraigó en España vía la también recién creada Universidad de Alcalá de Henares, y aun de forma literaria, o sea, unos años después, encarnada imaginariamente en la figura grotesca y sublime de Don Quijote, acaso invención soberana, como aseguraba Kafka, de Sancho Panza: ¿fue esa la única hipótesis ateísta que se permitió desarrollar en España en la época -ya anunciada, aunque muy levemente, por los humanistas de principios del XVI- de Galileo,
Bacon y Descartes? Sobre el socorro de los pobres. Sobre la comunidad de bienes, Juan Luis Vives, introducción, traducción y notas de Francisco Calero, Ayuntamiento de Valencia; Juan Luis Vives, autor del Diálogo de Mercurio y Carón, Francisco Calero, Ayuntamiento de Valencia; Erasmistas, mecenas y humanistas en la cultura valenciana de la primera mitad del siglo XVI, Francisco Pons Fuster, Institución Alfonso el Magnánimo, Valencia La democracia a fondo Decía Cornelius Castoriadis que a lo largo del último medio milenio únicamente Spinoza y Hegel habían logrado hilvanar el gran descosido de nuestra época moderna, a saber, la relación y vínculo entre lo íntimo (que no meramente privado) y lo público (o lo relativamente privado). Y tengo para mí que John Dewey (18591952) corrobaría el matiz que Castoriadis añadía a su dictamen: mientras que en Spinoza el amor racional del ciudadano libre sobrenada en un vacío histórico (como indica el tópico, aunque esto es muy discutible), en Hegel el vínculo se logra a expensas de una adoración a fin de cuentas acrítica de lo real-histórico. ¿Quién fue John Dewey? El más insigne y perspicaz representante de la única corriente de pensamiento que en la más reciente modernidad haya intentado anudar a la manera antigua la relación entre lo íntimo y lo público, esto es, combinando una teoría del conocimiento con una práctica de las disposiciones. Teoría y práctica que, a partir de lo necesario, se proyectarían sobre lo posible en atención a las condiciones y consecuencias tanto de las necesidades como de las capacidades respectivamente tomadas en consideración, esto es, deliberadas. Este pensamiento instrumental emergió en los Estados Unidos de América a finales del siglo XIX y se llamó pragmatismo. El solo nombre de John Dewey, repito, podría valer como condensación de sus mejores y
más perdurables logros, y quizá Castoriadis pudiera haberlo mencionado junto a Hegel y Spinoza (mucho más cercano a éste, Dewey rechaza sin embargo los planteamientos de ambos, aunque en el caso de Spinoza podríamos decir que, en lugar de rechazarlo, lo mejora). Por todo esto reviste el mayor interés la publicación por parte de la benemérita editorial Morata de La opinión pública y sus problemas (The public and its problems, en el original), obra de John Dewey que toma por objeto de discusión la cuestión de la formación de un público democrático en la era de la sociedad tecnológica. Esto es, la cuestión de cómo convertir la masa de relaciones humanas que la industrialización tecnológica ya por entonces había formado en lo que Dewey llama un público (que spinosianamente podríamos llamar también una multitud democrática), y de qué instrumentos políticos son los más adecuados para volver a identificar los intereses comunes de los gobernantes y los gobernados, es decir, para transformar la Gran Sociedad tecnológica en una Gran Comunidad política. Hoy en día, de Peter Sloterdijk a Paolo Virno, en el contexto de la “crisis del humanismo” que caracterizó nuestro pasado siglo XX, multitud de pensadores vuelven a abordar esta cuestión con audacia e interés. Muy someramente, la propuesta histórica y psicológica de John Dewey consiste en intentar combinar una política del conocimiento bajo el signo de la libre investigación y comunicación sociales propias de la ciencia con una ética del interés público que atienda a los efectos de la aplicación tecnológica de la ciencia. Para decirlo sin barroquismos, una ética pública del conocimiento social anudaría lo íntimo y lo público, las costumbres y las instituciones, el trabajo y las corporaciones, y en fin, la vida y la política en el ámbito de comunidades locales traspasadas por los flujos translocales de esos mismos nudos. Como “hipótesis con la que orientar la experimentación social”, la lectura de este libro de 1927 será de una utilidad reflexiva
máxima para todos aquellos que hoy están poniendo en marcha prácticas emancipatorias como el software libre, las asambleas de investigacción y comunicación social, los blogs o los portales sindominio en internet, las tele-street, etc. O para aquellos que construyen esferas públicas no directamente estatales, sea cara a cara o por internet, que luchan contra la propiedad intelectual de la industria e intentan otras reapropiaciones divulgativas de la inteligencia común, que se socializan glocalmente en ateneos de barrio y van construyendo así “lugares mundiales”, etc., etc. En cualquier caso, sabemos muy bien que la fusión de lo íntimo y lo público, más que imposible, es indeseable (las experiencias totalitarias nos lo han enseñado), pero también somos muy conscientes, se diría que cada vez más gracias precisamente a tecnologías como internet, de que los temblores de nuestros cuerpos anhelan algo más, bastante más, que el ondear de banderas nacionalistas o el imperio multinacional de las mercancías. Anhelan ser compartidos, porque son comunes. Anhelan amar y comunicarse. Anhelan, paradójico deseo, hacerse públicos. La democracia según John Dewey es vida cooperativa en comunidad. La Gran Comunidad sería poner comúnmente en juego, como quería Bataille, nuestras temblorosas vidas. Medios no faltan, aunque en ellos y sobre ellos haga falta más libertad y deliberación social. La opinión pública y sus problemas, John Dewey, trad. de Roc Filella, estudio de Ramón del Castillo, Morata, Madrid Noticia de Rorty A Richard Rorty (1931-2007) se le considera el continuador contemporáneo del pragmatismo de Pierce, James, Dewey y Hook, aderezado, eso sí, con la filosofía continental europea (contrapuesta a la angloamericana, analítica, en la que sin embargo Rorty se ha formado como profesor) y con autores tales como
Nietzsche, fHeidegger, Derrida, Foucault o Habermas. A Rorty también se le ha considerado como el intelectual progresista (“ironista liberal”) más reconocido de su país, atacado tanto a izquierda (Bernstein y los marxistas) como a derecha (Bloom y los conservadores). Autor de libros de filosofía o meta-filosofía importantes (El giro lingüístico, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Contingencia, ironía y solidaridad, Forjar nuestro país), Rorty ofrece en estos dos libros de que damos noticia un compendio de lo mejor de su obra e inquietudes. Filosofía y futuro reúne ensayos en torno a la función de la filosofía (“tejer lo viejo con lo nuevo” en palabras de James), al concepto de justicia como lealtad ampliada, en torno al debate (casi inexistente) entre filosofía analítica y continental (aboga por una filosofía “transformativa”), a Spinoza, a la distinción entre lo privado (ironía) y lo público (solidaridad) engarzados en la contingencia de un “historicismo nominalista” de cuño hegeliano, darwiniano y deweyano; en torno, en fin, a la democracia y a lo que Rorty llama tradición progresista norteamericana. Por su parte, Cuidar la libertad reúne entrevistas (una de ellas ya publicada en Filosofía y futuro: “Persuadir es bueno”), que por lo general giran alrededor de los mismos temas ya citados, y que abarcan el período comprendido entre 1982 y 2001, después del fatídico 11 de septiembre. Sin duda, no se sale decepcionado de la lectura de estos dos libros. Rorty es hoy, en efecto, un contemporáneo esencial. Pero en el juicio de este lector surgen algunos recelos o rechazos. No es cierto (aunque yo mismo lo he dicho a propósito de Dewey) que no haya ni “historia ni tiempo” en la -meramente teórica, de acuerdo- obra de Spinoza. Por lo demás, me parece que su crítica de las izquierdas “nueva” (años 60-70) y “cultural” (años 80-90) sigue lastrada por un viejo izquierdismo que tampoco ha hecho su autocrítica (el mismo Dewey se distanció de Wilson, por ejemplo, y Franklin D. Roosevelt no parece que permita ser demasiado
pacifista o “amigo de las culturas”), con resultados hoy a menudo preocupantes: en Francia, en Alemania y, ay, en España, sobre todo porque hoy esta izquierda vieja-nueva-cultural no es que en su “cosmopolitismo Unesco”, por sintetizarlo críticamente como Rorty, no haya sabido hacer frente al ascenso de Le Pen, o al peso de los nacionalismos regionales en Europa, o se haya escorado a la izquierda del nacional-socialismo con Lafontaine, sino que ha sido en parte cómplice de estos movimientos, como especialmente es obvio en el caso de España, donde dicha alianza izquierdistanacionalista está en el poder. Puede haber un problema en Kansas e incluso en Houston, pero desde luego no de la envergadura de los que tenemos en toda Europa. De modo que, a falta de cualquier otro buen izquierdismo cosmopolita que pueda vindicarse a partir de la obra de Rorty, en Barcelona, simplemente para seguir siendo ciudadanos, recientemente algunos hemos fundado un nuevo partido político, Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía. De forma romántica, desde luego, pero con intención bastante más pragmatista que izquierdista. Yo personalmente tomo nota de que después de la derrota del Sur en la guerra civil americana, causa mayoritariamente ligada a la izquierda, el partido demócrata sufriera su particular travesía del desierto, y eso aun a pesar del asesinato de Lincoln, un republicano federalista radical. Ya había existido un Partido del Suelo Libre, pero fue un Partido Populista con su 7% de los sufragios en todo el país, mayor que el de los partidos socialistas, el que regeneraría al cabo la política norteamericana y al mismo partido demócrata, que en gran parte le debe aquellos viejos veinte años de gobierno de Franklin D. Roosevelt y Truman, tras el equivocado paréntesis de Wilson. Filosofía y futuro, Richard Rorty, trad. Javier Calvo y Angela Ackermann, Gedisa, Barcelona Cuidar la libertad. Entrevistas sobre política y filosofía, Richard
Rorty, trad. Sonia Arribas, edición de Eduardo Mendieta, Trotta, Madrid
LITERATURA BAJO SOSPECHA Conocido como el “Napoleón de los editores españoles”, Rafael Borràs Betriu es el último eslabón vivo de la saga de editores formada por, entre otros, Alexandre Argullós, Pep Calsamiglia, José Janés, Germán Plaza, José Manuel Lara Hernández, Carlos Barral y Mario Lacruz: una buena compañía. Nacido en 1935 en el seno de una familia media de Barcelona, RBB se dio muy pronto a conocer como agitador cultural a través de la dirección de la revista La Jiraja (1956-1959), una publicación en la que colaboró gente muy diversa, desde Cirlot y Manuel Costa-Pau hasta Néstor Luján o Edgar Neville. La revista, “que mira desde arriba con los pies en el suelo”, seguía la estela de la publicación madrileña Índice, dirigida por Juan Fernández Figueroa y en la que colaboraba, entre otros, gente como Álvaro Fernández Suárez. Fueron revistas más o menos permitidas por el Régimen (como llama siempre RBB a la dictadura franquista), pero sin duda muy alejadas del francofalangismo dominante. Salían como podían, sorteando a duras penas la esperpéntica Censura. “Hemos de intentar”, le escribe Fernández Figueroa a RBB, “que la política recobre o gane el prestigio que le es indispensable para desenvolverse con eficacia y ser fértil”. De lo que se trataba, pues, era de “inculcar a los españoles la conciencia de la obligatoriedad y la hermosura de convivir con sus semejantes”, como señala RBB.
Rafael Borràs ha escrito estas copiosas memorias (La batalla de Waterloo, Ediciones B, 2003) con ojo minucioso y ánimo conciliador. El libro es al mismo tiempo el relato entretenido de una aventura profesional y el retrato certero de un país y casi de un siglo: España y el siglo XX. Hay mucho de novelero en la vida y obra de RBB y quien se acerque a ellas no saldrá decepcionado. Pero estas memorias son también una cronología política del antifranquismo contada desde primera fila. Penetrante conocedor de la dinastía borbónica (y republicano sin partido) RBB empieza citando por ejemplo la declaración de 1947 en la que Don Juan pide la rendición incondicional a quien ya era y lo seguiría siendo por demasiado tiempo Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos. Franco promulgó sin embargo ese año la Ley de Sucesión, la cual, junto a la Ley Orgánica del Estado de 1969, iba a dar legitimidad, ex novo según Borràs, a la monarquía de Don Juan Carlos, constitucional y parlamentaria después de 1978. Durante los años cincuenta, tras la huelga de los tranvías de Barcelona en el 51, empiezan a producirse las primeras algaradas democráticas, con la consiguiente detención el 11 de febrero de 1956 de Dionisio Ridruejo, Miguel Sánchez Mazas Ferlosio, Ramón Tamames, José María Ruiz Gallardón, Enrique Mújica Hertzog, Javier Pradera y Gabriel Elorriaga. Ya en 1960 Ignacio Aldecoa y otros escritores solicitan infructuosamente la supresión de la Censura. En 1962 tiene lugar el conocido “contubernio de Múnich” inspirado por viejos militantes del POUM, una reunión de políticos españoles contrarios a la dictadura en el seno del Congreso del Movimiento Europeo: participaron entre otros Rodolfo Llopis, Gil Robles y Salvador de Madariaga, la España reconciliada y liberal. En 1965 dejan la cátedra universitaria Aranguren, Valverde y García Calvo. En 1969, tras el asesinato de Enrique Ruano y las consiguientes protestas estudiantiles, el Régimen tiene que declarar el primer estado de excepción (sic) desde 1939. Pero sin duda la parte más agradecida de la autobiografía es la
personal: sus recuerdos de infancia en el barrio de la Ribera, sus años de estudios, la boda con su mujer, Isabel Blancafort, sus pinitos como aprendiz de librero en la Casa del Libro bajo el mando de Luis de Caralt, sus pasos sucesivos por las editoriales Juventud, Plaza, Teide, Ariel, Iber-Amer, Alfaguara, Nauta, Planeta. Sus primeros éxitos y sus primeros fracasos. La revista La Jiraja, como ha sido dicho; los primeros Premios Ciudad de Barcelona, Nadal o Planeta; sus amistades con Mercedes Salisachs, César González-Ruano, Camilo José Cela, Ana María Matute, un casi adolescente Paco Umbral, Ignacio Agustí o Xavier Benguerel (que publicaba ya en catalán y del que puedo certificar su maestría literaria, al menos en el caso de la novela I tu què fas aquí?); o el conocimiento del filósofo Manolo Sacristán, el economista Fabián Estapé y el jurista Manuel Jiménez de Parga, “santa trinidad” brillante en la entonces “sórdida Barcelona de los párkings”, como diría Vázquez Montalbán. Sin embargo RBB vuelve una y otra vez al tema que sanamente le obsesiona. Y lo hace desde un doble principio: la orsiana inquietud por la “obra bien hecha” y el liberalismo entendido a la manera de Gregorio Marañón: “Ser liberal consiste en estar dispuesto a admitir que el otro puede tener razón”. Las opiniones que RBB va desgranando a lo largo del libro me parecen oportunas y la mayor parte de las veces acertadas. Sólo considero que se deja llevar por la queja infantil cuando hablando de Benguerel critica la ignorancia o el menosprecio que en “Madrid” existe hacia las letras en catalán. Y no niego esa ignorancia, pero habría que añadir que tampoco es mucho mayor a la que ya existe en Cataluña, sobre todo si se trata de una literatura poco sujeta al canon catalanista. También me parece que hablando del País Vasco, RBB exige demasiado a los políticos y poco a la gente de la calle, que como el autor muy bien dice, ha de ser la protagonista de la obligatoria y hermosa convivencia con los semejantes. Pues lo grave del País Vasco es que cualquier manifestación pública explícitamente antiterrorista sigue dando más miedo y asco que el mismo terrorismo. Y es cierto que por ejemplo en la plaza del ayuntamiento de Santander se yergue una gran estatua de Franco ante la
impasibilidad de los ciudadanos, pero es de piedra y parece que la van a quitar, mientras que hay quien está dispuesto todavía a convertir en piedra y polvo a su vecino no muy lejos de Santander... Amigo del llorado Víctor Alba, que fue guía de Orwell en su estancia en España y posterior colaborador de Camus en Combat, RBB hace suya una cierta heterodoxia liberal. Por ejemplo, escribe: “¿Existe el Estado español? Ni se sabe. (...) Ortega habló de la patria –perdón por utilizar un término en desuso- como un sugestivo proyecto de vida en común. ¿Existe hoy ni la sombra de un proyecto? (...) Volvamos a la clásicos: Romanos, compatriotas, amigos. (...) El parlamento de Bruto comportaba un programa de recuperación moral: que Roma volviese a ser la patria de los hombres libres”. Y con esa afilada arma Borràs propina denuestos a diestro y siniestro. Critica la autosatisfacción ciega de una izquierda que bascula todavía entre el “contra Franco vivíamos mejor” y la mística de la revolución pendiente. Muchas cosas buenas se hicieron durante los 13 años de gobierno socialista, pero el espantajo de la derechona no fue suficiente para tapar la olla podrida de la corrupción (GAL incluido) y una cierta abulia intelectual. Sin embargo, RBB arremete también contra la derecha (incluida la nacionalista periférica, si es derecha) que, pudiendo enseñorearse de la “derecha de los ideales”, democráticamente pujante también en asuntos de cultura y valores y no sólo de “ley y orden”, suele echar mano demasiado a menudo del “sindicato de intereses” empresarial de toda la vida. Todo hombre tiene su otro yo ideal y el de RBB fue Dionisio Ridruejo, a quien también admiraba Juan Benet. La trayectoria de Ridruejo explica bien desde una cierta óptica el siglo pasado: falangista del 36 detenido en el 56 por la policía del Régimen, Ridruejo se declara por fin en 1971 liberal en el orden cultural, demócrata en cuanto a la forma de organizar y legitimar los poderes, y socialista moderado o socialdemócrata en lo económico. Nunca es tarde si la dicha es buena.
La batalla de Waterloo da buena cuenta de otras muchas peripecias y el repaso merece la pena. Hay menciones incluso de escritores menores hoy olvidados pero que en su día iniciaron a mucha gente en el vicio glorioso de leer. Un secreto recorre el libro: la literatura es el único motor inmóvil que las almas noveleras estamos dispuestas a aceptar. Como estas memorias sólo llegan hasta 1973, los lectores esperamos ya la segunda parte.
EL ENSAYO FILOSÓFICO EN ESPAÑA Hace ya más de treinta años Fernando Savater escribió dos o tres artículos sobre el estado del ensayo filosófico en España: había que dejar atrás a los Muñoz Alonso and company y recuperar la tradición juguetona de la filosofía que podríamos remontar hasta Ortega y los pensadores del exilio. Pues bien, si entonces la crítica filosófica en España era una desconocida, hoy podríamos decir que el ensayo filosófico en nuestro país goza de buena salud, pero a la hora de dar frutos sociales sigue siendo bastante estéril. O sea, que el ensayo filosófico ya es promiscua y ampliamente conocido en estos lares, pero pese a todo permanece parcialmente en cuarentena. La tasa de natalidad filosófica continúa siendo baja, vamos, y no por falta de concupisciencia precisamente, sino más bien por falta de libertad penetrativa... En el mejor de los casos, esta nueva burocratización de la filosofía en las universidades españolas va a permitir el conocimiento de las corrientes de pensamiento que aparecen y desaparecen en el mundo. Con los antecedentes que tenemos, es como estar en libertad condicional, que no es poco. También va a permitir una mayor proliferación de buena literatura secundaria, esa literatura bibliográfica hecha de monografías, estudios históricos, la mayoría de veces no traducida, etc., que cumple su papel en algunos interesantes proyectos investigadores, sobre todo relacionados con la rama científica o filológica del pensamiento. Bien está. Pero desde luego eso será en el mejor de los casos, porque lo normal ni siquiera en el peor es que las Facultades de Filosofía sigan siendo reductos de doctrina teológica, metafísica, determinista y estatalista. O sea, que la Universidad siga siendo el recinto sagrado de conservación y reinterpretación de la Palabra revelada de Dios, indiscutible y celestial en sus múltiples ramificaciones. Es contra esta Universidad, además mal pagada y carente de verdadero interés por lo que pasa en la calle –para decirlo como Machado-, que prefiere invitar a sus aulas a
reaccionarios de Batasuna para mantener su marchamo “progresista” o celebrar sesudos simposios sobre “la epistemología comparada de la casa de chocolate en Hansel y Gretel”, es un decir, contra la que el dardo de la filosofía crítica hoy en España se estrella una y otra vez. Y eso que por fin podemos contar con un puñado de maestros de auténtica talla filosófica como el que el libro que presentamos denomina “generación de la democracia”, ese grupo de escritores, filósofos y poetas nacidos a mediados del siglo XX más o menos: los Savater, Trías, Azúa, Gómez Pin, Rubert de Ventós, etc. La estructura del libro es sencilla: hay una presentación de la obra de cada uno de los autores seleccionados y luego se ofrecen algunos fragmentos de sus libros. Pero Ruiz de Samaniego y Ramos no olvidan en la introducción referirse a esa mencionada esterilización del pensamiento en nuestras universidades. Realizan con legítimo orgullo un repaso pormenorizado de la historia de la filosofía moderna en España, pero también se preguntan por qué las instituciones en que se ha producido siguen obstaculizando las propuestas menos ortodoxas. Si los autores no son ajenos al endémico entorpecimiento de las Facultades de Filosofía actuales es porque recuerdan muy bien la fecha que quizás explica mejor que ninguna otra el desierto intelectual en que se convirtió España durante la segunda mitad del siglo XVII, todo el siglo XVIII y el XIX. Esa fecha es 1599, el año en que nuestro gran emperador que no veía ponerse el sol en sus dominios promulga, bajo los efectos de tal insolación crónica, supongo, una pragmática que prohíbe a sus súbditos estudiar fuera de España, excepto en centros afectos a la verdad católica. Hoy en día las cosas han cambiado, pero según como se mire no tanto: ahora se puede estudiar fuera con Erasmus e incluso en la protestante Rotterdam, pero sin embargo la funcionalidad que impone cierta voluntad de control latente todavía en los gobernantes políticos de España –de la que no están exentos, ni mucho menos, los nacionalistas- sigue dictando la rentabilidad de
los estudios. Es lo que llaman provincianismo, donde al ponerse el sol el búho de Minerva alza el vuelo... Pero bromas aparte, lo que los autores de esta antología tampoco no dejan de hacer es rebuscar en lo que se puede rescatar de la tradición filosófica española y buscar ciertos entronques con la ya abundante, aunque también truncada, filosofía del siglo XX. En su detallada introducción, los editores no mencionan sin embargo a los pensadores de la edad media hispánica: Averroes, Maimónides, Raimundo Lulio. Es cierto que ninguno escribía en castellano – Lulio lo hizo en catalán y en árabe-, pero estos autores, partiendo remotamente de Séneca y sobre todo de San Isidoro, conforman de algún modo un perfil hispánico del pensamiento filosófico que tras la romanización y el cristianismo visigodo se ve mezclado con el judaísmo, el islam y la naciente escolástica de los reinos feudales. La Escuela de Traductores de Toledo (Libros del saber), más que la Universidad de Salamanca, fallidamente moderna después hasta en sus economistas o el padre Mariana, constituye en este sentido un primer cauce institucional de aquel espíritu especulativo. De manera que Ruiz de Samaniego y Ramos no empiezan a contar sino desde la configuración de la Monarquía hispánica y el soleado Imperio en el siglo XVI. Recuerdan al médico Servet, quemado en Ginebra por negar la inmortalidad del alma y afirmar que por el cuerpo humano fluía sangre, a Vives (Tratado del alma, Las disciplinas) y al Estudio General de Valencia, y a los hermanos Valdés (los Diálogos), quienes ya escriben en castellano: todos ellos sometidos a la murmurante sospecha de la Inquisición, esa santa. Debe admitirse que el Renacimiento y el erasmismo no cuajaron en la primera Monarquía imperial de la modernidad, que ya le dedicaba más tiempo y dinero a la guerra que a cualquier otra cosa. Pujanza humanística la hubo, empero, a través de personajes como Nebrija (Gramática castellana), Cisneros (dirección de la Universidad de Alcalá de Henares, de fuerte impronta erasmista), el doctor Laguna (Discurso sobre Europa), Pérez de Oliva (Diálogo de la dignidad del hombre), precoz estudioso de la nueva
ciencia moderna y rector de la Universidad de Salamanca por unos pocos años, y Herrera, arquitecto de El Escorial y matemático, cuya academia podría haberse convertido a mediados del siglo XVII en la academia española de ciencias de no haberse cerrado unas décadas antes por orden de Felipe II cuando la revolución científica explosionaba definitivamente en el resto de Europa occidental. También se puede defender, con Unamuno, que la gran mística española de este tiempo pertenece a la naciente cultura europea al igual que lo hacen Rabelais, Moro, Lutero o Maquiavelo, y que incluso cierta interpretación del teresismo no lo alejaría demasiado de aquella atmósfera de cuestionamiento de la autoridad. Pero el siglo que empezó con la traducción de Boscán en Barcelona de El cortesano acabó definitivamente empapado de la doctrina más bien contrarrefomista de San Ignacio de Loyola, sin que Vitoria ni sobre todo Suárez lograsen distinguir tampoco filosofía de teología en el terreno innovador del derecho de gentes y la nueva ontología. Ramos y Ruiz de Samaniego no mencionan, pues, el vuelo de la mística de Fray Luis o Juan de la Cruz, y sitúan el inicio de la prosa filosófica en español en las obras de Quevedo y sobre todo en la elaboración del concepto del honor en Calderón de la Barca. Es una perspectiva cronológicamente honorable, a la que habría que añadir empero al exiliado Juan de Prado, amigo y sólido contertulio de Spinoza, aunque no sé si llegó a escribir y menos si lo hizo en castellano. También al lingüista Covarrubias, al diplomático Saavedra Fajardo y a Caramuel, matemático. Pero de hecho puede considerarse que el primer gran pensador de la modernidad filosófica española -dado que Vives escribió en latínno fue otro que Baltasar Gracián, autor de El criticón y, ay, jesuita. Más si cabe sorprende la ausencia de la más mínima referencia al período de la Ilustración, verdadero punto de arranque de la modernidad contemporánea. A pesar de lo comparativamente exiguo y opaco –jansenista y palatino- de la producción de esos pocos ilustrados españoles, se echan en falta al menos sus nombres
y sus obras. Feijoo y su Teatro crítico universal el primero; después las cartas de Mayans y del conde de Aranda; los discursos educativos y reformistas de Reixach, Jovellanos, Campomanes y otros; el escepticismo de Martín Martínez e incluso el materialismo de algunos pocos atomistas; el historiador Nicolás Antonio; Olavide en América. Y, en definitiva, el grupo de los novatores de la Regia Sociedad de Sevilla, primera aunque extra-institucional academia de ciencias española, impulsada por el valenciano Juan de Cabriada en 1699. Aunque sorprende menos si nos damos una vuelta por las librerías actuales de España, donde se constata que la mayor parte de las obras de estos philosophes y científicos ¡ni siquiera están editadas!. Es el caso de la Philosophia moral para la juventud o la Lógica moderna de Andrés Piquer, médico aunque ecléctico. Tampoco se menciona a Jorge Juan, a quien se encargó el proyecto después fracasado de una academia institucional de ciencias, ni a Ibáñez de la Rentería ni a Capmany, dos de nuestros primeros pensadores políticos y económicos. Otros ilustres ilustrados que no aparecen son el abate Marchena, que tradujo el De rerum natura de Lucrecio; Cadalso y sus cartas a lo Montesquieu; y Blanco White, cuya línea más periodística (son los años en que surge la primera prensa europea), pero de traza digamos ensayística, enlaza con Larra, con los Ateneos, y ya más adelante con Unamuno. Y así llegamos, tras un cristianismo modernizado por la filosofía de Balmes, una cierta apertura a las nuevas corrientes kantianas de Europa (el krausismo de Sanz del Río, bien es cierto que de un kantismo muy menor, y la posterior Institución Libre de Enseñanza de Giner de los Ríos), y por fin la Academia de Ciencias, al siglo XX: Unamuno, Ortega, Ors, Zubiri y por supuesto en primer lugar Santayana, aunque la mayor parte de su obra la escribiese en inglés; y entre estos pequeños gigantes dos cientificos colosales, Cajal y Ochoa. Pues bien, volviendo a la obra de Ruiz de Samaniego y Miguel
Ángel Ramos, me parece muy acertado el título escogido: La generación de la democracia. Nuevo pensamiento filosófico en España. Y es que quizá no por primera vez pero sí de forma bastante plena, a partir de 1960 más o menos un puñado de hombres y mujeres aficionados a la filosofía han podido desarrollar su aprendizaje y su docencia no sólo dentro del circuito europeo y mundial que, heredado de Ortega, les dieron a conocer irónicamente desde América los pensadores del exilio (Zambrano, Ferrater Mora, Valverde, Gaos, Xirau, García Bacca, Marías), sino en las instituciones (bueno, las pocas que había) que un día vieron cercenadas de su suelo la característica principal del pensamiento crítico: la libertad, el fermento del sentido práctico, democrático y civil que une a los hombres en sociedad. Y este es el sentido que los autores de la antología han elegido para caracterizar a la nueva generación filosófica española, muy diversa y plural en sus diferentes corrientes y gustos pero encuadrable como tal generación en este último período histórico del siglo XX iniciado en la Constitución de 1978. En medio se mencionan también los maestros directos de estos “jóvenes”: es decir, Aranguren, Tierno Galván, Manuel Sacristán, Agustín García Calvo, Ramón Valls, Emilio Lledó o Gustavo Bueno. Fenomenología, teoría crítica, filosofía analítica, estructuralismo, hermenéutica, existencialismo, ciencia, religión, ética y política, arte y teoría estética, forman el engrudo de este nuevo pensamiento filosófico en España, donde despuntan desde los más veteranos Javier Muguerza, Victoria Camps y Antonio Escohotado a los más recientes Gabriel Albiac, Manuel Cruz o Amelia Valcárcel, por citar algunos. Todos ellos han leído y han enseñado a los “maestros de la sospecha” (Ricoeur dixit), o sea, a Nietzsche, Marx y Freud; unos se han decantado por Wittgenstein y otros por Adorno; hay quien ha vuelto a los presocráticos, Platón y Aristóteles, enlazando con las más candentes preocupaciones de la ciencia actual; otros han estudiado a Heidegger y a Gadamer; algunos debaten los términos de Rawls y de Habermas; la posmodernidad, vía Foucault y Deleuze, ha aterrizado de lleno en la nueva pista del pensamiento
hispano: Lyotard, Vattimo, Sloterdijk. Hay lógica, literatura, matemáticas y poesía. Y buenas publicaciones: Revista de Occidente, Claves de razón práctica, Debats, Isegoría, Archipiélago, Er, Anthropos, Turia. En este ancho panorama, empero, quizá se echa en falta tal y como nos lo presenta el libro una mayor profundización en el pragmatismo americano (lo que me parece que mejoraría y civilizaría, por ejemplo, el interés de Javier Echeverría por Leibniz y la idea de Telépolis), así como mayor atención al pensamiento político en general. Los pensadores seleccionados en La generación de la democracia son, pues, sólo una muestra de la misma: Rafael Argullol (“hacia un saber transversal”), Adela Cortina (“ética de la responsabilidad solidaria”), Félix Duque (“hacia un saber residual”), Javier Echeverría (“Telépolis y el tercer entorno”), Víctor Gómez Pin (“ética de la inteligibilidad como singularidad humana”), José Jiménez (“estética del nowhere man”), Miguel Morey (“hacia una política de la experiencia”), Javier Sádaba (“filosofía de la religión”) y Eugenio Trías (“ontología del límite”). Como se ha dicho, los antólogos presentan la obra del autor y después éste expone su pensamiento. Los textos seleccionados son claros y concisos, y ofrecen una muy buena oportunidad para quien quiera penetrar en el pensamiento filosófico que se practica hoy en España. ¿Goza de buena salud la filosofía en nuestro país? Podemos decir que sí: hace ejercicio, se alimenta bien, se cuida, descansa, tiene amigos y a veces hasta sale a pasear o se va de copas. Visita cines y museos, laboratorios y ruinas, se nos ha hecho viajera, hélas! La premian, la miman, le hacen carantoñas. Otra cosa es la filosofía del bachillerato, pero no agüemos la fiesta. Fraga anuncia un galardón monárquico a Habermas y leo muy constrito que Anasagasti afirma sin pestañear que el tal premio es una vuelta a la España una, grande y libre. En suma, en las universidades españolas no puede sino respirarse un aire de solemnidad angustiada. Por una parte, dicen la quieren reformar a la
americana: más recursos privados, más eficacia, más aparente modernidad. Por otra parte, siguen diciendo, es cada vez más europea: más intercambios, más cultura, más fiestas. Y finalmente el o la estudiante se para y mira la realidad: poco dinero, dirigismo partidista, burocracia castrante, talento desaprovechado. Viejas rémoras escolásticas y nuevos dictados burocráticos. Las protestas contra la guerra de Irak en la universidad, o en estos días contra el proceso de Bolonia, no son más que una lánguida salida por la puerta de atrás, que sirve para tranquilizar las conciencias pero que no contribuye en nada a revertir la situación, al menos en las aulas. ¿Qué podemos hacer, entonces? Tal vez seguir más el ejemplo que los dogmas de Kant y atreverse a pensar, para que nuestra acción sea la próxima vez más democrática todavía. No renunciar a “la atmósfera jovial y deportiva que debe respirar toda filosofía si quiere ser en serio filosofía y no pedantería”, tal como nos avisó Ortega. Atreverse a pensar sin pedantería, esto es, tal vez torpemente. No desdeñar el esnobismo si el desdén ha de convertirse en otra forma de esnobismo; leer directamente a los clásicos, una palabra detrás de la otra, porque ellos también tuvieron que aprender como nosotros a leer y a escribir; hablar y conversar no para llegar a conclusiones definitivas sino para enriquecer nuestra vida, para hacerla más libre y más abierta a lo posible: airear las estancias de los claustros, despojarnos hasta el resfriado, recogernos hasta la enfermedad, salir y descubrir de nuevo el mundo pero no creer en el nuevo mundo. Pensar y ejercer la crítica, no paralizarnos por la lucidez, permanecer fieles a lo que amamos –pensar qué significa amar-, fieles a lo que nos hace disfrutar la vida –la vida pensable de los hombres-, por muy peligroso que teóricamente pueda ser. Mantener viva esa llama de la virtud que, según Montaigne, consiste principalmente en enseñar a no temer a la muerte. Correr a campo través, tal como pedía Bacon. ¡Velas amplias y viento propicio, eso es lo que necesita la filosofía! Libro reseñado:
La generación de la democracia. Nuevo pensamiento filosófico en España, Alberto Ruiz de Samaniego y Miguel Ángel Ramos (eds.), Tecnos, Madrid, 2002.
SAVATER COMO EDUCADOR “Pero ¿qué es lo que lleva al individuo a temer a su vecino, a pensar y obrar con el rebaño y a no estar contento de sí mismo? En algunos, pocos y raros, tal vez el pudor. En los más, la comodidad, la inercia, en una palabra, esa tendencia a la pereza de que hablaba el viajero. Tiene razón: los hombres son todavía más perezosos que medrosos y temen por lo común, ante todo, las fatigas que les causarían la sinceridad y la verdad absolutas. Tan sólo los artistas odian este indolente dejarse ir a fuerza de convencionalismos y opiniones prestadas, y descubren el secreto, la mala conciencia de cada uno. A saber, que cada hombre es un misterio único". F. Nietzsche, Schopenhauer como educador
Introito autobiográfico “Reconozco tu poder innegable y etéreo, pero negaré hasta el último aliento de mi vida borrascosa tu dominio absoluto sobre mí. En medio de lo impersonal personificado hay una personalidad que permanece en pie. No importa de dónde pueda yo proceder, ni adónde me dirija, mientras viva terrenalmente, la soberana personalidad vive en mí y siente sus derechos reales”. H. Melville, Moby Dick En el principio fue... una entrevista. Era la época del éxito sin precedentes de Ética para Amador. Nuestro profesor de filosofía del extinto COU, conocido militante socialista de la localidad y hombre amable, aunque no muy buen maestro, nos había hablado indirectamente de Savater al explicarnos la lección sobre Spinoza. Años antes pudo llegarme a sonar su nombre, pero ahora me sorprende cuán poco. En casa recibíamos gratuitamente la revista Jano, de “Medicina y Humanidades”, al estar colegiado mi padre
(que era pediatra en Vilanova) en el Colegio de Médicos de Barcelona. En aquella revista que mi madre sigue recibiendo colaboraba de vez en cuando Savater, como me recordó tiempo después mi hermana, y por eso me sonaban su nombre y su pluma, pero poco más. De modo que en el principio verdadero estuvo una entrevista, publicada en el suplemento cultural del periódico El País el sábado 12 de diciembre de 1992. Cursaba por aquel entonces mi primer año en la universidad, a cuya extraña Facultad de Derecho acudía lánguidamente todas las mañanas. En aquel número de Babelia la periodista Rosa Mora entrevistaba a Savater con motivo de la aparición de Política para Amador, y el articulista Patxo Unzueta reseñaba el libro. La interwiew se titulaba “Pensar el presente” y junto a las preguntas y respuestas venía una fotografía de un señor de mediana edad aparentemente simpático y sonriente. “Bueno”, me dije, “veamos quién es este hombre tan famoso”. Lo cierto es que yo recelaba profundamente de cualquier personajillo que se presentase como intelectual, no tanto por la hegemonía aplastadora y demagógica que una figura como Sartre había podido tener durante el siglo XX, más apetecible de conocer por eso que la del otro gran personaje de la polémica europea del siglo pasado, Bertrand Russell, sino por cómo aquella demagogia había vuelto a ser imitada por “intelectuales” de menor rango y aparentemente curados de cualquier veleidad metafísica o totalitaria. Mis recelos procedían de mi conocimiento adolescente de pensadores como Noam Chomsky (La cultura del terrorismo, Los guardianes de la libertad) o Rubert de Ventós, y se había visto acentuada por la reciente aparición de un librito titulado El cansancio de Occidente que incluía una conversación entre dos de los mejores y más respetados maîtres à penser de Barcelona: Eugenio Trías y Rafael Argullol. Me gustaba poder compartir las paredes de las mismas aulas con aquellos dos conspicuos escritores, a los que podía ver in situ dado que entonces la Facultad
de Derecho y la Facultad de Humanidades compartían el mismo edificio de la recién inaugurada Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Un martes o un miércoles de una tarde de invierno del segundo curso mi compañero de clase Nemrod Carrasco –seguidor de Agustín García Calvo- y yo nos fuimos de tertulia (¿sobre la libertad?, ¿sobre la muerte?) a una cafetería situada en la salida de la calle Rosellón. Dos mesas más allá estaban sentados uno enfrente del otro, como prolongando El cansancio de Occidente, Trías y Argullol. Para un pueblerino como yo, aquella imagen fascinante de los dos próceres mezclada con mi rechazo a sus tesis me llenaba de un ingenuo y perverso orgullo. Pero lo cierto es que mis ideas tenían poco que ver con aquel cansancio, o con el civismo de manual de Victoria Camps, que había conocido también siendo aún adolescente a raíz de la aparición de Virtudes públicas, junto con los análisis del nuevo orden mundial del profesor Tamames, y menos con la sensibilidad nacionalista de Rubert de Ventós o con los lamentos comunistoides de los chomskyanos. Después he podido darme cuenta de que Chomsky es comunista solo de EEUU para afuera: su ideario es más bien liberal en el sentido que se le da a su uso en EEUU, socialdemócrata. Sobre las dificultades expresivas que tiene para exponer sus planteamientos críticos me parece que Sánchez Ferlosio ya ha dicho todo lo que se puede decir. Así pues, no me gustaban demasiado los “intelectuales”, aunque de algún modo andaba buscando uno para mí, uno de los míos. La explicación del porqué de esa aparente urgencia la dejo para más adelante. Pero más urgente todavía por elucidar era preguntarse: ¿qué es lo mío? Aparte de ir por libre, no tenía ni idea. Y fue entonces cuando leí aquella entrevista y, por plagiarle una vez más, lo descubrí, y descubriendo a Savater me descubrí a mí mismo. ¿Ese señor existía de verdad? ¿No decía las mismas cosas parecidas a las que yo podría haber dicho, a lo que yo sobre todo sentía y tal vez no sabía expresar? ¿Había sido “yo” un “Savater”
en otra vida, le inquirí a Pitágoras? ¿No resultaba todo mucho más inteligible, mucho más entenedor como se diría en catalán, más abordable, en fin, si hiciésemos caso de sus palabras? Pues bien, allí estaba Savater, con las manos graciosamente apoyadas en las rodillas, junto a un montón de carpetas y papeles, y detrás una reproducción de Mariscal. “Este es mi hombre”, exclamé sin sospechar hasta qué punto iba a ser determinante después aquella breve entrevista. Ante mí encontré a un auténtico espíritu libre, a un viejo libertario, hedonista, tajantemente sencillo, intelectualmente juvenil, con un fondo pesimista, casi siempre humorístico, regeneracionista ilustrado, lector empedernido, rebeldemente simpático. Leí y releí aquellas respuestas a preguntas con sentido, las subrayé, incluso me permití hacer un comentario por escrito que ahora achaco a mis escrúpulos utopistas de entonces y que todavía no he abandonado del todo. Junto a la siguiente afirmación de Fernando Savater: “Una de las facetas fascinantes de nuestra época es que la mayoría de ciudadanos de un país como el nuestro viven con la problemática que antes sólo tenían los aristócratas del Renacimiento”, anoto sin demasiada originalidad; “...pero no hay que olvidar el tercer mundo...”. En fin, los dos destacados de la entrevista entresacaban estas valientes y agudas palabras de Savater: “Estoy cansado de los que están cansados de Occidente. Los que están cansados me dejan aburridísimo”. El otro decía: “Los valores tienen que estar en crisis, porque representan la disconformidad entre los ideales y la realidad”. Aquel buen señor razonaba sobre el individualismo participativo, el carácter social de la inquietud ecológica, la libertad responsable, la tolerancia no indiferente, la refutación del derecho nacionalista de autodeterminación de los pueblos, las garantías de la democracia, la problemática económica en un mundo de 6.000
millones de habitantes, los ideales políticos y la vida cotidiana, la situación abierta por la reciente guerra del Golfo de Irak. Y lo hacía libremente, avanzando mediante paradojas, sin condescender con ningún lugar común que no hubiese sido antes puesto a prueba. ¡Como a mí me gustaba! ¡Como yo entonces ya intentaba descalabradamente hacer! El nominal protagonista del libro era un tal Amador, Nicómaco de Savater, que aquel mes de diciembre cumplía los 18 años que yo hacía diez meses que ya tenía. Mucho más tarde pude conocer personalmente a Amador, a raíz de la publicación en 1999 de su primer libro, Filosofía y acción, que reseñé con gusto en la revista Lateral. Pero no voy a hablar de Amador ahora, al que por entonces pude ver una noche en un programa de Mercedes Milá en Antena3 TV, hablando de las tribus urbanas o algo así y donde se citó precisamente el recién aparecido libro Política para Amador. Evidentemente todo aquello era muy bonito, pero también parecía lanzarme una especie de desafío. Fue entonces cuando vacilé por primera vez al considerar si había hecho bien en poner por delante de la Historia y de la Filosofía la opción académica de Derecho en mi solicitud de acceso a la universidad. Pero seguí adelante, leyendo de Savater todo lo que me caía en las manos mientras intentaba empollar notablemente los artículos del Código Civil. Como digo, me dediqué más bien a leer artículos de prensa, artículos publicados en revistas de especialización universitaria, artículos que formaban parte de libros colectivos. Una de aquellas primeras lecturas savaterianas tenía por título “El pesimismo ilustrado” y era un texto incluido en un libro preparado por el filósofo italiano Gianni Vattimo llamado En torno a la posmodernidad. Lo leí en la biblioteca del castillo de la Geltrú un sábado por la mañana que me fui allí a repasar los apuntes de filosofía del derecho. Todavía me sigue pareciendo una buena introducción al conjunto de su pensamiento.
