La Filosofia En Colombia

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LA FILOSOFIA EN COLOMBIA SIGLO XX Compilación RUBEN S IE R R A M EJ1A

pkSultum s.a P R E S ID E N C IA D E LA R E P U B L IC A

NUEVA BIBLIOTECA CO LOM BIAN A DE CULTURA

© Procultura S.a.

1985 Prim era Edición PRO CU LTU RA Bogotá - Colombia

INDICE Página R u b é n S i e r r a M e j i a : P rólog o.......................................................................9 R a f a e l C a r r i l l o : Filosofía del derecho como filosofía de la

persona (1945)............................................................................................. 15 C a y e t a n o B e t a n c u r : Im perativo y norm a en el derecho (1968)......51

Luis E. N ieto A r teta : Ontología de lo social (1953).............................67 J a i m e V e l e z S a e n z : La función de las categorías en la

ontología (1978)......................................................................................... 85 D a n i l o C r u z V e l e z : Nihilismo e inmoralismo (1972)..........................101 R a f a e l G u t i e r r e z G i r a r d o t : Hegel. Notas heterodoxas para

su lectura (1968)....................................................................................... 125 D a n i e l H e r r e r a R e s t r e p o : H o m b r e y f i lo s o f ía (1970)..................... 139 F r a n c i s c o P o s a d a : Vanguardia y arte realista (1969)......................... 175 E s t a n i s l a o Z u l e t a : M arxismo y psicoanálisis (1964).........................203 G u i l l e r m o H o y o s V a s q u e z : Fenomenología como e p i s t e m o l o g í a (1978)................................................................................229

Notas bibliográficas......................................................................................... 249

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PROLOGO R

ubén

S ie r r a M

e jia

Vale la pena, como introducción a una selección de textos filosóficos contem poráneos escritos en Colombia, hacer algunas observaciones sobre las circunstancias que han determ inado la actividad filosófica en nuestro país y señalar la ruptura que la separa de lo hecho en este campo en épocas anteriores. No se trata con esto de indicar las causas de un determinado pensamiento o de la popularización en nuestro medio de una determ inada filosofía: es algo más general y, aun podríam os decir, más vago. Empecemos por reconocer que apenas sí habría posibilidad de reseñar una actividad que en gran parte ha permanecido marginada del desarrollo cultural colom biano1, y que en la mayoría de las veces es inferior en calidad a sus demás manifestaciones intelectuales. Es cierto que en la Colonia estuvo en el centro de la enseñanza superior, pero no pasó de ser una actividad pedagógica sin ningún asom o de originalidad o siquiera de una expresión personal en el tratam iento de los temas. Y tam bién es cierto que durante el siglo XIX, sobre todo en el m om ento de la form ación de los dos partidos políticos tradicionales, la argumentación filosófica, en ocasiones sobre temas eminentemente académicos, ejerció un papel ideológico deter­ minante en la delimitación de los program as de esos mismos partidos. Pero también allí la filosofía en cuanto tal perdía su naturaleza teórica para adquirir una función pragmática inmediata. Puede decirse que algo nuevo surge a partir de la década de 1940 con la aparición en nuestro medio del cultivo universitario de la filosofía y de cierta producción filosófica que se enm arca dentro de corrientes contem ­ poráneas como la fenomenología o la teoría pura del derecho. Si se nos permite hablar con alguna ligereza de ruptura, debemos situar ésta en el trabajo que se realiza en esos años. Pero esa ruptura no hay que entenderla únicamente com o un cambio de doctrina, com o una renovación en los temas de interés filosófico, sino fundamentalmente com o un cambio de actitud. 1 P a ra u n a reseña histórica de la p ráctica filosófica en C o lo m b ia d u ra n te el p erío d o que co b ija este volum en, véase nuestro estu d io “T em as y co rrien tes de la filoso fía co lo m b ian a en el siglo X X ”, en E nsayos filo só fic o s, B ogotá (C o lcultura), 1978.

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Un cambio de actitud, pues ahora se entiende que la filosofía es un cam po del saber que requiere del estudio de su historia, del dominio de sus categorías y conceptos, de un manejo de su metodología o metodologías, y sobre todo que es una disciplina a la que hay que llegar desprovisto del tem or a perder la fe. Recordemos que durante las primeras décadas de este siglo, mientras en otros países latinoamericanos se empezaba a hacer filosofía, en especial filosofía moderna, con base en una crítica al positi­ vismo decimonónico, en Colombia se hacía un tomismo elemental y cerrero. La filosofía no debía ser sino un instrum ento racional de la fe. Así que la reacción antipositivista fue entre nosotros una reacción frente al pensamiento moderno, y tuvo más un carácter religioso que auténtica­ mente filosófico. Rafael M aría Carrasquilla, que llegó a ser la figura dom inante durante las primeras décadas de este siglo, condenaba a la física, por ejemplo, a someterse a las verdades teológicas. Y si M arco Fidel Suárez refutaba al positivismo, utilizando en ocasiones argumentos que hoy han cobrado, desde otros ángulos, nueva vigencia, lo hacía sin em bargo porque según él aquella filosofía se identificaba con el “m ateria­ lismo ateo”. Fueron por lo demás épocas de una supina ignorancia filosófica. Aun escritores como Luis López de Mesa, a quien debemos algunos impulsos renovadores de la cultura colombiana, en sus incur­ siones por terrenos filosóficos deja percibir sus escasos conocimientos en la m ateria y su ingenuidad en la apreciación de doctrinas filosóficas contem­ poráneas: la tesis heideggeriana de que el hombre es un ser para la muerte, se convierte, por ejemplo, en su interpretación en una versión innece­ saria del lamento popular de que todos estamos condenados a morir. Por otra parte, un falso anhelo de darle estirpe a nuestro pasado cultural, llevó al profesor López de Mesa a apreciaciones exageradas de modestas obras escritas en nuestro país, como cuando ve un anticipo de la teoría del infinito m atemático de C antor, en las consideraciones sobre el infinito de José de Urbina, fraile de la colonia colombiana que al respecto seguía doctrinas ortodoxas del pensamiento escolástico2. Esa ruptura que nos ocupa fue más bien un empezar de nuevo antes que una reacción violenta frente a lo existente. Los filósofos colombianos que iniciaron el proceso del pensamiento contem poráneo simplemente dejaron de lado lo que encontraron en nuestra tradición. Por lo demás, puede decirse que el neotomismo impuesto por Carrasquilla ya era cosa muerta, aunque todavía se manifestaba en la defensa de ciertas doctrinas como la del derecho natural. Las circunstancias favorecieron a la nueva actitud del filósofo colombiano. En primer lugar, el auge de la industria 2 E n ese clim a tra b a ja en B a rran q u illa, m arg in ad o de la vida n acional, Julio- E nrique B lanco, q uien se h a b ía ed u cad o en E u ro p a lo g ran d o un a sólida fo rm ació n filosófica. Su obra, de escasa rep ercusión en el país, se a p a rta p o r sus tem as y p o r el rig o r con que los tra ta , del resto de tra b a jo filosófico realizado en C o lo m b ia an tes del p erío d o que cubre esta selección.

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editorial en los países hispanoamericanos que inició la divulgación masiva del pensamiento europeo contem poráneo, y en segundo lugar, el impacto que ejerció entre nosotros la figura de José Ortega y Gasset, crearon un clima propicio para la recepción de la ñlosofía del siglo XX. A estas coordenadas externas, habría que agregar que en el interior las reformas educativas, ejecutadas por el liberalismo, en el poder desde 1930, permi­ tieron un ám bito favorable para el estudio universitario de nuevas formas de pensamiento distintas al neotomismo. En el caso de Ortega y Gasset, su contribución al cambio de mentalidad filosófica hay que entenderla no sólo por la influencia de su pensamiento sino sobre todo por las incita­ ciones que provocó y por la apertura hacia la filosofía contem poránea, en especial alemana, que significó su obra filosófica y su tarea de publicista desde la Revista de Occidente. El filósofo español constituyó el puente para el conocimiento de la fenomenología de Husserl y en especial del pensamiento axiológico de Scheler, quienes fueron los filósofos, junto con Hans Kelsen, que más influyeron en nuestro medio en los primeros años de la actividad filosófica que se recoge en este volumen. En cuanto a Kelsen, merece especial atención por lo que significa su influencia en esos orígenes, pues la teoría pura del derecho representó un eficaz instrum ento con el cual la ideología liberal se opusiera a la concepción del estado y del origen del derecho que había inspirado a la tradición jurídica del país. El pensa­ miento kelseniano se oficializó prontam ente en la nueva universidad colom biana, pero hay que advertir que con cierta resistencia por parte de los representantes del jusnatunalism o. Aquel cambio de actitud que caracteriza a la ruptura de la práctica filosófica en Colombia, ha permitido tom ar a la filosofía de una manera autónom a, con problemas propios y sin una función pragmática inmediata. Se trata ahora de un trabajo profesional y académico que se manifiesta ante todo com o actividad eminentemente profesoral, ya que ha sido en la vida universitaria donde ha encontrado su prim era motivación nuestra producción filosófica. Es ello la consecuencia de la carencia de fuentes de trabajo intelectual distintas a la que ofrece la cátedra: ausencia de editoriales, de periodismo cultural y científico, de institutos de investigación, etc. Quizás tam bién debamos ver en esta circunstancia la causa principal del m arginamiento del trabajo filosófico colom biano del resto de manifestaciones culturales y de su escasa influencia en la vida nacional. Aunque no hay que considerar esa limitación de su campo de trabajo del todo negativa para el filósofo colombiano, pues ha sido su desempeño como profesor lo que le ha permitido asum ir su oñcio como una profesión, hay que considerarla sin embargo como el origen de su inestabilidad laboral. Sometida como ha estado la universidad colom biana, en particular la oficial, al control político de los gobiernos de turno, no se le ha permitido la autonom ía suficiente como para que el filósofo se pueda 11

sustraer a una eventual acción arbitraria del gobierno. En la década de 1950, ese control político descontinuó el trabajo filosófico en la universi­ dad colombiana por razones eminentemente ideológicas. Se propuso entonces regresar al pensamiento escolástico, alegándose que en él estaban las raíces de nuestra identidad cultural. La situación afortunadam ente varió en la siguiente década, cuando pudo recuperarse el impulso universitario a los estudios filosóficos. Hoy no podemos desconocer el interés que, en los últimos años, se ha despertado en Colombia por la filosofía: es éste un fenómeno de indudable significación en nuestra vida cultural y en especial académica. Es cierto que esta disciplina aun no ha logrado la aceptación pública que ha alcanzado dentro de las élites intelectuales de otras sociedades con una trayectoria científica y literaria de las cuales nuestro país no es térm ino para ninguna comparación. Pero ya no es la ocupación de las horas de ocio de aficio­ nados sin adiestram iento en el manejo riguroso de los conceptos y sin unos conocimientos básicos de la historia de la filosofía. Puede decirse que ahora es un oficio normal de nuestra vida civil. Al decir que es un oficio, queremos referirnos justam ente a la actitud del filósofo frente a su disciplina: se trata de una actitud de responsabilidad profesional, que no se permite concesiones relativas a la información y al rigor metodológico en el tratam iento de los temas, lo cual quiere decir que se procura al menos elim inar la improvisación en el trabajo filosófico. No se busca prim ordial­ mente la originalidad, pues se sabe que ésta no es cuestión de voluntad sino de talento, y que aun estamos en una fase que tiene como tarea fundamental echar bases para una tradición que quizás genere algún día obras verdaderam ente revolucionarias. Dentro de este nuevo clima favorable al cultivo de la filosofía, llama la atención el amplio espectro de corrientes filosóficas representadas en Colombia. El interés profesional de la filosofía no se limita ahora a unos cuantos pensadores, promovidos por editoriales latinoamericanas como sucedía en el pasado, sino que va desde la fenomenología, cuyo cultivo lleva varias décadas, hasta la filosofía anglosajona, tradicionalmente ignorada o m irada despectivamente entre nosotros. Este am plio espectro está permitiendo una convivencia de pensamientos contrapuestos, lo que favorece por lo demás la discusión académica entre las escuelas. El juego campal de las ideas tendrá irremediablemente como resultado la necesaria desdogmatización del pensamiento, que es una condición para que la cultura, y en especial la filosofía, puedan dar el fruto crítico que les ha sido peculiar en sus épocas de m ayor esplendor. Hubiéramos podido, en concordancia con lo anterior, am pliar esta antología con otros textos que m ostraran al lector lo que en la actua­ lidad se está haciendo en el campo de la filosofía: hubiésemos podido incluir entonces representantes de otras corrientes filosóficas como la filosofía analítica, la hermenéutica, el estructuralismo o la teoría crítica. 12

Preferimos sin embargo una selección más estricta, esperando la suerte que esas corrientes vayan a tener en Colombia. Pero es un acto elemental de justicia reconocer que algunos textos excluidos poseen todos los méritos que les hemos reconocido a los que conform an este volumen. R.S.M .

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R a f a e l C a r r il l o

FILOSOFIA DEL DERECHO COMO FILOSOFIA DE LA PERSONA I El punto de partida de toda investigación filosófica del derecho es la ignorancia radical acerca de lo que esencialmente significa este término. No cabe otra suposición preliminar, porque la filosofía, si es verdadera filosofía, principia por ignorar la esencia de lo que busca, y principia también ignorando los procedimientos metódicos con que es posible hallar esta esencia. Así nos situamos en la línea de conducta que recomienda Hegel en la introducción a sus disquisiciones lógicas, si queremos hacer verdadera y auténtica filosofía y no ciencia particular, o sea, si no queremos caer en el error metódico de salir al encuentro de lo que hemos encontrado con anticipación. Es ésta una conducta tan fácil de com pren­ der como difícil de seguir, y duele ver cómo a cada momento se le ha desatendido en el curso de la investigación jurídica. Dejamos presupuesto, pues, únicamente que no presuponemos nada acerca del conocimiento del derecho. Del mismo modo, presuponemos que no estamos en posición de un método idóneo para lograr el ser del derecho, y que no nos adherimos, en consecuencia, a esta o aquella metodología, mientras no surja esta metodología del seno mismo de nuestra investigación acerca del ser del derecho. Pero, si en verdad no presuponemos ni el ser del derecho ni el método idóneo para la adquisición de tal ser, presuponemos en cambio que toda filosofía jurídica tiene por objeto la determinación del ser del derecho y del m étodo de esta determi­ nación. En realidad, presuponer el objeto de la filosofía jurídica en la forma que acabamos de hacerlo, no es sino afirm ar que vamos a hacer filosofía. Lo que indica que, hablando con rigor, no existe aquí presuposición de ninguna clase. La meditación filosófica sigue en este punto el destino de toda su vida, desde que nace, con el problema del ser primordial, hasta el último extremo de su desarrollo, o sea, hasta la hora actual de la investigación. El carácter de la filosofía general como disciplina que indaga el ser esencial de los objetos se hace más firme y exclusivo a medida que diversifica su actividad, atendiendo a la prolífici ramificación de sus objetos. Si observa­ mos el curso de la meditación filosófica, siquiera superficialmente, salta a la vista la continua aparición de objetos a que tiene que enfrentarse esta investigación, preguntando de m odo uniforme por el ser esencial de cada 15

clase de objetos. Ni un solo momento descuida la filosofía en sus varias ramificaciones la tarea que le fue asignada desde los primeros días de su existencia, como ciencia determ inadora del ser esencial de las cosas. Y hoy mismo, cuando la filosofía se ha extendido a dominios nunca sospechados de regiones de objetos, obtenemos clara idea de lo que ella significa si definimos cada una de sus ramas integrantes como una disciplina que indaga la esencia de esta o de aquella clase de objetos. La investigación filosófica empieza por ser una investigación unitaria. Se trata de precisar la esencia, no de esta determinada clase de objetos, sino de los objetos en general. No hay un propósito dirigido hacia el pensa­ miento, ni hacia la moralidad, ni hacia la belleza, entre otros objetos posibles. Exclusivamente, por razones que sabe todo iniciado en filosofía, se planteó el problema del ser de todo lo existente. Pero el carácter de la investigación filosófica fue aquí tan marcado y tan puro como lo siguió siendo posteriormente, y como lo sigue siendo en la actualidad. Porque se sigue persiguiendo por todas partes y en todo tiempo las esencias de los objetos, por lo menos como tarea central y prim aria de la filosofía. Más ahora que nunca, la filosofía se precipita sobre el mundo de las esencias con voracidad insaciable, lo que acentúa fuertemente el carácter antes señalado. De este carácter se desprende una misión de la investigación filosó­ fica, que no viene a ser otra cosa que un mero aspecto de él. Al proponerse como misión fundamental la determinación del ser esencial de cierta clase de objetos, cumple también la filosofía con el destino de unificar la totalidad de los objetos pertenecientes a la región donde actúa. No es sino un seguir teniendo la índole con que empezó a existir. La filosofía, que comienza por determ inar o querer determ inar el ser de lo que era dado a la percepción, comenzó, en form a coetánea a lo anterior, por unificar o querer unificar todos estos datos sensibles, entronizándose así a la vez como una disciplina que indaga el principio de determinación de lo real y su principio unificador. Este segundo aspecto de la filosofía tiene suma im portancia, e interesa especialmente a nuestro caso. Porque si la filosofía es, esencialmente, una actividad unificadora, una actividad que establece en toda región de objetos un principio de unificación, es claro que estos objetos no se pueden estudiar sino partiendo de la investigación filosófica, base de toda investigación ulterior. Y así, resultarán m alogrados, en el caso del estudio del derecho, todos los esfuerzos del empirismo gnoseológico para encontrar una noción esencial de su objeto. La filosofía es la única ciencia capaz de encontrar un principio unificador, que, a su vez, tiene que ser un principio de determinación. Va apareciendo lo que antes no quisimos suponer, la metodología idónea en el estudio del derecho. Pero no es este el momento para entrar en materia. Quede constancia apenas, en los comienzos de este trabajo, que la filosofía jurídica, por lo que es primero que todo filosofía, tiene por objeto 16

la determinación óntica del derecho. Del mismo modo, a ella le está asignada la tarea de encontrar el método idóneo para llegar a una determinación. En segundo lugar, aunque no se habla aquí de segundo lugar porque se trate de segunda importancia, la filosofía jurídica indaga el m odo de ser del derecho y la naturaleza esencial de las categorías jurídicas. ¿Puede alguna otra ciencia pretender hacer lo mismo, y suplantar así la filosofía? Por ejemplo, ¿puede la teoría general del derecho ocupar el puesto de la filosofía jurídica? ¿Pueden hacerlo las ciencias particulares del derecho, o la ciencia jurídica comprensiva de todas estas disciplinas jurídicas particulares? Los intentos de suplantación, producidos ya en las ciencias particu­ lares jurídicas, ya en la ciencia general de estas disciplinas o en la teoría general del derecho, tienen que ser, necesariamente, intentos frustrados. Lo dice la índole propia de estas disciplinas, que proceden por los métodos ya derrocados y hoy superados de la inducción empírica. La inducción empírica sigue el camino de la selección del material. Pero, ¿es posible que haya una selección donde antes no ha habido unificación? A toda selección de un material antecede lógicamente un criterio, sin el cual se hace imposible llevar a cabo la selección. Ocurre en esto lo que en cualquier otro cam po donde se aplique el procedimiento de la inducción para llegar a la noción del algo. Cuando Dilthey se propuso la tarea de determ inar la esencia de la filosofía, no vio nada mejor que apelar a la inducción histórica, partiendo de los fenómenos que en el desarrollo de la historia del pensamiento habían llevado el nombre de filosofía. Quiso, pues, atenerse estrictamente al más pulcro empirismo. Pero, a la postre, y tal vez contra su mejor voluntad, necesitó de un criterio inicial que regulara la realidad, y tal criterio no era otra cosa que un criterio de selección. No es fácil que haya una selección de la multiplicidad de los fenómenos donde no hay criterio de selección de esos fenómenos. Las tres disciplinas anteriores están, sin remedio, abocadas a un fracaso completo por muy amplio que supongamos el radio de acción del procedimiento inductivo, y por mucho que sea el rigor y la cautela con que se muevan dentro de él. Además, siendo las categorías o conceptos jurídicos fundamentales m ateria de la filosofía del derecho, es decir, habiendo que determ inar la esencia de las categorías jurídicas para determ inar completamente el derecho, y partien­ do las tres disciplinas antes mencionadas de estas categorías, puesto que las presuponen, no pueden ellas lograr una determinación de la esencia del derecbo. Para adquirir plenamente la noción esencial de lo jurídico precisa llenar el requisito de encontrar también la esencia de las categorías jurídicas. A hora bien, al partir las ciencias particulares del derecho, por ejemplo, de estas categorías, presuponen lo que buscan, porque en ellas está tam bién dado el concepto del derecho. Hay que reconocer que la teoría general del derecho, que no da por conocidas las categorías jurídicas, puesto que tam bién las categorías son fenómenos para ejercitar 17

sobre ellos la inducción abstractiva, significa ya, como veremos más tarde, un tránsito hacia la superación de un m étodo nada idóneo para el conoci­ miento del derecho. Por lo que se refiere a la especie de procedimiento adecuado en la investigación jurídica, estamos más cerca del m étodo propugnado por la axiología jurídica que del adoptado o defendido por la posición form a­ lista, sostenida representativamente por Stammler. Claro que en lo fundamental de tal posición, es decir, en su rotunda negación de la eficacia de la inducción abstractiva, no hay nada que reprochar, y precisa aceptar con ella que la inducción abstractiva deja atrás lo que sale a buscar. Sin darse cuenta, y precisamente por no darse cuenta, salen al encuentro de lo que no se les ha perdido, para emplear una expresión del dominio común. En relación a los rasgos fundamentales del derecho del formalismo representativo de esta dirección marburguesa, creemos que pueden ser encontrados mediante un análisis reflexivo de fisonomía distinta a la existente allí, según podrá mostrarse a lo largo de estas consideraciones. El concepto del derecho, que es el objeto último de toda investigación filosófico-jurídica, tiene que poseer rasgos esenciales determinantes de este concepto. Esto no lo niega ni siquiera el más crudo empirismo, que disputa apenas sobre los modos para llegar a este concepto. Pero una investigación del ser del derecho no puede dejar a un lado la determinación de su modo de ser. La form a de realidad de un objeto no es la única manera para encontrar el ser de este objeto, pero es un factor irrecusable. M etódica­ mente, pero sólo metódicamente, hay que empezar por aquí. Y por aquí iremos encontrando otros rasgos fundamentales del derecho, quien sabe si los mismos hallados por el formalismo. De esto no es necesario decir nada por el momento. Sólo cabe anunciar que allá llegaremos, puesto que en esa dirección hemos partido. La clásica división de la filosofía jurídica en una parte de ella que estudia lógicamente el derecho, y otra que lo indaga valorativamente, no parece ser acertada desde el punto de vista que hemos adoptado aquí. La lógica del derecho, nom bre que nosotros sustituiremos, siguiendo un tecnicismo filosófico más riguroso, por el de ontología jurídica, no nos deja satisfechos en ningún grado, por dejar en claro muchos sitios donde precisamente surgen los interrogantes más inquietantes. No podemos pensar en una ontología jurídica separada de cuestiones sin cuya aclara­ ción es inútil pretender aclarar el derecho. Por ello creemos indispensable una reintegración de todos los temas jurídicos en una filosofía del derecho universal, esto es, en una filosofía del derecho que, en un solo conjunto de cuestiones, pregunte a la vez por lo que preguntan, cada una por su lado, la ontología y la axiología jurídicas. Es una reintegración, expresémoslo de una vez, en una filosofía de la persona, a donde hay que retrotraer en última instancia la investigación del ser del derecho. Queda abolida la diferenciación de las dos problemáticas, mediante la unificación de las 18

cuestiones en la pregunta única por el ser del derecho, de su ser en total. No se comprende por qué, al darse una filosofía jurídica, se producía consecuentemente la separación de los problemas. La determinación de la esencia del derecho es un problema único, donde se funden los interro­ gantes ontológicos y axiológicos para siempre. Al usar el análisis reflexivo sobre la persona se supera la división de la problemática, y es ya posible descubrir una definición del derecho por género próximo. Pero el género próxim o deberá surgir espontánea y naturalmente de esta analítica de la persona, y consecuentemente, siguiendo el proceso de reflexión analítica, irán apareciendo las caracte­ rísticas esenciales que constituyen la dimensión específica del derecho. Puede dem ostrar toda filosofía del derecho que a su turno se apoye en una filosofía de la persona como base para la aclaración de lo jurídico, que la noción de derecho es inseparable de la noción de norm a, lo cual, por haber sido hallado a través de un análisis reflexivo partiendo de la existencia, y sólo por medio de este análisis, tiene un valor relevante y originario para la continuación del análisis. Aunque es cierto, por otra parte, que no parece haber m ayor discre­ pancia en cuanto al carácter normativo del derecho. Porque, hay una gran diferencia entre aceptar o no que el derecho está constituido esencialmente por un conjunto de norm as —lo que no parece haber sido negado nunca— y aceptar una u otra m odalidad para estas normas. La discrepancia existe • aquí, al tratarse de saber cuál es la naturaleza esencial de las normas que integran el derecho. Preguntar por si las norm as jurídicas tienen fuerza obligatoria, o interrogar por la fuente de esta obligatoriedad; querer averiguar si la validez de la norm a depende de esta o de esta otra circunstancia, es cosa separable del carácter normativo del derecho. Más aún, estos puntos no son controvertibles si antes no se ha aceptado que lo jurídico es inseparable de los prescrito por normas. La posibilidad de hallar el concepto del derecho no se da sin responder, ciertamente, a esta serie de cuestiones que plantean el problem a general de la esencia de la norma. Pero el problem a de la norm a misma como algo ónticamente coetáneo con el derecho ha quedado resuelto afirmativamente, o por lo menos se ha puesto como resuelto, al emprender la solución de aquellas primeras cuestiones. Sucede en esto lo mismo que en la teoría del conoci­ miento. Si nos damos a plantear el problem a del m étodo por el cual cono­ cemos, es porque se ha aceptado la solución afirmativa del prim er interro­ gante acerca de la posibilidad del conocer. No tendría sentido ocuparnos con la segunda clase de problemas si se hubiera respondido negativamente al interrogante que preguntaba por la posibilidad del conocimiento. Dentro de un escepticismo consecuente, era inexplicable adoptar posicio­ nes de cualquiera especie. Igualmente, para un escepticismo filósoficojurídico —llamémoslo así— con relación al carácter norm ativo del derecho, carecería de explicación y de sentido toda empresa de determ inar 19

la esencia de las normas jurídicas cuando estas normas no se han aceptado previamente como coetáneas ónticamente al derecho. ¿Por qué, entonces, se ha negado la posibilidad de definir el derecho per genus proxim um ? ¿Se entiende, al negar esta posibilidad, que no aparece en la noción del derecho la noción de norma? ¿O se entiende más bien que no es dable encontrar el ser esencial de la norma? P or el hecho de que haya discrepancias en cuanto al ser de la norm a, se puede entender que quienes sostienen la imposibilidad de dar una definición del derecho per genus proxim um se refieren al desacuerdo sobre el ser de la norma. ¿Será razón de peso la mera existencia de un desacuerdo para ser pesimistas acerca de la definición del derecho según la tradicional y permanente definición mediante un género supremo? No es ello aceptable por ningún motivo serio, menos cuando no se deduce de los textos expresos de quienes sostienen la tesis de la imposibilidad de definir el derecho acudiendo a la definición tradicional. Si la duda se cierne, en cambio, sobre el carácter norm ativo del derecho, o sobre cualquier otro rasgo fundamental con respecto al cual quepa realizar un acto de subsunción para definir el derecho, entonces confesamos que no entendemos nada el por qué del haberse negado aquella posibilidad. La filosofía jurídica no presupone, fiel al postulado que ella, como filosofía al fin y al cabo, tiene siempre a la vista, el carácter de norm ado del derecho. Lo encuntra en el camino, valiéndose de una analítica de la existencia. O, para hablar con más amplitud, de una filosofía de la persona. Al llegar allí, expondremos lo que se ha llamado una concepción antinorm ativa del derecho, concépción que no es tan antinorm ativa como se ha pretendido por parte de los criticas de ella, y que, bien entendida, tiene en el fondo mucha razón. La filosofía jurídica, que fija ella misma su objeto y sus procedimientos, parten de donde menos debían partir, al em prender una investigación de la noción del derecho. Quede en este lugar una salvedad a favor de las disciplinas jurídicas que, presupuesto el derecho, dirigen el interés hacia su contenido. La determinación óntica del derecho, el ser determ inado de éste, será la definición del derecho. En esta definición se encontrarán las notas o rasgos esenciales del derecho, en unidad de significación. Tendremos así adquirido lo que persigue toda definición, toda determ inación del ser esencial de algo. Tendremos un m odo de pensar el derecho sin la represen­ tación de ningún derecho. Podremos separar fácilmente, separación perseguida por toda auténtica filosofía, el derecho en cuanto concepto de las manifestaciones fácticas de él, el derecho in genere del derecho positivo. Para lograr esta finalidad, la filosofía jurídica tiene que pasar por la etapa de un análisis de la persona, como hemos dicho reiteradamente, es decir, tiene que dejar de ser ella y convertirse en filosofía de la persona. Además, y como una consecuencia de esta conversión, debe fundir en un solo haz de problemas los que hasta ahora se tratan separadamente, los de 20

la ontología y la axiología jurídicas. Tarea ineludible de la filosofía jurídica es también la determinación del modo de ser, o de la forma de realidad del derecho, como etapa coordinada fundamentalmente a las otras, y no menos im portante que ellas. Tanto por la finalidad que persigue esta filosofía jurídica como por el camino que tom a para llegar al cumpli­ miento definitivo de su misión, se hace irreemplazable por cualquier otra disciplina entre las que recaen sobre el objeto del derecho.

II Es irreemplazable por la teoría general del derecho, tanto en los métodos como en el fin último a que tiende esta teoría. En efecto, la teoría general del derecho queda circunscrita al hallazgo de un grupo de rasgos comunes entre los distintos ordenamientos concretos, sin tom ar en cuenta la esencia misma del derecho. Al querer reunir los datos comunes de los distintos ordenamientos, se cuida muy poco, además, de la idoneidad de sus procedimientos, e incurre en el error de tratar de adquirir los conceptos fundamentales del derecho por inducción abstractiva meramente. La filosofía jurídica, en el sentido anteriorm ente expuesto, por el contrario, se cuida de no dejar sentado ningún supuesto que perturbe la idoneidad de sus procedimientos, ni siquiera el supuesto general de norma, pues también este concepto de norma debe ser encontrado mediante un análisis del concepto de persona. La filosofía jurídica no se daría a razonar en los términos en que lo hace la tendencia que propugna una teoría general del derecho, porque al razonar así presupondría ya algunos juicios o afirmaciones que invalidan la corrección de su conducta. Por ejemplo, al decir la teoría general del derecho que no existe motivo para dudar de la igualdad de los elementos fundamentales del orden jurídico, deja afirmada de antem ano la unificación del derecho dado fácticamente, y en conse­ cuencia ha sentado ya el concepto universal de lo jurídico. Estamos en presencia de un criterio ordenador, prim ario a toda clasificación, y aun a todo intento de clasificación. Al tom ar prestado de la ciencia jurídica el material desde donde se va a construir la noción del derecho, comete la teoría general jurídica otro error metódico no menos grave que el precedente. En efecto, al recoger de una elaboración del material llevada a cabo por la ciencia jurídica los instru­ mentos de clasificación que son imprescindibles para la inducción abstrac­ tiva y la construcción del concepto del derecho, descuida la teoría general de éste que la ciencia jurídica, a su turno, no ha llevado a cabo tal elaboración sino en tanto se ha valido de conceptos jurídicos previos, que ella misma no está en capacidad de esclarecer. Los conceptos genéricos de la ciencia del derecho es la cosa que más interesa a la teoría general de lo jurídico. Y, para llegar a la determ inación de estos conceptos fundam en­ 21

tales, la ciencia del derecho se vale de sí misma, siendo así que a ella está encomendado el papel de la elaboración del material. El material, de donde la inducción abstractiva se desprende, es proporcionado por la ciencia jurídica, en una palabra, y sobre este material va a trabajar la misma ciencia jurídica para obtener los conceptos jurídicos genéricos, inclusive el concepto del derecho. La ciencia jurídica no elabora ni suministra material alguno de carácter jurídico, si antes no se ha valido de conceptos jurídicos. De manera que los conceptos genéricos que se buscan existen prefijados al comienzo del camino de la investigación, y en primer lugar el concepto fundam ental del derecho. Por deficiencia de método principalmente, la teoría general del derecho no nos proporciona un concepto universalmente válido y ordenador de su objeto. Aunque, en verdad y en abono de esta teoría, ella no posee las intenciones de inquirir la esencia de lo jurídico, significando apenas un estado cercano de la filosofía jurídica, que absorbe por completo esta misión. Y por esto, por lo que significa un estado de transición entre el empirismo intransigente y una filosofía que rechazará no menos intransigentemente el método de la inducción empírica, la teoría general del derecho constituye un adelanto definitivo en la historia de esta rama de la filosofía general. Frente a las disciplinas jurídicas especiales, significa la teoría general del derecho una superación en todo sentido. No se atiene a un campo particular de su objeto, sino que actúa dentro de la totalidad del ordena­ miento jurídico. El ordenam iento jurídico comprende un radio de existencia que va desde cada una de las disciplinas jurídicas particulares hasta las manifestaciones fácticas del derecho en toda la extensión tempoespecial. Por circunscribirse las ciencias jurídicas particulares al campo especial de cada clase de ordenamiento, a cada clase de derecho, fenómeno que produjo a su vez las diferencias de sentido para cada uno de estos conceptos. Se produjo una anarquía que, no por constituir un grave inconveniente fue menos provechosa. En ella vemos uno de los puntos que incitaron luego a la elaboración de una teoría general del derecho, donde debía aparecer la unificación de los conceptos. Ya no sería posible —al menos era esta la intención de sus expositores— que se diera un concepto jurídico con una determ inada significación dentro de esta disciplina, y que en aquella otra ciencia especial tuviera una distinta. Nada perturba tanto la noción del derecho como el estado anárquico que reinaba en las disciplinas jurídicas particulares, anarquía que podía repercutir desfavorablemente sobre el lado práctico del mismo. Cuando los conceptos fundamentales de una ciencia están viciados de anarquía y de malentendidos, no es dudoso que lo demás marche también en la misma forma. La propia técnica científico-natural necesita de la unificación de los conceptos fundamen­ tales que rigen, desde muy arriba, pero sin cesar un momento, sus vías de acción y sus resultados. 22

No es, pues, para sorprenderse mucho de que a fines del siglo pasado un grupo de teóricos del derecho hubiera reaccionado contra tal estado de cosas. Así es como Bergbonn, Bierling y Merkel en Alemania, y Austin y sus discípulos en Inglaterra, ponen los primeros fundamentos en lo que, pasado un poco de tiempo, va a dar lugar a una auténtica filosofía del derecho. En este ambiente mismo de los teóricos generales, y posible­ mente a pesar del ám bito todavía limitado de sus concepciones, aparecen puntos de vista de un completo formalismo jurídico, sin diferir nada esencialmente del formalismo de Stammler. Por ejemplo, Bierling, que parece ser el teórico del derecho en quien más se acentúa la necesidad de la reacción, afirma expresamente la existencia de requisitos absolutos para la determinación de los conceptos y juicios de carácter jurídico. El punto de partida de Bierling —no im porta que no lo sea en cuanto al m étodo— es pronunciadamente el mismo del formalismo, pues, se establece que hay conceptos jurídicos formales, independientes de cualquier derecho posi­ tivo. Con sus méritos y todo, la teoría general del derecho elude la cuestión más importante, que es la com probación de la idoneidad de su método. Por tal razón, no consigue determinar pulcramente esa unidad de signifi­ cación jurídica que está a la base de las ciencias particulares del derecho, como patrim onio común a todas. La filosofía del derecho asume la misión que la teoría general no podía desempeñar cumplidamente, reemplazán­ dola en el papel capital de toda filosofía, en la determinación del ser esencial de los objetos. No quedaría muy bien hablar de una similar actitud reemplazatoria en relación con la ciencia jurídica propiamente dicha, en su parte teórica y técnica. A la ciencia jurídica no le está dado el derecho en su aspecto óntico, como a la teoría general del derecho y, más directamente, a la filosofía. El aspecto óntico, el ser del derecho, abre paso ahora al sentido o significación de la norm a, que está en ella como correlato de su estructura verbal. También abre paso el aspecto óntico a la forma de norm a habida entre la variedad mayor o menor de prescripciones, como elemento apropiado a una sistematización de la totalidad de las reglas jurídicas. En estos dos aspectos radica su separación de lajurisprudencia, pero ni por su lado teórico ni por su lado práctico tiene que ver ella con el ser esencial del derecho. Más todavía, la ciencia jurídica teórico-práctica encuentra justificación para su existencia en la disciplina que la nutre mediante una previa elaboración de los conceptos. Depende, pues, como ninguna otra, de la filosofía del derecho. Sus fundamentos le están dados con anticipa­ ción, y no es factible pasar adelante si éstos no están bien determinados. Unicamente la filosofía está en posibilidad de revisar sus propias bases fundam entadoras, por ser la única ram a del saber que puede volverse sobre sí misma. Ninguna ciencia particular ejercita esta torsión sobre sí que sería imprescindible en un estudio de la propia fundamentación. No sólo las disciplinas jurídicas particulares se ven obligadas a someter a la filosofía 23

sus últimas cuestiones, sino todas las ciencias especiales, o mejor, todo saber que no sea un saber filosófico. De esta tutela no puede librarse ni siquiera la misma ciencia de Dios. En rigor, toda sabiduría es ancilla philosophiae. La ciencia jurídica, en su primera tarea, pregunta por la forma de prescripción. Le interesa exclusivamente qué clase de normas son éstas, y qué clase de reglas son estas otras. Es una pregunta inicial de toda posterior clasificación. Pero como lo que va a clasificar son norm as jurídicas, el criterio orientador será el conocimiento de lo que es una norm a jurídica. Ahora bien, la norm a jurídica en un concepto fundamental, que ha sido supuesto en este momento de la actividad de la jurisprudencia teóricotécnica. No es exagerado sostener que la filosofía jurídica existe porque existe también este momento de la jurisprudencia. P ara form ar un sistema coherente de normas, labor de toda jurisprudencia teórica, nos valemos, es claro, de los elementos que van a integrar el sistema. Pero decir que nos valemos de ellos es afirm ar que no son determinados por la ciencia sistematizadora, sino tan sólo dejados puestos por ella como criterio orientador. La jurisprudencia teórica pide aquí la opinión de la filosofía jurídica, como última e inapelable autoridad. Y por medio de la opinión filosófica se orienta en el caos de datos que están frente a ella, en demasnda de orden, de arm onía, de coherencia. El campo de observación de la ciencia jurídica, en su estrechez inmodificable, le ofrece a esta ciencia el conjunto de normas de un derecho positivo que vale aquí y ahora, que tiene una vigencia. La jurisprudencia teórico-técnica se mueve dentro de estas fronteras, sistematizando e interpretando las normas. Como ninguna otra disciplina jurídica, supone ella la noción del derecho y de los conceptos jurídicos. La filosofía jurídica, en la significación integral que le hemos dado nosotros, y sólo en su significación integral, interviene y orienta en las dos circunstancias en que la ciencia jurídica actúa. Está allí, en el momento en que la jurisprudencia técnica se pregunta por lo que el derecho dice, y está igualmente presente cuando aquella disciplina se interroga por lo que el derecho no dice. Es improbable que su presencia sea más necesaria en la segunda circunstancia que en la primera, como, vistas las cosas ligera­ mente, pudiera creerse. El jurisprudente está obligado, no sólo cuando a él está adherida una representación estatal, sino aún como particular, a integrar el orden jurídico, en el momento y lugar en que el orden jurídico esté desintegrado. Las instancias a que acude para llevar a cabo tal integración no son positivas, porque, precisamente hay desintegración en tanto que no hay instancias positivas a qué acudir. Las instancias a que acude serán, pues, transpositivas. La realización de una integración que apele a razonam ientos de analogía, o a reglas consetudinarias del com portamiento, está inscrita en la serie de instancias positivas, y la 24

filosofía jurídica no tiene por qué aparecer aquí. Pero no siendo este el caso, o sea, cuando no se dan tales instancias a qué acudir, entonces es imprescindible la intervención de la filosofía jurídica para que aclare esta zona oscura de la jurisprudencia y colabore en la integración del orden jurídico. Si se sabe lo que el derecho es esencialmente, se está ya en posesión de un criterio orientador en el caso aludido. Pero no puede saberse lo que el derecho es, si no se conoce antes el sentido implícito en él. Y sólo la filosofía jurídica que enlace con una filosofía de la persona com o fase primera, está en capacidad de ponem os a la vista de este sentido. El aspecto teleológico del derecho debe ser encontrado realizando una integración de la ontología y la axiología jurídicas. Esperar una determinación de la esencia del derecho tratando por un lado las formas puras de él, y por otro su fisonomía valorativa, nos parece una tarea condenada al fracaso. No es indagar los rasgos esenciales del derecho buscar sus caracteres formales, com o se ha creído. Y además, ¿para qué seguir palnteándose el problema valorativo cuando ya se han conseguido los rasgos esenciales del derecho? No era esto acaso lo que se deseó hallar. ¿A qué continuar buscando caracteres propios del derecho, si su esencia nos ha sido descubierta? Los propósitos de la filosofía jurídica se reducen, en rigor, a la determ inación óntica del derecho, y, lograda ésta, no tiene interés seguir preguntando. Mucho es lo que se ha preguntado a lo largo de la investigación filosófíco-jurídica; tanto, que no puede quedar pregunta por hacer, si deseamos no seguir ignorando lo que el derecho es en esencia. La filosofía jurídica sabrá preguntar, si, a la vez, pregunta exhaustiva­ mente, si al preguntar por la esencia del derecho pregunta aquí mismo por el sentido del derecho. La noción clara del derecho, decíamos, arroja luz sobre la zona oscura en que, a veces, se encuentra la jurisprudencia técnica. O sea, cuando la jurisprudencia se pregunta por lo que el orden jurídico no dice. El intérprete del derecho, que en todo momento atiende a lo que el derecho dice y sólo a lo que dice —pues para la jurisprudencia el derecho es la cosa más verbosa del m undo— se encuentra ahora conque el derecho no dice nada. Pero si el derecho no dice nada, si no habla, el jurisprudente deberá hablar por él. Y, en los casos difíciles, apelar a las filosofía jurídica, que le enseña lo que el derecho es. Junto a este hecho, se presenta otra circunstancia, tanto más grave si origina una situación conflictiva en la conciencia del intérprete. El derecho dice expresamente esto, pero no debiera decirlo. El derecho habla, y es una gran cosa que hable para que nos oriente en nuestra función interpretativa. Pero no debiera hablar así. ¿Qué camino tomar? La filosofía jurídica propugnada y defendida por nosotros com o la única auténtica investigación acerca del ser del derecho, no tiene inconve­ niente en ponerse de parte de una interpretación del derecho con indife­ 25

rencia absoluta de todas las circunstancias que lo rodearon en el momento de su aparición. A estos resultados ha de llegar la filosofía jurídica a través de una confrontación entre el derecho y el Estado, y sin descuidar un instante el aspecto del sentido del derecho. A estos resultados, por otra parte, es preciso llegar, si se ha verificado el enlace que creemos irrechazable entre la filosofía jurídica y la filosofía de la persona. Con todo, es conveniente poner en claro nuestra opinión anterior. La interpretación de la ley, si en verdad debe desatender todas las circuns­ tancias que rodearon su llegar a tener existencia, incluyendo la voluntad positiva que la originó en el tiempo, no por ello es una interpretación completamente solitaria. El ser del derecho es inherente a toda posible interpretación suya. También en la práctica salimos favorecidos. Al atenernos a las circunstancias, se complica de manera alarm ante la faena interpretativa.

III El ser del derecho, el conjunto de sus rasgos esenciales, que descubre una filosofía jurídica integrada en una filosofía de la persona, no está en oposición a la autoafirm ación del derecho mismo. El derecho es cada vez más derecho, es algo que tom a en cada una de sus etapas de formación más conciencia de sí, en paralelo com portam iento al autoafirm arse del Estado. La naturaleza del derecho com o objeto que se autoafirm a, es tom ada en cuenta cuando se trata del acto interpretativo de él, o debe ser al menos tom ada en cuenta, pues sólo así se remedia la cuestión suscitada en torno a los factores que es indispensable atender para descubrir el sentido de la regla jurídica. Sea cuales fueren los resultados a que arríbe la indagación filosófico-jurídica sobre el ser esencial del derecho, tales resultados no se contraponen a una inte-lección de éste como una creación hum ana que día por día, y en provecho de su misma existencia, se autoafirm a. Esto es, que siempre se estará haciendo más derecho de lo que antes era, que momento por momento tom a más conciencia de sí, y que, en el proceso de autoafirmación, lleva implícita también una progresiva despersonalización con respecto a la actividad volitiva temporal de donde genéticamente procede. La jurisprudencia técncia tiene, pues, que atendera esta característica del derecho para su interpretación, lo que no la obliga a desatender, según lo indicado antes, los resultados de la filosofía jurídica acerca de su ser esencial. A su tiempo se verá cuáles son esos resultados, cuáles son los rasgos esenciales que integran el concepto del derecho, cuando este concepto ha sido determ inado por una filosofía jurídica que a su vez se apoya, como fase preliminar, en una filosofía de la persona. Si se observa el curso evolutivo del derecho, siguiendo muy de cerca los pasos a Radbruch, iremos confirmando, a medida que nos detengamos 26

en cada una de sus etapas de desarrollo, aquellas autoafirm aciones de que hablamos. La autoafirm ación del derecho, el imponerse cada vez más como derecho, o el tom ar a lo largo de su evolución más conciencia de sí, coincide con los modos de expresarse. Siempre que el derecho abandona el modo de expresarse que antes traía, nos proporciona un síntoma seguro para conocer que se ha operado un acto de autoafirmación. Así, desde sus expresiones admonitorias, hasta su tono enérgicamente imperativo y duro de la actualidad, el proceso de autoafirm ación es visible. El derecho tiene que ver menos, a medida que se desarrolla, con la voluntad de donde proviene empíricamente. Se despersonaliza a m enudo, y, al despersonali­ zarse, se hace objetivo. La aplicación interpretativa de la regla jurídica tiene a la vista, a causa de la fase última a que ha llegado el derecho en su proceso de autoafirm ación, sólo el sentido objetivo. Si el sentido subjetivo ha sido abandonado o, mejor, no tenido nunca en cuenta por el derecho mismo, que siempre tendió a ser derecho por sí y no por cuanto proviene de la voluntad empírica legislativa, es claro que el intérprete de él debe también abandonar la posibilidad de recurrir a instancias distintas del derecho mismo, y atenerse a su sentido objetivo únicamente. El intérprete pregunta por lo que dice, sin más, la regla jurídica, o por lo que no dice, para integrar, en este último caso, el orden jurídico. En caso de contra­ posición conflictiva entre lo que el derecho dice y lo que debe decir, se atenderá a lo primero. Ahora bien, atender a lo primero es atender a lo que, a su vez, dice la filosofía jurídica. En efecto, y aunque parezca a primera vista inexplicable, la filosofía jurídica no puede contradecir al derecho. La filosofía jurídica dice lo que el derecho dice. La oscuridad o inseguridad que un determinado momento puede rodear la regla jurídica, se desvanece ante los resultados de la filosofía del derecho. En nada afecta, pues, a la concepción filosófica del derecho, en el sentido asignado por nosotros a esta disciplina, que el derecho presente como una de sus modalidades más interesantes su progresiva autoafirmación. El primer momento en que, muy ostensiblemente, se nos aparece esta autoafirm ación del derecho, lo encontramos al abandonar el derecho su m odo persuasivo de manifestarse a los miembros de la com unidad1. La manera persuasiva significa que el derecho, que aún no tiene conciencia de sí como derecho, y por lo tanto de algo que debe imponerse por el solo hecho de ser derecho, tom a en cuenta, antes que a sí mismo, al posible observador de él. Y quién sabe si, más que tom ar en cuenta a su posible observador, está pendiente de su posible violador. Cuando el derecho tiende, por especiales maneras de expresarse, a prever una posible violación de él, o una posible observación, entonces ello significa que el

1 Ver so bre los diversos estilos u sad o s p o r el D erecho: R a d b ru ch , In tro d u cció n a la ciencia del derecho. T rad u cc ió n de Luis R ecasens Siches. M adrid, 1930-Págs. 54 y ss.

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derecho no tiene confianza en sí mismo, como ordenam iento que debe respetarse y obedecerse en consideración exclusiva a su existencia. Usar expresiones conmovedoras para, a través de la conmoción, hacer que el derecho no sea violado, o dejar en el ánimo de los miembros de la comu­ nidad la impresión de que el legislador o com pilador del derecho no tiene com o posible la comisión de tales o cuales hechos delictuosos, es manifestar a todas luces que la existencia del derecho no tiene valor por sí misma. Al dejar el lenguaje jurídico este modo de manifestarse en su contenido, ha sobrepasado una etapa de debilidad, para alcanzar un estado de autoafírm ación. Pero en modo alguno cabe hablar de una autoafirm ación definitiva, pues el derecho tiende ahora a convencer, lo que no está muy distante de su tendencia a persuadir. Si en el modo de expresarse anterior del derecho, cuando éste habla para evitar una posible violación de él, usando palabras adm onitorias dirigidas al posible violador, se teñía presente el ánim o o la sensibilidad de los miembros de la com uniad, ahora, cuando se trata primero que todo de convencer, el legislador pone su vista en la inteligencia de los asociados. El derecho se procura una observancia en atención a que ha sido constituido en razón deuna finalidad, y no arbitrariam ente. Así lo dice, sin rodeos, a las personas para quien se estatuye. Su modo de manifestarse tiene una modalidad convincente, y persuade, no ya acudiendo al ánimo de nadie, sino exponiendo las razones de su existencia. Yo existo, dice el derecho, porque sin mí no sería posible el logro de tales finalidades. En vista de ello, debo ser obedecido. El derecho presenta a los miembros de la comunidad su razón de ser para evitar sus transgresiones. Salta a la vista la diferencia de esta fase con respecto a la persuasiva. El derecho teme ser violado, y, para no serlo, explota el lado sensible de sus posibles transgresores, mediante palabras y giros adm onitorios. En la fase que pudiéram os llamar expositiva —pues en ella se acostumbra a exponer los fundamentos en atención a los cuales se han formulado tales prescrip­ ciones— el derecho, más que temer ser violado, desea ser obedecido, que es cosa muy diferente. El derecho, en este caso, sabe que debe ser obedecido, y confía en que se le obedecerá. Pero sabe que se le obedecerá en virtud de los fundamentos de su existencia. Lo que se hace en la fase expositiva es hacer más segura la obediencia. En la fase persuasiva se desea hacer insegura toda posible desobediencia, porque el derecho no ha adquirido conciencia todavía de su debe ser obedecido, aunque este debe ser obedecido sea en razón de los fundamentos por los cuales se estatuye. A pesar de que en la segunda fase de autoafirm ación del derecho, éste se hace más objetivo, y adquiere m ayor fuerza y más seguridad de su propio valor, queda por superar este estadio de su evolución, pasar a otro que tendrá igualmente carácter de tránsito en el proceso autoafirmativo. Superada la fase expositiva, se llega a la fase adoctrinadora. Mientras el derecho está aquí, el carácter de las obras donde se recogen las reglas 28

jurídicas es, en gran parte, teórico. Esto es, el legislador o com pilador se esmera frecuentemente porque los miembros de la com unidad para quienes se estatuye el derecho no tengan obstáculos en su interpretación. El legislador o com pilador es el mismo intérprete, hasta cierto punto. Existe lo que llamamos hoy una interpretación auténtica. La tarea de la jurisprudencia se reduce en gran parte a seguir las huellas interpretativas del legislador o compilador. Radbruch hace notar cómo en esta fase adoctrinadora, en el ordenam iento jurídico se sum inistran exposiciones que instruyen acerca de lo que, con anterioridad, se ha dispuesto en otra parte del mismo ordenam iento, o se traen ejemplos para facilitar la adaptación de la norm a al caso concreto, o se aclaran las conexiones entre las diversas reglas jurídicas, o, también, se llama la atención, mediante ciertos caracteres, sobre la im portancia que tal palabra pueda tener en el contexto de la norm a. Aquí no existe ya, como es fácil de observar, la presentación de los fundam entos de la ley, pero el derecho sigue posibi­ litando su observancia. Teme no ser entendido, que es como temer no ser obedecido. Se alejan las dificultades de la interpretación, o al menos desean alejarse, viendo el jurisprudente que se aligera su labor en forma considerable. Cuando el derecho sale de este momento, entra en una plena fase de autoafirmación. La salida de su última fase adoctrinadora suele situarse, con razón, hacia finales del siglo XV111, coetáneamente a los comienzos de autoafirm ación del Estado. Se ha dejado muy atrás la época en que el derecho procuraba llevar persuasión a las personas para quienes hablaba, y, por medio de la persuasión, disuadir de su posible violación. También queda atrás la presentación de los fundamentos de la existencia del derecho, y ahora no im porta que el miembro de la com unidad se convenza o no de su razón de ser, porque su razón de ser es su propia existencia. Por su propia existencia, sin miras a su contenido, el derecho consigue la estabilidad del orden. Ahora bien, la estabilidad del orden, de la paz de la comunidad, es razón seria de la existencia del derecho, aunque tal razón no se exprese. No es necesario exponer ni este ni ningún otro fundam ento de la existencia del derecho. Tal fundamento —no discutamos por el momento cuál fundam ento es el que mejor justifica el derecho— es tenido en cuenta al estatuir el derecho. Pero no es necesario expresarlo. El pro­ greso autoafirm ativo del derecho no abandona los fundam entos que lo originaron, porque puede autoafirm arse permaneciendo siempre atado o referido a estos fundamentos. Todo demuestra, pues, que el contenido del derecho es contenido objetivo simplemente. La jurisprudencia se pregunta por este contenido, al desempeñar su función interpretativa. Decíamos que al atenerse al sentido objetivo se obvian, además, dificultades casi insuperables. Porque a cuántas cosas no hay que atender cuando se quiere desentrañar el sentido subjetivo de derecho, si se es partidario de que tal sentido subjetivo 29

existe? Entre muchísimas circunstancias que rodean el sentido subjetivo de la ley, si este sentido existe, están los detalles más leves de posible aparición en el momento en que la ley nace. Diríamos con Reichel que era preciso interpretar hasta la sonrisa de un miembro de la Comisión en cuyo ambiente se preparó la ley. Hay que atenerse al sentido objetivo de la regla jurídica, por más extrañeza que esta afirmación pueda causar, aun en el caso de que no sea claro ese sentido objetivo. Además, a él hay que circunscribirse cuando se crea que aparece contradicción entre lo que allí se dice y lo que debe decirse. P or lo tanto, la filosofía jurídica al ponernos en posesión de la naturaleza esencial del derecho, nos pone al mismo tiempo en posibilidad de interpretar correctamente el sentido objetivo de la norma. Por ello, es esta rama de la filosofía un criterio de la jurisprudencia, como vimos lo era de la teoría general del derecho. No son nada convincentes los consejos de interpretación dados por la Escuela Exegética. No sólo no son convincentes por las dificultades insalvables que se presentan al querer ponerlos en práctica, sino también porque esa actitud exegética contradice abiertam ente el ser del derecho, y con su ser, la realidad de un proceso continuo de autoafirmación. El derecho no está originado en la voluntad del legislador sino en la voluntad del Estado, que es la voluntad general de la comunidad. Esto excluye toda ocasión de arbitrariedad legislativa, toda voluntad del Estado que no redunde en bien de la com unidad, pues es la com unidad misma, según veremos, la que crea el derecho, y lo da al Estado para que provea a su mantenimiento. El el momento en que el derecho tom a conciencia definitivamente de sí mismo, que es el momento en que se objetiviza y adquiere un grado de despersonalización desconocido antes, se hace insustituible la misión de la jurisprudencia técnica, sobre todo en su segundo aspecto interpretativo. Hemos llegado igualmente a un período de autoafirm ación del Estado, o a una subida de tono de la voz de la com unidad, que es, bien consideradas las cosas, la voz o sentido objetivo de todo derecho positivo. La jurispru­ dencia tiene que habérselas con este sentido objetivo, tanto más difícil de entender cuanto más imperativo es el tono de voz con que se expresa el derecho, es decir, cuanto más se han dejado atrás y se han superado los estilos de la persuasión, de la convicción y del adoctrinam iento. Deten­ gámonos por breves minutos en la consideración del proceso autoafirm ativo del Estado, proceso en que va latente la aparición a su tiempo de la ciencia jurídica en su papel interpretativo. El proceso autoafirm ativo del Estado está en consonancia con su intervención en la vida de los miembros de la com unidad, siempre que se trata de regular la conducta de estos miembros. Al lograr una intervención absoluta, el Estado se ha autoafirmado, el derecho ha conquistado una fase en que su contenido se ha hecho objetivo completamente, y la jurisprudencia técnica aparece como necesaria en vista de las dificultades interpuestas en el camino de una correcta interpretación de la regla jurídica. Los miembros de la comuni­ 30

dad, el hombre, en una palabra, hace el derecho porque, según lo va a m ostrar la filosofía jurídica apoyada en una filosofía de la persona, sin él es imposible adquirir la realización de los valores a que tiende por naturaleza. Por tanto, el Estado es un medio apenas, como lo es el derecho, y ambos están o deben estar al servicio de la realización de estos valores. El Estado no puede ser nunca absoluto, ni el derecho arbitrario, en el sentido de perturbar la realización de los valores a que el hom bre tiende natural­ mente. Pero ello no se opone a que el Estado se autoafirm e, ni a que el derecho valga por su mera existencia, despersonalizándose y viviendo sólo de su contenido objetivo. El Estado empieza por no intervenir en la regulación de la conducta de los individuos, dejando a ellos la libertad de regularse por sí solos. Es el período de la venganza privada, o personal. Los individuos, que no tienen a quién acudir ni quién acuda a ellos de oficio, acuden a su propio valer para poner térm ino a una descomposición suscitada dentro de la normalidad de la vida acostum brada. La situación concreta surgida entre dos individuos, o entre varios miembros de la organización jurídica rudi­ mentaria, no se subsume aquí bajo el sentido de la norm a objetiva, sino bajo el estado de ánim o vengativo del individuo agraviado, o de la familia a quien este individuo pertence. El Estado no interviene porque no ha empezado aún su vida como regulador de la conducta de los miembros de la organización. Quien se encarga de la misión reguladora dentro del régimen de autodefensa es el propio titular del derecho, titular que puede ser una sola persona o un grupo de individuos al que ella se vincula, conforme a la estructuración de la familia o de la gens. El Estado sale de su nulidad, digamos así, al intervenir débilmente siquiera en la regulación de la conducta de los asociados. Esta primera intervención acaece para poner límite al sietema de autodefensa, aunque ésta siga ejercitándose como restablecimiento del derecho. Aparece la medida de limitación que todos conocemos con el nom bre de Ley del Talión, y que significa un estadio inicial en el proceso autoafirm ativo del Estado. Con un sentido para lo justo no poseído anteriorm ente, el Estado interviene para adaptar las situaciones concretas del hecho, si no a una regla jurídica perfeccionada, por lo menos a un deseo justo de la entidad estatal, y por medio de él, a la voluntad general de la agrupación. Cualquiera que sea el pensamiento acerca de la Ley del Talión, por más que se considere como una medida bárbara, es lo cierto que esa ley indica un progreso apreciable en el establecimiento del orden jurídico, por cuanto representa la atenuación de otro estado más atrasado todavía, como es el estado de la autodefensa en sentido lato. La ley del Talión implica un avance en el proceso de autoafirm ación del Estado y en el desarrollo del orden jurídico. Desde este punto de vista, es aquella ley muy aceptable y nwy poco bárbara. Así tiene que ser considerada, si se repara en la distancia que va de la venganza privada a una form a atenuada de ella, de la 31

negación absoluta del orden jurídico a una iniciación en el estableci­ miento de ese orden. Pero todavía queda por dar un paso más, casi decisivo, en la vida de intervención del Estado, para llegar a suplantar levemente la voluntad de los asociados. Se llega, partiendo de la fase en que se instituyó la ley del Taitón, a la fase en que el Estado propone una composición o arreglo amigable. Todavía no hay una intervención directa y autoafirm ativa, pero no falta nada para lograrla, pues está alcanzada la meta más importante para una intervención definitiva, que desplace por completo la voluntad de los particulares. Esta intervención definitiva se adquiere al adm itir y ordenar el Estado que nadie puede hacerse justicia por sí mismo, principio regulador de una evidencia jurídica deslum bradora, y que ha continuado inform ando desde entonces la vida toda de todos los derechos positivos2. Puesto que el Estado interviene definitivamente, suplantando la voluntad de los particulares, se hace indispensable la creación de órganos eficaces para realizar la suplantación. Al existir tales órganos, existe tam bién la actividad jurisdiccional, que, en resumidas cuentas, es la actividad del Estado. Llegamos a una fase, pues, en que tanto el Estado com o el derecho se han autoafirm ado. La actividad jurisdiccional no parece ser otra cosa que una consecuencia de la tom a de conciencia de sí operada en ambos ordenamientos. Como el derecho, al valer por su sola existencia, ha empleado una manera de expresarse más difícil de entender, tiene que aparecer la jurisprudencia técnico-interpretativa, que descubre, hasta donde es posible, el sentido objetivo de la regla jurídica. Cuando la actividad del Estado interviene con decisión, esta atividad es ya actividad jurisdiccional. Existe, por tanto, la jurisprudencia oficial, que ejercitan los órganos jurisdiccionales del Estado. La jurisprudencia no es toda la actividad jurisdiccional, sino su prim era parte. Hay jurisprudencia porque hay jurisdicción. La jurispru­ dencia es la aplicación interpretativa de una regla jurídica a una situación concreta producida entre los particulares, o entre los particulares y el Estado. La jurisprudencia se hace más necesaria cuando así el derecho com o el Estado, han adquirido un estadio bastante definitivo en el proceso de autoafirmación. Y esta necesidad proviene, com o se ha advertido en otros lugares, del m odo de expresarse del derecho. La filosofía jurídica es una disciplina auxiliar de la jurisprudencia técnico-interpretativa. No es dable prescindir de la pregunta por la finalidad del derecho, cuando se confronta un caso de interpretación. Y todavía es mayor el auxilio que la 2 U na síntesis acerca de la actividad in terv en to ra del E stad o en los intereses de los p articu lares, y de la natu raleza de la fu n ció n ju risd iccio n al, la trae el P rofeso r José A lberto D o s R íos en u n breve estu d io sobre: Teoría de ¡a acción. T rad u cc ió n del portugués p o r G uillerm o G arcía M aynez. M éxico, D . F. 1944.-Págs. 25 y ss.

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filosofía jurídica puede prestar a la jurisprudencia técnica en la circuns­ tancia de que no haya nada que interpretar, pero donde la actividad juris­ diccional no puede paralizarse. Esta circunstancia aparece, como todo el m undo sabe, al encontrarse el jurisprudente con espacios vacíos en el orden jurídico. El para qué del derecho, que sólo una filosofía jurídica sostenida a la vez en una filosofía de la persona está en capacidad de esclarecer, es una cuestión que precisa afrontar siempre que se produzcan aquellas circunstancias. La vida del derecho y del Estado, que consiste de todos modos en un progreso autoafirm ativo, ha producido ella misma las dificultades latentes en el proceso de realización de orden jurídico que entorpecen su correcta interpretación. Pero la filosofía jurídica, al indagar el ser del derecho, contribuye eficazmente a facilitar la tarea interpretativa de la jurisprudencia. IV No puede negarse la existencia de una correlación necesaria entre la estructura de la esfera de la realidad que se va a estudiar y el método aplicable a esa esfera. Partiendo de esta existencia de una correlación estructural, que no puede ser desatendida, es fácil tarea la determinación consecuente del método. Pues, no sólo existe una correlación, sino que la clase de m étodo adoptable en esta o aquella investigación está regida fatalmente por la clase de objetos que integran la esfera de la realidad sobre que va a recaer la investigación. Si se atiende a esto, podrán evitarse las controversias acerca de los métodos adecuados o los procedimientos más valiosos dentro del cam po de la indagación filosófica o científica. Podría objetarse que, en nuestro caso, en la filosofía jurídica, esto equivaldría a preconceptuar sobre la estructura del Derecho, antes de lanzarnos a una investigación de su esencia. Sería dejar establecida su estructura, cuando apenas nos proponemos ir al conocimiento de tal estructura. Y, en efecto, así parece ser. Pero nada impide que la estructura general del Derecho se presuponga, para luego, sin haberle dado una im portancia definitiva a la anterior presuposición, constatar esta estruc­ tura a través de una investigación rigurosa, exenta, bien vistas las cosas, de prejuicios. El suponer la m anera de ser del Derecho no es nunca un prejuicio, sino una mera postura inicial sujeta a ulterior corrección. Si dejamos presupuesto que el Derecho es una elaboración del hombre, con un sentido peculiar, habrá que rechazar los caminos seguidos usualmente en la determ inación de su esencia, y aceptar únicamente el seguido por una filosofía de la existencia personal. P ara referirnos a las maneras de tratar el Derecho más destacadas, e ir viendo las ventajas e inconvenientes de las diversas posturas, podemos considerar com o primera medida la actitud de la Teoría Crítica, de tipo 33

reconocidamente formalista, y etapa quizá si imprescindible en la problem ática jurídica. Es una teoría im pugnadora y constructiva a la vez, pero que no resuelve la cuestión acerca del concepto del Derecho. Entre sus méritos está principalmente el haber rechazado rotunda­ mente algunos procedimientos que en cierto momento se creyeron adecua­ dos e inevitables de ser seguidos por la filosofía jurídica. Así, por ejemplo, se rechaza el método descriptivo, que tom a las reglas jurídicas para sobre ellas realizar una descripción más o menos afortunada. Este método queda viciado de lo mismo que, según vimos en un capítulo anterior, quedaba el método del proceso abstractivo, pues deja sentada con anterioridad la noción del Derecho, que es, precisamente, la que se busca determinar. Ni una descripción de las reglas jurídicas, ni un caso de Derecho, como cree Merkel, son suficientes en grado alguno para determ inar el concepto del Derecho. Si empezamos a trabajar, en la persecución de este concepto, sobre un caso jurídico, para llegar a través de un análisis de este caso a la noción esencial del Derecho, nos pasa lo mismo que cuando intentamos describir una regla jurídica o llevar a cabo una inducción abstractiva, partiendo de un derecho dado a la observación. Trabajar sobre un caso jurídico es presuponer un fenómeno que cae dentro de la categoría del Derecho, y, por tanto, presuponer lo que éste sea. Por eso no puede estimarse mucho el procedimiento adoptado por Merkel, que, a simple vista, es equiparable a los dos anteriores3. Con mayor severidad queda excluida del campo de las posibilidades metódicas para determ inar el concepto del derecho el procedimiento inductivo, contra el cual polemiza abiertamente la Teoría Crítica, ya que el punto de partida de ésta y la razón de su nacimiento residen en una franca hostilidad contra él, sea cual fuere la forma que tome y los matices con que intente disfrazarse. La multiplicidad de experiencias, de las cuales se pretende extraer el concepto del Derecho, realizadas en el tiempo y en el espacio, son o deben ser experiencias jurídicas, y esto lleva ya adscrita la determ inación del derecho. Las experiencias jurídicas se realizan sobre fenómenos jurídicos de un m odo definitivo e irrevocable. Es decir, que no nos es dado echar pie atrás, luego de iniciada una consecución del concepto del derecho por el procedimiento abstractivo, sino que tenemos que llegar hasta las últimas consecuencias a que nos lleve este procedimiento. Si negamos que no utilizamos el concepto del derecho previamente, nos vemos obligados a ceptar que, en muchos casos posibles, y sin que nada lo impida, reunimos experiencias hechas sobre fenómenos que no son jurídicos. Nadie, en tales circunstancias, sería capaz de garantizar lo contrario. O tra cosa sucede cuando se parte de experiencias jurídicas con carácter de mera confrontación, pues aquí la investigación del concepto

3 V er M erkel, E nciclopedia Jurídica. V ersión de W. Roces. E ditorial Reus. M adrid.

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del derecho va por caminos distintos a los seguidos por el procedimiento abstractivo, que consiste en inducirel concepto del derecho de un conjunto más o menos amplio de experiencias jurídicas. Veremos cómo el método confrontativo, si en rigor puede llamarse método, tiene una ilustre ascendencia filosófica, y cómo aún contem poráneamente se le concede no escasa importancia. Lo que no quiere decir que dirija en m odo alguno la investigación, ni que llegue a lograr algún día un papel tan relevante como para erigirse en un procedimiento plenamente adecuado para determ inar la esencia de tal o cual esfera de objetos. No menos méritos ha ganado para sí la Teoría Crítica con haber desalojado también la posibilidad de alcanzar el concepto del derecho haciendo un recuento de los fenómenos que originan las formas jurídicas. Ya sea que el derecho aparezca por alteración de un determ inado orden jurídico, dice esta teoría, ya con sujeción a las normas que rigen las alteraciones de un derecho, ya porque un orden jurídico haya surgido ex novo, no puede adquirirse la esencia de lo jurídico adquiriendo a la vez los factores causales que lo hacen aparecer en un determinado tiempo y lugar. También aquí cabe hacer la observación que hicimos con relación a los dos procedimientos vistos anteriorm ente, y también aquí con la misma fuerza impuganadora y el mismo sin lugar a dudas con que allí apareció. El m étodo genético tiene valor, a lo sumo, cuando se le emplea tam bién con carácter confrontativo. Entonces no viene a ser, como en Del Vecchio, sino una subespecie del m étodo inductivo, que aporta una ayuda digna de tenerse en cuenta, pero que no puede constituirse en procedimiento último, a los fines de determ inar la esencia del derecho. No posee el m étodo genético m ayor relevancia que el comparativo, otra subespecie del procedimento inductivo. Integran estos dos procedimientos la parte menos interesante de la filosofía jurídica, la parte fenomenológica, palabra que no tiene todavía nada que ver con su acepción actual. Se va detrás de la evolución del derecho, com parando sus varias manifestaciones en los tiempos y los pueblos, y observando sus procesos genéticos. Es una tercera parte auxiliar, pero nada más. Son dos subespecies del m étodo inductivo, desalojado por la Teoría Crítica. Ya que esta teoría ha logrado para sí el mérito de haber vuelto a instaurar un m étodo a priori en la filosofía jurídica, a la vez que el de haber com batido con buena suerte los procedimientos contrarios, es tiempo de preguntar si es aceptable totalmente. ¿Ha resuelto esta teoría, en pocas palabras, el problema filosófico del derecho? Expongamos brevemente su método, que es lo único que ahora nos interesa. Se parte, como primera medida, del hecho de que las nociones de derecho son nociones posibles de desintegrar, puesto que en cada una de ellas hay una síntesis. Que toda noción jurídica es, por un lado, una noción sintética, y, por otro, consecuentemente, desintegrable en dos clases de elementos, es un presupuesto de esta teoría. Si efectuamos la desintegra35

ción, hallamos dos órdenes de factores, actuando en cada una de estas nociones jurídicas. Los factores comunes a todo derecho, que son a la vez factores de unificación, previos no genéticamente sino lógicamente a todo conocimiento en el campo del derecho, y los factores particulares, concretos, sin carácter de universalidad. Son como la m ateria ordenada mediante los factores condicionantes universales, y que hacen referencia tan sólo a un derecho determinado. Los primeros factores condicionantes, que son, en expresión propia de esta teoría, modalidades unitarias de ordenación, se recaban estudiando la posibilidad de llevar a cabo una unificación de las varias materias jurídicas que se puedan presentar a la observación4. Pero a todo esto se llega solamente cuando se ha utilizado un método apropiado. Y está muy claro por lo dicho hasta aquí que este método no puede ser otro que el método de la introspección crítica. Es decir, un método nada empírico. P ara poner en movimiento este método crítico instrospectivo, se parte, como ya antes se partió del presupuesto de que las nociones de derecho son nociones sintéticas, de un derecho dado. Lo que no significa que se parta de la experiencia en el sentido del método inductivo, procediendo por generalizaciones de las diversas observaciones de los derechos habidos a lo largo de la historia. En este último caso no hay análisis crítico de las experiencias, que es lo que individualiza el método inspirado en el formalismo kantiano. Hay que empezar, pues, por reconocer que, de hecho, tenemos conocimiento del derecho, como Kant reconoció que teníamos conocimientos científico-naturales. Otra cosa es el fundar tales conocimientos sobre una base segura, sin lo cual la ciencia carecería de apoyo sólido sobre qué sustentarse. Por eso dice Stammler que no cabe, en ningún caso, una investigación no histórica. Como en Kant, no se trata en Stammler de adquirir conocimientos sobre la mera existencia de la razón pura, sino sobre la base de la experiencia histórica de un derecho dado, la que luego se analizará críticamente. Al practicar tal análisis, que es realizar el método de la introspección crítica, damos con las dos clases de factores citadas, siendo los primeros, los que se erigen en modalidades unitarias de ordenación, los únicos que va a ser objeto de la investigación filosófico-jurídica. Sobra en nuestro caso una consideración detallada de estas dos clases de factores, porque nos basta por ahora uno que otro reparo al camino seguido por el formalismo stammleriano. Desde nuestro punto de vista, advertiríamos o denunciaríamos la afirmación de esta teoría al decir que no cabe una investigación no histórica, y que, por tanto, hay que partir de la experiencia de un derecho 4 Ver: S t a m m l e r . F ilosofía de! derecho. “ M éto d o de la filosofía del d erecho” . A dem ás, "E l co n cep to del d erech o ”, en la m ism a o bra. T rad u cc ió n de W. Roces, E d ito rial Reus. M adrid.

