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Spanish Pages [172] Year 2009
LA EDUCACIÓN ÉTICA EN LA FAMILIA
Rafaela García López Cruz Pérez Pérez Juan Escámez Sánchez
LA EDUCACIÓN ÉTICA EN LA FAMILIA
Desclée De Brouwer
© Rafaela García López Cruz Pérez Pérez Juan Escámez Sánchez © EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2009 Henao, 6 - 48009 BILBAO www.edesclee.com [email protected]
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Printed in Spain - Impreso en España ISBN: 978-84-330-2297-4 Depósito Legal: BI-143/09 Impresión: RGM, S.A. - Urduliz
índice PRESENTACIÓN DEL LIBRO. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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1. LA FAMILIA Y LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD PERSONAL 1.1. Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.2. La identidad personal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.3. Dimensiones de la identidad personal . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.3.1. La actividad mental . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.3.2. La creatividad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.3.3. Las emociones. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.3.4. El afrontamiento y el bienestar subjetivo . . . . . . . . . . . 1.3.5. La iniciativa personal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.4. La dimensión ética de la identidad personal . . . . . . . . . . . . . 1.4.1. Orientaciones para la formación de la dimensión ética de la identidad personal de los hijos . . . . . . . . .
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2. LA FAMILIA COMO AGENTE DE EDUCACIÓN ÉTICA . . . . . . . . . . . 2.1. Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.2. La familia como principal agente educador . . . . . . . . . . . . . . 2.3. Modelos de familia y sus implicaciones éticas . . . . . . . . . . . 2.4. La educación en la familia como proyecto de relación con la sociedad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.5. Orientaciones a los padres para desarrollar el sentido de ciudadanía en sus hijos e hijas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.5.1. Democratizar las relaciones familiares . . . . . . . . . . . . .
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2.5.2. 2.5.3. 2.5.4. 2.5.5.
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Dedicar tiempo a los hijos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Enseñar valores éticos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mejorar los estilos comunicativos. . . . . . . . . . . . . . . . . A modo de conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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3. LA FAMILIA Y EL DESARROLLO DE LA AUTONOMÍA ÉTICA . . . . . 73 3.1. Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73 3.2. La familia y la dimensión ética de la persona. . . . . . . . . . . . . 73 3.3. ¿Por qué el desarrollo de la autonomía ética?. . . . . . . . . . . . 76 3.4. La vida familiar como fuente de reconocimiento ético y como riesgo para la autonomía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79 3.4.1. ¿La familia, espacio de identidad e identificación? . . 81 3.4.2. ¿La familia, espacio de reciprocidad? . . . . . . . . . . . . 82 3.4.3. ¿La familia, espacio de diferenciación? . . . . . . . . . . . 83 3.4.4. ¿La familia, espacio de capacitación personal? . . . . . 84 3.5. El clima ético del contexto familiar y la formación de la autonomía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85 3.6. Los valores éticos que los padres tienen que atender con especial cuidado. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 88 3.7. Estrategias educativas para la promoción de la autonomía ética de los hijos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91 3.7.1. La enseñanza de los valores éticos . . . . . . . . . . . . . . . 93 3.7.2. El ejercicio de la autoridad por los padres . . . . . . . . 95 3.7.3. El fomento del aprendizaje del pensamiento crítico 96 3.7.4. El aprendizaje del autocontrol emocional por las hijas e hijos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98 3.7.5. El aprendizaje de las normas de disciplina . . . . . . . . 100 3.7.6. Las relaciones basadas en el diálogo y en una convivencia democrática . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 4. LA FAMILIA Y EL DESARROLLO DE LA RESPONSABILIDAD ÉTICA 4.1. Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4.2. Autonomía, responsabilidad ética y educación . . . . . . . . . . 4.3. ¿Por qué la educación en la responsabilidad ética?. . . . . . . 4.4. ¿En qué consiste la responsabilidad ética?. . . . . . . . . . . . . .
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Índice
4.5. La responsabilidad ética en la familia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4.6. La responsabilidad ética por la comunidad política y por la comunidad humana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4.7. Estrategias educativas para la educación en la responsabilidad ética. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4.7.1. El respeto a la naturaleza y el desarrollo sostenible. . 4.7.2. La cooperación internacional . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4.7.3. El consumo justo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4.7.4. El servicio voluntario. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4.7.5. La comunicación deliberativa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4.7.6. La participación en la sociedad civil . . . . . . . . . . . . . . 5. LA FAMILIA Y EL APRENDIZAJE DE LA CONVIVENCIA . . . . . . . . . 5.1. Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5.2. La familia como fuente de participación . . . . . . . . . . . . . . . . 5.3. La comunicación en la familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5.3.1. Estrategias que facilitan la comunicación . . . . . . . . . . 5.4. La organización de la convivencia y la disciplina . . . . . . . . . 5.4.1. La disciplina en el contexto familiar . . . . . . . . . . . . . . 5.4.2. Disciplina democrática. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5.4.3. Los valores éticos como fundamento de las normas democráticas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5.4.4. Pautas para establecer normas democráticas en el contexto familiar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5.4.4.1. Elaboración de normas con la participación de todos los miembros de la familia. . . . . . . 5.4.4.2. Elaboración de consecuencias para el incumplimiento de las normas. . . . . . . . . . . . 5.4.4.3. Puesta en práctica de las normas y consecuencias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5.4.4.4. Control del contexto de aplicación de las normas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5.5. A modo de conclusión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Referencias bibliográficas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157
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Presentación del libro
El libro que el amable lector tiene en sus manos, La educación ética en la familia, responde a la convicción de los autores sobre que el mundo de la vida familiar tiene un carácter originario porque establece las coordenadas desde las que cobran sentido y valor gran parte de los asuntos con los que la persona se tiene que ver en la vida. Aunque la familia pueda plantearse como una referencia educativa más entre otras, no tiene el mismo valor que otras porque es la primera y más básica desde la que se han ido construyendo las otras. Es como un eje de coordenadas sin el que es difícil situar el resto de experiencias o vivencias del sujeto. La familia es la realidad privilegiada y originaria en la que las personas nacen, aprenden inicialmente a resolver los problemas de su vida, desarrollan el núcleo básico de sus convicciones, de sus emociones y de sus conductas, o dicho de otra manera, el núcleo básico de su carácter, o ética, o modo de ser, y aprenden las modalidades originarias con las que se perciben a sí mismas, con las que se relacionan con las otras personas y con las que interpretan los diversos elementos que constituyen el medio cultural y social al que pertenecen. El capítulo primero trata tres aspectos fundamentales: la influencia de la familia en la construcción de la identidad personal, en qué consiste la dimensión ética de la identidad personal y qué pueden hacer
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los miembros adultos de la familia para la promoción de la misma. Las identidades personales son construcciones logradas mediante los procesos de socialización e individualización, procesos en los que la familia juega un papel importante y decisivo. El proceso de socialización consiste en el aprendizaje que viene de la interacción constante entre el niño y los miembros de la familia que le son significativos o importantes; que le ofrecen conocimientos, actitudes, valores y costumbres; que satisfacen sus necesidades y establecen relaciones emocionales que caracterizarán, probablemente durante mucho tiempo de la vida, su estilo de adaptación a los diferentes ambientes en los que vivirá. Y, en tal socialización, el niño no es sólo perceptor pasivo de influencias familiares sino también sujeto agente, que se individualiza y construye la propia identidad como “persona diferenciada”, al hilo de cómo va elaborando las influencias recibidas del contexto familiar.
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La dimensión moral de la identidad personal, en sentido estricto, consiste en lo que el niño o joven asume como suyo de todo aquello que se le ofrece desde el contexto familiar o social. Para construir una identidad es necesario que el niño elija y redefina su personalidad: lo que verdaderamente es importante para él, lo que le atañe y lo que no. Varias son las líneas de acción que se ofrecen a la familia para fomentar el desarrollo ético de sus hijos, entre ellas: mostrarles el rico mundo de los valores para que decidan por sí mismos, mantener sobre los mismos una coherencia básica, fomentar la capacidad de producir relatos y escucharlos, cuestionar y combatir los estereotipos sociales que transmiten contravalores de género o racistas o consumistas, tener y manifestar expectativas positivas sobre los hijos, favorecer las relaciones con la comunidad de vecinos o del barrio y con la comunidad humana, y, siempre, mostrar afecto con el uso adecuado del tacto, de la mirada y de la palabra. El capítulo segundo trata del papel educador de la familia, de los diversos tipos actuales de familia y de las consecuencias para la formación ética de los hijos que se derivan de cada uno de ellos. Se argumenta la necesidad de democratizar las relaciones familiares y de dedicar tiempo a los hijos; también se aducen las razones para la educación en los valo-
Presentación del libro
res éticos de la tolerancia, la solidaridad, la honestidad, la veracidad, la justicia, el respeto a los demás y a la naturaleza. Por último, se dan pautas para la mejora de los estilos educativos de la familia. El capítulo tercero trata del papel que juega la familia en la construcción de la identidad ética de los hijos e hijas y argumenta las razones por las que está dedicado a la autonomía. Se defiende que el contexto familiar puede ser o bien un ámbito propicio para el desarrollo de la autonomía ética o bien un riesgo para la misma, por lo que se propone a los padres, en el caso de que opten por la autonomía ética de los hijos, la aceptación de unos principios y de unas estrategias educativas. El primer principio que tienen que asumir los padres es que nadie aprende valores éticos por la fuerza; un segundo principio que los padres tienen que asumir es la veracidad o coherencia entre lo que piensan, dicen y hacen y, como tercer principio, la presencia de unas relaciones familiares flexibles y democráticas. En cuanto a las estrategias a seguir, se proponen la enseñanza de los valores morales, el ejercicio de la autoridad paterna y materna, el fomento del pensamiento crítico de los hijos, el aprendizaje del control emocional, la existencia de unas normas de disciplina y unas relaciones familiares basadas en el diálogo y en la convivencia democrática. El capítulo cuarto está dedicado al papel de la familia en la formación de la responsabilidad ética. Los contenidos que trata están referidos a las relaciones entre autonomía y responsabilidad, a las razones por las que hoy la educación en la responsabilidad merece una atención especial, al significado de responsabilidad ética, a la responsabilidad ética por la familia, por la comunidad a la que se pertenece y por la comunidad humana. La última parte del capítulo presenta estrategias pedagógicas que orientan las prácticas familiares para la educación en la responsabilidad ética hacia la naturaleza, la cooperación con los excluidos, el consumo, el servicio voluntario a la sociedad, la deliberación y la participación en la sociedad civil. El capítulo quinto, y último, del libro se ha dedicado a analizar los aspectos más importantes relacionados con la convivencia en la fami-
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lia y a proponer algunas estrategias educativas que se consideran especialmente adecuadas. Analiza la importancia de la participación de todos los miembros de la unidad familiar en la organización de las tareas y actividades, en la toma de decisiones, en la elaboración de las normas, y valora los efectos positivos que ello tiene para la autonomía, la autoestima y la adquisición de competencias por parte de los hijos. Se estudia el tema de la comunicación en la familia al considerarlo básico para que los valores éticos sean conocidos, comprendidos y asumidos por todos sus miembros. Por ello, se analizan brevemente los problemas más evidentes de la comunicación y se proponen un conjunto de estrategias educativas que la facilitan. Finalmente, aborda el complejo tema de la disciplina, entendida desde planteamientos democráticos, considerando que ésta es necesaria para la formación de los hijos como personas autónomas y responsables. Se hace una propuesta educativa en base al establecimiento de normas democráticas en cuya elaboración participen todos los miembros de la unidad familiar, puesto que se trata de que todos sientan las normas como propias y asuman los valores que las sustentan; así mismo, se proponen los procedimientos más adecuados para tal elaboración de normas. Para finalizar esta presentación, dos advertencias. La primera, se usan con igual significado los términos ética y moral; licencia que nos hemos permitido atendiendo a la etimología de ambos términos. La segunda, con frecuencia se usa el masculino como comprensivo del género masculino y femenino, aunque tal licencia es actualmente muy discutida, probablemente con razón.
1. La familia y la construcción de la identidad personal 1.1. Presentación No es fácil conocer y hablar con exactitud del papel de la familia en el proceso de construcción de la identidad personal de los hijos. Por una parte, porque “la familia” no es una realidad homogénea. Como veremos en el siguiente capítulo, hoy día, se puede hablar de plurales modelos de familia, con diferentes estilos educativos, que influyen de un modo diferenciado en el modo como los hijos construyen su identidad. Por otra parte, la pregunta por la identidad personal no es fácil de responder al tratarse de un concepto complejo. Sin embargo, la pregunta por la identidad personal, y la reflexión sobre ella, ha acompañado todo el pensamiento occidental desde “el conócete a ti mismo” de Sócrates. A lo largo de su vida, toda persona se pregunta alguna vez ¿quién soy? y ¿cómo he llegado a ser lo que soy? Para poder responder a esas preguntas tiene que remitirse, necesariamente, a su pasado, y recordar las vivencias que ha tenido en los diversos contextos en los que ha vivido; también remitirse al presente que está experimentando y al futuro que proyecta y sueña. La búsqueda de conferir sentido a la propia vida es una necesidad radical humana difícilmente evitable. El aprendizaje más importante en la educación, al que se tiene que prestar especial atención, es el aprendizaje que mejora los niveles de la
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conciencia personal o autoconocimiento. Por tanto, el aspecto central de la tarea educativa de los padres consiste en ayudar a los hijos a plantear y dar respuesta a las preguntas claves de la identidad personal: ¿Quién soy? ¿Quién quiero ser? ¿En qué creo? ¿Cuáles son mis puntos fuertes y mis debilidades? ¿Por qué soy como soy? En este capítulo se plantea en qué consiste la identidad personal y las dimensiones clave que la constituyen; se profundiza especialmente en la dimensión moral de la identidad y se ofertan algunas pautas a las familias para ayudar a los hijos a construir su propio proyecto de ser persona.
1.2. La identidad personal
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La pluralidad de sentidos con los que se usa el término “identidad” sugiere el esfuerzo histórico de los seres humanos por entenderse a sí mismos y al mundo que les rodea. Actualmente, con la tecnología de la información, se está gestionando una nueva modalidad de construir el sentido de sí mismo. Ante tamaña riqueza de significados del término “identidad”, es oportuno acudir a la definición que nos ofrece el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: “conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que lo caracterizan frente a los demás; la conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta a los demás”. Esta definición proporciona dos acepciones importantes: la primera, que la identidad personal implica y presupone la presencia del “otro” y el establecimiento de un vínculo relacional de confrontación que permite establecer las diferencias entre uno mismo y ese otro. La segunda acepción, que hay dos dimensiones de la identidad: la individual y la colectiva. La cuestión o pregunta por la identidad remite a la alteridad y a la diferencia, no pudiendo entenderse uno a sí mismo sin el otro y sin lo que le diferencia de él. Para los representantes del interaccionismo simbólico, así como para la antropología de la comunicación y la clínica psico-
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patológica, la identidad de uno mismo se reconoce en la mirada del otro. Pero “el otro” tampoco es un ser aislado; vive en sociedad y participa de una determinada cultura. De ahí, que la cultura y la sociedad sean constitutivas de la identidad personal y que los seres humanos se construyen en un contexto de interacciones articuladas simbólicamente (Mead, 1985; Smilg, 2003). Cada individuo construye su real identidad en el seno de una cultura concreta, incorporando un repertorio de patrones simbólicoculturales, a modo de código no genético, susceptible de guiar y dar sentido a su vida. En pocas palabras, en el seno de una cultura concreta la persona construye su identidad como sujeto. Y eso significa que lo que cada persona es, piensa, siente y hace, se debe, en una parte muy significativa, a su cultura. Como se ha dicho, los procesos de identidad personal siempre se dan en contextos culturales determinados. La cultura es la que permite a los sujetos ir más allá de sus disposiciones naturales biológicas; la cultura es la que permite tener identidad personal. En su libro más famoso, junto con P. Berger, La construcción social de la realidad, Luckmann (1995) se plantea la siguiente problemática: en la formación de la identidad personal ¿dónde están los límites entre lo social y lo individual? Concluye que la identidad es un fenómeno que surge de la dialéctica entre la naturaleza del individuo y el mundo socialmente construido, es decir, que la identidad de cada uno se construye en la relación tensa con la presión social. Desde el momento en el que nace, el niño está presionado por lo que le rodea. El niño aprende a captarse desde afuera, es decir, desde la familia: “esto no se dice, eso no se hace, aquello no se toca…”. También la familia le presta ayuda; son los demás quienes con su solicitud y cuidados, se incrustan en la vida del niño, y esa incrustación es tal que configura, moldea, conforma su primera personalidad. Es la familia quien le proporciona un hogar donde habitar, alimentos y ropa, estímulos y silencios, sonrisas y gestos, en definitiva, un ambiente que rodea al niño desde el principio y sin el cual no podría vivir o, por lo menos, no podría llevar lo que se entiende por vida humana. El niño, desde sus primeros mo-
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mentos, se encuentra con los demás que se introducen en su vida otorgándole unos modos humanos: gestos, lenguaje, costumbres, valores... que confieren a la vida biológica, puramente natural, su forma biográfica, su condición concretamente humana. La familia es la que media o filtra la presión cultural y social en la construcción de la identidad personal del niño. En este sentido, la influencia familiar es fundamental. La cultura familiar ofrece un “escenario que constituyen los miembros de una familia al manifestar comportamientos paralelos, modelos de lenguaje similares, formas comunes de explicar su universo particular que favorece su cohesión y convivencia, de tal manera que se facilita el desarrollo de una atmósfera … que ejerce una influencia decisiva en la configuración de la personalidad de sus miembros” (Zeledón, 2004: 24).
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La configuración o moldeamiento social de los niños por la presión social, mediada por la familia, tiene que armonizarse con el desarrollo de la autonomía o libertad individual, de la que trata el capítulo tercero. El desarrollo de la autonomía del sujeto debe ser un objetivo de los padres de hoy, que deben insertar a sus hijos en el mercado moderno de las identidades (Berger y Luckmann, 1995). Aunque la familia trate de ofrecer a sus hijos una identidad en la que florezca lo peculiar, lo original y más irreductiblemente personal, la tarea no es fácil, porque ella misma está dentro del contexto social y también está condicionada por el mismo. Debe ayudar a sus hijos a buscar la identidad, pero siendo conscientes de que la buscan entre dos elementos enfrentados: el esfuerzo por la autonomía, o señorío sobre sí mismos, y la presión social. Para los hijos, como para todo ser humano, el reconocimiento de su identidad es una necesidad básica, según Ch. Taylor (1994). Como ocurre con las necesidades de relación, arraigo y trascendencia, la necesidad del sentimiento de identidad es tan vital e imperativa que el ser humano no está sano si no encuentra algún modo de satisfacerla. Así, la identidad es una necesidad a la vez afectiva, cognitiva y activa en complejas relaciones entre sí, e inherente a la condición humana. El reconocimiento de la identidad es un organizador de la dinámica básica de la
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persona y está a la base de la formación del concepto de sí misma. De manera que la identidad hace referencia a un conjunto de rasgos, imágenes, sentimientos que las personas reconocen como propios, formando parte de ellas mismas, influenciados por el entorno y organizados de manera, más o menos, consistente. Como afirma Vázquez, Sarramona y Vera (2004: 32), “el reconocimiento recíproco entre las personas, en un ambiente de derechos y deberes, favorece el desarrollo de la propia identidad, de la autoestima, la adquisición de nuevos aprendizajes y, en definitiva, el crecimiento personal y social”. No sólo necesitamos el reconocimiento de lo que somos, sino que construimos nuestra identidad como individuos diferenciándonos de otros individuos. Es decir, la identidad se construye mediante los procesos de diferenciación personal, pero también, como decíamos antes, se construye en la relación dialéctica con el otro, con los otros, en contextos culturales determinados. “El yo hay que considerarlo como un diálogo entre el individuo y sus otros de referencia, para acabar siendo producto de una fabricación narrativa de nuestro propio contar. Sin nuestra capacidad narrativa, nuestra capacidad de construir historias sobre nosotros mismos, ni siquiera nos plantearíamos la cuestión del ‘sentido del yo’” (Bernal, 2005:108). Para entender mejor lo que es la identidad personal, hay que hacer referencia a lo que es un sistema que se autoorganiza, un sistema que organiza sus experiencias de realidad. La construcción de la identidad personal significa la tarea de individualizarse y de diferenciarse respecto al mundo y, lo que es más importante, una manera de sentirse en él. Cada acto de identidad, cada acto de individualización respecto a lo otro implica siempre la elaboración y la construcción de un significado personal. Tal construcción es una actividad que, desde el inicio del desarrollo humano, corresponde a un proceso de secuencias de eventos significativos que dan lugar a desarrollar una configuración unitaria que, a través de ella, se puede ver el mundo y sentirse en él. Esto es algo no meramente intelectual, sino también emocional. Organizar en secuencias los eventos, imágenes, escenas, significa interpretarlos, significa darles nue-
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vos términos, darles una trama narrativa. McIntyre (1987) usa la expresión “unidad narrativa de la vida” cuando se refiere a esta trama narrativa que es la continuidad unitaria del sentido de uno mismo.
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Las identidades son construcciones logradas mediante los procesos de socialización e individualización, procesos en los que la familia juega un papel muy importante. El proceso de socialización consiste en el aprendizaje que viene de la interacción constante entre el niño y los miembros de la familia que le son significativos o importantes para él, que le ofrecen conocimientos, actitudes, valores, costumbres, necesidades, sentimientos y otros patrones culturales que caracterizarán, probablemente durante mucho tiempo de la vida, su estilo de adaptación al ambiente. Y, en tal socialización, el niño no es sólo perceptor pasivo de influencias familiares sino también sujeto agente, que se individualiza y construye la propia identidad como “persona diferenciada”, al hilo de cómo él elabora las influencias recibidas del contexto familiar. Gimeno plantea la tensión entre los procesos de socialización e individualización cuando afirma que la persona (1999:47) “es capaz de un funcionamiento óptimo entre otros individuos significativos, asumiendo su propia responsabilidad ante ellos, y sin sentirse controlada o perjudicada por ellos”. De manera que el proceso de configuración de la identidad personal dura toda la vida, pues la persona redefine y reevalúa constantemente su propia identidad, a partir de las relaciones con los otros. Por tanto, la identidad de cada sujeto es elaborada y reelaborada desde las interacciones que establece con los demás; de ahí, que la identidad personal es temporal, transitoria, sujeta a cambios y desarrollo. Al hilo de la exposición que se viene desarrollando, parece claro que no se puede establecer una separación entre la identidad personal y la identidad colectiva, como si fuera su contraria, su polo opuesto. La relación entre ambas es dialéctica, de modo que “el nosotros” no se puede entender como una circunstancia accidental, sino constitutiva de quien soy yo. Toda persona tiene simultáneamente, al menos, tres niveles de identidad: la identidad humana, por la que es miembro de la comunidad humana, a pesar de las diferencias entre unos hombres y otros por razón
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de cultura, etnia, sistema político o nivel económico; la identidad colectiva por la que un sujeto es miembro de una comunidad familiar o política o religiosa; y la identidad personal. Aquí hablamos principalmente de la identidad personal y su relación con la identidad colectiva. Sin embargo, en este libro dedicado a la ética de la vida familiar, también conviene hacer una breve referencia a la identidad humana y a los valores que tienen que presidirla. Para ello, nada mejor que usar las palabras de Shirin Ebadi, mujer iraní, premio Nobel de la Paz (2003), cuando nos dice: “las personas son diferentes al igual que sus culturas. Las personas viven de diferentes formas y por igual difieren las civilizaciones. Las personas se comunican en una variedad de lenguas. Las personas se rigen por diferentes religiones. Las personas llegan al mundo de diferentes colores y son muchas las tradiciones que matizan sus vidas con diversos tintes y tonalidades. Las personas se visten de maneras diferentes y se adaptan a su entorno de diversas formas. Las personas se expresan de manera diferente y asimismo su música, su literatura y su arte reflejan modos diferentes de vida. Pero a pesar de estas diferencias, todas las personas tienen un único atributo en común: todas ellas son seres humanos, nada menos, nada más. Y no importa cuán diferentes sean, todas las culturas comparten algunos principios: ninguna cultura tolera la explotación de los seres humanos; ninguna religión permite la matanza de inocentes; ninguna civilización acepta el terror; la tortura es aborrecible para la conciencia humana; la brutalidad es detestable en cualquier tradición cultural. Dicho más escuetamente, estos principios compartidos por todas las civilizaciones reflejan nuestros derechos humanos básicos. Estos derechos son atesorados y cuidados por todos, en todas partes. Así, la relatividad cultural no se debería utilizar nunca como pretexto para violar los derechos humanos, puesto que estos derechos simbolizan los valores más fundamentales de las civilizaciones humanas. La Declaración Universal de los Derechos Humanos es necesaria universalmente, es aplicable a Oriente tanto como a Occidente. Es compatible con cualquier fe y
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con cualquier religión. El no respetar nuestros derechos humanos pone en riesgo nuestra humanidad” (PNUD, 2004: 23). Como puede observarse, en la actualidad, hay valores y contravalores que se transmiten de manera colectiva; que se imponen a las personas mediante las normas y las pautas de conducta propias de los sistemas sociales complejos que, al señalar lo deseable y lo indeseable, lo bueno y lo malo, lo cierto y lo equivocado, crean códigos de comportamiento estándar e identidades colectivas homogéneas. De esa manera, con frecuencia, se limita la libertad de elección de valores personales que permite al individuo responsabilizarse de su propia existencia. Así mismo, hay contravalores colectivos, impuestos en forma de estereotipos, que afectan al desarrollo de las capacidades individuales, actuando como limitadores de las mismas. Entre los más importantes, destacan los estereotipos de género, algunos estereotipos que minusvaloran las culturas de los demás y los estereotipos de clase social.
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Las personas que no se adaptan a los códigos generales de comportamiento de las identidades colectivas, y crean otros códigos personales, generan conflictos y provocan respuestas desfavorables de reproche, así como sanciones o penalizaciones por parte de las unidades sociales más próximas, como la familia o la escuela o la vecindad del barrio o del entorno social en su conjunto. En la construcción de la identidad, personal o colectiva, actualmente se atribuye una importancia notable a la influencia de las nuevas tecnologías de la información y al poder de los medios de comunicación social. Tal circunstancia hace necesario el desarrollo de una cultura crítica y de una estructura con suficientes mecanismos de análisis y control, que facilite a las personas el desarrollo de su identidad personal y la libre construcción de su propia escala de valores, juicios y preferencias. La incorporación de las nuevas tecnologías de la comunicación a la vida cotidiana, en concreto INTERNET, actualiza el debate no sólo sobre lo que es la identidad, sino sobre el propio concepto de hombre (Turkle, 1997).
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Una de las consecuencias del desarrollo de las nuevas tecnologías y medios de comunicación es que la identidad, hoy, frente al pasado, presenta problemas de estabilidad e integración. Se ha perdido el emplazamiento físico, sólo preservado en el contexto familiar y escolar. Así las cosas, la construcción intelectual de la identidad y la alteridad pierden su base más sólida, el emplazamiento físico, y se produce una pérdida de referencias que dificulta que los procesos y acontecimientos estén ubicados en un contexto espacio-temporal. Todo ocurre en ningún lugar porque la red lo dispone instantáneamente para todos, sin tiempos muertos de por medio. Así es imposible gestionar el sentido de esos acontecimientos. Las nuevas formas de telepresencia, las técnicas del simulacro y de la virtualidad hacen más complejo el fenómeno identitario, pues difuminan los límites espacio-temporales y, por tanto, la frontera entre uno mismo y el otro. La “saturación social” y la “colonización del yo”, según K.J. Gergen (1992), son los procesos que explican esta situación. Cada vez se tienen más relaciones, de muy diversos tipos y de variada intensidad. En esto consiste el proceso de “saturación social” que no hubiera sido posible sin la supresión del espacio y el tiempo. Por “colonización del yo” se entiende la interiorización de múltiples opciones, que realizan los individuos por estar expuestos a tecnologías de alto nivel que aumentan sus posibilidades de relación. Lo cierto es que las personas, en contacto con las nuevas tecnologías, son más proclives a una redefinición de sí mismas, han desarrollado una nueva modalidad de construcción del sentido de sí mismas y, como afirma Bernal (2005: 100), “las identidades cambian con el dominio de relación”. Hay un efecto multiplicador del sí mismo; o lo que es lo mismo, ya no tenemos una sola identidad, sino identidades múltiples. El interesante estudio de Turkle (1997) explica cómo las personas experimentan su identidad en el contexto de las nuevas tecnologías. En tal contexto, “el yo” se proyecta en las simulaciones que tienen lugar en la pantalla, sin necesidad de alcanzar el conocimiento profundo de las leyes de funcionamiento internas. Se pasa de una visión de la vida, en la
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que era necesario descubrir los mecanismos profundos que hacían funcionar las cosas, a una visión en la que es más útil analizar la superficie de la realidad para apreciar los cambios. De manera que se accede a fenómenos complejos no desde su base, sino desde la simulación y el juego. A través de la simulación, se entra en un contexto en el que se trata de descubrir quiénes somos y quiénes deseamos ser. En ese contexto, se desarrollan facetas de la personalidad a las que la vida real impone barreras sociales. La vida en pantalla es ciertamente una posibilidad de autoexpresión, pero ¿es auténtica? “Algunos jugadores sostienen que no juegan sino que se limitan a pretender ser lo que les gustaría ser en la vida real”. Así, aparece el peligro de vivir un mundo carente de referencias con la realidad, con los fenómenos reales, situada en el espacio y el tiempo.
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En la Red se diluyen tanto el espacio como el tiempo, las coordenadas en las que inscribir todo proceso identitario. Es interesante la tesis que defiende Castells (1998) cuando habla de la contraposición entre la red y el yo. La disposición en red no es sólo característica de la organización de la producción y el consumo, la acción sobre la materia, sino que tiene que ver también con la forma de estructurar la experiencia, la acción de cada sujeto sobre sí mismo, y con las maneras de institucionalizar el poder o la relación de imposición de unos sobre otros. Si, en este apartado, se ha analizado la influencia de las nuevas tecnologías de la información sobre la construcción hodierna de la identidad, se debe al tiempo, a veces excesivo, que los hijos dedican a ellas. La mediación tecnológica es un factor importante a tener en cuenta en la construcción identitaria. La identidad es un proceso por el que los actores sociales se reconocen a sí mismos y construyen significados tomando como referencia determinados atributos culturales o excluyendo otros atributos culturales. Ciertamente, en la construcción de la identidad de los jóvenes actuales, las referencias culturales provienen, en mayor medida que antes, de los medios de comunicación social y de las nuevas tecnologías de la información y, quizás, en menor medida que antes, de las familias.
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1.3. Las dimensiones de la identidad personal El desarrollo personal, concebido como un progresivo proceso de autonomía y autorrealización, implica el logro del autoconocimiento (Vázquez, Sarramona y Vera, 2004). El conocimiento de uno mismo consiste en saber y ser consciente no sólo de las ideas, emociones y sentimientos, sino de la forma cómo se organizan; es una condición necesaria para reconocerse como autores de la propia vida. El autoconcepto se forma a partir de dos fuentes principales: las relaciones sociales que el niño mantiene con las demás personas de su entorno y las consecuencias que su conducta tiene sobre tal medio. Por ello, la familia es tan importante en el proceso de construcción de la identidad del niño, puesto que es el primer contexto de relación en el que empieza a desarrollar su identidad. Es sabido que la autoestima, la valoración que el niño hace de su propia valía personal, está claramente ligada al estilo educativo de los padres. El niño que interactúa saludablemente en un clima familiar adecuado adquiere valores de sociabilidad y ve favorecido su desarrollo cognitivo y emocional. Todo ello condiciona la formación del autoconcepto y la autoestima, la concepción de sí mismo, la valoración positiva de sus posibilidades personales y la conformación de su propio proyecto de vida. Aunque bien es cierto que el autoconcepto del niño es evolutivo y se reformulará a lo largo de toda su vida, a partir de las diversas fuentes de información que le irán influyendo, se inicia, en primer lugar, en la familia. Tal autoconcepto, el niño lo forma observando su conducta, sus pensamientos y sus sentimientos; también conociendo las reacciones de los demás, de sus expectativas hacia él y, por supuesto, de las comparaciones con los otros. La familia juega un papel primordial en la formación del autoconcepto según su estilo educativo y la coherencia entre todos los miembros adultos de la familia. La formación de la competencia personal del niño está muy ligada al tipo de comunicación que se establece dentro de la familia y a la capacidad de ésta de crear relaciones con la comunidad social y con un entorno cada vez más amplio. Para orientar la acción de los padres en la construcción de un autoconcepto adecuado
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de sus hijos, es útil atender la clasificación de las dimensiones o dominios del autoconcepto que propone A. Bernal (2005).
1.3.1. La actividad mental
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Es la capacidad del ser humano que permite desarrollar una inteligencia activa, la cual condiciona la construcción autónoma y libre de la persona. Esta capacidad, a su vez, incluye la capacidad de descubrimiento, la curiosidad intelectual, el pensamiento crítico y la capacidad para resolver problemas. Tal capacidad permite tanto la posibilidad de formular proyectos como de elaborar narraciones acerca de la situación (Tedesco, 2003). Ser capaz de elaborar un proyecto representa un aspecto central en el proceso de construcción de la identidad. En un mundo que cambia aceleradamente, no existe más punto de apoyo que el esfuerzo del individuo para transformar las experiencias vividas en la construcción de sí mismo como actor. La actividad mental permite la búsqueda del sentido personal en varias dimensiones: llevar un estilo de vida satisfactorio, tener una visión adecuada del mundo, poseer y dar una imagen de sí mismo aceptable. Mediante la construcción narrativa se reconfigura la experiencia y se conforma la identidad. La posibilidad de articular en un relato las imágenes y representaciones vinculadas a una situación, representa un elemento fundamental para ir tomando conciencia de sí mismo, ya que, desde el momento en que un niño relata lo que le ha sucedido, sus sentimientos y sus interacciones con el medio se reestructuran. La perspectiva narrativa viene a decirnos que toda la significación de la experiencia del niño está moldeada por los significados estructurados en el lenguaje que se usa en su familia. La forma que tenemos de conocer el mundo está determinada por encontrarnos siempre dentro de un marco histórico y social que condiciona toda comprensión de la realidad. El lenguaje hace al mundo y al sujeto, puesto que la sociedad está estructurada lingüísticamente, en un cúmulo de significados (Berger y Luckman, 1995).
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El niño nace dentro de la institución familiar: la familia es la primera estructura de acogida. Al nacer, el niño aparece como alguien absolutamente frágil e inofensivo, que tiene que aprender todo lo necesario para convivir con sus semejantes. Debe aprender los signos que le envuelven, los ritos propios de su comunidad, las costumbres y los valores de su entorno. En definitiva, un universo simbólico que le es transmitido a través de las historias que le cuentan y en las que se educa y forma su identidad. Este universo le es proporcionado sobre todo a través de la lengua materna, la cual permite organizar y dar sentido a su mundo (Bárcena y Melich, 2000). El proceso de construcción de la identidad del niño, que pasa básicamente por la capacidad de definir un proyecto de vida, requiere apoyos, particularmente los de la familia. El ser humano tiene capacidad de realizar proyectos, de aspirar a ciertos ideales, valores, pero no hay duda de que la riqueza de posibilidades que tenga dependerá de los recursos con los que cuente. Precisamente aquí está el papel crucial de la educación familiar; ella es la que puede proporcionar recursos al sujeto para aumentar su arco de posibilidades de realización humana. También es muy importante la presencia de un adulto o adultos significativos, percibidos como importantes por el niño, que le brinden confianza, ya sea a través del afecto, la protección, la estimulación o el reconocimiento de su existencia como sujeto. Por lo tanto, “El valor de la identidad es directamente proporcional a la calidad de los recursos disponibles que posea el sujeto, es decir, a la calidad de aquellos criterios humanizadores con los que el sujeto elabora sus procesos identitarios” (Bernal, 2005: 115). El desarrollo de esta capacidad dependerá de la calidad de las interacciones que el niño mantiene con el medio cultural. Esta capacidad permite aprender a relacionar fenómenos, a comprender el mundo y, según las informaciones que reciba del medio, puede aprender a actuar sin dogmatismos ni fanatismos y con flexibilidad mental, incluso puede cambiar sus representaciones mentales, en definitiva, llegar a un pensamiento propio.