Y entonces llegó el verano y pedí al Círculo de Lectores al que estaba suscrito mi madre la adquisición de Política para Amador. Era un libro de tapas rojas, no muy grueso. En los últimos días de agosto lo leí, alternándolo con Cómo acabar con la cultura de Woody Allen, sentado cómodamente en la terraza del apartamento de mis padres, a unos pocos metros del mar, por las tardes, cuando la playa quedaba plácidamente desierta y mientras mi hermano mayor no sé qué libro o revista leía a mi lado. Lo leí subrayándolo, con atención, riéndome de las bromas que traía, pensando en los razonamientos y las ideas que planteaba. Así fue cómo conocí ya para siempre en esta vida a Fernando Savater. Aquel mismo año, en otoño, me compré seducido y fascinado por aquel escritor inteligente su último libro publicado: Sin contemplaciones. Resultado: más de lo mismo que Política para Amador, pero al por mejor. Allí estaban Bertrand Russell y Aristóteles, allí estaban la tolerancia y los derechos humanos, allí estaban Unamuno y Schopenhauer, allí estaban el cine y la literatura. Allí estaba Montaigne, del que mi madre me había regalado unos meses antes una selección de textos preparada en su tiempo por André Gide, sin que yo se lo pidiera. ¡Y allí corría la prosa de Savater como los corceles veloces de los que por primera vez tuve noticia escrita! Caramba, la única vez que mi padre –del que sabíamos que no tardaría mucho en morir (¡diguem no, nosaltres no som d´eixe món!)- había ganado algo de dinero jugando a la quiniela lo hizo en una QH en la que obtuvo cinco aciertos sobre seis carreras de caballos, cuyos resúmenes televisivos seguíamos por televisión desde el Hipódromo de la Zarzuela en el bar situado debajo de casa a mediados de los años ochenta. Pero interludios al trote aparte, aquella selección de artículos escritos Sin contemplaciones supuso el pistoletazo de salida fulgurante y definitivo a mi voraz lectura de casi todos los libros de Savater encontrables en bibliotecas y librerías del mundo.
Y así empecé a devorarlos: en las frías escaleras de la primera Facultad de Derecho de la calle Balmes de Barcelona (Sin contemplaciones), en el populoso tren de cercanías de ida y vuelta a Vilanova (El jardín de las dudas), en la biblioteca de la Facultad de Derecho que se instaló junto a la Estación de Francia (Contra las patrias), en la recién remozada biblioteca municipal de mi pueblo (Ensayo sobre Cioran, que empecé a leer cuando preparaba el examen de la cuarta y última convocatoria de Derecho Mercantil), en el lavabo de mi casa (ahora no recuerdo cuáles), en la terraza de la vieja casa de mis padres en la calle San Juan por las tardes, en mi cama del amplio dormitorio que compartía con mi otro hermano mayor (El contenido de la felicidad), en la cocina, cuando todos dormían (la selección de la “Summa ateológica” de Bataille titulada El aleluya y otros textos), en mi escritorio cuyo balcón daba a la Rambla (La tarea del héroe), en el escritorio del piso que mi madre compró después al morir mi padre (Ética como amor propio), en el metro, cuando estaba en Barcelona o iba a visitar a mi padre ingresado en el Hospital Oncológico de Bellvitge, o poco después (Invitación a la ética, que fue el tercero que leí). ¡Los leía en clase de cualquier aburrida asignatura de Derecho, y así me iba: Ética para Amador, prácticamente entero. Los releía, es el caso de La infancia recuperada, que antes había pillado de una biblioteca, en la Facultad de Humanidades del parque de la Ciudadela, también artículos y crónicas como los capítulos dedicados a Schopenhauer y Nietzsche incluidos en la Historia de la ética preparada por Victoria Camps, o en la recoleta sala del piano de la casa de mis abuelos en Petrel, Alicante, durante la Navidad (Nihilismo y acción, que Savater me regaló nada más enviarle yo mi primera epístola), en la playa de los veranos (Criaturas del aire), de día y de noche, lloviendo y relampagueando, o a pleno sol. Leí parte de una antología de textos titulada Misterios gozosos en un avión que hacía el trayecto Barcelona-Copenhague cuando mi hermana se casó en Dinamarca. Etc. Y lo mejor es que aquel alud de libros me animaba a leer otros muchos de diversos escritores, filosofía y literatura, política, cine, lo que fuese, tal como gustaba desde pequeño mi ávido paladar.
Al poco de haber leído aquella entrevista decisiva y de haber hojeado algún artículo suyo en El País, Savater vino en enero de 1993, creo recordar, a la vieja Universidad Pompeu Fabra de la calle Balmes. El departamento de Filosofía del Derecho le había invitado para dar una conferencia sobre nacionalismo, que según el deseo de Savater, entonces recién trasladado como profesor del País Vasco a Madrid, se subtitulaba “Participación vs. Pertenencia”. Aquella fría tarde de enero había mucha expectación entre los concurrentes al acto: la sala mayor estaba a rebosar. Lo presentó el joven profesor Pérez Treviño, ayudante de Jorge Malem, que citaba a Borges en sus clases supongo que para paliar los agravios intelectuales que nos asestaban Kelsen y Hart. Entre el público, situado a mitad de la sala, estaba Rubert de Ventós. Mucha gente progresista acudió a aquella conferencia aceptando las críticas que Savater empezaba a lanzar sin piedad sobre el nacionalismo, pero recelando de su toma de partido cada vez más explícita contra él. Rubert de Ventós, del que hacía un par de años me había leído El cortesà i el seu fantasma, partiría de aquel punto para empezar a elaborar su “teoría de la sensibilidad nacionalista”, que al parecer enlazaba con sus primeros intereses estéticos. Es decir, había cierta comprensión fraternal con Fernando Savater, pero también algo de presión en el ambiente: se podía criticar al nacionalismo, pero en aquel entonces como ahora el anti-nacionalismo estaba muy mal visto. Lo sé por propia experiencia. Invité a la charla a un amigo mío de Vilanova, estudiante de Arquitectura y compañero de correrías en el Instituto Manuel de Cabanyes de mi ciudad natal. Conocía a Savater y le gustaba, aunque ya entonces prefería a Rubert de Ventós. Pero Savater estaba tranquilo y relajado, bien acompañado, como
sabiendo por donde le podían venir los tiros. Venía de un par de sesiones colectivas con gente de Batasuna y supongo que aquello le debió de parecer un poco más civilizado. Sólo algunos años más tarde Savater empezó a ser tan intransigente con el nacionalismo catalán como ya lo era con el vasco. Estábamos sentados en las primeras filas de la izquierda, junto a algunos amigos y amigas míos de Derecho y Económicas. Más adelante fabricamos juntos un efímero fanzine universitario de nombre Towanda (acabábamos de ver Tomates verdes fritos) y organizamos algunas chispeantes actividades (charlas, protestas -una, asonante pero respetuosa, contra Fraga en una conferencia suya sobre “La Administración única”-, etc.) que poco a poco se fueron apagando. Recuerdo con precisión una pregunta del profesor Albert Calsamiglia, hijo del filósofo Pep Calsamiglia, planteando con circunloquios la posibilidad de un “criterio nacionalista” más o menos racional para organizar las sociedades. La respuesta de Savater rechazó esa posibilidad: participación democrática para todos y pertenencia inalienable para el que quiera y con matices, vino a decir. Se le preguntó por Habermas, y Savater afirmó que no apoyaba su “patriotismo constitucional”, aunque tampoco lo desaprobaba: el problema es que no sabía muy bien qué quería decir Habermas con tal expresión. Yo sí. Supongo que Savater tomaba aún como sustancia del término “patria” la idea vacua en este contexto de identidad, que tantas razones tenía para aborrecer, con lo cual se le pasó por alto la idea jurídico-política que subyace en esa sugerencia habermasiana. Como yo era muy joven y por tanto dado como todos los jóvenes a las respuestas vicarias, compartí el sarcasmo de Savater contra tal “patriotismo”, pero me quedó una duda favorable con respecto a la posibilidad de que la ley democrática pudiese convertirse en ese marco de convivencia común (tal como había aprendido en mis clases de historia de bachillerato) en que las identidades flexibles de la posmodernidad
pudieran encontrar su misma raíz y su mismo horizonte. Yo era entonces aun optimista respecto a la posmodernidad, y solo conocí su fondo siniestro más tarde. Hoy Savater defiende a regañadientes el patriotismo habermasiano, cosa que fue muy polémica en un debate en Madrid sobre la idea de España. Pero de esto hablaré al final. En cualquier caso, yo estaba personalmente junto al filósofo donostiarra cuando desde el fondo de la sala se levantó una voz: los nacionalismos pueden ser malos, vino a decir, pero los antinacionalismos son peores; al parecer, tras ellos se esconden siempre los tanques del ejército nacional. Aquella intervención acabó resumiendo el clima general de la audiencia de aquella charla bajo el beneplácito de la mayoría, alentando las consecuencias dañinas que esa ausencia total de crítica de los tabúes nacionalistas ha tenido para nosotros durante estos últimos veinte años. Se dio por concluida la charla y nosotros nos volvimos a casa cuando ya era noche cerrada, discutiendo lo que habíamos escuchado, inciertos ante el porvenir, jóvenes en el tren de cercanías de vuelta a casa. Diez años después Savater fue zarandeado al grito injurioso de “fascista” por unos energúmenos en la presentación de un libro sobre Giordano Bruno en la sala de actos de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona. La pasividad irresponsable de las autoridades académicas de esa santa casa ha sido en este caso ejemplar. Tiempo después me enteré de que Savater había sido invitado por el Ayuntamiento de Mataró a dar una charla sobre “Los límites de la tolerancia”. Ese título me sonaba: era el mismo de un capítulo del libro Sin contemplaciones que yo acababa de leer y que me había encantado. Así que aquel día comí en el bar de la Facultad y deambulé un rato luego por la biblioteca, hasta que a media tarde
cogí el tren para Mataró. Llegué a Mataró y no tardé mucho en localizar su coqueta casa consistorial, en cuyo interior un centenar de personas se agolpaban para escuchar en persona al polémico intelectual. El alcalde introdujo con cierta nostalgia al profesor de ética, recordando la lectura particular de su novela Caronte aguarda. Se conmemoraba alguna efeméride relacionada con los derechos humanos, ahora no recuerdo cuál, de modo que Savater aprovechó el inicio de su charla para de una forma muy cortés agradecer la presencia de alguna ilustre personalidad presente en el acto. Después desgranó su conferencia, que vino a ser un resumen oral del artículo que yo había leído antes. Las artes oratorias del escritor donostiarra volvieron a florecer en toda su plenitud: gracia, claridad, contundencia, perspicacia, dudas. La gente aplaudió a rabiar al término de la charla y en seguida se formó una larga cola de personas ansiosas por conseguir un autográfo del filósofo, ya convertido en venerable intelectual. Había gente que había querido ver la firma de Savater estampada en ediciones prehistóricas de los años setenta; yo llevaba conmigo la recién desvirgada edición de Sin contemplaciones. Fue la primera vez que intercambié cuatro palabras con Fernando Fernández-Savater Martín. Recuerdo que estaba muy emocionado. Al año siguiente, Savater volvió a Barcelona con motivo del ciclo anual de literatura organizado por el Instituto de Humanidades en el CCCB. Era una charla sobre la figura y la obra de Edgar Allan Poe y allí me fui decidido. ¿Qué sabía yo de Poe? A Poe lo asociaba con H. P. Lovecraft, al que conocía desde los quince años, por los juegos de rol en partidas basadas en los relatos y personajes de terror del escritor de Providence. Sabía que Poe había sido además algo así como el daimon de Baudelaire, figura mitificada por mí desde los diecisiete años y de la que en mi primer año de universidad me había leído la biografía intelectual escrita por Félix de Azúa, también referente de aquella época, más cercano si cabe por lo barcelonés pura cepa. En una palabra: Poe era uno de los míos. Así que me fui al CCCB y allí estaba el escritor donostiarra,
rodeado de una multitud de gente ávida por escuchar sus divagaciones. Recuerdo que el texto que se nos pasó era un fragmento de la terrible historia de La caída de la Casa Usher. No fue la última vez que vi a Savater en el CCCB. Al año siguiente, esta vez dentro de un ciclo dedicado al cine en el mismo Instituto de Humanidades, el filósofo donostiarra volvió a llenar la sala –en la que caben por lo menos 500 personas- para hablar de la película de ciencia-ficción Alien. El motivo de la charla era el tópico dilema “Cultura vs. Naturaleza” y la gente se rió a carcajadas cuando Savater recordó la enumeración de virtudes naturales –oxímoron imposible- del vino incluidas en la Historia natural de Plinio el Viejo, que más tarde leí tal cual en un libro del pensador francés Clément Rosset. Por aquel entonces, primavera de 1996, ya hacía un tiempo que me carteaba con Savater, y aquel día decidí presentarme en persona. Acudí angustiado y cohibido por la situación y por tanta gente como se asomó a la mesa para hablar, saludar y reír con el célebre conferenciante: casi no me salió palabra, así que las copas que habíamos prometido tomarnos juntos medio en broma se quedaron en nada. Balbuceé un par de tonterías y Savater me dijo sonriendo que no le escribiese tantas cartas (tampoco eran tantas) y que utilizase el teléfono. Pero, ¿para qué iba yo a llamar a Savater? ¿Para hacerle un comentario crítico de su último artículo? No, claro que no. De modo que paulatinamente fui dejando aquella correspondencia epistolar, que Savater respondía puntual, escueta pero siempre generosamente, y me decidí a pasar un poco a mayores. Le envié los dos primeros manuscritos que tuve la desfachatez de escribir, y un regalo para su aniversario (de éste estoy orgulloso, porque pese a que no sé si acabó de gustarle mi gesto, estoy seguro de que en el fondo no le hizo mal): eran unos recortes de un periódico inglés de finales del siglo XIX en los que venía una crónica hípica y unas fotografías de célebres jockeys de la época.
Volví a ver y escuchar a Savater en el CCCB. No fue mucho más tarde y la charla estaba organizada otra vez por el Instituto de Humanidades como parte del ciclo dedicado a las relaciones entre el cine y la literatura. El motivo sobre el que disertó Savater fue La isla del tesoro de Stevenson. Yo ya había cambiado completamente de amores académicos y estaba estudiando un máster en la Facultad de Humanidades. Por aquella misma época, no sabría decir si antes o después de la charla sobre Jim Hawkins y Long John Silver, cursé una asignatura dedicada a elucidar las teorías políticas de la modernidad filosófica. Savater era uno de los profesores invitados y aquel primer lunes de junio de 1997, le grand jour, pude volver a hablar personalmente con él. El fin de semana anterior lo había pasado celebrando una boda familiar en Alicante y estaba bastante cansado de la fiesta y del viaje. A pesar de todo, creo que por fin pude expresarme con cierta naturalidad ante mi ídolo. Como estábamos en junio y pronto iba a correrse el Derby de Epsom, yo me interesé con ingenuidad calculada por Lester Piggot, el único astro de la fusta cuyo nombre me resultaba más o menos familiar. Fernando dio un giro completo con su cuerpo y exclamó jubilosamente ante mi sorpresa: “¡Sííí!”. Desde luego, si lo llego a saber dejamos a Spinoza para más tarde y me entero antes de cómo van las apuestas en Londres... Pero en fin, charlamos durante un breve rato, le comenté mi reseña que acababa de salir en Lateral de su libro La voluntad disculpada, que me aseguró que había leído con gusto, yo le expresé torpemente alguna cuita mía, él me dio como siempre ánimos y coraje, y se fue como una bala al acabar la sesión sobre la universalidad político-moral, extraída de un capítulo de su recién publicado El valor de educar, porque al día siguiente tenía otro compromiso en algún lugar remoto del planeta, tal vez era Madrid. En 1998 se cumplían treinta años del famoso Mayo del 68 y no sé
qué asociación o si fue el mismo Ayuntamiento de Barcelona el que organizó una charla en el Palacio de la Virreina. Era una tarde fresca y soleada del mes de mayo y Savater estaba allí, en la mesa de los conferenciantes, junto a un joven aburridísimo y un señor más o menos intelectual y más o menos francés. El turno de Savater fue de lo más ameno y dicharachero: contó una anécdota que provocó la hilaridad del público y por supuesto la mía. El caso es que durante unas algaradas de aquel legendario mayo los estudiantes de Económicas de la Complutense madrileña llegan a la Facultad de Filosofía portando con ellos un auténtico objeto sagrado: “un obrero”. “¡Han traído un obrero, han traído un obrero!”, contaba Savater que exclamaban sus compañeros de estudios y alborotos, mientras la gente reunida en el Palacio de la Virreina se tronchaba de risa imaginando aquella escena. Me acuerdo que al salir de aquella divertida velada me topé con una vieja amiga de mis años escolares, a la que hacía muchos años que no veía, y tras saludarla, seguí mi camino.
Pero, ahora que os hablo de sus charlas, me cruza el magín una pregunta: ¿había visto a Savater en televisión antes de empezar a leerle? No estoy seguro, porque a mí me pasaba lo que a un taxista de Madrid, según se cuenta en la presentación de Misterios gozosos: hasta que no di con aquella entrevista publicada a raíz de la edición de Política para Amador yo confundía a Fernando Savater con ¡Fernando Arrabal!. El Arrabal, por supuesto, de la borrachera gloriosa en un programa de televisión presentado por Sánchez Dragó. Tal vez porque Savater cumplía en Jano, revista que semanalmente recibíamos en casa, las tareas de crítico teatral a la manera del outsider, solía impunemente mezclarlos. De modo que el primer recuerdo que yo tengo de Savater en televisión es del programa Lo + Plus, cuando aún se emitía en horario vespertino. Creo que fue con motivo de la publicación de la
mencionada antología de textos preparada por su amigo Héctor Subirats bajo el título de Misterios gozosos. Tengo esa impresión porque creo recordar que en algún momento de la breve entrevista Savater blandió un pequeño muñeco de King Kong similar al que blandía en la portada del libro. Era un día radiante y cruel de primavera y yo estaba en el bar de un centro cívico de mi ciudad organizando un ciclo de cine gore junto a un par de amigos. Pero sin duda la aparición pública del escritor en televisión que retengo con más precisión fue la de la noche en que ETA asesinó al concejal del Partido Popular en San Sebastián Gregorio Ordóñez. Yo iba a cumplir veintiún años. Fue en uno de los últimos programas decentes que dirigió y presentó Mercedes Milá: estaban Joaquín Leguina y Javier Gurruchaga, entre otros. Savater fue tan contundente como certero en su intervención, no solo repudiando el asesinato sino la ideología que lo amparaba. Al poco tiempo apareció en todas las portadas de los periódicos fotografiado solemnemente junto a la plana mayor del PP –que entonces pugnaba por llegar al Gobierno de España- en el funeral de Ordóñez. Algunos amigos y compañeros de universidad se acercaron asombrados a mí, puesto que mi afición a Savater comenzaba a ser de dominio público, recriminándome con falsa ingenuidad la actitud de mi pensador de cabecera: “Mira dónde está tu amigo”, me decían. Todos aquellos con los que en los primeros años de Facultad habíamos protestado civilizadamente contra la solemne visita de Fraga a nuestra universidad para hablar de la administración única, con los que habíamos organizado charlas políticas sobre la inmigración, sesiones de cine y de literatura, con los que habíamos sacado un fanzine donde se escribió sobre la incierta situación política mundial que emergía tras la caída del muro de Berlín y la primera guerra del Golfo Pérsico, todos aquellos, con alguna honrosa excepción, me lanzaban ahora miradas entre sorprendidas y derogatorias cuando comentábamos la fotografía y la noticia del
día en los descansos entre clase y clase o en el bar. Por mi parte no supe muy bien qué decir: a mí me pareció de lo más lógico que Savater estuviese allí presente, pero yo no era Savater. Es más, ellos sabían que yo no era socialista, que era más bien un libertario moderado con alguna ínfula ecologista que teorizaba al modo liberal-demócrata, ellos sabían que quizá yo era de hecho más conservador o popular que el propio Savater, pero, ah no, eso no era esperable, ya habían decidido lo que era esperable de mí, eso era tabú en Barcelona a no ser que vivieras en la Bonanova y gastaras bolígrafos de las 100.000 pesetas de entonces, si eso era cierto. De modo que lo que me parecía muy bien a mí, les pareció un horror y, ahora sé por qué, una traición. Semejantes reproches recibí también en mi ambiente de Vilanova, pues fue una reacción que cundió en vox populi. Fueron reproches más diluidos, pero igualmente notorios, y que supusieron el principio de mi alejamiento definitivo de cualquier consideración hacia el nacionalismo catalán o catalanismo, que según mi interpretación había acabado por obstruir la mente de mucha gente de izquierdas, o simplemente de demasiada gente. Poco tiempo después ETA mataría al entonces presidente del Tribunal Constitucional, Francisco Tomás y Valiente. Nuestro profesor entró llorando en clase, y la suspendió, y aquel triste día me di cuenta por primera vez de que el asesinado, por mis ideas, podría haber sido perfectamente yo. Savater siguió siendo entrevistado anualmente en el programa Lo + Plus. Sánchez Dragó lo llevó a su programa literario Negro sobre blanco con motivo de la aparición de su libro Despierta y lee. En la televisión autonómica catalana Jaume Barberà lo trajo a su programa de debates y entrevistas a raíz de la publicación de Las preguntas de la vida.
Sus apariciones en televisión han hecho bueno el designio volteriano de “pensar en público”. Aunque personalmente me parece que a no ser que se trate de un programa literario o de alguna entrevista a fondo, las intervenciones catódicas del filósofo donostiarra invitan sólo lejanamente a leerle, lo cual me siguió resultando mucho más gratificante que el hecho de verle y oírle en la pantalla del hogar. Tengo que decir que por la radio apenas he escuchado a Savater más que alguna vez. En Internet existe una gran cantidad de referencias savaterianas: puedes acudir a Google o a cualquier otro buscador y encontrar páginas electrónicas de las visitas de Savater a universidades hispanoamericanas, presentaciones de libros, algún artículo, fotografías, etc. Finalmente, a finales de agosto de 2002 fui a entrevistarle a Santander, donde el filósofo estaba impartiendo un curso sobre su obra en un programa de la UIMP en el Palacio de la Magdalena. Entre los libros que vi que manejaba, estaba A decir verdad, un puente entre su etapa juvenil y la madura. A decir verdad más que una entrevista fue una conversación en la que no logré penetrar muy a fondo. El filósofo, a decir verdad, ya estaba mayor. Tenía una mesita en la habitación repleta de medicinas, más alguna petaca de whisky de importación, y junto a la cama el ABC que repartía el hotel. En medio de la charla llamó su actual esposa desde Gran Bretaña, me parece, donde estaba pasando unos días de vacaciones con unas amigas, y Savater le pidió que comprara no sé qué revistas de caballos de carreras. Savater estaba acompañado de un escolta, que había subido con nosotros en el ascensor y que se había quedado fuera de la habitación, para protegerle de ETA. También le preguntó a su esposa actual dónde o cómo tenía que ingresar el dinero cobrado por el curso. Eso fue todo. El día que me fui a Santander en autobús desde Barcelona Fernando Alonso ganó su primera carrera en la F-1, en Hungría. Vi la salida por TV en la típica parada del viaje que se hace antes de Zaragoza según se viene de la costa mediterránea.
Luego volví a mi pueblo y empecé a preparar las oposiciones al cuerpo de profesores de filosofía en Secundaria. Al fin hablé con él por teléfono para conocer su disposición a formar parte del tribunal que había de examinar mi tesis doctoral, que fue escasa. Le envié algún mail comentándole alguna cosa de su libro Sin contemplaciones a propósito de alguna cuestión de actualidad, y al parecer seguía prefiriendo el teléfono. En agosto de 2005, trabajando ya en Castellón, leí por última vez un libro suyo, El valor de elegir.
¿Quién es intelectualmente Savater? ¿Podemos retratarlo in efigie? ¿Cómo formular su pensamiento, esa ambiciosa palabra que sirve para resumir de manera imposible los humores, las inquietudes, los anhelos, los vicios, las imitaciones, las irritaciones, la originalidad, los sueños de alguien que ha dedicado una buena parte de su tiempo vital a poner por escrito lo que piensa y lo que se pregunta, lo que ama y lo que aborrece? Para acabar esta presentación voy a conjeturar algunos perfiles comparativos valiéndome de algunas de sus lecturas más públicamente queridas. No quiero abrumar, sólo es un juego. Confío en que sabréis escoger algún espiga de oro entre la maleza y la pirotecnia verbal. Sin ánimo de resultar críptico, yo diría que Savater es un Ortega de libre enseñanza, pero sin institución; un Unamuno trágico y cristiano, pero sin gran sentimiento popular; un Chesterton humorísticamente agónico, pero sin ortodoxia; un Borges metafísicamente irónico, y además locuaz; un Montaigne que escribe sus sentencias en los periódicos; un Spinoza literario; un Nietzsche de bolsillo; un Schopenhauer que no niega su voluntad, ¿o sí?; un Voltaire español, pero sin panteón, de momento; un Larra promiscuo y optimista; un Diderot sin celos de Sofía; un
Rosset que ha extendido la alegría hasta la tolerancia; un Cioran sin el inconveniente de haber nacido; un Castoriadis para todos los públicos; un Epicuro sin doctrina; un Lucrecio famoso y jovial; un Santayana menos angelical; un Bataille cáustico pero informal; un Camus cuyo mito sigue siendo la infancia irrecuperable; un Sartre que reparte triunfos y claveles; un Bertrand Russell de frágil matemática; un Herzen que ha viajado por Suramérica pregonando la buena nueva de la democracia. Etc. Además Savater puede ser un Kafka que despertó un día transformado en filósofo; un Poe que pasea por San Sebastián; un Conrad que ha conocido también las tinieblas de su corazón; un Dickens sin grandes esperanzas de convertirse en novelista, pero buen escritor; un Whitman que fuma cigarros puros mientras observa; un Lovecraft que adora sin providencia a sus antiguos; un Wells sin máquina del tiempo, pero visible; un Bernhard cuyo abuelo Antonio le llevaba a las casas de las fieras; un Yeats cuyo independentismo es contra la muerte; un Melville ambiguo pero sin contemplaciones; un Pessoa que soñó pacíficamente su anarquismo; un Shakespeare aficionado a los toros; un Wilde que pudo escribir la balada de Carabanchel; un James menos rebuscado y más infantil si cabe; un Joyce de alma sencilla. Etc. Savater es él mismo Guillermo Brown; un Tarzán sin selva, pero con amigos; un Sandokán que ha luchado junto a sus Mariana y a sus Yáñez; un Sherlock Holmes que duda con lógica implacable; un capitán Nemo que volvió a la superficie después de bajar; un capitán Ahab que tuvo la fortaleza de ver a la ballena blanca; un Quijote que morirá leyendo; un Tom Sawyer que visitaba por las noches la cabaña de Huckleberry Cioran; un Franskentein enamorado de la niña de Colombia; un King Kong erguido en el Monte Igüeldo hasta el final de sus días; un Gandalff que ha ayudado a muchos a perseguir el anillo de la vida y de la libertad; un Jim Hawkins que no regresará con la Hispaniola vacía. Es también la Alicia que nos invita a las maravillas de la humanidad;
una Sherezade que cuenta cuentos que otros han contado; un Gulliver contemporáneo, curioso ante el espectáculo del mundo, amante de los caballos sin ser un yahoo. Es en fin un Lester Piggot que cabalga por las páginas de los libros; un Groucho Marx con barba y gafas de colores. Y mucho más, o poco menos.
Se ha declarado de carácter irascible, vividor, de gustos sencillos y de mente floral, después de haberla tenido compleja. Bastarían estas palabras para esbozar la silueta de la figura intelectual y literaria de aquel escritor inteligente y gracioso que conocí cuando iba a cumplir diecinueve años. Sobre el resto de su pensamiento, de sus aficiones, de su polémico devenir vital, me propongo hablar brevemente en las páginas que siguen. Estáis invitados.
Filosofía, literatura, polémica “Aunque esté sentado estoy poco asentado”. Montaigne, “De la experiencia”, Ensayos Más de una vez, sobre todo hace unos años, se oía la pregunta: “¿Savater, un filósofo?”, y lo común era escuchar acto seguido una carcajada derogatoria. La mayor parte de esas veces he podido apenas disimular con un incómodo respingo aquí y una sonrisa de circunstancias allí. Yo ni siquiera cursé la licenciatura de filosofía, aunque ahora soy Doctor. Con veintipocos años sólo era un simple lector de la mayoría de obras de Savater, precisamente, que bien podía ser un infiltrado en el gremio, pero que al menos tenía el rango académico de catedrático. Al final solía recurrir torpemente a
Platón o a alguna perogrullada proferida por Heidegger para demostrar mis conocimientos en la materia, a lo que seguía el silencio atónito de mis contertulios, las risas renovadas, etc. Para qué continuar. Evidentemente, el primer responsable de semejante malentendido es el propio Fernando Savater, quien a menudo ha rechazado, de forma a veces poco profesional, ser un filósofo sino es como simple aficionado a pensar. Aficionado a pensar, pero a pensar ¿en qué? ¿A pensar en chicas desnudas? ¿A pensar en el resultado del Derby? ¿A pensar en la isla del tesoro? Bueno, también en todo eso, pero sobre todo como aficionado a pensar en el hecho de vivir. Este hecho es y será siempre, pase lo que pase mientras pasa, de naturaleza paradójica. Porque cuando nacemos pasamos a ser mortales, y cuando nos morimos, dejamos de tener conciencia de él. Nadie puede acordarse de la muerte, sólo podemos acordarnos, pero tampoco directamente, sino en una transferencia psíquica de carácter yo diría que lingüístico-narrativo, del nacimiento a la vida y, por tanto, del hecho de vivir. Aunque, y en esto reside la paradoja, ese triunfo del nacer sella irremediablemente la condición mortal de nuestro hecho de vivir. Este hecho paradójico es lo que nos hace pensar, lo que da que pensar a nuestro deseo primordial. No la pregunta por el ser, que es siempre derivada, sino la pregunta por este hecho, y por el propio pensar este hecho, se erige entonces en la afición que el asombrado y triunfante niño vivo desea mantener como una antorcha encendida en medio de la oscuridad de la noche. Porque el hecho da que pensar, pero somos nosotros quienes lo pensamos, y en este pensar iniciamos la gran aventura del mismo hecho de vivir a la que como humanos, o sea, como mortales, nos hemos visto
abocados. Ahora bien, dado el grado de incordio que representa el envite, nos podemos preguntar: ¿hasta qué punto es todo esto necesario? El hecho de vivir es necesario en cuanto que está persistentemente ahí, en cuanto hecho, pero no lo es según la manera en que la metafísica heredada ha establecido que debe ser, o bien en sí, o bien desde sí mismo. No hay mundo de la vida posiblemente constituido más que para nosotros. Este para nosotros apunta aquí al verdadero núcleo primitivo del pensamiento del objeto que da que pensar, por lo que no cabe decir que el mismo hecho de vivir sea necesario. Está ahí y a partir de él y en cierto modo sobre él pensamos y repensamos: sólo que al no ser necesario porque sólo podemos pensarlo para nosotros, descubrimos al mismo tiempo su verdadera naturaleza, esto es, que consiste más bien en un abismo sin fondo. De ahí que ya Empédocles de Agrigento escribiese que “nacer es llegar a un país extranjero”. Sin este para nosotros, la aventura del pensamiento ni siquiera podría buscar las características del ser en las que malogradamente se ha afanado la metafísica desde Parménides por lo menos. Y sin embargo algo hay, y el pensamiento da cuenta de lo que hay. Pero lo que hay, el hecho de vivir, sólo puede “haberlo” como tal para nosotros, vivos que acabamos de nacer a la vida, mortales del hecho del que vamos dándonos cuenta. Durante lo que dura, no podemos acordarnos persistentemente más que de este deseo primordial, el que brota como la luz de la aurora tras una larga noche oscura. No podemos acordarnos de que vamos a morir si eso significa que nos acordamos de la muerte. Podemos recordar que somos mortales, pero no que lo vamos a ser en el futuro desde un pasado que empuja al presente, sino ahora mismo, ya mismo: no hemos nacido para la muerte. Hemos nacido para vivir. Pero eso es una redundancia, protestarán
con razón algunos. Desde luego: es una redundancia y en cierto modo de tales redundancias nos alimentamos los mortales, porque lo que afirmativamente recordamos casi de manera continua, latente, es que un día nacimos. “El hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y toda su sabiduría es una meditación sobre la vida”, escribió magistralmente Spinoza en su Ética. Lo que no dejamos de recordar nunca mientras vivimos es el hecho de que estamos viviendo, de que somos unos extraños animales que preguntamos por el hecho de vivir sin que nada ni nadie pueda ofrecernos nunca una respuesta suficiente a ese deseo radical. Ahora bien, si volvemos a ese para nosotros desde el que perfilamos racionalmente la aventura humana de vivir, tal deseo radical –que es deseo de más y mejor vida, que es deseo imposible de inmortalidad- no apunta sino a ese tiempo significativo que calificamos con la palabra felicidad. Un día en clase de bachillerato de filosofía el profesor preguntó a los alumnos: “¿Para qué hemos venido los hombres al mundo?” Y un alumno quinceañero llamado Fernando Savater respondió espontáneamente: “Para ser felices”. Al contrario que el Segismundo de La vida es sueño, el filósofo no piensa que el mayor delito del hombre sea haber nacido. Pero al igual que Segismundo, el filósofo sueña que está soñando tal vez un sueño: su vida también es sueño, ilusión, frenesí. Porque el filósofo piensa la vida humana -su vida misma- y no ninguna otra, y esa vida se presenta en el caos, sin avisar, y el mortal llega a un mundo que se sostiene como puede sobre nada seguro y que, at last but not least, nos sigue arrastrando por su vorágine temporal. El maelström, la inquietud, la sensación de vértigo visceral. Pero el filósofo piensa la vida para sí. Piensa desde su deseo radical. Cuestiona lo que hay y se pregunta por la vida: a pesar de los pesares, tal deseo sigue sosteniendo sobre el abismo sin fondo
de la mortalidad. Y es que quiere vivir o, como decía Nietzsche, quiere querer. Hemos nacido para ser felices: todo nuestro proyecto ético y político no es más que un proyecto de inmortalidad. Sólo que la inmortalidad, ¿cómo no podría solaparse casi con el mismo hecho fugaz, pero irrepetible, de que estamos viviendo? Porque no podemos pensar la muerte, nadie puede acordarse de que ya está muerto o de que aún no ha nacido; no, sólo nos cabe pensar y recordar la vida misma. “La felicidad es una de las formas de la memoria”, señala Savater en El contenido de la felicidad. El mismo deseo de felicidad pero un diferente sentimiento brotado de ese deseo es lo que une y separa por tanto al filósofo de la felicidad del desdichado príncipe de Polonia. Dice Sánchez Ferlosio: “La propiedad inapelablemente distintiva de la felicidad consiste en que aun sin jamás haberla conocido o vislumbrado entre las nieblas del ensueño, cada cual, hasta el más desventurado, sabe perfectamente que sabría reconocerla, y con tanta certidumbre que hasta el más persuasivo de los hombres se estrellaría en el disuasorio empeño de decirle: “Te equivocas, no es la que te imaginas, sino esa que está ahí”.” A veces caracterizados como disposiciones psicológicas, otras veces como meros sentimientos o estados de ánimo, humores y cosas parecidas, el pesimismo y el optimismo ante la realidad del hecho de vivir han jalonado la historia de las ideas filosóficas. Tanto el optimismo como el pesimismo se definen en referencia al deseo radical de felicidad. Pero el pesimismo y el optimismo han sido a menudo monedas falsas, porque como extraños animales se podría decir que no somos animales, y por tanto cuando hablamos de felicidad, no hablamos de o solo de “sentimientos”, sino básicamente y en primer lugar de razón. Razón, llena de cuerpo y pasiones, mas razón que recuerda e imagina, racionalmente, tal como Aristóteles nos enseñó. Por eso la máxima felicidad es la felicidad puramente teórica que otorga el conocimiento científico, difícilmente alcanzable para la gran mayoría, mientras la felicidad
práctica, por eso prioritaria, se emparenta más bien con la prudencia de vivir o auténtica alegría, al alcance de cualquier mortal. Esta distinción es mucho más decisiva que la del optimismo-pesimismo, y viene coloreada más bien con una sensación trágica en el sentido de que nuestros deseos y la realidad nunca coincidirán del todo, casi del mismo modo que algún día tendremos que dejar de vivir. Para empezar, este es un dato más crucial que el hecho de que esperemos coincidir más o menos, mejor o peor, etc. La filosofía tiene que ver con ese conocimiento que procura felicidad. Tiene en cuenta el qué, incluso antes del por qué. Porque lo que quiere es saber, incluso antes de preguntar por qué quiere saberlo o por qué se sabe. En este sentido, la perspectiva ateológica de la filosofía es desculpabilizadora de nuestra voluntad: “...la perspectiva de que la completa y definitiva victoria del ateísmo pudiera liberar a la humanidad de todo ese sentimiento de hallarse en deuda con su comienzo, con su causa prima. El ateísmo y una especie de segunda inocencia (Unschuld) se hallan ligados entre sí” (Nietzsche). Si hay algo en nosotros que nos haga pensar, o para decirlo pedantemente, cuya esencia sea equiparable a su existencia, esto es la vida misma. Vivir y no otra cosa es lo que da que pensar, pues vivir implica haber nacido y tener que morir, extremos desconocidos, sí, también el primero, del camino experimental que Ortega llamaba realidad radical o vida, y que nuestro deseo no ceja de rebuscar, recorrer, fatigar. “La Filosofía es una empresa institucionalizada como búsqueda cooperativa de la verdad”, ha sostenido Habermas. En efecto, pues la verdad nos hará libres, y la libertad en fin podrá hacernos felices, que es de lo que se trata. La razón de la filosofía es que no da por descontado el cuerpo, salvaguardando materialmente el espíritu. No es monstruosa esta empresa de envergadura
institucional que busca la alegría de vivir, la tradición de la felicidad, “haciendo camino al andar”. Porque por mucho que nos digan que `es esa que está ahí´, reconocemos al instante que no, que no es necesariamente esa y que es, sin embargo, posible para nosotros encontrar y alcanzar mientras vivimos la verdadera felicidad, aunque no se trate de la imposible inmortalidad, mientras vivamos.
“Soy un judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido de los mismos alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos cosquilleáis, ¿no nos reímos? Si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos? Si nos parecemos en todo lo demás, nos pareceremos también en eso”. Shakespeare, El mercader de Venecia, acto III, escena I.