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dado al conocimiento. Y no hacemos esta advertencia porque veamos en la dirección formalista el m enor vestigio de un procedimiento inductivo. Antes debemos recalcar una y otra vez que el mayor mérito de la posición formalista consiste en haber nacido en franca hostilidad a todo intento de determ inar el concepto del derecho haciendo uso de un medio que puede considerarse como el más inadecuado entre todos. Pero, con ser esto indudable, y mirando las cosas desde nuestro punto de vista, ya varias veces expresado, o, por lo menos, patentemente sugerido, no es fácilmente aceptable una investigación que no deje el conocimiento del derecho y toda experiencia histórica acerca de él para recabarlo después de un análisis sin supuestos de ninguna clase. Rechazamos, pues, el intento de partir de un derecho históricamente dado, cosa distinta a suponer de antem ano, como ya advertimos, la noción común, no filosófica, del derecho. Pues en nada puede verse en esta suposición confrontativa una experiencia histórica, a partir de la cual se va a llevar a cabo una consecución definitiva del concepto del derecho. Así procede Kant al indagar, en sus disquisiciones metafísicas sobre las costumbres, el fundam ento de la m oralidad. Con tenaz insistencia, nos lo hace ver al principio de sus meditaciones, antes de profundizar la cuestión. El derecho va a ser algo que se nos entregará como consecuencia del análisis de la existencia hum ana, algo que se despren­ derá de poner en práctica como m étodo un estudio filosófico de la existencia personal. A un objeción de no menor im portancia da lugar la desintegración formalista de las nociones de derechos de factores o modalidades unitarias de ordenación y factores concretos pertenecientes a un derecho determinado. En virtud de esta separación, y debido a que sólo se hace objeto de la investigación filosófica las modalidades unitarias de ordenación, se abandona un elemento tan im portante para la determinación del concepto del derecho, como son las aspiraciones hum anas, que ya será en vano proseguir por aquí para lograr la finalidad perseguida. La filosofía del derecho, basada a su vez en una filosofía de la persona, como la propug­ nada por nosotros, no puede desatender la segunda clase de factores que deja a un lado la filosofía crítica. El derecho no será nunca determ inado en su esencia si no se le trata como interm ediario entre la persona y los valores, lo que implica ya un papel preponderante de las aspiraciones humanas. Por com portarse de tal modo la teoría crítica del derecho, al emprender como prim era medida una desintegración de los factores contenidos en las nociones jurídicas, entregando a la filosofía exlcusivamente aquellos factores de ordenación, y que constituyen el prius lógico de todo conocimiento jurídico, desintegra a la vez la problem ática del derecho. Ya se ha puesto de presente por nosotros en capítulos anteriores cómo el problem a del derecho debe mirarse desde el ángulo de una integración de los dos temas que se han venido tratando por separado. No 37

com prenderlo así ha sido el error de casi todas las teorías, tanto las de tipo em pirista como las de índole jusnaturalista. Lo que debiera abonársele a los métodos apriorísticos en la investigación del derecho, así al formalismo como al jusnaturalism o, entre otros, va aparejado desgraciadamente al reparo de aquella desintegración. El problem a lógico, que nosotros preferimos llam ar ontológico, no es separable en la filosofía jurídica del problema axiológico. Separarlos, ha sido uno de los grandes descuidos de la teoría crítica de Stammler y del jusnaturalism o de Del Vecchio, igualmente inspirado en el formalismo kantiano. Aunque Del Vecchio manifieste inspirarse en dos métodos que para él se complementan, el método de la deducción, o analítico, y el método de la inducción, es evidente que este último juega un papel algo menos que secundario, y toda la tarea de encontrar una definición general del derecho se deja bajo la responsabilidad, podemos decir, del procedimiento analítico. Quede esto como una modalidad abonable al jusnaturalism o de su autor, por las mismas razones expuestas en relación con la teoría crítica. Por medio del análisis racional se encuentra una definición genérica o lógica, haciendo recaer aquel análisis sobre un criterio que está inserto en nuestra mente. Nos ponemos, pues, como de espaldas a toda experiencia histórica dada, y hacemos uso únicamente del análisis racional, que nos entregará la definición del derecho. Así, analíticamente, volveremos a proceder en otra fase de la investigación, esto es, al tratar de hallar el ideal del derecho. Porque, además de indagar la definición lógica del derecho, precisa averiguar su criterio deontológico. De otro modo, la investigación quedaría en buena parte incompleta. El criterio deontológico se obtiene tam bién analíticamente, sin consi­ deración a un determ inado derecho histórico o, inclusive, a todos los derechos históricos. No hay más que considerar, en forma a priori, la existencia de la autonom ía del sujeto, y ésta, a su vez, extraerla de un análisis trascendental de la naturaleza hum ana5. Luégo viene la ayuda de una fenomenología del derecho, que comprende las dos subespecies de la com paración histórica del proceso genético. En las fases primeras de la investigación, el análisis deductivo para hallar una definición lógica y un criterio deontológico, radica empero la mayor importancia de esta teoría jusnaturalista, y forman como el centro de gravitación de toda ella. Ya hablar de un criterio inserto en la mente hum ana es algo bastante arriesgado. Pierde mucho esta teoría en capacidad de convicción. Si nos adentram os en la causa por la cual se habla de un criterio inserto en la naturaleza hum ana, descubriremos que esta causa está situada al lado de un tem or al relativismo jurídico. Y, además, a un tem or referente al

5 Ver. D e l V e c c h i o . F ilosofía de! derecho. In tro d u cció n y “ M éto do d e la F ilosofía del d e re c h o ” . T rad u cc ió n de L. R ecaséns Siches. E d ito rial Bosch. Barcelona.

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método inductivo, en cuanto método que tiende a hacerse exclusivo en la investigación del derecho. Aún más resalta este tem or al poner al lado del problema lógico el problema deontológico. Desde este criterio deontológico estamos en capacidad de enjuiciar las manifestaciones empíricas del derecho y sentenciar sobre su ser o no ser estrictamente derecho. Hay la creencia en el jusnaturalism o de que lo que no es derecho justo no es derecho. Tal creencia procede de la separación de la tem ática jurídica en los problemas ontológico y axiológico. Pero no hay razón, encarada la cuestión desde una filosofía jurídica en el sentido nuestro, para que lo que sea no deba ser, aunque lo que es deje de realizar un valor. A veces, lo que es no debe ser, dice la concepción jusnaturalista. Y esto tiene que ser así cuando se confronta el problema del derecho desde dos temas separados, como lo son el tema ontológico y el tema axiológico. Al refundirlos, al integrarlos, de nuevo lo que es debe ser siempre, como veremos después. Junto a esto, y del mismo modo que en la teoría crítica, el derecho positivo se deja como atrás del análisis. Dentro del jusnaturalism o, el derecho positivo queda mucho más acá del análisis trascendental de la naturaleza humana, en vista a una posible confrotación con el derecho ideal. Ya hemos dicho cómo todo derecho —y todo derecho es únicamente el derecho positivo— tiene que salir de una filosofía de la existencia personal. A nustro parecer, es el método o camino adecuado a su investigación. Ningún derecho positivo es separable del sentido implícito en él. Si nos proponemos, como hace Kelsen, estudiar cómo es el derecho, y no cómo debe ser, para nada tenemos que privar por ello al derecho positivo del sentido que inseparablemente le acompaña. Nada se opone a que le reconozcamos su sentido y que, a la vez, preguntemos únicamente por cómo es el derecho. En Kelsen se pierden las esperanzas de toda idea de derecho. No solo no separó la problemática jurídica sino que la redujo a una, aunque en un sentido distinto al de la integración de los temas ontológico y axiológico. Esta últim a fase de la investigación queda expulsada por toda la vida de su estudio, con perjuicio de una aproxim a­ ción a la esencia del derecho. Estaba reservado a la fenomenología ensayar la postura m etodoló­ gica que hasta el momento se ha revelado como la más certera para resolver el problema del derecho. Sólo desde una posición semejante es posible conseguir una integración de los temas, porque sólo desde aquí cabe enfocar el derecho como un objeto que, además, posee una significa­ ción. Ya contamos con admirables ensayos en donde tal integración se consuma, así en las lenguas extrañas como en la nuestra. Por medio de una reducción fenomenológica del objeto derecho, según todas las advertencias y requisitos recomendados por este método, se alcanza una descripción del derecho de una manera total, describiéndolo como un objeto que el hombre hace y que tiene un sentido bien definido. Un ensayo de aplicación 39

de los procedimientos fenomenológicos tenemos, entre otros, en la obra de Schreier. Nos detenemos un instante a observar cómo se com porta este autor ante el problem a del derecho, a fin de ir de su com portamiento al asumido por la filosofía existencial, para nosotros el más adecuado de todos. Nos guía la convicción de que la pregunta por el ser del derecho se resuelve mejor cuando a su base se coloca el interrogante por la existencia personal. De igual manera, en el existencialismo es la pregunta por el ser en total un problem a que gira sobre la pregunta primaria por el ser de la existencia. Hay un venir desde Husserl hacia Heidegger. La vía fenomenológica, yendo tras los pasos de Schreier, a quien elegimos por modelo para exponer esta dirección metodológica, se sinte­ tiza teniendo presentes las palabras de su propio autor, en los capítulos iniciales de su obra fundamental sobre la materia. Empieza por reconocer la dificultad de la exposición de este método. Y a continuación afirma, de conformidad estricta con el creador de la fenomenología, la correfe­ rencia entre el mundo y la conciencia en que ese mundo se da. Ni la conciencia se da sino como referencia a objetos, ni éstos se dan, a su turno, sino en la conciencia. Conciencia es conciencia de objetos, y objetos no es otra cosa que objetos para una conciencia. En ninguna parte tiene el vocablo objeto una acepción más ceñida a su estructura etimológica que en la fenomenología. Objeto es, etimológica y significativamente a la vez, objeto para el sujeto, lo contrapuesto a una conciencia. El estar la conciencia referida a un objeto constituye un acto de referencia, en el cúal, al mismo tiempo, se constituye el objeto. Tal acto se denomina vivencia, y la vivencia es siempre y esencialmente vivencia intencional. Como cada objeto intencionado en la vivencia posee una peculiaridad, que está en relación de correspondencia con la peculiaridad del acto, podemos hablar de un modo de representarse el objeto en el acto, o sea, de una constitución del objeto. Ahora es innegable la posibilidad de hallar las leyes esenciales de objeto dado en la conciencia. En nuestro caso, del objeto derecho. Para hallar las leyes esenciales del objeto, precisa una conversión del acto en objeto, supuesta ya la correferencia de uno y otro. El acto de que se parte en la determinación de la esencia del derecho siguiendo la vía de la reflexión fenomenológica es el acto jurídico. Schreier nos pone en guardia contra una posible confusión del acto jurídico, en que el derecho se constituye fenomenológicamente, con el acto jurídico en que el derecho se constituye legislativamente. Es preferible hablar, para este último caso, de un acto creador del derecho, y dejar el término de acto jurídico para el acto en que aquél se constituye. En rigor fenomenológico, el derecho no se constituye sino en el acto jurídico, en el sentido aclarado antes. Sin mayor esfuerzo, verá el lector aquí una estricta 40

observancia de las reglas metodológicas de la fenomenología en la direc­ ción también estricta de Husserl6. Sin negar los aportes de este método, más aún, atendiéndolo, pero en forma de una especie de desvío, ensayamos una determinación de la esencia del derecho partiendo de una filosofía de la existencia personal. Nos acercamos así a Heidegger y a Scheler. Nos acercamos también a la posibilidad de realizar lo que creemos de imprescindible necesidad, a la integración de la ontología y la axiología jurídicas. El ser del derecho debe ser indagado a través del ser de la existencia personal, como el ser en total, en Heidegger, no podrá sacarse a luz si previamente no lo es la existencia misma. El volverse hacia lo primario en nosotros tiene antecedentes ilustres en la historia del pensamiento. P ara ser parcos, observemos un momento la actitud de Fichte. Para él, la investigación filosófica debe detenerse, de acuerdo con su sentido esencial, en la averiguación del fundamento unitario que está a la base de la totalidad de lo dado en la conciencia. A este fundamento lo llama el sistema de la experiencia integral . Aunque es cierto que Fichte, usando el mismo modo de expresarse de la fenomeno­ logía, dice que lo dado, los objetos, es dado a una conciencia, no lo es menos que parece dilatar este término hasta la existencia integral. La especulación de Fichte, dice Heimsoeth, está siempre y en todo referida a la vida, a la existencia hum ana y a todo lo que interesa al hombre y acontece al hombre. La naturaleza, agrega, fuera del hombre, así como todo ser, no la conoce ni quiere conocerla absolutamente más que por cuanto realizan vivencias hum anas7. Más cerca a nosotros, y precisamente influyendo sobre Heidegger, está Dilthey. Como Fichte, parece ampliar el término conciencia. No podemos oír o leer este término en ninguno de estos dos autores sin sentir que nuestra conciencia se expande, como queriendo abarcar la vida toda. Esta característica del término conciencia no la hallamos en la filosofía fenomenológica de Husserl. Fichte y Dilthey hablan de nuestra conciencia, y, como para hacerlo comprender mejor, agregan una expresión que dilata aquel término, que lo equipara a la vida entera. Al referirse a la conciencia, se les oye agregar un esto es, la totalidad de nuestra naturaleza. De la conciencia en correferencia con los objetos, donde se sitúa la filosofía jurídica inspirada en la fenomenología de Husserl, descendemos nosotros al análisis de la existencia, siguiendo la actitud de retrotraim iento 6 Ver en su o b ra sobre C oncep to y fo r m a s fu n d a m e n ta le s del derecho. "E l análisis fenom enológico. Págs. 32 y siguientes. T rad u cció n del alem án po r E d u ard o G arcía M ayne/. E dito rial L osada. A rgentina. 7 S obre las ideas de Fichte a l respecto, véase el libro de 11. H eim socht: Fichte. "cap ítu lo 11. La d octrina de la ciencia en sus F u n d a m en to s Generales", págs. 03 y siguientes. Revista de O ccidente. M adrid.

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de Heidegger. Continuam os por el mismo camino por donde han dirigido la investigación filosófica del derecho, entre otros, Gerhart Husserl y Erik Wolf. P or la vía que hemos preferido creemos obviar las dificultades con que han tropezado las restantes posiciones metodológicas. V Entre la pregunta acerca del ente en total y la pregunta por el derecho, hay una diferencia notable. Consiste ella en que, mientras la primera se di­ rige al sentido del ente, la segunda va directa a averiguar, entre otras cosas, si el derecho tiene o no un sentido. Allí se da por sabido que el ente tiene un sentido, mientras aquí se ignora que el objeto derecho posee significación. El participar de un sentido hace precisamente, antes de saber cuál sea este sentido, que el derecho posea una entre tantas notas atributivas. El poseer un sentido y poseer, consecuentemente, un determinado sentido, serán dos de las cualidades que debe descubrir la investigación acerca del ser del derecho. El sentido del derecho, el que el derecho lleve, entre sus diversas notas, un sentido en general, no es algo implícito en la noción común del derecho. Ni siquiera lo es, claro que no, en muchas concepciones filosófico-jurídicas. Si así no fuera, no habría discrepancias de m ayor im portancia en las corrientes históricas de la filosofía del derecho. Pero si la idea del derecho va desprovista de sentido en la concepción común y corriente de él, si por lo general no se le concibe como algo que, entre otras cualidades, posee sentido, no cabe negar, en cambio, que en la conciencia común está adscrita la idea misma del derecho. El derecho, como el ser para Heidegger, es algo que cada uno sobreentiende. Sólo que, ni el ser sobre­ entendido por todo el mundo, ni la idea del derecho arraigada en la conciencia común tienen nada que ver con una sobreintelección filosófica. En esto, pues, vemos una paridad entre ser y derecho. Mas, a poco momento, al tratar de determ inar el concepto del ser y la esencia del derecho, tropezamos con una disparidad. Pues, mientras la determinación del concepto filosófico del ser parte del conocimiento sobreentendido de él, la pesquisa del concepto filosófico del ser parte del conocimiento sobreentendido como un punto de confrontación solamente. Que este conservar el conocimiento sobreentendido del Derecho como instancia confrontativa tenga también su interés, es otra cosa distinta. Y tal interés resalta, mucho, si observamos que cualquiera investigación filosófica, por muy desposeída de preconceptos que la supongamos, tiene que dejar tras sí un conocimiento sobreentendido de su objeto. P ara lograr una determinación de la existencia humana, dentro de los límites en que nosotros nos vamos a mover ahora, es decir, para lograr las peculiaridades de la existencia estrictamente necesaria a nuestros fines, es 42

más que suficiente trazar un rápido esbozo de las consideraciones de la filosofía existencial. Como lo que hay que conocer es el hombre, aunque no es el último fin de la investigación existencial, ya que el objetivo a que ésta se dirige es el ente en total, se abandona lo que constituyó para la fenomenología de Husserl algo así como la últim a palabra de esta dirección filosófica. En Heidegger no es ya la conciencia la m ateria de indagación que es en Husserl, sino la existencia humana, como tema intermedio para responder a la pregunta prim aria acerca del sentido del ser. Nada de esto quiere decir que la conciencia se postergue en la filosofía existencial, porque tal postergación significaría m utilar la totalidad de la existencia, y, por tanto, una renuncia a afrontar el problem a del hombre en su integridad. Sólo, pues, la conciencia ha dejado de ser en Heidegger lo que era privativamente en Husserl, un paso obligado, una fase metódicamente fundam ental para la exposición de la fenomenología. Al principio de la determ inación ontológica de la existencia hum ana está el apriori de la conciencia de sí que tiene la existencia hum ana “como algo que es”. Pero, con haber sentado el a priori de esta conciencia de sí “como algo que es” no hemos ganado m ayor cosa. Parece que nos hace falta —mucho más según nuestros propósitos— otro a priori, que saque la existencia de su reclusión en sí misma. Que la haga pasar, de su captarse a sí misma “como algo que es”, a un captarse de otra manera que siendo un ente y nada más. Heidegger saca a luz, como para sacarnos, a su vez, de este trance, una estructura fundamental del Daseim. Esta estructura funda­ mental es otro a priori, como el de la autopercatación de ser un ente. La estructura fundamental del Dasein consiste en su In der Welt sein, en su estar en el mundo. El In der Welt sein se nos da en la autocaptación del Dasein, en el captarse la existencia a sí misma. No interesa m encionar aquí el medio por el cual la existencia hum ana, el Dasein, se capta a sí misma “como algo que es” y capta su estructura fundamental de existencia como estar en el mundo. Basta dejar establecido que am bas estructuras son estructuras que poseen una realidad a priori. Sobre la base del análisis de esta estructura fundamental, dice Heidegger, resulta posible indicar provisionalmente en qué consiste el ser del Dasein. Véase cómo en Heidegger la estrutura fundam ental del estar en el m undo de la existencia hum ana viene a constituir como el postulado de la posterior indicación de la conciencia del ser del Dasein. P or aquí se va com o por una vía de fácil acceso, a la determinación del ser del derecho. Antes de hacerlo, conviene detenerse en algunas otras consideraciones, que son como estancias obligadas a lo largo del camino8. 8 En castellano puede leerse u n a a d m ira b le co m p aració n , a u n q u e sintética, en tre H usserl y H eidegger, gracias a la trad u cció n q u e hizo de la tesis d o cto ral de F ra n z M u th el p ro feso r R a im u n d o L ida -R evista V erbum ; feb rero , 1933; B uenos A ires.

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Partiendo ahora de los dos modos de ser de la existencia, de la existencia propia y la existencia impropia, llegamos a otro punto de considerable interés. La existencia —en virtud del fenómeno de la angustia, análisis del cual no es necesario que nos detengamos— se hace la más de las veces existencia impropia. Al hacerse existencia im propia, está ya perdida en el mundo. No sólo, pues, consiste, en tal situación, el existir en estar en el mundo, sino que existir im propiamente es estar perdido en el mundo. Esta existencia perdida en el mundo, precipitada en su fuga de sí misma, es para Heidegger tan existencia como la propia. En nuestro caso, nos sirve quizá más que la existencia auténtica, puesto que, por medio de ella, alcanzamos otro elemento constitutivo del existir y posibilitador de nuestro objetivo. Al ir a perderse en el m undo la existencia impropia, y por perderse en el mundo, encuentra que, junto a su existencia, hay las existencias de los otros. La existencia, pues, gracias al fenómeno de la angustia, y acusiada por la im propiedad de su existir, descubre, al perderse en el mundo, la existencia ajena. La existencia ajena es una evidencia dada a la existencia im propia con la fuerza y propiedad con que a esa existencia se le da su ser un ente ella misma, y también con la fuerza y propiedad con que percata su estar en el mundo. El resultado de todo esto es, en total, que la existencia, percatada a sí misma como algo que es, es existencia en el mundo. Y además, que la existencia, que está en el mundo, está en él con otras existencias. P or eso, una conclusión indubitable de la filosofía existencial es la interpretación del existir como un existir con los demás, como un coexistir. Existencia es, no cabe duda, existencia con otros que existen también en el mundo. Existencia es coexistencia. Una interpretación de la existencia que dejara aquí las cosas, habría sido, aun refiriéndome a la interpretación que deba conducir a la determ inación del concepto del derecho, casi sin utilidad alguna. Además de la conclusión a que hemos arribado, que existir es coexistir, queda por saber todavía si la existencia hum ana, el Dasein, posee otra determinación fundamental. La existencia que se percata como existencia en el m undo circundante y en el m undo de los demás hombres, para emplear dos denominaciones de Franz M uth, se percata a la vez como existencia que tiene ante sí un horizonte de posibilidades. Este horizonte de posibilidades deriva su realidad de otra dimensión esencial de la existencia humana. La vida del hombre, que tiene ante sí ese horizonte de posibilidades, no es algo que existe de una vez para siempre. La vida del hom bre consiste, además de consistir en vivir con los demás hombres, en un incesante estar llegando a ser. Y aquello a que está siempre llegando a ser la existencia hum ana es una de tantas posibilidades de que está cubierto su horizonte. Ser es, para la vida del hom bre, realizarse. O, más bien, estar realizándose, estar dando realidad concreta a las posibilidades que se le ofrecen. 44

Hemos ganado mucho con lo dicho. Sabemos, por percataciones sucesivas que la existencia hace de si misma, que existir es ser algo. Además, que existir es coexistir con el m undo circundante y con el m undo de los demás hombres. Sabemos tam bién que la existencia hum ana consiste en estar realizándose permanentemente, trayendo a realidad concreta las posibilidades que tiene ante sí. En hermosa expresión dice Heidegger que el hom bre es un ser de la lejanía. Esta frase pudo haber sido el prim er pensamiento para el análisis que acabam os de hacer. Sólo indicamos que pudo haber sido, porque es una idea que en Heidegger presenta otro sentido, y que viene a quedar como un pensamiento resultante de sus investigaciones sobre la esencia del fundamento. P ara nosotros significa la síntesis de una dimensión esencial de la vida, aquella en que se nos aparece como un estar haciéndose, como un vivir realizando sus posibilidades. El hombre es un ser de la lejanía quiere decir, en nuestro caso, que está arrojado hacia el futuro, hacia un ideal o posibilidad de un determ inado modo de existir. Ahora bien, en gran parte consiste la persona en este estar haciéndose. La existencia hum ana, m irada desde este lado de su vivir realizándose, es existencia personal. No hay otro ser cuya vida radique esencialmente en esta peculiaridad. El hom bre no podría vivir haciendo su existencia, si ésta no fuera existencia personal. En ningún caso equivale tal afirmación a considerar la naturaleza de la persona por esta sola propiedad de ella. No vale la pena repetir las múltiples notas constitutivas de su esencia. Sólo precisaba sentar que, dada esta condición de la existencia hum ana como algo que vive haciéndose a sí misma, era forzoso adm itir el ser del hom bre como un ser personal. El hombre, porque es persona, es un ser de la lejanía. Y así, agregamos una idea más a los anteriores resultados. El hom bre es una persona que convive con las demás personas, y que está, dentro de esta coexistencia, realizándose a sí misma. La existencia de las demás personas no se nos da sólo mediante el análisis anterior, que hemos llevado a cabo a partir de los postulados establecidos más arriba. La existencia de las otras personas, y con ella el hecho de la coexistencia, se nos ofrece tam bién por otros medios. Pero no se nos ofrece en ningún caso por otros medios en el sentido de ofrecérsenos mediante un conocimiento previo, sino que se nos da inmediatamente. La persona, en la concepción scheleriana de ella, encuentra que cada una de sus viviendas existe sobre el fondo general de la corriente psíquica, que es la misma de las vivencias. En relación al m undo exterior, tam bién cada persona percibe los objetos de ese m undo exterior sobre el fondo de la naturaleza espacio-temporal. Pues bien, del mismo m odo cada persona se percata a sí misma, según la expresión literal de Scheler, en el vivirse a sí en cada una de las realizaciones de sus actos como miembro de una com unidad abarcadora personal de cualquier especie, en cuya comunidad 45

está aún por de pronto diferenciada9. La persona, pues, se da a sí misma, y este darse a sí misma se lleva a cabo en el vivirse a sí. A la vez, la persona se vive a sí —lo que tiene para nosotros una gran significación— en el vivirse como miem bro de una com unidad ahorcadora personal. La manera de darse cada persona es, por tanto, una m anera inmediata. Lo mismo que cada existencia hum ana se percata a sí misma como algo que es, y como existencia abierta a las cosas en una form a inm ediata, se percata o se vive a sí misma, sin interm ediación de conocimiento previo, como miembro de una com unidad personal. La existencia de las demás personas es percibida directamente, en el acto de vivirse. P or dos vías se nos da, sin lugar a discusión, la existencia personal de los otros. Volviendo a recapitular todo lo dicho, tenemos entonces las conclu­ siones siguientes: Que el hombre, la existencia hum ana, es coexistencia. Que esta coexistencia no es sólo coexistencia con el m undo circundante, con las cosas, sino con los otros hombres, con las demás existencias. Si toda existencia hum ana —Dasein— e&existencia personal, la coexistencia significará, en últim a instancia, coexistencia con las otras personas. Ser persona quiere decir, por otra parte, estar realizándose en el mundo, realizando a la vez las posibilidades que cada persona tiene ante sí. El hom bre vive lanzado hacia ese horizonte cubierto de posibilidades que se le da como parte integrante de su ser. El hom bre es un ser de la lejanía. Si dejamos bien definido que el hom bre es una persona conviviente con las demás personas, y que ser persona es, por esencia, estar realizándose, nos faltará poco para llegar a un punto muy decisivo. El hombre trasciende de sí mismo hacia lo que él quiere hacer de sí mismo, hacia una de tantas posibilidades que él puede realizar. Previo a este trascender está, empero, el haberse decidido a ser esto, y no lo otro, a realizar en sí esta posibilidad, y no aquélla. Y previo al haberse decidido por esta o aquella posibilidad está, en últim o grado, el acto volitivo en el cual preferimos. El hom bre, si quiere ser hom bre, si quiere ser existencia hum ana, tendrá, pues, que estar en posibilidad de elegir la posibilidad que quiere realizar en sí mismo. Pero no se trata de que el hombre decida sobre ser hom bre o no serlo. La existencia hum ana no puede renunciar a ser lo que es, una existencia que posee realidad en cuanto y sólo en cuanto vive realizándose a sí misma. Renunciar a la existencia es renunciar a este vivir haciéndose, y renunciar a vivir haciéndose es renunciar a la existencia. El hombre, pues, tiene, irremediablemente, que vivir haciéndose, y, en consecuencia, debe poder elegir la posibilidad que va a realizar en sí mismo. Vivir, después de lo dicho, es tam bién elegir. Así surge el concepto de libertad como un elemento fundam ental adjunto a la existencia. 9 V er: M . S c h e l e r : Etica. T o m o II, pág. 329. T rad u cc ió n de H. R odrígu ez Sanz. R evista de O ccidente. M ad rid .

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El valor de la persona es un valor fundam ental porque, entre otras razones, es el valor al que está encomendado el realizar los otros valores. Hay un im perativo de realización tras el valor de la persona que debe ser atendido, so pena de que la persona deje de ser lo que es, algo cuyo ser consiste en auto-realizarse. Inseparable, esencialmente inseparable de la persona está el deber de vivir realizándola. No se pierda de vista este deber ineludible de existir conforme a la esencia de la persona, esto es, de vivir trayendo a realidad las posibilidades que el hom bre tiene ante sí, prefiriendo unas, posponiendo otras. Pues, sobre este deber va a destacarse otra instancia de nuestra investigación no menos im portante que las ya establecidas. Teniendo cada persona el deber de ser fiel a su esencia propia, que es realizarse perpetuamente, y teniendo asimismo, para poder realizarse, que preferir una entre varías posibilidades, tiene tam bién consecuentemente el derecho a la preferencia. Sobre este deber prim ordial se funda un derecho. Si puede hablarse de un derecho prejuridico, este derecho es únicamente el que cada cual tiene de ser fiel a la esencia de su persona, y por tanto de ejercitar una actividad de preferencia en vista de esa fidelidad10. Pero el hombre, que coexiste con los otros hombres, no está seguro de que, así no más, se le posibilitará la realización de su persona. D ada una coexistencia con los demás hombres, conviene que mi actividad encam ina­ da a cumplir con aquel deber fundam ental no sea interferida por ninguna de las personas que coexisten conmigo. Ya no sería nadie libre de llevar a cabo aquel acto de preferencia que está a la base de la realización de la persona. No se concibe, empero, una com unidad personal donde se dejen de presentar interferencias dirigidas contra el cumplimiento de aquel deber, porque sería negar la existencia de la libertad natural, que va hasta donde va el poder de cada persona. La libertad natural impide el que se dé una com unidad personal sin iterferencias, sin obstáculos en la libre realización de la personalidad. P or ello, hay que hacer algo que garantice el cumplimiento del deber fundamental sobre el cual se base el derecho prejuridico a la auto- realiza­ ción. El hom bre tiene que limitar la libertad natural de las personas con quienes convive para lograr el cumplimiento de aquel derecho, y, a través de él, poder ejercitar los actos de preferencia en que cada uno desarrolla su persona. Posibilitarse la realización de la persona significa, pues,

10 N o es m uy o p o rtu n o el térm in o p rejuridico, p a ra m e n ta r un derech o a n te rio r a to d o derecho positivo. E ntre o tra s c o s is , no ad m itim o s o tro derecho q u e el p ositivo, pues el derech o fu n d a d o sobre el d e b e r de au to -rea liza ció n d e la p erso n a es c o n c o m ita n te co n el derecho positivo. Al h a b la r de derech o p reju rid ico , m en tan d o así u n d erech o a n te rio r a to d a o rd en ació n ju ríd ic o positiva, se p en saría ta l vez en d o s d erechos, y, p o r ta n to , en u n a recaída en el ju sn a tu ra lism o . A dem ás, no cabe h a b la r, en rigor, d e d erech o , p reju rid ico , si p o r p reju ridico n o se entiende u n a p reju ricid ad positiva. E ntiéndase así p o r lo p ro n to .

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intervenir en los demás para poner límites a su libertad natural. Ahora es cada cual libre de poner en ejercicio su derecho, y esta libertad de poner en ejercicio su derecho fundamental sin estorbar la actividad de las demás personas no es una libertad espontánea, sino artificial. No puedo obrar, para realizar mi persona, para ejercitar este derecho de realizar mi persona, sino hasta donde no coarte la posibilidad de la auto-realización de las otras personas. Mi libertad no llega hasta donde llega mi poder, sino hasta donde sea necesario para cumplir con mi derecho fundamental de realizarme a mí mismo. Así cumple la com unidad con la práctica de aquella idea nítidamente expuesta por Scheler, y que dice que tanto la historia como la comunidad deben “ofrecer al puro valor óntico del máximum de personas valiosas una base de existencia y de vida”. La idea acerca de la misión de la com unidad y de la historia de Scheler, a primera vista parecida a la teoría de los “grandes hombres”, se funda, sin embargo, en una concepción de la persona como el valor de todos los valores, según él mismo se expresa11. La persona, o mejor, el valor de la persona, que coexiste con los otros valores personales, necesita, para la realización de ese valor suyo, que no sea interferida por las otras coexistencias. Hay que buscar el modo de que cada cual actúe, no hasta donde llegue su poder, sino hasta donde no interrum pa la realización del valor de todos los valores que es la persona. Hay aquí también una glorificación de la persona, que por ahora no es necesario poner en relación con un valor personal más alto, como procedería Scheler. Para que la com unidad ofrezca a las personas la posibilidad de la realización de ese valor de todos los valores que son ellas mismas, tiene que crear algo que rija la conducta de cada una de las personas. Toda persona debe saber hasta dónde llega el radio de sus actos. Su conducta quedará reglamentada, normada, con relación a las personas con quienes necesariamente convive. La libertad natural se ha restringido por otra libertad que ahora aparece, la libertad jurídica. La libertad jurídica es el campo propicio para cumplir con el imperativo supremo de realización del valor de todos los valores. El hombre crea así una serie de normas a que cada persona debe atenerse, para actuar adecuadamente dentro de la coexistencia de la totalidad de las personas. Estas norm as son normas jurídicas, son normas de derecho. Constituyen el medio único por el cual cada uno está en capacidad de ejercitar el derecho al cumplimiento de su deber fundamen­ tal, que es la realización del valor de su persona. El derecho es, pues, en última instancia, algo que el hombre hace para poder hacerse a sí mismo. Como el hombre está, de hecho, en el mundo; como una dimensión ontológica de la existencia es estar en el m undo circundante y en el mundo de las

11 M a x S c h e l e r : o b r a c i t ., p á g . 312; t o m o II.

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otras personas; y como, por otra parte, la persona no puede realizarse sino en el mundo, el derecho, medio sin el cual la persona tam poco puede realizarse, es un resultado del estar en el mundo. El derecho es un inter­ mediario entre la persona y su propia realización. Es esta la interm edia­ ción más directa. La intermediación entre el hom bre y otros valores, los llamados valore jurídicos, es apenas una intermediación indirecta. Pues, la justicia, el orden, la libertad, son, consideradas bien las cosas, valores cuya realización posibilita la realización del valor de la persona. No se niega con esto que los valores mencionados no deben realizarse, además, por sí mismos. Son valores, y los valores se nos dan con exigibilidad de realización. Se entiende que nos referimos a valores positivos, como son los nom brados. Pero en relación con el derecho, el único valor sobre el cual recae directamente éste es el valor de la persona. El derecho es la posibilitación de la realización del valor de todos los valores, en lo cual se vale de los valores indirectamente intermediarios. Aún no se ha visto aparecer el concepto filosófico del derecho en toda su extensión. Hemos ganado apenas una consideración preliminar. Esta etapa preliminar consiste en haber sabido que el derecho es algo que el hombre hace para hacerse a sí mismo, y que el hacerse a sí mismo constituye la realización del valor supremo de una persona. El derecho no es solamente una entre tántas formas de existencia, sino la única forma posible de vida. La forma de vida que es el derecho pertenece, como dice Erik Wolf, al equipo originario del hombre. Jun to a las otras formas de vida en que el hombre vive, o, mucho mejor, en que convive, el derecho es la forma fundamental y primaria. (1945)

C ayetano Betancur

IM PERATIVO Y NORM A EN EL DERECHO H

o m e n a je

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Existe acuerdo y casi unánime, en que la Teoría general del derecho y del Estado que Hans Kelsen publicó en inglés, en 1944, representa la fase definitiva del pensamiento del genial filósofo y jurista, que tan tremendo vuelco dio a la teoría jurídica desde el primer decenio de este siglo1. Uno de los temas que con más delectación trata Kelsen y desde sus primeras obras, es el del derecho como imperativo. Y a este propósito se considera que la refutación de Kelsen del imperativismo jurídico, es una de las mayores hazañas de su investigación filosófica, con la cual dejó definitivamente sepultada la concepción imperativista. Circunscribiéndonos a este tema, traigamos aquí unos lugares en que Kelsen estudia la teoría imperativista: Al examinar la afimación de Austin: “Toda ley o regla... es un mandato. O mejor dicho, las leyes o reglas en sentido propio son especies de m andatos”, Kelsen observa que “no todo m andato es una norm a válida. Un m andato es una norm a únicamente cuando obliga al individuo a quien se dirige, o sea, cuando este debe hacer lo que el m andato reclama. Cuando un adulto ordena a un chiquillo hacer alguna cosa, no es este un caso de m andato obligatorio, por grande que sea la superioridad del poder del adulto o por imperativa que resulte la forma del m andato. Pero si el adulto es el padre o el maestro del niño, entonces el m andato obliga a este. El que el m andato sea o no obligatorio depende de que el m andante esté o no autorizado para form ular el m andato”2. Ahora bien, esta autorización no puede provenir del m andato en sí, ya que no todo m andanto está autorizado, de donde debe concluirse que el derecho no es el m andato, sino a lo sumo un m andato autorizado, en donde el concepto de “autorización” resalta con mayor fuerza que el m andato mismo, y hasta llega a eliminarlo, como lo veremos en otros lugares. 1 Teoría g eneral del derecho y Je ! Estado, trad u cció n del inglés p o r E d u a rd o G arcía M áynez. E dit. Im p ren ta U niversitaria, M éxico, 1950. (A esta edición n os seguirem os refiriendo). 2 Op. cit., ps. 31-32.

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Por de pronto, el propio Kelsen, refuntando un pasaje de Austin según el cual el m andado se distingue de un deseo en que la persona a quien se dirige está expuesta a recibir un daño si no cumple lo ordenado, observa que un m andato de un bandido no es obligatorio, aunque este se encuentre en condiciones de im poner su voluntad. Y por eso añade Kelsen: “Reiterémoslo: un m andato es obligatorio no porque el individuo que manda tenga realmente una superioridad de poder, sino porque está autorizado o facultado para form ular m andatos de naturaleza obligatoria. Y está autorizado o facultado únicamente si un orden normativo, que se presume obligatorio, le concede tal capacidad, es decir, la competencia para expedir mandamientos obligatorios”3. Pero la crítica que en un análisis posterior hace de la teoría imperativista, lleva a Kelsen a desentrañar los elementos sicologistas de esa doctrina, los cuales le permiten objetar asi: “En el sentido propio de la palabra, un m andato existe únicamente cuando un determ inado individuo realiza y expresa un acto de voluntad. En el sentido propio del vocablo, la existencia de un m andato presupone dos elementos. Un acto de voluntad que tiene como objeto la conducta de otra persona, y la expresión del mismo acto por medio de palabras, gestos y otros signos. Un m andato solo existe en cuanto ambos elementos concurren. Si alguien me m anda algo y, antes de ejecutar la orden, tengo una prueba satisfactoria de que el acto de voluntad subyacente ha dejado de existir —la prueba puede ser la muerte del m andante—, entonces ya no me encuentro colocado frente a ningún mandato, aunque la expresión de este subsista —como ocurriría, por ejemplo, tratándose de un m andato escrito—”4. Advierte así Kelsen que no es el m andato fuente de obligación, loque se ve más claro todavía en el testamento como acto de última voluntad de una persona, m andato que obliga a sus sucesores, no por ser m andato de la voluntad, sino por la fuerza obligatoria que la ley le confiere. El contrato, a su vez, es un intercam bio de voluntades, pero su obligatoriedad le proviene no de las voluntades mismas, ya que aquella subsiste inclusive cuando uno de los contratantes declara no querer ya lo prometido. El contrato, entonces, como declaración de voluntad, queda a mitadrde camino si no se añade a ella la fuerza obligatoria que le otorga la ley. Examina, igualmente, Kelsen la llamada voluntad del legislador, para decir que el denom inado m andato en que se hace consistiría ley, es apenas un concepto metafórico, en el que un examen detenido hace ver claramente cómo la ley apenas tiene que ver con lo que es un auténtico mandato: “Como la ley solo adquiere existencia al com pletar su procedimiento legislativo, esa existencia no puede consistir en la voluntad real de los 3 Op. cit., p. 32. 4 Op. cit., p. 33.

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individuos pertenecientes a la Asamblea Legisladora. El jurista que desea establecer la existencia de una ley, en m odo alguno pretende probar la de fenómenos sicológicos. La existencia de una norm a jurídica no es un fenómeno síquico”5. Aduce a este propósito el jurista vienés, una serie de consideraciones que hacen enteramente fundada su crítica a este tipo de imperatividad. Así, dice Kelsen, una ley subsiste cuando todos los individuos que la crearon han dejado de quererla como tal, o ya no pueden quererla como tal porque hayan muerto. Todo acto de voluntad, sicológicamente considerado, implica un previo conocimiento de aquello que se quiere. Ahora bien, la ley puede ser legalmente expedida porque vote la mayoría del parlam ento, y entonces es el voto y no el conocimiento que cada uno de los parlam en­ tarios tenga del proyecto de ley, lo que le da a aquella su carácter de tal. No hubo conocimiento, no hubo por lo tanto voluntad, pero la ley fue votada en la forma en que la Constitución lo establece, y por consiguiente es verdadera ley; luego la ley no es un acto de voluntad. Por otra parte, la ley se considera como decisión de todo el parlam ento, incluyendo la minoría disidente, es decir, la que no la quiso votar. Pero en este caso es obvio que la ley no ha sido querida por esa minoría, y, sin embargo, jurídicamente, se toma como decisión también de ella. Esto prueba una vez más que el concepto de voluntad y, por lo tanto, de imperatividad, es apenas una vaga analogía. Todavía parece más inaceptable el que la norm a de derecho sea un m andato, cuando se tiene en cuenta la costumbre como ley: una regla establecida a través de la costumbre comercial, entre nosotros, tiene carácter de ley, pero por ninguna parte aparece “que es voluntad o mandato de las personas cuya conducta real constituye la costum bre”6. Concluye Kelsen que cuando la ley es descrita como m andato o expresión de la voluntad del legislador, se habla solo en sentido metafórico. Esta m etáfora se apoya, desde luego, en una analogía entre el m andato sicológicamente considerado y la ley. “La situación que se da cuando una regla de derecho estipula, determina o prescribe una cierta conducta humana, es de hecho enteramente análoga a la que existe cuando un individuo quiere que otro se conduzca de tal o cual m anera y expresa su voluntad en la form a de un m andato. La única diferencia está en que cuando decimos que una cierta conducta se halla estipulada, establecida o prescrita por una regla de derecho, empleamos una abstracción que eli­ mina el acto sicológico de voluntad que se expresa en todo m andato. Si la regla de derecho es un m andato, entonces se trata, por decirlo así, de un m andato no sicológico, de un m andato que no implica una voluntad en el

5 Op. cit., p. 34. 6 Op. cit., p. 35.

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sentido sicológico del térm ino.La conducta prescrita por la regla de derecho es exigida, sin que haya ninguna voluntad hum ana que quiera tal conducta en un sentido sicológico. Esto se expresa diciendo que uno «está obligado a» o «debe» observar la conducta prescrita por el derecho. Una norma es una regla que expresa el hecho de que alguien debe proceder de cierta m anera, sin que esto implique que otro realmente quiera que el primero se comporte de tal m odo”7. Y los dos párrafos siguientes son decisivos para la comprensión del pensamiento de Kelsen: “La com paración entre el «deber ser» de una norm a y un mandato solo se justifica en un sentido muy limitado. De acuerdo con Austin, lo que convierte a un ley en mandato es su fuerza obligatoria. Es decir, cuando llamamos ley a un m andato expresamos únicamente el hecho de que constituye una norma. No hay diferencia, en este sentido, entre una ley expedida por un parlam ento, un contrato celebrado por dos partes, o un testam ento hecho por un individuo. El contrato es también obligatorio, es decir, es una norm a que liga a las partes contratantes. El testamento es igualmente obligatorio. Es una norm a que obliga al ejecutor testamentario y a los herederos. Es dudoso que un testam ento pueda, inclusive por analogía, ser descrito como mandato; y resulta absolutamente imposible describirlo como contrato. En el último supuesto, un mismo individuo sería el autor del m andato y encontraríase ligado por él. Ello es imposible, pues nadie puede, hablando propiam ente, mandarse a sí mismo. Sí es en cambio posible que una norm a sea creada por los mismos individuos que están sujetos a ella”. “En este punto puede surgir la objeción siguiente: el contrato no liga por sí mismo a las partes; es la ley del Estado lo que las obliga a conducirse de acuerdo con el contrato. Es de la esencia de la democracia el que las leyes sean creadas por los mismos individuos que resultan obligados por ellas. Como una identidad del que m anda con el m andato resulta incompatible con la naturaleza del m andato, las leyes creadas por la vía dem ocrática no pueden ser reconocidas como m andatos. Si las com para­ mos a m andatos, tendremos que eliminar por abstracción el hecho de que tales mandatos son expedidos por aquellos a quienes se dirigen. Unicamente es posible caracterizar las leyes democráticas como m andatos si se ignora la relación existente entre los individuos que expiden el m andato y aquellos a quienes el m andato se dirige, y solo se acepta una relación entre los últimos y el m andato considerado como autoridad im personal y anónim a. Es la autoridad de la ley la que m anda sobre las personas individuales a quienes la misma se refiere. Esta idea de que la fuerza obligatoria emana, no de un ser hum ano m andante, sino de un

7 Op. cit., p. 36.

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mandato impersonal y anónim o, está expresada en las famosas palabras non sub homine, sed sub lege. Si una relación de superioridad e inferio­ ridad se incluye en el concepto de m andato, entonces las reglas de la ley sólo son m andatos si consideramos al individuo ligado a ellas como destinatario de las mismas. El mandato impersonal y anónim o es precisa­ mente la norm a”8. De lo anterior cabe destacar el concepto de Kelsen según el cual la norm a de derecho prescribe una cierta conducta hum ana, es decir, que el derecho no es un m andato en el sentido sicológico, pero si una pres­ cripción. La teoría de la imperatividad del derecho es rechazada por kelsen en cuanto él mismo la circunscribe al m andato en el sentido sicológico, sin adm itir que pueda existir un m andato no sicológico, una imperación no sicológica, a pesar de que ya el mismo autor apunta a este concepto al hablar de prescripción. En las conferencias dictadas por Kelsen en la Universidad de Buenos Aires, en el año de 1949, se acentúa en el pensamiento del filósofo austríaco la idea de la prescripción como característica de la norm a jurídica. Volvió entonces sobre la distinción establecida por él en el libro que acabamos de citar, entre reglas de derecho y normas jurídicas. Las primeras son las que establece el jurista, el científico del derecho, en su meditación sobre el derecho mismo. Las segundas, las normas jurídicas, son los reglamentos emanados de la autoridad y dirigios a la “conducta de los individuos supeditados al derecho”9. “La diferencia entre la norm a jurídica creada por la autoridad jurídica —dijo entonces Kelsen— y la regla de derecho mediante la cual la ciencia del derecho describe su objeto, se manifiesta en el hecho de que la norm a jurídica impone obligaciones y confiere derechos a los súbditos, mientras que una regla de derecho form ulada por un jurista no puede tener una consecuencia semejante” 10. Todo esto implicaba ya para Kelsen una modificación de su doctrina sobre la cual se edificaron otras muchas teorías, es a saber, la de que la norm a jurídica es un juicio hipotético. Kelsen escribe ahora: “La tesis que he defendido en mí Haupt-probleme... de que el Rechtssatz no es un imperativo, sino que es un juicio hipotético, se refiere a la regla de derecho form ulada por la ciencia del derecho, y no a las normas creadas por las autoridades jurídicas” 1 *Op. cit., ps. 36-37. 9 E stas conferencias fueron publicadas bajo el títu lo P roblem as escogidos de la teoría p u ra d e l derecho, trad u cid as del francés p o r C arlos C ossio (E dit. G uillerm o K raft, Buenos A ires, 1952). 10 P roblem as..., p. 46. 11 P roblem as..., p. 47.

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De lo anterior se concluye otra vez de manera mucho más clara, que Kelsen acepta ahora que la norm a de derecho es un verdadero imperativo, si bien después del párrafo trascrito escribe, como mermándole fuerza a lo expresado, lo siguiente: “Estas normas jurídicas pueden expresarse muy bien bajo la forma gramatical del imperativo”. Lo que interesa no es saber si las formas jurídicas pueden expresarse en esta forma gramatical, pues ya es de obvia ocurrencia que el derecho adopte mil formas de expresión, inclusive no gramaticales, tales como el pitazo de un policía de tránsito, o el golpe de un magistrado sobre la mesa de audiencias. Lo que verdadera­ mente se busca en el hilo de la evolución kelseniana, es la aceptación por este del carácter prescriptivo de la norm a, o lo que es lo mismo, del carácter imperativo del derecho. En el tom o que contiene las conferencias de Buenos Aires, aparece una segunda parte, obra de Carlos Cossio, en que hace prolijas acotacio­ nes a los textos del maestro vienés, incluyendo unos diálogos de entre los cuales quiero destacar lo siguiente: A la afirmación de Carlos Cossio sobre que la distinción kelseniana entre norm a y regla de derecho “gira sobre un punto falso, porque esconde resucitada la concepción del imperativismo jurídico, dando marcha atrás en una de las cosas más fecundas aportadas por la Teoría Pura”, Kelsen responde: “ Mi crítica al imperativismo subsiste intacta. No se puede decir, sin falsificar mi pensamiento, que la prescripción contenida en la norma sea un m andato en sentido propio, es decir, una orden o un imperativo”. Y cita en su apoyo el maestro vienés, varios lugares que atrás hemos copiado de la Teoría genera1del derecho r del Estado, es decir, todos aquellos conceptos según los cuales el derecho es solo un imperativo o m andato si se tom an estas palabras en sentido figurado, y concluye: “ He aclarado que si la regla de derecho es un m andato, es, por decirlo así, un m andato despsicologizado, ya que se emplea una abstracción (pág. 35). Y he tenido el cuidado, para evitar toda confusión, de poner siempre entre comillas las palabras m andato, orden o imperativo, cada vez que con ellas me he referido a las prescripciones del derecho” 12. Este texto nos revela todavía con más claridad que otro ninguno de los ya citados, cómo el pensamiento critico de Kelsen se refiere al imperati­ vismo sicológico y dentro de él gira toda su tesis de que el derecho no es un imperativo de este orden. Pero ¿es que hay otra clase de imperativos? Fritz Schreier analiza a la luz de la fenomenología, las teorías voluntaristas sobre el acto jurídico, y la enlaza desde luego, dentro de su punto de vista, con la teoría imperativista, haciendo de esta una sección de aquellas.

12 P roblem as..., p. 46.

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Apoyado en Husserl, sostiene que las proposiciones de interrogación, deseo, etc., “son enunciaciones, es decir, juicios que solo se distinguen de los demás en que en ellos se juzga sobre actos de interrogación, etc.”. Así, por ejemplo, la expresión “ Dios nos ayude” sería un juicio en que se juzgaría sobre la vivencia del deseo de que Dios nos ayude, siendo entonces esta vivencia interna el objeto de la enunciación13. “De este modo —sigue Schreier— la concepción del acto jurídico como imperativo conduce en línea recta al empirismo. Resulta entonces necesario señalar ciertos hechos naturales con los que los preceptos jurídicos tendrán que coincidir. Pues no son otra cosa que enunciaciones sobre vivencias humanas, es decir, sobre hechos de la naturaleza”14. “Por esto Bierling escribe, con toda razón, que «el juicio es siempre la expresión de un convencimiento o un saber acerca de algo, en tanto que el imperativo es, en todo caso, la expresión de una voluntad... Este último expresa, pues, el contenido de querer. De aquí que tenga pleno sentido preguntar si alguien quiere el contenido de un imperativo, y carezca de todo sentido inquirir si el imperativo es verdadero. Relativamente a este, lo único que se puede preguntar es si el mismo corresponde a la voluntad del sujeto que lo formula...». Después de esta correcta deter­ minación, resulta sumamente extraño e inexplicable que Bierling haya podido llegar a la conclusión de que las norm as jurídicas son imperativos. Esto podría entenderse sólo en cuanto la voluntad acerca de la cual se enuncia algo no es voluntad sicológica, sino jurídica, lo que equivale a declarar que no es voluntad real. Pero de este modo se hace imposible la concepción del precepto de derecho como imperativo, ya que de imperativos solamente puede hablarse en relación con la voluntad sicológica” 15. Una cosa es el acto concreto llamado imperativo, al cual no cabe duda que le corresponde ser un fenómeno de la voluntad, y otra cosa muy distinta es el pensamiento imperativo al que la crítica de Schreier parece no alcanzar. Sin entrar en el examen de todas las teorías imperativistas, cuyos principales autores cita Schreier, reconociendo, sin embargo, que la literatura sobre el tema es inabarcable, me ocuparé en el asunto fijando la atención especialmente en las formas del pensamiento, y en el pensamiento imperativo concretamente, para deslindar la teoría imperativista de la teoría voluntarista. Tradicionalmente se ha hablado de cuatro clases de pensamiento: el pensamiento enunciativo, el pensamiento imperativo, el pensamiento optativo y el pesamiento interrogativo. Pfaender enumera, además de los 11 C o n cepto v fo r m a s fu n d a m e n ta le s d el derecho, tra d u c c ió n del alem án p o r E d u a rd o G arcía M áynez, E dit. L osada, B uenos A ires, 1942, p. 56. 14 Op. cit., p. 56. ” S c h r e i e r . op. cit., p s. 5 6 - 5 7 .

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anteriores, otra serie de pensamientos como las suposiciones, las sospechas, valoraciones, críticas, aplausos, ruegos, etc.16. Pero nada de esto interesa ahora, sino el destacar claramente que tanto la lógica tradicional como la gramática, ha hablado de los cuatro primeros, la lógica llamándolos “pensamientos”, y la gram ática diciendo que esos pensamien­ tos se expresan en “proposiciones”. Nadie puede confundir el juico con la proposición, pues el primero es un hecho lógico y la segunda un hecho de lenguaje, o un hecho lingüístico. Pero tampoco la proposición es la expresión del juicio, porque la proposición puede expresar pensamientos que no sean juicios, tales como los mandatos, los deseos y las preguntas. Claro está que una pregunta, un m andato o un deseo como actos síquicos, no sólo revisten un pensamiento peculiar cada uno de ellos, de igual m anera que el acto síquico de juzgar se reviste con el pensamiento llamado juicio, sino que también esos mismos actos pueden ser objetos de un juicio, como cuando digo “tengo un deseo”, “he dado una orden”, “he hecho una pregunta”, “he enunciado que el oro es amarillo”. Sin embargo, no sólo la peculiaridad de los actos, sino la de los pensamientos de juzgar, m andar, desear, o preguntar, se mantiene independientemente una de otra, por más que puedan ser objetos todos de un acto de juzgar. Siguiendo una larga tradición lógica, Alejandro Pfaender define el juicio como “un producto mental enunciativo”17. De esta suerte resulta del todo imposible confundir el juicio con el imperativo, pues el pensamiento im perativo es aquel producto mental que ordena que algo ocurra, que algo se lleve a cabo, que algo se realice. El texto de Bierling, citado por Schreier, precisa muy cumplidamente la diferencia entre el pensamiento denomi­ nado juicio y el pensamiento denominado imperación. En el primero se enuncia; en el segundo se da una orden, se prescribe algo. Pero detengámonos en lo que es enunciar. La función enunciativa, como todo mundo lo sabe, corresponde en el jucio a la cópula, expresada generalmente por la palabra “es”. La cópula, además de su función enunciativa que es característica del juicio, tiene una función de referencia que es prim aria y que sólo pertenece al juicio, sino a la pregunta o al simple pensamiento. Pero la función enunciativa de la cópula es la que, con las palabras de Pfaender, “estatuye y hace subsitir por sí mismo el conjunto constituido” por el concepto-sujeto, el concepto-predicado y la función referencial de la cópula18.

16 P f a e n d e r . Lógica, trad u cció n del alem án p o r J. Pérez Bances, Edit. Revista de O ccidente, M a d rid , 1928, p. 31. 17 Op. cit., p. 56. 18 Op. cit., p. 56.

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La cópula, por la función enunciativa, es un concepto de los que Pfaender denomina relacionantes, aunque en varios lugares diga con error que la cópula, en sus dos funciones, la referencial y la enunciativa, es un concepto funcional puro. Los conceptos relacionantes no son conceptos de objeto, sino que postulan relaciones objetivas entre ellos19. No son conceptos de objeto porque no se refieren a ningunún objeto; tal el concepto “en” en el concepto compuesto “el pez en el agua”. Los conceptos de objeto los llamó Pfaender en la primera parte de su obra, “conceptos que hacen referencia”, y los conceptos relacionantes los designó “concep­ tos que hacen posición”20. Desafortunadamente, esta exacta terminología no la m antuvo el autor cuando habló de los conceptos relacionantes, aunque allí se advierte claramente este sentido. Y cuando refuta la teoría de Franz Brentano sobre que todo juicio es un juicio existencial y consta de dos miembros, escribe el citado autor: “La función enunciativa del juicio no se refiere al «descansaren sí» del contenido objetivo, sino que además del objeto-sujeto hace referencia al existir, como determinación predicada, y sólo una vez que esta ha sido referida al objeto-sujeto, realiza la enunciación. En la teoría de los conceptos volveremos sobre la diferencia necesaria entre los conceptos que hacen referencia y los que hacen posición”21. La cópula en el juicio, por su función enunciativa, pone el contenido objetivo, es decir, de acuerdo con otra expresión de Pfaender, “lo hace subsistir por sí”. Y hacerlo subsistir por sí no es otra cosa que la pretensión del juicio “de ser conforme o adecuado al com portam iento del objetosujeto a que se refiere el juicio”22. Esta es la pretensión de verdad que tiene el juicio, y por ello solo del juicio y nada más que del juicio puede decirse que es verdadero o que es falso. ¿Qué proposición jurídica, com o acto de autoridad, puede caer por la significación en ella expresada, dentro de los marcos que dejamos acotados para el juicio? El propio Kelsen lo reconoce cuando habla de que las normas de derecho tienen por abierto prescribir una conducta. Y prescribir es totalmente distinto de enunciar. Es claro que por medio del juicio conocemos, porque conocer es saber de algo y ese saber se nos da plenamente en el juicio, cuando el juicio es verdadero. Pero ¿qué acto de derecho, qué acto de autoridad puede tener por objeto conocer? Aceptamos, por de pronto, que al derecho no sólo le quepa imperar, sino también facultar, conceder derechos subjetivos. Pero ni el imperar, ni en el prohibir, m andar o permitir, actos específicos del derecho, cabe hablar de enunciación ninguna. 19 20 21 22

Op. cit., Op. cit., Op. cit., Op. cit.,

p. p. p. p.

206. 77. 77. 100.

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El acto jurídico, si prescindimos ahora de las permisiones, es una especie de exigencia. Hay exigencias morales, exigencias religiosas, exigencias jurídicas, etc. Pfaender, en una luminosa página, pone en contraste la exigencia frente al juicio, del m odo que sigue: “La cópula no realiza sólo la función dé referir la determinación predicada al objeto-sujeto, sino que se encarga al propio tiempo de la función enunciativa. La singularidad de esta segunda función de la cópula se percibe claramente, cuando se com para al juicio con una exigencia correspondiente. Cuando se exige que un objeto esté constituido de tal o cual m anera, esta constitución es coordinada también al objeto-sujeto; pero al propio tiempo le es impuesta. La aposición que se verifica entre el objeto y su estructura, es aquí una aposición exigida. P or el contrario, en el juicio se dice que la coordinación de la determ inación predicada al objetosujeto, coincide con una exigencia del objeto mismo. El juicio no formula imperativo alguno sobre el objeto; es contrario a su esencia íntima el hacer violencia al objeto-sujeto y coordenarle algo que el objeto-sujeto no exija por sí. El juicio, que primeramente es por completo libre, en cuanto a la elección de su objeto-sujeto y que por lo tanto determ ina por sí mismo su objeto, se convierte luego en el intérprete fiel del objeto elegido, some­ tiéndose a él en todos sentidos. Todo gesto dictatorial, la más leve opresión del objeto por el juicio, es un pecado contra el espíritu del juicio e impurifica la conciencia intelectual. Por consiguiente, del sentido que reside en el elemento enunciativo es menester excluir hasta la menor sospecha de contraposición propia. La enunciación es entendida aquí en el sentido de que no se opone terca ni enfrente de objeto del juicio, ni contra una persona adversaria”23. Una de las preocupaciones mayores de Kelsen al repudiar la teoría imperativista, está en la imposibilidad de m antener el imperativo sin un acto de voluntad concreto y actual que lo realice. Sus objeciones al imperativismo tienen cierta analogía con las que Hunserl y Pfaender hacen al sicologismo lógico. Ya hemos visto en lugar citado atrás, cómo Kelsen llega a adm itir que el derecho sea un imperativo siempre que ese impera­ tivo se despoje de toda realidad sicológica. Pues, evidentemente, lo que aquí tratam os de exponer es que el derecho es un imperativo, pero no un imperativo sicológico, sino un pensamiento imperativo. Sería posible m ostrar cómo este imperativo subsiste inclusive cuando no exista una voluntad que lo mantenga. El derecho es un pensamiento imperativo, como el juicio es un pensamiento enunciativo. El pensamiento, como lo ha visto Pfaender, puede ser separado en cierto modo, del pensar que lo ha producido. “Exactamente el mismo

:l Op. cit., ps. 58-59.

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pensamiento pensado por un sujeto pensante, puede ser trasm itido por medio de la comunicación, a un segundo y a un tercer sujeto y ser pensado también por él. Además, los pensamientos pueden ser fijados en la escritura por el sujeto que los ha pensado, adquiriendo así una existencia en apariencia independiente de todo sujeto pensante”24. Lo dicho sobre el pensamiento en general, es obviamente aplicable al pensamiento imperativo, de igual manera que al juicio o a la pregunta. Ese pensamiento así fijado, claro está que no existe realmente si no tiene un sujeto que lo piense de nuevo. A este propósito escribe Pfaender: “ Esto no obstante, los pensamientos así trasmitidos y los fijados por escrito, sólo existen realmente cuando son pensados por un sujeto pensante”25. Pfaender, siguiendo a Husserl, delimitó muy claramente la autono­ mía del pensamiento com o objeto lógico frente a la expresión gramatical y a las realidades ontológicas a que el pensamiento se refiere. Cuando Pfaender habla de la pretensión de verdad que tiene el juicio, sitúa esta pretensión de verdad en el juicio mismo, y no en la persona que lo enuncia: “Por su esencia, todo juicio tiene necesariamente esa pretensión (de verdad). Por consiguiente, un producto de pensamiento, sea el que fuere, que no contenga esencialmente esta pretensión de verdad, no será un juicio. Pero esta pretensión no es una determinación exterior al juicio, aunque ligada a este necesariamente, sino que es esencialmente inherente al juicio. Por consiguiente, todo juicio afirma implícitamente ser verdadero”26. Lo transcrito es de por sí inteligible, pero cualquiera podría llegar a pensar que la pretensión de verdad es la del sujeto que enuncia el juicio. Más Pfaender añade con toda razón: “Y esto es completamente indepen­ diente de que el hombre, que verifica y emite el juicio, crea en la verdad de este y reconozca o no esta pretensión”27. Paralelamente, podemos decir que el derecho es un pensamiento imperativo, aun en el caso de que la persona que lo piense no tenga voluntad ninguna de hacer ejecutar dicho imperativo o no quiera m irar en él una orden o un acto de voluntad imperativo. Así como la pretensión de verdad es inherente al juicio, el m andato o imperativo es inherente al derecho. Otro paralelismo podemos destacar entre esta autonom ía del pensa­ miento imperativo frente a cualquiera voluntad que lo quiera o no, con el llamado juicio problem ático o con el juicio apodíctico en la forma lógica en que Pfaender los describe. Como todo m undo recuerda, la lógica tradi­ cional hace consistir la problemática del juicio en la simple posibilidad. Un 24 :5 2t -7

Op.cit., ps. 13-14. Op.cit., p. 14. Op.cit., p. 87. Op.cit., p. 87.