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1.3.2. La creatividad Se trata de que el hijo descubra las posibilidades de la realidad. Cada sujeto puede y debe reclamar su condición de autor. La identidad personal es, en gran medida, una invención de sí mismo. En el dominio del autoconocimiento definirse es tanto como decidirse (Bernal, 2005). Ignoramos quienes somos hasta que nos construimos gracias a las decisiones que tomamos. La decisión es el centro de la conducta orientada a la meta, la que proporciona sentido a la acción y, finalmente, a la vida. Normalmente, la creatividad es uno de los elementos más ignorados ya que, a la hora de orientar el proceso de construcción personal, hay tres modelos en los que recae la autoridad educativa, y parece que todos ellos coartan la creatividad del sujeto.
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Siguiendo a Guttman (2001), se habla del “Estado-familia” cuando se cree que se debe depositar la autoridad educativa exclusivamente en manos de un Estado centralizado, pensando que sólo si los niños aprenden a asociar su propio bienestar con el bienestar común, será posible una sociedad pacífica, justa y próspera. De esta manera, el destino y la identidad del ser humano se encuentran completamente subordinados a la organización social. No hay incertidumbre ante la construcción de la identidad moral porque el ideal de vida buena es el mismo para el individuo y para el Estado. El mayor peligro de esta concepción educativa es la formación de un Estado totalitario que ahogue la libertad personal y el pluralismo moral y político. Los teóricos del “Estado-familia” niegan la legitimidad de los padres para transmitir valores a sus hijos. Frente al modelo anterior, surge un segundo modelo que atribuye la autoridad educativa exclusivamente a los padres, el “Estado de las familias”. Se considera que los padres son los mejores educadores. En tal modelo, se corre el peligro de que los padres transmitan a los hijos actitudes intolerantes hacia quienes no comparten su misma forma de ver y valorar la vida. Por último, el tercer modelo, el llamado “Estado de los individuos”, se basa en una autoridad educativa justa que no debería imponer a los
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niños una determinada concepción de vida buena ni limitar sus propias opciones personales, sino que debe darles la oportunidad de elegir, libre y racionalmente, entre un abanico lo más amplio posible de formas de vida. El modelo supone que esta labor debe estar a cargo de profesionales de la educación imparciales. El problema está en que no se cuenta con ese tipo de profesionales. Cada uno de estos modelos atribuye la autoridad educativa, de forma exclusiva, al Estado, o a las familias o a los profesionales de la educación (Poza, 2003), pero, en este contexto ¿dónde queda la creatividad del propio sujeto? Ciertamente no se puede negar el derecho que el Estado puede tener en la formación de sus ciudadanos, especialmente cuando la familia no se ocupa de ellos. Menos se puede negar el derecho de los padres, como primeros agentes responsables de la educación de los hijos, a transmitir aquellos valores que prefieren. Tampoco se puede negar la competencia técnica de los profesionales de la educación y los derechos que, tal competencia, les confiere como colaboradores de los padres y del Estado en la educación de los ciudadanos. Pero, sin olvidar ninguno de esos derechos, hablando de la identidad personal, hay que afirmar que los niños han de ser dueños de sus propias vidas y que algo también tienen que decir, desde su creatividad y originalidad, para hacerse más responsablemente cargo de ellas. Asunto que se tratará ampliamente en los capítulos tercero y cuarto de este libro.
1.3.3. Las emociones El afecto es imprescindible para la supervivencia de los seres humanos y una necesidad básica. En los primeros momentos de la vida, el niño es muy dependiente afectivamente de su familia y, precisamente, será en ella donde encuentre un gran campo de identificación e interacción. La dimensión emocional está en función de su equipamiento biológico, de la estructura social y de la cultura, así como de las experiencias afectivas que experimente. La educación emocional contribuye a la configuración positiva de la identidad. La familia ofrece a sus miembros la
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oportunidad de observar y ensayar conductas sin las condiciones restrictivas que imperan en otros contextos sociales. Las relaciones y conductas dentro de la familia tienen un marcado carácter afectivo. En la familia no sólo se aprende sobre las relaciones y sobre sus significados socioculturales, sino también se aprende a manifestar cultural y familiarmente los afectos. Se aprende a confiar en otras personas (López Larrosa, 2001). Aunque se focaliza la atención sobre el aprendizaje de los hijos, especialmente los más jóvenes, el proceso de aprendizaje en la familia no es unidireccional: tanto los padres como los hijos y los otros miembros, que forman parte del grupo familiar, se influyen mutua y permanentemente.
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Las distintas formas en que los adultos interactúan les conducirán a una relación afectiva de suma importancia para el posterior desarrollo emocional y social del hijo. Las relaciones afectivas vividas en los primeros momentos de vida influirán, de forma importante, en el modo de orientar la vida afectiva del sujeto (Cánovas y Sahuquillo, 2004). La psicología ha demostrado el carácter esencial del vínculo de apego en la primera infancia. El apego hace referencia a la vinculación emocional a las miembros de la misma especie; relación que les lleva a estar juntos en el espacio y en el tiempo y que determinará, en buena medida, el desarrollo emocional de los más pequeños. Como se ha dicho antes, quizá sea la familia uno de los pocos contextos en los que todavía hay referencias espacio-temporales. El vínculo del apego responde a una de las necesidades humanas más importantes: la necesidad de sentirse seguro, protegido por una o varias personas que sabemos incondicionales, disponibles y eficaces. Además, el apego, como vínculo afectivo, implica sentimientos referidos tanto a la figura del adulto como al propio niño. Aunque los tiempos están cambiando, generalmente la figura de apego suele ser la madre, lo cual no quiere decir que no pueda ser otra persona, por ejemplo, el padre. Sea quién sea, esta figura desarrolla una sensibilidad especial, entendida como sistema de comunicación, para responder de forma adecuada a las conductas o requerimientos del niño. La figura de apego tie-
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ne importancia en el niño para sus posteriores conductas de contacto corporal, como las caricias y abrazos, los modos de mirar y para el desarrollo del lenguaje. Hay distintas formas de apego que, a su vez, influyen de modo diferenciado en la formación del concepto de uno mismo (Cánovas y Sauquillo, 2004). Así podemos hablar de apego seguro. Se dice de los niños que exploran activamente el entorno pero, cuando la madre o figura de apego está ausente, la exploración se reduce y se hace evidente la angustia del niño producida por la separación. Estos niños son fácilmente consolados y reconfortados por la figura de apego, por lo que recuperan pronto la calma y, sobre todo, adquieren confianza para volver a la exploración del medio. El apego ansioso ambivalente, se caracteriza porque los niños tienen un nivel de exploración bajo o nulo cuando la madre o figura de apego está presente, ya que no se alejan de ella. Cuando esta figura desaparece, la ansiedad por la separación es muy fuerte. Cuando se produce el encuentro con la figura de apego, estos niños se muestran ambivalentes: buscan y procuran el contacto con ella pero, al mismo tiempo, se muestran reacios a los intentos de aproximación de la madre o figura de apego. Son difíciles de consolar y manifiestan una clara inseguridad en la relación de apego y, en general, en toda la dimensión afectiva. El apego evitativo se produce cuando los niños se manifiestan pasivos o indiferentes; experimentan escasa o nula ansiedad ante la separación y, habitualmente, evitan el contacto con la figura de apego cuando aparece. Se trata de niños que inhiben las respuestas afectivas. Son niños que muestran inseguridad en las relaciones de apego, pero, además, han aprendido a no protestar por ello, a ocultar sus sentimientos porque no esperan la ayuda que necesitan de la figura de apego. El apego ansiosodesorganizado aparece en los niños en los que se mezclan el apego ambivalente y el evitativo. Los niños se muestran desorientados, se acercan a la figura de apego evitando la mirada, incluso se alejan de ella cuando se asustan. Cuando se produce el reencuentro pueden buscar contacto y, rápidamente, huir o evitar la interacción.
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La relación de apego, que se establezca en los primeros años de la vida del niño, influirá en el desarrollo afectivo posterior, aunque no lo determine totalmente, puesto que afecta a las expectativas de los niños sobre los otros, a las relaciones con ellos y a los propios sentimientos. El clima emocional que se produce en el contexto familiar es básico en la experiencia de estar juntos y un clima positivo, capaz de satisfacer las necesidades básicas afectivas, es imprescindible. La educación afectiva o emocional ha sido descrita por Núñez, Bisquerra, González y Gutiérrez (2006: 16) “como un proceso educativo, continuo y permanente, que pretende potenciar el desarrollo de las competencias emocionales como elemento esencial del desarrollo integral de la persona, con objeto de capacitarles para la vida. Todo ello tiene como finalidad aumentar el bienestar personal y social”. En tal educación, los padres pueden atender las siguientes parcelas: el autoconocimiento emocional, la expresión y la comunicación de sentimientos y emociones, el reconocimiento de los sentimientos y emociones de los otros, la capacidad de autorregulación emocional, el desarrollo de la autoestima y la práctica de la empatía en las relaciones interpersonales. Las emociones básicas, como el miedo, la ira, el malestar, la alegría y la tristeza, se presentan en el primer año de vida del niño; en el segundo y tercer año, aparecen, además de las mencionadas emociones básicas, un conjunto de emociones más complejas relacionadas con el descubrimiento de uno mismo y las que se manifiestan en relación con los demás como las emociones sociomorales. Las más importantes de estas emociones son la vergüenza, el orgullo y la culpa. Surgen cuando se establece la conciencia del yo en cuanto diferente de los otros. Para que un niño o niña pueda sentir vergüenza u orgullo necesita ser consciente de la existencia de los otros, conocer las normas y valores de la familia, evaluar la propia conducta en relación con esas normas y valores, atribuir la responsabilidad a sí mismo ante el éxito o fracaso por ajustarse o no a dichas normas y valores (Castilla del Pino, 2000; Zeledón, 2005). Una emoción importante, que los padres deben atender de un modo especial, es la empatía que motiva comportamientos solidarios y proso-
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ciales e inhibe actos de agresión; es, por tanto, un elemento esencial del desarrollo y el crecimiento afectivos.
1.3.4. El afrontamiento y el bienestar subjetivo La conducta reactiva y adaptativa ante la adversidad constituye la dimensión o el dominio del afrontamiento (Bernal, 2005). Afrontar es establecer una negociación con la realidad adversa, sea física o social. El afrontamiento supone sacar fuerzas de donde no las hay. Para ello, es importante la pedagogía del esfuerzo, que es conveniente iniciar en las primeras contrariedades que el niño sufre en el contexto familiar. Los especialistas en educación familiar hablan de educar en la contrariedad; es decir, que el niño no obtenga siempre e inmediatamente todo aquello que desea. El papel del adulto es decisivo en este proceso para que el niño genere actitudes de postergación de la satisfacción de sus requerimientos y la adecuación al principio de realidad. El niño debe sentirse obligado a respetar un intervalo de tiempo entre el deseo del objeto y sus posibilidades de logro. En palabras de Castilla del Pino (2000:154): “Esto hará posible la transformación de las respuestas urgentes en proyectos de comportamiento, es decir, estrategias inteligentes y sobre todo la consideración de que toda interacción es una relación de intercambio. Con la socialización el niño aprende a dar para obtener”. Cuando el niño no obtiene inmediatamente lo que desea, la situación puede generarle frustración e incluso puede destapar conductas agresivas. Para evitarle tales aspectos negativos, es importante que el niño experimente el bienestar subjetivo, emociones agradables, con aquellas cosas que hace cotidianamente en diferentes parcelas de la vida familiar así como el reconocimiento de que, a pesar de no obtener todo lo que quiere, hay objetos, situaciones y personas que son motivo de satisfacción. Los procesos identitarios de las personas se ven afectados frecuentemente por múltiples experiencias insatisfactorias. El cómo las familias enseñan a afrontar la insatisfacción es esencial para el desarrollo adecuado de la identidad personal.
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1.3.5. La iniciativa personal Se refiere a la capacidad de las personas de controlar el cambio y se halla vinculada al crecimiento de las posibilidades de desarrollo personal. El dinamismo de la sociedad actual exige no sólo elevados grados de autogestión, de responsabilidad y de compromiso, sino también capacidad de innovación y de emprender. En estos tiempos es necesario preparar a las personas para aprender permanentemente e innovar y, así, evitar cualquier tipo de exclusión.
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La iniciativa personal se relaciona con la sensación de poder hacer cosas por sí mismo, de tener confianza en las propias posibilidades. Vinculada a la autoconfianza, aparece la capacidad de autoafirmar los propios derechos, la asertividad. Éste es un aspecto importante para intentar ser uno mismo ante los demás, verdadero antídoto contra el peligro de la conformidad. A su vez, la capacidad de emprender hace referencia al pensamiento sistemático para planificar y liderar proyectos en entornos sometidos a cambios incesantes (Bernal, 2005). Emprender es crear nueva riqueza social. Hay que fomentar una cultura para alentar la capacidad de iniciativa de los jóvenes, y esto se puede fomentar en los niños desde edades muy tempranas, cuando comienzan a tomar conciencia de sus potencialidades, de su personalidad, de sus gustos y de sus capacidades.
1.4. La dimensión ética de la identidad personal Hablar de la dimensión moral de la identidad personal significa adentrarse en la cuestión central de la identidad. La dimensión moral de la identidad, según Taylor (1996), consiste en la definición de sí mismo que el niño o joven debe poder elaborar en el curso de su conversión en adulto y seguir redefiniendo a lo largo de su vida. Ciertamente que el niño recibe los productos simbólicos de su cultura, a través de la familia, y que necesita el reconocimiento de esa familia como sujeto, asuntos de
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los que se ha hablado con detenimiento en las páginas anteriores, pero la dimensión moral de la identidad personal, en sentido estricto, consiste en lo que el niño o joven asume como suyo de todo lo que se le ofrece desde el contexto social o familiar. Para construir una identidad es necesario que el niño elija y redefina lo que verdaderamente es importante para él, lo que le atañe y lo que no. Tenemos identidad porque nos movemos respecto a una orientación al bien que requiere unos marcos referenciales para definir lo que cada uno considera bueno y mejor. Esto quiere decir, en palabras de Smilg (2003:181) que “las acciones, opiniones y creencias de una persona tienen siempre un trasfondo, o marco referencial, y que entender quien soy yo es, precisamente, entender qué cosas son verdaderamente importantes para mí”. Ciertamente que es el niño o el joven quien elige de un modo original y peculiar y, en ese sentido, tendrá una autentica identidad moral. Pero también es cierto que la elección del niño o del joven no se produce en el vacío, o es fruto del puro capricho, sino que el niño o el joven elige en el horizonte de cosas, situaciones o acontecimientos que tienen valor, que valen la pena, que tienen importancia. Dicho de otro modo, sólo puedo definir mi identidad contra el trasfondo de aquellas cosas que tienen importancia. “Sólo si existo en un mundo en el que la historia, o las exigencias de la naturaleza, o las necesidades de mi prójimo, o los deberes con la familia o con la sociedad, o la llamada de Dios, o alguna cosa de este tenor tiene alguna importancia que es crucial, puedo yo definir una identidad para mí mismo que no sea trivial. La autenticidad no es enemiga de las exigencias que emanan más allá del yo; presupone esas exigencias” (Taylor, 1994: 76). Poner entre paréntesis a la historia, la naturaleza, la sociedad, la solidaridad con la familia, todo salvo lo que encuentro en mí, significan eliminar a todos los candidatos que pugnan por lo que tiene importancia. En este planteamiento de la dimensión moral de la identidad es donde se vislumbra el papel central de la familia, en la educación ética de los hijos, como escaparate de valores éticos, facilitadora de relaciones de afecto y cuidado, respetuosa con la dignidad y la autonomía de cada uno
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de los miembros de la familia, abierta y comprometida con el bien de la sociedad civil, solidaria con la comunidad humana y diligente en la conservación de la naturaleza. Así se produce un clima ético familiar donde se desarrollan las competencias de las que se hablará detenidamente en los capítulos siguientes. La dimensión moral de la identidad personal se relaciona con los pilares de “aprender a convivir juntos” y “aprender a ser” del Informe Delors (1996). “Aprender a ser” hace referencia a desarrollarse personalmente como personas de vida buena, actuar de manera responsable y comprometida, a conocerse a sí mismas con sus potencialidades y limitaciones, a estar abiertas a los demás, a trabajar por construir un mundo más humano, justo y solidario.
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La formación de la dimensión moral de la identidad de los hijos depende, en primer lugar, de los contextos sociomorales a los que el niño se ha de enfrentar, variables en función del medio de experiencia en el que se encuentra inmerso y que ejercen influencia sobre él. No es posible entender la formación de la identidad moral de los hijos sin tener en cuenta los contextos en los que viven (Puig, 2003) y en los que se llevan a cabo sus experiencias más vitales. La familia es reconocida, de modo creciente, como una red básica de relaciones interpersonales que ofrece un poderoso contexto social para el proceso de desarrollo moral. Los niños con fuerte conciencia del bien y del mal, que expresan sentimientos de culpa y tienen sentido de responsabilidad, proceden de familias en las que los padres utilizan sobre todo estrategias educativas basadas en el amor, la preocupación afectuosa y la aceptación. Los procesos de aprendizaje están favorecidos por el cariño. Los hijos e hijas de padres cariñosos y preocupados modelan e imitan con mayor facilidad los valores éticos de sus padres que los hijos cuyos padres no manifiestan afecto. Las teorías del aprendizaje moral han tenido en cuenta la influencia decisiva de la familia en el desarrollo moral de los niños. Así, el psicoanálisis ve a la familia como la gran transmisora de normas morales y so-
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ciales que contribuyen a la formación del “superego”; para el conductismo, la familia es la dispensadora de un sistema de alabanzas, recompensas y castigos que determinan las conductas aprendidas, incluso las conductas morales; para las teorías del aprendizaje social, los padres son el modelo más próximo, frecuente, precoz y potente que tienen los niños en su proceso de aprendizaje y, por último, las teorías cognitivas consideran que los padres proporcionan a los hijos los esquemas cognitivos básicos para interiorizar las normas, valores y experiencias que dirigen su vida futura (Mestre, 1994). Puede afirmarse que la mayoría de los autores, que han estudiado el proceso de construcción ética de la identidad, coinciden en señalar a los padres y al contexto familiar como los principales agentes de este proceso. Una exposición detallada puede encontrarse en Zeledón (2004).
1.4.1. 0rientaciones para la formación de la dimensión ética de la identidad personal de los hijos
37 Los padres ¿qué pueden hacer para que sus hijos e hijas tengan un comportamiento ético? La mayoría de los padres quieren que sus hijos e hijas sean personas buenas; sean justas, honestas, solidarias, responsables, que se respeten a sí mismas, a los demás y a la naturaleza. A la orientación de los padres en la educación moral de los hijos, se dedica este último apartado. Los padres han de procurar ayudar a sus hijos a seleccionar y elegir valores e ideales, pero asegurándose siempre de que lo hagan desde la libertad. La dimensión moral de la identidad personal, les permitirá elegir y preferir, con sus limitaciones y posibilidades individuales y situacionales, por ellos mismos. Los padres han de orientar, acompañar, mostrar a los hijos el rico mundo de los valores para que decidan por sí mismos. La identidad, de esta manera, es escogida en tanto que van eligiendo unos valores u otros, unos ideales u otros, unas conductas u otras; el valor de esa elección estará en función del criterio que se emplee, y éste dependerá del potencial de recursos con los que cuente el hijo o la hija. La di-
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mensión moral de la identidad personal es esa personalidad escogida, esa personalidad dinámica y fluida que les va definiendo paulatinamente a través de sus acciones, pensamientos y sentimientos. La familia tiene que ofrecer recursos de calidad para facilitar a sus hijos el proceso de decisión personal sin impedir el proceso de libertad de los mismos. En otras palabras, poner las condiciones pero no decidir por ellos y ellas. Sólo de ese modo los hijos e hijas aprenderán a ser responsables de sus decisiones y de sus acciones. No es un proceso fácil para los padres, puesto que, desde su experiencia, a veces, tendrán la certeza de que sus hijos toman decisiones equivocadas que, además les van a hacer daño, pero protegerlos del dolor y de las equivocaciones no los hace crecer, ni responsabilizarse de sus actos. Padres y madres excesivamente protectores influyen en que sus hijos sean poco autónomos e independientes. Padres excesivamente autoritarios y exigentes, que no dejan tomar decisiones libres a sus hijos, porque las toman por ellos, influyen en que sus hijos sean poco responsables.
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En la familia, es muy importante que ésta sea consciente de los mensajes y conductas que aprueba o desaprueba y que mantenga coherencia, ofreciendo un marco de comportamientos estables y consistentes, en el que todos los miembros coincidan o se pongan de acuerdo en lo que es valioso o no. Si se dan respuestas ambivalentes o la propia conducta de los adultos son inconsistentes ante una misma situación, los niños no saben a qué atenerse, no saben qué deben aprender y acaban siendo también ambivalentes en sus pensamientos, sentimientos y conductas, así como en los significados que confieren. Como se ha visto, en la construcción de la identidad, los procesos narrativos tienen mucha importancia. Los padres y los abuelos narran sus propias historias, pero también pueden enseñar a los hijos para que estos aprendan a ejercitar la narrativa, fortaleciendo en ellos la capacidad de producir relatos a través de los códigos del lenguaje. Los niños necesitan ser escuchados y los padres y madres han de aprender a escucharlos.
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Aunque la familia no está aislada de la sociedad, no tiene por qué transmitir los contravalores vigentes en la misma, empleando estereotipos. Más bien lo contrario, la familia tiene la obligación de cuestionar críticamente los estereotipos de género, tratando igual a sus miembros femeninos y masculinos; sin asignar papeles diferenciados, sobre todo, en la selección de juguetes o juegos, en el reparto de las tareas domésticas, en la elaboración de normas relativas a horarios. Además, se ha de ser beligerante con los estereotipos culturales, manifestando abiertamente la repulsa ante cualquier forma de racismo o descalificación de cualquier grupo cultural y desarrollando el valor de la igualdad y el respeto hacia personas y culturas diferentes. También, desarrollar en sus hijos la solidaridad con aquellos que han tenido y tienen menos oportunidades, por su origen social o por cualquier otra circunstancia. Enseñar a los hijos a valorar y respetar las diferentes creencias religiosas. En la actual sociedad de la información y el conocimiento, es importante que los padres conozcan y, en algún sentido vigilen, el poder de influencia que ejercen en sus hijos las nuevas tecnologías y la red. Esto no es fácil, puesto que es un problema de alfabetización y, en este sentido, las familias requieren ayuda y apoyo de otras instituciones para poseer un conocimiento básico de las nuevas tecnologías. No todos los padres lo conseguirán, pero aquellos que lo consigan estarán, sin duda, más cerca de comprender a sus hijos y, además, podrán enseñar un uso razonable de las mismas. Como decíamos antes, la identidad personal se construye, en parte, con los demás significativos o que son considerados importantes por los hijos. Es de vital importancia que los padres tengan expectativas positivas respecto a sus hijos; que confíen en ellos y en sus posibilidades, que resalten las cualidades positivas de sus hijos y que las hagan públicas, que trabajen en la intimidad familiar aquellos rasgos que les parezcan menos positivos y procuren mejorarlos, que eviten comparaciones públicas o privadas que puedan descalificar. El niño necesita sentirse único e irrepetible. Una constante desaprobación familiar genera una imagen pesimista de uno mismo, contribuyendo a acrecentar la inseguridad emocional en el primer contexto de referencia, que es la familia.
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Además de las relaciones que se establecen en el seno de la familia, también tienen importancia, en la construcción de la identidad personal, las relaciones que se producen fuera de la familia. Así, los padres han de ocuparse de favorecer las relaciones con los demás, con la comunidad de vecinos y con el entorno social. Deben promover la participación de los hijos en la sociedad civil con el objetivo del bien común y del bien de la humanidad. Estas ideas se desarrollarán en el siguiente capítulo.
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Respecto a la educación de las emociones y sentimientos, es necesario que los padres tomen conciencia de la importancia de la figura de apego. Tienen que cultivar las emociones y orientar sus actuaciones hacia la adquisición de competencias en este ámbito por los hijos y por ellos mismos. Han de intentar establecer lo que antes llamamos “apego seguro”, para favorecer en el hijo la exploración del entorno y la separación del adulto sin traumas. Además, conviene que los padres muestren las propias emociones, las expresen y controlen para ser modelo de sus hijos. Al mismo tiempo, tienen que aprender a reconocer y atender a las emociones y sentimientos de su prole. Es necesaria la adquisición de habilidades como el uso adecuado del tacto, de la mirada y la escucha para expresar afecto y mostrar a los hijos cómo hacerlo.
2. La familia como agente de educación ética
2.1. Presentación Indudablemente la familia está inserta en un mundo social y no puede, por tanto, sustraerse a esta realidad y, a pesar de que es más estable en comparación con otras instituciones de la sociedad, es dinámica y sus cambios reflejan y reproducen los cambios que tienen lugar a nivel social. Las condiciones de la sociedad actual, marcadas por la globalización, la revolución tecnológica, la transnacionalidad, la sociedad del conocimiento, la comunicación virtual, el nuevo papel de la mujer… requieren el desarrollo de estrategias que favorezcan la integración de valores en los jóvenes; y la familia, junto a la escuela y la sociedad civil, afrontan la tarea de la educación en valores como responsabilidad compartida en la que cada agencia tiene su papel. Hablar sólo del papel de la familia como agente de educación ética es, en realidad, un sesgo, ya que el nuevo marco del desarrollo humano implica hacer frente a la responsabilidad compartida individual y corporativamente, sin renunciar a las competencias de cada una de las instituciones implicadas. Como afirma Touriñan (2006: 228) “ni los padres son profesionales de la educación, ni la escuela tiene que suplantar o sustituir la función de la familia”. Sociedad civil, escuela y familia tienen la
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responsabilidad de afrontar el reto de la formación para el desarrollo personal y la convivencia pacífica en nuestra sociedad abierta y plural.
2.2. La familia como principal agente educador
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La familia actual, como célula comunitaria, es el primer grupo de referencia para cualquier ser humano, es el más inmediato y primario medio de socialización donde se sientan las claves y pautas del desarrollo personal y de las relaciones sociales. La familia tiene la responsabilidad de preocuparse y promover en sus miembros el desarrollo de ciudadanos críticos, responsables y participativos más allá de la propia comunidad familiar. En ella se inicia el desarrollo afectivo, cognitivo y social, “... en ella construimos y reconstruimos nuestro modo de ser persona, nuestras capacidades intelectuales, nuestros sistemas de preferencias, nuestros modos de comunicación asertiva, nuestros patrones de juicio estético…nuestra imagen de nosotros mismos y de la realidad en la que estamos” (Vázquez, Sarramona y Vera, 2004:30). Sin duda, la familia se constituye como el espacio relacional básico para la persona y la comunidad; sin embargo, la familia no es una realidad estática, sino dinámica que se ve afectada por los cambios sociales, culturales y tecnológicos. Entendemos la familia como sistema que interacciona, no sólo con otros sistemas, sino con los subsistemas formados por cada uno de los componentes de la unidad familiar (relación externa e interna); es decir, mantiene una doble relación, una hacia fuera que, sin duda, le influye, y otra, hacia dentro, donde todos los miembros se influyen mutuamente; por eso se habla de comunicación transaccional. Precisamente, la incorporación de estos cambios, proyectados en procesos formativos a los diferentes modelos de familias, se traducirá en una mejor transmisión a los hijos para adaptarse a la sociedad que les ha tocado vivir. Los primeros aprendizajes, los aprendizajes básicos, que nos hacen entendernos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea se adquieren en su seno. En términos generales, ¿qué se aprende en la familia? Se
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aprenden conductas, a través de la imitación de modelos; se aprenden normas, a través de los refuerzos positivos y negativos que se aplican; se aprenden actitudes, positivas o negativas, hacia objetos, personas, situaciones; se aprenden prejuicios; se aprenden valores, a través de la observación de la conducta de sus miembros y de las acciones que se proponen realizar mediante el aprendizaje experiencial. De hecho, desde los valores que aprendemos y que vamos adquiriendo, se va formando nuestra personalidad. A partir de ellos, nos interpretamos a nosotros mismos y nos sirven para juzgar a los demás. Al mismo tiempo están a la base de nuestro autoconcepto; también aprendemos en la familia los afectos, la forma de percibirlos y la manera de expresarlos y, sobre todo, aprendemos a relacionarnos con los demás, a reconocer a los otros y respetarlos en su diferencia. Por eso se afirma que la familia es el ámbito propio de socialización primaria. Creemos que en estas afirmaciones estaríamos todos de acuerdo; en lo que seguro discreparemos es en las orientaciones que han de recibir los padres para educar a sus hijos en aspectos relacionados con la conducta moral, normas y pautas de convivencia. Todos sabemos que la familia, ya sea por la vía de la autoridad de los padres o por cierto consenso democrático entre sus integrantes, logra instituir en su seno ciertas normas y valores; de hecho, “la institucionalización de valores no es un proceso que se de sólo al nivel global de la sociedad, sino también al nivel de grupos, como puede ser una escuela, la universidad, e incluso una comunidad humana tan pequeña como la familia” (González Tornaría, 2000). Así, la familia instituye, convierte en normas, ciertos valores que regulan las relaciones intrafamiliares y también proyectan unas determinadas actitudes hacia el mundo extra-familiar. Pero, ¿cómo ven el mundo exterior las familias?; ¿qué actitudes transmiten a sus hijos hacia él?; ¿desarrollan inquietudes en sus hijos para construir, con la participación, un mundo más justo, o inculcan desesperanza y pérdida de credibilidad sobre la posibilidad de una sociedad mejor y más justa? En otras palabras, las familias pueden fomentar el egoísmo, la individualidad, el desencanto por la participación o, por el contrario, pueden preocuparse por desarrollar la autonomía o li-
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bertad, el respeto a las reglas, la tolerancia, la aceptación de la diversidad, la responsabilidad social y moral, la participación en la mejora de la sociedad, la búsqueda y el trabajo por el bien común. Si las familias adoptan esta segunda perspectiva podremos afirmar que son, sin duda, educadoras del sentido de ciudadanía.
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Para entender mejor estos planteamientos es interesante realizar algún comentario sobre las funciones que habitualmente desempeñan las familias. Ciertamente se han producido cambios en su estructura y funciones, pero estos no han sido tan radicales ni tan críticos para que las familias no sigan siendo un referente importante en cualquier etapa de nuestras vidas que, en parte, explican nuestra conducta, nuestras actitudes y valores, el modo de expresar y reaccionar emocionalmente y, en parte, nuestra personalidad. Es un hecho que el ser humano nace inacabado, indefenso y con una serie de necesidades cuya satisfacción es fundamental para construirnos como personas. López (1999) clasifica las necesidades en: a) necesidades de carácter físico-biológicas (alimentación, temperatura, sueño, higiénicas, actividad corporal); b) necesidades cognitivas (de estimulación, de exploración y comprensión de la realidad física y social); c) necesidades emocionales y sociales (seguridad emocional, red de relaciones, participación y autonomía progresiva) y d) necesidades relacionadas con la escolarización (nuevas habilidades, nuevas oportunidades de aprendizaje, acceso al conocimiento cultural curricularmente organizado, contacto con el grupo de iguales). La función fundamental de las familias es responder a estas necesidades y relaciones, esenciales para el futuro de sus hijos e hijas y su desarrollo físico, psíquico, social, cultural y moral. En efecto, se ha de ocupar del bienestar físico (estar bien alimentado, mantener una higiene adecuada, hacer ejercicio, acudir a revisiones médicas periódicas…); bienestar psíquico (comportarse de forma autónoma, enfrentarse a los problemas, ser independiente, mantener equilibrio emocional…); bienestar social (integración social, socialización, renovación y movilidad social); bienestar cultural (transmisión y ampliación de la herencia cultural e integración en pautas de conducta, valores, normas y roles) y bienestar
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moral ( respetar el medio ambiente, participar en la comunidad, cuidar la relación con los amigos, ser solidario, ser responsable…). A pesar de las críticas, la familia sigue siendo el nudo esencial de la constitución de la personalidad de los niños. Es, claramente, el primer contexto de aprendizaje para las personas, donde se ofrece cuidado y protección; se contribuye a la socialización en relación a los valores socialmente aceptados y se acompaña la evolución de los niños y niñas en ámbitos sociales diferentes. Las familias, por lo tanto, siguen siendo el mejor contexto para iniciar la preparación de los hijos e hijas para afrontar la vida en una sociedad compleja y plural, porque pueden suponer (Puig, 1996; Ruiz, 2003): la participación de un proyecto vital de existencia en común, donde se de un proyecto educativo compartido y desarrollado democráticamente, donde todos y cada uno asuma su responsabilidad y compromiso personal al servicio del sentido de pertenencia; un contexto determinado de desarrollo para todos sus miembros, con un fuerte compromiso emocional, donde aprenden no sólo los hijos sino también los adultos. Se da una dependencia más o menos estable entre todos los miembros, donde priman los lazos de apego y de comunicación personal; un escenario de encuentro intergeneracional y una red de apoyo para afrontar los conflictos y las crisis. Por todo ello, la función esencial de las familias deberá ser educar a sus hijos e hijas para que sean autónomos, emocionalmente equilibrados, capaces de establecer vínculos afectivos satisfactorios y, también, ciudadanos responsables. Las familias deben abrirse más a la sociedad; no encerrarse en sí mismas, de manera que el mundo exterior interese y preocupe a todos sus miembros y que no sea percibido ni con temor ni con desencanto. Los padres y madres han de tener conciencia de que tienen la obligación, inicialmente, de cubrir las necesidades básicas de los hijos e hijas, ya que nacemos totalmente indefensos y dependientes. Por tanto, hay que vigilar el cuidado físico, la madurez psicológica y su desarrollo social. Por esta razón, la familia ha de estar preparada e informada para saber cuidar físicamente a sus hijos; para desarrollar en ellos y ellas una
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autoestima positiva, basada en el cariño y en la valoración de lo positivo, y tiene que asegurar la interacción social. La familia es la encargada de poner todos los medios a su alcance para lograr el crecimiento equilibrado de sus miembros.