A diferencia de Rousseau, no estoy muy interesado en el origen histórico del lenguaje humano. Sin embargo, creo que nos sería útil averiguar en lo posible el origen de la escritura, del simbolismo gráfico humano. Sobre los símbolos lingüísticos escribió Foucault su conocido libro Las palabras y las cosas, fascinado por la analítica británica del lenguaje. La Academia había adoptado desde los tiempos de Peirce y Sausurre la nueva disciplina de la semiología. El último de estos arqueólogos del lenguaje ha sido el filósofo Jacques Derrida, una de cuyas propuestas intelectuales más importantes consiste en comprender, equivocadamente, el mundo humano como una archiescritura. Ya Galileo había invitado a abandonar los seminarios
escolásticos y a leer en el gran libro abierto de la naturaleza, que está escrito en lenguaje matemático. La mathesis universalis de Llull y Leibniz. La tradición no se agota aquí y podríamos obviamente continuar literariamente con Borges y su biblioteca infinita, llena de selvas y desiertos, de tigres y elefantes, de ermitaños y viajeros, de reyes y criminales. Etc. Pero lo que me interesa destacar es la preocupación por el origen de la escritura. Voy a aventurar una hipótesis, contrapuesta o, mejor, diferente a la mantenida por el antropólogo estructuralista Lévi-Strauss en Tristes trópicos. Según el escritor francés el nacimiento de la escritura es un factor más del entramado explotador y jerárquico de las primeras culturas humanas instituidas en una especie de Estado. Lévi-Strauss defiende que la conocida expresión legal según la cual “la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento” es la muestra más explícita del dominio histórico-social de unos hombres sobre otros: de los que hacen y conocen la ley sobre los que la padecen sin posibilidad de ser educados para conocerla y hacerla. Pero eso no explica de ningún modo el origen de la escritura, ligada en este caso a la norma legal, sino su uso servil. La rigidez estructuralista del antropólogo le ciega la consideración de que para haber sido naturalizada de esa forma la ley (y el lenguaje), antes tuvo que haberse convertido en una convención: y éste es el momento de primera ruptura con la naturaleza radical del que más tarde los Griegos se darán cuenta con los ojos bien abiertos preguntándose por lo que ha pasado y dando inicio de paso a la filosofía y a la democracia. Este es el momento en que según mi hipótesis nació la escritura, la plasmación gráfica del simbolismo intelectual o imaginario relativo a los hombres. Así pues, escribir vendría a ser de algún modo la constatación de aquel momento inaprehensible y efímero y sin embargo recordado. La letra surgiría de la necesidad de dejar constancia de la vez que arrancamos a hablar con otro hombre, de la necesidad de recordar
aquella vez para poder seguir hablando de otra cosa o simplemente para poder seguir hablando: de aquí la escritura. Lo cual ha provocado en la historia malentendidos sublimes, como la teoría de las ideas innatas de Platón, o toda la retahíla de prácticas más o menos nigromantes de menor enjundia, hasta la prejuiciosa hermenéutica actual, por no hablar del espiritismo new age. Etc. Escribir expresaría por tanto las ganas de hablar con seres humanos ausentes: es decir, ausentes por necesidad desde el momento real en que rompimos los platos del primer manjar de los dioses, ausentes desde aquel instante irreversible en que nos comimos la manzana del árbol del bien y del mal. Lo cual ha provocado también el malentendido mayor, o sea, la “existencia” de eso que llamamos Dios o Ser Eterno, que había prohibido acercarse al árbol del conocimiento. Pero escribir no puede revertir la realidad, ni cambiarla, ni transformarla, ni mejorarla, ni enmendarla. Puede sin embargo fundar una nueva realidad a la medida humana que nos permita hacer un mínimo de pie entre la marisma de lo irremediable. Escribir es “saltar en el vacío” (Chesterton), escribir y escribirse es crear libertad. Convivir. El origen de la escritura, ese momento sustancial de ruptura con “la naturaleza” o “la realidad”, es por tanto cosa convencional, sobrevinencia de variable recurrencia del memento mori. Porque ese momento guarda el solo ánimo: el ánimo solitario que quiere estar en condiciones de ser solidario hasta con los ausentes, o los desconocidos -de aquí la convivencia. Según el filósofo alemán Peter Sloterdijk el humanismo es “telecomunicación fundadora de amistades que se realiza en el medio del lenguaje escrito”, lo que refrenda el dictamen del poeta Jean Paul: “Los libros son voluminosas cartas para los amigos”. En el caso de nuestro filósofo, tengo una intuición: Savater tiene
muchas ganas de hablar con los ausentes, manía que le debió entrar “conversando con los muertos” (Quevedo), es decir, leyendo, y de la que tal vez muy a su pesar no se ha podido curar del todo ni podrá hacerlo ya nunca en su vida. Los muertos no son -el momento no es, pasa-, pero los ausentes permanecen a través de la palabra escrita, ausente ella misma como un coche sin gasolina. Y la gasolina, l´essence, son los vivos: Savater es lector por solimanía y escritor por sociopatía, conversador conservador de los ausentes y él mismo ausente de sí, queriéndose conservar inverosímilmente junto a los vivos. “Escribir alivia...”, solía decir su amigo Cioran. Escribir y sobre todo leer, leer en este caso a Savater, puede llegar a liberar. Pero todo documento de cultura es un documento de barbarie, sentenció Walter Benjamin. La cultura sería una prolongación de esta barbarie, pero en un sentido quizá diferente o mejor expresado que el de Benjamin. A la nueva realidad simbólica que los humanos co-creamos a partir de lo que somos se le suele llamar cultura. Cuando es una recreación, lo llamamos ficción o arte. De ahí que el dilema aristotélico entre verosimilitud e inverosimilitud constituya en realidad un falso dilema. La escritura nunca puede ser verosímil, si la entendemos como adecuación a la “realidad natural”, tampoco la que no es ficción, puesto que es antes de nada el ensayo inverosímil para adecuarnos verosímilmente a esa ruptura inaugural con lo dado de la que nos queda lo que Benjamin llamó “huella utópica”: bárbara en el sentido utópico porque, como decía Bergamín, no podemos ser animales por mucho que queramos. De esa huella nace, como una no menos insólita prolongación, la verdadera cultura. Y con más razón puede decirse lo mismo de la lectura, porque el primer gesto de asombro suele anteceder a las respuestas conjeturadas. Esa huella es un gesto pasional, inquisitivo antes que constructivo o edificante. Se lee para acabar con los molinos y con
las iglesias, para escapar de los procesos, para viajar hasta la isla del tesoro: tan lector es en este sentido Don Quijote como Gregorio Samsa y, si me apuran, Jim Hawkins. Harold Bloom ha dicho, y ha dicho bien, que “quizá lo quijotesco pueda definirse acertadamente como la modalidad literaria de una realidad absoluta, no como un sueño imposible, sino por el contrario, como un convincente despertar a la mortalidad”. Leer es depertar a la mortalidad. Y la república de las letras tantas veces invocada no vendría a ser sino mejor el basamento onírico de las leyes de la hospitalidad universal que remedian en lo posible esa perpetua amenaza de la muerte. Cultivarse es, pues, entrar en esas bibliotecas y ninguna imagen nítidamente perfecta podrá sustituir nunca a los ensueños de esa aurora iniciática en que por primera vez leímos nuestra carne hecha verbo sin fin. Así pues, se escribe para hacer amigos, para estar junto a los ausentes y los vivos, para poder seguir leyendo, para hablar. Savater no es sólo un hombre que ha escrito algunos muy buenos libros sino además un buen comunicador, como ya habrá tiempo de tratar en el siguiente apartado. No se me ocurre otro secreto para explicar el hecho de que haya tenido tantos y a menudo tan buenos lectores que insistir en sus ganas intensísimas de comunicarse, de hablar, de expresarse más allá de su innegable mortalidad. ¿Cuáles son los rasgos más notorios de la prosa savateriana? Amenidad, claridad, agudeza. Es una prosa fulgurante, embarullada a ratos, trepidante, que combina la frase de largo aliento, las acotaciones entre paréntesis, los exabruptos y las exclamaciones, los chistes y juegos de palabras, las sentencias paradójicas y las citas de cualquier rango. Es una prosa densa y fluida a la vez, esencialmente humorística, en el sentido en el que Bernard Shaw decía que toda tarea intelectual es una tarea humorística. “Es mi modo de proceder”, afirma Savater, “y, contra los que confunden “rapidez de ejecución” con “facilidad”, muy
elaborado; siempre tengo en la cabeza el plan de al menos un par de libros de índole muy distinta que me gustaría escribir y para los que voy acumulando interiormente materiales: luego, cuando al fin los creo maduros y paso a redactarlos, escribo de forma continua y rápida. Mi escritura es intensa, por eso aburre menos que la de otros, y debo grabarla de un trazo o renunciar. Pero en el texto soy cualquier cosa menos un improvisador, mientras que en la palabra lo soy casi siempre”(La infancia recuperada). Al igual que Montaigne y Kierkegaard, Savater se ha querido antes escritor que filósofo, tal vez porque sabe que en lo tocante a la pura inquietud filosófica que nos llama a hablar, escribir y leer, cuenta más el asombro o el balbuceo que el tratado o el manual. Ahora bien, esa interrogación filosófica por otros medios que es la escritura ensayística, institucionalizada más en los periódicos que en la academia, si además está realizada con “el aceptable grado de soltura y claridad” que constituye el acervo de la prosa savateriana puede dar cuenta del pensamiento sin traicionar la raíz de su perplejidad filosófica: el despertar a la mortalidad. El escritor de raza funda una nueva realidad más o menos adecuada al despertar a la mortalidad. O sea, funda un nuevo lenguaje: porque ¿qué es la realidad humana sino lenguaje, de qué está hecha sino de palabras y de textura onírica, entreverado, por supuesto, con imágenes? Ahora bien, ese lenguaje veraz, filosóficamente honesto, creador de libertad, ese lenguaje que ya es una manera de vivir, no puede dejar de mantenerse frágilmente sobre la tensión de esa lectura borrosa e irrealizable, pero sin embargo siempre latente, del asombro primigenio de la carne mortal: “Pues sucede que la escritura filosófica misma es ya una lectura: su contenido, su mensaje, no es otro sino la expresión de la experiencia misma de leer, la expresión del acto de interpretación. La escritura filosófica anida sobre una lectura previa, texto en torno a un texto que reproduce y conserva en su urdimbre la inaquietable tensión de la
interpretación que expresa, interpretación de los grandes textos de la realidad, del discurso de los valores, de la religión, de la ciencia, de la filosofía misma” (La filosofía tachada). Tal vez habría que decir que esa primera inquietud o tensión o perplejidad filosófica no está constituida solo por la lectura o solo por la escritura, sino más bien, más bien, por una mixtura de ambas. Escribir y leer, leer y escribir: ¿un ensayo de poner cierto orden diurno al asalto feroz y tierno, ridículo y sublime, de las imágenes, de las palabras, de los sueños nocturnos? El lenguaje, esa “selva de símbolos” de aquel que se llamaba Mallarmé. Sería demasiado decir que la naturaleza está escrita en lenguaje matemático. Podemos representarla así, pero la naturaleza en cuanto tal carece de lenguaje. Por eso no tiene demasiado interés saber cómo se originó naturalmente el lenguaje. Posiblemente brotó del caos, de la vorágine de los sentidos y sobre todo del más común de los sentidos humanos –la imaginación. Lo interesante sería saber cómo ese primer balbuceo fue constatado, explicitado como tal en su intrínseca inaprehensibilidad, en la intrínseca inaprehensibilidad y distancia en y por la que él mismo surgió. Porque esa distancia que nos separa fue una vez constatada, y de algún modo mantenida, recuperada en su tensión. Lo cual no puede dejar de manifestarse en la misma prolongación de la lecturaescritura filosófica que acompaña siempre a los instantes de despertar a la mortalidad. Citaré a Savater: “El lector toma el libro filosófico en el estremecimiento mismo de esa distancia estilística, que no enseña ni adoctrina, sino que expresa”. Así surge el lenguaje, y en, por y tal vez de esa distancia se lee y se escribe, se danza y se canta, se dialoga y se conversa. En el mismo libro citado Savater señala con notable lucidez: “La razón en el diálogo filosófico, es polimorfa –vía para expresar todos los enfrentamientos de fuerzas, plena incorporación del cuerpo al discurso”. Y así es la prosa savateriana, dialogante en el sentido pleno de la palabra, corporal (pero sin pezones y señales),
discutidora, razonante, lírica a trechos y las más de las veces repleta de meandros argumentativos y contra-argumentativos, una prosa feliz y conmovedora cuando ataca la raíz de los asuntos, una prosa que busca la mayor amplitud de perspectiva sin la ambición solemne e imposible de la omnisciencia, y que rehuye por igual el miedo al qué dirán. Tal es por lo demás la razón de que Schelling hablase a principios del siglo XIX de una filosofía narrativa. Pero, ¿es que puede haber otro tipo de filosofía, otra clase de lenguaje que no sea narrativo? “Yo no enseño, cuento”, decía Montaigne. Pues narrar es transformar temporalmente la necesidad en posibilidad, elevar lo posible al azar como forma más alta de necesidad: lo posible como posible. Y aquí la filosofía, arte de la pregunta, plaza del argumento, enlaza con su objeto principal, que es la autocreación o, como estableció el renacentista Pico della Mirandola, la cocreación. “Filosofar es (como) aprender a leer para llegar a inventar por medio del olvido”, dice Savater, caracterizando el acto creativo del filosofar desde el perspectivismo, el subjetivismo y el posibilismo. Pues narrar no atiende sino al mismo carácter roto y abierto del memento mori en que empieza a darse a conocer lo realmente humano. La filosofía narra entonces la perspectiva subjetiva de lo posible en los lindes del azar objetivo de la peripecia. Por eso, de algún modo, escribir y leer es dejar constancia de esa perspectiva, para mantenerla, para perderse en ella, para explorarla, para reencontrarla, para aprovecharla. Y de algún modo esa tarea, ese hacer explícito el asombro, la primera ojeada en la carne temblorosa, la primera letra brotada de su ensagrentada herida, esa tarea, digo, plantea también una especie de exigencia, tal como indica Savater en referencia a nuestra formación como individuos: “El sujeto, en cambio, es vocación permanente de autotransformación, modificación constante de lo dado, indefinición de lo una vez definido. La primordial tarea del sujeto es hacerse distinto de sí mismo o, para decirlo con la expresión
hegeliana, “no ser lo que es y ser lo que no es”. Esto no significa que el sujeto sea lo puramente indeterminado, lo plenamente inestable, sino que es más bien lo que tiende permanentemente a indeterminarse, a no dejarse agotar por ningún juego de determinaciones, a desestabilizar su propio establecimiento: y también a autoinstaurarse, a redefinirse de nuevo, a inventarse una y otra vez. Los objetos son el correlato de la ley de lo necesario, mientras que los sujetos son la exigencia permanente de lo posible” (La tarea del héroe). De algún modo, por tanto, se escribe contra la esclerotización del sujeto, esto es, contra nuestra misma identidad inamovible. Eugenio d´Ors dejó dicho: “Lo que no es tradición, es plagio”. Savater ha repuesto: “O se escribe contra uno mismo, o se hace plagio”. Tal vez porque la única manera de mantener la tradición consista en traicionar nuestra estabilidad presente en favor de lo que somos todavía verdaderamente, de lo que fuimos y queremos todavía hondamente ser. Lo que se pone en juego aquí es la pasión del interés propio en “olvidar el origen ajeno de lo leído”, única forma de asumir cualquier origen como nuestro, hoy como hace un millón de años. Contra el mito del origen del lenguaje (porque el lenguaje no pertenece a un Dios “existente” la palabra es siempre humanamente compartida, incluso con los vivos ausentes, si acaso dios vivo mediante), “una buena forma de olvido”, señala Savater, “es el arte de la cita, por medio del cual la rememoración se convierte en reinvención desde la perfecta inocencia del apropiamiento despreocupado” (La tarea del héroe). ¡Cuánto no habrá fantaseado Savater gracias al arte de la cita, con cuánta gente, con cuántas ideas, sugerencias, impresiones, colores, climas, no nos habrá citado a sus lectores! Citar es citarse, convocar, salir, compartir, evocar, gozar, revocar, ligar, agradecer: la lectura y la escritura son una forma del enamoramiento, la variante más cercana al núcleo urbano del amor.
A mediados del siglo XX, el filósofo Theodor Adorno se preguntó con un punto de falsa retórica: ¿se puede escribir poesía después de Auschwitz? Por supuesto. Bajo la ampulosa retórica del escritor alemán se esconde otra vez la idea de que los muertos son, y de que leer-escribir es pagar o saldar una deuda con la perdida Palabra Originaria, con el Nombre-de-Dios, a quien los hombres no dejan por otra parte de suministrarle buenas razones para la liquidación inminente y definitiva de la infinita deuda. Pero contra esta sempiterna demanda teológica, que en la actualidad filosófica ha encontrado su campo de expansión a través de la llamada hermeneútica (Gadamer, Lévinas, De Man), la carne humana sigue temblando, su corazón sigue padeciendo, su rostro sigue alegrándose con el puro y simple hecho de vivir, avanzando durante un incipiente segundo el balbuceo inocente que desmiente a la decretada culpabilidad. Hubo poesía después de Auschwitz, y la habrá después del 11-S del 2001. Porque no es la muerte la que vive en la letra de la ausencia, es su vida la que nos despierta a la mortalidad, la que pone música verbal a la conversación viviente de nuestros cuerpos indefinidos. Sólo por eso y por nada más podemos oponernos al dominio de la violencia que acarrea cualquier teología clausurante: como ha dicho Savater, no hablamos para no matarnos sino que hablamos porque ya no nos matamos. Una lección que no sólo pueden arrogarse los libros, claro está, pero que ningún objeto como el libro consigue transmitir tan eficazmente, tan inesperadamente. He divagado sobre el hecho mismo de la escritura, la lectura y el siempre preponderante, abrumador, angustioso, terrible, delicioso hecho de vivir. El filósofo Pere Saborit escribió un aforismo que indica muy bien el nexo que une este afán de vivir más y mejor con el placer de las letras: “Tal como en la relación con las mujeres Z. no buscaba afeminarse, sino, al contrario, sentirse más hombre, con la lectura de un libro tampoco pretendía la propagación de la
cultura, sino sentirse más vivo” (Introducció al desconcert). Los libros –no me refiero ahora al objeto en sí, sino a lo que llamamos literatura- son, en este sentido, el fundamento humano de todo dar palabra: principio de la conversación civilizada. Leer es un regalo en el presente, tanto más cuanto que los libros pueden llegarnos desde la época más remota, el hombre o la mujer más escondida, o por cuanto los escribimos o los anotamos para quién sabe quién o cuándo o dónde. La literatura, como se ha dicho antes, traza la narración de los sueños que en las raíces de la noche unen misteriosamente nuestras doloridas individualidades: de algún modo, esa semejanza de raíz onírica permite la convivencia de lo radicalmente desemejante como una semejanza narrada de la realidad creada entre nosotros mismos, mon frère, mon semblable. Tal es la demanda humana por excelencia de la que se hace eco Shakespeare a través del personaje de Shylock, demanda de universal hospitalidad que Esquilo también encarnó en su día en las figuras de Las suplicantes. Estilísticamente, Savater ha escrito algunos muy buenos libros porque ha escrito, en su género, como pedía Robert Louis Stevenson. En la novela El dialecto de la vida, Savater le hace decir a Alan, su atribulado protagonista: “¿Sabes? RLS decía que el verdadero escritor utiliza siempre el dialecto de la vida. No simplemente el lenguaje vulgar en que la vida discursea y fanfarronea, no la prosa cancilleresca en que se escriben los decretos en el Boletín Oficial de la vida, sino su dialecto más entrañable, el argot cómplice en que susurra lo que es vital para la vida misma”. Mejor conaisseur de los “grafos existenciales” (Peirce) que RLS no creo que haya habido otro modernamente, pero no cerraré con un argumento de autoridad y os invito a leerlo por vuestra cuenta y riesgo y disfrutarlo por vosotros mismos. Pero, en todo caso, nada más lejos del escritor donostiarra que la figura del literato, del lletraferit, de aquel que según Montaigne no parecía estar herido por la flecha venusina de las letras, sino más
bien muerto y enterrado bajo el polvo de la vacua erudición. Bueno, para Savater todo lector es también un lisiado, pero un lisiado feliz. Feliz de estar lisiado, por lector; lector por tan feliz manera de lisiarse. Y esa despreocupación, esa serenidad trepidante de la lectura es lo que se echa en falta en otros medios de comunicación por otra parte tan potentes como la TV, la radio, los video-juegos, el cine o el teléfono. “Lo que parece haberse perdido no es el hábito aplicado de leer, sino la indócil perdición de antaño”, afirma con un punto de nostalgia en su Diccionario filosófico. Quien conoce la libertad suprema de la lectura-escritura, aquella libertad que despertó un día a Don Quijote a la aventura de su vida mortal, no renunciará por nada del mundo a seguir reclamando su nuevo libro, su semanal o diaria dosis letrística. Querrá seguir lisiándose e hiriéndose de esa manera para volver a ser feliz. Querrá permanecer hasta el final, como Job e Ismael, contándolo. Savater ha practicado casi todos los géneros literarios: investigación, ensayo, artículo periodístico, novela, teatro, relatos, aforismos; y en casi todas las modulaciones: panfleto, epístola, divulgación, polémica, homenaje, réplica, crónica, estudio, manifiesto, poesía y hasta trabajo ex cathedra. Una vez Savater se soñó novelista de fama, autor renombrado, escritor de laurel. Pero pronto, muy pronto, desde que en 1970 publicó su primer libro, Nihilismo y acción, se convirtió en otra cosa: “...en el escritor a granel que compone reseñas, amaña crónicas, emite opiniones, traduce libros y renuncia por razones de sensatez comercial a la pretensión intimidatoria de la página perfecta”. Y por añadidura, afirma regocijado Savater, esa renuncia a la página perfecta fue lo que le llevó a escribir libros con ese aceptable grado de soltura y claridad que le han hecho famoso: “Creo que sólo llegan a escribir bien quienes están demasiado ocupados haciéndolo como para obsesionarse por escribir, ante todo, bien” (Mira por dónde). La importancia de lo que se dice, para que el-cómo-se-dice pueda ser de verdad una forma de vivir, de pensar y de decir.
Regreso al despertar a la mortalidad con que Harold Bloom caracteriza a lo quijotesco y por extensión a lo cervantino y aun en general a lo libresco. La verdad de Sancho Panza, el vuelo libérrimo de la imaginación. Tengo en mi habitación una figura de Don Quijote de unos 25 centímetros de altura y unos 10 de ancho: está hecha con piezas de metales diversos artesanalmente trabajados y es un regalo de un laboratorio farmacéutico que mi madre pulió con un esmalte especial. Miro la figura que me acompaña todas las noches por las selvas y los mares de mis sueños y veo a un hombre contento de sí. La silla está formada por una herradura y los ojos de Alonso Quijano son dos clavos que imagino ardientes por leer. La novela de caballerías que sostiene con las manos está hecha con la bisagra de una puerta. ¡Qué hermosa metáfora me ha traído la pequeña obra de arte en esta hora de finales de abril! Vuelvo a mirar a Don Quijote, me fijo en sus bigotes, que titilan sonrientes en los bordes de su noble testa. Sigue absorto y orgulloso en su lectura. Ese libro que tiene entre las manos es la bisagra mágica por la que entra y sale del país de los sueños: su patria, sin la que no habría deseo de patria alguna. “Elegís patria en el mapa de los lugares accesibles, y aun le negáis la índole de patria a cualquier sitio que como inaccesible se presente. Pero no son las buenas o malas condiciones del camino, su impractibilidad o aun su inexistencia, no es la fortaleza o la debilidad del caminante, ni lo sería tan siquiera una parálisis que le impidiese todo caminar, lo que ha de tener en esto la última palabra, pues nada de ello es cosa que pueda, en modo alguno, tomarse por criterio para determinar el lugar al que hay que ir, la incondicional patria del deseo” (Rafael Sánchez Ferlosio, Vendrán más años malos y nos harán más ciegos). Las palabras mágicas han sido emitidas y el conjuro ha hecho su efecto. Le admiro. Yo también quiero leer. También quiero partir y vivir mi aventura. Ay, don Alonso, que las aspas de los molinos nos sean leves. Y aquí me parece que está el verdadero misterio de la buena
literatura, ese mismo misterio más decisivo que el origen histórico del lenguaje, y que rondaba la cabeza del mismo Rousseau cuando escribió con derecho a ser malinterpretado: “Sal de la infancia, amigo, y despierta”. Esta cita la utilizó Schopenhauer para encabezar El mundo como voluntad y representación, quizá el libro más legible de todos los que pertenecen a ese gran género literario que llamamos filosofía en su vertiente ensayística, género que Adorno calificó en un momento afortunado como “asilo de la libertad”. “Todo giraba, distraía, aturdía, en el constante barullo de comadres parleras, cocheros que se interpelaban de pescante a pescante, forasteros bigardos, lacayos maledicentes, ociosos, correveidiles, comentadores de lo último ocurrido, lectores de periódicos, discutidores trabados en apasionados corros con el difundidor de infundios, el-mejor-enterado-que-nadie, el quesabía-de-buena-tinta, el-que-había-visto, el que-había-estado-ypodía-contarlo –sin olvidar al muy ardiente patriota metido en vinos, el periodista de tres artículos, el policía que fingía un catarro para justificar el embozo, el antipatriota demasiado patrióticamente ataviado para que el atuendo no le oliera a disfraz, que a todas horas atolondraban el vasto tutilimundi arrabalero con alguna alborotosa novedad”. Alejo Carpentier, El siglo de las luces Nada ofrece menor explicación en esta vida que el amor a una persona que no pertenece a nuestra familia: la novia, el amigo. Yo diría que incluso el amor a un hermano o a los padres tiene su punto de bizarría, porque después de todo no son nosotros, no son yo mismo. “-¡El amor! Siempre el amor atravesándose en las grandes empresas... El amor es anti-pedagógico, anti-sociológico, anti-científico, anti...-todo” (Unamuno, Amor y pedagogía). Pero qué duda cabe que el amor a una persona que está muerta o que permanecía perfectamente desconocida para nosotros hasta el día
en que nos enamoramos parece exigir más explicaciones, aunque igualmente carezca de ellas. A veces aficionados a la música rock me preguntan por mi adoración hacia Buddy Holly, el rockero menos duro de los duros rockeros de los años cincuenta, y no sé muy bien qué contestar: porque me cae bien, digo, porque no me pide demasiado, porque su música es diferente, por capricho, porque se me parece, qué sé yo. Quizá la única respuesta posible sería parecida al dictamen de Montaigne: “Era yo ya platónico por ese lado, antes de saber que existiese un tal Platón en el mundo” (Ensayos). Algo semejante me ocurre con Fernando Savater. Tratándose de uno de aquellos que los franceses llamarían un contemporáneo esencial, mi amor por la lectura de los libros de Savater es todavía más difícil de explicar por cuanto su autor estaba vivo cuando empecé a leerle y, como vamos a ver, porque solía caminar por otros senderos distintos a los míos. No he sido alumno de Savater ni en San Sebastián ni en Madrid, y solo durante una breve sesión de un máster en Barcelona. No es el Savater que yo conozco. Tampoco he sido un fiel lector de sus artículos de prensa, ni cuando empecé a conocerle y a leer sus libros, que son lo que prefiero, ni siquiera después, cuando en los años de Basta Ya solía leer El País casi todos los días. No es mi Savater favorito. Hoy en día todavía menos. Solo de vez en cuando sus artículos son claros, concisos y completos en la explicación de alguna cuestión de ética pública, y son algunos de estos, los más profesionales, los académicos, los que aun sigo utilizando en mis clases del instituto. También utilizo un capítulo de Las preguntas de la vida. Lo demás, sobre todo en los últimos años, es las más de las veces perfectamente prescindible una vez se ha leido un buen puñado de sus libros. Por tanto, mi Savater es precisamente el Savater tan vilipendiado
durante años. El Savater filósofo, tanto el de su primera época, de Nihilismo y acción hasta La tarea del héroe (subtitulado Elementos para una ética trágica), como el de su segunda época, de Ética como amor propio hasta toda su obra de divulgación, pasando por Diccionario filosófico. En este sentido, si yo fuera Benito Spinoza, podría decir que Savater ha sido tan crucial en mi vida como lo fue en la del filósofo de Amsterdam el profesor libertino Van den Enden, de igual modo que Castoriadis fue para mí lo que Descartes para Spinoza, asistiendo yo a las clases de Víctor Gómez Pin sobre ciencia y filosofía en la Universidad Autónoma de Barcelona, donde me doctoré bajo su dirección, del mismo modo que Spinoza acudía de oyente a las de la Universidad de Leiden. Savater fue mi Van den Enden. El escritor que yo admiro es el filósofo que intentó, junto a otros, como Eugenio Trías, pero en su estilo, importar el nietzscheanismo limpio de malentendidos a España, para exportar seguidamente una filosofía española que superase la frustrada calidad de la filosofía de Ortega. Es el lector atento y lucidísimo de Nietzsche, Schopenhauer, Cioran, Bataille, y más tarde de los autores de la Ilustración británica del amor propio, empezando por Locke, y de sus epígonos franceses. Pero sobre todo es el filósofo moral que intentó separar la ética de la religión, con un éxito relativo que luego analizaré, pero rescatando en el camino a un filósofo mayor, Spinoza, apenas conocido entonces en España por el viejo profesor Tierno Galván, y a la manera agnóstica. Recuperando al mejor Aristóteles, se trataba de enfrentar en el gran combate a Spinoza y a Kant y cantar la victoria del primero. Soy de la opinión de que esta es su gran aportación filosófica: no es ciertamente un sistema o un no-sistema propio, es más bien un trabajo filosófico de historia de la filosofía, pero un trabajo de primera magnitud, como quizá hasta entonces solo Balmes u Ortega habían realizado, el primero siempre ligando el sentido común a la cuestión religiosa y el segundo su razón vital al idealismo alemán, desvirtuando por tanto en alguna medida lo que podían virtualmente alcanzar tales sentido común y razón vital.
A partir de la lectura de Savater, autor por otra parte que no cabe entender sin el magisterio del rara avis García Calvo, esta ha sido la intención de mi primer trabajo filosófico: potenciar al máximo, spinozianamente, el criterio del sentido común y el uso de la razón vital. En mi segundo trabajo filosófico, que fue la tesis con la que me doctoré, y que he ido perfeccionando desde entonces, ahondé más precisamente en estas cuestiones, hasta dar cuenta de la democracia, teniendo muy en cuenta para su elucidación aspectos que son puramente lógicos y científicos, y que ya no podía encontrar en Savater. Por tanto, ni el Savater profesor ni el Savater polemista fueron nunca mis favoritos. El que me llamó tanto la atención fue en primer lugar el Savater filósofo, y el de sus ensayos filosóficos, el escritor de filosofía. En seguida después también quedé asombrado, más si cabe, por el que podríamos calificar como crítico literario. En este sentido, considero que sus críticas literarias, sus reseñas, así como sus crónicas hípicas, pero no sus cuentos, novelas o teatro, son piezas del máximo valor. Quedé verdaderamente alucinado ante el hecho de que alguien pudiera escribir un libro como La infancia recuperada con menos de treinta años. Un genuino desafío. Sus libros Criaturas del aire y A caballo entre milenios son los dos libros que más me han perturbado, trastornado, transvalorado, cambiado quizá. El primero es un raro ejercicio de imaginación literaria con moraleja escrito a principios de los años ochenta, el segundo una serie de crónicas de carreras de caballos en diferentes hipódromos del mundo en torno al año 2000. Un auténtico festín. Y sin embargo, el Savater más conocido es el Savater polemista, porque también es la faceta pública más cultivada por el autor. “Soy un discutidor –admitía, recordando lo que Víctor le había dicho unos días antes-. Pero discutidor conmigo mismo, que es peor” dice el personaje Esteban en el El siglo de las luces de Carpentier. Lo mismo podría decir Savater y lo mismo podríamos
decir tantos lectores suyos, hasta tal punto que es precisamente esta faceta la que acabó por romper en mi caso el hechizo, una vez medida y remedida la “estatura definitiva” (Gerardo Diego) de cada uno de nosotros. Fue concretamente en las vísperas de las elecciones generales de 2004. Savater, en uno de sus sentenciosos y a menudo tendenciosos artículos de opinión en El País, escribió algo así como qué iba a ser “del partido”. El partido era por supuesto el Partido Socialista Obrero Español, facción que Savater, demasiado tarde, dejó de apoyar en 2007, cuando fundó junto a Rosa Díez, Álvaro Pombo, Albert Boadella y otros Unión, Progreso y Democracia, partido que nunca hubiesen fundado si antes unos cuantos locos desamparados no hubiésemos fundado en Barcelona el partido Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía (C´s) en julio de 2006. Lo triste y sumamente criticable no es solo que Savater apoyase al Psoe en las elecciones de 2004 sabiendo perfectamente lo que iba a venir, porque en parte, tristemente, Savater se puso del lado de lo que iba a venir, en contra hasta de la misma lucha anterior de Basta Ya, sino que la misma fundación de Upyd, para acabar de rematarlo, desactivara parcialmente el potencial nacional y liberador de C´s. Lo que iba a venir es un Gobierno que no tenía un programa suficientemente elaborado, sino un cúmulo de agravios, un Gobierno que no estaba preparado, y que no obstante, estaba dispuesto a quebrantar el consenso constitucional en materia de la política constitucional misma (Memoria Histórica), en materia de política autonómica (Estatuto de Cataluña, Proceso de Paz), en materia de política exterior (Alianza de Civilizaciones), en materia de política social (matrimonio homosexual, dependencia, aborto libre en la segunda legislatura) y, finalmente pero no menos importante, en materia de política económica (hinchar la burbuja inmobiliaria más allá que el mismo PP sin sentar por otra parte ninguna base productiva, negando la crisis económica mundial, luego excusándose en el hecho de que fuera mundial, echando la
culpa al capitalismo y voceando la Internacional marxista, como en los viejos tiempos, gastando delirantemente un dinero presente y futuro que no se tenía, etc.). Por supuesto, para eso hubo que revocar nada más pisar La Moncola la participación aliada de España en la Guerra de Irak, la Ley de Calidad de la Educación, la Ley de Trasvase del Ebro, legalizar políticamente por vías subrepticias a ETA otra vez, y aislar al PP en Cataluña y en las Cortes Generales. El resultado es que no hemos formado un G-9 y vamos como invitados bajo la bandera de la UE a las reuniones del G-20, el fracaso escolar no hecho más que dispararse desde 2002, alcanzando más del 30%, y en calidad, en algunas materias, simplemente estamos fuera de los treinta primeros países de la OCDE, incluso los niveles de investigación y el número de tesis doctorales han disminuido, a pesar del por otra parte casi mecánico aumento de becas e inversión, no se ha creado apenas ninguna fuente productiva de una economía que sea precisamente sostenible, llevando ya dos años en recesión y más de uno con tasas del 20% de paro en un contexto europeo que es más complejo que el meramente nacional de los años setenta-noventa. Es normal, pues, que después de todo, la UE haya intervenido económicamente España en mayo de 2010. El Alto El Fuego terrorista no duró ni un año, aunque los terroristas llevan más de uno otra vez en sus asientos municipales. La Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña apenas apaga el fuego cruzado sobre la Nación española, dejando grietas por todo el edificio constitucional. Lo único digno de mención en estos años ha sido quizá la Edad de Oro del deporte español y algún oscar, pero la mayoría de los ciudadanos no somos ni deportistas ni artistas profesionales. El pretexto básico que esgrimieron Savater y otros intelectuales, como el otrora Presidente del Congreso de los Diputados, el socialista Peces-Barba, filósofo del derecho y presidente del tribunal que otorgó a Savater la Cátedra de Ética en el País Vasco, para apoyar al Psoe de Rodríguez Zapatero en 2004 fue que al
menos valdría la pena la inclusión en una nueva ley de educación de una nueva asignatura conocida como Educación para la Ciudadanía. Tanto estropicio como el anteriormente mencionado no creo que valga la pena en ningún caso, pero como soy profesor de instituto precisamente desde 2004 y además precisamente enseño esta asignatura, puedo empeorar más si cabe el panorama. Todos los recelos de adoctrinamiento por vía de la dichosa materia (aunque el adoctrinamiento pueda llegar a ser más importante en la asignatura de Sociales), todos los recelos sobre el intervencionismo burocrático en el sistema de enseñanza, todos los recelos sobre la bajada de calidad en la educación trasmitida son simplemente ciertos y fundados. Aparte, claro está, de la ya duradera exclusión sociolingüística del español en las aulas de Cataluña. ¿Cuál es el problema? Podría afirmar simplemente que el problema es que Savater es de izquierdas. Incluso en el artículo en el que más que proponer anunció cuál iba a ser el nombre del nuevo partido escindido del Psoe para las elecciones generales de 2008, empezaba rechazando las muy fundadas y sensatas críticas de Leo Strauss a la idea de progreso, sobre todo a la idea progresista de progreso. De modo que a pesar de los pesares Upyd iba a ser un partido progresista, si no, digamos, francamente socialista. ¿Unionista? Sí, pero a la práctica rechazando toda coalición electoral con C´s. ¿Demócrata? Sí, pero sin que los americanos vengan a darnos lecciones. No podía faltar, en fin, la conjunción copulativa aristocrática entre el padre progreso y la madre democracia, signo manifiesto de bula y privilegio en nuestra España contemporánea. El problema político de Savater es simplemente el diagnóstico de los males, más que la receta de los bienes. En cuanto a la receta, sería muy extraño que un autor que filosóficamente está al nivel de Balmes y Ortega, no conociera al menos en teoría qué es lo mejor y más conveniente para el propósito mejor y conveniente que tantos compartimos. El problema es que el diagnóstico es un diagnóstico fallido y las recetas, por tanto, no sirven.
He mencionado antes la tarea de separación filosófica que Savater llevó a cabo en su día y hoy sigue sosteniendo entre ética y religión. Es una cuestión esotérica, de trabajo académico, que en ocasiones Savater ha tratado con suma acuidad. Pero en la hora de su aplicación, digamos, exotérica, el éxito ha sido mucho más discutible. En la historia de España, y en la más reciente e importante historia constitucional y política de España, el problema no ha sido la conjunción Iglesia católica-nacionalismos en contra del progreso. Si el ridículo y espantoso Gobierno del Psoe de Rodríguez Zapatero habrá servido para algo, es para contradecir claramente este tópico. Los nacionalismos que en Madrid llaman periféricos, el catalanismo y el aranismo, más otros secuaces, nacieron como ideologías de progreso en los años posteriores al marxismo, como ideologías posmodernas que quitaron el crucifijo de sus habitaciones y pusieron o bien la lengua, o bien la raza, o bien lo que fuera en su lugar. Por supuesto, en aquellos mismos años, el conservador Lincoln derrotó a este progresismo, pese a sus eventuales brotes, por siempre, pero en Europa la dramática situación se estiró más catastróficamente durante todo el siglo XX, hasta hoy. Este error, aunque menos pronunciado, también recorre la labor de Mario Onaindía, el gran héroe político nacional de mi primera adolescencia, condecorado varios años más tarde por el ex-Presidente Aznar. Por supuesto, la Iglesia católica, históricamente desde el siglo XVI, así como la Monarquía y el tipo de Monarquía, desde los siglos XVII-III, podían ser en algunos aspectos un problema en la España del ochocientos. El campo conservador, liberal moderado, ha sufrido estos problemas, además de los derivados de un principio de nacionalidad decimonónicamente arraigado en fueros y demás, como ocurría con el carlismo, socio-adversario del conservadurismo a partes iguales. Pero el conservadurismo liberal español puede ofrecer en el siglo XIX una obra como la de Balmes, hasta con su puntito protestante. ¿Qué ofrece el liberalismo progresista? Pues, desde Riego hasta Salmerón y el
Psoe de 1917, ni más ni menos que, sin exageración ninguna, el rechazo de la Monarquía, la desaparición de la Iglesia católica, la negación de la propiedad privada y un patriotismo confederal, apoyados en el irresponsable idealismo más o menos kantiano (pues a Kant no llegaron a traducirlo) de Sanz del Río. Todo esto, de forma exagerada, es lo que sale derrotado de la declaración de guerra del General Franco en 1936, guerra que pone fin al infructuoso constitucionalismo del siglo XIX y dictadura que desemboca en la Constitución de 1978, por la que se instituye un Estado monárquico, pero sin gobierno del Rey en los tres poderes centrales, un Estado aconfesional, pero con preponderancia católica, y un Estado organizado en comunidades autónomas, pero de soberanía nacional única representada en las Cortes Generales. ¿Qué tiene esto que ver con la ética cívica y la religión? Pues tiene que ver, en efecto, por la insólita incomprensión política por parte de Savater y demás santones del laicismo -otra cosa es cuando hablan en la intimidad- del papel de la religión, si no de la práctica de la fe, que en numerosas ocasiones conocen de primera mano. Hoy tenemos esta izquierda espantosa pero, eso sí, más monárquica que el Rey, más católica que el Papa y más española que Recaredo. Aparte del fallido diagnóstico historicista, el problema es que Savater no ha llegado a comprender hasta qué punto realmente la ética cívica y laica no surge más que de las creencias ya realmente e históricamente existentes, y que por eso es una ética trágica. No hay paso más allá. En su obra, Spinoza muestra racionalmente un ideal, pero el spinozismo no es un idealismo. En España, de los profesores que yo conozco, el que mejor ha comprendido esta cuestión, salvaguardando en toda su esencia el papel de una ética de la sociedad civil, pública y común, entroncada y casi inextricable de la opinión pública política, incluida la partidaria, ha sido el profesor Villacañas, de la Universidad de Murcia, en buena parte de su libro Los latidos de la ciudad, un poco en la línea de Rawls.
Por supuesto, la reflexión concreta de la ética pública en nuestro mundo político contemporáneo va ligada a las reflexiones sobre la economía y el papel del Estado que partidariamente se prefiere. En estas cuestiones, como he dicho, el nuevo partido Upyd sigue siendo tan ridículamente socialdemócrata como antes de que Reagan alcanzara la Presidencia de los EEUU en 1980. Los malentendidos teóricos sobre la ética laica suelen cobrarse entonces consecuencias prácticas indeseables, o por lo general inútiles, o acaso, indeciblemente, moralmente rechazables. La decepción fue enorme. Tengo que decirlo. No creo que valga la pena aprender a decepcionarse, más bien es que, más tópicamente, de una decepción de tal calibre se acaba aprendiendo lo que es decisivo. Estoy contento, pero me asusto. No hay vuelta de hoja. Rechazo la mayor. El daño ha sido incalificable, y vosotros sois los responsables. Adiós, amigo. Reseñas “BOSWELL: Un digno amigo mío nuestro me ha dicho que con frecuencia ha sentido temor de hablarle. JOHNSON: No debía haber tenido miedo si tenía algo razonable que decir. Si no lo tenía, fue mejor que callara”. James Boswell, La vida del doctor Samuel Johnson No pude callarme después de leer a Savater.
La risa y la sencillez (publicado en la revista Lateral) La voluntad disculpada, Taurus, Madrid, 1996
Así hablaba Nietzsche, antología de Friedrich Nietzsche, Áltera, Barcelona, 1996 Al borde de la miseria espiritual por carecer de experiencia sagrada alguna, según me aseguraban unos creyentes compañeros del equipo de baloncesto en el que jugaba, descubrí un día a este hombre de bien que, a pesar de ser catedrático de filosofía, no decía las tonterías al uso de aquel entonces. ¡Un filósofo que era persona! Leer a Savater fue, pues, la primera revelación consciente que he tenido en mi vida: hoy lo considero un grande entre los grandes dentro del panorama ensayístico hispano y europeo. Y no debo de ser el único, porque Savater ya tiene segundas, terceras y hasta japonesas ediciones de casi todos sus libros, incluso de aquéllos polémicos y primerizos de la década de los setenta. La voluntad disculpada, en formato agradable de manejar, recoge cuatro de estas iniciales tentativas; no están en ella títulos tan imprescindibles como Ensayo sobre Cioran o La infancia recuperada y Criaturas del aire, pero sí, en cambio, La tarea del héroe, libro con el que Savater obtuvo el Premio Nacional de Ensayo de 1982 y que el propio autor ha señalado como su obra de juventud más lograda y, a la postre, más cercana a su ideario actual. El comentado compendio también reúne Nihilismo y acción, un librito arrebatado y un tanto sádico que anuncia los intereses teóricos y vitales de la posterior producción savateriana; La filosofía tachada, obra algo más densa en la que el humor aparece ya como ascensor del edificio intelectual del escritor; y De los dioses y del mundo, un curioso y muy bello ejercicio en el que Savater emula a Bataille y esboza, para escándalo o asombro de teólogos y científicos, una aproximación atea a lo sagrado. ¿A qué se refiere el autor titulando así este volumen? Digámoslo con sus mismas palabras: “Al ser impune –que la necesidad descarta- y al querer inocente es a lo que se llama divinidad; y la divinidad nos llama a ser y a querer como si la necesidad no fuera necesaria”.
Olvidándonos un momento de Cioran, Voltaire y Spinoza, Savater leyó mucho en aquellos años a Schopenhauer y a Nietzsche. Prueba fehaciente la tenemos en Así hablaba Nietzsche, atinada antología de textos recopilados por Savater en 1973 (cuando estaba considerado como el máximo exponente de lo que se conoció con el rocambolesco nombre de “neonietzscheanismo español”), que Miguel Morey ha tenido a bien reeditar tanto tiempo después. La voluntad magistralmente vislumbrada por Schopenhauer es desculpabilizada de una vez por todas por el de Sils-Maria, alejándola de todo resentimiento y todo más allá tiránico para mayor gozo humano, demasiado humano... Este año Fernando Savater cumple la cincuentena. Olvidemos también a Lewis Carroll y celebrémoslo. En el prólogo a La voluntad disculpada el filósofo donostiarra escribe que todo su pensamiento ha tenido la sencillez como dogma y la risa como método. En efecto, sencillez para no practicar la intolerancia del optimismo y risa para no sucumbir a las taras de la fe: he aquí una posible moraleja. Entretanto, alzo la copa y digo: “¡Feliz aniversario, don Fernando, y que cumpla muchos más!” Profunda ligereza (publicado en la revista Lateral) Las preguntas de la vida, Ariel, Barcelona, 1999 Si el filósofo Javier Muguerza ha podido decir que la última obra de Savater es una obra mayor dentro de su bibliografía –cuando se trata de un libro de deliberado cariz divulgativo apto para todos los públicos- es porque Las preguntas de la vida dibuja una recapitulación quintaesenciada de las constantes diseminadas por el pensador donostiarra a lo largo de su extensa creación. No resulta baladí que en este sentido Savater haya escogido como citas iniciales sentencias de Cioran y de Santayana: el primero, por lo que significa en su vida y en su obra –algo así como una vacuna inoculada a tiempo contra las dolencias de la ilusión; el segundo,
por ensanchar tan profundamente una tradición filosófica –la materialista- sin demasiados éxitos en España. Al tratarse de una obra de las que crean afición, Las preguntas de la vida implica quizás el inicio de una nueva etapa cuyo interés radica no tanto en hallazgos deslumbrantes (alguno relumbrante hay) como en una voluntad de entender los misterios absolutos de la existencia humana a través de las armas de un sentido común ya curtido. Es más, Savater despliega en estas páginas el asombro y el contento de lo gai saber. Aire fresco de la mañana, conversación a la caída de la tarde y meditación nocturna son el lenguaje que cualquier lector atento puede encontrar aquí, acicate para seguir filosofando incluso con quienes nos rodean en el momento de leer el libro o tras abandonarlo, chistes malos y buenos, casos ejemplarmente vulgares, alta lucidez. Por decirlo de algún modo, el filósofo se pone el cinturón negro de maestro karateca, pero permite participar a todos y a él mismo. Más preciso que nunca, más ligero –pero de una ligereza que aúna el hondo ensamblaje del Ensayo sobre Cioran con la vuelapluma audaz del Diccionario filosófico-, tan contenidamente conmovedor como en su preciosa novela El jardín de las dudas, Savater cuestiona lo real, aborda el tiempo, se apresura ante la muerte, habla de sí y de la libertad, reflexiona sobre el arte y reivindica finalmente la alegría de vivir como modo de obrar ético. Naturalmente, tampoco falta el asunto político, en el convencimiento más o menos subversivo pero en todo caso irrenunciable de que la filosofía como interrogación ilimitada nace, según apuntó Castoriadis, junto con la democracia. Una noche ática a orillas del mar, mientras observaba distraído bajo unas parras la bóveda celeste, Tales de Mileto cayó a un pozo. A quienes entonces y hoy se ríen de este hecho de manera denigratoria, nosotros podemos recordarles ahora las palabras de Savater: “No, ese filósofo no es un loco ni un extravagante (¡por lo menos no suele serlo en la mayoría de los casos!): sólo resulta algo más desconfiado que los demás”.
