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Lom palabra de la lengua yámana que significa Sol
Vitale, Luis 1927 Interpretación marxista de la Historia de Chile [texto impreso] / Luis Vitale. – 1ª ed. – Santiago: LOM ediciones; 2011. 334p.: 16x21 cm. (Colección Historia) isbn: 978-956-00-0248-8 1. Chile – Historia I. Título. II. Serie. Dewey: 320.983 .– cdd 21 Cuer: L418o fuente: Agencia Catalográfica Chilena
© LOM ediciones Primera edición, 2011 isbn: 978-956-00-0248-8 rpi: 32.822 A cargo de esta Colección: Julio Pinto edición y composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago teléfono: (56-2) 688 52 73 | fax: (56-2) 696 63 88 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina impreso en los talleres de lom Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile
LUIS VITALE
Interpretación marxista de la Historia de Chile Volumen I
tomo i Los pueblos originarios y la conquista española (10.000 a. C. - Siglo XVI)
Al Che Guevara
Prólogo*
El profesor y escritor Luis Vitale ha redactado, después de largas y metódicas investigaciones, un vasto estudio sobre la evolución de Chile a la luz de la concepción marxista de la historia. El plan de su interpretación materialista del pasado nacional abarca 6 tomos bien definidos. Ellos son: I. -Las Culturas Primitivas y la Conquista Española. II. -La Colonización Española y las causas de la Independencia. III. -La Revolución Separatista y la Rebelión de las Provincias (1810-1831). IV. -Los Decenios de la burguesía comercial y terrateniente, Ascenso y Declinación de la burguesía minera (1831-1891). V. -La Colonización Inglesa y yanqui (1891-…). VI. -Del Frente Popular al gobierno demócrata cristiano (1938-1966). Luis Vitale aspira a dar una explicación realista de la historia de Chile, centrando su análisis en los procesos económicos y en los antagonismos de las clases sociales a lo largo del desenvolvimiento patrio. En este aspecto, su intento posee innegable originalidad; la bibliografía histórica del país apenas registra algunos tímidos ensayos y el valioso volumen de Marcelo Segall: Desarrollo del Capitalismo en Chile, en cuanto a la utilización del método del materialismo histórico para lograr la correcta comprensión del devenir nacional. Luis Vitale alcanzó renombre como escritor vigoroso con su obra de alta calidad ideológica y polémica, publicada en 1964: Esencia y Apariencia de la Democracia Cristiana, resultado brillante del manejo del método marxista en los dominios de las doctrinas filosóficas y políticas. Se propuso desenmascarar el papel mistificador de la Democracia Cristiana, determinado por su esencia ideológica caduca, oculta detrás de una posición seudorrevolucionaria. En seis densos capítulos examinó la praxis cristiana en la historia; el origen y la evolución del socialcristianismo; la acción de los partidos demócrata cristianos en Europa y América Latina; la formación de la Democracia Cristiana en Chile (desde la Falange Nacional al Partido Demócrata Cristiano); el contenido de su programa; y la praxis demócrata cristiana chilena, o sea la actitud de ese partido frente a problemas concretos, como los del Nuevo Trato al *
Este Prólogo corresponde a la primera edición del libro aparecido en 1967 (N.E.).
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Cobre y del Referéndum Salitrero, con motivo de los cuales exhibió su raíz capitalista votando favorablemente dos leyes en beneficio de la penetración imperialista; su apoyo a las Facultades Extraordinarias del 2 de abril de 1957, en un instante de represión popular, solidarizando con el reaccionario y torpe gobierno de la época; y su solicitud de apoyo a conservadores y liberales, partidos de extrema derecha, para su postulación presidencial autoproclamada como representante de la izquierda democrática y enemiga de la reacción, desmintiéndola de inmediato con su inescrupulosa petición. Luis Vitale es un experto en historia medieval (fue discípulo en Buenos Aires del brillante medievalista José Luis Romero, historiador y escritor de alta jerarquía); de ahí su singular pericia en el examen de la estructura económico-social de esa época y su expresión ideológica en el agustinismo y el tomismo, conjunto doctrinal nutricio de las bases teóricas del actual movimiento demócrata cristiano. Este trata de darle modernidad y validez a pesar de ser una posición filosófica que se ha sostenido solo por el dogma y el compromiso, y a través de un milenio se ha demostrado estéril y retrógrada. Pero no solo la época medieval ha concentrado la atención de Vitale; en general, es un estudioso de la historia universal, de los grandes movimientos políticos, de la ascensión y luchas de la clase obrera y de las teorías socialistas. En su ensayo Historia del movimiento obrero, publicado en 1962, dedicó su segunda parte a esbozar un panorama de la formación y avance del proletariado chileno, con gran información y poder de síntesis. Es un antecedente de su nueva y vasta obra: Interpretación marxista de la Historia de Chile. Luis Vitale es el prototipo del intelectual y político marxista dominado por una gran pasión en favor de la emancipación de la clase trabajadora y de una poderosa inquietud ideológica. Se puede discrepar de sus posiciones, pero es imposible desconocer su honestidad teórica y su labor revolucionaria. Sus publicaciones se colocan estrictamente en la línea del pensamiento socialista, esclarecedor y valiente.
II En el tomo inicial de Interpretación marxista de la Historia de Chile, su nueva producción intelectual, “Las Culturas Primitivas y la Conquista de Chile”, analiza las comunidades indígenas antes de la llegada de Diego de Almagro, con el propósito de realzar el notable avance obtenido en algunos milenios de evolución y establecer la indispensable unidad entre aquella compleja y laboriosa vida autóctona, y la conquista y colonización española. El éxito de la empresa hispánica no se comprende sin el funcionamiento de una sociedad nativa con un grado productivo bastante adelantado, por cuanto “los aborígenes de nuestro continente habían logrado un alto
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nivel tecnológico en la metalurgia; dominaban las técnicas de fundición, aleación y orfebrería en un grado igual o superior a los especialistas de la Europa de entonces” y, por otro lado, “los españoles se encontraron con pueblos sedentarios que conocían la domesticación de animales y el sistema de riego artificial para aumentar la producción agrícola”. La realidad indicada permite explicar la enorme riqueza en metales preciosos y especiería extraída por los conquistadores desde los primeros años de su instalación en el Nuevo Mundo. Luis Vitale acomete el examen de las culturas primitivas rehuyendo la escueta división clásica en Edad de Piedra y Edad de los Metales por insuficiente y desprovista de rigor, al no aprehender en toda su complejidad las diferentes etapas del proceso de desarrollo de las sociedades primitivas; en cambio, acepta como más exacto el esquema de Morgan, enriquecido por Engels, que permite su conocimiento real y concreto. Supone la aplicación de la metodología materialista al campo de la ciencia antropológica y, por tanto, el enfoque del desenvolvimiento de las fuerzas productivas y del adelanto tecnológico, como básicos para apreciar y entender el desarrollo de esas sociedades; pero, al mismo tiempo, Vitale no cree suficientemente real y sugerente la clasificación de salvajismo-barbarie-civilización, con sus respectivos estadios, porque posee un carácter demasiado conceptual y presupone un desarrollo unilineal, sin relación exacta con el curso contradictorio, desigual y combinado de la Historia. Procede, entonces, a complementar sus tesis fundamentales y a darle a esos períodos generales un contenido vivo y dinámico, caracterizándolos como fases de pueblos recolectores, pescadores y cazadores (período del salvajismo); de pueblos agro-alfareros y minero-metalúrgicos (período de la barbarie). Luis Vitale maneja las principales obras de la ciencia antropológica y, para verificar el análisis de los pueblos aborígenes de Chile, compulsa los diversos estudios desde Barros Arana y Medina hasta los de Tomás Guevara, Augusto Capdeville, Max Uhle, Ricardo E. Latcham y F. S. Cornely; y dedica una atención especial a las obras de los investigadores de la nueva generación de arqueólogos y antropólogos chilenos. Su información en este campo se encuentra al día y abona de manera convincente su ordenada y original síntesis. De acuerdo con las más recientes investigaciones, expone una nueva clasificación en dos grandes períodos. Un primer período pre-agrícola y pre-cerámico, que involucra a los pueblos recolectores, cazadores y pescadores, de 6 mil a 1.000 años a. C.; y un segundo período, agroalfarero y minero-metalúrgico, desde 1.000 a. C. hasta la invasión incásica en el siglo XV. No incluye una etapa de pueblos pastores, porque su existencia no ha sido demostrada en Chile. Al considerar la etapa agro-alfarera, la complementa con la denominación minero-metalúrgica, pues esta actividad juega un papel decisivo en el avance no solo de las sociedades azteca, chibcha e incásica, sino también en la zona norte de Chile, y agrega: “La clasificación de pueblos minero-metalúrgicos,
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integrada al período agro-alfarero, no ha sido apuntada por ningún autor, por lo que la consideramos un aporte para la comprensión del período que hasta ahora se conocía con el nombre de agro-alfarero o barbarie”. En seguida, en los diversos capítulos de su volumen, estudia en detalle los pueblos recolectores, pescadores y cazadores; los pueblos agroalfareros y minero-metalúrgicos; la invasión incásica; y el desarrollo de las fuerzas productivas en los momentos próximos a la conquista española. Y, por supuesto, dedica en la parte pertinente una atención especial a las formas de vida, organización social y costumbres de los mapuche. El estudio de Luis Vitale, no obstante su carácter sintético, es bastante completo y entrega un cuadro denso del mundo chileno pre-hispánico, dejando en claro que nuestras culturas primitivas no fueron tan atrasadas como se supone; y por el contrario, antes de la invasión incásica habían conseguido un importante desarrollo en la agricultura, alfarería e hilado, y alcanzado la etapa de la elaboración de los metales cobre y bronce.
III A continuación, Luis Vitale lleva a cabo una detenida caracterización económicosocial y política de España en la época de los grandes descubrimientos y de la conquista de América. En este plano examina cuidadosamente la afirmación corriente de ser España durante los siglos XV-XVI un país de régimen feudal, y de haber impuesto en América, a raíz de su dominio, una prolongación de aquel sistema. Basándose en sus estudios especiales del período mencionado y en el manejo de las grandes obras de la historiografía europea contemporánea, describe con nitidez los rasgos esenciales del régimen feudal, su evolución en la Europa occidental y sus modalidades especiales en España con motivo de la dominación de los árabes. En un juicio de conjunto expresa: El impacto de la prolongada invasión musulmana, el acelerado fortalecimiento de la monarquía nacional, la evolución peculiar de un campesinado semilibre, la explotación ganadera para el mercado externo, el surgimiento de un nuevo sector de trabajadores y de una burguesía comercial relativamente fuerte, determinaron que España superara el ciclo feudal inaugurando el camino hacia el capitalismo. Esta generalización no significa desconocer la existencia de remanentes feudales. Si se nos ocurriera afirmar que la España del siglo de la conquista de América reunía ya todos los rasgos de una nación típicamente capitalista, cometeríamos la misma apreciación unilateral que los sostenedores de la tesis de España feudal.