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Además, tienen que ofrecer a sus hijos un marco de referencia estable y coherente. Este marco de referencia está relacionado con los significados y sentidos que le otorgan a ciertas acciones, normas, conductas, decisiones, valores, sentimientos, etc. Parece claro que la seguridad y confianza en los modelos familiares pasa por su estabilidad y coherencia. Lo deseable es que el niño vaya aprendiendo, a través de estos modelos, a comprenderse a sí mismo, sus intereses y motivaciones; a los demás; a expresar sentimientos y a captar las emociones de los demás; a desarrollar habilidades para adoptar la perspectiva del otro, para percibir y sentir su estado afectivo; a desarrollar la simpatía con los otros; a comunicar sus deseos y sentimientos. Este gran marco de referencia supone un acuerdo consensuado entre todos los miembros de la comunidad familiar. Obviamente, si los hijos son pequeños, el marco de referencia será la elaboración conjunta de los adultos que viven en el seno de cada familia. Este marco ha de ser consistente, explícito, estable, claro y coherente. También los padres han de ser conscientes de que son modelos de sus hijos. Hay que cuidar las respuestas, acciones tanto informativas como emocionales. También influyen los recursos que se emplean para comunicarse, tanto verbal, como no verbal. La transmisión oral y los procesos narrativos, como se comentó en el capítulo anterior, tienen efectos muy importantes en la educación de los hijos. Por ello es fundamental entrenar a los padres en estos aspectos. Tienen que ejercer autoridad, ser conscientes que la relación padres e hijos es asimétrica y que hay que saber buscar un equilibrio entre el control y el afecto. Los padres y las madres tienen la obligación de promover la autonomía de sus hijos. Los hijos no son propiedad de los padres, no son la continuidad del proyecto personal de vida que han elegido sus progenitores. Sólo hay verdadera educación cuando se han desarrollado factores y recursos para tomar decisiones ante la vida, de forma autónoma. Porque
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sólo así podrán ser responsables de sus actos; porque tienen su propio proyecto de vida y se hacen cargo de él. Mucho se habla del trauma del destete de los hijos, pero se prepara poco a los padres, que, de alguna manera, también tienen que padecer destete o desapego. Parece ser que la mayoría de las familias españolas ejercitan el cuidado físico y, en menor medida, el cuidado psicológico; en bastante menor medida el cuidado social y moral, probablemente porque se requiere mucho tiempo de dedicación y no siempre, y menos en nuestra sociedad actual, se tiene. No perciben las familias, entre sus prioridades, colaborar y transmitir a sus hijos el sentido de colaboración con la sociedad para mejorarla. Para clarificar esta afirmación veamos a continuación las implicaciones éticas y morales que se derivan no sólo de los distintos tipos o modelos de familia, sino de los estilos educativos que desarrollan.
2.3. Modelos de familia y sus implicaciones éticas Los cambios en la familia se enmarcan dentro de determinados cambios globales de la sociedad. Si la sociedad está dictando un modo de vivir y un modo de hacer no basado en la solidaridad, no dirigido a la construcción de un futuro social, común, comunitario, sino enfilado a la búsqueda de salidas individualistas, significa que cada cual debe atender a lo propio, a lo personal, a lo egoísta y no a lo social, ni a lo colectivamente construido. Esto repercute en las relaciones intra-familiares. Parece que nuestra sociedad se caracteriza por la instauración de unos valores en los que se prima la búsqueda del bienestar desde el paradigma del individualismo (Elzo, 2002). Este fenómeno de individualismo caracteriza nuestro sistema de valores y determina a la nueva sociedad y también a las nuevas familias. Así pues, si los estudios sociológicos constatan que existe un predominio del individualismo, ¿cómo puede la familia desarrollar el sentido ético? Existen en nuestra sociedad, a juicio de Jordán (1995), una serie de síntomas sociales que justifican afrontar el tema de la educación ética desde la perspectiva del bien común, sin perder de vista la libertad personal.
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Entre estos síntomas sociales destacan la dejadez o apatía comunitaria, el individualismo y la falta de coherencia entre principios y prácticas de la democracia. La dejadez o apatía comunitaria se manifiesta como erosión del funcionamiento democrático, creciente anomia, ausencia o déficit de reglas o leyes de actuación, respecto a los procesos políticos en la mayoría de las sociedades occidentales. Existe una gran incredulidad en la participación social como búsqueda del bien común. Esta es una de las razones que se aducen para incluir en la enseñanza obligatoria la asignatura de educación para la ciudadanía.
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El individualismo es otro de los rasgos que, con más frecuencia, han servido para caracterizar las sociedades modernas y, sobre todo, para explicar la creciente desintegración y pérdida de civilidad entre sus miembros (Taylor, 1994). La sociedad de consumo y sus valores asociados distancian al ciudadano del compromiso con la participación social; las personas acaban con una visión peligrosamente solipsista de la vida, donde valoran el individualismo en el sentido de un incremento de libertad individual que no desean perder, aunque ello puede suponer perder los vínculos sociales que justifican el sentido de la vida. Como afirma Puig (2000:59): “los seres humanos pierden los vínculos con cualquier idea o fuerza que pueda dar sentido a su vida, que pueda motivar la acción o que justifique los esfuerzos que a menudo requiere la vida colectiva. Cuando todo eso desaparece, un yo débil y solitario queda a merced de sí mismo y de la búsqueda casi desesperada de bienestar y de todos los pequeños placeres que las sociedades de consumo puedan proporcionar. Instalados en esta ausencia de horizontes y recluidos en un frágil yo, los sujetos pierden interés por la colectividad, abandonan la cooperación solidaria y resulta casi imposible pedirles cualquier compromiso público. Una sociedad exageradamente individualista verá como se debilitan las fuerzas de integración social y los elementos motivacionales que sustentan la ciudadanía”. Hay falta de coherencia entre los principios que fundamentan el funcionamiento social democrático y la preparación y disposición de los ciudadanos que deben hacer realidad la práctica diaria de tales princi-
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pios. Nos encontramos en un momento que los jóvenes necesitan alfabetización política; es decir, más educación democrática y más práctica de la vida democrática, tanto en las familias como en las escuelas. Además también aparecen síntomas como la carencia de sentido grupal, la resistencia a la cooperación y el enfrentamiento intergrupos. Por último, hay una escasa predisposición para asumir responsabilidades. No educamos a los jóvenes para asumir responsabilidades y vivimos en la cultura de la satisfacción. ¿Han contaminado, de alguna manera, estos síntomas las relaciones intra-familiares? Para responder a esta pregunta vamos a referirnos brevemente a un estudio realizado por J. Elzo (2003) sobre tipologías de familias españolas en razón de las relaciones internas entre padres e hijos y de los valores que los padres pretenden transmitir a sus hijos. Habla de cuatro tipos de familia nuclear en la sociedad española y, además, nos indica la proporción de cada una de ellas:
Familia familista endogámica
23,7%
Familia conflictiva
15,0%
Familia nominal
42,9%
Familia adaptativa
18,4%
La familia nominal es la mayoritaria hoy día; es un tipo de familia de coexistencia pacífica, que mantiene unas normas y hábitos tradicionales, con la madre en casa y baja tasa de divorcios. Los padres muestran poco interés en la educación de los hijos puesto que han delegado esta función a la escuela o a los abuelos o a los servicios de cuidados. Se dedica poco tiempo a los hijos, por lo que la comunicación es escasa dentro del ambiente familiar, de manera que las metas educativas son difíciles de reconocer. La convivencia, como hemos dicho, es pacífica pero más por indiferencia que por afrontar dialógicamente los conflictos. La familia nominal no tiene, entre sus prioridades, abrirse a lo social, pero se preocu-
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pa de que sus miembros sean más responsables. Con todo, es un tipo de familia relativamente flexible y representa el 42,9% de las familias españolas. ¿Cómo afronta la familia nominal los rasgos que caracterizan a nuestra sociedad? En general, parece que manifiesta indiferencia ante los asuntos públicos, vive una democracia light, no construye un proyecto común y predomina el individualismo. Manifiesta cierta indiferencia moral, aunque en cierto sentido promueve la heteronomía moral. Aunque se dan pocas orientaciones, los valores que pretende transmitir a sus hijos son: que sean responsables, buenas personas.
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La familia familista hace referencia al modelo de siempre; se trata de una familia donde las responsabilidades de unos y otros están claras y son asumidas sin dificultad. Los modelos paterno y materno están muy definidos al modo tradicional, aunque eliminando la prepotencia del hombre sobre la mujer. Familias en las que las relaciones de los padres e hijos son buenas, según Elzo, las mejores de los cuatro grupos de su tipología, donde los padres tienen fuertes identidades. El problema de este tipo de familia es encerrarse excesivamente en sí misma hasta el punto que el mundo exterior sólo se tolera, no provoca el interés y la preocupación de la familia; en algunos casos incluso es percibido con temor, de ahí su calificación de endogámica. Aunque en esta familia se transmiten valores no prepara de forma explícita a los hijos para enfrentarse a la sociedad plural en la que vivimos, ni a afrontar conflictos. La propia realidad social a la que pertenece cambia y evoluciona y ello también condiciona variaciones en el mundo de valores de los hijos. Pero, además, cada persona no es un ser pasivo sometido a dictados valorativos externos, sino que es capaz de asumir actitudes personales propias y creativas en relación con los valores. Por eso, no es de extrañar que en algún momento los hijos se cuestionen los valores arraigados en el seno de la familia, y este cuestionamiento puede llevarlos o bien a asumirlos más profundamente o a renunciar parcial o totalmente a ellos. Es justo en este último caso, cuando se asumen patrones valorativos diferentes, cuando se manifiestan contradicciones y conflictos generacionales dentro de la familia. Este tipo de familia que, recordemos, representan el 23,7% no prepa-
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ra a sus hijos para hacerlos libres y autónomos ni desarrolla el sentido de ciudadanía crítica, ya que de alguna forma actúa como filtro de protección de la realidad social en la que existen valores que pueden ser controvertidos respecto a los asumidos por los padres. En conclusión, se trata de una familia en la que se establecen buenas relaciones entre padres e hijos. Los principales valores que los padres intentan transmitir son: moralidad, buena formación y dinero. La familia conflictiva representa, según Elzo (2003:73), el 15,0% de las familias españolas. En este tipo de familia, como su nombre indica, se dan más conflictos y más enfrentamientos entre sus miembros. Las causas más frecuentes de los conflictos son: el consumo de drogas, los problemas sexuales de los hijos, las amistades y las relaciones con los hermanos. La comunicación con los hijos es muy escasa y de mala calidad, e incluso nula. En definitiva, son los que peor se llevan, más discuten y peor comunicación tienen. Son padres poco flexibles, sobre todo, a la hora de discutir temas políticos o religiosos. Puede deberse a falta de interés, pero sobre todo porque no hay un clima de diálogo: no tienen en cuenta la opinión de los hijos. La capacidad educadora de este modelo es nula. La familia adaptativa es el modelo más moderno. Quizá el que mejor refleja la realidad y las tensiones de las nuevas familias, sin llegar a calificarlas de conflictivas. Más que un modelo, es un mosaico de modelos que, en palabras de Elzo (2004:23), se define “por la búsqueda de acomodo, de adaptación a las nuevas condiciones, a los nuevos papeles del hombre y de la mujer de hoy en el microcosmos familiar, al creciente protagonismo de los hijos que vienen pidiendo autonomía nómica (quieren crear “su” universo de valores), y que también pretenden libertad en el uso y disfrute del tiempo libre a la par que acompañamiento (discreto pero efectivo) de los padres en su inexorable autonomización. Unos hijos que están dispuestos a llevar esa autonomía a la práctica en el modo de vivir con sus pares, en los estudios, en el trabajo pero, siempre, entendiendo que su hogar familiar de origen, el de sus padres, seguirá siendo el suyo hasta bien entrada la veintena (si no es la treintena ya cumplida), cuando se decidirán, no antes, a crear su propio espacio”.
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Esta familia se caracteriza por el intento de negociación de responsabilidades en su seno; no tiene modelos de referencia, rompe con lo anterior y crea nuevos modos de relación desde una mayor libertad de sus miembros. El mayor riesgo que presenta es el enfrentamiento entre padres e hijos y entre la propia pareja. De hecho presenta la mayor tasa de parejas separadas. Sin embargo, a pesar de los conflictos, estas familias se preocupan más y se implican más en asuntos sociales, en asuntos que suceden más allá de los muros familiares. Se preocupan mucho por el diálogo y probablemente promuevan más pensamiento crítico en sus hijos y más autonomía para adaptarse mejor a la nueva sociedad. El mayor enemigo para hacer hijos más responsables y más implicados con la realidad social es la influencia de la cultura mercantilista sobre la propia familia y los valores que ésta sostiene e intenta transmitir. Esto, fundamentalmente se refleja en el tipo de necesidades y la jerarquía de ellas que se establezcan en el seno de la familia. Al colocar al ser humano como fin en sí mismo se desarrollarán valores asociados a la solidaridad, la justicia, la reciprocidad, al apoyo mutuo, el respeto al otro; sus relaciones serán más democráticas, en una real igualdad de géneros. La familia adaptativa tendrá más posibilidades de fomentar y preparar individuos distintos, más solidarios, más preparados para la construcción de una sociedad mejor, aún cuando se enfrenten a un mundo axiológicamente controvertido. En conclusión, es una familia capaz de enfrentarse a las tensiones de las nuevas realidades que rodean el ambiente familiar. Hay comunicación eficaz entre los miembros de la familia, en donde se comparten metas y proyectos comunes. Favorecen la vivencia de actitudes, valores, creencias, normas, a pesar de no estar ajena a conflictos y contrariedades. El afecto y la confianza compensan los conflictos que se suscitan. Ahora bien, no es sólo la estructura familiar la que determina el desarrollo de los niños y niñas, sino la naturaleza de las relaciones interpersonales que se dan dentro de ella. Así, las familias se diferencian no sólo en los contenidos que transmiten sino también en los estilos con que se transmiten esos contenidos. La familia debe ir transformándose de una unidad que protege y cuida a los hijos, a otra que los prepara para entrar
La familia como agente de educación ética
en el mundo de las responsabilidades y de los compromisos. La interacción familiar, como vimos en el capítulo anterior, puede ser facilitadora o perturbadora para el desarrollo de la identidad. Una de sus principales funciones es la socialización de los hijos (Musitu y Cava, 2001), pero no todos los tipos de familia socializan igual. La familia presenta rasgos importantes de la sociedad en la que se encuentra integrada, que se manifiestan en las estrategias y modos que emplea en la educación de sus hijos (Rodríguez y Sauquillo, 2002). Entendemos por estilo educativo “esquemas prácticos que reducen las múltiples y minuciosas pautas educativas paternas a unas pocas dimensiones básicas, que cruzadas entre sí en diferentes combinaciones, dan lugar a diversos tipos habituales de educación familiar” (Coloma, 1993:48), se diferencian por la persistencia de ciertos patrones de actuación y las consecuencias que estos patrones tienen para la relación paterno-filial (Musitu y García, 2001). González (2000) habla de cuatro estilos de relación paterno-filial en función del afecto y del control en las relaciones padres e hijos: a) Autoritativo recíproco. Las dos dimensiones, afecto y control, están equilibradas. Se ejerce la autoridad de forma razonada y se parte de la aceptación de los derechos y deberes de los hijos y se pide a éstos la aceptación de los derechos y deberes de los padres; b) Autoritario-represivo. Aunque el control y la autoridad existente es tan fuerte como en el anterior, al no haber reciprocidad, se vuelve rígido, no dejando espacio para el ejercicio de la libertad del hijo/a; c) Permisivo-indulgente. No existe control por parte de los padres, no establecen normas, no ejercen su autoridad, aunque estos padres son muy afectivos y están atentos a las necesidades de sus hijos y d) Permisivo-negligente. La permisividad no está acompañada de implicación afectiva y se parece mucho al abandono. En la familia es necesario que padres e hijos establezcan significados compartidos que permitan delimitar y definir los límites de la relación, y la flexibilidad de éstos. Normalmente se habla de dos grandes dimensiones de los estilos de relación paterno-filial: una, la aceptación/implicación, y la otra, la coerción/imposición. La mayoría de los estudios considera que un estilo orientado a la implicación es más eficaz que un esti-
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lo orientado hacia la coerción para conseguir que se interiorice un sentimiento de responsabilidad hacia sus propios actos. La utilización del razonamiento conduce a una mayor interiorización que la imposición. Estas dos dimensiones permiten establecer una tipología más completa de modelos de socialización parental. Así el modelo bidimensional de socialización presentado por Musitu y García (2001) queda del siguiente modo: autoritativo, indulgente, autoritario y negligente.
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En el modelo autoritativo se da una alta implicación y aceptación y una alta supervisión. Los padres autoritativos son buenos comunicadores, muestran a sus hijos su agrado cuando se comportan adecuadamente, les trasmiten el sentimiento de que son aceptados y respetados, y fomentan el diálogo y la negociación para resolver los conflictos. Las relaciones entre padres e hijos suelen ser satisfactorias, los padres están dispuestos a modificar las normas familiares cuando los hijos presentan sólidos argumentos. Cuando el comportamiento de los hijos es incorrecto, los padres no tienen inconveniente en emplear una combinación de diálogo y de razonamiento con la coerción física y verbal; suelen emplear reglas y usan el razonamiento como táctica disciplinaria, el castigo no punitivo, y son consistentes a lo largo del tiempo; es decir, hay consistencia entre sus declaraciones y sus acciones. El efecto en la conducta de los hijos, desde la perspectiva moral, es que aceptan e interiorizan las normas y son respetuosos con los valores humanos y de la naturaleza. El modelo indulgente se caracteriza por una alta implicación y aceptación del hijo y baja supervisión o imposición. También los padres son comunicativos, pero cuando los hijos se comportan de manera incorrecta no suelen utilizar la coerción ni la imposición. Prefieren el diálogo y el razonamiento como instrumentos para fijar los límites a las conductas de los hijos, a los que consideran personas maduras y autorregulables. También aceptan las normas y respetan los valores, pero se da baja autoconfianza y autocontrol. El modelo autoritario está caracterizado por la baja implicación. En el mismo los padres ofrecen a sus hijos escasas muestras de aceptación y también muestran un alto nivel de supervisión, coerción e imposición. Son padres muy exigentes con sus hijos y, a su vez, muy poco atentos y
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sensibles a sus necesidades y deseos. Normalmente, la comunicación es mínima y unidireccional y los mensajes son, básicamente, demandas. No ofrecen razonamientos cuando emiten órdenes, no estimulan el diálogo y no modifican sus posiciones ante los argumentos de sus hijos. Suelen ser absorbentes y trasmiten acatamiento incondicional ante la ley, la autoridad y el orden, reprimiendo en los niños la capacidad de iniciativa y creación. Se trata de padres que pretenden modelar, controlar y evaluar las conductas y actitudes de los hijos de acuerdo a unas rígidas y absolutas normas de conducta; valoran la obediencia ciega. Los hijos se someten a las normas, pero no las interiorizan. Se caracterizan por poseer valores hedonistas, aunque los padres intentan inculcar valores instrumentales como el respeto a la autoridad, el valor del trabajo, el orden y la estructura tradicional de la sociedad. El modelo negligente se caracteriza por baja aceptación del hijo, baja implicación y baja supervisión. Se da una interacción carente de sistematización y de coherencia, ya que se caracteriza por la indiferencia, la permisividad y la pasividad. Puede provocar en los hijos el sentimiento de no ser amados, ya que los padres tienden a ignorar la conducta de sus hijos y no les ofrecen apoyos en situaciones estresantes. Otorgan demasiada independencia y responsabilidad, tanto en lo material como en lo afectivo: no supervisan la conducta de los hijos; son poco afectivos y le prestan escasa atención a sus necesidades. Este estilo puede desembocar en abandono físico o en maltrato, al no atender las necesidades básicas. En este tipo de familia los hábitos de crianza son inadecuados: los padres, a veces, desconocen las necesidades básicas de sus hijos, las expectativas son inapropiadas, la comunicación deficitaria y hay confusión en el desempeño de los roles familiares. Los niños son testarudos, impulsivos y pueden presentar problemas emocionales. Las relaciones están mediatizadas por muchas discusiones. Cada uno de estos estilos provoca efectos diferentes en la conducta de los hijos. Es obvio que el estilo que más favorece el desarrollo del niño es, según González, el autoritativo recíproco y, según Musitu y García, el autoritativo.
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2.4. La educación en la familia como proyecto de relación con la sociedad La educación cívica es un proceso a través del cual se promueve el conocimiento y la comprensión del conjunto de normas que regulan la vida social y la formación de valores y actitudes que permiten al individuo integrarse en la sociedad y participar en su mejora. La familia tiene la responsabilidad de educar a sus miembros procurando el desarrollo de actitudes y valores que los doten para ser ciudadanos conocedores de sus derechos y los de los demás, responsables en el cumplimiento de sus obligaciones, libres, cooperativos y tolerantes; es decir, ciudadanos capacitados para participar en la democracia. En principio, ciudadano es aquél que tiene conciencia de pertenencia a una comunidad, que conoce la comunidad o comunidades en las que vive y que actúa para mejorarlas.
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La ciudadanía integra los derechos de las personas y los deberes que tienen con la comunidad, que se concreta en el cumplimiento de las leyes y en el ejercicio de los papeles sociales que a cada uno le corresponde desempeñar (Escámez y Gil, 2002). La integración de derechos y deberes no puede lograrse sin establecer un doble vínculo: el de la comunidad hacia sus miembros, protegiendo realmente sus derechos, y el de los miembros hacia la comunidad, ejercitando sus competencias para el bien común. No es fácil actualmente, en una sociedad tan mercantilista e individualista, vivir el sentido de la ciudadanía: participar en las instituciones y asociaciones sociales para la búsqueda del bien común y el sentimiento de pertenencia a una comunidad política. Por esta razón, la familia tiende a proteger a sus miembros y, de alguna manera, se despreocupa por comprometerlos en cuestiones éticas y políticas y sigue defendiendo sus derechos individuales frente a las necesidades de la sociedad. Pero “es necesario implicarse porque la tarea es volver a tejer el tejido social que el neoliberalismo está desgarrando” (Escámez y Gil, 2002). De hecho, las nuevas realidades de la globalización requieren que la familia,
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educadores y legisladores reconsideren cómo preparar a la gente para su participación activa en la sociedad democrática del siglo XXI. No puede existir educación cívica eficaz sin la participación de la familia. El buen ciudadano es aquél que sabe hacer uso de su libertad, se conduce de acuerdo con las reglas vigentes, no utiliza la violencia para la solución de los conflictos, sino el diálogo, es capaz de argumentar y pactar los desacuerdos, asume las consecuencias de sus acciones, valora y acepta la autoridad, aunque sea crítico cuando corresponda, puede ponerse en lugar de quien no manifiesta sus mismas convicciones, cuida el medio ambiente tanto como se preocupa de los demás y trabaja para el bien común. Los pilares de la ciudadanía son: actuar en libertad; respetar las reglas, razonar y negociar, ser responsables, reconocer la autoridad, practicar la tolerancia, valorar el medio ambiente, mejorar la sociedad, trabajar para el bien común y participar en actividades cívicas. Consideramos, con Jordán (1995), que la educación cívica hace referencia a la formación de los miembros de una comunidad humana en una conciencia viva de pertenencia a la misma, en todo un conjunto de habilidades y actitudes para participar receptiva y activamente en su dinámica, así como en un compromiso profundo para mejorarla, desde una sana visión crítica hasta una auténtica implicación personal. Por lo tanto, creemos que las familias y las escuelas se constituyen en espacios idóneos para la participación y el diálogo, como fuente privilegiada de experiencias morales significativas. Se trata, pues, de regular nuestras relaciones familiares y éstas, a juicio de Puig (2003), se pueden ajustar a tres modalidades: basadas en el afecto, el diálogo y las prácticas cooperativas. En otras palabras, la relación humana se expresa a través de vínculos afectivos, comunicativos y cooperativos. Defiende este autor que en la relación tenemos el principio explicativo de la integración social y la práctica de la ciudadanía. La educación para la ciudadanía no puede ignorar el desarrollo de la capacidad de participación que se requiere en el ciudadano. Hay que valorar muy positivamente el renovado interés por el estudio de los niños como ciudadanos participantes (Holden y Clough, 1998), de los procesos por
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los cuales demuestran sus habilidades para discutir, cuestionar, debatir y participar activamente; y las condiciones bajo las cuales se producen estos procesos.
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¿Qué objetivos han de perseguir aquellos padres que quieran transmitir a sus hijos la posibilidad de lograr una convivencia en libertad e igualdad? Para empezar, podrían desarrollar la afectividad, la ternura y la sensibilidad hacia quienes nos rodean, favoreciendo el encuentro con los otros y valorando los aspectos diferenciales como elementos enriquecedores de este encuentro; también deberían reconocer y afrontar las situaciones de conflicto desde la reflexión seria sobre sus causas, tomando decisiones negociadas para solucionarlos de forma creativa, tolerante y no violenta. Sería recomendable que los padres conocieran y potenciaran los derechos humanos reconocidos internacionalmente, favoreciendo una actitud crítica, solidaria y comprometida frente a situaciones conocidas que atentan contra ellos, facilitando situaciones cotidianas que permitan concienciarse de cada una de ellos y no sería desaconsejable que los padres y madres valoraran la convivencia pacífica con los otros y entre los pueblos como un bien común de la humanidad que favorece el progreso, bienestar, entendimiento y comprensión, rechazando el uso de la fuerza, la violencia o la imposición frente al débil y apreciando los mecanismos del diálogo, del acuerdo y de la negociación en igualdad y libertad. Por último, ¿qué contenidos ha de contemplar la educación cívica para que se comiencen a trabajar en las familias? En primer lugar, la formación en valores; asumir como principios de sus acciones y de sus relaciones con los demás valores como: el respeto y el aprecio por la dignidad humana, la libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la tolerancia, la honestidad y el apego a la verdad. Los padres han de concienciarse de su función como modelos; en segundo lugar, conocimiento y comprensión de los derechos y deberes y capacitación o, como algunos denominan, alfabetización política: conocimiento de las instituciones, los problemas sociales y las prácticas democráticas. También estos contenidos están relacionados con el conocimiento de las normas que regulan la vi-
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da social, los derechos y las obligaciones: a) conocer sus derechos como miembros de la familia; b) hacerles comprender que al ejercer sus derechos adquieren compromisos y obligaciones con los demás, reconociendo la dualidad derecho-deber como la base de las relaciones sociales y de la permanencia de la sociedad; c) conocer al menos los derechos individuales y sociales y el conocimiento de las instituciones. Por último, se deberían trabajar contenidos relacionados con la participación e implicación con las comunidades cercanas para que aprendan la importancia de involucrarse en cuestiones que afectan a su entorno cercano.
2.5. Orientaciones a los padres para desarrollar el sentido de ciudadanía en sus hijos e hijas Quisiéramos aclarar un presupuesto de partida: para nosotros, lo dijimos antes, los padres y madres no son profesionales de la educación; por lo tanto no vamos a exigirles que enfoquen la educación de sus hijos e hijas como un proceso tecnificado. Lo que sí se les puede pedir es que se comprometan y asuman la parte de responsabilidad que les compete en la formación integral de sus hijos y no en el mero cuidado. No es suficiente ofrecerles amor y los recursos materiales que necesitan; es muy importante también atender a otras variables básicas que, como mínimo, nos hemos atrevido a resumir en las siguientes: democratizar las relaciones familiares, dedicarles tiempo, enseñarles valores, mejorar los estilos comunicativos y desarrollar la autoestima.
2.5.1. Democratizar las relaciones familiares La tarea de la educación de los hijos no es exclusiva de la madre. El reto del futuro de las familias en España está en conciliar la educación de los hijos con la inserción social de la mujer y la corresponsabilidad familiar del padre (Elzo, 2005). El viejo modelo sigue persistiendo y perviviendo con el nuevo; en la práctica se sigue dando una duplicación de la
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jornada laboral de la mujer, en casa y en el trabajo, y una cierta contradicción en el hombre entre el discurso teórico y la práctica; se asume teóricamente un deber ser que no se ve reflejado del todo en la vida real. Esto provoca que la mujer no alcance un status de igualdad plena, traducido también en cierta desatención de la educación de los hijos e hijas por el padre. De todos modos, en los últimos treinta años, se ha experimentado un proceso de democratización de las familias; de hecho, la mujer, dedicada fundamentalmente a las tareas reproductivas, de cuidado, se ha lanzado a desempeñar también tareas productivas, tradicionalmente realizadas por los hombres. Por lo tanto, aceptemos que ha habido una transición de la familia patriarcal a la familia de responsabilidad individual.
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Los principios básicos de la organización interna de la familia siguen los criterios de diferenciar tareas teniendo en cuenta la edad, el sexo y el parentesco. En el modelo anterior, los hijos estaban subordinados a los padres a los que deben respeto, obediencia y colaboración en las tareas del bienestar común. Las madres son las encargadas de la gestión de la cotidianeidad, el hombre el proveedor de recursos y los niños están al cuidado de la madre. Hoy, la provisión de recursos económicos del hogar ya no es tarea exclusiva del hombre, aunque en general, la mujer sigue teniendo a su cargo la gestión del hogar: limpieza, comida, vigilar a los niños, orientar en la realización de las tareas escolares, reprender, ayudar. Así, sigue cumpliendo con la gestión doméstica, además de trabajar fuera del hogar, y ello provoca un aumento en los niveles de conflictos en las parejas. Los hijos, por otra parte, aumentan el tiempo de su condición de estudiantes y exigen más autonomía, que no más colaboración, influenciados por una cultura que los demanda como consumidores. La gestión social, o las vinculaciones que la familia mantiene con el entorno social, que comprende el entramado de relaciones entre las familias y otras instituciones sociales (escuela, iglesia, asociación de vecinos, etc.) se ha diversificado mucho, pero si antes monopolizaba el hombre las relaciones con el entorno, considerando a la mujer “la reina de su casa”, hoy también las mujeres, e incluso los hijos, tienen su propio ám-
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bito de relación. Con todo, sigue siendo insuficiente en cuanto a la participación social y política. Por último, la gestión afectiva sigue fundamentalmente siendo responsabilidad de la mujer: se ocupa de gestionar la armonía, el conflicto y las negociaciones por la paz del hogar. Democratizar las relaciones familiares significa construir un proyecto compartido, en el que se asuma la corresponsabilidad de la atención educativa de los hijos, compaginando y distribuyendo las tareas derivadas de los tres tipos de gestión: económica, social y afectiva. El nivel de exigencia con los hijos, sobre todo en el ámbito social y afectivo, ha de ser alto. Los padres no deben perder la oportunidad de sembrar las semillas para establecer relaciones con otras instituciones; no deben perder la oportunidad de funcionar como modelos de austeridad, de negociación de normas, de participación en asuntos cívicos; de enseñar a cumplir deberes a los hijos a la vez que defender con libertad sus derechos; enseñarles a pensar críticamente en torno a los problemas sociales y ver el futuro con optimismo; en definitiva, enseñar, con el ejemplo de su comportamiento, los valores morales básicos en una sociedad democrática. En síntesis, la democratización de los vínculos familiares se relaciona con la facilitación de la comunicación y la comprensión entre los miembros de la familia. Este aspecto se desarrollará más en el capítulo 5º.
2.5.2. Dedicar tiempo a los hijos Lo que hemos dicho en el apartado anterior no es ni más ni menos que asumir la responsabilidad de la educación. Pero, para educar se necesita tiempo y, precisamente, esto es lo que menos se tiene. Sin tiempo de dedicación a los hijos no hay educación. Ahora bien, sugerir que han de dedicarles tiempo no significa que culpabilicemos a los padres por su falta de dedicación, muy al contrario, siendo objetivos hemos de reconocer que con la modernización social se produce una disminución significativa del tiempo real que los adultos pasan con sus hijos (Touriñan, 2006), y ese tiempo es ocupado por otras instituciones como las guarderías o los medios de comunicación, en especial la televisión y las redes
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informáticas. A la familia se le exige compartir el tiempo con los hijos, pero, si no se proponen políticas sociales y familiares de apoyo, esto volverá a incidir negativamente en la igualdad de derechos laborales de la madre. En la sociedad española actual, mientras la responsabilidad de cuidar y educar a los hijos corresponda básicamente a las madres, será casi imposible compaginar el cuidado de los hijos con la promoción social de la mujer (Elzo, 2006).
2.5.3. Enseñar valores éticos
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Expondremos aquí algunas de las estrategias más efectivas para educar en los valores de la tolerancia, la solidaridad, la honestidad, la justicia y el respeto. El valor de la autonomía se abordará de modo exclusivo en el capítulo tercero, el de la responsabilidad, en el cuarto y el de la convivencia en el quinto. Todos estos valores son fundamentales para la formación del carácter de los hijos y para su futura vida en sociedad como personas independientes. La familia constituye un contexto educativo especialmente apropiado, aunque no exclusivo, para la educación en estos valores. Educación en la tolerancia. Aunque el concepto tolerancia tiene diferentes acepciones, tomaremos aquella que tiene un sentido social y se caracteriza por una actitud de comprensión frente a las opiniones contrarias en las relaciones interpersonales, sin la cual se hacen imposibles dichas relaciones (Ortega, Mínguez y Gil, 1996). Habitualmente usamos la palabra tolerancia cuando nos referimos a las diferencias raciales, religiosas o culturales. Pero en el seno de la familia o el grupo social más próximo en el que nos desenvolvemos, nuestra tolerancia o intolerancia se manifiesta en la manera como tratamos a las personas diferentes a nosotros, tanto por la forma de relacionarnos con ellas como por los comentarios que suscitan cuando no están presentes. Por sutiles que sean las insinuaciones o comentarios que se realicen sobre los demás, los hijos perciben esta actitud y, aunque todavía no comprendan su implicación, imitarán la conducta de los adultos.
La familia como agente de educación ética
Hay que tener en cuenta que la familia es el primer grupo humano donde los hijos comparten la experiencia de vivir y trabajar. Pero dentro de la propia familia también se producen confrontaciones y diferencias de criterio. Por ello es un contexto adecuado para desarrollar el valor de la tolerancia entre los miembros del grupo familiar, aprendiendo a aceptar las diferencias existentes y a trabajar en equipo. Un elemento básico para educar en la tolerancia es la paciencia. La mayoría de los adultos ha aprendido a tolerar ciertas situaciones adversas sin perder la compostura. Aunque no siempre resulta fácil, es importante saber afrontar estas situaciones diarias con educación para que nuestros hijos aprendan con nuestro ejemplo. Los niños, a diferencia de los adultos, acostumbran a manifestar abierta y espontáneamente su impaciencia. En estos casos es necesario escucharlos, mostrarles que comprendemos lo difícil que les resulta esperar, explicarles que muchas cosas en la vida requieren su tiempo. Si en un mundo tan acelerado y estresante como el que vivimos, se consigue la serenidad necesaria para ser pacientes con los hijos durante su largo periodo de aprendizaje, se contribuirá a crear un ambiente familiar donde los conflictos diarios serán abordados con tranquilidad y ecuanimidad; un ambiente donde, al margen de las diferencias, la tolerancia hará disfrutar de la vida familiar y, lo que es más importante, creará un modelo a seguir por los hijos cuando ellos mismos formen su propia familia. Cuando los hijos viven el valor de la tolerancia en el ámbito familiar, se les está preparando para afrontar una vida social en un mundo plural y complejo en el que han de ser respetuosos con los demás, al margen de su raza, cultura, creencias o capacidades. Al educarlos en la tolerancia y la aceptación, se les enseña, no sólo a respetar a los demás, sino también a valorar y disfrutar de las diferencias que caracterizan y hacen especiales a todos los seres humanos. Educación en la solidaridad. La manera más eficaz de aprender el valor de la solidaridad es que los hijos vean que toda la familia coopera y se ayuda, tanto en la vida cotidiana como en los momentos difíciles. No se
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trata de inculcar este valor para que los niños actúen como si fuese una obligación. El auténtico valor de la solidaridad sólo puede enseñarse a través del ejemplo. Por ello, cuando los niños viven en el día a día nuestra solidaridad desinteresada hacia los demás, es cuando van asumiendo este valor.