El ciempiés tiene 17 patas (publicado en la revista El Viejo Topo) Ética y ciudadanía, Montesinos, Barcelona, 2001 Ética, política, ciudadanía, Grijalbo, México, 1998 El primer libro recoge una serie de conferencias y entrevistas que Fernando Savater dio en Caracas durante el año 1998. El segundo transcribe una charla organizada en México por la misma fecha. Una vez más, el filósofo donostiarra despliega toda su claridad y sencillez de ideas para afrontar las cuestiones más acuciantes de nuestro populoso mundo intercomunicado. En primer lugar Savater distingue entre ética y política: “La ética se preocupa de lograr mejores personas y la política de lograr mejores instituciones”. Sin embargo, tanto la una como la otra – que no son sólo disciplinas académicas ni asuntos palaciegos, sino comportamientos y esperanzas de nuestro vivir cotidiano- se implican mutuamente. La idea es que si de alguna forma la ética – en lo que tiene de tolerancia, por ejemplo- exige su institucionalización política, no puede haber política sin previa reflexión moral. En segundo lugar, Savater propone su ideal ético-político democrático: una “ética universalista laica” y un gobierno donde “todos somos políticos”. A partir de las semejanzas humanas y no de aquello que nos separa, el conocido profesor extrae los valores e instituciones comunes que nos han de facilitar la convivencia: un individualismo social en lo “local” y un gobierno mundial en lo “global”. Pero estas ideas chocan de frente contra las pretensiones neorreligiosas tanto del neoliberalismo como del multiculturalismo (o comunitarismo) hoy reinantes. Lo fundamental de la humanidad, responde Savater siguiendo a Spinoza, no estriba en producir más y más objetos o en encerrarse en la propia tribu, sino en “producir más humanidad, en producir una humanidad más
consciente de los requisitos del ser humano” (dignidad, autonomía, etc.). Desde este punto de vista, la democracia no vendría a ser sino el proyecto histórico-social de instituir el “reconocimiento de lo humano por lo humano”. En otra de sus conferencias Savater compara la filosofía y la ciencia. Hay aquí una vaga crítica al cientificismo imperante y sobre todo al beatismo tecnológico de última hora, aunque no se trata ni mucho menos de una enmienda a la totalidad. Simplemente Savater se limita a delimitar bien los “campos de verdad” en que cada una opera: mientras la ciencia ofrece soluciones que cancelan los problemas, la filosofía ofrece respuestas que dejan abierta la posibilidad de seguir preguntando. En la actual polémica sobre la globalización, las reflexiones de Savater pueden aportar algún que otro motivo interesante de discusión. Principalmente la reivindicación de los derechos humanos como criterio de civilización, en oposición al “choque” de culturas o a su mutuo y salvaje aislamiento. Para Savater, el proyecto de la ciudadanía democrática se enfrenta hoy a dos osbtáculos: de un lado a la obsesión por la identidad cultural, que ha venido a sustituir al racismo; y de otro, a la globalización brutamente económica, que ha logrado extender por el planeta las tarjetas de crédito y los fusiles de asalto, pero se ha olvidado de hacer lo mismo con los derechos humanos (individuales siempre, puesto que no hay “seres humanos colectivos”), la protección de la infancia, la educación, la emancipación de la mujer, etcétera. Además de estas reflexiones sobre ética y política el libro recoge las opiniones críticas del autor sobre temas tan diversos como la corrupción de los partidos políticos, el aborto, la eutanasia, la manipulación genética, el papel de los intelectuales, el periodismo, la ecología, la literatura, el trabajo, el deporte, las drogas, la muerte, el amor, la alegría o la belleza. Pero Savater no se cansa de insistir en que en todas estas cuestiones lo que está en juego es nuestra irrepetible y frágil libertad, o sea, la voluntad consciente de
una vida mejor -y no algo mejor que la vida. El filósofo donostiarra cuenta una anécdota de Lichtenberg que resume bien tanto el carácter del intelectual español como el propósito de este libro. Decía el aforista alemán del siglo XVIII que al ciempiés le pusieron ese nombre personas tan perezosas que no podían contar hasta 17, que son las que tiene. “Como educador”, aduce Savater, “intentaría enseñar a la gente a contar hasta 17”. Savater a lomo de página (publicado en la revista Lateral) A caballo entre milenios, Aguilar, Madrid, 2000 Fue Montaigne quien señaló que le divertía muchísimo más la sabiduría experimentada de los hombres que sus consabidas y reiteradas tonterías. Creo que este hermoso libro pertenece a la misma categoría de los que celebran antes la risueña bondad del esfuerzo humano que la estupidez que se resigna a lo que está mandado. En A caballo entre milenios Fernando Savater ha escrito quizá su libro más personal, una especie de savateribus rerum compendium que suma a su vieja afición por las carreras de caballos sabrosos comentarios literarios o cinematográficos y varias disquisiciones éticas, políticas y filosóficas sobre el mundo que nos rodea y sobre lo que hacemos nosotros en este mundo. En relación con su otro libro sobre dicho deporte –El juego de los caballos-, Savater sigue resultando igualmente abrumador en cuanto a su conocimiento de la materia, pero en esta ocasión me parece que su mirada abarca más horizonte. Menos desesperado, menos apresurado, como si alguien o algo (¿algún dios griego?) le hubiese susurrado a los oídos: “tranquilo, siempre he estado contigo...”, Savater nos ha ofrecido un regalo de libro, audaz y compasivo, desternillante y serio, libre y hermoso como el galope de un purasangre de
carreras. Como ocurre con casi todas sus obras, pero mucho más con esas que él mismo ha señalado como las que verdaderamente ha querido escribir (La infancia recuperada, San Sebastián, etc.), quien toca este libro toca a un hombre... Pero, ¿sólo a un hombre? ¡No!, pues aquí las hojas de hierba se ven pisadas por el raudo galope de la raza equina, tanto o más fulgurante que el vuelo de la imaginación humana. Y es que los protagonistas de este libro son los caballos de carreras y quienes los montan: en El juego de los caballos conocimos a Todo Azul, a Sea Bird, a Northern Dancer o a Nijinsky, y nos reencontramos con nuestro bad boy favorito, Lester Piggot; ahora, en este pasatiempo más completo y más experimentado, nos podemos enamorar de Montjeu, Sinndar o Dubai Millenium, montados por los nuevos astros de la fusta: Lanfranco Dettori, Olivier Peslier, Yukato Okabe o incluso la primera mujer jockey de la historia. Comentando con una amiga la lectura de A caballo entre milenios me cortó secamente y me preguntó: “Pero este libro qué es, una novela?”. “No”, contesté, e intenté explicarle que se trata de crónicas hípicas enriquecidas con los sueños y vivencias, delirios y decepciones, amores y lecturas de una persona llamada Fernando Savater. Sin embargo, es cierto que el tempo del libro resulta novelesco, como tiene que ser cuando el compromiso con la vida acepta el riesgo de la aventura. El mundo que Savater relata en este libro tiene un nombre: the racing world. En casi 80 carreras de caballos viajamos a través de él para tratar de encontrar la carrera ideal, la Gran Carrera de Caballos, y dar así con “el secreto de la emoción vital”. La andadura empieza en Buenos Aires y acaba en Tokio, como corresponde al momento actual. Sucede a lo largo del año 2000, esa cifra mágica en que creíamos que íbamos a estar volando por las ciudades en pequeñas y cómodas naves espaciales y que sin embargo aún seguimos viviendo a ras de suelo o, mejor, a ras del
verde y fresco césped de los hipódromos que los ingleses llaman turf. Tal como indicó oportunamente Javier Marías cuando el libro se publicó, la prosa calmada y respirable de A caballo entre milenios contrasta vivamente con el furor polémico y contundente de los artículos periodísticos de Savater. En el mismo año en que muchos se molestaron más por los razonamientos contra el nacionalismo vasco del intelectual que por los asesinatos continuos de ETA, el escritor donostiarra pergeñaba secretamente este tesoro literario. En poco más de cinco años creo que habré leído casi veinte libros de Savater y puedo asegurar que, junto a Ensayo sobre Cioran y Criaturas del aire, éste es el que más me ha perturbado y el que está quizá mejor escrito. Un crítico literario francés señaló en una ocasión que los escritores españoles abusaban en su prosa de la oralidad. A caballo entre milenios está impregnado de ella, pero no de esa oralidad pseudocervantina y perezosa que ciertamente perjudica a muchos escritores españoles, sino de una oralidad deudora del afán de narrar el hecho de vivir contra la muerte que ha motivado Las mil y una noches, Habla, memoria de Nabokov y otros ejemplos de la más alta literatura. Contra las poses del estilo que muchas veces ahoga la prosa de los escritores franceses, Savater ha reivindicado una naturalidad literaria de impronta stendhaliana. Entre una fácil oralidad presuntamente realista y un indigerible estilismo formal, Savater ha optado, pues, por escribir lo más fielmente posible a la realidad que se vive a través de los libros. Es algo parecido a lo que decía el bueno de Muñoz Molina en una entrevista reciente: hay que ser lo menos literario posible sin dejar de escribir literatura. Lo que sigue caracterizando la prosa de Savater, además de su consabida gracia estilística, su agudeza humorística y su claridad racional, son las numerosas palabrejas rebuscadas que pueblan sus frases. En este punto, Savater se separa del consejo de Montaigne – tan sentencioso por otra parte-, y sigue insistiendo en cierto
barroquismo léxico que a mí y a uno de mis hermanos también nos divertía mucho cuando éramos pequeños. Ya que no comparto el talento, sigamos disfrutando de la afición. Esta vez, por si fuera poco, Savater ha logrado emocionar sin dejarse llevar por el sentimentalismo. Hay en todo este libro una gracia indescriptible que lo recorre de principio a fin, desde la autojustificación inicial hasta el poema de Yeats que lo cierra. A lomos de sus páginas empezamos a cabalgar hasta Buenos Aires, cuya descripción nos deja con las ganas de conocer a esa dichosa ciudad de los tangos de Gardel. Luego nos vamos a la feliz e ignorada Sevilla, al Gran Premio de Andalucía, donde el autor recuerda la influencia hispana en la creación del “purasangre inglés”. En primavera, visitamos el recoleto hipódromo de Budapest, que conserva todavía cierto perfume nostálgicamente centroeuropeo. Llega entonces el momento de la carrera irlandesa de Curragh, contada en un episodio espléndido, divertidísimo y sabiamente conmovedor. Y justo días antes de que los matarifes de turno asesinaran a José Luis López de Lacalle, Savater visita el hipódromo de Kentucky, donde nos hacemos amigos de un tal don José, simpático conaisseur del mundillo de los caballos. Sigue la búsqueda de la carrera ideal, y esta vez nos vamos al centro del universo equino, al Derby de Epsom, cerquita de Londres, en cuya jubilosa salida Savater se reconcilia todos los años con el mundo: “por una vez yo, que nunca estoy seguro de estar donde quiero estar ni en el lugar que me corresponde, que a veces como mi amigo Cioran sospecho que ni siquiera el mundo está en su lugar debido, me reconcilio con mi puesto en el cosmos y me felicito por estar aquí, precisamente ahora: ¡momento, no te detengas pero sigue siendo hermoso!”. Y continúa la leyenda y el momento no se detiene, y el viaje prosigue esta vez hasta París y luego por fin se detiene en San Sebastián. ¡Ah, la bella, la cordial, la vieja Donosti! Fue en San Sebastián donde empezó todo: tal como se apresura a responder el escritor donostiarra a una guapa periodista andaluza que le hace la
pregunta previsible de “¿Qué hace un filósofo como usted en un sitio como éste?”, Savater responde que primero fue el hipódromo de Lasarte y luego vino Atenas. Aparece en este capítulo una foto del filósofo en el paddock de dicho hipódromo, sonriente y feliz como un Demócrito en una playa griega. Pero el peregrinaje aún no ha llegado a su fin, aunque está a punto de ocurrir en Milán, adonde el distinguido profesor viene a dar con su cuerpo en el suelo justo delante de la Scala, tras resbalar por el bordillo de una acera demasiado mojada por un aguacero de los que yo también he padecido en aquella ciudad y cuyo hipódromo de San Siro, por cierto, fue el primero que vi en mi vida. ¿Será éste el verdadero síndrome de Stendhal, ese escritor que nos conminaba a ser ante todo milaneses y que se estremecía ante la belleza del arte humano? Ya dicen que hay amores que matan... En fin, llegamos a las fuentes de este particular Nilo cuando el doctor Savater prosigue su aventura en las planicies de Newmarket, donde los buenos y etílicos ingleses inventaron y reglamentaron el deporte de las carreras de caballos hace más de trescientos años. Ya en otoño, visitamos Longchamp, en París, durante la prueba del Arco del Triunfo, quizá lo más parecido a un campeonato del mundo de estos bólidos de cuatro patas. Allí asistimos a la gloriosa victoria del bravo Sinndar montado por el jinete irlandés John Patrick Murtagh. Tras acabar la carrera, vemos cómo éste se dirige al público en “un saludo anchísimo y feliz”. Las flores se marchitan con el paso del tiempo, y luego vuelven a florecer. En el mes de noviembre pasado Savater se encontraba en Hong-Kong cuando de nuevo los sicarios de la muerte asesinaron a Ernest Lluch. Lean por favor este episodio, sobre todo lo que Savater dice a propósito de la postura “dialogante” que a partir de dicho asesinato ha venido a bendecir una actitud que bajo aparente sutileza no demuestra más que dejación y abandono. Lo de ETA no es en ningún caso ni de ninguna manera un tema más: es fastidioso tener que hablar todo el santo día de ello, pero, ¿es que vamos a
soportar que España continúe siendo un país donde las dictaduras siempre encuentran una u otra justificación, explícita o solapada? Una broma comprometedora de la mujer de Savater nos despierta de la rabia y el ensueño. Estamos en Tokio, fin de nuestra vuelta al mundo. Atrás también hemos dejado las humedades cosmopolitas de Baden-Baden, en Alemania, o la puesta de sol en la playa de Sanlúcar de Barrameda. Hay en A caballo entre milenios un momento que a mí me parece el más bonito de todo el libro, y que sucede tras la velada turfística de Dubai, en el mes de marzo. Escribe Savater, recordando ese apotegma de Goethe en el que el poeta equipara lo efímero a lo alegórico: “Y yo no sé en qué consiste la alegoría de esto tan efímero y hermoso que acabo de presenciar en la pista de Nad Al Sheba. Me ocurre después de asistir a cualquier carrera bonita, después de cada coito, a cada paso: siento que se me está advirtiendo de algo y no sé de qué. Disfruto pero me inquieto”. Me temo, querido Fernando, que a tus lectores -¡incluso a los incomprensibles que todavía no hemos leído el Silver Blaze de Conan Doyle!- nos ocurre lo mismo con tus libros. Y queremos seguir disfrutando e inquietándonos... Al final está el postre del epílogo. Se titula Fast and flat, expresión inglesa que el padre de Savater utilizaba para enseñarle como tenían que ser las carreras, y que tanto recuerda a aquello que aconsejaba con humor porteño el gran Di Stéfano para jugar bien al fútbol: “la pelota tiene que correr por donde pastan las vacas”. Está el poema mencionado de Yeats traducido con contención y respeto por Javier Marías, y cuatro apéndices con otras tantas crónicas de los últimos Derbys del siglo XX. Y ahora, ¿cómo me despido yo de vosotros, si quiero deciros que amo sin exageración este libro y a quien lo ha escrito, pero que de ninguna manera quiero imponer nada a nadie? Creo que mejor será dejaros con Savater, volviendo a casa en el metro de París, tras haber comprado un librito sencillo y profundo de su amigo Cioran. Un clochard entona su cantinela mientras el vagón traquetea y los
viajantes pierden la mirada donde pueden, en esa esquina o en aquella mujer, o en un libro, vaya usted a saber... Al final, el vagabundo levemente fastidioso resume su situación: “actualmente, me encuentro en la precariedad”. Y Fernando Savater se le acerca, y le da una pobre moneda de 10 francos y le dice, sin ánimo de consolarlo: “Nous tous”. Sí, todos nosotros. Libertad de destino (publicado en mi blog procopio: café filosófico) El valor de elegir, Ariel, Barcelona, 2002 Ha empezado agosto [agosto de 2005]. Leyendo ahora El valor de elegir (Ariel) de Fernando Savater. Una obrita desigual, un compendio de las virtudes y defectos savaterianos. Me recuerda al librito-entrevista que le hizo el periodista Juan Arias, y en comparación con esa obra, El valor de elegir es lectura más amplia y detallada. Sin embargo, en comparación con otras obras presuntamente menores por destinadas a la juventud, como Las preguntas de la vida, encuentro lo hasta ahora leído (cierto es que se lo he leído casi todo y ya me conozco la película) un poco más superfluo. Sigue habiendo párrafos iluminadores, profundos, conmovedores, en especial en este caso los destinados al problema de la libertad y el destino. Uno sigue trabando conocimiento de nuevos autores o nuevas perspectivas (que a mi modo de ver están faltas de desarrollo, sobre todo la inicial referencia al ser humano como ser religioso). Sigue resultando divertido, sobre todo en este caso en la segunda parte, cuando Savater se pone a elegir. Dicho todo esto, para un nuevo lector de Savater este libro le puede servir como grata introducción a sus libros e incluso a la filosofía. Para los más asiduos, hay otra manera de leer: corrigiendo sus fallos o sobrepasando sus limitaciones. En este
caso, en especial las ya citadas relativas al "ser religioso" de lo humano y también en la cuestión del conocimiento y la verdad. No es que esté mal lo que escribe Savater, pero no sé hasta qué punto incluso el mero planteamiento entraña algunas importantes limitaciones. Acabado el libro revienen algunas dudas en relación con el planteamiento de las ideas de "humanidad" y de "lo contingente". Pensando que Castoriadis llama "metacontingente" al plano propiamente humano, y que es desde ese plano desde el que es posible la universalización de lo concreto, no solamente a partir de la biología, sino de la razón (condicionada-condicionante por/de lo biológico). Ahora bien, de la razón considerada, en contra de la tesis de este libro, no como conocimiento para la acción, sino primariamente como pensamiento-acción.
ESBOZO DE UNA FILOSOFÍA TROPICAL El físico Xavier Terri ha elaborado una nueva teoría física, a la que llama teoría conectada, aunque sería mejor llamarla teoría de la conectividad, conectista, o del principio de conexión; o bien, teoría relacional de la física, pues la métrica de su teoría es de naturaleza relacional. En la página 180 de su libro Terri dice que hay quien postula que la “gravedad aparente” es menor en puntos del ecuador que en los polos. Así es, pero, dice Terri, es mucho menor de lo que se postula con fuerzas centrífugas ficticias. Terri: “Pero, ¿por qué no negar desde un buen principio la rotación absoluta de la tierra y definir así consistentemente sus parámetros geométricos? ¿La antedicha diferencia real de gravedad no refleja, sin necesidad ninguna de postular tales rotaciones absolutas, la diferencia real entre el radio ecuatorial y el radio polar? Los viejos conceptos empleados ya lo denuncian: eje imaginario, gravedad aparente, fuerza ficticia...(...) Todo lo dicho no significa que de hecho puedan existir fuerzas que apunten `hacia el exterior´ de la Tierra (que en principio no tienen por qué coincidir con las fuerzas centrífugas newtonianas). Pero tales fuerzas, cuyo valor exacto está aun por calcular, deberán ser atribuidas a ciertos efectos gravitatorios provenientes de la circulación de masas alrededor del inmóvil planeta -conectándolo ahora a su mundo exterior-, nunca a una supuesta rotación absoluta de la sola Tierra (parece que esto ya lo profetizó Ernst Mach).”
El propósito de estos apuntes no es, desde luego, calcular el valor exacto de tales fuerzas no ficticias, pues carezco de tal capacidad de cálculo. Se trata solamente de trasponer, como dicen los matemáticos, pero no matemáticamente, este nuevo postulado a la comprensión filosófica, y extraer sus posibles consecuencias o usos. La filosofía tropical. La expresión es de Nietzsche (La gaya ciencia). La filosofía tropical apuesta por un pensamiento individualizador del frío y del calor naturales (climatización lo llama Sloterdijk) con el fin de poder vivir en un mundo cotidiano más cálido, acogedor, habitable, mediante la práctica de un pensamiento trágico y solar y el goce de sus materializaciones determinadas. La filosofía tropical desea la buena vida, la vida digna compartida, en la que la cordura como virtud negativa pueda brotar positivamente como entusiasmo transvalorador. La expresión filosofía tropical designa la filosofía de una vida cotidiana. La filosofía tropical es: -una filosofía del día (ecuatorial: gravedad mínima) -una filosofía de la noche (polar: oscilación: p. 181, Terri). En física, se emparenta con las irregularidades del péndulo, los campos de “girasoles” (no un girasol sobre otro), y, en fin, la cuántica planetaria (Bode), en la que no hay separación entre la micro-física y la macro-física sino una macro-física como comprensión expansiva y extensiva de lo micro, que es un cuantismo globalizable. Más que la navaja de Occam, el principio de visibilidad y coherencia de Epicuro. Fases del principio de individuación climática: -el náufrago (el don nadie): el mortal, el extranjero, el yo aborigen
(Emerson) -el surfero (el nómada): el cuerpo, el esfuerzo racional, el lenguaje, la acción -el navegante (el gran barco): la democracia, la multitud, el individuo Esto es el hilo conductor de mi trabajo Idea trágica de la democracia. Problemas fundamentales de la conexión climática: -Intereses inmediatos y universalidad racional/política: conexión relacional entre la vida cotidiana y el Estado -Vocación (ganarse la vida) y trabajo: necesidades extra-biológicas y economía conectada o relacional Sabiduría climática: ecosofía (Guattari). Demócrito: las sensaciones mismas de frío y de calor son convenciones, prolongables en instituciones. Sensación de los comunes: sentido común convencional. Cuestión de hecho: la climatización. Lenguaje tropical: oscilación onírica y levedad vigilante. Carta a un corresponsal sobre lenguaje y violencia: si hemos de reinventar un lenguaje común, crítico y autónomo, éste no puede ser simplemente la “lengua viva” -opuesta al código- de cada idioma. Tampoco el código que se ha arrogado la viveza de su habla. Esta dicotomía entre lengua viva y lenguaje de las cosas no es del todo aceptable. En Heidegger mismo se hallan perfectamente unidos el lenguaje popular y la lógica identitaria, y de ahí su nacionalsocialismo. No creo que sea una buena idea recuperar la idea de simbiosis popular o irreductibilidad de las lenguas si de lo que se trata es de oponer un lenguaje a la asepsia del cinismo. Ya sé que tú mismo
adviertes de que no estás proponiendo una vuelta a lo premoderno, etcétera, pero la defensa de la “lengua viva” no me parece aceptable ni siquiera como punto de partida, o como esa tradición sobre la que apoyarse como si fuera una catapulta. Porque la cuestión es esta: si uno dice lo que dice porque lo dice en la lengua x, por mucho que se diga que esta lengua x no atiende a la lógica identitaria, en realidad solo lo puede estar diciendo así según la lengua codificada como x, por tanto por defecto o por exceso respecto de un código reducible a un orden determinado y perfectamente traducible, que como tal ser-determinado nos dice lo-que-hay-que-decir o lo-que-hay-que-hacer o, peor aún, lo-quehay-que-pensar. Y entonces, ¿dónde queda la autonomía y su proyecto en esta imposible separación, es decir, en este engaño? Ciertamente el término “lobo” no significa lo mismo en todas las lenguas y es enriquecedor reconocerlo y saberlo. Pero lo humanamente común, lo universalmente libre no es que “lobo” signifique esto o aquello, sino que signifique. Este dato, que quizá puede definirse como la conciencia del hecho de la lengua viva, o conciencia que nos remite a la imaginación de la que todas las lenguas y sus hablantes viven, es justamente el que da sentido y orientación a lo universal comunicable, es decir, a un verdadero lenguaje común que no sea ni el del espectáculo monopolista ni el de la idiosincrasia identitaria. En mi manuscrito Ensayo sobre el sentido común intenté explorar un posible lenguaje común, crítico y autónomo. Allí hice hincapié en la idea de voluntad tratada como sentido. Me dirás que la voluntad no es un lenguaje. De acuerdo, pero en tanto voluntad humana, lo es de palabra, de racionalidad, de inteligibilidad. Y lo mejor de todo es que, como voluntad, también es lo incodificable, lo irracional, lo ininteligible. Yo estoy de acuerdo con la idea de totalidad si ésta se comprende como inteligibilidad e ininteligibilidad al mismo tiempo; si se trata sólo de uno de estos elementos, si se trata de oponer uno al otro, entonces no puede hablarse con propiedad de totalidad. Cuando Castoriadis habla de “seudoracionalidad”, pienso que no se refiere a un proceso que no
acaba de ser racional, sino más bien a uno que sólo es racional en el sentido lógico-identitario, tan a menudo rebosante de falso sentimentalismo. Pero lo opuesto a esta razón no puede ser la lengua viva de cada idioma si ésta es irreductible a las otras, pues entonces lo único que estamos haciendo es trasladar la oposición identidad-diferencia a otro nivel, sin afectar para nada a la idea de razón, que en cuanto tal seguriá siendo de ese modo sólo razón instrumental. No, lo que yo quiero no es sólo oponer la impersonalidad de la lengua espontánea a la impersonalidad -o falsa personalidad- del lenguaje identitario, yo quiero además poder personalizar, imaginar, sacudir, crear dicha espontaneidad. Por eso el sentido común no es el gobierno de la Razón, pero tampoco la voz del pueblo (otra forma de Razón), sino imaginación creadora y revolución. De todas maneras, en mi Ensayo tal vez sigue habiendo por mi parte una excesiva confianza en lo ideal-especulativo, sobre todo en el primer apartado, o en la misma idea de “mundo” (Castoriadis me diría que ni siquiera se puede hablar, por ejemplo, de res pública, porque ni siquiera en el ámbito político hay res definitiva que valga. Y aquí la cuestión de la acción cobra todo su sentido y da lugar a toda una problemática que me tiene fascinado desde hace años, como es la relación entre la ley y la libertad o el tópico del monopolio institucional de la violencia. No en vano, quizá, cursé la licenciatura en derecho). Para hacer frente al actual ascetismo legal de impronta hegeliana, nada resulta más descorazonador que ver a algunos ecologistas yéndose a adorar a la “Naturaleza”, siendo como es el ecologismo (por lo poco que sé) uno de los movimientos que más radicalmente han puesto en entredicho la actual economía financiera o crematística en la que el dinero es Dios (pues el dinero habla de sí mismo, se absolutiza, y los precios ya no relativizan las cosas: la Bolsa ya no es un mercado –ojalá- sino una iglesia). Al menos como yo lo entiendo, no hay tal cosa que pueda hablar
sobre sí misma. Ni siquiera el hombre... ¡Esa es precisamente la negación de la teología que permite que haya acción! En mi manuscrito hay un postulado básico que es el siguiente: no hay ninguna “cosa en sí” (yo hablo allí, siguiendo en esto a García Calvo, de la “cosa sin nombre ni precio”) fuera del ámbito político. Pues la política consiste, desde este punto de vista, en nombrar y apreciar públicamente a la cosa (y de ahí la res publica o república). Pero como he dicho, ni siquiera hay una cosa pública definitiva (es decir, tampoco la república es un ser-determinado ni una cosa en sí). Por eso me pareció muy interesante la idea de que podemos pensar las determinaciones como significaciones imaginarias sociales. Sin embargo yo insistí en la idea de Estado precisamente porque sólo dentro de lo estable (estado) lo inestable puede tener humanamente lugar. Pero sólo puede surgir lo inestable si el Estado es una democracia en la que “la cosa” no es nunca nombrada y apreciada absolutamente o totalmente, porque en su fondo sin fondo sigue siéndonos desconocida e inapreciable. Por eso la filosofía y la democracia son la interrogación y la discusión ilimitadas sobre la verdad y la justicia. No es la cosa la que habla sobre sí misma (eso sería un poco convertir a la cosa en Dios, que dice “Yo soy el que soy”, o decirle a Dios “Hágase tu voluntad”: es decir, eso sería heteronomía). ¿Y no es eso también lo que le ha ocurrido al capitalismo financiero que ha divinizado a un dinero que ya sólo habla y especula circularmente sobre sí mismo, sin respuesta y sin conversación. No, somos nosotros los mortales los que hemos de arriesgarnos a hablar y hablarnos relativamente de la supuesta cosa. Pero esta relatividad no es el relativismo posmoderno que ya no se cree nada (ni siquiera que es mortal), sino esa actitud relativizadora en la que Castoriadis cifra justamente la posibilidad de autoalteración de la sociedad civil.
Por eso no hablo del Estado que debiéramos tener, o si lo hago es a condición de precisar que allí donde digo “debiera” quiero decir ante todo “queremos que sea posible”. Sin duda también es muy importante, y quizá más urgente, criticar lo que el Estado efectivamente es. Hace un tiempo fui en coche con un amigo a París y a Amsterdam, y por el camino vi un montón de carteles en los que decía: “El Estado trabaja para mejorar sus condiciones de vida”. Por supuesto, yo no estoy de acuerdo con esta idea de Estado (o de institución política) efectivamente separada de los ciudadanos, “motor de la economía”. No porque considere insuficiente que solo “trabaje para” y no sea, digamos, la misma institución del trabajo, cosa que por cierto emparentaría al Estado con esa burocracia sin reglas, en efecto, pura ley de la arbitrariedad, no solo característica del modus vivendi, si así puede ser calificado, de Auswitz, sino, para empezar, del comunismo soviético todo, culpable original del totalitarismo. Tampoco desearía que el símbolo de nuestra democracia fuera -al menos, únicamente- la selección nacional de fútbol, pongamos por caso, por muy representativa que ésta fuera de la variada ciudadanía nacional, sino el mismo Estado democrático, el mismo Estado político, la misma política. Por eso me resulta útil la reivindicación de cierta tradición histórico-revolucionaria de institución autónoma de la sociedad. En ese sentido, por supuesto que la tradición puede servirnos perfectamente de sostén y de catapulta, pues además se trata de una tradición transcultural y aun transhistórica. Todo esto tiene muchísimo que ver con el problema de la acción. Cuando preparaba mi manuscrito, me sorprendió que Spinoza dijera que, a diferencia de la libertad de pensamiento, la libertad de acción no es constitutiva de una democracia. Si lo dice, como me temo, porque, en efecto, en una sociedad autónoma la ley y la acción se confundirían, aquí el problema radica en lo que siempre se le ha criticado a Spinoza, esto es, en sus dificultades para comprender el tiempo históricamente y por tanto en el hecho de
que la democracia spinoziana es puramente ideal. Pero, a mi modo de ver, Spinoza solo hace que anteponer la ley a la acción más que paralizar a ésta (como tantas veces se le ha criticado), en el bien entendido de que una ley que fuera contra la libertad de acción no podría recibir el nombre propiamente de ley. Esta es tal vez la impresión que puede dar la idea de Estado en mi Ensayo sobre el sentido común, la de cierta rigidez, pues quise escribirlo totalmente sub especie Spinozae, por lo visto incluyendo sus ambivalencias. Y sin embargo, Spinoza y sus semejantes (Lucrecio, Montaigne, Nietzsche, etc.) siguen siendo puntales filosóficos del proyecto de autonomía. Sin duda habría que añadir a Kant (y yo lo hago en mi manuscrito), pero pese a reconocer “la libertad de obrar” y la dignidad autónoma de los ciudadanos, y pese a llegar a esbozar explícitamente una unión universal de democracias, todos sabemos que el problema de Kant es que su Estado, en este caso sin duda, sigue siendo heterónomo, es decir, una instancia separada. De manera que allí donde Spinoza piensa haber logrado la comprensión perenne de la democracia, Kant afirma que una vez constituido un Estado de Derecho “racional”, “poco a poco” se llegará a la democracia. Dicho esto, hay que añadir dos cosas en honor de Spinoza: en primer lugar, nuestro filósofo dejó inacabado el capítulo sobre la democracia de su libro titulado precisamente Tratado político (no ya Tratado teológico-político); y en segundo lugar, las dificultades de Spinoza para pensar la acción en el tiempo siguen siendo nuestras dificultades y nuestro problema. En realidad, no hay más problema histórico en Spinoza que el que tenemos cada uno de nosotros como seres históricos, y en nuestras instituciones, y solo en su contexto debe ser comprendida la perentoriedad, más que rigidez, de la obra de Spinoza, en verdad valiosa para cualquier tiempo histórico humano. Por todo eso es tan apreciable la labor filosófica de Castoriadis, porque no acaba como tantos otros sucumbiendo a la política de
hechos consumados del señor Hegel, y sigue pensando. Me parece que Castoriadis ha sido el pensador que más a fondo y con mayor conocimiento ha criticado lo que llama “pensamiento heredado”. En este sentido, considero que las críticas que Castoriadis realiza a la imaginación reducida a lo estético, en Kant (y en este punto es donde mi ensayo flaquea, pues allí tomo la imaginación creadora en un sentido aún demasiado kantiano), son muy pertinentes. Además, la imaginación acompaña a una memoria trágica que no es mero recuerdo binario (no hay presente sin olvido, como decía Nietzsche), y esta imaginación que se sustrae a la lógica del serdeterminado permite pensar históricamente sin confundir la historiografía (o Historia en mayúscula) con lo histórico, evitando del mismo modo las tentaciones del “fin de la historia” y de la “historia concebida”. Quizá podríamos llamar transhistórico o extrahistórico a este punto de vista. Y como ya antes he comentado, eso nos podría dar la clave de lo que podemos usar libremente como lenguaje común, crítico y autónomo, que rompa las clausuras peligrosamente naturales de la lógica conjuntista-identitaria. Cuando todo se reduce al sustrato natural, en efecto, sin abarcar todo el espectro de la naturaleza, incluida la humana, lo natural no puede surgir o emerger como lo inestable dentro de la institución estable, pues solo puede hacer que regresar en forma de extra-violencia, a la que al Estado solo le cabe responder con justicia extrahistórica, y con todo derecho, con la guerra.
PRAGMATISMO AMERICANO He leido La filosofía de los Estados Unidos de Gérard Deledalle. Como es sabido, Peirce es el fundador del pragmatismo, sucesor del trascendentalismo de Emerson, y la primera filosofía genuinamente estadounidense, surgida después de la Guerra de Secesión (1860-65). James llamó pragmatismo en Berkeley en 1898 a lo que tanto él como Peirce venían haciendo desde entonces. Peirce era de familia demócrata de Nueva Inglaterra que permaneció fiel al Partido Demócrata, supongo que al Douglas aliado a Lincoln. James era más heterodoxo, como su padre, "el Swedenborg estadounidense". Dewey, el tercer gran pragmatista, era de familia demócrata free-soiler o free-labour de Vermont pasada al republicanismo liderado por Lincoln, aunque luego Dewey fue gurú del progresismo americano. Peirce llamó pragmaticismo a lo suyo, James, empirismo radical, y Dewey, instrumentalismo. Royce, discípulo californiano de Peirce, es el filósofo de la Gran Comunidad y de la Lealtad. Mead, colega de Dewey en Chicago, es el filósofo del pragmatismo social, por así decir. Peirce nunca fue profesor de universidad salvo durante un periodo de cinco años en la recién creada Universidad Johns Hopkins, en Baltimore, de 1879 a 1885, la primera universidad laica de los EEUU. Enseñaba lógica, su lógica semiótica. También dio conferencias en Harvard y otros lugares. James fue el primer profesor norteamericano de universidad de psicología, en Harvard, donde luego lo fue de filosofía. En 1908 publicó Pragmatismo, traducido en seguida al español en Uruguay por Vaz Ferreira. Dewey profesó primero en Michigan, pero no fue hasta cumplir los 40 años cuando se hizo un nombre, primero en Chicago, y luego, durante largo tiempo, en Columbia, en Nueva York. Mead siguió en Chicago. Royce fue profesor en Berkeley, California. Estos son los cinco magníficos del primer pragmatismo americano. A los que hay que añadir al famoso juez O. W. Holmes. De hecho, ¿no sería acaso Lincoln el primer pragmatista con su mezcla de
principios sagrados y flexibilidad en el tiempo? Sea como fuere, luego siguieron los discípulos: Hartshorne y Weiss, en Harvard, publicando la obra casi desconocida por el gran público de Peirce; Charles Morris y C. I. Lewis, en la estela de la lógica y de la semiótica peirceana. Sociólogos y antropólogos, en la línea de Mead. Sidney Hook, el gran discípulo de Dewey, condecorado en 1985 por Reagan tras realizar su particular ajuste de cuentas con el marxismo hegeliano. Lippmann, el periodista-azote de mitad de siglo XX. James nunca se dejó de leer, y hoy sigue la gran escuela psicológica americana, con componentes neurológicos, por ejemplo, en Damasio, o lingüísticos, en Pinker, iniciada a finales del XIX por James. El pragmatismo, tras su fatal error con respecto a la Urss de la mano de Dewey, error corregido un poco a destiempo, pero corregido, decayó mezclándose con la filosofía analítica que a su vez se había hecho un poco americana (Quine y demás contra Russell y Whitehead). Aunque nunca se dejó de leer, publicar, estudiar y renovar el pragmatismo, no fue hasta finales de los años 70 cuando el debate sobre el pragmatismo volvió a alcanzar el vigor de los primeros días. Esto se produjo de la mano de Richard Rorty y Hilary Putnam, aunque se puede añadir a Sandra Rosenthal y Susan Haack. Se trata de un pragmatismo muy mezclado con la filosofía europea, no solo con la analítica británica, sino con la tradición más continental, cosa que por otra parte se dio en el pragmatismo desde el principio, aunque fuera para romper con ella. El debate desde los años 80 y 90 del siglo pasado gira en torno a la importancia de nociones como la verdad y la justicia. Rorty quiso rescatar a un Dewey sin epistemología, y si bien se pueden mencionar algunos logros, ciertamente la crítica de Putnam es demoledora. Putnam lee atentamente al Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas (al Wittgenstein cuyo libro de cabecera último fue los Principios de psicología de James) y da más importancia al "valor final" que a la "opinión final", sobre cuyo
estatuto Putnam apenas apunta, en la buena dirección, algunas cosas, pero sin entrar en ellas a fondo (cierto es que no he leido Razón, verdad e historia). Quizá el debate de fondo no sea sino a quién debe tenerse por referente primero de la tradición pragmatista, si a Dewey o a Peirce, en el bien entendido de que James, por varias razones, algunas quizá demasiado psicológicas, será siempre el más leido y el más fiable, incluso -sobre todopolíticamente y pedagógicamente. Hacernos elegir entre Peirce y Dewey no deja de ser un poco absurdo, porque Dewey es para empezar peirceano en su núcleo duro. Hablo del gran Dewey, al que tengo por el mejor filósofo del siglo XX, y no del Dewey facilón y vulgarizado que ha campado durante demasiado tiempo en cierta izquierda sindical y en las escuelas. Yo no prefiero a Peirce antes que a Dewey, pero no entiendo a Dewey sin Peirce. Antes que tener que decidirme por uno de los dos, preferiría dedicar mi tiempo a corregir lo que en ambos estaba claramente equivocado, de manera que el nuevo pragmatismo americano del siglo XXI evitase al menos los graves efectos de estos errores. Peirce es un filósofo enorme. Supera verdaderamente a Kant y Hegel, cosa que el empirismo británico o el racionalismo cartesiano lograban a duras penas. Mejora, pues, a Descartes, y al empirismo británico, al que unifica desde su raíz medieval, Occam y Duns Escoto -¿Locke y Hume?. Pero lastimosamente no pudo desprenderse del todo de la tradición idealista alemana en la que se había formado, y se murió al lado de Leibniz y no de Spinoza. La cualidad de la Primeridad no es, como decía Peirce, "positiva". No es ni positiva ni negativa. Tiene que ver con la abducción, que no afirma ni niega. Pero el mayor error de Charles Santiago Sanders Peirce fue de sistema, fue la pretensión de erigir un sistema, lo que por otra parte choca frontalmente con la misma originalidad de su pensamiento, la máxima pragmática que funda el nuevo pensamiento estadounidense. En su insólita habilidad lógicomatemática, Peirce se dejó llevar hasta elaborar al modo de Hegel, pero superándolo, una especie de ciencia de la lógica, una lógica
de la lógica (de la lógica), etc. Un absurdo al que llaman álgebra, que ya Descartes descartó para fundar el sendero de la filosofía moderna. En esta magna pero errónea obra, Peirce nos legó, no obstante, lo que llaman semiótica, que viene a ser el funcionamiento socio-histórico de la lógica humana. Curiosamente, Peirce rescata la semiótica de ciertos autores portugueses de la Universidad de Coimbra de princpios del XVII. ¡Qué no hubiera podido aportar en esta línea Vives de haber podido regresar a España! Finalmente, pues, el error de Peirce es de concepción, paradójicamente contraria a su mayor aporte, la máxima pragmática. Su "metafísica científica", su teísmo, la negación del infinito, la confusión de la verdad u "opinión final" con lo que Castoriadis llamaba peyorativamente "el acuerdo entre opiniones", el rechazo de la mutabilidad de la verdad -siquiera a lo largo de la vida de uno mismo-: todo esto son errores. Peirce no era darwiniano, era más bien positivista a lo Comte, a quien también superó, pero no venció, como sí hiciera afortunadamente su gran amigo William James. Poniéndose como homenaje paradójico de segundo nombre el español "Santiago", Peirce no dudó en descalificar duramente la degenerada vida española, y le fue fácil vencer a España en Cuba a los EEUU para empezar a erigirse en potencia mundial. Pero la victoria contra Alemania le costó mucho más, pagando el grave error del wilsonismo, tan teñido de superchería peirceana y de un idealismo a lo Royce, su discípulo californiano, mal entendido. No antes de la aparición del comunismo soviético, del fascismo y del nazismo, pudieron los EEUU derrotar a Alemania y a Japón. En Europa, luego, a partir de los años 70, Eco y Apel han dedicado parte de su obra al estudio de la semiótica y el pragmaticismo peirceanos. En Francia siempre se le conoció. En España, desde 1994, existe un Grupo de Estudios Peirceanos en la Universidad de Navarra. La carrera de John Dewey fue diferente a la de Peirce, pues Dewey se movió siempre en las instituciones académicas, aunque bien es cierto que predicando el experimentalismo. Más allá de su larga y provechosa carrera, llena de libros, conferencias y actividades públicas varias, paso a detallar el gran error de la filosofía de
Dewey, que es de fondo hegeliano. Es su pretensión de elaborar una "historia natural del pensamiento", esto es, la sempiterna pretensión de una "historia concebida" a lo Hegel, y no a lo Spinoza. Dewey se acerca en varias cosas al spinozismo (los principios de continuidad y transacción, y su relación triádica), pero el hegelianismo en el que se había formado puede más. Hace bien aceptando la mutabilidad de la verdad según la entiende James, lo cual no significa empero que cualquier cosa sea verdad, es decir, que por ejemplo la Urss fuera una democracia o un experimento democrático. Solo desde la tranquilidad doctoral de Columbia puede uno afirmar esto, incluso después de haber visitado la Urss y regresar con algunas dudas. Por suerte, a diferencia de tantos y tantos intelectuales europeos y de todo el mundo, Dewey rectificó, primero presidiendo en México DF el comité de defensa de Trotsky en 1937, y luego, de la mano de su discípulo neoyorquino, Sidney Hook, presidiendo el Comité por la Libertad Cultural, grupo anticomunista creado después de la 2ª Guerra Mundial que tomó su parte en la llamada, por el periodista Lippmann, Guerra Fría contra la Urss. Como ya he dicho, Reagan, que se hizo Republicano después de haber apoyado a F. D. Roosevelt, impuso la medalla de honor de los EEUU a Hook en 1985, y cuatro años más tarde caía el Muro de Berlín y tras él casi todo el bloque soviético. Lo que llevó al error a Dewey fue, al contrario de Peirce, su naturalismo darwinista, añadido, como he dicho, a su hegelianismo de fondo. La magna obra de Dewey se ve dañada por esto, por su excesivo optimismo digamos biológico, casi positivista, en una "humanidad" inexistente, y que no abandonará la tradición religiosa judeocristiana mientras sea civilizada. Más bien se trataría de hacer hueco en ella a las demás tradiciones religiosas, siempre en el sentido de la tolerancia occidental. Hoy en día este nuevo laicismo de cuño teleológico, cuando no teísta, sigue todavía su combate, confundiendo de nuevo las nociones de verdad y de justicia en medio del marasmo del posmodernismo. Dewey, pese a su progresismo, no apoyó a Wilson, tampoco al Partido Republicano de su padre, que había abandonado tiempo atrás; sí en cambio al Teddy Roosevelt del
Partido del Alce Americano. Una cita del Dewey de La opinión pública y sus problemas -años 20- encabeza todavía mi libro Idea trágica de la democracia. Digo todavía porque los problemas con Dewey, como hemos visto, no acaban aquí. Pero para salir con éxito de los mismos, no necesitamos elegir entre Peirce y Dewey, o James, etcétera. Los necesitamos a todos, y el primero será el que esté menos equivocado, si no puede ser que se trate del más acertado. Libro de referencia: La filosofía de los Estados Unidos, Gérard Deledalle, Tecnos, Madrid, 2002
EL PRAGMATISMO AMERICANO Y EUROPA A finales del XIX Peirce y James eran mejores filósofos que cualesquiera otros. En España, la Psicología tuvo su primera cátedra en la figura de Giner de los Ríos, y más adelante la de Sociología en la de Sales. La Institución Libre de Enseñanza, fundada por Giner de los Ríos, vino a ser la primera institución educativa laica del país, pero nunca llegó a convertirse en universidad y su desarrollo posterior no está del todo claro, pues ni los mismos prosélitos parece que hicieran mucho caso a uno de sus maestros, Fernando de los Ríos, cuando tras visitar a Lenin en la Urss volvió sin haber visto allí a la libertad. ¿Para qué?, preguntaría el comisario soviético. Desde luego la confesionalidad católica del Estado fue uno de los problemas de la Constitución de 1876, aunque poca cosa -la ILE se pudo fundar y pudo funcionarcomparado con la "república de trabajadores de todas las clases" (y de varias naciones, tendría que haber añadido el Constituyente) por venir, previo paso por la primera cirugía de hierro, en los años 20, de tipo obrerista. Sea como fuere, hoy José Luis Pinillos y Salvador Giner respectivamente continúan la tradición de la psicología y de la sociología hispánicas. Como ya he dicho, la primera traducción al español de la obra pragmatista fue la traducción por el uruguayo Vaz Ferreira de Pragmatism, de William James, al poco de salir, en 1908, en Uruguay. Vaz Ferreira escribió más tarde una obra titulada Nietzsche, James, Unamuno: filósofos de la vida. A principios de los años 20, se tradujo en Madrid La voluntad de creer de James, si no me equivoco, en la Imprenta de los Ciegos y Sordomudos. Después de la 2ª Guerra Mundial se tradujo en Suramérica a John Dewey, y a partir de los años 70, en Suramérica y en España se ha traducido ya más ampliamente a Peirce, James y Dewey. Aunque no podríamos pasar al siguiente punto sin mencionar dos hitos
primerizos relativos a Peirce: la publicación en la revista barcelonesa Crónica científica de un artículo suyo sobre su trabajo en el Servicio Geodésico de los EEUU, allá por los años 70-80 del siglo XIX, y su correspondencia con el matemático y lógico madrileño Ventura Reyes, que citó a Peirce en sus artículos para la revista El Progreso Matemático de Zaragoza. Personalmente, sin embargo, solo Cajal en su gira de conferencias por los EEUU y, obviamente, Santayana, conocieron a Peirce. Antes he dicho que ya a finales del XIX tanto Peirce como James podían considerarse mejores filósofos que el resto, de los que tanto aprendieron y a quienes superaron. Quizá con la sola excepción de Nietzsche (pues a Darwin solo hay que tomarlo como naturalista); y es que Nietzsche y el nietzcheanismo en Europa, bien es cierto que con dispares resultados, vienen a ser lo que Peirce y James, y el pragmatismo, en EEUU. Una revolución y la fundación de algo nuevo. Con resultados dispares, en efecto. Y tan dispares. Nietzsche, su filosofía trágica, su vitalismo, recorre toda la filosofía europea posterior, pero no encuentra escuela, no halla acomodo, nadie que la sistematice y la haga funcionar. En cambio el éxito del pragmatismo no conocerá más límites que sus propias autocorreciones. El filósofo francés Michel Onfray dedicó desde una óptica "de izquierdas" una obra a Palante, nietzscheano de primera hora, pero apenas conocido, vencido por el positivismo de la academia. Hay algunos otros, igualmente casi anónimos, hasta el Círculo de Sociología de París de los años 30, con Bataille, a mi modo de entender, a la cabeza. Bataille es el único verdadero y completo nietzscheano, el único vitalista, el único trágico de cierto reconocimiento de la primera mitad del siglo XX. En el Reino Unido, Russell y Whitehead compitieron con el pragmatismo, hasta rendirle los honores de campeón en forma de vida académica americana en la figura de Whitehead y su "vasta síntesis europea". Santayana, que había empezado con Schopenhauer y luego tuvo
que seguir la lógica de Harvard, salido de un cierto Madrid cosmopolita acabó volviendo como esteta a Europa sin haber podido alcanzar la comprensión de la Terceridad en EEUU, a pesar de los valiosos indicios de su obra. En definitiva, en la primera mitad del siglo XX el único filósofo no estadounidense que puede competir con el pragmatismo americano es Georges Bataille. Ni el sentimiento trágico de Unamuno ni la razón vital de Ortega, aun demasiado atados al historicismo hispánico, ni la fenomenología neokantiana de Husserl o Merleau-Ponty, ni el existencialismo de Heidegger y Sartre, ni la ciencia social de Adorno, ni el vitalismo idealista de Bergson, pueden con él. Tampoco los lógicos, como Carnap, que huirán de la Europa en guerra (solo Hanna Arendt -y Leo Strauss- puede considerarse que triunfa verdaderamente en EEUU). Lo que pasa es que Bataille no tiene obra más que fragmentaria y aun un poco demasiado literaria o existencial, incluso surrealista -¿ese "nuevo realismo" del pragmatismo americano parecía en Europa algo así como "superrealista"?. Oficio de bibliotecario. Después de la 2ª Guerra Mundial, tras las amonestaciones de Camus al uso falsario de ese nietzscheanismo de postín que había impuesto el nazismo, el vitalismo, la filosofía trágica resurgirá, también en España, de un modo más académico, más límpido, más auténtico, pero sin hallar tampoco el fondo sobre el cual podría desarrollar una escuela duradera y funcional. El neokantismo sigue aun vivo, aunque bien es cierto que pasado por el pragmatismo americano -Habermas, Apel. A partir de 1960 el filósofo francés Clément Rosset empieza a elaborar su "filosofía trágica", pero más allá de su salutífera labor de esclarecimiento, apenas se ha rozado con la cuestión política. Quienes sí se rozarán y se frotarán con ella, a veces hasta lo delirante, serán Foucault y más tarde Deleuze. Foucault es un poco el Bataille de la segunda mitad de siglo: pero su arqueología del saber es todavía aun demasiado propedéutica, por decirlo así, mero paso previo a lo que debería constituirse después en una filosofía, que nunca llegó a ser tal. El Deleuze de
Mil mesetas y de Qué es la filosofía supera por esto a Foucault, pero Deleuze cree que salva el escollo del individuo-sustancia por medio de su filosofía dualista, demasiado cartesiana aun, cosa que de hecho le hace tropezar con dos escollos a la vez: la anarquía y el universalismo tipo ONU. En el Reino Unido, Bernard Williams vuelve, por esto, a Descartes, y a lo mejor de Descartes, a su proyecto de investigación pura: una forma de volver a empezar. En Italia, de la mano principalmente de Paolo Virno, formado en la filosofía analítica del lenguaje, ha renacido uan especie de pragmatismo europeo, un poco deweyano, foucaltiano, pero que no logra escapar de la hipóstasis de la acción, a mi modo de entender, y su suerte de "relacionismo" no escapa tampoco a las trampas del relativismo de las que pretendía huir. Finalmente, en Alemania, destaca Sloterdijk, su crítica de la razón cínica, cada vez más inclinado a la sociología, aun existencialista, aunque haya llamado al despertar de Europa por otras vías: ¿pero cuáles? De momento parece que podemos dar gracias a Dios de que la Unión Europea haya cumplido 50 años, lo cual no elimina no obstante ninguno de sus claros problemas, tampoco solventables mediante la hermenéutica de Gadamer o Derrida. Como se ve, la filosofía trágica vitalista de cuño nietzscheano, la única tradición europea que podría competir con el pragmatismo americano, avanza mal que bien, y a menudo parece que ha agotado su camino en este sentido. En España, el vitalismo de los discípulos de Ortega (a destacar Zubiri y sobre todo Zambrano) que a su vez corregía a Unamuno tuvo su continuidad en los Savater, Trías y compañía. Como labor pedagógica su obra no ha sido desdeñable, pero sus propios proyectos, tampoco en Savater, han logrado alcanzar la altura máxima de la filosofía estadounidense, especializándose en cuestiones como la ética, la religión, la estética, la filosofía de la ciencia, etc. Por eso, considero que quienes han realizado verdaderamente el proyecto nietzscheano en filosofía son dos autores europeos que apenas mencionan al filósofo de Sils-Maria en sus obras. Uno es el
Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas y el otro es Cornelius Castoriadis. Superior a Popper, cuyo falsacionismo no deja de ser insuficiente a la vista de un pragmatista americano, Wittgenstein elabora en su segunda gran obra, no solo la corrección de la primera, sino todo un proyecto de reflexión mayor que bien podría pasar, junto a lo más valioso de Nietzsche, por la mejor filosofía europea del siglo XX. El hecho de que anécdoticamente Wittgenstein fuese en su niñez compañero de clase de Hitler realzaría de algún modo esta proposición. Pero las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, como toda la obra de Nietzsche, no deja de ser una obra solitaria, difícil de traducir escolarmente y socialmente en una tarea colectiva. A mi modo de entender, Castoriadis, que no fue profesor hasta los años 80, en París, cuando ya tenía casi 60 años, es por eso aun mejor que Wittgenstein, al menos en varios aspectos. Es más sistemático y de algún modo más completo. Su libro La institución imaginaria de la sociedad (1973), en el que cita a Mead, si no me acuerdo mal, podría compararse sin menoscabo con cualquier gran libro de los primeros pragmatistas americanos. La vía que Castoriadis siguió para realizar la filosofía trágica europea es ciertamente indirecta: apenas cita nunca a Nietzsche, y lo que lleva a cabo es un duro ajuste de cuentas con el freudomarxismo hegemónico para en seguida rescatar la antigua noción de "imaginación" y elaborar una lógica semiótica que, también sin apenas citarlo, recuerda a la de Peirce. No se detiene frente a ningún problema, incluida la gran cuestión antropofilosófica de la técnica, y su obra acaba por dibujar una idea de la democracia que debe tanto a Pericles como a Lincoln. Y es cuando Castoriadis rescata la idea griega de la autonomía y de la democracia cuando más se aproxima al nietzscheanismo, pero sin citarlo, porque de hecho ya están hermanados en su raíz. Castoriadis es, pues, tanto un filósofo trágico vitalista como un pragmatista americano: o
mejor dicho, quizá, él nos ha enseñado que la filosofía trágica vitalista no puede sino desembocar en una suerte de pragmatismo americano europeo. Mi libro Idea trágica de la democracia es básicamente castoridiano. En la Introducción dejo caer que sus tesis podrían tratarse como un "pragmatismo trascendental", pero no al modo kantiano de Apel, sino al modo de Nietzsche, si "trascendental" tiene un significado "materialista" en Nietzsche. Sin embargo, más allá de su obra filosófica, la actividad pública de Castoriadis siguió otros derroteros, considerándose siempre del lado de esa especie de "sociología de izquierdas un poco liberal" que volvería a acercarle, en el mejor de los casos, a Mead y a la Escuela social de Chicago (de la que por otra parte también saldría Milton Friedman). Pero no fue sino Rorty quien no solo atestiguó las razones de Hayek sino también las de McCarthy, y esta certeza en Europa, a Castoriadis, podía parecerle aun un poco "surrealista". De modo que por este lado, la obra filosófica de Castoriadis supera en mucho a su labor de intelectual aun un poco con peluca "ancien regime", y es a la primera a la que vale todavía la pena consagrarse.