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juicio problemático, para la lógica tradicional es, por ejemplo, “es posible que ahora llueva”. Pero un juicio verdaderamente problemático, desde el punto de vista lógico, es el que tiene atenuado el peso lógico de la enunciación cualquiera que sea el pensar real de la persona que lo enuncie28. Esto se destaca muy claro en la siguiente reflexión: Un marido acaba de salir de una fiesta social en donde ha estado con una mujer que no es la suya y a quien corteja. En la puerta tropieza con su propia mujer, que penetra a la fiesta. Ella, con la suspicacia propia de toda mujer, le pregunta: “¿Está allí Alicia?” El m arido responde: “Tal vez esté". En seguida la esposa celosa entra al recinto y encuentra que efectivamente Alicia está alU y esta misma confiesa a la celosa, que su marido acaba de dejarla. Bien claro se ve que el m arido ha expresado un pensamiento problem ático, cuando lo que en realidad pensaba era otra cosa. Su mujer podría reñirlo diciéndole: “¿Cómo me has dicho que tal vez estaba allí si acabas de dejarla?” La problematicidad del pensamiento enunciado por el m arido infiel, resalta aquí independientemente de lo que efectivamente este tenía en la mente. Lo mismo acontece con el juicio llamado apodíctico. El peso potenciado de la enunciación es lo que constituye como tal, no la nece­ sidad ontológica a que el juicio se refiere. Yo puedo enunciar el juicio apodíctico: “Mis llaves están necesariamente en la gaveta”, aunque bien claro se ve que las llaves no tienen necesidad ni física ni metafísica de estar en la gaveta. Es más, puedo hablar de una necesidad objetiva en un juicio problem ático, por ejemplo: “Tal vez dos y dos son necesariamente cuatro”19. Esta independencia y autonom ía de lo lógico la destaca Pfaender a cada paso y todavía se ve aún m ejor en las deducciones inmediatas a que dan lugar los juicios por razón de su m odalidad, contrariam ente a lo estatuido por la lógica tradicional. Igual autonom ía se adiverte en el manejo lógico que Pfaender hace del juicio hipotético, despojado de toda relación objetiva de causa y efecto, o del juicio disyuntivo en el que está ausente toda captación de la oposición ontológica entre el ser y el no ser30. Siendo esto así, las objeciones a la teoría imperativa del derecho sobre la base de que esta supone un elemento actual de voluntad, son completa­ mente inoperantes. Kelsen, con su gran inteligencia, así lo ha presentido en los últimos textos citados, en donde acepta un imperativo despsicologizado. Pero ah ora resulta un problema más. Se trata de saber cóm o actúa el derecho, es decir, cóm o se hace efectivo ese pensamiento imperativo que cualquiera puede pensar como tal, pero despojado del acto de voluntad 28 29 30

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Op.cit., ps. 115 y ss. Op.cit., p. 121. Op. cit., ps. 123 y ss., 316 y ss. y 521 y ss.

que todo imperativo real conlleva. Hemos de distinguir aquí muy claramente el acceso al derecho que tiene la persona encargada de hacerlo cumplir, del acceso al derecho que tiene la persona que simplemente trata de conocerlo. El primero es el acceso al derecho por el órgano de la autoridad. El segundo es el acceso al derecho por el científico del derecho. La distinción hecha por Kelsen entre norm a y regla de derecho se va viendo aquí a otra luz distinta de la que ilumina la Teoría Pura. El acceso al derecho por la persona encargada de la autoridad, no es un simple acto de conocimiento, sino tam bién un acto de voluntad. Así como la pregunta puede estar objetivada en un pensamiento interrogativo, sin que el que lo piensa tenga en realidad el acto de preguntar, así el imperativo en que consiste el derecho, puede permanecer en su pura forma objetivada de pensamiento, sin que pase a acto. Pero si alguien lo quiere actualizar como imperativo, y no como simple pensamiento, tendrá que poner en él fatalmente su voluntad, su propia voluntad, para que el pensamiento imperativo se convierta en acto de imperación. Yo puedo leer una pregunta que hice hace un año o que encuentro en un libro, y reconocer que es una falsa pregunta (no una pregunta falsa, porque las preguntas no son falsas ni verdaderas), es decir, que hay allí un seudoproblema, el cual ya no actualizo. De la misma m anera puedo reconocer una ley com o imperativa, sin otorgarle a ese pensamiento imperativo mi acto de voluntad. Si soy un órgano de la autoridad, querrá decir que ese pensamiento como ley es válido pero no vigente. No le confiero mi acto de voluntad para hacerlo ejecutar, y así la ley ha desaparecido como ley vigente, aunque no haya desaparecido en mi pensamiento como ley válida. Esto nos lleva otra vez a la teoría imperativa con su plenitud volitiva, pero subsanando los inconvenientes que Kelsen, con razón, hallara en el imperativo tradicional. Reconocemos entonces que el derecho es un pensa­ m iento imperativo al que le adviene, para que sea vigente, una voluntad imperativa. Esto es de por sí obvio: el cúmulo de leyes que no se hacen cumplir, no son leyes vigentes, sino leyes simplemente válidas. Valen dentro del proceso creador del derecho, porque se ajustan a los principios de su creación en un sistema jurídico dado, pero no rigen porque falta una voluntad que las imponga actualmente. Esa voluntad puede llegar en cualquier momento y vaciarse en ese pensamiento imperativo, dándole así vigencia. Esta nueva visión con que afrontam os una parte de la teoría jurídica de Kelsen, coincide, por cierto, con el voluntarismo kelseniano qu hemos desarrollado en otro trabajo. Kelsen, a pesar de ser un racionalista positi­ vista como científico del derecho, es un voluntarista decidido en lo que toca a la creación del derecho. Pero este tema desborda los límites del presente estudio. Y así llegamos a entender plenamente el sentido del “deber ser”, que corresponde a la norm a jurídica, manteniéndose siempre desde el 63

punto de vista formal. Justam ente el derecho no es un ser, porque un im perativo nunca dice lo que es, sino lo que se quiere que sea. Kelsen habría podido colocar, en lugar de la cópula “deber ser”, la cópula “querer ser”, si no hubiera estado em barazado para hacerlo por su hostilidad a la teoría voluntarísta de tipo sicológico, tal com o la esboza él en los párrafos trascritos. Pero Kelsen prefirió, siguiendo su vieja y parcial adhesión a Kant, tom ar la cópula “deber ser”, aunque despojada del elemento de valor que en Kant el deber siempre posee. Se ha visto con razón en los últim os tiempos, que la teoría de los valores de Lotze, Scheler, Hartm ann, etc., no es sino un sustituto tímido del formalism o31. En todo caso, Husserl m ostró muy claramente que toda proposición norm ativa tiene en su base un juicio teorético. Recuérdese su famoso ejemplo: “El guerrero debe ser valiente” equivale al juicio teoré­ tico. “Un guerrero valiente es un buen guerrero”32. Se ha anotado a la teoría de Husserl que el juicio teorético que él señala como equivalente al pensamiento norm ativo correspondiente, carece del elemento de exigencia que posee todo valor, en opinión de los axiólogos. Kelsen, sin embargo, ha podido prescindir perfectamente de este elemento de valor que conlleva toda proposición normativa, porque el “deber ser” que él postula no significa lo que teoréticamente quiere Husserl, sino el imperativo, o la prescripción , como dice Kelsen. Lo que está prescrito, lo que está m andado, lo que está imperado, debe ser, pero en un sentido distinto del “deber ser” propio de las proposiciones norm a­ tivas de valor. Y aquí encontram os que la diferencia establecida po r Kelsen entre norm as y reglas de derecho, radica no en que las primeras puedan tener o no el “deber ser” como concepto copulativo, y las segundas necesariamente lo posean. En realidad, cualquiera que sea la form a en que se exprese el órgano creador de derecho, hay allí subyacente, un pensa­ m iento de “deber ser” en su sentido prescriptivo. La verdadera diferencia entre la regla y la norm a, como el propio Kelsen lo advierte en algún lugar, es que la norm a no es ni verdadera ni falsa, sino válida o no válida, vigente o no vigente, m ientras que la regla de derecho, la conceptualización científica que hace el jurista cuando dice: “esto es lo m andado”, “esto es lo que debe ser”, sí puede en realidad ser verdadera o falsa33. El “deber ser”, por lo tanto, com o lo describe Kelsen, está perfectamente ajustado a la teoría de la imperatividad, y se ciñe, por otra

31 C fr. J .L . A r a n g u r e n , Etica, ps. 93 y ss., y los te x to s de H eidegger ad u cid o s allí (E dit. R evista d e O ccidente, M a d rid 1958). C a y etan o B etan cur, La idea de justicia y la teoría imperativa de! derecho, en “A n u a rio de filosofía del d erech o ", vol. IV, M adrid. 1956. 32 A m b r o s i o L u c a s G i o j a . Estructura lógica de la norm a para E. Hauserl, en revista “ Ideas y V alores” , núm s. 3-4, B ogotá, 1952, y la b iblio grafía de H usserl, sobre el tem a allí citad o . 33 Problemas..., p. 46.

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parte, muy precisamente a su formalismo, pues es un “deber ser” despo­ jado de toda finalidad, no es un “deber hacer” para algo, sino un “deber ser” porque alguien lo mandó. El “deber ser” propio del imperativo no implica precisamente una proposición disyuntiva. No se ordena “o esto, o aquello”. El imperativismo se transa por una disyunción, sólo cuando no quiere o no puede hacer cumplir lo que m anda. Pero el imperativo esen­ cialmente dice; “o lo hace, o lo hace”, “o entrega el dinero voluntaria­ mente, o lo entrega por la fuerza”. Kelsen en sus últimas obras parece dudar sobre su vieja tesis, según la cual el derecho debe ser mirado ajeno a toda consideración teleológica. Los fines que se persiguen con el derecho son fines de la sociedad, no fines del derecho mismo, y por lo tanto extraños a una consideración científica del derecho. En sus últimos libros reconoce que el derecho es un instrumento de paz, y m ira la sanción que el derecho impone, implicada en la consecuencia jurídica de la norm a hipotética, como el m otivo que apartará al hom bre de la conducta hum ana no requerida por el derecho. Se presentan aquí problemas nuevos que ahora no queremos dilucidar. Pero, en todo caso mirada la teoría normativista con el sentido que acabam os de describir, para un punto de vista puram ente formal, es plenamente correcta. Lo que se trata entonces de saber es con qué razón o con qué funda­ mento ético o de justicia, ese imperativo, ese “debe ser”, impone una obligación. El que Kelsen diga que el imperativo de un bandido al viajero para que entregue su bolsa, no es derecho, y sí lo es el del recaudador de hacienda al ciudadano para que pague sus impuestos, es una afirmación que no tiene sentido si no se la mira sobre la base de un fundam ento ético o de justicia. En nuestras zonas dom inadas por la violencia, los bandidos imponen su autoridad como las norm as que imponen los funcionarios legalmente constituidos. Y muchas veces los ciudadanos de esas regiones tienen que obedecer el m andato del bandolero, porque en esa forma, conservan la vida o mantienen una relativa paz social. Hay pues aquí una consideración interna de la obediencia al m andato que, dentro de límites muy restringidos, la legitima como tal obediencia, todo en vista de un bien que se quiere conseguir o de un valor que se quiere preservar. Rafael Carrillo vio con m ucha agudeza que la norma fundam ental kelseniana respira un ambiente axiológico, aunque no sea sino ese que Kelsen quiere señalar ahora como fin del derecho, es decir, la paz34. En el caso citado de nuestras zonas azotadas por la violencia, el bandolero manda. Su orden se ha convertido en derecho porque los ciudadanos han aceptado, para la conservación de la paz, al menos de la paz con los bandoleros, esa consti­ tución en sentido lógico-jurídico, que expresada en nuestro lenguaje “ R a f a e l C a r r i l l o , A m b ie n te a xio ló g ico de ¡a teoría p u ra de! derecho, E dit. U niver­ sidad N acio n al de C o lo m b ia, B ogotá, 1947.

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campesino, podría decir así: “Hay que obedecer lo que manden esas fieras, porque si no, nos m atan”. ¡Dejamos, pues, de lado el entrar ahora a discutir cuál es el fundam ento del derecho, com o tantos otros problemas que suscita la Teoría Pura. Uno de ellos que hemos apenas soslayado, es el de las permisiones o facultades que el derecho otorga. Ya Del Vecchio destacaba en las primeras décadas de este siglo, que todo lo que no está jurídica­ mente prohibido, está perm itido35. Sobre esto no se ha trabajado mucho desde entonces. Una ontología del derecho exige penetrar en este principio. Pero si se tom a el derecho positivo en sí mismo, inclusive asignándole un Vfelor de justicia acaparado por éi, es decir, cuando se afirm a que el derecho positivo debe ser obedecido porque él representa mejor que ninguna otra institución norm ativa, las garantías de la seguridad y la justicia sociales, entonces sí, cerrados dentro del m undo del derecho positivo, podría decirse a la inversa del principio anterior, que todo lo que no está expresamente permitido por el derecho, está prohibido. En este sentido, la permisiones o facultades, los derechos subjetivos, etc., no serían sino excepciones a la norm a imperativa. Salir de este hermetismo del derecho positivo en que Kelsen se mueve, por cierto que prescindiendo de la que acabam os de considerar com o razón de valor, es cuestión que desborda los límites de este estudio. Pues, en síntesis, lo que hemos querido m ostrar es que el derecho es un pensamiento imperativo objetivado, el cual revive com o acto de voluntad cuando la autoridad, una persona hum ana desde luego, vacía en él otra vez, el acto de voluntad que lo puede hacer vigente. Se ha querido poder m ostrar tam bién en lo anterior, que la fórmula copulativa “debe ser” encaja perfectamente con la significación que tiene todo imperativo. (1953)

’5 Cfr. S u r les p rin c ip e s g én éra u x d u droit, P arís, 1985, ps. 37 y ss.

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L u is

e

. N ie t o A r t e t a

ONTOLOGIA DE LO SOCIAL La necesidad social tiene su propio y específico m odo de ser. No es posible que no lo posea. Unos ejemplos nos permitirán descubrirlo. Un contrato de com praventa es tam bién un hecho social. Com o tal, hay en él una tensión recíproca de medios y fines. El fin a cuya realización tiende el com prador es el fundar, en el edificio, un establecimiento de educación, y el medio para obtener ese fin es, obviamente, gastar una suma inicial de dinero, el precio del edificio. El vendedor quiere obtener, con la venta del edificio, una determ inada suma de dinero, el precio del edificio, asegurán­ dose así una relativa tranquilidad económica durante el resto de sus días, y el medio que ha de aplicar el vendedor es el de facilitarle al com prador la fundación del colegio que proyecta, permitiéndole hacerse propietario del edificio. Se muestra objetivamente que en el contrato de com praventa, como realidad social, hay una conexión reciproca de medios y fines, pues el fin al cual se inclina el com prador es el medio para el vendedor, y el fin de éste es el medio para el com prador. O tro ejemplo: cuando abandono mi domicilio en las horas de m añana, debo dirigirme a la Facultad de Economía del Gimnasio M oderno, trasladándom e a ella en un omnibús. El fin que he de realizar es llegar a la facultad y el medio, facilitar a la correspondiente empresa de transportes la obtención de una ganancia, al utilizar el ómnibus. Contrariam ante, el fin que debe realizar la empresa es, justam ente, alcanzar una ganancia, y el medio, trasladarm e a la Facultad de Economía del Gimnasio M oderno. Una vez más se da la ya conocida tensión funcional entre medios y fines, pues el fin que persigue la empresa es el medio que debo utilizar para llegar a la facultad, y el fin a cuya consecución tiendo es el medio que adopta la empresa: así estamos frente a la conexión funcional y recíproca de medios y fines, contenido de toda, de cualquiera realidad social. Stam mler ya había com prendido y aclarado esa tensión de medios y fines1. Ese contenido de la realidad social puede definirse com o una interfe­ rencia intersubjetiva positiva. En tal virtud, la vida social es, para recordar nuevamente a Stammler, una colaboración entre hombres para la satisfacción de las necesidades hum anas2. La conexión de medios y fines 1 C fr. S t a m m l e r , Tratado de filosofía del derecho, versión de R oces, M a d rid . E dit. R eus, 1930, p. 89, n o ta 3. P ero S tam m ler hizo, erró n e am en te, d e esa tensión, el c o n te n id o de la realid ad ju ríd ic a . 2 C fr. S t a m m l e r , Econom ía y derecho, según la concepción materialista de la historia, trad u c. de R oces, M a d rid . R eus, 1929, ps. 73 y ss.

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puede, tam bién, considerarse como un condicionamiento, igualmente recíproco y funcional, de medios y fines. En la esfera de lo social hay una obvia realización del mencionado condicionamiento, el cual muestra que se da en esa esfera una peculiar totalidad. En efecto, hay en la realidad social una gigantesca integración de medios y fines, integración que se expresa al través de aquel condicionamiento. Ahora bien, ¿qué es una totalidad? Es un condicionamiento recíproco y funcional. Siendo general, más aún, gigantesca, aquella tensión de medios y fines en la órbita de lo social, la totalidad está siempre presente en todo hecho social. Es decir, la totalidad social es una totalidad abierta. Hay una constante e indestruc­ tible posiblidad de una permanente integración de medios y fines, una integración a través de las correspondientes decisiones humanas. El contenido de la sociedad está condicionado por esa tensión funcional de medios y fines. La sociedad se desarrolla, se realiza, mediante esa integración dinámica de medios y fines3. Hay en lo social una unidad de medios y fines y un condiciona­ m iento recíproco y funcional, pero, como ya se dijo, al través de las respectivas decisiones humanas. Fluye una distinción entre el ser natural y el ser social. En la esfera de la realidad natural el condicionamiento se da en la tensión de causas y efectos que se integran sin necesidad de ninguna decisión hum ana y aun a pesar de las decisiones hum anas que puedan ingenuamente adoptarse contra esa integración externa de causas y efectos. En lo natural, la decisión está ausente. Diversamente, en la esfera de la realidad social, la conexión funcional de medios y fines se da al través de una decisión humana. He ahí el prim er nuevo contenido específico de la realidad social; la decisión. Sin una determ inada decisión hum ana no puede darse lo social. En la esfera de lo natural hay causas y efectos, y en la de lo social, medios y fines. Claro está que el medio es, como advierte Stam m ler, una “causa” que se puede elegir4. La teleología es, por eso, una causalidad invertida. Mas ese adjetivo nos está indicando que en la órbita de lo social no hay causas y efectos. Sólo hay medios y fines y decisiones hum anas. Ese sentido de lo social —realización de una decisión hum ana— obliga a abandonar la sociología positivista o naturalista. Se continuará haciendo positivismo sociológico o identificando erróneam ente lo social y lo natural —el materialismo histórico— mientras se hable de las “causas" de los hechos sociales. Las realidades sociales se crean espontáneamente. Hay, al respecto, un proceso incesante. P or eso, en lo social, la conexión es de índole entitativa. Es inevitable e irrevocable la producción de las realidades sociales. Hay en la esfera de lo social una dinamicidad fecunda, una 3 A n alizad as desde esta perspectiva, tienen igual co n ten id o la “sociedad” y la “co m u n i­ dad”. 4 S t a m m l e r , F ilosofía d e l derecho, E d. cit., p. 76.

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dinamicidad dentro de una m utua y recíproca dependencia. Se desprende de lo anterior una analogía, pero sólo una analogía, no una identidad, entre el m undo natural y el m undo social. Ambos son la esfera total del ser3. Las categorías fundamentales de lo social son la conexión entitativa, la dependencia y lá producción. Hay un modo peculiar de ser de lo social —el condicionamiento recíproco y funcional de medios y fines— y las conexiones objetivas que en la realidad social se dan son las indicadas o descubiertas en las categorías fundamentales mencionadas. Categoría pura y categorías fundamentales de la esfera de lo social. Aquella se descubre en el condicionamiento funcional y recíproco de medios y fines. Volvamos al contenido de lo social como realización de una determ inada decisión6. Toda decisión debe ser justificada. Exacta­ mente ha escrito Recaséns Siches: ...“para decidir es preciso elegir, para elegir es necesario preferir y para preferir es ineludible que sepamos estim ar o valorar”7. El preferir supone la justificación. C ada uno de los actos en que se realiza la existencia —las decisiones— tiene necesaria­ mente que justificarse. Así ha podido observar Recaséns Siches que la vida tiene una estructura, una estructura estimativa8. Los valores, al inser­ tarse en las decisiones, condicionan la justificación de las mismas. Se descubre la objetiva relación entre la existencia y los valores. Puede asumirse una cierta posición teórica ante el problema que alude a la “ubi­ cación” de los valores: “¿Dónde están o dónde ponemos los valores?”. Los valores están o se realizan en el existir humano. No son tan sólo “esencias espectrales”, “eidos platónicos”. Son contenidos materiales que se insertan, se realizan en la existencia. Siendo el hecho social la realiza­ ción de una decisión hum ana e insertándose en ésta determ inados valores, la esfera de lo social es tam bién el ambiente, la escena en la cual se realizan los valores. Kelsen escribe: “El m undo de lo social en su totalidad... es un m undo del espíritu, un m undo de valores, es precisamente el m undo de los valores”9. Una consecuencia: la realidad social es una realidad estima­ tiva y valiosa. Muy exacta y afortunadam ente ha afirm ado Mannhéim: “La ‘existencia social’ es, pues, una zona del ser o una esfera de existencia, que una ontología ortodoxa, que sólo reconoce un absoluto dualismo entre el ser desprovisto de sentido, por una parte, y el sentido, p or otra, no 5 “ El hecho social p ertenece a l m u n d o d e l ser” : N IE T O A R T E T A , “ L a lógica ju ríd ic a y la reflex ió n trascen d e n ta l” , p. 123, ensayo p u b licad o en U niversidad, n úm . 14, ju n io d e 1943, S a n ta F e, A rg en tin a. El ser tiene u n a d o b le faz: la n a tu ra l y la social. P a ra el p ositivism o y el m aterialism o h istórico sólo tiene u n a faz: la n atu ral. 6 C fr. N i e t o A r t e t a , estu d io cita d o , ps. 122 y 123. 7 R e c a s e n s S i c h e s . Vida h u m ana, so c ied a d y derecho , 2a. ed ., M éxico, F o n d o de C u ltu ra E co nóm ica, 1945, p. 65. 8 C fr. R e c a s e n s S i c h e s , o b . cit., p. 66. 9 K e l s e n , Teoría general del Estado, v ersión d e L egaz y L ecam bra, B arcelo na, L ab o r, 1943, p. 20.

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tom a en cuenta”10. La realidad social es, en tal virtud, una coincidencia del ser y el deber ser, del hecho y el valor —unidad y división de contratos—. Es la coincidencia de los opuestos. También la realidad jurídica es una realidad valiosa y estimativa. Lo jurídico y lo social son análogos, pero diferentes. La unidad y división del valor y el hecho en las realidades social y jurídica ha de suscitar una modificación de la inicial filosofía de los valores. Se había introducido, se había creado un abismo infranqueable, una separación insuperable entre la realidad y el valor. Debe abandonarse esa posición. La eliminación de esa dicotom ía entre el ser y el deber ser conduce a la aprehensión de la unidad y división del valor y la realidad en las esferas de lo social y lo jurídico. Sólo la dialéctica, la concepción dialéctica del m undo y de la vida, fenomenológicamente descubierta, puede modificar la primitiva filosofía de los valores. La “aplicación” del m étodo fenomenológico y el abandono del sistemático y metafísico “m étodo dialéctico” —Hegel, M arx y Engels— nos llevan a un descubri­ miento de las antinom ias que se dan en todas las esferas de la realidad. Así, cada una de las varias posibles ontologías regionales es una dialéctica regional porque es un descubrimiento y descripción de las contradiccio­ nes que distinguen a cada una de las esferas de la realidad. Se abandonaría, se superaría la equivocada identificación de una sola órbita o sector de la realidad con la realidad total —el “monismo dialéctico” de Hegel y sus discípulos, sin excluir a M arx y Engels—. H abría varías dialécticas regio­ nales y una dialéctica pura, que es una ontología pura, es decir, un descubrimiento, tam bién fenomenológico, del contenido antinómico de cualquiera esfera de la realidad. Este pluralismo dialéctico está estrecha­ mente vinculado al m étodo fenomenológico. Aún cuando lo jurídico y lo social supongan una inserción de los valores en la realidad, hay varías diferencias entre la experiencia social y la experiencia jurídica. En ésta hay un condicionamiento de deberes jurídicos y derechos subjetivos, condicionamiento funcional; y en aquélla, una tensión recíproca de medios y fines. Una misma realidad es analizada desde dos distintas perspectivas, desde dos diversas posiciones gnoseológicas del sujetó cognoscente11. Los ejemplos con cuya explicación se inició este capítulo lo muestran. Dos contratos, el de com praventa y el de trans­ porte, son descritos como realidades sociales, al través y mediante el condicionamiento funcional de medios y fines. También son, como es natural, realidades jurídicas —tensión recíproca de deberes jurídicos y derechos subjetivos—. El contenido teleológico de la existencia humana nos lleva a la realidad social. Pero lo jurídico no es lo teológico, como erróneamente creyó Stammler. El no distinguir la realidad jurídica y la 10 K a r l M a n n h e i m , Ideología y u to p ia , v e rsió n d e M ed in a E ch av arría, M éxico, F o n d o d e C u ltu ra E conó m ica, 1941, p. 256.

11 C fr. N i e t o A r t e t a , L a lógica y la re fle xió n trascendental, ps. 122, 124 y 125.

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realidad social conduce o a una confusión de lo jurídico y lo social o a una ausencia de toda descripción del contenido auténtico de lo social. Aquella confusión es un error grave, y esta ausencia es un vacío inexplicable e inaceptable. Prosigamos. En la realidad jurídica el deber ser es la conexión entre el antecedente y la consecuencia, y en la realidad social es el descu­ brimiento y aprehensión del significado intencional de los hechos sociales —inserción de los valores en la realidad social— 12. El contenido estimativo y valioso de la realidad social está vinculado a la existencia hum ana. No es la relación ya analizada. Es una nueva co­ nexión. Al describir las antinom ias que ofrece el existir descubrimos en él la unidad y división de lo objetivo intem poral y lo subjetivo histórico. En la significación del acto o la decisión hay una evasión a la inhistoricidad. El sentido es la intemporalidad. Es lo que pretende valer fuera de toda condicionalidad histórica. La decisión misma es la subjetividad histórica o la subjetiva historicidad, es lo que se da y varía en el tiempo. Pero el sentido se vive o realiza en cada decisión. Hay una subjetivización de la significación intemporal. Así se realiza la unidad y división de lo objetivo intem poral y lo subjetivo histórico —contenido de la existencia— en las antinom ias que encierra la realidad social. En esta se da el hombre. La existencia se vierte, se realiza en los hechos sociales13. He ahí una nueva analogía entre la realidad jurídica y la realidad social: am bas son una expresión de la vida hum ana, de la vida hum ana viviente14. Realizándose en lo social la existencia, hay un paralelismo entre las variaciones históricas del hom bre y las transform aciones simultáneas de la realidad social. La condición de ese paralelismo nos permite descubrir un nuevo sentido de la vinculación entre la decisión y el hecho social. Aquella condición es la unidad y división del hom bre y el mundo. No es que el hom bre se oponga al m undo o que éste se dé en cuanto se distingue el hombre. No hay tam poco una “correlación” entre el hom bre y el mundo. La realidad es más profunda: una unidad y división, una coincidencia, dentro de la lucha, entre el hom bre y el mundo. Lo prim ario es la lucha entre el hom bre y el m undo creado por el mismo hombre. La nota secundaria es la unidad. La existencia es el estar en el m undo de que habla Heidegger. Pero es un estar en el m undo —unidad y división del hom bre y el m undo— que produce la forzosidad óntica de la decisión. Es un estar en el m undo creándolo. La antinom ia: la unidad 12 R esp ecto a ese d istin to c o n ten id o del d e b e r ser, cfr. N ieto A rteta. La lógica jurídica y ¡a reflexión trascendental, ps. 123, 127 y 128. El d e b e r ser es el m o d o de ser de lo ju ríd ic o . J u sta m e n te p o r eso la categ o ría ju ríd ic a p u ra es el d e b e r ser. 13 C fr. F r e y e r , La sociología, ciencia de ¡a realidad, v ersión de A y ala, B uenos A ires, E dit. L o sad a, 1944, ps. 100 y ss., e Introducción a la sociología, trad u c. de G o n zález Vicen, M ad rid , E dic. N ueva E poca. 1945, ps. 5 y ss. 14 L a te o ría egológica del d erech o sostiene q u e el d erech o es vida h u m a n a viviente. E n d iversos ensay os p u b licad o s e n M éxico y C o lo m b ia he ex p licad o lo q u e te n ía q u e a e c ir en to rn o a dich a te o ría . N o es m enester rep etir esa crítica.

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inescindible del hom bre y el m undo, una unidad dentro de la creación del m undo por el hombre. Esa reacción tiene un doble contenido: lo individual intrasferible de cada hom bre y lo colectivo social. La intimidad y la existencia externa. La creación del m undo es tam bién la creación de la sociedad. Las variaciones históricas de la vida se realizan dentro del dualismo “hom bre-m undo’’. Se aprehende la condición del paralelismo entre las modificaciones históricas de la existencia y las transformaciones, tam bién históricas, de la realidad social. Son variaciones conexas. Analicemos más detenidamente esas nuevas significaciones de la unidad y división del hom bre y el mundo. La existencia no es solamente un decidir. Si lo fuera, sería pura libertad, pues ésta es de la esencia del decir. Se da en la existencia el tener que decidir. He ahí la necesidad . Sería un error hablar, como hace García M orente, de una “libertad necesaria”. La necesidad no es un adjetivo de la libertad. Es un dato fundam ental de la existencia, tan objetivo como el de la libertad. Hay tam bién otra presencia de la necesidad en el existir: el hom hre tiene que hacerse su propia existencia. Ningún otro hom bre puede sustituirlo en esa tarea. Esta responde a la óntica del existir. Todo ente tiene, o más exactam ente, sufre una determ inada forzosidad óntica. Aun cuando tenga conciencia, carece de autonom ía para eludir la óntica que en él se realiza y ha de realizarse. Si el triánglo tuviese conciencia, no podría dejarle de querer el que sus ángulos valieran dos rectos. En el hombre la óntica se da en la necesidad de tener que hacerse su propia existencia. Dentro de este terrem oto tener que hacerse su propia existencia, cada hom bre, ineludiblemente, ha de tener y crearse un mundo. El hom bre no se realiza sino en un mundo, y éste sólo se da en un hombre. La creación del m undo se concreta al través de la realización de las correspondientes decisiones humanas. Dicha creación tiene, pues, un supuesto: la realidad social. En los hechos sociales el m undo de cada hombre va adquiriendo consistencia, va emergiendo. Hay, en tal virtud, una triple historicidad: la del hom bre, la de lo social y la del m undo creado por el hombre. La prim era se expresa, se realiza en la historicidad de la realidad social y en la del mundo. Si el hombre no fuera un ente histórico, el m undo y la realidad social tam poco serían históricos15. El supuesto óntico de la variabilidad hermosa del m undo y de lo social es la indestructible e innegable historici­ dad del hombre. La decisión se ubica, por eso, en la historia que el hombre hace y vive. La cultura se da en el mundo, es decir, en el orbe de las realidades sociales y sabemos ya que lo social es la realización de una previa decisión hum ana. Certeram ente dice Francisco Ayala: “...lo social no se limita al 15 106 y ss.

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S o b re la h isto ricid ad de l o social, cfr. F r e y e r , L a sociología, ciencia d e la realidad, ps.

conjunto de sus formaciones particulares; actúa también com o marco, base y soporte de todas las demás objetivaciones del espíritu”16. Creación del m undo y creación de la cultura son creación de una misma realidad por el hombre, único ente que goza del privilegio óntico de la historicidad. Cabría aquí una crítica y una superación del dualismo freyeriano “ciencias de logos-ciencias de la realidad”. Ninguna form a espiritual, como diría Freyer, aun objetivada, es ajena o puede ser ajena al acto hum ano —la decisión— en que fue creada. Sigue y seguirá insertada siempre, al través de la decisión, en el tiempo existencial, cabe decir, histórico, en que adquirió consistencia, en que emergió. El “logos” no es totalm ente inhistórico. El presunto “espíritu objetivo” jam ás podrá desligarse de la fecunda vincu­ lación con lo histórico en lo cual surgió. La historia de la cultura no será una historia del intem poral “logos” sino una historia del hom bre al través de las expresiones en que ha vertido y realizado su propia individual histo­ ricidad. Así es como actualmente se hace la historia de la cultura. Se intenta descubrir al hom bre histórico que en ella se ha realizado, que en ella insertó su irreductible historicidad. El hombre antiguo es el hom bre que se expresa en la filosofía aristotélica y en los diálogos platónicos. El hom bre cristiano está presente en las Confesiones, de San Agustín. El hom bre medioeval vertió su concepción del m undo y de la vida en las Sum as de Santo Tom ás de Aquino. El hom bre colom biano del siglo XIX es el que describe, sin desearlo expresamente, su modo de ser en esta estupenda Historia de un alma, de José M aría Samper. Hay otra superación del positivismo. Es la concepción de la realidad social com o una realidad estimativa y valiosa. Hay en toda superación una conservación de lo irrevocable objetivo y de lo transitorio y erróneo. Si la verdad se realiza en la historia rica y fecunda de la cultura es una unidad y división de la verdad absoluta y la verdad relativa, debe rechazarse el repudio total de cualquiera visión del m undo y del hombre. Una simul­ taneidad del acercarse y del alejamiento. No ofrece dificultades m ostrar la supresión del positivismo implícita en aquella concepción de la realidad social. Se dijo anteriorm ente que hay una gigantesca integración de medios y fines en la realidad social, tensión recíproca y funcional que suscita irrevocablemente la producción de determ inadas realidades sociales. Debe, pues, aceptarse una cierta naturalización de los hechos sociales. Se conservan las adquisiciones irrevocables debidas al positi­ vismo y también al materialismo histórico. Pero hay que abandonar lo transitorio y lo erróneo de aquél y de éste. Es la inexacta identificación de lo natural y lo social. Es el rechazo positivista de lo valorativo y lo axiológico en la esfera de lo social. Es la contradicción implícita en las mismas palabras “materialismo histórico”. Lo histórico no es lo material, 16 A y a l a , T ratado d e Sociología, T. II, B uenos A ires, E dit. L o sad a 1947, p. 130. H ay, com o dice el m ism o A yala u n a “ o m nipresencia d e lo social en la vida h u m a n a ” , (p. 37).

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es justam ente lo que noes material. Debe afirmarse que lo social está pleno de significaciones, de sentidos y que tiene un contenido espiritual. Lo fundam ental es no olvidar que el hecho social es la realización de una decisión humana. Cabe sostener, ante el positivismo y el materialismo histórico el dualismo “naturaleza-sociedad”. La naturalización de lo social no conduce a una identificación con lo natural material, digamos así. Es esa naturalización el supuesto de la posibilidad de descubrir las tendencias históricas, cuya realización, una vez que se den ciertas decisiones hu­ manas, es necesaria. Hay una oposición, tan fundam ental como el anterior dualismo, para expresar esa diferencia entre la naturalización afirmada por el positivismo y el materialismo histórico y la sustentada por el autor. Para el positivismo y materialismo histórico hay leyes. Para la naturali­ zación de los hechos sociales, una naturalización que no elimina ni podría eliminar lo valorativo, hay tendencias. La ley es el fatalismo y la equivocada identificación del hom bre con la materia. La tendencia es el determinismo. La ley es la errónea naturalización positivista de la realidad social. La tendencia es la naturalización objetiva y científica. La ley prescinde de las decisiones humanas. La tendencia supone una decisión para que se pueda crear la realidad, para que se pueda dar la respectiva transform ación histórica cuya próxim a aparición esté indicada por la tendencia misma de la historia. La ley del positivismo sociológico y del materialismo histórico es la eliminación fatalista de aquella necesaria decisión. La tendencia es la aceptación de la libertad, pero una libertad que solamente será eficaz para la producción de las modificaciones históricas si se adapta a las exigencias que suscita la misma tendencia implícita en el fluir incesante de la historia la fórm ula para expresar esa vinculación entre la libertad —recordemos que la existencia no es solamente libertad, sino tam bién necesidad, el tener que decidir— y las tendencias históricas, sería o podría ser la siguiente: “Convertir un conocimiento objetivo científica­ mente discernido, en móvil voluntarista y teleológico de nuestras acciones com o hombres pertenecientes a determ inados grupos sociales”. La afirma­ ción de las tendencias y el repudio de las leyes, leyes imperativas y de forzoso cumplimiento, son las condiciones de la transform ación de la sociología en ciencia. Los fines sociales en el hom bre están unidos a la realización de las tendencias históricas. La sociología se convierte en ciencia cuando descubre fines en el hombre y cuando ubica objetiva­ mente los supuestos que propician el nacimiento de esos fines, el surgir de los mismos en el hom bre17. Entre tales supuestos hay que incluir el 17 C fr. P l e j a n o v , C uestiones fu n d a m e n ta le s d e l m a rxism o , M éxico, D. F ., Ediciones F re n te C u ltu ra l, s. f., p. 102. P e ro el em in en te a u to r n o se p lan teó ni p o d ía plan tearse el p ro b lem a d e la relación en tre los fines sociales y el h o m b re q u e hace la histo ria, el h om bre con to d a su in d iv id u alidad. D escu b rir ese p ro b lem a su p o n e un a b a n d o n o de la concepción m aterialista de la h isto ria. A h o ra b ien, P lejano v era m arx ista.

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peculiar tipo de hom bre histórico que en esos precisos m om entos esté reali­ zándose —el hom bre es un ente histórico, pero no solamente histórico—. Los fines sociales están condicionados, obviamente, por la aserción del hom bre que con sus sentires y sus problem as se haya hecho presente en el fluir irrevocable de la historia. Siendo la realidad social una realidad estimativa y valiosa, la ontología de lo social es una dialéctica de lo social porque ese conte­ nido supone, como ya se dijo, una coincidencia del ser y el deber ser, del valor y el hecho en la realidad social. Es una unidad y división de contrarios. Es la antinom ia. Además, la integración recíproca y funcional de medios y fines en lo social nos m uestra una segunda unidad y división de contraste. No hay una oposición rígida entre los medios y los fines. Hay una simultaneidad: cada medio es tam bién un fin, y cada fin es igualmente un medio. Es la unidad y división de medios y fines. Esas contradicciones introducen, una vez descubiertas fenomenológicamente, en la filosofía de lo social, un contenido especial: es esa ontología una dialéctica de lo social. Tenemos una nueva dialéctica regional. Son varias las notas distintivas de la realidad social. La individua­ lidad es una de ellas. Hay una irreductible diferencia entre lo natural y lo social. Aquél es una realidad que responde a una generalidad y a una constancia. Lo natural se repite siempre. No así lo social; porque es una realidad individual y peculiar com o individuales y peculiares son las decisiones hum anas y las existencias que en los hechos sociales se realizan. Hay una individualidad de la decisión y de la vida y una paralela individua­ lidad de la realidad social. Esta característica de lo social no elimina la totalidad abierta y dinám ica de medios y fines. Los hechos que se dan en la esfera de lo social son individualidades que se integran con otras, y que a ellas se unen dentro de una general tensión funcional de medios y fines. Hay, al respeto, una analogía y una distinción con la realidad natural. La analogía: la integración. En la realidad natural hay un gigantesco condi­ cionam iento recíproco y funcional de causas y efectos y de fuerzas contrarias que se equilibran inestablemente. Todo hecho natural, aun cuando sea, ónticam ente hablando, m ínimo y dim inuto, está vinculado con el cosmos y produce en él ciertas m odificaciones18. La distinción: lo natural es lo que siempre se repite, y lo social es lo inefablemente indi­ vidual, lo irreductible peculiar. Ni total identificación de lo natural y lo social, ni incondicionada diferenciación. Analogía y distinción. La realidad social es una realidad variable. He ahí otra nota caracte­ rística: la m utabilidad. Es una realidad que cambia incesantemente. En la esfera de ella se dan decisiones que se realizan en un torbellino y un »

L e i b n i z fue el prim er d escu b rid o r de ese c o n ten id o de la realid ad n a tu ra l (C fr.

H e l m s o e t h , “ L o s seis g ran d es to m o s de la m etafísica o ccid en tal” , en R evista d e O ccidente,

M a d rid , seg u n d a edición, 1946, p. 215).

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reverberar de hechos complejos y variados. Es un proceso de transform a­ ciones constantes y creadoras. La vida social no es estable. Se modifica siempre. La realidad social es siendo. La historicidad anida en la esfera de lo social. Las variaciones de la realidad social se dan en el tiempo. Lo social está en el tiempo y en la historia. No es intemporal. La individualidad, la m utabilidad y la histo­ ricidad son las notas ónticas de la realidad social19. Contrariamente, en la esfera de lo natural tenemos la generalidad, la m utabilidad y la histori­ cidad —la naturaleza tiene tam bién su propia historia—. Se aclaran, asi, las diferencias y las analogías entre lo social y lo natural. Volvamos a la decisión hum ana que se realiza en el hecho social. Dis­ fruta, ya lo sabemos, del don óntico de la justificación teleológica. En las múltiples decisiones que cada hom bre adopta y realiza en su vida indivi­ dual hay una tácita presencia de un determ inado valor fundamental. Hay en todo hom bre una escala de valores, la cual ofrece una peculiaridad: hay en ella un valor fundam ental, cuya vivencia puede llamarse, también, fundam ental20. Esa vivencia es el supuesto de la unidad que form an las muy varias decisiones que realiza todo hombre. La coherencia y la unidad que vinculan entre sí a las decisiones de todo hom bre están condicionadas p or el valor fundamental. Este establece una conexión de sentido entre tales decisiones, al través de la respectiva vivencia. Esa conexión de sentido está unida a la peculiar trascendencia de las significaciones parciales de cada una de las decisiones que adopta y realiza, dentro del correspon­ diente grupo o clase social, el hom bre. Debe aceptarse esa trascendencia, porque las mencionadas significaciones tienen un sentido que escapa a su propio contenido. Esas significaciones trascienden la esfera de las decisiones dentro de las cuales se realizan y se hacen patentes. Esa trascen­ dencia es la realidad cultural que nos m uestra que, en virtud de la vivencia del valor fundam ental, las decisiones form an una totalidad. ¿Por qué una totalidad? Si la totalidad es la trascendencia, aun cuando encierre una unidad y división de la inmanencia y la trascendencia, no ofrece ninguna d ud a ni la suscita la afirmación de que las decisiones form an una totalidad. En lo que respecta a la totalidad cultural integrada por la unidad y la coherencia que presentan las múltiples decisiones que realiza el hombre, la trascendencia que en ella se d a está condicionada, ya se dijo, por la vivencia del valor fundam ental, vivencia que nos permite descubrir que cada significación de las parciales e individuales decisones trasciende su contenido propio. 19 C fr. N i e t o A r t e t a . "F e n o m e n o lo g ía , filosofía social y sociología” , ensayo p ublicado en U niversidad d e A n lio q u ia , num . 64, M edellln, m a y o -ju n io de 1944.___________________ 20 El v a lo r fu n d a m e n ta l re c u e rd a aq u el bien su m o , el cual, según D ilthey, se realiza en cad a ex isten cia ind iv id u al (C fr. D i l t h e y . El m u n d o h istó rico , M éxico, F o n d o de C u ltu ra ps. 225, 227 y 261).

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El hom bre quiere y decide desde el valor fundam ental que viva o que se realice en su existir personal. A hora bien, el m encionado valor puede no coincidir con los muy conocidos y analizados valores religiosos, estéticos, éticos, jurídicos, económicos o vitales. Quiere decir que no se identifica o puede no identificarse con la justicia o la utilidad o la santidad, o la belleza, etc. El valor fundamental, o lo que hemos llam ado tal, podría también denominarse “aspiración única” o “interés fundam ental”. No se confunde con el interés económico. Hay otros intereses hum anos de rango más noble en la existencia. Pero cada vida individual realiza un determ inado propósito, una cierta aspiración, una peculiar orientación existencial. Desde ese propósito o aspiración u orientación cada hom bre crea su mundo. Quedan exlcuidos los restantes propósitos o las aspiraciones y orientaciones contrarias. Sólo se da en la vida un propósito o una aspira­ ción. Pero a través de esa orientación excluyente o de tal propósito el hom bre vive determ inados valores, la santidad o la justicia, o la utilidad o la agradabilidad, etc. Se llega desde “el valor fundam ental”, com pren­ dido en la form a analizada ya, a uno cualquiera de los valores que integran la tabla jerárquica conocida. E>entro del valor fundamental se realizan to ­ das las posibilidades que quedarán alojadas en la respectiva existencia individual. Es la riqueza. Empero, las otras posibilidades, es decir, las incompatibles con el referido valor fundam ental, quedarán excluidas. Es la privación. El existir hum ano es una unidad y división de la riqueza y la privación. La autenticidad de cada vida, personal está vinculada al valor funda­ mental. P ara un hom bre será auténtico el propósito o la aspiración únicos que para otros no lo serán. Autenticidad, peculiaridad, creación del mundo, decisiones, todo se da y se inserta en el valor fundamental. La vivencia de éste (tam bién podría decirse la “vivencia del propósito único”) es una determ inada interpretación del sentido del m undo y de la vida, del m undo creado p o r el hombre y de la vida que se realiza en cada hombre. Así descubrimos la relación entre la totalidad cultural y la concepción del mundo. M annheim escribe: “C ualquier decisión real... implica un juicio sobre el bien y el mal, sobre el sentido de la vida y del espíritu”21. La inter­ pretación del sentido del m undo y del significado de la vida debe insertarse en una concepción del mundo. Suponiendo toda decisión, una interpreta­ ción del m undo y de la existencia, una aprehensión del significado de am bos y siendo aquella interpretación y esta aprehensión una expresión de una concepción del m undo, se ha aclarado la vinculación óntica entre la decisión y la concepción del mundo. Toda decisión es incomprensible sin una concepción del mundo. La interpretación del sentido del m undo y del significado de la vida es una tarea individual en cada hombre. En cada ente

21

M a n n h e i m , ob. cit., p . 17.

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hum ano hay una cierta y determ inada aprehensión del m undo y de la existencia. El m undo es para el hom bre un conjunto de realidades y cosas creadas por él y entre las cuales debe existir y a las cuales debe estar inevita­ blemente vinculado. Sólo para el hombre posee un sentido el mundo. La totalidad cultural es el medio o el am biente —vocablos inadecuados y anfi­ bológicos— en que se desarrolla y se crea la correspondiente concepción del mundo. Ambas, la totalidad cultural y la concepción del mundo, producen en el conjunto de las decisiones hum anas y de las vivencias de los valores individuales que en tales decisiones se insertan, una unidad de sentido, una conexión de sentido. Si cada hombre vive un cierto valor fundam ental, la formación de la totalidad cultural, condicionada por ese valor fundam ental, nos lleva a una descripción de los supuestos de la constitución de cualquiera concepción del mundo en todo hombre y todo grupo o clase social. El hom bre vive dentro de una totalidad cultural y de una concepción del m undo porque com prende desde el propósito único o la aspiración excluyeme que realice, el m undo y la existencia. Como los propósitos o las orientaciones que el hom bre puede realizar se contradicen unos a otros, se excluyen, los hombres no se comprenden objetivamente. Cada uno m ira con desdén e indiferencia, si no con soterrada cólera, el propósito o aspiración que los otros realizan. Como cada existencia indivi­ dual quiere valer com o arquetipo o paradigm a, descalifica a las otras. El industrial, por ejemplo, contem plará con hastío o desdén o con mal disim ulada com pasión al filósofo o al sacerdote. Creerá que el propósito o aspiración que lo ha guiado en su vida y que lo ha llevado a crearse un determ inado m undo, es el único valioso. En suma, las realidades sociales, expresión de subyacentes decisiones hum anas, están condicionadas por el valor fundam ental que cada hombre realiza en su existencia. El propósito único e inefable que se inserta en cada vida personal lleva a la creación de aquellas realidades sociales que sean las adecuadas a la respectiva existencia individual. Hay en el hom bre otro valor fundam ental distinto de aquel a que se han referido las consideraciones anteriores. P ara com prenderlo son necesarias unas observaciones previas. El hombre ocupa una determ inada posición en la sociedad. La vivencia de ese segundo valor fundam ental va unida a la aludida posición. Todo cambio, toda modificación de ésta produce una transform ación del valor fundam ental citado. Así podría interpretarse esta aseveración del Dilthey: “Todo cambio de situación ap orta consigo una nueva posición de la vida toda”22. La función, digamos así en un lenguaje biológico, del segundo valor fundamental, es una justifi­ cación de una determ inada regulación de la vida social del hombre. La política es el menester hum ano vinculado a esa regulación. Veamos. Si

22 D i l t h e y .

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El mundo histórico,

p . 184.

toda decisión es inconcebible sin una cualquiera concepción del m undo, esa conexión es m ás imperiosa en la decisión política. Responde a la ontología misma de la decisión política su unión con una concepción del mundo. Siendo la weltanschauung una interpretación del sentido del m undo y de la vida, una aprehensión del significado de las realidades y de las cosas, la decisión política supone y lleva dentro de sí una compren­ sión y una aprehensión del sentido del m undo y de la vida. La conducta política tiene ese significado: una finalidad llena de sentido, una decisión que se inserta en una determ ina interpretación del mundo. No se le ocultó a Mannheim ese contenido de la conducta política: “Cualquier punto de vista político —declara— implica al mismo tiem po algo más que la escueta afirmación o negación de una indiscutible serie de hechos. Implica tam bién una amplia concepción del m undo”23. La concepción del m undo y de la vida se realiza dentro de la respec­ tiva totalidad cultural. Una regulación peculiar de la vida social del hom bre y un descubrimiento o deducción de todos los conocimientos o pensamientos implícitos en la correspondiente concepción del m undo y de la vida, son el contenido de aquella realización, la cual suscita un nuevo planteam iento del problem a del conocimiento. Hay dos grandes catego­ rías o grupos de conocimientos, los naturales y los históricos. Son cono­ cidas las tradicionales diferencias señaladas entre esos dos grupos de conocimientos, diferencias que tenían una significación general: una afir­ mación del involuntarismo del conocimiento natural y del voluntarismo del conocimiento histórico. Aquellas diferencias podrían enumerarse en la siguiente forma: invariabilidad-variabilidad, exterioridad-interioridad, ra­ cionalidad-irracionalidad y objetividad-subjetividad. A la exterioridad, por oposición a la interioridad, se le asignaban unas determ inadas conse­ cuencias, entre las cuales la de más elevado rango teórico era la afirm a­ ción de la existencia de verdades inmutables en la esfera de los conocimientos naturales, y de verdades históricam ente variables en la de los conocimientos históricos. Desde luego se aceptaba tam bién la inm uta­ bilidad en la esfera de la m atemática y, en general, en las ciencias de objetos ideales. Recuérdese que Kant añrm ó que la lógica era una ciencia que “según toda apariencia, parece ya cerrada y acabada”24. Recientemente, Husserl quiso transform ar a la verdad lógica en una verdad intem poral y ubicó el problem a de la verdad en la esfera de la lógica pura. La teoría de la totalidad cultural repudia esas clásicas diferencias entre el conocimiento natural y el histórico. La existencia misma de la totalidad cultural (en los dos sentidos que ya conocemos), nos m uestra que no son exactas todas esas distinciones entre la experiencia externa y la experiencia interna, entre 23 M a n n h e i m , o b. c it., ps. 130 y 131. 24 K a n t , C ritique d e la r a is o n p u ré , versión fran c esa de B arn i, P arís, F la m m a rio n , s.f.p.

17.

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la experiencia natural y la experiencia histórica. Se conoce histórica y naturalm ente aquello que debe forzosam ente conocerse dentro de la res­ pectiva totalidad cultural y la correspondiente concepción del m undo y de la vida. No hay una imperiosidad exterior de lo natural ni una evidencia interna pero variable y subjetiva, de lo histórico. La teoría de la totalidad cultural nos sum inistra una dem ostración del error implícito en la distin­ ción que rechazo. Ambas, la experiencia externa y la experiencia interna, disfrutan de una indudable evidencia, pero es una evidencia que se da en una determ inada totalidad cultural, no es una evidencia objetiva. La to ta­ lidad cultural y la concepción del mundo que a ella corresponda, se realizan y, al realizarse, crean una unidad y una identidad gnoseológicas entre la experiencia natural y la histórica, entre los conocimientos naturales y los culturales. Esa realización elimina las diferencias entre la aprehensión de lo histórico y la de lo natural. Se dijo ya que la totalidad cultural y la concepción del m undo y de la vida son una interpretación del sentido de la vida y el m undo. Esta interpretación es un supuesto del conocimiento natural y del conocimiento histórico. La totalidad cultural y la concepción del m undo son una condición de todos los conocimientos, los naturales y los históricos. Ya se dio una fórmula: se conoce aquello que dentro de las respectivas totalidad cultural y concepción del m undo debe inexorable­ mente conocerse. La objetividad intem poral e inmodificable no se puede descubrir. La objetividad que se nos ofrece en la historia procelosa de la cultura es la objetividad que corresponde a una determinada visión del m undo y de la vida insertada en una totalidad cultural. La realización de la concepción del m undo y de la vida elimina toda diferencia entre el conoci­ miento natural y el histórico. Ambas, la totalidad cultural y la visión de la vida y del m undo, son un conjunto de conocimientos naturales e histó­ ricos, conocimientos que por eso form an una unidad. Hay un idéntico grado de certeza y evidencia en cualquiera de esos tipos de conoci­ mientos. La unidad y división de la objetividad y la subjetividad en la existencia se realiza en la unidad y división de lo objetivo y lo subjetivo en todo conocimiento. Ya se dijo anteriorm ente que la verdad que se d a en la historia de la cultura es una coincidencia de la verdad absoluta y la verdad relativa. Mas la prim era totalidad cultural que hemos descrito, la totalidad que se ubica en el propósito o aspiración únicos que realiza todo hombre, no suscita en éste conocimientos reflexivamente descubiertos. Los hombres y mujeres prim arios y vegetativos, elementales y simples, tam bién tienen una interpretación del m undo y de la vida, pero en ellos se da irreflexiblemente, espontáneam ente. La concepción del m undo es en ellos algo más vivido que pensado y conocido. Es tan vegetal como sus mismos existires personales, pero fluye en ellos desde lo más hondo y arraigado de sus vidas individuales. Pero el valor fundam ental al cual nos hemos referido última­ mente, es decir, el valor fundam ental que vive todo hombre en cuanto 80

ocupa una determ inada posición en la sociedad, lleva al descubrimiento reflexivo y tenaz de peculiares conocimientos naturales o históricos. Ese hecho, de índole cultural, hace posible una clasificación de las totalida­ des culturales y de las concepciones del m undo y de la vida en ellas desarro­ lladas y formadas. Aquellas totalidades y estas concepciones del m undo son cuatro: la católica, la liberal, la m arxista y la nacional-socialista. Me limito a las que se han realizado históricamente con plenitud. Utilizando una m etáfora tom ada del m undo natural se podría decir que el valor fundamental, en la segunda acepción ya aclarada, es el eje en torno al cual gira la correspondiente totalidad cultural. El mencionado valor es un rasgo, una característica de toda visión del m undo y de la vida históri­ camente realizada. El valor fundam ental en el prim er sentido ya explicado —propósito o aspiración únicos que se dan en la existencia de todo hom bre— es la condición de la concepción del m undo y de la vida indivi­ dualmente realizada en todo hombre. Se descubre una oposición entre la realización histórica y la realización individual de la visión del m undo y de la vida. No todo en la existencia hum ana tiene un contenido histórico. No todo en la realización de la concepción del m undo y de la vida tiene un sentido histórico. Se comprende aquí por “histórico” lo que tiene influencia determ inante en el destino colectivo del hombre. En el hombre se realiza individualmente siempre una cualquiera concepción del m undo y de la vida, porque en el hom bre se da inexorablemente un propósito único o una aspiración excluyente —valor fundam ental en el prim er sentido ya aclarado—. Pero no en todo hom bre se realiza históricamente una visión de la vida y el mundo. P ara que ese otro hecho se dé es menester que el hom bre tenga conciencia reflexiva de su dram ático destino histórico. La realización de la concepción del m undo y de la vida, histórica­ mente hablando, crea una totalidad social. Esta es un conjunto de expre­ siones que tienen idéntico significado. Es un sentido condicionado por una significación trascendente, la significación que em ana —la palabra es am bigua— del valor fundamental, en la segunda acepción aclarada, in­ serto en la totalidad cultural y en la visión del m undo y de la vida. Aquella totalidad social está integrada por un orden jurídico, una moral y una ética, una religión, unas normas convencionales y unos hábitos sociales. Es el capítulo de la norm atividad. El orden jurídico supone un determ inado tipo de Estado y una cierta filosofía y ciencia jurídicas. La m oral y la ética pueden realizarse con plenitud o simplemente definirse o defenderse en la esfera de la pura teoría. La religión es una aseveración de lo Absoluto y un descubrimiento de lo “num inoso”, com o ha m ostrado un eminente teólogo alemán. El significado de las norm as convencionales está vinculado axiológicamente al sentido de aquel orden jurídico. Hay unas ciencias naturales y unas culturales que se desarrollan en el regazo —vocablo también anfibológico— de la concepción del m undo y de la vida. Son paralelas de una determ inada filosofía. Una com prensión individual e 81

inconfundible de las relaciones del hom bre con Dios está implícita en toda visión del m undo y de la vida. Hay un conjunto de bienes culturales producidos por esa concepción del m undo y de la vida —la técnica, los objetos manuales, las creaciones artísticas, etc.—. La totalidad cultural y la visión del m undo y de la vida están presentes en todos esos múltiples productos culturales. Hay en éstos una orgánica conexión de sentido. La realización de la concepción del m undo y de la vida, condicionada por la respectiva totalidad cultural, permite obtener una comprensión de determ inadas realidades, tam bién culturales. P or ejemplo, las crisis históricas. Los supuestos de éstas son una carencia de plasticidad y flexi­ bilidad de las correspondientes totalidad cultural y concepción del m undo y de la vida ante las nuevas circunstancias históricamente creadas. Toda crisis histórica es también una crisis cultural. Aquella carencia de plasti­ cidad se expresa inevitablemente en la imposibilidad de regular adecuada­ mente una vida social distinta —la vida encerrada en las citadas nuevas circunstancias históricas— y en un contenido irreal y puramente abstracto de los conocimientos que fluyen de la totalidad cultural y la concepción del m undo y de la vida. La mencionada imposibilidad y el aludido contenido m uestran que la cultura, todavía vigente históricamente, es incapaz de cum plir las “funciones” que norm alm ente realizaría. Surge una antinom ia entre la vida, la existencia, tal como objetivamente se haya expresado en la historia, y la totalidad cultural y la concepción del m undo y de la vida. En ese m om ento, dram ático y angustioso, determ inadas existencias indivi­ duales se aferran a la vieja y ya inhistórica regulación de la vida social. En virtud del contenido irreal y abstracto de los conocimientos, hay un refu­ giarse en la negatividad gnoseológica. Esta se expresa, se realiza en algunas posiciones vitales, las cuales son la afirmación de la irracionalidad, a saber, el orientalismo, el deseo de regresar a la aldea y hundirse en ella, la creencia en el absurdo, el repudio o destrucción de todas las anteriores creaciones culturales, en una palabra, la desesperación infecunda y anarquista. Todas las decadencias culturales se manifiestan en idénticos fenómenos. ¿Las “épocas correspondientes” de Spengler? Sí. La realización de la concep­ ción del m undo y de la vida se da en varios y determ inados momentos. Rom períam os los límites de este ensayo si se hiciera una descripción de cada uno de ellos. Ya se declaró que la realización de la concepción del m undo y de la vida crea una conexión de sentido entre las varias expresiones en las cuales se da esa realización. Esta permite la formación de la correspondiente sociedad. La totalidad cultural, la visión del m undo y de la vida y la sociedad constituyen una realidad integral. No debe olvidarse que cada sociedad supone un determ inado tipo de hom bre histórico. Es conocido el paralelismo ya anteriorm ente explicado: las modiñcaciones de la sociedad están unidas a unas previas transform aciones del hombre y de la existencia. La ontología de lo social culmina en la aprehensión del 82

contenido de la sociedad —concepción del m undo y de la vida que se realiza dentro de una cierta totalidad cultural—. Cada época histórica supone a un hom bre también históricamente individual y una determ inada concepción del m undo y de la vida, unida a una totalidad cultural. Para cada hom bre histórico hay una correspondiente época hitórica. Justam en­ te la ciencia histórica ha de m ostrar cómo ha sido anteriorm ente el hombre. Este es un ente extrañísimo: vive en trance de incesantes modifi­ caciones. Objeto y tema de la ciencia histórica es m ostrar esas transfor­ maciones. La época, el hombre, la concepción del m undo y de la vida y la totalidad cultural, son una misma realidad contem plada desde distintas posiciones gnoseológicas del sujeto cognoscente. Se afirmó ya que son cuatro las visiones del m undo y de la vida que se han realizado históricamente: la católica, la liberal, la m arxista y la nacional-socialista. Hay, en tal virtud, cuatro valores fundamentales que corresponden, cada uno, a una de las mencionadas concepciones del mundo: la unión personal del hom bre con Dios al través de la Revelación y de la organización exterior de la Iglesia, el hombre aislado e individual, la clase social y la comunidad popular. Son valores siempre presentes, siempre implícitos en todas las expresiones, complejas y diversas expre­ siones, de la respectiva concepción del mundo y de la vida. Es objeto de la sociología, no de la ontología de lo social, m ostrar cómo se ha realizado el correspondiente valor fundamental en determ inada concepción del m undo y de la existencia. Se descubriría una indestructible e íntima coherencia, una interna unidad en todas las creaciones en que se ha expresado la respectiva visión del m undo y de la vida. Cada Weltanschauung configura totalmente la existencia histórica del hombre. Tiene una gigantesca fuerza expansiva, dicho sea con un lenguaje tiznado de inadecuado naturalismo. La sociología ha de descubrir en cada época histórica la totalidad cultural que en ella se haya realizado y la concepción del m undo que informe a esa época. La ontología de lo social se limita a m ostrar que toda weltanschauung arraiga en un determ inado valor funda­ mental y que éste es el supuesto de la coherencia y unidad que vincula entre sí a las expresiones todas de la correspondiente concepción del m undo y de la existencia. La sociología como ciencia de hechos ha de estar vincu­ lada a una ontología regional y ésta es la ontología de lo social. Tal es el muy rico contenido de la ontología de lo social. Es ella una dialéctica de lo social. Descubre fenomenológicamente la unidad y división del ser y el deber ser en la realidad social. Describe la tensión recíproca y funcional de medios y fines en los hechos sociales. Analiza la significación trascendente, porque apunta al valor fundam ental de cada una de las expresiones en las cuales se realiza la concepción del m undo y de la vida. Descubre la totalidad cultural, vivencia de ese valor fundamental. Hay para ella una peculiar conexión del sentido en cada una y en todas las mencionadas expresiones. Es la coherencia, la unidad de sentido, la supe­ 83

ración cualitativa de las significaciones parciales e individuales de cada una de las creaciones culturales en que se raliza la visión del m undo y de la existencia. Es la trascendencia, es la totalidad. P or eso, como reiterada­ mente se ha afirmado, la ontología de lo social es una dialéctica regional de la realidad social. Es una de las varias dialécticas regionales. Su objeto últim o es la sociedad. No corresponde a la ontología de lo social calificar valorativamente la realidad social dada. Su misión es más sencilla, más humilde: un descubrimiento y una descripción del contenido de los hechos sociales. Se pregunta qué es la realidad social, pero no se plantea el falso problem a de cómo deba ser esa realidad, de cuál deba ser el contenido contingente y variable de la realidad social que se dé en determ inado m o­ m ento o haya de darse en ese momento. La ontología de lo social no es una política de lo social, ni podría serlo. (1953)

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J a im e V e l e z

saenz

LA FUNCION DE LAS CATEGORIAS EN LA ONTOLOGIA* Se ha esperado siempre de la filosofía que nos suministre un conoci­ miento radical de las cosas, es decir, un conocimiento que descubra las raíces de donde ellas provienen y que las sustentan y nutren. Hablando sin metáforas, diré que la filosofía ha tratado de descubrir en las cosas los aspectos que las constituyen necesariamente y les hacen posible ser lo que son y actuar como actúan. En su largo y penoso intercambio y enfrenta­ miento con la experiencia qué de ellas nos es dado alcalizar para poner al desnudo esos momentos últimos, la filosofía ha elaborado ciertos conceptos de amplia generalidad que en su contenido nos dan presumible­ mente ese saber que se busca. Es lo que los antiguos denom inaban “primeros principios y causas de las cosas”. A hora bien, la historia de la filosofía ofrece fundam ento suficiente para llam ar “categorías” a dichos principios. Si bien es cierto que no en todas sus grandes corrientes ha logrado prominencia y uso sistemático este térm ino, el cometido que a las categorías de sus tablas asignaron Aristó­ teles y Kant así como la celebridad e influencia de que ellas han gozado autorizan para generalizar y aplicar el térm ino a los conceptos que en otra filosofías desempeñan idéntico o análogo cometido. Además, hay cierta “continuidad histórica” en el conjunto de problemas a que responden o aluden las categorías, com o bien dice N. H artm ann1. Conceptos tales como cantidad, cualidad, sustancia, causalidad, esencia, tem poralidad, espacialidad, relación, unidad —otros tantos nombres para categorías tradicionales— reaparecen, una y otra vez en diferentes épocas y tendencias del pensamiento filosófico. Desde el punto de vista del conocimiento, lo que se ha requerido de las categorías es que hagan pensables, es decir, aceptables a la razón y conmensurados a sus exigencias los momentos necesarios en la constitu­ ción de los entes como tales. Esta función epistemológica de las categorías se apoya en la identidad de sus contenidos —en la medida en que ella * P a ra la presente edición de este a rtícu lo a p a re c id o o rig in alm en te en ¡deas y Valores, he in tro d u c id o im p o rtan tes co rrecciones en la p a rte d ed icad a a las categ o rías en K ant. Las hice p o r h a b e r ju z g a d o erró n e a la m an era co m o en la v ersión o rig in al ex pu se alg u n as tesis k an tian as co ncern ientes a aq u el te m a . P ero ello no me obligó a c a m b iar mi in terp retació n de dichas tesis. A ñ a d í tam b ién un as pocas co rreccio nes m uy breves, co n el p ro p ó sito de m ejo rar la clarid ad del tex to . 1 O ntología, 111 (T r. de Jo s é G aos), F. C. E ., M éxico. 1959, p. 18.

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alcance a descubrirse— con los “momentos” fundamentales de las cosas mismas, es decir, con las categorías en su función ontológica. Dichos “mo­ m entos” son fundamentos últimos, esto es, precisamente, metafísicos u ontológicos. Ellos son objeto de lo que entenderé aquí por ontología, que no es exactamente, como se ve, lo mismo que el simple reconocimiento de “lo que hay” como algo independiente del conocimiento. En adelante designaré indistintam ente como metafísicos u ontológicos dichos últimos fundamentos. Cabe aquí advertir que ninguna categoría verdaderamente ontológica es aspecto constitutivo de un ente dado a título de porción o parte física o empírica del mismo sino como ese aspecto que, presente en él jun to con otros que tam bién le son inherentes, le permite ser ente y pensado com o tal. Una com probación de este uso puede verse con algunos ejemplos tom ados de la historia de la filosofía. De las cinco Ideas de que Platón nos habla en el Sofista nom bra tres que impregnan forzosamente toda otra Idea y son por consiguiente aspectos constitutivos suyos: el Ser, lo Idéntico y lo Diferente (o no Ser). (La lista se completa con el Movi­ miento y el Reposo; presente uno de ellos en una Idea el otro necesaria­ mente está ausente de ella)2. Prescíndase ahora de que las Ideas plató­ nicas no sean cosas del m undo físico y que éstas sean apenas sus sombras; no viene aquí al caso la vieja polémica. Lo que interesa destacar ahora es que en su filosofía las Ideas son lo que verdaderamente hay, el ser por excelencia. Pues bien, en toda Idea se dan necesaria y simultáneamente el Ser; lo Idéntico, en cuanto cada Idea es siempre una e idéntica consigo misma; y lo Diferente, pues cada Idea es otra que las demás. Aparte de las paradojas a que llega Platón mediante la diversa predicación de esos conceptos unos de otros, su intención es m ostrar que sólo adm itiendo esas tres Ideas como componentes de todas las demás es posible pensarlas todas satisfactoriamente para la razón. Es esta una muestra notable de análisis categorial en una época aún tem prana de la formación de la filosofía. Aristóteles atribuye primeramente a las categorías una función lógica: ellas son los géneros supremos de todo lo que se puede predicar de las cosas en las proposiciones. Pero por eso mismo expresan, de acuerdo con la orientación realista de su filosofía, los diferentes modos supremos de ser que se hacen reales en todas las cosas del universo, como sus momentos constituyentes, y por eso mismo objetivos; y esto es lo que ante todo son las categorías. Para Aristóteles cada uno de los seres que existen en la Naturaleza es por sí una sustancia (ousia), y por referencia a ella existe y se predica todo lo dem ás1. Sustancialidad y accidentalidad son categorías que se completan y sostienen m utuam ente en ella, pues no puede haber sustancia sin determinaciones accidentales, si alguna form a de cantidad, 2 Sofista, 249 e-259e, passim . ' M etaph., Z, 1028 a , 10-32; y especialm ente 28-32.

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cualidad, acción, ni que no ocupe algún lugar o no se dé en algún tiempo, etc. Pero las categorías de que dependen los accidentes no son “acciden­ tales” en ningún sentido sino necesarias para que ellos existan en el ente sustancial. (También, por supuesto, están constituidas por momentos categoriales apropiados las “sustancias separadas” de la “teología” de Aristóteles). Pero hay tam bién en la Metafísica de Aristóteles nociones muy im portantes que, si bien no están incluidas en su tabla de categorías, deben considerarse como tales en virtud de la función que se les atribuye: m ateria y forma, potencia y acto, por ejemplo; tam bién la causalidad en su cuádruple forma; la contingencia, la necesidad. Estas tres últimas nociones figuran, en cambio, en la tabla kantiana de categorías. En Kant las categorías son form as a priori del sujeto. Pero hay pasajes de la Crítica de la razón pura que parecen implicar que la constitución del objeto de conocimiento no es enteram ente obra de las dos formas de la sensibilidad y de las categorías de la razón aplicadas mediante sus respectivos “esquemas” a los datos de los sentidos sino que está ya prefigurada en lo intuido mismo antes de su “información” por las formas a priori. T oda categoría, nos dice en efecto la Analítica de los principios, requiere ser sensibilizada, para quedar así determ inada, p or su esquema correspondiente, que le sum inistra el contenido sensible apropiado para que ella pueda aplicarse a los datos de la sensibilidad y constituir con ellos la síntesis cognoscitiva final. Así, por ejemplo, el esquema de la categoría de causalidad “es lo real que, una vez puesto, necesariamente está siempre seguido de alguna otra cosa. Consiste, pues, en la sucesión de la diversidad en tanto que está sujeta a una regla”4. Como se ve, Kant apela aquí a un conocimiento que nos es dado por la intuición empírica, como es la sucesión de estados diversos conform e a una regularidad así mismo observada en ella. Ese conocimiento condiciona y predeterm ina sin duda la aplicación de la categoría de causalidad, y no de o tra alguna, a una configuración de origen sensible, así sea todavía muy general: la sucesión regulada de estados reales. Y ello debe ser así porque de otro m odo no habría el grado siquiera mínimo de homogeneidad que Kant reconoce como necesario entre la categoría, el respectivo esquema m ediador y lo intuido empíricamente para que se produzca el conocimiento objetivo correspondiente. Ocurre sin embargo que, según Kant, “los conceptos puros del enten­ dimiento com parados con las intuiciones empíricas (o sensibles en general) son por completo heterogéneos”5. Con todo, tiene que haber, así mismo, alguna homogeneidad entre categorías y esquemas, y a su vez entre 4 C rítica de Ia razón p ura, “A n alítica de los p rin cip io s”, cap. 1. (T r. de Jo sé del P erojo). Ed. S o p eñ a A rg en tin a, Buenos A ires, 1932, T. 1, p. ISO. 5 Ib id em , T. 1, p. 148.

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esquemas y contenidos sensibles para que éstos puedan ser “informados” por las categorías a través de los esquemas. P or una parte, pues, Kant no puede menos de afirm ar que hay heterogeneidad completa entre conceptos puros e intuiciones empíricas, pues ella es consecuencia lógica de su concepción de unos y otras a lo largo de la Critica. Y por otra, debe adm itir algún grado de homogeneidad, incluso mediatizada, entre am bos extre­ mos, sopeña de que, de no adm itirla, no pueda funcionar el esquematismo ni, sin él, tam poco su entera concepción del conocimiento humano. El conflicto innegable de esas dos exigencias ha llevado a muchos comen­ taristas críticos de Kant a afirm ar —con razón, creo yo— que la Analítica adolece de una incoherencia de graves repercusiones en toda su estructura. Sea lo que fuere de este problem a de interpretación de textos kantianos, subsiste el hecho, apuntado arriba-,-de que la categoría está insinuada por lo menos en lo intuido mismo antes de que ella lo informe; y, por consiguiente, en lo real —según la medida, escasa o no, en que, según Kant, la intuición empírica nos permite conocerlo. Algo semejante a lo anterior puede decirse de la categoría de acción recíproca, o com unidad. En cuanto a la de sustancia, su esquema es “la permanencia de lo real en el tiempo; es decir, que se representa lo real como un substrato de la determ inación empírica del tiempo en general, sustrato que permanece mientras que todo lo real cambia”6. Y más adelante dice K ant que “la sustancia separada de la determ inación sensible de la permanencia no significa más que una cosa que puede concebirse como siendo sujeto (sin ser el predicado de otra cosa). Pero yo nada puedo hacer con esa representación, porque no me dice las determinaciones que debe tener la cosa para alcanzar el título de prim er sujeto”7. A hora bien, si antes de esa determ inación sensible la sustancia “no significa más que una cosa que puede concebirse como siendo sujeto”, dónde se han de encontrar las determinaciones que debe tener la cosa para alcanzar tal título sino, en últim a instancia, en ella misma? Pues el esquema de la permanencia tiene que ser aplicado a su vez a una síntesis previa de datos sensibles para determ inar el objeto como sustancia; y no a cualquier síntesis a aquella que al serle homogénea presenta ya indicios suficientes para que sea pen­ sada bajo el concepto de sustancia y no bajo el de ninguna otra categoría. Cosa análoga puede decirse de otras categorías, la unidad, por ejemplo: lo que es uno es la cosa misma en su realidad— con el m odo de unidad que su índole le permite. Y de la categoría de existencias! que cabe decirlo: es la cosa misma la que existe, con independencia del entendi­ m iento que la conoce. Los esquemas, pues, se aplican a los fenómenos gracias a que previamente se reconocen en éstas determinaciones categoriales análogas al respectivo esquema. Así, lo categorial es más bien 6 Ib id em , T. 1, p. 150. 7 Ib id em , T. 1, p. 151.