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Hay que tener en cuenta que los niños, en las primeras edades, son profundamente egocéntricos, y el proceso de llegar a ser conscientes de sus sentimientos y de las necesidades de los demás requiere un desarrollo cognitivo mínimo. La capacidad de ponerse en el lugar del otro es un largo proceso que no finaliza hasta la edad adulta. A medida que los niños crecen, van desarrollando un deseo espontáneo por compartir sus cosas con los demás y, poco a poco, van comprendiendo las diferencias entre poseer, usar y prestar. Es necesario enseñar a los hijos que los demás tienen necesidades a las que todos podemos contribuir compartiendo parte de nuestras cosas. Cuando los niños toman conciencia de las necesidades de los demás, en general tienen una tendencia a reaccionar de forma espontánea y generosa. Las campañas organizadas por la escuela, la asociación de vecinos, la iglesia, O.N.Gs, etc., para que los niños se solidaricen con los más necesitados a través de la recogida de alimentos, ropa, juguetes, etc., constituyen una magnífica oportunidad para educar en este valor. Participar en este tipo de actividades les enseña a valorar lo mucho que poseen y a comprender las necesidades y penurias de los menos afortunados; pero sobre todo les hace disfrutar del sentimiento de buena voluntad que se genera al ayudar a los demás sin esperar nada a cambio. Por ello, cuando nuestros hijos planteen alguna iniciativa solidaria con personas necesitadas del barrio, del colegio, de la iglesia, es conveniente apoyarla y reforzarla, aunque suponga algún trastorno a nivel familiar. Los niños que viven en una familia en la que compartir y ayudar es un estilo de vida, aprenden la importancia de solidarizarse con los demás de un modo natural. También acaban comprendiendo lo que sus padres y demás familiares están haciendo por ellos y se muestran agradecidos. Es una forma de vida que seguramente reproducirán cuando formen sus propias familias. Pero existe otra esfera como es la comunitaria que sale
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beneficiada de la educación en el valor de la solidaridad. Que existan ciudadanos capaces de emplear parte de su tiempo, su energía, sus atenciones o sus posesiones en beneficio de otras personas más necesitadas, contribuye de una forma activa y responsable al bienestar social y a la igualdad. Educar en la honestidad. La honestidad y decir la verdad son dos aspectos distintos de un único valor, y la mayoría de los padres coinciden en que son valores indispensables para el desarrollo integral de los hijos. En el valor de la honestidad es especialmente relevante el ejemplo que proporcionan los padres a sus hijos. Los niños aprenden a ser honestos siguiendo las pautas de sus padres, pues todo cuanto hacen o dicen les proporciona un ejemplo vivo de lo que realmente significa ser una persona honesta. Los niños son testigos de nuestros actos ante las situaciones más variadas que nos presenta la vida, y tienen la cualidad de mimetizar nuestra conducta y, lo que es más importante, tienden a considerarla como absolutamente correcta, en especial cuando son más pequeños. Sin embargo, teniendo en cuenta que el ejemplo es básico para la educación, no siempre los padres actúan de un modo coherente. Es frecuente que los padres digan “mentiras piadosas” que simplifican la vida, ahorran tiempo y evitan herir los sentimientos de los demás. Por ello, es necesario enseñar a los niños habilidades para discernir situaciones en las que es mejor ejercitar la prudencia o la cortesía, diferenciándolas claramente de lo que supone decir mentiras deliberadas o realizar engaños intencionados. Para educar en el valor de la honestidad, desde que los niños son muy pequeños, se debe trabajar en una dirección concreta: enseñarles a reconocer la verdad y a enfrentarse a ella, a pesar de los problemas que se puedan derivar de esta situación. Para ello hay que enseñarles a explicar los acontecimientos en los que han participado o lo que han hecho en un momento concreto. Se trata de ayudarles a ser responsables y a aceptar las consecuencias de sus decisiones y comportamientos, tanto si son los correctos como si no lo son. Es importante crear un ambiente familiar en el que, cuando el niño no haya actuado correctamente y se lo cuente
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a sus padres, se repruebe esta conducta, pero se alabe la sinceridad de haberlo contado. Los niños tienen que comprender que decir la verdad no les exime de su comportamiento y deben asumir las consecuencias del mismo, pero deben tener la suficiente seguridad como para no temer por nuestra reacción, porque en ese caso los empujaríamos hacia la mentira. Por ello, la estrategia más adecuada por parte de los padres es concentrar la atención en el hecho o acontecimiento narrado por el niño, evitando cargar las culpas directas en su persona. Los padres deben evitar acosar y amenazar a los hijos ante una conducta inapropiada, pues entonces propiciarán la mentira para evitar el posible castigo. Se les debe reprender pero haciéndoles ver que, a pesar de todo, estamos de su parte. Si somos capaces de hacerles reflexionar sobre la importancia que otorgamos a la sinceridad, sin duda estaremos potenciando el valor de la honestidad.
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Se puede decir que educar a los hijos en el valor de la honestidad y la sinceridad es básico para su formación como personas y para que aprendan a confiar en los demás. Poseer este valor les ayudará en sus relaciones con otras personas, a ser responsables de sus decisiones y a valorar cualquier situación con equidad. Pero sobre todo les ayudará a valorarse a sí mismos y a disfrutar de la paz interior que las personas alcanzan cuando son honestos y sinceros consigo mismos (Law Nolte y Harris, 1998). Educar en la justicia. Los niños suelen ser bastante prácticos cuando tienen que definir la idea de justicia y suelen identificar este concepto con “ser correcto”. Según las investigaciones de Piaget (1932), los niños van adquiriendo el concepto de justicia a través de los juegos en los que participan. Las reglas definen lo que es correcto o incorrecto y ellos hacen extensibles este tipo de reglas a cualquier acción, situación o circunstancia. Poco a poco van descubriendo y aprendiendo que la vida no siempre es justa. De cualquier forma, el concepto de justicia es muy complejo, y en el contexto familiar puede que cada persona tenga una idea de justicia dependiente de las circunstancias, intereses o motivaciones del momento.
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En todo caso, y desde una perspectiva educativa, lo más importante es que los niños comprendan que la intención de los padres es siempre la de ser justos, que están abiertos al diálogo, escuchando sus problemas, ideas y proyectos. Lo que nunca deben pretender los padres es creer que la justicia consiste en tratar a todos los hijos por igual. Este planteamiento, es inadecuado. Cada hijo o hija necesita una atención proporcional a sus necesidades, capacidades o debilidades. Lo que puede ser justo para uno no necesariamente ha de serlo para otro. Cada edad, cada necesidad, cada situación, y cada personalidad necesita distintos tipos de intervención. Por mucho que intentemos tratar a los hijos con equidad, siempre habrá alguno que percibirá cierto favoritismo en su hermano. Es inevitable que los hermanos compitan entre ellos y se comparen constantemente, pero los padres deben asegurarse de que no alientan un clima de rivalidad en la familia. El diálogo es un elemento fundamental para trabajar el valor de la justicia. Cuando los hijos perciban que una acción o situación no es justa, deben tener abierta una vía de comunicación con los padres que les permita expresar sus ideas y sentimientos. Los padres les pueden ayudar a juzgar correctamente el asunto y a tomar decisiones responsables. Aprender a expresar las protestas en la familia respecto a algo que creen que es injusto, les prepara para actuar de la misma forma en la vida social y ello, sin duda, contribuirá a mejorar el mundo en el que vivimos. Inevitablemente los hijos, fuera del contexto familiar, se van a tener que enfrentar a situaciones en las que serán victimas o testigos de injusticias. Si están acostumbrados a enfrentarse a esas situaciones y a combatir la injusticia en sus hogares, tendrán más recursos y posibilidades de defenderse y defender a los demás ante estos problemas (García López y Llopis, 1998). Debemos enseñar a los hijos que vivimos en un mundo radicalmente injusto y que es necesario trabajar para hacerlo más habitable, pero también deben comprender que erradicar la injusticia a gran escala es una tarea compleja. La justicia es uno de los valores éticos más importantes de la humanidad, pero el sentido de ecuanimidad de nuestros hijos debe
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comenzar por tratar de solucionar las pequeñas injusticias cotidianas. Debemos dar la importancia que merece a la preocupación de nuestros hijos por ser tratados con justicia en la familia y en la escuela, y de esta forma, pondremos las bases para un comportamiento respetuoso con los demás. Conforme vayan creciendo y desarrollándose comprenderán que sus propios derechos también les corresponden a los demás, lo cual sienta las bases para otro valor fundamental como es el respeto.
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El respeto a los demás. El respeto implica aceptar a los demás tal como son, ser conscientes de que sus necesidades son tan importantes como las nuestras y que, a veces, hemos de anteponer las suyas a las nuestras. Los niños aprenden a respetar a los demás cuando observan que sus padres tratan a los miembros de la familia y a ellos mismos, con amabilidad y consideración. Pero consolidar estas cualidades es complejo y lleva bastante tiempo, sobre todo porque los propios padres cometen errores que hieren los sentimientos de los demás. Por ello es importante ayudar a paliar el dolor que se haya causado en los demás pidiendo disculpas cuando se ha herido a alguien y tratar de ser más conscientes de ello en el futuro. Con esta actitud se muestra a los hijos que respetar a los demás es una tarea del día a día que no tiene fin, y en la que todos estamos implicados. Los niños creen que el mundo gira en torno a ellos y que los demás existen sólo para satisfacer sus necesidades. Pero lenta y gradualmente, conforme van creciendo y madurando, van comprendiendo que los demás también tienen sus propias necesidades. Conseguir que adquieran la capacidad de equilibrar las necesidades propias con las de los demás, es un proceso lento y difícil. Afortunadamente la vida brinda muchas ocasiones y acontecimientos en los que los padres tienen la oportunidad de enseñar a sus hijos a ser amables con los demás. Es importante aprovechar estas ocasiones para trabajar el valor del respeto. Uno de los elementos clave para mostrar respeto es el lenguaje, tanto por la forma que usamos como por el contenido que encierra. Utilizar el “por favor”, “gracias”, “de nada”, “te importa”, etc., es algo más que fórmulas de urbanidad, pues indica amabilidad y hace más llevaderas las
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“órdenes” que constantemente se dan a los hijos. De la misma forma es más adecuado explicar por qué se pide una cosa que mandarla imperativamente. Otros elementos en los que tiene gran incidencia el valor del respeto, son las posesiones personales de cada miembro de la familia. El valor y cuidado que los padres den a sus pertenencias contribuirá en gran manera a que los hijos sean o no cuidadosos. Los niños observan y perciben la actitud de los padres hacia las cosas, el orden que muestran, el modo de tratarlas, de cuidarlas, y los imitan. En la medida que observen que los padres son celosos de sus posesiones personales, y que es necesario pedir permiso para usarlas, reproducirán esta conducta. Ellos exigirán el mismo trato para el uso de sus cosas personales. También es importante el derecho a la privacidad y la intimidad. Conforme los niños se hacen mayores reclaman con mayor insistencia un ámbito privado, como es el de tener su propia habitación y que los demás llamen a la puerta antes de entrar. En la medida que los padres ejerzan este derecho, lo transmitirán a sus hijos, y se verá acentuado cuando lleguen a la adolescencia. El derecho a la intimidad debe ser especialmente respetado, apoyado y comprendido por toda la familia. El elemento que más influye en la adquisición del valor del respeto por parte de los hijos, es la relación que mantienen los padres entre sí. El respeto que ambos cónyuges se profesen será el mejor ejemplo práctico del verdadero significado que entraña dicho valor. En este caso, la eficacia del modelo que, consciente o inconscientemente y, día a día, se ofrece a los hijos, tiene más potencial educativo que todo lo que les podamos explicar sobre el valor del respeto. Los niños observan como se comportan sus padres, el modo de dirigirse uno al otro, el tono de voz, la actitud, las emociones, etc. La existencia de discusiones esporádicas o confrontaciones dentro de la pareja, incluso si se producen delante de los niños, tiene una importancia relativa. Lo fundamental es el modo como se resuelven los desacuerdos, el nivel de comunicación existente entre la pareja para aclarar los malentendidos, el trato educado hasta en las situaciones más conflictivas, la respuesta ante las necesidades del otro. Los niños lo cap-
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tan casi todo. Hasta los pequeños gestos que denotan ternura, consideración y amabilidad hacia la pareja son captados y aprendidos por ellos, y luego tenderán a reproducir este modelo de comportamiento.
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Finalmente, es necesario educar a los hijos en el respeto a la diferencia, pues deben convivir con personas de diferentes razas, capacidades, costumbres o religiones. En la medida que a nivel familiar exista un clima de amabilidad, consideración y tolerancia por las diferencias individuales, los hijos estarán preparados para respetar los derechos y las necesidades de los demás. Conforme van creciendo, hemos de enseñar a los hijos que los seres humanos tenemos muchas más cosas que nos unen de las que nos diferencian. Por lo tanto, las necesidades físicas, emocionales y espirituales son muy similares en todas las personas. Cuando se integren plenamente en la sociedad, deben ser capaces de honrar, respetar y valorar a las demás personas que, como tales, tienen dignidad. Crecer en una atmósfera donde la consideración y la preocupación por los demás forman parte activa de la vida cotidiana, favorece el respeto y la tolerancia.
2.5.4. Mejorar los estilos comunicativos La base de la educación es la comunicación. Una buena comunicación facilita la madurez, la seguridad y la salud en los hijos. Pero existen dos formas de relacionarse con los otros cuando dialogamos: (1) relación de igual a igual y (2) relación desigual (uno se cree en posesión de la verdad). En la familia, tradicionalmente suele predominar una relación desigual, y es normal que el que se cree en posición de la verdad sea el miembro más adulto. ¿Significa esto que con los hijos hay que comunicarse siempre de igual a igual? En absoluto. Hay momentos y ocasiones en los que se ha de imponer la autoridad de los padres; sin embargo, un hogar educativo favorecedor del desarrollo y de la comunicación es aquél que permite y procura que todos sus miembros, cada uno con sus peculiaridades y responsabilidades, sean considerados sujetos activos y
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sientan la pertenencia a la unidad familiar como rasgo de identificación. En otras palabras, que todos sepan que se les va a escuchar y atender sus peticiones y a dialogar con ellos para aceptarlas cuando sean razonables o rechazarlas cuando no sean adecuadas o perjudiquen a algún otro miembro de la familia o al funcionamiento del conjunto familiar. Por ello es importante que los padres se esfuercen por adquirir habilidades de comunicación positivas; que aprendan las bases del diálogo. El diálogo significa el compromiso responsable de dar razones y solicitar razones al otro de las acciones que ejercemos en relación con el otro y de los sentimientos que expresamos uno al otro; el diálogo es fundamental para la convivencia (Escámez, García y Sales, 2002). El fundamento de la relación humana es la comunicación: que consiste en la transmisión de mensajes entre las personas. Una persona que tiene habilidades de comunicación es aquella capaz de entender a las demás y hace que las otras le entiendan a ella. El diálogo persigue la búsqueda de la comprensión del otro, del entendimiento con el otro y la elaboración y ejecución de proyectos en común. Los supuestos del diálogo son: el respeto a la dignidad del otro; la competencia para la comunicación; la veracidad y la buena voluntad de entenderse. Los padres que son buenos comunicadores resuelven mejor las situaciones problemáticas. Para que las familias sean más felices han de aprender a comunicarse mejor. Y ¿cómo podemos aprender a comunicarnos mejor? Quizá lo más sencillo sea eliminando los aspectos negativos de la comunicación. Si sabemos comunicarnos tenemos más probabilidades de solucionar los conflictos. Los mensajes no verbales son muy poderosos para comunicar sentimientos, preferencias o deseos y pueden confirmar o contradecir el mensaje verbal. Se entiende mucho mejor un mensaje cuando coinciden la comunicación no verbal y la verbal. Pensemos en la contradicción que podemos provocar en los hijos si les decimos, por ejemplo: “Yo te quiero” en un tono frío de voz, o “Yo siempre me preocupo por ti” y cogemos el teléfono inmediatamente para llamar a un amigo. Lógicamente se está enviando un doble mensaje y se puede provocar el recelo o la desconfian-
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za en las relaciones familiares. Son muchos los sentimientos que se pueden expresar sin palabras, tanto positivos (felicidad, alegría, cariño...) como negativos (disgusto, tristeza, enfado...). Algunas personas emplean expresiones no verbales positivas, pero dicen cosas negativas, o al revés. Esto provoca que la comunicación sea inconsistente y pueda crear confusión en el que escucha: “Llevas una camisa muy bonita”, con cara de desaprobación o “No, no te quiero nada”, con expresión de cariño.
2.5.5. A modo de conclusión Al igual que hay que sancionar aquello que hacen mal, también hay que valorar lo positivo de los hijos de forma explícita; hay que confiar siempre en que pueden hacer bien aquello que se propongan, evitando mensajes negativos o descalificadores. Si continuamente la decimos: “Eres tonto”...acabará creyéndose que es verdaderamente tonto.
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Concluyendo, ¿qué pueden hacer los padres?: ser modelo de sus hijos; procurar un clima de comunicación: instaurar el diálogo como dinámica de participación dentro del hogar; trabajar conjuntamente, desde pequeños, los mecanismos de resolución de conflictos y utilizar la negociación para ello; favorecer la independencia y autonomía de los hijos; ejercer control y autoridad a través de las normas y dirigir su educación; desarrollar actitudes prosociales y cooperativas dentro y fuera del hogar; educar en la responsabilidad, participar en la comunidad, colaborar en el proceso de escolarización y seguir su rendimiento escolar, dedicar parte del tiempo libre a los hijos y educar la autoestima, enseñándoles a valorar sus cualidades.
3. La familia y el desarrollo de la autonomía ética 3.1. Presentación El presente capítulo trata del papel que juega la familia en la construcción del desarrollo autónomo de los hijos e hijas y argumenta las razones por las que está dedicado a la autonomía. En él se defiende que el contexto familiar puede ser o bien un ámbito propicio para el desarrollo de la autonomía ética o bien un riesgo para la misma, por lo que se propone a los padres, en el caso de que opten por la autonomía, la aceptación de unos principios y de unas estrategias educativas que están referidos a la enseñanza de los valores morales, al ejercicio de la autoridad paterna y materna, el fomento del pensamiento crítico de los hijos, al aprendizaje del control emocional, a la existencia de unas normas de disciplina y a unas relaciones familiares basadas en el diálogo y en una convivencia democrática.
3.2. La familia y la dimensión ética de la persona. La familia es la realidad privilegiada y originaria en la que las personas nacen, aprenden inicialmente a resolver los problemas de su vida, desarrollan el núcleo básico de sus convicciones, de sus emociones y de
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sus conductas, o dicho de otra manera, el núcleo básico de su personalidad, o modo de ser, y aprenden las modalidades originarias con las que se perciben a sí mismas, con las que se relacionan con las otras personas y con las que interpretan los diversos elementos que constituyen el medio cultural al que pertenecen. Puede considerarse a la familia, pese a las diferencias que hay entre unas y otras, por razones culturales o de otro tipo, como un espacio educativo en sí mismo y presupuesto de todo otro espacio educativo. Afirmar que la familia es un espacio de construcción personal significa que todo aprendizaje básico tiene lugar en su seno. Como ya se comentó en el capítulo anterior, la familia es el primer contexto en el que se inicia el desarrollo cognitivo, afectivo y social; en ella se construye y reconstruye el modo de ser persona, las capacidades intelectuales, los sistemas de preferencias, los modos de comunicación afectiva, los patrones de juicio estético y, en fin, la imagen que se tiene de uno mismo y la imagen que se tiene del mundo en el que se vive.
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El carácter de realidad originaria de la familia, como espacio educativo, no le viene simplemente porque el sujeto haya aprendido en ella unas convicciones, unos modos de sentir o unas pautas de conducta, que son centrales para su vida presente o por venir, sino principalmente por ser el espacio de socialización más básico, primario y natural. El mundo de la vida familiar tiene un carácter originario porque establece las coordenadas desde las que cobra sentido y valor gran parte de los asuntos con los que la persona se tiene que ver en la vida cotidiana. Aunque la familia pueda plantearse como una referencia educativa más entre otras, no tiene el mismo valor que otras porque es la primera y más básica desde la que se han ido construyendo las otras. Es como un eje de coordenadas sin el que es difícil situar el resto de experiencias o vivencias del sujeto. La familia, como realidad viva, es un sistema complejo de relaciones, a veces conflictivas, entre sus miembros. Hoy se habla de crisis en la vida familiar, sobre todo en la vida conyugal. No puede mantenerse una imagen idílica de la familia como el ámbito donde las relaciones entre sus
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miembros siempre están presididas por la comprensión de unos hacia los otros, por el respeto de unos hacia los otros, por la tenencia de proyectos comunes de vida y por el amor. La realidad de la vida familiar no siempre es así. A pesar del carácter nuclear de la familia actual, sus miembros pertenecen a diversas generaciones (padres y/o madres, hijos e hijas, con edades muy diferentes a veces, abuelos y abuelas...) con una problemática propia para cada una de ellas y para la relación intergeneracional. Las necesidades sentidas por la pertenencia a generaciones distintas, la desigualdad de los papeles que se ejercen en el seno familiar por cada uno de los miembros, la diversidad de experiencias tenidas por cada cual y los proyectos de vida soñados por uno u otros hacen que las relaciones personales sean muchas veces conflictivas. Como lúcidamente se ha señalado (Vázquez, Sarramona y Vera, 2004) pueden generar tensiones, en la vida conyugal de los adultos, el autoconcepto y la autoestima personal y del otro, la percepción que se tenga de la competencia personal y del otro para afrontar los problemas familiares endógenos u originados por el entorno. También la ignorancia del otro y de sí mismo, la distorsión en la percepción del valor propio y del otro, los estereotipos y prejuicios de género, el lugar de control (o poder) ejercido por cada uno de los padres, los estilos de educación que tengan respecto a los hijos, la interpretación acerca de la causalidad del éxito y del fracaso en las relaciones familiares, en la crianza, en la profesión o en otros asuntos. Así mismo, aparecen tensiones, probablemente necesarias, en las relaciones de los padres y las madres con los hijos e hijas, sobre todo en la adolescencia y la juventud, puesto que la prole progresivamente inicia y profundiza el despegue de la seguridad referencial que le dan los padres, a la vez que empieza y desarrolla su propio vuelo vital, comenzando a realizar, de forma autoapropiada, la vida como proyecto personal. La realización de este proyecto presupone el crecimiento en libertad de los hijos e hijas, como experiencia personal, y el reconocimiento de los padres como “otros” que tienen sus propios proyectos, a veces difícilmente compatibles con los proyectos propios (Halstead, 2007). En uno y otro caso, en la vida conyugal y en las relaciones paterno-filiales,
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las situaciones de conflicto no son necesariamente negativas; más aún, si se gestionan bien, pueden ser una vía para el crecimiento en la madurez personal y para el robustecimiento de los vínculos familiares.
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En ese mundo complejo, y con frecuencia difícil, de relaciones interpersonales dentro de la familia, cada miembro de la misma tiene que ir desarrollando su autonomía, su proyecto de vida personal, el tipo de vida que quiere vivir porque le merece la pena. Y, en hacerlo así, consiste la dimensión ética de la identidad personal. La identidad de cada persona, el yo que cada uno es, se va configurando con lo que cada uno va decidiendo hacer, en las circunstancias y en las condiciones con las que se enfrenta en su vivir, además de lo recibido de la herencia genética de sus antepasados, y de lo recibido de la cultura a la que pertenece, mediado por la interpretación que de los elementos de esa cultura hace la familia. Las decisiones propias, más o menos condicionadas y arriesgadas, con las que cada uno ha ido esculpiendo su figura, o escribiendo su vida (la biografía personal), dan la dimensión ética de su personalidad. La libertad ejercida por cada uno está a la base de su moralidad, puesto que de las decisiones que toma, en un sentido u otro, se derivan consecuencias y se le pueden pedir cuentas, es decir, tiene que justificarlas ante sí mismo y ante los demás. Por esta característica de la acción humana se ha dicho que la persona es estructuralmente moral, quiéralo o no.
3.3. ¿Por qué el desarrollo de la autonomía ética? El desarrollo de la autonomía ética hay que entenderlo como lo que empuja a autogobernarse, a aprender a cuidar de uno mismo, a ocuparse del mundo para hacerlo un lugar habitable y a acoger al otro (Bárcena, 2004). La autonomía personal no significa otra cosa que regirse por el propio pensamiento y por las propias decisiones en los asuntos que a uno le conciernen o le importan. La autonomía personal consiste en conducir uno su propia vida, de acuerdo a sus convicciones y a sus proyectos de
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vida. La autonomía, por lo tanto, es el autogobierno o señorío sobre uno mismo. Tal autogobierno se consigue sólo si el sujeto tiene pensamientos propios, de los que puede dar cuenta o justificar, y sus pensamientos no son impuestos por otros, desde fuera; y, también, la autonomía requiere que el sujeto tome sus propias decisiones sobre los asuntos que le afectan y no tome sus decisiones al dictado de las presiones de otros o al dictado de las pasiones propias, porque no puede dominarlas. La autonomía moral significa, por tanto, que el sujeto decide y actúa de acuerdo a su conciencia, superando las presiones o dificultades que le impongan desde fuera o superando las dificultades y obstáculos que puede encontrar en la fuerza de sus pasiones o en la debilidad de su voluntad. La autonomía se ha constituido en la clave para diferenciar a una persona madura éticamente de aquella que no lo es. La persona inmadura es aquella que la razón de lo que debe hacer, de su deber, la encuentra en la norma o criterio que otras personas establecen. Hay varias razones para tomarse en serio el desarrollo de la autonomía ética de cada uno de los miembros de la familia. La primera de ellas está en que así se reconoce y se respeta la dignidad de cada uno como persona. La dignidad de la persona consiste en su condición de agente capaz de dirigir su vida, es decir, en la capacidad de encontrar la verdad por sí misma y en la capacidad de dirigir su vida según principios morales. De ahí que cada persona tenga dignidad y no precio, de acuerdo a la conocida expresión Kantiana. La dignidad, pues, consiste en esas capacidades que comparten todos los seres humanos, al menos potencialmente. Ese potencial, y no lo que cada persona haya hecho de él, es lo que merece respeto aun para aquellas personas que, debido a circunstancias diversas, son incapaces de actualizar tal potencial como es el caso de los bebés, de las niñas y niños con pocos años, de ciertas personas con minusvalías mentales o personas enfermas en estado de coma. El reconocimiento de la dignidad humana, en cualquier persona, implica el respeto a su conciencia, a su intimidad y a sus características diferenciales, así como el rechazo a toda forma de violencia sobre ella y
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a toda clase de instrumentación de la misma. El descubrimiento de la humanidad en cada una de las personas significa reconocer su dignidad como una cualidad valiosa que le pertenece. La dignidad de cada una de las personas, el acercamiento individual que hace a la verdad y la dirección que imprime a su vida y a la construcción de su personalidad, hace de cada sujeto humano un ser único e irrepetible. El reconocimiento y el respeto a la dignidad humana de toda persona, de cualquier persona, como alguien insustituible, necesariamente tiene que conducir al cuidado por ella así como al cuidado propio como tarea y desvelo.
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La segunda razón para el desarrollo de la autonomía está en que así se genera una ética del compromiso personal. El sujeto promete a sí mismo el ajuste de los actos que vaya realizando a las exigencias de lo que ha elegido en conciencia como norma o criterio de su deber. La apelación a la conciencia personal no es apelar a una interioridad desconectada del medio ambiente y de las relaciones interpersonales y sociales. El compromiso, además de con uno mismo, le vincula con los demás, puesto que con ellos convive y a ellos afectan las consecuencias de sus actos u omisiones. La implicación y el compromiso personal con los demás y con el medio ambiente es central en la ética, puesto que el sujeto humano sin el otro, sin las relaciones éticas que le vinculan al otro, no se entiende como sujeto moral. Es esta dependencia que le ata al otro u otros, la necesidad de responder a los demás y de los demás la que le libera de su ensimismamiento y le otorga la dimensión moral (Ortega, Touriñán, Escámez, 2007). La tercera razón se puede formular así: el desarrollo de la autonomía va directamente centrado al proceso de hacerse a sí mismo, que es el proceso central de la educación. El crecimiento de un sujeto como persona se orienta fundamentalmente en tres direcciones: en el pensamiento, en los sentimientos y en la autonomía de las decisiones y de las acciones. Por ello educar, educarse, es algo más que provocar y acumular experiencias de aprendizaje; la educación consiste en la adquisición por el
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individuo de nuevos modos de ver e interpretar la realidad, toda la realidad en la que vive: sólo aquellas experiencias que se abren al campo de lo real y que se aprenden crítica y direccionalmente tienen ese potencial antropogénico y educativo (Vázquez, 2003). El aprendizaje más importante en la educación, al que tenemos que prestar atención, es el aprendizaje que mejora los niveles de la conciencia y de la autonomía (Sanvisens, 1983). Martín y Puig (2007) han señalado algunos de los aspectos más importantes que intervienen a la hora de hacerse a sí mismo: a) la toma de conciencia de sí mismo o el desarrollo de capacidades para obtener información de la propia persona; b) la clarificación personal o la adquisición de una mayor transparencia respecto a los propios sentimientos, deseos, motivos, necesidades y razonamientos; c) la integración de las experiencias biográficas y proyección hacia el futuro o el reconocimiento, asumir y dar sentido al pasado es condición fundamental de una personalidad ética madura, así como construir horizontes de futuro que permitan integrar las nuevas experiencias; d) la capacidad de autorregulación o el mantenimiento de un comportamiento coherente con lo que se piensa; y d) la autonomía personal o la capacidad de mantener conductas orientadas por los propios pensamientos y valores, y no ceder ante la presión externa o la presión interna.
3.4. La vida familiar como fuente de reconocimiento ético y como riesgo para la autonomía La unidad narrativa de la vida de cada uno se inicia en la familia, una referencia permanente en los procesos de identificación personal y de reconocimiento como ciudadano. El niño nace dentro de la institución familiar: la familia es la primera estructura de acogida. Al nacer, el ser humano aparece como alguien absolutamente frágil e inofensivo, que tiene que aprender todo lo necesario para convivir con sus semejantes. Debe aprender los signos que le envuelven, los ritos propios de su comu-
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nidad, las costumbres y los valores de su entorno. En definitiva, un universo simbólico que le es transmitido a través de las historias que le cuentan y en las que se educa y forma su identidad. Este universo le es proporcionado sobre todo a través de la lengua materna, la cual permite organizar y dar sentido a su mundo. Esta lengua materna no es siempre, y en todo momento, un lenguaje proposicional (conceptual) ni las historias y relatos tejidos por ella, relatos históricos. La lengua materna abre al niño el universo de la ficción que le permitirá enfrentarse a la contingencia, esto es, al sufrimiento, al sentido de la vida, al mal, a la muerte (Bárcena y Melich, 2000). Por ello, cuando la referencia familiar ha funcionado bien, el sujeto ha construido una identidad personal adecuada y unas experiencias positivas como sujeto de derechos, como agente de participación y como miembro integrado en la comunidad familiar y ciudadana. Cuando la referencia familiar no ha funcionado o ha funcionado mal, se han producido deficiencias en la identidad personal y en la integración familiar y ciudadana.
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La importancia de la familia es tal que cuando se quieren precisar los niveles más básicos y originarios de la identidad ética se acude necesariamente al papel que el sujeto ha desempeñado en ella; es decir si en ella se ha sido alguien y cómo se ha sido, si en ella ha desarrollado una u otra identidad y cómo se ha generado (Ricoeur, 2004; Domingo 2006). El clima ético de la familia es fundamental para la interpretación de la moralidad de sus miembros y para la educación moral de los mismos. Los sujetos están tan inmersos en sus medios familiares que poco se puede hacer para educarlos sin convertir tales medios en objeto de estudio, en espacios de intervención y quizás en lo que debe transformar la educación. En la medida que el medio está tan pegado al sujeto que en cierto modo es ya sujeto, cabe educar al medio para educar al sujeto. La educación moral es construcción de la personalidad moral y construcción del medio en el que se forma tal personalidad (Puig, 2003). El medio familiar es ambivalente, puesto que puede ser tanto fuente de moralización como un peligro para la autonomía moral.
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3.4.1.¿La familia, espacio de identidad e identificación? Como se comentó en el capítulo anterior, la familia es el espacio en el que se empieza a descubrir y construir la propia identidad desde las narraciones que se reciben. En la vida familiar se empieza a distinguir, a clarificar y a diferenciar todo lo que rodea al sujeto. No es sólo un espacio lógico desde el que se conoce, sino también, y prioritariamente, un espacio existencial desde el que se afronta el mundo. No viene mal recordar en este apartado que cuando hablamos de identidad personal se hace referencia a la consideración que el sujeto tiene de él mismo como único y diferente. La identidad implica, por tanto, tener un concepto global de uno mismo (autoconcepto), quién soy yo, y una valoración positiva o negativa de sí mismo. El concepto que el sujeto se forma de sí mismo y la valoración que se otorga depende de la aceptación, tal y como es por la familia, de la riqueza afectiva que haya en las relaciones familiares y de la existencia de unos esquemas de normas y valores que le ofrezcan seguridad. Si los miembros de la familia se sienten aceptados, queridos y apoyados y, además, tienen unos esquemas estables de normas y valores, probablemente adquirirán una identidad personal rica y equilibrada. Si faltan la aceptación, la afectividad positiva y los esquemas normativos y valorales de referencia, entonces probablemente tendrán una baja autoestima (Altarejos, Martínez, Buxarrais y Bernal, 2004). Según la tipología de familias españolas, elaborada por el sociólogo Javier Elzo, en el seno del modelo de familia “familista” se reconoce su capacidad para tener en cuenta las opiniones de los hijos para la toma de decisiones y, aunque esta familia tiene capacidad también para transmitir los valores de los padres, existe la duda de si tales valores son verdaderamente apropiados por los hijos, puesto que no han pasado por la duda y la discusión que es cuando la socialización en valores adquiera consistencia y la autonomía ética se hace más fuerte. Frente al tipo anterior, J. Elzo (2002, 2003) presenta el tipo familiar, al que llama familia “conflictiva”. Elzo se inclina a pensar que si bien los
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conflictos pueden estar inmediatamente ocasionados por el comportamiento de los hijos, su raíz, en no pocos casos, está en los propios padres, pues presentan un universo de valores muy distante al mayoritario en los hijos, además de una rigidez en sus propias concepciones de la familia, con una delimitación de estatus y de papeles paternos y filiales excesivamente envarados. En tal clima de relaciones, los hijos tienden a adoptar valores y comportamientos y a construir su identidad por oposición a los valores dominantes en sus padres.
3.4.2.¿La familia, espacio de reciprocidad?
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También se dice que la familia es el espacio más adecuado en el que el sujeto se reconoce a la misma vez que descubre al otro, se descubre ante el otro y junto al otro. El reconocimiento familiar parece lo más apropiado para las relaciones mutuas y la reciprocidad; y el hogar familiar el lugar más adecuado. Habitar en el hogar es mucho más que disponer de un espacio físico que hace posible la convivencia, es disponer de un tiempo significativo que se comparte, un tiempo trenzado por relatos, narraciones e historias compartidas. El hogar familiar no es sólo un lugar en el que se está, sino un lugar al que se pertenece y en el que se siente uno a gusto, puesto que es un lugar para la intimidad a la misma vez que para la interacción con los más próximos. La reciprocidad, tan importante para la vida moral (Levinas, 2004), es el descubrimiento de uno mismo, como único y diferente, a la vez que el reconocimiento y el respeto del otro, también como único y diferente. Sólo así es posible el reconocimiento de las otras personas con su propia dignidad, con sus propios fines e intereses, y no como medios. Pero ese reconocimiento, respeto y compromiso con el otro en lo que consiste la reciprocidad es un bien escaso. En la tipología familiar, antes mencionada, Javier Elzo (2002, 2003) habla de un tipo de familia predominante en España, la familia “nominal” en la que las relaciones de padres e hijos pueden ser calificadas, con toda propiedad, como de coexistencia pacífica más que de convivencia participativa. Cada miembro de
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la pareja espera del otro el compromiso por resolver los problemas o ambos lo esperan de la escuela o de los amigos de los hijos o de cualquier otra instancia. En ese tipo de familia, falta consistencia o una mínima estructura referencial de valores y normas en las que educar. Es en este modelo en el que se piensa, y con toda razón, cuando se habla de la incapacidad de la familia actual de educar en valores. Basándose en este modelo resulta difícil la construcción de la identidad, ya que no hay referencias claras, no tiene orientación acerca de la forma de afrontar los conflictos que, sin duda, se les presentarán en su proceso de construcción personal.