EL PRAGMATISMO DE JAMES Después de la charla sobre el pragmatismo americano que di en el curso del III Seminario de la SFPA me asaltaron algunas interrogaciones que no pude apenas plantear en la charla por la carencia de tiempo. La principal quedó más o menos solventada en el turno de preguntas: el pragmatismo, o como su fundador lo llamó, el pragmaticismo, no es una doctrina filosófica, sino un "discurso del método", a lo Descartes, para entendernos, pero tan anti-cartesiano precisamente en algunos de los puntos básicos de su principio discursivo de filosofía. Pedirle una fundamentación a este principio discursivo es lo que suele llamarse una petición de principio, sería como preguntar cuál es el fundamento del mismo filosofar, y finalmente de la aparición histórica de la filosofía, de la antigua con Tales, y de la moderna con Descartes. Otra cosa son las doctrinas filosóficas de los diversos pragmatistas y sus fundamentos, que poseen e incluso a veces piden ciertamente con su poco o mucho de falacia. Y de ahí le vienen los errores a las doctrinas de Peirce (idealismo objetivo) y de Dewey (instrumentalismo o naturalismo transaccional). En Peirce el problema es que su semiótica acaba locamente convertida en un álgebra de la lógica, en una ciencia de la lógica y, por tanto, que su principio de "un nuevo realismo de un sentido común crítico" (al que llamó pragmaticismo) acaba convirtiéndose en un idealismo, con su ciencia de la lógica y su cierre de puertas a la realidad. En Dewey, el problema es que su instrumentalismo tiene también la pretensión idealista de una ciencia total, en este caso radicada no en la lógica, como en Peirce, sino en la antropología y en la historia, convirtiendo su naturalismo transaccional en una antropología -como ciencia total- de la historia -concebida-. En todo caso, a causa del pragmaticismo de partida, ambos errores son errores menores que los de Leibniz, Kant y Hegel, y a diferencia de estos, más bien subsanables. Así fue en el caso de los lógicos o semióticos pragmáticos posteriores a Peirce (C.I. Lewis, Ch.
Morris, y hoy el mismo Putnam), que renunciaron a un sistema idealista entrando en conversación con la filosofía analítica británica del lenguaje, y en el de Hook y la escuela de Mead en los últimos días de Dewey y en las décadas posteriores, hasta Rorty (si bien se podría decir que la conversación de Rorty con el posmodernismo y en concreto con la filosofía europea continental peca del error contrario, si no es que se trata de cometer el mismo error otra vez de forma novedosa, cosa de la que el propio Rorty pareció darse cuenta y al parecer quiso evitar en uno de sus últimos libros, "Forjando nuestra nación"). Lo que en todo caso no quedó tan claro en el debate posterior a la charla en la SFPA fue la figura de James. La acusación de que el pragmatismo es una doctrina filosófica inconsistente yerra el tiro porque el pragmatismo no es una doctrina filosófica. Pero esta acusación puede llegar a tener algún sentido en el caso de William James, porque James, al popularizar y divulgar el pragmaticismo de su amigo Peirce, parece a veces presentarlo como una doctrina filosófica, en este caso, como una doctrina del éxito en la práctica al modo hegeliano, pero americanizado y por tanto mejorado. Esto, no obstante, cabría admitirlo con la boca pequeña, y no con la boca tan grande, como suele hacerse, porque en verdad James es muy consciente de que el pragmatismo es solo un discurso del método, aunque a veces se le vaya la mano o se haga ilusiones en su popularización. Si al igual que en Peirce o en Dewey, hay algún error importante en la obra de James, es solo este. Pero James también elaboró una doctrina, si bien no de la enjundia filosófica de las de Peirce o Dewey (¿pero es esto un error, o simplemente se trata de que no elaboró una doctrina filosófica?). James, en esto, fue un especialista siempre, y no quiso convertir su especialidad en el álgebra de un sistema filosófico. Se empapó de toda la obra de Peirce, y a partir de aquí, fundó, tras estudiar con Wundt en Berlín, la primera cátedra de Psicología en los EEUU. Su especialidad, aunque más tarde pasara a ocupar una cátedra de Filosofía, fue la psicología, y su doctrina, que él no llamó nunca así, pues lo hizo uno de sus primeros discípulos, fue el
"empiricismo radical". En "La voluntad de creer", no obstante, James alaba "la gloria del empirismo", y si bien no mencioné ningún gran discípulo de James en la charla, pues después de James no vienen un Royce, ni un Mead, ni un Hook, este empirismo radical es el signo más distintivo de la gran escuela de psicología americana que llega hasta hoy en figuras como Pinker. Yo diría, para acabar, que lo importante no es el error que no cometió, sino el error que logró evitarle a la filosofía en Norteamérica gracias al pragmatismo que alguna vez estiraría más de la cuenta. Este error es el positivismo, que, a diferencia del marxismo, nunca ha sido un error de bulto en EEUU, ni siquiera aunque haya un poco de él en la semiótica de Peirce. Por otro lado, el pragmatismo popularizado por James también ha logrado evitar doctrinas parciales cerradas del tipo de las que en Europa se conocen como fenomenología y hermenéutica, aunque ciertamente los fenómenos, teóricos y prácticos, y su interpretación, formen parte del empirismo radical de James. Es cierto que Pinker, en sus libros, arremete contra la psicología pragmatista, a la que sitúa no muy lejos del relativismo posmoderno. Pero esto significa que en estos psicólogos el pragmatismo ha dejado de ser un discurso del método para convertirse en una doctrina, no ya psicológica, sino filosófica, y por tanto, que este pragmatismo, como hubiese dicho Peirce, es un pragmatismo degenerado ("la verdad es semiótica, no pragmática", decía Morris), y al cabo, pues, que no es ni pragmatismo ni empirismo radical. Finalmente, situé el neotrascendentalismo de Cavell, aunque hace hincapié en la primeridad peirceana, en la línea sucesoria de James, sobre todo por aquello del vitalismo emersoniano que ambos compartirían.
SPINOZISMO Algunas citas del Spinoza (Marbot, Barcelona, 2007) de Alain: "Por ejemplo, si quiero el bien de mi vecino porque ha actuado de tal manera, porque ha sido bueno, mi vecino en cuanto hecho forma parte de la causa de mi acción, y en consecuencia mi alma padece. Pero si, al contrario, quiero el bien de mi vecino en función de leyes necesarias para cualquier sociedad, deducidas de la idea de Dios y de la naturaleza humana, la existencia de mi vecino no influye en nada en la formación de esta idea: mi alma actúa porque quiere en virtud de una idea necesaria, una idea independiente de todo acontecimiento, superior a todo acontecimiento, y de la que es además causa suficiente; nuestro vecino no puede hacer nada contra eso: podría incluso no existir y nosotros seguiríamos queriendo su bien".
"Y el único que puede llevarles [a los esclavos, al hombre pasional] a la libertad es el espíritu de Cristo, entendiendo por tal la idea divina del único conocimiento del que dependen la libertad y la felicidad del hombre". Escolio: la "idea divina" es una expresión que aquí Alain utiliza por "creencia". Pero es una verdadera creencia, por su objeto: el conocimiento de y en Dios. Esta es "la verdad del cristianismo". Los judíos fueron los que mejor definieron -mitológicamente- a Dios, pero no a la Verdad. La Verdad es una invención de la filosofía griega, completada y mejorada por Cristo, el Hijo de Dios. La verdad es el espíritu de este Dios de la libertad y de la felicidad. Esta es la "historia natural" de Spinoza: la religión spinozista, el spinozismo, la verdadera Religión. "Creo saber qué es la ley de la existencia, y que no conoce excepciones en virtud de este inmenso juego de choques, de frotamientos y de una necesidad absolutamente exterior; un juego cuya imagen es el océano, el océano que no quiere nada y que no es más que polvo de ser en movimiento, deslizamiento y repliegue y vuelta y oscilación. Que no haya ningún propósito en ello ni ningún tipo de espíritu, es lo que quiero y lo mantengo. Esta indiferencia es la que lleva la nave y la idea de esta indiferencia es la que guía a los navegantes. Ahora bien, sostener que eso sea aún divino, es decir, que tenga valor, es demasiado. La idea cartesiana de la extensión resulta negada de ese modo; volvemos a mezclar la cosa y el espíritu. Una cosa que sabe dónde va, y que no por ello se comporta menos como una máquina, eso es restablecer el porvenir diseñado de antemano y el destino mahometano. (...) Por más grande que sea el Universo, solo me hostiga de acuerdo con mi pequeña dimensión. Lo divido y con ello lo poseo. Cuanto más nos aferramos a esta idea, que es de medida humana, más profundamente distintos aparecen los remolinos de Descartes a este inmenso pensamiento spinozista, que piensa las olas, junto con todo el resto, como un gran cristal de planos geométricos, donde la filosofía se encuentra encerrada y aplastada como una planta de herbario. Se trata de pensar de acuerdo con Dios. Pero primero es preciso pensar de acuerdo con el hombre".
"En esta austera filosofía se encuentra el centro de la esperanza y del coraje, y el verdadero fundamento del amor a uno mismo". "El orden existe de un modo terrible; y el pensamiento más audaz no puede cambiarlo, de acuerdo con el célebre dicho, más que obedeciéndolo. Se comprende pues que la posición firme e inestable del reformador (¡empezar siempre de nuevo!) define la política radical tal como la entiendo, es decir, tal como es." "Del mismo modo, cuando digo que determino la experiencia política según las ideas no quiero decir que las ideas cambien la experiencia, sino por el contrario que las ideas muestran la experiencia tal como es". "En general las religiones existentes ofrecen ayuda contra la melancolía e incluso contra los razonamientos falsos. Corresponde a cada cual probar estos remedios con la ayuda de personas experimentadas. Pero primero debe considerarse en las religiones otra cosa que las bellas leyendas, y pedirles lo bello en el presente. Citaré, entre todos los medios, el más poderoso, la oración, la comunión; porque nuestras acciones y nuestras actitudes cambian mucho, necesariamente, el curso de los humores y de los espíritus animales; es preciso evitar poner más pensamientos que estos en la práctica religiosa. Existe, pues, otro medio alternativo al entendimiento para evitar la desdicha. Pero la Ética tan solo trata de la sabiduría que se sigue del entendimiento".
LA ESTOFA DEL PENSAMIENTO Acabo de leer El mundo de las palabras, traducible directamente
como La estofa del pensamiento, de Steven Pinker, profesor de Psicología en Harvard, antes en el MIT. Es un libro enorme. No solo porque tiene 600 páginas, sino por lo que trata y cómo lo trata. La vetusta cuestión del lenguaje y del pensamiento. El libro es el vértice donde convergen las cinco obras comerciales anteriores de Pinker, dos dedicadas al lenguaje (El instinto del lenguaje y Palabras y reglas) y tres dedicadas a la mente y a la naturaleza humana (Cómo funciona la mente y la doble ración de La tabla rasa). El mundo de las palabras está dedicado a la mente y a la naturaleza humana a través del estudio del lenguaje. Con ese placer angustioso típico del tema, la psicolingüística, me basta con haber comprendido la tesis básica del libro. Como he dicho, Pinker analiza la mente y la naturaleza humanas a través del lenguaje y lo hace en la forma de una amena combinación de erudición y humor. Para mí se queda a las puertas de lo que más preocupa a la filosofía, que es el pensamiento, esa mente que Pinker ve al trasluz del lenguaje. Por decirlo así, solo la ve por una cara. Su teoría del lenguaje, como digo, implica una tesis de fondo. Pero hay un problema al afirmar desde esa tesis que la democracia y el libre mercado no forman parte del reino de la naturaleza humana, o que el lenguaje humano no es el mismo que emplea la ciencia, como si la ciencia no estuviese hecha por ojos y lenguaje humanos. Es aquello de "el sentido común dice una cosa pero la física cuántica dice otra". Mi tesis es más bien que el sentido común descubre la física cuántica. El aparato o estructura del lenguaje es digital, lógicamente binario. Pero el pensamiento no es digital, aunque eso no lo hace per se analógico. O, si prefieren, el pensamiento es analógico y digital, preñando retóricamente del mismo modo al lenguaje (semiótica).
No todo el mundo es tan continuamente listo como para entender siempre la ciencia, son usos distintos del lenguaje, pero no utilizamos un lenguaje distinto. Naturalmente nuestro lenguaje humano arrastra todo tipo de cosas desde la prehistoria, pero no son radicalmente lenguajes "distintos" el popular y el de la ciencia. Pinker empieza desmontando la teoría de la percepción de la causalidad de Hume, pero después de algún modo se parapeta en ese humeismo sociológico típicamente angloamericano, teñido de platonismo. Bien es cierto que da la impresión de que Pinker es consciente de esto y hacia muy al final del libro hay un par de observaciones que señalan la contradicción de esa tesis y apuntan a una salida de ese platonismo. Pero, ¿por qué considera Pinker que nuestro cerebro es platónico de algún modo? Vale, puede derivar por comodidad hacia él, y Pinker finalmente asume que la cuestión de la que se trata, educativa para empezar, es la de que precisamente usemos nuestro sentido común y nuestro lenguaje lo más libre y racionalmente posible, muy cuidadosamente acortando toda posible brecha entre el lenguaje popular y la ciencia, ajustando con el lenguaje de la verdad, más ampliamente filosófico, y con el de la libertad los otros tipos sociales de lenguaje más acomodaticios. No en vano, lo que está en juego es la verdad, y la misma democracia. Respecto de la naturaleza humana, pues, Spinoza demostró que la democracia es perfectamente deducible -es la deducción más perfecta- de dicha naturaleza, o dicho a la manera de Kant, que "hasta un pueblo de demonios" podría agruparse en una democracia.
Hace un tiempo leí vía el blog del periodista Arcadi Espada (3 de diciembre de 2006) la controversia mantenida entre Pinker y Rorty a propósito de la “naturaleza humana”, publicada en España en
Claves de razón práctica en traducción de la edición del texto en la revista italiana Micromega a partir del original en la americana Daedalus. La controversia es en cierto modo una actualización del debate público mantenido en Eindhoven (Holanda) en 1970 por Chomsky y Foucault, que está en la base del libro del filósofo italiano Paolo Virno Cuando el verbo se hace carne, reseñado por mí en otra revista. Sobre Foucault y Chomsky también escribí algo en su día, poniéndome del lado de Castoriadis. En cierto modo, ahora Pinker hace de Chomsky y Rorty de Foucault. El artículo de Pinker, que en Harvard se dedica a las ciencias cognitivas, es claro e interesante, pero a mi modo de ver deja lugar a la sospecha de que pretende elaborar un sistema de la naturaleza humana. Dicho esto, a Rorty se le agota en este punto la razón, porque me temo que olvida muchas más cosas de las que debiera, al menos si no ofrece una alternativa más seria que lo que llama “especulación utópica”. En realidad, esta controversia no se remonta a 1970, sino al siglo V a. C., es decir, a los albores de la filosofía, la ciencia y la democracia occidentales. Dice Rorty en un momento dado que “Homero y Heródoto” ya sabían todo lo que hay que saber sobre la naturaleza humana, a lo que Pinker repone: es posible, pero gracias a que junto a Homero y sobre todo Heródoto existían científicos y se hacía ciencia: la primera vez en la historia. Cuando Rorty recurre a su bastante manido historicismo, no deja de ser curioso que olvide que la palabra “historia” significa investigación y que, por tanto, el sintagma historia natural sea sinónimo de ciencia tal como la entendemos conteporáneamente: investigación de la naturaleza. En esto me parece exitosa la teoría de Virno, antes comentada, es decir, su planteamiento del concepto
de “historia natural” que intenta captar la doble dimensión, diferente pero no antagónica, de lo que llamamos naturaleza humana, englobando, en contra de la opinión de Ortega, tanto la naturaleza como la historia. El concepto del lenguaje que Virno plantea como "órgano biológico de la acción pública" también puede ser muy fértil en interpretaciones. He dicho que esta controversia se remonta a los tiempos de los Sofistas y Platón, aquí tal vez representados respectivamente por Rorty (y Foucault, más gorgiano que el protagorasiano Rorty) y por Pinker (aunque más por Chomsky). Debo matizar rápidamente que Pinker no me parece en absoluto un cientificista iluso de fondo contradictoriamente platónico, sino un filósofo de verdad, especializado en psicología en este caso cognitiva. Pero Rorty se muestra en cambio como un Sofista de manual desechable. Aristóteles emergió precisamente como un punto intermedio entre ambas posiciones: valga la anécdota en este caso algo categórica de que fue profesor en la Academia platónica de una asignatura típicamente sofista, la Retórica, hoy llamada Gramática por Derrida o Filosofía del lenguaje por Searle, Virno y otros. Aunque no solo eso. Aristóteles, una vez fundado el Liceo, elaboró y puso por escrito sus propias teorías, su salida a la mencionada controversia. En el Libro VI de su Ética a Nicómaco, precisamente en la ética, Aristóteles escribe más o menos lo siguiente: “La sabiduría [lo que hoy llamamos generalmente ciencia o conocimiento científico o lo que Kant llamaba uso teórico de la razón pura o razón teórica] tiene la supremacía sobre la prudencia [lo que hoy llamamos, kantiamente, razón práctica]. Pero la prudencia, de algún modo, tiene prioridad sobre ella, porque es práctica y normativa. De
manera que la sabiduría, la razón teórica, no da órdenes; las órdenes las da la prudencia, la razón práctica”. Ahora bien, [y esto es lo que erróneamente olvida Rorty] la prudencia da órdenes “a causa de la sabiduría, pero no a la sabiduría”. Es decir, la razón práctica da órdenes a causa de la razón teórica (habría que ver todas las implicaciones, deterministas o azarosas, de este a causa), pero “no a ésta”. Este “pero” también es un poco raro. La frase más normal sería: "la prudencia no da órdenes a la sabiduría, pero sí a causa de ella". O: “la sabiduría no da órdenes a la prudencia, es la prudencia la que las da, pero a causa de aquella”. Supongo que se trata de delimitar muy bien las competencias o el objeto de la razón práctica. Dicho todo esto, queda en el aire la sospecha rortyana de que estos científicos nos quieren mandar, por lo menos en el sentido de que en demasiadas ocasiones no tienen bastante con detentar la supremacía del saber y quieren para sí también la prioridad (su primacía). Con el gran quid de la cuestión hemos topado. Este quid de la cuestión es lo que le hace penar al mismísimo Aristóteles precisamente en el Libro VI de la Ética, y en sus libros de metafísica y de psicología. En definitiva, la cuestión no de qué son y qué tienen por objeto el conocimiento teórico y el práctico (simplifico la terminología al modo kantiano, para entendernos), sino de qué es y qué tiene por objeto el conocimiento en su raíz o, mejor dicho, el pensamiento. No es algo que Aristóteles no sepa, es algo que le da quebraderos de cabeza y que finalmente resuelve de mala manera, no ya en su legado metafísico sino también en el psicológico, aunque en este último caso se alivie la pulsión teologizante y sobre todo teleologizante de su mala metafísica.
Kant también distinguió, como ya he dicho, entre razón teórica y razón práctica. Kant escribió una tercera crítica, sobre el juicio, que es el nombre que le da precisamente a la facultad del conocimiento, no teórico ni práctico, sino a la del conocimiento tout court, raíz de ambos usos del conocimiento, y que Aristóteles había llamado “intelecto” o inteligencia (nous: intelección, facultad de intuición de los límites sobre los que no hay razonamiento). El error de Kant es que la estética (sensibilidad) en la que circunscribe al juicio es una teoría del arte y no una biología (o, mejor, una psicología naturalista, si se me permite el matiz). No obstante, hay una cosa en Kant que nos debe hacer pensar: y es que Kant dice que la razón práctica, aunque en efecto no da órdenes a la teórica, sino a causa de ésta, como dice Aristóteles, “orienta” empero a la razón téorica. Esto es un hallazgo de Kant, fruto de mil años de cristianismo. Es lo que Aristóteles, antes de Cristo, no supo resolver, beneficiando de mala manera a su lógica metafísica en perjuicio de su biopsicología. Pero es también lo que en Kant queda mal cuajado. He hablado de Spinoza. El filósofo de Amsterdam rechazaba el término “naturaleza humana”. No solo como objeto de la ciencia sino también en términos de razón práctica, al menos si se entendía al modo paradójicamente platónico de, por ejemplo, Rorty, en el sentido en que el sofista Rorty se pasa aquí al platonismo, a la mitología socrático-platónica del bípedo con alas. Esto está bien para Hollywood o en el deporte, pero no es filosofía. Los hombres, para Spinoza, formamos parte de la natura naturata, y esto lo ha entendido Pinker quizá mejor que ningún otro autor actual aunque lo haya dicho en un lenguaje pintoresco, de supermercado, sacado del cientificismo, elaborando una metáfora
sobre no sé qué de un “envoltorio”. En esto, Pinker, no es que parezca empero cientificista, sino demasiado especulativo, como Rorty. En su artículo llama “contingencias” a lo que no lo son, pues el plano primario es el de la metacontingencia. Al final más o menos lo arregla. ¿Pero es que tratamos del cerebro o no? ¿O es que el cerebro, por muy natural que sea, es una especificidad humana imparangonable con los pequeños cerebros de otros animales, empezando por el mosquito? Y esto Pinker no lo acaba de aceptar o ver. Spinoza no comete nunca este error. Un poco más de Spinoza, sobre todo a propósito de la expresión a causa, y menos de Hume nos iría bien, aunque Spinoza pase por menos “empirista y científico” que Hume. El filósofo que me dio la pista de todas estas reflexiones y objeciones se llamaba Cornelius Castoriadis. Su rescate del “intelecto” aristotélico (nous), esta resituación asimismo del “juicio” kantiano, a la que contribuyó también Hanna Arendt, que son los que nos proporcionan justamente la visión trágica de la metacontingencia de lo real de la que habla con rodeos Pinker, nos abocan en definitiva a la propuesta, todavía en ciernes, de lo siguiente: no de que la razón práctica pueda “orientar” a la razón téorica sino de que, en efecto, la razón teórica se ve “orientada por”, pero, no, repito, por la razón práctica, sino por el juicio o intelecto, raíz trágica de ambos usos de la razón y, por tanto, orientación tanto de la razón teórica como de la práctica. Esto sería visión ética más bien que confesión religiosa. Y es que allí donde Kant señala que la razón práctica orienta a la razón teórica, Kant sigue sujeto a la ilusión trascendental, platónica en el caso de Aristóteles, ahora mutada en “moral” en Kant, como bien señaló posteriormente Nietzsche. Es decir, Kant nos cuela su teología moral por este conducto como en su día Aristóteles, ocultando su psicología del intelecto, la metafísica teo-teleológica
que hizo furor luego en Roma y en la Edad Media. Habrá, pues, que contrastar estas relecturas con los nuevos conocimientos cognitivos, pues de cognición pura y dura justamente estamos hablando. Habrá que hacerlo more spinoziano, como por ejemplo ya ha probado el neurólogo portugués Antonio Damasio. ¿Cómo y de qué tipo de "orientación" intelectiva tanto de la razón téorica como de la práctica estamos hablando? Tal vez un nítido planteamiento del asunto espinoso de los fines, y la exacta delimitación de competencias o atribuciones de la razón humana (más exacta que la realizada por Aristóteles y Kant), con todas sus implicaciones para el uso de la vida cotidiana que esto tiene, estén a nuestro alcance si nos atrevemos a indagar en esta cuestión. Por mi parte lo he intentado en mis trabajos filosóficos, especialmente en Idea trágica de la democracia. Nota: al poco de volver de mi primer viaje a EEUU falleció en California Richard Rorty. Descanse en paz. Libro de referencia: El mundo de las palabras, Steven Pinker, Paidós, Barcelona, 2007
CUANTO PEOR, MEJOR He leido Hasta la cumbre. Testamento espiritual, San Pablo, Madrid, 2009, del sacerdote Pablo Domínguez, fallecido en el Moncayo en febrero de ese mismo año mientras hacía excursionismo. Se trata de los ejercicios espirituales realizados por el sacerdote en un convento de monjas de Navarra la semana anterior a su fallecimiento. Es la primera vez que leo unos ejercicios espirituales y la primera vez que leo a un sacerdote. Pablo Domínguez era sin duda un hombre brillante, de bondadoso pero firme corazón, y de una gran imaginación. Sin duda por eso sus inquietudes le llevaron más allá de la fe y de su justificación teológica, y como profesor de filosofía ejercía en la Universidad de San Dámaso en Madrid. La cuestión de la imaginación, como a mí, le llevó a interesarse por la lógica trivalente de Lukasievitz, sobre la que hizo en el contexto general de la Escuela Polaca de Lógica su tesis doctoral en filosofía. Pues la lógica trivalente de Lukasievitz es la única que da cuenta del papel de la imaginación en el proceso de pensamiento y de conocimiento, tal como he estudiado en mi tesis "Idea trágica de la democracia", haciendo lugar, por lo demás, a la fe en la raíz misma del pensamiento, al no estar sometido este todavía al sí o al no puramente lógicos que se derivan en el subsiguiente proceso de conocimiento. El pensamiento racional no se da sin imaginación, y en términos lógicos el valor que le corresponde no es sino un valor indeterminado, un tercio latente enunciable como "quizá" que a su vez restringe lo estrictamente lógico a la fórmula del bicondicional
("si y solo si") por lo demás recíproca. De ahí la insistencia del sacerdote Pablo Domínguez en la razonabilidad de la fe, para la que hay además argumentos de historia filosófica y religiosa de peso, y, en fin, su admirable cristianismo práctico, que destilan sin irnos más lejos estos estupendos ejercicios espirituales. Solo una lógica es comparable a y aun un poco mejor que la de Lukasievitz, y es la lógica de la abducción de Peirce, tan similar a la trivalente, pero no su álgebra. Aquí no hay álgebra que valga, esto es, aquí no hay ninguna necesidad de justificar la existencia de Dios; solo y por razones más bien burocráticas, la profesión eclesiástica de la fe -es a lo que estaba dedicando sus estudios el sacerdote Pablo Domínguez cuando falleció antes de poder presentar su tesis doctoral de teología en Roma sobre la consabida analogía teológica. Las enseñanzas de Pablo Domínguez no se apartan de las habituales enseñanzas del cristianismo que todo ser humano cabal, creyente o no, debería conocer y reconocer. En España justamente lo que ha faltado es reconocer a estas "personas buenas", y se ha sustituido este reconocimiento de algunos españoles buenos por la ideología del buenismo y los seculares "buen español" y demás variantes locales más o menos llamativas. Que no quede ninguna duda, Domínguez era un poco empalagoso, al modo orteguiano madrileño, pero nunca un buenista a lo Las Casas. Católico ferviente y español de bien, como dice el tópico, pero ante todo un hombre racional lleno de humorismo. Por tanto, Domínguez no demostraba a Dios, sino que lo enseñaba. El Dios judeocristiano, el Señor que Jesucristo dijo ser y que puso al alcance de cualquiera. El cristianismo de Pablo Domínguez es, como he dicho, un cristianismo sumamente práctico. Casi al contrario que Agustín y Tertuliano, Domínguez cree precisamente porque no es absurdo. Esto es moderno. Y es que después de Spinoza, nadie puede considerar que el cristianismo sea solo una religión adoptada por la Roma moribunda que debe desarrollarse a la manera romana imperial. Hay una razón para creer, la misma razón que precisamente no obliga a creer y que puede distinguirse
de la fe. Eso es distinto a considerar absurda la fe y no digamos a mofarse de la creencia. Tanto es así que con buen sentido práctico, con el debido cuidado de confundirse por analogía, a las ideas podemos llamarlas también creencias. Creencias verdaderas, por cierto, no meros auxilios lingüísticos de la propia "personalidad". La enseñanza cristiana más claramente relacionada con el absurdo es la consabida lección del "cuanto peor, mejor". En este libro de ejercicios espirituales, el sacerdote Pablo Domínguez hace referencia a ello del modo siguiente: "A eso estamos llamados todos los cristianos. Aquí y ahora. De eso se trata. Así de sencillo. Y esto es un milagro, un enorme milagro. Y a esto es a lo que nos convoca el Señor. A esto es a lo que nos llama. Y esto es lo que, en definitiva, nos pide: que seamos realmente un milagro del Amor de Dios en medio de los mil avatares de la vida -que las circunstancias personales, globales, las que sean, serán malas, difíciles; aunque siempre hay una esperanza: lo peor está por venir-. Hay que tener esta esperanza: `Señor, sé que todavía todo puede empeorar´. Y quizá empeore; y esto es magnífico, porque cuanto peor estén las cosas, más se notará la fuerza del amor de Dios. Por tanto, que nadie desespere. Hay que buscar todavía situaciones más caóticas. Pero en mitad de la catástrofe, en mitad del caos, ahí está la Gracia de Dios, que todo lo transforma. Pero, ¡es verdad! ¡Hay que demostrarlo, hay que manifestarlo!". Pudiera parecer absurdo e incluso egoísta, y por tanto pecado, querer que pase lo peor para estar mejor. Bueno, así lo creen algunos que están mejor cuanto peor le va al común de la gente. Igualmente, en sus utopías seculares, confunden lo que es utópico en el pensamiento con lo que sería una utopía establecida en la historia, cosa a todas luces irracional y más bien criminal como la historia precisamente demuestra. Esta no es la lección cristiana. La enseñanza de Jesús es una parábola y es simplemente religiosa. Recuerda racionalmente que morirás, y anticipa esa hora, para saber quién eres y comportarte rectamente. No significa que te tengas que morir: precisamente anticipa esa hora en vida, por medio de la imaginación y el recuerdo. Así conocerás tu hora de la
verdad y entonces, libremente, podrás elegir hacer el bien de verdad, empezando por la verdad de tu cuerpo y de tu alma. Espiritualmente, por tanto, anticipa lo peor, para conocer y hacer posible en esta vida lo mejor: eso es lo que enseña este lema. La enseñanza, aunque parabólicamente presentada, no puede tomarse como racionalmente absurda, o irracional, sino todo lo contrario; es, de hecho, una enseñanza que en su fondo comparte plenamente el sentido de la enseñanza filosófica que algunos han presentado como contraria a la fe religiosa: la mortalidad del alma. Puesto que aquello que se puede afirmar filosóficamente, esto es, que el alma muere con el cuerpo, comparte el sentido pleno del deseo de vivir una vida verdadera que es el designio del deseo de anticipación cristiano de lo peor. Incluso a la lógica la llamó el filósofo francés Clément Rosset como siendo siempre una lógica de lo peor. Por mucho que la fe cristiana posponga tantas veces la vida verdadera a la vida más allá de la muerte o acaso después de la muerte -lo cual es una verdad incluso antropológica para este caso-, lo importante del "cuanto peor, mejor" es precisamente la anticipación, por medio de la cual no es la muerte que nos ha de llevar a la vida verdadera lo que adviene, sino precisamente destellos mentales, momentos reales, experiencias vividas, y en fin una cierta costumbre de este mundo que en este mundo de los vivos es todo lo que podemos lograr -y es poco, y es mucho, y es todo- como arrendatarios de los lugares celestiales que solo estrictamente a Dios pertenecen. Por eso, Jesús no dijo "Viva la muerte" ni en broma, aunque fatalmente la deseó para mostrar en público el sí, el no y el quizá verdaderos, por así decir. Tampoco dijo "Viva la vida". Jesús dijo: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Juan, 14, 6). Libro: Hasta la cumbre. Testamento espiritual, Pablo Domínguez, San Pablo, Madrid, 2009
BALMES Acabo de leer por fin a Jaime Balmes. "El criterio" (1845), en una edición de bolsillo editada por el diario El Mundo. A veces era como leerme a mí mismo, porque mi "Ensayo sobre el sentido común" tiene un tono más bien balmesiano. La escuela escocesa del sentido común es también una forma de escribir, y en Balmes, aunque parezca mentira, la prosa recuerda a la que será una de las mayores del siglo, la prosa del narrador Robert L. Stevenson, y con una cita de este autor acaba el prólogo de mi ensayo. La diferencia entre el sacerdote católico de Vic y yo es mi rechazo del orden sobrenatural que dibuja Balmes en su clasificación de las ciencias. Si Dios puede hacer lo que quiera hasta el punto de variar el orden natural, y tiene que poder hacerlo, el orden divino o sobrenatural no es tal. Dios es, pero no precisamente un orden, un orden preestablecido -toda mi crítica al optimismo filosófico del idealismo alemán que aun coleteará en Ortega-, ni un destino totalmente ciego, aunque muchas veces lo parezca -mi salto del pesimismo filosófico a una filosofía trágica pero no por ello, a diferencia de Unamuno, irracional o meramente sentimental. Si Dios fuera simplemente orden, bastaría la razón para conocerlo y amarlo (pero no se trata de una teológica razón de Dios sino de un filosófico amor intelectual a Dios); si Dios es totalmente desconocido, contradictoriamente tratado como el caos que se pretende negar, ni la fe basta, pero ya estaríamos más cerca (se trataría de un amor de Dios falseado, por confundirlo con el caos, pero en un principio latente de verdadero amor intelectual). Mi
tesis es que precisamente porque la razón no puede ser exhaustiva nos enseña el valor y vigencia de la fe en la relación con Dios, un Dios descrito por la razón, en mi caso, al modo de Spinoza, pero vivido en la fe, en la fe cristiana. No podríamos llamar orden a lo que la razón no puede identificar por si sola, y por eso el sujeto de partida de mi filosofía del sentido común no es el Dios de la religión católica sino aproximativamente la realidad que Deleuze llamó caosmos, orden-desorden solo a partir del cual podemos determinar las cosas, etc. Mi tesis es una tesis filosófica distinguida de una teológica o religiosa en este punto, y su foco se centra después en la cuestión ética y política de la naturaleza humana. Pero no hay dos sustancias: Spinoza llama Dios o Naturaleza, sin panteísmo ninguno porque su relación es asimétrica con preferencia de Dios, a esto que he llamado caos y cosmos, ordendesorden, caosmos. Precisamente porque Dios no es totalmente conocible la razón no excluye el valor moral de la fe ni la ética de la democracia la verdadera religión, si bien en mis trabajos yo solo me he ocupado de la razón. Por lo demás, "El criterio" es una obra bien sencilla, una especie de introducción a la sabiduría, como la de Vives. De Vives y Suárez hasta Balmes no hay filosofía española, salvo la fabulosa novela alegórica de Gracián "El criticón", la obra divulgativa de Feijoo en el "Teatro crítico universal" y en las "Cartas", y la Escuela de Valencia que va desde finales del siglo XVII hasta 1800 (Andrés Piquer sobre todos). Con Balmes, se reinicia la filosofía española y junto a él lo hace también Sanz del Río. Alguno diría que se trata de las dos Españas, salvo que una sigue una tradición y la otra menos, como muestra el caso del maestro en Kant Manuel García Morente en la fecha fatídica de 1936 y su repentina conversión última al catolicismo en "Idea de la Hispanidad", que bien mirado tampoco es lo mismo que la "Defensa de la Hispanidad" del tradicionalista moderno Ramiro de Maeztu. Soy de la opinión que el problema de España no radica tanto en su siglo XVIII como en su siglo XVII, y esto por causas que se remontan al siglo XVI, y en concreto, a la Controversia de
Valladolid de mediados de aquella centuria. Esto es lo que hizo el franquismo, remontarse a tales fechas para volver a empezar: prohibir la monarquía y la libertad política para asentarlas sobre unas bases históricas adecuadas. El periodo excepcional del franquismo fue aparte de una dictadura a lo Donoso Cortés -y a lo Miguel Maura-, un régimen balmesiano. Balmes no fue, a diferencia del primero, diputado moderado, sino que apoyó un partido de unidad monárquica nacional, favorable al entrecruzamiento de las dinastías borbónicas y austríacas en la monarquía democrática. Es la diferencia entre el conservadurismo liberal de Martínez de la Rosa y Cánovas y el conservadurismo ya denominado popular del siglo XX tras el fiasco del reformismo maurista. Es una lástima que en el siglo XVII la obra de Suárez, que recoge a su vez toda la ingente obra anterior de la Escuela de Salamanca, careciera de continuidad. Una obra descuella sin embargo en este siglo, o mejor dicho en su mitad, que es el final del espejismo imperial hispánico. Me refiero a la increíble obra final de Gracián, "El criticón", de la que dijo Schopenhauer, y tras leerlo doy fe de ello, que era "quizá la más grande y la más bella alegoría que había sido escrita jamás", añadiendo en otro sitio: "Mi escritor preferido es este filósofo Gracián. He leído todas sus obras. Su Criticón es para mí uno de los mejores libros del mundo" (fuente: wikipedia). "El criticón" sitúa si no a la filosofía española sí a un posible "pensamiento de la nación", tal como se tituló el periódico político que Balmes dirigió en Madrid, a la altura que España empezó a perder a finales del XVI. Teniendo en cuenta lo que Santayana dijera a principios del siglo XX, "el conocimiento de la naturaleza es una gran alegoría que la acción interpreta", y que esta idea la recoge el francés Deledalle como un punto de encuentro de pensamiento entre el pragmatismo americano y la filosofía europea, la España del XVII tendría un rescate hermenéutico, no en su más brillante que sólido final Siglo de Oro, no en su, por otra parte fundante, "El Quijote" de Cervantes, sino en "El criticón" y por "El criticón" de Baltasar
Gracián, como así trató de hacer María Zambrano en su reforma del entendimiento español, sugiriendo en "Persona y democracia" una clave para el entendimiento entre españoles ("la fe en lo imprevisible") y un papel histórico para España en el mundo. A todo esto, nuestro amado Balmes, que tuvo postmortem sus discípulos protestantes (Pedro Sala), solo nos indica con inteligencia práctica el camino a seguir por este juicio, el camino del sentido común y la fe cristiana más que el del romanticismo krausista. Un sentido común, no obstante, heroico, y así, en la estela de "La tarea del héroe. Elementos para una ética trágica" de Savater, desemboca mi primerizo "Ensayo sobre el sentido común" en mi obra "Idea trágica de la democracia", como un criterio, ciertamente fronterizo o, por mejor decir, que distingue entre razón y fe, para entender la democracia y salvaguardarla de la demagogia. Libro: El criterio, J. Balmes, El Mundo, Madrid, 2011
BLOGUERÍAS Star Wars Ayer fui a ver el último episodio de Star Wars. Una pasada. En los 10 segundos iniciales de la película, todas las últimas proezas cinematográficas, de Matrix a Salvar al soldado Ryan, desmontadas. En Star Wars está todo el cine: el western, el de capa y espada, el melodrama, la comedia, el cine negro, el de piratas, el bélico, el neorrealista, el existencialista, el de gángsters, el de monstruos, y por supuesto está la aventura. Un auténtico festival en versión cine-cómic: viñetas profundas y sugestivas del mejor tebeo de superhéroes. Y está el paganismo. Y la democracia, la república, la libertad. La rebelión (de tintes cristianizantes, o eurobudistas, ma non troppo) contra el Imperio y la dictadura, sustentados ambos en el deseo de omnipotencia de la Federación de Comercio y el cretinismo de los Separatistas. Es fácil y lo voy a hacer: comparar Star Wars con el mundo actual, que después de la afortunada caída del comunismo soviético no ha logrado hacer efectivos realmente los ideales de la Declaración Universal de Derechos de 1948. Las tentaciones imperialistas yanquis, en su versión más confederalista, son muy fuertes, apoyadas naturalmente por el poder monopolista de las Multinacionales, y alentando, allí hasta donde sea conveniente para su poder de mando, "el derecho de autodeterminación”.
