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Spanish Pages 1087 [1126] Year 1988
LA ÉPOCA . DE LA ILUSTRACIÓN Vû
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VOLUMEN I
EL ESTADO Y LA CULTURA (1759 - 1808)
POR
MIGUEL BATLLORI, LUIS MIGUEL ENCISO RECIO, TEÓFANES EGIDO LÓPEZ, CARLOS E. CORONA BARATECH, PEDRO VOLTES BOU, ANTONIO MORALES MOYA, ANTONIO MESTRE JSANCHIS, JOSÉ LUIS PESET REIG, ANTONIO LAFUENTE GARCIA, FRANCISCO AGUILAR PIÑAL, FERNANDO CHUECA GOITIA, JOSÉ MIGUEL CASO GONZALEZ, FEDERICO SOPEÑA IBÁÑEZ, PEDRO NAVASCUÉS PALACIO, FRANÇOIS LOPEZ, JOSÉ PATRICIO MERINO NAVARRO, ALBERT DÉROZIER y CLAUDETTE DÉROZIER MATHEY
PRÓLOGO POR
MIGUEL BATLLORI SEGUIDA EDICIÓN
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ESPASA-CALPE, S. A. MADRI D
1988
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PROPIEDAD
© Espasa-Calpe, S. A., Madrid, 1987 Impreso en España Printed in Spain
Depósito legal: M. 7.590 —1978 ISBN 84—239—4800—5 (Obra completa; ISBN 84—239—4839—0 (Tomo 31, volumen 1)
Talleres gráficos de la Editorial Espasa-Calpe, S. A. Carretera de Irún, km. 12,200. 28049 Madrid
HISTORIA DE ESPAÑA TOMO XXXI
M A N C O D E LA R E R U M U C A •IBLIOTECA LUIS A N G El ABANGO
PROCESOS TECNICOS
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HISTORIA DE ESPAÑA FUNDADA POR
RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL l
DIRIGIDA POR
JOSÉ MARÍA JOVER ZAMORA
TOMO XXXI
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I,
COLABORADORES DEL PRESENTE VOLUMEN
MIGUEL Batllori M u nn é , Profesor Emérito de la Pontificia Universidad Gregoriana de
Roma. De la Real Academia de la Historia. Luis Miguel Enciso Recio, Catedrático y Director del Departamento de Historia Moderna
en la Universidad Complutense de Madrid. Teófanes Egido López, Profesor Titular de Historia Moderna en la Universidad de Valladolid. Carlos E. Corona Baratech , Catedrático de Historia Universal Moderna y Contemporá nea en la Universidad de Zaragoza. Pedro V oltes Bou , Catedrático de Historia Económica en la Universidad de Barcelona. Co rrespondiente de la Real Academia de la Historia y Numerario de la de Ciencias Económicas y Financieras. A ntonio M orales Moya , Profesor Titular de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid. Antonio M estre Sanchis, Catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Valencia. José Luis P eset R eig , Profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. A ntonio L afuente G arcía , Investigador Científico del Consejo Superior de Investiga ciones Científicas. FRANCISCO A guilar P iñal , Profesor de Investigación del Consejo Superior de Investiga ciones Científicas. Miembro Correspondiente de The Híspante Society o f America. Fernando Chueca G oitia, Arquitecto. De las Reales Academias de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando. José M iguel C aso G onzález , Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Oviedo. Director del Instituto Feijoo de Estudios del Siglo xvm. Federico Sopeña Ibáñez , de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y de la Aca demia Europea de las Ciencias, las Artes y las Letras (París). Pedro N avascués Palacio, Catedrático de Historia del Arte en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid. François López, Profesor en la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad de Burdeos. José Patricio M erino N avarro , Director del Institut Parisien des Affaires. ALBERT D érozier, Profesor en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas. Universidad del Franco-Condado (Besanzón). Claudette D érozier Mathey , Profesora en la Facultad de Letras; Estudios Hispánicos e Historia del Arte. Universidad del Franco-Condado (Besanzón).
PRÓLOGO POR
MIGUEL BATLLORI MUNNÉ
PRESENCIA DE ESPAÑA EN LA EUROPA DEL SIGLO XVIII Sumario: La presencia española en las capas de cultura media: los libros de viajes. — Interés por España entre las clases cultas:, dos polémicas y otras resonancias. — La emigración austracista y el extrañamiento de 1767. — N otas
La presencia española en las capas de cultura media: los libros de viajes. Las visiones e interpretaciones de la España setecentista que más se divulgaron entre los lec tores medios de Europa fueron las que propalaron los numerosos y variados libros de viajes. En la perspectiva de este prólogo, creo que sólo tienen cabida, en una visión de conjunto, los viajes publicados fuera de España hasta 1808. Las narraciones de viajeros setecentistas reeditadas en el siglo x ix y las de viajeros del xvm sólo publicadas una vez terminado el reinado de Carlos IV, ayudaron, a lo sumo, a perpetuar en Europa, durante un siglo por lo menos, la visión objetiva o subjetiva, peyorativa o simpati zante, que de España se habían formado europeos itinerantes del siglo anterior. Pero no nos ayudan a conocer la idea que las capas europeas de media cultura se habían ido forjando sobre España desde la entrada de Felipe V hasta la abdicación de Carlos IV. Ello nos obliga a dejar de lado aquí algunas relaciones tan importantes y significativas como las de Francisco de Miranda, Casanova, Conti y Alfieri, la de Lord Holland y las de Wilhelm y Alexander von Humboldt. Tampoco podemos descender a las cartas sueltas y a otros escritos breves enviados desde Es paña y editados entonces mismo en Europa, por no entrar en la categoría divulgadora de las lecturas de viajes. El testimonio de los viajeros sobre la España dieciochesca es de muy distinto valor según intenten escribir y relatar un viaje más o menos verídico, de carácter eminentemente literario —literatura de viajes u odepórica, como se decía entonces—, o bien se propongan transmitir observaciones y experiencias de serio interés cultural —rasgo, con mucha frecuencia, caracterís tico de la época de la Ilustración. Del reinado de Felipe V sólo tenemos textos que pertenecen más bien al primero de esos dos géneros, cosa perfectamente explicable en un período preilustrado. El Setecientos español se abre con dos viajes anónimos, anteriores a la guerra de sucesión, realizados y relatados por un alemán S p a n ie n , des Königreichs Land-, Staats- und StädtBeschreibung (Leipzig, 1700, con grabados)— y por un inglés que sólo conoció el trecho de Ma drid a La Coruña y ya se sintió con derecho a escribir y publicar A short Account and Character ofSpain (1701). Todavía en los años prebélicos, el holandés Willem van der Bürge pudo recorrer todas las regiones del Norte, desde Galicia hasta Cataluña, y, por Valencia, Murcia y Andalucía, llegar hasta el centro de España, según refirió en sus Nieuwe historische en geographische reisbeschrijvinge van Spanjen en Portugal (La Haya, 1705).
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Mas una vez estalló abiertamente la guerra, la mayor parte de los viajeros hubo de limitar se a una u otra parte de las dos Españas en contienda, tal como el inglés James Brome, en sus Travels through Portugal, Spain and Italy (1712), o el numismático francés Aubry de la Mottraye, quien, desembarcado en Barcelona procedente de Constantinopla, sólo pudo lle garse hasta Tarragona y Zaragoza, ciudad que admiró como una de las más bellas del mundo (La Haya, 1723). Al mismo período, pero a la parte dominada por las potencias borbónicas, pertenecen los viajes de dos franceses que recogen tópicos de los precedentes viajeros seiscentistas y los siguen perpetuando hasta el pleno Romanticismo, a la vez que suman datos nuevos muy curiosos para la pequeña historia social. El padre dominico residente en la Martinica, Jean-B. Labat, no pudo proseguir cómodamen te su viaje a Roma a causa de la guerra, y hubo de permanecer largo tiempo en Cádiz, con sus dominicos engreídos, sus procesiones primitivas, y un exceso de anteojos, instrumento de vani dad para todos los hombres de pluma (1730). Otro francés, el abate Jean de Vayrac, insistió en los defectos que creyó descubrir en los ma drileños de 1709, y los atribuyó a todos los españoles: sólo por su orgullo y su pereza no están a la altura de los alemanes y franceses; los personajes de las clases altas suelen tener amantes; la religiosidad es exterior y aparatosa, como los sermones de los frailes, y en general todo el clero es ignorante. Su libro anónimo, État présent de VEspagne (Villefranche, 1717), fue útil, con todo, más por la seria información que ofrece sobre la organización político-administrativa de la Monarquía, que no por el curioso excursus acerca de «l’origine des Grands», de los Gran des de España, por supuesto, y de las reacciones de los mismos en 1701, cuando se intentó equi pararlos a los Pares de Francia —de hecho, fue este suplemento anecdótico, y no su visión gene ral del nuevo Estado español, la parte de su libro más constantemente utilizada por los posterio res libros de viajes. El viajero más típico y famoso en la España de Felipe V es el clásico autor francés de «mémoires», el diplomático Louis de Rouvray, duque de Saint-Simon, quien en sus memorias tar díamente publicadas (1788) relató con la misma cortesía y amabilidad que él atribuía a los espa ñoles su estadía en Madrid y en toda la España del centro, como enviado del regente de Francia en 1721 para negociar los matrimonios de dos Luises de Borbón: el del joven rey de Francia, Luis XV, con una infanta española (que no llegó a celebrarse), y el del príncipe de Asturias con una hija del propio regente. Esa visión simpatizante corresponde al ambiente creado en Francia tras la instauración de la nueva dinastía en España, Contrastan con ella los aspectos negativos que consignó Étienne de Silhouette en su Voyage, sólo publicado en 1770, aunque realizado poco antes de 1730 y ape nas posterior a las anónimas Remarques d ’un voyageur (La Haya, 1728) y a las negociaciones de Saint-Simon. Silhouette era un francés procedente de la carrera administrativa, igualmente interesado por las antigüedades clásicas que por las fortificaciones y por la sociedad viva de su tiempo, que contempló con ojos a veces empañados por los prejuicios de los viajeros anteriores —aunque en algunos puntos los confute— y a veces claros y abiertos a la realidad circundante, a lo largo de su viaje desde Cataluña por Valencia y Andalucía hacia el centro y el País Vasco. La indolen cia es el defecto de los españoles y de su mismo rey (Felipe V), con lo que el comercio rentable pasa a manos de los ingleses; los españoles son engañosos en sus tratos; como amantes de las apariencias, se preocupan más por parecer honrados que por serlo; los catalanes trabajan y cum plen con su deber, pero han sido y siguen sujetos por las armas, y esperan la primera ocasión
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para rebelarse; Andalucía es la parte mejor de España; por doquier domina la escolástica, y en filosofía se está como en tiempos de Descartes. Cual buen francés, aun en los monumentos que admira no deja de detectar defectos. Más negativo es aún Charles-Frédéric de Merveilleux en su obra anónima Mémoires instruc tifs pour un voyageur dans les divers États de l'Europe, «con anécdotas curiosas muy a propósi to para esclarecer la historia de nuestro tiempo» y «observaciones sobre el comercio y la historia natural» (II, Amsterdam, 1738). Para él, viajar por España no es más placentero que atravesar Turquía. Sólo atravesar los Pirineos basta para encontrar más diferencias con Francia que entre ésta y Bélgica u Holanda. «Gerona no ofrece nada de particular» (sic). En Barcelona, y en toda Cataluña, advierte aún el entusiasmo popular por el archiduque Carlos (entonces emperador): en la capital catalana la gente se agolpaba ante un tenderete frente al palacio del gobernador (así, por capitán general), donde se vendían grabados de Carlos de Austria como rey de España y duque de Borgoña; y camino de Lérida («una de las ciudades más sucias y descuidadas que se puedan ver»), un mozo de muías le hablaba de don Carlos como de su verdadero rey, para cuya coronación imperial se había trasladado a Alemania. Alaba la limpieza y la cocina de hos tales y mesones, y a Zaragoza, «una ciudad grande y bella, con un aire de opulencia que encan ta». Al entrar en Castilla, donde el pan es más blanco, pero resulta más difícil el avituallarse, se entera de la caída de Ripperdá. El retraso en las ciencias se debe a la actitud de la Inquisición, que llega a condenar hasta obras de Bossuet y de Fleury. En Madrid, donde como en toda Espa ña las mujeres apestan, la reina (Isabel Farnesio) es suspicaz e ingenerosa, los confesores reales jesuítas tienen mucho poder, aunque reconoce que no intervienen sino cuando se lo solicitan —lo cual le da pie para discurrir sobre la fuerza de esos confesores reales en las cortes, sobre todo en las de Alemania—. En El Escorial admira sobre todo la biblioteca, aunque muchos da tos que los monjes le dan sobre ella le parecen exagerados, Ya en tiempos de Felipe V los viajeros alemanes eran los más objetivos, aun cuando se trata ra de un hombre de vida tañ azarosa como el barón Karl Ludwig von Pôllnitz, renano pasado al servicio alternante de Prusia y de Francia. El quinto tomo de sus Lettres et mémoires sobre todos los pueblos de Europa, se cierra con su viaje a España (Amsterdam, 1737), adonde entra por Bayona como exiliado. En Madrid halló a veinte oficiales (militares) que ya había conocido en Francia y en Alemania, y fue recibido por el rey, la reina y los infantes. Los españoles aprue ban la política de Isabel Farnesio contra la princesa de los Ursinos y los franceses, aunque desa prueban el gobierno de Alberoni y el excesivo poder del padre Daubenton, confesor real, quien propició la partida de Pôllnitz por temor de que volviese a pasarse al protestantismo. La visión de éste sobre los ministros del rey y sobre la vida social y cortesana de Madrid es bastante certe ra, y debió de ayudar a una mejor imagen de España en Europa. Ella contrasta con los tópicos que había divulgado, sobre todo en Francia, el abate mundano Antoine-François Prévost d’Exiles, quien, sin haber pisado el suelo español, había publicado en forma anónima Mémoires d'un homme de qualité qui s'est rétiré du monde (1738). Es un fingido viaje, que supone haber realizado en 1714-1715, pero que se basa en todas las malignida des que habían ido volcando sobre España los viajeros, reales o fingidos, de los años de la «France classique», sobre todo Madame d’Aulnoy y sus repetidores. Durante un supuesto viaje de Bayona a Madrid, el abate Prévost advierte en seguida que las praderas del Norte están des cuidadas —aunque lo estaban más, por supuesto, antes de Felipe V—; que españoles y españolas se embriagan con suma facilidad; que la corte está llena de mujeres infieles y maridos celosos, de celestinas y majas; que las tertulias carecen de mordiente; que el teatro español no puede com pararse, ni remotamente, con el francés; que en España «todas las mujeres son locas» (represión
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psicológica de un abate «retirado del mundo»); y repara que los funerales de una carmelita, hija natural de un noble señor, dan pie a incorrectas muestras de incivil religiosidad. Vulgar pedísecuo del abate Prévost fue el inglés anónimo que en 1744 publicaba A Trip to Spain en forma de Letter to a Person o f Qualityfrom an Officer in the Royal Navy, viaje centra do casi exclusivamente en Madrid, sin que ello le impidiese añadir el significativo y denigrante subtítulo: «Descripción verdadera de los cómicos humores, ridiculas costumbres y necias leyes del perezoso e imprevisor pueblo español.» Más inventiva y más gracia tuvo otro impostor literario, Jean-Baptiste Boyer, marqués de Argens (aunque tan maligno como Prévost), en sus Lettres juives, que se suponen recibidas por un judío ocasionalmente en París, Aarón Monceca, y escritas por varios amigos y correligiona rios dispersos por todo el mundo (La Haya, 1734). Uno de ellos, Jacob Brito, se supone que recorre España camino de Portugal. Entra por Cataluña, donde según él los frailes habían sido los cabecillas de la rebelión contra Felipe V, las costumbres eran más libres que en el resto de España, y los hombres, menos celosos y acostumbrados «á prendre le cocuage en patience», sin que falte un tópico frecuente en los viajeros extranjeros del siglo: la ignorancia y la inmoralidad del clero bajo en comparación con la cultura y la dignidad de los obispos. En otra carta advierte que los españoles, en general, son orgullosos e ignorantes; pobres, mientras permiten que se en riquezcan los franceses y los flamencos (con un dejo claro de los viajeros del siglo xvn). Mien tras tantos otros auténticos viajeros se extasiaban ante las riquezas de Valencia, para Brito «es aquél un país poblado por homicidas, ladrones y asesinos, en el que los frailes sostenidos en gran veneración». Ya en Madrid, comenta que los nobles han de ser sobrios por fuerza, siendo tan holgazanes; los Grandes, llenos de orgullo; el rey y sus magnates dependen de sus amantes; la crueldad de los autos de fe causa horror a los de la «nación nazarena»; las mujeres viven cau tivas de sus esclavas; los frailes son sus petimetres y los que hacen consentidos a los pobres mari dos; los hombres siguen un riguroso ceremonial aun con sus amantes; finalmente, y como un eco de Montesquieu, repite que son pocos los buenos autores en toda la literatura española. La trivialidad y el tópico continuaron todavía en tiempo de Fernando VI, cuando CharlesPierre Coste d’Arnobat fingía otras Lettres sur le voyage d ’Espagne, impresas en París, pero con el falso pie de imprenta de Pamplona, 1756. En ellas las cualidades, y más aun los defectos, de los navarros se generalizan a toda España: su odio a los franceses, su pobreza y, por contras te, su afición a los banquetes; los celos de los maridos y la seriedad de las mujeres, lo cual no impide que, dada su inculta religiosidad, se dejen engañar en picarescos lances por los frailes, cuyas tretas se complace en relatar minuciosamente, para solaz de sus libertinos lectores. A ese mismo reinado de Fernando, a los años 1751-1756, corresponde el Iter hispanicum, así titulado, del sueco Peder Loefling (Estocolmo, 1758), uno de los pocos escritores de libros de viajes que desde Madrid y Andalucía pasaron a entrambas Américas. Entonces comienzan a proliferar los viajes de cultura, característicos de la segunda mitad del siglo, en los que especialistas de diversas disciplinas emprenden viajes de estudio a España para conocer mejor su arte, su economía, su sociedad, su sistema político, entreverando sus dis quisiciones serias —como ya había hecho el numismático Aubry de la Mottraye— con sus obser vaciones sobre el paisaje, los hombres y las mujeres con los que entraba en contacto. Muchos lectores medios europeos comenzaron a conocer el arte español a través de los cua tro volúmenes de Lettere cTun vago italiano ad un suo amico, en las que el monje lombardo Norberto Caímo narraba y comentaba un viaje de Génova a Cataluña, y de Barcelona al centro de España, realizado en 1755, publicadas en la ciudad de Milán entre 1759 y 1767 con el falso pie de imprenta de Pittburgo, y muy pronto compendiadas y traducidas en francés. A algunos
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hipersensibles ex jesuítas españoles desterrados en Italia —muy en particular a Llampillas — les disgustó su incomprensión del teatro español, su descripción del modo grosero de comer que se tenía en España, el contraste entre la pobreza del pueblo y las dilapidaciones de los grandes señores, la arrogancia de los mendigos, las implicaciones jesuíticas en la guerra del Paraguay, la pintoresca teología escolástica aún imperante en la universidad de Salamanca. Peto no hay que olvidar los elogios que hacía Caímo de la lengua y del porte y carácter de los cástellanos, ni su lúcida comprensión de la arquitectura y pintura españolas, de cuyos monumentos dio, al fin de la obra, un útilísimo y pormenorizado índice. Como tampoco hay que echar en olvido que los defectos y omisiones del vago italiano fueron una de las causias que movieron a la corte de Espa ña a propiciar el mucho más útil Viaje del valenciano Antonio Ponz, en un primer intento, si no de inventariar, sí de dar a conocer las más notables obras de arte que se conservaban en España. A esa misma clase de viajero especialista pertenece en cierto sentido el naturalista irlandés William Bowles. Pasado al servicio de Fernando VI a insinuación dé Antonio de Ulloa, con quien se encontró en París en 1752, fue inspector real de las minas españolas y publicó, primero en castellano, una Introducción a la historia natural y ala geografía física de España (1775), que, traducida al francés por el vizconde de Flavigny (1776) y al italiano por Francesco Milizia —el esteticista del «bello ideale», relacionado con el círculo hispano-romano de Azara—, dieron a conocer en Europa los avances de la minería en España y algunas características de su fauna —las langostas— y de su flora. Los aspectos más humanos apenás le interesaron, y esa misma carencia resta importancia a la refundición inglesa que de este viaje de William Bowles ofreció el caballero John Talbot Dillon con el título de Travels through Spain (1780) y con el subtítulo «con una visión de la historia natural y de la geografía física de aquel reino en una serie de cartas que incluyen los temas más interesantes contenidos en las Memorias de Don Guillermo Bowles [así, en castellano] y de otros escritores españoles; salpicada de anécdotas históricas e ilustrada con grabados, un nuevo mapa de España, notas y observaciones sobre las artes y sobre los ade lantos actuales» —una obra seria que contrapesó a tantas otras y ayudó a mejorar la imagen de España en Europa. Con estas tardías ediciones, traducciones y acomodaciones de los escritos de Bowles hemos entrado ya en el reinado de Carlos III, durante el cual alternan los viajes descriptivos y a veces superficiales con los de carácter más estrictamente cultural. A entrambos géneros pertenecen las Letters from an English Traveller in Spain in 1778 del mismo Dillon, publicadas tres años después con el significativo subtítulo «sobre el origen y pro greso de la poesía en este reino, con ocasionales reflexiones sobré sus modales y costumbres». Nadie pudiera esperarse que el autor de un refrito de la historia natural y de los viajes de Bowles pudiera interesarse también por la poesía española, además del modo de vivir de los españoles; pero a nadie sorprenderá tampoco que sus reflexiones sobre aquélla y sobre éste sean igualmente pedestres. Aun así, muchos lectores ingleses, aficionados a los libros de viajes, a través de estas cartas habrán tenido sus primeras y quizá sus únicas noticias de la poesía hispánica. En Barcelo na escribe sobre el consistorio de la gaya ciencia y, sin sentido alguno de la cronología, sobre la poesía latina hispanorromana y visigótica; en Valencia, de la poesía latina de los mozárabes y de la biblioteca de Mayans, cuyas obras son una de las bases de su conocimiento de la literatu ra española. No dejaba de lado, como acabamos de decir, los «manners and costums» de los españoles, a propósito de los cuales alude al embargo de los papeles de don Gregorio durante sus controversias con los jesuítas, para exclamar, satisfecho: «¡Oh feliz Inglaterra, donde la pro piedad individual es sagrada y donde la ínfima violación de la libertad se encuentra con el des pierto y justo resentimiento del pueblo!» Al relatar su viaje de Valencia a Madrid entremezcla
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páginas sobre los poetas de Galicia y Portugal, sin ninguna relación geográfica con su viaje. En Toledo escribe sobre la poesía castellana desde sus orígenes hasta el siglo xvi, y se muestra de cididamente contrario a Gracián, al margen del coevo gracianismo europeo. En El Escorial lo que más le interesa es la biblioteca, con sus manuscritos y libros antiguos de poesía. Madrid se presta a tratar —con dos sustantivos muy dieciochescos— de las «revoluciones y progreso del teatro español», manifestando una clara simpatía por Lope. Burgos le lleva a hablar del Cid y de la corte de Juan II; Bilbao, de los enigmas de la lengua vasca; y su salida de España —para no olvidarse de las costumbres y maneras de los españoles—, de la sentencia de la Inquisición contra Olavide. Aun sin ser ni un filólogo ni un crítico, ni mucho menos un poeta, durante su viaje de 1795-1796, Robert Southey se mostró mucho más fino «connoisseur» de nuestra poesía antigua y moderna en sus Letters written during a short Residence in Spain and Portugal —de España sólo conoció su cuarto centro-noroccidental—, «con una relación de la poesía española y portu guesa». Publicadas en 1797, estas cartas alcanzaron otras dos ediciones, lo que indica que los lectores ingleses se dieron pronto cuenta de la diferencia que mediaba entre éstas y las de Dillon. Como buen inglés, Southey no deja de entreverar sus reflexiones doctas con anécdotas de viaje, pero desde el subtítulo advierte que su tema principal será la poesía; y, desde el comienzo, que el lector no hallará «disquisiciones sobre el comercio y la política; ofrezco hechos, que el lector puede comentar por sí mismo». Por doquier va insertando traducciones bastante libres y más bien prosaicas de poemas gallegos y castellanos, pero principalmente en sus dos excursus: un muy breve «Essay on the Poetry of Spain and Portugal» y un extenso aunque poco profundo «Analysis of ‘La hermosura de Angélica’», de Lope. A pesar de esa curiosidad literaria, Southey, con ser un hispanista, no es un hispanófilo. Constata que Inglaterra no conoce sino a Cer vantes, Quevedo, el Lazarillo y alguna otra novela picaresca. Dice —difícil es saber con cuánta sinceridad— que ha entrado en España con una actitud favorable, pero que una fácil observa ción le ha bastado para hacérserla perder: ha notado, entre otras cosas, que el orgullo de casta no estimula a imitar a los antepasados —si bien el lector echa de menos, en un inglés, más espíri tu crítico para discernir entre lo que se dice y lo que es—. En conjunto, la poesía religiosa apenas le interesa, y achaca a la Inquisición la beatería de los españoles, añadiendo, a modo de engola do epifonema, que «entre la beatería y el ateísmo no hay término medio» («no médium is known»). Siempre ha sido misión de los diplomáticos el propiciar no sólo las buenas relaciones entre los diversos pueblos, sino también el mutuo conocimiento entre los mismos, por lo menos a nivel de contactos personales en reuniones y tertulias privadas. Sus apreciaciones sobre los pueblos que los hospedan suelen quedar ocultas en los despachos oficiales. Si éstas llegan a publicarse, acostumbran ver la luz mucho más tarde, cuando son sumamente útiles a los historiadores pos teriores, pero ya no pueden serlo para los coevos. En el siglo xvm eran pocos los diplomáticos que se atrevían a publicar sus propias experiencias en el extranjero, por el secreto inherente a los negocios de Estado. Durante el reinado de Carlos III fue excepcional el caso de Bourgoing, en el que insistiremos al tratar de la «querelle d’Espagne» provocada por la Nouvelle encyclopédie en 1784. Mas es también excepcional que podamos disponer de cuatro memorias de diplomá ticos de dos naciones europeas entre las más alejadas, geográfica y espiritualmente, de España: Inglaterra y Dinamarca. El doctor Edward Clarke era capellán del enviado británico conde de Bristol cuando murió en Madrid la reina doña Bárbara y cuando llegó de Nápoles el rey don Carlos III. En la dedica toria de sus Letters concerning the Spanish Nation during theyears 1760 and 1761 (1763), dirigi das á George Brodrick, vizconde de Middleton, se lamenta de que la guerra de Inglaterra contra España y Francia le haya obligado a interrumpir su viaje, y de que el reciente escrito de Rice,
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A Tour through Spain and Portugal (1760), sea sólo una sátira de la credulidad de la Iglesia Romana. A pesar de su debilidad por Inglaterra —como al confesar ingenuamente que no hay constitución política alguna comparable con la británica—, confía que cualquier juez serio sen tenciará que su obra «es, con mucho, la relación más favorable y auténtica de España que se debe a un autor no español». Pero Clarke, a la vez hombre erudito y teólogo anglicano un si es no es pedante, no tenía estofa de narrador de viajes. Traduce largas disquisiciones históricas del marqués de Mondéjar y doctas cartas por él recibidas de Mayans sobre la situación literaria de España, y de Pérez Bayer sobre los estudios hebraicos en la Península. Apenas llega a Madrid desde La Coruña, aun reconociendo que ni su español deficiente ni el latín pronunciado a la inglesa le sirven para conectar con los españoles, asevera que «el estado de la religión en España se caracteriza por la credulidad popular en los falsos milagros y por el predominio de la Inquisi ción y de los frailes»; la teología se reduce al estudio de los santos padres, de textos canónicos y pontificios, y a la escolástica agustiniana o tomista, «todo lo cual tiene muy poco que ver con el conocimiento de las lenguas sabias y con la interpretación del texto de las sagradas escritu ras». Se interesa por el gobierno de España, sus tribunales (principalmente por el de la Inquisi ción, como es obvio), las academias, el teatro y la literatura (sus listas de autores son un verda dero cajón de sastre), las pinturas y los libros de El Escorial, la agricultura y el arte de las varias regiones que puede visitar: el centro, Andalucía, Valencia y Cataluña; en Madrid casi sólo mere cen su atención las instituciones de cultura y los autos religiosos representados en los teatros. Halla en el pueblo español los mismos tópicos, más que rasgos, generalizados por los preceden tes viajeros: gravedad, generosidad, inteligencia, sangre fría, belicosidad (cual se vio en la gue rra de sucesión), beatería, aferramiento a la tradición, de lo que halla los más pintorescos y sig nificativos ejemplos en la universidad de Salamanca. A pesar de esos toques de humor, el libro no tuvo segunda edición; pero contenía útiles noticias de erudición bibliográfica, y en 1765 obtu vo dos traducciones alemanas diversas, estampadas en Lemgo y en Lübeck. A principios de junio de 1780, cuando comenzaban los conflictos suramericanos que Inglate rra seguía con extrema atención, entra en Extremadura por Portugal, protegido por la infantería española, un enviado secreto del premier Lord North, Richard Cumberland, que había estado en Buenos Aires y en Caracas. Aparentemente iba a tratar sólo de un intercambio de prisione ros, pero se adivina que en realidad venía a tratar de un posible acuerdo entre ambas potencias para llegar a una paz en Europa. En sus Memoirs, inéditos hasta principios del siglo xix, nos dice que no intenta dar «local descriptions» (aunque le interesan tanto el fandango de Madrid como las pinturas de El Escorial); ofrece retratos y actitudes de altos personajes en momentos políticos delicados, cuales difícilmente hallaremos en otros viajeros. Floridablanca le recibió cortés, pero altivo, dada la difícil situación en que se hallaba Inglaterra con la pérdida de sus antiguas colonias y con sus graves dificultades internas; y amenazó con apoderarse de Portugal, fiel alia da de la Gran Bretaña. A Carlos III le tocaba entonces el papel de magnánimo, y sufragó los gastos de aquel viaje oficioso. De regreso hacia su patria, al dirigirse hacia Bayona por Castilla la Vieja y el País Vasco español, reflexiona, como inglés que recuerda a Londres sobre el Támesis, que junto al Duero, y no junto a un riachuelo esmirriado, debiera asentarse la capital de España. Al mismo reinado corresponden dos viajeros y dos viajes daneses que se publicaron en ale mán. Cari Christoph Pluer, amigo y admirador de Gregorio Mayans, como capellán del enviado de Dinamarca en Madrid, tuvo ocasión de conocer bastante a fondo casi toda España, en un itinerario correspondiente no a un único viaje rígido y superficial, sino a una serie de itinerarios sec toriales: Navarra, por donde entró en España, y Castilla la Nueva, en donde de ordinario residió; Castilla la Vieja, en una excursión al norte desde Madrid, y Andalucía, Murcia y Valencia en
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una nueva gira que le llevó otra vez al centro. Tras una edición parcial de Leipzig 1765 y la inserción de largos fragmentos en el Magazine fü r die neue Historie und Géographie de 1768, sus completas Reisen durch Spanien aparecieron en Leipzig mismo el año 1777 al cuidado de C. B. Ebeling. Más tardíamente, en Aliona, junto a Hamburgo, en 1795 vieron la luz las curiosas memorias sobre Carlos III y su corte del diplomático danés Friedrich von Schmetov, pero no aparte, sino dentro de la colección de sus Kleine Scriftes, lo que les dio menor difusión que la alcanzada por los viajes de Pluer. No faltaron en el reinado de Carlos III los fingidos viajes a España, semejantes a los ya seña lados en la época de su padre. Hay que indicar, además, otras recopilaciones de noticias varias: una en forma de cartas que se suponen escritas en 1754, y que constituyen el tomo XVI, de 1772, entre los cuarenta y dos de que consta la obra Le voyageur français del abate Joseph Delaporte; las útiles Neueste Reisen (1785-1786) de Johann Jakob Volkmann o «novísimos viajes a través de España, con particular atención a las artes, al comercio, la economía y las manufacturas, sobre el fundamento de las mejores noticias y de los escritos recientes»; y la Descrizione odeporica della Spagna (cuatro tomos, Parma, 1793-1797) del ex jesuíta valenciano Antonio Conca, ba sada esencialmente en el Viaje de Ponz y en otros varios libros de viajeros, y redactada en forma seudoitinerante —desgraciadamente la obra tuvo escasa divulgación en Italia y apenas atravesó los Alpes. Precisaba Laborde, en la primera década del siglo xix, que en España sólo había postillones regulares desde la frontera vasco-francesa hasta Madrid y viceversa, que nuestra península caía fuera del «grand travel» de los ingleses y de las costumbres viajeras de los franceses, más atraí dos todos por Suiza y por Italia, y que treinta años antes —es decir, en pleno reinado de Car los III— eran pocos los europeos que se animaban a recorrer los caminos de España. En cambio, Christian August Fischer afirmaba, por su parte, a finales del siglo, que en Europa se sabía ya que desde Fernando VI, y aún más desde hacía veinticinco años, España ya no era «la tierra de la Inquisición o de los hotentotes u ostiacos». Los libros de viajes del siglo xvn y del xvm habían ido creando el tópico de una España distinta del resto de Europa. Tenía puntos comunes con la España del posterior tópico románti co: belleza de sus castillos en ruina y de los monumentos árabes de Andalucía; agilidad y procaci dad del fandango, presentado como el baile nacional; confusión entre las características huma nas de una ciudad o región —por lo general, Madrid y el centro de España— y las de la nación entera; los celos, la altivez y la indolencia de los hombres, y la dominadora belleza de las muje res, muy distintas de las de Francia; afición a las corridas de toros, juzgadas desde dispares pun tos de vista; grandes contrastes entre el género de vida de las clases altas y el de las humildes; religiosidad popular a la vez profunda y supersticiosa. Casi todos estos rasgos, entreverados con otros característicos y peculiares de cada autor, se hallan en los numerosos viajes realizados y dados a conocer durante los reinados de Carlos III y Carlos IV. Los de este último período sue len subrayar que España ha hecho grandes progresos en tiempos de Carlos III; entre ellos, la disminución del poder de la Inquisición. Mientras en la primera mitad del siglo habían predominado, con mucho, los viajeros france ses, en los dieciocho años del reinado de Carlos III éstos y los ingleses casi se equilibran. Con su hijo, aumenta el número de viajeros alemanes, por lo general menos aficionados a hechos y noticias llamativos, y más serios en su información. En 1759-1760 recorrió gran parte de España —sur, centro y levante—, procedente de Portu gal y camino de Italia y Alemania, Christopher Hervey. En sus Letters from Portugal, Spain, Italy and Germany (1785) atribuye a un dejo morisco el que en La Puebla de Portugal la gente
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se siente en el suelo, a indolencia el que el oro y plata americános emigren al extranjero. Ello se nota más en Sevilla, donde abundan los irlandeses; se divierte'leyendo las invectivas de Feijoo contra las supercherías, al paso que nota las muchas licencias que se necesitan en España para publicar un libro. Le interesa asistir a la romería del Rocío con el vicecónsul británico, de reli gión católica, y pondera el epitafio de don Juan Ramírez de Bustamante, en el que/ se lee que vivió ciento veintiún años, en los que contrajo cinco matrimonios que le dieron veintidós hijos, sin contar a otros nueve ilegítimos. En Gibraltar reconoce que Inglaterra necesita allí más del comercio con España que con Francia. Desde Madrid aún continúa escribiendo sobre Andalu cía. En la corte, donde su embajador lo presentó a los recién llegados reyes, pondera la bondad de su clima, pero lamenta que sea la ciudad más sucia del mundo. Durante su viaje hacia Levan te copia un fragmento de El criticón, según el cual los españoles reconocen las ventajas que aporta el comercio, pero no lo practican por orgullo; en cambio, ironiza que los monjes de Montserrat hagan pagar a los fieles sus ceremonias y sus cantos. El abate piamontés Giuseppe Baretti puede ser considerado ítalo-inglés, así por haberse afin cado en Londres la mayor parte de su vida, como por ser la colección más completa de sus cartas viajeras no la edición italiana de Milán 1761, tantas veces reimpresa, sino la inglesa de 1770, en la que completó las redactadas durante su primer viaje a España en 1760 con las experiencias de un nuevo viaje realizado en 1768 y 1769, bajo el título general A Journey from London to Genoa through England, Portugal, Spain and France. Su estilo, en ambas versiones, no tiene el desenfado y el desgarro de su Frusta letteraria (látigo literario), tan moderno aun en nuestro siglo; pero el Journey se emparenta con la Frusta en el gusto por la paradoja y en el común deseo, claramente explicitado, de acabar de una vez con los tópicos, en nuestro caso con los tópicos difundidos por los libros de viajes. Apenas entra en España por Badajoz, constata que no todo el mundo desayuna con chocolate, y que los niños y las niñas le piden con insistencia «un cuatrillo». Cree a pie juntillas en la persistencia de moriscos islamizantes, y aprueba la ex pulsión de 1609. Nota que, si bien los españoles dejan traslucir cierta suspicacia ante los británi cos, por ser herejes, odian aún más a los franceses. Apenas comenta la Mérida romana, y en Toledo le encantan lo mismo la catedral y sus riquezas que las seguidillas populares. Admite que América ha desangrado a España, aunque cree que ésta, sin su política europea, sin Pavía y San Quintín, sería ahora superior a Francia. En Madrid no halla a los hombres ni graves ni distantes ni celosos; las tertulias no son ociosidad, sino juego de finura de espíritu; la cocina es buena, y el arroz a la valenciana, excelente; contra las calumnias de la Nouvelle encyclopédie, la cultura española tuvo y tiene muchos hombres de mérito. Pasando por Alcalá juzga que las corridas de toros no son más que una manifestación pública de la crueldad inherente a todos los hombres. En Aragón, Baretti goza con la espontaneidad de sus jotas, que le dan pie para una disquisición sobre la rima imperfecta en la poesía popular española (sorpresa sorprendente en un escritor del Piamonte, tan rico en canciones populares asonantadas), mientras no es de maravillar que un viajero tan britanizado evoque, en Zaragoza, a Antonio Pérez. Camino de Cataluña, donde alaba la labor realizada por el marqués de La Mina, un canónigo de Sigüenza, su compañero de viaje, quiere persuadirle de que el catalán no es sino el castellano mezclado con un montón de palabras extranjeras, y mal pronunciado, para no hacerse entender de los demás españoles. Los catalanes, además de industriosos (el tópico), son sumamente piadosos (el antitópico). Con la vivacidad del abate Baretti contrasta la aburrida relación del «Major» Thomas Dalrymble, que en 1774 desembarcó en Gibraltar para visitar Madrid, la academia militar de Ávila y los astilleros de El Ferrol; pero a juzgar por las sucesivas ediciones que alcanzaron sus Trovéis
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through Spain and Portugal (Dublín, 1776), se ve que no aburrían a los ingleses sus noticias so bre las costumbres moras de las mujeres andaluzas, las insustanciales anécdotas de Aranjuez, la descripción de los nuevos edificios públicos de Madrid como la Aduana y Correos, la vida de corte tan distinta de la de Londres, las enormes riquezas de algunos Grandes, la disminución de los celos y el aumento del mal francés desde que llegaron al trono los Borbones, la noble za de los rejoneadores y la carnicería de los toros, el mal estado del teatro y de los teatros, la belleza de las tonadillas y del fandango, que cree que llegó a España procedente de Guinea a través de los negros de las Indias occidentales. El Escorial le inspira un «agradable sentimiento de admiración y respeto». Le llaman la atención las costumbres de los maragatos y su dialecto, y las periódicas salidas de los gallegos en busca de trabajo. El más renombrado viajero inglés de nacimiento que visitó la España de Carlos III es, sin duda y con justicia, Henry Swinburne. En el ambiente prerromántico inglés de finales del si glo XVIII, el subtítulo mismo de sus Travels through Spain in the Years 1775 and 1776 (1779) hubo de ser muy evocador en la Gran Bretaña: «en ellos se ilustran con cuidadosos dibujos del natural algunos monumentos arquitectónicos de los romanos y de los moros». La mayor parte de los grabados de arte romano proceden de Tarragona y Sagunto; de los árabes, los más son de Granada, con planos de edificios y jardines, y los restantes, de Córdoba y Sevilla. No puede considerarse el viaje de un arqueólogo, porque abunda también en anécdotas y reflexiones sobre los hombres que conoce y trata. Hacia el fin, sin atreverse a esbozar el carácter de los españoles en general, ofrece esa visión analítica, muy inglesa, de todos y solos los pueblos que ha visitado y tratado: «Los catalanes aparecen como los hombres más activos y trabajadores, los más aptos para negocios, viajes y manufacturas. Los valencianos son de un carácter más cerrado y calmo so, más a propósito para las ocupaciones de la agricultura, menos deseosos de cambiar de lugar, más tímidos y suspicaces que aquéllos. Los andaluces me parecen los más habladores y bravuco nes de toda España. Los castellanos son esencialmente francos y los más opuestos a la astucia y al engaño [...]. Estimo que los aragoneses son una mixtura de castellano y catalán, aunque más cercanos a los primeros. Los vizcaínos [vale decir, los vascos] son agudos y diligentes, orgu llosos, reacios a cualquier imposición; más parecen una colonia de republicanos que una provin cia de una monarquía absoluta. Los gallegos son una raza de afanosos trabajadores que reco rren toda España en busca de una mal pagada subsistencia». Este recuerdo puede parecer un tópico a un español de nuestros días; pero para un lector inglés, y aun europeo en general, habi tuado a los generalizantes y superficiales libros de viaje del Setecientos, constituía casi una reve lación antitópica. La parte referente a España en la obra anónima de Alexander Jardine, Letters from Barbary, France, Spain, Portugal, etc., by an English Officer, que había de alcanzar un notable éxito en toda Europa, refleja una profunda antipatía hacia Francia, la mayor enemiga de Inglaterra en aquel siglo, que apunta ya en el contraste entre el régimen centralista que se percibe en Bayona, y el de Navarra y el País Vasco, aunque reconozca que éstos son los dos únicos países libres de toda España. Desde el principio halla, ya en 1779, «romantic ruins and situations», y percibe junto a la frontera los inmediatos resultados obtenidos por el conde de Peñaflorida y la Socie dad Vascongada de Amigos del País. Pero en seguida choca con el orgullo y la indolencia de Cantabria y Asturias y con la pobreza de Galicia. Sus genéricas reflexiones sobre España y sobre su decadencia entreveran la necesidad de abolir la Inquisición con el retraso de las industrias, la imposibilidad de realizar los planes reformistas de Campomanes con el mal estado de la litera tura por la falta de crítica, y afirma que el español, «raza fría, entusiasta e inteligente», es más apto que el francés para tener un gobierno «de libertad y seguridad». La literatura de viajes del
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Setecientos repite tantos lugares comunes, que las pacatas cartas del oficial Jardine nos parecen estimulantes. | Aunque Jean-François Peyron había sido secretario de embajada en Bruselas, cuando reali zó y redactó su Essai sur l’Espagne et voyage fait en 1778 et 1779 (1780) no ejercía ningún cargo diplomático, era un simple viajero privado que se disponía a escribir una relación nueva sobre España por no gustarle las precedentes: Labat generaliza demasiado y, consiguientemente, enga ña; Caímo conoce bien las bellas artes, pero es cáustico y poco sincero; Silouhette, cómo joven, superficialmente rápido; Baretti se extiende excesivamente en detalles anecdóticos, propios de las cartas familiares; de los viajeros españoles, Colmenar le parece enojoso y no siempre exacto, y Ponz demasiado ceñido a solos los monumentos de arte. El alcance de la obra de Peyron se precisa en su mismo título: «... donde se trata de las costumbres, de los monumentos, del co mercio, del teatro y de los tribunales propios de este reino». Es el funcionario medio francés, anticlerical y superficialmente enciclopedista, sensible a las bellezas del Generalife, palacio ideal para una novela de Sterne o de Richardson, pero que se encuentra más en su mundo cuando examina y critica el reglamento de 1778 para el comercio con las Indias, que no cuando enumera y juzga las instituciones culturales de Madrid y el sistema del gobierno y de la administración implantados en España. Sus largas y minuciosas relaciones contrastan con las «descripciones sucintas» que de toda Europa y de nuestra entera península dejó Maurice Margarot le Père en su Histoire ou relation d ’un voyage qui a duré près de cinq ans (dos tomos, Londres, 1780). No debieron de parecer «sucintas aunque interesantes», como continuaba el subtítulo, pues en los momentos del auge de los libros de viajes sólo alcanzó una edición. La más virulenta impugnación de la España de Carlos III fue la del anónimo Voyage de Figa ro en Espagne, editado con el pie de imprenta de Saint-Malo el año de 1784, y profusamente divulgado en traducciones y en múltiples reediciones por Francia, Alemania, Inglaterra y Dina marca. Bajo el nombre de Fígaro se cobijaba Joseph-Marie-Jérôme Fleuriot, marqués de Langle. Veinte años antes, el creador del personaje literario Fígaro, Pierre-Augustin Caron de Beau marchais, había venido a España para arreglar ciertos asuntos familiares, y el 24 de diciembre de 1764 había enviado una carta al duque de La Valliére desde Madrid, que luego fue divulgada por las revistas literarias de Francia y Alemania. Beaumarchais se había distinguido por su preci sión y su simpatía. No hablaba en general sobre las grandes rentas de los Grandes, como los demás viajeros, sino que precisaba que el duque de Medinaceli gozaba de 80.000 ducados de renta al año; reconocía el poder ilimitado del rey, pero reconocía que lo usaba con cautela; ad miraba El Escorial y se atrevía a decir que, gracias a Carlos III, el tribunal de la Inquisición, a pesar de tantas declamaciones, era «el más moderado de los tribunales»; coincidía con otros viajeros en preferir las tonadillas y los fandangos a las obras teatrales de España, pero recogió de uno de ellos el cuento de que, tachado el fandango de danza obscena, la causa se llevó a Roma, y el papa y los cardenales quedaron entusiasmados con los compases de ese baile, que Fígaro comparaba con «la calenda» de los negros de América. La fama literária alcanzada doquier por el personaje Fígaro de Beaumarchais explica que de él echase mano el marqués de Langle para amparar, por contraste, sus diatribas antiespaño las. Su Voyage no sigue ningún orden geográfico ni lógico, como dictado por vagos recuerdos y precisas malevolencias. En la capital de Aragón, tan rico en sedas y lanas, sólo hay una fábrica de sombreros y otra de aguardiente; la mitad de las familias de Zaragoza lo tienen todo, y la otra mitad, nada; en el centro de la ciudad domina el palacio de la Inquisición. Madrid es árido; el Buen Retiro está abandonado; en la Zarzuela habitan ánimas en pena; su clima es bueno y
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los víveres, baratos; su lengua es la más hermosa del mundo (menos mal), pero sus habitantes, holgazanes; en una ciudad de 100.000 habitantes hay 1.200 ó 1.500 prostitutas; los sermones que se oyen en las plazas públicas son estúpidos; las devociones, supersticiosas, y las iglesias sirven para darse cita los enamorados; en los teatros los actores van vestidos como por las calles; los autos de fe ya sólo se celebran el día primero de año. Precisamente porque en este Voyage se dedica a Aranda un párrafo muy elogioso, el conde, embajador en París y en no excelentes relaciones con Madrid cuando apareció el libro, se creyó obligado, primero, a pedir al gobierno francés que prohibiese la obra de Langle, y después a confutarlo punto por punto en una Dénontiation au public du Voyage d ’un soi-disant Fígaro par le véritable Fígaro, que apareció con el pie de imprenta de Londres 1785, cuando aún vivía Beaumarchais. La publicación de una tra ducción alemana de Langle en 1803 explica quizá que en 1805 todavía apareciese una confuta ción de su Viaje, el anónimo Nouveau voyage en Espagne de P.-L.-A. de Cruzy, marqués de Marcillac. He insinuado ya, que el reinado de Carlos IV se caracteriza por una mayor presencia de rela ciones de viajeros procedentes de varios estados alemanes. Dejando de lado las precedentes Neueste Reisen por Europa de J. J. Volkmann (dos tomos, Leipzig, 1785-1786), por ser una recopilación impersonal, aunque útil, de datos sobre el comer cio, las artes y las manufacturas, así como el libro Guide d*Espagne et du Portugal (1793) de Hans Ottokar Reichard, y los descabellados refritos del ex jesuíta Karl von Gosse, Briefe über Spanien an Johann Reinhold Forster (Halle, 1793-1794), el primer viaje alemán de verdadero interés para el conocimiento de España en el mundo germánico es el de Friedrich Gotthelf Baumgártner, Reise durch einen Theil Spaniens, viaje realizado en 1787, de Fuenterrabía a Madrid, aunque sólo impreso en Leipzig el año de 1793, con interesantes y útiles ilustraciones. El mismo itinerario siguió también el austríaco Joseph Hager en su Reise von Wien nach Madrid im Jahre 1790, publicado dos años después en Berlín, con pequeñas y pintorescas viñe tas. En este libro, el prerromanticismo germánico, a la vez antifrancés e hispanófilo, aparece más vivo que en las obras alemanas precedentemente citadas. Ya en la frontera vasca, Hager, inicialmente abocado al tópico histórico, evoca a una legión de «hidalgos» y de «héroes»: Roldán y el Cid, Pizarro y Cortés, Cervantes y Calderón, Aníbal, Numancia y Sagunto, todo en una desconcertante mezcolanza. Pero la prevención del lector se va disipando a medida que se da cuenta de que, en lo geográfico, artístico y humano no todo son tópicos, sino que éstos se entreveran con observaciones personales, por lo general cargadas de simpatía. La riqueza de Gui púzcoa, donde no deja de visitar emotivamente Loyola —lugar, sobre todo entonces, de «histó ricos» recuerdos—, le trae a la mente la del Tirol y Lombardía, regiones ambas pertenecientes al imperio austríaco. Alaba la belleza de las «Biscajerinnen» (las vizcaínas, en el sentido de las vascas) y advierte dejos moriscos así en el mobiliario popular español como en la catedral de Burgos. La «olla podrida» le hace echar de menos la cocina francesa, ni acaban de gustarle las casas de Castilla la Vieja y de Madrid, con sus estrechos balcones. Como a tantos otros viajeros, le llama la atención el excesivo número de curas y frailes, y el contraste entre la riqueza de unos pocos y la pobreza del pueblo humilde, con sus casi goyescos ciegos y tañedores de guitarra. En El Prado —que le evoca el Prater de Viena, las Tullerías y el Vauxhall, aunque con menos agua— uno puede hallar de paseo al propio rey Carlos IV. Éste fomenta el bien público con el jardín botánico, las bibliotecas y las academias, en gran parte herencia de su padre; pero Ha ger, como tantos otros, lamenta la prohibición, por la Inquisición española, de las obras de Condillac y de muchos filósofos, aunque para acabar, comprensivo: «¿Qué nación es perfecta y qué obra humana carece de defectos?»