3.4.3. ¿La familia, espacio de diferenciación? La familia es fuente de reconocimiento porque en ella el sujeto se singulariza, se diferencia, empieza a descubrir lo que es más propio de cada uno de lo que es propio del padre, de la madre, del hermano o de la hermana, de los abuelos o de cualquier otro miembro de la familia. La familia parece el espacio más adecuado para aprender que el proceso de diferenciación personal de papeles y opciones no es un proceso de separación o ruptura con una relación de mutualidad e igualdad en derechos. Sin embargo, nacer y vivir en un ambiente familiar determinado de ninguna manera implica un ejercicio de diferenciación de opciones, un ejercicio de libertad. Se trata de una situación que sólo se puede asociar con la libertad si se dispone de oportunidades de optar por unas alternativas u otras. La libertad no se puede disociar de la oportunidad de elegir, al menos de poder considerar la forma de ejercer una opción u otra. El aspecto medular de la libertad es la capacidad de las personas de vivir como desearían hacerlo y de contar con oportunidades aceptables para evaluar entre opciones. También J. Elzo (2002, 2003) habla de otro tipo de familia, la adaptativa, en el que sitúa a los nuevos e incipientes modelos familiares de los
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que hablan los sociólogos de la familia. Como ya vimos, se trata de un tipo de familia que busca la adaptación a los nuevos papeles del hombre y de la mujer, al protagonismo de los hijos que vienen pidiendo autonomía para crear su universo de valores, y que también pretenden libertad en el uso y disfrute del tiempo libre al par que acompañamiento (discreto y efectivo) de los padres. Unos hijos que están pidiendo llevar esa autonomía en sus relaciones con los demás, pero sin ser totalmente independientes del hogar familiar de origen, el de sus padres. Se trata de una familia con buena comunicación entre padres e hijos, con capacidad de transmitir valores y opiniones, abierta al exterior y en la que las opiniones de los hijos son particularmente tenidas en cuenta. La preocupación por los hijos, los intentos de diálogo, la implicación en todo lo que sucede más allá de los muros familiares hace pensar que hay una transmisión estructurada de valores y, cuando las cosas vayan bien, una probabilidad alta de que los hijos tengan una autonomía moral y una madurez como ciudadanos.
84 3.4.4.¿La familia, espacio de capacitación personal? La familia es fuente de reconocimiento, puesto que la singularización y la personalización son procesos de capacitación, procesos de selección y apropiación de posibilidades que modulan la capacidad de obrar. En este sentido, la vida familiar puede desempeñar un papel importante en las nuevas éticas del desarrollo que ponen el acento en las capacidades de las personas. Si las éticas del desarrollo van a desempeñar un papel central en la futura sociedad civil, no lo podrán hacer sin contar con el protagonismo de las familias. Como ha señalado A. Sen (2000), la distribución desproporcionada o no equitativa o de falta de expectativas y recursos dentro de las familias, según sea hijo o hija, genera una desigualdad en capacidades reales. Y como un aumento de las capacidades de una persona para vivir tiende normalmente a aumentar su capacidad para generar ingresos, también la familia puede generar una desigualdad en los ingresos de los hijos.
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Los mecanismos de reparto dentro de la familia vienen dados, en gran medida, por las convenciones existentes y los sistemas de valores de la familia que, hasta ahora, han sido favorables a los varones. Existen abundantes pruebas de que cuando las mujeres consiguen las oportunidades que se reservan normalmente a los varones, sacan provecho de las mismas de modo similar a como lo hacen los varones. Hasta el punto es así que “La consecución de los objetivos de Desarrollo del Milenio pasa por la mejora de las capacidades de la mujer y el aumento de la igualdad entre los géneros” (PNUD, 2003: 86).
3.5. El clima ético del contexto familiar y la formación de la autonomía Como se ha tratado de mostrar en los párrafos anteriores, el contexto familiar es un espacio privilegiado de educación, de reconocimiento como sujetos morales de unos miembros por otros, y de riesgos para el desarrollo de personas autónomas. Los padres que quieran que sus hijos alcancen la madurez como personas y como ciudadanos conviene que se apliquen con interés a desentrañar los caminos que llevan a esa meta (Gervilla, 2003) y también que se apliquen a conocer las estrategias educativas más oportunas para que las oportunidades de crecimiento no se conviertan en riesgos de un infantilismo ético prolongado en los años de su juventud y de su vida como adultos. Aunque parezca trivial, la primera cosa práctica que han de saber los padres sobre los hijos e hijas es que los años transcurren también para ellos o ellas y saldrán fuera, a la calle, a la intemperie. Como hemos advertido, siguiendo a Elzo, la familia española, en su mayoría, no tiene gran capacidad de socialización a la hora de configurar en los hijos esquemas referenciales sólidos de valores, suficientemente estructurados, apropiados, defendidos y legitimados. Si ello es así, y no están bien entrenados en caminar por sí mismos, serán veletas conducidas por unos u otros. Si en el hogar familiar se ha cultivado el infantilismo, tendremos hijos e hijas dependientes de la influencia de los amigos y de otras instancias.
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Seamos realistas. A pesar de la exaltación actual, la niñez y la juventud son por definición unas categorías destinadas a no seguir siéndolo. En unos pocos años, antes que se tenga conciencia de ello, los hijos e hijas se habrán hecho mayores. La tarea importante en la educación del niño y del joven es aprender a aprender; cuando es realmente capaz de hacerlo es adulto, una persona apta para la autoeducación. ¿Apto, pero para qué, exactamente? No se sabe. El adulto es capaz de pensar por sí mismo, lo que equivale a afirmar que se ignora lo que pensará. Capaz de ser responsable, lo que quiere decir que se ignora cuál será su elección. La tentación de los padres, y quizás sobre todo de los mejores, es negar esa incertidumbre, querer fabricar adultos de los que sepan con seguridad lo que pensarán y querrán; es decir, fabricar no adultos (Reboul, 1999). Pues el verdadero adulto, objetivo de la educación, siempre se escapa alguna vez. Ese es el meollo y el enigma de la educación.
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La formación de la autonomía de los hijos es un problema para todos los padres que son conscientes y responsables: ¿hasta dónde permitir...?, ¿hasta qué hora dejar...?, ¿qué hacer cuando...? Desde que el niño o la niña nace, se le pretende configurar de una cierta manera. Aunque pueda parecer una expresión dura, el proceso de la educación puede decirse que es un proceso de cierta violencia sobre el hijo o la hija, no física por supuesto, para que siga unos cauces, más o menos rígidos, prescritos por una cultura y mediados por la familia. La acción educativa de los padres, serios y responsables, se produce para que los hijos se socialicen y adquieran todo el patrimonio cultural con el que van a constituir su propia identidad personal. ¿Cómo compaginar la educación en unos valores, normas, costumbres o creencias, etc., que los padres defienden, con la autonomía ética de los hijos?, ¿cómo compaginar las convicciones éticas de los padres sobre lo que es correcto, ante una determinada situación, con dejar que los hijos e hijas descubran por ellos mismos, si alguna vez lo consiguen, lo que ellos o ellas deben de hacer en una situación semejante?, ¿no tienen el peligro de promover una dependencia moral del hijo o de la hija, una
La familia y el desarrollo de la autonomía ética
dependencia de la autoridad que pueden tener o una dependencia de las costumbres sociales que los padres han aceptado? Ciertamente este tipo de cuestiones ni son fáciles de responder, ni dejan de ocupar los pensamientos, a veces angustiosos, de los padres. Para los autores que escribimos este libro, la educación en unos valores morales concretos no está reñida con la autonomía moral de los hijos e hijas. No solamente que no están reñidos, sino que la educación en ciertos valores, los morales, el ejercicio de la autoridad y una cierta disciplina promocionan la autonomía de los hijos e hijas, como se expondrá más adelante. Kant, el mayor impulsor filosófico de la autonomía ética, en sus escritos pedagógicos, Pedagogía (1983), dice que los primeros esfuerzos educativos de los educadores, de los padres, tienen que dirigirse a la formación del niño o niña de acuerdo con las normas de la sociedad. Hay que formar a los niños en el sentido del deber: que hay ciertas normas que deben ser respetadas; que hay tiempos para la diversión, para el trabajo, para el sueño que deben ser cumplidos; que ciertas normas o mandatos para convivir deben ser satisfechos. El niño o la niña, desde su infancia, tiene deberes como niño que han de ser inculcados como tales deberes. Así, el niño aprenderá a respetar el deber, a actuar según el deber. Si realizan ese aprendizaje, los niños estarán preparados para respetar las normas morales que, a lo largo de su maduración psicológica, se le manifestarán en su conciencia. Si no se le forma así, difícilmente será respetuoso con esas normas y, por tanto, no alcanzará la autonomía ética, la disposición de actuar por respeto a su propia conciencia. La formación del carácter o modo de ser, de acuerdo a unos valores éticos, es una preparación necesaria para la autonomía. Lo que hay que cuidar, y a lo que es fundamental que se preste atención por los padres, es que la enseñanza o inculcación de tales valores esté avalada por explicaciones razonables que pueda entender el niño. Esto es de la mayor importancia para que la formación moral del carácter no haga niños sumisos, sino que les prepare para su autonomía. La clave está en entrenar al
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niño en pedir y dar explicaciones, en potenciar, en todo el proceso de su educación, sus capacidades para expresar y recibir ciertas explicaciones. En definitiva, dicha clave radica en que progrese en racionalidad. La autonomía o madurez ética se puede ir adquiriendo con la maduración psicológica y unas adecuadas estrategias, que se expondrán más adelante, pero tal autonomía no es posible alcanzarla si el niño, en sus primeros años, se desenvuelve o respira un clima inmoral en la familia o si no se va entrenando en analizar las cuestiones o problemas de la vida ordinaria desde la perspectiva moral (Ortega y Mínguez, 2003). Hasta las posiciones teóricas más inflexibles sobre la no enseñanza o no inculcación de valores éticos concretos, como las primeras formulaciones de Kohlberg (1981), le dan una gran importancia al clima que se respira en la familia
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A los niños hay que educarlos como tales, no como adultos. Pero necesitan ser entrenados en el respeto y en la promoción de unos valores morales para que posteriormente sean capaces de alcanzar la autonomía moral. Si en lugar de la autonomía moral son dependientes moralmente, probablemente es que los padres se hayan equivocado de estrategia educativa. La educación moral, como la educación en cualquier otra dimensión de la persona, puede ser bien o mal conducida.
3.6. Los valores éticos que los padres tienen que atender con especial cuidado El universo de los valores es muy rico y hay muchos tipos de valores y, sin embargo, cuando hablamos de valores tendemos a pensar en valores como la libertad, la igualdad o la solidaridad, es decir, en los valores éticos. Además de los valores éticos, hay valores biológicos como la salud, sociales como la cortesía, económicos como la posesión de una vivienda digna, políticos como el debate público sobre lo que conviene a los ciudadanos, intelectuales como la adquisición de conocimientos, la creatividad o el pensamiento crítico; también hay valores estéticos como
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la elegancia o la belleza (Escámez, García, Pérez y LLopis, 2007). Hay otros valores, que tampoco son éticos, y que, sin embargo, son fundamentales para las personas, y para diferenciar a una cultura de otra, y a una familia de otra, como los valores referidos al sentido de la vida y los valores religiosos. Una cultura se diferencia de otra por la presencia de unos valores u otros, pero fundamentalmente por el orden de preferencia que sus miembros dan a un tipo de valores sobre otro tipo de valores; igualmente sucede con las familias. Así hay familias en las que los valores económicos son los prioritarios mientras que, en otras familias, sus miembros conceden más importancia al cuidado de la naturaleza, a la adquisición de conocimientos o a la religión, por ejemplo. Ciertamente al cuidado de los padres está el niño o la niña como totalidad y en todas sus posibilidades de desarrollo humano, no sólo en sus necesidades inmediatas. Naturalmente, primero está el cuidado de lo corporal, que quizá sea incluso, al comienzo, lo único; pero después van añadiéndose más y más cosas, todas aquellas que en cualquier sentido caen bajo el concepto de educación (capacidades, comportamiento, relaciones sociales, conocimientos, sentimientos), cosas por las que hay que velar en la formación y que han de ser promovidas en las hijas e hijos. Y, junto a todo ello, si es posible, la felicidad. En una palabra, el padre y la madre tienen que velar para que los hijos e hijas adquieran el mayor desarrollo posible como seres humanos y, por tanto, para que adquieran toda clase de cualidades valiosas, toda clase de valores, puesto que son cualidades dignas de ser estimadas. Entre las cualidades dignas de estima las hay muy importantes, pero no puede exigirse su presencia en los hijos e hijas para que estén a la altura de la dignidad humana. Es cierto que los padres estiman la salud de los hijos e hijas, pero no pueden exigirles que tengan salud. Y que tengan conocimientos científicos, ¿pueden exigirlo? Ciertamente les gustaría que los tuvieran pero, si se esfuerzan y no los alcanzan, no pueden obligarles a tener esos conocimientos. Tampoco se puede exigir a un hijo o hija que sea creyente, aunque la fe en Dios sea el supremo valor del pa-
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dre y de la madre. La felicidad, tan importante para la vida de las personas, tampoco se puede exigir a los hijos ni a nadie; la infelicidad de ellos es una situación lamentable, que probablemente haga también infelices a los padres, pero exigirles, además, que sean felices es una crueldad. Sin embargo, pueden exigirles que respeten las ideas de un hermano o del abuelo; como ellos pueden exigir a los padres que no impidan por la fuerza la decisión sobre lo que quieren que sea su vida. Podemos exigir al gobierno que nos reconozca los mismos derechos que tienen los otros ciudadanos de este país. A cualquier persona, podemos exigirle que no nos quite la vida. El respeto a las ideas y convicciones propias, la libertad para decidir uno sobre sus propios asuntos, la igualdad en derechos como ciudadano, el respeto a la vida sí son exigibles a las personas e instituciones con las que nos relacionamos.
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La característica fundamental que tienen los valores morales es que se pueden exigir en las relaciones de una persona con otra; podemos exigir su presencia también en las instituciones sociales y, si no se da tal presencia, esas relaciones entre personas o entre instituciones y personas no están a la altura de la dignidad humana. Una comunidad política que no respeta la libertad de opinión y creencias de sus ciudadanos, o un gobierno que administra arbitrariamente el poder, o la persona que miente siempre impiden la calidad de vida y de relaciones sociales a la altura de la dignidad humana. Los valores éticos más importantes son la libertad, la igualdad, la solidaridad, la tolerancia o respeto activo al otro, la participación, la paz y la responsabilidad. Son los valores de la ética civil. Tales valores deben estar presentes en las relaciones entre los miembros de la familia y entre las demás personas; y deben presidir las relaciones de las instituciones sociales con las personas, las relaciones de unas comunidades humanas con otras y las relaciones de las personas con las instituciones. En cuanto exigibles, los valores éticos están ubicados en la categoría de la justicia, que, para algunos, es el principio moral por excelencia, y son manifestaciones de la dignidad de la persona. A esos valores los padres tienen que prestar un cuidado especial.
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3.7. Estrategias educativas para la promoción de la autonomía ética de los hijos Los padres que desean la autonomía o madurez moral de sus hijos, que desean que su prole vaya conformándose progresivamente como personas adultas, tienen que asumir ciertos principios de actuación, además de seguir ciertas pautas educativas. El primer principio que tienen que asumir los padres es que las relaciones con los hijos no pueden estar basadas en el ejercicio del poder sobre ellos, sino más bien en una relación afectuosa basada en el diálogo, la persuasión y la comprensión. Con frecuencia se confunde el poder con la autoridad, y son dos cosas bien distintas. El poder es la capacidad de mandar o imponer algo a los hijos. La autoridad es el prestigio que se tiene ante los hijos, puesto que ellos reconocen en los padres ciertas cualidades. Los padres que quieran promover la autonomía de los hijos tienen la obligación de ejercer la autoridad, tienen la obligación de ser excelentes en aquello que consideran que los hijos deben alcanzar, pero nunca ejercer la imposición. Hay que tener presente que nadie aprende valores por la fuerza y que los padres son escaparates de exposición para los hijos e hijas. La autonomía ética o gobierno de uno mismo, de acuerdo a la propia conciencia, también obliga a los hijos a buscar por ellos mismos la verdad, los fundamentos racionales de lo que es bueno y correcto. Si esto es así, los padres tienen que fomentar en sus hijos el pensamiento crítico, la capacidad de analizar por ellos mismos la verdad de lo que otros les dicen y la rectitud moral de las propuestas que se les hacen. Por tanto, un segundo principio que los padres tienen que asumir es la veracidad o coherencia entre lo que piensan, dicen y hacen. De lo contrario, se corre el riesgo de que los hijos descubran convicciones poco fundamentadas o comportamientos que no responden a las convicciones que dicen tener. El señorío o gobierno de uno mismo también requiere que los hijos vayan adquiriendo competencias para actuar en público según sus convicciones, no dejándose avasallar o asustar por las presiones externas, cuando sean irracionales o inadecuadas. Si también se admite esto, los
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padres tienen que fomentar en sus hijos la capacidad para el debate y para gestionar los conflictos. Nada pasa si hay situaciones de conflicto en la familia; hay un verdadero problema cuando nadie se atreve a aflorar el conflicto que roe las entrañas de la vida familiar. Tiene que verse el diálogo y el debate con los hijos, aunque a veces sea conflictivo, como una oportunidad para su crecimiento ético y para su participación posterior en la vida de la sociedad. De ahí, que un tercer principio a asumir sea la presencia de unas relaciones flexibles y democráticas en la familia.
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La autonomía moral tiene el enemigo más peligroso en el propio sujeto, por la dificultad de dominar las propias pasiones cuando son irracionales o inadecuadas. Como se ha dicho tantas veces: “hago lo que no quiero” y “no hago lo que quiero”. La autonomía moral requiere la adquisición de una voluntad fuerte, hoy se dice una capacidad de autocontrol notable, para actuar de acuerdo a lo que uno ha concluido que es su deber. El fomento del autocontrol y el cultivo de la disciplina en el medio familiar no están de moda hoy y, sin embargo, son principios educativos que hay que aceptar y defender. Por último, la autonomía o madurez ética siempre dice referencia a los demás. La vida moral no es un asunto privado, individual, sino que los comportamientos humanos tienen una dimensión moral en tanto en cuanto afectan a la vida de los otros y de la naturaleza. Las acciones humanas tienen una dimensión ética porque de ellas se generan consecuencias que repercuten de un modo favorable o de un modo desfavorable en el propio sujeto, en las demás personas y en el mundo que habitamos. Si esto es así, los padres que quieren hijos adultos tienen que fomentar en los hijos e hijas la participación en los asuntos comunes de la familia y de la sociedad. Hay una preocupación generalizada y excesiva por uno mismo. Quizás la característica que más llama la atención de nuestro tiempo es el excesivo individualismo; de tanto querer ser uno mismo se está perdiendo una rica identidad personal; esa identidad personal que se adquiere con la participación en los valores, en los proyectos y en las realizaciones de la sociedad a la que se pertenece. Los padres tienen que aceptar también el principio de participación: que sus hijos e
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hijas se comprometan con lo público, con los asuntos comunes. Si los hijos no tienen oportunidades de ejercer papeles activos en los asuntos públicos, oportunidades de ser actores y no simples receptores pasivos de las decisiones de otros, no alcanzarán la autonomía ética. Quedan así anunciadas las principales estrategias (Escámez, 1998) que pueden seguir los padres para la formación de sus hijos e hijas como personas con autonomía ética: La enseñanza de los valores éticos, el ejercicio de la autoridad, el fomento del pensamiento crítico, el aprendizaje del autocontrol, el aprendizaje de normas de disciplina, las relaciones basadas en el diálogo y en una convivencia democrática.
3.7.1. La enseñanza de los valores éticos La primera estrategia a seguir por los padres es la enseñanza a los hijos e hijas de los valores éticos de la dignidad de la persona, de la justicia, de la libertad, de la igualdad, de la solidaridad, de la tolerancia o respeto activo, de la participación, de la paz y de la responsabilidad. Son los valores básicos que toda persona, todo hijo e hija, debe poseer para que no se manifieste en ella o él una deficiencia de humanidad. Son los valores que tienen que estar presentes en las relaciones de los miembros de la familia para que pueda decirse que hay un clima ético en la misma. Son los valores que están en la base de los derechos humanos: el valor de la dignidad humana es el gran tronco que sustenta todos los derechos humanos, el valor de la libertad se desglosa y concreta en los derechos humanos civiles y políticos, el valor de la igualdad se concreta y desglosa en los derechos humanos sociales, el valor de la solidaridad se concreta y desglosa en los derechos humanos a un medio ambiente sano, a la paz y al desarrollo de las capacidades personales y de las capacidades de los pueblos. Los padres no deben tener problema en enseñar estos valores a sus hijos, en adoptar una posición fuerte en su defensa y legitimación, así como no deben tener problema en adoptar una postura clara en la desligitimación de toda idea o conducta que ataque a la dignidad de la perso-
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na, de la esclavitud, de las desigualdades y exclusiones en derechos, de la insolidaridad, de la injusticia, de la intolerancia y falta de respeto, de la guerra, de los obstáculos a la participación en los asuntos comunes y de la irresponsabilidad. Bien es cierto que las posiciones tienen que ser argumentadas de acuerdo al desarrollo cognitivo de los hijos, pacientes y dialogadas (Buxarrais y Zeledón, 2004); tienen que comprender que sus hijos e hijas están en proceso de formación y reconocer que serán capaces de encontrar la verdad por ellos mismos. Probablemente muchos padres considerarán más importantes otros valores como la felicidad, la religión, el trabajo, el estudio, el desarrollo de los conocimientos, etc. También a esos valores conviene que dediquen sus esfuerzos, pero han de tener presente que no pueden exigírselos a sus hijos, mientras los valores éticos sí son exigibles y necesarios para alcanzar la madurez ética.
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¿Cómo enseñarlos? En primer lugar, hay que dar a conocer a los hijos el significado de cada uno de esos valores; por ejemplo, no es lo mismo ser tolerante con un compañero que pasar de él porque no importan sus ideas, sus creencias o sus conductas. Sobre el significado de los valores éticos hay un gran desconocimiento, aunque por fortuna cada vez hay mejores libros al alcance de todos los padres. En segundo lugar, hay que enseñar a los hijos que los valores éticos o la falta de valores éticos se hacen presentes en muchas situaciones de la vida familiar o de la vida de la gente próxima a la familia; es conveniente que si hablamos de igualdad en derechos pongamos ejemplos de los derechos de los hermanos o de los padres o de los abuelos referidos al dinero, a los estudios, a las tareas de la casa. En tercer lugar, los padres tienen que mostrar estima y aprecio por los valores e impulsar a los hijos a que tengan esos mismos sentimientos; en la vida ética tienen que darse la mano los sentimientos con las razones; nadie presta un servicio de ayuda a un enfermo grave, un día y otro, sólo por razones, si no hay un compromiso de afectos o sentimientos. En cuarto y último lugar, los valores éticos se aprenden practicándolos y los padres harán bien en organizar situaciones y momentos en la familia para que los hijos vayan ejercitando aquello que se dice estimar y
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que vale la pena. Se aprende a ser pianista, ejercitando el piano; a ser libre, ejercitando la libertad; a ser justo, haciendo actos de justicia.
3.7.2. El ejercicio de la autoridad por los padres Como se ha dicho anteriormente, las relaciones en algunas familias están basadas en el poder o en el control de los padres. Cuando esto es así, los hijos e hijas suelen rechazar los valores éticos de los padres y, por reacción, asumen lo contrario de lo que los padres consideran como correcto o bueno. Esos son los datos que parecen obtenerse en las investigaciones sociológicas sobre los valores familiares. Por tanto, no es razonable la imposición coactiva a los hijos de los valores o, dicho en otros términos, no es razonable la enseñanza de valores desde relaciones de poder entre padres e hijos. Sin embargo, esas investigaciones también dicen que los hijos necesitan que el entorno familiar, los padres preferentemente, den referencias claras y consistentes sobre los valores que son dignos de estima (Rodríguez y Megías, 2005). Tales referencias consistentes de valores tampoco se dan, en la mayoría de las familias españolas, en las que se llevan bien los padres y los hijos, o porque no se quieren problemas o porque se espera que lo haga la escuela o las iglesias o los amigos de los hijos. Ciertamente en una cosa tan importante como la formación de los hijos como personas buenas y ciudadanos competentes, los padres no pueden quedarse al margen. Como dice H. Jonas (1995), la responsabilidad de los padres por los hijos no permite tomar vacaciones; es una responsabilidad por la totalidad del hijo, en todo momento y bajo cualquier circunstancia. Los padres tienen que ejercer la autoridad, es decir, mostrarse como un ejemplo de los valores éticos. “Mostrarse” significa presentar u ofrecer en sus convicciones, en sus argumentaciones y en sus prácticas esos valores como los ideales de vida buena que ellos estiman. La autoridad no tiene que ver con el poder, sino con la excelencia que alguien tiene en la manera de ser o en la manera de comportarse. Se usa la palabra “autoridad” con significado parecido a cuando se dice que “un
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médico es una autoridad en enfermedades de corazón” o “Nelson Mandela o la madre Teresa de Calcuta son una autoridad moral”. La autoridad está basada en la competencia que esas personan tienen y que están ejercidas desde la veracidad de sus conocimientos, en el caso del médico, o en la veracidad de la entrega a la causa de la igualdad de las razas, en el caso de Mandela, o al cuidado de los más pobres entre los pobres, en el caso de Teresa.
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La autoridad no se impone a los hijos, es reconocida por los hijos. No se pretende tener autoridad en todo, sino en lo que verdaderamente se tiene. Los padres probablemente no son una autoridad en los estudios o en el deporte o en los negocios o en la mayoría de los aspectos de la vida pero, en cuanto personas éticas, en cuanto personas de vida buena, no pueden permitirse no serlo. Los valores en los que creen, y que viven, tienen que mostrarlos a los hijos e hijas, con toda la fuerza de los sentimientos y de las razones que puedan. Lo que legitima la función educativa de los padres es el ejercicio de la autoridad con los hijos. La formación ética de los hijos es, en parte notable, una formación por impregnación del clima ético que se vive en la familia. Cuando los padres saben ser buenos educadores, vigilan y protegen a los hijos en los primeros años de acuerdo a sus valores y convicciones. Con el crecimiento de los hijos, asumen la función de acompañantes en su caminar, de estimuladores del diálogo sobre lo que es digno de estima, justo y bueno en los asuntos complicados de la vida, es decir, estimulan las preguntas e interrogantes de los hijos y la búsqueda de sus respuestas. Para, finalmente, tener la convicción esperanzada de que los hijos e hijas tienen sus valores éticos apropiados, son adultos éticamente.
3.7.3. El fomento del aprendizaje del pensamiento crítico Aunque la autonomía humana siempre es limitada, se puede decir que una persona es autónoma en la medida en que lo que piensa y hace, en las cosas importantes de su vida, no puede ser explicado sin referencia a su actividad mental, es decir, en la medida en que puede dar razón
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o justificar lo que piensa y lo que hace. El desarrollo del pensamiento crítico es una condición necesaria para ser autónomo. ¿En qué consiste el pensamiento crítico? Tiene que ver con el desarrollo de la racionalidad, con la capacidad que adquiere el sujeto para comprender lo que hace que un razonamiento sea bueno. Fundamentalmente consiste en un distanciarse de uno mismo y de los demás para hacer un análisis racional y objetivo de uno mismo y de los demás. Consiste en la capacidad de tomar distancia de sí mismo, del propio sentir y captar la realidad, así como también tomar distancia de la información recibida, y todo ello someterlo a prueba racional. Por tanto, la función crítica del pensamiento consiste en que el sujeto se distancie de sus propias convicciones y prácticas para preguntarse por el sentido y la justificación de las mismas; también la función crítica del pensamiento consiste en poner en cuestión la información que el sujeto recibe de los demás y analizar su significado y fundamento racional. Es importante insistir en la función del pensamiento crítico respecto a las propias convicciones y prácticas, puesto que usualmente se entiende solamente como el análisis sobre la legitimación racional de lo que el sujeto recibe de los otros. Obviamente fomentar el pensamiento crítico en los hijos requiere despertar en ellos la curiosidad intelectual, el interés por alcanzar la objetividad, la honestidad de aceptar sólo las mejores razones, aunque no sean las propias, y el respeto al punto de vista de los otros, aunque no se comparta. Ciertamente que conseguir un pensamiento crítico no es fácil en un mundo transido por la publicidad, por unos medios de comunicación de masas con un potencial enorme de persuasión y por toda clase de dogmatismos políticos y religiosos. Pero esforzarse en la formación del pensamiento crítico de las hijas e hijos merece la pena puesto que desarrolla en ellas o ellos habilidades para observar, para deducir, para generalizar, para formular hipótesis, para concebir alternativas, para evaluar opciones, para detectar problemas y para percatarse de la acción apropiada a cada situación. ¿Cómo desarrollar el pensamiento crítico en casa? Con procedimientos simples, que dan resultados excelentes: contestar siempre, y con ra-
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zones adecuadas a la edad de los niños, a toda pregunta que formulen; estimular sus preguntas y valorar positivamente las respuestas que puedan dar; pedirles que justifiquen de alguna manera, con algún tipo de explicación, sus afirmaciones y aspiraciones; hacerles partícipes de las conversaciones que se mantienen por las personas mayores de la familia. Otros procedimientos tienen que ir dirigidos a ampliar el conocimiento del lenguaje familiar, ampliar el conocimiento de las palabras y su significado: narrarles cuentos e historias de la familia, describirles ampliamente las profesiones de los padres y de modo que les produzca interés, leer en voz alta algún libro adecuado a su edad, escucharles sin prisas las cosas que quieren decirnos sobre amigos, colegios e intereses; estimularles a que escriban sobre lo que quieran.
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La reflexión, el dar y pedir razones que sustenten las convicciones y prácticas propias y de los demás, permite la autodeterminación y la autorientación. Incluso a los niños más pequeños les gusta hacer cosas por ellos mismos y les molesta que se les mande, quieren ser actores, agentes, en vez de simples ejecutores de la voluntad de los otros. El ejercicio del pensamiento crítico aumenta considerablemente el aprecio de un niño sobre sí mismo; tal ejercicio es un procedimiento importante para la autoconciencia de su dignidad personal y de su derecho a ser respetado por los demás.
3.7.4. El aprendizaje del autocontrol emocional por las hijas e hijos Como se ha venido diciendo, la autonomía ética consiste en actuar por respeto a la norma que hay en la conciencia. La autonomía moral implica conocerse como autor de la norma que regula los comportamientos hacia los demás y hacia la naturaleza. La autonomía o gobierno de uno mismo exige el aprendizaje del autocontrol que supone la adquisición y el dominio de la capacidad de tomar decisiones propias así como de llevar a la práctica tales decisiones, a pesar de los obstáculos interiores o de las resistencias y presiones exteriores. El autocontrol se ha definido como la capacidad de un sujeto para comportarse de forma coherente con las convicciones y propósitos elegidos por uno mismo.
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El sujeto autónomo, maduro éticamente, necesita planificar sus acciones e intenciones más allá de los deseos y recompensas inmediatos; necesita tanto dominarse emocionalmente como mantener con los demás una relación cálida e independiente. Por tanto, el desarrollo del autocontrol tiene que manifestarse tanto en el dominio personal como en las habilidades sociales para relacionarse con los demás. No es el momento de analizar los aspectos para el dominio personal (conciencia de sí mismo, conciencia emocional, valoración adecuada de sí mismo y confianza) o para la autorregulación (autocontrol, fiabilidad, integridad, adaptabilidad, innovación y motivación) o para las relaciones sociales (empatía, comunicación, liderazgo, catalización del cambio, resolución de conflictos, colaboración y destreza para la cooperación), de los que se ha tratado en otro libro (Escámez, García y Sales, 2002). ¿Cómo educar en casa? Entre las muchas cosas que se pueden hacer, hay algunas que son básicas. En primer lugar, que los hijos reconozcan la existencia de las propias emociones (estoy alegre, triste, enfadado, asustado...) y que las expresen de la manera más detallada posible. Así aprenderán a comprender qué ha generado su conducta con los demás y a conocerse a sí mismos, en sus puntos fuertes y en sus puntos débiles, abriendo un campo de educación ética de gran interés. En segundo lugar, es conveniente dar oportunidad a los hijos para que valoren las consecuencias de las propias acciones en el estudio, en la relación con los demás miembros de la familia, en el arreglo de la habitación, en las salidas por la noche, etc., y analizar la posibilidad de plantear una conducta alternativa de la que se derivan consecuencias probablemente más deseables. En tercer lugar, es conveniente que los padres retrasen las gratificaciones inmediatas y, si tal demora se acepta por los hijos, darles una gratificación mayor en un plazo de tiempo razonable. Un procedimiento muy usado por los padres con hijos que están en la preadolescencia, o mayores, son los llamados contratos de contingencia. Se trata de un contrato explícito entre padres e hijos. La fórmula puede ser: “si quieres conseguir X, con las siguientes especificaciones, tienes que realizar la conducta Z, con las indicaciones precisas”. Tiene que ser
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un contrato que interese a las dos partes. De esta forma se puede conseguir que: a) los hijos formulen explícitamente sus deseos o intereses; b) se responsabilicen de la consecución de tales intereses; c) los padres manifiesten de modo explícito las conductas que consideran deseables y los términos en los que se desea que se lleven a cabo; d) unos y otros adquieran habilidades de negociación y de verbalización de sus compromisos. El aprendizaje del autocontrol tiene que evitar rutinas, rigideces, simplificaciones y conductas impulsivas y, por otro lado, impulsar autopropuestas de metas, constancia en las conductas, motivación interior y potenciación del esfuerzo. El objetivo del aprendizaje del autocontrol es que los hijos sean dueños de sí mismos. Para ello, es necesario que se fortalezca el carácter de las hijas e hijos en aspectos tales como la integridad, la determinación y la realización de la tarea autopropuesta; en otras palabras, que adquieran fuerza de voluntad.
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3.7.5. El aprendizaje de las normas de disciplina Uno de los temas que tiene más perplejos a los padres, y a todos los educadores, es la cuestión sobre la necesidad o no necesidad de educar a los niños y a las niñas de acuerdo a unas normas de disciplina. La manera de ver la educación casi siempre ha oscilado entre dos posturas: la de aquellos que la consideran como un proceso en el que hay que moldear a los niños y a los jóvenes para que alcancen conocimientos, valores, actitudes, habilidades y destrezas cuyo aprendizaje es deseable, bajo algún criterio, o la de aquellos que consideran que el educador tiene que respetar, ayudar y fomentar el desarrollo natural de los niños y jóvenes, sin ningún juicio de valor. Los primeros defienden la necesidad de unas reglas de disciplina según las cuales realizar tal proceso de moldeamiento; los segundos se oponen a la aplicación de tales reglas. La disciplina consiste en la sujeción de la persona a una norma que o bien alguien le impone desde fuera, la disciplina externa, o bien se impone a sí misma, la disciplina interna. Ciertamente la educación para la autonomía ética pretende que el sujeto actúe por respeto a la norma o ley
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de su conciencia, es decir, que tenga disciplina interna. La adquisición de tal disciplina siempre es el propósito de la educación. ¿Pero es necesaria la disciplina externa? Ciertamente sí. En las sociedades complejas en las que vivimos se necesitan normas que regulen la convivencia de gentes diversas, con intereses muy diferenciados; ese es el sentido de las leyes. En la familia, también hay papeles diferenciados entre sus miembros e intereses individuales, además de los compartidos, que necesitan ser regulados. También son necesarias las normas de disciplina para solucionar los conflictos entre los miembros de la familia, y para articular la colaboración de los esfuerzos, entre unos y otros, en los proyectos comunes que se pueden tener. Y lo que es muy importante, para vivir con unos mínimos de previsión de lo que uno u otro hará y que puede afectar al resto de los miembros. Esas normas de disciplina, como se verá en el capítulo quinto, tienen que ser pocas, razonables, dialogadas, consensuadas, si es posible, y flexibles para que puedan ser interiorizadas por todos. La disciplina externa pedagógicamente es importante como instrumento o medio para alcanzar la disciplina interna, considerada como la capacidad, adquirida mediante el aprendizaje, para respetar las normas aceptadas, cumplir los proyectos y superar con éxito las dificultades. En el asunto de la autonomía ética, que aquí se trata, es razonable pensar que aquel que no aprende a respetar las normas y costumbres de su familia, probablemente no respetará la norma ética de su conciencia.