La rebelión no se hizo esperar, allí donde el fin de la historia parecía haberse hecho realidad: Seattle 1999, ese finisterre que se quiso inicio de algo nuevo. Sin embargo, la rebelión tomó un camino equivocado: la anti-globalización, y no el universalismo político y moral. Por suerte, EEUU sigue siendo una Democracia, aunque quizás cada vez con más mala salud de hierro. En Europa también se lucha por la Democracia, rehuyendo tanto las tentaciones alto-burocráticas como el intra-nacionalismo neciamente alentado por buena parte de la anti-globalización, como he dicho. &&&&&&&&&&&&&&& Se habla por lo menos de reformar la ONU. Será necesario. Será necesario el contrapeso -no ingenuo ni cínico- de la Unión Europea. Será necesario hacer efectiva una "ética de la glocalización" (Ulrich Beck). En cualquier caso, será necesario, como dice George Lucas (acaso mejorando a su tocayo el filósofo húngaro marxista Gyorgy Lukacs), "cuidar la democracia y cultivar la amistad". &&&&&&&&&&&&&&& Es el miedo a la muerte propia, el miedo a admitir nuestra condición mortal, es el miedo a la pérdida que debe reconocerse como irrevocable de aquello que ha ayudado a forjarnos ("la muerte de las lenguas y culturas", "la transformación del paisaje", "la mujer: dadora de vida", etc.) y que tampoco puede ser reparada por múltiples gadgets (mercancías, objetos en general), son todos esos miedos los que convierten al encantador Anakyn Skywalker en el malvado Darth Vader. "Sólo el amor puede juzgar", escribió Nietzsche. Y así es. Por el amor se redime lo-que-queda-de-Anakyn y con él la República y la democracia. Pero es cuando Anakyn no tiene suficiente con amar y
prefiere entregarse al deseo de omnipotencia (que ni siquiera él, poderoso entre los poderosos, puede alcanzar), cuando la República y el amor sucumben. Esto no es voluntad de poder ("como amor", según el filósofo español Manuel Barrios), sino voluntad de dominio, execrable. Es la ilusión moral del Bien (¡y del Mal!) Supremo la que acaba con Anakyn: ¡horror!, quiere arreglar el mundo. No se puede amar teniendo a la vista algún fin: se ama más allá del Bien y del Mal o no se ama. No se puede esperar que lo que se ama nos ame (Spinoza): entonces hemos dejado de entender. Anakyn deja de entender. Todo aprendizaje requiere su ascetismo. Pero en el esfuerzo está la alegría, y aun el placer que no desdeña su entraña dolorosa. Si es el miedo a la muerte lo que hace a Darth Vader, es el amor a la libertad lo que pone en marcha la rebelión de Luke Skywalker, su hijo. ¡Que la Fuerza os acompañe, amigos, que la sepáis controlar y que no os la controlen! La Fuerza es la alegría. He leído la noticia que trae hoy El País. M. Torreiro llama "pedestremente religiosa" a la película. Quizás hay que cursar estudios de Teología, en plan talibán, para ser sabios y buenos. Lo que pasa es que Torreiro debería de haberse mirado algo del "tema de la religión", aunque sea en el Google, antes de escribir lo que escribe (además de lo dicho, Torreiro escribe sobre las "peroratas pretendidamente democráticas" -otra cosa sobre la que tal vez debiera informarse, sobre la democracia, digo, pues quizás ni esas simples peroratas le suenan de nada). Luego Elsa Fernández-Santos cifra la conversión al Mal de Anakyn en el dolor y el sufrimiento, en una interpretación literal y corta de miras propia de los periodistas de nuestro tiempo. Pero bueno, señora, me ha recordado usted que George Lucas nació en Modesto, California, el pueblo de mi "hermano americano" (Loren E. Dieu, abogado que vive hoy en Sacramento felizmente casado con dos
hijas), que vivió nueve meses en mi casa hace 20 años. Muy bonito el Valle de San Joaquín (en Modesto está filmada American graffiti). Y finalmente volteo página y empiezo a leer al director de cine Álex de la Iglesia: sigue haciendo parodias, hermano. Si quieres densidad dramática, leéte Moby Dick. En efecto, la gracia y la grandeza de esta película es que hasta los niños menores de 8 años la podemos entender. Cosa que no les ocurre ni a De la Iglesia, ni a Elsa Fernández-Santos, ni a M. Torreiro, que parecen no entender que la Democracia triunfa. *********** En el número de verano de Lateral viene un excelente artículo de Juan Trejo sobre Star Wars. Su tesis es que a fin de cuentas Darh Vader cumple la profecía de ser el elegido para reestablecer el equilibrio en la Fuerza. Su paso al lado oscuro, no es más que un irónico peaje para mejor derrotarlo, al lado oscuro. La esencia del héroe trágico en Anakyn-Darth Vader no es el Mal, sino el Dolor, como Edipo o incluso como Prometeo. Ahora bien, Trejo no menciona que la figura de Luke, una especie de Telémaco al revés (que sale en busca del Padre mítico, sin esperarlo, para finalmente redimirlo), es imprescindible. Será Darth Vader quien se unirá a Luke, y no al revés. Será Luke quien redimirá a su padre, y éste, pues, cumplirá la profecía. Darth Vader posee, pues, otro rasgo esencial como héroe trágico, además del dolor de verse sobrepasado por su propio poder: el amor. Como ya escribí aquí, será el amor, el amor humano, pagano, de Anakyn por Padme el que dará como fruto la posterior Rebelión de los hijos, Leia y Luke. También discrepo del excelente artículo de Trejo en la valoración de los dos primeros episodios de la saga. Trejo afirma que en su prolijo detallismo histórico-social traicionan el carácter elíptico de los tres últimos (o primeros). Veamos. Si bien el mal no es la
esencia de Darth Vader, sí lo es de Palpatine, el Emperador. Y se trata de un mal político, no religioso o teológico, no un mal difuso e inevaluable; no, es un mal político el que provocan la Federación de Comercio y los Separatistas en su complot imperialista con Palpatine, perfectamente comprensible en su voluntad destructora de la República, la democracia y los jedis. Y por eso cobra especial sentido todo ese material sobrante que Trejo observa en la retórica política de los dos o tres primeros episodios. Ayer leí una entrevista atrasada a Daniel Cohn-Bendit sobre la actual crisis europea. Acababa Danny el Rojo recomendando una película, "kurdo-iraní", una película según sus palabras "dramática, triste, política, no americana". Vaya. Habrá que ir a explicar qué es la política al borde exterior de la galaxia. Pero antes me temo que tendremos que volver a empezar por el centro mismo de la República. Aunque a Danny el Rojo le parezca una americanada. ¡Viva Star Wars!
Steiner escribe sobre Palante -y yo sobre filosofía Steiner escribe: "Georges Palante, físicamente deforme, enfermo crónico e imposibilitado sexualmente, dio clases de filosofía en una serie de oscuros liceos bretones, especialmente en el de SaintBrieuc. La Sorbona declinó reconocer sus tesis, A Palante le resultó difícil mantener la disciplina. Sus alumnos organizaron lo que se conoce en francés como le chahut (jaleo, abucheo), unos brotes más o menos sistemáticos de ruido coral y burla que hacían inaudibles las clases de Palante (nada de Adiós, Mister Chips). Mezclado en una absurda «cuestión de honor» en la cual creyó advertir una actitud condescendiente incluso en quienes le apoyaban, Palante se pegó un tiro el 5 de agosto de 1925. Sin embargo, hubo quienes hallaron superlativa su enseñanza. Palante inició en Francia un nietzscheanismo de izquierdas y fue uno de los primeros que llamaron la atención sobre Freud. En 1990 tuvo lugar un coloquio sobre Palante; once años después se editaron sus obras completas. Louis Guilloux se convirtió en alumno de Palante en 1917. Reconoció en su profesor un espíritu de profunda, aunque angustiada, originalidad. Debemos a esta sagacidad una de las obras maestras de la ficción francesa moderna: Le sang noir [La sangre negra] (1935). Ridiculizando su pasión por la Critica de la razón pura de Kant, los atormentadores de Palante lo llaman "Monsieur Cripure". Sólo unos pocos comprenden la austera penetración de su enseñanza, en la callada magia implícita en el nombre del protagonista de Guilloux: "Monsieur Merlin". Pitágoras y Empédocles ya sabían que los alumnos pueden llegar a ser sanguinarios. La mística del "Maître" se mantiene en el escenario, un tanto melodramático, de la vida intelectual francesa... Son legión los que, como Georges Palante, se sintieron abrumados por Nietzsche. Los textos -truncados, mal leídos, mendazmente
corregidos- actuaron como una avalancha. Son tales la presencia de Nietzsche y las ambigüedades que van unidas a ella que la idea de que la modernidad occidental procede de la tríada Marx-NietzscheFreud es ahora un lugar común. Pero muchas veces se pasa por alto el papel, tal vez primordial, que tienen en Nietzsche el profesor y el educador. Él fue el académico antiacadémico `par excellence´". Está bien la referencia al Nietzsche educador. El otro día escribía yo en el blog de Arcadi Espada que no-hay-verdadera-filosofía-sinuna-teoría-de-la-educación-ligada-a- la-democracia, y que por esto era preferible Aristóteles a Kant. Y que, además, este "volver a Aristóteles" era a la vez un guiño moderno a la otra vía republicana, no a la de Kant, sino a la de Spinoza-Nietzsche. Pero que si en Spinoza la democracia no va acompañada de una práctica de la educación, en Nietzsche la teoría de la educación no va acompañada siempre de la democracia. ¿Cómo plantear en estos términos la potencialidad, a derecha e izquierda, de un muy experimental y nada sectario nietzcheanismo político? Pues tal vez rescatando aquellos puntos de Nietzsche en los que la teoría de la educación va acompañada de democracia -y éstos son varios y variados, si no queremos, en efecto, reducir la democracia al pacifismo providencialista kantiano mezclado, como no podía ser de otro modo, con hegelianismos de diverso pelaje. Nietzsche, ¡educador para la ciudadanía con la Ética de Spinoza en una mano y Aristóteles en el disco duro! Queda por hablar aquí de la tarea que me propuse en el inicio de mi tesis: sacar a luz la virtud intelectiva, ética y política de la imaginación que, ocultada por el pensamiento tradicional (y por tanto por ellos mismos también), se halla tanto en Aristóteles (Ética a Nicómaco, Del alma) como en Kant (Crítica de la razón pura, Crítica del juicio). Esta es la tarea.
Cómo estar solo, de J. Franzen Recomendaré brevemente este libro. Oí hablar de su novela Las correcciones, y luego en Lateral leí un artículo de Juan Trejo donde recomendaba este libro de ensayos que basculan entre el periodismo y el moralismo, Cómo estar solo (Seix Barral), de Jonathan Franzen. Trata de varias cuestiones relacionadas con la pregunta del título: la muerte de su padre, la intimidad, el sexo, el servicio de Correos de Chicago, el sistema carcelario, las ciudades, la novela, la familia, la televisión, la educación en sentido amplio. En el sentido que señala Sloterdijk en Normas para el parque humano, este libro trata de la crisis humanista con que empieza el siglo XXI: la crisis de la cultura escrita, de la comunicación libresca ligada a una civilización urbana que el autor sigue amando hasta en su chapucería. Pero no hay aquí culpabilización ni apocalipsis. Los artículos de Cómo estar solo condensan un alegato elitista, pero de un elitismo digamos doméstico. Franzen empieza a escribir desde que deja de hacerse ilusiones y su leve aristocratismo resulta a veces hasta popular, o en todo caso "civil", como escribe en un párrafo. Aunque no menciona nada bueno de internet (entonces todavía no tan desarrollado como hoy), su mirada es comprensiva, demasiado comprensiva... Consigo mismo y con los demás. El último y divertido ensayo, una sutilísima crónica de la toma de posesión de Bush en su primer mandato, me parece una buena muestra de lo que digo. Contiene varios hallazgos este trabajado, delicado y humorístico Cómo estar solo. A veces, su denuncia del "capitalismo" es demasiado simplona, pero se ve que Franzen estudió marxismo en sus años de universidad en St. Louis. Lo que desde luego no es para nada simplona es la seria advertencia, aunque ya digo que sin ilusiones, que recorre el libro: EEUU puede irse al garete después de un siglo, y sobre todo medio siglo, de progreso equitativo y
social. La gente rica abandona las ciudades, el Gobierno se descentraliza casi hasta el confederalismo y se privatizan gestiones pasivamente. La cultura de masas, las políticas de identidad (lo que en Europa, y en España sobre todo, conocemos como "nacionalismos"), etc. Es curioso que en los últimos tiempos las mejores, y escuetas, referencias a Nietzsche que he leído hayan provenido de autores norteamericanos. No en grandes tratados heideggerianos sobre el ser y el poder. No. Primero en un libro sobre educación: El fin de la educación (Octaedro), de Neil Postman. Y ahora en este libro de Franzen. A Franzen lo considero ya casi uno de los míos. Porque además de que escribe bastante bien y demuestra pensar bien, invoca a Nietzsche (“nadie enseña, nadie aprende a soportar la soledad”) allí donde siendo yo todavía veinteañero también lo invoqué: en su realismo trágico.
Quevedismo Mucho se ha dicho del pobre nivel del periodismo español. Desde El Censor ilustrado hasta Larra pasando por el Diario de Barcelona, y Unamuno y la prensa hispanoamericana hasta llegar a los periódicos que aún salen cada día, y Ortega y El Sol. Se dice que Quevedo hizo mucho daño. Lo dice Savater en su Diccionario filosófico y lo ha repetido en una entrevista de Vicente Molina Foix. Da que pensar. Espada compara en Contra Catalunya la prensa barcelonesa con la madrileña, Sagarra o D´Ors con Fernández Flores o González Ruano, Azúa o Monzó con Umbral o el fallecido Haro Tecglen: hablo de la prensa de opinión, ese topos imprescindible para, en y de la democracia. Aunque tantas veces fagocitador. Espada no menciona el daño de Quevedo y más bien le parece superfluo, o eso me parece a mí, no el cervantismo tantas veces denostado por
el poder burocrático madrileño y el nacionalismo catalán, sino las frivolidades, más que las ligerezas, lopesianas. Estamos hablando de una cultura (también presente desde Boscán y aun antes, aunque todavía medieval, en Barcelona) que la gran corte francesa de Luis XIV tomó como modelo para su Gran Siglo, todavía hoy cuna del gusto que ha moldeado y moldea "lo francés" (como la más popular Inglaterra aprende de Cervantes -y éste en parte, siempre la vista a Italia del Mediterráneo, del valenciano Martorell-, el sentido de la aventura ya moderna, acuñado a hierro por los descubridores hispano-portugueses). Dejemos la novela entre paréntesis. Y el teatro. Vayamos al periodismo. Hizo daño Quevedo, quien es citado, no sin mucha ilusión, por algún personaje de La vida del Doctor Johnson como un poeta más bien "imitador". ¿Ha hecho daño al periodismo español? Me refiero a la bravuconería que se le atribuye, especialmente al madrileño, pero no solo, a ese desparpajo que podía irritar a don Jorge Luis, Borges, a ese mal tono, a las cajas destempladas que se conservan aun en un Ferlosio. O en Monzó o en alguno muy malo como Toni Soler. No negaré la posibilidad de que un tipo de frases españolas periódicas hayan podido ser faltonas (no me refiero a lo criminal que ha podido ser y es el estilo nacionalista periférico, con sus excepciones, claro, claro). Pero la cuestión es que esa prensa ha carecido de salida. Mejor desde luego que el militanterevolucionaria, bajo la dictadura, funcionando casi como una "contra", ese periodismo apenas tenía la salida del humor, un punto de fuga que se cerraba sin embargo demasiado pronto, demasiado cerca (aun en Aristóteles, el universo se cierra, ¡pero en el quinto éter, no en la polis!). Y eso se sigue notando hoy, por ejemplo, en el caso de Jiménez Losantos, o del fallecido Vázquez Montalbán: esa salida que sí tiene la prensa inglesa y también la francesa (ah, Le Monde, el buen tonto ha tenido que cambiar), que suelen ser también a su modo faltonas en su más larga y más firme tradición democrático-republicana; quiero decir, que a lo mejor resulta que el periodismo español cuando es mejor es cuando no se corta la
lengua..., aunque después tenga a menudo que lavársela y, ay, no se la lave (por falta de costumbre democrática). Y es que el periodismo de opinión está supeditado a los hechos y a las noticias, sin ser ni lo uno ni lo otro. Quiero decir que es urgente, aunque no está de más que sea también higiénico. Pero no es ni puede ser una conversación de cátedra sobre el buen gusto o la belleza moral cuando es realmente de opinión, de intervención. Lo cual puede llevar al exabrupto y al insulto, umbral de la civilización, pero todavía civilización, según Sánchez Ferlosio. A mi modo de ver, por lo tanto, Quevedo no hizo tanto daño. Bien entonces por lo que llamaré quevedismo, aunque en cualquier caso siempre nos quedará Karl Kraus. Así hablo yo, se edite o no En 1997 escribí, con 23 años recién cumplidos, tras varias tentativas en artículos y trabajos, mi primer ensayo filosófico, el género al que me considero esencialmente ligado como escritor. Ese género que Chesterton llamaba "la broma de la literatura" y que yo aderezo con cierta pretendida seriedad filosófica hasta convertirlo, a veces, en trabajos propiamente filosóficos. Bueno, qué vanidad la mía. En fin, desde finales de aquel invierno hasta principios de la primavera, todavía en la casa de mis padres de la calle San Juan de mi pueblo, en la habitación cuyo balcón daba a la Rambla frente al antiguo edificio de Correos, y a veces en otra habitación desde cuya balcón entreabierto se oía la música flamenca que un vecino solía escuchar al caer la tarde, justo cuando había decidido seguir estudiando -en este caso Humanidades, tras licenciarme en Derecho- para dedicarme profesionalmente a la docencia de la filosofía, escribí, digo, mi primer ensayo filosófico, que titulé en un arrebato nietzscheano sin demasiado sentido Así hablo yo. Constaba de una introducción, dos capítulos, y un epílogo. El original no lo conservo. El primer capítulo, algo cambiado, forma parte del primer bloque de mi segundo ensayo filosófico (cuyo
embrión fue la tesina que presenté como lección final de los cursos de doctorado de Humanidades y que, como sabéis, se titula Ensayo sobre el sentido común (dirigido a la multitud): lo podréis adquirir en www.bubok.com). Se titulaba "Apocalipsis y actualidad: dos formas de optimismo", y me justifica saber que por ejemplo Virno le haya dedicado páginas de sus libros a la cuestión del Apocalipsis, o que Espada mencionase el otro día en su blog la cuestión de la Actualidad. La introducción, también modificada, de fondo radicalmente escéptico, forma parte de un trabajo más amplio que todavía no ha visto la luz. Pero también me alegra que la idea que lo impregna, de algún modo el intento de aunar en una sola idea y en una sola disposición vital a Nietzsche y a Chesterton (a mamá y a papá, digamos), sea un problema que después he visto aquí y allí insinuado: por ejemplo, también en el blog de Espada, cuando habla de "vivir con la derecha siendo de izquierdas", o al revés. Etc. De la segunda parte, titulada "La revolución incesante", apenas conservo nada. Algunos párrafos los mantengo en ese otro trabajo mencionado, de momento sin título y sin editor. Pero mi tesis doctoral, realizada como colofón al par de cursos de Filosofía que seguí con Víctor Gómez Pin en la UAB tras aprobar la tesina de Humanidades en la UPF, le debe las intuiciones esenciales y el aliento. La tesis se titula Idea trágica de la democracia y es a su vez una ampliación más rigurosa y completa de lo que contiene Ensayo sobre el sentido común. Finalmente me queda el epílogo, un capricho que quizá me costó el hecho de que ninguna editorial me tomase en serio, salvo PreTextos, en Valencia. Era y es un artículo extenso sobre el grupo rockero The Velvet Underground, que hoy forma parte de un trabajo más amplio de similar catadura que lleva por título La fiebre conquistada y que está buscando editor también. Pero, en fin, me consuelo recordando que tres artículos sobre música rock han sido publicados en la legendaria revista Ruta 66, en la que por cierto publiqué mi primer texto, hará el próximo verano (2006)
diez años, para toda España. Ahora he recogido en un libro las reseñas y escritos que desde entonces voy publicando en revistas culturales, algunas charlas, etc. Lo he titulado La filosofía en la calle y el próximo de similar hechura se llamará La filosofía a diario. Todos ya adquiribles en www.bubok.com. Así sigo hablando.
Billy Budd contra el primer Wittgenstein "Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo", escribe Wittgenstein en su Tractatus. Contra esta crítica religiosa de la metafísica, en su último libro el profesor italiano Paolo Virno esboza una metacrítica atea de la metafísica (y para empezar, pues, de la religión) dándole la puntilla materialista a la frase de Wittgenstein: "Los límites de mi lenguaje no son los límites de mi mundo". Naturalmente está en el fondo de esta metacrítica atea la frase de Spinoza: "Nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede un cuerpo". Un cuerpo humano, quería decir. Pues bien, hace tiempo (está ya en mi tesina Ensayo sobre el sentido común) encontré un buen ejemplo literario de este ateísmo en el personaje Billy Budd de la homónima novela de Melville. No tengo aquí la novelita y no puedo traer la cita textual. Cuando la tenga a mano, aquí la pondré. Pero cuál fue mi sorpresa cuando leyendo Diarios 2002 de Arcadi Espada éste se hacía eco de un comentario del novelista Vicinzey (del cual leí En brazos de la mujer madura con bastante mejor recuerdo que mi lectura, inacabada, de La insoportable levedad del ser de Kundera) muy despectivo con la novela de Melville, poniéndola nada menos que como paradigma de la mentira en la novela moderna. Y la mentira, al parecer, la mentira moral, es que Billy Budd, la víctima, ame a su verdugo; la mentira literaria, de
entrada, es novelizar y embellecer unos hechos reales. Dejaré de lado ahora el hecho de que Melville no pretende novelar un hecho real, sino que hace la operación típica de escribir un relato a partir de una historia que un marinero le contó. No tiene la pretensión de escribir ningún "relato real" al estilo de MVM o Cercas; ni siquiera, que yo recuerde, defiende que la historia que le han contado sea verídica; en todo caso, no utiliza esta referencia inicial del relato -que no forma parte en ningún momento del mismo-, es decir, esta historia más o menos verídica en la que dice más o menos basarse, para dotar de verosimilitud a su relato, plena y conscientemente ficticio. No he leído el ensayo de Vicinzey y la única referencia que poseo es la que me llega de la mano de Espada. Que vuelve a ella, pese a mis críticas en el Nickjournal, en su por lo demás formidables Diarios 2004 recientemente publicados. La cuestión es que la mentira reside en que la víctima ama a su verdugo. Pero, francamente, no sé de dónde se saca Vicinzey (porque no da la impresión de que Espada se haya leído Billy Budd) que Billy Budd ame al capitán (no me acuerdo si es capitán o qué) que le condena a muerte con injurias, es decir, con falsas pruebas. La cuestión es que Billy Budd, requerido, no acierta a articular palabra cuando pretende defenderse y es finalmente sentenciado. Desde luego, el relato de Melville es un alegato no del amor de la víctima por el verdugo, sino de lo contrario, de lo previamente contrario, que es: el derecho a la presunción de inocencia. Y, no menos importante, el derecho de habeas corpus. ¿No se dice judicialmente por otra parte que "tiene derecho a callarse y a hablar solo en presencia de su abogado"? Pero me detendré ahora solo en el habeas corpus. Que es ni más ni menos lo que ama Billy Budd en su colapso mental, en su parálisis muda ante la maldad y villanía del capitán. Una víctima, una víctima pública, es en primer lugar un mártir, un testigo: y eso es simplemente el personaje de Billy Budd, y no no sé qué síntoma de qué proto-síndrome de no sé qué. Digo que Billy Budd "se avanza" contra el capitán; pero ni lo
agrede, ni tampoco acierta a hablar, y a decir la simple verdad: que él no ha robado nada (creo recordar que se trataba de un robo). Pero ahí está Billy Budd, "avanzándose", sobrepasando los límites de "su" mundo que previamente otros le han impuesto al imponerle "su" lenguaje. En un barco donde no hay ningún derecho reconocido (ese es el tema). ¡Pero a Billy Budd le queda el cuerpo y solo el cuerpo, que finalmente colgará del cadalso (que no vemos, desde luego, como lo miraría Capote)! ¡Libertad de lenguaje! Eso es lo que significa políticamente el principio de habea corpus que personifica Billy Budd, marinero. Bien, no entiendo muy bien qué le pasó a Vicinzey leyendo a Melville. Hace poco leí una cosa de Vicinzey sobre Nabokov que es lo que hacía tiempo andaba buscando (yo, que una vez, tengo disculpa porque era contra Godard, defendí que Nabokov sí fue un gran novelista). ¿Cómo alguien capaz de tal sutileza paciente y sin morbo es capaz de despachar de forma tan ciega y tan miserable, como decimos los españoles, la novela Billy Budd de Melville? Me temo que al centroeuropeo y freudiano Vicinzey le pudo, ay, el antiamericanismo. Más le hubiese valido decir simplemente que Billy Budd le pareció (en su juventud) un relato cursi o, incluso, va, no pasa nada, totalitario. Hoy, Vicinzey, es todo "un escritor húngaro afincado en Inglaterra". Y no en la vulgar y chabacana América. Adiós a Lateral Lo cierto es que me ha costado ponerme a escribir sobre el adiós repentino de Lateral. Yo formé parte del Consejo de Redacción de Lateral durante casi un año y medio, en torno al año 2000, en la época de mayor repercusión pública de la revista, cuando mayores fueron sus combates contra el nacionalismo terrorista de Eta, contra la flácida Logse, contra esto y contra aquello, cuando Babelia sacaba cada mes la reseña de Lateral e incluso le copiaba portadas, cuando la revista se había ya consolidado y esperaba, ay, dar un salto que no se produjo, lo que, pese a sucesivas intentonas infructuosas, finalmente parece haber decidido su cierre.
Conocí Lateral en los quioscos, posiblemente en el quiosco sito en el paseo de San Juan junto a la estación de metro/tren de Arco de Triunfo. Era un número sobre Borges. Finalmente yo había decidido estudiar un doctorado de Humanidades, rama filosófica, en la UPF, y desde esa estación junto a la que está el quiosco iba andando hasta el campus de la Ciudadela. Yo sabía, ya a mitad de la carrera de Derecho (que cursé en la UPF, mitad en la sede de la calle Balmes, mitad en la sede de la estación de Francia) que, si tenía la oportunidad, no me iba a ganar la vida con el Derecho, aunque entonces todavía dudaba entre ampliar mis estudios en un doctorado de Ciencias Políticas o en uno de Filosofía. Finalmente, dado que tenía guardado un dinero que me lo permitía, me decidí por seguir el curso de doctorado de Humanidades en la misma UPF, dirigido a la sazón por los filósofos Eugenio Trías y Francisco Fernández Buey, e intitulado "Aprender a leer. El mundo como texto". Fue en ese primer año académico del doctorado cuando trabé, pues, relación con Lateral. Otoño 1996. Una revista cultural hecha en castellano, liberal y tolerante por lo que parecía, y abierta al mundo. Justo un poco lo que buscaba entonces, cuando desgraciadamente la situación sociopolítica catalana empezaba a ser ya asfixiante e insostenible: para mí por lo menos. Hay que recordar que en aquellos primeros años 90 el nacionalismo se hizo definitivamente hegemónico, hasta hoy, con el esperpento ya oficializado del nuevo Estatuto. En aquel número sobre Borges leí una especie de editorial en el que el director, un tal Mihály Des, arremetía sin perder el humor contra Eta y en general contra el nacionalismo. ¡Bravo! De hecho, mi primera colaboración consistió casi inmediatamente en mandar una carta al director alabando la reciente visita de Vargas Llosa a Barcelona y sus críticas al provincianismo catalanista. Una revista valiente, excéntrica, liberal e interesada por la cultura; una revista que debía su nombre a una cita de Canetti: ¡eso había que conocerlo! De modo que ya a principios de 1997 visité un día así por las buenas la redacción de Lateral, no muy lejos del
quiosco donde la vi por primera vez, vamos, a una esquina de distancia: en el paseo de San Juan frente al Asador Donosti, un poco más arriba de la tienda Norma de cómics. Un piso del ensanche barcelonés, 2º-1ª, al que se llegaba con un añejo ascensor central de madera, o por las escaleras circundantes, un piso de altos techos y balcones escuetos, largo y ancho, muy parecido a la casa donde yo había vivido siempre hasta hacía muy poco, en mi pueblo, en su pequeño ensanche. Allí hablé con Jorge Zentner, un amable e irónico argentino, guionista de cómics y profesor de "creación literaria". Mi amor por la literatura no hacía más que crecer entonces, pero yo estaba más interesado por la sección filosófica de la revista, por la reseña de ensayos. Juan Trejo, cuentista aficionado y sumo lector de las letras yanquis contemporáneas, también andaba por ahí. Les llevé una muestra, que creo recordar que era una reseña sobre un librito de Adorno. "De acuerdo", me dijo Jorge, "pero haz las frases más cortas". En junio de 1997 salió mi primera colaboración, una "faldón" (una reseña larga) sobre el volumen recién editado por Taurus de Fernando Savater, La voluntad disculpada. Era el número 25 de la revista Lateral, que había empezado en 1994 (justo el año en que la Generalitat convirtió al catalán, pobre, en la lengua vehicular de todo y lo demás). Era un número dedicado a Pla. No mucho más tarde me enteré de boca de Javier Calvo, que hacía reseñas de poesía con la firma de "Xavi Calvo", hoy aún joven pero ya consolidado escritor, con el que entonces coincidí en el segundo curso del doctorado (en una asignatura impartida por Jaume Vallcorba a la que también asistía el escritor -de su pequeño país- Jordi Llavina), me enteré, decía, de que Mihály Des, además de profesor húngaro de literatura eslava en la UB, era judío. Igual que Jorge Zentner y alguno y alguna más en la revista. Pues muy bien. Yo estaba interesado por entonces -hasta ahora- en Spinoza, que además de holandés era también judío e hispánico, aunque lo echaran de España, de la sinagoga y casi hasta de la Holanda recién independiente. Pero bien.
Como segundo de a bordo en la revista estaba entonces Miquel Porta Perales, un periodista muy crítico con el nacionalismo catalán a pesar de compartir ciertos postulados liberalconservadores. Era lógico que Don Pujol no ofreciera mucha ayuda. Miquel Porta Perales, con su mujer Anna, que hacía las reseñas de literatura catalana (novelas publicadas en catalán), fue un buen compañero en el Consejo, a pesar de los rifirrafes amistosos que manteníamos a causa de mis posturas intempestivas. Otra amable compañera del Consejo fue Charo González, profesora de instituto de filosofía y aficionada al periodismo, que entonces llevaba todo el asunto de los artículos críticos con la Logse y que después hizo un espléndido trabajo sobre los movimientos cívicos vascos no nacionalistas como Basta Ya, etc. Bueno, estos eran los pesos pesados, pero había mucha más gente. Lo mejor sin duda de Lateral es el hecho de que haya sido cantera para jóvenes aficionados al arte de leer y escribir, e incluso al de hacer una revista de cultura en España, como el último jefe de redacción, mi compadre castellonense Robert Juan-Cantavella. Hicimos cenas en el viejo barrio chino, hoy Raval, bebiendo whisky en el "Marsella". En fin, yo conocí en algunas de esas fiestecillas que se monta la gente de la cultura a escritores como Lázaro Covadlo, Juan Villoro, o así muy de pasada a Enrique VilaMatas, que hablaba con mi ex profesor Antoni Marí, en la alcohólica entrega del Premio Herralde de Novela en un restaurante de la Bonanova. Con Roberto Bolaño, del que Lateral dio noticia antes que nadie, no coincidí. En la presentación del número 100 de la revista conocí personalmente (me presenté personalmente, mejor dicho) a Arcadi Espada. Acabé el doctorado de Humanidades en la UPF, con la tesina aprobada (mi Ensayo sobre el sentido común), y me fui a la UAB a presentar la tesis doctoral en la Facultad de Filosofía bajo la amable dirección del profesor Víctor Gómez Pin. Mis colaboraciones en Lateral siguieron. Si miro sobre quién o qué escrito, veo a Savater, a Schopenhauer, a Nietzsche, a Foucault, a Rosset, a Onfray, a Sloterdijk: ese nietzscheanismo. Veo mi
primera entrevista, al antropólogo francés Marc Augé, y otras a Gómez Pin y a Sabino Méndez. Veo a Castaneda y las drogas. Veo al periodismo y al ensayo multicolor (Lec, Ignatieff, Sagarra, Marías, Ferlosio), a la novela (Graves, King, Chesterton, que finalmente no salió), a Bertrand Russell. No pude publicar una reseña larga sobre Castoriadis, porque a pesar de que Mihály dijo reconocer en mí a su abuela cofundadora del partido comunista húngaro, eso era ya demasiado comunista... Pero en general no tuve demasiados problemas en sacar lo que quería y en leer lo que me apeteciese. Últimamente me dio más por el ensayo histórico o por las memorias, e hice una reseña sobre las de un gran editor, Rafael Borràs. Con el cambio de color político en el gobierno autonómico se podía esperar un mayor apoyo y una mayor proyección de Lateral. Si es que hubiese habido realmente un cambio. Pero no, tenemos nuevo Estatuto y Lateral, la revista que me dio mi primera oportunidad, ha cerrado. Por eso me ha costado ponerlo por escrito, porque con Lateral también se acaban unos años cruciales de mi vida. Es tal vez exacto en vista de la situación actual lo que ha dicho Mihály Des en la despedida: quizá no influimos en la época, pero al menos la época tampoco influyó en nosotros.
Recortes de prensa Durante el curso pasado, en mis clases de filosofía, solo llegué a leer un recorte de prensa del día, o de la semana. Fue en una clase de Ética, y el recorte era de un artículo sobre ciencia y sociedad. En este curso, he ido encontrando en la prensa diaria más noticias relacionadas con lo que también diariamente enseñamos en clase. He pensado que posiblemente se debe a que este curso doy Sociología y Alternativa a la Religión, además de Filosofía. Escribo esta nota porque en un mismo día, ayer miércoles, recorté dos noticias relacionadas con lo que estoy explicando este curso.
En concreto son dos recortes de prensa: uno de El Mundo sobre una revista editada por el Espacio de Arte Contemporáneo de Castellón (EACC) y titulada "Mundo Ilusión", y otro de El País sobre la inauguración de la obra dramática de Carrière sobre la conocida Controversia de Valladolid en un teatro de Madrid. Sobre la multi-ciudad temática proyectada por la empresa turística Marina d´Or, de nombre "Mundo Ilusión", trata el caso práctico que vamos a analizar, con el soporte teórico de Los no lugares de Marc Augé (Ed. Gedisa), entrevistado aquí por mí en este blog, en la asignatura de Sociología. En Alternativa a la Religión, en el bloque del segundo trimestre dedicado a la secularización (del humanismo a la ilustración, pasando por la ciencia moderna), hemos visto muy sucintamente las cuestiones del nuevo concepto de dignidad humana aplicadas al caso del descubrimiento y conquista de América. En concreto, he planteado un comentario de un parrafito de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Las Casas, en el contexto en efecto de la famosa Controversia de Valladolid. Vimos la película de Carrière en el curso del doctorado de Humanidades dedicado al Renacimiento y lo cierto es que es bastante soporífera. Es de desear que en la viveza de un escenario teatral tan magna disputa cobre más interés. En fin, también hemos leído otros recortes de prensa, pero no del día o de la semana, sino recortes de mi archivo personal de recortes de prensa, etc. Tampoco soy muy partidario de empezar a comentar noticias sin más ni más, pues no son clases de periodismo lo que doy. Quiero decir que sin embargo noticias relacionadas con lo que vamos enseñando hay. Solo que no siempre son utilizables con cierto provecho filosófico. O son noticias de un continuum ya conocido, no verdaderas novedades. Aunque justamente el problema para los filósofos es que ese continuum se presente como tal novedad perpetua. Tal vez por eso dijo Ortega que la filosofía es incompatible con las noticias. Yo no diría tanto, pero en fin. Es curioso, en todo caso, que sobre filosofía estrictamente apenas haya encontrado algún "recorte de prensa" realmente al día. Atención: tal vez sea también problema de la filosofía.
¿Spinoza vs. Locke? En la lista de correo-debate de la revista francesa Multitudes me enteré de una nueva lista de correo-debate estadounidense, lbotalk, y allí se originó un intercambio de breves correos encabezados por la rúbrica: "Spinoza vs. Locke". El debate se originó porque uno de los participantes contraponía la "libertad de pensamiento" de Spinoza a la "libertad religiosa" de Locke, es decir, la radical libertad de pensamiento, lenguaje y expresión spinozista a la más moderada tolerancia lockeana hacia la práctica religiosa, entendida pues como libertad de conciencia. Mi intervención consistió en sugerir que ambas libertades podían complementarse perfectamente. Para un yanqui, acostumbrado a la tolerancia religiosa, la libertad de pensamiento spinozista sigue siendo una idea sugestivísima: de hecho, se pedía que se enseñase a Spinoza en los institutos de secundaria. Y esto hago yo, aquí en España, pero desde luego -es lo que contesté- para nosotros los españoles la libertad religiosa sigue siendo una gran conquista, porque hasta finales del XIX o incluso hasta la CE78, no llegó a estar reconocida y garantizada. Por eso me sonaba demasiado forzado oponer Locke a Spinoza. Con lo cual tampoco estaba conformándome con Locke, sino solo matizando su complementaria viabilidad con las tesis de Spinoza (quien por otra parte, asumía que la religión tenía un papel social de primer orden, y en concreto la religión católica en su formulación de San Juan: "Dios es amor"). De hecho, y así lo sugerí en el debate, una fructífera y posible contraposición sería más bien entre Locke y Kant. Una contraposición que tendría hoy un cierto paralelismo con la "querella familiar", de tipo geocultural, entre Rawls y Habermas, entre el "consenso entrecruzado" de Rawls, que seguiría la línea consuetudinaria de Locke, Tocqueville y tal vez Mill, y la "acción dialógica" de Habermas, que seguiría la tradición "ex novo" de Rousseau, Kant y tal vez Weber; entre EEUU y Europa. De esta
manera dije en el debate que en Europa teníamos a "nuestro Locke", es decir, a Kant, cuyo laicismo ideológico, tan semejante a la libertad de conciencia limitada de Locke, era lo que se enseñaba mayormente en la educación secundaria y aun en la primaria. La pregunta es entonces cómo sortear esta contraposición de tesis político-moralmente igualmente filo-religiosas. Cómo superar las aporías de unos EEUU de América belicistas a lo Locke y una Europa -Unión Europea- pacifista a lo Kant. Pues bien, la respuesta es precisamente Spinoza, que superaría ambas perspectivas en cuanto anclajes teológicos de la libertad en cualquiera de sus expresiones pero conservando -hegelianamente- tanto la secular libertad religiosa de cuño lockeano (¿aun en sus versiones fundamentalistas protestantes? Quizá en el culto, pero tal vez menos en lo cultural, en lo científico-educativo...) como el aún vigente, pese a la revolución cuántico-relativista, sistema científico del conocimiento de cuño kantiano (no así su moral europea todavía fundamentada en Dios). Ahora bien, Spinoza, pero no solo Spinoza. Sino Spinoza ampliado, profundizado y actualizado por el pragmatismo americano, el único sistema filosófico contemporáneo digno de ese nombre, y mejor en cuanto vinculado a la filosofía materialista del lenguaje. Pues el pragmatismo es la única corriente filosófica contemporánea radicalmente atea (al menos en la versión de Dewey, quizá menos en la más lockeana versión de James) a lo Spinoza. Pero a la vez solo el pragmatismo sortea la ahistoricidad del sistema spinozista elaborando un anclaje no teológico de las dos grandes proyecciones filosóficas, la ciencia y la política. Lo mejor del pragmatismo es, conservando la tolerancia pública lockeana y el sistema científico kantiano, este anclaje, históricosocial, que profundiza y anuda mejor la perspectiva spinozista (no teológica) de la radical libertad de pensamiento con sus manifestaciones científicas y políticas. Si además le añadimos algunas dosis de nietzscheanismo intempestivo para huir del doctrinarismo, mejor que mejor. Alguna vez imaginé a Castoriadis superando la querella entre
Rawls y Habermas en el mismo sentido. En la Torre de Montaigne He estado en la Torre de Montaigne, en un "château" situado a unos 50 kms de Burdeos, en el interior, camino de Bergerac, ya en la siguiente provincia, el Perigord o la Dordoña. El tren desde Burdeos me llevó hasta una aldea llamada Castillon y desde allí, el domingo 16 de julio de 2006, a las 8 y media de la mañana, emprendí una caminata de 9 kms hacia la aldea de St. Michel de Montaigne. Sobre las 10 y pico, bajo el sol tranquilo pero ya picante de la mañana en la campiña bordelesa, llegué al "château" de Montaigne, sito junto a la aldea, entre campos oceánicos de viñedos. Michel de Montaigne (1533-1592) en realidad se llamaba Michel Eyquem Loupes de Villeneuve (un López de Villanueva que escondía en realidad un judío Pazagón, de Zaragoza); Eyquem, como se ve, es muy parecido a Occam. Su familia paterna era de procedencia inglesa y la materna de procedencia española. Señores, esto es el centro del mundo. Uno de sus centros. Desde luego, me refiero al mundo moderno. Montaigne es el verdadero puente revolucionario entre los humanistas del XV y de principios del XVI y los revolucionarios filosóficos, científicos y políticos del XVII y del XVIII. Montaigne es quizá el primer pensador intelectualmente descristianizado y descristianizador de la modernidad, pero a la vez el consejero que recomienda a Enrique de Navarra convertirse al catolicismo y que logra así una salida política mucho más plausible a las guerras de religión modernas que las salidas tridentinas, o que las luteranas y similares. Solo la anglicana se le puede comparar, quizás. Aunque siempre con la cabeza cortada de Moro acusando. Qué sé yo (ese fue su lema; una de sus frases, es el lema de este blog). Pero a la base de la solidez francesa moderna, de ese republicanismo tout court solo igualado por los EEUU de América (dejo aparte, ya digo, Inglaterra y entorno), está discretamente este
hombre de 1,60 metros de altura llamado Michel de Montaigne, autor de los Ensayos, y además, como ya he dicho, en tanto puente radical entre dos siglos decisivos, bastante antes que Voltaire, quizás el verdadero fundador de la figura del "intelectual", sea lo que sea esa figura hoy, en los tiempos del Cuarto Poder. Montaigne tuvo por lengua materna el latín. Hasta los dos años se crió en una familia de campesinos gascones. Tuvo un maestro alemán. Cada día lo despertaban, al niño, con música. Le hicieron de mayor "ciudadano de Roma", que sería como obtener hoy en día el carnet de ciudadano del mundo en Nueva York, aunque por propia confesión sabemos que de Roma le gustaron, o le sorprendieron, más bien otras cosas. Montaigne es el maestro de Shakespeare; ¿lo leyó Cervantes?, ¿sabía de él Spinoza, ese cartesiano que parece pasado por Montaigne, o incluso mejorarlo, por más profundamente filosófico, y que a la postre, siendo más modesto socialmente que el muy adinerado Montaigne, también tuvo una papel político crucial al promover en secreto viaje diplomático quién sabe si como representante de Jan de Witt que Holanda, pese a su protestantismo recién independiente, se aliase más bien del lado de la liberalmente católica Francia, más incluso que de Inglaterra, que del lado de la, salvo excepciones, luteranísima Germania? Desde luego, como alcalde de Burdeos, algo debió de inspirar a Montesquieu o, antes, a los republicanos verdaderamente de primera hora, los ingleses. Montaigne, entre el aun idealista Maquiavelo y el ya eficaz Locke. Etc. Etc. Demócrata solitario, demócrata radical. Hombre de bien. Furioso caballero. Un personaje mayúsculo, algo conservadoramente mezquino, algo errado o errático en su naturalismo un poco delirante (a diferencia de él, Spinoza no se limitó a celebrar a los "indios" -brasileños por demás, cualquiera diría que estaban presagiando el siglo XX futbolístico-, sino a "pensarlos", o por mejor decir, a "soñarlos"), pero un escritor y una figura ("un hombre así", lo definía sin palabras Nietzsche) que hay que revisitar a menudo porque es irrepetible y, además, no pide casi nada a cambio. Tal vez sea esto la auténtica honradez.