España y Portugal fueron las potencias propulsoras de la revolución mercantil que aceleró la crisis del feudalismo; aunque la Liga Hanseática y los comerciantes venecianos, genoveses y musulmanes contribuyeron a ese proceso de crisis, el golpe decisivo lo asestó la burguesía comercial ibérica con los tesoros inagotables de los
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nuevos descubrimientos transoceánicos. La España de la época de la conquista de América es, entonces, un país en transición del feudalismo al capitalismo; junto a los rezagos feudales, coexiste una floreciente y poderosa burguesía mercantil, que sostendrá los viajes de ultramar y expediciones de conquistas. Sin duda, es un capitalismo primitivo, esencialmente comercial, pero de tal vigor que permitirá a España conseguir la preponderancia en Europa y extenderla por un siglo a pesar de la incomprensión e ineptitud económicas de los Austrias y del despotismo de Carlos V, acentuado en la teocracia de Felipe II. La evolución capitalista de España fue detenida por la equivocada y torpe política general de aquellos soberanos, en los momentos de arribar a la península las inmensas riquezas de América, las cuales no beneficiaron a España y, por el contrario, se derramaron por Europa en favor de sus países rivales. Bajo la dinastía de los Austrias imperó una atrasada política económica; la burguesía nacional sufrió una permanente limitación en sus anhelos y empresas; y, al mismo tiempo, España toda quedó aplastada por un absolutismo implacable y una cruel intolerancia religiosa, apoyados en un militarismo y un clericalismo parasitarios y voraces. Por tales hechos, España no alcanzó el grado de evolución capitalista de Francia e Inglaterra. Se estratificó como una nación de capitalismo incipiente, comercial, con remanentes feudales. España trasplantó a América la estructura económico-social propia de su capitalismo primitivo, dando vida aquí a un sistema de capitalismo colonial. El descubrimiento y la conquista de América poseen un evidente sello capitalista. En primer lugar, resultaron de la búsqueda de una nueva ruta para quebrar el monopolio de musulmanes y venecianos en el Mediterráneo; en segundo lugar, fueron posibles gracias al apoyo de una floreciente burguesía capaz de financiar esas costosas empresas; y, en tercer lugar, una vez lograda la conquista, la preocupación fundamental de los dominadores fue la explotación de los metales preciosos y su colocación en el mercado internacional. La economía colonial se fundamentó en la explotación de materias primas y metales preciosos para el mercado peninsular, mediante el empleo de las grandes masas de indígenas. Muchos escritores –basándose en que, durante los primeros años de la conquista, el repartimiento y la encomienda adoptaron un carácter externamente feudal y, luego, se formó una aristocracia terrateniente local, con títulos de nobleza– han definido el régimen colonial como semifeudal o, simplemente, feudal. Luis Vitale, en estricta consecuencia con su análisis de la situación de España, caracterizada como de transición del feudalismo al capitalismo, niega toda esencia feudal a la conquista y colonización de América, enfocando los móviles capitalistas de sus financiadores y realizadores y, luego, la estructura y las formas típicas de su asentamiento y dominio, propias de un capitalismo colonial. En este examen se demuestra
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un experto conocedor de las teorías marxistas, aplicándolas en forma certera a la comprensión de los intrincados fenómenos económicos, sociales y políticos del Nuevo Mundo; asimismo se advierte su manejo fecundo de las grandes obras de interpretación de la realidad luso-iberoamericana, como las del notable historiador argentino Sergio Bagú y de los grandes eruditos mexicanos José Miranda y Silvio Zavala; y, por último, la seriedad de su estudio se refleja en sus referencias constantes a las obras clásicas de los cronistas españoles de la época y de los grandes historiadores de las diversas tendencias ideológicas de los siglos XIX y XX. En el descubrimiento, la conquista y la colonización de América, figuran como objetivos decisivos comerciar con los naturales, descubrir y explotar metales preciosos y producir materias primas para el mercado peninsular. Aunque en las instrucciones dadas a Colón y demás descubridores se insiste en la propagación del catolicismo, el eje de las actividades emprendidas fue el comercio. Como ha dicho Clarence Henry Haring, “el comercio, más que la colonización, era la preocupación principal de los Reyes Católicos”. Las relaciones con los indios serían misionales y comerciales, pero pronto, desde 1495, se afirmó de manera efectiva la soberanía sobre ellos en forma de imposición de tributos; y reales cédulas posteriores autorizaron tomar por esclavos a los indios remisos a dejarse adoctrinar y, luego, facultaron a los gobernadores para repartir todos los indios, entre sus compañeros, inmediatamente después de pacificada una región. Pronto se extendieron los repartimientos y se hizo general la conversión de la población aborigen en clase trabajadora. En síntesis, según Luis Vitale: La apariencia de ciertas instituciones coloniales, la terminología empleada por los conquistadores que se creían dueños de nuevos señoríos, y la formación de una aristocracia con títulos de nobleza y otras secuelas medievales, son indudablemente resabios feudales; pero el tipo de producción para el mercado internacional y el sistema de explotación de mano de obra demuestran la esencia capitalista de la colonización española. Los conquistadores introducen el valor de cambio y la economía monetaria en una sociedad que solo conocía el valor de uso y la economía natural sin mercados. Bajo el dominio español, los productos extraídos por los indígenas se transforman en mercancías que aceleran el desarrollo capitalista europeo.
IV Interpretación marxista de la Historia de Chile aparece en un momento particularmente grave y crucial para el porvenir de las clases trabajadoras nacionales y continentales, y supone una contribución brillante al esclarecimiento de las verdaderas metas y posiciones del movimiento revolucionario, entrecruzado en la actualidad por contradicciones y actitudes oportunistas, surgidas, en gran parte, de una errónea
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comprensión del proceso histórico latinoamericano. Parafraseando a un gran escritor socialista, podemos afirmar que la aparición de la obra de Luis Vitale significará, para el proletariado obrero y campesino, la toma de posesión por su pensamiento del pasado nacional a la luz de un correcto enfoque, y el reforzamiento de su acción para apoderarse del futuro imponiendo un auténtico régimen socialista. Hace algún tiempo escribíamos sobre la urgente necesidad de realizar un estudio de la evolución nacional de acuerdo con un criterio científico moderno, utilizando el método del materialismo histórico. Pues bien, Luis Vitale nos ha dado una respuesta concreta, de alto mérito, con su nuevo libro. En este primer tomo queda en claro algo fundamental para el éxito de la lucha del proletariado por la conquista del poder: desde la llegada de los españoles, a mediados del siglo XVI, se estableció un régimen capitalista, y la historia del país no ha sido más que el desarrollo desigual y combinado de ese sistema. El carácter capitalista de la colonización –tema del segundo tomo–: determinó que en América Latina la burguesía naciera directamente de la Colonia, sin necesidad de pasar por el ciclo europeo. Pero dada su condición de dependiente y de abastecedora exclusiva de materia prima, esta burguesía no alcanzó la fisonomía moderna. No fue una burguesía industrial, sino una burguesía productora y exportadora de materia prima. Su interés no residía en el desarrollo de un mercado interno, sino en la colocación de sus productos en el mercado europeo.
A fines de la Colonia poseía las principales fuentes de riqueza, aunque el poder político seguía en manos de los representantes de la monarquía. Y esta contradicción entre el poder económico controlado por la burguesía criolla, que aspiraba a gobernarse a sí misma, y el poder político, monopolizado por los españoles peninsulares, será la causa esencial de la revolución de 1810, analizada en el tercer tomo. Pero no logró consumar la revolución democrático-burguesa: porque no realizó la reforma agraria ni fue capaz de desarrollar la industria y el mercado interno. No fue una revolución social, sino política. La burguesía criolla cumplió solamente una tarea democrática: la independencia política, la que por otra parte no supo defender después ante el avance del imperialismo.
Su incapacidad para cumplir el resto de las tareas democráticas no solo en 1810, sino en el curso de los siglos XIX y XX, conduce a Luis Vitale a sostener que “la historia de América Latina es la historia de una revolución democrático-burguesa frustrada”. A fines del siglo XIX, las materias primas en manos de la burguesía nacional pasaron a poder del imperialismo europeo, primero, y yanqui después, período investigado en el tomo V. La inversión del capital financiero foráneo transformó a nuestros países de dependientes en semicoloniales. La penetración imperialista controló el desarrollo de una industria liviana y, por tanto, la formación de una burguesía industrial dependiente.
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La burguesía industrial nativa nació combinada con las otras clases dominantes (terratenientes, mineros) y bajo la más cerrada tutela imperialista, porque la industria ligera está obligada a comprar su maquinaria al monopolio extranjero, y éste, por otro lado, le impide desarrollar la industria pesada. Es entonces, un error histórico inconmensurable el de los reformistas al plantear la existencia de una contradicción entre el imperialismo y el débil avance de esta producción industrial liviana y de una burguesía industrial raquítica y subordinada. Nuestros países, durante la República, no han sido gobernados por una aristocracia feudal, etapa histórica que se desarrolla en el tomo IV. El poder ha estado en manos de una burguesía exportadora de materia prima, e industriales, agentes y administradores del imperialismo. Terratenientes, mineros e industriales conviven en estrecho vínculo con el capital financiero extranjero. El atraso de Chile, como de toda América Latina, “no es producto del feudalismo, sino de una burguesía que ha agotado todas las posibilidades de desarrollo de un continente semicolonial en plena época imperialista. Es falso, por consiguiente, afirmar, como lo hace el revisionismo, que falta una etapa de desarrollo capitalista factible de ser realizado por la “burguesía progresista”. La burguesía nacional es incapaz de realizar las reivindicaciones democráticas; no puede llevar a cabo la reforma agraria a causa de estar todos sus sectores comprometidos en la tenencia de la tierra; y el estrato de burguesía industrial está imposibilitado para romper con el imperialismo por su grado de dependencia respecto del capital financiero. Esta tesis es demostrada en el tomo VI. En los países semicoloniales, solo el proletariado obrero y campesino, y demás capas pobres, pueden desencadenar una resolución social que haga la reforma agraria y liquide el imperialismo, cumpliendo las tareas democráticas no realizadas por la burguesía, junto con medidas de tipo socialista propias de la revolución proletaria. Para la correcta dirección del movimiento revolucionario es preciso tener siempre presente que las economías latinoamericanas han sido componentes, primero, del capitalismo colonialista y, luego, del capitalismo imperialista. La causa de todos los problemas de este continente se arraiga en la estructura explotadora del sistema colonialista-imperialista. El subdesarrollo y la miseria engendrados por ese sistema no pueden abolirse a través de una revolución socialista. Según el pensamiento del agudo marxista norteamericano, André G. Frank, en perfecta concordancia con las posiciones sustentadas por Luis Vitale, las sociedades latinoamericanas resultaron de la expansión mundial del mercantilismo y del imperialismo. Sus numerosas contradicciones internas surgen del desarrollo dialéctico de un sistema capitalista único y no, como se afirma a menudo, de un sistema dual. La base del poder nacional en América Latina no la constituyen los señores “feudales”: el poder y la suerte de sus países descansan en la oligarquía comercial y financiera,
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interna y externa, cuya fortuna, a su vez, está determinada por su participación en el sistema imperialista. Y agrega: El imperialismo reside no solo en esta o aquella compañía extranjera que explota las economías latinoamericanas; es la estructura de todo el sistema económico, político, social –y también cultural– dentro del cual América Latina y todas sus partes, no importa cuán “aisladas”, se encuentran asociadas en tanto que víctimas de la explotación.