3.7.6. Las relaciones basadas en el diálogo y en una convivencia democrática Se ha dicho que la democracia es un concepto útil para definir la organización política de la sociedad, pero que resulta inadecuado para caracterizar a instituciones sociales como la familia, la escuela y los hospitales. En estas instituciones sociales están implicados actores sociales que tienen status e intereses bien diferentes. Estas instituciones están pensadas para satisfacer unas necesidades que, de manera inevitable, im-
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plican la acción de sujetos con capacidades, papeles y responsabilidades muy diferentes; están lejos de la idea de participación igualitaria. Los padres y las madres tienen un rol asimétrico respecto a sus hijos e hijas. Es en este sentido que se dice que la institución familiar no puede calificarse de democrática: no es una institución horizontal ni igualitaria.
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No obstante lo dicho, la situación parece más compleja. Los actores de estas instituciones sociales no son iguales en relación con aquello que regula la institución, pero eso no significa que pierdan su cualidad de ciudadanos y ciudadanas de una sociedad democrática. No todos los miembros de la institución tienen el mismo status y funciones, pero en cambio tienen los mismos derechos como ciudadanos y ciudadanas. La pertenencia a una institución social como la familia no borra la condición deseable de miembro de una sociedad democrática. Por lo que hace a la misma institución, tampoco queda borrada su ubicación en una sociedad democrática, ni desaparece la obligación de expresar de alguna manera los valores y las prácticas democráticas. Por lo tanto, es razonable defender que la familia ha de idear fórmulas de convivencia (BeckGernsheim, 2003) que hagan posible una buena combinación entre el cumplimiento de su función específica, que implica una relación asimétrica, y el cumplimiento de los principios democráticos que requieren fórmulas de simetría con respecto a la igualdad entre todos los miembros de la institución. Desde una estructura de relaciones sin rigideces de estatus y papeles, se puede desarrollar la autonomía ética de los hijos puesto que hay unas relaciones más igualitarias, se estimula a los hijos e hijas a pensar por ellos mismos y a depender menos de imposiciones externas. Si se pretende que los hijos adquieran madurez ética y competencias como ciudadanos de una sociedad democrática hay que darles en casa la oportunidad de practicar los valores y los procedimientos democráticos.
4. La familia y el desarrollo de la responsabilidad ética 4.1. Presentación El capítulo está dedicado al papel de la familia en la formación de la responsabilidad ética. Los contenidos que trata están referidos a las relaciones entre autonomía y responsabilidad, a argumentar las razones por las que hoy la educación en la responsabilidad merece una atención especial, al significado de la responsabilidad ética, a la responsabilidad ética por la familia, por la comunidad a la que se pertenece y por la comunidad humana. La última parte del capítulo presenta estrategias pedagógicas que orientan las prácticas familiares para la educación en la responsabilidad ética hacia la naturaleza, la cooperación con los excluidos, el consumo, el servicio voluntario, la comunicación deliberativa y la participación en la sociedad civil.
4.2. Autonomía, responsabilidad ética y educación. Como se ha afirmado en el capítulo tercero, toda persona, también los jóvenes, tiene dignidad y no precio. Tal afirmación kantiana significa que toda persona es capaz de autonomía o gobierno de sí misma y, cuando se la trata como a una cosa que tiene precio o se la usa para conseguir
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un fin distinto a ella, se comete una inmoralidad. La consecución de tal autonomía, sin embargo, no es fácil tanto por las dificultades que están dentro de cada persona como por las dificultades que se le imponen en los diversos ambientes en los que vive. La autonomía o señorío sobre uno mismo se consigue cuando se tienen pensamientos propios, aquellos de los que se puede dar cuenta; también cuando se toman personalmente las decisiones que le afectan a uno según los proyectos de su vida, porque considera que son las mejores para él, y tales decisiones no son tomadas por otras personas. La responsabilidad consiste, en una primera aproximación, en la asunción de la propia autonomía, es decir, en la aceptación de que se es capaz de alcanzar pensamientos, que puede justificar, y tomar decisiones de las que puede dar cuenta a los demás y a uno mismo.
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Algunas veces, parece que la vida personal y el futuro de la sociedad está diseñado por fuerzas que escapan a todo control. Tal percepción se ha ido extendiendo entre los ciudadanos en estos tiempos de globalización económica, política y cultural. Parece como si las leyes del mercado o de la política o de la cultura marcaran al futuro un sentido o dirección desconocido, pero inevitable. Frente a ello, en este capítulo se defiende que el futuro de la vida de cada persona y el de la sociedad está abierto y hay miles de millones de posibilidades, buenas y malas, que pueden hacerse efectivas unas u otras (Popper, 1995). El futuro es incierto y el que tome una dirección u otra depende de lo que las personas vayan haciendo. Las personas son, mediante sus acciones, quienes tienen la posibilidad de conferirle a tal futuro un sentido y significado concreto ¡Esa es su responsabilidad! Por ello, la responsabilidad consiste también en echarse la vida a la espalda y decidir qué camino se toma y a dónde uno se dirige. De las acciones personales se derivan efectos o consecuencias positivas o negativas para uno mismo y para los demás. Los beneficios o perjuicios que se derivan de nuestras acciones hacia las otras personas confieren a la responsabilidad una dimensión ética. La dignidad de cualquier persona clama por el reconocimiento de sus derechos y por la sa-
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tisfacción de sus necesidades hasta donde alcance nuestro poder de hacerlo. La responsabilidad ética pone el acento en el compromiso vital con los otros, especialmente con los más débiles y excluidos, y con la naturaleza, que hace posible la vida humana. Tal compromiso ético exige la transformación de los escenarios sociales en los que se producen las relaciones reales de las personas y las condiciones políticas y económicas que provocan la injusta marginación y exclusión de muchas personas y de comunidades enteras. La responsabilidad ética obliga a la acción, que es la única facultad que tienen las personas para producir los cambios sociales necesarios, formando colectivos o participando en instituciones, para que sus decisiones tengan posibilidades de éxito. La educación es un elemento básico para formar personas responsables y, por lo tanto, si queremos que los hijos actúen de un modo responsable, debemos educarlos en función de dicho valor (Escámez y Gil, 2001). Durante demasiado tiempo no se ha tenido claro que la infancia y la juventud son periodos transitorios, aunque hermosos y valiosos, hacia la mayoría de edad o edad adulta, y se ha exaltado lo infantil degenerando, con frecuencia, en el infantilismo. Y, como todos sabemos, la persona aquejada de infantilismo se niega a ver las cosas como son y a distinguir lo que sabe de lo que cree, confunde sus deseos con la realidad, es incapaz de abstraerse del presente y de asumir las consecuencias próximas, y sobre todo lejanas, de los propios actos, es egocéntrica y dependiente de los demás.
4.3. ¿Por qué la educación en la responsabilidad ética? Porque hoy el aprendizaje de la responsabilidad es necesario e imprescindible para los individuos, para las sociedades y para la pervivencia de la humanidad. Es obvio que el descubrimiento de la dignidad de cada una de las personas y del señorío deseable sobre sí misma ha ido deslizándose, especialmente en los últimos años, hacia la consideración
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de la libertad individual como “el vivir independiente de los demás” y como el valor supremo, cuando no único, de la organización social y política. Eso es lo que se entiende por individualismo: el sistema de pensamiento que considera al individuo como fundamento y fin de todas las leyes y relaciones morales y políticas. Las consecuencias del individualismo se producen en una triple dirección: la inflación de los derechos individuales sin referencia alguna a los deberes, el predominio de los intereses placenteros sobre cualquier otro interés y la pérdida del sentido de pertenencia a la comunidad.
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Las mujeres y los hombres de nuestra época se han apartado, como tendencia general, del esfuerzo por cumplir los deberes individuales con la perfección de sí mismos, con el cuidado de los otros y con el respeto a la naturaleza. La cultura de la obligación ha dado paso a la cultura de la ocupación en la gestión de los propios intereses (Lipovetsky, 2000). Se habla, y es necesario, de los derechos civiles y políticos, de los derechos sociales y económicos, y de los derechos a la calidad de vida; pero no se habla, con la misma intensidad, de la obligación a la participación para defender la democracia, de la obligación al pago de impuestos y del trabajo bien hecho, de la obligación al cuidado de las personas más próximas y de la obligación a un menor consumo para hacer posible la conservación de la naturaleza. No se es suficientemente consciente de que el ejercicio efectivo de los derechos requiere el cumplimiento de los deberes. Es cierto que el individualismo contemporáneo no excluye la ayuda a los otros, siempre que no signifique la entrega total a los demás. Se ayuda a los otros pero sin comprometerse demasiado, sin dar demasiado de uno mismo. Está de moda ser voluntario social por horas. En unas pocas décadas, hemos pasado de la exaltación del deber a la búsqueda de la felicidad subjetiva. El amor a uno mismo y el bienestar personal son los principales motivos que impregnan la vida cotidiana de los hombres y mujeres. Sin embargo, la responsabilidad ha adquirido una importancia tal que es considerada por H. Jonas (1995) como “la nueva ética”. Este pensador afirma que, hasta mediados el siglo XX, la influencia o alcance de
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los efectos de la acción humana sobre la naturaleza y la humanidad era limitado. Frente a esa situación, estamos comprobando que el actual desarrollo de los conocimientos científicos, y sus aplicaciones tecnológicas, confiere a algunos el poder inmenso de modificar el patrimonio genético de la humanidad y aún de aniquilar la vida en nuestro planeta. Si la acción humana tiene poder “nada menos que sobre la entera biosfera del planeta”, de tal acción se ha de responder. La naturaleza, en cuanto responsabilidad humana, es una novedad para la reflexión ética de nuestro tiempo. El inmenso poder que ha conferido a los humanos el desarrollo científico y tecnológico actual, constituye el rasgo más distintivo de nuestra actual civilización, y nos aboca a la necesidad de una nueva ética. La tecnología produce no sólo los instrumentos de intervención en la naturaleza y en las sociedades, sino también los objetos que proporcionan poder. Con conocimiento y tecnología se pueden hacer bombardeos de precisión y destruir un país en dos horas. Conocimiento, información y tecnología son fuentes directas de poder. ¡Ese es el cambio de paradigma! ¿En qué sentido la responsabilidad es el valor ético que responde a esos desafíos? Las nuevas formas de poder, que nos ha proporcionado el desarrollo de las ciencias y las tecnologías, exigen nuevos planteamientos de la ética, puesto que, a fin de cuentas, se dedica a regular las acciones humanas, que están en función de aquello que se puede hacer. Tiene responsabilidad quien tiene poder de hacer, quien no tiene poder de hacer no tiene responsabilidad. Se tiene responsabilidad por lo que se hace. Quien no puede hacer nada, no tiene que responsabilizarse de nada. La responsabilidad ética no reemplaza los principios morales que han venido planteándose en las tradiciones éticas, sino que añade nuevas obligaciones que nunca habían sido tomadas en consideración, puesto que no había habido ocasión para ello. El tipo de obligaciones, que la responsabilidad ética estimula a descubrir, no está referido sólo a personas individuales sino también a comunidades políticas y sociales puesto que la mayoría de los grandes problemas éticos, que plantea la moderna civilización tecnológica, se han vuelto asunto de política colectiva. En las úl-
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timas décadas, ante viejos y nuevos problemas sociales y ecológicos, los ciudadanos empiezan a tomar conciencia de la necesidad de asumir responsabilidades colectivas por lo que está sucediendo a otras gentes y pueblos: la cooperación para el desarrollo del tercer mundo, el derecho de injerencia en las políticas de otros países ante la vulneración de los derechos humanos de las minorías culturales o étnicas, la defensa de los derechos del individuo frente al Estado, la creación de tribunales internacionales, en el ámbito de lo penal, que salvaguarden tales derechos y juzguen a quienes los pisotean, la búsqueda de soluciones colectivas al futuro del planeta y de la especie humana ante el deterioro del medio ambiente, la promoción de la cultura de la sostenibilidad como alternativa a un desarrollo económico depredador de la naturaleza que, a su vez, aumenta las injustas desigualdades entre los países del Norte y del Sur.
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La responsabilidad ética no promueve actitudes condenatorias del progreso científico y tecnológico. El esfuerzo de este emergente planteamiento ético se centra en la vigilancia del inmenso poder de la acción humana y en la dinamización moral de las comunidades para que todos sus miembros se sientan comprometidos con normas justas, que orienten sus conductas en la relación con las nuevas circunstancias históricas, tecnológicas y sociales que viven.
4.4. ¿¿ En qué consiste la responsabilidad ética? Obligados a elegir entre diferentes cursos de acción, los hombres y las mujeres tienen la necesidad de tomar decisiones y, si son razonables, elegir lo que consideran mejor. De ahí que deben justificar su elección, dar razón de ella. La justificación de que tal elección se hace de forma éticamente correcta no es un asunto privado de cada individuo, sino que ha de ser contrastada mediante el diálogo con quienes puedan estar afectados por ella. La responsabilidad es aquella cualidad de la acción humana que hace posible que a las personas se les pueda demandar que actúen moralmente. Puesto que los hombres y mujeres son responsables
La familia y el desarrollo de la responsabilidad ética
de sus actos, se les puede pedir cuentas de por qué los hacen y también de los efectos que de esas acciones se derivan para las otras personas o para la naturaleza. Cuando alguien actúa para defender un valor, que es discutido por los demás, o para defender a una persona, que no es suficientemente escuchada o respetada, o para defender a la naturaleza, amenazada de destrucción, la responsabilidad toma, entonces, la forma de un responder de ese valor o de esa persona o de la naturaleza. La persona es responsable de aquello que está en el campo de acción de su poder, de tal manera que la responsabilidad de cada uno está en proporción al poder que tiene. Cuando el mundo de “lo otro”, las personas o la naturaleza, depende de mi acción para su existencia, o para una existencia digna, entonces la conciencia de mi poder tendría que generar el sentimiento vivo del deber de mi acción para garantizar tal existencia y dignidad. A esa especie de responsabilidad viva por “lo otro”, y del sentimiento que la acompaña, es a lo que se llama responsabilidad ética: “el cuidado, reconocido como deber, por otro ser que, dada su vulnerabilidad, se convierte en preocupación comprometida”. La responsabilidad primaria, y más radical, es la que tenemos por las personas debido a su vulnerabilidad. El niño o la niña recién nacidos son los seres más indefensos entre los vivos y necesitan ser cuidados durante un período de tiempo más largo. La vulnerabilidad de todo lo vivo, que nos demanda el cuidado, se hace petición clamorosa en las personas, que necesitan de nuestras acciones para garantizar su existencia, y una existencia digna, puesto que tenemos la comunidad de lo humano con ellas. La responsabilidad ética es el deber comprometido para actuar hasta donde alcanza nuestro poder de hacerlo. La responsabilidad ética tiene su origen en la presencia de la humanidad entera en cada persona. En un planeta de más de seis mil quinientos millones de habitantes, con ciudades enormes y un crecimiento neto de la población muy acusado, tenemos el peligro de reducir las personas a números o a masa. Frente a ello, la dignidad humana en cada persona
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muestra su carácter de única, no permutable por ninguna otra, que nos demanda el cuidado responsable por ella. La responsabilidad mía por el otro es la responsabilidad de una persona única por otra persona única. Me vea o no, sea pariente o no, sea de mi país o no, tiene que ver conmigo, tengo que responder de ella. Esa es la actitud moral de respeto a la persona que ha sido denominada “compasión” (Levinas, 2004).
4.5. La responsabilidad ética por la familia
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Si la eclosión actual de las éticas aplicadas se ha producido es porque el problema filosófico y moral más importante de nuestro tiempo es la responsabilidad (Cortina y García Marzá, 2003). Si se exige públicamente rendir cuentas en ámbitos de la ecología, de la sanidad, de la economía o de la política, ¿cómo no se va hacer en ámbitos más próximos o inmediatos como la convivencia familiar o la educación de los hijos? La responsabilidad desempeña un papel central en la vida familiar no sólo porque en ella pedimos cuentas unos a otros de lo que hacemos o dejamos de hacer, sino porque en ella damos cuentas y rendimos cuentas de lo que hacemos o dejamos de hacer. En torno a la vida familiar hay que realizar dos tareas importantes. En primer lugar, estudiarla o analizarla como el espacio institucional mediador de normas y convicciones entre los sujetos y su medio social. En segundo lugar, establecer la forma comunicativa, el mundo de las relaciones personales, donde poder construir identidades en torno a un conjunto de valores que son fuentes de significados; una forma comunicativa que facilita diálogos y prácticas donde los sujetos rinden cuentas, esto es, deliberan responsablemente sobre su vida familiar. Como ha señalado A. Domingo (2006), en estos tiempos se necesita repensar las relaciones familiares de manera radical. Unas relaciones basadas en responsabilidades que nacen del cuidado mutuo, del reconocimiento recíproco, de historias de vida compartidas y de una identidad familiar construida diariamente. Se trata de plantear el mundo de
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la vida familiar como un ámbito generativo de vida, de cuidado, de memoria social y de esperanzas compartidas. Más que un grupo o institución social reproductiva, educativa o socializadora, la familia es una institución generativa en un sentido biográfico que supera lo simplemente biológico. Por eso es importante reconstruir las relaciones de parentesco no sólo mediante vínculos de sangre o afinidad biológica, sino mediante relaciones de confianza. La vida familiar identifica a personas que comparten confianza recíproca total como generadores y generados, en un sentido que hace de la generación algo que no puede reducirse a la transmisión biológica o al alimento material. Una generación que es matriz y germen de identidades personales sin fragmentación de los núcleos convivenciales. Es necesario plantear la vida familiar como trayectoria vital compartida, como horizonte común que resulta de la conjunción de horizontes personales. En la ejecución de tal proyecto se manifiesta la responsabilidad ética de todos los miembros de la familia. La responsabilidad ética tiene un especial significado en la responsabilidad que tienen los padres en la educación de los hijos. Como se ha dicho en el capítulo anterior, el objeto de la responsabilidad de los padres es el niño como totalidad y en todas sus posibilidades, no sólo en sus necesidades inmediatas. Ciertamente, en la familia, el niño aprende, o debería aprender, aptitudes tan básicas como hablar, asearse, vestirse, obedecer a los mayores, proteger a los más pequeños, convivir con gentes de diferentes edades, participar en juegos colectivos respetando reglas, rezar (si la familia es religiosa), distinguir lo que está bien de lo que está mal...todo lo que los estudiosos llaman socialización primaria del neófito. La crianza del niño incluye su introducción en el mundo, empezando por el lenguaje y continuando por la transmisión de todo código social de convicciones y normas, con cuya apropiación el niño va convirtiéndose en miembro de la comunidad social. Lo privado se abre a lo público y lo incluye. En otras palabras, el “ciudadano”, la formación co-
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mo ciudadano, es una meta importante de la educación y, por ello, forma parte también de la responsabilidad paterna (Jonas, 1995). En ella, que se dirige tan destacadamente al individuo concreto, hay un primer horizonte, que comprende el desarrollo individual del niño, que posee su propia historia personal y adquiere históricamente su identidad. Pero, además, e inseparable de ello, como segundo horizonte, está la trasmisión de la tradición colectiva y la preparación para la vida en la sociedad. De un horizonte se pasa al otro y, de este modo, la responsabilidad educativa de los padres no puede evitar ser “política”, ni siquiera en lo más privado.
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Lo que está sucediendo, como ya afirmaban Tedesco (1995) y Savater (1997), es que la familia ha declinado su responsabilidad educadora y demanda tal función a la escuela. Para decirlo con pocas palabras, cuando la familia socializaba, la escuela podía ocuparse de enseñar. Ahora que la familia no cubre plenamente su papel socializador, la escuela no sólo no puede efectuar su tarea específica de enseñar, sino que es objeto constante de nuevas demandas, por parte de los padres y de la sociedad, para las cuales no está preparada. Cada vez más, la familia siente desánimo o desconcierto ante la tarea de formar las pautas mínimas de la conciencia de los hijos y las abandona a los maestros, mostrando luego tanta mayor irritación ante los fallos de éstos cuanto que no deja de sentirse culpable por la obligación que rehuyen. Para que una familia funcione educativamente es imprescindible que los padres ejerzan la autoridad para ayudar a crecer a los hijos, configurando en ellos, del modo más afectuoso posible, el llamado “principio de realidad”. Este principio implica la capacidad de restringir las propias apetencias en vistas de las de los demás, y aplazar o templar la satisfacción de algunos placeres inmediatos en vistas al cumplimiento de objetivos recomendables a largo plazo. Cuanto menos ejerzan la autoridad los padres, más paternalista se exige que sea el Estado; cuanto se eclipse más la función educativa de la autoridad de los padres, más auge ofrece la educación televisiva (Carrillo, 2007).
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4.6. La responsabilidad ética por la comunidad política y por la comunidad humana El desconocimiento y ocultamiento de la realidad de la pobreza, y de las injusticias que la provocan, corta de raíz la posibilidad de la crítica y del cambio de las situaciones políticas y sociales en las que se muestra (Cardenal, 1999). La educación, si se pretende ética, no puede refugiarse en situaciones o problemas artificiales e imaginarios. Si la pobreza y las víctimas son tan normales en nuestro mundo, se puede cuestionar la desmesurada ambición de la riqueza que provoca esas situaciones; también se puede denunciar la exhibición del consumismo que se hace en el Primer Mundo, hasta ser considerado motor de desarrollo económico y motivo de prestigio social de las personas y las familias. La pobreza de ingresos está inevitablemente unida a la falta de capacidades; no son lo mismo pero la pobreza de ingresos va unida a graves deficiencias en la educación y la salud. Así se produce un círculo infernal: la pobreza de renta va asociada a educación y salud precarias que, a su vez, impiden la adquisición de las capacidades por esas personas para ganar una renta y librarse, asimismo, de la pobreza de renta (Sen, 2000). Cuanto mayor sea la cobertura de la educación básica y de la asistencia sanitaria, más probable es que las personas pobres tengan oportunidades de vencer a la miseria. La mejora de las capacidades humanas tiende a ir acompañada de un aumento de las productividades y del poder para obtener ingresos. Una consecuencia fundamental de la consideración de la pobreza, como privación de capacidades, es una nueva mirada sobre el pobre: es víctima, no culpable; se le ha negado la posibilidad de adquirir las capacidades para salir de su situación, a veces por quienes le culpan. Por ello, la mirada ética sobre la pobreza conduce a considerarla como un problema de justicia: entregar a los excluidos de las riquezas de la tierra aquello que les pertenece. El informe de Eurostat de la Comisión Europea, 2002, situaba en el 4,5% a los ciudadanos europeos que viven en hogares en los que ningún miembro tiene un trabajo remunerado. Tal hecho, merece también una
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consideración ética. Existen abundantes pruebas de que el paro produce otras consecuencias perversas, además de la pérdida de renta; entre ellas, se encuentran los daños psicológicos, la pérdida de motivación para trabajar, de cualificación profesional y de confianza en uno mismo, el aumento de las enfermedades, la perturbación de las relaciones familiares, el aumento de la exclusión social y de las asimetrías entre sexos.
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La ayuda internacional, ante una emergencia producida por la guerra o por una catástrofe de la Naturaleza, está muy bien, pero compromete a poco. Lo verdaderamente difícil es cooperar constantemente con un volumen de ayuda suficiente para solucionar la pobreza extrema o al menos mitigarla sustancialmente; y la cooperación es un asunto de justicia. Los valores que rigen la Declaración del Milenio y los Objetivos de Desarrollo del Milenio para luchar contra la pobreza en el mundo son éticos, por lo que la defensa y la presión para su cumplimiento se convierte en un asunto moral. Entre tales valores, se hace una referencia especial a la libertad, la igualdad, la solidaridad, la tolerancia, la responsabilidad en común y el respeto a la naturaleza “como esenciales para las relaciones internacionales en el siglo XXI” (PNUD, 2003, 28). El papel que compete a los ciudadanos, tanto de los países en vías de desarrollo como de los países desarrollados, consiste fundamentalmente en la participación en la vida pública para que los dirigentes, de unos y otros Estados, cumplan con su parte del Pacto contra la pobreza. La participación en la vida pública es el ámbito privilegiado de la vida moral o, dicho de otra manera, la participación en la vida pública es un ingrediente indispensable de la vida moral. La educación moral tiene que recuperar la orientación que siempre tuvo en las grandes tradiciones educativas: la formación de los niños y jóvenes para que ejerzan como ciudadanos competentes, analizando y actuando para la solución de los problemas que afectan a su comunidad política y a la comunidad humana (Cortina, Escámez, Pérez-Delgado, 1996). La pobreza es un hecho social que afecta a las personas: unas veces privando del derecho a la vida, otras veces produciendo enfermedades evitables, siempre obstaculizando el desarrollo de las capacidades hu-
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manas; por lo que la situación de pobreza extrema vulnera la dignidad de las personas. La lucha contra la pobreza es un proyecto moral, a la vez que político, de primer orden; de la supresión o minimización de la misma depende la solución o mitigación de muchos de los problemas que afectan a las sociedades de nuestro tiempo como ciertas situaciones de violencia, las migraciones masivas y las guerras. ¿Cómo puede la familia participar en tal proyecto ético? Esa es la cuestión que tiene que enfrentar la educación para la responsabilidad ética.
4.7. Estrategias educativas para la educación en la responsabilidad ética De ahí, el interés por construir unas condiciones y unas prácticas familiares que ayuden a llevar conductas éticas. La ética es una responsabilidad de los individuos, puesto que aquello que debe ser hecho remite a su conciencia, en última instancia, pero es una responsabilidad que, en gran medida, se aprende y se ejerce creando las condiciones ambientales que invitan al juicio, al sentimiento y a la conducta. Las prácticas éticas son un tipo de prácticas sociales cuando en ellas se manifiestan uno o varios de los valores morales, bien en las relaciones interpersonales o bien en las relaciones con la comunidad política o con la naturaleza. Si se debaten o deliberan cuestiones o problemas relativos al perjuicio que la pobreza causa a la dignidad humana, si se delibera sobre el modo de orientar las acciones personales o familiares para combatir la pobreza de los países en vías de desarrollo o las bolsas de pobreza de los países desarrollados, si se participa en la creación o desarrollo de agencias de cooperación internacional, si se participa en redes sociales para presionar a los gobiernos a cumplir las promesas de alcanzar el 0.7 en ayuda internacional, si se discuten públicamente las políticas gubernamentales en torno a la equidad en la salud y en la educación de los ciudadanos, si se combaten los intentos del poder político de recortar las libertades civiles y políticas como atentados a la dignidad
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personal de los individuos, etc., entonces esas prácticas sociales, caracterizadas como éticas puesto que encarnan valores morales, están produciendo la educación ética de las personas que participan en ellas, a la vez que la moralización de la institución familiar y de la vida pública (Puig, 2003).
4.7.1. El respeto a la naturaleza y el desarrollo sostenible
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La primera de ellas, son aquellas prácticas orientadas a la educación para el desarrollo sostenible. La sostenibilidad, como la misma palabra indica, significa capaz de sostenerse y desarrollo sostenible es aquel que renuncia tanto a las aplicaciones científicas y tecnológicas incompatibles con el funcionamiento indefinido del sistema biosférico como también el que renuncia al regreso encubierto a la falta de desarrollo. Por supuesto, la cuestión del cambio de las actitudes personales y la modificación de las escalas de valores para instaurar el nuevo orden sostenible son determinantes, como siempre lo han sido en cada ocasión histórica en que se han subvertido los patrones económicos o sociales (Folch, 1998). Y al fomento de esas nuevas actitudes y valores tendrán que atender las prácticas familiares. El desarrollo sostenible es un nuevo concepto por el que se expresa la convicción de que el modelo actual de desarrollo está agotado, desde la perspectiva del bien de la humanidad y el deseo razonable de progreso de los países más pobres. La sostenibilidad implica equilibrio ecológico, social y económico lo que incide, al igual que el concepto de desarrollo, en la diferenciación respecto a las políticas que buscan sólo el crecimiento económico. Encontrar equidad y equilibrio de costes y beneficios entre la situación de la naturaleza, la producción económica y la distribución social justa de la renta responde bien a lo que se entiende hoy por desarrollo sostenible (Colom, 2000). Es necesaria la construcción de una nueva cultura del medio ambiente y unas nuevas relaciones socioeconómicas, tanto a nivel planetario como dentro de los Estados, en el marco de una concertación civil, que
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apuesten por el desarrollo sostenible. El cambio de enfoque y, especialmente, su aplicación práctica, no son un ajuste de cuentas con el pasado ni con el presente, sino un reajuste de los desajustes en los que vivimos; una decisión de sensatez para garantizar la paz y el futuro de la humanidad. La cultura de la sostenibilidad comporta la adopción fuerte de los valores morales de la justicia y la solidaridad. Por lo que el desarrollo sostenible es fundamentalmente un proyecto moral (Ortega y Mínguez, 2003). En las prácticas de la familia que llevan a respetar la naturaleza, “se debe propiciar una ética diferente en relación con lo económico. Si tenemos en cuenta la pobreza y las diferencias en cuanto a calidad de vida, la inconsciencia económica o el consumo innecesario, lo económico se convierte en un problema moral serio y grave que debe solucionarse en el ámbito escolar y familiar y, con el tiempo, en el seno de la sociedad misma; lo económico, pues, como una variable moral de primera magnitud que deberá equilibrar producción y necesidad, acumulación y equidad” (Colom, 2000: 111-112).
117 4.7.2. La cooperación internacional La segunda línea de prácticas tendría que centrarse en la generación de actitudes positivas hacia la cooperación internacional para el desarrollo de los pueblos. La dignidad de toda persona y el valor de la vida exigen el compromiso ético de olvidar egoísmos e insolidaridades y de enfrentarse a la violencia de la muerte. Amar la vida es luchar por las condiciones de su posibilidad, cuando se ven afectadas o se quiebran en algún lugar del mundo. La cooperación para el desarrollo de los pueblos es una expresión de ese movimiento por la vida, puesto que la miseria y el hambre producen millones de muertos. Las prácticas familiares para la cooperación al desarrollo de los pueblos tienen que centrarse en cuatro líneas de acción: la deliberación sobre que la cooperación se legitima desde razones de justicia; el fomento del cosmopolitismo; la persuasión de que los bienes de la tierra son bienes sociales y la visión internacionalista de los problemas.
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La deliberación sobre la cooperación internacional, desde la perspectiva de la justicia, lleva al descubrimiento de las trampas que, a veces, se encuentran detrás de tan hermosa declaración: los intereses de política exterior y de seguridad o simplemente los intereses económicos de los países donantes (Zamora, 1999). Ello invita a fortalecer en los hijos e hijas las capacidades de la deliberación ética para no caer en la trampa de las grandes palabras. La ética tiene que estar en el centro de la cooperación para el desarrollo (Goulet, 1999). El hecho incontrovertible e importante es que la gente muere de hambre y de enfermedades, cuando el hambre y esas enfermedades son evitables, y esa es una situación de violencia estructural que los países ricos ejercen sobre los países pobres, al menos indirectamente.
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El proyecto de forjar personas cosmopolitas puede convertir al conjunto de los seres humanos en una comunidad. Se abre paso la postura de quienes defienden como necesaria la formación de identidades morales individuales, nuevas y complejas, que respondan a un ideal de ciudadanía múltiple: personas que se vean como miembros de una familia, de una comunidad étnica, local o nacional, pero también como seres humanos con responsabilidades sobre todos los demás. La democracia del futuro debe permitir a los ciudadanos cosmopolitas ganar importancia como mediadores entre tradiciones culturales y discursos diferentes, buscando significados compartidos que posibiliten el entendimiento de las gentes y de los pueblos. Los bienes de la tierra son bienes sociales que tienen que ser socialmente distribuidos. Y no sólo en una familia y en un país, sino en el conjunto de la humanidad, que afín de cuentas es la que los produce (Cortina, 2001, 2003); la interdependencia es la clave de la producción, aunque personas, familias y países sigan aferrados a la falsa ideología del individualismo posesivo, sigan convencidos de que los productos son suyos. Walzer (1993) enumera, en Las esferas de la justicia, doce bienes, que tendrían que ser compartidos por todos los habitantes de nuestro planeta: la pertenencia a una comunidad política, la educación, la seguridad y el bienestar, el dinero y los productos del mercado, los cargos y puestos
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de responsabilidad, el trabajo, el tiempo libre, el poder político, la autoestima, los beneficios de la tecnología, el reconocimiento social y la igualdad. Todos esos bienes podrían articularse en lo que se puede llamar las condiciones de la libertad que permiten el desarrollo de las capacidades de las personas para llevar adelante una vida feliz. En una aldea global, el egoísmo es una actitud pasada de moda como lo son las pequeñas endogamias, los vulgares nepotismos, la defensa de los míos, los nuestros, sea en la familia, en la política, en la economía, en la universidad o en el hospital. Ante retos universales, no cabe sino la respuesta de una actitud ética universalista que tenga por horizonte, para la toma de decisiones, el bien universal, aunque sea preciso construirlo desde el bien familiar y local. Es necesaria una educación de talante mundialista: para ser integrante de una sola nación, el planeta, habitada por unos seres con igualdad de derechos y deberes: la humanidad, sin ningún tipo de exclusiones. 4.7.3. El consumo justo La tercera línea de prácticas familiares tiene que relacionarse con la característica más definitoria de la sociedad de nuestro tiempo: el consumo. La responsabilidad ética exige la austeridad de quienes vivimos en los países desarrollados, personas e instituciones. No pretendemos decir que no se consuma; el consumo puede entenderse como un medio de desarrollo humano cuando no afecta negativamente al bienestar de los otros, es justo para las generaciones futuras, respeta la capacidad del planeta y estimula el surgimiento de comunidades productivas y creativas. Lo verdaderamente inmoral es el consumo superfluo y exhibicionista, que genera la exclusión y la humillación de quienes no satisfacen sus necesidades básicas. La ética kantiana estableció la Regla de Oro con la célebre formulación del imperativo categórico: “obra de tal manera que la máxima de tu actuación pueda convertirse por tu voluntad en ley universal de la naturaleza”; según tal ética, cualquier norma que pretenda tener valor moral debe ser formalmente universalizable. Si los ciudadanos de todos los
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países tuvieran estilos de vida semejantes a los ciudadanos de los países desarrollados, el consumo esquilmaría los recursos de la tierra y haría la vida inviable para las generaciones futuras. En el caso del consumo no cabe hacer excepciones, referidas a unas familias o a unos países, porque si la universalización de una norma de consumo destruye los recursos naturales entonces es inmoral. Si aceptamos la Regla de Oro y se aplica al consumo, la norma moral del consumidor puede formularse así: “consume de tal modo que tu norma sea universalizable sin poner en peligro el mantenimiento de la naturaleza” y una segunda formulación diría: “consume de tal modo que respetes y promuevas la libertad de todo ser humano, tanto en tu persona como en la de cualquier otra, siempre al mismo tiempo” (Cortina, 2002).
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Para un consumo justo y responsable, es necesario fomentar en los hijos estilos de vida sostenibles, asumibles y universalizables. Para ello, conviene proceder en una doble dirección: averiguar los estilos de vida que producen daño social y exclusión a personas y a pueblos y que deberían estar prohibidos en una sociedad que se pretenda justa; y, por otro lado, los estilos de vida que fomentan las capacidades personales y son respetuosos con el medio ambiente. Dos son las competencias a formar en los hijos e hijas: la lucidez y la prudencia. La lucidez para desentrañar los motivos por los que consumen y los mecanismos sociales que les avivan el deseo de consumir diferentes productos. Es difícil combatir la creencia por la que se identifica la autorrealización con el éxito expresado en la posesión de objetos costosos, la convicción generalizada de que lo natural es consumir de forma creciente y que moderar el consumo es una forma de retroceso. Por ello, la lucidez para buscar otras formas de autorrealización personal y de desarrollo de capacidades personales es una buena meta educativa. La prudencia, por su parte, muestra que la calidad de vida debería prevalecer sobre la cantidad de bienes. Tiene importancia ética que los hijos e hijas descubran que la vida buena, la vida feliz, no depende tanto del consumo ilimitado de productos del mercado como de unas relaciones humanas satisfactorias, del disfrute de la naturaleza, del sosiego y el disfrute del tiempo.