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Anton Kanfhold ofrecía una visión más completa en su Spanien wie es gegenwärtig ist, «Es paña como es en la actualidad en su aspecto físico, moral, político, religioso, estadístico y lite rario, según las observaciones de un alemán durante su estadía en Madrid los años 1790, 1791 y 1792», obra que, publicada en dos tomos en Gotha el año 1797, no es tanto una guía de la España central, meridional y norteña, cuanto una pequeña enciclopedia hispánica para uso de los alemanes en los albores del romanticismo germánico. Menos ambicioso el intento del ya mencionado Karl August Fischer. Traductor del viaje de Bourgoing al alemán, e hispanófilo como éste, se propuso completarlo con el suyo de Holanda a Génova pasando por España: Reise von Amsterdam über Madrid und Cadiz nach Genua in den Jahren 1797 und 1798, libro publicado en Berlín el año siguiente y votado a una amplia difu sión en toda Europa. Poco menos de lá mitad de sus cuarenta y cinco cartas describen su itinera rio desde el País Vasco a Extremadura y Portugal pasando detenidamente por Madrid, donde el autor alterna las diversiones sagradas con las profanas, el análisis de las diversas y contrastan tes capas sociales con sus instituciones de cultura, sobre todo las bibliotecas, y en particular la Real (núcleo primario de la Nacional), que lamenta que no tenga una instalación pareja a las de Viena y Dresde. Como buen alemán de la «Aufklärung», dedica toda la carta treinta y tres a ofrecer al lector germánico una bibliografía española bastante copiosa sobre cada una de las ciencias antiguas y modernas, con especial hincapié en las traducciones españolas de obras ex tranjeras, para hacer ver que España se hallaba al corriente de la cultura europea —claro que una bibliografía indicativa hubiera tenido que señalar también las obras importantes no traduci das, pero bien difundidas y conocidas en España a través del francés, y, paralelamente, las que por tener ya una cierta difusión habían sido prohibidas por la censura eclesiástica, que no reli giosa, y por la censura regia, que no civil. Ya que, según he advertido antes, los fundamentales escritos de Alexander y Wilhelm von Humboldt sobre España se publicaron después de 1808, la última obra alemana que hemos de mencionar ahora es el primer tomo del profesor de la Universidad de Rostock doctor Heinrich Friedrich Link, Bemerkungen auf einer Reise durch Frankreich, Spanien und vorzüglich Portu gal (Kiel, 1801), doctas observaciones de un estudioso de botánica y mineralogía durante un via je emprendido conjuntamente con el conde de Hoffmannsegg el año de 1798. Las peculiares afi ciones de los dos viajeros les hacen tomar frecuentemente como guía las obras de Cavanilles, e insistir en los variados aspectos del clima y de la naturaleza españoles, y en el estado en que se hallaba el cultivo de las ciencias naturales. En estas Bemerkungen casi llegan a desaparecer los acostumbrados tópicos, aunque no falten errores de detalle, debido sobre todo a las frecuentes generalizaciones de sus observaciones locales a todo el ámbito nacional —por contraste, las rutina rias diatribas contra España se entremezclan con encendidos elogios de Prusia en las cartas anóni mas, escritas probablemente por P. F. F. Buchholz, supuestos Breife eines reisenden Spaniers an seinen Bruder in Madrid über Vaterland undPreussen, obra de los años 1801-1802 (Berlin, 1808). De los viajes ingleses correspondientes al período de Carlos IV el más amplio y completo es el de Joseph Townsend, A Journey through Spain in the Years 1786 and 1787, aparecido por primera vez en Londres el año 1791 y luego frecuentemente reeditado y traducido. Es una obra muy a propósito para dar a conocer los adelantos materiales y las perspectivas de progreso que ofrecía la España de los primeros años de Carlos IV, «con particular atención —según rezaba el subtítulo— a la agricultura, industria, comercio, población, impuestos y rentas públicas de aquel país». En esta misma línea, pero con un tono mucho más modesto, se sitúan los «porme nores comerciales, estadísticos y geográficos» ofrecidos por los anónimos Travels through Spain and parí o f Portugal (1808), atribuidos a George Downing Whittington.
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No hay duda, con todo, que entre los viajes europeos correspondientes al reinado de Car los IV en España sobresalen, con mucho, el Itinéraire y el Voyage de Alexandre-Louis-Joseph de Laborde, hijo de una marqués borbónico nacido en Jaca, que llegó a ser un riquísimo finan ciero. Vino a España en 1800 acompañando a Luciano Bonaparte, y con el apoyo de éste y de Godoy logró formar una «sociedad de gente de letras y de artistas» que colaboraron con él. Los dibujantes que le acompañaron en sus viajes por España fueron muchos, y sus varios centenares de diseños preparatorios de los grabados del Voyage se conservan en varios fondos de Barcelona y de París. De sus informadores y colaboradores en lo referente a la cultura escrita, el agustino padre Rojas y el bibliotecario Cerat de San Isidro de Madrid sólo parece que intervinieron algo en el primer volumen; los franceses Ligier y Molinier siguieron hasta el final. Laborde llevó adelante conjuntamente su famoso Viaje ilustrado y el menos conocido, pero no menos importante Itinéraire portatif de l’Espagne, más precisado en las palabras que com pletan el título: «y cuadro elemental de las varias ramas de la administración e industria de este reino», seguido de un atlas, ambos carentes de datos editoriales. Pero mientras que la edición del Voyage sólo se inició en 1808, para terminar, tras graves contratiempos, en 1820, los cuatro tomos del Itinéraire aparecieron todos juntos en 1808. Se ha conjeturado con sólido fundamento que este Itinerario hubo de acelerarse con miras a la proyectada invasión de España por Napo león Bonaparte, y de hecho sirvió de útil guía a los ejércitos franceses de ocupación y a los cola boradores del rey José I en la reestructuración de la monarquía. En realidad, constituye el viaje más completo y amplio, dentro del estilo de los realizados y publicados en el Setecientos, entre todos los divulgados en los reinados de los dos Carlos de Borbón. Por contraste, el espléndido Voyagepittoresque et historique de VEspagne es el primero, cuanto a su espíritu, del siglo XIX. Todo él está animado de un ascendente romanticismo, así en la sen sibilidad con que sus grabados en gran folio recogen a la vez los monumentos de la antigüedad, y los góticos, y los más modernos, como en las ilustraciones en que alternan los monumentos y los paisajes con figuras y con animados grupos populares, y estos últimos con paisajes y monu mentos como fondo. Es lástima que la guerra le impidiese extender su viaje a toda España, pues nos hubiera con servado recuerdos precisos de muchos edificios que la guerra napoleónica y las posteriores gue rras civiles, incendios y desamortizaciones condenaron a su ruina. El volumen primero del tomo primero se ciñe a Cataluña, y el segundo (1811), a Valencia y Extremadura; el primero del segun do tomo (1812) recorre toda Andalucía, dando a conocer la historia de la España musulmana, y el segundo y último capta los monumentos y paisajes más pintorescos e históricos de Navarra, Aragón y las dos Castillas. Como la literatura de viajeros por España se inauguraba, en los albores de la Ilustración, con una serie de viajes imaginarios, esta época cultural viene a cerrarse con otras imaginarias aventuras viajeras, esta vez del conde polaco Jan Potocki. Su fantástica relación de un Manuscrit trouvé á Saragosse, parcialmente publicada en San Petersburgo en 1804/1805, pronto tradu cida al alemán (Leipzig, 1809) y luego completada en París ya en 1813, narra las aventuras de un viaje desde Túnez a Andalucía en tiempos de Felipe V, con una concepción onírica y mágica de cuanto imagina: Sierra Morena (aun antes de Olavide) como «tierra del diablo», historias de moriscos clandestinos pertenecientes a la familia de los Abencerrajes, la del cabalista don Pe dro de Uceda; la de Pansowna, jefe de los gitanos; la «del terrible peregrino Hervás y de su pa dre, el omnisciente impío», cuya obra üniversal es un eco caricaturesco de la Idea del universo del ex jesuíta Lorenzo Hervás y Panduro y de su intento de una gramática universal. Sus goyes cas o pregoyescas fantasmagorías —no en balde el retrato de Potocki conservado en Polonia
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es obra del pintor valenciano, discípulo del gran aragonés,Vicente López— fueron estimuladas por precedentes lecturas de Gonzalo Céspedes y Meneses y de María de Zayas y Sotomayor y quizá también dé Ginés Pérez de Hita y de Antonio de Torquemada. De tal modo, esta visión de conjunto de los viajes dieciochescos por España realizados y na rrados por extranjeros para acercar su conocimiento a Europa, se cierra con una obrá que sigue interesando en nuestros días a eslavistas y a romanistas, y que más parece conectarse con el pre cedente barroco y con el subsiguiente romanticismo, que no con la mentalidad de la Ilustración setecentista. En este recorrido nuestro nos hemos ceñido a los libros de viaje que se extendían a toda Es paña o a una gran parte de sus regiones, y hemos prescindido de los viajes más limitados —como el del jesuíta Wolfgang Bayer en 1749-1750 por las Baleares y Andalucía, camino de Suramérica (1776), y el de Joseph Marshall (1776) por Cataluña, Sur de Aragón y Valencia— o los delimita dos a un solo territorio: los de Richard Twiss (1775) y Richard Crocker (1788) por Andalucía; de Philip Ticknesse (1777), Pierre-Nicolas Chantreau (1792) y Arthur Young por Cataluña; ade más de la Beschreibung der balearischen undpythiusischen Inseln, por J. F. Seyfart (1756), y del interés particular de los británicos por la recién ocupada Menorca, manifestado, por ejemplo —sin contar la copiosa cartografía de la isla, impresa o manuscrita, conservada en el Public Re cord Office de Londres—, en las Observations anónimas del médico George Cleghom de 1744 (1751) *. Interés por España entre las clases cultas: dos polémicas y otras resonancias. Mientras los libros de viajes mantuvieron la presencia de España en toda Europa entre los lectores de media cultura, las polémicas sobre Hispanoamérica primero y sobre España después interesaron a la gente de letras, a los científicos y a los que hoy apellidaríamos politólogos y sociólogos. Claro está que toda polémica comienza por resaltar los aspectos negativos, pero ayu da a contrastarlos con los positivos. Y, cuando la polémica se serena y se convierte en dialéctica, suele dejar un sedimento de gérmenes vivos, que darán su fruto en un segundo tiempo. El interés científico por los problemas hispanoamericanos surgirá en el siglo xix como una consecuencia del debate sobre América suscitado en el siglo anterior; así como la Sehnsucht ale mana y luego europea por España en tiempos del romanticismo se nutrirá de las vivencias hispá nicas que la gran «querelle» de la Encyclopédie méthodique había dejado tras de sí. Tan relacionada con la presencia de España en Europa como con la verdadera historia de América, y más en particular de Hispanoamérica, está la gran polémica que, iniciada en el Viejo Continente a mediados del siglo xvm, había de durar más de un siglo. Su más auténtico y am plio historiador, Antonello G erbi2, advirtió que se trataba de una disputa polimorfa, pues ver só a la vez en torno a la naturaleza y a los hombres de América y a las varias incidencias que sobre aquélla y sobre éstos ejercieron los pueblos europeos colonizadores, particularmente Es paña y Portugal. La polémica y la disputa partieron de la historia natural y de la geografía —tanto física como humana— para llegar a la filosofía de la historia. Las controversias de altura las suelen levantar —aunque no siempre, luego lo veremos, al tratar de la de España en Europa— altos personajes. Esta de América la inició nada menos que Jean-Louis Leclerc, conde de Buffon, no en una obra específicamente americanista, sino en las apreciaciones que fue diseminando en muchos de sus cuarenta y cuatro tomos de su clásica Histoire naturelle (1749-1804). Como francés, Buffon estaba mucho mejor informado de la Améri ca septentrional que de Mesoamérica o de la América del Sur; esto, y sobre todo su falta de
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conocimiento directo e inmediato del vasto mundo americano, explican fácilmente toda una se rie de aserciones del todo inaceptables en su formulación generalizadora. Para Buffon, las especies animales de América son inferiores a las de Europa y de los demás continentes. Allí faltan los grandes animales salvajes —por ejemplo, los elefantes—, y los ani males domésticos se hallan en una fase de decadencia zoológica. El hombre americano, lejos de ser un ser ingenuo e inocente como para Las Gasas y algunos cronistas de Indias, o un «bon sauvage» como para Rousseau —inspirado también en fuentes franco-canadienses—, es para Buffon un salvaje hermoso, sí, pero desvalido, condicionado, bajo la óptica de Montesquieu y de Rousseau, por la frígida humedad del ambiente. (Si hubiera conocido mejor el americano de la zona tórrida, hubiera hallado igualmente en este clima cálido la causa de su supuesta infe rioridad.) El hombre americano es un hombre nuevo no porque constituya una especie distinta, sino porque ha perdido la noción del mundo antiguo del que proviene. Divulgador de estas ideas sobre el indio americano en el mundo europeo de la Ilustración fue Voltaire, con sus frecuentes alusiones y comentarios al hombre imberbe y al león cobarde, característicos y representativos, según él, del mundo vivo del Nuevo Mundo. En la misma línea de obras preferentemente filosóficas y literarias se sitúa Les Incas ou la destruction de l'empire du Pérou (l i li ) , de Jean-François Marmontel, con la substancial diferencia de que el inca Garcilaso le conduce a la defensa humanitaria de los míseros y débiles americanos ante la prepoten cia de los europeos. Esa actitud contraria a los conquistadores corresponde a la ampliación del interés por Amé rica, que pronto trascendió del campo de la historia natural, cual la habían divulgado en un prin cipio Buffon y los ilustrados, a los dominios de la geografía humana y de la historia colonial. A partir de este momento, la disputa de América es un aspecto de la constante presencia de Es paña en la Europa de la Ilustración. Aunque el predominio del mito lascasiano y la publicación de la citada obra de Marmontel sobre los incas ejercieron gran influjo, sobre todo en Francia, el planteamiento y la difusión de los problemas hispano-americanos en Europa se debieron esencialmente a tres eclesiásticos ilustrados —dos católicos y un episcopaliano— que, como todos los autores hasta aquí citados, no habían pisado nunca el Nuevo Continente, pero poseían un bagaje más sólido de conocimien tos sobre la política, la geografía y la historia americanas: el clérigo holandés y vicario episcopal de Lieja (entonces, principado eclesiástico del Imperio) Cornelius De Pauw, el ex jesuíta provenzal Guillaume-Thomas Raynal, y el obispo de la Iglesia escocesa William Robertson. De Pauw, enviado por su obispo-príncipe como agente diplomático a la corte de Federi co II de Prusia, publicó en Berlín sus Recherches philosophiques sur les Américains, ou Mémoi res intéressons pour servir à l'histoire de l'espèce humaine (seis tomos, Berlín, 1768-1769). Para el holandés, que como buen ilustrado tenía una fe inconmovible en el progreso de la sociedad europea, la decadencia física del hombre americano, partiendo así de Buffon, se debía cierta mente al clima, y éste había estado condicionado por una larga serie de catástrofes naturales a partir del diluvio universal. Los colonos europeos, y muy particularmente los españoles, abu sando de su debilidad, los subyugaron a su servicio. La obra, naturalmente, no fue nunca publi cada en castellano. Su título se refleja a todas luces en el de los otros seis tomos del abate Raynal, Histoire philo sophique et politique des établissemens et du commerce des européens dans les deux Indes (1770). Como sus críticas apasionadas iban dirigidas tanto contra los españoles y portugueses como contra los mismos franceses, esta obra, publicada primero en Amsterdam, fue prohibida por el Parla mento de París. Su autor tuvo que exiliarse. No halló buena acogida en la corte de Federi
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co II, y hubo de refugiarse por algún tiempo en el San Petersburgo c|e Catalina II. Al parigual que la de Buffon, la América de Raynal era impúber; como para De Pauw, el hombre america no, un ser decrépito, susceptible de ser subyugado y explotado. Esta Histoire sólo pudo publi carse en castellano por Eduardo Meló de Luque en forma reducida (tres tomos, 1784-1789); pero sus doctrinas obtuvieron mayor difusión a través de la traducción española (Valladolid, 1792) de las Lettres d ’une Pérouvienne, de Madame de Graffigny (1747), anteriores a Raynal. William Robertson, historiador serio de su patria escocesa y del emperador Carlos V, fue igualmente más serio que los anteriores en los dos tomos de su History o f America (1777), aun que insista en el clima frío (naturalmente, el de la América británica de entonces, tras la anexión del Canadá) y en la inferioridad del hombre americano. Si bien fue felicitado por Campomanes en nombre de la Real Academia de la Historia, su obra no fue ni traducida ni permitida en Espa ña. Mereció, en cambio, sendas versiones al francés, al italiano y aun al armenio. En aquellas tres obras, muy significativas de la filosofía de la historia en el siglo xvm, a los juicios más bien peyorativos de la naturaleza y del hombre americanos se añadían críticas negativas de la actuación de los Estados coloniales, de la Iglesia evangelizadora y, en especial, de la actuación de los jesuítas. En Francia, la reacción fue alternante frente a la obra de De Pauw. Tanto Buffon como Voltaire —aunque éste tras un primer titubeo favorable— la atacaron. La actitud de Jean-Claude Izouard Delisle dé Sales en su Philosophie de la nature (ocho tomos, Amsterdam, 1770), fue paradójica y aparentemente contradictoria. Las impugnaciones conjuntas de Buffon y de De Pauw por parte del benedictino Antoine-Joseph Pernety en su Dissertation surVAmérique et les naturels de cette partie du monde (1770) ocasionaron réplicas y contrarréplicas que mantuvieron vivo por mucho tiempo el interés hispanoamericanista en Francia. Se sumaron a la disputa, en general a favor del indio americano y en contra del determinismo climático sustentado por De Pauw y Raynal, el no identificado «philosophe Ladouceur» en De l’Amérique et des Américains (Berlín, 1772), el abate fisiócrata Pierre-Joseph-André Roubaud en los dos últimos de los quince volúmenes de su Histoire générale (1775), y el agudo napolitano trasplantado al círculo parisiense de Mme. d’Épinay, el abate Ferdinando Galiani: aunque la chispeante correspondencia de los años 1765-1783 con dicha dama no fue publicada hasta 1818, su visión de futuro de una América que llegaría a ser la heredera de Europa se difundió por vía oral en los círculos intelectuales de la capital francesa, en la que tanto la dama como Galiani contaban innumerables admiradores y amigos. La doctrina climática de Montesquieu, propugnada con leves matices por Buffon, Robert son, De Pauw y Raynal, empujó a algunos europeos, por la misma fuerza de las cosas y de las argumentaciones, a no limitarse a los aborígenes americanos cuando se trataba de la inferiori dad del hombre del Nuevo Mundo, y a extender ese juicio a los hombres y mujeres nacidos en América de padres europeos, a los criollos. Muy natural también, que tales apreciaciones hallasen poca simpatía en las dos naciones euro peas que estaban más presentes en ambas Américas: España y Portugal; por más que los escritos de los iniciadores y continuadores de la disputa americana fuesen aquí mucho menos conocidos que en Berlín, París o Londres. Muy lógico igualmente, que en la América anglosajona, frente a unos pocos entusiastas de las teorías de De Pauw, cuales Daniel Webb y Antonio Fonticelli, predominasen los opositores de alta categoría, como Thomas Payne y Thomas Jefferson. Y muy obvio que en los últimos decenios del siglo xvm y en el primero del xix, hasta que el problema de la emancipación de momento marginó, o casi, todos los demás, aquellas actitudes antiameri canas hallasen impugnadores en toda la América española: José Manuel Dávalos, Hipólito Uná-
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nue y Benito María de Moxó y de Francolí en el Perú, Manuel de Salas en Chile, el antiespañol Servando-Teresa de Mier en México, José de Caldas en el Nuevo Reino de Granada, entre otros muchos. En Europa, el influjo de Buffon y de De Pauw fue declinando con el correr de los años. Ejemplo característico el de Immanuel Kant, quien en sus juveniles —y postumas— Reflexionen zur Anthropologie y en el tratado Von den verschiedenen Racen der Menschen (1775) alababa a De Pauw porque sabía elevarse de la mera descripción, propia de los naturalistas, a la reflexión digna de un filósofo; mientras que en la posterior e indatada Physische Geographie (21802-1805), influido por los naturalistas Blummenbach y Zimmermann, revisó sus anteriores posiciones, pa ra llegar a una concepción más cercana ya al hombre americano, infantilmente bueno y amable, que había vuelto a diseñar el prerromántico Johann Gottfried Herder en sus Ideen der Geschichte der Menschheit (cuatro tomos, Riga-Leipzig, 1784-1791). En ese cambio favorable, extendido luego a toda Europa, influyeron no sólo los avances de la historia natural, sino también la simpatía que, fuera de Inglaterra, suscitó la independencia de los Estados Unidos de América. Por contraste, nadie hubiera podido sospechar que en la Ale mania en que Goethe había cantado al hombre americano como al hombre del presente y del futuro, libre de todo lastre del pasado, hubiera de predominar de nuevo, con Hegel, el antimito de la América inmadura e impotente. Hasta aquí, los temas de la naturaleza y del hombre americanos han predominado sobre los de la colonización y evangelización del Nuevo Mundo, tan frecuentemente impugnadas por De Pauw y por Raynal sobre todo. Pero durante el último tercio del siglo xvm la presencia, en Ita lia, de varios centenares de jesuítas o ex jesuítas iberoamericanos, o españoles y portugueses que conocían de uisu las tierras y los pueblos de América, y también la historia de su descubrimien to, conquista y colonización, convirtió aquella península en el centro de toda la polémica, y la amplió a todos los campos del americanismo 3. Al mismo tiempo, ex misioneros centroeuropeos que habían regresado a su patria tras la expulsión de los jesuítas de Hispanoamérica por Carlos III difundían el interés por los problemas de América en todo el imperio germánico. En Italia el terreno había sido ya roturado, así por la obra apologética —más filojansenista que filojesuítica— de Ludovico Antonio Muratori, II cristianesimo felice, restauración del cris tianismo primitivo que se suponía realizado en las misiones del Paraguay, como por la difusión que habían alcanzado las obras de Buffon, De Pauw, Raynal y Robertson. Bajo el aspecto de la defensa nacional de la colonización hispánica es interesante subrayar que los escritores que desarrollaron ese tema fueron españoles europeos, y no criollos; estos últi mos se contentaban con dedicar algunas alabanzas a España —que los mantenía con sus pensio nes vitalicias— en los prólogos de sus obras (recuérdense las del quiteño Juan de Velasco y las del mexicano Andrés Cavo) o bien aunaban la defensa de España y la de América, como en la Difesa della Spagna e della sua America meridionale por el guayaquileño Juan Celedonio Arteta. Contra algunas expresiones del mexicano Clavigero y de otros compañeros de exilio, Ramón Diosdado Caballero se erigió en defensor de Cortés (Roma, 1806). Por su parte, el catalán Pedro Nuix de Perpinyá había dirigido contra Raynal y Robertson, y no contra De Pauw, sus Riflessioni imparziali sopra Vumanitá degli spagnuoli nell'Indie (Venecia, 1870), obra en que la impar cialidad del título, basada en no ser su autor castellano sino catalán, no llega a esconder una parcialidad española bastante acusada. Más adelante, un valenciano, Mariano Lorente, recogía el mismo tema en su decidido Saggio apologético degli storici e conquistatori spagnuoli (Parma, 1804). A la defensa más o menos clara de los sistemas de evangelización usados por los españoles en América iban dedicadas las historias de los jesuítas en las diversas regiones ultramarinas, to das publicadas postumas, y muchas de ellas aún válidas para la historiografía colonial: las de
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Alegre sobre Nueva España, de José Chantre y Herrera sobre fel Marañón español, de Juan de Velasco sobre el reino de Quito, de Miguel de Olivares sobre Chile. La naturaleza de América, tan rebajada por Buffon y otros, tuvo dos clases de apologistas: los poetas y los naturalistas; pero sus obras no entran tan de lleno en el asunto central de este prólogo. Tampoco hallarían fácil cabida los escritos de los etnólogos y antropólogos, pero sí la tienen los historiadores de la época colonial, como Francisco Javier Clavigero en algunos de sus escritos menores mexicanos, Andrés Cavo en su Historia de México, y Miguel de Olivares en su Historia política, militar y sagrada del reino de Chile, ambas publicadas postumas. Por su parte, Domingo Muriel, con sus Fasti Novi Orbis (1776) ponía en Italia los fundamentos de la historia crítica de la Iglesia en el Nuevo Continente. En el ámbito general europeo de la polémica sobre los indios de América tienen particular valor algunos escritos apologéticos, pero serios, salidos de aquel curioso círculo ítalo-hispano americano: por ejemplo la Storia antica del Messico (cuatro tomos, Cesena, 1780-1781), que ha hecho célebre a Clavigero; la ilustración de Due antichi monumenti di architettura messicana (Roma, 1804), de Pedro José Márquez, y la ya mencionada historia de Quito por Juan de Velasco. Junto a la etnología, floreció entonces en Italia la lingüística americana, cuyo centro fue Lo renzo Hervás y Panduro. Éste tuvo como principales colaboradores a Clavigero para la América septentrional y a Gilij y a Camaño para la meridional, quienes le procuraron importantes noti cias y le buscaron la mayor parte de sus colaboradores, procedentes de casi todas las regiones del Nuevo Mundo. Por importante que sea toda esa polémica sobre América, iniciada a mitad de siglo por el gran Buffon, la supera en interés para nosotros la disputa sobre España y su cultura levantada en 1784 por un hombre mediocre, como geógrafo y como poeta, el lorenés Nicolas Masson de Monvilliers. Este abogado al servicio del duque de Harcourt y ya autor de un Abrégé de la géo graphie de l'Espagne et du Portugal (1776) cargado de malevolencias hacia ambas naciones, en el artículo «Espagne» de la voluminosísima Encyclopédie méthodique (166 tomos, 1782-1832), conocida comúnmente por Nouvelle encyclopédie en relación con L'Encyclopédie ou Diction naire raisonné des sciences, des arts et des métiers de 1751, Masson se preguntaba: «¿Qué debe mos a España? Desde hace dos, cuatro, seis siglos, ¿qué ha hecho España por Europa?» 4. En este artículo se recogían cuantas especies denigratorias de España y su cultura estaban en circulación en Francia y en toda Europa: algunas de las que ya he señalado en las relaciones de muchos viajeros, y otras procedentes sobre todo de la primera enciclopedia de Diderot y d’Alembert y de los escritos de Montesquieu y de Voltaire. Conocidas son las prevenciones de Charles de Secondât, barón de Montesquieu, frente a Es paña en sus Lettres persanes y en YEssai sur les moeursi donde le echa en cara el haber destruido a los indios de América, el dejar el comercio en manos de los extranjeros, el estar sometida tanto a prejuicios de todo género como al clero y a la Inquisición, el carecer de una filosofía ilustrada y moderna, y hasta el haber echado en olvido las enseñanzas del derecho romano. Sabido es que un examen más completo de los juicios de Montesquieu sobre España nos daría una visión mucho más matizada. Pero los matices no entraban en las simplificaciones de Masson. Más honda huella dejaron aún en este último las invectivas de François-Marie Arouet de Vol taire contra España en su Siècle de Louis X IV sobre el terror reinante en España a partir de la muerte de Carlos V, el vacío que representaba el reinado de Felipe III y la debilidad de su sucesor, aun mostrando Voltaire una cierta simpatía por los catalanes y portugueses precisamen te por haberse rebelado contra Felipe IV, y aun reconociendo que en el siglo xvn, merced a su
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alianza con el Imperio, España había representado un peso todavía temible en todo el mundo —en cambio, no la cita para nada al tratar de las bellas artes en la Europa moderna en general. Todos esos juicios ya habían condicionado los artículos de Louis de Jaucourt y de Jean Le Rond d’Alembert sobre España y sobre las escuelas de filosofía en la gran enciclopedia; pero habían de influir mucho más, por necesidad, en un hombre menos capacitado para una crítica - personal, como Masson de Monvilliers —no hay que olvidar, con todo, que éste fue más genero so que Voltaire en sus alabanzas a Cervantes, al teatro neoclásico de España y a su pintura antigua y moderna, mientras el pensador de Ferney sólo le reconocía «algunos pintores de segundo rango». La actitud negativa de Masson ante cuanto pudiera alegar España en relación con Europa y con la cultura europea aparecía en una Encyclopédie méthodique bien acogida en España des de su aparición, y aun patrocinada y protegida por Floridablanca. Éste, al aparecer el artículo sobre España, pensó en prohibir en toda la monarquía esa nueva enciclopedia por entero, a su gerencia precisamente de Aranda, a la sazón embajador en París; mas al final se permitió la distribución de todo aquel volumen a los suscritores españoles. En aquellos momentos —terminada la guerra en 1779-1783, durante la cual España había estado muy presente en toda la prensa británica—, Inglaterra se esforzaba por romper el pacto de familia entre los Borbones. Muy natural, pues, que Francia y España estrechasen su alianza aun en lo cultural, y que ambas interviniesen en varias réplicas más o menos conjuntas del ar tículo de Masson. Naturalmente España se adelantó. Pareció propicia la presencia en París del célebre botánico valenciano Antonio José Cavanilles, que había pasado a Francia como preceptor de los hijos del duque del Infantado. Ya en 1784 publicó en París unas Observations sur fárdele Espagne de la Nouvelle Encyclopédie, muy alabadas por el censor oficial del rey de Francia y bien acogi das aquel mismo año tanto por la revista antivolteriana Année littéraire como por el umversal mente respetado Journal des sgavans —si bien fueron comentadas entre ambigüedades y reticen cias por el Journal encyclopédique. En realidad, Cavanilles no era un hombre de excesiva erudición literaria y cultural, y además había tenido que trabajar en París con escasos materiales de base, se había dejado llevar de la irritación que le había producido la nueva enciclopedia, y repartió casi las mismas alabanzas a los más encumbrados españoles en los campos de la literatura y de las artes que a personajes secundarios y mediocres. Pero sus Observations alcanzaron éxito y trascendencia, más que en Francia, en España y en Alemania. El mismo año 1784 fueron traducidas al castellano en Madrid por Mariano Rivera, y la Aca demia Española anunció —aunque sin ningún suceso— un concurso para una «Apología o de fensa de la Nación, ciñéndose solamente a sus progresos en las ciencias y las artes». Berlín vivía los últimos años de Federico II el Grande, cuando a la francofilia del monarcafilósofo se iba contraponiendo cada vez más la creciente germanofilia que, partiendo de la co rriente «Sturm und Drang», había de conducir al romanticismo alemán, tan profundamente his panizante —recuérdese que, ya desde la guerra de sucesión española, Leibniz había sido antibor bónico, que la emigración de los austracistas españoles, como luego veremos, había dado actua lidad en Viena a la lengua y a la cultura españolas, que Lessing y Wieland y el ministro de Weimar, Bertuch, admiraban el Quijote y otras obras de nuestra literatura antigua y moderna, que Herder y los dos Humboldt comenzaban a difundir los temas españoles e hispanoamericanos en todos los Estados y regiones de lengua alemana. A uno de los más decididos defensores de la tradición y de la cultura germánicas en Berlín, el conde Hertzberg, pasó el embajador español Las Casas un ejemplar de las Observations de
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Cavanilles. Aunque el propio traductor de este escrito, Biester, lo juzgaba exageradamente apo logético, el texto alemán que éste divulgó, con algunas ampliacioSnes y correcciones, sirvió para que Alemania, en los albores de su resurgir moderno, conociese mejor el estado real de España en aquellos momentos, contrarrestando así la visión negativa de Masson. El arreglo de Biester, que no era un hispanista propiamente hablando, fue mal recibido por el más decidido hispanófilo del mundo berlinés, el abate piamontés Cario Denina, que poco an tes había llegado a la corté de Federico II llamado por su chambelán, el marqués Lucchesini. El hispanismo de Denina provenía de mucho antes, de su Discorso sopra le vicende della letteratura, publicado en Turín el año de 1761 y reeditado allí entonces mismo, vale decir en 1784. Pero fue en Berlín —ciudad en que conoció, y desestimó, a Ftaynal— donde Denina se convirtió en un decidido apologista de la cultura española, sobre todo en su Mémoire servant de réponse á la question: que doit-on a l ’Espagne?, leído en la Real Academia de Ciencias el 26 de febrero de 1786, día aniversario del prepotente rey de Prusia, en presencia de numerosos cortesanos y, de mucha gente de letras. Denina, poco original, pero bastante bien informado y polemista brillante, conocía las obras filohispánicas de los ex jesuítas residentes en Italia —las de Andrés, Llampillas y Masdéu, sobre todo— y aseguraba que en España había menos fanatismo de cuanto propalaban algunos fran ceses. En su visión de la literatura y de la cultura españolas insistía en los aspectos siguientes: los cronistas castellanos medievales, Ximénez de Rada en primer lugar, eran superiores a los fran ceses; la ciencia hispano-árabe había venido a civilizar a Europa entera y había preparado el descubrimiento de América; en contraposición, Francia no había ayudado nada a Galileo en los momentos más trágicos de su proceso; el Renacimiento español, con Nebrija, se había adelanta do al de Francia, y, con Luis Vives, había superado a Budé y a Erasmo; España podía presentar altos poetas y dramaturgos, anteriores y superiores también a los de Francia; la oratoria sagrada había florecido antes entre los españoles, y las arengas de Étienne Pasquier no hubieran sido posibles sin la oratoria de los jesuítas españoles establecidos en París; todo el mundo sabía cuán-! to debía a España y a su dramaturgia el teatro francés de la época clásica; aseveraba, con Bossuet, que los moralistas españoles de los siglos xvi y xvn hubieran contribuido positivamente al progreso de la moral a no ser por las apasionadas polémicas de los jansenistas; y aseguraba que la decadencia de España en el siglo xviii se debía a la Inquisición —aserción que a lo sumo podría ser válida para sus primeros decenios. Igual actitud, con los mismos aciertos y limitaciones, adoptó Denina en sus Leí tres critiques que, por aparecer en Berlín aquel mismo año de 1786 y por estar dedicadas al decidido germani zante Herzberg, dejaron su huella en la cultura alemana prerromántica. Al marqués Della Valle, mantuano, le precisa que había evitado la comparación de la cultura española con la italiana para no enzarzarse en polémicas con Llampillas, Tiraboschi y Bettinelli, y se complace en subra yar la universalidad del Quijote. Al chambelán Lucchesini le comenta los aciertos y desaciertos que halla en las obras de Llampillas y de Masdéu, confiesa no conocer directamente las Rivoluzioni de Esteban de Arteaga, y se precia de la buena acogida que su propia respuesta a Masson había hallado en las gacetas alemanas, particularmente en la de Jena. A los condes Granieri, a Cario Gastone Rezzonico y a Bolognaro Crevenna comunica su constante interés por la Espa ña coeva (la de Campomanes, Floridablanca y Villahermosa) y por la pretérita (acepta plena mente, por ejemplo, las doctrinas de Mariana sobre el tiranicidio). Al conde de Mirabeau, tan prevenido por el supuesto retraso de España, le pondera la eficiencia del recién creado Banco de San Carlos (germen del Banco de España). Al secretario de la Academia de Ciencias de Ber lín, el suizo Johan Bernhard Merian, tan opuesto a los poetas hispano-romanos, le comenta los