Para A. G. Frank es la primacía de esta estructura imperialista la causante y mantenedora de la pobreza y el subdesarrollo, el atraso y la inestabilidad en América Latina. No existen burguesías nacionales independientes, porque aquí no se creó la industria nacional, y solo son los grupos internos que ofician de clientes de los intereses extranjeros, y los beneficiarios internos del sistema capitalista-imperialista global. El endeudamiento y las nuevas concesiones “liberales” al imperialismo, ahora no solo en la minería y servicios públicos, sino también en los artículos de consumo y productos industriales orientados al público de mayores ingresos, han hundido más profundamente a América Latina en la subyugación imperialista. Por esta razón aumentan las exportaciones de capital desde nuestros países pobres hacia la metrópolis imperialista. Por otra parte, la inflación barre con las ganancias monetarias y transfiere los ingresos de obreros, empleados, campesinos, a la burguesía y a los imperialistas, quienes se benefician con las medidas generadoras de inflación. Es cada día mayor el control de los Estados Unidos sobre América Latina y la dependencia y la subyugación de sus naciones. La opinión reproducida coincide con las investigaciones y los juicios de Luis Vitale y, a la vez, indica la generalización de un criterio científico y revolucionario genuino en la interpretación de la historia latinoamericana, en la calificación precisa de las características actuales de nuestras sociedades, y en la formulación adecuada de la política revolucionaria de las clases trabajadoras del continente para enfrentar a las burguesías nativas y al imperialismo. El nuevo libro Interpretación marxista de la Historia de Chile, del profesor y escritor Luis Vitale, reúne méritos sobresalientes en cuanto a seriedad documental, aplicación original del método del materialismo histórico y encomiable espíritu de síntesis. Es una obra de indispensable manejo para quienes anhelamos la victoria de la revolución socialista en Chile y en América. Julio César Jobet
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Introducción aclaratoria*
Me ha parecido conveniente redactar esta introducción con el fin de actualizar, en parte, este tomo publicado en 1967. Para dejar testimonio del estado de mis investigaciones en aquella época, he preferido dejar el texto tal como fue elaborado. Pero creo conveniente poner al día algunos conceptos fundamentales que allí se expresaron, dejando para una nueva edición la reelaboración total del tomo, cuando pueda consultar algunas obras chilenas de los últimos 20 años, que no tuvimos posibilidad de conocer en el exilio. Este tomo debería titularse “Los pueblos originarios”, reemplazando por este nombre la palabra “primitivo”, que tiene una connotación peyorativa y unilineal de la historia. También aclaramos que antes no le dimos la importancia adecuada al ambiente, es decir a la relación entre la sociedad humana y la naturaleza. La era de los pueblos recolectores, cazadores y pescadores –que constituye más del 99% de la humanidad– estuvo caracterizada por su integración a la naturaleza. Estos primeros seres humanos no destruían masivamente las selvas ni las plantas; no exterminaban las especies animales, sino que consumían las que eran imprescindibles para su subsistencia. Tenían otros valores y otra etología respecto de la Naturaleza. No es nuestra intención idealizar a los pueblos recolectores-cazadores ni presentar una imagen de plena armonía de ellos con la naturaleza. Solo queremos señalar que en estos albores de la historia, los seres humanos alcanzaron una mejor integración con el ecosistema que en etapas posteriores. La existencia de los primeros seres humanos en Chile se remontaría a unos 12.000 años a.C., según restos encontrados en la laguna de Tagua Tagua.
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A fines del año 2007 el autor incluyó algunos agregados como éste al texto original (N.E.).
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capítulo i Las culturas primitivas
Hemos preferido titular este capítulo con el nombre de Culturas Primitivas porque el término tradicional de Prehistoria –popularizado por quienes analizan la evolución humana solo a partir de la escritura– es impreciso y arbitrario. Para los investigadores que ponen el acento en los hechos de la superestructura política y religiosa, que ven la historia como una sucesión caleidoscópica de ascenso y caída de reinos, de árboles genealógicos y héroes demiúrgicos, la “prehistoria” es una etapa pintoresca pero secundaria en la evolución de la humanidad. Quinientos mil años de trabajo para producir el fuego, los instrumentos para el cultivo, la cerámica y el hilado, la domesticación de los animales y la elaboración de los metales, son para algunos autores meras tareas manuales que no pueden compararse con el descubrimiento de la palabra escrita. La “prehistoria” es presentada como una época escindida del proceso de desarrollo de la humanidad. El prefijo parece haber sido colocado con el fin de sugerir que “prehistoria” fue una etapa de preparación para la entrada en la historia. En rigor, todo es historia. Cualquier manifestación de la actividad humana, antes o después de la escritura, constituye historia. La “prehistoria” ha sido analizada por nuestros escritores como un acontecimiento remoto, sin conexión ni influencia sobre el curso de nuestra evolución, como si la historia de Chile hubiera comenzado con la llegada de Diego de Almagro. La verdad es que muchos siglos antes de la conquista española, las comunidades indígenas habían forjado su propia historia; una historia tan importante que sin su conocimiento es imposible dar una explicación científica de la colonización hispánica. La causa esencial de la rápida y fructuosa colonización fue precisamente el grado de adelanto agrícola, alfarero y minero que habían alcanzado los indígenas americanos. El desarrollo de las fuerzas productivas autóctonas permitió a los españoles organizar en pocos años un eficiente sistema de explotación. De no haber contado con indios expertos en el trabajo minero resultaría inexplicable el hecho de que los españoles, sin técnicos ni personal especializado, hubieran podido descubrir y explotar yacimientos mineros obteniendo en pocas décadas una extraordinaria cantidad de
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metales preciosos. Los aborígenes de nuestro continente habían logrado un alto nivel tecnológico en la metalurgia: dominaban las técnicas de fundición, aleación y orfebrería en un grado igual o superior a los especialistas de la Europa de entonces. Los españoles se encontraron con pueblos sedentarios que conocían la domesticación de animales y el sistema de riego artificial para aumentar la producción agrícola. En fin, los indios americanos proporcionaron los datos para ubicar las minas, oficiaron de técnicos, especialistas y peones; aportaron un cierto desarrollo de las fuerzas productivas que facilitó a los españoles la tarea de colonización. De ahí que para comprender la continuidad de la historia de Chile y de América sea preciso comenzar por el estudio de las culturas primitivas.
Estadios culturales1 La división clásica en Edad de Piedra y Edad de los Metales, establecida por Christian Thomsen en 1836, no logra aprehender en toda su riqueza y complejidad las diferentes etapas del proceso de desarrollo de las sociedades primitivas. El salto cualitativo que se produce al pasar de pueblos recolectores a pueblos pastores, agroalfareros y minero-metalúrgicos –hecho que constituye una verdadera revolución en las culturas primitivas– no es debidamente apreciado por esa clasificación simplista. El cambio del Paleolítico al Neolítico no está determinado solamente por los avances en el trabajo de la piedra, como podría indicarlo su nombre, sino fundamentalmente por la técnica agrícola, la domesticación de los animales, el descubrimiento de la cerámica y la elaboración de los metales. Las investigaciones de Morgan, enriquecidas por Engels, significaron un notable avance para el conocimiento real y concreto de las sociedades primitivas, ya que por primera vez –y de un modo definitivo– la metodología materialista invadió el campo de la ciencia antropológica. El análisis de Morgan es correcto, en general, porque se atiene al desarrollo de las fuerzas productivas y al adelanto tecnológico; pero los términos utilizados para designar las etapas de las sociedades primitivas no corresponden al contenido. La clasificación salvajismo-barbarie-civilización, con sus respectivos estadios inferior, medio y superior, tiene un carácter conceptual y presupone un desarrollo unilineal, que no se produce casi nunca en el curso contradictorio, desigual y combinado de la historia. 1
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Preferimos hablar de estadios culturales en lugar de “la cultura” para evitar las vaguedades de quienes han hecho de ésta algo abstracto e inasible. Las teorías de Linton (“la cultura misma es intangible y no puede ser aprehendida directamente ni siquiera por los individuos que en ella participan”) o del padre Schmidt (“la cultura es algo inmanente, algo completamente interno, y como tal no se halla sujeto directamente a la observación externa”) han pretendido convertir a la cultura en una cosa en sí, imposible de ser captada.
Los aportes de Morgan y Engels ganarían mayor precisión científica si los confusos términos de salvajismo, barbarie y civilización fueran reemplazados por otros que reflejasen el contenido de las etapas que certeramente apuntaron. La denominación de pueblos recolectores y cazadores para el período del Salvajismo, y la de pueblos agroalfareros y minero-metalúrgicos para la Barbarie, estaría más acorde con la evolución y el análisis socio-económico que para cada una de las etapas hizo el propio Engels. Nuestras observaciones a Morgan y Engels solo tienden a complementar sus tesis fundamentales y no a destruirlas, como han pretendido Boas, Herskowitz, Lowie y la escuela de los ciclos culturales del padre Schmidt. Morgan y Engels abrieron una ruta de investigación de las sociedades primitivas que en sus aspectos esenciales aún es válida. En su afán de refutar –y en muchos casos de ignorar– a Morgan y Engels, los antropólogos modernos se han deslizado por la pendiente del antievolucionismo, negándose a valorar la importancia de las etapas para el avance de la humanidad; no reconociendo los cambios cualitativos ni la secuencia de los períodos culturales, sí presentándolos como momentos aislados y escindidos del proceso global; rechazando la comparación y la clasificación de etapas evolutivas, como si la cultura de los alacalufes tuviera la misma importancia que la de los incas. En fin, necesitamos una clasificación más precisa que la de salvajismo-barbariecivilización y menos simplista que la de Edad de Piedra y Edad de los Metales. Una división que abarque las etapas de los pueblos recolectores, pescadores y cazadores, de los pastores, agro-alfareros y minero-metalúrgicos en sus diferentes fases, podría ser el esbozo de una clasificación científica de los diversos radios culturales de las sociedades primitivas.
Nueva clasificación de los estadios culturales chilenos Las limitaciones científicas de la arqueología de tiempo, condujeron a Barros Arana a sostener que en Chile existió un tipo uniforme de sociedad indígena, muy retrasada, cuyos escasos avances se debieron exclusivamente a los incas. Con posterioridad, los estudios de Tomás Guevara, Augusto Capdeville, Max Uhle y, fundamentalmente, Ricardo Latcham y sus discípulos, demostraron que, antes de la conquista incaica, en Chile existieron culturas avanzadas que denominaron atacameña, chincha y diaguita. El estudio de nuestras sociedades primitivas ha experimentado un notorio avance en las dos últimas décadas. Con la fundación del Museo de La Serena en 1942, de la Sociedad Arqueológica de la misma ciudad en 1944 y del Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad de Chile, se ha dado un gran impulso a la investigación de las culturas primitivas. Una nueva generación de arqueólogos y antropólogos está clasificando los estadios culturales sobre la base de los progresos de la tecnología
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y la producción de bienes, en lugar de las antiguas divisiones que solo tomaban en cuenta los factores étnicos. Nuevas técnicas, como el método de cortes estratigráficos introducido por Junius Bird en 1943, la planificación de los trabajos de campo, el uso del Carbono 14 para fechar con certeza la antigüedad de los restos y numerosas excavaciones realizadas por equipos especializados, han producido en los últimos años progresos de tal envergadura que permiten plantear una nueva clasificación de las culturas primitivas de Chile. La clasificación tradicional –repetida por Encina y los manuales de Historia– nos presenta a los changos, atacameños, diaguitas, chinchas, picunches, mapuche, huilliches, pehuenches, puelches, tehuelches, onas, alacalufes y yaganes, como si fueran pueblos de estadios culturales permanentes. Esta clasificación, que da cierto aire de inmutabilidad a nuestras sociedades primitivas, se hizo sobre la base del antiguo criterio étnico que dividía a las culturas de acuerdo con las razas y lenguas. El factor étnico es impreciso y arbitrario. Los términos de atacameño, chinchadiaguita, etc., no designaban estadios culturales, sino pueblos cuyos nombres fueron inventados por los incas o españoles. El nombre atacameño, por ejemplo, proviene de Lozano Machuca, de Potosí, que en carta al Virrey del Perú (1581) se refiere a los “atacamas”. Después el nombre de atacameño se generalizó hasta el grado de nominar a un pueblo y a una cultura precolombina. Max Uhle, en 1913, publicó un artículo con el nombre de “Los indios atacameños”, caracterizando a la cultura atacameña, que luego estudiarían con tanta atención Ricardo Latcham y Gustavo Le Paige.2 En la zona designada con el nombre de cultura atacameña se han encontrado restos de diferentes pueblos y estadios culturales. De ahí que en los últimos Congresos de Arqueología se haya recomendado no utilizar el nombre de pueblo atacameño. No es conveniente ni científicamente válido seguir usando el término chincha-atacameño para describir el estilo de cerámica que corresponde a la segunda etapa de la Cultura de Arica… las pruebas no cerámicas que señaló Uhle para respaldar su hipotética cultura chincha-atacameña, como la define Uhle, no tiene existencias.3
Es efectivo que a la llegada de los incas y españoles existía un pueblo avanzado en el Norte, que denominaron “atacameño”; pero clasificar como parte de dicho complejo cultural a todo resto encontrado en la zona, presupone la existencia milenaria de un solo pueblo que progresivamente atravesó por las diferentes etapas de la evolución. Los restos hallados por los nuevos arqueólogos chilenos demuestran que en la zona
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Mario Orellana. Problemas de la Arqueología de San Pedro de Atacama, p. 30, en Congreso Internacional de Arqueología, 1963. Carlos Munizaga. Secuencias culturales de la Zona de Arica, pp. 122-123, Ed. Centro de Estudios Antropológicos, 1957.