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Pero la austeridad, la lucidez y la prudencia que se han mencionado, como competencias a desarrollar en las hijas e hijos, tienen que estar al servicio del principio moral de la justicia: no vivimos solos sino en compañía de quienes mueren de hambre y de enfermedades evitables, impedidos en su potencial desarrollo de capacidades humanas, quienes teniendo derecho al disfrute de los bienes, para su permanencia en la vida y para el desarrollo de sus capacidades, se les niega por quienes despilfarran los bienes comunes. La responsabilidad por los pobres y los excluidos adquiere la fuerza de un imperativo moral incondicionado. Esa responsabilidad tiene que ser ejercida desde prácticas sociales que presentan alternativas u operan dentro del sistema económico, siempre que produzcan cambios en las situaciones injustas. Una de tales prácticas, que se abre paso con vigor, es el llamado Comercio Justo. Consiste en comprar los productos, que se necesitan, a aquellas empresas que cumplen con determinados valores éticos y, sobre todo, en tomar el control de los ahorros para depositarlos en aquellas entidades financieras que se comprometen con programas de desarrollo humano. Los criterios pueden ser también negativos, como no comprar productos o no depositar los ahorros en empresas que invierten en armas o emplean niños o se dedican a la pornografía (Sanz, 2003). Una forma de educación para el Comercio Justo consiste en proporcionar información y debate sobre todas las alternativas posibles que se presentan en la sociedad para que los hijos e hijas puedan ir decidiendo cada vez más responsablemente.
4.7.4. El servicio voluntario La cuarta línea de prácticas familiares se refiere a la participación de los hijos e hijas en movimientos de servicio voluntario a la sociedad. Lo que caracteriza a los nuevos movimientos sociales es la conquista de nuevas oportunidades para participar en las decisiones que afectan a los ciudadanos mediante la democracia directa o dando un mayor protagonismo a los grupos de autoayuda y a formas cooperativas de organización social. Un rasgo distintivo de los nuevos movimientos sociales es
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que no defienden los intereses específicos de un grupo social ni se nutren de las capas sociales desfavorecidas. Sus motivaciones son la defensa de los bienes colectivos, no los exclusivos de los miembros del grupo. Prefieren una estructura descentralizada, abierta y democrática, frente a la estructura centralizada y jerárquica de los viejos movimientos sociales. Reivindican para sí una intencionada acción social y política al margen del marco institucional de las administraciones públicas. Esos movimientos sociales reivindican la esfera de la acción política, en el interior de la sociedad civil, como su espacio propio desde el que cuestionar las prácticas e instituciones, tanto mercantiles como gubernamentales.
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La responsabilidad ética exige el compromiso con la transformación de los escenarios sociales. Como nos ha recordado Hannah Arend (1996), la esfera de los asuntos humanos está formada por la trama de relaciones que existe donde quiera que los hombres viven juntos. En esa trama, ya existente, cada agente introduce su acción que afecta a los demás como la acción de los demás le afecta a él. Esa acción y reacción entre las personas nunca se mueve en un círculo cerrado y nunca se limita a unos pocos participantes, sino que se difunde al resto de miembros de la sociedad y a las personas que puedan constituir la sociedad del futuro.
4.7.5. La comunicación deliberativa Las relaciones familiares han de ser capaces de producir significados personales, sobre todo el sentido de pertenencia, la confianza, la identidad y el reconocimiento, que son valores que han de estar presentes en el mundo familiar. La primera norma que se ha de tener en cuenta es que la comunicación se produce en el seno de una comunidad familiar que, a pesar de los posibles problemas, tiene ámbitos comunes, estrategias cooperativas para abordar parcelas de la vida e intereses coincidentes. En la comunicación familiar, los interlocutores no sólo se reconocen como tales, sino que también reconocen al otro como alguien que en cierto modo le pertenece y al que pertenece conformando un “nosotros”, la familia.
La familia y el desarrollo de la responsabilidad ética
Una segunda norma que es necesario tener en cuenta en la comunicación es que los distintos miembros de la familia tengan la buena voluntad de entenderse y, para ello, estén abiertos a la posibilidad de cambiar de opiniones y posturas si se aportan razones que lo aconsejen. El aprendizaje es el fruto más importante de la comunicación, ya que da la capacidad de replantear las opiniones o convicciones anteriores y cambiar las posturas si fuera necesario. Cuando la comunicación sólo es un intercambio de opiniones inamovibles y un vehículo para manifestar los juicios sobre las posturas de los otros pero nunca se alteran las propias, entonces no es verdaderamente una comunicación que busca acuerdos. En las éticas aplicadas, como es el caso de la ética familiar, la deliberación es un procedimiento fundamental (Conill, 2003) por el que no sólo se exponen las propias posiciones, sino que se busca comprender, penetrar en profundidad el fondo de los problemas, para buscar posturas comunes basadas en razones aceptables por las partes; y si no se consigue el acuerdo, por lo menos se busca una relación que mantenga el respeto mutuo. La deliberación en común es un experimento para averiguar cómo son en realidad las líneas de acción posibles, también para hacer diversas combinaciones entre ellas, en la solución de los problemas. El proceso de deliberación concreta la posibilidad de interrogarse unos a otros, cuando poseen perspectivas y opiniones diferentes o encontradas, con la pretensión de encontrar espacios comunes de entendimiento. Sin deliberación se empobrece la relación, porque se reduce la capacidad crítica hacia uno mismo y la cooperación con los otros, prevaleciendo unas relaciones humanas deficientes, basadas en el poder y la fuerza La relación comunicativa tiene que ser inclusiva de todos los miembros de la familia. En la comunicación tan importante es saber escuchar como saber hablar. Los intereses comunes sólo se pueden identificar y articular cuando los miembros de la familia se escuchan unos a otros. La escucha consiste no sólo en atender sin más a aquello que los otros expresan, sino implicarse con ellos, siendo capaces de situarse en su punto de vista, de captar sus intereses y sus sentimientos. A esto se
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llama empatía, la cual abre a ver y comprender, escuchando y sintiendo a los otros, nuevas perspectivas de un mismo problema.
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Para una comunicación familiar con calidad ética, se debe propiciar un clima de diálogo (Martín y Puig, 2007) con las siguientes condiciones: es necesario que todos los miembros de la familia tengan una actitud constructiva, que se traduce en hablar sinceramente con ánimo de encontrar la solución de los problemas; quieran entenderse y hagan todo lo posible para conseguirlo; respeten la verdad y se respeten mutuamente; establezcan una relación que evite la prepotencia, el autoritarismo, la coacción y la agresión; se impliquen en el intercambio de opiniones, de manera que expresen las razones propias, consideren las razones ajenas y estén dispuestos a modificar las propias razones si las del otro familiar son más adecuadas; estén dispuestos a iniciar el diálogo desde una posición cero, sin precondiciones inaceptables para la otra parte y estén dispuestos a buscar alternativas aceptables para todos los miembros de la familia. La responsabilidad exige la lucidez que la deliberación proporciona. Una persona sólo es responsable de algo cuando es consciente de sí misma y de los pro y contra que se derivan de su acción como portadora de valor. En el capítulo quinto se ofrecen un conjunto de estrategias que facilitan la comunicación en el ámbito familiar.
4.7.6. La participación en la sociedad civil La educación para la deliberación con ser tan importante, no es suficiente. El despertar de la responsabilidad pública de los ciudadanos, como un hecho colectivo que afecte a la ciudadanía en general, sólo será posible en la medida en que haya un proceso de socialización política desde la infancia. La sexta línea de prácticas familiares está centrada en la formación de competencias de las hijas e hijos para su intervención como agentes en la vida pública (Escámez, 2003). La participación responsable en la sociedad civil exige que adquieran las competencias necesarias para pedir razones de las propuestas que se les hacen, dar razones de las propias propuestas, deliberar sobre las consecuencias que de unas
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y otras se derivan para el bien común, decidir los proyectos de acción y tener la fuerza y perseverancia de llevar a cabo tales proyectos de acción, a pesar de las dificultades u obstáculos que puedan presentarse. También la participación responsable en la sociedad civil exige la preparación para que pidan a los gobiernos las razones o justificación de sus políticas públicas. Los padres no pueden dejar la preparación de sus hijos para la vida pública en manos del Estado. Deben también ocuparse de la formación de competencias en sus hijos para que sean capaces de analizar si los poderes públicos, y las normas que promulgan, son justas y si todos los ciudadanos tienen voz en determinar cómo funcionan. Por ello, es importante la educación de sus hijas e hijos para la participación, lo más amplia posible, en las instituciones y en las normas que afectan la vida de las personas, con el fin de asegurar resultados económicos y sociales más equitativos. Las capacidades para participar en la vida de la comunidad política son tan importantes como la capacidad de leer y escribir o de disfrutar de buena salud. Ser capaz de participar en la vida pública, obteniendo respeto y teniendo voz en las decisiones comunitarias, es fundamental para el desarrollo personal y del país. El primer Informe sobre Desarrollo Humano, en 1990, subrayaba, como estrategias fundamentales, la necesidad de invertir en educación y salud y fomentar un crecimiento económico equitativo. Pero en el Informe se destaca un tercer pilar para el desarrollo humano del siglo XXI: promover la participación mediante la gestión democrática de los asuntos públicos. La participación fomenta la acción colectiva e individual y es un motor de progreso para los temas esenciales de desarrollo humano como la erradicación de la pobreza: “las personas que están mejor educadas y son también libres tienen más posibilidades de exigir políticas que se ajusten a sus necesidades y respondan a las prioridades del desarrollo humano” (PNUD, 2000: 53).
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5. La familia y el aprendizaje de la convivencia 5.1. Presentación Este último capítulo del libro lo hemos dedicado a analizar los aspectos más importantes relacionados con la convivencia en el seno de la familia y a proponer algunas estrategias educativas que consideramos especialmente adecuadas. Comenzamos estudiando la importancia de la participación de todos los miembros de la unidad familiar en la organización de las tareas y actividades, en la toma de decisiones, en la elaboración de las normas, y valorando los efectos positivos que ello tiene para la autonomía, la autoestima y la adquisición de competencias por parte de los hijos; pero también analizamos las repercusiones positivas que tiene este estilo educativo familiar para formar personas que participen en la comunidad política de modo responsable, buscando el bien común. Continuamos estudiando el tema de la comunicación en la familia al considerarlo básico para que los valores éticos sean conocidos, comprendidos y asumidos por todos sus miembros. Entendemos que las dificultades de comunicación entre los miembros de la familia que se dan en la sociedad actual, constituyen una deficiencia para la educación. Por ello se analizan brevemente los problemas más evidentes de la comunicación y se proponen un conjunto de estrategias educativas que la facilitan. Finalmente se aborda el complejo tema de la disciplina, entendida
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desde planteamientos democráticos, considerando que ésta es necesaria para la formación de los hijos como personas autónomas y responsables. Hacemos una propuesta educativa en base al establecimiento de normas democráticas en cuya elaboración participen todos los miembros de la unidad familiar. Se trata de que todos sientan las normas como propias y necesarias y asuman los valores que las sustentan. Para ello, se proponen procedimientos de análisis, reflexión, diálogo y participación que contribuyen al desarrollo cognitivo y moral de los hijos.
5.2. La familia como fuente de participación
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El estilo de relación que mantienen los padres con los hijos y el nivel de participación que promueven, juegan un papel fundamental en la configuración de la vida cotidiana y en la asimilación de valores. La mayor parte de los estudios sobre estilos educativos señalan dos dimensiones básicas: la primera tiene que ver con el afecto, la sensibilidad y la aceptación; la segunda con el modelo de disciplina y normas de comportamiento. La combinación de estos elementos da lugar a los estilos de disciplina mencionados en el capítulo segundo. Como señalan Palacios, Hidalgo y Moreno (1998) en su revisión de los estudios sobre estilos educativos, en nuestro país la relación entre padres e hijos se ha democratizado, es decir, se valora el afecto y la comunicación, las normas no se imponen, se respetan las opiniones de los hijos, y el padre se implica cada vez más en la educación de los mismos. Conforme el modelo democrático se va instaurando en la familia, la autoridad rígida de los padres va cediendo a un estilo más emancipador en el que éstos se convierten con frecuencia en negociadores de las situaciones conflictivas a las que se tienen que enfrentar con sus hijos. En estas situaciones se hace obligado el intercambio de puntos de vista sobre las cuestiones planteadas, la flexibilización de las situaciones, el consenso sobre las normas, etc. La participación se convierte en un factor clave de las relaciones padres-hijos y en el desarrollo de la autonomía de los mis-
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mos. Este estilo educativo permite que los niños participen libremente en la discusión de los asuntos que tienen que ver con su conducta y en la toma de algunas de las decisiones que les afectan, lo cual tiene unos efectos positivos en la autoestima, la independencia y las competencias de los hijos. Los padres participativos valoran la autonomía progresiva de sus hijos, la conducta disciplinada y ordenada y la refuerzan. Los hijos se sienten queridos y consideran razonables a sus padres en sus exigencias sobre la conducta. Existen indicadores suficientes para considerar que el establecimiento de un modelo de relaciones más democrático, igualitario y participativo en el que prima la comunicación y valores como la tolerancia y la autonomía, ha cambiado radicalmente la situación de la familia como contexto de aprendizaje respecto a épocas pasadas (Buxarrais y Zeledón, 2007). A este respecto, la investigación realizada por Alberdi (1995) en nuestro país señala que los hijos participan de manera frecuente en la toma de decisiones que les afectan (88%), lo que denota la existencia de un clima democrático en la vida de las familias de nuestro contexto. Es un dato significativo puesto que la participación de los miembros de la familia en la toma de decisiones constituye una de las variables más importantes que sirve para medir el grado de democratización de la misma. El estilo democrático se está convirtiendo en una característica esencial de nuestra sociedad posmoderna, en la que prima el derecho de la persona a escoger libremente sus creencias, sus relaciones, su modo de vida, sus valores. Este estilo, trasladado al ámbito familiar, da lugar a un tipo de relaciones basadas en el reconocimiento de la dignidad personal de todos los miembros de la unidad familiar, lo cual implica que, en la relación entre sus miembros, priman valores como la consideración, la cortesía, el respeto, la aceptación y el diálogo. La familia democrática, caracterizada por los altos niveles de igualdad entre sus miembros, se constituye como un medio óptimo para la implantación y proyección exterior de prácticas participativas y tolerantes de las personas. Las sociedades democráticas necesitan de familias democráticas en las que imperen valores como la igualdad y la responsa-
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bilidad compartida. La práctica de estos valores en el contexto familiar es la mejor estrategia educativa para formar ciudadanos responsables, preocupados por sus semejantes y que dedican una parte de su tiempo y su esfuerzo al bien de la comunidad. En un primer horizonte, la educación de los hijos se centra en la individualidad del niño, que posee su propia historia personal por la que va adquiriendo su identidad. Pero esta educación no se puede separar de la preparación de los hijos para la vida en la sociedad a la que pertenecen y al mundo en el que habitan. Por ello, la responsabilidad de los padres por educar a sus hijos en la participación, aun dándose en un ámbito privado, tiene también un carácter político. La separación de lo público y lo privado en la educación, no se sostiene, puesto que a la propia condición de la persona humana le corresponde su carácter de ciudadano, miembro de una comunidad política, y el ciudadano, a su vez, sigue en todo momento siendo una persona privada, dotada de derechos individuales.
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La responsabilidad paterna tiene que ver con los hijos como personas que están haciéndose; y este hacerse tiene unas fases de desarrollo, que hay que ir recorriendo, y un objetivo final: la adquisición de la madurez por el hijo; con lo que termina tanto la condición infantil del hijo como la responsabilidad de los padres. La buena educación tiene una meta: la independencia del hijo con la capacidad de hacerse responsable de él mismo y de la comunidad política a la que pertenece. En los últimos años, algunos padres, quizás muchos, han perdido el horizonte o meta de la educación y han cultivado el infantilismo de los hijos. El concepto de adulto se opone a un personaje muy real que existe en las familias (Reboul, 1999): el joven o persona que, habiendo dejado la adolescencia atrás, adopta algunos comportamientos infantiles como los siguientes: negarse a ver las cosas como son y tomar los deseos por la realidad; es incapaz de abstraerse del presente, de separar los medios de los fines, de asumir las consecuencias próximas y, sobre todo, lejanas de los propios actos; egocéntrico en sus amores y odios, sólo está interesado por él; es incapaz de relacionarse con los demás y de asumir la sor-
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presa y el riesgo que implica todo encuentro personal; es irresponsable de él y de la comunidad política; no sabe decidirse y sus expresiones favoritas son “no me corresponde...”, “no es culpa mía”; por eso mismo, depende de los demás, de los padres, de los maestros, de los amigos, del otro miembro de la pareja, a veces de los niños; la relación que un sujeto así mantiene con toda clase de autoridad o poder es patológica; la necesita para adorarla o para execrarla, pero no mantiene una independencia crítica con respecto a ella. El objetivo de la educación de los padres es promover que sus hijos alcancen las capacidades para hacerse cargo de sus vidas participando en sus comunidades. No se puede hablar, con sentido, de libertad personal si no se vive en comunidades políticas libres; no se tienen derechos como ciudadanos sino en comunidades en las que se respetan los derechos ciudadanos. Por lo tanto, la educación tiene que dirigirse a la formación de competencias para que los hijos participen responsablemente en la comunidad buscando el bien común. El bien común no es la suma de los bienes particulares, es un valor de más alto voltaje; aquel que conviene a todos y a cada uno de los miembros de la comunidad porque responde al proyecto compartido de hacer la sociedad más habitable, más humana, en la que todas las personas sin exclusión vean reconocida su dignidad y salvaguardados sus derechos. La mayor dificultad para la participación en los asuntos públicos se genera cuando nos dejamos invadir por los prejuicios y temores de que nuestras vidas y el futuro de nuestras comunidades está diseñado por fuerzas que escapan a nuestro control y nos arrastran no sabemos bien a donde. Parece como si las leyes del mercado o de la política o de la cultura marcaran al futuro un sentido o dirección desconocido para nosotros, pero inevitable. Los padres son quienes tienen el derecho primero a la educación de sus hijos, pero han de ser valientes y generosos educando para que ellos sean los agentes de sus propias vidas y los protagonistas de sus comunidades políticas. Dicho de otra forma, los padres tienen que educar a los hijos para que sean adultos, es decir, para que esos hijos no los necesiten.
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La tarea del niño es aprender su independencia y responsabilidad; cuando es realmente capaz de hacerlo es adulto, una persona apta para la autoeducación. ¿Apto para qué exactamente? El adulto es capaz de pensar por sí mismo, lo que equivale a afirmar que ignoramos qué pensará; capaz de ser responsable de su propia vida, lo cual quiere decir que ignoramos cuál será su elección; capaz de participar e influir en la comunidad desde sus intereses y proyectos, por lo que desconocemos los papeles sociales que decidirá desempeñar. La tentación de la mayoría de los padres, y de casi todos los educadores, es querer fabricar adultos de los que sepamos con seguridad lo que pensarán y querrán. En otras palabras, fabricar personas infantiles, no adultas. El verdadero adulto siempre se escapa a las expectativas de los educadores. Si los padres se atreven con el riesgo, quizás los hijos serán los ciudadanos competentes que actualmente se necesitan.
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5.3. La comunicación en la familia Partimos de la base de que existe una íntima relación entre los términos comunicación, interacción y educación, pues la relación educativa se caracteriza fundamentalmente por ser un proceso de interacción personal y éste, en esencia, no es otra cosa que un proceso de comunicación (Pérez, 1999). Desde una perspectiva sistémica, se entiende que la comunicación no es una acción, sino un proceso, es decir, un conjunto de acciones en las cuales están comprometidas dos o más personas, los cuales se relacionan y, mutuamente, producen modificaciones que son producto de interacciones. De este modo, y desde una dimensión exclusivamente biológica y sociocultural, podemos entender la comunicación como un proceso constitutivo de la propia existencia y realidad del hombre, que se lleva a cabo entre un “yo” y un “tu”, entre un ego” y un “alter”. En toda comunicación se transmite información, pero es necesario distinguir entre el contenido informativo y la intención persuasiva que acompaña a dicho
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contenido. En la finalidad de toda comunicación está implícito el deseo de influir para conseguir un cambio en el receptor, lo cual supone un paso más que la mera transmisión de la información. En este punto es en el que se produce la confluencia entre comunicación y educación. El proceso de interacción es especialmente relevante en el contexto de las relaciones familiares, puesto que es la principal herramienta de influencia entre sus miembros. La comunicación nos permite recibir y manifestar apoyo afectivo, establecer y negociar los roles, las necesidades y las responsabilidades de cada miembro de la familia, transmitir creencias y valores, controlar el comportamiento de los hijos, estimular el sentimiento de competencia, de confianza en uno mismo y de pertenencia al grupo. Es decir, que se trata de un medio útil, y a su vez complejo, del que disponen las madres y los padres para educar a sus hijos (Maganto y Batau, 2004). En el ámbito de la educación en valores, la comunicación entre los miembros de la familia es un elemento esencial para que los mismos sean conocidos, comprendidos y asumidos. En este sentido, puede esperarse que diferentes estilos de comunicación familiar conformen diferentes estructuras de valores. Las familias que utilizan mensajes legibles, claros, elaborados y razonados, son capaces de ponerse en el lugar del otro, se escuchan entre ellos, son respetuosos los unos con las necesidades de los otros, están promocionando valores de autodirección, empáticos y prosociales. Sin embargo, cuando los mensajes son poco elaborados, incongruentes y rígidos, con doble intención, descalificadores o amenazadores, cuando se pone más énfasis en el resultado de la comunicación que en las razones subyacentes, se promocionan valores de conformidad y autoconservación (García, Ramírez y Lima, 2000). En el contexto familiar, participación y comunicación están estrechamente entrelazadas. Por ello, uno de los indicadores más importantes para determinar el nivel y la calidad de la comunicación familiar, es la participación de sus miembros en la toma de decisiones. Aquellas familias en las que impera el dialogo y permiten que los hijos expresen sus
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opiniones y participen en el devenir familiar, están contribuyendo de una manera decisiva al aprendizaje e interiorización de los valores. Sobre todo porque los valores se asumen cuando se da la oportunidad de ponerlos en acción. Aquellos padres que no comparten con sus hijos la toma de algunas decisiones que les afectan, les están privando de la oportunidad de ensayar conductas de autonomía, responsabilidad y seguridad personal. Evidentemente que todas las situaciones no son adecuadas para hacer participes a los hijos de la toma de decisiones, pero la vida familiar ofrece muchas ocasiones que son idóneas para que éstos decidan por sí mismos y asuman las consecuencias de sus decisiones. Estas oportunidades de educar en valores no se deben desaprovechar.
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Otro aspecto nuclear en la comunicación familiar es el factor tiempo. La cantidad y calidad de tiempo real que pasan juntos los miembros de una familia interaccionado entre ellos es fundamental para la educación en valores. El tiempo, en las sociedades actuales es un bien escaso, y los padres suelen estar muy ocupados y preocupados por multitud de asuntos y problemas relacionados con sus ocupaciones laborales, actividades sociales, conflictos personales, etc. De esta forma, lo mejor de sí mismos, cuando están más frescos y con mayor energía, lo dedican al mundo laboral o social, y cuando llegan a casa al final de la jornada laboral, cansados y con poco tiempo y energía para dedicar a los hijos, lo que desean es que éstos les molesten lo menos posible. En estas condiciones la escucha activa se resiente y no se puede hablar de calidad en la relación cuando no se dedica una cantidad de tiempo razonable a estar con los hijos. Los términos disponibilidad percibida describen la percepción que tienen los miembros de la familia respecto a la posibilidad de comunicarse entre ellos. Los niños, cuando se ven sometidos a un interrogatorio al final del día sobre el colegio, los deberes, los amigos, etc., perciben la prisa de los padres por terminar cuanto antes, y apenas contestan con monosílabos a las preguntas. Si queremos garantizar un buen nivel de comunicación, debemos cambiar estas actitudes y dedicar a los hijos la cantidad y calidad de tiempo suficiente para construir, a través de la re-
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flexión y el diálogo, aquellos valores que les deseamos transmitir. Los hijos necesitan percibir la disponibilidad de los padres para contarles los avatares de su vida cotidiana, las anécdotas, las preocupaciones, los conflictos con los amigos, los problemas escolares, o simplemente para estar juntos realizando alguna actividad donde pueda darse un clima de verdadera comunicación. Por ello es muy importante realizar actividades conjuntas entre padres e hijos como son las de tiempo libre: deportes, excursiones, ir al cine, a un restaurante, etc. Incluso cuando el tiempo disponible es escaso, se pueden aprovechar las tareas de la casa, tales como ir a comprar, preparar la comida, limpiar y ordenar la habitación, como contextos de aprendizaje y comunicación. A este respecto es pertinente la propuesta de Javier Elzo (2006) sobre la necesidad de mantener comunicaciones prolongadas en la familia con cierta profundidad y sosiego. Como alternativa a la falta de tiempo, propone recuperar esas sobremesas largas de fines de semana en las que se habla un poco de todo y que contribuyen a crear y mantener el buen clima de familia. Es el momento idóneo para hablar de lo que sucede en el círculo de amigos, en las experiencias de Internet, comentar la película de moda, el suceso de actualidad, los conflictos sociales, el fútbol. Pero también buen momento para hablar sobre otros temas más transcendentes como las dudas, incertidumbres e incluso angustias que sienten nuestros hijos ante el futuro, la forma de afrontar una relación amorosa, un encuentro sexual fracasado, la razón de ser de nuestra existencia, etc. Un factor a tener en cuenta, tal como señalan Shaw y Dawson (2001), es que las actividades que llevan a cabo los padres con los hijos, y en especial las de tiempo libre, no siempre resultan gratificantes para los progenitores, sino que suponen un esfuerzo y se realizan por sentido del deber. A pesar de ello, los beneficios que aportan a las relaciones padreshijos son más que evidentes y, por ello, la intervención educativa debe ir dirigida a crear unos espacios de calidad para que surja una verdadera comunicación, donde los más jóvenes puedan aprender valores como la lealtad, la amistad, la generosidad o la responsabilidad.
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5.3.1. Estrategias que facilitan la comunicación Aunque es difícil establecer cuáles son las estrategias más adecuadas para una buena comunicación, debido a la variedad y amplitud de situaciones que se pueden presentar en el ámbito familiar, sí que podemos señalar algunas líneas de intervención educativa: Educar la afectividad. La familia constituye un espacio especialmente adecuado para educar la afectividad, las emociones. La poca habilidad de los padres en el manejo de los sentimientos, genera múltiples conflictos y tensiones familiares. Se recurre de un modo abusivo a los sentimientos como medio de coacción y chantaje. A pesar de ello, el medio familiar se considera el más adecuado para el desarrollo de una inteligencia emocional madura que intente vincular racionalidad y sentimientos en una justa proporción (Cardús, 2001).
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Fomentar habilidades conversacionales. Toda conversación tiene una serie de elementos básicos como son las preguntas que se formulan, la información que se transmite, saber escuchar o saber cerrar la conversación. Quizás la habilidad más importante es la de saber escuchar, la cual implica, no sólo recibir pasivamente la conversación, sino dar señales al emisor de que se está recibiendo. Aquí es muy importante tanto la conducta verbal, preguntas o exclamaciones, como la no verbal, posturas o movimientos de cabeza o contacto visual, que dan pistas al emisor sobre nuestro grado de implicación en lo que nos cuenta. Promover habilidades de expresión. En la relación interpersonal que se da entre los miembros de la familia, es fundamental que todos sepan expresar emociones que sean del agrado del otro y reconocer los aspectos positivos de su conducta. Los padres también deben ser capaces de expresar críticas y sentimientos negativos de un modo respetuoso y eficaz para conseguir cambios en la conducta de sus hijos. Para esto último, tal y como señalan Chalon y Curtet (2001), es conveniente seguir las siguientes estrategias: especificar de modo claro la conducta de la otra persona que ha motivado los sentimientos negativos; expresar y admitir como propios los sentimientos negativos; realizar peticiones a la otra persona que contribuyan a mejorar la situación y los sentimientos; re-
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forzar a las personas que nos escuchan por haber atendido nuestra petición y comprometerse a realizar o plantear un compromiso alternativo. Utilizar un lenguaje claro y concreto. Debe responder a las exigencias de un código común descifrable, al objeto de evitar las interpretaciones subjetivas de cada miembro del grupo familiar. Las malinterpretaciones a que suele dar lugar el uso de un lenguaje ambiguo e inespecífico generan múltiples molestias y conflictos. Las características de este lenguaje son las siguientes: se basa en descripciones observables y cuantificables; debe ser adecuado y oportuno a la situación y al contexto en el que se produce; siempre que sea posible debe ser positivo, especificando el comportamiento correcto; debe cuidar tanto la expresión verbal como la no verbal (el tono de voz, los gestos, las posturas son tan importantes como lo que se dice a nivel oral). Elegir el contexto adecuado. Para que la comunicación sea eficaz se deben elegir las circunstancias adecuadas para la misma: sin ruidos o interferencias que dificulten la recepción del mensaje, cuando todos están tranquilos, etc. Sobre todo cuando se está hablando de cosas importantes como los horarios, las normas, las tareas a realizar, etc., se necesita el tiempo y la tranquilidad necesaria para hablar con calma sobre todas las cuestiones que puedan surgir, y que todos puedan expresar sus opiniones. Describir conductas concretas. Si queremos que los hijos capten de un modo inequívoco el mensaje sobre la conducta que esperamos de ellos, debemos describirla de un modo preciso y concreto. Las peticiones del tipo “arréglate la habitación cuando puedas” son vagas e imprecisas, pues no suponen un compromiso delimitado en el tiempo, con lo cual se prestan a una interpretación errónea. Ser firmes y consistentes. Si encomendamos determinadas tareas cotidianas a los hijos, pero sólo exigimos su cumplimiento en ocasiones concretas, generamos desconcierto e inseguridad por unas demandas cambiantes. Es importante que los padres mantengan criterios estables sobre las peticiones que realizan a los hijos, y que lo hagan en un tono que transmita exactamente lo que se tiene en mente. Es decir, que cuando se
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dice algo a un hijo es conveniente hacerlo de manera que sienta que creemos que puede hacerlo y que lo hará. Para transmitir firmeza no es necesario manifestar enfado ni recurrir a las amenazas. Los niños aprenden pronto que éstas rara vez se cumplen, y pierden toda su eficacia. Usar un tono de voz adecuado. No es necesario gritar para transmitir el pensamiento. Si se comienza hablando fuerte a los niños pequeños para que cumplan sus obligaciones, conforme van creciendo se aumenta el volumen y se acaba gritando para cualquier cosa. Los niños se acostumbran a este tono de voz como habitual y se acaba convirtiendo en algo ineficaz y molesto.
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Hablar en positivo y señalar la conducta correcta. Es mucho más eficaz decir la conducta que se espera de otra persona en positivo que en negativo. Por ejemplo, si queremos que nuestro hijo quite la mesa, es más adecuado decirle “espero que recojas la mesa antes de irte” que usar un tono amenazante “no se te ocurra irte sin recoger la mesa”. Las frases afirmativas transmiten mayor firmeza que las negativas, en la medida que expresan con más claridad la conducta que esperamos de nuestros hijos. En general, se puede decir que las frases en negativo sólo señalan una de las múltiples opciones de la conducta incorrecta. Por ejemplo si decimos “no te ensucies los pantalones en el parque”, sólo nos referimos a una prenda concreta, mientras que si decimos “espero que te mantengas limpio” abarcamos al conjunto de la persona, somos más respetuosos y reforzamos el comportamiento que esperamos. Expresar los mensajes en primera persona. Estos mensajes permiten expresar los sentimientos, opiniones y deseos del que habla sin evaluar, reprochar o atacar la conducta de los demás. Algunos ejemplos son “me molesta que tires los papeles en el suelo”, “me siento decepcionado cuando no haces tus tareas”, “me gustaría que acordásemos los horarios”... Son mensajes mucho más adecuados que aquellos que se lanzan en segunda persona del tipo “eres un guarro por tirar las cosas al suelo”, “si sigues así vas a fracasar”, “no tienes vergüenza por comportarte de esta manera”. Estos últimos mensajes critican, amenazan, culpabilizan a los hijos y sólo sirven para bajar la autoestima y para que se pongan a
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la defensiva. Avergonzar a los niños para inculcarles nuevos hábitos sólo les enseña a sentirse mal con ellos mismos y no potencia el cambio de su conducta a largo plazo (Law y Harris, 1999). Escuchar activamente a nuestros hijos. La escucha activa consiste en estar atentos al mensaje que nos tratan de transmitir los demás. Cuando, además de escuchar, somos capaces de captar las emociones y los sentimientos del interlocutor, entonces se dice que tenemos empatía. La empatía es la habilidad para ponerse en el lugar del otro, para comprender cómo se siente y reconocérselo. Si queremos potenciar en nuestros hijos la empatía, el primer paso es ser capaces de ponernos en su lugar. Al percibir que tratamos de comprender sus sentimientos, los niños aprenden a desarrollar el mismo interés por los sentimientos de los demás. Pero hay que tener en cuenta que escuchar activa y empáticamente es una de las habilidades de comunicación más complejas, que requieren aprendizaje y práctica continua. Algunas estrategias que facilitan la escucha activa son las siguientes: evitar las ideas preconcebidas, pues en muchas ocasiones estamos más atentos a lo que ya sabemos de nuestros hijos e hijas que a lo que realmente nos están tratando de decir; escuchar los hechos sin emitir juicios de valor, ya que cuando valoramos, cuestionamos o interpretamos lo que están manifestando nuestros hijos, estamos interfiriendo en la comunicación con los mismos; aceptar las emociones y sentimientos del otro, lo cual no quiere decir que le tengamos que “dar la razón”, sino transmitirle que hemos captado los motivos o sentimientos que le mueven a actuar de una manera concreta.
5.4. Organización de la convivencia y la disciplina La eficacia de los padres en la transmisión de valores a los hijos tiene una relación directa con el modelo de disciplina utilizado. Por disciplina familiar entendemos las estrategias y mecanismos de socialización que se emplean para regular la conducta e inculcar valores, actitudes y normas. Baumrind (1991) describe tres estilos educativos: el autoritario, el democrático y el permisivo. El uso de un determinado estilo influye, no sólo en
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la eficacia de la transmisión del mensaje, sino también en el tipo de valores que van a asumir los hijos. Así, los padres permisivos fomentan valores de autodirección como la autonomía y la independencia, e inhiben valores prosociales como la solidaridad y la justicia; los padres autoritarios favorecen valores deterministas y de conformidad, e inhiben valores de autodirección y estimulación; los padres de estilo democrático, que utilizan el razonamiento y enseñan a sus hijos a tener en cuenta las consecuencias de sus acciones, promocionan valores prosociales y de autodirección. De hecho, parece ser que son los valores de los padres los que guían la elección del estilo disciplinar. Los padres que mantienen valores de conformidad y obediencia tienden a usar el estilo autoritario, los que mantienen valores de autonomía y tolerancia tienden a utilizar el estilo democrático, mientras que los que mantienen valores hedonistas y de autobeneficio tienden a usar el estilo permisivo (García, Ramírez y Lima, 2000).