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intercambios literarios entre Francia y España, y con Nostik y Górtz minimiza la hegemonía de la cultura francesa. Curiosas, finalmente, las cartas tan cordiales a dos ex jesuítas españoles apo logistas de la cultura española en Italia, el valenciano enciclopédico Juan Andrés y el periodista crítico andaluz Juan Osuna. En sus Lettres critiques iba dejando caer sus réplicas a los comentarios que de su Mémoire o Réponse a Masson publicaban algunas revistas, como la reacción negativa del Journal en cyclopédique de! mismo año 1786, mientras, por el contrario, la Allgemeine Literatur-Zeitung, además de la célebre gaceta de Jena, le habían sido favorables. En la España de Floridablanca, la memoria berlinesa de Denina, traducida al castellano por Manuel de Urgullu, ofreció una ocasión propicia a Juan Pablo Forner para componer su Ora ción apologética por la España y su mérito literario, para que sirva de exordio al discurso leído por el abate Denina en la Academia de Ciencias de Berlín respondiendo a la cuestión ¿qué se debe a España? (1786). Como se sabe, este escrito tan característico, aunque no el más cimero, del extremeño oriundo del Maestrazgo, será una de las canteras de la concepción de la España tradicional y supuestamente genuina, tesis —y antítesis— durante todo el siglo xix, que habrá de reflorecer en los años inmediatamente posteriores a nuestra guerra civil5. Pero en el último decenio del siglo xviii Berlín y Madrid iban a quedar más al margen que París, en plena Revolución francesa —revolución tanto en el orden político como en el cultural—. Por eso, más que Denina y Forner, y mucho más que Cavanilles, influyó entonces el barón JeanFrançois de Bourgoing con sus nuevos viajes por España, iniciados casi desde la misma embaja da francesa en Madrid, donde ejerció el cargo de secretario en el período de 1777 a 1785: los años en que se centró la polémica de Masson y en que se afianzaba el pacto de familia, con la consiguiente mayor aproximación entre Francia y España. Ese Nouveau voyage en Espagne, emprendido a raíz de las impugnaciones de Masson pero sólo publicado en tres tomos el año 1788, llevaba un subtítulo muy significativo: «ou Tableau de l’état actuel de la monarchie», como contrapunto final a los cuatro volúmenes de 1717, État présent de TEspagne, del abate Jean de Vayrac, la obra que desde el segundo decenio del siglo había condicionado a la mayor parte de los viajeros extranjeros por España a los que se han consagrado los primeras páginas de este prólogo. También los precedentes viajeros influyeron y condicionaron al barón de Bourgoing en su largo iter hispánico; pero en su obra abundan pinceladas originales y consideraciones nuevas ante una España renovada durante el reinado de Carlos III. Esto vale tanto para su primera edición como para la tercera, de 1797, tras una nueva estadía de su autor en Madrid de 1791 a 1793 como ministro plenipotenciario de la República Francesa. En esta última edición desapa rece el primitivo título, «nuevo viaje por España», y el subtítulo se convierte en verdadero título, Tableau de TEspagne moderne. De este modo, el viaje de Bourgoing, aun en su título, se separa de los anteriores viajes, para ser no sólo el contrapunto del abate de Vayrac, sino como el colofón de la «querelle de l’Espa gne» iniciada por la Nouvelle Encyclopédie. En el Tableau se repite, como en tantos libros que le habían precedido, que en España el alojamiento y la cocina solían ser malos; que la industria y la libertad han hallado su asilo en las Vascongadas (donde a los no vascongados les resulta difícil establecerse); que la gran cate dral de Burgos contrasta con las míseras casas que la circundan; que los españoles son graves, perezosos y celosos; etc. Pero, en contraposición con estas reminiscencias estereotipadas de tantos viajeros, se advier te que los caminos son buenos a través de los áridos (sic) paisajes de ambas Castillas, mientras
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siguen siendo malos cuando uno se adentra en los bellos parajés de Valencia y Cataluña; las mercancías extranjeras entran fácilmente en el País Vasco, pero es difícil hacerlas llegar al inte rior de España; Carlos III se esforzó por mejorar los campos de Castilla la Vieja, pero Valladolid, con sus 20.000 habitantes, dista mucho de ser la ciudad de 100.000 de otros tiempos; el culti vo de la rubia para los tintes ahorra a España diez millones de reales que antes emigraban a Holanda, y, paralelamente, aumenta el número de fábricas de indianas o tejidos de algodón. Ya no todo son elogios para los Borbones: Felipe V dejó al morir una deuda de 45.000 duros, por la construcción de San Ildefonso de la Granja, pero los cinco monarcas de la dinastía france sa, si no todo lo han hecho bien, tampoco han obrado mal a sabiendas (de Carlos III pondera haber vivido veintinueve años sin mujer y sin favoritas). El pueblo siente aversión a la corte, y ésta recela de Aragón y Cataluña, que no aceptan fácilmente la monarquía absoluta. Los em bajadores de Francia y de Nápoles han de seguir a la familia real a los diversos Reales Sitios; a los Grandes les quedan pocas prerrogativas y, si bien son realmente muy ricos, tienen también cuantiosos gastos. Los españoles ya aprecian las riquezas naturales y las industrias; pero la edu cación ha descendido desde la expulsión de los jesuítas, pues las rentas de los colegios no bastan para sustentar a los profesores seglares; las Academias están florecientes, las clases altas son re finadas, y entre ellas se ha difundido la cultura —y la cocina— francesa. Aun los toros, que tanto fustigaban otros viajeros, le sugieren una larga disquisición, de la que no salen tan anate matizados como de costumbre. Ese Tableau, pues, del barón de Bourgoing, ayudó a cambiar la imagen que Europa solía tener de España, y le ofreció los principales logros que la Ilustración había alcanzado en ella en la segunda mitad del siglo xvm. Claro pstá que a ello contribuyeron también otras muchas concausas, que de día en día nos son más conocidas, sobre todo a partir del especial interés que ha suscitado el siglo de las luces en estos últimos decenios 6. Entre ellas se cuentan los contactos personales de diplomáticos y viajeros españoles que reco rrieron gran parte de Europa; las relaciones culturales de un buen número de españoles con per sonajes y centros de cultura de Francia e Inglaterra, sobre todo; la difusión de libros españoles a través de los grandes libreros internacionales; algunas traducciones, más bien escasas, de libros antiguos y modernos procedentes de nuestras ciudades; los comentarios bibliográficos de algu nas obras, a medida que iban apareciendo y difundiéndose, sobre todo en las principales «gace tas» de Francia, Alemania e Italia; el renombre europeo que alcanzaron entonces algunos espa ñoles, de un modo particular —por diversos motivos y por diversos cauces— Feijoo y Mayans, dos autores que han sido particularmente estudiados en los más recientes lustros. Pero en un prólogo sólo es posible insinuar estos y otros aspectos de historia cultural compa rada, muchos de los cuales, por otra parte, se tocan ya en diversos capítulos de estos volúmenes dedicados a la historia total de España en el siglo xviii. Concluiré, pues, con dos presencias ma sivas de España en Europa en la primera y en la segunda vertiente de esa centuria, en los reina dos de Felipe V y de Carlos III. La emigración austracista y el extrañamiento de 1767. El exilio de los partidarios de Carlos de Austria, el archiduque, se realizó en diversos mo mentos. Aunque los emigrados fueron varios centenares, el tono lo dieron los personajes perte necientes a la clase dirigente. Y si bien los más procedían de los cuatro reinos hispánicos de la corona de Aragón, se les sumaron altos dignatarios de la de Castilla. Se trata, pues, de Una emi gración española, que se distiguía abiertamente de las anteriores de 1492 y de 1609, y de la que
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siguió en 1767, en no haber sido una expulsión legal y forzosa. Las causas de la emigración del segundo decenio del siglo xvm eran más bien morales: la fidelidad al monarca que habían jura do y reconocido por tal; la vinculación a la dinastía que, entre luces y sombras, había llevado a España a la hegemonía mundial; la identificación con el sistema que hasta entonces había regi do la monarquía española, tanto en Castilla y las Indias como en Aragón, aquí con caracteres muy diferenciados, pero reconocidos y respetados por los reyes, fuera de períodos más bien bre ves de tiranteces y aun de rebeliones; y, por último, el temor a las represalias por parte de la nueva dinastía borbónica. Pero ésta no podía ser la razón principal y definitiva, sobre todo para la gran masa perteneciente a las clases medias y populares, que podían acogerse a las cláusulas de perdón contenidas en las varias y sucesivas capitulaciones que fueron jalonando el triunfo definitivo de Felipe V 7. Un reducido número de cortesanos fieles, con su séquito de servidores, acompañó a don Car los desde Barcelona a Francfort y Viena en 1711, tras la muerte de su hermano el emperador José I sin sucesión masculina. En esta primera expedición se hallaban, además del médico José Pujol, fray Antonio Folch de Cardona, arzobispo de Valencia (ya en poder de los Borbones), y los condes de Fuencalada, Montesanto, Sástago y Savellá. La segunda expedición importante fue la que en 1713, antes de la caída de Barcelona y de Mallorca, acompañó hacia los Estados de Austria a la emperatriz Elisabeth de BraunschweigWolfenbüttel, que había quedado como regente en Cataluña desde que su marido había partido a Alemania para recibir la herencia del Imperio. Cuando, con la elección de Carlos como empe rador, sus aliados, sobre todo Inglaterra, abandonaron su causa ante el temor de que tuviese un excesivo poder si llegaba a unir de hecho las Coronas de Alemania y de España, las esperan zas de los austraeistas, de afirmarse en Cataluña y de reconquistar toda España, se iban desvane ciendo por momentos. De ahí la consistencia numérica de esta segunda expedición, a la que lue go se sumaron tres regimientos de infantería y cuatro de caballería, formados por tropas no ca talanas. Entre los que se embarcaron en Barcelona con la emperatriz se hallaban el jurista don Do mingo de Aguirre, regente del Consejo de Aragón, con el secretario Verneda; el ex virrey de Mallorca, marqués de Rafal; la familia de Sebastián Dalmau, fidelísimo a la Casa de Austria; la condesa de Paredes con su hijo y su nieto, doña Ana de Solís, Manuel y Gaspar Ibáñez, Igna cio de León, la marquesa del Carpió con su familia, el napolitano príncipe de Cariati y el milanés conde Stampa, algunos frailes mercedarios, muchos nobles catalanes y aragoneses, con fre cuencia acompañados por sus familiares más allegados: doña Clara Campa, el conde de Cervelló, el marqués de Besora, Gertrudis de Lanuza (la hija del conde de Plasencia, el que el 11 de septiembre del año siguiente recogerá el estandarte de Santa Eulalia, de la ciudad de Barcelona, de las manos de Rafael Casanova), Francisco de Reart, hijo del conde de Santa Coloma; el con de de Coscojuela, las condesas de Montesanto y de Estela, la marquesa de Villacor, Francisco de Ribera, el marqués de Rialb, el duque de Moles, Lupercio Monleón, Francisco Carnicer, Fran cisco de Selva (sobrino del conde de Cardona) con su mujer, la condesa de Altheim (Pignatelli). Desde el primer momento, la emperatriz impidió que todos llegasen a Austria, determinando que muchos se quedasen en Milán, desde donde pudiesen trasladarse luego a Nápoles y Sicilia, Estados que habían pasado a la jurisdicción de Carlos con la ayuda de las tropas imperiales cuando aún era emperador José I. Numerosos eclesiásticos partidarios del archiduque hallaron refugio en Roma, entre ellos el car denal don Benito Sala y de Caramany, benedictino, y el canónigo de Gerona, oriundo de Génova, Antonio Bastero, que con su obra La Cruscaprovénzale (Roma, 1724) ocupa un lugar seña-
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lado en la historia del provenzalismo, cuando la lengua prover^zal u occitana todavía se confun día con el catalán. I ■i Entre la caída de Barcelona (1714) y de Mallorca (1715) en manos de Felipe V y las paces de Viena en 1725 entre el emperador Carlos VI y la España borbónica, funcionó en Viena el Consejo Supremo de España, cuyo secretario, con rango de secretario de Estado, fue el ya cita do marqués de Rialb, don Ramón de Vilana y Perlas. Su presidencia fue ocupada sucesivamente por el también recordado arzobispo de Valencia Antonio Folch de Cardona, y por los condes de Montesanto y de Oropesa. La tesorería de dicho Consejo fue regentada por el duque de Uceda, y los consejeros regentes representaban a todos los reinos de la Corona de España. Muchos de los nobles españoles refugiados en Viena estaban emparentados entre sí. Una hija, por ejemplo, del último virrey de Mallorca por el archiduque, don José Antonio de Rubí y de Boixadors, marqués de Rubí, y de su esposa, la baronesa de Llinars, María Francisca de Rubí, era la esposa de Francisco Pignatelli y de Aymerich, hermano de María Josefa Pignatelíi, condesa de Altheim. Ésta permaneció en Viena hasta su muerte en 1755 y se constituyó en el centro de la vida política de los exiliados españoles y en protectora de los más necesitados. A su vez, el marqués de Rubí estaba emparentado con el conde de Savellá, don José Antonio de Boixadors, casado con doña Dionisia Sureda de Sant Martí y Zaforteza —en las casas de los condes de Savellá y de Sástago se solían reunir los españoles en Viena para escuchar conciertos de música. Entre los emigrados se contaban, además, el duque de Alba, los marqueses de Poal y de Montrás, los condes de Aranda y de Erill; el barón de Esponellá, don Gaspar de Berart; don Juan de Lanuza, elevado a grande de España por don Carlos en 1720. En Viena se estableció también el jesuíta Alvaro Cienfuegos, fidelísimo del emperador; éste obtuvo del papa su elevación al cardenalato en 1720, y le nombró en 1739 embajador imperial en Roma, donde murió poco después. Terminada, diplomáticamente, la contienda sucesoria con las paces de Utrecht en 1713 —tratado ni suscrito ni aceptado por el emperador— y acabada la guerra con la toma de Mallor ca en 1715, muchos de los españoles refugiados en Austria e Italia regresaron a España. Sólo se les negó la entrada a los particularmente comprometidos con la causa imperial. Sé ha calcula do que fueron regresando más de 3.000 españoles, sobre todo a partir del año 1718, fecha de la positiva ruptura de Felipe V con la Santa Sede, que había patrocinado al archiduque Carlos de Austria desde los inicios de la contienda. Como emperador, Carlos VI, más favorable a los emigrados que la emperatriz, echó mano de muchos españoles para delicadas misiones de todo género. Don Diego Hurtado de Mendoza y Sandoval, marqués de Lacorzana, fue su segundo ministro plenipotenciario en Utrecht, trata do que Carlos se negó a suscribir, entre otras razones, por no respetarse en él las libertades polí ticas de que Cataluña y toda la Corona de Aragón habían gozado durante la época de la Casa de Austria; el emperador intentó de nuevo su restablecimiento en las conversaciones de Cambrai (1720), pero sin éxito. Otros españoles, como el marqués de Poal, sirvieron al Imperio en sus guerras contra los vecinos turcos. Las tirantes relaciones entre el regente de Francia, duque de Orleans, y los reyes Felipe V e Isabel Farnesio a proposito del matrimonio de Luis XV, hicieron posible la paz de Viena de 1725 con el Imperio. Por ella ambos contendientes reconocieron mutuamente los títulos nobilia rios y las honorificencias concedidas, se otorgaba una mutua amnistía general, se devolvían los bienes a los emigrados, y Carlos VI prometía no injerirse más en la defensa de las libertades catalanó-aragonesas.
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El acto de despedida de un gran número de españoles establecidos en Viena tuvo lugar, pre sente el emperador, en la iglesia de Montserrat, donde aquéllos habían solido celebrar sus fiestas religiosas. El franciscano aragonés fray Mateo Oliver había fundado en aquella ciudad la que se llamó tercera orden seráfica de los españoles. Con todo eso, no pocos permanecieron al servicio de Carlos VI en Austria, Nápoles, Sicilia y Bélgica. Algunos, por pertenecer a familias particularmente castigadas por Felipe, como la de Bach de Roda, ejecutado en Vic en el año 1713. Otros, particularmente vinculados a la adminis tración española en el exilio, como Aguirre, Verneda, Castellví, Ramón de Rialb y de Safont y muchos más. Para los austracistas, las calamidades aumentaron en 1734 con la nueva guerra entre España y el Imperio, que llevó a la conquista de los reinos de Nápoles y Sicilia para Carlos de Borbón, hasta entonces duque de Parma, Plasencia y Guastalla, y más tarde rey de España. En Sicilia, la guerra fue casi una nueva contienda civil española. El virrey imperial era el marqués de Rubí, que ya había ejercido el cargo de gobernador de Amberes y que entonces hubo de refugiarse en Malta. Lo propio tuvo que hacer el conde de Sástago tras la ocupación de Siracusa por los Borbones mediante una capitulación firmada por el coronel imperial Mayans. El general Jaime Carreras, que se vio obligado a entregar la plaza de Trípoli a los Borbones, fue luego gobernador de Fiume y de Milán, donde murió en 1743. Algunos españoles, casi todos catalanes, continuaron en Viena, perdida por los imperiales la guerra napolitano-siciliana. Así el conde de Savellá, presidente del Consejo Supremo de Flandes hasta la muerte del emperador en 1740 —aunque luego la animadversión de la emperatriz viuda, Elisabeth de Braunschweig, le movió a retirarse a Sampierdarena (junto a Génova), don de murió en 1745—; don Ramón Desvalls y de Vergós llegó a ser chambelán de la nueva empera triz María Teresa, que se constituyó en protectora de sus hijos; el conde de La Puebla, de la familia Colón de Portugal, fue el representante diplomático del Imperio en Berlín; y el teniente general de caballería don Sebastián Dalmau y Oller permaneció en Viena hasta su muerte, acae cida en 1762. Ya he notado que esta pervivencía nostálgica de España en la capital del Imperio, con las lenguas españolas presentes y respetadas en la siempre poliglota Viena, se reflejó luego en el Ber lín de Federico II, cuna del resurgimiento germánico de los tiempos modernos, y más tarde, en plena época romántica, reflorecerá en el profundo hispanismo de Austria y de Alemania entera. Cuando iban falleciendo en el exilio los últimos emigrados de la guerra de sucesión, estaba a punto de comenzar una nueva emigración española, el extrañamiento de los jesuítas en 1767, que había de contribuir de nuevo a vigorizar los contactos personales y la presencia cultural de España no sólo en Italia, antes también, como se ha apuntado ya, en la Francia de la Nouvelle encyclopédie y en el cosmopolita Berlín de la Academia de Ciencias. No es que la presencia española masiva comenzase en Italia durante el reinado de Carlos III. Provenía ya de la época del Renacimiento, y aun desde la fundación del Colegio de San Clemen te de los Españoles en Bolonia por el cardenal Albornoz en el siglo xiv. Desde mediados del Setecientos, políticos, cortesanos y eruditos ilustraron la corte y los reinos meridionales de Car los de Borbón; aquí no podemos dejar de mencionar a los ingenieros Roque Joaquín de Alcubierre y Francisco de la Vega, que descubrieron y en parte excavaron las antiguas ciudades de Herculano, Estabia y Pompeya. En Roma, los españoles se polarizaban en torno a la curia pontificia, a las administraciones generales de los religiosos y a los centros de enseñanza que de ellos dependían, a la Academia de la Arcadia y a la Embajada de España.
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De las instituciones papales, fue el Tribunal de la Rota la de más Constante presencia españo la, con sus dos auditores, uno por la Corona de Castilla y otro por la de Aragón, que subsistie ron aun después de la unificación política llevada a cabo en España por Felipe V. De los audito res roíales hemos de recordar a Benito Clemente de Aróstegui, creador, en Roma, de una Acade mia eclesiástica, más rica en proyectos críticos que en consistentes realizaciones; a los futuros prelados de Tortosá y Valencia el canonista Francisco Borrull y el político Tomás Azpuru, y a los cardenales Zelada, Despuig y Sentmenat. Dejando a un lado a los numerosos españoles profesores en el colegio romano y en varios conventos de la ciudad, y al peruano Francisco Javier Vázquez, jeneral de los agustinos y eficaz colaborador del gobierno español en la supresión de la Compañía de Jesús, hay que recordar a otros superiores generales, como el igualmente antijesuítico fray Juan-Tomás de Boixadors, dominico muy aferrado al tomismo tradicional y futuro cardenal; a Pedro Juan de Molina, fran ciscano, y a fray Pablo de Colindres, capuchino. Tanto la Accademia dei Lincei como la de la Arcadia, por ser romanas, fueron también en tonces internacionales. Entre los miembros españoles de está última que residieron más tiempo en Italia debemos mencionar, además de los ya recordados Aróstegui y Zelada, al alicantino Ma nuel Martí, tan venerado por Mayans; al cardenal Cienfuegos, a don Felipe de Borbón, duque de Parma, y a su hijo don Fernando; al musicólogo Antonio Eximeno, ex jesuíta valenciano, y a don José Nicolás de Azara. De todos los diplomáticos españoles acreditados en Roma, este último fue, primero como agente de preces y luego como ministro y embajador, el que más trabajó en favor de las comuni caciones culturales hispanoritalianas. En su tiempo, el Palacio de España fue también un centro de tertulias literarias y eruditas y de grandes empresas filológicas y estéticas, concretadas en las ediciones bodonianas de Horacio, Catulo, Tibulo y Propercio, en la difusión de las obras de Antonio Rafael Mengs y de Francesco Milizia, creadores de la estética neoplatónica de la belleza ideal; en el apoyo prestado al mayor esteticista español de aquel siglo, Esteban de Arteaga, y en la redacción de sus propias notas de estética y de sus Memorias, tan importantes para conocer las relaciones políticas y literarias entre España e Italia desde mediados dé siglo hasta el primer decenio del xix. De día en día conocemos mejor los contactos personales y culturales que tuvieron y cultiva ron en Italia algunos viajeros españoles. Entre los que consignaron por escrito sus itinerarios y sus reacciones sobresalen por su variado interés el canario Viera y Clavijo y don Leandro Fer nández de Moratín. Pero no hay duda que el centro de esas relaciones de cultura comparada y convivida lo ocupan, a partir de 1767, los jesuítas, y luego ex jesuítas exiliados. Todas sus actividades literarias constituyeron una presencia constante de España en la Italia central y septentrional, que se prolongó hasta los primeros decenios del siguiente siglo 8. Pero como final de este prólogo sobre la presencia española en la Europa dieciochesca sólo es posible aludir a sus principales obras que directamente y ex profeso trataron de temas hispánicos con el fin inmediato de suscitar la memoria y resucitar los contactos de España con Italia —y aun, más allá de los Alpes, mediante la traducción y difusión de sus obras, con Europa entera. Entre esas obras de carácter hispánico hay que colocar, sin contradicción ni paradoja algu na, las dos obras más enciclopédicas que dieron a luz los extrañados: la historia universal de la cultura que el valenciano Juan Andrés publicó bajo el titulo Dell’origine, progressi e stato attuale d fogni lettatura (siete tomos, Parma, 1782-1799), pronto traducida, total o parcialmen te, al francés y al alemán; y los veintiún volúmenes de la Idea dell’universo, obra de Lorenzo Hervás y Panduro, mucho más enciclopédica que aquella de Andrés.
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En los cinco últimos tomos de su Idea deU’universo, Hervás se adelantó a Johan Christoph Adelung y Johan Severin Vater y a Wilhelm von Humboldt en la programación de una lingüísti ca general. Este Catalogo delle lingue intuyó muchos problemas de la filología hispánica penin sular y concedió amplio espacio a las lenguas de América que misioneros y etnólogos españoles habían estudiado, y hasta intentado sistematizar. Juan Andrés, como crítico e historiador de la literatura, no comprendió el fenómeno barro co, atrincherado tras su neoclásico «buen gusto». Pero se abre con simpatía prerromántica hacia la edad media española: la ciencia hispano-árabe como fuente de la cultura científica altomedieval de toda Europa; el origen hispano-arábigo de la poesía rimada, sobre todo en lengua provenzal (que él identificaba con la catalana); la figura y la obra de Alfonso X el Sabio y las cronohistorias castellanas medievales; a pesar de su prevención antibarroca, motivos patrióticos y culturalistas le conducen a dar franca y laudatoria acogida a la escuela dramática española del siglo xvn, si bien reservando su máxima simpatía, como todos los neoclásicos españoles, a Garcilaso y a fray Luis de León, a Gutierre de Cetina y a Esteban Manuel de Villegas. En el siglo xvm italiano era ya un dogma que el «mal gusto» seiscentista, es decir, todo el barroco, se debía á influencia española —o «spagnolesca», en forma más despectiva—, mien tras la moderna filología comparada ha comprobado que los poetas barrocos literarios, sobre todo el caballero Marino, habían sido conocidos e imitados en España mucho antes de que los prosistas, dramaturgos y líricos españoles hubiesen comenzado a ejercer alguna influencia en Italia. Más aún, en un siglo en que los caracteres literarios, como las costumbres, se hacían depen der primariamente del clima, fue fácil achacar a los españoles no sólo la «decadencia» de la lite ratura italiana en el siglo xvn, sino también el declinar de la poesía clásica latina en su período argénteo o postaugusteo, en el que predominaron los ingenios procedentes de la Hispania roma nizada, ante todo y sobre todos Lucano, los dos Séneca y Marcial. Entre los dirigentes de esta campaña antiespañola, que enlazaba con el imperio romano, pronto se distinguieron Girolamo Tiraboschi, Giambattista Roberti y Clementino Vannetti. Como reac ción inmediata aparecieron las obras apologéticas de los catalanes Mateo Aymerich y Francisco Javier Llampillas, en quien luego insistiré, y del valenciano Tomás Serrano. Una prolongación europea de esta polémica italiana es la defensa de Lucano y de los otros hispanorromanos por Esteban de Arteaga, acusados aquéllos por Merian, secretario de la Real Academia de Ciencias de Berlín, de haber corrompido la poesía latina con involuciones filosóficas. En este ambiente de prevenciones hacia España y de interés por la antigüedad clásica se en marca la Storia critica di Spagna e della cultura spagnuola in ogni genere, una historia global o total dentro de las coordenadas de la Ilustración, de la que sólo los dos primeros tomos apare cieron en italiano (1781-1787). El primer volumen, introductorio, era un muy dieciochesco Di scorso storico-filosofico sul clima di Spagna, sul genio ed ingegno degli spagnuoli per Vindustria e per la letteratura, e sul loro carattere político e morale. De sus veinte tomos castellanos, mu chos aspectos hipercríticos han sido superados por la moderna crítica —aunque deseo subrayar que su actitud ante la existencia del Cid era más bien agnóstica que absolutamente negativa—; su idea de una Iglesia nacional visigótica parece una derivación de sus prevenciones contra los italianos y contra Italia en general, en la que entraba Roma y el pontificado, y una exacerbación de su españolismo a ultranza. Si fue útil a los regalistas del siglo xvm y a los retrasados jurisdiccionalistas españoles del xix, es la parte más caducada de toda la obra. Ésta sigue aún útil, y jen parte válida, en lo referente a la Hispania romana, la época que en su vertiente literaria había interesado a los filólogos polemistas exiliados que acabamos de mencionar.
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Pero, como ya he insinuado, las actitudes antiespañolas de Italia se polarizaban en torno al barroco. En este punto la Storia della letteratura italiana de Tiraboschi se daba la mano con la obra magua de otro ex jesuíta italiano, Saverio Bettinelli, Del risorgimento d ’Italia negli studi, nelle arti e nei costumi dopo il mille (1775), y tal vez también con algunas expresiones del hispanista meridional Pietro Napoli Signorelli en su Storia dei teatri antichi e moderrii. Contra estas tres obras dirigió el apasionado catalán Llampillas los seis tomos de su Saggio apologético della letteratura spagnuola contro le pregiudicate opinioni di alcuni scrittori moderni italiani (1778-1781). En los dos primeros volúmenes remacha las vindicaciones de los poetas hispanolatinos; en los restantes vuelve a exaltar la primacía de la poesía provenzal-catalana, la escolástica medieval que él cree originada por los árabes españoles, los escritores y músicos his panos del Renacimiento, la nueva escolástica del siglo xvi y toda la literatura española de los siglos de oro. Con más moderación, Juan de Osuna, desde su retiro de Cesena, flanqueaba esa misma acti tud y la extendía a la cultura española coeva en sus revistas Notizie politiche y Nofizie leiterarie, remozadas en 1793 con el título Genio letterario d ’Europa— título que nos hace caer en la cuen ta de la actitud supranacional de Osuna, y de que Chateaubriand, y con él el romanticismo, esta ba claramente a la vista. Pero esa labor colectiva de polemistas y de críticos hubiera quedado manca si no se hubieran esforzado por dar a conocer directamente a los italianos, por medio de traducciones, ceñidas y literarias a un tiempo, las poesías que creían más cercanas al gusto neoclásico predominante entonces. En esta empresa se les había avanzado, y los había superado, el hispanista véneto Giambattista Conti con su Scelta di poesie castigliane tradotte in verso toscano —recientemente se ha comprobado por completo haber sido Conti y su joven esposa los verdaderos protagonistas del moratiniano El viejo y la niña—. Hemos de reconocer que, como traductor, quedó muy lejos de él Juan Francisco Masdéu en la antología que adelantó en el Saggio de Llampillas y que com pletó luego en su colección aparte de Poesie di ventidue autori spagnuoli del Cinquecento tradot te in lingua italiana (Roma, 1786), firmada a la vez con sus propios nombres y apellidos y con el seudónimo académico de Síbari Tessalicense. También en sus obras de creación algunos de aquéllos emigrados, sobre todo tres dramatur gos valencianos, pusieron en circulación temas y personajes españoles, unos y otros lanzados al teatro con mayor elevación y fortuna por varios trágicos neoclásicos españoles, en particular por Vicente García de la Huerta. Baste recordar la Agnese di Castro, de Juan Bautista Colomes, que Leandro de Moratín juzgó estimable; Lucia Miranda, Sancio Garda y Giovanni Blancas, de Manuel Lassala; Marcella, Gonzalo della Riviera y La zíngara, de Bernardo García. * * * A lo largo de este prólogo he dicho y repetido que no era posible introducir en él todos los aspectos de la presencia cultural de España en Europa durante el siglo xvm. Teniendo que seleccionar los temas, he escogido aquellos que correspondían a una actitud y a unas reacciones colectivas: las de los viajeros extranjeros a través de toda España, y las de sus lectores, más allá de los Alpes; las de dos grandes polémicas que se suscitaron en ese período, sobre América —más en particular sobre la América española— y sobre España y su cultura; las de dos emigraciones que llevaron consigo una mayor presencia española en el Setecientos europeo que en los siglos anteriores: el autoexilio de los austracistas en la Viena del emperador Carlos VI y en sus dominios de Nápoles, Sicilia, Bélgica, el Milanesado y el Friuli, y el extraña miento de los jesuítas por la real pragmática de Carlos III.
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Por otra parte, esas resonancias de España en Europa reflejan y complementan, con su pro yección extrahispánica, muchos aspectos de su organización política y social, de su civilización y de su cultura, que aparecen como dispersos en los varios capítulos de este volumen. De ese modo espero que el presente prólogo ayude al lector a captar la esencial unidad de aquéllos, y su íntima trabazón con la vida misma de la España dieciochesca y con sus reflejos y refraccio nes europeos. N otas 1 Para todo este apartado, véanse las siguientes bibliografías: Raymond F oulché-D elbosc, Bibliographie des vo yages en Espagne et en Portugal , en «Revue Hispanique», III (1896), págs. 1-349, y en extracto como volumen con el mismo título (París, 1896; Amsterdam, 1962); A rturo F arinelli, Viajes p o r España y Portugal desde la edad media hasta el siglo X X : Divagaciones bibliográficas (Madrid, 1921-Roma, Í942); complementos a las dos obras anteriores y bibliografía sobre los viajes en F rancisco A guilar P iñal, Relatos de viajes de extranjeros p o r la España del siglo XVIII, «Boletín del Centro de estudios del siglo XVIII», IV-V (1978), págs. 203-208. Como estudios generales recientes, véanse: E lena F ernández H err, Les origines de VEspagne romantique: Les récits de voyage 1755-1823 (Paris, 1973); Gaspar G ómez de la Serna, L os viajeros de la Ilustración (Madrid, 1974); Ian R obertson, L os curiosos impertinen tes: Viajeros ingleses p o r España 1760-1855 (Madrid, 1976), y G eoffrey W. R ibbans, Catalunya i Valéncia vistes pels viatgers anglesos del segle X V III (Barcelona, 1955); M onroe Z. H after, Toward a H istory o f Spanish Imaginary Vo yages, en «Eighteenth-Century Studies», VIII (1975), págs. 265-282. Los viajes más importantes tienen su bibliografía especial, que puede hallarse fácilmente en las obras que se acaban de citar; añadiré M ario F. Bacigalupo, Una crítica de la imagen de España en la literatura de viajes: Giuseppe Baretti, en «Boletín del Centro de estudios del siglo xvm», VI (1978), págs. 47-63; autores varios, Jan Potocki y el «Manuscrit trouvé a Saragosse», en «Les cahiers de Varsovie», núm. 3 (1955); Jan P otocki, El manuscrito encontrado en Zaragoza , prólogo de Julio Caro Baroja, trad. y nota bio gráfica de José Luis Cano (Madrid, 1970, 1972); A rthur Young , Viatge a Catalunya , ed. de R. Boixareu (Esplugues de Llobregat/Barcelona, 1970). Consúltense, además, F rancisco Q irós L inares, Fuentes para la geografía de la circu lación en España: Algunos libros sobre los caminos españoles de los sig¿os X V I I I X I X (Oviedo, 1971); Joan F. Ca bestany i F ort, La red viaria catalana en 1779, en «Cuadernos de historia económica de Cataluña», XIX (1978), pági nas 199-212; y S. M adrazo, El sistema de comunicaciones en España, I-II (Madrid, 1984). 2 L a disputa del N uovo M ondo (Milán-Nápoles, 1955), y véase mi recensión en «Archiuum historicum Societatis Iesu», XXVI (1957), págs. 330-331; en traducción española, La disputa del Nuevo M undo (México, 1957). 3 Véase mi comunicación L*interesse americanista nell Italia del Settecento: II contributo spagnolo e portoghese en «Studi colombiani», II (Génova, Ï952 [1954]), págs. 611-620, y en «Quaderni ibero-americani», núm. 12 (1952), pá ginas 166-171; traducción española más anotada en las páginas 579-590 de la ob. cit. infra, x x x v ii , nota 8. 4 La mejor visión de conjunto de esta polémica se halla todavía en el libro de Luigi Sorrento, Francia e Spagna nel Settecento: battaglie e sorgenti d i idee (Milán, 1928). De las numerosas aportaciones posteriores citaré sólo G. Ca labro, Una lettera inedita sulla Querelle intorno alia cultura spagnola nel Settecento , en «Studi di letteratura spagnola» (Roma, 1966), págs. 191-203, y G. A nes, La «Encyclopédie méthodique» en España , en «Estudios en homenaje al profesor Valentín Andrés Álvarez» (Madrid, 1978), págs. 105-152, más la obra fundamental de François L ópez, Juan Pablo Forner et la crise de la conscience espagnole au X V IIIe siècle (París, 1976). 5 Cfr. mi ponencia sobre Las relaciones culturales hispano-francesas en el siglo XVIII: directrices historiográficas de la posguerra (expuesta en los coloquios hispano-franceses de historia, de Madrid, abril de 1965), en «Cuadernos de His toria», II (Madrid, 1966), págs. 205-249; traducción catalana con complementos bibliográficos en mi volumen Cata lunya a Vépoca moderna: recerques d ’historia cultural i religiosa (Barcelona, 1971), págs. 383-420. Otros complementos bibliográficos, con comentarios críticos, en los boletines publicados en el «Archiuum» cit. {supra, xxv, nota 2), XXXI (1962), págs. 407-415; XXXVII (1968), págs. 201-231; XXXVIII (1969), págs. 532-546; XLIII (1974), págs. 364-393; XLIX (1980), págs. 449-479; LVI (1987), págs. 171-208. 6 Ulterior bibliografía en las notas de este mismo volumen de la H istoria de España. Para mis aportaciones histó ricas, bibliográficas y documentales, véase la bibliografía compilada por M ario C olpo en «Studia historica et philologica in honorem M. Batllori» (Roma, 1984), págs. 869-962. 7 A falta de una investigación completa, basada en toda la documentación de España, Austria e Italia, me valgo sobre todo del excelente resumen de F. D uran Canyameras, Els exiliáis de la guerra de successió (Barcelona, 1964), basado en los fondos manuscritos y documentales de Barcelona y en la bibliografía española y austríaca más importante sobre esa emigración. 8 En este prólogo me limito a los temas polémicos centrados estrictamente en España y sus problemas culturales. Para éstos, en sus varios aspectos, véase mi volumen La cultura hispano-italiana de los jesuítas expulsos: españoleshispanoamericanos-filipinos, 1767-1814 (Madrid, 1966); consúltese también la Bibliografía citada supra, xxxm, nota 6, y la más resumida, por el mismo M. C olpo, Bibliografía [di M. B.] relativa alia Compagnia di Gesu, en «Archiuum his toricum Societatis Iesu», fase. LUI, ian.-iun. 1984 (LXXV annis completis R. P. Miquel Batllori y Munné dedica tum), págs. 7-29.