Norte existieron diferentes pueblos que, entremezclados o conquistados por otros, dieron origen a diversos estadios culturales. La Mesa Redonda de Arqueología, celebrada en Lima en 1953, considerando que los nombres de atacameño, diaguita, etc., habían sido introducidos por los incas o/y los españoles, estableció que el factor étnico solo podía tomarse en cuenta para restos que no pasaran los 250 años antes de la conquista española. Con el fin de evitar las confusas implicaciones étnicas, la moderna arqueología utiliza el criterio de Sitio-Tipo, que permite precisar el sitio geográfico y el tipo de cultura. A la luz de las recientes investigaciones, podemos intentar una nueva clasificación que, a nuestro juicio, comprende dos grandes etapas. Un primer período pre-agrícola y pre-cerámico que involucra a los pueblos recolectores, pescadores y cazadores (de 6.000 años aproximadamente a 1.000 a. C.) y un segundo período que denominamos agro-alfarero y minero-metalúrgico, que se extiende desde un milenio antes de nuestra era hasta la invasión de los incas en el siglo XV. No incluimos una etapa de pueblos pastores porque su existencia no ha sido demostrada aún en Chile. Quizá la domesticación de la llama y el guanaco no fue incentivo suficiente en América para promover el surgimiento de pueblos pastores. Por otra parte, al considerar la etapa agro-alfarera, hemos creído conveniente complementarla con la denominación de minero-metalúrgica porque esta actividad de nuestros pueblos de la costa del Pacífico juega un papel decisivo en el avance de la sociedad, no solo azteca, chibcha e incaica, sino también en la zona Norte de Chile. La clasificación exclusiva de agro-alfarera disminuye la importancia y el grado de adelanto minero y metalúrgico que alcanzaron los pueblos mencionados. La clasificación de pueblos minero-metalúrgicos, integrada al período agro-alfarero, no ha sido apuntada por ningún autor; no obstante ser necesaria para la comprensión del período que hasta ahora se conocía con el nombre de agro-alfarero o barbarie.4
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Esta clasificación solo pretende ser una pauta para nuevas investigaciones. Las secuencias deben ser apreciadas en forma condicional porque cualquier descubrimiento, debidamente fechado por el Carbono 14 u otro procedimiento moderno, puede cambiar el esquema cronológico. La advertencia de Gordon Childe en el sentido de que las afirmaciones sobre las sociedades primitivas deben ser consideradas como conjeturas, adquiere mayor vigencia para Chile porque en nuestro país, a pesar de los recientes avances, se han practicado pocas excavaciones y no siempre por personal experto. Cuando el trabajo de campo se haga más intensivo y mejor planificado, seguramente se encontrarán –como ha ocurrido en Europa, Egipto o Mesopotamia– restos inesperados que obligarán a modificar fechas, conceptos y estadios culturales. De todos modos, adelantamos nuestra clasificación como una manera de llegar a la verdad a través del método de aproximaciones sucesivas.
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capítulo ii Pueblos recolectores, pescadores y cazadores
Antigüedad del hombre americano La mayoría de los antropólogos contemporáneos ha optado por la tesis según la cual los primeros hombres que llenaron América provinieron del Asia, no a través de “la ruta transoceánica del Pacífico”, como sostuvo Rivet, sino por el Estrecho de Behring. Sin embargo, no está descartada definitivamente la posibilidad de que posteriores migraciones hayan provenido de la zona australiana y melanésica. Hasta hace pocos lustros se creía que la antigüedad del hombre en América no se remontaba más allá de doce a quince mil años. Pero estudios posteriores han elevado esta cifra a más de 40.000 años.5 Respecto de la antigüedad de los primeros hombres que habitaron el actual territorio chileno, existe la certidumbre de que se remonta unos 9.000 años, lo que echa por tierra las conjeturas acerca de la escasa antigüedad de nuestros primeros pobladores. Una prueba de Carbono 14, practicada con restos encontrados en la cueva de Pail-Aike (canal de Beagle) fecha los implementos utilizados por el hombre en 8.639 años, con un margen de error de 500 años. El que el hombre fabricara instrumentos, aunque rudimentarios, induce a suponer que su existencia en Chile debe ser anterior a la fecha indicada.
Paleolítico americano Recientes descubrimientos demuestran que pueblos americanos atravesaron por un estadio similar al paleolítico superior europeo. Pero “todavía se discute y se niega 5
“Los demás mamíferos u otros vertebrados lo habían hecho con milenios de anticipación… Porque ya en el Jurásico y el Cretáceo, de la Era Secundaria, se constata en América la presencia de reptiles; sobre todo de los grandes dinosaurios, sobre cuyas huellas enormes ha caminado el que escribe estas líneas, por allí en Quebrada Chacarilla (30 kms. Al sur del Oasis de Pica) en Tarapacá, Chile” (Benjamin Subercaseaux. Historia Inhumana del Hombre, p. 105, Ed. Ercilla, Santiago, 1964. Pruebas de C14 en Lewisville (Texas) han demostrado la existencia de hombres en América del Norte, unos 37.000 a.C. El doctor Müller-Beck ha sostenido en 1964 que la entrada del primer hombre por el Estrecho de Behring podría bordear los 100.000 años.
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la existencia de industrias de tipo más antiguo en América, comparables con las del Paleolítico inferior o medio del Viejo Mundo. Esto, no obstante, haberse encontrado ya varios yacimientos en los cuales aparece un material industrial que podemos comparar directamente con una cultura Musteriense de tipo primitivo de allá”.6 La tesis de que el Viejo Mundo tuvo el privilegio de atravesar por un paleolítico más rico que el americano –cuya existencia llegaron a negar– es producto de aquellos historiadores que enfocan la historia de la humanidad desde un punto de vista europeo. Los hallazgos arqueológicos de las últimas décadas han demostrado la existencia de un paleolítico americano, inferior y superior, que se expresa en instrumentos toscos trabajados a percusión y a presión. Ibarra opina que el paleolítico sudamericano podría remontarse a unos 20.000 años. En Concepción, se han encontrado restos humanos que, según Uhle y Latcham, pertenecieron a la familia paleo-americana. Estos investigadores fueron los primeros en afirmar que en Chile habría existido una estación paleolítica hace unos 10.000 años. Según Osvaldo Menghin, la edad de las culturas precerámicas de América Latina se remonta al final de la última glaciación y el comienzo del Postglacial (Holoceno). Las culturas de morfología protolítica (o del Paleolítico inferior) representan el patrimonio arqueológico de cazadores y recolectores inferiores… este reino cultural se puede denominar, en forma abreviada, cultura de guijarros y huesos. En Norteamérica, culturas de esta índole remontarían por lo menos al comienzo de la última glaciación; la fecha más alta que conocemos para una unidad respectiva en Suramérica se refiere a la cueva de Eberhardt, cerca de Puerto Natales (sur de Chile), y sugiere que el hombre vivió allá en el décimo milenio a. C.7
Los primeros pueblos de América, como los de otras partes del mundo, fueron esencialmente recolectores de alimentos. La actividad del hombre en esta etapa se circunscribía a procurarse alimentos para subsistir, adaptarse al medio ambiente, que cambiaba bruscamente de temperatura durante las últimas glaciaciones, y a protegerse de los enemigos. Con el descubrimiento –o mejor dicho, la producción– del fuego se dio un gran paso hacia el dominio de la naturaleza. El fuego servía no solo para defenderse de las fieras y cocinar alimentos básicos, antes no comestibles, sino también para fabricar ulteriormente herramientas. Las necesidades de la recolección, de la caza y de la pesca obligaron al hombre a construir herramientas y, luego, instrumentos para fabricar nuevas herramientas. No solo se utilizaba la piedra –como podría sugerir erróneamente 6
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Dick E. Ibarra. “Comparación de las Culturas Precerámicas de Bolivia y el Norte de Chile”, p. 81, Actas del Congreso Internacional de Arqueología de San Pedro de Atacama, 1963. Osvaldo R. Menghin. “Industrias de Morfología protolítica en Sudamérica”, p. 70, Congreso Internacional de Arqueología de San Pedro de Atacama, Anales de la Universidad del Norte, Nº 2, Antofagasta, 1963.
el término Paleolítico–, sino que paralelamente se empleaba el hueso, el marfil y las maderas duras para fabricar arpones, buriles, punzones, anzuelos, etc. Premunidos del fuego y de nuevas armas, los hombres comenzaron a buscar otras tierras para la caza y la pesca mayor. En esa temprana edad, ya existía un cierto tipo de organización social para la caza y la pesca. El hombre, ser social, establecía la asociación para la caza colectiva y la fabricación conjunta de los equipos y herramientas. La recolección y la distribución se hacía en común. No existía la propiedad privada de la tierra.
El período pre-agrícola y pre-cerámico de Chile Los primeros pueblos recolectores, pescadores y cazadores que habitaron el actual territorio de Chile incursionaron por la zona andina y la costa del Norte.8 Los de la zona andina eran cazadores de guanacos. Su restos han sido clasificados por los especialistas chilenos en Gatchi I y II, Loma Negra I y II, Puripica, Tulán I y II Ayampitin y Tambillo, según la evolución de las puntas de piedra, si han sido trabajadas con mayor o menor presión, por percusión o técnica especial de retoque. La antigüedad está en discusión. Mientras Le Paige asigna más de 20.000 años a los restos de Gatchi I, Mario Orellana opina que no datan más allá de 10.000 años. La clasificación es compleja, porque en esta zona norte coexisten restos de diversos estadios culturales. En efecto, en San Pedro de Atacama, tenemos la cultura del guijarro, el material lítico por percusión, por percusión con retoque, por presión; hállase también material de todas las etapas del final del Paleolítico y del Mesolítico; ruinas de pueblos con morteros, pero sin cerámica y otros, con piedras de moler y alfarería.9
En estos pueblos existía una organización social para la caza, especialmente de guanacos, animal que proporcionaba la piel para la vestimenta, los huesos para hacer armas y la carne para alimentarse. En el plano de la superestructura, es muy difícil, en el estado actual de la ciencia antropológica, seguir por testimonios indirectos los primeros atisbos de pensamiento abstracto, la evolución del lenguaje y el conocimiento. Las escasas pruebas de los avances del intelecto las suministran los restos elaborados, en los que puede observarse cómo el hombre perfecciona los utensilios, selecciona nuevos materiales y fabrica herramientas especializadas. No sería extraño que próximas excavaciones dieran a luz signos del arte primitivo en Chile, especialmente de los 8
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Es probable que nuevas excavaciones en la Zona Sur demuestren la existencia de antiquísimos pueblos pescadores en las regiones posteriormente habitadas por los indios denominados chonos, alacalufes y yaganes. Los restos encontrados en la cueva de Eberhardt son una pista de inestimable valor para rastrear los primeros pasos de los pescadores del extremo sur de Chile. Gustavo Le Paige. “Continuidad y Discontinuidad de la Cultura Atacameña”, Congreso Internacional de San Pedro de Atacama, op. cit., p. 70.