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Desde el punto de vista de la educación ética, el modelo democrático es el más efectivo, pues se parte de la idea de que el hogar es un lugar de todos y para todos, que se hace entre todos y en el que impera el valor de la justicia a través del trabajo compartido. La autoridad se basa en una jerarquía democrática donde todos los miembros de la familia participan en la toma de decisiones, aunque son los adultos los que lideran el proceso. Existe un equilibrio entre el ejercicio firme de la autoridad y el afecto que se profesa a los hijos e hijas. Estos procesos de participación encierran en sí mismos un gran valor educativo, en la medida que permiten a los niños adquirir una experiencia real de elaboración, negociación, resolución de conflictos y búsqueda de soluciones, tan necesarias para la vida diaria.
5.4.1. La disciplina en el contexto familiar Algunos estudios sociológicos de la familia (Flaquer, 1998; Meil, 2006) señalan que en la familia actual cobra cada vez más relevancia la función afectiva, en cuanto a la satisfacción de las necesidades emocionales y a la protección frente al mundo exterior, que se percibe como competitivo y agresivo. Se podría especular si la permisividad actual de muchos
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padres en el control disciplinario de la conducta de sus hijos está generado por esa incondicionalidad del afecto y del deseo de que los hijos sean felices y no sufran (Ortiz, et al.. 2007). Teniendo en cuenta esta realidad, nuestro planteamiento educativo parte de la base de que la disciplina es necesaria para la seguridad emocional de los hijos e hijas y para su formación como personas autónomas y responsables. Es importante que éstos tengan claros los puntos de referencia de lo que pueden o no pueden hacer, de cuál es la conducta adecuada al grupo social de referencia, de cuáles son sus responsabilidades. El ejercicio equilibrado de la autoridad dentro de la familia, en el que se combina la firmeza con la flexibilidad, en función de las circunstancias y condiciones cambiantes que se dan en la vida familiar, es una condición básica para el desarrollo personal y social de los hijos. Entendemos que la disciplina es algo más que la aplicación de sanciones para que los hijos obedezcan a los padres y acaten las reglas impuestas por éstos. Su objetivo es conseguir personas responsables que autocontrolen su comportamiento en función de las normas y reglas establecidas en la familia, y que se hagan responsables de sus actos. Es decir, que frente al modelo de acatamiento externo, se trata de conseguir personas que sean responsables y cumplan las normas por propio convencimiento de que son justas y necesarias para la convivencia. Su importancia radica en que sirve de marco para las relaciones entre los miembros de la familia y constituye el punto de referencia sobre el comportamiento adecuado y esperado. Algunas razones por las que la disciplina es fundamental en la familia son las siguientes (Magato y Bartau, 2004): en primer lugar, constituye un marco de referencia que da seguridad a los hijos e hijas, proporcionando las claves fundamentales para saber qué es lo más importante, qué hay que hacer y cómo se ha de hacer; es una forma de mostrar preocupación, interés y amor pues, hacer cumplir las normas a los hijos, e incluso castigarlos cuando no las cumplen, en contra de lo que se suele pensar, es demostrarles que se les quiere, al transmitirles el mensaje subyacente de que nos importan y que nos preocupamos por ellos; facilita la
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independencia progresiva de los hijos e hijas, debido a que aprenden con sentido crítico lo que es justo o injusto, aprenden a reconocer lo que hacen bien o mal, a ver que nuestras acciones tienen unas consecuencias que repercuten en la vida de los demás miembros de la familia y, en definitiva, porque les facilita llegar a la autodisciplina a través de un proceso en el que toman conciencia del propio comportamiento; previene la aparición y consolidación de comportamientos indeseados o inadecuados, lo cual es básico a nivel educativo ya que evitar que el comportamiento indeseado comience es más fácil que tratar de acabar con el mismo cuando ya está consolidado; ayuda a los niños a desarrollar el dominio sobre sí mismos o autocontrol, proceso que no se produce automáticamente o de repente, puesto que los niños necesitan que sus padres les guíen y apoyen en un proceso que tiene su edad crítica hacia los seis años y que se ve claramente favorecido por la escolarización.
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Hay que tener en cuenta que para que funcionen las estrategias educativas y la disciplina, tal y como se señalaba en el apartado anterior, es necesario ponerlas en práctica en un clima de comunicación positivo.
5.4.2. Disciplina democrática El concepto disciplina se puede estudiar desde diferentes enfoques o perspectivas. Para muchos padres, este concepto se equipara incómodamente a las palabras “castigo” y “represión”, lo que, a veces, da lugar a que éstos se muestren imprecisos o inconsistentes a la hora de educar a sus hijos por miedo a parecer anticuados o reaccionarios. A este respecto, el modelo de disciplina democrática constituye una alternativa a los extremos contraproducentes de la imposición autoritaria y la permisividad del “dejar hacer”. En el mismo se tiene en cuenta la vida emocional del niño o adolescente y las tareas de desarrollo a las que se enfrentan en sus diferentes etapas de crecimiento. Es un modelo caracterizado por los siguientes aspectos: utiliza el razonamiento y la explicación comprensiva sobre los hechos; trabaja en base al uso del elogio, la estimulación y el reconocimiento como procedimientos educativos; las normas
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son negociadas y consensuadas con los hijos, en diferente grado según la edad de los mismos; estimula a los hijos a participar progresivamente en el establecimiento de metas; mantiene la congruencia entre lo que se dice y lo que se hace; busca la autonomía y el desarrollo moral de los hijos; enseña a ver las cosas desde la perspectiva del otro. Las consecuencias derivadas de este modelo educativo están en el desarrollo equilibrado de los hijos a nivel personal y social, la interiorización de las normas y valores que guían la conducta; el control autónomo del comportamiento; el desarrollo de la sensibilidad social, el reconocimiento legítimo de las necesidades de los demás, la cooperación y la ayuda. Robert MacKenzie (2001), describe las ventajas del modelo de disciplina democrática del siguiente modo: los niños aprenden a resolver por sí mismos muchos de los problemas que se les presentan en la vida diaria; se ven obligados a elegir en aquellas situaciones que no implican riesgo y, por lo tanto, aprenden las consecuencias de sus decisiones; se refuerza y alienta de una forma efectiva la cooperación entre iguales; el respeto constituye un valor básico en las relaciones de los miembros de la familia y del grupo social de pertenencia.
5.4.3. Los valores éticos como fundamento de las normas democráticas Conseguir que los hijos aprendan a distinguir entre lo que está bien y lo que está mal, es un proceso largo y complejo. Hay que comenzar enseñándoles las normas éticas más elementales, como que no se pueden apropiar del juguete de un amigo, que los caramelos de la tienda hay que pagarlos o que hacer trampas en un juego no es correcto. A medida que van creciendo tenemos que enseñarles a comprender cuestiones éticas más complejas, como si es aceptable mentir alguna vez o si deben delatar al amigo que ha cometido un hurto. Los padres deben ayudar a sus hijos a iniciar el largo camino que supone el desarrollo de la moralidad, y para ello pueden contar con una estrategia educativa muy eficaz, como es el establecimiento de un conjunto de normas de comportamiento y convivencia acordadas con la participación de todos los miembros de la familia.
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El aprendizaje de normas constituye un elemento clave para formar el carácter de los hijos y facilitar la convivencia entre los miembros del grupo familiar. Cuando enseñamos normas sin imponerlas, empleando procedimientos de análisis, reflexión, dialogo y participación, estamos contribuyendo al desarrollo cognitivo y moral de los hijos. Existe una estrecha relación entre las normas así elaboradas y los valores éticos.
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Tanto las normas concretas1 como las abstractas2 constituyen una forma de expresión operativa de los valores. Las normas se fundamentan en los valores, los cuales les proporcionan legitimidad y significación. Así ocurre a nivel social por ejemplo con las constituciones de los países democráticos que, como normas supremas de un país, se basan en valores como la libertad, la igualdad, la justicia o la democracia. A partir de aquí, podemos ir descendiendo hacia normas legales más básicas basadas en los usos y costumbres sociales del grupo de referencia. De una u otra forma, todas las normas se fundamentan en los valores imperantes a nivel social, y de no ser así, las normas se convierten en imposiciones arbitrarias y caprichosas que se aplican de modo autoritario, con lo cual deja de existir la obligación moral para su cumplimiento. Pero lo esencial de esta relación es que valores y normas se complementan, pues la situación más habitual es que exista una coherencia entre las normas de un grupo social y los valores que las sustentan. Las normas, en cuanto que prescripciones que regulan la actuación de personas o grupos, toman su significatividad por el modo como interpretan el respeto a ciertos valores, que son los que dan sentido a la norma. Cuando una norma es aceptada por la tradición, la costumbre o la ley de 1. Conjunto de prescripciones obligatorias que regulan la vida cotidiana de la familia especificando lo que se debe hacer o no. Estas normas concretas responden a acuerdos entre los miembros de la familia y su significado solamente es relevante dentro del contexto específico en el que se formulan. 2. Son prescripciones generales de carácter transcultural que transcienden las situaciones específicas, y hacen referencia a valores éticos universales. Permiten a los niños y niñas entrar en contacto con principios o valores universales básicos para su formación, pero requieren estrategias diferentes de aprendizaje, en la medida que es condición necesaria su comprensión a nivel cognitivo.
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una sociedad, adquiere una fuerza y una obligatoriedad que la hacen difícil de transgredir. Por ello, podemos decir que los valores se convierten para cada sujeto en los criterios que le permiten analizar y enjuiciar la realidad, en predisposiciones que orientan su conducta, y en normas que la pautan. Las acciones humanas, en la medida que se ajustan o desajustan a una norma, adquieren un valor positivo o negativo, siendo los valores el criterio último para la aceptación o rechazo de las mismas.
5.4.4. Pautas para establecer normas democráticas en el contexto familiar En todas las familias existen un conjunto de normas, ya sean implícitas o explícitas, que facilitan la vida cotidiana. Unas hacen referencia al protocolo de las comidas o cenas, otras a la higiene y limpieza, otras al ritual de acostarse, etc. Este tipo de acuerdos armonizan y cohesionan la vida familiar y ayudan tanto a los niños como a los padres a respetarse mutuamente. Es un hecho comprobado que establecer normas de comportamiento explícitas en la familia disminuye las conductas inapropiadas de los hijos de un modo significativo. Las normas regulan la conducta y hacen previsibles los comportamientos de los hijos, en la medida que les sirven de punto de referencia sobre cuál debe ser la conducta adecuada. Pero su puesta en práctica no es nada sencilla, por lo que es conveniente tener en cuenta los siguientes aspectos sobre la forma de elaborar las normas y consecuencias, así como sobre los criterios de aplicación de las mismas y el control contextual.
5.4.4.1. Elaboración de normas con la participación de todos los miembros de la familia Es necesario tener en cuenta que algunas normas familiares no son negociables, como pueden ser las que afectan a la seguridad de los hijos (llevar el cinturón de seguridad en el coche, ponerse el abrigo cuando ha-
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ce frío, etc.) pero siempre se deben explicar las razones que existen para establecer una norma, así como las ventajas que se derivan de su cumplimiento. Otras normas más genéricas como el horario de acostarse, de TV, ayudar en las tareas de la casa, etc., es conveniente establecerlas mediante procedimientos de dialogo y participación de todos los miembros de la familia. El grado de implicación de los hijos en este proceso dependerá de la edad y de la madurez que tengan, pero siempre es conveniente elaborar las normas entre todos, sin imponerlas de modo autoritario. Ello otorga a las normas una fuerza moral que facilita su aceptación y cumplimiento, además del valor educativo del proceso y su contribución a la formación de personalidades autónomas. Se trata de lograr la implicación de los hijos e hijas haciéndoles partícipes del modelo de convivencia, y generando sentimientos de autoría y responsabilidad. Las características más importantes que han de cumplir las normas establecidas son las siguientes:
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Las normas elaboradas deben ser concretas, sencillas y claras. Así se facilita su puesta en práctica y evita conflictos debidos a malas interpretaciones. Una norma debe especificar comportamentalmente lo que ha de hacerse para cada exigencia, es decir, que los hijos tienen que saber claramente lo que deben hacer para cumplir la norma, y los padres tienen que saber cuando se ha cumplido o transgredido. Por ejemplo: no sería válida la norma “hay que portarse bien”, por demasiado general y ambigua. Sí que lo sería la norma “Después de utilizar los juguetes, debemos dejarlos recogidos y ordenados”, porque especifica de un modo inequívoco el comportamiento que esperamos de las personas en una situación concreta. El número de normas no debe ser muy elevado. Un exceso normativo, encorseta y restringe la libertad de acción y la espontaneidad de los niños. Es recomendable comenzar por unas pocas normas, que se correspondan con las actitudes básicas que queremos generar, para ir ampliándolas progresivamente, conforme se vayan asimilando. Partiendo de estas normas básicas se podría llegar a un número de normas más
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amplio, aunque no excesivo, que regulasen aspectos más concretos y específicos de la convivencia familiar. Las normas elaboradas deben mantener cierta estabilidad en el tiempo para lograr su consolidación. Solamente cuando se comprueba la inutilidad o inadecuación de una norma, es necesario proceder a cambiarla. En este caso los padres deben razonar el proceso con los hijos, explicándoles las razones por las que esa norma “no funciona” y porqué es necesario cambiarla o suprimirla. Las normas deben ser razonables, en el sentido de que se puedan cumplir sin un gran esfuerzo. Cuando una norma resulta difícil de cumplir, suele ser transgredida por los hijos. Así, por ejemplo, la norma “cuando lleguemos del colegio debemos estar dos horas trabajando y haciendo los deberes sin molestar”, aparte de inapropiada, sería difícil de cumplir. Mas apropiada y razonable sería la norma “todos las tardes, después de descansar, debemos hacer los deberes y trabajos que nos mandan en el colegio”. Sería una norma menos rígida y nos permitiría iniciar el hábito de la lectura los días que no traigan deberes del colegio. Deben existir mecanismos eficaces de control de las normas. Cuando no existen procedimientos que las hagan cumplir y que verifiquen su grado de cumplimiento, las normas se vuelven ineficaces. Por lo tanto es necesario que cada uno de los padres u otras personas adultas que puedan asumir estas responsabilidades, controlen los momentos concretos y espacios de aplicación de las normas. Por ejemplo: El padre o la madre que tenga libres las tardes se ocupará de controlar el cumplimiento de la norma sobre los deberes escolares. Formular las normas en sentido positivo especificando el comportamiento correcto. Por ejemplo: no sería correcta la norma “prohibido dejar la mochila del colegio tirada en el pasillo”. Sería más adecuada esta formulación: “Al llegar del colegio, debemos colocar la mochila en su percha”. El modelo pedagógico ofrecido debe ser lo más coherente posible con las normas establecidas, evitando la aparición de contradicciones o contra-
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normas. La manera de comportarse de los padres y la coherencia entre lo que dicen que hay que hacer y lo que hacen, es fundamental para que los hijos asuman e interioricen las normas establecidas. El ejemplo es mucho más eficaz que todo aquello que se enseña con el discurso oral (Damon, 1999).
5.4.4.2. Elaboración de consecuencias para el incumplimiento de las normas
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Las normas, tarde o temprano, tienden a ser transgredidas por los hijos y se hace necesario establecer unas consecuencias o sanciones para abordar estas situaciones. Como padres, tenemos la tarea ineludible de enseñar a los hijos que, bajo ningún concepto, se les va a permitir que les causen daño a los demás o a ellos mismos, y que cuando no se cumplen las normas es necesario sufrir las consecuencias. Pero es necesario tener mucho cuidado de no avergonzar a los hijos para manipularlos o controlarlos. Los niños que sienten vergüenza o llevan sobre sus hombros un sentimiento de culpa, son inseguros y tienen una baja autoestima. El deber de los padres es ayudar a sus hijos a comprender que su comportamiento no ha sido correcto, mostrarles las consecuencias que se derivan de su acción y señalarles cuál habría sido el comportamiento adecuado en la circunstancia dada. Es decir, que debemos motivar el aprendizaje más que fomentar la culpabilidad. Sin embargo, cuando la situación se repite o se vuelve persistente, es necesario aplicar las consecuencias establecidas. Éstas no deben ser fruto de la improvisación, el impulso o enfado momentáneo, sino que deben estar perfectamente regladas y consensuadas entre los miembros de la familia. Las pautas o directrices para la elaboración de las mismas serían las siguientes: Debe establecerse al menos una consecuencia para cada norma, la cual se aplicará a las personas que no la cumplen. Cuando una norma, por muy beneficiosa que sea, no está asociada a una sanción, tarde o tem-
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prano es transgredida por algún miembro del grupo. En la sociedad en que vivimos ocurre lo mismo. Por ejemplo, la mayor parte de las personas cumplen, por propio convencimiento, la norma de que no se debe robar, pero ello no implica que deban existir unas sanciones para las minorías que no respetan dicha norma. Las consecuencias deben ser muy concretas de forma que todos puedan determinar cuándo se cumplen y cuándo no. Así por ejemplo la consecuencia “si no nos levantamos a la hora establecida nos quedaremos sin ver la TV” no sería concreta por su indefinición. Habría que establecer si la sanción de no ver la TV es de un programa, unas horas, un día, etc. Las consecuencias por el incumplimiento de una norma deben ser proporcionadas a la gravedad de la infracción cometida. Por ejemplo, en la sanción anterior, no sería válido establecer que por levantarse tarde un día se queda todo el mes sin ver la TV. Más apropiada sería la sanción de acostarse una hora antes durante uno o varios días. Las consecuencias deben ser lo más naturales y lógicas posibles. Una consecuencia natural es aquella que repercute en el niño como fruto de su acción sin la presencia de los padres. Por ejemplo, si no se ha hecho la cama, dormirá en ella tal y come esté. Se trata de que los padres no sustituyan sus acciones para que los niños experimenten las consecuencias de las mismas. Por otra parte, una consecuencia lógica es aquella que compensa el daño causado a los demás. Por ejemplo, el niño que rompe intencionadamente el juguete de su hermano deberá darle uno suyo similar o comprarle otro juguete con su dinero. Es decir, que se trata de hacer a los niños responsables de sus acciones y aprender a compensarlas cuando perjudican a los demás. Las consecuencias establecidas no deben tender nunca a humillar a la persona ni, por supuesto, a causarle ningún daño corporal. Es fundamental mantener siempre una actitud de respeto entre los miembros de la familia. Aunque, por fortuna, cada vez están más alejados de nuestros usos y costumbres culturales los castigos de tipo físico o humillantes
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para los niños, todavía es frecuente el uso de frases como “eres tonto”, “eres torpe, inútil, desastrado, guarro...” Este tipo de frases afectan a la autoestima de los niños y no contribuyen a solucionar el problema origen del conflicto. Las sanciones, siempre que sea posible, deben estar orientadas a corregir la situación creada por el infractor de la norma, más que a penalizar su comportamiento. Por ejemplo, un hijo que ha rayado la pared con un rotulador, si tenemos la posibilidad, debemos obligarle a pintar lo manchado con un pincel. Se deben establecer varias consecuencias, ordenadas en función de su dureza, para el incumplimiento de cada norma. No se debe sancionar del mismo modo la infracción ocasional de una norma que su reiterado incumplimiento. En el ejemplo anterior, si persiste en su comportamiento aplicaríamos otras sanciones complementarias como retirarle los juguetes, privarle del horario de TV, etc.
150 5.4.4.3. Puesta en práctica de las normas y consecuencias Establecer un conjunto de normas y consecuencias en el contexto familiar es algo muy importante para la convivencia, pero no deja de ser un primer paso que es necesario completar con unas estrategias de actuación, para conseguir que se consoliden y lleguen a ser asumidas como algo necesario para la vida y la convivencia familiar. Para ello es conveniente seguir las siguientes estrategias educativas: Colocar las normas fundamentales escritas en un panel o lugar visible de la casa. Es importante para que se recuerden y se tengan presentes en todo momento. Cuando los niños son pequeños se debe colocar un dibujo representativo de la norma junto al texto para que la identifiquen. Este dibujo, si es posible, lo debe realizar el propio niño o niña durante el proceso de establecimiento de las normas. En principio, salvo circunstancias concretas, no es recomendable escribir las consecuencias al lado de las normas, para resaltar lo positivo y no lo punitivo de las mismas.
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Explicar el funcionamiento de cada norma, utilizando un lenguaje claro y comprensible para todos los miembros de la familia. Es importante detallar las cuestiones más importantes, poner ejemplos, concretar los casos donde se aplica y las posibles excepciones a la regla, las dificultades que pueden surgir para su cumplimiento y todos los detalles que se consideren esenciales. Explicar cada una de las sanciones o consecuencias establecidas, haciendo hincapié en que éstas no están puestas para “fastidiar” a nadie, sino para hacer que se cumplan unas normas que hemos elaborado entre todos porque las consideramos necesarias para la convivencia familiar. Aplicar las consecuencias de la manera más inmediata posible a la trasgresión de la norma. La inmediatez y contingencia de la respuesta es fundamental para que ésta se asocie a la norma. Cuando se deja pasar un tiempo excesivo, los niños no comprenden las razones de la sanción y no se refuerza el comportamiento correcto. Otorgar a los hijos el beneficio de la duda, especialmente en aquellas normas éticas más complejas, cuya trasgresión puede ser fruto de la falta de comprensión de las mismas. Por ello, no debemos precipitarnos a la hora de deducir conclusiones y debemos dejar que los hijos nos expliquen la razón de su comportamiento. Nosotros les explicaremos las razones por las que su conducta no fue correcta y señalaremos el comportamiento adecuado. En el caso de ser un problema de “comprensión de la norma” no se aplicará ninguna consecuencia. Realizar una única advertencia antes de aplicar la sanción. Si realizamos continuas advertencias, los niños se acostumbran a las mismas y no reaccionan porque no las asocian con la aplicación inmediata de la sanción. Mantener cierta flexibilidad en la aplicación de las sanciones. Las normas deben ser válidas para todos los miembros de la familia, pero cada niño es un mundo y lo que funciona bien con uno, puede ser ineficaz con su hermano. Por ello los padres deben aplicar las normas con la oportunidad que consideren necesaria, atendiendo a las circunstancias del tiempo, las personas y las situaciones implicadas.
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Utilizar mecanismos de amplificación. Se trata de resaltar un comportamiento concreto, ya sea adecuado o inadecuado y las consecuencias que se derivan del mismo para su autor, al objeto de que sirva de ejemplo para otros miembros del grupo. Por ejemplo: El padre dice en voz alta, con la intención de que lo oiga el hermano del sancionado: “Luis no ha recogido los juguetes de la habitación y por lo tanto le corresponde la sanción establecida de quedarse sin juguetes durante dos días”. Del mismo modo, en sentido positivo, podría señalar “Laura me ha ayudado a hacer la comida y, tal como le prometí, esta tarde le compraré el helado de chocolate que tanto le gusta”. Evaluar periódicamente el funcionamiento de las normas. Cuando se comprueba que una norma no es eficaz o adecuada para los objetivos que se pretenden, es necesario modificarla o eliminarla. A este respecto es necesario tener en cuenta que las normas necesitan un periodo de tiempo razonable para consolidarse y demostrar su valía.
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Motivar para que se cumplan las normas alabando y reconociendo continuamente su cumplimiento y especificando los efectos beneficiosos de este comportamiento para la vida y la convivencia familiar. Por ejemplo cuando un padre dice “Luis está muy mayor, porque cada día se hace mejor la cama. Ya no le tenemos que ayudar en esta tarea”. Muchos padres no se dan cuenta de los efectos positivos que tiene alabar la conducta de sus hijos, pero el refuerzo positivo es un elemento básico para que se consolide la conducta deseada. A este respecto es necesario tener en cuanta las siguientes consideraciones: se deben alabar los comportamientos cotidianos más significativos, pues no podemos estar constantemente alabando a los niños, ya que el refuerzo dejaría de ser efectivo; evitar las prácticas que de manera inconsciente realizan muchos padres, de elogiar una conducta del hijo y, a continuación, realizar un sarcasmo o comentario hiriente que contrarresta el refuerzo positivo anterior; utilizar estrategias que permitan sorprender al niño o niña justo cuando ha realizado algo muy bien, para elogiar públicamente su conducta y, del mismo modo, hacer “la vista gorda” ante algunas conductas inapropiadas que no sean muy relevantes, especialmente cuando tratemos con ni-
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ños retadores que buscan, con su comportamiento, llamar continuamente nuestra atención; aumentar la eficacia educativa del refuerzo verbal acompañándolo de otros elementos comunicativos como las sonrisas, contacto visual o entusiasmo, y teniendo en cuenta que, dependiendo de la edad y la receptividad de los hijos, es muy eficaz abrazarlos, besarlos, acariciarlos, a la vez que mostramos entusiasmo por la acción realizada. Emplear recompensas sociales como dar privilegios, atención, elogios, etc., evitando, en la medida de lo posible, el uso de recompensas materiales para reforzar el buen comportamiento, pues, si las empleamos con frecuencia, generamos en el niño unas expectativas cada vez más elevadas que acaban derivando en un consumismo desbordado.
5.4.4.4. Control del contexto de aplicación de las normas No basta con tener un conjunto organizado de normas y consecuencias que regulen los aspectos más importantes de la convivencia familiar. Es necesario lograr su consolidación e interiorización, lo cual requiere de un control contextual, especialmente en los primeros días de aplicación de las normas. Es frecuente que los hijos, en un primer momento, acepten las normas cuando se les explican y razonan, pero llegado el momento de cumplirlas, tienden a transgredirlas. Los niños son expertos en poner a prueba las normas de comportamiento. Por ello, los padres deben estar muy atentos a su cumplimiento en los primeros días de implantación, recordándolas constantemente, aplicando las sanciones y motivando el cumplimiento de las mismas. Una vez que las normas se hacen cumplir con persistencia durante algún tiempo, las tentativas de transgredirlas disminuyen de un modo significativo. Algunos de los aspectos a tener en cuenta para llevar a cabo un control efectivo del contexto conductual son los siguientes: a) Que los padres coordinen sus intervenciones y, aún con la necesaria flexibilidad, utilicen criterios similares en la aplicación de las sanciones. Los hijos normalmente tratarán de buscar a la persona menos
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rígida en la aplicación de las normas para que le levante el castigo impuesto por el otro progenitor. b) Dar ejemplo a los hijos en el cumplimiento de las normas. No hay nada más negativo para la consolidación de una norma que observar como el precursor de la misma no la cumple. Hay que tener en cuenta que gran parte del aprendizaje que realizan los hijos lo hacen por imitación de los adultos. En este sentido, la observación continua de la conducta de los padres y madres es una fuente de aprendizaje, al constituir modelos potentes de referencia. Si los padres y madres cumplen las normas establecidas y actúan de un modo coherente a las mismas, es más probable que los hijos e hijas las cumplan también y acepten las dificultades que conllevan.
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c) Utilizar técnicas de coste de respuesta en los casos de conductas más problemáticas. Es una técnica conductista muy usada en diversos contextos escolares y sociales por su contrastada eficacia. Consiste en anotar una “falta” en el cuadro de la norma correspondiente cuando no se ha cumplido. Cuando acumula un determinado número de faltas, el niño o la niña debe cumplir la sanción establecida, que podría ser la perdida de un privilegio. Este sistema permite al niño tener un conocimiento exacto de cómo es su conducta en relación al cumplimiento de las normas establecidas, así como predecir con antelación las consecuencias de la misma. Este es un factor básico para que el niño desarrolle la capacidad de autocontrol del comportamiento. Debe combinarse con otras técnicas cognitivas. d) Utilizar técnicas de “tiempo fuera” ante los comportamientos destructivos o de “alta intensidad” como las peleas, los desafíos, los golpes, etc. Es una técnica muy eficaz ante estos comportamientos porque permite ignorar al niño, separándolo durante un tiempo de todas las fuentes que refuerzan su conducta, especialmente las que proporcionan los adultos. Para llevar a cabo esta técnica es necesario tener en cuenta los siguientes aspectos (Herbert, 2004): no amenazar a los hijos con el “tiempo fuera” a menos que se esté dispuesto a llevarlo hasta el final; hacer periodos de tiempos fuera de tres a cinco minutos,
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con repeticiones si el niño rehúsa obedecer una orden razonable; ignorar al niño mientras está en el tiempo fuera; hacer responsable al niño de los actos que realice durante el “tiempo fuera”; apoyar en todo momento a la pareja durante el conflicto; limitar con cuidado el número de conductas con las que se usa el “tiempo fuera”; combinarlo con otras técnicas como la perdida de privilegios; cuidar el lenguaje verbal y ser siempre respetuoso con el niño.
5.5. A modo de conclusión Ya señalábamos en el apartado anterior, la relevancia que, desde el punto de vista de la educación ética, tiene enseñar a los hijos modelos de participación democrática, proporcionarles una comunicación continua y regular, expresarles cariño, apoyo y comprensión. En este ambiente democrático y participativo se deben enseñar normas claras y establecer consecuencias razonables para las mismas. Los castigos físicos, “los sermones”, las críticas impulsivas, las expresiones de desaprobación, etc., normalmente son poco efectivos e inadecuados desde el planteamiento de la educación en valores. Pero es evidente que implicar a los hijos en la elaboración de las normas, intervenir en las situaciones en las que son transgredidas, enseñarles las consecuencias de su conducta, etc., requiere mucho esfuerzo y tiempo de dedicación. Sin embargo, los tiempos actuales se caracterizan por la adopción de estilos educativos cada vez más permisivos en estos aspectos. En nuestra sociedad, se están produciendo transformaciones que afectan a la función educativa de la familia en general y, más específicamente, a la educación ética de los hijos. La compatibilidad entre la vida laboral, con agotadoras y estresantes jornadas de trabajo que afectan tanto a los padres como a las madres, y la crianza y educación de los hijos, se hace cada vez más difícil. La cuestión que se plantea a nivel social es si esta situación puede limitar la implicación de ambos progenitores en la educación moral y en el afecto que se puede dedicar a los niños, principal vehículo de la internalización moral y de la conducta prosocial (Ortiz et al.., 2007).
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A este respecto, pensamos que es necesario adoptar medidas que permitan conciliar la vida laboral y la familiar, en línea con las ya iniciadas en la administración pública, facilitando a los padres la tarea de enseñar a los niños a convivir y a cumplir las normas democráticas establecidas en la familia. Los efectos educativos de esta formación integral como personas transcienden al ámbito familiar, al preparar a los hijos para integrarse con éxito en las comunidades de pertenencia a lo largo de su vida: escuela, instituto, trabajo, etc. A través de la experiencia familiar, los niños aprenden a considerar la leyes que rigen la sociedad como acuerdos básicos establecidos entre las personas que les proporcionan seguridad, previsión y protección y, por lo tanto, algo digno de ser respetado y cumplido, aunque también susceptible de ser modificado cuando dejan de cumplir la misión para la que fueron creadas y consensuadas.
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Apren d er a ser Directora de la colección: Mª Rosa Buxarrais La formación del profesorado en educación en valores. Propuesta y materiales, por Mª Rosa Buxarrais Educación en valores para una sociedad abierta y plural: Aproximación conceptual, por Montserrat Payá Sánchez Programas de educación intercultural, por Mª Auxiliadora Sales Ciges y Rafaela García López Jugando con videojuegos: Educación y entretenimiento, por Begoña Gros (Coord.) Educar para el futuro: Temas Transversales del currículum, por José Palos Rodríguez Individuo, cultura y crisis, por Héctor Salinas Ciudadanía sin fronteras, por Santiago Sánchez Torrado El contrato moral del profesorado. Condiciones para una nueva escuela, por Miquel Martínez Crecimiento moral y filosofía para niños, por Félix García Moriyón (Ed.) Educación en derechos humanos: Hacia una perspectiva global, por José Tuvilla Rayo Educación para la construcción personal. Un enfoque de autorregulación en la formación de profesores y alumnos, por Jesús de la Fuente Diálogos sobre educación moral, por John Wilson y Barbara Cowell Modelos y medios de comunicación de masas. Propuestas educativas en educación en valores, por Agustí Corominas i Casals Educación infantil y valores, por Ester Casals y Otília Defis (Coord.) El educador como gestor de conflictos, por Marta Burguet Arfelis Educando en valores a través de “ciencia, tecnología y sociedad”, por Roberto Méndez Stingl y Àlbar Álvarez Revilla La escuela de la ciudadanía. Educación, ética y política, por Fernando Bárcena, Fernando Gil y Gonzalo Jover El diálogo. Procedimiento para la educación en valores, por Ginés Navarro Inteligencia moral, por Vicent Gozálvez Historia de la educación en valores. Volumen I, por Conrad Vilanou, Eulàlia Collelldemont (Coords.) La herencia de Aristóteles y Kant en la educación moral, por Ana María Salmerón Castro La educación cívico-social en el segundo ciclo de la educación infantil. (Análisis comparado de las propuestas administrativas y formación del profesorado), por Fernando Gil Cantero Aprender a ser personas y a convivir: un programa para secundaria, por Mª Victoria Trianes Torres y Carmen Fernández-Figarés Morales Educación integral. Una educación holística para el siglo XXI. Tomo I, por Rafael Yus Ramos Educación integral. Una educación holística para el siglo XXI. Tomo II, por Rafael Yus Ramos Racismo en tiempos de globalización: una propuesta desde la educación moral, por Enric Prats Historia de la educación en valores. Volumen II, por Conrad Vilanou, Eulàlia Collelldemont (Coords.)
Educar en la sociedad de la información, por Manuel Area Moreira (Coord.) Educarción para la tolerancia. Programa de prevención de conductas agresivas y violentas en el aula, por Ángel Latorre Latorre y Encarnación Muñoz Grau El niño y sus valores. Algunas orientaciones para padres, maestros y educadores, por Carme Travé i Ferrer El libro de las virtudes de siempre. Ética para profesores, por Ramiro Marques Construir los valores. Currículum con aprendizaje cooperativo, por Mª Pilar Vinuesa Formación ética básica para docentes de secundaria. Propuestas didácticas, por Gustavo Schujman La educación intercultural ante los retos del siglo XXI, por Marta Sabariego Puig La mediación: un reto para el futuro. Actualización y prospectiva, por Juan José Sarrado Soldevila y Marta Ferrer Ventura La convivencia en los centros de secundaria. Estrategias para abordar el conflicto, por Miquel Martínez Martín y Amèlia Tey Teijón (Coords.) Mi querida educación en valores. Cartas entre docentes e investigadores, por Francisco Esteban Bara (Coord.) Cómo orientar hacia la costrucción del proyecto profesional. Autonomía individual, sistema de valores e identidad laboral de los jóvenes, por María Luisa Rodríguez Moreno Jóvenes entre culturas. La construcción de la identidad en contextos multiculturales, por Mª. Inés Massot Lafon Estrategias para filosofar en el aula. Relatos breves para la reflexión, por Isabel Agüera EspejoSaavedra La dimensión moral en la educación, por Larry P. Nucci Excelentes profesionales y comprometidos ciudadanos. Un cambio de mirada desde la universidad, por Francisco Esteban Bara La familia, un valor cultural. Tradiciones y educación en valores democráticos, por María del Pilar Zeledón Ruiz y María Rosa Buxarrais Estrada (Coords.) Cultura de paz. Fundamentos y claves educativas, por José Tuvilla Rayo Pantallas, juegos y educación. La alfabetización digital en la escuela, por Begoña Gros (Coord.) Conflictos, tutoría y construcción democrática de las normas, por Mª Luz Lorenzo Mensajes a padres. Los hijos como valor, por Isabel Agüera Educar con “co-razón”, por José María Toro ¡Quiero chuches! Los 9 hábitos que causan la obesidad infantil, por Isaac Amigo y José Errasti Convivir en Paz: La metodología apreciativa. Aproximación a una herramienta para la transformación creativa de la convivencia en Centros Educativos, por Salvador Auberbi La educación ética en la familia, por Rafaela García López, Cruz Pérez Pérez y Juan Escámez Sánchez
Este libro se terminó de imprimir en los talleres de RGM, S.A., en Urduliz, el 6 de febrero de 2009.