Visité la torre con una emoción tranquila (en el inquietante y prometedor sentido que la tranquilidad tiene en Francia). Primero sin guía y luego con guía. Haciendo fotos y después solo escuchando el francés de la guía. Una chica joven, estudiante de arte o de turismo en prácticas. Los visitantes eran franceses, ingleses, alemanes, y yo. ¡Viejo zorro amigo, viejo querido Michel, esta es ya casi también mi casa! Nuestra casa. Eso pensé, pero no me ensoñé demasiado en darme cuenta de que ese era el suelo que Montaigne había pisado, olido, donde había soñado, pensado, y amado. No quería abusar de la confianza, y más bien disfrutar de la familiaridad. Salí y di una vuelta al castillo, que ya no es el que el anfitrión había conocido (los viñedos de hoy fueron entonces campos de trigo). Recuerdo que cuando en mi anterior peregrinaje, hace unos años, visité la casa donde Nietzsche veraneaba y donde escribió gran parte de sus libros, en Sils-Maria, Suiza, cantón de los Grisones, el señor que custodiaba la casa-museo del filósofo alemán estaba leyendo, a ratos, los Ensayos de Montaigne. Yo me traje en este viaje peregrino la pequeña biografía de Stefan Zweig (que se suicidó en Brasil antes de empezar la 2ª guerra mundial) sobre el "reflechisseur" bordelés, en una edición francesa de PUF, que ya había leído y que de tanto en tanto iba releyendo ahora. También me llevé un librito con una selección de fragmentos del libro segundo de los Ensayos, en francés de Montaigne, que me compré hace diez años en mi primera visita a París, camino de Amsterdam (habíamos dormido en Chartres). "Distingo, no concedo ni niego, es mi divisa", o algo así, es una de mis sentencias favoritas de esta selección. Por cierto, en este librito francés, Spinoza, con su Ética, aparece al final en una lista como perteneciente a la historia de la "literatura francesa", ya digo que como autor del siglo XVII. Spinoza era holandés de familia más bien judeohispánica, su lengua familiar era el portugués, sus lenguas de estudio el castellano, el hebreo y el holandés, y el latín, claro está, que es la lengua en que está escrita la Ética. Pero bueno, aceptamos Spinoza como escritor francés, si nadie lo quiere suyo.
Antes de irme, ya sobre las 2 del mediodía o de la tarde, compré un par de libros, las cartas de Montaigne y la obra de su admiradora Marie de Gournay, además de una botella de vino de Bergerac (Burdeos) "Château de Montaigne" y un llavero y una taza. Pregunté a un matrimonio alemán si me podía acercar a Castillon, y así amablemente hicieron, sin mayor cuestión y en silencio. Nos despedimos: bon voyage, bon courage! Hacía un calor español. Era la hora de comer un poco y acostarse. Una siesta, pues. "Cuando bailo, bailo; cuando duermo, duermo". Spinoza epistolar La correspondencia de Spinoza (1632-1677) en la excelente edición de Atilano Domínguez, en Alianza Editorial. Spinoza, desde sus solitarios retiros, mientras se emplea en su oficio de pulidor de lentes, es corresponsal de Oldenburg, el secretario de la recién creada entonces Royal Society de Londres, y a través de éste con Boyle, el gran científico del momento; de un joven Leibniz (que le escribe desde Frankfurt), de Huygens (que se va a París a la Academia Francesa de ciencias), y de todos sus amigos de juventud de Amsterdam (Meyer, De Vries, etc.), entre los cuales hay amigos de Jan de Witt, el presidente del gobierno liberal holandés desde 1653 hasta 1672, fecha de la subida al poder de los Orange, no bien recibida por Spinoza. Una carta que le invita a aceptar una cátedra de filosofía en la Universidad de Heidelberg. Polémicas sobre la sustancia, el infinito, el mal, política, ética y religión; sobre experimentos y principios de física, matemáticas (y cálculo de probabilidades), óptica e ingeniería. Noticias de la política del momento, y de los debates, por ejemplo, en torno al uso de los telescopios, etc. Una verdadera joya. Año nuevo Empieza un año nuevo. En el que, dentro de poco, cumpliré 33
años. Temo que se acercan las épocas de los balances irrevocables. Ya se vislumbra la cuarentena allá al fondo. Pues bien, aunque podría estar mucho mejor, hace tres años hubiese firmado estar como estoy, y donde estoy. Una vez lograda y consolidada mi plaza de profesor, nuevos retos se me plantean. Poco a poco. De momento, estas navidades me he puesto al día en música clásica. Desde canto gregoriano hasta Albéniz pasando por Marais, he estado escuchando de todo un poco, y leyendo la vida de los autores, y la época en la que vivieron. Me gustó la personalidad de Handel. La sintonía de la Champions League es un fragmento de Handel. Londres tenía en el siglo XVIII 600.000 habitantes, París solo se le acercaba. Debió de ser un espectáculo la música acuática por el Támesis. La ciudad más grande de Alemania era Hamburgo y tenía 70.000. Otras cosas: hay un madrigal de Monteverdi, el "Lamento de la Ninfa", que parece haber inspirado el "Blue Spanish Sky" del rockero Chris Isaak. Biber desafinaba instrumentos bastante antes que el guitarrista de Sonic Youth. Boccherini fue el músico ilustrado del Madrid de finales del siglo XVIII, y vivió muy cerca de la calle del Pez, tocando mi querida calle de San Bernardo. ¿Cuántos habitantes tenía Madrid entonces? La música clásica es increíble. Una de mis frustraciones, junto a la de no haber intentado ser un deportista profesional, de élite o de éxito, es no haber estudiado música, ni siquiera un poco más allá de la elemental que te enseñan en la escuela. Rasco la guitarra y tengo un cierto oído, eso es todo. Lástima. Supongo que todo no puede ser. Como cantaba Kiko Veneno, "Quería ser director de una orquesta, pero...". Fui con mi abnegada madre al Conservatorio de mi pueblo pero yo no quería estudiar solfeo, sino tocar rocanrol. Mea culpa. Empecé a leer Ética para la bioética y a ratos para la política (Gedisa), del profesor Ramón Valls, un buen librito de divulgación, pero lo perdí en el tren cuando empezaba la parte polémica. Valls es un hombre sabio y poco ingenuo, aunque a mi modo de ver cargaba las tintas en favor de Rousseau-Kant-Marx, y en
detrimento de la línea liberal, mencionando solo de pasada a Spinoza y su "nada es más útil al hombre que otro hombre". Me he quedado con las ganas de saber qué decía, con tal bagaje, sobre los actuales dilemas bioéticos. Supongo que volveré a comprarme el libro, si lo encuentro. Tuve como profesor a Valls un par de tardes en una asignatura de teoría política en el master de humanidades de la UPF. Era un hombre socarrón, e infelizmente hegeliano. Podría considerarlo en parte como mi "abuelo", porque fue en su día uno de los maestros de mi "padre", Víctor Gómez Pin. En fin, que el Nickjournal ha cerrado y ya sabéis las noticias. Menos mal que me he regalado música de cine, la de El hombre tranquilo y la de Twin Peaks, para ir preparando el trimestre que se avecina con la áspera pero deslumbrante compañía de René Descartes. Leer a los grandes filósofos es a veces parecido a escuchar la gran música clásica. Visita al Instituto de Neurociencias de Alicante materia optativa de Psicología de un IES de Alicante hicimos una visita al Instituto de Neurociencias de Alicante en San Juan, el segundo en importancia de toda España después del Instituto Cajal de Madrid en esta especialidad de la neurología. El profesor Roberto Gallego nos impartió una charla instructiva, visitamos un par de laboratorios (donde me acordé, al leer "Toulouse" en una libreta, de los vuelos de Saint-Exupéry entre Toulouse y Argel con escala en Alicante), almorzamos en el bar de la facultad de Medicina de la UMH, y finalmente nos enseñaron el Animalario, donde experimentan con animales. Me acordé de Peter Singer y las páginas de su "izquierda darwiniana" en que critica estos experimentos. Entre ranas, ratones y ratas, y preguntas sobre la metolodogía científica empleada (tema del programa del 1º de bachillerato) y sobre los experimentos realizados y sus resultados, miré a los gatos. Días después me acordé de Unamuno, quién lo iba a decir, y su "nadie ha visto nunca a un gato resolver una ecuación de segundo grado" dicho en tiempos de Cajal; frase que cité en la lectura de mi tesis doctoral Idea trágica de la
democracia. Espada había estado el lunes anterior en Alicante invitado por el IN y comentó algunas cosas respecto de la ciencia, los científicos y la política. Ya Aristóteles decía que la ciencia no da órdenes, su cometido es simplemente conocer; las órdenes las da la política, solo que, eso sí, en función de la ciencia. Pero, añadía el Estagirita, como la política es prioritaria respecto de la ciencia, ese "en función" se ve condicionado a su vez por la reflexión práctica, deliberativa. Este dato trastoca de algún modo la fácil secuencia jerárquica "ciencia, política" y desde luego la expresión "ciencia política". ¿Cómo se lleva a cabo algo en función de otro algo si ese algo es anterior a ese otro algo en función de lo cual debe llevarse a cabo? Este aparente galimatías lo ha resuelto contemporánemente, a mi modo de ver, el pragmatismo americano, y por eso yo a esa reflexión que precede a la ciencia, e incluso a la política, la llamo "pragmática", aunque los antiguos -básicamente Aristóteles, y la tradición atomista-, y Spinoza después, hicieron mejor llamándola sencillamente "ética". Darwin (o el mismo Nietzsche), arrastraron malamente en su crítica a Dios o la Naturaleza como cosas separadas (separación aun vigente, pese a todo, en Kant, y no digamos en Hegel) el significado antiguo de "ética", poniendo en su lugar al "arte" o la "evolución". Esto es un enrevesamiento típicamente europeo, producto de su tradición, sometida a mil años de religión social, de modo que quizá tampoco está mal si nos quedamos, para lo mismo pero mejor, con la "pragmática". Por tanto, tercera cultura y papel intelectual de los científicos en la sociedad, sí; ciencia política, o política determinada por la ciencia, no. Tal como señala Dewey, la "gran comunidad" política debiera tener como guía a la "comunidad científica", pero es que antes hay que transformar la "sociedad" en la gran comunidad política en cuyo seno se inscribe la comunidad científica, cuyo objeto no es dicha transformación. Dicha transformación, concluyo, es ética, pragmática, filosófica. Pueden leer relacionado con esto mi breve ensayo en la revista Kiliedro: "Filosofía trágica también para la
ciencia" (recogido en Sentido común y democracia). Los filósofos, que ni sabemos ni ordenamos, pero vamos delante, pensando (como cualquier hombre, incluidos políticos y científicos, por otra parte, solo que esta es nuestra profesión), en plan avanzadilla de exploradores pioneros, enseñando los caminos ya recorridos y arriesgando quizás algunos nuevos. En el bar de la facultad de Medicina, joya de la corona de los estudios universitarios en Alicante y Elche, la atmósfera me llevó a recordar la novela del médico L. M. Santos, Tiempo de silencio, que leí en COU y cuya adaptación cinematográfica pasaron el año pasado en TV. Según Aristóteles, la felicidad (que no se da sin prudencia y vida buena), corresponde al sabio, al que posee sabiduría teórica, es decir, al científico (entiéndase, aquel que conoce y entiende los principios científicos, no al científico mientras investiga metódicamente -lo que Aristóteles llamaba "ciencia" en sentido estricto, y no "sabiduría", que es la que proporciona la felicidad y, por cierto, ese pedazo de "inmortalidad" del que somos capaces los mortales, no porque vayamos a vivir eternamente, o después de morir, sino porque al conocer lo eterno, nos eternizamos, nos inmortalizamos... mientras dura -se poseeese conocimiento). Recordando todo esto, que hemos visto en el primer trimestre con los 2º de bachillerato, suspiré por que los tiempos de silencio se conviertan en tiempos de felicidad, y sobre todo de vida buena. En eso estamos en la enseñanza media (si nos dejan unos y otros), y, respecto del conocimiento científico y la felicidad, en eso también están en el Instituto de Neurociencias. Volveremos el curso que viene. ¡Salud! Sarkozy 68: hoy algunos apuntes Está bienyloelque escribe Arcadirevueltos Espada en el diario El Mundo sobre las ideas y maneras de Sarkozy, y sobre Mayo del 68. La crítica al 68, revuelta que es en gran parte consecuencia de las revueltas americanas de los 50 y 60, se remonta no ya a Glucksman y sus memorias, sino al libro de Luc Ferry (que ha sido recientemente ministro de educación del gobierno de la UMP) y Renaut, Le pensée 68. Y eso a pesar de que los “nuevos filósofos" tomaran como modelo a Sartre, el aparente icono de la algarada.
Sobre educación, en efecto, giran las mejores ideas-fuerza de los mencionados mítines de Sarkozy, tanto el de Bercy, en París, como el de Montpellier. La crítica al 68, en efecto. Pero en el 68 no es Sartre quien triunfa (Sartre había triunfado, por así decir, sobre todo en la posguerra existencialista, con Camus), sino, en principio, Castoriadis. Y aquí está la clave de la cuestión para entender por qué las críticas al 68 son oportunas, aunque no siempre del todo correctas. Castoriadis es el inspirador principal de los lemas más conocidos del 68, y vaya por dónde, su labor de zapa criptosocialista durante los años posteriores a la 2ª GM en la revista Socialismo o barbarie supone exactamente lo que dice Glucksman que fue Mayo del 68: el triunfo del fin del comunismo en Francia, y luego por extensión en casi toda Europa. He mencionado la revuelta de costumbres americana de los 50 y 60 bajo las políticas definitivamente emancipatorias de Truman y Eisenhower. Pero también podemos mencionar las revueltas anticomunistas de aquellos años en la Alemania del Este, en Hungría y, en fin, en Checoslovaquia, en la misma primavera del 68, finalmente frustradas por la Urss. O a los situacionistas. Pero en seguida el inicial triunfo de Castoriadis (siempre más parecido a Adorno con su voluntad académica rigorista) quedó truncado. Ya he dicho que Glucksman, si no me equivoco de hombre, a quien acompañó siempre y hasta el final, fue a Sartre, fundador casi póstumo de Libération y repartidor de folletos no ya comunistas sino maoístas en el 68: el canto desafinado del cisne. El abandono del comunismo (de aquellos tiempos en los que hasta Picasso tenía el carnet comunista y Dalí, franquista, tampoco) implicó, pues, para la izquierda francesa y europea el abrazo demagógico del nuevo tótem: el relativismo posmoderno; en Francia en concreto de lo que Castoriadis llamó desde entonces despectivamente la “ideología francesa", expresión que condensaba para Castoriadis el fracaso de todo aquello que él hubiese deseado en verdad haber visto triunfar en Mayo del 68, y
no la ideología particularista de las bellas almas que se impuso, aunque luego De Gaulle ganara por última vez las elecciones. Solo mucho más tarde salió aquello de Sokal. En los mítines posteriores a la primera vuelta de las elecciones, Sarkozy ha presentado verdaderamente un programa: una defensa de la escuela, y una defensa de la república, esto es, una defensa de la democracia. Sin quitar de en medio a la libertad, ni al conocimiento. Sobre la escuela, la propuesta post-68 de Sarkozy va en la línea de la ley aprobada hace dos años en el Reino Unido, y no en la línea de la triste Loe española. Ya digo que doy por bienvenido el triunfo de Sarkozy solo por esto: sería quizás un póstumo homenaje al relativismo verdaderamente democrático de Castoriadis, y hasta al mismísimo pundonor docente de Adorno, mal que le pese a Sloterdijk y no digamos a Zizek. Pero, además, el último mítin de Montpellier tampoco estuvo mal cuando se oyó criticar a "los corporativismos, las comunidades, las tribus". Esto en cuanto a la república y, en conjunto, pues, en cuanto a la democracia y a la ciudadanía. Se dice que los nacionalismos europeos regionales son efecto del expansionismo económico de EEUU. Que la unión europea no es posible porque EEUU lo impide. Nada más alejado de la realidad. En primer lugar, estos nacionalismos son tan típicamente europeos como el vals, o como las monarquías constitucionales. Quizá el wilsonismo tiene algo que ver pero menos de lo que tiene que ver en su auge la insistente estupidez europea de creerse moral, social y políticamente superior, que ha tenido por sola consecuencia justamente el desprestigio de la autoridad. De hecho, si hay democracia ya en casi toda Europa y hay una mínima unión política europea es por la intervención, no solo militar y económica, de EEUU. Si el triunfo de Sarkozy implica que Francia va a buscar su lugar bajo el sol más cerca del país al que debe su revolución y su república, entonces, chaupeau. Me parece que los EEUU se acordarán de un tal Lafayette. Posiblemente este curso va a ser el último en el que explico a Descartes en 2º de Bachillerato. Quizá utilicé a Descartes para
tomarse en serio dos cosas: la revolución moderna del XVI-XVII en contraste con ese momento español; y en segundo lugar, para recordarles a los mismos franceses de dónde les viene la seriedad y la audacia que culturalmente, pese a excepciones, parecen haber perdido. Descartes, c´est la France, escribe Glucksman. Pero, en fin, hasta el mismo Descartes vivió media vida fuera de Francia para morir en Suecia, y tuvo que ser corregido después, por Spinoza concretamente. En cuanto a que esto se haya entendido de verdad en España, a uno y otro lado, lo dudo mucho. Puedo decir que lo he intentado, y nada más. En verdad, me suspendieron. En cualquier caso, y para que tal vez se entienda mejor si no de dónde y cómo viene la modernidad, por lo menos qué significa realmente, el año que viene pasaremos directamente a Kant, para luego acabar con vitamina nietzscheana, aun de actualidad. Feria de la democracia Hoy hemos ido con el IES a IFA, la feria de Alicante-Elche en Torrellano, junto al aeropuerto internacional de El Altet. Una feria de la democracia. Explica Aristóteles en su Ética a Nicómaco que la otra cara de la libertad política es la libertad económica. Siglos después a esto lo llamó Marx "capitalismo", llevándose por delante a la misma democracia. Por esto enfatizo que esta feria del empleo y de la educación profesional es una feria de la democracia, por ser una feria de la economía. Había de todo: estaban las consejerías (hoy las CCAA tienen el 50% del poder político del Estado, y esto es demasiado, como ya he dicho en otro lugar), las universidades (de la Comunidad y de Murcia), y todos los ciclos formativos que se pueden cursar en los IES de Alicante, provincia, además de la escuela de idiomas, centros empresariales, etc. El único ministerio que había era el de Defensa. Marx. Marx empezó estudiando a los materialistas, Demócrito, Epicuro y Lucrecio. Pero esta buena intuición inicial se fue al garete en cuanto se hizo hegeliano. Marx tomó a Hegel como un
Aristóteles moderno y se equivocó, porque no son exactamente lo mismo, más allá incluso de que uno sea antiguo y el otro contemporáneo. Marx transformó su materialismo inicial en uno históricodialéctico, a la Hegel. La consecuencia fue una especie de condena religiosa, cripto-judía, del judaísmo que precisamente Spinoza había evitado siempre, de la economía liberal, entonces ya teorizada en los libros de Adam Smith o en la misma Enciclopedia. La consecuencia fue el totalitarismo, en este caso de izquierdas, el comunismo, si es que no fueron de izquierdas, o provenientes de la izquierda, también el fascismo y el nacional-socialismo. Marx llamó plusvalía a aquello que desde el Neolítico llamamos excedente. Se puede y se debe debatir sobre los excedentes, pero condenarlos en virtud de que los medios de producción no están en las manos adecuadas es tanto como anular la posibilidad de producir, de tener manos, de exceder y de debatir sobre el exceso. Sostener con un determinismo absoluto una necesidad históricodialéctica en aras de la liberación, ¡material!, del "hombre total" es tanto como anular cualquier materialidad, humana y no humana, y la libertad misma. A qué entonces Darwin o el mismo Nietzsche, del que sin embargo Marx hizo un elogio. ¿No eran los valores caducos del Occidente medieval que Nietzsche quería erradicar los mismos que Marx propugnaba, aunque fuera al modo inverso y posmoderno de Hegel? Según Marx, una necesidad histórica convirtió el feudalismo en capitalismo y llevaría este al comunismo, pasando por la dictadura del proletariado, antes campesinado. Pero también había campesinos en Norteamérica, e incluso obreros, muchos y variados, y allí no ha habido jamás una dictadura. Es que estos campesinos ya estaban liberados de su servidumbre, justamente a causa de la libertad económica que pronto se convertiría también en política. El asunto de la abolición de la esclavitud de los negros, con una guerra civil de por medio, acabó por refundar el país. EEUU tiene varias cosas hegelianas, pero dos cosas hegelianas, muy hegelianas, no tiene: no han convertido el amor al saber en una ciencia (para eso tienen el
pragmatismo), y no sostienen una "historia concebida", o sea, nacionalista stricto sensu (para eso se dedican más bien a "hacer historia", aunque a menudo sea de tono mesiánico y manu militari). Finalmente los socialdemócratas nos vendrán con aquello de que, "sí, vale, pero gracias a Marx tenemos derechos sociales". Como si mucho antes de Marx no hubiese habido ya en los albores de la democracia moderna en Holanda e Inglaterra republicanos o federalistas, levellers y diggers (es decir, igualitaristas y removedores), o antes el utopismo renacentista, y después el mismo socialismo utópico ilustrado. Hoy la lucha del precariado o del emigrado no es una lucha totalitaria, excepto en algunos casos. No es poco asunto el asunto de la necesidad, natural y extranatural. Pero desde luego la "solución Marx" nunca fue la buena. Hoy no hemos ido a una "feria del capitalismo". Hoy hemos estado en una feria de la democracia. Real como la vida misma. Grupo de trabajo de filosofía Se está realizando un curso en el que varios profesores de filosofía de los IES de la provincia de Alicante han tenido la oportunidad de presentar ponencias. Las charlas se están llevando a cabo desde enero de 2008 en el IES Figueras Pacheco de Alicante, en el que estuve el curso pasado, y en el IES La Torreta de Elche, instituto en el que actualmente tengo plaza en propiedad. La intención es prolongar este grupo de trabajo de profesores de filosofía de los IES de la provincia de Alicante en una Sociedad de Filosofía de la provincia de Alicante como un miembro más de la Fesofi (Federación de Sociedades de Filosofía de España). Yo apuesto por empezar de momento aquí en Alicante, pues existe suficiente caldo de cultivo: además, Murcia es otra comunidad autonómica y Valencia sigue entre acomplejada respecto de Barcelona y ensimismada en su fatuo valencianismo pancatalanista. Así que ya solo con fundar esta asociación filosófica en la quinta provincia española en población haríamos bastante. Estaría bien formar aquí una suerte de Sociedad
Filosófica de Amigos del País, en contacto con instituciones tan importantes como el Instituto de Neurociencias, el Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, las universidades, los institutos, y otros agentes sociales, culturales y económicos, como la CAM. Amigos del país y, más aún, amigos de la sabiduría. Mi ponencia, un denso resumen de la que expuse en febrero de 2004 en el CCCB de Barcelona en un curso sobre Castoriadis que organicé yo mismo entonces, versó sobre el concepto aristotélico de imaginación a la luz de los análisis de Castoriadis, comparándolo con el mismo concepto en Kant. Esto forma parte de la primera mitad de mi tesis doctoral Idea trágica de la democracia. Luego, pues, la ponencia finaliza con una reflexión sobre las implicaciones políticas de tales conceptos, lo cual supone finalmente una ética del pensamiento de raíz materialista a la manera de un Spinoza contemporaneizado. Quizá para otro curso me atreva directamente ya con Spinoza. O acabo de explicar lo que apenas tuve tiempo de esbozar el otro día. Mi ponencia: http://www.dialectica.es/resources/La+imaginaci$C3$B3n+en+Ari st$C3$B3teles+y+Kant+seg$C3$BAn+Castoriadis.pdf Ya llevamos un buen puñado de charlas. Hay unos cuarenta profesores apuntados, que trabajan en Elche, Alicante, Elda, San Vicente, Benidorm, Alcoy y Orihuela, pero la media de asistencia debe de estar sobre la veintena. Las ponencias han tratado sobre los más variados temas: propiamente filosóficos, como empirismo y filosofía analítica actual (Davidson), platonismo y analogía, Nietzsche, el mío sobre la imaginación en Aristóteles y Kant, y otros más sociales como feminismo, renta básica, prostitución o espiritualidad laica. También se han tratado cuestiones estéticas (Benjamin y la fotografía), históricas (comparación de los imperios británico y español a la luz del trabajo de J.H. Eliott), o pedagógicas (una crítica feroz, a lo Gustavo Bueno, de la nueva Loe y en concreto de los nuevos planes de estudio de filosofía en Eso y en Bachillerato). Quedan todavía unas semanas para acabar, y algunas ponencias versarán sobre Zubiri, Leibniz, libertarismo, militancia política, etc.
Gratis no lo hacemos, porque estos cursos del Cefire de formación del profesorado son un requisito imprescindible para cobrar trienios y sexenios. Pero el efecto excede a la causa tratándose de hombres, y hemos ido más allá del mero valor pecuniario y desde luego burocrático del curso. Vivos debates se han desarrollado después de todas las conferencias. Algunos muy polémicos, como es costumbre en la profesión. Pero hasta el punto de llegar a las manos como en El banquete de Luciano de Samosata, esto no. Filósofos, también somos "filofronéticos". Amantes de la sabiduría (de la sabiduría teórica, es decir, de la ciencia), también somos amantes de la prudencia, o sabiduría práctica. Con la Loe nos quisieron eliminar, casi. Después de las protestas, nos han degradado. ¡Es un paso adelante! "Educación para la ciudadanía" en lugar de una más escueta pero más amplia y libre "Ética" (porque para enseñar civismo y urbanidad ya están los padres), y "Filosofía y Ciudadanía" en lugar de una más clara y verdadera "Filosofía y política", o "Filosofía y filo-prudencia", puestos a poner nombres originales, que es por lo demás lo que ya se venía haciendo, aunque de una forma menos dependiente, no ya del Estado, sino del Gobierno de turno, como es el caso real de la desdichada Loe. Para acabar, lo de "Ciencias para el mundo contemporáneo" no sé si es una analogía; en todo caso, a falta de exigir matemática y física, ¡las contemporáneas también!, a todo aquel bachiller de ciencias actual, cosa que hoy en día no ocurre, o de aumentar su nivel en la Eso, cosa que aun ocurre menos, imagino que esta "Ciencia para..." será el fermento de la nueva espiritualidad laica de esa reserva espiritual de Occidente que sigue siendo, hoy al modo progresista, España. Continuará. El cojín de Protágoras De todos es conocido que Benjamin Franklin, al que podríamos considerar de algún modo el Protágoras de los albores de la nación americana, además de padre fundador de la primera democracia
moderna totalmente republicana, fue impresor e inventor. Como impresor, periodista y demás, fundó en 1750 la primera Sociedad Filosófica al otro lado del Atlántico, en Filadelfia. Como inventor, es sabido que suyos son el pararrayos, la silla giratoria y alguna cosa más. Pues bien, leyendo sobre Protágoras, de Abdera, padre de la sofística y de algún modo el filósofo más importante entre los presocráticos y los socráticos (Sócrates, Platón y Aristóteles, éste ya post-socrático, de algún modo), maestro de Demócrito, también de Abdera, y por tanto fundador del atomismo, que viene a ser algo así como la ciencia en su puridad radical (como la gran sofística sería la filosofía o la prudencia en su versión más pura también), del cual descienden Epicuro, Lucrecio y, modernamente, Spinoza y algún otro, leyendo, pues, sobre este gran filósofo al que simplemente tenía por un sofista y un maestro de democracia, me he enterado de que al parecer también inventó algo. Inventó un cojín para transportar cosas, o mejor dicho, inventó un nuevo uso del objeto "cojín", en este caso útil para transportar otros objetos. Técnica, o usos técnicos: no en vano Castoriadis eligió perorar sobre el concepto de la "técnica" en el único diccionario colectivo de términos filosóficos en el que llegó a participar, que yo sepa. Grandes filósofos, grandes sofistas, inventores también. ¿Lograré yo algún día, modestamente, inventar algo, una cosa o un uso de una cosa? Sí, en mi casa mi padre me tenía en ocasiones por un pequeño inventor: sabía enfrentrarme a las averías de la televisión y a los botones del mando a distancia (¿existe el vacío?), y sobre todo, yo también inventé una especie de cojín de Protágoras la primera noche que el chico californiano que pasó nueve meses en mi casa se dio cuenta de que la cama era demasiado pequeña para él y yo acerqué una banqueta al final de la cama y le puse encima una almohada y juntándola con el final de la cama alargaba ésta hasta el tamaño que aquel chico californiano recién llegado demandaba. Hablando de cojines, de Protágoras y de traslados, esto tiene su pequeña moraleja: como es sabido, el término "metáfora" tiene que
ver con el acto de trasladar. El cojín de Protágoras viene a decirnos: más fácil, más útil y más claro será si metaforizamos con cuidado, si utilizamos metáforas cuidadas, sabiendo que metaforizamos. No siempre la Sofística misma supo estar a la altura de esta exigencia. Robert Louisno Stevenson Si Stevenson es el mejor escritor moderno, y cuento aquí desde Dante hasta Franzen, está muy cerca. Desde luego sus novelas no tienen la enjundia o densidad de las más grandes, ni sus cuentos pasan a menudo de meros pasatiempos. Sus poemas son hermosos y verdaderos, pero nada más. Sin embargo, aparte de escribir maravillosamente La isla del tesoro, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, La flecha negra y los Cuentos de los mares del sur, Stevenson destaca sobre todo, diría yo, por sus ensayos, escritos como con punzón, extremadamente perspicaces, gozosos y aleccionadores, pero sin rastro de moralina. Moral laica, Virginibus puerisque y este que acabo de leer, A través de las praderas y otros ensayos (el relato de un viaje de Nueva York a San Francisco, en 1882, o los titulados "Fontainebleau" y "Pulvis et ombra") deberían ser best-sellers que aun leyera todo el mundo lector. Escritos, ya he dicho, como sobre mármol, son no obstante exigentemente vivaces, aun cuando relatan penurias. El candor de Stevenson, que a veces es superficial o se detiene en detalles que solo al autor importan, resulta siempre no obstante excitante, porque no hay rastro de engaño. Yo tenía un amigo que se parece físicamente a Stevenson, en el rostro; era "camello" de poca monta y si no ha acabado en la cárcel poco le ha faltado. Ya no lo frecuento más, pero me alegra, de algún modo, su mera existencia, fatal y aun equivocada pero estoicamente soportada. Es esto lo que Stevenson relata, explica, matiza y celebra en sus formidables ensayos tanto como la extrema cortesía, el honor o el deber. No solo no me extraña que Savater pusiera una cita de Stevenson al principio de su libro sobre Nietzsche sino que yo mismo me acordé de Stevenson (y del Kant de "Un cielo estrellado sobre mi cabeza y la rectitud en mi corazón", ¿es así?, todo hay que decirlo), sin conocer aun el libro de Savater, una noche de septiembre delante
de la casa-museo de Nietzsche en Sils-Maria. "La verdad es de un linaje rudo". Lecturas de ciencia Quería anotar aquí mi impresión sobre el excelente, por no decir extraordinario, libro de Punset, Cara a cara con la vida, la mente y el Universo, aunque las entrevistas no sean sino pedazos de las entrevistas más largas emitidas en su programa Redes de TVE, algunas de las cuales he visto repuestas después de la edición del libro, pero antes de leerlo. Una oportunidad extraordinaria y, de hecho, única en España. Extraordinario por cuanto tiene de amplia ventana a la ciencia que se está haciendo en todo el mundo en las últimas décadas, con claras y pertinentes implicaciones filosóficas y aun políticas, que es a lo que yo me dedico y lo que más me interesa. De ahí que de entre todos los desarrollos científicos el que más me llame la atención sea el de la neurociencia cognitiva, la neurología y la psicología cognitiva. Damasio, que maneja a Spinoza, Hume y James como referencias teóricas, y cuya entrevista no es desde luego la más intensa, es sin embargo para mí el número uno de esta hornada de científicos que van desde los viejos paleontólogos y biólogos del ADN posterior a la 2ª guerra mundial hasta la más reciente investigación nanotecnológica. Pero hay muchos más. Están Dennett (la máquina virtual), Dawkins (el gen egoísta), Wilson (la sociobiología y la consiliencia), Jay Gould (equilibrio puntuado y neotenia), Pinker (el lenguaje-instinto), Margulis y su hijo Dorion Sagan (hijo de Carl Sagan, el de la serie Cosmos), Lovelock (teoría de Gaia) y otros menos conocidos pero no menos interesantes, como Llinás, Davies, Chudnovsky, Tobias, Humpreys o Kirkwood, por citar algunos que recuerdo. Casi todos ellos profesan en universidades norteamericanas y británicas, pero hay también profesionales entrevistados en Francia, en Australia y algunos españoles, astrofísicos y nanotecnólogos entre el CSIC y la NASA. Las nacionalidades no siempre coinciden con el lugar de trabajo, porque, sin ir más lejos, Damasio es portugués, no americano, y Llinás es americano nacionalizado, pues de hecho es colombiano. Deepak Chopra debe de ser indio. En fin, la
comunidad científica internacional. La comunidad científica. La mente, la vida y el universo: átomos, células, neuronas. Genes y memes. Naturaleza y cultura (o entorno). ¡Gran debate! Mucho Darwin, pero también Einstein y la mecánica cuántica. Los viejos Galileo y Newton. Y algunas referencias filosóficas explícitas e implícitas, como Pitágoras y Demócrito, Ockham, Descartes, Spinoza, Hume, Kant, y el siempre silencioso influjo de Aristóteles. Algo de Freud, Piaget, Chomsky. Las entrevistas son un festival, pero más que de hechos incontrovertibles, de razonamientos, de búsqueda intelectual, de ensayo y error, de trabajo de campo -la medicina funciona casi siempre como disciplina transversal de todas estas ciencias-, de conversación modesta e inteligente, de humor. En suma, un placer. Información, o sea materia: it from bit. Naturaleza, desde Dios: Dios, o sea Naturaleza. Si pueden, encuentren el libro de Punset y pónganse al día. En Libertad Digital TV tienen también un programa semanal de ciencia de media hora de duración. Se titula Vive la ciencia. Lo dirige y presenta el director de la revista de divulgación científica Quo. No querría ser tan imperativo, pero es también muy recomendable. Radical puro He empezado a leer el Spinoza de Alain, famoso profesor de filosofía de secundaria de la Francia de principios del siglo XX. Alain define a Spinoza como un "radical puro". Más allá del rigor de su estudio, a veces discutible, es muy interesante esta obra, dada la típica astucia del profesor de secundaria que Alain aplica nada menos que a Spinoza. ¡Spinoza para adolescentes, qué más se puede pedir! Si yo tuviera que definirme bajo amenaza de muerte (quiero decir que no me defino fácilmente y menos para siempre), elegiría esta sentencia que Alain aplica a Spinoza: un radical puro. Es lo que solía decirme mi madre, y mi compañero de profesión y amigo Manolo Manzanares. Por eso, cuando oigo hablar de izquierda o derecha políticas, y a pesar de que he solido estar más bien desde
adolescente en el centro-izquierda, recuerdo que he sido y soy ante todo un radical. Puro, no de partido. Pero siempre me ha atraido algún aspecto de los partidos o ligas radicales, que por cierto no han sido solo de centro-izquierda, o izquierda liberal, sino de centro-derecha, o de derecha republicana, como el mismo Partido Radical español fundado por Ruiz Zorrilla, que aceptaba el programa demócrata de derechos, aunque se desmarcaba del gran partido de izquierda -cada vez más marxista, y más aliado de los nacionalistas- para hacerlo realidad. ¡Si es que pocos años antes la victoria política y militar de Lincoln había acabado con la farsa de los "derechos" de los demócratas! En España, el partido radical no desembocó, allí donde pudo, precisamente en el comunismo, sino más bien en el centro-derecha, como finalmente ocurrió con el gran Lerroux, amigo de Ferrer Guardia, y su pacto con la Ceda en la República. Políticamente, el radicalismo en sí mismo ya es todo un programa. Hoy en día existen partidos radicales de derecha y de izquierda, los más famosos respectivamente son el francés, heredero de Clemenceau y su partido radical-socialista, pues el partido radical a secas fue el que desembocó via Jaurès en el partido socialista, y el italiano de Pannela, Bonino, etc. Los D66 holandeses, social-liberales, o los mismo lib-dem británicos, son otras tantas herencias del radicalismo. Pero la posición más frecuente del radicalismo es un centrismo... radical, no contemporadizador. Sin radicalismo, no pueden entenderse los Estados Unidos de América, por ejemplo. He dicho que solía situarme en la discusión partidista más bien del lado de la izquierda moderada, y voté una vez para el Congreso al Psoe en las Generales del 2000. Pero no soy anti-americano sino todo lo contrario, desde niño. Así hice mi campaña para delegado de curso al final de la EGB, como un yanqui cualquiera. En la revista del instituto, escribí sobre política, rock, cultura popular, Suramérica, Irak o el militarismo, pero nunca a gusto de todos: en medio de los tópicos de la rebeldía juvenil, criticaba, por ejemplo, a Sadam Hussein, lo cual era una osadía, o rechazaba el mito del Che Guevara, o despotricaba aun más que del patrioterismo militar del nacionalismo catalanista. A veces simplemente como reacción
ante el rechazo que sufría por escribir y hablar en castellano. En la asociación ecologista que fundamos entonces, yo me puse del lado de los ecologistas urbanos, hasta que lo dejé en medio de tanta ecolatría. En la universidad, las cosas que escribí en los varios fanzines que circulaban y hacíamos circular por entonces, iban desde Voltaire hasta la contracultura. Más rock. Y ya filosofía. El único artículo que he escrito en mi vida en el que he puesto de mi mano la palabra "izquierda" en el título (lo del nietzscheanismo de izquierdas era una reseña) se llamaba "Presente y futuro de la izquierda", fue en 1993 y yo tenía 19 años, y empezaba con Montaigne y acababa con Stuart Mill. Esos peligrosos conservador y liberal, respectivamente. Sí, estuve un fin de semana de aquel año en un congreso de AEP, la asociación de estudiantes progresistas vinculada a IC-IU, y ese fin de semana me bastó para abandonar definitivamente el izquierdismo y cualquier forma integradora de catalanismo, las dos cosas de una vez. Luego, finalizados mis estudios de Derecho, empecé el Doctorado en Humanidades y finalmente acabé en el de Filosofía. Desde 1997 estuve escribiendo en revistas, para empezar en Lateral, que la llevaba un húngaro judío afincado en Barcelona no demasiado benévolo, que digamos, con la izquierda, por no mencionar al comunismo. Y eso que su abuela había sido una de las fundadoras del partido comunista húngaro, según dijo. Formé parte del Consejo de Redacción de Lateral los años 2000 y 2001. Tuve una cierta recaída en los márgenes izquierdistas desde la manifestación de Seattle del 99 hasta el MayDay de 2004, pero en esta última ocasión yo ya había votado por primera vez al PP en unas Generales, en las listas del Senado. Quiero decir que tuve interés en algunas cosas de las que surgieron al calor de la alterglobalización y demás movidas, pero ciertamente mi implicación en dichas movidas fue siempre muy indirecta cuando no nula. En la famosa manifestación contra la guerra de Irak estuve media hora, y como observador. Más interés tuvo para mí la que se celebró antes, en 2002, contra la Europa del Tratado, y me alegro de que el Tratado fuera rechazado en referendum después por el pueblo de Francia y por el de Holanda e Irlanda. Aún un poco
confundido, utilicé despectivamente, yo también, la palabra "neoliberalismo". Qué le vamos a hacer. Pero ya entonces yo había escrito mi tesina, que resulta demasiado liberal para cualquier izquierdista irredento, y estaba en trance de escribir mi tesis, radicalísima, pero pura. De hecho, verdaderamente mi interés político más acuciante se centraba, por lo menos desde 1995, en un asunto mucho más prosaico y aburrido que la globalización. El nacionalismo catalanista, y especialmente su política lingüística y cultural. Contacté, desde el año 2000, con la Asociación por la Tolerancia, que aquí está, en los enlaces de mi blog. Y un poco a resultas de todo esto, en 2006, cuando yo ya trabajaba y vivía en la Comunidad Valenciana, fundamos entre algunos cuantos el partido político Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía, de cuya posterior despedida por mi parte ya he hablado profusamente en este mismo blog. Correcto, pero inadecuado (sobre la ausencia o presencia del espíritu democrático en el régimen de Franco) Por muy triste que sea decirlo, y lo es, el bando llamado nacional o rebelde fue el bando correcto de la guerra civil española de 193639. No lo digo porque fuera, à rebours, el bando de mis abuelos, más del materno que del paterno. Lo digo sencillamente porque es verdad. Del orden internacional salido de la Sociedad de Naciones de Wilson, ya en quiebra en aquel momento, solo Chequia, la antigua Bohemia, apoyó la causa republicana o roja, y luego la Urss. El ala más izquierdista del Partido Democrático americano también hizo el mismo ademán, pero Roosevelt atajó cualquier veleidad. Luego se fundó las NNUU, hoy en quiebra o crisis, porque no puede ser que su Comisión de Derechos Humanos esté presidida por dictadores, aunque ya antes había tenido como presidente a un ex-nazi. La idea de las NNUU me sigue pareciendo una buena y útil idea, pero lo que no puede ser no puede ser y además es imposible. Sería risible que le acabaran dando la razón a Franco cuando tildó de "fascismo universal" las condenas de las NNUU a su dictadura.