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cazadores de guanaco, arte naturalista que otros pueblos de Europa y Asia practicaron como ayuda mágica para la caza. Por ahora, los pocos indicios para apreciar la mentalidad de los primeros hombres que habitaron nuestro actual territorio son proporcionados por las tumbas, en las que se han hallado cadáveres sin ofrendas fúnebres, el cuerpo recubierto con esteras de totora, con y sin túnica de pieles de guanaco o de pájaros. Los muertos encuclillados y rodeados de ofrendas se presentarán en una época posterior (período agroalfarero). El entierro de los muertos representaría uno de los primeros balbuceos de vida espiritual –y en cierta manera ideológica– del hombre primitivo. Ninguna de las investigaciones arqueológicas autoriza a Jaime Eyzaguirre para sostener en su reciente Historia de Chile (1965) que los pueblos recolectores “reconocían la existencia de un Ser Supremo espiritual, creador de todo y generador de la moral”.10 Esta afirmación –hecha sin aportar prueba alguna, y con el exclusivo fin de abonar posiciones para una de las tantas creencias religiosas contemporáneas– está desmentida por todas las investigaciones científicas. Resumiendo los estudios más autorizados sobre el tema, Félix Sartiaux señala que: Hay una gran distancia entre estas prácticas [de sepultamiento] y la creencia en un más allá. Al contrario, ellas tienden a establecer que el homo sapiens primitivo no tiene la representación de un doble libertado del cuerpo y manifiestan la creencia de que la acción del muerto queda unida al cadáver.11
Los pueblos de la costa eran pescadores, mariscadores primitivos, recolectores de moluscos, crustáceos, algas, etc. La clasificación tradicional los ha denominado “changos”, pero “creemos –dice Cornely– que este es un nombre genérico que se ha aplicado a todos los indios que se dedicaban a la pesca”.12 El estudio de estos pueblos ha podido realizarse gracias al hallazgo de conchales, montículos generados por la acumulación de conchas de moluscos que arrojaban los pescadores primitivos. En esos conchales de varios metros de altura (5 metros en Pisagua, 2 metros en Taltal), formados 10 11
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Jaime Eyzaguirre. Historia de Chile, I, 24. Ed. Zig-Zag, Santiago, 1965. Félix Sartiaux. La Civilización, p. 59, Ed. Pleamar, Bs. As., 1948. Por otra parte, la “idea” de la moral que esgrime el señor Eyzaguirre no coincide con el origen concreto de la moral. El hombre no tiene una naturaleza moral, eterna y, en sí, generada por alguien extraño al mundo real. La moral surge de las condiciones sociales; no es rígida ni preexistente; va modificándose a medida que cambian los regímenes económicos, políticos y culturales, de acuerdo al desarrollo concreto de la sociedad y de la praxis de los hombres, pues el llamado “mundo moral no tiene principios ajenos a la realidad histórica. La clase social en poder ha impuesto siempre el marco sustancial de la moral. En las comunidades primitivas, donde no existía la división en clases, la moral era el reflejo de la vida tribal y colectiva. Agregar algo más que esta última línea sobre la moral de los pueblos recolectores, sería entrar en el mundo de la fantasía o de la fe. F. L. Cornely. Cultura Diaguita y Cultura de El Molle, p. 36, Ed. del Pacífico, Santiago, 1956.
a lo largo de los siglos, se han encontrado esqueletos, armas, utensilios y otros restos materiales, cuya clasificación debe ser muy rigurosa, ya que en un mismo conchal se encuentran entremezclados restos de diferentes estadios culturales. La falta de conocimientos acerca de los modernos métodos de estratigrafía, condujo a los primeros arqueólogos chilenos a atribuir a los pueblos pescadores adelantos que eran propios de un estadio superior. Insistiendo en estos errores, Encina señala que los pescadores eran pueblos cuya “alfarería revela cierto progreso”,13 sin percatarse de que la alfarería fue introducida en épocas posteriores por los pueblos agro-alfareros del interior. La investigación de los conchales –iniciada por Latcham, Uhle y fundamentalmente Augusto Capdeville (Taltal, 1914) y continuada por Junius Bird y la nueva generación de arqueólogos chilenos– muestra diversas etapas en la evolución de las “gentes pescadoras”, como los denominaba Uhle. En el primer período –Cultura del Anzuelo de Concha– vivían aislados, cerca de caletas rocosas, a pesar de ser contemporáneos de los pueblos cazadores del interior. Fabricaban utensilios con piedras rodadas por el agua; hacían anzuelos con conchas de choros. No conocían el tejido ni la cerámica. Trabajaban la piedra a percusión; luego aprendieron a pulimentarla. En una fecha no determinada aún, tomaron contacto con los cazadores de la zona andina; en el material encontrado aparecen muestras de cerámica y puntas de proyectil. Según Berdichewsky, existe un “segundo período precerámico, de mariscadores y también cazadores (evidencia en Longotoma) que ya es contemporáneo en sus últimas etapas de los agricultores y cerámicos del interior”.14 Esta relación entre gentes de la costa y del interior parece haber sido iniciada por los pueblos cazadores, que en sus incursiones esporádicas llegaron a Taltal. De ese modo, empieza a combinarse la caza marítima con la caza terrestre de guanacos. Alrededor del año 3.500 antes de nuestra era, se registra una etapa de transición en la cual los pueblos pescadores comienzan el proceso del cultivo (período protoagrícola). En la tercera población del “Anzuelo de Concha”, se han hallado restos que evidencian una agricultura incipiente”.15 En los salares y lagunas de cuencas andinas e interandinas se han encontrado talleres de fabricación de instrumentos para la agricultura. En el área de la cordillera de la costa también se han hallado terrazas que evidencian trabajos agrícolas. En el llamado complejo de Chinchorro (de Arica a Pisagua) –que es anterior a nuestra era y que Uhle equivocadamente fechó entre 20 y
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Francisco Encina. Historia de Chile, I, 56, Ed. Nascimiento, Tercera edición, Santiago, 1949. Bernardo Berdichewsky. Culturas Precolombinas de la Costa Central de Chile, p. 31, Revista Antropología, Nº 1, 1963.
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Lautaro Núñez. Conferencia dictada en julio de 1965, en la Sociedad de Arqueología, Santiago.
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400 años d. C.– se ha podido observar un cultivo, aunque muy primitivo, de algodón. Lo más sorprendente es el uso de cobre en el complejo de Chinchorro. En cuanto a la Zona Central, el precerámico se fecha en unos 3.000 a. C., según la nueva cronología establecida por el Congreso Internacional de Arqueología Chilena (1964). En algunas zonas del centro, se encuentra un fase precerámica de recolectores y otra, mixta, de recolectores y cazadores.
*Estimamos conveniente enriquecer el capítulo de los pueblos recolectores, pescadores y cazadores poniendo de relieve algunos aspectos de su vida cotidiana. En aquella temprana época no había una división del trabajo, sino un desarrollo de capacidades individuales, mayores en unos que en otros, en relación a determinadas actividades. Quizá haya existido una división de tareas entre sexos: que los hombres se ocuparan de la caza mayor y las mujeres recolectaran frutos, sobre todo en el período de embarazo; vale decir, esta división coyuntural del trabajo era condicionada por razones puramente biológicas y no culturales. También había una división de tareas según las edades; del anciano que fabricaba instrumentos mientras aguardaba el regreso de aquellos que habían salido de caza y pesca; o del niño y adolescente que recolectaban raíces y frutas, mientras los mayores realizaban otras actividades. Estos pueblos no llegaron a concretar un modo de producción, pero crearon instrumentos de producción. Meillassoux plantea que la tierra era, para los cazadores recolectores, un objeto de trabajo, que recién se convierte en instrumento o medio de trabajo bajo las culturas agrícolas.16 Efectivamente, la tierra era un objeto de trabajo para aquellos Pueblos Originarios porque de ella extraían los frutos para su alimentación, pero para las comunidades agrícolas era –además de eso– fundamentalmente materia prima, trabajada con los instrumentos creados por los seres humanos. En esa temprana época ya existía una organización social, especialmente para coordinar el trabajo cooperativo relacionado con la caza mayor, que involucraba al conjunto de la horda. Sin embargo, este trabajo colectivo era esporádico. La distribución era simple e igualitaria, directa e inmediata. No existía el patriarcado, aunque la descendencia pudo haber sido patri o matrilineal, uni o bilineal, como se ha comprobado en algunos pueblos cazadores-recolectores contemporáneos. Todavía no se ha esclarecido la periodización de los pueblos recolectores, pescadores y cazadores de nuestra América. Algunos investigadores se limitan a ubicarlos como hordas del período preagrícola. Otros, como Silvio Zavala, opinan que se puede fechar entre 45.000 y 25.000 a.C. la existencia de pueblos cazadores y recolectores * 16
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Este pasaje fue incorporado por el autor en fecha posterior a la primera edición de 1967 (N.E.). Claude Meillassoux. Mujeres, graneros y capitales, Ed. Siglo XXI, México, 1977, pp. 28 y 29.
indiferenciados, entre 25.000 y 9.000 a.C. cazadores avanzados y, posteriormente, hasta 5.000 a.C. recolectores intensivos. Esta periodización pone solo énfasis en la recolección, deprimiendo ciertas formas embrionarias de producción. Tampoco aprecia el cambio cualitativo que significó el paso a la semisedentarización. Además, establece un corte en el año 5.000 a.C. para dar relieve a los pueblos agrícolas, como si los cazadores-recolectores se hubieran extinguido. La verdad es que –siguiendo un proceso dialéctico de evolución multilineal– lograron sobrevivir siglos y algunos de ellos hasta la actualidad, coexistiendo con los agroalfareros. En todo caso, la extinción de muchos de ellos fue obra de los colonialistas.
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capítulo iii Pueblos agro-alfareros y minero-metalúrgicos
Orígenes Alrededor del año 1.000 a. C. se produce en Chile el salto cualitativo más importante de la sociedad primitiva de la recolección y la caza al período agroalfarero y minerometalúrgico. No se ha podido establecer la forma en que se produjo esta transición, aunque lo más probable es que los recolectores, pescadores y cazadores hayan sido desplazados por otros pueblos que sabían trabajar la tierra, la greda y los metales. Se sostiene que este proceso no fue el resultado de una evolución in situ, sino producto de la influencia directa de las grandes culturas americanas. Los pueblos agroalfareros del Norte de Chile serían parte de la oleada de pueblos llamados “Altas Culturas” (Tiahuanaco, Chavín, Chimú, etc.). Estas culturas llegaron de afuera, según Rivet, por vía marítima, posibilidad que ha sido puesta a prueba con los viajes de Heyerdahl y de Bisschop. Aunque los arqueólogos chilenos han comprobado, como veremos más adelante, la existencia de estadios culturales adelantados antes de Tiahuanaco, queda en pie el problema acerca de dónde provinieron estas culturas avanzadas. Recientes investigaciones17 señalan que antiguos navegantes japoneses –arrastrados hacia América por las fuertes correntadas del Pacífico Norte– fueron portadores, hace unos cinco mil años, de una cultura avanzada denominada “Jomon” (de la isla Kyushu, al sur de Japón). Su influencia ha podido registrarse en la cerámica de la costa del Ecuador. Los cráneos redondeados (braquicéfalos) de estos pueblos agro-alfareros se diferencian de los anteriores pescadores de la misma zona. Restos similares, encontrados en el Norte de Colombia (Puerto Hormiga, Barlovento), América Central y costa Norte del Perú, plantean una posible irradiación de cultura japonesa de Jomon a lo largo de la costa del Pacífico. Las teorías de los “difusionistas” y “evolucionistas” han tratado de dar una interpretación del proceso de desarrollo de las culturas primitivas. Los primeros –en particular 17
Betty Megers; Cliford Evans; Emilio Estrada; Juan Munizaga. Early Formative Period of Coastal Ecuador: The Valdivia and Machalilla Phases, editado por Smithsonian Institution de Washington, diciembre de 1965.