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descubierto por el conocimiento como ley de lo real inmanente a éste que puesto allí por el sujeto. Las observaciones anteriores, que apenas resumen brevemente lo que ha sido corriente hace largo tiempo entre críticos de la concepción kantiana de las categorías, dejan con todo a salvo la gran idea kantiana de lo trascendental. Para Kant, lo trascendental consiste en las condiciones absolutas y últimas de posibilidad tanto de los objetos como de la expe­ riencia de ellos, y esas condiciones son formas a priori del sujeto trascen­ dental cognoscente. Pero precisamente en virtud de la conclusión alcanzada arriba debe sustituirse lo trascendental como constitución del yo que “pone” los objetos por lo trascendental como sistema de los momentos necesarios y ontológicamente constitutivos de todo lo real como tal. La determinación trascendental de los objetos no es tal porque sea puesta —que no lo es— por el yo; es trascendental porque es una “determinación a priori de aquello en que todos los objetos tienen que convenir no por ser tales o cuales, sino por ser objetos”8. Lo trascen­ dental kantiano interpreta pues como estructura gnoseológica del sujeto lo que en realidad es el nivel ontológico a que llega el conocimiento. La verdad es, empero, que el hecho de ser a priori no le impide a lo trascen­ dental ser al mismo tiempo objetivo. Repetidas veces se ha hecho notar cuán problemática resulta-en Kant la coordinación de los dos sujetos que inevitablemente están presentes en su crítica de la razón: el sujeto empírico y el sujeto trascendental. Mas como las formas a priori de la sensibilidad y las categorías de la razón son ante todo formas, subjetivas, sí, pero no empíricas sino lógico-trascenden­ tales, y por consiguiente universales y necesarias, el sujeto cognoscente ya no es individual y puramente mío sino un sujeto que trasciende a todo sujeto empírico y viene a identificarse con una estructura objetiva que con sus determinaciones es pauta para el sujeto empírico en su ejercicio del conocimiento. Dicha estructura universal y necesaria llevó a algunos poskantianos a atribuir la trascendencia con todas sus funciones a un sujeto universal, que en Hegel, por ejemplo, es ya de lleno el sistema categorial en que tiene su génesis lógico-ontológica todo lo que hay. Este sujeto universal y único es lo Absoluto o la Idea, que en el desenvol­ vimiento dialéctico de sus categorías se manifiesta como Naturaleza y como Espíritu. Una vez producidos Naturaleza y Espíritu este idealismo — metafísico, como se le llam a— se supera o trasciende a sí mismo, pues en el sistema de categorías inmanentes a la realidad, que queda constituida gracias al despliegue dialéctico, ha desaparecido todo carácter subjetual y 8 X. Z u b i r i : S o b re la esencia. S o cied ad de E stu d io s y P ublicaciones, M a d rid , 1963, p. 379. D ice en seguida Z ubiri: “ E ste a p rio ri p o d rá ser su bjetivo co m o p reten d e el idealism o, p ero no es esta subjetividad lo qu e co n stitu y e la trascen d e n ta lid a d , sino el ser alg o co m ú n a to d o o b jeto en c u a n to objeto... éste es el co n cep to clásico d e lo trascen d e n ta l” .

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“la metafísica de la subjetividad” ha resultado superada. La filosofía del sujeto trascendental acaba por ser una metafísica de los entes. Y es así como en la Ciencia de la lógica reaparecen, desempeñando su clásica función ontológica, muchas de las categorías que ya figuraban en la filosofía de Aristóteles y que Kant incluyó también en sus tablas. En nuestro siglo la noción de categoría fue am pliamente utilizada por H artm ann en su Ontología , que en la m ayor parte de su contenido es un complejo sistema de categorías con las cuales está construida, según él, “la fábrica del mundo real” así como la del “ser ideal”, que es la esfera de las entidades lógicas y matemáticas y de los valores. En su filosofía recoge y considera H artm ann como categorías muchas nociones de que se había hecho “uso copioso”, en sentido categorial, desde la filosofía antigua hasta la de tiempos recientes, pero que no habían sido denominadas “categorías”. El sentido que este filósofo les da es plenamente ontológico y objetivo: son momentos constitutivos del ser de las cosas, no estructuras de ninguna especie de sujeto cognoscente. Lo cual no excluye el que haya también, como él reconoce, categorías del conocimiento mismo, no de sus objetos. Una lista de filósofos más larga que la de los citados aquí mostraría la insistencia en la aparición de algunas de las categorías clásicas en diferentes filosofías, no obstante, claro está el diverso modo con que se hayan tratado allí los problemas implicados en dichas categorías. Pero a éstas habría que agregar, por supuesto, las que han descubierto la filosofía m oderna y la contem poránea. El sujeto es una muy destacada entre ellas, tem atizada ya en Descartes; con Heidegger tenemos los “existenciarios”, que funcionan a m anera de categorías al hacer posible y constituir esa realidad humana que es el Ser-ahí, si bien es cierto que él requiere “distinguirlos rigurosamente de las determinaciones del ser del ente que no tiene la form a de ‘Ser-ahí’, las cuales llamamos ‘categorías’ ”9. Whitehead, trabajando en un campo muy diferente, introduce la noción, verdadera categoría, de "actual entity" (en Process and Reality), la cual hace posible el “proceso”, figura general en que, según él, se presenta la realidad toda en su acontecer. Atrás anoté cómo lo trascendental debe interpretarse no a la manera kantiana sino más bien como el estrato ontológico de lo real mismo a que el conocimiento es capaz de llegar. Ese estrato es un a priori objetivo que constituye la cosa real en su realidad de cosa, es decir que la fundamenta al dotarla de todo aquello sin lo cual no podría ser en absoluto. Pero la categoría no existe ni puede existir por sí sola, es siempre un momento de una cosa y sólo en ésta y en conjunción con las otras categorías de ella es donde se hace presente y ejerce su propia función. Exactamente por estas 9 M . H e i d e g g e r : E l ser y e l tiem p o (Tr. d e Jo s é G aos), F. C. E., M éxico, 1951, p. 52. M ás ad elan te dice H eidegger: “ E xisten ciarios y categ orías so n las d o s posibilidades fu n d am en tales d e caracteres del ser” (p. 53).

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mismas razones ninguna categoría es parte física de una cosa, a la manera com o un ladrillo es parte de un muro. Enteram ente diversa es la destruc­ ción física de un ente real de la aniquilación del mismo por la remoción im aginada de una de sus categorías. Una somera exposición de algunas de las categorías más tradicionales —que son quizá sustancia, cantidad, cualidad, relación, tiempo, espacio, acción-pasión, causalidad— hará ver en concreto su papel en la formación y constitución de la ontología metafísica. Aristóteles se preguntó cóm o interpretar del m odo más plausible la experiencia que hacemos —al nivel del sentido común, diríam os hoy— de que una cosa del m undo natural cambie de aspectos sin dejar de ser sin em bargo una misma, es decir, persistiendo idéntica a través del cambio. (Esto es lo que en el fondo dice el respectivo esquema kantiano). Las categorías de sustancia y accidente en su m utua complementación explican satisfactoriamente para la razón esa experiencia, pensó Aristóteles. Kant hace un análisis enteram ente análogo do la sustancia y su esquema, como acabo de hacerlo notar, pero desde el punto de vista de la “revolución copernicana”, o sea el de hacer girar las cosas alrededor del yo. De todas las categorías tradicionales la sustancia ha sido la más con­ trovertida en épocas recientes. (M ás exacto sería quizá hablar de sustancialidad, que es la categoría que ju nto con la de accidentalidad en sus diversas formas —cantidad, cualidad, etc.— constituye una sustancia individual). Aristóteles y la tradición aristotélica concibieron el m undo com o un universo de sustancias, entre las cuales se dan sin duda múltiples influjos m utuos, gracias especialmente a la acción de que todas ellas son categorialmente capaces. Pero la explicación de todo lo que no fuera azar en el operar de las sustancias y en el contenido de la operación tendía a buscarse en la “esencia” de cada una de ellas. Ocurrió sin embargo que la deducción que se creía hacer desde esencias, inasequibles ni con m u c h o en su plenitud, rendía muy pocos resultados para el conocimiento de la naturaleza. De este tipo de ciencia, que ya en el siglo XVI y aún antes, y de lleno ya en el siglo XVII no satisfacía la necesidad de explicación de los fenómenos naturales, se pasó —y el complejo proceso se ha descrito en numerosas obras— al estudio de esos fenómenos en cuanto pudieran ser mensurables en cualquier forma, lo que a su vez permitiría establecer entre las magnitudes así obtenidas correlaciones formulables matemáticamente. Esto hacía posible descubrir en la aparición, sucesión y desaparición de los fenómenos naturales pautas de regularidad, concomitancia, etc. Tan promisorios métodos hicieron que, dejando a un lado la consideración de la sustancia individual y sus accidentes, el interés de la nueva física se dirigiera a los procesos en que se dan los fenómenos. Se hizo así el tránsito de la sustancia a la función, com o solía decir Cassirer, y la noción de sustancialidad fue sustituida por nociones tales como las de proceso, hecho, suceso, adecuadas, ellas sí, al tipo de explicación que buscaba la 91

nueva ciencia. Esta triunfó finalmente y desalojó a la vieja física, debido a la fecundidad sorprendente que aquella m ostró ya desde entonces tanto para el conocimiento de la naturaleza como para el aprovechamiento y manejo utilitario de ella. . P or otra parte, en el frente filosófico empezaba por entonces con el empirismo inglés la crítica a la noción de sustancialidad. Buena parte de esa crítica, sin embargo, es a su vez criticable. Locke, por ejemplo, objeta que, siendo la sustancia algo que de algún modo está debajo de otra cosa para sostenerla y requiriendo a su vez el prim er soporte de otro que lo sostenga, y así sucesivamente hasta el infinito, la sustancia no aparece por ninguna parte10. Pero el supuesto es falso: equivale a tom ar errónea­ mente a la letra, en sentido puramente físico y empírico, la etimología metafórica de los términos, griego y latino, con que se designa la sustancia, y pierde por ello de vista el sentido ontológico de la sustancialidad. Ese sentido reside más bien, creo yo, en ser ella un continuado acto existen­ cial en que se aúnan para existir en un solo ente natural los elementos que lo componen. Por eso tam poco es la sustancia el “haz de sensaciones” de que nos habla Hume. Pues tal haz es algo puramente representado que saca la sustancia del único ám bito en que tiene sentido que pueda darse, a saber, el ám bito de la existencia y por consiguiente el de lo real e individual. Sólo que esta concepción, que pudiera llamarse existencial, presenta a su vez la dificultad de cómo identificar y delim itar en una cosa, si es que ella tiene sentido, el sujeto unitario que ejercía el acto de existir sustancial. No obstante esta dificultad, parece haber en esta categoría un núcleo problem ático válido, sobre todo si se considera que ella guarda ineludibles relaciones con categorías tales como la existencia y la individualidad, cuyos problemas ontológicos son bien reconocidos. P or lo demás, de la controversia sobre la sustancia surgió el hecho general muy im portante, de orden epistemológico, de que con categorías ontológicas no se pueden dar explicaciones de orden científico, como eran las que buscaba la ciencia natural que nació en el siglo XVII, fiel en eso a su tipo epistemológico. Tiempo y espacio tam bién pueden considerarse como categorías, y de hecho así lo han sido. Las realidades del m undo físico no son pensables sino como temporales y espaciales; los hechos puramente psíquicos, lo son por lo menos como temporales, aunque en alguna manera de referencia al espacio físico a través del organismo psico-físico de que son estados. En este sentido general tiempo y espacio son sin duda categorías. La manera en que lo tem poral y lo espacial estén relacionados con las cosas, o los modos de ser espacial y tem poral sean momentos necesarios de ellas, plantea su auténtico problema ontológico. Hacer tom ar nota de su exis­ 10 J. L o c k e : A n E ssa y c o n c e rn in g H u m a n U nderstanding, L , II,c . X X III,e n E. A. B urtt (ed.): The E nglish P hilosophers fr o m Bacort lo M ili. T he M o d e ra L ibrary, R an d o m H ouse, N ew Y o rk, 1939, p. 295.

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tencia es aquí mi sola intención. La historia de la filosofía atestigua su gran importancia. El análisis ontológico descubre en las cosas su “ser-así”, su “talidad”, com o dicen algunos filósofos. A toda cosa corresponde un conjunto de rasgos característicos suyos que la distinguen de las demás. “N ada puede ser sin ser determ inado de esta o de la o tra m anera”11. Se dice “talidad” porque todo ente es de tal m anera más bien que de otra. La talidad es el rostro, bien podría decirse, con que cada cosa se revela al intelecto hum ano y se identifica ante él. Pero el hecho de que de todo ente se pueda decir que es forzosamente tal o cual no implica que el conocimiento sea capaz de captar el conjunto total de las propiedades de una cosa y la m anera como estén estructuradas en ella. Pero hasta el conocimiento de que toda cosa es necesariamente tal o cual p ara com prender que esto es un m om ento de su constitución com o ente, es decir, una de sus categorías. En el ente realmente existente —valga el pleonasmo— la existencia es tam bién un m om ento categorial. P or eso no puede existir por si sola, “la existencia no existe, es siempre algo lo que e x i s t í , decía la filosofía medioeval. Com o diferente que es de la talidad, nó se encuentra en la misma línea de las notas que caracterizan de tal m odo a un ente. De ahí que desde este últim o punto de vista no haya diferencia entre cien táleros pensados com o simplemente posibles y cien táleros reales. La diferencia está sólo en que los prim eros no existen, los segundos sí. A las categorías de los entes físicos se agregan las de la persona y las de las cosas hum anas en general. No bastan para caracterizar la persona las categorías de sustancialidad y accidentalidad; la persona es un sujeto, un ser que se dice a si mismo “yo soy”, que es capaz de conocer, de actuar por voluntad, de ponerse fines, etc. La libertad es la categoría fundam ental que hace posible la conducta ética-m oral o inmoral. De acuerdo con los criterios que se han venido exponiendo, no parece que la “posibilidad”, incluida en muchas tablas de categorías, sea realmente una de tales. Que una cosa sea posible no se debe a que le sea inherente la categoría “posibilidad” junto con las otras que la consti­ tuyen, sino á que éstas, las únicas verdaderas categorías para el caso, son las que hacen trascendentalm ente posible que la cosa exista. De manera análoga a lo dicho sobre la posibilidad cabe tam bién poner en duda que nociones tales como necesidad, contingencia, imposibilidad, que corres­ ponden a las categorías llamadas “modales”, denoten genuinas categorías irreductibles a otras.

11 E . H u s s e r l : Investigaciones lógicas {T r .d e M . G a r d a M o re n te y J . G aos). R evista d e O ccidente, M a d rid . 1929, T . I, p. 233.

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La causalidad —o causación, como podría también decirse—12, entendida en general como la actividad por la cual una cosa produce otra, es una form a del acaecer universal entrañada en las cosas mismas y no en exigencias de la razón reguladoras de hechos. Pero a diferencia de las categorías hasta ahora mencionadas, que son condiciones trascendentales de la posibilidad de todo ente, la causalidad es por lo pronto condición de la posibilidad fáctica de que una cosa llegue a existir en virtud de la actividad de otra. La causalidad pertenece al orden del existir; fuera de él no tiene sentido. Ahora bien, ¿no podría concebirse un universo en que ella no existiera? Bien podría estar él organizado en su transcurrir y acontecer conforme a un ocasionalismo total, como pensó M alebranche del universo actual, o según una perfecta arm onía preestablecida, como pensó Leibniz. Ambas doctrinas son falsas, pero lo decisivo está en si su falsedad es meramente fáctica o es una falsedad debida a imposibilidad ontológica de que no haya causalidad (o causación). En el último caso, ésta sería un aspecto necesario del universo gracias al cual las cosas, dadas ciertas circunstancias, no pueden menos de correlacionarse bajo esa forma de interdependencia. La causalidad sería entonces una categoría. P or lo demás, el problem a de la causalidad —a saber, si existe o no, en qué consiste, qué valor tiene el llamado “principio de causalidad”, etc.— dio origen a controversias semejantes a las que se suscitaron a propósito de la sustancia. En lo tocante a la explicación, la predecibilidad y otras funciones del quehacer científico, las ciencias podrían hoy prescindir, y en parte así lo han hecho, de la noción de causa y reempalzarla para esos efectos por la de sucesión constante y regular según ley entre un antecedente suficientemente identificado y un consecuente igualmente tal. Pero esto no hace desaparecer el problem a para la ontología filosófica mientras siga habiendo razones abundantes para pensar que la causalidad es un aspecto real del acontecer universal. Dicho ya con los ejemplos y comentarios que anteceden qué son en general las categorías y qué función desempeñan en las cosas, trataré en seguida de dilucidar un problem a que surge a propósito del diferente grado de alcance y generalidad que se da entre ellas. En efecto, hay algunas, por ejemplo la talidad —o piénsese también en las del Sofista, mencionadas atrás—, que no podrían faltar en la constitución ontológica de ninguna cosa, sea cual fuere su tipo o m odo de ser; ni tam poco podría pensarse ésta desprovista de ellas. Esas categorías, que pueden denominarse “univer­ sales”, form arían en su conjunto el objeto propio de esa “ciencia del ser en cuanto ser” de que nos habla Aristóteles en la Metafísica,J. Además de las 12 A sí p ro p o n e M . Bunge qu e se llam e “ a la co n ex ió n cau sal en general, asi com o a to d o nex o cau sal p a rtic u la r” ,y q u e se reserve “cau salid ad ” p a ra el en u n ciad o de la ley de causación, o p rin cip io d e cau salid ad . (M . Bunge: Causalidad, E u d eb a, b u en o s A ires, 1972, pp. 15-16). 13 M etaph ., r, 1003 a, 22.

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anteriores, hay categorías de m enor alcance, las “regionales”, requeridas solamente para la constitución de entes de un cierto tipo, como los entes físicos, los psíquicos, el “ente ideal”, etc. Cada región se constituye por la inserción de sus categorías propias dentro del ám bito de las universales. Pero la existencia misma de categorías regionales provoca de inmediato la pregunta de si se ha de continuar indefinidamente el proceso de “regionalización” agregando simplemente determinaciones apriorísticas cada vez más específicas a las que definen regiones más vastas, o si por el contrario hay algún punto en que este proceso de subdivisiones sucesivas de ontologías regionales debe forzosamente detenerse. Y en este caso, qué criterio o principio hay para fijar ese punto. Así, por ejemplo, dentro del orden de los seres de la naturaleza se podría distinguir lo puramente químico de lo físico, en la medida en que la ciencia física es contrapuesta a la química. (Recuérdese que Hegel en la Ciencia de la lógica diferenció categorialmente lo químico de lo mecánico). Así mismo cabría distinguir dentro de los seres vivos —diferenciados ya a su vez de los inertes en el mundo natural— vegetalidad y anim alidad y hacer con estas nociones otras tantas categorías regionales. O dentro de las cosas que son objeto de los sentidos externos —subdivisión a su vez dentro del orden de las cosas físicas o naturales, contrapuesta a lo psíquico— distinguir las visibles de las audibles y encontrar las categorías en que consistan visibilidad y audibilidad ¿Se llegaría quizá en este proceso de especificación sucesiva de las regiones categoriales hasta la definición esencial misma de todas las especies de entes? Es decir, ¿a algo como el ideal aristotélico de una ciencia de todos los entes por sus esencias? ¿O a una ciencia única universal de todas las cosas, como soñó Descartes? No, no se llegaría ni podría llegarse, porque no podemos en absoluto intuir ninguna determinación a priori específica de canis, o equus, o felis de donde se sigan con necesidad lógica todas las propiedades que se suelen observar en los representantes individuales de esas especies animales. Lo que se puede, en cambio, es form ar empíricamente una noción general con las características observables en cada especie suficientes para distin­ guirla de las demás. El resultado no es ninguna esencia a priori sino un concepto elaborado a posteriori. Es lo que Locke llama “esencia nomi­ nal” 14. Este es un procedimiento corriente en las ciencias naturales y en las sociales. Son también conceptos a posteriori, al menos en lo que tienen de específico, los de animalidad y vegetabilidad. En cuanto al concepto “vida”, se debate entre biólogos y entre filósofos sobre aquello en que consista la vida de los seres dotados de ella; del resultado definitivo de esa controversia depende qué notas apriorísticas haya en su concepto. Entre tanto, quizá algo de lo que descriptivamente se sabe de lo que es en sí la 14 J . L o c k e , op. cit., L . IV , c . V I, pp. 354 y 355.

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vida biológica ofrezca algún aspecto apriorístico que pueda considerarse como una verdadera categoría regional. En conclusión, puede decirse que, a lo que parece, el a priori categorial se aprehende más certera y claramente —en el conocimiento prefilosóflco y aunque no se tenga conciencia reflexiva de él— en los niveles más generales de determinación; y a medida que se desciende hacia lo más específico los datos sensibles se mezclan a lo apriorístico y tienden en form a creciente a suplantarlo hasta las especies ínfimas, las que sólo podemos describir en términos de lo conocido a posteriori; como ocurre así mismo con los niveles inferiores de la escala. De hecho, la idea inspira­ d o ra del proyecto aristotélico de erigir una tabla de categorías era la de incluir en ella solamente los géneros supremos de predicación. A esa idea se ha ceñido más o menos el desarrollo del tem a en la historia de la filosofía. Es interesante com probar que desde el punto de vista de ciertos análisis corrientes en la filosofía analítica se llega a resultados conver­ gentes, pudiera decirse, con lo implicado por el concepto clásico de categoría, por lo menos en lo tocante a la referencia de las categorías a lo real y al problem a de sus diversos niveles de generalidad. Nos dice en efecto el Análisis que la aclaración del lenguaje natural —uno de sus propósi­ tos— es ontológicamente reveladora “y todo lenguaje natural tiene su propio esqueleto ontológico, y su ‘ontología’ ”, y la ontología es “la ciencia de las categorías” 15. En estos enunciados “ontología” y “ontológico” signi­ fican simplemente la realidad que está ahí y se nos ofrece a nuestra expe­ riencia y es objeto de enunciados del lenguaje natural. Aunque no es este exactamente el concepto de ontología que he venido usando, y a las cate­ gorías les dan los analíticos un tratam iento primordialmente lógico, lo que por el momento interesa destacar es la afirmación clara y reiterada de que hay categorías que nos dan información ontológica, es decir, noticia de diferentes aspectos de la realidad. Según el Análisis pertenecen a una misma categoría todas las cosas que se agrupen, bajo un predicado que diga algo de lo real, en una misma “clase”, más las que queden incluidas en la negación de ésta. Se form a así un “tipo” —referencia a la teoría de los tipos, de Russell— y a este tipo pertenecen todas las cosas de las cuales tenga sentido predicar P (con verdad o falsedad, mas no absurdamente). O sea que cuando quiera que un predicado P es significativamente aplicable a una osa, también lo es su complemento no-P. Es falso pero no absurdo decir que la sangre es verde, porque la sangre pertenece a la clase de las cosas que tienen color. Pero se incurre en absurdo, o sin-sentido, al cometer una “equivocación categorial”, como al decir, por ejemplo, “la extensión es triste”, enunciado en el cual —a menos que se trate de una m etáfora poética— se atribuye una cualidad, anímica en este caso, a algo 15 F . S o m m e r s : “T ypes a n d O ntolo gy ” , en P. F. S tra w so n (ed.): P hilosophical Logic, O x fo rd U niversity P ress, O x fo rd , 1967, p. 160, N o ta 1; p. 159, N o ta 2.

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como la extensión, perteneciente a la categoría cantidad y carente total­ mente de cualidades anímicas, por lo menos. El sin-sentido, no consiste pues en últim a instancia sino en desconocer en un enunciado el sistema de determinaciones ontológicas de la cosa de que se habla. Es notorio que lo anterior versa sobre el tem a del a priori categorial, que no es otro que el de la teoría ontológico-metafísica de las categorías. Por otra parte, dado que el concepto de “clase”, utilizado por el Análisis, permite la elaboración de muy diferentes niveles de generalidad en las clases, el ascenso hasta las más genéricas haría posible entrever desde ellas, o, más aún, encontrar en ellas las categorías metafísicas. Y, curiosamente, aquí resurge la cuestión —que arriba traté— planteada por la escala de categorías, que es la de saber desde qué grado de generalidad en dirección ascendente está interesado el ontólogo. A este como tal no le interesa saber que una cosa sea roja o verde ni, un nivel más arriba, que sea coloreada, sino que tenga el carácter de ser coloreada o incolora. (H asta aquí Somers)16. Pero tam poco debe detenerse aquí el ontólogo, agrego yo, sino finalmente en que cualquiera de esos predicados designa una cua­ lidad, y con esto se llega al nivel de las más altas determinaciones ontológico-apriorísticas. En este punto hay que acudir al criterio diferenciador a priori-a posteriori para encontrar el nivel desde el cual ha­ cia los superiores se descubran las genuinas categorías más genéricas, que son las que ofrecen interés ontológicamente. En este momento se trascien­ de el aspecto meramente lógico de las categorías al vislumbrar, por lo menos, en ellas un sentido ontológico-metafísico. Con lo que antecede en lo concerniente al juego de lo a priori y lo a posteriori en los niveles categoriales, etc., se tienen ya los elementos necesarios para formular, así sea brevemente, un esquema de la relación entre ontología y ciencias. Lo categorial y todo lo que de allí se deduce traza pautas inquebrantables a todo lo que hay, pero, conformándose siempre a ellas, cosas, hechos, com portam ientos difieren entre sí por carac­ terísticas que no se deducen de las categorías y sólo son comprobables a posteriori. Toda la órbita de lo que es así conocido se rige por “leyes naturales”, las cuales es tarea de las ciencias descubrir y formular. Dichas leyes, en la medida en que, conformándose a las categorías, no se deducen de ellas, podrían ser diferentes de como son y la negación formal de ellas no sería contradictoria. En tal caso podría decirse a la inversa que esas categorías permanecerían inm utadas e incólumes aunque el mundo real constituido por ellas obedeciera a leyes diferentes de las que de hecho lo rigen. No hay, pues, relación de deductibilidad de las leyes del m undo real a partir de las categorías ontológicas. Por consiguiente la alegoría carte­ siana que com para la totalidad del conocimiento hum ano a un árbol cuyo

16 ¡b idem , p. 160.

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tronco es la metafísica, las ramas, las ciencias, etc., es engañosa y desorien­ tad ora si con ella se quiere decir que las leyes cientíñcas se deducen, en el pleno sentido de esa palabra, de enunciados metafísicos. No hay, pues, continuidad entre ontología y ciencias, y en este sentido las ciencias no tienen “fundam ento filosófico”. Es dentro de cada ciencia como los hechos establecidos por métodos científicos y las leyes que los regulan encuentran fundamentos en las “teorías” —en el sentido técnico epistemológico de la palabra— elaboradas por esa misma ciencia. P or otra parte, y sin perjuicio de lo anterior, el conocimiento metafísico, como el científico, parte de la experiencia, y ésta puede ser tanto la precientífica del sentido común como la elaborada por los métodos científicos más exigentes. La historia de la metafísica muestra que muchos de sus temas surgieron de los fenómenos mismos, obervados por la experiencia del sentido común. En general, la manera como la ontología debe tener en cuenta los resultados de la investigación científica consiste en descifrar e interpretar el alcance ontológico que puedan tener los informes que van dando las ciencias sobre el com portam iento inmensamente complejo y variado de las cosas reales. Así, por ejemplo, de las doctrinas sobre la relatividad o de las controversias actuales sobre lo que sea la vida biológica pueden seguirse, y se siguen de hecho, consecuencias que en ninguna form a interesen al conocimiento ontológico, ya sea por refinarlo o enriquecerlo, o para modificar alguna tesis suya, o corroborarla o des­ truirla. Pero en casos tales no habría en aquellos informes científicos solamente ciencia pura sino también contenido de carácter ontológico aún no discriminado de lo científico, y tanto las ciencias como la ontología ganarían en claridad, pureza y coherencia con la disociación mutua de lo que pertenece a la una más bien que a la otra. De este modo se purifican recíprocamente ontología y ciencia al desprenderse críticamente cada una de lo que es exclusivo de la otra. Por esta vía queda abierta la posibi­ lidad de que, lejos de tenerse que deducir las categorías de un mismo principio o según un mismo hilo conductor, como hizo Kant en su “deduc­ ción metafísica”, la experiencia metafísica vaya descubriendo nuevas categorías, o profundizando en las ya establecidas, gracias al conocimiento de nuevas formas de la realidad en todas sus manifestaciones. Lo cual muestra, por cierto, que el reproche de Kant a Aristóteles por no haber “deducido” sus categorías según un criterio unificado se retuerce contra Kant, precisamente por haber hecho tal tipo de deducción, y habla en favor de Aristóteles por no haberlo hecho. No lo hizo así, ciertamente, sino que, com o es frecuente en su proceder filosófico, acudió al lenguaje para recoger de él en su uso corriente, en su “ontología” —como diría la filoso­ fía analítica—, lo que con él se dice de las cosas de las maneras más genéricas a que se pueda llegar. Surgida, pues, de la experiencia en todas sus formas pero buscando, en lo que ésta ofrece, los momentos trascendentales que la constituyen, la 98

ontología no tiene por qué merecer la crítica que se le suele hacer de que, como metafísica, es una ociosa duplicación de un m undo real por un mundo de ideas separadas del primero. Duplicación semejante se encuentra en la filosofía de Platón, bien se sabe. Pero no la hay en una ontología que se proponga descubrir los elementos a priori que configuran las cosas reales en sí mismas, en su propio ser, no en un más allá de ellas. “Trascendental” no quiere decir más allá de las cosas sino simplemente de los aspectos empíricos de lo que nos es dado por la experiencia de las cosas. A este se refiere la expresión “experiencia metafísica” —que es “expe­ riencia de lo a priori”— usada atrás. Y en cuanto a la palabra “metafí­ sica”, recuérdese que ella proviene de un mero accidente editorial, y su ulterior interpretación metafórica como nom bre de la ciencia de “lo que está más allá de la realidad física” ha contribuido a forjar esa falsa imagen dualista. En vez de metafísica sería mejor hablar de “intrafísica” o algo parecido, como la doctrina general de lo a priori inmanente a lo físico. Creo que un saber así concebido se acerca mucho a lo que P. F. Strawson denom ina “metafísica descriptiva”: “...hay un sólido núcleo central de pensamiento hum ano que no tiene historia, o ninguna registrada en las historias del pensamiento; hay categorías y conceptos que, en su carácter más fundamental, no cambian en absoluto... Son ellos, sus inter­ conexiones y la estructura que forman, aquello en que una metafísica descriptiva se ocuparía prim ordialm nte”. Y un poco más adelante: “Pero esto no significa que la tarea de la metafísica descriptiva se haya hecho o pueda hacerse de una vez por todas... Si no hay nuevas verdades por descubrir, hay viejas verdades que redescubrir. Porque aunque el tem a central de la metafísica descriptiva no cambia, el lenguaje crítico y analítico de la filosofía cambia constantemente” 17. (1978)

17 citados).

P . F . S t r a w s o n : Individuáis, M e th u en & C o., L o ndres, p. 10. (T r. m ía de los tex to s

D a n il o C r u z V e l e z

N IH ILISM O E INM ORALISM O U

n

D

ia l o g o c o n

N

ie t z s c h e

Si no nos estuviera invadiendo una ceguera tenaz para lo que no sea superficial, epidérmico y de primer plano, la cual nos impide m irar en el fondo de donde mana todo lo que está ocurriendo en nuestra época, no habría una ocupación más urgente que la de meditar noche y día sobre el fenómeno del nihilismo. Este fenómeno está a la vista hace mucho tiempo. Nietzsche, desde su atalaya solitaria, anunció su aparición con estas palabras sombrías: “El nihilismo está a la puerta. ¿De dónde nos llega este el más terrible de los huéspedes?” 1. El anuncio se encuentra al comienzo de La voluntad del poder, libro publicado por primera vez por los editores del legado postum o nietzscheano en 1901, un año después de su muerte. Desde entonces se ha intentado, una y otra vez, ahuyentar a tan desagradable visitante. Pero en vano. El nihilismo, inexorable, se ha instalado entre nosotros; y lo único que, por lo pronto, se puede hacer con él es trata r de filiarlo y de averiguar su origen. El térm ino nihilismo que comienza a usarse a fines del siglo XVIII en la filosofía alemana, se difunde en el siglo XIX a través de la obra de algunos novelitas rusos, sobre todo de la de Dostoievski, quien describe impresionantes figuras nihilistas y la atm ósfera nihilista que comenzaba a respirarse en su patria. Antes de Nietzsche, sin embargo, el nihilismo corre, sin fuerza y como algo exótico y marginal, al lado de las grandes corrientes de la cultura europea. Nietzsche es el primero que lo coloca en el primer plano de la atención; el primero que lo vive y lo piensa en todas sus dimensiones, y el prim ero que lo acepta como una potencia histórica con la que hay que contar. Por eso se llama a sí mismo “el primer nihilista cabal de Europa”2. Su nombre está, pues, íntimamente unido al nihilismo, y cualquier intento de esclarecer este fenómeno debería ponerse en marcha en un diálogo con él. Esto es lo que se propone el presente ensayo.

1 F. N i e t z s c h e : D er WUle zu r M achí, K roners Taschenausgabe, A lfred K.roner S tu ttg a rt, p. 7. T o d a s las citas siguientes de N ietzsche rem iten a esta edición de sus Obras com pletas. 2 Op. cit., p. 4.

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N ih il is m o T e o r ic o y N ih il is m o P r a c t ic o

El campo de semejante diálogo tiene que ser el de la metafísica, pues Nietzsche avista y discute en ella el fenómeno del nihilismo. Pero indepen­ dientemente de esta consideración biográfica, el solo sentido de la palabra nihilismo nos remite al mismo campo. El nihilismo, en efecto, es lo que tiene que ver con la nada (nihil), que es un tema central de la metafísica. Es verdad que el tema capital de la metafísica es el ser de las cosas, mas desde sus comienzos griegos aparece en ella el ser íntimamente unido con la nada. Esta unión había tenido casi siempre el carácter de una correlación equilibrada. La metafísica no podía explicar el ser sin referirlo a la nada, pero la nada sin su referencia al ser resultaba incomprensible. Cuando entra en escena el nihilismo se rompe dicho equilibrio. Eso ocurre al final de la historia de la metafísica occidental, cuando, al llegara su plenitud con Hegel, después de realizar todas sus posibilidades de desarrollo, pierde su capacidad de transform ación y comienzo a declinar. Los modelos y esquemas metafísicos con que se venía interpretando el ser de las cosas se hacen entonces caducos; la nada, saltando al primer plano, desplaza al ser, y el hom bre comienza a no saber qué son, en el fondo, las cosas, es decir, se vuelve nihilista. Lo anterior no significa, claro está, que el nihilismo tenga que ver sólo con la filosofía profesional. Aunque su origen se encuentra en la metafísica occidental, su radio de acción va más allá de ella, abarcando todas las esferas de la vida hum ana. Además, últimamente ha rebasado el mundo occidental y se ha hecho planetario. De modo que hoy, por doquiera, allí donde se encuentre un terrícola, y en todas las creaciones específicas del hombre (en las religiones, en las morales, en las artes, en la política, en las relaciones sociales) tropezamos con su rostro azorante. No se puede negar que es urgente describir las múltiples manifesta­ ciones del nihilismo; pero si queremos com prender esta multiplicidad, primero tenemos que rastrear el origen del nihilismo, averiguar “de dónde nos llega este el más terrible de los huéspedes”. Como se dijo, este origen hay que buscarlo en la metafísica. Tal es también el parecer de Nietzsche. Con todo, como nos podría objetar un conocedor de su obra, él busca el origen del nihilismo igualmente en la moral. ¿Cayó Nietzsche aquí en una contradicción? ¿O lo que pasó fue más bien que tuvo que seguir dos caminos diferentes para poder encontrar la fuente de un fenómeno sumamente complejo? Ni lo uno ni lo otro. Lo que ocurre es que Nietzsche une la ipetafísica y la moral tan inextrincablemente, que casi las confunde. Como se verá más adelante, am bas son para él dos direcciones de la misma tendencia de la vida a negarse a sí misma; y cuando tiene a la vista la unidad imperante allí —que es lo más frecuente—, mezcla lo metafísico y lo moral, y enreda los temas y los conceptos de am bas esferas unos con otros en tal forma, que se 102

hace dificilísima la intelección de sus textos, ya de por sí embrollados debido a su carácter aforístico, fragm entario y asistemático. Mas a veces tiene en cuenta la diferencia entre los dos dominios. Así, por ejemplo, respecto al nihilismo distingue el “nihilismo teórico” en el campo de la metafísica del “nihilismo práctico” en el de la moral3. Nietzsche no hace mucho uso de esta distinción, y con frecuencia la olvida totalmente. Pero nosotros debemos tenerla muy en cuenta, si queremos desenredar el ovillo que son sus textos sobre el tema y, sobre todo, para tener siempre presente que el nihilismo práctico no surge, como el nihilismo teórico, de la pregunta por el ser de los entes, sino de la pregunta por el deber ser y las normas rectoras de la conducta hum ana, es decir, en el ám bito de la praxis. El nihilismo teórico se presenta cuando todo ente nos parece, en el fondo, nada; y el nihilismo práctico, cuando la norm as que han regido nuestro com portam iento pierden su validez, y ya no sabemos cómo debemos obrar. A esta última form a del nihilismo le da Nietzsche también el nombre de inmoralismo, que encontramos más exacto, en vista de que la palabra nihilismo encierra el componente nihil, tan cargado de tradición ontoló­ gica. Pero el término inmoralismo hay que tom arlo como un nombre meramente descriptivo, como la designación de la ausencia de una moral vigente, y de ninguna manera como la sanción del desenfreno moral, ni como la negación expresa de la posibilidad de establecer normas morales. A pesar de la indistinción en que mantiene casi siempre lo ontológico y lo moral, Nietzsche fue el primero que vivió y pensó este nihilismo de la praxis. Entre los moralistas había habido antes polémica y hasta lucha a muerte en torno a las concepciones fundamentales de lo moral, pero la moral misma nunca había sido puesta en duda. Pues siempre se había creído —hasta en las formas más crudas del escepticismo— en alguna de las instancias valiosas (los dioses, el Estado, la felicidad, la salvación del alma, la perfección del ser humano, la utilidad, el progreso, etc.) que el hombre ha colocado a través de su historia por encima de sí mismo como fuente de validez de los principios que han de guiar su conducta. Mientras que la experiencia de que parte Nietzsche es precisamente que todas estas instancias han caducado y que ya nadie cree en ellas. P or eso dice de sí mismo: “Yo soy el prim er inmoralista”4.

El N

ih il is m o

R

a d ic a l

Lo que nos proponemos en este ensayo es aclarar algunas cuestiones referentes al inmoralismo. Pero solo podremos lograrlo moviéndonos por J Op. cit., § 4. 4 Ecce H o m o , p. 357.

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entre el nihilismo teórico, porque, como queda dicho, en la mayoría de los textos de Nietzsche sobre el tema ambos aparecen enlazados entre sí. Así, en La voluntad de poder, al comienzo del capítulo titulado “Nihilismo”, se encuentra la siguiente definición: “El nihilismo radical es... la evidencia de que no tenemos el más mínimo derecho a añadir un más allá o un en-sí de las cosas, que sea ‘divino’, la moral misma”5. En esta definición pone Nietzsche a la vista el campo históricofilosófico en que ve el nihilismo, y exhibe la raíz común del nihilismo teórico y del inmoralismo. La expresión “más allá” (Jenseits) nos conduce de un salto a dicho campo histórico-filosófico. Este es el platonismo (tom ado en un sentido tan amplio, que no siempre se identifica coh la doctrina de Platón mismo) y la metafísica occidental, que según Nietzsche es lo mismo que platonismo. P ara él, metafísica es, sobre todo, la teoría de los dos mundos, que explica el ser de las cosas de la experiencia refiriéndolo a un fundamento ideal —el m undo de las ideas y de sus innumerables modificaciones— situado más allá (meta) de la naturaleza (physis). La expresión “en sí” (A n sich), también de clara estirpe platónica, no hace más que explicar la anterior, pues solo designa una nota fundamental de las ideas: estas son en sí, a diferencia de las cosas intram undanas, que son en otro, en cuanto tienen su fundam ento en las ideas. Si lo ideal, que es la dimensión del más allá y de lo en sí, se considera como el ser propiam ente dicho de las cosas, su ser físico tiene que aparecer solamente como lo accidental y aparente en ellas. P or eso, cuando alcanza­ mos la evidencia de que esa dimensión trascendente es una arbitraria creación nuestra que no tiene nada que ver con el núcleo ontológico de las cosas, estas quedan privadas de su fundam ento. El nihilismo radical es el resultado de semejante privación. En él tiene su raíz el nihilismo teórico. Pues es claro que las cosas sin su fundam ento se nos convierten en nada. Pero allí está también la raíz del inmoralismo. ¿En qué sentido? Al final del texto que comentamos Nietzsche nos da la clave para responder a esta pregunta, al caracterizar el ser meta-físico de las cosas, puesto en entredicho, como “divino” y como “la moral misma”, Pero para entender la clave tenemos que recordar otro aspecto del platonismo. El platonismo establece entre las cosas y las ideas una realización de fundamentación ontológica, según la cual aquellas reciben su ser de estas. Pero cuando se trata del hombre, que no es solamente una cosa, la relación se modifica. El hombre es, por una parte, una cosa intram undana y, en cuanto tal, copia de la idea invarible hombre. Pero también es práxis, un ente con quehaceres, cuyo ser depende de lo que hace. Desde este punto de vista, su ser peculiar no lo recibe de las ideas, como recibe su ser animal o 5 D er Wille z u r M acht: “ N ihilism us” , § 3.

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sicofísico; no es, pues, algo que le haya sido prefigurado de antem ano, sino más bien una tarea que tiene que llevar a cabo. De aquí que esté siempre anhelando lejanías. P or esto, referidas al hombre, las ideas no funcionan solo como moldes, que es lo que ocurre en su relación con las cosas, sino también como metas del actuar. Pero en este caso las ideas se convierten en ideales. Y la relación entre el hombre y lo ideal deja de ser una relación de fundamentación ontológica y se transform a en una relación de fundamentación normativa. Esta es la causa de que las ideas aparezcan en el plato­ nismo como fuentes de validez de las norm as rectoras de la conducta humana. Además, para Platón las ideas no son el último fundamento de lo que hay; ellas también tienen un fundamento, que sí es el último, y al cual le da los nombres de idéa toú agathoú (Idea del bien) y de lo theion (lo divino). Ontológicamente, lo theion es la última fuente del ser de las cosas; pero en la esfera práctica, visto desde el hom bre y sus fines, puede ser conside­ rado también como la fuente de validez de las normas de conducta. Esta es la razón de que el cristianismo, que es para Nietzsche una form a del plato­ nismo —“el cristianismo, dice, es un platonismo para el pueblo”6—, refiera las norm as morales a Dios. Lo cual, por lo demás, se justifica si lo divino es la Idea del Bien. No importa que para Platón y para los griegos lo agathón no tenga expresamente un sentido moral; pues tal sentido está implícito en la palabra giega, y la traducción de idéa toú agathoú por sum m um bonum, expresión con que se designa en la Edad Media también a Dios, no hace más que explicitarlo. Según lo anterior, no hay contradicción en el proceder de Nietzsche al buscar el origen del nihilismo al mismo tiempo en la metafísica y en la moral; pues la crisis de esta y la irrupción de aquel son lo mismo, en cuanto el nihilismo es, en último término, la pérdida de la fe en las ideas y en los ideales, que constituyen la base sobre la cual reposan tanto la metafísica como la moral. Tampoco se puede decir que Nietzsche haya tenido que seguir dos caminos diferentes para rastrear la fuente del nihilismo. El metafísico y el moral son el mismo camino. Ambos conducen al platonismo y al mundo de las ideas, y permiten contem plar el proceso de disolución de estos, la cual corresponde a la irrupción del nihilismo.

O

r ig e n

d e la

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e t a f ís ic a y d e l a

M

o ral

El nihilismo teórico corresponde a la crisis de la metafísica; el práctico, a la de la moral. Y si la crisis de ambas tiene su origen en el nihilismo radical, es menester esclarecer la procedencia de éste, para poder establecer claramente la última causa de dichas formas del nihilismo y de la 6 Jenseits vo n G ul u n d Bose, p. 4.

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crisis. Pero, metódicamente, el camino conduce a través de la metafísica y de la m oral; por ello, la investigación tiene que ponerse en m archa como una pregunta por el origen de am bas disciplinas. Según Nietzsche, lo que hace posible la metafísica y la moral es la doctrina de los dos mundos. ¿Cómo surgió esta doctrina? Una primera pista para responder a esta pregunta nos la d a Nietzsche en las siguientes palabras de estilo programático: “El ‘m undo verdadero’ y el ‘mundo apa­ rente’ —en buen romance, el m undo ficticio y la realidad”7. Aquí se pone al revés el orden establecido por el platonismo. Lo que para este es lo verdadero, es para Nietzsche una ficción; y, viceversa, lo aparente según el platonismo —“este m undo”—, resulta ahora lo que es en verdad. ¿Cuál es la actividad que produce esta ficción del “otro m undo”? En un aforismo recogido en La voluntad de poder, leemos: “El m undo verdadero y el m undo aparente —yo refiero esta contraposición a relaciones de valor. N osotros hemos proyectado nuestras condiciones de conservación como predicados del ser en general. Partiendo del hecho de que para prosperar tenemos que ser estables en nuestras creencias, hemos decidido que el m undo ‘verdadero’ no puede ser mudable ni un m undo en devenir, sino un m undo siempre idéntico a sí mismo”8. Al referir Nietzsche la contraposi­ ción de los dos mundos a relaciones de valor, reduce la ficción del mundo ideal a una valoración. Y si “las valoraciones expresan condiciones de conservación y de crecimiento”, como se dice al comienzo del mismo afo­ rismo, la valoración de que surge la ficción del “otro m undo” debería ser un medio de que se sirve la vida hum ana para conservarse y crecer; pero en la parte del aforismo citada antes se habla exlcusivamente de “condiciones de conservación”, no de “condiciones de crecimiento”. Esto indica que en el surgimiento del m undo de las ideas están en acción únicamente las valoraciones que son condiciones de conservación de la vida. Tal limita­ ción nos lleva directam ente al terreno donde Nietzsche ve aparecer la metafísica, a saber; a un tipo de vida hum ana a la que no le interesa más que no sucumbir. Desde el punto de vista de la voluntad de poder, que es la esencia de la vida, semejante olvido del crecimiento, para interesarse solo en la conservación, es un signo inequívoco de anquilosis y decadencia. Y este es para Nietzsche, en efecto, el carácter de la vida de los griegos a fines del siglo V a. d. C., cuando para poder afirmarse en este mundo, a pesar de la mengua de su impulso vital, inventan un transm undo como punto de apoyo, y comienzan a construir sobre esa base, con ánimo defensivo, el edificio de la metafísica. Como se ve, Nietzsche sigue un camino nuevo en la búsqueda del origen de la metafísica. Este se ha rastreado casi siempre sicológicamente en los llamados temples de ánimo: en el asom bro ante el ser, en la angustia 7 E cce H o m o , p. 294. 8 D er W ille zu r M a ch i, § 507.

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frente a la nada, en la adm iración del orden reinante en el m undo o en la duda respecto a su existencia, etc. Nietzsche lo busca, en cambio, históri­ camente en una forma determinada de la vida hum ana predominante en una época. De modo que para él la metafísica no es una necesidad esencial del hombre, como creían Platón y Kant, sino una especie de ideología, en el sentido que le da a esta palabra el materialismo histórico en el siglo XIX, esto es, la expresión condicionada históricamente de ciertos intereses de una clase, un grupo o una época. Suponiendo que la metafísica surge de una vida decadente del hombre griego, ¿cómo era la concepción de lo que hay que aquella viene a reemplazar, es decir, la de la época anterior, desde la cual se cae, época que hay que suponer caracterizada por una vida ascendente? A esta época Nietzsche le da el nom bre de “época trágica”. Desafortunadam ente, fuera de unas indicaciones muy vagas, en sus escritos sobre Grecia (El origen de la tragedia y La filosofía en la época trágica de los griegos) no encontramos una caracterización suficiente de ella. Pero tenemos que suplirla, porque, como térm ino de com paración, es indispensable para ver claramente la imagen que tiene Nietzsche de la época en que surge la metafísica. Para ello no nos queda otro recurso que reconstruir su imagen de la época trágica per viam negationis, es decir negándole los caracteres de la época de decadencia y atribuyéndole los diametralmente opuestos. Pues bien: si en la época de decadencia en que surge la metafísica el m undo se escinde en dos dimensiones contrapuestas —la natural y la ideal—, constituyendo el ám bito de aparición de todas las cosas, concebidas por ello ahora como un tejido de relaciones naturales e ideales; y si el ser también se escinde en un ser natural (temporal, espacial, indivi­ dual, cambiante y perecedero) y un ser ideal (intem poral e inespacial, universal, invariable y eterno), entre los cuales hay diferencias de rango, en cuanto el prim ero es relativo al segundo, que aparece com o su fundamento absoluto —entonces per viam negationis se puede suponer que para el hombre trágico el ser era uno y homogéneo y que su m undo era únicamente la physis o naturaleza, único ám bito de aparición de las cosas, en el cual las veía surgir a la luz y hundirse de nuevo en lo obscuro, siempre girando en el remolino del devenir, en un proceso incesante de nacimiento y muerte, de construcción y destrucción, en un movimiento circular y sin meta. Y si el hombre griego de la decadencia, por su parte, se escindió en un ser empírico y un ser inteligible, de acuerdo con su pertenencia a los dos mundos, entre los cuales comienza a moverse tendiendo siempre hacia el otro “m undo”, donde pretende encontrar su ser pleno, entonces también se puede suponer que el hombre trágico concebía su ser como homogéneo, y que no poseía otro ám bito para desplegar su existencia que la naturaleza, en la cual estaba atrapado sin posible escape hacia otra dimensión. Se comprende de suyo que la concepción trágica del m undo y de la vida hum ana exigía una actitud heroica, propia solo de un hombre de vida 107

ascendente, que, sin buscar ningún apoyo fuera de sí, desde el fondo de sí y por sí, pudiese afirmarse, siempre de nuevo, en el remolino devorador del devenir. Y es también obvio que el hom bre de vida decadente, que era según Nietzsche el de fines del siglo V a.d.C. en Grecia, no pudiese asumir esa actitud y tuviese que escapar mentalmente de ese medio inseguro e insidioso de la physis hacia un mundo ficticio meta-físico o ideal que le ofreciera un seguro reposo. Ahora podemos entender mejor la parte final del último aforismo citado: “Nosotros hemos proyectado nuestras condiciones de conserva­ ción como predicados del ser en general. Partiendo del hecho de que para poder prosperar tenemos que ser estables en nuestras creencias, hemos decidido que el m undo ‘verdadero’ no puede ser mudable ni un mundo en devenir, sino un m undo siempre idéntico a sí mismo”. Esto es, los carac­ teres indicados arriba del ser ideal son la objetivación y cristalización de las necesidades subjetivas de una vida decadente. Este tipo de vida sucumbiría necesariamente si no pudiera estar referida, trascendiendo el m undo físico, al ser como lo eterno, invariable, ajeno al nacimiento, al dolor, a la muerte, etc. y por ello decreta que estos son los predicados del ser en general, y que lo que no sea de este modo es casi un no ser. El anterior es, pues, según Nietzsche, el origen de la contraposición de un mundo físico, como lo meramente aparente, a un m undo de las ideas, como lo que es en verdad (óntos on), la cual constituye el marco en que surge la metafísica, que, moviéndose entre los dos mundos, comienza a interpretar el ser de las cosas reduciéndolo a instancias ideales. El mismo origen le atribuye Nietzsche a la moral. En el plan de El inmoralista, libro proyectado pero no escrito, dice: “Desde el punto de vista del origen, la moral es la suma de las condiciones de conser­ vación de una especie lamentable de hombre, malogrado en parte o del todo”9. La moral es para Nietzsche también un expediente que inventa la vida decadente para poder subsitir. Aquí lo que im porta es la determina­ ción norm ativa de la conducta humana, que no puede ser la misma para una especie de hombre malogrado que para un hombre de la época trágica. Este se da a sí mismo su propia ley, sin recurrir a una instancia trascendente, y solo teniendo en cuenta su ser peculiar en cada caso. La ley que lo rige mana, pues, de su existencia concreta. Por ello, esta ley tiene que ser individual, en cuanto aquella es individual; y tiene que ser cambiante, pues la existencia hum ana está siempre cambiando con el cambio de las decisiones del hombre, de las situaciones en que cae y de los golpes del destino. Pero el hombre de la decadencia no resiste la tremenda responsabilidad que le exige una existencia trágica, ni la inseguridad e inestabilidad inhetentes a ella. Entonces idea un sistema de normas válidas para todo el mondo, invariables y eternas, que le acoten y garanticen un 9 D er A n tich rist, p. 290.

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refugio seguro en medio de la naturaleza implacable; y, para darle a dicho sistema un fundamento de validez, crea un m undo de ideas de lo bueno en sí, lo justo en sí, etc., el cual pertenece, como el de las ideas de las cosas, al más allá. A este origen de la moral le atribuye Nietzsche la destrucción de la unidad y homogeneidad originaria del ser del hombre. Al constituirse la moral, según él, la vida hum ana se desgarra en dos esferas enemigas, quedando adscrita a dos órdenes de legalidad diferente: al orden natu­ ral y al orden moral, entre los cuales el hom bre debe ahora conquistar su ser auténtico —que resulta ser, claro está, el moral— reprimiendo su ser natural mediante una subordinación de sus impulsos, instintos y tendencias naturales a la tiranía de las normas. En suma, Nietzsche encuentra el origen de la metafísica y de la moral en la necesidad que siente el hom bre griego en decadencia, a fines del siglo V a. d. C., de un punto de apoyo para poder subsistir en un m undo en el que ya no puede afirmarse, lo que lo obliga a imaginar, por encima de la naturaleza, un m undo ideal, que convierte —proyectando sus condi­ ciones de conservación como predicados del ser y del deber ser— en fundamento ontológico de las cosas y en fundamento norm ativo de las reglas rectoras de la conducta humana.

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e r f e c c ió n

del

N

ih il is m o

Por el contrario, la crisis de la metafísica y de la moral, o lo que es lo mismo, la irrupción del nihilismo en su form a teórica y en su forma práctica, se produce cuando el m undo ideal, el “otro mundo”, se desenmas­ cara como una ficción. El desenmascaramiento equivale al nihilismo radical. Nietzsche colaboró en gran medida en esta tarea, pero no la considera una obra exclusiva suya, sino el resutado de un complejo proceso histórico. Esto hay que tenerlo muy en cuenta al leer las dos fórmulas en que se declara nihilista e inmoralista. Dichas fórmulas no quiere decir que Nietzsche sea el inventor del nihilismo y del inmoralismo, sino que él es el primero que pone en libertad toda la fuerza, reprimida hasta entonces, de esos fenómenos, permitiéndoles convertirse definitiva­ mente en las potencias históricas que son. Y esto en grado diferente, como lo indica la diferencia entre las dos fórmulas. La fórmula sobre el nihi­ lismo teórico —“Yo soy el primer nihilista cabal”— indica, mediante el adjetivo, que esta forma del nihilismo ya había entrado en acción antes de Nietzsche, pero que nunca había podido desarrollarse plenarpente. La fórmula sobre el inmoralismo, en cambio, habla sin ninguna limitación: “Yo soy el primer inmoralista”. Quiere, pues, decir que la crisis de la moral viene a declararse por primera vez en Nietzsche, a pesar de que la pérdida de la fe en el “otro m undo” se había producido antes, determ inando un 109

desm oronamiento del suelo en que reposaba la moral. Esta revela así una resistencia tenaz a las fuerzas que tendían a aniquilarla. Sobre su poder ha llamado Nietzsche frecuentemente la atención. “Desde Platón —dice— ha estado la filosofía bajo el imperio de la m oral”10. Ya explicamos cómo la pone en juego y en el origen de la metafísica; y ahora, al final de la historia del platonismo, la ve de nuevo en acción frenando la ruina total de aquel. De aquí su afirmación: “La moral fue el gran antídoto contra el nihilismo práctico y el teórico”11. Esto se entiende sin más respecto al primero, es decir, respecto, al inmoralismo. Pero ¿en qué sentido fue la moral un medio para frenar el nihilismo ontológico? Lo que tiene Nietzsche aquí a la vista es la polémica de la filosofía m oderna con la metafísica tradicional. Iniciada por Descartes, culmina en la Crítica de la razón pura, donde Kant exhibe la metafísica de origen platónico como una contrucción engañosa y su fundamento, el m undo de las ideas, como una ilusión. Así supera el platonismo de su llamado período pre-crítico, en el cual la doctrina de los dos mundos dom ina aún su pensamiento, como se ve claramente en el escrito latino De m undo sensibilis atque intelligibilis fo rm a et principiis, donde contrapone platónica­ mente un m undus sensibilis, accesible a los sentidos como algo fenoménico y apariencial, a un m undus intelligibilis, solo abierto al entendimiento y sede de las cosas en sí. Pero ahora, en la Crítica de la razón pura, al desapa­ recer el mundo inteligible, esa contraposición también desaparece; ei fenómeno ya no es mera apariencia, sino la cosa misma, pero como cosa de la experiencia, en la cual hay ciertamente componentes inteligibles, pero no las ideas platónicas, sino las categorías que pone el entedimiento en la constitución de los objetos. Sin embargo, a pesar de su destrucción sistemática en la Crítica de la razón pura, el “otro m undo” reaparece en el pensamiento de Kant justa­ mente por motivos morales, a la vista de lo cual hay que darle la razón a Nietzsche cuando culpa a la moral de la pertinacia de semejante ficción. Aunque Kant es el primero que libera a la m oral de la metafísica en sentido platónico, al desligarla de toda instancia trascendente, centrándola en la autonomía de la voluntad pura, precisamente cuando va a fundamentar esa autonom ía se le cuela de nuevo el m undo inteligible. Pues encuentra que la autonom ía de la voluntad, es decir, la libertad, es imposible si el hombre pertenece exclusivamente a la naturaleza, que, por estar sometida a una legalidad inquebrantable, no puede tolerar la libertad. Entonces, para que esta pueda ser explicable, tiene que postular, aunque no pueda dem ostrar su existencia, un mundo supranatural, referidas al cual son comprensibles las acciones humanas, inexplicables por la causalidad natural, las cuales revelan así una especie de “causalidad por libertad”. De esta suerte el 10 D er W ille su r M achí, § 412. 11 Op. cit., § 4.

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hombre resulta de nuevo un “ciudadano de dos mundos”, dueño de un “carácter empírico” y de un “carácter inteligible”; y el mundo y la vida hum ana se vuelven a escindir en dimensiones contrapuestas. El fracaso de la filosofía m oderna en su empeño de sacudir el yugo de la tradición platónica paró, sin duda, lífexplosión del nihilismo ontoló­ gico. Pero este ya había entrado en acción en la filosofía anterior a Nietzsche; por este motivo, él no se llama a sí mismo el primer nihilista simplemente, sino “el primer nihilista cabal”. Lo que quiere decir Nietzsche con esta fórmula limitada es que, a pesar de los ensayos de la filosofía moderna tendientes a destruir el “otro m undo”, él es el primero que se propone llevar a cabo dicha tarea libre de los supuestos que venían retardando su ejecución. Como vimos, tales supuestos procedían de la moral. De aquí que para Nietzsche su tarea previa sea la destrucción de la moral, cuyo imperio, aunque vacilante en sus fundamentos, no había sido tocado antes por la filosofía, ni siquiera por Kant. Por ello se llama a sí mismo simplemente “el prim er inm oralista”: el primero que no se deja seducir por la moral, esa “Circe de los filósofos”12. En el prólogo escrito en 1886 para la segunda edición de Aurora, publicada originariamente en 1881, recuerda Nietzsche como “lo peculiar e incom parable” (expresión empleada en carta de agosto de aquel año, dirigida a su editor Fritzsch, en que le propone la nueva edición) de la tarea de su vida la iniciación de esa empresa destructora: “Entonces descendí a la profundidad, y hurgué en el fondo; comencé a escudriñar y excavar una vieja creencia, sobre la cual hemos edificado, desde milenios, nosotros los filósofos, como si fuera el fundamento más firme —siempre de nuevo, a pesar de que las contrucciones se venían siempre a tierra; comencé, en suma, a socavar nuestra fe en la moral” 13. La destrucción de la fe en la moral, que se pone en marcha en Aurora y continúa en las obras posteriores, es, efectivamente, la tarea peculiar que le tocó a Nietzsche en el proceso histórico de la liquidación del platonismo. Pero la destrucción no ocurre solo por el afán de destruir. La destrucción está al servicio del nihilismo que estaba ya ahí, y cuyas fuerzas refrenadas quiere poner en libertad. En una nota programática recogida en La voluntad de poder, leemos: “El nihilismo imperfecto, sus formas; nosotros vivimos en medio de él” 14. Lo que se propone Nietzsche es superar esa imperfección del nihilismo en que le tocó vivir. Pero la perfección del nihilismo no se podía alcanzar mientras existiera la moral en cualquiera de sus formas. Ya vimos que hasta en Kant, quien la separa de lo metafísico, de lo teológico, del más allá, centrándola en el más acá del querer puro, la moral es la tram pa para deslizarse al otro mundo. Lo mismo ocurre en las corrientes morales 12 M orgenrote, p. 5. 13 Op. cit., p. 4. 14 D er Wilte z u r M achi, § 28.

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que aparecen en el siglo XIX. A pesar de su carácter positivista, todas van a parar en el establecimiento de subrogados del más allá: la felicidad del mayor número, la igualdad de los hombres, etc. cuya allendidad no es la misma que la de las ideas o la de Dios, pues no tiene un carácter espacial sino tem poral, en cuanto son concebidas como metas colocadas en un futuro lejano, que nunca llega. En todas ellas no ve Nietzsche más que el intento de sacarle el cuerpo a la tarea que le impone al hombre el nihilismo perfecto: darse la ley de su conducta desde sí mismo y por sí mismo, asumiendo los riesgos que esto implica, y sin buscar ningún apoyo fuera de s í15.

• La destrucción de la moral le abre primero el paso a lo que Nietzsche llama el “nihilismo activo”16. Este no se queda en el estadio de la mera contemplación de lo que se derrum ba, característica del “nihilismo pasivo”, sino que aniquila implacablemente todo lo que, gracias a las argucias de la moral, no acaba de hundirse, sin perdonar máscaras ni subrogados. Cumplida la tarea del nihilismo activo, sí se podrá entonces lograr la perfección del nihilismo, que es la condición indispensable para iniciar la tarea positiva de la construcción de la nueva filosofía superadora del nihilismo. Los momentos indicados aparecen en las siguientes palabras de Nietzsche: “ Deshagámonos del m undo verdadero. Para poder lograr esto, tenemos que deshacernos de los valores vigentes hasta ahora, de la moral... Cuando hayamos roto de esta manera la tiranía de los valores tradicionales, cuando nos hayamos desembarazado del ‘mundo verdadero’, tendrá que surgir, de suyo, un nuevo orden de valores” 17.

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Lo anterior explica la importancia que tiene en la obra de Nietzsche la crítica a la moral. Desde Humano, demasiado humano (1878), que inicia su obra propiamente filosófica, hasta La voluntad de poder, compuesta por sus editores con papeles escritos entre 1882 y 1888, año en que deja de escribir, encontram os en todos sus libros su extenso apartado dedicado a la destrucción de la moral, además de los trabajos escritos expresamente sobre el tema: M ás allá del bien y del m al (1886) y Genealogía de la moral (1887). La crítica tiene casi siempre la form a de una geneología, que escu­ driña el origen de la moral en la vida humana. Las instancias trascenden­ tes, consideradas antes como decisivas en el origen de la moral (lo divino, las ideas, los ideales y los ídolos, los principios prácticos de pretensa !5 Op. cit.. § 20. 16 Op. cit., § 22. 17 Op. cit., p. 322.

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validez universal, los valores, etc.), las hace surgir también de la vida. Con lo cual esta regresa a sí misma, después de haberse perdido en sus propios productos, convertidos por ella —por una vida cansada decadente— en sus tiranos y en los negadores de sí misma. De este m odo se restablece la unidad y la homogeneidad de la existencia hum ana, desgarrada antes en dos dimensiones contrapuestas. Y como esta “genealogía de la moral” también muestra el origen “hum ano, demasiado hum ano” del mundo ideal, este queaa reducido asimismo a la vida, superándose de esta suerte la doctrina de los dos mundos y despejándose el camino hacia el nihilismo en su perfección, después de lo cual sí se puede instalar el “nuevo orden”. La instalación del nuevo orden se lleva a cabo como una transvalora­ ción de los valores. La transvaloración ( Umwertung) es la puesta al revés del platonismo. Los valores —en el sentido nietzscheano, no solo los valores morales, sino también las ideas, los conceptos, las categorías, los principios, etc.— que antes se consideraban como positivos, aparecen ahora como quimeras de un ficticio mundo ideal; y los valores que tradi­ cionalmente se consideraban como negativos, por tener su asiento en la naturaleza, resultan ahora positivos. Pero aquí no nos interesa exponer esta reinstalación de la filosofía en la naturaleza, el único campo de trabajo que le queda después de la destrucción del más allá. Lo que nos im porta es ver nuestro problema central desde el punto de vista de la reinstalación. ¿Qué pasa con el nihilismo y el inmoralismo después del establecimiento del nuevo orden? ¿Qué suerte corren en él la metafísica y la moral? Es de suponer que en el nuevo orden el nihilismo y el imoralismo quedan superados. Y esto es lo que afirma Nietzsche. Pues si desde el nuevo fundamento —la naturaleza— es posible decidir sobre el ser de los entes y sobre las normas rectoras de la conducta humana, el hombre no tiene por qué estar flotando en la nada en las esferas de la teoría y de la praxis. Pero, en rigor, para la metafísica y la moral no hay campo en el nuevo orden. Se podría pensar que, gracias a la nueva posibilidad de interpre­ tar el ser de los entes y de fijar leyes prácticas, se podrían reconstruir ambas disciplinas; pero Nietzsche las une tan indisolublemente al “otro m undo” y al platonismo, que, al desaparecer estos, se ve obligado a considerarlas como periclitadas. Desde este punto de vista, el fin del platonismo sería el fin de la metafísica y de la moral, las cuales se reducirían a fenómenos históricos con un comienzo y un fin. El comienzo sería Platón, el fin Nietzsche. Sobre la metafísica Nietzsche no deja ninguna duda al respecto; en su opinión, ella es imposible después del aparecimiento del nihilismo. Tal opinión, sin embargo, contradice su propia filosofía positiva, pues esta es también una metafísica. A causa de su identificación de la metafísica con el platonismo, Nietzsche no se da cuenta de que, a pesar de haberse salido de este, sigue moviéndose en aguas metafísicas. Su doctrina de la voluntad de 113

poder no es, efectivamente, más que una forma de la metafísica de la subjetividad que, en lugar del ego cogito cartesiano, establece el ego voio como fundam ento explicativo de todo lo que hay. Respecto a la moral sí hay alguna ambigüedad en sus textos. Ya citam os uno de Aurora, obra tem prana, en el cual declara que su inten­ ción es acabar con la moral; en la época de madurez presenta a Z arathustra com o el “destructor de la m oral” 18, y al final de sus medi­ taciones sobre el tem a en La voluntad de poder, leemos en un aforismo dirigido contra los intentos de Kant y Hegel de fundam entar filo­ sóficamente una moral: “Nosotros ya no creemos en la m oral como ellos, y, p or tanto, no tenemos que fundar una filosofía a fm de que la moral se salga con la suya”19. Pero, por otro lado, Nietzsche intenta establecer una moral en el nuevo orden, basada exclusivamente en la naturaleza (lo que él llama la “naturalización de la m oral”). Desde este punto de vista, la destrucción adquiere el carácter de una faena preparatoria de la nueva construcción, com o aparece en una anotación del legado póstumo: “Yo tuve que aniquilar la moral, para poder im poner mi voluntad moral”20. Pero en nuestra opinión la destrucción de la moral tal como la lleva a cabo Nietzsche hace imposible una nueva moral. Para convencemos de ello es suficiente exam inar someramente el resultado de la reducción de la moral a la vida. Nietzsche parte del siguiente principio: “No hay fenóme­ nos morales, sino una interpretación moral de los fenómenos”21. El principio niega de antem ano la m oralidad, pues lo que llamamos fenóme­ nos morales, según él, no son tales, sino otra clase de fenómenos: fenómenos naturales, que, en virtud de una interpretación, reciben un sentido moral. De m odo que no hay fenómenos morales propiamente dichos. Y la moral es una falsificación, movida por una necesidad sub­ jetiva de la vida hum ana, que, indiferente respecto a lo que se llama el bien y el mal en sí, desnaturaliza los fenómenos naturales cubriéndolos de cualidades ficticias, con el fin de conservarse en ciertas circunstancias que exigen esa falsificación. La moralidad se origina, pues, en fuerzas de la vida que no tienen nada que ver con la llam ada moral. En esta dirección hay que entender la afirmación paradójica de Nietzsche: “La moral es un caso especial de inm oralidad”22. P or consiguiente, si a los fenómenos morales les quitamos lo interpre­ tado, solo nos restan fenómenos naturales, es decir, fuerzas vitales situadas “más allá del bien y del mal” . Así quedan reducidos a lo que son realmente. Pues lo interpretado es una ficción. Nosotros no nos damos cuenta de ello 18 19 20 21 22

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A ls o s p ty c h Z arathustra, p. 72. D er Wille zu r M acht, § 415. U nsechuld des W erdens, 11, § 744. D er W ille zu r M acht, § 258. Op. cit., § 401.

en la actitud natural, porque la vida, a causa de su necesidad de conser­ vación, olvida ese carácter ficticio de los fenómenos morales y los considera como algo real. En esta confusión ve Nietzsche una semejanza entre la conciencia moral y la religiosa: “El juicio moral tiene en común con el religioso que cree en realidades que no lo son. La moral es solo una interpretación, más exactamente, una falsificación de ciertos fenómenos. El juicio moral, como el juicio religioso, pertenece a un estadio de la ignorancia en la cual todavía falta el concepto de lo real y la diferencia entre lo real y lo imaginario, de tal modo que en dicho estadio de palabra ‘verdad’ designa cosas que nosotros llamamos ‘imaginaciones’ ”23. Pero la negación de la posibilidad de la moral, implícita en el natura­ lismo de Nietzsche, se pone mejor de relieve si consideramos la suerte que corren en él algunos conceptos éticos fundamentales, como son los de deber ser, sujeto moral, libertad y responsabilidad. El deber ser supone una cierta escisión de la existencia humana. Pues lo que el hombre debe ser, es lo que no es todavía realmente; pero que, para que pueda tener una fuerza vinculante, tiene que atañarle como la meta en que ha de alcanzar la plenitud de su ser. Frente a su carácter fáctico natural, que com parte el hom bre con la planta y el animal, el deber ser es, por tanto, otra dimensión del ser humano. Esta dualidad es el fenómeno que tiene a la vista el platonismo, y que interpreta adscribiendo el deber ser al carácter ideal o inteligible del hombre, y la facticidad natural a su carácter empírico. Cuando Nietzsche vuelve al revés el esquema interpretativo platónico, el deber ser se evapora. Pues si lo que se consideraba allí como la mera apariencia del hom bre —su ser físico— lo convierte Nietzsche en la plenitud de su ser, ese “todavía no” que apunta más allá de su condición natural desaparece, y el deber ser pierde de esta suerte su punto de referencia, quedando vacío de sentido. Nietzsche lo dice sin ambages: “Un hom bre como debe ser: esto me suena tan absurdo como esto otro: ‘un árbol como debe ser’ ”24. El sujeto moral supone igualmente una escisión del yo. P ara que se puede hablar de un sujeto de la motivación, la deliberación, la elección y la decisión, características de un acto específicamente hum ano, es necesario que, frente al yo empírico de los instintos, impulsos y tendencias naturales, haya un yo natural que se deje guiar por instancias no naturales. Pero, como es obvio, semejante yo no tiene cabida en una concepción del hom bre como mero hom o naturalis; por eso Nietzsche lo considera conse­ cuentemente como una ficción25. “Cuerpo soy solamente, y nada más que cuerpo”, exclama Z arathustra26. El cuerpo (L eib)cs, pues, el sujeto de los 23 24 25 26

G o tzenda m m erung, p. 117. D er Wille zu r M achi, § 332. G o tzan d am m erung, p. 110. A lso sprach Zarathustra, p. 34.