PARTE PRIMERA
ILUSTRACIÓN EUROPEA E
ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA
I
LOS CAUCES DE PENETRACIÓN Y DIFUSIÓN EN LA PENÍNSULA: LOS VIAJEROS Y LAS SOCIEDADES ECONÓMICAS DE AMIGOS DEL PAÍS POR
LUIS MIGUEL ENCISO RECIO
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CAPÍTULO I LOS VIAJEROS
El viaje no es un descubrimiento del siglo xvin, pero es entonces cuando alcanza unas ca racterísticas especiales. Al menos, son numerosas las descripciones de viandantes, algunas de singular interés, que han llegado hasta nosotros. España recibió bastantes visitantes, cuyos escritos están recogidos, en gran parte, en la reco pilación que, en su día, realizara García Mercadal \ El viaje se hizo importante en el siglo xviii y los libros de viajes se convirtieron en un género literario en sí mismo. Se puede decir que mu chos viajeros —algunos de los cuales, aparte de las noticias que ellos mismos proporcionan, nos son desconocidos—, llegaron a España con el simple afán de viajar y de escribir un libro de viaje. Y los que tenían otros motivos para hacer la visita, la aprovecharon también para es cribir. En general, como señala Sarrailh2, se trata de autores ocasionales, testigos poco fieles, y en general, poco escrupulosos, carentes de formación intelectual3. No voy a referirme aquí al viáje estrictamente científico, con objetivos muy concretos, esto es, al viaje proyectado para obtener conocimimientos geográficos, de economía, militares, nava les o relativos a las ciencias naturales4. Éstos tendrían cabida en unos párrafos dedicados a la Historia de la ciencia o de la economía. Tampoco se trata aquí del extranjero afincado en Espa ña por razones políticas, económicas o técnicas. Hablaré, más bien, del viaje sociológico y literario, de aquellos viajeros que llegaron con fines muy dispares y después narraron su expe riencia humana. No es difícil saber quiénes eran muchos de estos visitantes5. Algunos son hombres de negocios, que aprovechan para describir los lugares que tienen que visitar. Otros son nobles que, como los ingleses, hacen su grand tour, el periplo europeo que forma parte de su educación aristocrática. Parece ser que no eran muchos los que incluían a España en su itinerario. Unos terceros eran humanistas y escritores, que se sentían atraídos por un país excepcional y raro. Estos últimos vienen a ser los antecesores de los escritores románticos del siglo xix, aunque menos indulgen tes que los renacentistas con las peculiaridades de la idiosincrasia hispana. No faltan personajes de variada y curiosa procedencia, como el viajero y poliglota Silhouette6, que acabaría teniendo un puesto político de importancia en Francia, gracias al fa vor de la Pompadour; el sastre peregrino a Santiago, Guillermo Manier7, el religioso de San Jerónimo, Norberto Caino 8, o el aventurero Casanova9. La mayor parte de ellos, sin embar go, llegaron a España por motivos políticos: militares algunos, diplomáticos casi todos 10. Em
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bajadores acreditados o enviados extraordinarios, como el marqués d’Aubeterre n, Bourgoing12, o Saint-Simon13, que tuvieron especial interés en plasmar por escrito, no sólo su experiencia po lítica, sino otras múltiples peripecias. Como es lógico, en estas categorías entraban hombres de una procedencia geográfica muy amplia, aunque predominan franceses, ingleses e italianos. En principio, les interesa todo: la geografía y el paisaje, la vida urbana y rural, los contrastes del carácter, las costumbres y la educación; en fin, la comida, el atuendo o las diversiones14. No son en absoluto extraños a temas de mayor enjundia, como la cultura artística, literaria o científica, la política y la religión. Hasta qué punto pretenden ofrecer una opinión fundamenta da de todas las cuestiones es algo dudoso. Casi siempre se quedan en visiones superficiales, obtenidas tras una visita o una conversación rápida en un mesón o en casa de algún noble anfi trión, al amor de una taza de té. Porque, eso sí, estos viajeros ilustrados que critican el arcaísmo social de España siempre se hacen recibir por la aristocracia más o menos ilustrada. Sus juicios suelen ser bastante subjetivos15. Si se trata de ofrecer un dato concreto, no siem pre tienen una fuente de información precisa. Si es cuestión de juicios cualitativos, aparecen ma tizados por deficiencias serias, imputables a casi todos ellos. Un primer condicionante dimana de que la experiencia de los viajeros suele ser muy breve y refleja el estado de ánimo en que, ante el país desconocido, destacan más los contrastes negativos que los valores de sus formas de vida, aún no entendidos. El prejuicio ideológico en lo político-social o en lo religioso es una fuerte barrera que dificulta la comprensión objetiva. El viajero de allende los Pirineos es, fre cuentemente, un ilustrado que visita España con un cierto sentido de superioridad, predispuesto a dar más crédito e importancia a las confirmaciones de la leyenda negra, que creen ver, aunque no existan, que a la observación ponderada de la realidad16. En cualquier caso, el conocimien to que los viajeros tienen de España es siempre parcial y limitado; su documentación comple mentaria, recogida de obras menores, de poco mérito17. A pesar de todo, no podemos sacar una visión totalmente negativa de estos visitantes que, a su modo, trataron de hacer una observación crítica de la sociedad española. Algunos de ellos, como Bourgoing, Laborde18 o Townsend19, han alcanzando justa fama, y sus descripciones son frecuentemente citadas por los historiadores, aun con todas las reservas oportunas. Desde luego, sus escritos no forman un tratado de sociología; pero han ayudado a autores como Chastenet, u otros, a reconstruir la vida cotidiana. Tampoco son estos viajeros economistas; pero sus datos, por imprecisos que sean, sirvieron para que Desdevises du Dézert20 o R. H err21 complementaran, en su momento, una panorámica de las actividades económicas. Están lejos de ser unos eruditos, o unos conocedores de la cultura, y, sin embargo, Sarrailh pudo utilizar sus juicios para dar esa visión contrastada de la masa y la minoría, aspectos que resaltan en estos cronistas extranje ros. Muchos de ellos comprueban, con precisión mortificante, el atraso cultural —y hasta la superstición— del pueblo y de muchos individuos dirigentes y se congratulan, casi se sorpren den, cuando se encuentran con personas razonables. Así pues, la visión que de la vida española proporcionan los viajeros resulta algo peyorati va. Para ellos, en líneas generales, España era un país atrasado, a donde no habían llegado las luces de la cultura, dominada por costumbres y creencias arcaicas. De ahí que esperaran ver poco más que residuos casi folclóricos de pasados esplendores, en su opinión, afortunadamen te, marchitos. Algunos, desde luego, se sintieron atraídos por la bondad del clima —un infierno para otros—, la belleza del paisaje o del arte, las delicias de la mesa, la nobleza de los corazones o la belleza de la mujer española. Pero es difícil saber hasta qué punto estos juicios positivos provienen del reconocimiento de unos valores o sencillamente son fruto del agrado que se siente en un país
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F ig. 1,—José Viera y Clavijo. Grabado del siglo xix. (Foto Archivo Espasa-Calpe)
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y entre unas gentes a las que se cree dominar. Parece como si estas afirmaciones positivas provi nieran de la sorpresa y la concesión paternalista: en definitiva, del sentimiento de superioridad que experimenta el hombre ilustrado. Solamente aquellos extranjeros que, por su dedicación profesional, permanecieron más tiempo en España acabaron haciendo juicios más objetivos, fruto de un mayor conocimiento y com prensión de la vida española. En su día, los libros de viajes tuvieron un interés notable. Sirvieron como guía a otros visi tantes, incluso a los ejércitos invasores franceses; se convirtieron en catálogos de arte; pasaron por ser reflejo objetivo de la realidad española, y España fue conocida en Europa a través de estas descripciones. El enojo de autores españoles ante el cúmulo de mentiras, errores o aprecia ciones excesivamente parciales que se encuentran en no pocos de estos escritos de viajes—así, la conocida respuesta de José Nicolás de Azara a Swinburne, por ejemplo— 22 pone de mani fiesto su importancia y difusión. ¿Fueron los viajeros extranjeros canales de la Ilustración? Ciertamente, los anfitriones espa ñoles tuvieron interés en recibirles, y es seguro que en sus conversaciones se pusieron al corriente de lo que pudiera ocurrir al otro lado de los Pirineos; pero se trata de personas ilustradas, a quien, por lo común, no había que convencer de nada y que recibieron el elogio de sus visitantes.
No es pensable que estos hombres pudieran ejercer gran influencia en el cúmulo de mesoneros, campesinos, guías y el sinnúmero de individuos con quienes toparon en su más bien rápido cami nar. No es el viajero europeo el contacto más importante de España con el extranjero, aunque en algunos casos pudiera servir de testimonio de otras formas de vida y de pensamiento. En todo caso, la huella de sus relatos no es desdeñable como vehículo de los saberes ilustrados y el pensa miento europeo en sus variadas formas. Una visión diferente nos aparece si consideramos el viaje de los propios españoles. A los es pañoles les interesa salir de España para aprender. «La vuelta de Europa —dice Sarrailh— fue realizada igualmente por algunos españoles de la aristocracia, pero éstos dirigían su atención no sólo a los monumentos y a los cuadros, sino también a las manufacturas o a las minas. Y el afán utilitario explica por sí sólo el viaje que emprenden ciertos jóvenes artesanos o artistas, becados del Gobierno o de sociedades oficiales, para ir a perfeccionarse en su oficio o en su arte»23. Es decir, rara vez el español se ve impulsado por motivos estrictamente viajeros o tu rísticos; en general, tiene unos objetivos mucho más precisos. Entre los pocos que se mueven también en la órbita turística o similar hay algunos ejemplos de viajeros puros, como es el caso de Ponz y su «Viaje fuera de España» 2*, o de José Viera y Clavijo25. Más interés tienen, desde el punto de vista estrictamente viajero, los realizados dentro de Es paña. Estos caminantes no llamaron a su faena literaria, señala Gaspar Gómez de la Serna, via-
F ig. 3.—Pasajes (Guipúzcoa). Grabado de la obra Viaje pintoresco, de A. L. Joseph Laborde. Biblioteca Nacional. Madrid. (Foto Oronoz)
jes por España, «sino exacta y precisamente: viaje de España; porque era ella misma la que, de su mano, se echaba a caminar la propia tierra, para verse por primera vez reflejada en él como en un espejo» 26. El viaje de los españoles dentro de España cobra así un inusitado valor de descubrimiento de la realidad española. Si Ponz dedica su viaje, sobre todo, a los tesoros artísticos y ha pesado en la apreciación de historiadores del arte o geógrafos, como Sánchez Cantón o Dantín Cereceda27, Joaquín de la Puente o Edith Helman28, recuerdan que Ponz sintió la sociedad es pañola más allá de lo que correspondía a su menester artístico y que supo recoger la inquietud social ilustrada de su época. Y el ejemplo de Antonio Ponz, con ser brillante y conocido, no es el único. El viaje ilustrado va a permitir reflexionar, filosofar, con la experiencia por delante, sobre la vida del hombre y de las sociedades españolas de la época: se viaja para conocer al hombre y se viaja para conocer y así poder mejorar la sociedad; para observar la realidad y poder aplicarle los remedios oportu nos. El deseo de información y el sentido utilitario de la Ilustración están claramente presentes en estos viajes. Detrás de ellos late el afán característico del dieciocho español: la reforma. De ahí que el viaje ilustrado español, como recuerda Gómez de la Serna, está perfectamente planeado y, no pocas veces, dirigido desde el gobierno29. Tiene su motivación filosófica y sui causa inmediata; su forma de engarzarse oficialmente en la empresa general de los viajes de la Ilustración; su planteamiento y ejecución por etapas y, finalmente, su memoria, en la que no solamente se recoge la descripción, sino las proposiciones para una política adecuada. Desde el viaje de Gaspar Naranjo, en 1701, para ver los lugares con posibilidades para el desarrollo de la industria textil30, hasta los que Jovellanos recoge en sus Diarios, el siglo xvm
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español está lleno de estos viajes. Algunos, como los de Bowles, W ard31, Sarmiento o Cavaniiles, por ejemplo, son viajes de naturaleza científica32. Pero hay otros que responden más al mo delo del viaje sociológico y literario, también histórico, al estilo del que hacían los extranjeros en España. El largo viaje de Antonio Ponz, el viaje a Extremadura de Campomanes; los viajes de Vargas Ponce, Isidoro Bosarte, José Ortiz,Triarte, Moratín, Jovellanos, o los de Nicolás de la Cruz y Bahamonde33, ya a fin de siglo, son sólo una muestra de que el viaje se había con vertido, también en España, en una actividad cultural de importancia más que mediana. También Gómez de la Serna34 ha señalado lo que podrían ser las características del viaje ilus trado español, que, dicho sea de paso, no contrastan con las características de los viajes europeos, pero sí con las de la mayor parte de los viajeros foráneos que caminaron por España. Son los siguientes: reformismo pedagógico —enseñar para poder recoger el fruto—; conciencia de la realidad —intento de objetividad científica—; criticismo y politización de la experiencia lite raria; esto es, colaboración con el Estado ilustrado en su afán reformista. Desde el punto de vista literario, las descripciones se mueven, en general, dentro de un tono austero, aunque en sí formen todo un género literario, al que no siempre se ha dedicado suficiente atención. Los viajes de los españoles sí se nos aparecen entonces como un vehículo de la Ilustración. No es un viaje motivado por afanes personales de conocimiento del extranjero, sino que se vuel ca hacia el servicio de todos. Los viajeros no fueron a decir á los habitantes de cada una de las regiones cuál era la panacea para sus males; pero informaron a los dirigentes del país y a la opi nión pública de cuáles eran los problemas. Esta información formaría, como en el caso de los proyectistas, un importante bagaje que, en ocasiones, pudo influir en el ánimo de los políticos reformistas. . La procedencia geográfica, social o profesional de los viajeros es muy variada. También fue ron distintos sus motivos y circunstancias, pero su labor dio fruto. Todavía hoy sus descripcio nes aparecen como una interesantísima fuente de información histórica. No siempre el dato es exacto, sobre todo, si se refieren a cuestiones estadísticas; pero la mentalidad de la Ilustración, sus frustraciones y esperanzas, están ahí presentes. Aunque haya que acoger sus datos con pre caución; aunque la mayoría de ellos vean lo que querían ver y no otra cosa, como explica Do mínguez Ortiz35, no por ello vamos a olvidar que en este tipo de literatura se encuentran numerosos aspectos significativos para el conocimiento de la realidad y de la mentalidad de sus protagonistas. El elenco de los viajes de España forma también, con todas sus deficiencias, un primer apunte sociológico del variado mosaico regional español.
N otas 1 J. García Mercadal (ed.), Viajes de extranjeros p o r España y Portugal, Madrid, 1962, vol. III, «El siglo XVIII». Existe una selección más reducida del mismo autor, Viajes p o r España, Madrid, 1972. También, las bibliografías clási cas de R. Foulche-D elbosc, Bibliographie des voyages en Espagne.et au Portugal, París, 1896, y de A. Farinelli, Viajes p o r España y Portugal desde la E dad M edia hasta el siglo X X , Madrid, 1920. Para los precedentes es indispensa ble el interesante y bien documentado análisis de P atricia S h a w F airman , España vista por los ingleses del siglo XVII, Madrid, 1981. 2 S arrailh, La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, México, 1957, pág. 322. 3 A. D omínguez O rtiz, Sociedad y Estado en el siglo X V III español, Barcelona, 1976, pág. 122. 4 Uno de los ejemplos más notables de este tipo de viajes, tan característicos de la Ilustración, aunque en este ca so sea un viaje a la América española, es el realizado por Jorge Juan y Antonio de Ulloa, junto con científicos franceses, á partir de 1735, con objeto de determinar la verdadera figura de la Tierra. Véase su Relación histórica del viaje a la América Meridional, Madrid, 1748. En la introducción a la reproducción facsímil (Madrid, 1978), J. P. M erino N ava rro y M. E. R odríguez de San V icente comentan: «El lector va a encontrar en la Relación mucho más de lo que Jor ge Juan expone en sus M em orias : vías de comunicación, sistema de transporte, demografía, producciones agropecua-
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rías, vestimenta y costumbres, clases y castas sociales, accidentes geográficos... Poco escapó a la enorme curiosidad de nuestros investigadores» (pág. xv). Los viajes de Jorge Juan y Antonio Ulloá por Eujropa, en los que se mezclan el inte rés científico y el espionaje industrial, han sido analizados por diversos autores: J. F. G uillen-tato, L os tenientes de navio Jorge Juan y Santacilia y Antonio de Ulloa... y la medición del meridiano, Madrid, 1936 —especialmente, pági nas 199-228—; J. L. M orales, Jorge Juan en Londres, en «Revista General de Marina», núm. 184 (1973), págs. 663-670; A. Lafuente- J. L. P eset, Política científica y espionaje industrial en los Viajes de J. Juan y A . de UUoa (1748-1751), en «Mélanges de la Casa de Velâzquez», XVII (1981), págs. 267-299, y J. P. M erino L a A rm ada españofa en el siglo XVIII, Madrid, 1981. Recientemente, Ju a n H elguera ha aportado nuevos datos e interpretaciones en su tesis doc toral —inédita, Valladolíd, 1987— y ha estudiado los viajes de Enrique Enriqui, Dámaso Latre y Agustín de Hurtado. 5 Para conseguir información, Patricia Shaw acude a «los ingleses que de España tenían conocimiento de primera mano: en primer lugar, los que viajaban por tierras españolas con auténtico afán turístico, y en segundo lugar, los que visitaban España, o vivían en ella por razones profesionales, como los diplomáticos y los comerciantes... También nos pareció interesante saber en qué medida este conocimiento de España estaba difundido en Inglaterra y hasta qué punto se veía éste deformado por los acontecimientos políticos del momento o las ideas personales del individuo, y cuáles eran los aspectos de la vida española que más interés duradero despertaban en la nación inglesa», P. Shaw Fairman , op. cit., págs. 8-9. 6 Su libro Viaje p o r España se editó por primera vez en París en 1770. 7 Quien añadiría a su descripción un vocabulario francés-español. Véase J. G arcía M ercad al , op. cit., ed. 1972, pág. 272. 8 Lettere d'un viaggiatore italiano a Un suo am ico , Luca-Milán, 1759-1767. 9 J. Casanova de Seingalt, M émoires de, París, 1931-1933. La edición original en Leipzig-Bruselas-París, 1826-1838. El viaje por España es de fecha 1767-1768. 10 «Al convertirse nuestro país en punto de mira de la atención europea, acreció en considerable número la llega da de visitantes extranjeros, venidos unos como diplomáticos a cara descubierta o como observadores de incógnito, y al estallar la guerra de Sucesión, llegados otros como militares para tomar parte en ella, en uno u otro bandos.» J. García M ercadal, prólogo al volumen III, op. cit., ed. 1962, pág. 9. Diplomáticos y militares siguieron viniendo a España durante todo el siglo. 11 Cfr, J. Sarrailh , op. cit., pág. 20. 12 J. F. B ourgoing, Tableau de TEspagne m oderne , París, 1789. 13 Aunque sus M ém oires se escribieron más tarde, su viaje a España es de 1722. 14 En esto no se diferencian mucho de anteriores viajeros. Véase el trabajo citado de P. S haw Fairman , passim . 15 Cfr. a este respecto los trabajos de J. S arrailh, Voyageurs françaises au XVIIIéme siècle. De l ’a bbè Vayrac à l ’abbè Delaporte, en «Bulletin Hispanique», 1934, núm. 1; o de G. D esdevises du D ézert , La société espagnole au XVIIIèm e siècle, Nueva York-Paris, 1925, págs. 382 y sigs. 16 A. D omínguez O rtiz precisa que «ven lo que ya de antemano pensaban ver», op. cit., pág. 122. Y C. Corona B aratech escribe: «La visión y la calificación de España, de los españoles, de jas costumbres, formas de vida e ideas, llegan a constituir un cuerpo de doctrina tan arraigado, que ha perdurado hasta nuestros días. Se incorporan a los esque mas previos de la leyenda negra y fructifican con la sensibilidad romántica atraída por el pintoresquismo, por lo exótico, lo extraño a las normas del propio ambiente...» C. Corona, «Prólogo» a J. A. F errer B enimeli, El Conde de Arando y su defensa de España, Madrid-Zaragoza, 1972, pág. 8. 17 Ése es el juicio de J. S arrailh , La España ilustrada, pág. 322, y el de M. D efourneaux , L ’Inquisition espa gnole et les livres françaises au XVIII siècle, Paris, 1963, pág. 113. iè À. d e L aborde , Itinéraire descriptif de l ’Espagne, 5 vols.,. Paris, 1808. En su otra obra, Voyage pittoresque..., aseguraba que España era un país desconocido a pesar de su gran interés histórico. Cfr. J. A. Ferrer B enimeli,
op. cit., pág. 15. 19 J. T ownsend , A Journey through Spain in the Years 1786 and 1787 , 3 vols., Londres, 1791. 20 G. D esdevises du D ézert, L ’E spagne de i.'Ancienne Régime. La Richesse et la civilisation, Paris, 1904. 21 R. H err, España y la revolución del siglo X V III, Madrid, 1964. 22 «Es tan perspicaz su penetración —escribe Azara de Swinburne—, que, a los dos o tres días de haber entrado en España, ya había descubierto que todos los caminos eran malos, las posadas peores, el país parecido al infierno, donde reina la estupidez; que ningún español tiene ni ha tenido crianza, sino los que han logrado la dicha de desasnarse con la politesse de los ingleses o franceses...» J. N icolás de A zara , en su «Introducción» a G. B owles, Introducción a la historia natural y la geografía física de España , segunda edición, Madrid, 1782. Azara se refiere con ironía al Viaje de España, de H. S w inbu ^ n e ; seguramente se trata de sus Travels through Spain in the Years 1775 and 1776, 2 vols., Londres, 1787. La cita de Azara en J. Sarrailh, La España ilustrada, pág. 322, n. 134. También se podría citar la respuesta de Aranda a las aseveraciones del marqués de Langle en su Voyage de Figaro en Espagne. Véase J. A. F errer B enimeli, op. cit., passim. 23 J. Sarrailh , La España ilustrada, pág. 340. 24 Son dos volúmenes publicados en 1787 y 1791. Recoge el viaje de A. Ponz a través de Francia, Inglaterra y los Países Bajos. Un estudio de estos viajes, así como de su más importante Viaje de España, en J. de la P uente , La vi sión dé la realidad española en los viajes de don Antonio P on z , Madrid, 1968. 25 J. V iera y C lavijo, Apuntes del diario e itinerario de mi viaje a Francia y Flandes, Santa Cruz de Teneri fe, 1849 (el viaje fue realizado en 1777-1781). Del mismo, Viaje a Italia y Alemania, Santa Cruz de Tenerife, 1849. Véase, en relación con estos viajes, el estudio de J. Blanco M ontesdeoca, Biografía de D . José de Viera y Clavijo, en J. de V iera y C lavijo , Extracto de las actas de la Real Sociedad Económica de A m igos del País de las Palmas (1777-1790), Las Palmas de Gran Canaria, 1981, págs. 15-46. 26 G. G ómez de la Serna , L os viajeros de la Ilustración, Madrid, 1974, pág. 11. 27 F. J. Sánchez Cantón , E l «Viage de España» y el arte español·, J. D antín C ereceda, España vista p o r don A ntonio P o n z , ambos en «Revista de Occidente», XXIV (1925).
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HISTORIA DE ESPAÑA
28 J. de la P uente , op. cit.; E. H. H elman , Trasmundo de Goya, Madrid, 1963. 29 G. Gómez de la Serna , op. cit., págs. 75-76. 30 A Gaspar Naranjo y Romero se le pidió «que investigase los medios de establecer fábricas de paños y otras co sas en Castilla para vestir a las tropas, y averiguase las condiciones de cada lugar para formarlas, imitando los géneros extranjeros. Aceptó el encargó y recorrió Cuenca, Sigüenza, Soria, Burgos, Palencia, Toledo, Córdoba y Jaén. J. Ca rrera P ujal , Historia de la Economía española , vol. III, Barcelona, 1945, págs. 85-86. En 1703 escribiría, a conse cuencia de su viaje, su Antorcha que alumbra para em pezar la restauración económica de España p o r m edio de su co mercio interior y fábricas de sus naturales. 31 Antes de escribir su Proyecto económico (en 1762, aunque publicado en 1779), Ward viajó por Europa y Espa ña, como se explica en el prólogo. A pud. G. G ómez de la Serna , op. cit., págs. 73-74. 32 Cfr. G. G ómez de la Serna , op. cit., pág. 79. 33 Ibídem. 34 Ibíd., págs. 81 y sigs. 35 A. D omínguez O rtiz, op. cit., pág. 122.
CAPÍTULO II L A S SOCIEDADES ECONÓMICAS DE AMIGOS DEL PAÍS S umario: 1. La historiografía sobre las Sociedades Económicas. — 2. La génesis de las Sociedades. — 3. Los modelos de Sociedades: la Vascongada y la Matritense. — 4. La evolución de las Sociedades Económicas en la España del siglo XVIII. — El nacimiento. — El auge. — La decadencia. — 5. Sociografia de los Amigos del País., — 6. La obra de las Reales Sociedades. — La agricultura. — La industria. — La Economía Política. — La educación. — La asis tencia social. — 7. Conclusiones. — N otas.
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L a h is t o r i o g r a f í a s o b r e l a s S o c i e d a d e s E c o n ó m i c a s
En 1906 apareció una de las famosas obras de Rafael María de Labra sobre las Sociedades Económicas de Amigos del País1. Por aquellos años, los especialistas en el tema manejaban una documentación escasa y una bibliografía poco rigurosa, en la que destacaban la vieja síntesis de Lesén Moreno 2 y los textos de las Asambleas Generales de las Sociedades Económicas. Durante el primer tercio del siglo xx se produjo una ampliación del campo de conocimientos, gracias a las obras de Juan Pío Catalina García Pérez 3, Julio de Urquijo 4 y otros autores. Pero hay que esperar a los años cincuenta para toparse con estudios de verdadera en tidad. Una de las síntesis más logradas se contenía en L ’Espagne eclairée, de J. Sarrailh5. Sus in vestigaciones en Madrid, Zaragoza, Barcelona y otras ciudades; las orientaciones que le propor cionó J. de Urquijo sobre la Real Sociedad Vascongada; el manejo de fuentes impresas sugerentes y de autores del siglo xvm que* si se conocían, no se habían interpretado en su verdadera dimensión; la lectura de actas de juntas, estatutos, disposiciones legales y periódicos de la época, le permitieron recomponer un interesante panorama global. Como en otras ocasiones, el ex rec tor de París exageraba el influjo de Academias y Sociedades extranjeras sobre las Sociedades Económicas españolas. Al año siguiente de aparecer la obra de Sarrailh, publicó E. Novoa un libro de divulgación6, destinado a analizar, sobre todo, la influencia de las Sociedades en la emancipación iberoamericana. Por las mismas fechas, don Ramón Carande, patriarca de los his toriadores españoles, dio a luz su conocido trabajo sobre El Despotismo ilustrado de los Amigos del País1. Aparte el. original estilo y la cuidada sistemática, el maestro brindaba una panorámi ca concisa y suficientemente significativa, aportaba datos y referencias extraídos de la colección Sempere y Guarinos y acreditaba la conexión de las Sociedades Económicas con el despotismo
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ilustrado y las «reformas» concernientes «a la elevación del nivel de vida espiritual y material de los españoles durante el reinado de Carlos III». En 1958 vieron la luz dos importantes estudios. En el primero de ellos, titulado The Eighteenth Century Revolution in Spain, ampliamente conocido años después, Richard H err8 incluía un apretado resumen sobre las Sociedades Económicas, a las que calificaba de «conductos de la Ilustración». El libro de Robert Jones Shafer9, aparecido también en 1958, vino a ser, en aque lla época, el punto de referencia básico y más completo sobre el tema. Las fuentes manejadas por el autor eran muchas, en especial, publicaciones o impresos relacionados, por lo que a Espa ña respecta, con las Sociedades Vascongada, de Madrid, Valencia, Segovia y San Cristóbal de la Laguna. La bibliografía era asimismo amplia, aunque no bien seleccionada. En cuanto a las conclusiones, tenían interés para las Sociedades Económicas españolas, pero apuntaban, sobre todo, a reconstruir la historia de las Sociedades hispanoamericanas. Con posterioridad, y hasta la publicación por Anes de su artículo sobre «Coyuntura econó mica e Ilustración: Las Sociedades Económicas de Amigos del País»10, sólo cabe mencionar tra bajos de orientación monográfica. El texto de Anes, invocado con frecuencia en los años seten ta, «pretendía establecer conexiones entre el auge económico de la segunda mitad del siglo xvm , —singularmente, el aumento de los precios agrícolas con sus repercusiones sociales, y el incre mento de la producción agraria— y la mentalidad ilustrada. Partiendo de la decadencia del si glo xvn, explicaba el cambio ocurrido en la centuria «ilustrada», basado en el «aprovechamiento de fuerzas productivas ya existentes..., pero que consagraron las diferencias de desarrollo entre centro y periferia». Se dieron en el siglo xvm «las condiciones para la colaboración de nobles, eclesiásticos, burgueses, campesinos y trabajadores de las ciudades en el intento de intensificar la producción y conseguir una cierta liberalización. Pronto se formaron los cauces por los que se pretendía alcanzar estos objetivos: las Sociedades Económicas de Amigos del País. El Gobier no ilustrado ve en ellas el instrumento adecuado para difundir las luces y fomentar el desarrollo de la economía». Aparte del objetivo fundamental de establecer las relaciones entre las Socieda des y el contexto socioeconómico que las precede y acompaña, Anes añadió informaciones e in terpretaciones sugestivas. En la década de los setenta, las investigaciones sobre Sociedades Económicas se han amplia do considerablemente. Georges y Paula Demerson y Francisco Aguilar Piñal, autores de mono grafías excelentes, relacionadas, de una forma u otra, con las Económicas, publicaron en 1974 una obra importante y de gran utilidad: Las Sociedades Económicas de Amigos del País en el si glo XV III. Guía del investigador11. En ella se resumía y clasificaba la bibliografía existente hasta entonces y se proporcionaba una orientación fundamental sobre la documentación a emplear en futuros trabajos. Dos años antes se habían publicado las comunicaciones presentadas al Con greso de San Sebastián sobre las Reales Sociedades de Amigos del País y su obra12. La larga nómina de historiadores o eruditos que se incluyen en este último libro, y en el de los Demerson y Aguilar, registra un predominio abrumador de los estudios parciales o monográficos. A ellos se han añadido ensayos de síntesis, como los de Ruiz y González de Linares13 o Alborg14. En el ámbito universitario se ha prestado también atención al tema, y buena prueba son las tesis o tesinas dirigidas por los profesores Anes, Sánchez Montes, Comellas, Gómez Molleda, Coro na, Espadas Burgos, Béthencourt y Enciso, respectivamente, en Madrid, Granada, Sevilla, San tiago de Compostela, Zaragoza, Madrid, La Laguna y Valladolid. El abanico se extiende más si se consideran las ponencias presentadas a Congresos regionales de Historia, como los del País Valenciano, Andalucía o La Rioja. Los frutos esenciales de la bibliografía última aparecen com pendiados en las obras de Forniés Casals, Carmen Fernández Casanova, Rosa González,
LOS CAUCES DE PENETRACIÓN Y DIFUSIÓN EN LA PENÍNSULA
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J. L. Castellano y en las mías propias relativas a la Real Sociedad Aragonesa de Amigos del País15, La Sociedad Económica de Santiago de Compostela en el X I X 16, La Real Sociedad Económi ca de Amigos del País de León11, Luces y reformismo. Las Sociedades Económicas del Reino de Granada 17 bis y Las Sociedades Económicas castellano-leonesas. Apunte institucional y sociológico18. 2.
L a g é n e s is d e l a s So c ie d a d e s
En toda Europa occidental surgieron, a mediados del siglo xviii, una serie de grupos que se reunían en academias, sociedades o juntas con el proposita de impulsar las «reformas» de todo orden. Algunas de ellas recibieron desde sus primeros pasos el apoyo del Estado; otras fue ron fundaciones particulares. Por citar ejemplos destacados, podemos referirnos a las Socieda des o Academias de Zurich, Berna, París, Dublin, Toscana, Suecia, Bretaña y San Petersburgo. «La idea de unirse cierto número de celosos patricios para promover los intereses de su nación —escribe Ward en 1762— no es nueva en Europa, habiendo en Suecia, Toscana y Bretaña de Francia academias destinadas a perfeccionar la agricultura por medio de sus especulaciones, ex perimentos y sabias observaciones; y ahora últimamente ha establecido el rey de Francia una sociedad de agricultura para el partido de París y otra para el de Tours, y cada una de ellas se compone de diferentes cuerpos de vocales que tienen sus respectivos departamentos y sus juntas en las ciudades cabezas de ellos. Pero ningún establecimiento de este género iguala a la sociedad de Dublin, en Irlanda, la que extiende su cuidado generalmente a todos los ramos de los intereses domésticos de nación»19. En España, la inquietud reformadora se polariza pronto en torno a tertulias, «academias lo cales, reuniones de hombres generosos y competentes, corifeos de la gran cruzada... que debe transformar la suerte de sus compañeros»20. «Así surgen, entre otras, la Sociedad Médica de Sevilla, la Academia de Medicina de Madrid, las tertulias de Azcoitia, la Real Academia de Cien cias de Barcelona, las tertulias de la madrileña Fonda de San Sebastián. Al lado de estas Acade mias literarias o científicas... aparecen las Sociedades Económicas, cuyo objeto... es la prosperi dad del país, y cuyos programas de trabajo tienden... a resultados prácticos»21. ¿Debemos suponer que las Academias y Sociedades españolas fueron fruto directo o indirec to del influjo extranjero? Ése era el punto de vista de algunos autores de finales del siglo xix o de comienzos de nues tra centuria. F. Hernández Iglesias22 opinaba que las Sociedades de Berna y Dublin influyeron poderosamente en España, y lo propio afirmaba Zoilo Espejo23. Con mayor carga argumen tai, defendió la misma hipótesis Jean Sarrailh. El hispanista francés trajo a colación los testimo nios de Capmany, Ward, Campomanes, Hernández de Larrea o Miguel Jerónimo Suárez, para quienes las Academias o Sociedades, preferentemente, las de Berna, Dublin, París y Bretaña, constituían un ejemplo a imitar24. De especial manera, los españoles se dejaron ganar por el mo delo de esas academias provinciales francesas que tan certeramente describiera Mornet en su li bro clásico y excelente sobre Les origines intellectuelles de la Révolution française25. Por su par te, Sarrailh aporta datos que acreditan «el interés de las Sociedades Vascongada, Matriten se y Aragonesa por los estudios y memorias de Academias científicas de Francia, Alemania, Inglaterra, Prusia y Suecia y a los contactos de las españolas con otras sociedades europeas»26. No muy distinta es la opinión de Richard Herr. A su juicio, las Sociedades Económicas cons tituyeron un «conducto de la Ilustración en España», y tuvieron su origen en «la iniciativa par ticular [del] conde de Peñaflorida, quien de joven había estudiado en Francia y en 1746 había regresado de dicho país con el afán de ver imitadas en España las Academias y las sociedades
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HISTORIA DE ESPAÑA
eruditas que estaban alcanzando tanto éxito en el extranjero [como, por ejemplo, la Academia de Ciencias de Toulouse]»27. En los últimos años, la historiografía ha matizado más la deuda que las Económicas españo las tienen respecto a sus homologas europeas. Bitar Letaif admite sólo un paralelismo temporal entre ambas28. Miguel Batllori interpreta que el venero fundamental de los Amigos del País es pañoles estaba en el despotismo ilustrado vasco, y singularmente, en la Sociedad Vascongada29. Ruiz y González de Linares minusvalora también los signos de dependencia respecto a las Aca demias o Sociedades de Francia, Suiza, Inglaterra y Rusia30. Con posiciones más eclécticas y perfiladas, Rosa González ha aducido algunos ejemplos, como el escaso conocimiento que Campomanes tenía de la Sociedad de Dublín, para afirmar que en ese caso y en otros «no puede hablarse más que de una interrelación ideológica inicial, de la que [las españolas] serían [dependientes]»31. A su modo de ver, «hay dos grupos con los que las Económicas [españolas] muestran... analogías claras. El primero, constituido por las Sociedades.de Dublín, Toscana, Suecia, Bretaña y París...; como ellas, nuestros institutos estaban orientados al fomento de la prosperidad nacional. El segundo está compuesto por las Sociedades de Enseñanza o Sociedades Literarias, que proliferaron en Francia antes de 1788 y que, en principio, no tuvieron probable mente carácter revolucionario ni signo republicano. Contribuyeron a extender —recuerda R. Gon zález siguiendo a Mornet y Sarrailh— la curiosidad filosófica, el espíritu crítico y el gusto por todas las discusiones. Fueron una especie de universidades libres donde se enseñó física, literatu ra, historia, astronomía, botánica y otras ciencias y, asimismo, centros de conferencias más o menos informales, cuyo fin primordial era el servicio a la ciencia y a la humanidad»32.
3.
Los
MODELOS DE SOCIEDADES: LA VASCONGADA Y LA MATRITENSE
En realidad, las Sociedades Económicas españolas derivan, principalmente, de dos modelos: el de la Vascongada y el de la Matritense. Como es bien sabido, la Sociedad Vascongada tuvo su origen en las tertulias de Azcoitia, donde se reunían nobles, clérigos y otras personalidades y donde se hablaba de ciencias, literatu ra, artes, historia y cuestiones de actualidad política y social. Esas reuniones fueron reglamenta das en 1748, y articuladas poco después con las de Azpeitia, bajo la inspiración de Xavier María de Munibe, conde de Peñaflorida, apasionado de la música y de las ciencias. En la Junta Acadé mica de Azcoitia, el joven Munibe presentó, en 1763, el Plan de una Sociedad Económica o Aca demia de Agricultura, Ciencias y Artes útiles y Comercio, adaptado a las circunstancias y econo mía particular de la «muy noble y muy leal provincia de Guipúzcoa». Superadas algunas resis tencias, Peñaflorida fundó la Sociedad en 1764, y recibió la autorización del secretario Grimaldi en 1765. En realidad, la idea no era nueva. Macanaz había propuesto un proyecto semejante a Felipe V, y Ensenada insinuó a Fernando VI la conveniencia de crear las «Sociedades Económicas»33. Ward avanzó un paso más al referirse a unos «cuerpos itinerantes» similares a las posteriores Económicas de Amigos del País34. El «diarista» Nipho escribió en su Estafeta de Londres sobre la Sociedad de Agricultura, Comercio y Artes de la Baja Bretaña y de otras inglesas e irlandesas35. Después de someras consideraciones, concluía: «Personas juiciosas que animan un verdadero amor a la patria desean que se establezcan corporaciones para suplir con su estudio lo que se ignora»36. La intención de los vascos Amigos del País era «fomentar la agricultura, la industria, el co mercio, las artes y las ciencias. Pronto recibieron permiso real para enseñar latín, francés, geo-
grafía, Historia de España y física experimental. Para mejorar la economía regional compraron simiente de lino de Riga, mantuvieron una fábrica de cuchillos, ofrecieron mil reales al que escri biera una memoria sobre el mejor fuelle de fábrica y fundaron una biblioteca de libros extranje ros y nacionales, de carácter práctico, en Vergara. El primer acto público tuvo por objeto la lectura de ensayos y los exámenes orales de cinco estudiantes. En 1768, la Sociedad publicó una colección de las memorias que habían sido presentadas en sus reuniones; en ellas se encontraban sugestiones útiles tocantes a la agricultura, el comercio y la industria. Tres años después, el Go bierno seguía mostrando interés por el grupo, el cual, patrocinado por el rey, añadió a su título el epíteto “ Real” » 37. Las ceñidas palabras de Herr resumen bien el significado y actividades de la Vascongada. Una amplia bibliografía ha puesto de manifiesto la ingente labor de los «cabelleritos» en las dé cadas de los sesenta y los setenta38. De las diversas secciones de la Sociedad —modificadas en varias ocasiones—, se han señalado como más importantes la de agricultura, orientada, sobre todo, a la utilización de nuevos instrumentos, la repoblación del arbolado y la economía rural; la de ciencias y artes útiles; la de industria y comercio, coordinada con la de agricultura; la de arquitectura, proyectada a mejorar el urbanismo; la de «economía animal», encaminada a re mediar las epidemias del ganado; la de economía doméstica, dispuesta para difundir los nuevos medios para la conservación de alimentos, y la de política y buenas costumbres. Sorprende la
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HISTORIA DE ESPAÑA
EXTRACTOS DE
LAS
JUNTAS GENERALES CELEBRADAS POR
LA
REAL SOCIEDAD BASCONGADA DE
LOS
AMIGOS DEL PAIS, EN
POR
LA
VILLA
JULIO
EN N I
BALTASAR
DE
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BILBAO
1790.
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F ig. 5.—Documento de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País. (Foto Archivo Espasa-Calpe)
IMPRESOR DB U
HUMA REAL SOCIEDAD ARO DB X J9 ·.
variedad de temas tratados por los vascos, desde los más importantes a los más nimios: el bauti zo de los recién nacidos, el abono de tierras con marga, el cultivo de la colza, el ahumado de la pesca, el perfeccionamiento de la metalurgia o la condición y valor de la nobleza y su compati bilidad con el comercio, el lujo —rechazable para unos, y para otros, fuente de innumerables beneficios—, las formas de gobierno —discurso de Ibáñez de la Rentería, influido por Montesquieu y Mirabeau— y la difusión de nuevos cultivos. Un capítulo singularmente importante para los «Amigos del País» vasco fue el de la educa ción. Favorecieron la fundación de escuelas y dieron la máxima importancia a la enseñanza de la lengua castellana. La Sociedad envió becarios a diversos países de Europa, solicitó informa ción a expertos extranjeros sobre la metalurgia y mineralogía y se relacionó con sabios extranje ros e importó profesores tan reputados como Proust, Chavaneaux o los dos Elhuyard. Tres rea lizaciones destacan en este ámbito: el proyecto de una Escuela de Náutica en San Sebastián, la formación de la biblioteca —en la que, junto a fondos nacionales, había otros extranjeros, cien tíficos o literarios, y algunos tan atractivos o alarmantes, según los sectores de opinión, como la Enciclopedia— y la creación del Real Seminario de Vergara, «colegio moderno y modelo», donde
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¡se dio «particular importancia a los estudios especializados de ciencias naturales, física, matemáticas, lenguas vivas y agricultura» 39. Menéndez Pelayo calificó al Seminario Patriótico Vascongado de Vergara, inaugurado en 1776, de «primera escuela laica de España». Con tono admirativo, Sarrailh afirma que el centro representaba «un progreso notorio en relación con los colegios de la época»40. Las enseñanzas impartidas nos convencen de que el aserto no era exagerad^. Se impartían clases de religión, primeras letras, humanidades, matemáticas, física, comercio; len guas modernas, química, mineralogía, geometría, metalurgia, agricultura, política, música, bai le, florete y deportes. | No menos interés tienen las innovaciones organizativas de la Vascongada, como la crea ción de «socios beneméritos» —varios de ellos residentes en Indias— y el proyecto de Seminario de señoritas de Vitoria. Una polémica clásica es la de la filiación ideológica de los «caballeritos» vascongados. Menéndeí Pelayo criticó con dureza el enciclopedismo y la heterodoxia de los más caracterizados representantes. Julio de Urquijo reconocía que eran admiradores de los «filósofos», audaces, irreverentes en ocasiones, pero, en conjunto, no irreligiosos. Sarrailh situó el tema en un ámbito más sereno y ecléctico. «Su elocuencia y la terminología de que se sirven —escribe— recuerdan las de los escritores franceses; sin duda el nombre de Dios no se pronuncia con mucha frecuenESTADO
DEL
REAL
SEMINARIO tJQO·
PATRIOTICO BASCONGADO , A lto DE
Sem inaristas .