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los de la escuela inglesa– afirman que las invenciones principales se han realizado una sola vez, difundiéndose desde un centro único. Esta teoría ha sido aceptada por los antievolucionistas contemporáneos (Boas), en cierta medida fatalistas, ya que ninguna sociedad podría haber llegado a desarrollarse de no haber existido el Egipto o algún pueblo privilegiado o “elegido”. Nosotros no negamos el proceso de difusión de los avances culturales, pero estimamos que no es incompatible con la evolución propia de cada comunidad. Por otra parte, los mal llamados “evolucionistas”, sostienen que cada pueblo ha realizado de un modo independiente los descubrimientos e invenciones fundamentales. Pretenden establecer etapas rígidas y consecuencias que mecánicamente deben atravesar o cumplir todos los pueblos. Rechazan, por tanto, la posibilidad de que los pueblos puedan saltarse etapas. No conciben que una comunidad pueda pasar directamente de la etapa recolectora a la del Bronce. A nuestro juicio, ambas teorías son unilaterales. La explicación de los avances de las sociedades primitivas podría ser proporcionada por la Ley del desarrollo desigual y combinado. Esta ley de las sociedades humanas –descubierta por Marx, ampliada por Lenin y enriquecida por Trotsky al integrar el concepto de “combinado”– podría ser aplicada en nuestra América al haberse comprobado, en fecha reciente, la influencia de los pueblos asiáticos (cultura de “Jomon”) sobre los indígenas americanos de la costa del Pacífico. La Ley del desarrollo desigual y combinado18 nos permitiría explicar también la interrelación entre las comunidades americanas y sus diferentes estadios culturales, en los cuales, junto a formas sumamente retrasadas del período recolector, coexisten y se entrelazan adelantos culturales de la etapa agroalfarera. El contacto entre los pueblos permite que los progresos en ciertas ramas de la producción, por ejemplo metalurgia, se amalgamen con economías agroalfareras incipientes; o que pueblos recolectores salten etapas, pasando directamente de la caza a la elaboración del bronce; de la comunidad primitiva al capitalismo comercial, como aconteció con la conquista de los indígenas americanos por España.19 La historia ha demostrado que los pueblos 18
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“Las leyes de la historia no tienen nada de común con el esquematismo pedantesco. El desarrollo desigual, que es la ley más general del proceso histórico, no se nos revela, en parte alguna, con la evidencia y complejidad con que lo patentiza el destino de los países atrasados. Azotados por el látigo de las necesidades materiales, los países atrasados vénse obligados a avanzar a saltos. De esta ley universal del desarrollo desigual se deriva otra que, a falta de nombre más adecuado, calificaremos de ley del desarrollo combinado, aludiendo a la aproximación de las distintas etapas del camino y a la combinación de distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y modernas”. (León Trotsky. Historia de la Revolución Rusa, tomo I, p. 24. Ed. Tilcara, Buenos Aires, 1962). En sus esfuerzos para superar a la Europa occidental, los colonizadores de la costa del Atlántico Norte, pasaron a través del “barbarismo salvaje”, saltando virtualmente por encima del feudalismo, implantando y extirpando la esclavitud, constituyendo grandes pueblos y ciudades sobre una base capitalista. Esto se hizo a un ritmo acelerado. A los pueblos europeos les llevó 3.000 años saltar de
no atraviesan obligada ni mecánicamente por las mismas etapas; la manifestación más concreta de la interacción del desarrollo desigual y combinado es el salto dialéctico. La explicación de que algunos pueblos americanos muy primitivos alcanzaran un elevado nivel en la elaboración de los metales, reside en que los dos grandes centros de la minería y metalurgia precolombina –el altiplano de Colombia y el Alto Perú– lograron irradiar sus invenciones por todo el continente. A las creaciones propias –y en cierta medida autónomas– de cada pueblo, se agregan los aportes que hacen otros pueblos, ya sea a través de la guerra, el comercio, el intercambio cultural o de todo aquello que signifique comunicación humana. Por ejemplo en Chile, bajo los incas, existía una gran diferencia cultural entre los indios denominados “atacameños” y los mapuche. Pero este desarrollo desigual era también combinado, porque la conquista incaica introdujo en el siglo XV avances culturales que coexistieron junto a las formas retrasadas de los mapuche. Las sociedades primitivas americanas, a pesar de no contar con ríos de la fertilidad del Nilo, Indo, Tigris y Éufrates, lograron un desarrollo agrícola (riego artificial de los incas) tan avanzado como los pueblos del neolítico euroasiático, una cerámica que resiste cualquier parangón, un calendario (mayas) más preciso que el egipcio o el sumerio, una escritura en desarrollo (incas y aztecas) y una minería y metalurgia tan evolucionadas (chibchas), que inducen a señalar que América, en el siglo anterior a la conquista española, estaba, en cuanto a la elaboración de los metales, casi en el mismo estadio que Europa y Asia del año 2.000 a. C.20 De ahí que Nordenskjöld se atreviera a sostener lo siguiente: Creo que debemos admitir que la contribución de los indios –como descubridores e inventores– al progreso cultural del hombre es considerable. Puede incluso sobrepasar a la de los pueblos teutónicos durante la era que precedió al descubrimiento de América. Es
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la etapa superior del barbarismo de la Grecia homérica a la Inglaterra triunfante de la revolución burguesa de 1649. Norteamérica cubrió las mismas transformaciones en 300 años, o sea, a un ritmo de desarrollo diez veces más rápido. Pero esto fue posible por el hecho de que Norteamérica pudo beneficiarse con los logros previos de Europa, combinados con la impetuosa expansión del mercado capitalista en todos los rincones del globo… La esclavitud norteamericana fue una esclavitud “burguesificada”, que no fue solamente un brazo secundario del mercado mundial capitalista, sino que se impregnó de ciertos rasgos capitalistas. Una de las consecuencias más curiosas de esta fusión de esclavitud y capitalismo fue la aparición de traficantes de esclavos entre los indios Creek en el sur. ¿Podría encontrarse algo más contradictorio que indios, que vivían bajo el comunismo primitivo, se hayan transformado en propietarios de esclavos, vendiendo sus productos en un mercado burgués?” (William F. Warde. Uneven and Combined Development in History, New York, 1965). Según Kroeber, las fundiciones de cobre más antiguas (Asia Menor) se remontan a un poco más de 3.000 a.C. En Europa, el cobre empezó a fundirse unos 2.000 a.C. y la fundación del hierro data de unos 1.000 a.C. en dicho continente.
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hecho comprobado que los indios habían logrado muchos descubrimientos e invenciones que en los tiempos precolombinos eran desconocidos en el Viejo Mundo.21
Sin embargo, las culturas americanas tenían serias limitaciones que les impidieron alcanzar el grado de civilización de los antiguos pueblos del Mediterráneo. Algunas de las desventajas de América respecto de Europa y Asia fueron, además de su aislamiento continental, carecer de animales domésticos, como la vaca, la oveja y el caballo, base de la alimentación y el transporte; los indígenas americanos tampoco conocieron el trigo, cereal panificable, y fundamentalmente ignoraron la existencia del hierro y su elaboración, metal decisivo para la fabricación de armas e instrumentos durables.
Infraestructura Las culturas primitivas de Chile no fueron tan atrasadas como se ha supuesto. Antes de la conquista incaica no solo habían logrado un importante desarrollo de la agricultura, la alfarería y el hilado, sino que alcanzaron la etapa de elaboración de los metales, cuyo grado de evolución será debidamente apreciado cuando nuestros arqueólogos otorguen a la minería y la metalurgia primitivas tanta atención como han prestado al estudio de la cerámica. Hasta hace pocos años, se creía (Uhle) que el período agroalfarero de Chile era producto de la influencia de la Cultura de Tiahuanaco, pero estudios recientes (Bird) han demostrado que antes de dicha transculturación, los pueblos primitivos del Norte de Chile practicaban la agricultura y la cerámica. Las influencias de Tiahuanaco (Bolivia) aparecen en la costa chilena en una época en que la cerámica ya era conocida y fabricada desde hacía tiempo, de modo que queda por tierra la teoría de que esta industria fuera introducida por primera vez desde el altiplano boliviano.22
La existencia de esta temprana época agroalfarera y de la posterior influencia proveniente del altiplano boliviano, ha inducido a los arqueólogos chilenos a distinguir las siguientes fases: Pre-Tiahuanaco o período agroalfarero temprano (desde el primer milenio a. C. hasta el siglo VII); Tiahuanaco (entre los años 700 y 1.000); PostTiahuanaco o período agroalfarero tardío (del siglo XI al XIV) e Incaico (de 1465 a 1545). Munizaga afirma que los orígenes de nuestra agricultura “podrían remontarse a los fines del primer milenio a. C., apoyándonos en tipología y en la primera y única fecha de
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Nordenskiold. Modifications in Indian culture through Inventions and Loans, citado por Arnold Toynbee. Estudio de la Historia, Tomo I, p. 472, Ed. Emecé, Buenos Aires, 1951. Greta Mostny. Culturas Precolombinas de Chile, p. 28, 2ª edición, Ed. del Pacífico, Santiago, 1960.
radio carbón para el Norte de Chile”.23 En otras partes de América del Sur, por ejemplo Perú, se han encontrado vestigios de zonas cultivadas que se remontan a más de 3.500 años. En Centroamérica, hay muestras de agricultura incipiente (pequeñas mazorcas de maíz, semillas de calabaza) más antiguas, entre 5.000 y 4.000 a. C. Por consiguiente, no sería raro que en Chile nuevos descubrimientos arqueológicos determinaran una mayor antigüedad de la fase agrícola. La agricultura –que significó el paso decisivo para el desarrollo de las fuerzas productivas y una revolución económico-social que permitió al hombre asegurar su subsistencia– parece que en Chile se desarrolló al mismo tiempo que la domesticación de la llama y el guanaco. En las sociedades primitivas, agricultura y domesticación de animales evolucionan en forma paralela, aunque algunos sostienen que la primera ha precedido a la segunda. Sin embargo –dice Childe– “una corriente etnográfica sostiene que la cría deriva directamente de la caza, sin intervención del cultivo. La agricultura mixta se debería a la conquista de los cultivadores por los pastores… Pero las sociedades neolíticas más antiguas que se conocen, se componen de agricultores mixtos que ya han domesticado algunas o todas las bestias”.24 En todo caso, no se registra ningún pueblo cultivador que se haya transformado posteriormente en pastor. Por el contrario, son frecuentes los casos de pastores trashumantes que se han convertido definitivamente en agricultores. La agricultura de nuestras sociedades primitivas alcanzó un importante desarrollo antes de la invasión incaica. Latcham afirma que “cuando llegaron [los incas] por primera vez al desierto de Atacama, hallaron ruinas abandonadas de poblaciones desaparecidas con sus tierras surcadas y sus acequias trazadas”.25 Para aprovechar al máximo la escasa cantidad de agua (hace unos diez siglos el Norte era más lluvioso y de mayor vegetación que en la actualidad), los indígenas construían terrazas o andenes hacia donde dirigían las acequias que abrían desde los ríos o las laderas de las quebradas. El riego artificial sobre terrazas escalonadas era practicado desde Atacama al Cachapoal, lo que revela una importante organización social para el cultivo. Este sistema de riego fue posteriormente perfeccionado por los incas. Nuestros pueblos primitivos no lograron un mayor adelanto agrícola porque les faltó una herramienta decisiva para el desarrollo de las fuerzas productivas: el arado. Utilizaban solo barretas, palos puntiagudos, palas de madera dura, quizá introducidas por la cultura de Tiahuanaco. Fertilizaban el suelo con guano que traían de la costa y era extraído 23
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Carlos Munizaga. Prólogo al trabajo de Mario Orellana: “La Cultura de San Pedro”, Centro Estudios Antropológicos, Nº 17, 1963. Gordon V. Childe. Qué sucedió en la Historia, p. 56, Ed. Lautaro, Buenos Aires. Ricardo Latcham. La agricultura precolombina en Chile y los países vecinos, p. 15. Ed. de la Universidad de Chile, 1936.