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actos humanos. Pero la palabra Leib hay que tom arla en su sentido exacto, que no aparece en nuestra palabra cuerpo. El Leib no es solamente externo, sino también intimidad, es decir, yo; pero no el yo que se contrapone a lo físico, sino una especie de intracuerpo (cuerpo visto desde dentro) o de yo corporal (el yo fundido con el cuerpo). En el fondo, el Leib es ese yo fisiológico que pertenece exclusivamente a la physis, y que está sometido a la rígida legalidad de esta. Por ello, los actos humanos no admiten según Nietzsche una explicación distinta de la mecánica, en la cual no se tienen en cuenta la voluntad, los propósitos, las metas, etc. En ellos lo que ocurre es lo siguiente: “ Una cierta cantidad de fuerza se pone en actividad, y hace presa en algo en que pueda descargarse. Lo que llamamos ‘meta’, ‘fin’,-no es en verdad sino el medio de que se sirve este proceso explosivo involuntario”27. Los actos hum anos no se diferencian, pues, de los procesos naturales; y así como carece de sentido hablar de un sujeto de actos morales cuando, por ejemplo, un rio se desborda y destruye una ciudad, así tam poco podemos hablar de un sujeto moral cuando la destrucción la lleva a cabo un hombre enfurecido. La libertad, tom ada en el sentido moral de la facultad del hombre a determinarse a obrar independientemente de sus instintos, impulsos y tendencias naturales, es también imposible en una existencia humana reducida a la mera naturaleza. En esta reina la causalidad natural deter­ minada por leyes inflexibles,y si el hombre no pudiera estar referido a una instancia no natural determ inante de sus actos, no podría producirse una excepción en el proceso causal natural, es decir, no podría obrar libre­ mente. • La responsabilidad es igualmente imposible si el hombre es solo un ente natural. A un hombre que no es un sujeto moral, sino el escenario de procesos naturales necesarios, no se le pueden im putar sus actos, ni hacerlo responsable de ellos. Si sus actos no dependen de su voluntad libre, im putación y responsabilidad carecen de sentido. Tampoco cabe la alabanza ni la censura respecto a su conducta, porque, como dice Nietzsche, “es disparatado alabar o censurar a la naturaleza y a la necesidad”28.

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Nietzsche es consecuente al negar la posibilidad de la metafísica y de la moral después de la ruina del platonismo; y nosotros tenemos que acompa­ ñarlo en esta negación..., pero solo si aceptamos los supuestos con que él

27 U n schuld des Werdens, II, p. 229. 2* M enschliches, A üzum enschliches, p. 96.

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opera. Ahora es necesario examinar dichos supuestos, para ver si en el examen se nos ofrecen unas bases diferentes para discutir el destino de la metetafísica y la moral en la época del nihilismo en que vivimos. El primero de estos supuestos es el contenido en la identificación de la metafísica con el platonismo. Si se acepta tal identificación, la metafísica es irremediablemente imposible en la época del nihilismo, pues este destruye el fundamento en que reposaba el platonismo. Pero, como anotamos antes, el proceder de Nietzsche mismo contradice el supuesto y la consecuencia. Su doctrina de la voluntad de poder es una form a de la metafísica de la subjetividad de origen cartesiano, la cual se constituye sobre un fundamento diferente del de toda metafísica de cuño platónico. La metafísica, por ende, no es lo mismo que platonismo; y después de la ruina de este, la metafísica sigue su marcha. Justam ente dicha ruina, producida por el nihilismo, es lo que hace posible la nueva form a de la metafísica de la subjetividad que presenta Nietzsche. Esta forma no había podido desa­ rrollarse, porque el platonismo seguía actuando tenazmente en el seno de la metafísica de origen cartesiano como un cuerpo extraño, como lo vimos en el caso de Kant, y como se podría m ostrar en toda su historia desde Descartes hasta Hegel; mas cuando el nihilismo desaloja el platonismo de ella, nada se opone al desarrollo pleno de su posibilidad extrema, que es dicha metafísica de la voluntad de poder. El segundo supuesto está contenido en la definición clásica del hombre: hom o est anímale rationale. Aunque esta definición expresa la quintaesencia del platonismo (lo racional en el hombre corresponde al mundo inteligible o ideal, y la animalidad, al mundo sensible), Nietzsche sigue moviéndose en el marco que ella traza. Lo único que hace es volverla al revés. Y como el platonismo había visto al hombre predominantemente desde la ratio, el espíritu, lo divino, etc., Nietzsche desplaza el centro de atención hacia la animalitas. Lo que lo mueve a ello es el nihilismo. Si este aniquila la dimensión de lo inteligible, aquellos conceptos, que pertene­ cen a ella, no pueden seguir siendo utilizados para determ inar la esencia del hombre. Entonces, de la definición clásica no queda sino un muñón: hom o est animal. A Nietzsche no le tiembla el pulso, y escribe: “Nosotros hemos tenido que volver a aprender de nuevo. En todo respecto, nos hemos vuelto más humildes. Ya no derivamos al hombre del ‘espíritu’, de la ‘divinidad’; lo hemos vuelto a colocar entre los animales”29. Claro está que si opera con este supuesto y se acepta el hecho del nihilismo, la moral se hace imposible. Un animal, aunque sea la “blonde Bestie”, no tiene nada que ver con el sistema norm ativo que ordena una conducta por encima de la animalidad. El animal es un trozo de la naturaleza, y está sometido a la legalidad natural, en la cual no tienen

-9 D er A n tichrist, p. 202.

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cabida los conceptos del deber ser, sujeto moral, libertad y responsabi­ lidad, que constituyen el eje en torno al cual se constituye la moralidad. Dicha imposibilidad salta a la vista en los escritos de Nietzsche dedicados a este tema, no solo en su parte destructiva, sino tam bién en su parte constructiva, donde intenta fundam entar una nueva moral. Pues la “moral de los señores” que él proclam a no es una moral en sentido estricto. Y la descripción que hace de los instintos y virtudes espléndidos de ciertos ejemplares de hum anidad, su exaltación de la voluntad de dom inación y de poderío y su apología del más fuerte, tienen más bien el carácter de una com probación de fenómenos biológicos o históricos, y pertenecen más a las ciencias naturales o a la historia que a la moral. Pero si no operamos con dicho supuesto de la antropología occidental, las consecuencias del nihilismo no tienen que ser necesaria­ mente las indicadas, y el intento de Nietzsche de “socavar nuestra fe en la m oral” puede considerarse como m alogrado; ni tenemos que renunciar necesariamente a la posibilidad de una nueva moral. Lo cual no equivale, sin embargo, a una vuelta a la fe en la moral que liquida Nietzsche; esta fe, fundada en la creencia en el “ otro m undo”, pertenece irremediablemente al pasado. Tam poco equivale a una negación del hecho del nihilismo. No­ sotros vivimos, queramos que no, en la época del nihilismo, y sería extem poráneo y extravagante negar su presencia ostensible. Somos nihi­ listas, si el nihilismo es solamente la negación del “otro m undo” en todas sus formas y máscaras. Somos inmoralistas, si el inmoralismo es solamente la negación de un sistema de norm as basado en un “deber ser ideal” enraizado en las ideas en sí o en los valores en sí, independientes del hombre, divinos, absolutos y universalmente válidos. De manea que si en la época del nihilismo se quiere construir una moral, su fundam ento no pude buscarse en un más allá, al que tendría que pertenecer de alguna manera el hombre, así como pertenece a la naturaleza. La naturaleza, por otra parte, tam poco puede ser ese fundamento, pues si ella no es una quim era como el más allá, sí es insuficiente para explicar la moralidad de que es capaz el hombre. En la fundam entación de la moral, el lugar esencial del hom bre no puede establecerse ni en un transm undo inexistente, ni en una naturaleza insu­ ficiente. En otros términos: la superación del inmoralismo no puede consistir ni en una “naturalización de la moral”, porque la moral que resulta de esta operación (la “moral del más fuerte”) es la negación de su esencia; ni pude consistir en la vuelta a instancias trascendentes (lo divino, las ideas, los principios prácticos absolutos, los valores, etc.), porque todo esto fue barrido por el ventarrón del nihilismo. * * *

Aceptado lo anterior, tenemos que preguntar ahora: ¿Nos deja sin punto de apoyo, desorientados y perplejos la negación de los supuestos con 118

que opera Nietzsche en la discusión sobre el destino de la metafísica y de la moral en la época del nihilismo? O con otras palabras: ¿Nos impide dicha negación superar el nihilismo teórico y el nihilismo prático? Respecto a la metafísica, la negación de su identidad con el platonismo nos pone a la vista un nuevo horizonte. Este es el de la metafísica de la subjetividad, de la cual resulta ser una form a extrema la doctrina de la voluntad de poder de Nietzsche. En este horizonte habría, pues, que discutir el destino de la metafísica y la superación del nihilismo teórico. Pero este no es actualmente nuestro tema. Lo que nos interesa, como anunciamos al comienzo, es el destino de la m oral y la superación del inmoralismo. En este respecto, el rechazo del esquema de la antropología occidental que ha servido de base a la discusión sobre la moral, no nos permite considerar al hombre ni corno espíritu o razón, ni como animal, ni como una mezcla de ambos. Y como Nietzsche sigue operando con este esquema, aunque vuelto al revés, él no nos pone a la vista otro horizonte, como sí ocurre en el caso de la metafísica. Por ello tenemos que buscarlo en otra parte, si no queremos renunciar a la posibilidad de una moral y a la supera­ ción del inmoralismo. Otro horizonte para ver el ser del hombre, distinto del platónico, aparece ya en el siglo XIX, gracias justam ente a la acción destructora del nihilismo. En la llam ada izquierda hegeliana, que había resultado del desmoronamiento del sistema de Hegel, en el cual había llegado a su plenitud la metafísica occidental, había comenzado a vislumbrarse dicho horizonte. Este es el de la praxis. El cual, sin embargo, no era nuevo, sino muy viejo, pues ya se encuentra en Aristóteles, en quien debemos reconquistarlo, pues allí está en forma pura, mientras que en el siglo XIX adquiere un sentido especial y espurio —sociológico, político o económico—, que, al limitar la praxis a aspectos parciales de la existencia hum ana, le hace perder su sentido radical, es decir, su referencia a la última raíz del ser del hombre. Nietzsche no tuvo ningún contacto con los pensadores de la izquierda hegeliana, varios de ellos contem poráneos suyos, y casi ninguno con Aristóteles, a quien debería haber prestado mayor atención en cuanto helenista de profesión. Totalm ente absorbido por Platón, carecía de ojos para lo que no fuera platonismo. P or ello no pudo encontrar una salida fuera de este, sino que se enredó cada vez más en sus mallas. Con todo, aunque Nietzsche hubiera frecuentado los textos aristoté­ licos, posiblemente tampoco habría encontrado una salida, pues en ellos no era fácil ver el horizonte de que hablam os, sobre todo para un hombre como Nietzsche que parecía fascinado dentro del círculo mágico que le había trazado Platón al pensar. Ese horizonte estaba en dichos textos, aunque oscurecido por la sombra de Platón. Pues Aristóteles, como el pensador en quien llega a su 119

plenitud la metafísica griega, arrastra consigo los conceptos cardinales del platonismo, algunos de los cuales los emplea sin más, sin hacerse cuestión de ellos, es decir, como supuestos. Pero, a menudo, por entre esos conceptos recibidos se van entretejiendo sutilmente los conceptos conquis­ tados por él en contacto con las cosas mismas. Esto puede observarse en la Etica nicomaquea, al investigar Aristó­ teles el ser del hombre. Este aparece allí predominantemente como zoion logon ekhon, o sea, como animal rationale, de acuerdo con la traducción latina, que identifica el lógos con la ratio. Tal concepto platónico del hombre le sirve a Aristóteles de marco de la investigación. Pero, en medio de ella, cara a cara de los fenómenos de la existencia humana, se le viene a las manos otro concepto del hombre. El hombre es praxis tis, el hom bre es una cierta praxis, dice entonces Aristóteles. Este hallazgo debería haber cambiado totalmente el marco, el método y la meta de la investigación. Porque viendo al hombre a la luz de la praxis, ya no se trata de moverse entre su carácter físico y su carácter racional, com parando sus cualidades específicas con las del animal, para fijar finalmente su racionalidad como lo peculiar de su ser, sino de averiguar qué clase de praxis es el hombre, com parándola con otras formas de la praxis. Pero este cambio no se produjo. Aristóteles mantiene el modelo platónico a través de todo el tratado, aunque sin poder ocultar del todo lo avistado a pesar suyo. Aristóteles tuvo que avistar el ser del hombre como praxis, a causa de su concepción general del ser. El ve el ser en el horizonte del movimiento. Este horizonte es lo nuevo que él introduce en la filosofía griega. Después de que durante siglos se había buscado el ser de las cosas en lo inmóvil en ellas, Aristóteles resuelve que ese ser está precisamente en la movilidad, que todo ente es, por tanto, esencialmente un ente en movimiento. Pero el movimiento, la kínesis, tiene numerosas formas, de acuerdo con los numerosos modos de ser de los entes. De modo que la kinesis no significa solo la traslación de un cuerpo en el espacio, como en la física moderna, sino toda clase de cambio, de mutación, de transformación y de acontecer en que una cosa está en marcha hacia su pleno ser, hacia su dejar de ser y, en general, hacia cualquier fase de su devenir. Especies del movimiento son: el cambio cualitativo (alloviosis), como cuando una hoja se vuelve amarilla, el aumento (haixesis) y la disminución (phthesis), o sea, el cambio cuantitativo, como cuando un cuerpo crece y decrece; generación (génesis) y corrupción (phthord), como cuando un animal nace o muere30. Esta amplia concepción del movimiento le permite a Aristóteles utilizarlo como hilo conductor en el estudio de los entes físicos, pero cuando tropieza con el hombre, ninguna de las formas indicadas le basta para explicar su ser. Pues dicho ente no solo sale a la luz con el nacimiento, y se hunde en lo oscuro con la muerte; no solo crece, florece y se marchita, desarrollando 30 A ristóteles: Physica, 201a 9 ss.

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posibilidades que se convierten así en realidades, y no solo se mueve de un lugar otro, sino que tiene un modo de ser específico irreductible a su ser vegetal y animal, que no se puede explicar utilizando dichas formas del movimiento. Sin embargo, Aristóteles tampoco renuncia aquí al movi­ miento como hilo conductor. Y busca en el hombre algo que se pueda captar como movimiento, como su movimiento específico. Así encuentra la praxis. Pues el práttein del hombre, su obrar, es también una forma del movimiento: el movimiento que consiste en el despliegue de una actividad, después de elegir libremente una posibilidad entre varias y de proyectarse hacia la meta fijada en la elección, con la decisión de alcanzar esa meta y no otra. Si el hombre es, pues, una cierta praxis, la determinación de su ser no puede consistir en com pararlo con el animal, como ha ocurrido casi en toda la antropología occidental, sino en confrontarlo con otras formas de la praxis. Ahora bien, lo que podríamos llamar el orbe pragmático está constituido por los instrumentos y las obras de arte, que son productos de lo que los griegos llaman la téhkne. En este campo orienta Aristóteles su investigación de la esencia del hombre en la Etica nicomaqueaii. La investigación comienza preguntando por el érgon del hombre, es decir, por su tarea peculiar, por su obra propia, por su función esencial. Para esclarecer el sentido de la pregunta, Aristóteles compara al hombre con el representante de la tékhne, con el tekhnítes, y dice que, así como este, para ser lo que es, tiene que realizar la obra que le es propia en cada caso, el hombre también ha menester una obra exclusiva suya, en cuya realización conquiste su propio ser. “Pues así —dice— como para el flau­ tista y el arquitecto y para todo artesano y artista, y, en general, donde hay una obra y la actividad correspondiente, el valor y lo bien logrado de la obra parecen estar presentes en ella, así también hay que suponerlo para el hombre, si es que hay una tarea y una obra que le sean peculiares. ¿O hay determinadas tareas y obras para el carpintero y el zapatro, pero ninguna para el hombre? ¿Ha nacido este estéril y sin tarea? ¿O así como el ojo, la mano, el pie y, en general, cada uno de los miembros tiene una función, no tendrá el hombre también una función aparte de todas estas? ¿Cuál sería?”32. De lo que se trata, pues, es de la tarea y de la obra del hombre en cuanto hombre, no en cuanto flautista, carpintero o zapatero. El zapatero cumple su tarea, ejerce su función y termina su obra —los zapatos— bien o mal; en el ejercicio de su praxis se constituye como zapatero; y del modo como la lleve a cabo, bien o mal, depende el que sea un zapatero bueno o malo. Lo mismo debe ocurrir con el hombre. Pero si la obra del zapatero son los zapatos, ¿cuál es la obra del hombre en cuanto hombre? La respuesta de Aristóteles es: la vida humana, es decir, el ser mismo del 31 A ristóteles: E thica nicom archea, 1097a 15 ss. « Op. cit., 1097b 26-35.

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hombre. En esta tarea, él tam bién puede hacerlo bien o mal: lograr su ser pleno y auténtico o fallarlo. Esta es precisamente la cuestión central de la ética aristotélica, la cual gira en torno a la pregunta por la form a suprema de la praxis, que recibe el nom bre de eupraxía, en la cual há de lograr el hom bre su ser en la form a de la perfección. Pero, por otra parte, aquí aparece una diferencia esencial entre la praxis que es el hombre y la praxis que es el tekhnítes. Cuando el zapatero term ina su obra, esta se independiza de la praxis, o sea, del movimiento en que ha sido realizada, y este cesa. Mientras que el hombre, en la ejecución de su obra específica, nunca term ina al llegar a la meta, sino que vuelve a comenzar. Esto significa que su érgon nunca está term inado antes de la muerte, cuando se deja de ser, lo cual obligó a Aristóteles a considerarlo más bien como una enérgeia. *** Si en la época del nihilismo el fundam ento que le ofrecía el plato­ nismo a la ética ha desaparecido, y el que le ofrece Nietzsche —todavía enredado en las mallas del platonismo— es insuficiente, no sería aventu­ rado intentar superar el inmoralismo reinante reconstruyéndola sobre el suelo de la praxis. Así comenzaría la ética a moverse en su suelo propio. Pues no consi­ deraría al hom bre ni como physis, ni como lógos o ratio, sino como éthos, que es una palabra griega para designar el ser del hombre como praxis. Ya en la época de Anstóteles éthos es lo mismo que m orada. Primero designó el lugar en que permanecen habitualm ente los hombres, pero luego comenzó a designar una especie de m orada interior de estos. Gracias a esta m orada el ser hum ano puede asumir una actitud no exclusivamente natural en medio de la naturaleza; es decir, estar como la planta y el animal inserto en ella, pero instalado en su propio mundo, que es justam ente el éthos. Este ám bito no físico de su existencia es, pues, la dimensión que el hom bre abre en la naturaleza para poder existir en ella humanamente. Es claro que una ética que se mueva exclusivamente en el campo del éthos no tendría que buscar su fundam ento en el más allá —ni en las ideas, ni en lo divino, ni en los valores—, sino en el ser mismo del hombre; no sería, por tanto, una ética idealista, ni teonómica, ni axiológica. Tampoco tendría que buscarlo en su ser natural, que com parte el hombre con el animal; así que tam poco sería una ética teromórfica. Pero semejante rechazo de los modelos platónicos no tiene que equivaler a una renuncia al fenómeno de la dualidad de la existencia hum ana, que vio claramente Platón, pero para interpretarla erróneamente mediante la teoría de los dos mundos. Se puede negar que el hombre sea un ciudadano de dos mundos en el sentido platónico, sin renunciar al dualismo. Pero la dualidad hay que interpretarla en el horizonte de la praxis. Si el ser del hom bre consiste en una tarea, no es difícil m ostrar que 122

para cumplirla tiene que proyectarse fuera de sí hacia las metas elegidas, escindiéndose de este modo en lo que es de modo fáctico actualmente y lo que va a ser. Tal escisión no conlleva la destrucción de la unidad y hom o­ geneidad del ser del hombre, porque no es un desgarramiento en dos esferas contrapuestas y enemigas, sino el despliegue de los momentos constitutivos de un todo unitario. Desde este punto de vista, se puede explicar el deber ser, sin transponerlo a un mundo ideal. En el cumplimiento de la tarea en que consiste su ser, lo que va a ser el hombre es su deber ser. Aquí hay un tascender hacia..., pero no hacia un más allá, porque la dimensión del trascender no es el espacio sino el tiempo. Tascendiendo hacia su deber ser, el hombre trasciende hacia el futuro. Pero este momento pertenece a su ser. El hombre es de tal m odo,que debe llegar a ser lo que no es todavía. Este “todavía no” es, por ello, un elemento constitutivo de su ser. Por otra parte, si el hombre en cuanto hombre no recibe un ser prede­ terminado como la planta o el animal, sino que tiene que hacérselo como el escultor hace la estatua, necesita elegir entre varias posibilidades de ser. La elección es, por ende, un momento constitutivo de su ser. Lo mismo que la responsabilidad. El hom bre es responsable de la elección; y, en cuanto la posibilidad elegida no se realiza “naturalm ente”, como ocurre en los entes físicos, sino que su realización depende del modo como el hombre la lleve a cabo, esto es, bien o mal, aquel es también responsable de ella. La elección y la realización están, pues, en su mano, y le pueden ser imputadas; y la imputación puede ir acom pañada de censura o alabanza. Lo anterior significa que el hombre es libre. Pero la libertad hay que explicarla pragmáticamente, no recurriendo a un hipotético carácter inte­ ligible del hombre o a su pertenencia a un m undo supranatural. Si el ser del hom bre no es, como el ser en la naturaleza, un ser fijado de antem ano, sino que algo que se constituye en la elección y realización de posibilidades, este ente singular tiene que poder estar sometido a una causalidad no natural, es decir, a una “causalidad por libertad”. Como se ve, no es difícil salvar los conceptos cardinales de la ética considerándolos exclusivamente en el horizonte de la praxis. Y esto es posible, porque dichos conceptos no expresan fenómenos históricos surgidos con el platonismo y que se evaporaron con el nihilismo, como cree Nietzsche, sino estructura fundamentales de la existencia humana. P ara superar el inmoralismo habría que hacer el ensayo de construir una ética basada en dichos conceptos. Esta ética tendría que ser muy diferente de las anteriores. Ante todo, no podría estar compuesta de preceptos universales. La universalidad de las normas éticas solo se puede bastar en instancias trascendentes (lo divino, las ideas, el Estado, la felicidad hum ana, el progreso, la razón universal, los valores, etc.). Pero en la época del nihilismo no se puede recurrir a estas instancias. Lo único que ha quedado firme después de la pleamar nihilista es el ser del hombre en 123

cada caso, el cual siempre es individual, en cuanto se constituye en un proyecto existencial único dentro de una situación concreta peculiarísima. Por otra parte, habría que comenzar con una especie de ética negativa. El hom bre es un ser histórico, y la tradición, que pertenece a su ser en la forma de la situación histórica, lo determ ina de tal modo, que las normas éticas anteriores, aunque hayan perdido su validez, le siguen ofreciendo los modelos de su conducta. P or ello, sería necesario establecer una serie de preceptos prohibitivos que vayan alejando al hombre, per viam remotionis, de todo lo que él no es propiam ente, pero en lo cual tiende a perderse. En el siglo XIX y en el nuestro se ha reunido un material suficiente para ver con claridad estas alienaciones. Después tendría que venir la tarea positiva de la fundam entación de una nueva ética, para lo cual hay también, aunque dispersos, muchos elementos en la filosofía contemporánea.

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R a f a e l G u t ie r r e z G i r a r d o t

HEGEL N

otas

H

eterodoxas

P

ara

Su Lectura

“Lutero hizo hablar a la Biblia en alemán, usted a Homero: el más grande regalo que puede ofrecerse a un pueblo; pues un pueblo es bárbaro y no ve la excelencia de lo que conoce como algo verdaderamente suyo, mientras no aprenda a conocerlo en su lengua. Si quiere usted olvidar estos dos ejemplos, diré de mis esfuerzos que he de intentar enseñar a la filosofía a que hable en alemán. Y cuando se haya logrado este propósito, resultará infinitamente más difícil dar a la vulgaridad apariencia de oración pro­ funda”. Estas famosas y m altratadas frases de Hegel, tom adas de un proyecto de carta a J. H. Voss, dem ayode 1805,son la tácita conclusión de un párrafo anterior, en el que con inocente inmodestia anuncia al venerable Voss que, después de tres años de silencio, habrá de presen­ tarse, al fin, con un “sistema de filosofía”, cuya publicación creía poder prometer para ese otoño. El “sistema” dilató su aparición dos años más, y cuando en abril de 1807 salió de las prensas de la casa Goebhardt de Bamberg, el libro mil veces prometido no era todo el “sistema de la ciencia”, sino solamente su Prim era parte, “la fenomenología del espíritu”. Esta obra fue, sin embargo, la última lección que Hegel dio a la filosofía para que ésta aprendiera y siguiera hablando en alemán. Acusiosos investigadores como Theodor Haering aseguran que Hegel escribió la obra en muy corto tiempo y bajo la presión de sus propias promesas hechas al impaciente editor y dadas a conocer repetidamente en los índices de conferencias semestrales de la Universidad de Jena. Lo cual explicaría, aunque no con convicción, la apresurada sintaxis, el mal trato de la gramática, la aparente discontinuidad e imprecisión en el uso de los conceptos, el desarrollo, igualmente aparente, poco suficiente de las ideas cuya fundamentación y motivación debió dar Hegel por supuesta, en una palabra, la irritante dificultad con la que tropezaron, ya entonces, lectores más familiarizados con las audacias intelectuales de los idealistas. Hegel, en efecto, discute con sus contemporáneos sin mencionar, delicada­ mente, el nom bre del enemigo. Ya en el memorable prólogo a la Fenomenología del epíritu, que supera en dificultad a casi toda la obra, no solamente rompe con Schelling, sino que desafía su orgullo y siembra el núcleo de la posterior, baja y rencorosa disputa del orgulloso contra su viejo amigo, sin que el lector de hoy lo adivine. Este, que apenas puede conocer el entonces mínimo motivo de la querella —porque Schelling 125

mismo construyó en su genial juventud tantos sistemas diferentes y para­ dójicamente uniformes como escritos publicó—, se ve, pues, ante una polémica, de la que sólo percibe el contenido tono de diferencia y hasta de irónica acritud. La introducción apunta a Kant, o a la interpretación fíchtiana del famoso crítico, y ya en la primera grada desde la que el Espíritu emprende su m archa solemne y laberíntica hacia su propio Reino, despacha con gesto de incomodidad a los empiristas, a los filósofos de la “reflexión”, a los del “sentido com ún”, y no se sabría que su desprecio iba contra el insignificante Krug o el popular Reinhold, si antes, en el Anuario crítico de filosofía, que publicó años antes (1800-1802) con Schelling, no hubiera ensayado ya “las armas... bolillas... látigos..., la cauterización” contra esas egregias figuras. No cabe duda: el lenguaje de la Fenomeno­ logía está lleno de alusiones, y cuando escribe: “Es una opinión natural la de que antes de ir, en filosofía, a la cosa misma, esto es, al conocimiento real de lo que es en verdad, sea necesario ponerse de acuerdo primera­ mente sobre el conocer, al que se lo considera como instrumento para apoderarse de lo Absoluto o como medio a través del cual se lo m ira”; cuando esto escribe, alude especialmente a la Crítica de la razón pura, pero de paso, tam bién, a Fichte y a Schelling. A más de alusivo, no carece de ironía, pues más adelante demuestra que esa opinión “natural” que considera al conocer como medio, no solamente mediatiza y, por tanto, desvirtúa el afán de apoderarse de la “cosa misma”, sino que produce lo contrario de lo que se propone: para ellos, la cosa misma no es la cosa misma, sino “nubes de error en vez del cielo de la verdad”, y lo que es “natural” resulta al cabo lo más antinatural del conocimiento. Metáforas como la de las nubes del error y del cielo de la verdad o como aquella que com para la diversidad contradictoria de los sistemas filosóficos como progresivo desarrollo de la verdad con el “contradictorio crecimiento” de la planta, en el cual el ñorecim iento “refuta” la semilla, y el fruto “declara falsa la existencia de aquel” —que tanto indignó al antipático serenísimo Goethe— servirían para probar que es falsa e ilusoria la m ortal seriedad del sistema y su seca violencia, de lo que acusó a Hegel aquel Kierkegaard que por su parte también sembraba a la filosofía como “lirios en el campo” o con sus temores y temblores de frustrado seductor. Hegel también sabía prodigar metáforas y hasta intentó en varias ocasiones buscar la inm orta­ lidad con algunos largos poemas como “Eleusis”, dedicado a Hoelderlin, o ciertas metafísicas odas de am or dialéctico, dedicadas a su novia M aría von Tucher. Pero en él no son, como en Kierkegaard, el llanto de una subjetividad iracunda que pretende aliviar el peso de los conceptos con la lubridez de las lágrimas, sino la intensidad del pensamiento que obliga a la lengua a que alcance los perfiles de la imagen. La m etáfora en Hegel no es com paración, pues ésta no cabe allí donde los términos comparables son momentos de un todo o negaciones recíprocas, sino el “salto” de la cosa misma en el elemento del pensar, al que Hegel, no en vano, llamaba en su 126

época juvenil, el “Eter”. De ahí el que en ese elemento la planta, ya crecida, “refute” su semilla: la Naturaleza queda traspuesta en la notación dialéctica del concepto, y el concepto se ilustra con el paisaje natural. Además de alusivo, metafórico e irónico en su intención, el lenguaje de Hegel es, si así cabe llamarlo, “etimológico”. Más aún: su singular manejo de la “etimología”, que los lingüistas inexplicablemente suelen llamar “etimología popular”, quizá porque no es la suya propia, constituye el eje de sus ñnas y complejas distinciones dialécticas. En esto lo precedió Aristóteles y lo ha seguido Heidegger. Una de las etimologías más ejemplares —y a la vez de las menos famosas, porque ha pasado inadvertida a los más famosos investigadores hegelianos como Hyppolite y su com entador Findlay o al mismo devotísimo Glockner— es la que obliga a la palabra “ejemplo” (Beispiel) a que, separada por un guión, se convierta en “concomitancia” (Bei-Spiel), sin perder del todo la acepción originaria de la lengua vulgar y sin ocultar en su novedad la fuente antigua con la que Hegel en ese momento está discutiendo: el concepto aristotélico de symbebekós. No sorprenderá, así, pues, el otro ejemplo que sigue: a “opinar” o “d ar a entender” —palabra clave de los modernos semióticos— la em parenta con “mío” (meinen-mein), de donde “opinión” (u “opinar”: Meinen, o M einung) resulta, ante el Absoluto y el Espíritu, una simple ilusión del pobre sujeto, es decir, una irónica versión idealista de la doxa de Parménides. Este reducido núm ero de ejemplos podrá sugerir la (falsa) impresión de un Hegel considerablemente ingenioso y en ocasiones arbitrario, que daría razón a la frase con que Nietzsche quiso injuriarlo, es decir, que Hegel era capaz de hablar de las cosas más sobrias en el lenguaje de un ebrio; ante lo cual cabría preguntar si las lecciones que Hegel dio a la lengua alemana para que la filosofía pudiera servirse de ella con soltura y profundidad, no consistieron en algo más que en la habilidad y destreza de su manejo, esto es, en una oposición, casi jocosa, seguramente burlona, al espíritu weimariano de la época, tan profundo, sublime y genial como engolado y grave. Cierto es que, entre las muchas leyendas con las que se quiere adornar la figura de Hegel, se cuenta aquella que habla de un regalo que hizo Hegel a Goethe acom pañado de una tarjeta en la que, con increíble impudicia ridicula, “el Absoluto se recomienda al Protofenóm eno”. Empero, en el contexto de las relaciones entre Goethe y Hegel, siempre ambiguas y, com o las que Goethe sostuvo con Schiller, más provechosas para el alto funcionario de Weimar que para sus explotados corresponsables, la frase no deja de tener algo de secreta y muy enmascarada ironía: al Protofenóm eno no alcanzó a convencer del todo el tratam iento que dio el Absoluto a la Naturaleza, pese a que los dos hicieron causa común contra Newton en la disputa sobre la teoría de los colores, y a que, al lado de respetuosas afirmaciones con que Hegel reconoce a Goethe como a su padre (“pues cuando doy una m irada panorám ica a la m archa de mi evolución 127

espiritual, lo veo a usted por doquier entretejido en ella y puedo llamarme uno de sus hijos”), no faltan las obligadas frases como “Vuestra Excelen­ cia”, que, no obstante, en medio del respeto con que se dirige su subordi­ nado al supremo burócrata —el Profesor al Consejero celoso de sus escritorios— dejan entrever la burlona m irada del dialéctico: en el lenguaje de Hegel resulta una descalificación, muy cortés por cierto, el llamar al Protofenóm eno una abstracción, com o lo hace en una carta que comienza con el consabido “Vuestra Excelencia”, la cual no debió darse cuenta del todo el rictus burlón con que Hegel miraba a la tarima del fáustico y genial Titán. Así, resultaría digno de gozosa sonrisa el que el pensador alemán, que pasa por ser el prototipo de la complejidad alemana, hubiera llegado a tal extrem o gracias al esfuerzo de hacer flexible su lengua madre para que la filosofía pudiera hablarla o, si se quiere, de enseñar al alemán a que hable filosofía, para lo cual trató de darle la serena ingravidez del pensar griego originario. En parte, este es un hecho evidente que encontra­ ría su com probación secreta y simbólica en la amistad que unió a Hegel con el genial burlón de esa época, Jean Paul. El Hegel que escribió— y no se atrevió o no consideró oportuno publicar— la Constitución del Reich, con su prim era frase contundente: “Alemania ya no es un Estado”, y el que sabía destrozar con tan deliciosa y sabia energía la vulgaridad de sus contem poráneos —vulgaridad que, según Lichtenberg, estaba, y está hoy aún, más difundida que la razón—, fue un polemista contra el espíritu de su tiempo y en favor de lo nuevo, igual que Jean Paul, como ya se insinuó, quien, com o Hegel a la filosofía, enseñó al hum or a hablar en alemán, no tanto en sus Prelecciones de Estética, jacobino breviario de la m oderni­ dad, sino sobre todo en su Titán, la aniquilante novela “fenomenológica” que cauteriza los humores extendidos en W eimar por el genial abogado autor del Fausto. El lenguaje de Hegel es polémico en un doble sentido: en el ya citado de la alusión y de la crítica y de la ironía, y en el “estilo” o, como él mismo dice, en el de quitar a la vulgaridad la apariencia de profundidad. Hegel llega al extrem o de afirm ar que, para el sentido común, la filosofía es el mundo al revés. Y a juzgar por su prosa cabría agregar que para la gramática del sentido común, la gram ática de la filosofía es el revés de la gramática. P or lo menos el lector de Hegel habrá de medir su estilo con cánones diferentes de los habituales y aceptará que las aparentes contor­ siones, anacolutos, oscuridades de ciertos pasajes de sus obras no son, como en los muchos seudoprofundos de gram ática enrevesada, la expresión de un pensamiento confuso, sino de la necesidad de dar forma escrita adecuada a un pensamiento que no acepta y que refuta el mundo de la causalidad, es decir, el del sentido común. A Hegel lo han oscurecido quienes reducen la dialéctica a la profana trinidad “tesis-antítesis-síntesis”, aunque no hay nada más antihegeliano que este singular trío, tras el que se enm ascara una causalidad infinita y que encarcela en ella lo que es juego de 128

recíprocas negaciones y, por tanto, negación también de toda concatena­ ción causa-efecto. Hegel diría, de usar este lenguaje común, que el efecto es la causa, siempre y cuando se lo considere como resultado pon-creciente y en devenir. Pero el simple enunciado anula la idea de causalidad, que no es devenir circular, como toda dialéctica, sino sucesión lineal sin contenido de proceso, es decir, de devenir. Desde la perspectiva del lenguaje la dialéctica aparece como la expresión de la negación: el vocablo, cuando es central en la obra, encierra en sí todo el proceso dialéctico, que inicia su marcha en la negación. Así, p or ejemplo, concluye Hegel el capítulo sobre la "Certeza sensible” en la Fenomenología, en el que afirm a —criticando definitivamente todo empi­ rismo, aun el snob de los ñeopositivistas y el burocráticp de los sociólogos de lo empírico— que el saber inm ediato o saber de lo inmediato no es ej verdadero (a nivel político, que d a su significación a la crítica del empirismo, lo dice Ernst Bloch; Pues lp que es no puede ser verdad”; lo inmediato y establecido no es lo verdadero, lo verdadero es la Utopía): “La certeza sensible no toma (nehmen) lo verdadero (Wahre), pues su verdad es lo general. Pero ella quiere tornar (nehmen) el Este (el Aquí y Ahora inmediatos). Tal Este es algo general: ...yo }o tqm o (nehme) tal com o es en verdad (Wahrheit), y en vez de saber algo inm ediato, percibo (nehme ich wahr)... El eje “yerbal” o “nominal” del proceso mismo descansa en las palabras tom ar y vendad. Tom ar la verdad de lo inmediato es ya tom arlo como algo general, no, pues, simplemente inmediato. Como vocablo compuesto y verbo separable (que Hegel maneja como “etimología popular”), consta de Wahr = verdadero, nehmen - tom ar o captación, de donde Wahrnehmung es la ¡captación d é lo verdadero que, en el lenguaje habitual, se conoce com o percepción. El vocablo tratado en esta forma sirve a.Hegel para m ostrar el proceso o "la experiencia que hace la conciencia" (la descripción de esa experiencia es lo que Hegel resume en el título de la obra: Fenomenología del espíritu) al pasar desde la certeza sensible en la marcha hacia su conocimiento o autoconocimiento por los estad ios que ella ya experim entando. El proceso está implícito en la certeza sensible misma, en su afán de tornar, sin mediación* lo verdadero; afán que.se niega a sí mismo, porque no hay nada sin mediación, y al negarse da entrada al otro paso en esa marcha, el de la percepción, que a su vez es, aparentem ente, zona de lo verdadero, pero que se niega a sí mismo en su intención. Así, la percepción resulta lo inesencial, pero los pasos no son causales, ni lineales: en forma circular se encuentran implícitos en el concepto mismo. Al lado de estos ejemplos, que pretenden insinuar en qué consiste la primera dificultad de una lectura de Hegel, cabría mencionar una peculia­ ridad más: el uso del reflexivo, detalle de apariencia simplemente estilística y formal, que Hegel usa en forma diferente de la habitúa}en la literatura alemana y en el lenguaje culto de su tiempo y que resalta con tan ta fuerza, 129

que algunos hegelianos de hoy (Theodor Wiesengrund Adorno, por ejemplo, quien, bien es cierto, lo heredó también de la peculiar sintaxis y puntuación que quiso introducir en un tiempo W alter Benjamín, el profundo com entador de Hoelderlin) lo han tom ado como emblema estilístico de su profesión de fe filosófica. El reflexivo “se” (sich) se coloca, con los verbos compuestos, al lado del auxiliar; el complemento, al lado del verbo principal: “er hat sich in seinen Werden aufgehoben”, o “er hebt sich in seinen Werden a u f \ para citar un ejemplo de un verbo separable. Este uso tiene —según inform an las gramáticas m odernas— motivos rítmicos e histérico-gram aticales, que Hegel no respeta. Y aun­ que un estructuralista encontraría hoy motivo diferente al que dan los gramáticos clásicos y los históricos, el hecho es que Hegel no respeta la “estructura” del lenguaje alemán. Hegel condena al reflexivo a gozar de otra compañía, o bien a hacer resaltar el participio (er hat in seinen W erden sich aufgehoben) o el objeto (er hebt in seinen Werden sich auf), diferenciación sutil esta últim a en la que no se sabe qué quiere hacer resaltar el escritor. También aquí, pues, el m undo del sentido com ún al revés, el desorden de una gramática que, como sus portadores, sólo quiere el orden. El uso, empero, no es excepcionalmente frecuente o, al menos, se ve a la som bra de irregularidades mayores, pero es posible que entre los motivos que lo im pulsaron a hacer tal excepción, aparte de los puram ente expresivo-filosóficos, se encuentre el que un “Fürsich” y un “Ansich” —palabras claves tam bién— podría producir con el reflexivo efectos por lo menos cacofónicos. Más posible es, empero, un motivo que cabría llam ar dialéctico: el reflexivo es reflexión en sentido literal, y es tam bién reciprocidad. La colocación hace resaltar, por su irregularidad, estos dos, principalmente el último de los dos sentidos. El uso del pronom bre reflexivo en su valor “reflejo-recíproco”, sí así cabe llamarlo, sería un reflejo gramatical de la idea del Espíritu, que “es el movimiento del conocer, la transform ación de la substancia en sujeto, el círculo retroandante en sí, que presupone su comienzo y sólo al final lo alcanza”. En el “sich” como reflejo-recíproco cristaliza Hegel sintáctica y gramatical­ mente este círculo que es el Espíritu. Es de notar el hecho de que el reflexivo con tal función sólo se encuentra en tercera persona. El Yo y el Tú caben en la tercera persona del plural: la sociedad, un “ellos” más modesto que el “nosotros” íntimo. Por lo demás, para Hegel sólo hay un Yo, el de Fichte, la “falsa subjetividad”, m adre de la “conciencia infeliz”; o el Yo de Hegel, como Napoleón gerente de la Historia Universal, aunque en el filósofo el Yo no cabalgue por los campos de Europa triunfalm ente, sino se esconda tras la razón histórica y crítica. Pero esta aparente soberbia no da la razón a las protestas fervorosas de Kierkegaard. Al individuo no lo salva su aislamiento; él se constituye como tal en la reciprocidad de su condicio­ nam iento social y de su especificidad singular, o dicho con palabras favoritas de Hegel, en la dialéctica de lo Singular y lo General. De paso 130

cabe anotar que aquí resuena la paradoja de Rousseau: del soñador solitario y sentimental que proclama la idea de la voluntad general, si bien es cierto que Hegel diría, con razón, que el sentimentalismo individual y la voluntad general son dos simples, ilusorias abstracciones. En sus escritos de juventud, influido aún por el pietismo de su tierra natal, que es la fuente teológica del idealismo de Schelling y de Hegel, éste concibió la recipro­ cidad como am or, de manera semejante al pastor Oetinger, edificante pontífice suabo; más tarde, secularizada y extendida su función al mundo, la llamó “conciliación”. Uno y otro suponen la escisión que, como hecho de la vida, constituye el menester o la necesidad de que haya filosofía. Difícilmente podría suponerse que el am or en su metamorfosis cientí­ fica de “mediación” pudiera constituir un obstáculo tan grande para la comprensión de un pensamiento que, como el hegeliano, está penetrado de eros. Lo cierto es, empero, que a las dificultades de su lenguaje y de su estilo se agregan las que propone la “mediación” in praxi. El lector se siente navegante en un bravio m ar desconocido, cuyas olas lo elevan, y acto seguido lo lanzan contra un banco de arena inesperado, del que vuelve a rescatarlo una ola más, cuando se creía definitivo su naufragio. Esta imagen —que no hubiera sido imposible en un poema de Hegel juvenil— sólo quiere d ar a entender que en virtud de la mediación, que es el medio del pensar, éste se ejerce en el mundo de los conceptos y a la vez en el de la vulgar realidad, entre las nubes del error (lo inmediato) y el cielo de la verdad (el cam ino del Absoluto). H abituado al esfuerzo de entender las cifras lanzadas contra Kant, cuando, al cabo, cree el lector poder continuar sin tropiezos el hilo, tiene que enfrentarse a una referencia, al terror de la Revolución Francesa, puesta al pie de página de la sublime discusión sin aparente continuidad. En frases subordinadas, en un lugar, pues, en que no se espera más que una modesta aclaración complementaria de la frase principal, coloca Hegel pura y simplemente el Absoluto y hace que así “esté entre nosotros, pues si no estuviera entre nosotros, ¿cómo íbamos a buscarlo?”. El memorable y fundamental capítulo sobre “Señor y Esclavo” de la Fenomenología (por no citar el de la sociedad burguesa en la Filosofía del derecho) habla de la dependencia e independencia de la conciencia en su recíproca y negativa relación, y apenas cabría la sospecha de que tras los dos coneptos puede asom ar de pronto el par de personajes de Jacques Le fataliste, de Diderot, los Quijote y Sancho de la Ilustra­ ción francesa (o, mejor: sus dos Sanchos), en quienes Hegel resume las inconciliables contraposiciones del pensamiento y de la sociedad ilustra­ dos, las que luego vuelven a referir a las contraposiciones inconciliables que según Hegel atorm entan el pensamiento de Kant. A esta riqueza de material la llama, con razón, Herm ann Glockner “asimiento problemático universal” (la única denominación afortunada de este laborioso investi­ gador, por lo demás desafortunado en su sentimental interpretación irracionalista de Hegel) o “conoción de problemas del universo”. En 131

realidad, con nom bre menos laberíntico, es el tránsito de la “metafísica” a la “física”, en el sentido literal griego de los términos, y su reciprocar — para usar aquí un vocablo acuñado por Xavier Zubiri, en otro contexto—. Este tránsito brusco de la “metafísica” a la “física” y a su vez de la física a la metafísica es, si cabe decir, su “reciprocación”. En alemán se dice, en sentido hegeliano, Vermittlung, traducido literalmente: mediación. Physis y metaphysis están interm ediados o, con otras palabras: con-crecen. De ahí el que para Hegel, lo que parece más concreto, la physis pura, es en verdad lo más abstracto, lo más general, porque no está intermediado, no ha crecido con la metaphysis, porque está abstraído de su concepto. Concepto en Hegel no proviene sólo de concipere, sino del alem án medio, que designaba el am bitus urbis y en el Meister Ekardt, alcance, amplitud, órbita y summum; y para entender el concretum hegeliano podría decirse que el concepto es el ám bito de la cosa. Lo concreto es lo intermediado; no hay nada que no sea interm ediado, o todo es dialéctico. De ahí la frase escandalosa que ha causado hasta una guerra mundial en su interpretación irracionalista: “lo racional es réal y lo real es racional”. Suponer que el secreto y ocasional jacobino Hegel pretendió con esta frase del prólogo a su Filosofía del derecho glorificar el Estado prusiano —como lo supuso y lo difundió su acre, aunque a veces am able biógrafo Rudolf Haym— es tanto com o creer que el m ovimiento de reciprocidad “real-racional” no es movimiento, sino el abrazo conform ista de la razón esencialmente dinám ica con el Estado de oportunista platonismo. No Hegel, sino Haym, glorificó el Estado prusiano al convertirlo en arquetipo que supuestamente se justifica por la razón. Haym pasó por alto que es la racionalidad de lo real la que impulsa toda transform ación, y que la escandalosa frase implica, p or eso, la superación de aquel Estado. N ada hubiera sorprendido más al liberal biógrafo de Hegel que el hecho de que fue M arx, y no sus liberales copartidarios, quien en una de sus Tesis sobre Feuerbach sacó las consecuencias de su malentendido. “Los filósofos —concluyó M arx de la m alinterpretación difundida de Haym — han interpretado diferentemente al mundo; lo que im porta es transform arlo”. Si lo real es racional y lo racional es real, la diferente interpretación del m undo es ya su incesante transform ación, y no sólo la opinión de Hegel en la Filosofía de la historia da testimonio de ello. ¿No fue acaso la diferente interpretación hegeliana del m undo la que abrió las puertas a su actual transform ación, no sola­ mente la que se funda en la idea del progreso, sino la que va más allá y se reconoce seguidora del hegeliano Marx? Más que ningún filósofo, Hegel exige su lectura total. El es quizás el único cuya lectura reclama luego el olvido. Hegel no es susceptible de resúmenes —él mismo fue el prim ero en rechazar decididamente toda exposición de puntos de vista; rechazo que más tarde Nicolai Hartm ann, tan acertado por lo demás en su interpretación de Hegel, modifica al hablar de una filosofía problem ática y una filosofía sistemática, la de 132

puntos de vista, para cuya designación adverbial y adjetiva creó el horrorosam ente burocrático vocablo “standpunktlich”—. “Lo verdadero es la totalidad”, dice en el prólogo a la Fenomenología: no solamente la de sus obras, sino la de todos los minuciosos momentos que la constituyen. Su pretensión absoluta no proviene del convencimiento, habitual o supuesto en otros pensadores, de que sus meditaciones son evidentemente la verdad. Tal no fue su soberbia. El lector de Hegel, que no se entregue a la dictatorial exposición del Aristóteles de Berlín, se cierra el camino de su comprensión. Quien, después de su lectura, lo olvida, tendrá que decidir ante la alternativa de ser hegeliano o simple e irritado doxógrafo o, como Kierkegaard, de recluirse en los altos de su desesperante y desespe­ rada subjetividad, o, como M arx, de realizar esa filosofía, es decir, de convertirse en agente revolucionario del Espíritu convertido en su reverso. Sin orgullo vano por la altura que había logrado, Hegel debió tener conciencia de ello. “Lo verdadero es el vértigo báquico en el que no hay miembro que no esté ebrio, y porque todo, al deslindarse, se disuelve inmediatamente también, es ello la transparente y sencilla quietud”. Nada más ajeno a estas danzas que la corrección británica de un Bosanquet en su trinitaria estética, o la idea de un Hegel encubridor de algún secreto, que pretendió descubrir el fantástico Stirling. Sin renunciar a la exacta lucidez de la razón, fueron más bien los poetas quienes supieron seguir la huella vertiginosa de Hegel: el hermético M allarmé, por ejemplo, cuya lectura de Hegel fue precaria —por no llam ar de otra forma el conocimiento que a través de Villiers de l’Isle-Adam tuvo el pagano poeta, del filósofo quien se hubiera revolcado en su tum ba si hubiese sabido que en la veneración de esos franceces com partía con Richard W agner un lugar de apasionada adm iración— es más hegeliano que el laborioso holandés Bolland, padre afam ado del renacimiento de los estudios hegelianos en el umbral del siglo presente. “La astucia de la razón”, que al decir del idealista se sirve de las pasiones para lograr sus objetivos nada pasionales, alcanza por el camino de la poesía lo que le niega el conocimiento filosófico de aspiración científica: el conocimiento verdadero del Espíritu absoluto Tout au monde existe p ou r aboutir á un livre, sentenció M allarmé, una frase que con el mismo gesto dictatorial hubiera podido pronunciar Hegel sin traicionar una sola línea de sus escritos. Resumiéndolos en este sentido, el joven M arx se adm iraba en su disertación doctoral que después de una filosofía total como la de Hegel aún pudieran existir seres humanos. Todo en el mundo había existido para desembocar en el Absoluto hegeliano. Aunque en su Estética dice Hegel que la poesía habla en imágenes y la filosofía en conceptos, e insinúa con ello la fundam ental diferencia entre las dos, la división entre poesía y prosa, entre el corazón y una realidad ordenada prosaicamente, la verdad que él anuncia ha de leerse como un poema: filosofía y poesía descansan en sí mismas.

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Sin embargo, se ha dicho,y con razón, que no hay filosofía que sea en grado tan eminente filosofía de la Revolución Francesa como la de Hegel. Hasta el experto en textiles y comercio. Engels, no tuvo inconveniente en anunciar, con ademán de provinciano pequeño burgués, que sus aventuras con la dialéctica podían invocar el involuntario patrocinio (de parte de los pretendidos patronos) de Kant, Fichte y Hegel, y por un movimiento tan dialéctico como la dialéctica que él encontró en la Naturaleza, llegó a identificar sus peripecias con las del movimiento obrero y el socialismo. Aunque esta afirmación resulta una aventura más de Engels (la “hominización del chimpancé”, para decirlo con el título de uno de sus folletos científicos), lo cierto es que la dialéctica de “Señor y Esclavo”, el concepto de “enajenación”, la descripción crítica de la sociedad burguesa de Hegel), sin los que M arx no hubiera podido construir su fenomenología del Espíritu al revés, esto es, su fenomenología de la cosificación hum ana, bajo el imperio de las mercaderías y de los mercaderes (en que consiste el primer tom o de El Capital), son frutos evidentes de esa filosofía de la Revolución Francesa. Pero la sustancia poemática de su pensamiento no excluye ni se contradice con el elemento político de su experiencia intelectual. No sola­ mente porque la totalidad que piensa Hegel es una totalidad real, en la que caben los supuestos extremos contradictorios, sino, sobre todo, porque poematización y politización de la filosofía constituyen dos aspectos esenciales y confluyentes de una misma corriente: la que lleva a la filosofía a su disolución cuando ésta pretende, como lo hizo desde Leibniz y Kant, ser filosofía como ciencia rigurosa. Richard Kroner aseguró que “entender a Hegel quiere decir que no se lo puede sobrepasar. Si, sin embargo, hubiera aún un post-Hegel, sería preciso entonces un nuevo comienzo”. Ese nuevo comienzo ha sido un paso atrás: el reiterado descubrimiento de los orí­ genes griegos del pensar, que celebran en Hegel su primera y grande resurrección, aunque Hegel mismo no deja de envolverlos en su vorágine y no los muestra en su clásica figura, sino pasados por su “viernes santo especulativo”. Justam ente, su fuerza obliga a la filosofía a una revisión fundam ental de sus funciones y de su tarea. Lo cual no quiere decir que, por ejemplo, el pensamiento “repita” desde el presente lo que hace siglos pensaron Parménides, Heráclito, Platón, o que éste, resuelto a una rom ántica restauración, se arme con las armas de los griegos para contra­ poner aquellos contenidos arcaicos a las vanas y pedantes pretensiones de uno o de varios neopositivismos. Hegel mismo fue el primero en advertir la irrepetibilidad de lo que ha sido. El nuevo comienzo significa más bien una exigencia: que la filosofía vuelva a hacerse merecedora de su nombre, esto es, crítica permanente, y que no se reduzca ni se satisfaga con el confor­ mista sofisma según el cual “el m undo es todo aquello de lo que hay caso” y “el m undo es la totalidad de hechos, no de cosas” (contraposición igual­ mente empírica y conformista), y que consecuentemente concluye con esta 134

frase: “mis oraciones explican por qué aquel que me entiende las encontrará, al final, insensatas, cuando él las haya superado gracias a ellas (insensatas o que han perdido el sentido). P or así decir, debe arrojar la escalera después de haber subido por ella”, y con esta recomendable —y por esto tan popular y sólo popular— confesión de modestia: “sobre aquello de lo que no se puede hablar ha de callarse” (Wittgenstein). Este brillante y peculiar pensador —en m enor grado, es cierto, que sus snobs partidarios: los que suponen que la exactitud proporcionada por los números justifica todo conformismo y no reparan en que tras esa pretendida cientificidad decimonónica se oculta el desaforado irracionalismo místico de los números mezclado con burocrático entusiasmo clasificador— sería la más ilustre com probación histórica del veredicto de Hegel sobre el saber inm ediato o saber de lo inmediato, sobre el saber de un mundo que sólo consiste en hechos, fa cts —información y su consecuente propaganda—: “de noche todas las vacas son negras”, dice con un refrán Hegel en su Fenomenología a propósito de los empiristas. Si el mundo es el conjunto de hechos, el paso siguiente es el de su manipulación, y su saber correspondiente es, cuando no el entusiasmo prefilosófico de la “lógica” de las ciencias naturales, el uso de la propaganda. Por el contrario, la filosofía como crítica permanente es la transform ación del mundo, no su ornamentación monumental y acomodaticia: como todo es fact, y el entendimiento lo afirma, la felicidad no ha de consistir en un mundo mejor, pues la felicidad no cabe en el concepto de facts, sino en unos facts mejor aderezados, aunque el m undo siga en un permanente status quo. No cabe duda que la certeza sensible se siente satisfecha en este m undo de facts, que es el suyo propio: de ahí la permanente glorificación del status quo como su último y más deseable estadio; de ahí, de su satisfacción, el gesto absoluto con que rechaza y clasifica de acientífico todo lo que no sea conformismo tecnocrático. Un Popper, por ejemplo, resucita un “raciona­ lismo ilustrado” —postulado que no es consecuencia de su filosofía— para poder condenar, intolerantemente, todo pensamiento diferente al suyo. “ La miseria del historicismo”, “La sociedad abierta y sus enemigos”: los títulos indican ya la sentencia: el que no está conmigo, está contra mí. Al cabo, el dictatorial Hegel, con más hum or e ironía, es menos irritado y menos dogm ático que los abanderados de una libertad y una razón, que sólo sirve para socavar la libertad y la razón. Hegel no fue suicida. En Hegel, el nuevo comienzo de inspiración griega enm arca a la filosofía entre la estética y la política, entendidas en su am plitud más vasta. Su más significativo símbolo es la interpretación de la Antigona de Sófocles en la Fenomenología, en la Filosofía del derecho, en la Historia de la filosofía, en la Estética, en la que la llama “la más noble”, la “gloriosa”, la más grande figura que haya aparecido sobre la tierra. La mención entusiasta de Antigona, en cuyo conflicto con el ilustrado y leguleyo Creón Hegel ejemplifica la dialéctica de la sociedad, de la historia 135

y del Estado y, en dependencia con ella la dialéctica de la tragedia, esto es, de un fenómeno estético-politico (hoy se diría plebeyo, en el sentido jacobino de la palabra; Goethe, enfurecido por la victoria que infligió D an tó n a la principesca alianza en Valmy, llamó “sansculotismo literario” a los primeros románticos, plebeyos y jacobinos “idealts”) y determina, además, su propia posición: el proceso de negación reciprocante y la implícita trascendencia de lo negado en que consiste la dialéctica, corre paralelo al conflicto de autoescisión y autoconciliación permanentes en la “naturaleza socíal-moral” (en la sociedad), en que, a su vez, consiste la tragedia. El odiado “sistema” no es otra cosa que la escenificación trágica del pensamiento. Nunca sometió Hegel la realidad al yugo de un principio del cual se deduce violentamente el todo de la misma. P or el contrario, su idea de lo concreto obligó al pensar a que descendiera de la ciega cosa en sí a lo que es “en sí” y “para sí”, como Hegel llama la apropiación de sí mismo, y que en vez de sublimes, pero fugaces ultimidades, escogiera como punto de partida los “más bajos menesteres del hom bre”. De ningún filósofo se conoce frase semejante a la que Hegel escribió siendo jefe de redacción de un periódico: “La lectura del diario por la m añana es una especie de bendición realista tem prana”. Pero justam ente en ese cotidiano y m añanero encuentro con la realidad vulgar y común surge para Hegel la presentación de la tragedia: la conciliación m ediadora (es decir, por la negación reciprocante) del concepto con la realidad, en que consiste el fin último y el interés de la filosofía, según se lee en su Historia de lafilosofía. No se podrá negar, pese a todo, que la lectura de Hegel no sólo es .'xcepcionalmente difícil, sino torm entosa. Que aunque ha de leerse como un poema y presenciarse com o una tragedia griega, su obra procura todo, menos placer estético inmediato. Que, como apunta Theodor Wiesengrund Adorno, el único hegeliano que escribe, en este sentido, como Hegel, “en el ám bito de la gran filosofía es Hegel por cierto el único ante el que literalmente no se puede saber a veces de qué habla y en el que no hay garantía de la posibilidad de una decisión sobre ello”. Adorno, cierta­ mente, no pone en la cuenta de las dificultades el hecho de la impureza filológica de los textos de Hegel, a la que habría que agregar la impureza filosófica de los hegelianismos tradicionales y aun el de izquierda y muy tímidamente marxizante de A dorno mismo. Herm ann Nohl, por ejemplo, quien editó a comienzos de siglo numerosos fragmentos juveniles bajo el equívoco título de Escritos teológicos de juventud, presentó un texto de apariencia unitaria compuesto de fragmentos de diferentes épocas; o el meritorio Hoffmeister, Colón de la filología textual hegeliana, y el pío Reverendo Lasson, al dar a conocer las lecciones de Hegel en Jena bajo el título de Filosofía real de Jena, no llenaron las lagunas de lós manus­ critos con discretos puntos suspensivos —los que habría dejado Hegel al interrum pir la redacción del manuscrito— sino con el salto mortal de una continuidad inexistente. Peor aún procedieron en este respecto algunos 136

“discípulos del finado”, com o se llaman con am bigua modestia los primeros editores de la obra completa, quienes en nom bre del “hegelia­ nismo” —que ellos mismos inventaron— com pletaron con interpolaciones de su propia y de ajenas plumas, siguiendo el presunto Espíritu de Hegel, un “sistema” de filosofía sobre cuya posibilidad el m aestro mismo no había tom ado decisión alguna, y que por eso convirtieron el genial esbozo en presuntuosa plenitud. Tan pertinaz es la permanencia de ese “hegelianis­ mo”, que A dorno no tiene inconveniente en utilizar la Enciclopedia con los agregados voluminosos de los discípulos: aunque su observación es cierta, no habrá de sorprender que a veces le parezca que en Hegel es difícil saber de qué habla en algunos párrafos. Más que en Kant, pues, es preciso atender a la “filología textual” hegeliana, para no dar por confusión hegeliana lo que es palidez de algún Gans, M arheinecke, Gustav H otho o el mismo y fidelísimo Rosenkranz. Pero este cuidado tiene un aspecto positivo: es preciso poner entre paréntesis, provisionalmente, la lectura genética de Hegel, como la d u s o de m oda Dilthev, es decir, renunciar a los Escritos teológicos, a las Lecciones de Jena, a la inflada Enciclopedia berlinesa que en la edición de los modestos discípulos del finado y en la usual reimpresión de la misma por Glockner, conocida com o Edición de jubileo, figura con el adm irable pero inexacto título de Sistema de filosofía y que abarca hasta tres tomos; y es preciso renunciar tam bién a las conferencias o lecciones sobre Filosofía de la religión, Filosofía de la historia y Estética, así como a los escritos editados por Lasson Sobre filosofía del derecho y política o, al menos, utilizarlos con detallada precaución. Es preciso, pues, reconstruir el pensam iento hegeliano en la figura que le dio Hegel con los escritos publicados por él mismo —un m andam iento elemental de trabajo filológico-histórico que, curiosamente, en Hegel nadie cumple. Esta serie de trabajos —los no editados por Hegel— llena lagunas inexistentes en el proyecto intelectual hegeliano, da al pensamiento una conclusión y un dogm atism o que nunca llegó a tener realmente. La reconstrucción del pensamiento de Hegel, tal com o él mismo la trazó, deja al lector un campo abierto y da a este pensamiento un valor de permanencia, el de lo inconcluso. Los trabajos no publicados por Hegel sólo conviene utilizarlos después de conocer los que éste consideró de necesaria publicación. Al revés de Engels, quien recom endaba leer, en los ratos perdidos quizá, la Estética, de Hegel como adecuada y preciosa introducción a su pensamiento, es preciso com enzar con los primeros escritos del Anuario crítico de filosofía, como el de la Diferencia de los sistemas de filosofía de Fichte y Schelling, en el que Hegel delimita su posición dentro del pensar contem poráneo, y esboza su concepto de “escisión” com o hecho fundam ental de la vida y origen del pensamiento, o el de la Esencia de la crítica filosófica que da a conocer a los interlocu­ tores de su diálogo y su polémica y permite reconocer los problem as a los que más tarde se refiere sin explicitar su viejo contexto, o el titulado Fe y 137

saber v Sobre los modos de tratamiento del derecho natural, en los que se podrá conocer la problemática de “entendim iento” y “razón”, filosofía de la reflexión y su interpretación de la tragedia, así como el germen de la dialéctica. Todos estos trabajos explican, junto con la Propedéutica filosófica, escrita muy posteriormente, los tópicos integrados en la Fenomenología del espíritu, al final de cuya lectura es preciso cursar el famoso prólogo que resume lo alcanzado en el libro y tiende el puente a la Lógica. No la Filosofía del derecho, sino la Enciclopedia con sus corres­ pondientes apéndices, debe leerse al final del esfuerzo. “Lo primero a lo que hay que aprender aquí es a estar erguido”. “Si el aprendizaje se reduce a mera receptividad, su efecto no sería mucho mayor que el de si escribiésemos frases sobre el agua”. Hegel exige para su lectura que el lector se “ponga en el ám bito de su fuerza” y a la vez que aprenda a estar erguido y a ser contrincante virtuoso. Lo que las dos frases citadas proponen es, en su conjunta actividad, aquello que Hegel llama Selbstdenken, pensar por sí mismo. Tal es en último término la rebelde invitación de toda gran filosofía. (1968)

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En uno de sus últimos escritos Husserl consideraba al Filósofo como un “funcionario de la hum anidad” 1. Existe realmente en su pensamiento una relación intrínseca entre el hom bre y la filosofía? El tem a del hombre es un tema filosófico entre otros temas, o constituye en sí mismo la razón de ser de la misma filosofía? Desde un punto de vista histórico, es un hecho el que Husserl llegó a la filosofía a partir de la ciencia. Sus m aestros Paulsen y Bentrano le habían enseñado las relaciones existentes entre estos dos saberes. Al encontrarse frente al problema de fundam entar los conceptos m atemáticos va en búsqueda del auxilio de la filosofía. En estos primeros pasos no vemos interés alguno por el tema del hombre. Si pasamos de este hecho histórico al conjunto de la obra publicada en vida del filósofo, tam poco salta a la vista una relación especial entre hom bre y filosofía. Sólo encontram os rápidas alusiones en el famoso artículo de Logos sobre Lafilosofía com o ciencia rigurosa. Debemos tener en cuenta, sin embargo, el carácter fragm entario de dicha obra. Sólo a instancias superiores publicó Husserl en vida parte de su obra. Intim am en­ te juzgaba que un pensamiento sólo debería hacerse público una vez que estuviese plenamente estructurado. Desgraciadamente, hasta el último instante de su vida, el Padre de la Fenomenología se consideró un Anfanger, un principiante, siempre en camino hacia su meta, sin la satisfacción de poder gustar el m aduro fruto de sus esfuerzos intelectuales. P ara establecer las relaciones entre el hom bre y la filosofía dentro del pensamiento husserliano se hace necesario recurrir a la obra inédita del filósofo, publicada ya en parte gracias a los esfuerzos de los Archivos de Husserl de Lovaina. A la luz de esta obra inédita, las obras publicadas en vida del filósofo adquieren un nuevo sentido en relación con nuestro tema. C om probam os ahora de una m anera más clara que Husserl es la continuación en la historia —quizás el térm ino— de esa corriente 1 K., p. 15. (C itarem o s las o b ra s de H usserl bajo siglas. E n la b ibliografía final se p o d rá ver a q u é o b ra s co rre sp o n d en las siglas utilizadas).

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racionalista para la cual todo el sentido del devenir histórico radicaba en la lucha del hom bre por su autoliberación mediante la implantación del señorío de la razón sobre el m undo de nuestra experiencia y sobre la exDeriencia vivencial de nuestro propio ser humano. La función de la filosofía —lo dice Husserl en Krisis— “es la de permitir a la hum anidad el desarrollarse hasta el nivel de la autonom ía personal... La filosofía no es sino un racionalismo, desde arriba hasta abajo; pero un racionalismo diferenciado en sí según los diversos grados del movimiento de la intención y de la consecución; ella es la ratio en el constante movim iento de la autoaclaración, un movimiento que tuvo inicio en el momento en que la filosofía se presentó por prim era vez entre los hom bres...”2. Todo el sentido del filosofar husserliano no es otro que el esfuerzo titánico de llevar al extremo una racionalización de la experiencia total com o único medio para la aparición de una auténtica humanidad. El hombre debe comprenderse a sí mismo como “llamado a realizar la totalidad de su ser concreto bajo el signo de una libertad apodíctica y a conducir este ser al nivel de una razón apodíctica... porque es esta razón la que constituye su hum anidad... El ser hombre entraña un ser-teleológico y un deber ser y esta teleología dom ina toda acción y todo proyecto egológico. Este telos apodíctico puede ser reconocido mediante la com prensión de sí mismo... el conocimiento de la radical autocomprensión no puede revestir más forma que la de la autocom prensión según principios a priori, de una autocom prensión en la forma de la filosofía”3. Sólo mediante la filosofía y una filosofía en sentido racionalista le es lícito al hom bre llegar a ser plenamente hombre: tal es, en síntesis, el mensaje de Husserl; tal es, en pocas palabras, la relación intrínseca entre hombre y filosofía; tal es, finalmente, la explicación del po r qué nuestro filósofo se consideraba un verdadero “funcionario de la hum anidad”. Si la historia es teleológica es porque ella es el escenario donde actúa el hombre quien, en su ser integral, posee una estructura teleológica orientada hacia el telos de una libertad apodíctica vivida bajo el señorío de una razón apodíctica. Es este carácter teleológico del ser integral del hombre el tema de nuestra investigación. Pero antes de entrar de lleno en dicho tema, veamos rápidam ente la evolución de Husserl de la ciencia a la filosofía. Husserl obtuvo su doctorado en matemáticas en una época dom inada por el psicologismode S. Mili, W undt, Sigwart, Spencer y Erdmann. Nada de extraño que al descubrir él la necesidad de fundam entar la ciencia m atem ática a partir de una lógica, a su vez filosóficamente fundamenta­ da4, haya intentado hacerlo con la ayuda del psicologismo: “yo partí —nos dice— de la convicción entonces dom inante de que por medio del 2 K„ p. 273. 3 K„ p. 276. 4 L .U . /, p. 254.