M aestros.
Principal . . . . Vice Principal.. 1 Trozo 2 . . 7 Mayordomo.. . t Trozo 3 · · 7 De Física.. . . . 1 De Chímica.. . 1 Trozo 4 . . 7 De Lengua Inglesa . . . . . . . 1 Trozo s . . 7 De la Francesa, i Trozo 6 · . 7 De Matemáticas·^ Trozo 7 '. .7 De Humanidad* i De Latinidad. · i Trozo 8 . . 7 De Rudimentos de Latinidad . . t Trozo 9 . .7 De Primeras letras. . . . . . . . -2 Trozo 10 . . 7 De Dibuxo.. . . 1 Trozo 11 . .7 De Música. . . . 4 De Bayle. . . . 2 Trozo 12 . . 7 De Esgrima. . . 1 Trozo
t .. 7
D efendientes*
Camareros . . 8 Cocineros. « .3 Porteros. . . . 2 Enfermeros. . 2 Hortelanos.. . 2 Dispénselo. . 1 Criados parti culares... . . 4 Panadero. . . 1 Xefe de los Ca mareros.« . . 1
Trozo 13 . .6 j Inspeftores.. . . 4 Barrenderos.. 3 Total----- .
9 0.
Total.. . . . . 25.
Total*.. . 26.
t Semina, istas. · . 090.·« F ig. 6.—Estado del Real Seminario Pa triótico Bascongado (1790). (Foto Archi vo Espasa-Calpe)
Maestros. . . . oí*. | Total, ia i Dependientes. . o iK J 4
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HISTORIA DE ESPAÑA
cia, pero de esto no se puede concluir que hubiera una hostilidad declarada para con la Iglesia. Tal como no fue una logia masónica ni un grupo antipatriótico en... 1794, la Sociedad no fue tampoco un centro heterodoxo»41. La valoración correcta pasa, probablemente, por el análisis de las diversas individualidades. Peftaflorida, más que «filósofo», era un «reformista». Narros era lector asiduo de Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Mirabeau y D’Holbach, pero se conside raba católico. Manuel Ignacio de Altuna, aunque cristiano, tuvo amistad con Rousseau, y mos tró una clara inclinación a la tolerancia religiosa. Otras personalidades insertas en el ámbito de la Sociedad, como Foronda —traductor de Marmontel y lector de Bielfeld—, Azara —cuya com pleja figura fue acertadamente analizada en su día por C. Corona42—, V. M. Santibáñez —tra ductor de Marmontel y perseguido por la Inquisición—, Samaniego o Montehermoso, y, más todavía, otros miembros no residentes, se habían emancipado «de la influencia católica»43, pese| a convivir con obispos, canónigos y sacerdotes. Quizá en muchos de ellos se registra el tono con tradictorio que Palacio A tard44 asigna a los «ilustrados» españoles. Así como la Vascongada surgió de la iniciativa privada, las Sociedades que iban a nacer des pués de 1774 derivan de la acción del Gobierno y llevan el sello de cierto utilitarismo y de la «cultura dirigida». Antes de que se propugnara desde el poder la conveniencia de fundar Socie dades, el prestigio de la Vascongada había suscitado ya algunas imitaciones. Los extractos de la Económica vasca registran en 1774, con satisfacción evidente, la creación de la «Sociedad de Verdaderos Patricios de ía ciudad de Baeza y reino de Jaén» y la de «Amigos del País de Cádiz»45. «La relación Sociedades Económicas-Gobierno aparece por primera vez fundamentada en el esquema de las mismas que Campomanes expuso en su Discurso sobre el fomento de la indus tria popular. Esta relación, que implica un alcance político que no tuvo, en sus primeros años, la Sociedad Vasca y que, desde luego, se mantuvo en todas las creadas con posterioridad a la publicación del Discurso, puede apreciarse en dos niveles: lá organización de los nuevos institu tos y el desarrollo de su actividad»46. El Gobierno veía en las Sociedades «el instrumento ade cuado para difundir las luces y fomentar el desarrollo de la economía» 47. Campomanes había enviado —el 18 de noviembre de 1774— a las chancillerías, audiencias, intendencias, justicias, corregidores y autoridades eclesiásticas del país su Discurso —del que se imprimieron 30.000 ejemplares— y una circular en la qiíe invitaba a fundar Sociedades Eco nómicas. El modelo a imitar no eran sólo las instituciones europeas, sino también la Vasconga da, que, para entonces, gozaba ya de gran celebridad. El objetivo fundamental de las Económi cas quedaba señalado en el Discurso: «Toda la atención se ha llevado el estudio de las especula ciones abstractas, y aun en éstas ha habido la desgracia de que en las materias de ningún uso... haya solido ponerse más ahínco que en los conocimientos sólidos y usuales. Nuestra edad... ha mejorado las ciencias y los hombres públicos no se desdeñan de extender sus indagaciones sobre los medios de hacer más feliz la condición del pueblo sobre cuyos hombros descansa... el peso del Estado»48. Es decir, una ciencia útil, aplicable de modo inmediato al progreso y la regene ración del país. Ideas semejantes se repiten en el Discurso sobre la educación popular de 1775, donde se centra más la atención en la respuesta que las Sociedades debían dar a la cuestión de los gremios. Las sugerencias de Campomanes, por lo general, fueron bien acogidas en casi todos los lugares. Entre 1765 y 1774 «sólo se organizaron las Sociedades Económicas de Baeza y de Tudela. Sin embargo, el clima era... enormemente favorable para que cuajasen Sociedades. Se fundaron algunas Sociedades de Agricultura, pero, gracias a la cohesión lograda con la difusión del Dis curso, en todas partes se formaron grupos de ilustrados inquietos por aplicar los principios del
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fomento... Pronto comenzaron a llegar al Consejo de Castilla solicitudes de ciudades y villas deseosas de establecer Sociedades Económicas. El Gobierno realizó, a veces, una intervención más directa, valiéndose de los intendentes, quienes gestionaron, en algunas localidades, la fun dación de las Sociedades. En otras ocasiones, impulsó el Consejo, o individuos de él, a algunos ilustrados de las provincias para que iniciasen los trabajos previos necesarios»49. La Sociedad Económica Matritense fue la primera que obtuvo la aprobación de sus estatu tos. El 30 de marzo de 1775, Vicente de Rivas, director de la Compañía de Caracas; José Fausti no Medina y José Almazara, gobernador de San Fernando, pidieron licencia al rey para fundar la Sociedad. Los tres fundadores eran amigos de Campomanes, y no tuvieron dificultades para obtener la aprobación definitiva, otorgada el 17 de junio. Tres meses después, es decir, el 16 de septiembre, la Sociedad se inauguraba solemnemente, bajo la presidencia de Campomanes. La Matritense estaba destinada a servir de modelo a todas las que se fundaran después. «Sus estatutos exigían que fomentase activamente la industria y la agricultura, ofreciese premios para los mejores ensayos sobre agricultura y mantuviese escuelas industriales y de artes y oficios. Los miembros se comprometían a sufragar los gastos mediante el pago de una cuota, pero el rey1 demostró su entusiasmo dotándola de tres mil reales anuales para premios. Los estatutos de la Sociedad madrileña sirvieron de modelo para otras que surgieron por toda España»50. La Matritense consiguió pronto una organización eficaz y altas cotas de actividad. Lesén Moreno51 y diversos autores más52 han estudiado unas y otras. La importante tarea que la So ciedad llevó a cabo no se contrae a los proyectos relativos a la «agricultura», la «industria» y las «artes y oficios», sino que se extienden a la educación y lá cultura, la beneficiencia, la forma ción de una amplia biblioteca, las iniciativas editoriales —incluso con publicaciones periódicas— y otros aspectos. El modelo de la Matritense se iba a imitar en muchas partes. Desde el Gobierno se estimuló una red nacional de Sociedades, inspiradas fundamentalmente en la de Madrid, pero se buscó también la cooperación de ciudadanos y de organismos privados53. «En diciembre de 1775 —recuerda Rosa González—, una comisión, encabezada por el conde de Montalvo y el príncipe de Pignatelli, presentó a la Matritense un informe... donde se esbozan los puntos claves de lo que sería la política de formación de la red nacional de Sociedades Económicas... [Se hacía hin capié] en que la recíproca unión y correspondería de unas con otras era tan importante como su propia creación. Desde el poder se añadiría a este punto la centralización..., de forma que las Sociedades fueron naciendo y desarrollándose bajo el control de la Matritense. En el futuro, la Sociedad de Madrid canalizaría las consultas del Gobierno a las de distintas provincias y los informes que éstas enviaban al Consejo o a las Secretarías»54. Todo ello no fue obstáculo para que el Consejo, como ha señalado Álvarez Junco55, buscase cooperación con asociaciones pri vadas u «hombres de bien»56. A fin de cuentas, la Matritense tuvo una decisiva intervención en tres puntos: el informe para la aprobación de estatutos57 —inspirados, con matices diversos, en el modelo madrileño58—, ciertos aspectos de las relaciones Gobierno-sociedades provinciales y la inspiración de los crite rios básicos de organización y funcionamiento. En la España del siglo xviii, ¿predominó el modelo de la sociedad Vascongada o el de la Matritense? La respuesta correcta es que una y otra, pero de distinto modo. Las Sociedades es pañolas, ha escrito Rosa González, «se desarrollaron a la sombra de la Matritense. A pesar de ello, la Económica vasca inició el proceso y constituyó el ejemplo y el estímulo para el plan tra zado por Campomanes, del que, en definitiva, dependía la red nacional»59. No muy otra es la opinión de Carande60, Rodríguez Casado61, H err62, Cuenca63 0 E. Lluch64.
HISTORIA DE ESPAÑA
22
4.
La
e v o l u c ió n d e l a s
S o c i e d a d e s E c o n ó m i c a s e n l a E s p a ñ a d e l s ig l o
XVIII
«La evolución de las Sociedades en la España del siglo xvin admite la consideración de tres períodos: 1765 *4774, 1775 a 1786 y 1787 a 1813»65. «El primero de los períodos aludidos es la época inaugural o de nacimiento de las Socieda des. Las corrientes autóctonas españolas confluyen con las europeas en la creación de la Socie dad Vascongada y en el programa de desarrollo de otras instituciones semejantes planteado por Madrid entre 1774 y 1775. Este programa, cuya motivación ha sido revisada por una amplia bibliografía, tuvo en parte el sello del centralismo borbónico, y permitió que proliferara en el país una red de Sociedades Económicas no del todo asimilables a la Vascongada, e inspiradas, básicamente, en el modelo de la Económica Matritense»66. El nacimiento. Entre 1775 y 1786 se crearon en España cuarenta y cinco Sociedades. La de Zaragoza, que estaba destinada a jugar un importante papel, inició su andadura en 1776, y adquirió especial
dinamismo gracias a los obispos Lezo y Palomeque, Martín Goicoechea o Félix de Azara. El mismo año 1776 se aprobaron las Sociedades de Vera y la de Sigüenza. La de Sevilla abrió sus puertas en 1777, impulsada por el marqués de Valle Hermoso, Martín de Ulloa, Ignacio Luis de Aguirre, Fernández de las Peñas y Francisco de la Barrera Benavides. De 1777 son también las Sociedades de Valencia, Granada, Murcia, San Sebastián de la Gomera, Las Palmas, Soria y Tárrega; de 1778, las de Palma y Tudela. En la década de los ochenta, las aprobaciones se producen en cascada. Las fundaciones, cuya mecánica fue estudiada en su día por Anes, no si
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guen un ritmo uniforme en el tiempo y se extienden a casi toda la geografía española67. Rara vez denegó el Gobierno la autorización necesaria para fundar Sociedades68, y la permisividad provocó una cierta anarquía. Hubo entidades, como la Matritense, que tuvieron interés en que se establecieran otras agregadas en zonas próximas69, y hubo provincias donde surgieron dos o más Sociedades70, con el consiguiente conflicto de competencias71. «Sin embargo, cuanclo una villa o pueblo importante solicitaba para sí el establecimiento de uno de estos institutos, sé tenía en cuenta si la capital de la provincia... tenía o no establecida Sociedad. En caso afirmativo..., era opinión de la Matritense y del Consejo que funcionara como Sociedad agregada. Pero, en la práctica, podía haber diversas Sociedades independientes con una misma competencia geográ fica... En el caso contrario, cuando se solicita la institución para la capital de una provincia que poseía ya Sociedades en algún pueblo, la primera se crea como independiente, y las ya estableci das mantienen también su individualidad»72. De todas formas, la normativa para la fundación de Sociedades fue más fruto de la experien cia que otra cosa, y se aplicó con laxitud. Así se explica que en 1804, como informa la «Guía de Forasteros», hubiera 73 Económicas en España y que muchas de ellas estuvieran localizadas en villas o pueblos pequeños. Hubo, en cambio, ciudades de relieve, como Barcelona, Bilbao, Cádiz, La Coruña73 u otras de menor entidad, al estilo de San Sebastián o Gerona, que, por diversas circunstancias, no contaron con Sociedades de Amigos del País. Un caso especial es el de Burgos, que, tuvo Sociedad Económica, pero no se puso en marcha hasta el siglo x ix 74. El auge. Los años 1776 a 1784 se definen, a juicio de Sarrailh, los Demerson, Rosa González y otros autores, por el auge de las Sociedades Económicas. El Consejo de Castilla, al tiempo que esti mula la fundación de nuevos institutos, coordina todo cuanto se refiere a ellos y a su vida y actividad. En su proposito se ve estimulado por el apoyo directo del rey, sensible a la tarea regeneracionista que aguarda a las nuevas instituciones. «Varias veces me ha mandado el rey —es cribe Floridablanca a Campomanes, en junio de 1786— recomendar las Sociedades a los Co mandantes Generales, Prelados y Justicias de su Reino; les ha hecho ver que sería un mérito muy particular en sus carreras y pretensiones que se aplicasen al fomento de las Sociedades y ha premiado y empleado a algunos que más se han distinguido en sus tareas» 75. Hasta 1786 el ideal de regeneración económica y cultural, impulsado entre otros cauces a través de las Sociedades, alcanza altos niveles. Tanto el monarca como el Consejo, el Gobierno y los Amigos del País «están, o quieren estar, convencidos de que los nuevos institutos harán de España una nación distinta. En su opinión, [las Económicas] vendrían a ser la panacea de los males del país, porque, con su actividad, eliminarían la población ociosa, mediante la ense ñanza y la transformación de los métodos de trabajo, de producción y de comercialización de los productos industriales y agrarios. Además, serían el centro de actividad material e intelectual de las clases influyentes, que en ellas encontrarían el cauce para el desarrollo de su propia perso nalidad dé ilustrados» 76. La decadencia. «¿Se mantuvo la actividad de los Amigos del País o flaqueó después del entusiasmo de los primeros días?» 77. Un escrito de Floridablanca a Campomanes, de 18 de junio de 17 82 78, una real orden de 28 de junio del mismo año79, y una circular del Consejo, fechada el 14 de julio80, permiten, junto con otros testimonios, plantear la cuestión de la decadencia parcial de las Eco nómicas.
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En efecto, el 18 de junio de 1786 Floridablanca se dirige al conde de Campomanes, fiscal del Consejo de Castilla, para alertarle sobre la situación de las Sociedades. En el escrito se con tiene una queja del rey, más sobre las personas que respecto a las instituciones. Con ella, se in cluye un mandato para que el Consejo «le consulte qué medios prudentes y efectivos le parecen y ocurren para aficionar a las personas útiles y arraigadas a estos establecimientos tan útiles a la Monarquía». Diez días más tarde, una real orden pide al Consejo que proponga a S. M. los medios de animar y hacer útiles las Reales Sociedades. «Propenso siempre mi real ánimo a pro mover las artes y oficios y fomentar la agricultura —decía el rey— he mirado como uno de los medios más propios a este fin el establecimiento de las Sociedades Económicas.» Enterado de los progresos que hacían, mandó recomendar «a los prelados, comandantes generales y justicias del reino que promoviesen los expresados cuerpos patrióticos» y «atender a los individuos que más se distinguiesen en sus tareas en beneficio público». A pesar de los buenos deseos del mo narca y de los estímulos con que quiso «excitar la aplicación de los socios», se fueron desvane ciendo las esperanzas que «prometían en beneficio de los pueblos y aun del Estado». «Se nota alguna decadencia —concluía la orden— originada de los partidos que se han formado, destruc tivos de la buena armonía y correspondencia que debe haber entre unos mismos compatriotas y, que, al mismo tiempo, embarazan el curso de las buenas ideas y adelantamiento.» La circu lar de 14 de julio, remitida por el secretario del Consejo, Pedro Escolano de Arrieta, «invita a las Sociedades a investigar la causa de lo poco que prosperan los Cuerpos Patrióticos» y a hacer lo necesario «para que se produzcan las utilidades para que fueron instituidos». La circular, mal recibida en Madrid y en otras partes por considerarla injusta81, ha sido definida como «toma de conciencia oficial frente a la decadencia» y una petición para que se «infor me sobre las causas de la situación y las soluciones para salir de ella»82. ¿Existía de verdad una decadencia? Sólo treinta y cinco Sociedades de Amigos del País contestaron, pero de sus respuestas cabe extraer conclusiones interesantes 83. Algunos de los hombres que tenían a su cargo las renovadoras entidades, o no daban la talla, o no trabajaban bien. Tres defectos esenciales suelen imputárseles: la escasa preparación intelec tual para desarrollar las tareas que se les han encomendado, el cansancio o la apatía, que provo caron la inasistencia a las sesiones o la inoperancia en las actividades, y la búsqueda de intereses personales. Argumentos de este tipo son usados por las Sociedades de ciudades pequeñas o pue blos como Tudela, Cuenca, Medina de Rioseco, San Clemente, Requena, Soria, Sigüenza, Vera, Jerez de la Frontera, Toledo, Vélez-Málaga, pero también por las Económicas de Valladolid, Madrid y Zaragoza. La dotación económica insuficiente o inadecuada afecta a múltiples institutos de Amigos del País. En las villas y pueblos es problema agudo. Y no lo es menos en Zamora, Palencia, Cuenca, León, Valladolid, Oviedo, Zaragoza y hasta M adrid84. A los dos factores aludidos las Sociedades añaden la crítica de algunos de los planteamientos o proyectos, teñidos de acento utópico. Hubo unos pocos programas que pecaban de excesivo idealismo, pero otros muchos eran de difícil realización porque «las posibilidades de los cuerpos no se ajustaban a lo que de ellos se esperaba»85. Más de una vez las Sociedades inculpan al Gobierno o al Consejo de que sus proyectos no salgan adelante. Ese es el caso de la Matritense, por lo que se refiere a las clases de Artes y Ofi cios o de Agricultura, y de las Sociedades de Segovia, Vélez-Málaga, Sigüenza, Baeza, Zamora, Requena, Valladolid, León e incluso la Vascongada. No es menos frecuente la protesta por la actitud de las autoridades locales. En esa línea están Jas Económicas de Segovia y Lucena.
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F ig. 8.—Portada de Piezas de oratoria y poesía, editada en Madrid por la Real Sociedad Econó mica de Granada. (Foto Archivo Espasa-Calpe)
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Tampoco faltan las quejas ante la proliferación anárquica de las Sociedades y el ambiente de desidia o rutina que reina en villas o ciudades, y de ello son muestras, respectivamente, las expresiones de las Económicas de Granada, Santiago y Aragón, o las de Cuenca, Baeza y Medi na de Rioseco. La Matritense, la Aragonesa, la de Valladolid y las de Segovia o Santiago acusan a los sectores más conservadores de no apoyarles o adoptar posturas injustamente críticas. ¿Qué resonancia tuvieron los argumentos emanados de las propias Sociedades? En septiembre de 1787, la Junta de Recopilación del Consejo emitió un informe respecto a la decadencia de los Amigos del País. Los redactores del escrito, Fernando José de Velasco, Ma nuel de Lardizábal, Blas de Hinojosa y Miguel Mendiera, después de reconocer el importante papel de las Sociedades, se referían a las dos causas fundamentales de su decadencia: «la falta de fondos y la dotación competente para poder desempeñar los objetivos de sus respectivos insti tutos» y «la poca o ninguna estimación que por lo regular se hace de sus individuos por cierta preocupación que hay contra estos cuerpos». Las soluciones son simples: «que se doten las So ciedades con fondos fijos y competentes» y que se escuchen y atienden sus opiniones y que se elijan adecuadamente los cargos directivos. Como propuesta general, la Junta sugiere que se les
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Fig. 9 .—Gaspar Melchor de Jovellanos. Real Academia de la Lengua. Madrid. (Foto Archivo Espasa-Calpe)
conceda un 3 por 100 de los sobrantes de los propios y arbitrios de cada uno de los pueblos y algunos auxilios de los expolios de las mitras y de la tercera parte beneficial. Para terminar, la Junta aconsejaba al Gobierno y al rey que se valorase debidamente los trabajos de las Socieda des y se las protegiera con medidas concretas, como la concesión de premios a las más destaca das o la recomendación a tribunales, intendentes y corregidores que apoyasen a los Amigos del País y les dieran facilidades para obtener noticias en las oficinas públicas. También se conmina ba al Consejo para que se trataran los asuntos de las Sociedades una vez a la semana o cada quince días86. El informe de la Junta de Recopilación fue sometido luego a los fiscales del Consejo. En el dictamen de éstos, evacuado casi un año después, coincidía con el parecer de la Junta. La única novedad aportada es la sugerencia de que se redujera el número de Sociedades. La docu mentación final debía ser enviada al monarca, pero Carlos III murió poco después de recibirla. El problema pasaba íntegro a Carlos IV. En la nueva etapa, a la crisis de las Sociedades se aña diría la crisis de la política ilustrada, presionada por las actitudes de la revolución y la reacción. La perspectiva que las Sociedades tuvieron de su decadencia se ve ampliada con los análisis críticos de los historiadores. A juicio de Sarrailh, la languidez e inoperancia de los Amigos del País no eran generales87. Trae a recuerdo, por ejemplo, el «Discurso» pronunciado por Jove llanos, el 18 de diciembre de 1784, con motivo de su toma de posesión como director dé la Socie-
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dad de Madrid88. En él se reconoce que hubo un entibiamiento del celojde los socios entre 1782 y 1784, pero también se afirma que desde 1785 se ha reanimado su ardor y que la Sociedad de Madrid no es digna «de la general censura que envuelve la orden superior» y «cree, por lo mis mo, que en este punto hablé por otras Sociedades» 89. Subraya asimismo que la Sociedad Vas congada, pese a la muerte de Peñaflorida, prosiguió pulicando trabajos hasta 1808. Tampoco habían dado muestras de desfallecimiento las de Valencia, Palma de Mallorca, Zaragoza o León. Carande sitúa la cuestión en un área menos concreta. «En general —dice—, la vida activa y la inspiración de cada una quedaría a merced de dos factores contradictorios: el fervor afanoso y desinteresado de los promotores y la actitud pasiva o recelosa, cuando no abiertamente hostil, del medio en que prendieron.» Habla con entusiasmo de los intendentes, «excelentes conducto res del despotismo ilustrado», y termina: «Los intendentes hubieron de luchar, como sus supe riores y como las Sociedades Económicas, con el freno poderoso de la resistencia de intereses privilegiados, de creencias y costumbres puestas en tela de juicio, de la propensión a la inercia, de la arraigada intolerancia.» Por otra parte, pone de relieve que, en unos pocos años, no podía esperarse que «equipos nada numerosos de Amigos del País, distantes entre sí por sus medios
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Pb* Don Ignacio Sarrá, y Frau Impresor ddi Rey noefiro Señor. F ig. 10.—Memorias de la Real Sociedad Eco nómica Mallorquína de Amigos del País. (Foto Archivo Espasa-Calpe)
Con Ucencia.
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y sus dotes, hicieran [milagros]. El fruto de sus tareas, remacha, es considerable, aunque esperasen más sus patronos, y les pareciese mínimo lo alcanzado, dada la magnitud de necesidades, cuya satisfacción no dependía exclusivamente de los Amigos del País, extraordinariamente desintere sados y crédulos»90. También Anes se plantea el problema. A su juicio, el papel de las Sociedades es relevante entre 1765 y 1786. En ese tiempo «en eí Gobierno había muchos ilustrados que pretendían mejo rar las condiciones materiales en que se desenvolvía la sociedad española. Sabían que el desarro llo económico les favorecía y veían en las Sociedades Económicas el instrumento adecuado para lograrlo. Los ilustrados, desde el Gobierno o fuera de él, integrados en las Sociedades Económi cas o no, intentaron coordinar los intereses de la sociedad estamental con los de la naciente so ciedad burguesa». Pero «las Sociedades Económicas, reflejo e instrumento de la Ilustración, si guieron en su desarrollo el ciclo de ésta. Los ideales de la Ilustración no podían sufrir el choque de la ideología burguesa sin ser arrollados, aunque, paradójicamente, fueron los ilustrados los que más contribuyeron a difundir aquella ideología»91. Y en otro lugar concluye: «La actitud del Gobierno frente a las Sociedades... no fue desfavorable hasta el momento en que los aconte cimientos revolucionarios de Francia le hicieron temer que las cuestiones debatidas en las Socie dades y las posibilidades de actuación que éstas ofrecían podían constituir un peligro»92. Las posturas interpretativas de conjunto, al estilo de las sustentadas por Sarrailh, Carande, Anes y otros especialistas, requieren el contraste matizado de las causas concretas que provoca ron el desfallecimiento de las Sociedades. La primera de ellas es la inercia de las gentes a las que se dirigían. «La tarea —apunta Herr— exigía hombres muy decididos para que no sucumbiesen ante la apatía con que se acogía sus esfuerzos»93. Y Carande habla de «propensión a la inercia» y de una «actitud pasiva o recelo sa, cuando no abiertamente hostil del medio en que prendieron»94. La inercia era más acusada en localidades de población y cultura mediocre o empobrecida. En ellas había pocas personas emprendedoras o con inquietud intelectual, un ambiente poco idóneo para el regeneracionismo de los Amigos del País y se carecía de medios económicos. «Sempere y Guarinos —comenta Herr— se lamentaba de que muchas [Sociedades] apenas habían dado más prueba de su existencia que la de haberse anunciado su fundación en la Gaceta.» Y explica ba «que el favor con que el Gobierno miraba su fundación hizo que muchas se formasen en pueblos sin los recursos necesarios para mantenerlas; y el deseo inicial de cada uno de ver su nombre en el periódico iba seguido de la falta de interés, reuniones poco concurridas y falta de fondos»95. La Económica segoviana se lamentaba en 1788: «Debería exigirse a las Socieda des más de lo que se ha exigido hasta aquí. Que en cuanto se tratase de establecer una, en cual quier pueblo, se tomasen los correspondientes informes de los sujetos instruidos, y se les suplica se que concurriesen con sus luces y celo a tan útil establecimiento»96. Espadas Burgos ha pre cisado que la precariedad de la vida de la Sociedad de Ciudad Real se debió, en parte, a las «mí seras condiciones sociales y culturales» que ofrecía la capital manchega, análogas a las de otros pueblos o ciudades españolas. En suma97, la proliferación anárquica de Sociedades y la inope randa de la reglamentación establecida para las fundaciones condujo a evidentes abusos. No menos negativo para las Sociedades fue la oposición desplegada contra ellas por grupos excesivamente conservadores, suspicaces o anclados en la defensa de sus intereses. Carande ha hablado del «freno poderoso de la resistencia de intereses privilegiados, de creencias y costum bres puestas en tela de juicio» 98. «Era menester —apunta Herr— hacer frente a la oposición abierta de los grupos conservadores» ". Entre ellos, cita a muchos tribunales y ayuntamientos, oligarquías rurales, cierto sector del clero poco evolutivo o poco generoso, como el que se maní-
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festó contra Normante en Zaragoza, y que contrastaba con los «pregados y clérigos» progresi vos. Y Anes se ha referido a «los grupos más retardatarios del país, que permanecieron al mar gen hasta que vieron la posibilidad de unirse al sector disidente de los ilustrados para reforzar así el frente de los innovadores» 10°. Un último cauce de estos enfrentamientos se encuentra en el choque con las acepciones protorrevolucionarias de la mentalidad burguesa. Mientras la ideo logía burguesa armonizó con la vía «reformadora», el Gobierno y los sectores dirigentes apoya ron la labor de las Sociedades, pero las formulaciones protorrevolucionarias del pensamiento burgués, y más todavía los acontecimientos revolucionarios de Francia, suscitaron el recelo fren te a las Sociedades101. En definitiva, el tema de la «oposición» a las Económicas es demasiado complejo para darlo por concluso. Engloba aspectos tan diversos como la resistencia al cambio de sectores sociales muy cualificados, el temor de otros eclesiásticos y laicos a la penetración de ideas preconizadas por «filósofos» más o menos hostiles el pensamiento cristiano; la oposición de diversos sectores de opinión al contagio protorrevolucionario y, en fin, las querellas personales —a veces, injustas o mezquinas— y los desbordamientos pasionales102. También suscitó reticencias el tono utópico de algunos de los programas o proyéctos de los Amigos del País. Aunque lo utópico, como escribe Carande, no es necesariamente acreedor al «desdén de los hombres de buena voluntad»103, algunas personalidades de la época, y singu larmente personalidades políticas, veían con desconfianza las utopías y la falta de realismo de ciertos planteamientos. La carencia de caudales y medios adecuados es un punto de referencia frecuente para expli car el declive de las Sociedades. «En 1786 el Gobierno trata de averiguar las causas de [la] deca dencia y los socios presentan... la falta de fondos»104. Ya Ferrer del Río apuntó que «las cuo tas de los socios y los donativos eran insuficientes para sacar a flote las Sociedades, lo que moti vó que se acudiera al Estado en solicitud de ayudas» 105. Con posterioridad, casi todos los especialistas coinciden en el diagnóstico, pero con distintos matices según los casos. R. J. Shafe r106 explicó, en su día, que la Económica Matritense, desde finales de 1775 hasta junio de 1777, había recibido por cuotas de socios 50.000 reales. Con ello no se cubría sino la mitad de los gastos de las cuatro escuelas de hilar que mantenía, y tuvo que solicitar del erario público 100.000 reales más. Demerson107 y yo mismo 108 hemos puesto de manifiesto los apuros que pa saba la Sociedad Económica de Valladolid. Algo semejante cabe deducir de los datos que el pro fesor Corona proporciona sobre la Sociedad de Jaca109. Y Forniés Casals, que ha hecho un por menorizado estudio sobre la financiación de la Económica Aragonesa, llega a la conclusión de que la Sociedad «pasó del autofinanciamiento a la dependencia total de las rentas anuales otor gadas por la Corona» 110. Causas y, a la vez, síntomas de decadencia fueron, asimismo, la escasa asistencia, en deter minados momentos, de socios a las juntas y la formación de bandos o partidos dentro de ellas. Anes m, Sarrailh112, H err113 y Enciso Recio U4, entre otros, lo han acreditado y valorado con diversos testimonios. Una vez que hemos revisado los argumentos de los protagonistas de la época y los estudios posteriores, ¿podemos afirmar que la decadencia de las Sociedades era general y se produjo en una fecha concreta? El año 1786 marca una cesura, pero no un hito definitivo en la evolución de los Amigos del País. La investigación promovida por los poderes públicos se corresponde con una situación de atonía y crisis, pero el proceso tenía sus raíces en el pasado próximo y se culmina en tiempos posteriores115.
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No es de extrañar, por tanto, que durante el bienio de 1786 a 1788 las Sociedades vivan, co mo afirma Demerson, en un compás de espera. Se aspiraba a arbitrar soluciones que no llegaban y a promover un cambio que sólo se produce después de 1788, y cuyo alcance es distinto al que preveían muchos de los directivos de las Económicas, las autoridades gubernativas o el Consejo de Castilla. Por otra parte, la situación de crisis no afectaba por igual a todas las Sociedades. «Para algu nas, la decadencia era un mal crónico: habían nacido sin posibilidades y no habían podido desarrollarse» 116. Otras, como la de Madrid o la de Granada, no ofrecían síntomas de decaden cia en 1786. Tampoco la de Valencia, «que trabajó activamente desde 1785 a 1791; la de Palma, que había publicado dos años antes un importante volumen de memorias; la dé Zaragoza, que en ese mismo año sostiene la famosa polémica con fray Diego de Cádiz a causa de las explicacio nes de Normante en su cátedra de Economía Política; la de León» 111, La Vascongada, la de Va lladolid o la de Lugo son ejemplos de entidades que, aun sin estar libres de problemas, no experi mentaban un claro desfallecimiento. La decadencia se acentúa en la etapa que va de 1788 a 1808. Aunque la transformación es lenta, se insinúa úna tendencia a la desvinculación de los Amigos del País respecto a los poderes públicos, lo cual, si en algunos casos podía descubrir la auténtica vitalidad de los renovadores institutos, en otros significaba el inicio de un sinfín de debilidades y carencias. Desde los prime ros momentos de esta tercera etapa de evolución de las Económicas irrumpe en el escenario un factor que, pese a acreditar energías de renovación en años posteriores, resultaba de momento perturbador para el Gobierno y amplios sectores de las clases dirigentes y de la sociedad en su conjunto118. Los «pánicos» y la política de «cordón sanitario» supusieron una marcha atrás en la situación general del país, y perjudicaron a las Sociedades porque se detuvo la actividad refor madora del Gobierno y de los «ilustrados». Superados los años de más dura reacción, algunas Económicas, dentro del tono decadente, dieron muestras de su existencia con una labor, si no tan extensa, al menos similar a la de años anteriores». Ése es el caso de la Matritense, la Arago nesa, las de Asturias, Jaén, Segovia, Vera, Valladolid, León o Soria. La Vascongada experi mentó los efectos devastadores de la guerra, e interrumpió sus actividades entre 1793 y 1798. Otras, como la de Ávila (1793) ola de León (1798), abrieron también un paréntesis en sus ac tividades. Después de la paz de Basilea se tiende a una vuelta a la normalidad. El 24 de febrero de 1798, Godoy, por orden del monarca, solicita informes sobre la actividad de las Sociedades119. Esta encuesta se vio interrumpida por un vaivén antirreformista, y fue sucedida por nuevos proyectos de encuesta. Con ellos se pretendía conectar con el informe de 1786 y volver a la articulación de «reformas» en la línea «ilustrada». Hasta comienzos del siglo xix, los propósitos de investi gar la situación de las Económicas no cuajan en nada práctico. En 1805, el Consejo recibe la orden de dar curso a la documentación sobre la decadencia. Los fiscales emitieron un dictamen, para remediar los males de las Sociedades, y propusieron que los tribunales provinciales estuvie ran en contacto con ellas, «a imitación de lo que ejecuta el Consejo con la de esta Corte». Nin gún problema importante, ni siquiera el de la falta de fondos, recibía un tratamiento adecuado120. En realidad, en la época de Carlos IV, salvo excepciones, las Sociedades languidecían y algu nas interrumpieron su actividad. Frente a esta negativa circunstancia, poco conocida hasta el presente, se alzaron voces reponsables que clamaban por la recuperación de los «Cuerpos Pa trióticos». «La defensa se basa, para unos, como Peñaranda y Catañeda, en los beneficiosr que podían lograrse de su fortalecimiento; para otros —como Vargas Ponce o Fernando Ñ^varrete—,
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en los resultados que habían obtenido. Algunos destacan, además, qjue estos institutos habían sabido compaginar los principios religiosos tradicionales con el fomento de la industria y la agricultura» 121. La invasión francesa y la guerra de Independencia dejaron en suspenso la vida de las Sociedades, salvo la de Madrid, que, bajo el Gobierno de José I, tuvo que adaptarse en su actividad y en las expresiones externas de la ideología de sus socios a afrancesamientos importantes122. El afán de reformas, sobre todo en lo relacionado con la agricultura, pervi ve, pero se manifiesta a medio gas. Sólo algunos socios ocuparon cargos políticos de responsa bilidad. La frontera real entre las Sociedades «ilustradas» y las del siglo xix se marca con el decreto de restablecimiento de 1815. Dos años antes, las Cortes de Cádiz habían ordenado que se reacti varan las Económicas. «No ejercerán —se decía— especie alguna de autoridad y se reducirán sus funciones a la formación de cartillas rústicas acomodadas a la inteligencia de los labradores y a las circunstancias de los países y a la producción de las memorias y otros escritos oportunos para promover y mejorar la agricultura y cría de ganado y las artes y oficios útiles.»