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por los “changos” en la isla de Iquique. Los principales cultivos eran frejoles, papas y distintas variedades de maíz. La alfarería –que produjo una especie de revolución industrial en los pueblos primitivos, ya que por primera vez la especie humana comenzaba a fabricar objetos mediante procedimientos químicos– era conocida en Chile desde el primer milenio antes de nuestra era.26 La alfarería trajo las primeras comodidades a la sociedad, porque las vasijas, ollas, jarros, etc., facilitaban la cocción rápida y segura de los alimentos. Así como en otras partes del mundo, las grandes artífices de la alfarería en Chile fueron las mujeres.27 Fabricaban una cerámica para tareas domésticas y otra de carácter decorativo. Para la cocina, elaboraban ollas sin pintar; a veces decoraban algunas, como las clasificadas bajo el nombre de “jarro zapato”. La cerámica decorativa en la que se utilizaba el rojo, el negro y el blanco, y ocasionalmente el amarillo, presenta recipientes de greda y urnas, o grandes vasos de cuello ancho y de dos asas. En la etapa más avanzada de la cultura denominada “diaguita”, se fabricaban recipientes de base cóncava muy ornamentados, vasijas con caras zoomorfas, en las que figuran detalles de ojos, nariz y boca. Pero las piezas mejor ejecutadas son el conocido “jarro pato” y las urnas con cara humana estilizada. El estudio exhaustivo de la cerámica chilena ha permitido a nuestros arqueólogos distinguir etapas en la evolución de los pueblos agro-alfareros. En el Norte, estas etapas comprenden desde el plato común y la cerámica monocroma (colorada y negra, incisa y pulida) hasta la policroma (rojo-negro-blanco), influenciada primero por la cultura de Tiahuanaco y después por la notable cerámica incaica. En la Zona Central –cuya cerámica, según los especialistas, parece haber sido introducida por la Cultura “El Molle”– se ha comprobado la existencia de dos fases del precerámico (entre 3.000 y 300 a. C.), un período formativo de probable tradición monocroma hasta el año 800 d. C. y un período intermedio de 800 a 1.465, de tradición tricroma.28 En el hilado y tejido, las mujeres de los pueblos del Norte de Chile alcanzaron un notable grado de evolución cultural. Su materia prima era el algodón y la lana de llama, alpaca y vicuña. Para trenzados empleaban pelo humano. Conocían el huso para hilar y un tipo de telar que consistía en un marco de cuatro palos apoyados contra la pared. Elaboraban frazadas, camisetas, gorros con motivos geométricos y bordados multicolores, cuyos teñidos demuestran conocimientos de tintorería. Estilizaban 26
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Una de las muestras más antiguas de cerámica en América Latina, se ha hallado en el complejo Guañape, en el norte de Perú (4.300 a.C.) aunque recientes descubrimientos en Ecuador (Valdivia) elevarían esta cifra en 700 años más. “Expertos soviéticos han examinado recientemente las huellas digitales dejadas sobre las vasijas por los alfareros neolíticos; todas pertenecen a mujeres” (Childe, G. Progreso y Arqueología, p. 45. Dédalo, 1960). Clasificación establecida por el Tercer Congreso de Arqueología celebrado en Viña del Mar en 1964.
figuras de hombres y animales de doble faz. “Una técnica sorprendente y hasta ahora no descrita en tejidos de otra procedencia, salvo en hamacas del norte de América del Sur, es el uso de la trama múltiple en la fabricación de tejidos”.29 El trabajo de cestería (canastos y estuches) y el tallado en madera (cajitas, muñecas, máscaras y las curiosas tabletas llamadas de rapé) son otros signos elocuentes del avance tecnológico de los pueblos agro-alfareros chilenos. Minería y metalurgia. Chile tuvo su propia Edad del Cobre y posteriormente, bajo la influencia de la cultura de Tiahuanaco, su Edad del Bronce.30 Durante mucho tiempo se creyó que los indígenas chilenos habían aprendido a elaborar los metales gracias a la difusión de la técnica tiahuanaquense, pero los materiales encontrados en el Norte (complejo de Chinchorro) demuestran que nuestros indios trabajaban el cobre antes de nuestra era. En la cultura “El Molle” (descubierta por Cornely en 1938, en el valle de Elqui), cuya antigüedad se remonta a los comienzos de nuestra era, se han hallado objetos de cobre en diferentes sepulturas. En el nuevo estadio de la cultura “El Molle”, descubierto en 1954 en Hurtado (Coquimbo), se encontraron no solo piezas de cobre sino también placas de oro y metales combinados. En 1955, Hans Niemeyer, al exhumar nuevos cementerios de la cultura mencionada (valle de Huasco y Chalinga), halló objetos de cobre, “entre ellos algunos extraordinarios, como una pinza depilatoria de grandes dimensiones y de una forma rara; una aguja de cobre, también por primera vez en esta cultura, y un adorno de cobre plano”.31 Los pueblos denominados “atacameños” hacían aleaciones de cobre con estaño que traían del altiplano boliviano. Según Latcham, “trabajaban minas y se dedicaban a la metalurgia, a lo menos durante la última época preincaica, produciendo un bronce tan duro como el acero”.32 Cadáveres hallados en las minas de Chuquicamata están rodeados de cinceles y barrenos. Se han encontrado cuchillos, hachas y aros de cobre aleado con estaño. También trabajan la plata, según los restos encontrados en Taltal, Freirina, Coquimbo y Calama; pero no se ha podido precisar aún con cuántos siglos de anterioridad a la invasión incaica. Uno de los aspectos más notables de la minería y metalurgia primitiva de Chile es la instalación de crisoles, moldes de piedra y hornillos para la fundición del cobre. “Hemos encontrado –dice Cornely– en este gran cementerio (El Olivar) de la cultura
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Greta Mostny, op. cit., p. 49. El bronce, aleación de cobre y estaño, es más duro y fácil de fundir que el cobre puro. En contraste con el hierro, la fabricación de herramientas de cobre y bronce es muy costosa. F. L. Cornely. Cultura Diaguita…, op. cit., p. 218. Ricardo Latcham. Arqueología de la Región Atacameña, p. 6. Santiago, 1939.
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Diaguita, un crisol, para fundir metal, que estaba volcado sobre dos platos de alfarería”.33 Este sistema fue posteriormente perfeccionado por los incas con los famosos hornos denominados “huairas”, cuya importancia veremos más adelante para establecer la continuidad de la historia chilena. Los mapuche, pueblo resultante de la fusión de cazadores nómades con los sedentarios del Centro-Sur, estaban en una etapa agro-alfarera más retrasada que el Norte. Los guerreros, cuya procedencia está en discusión,34 conquistaron a los pueblos del centro-sur y asimilaron una cultura superior que se había irradiado desde el Choapa. “Según todos los indicios arqueológicos, históricos y lingüísticos, parece establecido –tal como lo explica Latcham– con mucha claridad que, tiempo atrás, la población indígena de Chile, desde el Choapa hasta el Golfo de Reloncaví, perteneció a un mismo pueblo de agricultores, tejedores, alfareros y ganaderos, que hablaba un solo idioma”.35 Estos pueblos, que debieron coexistir con cazadores nómades y pescadores, tenían una agricultura relativamente próspera debido al buen régimen de lluvias, por lo cual no necesitaban hacer las terrazas ni los andenes de los pueblos del Norte. Cultivaban maíz, papa, frijoles, quínoa, ají, calabazas, magu (o mango) parecido al centeno, alimentos que quizá molían en las piedras llamadas “tacitas” (Aconcagua, Valparaíso, Colchagua, Talca). Domesticaban animales, en especial una variedad de llama denominada “hueque”, de la cual aprovechaban la lana y el cuero para confeccionar sus vestimentas. Conocían el telar. La invasión de los guerreros segmentó a los pueblos del Centro-Sur; los que quedaron situados al norte de los invasores recibieron el nombre de “picunches” y los que emigraron más hacia el sur “huiliches”. Al medio quedó ubicado el pueblo posteriormente llamado mapuche.36* Este pueblo conocía el cultivo agrícola, la cestería, los tejidos, la preparación de pieles y el tallado en madera. Su cerámica era inferior a la del Norte, sin mayores motivos decorativos y generalmente de color negro. No alcanzaron a elaborar los metales. La famosa platería mapuche es posterior a la conquista española. 33 34
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F. L. Cornely, op. cit., p. 137. R. Latcham opinaba que este pueblo vino de la pampa argentina, aunque no hay pruebas arqueológicas ni lingüísticas que lo demuestren. Greta Mostny, op. cit., p. 93. Hemos reemplazado la palabra “araucano” por la palabra “mapuche” en todo el texto, ya que, como es sabido, el término mapuche fue inventado por los conquistadores españoles. También debe relativizarse la afirmación de este tomo, en la que se dice que los “mapuche” eran guerreros, sin que exista ninguna prueba al respecto. La verdad es que los mapuche se vieron obligados a guerrear para defenderse de la invasión española. La definición de guerreros fue estimulada posteriormente por los militares chilenos, que al decir del general Indalicio Téllez en su libro Lautaro, genio militar de la raza chilena, allí estarían los orígenes del espíritu guerrero de los militares chilenos, victoriosos en la Guerra del Pacífico.
Régimen social El régimen social de los pueblos agro-alfareros y minero-metalúrgicos del Norte ha sido objeto de menor estudio que el de los mapuche. De ahí que muchas de las afirmaciones y conjeturas que se han hecho, sufrirán modificaciones en presencia de nuevas investigaciones antropológicas. De la horda del período recolector se pasó a la gens y a la tribu. La organización gentilicia se basaba en lazos de parentesco. No existía la propiedad privada de la tierra. Los pastos, cerros y aguas eran de uso común. “En toda la región andina, desde muchos siglos antes de la conquista de los incas, imperaba el sistema comunal”.37 Las viviendas eran colectivas. El trabajo se realizaba mediante la cooperación simple, es decir, trabajo conjunto para ejecutar labores de interés común y distribución igualitaria. Los investigadores de la escuela materialista (Morgan y Engels, especialmente) han señalado que en este estadio agro-alfarero, el régimen social estaba basado en el matriarcado. Sin embargo, algunos antropólogos contemporáneos prefieren hablar de descendencia matrilineal en lugar de matriarcado. Los estudios de Malinowsky, Spencer, Hartland, Lowie, Briffault y, especialmente, Hornblower, sostienen que los pueblos primitivos desconocían la relación entre el acto sexual y la paternidad. El desconocimiento de la paternidad no sería, según ellos, producto de la promiscuidad de la poliandria y poligamia, sino de la ignorancia acerca del acto de procreación. La mujer conservaría su papel destacado en estas sociedades pero no tendría la jerarquía ni la preponderancia atribuida por Bachofen. No estamos del todo convencidos acerca del desconocimiento de la relación entre el acto sexual y la procreación. No olvidemos que en esta etapa el hombre ya domesticaba los animales y sería muy raro que no se diera cuenta del proceso por el cual quedaba embarazada la hembra. No por casualidad, el falo surge como símbolo a fines del Neolítico, aunque es representado con menor frecuencia que las mamas de la mujer. Incluso aceptando la hipótesis de los antropólogos mencionados, el descubrimiento del proceso de procreación, por el cual el hombre se da cuenta de la paternidad, no sería suficiente para explicar el tránsito del matriarcado al patriarcado. Para formular una explicación científica, los modernos estudios sobre la paternidad deberán integrarse a una concepción global de la sociedad, tomando en cuenta no solo el factor fisiológico, sino el complejo mecanismo socioeconómico como una totalidad. El surgimiento de la sociedad patriarcal no puede haber sido condicionado exclusivamente por el factor fisiológico. Parece ser efectivo que no siempre el comunismo primitivo va acompañado de matriarcado y que no siempre el papel destacado del hombre ha significado un régimen 37
Ricardo Latcham. La agricultura precolombina en Chile… op. cit., p. 11.