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psicologismo, tanto la lógica en general como la lógica de las ciencias deductivas, deben alcanzar su elucidación filosófica”5. Pronto se encontró Husserl frente a una serie de dificultades todas ellas, precisasmente, originadas en la concepción psicologista de la lógica6. El psicologismo podia explicar la conexión de los actos psíquicos, el origen de las representaciones, la elaboración de métodos prácticos, etc.; pero no podía aclarar nada acerca del contenido de los actos y de la unidad de una teoría. P or consiguiente, no estaba en capacidad de justificar la objetividad de las teorías científicas ni la posibilidad de una verdad absoluta. Antes de fundam entar las ciencias matemáticas se hacía necesario, para Husserl, el darle a la lógica una fundam entación diferente de la psicologista. Así se explica el paso de Husserl de las ciencias a la lógica y el origen inmediato de sus Investigaciones Lógicas1. ' Los resultados de las Investigaciones Lógicas se reducen al estableci­ miento de las condiciones ideales que posibilitan una teoría y a la descripción de las vivencias conciencíales en las que se originan las ideas lógicas. Esto implicaba la reivindicación de conceptos como ser, verdad, conocimiento que habían sido totalmente falsificados por el psicologismo. Lo real no se podía concebir, en adelante, como la reunificación de estados de la conciencia; la ciencia dejaba de ser com prendida como un producto de la conciencia subjetiva y las leyes lógicas como dependientes esencialmente de los actos psíquicos del sujeto. De esta m anera, creía Husserl, se salvaba el valor absoluto de la verdad en cuanto dejaba de ser relativa a la conciencia empírica. A pesar del éxito de esta obra, Husserl no se sentía plenamente satisfecho. Faltaba justificar aún la pretendida validez de la ciencia y de las norm as lógicas; resolver el problem a de la correlación sujeto-objeto y determ inar el proceso mediante el cual los ojetos ideales adquieren el carácter de donación. Husserl debería justificar las significaciones, esclarecer su teoría de la intuición y de la evidencia, profundizar el sentido de la intencionalidad y de la constitución y extender esta última teoría de la constitución a otros dominios de objetos diferentes de los objetos ideales. El problem a del conocimiento conduce necesaria­ mente al problema del ser en su totalidad. A hora bien, toda esta problem ática desbordaba los límites de la lógica. Ella implicaba toda una filosofía, pues sólo la filosofía podía dar una explicación del ser en su totalidad8. Así ingresa Husserl a los dominios de la filosofía.

5 L .U ., 1, p. VI. 6 Cfr. L .U . I, p. V il. 7 Cfr. Ibid. 8 H usserl se refirió de m an era especial a esta p ro b lem átic a e n un curso de 1925. Al respecto p u ed e co n su ltarse a Biemel M. W. D ie E ntsch ein d en P hasen d er E n fa ltu n g von H usserts P h iloso phie en Z eitschrift f ü r P hilosophisch e F orschung, X I I I (1959) pp. 189 ss.

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Pero, qué es, “en sentido estricto”, la filosofía? Esta debió de ser, sin duda alguna, la pregunta que Husserl se formuló más de una vez por esta época. Lo podemos com probar al leer algunos de sus escritos anteriores a la publicación de las Ideas9. En Die Idee der phaertomertologie10 la filosofía es concebida como el saber absoluto del ser en cuanto presente de m anera auténtica —“en persona”— en la inmanencia pura. Este escrito representa un esbozo de lo que será la fenomenología y sienta las bases para una concepción de la filosofía como saber que intenta recuperar en la experiencia trascendental —constituida en la reducción— la experiencia efectivamente vivida; en otros térm inos ya en este escrito Husserl deja entrever el ideal racionalista de racionalizar la experiencia. En Die Philosophie ais strertge Wissertschaft11 Husserl avanza un paso más en su concepción racionalista de la filosofía. Ella es definida como la más sublime y rigurosa de las ciencias, como respondiendo a la “exigencia de la hum anidad” de un conocimiento puro y absoluto12, como el correlato de “los intereses más nobles de la cultura hum ana” 13. La filosofía no puede ser una “sabiduría” que responda a las exigencias prácticas e inmediatas de la vida individual: ella es una ciencia rigurosa que se coloca no en “el punto de vista de un individuo sino de la hum anidad y de la historia, es decir, ... de la idea de una hum anidad eterna” 14. En Die Idee der Philosophiets la concepción racionalista de la filosofía y del hombre es llevada al límite de un optimismo leibniziano. “La filosofía —leemos en este escrito— es la ciencia que representa los intereses más elevados del conocimiento, o la ciencia que, de m anera plenamente consciente, es puesta en movimiento por la idea del conocimiento perfecto y absoluto” 16. Y cuál sería este conocimiento? El conocimiento a priori de la idea del más perfecto de los mundos posibles y correlativamente, de

9 Cfr. Herrera R. Daniel. “El p en sam ien to husserliano an te rio r a las Ideas” en Franciscanum, VI (1964) p. 207 ss. 10 B ajo este títu lo lo s A rchivos de H usserl (L o v ain a) p u b licaro n las cinco prim eras lecciones d a d a s p o r H usserl co m o in tro d u c ció n a un c u rso sobre las cosas m ateriales (D ingv o rlesung ) d ictad o en 1907. 11 Se tr a ta de un artícu lo p u b licad o en el p rim e r sem estre de 1911 en la revista Logos. Este tra b a jo co n stitu y e un v erd ad ero M anifiesto filosófico. C fr. Ph. S. W„ en Logos 1 (1911) 290. C fr. P h.S.W ., en Logos / ( 1 9 1 1) 290. C fr. Ibid., 293. Se t r a ta de u n m an u scrito cuy o títu lo com p leto es "Idee der "philosophischen Disziplinen", “Idee der Philosophie". V o rgetragen ais E inleitung in die G ru n d p ro b lem e der E thik. S o m m er 1 9 1 1 .- G o ettin g en ”, L a trascrip ció n del original estenográfico se en cuentra en los A rchivos de H usserl (L ovaina) com o el Manuscrito F I 14. S o b re este m anuscrito hem os p u b licad o un estu d io en la revista Ideas y Valores (F a c u lta d de F ilosofía, U niversidad N al., b ogo tá), IV, (1962) 29-41. 16 F 1 14, p. 16. '2 '3 '« 15

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la personalidad y de la vida más perfecta y de la más perfecta realidad pensable como campo de los más perfectos actos del conocimiento, de la volición y del valorar17. La elaboración de la ciencia apriori de este mundo constituye y define “finalmente y en el sentido más elevado” la filosofía18. Esta concepción está muy lejos de las ideas hasta entonces sostenidas. A decir verdad, un tal neoleibnizianismo no lo volveremos a encontrar en los escritos de Husserl. El filósofo hablará de “mundos posibles” e, inclusive, “del mejor de los mundos posibles”, pero sólo en este escrito define la filosofía como la ciencia del mejor de los mundos posibles. Husserl buscará en la filosofía la recuperación del mundo de la experiencia vivida, por tanto, del m undo “real”, del m undo de la vida (Lebenswelt). La aplicación de la reducción al m undo no significa la pérdida del mundo, puesto que él es recuperado de un modo absoluto. La creencia en el mundo, la tesis de la actitud natural es “colocada fuera de acción” pero sólo para ser justificada en su ser pleno. Que tal creencia no pueda ser superada, poco importa. Lo im portante es que el hom bre supere su “ingenuidad” natural al tom ar conciencia del verdadero sentido de su subjetividad que, de manera anónim a, “constituye” el universo. Husserl dirigirá todos sus esfuerzos a la racionalización de la experiencia. P ara alcanzarla pasará por la descripción eidética del mundo, por el análisis de la “esencia pura” del mundo, esencia que es presentada en térm inos de posibilidad. Pero siempre se tratará de la esencia del m undo real y no de un m undo ideal. Que el hom bre pueda darse como ideal la realización de una ciencia en sentido absoluto, que dicha ciencia sea concebida com o medio para la perfecta realización hum ana, que esta ciencia sea puesta como idea limite, como un ideal al cual nos aproxim am os en un progreso indefinido, sin que jam ás lleguemos a realizarlo, todas estas son ideas que Husserl repetirá en una u otra forma. Pero él no volverá a concebir y a definir la filosofía como la ciencia a priori del mejor de los mundos posibles. A pesar de la anterior reserva, estas últimas reflexiones de Husserl sobre la esencia de la filosofía se dejan sentir en todo su pensar. La filosofía será entendida siempre a partir de las exigencias de una “hum anidad auténtica”, exigencias que implican la idea de un hom bre ideal viviendo en un m undo ideal. Como idea, el hombre es aquel que ha llegado a ser “verdadero, libre, autónom o”, es aquel que ha realizado “la razón que le es innata” y que le ha impuesto “al conjunto de su vida personal, la unidad sintética de una vida colocada bajo la norm a de la responsabilidad universal de sí mismo”, porque no hay autonom ía sin responsabilidad19. Como idea, el hombre presupone además un m undo ideal. Si el hombre concreto se realiza en la medida en que él se aproxim a al hombre ideal, 17 C fr. Ibid., pp. 39-40. '* C fr. Ibid.. p. 33. '* C fr. K„ p. 272; E .P h. II, p. 197.

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necesariamente debe transform ar su m undo en un m undo plenamente racional. Se trata de una condición necesaria para una vida auténtica, para una vida entregada a la satisfacción de las tendencias teleológicas que conform an al ser hum ano20. Husserl, utilizando la term inología de Fichte, llama a esta “vida auténtica” en un “m undo auténtico” la vidafeliz. La Seligkeit perfecta sólo se dará en una existencia ideal en donde no haya lugar, por principio, para el error, el pecado y el peligro de perderse21. Esta perfección absoluta — meta hacia la cual se orienta la teleología hum ana— es definida por Husserl, igualmente, mediante la idea de Dios. P ara Husserl Dios es el “unendlich ferme Mensch” (el hom bre infinitamente lejano). Dios se resuelve en la idea de la verdad y en la vida de la verdad. P or esencia, el hom bre no puede ser ni agotar a Dios, porque la verdad no puede ser agotada. La verdad es una idea límite. Dios, en cuanto idea, es sinónimo de “verdad absoluta”, de “ser absoluto”. A hora bien, la teleología que guía el devenir hum ano no es otra cosa que la tendencia del hom bre hacia lo “absoluto” en el orden del pensamiento, del querer y del valorar22.

II. L a E s t r u

ctu ra

T

e l e o l o g ic a

D

el

H

om bre

El hom bre en su totalidad es un ser teleológico. Su estructura téleológica se revela ya en sus tendencias más primitivas, a saber, en los instintos. Husserl habla de un “yo-instinto” (Instintk-Ich), de un sujeto con fines instintivos. Sus fuerzas ciegas tienden a su propia realización. Sin em bargo no hay una realización final. Nos encontram os ante un progreso dinám ico en el cual cada fase realizada constituye simultáneamente un modo realizado y la aparición de una nueva intención17. Esto significa que el instinto primitivo se va diferenciando progresivamente para convertirse finalmente en una “tendencia”, en una intención de orden superior en sí misma y, por consiguiente, en la realización que le corresponde en este nivel18. Gracias a este proceso el “yo-instinto” se convierte en un “yopersona”. Pero es im portante tener en cuenta que en todo este proceso dinámico de su realización, el Yo primitivo de los instintos permanece siempre el mismo. La unidad de la persona no es sino la unidad de sus múltiples tendencias e instintos que apuntan a una unidad total. En este torrente que constituye la vida (Stroemendes Leben) el Yo permanece siempre el mismo, gracias al estilo de movimiento unitario que le es 2° 21 ” 17 18

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C fr. C fr. C fr. C fr. C fr.

M s. A V 22, pp. 26, 32. M s, B I 37, pp. 48, 49; E. Ph. II, p. 201. K., p. 67 y E. Ph. II, pp. 196, 344, 349. M s. C 13 I, p. 6; M s. F 1 24, p. 116. M s. C 16 IV , p. 11.

propio19. Este movimiento unitario se identifica con la teleología, una teleología que se realiza y se perfecciona en cada uno de los actos vitales. Cada meta conquistada de este “instinto total” con todo lo que ella implica en adquisiciones, intereses y nuevos fines a alcanzar, sólo constituye un momento en el devenir del ser hacia su telos final, a saber, hacia la unidad total y universal concretizada en la idea de una hum anidad auténtica20. La teleología universal que vivifica al ser hum ano desde los actos instintivos hasta los actos estrictamente personales es de una tal naturaleza que Husserl se siente autorizado a hablar de un “instinto trascendental”21. El primer contacto del hombre con el mundo se realiza, en efecto, mediane las afecciones e impulsos más primitivos de su ser, a saber, medíate sus instintos. Son ellos los que determ inan la realización del hom bre22. Husserl los considera com o el “fundam ento teleológico” de la vida trascendental constituyente ya que el conjunto de los instintos forma un sistema de disposiciones innatas no sólo necesarias para la realización del hombre y del m undo que le corresponde a éste, sino tam bién porque toda constitución presupone este sistema23. Ahora bien, todo sistema presupone un orden a partir de un determ inado principio. Si los instintos constituyen un sistema, deben ellos presentar un orden y en este orden un prim er instinto debe revelarse como el fundamento de todos los otros. Cuál será este instinto? Husserl lo denomina el “instinto de la curiosidad” (der Instinkt der Neugier), nombre que designa la tendencia del hombre a abrirse al mundo, al “goce-de-estarcerca-de-la-realidad” (Lust im Dabeisein)24. Este instinto puede ser comprendido, fundamentalmente, como la experiencia sensible en su orientación dinámica y en su apertura hacia el m undo de la naturaleza, hacia el m undo de las cosas, es decir, hacia el “mundo del ser puro y desposeído de todo valor”25. La introducción por Husserl de este instinto y, en especial, su manera de comprenderlo, es ciertamente interesante. Nos revela el cuidado de Husserl de m ostrarnos que no sólo la conciencia, sino el hom bre en toda su estructura es “intencional”. El prim ado del instinto de la curiosidad, su carácter de “fundamento primitivo” le pertenece a doble título: en prim er lugar, el hombre tiene un contacto inmediato con el mundo por medio de la experiencia sensible. Por consiguiente, el instinto de la curiosidad es la fuente de aquella certeza

19 » 21 22 23 24 25

C fr. C fr. C fr. C fr. Cfr. Cfr. C fr.

Ms. Ms. Ms. Ms.

E C C E

III 16 13 III

9; p. 57. IV , p. 11. I, p. 16. 9, p. 4.

Ibid.

Ms. C 16 IV , pp. 7-8. Ib id y E .U ., pp. 91-93.

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a m odo de creencia en la existencia del mundo, presupuesto necesario de toda otra certeza. Habría que añadir, además, que este instinto, una vez diferenciado y purificado, se convertirá en “voluntad de conocimiento” (Willen zur Erkenntnis)26 y tendencia de la razón hacia la verdad absoluta. P or otra parte, el instinto de la curiosidad posee una primacía sobre los otros instintos ya que por su orientación hacia los otros “cuerpos” funda los otros dos instintos principales, a saber, el instinto de conservación y el instinto sexual27. M ediante el instinto de la conservación (Selbsterhaltungstrieb) el hom bre tiende hacia las cosas para constituirlas en objetos útiles. Es necesario tener en cuenta, sin embargo, que éste instinto posee una teleología propia, gracias a la cual tiende no solamente hacia el mundo, sino tam bién hacia una superación de sí en un orden más elevado. En efecto, la satisfacción de la tendencia primitiva mediante la constitución de objetos en objetos de alimentación o de otra clase, en cuanto necesarios para la subsistencia, no agota la tendencia; ella asume nuevas formas, modos más diferenciados, intereses más purificados como lo veremos más adelante. Finalmente, mediante el instinto sexual (Geschlechtstrieb)28 el hom­ bre se orienta hacia los otros cuerpos para constituirlos en objetos de placer y de am or. Así logra conservar la especie. Este instinto, de la misma manera que los otros, asume teleológicamente formas cada vez más perfectas, representadas por las “objetividades sociales”. El am or instinti­ vo se presenta más perfecto en las diversas formas de la vida com unitaria y social: m atrimonio, familia, ciudad, patria, Iglesia, etc. 29. Podemos ver, por consiguiente, cómo los instintos en un primer momento se manifiestan como fuerzas ciegas y cómo se superan en cada una de las formas de su realización. Y en esta realización del hombre a partir de los instintos se descubre, poco a poco de una manera más clara y más precisa, el estilo teleológico del desarrollo que nos pertenece en cuanto hom bres30. Nuestro com portam iento frente a mundo se determ ina en un primer momento a partir de intereses prácticos: tenemos ante todo que satisfacer las necesidades instintivas que se originan en la tendencia a conservar nuestra vida y la vida de la especie31. En esta fase de su desarrollo, la teleología de nuestro ser se revela, ante todo, como una “oscura voluntad

v 2» 2’ 30 31

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C fr. C fr. C fr. Cfr. C fr. C fr.

E .U ., p. 92. M s. E I II 9, p. 7. Ibid., p. 43a y E I I I 10, p. 10. Ibid. M s. E I I I 9, p. 4. M s E I I I 10, p. 14 y M s. A V 24, p. 23.

de vivir” (Willen zum Leben)32, pero una voluntad de vivir que no puede ser satisfecha con la simple presencia de objetos que son sólo objetos alimenticios. El hombre no es exclusivamente un animal. El es prim ordial­ mente un “yo puedo”, un “organismo de facultades” de orden espiritual. De aquí que sus fuerzas instintivas asum an la forma de actos mediante los cuales el hombre no sólo puede satisfacer las necesidades inmediatas de la vida, sino también aquellas que responden a intenciones de orden espiritual: intenciones cognoscitivas, volitivas y axiológicas. La vida humana es una vida de inquietud (Sorge) y de desasosiego (Vorsorge); inquietud frente al presente, desasosiego frente a la incertidumbre del futuro. El hombre no vive solamente en el presente. El vive en el horizonte del futuro, él vive su futuro en el presente 33. Una vez que el hombre tom a conciencia de la vida en su totalidad, el movimiento teleológico pasa de la oscura “voluntad de vivir” instintiva, a la voluntad esclarecida que se fija como meta el ideal de una vida libre de todo cuidado. Y esta vida sólo puede ser concebida como una vida en la cual el Yo puede vivir en la certeza habitual de una existencia fundada, de un dominio sobre el mundo y de una posibilidad de transform ar, para sí y para los otros, el mundo en un m undo que garantice una vida feliz34. Al hombre le es lícito, gracias a su teleología, convertir su actitud práctica e instintiva frente al mundo, en actitudes valorativas y cognosciti­ vas. Como “razón estética”, el hom bre tiende teleológicamente hacia el mundo en cuanto mundo de valores35. La “conciencia-valor” se compone de un conjunto de vivencias mediante las cuales el hom bre valora los objetos como humanos, bellos, agradables o sus contrarios36. Estas vivencias no deben, sin embargo, ser confundidas con los juicios de valor, los cuales, en sentido estricto, pertenecen a una actitud teórica. “Gozar” y “vivir” el valor estético de una obra de arte son actos que pertenecen a la razón estimativa, mientras que “juzgar” y “afirm ar” el valor de esta misma obra de arte son actos de la razón teorética37. El “goce” del hom bre frente a 32 33 34 35

C fr. C fr. C fr. C fr. C fr.

M s. E I I I 9, p. 62. M s. E I I I 4, pp. 2-3 y M s. E I I I 9, p. 18. M s. E I I I 9, p. 5. Ibid., p. 59. Ideen I!, pp. 29, 186-187 y E. Ph. II, pp. 100-101.

37 Cfr. Ideen II, p. 8. S in d u d a alg u n a q u e u n acto -v alo r p u ed e estar a c o m p a ñ a d o po r acto s teoréticos y prácticos de la m ism a m an era q u e u n acto teo rético puede esta r aco m ­ p a ñ a d o p o r actos-valor. Las actitu d es e intereses d eb en ser definido s a p a rtir del ob jeto in ten cio n ad o y del ac to pred o m in an te. T o d o s los o tro s ac to s d eb en ser co n sid erad o s ya sea c om o m edios p a ra a lcan za r la u n id ad del ac to to ta l o y a com o actos q u e se p ro d u cen sim u ltán eam e n te sin hacer parte, e n fo rm a de elem en tos de la u n id a d d e la c to to tal. Un a rtis ta q ue realiza u n c u a d ro co n la finalidad de “gozar” y vivir u n sen tim ien to estético, realiza sim u ltán eam e n te actos prácticos y teoréticos. El percibe, p o r ejem plo, detalles de su o b ra , crític a alg u n o s de ellos, etc. P ero to d o s estos ac to s so n só lo m edios p a ra llegar a l a c to to tal, a sab er, a l a c to d e g o zar de su obra. El a rtista puede, d u ra n te la realización de su o b ra, reco rd ar u n a rtista , u n a exposición, etc. E stos ac to s de recuerd o n o son, sin em b arg o , p artes o elem entos de la u n id ad del ac to total. C fr. £. Ph. II, p. 98 ss.

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un “m undo-valor”, aunque pertenezca a la dimensión de la persona, se fundamenta, según Husserl, en el instinto de conservación. La creación y realización de valores superiores son sólo momentos del movimiento teleológico del hom bre hacia la unidad total de su “telos”38. El anim al, viviente en un m undo finito y en un tiempo limitado, es “feliz” en la satisfacción ae las exigencias prim eras del instinto39. Pero este no es el caso del hom bre cuya estructura teleológica apunta hacia la perfección absoluta en todas las diferentes dimensiones de su ser. .El hom bre puede experim entar el placer actual que le proporciona la satisfacción de una intención práctica, en cuanto satisfacción inmediata del instinto. Pero esta satisfacción no es aquella hacia la cual él finalmente tiende. El placer perfecto —telos de su razón estética— sólo se da allí donde el bien se m uestra en su esencia de bondad, a saber, en el límite ilimitado del movimiento teleológico: éies una idea límite. P o r consiguien­ te supone un proceso infinito de aproxim ación, una superación sin límites de los valores concretos40.

III.

T E L E O L O G IA D E

LA

R A Z O N “ O B J E T IV A D A ”

Hemos visto la estructura teleológica del hom bre tal como ella se manifiesta en los instintos y en la tendencia hacia la creación y realización de valores. En cada una de las actitudes fundamentales que constituyen originariamente la estructura del ser hum ano se hace patente un movimiento hacia una perfección absoluta. A rrastrado p or el deseo de realizar en sí mismo una hum anidad auténtica, el hom bre se supera en cada uno de sus actos. Si consideramos ahora la orientación innata de la razón, el carácter teleológico del devenir hum ano se hace aún más visible. El hom bre ha sido considerado siempre como un anim al racional en cuanto a él le es dado juzgar y juzgar de m anera verdadera41. El se siente requerido por la verdad y, en la misma medida en que responde a este llam ado, él se siente “verdadero”. Estudiemos por extenso esta orientación teleológica de la razón. Ella puede ser estudiada en sí misma o bien en el papel que juega en el interior de la estructura teleológica total del hom bre. Nos interesa estudiarla en sí misma. Pero antes de hacerlo recordemos algunos textos muy dicientes acerca del papel de la razón teorética. 3* C fr. M s. E I I I 9, pp. 58-59. 39 C fr. Ibid. 40 Cfr. Ibid.; M s. E I I I 4, pp. 1-2, y E. P h. II, pp. 350 ss. 41 C fr. K„ p p. 421, 13, 270, 275.

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Según Husserl, la razón teorética le permite al hom bre llegar a una plena autocomprensión. En esta com prensión de sí mismo, el hom bre se descubre "como un ser que consiste en sentirse llamado a una vida colocada bajo el signo de la apodicticidad. Pero no se trata solamente de aquella apodicticidad abstracta que anim a a la ciencia llam ada com ún­ mente con este nombre: esta vida está llam ada a realizar la totalidad de su ser concreto bajo el signo de una libertad apodíctica y a conducir este ser al nivel de una razón apodíctica, de una razón de la cual se debe apoderar a través de toda su vida activa; porque es esta razón la que constituye su hum anidad. Se trata, como se ha dicho, de com prender racionalmente, com prender que ser razonable es querer ser razonable; que todo esto da a la vida y al esfuerzo hacia la razón una dimensión infinita; que la razón designa aquello hacia lo cual tiende el hombre en su ser más íntimo, aquello que sólo lo puede satisfacer y hacerlo “feliz”; que la razón no tolera el ser dividida en “teórica”, “práctica” y “estética” o en cualquier otra clase de división; que ser hom bre es serlo en sentido teleológico —es un deber ser— y que esta teleología dom ina toda acción y todo proyecto egológico...”42. Esta última com prensión de sí mismo implica, por consiguiente una nueva praxis hum ana, praxis fundada “sobre la crítica universal de toda la vida y de todos sus fines, de todas las formas de estructuras y de todos los sistemas culturales surgidos de la vida de la hum anidad y, por lo mismo, fundada sobre una crítica de la misma hum anidad y de los valores que directa o indirectamente la guían. Una praxis, más exactamente, capaz de elevar a la hum anidad, por medio de la razón científica universal y según las norm as de la Verdad en todas sus formas; capaz de elevarla a una nueva realidad hum ana responsable de sí misma de manera absoluta siguiendo los principios teoréticos absolutos”43. Si este es el papel de la razón, ella constituye necesariamente la función más elevada y noble del hombre: es ella la que posibilita al hombre la m archa hacia su telos final44. P ara el Husserl racionalista es la “norazón”, el vivir ciego en las tinieblas de lo confuso sin el esfuerzo para salir de allí, lo que realmente hace al hombre un “infeliz”45. T anto en Krisis como en los escritos inéditos sobre la ética, el pensamiento de Husserl se revela muy rico en ideas sobre las relaciones entre la razón y el telos final del hombre. Y bien podríam os nosotros interpretaren el mismo sentido las relaciones entre juicio y decisión que encontram os en otra de sus obras: la tendencia hacia la certeza de todo juicio es tan sólo un aspecto de la tendencia general hacia la propia conservación. En el juicio el hom bre se

42 Ibid., pp. 275-276. 43 Ibid., p. 329. 44 Cfr. Ibid., pp. 273, 336. 45 Cfr. M s. I K, p. 47 y £

Ph. II, p. 230.

149

decide por la validez de algo; esta validez debe ser aceptada siempre y en todas partes. Podemos decir que el Yo permanece siendo siempre el mismo, en la medida en que él puede defender aquella validez por la que se decidió anteriorm ente en su juicio46. La razón teorética es, pues, decisiva para la realización del ideal de una hum anidad auténtica. Pero como lo hemos dicho, nos interesa estudiar la teleología de la razón en ella misma, a saber en su tendencia hacia un conocimiento absoluto y universal. Analizaremos primero esta teleología en cuanto “objetivada” en el interés teorético que se revela en la realización concreta del saber. En el parágrafo siguiente estudiaremos la inmanencia teleológica de la razón. La razón, tom ada en sentido amplio, se despliega en actos cognosciti­ vos, volitivos y estimativos. Como actos de una misma razón, ellos se implican mutuamente. Nos es posible distinguirlos, sin embargo, a partir del interés especial y de la actitud personal que se encuentran en sus orígenes. Si queremos distinguir el interés teotérico diríamos nosotros que él está determ inado exclusivamente por el valor intrínseco del pensar: él es aquella tendencia hacia el conocimiento de la realidad total en su ser propio. P or consiguiente, el interés teorético puro excluye por principio todo acento afectivo y práctico en el conocer. Este acento puede, sin duda, ser objeto del interés teorético, pero lo será a título de objeto de conocimiento sin que por ello sea vivido en su carácter afectivo o práctico. Esta distinción es la que posibilita, precisamente, la existencia de una sociología, de una estética, de una historia, etc.47. A partir del interés teorético nos dirigimos “hacia el verdadero ser”. Como tendencia, este interés se dirige hacia “un sistema de adquisiciones cognoscitivas, de identidades adquiridas, de seres a los cuales yo puedo volver siempre y siempre identificarlos como los mismos...”48. P or consiguiente, el hom bre que en su actividad es movido por un interés teorético puro, bien puede ser caracterizado como alguien que no permite ser dom inado por la “seriedad” y gravedad de una existencia hum ana angustiada e inquieta. El es un “espectador desinteresado e imparcial” que no utiliza su conocimiento exclusivamente para compro­ meterse en la vida en cuanto tal. Su misión y su vocación están en el “m irar hacia las cosas” (Zuschauen) y en el “mirarse a sí mismo” (Sich-schauen) con la única finalidad de conocerse a sí y de conocer las cosas en su ser verdadero49. 46 47 48 49

150

C fr. C fr. M s. C fr.

E. U„ pp. 327, 346, 351, 348 ss.; C .M ., p. 101. Ideen II, && 1, 2 y p. 25; E. Ph. II, pp. 306. C 16 I, p. 3; K„ p. 328; E. U„ pp. 20 ss., 231 ss., E. Ph. II, p. 358. K„ pp. 328, 331.

Una vez que el interés teorético se haya convertido en un hábito, podemos entonces hablar de una “actitud teorética”. Nos encontram os frente al hom bre que se ha decidido vitalmente por la verdad, que ha convertido a la verdad en vida de su vida. Su única tarea es la búsqueda de la verdad del ser en su totalidad, de una verdad que él puede a cada instante verificar y a partir de la cual él puede experim entar el goce de un ideal realizado50. Se da, según lo anterior, una tendencia hacia el conocimiento perfecto del ser en su totalidad en el hom bre que vive en una actitud teorética. Surge aquí un interrogante. La decisión del hom bre de consagrar sus energías a la búsqueda de la verdad es un suceso y como todo suceso debe estar m otivado51. Cuál es la motivación histórica de la actitud teorética? Es difícil de determ inarlo desde el punto de vista de un individuo concreto puesto que las motivaciones pueden ser muy diversas. Pero ello es relativamente fácil desde el punto de vista de la hum anidad. La pasión por la verdad se da por prim era vez en la historia en los antiguos sabios griegos. Husserl trató de exponer brevemente la motivación de aquellos sabios en su conferencia sobre la “Crisis de la hum anidad europea y la filosofía”52. Nosotros podríam os, sin embargo, indicar tres posibles motivaciones a partir de diversos textos husserlianos. Estas motivaciones serían: a) una motivación práctica a partir del instinto de conservación; b) una motivación a partir del instinto de la “curiosidad”; c) una motivación a partir de la tom a de conciencia de la teleología de la razón. Hemos caracterizado al hom bre como un ser atizado por la inquietud frente al presente y por la angustia frente al futuro. Si el instinto de conservación nos lleva, ante todo, a buscar la satisfacción de las exigencias inmediatas de la vida, él se prolonga, sin embargo, en una adaptación del individuo al curso de los acontecimientos. El hom bre siente la necesidad de dom inar la naturaleza para asegurar la conservación de su propio ser en el futuro. De aquí que vitalmente tienda a racionalizar el mundo. Esta racionalización comienza por la búsqueda de las leyes causales, lo que le permitirá a partir de hechos actuales reconstruir el pasado y prever el futuro. La necesidad de llevar a térm ino tales investigaciones da origen a ciertos métodos de economía de pensamiento que ulteriorm ente han de convertirse en formas del pensamiento puro. En sus Investigaciones lógicas Husserl nos m uestra, por ejemplo, cómo a partir de aquellos métodos ciegos que son las cuatro operaciones de la aritmética, la tabla de los logaritmos y las funciones trigonométricas, podem os pasar, mediante el pensamiento significativo y simbólico, a investigaciones y demostraciones más amplias. Es así como a partir de la aritm ética —ciencia de los números 50 C fr. 51 Cfr. 52 Cfr.

K„ p. 332; E. Ph. /, p. 311. K ., p. 331. K„ p. 331 ss.

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concretos— se constituye la aritm ética general o formal en la cual los números dejan de ser conceptos de base para convertirse en conceptos de aplicación y a partir de esta aritm ética formal se constituye la teoría de la multiplicidad para la cual la prim era sólo es un caso particular53. Vemos, pues, cómo la necesidad de asegurar la propia existencia pone en m archa el conocimiento y al hacerlo los dominios del saber se extienden. Las realidades sometidas a investigación suscitan problemas; aún más, las propias investigaciones suscitan interrogantes sobre metodo­ logía. Puede suceder, y de hecho así sucede, que en este proceso el pensamiento se libere y purifique de todo acento práctico para determinar­ se exclusivamente por sí mismo, por su teleología inmanente, cuya culminación sería el conocimiento perfecto y absoluto del ser en su totalidad54. Lo anterior no significa que el instinto de conservación sea el que funde la teleología de la razón o que ésta pueda ser considerada como una tendencia biológica. El instinto de conservación tan sólo motiva la aparición del interés teorético. Avenarius con su principio “del menor esfuerzo” y M ach con su principio de la “economía del pensamiento” parece que intentaron algo diferente. Esto explica las críticas de Husserl a tales autores. La teleología tiende hacia el polo ideal de una racionalidad absoluta y universal y es esta idealidad la que funda, precisamente, la economía mental. La conservación propia exige ciertamente una cierta adaptación del pensamiento a la naturaleza externa para juzgar las cosas, para prever el futuro, hallar las causas de los fenómenos, etc. Esto debería ser considerado en un estudio sobre el papel de la teleología de la razón en el interior de la teleología universal del hom bre hacia una hum anidad ideal en un m undo ideal. Pero la razón en sí misma está orientada por principios ideales. Acaso no medimos el pensamiento empírico a partir del pensamiento ideal?55. Una segunda motivación del interés teorético la encontramos en el instinto de la “curiosidad”. Como lo hemos visto, el instinto de la curiosidad se resuelve fundamentalmente en la experiencia sensible orientada y abierta al m undo de la naturaleza. En Experiencia y Juicio Husserl llama a este instinto “el interés de la percepción” y lo considera como una prim era manifestación del interés teorético. P o r este instinto tendemos a conducir el objeto de la percepción a su donación total. La tom a de conciencia sobre la donación subjetiva y relativa del m undo hace que el hom bre tienda a racionalizar su experiencia. El “encuentro”, el diálogo, la comprensión mutua nos anim a a querer conocer los objetos, a 53 C fr. L. U. I, & 53. 54 C fr. E. Ph. 1, d. 207. ” C fr. L . U. I, && 56 ss.

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determinarlos, a fijar su identidad, en otras palabras, a poseerlos verda­ deramente en su totalidad36. P or consiguiente, el instinto de curiosidad, este “goce-de-estar-cercade-las-cosas” puede ser considerado como una motivación de la actividad teorética. Husserl nos lo m uestra, por cierto, muy bien, cuando en Crisis, al querer analizar la constitución genética de las ciencias positivas, se rem onta hasta el m undo de la vida (Lebenswelt) y cuando en Experiencia y Juicio", al querer determ inar los presupuestos del juicio predicativo, es conducido hasta la experiencia pre-predicativa. Esto nos indica que la predonación del m undo constituye la “satisfacción” de las tendencias del instinto de la “curiosidad”, es decir, de la experiencia sensible. Y es, precisamente, la problem ática implicada en esta predonación del m undo la que puede m otivar el interés científico. Una modificación de este instinto de curiosidad es la “adm iración”, el “asom bro”. Recordemos que de ordinario se considera el asom bro como la primera motivación de la actitud teorética. El propio Husserl encuentra en el asom bro la raíz de la pasión por las ciencias en los griegos. Cuando los griegos entraron en contacto con los pueblos de oriente se asom braron ante la diversidad de cosmovisiones. Cada pueblo poseía “su verdad” y “su m undo”. El asom bro los condujo a intentar conocer la “verdad en sí”, el m undo tal cual él es, fuera de toda tradición popular, independientemente de cualquier mitología, etc. Los griegos se decidieron a buscar la verdad para vivir en la verdad. A través del tiempo, la experiencia vivida por los griegos se renueva constantemente. Cada uno de nosotros se debería asom brar frente a la multiplicidad de “verdades” contradictorias. La realidad está allí, nos interroga, su relatividad y su identidad dan origen a toda una problemática. Querer responder a esta problem ática constituye una posible motivación de la actitud teorética37. La tercera motivación y la más im portante es la tom a de conciencia de la teleología de la razón. Arrojados en el m undo y en la historia, tenemos la experiencia de las ciencias com o formas culturales que se han constituido a través de generaciones de sabios. Todas estas formas culturales son portadoras de una intención, de una teleología. Este sentido teleológico se nos revela al entrar en com unión mediante la “entropatía” con los hombres de ciencia. “Tomar conciencia no significa otra cosa que intentar establecer realmente el sentido que en la simple opinión tan sólo es intentado o presupuesto; se puede decir igualmente que tom ar conciencia tan sólo significa intentar conducir el ‘sentido que pide la realización’... al estado de sentido realizado...”58. Tom ar conciencia de la teleología de la conciencia significa, por consiguiente, no sólo analizar el “sentido”, la « C fr. E. V.. p p . 9 1 - 9 3 , 2 3 2 . ” C fr. K„ p p . 331-333; E. Ph. I 58 F .T .L ., p. 13.

pp.

288-291.

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intención de la actividad teorética, sino tam bién querer conducir este sentido, esta intención al estado de intención realizada. Desde este punto de vista la tom a de conciencia motiva la actitud teorética. Al hacerlo, el hom bre se coloca bajo la voluntad de realizar el sentido de la razón, a saber, la posesión del ser verdadero en su totalidad. Esta decisión por una vida teorética —lo que implica la voluntad de asumir la responsabilidad de cada uno de los actos cognoscitivos— explica por qué Husserl consideraba que la reflexión, en cuanto reflexión, se da ante todo en la voluntad59. Tales son las posibles motivaciones del interés teorético, interés que ha dado origen a esa gama de ciencias que constituyen hoy en día el dominio del saber hum ano. Husserl en diversos lugares se refiere a la génesis de las diversas ciencias a partir de este interés teorético. Una síntesis de esta génesis la encontram os en el inédito ya citado sobre La idea de la filosofía. El interés teorético exige unidad y universalidad en nuestros conocimientos. Es esta exigencia la que nos hace pasar de conocimientos particulares a otros más universales: de los hechos a las leyes, de las leyes a las teorías, de las teorías limitadas a otras más vastas que abrazan a las anteriores. Es este un movimiento sin límites hacia la universalidad y hacia la unidad de una sola teoría de la cual se podrían deducir sistemáticamente todas las correspondientes a un dominio determinado de objetos; leyes que, a su vez, com prenderían y explicarían toda realidad que pueda presentarse bajo las mismas condiciones que aquellas que ya hacen parte de sus dominios. Esta división de objetos en dominios determinados, en cuanto están regidos por leyes determ inadas, da origen a la constitución de las diversas ciencias positivas. El movimiento teleológico de la razón no se agota, sin embargo, en la formación de todas estas diversas ciencias. En efecto, los objetos de un dom inio determinado guardan relaciones con los objetos de otros dominios, lo que implica, por consiguiente, relaciones especiales entre las diversas ciencias. Dichas relaciones deben ser igualmente sistematizadas. La búsqueda de unidad entre las diversas ciencias es una exigencia de la razón. Al lado de este problema de la unificación de las diversas ciencias y teorías, se encuentran otros problemas que conducen aún más lejos el movimiento teleológico de la razón. Husserl cita entre otros, el de la verdad. Nosotros lo hemos experimentado más de una vez; todo juicio fundado en la experiencia o en conexión con un pensamiento general e indirecto, se revela frecuentemente como no respondiendo a la realidad. El es, p o r principio, reformable. P or otra parte, la duda sobre los Aiunciados “verdaderos” de la ciencia llega a ser siempre posible, como también lo es la

59 C fr. Ibid.; C. M „ p. 50; E. Ph. II. p. 6; K„ p. 73.

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interrogación sobre la posibilidad del conocimiento, sobre sus diversas formas y, en fin, sobre el valor de los métodos adoptados. Todo esto explica por qué nosotros somos impulsados a dirigir nuestra mirada, no ya sobre las cosas sino más bien, sobre nuestro propio pensamiento en cuanto tiende hacia las cosas. Estas consideraciones dan origen a nuevas ciencias; por ejemplo, a la lógica formal. La lógica, elaborada en la “reine Allgemeinheit”, trata de buscar las normas del juicio verdadero, las formas del silogismo, etc. La tendencia de la razón hacia un conocimiento perfecto y absoluto se realiza, pues, de manera teleológica. Esta teleología partiendo de la experiencia concreta, singular y práctica, se despliega hacia el conocimien­ to sistemático y teorético de las ciencias positivas para llegar, finalmente, a una ciencia del conocimiento en cuanto conocimiento. Para Husserl este conocimiento se realiza sin que el sabio tenga necesariamente conciencia del ideal hacia el cual tiende, ni sobre el valor ni sobre la realización concreta de dicho conocimiento. Con otras palabras, la verdad absoluta no siempre es puesta por el sabio com o el telos final de su actividad teorética. Cuando esta tendencia hacia el conocimiento absoluto se convierte en un ideal concientemente buscado y, por consiguiente, en un fin norm ativo de la actividad teorética, tenemos entonces la filosofía, la que se define como la ciencia que tiene por objeto el ideal de un conocimiento sistemático que abarca el todo —de manera teórica y positiva—, el ideal de un conocimiento perfecto y plenamente fundam entado60. Analizada la teleología de la razón en cuanto “objetivada” en el interés teorético que se revela en la génesis del saber, sólo nos resta estudiar detenidamente la teleología inmanente de la misma razón.

IV . L a T

e l e o l o g ía

In

m anente

D

e

La Co

n c ie n c ia

El gran descubrimiento de Husserl en sus Investigaciones lógicas fue la idea de la intencionalidad. Husserl conoció la noción tradicional de la conciencia como la unidad de todas las vivencias psíquicas en la duración concreta del yo empírico. Conoció, igualmente, aquella concepción de la conciencia como conocimiento interior de las propias experiencias psíquicas. Para él, sin embargo, la conciencia es el conjunto de vivencias

60 Cfr. M s. F /. 14, p. 17 ss.

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caracterizadaspor el hecho de ser intencionales, es decir, por el hecho de estar dirigidas hacia un objeto61. La conciencia es un acto. Los actos conciencíales son “fenómenos que en ellos mismos contienen intencionalmente un objeto”. Esta relación intencional de la conciencia a un objeto no debe, sin embargo, ser entendida como una relación real. El objeto, en efecto, no hace parte de la vivencia y ésta no es un todo cuyos elementos serían la intención y el objeto. En una sensación de color, por ejemplo, ni el objeto ni el color del objeto son “vividos” y por consiguiente yo no soy conciente de ellos. Puede suceder, inclusive, que el objeto no exista y que, por consiguiente, el color tam poco. Sin embargo, el color está presente a la conciencia como “apariencia”. La vivencia es precisamente esta apariencia vivida62. Una segunda característica esencial de la conciencia como acto es el ser un acto objetivamente o bien, el fundarse sobre un acto objetivante63. En efecto, todo acto en cuanto intencional implica la presencia del objeto a la conciencia. Nosotros no podemos juzgar, desear, etc., sin que el objeto juzgado, deseado, etc. no nos sea presente. Hacer presente al objeto a la conciencia significa representar u objetivar64. Todo acto debe hacer presente al objeto poi sí mismo o debe fundarse sobre otro acto que en sí mismo sea objetivamente. En este caso, el acto objetivamente funda a aquel que no lo es y nosotros podemos decir que todo acto intencional es fundam entalm ente una representación, dado que, “en cada acto el objeto intencional está presente en virtud de un acto de representación, y allí donde no se trata de una “simple” representación entonces el acto de representación está ligado de una m anera tan característica y tan íntima a uno o varios actos, o mejor, a caracteres de actos, que, por lo mismo, el objeto representado es simultáneam ente el objeto juzgado, deseado, esperado, etc.”65. Una tercera característica de la conciencia que define el acto intencional p or excelencia, a saber el acto cognoscitivo, es la plenitud 61 C fr. L. U. II, I, pp. 346-370. Es cierto q u e H usserl fue influenciado p o r B rentano. P ero la n o ció n de in ten cio n alid ad de su m aestro fue tra n sfo rm a d a p o r él radicalm ente. B rentano lim itab a la in ten cio n alid ad a los fenóm enos psíquicos. H usserl n o ad m itió la distinción de B ren tan o en tre fenóm enos psíquicos y físicos y, p o r o tra p arte, p a ra él to d o s los acto s son in ten cionales. L a diferencia en tre los acto s d ep en d e de la m an era cóm o ellos son in tencionales. Es de n o ta r, igualm ente, q u e el flujo de las vivencias es, según H usserl, m ás am p lio qu e la conciencia: en el flujo hay que d istin g u ir u n a dim ensión hylética (sensaciones, se n tim ien to s sensuales y afecciones) desp ro v ista e n sí del carácter intencional y la dim ensión n o ética (los a c to s de significación, de ad ecu ació n , de intuición, etc.) que co rresp o n d e a to d o a c to q u e a p u n ta a u n sentido. Es esta dim en sió n la q u e co n stitu y e p ro p iam en te la conciencia. C fr. Ideen, pp. 207-212. “ 63 64 65

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C fr. Cfr. C fr. Cfr.

L. V. II. I, p. 365 ss. Ibid, pp. 493-494. Ibid.. p p. 460-461. Ibid., p. 427.

intuitiva. Un acto de conocimiento es el acto sintético que aprehende la identidad objetiva de dos intenciones de un mismo objeto: la intención de significación y la intención intuitiva. En efecto, todo acto intencional es pensamiento de un sentido, es decir, un acto en el cual una significación se hace presente a la conciencia. Pero una intención significativa, por sí sola, no es un conocimiento. Ella es una intención vacía, que sólo se hace conocimiento si su objeto se hace presente en sí mismo a la conciencia, es decir, si el objeto es aprehendido intuitivamente y no tan sólo representado en la significación. P or consiguiente es la aprehensión del “llenar” la intención vacía mediante la presencia del objeto en persona lo que constituye propiam ente el acto de conocimiento66. P ara com prender mejor esto, tomemos un ejemplo del dom inio de la percepción dado que, según Husserl, la percepción es la intuición donadora original67. He aquí un cenicero sobre mi mesa. Yo lo percibo y yo lo denomino. Tenemos una significación y una percepción. Cuáles son sus relaciones? Husserl nos dice que el acto de significación piensa y expresa el objeto mientras que el acto de percepción nos lo da determ inando de esta m anera la referencia objetiva de la significación. En efecto, la significación no reside en la percepción del cenicero; ella se encuentra en la intención, en la dirección hacia “esto es un cenicero”. A hora bien, “sin la percepción o un acto que funcione de una m anera correspondiente, la dirección hacia sería vacía, sin diferenciación determ inada, simplemente imposible in concreto”6*. La percepción es la que al determ inar la dirección de la intención la hace posible. Tenemos aquí dos actos, radicalmente distintos, pero sintetizados por un tercero, a saber, el acto del conocim iento69. Podemos considerar el acto del conocimiento ya sea como una unidad estática o ya como una unidad dinámica del objeto expresado y de la intención que lo expresa. Com o unidad estática en el caso en que los dos sean idénticos y su identidad sea simplemente verificada, “vista”, es decir, cuando el nombre y la cosa se recubren. En este caso el acto de significación está fundado sobre el acto de la percepción y religado a través de este últim o al objeto determinado; aquí el acto de expresión y el acto de percepción tienen el mismo contenido intencional. El acto de conocimien­ to tan sólo reconoce una identidad70. Pero para llegar a esta unidad estática es necesario realizar la síntesis de dos actos. La identificación entre significación y percepción no es algo instantáneo. Entre la intención vacía y 66 C fr. L. U. II, 2, p. 30 ss. 67 Se d a, igualm ente, u n a in tu ició n eidética y u n a in tu ició n categ o rial. T o d a intuición reenvía, sin em b arg o , a la percepción; ella es la p resencia c o rp o ra l, en p erso n a, de u n “ob jeto ind ividual” y este o b jeto individual viene a ser el su b stra to ú ltim o . C fr. L. U., II, 2, pp. 52,94, 202; Ideen, p. 88. “ C fr. L .U . II, 2, pp. 18-19. * Cfr. Ib id., pp. 23-26. 70 C fr. Ibid., p. 25.

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la intención intuitiva se da un espacio tem poral71. P or consiguiente, el acto del conocim iento debe ser considerado como un proceso dinámico, un proceso que pone en relación significación y percepción. Si esto es así, el conocimiento y la intención intuitiva son la misma cosa. Hablarem os de un conocimiento pleno y auténtico cuando su correlato es la plenitud concreta del objeto presente en persona a la intuición. Esta plenitud intuitiva no siempre es realizable. La percepción, por ejemplo, nos da un “llenar” auténtico puesto que ella se mide por el objeto mismo y, sin embargo, no es plenamente auténtico puesto que el objeto de la percepción se da necesariamente en perfiles. La intención intuitiva apunta más de lo que ella intuiciona: la percepción externa apunta un objeto, pero ella aprehende solamente aspectos de dicho objeto. La intención intuitiva plenamente auténtica es, según esto, una idea límite y, por consiguiente, el conocimiento absoluto también lo es72. Tales fueron, en síntesis, las ideas fundamentales de Husserl en sus Investigaciones lógicas acerca de la intencionalidad y del acto del conocimiento. En obras posteriores profundizó estas ideas; de manera especial las relacionadas con la esencia del acto del conocimiento (teoría de la noesis y el noema), el sentido del “llenar” como el “hacer evidente”, la distinción de la conciencia como conciencia actual, potencial y atencional; la introducción, finalmente, de un YO como centro unificador de las vivencias. Nos interesaba llam ar la atención sobre el dinamismo teleológico de la conciencia que se encuentra ya presente en las Investigaciones lógicas: el conocimiento absoluto, la adecuación integral entre el apuntar y el ver, entre la intención y la intuición se da en una perspectiva infinita. Más allá de cada ver actual se d a siempre un horizonte abierto de intenciones que deben ser actualizadas. Sin embargo, toda la actividad del conocimiento se orienta hacia esta actualización. Y esta orientación de la intención es teleológica porque ella exige necesaria y esencialmente su actualización. El signo, en cuanto signo, no posee ninguna relación hacia el objeto significado. La conciencia es la que proyecta la relación del signo hacia el objeto73. Ahora bien, para justificar la relación del signo al objeto significado, la significación debe ser identificada con una intención que alcanza directamente aquello que la significación tan sólo alcanza indirectamente. Sólo las intenciones perceptivas o imaginativas alcanzan directam ente las cosas, de m anera que cada significación exige ser realizada en una intuición74. 71 C fr. Ibid., p. 24. 72 C fr. Ib id ., p. 69 ss. y 202. 73 C fr. Ibid., p p. 58-59. 74 C fr. L a u r e r , Q ., P hén o m én o lo g ie de H usserl. E ssa isu r lagénese de iin ten cio n n a lité, P U F . , P arís, 1955, p. 124 y L .U . II, 2, pp. 53-54.

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El sentido teleológico se revela, además, en el hecho de que la intención está determ inada en ella misma, es decir, que ella incluye la designación individual. En efecto, los términos singulares, los adjetivos, los nombres propios, los pronom bres demostrativos tienen, según Husserl, un sentido independiente de la intuición. Ellos exigen solamente ser realizados mediante ésta75. Conciencia potencial y atencional La concepción de la conciencia en las Investigaciones lógicas presentaba un cierto carácter subjetivo. La conciencia definida como acto, como dirección hacia los contenidos que le son efectivamente dados implica un cierto subjetivismo. Con la introducción del “cam po de potencialidades” en Ideas, tenemos no sólo una precisión sobre la estructura de la conciencia sino tam bién una afirmación más clara de su dinamismo teleológico universal. Cuando yo percibo, es decir, cuando yo me encuentro dirigido hacia un objeto, hacia el papel sobre el cual yo escribo, lo aprehendo com o siendo esto, hic et nunc. P ero aprehender es extraer: “todo aquello que es percibido sobresale sobre un fondo de experiencia”. Alrededor del papel hay lápices, libros, etc.; “ellos también son percibidos de una cierta m anera, se ofrecen allí a la percepción, están situados dentro del cam po de la intuición”, pero m ientras yo esté dirigido hacia el papel, no lo estoy hacia ellos, ni siquiera indirectamente. Ellos aparecen sin ser ‘absorbidos’ o puestos por ellos mismos. La conciencia es explícitamente ‘conciencia de papel’ pero simultáneam ente y de modo implícito, conciencia de este ‘fondo’. Por consiguiente el “flujo de la vivencia no puede estar constituido únicamente de actualidades”: la conciencia no tiene que ser necesariamente acto para ser conciencia intencional, puesto que ella puede dirigirse potencialmente hacia conteni­ dos heterogéneos76. Toda conciencia actual posee un horizonte de inactualidades, de ‘posibilidades abiertas’, susceptibles de una actualización progresiva: basta una conversión de la m irada para que lo implícito se haga explícito, para que la intención se haga atención. Por consiguiente, es necesario distinguir tres modos de conciencia intencional, a saber, la actual, la potencial y la atencional. Y hay que distinguir, simultáneamente, el contenido dado actualmente y el ‘campo de percepciones potenciales’77. Lo anterior nos está diciendo que la conciencia debe ser considerada com o un haz de luz que se proyecta sobre contenidos que le son 75 C fr. L .U . II. 2, pp. 37-38, 14-21. 76 Cfr. Ideen, & 35 y C .M ., p. 83 ss. 77 C fr. Ideen, & 35 y pp. 205, 273.

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heterogéneos. Sin esta tendencia hacia aquello que ella no es, la conciencia dejaría de ser conciencia. El contenido heterogéneo es independiente de todo acto. Y la m anera de darse de este contenido define los dos modos de darse la misma realidad a la conciencia, a saber, la inmanencia (donación actual) y la trascendencia (donación potencial) y simultáneamente define los dos modos fundamentales de conciencia: conciencia actual y concien­ cia potencial. Debemos añadir el m odo de conciencia atencional, el cual pone su contenido como ‘objeto de conocimiento’. Entre los actos actuales, algunos presentan un carácter especial, a saber, el carácter de aprehender, de fijar y de poner el contenido como objeto de conocimiento. La dirección actual de la conciencia hacia un contenido intencional no se identifica con el conocimiento de este contenido78. La aprehensión de un objeto por la conciencia implica que ésta lo determine, lo escoja entre otros contenidos actualmente dados. Aquello que es am ado o deseado, por ejemplo, puede darse actualmente, sin ser objeto de conocimiento. Sólo gracias a la atención se hace objeto del conocimiento79. La atención hace que el objeto potencial se convierta en actual, y que éste, a su vez, se haga objeto de conocimiento. Además, la atención caracteriza al Cogito en el sentido exacto de acto y define al ‘yo vigilante’ y a la conciencia que se compromete, que tom a posición, que vive libremente en sus actos80. Lo anterior implica una actividad de este modo de conciencia (actividad de elección y realización de ella), en oposición a la conciencia actual que, según Husserl, no es activa. Esta actividad supone, finalmente, el ‘yo puro’ como polo ideal al cual se refieren los actos intencionales, como el centro activo que realiza el pasaje de la intencionalidad potencial a la intencionalidad actual81. La constitución de la objetividad. Hemos visto las características y los modos de la conciencia. Como primeras características hemos encontrado la relación intencional a un objeto. Nos falta analizar la naturaleza de la intencionalidad. El análisis de la correlación entre noesis (vivencia intencional) y noema (objeto intencional) y de sus componentes respectivos, nos revelará la naturaleza y el alcance de la concepción husserliana de la conciencia y su significación 78 C fr. L .V . II, 1. pp. 378-379, 409-410; Ideen, && 92, 37. 79 H ay casos en los cuales la in ten cionalidad actu al se co n fu n d e con el ac to de la aten ció n . P o r ejem p lo, en el caso de la percepción d e objetos em píricos que se p resentan siem pre com o ‘fijad o s’ p o r la aten ció n , es decir, co m o ob jetos de conocim iento. Cfr. Ideen, & 37. 80 C fr. Ibid., && 35, 92. 81 Cfr. Ibid., & 80; E .U ., p. 83.

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para la concepción del hombre como ser teleológicamente estructurado: “La expresión ‘conciencia de algo’ se comprende muy bien y, sin embargo, ella es supremamente incomprensible”82 puesto que la intencionalidad significa no solamente que no hay juicio ni percepción sin cosa juzgada o percibida sino también que la objetividad es constituida en un proceso dinámico. Analicemos en primer lugar el noema u objeto intencional83. Este pomo en flor percibido en este m om ento, puede ser objeto de la imaginación. La significación ‘árbol’ de mi acto actual de percepción, será la misma en mi acto de imaginación. Sin embargo un pom o percibido y un pomo imaginado no son totalmente la misma cosa. Hay que distinguir, por consiguiente, en el noema ‘árbol’ elementos de estabilidad y de identidad y elementos de multiplicidad y de variabilidad, hay que distinguir un quid y quom odo, un sentido y su m odo de donación (der Sinn in Wie seiner Gegebenheit). El sentido es, en efecto, aquel núcleo estable, aquella ‘identidad de fondo’, que permanece siempre el mismo a pesar de los elementos variables que lo determinan cualitativamente. El es el noema en sentido estricto84. Los elementos variables que se añaden al núcleo pueden ser de diverso orden. Tenemos, por ejemplo, las modalidades de presentación del noema como son el ser percibido, imaginado, juzgado, deseado, etc.85. Se deben añadir los caracteres ontológicos o caracteres de ser (Seinscharaktere), ya que el noema puede presentarse como real, posible, cierto, verosímil, dudoso, etc.86. De estos caracteres hay que distinguir el carácter afirmativo o negativo: lo afirmado, por ejemplo, bien puede ser real o posible87. Finalmente, hay que tener en cuenta los caracteres axiológicos e, inclusive, las mutaciones atencionales que constituyen, igualmente, modos que afectan necesariamente la manera de darse del núcleo. Todos estos elementos variables tienen algo de común: ellos son caracteres posicionales o téticos; ellos son los correlatos de actos noéticos mediante los cuales el ser es puesto según un modo determinado. Según lo anterior, los caracteres de ser y de presentación no son subjetivos sino que pertenecen objetivamente al noema. Ellos son, precisamente, los que con el sentido idéntico o núcleo form an el noema completo o noema en sentido lato. Ellos designan “caracteres del ‘árbol

82 Cfr. Ideen, p. 217. 83 S ó lo en vista de clarid ad hem os se p ara d o el n o em a de la noesis. D e p o r sí, se tra ta de térm in o s co rrelativo s. 84 Cfr. Ideen, & 91. 85 C fr. Ibid., && 99, 114. 86 Cfr. Ibid., & 103. 87 Cfr. Ibid., & 106.

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que aparece en cuanto tal’, con los que nos encontram os al dirigir la mirada al correlato noemático y no a la vivencia y sus ingredientes. No se trata, pues, de modos de la conciencia en el sentido de elementos noéticos, sino de modos en que se da aquello mismo que es consciente y en cuanto es consciente”88. Al analizar todos los elementos variables del noema se constata la existencia, en cada una de las series de los elementos, de un carácter originario, de una form a m adre (Urform), respecto al cual, los otros sólo son modificaciones secundarias. P ara la serie de modalidades de presentación esta form a originaria es la percepción. Todas las otras modalidades sólo vienen a ser representaciones', un árbol representado es un árbol percibido en el pasado. Recuerdo, retrato, imaginación, etc. reenvían necesariamente al objeto de una percepción pasada89. En la serie de los caracteres de ser, lo posible, lo verosímil, etc. son sólo modificacio­ nes de lo ‘real’, del ser puro y simple (Sein schlechthin), el cual constituye el carácter originario para esta serie90. Finalmente, la negación es un modo derivado de la afirmación: su función noemática es la de ‘tachar’ el carácter de ser y el conferirle la m odalidad de no-ser. El no ser es un m odo de ser”91. La descripción noemática nos revela el sentido inmanente, siempre idéntico, núcleo que es determ inado cualitativam ente por la serie de los elementos posicionales. Hay otro aspecto del noema que debe ser mencionado. A saber, su aspecto cognoscitivo o trascendente: la relación al objeto “por medio del sentido”. La conciencia intencional pretende ser objetiva. P or otra parte, todo sentido, en cuanto tal, designa una orientación, un reenvío teleológico “a aquello que es”. Preguntém onos por este objeto. Si excluimos todo aquello que concierne al modo de la donación (percepción, memoria, etc.) el sentido noemático aparece como una constante que se encuentra siempre idéntica en medio de las mutaciones. El contenido de este sentido noemático puede ser explicitado mediante expresiones propias de la ontología formal o de las ontologías materiales. A hora bien, los predicados son siempre predicados de algo. P or consiguiente: “este algo debe pertenecer al núcleo”. De esta manera el sentido noemático no es solamente un centro unificador sino tam bién el soporte o substrato de todos los predicados. La multiplicidad de determinaciones sólo es inteligible mediante una unidad. Esta multiplici­ dad debe unificarse teológicamente mediante la referencia a un polo de unificación. Este polo de referencia, este sujeto de los predicados es 88 89 90 91

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Ideen, p. 250. C fr. Ibid., && 99-101. C fr. Ibid., & 104. C fr. Ib id ., & 106.

llamado por Husserl el “puro X” por cuanto, fuera de sus determinaciones objetivamente propias, no puede ser determ inado92. Teniendo en cuenta lo anterior, hay que distinguir en el noema: a) El X u objeto puro y simple, sujeto de las determinaciones y centro unificador de las vivencias y de sus noemas correspondientes. Es él el que asegura la objetividad del noema y de su sentido. b) El contenido del objeto puro, es decir, el conjunto de los predicados objetivos. c) El sentido que resulta de la unión del X y de sus determinaciones, o mejor, el objeto en el cómo de sus determinaciones (In Wie seiner bestimmentheiten). Estas distinciones nos permiten com prender la intencionalidad propia del noema y, por otra parte, la misión infinita del conocimiento. Aunque el objeto y sus determinaciones se implican teleológicamente (dado que no hay determinaciones) es, sin embargo, el objeto el que es objeto en sentido estricto. En cuanto polo unificador de las relaciones intencionales, el objeto hace posible la intencionalidad de la conciencia y asegura la objetividad del noema y de su sentido. Pero si él es dado con las determinaciones objetivas expresadas por el sentido noemático, ello significa que el noema sólo se refiere al objeto mediante su sentido o contenido93. El noema no puede, por consiguiente, tener más que un objeto, puesto que éste juega el papel de polo unificador. Pero el objeto puede tener varios sentidos. Las determinaciones de un objeto pueden variar y multiplicarse al infinito: el objeto debe permanecer, sin embargo, siempre el mismo. A hora bien, fijar todas las determinaciones, todos los sentidos noemáticos posibles del objeto, implica una misión infinita para el conocimiento. Esto se com prende mejor si nosotros nos interrogamos acerca de la manera de concebir este objeto. Si se tratase de un objeto individual, tendríamos una multiplicidad de noemas correspondientes a la multiplicidad de objetos individuales. El conocimiento tendría que determ inar, en este caso, el horizonte interno de cada objeto individual. Pero resulta que todo objeto individual posee un horizonte externo, a saber, una infinitud de relaciones con otros objetos y, finalmente, reenvía al m undo en su totalidad com o horizonte de los horizontes. Nosotros podemos considerar, por consiguiente, al m undo com o el substracto absoluto de todas las determinaciones posibles, determinaciones que sólo pueden ser explicitadas en un progreso indefinido y teleológico del conocimiento94. De esta manera, el objeto unificador de la conciencia es la universalidad del ser (All Seiendes), una totalidad que se realiza en y por medio de la multiplicidad de los sentidos noemáticos. 92 C fr. Ibid., && 128-131. 93 C fr. Ibid., pp. 317-318. 94 C fr. E.U ., pp. 156-159.

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La noesis y su relación con el noema. Nuestro interés se dirige ahora no ya sobre el objeto dado noemáticamente, sino sobre su experiencia, es decir, sobre la multiplicidad subjetiva en la cual el objeto aparece en la conciencia. Cómo podríamos explicitar esta correlación entre noesis y noema? Quizá bajo la forma de un paralelismo. Pero sería necesario tener en cuenta algunas diferencias esenciales. En prim er lugar la intencionalidad implica una orientación dinámica que es extraña a la noción de paralelismo. Por otra parte, noesis y noema no son homogéneos. En efecto, la noesis en sus diferentes momentos hyléticos y noemáticos pertenece a la vivencia y a su temporalidad inmanente; el noema, por el contrario, no es parte integrante de la vivencia. Finalmente, el paralelismo sugiere una exterioridad recíproca de las series, mientras que aquí se trata de la constitución del noema por la noesis95. Al analizar la estructura del noema descubrimos una multiplicidad de modalidades de presentación y una multiplicidad de caracteres ontológicos. Encontram os, por otra parte, que cada una de estas series implica un carácter originario respecto al cual los otros sólo son derivaciones secundarias. Algo ‘paralelo’ encontram os en el análisis de la Cogitatio o noesis. En efecto, la espontaneidad del Ego se manifiesta en actos de percepción, de recuerdo, de imaginación, etc. La noesis, com o vivencia actual, se caracteriza, por consiguiente, cualitativamente. Entre las* vivencias se da tam bién una que presenta el carácter de originaria (Urerlebnis) respecto a la cual las otras sólo son modificaciones. Esta vivencia originaria es la percepción a la cual reenvían todas las otras noesis. El recuerdo, por ejemplo, es un ‘haber-percibido’, una percepción pasada; la anticipación es una percepción en el futuro, la imaginación una percepción bajo la forma del ‘cuasi’. Todas las vivencias reenvían, de esta manera, a la percepción como a una vivencia no modificada. Sólo la percepción es una presentación originaria', las otras vivencias son representaciones que deben ser definidas en relación intencional a la percepción96. A estos caracteres noéticos de presentación se añaden los caracteres correspondientes a los ontológicos del noema. Nosotros tenemos, por ejemplo, los caracteres de certeza, de conjetura, de sospecha, etc., los cuales deben ser considerados com o caracteres dóxicos o téticos o de creencia, en cuanto ponen el ser según un modo determinado. En esta serie es la certeza la que posee el carácter de creencia originaria (Urdoxa). A 95 C fr. Ideen, & 98. 96 C fr. Ibid., p. 183, & 99; F .T .L ., p. 141.

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partir de ella se unifica y se define la multiplicidad de caracteres dóxicos97. Se debe tener en cuenta, sin embargo, que toda vivencia modificada puede ser considerada com o creencia originaria, pues la adición de nuevos caracteres noéticos o la modificación de caracteres antiguos constituyen no sólo caracteres noemáticos sino que provocan, ipso facto, la constitución de nuevos objetos que a su turno, pueden ser aprehendidos como objetos originarios según el modo de la creencia primitiva98. Tenemos finalmente, las modificaciones de la afirmación y de la negación, a las cuales se debe añadir la modificación sui géneris de la ‘neutralización’. Siendo así que toda cosa, negada o afirm ada, reenvía necesariamente a una m odalidad de la creencia, la negación y la afirmación deben ser consideradas, a su turno como la modificación o confirmación de una ‘posición’ (Setzung)99. La originalidad de la neutralización consiste en el hecho de que ella no añade ninguna modificación a los otros caracteres, mientras que la afirmación y la negación implican un cambio en la posición del ser. La neutralización suspende toda eficacia determ inante a los caracteres existentes: ella no afirma, ella no niega, ella no duda. Ella se abstiene de obrar (sich-des-Leisten-enthalten), ella suspende toda creen­ cia, toda posición, toda proposición100. La neutralización representa, para Husserl, la condición de posibilidad de la actitud teorética pura y la posibilidad de la filosofía com o ciencia: gracias a ella, se puede tener una experiencia del sentido noemático puro, experiencia en la cual el sentido noemático se da ‘como si’ (ais ob) fuese independiente de todo carácter posicional. En esta forma es posible realizar el análisis deseado101. Consideremos ahora los elementos reales de la vivencia correspon­ diente al ‘sentido noemático’102. Tenemos la ‘m ateria’ o la diversidad hylética, es decir, la multiplicidad de datos de la sensación (color, sonido, blandura, etc.) mediante los cuales se manifiesta el sentido noemático. En oposición a la unidad intencional, la hylé es un diverso real. En la medida en que las determinaciones sensibles del objeto son dadas mediante la hylé, podemos decir, que esta nos da el objeto. Pero es necesario tener bien presente que la hylé no se identifica con las determinaciones sensibles y que ella no es intencional y que, por consiguiente, si ella manifiesta el objeto,

97 Cfr. Ideen, && 103, 104. 98 Cfr. Ibid., & IOS. E sta posibilidad d e tra n sfo rm a r u n a d o x a m o d ificad a en d o x a orig in aria im plica un proceso indefin id o que H usserl tem atiza eidéticam ente b ajo la fo rm a del “etc.” (u nd so weiter). 99 C fr. Ideen, & 106. 100 C fr. Ibid., && 109-115. 101 A diferencia de la im aginación , la n eu tralizació n es d efinitiva y p o r consiguiente, no itinerable. C fr. Ideen, p. 270. 102 R ecordem os que el noem a es u n m o m en to in ten cio n al y no real de la vivencia. La noesis, p o r el c o n tra rio , es u n m o m en to real. Cfr. Ideen, p. 242.

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no lo hace por ella misma103. El carácter intencional pertenece sólo al momento noético, el cual a veces es designado por Husserl con el término form a. Hay que distinguir en la vivencia intencional, según esto, la hylé(o m ateria sensorial) y la fo rm a (forma intencional). Su unión constituye la vivencia. Al introducir la intencionalidad en la materia, la forma realiza la donación de sentido intencional. La vivencia es, por consiguiente, noética solamente cuando la hylé es inform ada por un momento noético y cuando por medio de este momento recibe un sentido. De esta manera la noesis tiene una función, la función de constituir la objetividad: ella hace la síntesis de lo diverso en la unidad de un sentido, dando “a la expresión de conciencia su sentido específico” y haciendo que “la conciencia indique precisamente ipso fa c to algo de lo cual ella es conciencia” 104. La intencionalidad es, por consiguiente, una fu nció n u operación (Leistung) y no un receptáculo de relaciones objetivas estáticas. El objeto de la conciencia no es recibido pasivamente, sin ser tam poco activamente producido: él es vivido105. La intencionalidad es una operación vital fundada en la esencia pura de la noesis106. Esta función noética tom a formas muy diversas. En la percepción, por ejemplo, tom a la forma de una animación mediante la aprehensión perceptiva: los datos de las sensaciones son anim ados por la aprehensión significante que ofrece de esta m anera representaciones del objeto noem ático107. Se descubre, pues, una correspondencia entre la hylé y la form a noética, entre las percepciones cambiantes y el objeto tal como aparece en el noema. Todo cambio en el estatuto hylético implica una modificación noemática de la percepción e, inversamente, todo cambio en la percepción entraña una modificación, en la significación del diverso hylético: “el objeto árbol sólo puede aparecer en una percepción en general como determ inado objetivamente tal como aparece en ella, cuando los elementos hyléticos (o en el caso de que se trate de una serie continua de percepciones —cuando las continuas variaciones hyléticas) sean justo los que son y no otros. Esto implica, pues, que toda alteración del contenido hylético de la percepción, si no llega a suprim ir precisamente la conciencia perceptiva, no puede menos de tener por resultado, como mínimo, el que lo que aparece se vuelva objetivamente ‘distinto’, sea en sí mismo, sea en la orientación que corresponde a su manera de aparecer, etc.”108. Los momentos hyléticos prescriben, por consiguiente, de alguna manera el 103

icxeen^ &

104 105 106 107 108

Ibid., p. 210. C fr. Ideen II, & 3. Cfr. Ideen, & 86. Cfr. Ibid., p. 94. Ibid., p. 243.