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SOCIGGRAFÍA DE LOS AMIGOS DEL PAÍS
No existen estudios de conjunto que puntualicen la procedencia social, geográfica e ideológi ca de los Amigos del País. Este último aspecto, tan interesante para el estudio de las «élites de poder» en que está empeñado el equipo que dirigen los profesores Ozanam y Molas, tiene en la hora actual una especial urgencia, pero resulta incompleta una definición de mentali dades sin entrar en el análisis de la extracción social y la ubicación local o regional de los in dividuos. Las informaciones de tratadistas de época son imprecisas. Campomanes implicaba en la obra de las Económicas a la nobleza, el clero y las gentes acomodadas123. Jovellanos es menos ex plícito al respecto, pero excluye de los nuevos institutos a los «vanidosos y a los ignoran tes» 124. Más rotundas y significativas son las listas de socios que se publicaron por algunas en tidades. La historiografía actual proporciona pistas relativamente rigurosas y convincentes. Como pun to de partida, se ha aludido muchas, veces a la cita clásica de Sarrailh: «En todas partes es lo mismo: unos pocos aristócratas ilustrados, orgullosos de secundar la voluntad del rey y de di fundir las luces llevando a cabo en sus propiedades o en sus villas algunas mejoras agronómicas, industriales o escolares; prelados o sacerdotes que ven, en general, en el desarrollo de los méto dos técnicos una manera de socorrer a los desgraciados consiguiéndoles trabajo; burgueses, ri cos o modestos, empeñados en discutir las teorías económicas, de las cuales tienen algún barniz adquirido casi siempre al azar de sus lecturas en obras extranjeras; algunos especialistas de las ciencias nuevas, química, mineralogía y botánica; a veces, sobre todo en Madrid, algunos filóso fos cuya voz es escuchada con deferencia..., y, por último, naturalmente, simples comparsas, cuyo eco se apaga tan aprisa como la vanidad que los arrastra al comienzo. Sea como fuere, se puede afirmar que la parte principal de la minoría selecta española figura entre los Amigos del País» 125. No difiere mucho de esta opinión Richard Herr. «En su discurso, Campomanes había desig nado a la nobleza—escribe Herr— madrina lógica de los Amigos del País.» Peñaflorida, Aranda, el marqués de Peñafiel, el duque de Almodóvar y las damas nobles de la Sociedad Matritense126 son individualidades que, a juicio de Herr, destacan entre los representantes del
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HISTORIA DE ESPAÑA
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estamento nobiliario en las Sociedades. Pero, en realidad, esta presencia, según Herr, no es ge neral: «Sólo ocho directores y otros cuatro miembros con cargo eran títulos en 1789» 127. También se refiere Herr a los eclesiásticos. Cierto que Hubo un sector del clero hostil a las Sociedades, pero «los miembros más ilustrados del clero las apoyan. Entre 1770 y 1786, la Socie dad Vascongada tenía 96 miembros eclesiásticos, de los cuales, nueve desempeñaban cargos in quisitoriales. Cinco obispos y un fraile eran directores de Sociedades en 1789»128. La actividad de nobles y eclesiásticos no basta para explicar el éxito de las Sociedades. «El ímpetu mayor —afirma Herr— lo dieron plebeyos henchidos de entusiasmo. En 1787, las figu ras más ilustres de la Sociedad Económica de Madrid eran Campomanes, Cabarrús, Jovellanos —todos estrechamente ligados a los proyectos económicos del Gobierno—, Cristóbal Cladera, editor de El Espíritu de los mejores diarios, y Sempere y Guarinos. De los otros 160 miembros, únicamente diez eran títulos y sólo uno clérigo. A juzgar por las Sociedades de Amigos del País, tanto de Madrid como de provincias, fueron los plebeyos instruidos y-los hidalgos sin título los que más decididamente apoyaron los esfuerzos de Carlos III» 129. Los puntos de vista de Sarrailh y Herr han sido ampliados y precisados por diversos historia dores y eruditos. Algunos autores han esbozado las grandes líneas de la tipología social que ope ra en las Sociedades. Bitar Letaif opina que los Amigos del País pertenecieron a todos los grupos sociales I3°. Rodríguez Casado identifica en las listas de socios a comerciantes, párrocos, fun cionarios, labradores acomodados y nobles 131. Ruiz y González de Linares enumeran a cléri gos, nobles, literatos, artistas y negociantes132. Otras aportaciones se proponen valorar debidamente el papel de la aristocracia en el seno de las Económicas. Domínguez O rtiz133, Anes 134, Elorza135, Demerson136, Enciso137, Olaechea y Ferrer Benimeli138, Forniés Casals139, Aguilar Piñal140 y Rosa González141, entre otros, han puesto de relieve la presencia de aristócratas en las Sociedades. Aparte la gran nobleza y los hi dalgos, corresponde una misión importante a la nobleza provincial y a la «nobleza comerciante» 142. Todas las Económicas contaron con aristócratas en sus listas de socios, pero algunos con funciones de mayor relieve. Sirvan como ejemplo las de Madrid, Aragón, Vas congadas, Sevilla, Valladolid o Jerez. Pero ni están todos los títulos, ni la actitud de los aris tócratas es siempre la misma. Junto a partidarios decididos de las «reformas» y de las Socie dades, los hay pasivos, meramente honoríficos e incluso reacios a la tarea de los Amigos del País143. «Puede decirse —concluye R. González—, que fueron Amigos del País los nobles más ligados por interés político o material o por convicción ideológica a la política [ilustrada sobre las Sociedades], pero no que la nobleza como grupo social fuera fundamento de las mismas» 144 . Cuestión de vastas resonancias es la de la intervención del clero secular y regular en las Socie dades. «Muy importante fue la participación de los eclesiásticos en las Sociedades Económicas. En realidad —escribe Alborg, algo exageradamente—, dentro de la ideología del despotismo ilus trado, las Sociedades habrían de ser el instrumento para incorporar clero y nobleza a los esfuer zos del Gobierno en favor del crecimiento y mejora del país» 145. En algunas entidades, como las de Palencia, Ávila, Santiago de Compostela, León, Jerez de la Frontera, Lugo o Medina Sidonia, los eclesiásticos fueron promotores146. En otras tuvieron actuaciones señeras. Es el caso de la Sociedad Vascongada o las de Tarragona, Jaca y Valencia47. ¿Qué tipo de clérigos trabajaron en las Económicas? El muestrario es amplio. Desde arzobis pos u obispos tan notorios como Hernández de Larrea, o Armaña y Font, hasta canónigos, co mo Pignatelli, o numerosos frailes y párrocos 148. Algunas de las funciones de las Sociedades, como la enseñanza en todas sus facetas, la renovación pedagógica, la beneficiencia y, en general, •
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la redención de las clases más modestas o marginadas, entraban de lleno" en la tarea pastoral del clero católico. El interés por la agricultura y, en un contexto más amplio, la economía rural, estaban en la órbita de las preocupaciones espirituales y, a veces, materiales de amplios sectores eclesiásticos149. / No puede decirse que muchos hombres de la Iglesia vieran con buenos ojos el regálismo o el absolutismo ni que entendieran bien la idea ilustrada de que el clérigo debía ser un ciudadano más 15°, pero algunos no eludieron el compromiso de reformar la economía, la educación y la administración o de superar los graves problemas que la sociedad del Antiguo Régimen plantea ba y que exigían el remozamiento y la modernización. Cierto que fueron los que llevaron la ini ciativa en las reformas y que las acciones individuales de los eclesiásticos en las Sociedades fue muy variada, desde los entusiastas a los recelosos frente a la ideología o las actitudes imperantes entre los Amigos del País, pero no puede desdeñarse su aportación a los propósitos renovadores de las Económicas. Un caso singular fue el de la Vascongada, donde los clérigos tuvieron buena acogida, entre otros motivos, para contrarrestar la acusación de irreligiosidad que se hacía a los antiguos «caballeritos» y donde hubo clérigos tan proclives al movimiento ilustrado que tuvie ron problemas con la Inquisición. Conforme a la terminología actual, ¿podemos decir que las Sociedades aspiraban a ser elitistas? El Consejo de Castilla pretendía que en las Económicas par ticipasen sólo personas arraigadas. Jovellanos entendía que la ventaja esencial de no admitir más que hombres ricos como socios sería proporcionar a los institutos una autonomía financiera, muy deseable [en las esferas oficiales], pero advertía que la apertura de espíritu no había ido a la par con la posesión de bienes, que la mentalidad de los propietarios, como grupo social, no permitía que se confiara a ellos solos las luces de la revolución que las Sociedades apoyaban»151. Por los mismos años, Mon y Velarde, director de la Sociedad Mallorquína, llamaba a colaborar en su organización al clero, a los hombres públicos que, «por su oficio se em pleaban en el servicio del rey, a la milicia, a los letrados, a los comerciantes y a los nobles»152. Estas preocupaciones de dos protagonistas destacados tuvo su reflejo en la vida real de las Sociedades durante el último tercio del siglo xvm. Anes ha sustentado ra tesis de que «no son burgueses —o lo son en mínima medida— los que promueven las Sociedades» 153. Sin em bargo, su afirmación no es compartida por otros autores154. En 1967, Maravall escribía: «Al promover las reformas económicas que nos son conocidas, los grupos de las Sociedades Econó micas coincidieron con la actitud y los intereses de la clase burguesa en auge. Ellos no son social mente burgueses en muchas cosas con toda la plenitud de significación que esta palabra adquiría en Francia o en Inglaterra, pero si tomamos como burgués un tipo humano y no un miembro de una clase, tenemos que reconocer que esos grupos de españoles ilustrados pertenecen a la men talidad del tipo burgués» 155. Ya antes Rodríguez Casado había expuesto la opinión de que «la fundación de Sociedades trae como consecuencia el incorporar al sector burgués a las preocupa ciones prácticas, dándole un cauce legal para intervenir en la política»156. Para Elorza, la con ciencia burguesa puede rastrearse en las Sociedades periféricas, como la Vascongada y las de Valencia o Mallorca, y en algunas del interior, como la Matritense o la de Segovia. La última palabra la han aportado Forniés en su estudio sobre la estructura social de los Amigos del País aragoneses 157, donde acredita la presencia de núcleos burgueses entre los socios, y también R. González, G. Demerson, N. Rupérez y Enciso. En definitiva, las Sociedades no fueron creacio nes burguesas, pero «es indudable que desde el comienzo se vio la conveniencia de dar entrada en ellas a los burgueses, porque éstos no debían renunciar a privilegios importantes para apoyar, como propietarios de tierra, una mejora y acrecentamiento déla producción y de las condiciones de ínter-
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cambio de productos, o la supresión de los obstáculos legales para el libre comercio de granos; como comerciantes o fabricantes, la abolición de los gremios; como intelectuales, una reforma general que, sin implicar una ruptura, diese lugar a una modificación del orden social y económico» 158. Con la burguesía propiamente tal, y a veces sin una fácil diferenciación entre una y otra, convivió en las Económicas una franja mesocrática. La presencia de miembros de ese conjunto abigarrado y complejo que denominamos clases medias ha sido identificado por Elorza en Sego via, Forniés en Aragón, Aguilar Piñal en Sevilla, JEnciso en Jerez de la Frontera y Castilla-León, Demerson en Ávila y Valladolid, N. Rupérez en Soria y Rosa González en León. En suma, y para concluir, las Sociedades Económicas integraron en su seno a gentes de la más diversa procedencia social, desde la nobleza y el clero a núcleos diversos del estamento gene ral, preferentemente, burguesía y clases medias. Con razón ha observado Rodríguez Casado que «las Sociedades en sus estatutos dictaban la moda burguesa de la absoluta igualdad de sus miembros»159.
6.
La
obra de las
Reales Sociedades
Hemos explicado antes que las Sociedades fueron el resultado de la confluencia de dos inicia tivas: la de los particulares y la del Gobierno. La Monarquía apuntaba, a través de ellas, a una «regeneración» material, intelectual y política del país y a una inserción de diversos grupos socia les, entre ellos la nobleza y el clero, en una tarea en la que ambos estamentos no habían participa do en la medida suficiente. La iniciativa de los particulares, siempre condicionada por el despo tismo ilustrado en boga, aspiraba a intensificar la producción; a conseguir una cierta liberalización, a participar en una ambiciosa empresa de pedagogía destinada a favorecer amplios secto res sociales, a defender y propagar las «luces», a remediar situaciones injustas y a consolidar los propios provechos de los asociados. La doble corriente reformadora de gobernantes y gober nados chocó, como es bien sabido, con fuertes resistencias. Pero el balance final es claramente favorable para el progreso del país. Campomanes concretó en 11 puntos las tareas que debían desarrollar las Sociedades. Unos hacían referencia a objetivos teóricos, otros a labores prácticas; los más eran de alcance nacio nal, pero también los había de órbita local. En conjunto, las Sociedades se transformaron en órganos consultivos del Gobierno. Desde una perspectiva local o «regional», el objetivo fundamental de las Económicas debía consistir en «fomentar el estado de la provincia», esto es, proporcionar información sobre cues tiones sociales y económicas. En cuanto al plano social, el trabajo se concretaba de forma prefe rente en las estadísticas de población, realizadas con periodicidad anual y con especial atención al número de vagos y mendigos y a los emigrantes. Todos los datos elaborados por la Sociedad eran remitidos a las delegaciones del Consejo de Castilla 16°. Respecto a lo económico, los Ami gos del País tenían que interesarse por la agricultura, la cría de ganado, la pesca, la industria, el comercio y la navegación. Era obligado poner el acento tanto en los aspectos teóricos, entre los cuales se concedía atención especial a la traducción de obras extranjeras o a los experimentos y cálculos políticos sobre estas cuestiones, como en facetas prácticas o de fomento de actividades161. En el ámbito nacional, el cometido de las Sociedades se concreta en la revisión de proyectos económicos o de otro tipo y en la rectificación de los mismos «para que, cuando se entreguen a los tribunales o a los ministros por donde deban despacharse, estén limados y reducidos a un
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ajustado cálculo político. «Para hacer más eficaz la tarea, se llegará a pensar en una colabora ción entre el Banco de San Carlos y las Sociedades Económicas» 1621 Los Amigos del País habían de responsabilizarse también de que la educación se extendiese y la cultura alcanzara altas cotas. Un punto específico, dentro de este amplio panorama, era el cuidado de la educación de la nobleza provincial, labor que, en opinión del fiscal del Concejo, constituía el fundamento de la utilidad y estabilidad de los nuevos institutos163. No meno¿ im portancia se concedía a la beneficencia. ¿Cumplieron las Sociedades los objetivos señalados? La verdad es que de forma parcial, aun que, en ciertas facetas, lo excedieron. Pese a que los estatutos definen y limitan la tarea de las Económicas164, a la larga los propios reglamentos van alterando los planteamientos iniciales y conceden, cada vez más, autonomía y personalidad propia a los distintos institutos de Amigos del País. La agricultura. Se ha dicho que la principal actividad de las Sociedades fue la agricultura, tan potenciada en la época merced, sobre todo, a las decisiones de los políticos que aceptaban el pensamiento fisiocrático165. Los tratadistas del tiempo hablaron con prodigalidad de agricultura. Nipho explicó, en su interesante Correo General de España, que la situación de la agricultura en los años ochenta era peor que a comienzos de siglo, y, entre otros medios para mejorarla, aludió a la creación de Sociedades Económicas166. Ibáñez de Rentería criticaba el exceso de experimentación, y acon sejaba a los vascos que se aprovecharan, no sólo de sus propias experiencias, sino de las ajenas 167. Griselini propugnó el uso por parte de los hijos de labradores de cartillas elementa les agrarias «ceñidas a los métodos más excelentes»168. Y los periodistas de tema económico di fundieron las ideas imperantes sobre agricultura y las técnicas más en boga169. Los proyectos e ideas de los tratadistas se divulgaron en las clases de agricultura de las So ciedades. Sin embargo, las enseñanzas impartidas en las Económicas, de acuerdo con los crite rios de Asso 17°, Jovellanos 171 y otros prohombres, tuvieron un carácter eminentemente prácti co. «En las clases —escribe Anes— se debatían los problemas que afectaban a los respectivos sectores en el marco local, regional o riacional. Se ocupaban los socios, principalmente, de los problemas de la agricultura, y, como sabían que el desarrollo agrícola exige cambios técnicos, discutían sobre nuevas semillas, sobre técnicas a aplicar en la agricultura, sobre los diferentes artefactos que convendría adoptar en la labranza, etc. Les preocupaban también los problemas tradicionales, como el de la sustitución de las muías por bueyes como animales de tiro, y procu raban buscar las causas que impulsaron o frenaron el desarrollo de la agricultura. Discutían, a veces, los problemas que afectaban a la estructura de la propiedad e intentaron encontrar solu ciones. Varias Sociedades establecieron escuelas de agricultura. En la fundada por la Sociedad Económica de Baza, se leían... los libros de los mejores escritores y las memorias impresas sobre problemas de agricultura que llegaban a la Sociedad» 172. Otra actividad característica dé los Amigos del País fueron los experimentos con especies ani males y vegetales y la iniciación de técnicas de cultivo, el ensayo de plantíos y jardines o el estu dio y uso de nuevas maquinarias. Esta importante labor las conectaba, de una parte, con el Gobierno, al que denunciaban o planteaban cuestiones, y de otra, con las demás entidades de Amigos del País, a las que comu nicaban sus experimentos o, en su caso, asesoraban si lo requerían. Demerson ha resumido bien este enlace vertical, con las autoridades o los usuarios, y horizontal, con otros institutos y sus socios 173.
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loable objeto de promover la Agricul, Industria , Artes, y Oficios , acom· indo lista de las personas que ofre6002 an ser Individuos de dicho Cuerpo 'Patriótico ,1a qual és cómo se sigue. R A Z O N D E LO S SUGETOS QUE • han ofrecido alistarse por Indivi duos de la Sociedad Económica 1 , de Amigos del Pais de Xerez de la Frontera.
Do&or D. Antonio Menchaca , Presiden te del Cavildo Eclesiástico : Doftor D. Francisco Obedos , Canónigo Magistral i D. Fernando Ramos, Canónigo : D. Car los Ordeñana, idem : Doftor D. Francis co de Celis , Racionero : D. Manuel Tre nado , idem : D. Marcos Gandon : D. Pe dro Palomino , Presbítero : D. Alonso de' Vargas: D. Martin Fernandez : el Mar qués de Campo-ameno: D. Manuel Prie*
"j'Otvn"00't i l ' ! V t ' O Y . r^b rtov c'or: .' ·;7jr. ívrí*]· -o,, .·· ■N- W dádásD olendas del Cuerpo Mmnahoyo a i MyftitOpdclas Móijíir^uia^, esprccifamente \ ■“ pu:a 3 0
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F ig. 53 .—Discurso universal de las cau sas que ofenden esta Monarquía y reme dios eficaces para todos, de Somoza y
Quiroga. Biblioteca Nacional. Madrid. (Foto Oronoz)
giban. _ k La M ancdá^e Velbm ^uéálprefei'ít^fe eomicn'•ija: ¿labrar) íe debe coñfi3erar ¡, que qucdaíiijeta a ^nbcidaÁdulteráciOri,afsÍ de Eftrañgerosyeémo de Naturales ypor caufa de no aver entendido cl.Equiltbrioquetengo réprefentado >con evidente, y Máte^aticaDetnoftraciónjeftmiM cmorial de n .d e No^embw'delVííó paífado-de i ¿79. defterrandqlace‘ Quedad'que tiá f e ¿Ora* ha padecido ( y padece ) la C óronade GaftiJIa* > Ni mandadomc llamar y para •qpe diera aéntédertán naanifiefto>yperni#ai(b yerros Voy quaiitOi domas del Equilibrio ,y debida conefpondericia qúe debe tener dicha'Mbneda dc Vellon yon laMoncdádpPiatary Oro: ♦ JEs^neceffario ante A todas,
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El comienzo de las reformas se sitúa como fruto de la oportunidad ofrecida por el cambio de dinastía que dio el trono a Felipe V de Borbón y desencadenó nuevamente otra guerra euro pea, mantenida también en el interior de la Península con caracteres de guerra civil. El triunfo de Felipe V en la guerra de Sucesión le incitó a realizar la verdadera unificación política de la monarquía con la supresión de los regímenes políticos particulares de los reinos de la Corona de Aragón mediante los Decretos de Nueva Planta (1707, para Aragón y Valencia; 1715-1716, para Cataluña y Mallorca; los Estados italianos se perdieron), que suprimieron su característica de reinos diferentes. Solamente Navarra y los señoríos de Vasconia conservaron su régimen pro pio porque no se rebelaron contra Felipe V y no pudo aplicarles la ley del vencedor como a los reinos citados. La centralización política y administrativa era la fórmula aplicable para poten ciar la monarquía eliminando las dificultades que las leyes particulares de cada reino presenta ban a las decisiones reales. La ordenación racional de la administración fue uno de los objetivos perseguidos durante el siglo xvm para igualar ante las leyes a todos los vasallos a una misma condición de súbditos iguales ante el poder real. La abundancia y variedad de jurisdiccio nes, de privilegios estamentales, de fueros, de ciudades, villas, corporaciones y gremios no sería resuelta hasta la revolución liberal de los herederos de la Ilustración en el siglo xix. La segunda reforma importante consistió en la supresión de algunos Consejos y la creación de los secretarios dé los distintos Despachos de Estado, Hacienda, Marina, Guerra, figura de los futuros ministros que resolverían directamente con el rey los asuntos de sus respectivos ramos. El Decreto de Nueva Planta significó la supresión de ciertos derechos señoriales de que goza ba la nobleza aragonesa. Fue un'rudo golpe porque la nobleza del reino de Aragón había sido, en su mayor parte, fiel a Felipe V durante la guerra de Sucesión, en tanto que las villas y univer sidades, el Tercer Estado o Estado Llano, junto con el clero y lo infanzones, se adhirieron al partido del archiduque Carlos, en el que veían asegurada la continuidad de las antiguas leyes dél reino. No puede quedar marginado este caso de la existencia permanente de un grupo de oposición hasta 1808, que durante el reinado de Carlos III recibió el nombre de «partido arago nés» (aunque no fuese constituido por aragoneses exclusivamente) con un carácter político ca racterizado por su oposición al poder absoluto del monarca. La oposición es constante durante todo el siglo, aunque pueden diferenciarse grupos que se perfilan desde oposiciones distintas, desde el conservadurismo hasta la fórmula triunfante en 1812. En las sátiras, pasquines y panfle tos, que continúan la abundancia de la literatura satírica del reinado de Carlos II se manifiesta la existencia de un llamado «Cuerpo Nacional» (T. Egido) que se declaró como tal en la serie de motines de marzo y abril de 1766, cuyo principio se dio con el provocado contra el ministro de Carlos III el marqués de Esquiladle. Los escritos anónimos de la más variada índole y el «Cuerpo Nacional» que se hace intérpre te de la opinión pública contra el Gobierno y los gobernantes adquirieron mayor virulencia a partir del reinado de Carlos III (1759-1788), monarca a quien corresponde con plena significa ción el llamado despotismo ilustrado. La política reformista emprendida anteriormente se inten sificó a partir de entonces y fueron los estamentos privilegiados, la alta nobleza y él estado ecle siástico los verdaderamente amenazados por la política real ejercida con carácter absoluto. Los puntos principales sobre los que se proyectó la política general de vitalización de la postrada monarquía heredada de los Casa de Habsburgo fueron los suguientes: 1. ° El incremento de los recursos económicos de la monarquía. 2. ° El incremento general de la riqueza nacional, mediante el estímulo de la producción y de la circulación de los bienes nacionales.
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VERSION CASTELLANA DEL
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DÉ LOS DIFUNTOS, CON OTRAS PRECES, Y ORACIONES
D E LA IG L E S IA , .
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SEGUN EL B R EV IA RIO , Y RITUAL R O M A N O .
POR DON LEON DE ARROTAU
F ig. 54.— Versión castellana del oficio de los difuntos, por León de Arroyal. Biblio teca Nacional. Madrid. (Foto Oronoz)
MADRID MDCCLXXXIII. *0R DJOACHÍN IBAERA i IMPRESOR DE CÁMARA DE S.M . CON PRIVILEGIO.
3.° La elevación del nivel científico, técnico y cultural en todos los sectores de la sociedad, en todos los dominios de la monarquía. El punto de partida para remediar los males de España es la suprema autoridad del monarca. La reforma general se emprendió sobre el plano económico y todos los proyectos se enderezaron en este sentido invocando el interés general que debía sobreponerse a todos los intereses particu lares defendidos por el sistema de privilegios estamentales, obstáculos que no podían ser removi dos sino por el poder absoluto. Bernardo Ward, en su Proyecto económico en que se promueven varias providencias... (1762), lo decía así: «El Rey puede, por su autoridad suprema, remediar estos inconvenientes», y lamentaba el olvido del interés general en las discusiones entre distintas entidades amparadas por sus propios privilegios. León de Arroyal, ilustrado que hay que situar en la línea pactista, invocaba también el poder absoluto como nervio principal de las reformas, pues «los males envejecidos de nuestra (Monarquía) sólo pueden ser curados por el poder omní modo», aunque, pensando como «filósofo» al uso «sin las ataduras que regularmente ponen al entendimiento los varios respetos de la política», venera las máximas de gobierno de su patria y sé sujeta a ellas «creyendo sin dificultad serán las únicas de que tal vez podrá hacerse uso,
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s a que se proponen varias providencias, di rigidas á promover los intereses de España» con los medios y fondos necesarios pa ra su plantificación: ESCRITO EN EL ASO DE 176* a r d , del Consejo de S. M. y su Ministro de ¡a Real Junta de Comercioy Moneda.
Por I). B ern a r d o W
OBRA POSTUMA,
Pór D, J o a c h in
Ib a r r a
, Impresor de Cámara de S. M.
F ig. 55.—Portada del Proyecto económi co, de Bernardo Ward. Madrid, 1779. Bi blioteca Nacional. Madrid. (Foto Oronoz)
Con¡as Ucenciasnecesarias. atendida nuestra presente Constitución» (Cartaspolítico-económicas al conde de Llerena, 1786, fueron atribuidas a Rodríguez Campomanes). Francisco Cabarrús, personaje destacado en el proceso de ascensión económica y social, de origen francés, ilustrado racionalista y rousseauniano, en sus Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felici dad pública, dirigidas a Godoy, también admite, circunstancialmente, la necesidad del poder absoluto: «no es necesario trastornar la constitución monárquica; se trata de regenerarla y con solidarla... Un sistema de gobierno paternal en que la autoridad del monarca, siempre absoluta, siempre ilustrada, encuentra, por la mera separación de las facultades que le es forzoso subdele gar, el equilibrio del bien común en que se cifran su seguridad, su gloria y sus más preciosos intereses». Estas palabras no reflejan realmente el alcance de las ideas de Cabarrús; son, como las ante riores, expresión de una fase ya avanzada del pensamiento reformista en el plano político que ha adoptado el carácter de despotismo ilustrado y el poder, con don Manuel Godoy al frente, se denomina despotismo ministerial. Peñaranda, en la Instrucción 3. a de su Sistema económicosocial-político más conveniente a España (1789), razona sobre el poder absoluto: «Estado en que todos aspiran £ ser cabezas, presto se verá sin pies ni manos. El monárquico bien dirigido
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i por un Rey piadoso, justo y amante de la felicidad de sus vasallos es el nriás perfecto. Una de las mayores que el Señor da a sus pueblos escogidos es el·gobierno de los buenos Reyes. Las disputas contra su autoridad son peligrosas. Nunca faltan términos para hacer conocer a los ojos del mundo la razón, cuya dignidad tiene lugar delante de todos los hombres producida en la esfera de la disciplina política.» Peñaranda, sin embargo, desarrolla todo un proyecto de limita ción del poder real, un proyecto de reforma completa del Gobierno, cuyo más alto organismo sería un Supremo Consejo de Economía Política, con tres Salas (de Gobierno, de Justicia y de Invenciones y Proyectos), que estarían integradas por grandes de España y por los miembros de los Consejos Supremos. Las disposiciones emanadas del Supremo Consejo se harían cumplir a través de dieciséis Direcciones Provinciales en que se repartirían el gobierno y administración de la Península. El plan de Peñaranda implicaba una modificación a radice de todo el sistema de gobierno, llevando a último extremo la centralización política y administrativa, pero, racio nalmente repartida en el ámbito geográfico. El principio del poder absoluto era reconocido co mo bueno y necesario para legalizar la transformación del Estado. El reformismo desarrollado por monarcas de la Casa de Borbón se orientó políticamente en el sentido de acentuar la centralización de los resortes gubernamentales, pero, sobre todo, actuó en el plano económico para aumentar el erario público o real con el que hacer frente a las cues tiones de la política internacional y especialmente a la política interior, a todas aquellas, como dice Náef, que asumía el Estado moderno ampliando su contenido en extensión y en profundi dad. Necesidad concurrente sería la capacitación de la sociedad elevando su nivel técnico y cul tural con la incorporación de nuevos conocimientos científicos con nuevos métodos de enseñan za. Un reajuste de las condiciones de los cuerpos sociales abordaría en cierto grado una política social, en cuya virtud, al finalizar el siglo, tendría que plantearse la reforma general del Estado a través de la crítica sobre el origen y los fundamentos del poder. En esta última fase, el poder real, propulsor de las reformas, sufriría los efectos desencadenados. En realidad no se puede establecer cronológicamente la precedencia de cada una de las partes del proceso. La oportunidad decidía la implantación de las novedades y hasta su paralización o rectificación. El problema político quedó én último lugar y su oportunidad se halló en 1808, tras los sucesos de Aranjuez, primero, y de Bayona, después. La obsesión por los problemas económicos atravesó todo el siglo. Bastará esta breve relación de economistas, aunque ningún ilustrado dejó tratar estos problemas en sus escritos. Correspon den al reinado de Felipe V: el padre J. Cabrera, José Ustáriz, Villarreal, Macanaz, Francisco Aznar, Máximo de Moya, el marqués de Villadarias, Miguel de Zabala, Bernardo de Ulloa, An tonio Heredia, Ventura de Argumosa y José del Campillo. En el reinado de Fernando VI se encuen tran Alejandro Aguado, Diego Álvarez de Bohorques, Bernardo Ward, Francisco de Aguirre, Joaquín de Adame y Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada. En el de Carlos III: Gán dara, Vizcaíno, Nipho, Campomanes, Floridablanca, el marqués de Irujo, Arriquivar, Romá, Rosell, Lucas Pascual Martínez, Juan Antonio de los Heros, Somozo, Argentí, Sáenz de Teja da, Capmany, Antonio Ponz, Peñaranda, Arroyal. Finalmente, en el de Carlos IV, Félix y Jai me Amat, Lázaro, Dou, Pomar, Díaz de Val, Manresa, Floranes, Anzano, Caamaño, Pérez, Quintero, Sempere Guarinos, Aanadrio, Canga Argüelles, Jovellanos, Cabarrús, Foronda, Ar teta, Jaumandreu y Flórez Estrada. La Hacienda es la clave de la vida del Estado. El ministro Orry, francés, que Felipe V trajo consigo cuando vino a reinar, intentó establecer un impuesto que se extendería a los estamentos privilegiados y no tuvo éxito; se inspiraba sin duda en la obra de Vauban la Dime royale (1697), propuesta a Luis XIV; no obstante, Felipe II también se había hecho esta proposición por un
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naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública, por el conde de Cabarrús. Biblioteca Nacional. Madrid. (Foto Oronoz)
anónimo en el sentido de que todos los propietarios de bienes raíces tributasen sin excepción de personas. La idea de crear la que se llamaría «única contribución» fue renovada en 1732 y habría de promover el catastro mandado hacer por el marqués de la Ensenada en 1749, que daría a conocer el reparto de la propiedad. Se crearon Juntas que se sucedieron para el estudio de la Única Contribución, que no dieron los frutos que se perseguían. La comprobación, en 1764, de los datos recogidos en el informe de 1754 fue lamentable por las omisiones que se encontra ron respecto de la anterior. El informe negativo del fiscal de la Sala, creada en 1770 por Carlos III para este objeto, sobre los repartos de la contribución por los bienes, rentas y distintas activi dades lucrativas, puso el punto al proyecto en 1775. León de Arroyal, en sus Cartas al Conde de Llerena, ya en las postrimerías del reinado de Carlos III, propone en un breve párrafo los objetivos de la reforma que ya estaban en el progra ma del despotismo ilustrado desde Felipe V y algunos de ellos en grado de desarrollo: «Dotar completamente la persona del Rey y las necesidades del Estado: igualar la contribución entre los vasallos, de manera que cada uno pague a proporcón de los bienes que disfruta de la socie dad; dejar en una entera libertad el tráfico y el comercio interior; obligar a los hombres a ser industriosos, llamándolos insensiblemente a la campaña y a la agricultura; disminuir el número
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de los privilegiados y acrecer el de los propagadores del estado común;i oprimir la vanidad, principio de la holgazanería y fuente de infinitos males; retraer a los poderosos de vincular sus bienes y obligar a la división de éstos por la misma conveniencia de los grandes poseedores; animar las artes y oficios, aumentando muchas manos de mujeres para los sedentarios; hacer insoporta ble el capricho de las modas y futilidades extranjeras; simplificar la administración de la Real Hacienda en términos de que pocos hombres la puedan evacuar, dando una clave para hatería valer más o menos, según lo exijan las necesidades del Estado y, sobre todo, descargar lo interior del Reino del peso enorme de contrabandistas y guardas.» Todo el párrafo transcrito refleja el carácter hipercrítico de los ilustrados españoles del siglo movidos por el noble afán de promover la grandeza de la patria y de levantarla de la postración en que la veían. Sin embargo, el catalán Capmany, más ponderado y sereno en sus juicios, contemplando el cambio experimentado en el siglo de las luces, arremetía contra los que ennegrecían el tiempo presente exaltando el pasado medieval, irrazonablemente fieles al viejo Laus Hispaniae; tampoco había canales, ni buenos caminos en tiempos de los Reyes Católicos, dice malhumorado, y, «sin émbargo, se nos quiere persuadir que se contaban en España veinte millones de habitantes», y añade: «Pregúntese en la Extremadura si en algún reinado han gozado de mayor grado de agricultura, si han contado mayor número de habitantes, ni de pueblos.» El historiador catalán no dejaba de reconocer el vacío producido en Castilla desde el siglo xvi, ni la desolación de muchos lugares vacíos y yer mos, pues la emigración a los continentes americanos, las guerras, la paralización de la vida eco nómica habían causado sus efectos, a los que debiera añadir los de las gravísimas epidemias. Protesta, cuando escribe sus Cuestiones críticas (publicadas en 1807), de que se continúe viendo a España vieja y triste. Cataluña, que en 1553 contaba, según sus cálculos, con una población de 340.00Ó habitantes, aproximadamente, continuó sin grandes diferencias hasta principios del siglo x v i i i , «mas a finales del mismo, faltándole el Rosellón, contaba con duplicada población, sin incluir su capital, que había subido al triple del vecindario en menos de medio siglo. En los pueblos de la costa se ha triplicado en muchos y en otros cuadruplicado y quintuplicado, sin poderse sospechar que este incremento se haya fomentado con la decadencia de otras poblacio nes, pues todas en general y hasta las más interiores han recibido aumentos considerables». Re ferencias análogas hace sobre Valencia, Aragón y otras regiones peninsulares. De hecho, salvo el proyecto fracasado del reparto del impuesto entre todos los propietarios según sus bienes y riquezas, pragmáticas y decretos fueron sucediéndose con el propósito de re solver positivamente cada una de las cuestiones señaladas por Arroyal. Es un verdadero acierto el punto de vista de Palacio Atard: «Los hombres del siglo xvm son contradictorios», se resis ten más que los de cualquier otra época a ser encuadrados en determinados moldes, «porque como los sedimentos mentales de la ideología de aquellos hombres se han depositado en capas distintas, basta cortar por el plano de una de esas capas para que un personaje se nos aparezca fiel a la más pura ortodoxia o a una cierta tipificación de España». La nueva mentalidad, la mentalidad del «hombre nuevo» responde a una ideología que deja fuera las representaciones tradicionales. De aquí el menosprecio del pasado y su desconocimiento de lo antiguo si no enca ja en el cuadro de sus perspectivas tendidas únicamente hacia el futuro. Condena en bloque a la tradición por cuanto aporta de negativo, de resistencia o de antagónico a su visión pensada del futuro. En los tradicionalistas españoles no se rechaza sistemáticamente cuanto de valioso traía el pensamiento nuevo, que en orden a la reformas no era tan nuevo, según se ha observado anteriormente, sino que se resentían de la pérdida de «aquellas heroicas virtudes que hicieron guerra a los vicios, llenaron de coronas y laureles a los españoles, dieron esmaltes gloriosos a la religión, lucimiento sin sombra a la fe», como escribía el periodista aragonés Nipho, y, tam
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bién análogamente, Cadalso en sus Cartas marruecas. No era el desprecio a lo nuevo, sino el desprecio a lo antiguo, sustancializado en la conciencia nacional, lo que enrojeció la polémica entre los «innovadores radicales» y los «críticos prudentes». Cadalso comentaba melancólica mente los resultados del radicalismo de los proyectistas: «Lo malo es que la gente, desazonada con tanto proyecto frívolo, se preocupa contra las innovaciones útiles y que éstas, admitidas con repugnancia, no surtan los efectos que producirían si hallasen los ánimos sosegados.» La política reformista del despotismo ilustrado —términos inventados en el siglo xix— al canzó su mayor intensidad durante el reinado de Carlos III, en cuyos últimos años se abrió el sendero a la Ilustración política para la revolución posterior. La acción política desde Felipe V puede ser considerada como «revolución desde arriba» dirigida por el rey con su poder absoluto para potenciar al Estado, enriqueciendo a la nación con la riqueza de sus súbditos. Esta política debía quebrantar todo el sistema de privilegios adquiridos secularmente, no sólo por los llama dos propiamente estamentos privilegiados, sino por las ciudades, corporaciones y gremios dis puestos a defenderlos. Ciertamente, los primeros reaccionaron con mayor fuerza. La nobleza conservaba dos instituciones, residuo de su pasado feudal, que conferían, dice García Pelayo, dos posibilidades de ejercicio del poder: los señoríos y los oficios vinculados. En los primeros eran señores de vasallos, coñ potestad administrativa y judicial, bajo ciertos límites; podían nom brar jueces y hasta tribunales, según la índole del señorío, así como otros funcionarios de la justicia y de la administración pública. Si estas facultades eran por derecho de señorío, los ofi cios vinculados eran debidos a la concesión graciosa o a la compra al rey de cargos de regiduría, generalmente municipales, que se transmitían como propiedad hereditaria. La preeminencia so cial del estamento nobiliario descansa principalmente en el disfrute de privilegios económicos que tuvieron origen en la Edad Media, como compensación de obligaciones, servicios o por con cesiones graciosas. Al correr de los siglos, las prestaciones acordadas ocasionalmente se convir tieron en derechos inalterables e irrevocables, aunque desapareció la circunstancia que los oca sionara; aumentaron, se complicaron, variaron de nombre, número y cuantía en los distintos reinos y regiones a lo largo del tiempo: censos, treudos, laudemios, molino, horno, lagar, pas tos, borras, batudas, cabalgadas, cenas, alcabalas, etc. La reincorporación de los señoríos a la Corona, tema brillantemente estudiado por Moxó, fue un objetivo político y económico impor tante. No se trataba solamente del pleno y directo ejercicio del poder real con la disolución de los señoríos, eliminando la jurisdicción dominial de la nobleza, sino también de la recuperación de rentas, bienes y derechos que salieron del Patrimonio Real por ventas temporales o perpe tuas, como ocurría con las alcabalas; eran lo que se llamaban «alhajas y mercedes enriqueñás», por referencia a Enrique II de Castilla. El proceso era antiguo y fue acusándose durante todo el siglo xvin. La solución definitiva se alcanzó bajo el régimen liberal con la Ley del 26 de agosto de 1837; en este, como en otros problemas, los políticos liberales no hicieron más que sacar las últimas consecuencias de toda la política reformista proyectada por los políticos del período ilus trado. La subida al trono de Carlos III imprimió desde 1760 mayor fuerza al propósito manteni do, no obstante, con prudencia y hasta lentitud. «Aunque no fueron muchos los señoríos medie vales que se incorporaron, algunos de éstos poseían una especial significación y sus reversiones a la Corona —dice Moxó— constituyeron golpes que afectaron al poder y prestigio de las más importantes casas nobiliarias, para cuyas jurisdicciones señoriales se adivinaba un porvenir som brío.» En la concepción política del despotismo ilustrado, del que la figura más acabada es el rey de Prusia Federico II, el rey es el primer servidor del Estado y todos y cada uno de sus súbdi tos asumen la misma función de servicio dentro de su situación en el orden social. La nobleza, como los restantes estamentos, debe cumplir su función obediente a los dictados del soberano:
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F ig. 57.—Federico II de Prusia, por Anna Dorothea Therbusch. Museo de Versalles. (Foto Oronoz)
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es un instrumentum regni; pero, por su situación de privilegio social y económico, sería objeto de los más enconados ataques. El mismo Cadalso, de nobleza hidalga, ironizaba: «Nobleza hereditaria es la vanidad que yo fundo en que ochocientos años antes de mi nacimiento mu riese uno que se llamó como yo me llamo y fue hombre de provecho, aunque yo sea inútil para todo.» Pese a las abundantes y duras críticas contra la nobleza, no puede decirse que se man tuviera marginada y participó en actividades muy variadas sirviendo la política señalada por los monarcas. El estamento eclesiástico fue igualmente, el otro frente del régimen tradicional atacado por las reformas. El regalismo revistió caracteres más duros de los que había tenido en los siglos anteriores. Los escritos de M. de Macanaz (Pedimiento del fiscal... sobre abusos de la Dataría, provisión de beneficios, pensiones... y otros abusos gravísimos, dirigido a Felipe V) y de Rodrí guez Campomanes (La Regalía de Amortización, 1765) son cuerpos doctrinales muy expresivos sobre esta materia secularmente conflictiva. Confluían sobre el estado eclesiástico aspectos dis tintos, pero que importaban al absolutismo real, a la soberanía plena del rey y a la política eco nómica. Por el fuero eclesiástico tanto las personas eclesiásticas como los bienes de la Iglesia se hallaban protegidos de la acción política y fiscalizadora del poder real y de su intervención sobre la administración de sus bienes y rentas, salvo en los casos previamente concordados con la Santa Sede. Las regalías se conceptuaron anteriormente como concesiones hechas por el Papa a los soberanos sobre materias diversas relativas a la Iglesia. En la monarquía absoluta de la Ilustración, los eclesiásticos y los bienes de la Iglesia estaban sujetos al poder del rey como cua lesquiera otros súbditos y bienes existentes dentro de sus dominios. La autoridad del Papa sobre el clero y sobre los bienes que el clero regular y secular administraban suponía una injerencia inaceptable para el poder soberano por parte de un poder soberano extraño a la nación, como lo era el Papa, no en cuanto Supremo Jefe espiritual de la Iglesia, sino en cuanto soberano tem poral de los Estados Pontificios. Materias reservadas a la Curia romana producían anualmente la salida de una considerable suma de dinero que la política económica del siglo quería impedir; se reclamaba para ello la devolución a los obispos nacionales de todas aquellas facultades que habían tenido originariamente los obispos de la Iglesia Primitiva y que habían sido absorbidas por Roma. Por el concordato de 1753, Fernando VI había logrado algunas ventajas sobre nom bramientos y sobre las rentas que percibía el Papa de la Iglesia, que quedaban para el rey. Las aspiraciones eran, sin embargo, muy superiores. El estado eclesiástico debía ser también, como la nobleza, instrumentum regni, nombrado solamente por el rey y fiel al rey para cumplir sus designios en todos los planos de la actividad política, económica, cultural y social. El secretario de Estado Mariano Luis de Urquijo, sucesor en el cargo de Francisco de Saavedra en 1799, tres meses después de la caída de Godoy, aprovechó la oportunidad de la prisión y destierro del Papa Pío VI para hacer efectivos algunos de esos propósitos. Es lo que se llamó el cisma de Urquijo. Se acusó entonces —y ha sido materia de polémica permanente— a los ilustrados de jansenistas. Según Villapadierna, el llamado jansenismo en el reinado de Carlos IV intentaba variar la Cons titución y el derecho vigentes de la Iglesia combatiendo principalmente el primado pontificio en su infalibilidad y en el ejercicio del magisterio y jurisdicción (El jansenismo español y las Cortes de Cádiz, 1954). El janseismo religioso, dice Herr, era ajeno a los políticos más destacados de Carlos III (Rodríguez Campomanes, Floridablanca, Azara y Roda) y de Carlos IV (Godoy). La tesis de Vicente de la Fuente (Historia eclesiástica de España, 1855) sigue teniendo validez, pues la tilde de jansenista referida a la política regalista es impropia, ya que el regalismo tenía un sentido práctico; los políticos y asesores canonistas eran juristas y no teólogos; el jansenismo podría estimarse como una degeneración del regalismo. Giovanna Timsich, glosando a De la
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TRATADO DE LA REGALÍA DE AMORTIZACION, Ett e l qu al se dem uestra por la serie d é la s v ir ios edades, desde e l nacim iento de la Iglesia e n tod os lo s siglos y Países C atólicos , e l u s o constante d e la autoridad c i v i l , para . im pedir las ilim itadas enagcnacioncs de bien es raíces en Iglesias , C om unidades , y otras manos-muertas 5 c o n una n oticia d e las leyes fundam entales de la M onarquía E spaúola sob re este p u n t o , q u e em p ieza con lo s G odos , y se continua en jo s varios . E stados su ce siv o s, c o n aplicación ila c x ig e n c ia actual d el R etno des pues de su reu nión , y a l beneficio c om ú n d e lo s Vasallos.