He dicho que el bando franquista fue el bando correcto. Desde luego, no fue, empero, el bando adecuado. No lo había. Ya Aristóteles sostiene que si una democracia no se sostiene y entra en crisis, un periodo dictatorial que siente las bases de una democracia más sólida puede ser si no justificable al menos explicable y útil. Pero lo bueno y lo adecuado, lo verdaderamente útil, es una democracia, no una dictadura. No fue José Antonio ni siquiera Pío Moa sino Antonio Machado, enre otros, como Ortega o D´Ors, quien avisó a la República de lo que estaba sembrando. Claro está que el problema de fondo no solo es achacable a la 2ª República, sino a la 1ª también, y a la esclerosis de un régimen constitucional con pies de barro, con un pie de barro de derecha eclesial, y otro pie de barro de izquierda anti-parlamentaria. Sumemos a esto los nacionalismos regionales, y el hecho de que los españoles, votando, solemos acertar más bien poco y, lo que es aún peor, legislando, cometer estupideces en el momento más inoportuno. Así fue en general la 2ª República, y así sigue siendo, de forma más atenuada, el régimen constitucional de 1978. Pero estaba hablando de la dictadura de Franco, ese general harto iluminado con algunas chispas de lucidez. Me refiero a lo que escribe a su hermano en los tiempos de Primo de Rivera en defensa del régimen democrático. Y me refiero sobre todo a una frase que este verano pasado pude escuchar en un documental de TV sobre su dictadura. Hablando de los EEUU, Franco elogia en un momento determinado de la entrevista a una cadena americana "el espíritu democrático" de aquel país, en contraposición de lo que según él carecía España. Pues bien, si alguna lección estoy dispuesto a defender que el negro túnel del franquismo puede aún hoy legarnos y enseñarnos es este "espíritu democrático" (casi mejor llamarlo así que "Educación para la ciudadanía"). El espíritu democrático, no con el brazo derecho en alto, sino con el brazo derecho extendido en diagonal hacia un horizonte libre. Este gesto hace Franco cuando lo menciona. Aunque tampoco es lo más importante, el gesto.
Claro está que siempre nos quedará la duda de si el dictador Franco deseaba que este espíritu se implantase en nuestro país o su ausencia ya le venía bien para seguir mandando de forma despótica. Ambas interpretaciones me parecen plausibles y es típico de un régimen dictatorial que el posible aprecio sincero por la democracia quede medio a oscuras, o que todo se pueda interpretar según convenga a la autoridad. Lo podemos ver claramente en la cultura del anti-franquismo. Pero ya han pasado 30 años desde la aprobación de la Constitución de 1978 y este espíritu democrático debemos, sabiendo de dónde viene parcialmente, sostenerlo hasta sus últimas consecuencias. We do need education El otro día veía un anuncio de la TV en el que sonaba la canción de Pink Floyd, The Wall, perfecta. Me acordé de mis tiempos de bachillerato, del curso 90-91 debía de ser, aquel enero frío de 3º de BUP, en la Plaza de los pueblos de España de mi pueblo (no se dignaron, ya que es una plaza apartada que solo sirve para jugar al fútbol-sala, a llamarla sencillamente de España). Habían levantado un entoldado y montaron un típico festival de rock con grupos locales. Aquel curso en el que fundamos una asociación ecologista (yo, sector ecología urbana). Era ya la madrugada. Uno de los grupos empezó a interpretar The Wall. A los pocos segundos unos 40 energúmenos nos abalanzamos sobre el escenario y empezamos a cantar y a botar: "We don´t need education, we don´t need no control..., hey, teacher! leave the kids alone, etc.". Estuvimos así un rato, eufóricos, borrachos, felices. De repente, a mitad de canción, el escenario se vino abajo por partes: alguno metió la pata en los agujeros. Saltamos de vuelta al suelo, entre risas y miedos, y el concierto se acabó. Aquel grupo se llamaba, ironías, "Handle with care". Recordé esa canción, y aquella noche, y un artículo del filósofo José Luis Pardo en el que evocándola, la canción, manifestaba que bajo su lema no podíamos seguir manteniendo un sistema educativo público y democrático de calidad, lo cual había sido la
reivindicación democrática y no este sistema harto de demagogia y conformismo conocido como la Logse, que justamente empezó a implantarse en aquellos años, aunque el break viniese de un poco antes, en concreto de los años 86-88 en España y también en general en Europa. Quizás algunas de nuestras actuales perplejidades, quejas, injusticias o incomodidades, son fruto en parte de aquel no tomarlo con cuidado. Ahora que estoy acabando mi primer curso como profesor de filosofía de IES, rememoro aquella noche, aquel ansia de vivir adolescente, los fracasos y las satisfacciones siguientes. Ahora que siendo profesor conservo todavía el anhelo de vivir siempre como estudiante (tal que Santayana), cambiaría sin embargo la letra de esa música fervorizante y liberadora. Muros que han de caer, los hay; paredes que deben sostenernos, hay que levantarlas, como las mismas de la democracia: "We do need education we do need discipline ... hey, pupils! pay attention now..." Now and forever, vamos. Fin de Archipiélago Justo cuando me habían ofrecido colaborar con un texto extenso entre varias de las plumas más consagradas del país en un número dedicado a la situación política española actual, Archipiélago cierra, veinte años después de que el filósofo Agustín García Calvo auspiciase su creación. La socialdemocracia más ruin ha ganado la partida, aunque sembrando futuras derrotas de todo el país si no se le pone remedio. El director de El Mundo dirá lo que quiera sobre
el buen trato de Zapatero a los medios de comunicación, pero no es la primera censura soterrada, o más que censura, eliminación, que padezco bajo su gobierno, cuando se iba a escribir contra su gobierno, o por lo menos a criticar a su gobierno. Yo la llamaba “el búnker”, a la pequeña planta baja que servía de redacción a Archipiélago, revista de crítica de la cultura, en el barrio de Gracia de Barcelona, solo una calle por debajo de la Vía Augusta y relativamente cercana a la plaza del Sol. Yo pillaba el metro hasta Lesseps y luego me acercaba andando. El apartado de correos estaba, no obstante, sito en Castelldefels, que es donde vivía Ana María González, la amable y gentil hacedora de la revista que últimamente dirigían, en Madrid, Isabel Escudero, partenaire de Agustín García Calvo, y Amador Fernández-Savater, hijo de Fernando Savater. Ahora la refundarán en una suerte de Multitudes hispánica, me temo, que es en lo que ya se iba convirtiendo irrelevantemente en los últimos años. Aquel número sobre el Plan Hidrológico bajo Aznar no recuerdo que fuera censurado, y sé de primera mano que se leyó hasta en Bruselas. Ahora no. No solo no habrá tal número sobre la política de Zapatero -número que perfectamente podría haber salido antes de las elecciones generales pasadas-, sino que de hecho ya no habrá Archipiélago. No sé de qué marxismo echarán mano a partir de ahora para seguir haciéndole el juego progre a la socialdemocracia capitalista de Estado, y es que, con todo, no fue una cosa con la que Agustín García Calvo condescendiera nunca. Hasta criticó el matrimonio homosexual en plena epopeya zapateril. Pobre de mí, y yo de acuerdo con esta crítica a esa cultura. Hablé una vez con el novelista José Antonio González, hermano de Ana María, cuando empecé a colaborar en Archipiélago y él era su director, el que le dio el empuje definitivo. Junto a Ana María, en el búnker, siempre estaba Dante Bernardi, italiano no menos amable y gentil. Cuando pasaba de vez en cuando por allí para pillar libros con el pretexto de reseñar alguno, o agenciarme algún número atrasado de la revista, y tal, siempre echábamos unas risas.
Con ellos era fácil. La primera vez que vi y escuché en persona a García Calvo fue a mediados de los 90 en un coloquio organizado por un grupo de alumnos de la Facultad de Física de la UB, que reunía a Agustín García Calvo, al físico Jorge Wagensberg y al antropólogo Manuel Delgado, y que trataba sobre la ciencia. Un amigo de estos estudiantes de física y seguidor de Agustín García Calvo era compañero mío en la Facultad de Derecho de la UPF. Me avisó de la charla y asistí. La charla fue muy divertida, instructiva a su modo y un punto extravagante, como todo lo de los agustinos. Luego escribí una cosilla sobre Ortega y Heidegger en su fanzine, y quizá fue mi primer texto filosófico periodístico. Recibió numerosas críticas, porque Heidegger estaba muy de moda entre los universitarios de todas las facultades, y yo me limitaba a despacharlo con arrogante ironía orteguiana. Resulta que aquel coloquio sobre ciencia entre García Calvo, Wagensberg y Delgado apareció en uno de los últimos números de la primera fase de Archipiélago; a partir de entonces la revista empezaría a publicarse con la regularidad de la que había carecido en sus inicios, y así la conocí, convertida ya en la revista útil de seguir y apoyar que ha sido hasta no hace mucho. En mi época de instituto había asistido en mi pueblo a una charla ecologista de Martínez Alier, colaborador de aquella primera fase. Luego fui yo, cuando estudiaba el master y el doctorado, el que estuve escribiendo en ella, básicamente reseñas y una vez un artículo más extenso sobre Castoriadis. Hasta ahora, cuando han mandado explosionar y hundir el conjunto de islas. Pero, aviso para navegantes, en el fondo del mar no vamos a quedarnos. No. Sobre el liberalismo en España, hoy Cuando yo iba a la Facultad de Derecho de la UPF (2ª promoción, con nota de entrada de 7 y una nota media mía de toda la Licenciatura de 7), sita los dos primeros años en la calle Balmes
con Rosellón o Provenza, no recuerdo, apenas había en la biblioteca revistas de estudios jurídicos, políticos y económicos de corte liberal. Me refiero a revistas españolas. Lo más liberal eran algunos artículos de progresistas a lo Stuart Mill, que es en lo que yo me convertí entonces, tras una adolescencia más bien tirando a libertaria. Por ejemplo, en la revista Leviathan, patrocinada por socialistas no marxistas, se seguía a Bobbio, a Nino, a Habermas, a Rawls ya con más problemas, y se defendía lo que hoy se conoce académicamente como "republicanismo", y políticamente como "republicanismo cívico", y que yo, conociéndome el percal, llamo "republicanismo cínico". Entre otras cosas, porque si de una doctrina política se trata que va más allá del por fin superado republicanismo-como-forma-de-Estado español, el republicanismo es una opción conservadora, tal como se entiende en EEUU. Aceptando, sin embargo, el dato de que España es una monarquía parlamentaria, podría entenderse esta doctrina republicana como típica de una izquierda jeffersoniana; pero he aquí por qué lo llamo cínico, porque ni el valor de la libertad ni siquiera el de la igualdad han sido fiablemente instituidos, cuando lo ha pretendido, por esta doctrina académica. Entonces, a principios de los 90, había una urgencia tanto de aquellos que necesitaban reconvertirse desde el comunismo como de aquellos que habían visto también caer con el reaganismo y la crisis de los 70 la socialdemocracia keynesiana de cuello duro. "Cínico" suele ser hoy en día este republicanismo porque a la hora de la práctica política real es solo un ornamento retórico para políticas que tienen que ver más con la reacción posmoderna o la izquierda culturalista, si seguimos la definición de Rorty. Antes de llamarse Republicano, el partido de Lincoln se llamó, en el interregno, en efecto, whig, que puede traducirse tanto por progresista como, sobre todo, en el sentido americano, por liberal. Liberal en oposición precisamente a republicano, en los términos del debate académico actual.
En fin, a principios de los 90, en la Facultad de Derecho de la UPF, en cuanto a revistas españolas de doctrina política de cierto nivel, lo que había eran revistas del Psoe, como Sistema, o la ya citada Leviathan, y poco más, salvo los primeros tiempos de Claves de razón práctica, una revista del grupo Prisa pero más heterodoxa y de alcance más filosófico, más explícitamente centrada o casi centrista, desde una óptica ilustrada o liberal en un muy amplio sentido. En Claves precisamente ha tenido lugar en España este debate académico entre "republicanismo" y "liberalismo" (para entendernos, entre lo demócrata y lo republicano, o lo socialista y lo progresista, o lo progresista o conservador, según desde qué perspectiva se hable), finalmente decantado en su línea editorial, como cabía prever, por el primero del par de términos. Yo no recuerdo casi nada más. Revistas puramente jurídicas. Alguna revista extranjera. Una buena biblioteca de autores clásicos, entre ellos, por supuesto, liberales (¡Stuart Mill era el santo patrón del Departamento de Filosofía del Derecho de los Casamiglia (hijo) y cia.!). Algunas revistas del estilo de Mientras tanto, o sea, verde-comunistas. Quizá Revista de Occidente, orteguiana. Más adelante Archipiélago apareció por ahí, cuando la Facultad ya se había trasladado a la Estación de Francia y luego al Campus de la Ciudadela. Pero no más. En cambio, hoy en día la situación para lo que en términos académicos recibe el nombre de "liberalismo" es muy distinta. Bien es cierto que yo empecé en la Facultad de Derecho en septiembre de 1992 y el PP -o el mismo periódico El Mundo- no habían cumplido siquiera un lustro de existencia. Cuando digo hoy en día, me refiero a después del año 2000. El primer número de la revista de Faes, fundación patrocinada por el PP, es de 2003. La travesía, para la derecha, más allá de todos los antecedentes y figuras solitarias, ha sido muy larga, como se ve, desde aproximadamente los años 20. De Hayek fue alumno el sociólogo Salvador Giner -profesor mío en una asignatura libre de la carrera-, pero Giner es un republicano perfectamente cínico. De modo que hasta princpios del siglo XXI, hasta inicios de su primera década,
el liberalismo no ha tenido sus revistas -y ahora, sus portales de internet-, ni apenas sus fundaciones en marcha, en España. Cuando yo empecé en la UPF el sindicato de estudiantes mayoritario era el conglomerado típico de nacionalistas y socialistas; hoy, en la UPF, al menos en la Facultad de Derecho, si no me equivoco, es el de los liberal-demócratas. Ahora tenemos estas referencias: -www.fundacionfaes.es: sus Cuadernos. Faes también tiene una editorial, Gota a Gota, que ha editado recientemente a Friedman, entre varios otros. Compite con el Real Instituto Elcano por ser el primer "think tank" español según la lista de los 100 más influyentes o prestigiosos del mundo recientemente publicada. -www.unioneditorial.net: han editado a Hayek, Von Mises, etc. Liberalismo económico. Al parecer con el político, del estilo de Lincoln, tienen algún problema (se trata de un libro escrito por un jesuita que por muy neoliberal americano que se precie, jesuita se queda: es lo típico de insistir en aquello de la monarquía universal católica ahora de la mano del expediente del liberalismo económico -o yo diría más bien, académico puro-; a pesar de la complicidad evidente entre Reagan, Thatcher y Juan Pablo II, o el mismo hecho de que Kennedy fuera el primer católico en convertirse en presidente, esto, la "monarchia universalis", no era desde luego su propósito). Esta editorial, nacida en 1973, pero realmente al alza desde no hace muchos años, publica una revista, llamada Cuadernos de pensamiento liberal: no tiene mala pinta y supongo que estará en las bibliotecas universitarias. -www.libroslibres.com: es una editorial de fecha reciente, que vende "best-sellers" de los Vidal, Moa y compañía en quioscos y supermercados. También tiene alguna rareza en su catálogo, que incluye asimismo el manual abreviado de aprendizaje del idioma inglés que el profesor Richard Vaughan y otros profesores utilizan todos los días en AprendeinglésTV, vinculada al grupo Unedisa, editor del periódico El Mundo. -www.libertaddigital.com: portal de noticias y opinión (aquí
publican artículos miembros del "think tank" Grupo de Estudios Estratégicos, GEES), además de TV. Data del año 2000. Su liberalismo político, que más bien parece democristiano -o, mejor dicho, al estilo del viejo Mayor Oreja, "demócrata popular"- es tan desesperado como su reducción al catolicismo de todo el judeocristianismo o incluso del mismo liberalismo. Pienso a veces que les sentaría bien realizar un repaso crítico a la tradición católica española ("el liberalismo es pecado"), precisamente desde una perspectiva liberal, no ya política -tolerancia, pluralismo religioso, incluso, por qué no, masonería-, sino meramente económica. Si tan interesados están. Por esta vía se asoma a veces la revista La Ilustración liberal, dirigida por Jiménez Losantos, cuando trae artículos de fondo. Libertad Digital TV tiene un buen programa de ciencia y uno excelente de historia, presentado por César Vidal, que según tengo entendido, es protestante. -wwww.liberalismo.org: portal de cariz liberal-conservador, sostenido por jóvenes en general bien formados, y menos desesperados que sus mayores. Recoge artículos de estudio, opinión, semblanzas, etc. Enlaza con otros blogs, especialmente tiene uno derivado, que data del año 2004: www.redliberal.com. -www.institutojuandemariana.org: también es de fecha reciente y es una fundación patrocinada por profesores de economía y políticas públicas de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, fundada en el año 1996. Entre estos profesores, destaca el economista Huerta de Soto. -www.juventudesliberales.org: este grupo defiende un liberalismo de cariz más progresista, y está vinculado de algún modo al Partido Radical italiano de Marco Pannella. En España hay una especie de sucursal de este partido, en internet: www.radical.es ("red liberal, laica y libertaria"). También están vinculados a la Internacional Liberal-Demócrata. Enlazan tanto con www.redliberal.com como con su competidora www.redprogresista.com. Al parecer han decidido disolverse para entrar en UPyD, aunque también apoyan a Ciudadanos. Lo que ya existía más o menos desde 1967 es el Club Liberal
Español (entonces Club 1980, bajo la órbita de Madariaga: la tercera España), hoy presidido por Rabassa, heredero asimismo de los grupos liberales-demócratas de la transición, de la órbita de UCD, como el de los Garrigues Walker, luego del CDS o del Partido Reformista. Y heredero asimismo del Partido Liberal, en el que empezó Aguirre, luego coaligado con Alianza Popular hasta fundar el PP con su gaviota liberal. En AP se incluyó aun antes la Unión Liberal (llamado como el partido de O´Donnell), del hermano mayor de los Schwartz, que había estudiado en la LSE, y Rodríguez Braun, traductor de Adam Smith. En 1999, en la Facultad de Humanidades de la UPF, sita en el Campus de la Ciudadela, leí mi tesina Ensayo sobre el sentido común. Trágico y atomista -materialista- en lo filosófico, era un trabajo que en lo político se deslizaba del republicanismo al liberalismo, usando los términos del debate académico actual, si bien de cariz progresista. Como esto no son más que etiquetas que, como ha quedado claro antes, dependen en su significado del momento, lugar y par al que se oponen, no sabría muy bien definir lo que escribí después, la tesis doctoral que leí en 2003 en la Facultad de Filosofía de la UAB. Se podría decir que di dos pasos atrás para saltar tres adelante. ¿Republicanismo radical, quizá? Quizá sí, el tipo de republicanismo consecuente que me permite ser plenamente liberal, ahora progresista, ahora conservador. Y más bien conservador: de ahí que el liberalismo hoy en España, renacido a partir de los años 90, no ha de arrinconar al pensamiento más puramente conservador como, por ejemplo, el de la revista Razón española, vinculada a Fernández de la Mora, ideólogo del Movimiento Nacional franquista, autor en su día de un avanzado a la época El crepúsculo de las ideologías, sino renovarlo, y seguirlo, pues hoy lo define una indudable vertiente centrista. O como el de la recién creada en 2008 Fundación Burke o el de otras viejas o nuevas instituciones tales que la AcdP, el CEU o el grupo de comunicación Intereconomía. Aun tengo una maleta en Berlín Por fin he puesto pie en Alemania y he pasado cinco días en Berlín.
Reagan, en su famoso discurso de 1987 en el que pedía a Gorbachov que tirara abajo el muro, que abriera la puerta de Brandenburgo ante la que estaba hablando, cita a un escritor alemán: "Aun tengo una maleta en Berlín". Es muy lastimoso que Reagan no aparezca no ya en las fotografías sino ni siquiera mencionado en los textos de la instalación que va de esquina a esquina en una de las aceras próxima al célebre CheckpointCharlie. "Poor, but sexy", dijo el alcalde de Berlín de su ciudad, hace poco, cuando no logró las Olimpiadas del 2000 pero a cambio fue la ciudad que albergó la final del Mundial de fútbol del 2006, famosa por el digno cabezazo de Zidane a un enérgumeno que no vale la pena mencionar. Pobre, pero sexy: Berlín. "Small cafe, the piano plays, it was very nice...", cantaba Lou Reed. En efecto. Pero, además, ¿estúpida? ¿Tanto como para no mencionar siquiera al gran Ronald Reagan en la encrucijada monumental del Checkpoint-Charlie? El problema de Berlín es el problema de Alemania, que es uno de los problemas de Europa. Ortega estuvo aquí en 1947, en la universidad de la que fuera rector Hegel allá en 1830, dando un discurso sobre Europa, como cinco siglos antes Andrés Laguna estuviera en Colonia hablando de la "Europa que se autodestruye", en tiempos del cisma del luteranismo. "Meditación de Europa", el discurso de Ortega, no dice gran cosa, pero una cosa deja clara repetidamente: "Precisamente en Berlín se tiene que hablar de Europa". Dicho sea de paso, el término "precisamente", tan orteguiano, fue utilizado varias veces por Obama en su discurso en la avenida del 17 de junio del pasado mes de julio en Berlín. Ahora me he enterado de que el 17 de junio de 1953 es la fecha del primer levantamiento popular contra el dominio soviético en la Alemania oriental. Si no una democracia, por aquellas fechas España firmaba sus pactos de colaboración con los EEUU. No sé si la elección de Obama tanto del lugar como del adverbio, fueron conscientemente explícitas. Quizá solo es que en el Tiergarten es donde más gente cabe, y el adverbio orteguiano ya sea un tópico en Berlín.
El problema de Alemania. Quien más sabe de esto es Nietzsche. Pues bien, aproveché un día para acercarme hasta Röcken, la aldea natal de Nietzsche, donde está enterrado junto a su hermana y su madre, a unos 25 kilómetros al sur de Leipzig, bonita y célebre ciudad situada a su vez a una hora al sur de Berlín en tren de alta velocidad. Todas las peroratas nietzscheanas sobre la cultura, la moral, la civilización, que cuando se es joven uno cree que están referidas a toda la humanidad son en realidad peroratas la mayoría de veces específicamente referidas a la cultura alemana, a la cultura no solo de Alemania, sino de la Gran Germania, y también a la del Este europeo, incluyendo en esto incluso a Rusia. Cuando en 1871 se funda Alemania como tal, tras su victoria militar sobre Francia, el hegelianismo se hace realidad no ya como una filosofía de Estado sino como una religiosofía -alemana, luterana-, que es en realidad lo que ya era, superando el kantismo; haciéndole retroceder un paso pero, eso sí, concretándolo hacia delante en otros muchos. Y quien dice Hegel dice también Marx. Aun hoy en el hall de la Universidad Humboldt de Berlín está inscrito el famoso lema de Marx: "Hasta ahora la filosofía se ha dedicado a interpretar el mundo, es hora de transformarlo". Contra Hegel y de algún modo también contra Kant, y no digamos contra Marx, está Schopenhauer, y la invención de Schopenhauer -al modo en que Sancho Panza se inventó a don Quijote, según Kafka-, que es Nietzsche. Curiosamente, apenas ha habido nietzscheanismo en Alemania en el siglo XX. Lo de Heidegger, con el respeto debido, no lo es. Es un hegelianismo tardío, que va más allá, como el marxismo, incluso de la religión cristiana. Va al nacionalsocialismo alemán, ni más ni menos. Al totalitarismo. Cosa muy poco nietzscheana, en verdad. El problema de Alemania, el problema de Europa. Después, la escuela de Frankfurt, la hermenéutica gadameriana: rectificación de errores -como volver a interpretar el mundo, o refundar la socialdemocracia aceptando el liberalismo económico-, que no obstante no logran salir del círculo kantiano-goethiano de la típica cultura alemana que se permite, por ejemplo, considerar a Ronald Reagan como un político de extremaderecha (idealistas alemanes como Eugenio Trías lo han
manifestado así aquí en España). Solo el nietzcheanismo ha intentado esto y, repito, no deja de ser extraño que durante la segunda mitad del siglo XX apenas haya habido nietzscheanos en Alemania, pues ni siquiera Sloterdijk puede considerarse como tal, aunque es cierto que el nietzscheanismo, también arrancado de su manipulación nazi, está un poco ya en todas partes en Alemania (y esto es lo que los americanos saben apreciar en Alemania, mejorando a Ortega). El nietzscheanismo es mucho más evidente, empero, en Francia, como por ejemplo en Foucault y Deleuze, tan gaullistas por otra parte. Aun hoy, no sé, quizá el Onfray del "cristianismo hedonista" o algunas cosas de la "nueva derecha" puedan considerarse prolongaciones de esto. En fin, el nietzscheanismo, me atreveré a decir, consiste en entender -esa mezcla de reir, llorar y detestar- el mundo, y, más bien, en crearlo. La Gran Política. Sin "historia concebida". Hoy en Berlín, capital de la Europa continental, de esa Europa que es el cabo de Asia, hoy ya en vías de americanización también, esta política es, según me parece, una realidad destartaladamente manifiesta, y sobre todo un desafío muy real. Paseando en una tarde por la judería, que es el primer lugar que visité en Berlín, encontré un pequeño café-museo dedicado a los Ramones, el grupo punk-rock de NYC. Cantaban los Ramones en la última canción de su último álbum: "Sometimes I feel like screaming Sometimes I feel I just can’t win Sometimes I feelin’ my soul is as restless as the wind Maybe I was born to die in Berlin" Hasta que llegue el día, aun tendré una maleta en Berlín. Trash-Basura Hace unos años leí el libro del profesor de filosofía de la UCM Fernández Liria titulado "Geometría y tragedia. El uso público de la palabra en la sociedad moderna", editado lamentablemente en
una editorial terrorista, no en el sentido figurado, sino en el sentido de que es propiedad del dramatarugo -acéptese la broma- Alfonso Sastre y Eva Forest, reconocidos proetarras. Tenía algunas referencias de tal profesor por un libro suyo, "El materialismo", cuya reseña había leido en la revista "Archipiélago". El título del libro que leí sin duda me llevó a comprarlo, pese a la editorial que lo publicaba, puesto que es el tema esencial que había abordado en mi tesis "Idea trágica de la democracia", que, como ya he sostenido medio en broma en alguna ocasión, podría titularse, al modo spinoziano, "Democracia demostrada según el orden cuántico" o algo así. El libro de Fernández Liria lo leí entero, y ahora lo he vuelto a releer por encima para, tras extraer algún apunte, tirarlo de una vez a la basura. Me limitaré ahora a criticar todos los puntos en que se equivoca el profesor Fernández Liria. En primer lugar, el profesor Fernández Liria no lleva a cabo ningún análisis, digamos ontológico y científico, del tiempo y de la eternidad, cuestión clave en los lamentos y deseos del autor. Tampoco lleva a cabo ningún análisis de la idea de razón que maneja, y esto que digo puede sorprender a quienes hayan leido el libro, pues todo él se supone que es un análisis de las aporías de la razón y de sus consecuencias, entre ellas fundamentalmente los derechos del hombre y los problemas sociopolíticos de los dos o tres últimos siglos. Pero en realidad no hay ningún análisis serio de la "razón", limitándose el autor a manejar en el mejor de los casos la crítica kantiana, y sus aporías. El autor olvida los análisis sobre la razón y la sensibilidad de toda la tradición británica y estadounidense, y tampoco parece atreverse a plantear él mismo una idea consistente de razón, como en cambio yo sí hice en mi tesis "Idea trágica de la democracia". Por supuesto que esto tiene que ver con los problemas con los que finaliza -y empieza- su libro, que son los de la salud, la ética, y de hecho el conocimiento -aunque aquí el autor, kantianamente, aborda todo el asunto desde la perspectiva de una antropología como ciencia total que por lo demás tampoco parece convencerle ni a él mismo. En contra de lo
que sostiene el profesor Fernández Liria, la clave de bóveda filosófica sigue siendo el correcto planteamiento de una "teoría del conocimiento" que sea a su vez una "ética", todo lo demás se dará por añadidura, en el bien entendido de que, en efecto, no hay una "teoría del conocimiento", o del pensamiento-conocimiento, en el sentido de una teoría científica. Sin embargo, esto no es razón para abandonarse perezosamente a las imposturas en que desemboca un kantismo por lo demás mal digerido. No solo no hay ningún análisis de este tipo en este libro sino que dudo de que lo haya en su libro "El materialismo" por las notas del mismo que aparecen en este. Pero en todo caso el autor se equivoca incluso en su trabajo etnográfico de campo. Resulta que la enfermedad de la tribu india que visita en Chiapas no es debido sino a los propios visitadores de su laya; es decir, que la expulsión, la distorsión, la enfermedad, el mal lenguaje, etc., que afectan a un grupo de indios de Chiapas los provocó el supuesto salvador de tales indios, el conocido subcomandante Marcos. Aparte de este importante desliz, el trabajo de campo resulta de interés en los textos en que se registran las palabras de los propios indios, interés tanto lingüístico como antropológico, pero solo tangencialmente filosófico. En segundo lugar hay un error no menos importante en el segundo capítulo, error muy frecuente en la filosofía universitaria española, y es el de considerar que el ágora se crea a instancias de la Academia, a su imagen y semejanza (pervirtiendo por lo demás a la propia academia), esto es, que la filosofía y la democracia empiezan con Platón (y aquí está, es bien claro, el problema y las aporías a las que se da hasta la estupidez, pues la filosofía o una parte de ella puede que recomenzara con Platón hasta que se dio cuenta de que no, de que no hacía filosofía, y solo después la hizo, eso sí, en gran manera, su discípulo Aristóteles, pero desde luego con Platón no empieza la democracia ni se da nunca cuenta de lo que significa la democracia). Este error recorre por lo demás todos sus análisis histórico-filosóficos sobre la política y el totalitarismo contemporáneos que vienen a darle su parte de razón a Popper
cuando indicó que la filosofía supuestamente política de Platón era un antecedente histórico del totalitarismo. A la pregunta arendtiana, vamos a decir, de qué queda cuando la política se ha ocupado de lo político, no hay que contestar, únicamente, "la guerra", sino: la guerra, por supuesto, pero además precisamente lo social que tiende nuevamente a lo político, y no, como hace este profesor, deseando, en una especie de petición de principio, que la política se ocupe de lo social. Desde luego no parece esta última la mejor manera de salir de la infancia precisamente, y sí de desembocar integralmente en la "subnormalidad". Con este análisis me ahorro gastar ni un solo insulto a la defensa del comunismo soviético que el autor realiza antes y después de sostener muy humanitariamente que el Gulag y Auswitz son dos crímenes terribles y bla, bla, bla. Simplemente diré una cosa sobre el liberalismo económico en aras de cuya crítica el autor se coloca, pese a todo, muy dignamente en favor del Gulag y en contra de Auswitz. No es que me coloque yo, como el autor supone, en favor de Auswitz, es que lo que el autor debería saber, porque de hecho es lo que llega a escribir o casi a descubrir, es que Auswitz es solo un residuo del Gulag: cuando se "educa hasta la muerte", qué mejor que empezar por el principio, matando. El Gulag es el principio, Auswitz solo la consecuencia pasada por Mussolini (el Estado siempre tiene razón: a esto llama el autor, ya en delirio, "uso público de la palabra" y "enorme espacio político liberado" cuando se refiere respectivamente a la Universidad -y educación secundaria- estatal y a la Urss). Una vez más, el autor se mueve en un marco reducido de Revolución Francesa e Idealismo alemán, sin analizar para nada la tradición, asimismo revolucionaria, de Inglaterra y EEUU, entre otros países o lugares. No es que el autor acertara al manejar estas tradiciones si siguiera sosteniendo concepciones erróneas de la razón, el tiempo, el hombre o la libertad, pero al menos no haría el ridículo que en efecto supone reconocer que, al cabo, se está eligiendo un mundo inmoral. En cuanto al AMI, se trata de un proyecto, multilateral, por supuesto, cuyo antecedente se puso en marcha en los años 70 bajo el gobierno del más progresista y anti-capitalista de los presidentes demócratas del siglo XX, después de Wilson,
que es el presidente Jimmy-para-los-amigos Carter. O se sostiene, y se entiende debidamente, la tragedia del "khorismós", o no hay tragedia, ni geometría, ni democracia, ni nación siquiera. Es relevante que el libro acabe con una aproximación reivindicativa a la moral católica del amor y del matrimonio, que por cierto no queda ampliada sino tergiversada y destrozada por el oxímoron del matrimonio homosexual, engrendro que ninguna gran nación salvo la otrora católica por obligación España ha convertido en ley. Como venganza contra el catolicismo, la medida no deja de ser ridícula. Como medida demagógicamente católica, por cierto, es peor que ridícula. Mi aproximación a esta cuestión en mi libro "Ensayo sobre el sentido común" a partir de la noción de amor libre era estrictamente racional, pero por lo mismo el matrimonio, católico o evangélico, seguía siendo matrimonio y lo demás en todo caso amor.
El desarrollo natural de la libertad Esta frase es de Albert Boadella. Boadella, director de Els Joglars, no es un gran escritor pero ganó el Premio de Ensayo de la Editorial Espasa en 2007, porque cuenta cosas bonitas y terribles a la vez en este libro vencedor, "Adiós, Cataluña", invectiva de signo adverso a la famosa oda del poeta Maragall "Adéu, Espanya", que a su vez era una oda de signo adverso al verso tal vez apócrifo atribuido en tiempo medieval a Jaime I, aunque en este caso, el Rey de Aragón ni siquiera decía "Hola, Espanya", sino que ya daba por sentado que sus asientos en ningún otro sitio que en España estaban, y simplemente se limitaba a decir, para el caso de Mallorca, que no había otro más bonito. Boadella es, ante todo, un juglar, un bufón, y si puede ser un bufón de la corte, o en este caso de la Administración, mejor que mejor, siempre que pueda conservar la esencia de su arte, el aire renacentista, su sentido ilustrado. Boadella empieza su guerra con las batallas juglarescas por este sentido del libre espectáculo en un contexto de dictadura militar que además en Cataluña comportaba
la prohibición de "la cultura catalana". Y acaba con los juglares buscándose hoy la vida fuera de Cataluña porque precisamente este sentido del libre espectáculo ya no es posible ni aceptado en “la cultura catalana”. Lo que cuenta del amor, lo dejo para su trepidante lectura, acaso a veces demasiado trepidante, como igualmente conmovedora a veces y desternillante en otras ocasiones. Que al menos su lectura no sea interrumpida, obstruida, censurada, excluida y ya hoy incluso prohibida, en nuestro pequeño país, Cataluña. Adiós. Otro libro estupendo, del profesor Xavier Pericay, es "Progresa adecuadamente", selección de sus artículos contra la Logse y la normalización lingüística publicados en ABC desde el año 2000. Pero más estupendo todavía es "Filología catalana", escrito por el mismo autor, originalmente en catalán. Este libro, que es un libro de memorias, es pura y simplemente impresionante. Es el mismo “adéu” que ha dicho Boadella, o bastante similar. Yo no sé si existe una autobiografía igual, una radiografía tan casi milimétrica de lo que ha sido importante en Barcelona, y por extensión en la región catalana y en toda España, en los últimos 80 años. Importante a nivel familiar, a nivel social, educativo, cultural. No digo de los últimos 30 o 50 años. Digo 80 años. Desde Franco hasta el Partido de la Ciudadanía. Podría ser una novela, y sería acaso la mejor novela que se ha escrito en España sobre la segunda mitad del siglo XX, como esa novela de historia e histeria familiar del novelista americano actual Jonathan Frazen, "Las correcciones", que no he leido. Aun siendo perfectible y hasta corregible, nadie en España había contado esta historia, una historia así, de esta manera ni de ninguna otra. Y si pueden contarla, la verdad, que la cuenten: dejándola desarrollarse naturalmente. Chicago boy Milton Friedman nació en Nueva York y era judío, pero su escuela económica es conocida como la de los "Chicago boys".
Yo prefiero a Friedman, al que por fin acabo de leer ("Libertad de elegir", Faes, Madrid, 2008), y a su Escuela de Chicago, sobre Von Mises, Hayek y Popper, es decir, sobre la Escuela Austríaca. Qué le vamos a hacer, seré un Chicago boy. Y no porque me guste especialmente esa ciudad desagradecida, como la calificó Robert Louis Stevenson. La canción de Sinatra dedicada a Chicago, "Chicago is... my kind of town...", me encanta y me recordaba a mi vida en Castellón cuando vivía en Castellón. Pero no soy fan de los Bulls ni de Jordan. Ni siquiera he estado nunca en la Ciudad del Viento. Me gusta más la Escuela de Chicago de Friedman que la Escuela de Viena simplemente porque Friedman apenas tiene un solo poso de positivismo (digo apenas porque uno de sus primeros libros aun se titulaba "Ensayos sobre economía positiva"), y en cambio, al final de sus días, como en el libro que acabo de leer, es puro pragmatismo social americano, cuyo padre fundador fue George Mead, precisamente en la Universidad de Chicago. En cambio, Von Mises, Hayek y Popper proceden del Positivismo de Viena, cuyo padre o figura más destacada es Wittgenstein, y si bien, como sabemos todos, Wittgenstein pasó del positivismo lógico a la investigación filosófica (del "hay que callar de lo que no se puede hablar" a los "juegos de lenguaje", tan cercanos al pragmatismo), sus últimas reflexiones son notas muy importantes pero dispersas, sin discurso unificador. Lo mismo, pues, sospecho que puede ocurrirles a Von Mises ("La acción humana") y Hayek ("Camino de servidumbre"), pese a que no los he leido -aunque a Wittgenstein sí. Mientras la filosofía para Friedman, de la mano de Mead, es solo un discurso del método, en su caso del "método económico" por decirlo así, para los europeos Mises y Hayek sigue siendo un sistema o voluntad de sistema del cual se deduciría todo lo demás. Y esto, a pesar de que lo sería en un sentido muy laxo, casi empirista, próximo a las conocidas tesis del britanizado Popper y "La sociedad abierta", es un pequeño lastre frente al empeño pragmático de Friedman.
Mead fue el creador de la Escuela de Chicago a principios del siglo XX, y no está considerado precisamente un reaccionario liberal conservador. Más bien es el filósofo de la "socialidad" americana. El filósofo europeo que más se le parece en cuanto a su teoría filosófica es Castoriadis, autor de referencia de mi tesis doctoral. Fue compañero muy próximo de Dewey hasta que Dewey se fue a Columbia, Nueva York, de donde dice Friedman que salieron los ideólogos del New Deal. Tremenda confusión. Paralelamente a Friedman, la obra de Sidney Hook, discípulo mayor de Dewey e imposible pragmatista marxista en sus inicios, tuvo por objeto acabar con ese malentendido, el New Deal. Cuando Hook dejó su puesto de profesor en Nueva York, entró en la Institución Hoover a finales de los 70. Friedman también entraba en dicha institución de la Universidad de Stanford y publicaba "Libertad de elegir". Ambos, en las universidades de Nueva York y Chicago, durante los años 50 y 60, habían cambiado las ideas. La revolución liberal conservadora en Estados Unidos era ya un hecho casi imparable. Conservadurismo "A political philosophy. Arguments for conservatism" es un libro del filósofo británico Roger Scruton, editado por Continuum (Londres-Nueva York) en 2006. Es un libro que explica en qué consiste a grandes rasgos el conservadurismo político más allá de los lores y la derecha monárquica de toda la vida. En su alocución a la BBC el General Franco señaló en inglés -"country, family, religion"- las tres rasgos fundamentales de su movimiento. Las características que apunta Scruton como definitorias de la vía política conservadora para nuestro tiempo no son muy diferentes. El reclamo publicitario del ensayo afirma que se trata de un libro para aquellos que buscan razones en la valoración de una herencia desdeñada por la ilustración supuestamente liberal de nuestros días. Y las razones son lo más importante de este libro. Razones para conservar el sentido del estado-nación y la prudencia económica, razones conservacionistas
a propósito de la naturaleza y de nuestra relación con los animales, razones para resignificar y remoralizar pasos tan importantes de la vida humana como el matrimonio, la muerte y el rechazo del mal, razones, en fin, contra la tentación totalitaria del resentimiento y el construccionismo burocrático de la Unión europea. El libro acaba con un soberbio ensayo sobre el modernismo conservador de T. S. Eliot y su fe anglicana. Scruton es especialista en estética y se estrenó con un libro sobre sexualidad. Ahora enseña psicología. Muchas referencias del libro son puramente artísticas, de la gran cultura, pero en realidad esto de poco serviría si no fuera por los razonamientos de fondo que, como he dicho, son lo más valioso del ensayo, especialmente el razonamiento de algún modo chestertoniano de que los muertos son, y aun los no nacidos, y de que mantenemos con ellos una especial relación de deber. Son argumentos psicológicos los que trazan esta senda política conservadora para el siglo XXI, que Scruton se toma la molestia de razonar y mostrar como consistentes en la vida real, pues no se trata de eliminar ninguna pasión ineliminable sino precisamente de conservar más bien aquello que encauza esas pasiones hacia el bien de la vida humana y su libertad. El libro está pensado para la política británica, pues obviamente la vindicación de la fe anglicana no sirve para la política española ni siquiera -ni mucho menos- haciendo la analogía con el catolicismo, como ha sido error tan común en ciertas posiciones conservadoras hispanas. Ya Balmes en la primera mitad del siglo XIX escogió como tema de uno de sus libros la comparación entre una y otra confesión, cristianas en todo caso. No es incompatible la crítica de cierto devenir histórico de la Iglesia católica con una fe que ha aprendido del éxito moderno del anglicanismo y del protestantismo en general. Tenemos por ejemplo el caso de Blanco White. El punto en el que discrepo es el relativo a la preferencia mostrada por el autor en favor de Hegel y en contra de Nietzsche. Es sabido que Hegel se movió más bien en los círculos liberal-demócratas alemanes del momento y no en los conservadores, y es sostenible
que el progresismo intelectual nietzscheano no es incompatible entenderlo como un conservadurismo político, tal y como han hecho algunos por ejemplo en Francia y yo mismo desde mi primer ensayo. También en otras ocasiones Scruton se desliza por la polémica en lugar de por el argumento, pero son pocas y normalmente bien escogidas, por ejemplo en su reflexión sobre el atentado del 11-S. Su mención de De Maistre lo hace dudosamente compatible con el modernismo que defiende al final del libro; al menos en España este reaccionarismo religioso se alió con el posmodernismo falangista durante la dictadura de Franco si bien entendemos que meramente para el caso. Claro que en España este es un problema que se remonta a las Cortes de Cádiz. Scruton puede acabar con los brillantes y perfectos versos de Eliot, pero en España de momento el modernismo literario solo nos dice que nuestra historia siempre acaba mal (Gil de Biedma) porque empezó mal (Darío), y es más bien de cuño progresivo tanto en la generación del 27 como en la novísima de los 70. A no ser que en efecto podamos rescatar algo del "Azul" de Darío y contradecir la resignación triste de Gil de Biedma con la moderación apasionada de los autores que como Azorín, Pla o Pemán se quedaron junto a Franco, que al principio tuvo a su D´Ors. De momento los versos patrióticos por excelencia siguen siendo los del Quintana de la "España libre" y de "El día feliz de España". Pero dejo esto para los especialistas en literatura. En política, de igual modo que Scruton empieza bajo la advocación de Burke, nosotros lo podríamos hacer en definitiva bajo la de Jovellanos.
“Y también en mí se alza la ola. Se hincha, arquea el lomo. Una vez más tengo conciencia de un nuevo deseo, de algo que surge en el fondo de mí, como el altivo caballo cuando el jinete pica espuelas y después lo refrena con la brida. ¿Qué enemigo percibimos ahora avanzando hacia nosotros, tú, sobre quien ahora cabalgo, mientras piafamos en este pavimento? Es la muerte. La muerte es el enemigo. Es la muerte contra la que cabalgo, lanza en ristre y melena al viento, como un hombre joven, como Percival cuando galopaba en la India. Pico espuelas. ¡Contra ti me lanzaré, entero e invicto, oh Muerte”. Virginia Woolf, Las olas