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85, p. 81.

objeto. Pero no olvidemos que estos momentos son intencionales: es la noesis la que inform a necesariamente la hylé y determ ina esencialmente cuál será el objeto constituido. El noem a objetivo es, según lo anterior, el producto de la unificación intencional y teleológica de un diverso hylético mediante las funciones noéticas. Un objeto es objeto para la conciencia en la medida en que él es p or la conciencia y él lo llega a ser al térm ino de una síntesis de identificación que unifica en una sola unidad de aprehensión todas las aprehensiones y momentos hyléticos parciales. La aprehensión noética orienta te teológicamente el diverso hylético y constituye en y a través de la m ateria anim ada el noem a objetivo109. De esta m anera las combinaciones de m ateria y form a noéticas son de naturaleza determinada. En virtud de una necesidad eidética inmanente, ellas implican una propiedad extraordinaria, a saber, el de tener conciencia de tal o cual cosa determ inada110. P or consiguiente, cada vivencia implica a priori un objeto y este objeto viene a ser la unidad de una cierta composición noemática, la cual es, igualmente, prescrita necesariamente por el juego de la noesis. Razón y realidad. Los análisis precedentes nos han m ostrado que la objetividad es el correlato de una multiplicidad de vivencias que se acuerdan en el hecho de ser conciencia de una misma cosa. T oda trascendencia debe ser constitui­ da. Surge ahora un problema: esta cosa, este objeto es real? Hay una diferencia y si la hay cuál es, entre la realidad en sentido estricto y el objeto intencional? Este es el problem a de la racionalidad, es decir, el de la legitimación del sentido del objeto. Qué es lo que puede asegurar la racionalidad de una noesis y del noema correspondiente? Es la percepción en sentido lato, en cuanto ella da el objeto en persona111. Es cierto que toda evidencia puede llenar una intuición vacía. Sin embargo, esta función pertenece en propiedad a la percepción en cuanto ella es el ‘ver originario’. De esta m anera la percepción es “la primera form a fundam ental de conciencia racional”. Si consideramos el sentido en cuanto ‘pleno’, diremos que él es el fundam ento del carácter posicional (carácter de ser) del noem a y que esta plenitud fu n d a , además, su carácter racional de legitimidad y correlativamente de realidad. m C fr. Ib id.. & 41, p. 97. 110 C fr. Ibid., p. 245; Ideen II, & & 35-42. 111 L a percepción en sentido lato co m p ren d e las in tu icio n es ex te rn a s e in tern as, e, ig u alm ente, las in tu iciones eidéticas: to d a s ellas p resen tan la característica c o m ú n de ser un “ver d o n a d o r o rig in a rio ” . Cfr. Ideen, & 136.

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En la experiencia constitutiva primitiva del objeto trascendente, por ejemplo, nosotros tenemos, en prim er lugar, una intención anticipativa que determ ina a priori la teleología de la experiencia al determ inar de m anera ideal el sentido del objeto. Esta intención debe ser sometida a un proceso que la haga ‘plena’. Puede suceder que la explicitación objetiva siga en curso que concuerde con el sentido anticipado y que, por consiguiente, que este se haga ‘pleno’ de una m anera sintética y primitiva. En caso contrario debe ser corregida la experiencia hasta que se encuentre la unidad concordante esencial112. El télos de este proceso es el de llegara la plenitud perfecta de la intención, lo que implica tanto la racionalidad perfecta de la noesis como la plenitud intuitiva del noema. El carácter posicional sólo es motivado ‘racionalmente’, es decir, sólo es válido si el sentido llega a ser intuitivamente pleno. La evidencia o visión intelectual es, por consiguiente, este proceso de motivación, o más exactamente, la unidad form ada por la posición racional con aquello que la motiva esencialmente113. La evidencia no es una form a del sentimiento o de la subjetividad: ella es un ‘ver’, un m odo de conciencia que se define por la presencia inm ediata y ‘en persona’ del objeto puesto114. A la legitimación evidente de la noesis corresponde la verdad del noema. La verdad absoluta es el correlato de la evidencia perfecta115. La intuición presenta un proceso de verificación, es decir, que ella se confirma o no según que el curso de la experiencia sea discordante o concordante. De esta m anera, en el múltiple manifestarse de los perfiles se constituye una unidad intencional (idealidad objetiva) a la cual se ordena la multiplicidad del aparecer noético. En el ‘llenar’ se produce una constante confrontación que tiende hacia la adecuación total y perfecta. La verdad, télos de la verificación, expresa la coincidencia definitiva de la intención a priori y del objeto dado originalmente en todas sus determinaciones116. A hora bien, si la verdad es el resultado de esta confrontación, entonces hay que decir que ella es ‘crítica’. Desde un punto de vista apofántico la verdad es la adecuación reflexiva del juicio y de la donación ‘primitiva’ de las objetividades categoriales simplemente intentadas en el juicio. La verdad define la conciencia de ‘justeza’ del juicio. Desde el punto de vista ontológico, la verdad es la posición dóxica de un objeto plenamente intuitivo y por consiguiente motivado racionalm entte1,7. Esta observación vale, igualmente, para la verdad en el dominio predicativo en donde la verdad del juicio es preconstituída118. En efecto, todo juicio supone la 112 113 114 "5 116 117 1,8

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C fr. C fr. C fr. C fr. C fr. C fr. Cfr.

E .U ., P. 114. Ideen, p. 336. C .M ., p. 92. Ibid., p. 52; F .T .L ., p. 225. F .T .L ., && 60-61. Ibid., p. 113 ss. E .U ., && 68 y 73.

donación primitiva de la cosa percibida, motivada o legitimada racional­ mente en y por la percepción119. La concepción de la verdad como ser (identidad objetiva) implica una revolución en la epistemología. El lugar de la verdad no se encuentra exclusivamente en el juicio como siempre lo afirmó la tradición clásica. Ciertamente que nuestras relaciones cognoscitivas con la realidad se explicitan predicativamente en el juicio, pero este reposa sobre la experiencia prepredicativa, es decir, sobre la donación o presencia de las cosas al pensamiento que se dirige hacia ella. Es por esto por lo que la evidencia, en cuanto constatación de la coincidencia entre objeto e ‘intención’ no presenta el carácter de un juicio. T odo acto intencional puede ser ‘llenado’ por la presencia del objeto. Ahora bien, este objeto no es siempre una relación o un estado de cosas. La anticipación, por ejemplo, de los perfiles que faltan en una percepción actual no es un juicio que venga a añadirse a la percepción120. De las anteriores consideraciones se siguen las siguientes conse­ cuencias: aj Hay una equivalencia entre “objeto verdaderam ente existente” y objeto que debe ser puesto “en una tesis original y perfecta”; b) a cada región de ser corresponde una evidencia ‘prim itiva’ apropiada: “la categoría de objetividad y la categoría de la evidencia son correlativas a cada especie fundamental de objetividades... le corresponde una especie fundam ental de la experiencia, de la evidencia...”121. c) a todo objeto corresponde, por principio, “una conciencia posible en la cual el objeto sería así de m anera originaria y perfectamente adecuado”, lo que quiere decir que el objeto tiene su sentido y su ser de una constitución subjetiva. Esta adecuación no siempre es realizable. La percepción externa, por ejemplo, está condenada a la inadecuación. La adecuación es una Idea límite en sentido kantiano. Sin embargo, la “donación perfecta de la cosa” es exigida en cuanto idea que prescribe a priori “el desenvolvimiento infinito de un aparecer continuo” 122. d) el objeto constituido es un título aplicado a conexiones eidéticas de la conciencia. Ella se presenta prim ero com o un X noemático, como sujeto del sentido y de las proposiciones. Sujeto que se presenta, además* como “objeto real”, es decir, como un título aplicado a ciertas conexiones en las cuales el X, que introduce la unidad en térm inos de sentido, recibe “una posición conforme a la razón” 123. Cada objeto constituido, conside­ rado ya sea com o centro de unidad o com o realidad, es el Index de su 119 120 121 122 121

C fr. Krisis, p. 107; F .T .L ., p. 141; Ideen, p. 161. C fr. F .T .L ., & 60. Ibid, p. 144. C fr. ideen, & 145, 144. C fr. Ibid., & 145.

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constitución objetiva. El reenvía a una multiplicidad de operaciones y confirmaciones de la conciencia en las cuales él se constituye. Todo objeto es doblemente constituido en una serie de “sistemas perfectamente determinados de configuraciones de la conciencia que presentan una unidad teleológica” que lo ponen y lo legitiman. Para el análisis intencional, él se convierte en el hilo conductor (Leitfaden) que permite alcanzar el quom odo noético de su constitución, lo cual, significa la revelación de su sentido y de la teleología de la razón124. La razón télos de la conciencia. Hemos analizado la estructura intencional de la conciencia y hemos puesto de manifiesto su sentido teleológico: “ella tiene una disposición a la ‘razón’ e inclusive una tendencia hacia ella, tiene, por consiguiente, una disposición a ofrecer las pruebas justificativas de la exactitud... y a tachar las inexactitudes” 125. La intencionalidad, vida del sujeto, es un proceso dinámico que tiende teleológicamente a la evidencia, una evidencia que se realiza tanto por la donación en persona del ser intencionado como por la legitimación racional en la plenitud intuitiva de la misma evidencia. De esta manera, la efectuación de la teleología de la conciencia es la revelación de la Verdad como Ser en el proceso de objetivación y de la Verdad como Razón en el proceso de legitimación por la evidencia. Gracias a la teleología, la conciencia puede trascender el flujo infinito de las vivencias para convertirse en Razón en la constitución del mundo. La evidencia en cuanto “posesión originaria del ser verdadero y real”126, se identifica con el acto del conocimiento, puesto que ella es la aprehensión del ser, en oposición a las intenciones ‘vacías’ del simple discurso. P or su lado, el ser verdadero es la identidad entre una intención y una donación127. El acto cognoscitivo explícita, en la “percepción adecuada” de identificación, este ser verdadero que ya ha sido vivido en la síntesis de la ‘evidencia’. La conciencia es intencional no sólo actual sino también potencial­ mente. De aquí que nosotros la podemos definir como conciencia del mundo, puesto que todo objeto me reenvía finalmente de éste. El ‘llenar’ actual de una intención se inscribe en un proceso infinito que tiende a la realización de todas las intenciones —actuales y potenciales— de la conciencia. Ahora bien, siendo así que conocer y ‘llenar’ vienen a ser finalmente la misma cosa, debemos añadir: el conocimiento es un proceso 124 Cfr. Ibid.. pp. 348-353; C .M .. && 21, 29; F .T .L , p. 237. 125 F .T L ., p. 143. Cfr. Ibid.. p. 113. 127 Cfr. L.U . I I 2. p. 122.

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infinito que tiende hacia la posesión absoluta y adecuada del ser en su totalidad. La conciencia, a causa de su estructura teleológica, “tiene una disposición a la razón”, puesto que ella no solamente vive en una actividad cotinua de constitución del m undo sino tam bién en un proceso indefinido de legitimación. Gracias, igualmente, a esta estructura teleológica, la conciencia no solamente tiene una disposición sino tam bién “una tendencia constante hacia la razón”. En efecto la conciencia no puede dejar de ser intencional y por otra parte cada una de sus intenciones actuales está acom pañada por un horizonte infinito de intenciones potenciales. A hora bien, tanto la conciencia intencional potencial como el m undo son hori­ zontes de familiaridad precontenidos en la conciencia actual, lo que significa que ellos orientan y motivan "naturalmente” el proceso infinito hacia la adecuación total y, por consiguiente, hacia la racionalidad total. La conciencia tiende de esta manera hacia una racionalidad total. Tender hacia una tal racionalidad es tender hacia la verdad absoluta, hacia la “posesión originaria del ser verdadero y real”, hacia el conocimiento absoluto de la totalidad del ser real. Tender hacia este télos es com prenderse y com prender el m undo “en la forma de la filosofía”, es alcanzar la autoliberación mediante la im plan­ tación del señorío de la razón, es alcanzar una “hum anidad auténtica” y por lo mismo, una hum anidad “feliz”.

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is t e n c ia

Hemos llegado al térm ino de nuestro trabajo. Creemos que el inte­ rrogante inicial ha recibido una respuesta: para Husserl hay una relación esencial entre hom bre y filosofía. El hom bre sólo puede realizarse plenamente a través de un pensar filosófico. El hombre está llamado, según Husserl, a una vida vivida bajo el señorío de la razón: toda su estructura manifiesta una teleología hacia la razón. Al límite filosofía y razón se identifican. Nos hemos visto obligados a tocar gran parte del rico pensamiento husserliano. Los límites dentro de los cuales nos tuvimos que mover, no nos permitieron tratar por extenso ciertos puntos dignos de m ayor atención. Para llenar en parte este vacío reenviamos a nuestros lectores a los textos de Husserl en los que podrán conocer más de cerca las ideas del filósofo. Es este el único sentido de nuestras numerosas citas. La riqueza del pensamiento husserliano y los límites de nuestro trabajo nos impiden asum ir una actitud crítica frente a cada una de las ideas expuestas. Ante esta dificultad, nos hemos decidido por una apre­ ciación general. Reconocemos, ante todo, el valor incalculable del pensamiento de Husserl. Creemos no exagerar al afirm ar que la llam ada filosofía 171

existencial sólo ha sido posible gracias a la influencia del Padre de la Fenomenología. Y no exclusivamente por el m étodo fenomenológico. A la base de toda filosofía existencial está la teoría de la intencionalidad, la concepción del Lebenswelt, la invitación a “ir a las cosas mismas”, todo lo cual ha posibilitado una mejor comprensión del hom bre en su relación con el m undo y del m undo en su relación con el hombre. P or otra parte podemos interpretar el mensaje filosófico de Husserl en el sentido de un llam ado a tom ar una posición frente a la “cultura cien­ tífica”, frente a esa visión del m undo por el hom bre actual, visión determ inada casi exclusivamente por la ciencia y la técnica y en función de nuestra tendencia hacia el confort y la prosperidad material. Dentro de esta visión no hay lugar para el problem a fundam ental de una auténtica hum anidad, a saber, para el problem a del sentido del ser humano. Hoy tenemos que decir con Husserl que “las ciencias fácticas sólo producen hombres fácticos”. No se trata de condenar ni la conciencia ni la técnica: ellas son formas en las cuales se pone de presente la grandeza humana. Aún más: se trata de presupuestos necesarios de nuestra existencia personal e intersubjetiva; de medios para hum anizar este m undo y de instrumentos para forjar una estructura social que corresponda a la dignidad de la persona, de una estructura que perm ita que el reconocimiento del hom bre por el hombre sea más real, más efectivo, más justo. Lo trágico de la “cultura científica” está en colocar ciencia y técnica no como medios sino como fines. Para evitar esto necesitamos ‘filosofar’, necesitamos descubrir el sentido hum ano de la realidad y el sentido de nuestra existencia. Pero no creemos que este filosofar tenga que realizarse en la form a de un racionalismo como lo pretendió Husserl. No creemos que sólo la razón pueda dar un sentido último a la realidad y que sin fe en la razón no habrá fe en Dios, ni en la humanidad, ni en la libertad, ni en el valor del hombre, ni en la capacidad nuestra de llegar a ser “auténticos” y “verdaderos”. Creemos que este racionalismo ya pertenece a la historia, que la deificación de la razón tan sólo constituyó una etapa en el desarrollo de la humanidad. Ha llegado el m om ento de am pliar el concepto de razón para que queden allí incluidas l^s “astucias” de que se sirve el hombre total para entrar en contacto con la realidad: lo emotivo, lo intuicional, lo estético, lo subconsciente, en fin, todo ese m undo interior, tradicionalmen­ te considerado como irracional, que constituye nuestro ser concreto. El conocimiento racional y deductivo es sólo uno de los modos de nuestro seren-el-mundo-real. Como dice M erleau-Ponty, hasta el mismo cuerpo sabe de ordinario más del m undo que nuestra propia razón. La misión del filósofo es la de volver con todo su ser, como espíritu encarnado, a la realidad concreta para vivirla y viviéndola describirla y describiéndola, interpretar su sentido y el sentido de la existencia. Esta manera de concebir nuestra tarea está muy lejos de la pretensión de 172

Husserl de convertir al filósofo en un espectador imparcial de una realidad constituida en espectáculo para un m irar puro. Husserl nos invita a una racionalización total de nuestra experiencia total, pero la realización de su ideal implica una destrucción de la misma experiencia. La experiencia no se deja racionalizar: ella se explícita, ella se deja revelar por el hombre no sólo como pensamiento sobre las cosas como lo quisiera Husserl. El hombre con cada uno de sus comportamientos, con cada uno de sus gestos, de sus actitudes, de sus palabras expresa su existencia, el sentido de ésta, el sentido de la realidad. El filósofo no debe pretender arrojar una luz sobre el hombre y su vida sino llegar a ser esta vida, vivida, eso sí, en plena conciencia, para que esa vida en cada uno de sus com portam ientos revele el sentido de la realidad y ‘constituya’ todas las posibilidades fundamentales que se pueden ofrecer a partir de la experiencia para la edificación de la historia y de la cultura humana, es decir, para el pleno desarrollo de las relaciones que el hombre puede sostener con el mundo, con sus semejantes, consigo mismo y con el Absoluto. Nuestro filosofar no tiene por misión el racionalizar el m undo de nuestra experiencia como lo soñó Husserl. Nuestra misión es la de asumir humanamente este mundo. Al racionalismo le podemos dirigir la misma crítica que Husserl le dirigó a Galileo. Este, según Husserl, revistió al mundo de la experiencia con un m anto de ideas y de símbolos y terminó considerando como el verdadero mundo, no el mundo de la experiencia del que había partido para su matematización de la naturaleza, sino ese mundo de símbolos y fórmulas. El filósofo racionalista recubre nuestro ser y el ser del m undo de nuestra experiencia con un manto de ideas, de conceptos reduciéndolos a simples contenidos de conciencia. Sentirnos conscientemente más humanos, si es necesario sacrificando la razón, he ahí nuestra misión. En la medida en que Husserl con su pasión por la verdad absoluta facilitó y facilita el que nosotros seamos humanamente más verdaderos, en esa misma medida debemos considerar­ lo como un noble “funcionario de la hum anidad”.

BIBLIOGRAFIA

K. =

Idenn -

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Ideen II = L.U. I-II = C.M. = F.T.L. = Ph.S.w. = E.Ph.I-II 3 E.U. =

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E s t a n is l a o Z u l e t a

M ARXISM O Y PSICOANALISIS I Tratarem os de m ostrar en este trabajo algunos de los problemas que plantea la integración del psicoanálisis al pensamiento marxista. No hay nada tan peligroso en este terreno como la construcción de síntesis apresuradas, de carácter puramente especulativo, que no se apoyen en investigaciones concretas. Lo más fecundo sin duda es la elaboración de estudios directos en los que la com prensión real del objeto im ponga por sí misma la solidaridad profunda de estas dos disciplinas. Allí donde este doble enfoque logre esclarecer realmente el fenómeno analizado, no requiere sin duda una justificación teórica, porque después de todo la prueba final de toda metodología está en los resultados que permite alcanzar. Nuestra revista publicará varios estudios que se inspiran en esta perspectiva, sobre la mitología cristiana, la situación histórica de diversos sectores sociales, sobre ideología y crítica literaria. No sobra sin embargo, en un ambiente intelectual como el nuestro, lleno de prejuicios dogmáticos y ortodoxias estériles, iniciar una discusión teórica sobre la necesidad y las dificultades de esta síntesis que, más que un punto de partida, constituye para nosotros una meta todavía lejana. Es muy frecuente en efecto encontrar una oposición de principio al solo intento de buscar esta integración. Se considera que al abordar un fenómeno desde el punto de vista de la psicología individual abandonam os irremediablemente el marxismo y caemos en el idealismo y el individualis­ mo burgués. Se supone que intentam os explicar por la vida personal lo que sólo encuentra explicación en la vida social y que tratam os de hacer surgir las categorías sociales del desarrollo de la conciencia privada. En esta forma se opone la investigación sociológica e histórica a la investigación psicológica y se mantiene la división entre individuo y sociedad. Es lamentable que quienes conducen de esta m anera su lucha contra el individualismo crean poder reclamarse del pensamiento marxista. La doctrina de M arx no parte de una opción entre los térm inos de esta falsa oposición, opción que lo hubiera llevado a poner todo el acento en lo social a costa de lo individual. Al contrario, su obra entera supone la superación definitiva de esta oposición y contiene una explicación de sus raíces históricas: “ Hay que evitar ante todo el peligro de fijar de nuevo la “sociedad” como una abstracción, frente al individuo. El individuo es el ser social (M anuscritos de 1844). Entiéndase bien que no se trata de subrayar 203

la prioridad de lo social sobre lo individual y su carácter determinante, sino de introducir una concepción del hom bre radicalmente diferente a la que rige en la filosofía burguesa. Ese ser aislado que entra a posteriori en relación con sus semejantes, por contrato, y se adapta por conveniencia a las condiciones de la “vida en sociedad”, es una abstracción que proviene de la ideología burguesa y contradice la realidad efectiva de los hombres. Descartes pensaba que la evidencia primera y la única que jam ás podrá ser alcanzada por la duda metódica es la conciencia de sí. En realidad, cuando el niño comienza a identificarse y a diferenciarse de lo que no es él —identi­ ficación y diferenciación que no se estabilizan hasta los tres años—, se trata a sí mismo como lo tratan los otros, los cuales figuran ya como intermediarios en la primera imagen que tiene de sí: “Como no viene al mundo provisto de un espejo ni proclam ando filosóficamente, como Fichte: yo soy yo, sólo se refleja, de prim era intención, en un semejante. Para referirse a sí mismo como hombre, el hom bre Pedro tiene que empezar refiriéndose al hom bre Pablo como a su igual” (El Capital). Por lo demás, esa conciencia, para ser algo más que una sensación implica la adquisición del lenguaje, que es comunicación. Un hombre aislado sería un ser sin lenguaje, sin sexualidad, sin pensamiento, es decir, no sería un hombre: “El hombre, en el sentido más literal, es un Zoon politikon, no solamente un anim al social, sino también un animal que sólo puede aislarse dentro de la sociedad” (Preliminar a una Crítica de la Economía Política). Pero M arx muestra al mismo tiempo que esta abstracción no es una simple arbitrariedad sino una consecuencia necesaria de cierto tipo de relaciones entre los hombres. La oposición entre individuo y sociedad ocurre cuando el primero se reduce a un sujeto de intereses particulares opuesto a otros sujetos, y la segunda se convirte en un aparato de instituciones impersonales incontrolables para él como los fenómenos naturales. Es por lo tanto completamente absurdo, en la perspectiva de M arx, optar por uno de los términos, ya que la crítica de su separación está en el fondo de su crítica del capitalismo. M arx describe profundam ente el fundam ento histórico y económico de esta separación: “Nuestros produc­ tores de mercancías advierten que este mismo régimen de división del trabajo que los convierte en productores privados independientes hace que el proceso social de producción y sus relaciones dentro de este proceso sean tam bién independientes de ellos mismos, por donde la independencia de una persona respecto a otras viene a combinarse con un sistema de dependencia respecto a las cosas” (El Capital). Las cosas son aquí las relaciones sociales m aterializadas que escapan al control de los hombres: “En la sociedad burguesa las diferentes formas de las relaciones sociales se yerguen ante el individuo como un simple medio para sus fines privados, como una necesidad exterior” (Preliminar a una Crítica de la Economía Política).

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Pero el hecho de encontrar una base real a una concepción falsa no significa validarla. La separación entre individuo y sociedad no hace más que presentar como un hecho natural lo que es una contradicción histórica del hombre, que se divide así en individuo egoísta y ciudadano abstracto, en una vida privada y una vida pública1. M arx no nos dice que el individuo llegará a ser social, sino que lo es ya hasta en los repliegues más íntimos de su existencia. Si se ignora esta concepción se recae inevitablemente en la separación del individuo y sociedad; pero no basta con afirarla, es necesario m ostrar su fundamento y precisar su contenido. P ara ello M arx procede a un análisis de las categorías económicas y sociales tan profundo que permite ver en ellas el elemento de toda interioridad, el campo histórico en que se form a la subjetividad, cualquiera que sea su desarrollo particular, personal. Esta fue su manera de tom ar en serio la famosa frase de Hegel: “lo interior es lo exterior”, que tanto m olestaba el orgullo pequeñoburgués de Kierkegaard. Es suficiente recordar el análisis de la form a mercancía para com prender que M arx descubre allí, al mismo tiempo, las leyes objetivas de una estructura económica y el campo psicológico más íntim o en que se form a toda individualidad que surge bajo el dominio de estas leyes. El cambio expresa la igualdad de dos mercancías. Esta igualdad no está en su cuerpo ni en su utilidad, sino en su valor, cuya substancia es el tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlas. Detrás de la igualdad: veinte varas de lienzo = una chaqueta, está la igualdad: ocho horas de trabajo = ocho horas de trabajo. Pero M arx dem uestra enseguida que el cambio no sólo expresa esa igualdad sino que la oculta. En efecto, en el acto del cambio, la mercancía no expresa su valor en el valor de otra mercancía, no dice: yo valgo lo mismo que vale esta. El contenido de esa igualdad está completamente oculto. La mercancía expresa su valor en la m aterialidad de la otra mercancía; dice: yo valgo tanto oro, por ejemplo. La autonom ía que adquiere esta última form a es tan grande que se llega a creer que la proporción en que se cambian las mercancías sólo representa una convención, y no es la substitución de una igualdad. De esta m anera el origen y el fundam ento de todo el proceso —el trabajo hum ano— se pierden de vista y aparecen como una propiedad de los objetos: su valor. Las relaciones entre las cosas suplantan las relaciones entre los hombres y adquieren una suerte de vida propia: el capital produce interés. Así el trabajo queda relegado al papel de un factor de producción de un costo, de una mercancía. El objeto pierde la huella de su origen y también su destinación: ya no se define ante todo como un útil destinado a satisfacer necesidades hum anas, sino com o un objeto de cambio; el cambio es su verdadero fin: “La propiedad privada no sólo aliena la individualidad de los hombres sino tam bién la de* las cosas”

1 Ver: La Sagrada Fam ilia, F. C. E. M éxico págs. 37-38.

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(Ideología Alemana). En efecto, la cosa, en su individualidad verdadera, se define por su capacidad de satisfacer una necesidad humana; pero, en el acto de cambio, se refiere a otra cosa, y el com prador no tiene que estar necesitado de ella en su instrum entalidad corporal y puede no tener siquiera la posibilidad de disfrutarla realmente, basta con que tenga aquella otra cosa. Al contrario, la necesidad o una gran capacidad de disfrute no fundan por sí mismas ningún derecho a ella mientras el sujeto carezca de la mercancía equivalente. En esta forma, los tres aspectos fundamentales, según M arx, de la realidad hum ana —necesidad, trabajo y disfrute— se separan y se disocian hasta fijarse en individuos y en clases diferentes2. Existe pues una situación social en la que se da y tiende a estratificarse el disfrute sin el trabajo, la necesidad sin el disfrute, etc. Las cosas, convertidas en valores, se niegan a la necesidad y se ofrecen a la acumulación, no son “productos del trabajo hum ano destinados al hom bre” sino derecho del propietario sobre otros hombres. Es un m undo en el que se hace cada vez más profunda la separación del sujeto y el objeto. M arx señala la necesidad de su correspondencia: “La más hermosa música no tiene sentido para el oído que no sea musical, no es un objeto; porque mi objeto no puede ser otra cosa que la manifestación de una de las fuerzas de mi ser” (Manuscritos de 1844). Pero esta correspondencia se rom pe porque el dinero es el mediador entre la necesidad y el objeto. Así se separa, en el hombre, la posibilidad auténtica, correspondiente a su ser, que se hace irrealizable cuando no hay dinero, y el simple capricho que se convierte en posibilidad real, cuando lo hay. Y M arx opone una riqueza hum ana (“El hom bre rico es el que tiene necesidad de una totalidad de manifestaciones humanas de la vida, el hombre en el que su propia realización existe como una exigencia interior, como una necesidad” — Manuscritos de 1844) a una riqueza que sólo consiste en la posibilidad de poseer las cosas universalmente prostituidas, que se dan sin ninguna relación interna con su poseedor, las mercancías. El análisis de la form a mercancía conduce por lo tanto a la descripción de un campo psicológico: la estructura contradictoria de la posibilidad que rige aquí condiciona la persona en su ser más íntimo. El hecho de que exista una distancia enorme y a veces grotesca entre lo que los hombres son efectivamente y el papel que desempeñan en la sociedad, entre la persona y el personaje, repercute en todos los niveles de su existencia. El poder, el valor y la función (sociales) de la persona se constituyen como un ser exterior a la problemática real de su vida, como algo que no se desprende de sus cualidades propias y que puede modificarse o perderse en cualquier

2 Ver: Lefebvre, P sicología de las Clases Sociales - T ra ta d o de S ociología, dirigido po r G u rv itch, t. 2o., pág. 372.

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momento, al mismo tiempo que la cosa de que depende, el dinero, por azar o por leyes impersonales tan independientes de su ser real como el azar. De la misma m anera que en la mercancía el trabajo hum ano se pierde y adquiere una form a de objetividad fetichizada, el hom bre adquiere una objetividad institucionalizada, con sus deberes y derechos, su status, su puesto en la escala de valores, todo lo cual determ ina en exterioridad sus relaciones con otros hombres. Esta form a de objetividad alienada es el personaje, profundam ente estudiado por Sartre en El Ser y la Nada y en Saint Genet. Un hombre real, designado por una significación social que le es exterior, que trata de interiorizar y a la que llama “Yo”, es una persona obsesionada por el personaje. En esta form a de existencia se separa radicalmente lo que es para sí de lo que es para los otros, y procura adoptar sobre sí mismo el punto de vista de los otros. Esa práctica indefinida de adaptación del ser real al personaje constituye a este último como un sistema de consignas y prohibiciones que el hom bre se impone a sí mismo. El individuo es un ser social. Esto significa que la categoría más general de la economía en una sociedad determ inada es al mismo tiempo el clima de la vida interior. La desintegración manifiesta el carácter de las estructuras sociales tanto como la adaptación. Porque la desintegración no significa que el hombre escape al elemento de su vida, las estructuras sociales, sino que expresa el carácter contradictorio de éstas. M arx y los grandes novelistas han visto que el individuo más particular expresa las condiciones generales de la sociedad3. En cambio, quienes consagran la separación de individuo y sociedad, llegan a tratar la “sociedad” como un fetiche y convierten todos los conflictos personales en un problem a de adaptación a las instituciones, normas y valores vigentes, sin ver que toda desintegración concentra y expresa a su manera la estructura de la sociedad en que se produce: cada hombre es una form a particular de vivir la totalidad y conocerlo es conocer la sociedad que él es a su manera. Naturalm ente, la persona concreta sólo expresa el conjunto histórico a través de múltiples mediaciones: la clase, la familia, la historia personal, y sería absurdo derivar inmediatamente sus características de las condicio­ nes generales de la sociedad y explicar por ejemplo su temperam ento a partir del sistema económico en que se formó. Porque superó la oposición entre individuo y sociedad, M arx no protesta contra la sociedad a nombre de una naturaleza hum ana idealizada, como los románticos y los utopistas, ni justifica la realidad existente com o producto de una naturaleza hum ana originalmente dañada y que debe ser corregida por la moral y la policía, como los reaccionarios. Su crítica del hom bre alienado es directam ente una crítica social. 3 A sí, T h o m a s M a n n eleva la psicología individual a la a ltu ra de u n a an tro p o lo g ía general de la civilización burguesa.

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II Tomamos el ejemplo de la mercancía para m ostrar el absurdo de una concepción del marxismo que lo afirme por contraposición a la psicología, pero al hacerlo nos mantuvimos a un nivel muy alejado de la problemática propia del psicoanálisis, y es en este punto donde se manifiesta una prevención más crispada de parte de los marxistas vulgares —y, en algunas ocasiones, de pensadores batante serios. Nada más fácil en apariencia que sustentar la contraposición entre M arx y Freud. Basta para ello señalar en la obra de este último las interpretaciones y los estudios enteros en que predomina el individualismo burgués, y tom ar algunas declaraciones suyas que son verdaderamente incompatibles con el pensasmiento de M arx. Pero el problema no está ahí. Lo que hay que saber es si los descubrimientos de Freud y su exploración sistemática de una nueva dimensión de la existencia humana, son incompatibles con la concepción marxista del hombre, o si, al contrario, la corroboran, la enriquecen y le permiten avanzar cualitativamente, sin renegarse, en la comprensión de la realidad. La comparación superficial de las doctrinas es el terreno preferido de los dogmáticos, porque para ellos toda la crítica consiste en m ostrar que una doctrina difiere de la suya, y como la suya es cierta, la otra es falsa. La verdadera crítica consiste en confrontar una doctrina con la realidad que trata de interpretar y señalar en esta confrontación los errores y los aciertos. Toda crítica del psicoanálisis que no nos diga por qué el sueño, la neurosis, el desarrollo psíquico son otra cosa que lo que piensa Freud, será inevitablemente superficial, ideológica y dogmática. Porque, como pensaba MerleauPonty, no se puede corregir un sistema com parándolo a otro sistema, de la misma manera que no se puede corregir un mapa con otro mapa; hay que volver al paisaje a partir del cual se pintaron ambos. Tratarem os de m ostrar que hay en la visión marxista del mundo una exigencia insastisfecha de comprensión psicológica, y que hay en Freud una respuesta a esa exigencia. Veamos primero el problema en Marx. Son innumerables los textos en que sustenta la tesis de que el individuo es social. Pero no se trata de simples afirmaciones sino de un principio que, implícita o explícitamente, subtiende todos sus análisis. Vimos con un ejemplo que este principio se expresa en su obra por una investigación de las categorías sociales más generales, llevada a término en forma tan rigurosa que no sólo logra descubrir las leyes objetivas de su desarrollo, sino su conformación como campo vital de todo hombre y su presencia necesaria en cada hecho particular, subjetivo y objetivo, sentimiento y acontecimiento, ideología y acción. Así ocurre con sus estudios sobre la propiedad, la mercancía, el dinero, el estado, la división del trabajo. Incluso a veces llega a señalar directamente, con gran profundidad psicológica, la manera como existe 208

una de estas categorías al nivel de la vida personal; por ejemplo, cuando trata el problema del pensamiento y la división del trabajo: “En un individuo cuya vida abarca una extensa esfera de actividades diversas y de relaciones prácticas con el mundo circundante, que lleva una vida multilateral, el pensamiento posee el mismo carácter de universalidad que las demás manifestaciones de su vida... Por el contrario, un individuo cuyas relaciones con el m undo están reducidas al mínimo, a causa de una existencia miserable, siente la necesidad de pensar y su pensamiento adquiere un carácter tan abstracto (en el sentido de separado, unilateral) como su vida, como el individuo mismo. Frente a su individualidad inerme, su pensamiento se fija como una potencia exterior, potencia cuyo ejercicio le ofrece la posibilidad de evadirse mom entáneamente de un “m undo malo”, la posibilidad de un goce m omentáneo. Los pocos deseos que le quedan —y que provienen en él, no de sus relaciones con el mundo, sino de su hum ana constitución corporal— se manifiestan únicamente por repercusión. Esos deseos insuficientemente desarrollados tom an entonces el mismo carácter unilateral y brutal del pensamiento y sólo surgen a la superficie a largos intervalos, estimulados por el desencadenamiento de la pasión predominante. Se manifiestan con una violencia inaudita e implican la represión brutal de los deseos normales, naturales. Así, term inan por subyugar el pensamiento” (Ideología Alemana). Aquí se desciende desde la categoría social hasta el estudio psicológico de la vida personal, pero en la mayor parte de los casos el camino apenas aparece indicado. Pero la convicción profunda de M arx sobre esta inherencia de la sociedad a la persona permanece inquebrantable a lo largo de toda su obra. De otra manera, no podría sostenerse que la obra de un pensador o de un literato expresa las condiciones generales de la sociedad. Como se trata casi siempre de una expresión inconsciente y no voluntaria, es preciso que esas condiciones se encuentren de algún modo en el fondo de su personalidad y presidan el acto espontáneo de la creación. Pero, de qué modo? Cuando se plantea la tarea de estudiar las obras individuales como expresiones de un período histórico no es tan fácil dejar de lado esta pregunta, si no se quiere convertir al individuo en un agente pasivo que la sociedad o la clase personificadas y fetichizadas utilizan para proyectar su reflejo. Con este procedimiento se regresa a la oposición que M arx explicó y com batió con tanta profundidad. Las categorías sociales se convierten en seres autónom os, actuantes y pensantes, que dejan a veces oir su voz a través de ciertos hombres, como los dioses nos comunican sus mensajes a través de los profetas. Para escapar a esa mistificación es necesario tom ar en serio la idea de M arx de que “el individuo particular es, a cualquier nivel que se le considere, al mismo tiempo la totalidad”, y averiguar concretamente de qué m anera lo es, es decir, hacer psicología. 209

La ausencia de esta pregunta, el abandono del camino seguido por M arx y el retorno al fetichismo de los fenómenos sociales personificados, es una de las características del marxismo vulgar. Se emplean allí, en la mezcla más indiscriminada, dos sistemas de interpretación de las ideologías incompatibles e igualmente absurdos: tan pronto se las trata com o el simple reflejo pasivo de las instituciones económicas, y por ejemplo resulta que la descomposición de las formas clásicas en la pintura m oderna “refleja” la descomposición del m undo capitalista; tan pronto se las trata com o una form a consciente de acción política, y entonces la religión aparece como una simple m aniobra patronal. El camino seguido por M arx consiste, com o hemos indicado, en llevar el análisis de las categorías económicas e históricas hasta un nivel de profundidad en el que se manifiestan como el campo vital de toda existencia individual. Y es precisamente en este camino donde surge la exigencia de una psicología, exigencia que está en relación directa con su posición materialista. Cuando critica, p or ejemplo, en la cuarta tesis sobre Feuerbach, el tratam iento que da éste a la religión, m ostrándola como un desdoblam iento del m undo real, anota lúcidamente que si el m undo real necesita este reflejo celestial es porque está desgarrado en sí mismo, y que si la familia terrenal es el secreto de la sagrada familia, ello se debe a las contradicciones de la primera. Igualmente, cuando nos dice que “la carencia efectiva de verdad de los lazos familiares es expuesta p or el cristianismo com o una verdad inquebrantable” (Ideología Alemana), M arx afirm a la prioridad de la existencia sobre la idea y señala la necesidad de explicar las características de ésta a partir de las condiciones de aquella. Pero, en qué consisten concretamente la falta de verdad de los lazos familiares, su desgarram iento y su contradicción? Para establecerlo, habría que pasar a una psicología de la familia patriarcal. M arx estudia, por una parte, las condiciones generales de la religión: la alienación —es decir, el hecho de que los productos de su trabajo intelectual y m aterial y de sus relaciones escapen a los hombres, que no se reconocen en ellos, y se les aparezcan como una fuerza exterior que los condiciona— la propiedad privada —, que confiere poder sobre el trabajo y a veces sobre la vida de otros, y convierte a los hombres en medios y a las cosas en fines introduciendo como m ediador y barrera, entre la necesidad y la satisfacción, el derecho del propietario—, etc. Estas determinaciones son esenciales para com prender realmente el fenómeno religioso en su origen y desarrollo. A veces el análisis m arxista unifica las dependencias económicas y las familiares, haciendo incluso aparecer la figura del padre en un sentido típicamente freudiano, com o cuando nos explica la fuerza de la fe en la “creación”: “Un ser sólo se considera independiente cuando es dueño de sí, y no es dueño de sí sino cuando es a sí mismo a quien debe su existencia. Un hom bre que vive por gracia de otro se considera dependiente. Pero yo vivo completamente por gracia de otro cuando no 210

sólo le debo el mantenimiento de mi vida sino que además es él quien ha creado m i vida, quien es la fu en te de mi vida, y mi vida tiene necesariamente su razón fuera de ella cuando no es mi propia creación. La creación es por lo tanto una representación difícil de eliminar de la conciencia popular. Esta conciencia no comprende que la naturaleza y el hom bre existen por sí mismos, porque semejante existencia va contra todos los datos evidentes de la vida práctica”4. Esta apertura de M arx a la psicología no se reduce a ciertas necesidades de explicación precisas y limitadas: está implícita en su concepción del hombre. El carácter totalizante de los conceptos y del método marxistas inicia una perspectiva de comprensión que no puede detenerse arbitrariam ente en ningún nivel de la realidad ni reducir lo significante a las grandes estructuras históricas y tratar lo particular como contingente y carente de im portancia para la comprensión del conjunto. Los hombres considerados en su existencia concreta, particular, los individuos, no son simples momentos y agentes inconscientes de una lógica histórica impersonal, de un espíritu universal. Toda la lógica y el sentido de la historia se encuentran en los hombres reales, en las relaciones que tienen entre sí y con la naturaleza, la apariencia de una lógica impersonal viene exclusivamente de que han perdido el control de sus productos y de sus relaciones y, por lo tanto, la historia que producen y que los produce se les revela necesariamente como movida por fuerzas exteriores. M arx no es un economista, sino un crítico de la economía, no se instala en las categorías económicas, mercancía, valor, dinero, precio, capital, etc., para explicar sus relaciones, sino que realiza una crítica histórica y social de cada una de estas categorías, m ostrándolas como cierta objetivación de los hombres que les escapa, y descubriendo al mismo tiempo su dinámica interna, sus leyes y sus tendencias, pero poniéndolas siempre en cuestión teóricamente y organizando una acción que las destruya prácticamente. Así, cualquiera que sea el grado de la alienación y el mecanismo inhum ano de los procesos económicos, el hombre que los mueve, que se pierde en ellos y los padece como una necesidad exterior, no es nunca el simple objeto pasivo de una historia impersonal. No hay pues, por una parte, un aparato objetivo y autónom o de leyes económicas y, por otra, los individuos concretos que les sirven sin saberlo. Hay hombres que se debaten con la naturaleza, que explotan a otros hombres o son explotados, que se relacionan entre sí en la dispersión y la concurrencia, y que ven objetivarse el resultado de sus actos y convertirse en un aparato autónom o de leyes económicas que no controlan. Podría pensarse que es otra manera de form ular la misma cosa y que M arx describe como conclusión de un proceso lo que otros constatan como un hecho. Pero esta diferencia es esencial, incluso si se acepta que las

4 O bras F ilosóficas, t. 6o., pág. 38. Ed. C ostes. - Los su b ra y a d o s pertenecen en to d o s los casos al a u to r citado.

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leyes descubiertas por M arx pueden ser conocidas independientemente de su método, lo que es absurdo. En efecto, la “simple constatación de los hechos”, que no sabe aprehenderlos genéticamente, significa aquí la naturalización, tanto del aparato económico, absolutam ente exterior, como de los individuos impotentes ante él. Y así, las condiciones del fenómeno, la explotación, la dispersión, la concurrencia, quedan igual­ mente convertidas en “simples hechos”. G arantizada en esta form a la separación radical de los individuos concretos y el proceso económico, la idea de buscar en los primeros la presencia eficaz de las condiciones del segundo y de ver en éste la alienación de aquellos, resulta sin duda tan peregrina como el intento de explicar la vida anímica de los hombres por la posición de los astros. El procedimiento de M arx permite por el contrario estudiar las categorías económicas como condiciones de existencia internas y externas de los individuos, y estudiar la vida real de éstos como clave de las categorías económicas. En sus frustraciones y realizaciones, en sus oposiciones y solidaridades, en su despojo y su riqueza, la persona concentra a su m odo el conjunto social. La economía marxista se niega a dejarse clasificar como ciencia separada porque no acepta la existencia de su objeto como un hecho empírico. Es al mismo tiempo historia, sociología, filosofía. En la medida en que no consagra la separación entre lo interior y lo exterior, entre lo individual y lo colectivo, entre la vida privada y la vida pública, entre la realidad y la fantasía, en la medida en que es un monismo materialista, permanece abierta a la psicología. La premisa teórica según la cual el individuo es social, plantea la exigencia de saber cómo lo es. La afirmación de que el hombre es un producto de su época, de su clase, de su familia y de su historia personal, plantea la exigencia de saber cómo esos condicionantes se convierten en cualidades propias, en lugar de permanecer como fuerzas extrañas que lo coaccionan y lo determinan. Se plantea la exigencia de saber de qué manera lo exterior deviene lo interior. El marxismo plantea la exigencia de una psicología.

III Está bien, se dirá. El marxismo necesita desarrollos en este y en muchos otros sentidos, pero, qué tiene que ver eso con Freud y con el psicoanálisis? Acaso Freud no partió de una problemática completamente diferente y llegó a conclusiones que lejos de ser complementarias parecen más bien incompatibles con las de M arx? No pensaba que el sexo,la herencia, los instintos, explican los fenómenos históricos —como la guerra—? No es un decadente que considera lo patológico como la clave de 212

lo normal? No es un pansexualista y pansimbolista que nos convierte en marionetas de nuestra infancia y de nuestro inconsciente? Etc., etc. Otros tendrán ya lista la cita de Lenin: “Desconfío de los que están constante y obstinadamente absorbidos por los problemas sexuales”. Otros, más rudos, más francos, más ingenuos, abrirán el “Breve Diccionario filosófico” de la Academia de Ciencias de la URSS. Allí se define el freudismo como “una tendencia reaccionaria idealista, esparcida en la ciencia psicológica burguesa ... ahora al servicio del ^imperialismo, que utiliza estas enseñanzas con el propósito de justificar y desarrollar las tendencias instintivas más bajas y repelentes” (Edición de 1955). Otros apelarán a una autoridad respetable como Wallon: “Hedonis* mo, subjetivismo, idealismo, irrealismo”. Y está además Pavlov, en su doble calidad de materialista y de ruso. Un poco de calma, camaradas. Comencemos por el pansexualismo. Freud no pretendió nunca dar al sexo el papel de una causa primera capaz de explicar el conjunto de la conducta, pero es un hecho que le confiere una gran importancia, tanto desde el punto de vista de la comprensión de la conducta como desde el punto de vista de su desarrollo. Se trata en efecto de una necesidad inseparablemente biológica y social, arraigada en todo el cuerpo y, sin embargo, tan extraordinariam ente socializada que puede perder su función natural, cambiar el objeto que le está biológicamente destinado por otros objetos, o inhibirse del todo, en función de las relaciones interhum anas en que se forma el individuo. En esa necesidad el organismo no se refiere a la naturaleza para conservarse o protegerse, sino que se refiere a otra persona. Freud no piensa que de ella se deriven todas las demás relaciones sociales, sino que ella recibe, desde la infancia, la influencia de todas. Considera el com portamiento como una unidad conflictiva y dinámica y ve en la sexualidad un “prototipo” de sus demás reacciones. Nos muestra por ejemplo cómo nuestra cultura impone, por un largo período de la juventud, el ideal de la abstinencia, dado que el hombre m adura para la vida sexual y am orosa mucho antes de que pueda alcanzar una situación económica que le permita realizar el matrimonio, lo que no ocurre en otras culturas. Cualquiera que sea la manera como trate ese conflicto entre su capacidad personal y su incapacidad social (la segunda, interiorizada, puede convertirse en una incapacidad personal), de todos modos la solución influirá en la estructura de su carácter. Si por ejemplo se fija en el onanismo, “conforme a la condición prototípica de la sexualidad, se acostum bra a perseguir fines im portantes sin esfuerzo alguno, por caminos fáciles y no mediante un intenso desarrollo de energía” (Obras, t. lo., pág. 963). Evidentemente la causa del problema es social y eponómica, pero en la vida sexual se concentra el dram a de las relaciones interhumanas. Freud no dice que la sexualidad sea la causa de los fenómenos históricos y sociales, pero descubrió el carácter histórico y 213

social de la sexualidad. Y a quienes pensaban, basándose en sus teorías, introducir una reforma de la vida sexual, les dice que el psicoanálisis “no puede asegurar que tales reformas no hayan de imponer a otras instituciones sacrificios distintos y quizá más graves” (Id., pág. 983). Sobre el carácter limitado de los ensayos de transform ar la educación sexual nos dice: “Queda así dem ostrado una vez más cuán necio es poner a un traje destrozado un remiendo de paño nuevo, y cuán imposible llevar a cabo una reforma aislada, sin transform ar las bases del sistema” (Id., pág. 1.184). No se puede decir por lo tanto que la sexualidad constituya para Freud una fuerza histórica separada y determ inante. En lo que respecta al desarrollo personal, nos muestra la manera como éste se modela en las relaciones interpersonales, a partir de la estructura familiar y a través de lá historia individual, y adquiere así sus particularidades, su dirección y su sentido. Se trata de afirm ar la prioridad de lo social sobre lo natural en la vida sexual humana, y no al revés. * Una gran parte de la incomprensión de la teoría freudiana de la libido viene de la confusión muy frecuente entre sexo y sexualidad genital. S ilo sexual se reduce a las funciones y a los órganos de la reproducción, no cabe evidentemente hablar de una sexualidad del niño de pecho, pero si lo erótico es, como piensa Freud, una cualidad del organismo que se concentra en ciertas zonas prioritariam ente, según las etapas del desarro­ llo, y que puede permanecer fijado a una o varias de ellas, entonces no tiene por qué limitarse a las edades ni a los actos en que interviene, en forma desarrollada, la sexualidad genital. Freud descubrió una sexualidad infantil y estudió las principales etapas de su evolución a partir del análisis de los adultos y de los problemas de su desarrollo. Es interesante anotar que al establecimiento de estas etapas eróticas infantiles colaboró muy poco la observación directa de los niños, y que fueron descritas por medio de una investigación fundam entalm ente indirecta, que lograba captar su permanencia en el hom bre m aduro. Y esta anotación no se trae a cuento para disculpar a Feud ni solicitar indulgencia para con su teoría, sino, al contrario, para m ostrar mejor la grandeza de su concepción. Porque los psicólogos de la infancia que estudiaron directam ente el problem a al nivel orgánico y que carecen de toda sim patía por el psicoanálisis, corroboraron después a su modo el descubrimiento de Freud. Así, Wallon, describiendo la evolución infantil, nos dice: “Hay ciertamente en el niño, como lo sostiene Freud, un período bucal y anal”5. Y luego nos muestra cómo tam bién hay un período de excitabilidad uretral. El autor discute sin embargo el carácter erótico que Freud atribuye 5 L es Origines d u C haracter chez P enfant, P .U .F . pág. 23.

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a las satisfacciones que obtiene el niño de estas zonas. Que el placer producido por la excitación de una mucosa sea erótico o no, es un problema que depende fundamentalmente de la amplitud que se de al término. Pero lo que nos interesa subrayar aquí es que Wallon, un marxista militante, miembro activo del Partido Comunista Francés y uno de los más grandes psicólogos contem poráneos, logra efectivamente com probar en el plano orgánico la teoría de Freud sobre la evolución del niño, pero no logra como éste ver el carácter social, dramático e histórico de esos períodos. Porque lo que caracteriza para Freud las tres etapas eróticas infantiles, no son simplemente las tres mucosas predom inante­ mente excitables en cada una de ellas, sino tres tipos de conflictos dramáticos, de cuya solución depende en parte el tratam iento que se dará más tarde a los conflictos de la vida. Y sobra agregar que sin esta perspectiva jam ás habrían podido ser descubiertas a partir del adulto. En efecto, la “etapa oral” no es sólo el período en el que se obtiene el mayor placer en el contacto con el seno materno y sus substitutos. Es el período de la dependencia absoluta, en que el ser se debate entre la presencia y la ausencia (respectivamente colm adora y aniquiladora) de un objeto que no puede alcanzar por su propia actividad. Y Freud nos muestra en Más allá del Principio del Placer cómo el niño, cuando apenas el lenguaje comienza a esbozarse en las primeras oposiciones fonéticas, trata de controlar simbólicamente las alternancias de presencia y ausencia de la madre. El complejo de ser pasivamente protegido y, correlativamen­ te, de ser abandonado sin remedio, se estabiliza cuando no es posible una superación dialéctica de esta etapa y cuando un dram a posterior remite al hombre a su situación inicial. Por eso puede verse allí, no sólo la excitabilidad de una mucosa, sino el origen de una esquizofrenia (o de la filosofía de un Heidegger...) La manera freudiana de abordar el tema, incluso cuando se trata de los momentos iniciales de la evolución del individuo pone en cuestión por lo tanto la estructura de la familia y, a través de ella, la sociedad; porque el resultado depende ahora de la actitud de la madre, de la m anera como tome su papel, de las relaciones con el padre y de la actitud de la pareja en el devenir social que puede amenazar o consolidar la estructura familiar vigente. Tampoco la “etapa anal” puede caracterizarse simplemente por la excitabilidad de las mucosas comprometidas en la defecación. Es, como Freud lo señala (Obras, t. lo., pág. 805), el momento en que la primera prohibición se alza ante el individuo y en que éste comienza a vivir la contradicción entre su deseo inmediato, orgánico, y la norm a social a que sus padres tratan de integrarlo —el aseo—. Pero, una vez que se inicia este debate, todo se vuelve significativo, porque la defecación es ahora transgresión de la ley6, afirmación agresiva del placer contra la norm a o 6 Así los españoles son ta n religiosos que ex p resa n cu alq u ier m ovim iento de rebeldía con la fórm ula: “ me cago en Dios".

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interiorización de la ley (control de los esfínteres). Esa primera experiencia de un orden norm ativo al que tiene que adaptarse la espontaneidad de los propios deseos, puede conducir a una fijación de la contradicción entre lo que yo quiero hacer y lo que otros quieren que yo haga, o a una represión brutal de mis deseos, o a una solución realista —la diferencia entre lo que quiero inmediatamente y lo que me conviene,— etc. Pero, en cualquier caso, el desenlace depende del tipo de normatividad que encuentro ante mí, de la estructura familiar y de sus problemas. Esa sexualidad infantil, tan aberrante para los espíritus pacatos, es pues una teoría que permite com prender la presencia eficaz de la sociedad en el individuo —a través de la mediación familiar— desde los primeros momentos de su desarrollo7. No se trata de una concepción “pansexualista” de la sociedad, sino de una concepción sociológica del sexo, que sabe descubrir las significaciones que le imprime la historia —individual y colectiva,— sin perder de vista la base biológica. Pero tam poco se trata de concebir la experiencia infantil como absolutam ente determ inante, haciendo del hombre adulto un esclavo del niño que fue. Freud no pensó nunca que las experiencias infantiles producían sus consecuencias independientemente del contexto social en que fuera a inscribirse la persona. El enfoque freudiano de la infancia ha sido corroborado por las investigaciones psicológicas posteriores que se desarrollaron en forma completamente independiente de él. Así, Piaget, al estudiar el desarrollo intelectual del niño, encuentra que “los dos hechos fundamentales descubiertos por el freudismo son, primero, que la afectividad infantil pasa por etapas bien caracterizadas, y segundo, que hay una continuidad subyacente, es decir, que en cada nivel el sujeto asimila inconscientemente las situaciones afectivas actuales a las anteriores e incluso a las más antiguas. A hora bien, estos hechos son tanto más interesantes para nosotros cuanto que resultan ser completamente paralelos a los fenómenos del desarrollo intelectual. También la inteligencia pasa por etapas, y éstas corresponden a grandes rasgos a las del desarrollo afectivo”8. No es posible por lo tanto despachar la teoría freudiana con un simple alegato ideológico que se reduzca a señalar la incompatibilidad de algunas declaraciones del autor con el pensamiento marxista. Mencionamos rápidam ente la concepción freudiana de las primeras etapas de la afectividad infantil, con el único fin de m ostrar un rasgo característico de su pensamiento: la capacidad de ver al hombre, desde el comienzo,

7 Y tal vez antes: “ A ntes de ex istir en sí, p o r sí y p a ra sí, el niño existe p o r y p ara los otros; es y a un p o lo d e e s p e ra n z a s .d e proyectos y de atrib u to s” -L ag ac h e. La P sychanalyse, vol. 6o., pág. 14. * P i a g e t . La F orm ación d e l S ím b o lo en e l N iño. - Se puede e n c o n tra r un em pleo m uy fecu n d o d e estas co rre sp o n d en cias en la o b ra de C harles O dier: La A n g u stia y el P ensam iento M ágico.

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arrojado en un dram a intersubjetivo, luchando por inscribir su deseo, su movimiento espontáneo hacia la satisfacción en él marco de norm as e instituciones que lo preceden. Pero, en realidad, toda discusión seria del psicoanálisis debe comenzar por tom ar posición ante su descubrimiento capital, sin el cual la-doctrina de Freud queda reducida a una serie de observaciones inteligentes y al hallazgo de unos cuantos problemas típicos: nos referimos al inconsciente. Freud pretende en efecto que hay una dimensión de nuestra existencia en la que se desarrollan pensamientos, sentimientos y deseos provistos de significación y de eficacia, y que sin embargo desconocemos. “Pensamientos inconscientes”, “procesos intelec­ tuales muy complejos, completamente exteriores a la conciencia”, etc. Los filósofos se escandalizaron: Sartre, en El Ser y la Nada, intentó vanamente dar cuenta de los hechos psicoanalíticos con una teoría (por lo demás muy interesante, en otro sentido) de “la mala fe”9. M erleau-Ponty, por su parte, trató de reducir el problem a, con una incomprensión igual, al hecho de que las significaciones de nuestra vida desbordan a cada momento la conciencia que tenemos de ellas y son inagotables10. Pero este es otro asunto. Lo que Freud pretende hacernos tragar es verdaderamente escandaloso: la existencia de procesos intelectuales y afectivos, eficaces y significativos, que son inconscientes y que, para colmo, no son fenómenos delimitados y marginales sino que constituyen “el núcleo de nuestro ser”. P ara comprender el psicoanálisis hay que digerir ese hueso. Freud afirma que los sueños, los síntomas neuróticos y psicóticos, los actos fallidos, tienen un sentido y no solamente causas, a pesar'de que ese sentido sea completamente desconocido por el sujeto que experimenta estos fenómenos. La interpretación de los sueños es tal vez el ejemplo más brillante de la m anera como saca a la luz esa significación inconsciente y establece su verdad. Freud nos muestra allí, no solamente “el contenido latente”, el sentido del sueño, sino la compleja gramática que utiliza para expresarse, las leyes que presiden a su elaboración. Considerando estas leyes, podremos tal vez comprender la magnitud de su descubrimiento. Veamos solamente las dos fórmulas más im portantes de la “elabora­ ción onírica”: la condensación y el desplazamiento. La condensación es la agrupación en una sola imagen de diferentes personas, lugares o aconteci­ mientos, que poseen cierta significación común. Generalmente las figuras o los hechos así “condensados” en una imagen onírica, pertenecen a muy diversas épocas en la historia del sujeto y poseen grandes diferencias que sin embargo quedan relegadas a un segundo plano para subrayar la

9 Es cierto , sin em b arg o , que su concepción d e la conciencia ha p erm itid o im p o rtan tes d esarro llo s en la te o ría psicoanalítica, especialm ente en lo q u e respecta al p ro b lem a del yo. Ver L agache, ¡a P sychanalyse, volúm enes 3o. y 6o. 10 A m b os a u to re s evo lu cio n aro n p o ste rio rm en te en el se n tid o de un a a p ro x im a c ió n a l psicoanálisis.

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conductas sedimentadas y prom over una superación efectiva, hay que comenzar por reconocer su existencia. El hombre no se agota en la conciencia que tiene de sí, está habitado por símbolos eficaces que provienen de dram as interpersonales. La proyección, que ve en el otro nuestra propia tendencia, la introyección, que asume como propios sus atributos, son movimientos de un ser que está constituido por sus relaciones con los otros.

IV Se ha discutido largamente sobre el complejo de Edipo, “complejo nuclear de todas las neurosis”, y una pieza verdaderamente central en la concepción freudiana. Considerado en sus términos más generales y más universales, viene de la contradicción entre naturaleza y cultura, entre los deseos institivos y las norm as sociales: los primeros se dirigen a la figura de la madre (o sus substitutos) que es la persona natural por excelencia, y las segundas se personifican en la figura del padre (o sus substitutos). El padre aparece generalmente como el portador de la primera norm a social, “la norm a de las norm as” (Levi Strauss), la prohibición del incesto. Los antropólogos interpretan la universalidad de esta norm a com o una garantía de la cohesión social: para afirm ar y hacer necesaria la relación extra-familiar es preciso rom per la relación intra-familiar. Los lazos culturales se estrechan con una ruptura de los lazos familiares. Es interesante anotar que Freud había comprendido este hecho desde 189711. Evidentemente, las formas del complejo de Edipo varían enormemente en función de la estructura de la familia y, por lo tanto, de la evolución económica que la rige12. En el complejo “clásico” de nuestra cultura, el niño ve en el padre al mismo tiempo un inhibidor y un modelo, la prohibición inicial y el polo de identificación que term ina por interiorizar y convertir en un control interior. El resultado de ese prim er encuentro se convierte en un esquema afectivo y simbólico, extraordinariam ente variable, según la situación social de los padres, la m anera personal como desempeñen sus funciones, etc. Así, lo social se instala de entrada en lo más íntimo de la persona, ya que define los términos del dram a inicial. Llegamos ahora al problema capital del psicoanálisis: el complejo de 11 “ El h o rro r al incesto (com o algo im pío), se basa en el h ech o d e que, a co nsecuencia de la vida sexual en c o m ú n (aú n en la infancia), los m iem b ros de la fam ilia se m antien en p erm an en tem en te unidos y pierden su cap acid ad de e n ta b la r c o n ta c to con los ex trañ o s. Así, el incesto es an tiso c ia l, y la cu ltu ra consiste en la prog resiva ren u n cia al m ism o” - Los Orígenes del P sicoanálisis, págs. 247 - 248. 12 N o discutirem os aquí sobre su existencia en las sociedades m atrilineales. Los argu m en to s de quienes la afirm an (com o G. R oheim ) parecen m u ch o m ás fuertes que los de quienes la niegan (com o M alinow ski).

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Edipo es verdaderamente decisivo en la formación de la personalidad, de su solución depende la estructura del com portamiento; ¿pero la forma y el sentido de este complejo es a su turno un hecho histórico y social que se modifica según la historia de las clases y de sus relaciones? O, al contrario, nos encontram os ante un hecho universal cuyas variaciones son de carácter estrictamente particular? En otros términos: la historia social imprime su huella al individuo a través del complejo de Edipo? O, al contrario, nos vemos obligados a estudiar separadamente la historia social y la psicología individual? La concepción freudiana brinda la posibilidad de vincular a través de todas las mediaciones la problemática de la com unidad a que pertenece, o más bien consagra su separación y establece su inconmensurabilidad? Para un pensamiento ecléctico, es seguramente suficiente poder determ inar uno a uno los “factores” que condicionan la vida de un individuo: la clase, la situación económica, la familia particular, su historia personal dentro de esa familia, etc. Y no le preocupará el hecho de que esos “factores” permanezcan aislados unos de otros y actúen sobre el hombre como fuerzas independientes que determinan en su convergencia causal una trayectoria, ni se cuidará de encontrar una relación necesaria entre esos dos factores y un orden de prioridades que permita derivar los condicionados de los condicionantes. Pero esta posición es insostenible para un pensamiento dialéctico, y si, como nosotros pensamos, es imposible despachar con una simple crítica ideológica la concepción freudiana del desarrollo y la estructura de la personalidad, no queda más remedio que interrogar sobre la historicidad del complejo de Edipo, y de los complejos anteriores y posteriores íntimamente vinculados a él13. La premisa básica para abordar positivamente estos interrogantes es la prioridad, en el seno mismo del Edipo, de lo social sobre lo particular. Debe establecerse ante todo que el sentido que adquiere en cada caso la relación niño-madre-padre depende de los modelos sociales vigentes y que, cualquiera que sea esta relación, ausencia real o funcional de uno de los dos progenitores, conducta superprotectora o superinhibidora, el sentido del dram a está siempre en función de los modelos vigentes, sea que los contraríe o que se ajuste más o menos a ellos. Finalmente, que esos modelos mismos pueden entrar en crisis con los cambios en la estructura y situación de las clases. Si consideramos una sociedad de campesinos pequeños-propietarios, con una economía familiar relativamente autónom a en lo que respecta a la financiación, el trabajo y el mercado, en la que predomina una familia fuertemente patriarcal y aislada, y de otro lado, una socidad de campesinos 13 La im p o rtan c ia del perío d o pre-edípico — oral y a n a l— en la vida p o sterior, depende de la solu ció n del E dipo m ism o. Ver: Jean Laplanche, H o ld erlin e t la Q uestion dupére. Págs. 42-43.

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sin tierra que trabajan bajo un sistema de explotación servil para una aristocracia terrateniente, nos encontram os ante dos formas de organiza­ ción social que modifican profundam ente el sentido del dram a edípico. En el primer caso, el doble papel de inhibidor y modelo que desempeña el padre se puede presentar en todo su rigor, hasta el punto de que la identificación con él implique y refuerce la rebelión; mientras que, en el segundo caso, nos encontramos ante una figura del padre vencido, con el que toda identificación adquiere un sentido completamente diferente. Se constituyen dos modelos del complejo de Edipo que rigen el campo afectivo y simbólico del grupo. Esto quiere decir que las características particulares de una familia adquieren su peso específico en función de esos modelos. Un problema formalmente similar, como la ausencia del padre o de la madre, adquiere una significación diferente. Freud nos habla de un Super-Yo colectivo, que evoluciona con la historia, “por la influencia de factores externos”. El Dios de Moisés, sin nombre y sin imagen, es, en su concepción misma, una poderosa represión de todo lo sensual que se adhiere a la vida imaginaria y al lenguaje, y proviene de cierta form a de liquidación de la organización m atriarcal de la sociedad. La religión monoteísta introduce notables cambios en la vida afectiva de la hum anidad y, para cada hombre, una nueva relación con los símbolos que expresan sus temores, su dependencia y su necesidad de protección y de coacción. Pero cuando Freud investiga el origen del monoteísmo egipcio, nos da una explicación clásicamente marxista: “Las condiciones políticas de Egipto habían comenzado en esta época a influir poderosamene sobre la religión. Gracias a las conquistas del gran Thotmes III, Egipto se había transform ado en una potencia mundial, habiendo añadido el reino de Nubia al sur y Palestina, Siria y una parte de M esopotamia al norte. Este imperialismo se refleja entonces en la religión con el carácter de universalismo y monoteísmo. Como el faraón no sólo regía Egipto sino también Nubia y Siria, la divinidad tuvo que perder su carácter nacional, y de igual manera que el faraón era el único y om nipotente señor del m undo conocido por los Egipcios, así también debía ser su nueva divinidad” (Moisés y el M onoteísmo). El padre es ciertamente el transm isor de la ley y su primera figura concreta, pero la ley que él transm ite no es la simple prohibición del incesto, es una ley histórica y socialmente constituida que determina sus funciones. La mitología social no es la suma de las mitologías individuales producidas en cada familia a partir de las contradicciones generales de la especie humana, entre norm a y deseo instintivo, por ejemplo, es una formación simbólica que se deriva de la estructura de la sociedad y se imprime al individuo a partir de su experiencia primera. Habíamos dicho al comienzo de este artículo que el análisis marxista de las categorías económicas conduce a la descripción de un campo psicológico. Sabemos por ejemplo que en el origen del capitalismo se 221

generó, en ciertas capas burguesas y pequeño-burguesas, una fuerte tendencia al ahorro con destino a la inversión productiva. La vida familiar se organiza sobre una severa limitación del consumo y el tiempo se valoriza, no como el elemento del desarrollo hum ano, sino como el elemento de la acumulación del capital. En varios países esta situación corresponde al surgimiento del puritanism o protestante que sanciona y glorifica las necesidades de la acumulación de capital, con virtiéndolas en una moral. El ahorro generalizado se convierte en una represión del disfrute en todos los niveles de la existencia, que com anda las formas de educación y genera desde la infancia sus mitos y sus complejos. Se modifican así las relaciones del hombre con Dios, con el Diablo, con su padre y con su propio cuerpo. Lo que Freud nos ofrece no es una explicación opuesta a la de M arx sino las mediaciones y la gramática inconsciente que permiten derivar concretamente la mitología protestante de la estructura económica. Al interpretar, en el sentido freudiano, los mitos y las religiones, es decir, al traducir su lenguaje simbólico a los términos de la vida real, a los dramas que en ellos se proyectan y se ocultan a la vez, nos encontram os en realidad mucho más cerca de sus funda­ mentos históricos, económicos y sociológicos, que si nos reducimos a declarar que son fenómenos irracionales producidos por la impotencia y la ignorancia de los hombres. Porque está muy bien decir que la familia celestial no es sólo un reflejo de la familia terrenal sino la demostración de que esta última está en contradicción consigo misma, hasta el punto de necesitar ese reflejo; pero Freud nos ofrece los instrumentos teóricos para continuar el análisis. * Se reprocha frecuentemente al psicoanálisis el haber introducido una concepción determinista del hombre que convierte las experiencias infantiles en causas inconmovibles, restando toda eficacia a las experien­ cias posteriores, salvo el tratamiento analítico. Este reproche está tanto más injustificado cuanto que para Freud la vida que se limita a repetir simbólicamente una experiencia original y que se desenvuelve como un círculo vicioso, no es una definición de la condición humana, sino de la enfermedad mental. Puede decirse con Foucault que “es en ese círculo en donde reside la esencia de las conductas patológicas. Ef enfermo está enfermo en la medida en que el lazo del presente al pasado no se da en el estilo de una integración progresiva” (Enferm edad m ental y Personalidad). Los conceptos de fijación y regresión, característicos de la comprensión freudiana de los desórdenes psíquicos, carecerían de toda significación en una perspectiva determinista que redujera el presente al pasado. P or el contrario, nos encontram os aquí con una visión dialéctica del tiempo. Como se sabe, la razón analítica es incapaz de com prender la tem poralidad 222

porque para ella el pasado ya no existe, el futuro no existe aún y el presente no es más que el límite ideal que divide esas dos inexistencias. Y como esta formulación es válida para cualquier momento anterior o posterior, el tiempo se evapora. Para Freud, en cambio, el pasado es una dimensión actual de nuestra existencia. Ninguna conducta se explica completamente como respuesta a la situación inmediata. Captamos el m undo circundante y a los otros con toda nuestra vida y no solamente con nuestros sentidos, y por esta misma razón, el presente actúa sobre el pasado: cada tarea, cada obstáculo, cada necesidad y cada posibilidad ponen en cuestión las estructuras arcaicas de nuestro ser. El futuro, es decir, el conjunto de posibles e imposibles, aparece tam bién como un condicionante del presente. El contacto con la realidad no es algo inmediatamente dado a los hombres: podemos perderlo y reconquistarlo, es un trabajo y un problema. La segunda premisa para una historialización del complejo de Edipo está en el hecho de que las estructuras psicológicas, constituidas en la primera infancia, permanecen relativamente abiertas en cuanto a su sentido y que hay una acción del presente sobre el pasado. La historia viva del momento confiere a nuestros conflictos sedimentados un contenido que los define retrospectivamente. Ciertamente, la personalidad de Dostoiewski puede estudiarse a partir del conflicto con un padre brutal y del complejo de culpa por la muerte de éste; pero ese dram a está inscrito en una historia colectiva caracterizada precisamente por la supervivencia de una autocracia am enazada por la irrupción del capitalismo, de la clase obrera, del racionalismo, de la furiosa desesperación de una juventud pequeño-burguesa, etc. El dram a edípico, fuera de este marco histórico, no habría tenido el mismo sentido ni habría producido los mismos resultados. La idea de que el hom bre es una totalidad (contradictoria) y no una suma de influencias dispersas, es básica en las ciencias humanas. Piénsese por ejemplo lo que ocurriría si tratáram os de com prender la visión del mundo subyacente en un autor componiéndola a partir de elementos aislados: desaparecería el sentido de la obra. El psicoanálisis permite situar en su verdadero nivel el problema de las relaciones entre la obra y la vida, y entre la vida y la época.