E S C R I B I A L E
D . P E D R O R O D R IG U E Z C A M P O M A N E S , D E L C O N SE JO de S. M . su Fiscal en el R eal y Supremo de C a stilla , D irector ac tu a l de la R eal Academia de la H isto ria , N umerario de la Espa ñ o la , y Socio C orrespondiente de la de Inscripciones y Buenas* Letras de P a rts. ' Melius etenim est intacta eorum ju ra servari , quam post causam vutneratam remedium que rere. J u st in . in leg. fin. C od. in quib. caus. in in teg. re it . n ec. n . est.
F ig. 58.— Tratado de la regalía de Amortiza ción, de Pedro Rodríguez Campomanes. Madrid, 1765. Biblioteca Nacional. Madrid. (Foto Archivo Espasa-Calpe)
M a d r id : E n l a I m p r en ta R ea l d e l a G aceta*
Ano de MDCCLXW
Fuente, estima claro que, para el citado historiador, jansenismo y regalismo se identifican, «lo que subraya el carácter jurídico de la reforma». Otro punto litigioso en la segunda mitad del siglo xvm fue debido al patrimonio de la Igle sia, a los bienes exentos de cargas e inmovilizados, aunque se tratase de territorios de señorío con los derechos y las obligaciones que como tales procuraban. Los bienes de toda especie esta ban muy repartidos entre el clero secular, el clero regular, órdenes militares, capellanías y funda ciones de la nobleza, hospitales, casas de beneficencia, y eran llamados de manos muertas por que se habían acumulado a lo largo de los siglos por donaciones y legados, en general, cuyas rentas tenían una finalidad señalada por los fieles; consiguientemente, los perceptores de las ren tas eran los que las administraban, pero sin capacidad legal para hacer transacciones con ellas. En estas condiciones, la Corona dejaba de percibir, no sólo contribuciones por la riqueza rústi ca, sino también los derechos reales correspondientes a las transacciones. Había propietarios que ponían sus tierras bajo el patrocinio legal de instituciones religiosas para eludir el pago de las contribuciones. Eñ 1765, el fiscal del Consejo de Castilla, don Pedro Rodríguez Campomanes, publicó un Tratado de la regalía de amortización, como obra anónima, que tuvo una repercu sión europea. Su*objeto era impedir o contener «las ilimitadas enajenaciones de bienes raíces
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en iglesias, comunidades y otras manos muertas». La doctrina venía a robustecer la tesis de la subordinación de la Iglesia al poder real para servir sus dictados. La desamortización sería un objetivo que fue iniciado por Godoy, pero no cumplido hasta la minoría de Isabel II por Mendizábal, aunque los gobiernos de Cádiz y de José I la promovieron durante la guerra de la Inde pendencia y posteriormente durante el trienio constitucional. Los bienes de manos muertas eran muy variables de unos obispados a otros. Es difícil hacer una evaluación de todos ellos; suele decirse que su productividad supondría la cuarta parte de la renta rústica peninsular; no sólo por la calidad de las tierras, sino también por el trabajo dedicado a ellas era muy superior a las de la nobleza. Tampoco se ha realizado el estudio sobre la distribución real de las rentas en cada obispado para valorar, sobre datos seguros, el alcance y significación de la crítica contem poránea y posterior acerca de esta cuestión. Domínguez Ortiz ha recogido algunos datos en ex tremo interesantes al estudiar la sociedad española en el siglo xvm, sobre las rentas de las dió cesis, beneficios, consideración del alto y bajo clero, de las cuantiosas sumas dedicadas por los prelados para socorrer la necesidades de pobres y desvalidos, de las dedicadas a obras de utilidad pública, empresas útiles, y de acuerdo con el espíritu del siglo, para subvencionar cátedras y nue vas enseñanzas. La crítica racional-naturalista considera a la Iglesia como creación humana, al margen de sus esencias espirituales, de su origen divino y del poder sobrenatural que la sostiene. Como or ganización secular, la Iglesia fue objeto del ataque de los reformistas, que en el mejor caso secu larizan sus finés como intentan secularizar igualmente sus medios. La religión es útil; la Iglesia y su organización, debidamente reformadas, pueden ser útiles para el cumplimiento de los fines de la comunidad social y, claro es, para los fines del Estado, que se enderezan hacia la consecu ción de este objeto, que no es otro que la felicidad y el bienestar de la nación. La Iglesia y sus recursos debían ser ordenados a estos fines, según la fórmula racional inspirada por la ciencia matemáticá que daba soluciones exactas y perfectas, especialmente la geometría, en moda desde el siglo XVII —por ejemplo, en el trazado urbanístico de las ciudades, inventado por los españo les para las ciudades de ultramar en el siglo xvi: calles trazadas perpendicularmente a cordel, manzanas o cuadras de cuatro casas, casas de cuatro plantas, plantas de cuatro viviendas—. Fran cisco Cabarrús clamaba contra la desigualdad en la Iglesia: «un canónigo con cinco o seis mil ducados y un cura con doscientos o trescientos; un obispo riquísimo y otros padeciendo los rigo res del hambre; un eclesiástico en una soberbia carroza y el triste labrador, que mantiene aquel fausto, en la mayor indigencia y humillación; las paredes de algunos templos vestidas de oro y los pobres de Jesucristo, templos vivos del Espíritu Santo, desnudos no sólo de ropa sino aun de carne». Ciertamente, no eran los sentimientos cristianos de Cabarrús los que inspiraban las anteriores palabras. Contra la desigualdad, la medida racional era igualar las rentas, según los cargos, a imitación de lo hecho por el emperador José I de Austria. «El aumento de las parro quias y el económico repartimiento de las funciones espirituales es sumamente útil a los fieles» y, desde luego, nada mejor que «acercarnos a los primeros siglos del cristianismo» devolviendo la pobreza a la Iglesia. Los bienes entregados a la Iglesia a través de los siglos por la piedad de los fieles constituían una parte estimable de la renta nacional. Permitían el sostenimiento de gran número de personas que vivían de estas rentas. El espíritu religioso nacional, por una parte, la natural tendencia de los padres a dar a sus hijos una posición sólida y segura, llevaban a dedicarlos al estado religio so, donde encontrarían un puesto, beneficio o capellanía cuyas rentas les permitirían vivir, con despreocupación de si tenían o no vocación para la vida religiosa. Desde el siglo xvi se había precisado como solución vital: Iglesia, mar o casa real. La Iglesia tenía atractivos que la coloca
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ban en el primer lugar. El estado eclesiástico era juzgado por los racioliales más por sus miem bros defectuosos que por los muchos, la mayoría, indudablemente piadosos, llenos de celo y doctos. Por los miembros defectuosos, la Iglesia española aparecía como un refugio de holgaza nes, Contra lo que se reclamaba una reglamentación: limitar el número de religiosos. Rodríguez Campomanes inspiró una serie de reales cédulas y de pragmáticas que llegaban a extremos ver daderamente sorprendentes y que explican la reacción del cuerpo eclesiástico frente a las ideas del despotismo ilustrado extrañas a la conciencia nacional. Se intuía inequívocamente que, tras unas normas de disciplina discutibles, se ocultaban unos principios inaceptables. En las reales cédulas y pragmáticas se prohíbe a los religiosos regulares que tuviesen la dirección de hospicios y granjerias, fuera de los monasterios, y se manda que para estas funciones se nombrase a perso nas laicas (ll-IX-1764); se prohíbe hacer fundaciones que con título de enseñanza puedan dis traer regulares de sus clausuras (27-X-1767); como patrono de la orden de trinitarios, el rey pro hibió dar hábitos a menores de veinte años, adquirir bienes raíces por compra, por legados o por otros títulos; prohibió también fundar y conservar conventos sin rentas para sostenerlos; pedir limosnas para redimir cautivos, hacer cuestaciones durante las cosechas y hasta cambiar de convento sin grave necesidad (26-X-1769); se prohibió a los frailes tener empleos de procura dor, gobernador, baile u otros con jurisdicción señorial (29-IX-1770); se prohibió a los frailes que vivieran fuera de clausura y se tomaron precauciones por si alguno hubiera de pernoctar fuera del convento (22-X-1772); igualmente, que a los frailes mendicantes pidieran limosna en las eras y en los campos antes de que los campesinos pagasen los diezmos y los censos (31-X-1772), y se redujo el número de mercedarios descalzos y calzados (28-VII y -IX de 1774). Godoy inten tó continuar esta política, que estuvo a merced de su estabilidad en el poder y de la necesidad de asegurarse en él con toda clase de apoyos. Cabarrús sugirió a Godoy, Príncipe de la Paz, arbitrios aún más razonables, si cabe, de gran vitalidad en el anticlericalismo español, como que no se permitiese la entrada en el claustro hasta haber cumplido los veinticinco años; «es imposible —agrega— encontrar fuera del judaismo al guna cosa que se parezca a la fundación de las capellanías de sangre. Sólo en la tribu de Leví se ve el sacerdocio hereditario. Pero en nuestra religión, que pide vocación cierta, la ciencia que instruye, virtud que edifica, la claridad que socorre, el mérito que impone respeto, ¿cómo han de hacerse compatibles estos requisitos precisos con la cualidad de la sangre y de la cuna? Así habla la religión; así grita la moral pública; y la política se indigna al considerar todas estas fun daciones sustrayendo brazos útiles al Estado, contribuyentes al erario, matrimonios a la pobla ción, tierras a la actividad del interés paternal..., mientras los verdaderos pastores se hallan muy mal dotados y escasos en número». Esta rara mezcla de principios que le suscitaban las preben das, beneficios, capellanías y fundaciones diversas, cubiertas en virtud de cláusulas legales por personas llevadas a ellas para disfrutar de sus rentas, le inspiraban una «Regla inviolable»: No se consienta ninguna ordenación sin admisión al Seminario; ninguna admisión sin vacante cau sada por muerte, promoción o expulsión, ninguna plaza más que las correspondientes a la nece sidad del obispado». La tensión entre la Iglesia y el Estado llegó a situaciones de gravedad, no por cuestiones de fe ni de dogmas, sino por competencias de jurisdicción temporal, aunque tuvieran carácter espi ritual. Así se dictó la necesidad del exequátur, es decir, del visado regio para la publicación de las bulas y breves apostólicos. Dio motivo el Monitorio dirigido por el Papa contra el Estado de Parma, regido por el hermano menor de Carlos III, por la política regalista desarrollada por el ministro Du Tillot. Contra el Monitorio se publicó (1768) el Juicio Imparcial, escrito por Ro dríguez Campomanes y el abogado matritense Fernando Navarro. El Juicio Imparcial ha sido 6
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JUICIO DÍPARCIAI SOBRE
LAS L E T R A S , EN
FORMA QUE
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DE
BREVE
,
HA P U B L I C A D O
LA CURIA ROMANA, en que.se intentan derogar ciertos Edictos
DEL SERENÍSIMO SEÑOR INFANTE ;JOXIQTJE D E M I M A ; y disputarle la Soberanía temporal con este pretexto.
M A D RID. Por Joachin de Ibarra , callé de la Gorguera. M.DCC.LXYIIL
F ig. 59.—Portada de Juicio Imparcial sobre las letras, de Pedro Rodríguez Campomanes. Madrid, 1768. Biblioteca Nacional. Madrid. (Foto Oronoz)
llamado «el almacén de regalías de Campomanes». El censor del Consejo de Castilla condenó en él nueve proposiciones que recogían los Cuatro artículos del galicanismo proclamados en la Asamblea General del clero francés de 1682. La edición fue retirada, y la segunda salió depurada de los errores más condenables. La doctrina de Febronio, seudónimo de Juan Nicolás von Honthein, obispo de Trier, servía de argumento para defender el derecho del soberano parmense para establecer reformas que afectaban a la Iglesia, a costa de la autoridad del Papa sobre la Iglesia como Vicario de Cristo. Según la tesis conciliarista, el gobierno de la Iglesia debía compartirlo el Papa con los obispos y cumplir las decisiones adoptadas en los Concilios ecuménicos. El exequátur, la reorganización del Tribunal de la Rota, las leyes sobre los bienes exentos de cargas tributarias, y de manos muertas, la restricción del número de clérigos, la prohibición de ordenaciones sin colocación, la provisión de beneficios y canonjías mediante concursos y opo siciones, eran temas tópicos, como los truenos contra el clero ignorante y perezoso, formado en línea para ser obstáculo al progreso y capaz de hacer fracasar las buenas intenciones del mo narca reformador. El clero, obstáculo para el progreso, inspira la secularización de la enseñan za, aunque en este punto, como en otros, no hay unanimidad. Carlos III pensaba en los párro cos como en los primeros auxiliares en la gran tarea de instruir al pueblo para extender toda
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clase de conocimientos útiles que redundarían en beneficio de la nacióin. Jovellanos reserva este privilegio para ellos en su Informe sobre la Ley Agraria: «La sociedad mira como tan importan te esta función que quisiera verla unida a la del ministerio eclesiástico. Lejos de ser ajena a él, le parece muy conforme a la mansedumbre y caridad que forman el carácter de nuestro clero y a la obligación de instruir los pueblos, que es tan inseparable de su estado. Cuando se halle reparo en agregar esta pensión a los párrocos, un eclesiástico en cada pueblo y en cada feligresía, por pequeña que sea, dotado de aquella parte de los diezmos que pertenecen a los prelados, me sas capitulares, préstamos y beneficios simples, podría desempeñar la enseñanza a la vista y bajo la dirección de los párrocos y los jueces locales». La situación privilegiada de los estamentos superiores, nobleza y estado eclesiástico, sería la más afectada por el programa de reforma completa de todo el orden social, económico y edu cacional que sería acometido con intensidad durante el período del despotismo ilustrado propia mente dicho, es decir, durante la segunda mitad del siglo x v i i i . No puede decirse, sin embargo, que el clero secular y el regular formasen un bloque sólido y unido opuesto totalmente a la políti ca real. En uno y en otro, lo mismo que en la nobleza, Carlos III encontró fieles servidores ilus trados dispuestos a colaborar para el engrandecimiento y la transformación de la monarquía. El problema principal era el que se arrastraba de los siglos anteriores al hundimiento económico, objeto de las más violentas y aceradas críticas de los escritores dieciochescos, muchas de ellas inspiradas por la literatura antiespañola popularizada desde el siglo xvi, continuada por la de los viajes por España en el siglo x v i i i . Ciertamente, el contraste entre el desarrollo y el crecimieto económico de Francia, Inglaterra y Holanda y la debilidad de la monarquía española, so bre cuyos dominios seguía sin ponerse el sol, no podía comprenderse sino como efecto de un sistema de gobierno lanzado a empresas exteriores. La despoblación, las tierras yermas, el co mercio más fructífero, el comercio con las Indias, en manos de extranjeros, etc., eran aspectos graves que podían ser combatidos ipediante una acción eficaz de gobierno orientada por los nue vos principios del siglo. La política económica del siglo tuvo trascendencia social en tal grado que se considera como el siglo del desarrollo de la burguesía y de la revolución burguesa. Suele decirse que en la monar quía hispánica no había una burguesía; sin embargo, las investigaciones recientes y la abundan cia de testimonios literarios muestran lo contrario. Así, Ramón de la Cruz da estampas expresi vas de la facilidad de los negocios y de la rápida ascensión social por la riqueza; en El agente de sus negocios, dice el Ocioso = : ¿Tren, familia y coche / o vengan los mil pesos a la noche?/ Pocas palabras son, pero terribles / ... Pero, si bien me acuerdo, mi vecino / dos años ha que vino atravesado / en un burro, y ya llegó al estado / de criados, de coches y de talego, / y eso que no es vizcaíno ni gallego / que sé decir que no debe su equipaje / al ínclito favor del paisana je.» No es menos sorprendente el monólogo de Pereira en la fuente de la felicidad: «Todico el mundo se queja / de que está el mundo perdido; / no he visto mayor simpleza. / ¿Cuándo ha estado mejor? Vaya; / vale más el tren que la lleva / ahora una mujer común / que antes el de la princesa.» El parlamento es largo y abundante en rasgos caricaturescos: «Lleva reloj el lacayo, tisú el sastre, la frutera diamantes». De no haberse dado el crecimiento económico, no habría lugar al comentario burlesco. La estampa se refiere, claro es, a Madrid, sin embargo, el fenómeno se aprecia en las ciudades de las regiones activadas por movimiento comercial y por la iniciación de una industria que tenía su mercado en ultramar, especialmente. Las medidas dé reforma se aplicaron paulatinamente, aunque con mayor intensidad en la segunda mitad del siglo. La persistencia de la doctrina económica mercantilista puso primera mente su atención sobre el comercio. Felipe V, con el Decreto de Nueva Planta suprimió las
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INFORME de
l a s o c ie d a d
e c o n ó m ic a
DE ES TA CORT E
A L R EA L Y SUPREMO CONSEJO DE CASTILLA E N E L E X P E D IE N T E D E L E Y AGRARIA, E X T E N D ID O POR
SU
INDIVIDUO
DE
NUMERO
E L S* D. GASPAR MELCHOR D E JOVELLANOS,
4 nombre de. lay^unfamcáigatto 4*
con
F ig. 60.—Portada del Informe de la So ciedad Económica al Consejo de Castilla en el expediente de Ley Agraria, de
Gaspar Melchor de Jovellanos. Ma drid, 1795. (Foto Oronoz) AÑO D E M .D C C .X C V .
barreras existentes entre los reinos de la Corona de Aragón y los de Castilla (1708). La política proteccionista prohibió las importaciones de sedas y de tejidos de lujo y que se usasen tejidos y paños que no fuesen fabricados en España. Felipe V empezó con la exención o reducción de impuestos a las industrias que se implantasen; su ministro Campillo defendió la necesidad de dar libertad al comercio y Cádiz perdió el privilegio de ser el centro exclusivo del comercio con las Indias. Carlos III dio, en 1778, la Ordenanza del Libre Comercio, que había sido precedida de la libertad del comercio ínter virreinal. La idea de la libertad económica fue lanzada por la fisiocracia, doctrina expuesta por Quesnay en su Tablean économique, publicada en Francia en 1758. El fiscal del Consejo don Pedro Rodríguez Campomanes la acogió inmediatamente y se apoyó en ella para defender la publicación de la pragmática sobre el libre comercio de granos (ll-VII-1765), que daría la oportunidad para desencadenar el movimiento subversivo del motín de Madrid, contra Esquilache, y de todos los que se extendieron por toda la Península durante los meses de abril y mayo de 1766, dirigidos por el llamado Cuerpo Nacional de oposición a la política reformista acelerada por Carlos III. La doctrina fisiocrática ponía en primer término a la agricultura como principal fuente de la riqueza de los Estados. La reforma agraria se convir-
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tió en un objetivo permanente de la política española; tuvo y siguió tejiendo carácter eminente mente social. Las disposiciones sobre las dehesas y su roturación se fueron sucediendo desde finales del siglo xvn, pero con Carlos III y sus ministros la reforma de la agricultura alcanzó a la redistribución de la propiedad de la tierra (desvinculaciones, desamortización, baldíos * re partos de tierra entre los campesinos, implantación de nuevos cultivos mediante las nuevas técni cas, colonizaciones). En 1780, encargó a la Sociedad Económica Matritense el estudio de la re forma, que fue, finalmente, redactada por Gaspar Melchor de Jovellanos y publicada en 1795 con el título de Informe de la Sociedad Económica de esta Corte al Consejo de Castilla en el expediente de Ley agraria extendido por su individuo de número el Sr. D. Gaspar Melchor de Jovellanos. Los dos grandes organismos de la reforma económica de la monarquía ilustrada fueron las Intendencias y las Sociedades Económicas de Amigos del País. Las Intendencias fueron creadas a semejanza de las que estableció Luis XIV en Francia. En 1711, las del Ejército, pero en 1718 se dieron las primeras instrucciones que regulaban sus funciones en materia de Hacienda, Justi cia, Policía y Guerra, seguidas de las Reales Cédulas de 1721 y de 1749. En 1760.se establecieron en las Indias. Los intendentes eran figuras nuevas en la administración española y por la varie dad y alcance de sus funciones, hasta la de corregidores en las capitales donde tenían su asiento, eran los ojos y oídos del rey y ejecutores de su política. Muchos de ellos habían tenido mandos en el Ejército. En los motines de 1766 fueron los primeramente atacados por las turbas (Zarago za, Palencia, Lorca, Burgos), lo que motivó la separación de los cargos de intendente y de corre gidor cuando se acabaron los tumultos. Los intendentes tenían como actividad primera la de ordenadores de la Hacienda, pero, también, la de procurar y estimular las actividades económi cas que pudieran ofrecerse en el territorio de su jurisdicción, de suerte que tenía ciertos alcances sociales. Su autoridad los enfrentó con los estamentos privilegiados y con los cabildos municipa les que presidían como corregidores. Las Sociedades Económicas tuvieron una significación de mayor trascendencia inmediata. Se extendieron por todos los dominios de la monarquía cismarinos y ultramarinos. Constituidas por miembros de la nobleza, del clertí, en gran número, de universitarios y del tercer estado, sus tareas tenían objetivos prácticos, informadas por conocimientos científicos de la corriente ilustrada: conocimiento de las posibilidades del desarrollo económico del ámbito regional y local respecto de la agricultura, de la ganadería (con la selección de especies), de la industria (con la aplicación de nuevas técnicas), del comercio y, de efectos más importantes, la preparación cultu ral y técnica de operarios y de futuros capataces en escuelas especiales de formación profesional. Las Sociedas Económicas fueron defensoras decididas de la libertad económica contra toda re glamentación que limitase la libre iniciativa particular. La multiplicación de las Sociedades fue posterior a la publicación de la obra de Adam Smith La riqueza de las naciones (1776), que fue prontamente conocida en los medios ilustrados españoles. La libertad industrial se vio asistida por el estímulo de premios y privilegios para el levantamiento de industrias particulares. Fueron numerosos los inventos y patentes, aprobados por el rey y su Consejo, que se publicaron en la prensa periódica durante el reinado de Carlos III. La idea del progreso en todos los planos de la actividad del hombre, decían los «filósofos» de la Ilustración, debía estar alumbrada por las luces de la razón, que se halla en la naturaleza misma del hombre. Con la razón, mediante el saber, se llega a la verdad de la naturaleza sobre la que el progreso hará posible construir la Ciudad Terrena, donde los hombres serán más justos y más felices por ser más sabios. Condorcet fue uno de los más calificados entusiastas de la idea del progreso. Escribió Esquisse d fun tableau historique des progres de resprit humain (1794).
Rechazaba toda fe religiosa, que calificaba de superstición y fanatismo. Su pensamiento se orienta preferentemente al aspecto económico y técnico de la evolución. Únicamente es valioso para él lo que tiene sentido según el cálculo racional. La desigualdad política y social desaparecerían con el progreso (Valjavec). La Economía Política, nueva ciencia que abrió sus páginas como tal durante el siglo, necesitó del apoyo de la Pedagogía, que adhirió un predicamento especial en los últimos decenios. El progreso estaba, pues, en función de conocimientos científicos, de saberes útiles, cuya aplicación técnica sobre la agricultura, sobre la industria, etc., incrementa rían poderosamente, además de la riqueza, las condiciones morales de los hombres. El saber cien tífico se había desarrollado en España predominantemente sobre un plano especulativo y metafísico, mientras que el método experimental había rendido frutos claramente apreciables fuera de España desde el siglo xvn. Al establecer relaciones entre el desarrollo económico norpirenaico y la nueva ciencia de la modernidad, la ciencia en España se veía notoriamente atrasada, tan to en la enseñanza como en las aplicaciones prácticas. La renovación científica fue impulsada con mayor aceleración desde el reinado de Carlos III, pero ya Felipe V dictó disposiciones en favor de los maestros (R. C. 1 -IX-1743, prerrogativas y exenciones) y se crearon las Reales
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Academias de la Lengua y de la Historia, a las que seguirían las de Medicina, Bellas Artes, Sa grados Cánones, la Biblioteca Nacional, los Gabinetes de Historia Natural y de Botánica, y en el reinado de Carlos IV, el Real Instituto Pestalozziano, la Escuela de Veterinaria, la Dirección de Trabajos Hidrográficos, la Escuela de Ingenieros de Caminos, Puentes y Calzadas, el Gabi nete de Máquinas del Buen Retiro, la Escuela de Construcción de Instrumentos Ópticos y la/de Arquitectura Hidráulica. Centros de estudios, en suma, cuyas materias científicas experimeiitales no se enseñaban en las universidades y se crearon cátedras de ciencias físicas, químicas y na turales y, también, de Derecho Natural, hasta que fueron estas últimas suspendidas por el conde de Floridablanca después del comienzo de la Revolución francesa. Sumariamente, toda la política del despotismo ilustrado se halla contenida en la «Instrucción reservada que la Junta de Estado creada formalmente por mi decreto de ... de julio de 1787, deberá observar...». La «Instrucción» fue redactada por Floridablanca, pero siguiendo los dic tados de Carlos III; consta de 395 puntos, en los que pormenorizadamente y con precisión el rey da las normas y orientaciones necesarias para el gobierno de la monarquía, cuya ejecución encomendaba a la Junta creada con las características anticipadas de los sistemas de gobierno con ministerios. Los puntos l.° al 36 se refieren a la Iglesia y al clero, secular y regular, y a la Inquisición, según el patrón más acentuado del regalismo, con un clero afecto, ilustrado y no sometido a la Curia vaticana; del 38 al 50, sobre la reorganización del gobierno y de la Admi nistración, de los Tribunales de Justicia, jurisdicciones, fueros y competencias; sobre las vincu laciones y mayorazgos, del 54 al 59; sobre la educación, los colegios, seminarios, escuelas, aca demias y cátedras del 60 al 71, reservándose el Estado la educación de los niños sin padres o abandonados en este aspecto con el fondo reservado para los pobres o a costa de los propios padres; sobre las comunicaciones, transportes, canales, pantanos, replantación de montes, bal díos y otras tierras, riegos y otras ramas de la economía, del 72 al 83; del 84 al 116, sobre el gobierno, administración, defensa, etc., en las Indias; las cuestiones con Portugal, con la que conviene contar, se recogen en los puntos 117 al 127; las relativas a la defensa de la monarquía en el interior (las milicias provinciales) y en el exterior sobre el Ejército, la Marina, con las nor mas para su preparación, capacitación y selección, del 148 al 187; todas las referentes a la Ha cienda Real, cargas fiscales, moneda, exenciones, rebajas a industrias y actividades productivas y para «la clase más necesitada y pobres», se especifican desde el 192 hasta el 287; entré éstos se destacan los 195 al 198, para el fomento de la agricultura, la industria y el comercio, que esta blecen un fondo de reserva destinado por terceras partes a casas páralos labradores y para com prarles ganado y aperos de labor, para máquinas y modelos para artesanos y para establecer extranjeros expertos en ramos de la industria, y, finalmente, para el adelantamiento del comer cio. La última parte, del 288 al 395, informa sobre la política exterior con todas las naciones europeas, África, Asia y los Estados Unidos. La «Instrucción reservada» es un plan de gobierno racional y completo que no deja margen alguno de intervención o de decisión a ninguna instancia política que no sea el poder del rey, que se revela absoluto, ilustrado y patriarcal, es decir, padre de sus súbditos y celoso de su felici dad y bienestar y de la potencia del Estado. No obstante, «la autoridad del soberano en el despo tismo ilustrado se basa en sus cualidades como hombre, no en la institución que representa». En la crisis subsiguiente, durante el reinado de Carlos IV, el carácter del rey, el despotismo mi nisterial ejercido por don Manuel Godoy, Príncipe de la Paz, el proceso revolucionario francés que alcanzó a toda Europa y el irracionalismo romántico aceleraron la denudación y desgarro del que parecía sólido cuerpo doctrinal de la Ilustración aceptado sin reparos por los monarcas absolutos durante el segundo tercio del siglo x v i i i . 8
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El despotismo ilustrado, larvado por la Ilustración política, por la extensión de las doctrinas sobre los derechos naturales del hombre y de la libertad para la autodeterminación de los pue blos, triunfante en la revolución de las Trece Colonias inglesas de Norteamérica, fue perdiendo la adhesión de los sectores ilustrados desde el año 1780. En España, las primeras manifestacio nes son más antiguas, según ha demostrado el doctor Egido y también el doctor Maravall (Las tendencias de reforma política en el siglo xvin , 1967), a través de escritos como Las lágrimas de los españoles oprimidos, manuscrito utilizado por el conde Amor de Soria, autor de Enfer medad chrónica y peligrosa de los Reinos de España y de las Indias, sus causas y sus reme dios (1741), que sostenían «la ilegitimidad del poder real absoluto, el principio de la participa ción de las Cortes, según ley fundamental del reino y, el respeto a las libertades». Los reyes se atribuían y ejercían un poder despótico al gobernar los reinos de España «sin la consulta a las Cortes Generales en negocios y materias tocantes al bien común y a la salud del Reino y aumento de los estados». La doctrina política tradicional persistía y siguió persistiendo en figuras como Mayans y Sisear, valenciano fiel por tradición familiar al partido del archiduque Carlos (el con trincante de Felipe V), estudiado por el doctor Mestre, y en la Compañía de Jesús, educadora de la nobleza, que daría con ello razón bastante para su expulsión de los dominios de la monar quía hispánica. La añoranza persistiría en los escritos de los años sucesivos. Un escrito dirigido al conde de Aranda durante los motines de 1766 clama contra el poder despótico que oprimía a la nación y al rey seducido por sus ministros. La figura real quedaba, generalmente, salvada por la fuerza carismática que la envolvía tradicionalmente de las consecuencias del modo de ejercer el poder por sus ministros. Los ataques se dirigieron hacia el «despotismo ministerial»; la autori dad de los ministros y el poder delegado que ejercían provocó la resistencia y la irritación cre cientes de quienes se sentían llamados o se consideraban con derecho a compartir el ejercicio de la autoridad y a participar en el gobierno. Mariano Colón, séptimo nieto de Cristóbal Colón, decía en un memorial al duque de Híjar (v. 1800): «La experiencia por treinta años de la religio sa conducta del Rey don Carlos III en el cumplimiento de sus obligaciones sin fraude, abuso, ni otro vicio..., no pudo menos de producir una confianza absoluta de que jamás serían defrau dados en sus futuros derechos», pues realmente Carlos III gobernó personalmente con ministros dóciles y sumisos. Joaquín Lorenzo Villanueva recuerda en su Vida Literaria que oyó a personas de la Corte lamentarse de la triste suerte que a su juicio les aguardaba a los españoles después de la muerte de Carlos III, «y, aunque a pocos [el Rey], no dejó de indicar el fundamento de su temor. Llano era haberle sugerido que el medio más eficaz de precaver los desastres del si guiente reinado era restituirle a la nación el ejercicio de sus originarios e imprescriptible derechos, reduciendo el poder real a los límites que le pusieron los fundadores de la Monarquía. Mas este medio tan obvio y tan sencillo probablemente no hubo quien se lo propusiese, porque en la con servación del mando despótico tienen más interés que los Reyes sus ministros o sus áulicos, los cuales, cuando no hay ley que temple la autoridad del trono, están en actitud de hacerse déspo tas de los mismos Reyes». Don José Moñino, conde de Floridablanca, continuó como primer secretario de Despacho con Carlos IV por indicación de su padre y concentró en su personalidad de gobernante los ata ques más directos contra el despotismo ministerial. Garciny de Queralt, coronel de Ingenieros, que había sido intendente de Aragón y de Navarra, escribió en su Cuadro de España (1811): «Un ministro, que había adquirido la preponderancia en los últimos años del reinado de Car los III, quiso abrogarse el poder arbitrario, de que procuran revestir a los soberanos los mismos que intentan hacerlos sus pupilos, bajo la seguridad de que su ignorancia o su dolencia jamás los sacarán de la menor edad en que se hallan constituidos. Éste fue el que condujo al último
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DISCURSOS T'- r! / /;
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Presentó á la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País en sus Juntas - ' * generales de los años de 1780, 81 y 83.
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F ig. 62.—Portada de los Discursos, de José Agustín Ibáñez de la Rentería. Madrid, 1790. Biblioteca Nacional. Ma drid. (Foto Oronoz)
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punto el despotismo monárquico o ministerial, que en mi concepto viene a ser una misma cosa.» La crítica del conde de Cabarrús, en sus Cartas sobre los obstáculos, dirigidas al Príncipe de la Paz, tenía caracteres más graves: «... hechos secretarios del despachó, pretendieron rectificar, en virtud de sus conocimientos personales, los dictámenes y las sentencias de los tribunales, ejer ciendo en nombre del Rey la formación de las leyes y su aplicación... Conservar el poder de ase sinar y arruinar a los demás, con la probabilidad inminente de ser arruinado y asesinado; a esto se reduce la decantada autoridad de los ministros; y valga la verdad, su equivocación es todavía menos disculpable que la de los Reyes». Floridablanca no pudo resistir la ofensiva conjunta de una oposición poderosa formada por tendencias muy variadas, entre ellas la de los mismos reyes Carlos IV y su mujer doña María Luisa, y en 1792 cayó del poder que ejercía desde 1776. Tras el breve paréntesis del conde de Aranda, su más antiguo enemigo, Godoy atrajo las esperanzas de la oposición y de cuantos aspi raban a la reforma política. En 1793, Godoy tenía veinticinco años, estaba en la línea de la ju ventud ilustrada y parecía ofrecer confianza. El conde de Teba, Guzmán Palafox y Portocarrero, futuro tío Pedro en el motín de Aranjuez, tentó la suerte enviándole un Discurso sobre la
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DÉ JJN RELIGIOSO ÉSPAÉOL? AMANTÉ DÉ SU PATRIA? ESCRITA J
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OTRO RELIGIOSO AMIGO
SUYO SOBRE LA CONSTITUCION DEL BfflNO Y .ABUSO DEL PODER.
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íA y cosa! No hemos salido apenas de un apuro >y ya me vuelves i poner en otro? Muy preguntón te has hecho, amadísimo hermano de mí alma. Difícil cosa pi des , mas tu amor para tu hermano merece sacar á plaza ' mh tonterías. Procúraré ir respondiendo en plata á tus preguatas por economizar el tiempo que no le tengo de \ sobra. Oyendo yo tanto mal como se decía ele la Fran- ' cía, no solo en las conversaciones ,no solo en los pape les públicos, sino hasta en los mismos púlpitos, escu chando tantas declamaciones contra su libertad, su igual dad, &c. caí en la tentación universal, y dixe también algo desde el púlpito; pero muy poco, y hablé mas con\ tra los ministros del culto que enseñaban al pueblo á aborrecer los enemigos contra el mandamiento expreso de Jesucristo de amarlos y hacerles bien. Parecíame que bastaba la razón natural para condenar semejante conducta de los que censuraban á toda la nación, porque unos quantos malvados de ella habian insultado las sagradas ' Í|Y·· --yH imágenes de los Santos, profanado templos, y menos- \ ‘ ' preciadoJí Dios. ¿Seria justo llamar impia á toda núes· tra España, porque ahora, ahora mismo, acaban de ar-r^ cabucear i dos soldados Españoles en Miranda, por ha ber robado unosnopones y unos cálices? ¿Acaso este cas tigo no demuestra que nuestra nación detesta y castiga aquel delito, i la manera que la Francia castigaba con la guillotina á los que contravenían i las leyes y obraban mal? Pero no nps distraigamos de, nuestro asunto/, con- .
F ig. 63.—Primera página de la obra Carta de un religioso e s p a ñ o l de fray Miguel de Santander. Biblioteca Na cional. Madrid. (Foto Oronoz)
autoridad de los ricos hombres sobre el Rey y cómo la fueron perdiendo hasta llegar al punto de opresión en que se halla hoy (1794). La sanción pudo reducirse a su destierro de la Corte. Los ataques contra Godoy fueron desde entonces constantes y constantemente recrudecidos has ta lograr su caída, y con él la de Carlos IV el 20 de marzo en Aranjuez. Los ilustrados españoles estaban al día sobre las corrientes ideológicas y científicas del mun do cultural europeo. No es necesario insistir sobre ello. La propaganda revolucionaria francesa, con centros de difusión instalados en Bayona y Perpiñan, se introducía por lugares muy diver sos. La conmoción revolucionaria, dice el padre Vélez, «inficionó nuestro corazón, se propagó por la Península... y dio señales evidentes de un contagio general». La impresión que los sucesos de Francia causaban la revela también el padre Estala en una carta a su amigo Forner: «Hasta los mozos de esquina compran la Gaceta... Hasta las... te preguntan por Robespierre y Barreré y es preciso llevar una buena dosis de patrañas gacetales para complacer a la moza que se corte ja.» Claro es que el entusiasmo nacional al comenzar la guerra contra Francia de 1793 a 1795 contradice este primer juicio sobre el ambiente popular de la moda francesa.
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La crítica de la Ilustración política se había extendido desde los añ^)s 1770 al terreno social y político. No era solamente Rousseau, bien conocido en España, según los estudios de Spell, sino Bonnet de Mably, Raynald, Chamfort habían abierto brecha en el estatismo social del Anti guo Régimen. En España, la ética religiosa condenó la vertiente materialista por la que se desli zaba la sociedad, atraída por los valores económicos; pero, al mismo tiempo, con anterioridad al comienzo de la Revolución francesa, hay una crítica de la sociedad, de los contrastes entre las formas de vida de las clases superiores e inferiores, de los ricos y los pobres. Las hacían pe riodistas como J. Cañuelo en El Censor, Manuel Rubín de Celis en El Corresponsal del Censor, Jaime Albosía de la Vega y Manuel M .a de Aguirre, autor de las Cartas del Militar ingenuo. La efervescencia por la reforma política planteó los problemas sobre los orígenes del poder para llegar a la limitación del poder real y a considerar si España tenía una constitución política o no la tenía y había que dársela. Ibáñez de Rentería presentó, según Maravall, unos Discursos a la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, entre los años 1780 y 1783, que se publica ron en 1790. Ibáñez de Rentería entendía que la felicidad del Estado, la felicidad de la nación, dependían no del rey, sino de la constitución del Gobierno y de la participación de los españoles. La oposición política a la monarquía absoluta se muestra durante el reinado de Carlos IV con mejor dominio, con un conocimiento más profundó de las tradiciones y de las leyes fundamen tales de los reinos. También es evidente que las nuevas corrientes revolucionarias, desde la de las Trece Colonias inglesas de Norteamérica, habían producido efectos, reforzados con las expe riencias de Francia. Puede considerarse el caso de fray Miguel de Santander, obispo josefino de Huesca, que en 1798 escribió la Carta de un religioso español, amante de su Patria, a otro religioso amigo suyo sobre la constitución del reino y abuso del poder, publicada en 1808. La impregnación de las nuevas ideas y hasta su defensa se muestra tomando como base de partida las antiguas leyes. «Lo que decimos es que éstas son nuestras leyes y que éstas y todas las demás juran observarlas los reyes delante de los cielos y la tierra; pero ¿se observan?» El tema de la Constitución y de la reforma constitucional adquirió tensión máxima con la convocatoria a Cortes en 1810; sin embargo, sus antecedentes pueden remontarse hasta 1780, cuando Jovellanos pronunció su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia. La caí da de la monarquía absoluta habría de producirse inexorablemente como inevitable consecuen cia de lo expuesto anteriormente. La caída de Godoy y la guerra de la Independencia fueron los hitos necesarios para dar la oportunidad a la monarquía constitucional. Godoy recuperó su privanza con los reyes en 1801, y con ella el poder; aunque no recibió nombramiento como se cretario del Despacho Universal, que fue dado a su primo don Pedro Ceballos, ejerció el poder absoluto sin limitaciones; el mando del Ejército lo recibió en 1801 como generalísimo, y el de Marina, en 1807, como almirante. En los años que siguieron a 1801 se entenebreció el horizonte político, económico, social y religioso: crisis en la agricultura, con malas cosechas, epidemias, guerra contra Inglaterra, paralización del comercio ultramarino y consiguientemente de la in dustria en desarrollo y de los negocios, derrotas navales, intrigas cortesanas y depresión general en la economía. El bloque de la oposición se consolidó identificándose para el mismo objetivo la nobleza, el estado eclesiástico, la burguesía de los negocios y finalmente el pueblo llano. El motín de Aranjuez triunfó sin que tuvieran que sumarse otros grupos dispuestos en otras ciuda des como en los motines de 1766, pero que pudieron actuar en el mes de mayo de 1808. No se trataba solamente de derribar a Godoy, sino de un cambio de gobierno, cuyos frutos no pudie ron manifestarse inmediatamente por el viaje de Fernando VII a Bayona, pero sí en las Juntas Defensoras de los derechos de Fernando VII y en las Cortes reunidas en Cádiz desde 1810. La oposición a la monarquía absoluta triunfó entonces.
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LA POLÍTICA ECONÓMICA POR
PEDRO VOLTES
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1. La plataform a ideológica. — 2. Política agraria. — 3. La política industrial — 4. Política comercial. — 5. Política monetaria. — 6 . Política fiscal. — 7. Balance de la política económica de la Ilustración. — N o t a s .
S u m a r io :
1.
LA PLATAFORMA IDEOLÓGICA
A los reinados de Fernando VI y de Carlos III corresponde el propósito de centralizar y uni formar el gobierno de la nación. Afirma Rodríguez Casado que en la etapa de Felipe V se tiende principalmente a centralizar la monarquía, para lo cual se racionaliza la administración, mien tras que Fernando VI y Carlos III intentan más directamente la racionalización del Estado y acaban también centralizándolo. Dentro de este contexto hay que valorar que, a diferencia de lo practicado en épocas anterio res, se legisle usualmente para todo el territorio de la Monarquía y, por lo que toca a lo económi co, se pretenda instaurar en él situaciones globales \ Además de los resultados de su acción positiva de fomento económico, los gobernantes de la Ilustración pueden apuntarse en su haber los efectos benéficos de una serie de omisiones; es decir, la cancelación de actitudes adoptadas durante la soberanía de la Casa de Austria, muchas de las cuales equivalían a un librecambismo práctico, con engañosa fachada de mercantilismo, montado y mantenido con irremediable daño de los intereses españoles, especialmente los indus triales. En efecto, durante los siglos xvi y xvn el poder implantó diversas medidas perjudiciales para la producción española, motivadas por el ideario y las conveniencias de la dinastía habsburguesa. En los volúmenes correspondientes de esta H is t o r ia d e E s p a ñ a se ha ido significan do cómo las exenciones y mercedes concedidas por aquellos monarcas a mercaderes flamencos o alemanesca negociantes genoveses, etc., y las disposiciones de los tratados concertados con franceses, ingleses y holandeses, venían a instituir en la práctica la libertad para que se enrique ciesen los extranjeros y una represión fáctica contra la industria nacional. No puede dejar de contemplarse con interés cómo la crisis de la política europea de los Austrias se enlaza con el renacer de los impulsos económicos en España. El último tercio del si glo XVII enmarca un notorio hervor de iniciativas, como la fundación de la Junta de Comercio y Moneda, en 16792; la oleada proyectista y arbitrista en que aparecen el Fénix de Catalunya, de Feliu de la Penya, de 1683; las propuestas de la misma Junta desde 1680 para interesar a la nobleza en la actividad económica; los memoriales de Álvarez Osorio y Redín de 1686-1691 y tantas más piezas, estudiadas algunas por Grice-Hutchinson en su obra sobre El pensamiento económico en España (1177-1740) (Barcelona, 1982). Los logros propios de la Ilustración tienen por antecedente tales iniciativas del x v ii y , por supuesto, como volveremos a decir, las actitudes de los primeros lustros del xvm, tales como las mercedes otorgadas por Felipe V en las Cortes de Barcelona de 1702, la fundación de la Com-
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panya Nova de Gibraltar de 1709, las de las fábricas de paños de Chinchón y de Talayera, en 1702 y 1703; las primeras factorías algodoneras catalanas, etc. Francisco Bustelo, en su artículo Teoría económica e historia económica: la revolución industrial contribuye eficazmente á la aclamación del concepto de ésta y señala que la revolu ción agrícola y/o la revolución comercial; la creación de un mercado, con sendas revoluciones en los transportes y las comunicaciones, la revolución crediticia, la científica y educativa y la demográfica son condiciones necesarias, aunque ninguna por sí sola suficiente, para que acontez ca el desarrollo que como frase hecha se entiende por revolución industrial. Al analizar la componente empresarial de éste proceso conviene ya anticipar una nota del mismo que es novedosa. A la legislación tutelar en teoría de la época de los Austrias y a la acción promotora desarrollada por los gobernantes de comienzos del siglo x v iii se añadió en época de la Ilustración una nueva modalidad de actuación del Estado: la asunción por él del cometido de empresario sea como propietario único o como copartícipe de capitales privados4, o incluso como propiciador de explotaciones ajenas, cual ocurrió con el proyecto de convertir el Nalón en vía de transporte del carbón asturiano. Esta postura oficial tiene apoyo en la estimación de la ciencia y de la técnica constituidas en valores de interés nacional. Buen número de españoles de esta época viajan a los países de Occidente para familiarizarse con su desarrollo intelectual y económico. Otros muchos permanecen en comunicación con su movimiento ideológico. Sarrailh, en su España ilustrada en la segunda mitad del siglo x v i i i , ha hecho notar la influencia de los grandes economistas europeos en sus colegas de nuestro país. En Barcelona y en Madrid, dice, se esgrimen como autoridades supremas las doctrinas de Quesnay o de Adam Smith, de Mirabeau o de Turgot. Algunos escritores económicos españoles ^AVard entre ellos— reconocen ya que «la verdadera riqueza consiste en los productos de la tierra y de la industria de los hombres». En una polémica, estudiada por Ernest Lluch, trabada en el Diario de Barcelona acerca del valor real de la moneda, uno de los colaboradores, «amante del bien público», asegura que la abundancia de metales amonedados en un Estado no es prove chosa. Otro polemizante, por su parte, sostiene la teoría mercantilista. Capmany escribe: «Un Estado no es rico porque tenga muchas minas de oro y plata», contradiciendo los antiguos axio mas de aquélla. Jovellanos asegura que ha leído tres veces la obra de Smith y exclama con entusiasmo: «¡Có mo prueba las ventajas del comercio libre en las colonias!» La libertad se muestra como el medio más eficazl de dar prosperidad y riqueza al país. En la primera parte del Informe sobre el libre ejercicio de las artes, después de trazar un rápido panorama histórico de los gremios, Jovellanos proclama el derecho del hombre a dedicarse a «todas las ocupaciones útiles» y lanza un alegato contra el sistema de maestría que impide todo progreso técnico y condena a servidumbre a los aprendices y a los obreros. «Cortemos, pues, de un golpe, las cadenas que oprimen y enflaque cen nuestra industria, y restituyámosla de una vez aquella deseada libertad en que están cifrados su prosperidad y sus aumentos.» j Sería sumamente equivocado, sin embargo, que considerásemos que en esta época la doctri na ha elaborado un pensamiento económico compacto y congruente y que el poder sigue líneas firmes y coherentes en la defensa de la riqueza nacional. En la Instrucción reservadade Floridablanca, cuyo párrafo CCV se titula «Conviene prohi bir las cosas hechas o fabricadas de última mano en los reinos extraños, porque perjudican a nuestra industria nacional», se explica: «Como, por ejemplo, todo género de vestidos, adornos y calzado de hombres y mujeres, los muebles de casa, coches y otras cosas de esta naturaleza, 3
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a que he agregado la prohibición de la cintería de varias clases, hilos ordinarios y otros ramos, que todas las gentes pobres puedan trabajar y dejaban de hacerlo, viviendo en la mendiguez, mientras nos surtían las naciones extranjeras.» Está claro que estas importaciones se habían efec tuado, y seguirían siéndolo, no sólo por lenidad o inadvertencia estatales, sino por el lucro que el Tesoro obtenía de los derechos aduaneros, como volveremos a ver. De la misma forma' y para remediar urgencias, reiteradamente se volvía a caer en la práctica de exportar valiosas materias,primas. Así se hizo a fin de allegar medios para la construcción de canales en tiempo de FloridabláncáTEste mismo, en su Defensa legal en la causa contra el Marqués de Manca, refiere: «Se había aumentado extraordinariamente la saca y precio de las lanas finas de España, de modo que desde ochenta o noventa reales que solía valer antes la arroba de las más estimadas, había subido a ciento y veinte y más. Con esta carestía padecían las fábricas del reino, los fabricantes que se quejaban y la Real Hacienda experimentaba igual perjuicio en las compras para las fábri cas de San Fernando y Brihuega; se temía con fundamento que creciese la extracción de lanas y el gobierno de Rusia había enviado dos grandes fragatas de guerra con pertrechos navales para España, con sólo el objeto de cargarlas de lanas para sus nuevos establecimientos de fábricas en la Crimea y en Querson.» Expone Juego el conde que para frenar esta exportación y acopiar caudales se gravó con doce reales la arroba de lana lavada que saliese, y que más tarde se conce-
SOBRE LA .EDUCACION POPULAR
D E LOS ARTESANOS, Y SU jfo j M C j& x r z 'o i
EN MADRID. FiG. 64 .—Discurso sobre la educación popular de los artesanos, de Pedro Rodríguez Campomanes. Biblioteca Nacional. Madrid. (FotoOronoz)
En lalmprenta de D. Antonio de Sancha« -
Año de M.DCCLXXV.
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DISCURSOS PO LITIC O S, y ECONOM ICOS
SOBRE EL ESTADO ACTUAL
S ü AUTOR
F ig. 65.—Discursos políticos y económicos sobre el estado actual de España, de Argentí y Leys. Biblio teca Nacional. Madrid. (Foto Oronoz)
dió exportar seda, esparto y cuchillos al financiador de las obras del Canal de Aragón, Juan Bautista Condom. La autorización o prohibición de entrada de tejidos de algodón y de la mate ria prima durante el reinado de Carlos III no se adoptó tampoco por motivos de más altura. Pasemos a otra faceta de la criteriología económica de la época. Es propio de la misma el nexo que se establece entre cultura y utilidad, con el propósito de «colocar la instrucción más cerca del interés», para expresarlo con palabras de Jovellanos. Se mejante preocupación es sentida en primer término por diversos hombres de letras que logran inducir a los gobernantes a compartirla, creándose así uno de los más altos momentos de comu nión de ideas entre los gobernantes y los intelectuales que se han registrado en España. Es evidente que esta literatura proyectista se centró en el fomento del trabajo y la produc ción. A propuesta del Consejo de Castilla, se publicó en 1774 el Discurso sobre el fomento de la industria popular, redactado por Campomanes con el fin de proporcionar orientaciones a las autoridades para que promovieran el desarrollo de los oficios. En 1775 publicó el Consejo, tam bién tras haberlo escrito Campomanes, el Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fom ento, y a él siguieron cuatro tomos con las obras de Martínez de la Mata y Álvarez Osorio. En 1779 se dio a conocer el Proyecto Económico, de Bernardo Ward. Felipe Argentí y Leys escribió en 1770 los Discursos políticos y económicos sobre el estado actual de España, dedicados a los campos, montes, a la multitud de pobres, los ladrones y con-
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LA POLÍTICA ECONÓMICA
trabandistas, la despoblación, aguas y caminos, los tribunales y al excesivo precio de los granos y ganados. Antonio Capmany publicó el año 1778 un Discurso económico político en defensa del traba jo mecánico de los menestrales, y en sus Memorias históricas sobre la antigua marina, comercio y artes de la Ciudad de Barcelona glosó los mismos conceptos y copió varios fragmentos del anterior, abogando por la conservación de los gremios para el auge fabril. Recordemos también las obras de Jovellanos Informe... en el expediente de Ley Agraria, Ma drid, 1795, y Bases para la formación de un plan general de instrucción pública (1809), entre otras. Gonzalo Anes, en Economía e Ilustración (Esplugues de Llobregat, 1969), ha señalado la continuación de estas inquietudes hasta Fermín Caballero y Joaquín Costa, y las ha estimado «antecedente respecto a actitudes recientes y actuales». Los monarcas de la Ilustración convierten la educación en un afán público, fundan centros de enseñanza y comienzan una lenta transformación de la Universidad. Con bienes de los jesuí tas expulsados, Carlos III creó escuelas de niños en los pueblos importantes. En 1793, Godoy proyectó generalizar la enseñanza primaria y en grados superiores se prestó atención a la prepa ración para el ingreso en centros de formación de militares y marinos. En la renovación de la Universidad se intentó adecuarla a las necesidades económicas del momento, con el cultivo, en particular, de las ciencias experimentales. También se crean instituciones como los Colegios de
M E M O R I A S B IST O R I CAS . ·,
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M A R I N A C O M E R C I Ó Y HARTES
DE LA A N T IG U A C IU D A D D S B A R C E L O N A . . PUBLICADAS
POR JO IS P O S Z C IO Ñ Y A E X P E N S A S D E Z A R E A Z J U N T A . Y C O N S U L A D O B E C O M E R C I O , I >E Z A M I S M A C I U B A B * V
POR
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individuo de la. Real Academia de la Historia ,? de la dé Buenas Letras de Sevilla. vVBBS A N T IQ V A
F ig. 66.—Portada de las Memorias históricas, de Antonio de Capmany. Madrid, 1779. Bi blioteca Nacional. Madrid. (Foto Oronoz)
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Medicina y Cirugía, las Escuelas de Veterinaria y los Jardines Botánicos, y cunde por doquier la veneración de lo científico. Todo este movimiento trascendió a América, donde se fundaron universidades como la de Santiago de Chile. En el mismo año 1771 en que se fundó la Orden de Carlos III, dictó éste dos reales cédulas para la reorganización de los colegios mayores. La agitación que promovieron fue grande. Los contrarios a la reforma se dedicaron desde el primer momento a entorpecerla. Pérez Bayer había escrito sobre esta materia dos obras con los títulos de Por la libertad de la literatura española. Memorial al Rey TV. S. don Carlos III, y Diario histórico de la reforma de los seis Colegios Ma yores. Refiriéndose a las universidades de Salamanca, Alcalá y Valladolid, dice Pérez Bayer: «Ni aspecto quedaba siquiera en la de Salamanca, Alcalá y Valladolid de universidades o estudio público... En las facultades de artes, jurisprudencia canónica y civil había sobra de maestros ociosos, falta absoluta de discípulos y enseñanza... A las aulas de teología asistían sólo los regu lares de Santo Domingo, jesuítas, benedictinos o franciscanos, y a éstos solía agregarse uno u otro escolar manteista...» Por lo que toca a las enseñanzas técnicas, recordemos que su aurora había comenzado al fundarse en 1533, en la Bruselas hispánica, una Academia de carácter técnico y científico. Se establecieron otras de análoga dedicación en algunas localidades de la monarquía y así se fundó poco después la de Matemáticas en Barcelona, proyectada especialmente a la artillería y la forti ficación. Vino luego un intervalo de pasividad hasta los comienzos de la mecanización fabril y el des pertar de las inquietudes científicas de corte moderno que estamos esbozando. En esta fase de
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euforia se fundan las Reales Academias y las Sociedades de Amigos d^l País. Las Juntas de Co mercio añaden a sus atribuciones peculiares una serie de actividades docentes sobre estas mate rias, y así, por ejemplo, en 1769, la de Barcelona instituye una Escuela de Náutica. En el año 1770, el rey Carlos III creó la primera Academia de Ingenieros de la Armada, y, en 1775, la Sociedad Vascongada de Amigos del País organizó unas clases de Física, Química y Metalurgia, preparatorias del concepto posterior de ingeniería industrial. Cabe considerar que la ingeniería de Minas aparece en 1775 con el establecimiento de una escuela en Almadén, tras lo cual se constituye en Cuerpo por Real Orden de 14 de julio de 1777; y que la ingeniería de Caminos, Canales y Puertos surge con la creación de un cuerpo facultativo para cuidar de las rutas y canales del reino, bajo la denominación de Inspección General de Ca minos, por Real Orden de 12 de junio de 1799, estableciéndose poco después la Escuela Especial correspondiente. En esta misma época tienen origen las inspecciones de bosques y las atribu ciones de los ingenieros geógrafos. En 25 de enero de 1775, la Junta de Comercio de Barcelona amplió su cuadro de enseñanzas, que se fue enriqueciendo al mismo ritmo con que se iban teniendo noticias de los progresos de las ciencias y las técnicas, hasta llegar a profesar Mecánica en 1808 y Física en 1815. En 1802, en Madrid, Bethancourt creó una «escuela encargada de dar instrucción a los jóve nes que habían de dirigir las obras públicas», y en 1809, José Bonaparte instituyó el Conservato rio de Artes, que duró tanto como su régimen, pero cuyas virtudes intrínsecas hicieron aconseja ble restaurarlo en 1824 con el fin de «promover y acelerar el proceso industrial, enseñar práctica mente las aplicaciones y perfeccionar las operaciones fabriles». La creación de estos estamentos profesionales, estimulados por una notoria estimación y el aplauso público, es un ingrediente indispensable de la puesta en marcha de una nueva opinión sobre el bien común, el trabajo y la prosperidad nacional. Sería erróneo, empero, asemejar este ideario económico, enteramente naturalista y afín a la fisiocracia, a ningún asomo de liberalismo político y aun económico propiamente dicho. Todo énfasis será poco en punto a señalar que la característica más constante y profunda de la perso nalidad de Carlos III es la alta opinión que tiene de su función como soberano. Esta función está por encima de todo reproche. «El hombre que critica las operaciones del Gobierno —escribe a su hijo y sucesor—, aunque no fuesen buenas, comete un delito.» No se trata solamente de que quien así proceda caerá en una falta gravísima de respeto, sino que también pondrá en peli gro todo el mecanismo mágico de la actuación del rey, tal como lo concibe éste. «Los hombres son marciales o pacíficos, magnánimos o ruines, ilustrados e industriosos o rudos y holgazanes, y buenos o malos en suma, según la voluntad del que reina», le había enseñado en Nápoles Tanucci. Según este parecer, el rey tiene como oficio principal el de intermediario de la Providencia para expandir y repartir gracias, beneficios y virtudes* en el país, y toda acción que contraríe tales mecanismos es delito de lesa majestad. Aun estando poseídos del monopolio de la verdad, el rey y sus ministros se mostraron tími dos respecto de la oposición que a sus planes reformistas causó la enorme inercia del país, como repetiremos al final de este capítulo. Apenas quedó advertida la imposibilidad de transformarlo radicalmente, los gobernantes ilustrados adoptaron una actitud cansada y su régimen apareció desilusionado. «Yo comparo nuestra monarquía, en el estado presente —dicen las Cartas politico económicas al Conde de Lerena—, a una vieja casa sostenida a fuerza de remiendos, que los mismos materiales con que se pretende gomponer un lado derriban el otro, y sólo se puede en mendar echándola a tierra y reedificándola de nuevo, lo cual en la nuestra es moralmente impo sible.» «Todas las réformas proyectadas y llevadas a efecto durante el siglo conducían a esta
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desoladora conclusión: nada de lo existente servía para hacer posible la magna utopía de los re formadores», ha escrito Corona Baratech. En este mismo sentido se ha expresado don Ramón Menéndez Pidal: «La secularización de la monarquía borbónica no traía un cambio tan total como suele creerse; no favorecía a todo trance ál modernismo, ni mucho menos.» Y es que este «despotismo ilustrado» español resulta mucho más moderado que sus paralelos extranjeros respecto de los factores tradicionales. Contémplese, sin ir más lejos, el miramiento con que trata a la burocracia. Por mucho que amenace con barrerla o sustituirla, el siglo xvm acaba en tal aspecto igual que había empezado, y Godoy se queja de la administración tanto como pudo quejarse Felipe Y. La continuación de una copiosa masa de vagos y mal entretenidos, según expresión de la época, en plena coyuntura de desarrollo, parece indicar que ésta se hallaba tan lejos de encua drar a la población activa como lo habían estado los esquemas de los siglos anteriores. Dejando aparte a la cuota de delincuentes y vividores estadísticamente irreductible, queda una masa exce sivamente numerosa de población sin encajar en la estructura laboral de la época. En un dicta men de la Audiencia de Barcelona de 1774 recogido por Carrera Pujal se afirma: «En parte nin guna hay la producción y medios de desterrar la ociosidad como en este Principado. Sin embar go, no pueden lisonjearse estos naturales de que viven exentos de la común plaga de vagos y entretenidos, pues los tienen y de una casta tal que apenas se hallará en otras provincias.» Tras enumerar repetidísímas disposiciones de represión de esta vagancia, se estimaba que habían fracasado porque «se tiró más principalmente a castigar la ociosidad que a precaverla». Él problema está contemplado en otro capítulo de este volumen, y aludimos a él aquí sólo para significar el desajuste entre la masa de productores en potencia y las formas de su acceso a la producción5. Es significativo que corresponda a la época de Carlos III el primer plan de caminos reales que implica a todo el territorio y también el propósito de suprimir diversas trabas contra la circulación de bienes. Señalemos como ejemplos el Real Decreto de 19 de noviembre de 1714, que suprimió los «puertos secos», o aduanas interiores, y el de 26 de julio de 1757, que dispuso el libre tránsito de mercancías dentro del país. Por lo demás, estos preceptos no bastan, ni de lejos, para dar por bosquejado un mercado nacional. Las gravísimas dificultades de la red de transportes, puestas de manifiesto por D.R. Ringrose 6, y las insuficiencias de los mecanismos financieros privados impidieron un nivel satisfactorio de cohesión económica, como es sabido.
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P o l ít ic a a g r a r ia
Agustín González Enciso y José Patricio Merino han estudiado específicamente la acción del sector público en relación con el crecimiento económico de la España dieciochesca7. Al comenzar su análisis por la agricultura, diferencian tres estilos de conducta del sector público. En primer lugar, la introducción de nuevas técnicas y tareas en las fincas del patrimonio real. El propio Carlos III dirigió, acompañado por sus hijos, los trabajos de mejora del Real Sitio de Aranjuez, que, por lo demás, no fueron ningún éxito económico. Los infantes don Antonio y don Gabriel se dedicaron a los mismos empeños en sus fincas de Calanda y del priorato de San Juan. Los autores indicados estiman en segundo término que el sector estatal se dedicó a la protec ción y conservación de sus propios montes y bosques, y tampoco obtuvo éxito de nota. En tercer lugar, el poder promovió una serie de cultivos de aplicación industrial, como el cáñamo. t:
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F íg. 6 8 .—Rejal Sitio de Aranjuez, por Luis Paret y Alcázar. Museo Lázaro Galdiano. Madrid. (Foto Oronoz)
Todavía tiene un carácter más desarrollista el impulso dado a diversas obras públicas —como el acabamiento del Canal Imperial de Aragón y a algunas iniciativas de poblamiento y puesta en cultivo. La más célebre de éstas son las fracasadas «nuevas poblaciones» de Sierra Morena, que realizó Pablo de Olavide. Hubo otras empresas análogas de varia fortuna: por ejemplo, una triunfante, auspiciada en Murcia por el cardenal Belluga, y otra en Sacedón, que no prosperó8. Si las tentativas antes citadas obedecen al prurito de instalar a la población con más raciona lidad, otras hay que parten de que los gobernantes han tomado conciencia de que urge dotar de la alimentación adecuada a una población que está creciendo, y que tal aprovisionamiento no esté subordinado a las importaciones extranjeras. Ambos imperativos impulsan una política de fomento de los cultivos. Ésta tropezará al punto con los intereses de la ganadería que se mani fiestan con dos fisonomías distintas: por un lado, el tenaz apego de los municipios a la propie dad de los baldíos, comunes, etc., donde pasta el ganado del lugar; y por otra parte, las conve niencias de la Mesta. Los propósitos del poder saldrán más airosos de luchar con esta segunda vertiente del con flicto que con la primera, y la Mesta habrá de resignarse a una serie de medidas con que las fincas se protegen contra el paso de sus rebaños, entre las cuales descuellan la dictada en junio de 1788 para permitir el cercamiento perpetuo de olivares, viñas y huertas, y la de 1790, que suprime el empleo de alcalde entregador. Artola concluye: «Es evidente que sus rebaños no cons tituyen en el siglo xvm sino una sombra de los que se habían reunido en la primera mitad del x v i9». Menos afortunada y rectilínea es la acción de la Corona contra las tierras colectivas de los pueblos, con todo y que comienza con más énfasis y sistematización. En 1738 se constituyó la Junta de baldíos y arbitrios para luchar contra éstos y extender los cultivos, pero sus propósitos
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F ig. 69.—Canal Imperial de Aragón. Grabado de la obra Descripción de los canales de Aragón y Tauste, del conde de Sástago. Zaragoza, 1796. Biblioteca de la Escuela Técnica de Ingenieros de Caminos. Madrid. (Foto AIS A)
chocaron al punto con la Diputación castellana encargada de recaudar el impuesto de millones, el cual estaba articulado sobre la reserva de aquellas tierras para pastos. Siguieron diez años de disposiciones diversas favorables al «statu quo» pecuario, porque los apuros inmediatos de la Hacienda impedían causar la menor alteración en fuente alguna de ingresos. Con la euforia emprendedora que envuelve la llegada de Carlos III al trono, se desafía aquel impedimento y comienza una ofensiva para la dilatación de las superficies cultivadas a costa de los pastos. El 30 de julio de 1760 la Contaduría general de propios y arbitrios, integrada en el Consejo de Castilla, pasó a ocuparse de semejantes bienes de los municipios y su primer cuidado fue contabilizar sus productos 10. Anticipemos que, como se expone en el capítulo dedicado a la agricultura, fracasó el intento ilustrado de remodelar el aprovechamiento del suelo. La causa más notoria —sin perjuicio de que otras muchas concurriesen en el mismo resultado— estriba en la desmedida ambición y en la heterogeneidad de sus fines, que son hacendísticos, económicos, sociales y hasta be néficos. Las disposiciones de repartimiento dictadas entre 1766 y 1770 persiguen a la vez que tierras de pasto pasen a cultivarse; que al ser éstas roturadas se adjudiquen en primer término a los vecinos más necesitados, y que los adjudicatarios no las subarrienden ni las dejen sin cultivar, todo ello sobre el telón de fondo de que no todos los predios tienen clara la titularidad —objeto de litigios— ni tampoco resultan adecuados a cultivo rentable. Las preocupaciones de las autoridades oscilan pronto desde la promoción de tales cultivos, al arbitraje y aquietamiento de un conflicto básico entre propietarios y labradores, que no pasa a ser más extenso porque tampoco lo es la aplicación de las medidas causantes. Si éstas hubiesen modificado más amplia y eficazmente la fisonomía del campo español, habrían casi dejado sin objeto a las desamortizaciones del siglo xix, y consta obviamente que no es éste el caso. Como acabamos de indicar, el reajuste del destino del suelo quedó postergado a los proble mas, más agudos, de la contradicción entre el capital y el trabajo agrícolas, y la Corona tomó
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abiertamente partido, desde mediados del siglo XVIII, en pro de los campesinos, favoreciendo su estabilidad y congelando los arriendos. Más tarde pasóse a hostilizar a los propietarios que no cultivasen directamente sus fincas, con medidas tributarias tales como la Instrucción provi sional de 2 de septiembre de 1785 para el arreglo de las rentas provinciales, agravada con la Real Cédula de de diciembre siguiente, que prohibía modificar arrendamientos y precios y entráñaba la perpetuación del labrador én la finca. Artola estima que este «conflicto entre labradores y propietarios puede calificarse de ignorado por la historiografía». Dice también este autor que la Corona apuntó a la promoción de los labradores, con sus directrices en favor de la libertad de trabajo de los mismos, que no lograron sus propósitos, pues no prosperó la condición campesina. Tampoco cristalizó en resultados válidos la pragmática de 11 de julio de 1765 n, que declaraba la libertad de comercio y precio de granos, puesto que, co mo se expone en otro lugar, la red de intereses de los asentistas y la ausencia de una estructura mercantil eficaz frustraron aquellas intenciones. Se registró escasez, subieron los precios, y a la postre, los únicos beneficiados fueron los intermediarios y los terratenientes. El fracaso de la política agraria de la Ilustración queda patentizado por la persistencia de la imposibilidad en que el campo español se hallaba de antiguo en punto a mantener a la pobla ción. El hecho de que ésta aumentase notoriamente durante el siglo xvm redundó en que cre ciesen las importaciones de trigo en un 263 por 100 entre 1765 y 1773 respecto de las habidas en 1756-1764, compras que tampoco lograron evitar escaseces y subidas de precios en la misma época, concausa de los diversos motines que ha estudiado Corona. La guerra contra la Gran Bretaña creó necesidades perentorias que obligaron a adoptar medidas atrevidas. La primera fue la Real Cédula de 15 de marzo de 1780, la cual dispuso que se empleasen en censos de la Hacienda los capitales existentes en depósitos públicos a beneficio de mayorazgos, vínculos y patronatos laicales. La medida se reiteró en 9 de marzo de 1781. Es evidente la intención desamortizadóra que late en el fondo de estas disposiciones, deseo sas, antes que allegar capitales, de poner en movimiento riquezas. La Instrucción reservada de Floridablanca es muy explícita en su párrafo XII, titulado precisamente «Perjuicios principales de la amortización»: «El menor inconveniente, aunque no sea pequeño, es el de que tales bienes se sustraigan a los tributos; pues hay otros dos mayores, que son recargar a los demás vasallos, y quedar los bienes amortizados expuestos a deteriorarse y perderse luego que los poseedores no pueden cuidarlos, o son desaplicados y pobres, como se experimenta y ve con dolor en todas partes, pues no hay tierras, casas ni bienes raíces más abandonados y destituidos que los de cape llanías y otras fundaciones perpetuas, con perjuicio imponderable del Estado.» En el párrafo LIV, titulado «Inconvenientes de las vinculaciones. Necesidad de remedio para evitarlas», Floridablanca vuelve sobre este punto: «Es preciso disminuir los incentivos de la va nidad. La libertad y facilidad de fundar vínculos y mayorazgos por todo género de personas, sean artesanos, labradores, comerciantes u otras gentes inferiores, presta un motivo frecuente para que ellos, sus hijos y partes abandonen los oficios.» Lucas Pascual Martínez, contador general de la Renta de la Tesorería de los Maestrazgos de Santiago, Calatrava y Alcántara, había ya escrito en 1774 el Discurso político sobre la reden ción general de los censos y establecimiento de Montes de Piedad, así en mercaderías como en granos para socorro de los vasallos, proponiendo apoderarse de los caudales de los conventos, memorias, capellanías y mayorazgos. No se ha dedicado la atención debida al resultado desamortizador de la fundación, en febre ro de 1798, de la Real Caja de Amortización. Ésta se instituye para enjugar la circulación de 6
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F ig. 70.—Labrador aragonés. Grabado del si glo xvm, obra de Antonio Rodríguez. Museo Municipal. Madrid. (Foto del Museo)
los vales reales y pagar sus intereses. Los fondos necesarios para este fin procederán de la enaje nación de «los bienes raíces pertenecientes a hospitales, hospicios, casas de misericordia, de re clusión y de expósitos, cofradías, memorias, obras pías y patronatos de legos», poniéndose sus productos en la citada Caja de Amortización, bajo el interés anual del tres por ciento. La misma suerte correrían el resto de las propiedades de la Compañía de Jesús y los predios de los colegios mayores. Los titulares de mayorazgos y otros vínculos podrían enajenar sus patrimonios rústi cos con tal de imponer el producto en la misma Caja. El episodio ha sido estudiado por Richard Herr en su artículo de «Moneda y Crédito» (118, 1971) Hacia el derrumbe del Antiguo Régimen: crisis fiscal y desamortización bajo Carlos IV, que abre brecha en un propósito que nos parece excelente: valorar las reiteradas embestidas desamortizadoras de la Corona ya desde comienzos del siglo xvm, respaldadas por una publicística insistente y documentada.
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F ig. 71,—Industria textil: trabajo de los peines y modos de desmugrar.
Grabado en cobre, obra de José González. Museo Municipal. Madrid. (Foto del Museo)
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Es indudable que un análisis exhaustivo de la actuación económica de los gobernantes de la Ilustración habría menester un engarce riguroso con el estudio de la revolución industrial en España, y éste necesita úna previa purificación del concepto de revolución industrial en sí misma. Debemos a Bustelo el ya citado ensayo, tan oportuno para denunciar la falta de preci sión y firmeza de los trabajos usuales sobre ésta. No digamos ya de la temeridad de los juicios globales sobre un movimiento cuyos caracteres distan de estar concretados con unanimidad.13. La protección borbónica a la industria no representa ninguna innovación en sí, puesto que versa sobre las dos líneas clásicas de acción ya usadas desde hacía siglos, una negativa y otra positiva: la restricción de importaciones mediante prohibiciones tajantes o dificultades arancela rias, y el fomento activo de la creación de industrias. Lo que básicamente diferencia a la etapa borbónica es, por una parte, un grado superior de eficacia y constancia, y por otra, un más ar monioso encaje de tales designios en el conjunto de la acción de gobierno, con el apoyo de los intelectuales y los funcionarios comprometidos con la Ilustración. El profesor José Alcalá Zamora ha expresado lapidariamente que «el tema del papel desem peñado por el Estado en el planteamiento y desarrollo de instalaciones y empresas industriales... alcanza su mejor expresión y relevantes antecedentes bajo la dinastía austríaca para constreñirlo en el siglo xvm». La valiosa tarea de Alcalá Zamora para aclaración de la primera fase de la industrialización siderúrgica rebasa los límites de este sector y trasciende a la historia global de la industrialización española. Lo propio cabe expresar en prez del proyecto de Vázquez de Prada
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de estudiar a fondo las ferrerías vascas, expresado en su artículo del volumen de homenaje a Braudel (Toulouse, 1973). Parece, pues, demasiado simplificador el propósito de retrasar hasta mediados del siglo xvili la aurora de una sociedad que ha aprendido el nuevo modo de producir con criterio de cantidad14. Ya hemos significado que las medidas favorables a la industrialización comienzan a adoptar se en época muy temprana, y así —tras las citadas fábricas de Chinchón y Talavera, de 1702 y 1703— se establece en 1704 la madrileña de tapices; en 1705, las de paños de Calahorra y San Fernando, y en 1723, la de Segovia y una compañía de comercio textil en Madrid. En 1726 se dicta un decreto protector de las industrias de paños y sedas, y dos años más tarde se veda la entrada de lienzos estampados de algodón y seda15. En Cataluña, Esteban Canals y Buenaventura Canet, con la colaboración de un técnico sui zo, construyeron, en Barcelona, la primera fábrica moderna de indianas, colocando los cimien tos de una industria que contribuyó poderosamente al desarrollo de la ciudad, en la cual el capi talismo comercial había ya agotado su ciclo evolutivo. El año 1738 contaba con 12 telares y 700 moldes de estampado. Contribuyó a su apogeo en 1741 Felipe V, al conceder a los fabricantes la exención de los impuestos y gravámenes. Fernando VI les favoreció de igual manera. Sin embargo, Carlos III, en 1760, adoptó dos medidas muy perjudiciales para esta industria, la cual, gracias al ímpetu ascensional, resistió ta les dificultades. La primera fue permitir las importaciones de indianas, y la segunda, gravar con un arancel del 20 por 100 las de algodones. Aun así, el número de fabricantes ascendía a 20 en el año 1767 y a 25 en 1768. En este último año existían más de 1.100 telares, con más de 700 en pleno funcionamiento. El monarca no vaciló en corregir la funesta libertad de entrada de tejidos de algodón, y la prohibió en el año 1770. En el acto se produjo expansión en la fundación de fábricas, en el volu men de la producción y en el número de telares y obreros. En el año 1778 había ya 37 fabricantes en acción, y en 1784, 60, con más de 2.000 telares y cerca de un millar de mesas de estampación. El censo de obreros era de 50.000 personas en 1775, y de 100.000 en 1804. Durante el siglo xvill Cataluña fue el centro de la manufactura del algodón, salvando pre cedentes de la misma en León, La Mancha, Santander y Valencia. En 1788 la Corona instituyó una fábrica de indianas en Ávila, en la cual invirtió millones de reales de vellón en sólo dos años, y que después de diez de fracasos tuvo que cerrar por lo ruinoso del negocio. La industria lanera no estaba concentrada en la región catalana, y a la inversa de lo ocurrido en la algodonera, no salió de la crisis durante estos mismos años, a pesar de los esfuerzos prodi gados para fomentarla. Sólo se salvaron las manufacturas de Segovia y Valladolid, mantenidas estacionarias, y las de Valencia y Guadalajara, que experimentaron positivo progreso. Entre 1750 y 1800 lá industria lanera catalana creció en un 30 por 100 y tendió a salir de Barcelona, donde padecía una paulatina decrepitud, hacia localidades vecinas como Sabadell, Esparraguera, Ole sa, Igualada, Monistrol, Castelltergol y Moiá, que rápidamente prosperaron. Por lo que toca a la acción promotora del Estado, conviene citar las palabras del propio Floridablanca en su Defensa legal en la causa de su arresto, cuando refiere: «Siendo uno de los ob jetos del Rey y de su gobierno adelantar la industria nacional y la perfección de las artes y fábri cas..., pensó el Rey en que se hiciese una colección de modelos de máquinas de las más útiles que hubiese en reinos extranjeros, y especialmente en Inglaterra, Francia y Holanda. A este fin se costearon los viajes y expediciones que hizo, entre otros, don Agustín de Betancourt, y los gastos de recoger copias y construir los muchos centenares de planes y modelos que se han colo1 1
F ig. 72.—Labor de tundidores. Grabado del Museo Municipal. Madrid. (Foto del Museo)
cado, y se enseñan a los que quieren aprovecharse de ellos, en los cuartos entresuelos del palacio del Buen Retiro, con admiración de los inteligentes. En los modelos hidráulicos se hizo mayor acopio y gasto, porque así lo quiso el Rey padre, que creía que esta instrucción era más necesaria que otras en España. También se pensó en construir las mismas máquinas en grande para los que las pidiesen, evitando los defectos que podrían cometer los que no fuesen prácticos, y para ello se hicieron varios gastos en las casas del Príncipe Pío de la Florida para formar un taller, y el Ministerio de Hacienda hizo venir un célebre maquinista inglés, que residía en Francia, cre yendo que le serviría para las fábricas de algodón establecidas en Ávila; pero por un accidente inevitable se retiró el maquinista, y quedaron hechos los gastos del taller, herramientas, fraguas y otras cosas.» Sería injusto pasar por alto la función ejercida en este desarrollo por artesanos extranjeros contratados por España, sea por los propios embajadores y cónsules de la Corona o por efecto de gestiones privadas. Carlos III no vaciló en dar empleo técnico a cincuenta prisioneros ingleses de guerra que tenía confinados en Andalucía, y tanto él como otros monarcas dedicaron fre cuentemente a la industria algunos de los soldados extranjeros que militaban en sus tropas. James Clayburn La Forcé Jr. ha subrayado que la España borbónica se convirtió en una autén tica tierra de promisión para los técnicos extranjeros. Fernando VI, por ejemplo, no sólo fijó un espléndido sueldo al francés Jean Ruliére al nombrarle director de la Real Fábrica de Sedas de Talavera, sino que garantizó una pensión a su familia y a la postre le concedió la nacionalidad española y la condición de noble. Lo propio se practicó con otros varios expertos de Lyon y otras ciudades francesas y de Portugal, y consta que la autoridad francesa tuvo que poner pues tos de vigilancia en la frontera para impedir un éxodo en masa de los técnicos anhelosos de pasar a España, así como que Ruliére y algunos de sus colegas fueron objeto en Francia de procesa miento en rebeldía y se les condenaría a la pena perpetua de galeras y a ser marcados a fuego.
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F ig. 73.—Telar. Grabado en cobre de Juan de la Peña. Museo Munici pal. Madrid. (Foto Archivo Espasa-Calpe)
En la Cataluña de mediados del siglo xvm, según ha mostrado Pierre Vilar en su Cataluña en la España moderna, las rentas comenzaron a descender por efecto de un alza de precios. «El problema —dice— estribaba en saber si la economía en vías de crecimiento iba a sucumbir ante la inflación o si iba a descubrir nuevos medios para resistir, apelando a la mano de obra extran jera, femenina, infantil y luego al maqumismo.» El esfuerzo inventivo y el afán industrializador resultaron, pues, más bien un experimento de salvación que una aventura arbitraria. La coyun tura de alza proporcionó unos medios dinerarios que fueron aplicados a industrializar y mecani zar la producción. 4.
P o l í t i c a c o m e r c ia l
El texto primordial del Derecho mercantil español en la época de la Ilustración son las «Or denanzas de la Ilustre Universidad y Casa de Contratación de la M. N. y la M. L. Villa de Bil bao», que fueron aprobadas por Felipe V en 1737. Semejante medida está en la línea de fomento de la creación de Consulados de comercio, como agrupaciones corporativas de los mercaderes
de cierta consideración. Pedro Molas ha señalado que en la primera mitad del siglo xvm éstos habían preferido integrarse en las compañías privilegiadas de comercio, de que luego tratare mos, y que, en el resurgir de los Consulados, se advierte una oleada de 1758 en adelante y otra a partir de 1784. Mientras se multiplicaban estos organismos, la pequeña burguesía mercantil se integraba en los cuerpos generales de comercio, cuyo paradigma son los cinco gremios mayo res de Madrid, anteriores en fecha y que en 1763 fundaron su propia compañía mercantil. Son similares el Cuerpo de Comercio de Zaragoza, el de Valladolid, los mercaderes de vara de Valen cia y Cuenca, el restaurado Consulado de Burgos, el Cuerpo General de Comercio de Toledo, etcétera16. El Consulado de Bilbao, fue pivote de un vasto movimiento unificador de estas corporaciones y sus preceptos, puesto que en 1805 buena parte de sus ordenanzas pasaron a la «Novísima Re copilación». En 1814, Fernando VII confirmó sus ordenanzas; en 1819, las actualizó y, en 1827, las impuso al Consulado de Madrid. Gracias a ello, tales normas, fuera de la Corona de Aragón, adquirieron eficacia general, preparando así el impulso unificador del Código de Comercio de 1829. Tal como hemos visto a propósito de la libertad del comercio de granos y la cancelación de los puertos secos, una de las más eficaces líneas de actuación del poder consistió en suprimir trabas y anular restricciones. En este plano descuella la promulgación de la libertad de comercio con América. Desde Felipe V, múltiples factores de política internacional y de estructura econó mica habían ido socavando el sistema de monopolios del tráfico indiano a favor de Sevilla y Cádiz. Ya en 1765 el Gobierno de Madrid dio licencia a diversos puertos para comerciar directa mente con las Antillas españolas y las provincias de Campeche, Santa Marta y Río del Hacha. En 2 de febrero de 1778 se extendió la libertad de comercio a Buenos Aires, Chile y Perú. Queda ban ya sentados los fundamentos del memorable reglamento promulgado por Carlos III en
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