V La incomprensión de ciertos marxistas para con el psicoanálisis los conduce a curiosas paradojas. Lukacs, por ejemplo, que rechaza el pensamiento de Freud como decadente, contraponiéndole a Pavlov (La Significación presente del Realismo crítico), nos dice sin embargo que Dostoiewski “es un maestro inigualado de la psicología” (Existencialismo o Marxismo?) Pero si la psicología de Dostoiewski es un auténtico anticipo del psicoanálisis! El nos habla de “pensamientos inconscientes”, nos 223

describe con todo rigor el complejo de Edipo, subraya su carácter inconsciente y proclama su universalidad (Los Hermanos Karamazov), destaca el carácter revelador de los sueños, describe al místico como un criminal reprimido, denuncia la ambivalencia del am or y el odio, etc., etc. Pero debemos anotar inmediatamente que la incomprensión de la mayor parte de los m arxistas para con la obra de Freud no se explica exclusivamente aunque éste sea el motivo fundamental, por el dogmatismo en que ha caído la doctrina revolucionaria durante las últimas tres o cuatro décadas. En realidad, el psicoanálisis desprovisto de una verdadera sociología científica y de una crítica histórica rigurosa, como la que podría encontrar en el marxismo y sólo en él, está continuamente amenazado por un naturalism o individualista que trata de interpretar todos los fenómenos de la vida social como irrupción o represión de los instintos. Freud nos describe a veces la civilización como un gigantesco aparato destinado a la represión de los instintos y llega incluso a creer que existe “el peligro de la extinción de la especie hum ana víctima de su desarrollo cultural”, aunque, más prudente que algunos de sus discípulos, se apresura a agregar: “La ciencia no se propone atem orizar ni consolar tampoco. Mas, por mi parte, estoy dispuesto a conceder que las conclusiones apuntadas, tan extremas, deberían reposar sobre bases más amplias y que quizá otras orientaciones evolutivas de la hum anidad lograran corregir los resultados de las que aquí hemos expuesto aisladamente”. (Obras, t. lo., pág. 984). Este tipo de interpretaciones fantásticas y completamente vulgares se encuentra con frecuencia en la obra de Freud. Para tom ar sólo un caso, nos referiremos a su lamentable ensayo sobre la guerra. Lo que más nos impresiona en esta torpe especulación es la incapacidad de comprender el carácter contradictorio y brutal de la civilización capitalista, en la que no ve más que la represión y sublimación de los instintos más bajos, llegando incluso a considerar la guerra como una explosión pasional en la que los pueblos se levantan contrá la coerción educativa de esa “magna com unidad de intereses creada por el tráfico y la producción”. Es algo tan grotesco como si dijéramos que la naturaleza humana, dañada por el pecado original —el deseo incestuoso y el instinto de destrucción—, rompió las barreras morales con las que se trataba de mantenerla en el camino del bien, y se dejó llevar una vez más por las tentaciones de Satanás. Sólo que aquí las barreras morales son nada menos que la civilización capitalista! De esta manera se naturaliza el “aparato represor” del que ya no se sabe si es la policía que reprime las huelgas o el Super-Yo que reprime los instintos. Cuando el psicoanálisis no se basa en una sociología histórica y dialéctica y es incapaz de una crítica social, puede derivar hacia toda clase de fantasías naturalistas, de explicaciones aberrantes y de interpretaciones reaccionarias, incluso en la obra gigantesca de su fundador. Esto no significa, sin embargo, que se pueda clasificar a Freud como un ideólogo conservador. En muchas ocasiones manifestó su simpatía por el marxis­ 224

mo, del que sólo tenía algunas nociones rudimentarias, como lo confesaba siempre que trataba de form ular algún reparo a las tesis vulgarizadas que conoció. Al final de su vida escribió: “Se que mis comentarios sobre el marxismo no prueban de mi parte, ni un amplio conocimiento, ni una comprensión correcta de las obras de M arx y Engels. Después he leído — con verdadera satisfacción— que ninguno de los dos autores ha negado la influencia de las ideas y de los factores del Super-Yo. Esto quita valor al contraste entre marxismo y psicoanálisis que yo creía que existía” (E. Jones, Vida y Obra de Sigm und Freud, t. 3o., pág. 364). Su actitud combativa ante la religión, su aprobación de la revolución rusa: “La subversión soviética se nos muestra —a pesar de todos sus ingratos detalles— como el mensaje de un futuro mejor” (Obras, t. 2o. pág. 873), su búsqueda heroica de la verdad contra todos los prejuicios, su voluntad de someter lo irracional a la razón que lo llevó a lanzarnos la consigna “Atrévete a saber”, son manifestaciones de un hombre que nadie tiene el derecho a calificar de conservador. Pero, precisamente por ello, sus desvarios ideológicos señalan con toda nitidez los peligros que amenazan al psicoanálisis cuando carece de un fundamento sociológico firme. El asunto se vuelve mucho más grave si abandonam os la obra de Freud y consideramos ciertas tendencias muy difundidas en el psicoanálisis contemporáneo. Porque ya no se trata de errores, contradicciones y desviaciones naturalistas que están en conflicto permanente con los descubrimientos efectivos y con las implicaciones del método, sino que aquí la carencia señalada compromete directamente las adquisiciones innegables del psicoanálisis y confiere a éste una nueva significación realmente reaccionaria. Ocurre esto cuando, desprovisto de toda perspectiva crítica sobre la estructura social, termina por integrarse a una sociedad alienada, fundada en la explotación y en la competencia, y se convierte para ella en un motivo de justificación, en la medida en que le permite separar los problemas personales de sus raíces sociales. Se cambia así en una ideología que colabora a consagrar y fetichizar las relaciones económicas y las formas de vida que les corresponden, llamándolas “normales” y tom ándolas como metas del trabajo terapéutico, que consiste entonces en adaptar el paciente a la sociedad. Y de esta manera, la “cura” ya no es solamene una liberación del enfermo prisionero de sus símbolos, para que pueda luchar en el mundo real, sino que conlleva una soterrada valoración de ese m undo y, so pretexto de “fortalecimiento del yo” y de “incremento de la confianza en sí mismo”, propone en realidad una lucha por el éxito, tal como se da en la sociedad, es decir, fundado sobre la alienación y la explotación, y considera masoquista toda conducta que no busque el triunfo en la escala de valores vigente. Comentando esta tendencia, muy difundida en Norteamérica, Levi-Strauss decía: “No es suficiente que cierta forma de integración sea posible y prácticamente eficaz para que sea verdadera y 225

para que estemos seguros de que la adaptación así realizada no constituye una regresión absoluta con relación a la situación conflictiva anterior”. (.Antropología estructural). El psicoanálisis, como teoría y como práctica, no puede permanecer inmune a la valoración implícita de la sociedad en que opera. Los conceptos mismos se modifican cuando la compleja concepción freudiana de la génesis de la enfermedad es substituida poco a poco por la idea simple de frustración, a la que no se opone realización o liberación, sino satisfacción; y la exigente y arriesgada técnica inaugurada por Freud se convierte en un método indirecto de persuasión que trata de m ostrar las desventajas de la enfermedad con respecto a las excelencias de la adaptación a la “realidad”. Con todo, mientras el problema permanezca dentro del consultorio o del hospital y se limite al tratam iento de los casos verdaderam ente patológicos, estas modificaciones pueden parecer insigni­ ficantes, y la intervención del analista está justificada aunque sus presupuestos sociales no lo estén. Pero cuando lo vemos convertido en especialista de “relaciones hum anas”, en asesor político o consejero indus­ trial, la tendencia señalada ya no se reduce a sutilezas teóricas y técnicas, y adquiere su verdadera significación de ideología reaccionaria. Y cuando el “counselor” se dedica a suavizar los conflictos obrero-patronales, procu­ rando que el personal modifique su actitud ante los problemas sin que se transformen los problemas mismos, y descubriendo los móviles profundos que dificultan la “adaptación a la realidad”, el psicoanálisis queda adaptado él mismo a la sociedad y convertido en un arm a de las clases explotadoras. La crítica m arxista de esta ideología pseudo-freudiana está obligada por una parte a denunciar claramente su carácter justificativo y fetichizante de las relaciones sociales existentes, y por otra, a restablecer el vínculo fundam ental entre las estructuras sociales y las vivencias personales. Para esta última tarea la obra de Freud es verdaderamente irreemplazable, puesto que permite seguir, en el itinerario particular de cada vida, la interiorización y el conflicto de las instituciones y las funciones imperantes en la sociedad. P or esta razón, la crítica marxista de las tendencias reaccionarias del psicoanálisis resulta dogmática e ineficaz cuando rechaza en bloque las grandes adquisiciones de la obra de Freud que contituyen un avance cualitativo en el conocimiento del hombre. Hemos señalado sumariamente los peligros que amenazan al psico­ análisis como teoría y como práctica cuando carece de una base marxista. Esto nos permite volver al problema que planteábamos a propósito del complejo de Edipo: lo. el carácter constituyente de la historia social con respecto a la organización familiar y a la significación de las etapas del desarrollo infantil, y 2o. la necesidad de fundam entar una acción del contexto social y de las experiencias de la vida adulta, capaz de modificar el sentido de los dramas iniciales. Ahora bien, el artículo de Freud sobre la guerra, a que nos referimos, no se caracteriza solamente por su 2 26

incapacidad de com prender las contradicciones del capitalismo y del imperialismo, sino también —y este es el punto que nos interesa subrayar aquí—, por la incapacidad de estudiar psicoanalíticamente el conflicto, es decir, de comprender los contenidos afectivos, mitológicos y simbólicos que adquieren los hechos en la conciencia de los combatientes. Estas dos limitaciones son correlativas y tienen un origen común: la perspectiva radicalmente anti-historicista adoptada por Freud en este caso, que se contenta con contraponer dos fuerzas, los instintos agresivos y la “civilización” como represión y sublimación, desprovistas am bas de toda especificación tem poral y de toda referencia a las situaciones concretas. H abría sido necesario m ostrar en la vida real de los hombres bajo el sistema capitalista, la dispersión, la carga inmensa de hostilidad y competencia, la oposición de intereses, la contradicción antinóm ica de las clases, y la negación mítica de todo ese desgarramiento en la visión exaltada de la patria común y su lucha contra el “enemigo exterior”. Entonces se podría verdaderamente estudiar los complejos procesos anímicos que llevan a tantos hombres a m atar y a hacerse m atar por los intereses del capital imperialista, contrapuestos a los suyos propios, y la manera como canalizan sus propios dramas en el dram a colectivo. El psicoanálisis tiene sin duda mucho que decirnos sobre la guerra, pero Freud fue aquí infiel al psicoanálisis porque carecía de una base marxista. * Habíamos dicho que hay en M arx una exigencia insatisfecha de psicología y que hay en Freud una respuesta a esa exigencia. El marxismo pasa del contenido manifiesto al contenido latente cuando comprende, por ejemplo, la obra de un místico a partir de la estructura social que se expresa inconscientemente en ella. Pero no es suficiente, para dar este paso, establecer una analogía formal entre la obra y la sociedad, ni m ostrar que los valores y la concepción del hom bre que rigen en la primera corresponden a las relaciones que predominan en la segunda. Es necesario estudiar un lenguaje simbólico que tiene muchos niveles de referencia, porque el místico, para expresar a su manera la estructura social, comienza por inscribirse en ella con su infancia, con su cuerpo, con su sexualidad. Freud descubrió ese carácter lingüístico y simbólico de la vida humana. Podría decirse sin embargo que subsiste una diferencia insalvable y es que M arx refiere la obra a la estructura de la sociedad mientras que Freud refiere los mitos religiosos a los mitos personales y éstos a los dramas infantiles. Esta diferencia sería realmente insalvable si no existiera, entre uno y otro térm ino de referencia, una relación necesaria. Pero el hombre no entra en un sistema de producción en calidad de economista: comienza por vivirlo como un conjunto de m andatos y prohibiciones, de funciones y 227

valores, en sus necesidades, en su cuerpo, en su familia, y ese sistema imprime su sello a cualquier aventura personal. Confucio decía: “Tu hijo no es tu hijo sino el hijo de su tiempo” Cierto; pero él empieza a ser hijo de su tiempo ya en la manera que tienes de ser su padre.

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G u il l e r m o H o y o s V a s q u e z

FENOM ENOLOGIA COMO EPISTEM OLOGIA. RU PTU RA DEL SISTEM A FENOM ENOLOGICO DESDE LA M A TERIA LID A D HISTORICA IN T R O D U C C IO N

En la actual discusión filosófica en Latinoamérica, al menos en ciertos círculos universitarios, parece que la fenomenología no sólo no tuviera nada que aportar al problem a de la filosofía, sino que incusive su pensamiento perjudicara la “cosa misma” de la filosofía. Esto puede ser explicable en su superficie como reacción al pensamiento de años inmedia­ tamente anteriores, muy influenciado por la fenomenología de Husserl, por Scheler, por Heidegger; era un pensamiento filosófico, se dice, cuya vinculación con la política aparecía más bien accidentalmente y no siempre en form a correcta. Un cambio de signo en la intervención política de la filosofía tendría que implicar una recuperación del materialismo, y desde esta perspectiva se m ostrarían como irreconciliables una fenomenología de corte trascendental e idealista y la exigencia histórica de una reflexión de la tarea política desde el marxismo. Sin embargo, hay por lo menos dos aspectos de la discusión filosófica actual, que bien pudieran nutrirse en un confrontam iento crítico con la fenomenología; sólo que este confrontam iento exige el esfuerzo de la profundización en la intención filosófica de Husserl, en su recorrido y en su significación completa. Quiero aquí tem atizar estos dos aspectos, considerándolos más en su dimensión problemática. El problema epistemológico y el problem a de la historicidad del sujeto son dos momentos sin los cuales no se entiende el quehacer filosófico actual. Desde la fenomenología es posible m ostrar el significado de estas dos preguntas por la ciencia y por la historia. El análisis fenomenológico señala asimismo desde él y hacia su exterioridad los límites que deben ser superados desde una perspectiva explícitamente no-fenomenológica. Quiero resaltar desde un principio el carácter hipotético de mi reflexión y de mis tesis. Para un conocedor de la fenomenología parecerán hacer violencia al pensamiento de Husserl; para un conocedor de la epistemología actual y del marxismo parecerán todavía muy tímidas y suscitarán la sospecha de un intento de conciliación de lo irreconciliable. Corriendo este doble riesto pretendo m ostrar que la epistemología actual tiene todavía algo que aprender en la crítica al positivismo 229

instaurada por Husserl. La relación que hace el último Husserl, resultado de las rupturas en el interior de la reflexión fenomenológica, de la lógica formal a la lógica trascendental, conserva en su estructura la validez y el significado que obligaría a la reflexión epistemológica a trascender los límites de la producción científica para tem atizar la cotidianidad desde la cual y para la cual es producción. La lógica de la experiencia de Husserl podría por eso ser replanteada en términos de racionalidad dialéctica. Si esto es de alguna m anera posible, también parece pensable que las reflexiones del último Husserl sobre la filosofía de la historia a partir de la ‘crisis de Occidente’, que él tipifica concretamente como crisis de la ciencia, conserven un grado de validez que lleve a pensar sobre el significado del sujeto histórico como contradistinto del sujeto empírico y del sujeto trascendental.

I. C r i t i c a D e H u s s e r l A l P o s i t i v i s m o C i e n t í f i c o

Como ya se insinuó antes el antipositivismo de Husserl cristaliza en sus últimos años. Es la tesis fundamental de la Lógica, de la Conferencia de Viena, “La filosofía en la crisis de la hum anidad europea”, y de todos sus trabajos en torno a la KrisisK Pero la crítica de Husserl al positivismo tiene su génesis en el recorrido de Husserl desde sus primeros escritos. Hay que recontruir esa génesis según un postulado metodológico del mismo Husserl2. 1. El proyecto de una filosofía como ciencia estricta Una de las tareas fundamentales de la epistemología actual es la de fundam entar, legitimar o justificar de alguna manera ciertos tipos de producción científica criticando otros. Los epistemólogos hablan de establecer un discurso sobre el estatuto teórico de las ciencias en su diversidad, sobre sus diversos objetos, métodos, aplicaciones prácticas, implicaciones socio-políticas, etc. Se busca con esto un tipo de discurso no totalmente científico, aunque sí lógico, sobre la racionalidad inmanente de los diversos discursos científicos. K. Popper habla de una “ Lógica de la investigación científica” y de una “ Lógica de las ciencias sociales”3. El objetivo de la epistemología en términos muy generales tiene herencia 1 V er E. H u s s e r l . Die Krisis der E uropaischen W issenschaften a n d die transzendentale P hanom enologie. D en H aag 1962. 2 Ver E. H u s s e r l . Lógica fo r m a l y lógica trascendental. U N A M , M éxico 1962, pp. 12 y sgts. 3 V er K. P o p p e r . La lógica de la investigación científica. T ecnos, M adrid 1965; K. P o p p er, “ La lógica de las ciencias sociales" en: A d o rn o y otro s, Im d isp u ta d e l p o sitivism o en la sociología alem ana. G rijalbo, B arcelona 1973, pp. 101-121.

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kantiana: explicitar la racionalidad de las ciencias para señalar sus presupuestos, sentido de validez, alcance y límite de sus pretensiones totalizantes. Este no es objetivo único de la reflexión epistemológica. Faltaría aquí explicitar el sentido de historicidad de las ciencias. Husserl lo hará a su tiempo. Lo que interesa ahora es com prender el proyecto de Husserl de la filosofía como ciencia estricta, desde esta perspectiva de la búsqueda de la racionalidad de las ciencias. Husserl viene de la matemática y desde allí logra tematizar, originariamente, referido a las idealidades matemáticas, el concepto de intencionalidad: el número viene del num erar, la operación del operar, los conjuntos del conjugar, etc. En la actividad intencional de la conciencia de algo (del mundo y de las cosas) se constituyen esas idealidades, como tales las más objetivas y válidas en el interior de la ciencia positiva. La constitución de su realidad específica, la de idealidades matemáticas, consiste en la correlación intencional noesis-^noema, cogitatio-cogitatum, numerar-número, conjugar-conjunto, etc., que les subyace, a pesar de que, de acuerdo con su estatuto teórico, son las que menos pueden ser pensadas en su referencia al lado subjetivo de la correlación4. El instrum ento del análisis intencional descubierto en el núcleo y garante de la objetividad positiva, los conceptos matemáticos, abre a Husserl un espacio fundamental para sus Investigaciones lógicass. La meta de sus trabajos de esa época es m ostrar una filosofía como Wissenschaftstheorie, es decir como teoría de las ciencias. Aquí reconoce el gran aporte epistemológico de Bolzano6. La Wissenschaftstheorie de Husserl, planeada desde un análisis intencional, está sin embargo amenazada por una seudointerpretación psicologista. Un objetivo claro de los “ Prolegómenos” es por tanto la refutación del sicologismo. La intencionalidad no es una mera estructura de la experiencia interna agotable en el mero análisis empírico de la psique. La condición de posibilidad de todo análisis empírico, así sea el de la experiencia interna, es la intencionalidad de la conciencia para la cual lo experimentable internamente com odado tiene algún sentido y puede ser afirmado como real. Así que las idealidades matemáticas no tienen su fundamento en los hábitos tematizados por la sicología empírica; estos hábitos son sedimentaciones, también objetividades, cuya constitución revierte a correlaciones más originarias dadas desde habitualidades de algo (de las vivencias como vividas). 4 Ver E . H u s s e r l . P hilosophie der A rith m e tik . D en H aag 1970. L a in terp retació n hecha aq uí se ap o ya en la in troducción de esta edición escrita p o r L. Eley, pp. X III y sgts. Ver adem ás: L. Eley, M eta kritik d e r fo rm a le n L ogik. D en H aag 1969 y mi p resen tac ió n de este libro de L. Eley en: P ensam iento, (M ad rid ) 26 (1970), pp. 453-456. s Ver E. H u s s e r l . Investigaciones lógicas. R evista d e O ccidente, M ad rid 1967. 6 Ibid., T. I, pp. 60 y 255-56.

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Esta insinuación de refutación del sicologismo en los “Prolegómenos” es sólo un comienzo de la polémica que de por vida sostendrá Husserl contra este bastión, el más sutil y el más profundo del positivismo en ciencias sociales7. El último capítulo de los “Prolegómenos” muestra el objetivo principal de la obra: articular un discurso científico-filosófico sobre la lógica pura, como garante esta últim a de toda verdad científica8. La teoría de las teorías, la mathesis universalis, puede ser legitimada desde la fenomenología. Las Investigaciones lógicas añadirán a este propósito ambicioso la m ostración concreta de la posibilidad real de reconstruir el edificio de las ciencias desde un análisis intencional riguroso. Porque la descomposición de la correlación intencional en las categorías de significación y realidad, de pretensión y de evidencia, de form a y contenido, de intención y de cumplimiento significativo (Erfüllung) o falsación-desengaño (Enttauschung), va orientada a ejemplificar en casos muy concretos las posibilidades inagotables y absolutas del análisis intencional. Precisamente desde este trabajo investigativo concreto tiene sentido plantear la tesis de la filosofía como ciencia estricta y rigurosa9. Se trata del proyecto de una filosofía como ciencia primera (prote episteme), ella misma autofundante y fundam entadora de todo tipo de conocimiento que pretenda ser tal, específicamente de todo conocimiento científico. Husserl piensa en la posibilidad de que el análisis fenomenológico de la intencionalidad, es decir, de las múltiples correlaciones, pueda llevar a últimos elementos significativos, a partir de los cuales se pueda construir la teoría de las teorías. Estos úítimos elementos serían dados originariamente a la conciencia. El “zurück zu den Sachen selbst”, el volver a las cosas mismas, tem a determinante de la fenomenología, sería alcanzado en el momento que esos últimos elementos constitutivos fueran evidentes con evidencia apodíctica y adecuada, títúlos que el Husserl anterior a las Ideas todavía no ha diferenciado. Ciertamente que si las últimas evidencias fueran posibles, desde ellas como fundamento y con el rigor analítico de la fenomenología, también tendría que ser posible la ciencia estricta. Probablemente en este sentido sí tenga razón Heidegger al afirm ar que Husserl hacia 1910 tuvo simpatías por el neokantism o10. Nos encontram os pues ante un proyecto que pretende criticar explícitamente el empirismo positivista. No es la positividad del datum, ni 7 V er E. H u s s e r l . P h anom enologische P sychologie. D en H a a g 1962. 8 Ver. E. H u s s e r l . Investigaciones lógicas, T. I, p p . 257 y sgts. * Ver E. H u s s e r l . La filo s o fía c o m o ciencia estricta. N ova, Buenos Aires 1962. i0 V er “ D av o ser D isp u ta tio n zw ischen E rn st C asirer und M artin H eidegger” en: H eidegger, M . K a n t u n d das P roblem der M eta p h ysik. V ierte Aufl. F ra n k fu rt 1973, pp. 247.

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la pretendida originariedad de la experiencia empírica —la externa o la interna del sicologismo, da lo mismo—, lo que fundam enta las pretensio­ nes de validez de la ciencia. El dato objetivo y positivo queda roto en la descomposición fenomenológica de la intencionalidad. Pero Husserl sigue prisionero del ideal de la ciencia total, de la mathesis universalis, de la filosofía primera, de .la ciencia-filosofía sin supuestos. El modelo de sistema del formalismo matemático sigue siendo su orientación, así sus últimos elementos no sean los de la inmediatez del datum; para Husserl terminan por serlo los de una inmediatez anterior, los de la correlación intencional No dudam os en afirm ar que Husserl está cayendo con esto en un nuevo positivismo. También podría ser el caso de una reflexión epistemológica cuya tarea se agote en el recorrido penoso por todas las estructuras del conocimiento científico para explicitar el así llamado estatuto teórico de las ciencias. El proyecto husserliano de una filosofía como la teoría de la ciencia misma, origina un sistema científico, el de la fenomenología, depositario él mismo de la Wissenschaftlichkeit (cientificidad). Desde aquí habría que legitimar y validar todo tipo de ciencia que pretenda ser tal. Este proyecto de claro corte epistemológico es recorrido por Husserl con la intención de reconstruir la lógica interna de la teoría de teorías. Encontrado el último elemento constituyente de la objetividad dado en una experiencia originaria como vivencia intencional, se procede a la reconstrucción, al m odo de los lógicos, de la ciencia estricta. Pero Husserl va descubriendo las impurezas en cada nivel de la reflexión fenomenológica. Es la radical H orizonthaftigkeit (horizontali­ dad) como relatividad trascendental que se va m ostrando en cada uno de los pasos del análisis.

2. El proceso de ruptura del proyecto La actitud antipositivista del fenomenólogo tiene su máxima expresión y uno de los aportes más válidos en la epoché o reducción trascendental. Esta priva no sólo a las actitudes temáticas que determ inan los objetos regionales de las ciencias sino a la misma actitud dóxica que media aquellas, de su pretensión de realidad ingenua y de objetividad no mediada. Al cuestionar la legitimidad del “es” de la actitud ingenua se cuestiona la mera doxa y desde la inseguridad de ésta se cuestiona de la manera más radical el sentido acrítico de validez y de objetividad de la ciencia positiva". 11 S o b re esta in terp retació n de la ‘ep o ch é’, ver E. S tro k e r, “ D as P ro b le m d er E poché in d e r P h iloso phie E d m und H usserls” en T y m in ie c k a (e d .), A n a le cta H usserliana, Vol. 1(1971), pp. 176 y sgts.

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La objetividad viene por tanto mediada por la doxa, y ésta a su vez, por la intencionalidad. Quiere decir por tanto que la actitud trascendental ganada mediante la reducción abre el espacio fundamental en el cual el positivismo pierde toda legitimidad. La actitud temática de toda ciencia positiva —exacta o social— es una actitud mediada, motivada desde la actitud dóxica. Es la doxa la que instaura el sentido de objetividad asumido ingenua y acríticamente por el positivismo. La seudofundamentación del positivismo en la filosofía la determina Husserl como sigue: Lo característico del objetivismo es que se mueve sobre el piso del m undo como ya dado de manera absolutamente cierta mediante la experiencia y pregunta por su ‘verdad objetiva’; es decir, pregunta por aquello que es absolutam ente válido desde la verdad y para cada sujeto racional, pregunta por tanto por lo que es en sí el mundo. Lograr esto universalmente es asunto de la espisteme, de la ratio, es decir, de la filoso­ fía. Con esto se alcanzará el ente primero, más allá del cual no tendría nin­ gún senido racional seguir preguntando”12. Este es el objetivismo que Husserl quiere desinstalar cuestionando su base, la doxa , el mundo dado en la experiencia ingenua. Todavía para Kant —ella en la lectura husserliana de la Crítica de la razón pura— persiste este mundo como dado, como incuestionable desde la filosofía13. El concepto de experiencia en Kant se nutre todavía de objetivismo y no permite llegar a la última relatividad determinante de la objetividad; habría que llegar a lo subjetivo-relativo de la cotidianidad y a la corporeidad. Husserl se propone por ello rom per la ingenuidad de la doxa, de ese “es” que la costituye y determ ina como si fuera su en sí y su a priori. Este último resto de objetivismo que aparece como el más profundo y sutil en la filosofía de Kant es el que debe caer con la reducción trascendental: “P or una fuerte razón nos detenemos en Kant como punto de ruptura significativo dentro de la historia moderna. La crítica que haremos de su pensamiento iluminará retrospectivamente la totalidad de la historia de la filosofía anterior: se verá el sentido general de la cientificidad que pretendían realizar todas las filosofías anteriores, como el único sentido que se encontraba y que en absoluto podía encontrarse en su horizonte espiritual. Precisamente mediante esta clarificación aparecerá un concepto de ‘objetivismo’ más profundo y el más im portante de todos (más im portante todavía que el que pudimos definir antes); con ello aparecerá tam bién el sentido propiamente radical de la oposición entre objetivismo y trascendentalismo”14. 12 E. H u s s e r l , D ie K risis..., pp. 70. 13 V er E. H u s s e r l , E rsie P hilosophie I. D en H a a g 1958, pp. 208-229. 14 E. H u s s e r l . D ie K risis..., pp. 103.

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Entendemos que este profundo sentido de objetivismo es el que oculta todavía el sentido de la experiencia en Kant y que Husserl derrum ba definitivamente con la reducción trascendental. La reducción total a la intencionalidad exigiría ciertamente la tematización de un yo trascendental y el análisis de las estructuras de constitución de este mismo yo. Pero hay que advertir que Husserl no sigue este camino. En las Investigaciones Lógica se contrapone a Natorp afirmando que la atematización del yo no aportaría nada al análisis intencional15. Es interesante que ya en las Ideas el yo ocupa un puesto en el análisis aunque todavía se lo designe como un mero Ichpol en sentido kantiano16. Sólo posteriormente habrá que abordar temáticamente los problemas de la constitución del yo. Ya se sabe que la tematización del yo trascendental es piedra de escándalo para la así llam ada escuela esCncialista en el interior de la fenomenología. De hecho Husserl es esencialista a esta altura de su desarrollo en la concepción del análisis intencional. Lo que le interesa desde su proyecto de la. ciencia estricta son las estructuras esenciales de la intencionalidad, esa posibilidad de destilar las esencias mediante el análisis fenomenológico. Las correlaciones Noesis-Noema, Intention-Erfüllung, Sinnkonstitution-Seinsetzung, ofrecen a primera vista el instrumental para captar los primeros elementos, las vivencias originarias sobre las que se reconstruiría críticamente todo el conocimiento. Pero ciertamente la fenomenología estática se tiene que agotar en el esencialismo. Se rompe de hecho al advertirse que el ideal de la evidencia cartesiana, como evidencia adecuada en base al análisis de claridad y distinción de las vivencias, es decir de la correlación misma, no deja de ser eso mismo: ideal. En la última parte de las Ideas, en el capítulo “fenomenología de la razón”, donde se trata del paso de la constitución de sentido al sentido de la realidad, Husserl descubre el significado de la evidencia cartesiana como idea regulativa en sentido kantiano17. Esta inadecuación inmanente a la intencionalidad pasa a ser su esencia determinante: la determinación del sentido y realidad del m undo es su indeterminación que a la vez es ulterior determinabilidad en un horizonte de horizontes. El horizonte no es sólo el de las múltiples posibilidades de com probación de la realidad afirm ada o de su falsación. El horizonte fundamentalmente es el de la apercepción misma. En la complejidad de los niveles de análisis fenomenológico, de descomposición fenomenológica, 15 Ver E. H u s s e r l . Investigaciones lógicas. T. II, pp. 163-167. 16 Ver E. H u s s e r l , ID E A S . F C E , M éxico 1962, pp. 132-133 y 189-191. 17 S o b re el se n tid o de la evidencia ad ecu a d a ver: E. H usserl, Ideas, pp. 324 y sgts. sobre la d istinción en tre evidencia adecu ad a y apodíctica ver: E. H usserl, M editaciones cartesianas. El C olegio de M éxico, M éxico 1942, pp. 27 y sgts.

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hay que tem atizar el sentido mismo de la “Ad-perzeption”18. El “ad-” es el contexto, el horizonte-intencional (H orizontintentionalitatp como relati­ vidad trascendental que se muestra en cada uno de los pasos del análisis: como intersubjetividad, como tem poralidad, como m undanidad y facticidad, en una palabra como lo otro de la intencionalidad, que es la m aterialidad misma. Aun ese último elemento de evidencia que pretendía encontrar Husserl se manifiesta contagiado de materialidad, en cuanto toda constitución de sentido tiene su génesis. En el origen de esta génesis está la motivación cinestética como determ inante hylética. Con esto fracasa necesariamente todo intento de destilar un último elemento de evidencia para construir a partir de él la fenomenología como un sistema riguroso. El problem a de la relatividad del horizonte de horizontes, cuya última explicación no es la relatividad del conocimiento, como una especie de imperfección del conocimiento hum ano, sino precisamente la ‘hyle’ codeterm inante de la constitución, muestra al mismo tiempo la necesidad de tem atizar la subjetividad. En el modelo de la fenomenología estática, la subjetividad era mero punto de referencia, cuando más condición de posibilidad de la síntesis en el sentido kantiano. En una fenomenología genética, y ésta es la que surge ahora como posible después de la ruptura de la fenomenología estática desde la motivación hylética, la subjetividad tiene que ser tematizada en su función en el análisis y en su génesis. Sólo en este momento aparece en su pleno valor el sentido de la epoché o reducción trascendental. La desconexión de la actitud natural ingenua que aparecía como el único objetivo y resultado de la epoché aparece ahora como camino hacia una tematización de la subjetividad, gracias a la suspensión de la legitimidad ingenua de la realidad. La tematización de la subjetividad está sin embargo amenazada por la unilateralidad del cartesianismo. Aquí es donde Husserl tiene que sostener de nuevo el significado de la intencionalidad. Siendo cartesiano en su intención de radicalidad en la crítica —para Husserl, Descartes es más radical20 que el mismo Kant—, critica el solipsismo de Descartes, quien para él descubrió la subjetividad pero volvió a perderla al no tem atizar la intencionalidad21. La intencionalidad de algo no sólo como intencionali­ dad constituyente sino como determ inada en el sentido de la motivación,

18 P a ra esta in terp retació n del análisis de la "A d -p e r ze p tio n " y su significado en la fenom en olo gía m e inspiro en la o b ra de: A. A guirre, G enetische P hanom enologie u n d R e d u k tio n . D en H a a g 1970. Ver sobre to d o pp. 177 y sgts. Ver ad em ás mi reseña del lib ro de A. A gu irre en: P ensam iento (M a d rid ), 28 (1972), pp. 207-210. 19 V er E. H u s s e r l , Lógica fo r m a l y lógica trascendental, pp. 208. 20 V er E. H u s s e r l , D ie Krisis..., pp. 428. 21 Ibid ., pp. 392-431.

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hace que Husserl rom pa también las posibilidades de un análisis de la mera conciencia de sí. La tematización de la subjetividad implica la de su génesis, es decir la de su historia. La historicidad de la conciencia se manifiesta en un prim er momento al ser descubierta la hyle como determ inante últim a de la intencionalidad. Este pedazo de materialidad no asumible totalm ente como intencionali­ dad queda como lo indeterminado, como límite determ inante de las posibilidades de constitución del sujeto. Lo determ inante del límite es su potencialidad de poder suscitar interés, de orientar en cierta m anera la protensión tem poral de la conciencia. Ciertamente que la protensión cuenta con lo retenido en la conciencia, y en este sentido no se da “nada nuevo”; pero la posibilidad absoluta de lo nuevo y de la relación intersubjetiva se d a en ese pedazo de lo todavía inédito22 que es la hyle como el elemento material de la intencionalidad. Interpretar la hyle sólo desde la intencionalidad y reducirla de nuevo totalmente a intencionalidad sería volver a caer en el esencialismo, dentro del cual se mueve todavía la correlación noesis-noema. Esta interpretación del significado de ruptüra que implica la interven­ ción de la hyle en el análisis intencional sugiere ciertamente un abandono del idealismo trascendental; es sin embargo quizá la única form a de ser coherente con las pretensiones del último Husserl de tem atizar el significado de la historia en el interior de la fenomenología y no simplemente como historia de la filosofía que llevara necesariamente — este sería un historicismo crudo— a la fenomenología como sistema. El índice más profundo de la ruptura de la fenomenología, como sistema es p or tanto la historicidad de la conciencia en los términos sugeridos aquí. Esto lo tematizaremos más adelante.

3. Fenomenología como sistema y fenom enología com o m étodo La orientación y la intención del proyecto de filosofía como ciencia estricta son epistemológicas. En el momento que ese proyecto fracasa, es necesario preguntar cuál es el balance. Ciertamente la filosofía como ciencia estricta, en este último intento de la fenomenología, se muestra como imposible. El camino cartesiano de la fenomenología, el de pretensiones de radicalidad absoluta, fracasa. Pero hay que recorrer ese camino para cerciorarse de su imposibilidad. El esfuerzo de rigurosidad, manifestado en el punto de partida radical de la epoché y llevado a cabo en la descomposición meticulosa de todos los 22 V er K. H e l d , “ D a s P ro b le m d e r In tersu b jek tiv ita t u n d die Idee ein er p h an o m en o lo gischen T ran szen d en talp h ilo so p h ie” en: U. claesges, K. H eld, (H rg .), P ersp ektiven transzenden ta lp h a n o m en o io g isch er Forschung. D en H a a g 1972, p p . 42 y sgts.

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niveles de realidad y de constitución, es el único que puede dem ostrar al fenomenólogo la imposibilidad de su proyecto. ¿Qué se obtiene además de la falsación de éste? Ciertamente mucho: se han descubierto mediante el análisis fenomenológico los diversos niveles esenciales de relatividad del conocer y de lo que es, y se ha llegado al nivel fundamental de esa relatividad, la materialidad misma que incide inmediatamente en las posibilidades de su conocimiento. En cuanto esta materialidad se conserva en lo constituido e interviene en las estructuras mismas que determinan la posibilidad de la reflexión filosófica, al menos como motivación, también el mismo sujeto trascendental tiene que reconocer su génesis en la materialidad de la historia que determ ina su facticidad. Los caminos de la fenomenología conducen todos a ese límite, donde el último elemento que Husserl pretendía poder analizar fenomenológicamente como dado en evidencia adecuada, se escapa en la Ad-perzeption y se revela como necesariamente contagiado de m aterialidad y de facticidad. Su evidencia adecuada no es posible. Con esto queda suficientemente claro, pero una vez recorridos los caminos de la fenomenología, que la filosofía como ciencia estricta no es posible. Es decir, filosofía como sistema, como doctrina, como teoría de teorías, es proyecto no alcanzable. En cambio el m étodo de la fenomenología, el que ha llevado a la certeza de la imposibilidad del proyecto, se conserva como m étodo válido de análisis epistemológico.

4. Lógica fo rm a l y lógica trascendental Si en algún punto es válida la afirmación anterior, es en el problema de la lógica: por su posición sistemática en el interior de las ciencias, es el lugar privilegiado para m ostrar el significado de lo dicho. Con respeto a la positivización de la lógica, el diagnóstico de Husserl es consecuencia de su actitud antipositivista. Para él, la lógica, que estaría llam ada a dar razón de la racionalidad de las ciencias, se ha convertido en mera técnica teórica23. Como tal no puede d ar explicación del sentido de verdad que manejan las ciencias a no ser que éste se agote en la mera funcionalidad de la no-contradicción, de la consecuencia técnica, de la constructividad, de la com patibilidad de sistemas deductivos. En este caso la lógica formal sería ciertamente la ideología del positivismo. Husserl muestra cómo de hecho la lógica formal es instrum ento nece­ sario de la racionalidad positiva, pero solamente instrumento. La recons­ trucción genética de la lógica formal en sus niveles de lógica de la significa­ ción (apofántica formal) y lógica de la no-contradiccióñ o de la

23 ver E. H u s s e r l , L ógica..., pp. 7 y sgts.

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consecuencia, se encuentra asociándola con la reconstrucción genética de la matemática formal. Esta última viene de la abstracción a partir del mundo y de las cosas, como de “algo en general” (ontología formal), mientras la lógica formal está referida a través de sus significaciones a un algo trascendente a las significaciones y a la no-contradicción misma. La mathesis universalis, última posibilidad de sistematización lógico-mate­ mática de la totalidad de lo predicable no-contradictorio, sólo puede pretender verdad —más allá de la mera validez formal de la compatibili­ dad—, en el sentido intencional de una lógica de la verdad y de la evidencia que trasciendan los niveles posibles de formalización analítica de la lógica y de formalización ontológica de la matemática. Esta intencionalidad es la que pretende designar Husserl como lógica trascendental24. Ciertamente hay un origen kantiano en la significación del térm ino ‘trascendental’. Para Kant la lógica trascendental determ ina “el origen, extensión y valor objetivo” de cierto tipo de conocimiento; esta lógica “sólo se ocupa con las leyes del entendimiento y de la razón; pero sólo en la medida en que es referida a priori a objetos y no, como la lógica general, a los conocimientos empíricos y puros de la razón; sin distinción alguna”25. Husserl coincide con Kant en la búsqueda de esa lógica fundante de la lógica formal, que atravesándola (intencionalmente) de razón del origen y validez del conocimiento, en cuyas leyes puramente formales se agota la lógica formal. Pero para Husserl la única posibilidad y la más fundamental de esa lógica es, si se constituye como lógica de la experiencia. De nuevo, no de una experiencia a nivel de la predicación, determ inada y reglada a su vez por la categoría a priori de la causalidad (formalizable y funcionable); se busca un nivel de la experiencia más fundamental, de primer piso (la experiencia kantiana sería de segundo piso)26, donde se pueda analizar lo ante-predicativo, la cotidianidad, si se quiere, la praxis como determinante de cualquier elaboración conceptual y en último término de la producción científica. La lógica trascendental husserliana permite relativizar una vez más el ideal de evidencia; allí se habla más bien de un estilo de evidencia, el de la cotidianidad27; allí se habla de génesis, como de la reconstrucción de todos los sentidos del mundo, de las cosas y de los conceptos. Inclusive los pilares de toda lógica formal, la no-contradicción, la identidad, etc. tienen su génesis en una subjetividad que es la de la experiencia y la de la cotidianidad28. 24 N os p arece que lo expuesto a q u í p o d ría co n sid erarse co m o resu ltad o de la prim era sección de la L ógica fo r m a l y trascendental, 25 Ver 1. K a n t , Crítica de la razón p ura, T . 1. L o sad a, B uenos A ires, 1970, pp. 206. 26 V er I. K e l , H usserl u n d K ant. D en H aag 1964, pp. 62 y sgts. 27 V er E. H u s s e r l , Lógica..., p p . 170-173. 28 Ib id ., pp. 193-210.

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Cuando J. Haberm as refuta el racionalismo crítico de K. Popper en su tesis de la lógica de las ciencias sociales, m ostrando cómo todo sistema analítico-deductivo de la totalidad científica debe pensar e integrar la mediación de esta lógica desde una racionalidad dialéctica articulada com o experiencia, historia, praxis e intereses orientadores del conocimien­ to29, puede descubrirse en este modelo la estructura fundam ental de la Lógica fo rm a l y trascendental de Husserl. En efecto, la lógica trascenden­ tal husserliana, com o lógica de la experiencia, pretende analizar la cotidianidad, su historicidad, su praxis, sus intereses, como mediaciones fundantes de toda conceptualización y formalización lógica. En esta estructura encuentra Husserl el espacio en que debe hacerse la crítica definitiva al positivismo. Esto significa que la lógica formal conserva su validez como instrum ento necesario en el interior de la ciencia, validez que sólo tiene su significación desde la lógica trascendental que pretendería pensar la totalidad desde la experiencia y la historia. En otros términos: la ciencia positiva conserva su estatuto teórico válido como momento de análisis y determ inación empírica de las estructuras en su ‘aparecer’; pero se trata de un m om ento relativo al horizonte intencional de la totalidad experiencial e histórica. Este esfuerzo de relacionar la fenomenología del último Husserl con la racionalidad dialéctica de J. Haberm as no ignora la crítica del mismo Haberm as al concepto de filosofía que determ ina el antipositivismo de Husserl30. Pero tam bién tiene en cuenta el intento del mismo Habermas de recuperar en ciertos aspectos la filosofía del idealismo de Fichte no muy lejana del concepto fundam ental de la responsabilidad (Verantwortlichkeit) del último Husserl31. Además, un tratam iento más matizado de la historicidad en Husserl, com o lo intentamos a continuación, m uestra lo inconcluso de la posición crítica de Habermas frente a Husserl. P or tanto puede concluirse de este prim er análisis del proyecto anti­ positivista de Husserl que su critica de las ciencias muestra la imposibili­ dad de una filosofía como sistema autónom o desde el cual se pretendiera hacer un discurso normativo, englobante y totalizante sobre las ciencias. La falsación del proyecto epistemológico de la intención inicial de Husserl, m uestra las posibilidades reales de una epistemología que acepte ser crítica vigilante y no norm atividad absoluta. Desde la racionalidad de las ciencias se develan sus presupuestos. Husserl señala esta racionalidad como lógica form al, y la relaciona a la lógica trascendental, como lógica de la experiencia. 29 V er J . H a b e r m a s , “T eo ría an a lític a de la ciencia y d ialéctica” en: A d o rn o y o tro s, op. cit., p p . 147-180. 30 V er J . H a b e r m a s , “ C o n o cim ien to e in terés” en: "Ideas y Valores (B ogotá), 42-43-44­ 45 (1973-1975), p p . 61 y sgts. 31 V er J . H a b e r m a s , E rkea n tn is u n d Interesse. F ra n k fu rt 1968, pp. 235-262.

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Aquí comenzaría de nuevo el trabajo epistemológico especificando lo que significa experiencia, historia y praxis, con relación al pensamiento científico. En este punto Husserl agota su discurso en descripciones fenomenológicas generales a las que se escapa lo más específico y virulento de la mediación misma.

II. F

e n o m e n o l o g ía

e

H

is t o r ia

Hasta aquí se ha m ostrado cómo el proyecto epistemológico de Husserl llega a un límite que lo hace imposible de realizar. Este límite ha sido designado com o materialidad. Esta irrumpe en la intencionalidad como motivación hylética y motivación kinestética, determ inante de la misma constitución de sentido y de la validación de realidad. Con esto se ha m ostrado que el camino de la reflexión epistemológica lleva necesaria­ mente a pensar la mediación material para la producción científica. Hay sin em bargo otra perspectiva de la misma pregunta que aún no ha sido tematizada aquí, aunque ya se ha insinuado la necesidad de dicha tematización. Ciertamente la materialidad que interviene en la producción científica es la de la historia misma. Husserl descubre en sus últimas reflexiones sobre fenomenología genética la incidencia de la historia en sus análisis como génesis del sentido y de los conceptos. Este aspecto es importante. Pero mucho más im portante es el aspecto de la historicidad del sujeto mismo de la reflexión fenomenológica. 1. Sujeto trascendental y sujeto de la experiencia

La pregunta por el sujeto en la fenomenología tiene una doble perspectiva, correspondiente a la estructura misma de la reflexión. ¿Cuál es el yo que hace la reflexión (análisis) fenomenológica? ¿Cuál es el yoobjeto sobre el que se hace la reflexión? El yo reflexionante, el trascendental, encuentra una subjetividad de la experiencia protendida en la cotidianidad, en su historia, hacia la plenitud de sentidos (con posibilidad de falsación), es decir, en el tiempo. Es un yo de la experiencia en interacción con los otros yos, los no-yo, en el tiempo de sus posibilidades de constitución de sentido y de validación interesada de realidad. Un yo de la experiencia protendido hacia evidencias adecuables como ideas regulativas-normativas. Este proceso de adecuabilidad de la experiencia es futuro desde un pasado p or determ inar y ulteriormente determinable. Sobre todas estas características de esa dialéctica del yo, está la posibilidad de la apodicticidad (que no se identifica con la adecuabili241

dad) del yo trascendental, que viene determinada por la historicidad del sujeto y condicionada, motivada por ella32. La pregunta que lleva a la historicidad del sujeto desde la fenomenolo­ gía es la pregunta por el motivo de la reflexión fenomenológica. Por eso Husserl habla explícitamente en la Krisis de ese nuevo camino de la fenomenología, el de la historia. La conclusión para nosotros es que el camino hacia la trascendentalidad tiene necesariamente que pertenecer a ese sujeto determinándolo y constituyéndolo33. En otras palabras: ¿el horizonte del sujeto trascendental es simplemente lo dado, desde sus posibilidades de retención o lo posible en absoluto desde sus múltiples posibilidades de protensión o es también el mismo sujeto como dado fácticamente y como libre de articulaciones en un futuro histórico? El yoconcreto, fáctico, histórico, cotidiano de la pre-reflexión, forma parte esencial del yo-reflexivo, aquel que pretende descubrir las estructuras de la trascendentalidad. Más adelante se tem atizará el sentido de la motivación histórica. A hora conviene m ostrar mejor la antinom ia de estos dos ‘yo’ cuyas características apenas se han insinuado.

2. Antinom ia fundam ental de la subjetividad En su estudio sobre la separación de Husserl del cartesianismo, L. Landgrebe llega a m ostrar la necesidad de tom ar el sujeto en la fenomenología desde dos perspectivas antagónicas34. Una cosa es el sujeto en cuanto sujeto libre y llamado a su responsabilidad: responsabilidad que se manifiesta como explícita en la reflexión sobre el yo de la experiencia histórica, en cuanto esta experiencia se asume como tal, es decir como praxis histórica en la que interviene la subjetividad. Ser sujeto es ser-sujeto de la tarea, de la praxis histórica. Se trata en cierta manera de ese‘carácter inteligible’ (no-cognoscible en categorías objetivas) del que se ocupa Kant. P or eso mismo la praxis de este sujeto no se agota en la mera ciencia ni es limitada, aunque en cierto sentido sí determ inada por ella. Esta praxis, la de la reflexión y la de la acción, puede como instancia crítica ser intervención transform adora de la positividad. O tra cosa es el sujeto-objetivado en la reflexión, con visos de totalidad sistemática, de trascendentalidad estática y esencialista (con la ilusión de lo trascendental). Ese es el sujeto de la pragmática, el sujeto operativo, 32 V er G. H o y o s . In ten tio n a lita t a h V erantw ortung. G eschichtsteleologie u n d Teleologie der In len tio n a lita t bei Husserl. D en H aag 1976, pp. 149-170. 33 Ibid. 34 V er L. L a n d g r e b e , “ H usserl y su sep aració n del cartesianism o” en: L. L andgree. El ca m in o d e la fe n o m e n o lo g ía . S u d am érica, B uenos A ires 1968, pp. 250 y sgts.

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positivo, técnico, empírico. El problem a se reduce por tanto a pensar la mediación. La trascendentalidad motivada por la facticidad. Husserl llega a decir: “La esencia yo trascendental es impensable sin yo trascendental como fáctico”35. Se llega con esto a la ruptura definitiva del mero análisis fenomenológico trascendental desde su génesis misma, es decir desde sus presupuestos que son el factum de la historia. En términos kantianos se estaría buscando mediante la ruptura la mediación entre imperativo categórico e imperativo hipotético. P ara la fenomenología del último Husserl, el imperativo hipotético, el histórico, sería la mediación del categórico y lo estaría determinando como su génesis.

3. Historicidad y trascendentalidad Los caminos de la fenomenología m ostraron, recorridos, la ruptura necesaria de la fenomenología estática y de cierto tipo de fenomenología genética. La tematización del yo trascendental, de la conciencia de tiempo como su esencia, plantean la pregunta por la tem poralidad del yo constituyente y del yo reflexionante. La antinom ia explicitada en la ruptura, se fijó en el yo: un yo libre e histórico protendido en su tarea histórica y reflexiva; un yo-objeto de la reflexión en sus estructuras con visos de trascendentalidad. Se insinúa aquí la posibilidad, casi heterodoxa en filosofía, de que un sujeto histórico pudiera llegar a instrum entalizar a un yo trascendental. P ara solucionar la antinom ia persiste la pregunta: ¿cuál es el sentido de historicidad en la fenomenología? ¿Es una mera estructura, semejante a las estructuras estáticas develadas en el análisis intencional? ¿Es un mero punto de referencia, o punto de paso, extrínseco él mismo, al significado de la reflexión filosófica propiamente dicha? ¿Se trata de una historicidad indeterminada, es decir, abstracta, es decir, de nuevo, un concepto universal, es decir, no historia? Para fijar el sentido de historia en la fenomenología descartamos de entrada el conceptualizar lo que entendemos por historia para verificar luego si ésta se entiende así desde la fenomenología. Simplemente la historia se hace. ¿Pero desde qué intención? —pregunta el fenomenólogo—. Su pregunta sólo pretende descartar el decisionismo. Positivamente significa que hacer la historia es poder asumirla. Por eso se descarta también el historicismo. Esto significa concretamente que para el fenomenólogo es válida en un primer momento la tesis de Popper: la miseria del historicismo. Como si el pasado determ inara de tal manera el futuro que el asumirlo ya no 35 “ D as E idos transzendentales Ich ist u n d e n k b a r ohne tran szen d en tales Ich ais F aktisches” , e. H usserl, Ms. E III 9, pp. 73.

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significara sino un mero mecanismo de adaptación36. Esta es precisamente la miseria del positivismo: la program ación lineal y rutinaria del futuro y de la tarea histórica —aquí coinciden en sus intentos el conductismo, la cibernética, la ingeniería social gradual—. Ahora, contra Popper y contra Althusser: si se da una epistemología sin sujeto cognoscente37 o una teoría desde la muerte del sujeto, se daría una historia sin sujeto. Pero entonces, ¿se busca la historia del sujeto trascendental, la del sujeto autónom o, la del sujeto de la ilustración? Esta sería ciertamente la historia de la burguesía. Todavía podría sin embargo aceptarse la necesidad de la reflexión filosófica sobre el sujeto histórico. No el trascendental que desde ideas a priori e imperativos categóricos determ inara el sentido de una praxis histórica hipotética. Tampoco el empírico\que únicamente interviniera en la historia como elemento estructural, como mera función dependiente o como posibilidad de adaptación. En la búsqueda del sujeto histórico encuentra Husserl de hecho, en el análisis fenomenológico de la intencionalidad, la historicidad del sujeto en los siguientes momentos: a) en la m aterialidad (hyle) que motiva y determina, en su modo específico de determ inar, el origen mismo de la intencionalidad en su actividad constituyente; b) en el interés y libertad m otivada en su originariedad intencional; c) en la responsabilidad y razón implicadas en la determinación del sentido del m undo y de las cosas como realidad histórica; d) en la horizontalidad (Horizonthaftigkeit) - relatividad, que es de la esencia de la constitución intencional; e) en la intersubjetividad (interacción) implícita o explícita en el horizonte de horizontes, en el m undo como horizonte (W elthorizont), en el único en que se puede dar un m undo objetivable38; f) en la tem poralidad en que se constituye todo sentido y se determina el sentido mismo de realidad, es decir, en la génesis misma de la realidad, es decir, de las formaciones de la realidad; g) en la génesis de la subjetividad misma que es su temporalidad. Génesis que significa la apropiación del proceso de reflexión y su trascendentalidad como producto desde la conciencia histórica de crisis, de quiebra, de contradicción. Crisis y contradicción que sólo pueden tener significado en una subjetividad protendida hacia una producción significa­ tiva de la historia. Este es el telos de la intencionalidad que aquí llega a 36 V er K. P o p p e r , L a m iseria d e l historicism o. T au ru s, M a d rid 1961. 37 V er K. P o p p e r . C o n o c im ie n to objetivo. T ecnos, M ad rid 1974. El tercer cap ítu lo de esta o b ra se titula: “ E pistem ología sin sujeto co gnoscente” . 38 ver L . E l e y , “F en o m en o lo g ía trascen d e n ta l y sociología. D eterm inación de sus relacion es” en: U niversitas H u m anística (B o g o tá), 7 (1974), pp. 173-195.

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tener significación al recibirla del momento en que se asume responsable­ mente el telos de la historia de la filosofía39. Estas perspectivas descubiertas en el análisis fenomenológico indican los aspectos que tematiza la fenomenología para determ inar el sentido del sujeto histórico que buscamos como contradistinto del sujeto trascenden­ tal y del sujeto empírico. El esfuerzo filosófico de Husserl en los últimos años se fija por eso mismo en los siguientes puntos, que no podemos desarrollar todos aquí: la conciencia de tiempo y la tem poralidad del sujeto; la intersubjetividad; la corporeidad (Leiblichkeit); la cotidianidad (Lebenswelt); la crisis. Queremos tem atizar este último punto por considerar que es el que les da valor sistemático a los otros.

4. El camino de la historia: la crisis y la filosofía Se ha insinuado cómo los caminos de la fenomenología en busca de la ciencia estricta han llevado a la falsación del proyecto. La ruptura se ha hecho necesaria desde la materialidad. Esta se ha manifestado en los elementos propuestos en el número anterior como la materialidad de la historia. De hecho Husserl intenta en sus últimas obras una tematización del camino de la historia. El texto original de la Krisis habla del “intento de fundam entar la necesidad ineludible de un viraje de tipo trascendentalfenomenológico de la filosofía desde el camino de una reflexión históricoteleológica sobre los orígenes de nuestra situación crítica científica y filosófica”40. Husserl piensa pues en que el diagnóstico sobre la situación de crisis desde una posición crítico-filosófica puede servir de camino, es decir, de propedéutica y motivación para una nueva articulación de la filosofía. Nuestra tesis es que de hecho para el último Husserl la historia concreta es motivación para la reflexión filosófica. Esto significaría que la facticidad histórica entra en la filosofía como su motivación y rompe definitivamente la ilusióñ de la filosofía trascendental, llegando a instrum entalizar las estructuras del sujeto trascendental desde los intereses del sujeto histórico. No cabe duda de que para Husserl la situación de crisis de los años treinta viene determinada por la situación de las ciencias en su relación con la sociedad y con la filosofía. La filosofía ha perdido su 39 Ver E. H u s s e r l . La filosofía en la crisis de la h u m an id ad e u ro p e a ” en: F ilosofía com o ciencia estricta, pp. 99 y sigts. Ver tam bién G. H oyos, “Z u m T eleologietiegriff in der P han o m en o lo g ie H usserls", en Claesges u. H eld (H rg .), op. cit., pp. 61-84. 40 E. H u s s e r l , Die Krisis der E uropaischen W issenschaften u n d die transzendentale P hanom enologie. D en H aag 1962. S. X IV , F ussnote.

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función crítica en esa sociedad. Las ciencias se han emancipado de tal forma que han llegado a instrum entalizar al hombre. En una palabra, el positivismo como ideología está determ inando la crisis de la sociedad41. La no-incidencia de la filosofía en esta problemática muestra la necesidad de un replanteam iento epistemológico de su significación. Este punto de partida puede discutirse. Puede señalarse la necesidad de una fundamentación más política de la necesidad de la filosofía. Pero no puede negarse que en un momento de quiebra sea necesario un planteamiento como el que pretende Husserl. Más aún, ante el refinamien­ to y la sutileza del positivismo podría pensarse en la necesidad ineludible de su crítica. Husserl quiere m ostrar que la crisis viene determ inada por un abandono del sentido instrum ental de la ciencia, no por su desarrollo mismo. La ciencia positiva tiene su significación y validez, una vez reubicada. Esta reubicación significa la recuperación de la filosofía en su dimensión trascendental como la que abre el espacio crítico en el que las ciencias sociales recobrarían el espacio y el objeto de su articulación. Para m ostrar esto, Husserl vuelve a la historia de la filosofía para reconstruir en ella los momentos más definitivos del desarrollo científico. Allí señala cómo se ha ido sedimentando en objetivismo lo que venía determ inado desde la actitud subjetivo-relativa de la cotidianidad. Es ésta la que ha ido motivando esa producción científica. P or eso la crítica al positivismo debe articularse desde la tematización de la cotidianidad, en la que está ubicado el sujeto histórico, el mismo que puede asumir responsablemente la tarea e instrum entalizar para ella las ciencias. El resultado y la quiebra del desarrollo científico es lo contrario: que el hom bre ha sido convertido en instrum ento de la ciencia. En la cotidianidad termina y se limita la fenomenología. Ciertamente aparece como válido el que allí se muestre la historia como motivación necesaria para la reflexión filosófica. Más aún, que la historia al romper la estructura trascendental aparezca com o la mediación que necesariamente hay que asumir: solamente desde ella tiene algún sentido la responsabili­ dad. Esta sólo puede ser la protensión hacia la tarea. Desde ésta bien se pueden tem atizar las estructuras trascendentales: ésas serán por eso mismo funcionales. La fenomenología señala el lugar sistemático de la trascen­ dentalidad en la historicidad. Pero la historicidad se queda corta en cuanto no llega a ser lo suficientemente determinada. Esta es la tarea que afronta directamente el marxismo. El riesgo que se corre al privilegiar la historia es dejar subdeterminado el sujeto de la historia o identificarlo con un mero sujeto empírico. En este sentido la intervención crítica de la fenomenología en la discusión actual puede ser fundamental. 41 T am b ié n en este asp ecto del d iag n ó stico so b re el p ositivism o y la positivización de la sociedad coinciden H usserl y H ab erm as..., “ La ciencia y la técnica com o ideología” en: Eco (B ogotá), N o. 127 (1970), pp. 9 y sgts.

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CONCLUSION

Han aparecido claros los límites de la fenomenología en su crítica al positivismo y en su tematización de la historia. Se puede pensar que en un sentido muy específico los caminos de la fenomenología m uestran también los límites de un tipo de epistemología actual y de un tipo de neo marxism o42. Como conclusión sólo habría que resaltar una vez más lo que se propuso aquí como tesis. La intención epistemológica de la fenomenología se articula en un proyecto de ciencia estricta que fracasa. La epistemología que pretenda repetir este intento de cientificidad estricta tendría que aprender aquí. Sólo en el m om ento que la fenomenología acepta sus presupuestos, sus mediaciones, puede asumir la ruptura misma. Pero entonces ya no puede ser sistema de totalidad, sino teoría crítica de la ciencia. Como tal tiene que dar cuenta de lo que motiva y orienta la crítica. En este momento la reflexión filosófica pasa a ser metarreflexión sobre la mediación de la historia para la reflexión misma. Ha aceptado con esto la determinación de la historia como crisis y como tarea en el sentido de la responsabilidad filosófica. El funcionario de la hum anidad de Husserl es el que ya ha pasado por la ilusión y por el sueño de la trascendentalidad y de la ciencia estricta. La lógica trascendental husserliana al ser lógica de la experiencia cotidiana rom pe con la tradición de lo trascendental para abrirse a la historia43. Esta es mediación de las ciencias y de la reflexión filosófica misma. El sentido de mediación y de tarea (teleología) que asume la historia desde la reflexión filosófica sólo tiene sentido para el sujeto de la historia que pretende rom per con la crisis que es la positivización: rom pe de hecho con el sujeto empírico. Tiene sentido como tarea que se asume responsablemente para un sujeto que pasando por la trascendentalidad ha descubierto en su ruptura el sentido de historia44. Pero ésta hay que determ inarla más allá de Husserl en su concreción. Que esta determinación no termine por reducir el sujeto a la empiria o a la indeterminación.

42 Ver. G. H o y o s , “ C rítica al positivism o desde la racio n alid ad d ialéctica" en R a zó n y Fábula (B ogo tá) N o. 40-41 (1976), pp. 45 y sgts. 43 E ste es el se n tid o que dam o s a la fam osa exp resió n de H usserl: “ P h ilosophie ais W issenschaft, ais em stliche, strenge, ja ap o d ik tisch stren ge W issenschaft - d e r T rau m ist a u sg e tra u m t”. D ie K risis, p. 508. 44 Este es el se n tid o que dam o s a la “V eran tw o rtu n g sfah ig k eit” d e la que h ab la H usserl en la L ógica fo r m a l y trascendental, pp. 285.

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NOTAS BIBLIOGRAFICAS

C a y e t a n o B e t a n c u r . Copacabana, 1910-Bogotá, 1982. Hizo estudios

de derecho en Medellín. Fue profesor de la Universidad Nacional de Colombia y de la Universidad de los Andes. Perteneció a la Academia Colombiana. Fundó y dirigió la revista Ideas y Valores. A utor de las siguientes obras: Introducción a la ciencia del derecho, Bogotá, 1953. Sociología de la autenticidad y la simulación. Bogotá, 1955. Ensayo de una filosofía del derecho, Bogotá, 1960. Bases para una lógica del pensamiento imperativo, Bogotá, 1968. Filósofos y filosofías, Bogotá, 1969. “Imperativo y norma en el derecho”. Bases para una lógica del pensamiento imperativo, Editorial Temis, Bogotá, 1968. R a f a e l C a r r i l l o . Valledupar, 1907. Hizo estudios de derecho en Bogotá y de filosofía en Heidelberg (Alemania). Es Profesor Emérito de la Universidad Nacional de Colombia. A utor de Am biente axiológico de la teoría pura del derecho, Bogotá, 1947 (Segunda edición: 1979). “Filosofía del derecho como filosofía de la persona”. Rev. Universi­ dad Nacional de Colombia, I-II, No. 3, 1945; IV-V, No. 4, 1945. D a n i l o C r u z V e l e z . Filadelfia, 1920. Estudió en Bogotá y en Friburgo de Brisgovia (Alemania). Ha sido profesor de la Universidad Nacional de Colombia y de la Universidad de los Andes. Es miembro de la Academia Argentina de Ciencias (Buenos Aires) y de la Societé Européene de Culture (Venecia). Pertenece al Comité de Redacción de la Revista Latinoamericana de Filosofía (Buenos Aires) y de la revista Eco (Bogotá). Ha publicado las siguientes obras: Nueva imagen del hombre y de la cultura, Bogotá, 1948. Filosofía sin supuestos, Buenos Aires, 1970. Aproxim aciones a la filosofía, Bogotá, 1977. (Segunda edición ligeramente variada con el título: De Hegel a M ar cuse, Valencia, Venezuela, 1982). “Nihilismo e inmoralismo”. rev. Eco, No. 153, Bogotá, 1972. R a f a e l GUTIERREZ G i r a r d o t . Sogamoso, 1928. Estudió derecho en Bogotá, y filosofía en Madrid y Friburgo de Brisgovia (Alemania). Hizo su doctorado bajo la dirección de Hugo Friedrich. Ha sido profesor en el Instituto Iberoamericano de Gotem burgo y en la Barbard College de la Universidad de Colombia en Nueva York. Actualmente es Profesor Titular en la Universidad de Bonn. Es codirector de la colección “Estudios Alemanes” que publica la Editorial Sur de Buenos Aires, y director de las colecciones “Hispanische studien” que publica la Editorial Universitaria Lang de 249

Berna y Francfort, y “Discusión”, de la Editorial Barral de Barcelona. Es au tor de las siguientes obras: La imagen de América de Alfonso Reyes, M adrid, 1956. En torno a la literatura alemana, Madrid, 1959. Nietzsche y la filología clásica, Buenos Aires, 1964. El fin de la filosofía y otros ensayos, Medellín, 1968. Poesía y prosa de Antonio Machado, M adrid, 1969. Horas de estudio, Bogotá, 1976. “ Hegel. Notas heterodoxas para su lectura”. Horas de estudio, Colcultura, bogotá, 1976. D a n ie l H e r r e r a R e s tre p o . Santa Rosa de Cabal, 1930. Hizo estudios de filosofía en Friburgo de Brisgovia (Alemania) y Lovaina. Se doctoró en esta últim a universidad. Ha sido profesor en la Universi­ dad del Valle y en la actualidad lo es en la Universidad del Sur (Bogotá). Es autor de las siguientes obras: Teoría del conocimiento, Bogotá, 1962. La filosofía en Colombia (Bibliografía, 1627-1973), Cali, 1975, y Los orígenes de la fenomenología, Bogotá, 1981. “ Hombre y filosofía. La estruciura teleológica del hombre según Husserl”. Cuadernos del Valle, No. 2, Cali, 1970. G u i l l e r m o H o y o s V a s q u e z . Medellín, 1935. Hizo estudios de filosofía en Bogotá y Colonia (Alemania). Obtuvo su doctorado bajo la dirección de Ludwig Landgrebe. Ha sido profesor de la Universidad Javeriana, y actualmente es Profesor Asociado de la Universidad Nacional de Colombia. Es autor de Intentionalitát ais Verantwortung, Den Haag, 1976. Los intereses de la vida cotidiana y las ciencias (en prensa). “Fenom enología como epistemología. R uptura del sistema fenomenológico desde la materialidad dialéctica”. Revista latinoamericana de filosofía, Vol. IV, No. 1. Buenos Aires, 1978. L u i s E d u a r d o N i e t o A r t e t a . Barranquilla, 1913 - Barranquilla, 1956. Hizo estudios de derecho en Bogotá. Fue funcionario de la Legación Colombiana en España y en las embajadas colombianas de Río de Janeiro y Buenos Aires. A utor de las siguientes obras: De Lombroso a Pende, Bogotá, 1938. Lógica, fenom enología y form alism o jurídico, Santa Fe (Argentina), 1942. Economía y cultura en la historia de Colombia, Bogotá, 1941. El café en sociedad colombiana, Bogotá, 1958. Lógica y ontología, Barranquilla, 1960. Ensayos históricos y sociológicos, Bogotá, 1978. “Ontología de lo social”. Ensayos históricos y sociológicos, Colcultu­ ra, Bogotá, 1978. F r a n c i s c o P o s a d a . Bogotá, 1934 - Bogotá, 1970. Hizo estudios de derecho en Bogotá. Fue profesor de la Universidad Nacional de Colombia. A utor de las siguientes obras: Colombia: violencia y subdesarrollo, Bogotá, 1968. Los orígenes del pensamiento marxista en Latinoamérica (Política y cultura de José Carlos Mariátegui), M adrid, 1968. Lukács, Brecht y la situación del realismo socialista, 250

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Im p re so en ios Talleres de E d ito rial Presencia Ltda. Calle 23 N o. 2 4 -2 0 Bogotá, C o lo m b ia