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de propiedad privada. En los pueblos recolectores, pescadores y cazadores, el hombre jugó sin duda un papel principal en la caza de los grandes animales. Y en esos pueblos no existió un régimen de propiedad privada. En el período siguiente (agro-alfarero) el papel de la mujer fue decisivo. Si bien no se dan estructuras sociales puras, no puede ignorarse que en lo esencial la etapa agro-alfarera tuvo un régimen de carácter matriarcal. Tampoco puede disolverse lo concreto en lo abstracto argumentando razones fisiológicas para explicar el tránsito al patriarcado. La tesis básica de Morgan y Engels, en el sentido de que el patriarcado se fundamenta en el surgimiento de la propiedad privada de los medios de producción, conserva su plena vigencia. En todo caso, la descendencia matrilineal fue una consecuencia de un estado social determinado. El destacado papel de la mujer en los pueblos agro-alfareros deriva de la importante función pública que desempeña, por cuanto ella es la que cultiva la tierra, inventa la alfarería, crea el telar y elabora los tejidos. De ahí que Engels haya sostenido que: Una de las ideas más absurdas que nos ha trasmitido la filosofía del siglo XVIII es la de decir que en el origen de la sociedad la mujer fue la esclava del hombre… La ‘señora’ de la civilización, rodeada de falsos homenajes, extraña a todo trabajo efectivo, tiene una posición social inferior a la mujer de la barbarie, que trabaja de firme y se ve en su pueblo conceptuada como una verdadera dama.38
Tergiversan deliberadamente quienes argumentan que Morgan y Engels afirmaron que la mujer ejerció una opresión social sobre el hombre. La verdad es que existía una división natural del trabajo, de acuerdo al sexo y la edad. La mujer se ocupaba de sembrar y cosechar, cocinar, hacer la vestimenta y la alfarería. El hombre se dedicaba a la caza, a la fabricación de herramientas, a la preparación del terreno para el cultivo, a la construcción de chozas y a la elaboración de los metales en los pueblos minerometalúrgicos. Esta división natural de tareas permitió un sensible aumento en la productividad del trabajo. El investigador más acucioso del régimen social de los mapuche, Ricardo Latcham, afirma que antes de la conquista española, los pueblos del centro-sur vivían bajo el matriarcado. En la sociedad mapuche el papel de la mujer era decisivo. El marido debía residir en el seno de la familia de la mujer. Los hijos llevaban la filiación y el tótem de la madre. El hombre no podía desposar a una mujer del mismo tótem, pero era lícita la relación sexual entre hijos e hijas del mismo padre pero de tótem diferente. En la lengua mapuche se encuentran palabras que indican esta relación: “lacutún”, unión entre abuelo y nieta; “lamuentún”, entre hermano y hermana de padre. Durante la colonia se dictaron reglamentos prohibiendo estas uniones, que para los españoles 38
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Federico Engels. El origen de la Familia, de la Propiedad y el Estado, pp. 53 y 55, Ed. Claridad, Buenos Aires, 1945. No tenemos a mano una mejor traducción.
constituían pecados monstruosos. Sin embargo, “para el mapuche, algunos de los matrimonios permitidos a los españoles eran altamente incestuosos; por ejemplo, el entre primos, si estos fuesen hijos de tías maternas, porque, entre ellos, éstos eran siempre del mismo tótem”.39 Los mapuche, como todos los pueblos primitivos –y aun modernos– tenían tabúes, prohibiciones, pero éstos diferían de los de la civilización cristiano-occidental, de la cual eran portadores los españoles. En el momento de la conquista hispánica, los mapuche estaban en un período de transición hacia el patriarcado. El primer cambio trascendental en este sistema fue cuando el hombre, en vez de ir a vivir a la agrupación de su mujer o mujeres, comenzó a llevar a éstas a su propia agrupación y formar allí su hogar. De esta manera llegó a ser dueño de la propiedad que cultivaba, de la casa que construía y de los animales que lograba reunir… En el estado anterior, el grupo familiar al que pertenecía la mujer adquiría un nuevo elemento de ayuda y de protección, con cada mujer que se casaba; pero con el cambio, no solamente se privaba de esta ventaja, sino que también perdía un valor efectivo, cual era la mujer. Para compensar esta pérdida, el padre o los parientes de la mujer que se casaba exigían una remuneración, y se estableció la compra de ella.40
A la muerte del padre, el hijo mayor de la primera mujer heredaba los bienes y las esposas de su padre, con excepción de su propia madre, la que tenía el derecho de volver al seno de su familia o clan, llevándose a sus hijos menores. Este hecho demuestra que, aun en el período de transición hacia el patriarcado, la mujer seguía conservando un lugar destacado en la comunidad mapuche. El tótem y la filiación continuaron siendo determinados por la madre, incluso hasta el siglo XVIII, confirmando la observación de Morgan y Engels en el sentido de que la familia –y no el parentesco– es el elemento activo, dinámico y cambiante. La actitud de Fresia al arrojar su hijo a Caupolicán por haber sido tomado prisionero vivo, no es una mera acción de valor como la presenta el anecdotario escolar, sino que demuestra la importancia que aún tenía la mujer en pleno período de transición al patriarcado. “Las costumbres relacionadas con la filiación materna daban a Fresia mayor derecho que el que hubiera tenido si la acción ocurriera en el siglo XIX, cuando los derechos de la mujer ya habían decaído.41 Aunque a la llegada de los españoles se estaba en pleno período de transición, no se reconocía la propiedad exclusiva individual en el terreno. Cualquier indio podía cultivar tanta tierra como le parecía y los productos eran de su peculio; pero no podía 39
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Ricardo Latcham. La organización social y las creencias religiosas de los antiguos mapuche, p. 101, Santiago, 1924. Ibid., p. 582. Ibid., p. 482.
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disponer de la tierra misma como propiedad ni venderla ni arrendarla. Pertenecía en último término a la comunidad.42
Los mapuche no alcanzaron a constituir castas sociales ni tampoco un embrión de Estado que gobernara en nombre de ellas. No existía una casta sacerdotal que utilizara la religión en beneficio de un sector privilegiado de la sociedad. El “levo”, reunión de distintos grupos totémicos, era una especie de centro político donde se discutían los problemas comunes y en el que se destacaban los oradores previamente entrenados. Cada levo hacía su propia asamblea democrática, era independiente y no reconocía otra autoridad que la de los jefes elegidos durante un año. Un reciente libro de Lipschutz afirma que a “la llegada de los españoles, los mapuche de Chile no han entrado todavía definitivamente en el régimen señorial”.43 Esta es la causa esencial de su larga resistencia a los españoles. Los mapuche no estaban acostumbrados a obedecer a ningún amo, como lo señalaron Alonso de Ercilla y el padre Joseph de Acosta. Jamás fueron oprimidos por otros pueblos ni pagaron tributos por el trabajo de su propia tierra. En carta al Presidente de las Indias (1610), el padre Valdivia manifestaba: La razón porque no conviene ahora imponerles tributo es porque éstos [indios] no han tenido jamás gobierno político de república, sino por “parentelas”, y así a ningún indio reconocen y ninguno se puede obligar en nombre de todos a cobrar y dar los tributos de los demás y al que tomase ese oficio le matarían luego.44
Esta carta demuestra que los mapuche no tenían ni siquiera un embrión de Estado al cual estuvieran obligados a pagar tributo. Por “esta causa –dice el padre Rosales– no solo resistieron al señorío de el Inga, sino que jamás quisieron admitir Rey ni gobernador ni justicia de su propia nación, prevaleciendo siempre entre ellos la voz de la libertad, y no sufriendo su impaciente natural sujeción alguna”.45 La guerra contra los españoles produjo importantes transformaciones en la sociedad mapuche: los grupos totémicos perdieron paulatinamente su autonomía a consecuencia de las nuevas necesidades de la guerra; Se formaron los Vutanmapu (tierra grande), que tenían toquis (jefes) de carácter militar; El cargo de toqui, elegido al principio por los caciques confederados, se transformó después en hereditario. Sin embargo, no alcanzó nunca a establecerse la propiedad privada de la tierra. Los españoles confundieron a menudo propiedad “comunal” con propiedad territorial individual, creyendo que el cacique era dueño de todas las tierras. 42 43
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Ibid., p. 171. Alejandro Lipschutz. El problema racial en la conquista de América, p. 179. Ed. Austral, Santiago, 1963. Publicada por J. T. Medina, Biblioteca Hispano-Chilena, II. 83; reproducida por Latcham: Ibid., p. 148. Diego de Rosales. Historia del Reyno de Chile, p. 122, cit. por Latcham, ibid., p. 149.
Superestructura La evolución de la mentalidad primitiva alcanzó sensibles progresos durante el período agro-alfarero. El conocimiento paulatino del proceso químico por el cual se obtuvo la cerámica, el invento del telar y la aleación de los metales, son notables adquisiciones del ingenio humano. Algunos investigadores autotitulados marxistas han caído en el materialismo vulgar al menospreciar los cambios cualitativos que se operan en la mente del hombre primitivo y sus avances en el plano de la superestructura ideológica.46 Han subestimado las manifestaciones del mundo mágico sin percatarse de que la magia de esa época no tiene el mismo carácter mistificador que la religión y los “brujos” del presente, sino que constituyó un signo de progreso del pensamiento; un intento, aunque primario, de interpretación de la vida; un empeño de la mente primitiva por dominar la naturaleza. En el fondo, la magia fue una forma de conocimiento, un avance innegable del pensamiento humano en su esfuerzo milenario por encontrar una explicación del mundo y de la vida. La magia es una forma del pensamiento –afirma Manuel López Blanco–, es decir, una manera de relacionarse el hombre con el mundo natural y humano. Pero así planteado, el problema tiene mucho de discutible, sobre todo antropológicamente, pues el hombre primitivo, en tanto ser de la naturaleza, no tenía un “pensamiento” en el sentido que hoy le damos a esta palabra… La magia es una actitud mental, como lo es la científica, la religiosa, la artística… Pero lo que caracteriza a la magia es esa indeterminación entre la cosa y el símbolo que la representa… La magia fue así, una poderosa herramienta entre otras, para luchar contra lo desconocido, para domesticar la naturaleza, para controlar la cohesión social, en fin, para dirigir la acción individual y social.47
La magia nació en una sociedad sin clases, cuando no imperaba aún el régimen de propiedad privada. “En la etapa primitiva cada uno disponía prácticamente de los mismos medios de producción y la potencia mágica permanecía todavía poco individualizada. Con la concentración de la riqueza aparecen los espíritus personales para justificar la fortuna de los jefes”.48 En las concepciones mágicas se refleja el igualitarismo primitivo. No hay jerarquías entre los tótem. No existen espíritus superiores e inferiores sino diferentes. La magia no está al servicio de una clase dominante, sino que es ejercida para satisfacer las inquietudes superestructurales de la comunidad. El culto a los antepasados del clan demuestra que hasta en lo espiritual el 46
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De haber conocido estudios de la mentalidad primitiva, como los de Frazer, seguramente que Engels hubiera abordado el problema de los avances superestructurales. Manuel López Blanco. Notas para una Introducción a la estética, pp. 117, 118, 119 y 120, Centro de Estudios de Bellas Artes, La Plata, 1961. Trán-Dúc-Tháo: Fenomenología y Materialismo Dialéctico, p. 270, Ed. Lautaro, Buenos Aires, 1959.
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hombre se sentía ligado a su comunidad. En la magia hay una participación directa del ser humano, que trata de fundirse con sus antepasados a través de emociones violentas, exorcismos, símbolos, etc. Existe cierta relación física y biológica con el antepasado que se venera, que también fue un ser de carne y hueso. Al revés de lo que ocurre con la religión, en las prácticas mágicas hay una intervención directa y activa del individuo. La visión que la magia tiene del mundo es monística: ve la realidad en forma de un conglomerado simple, de un continuo ininterrumpido y coherente; el animismo, en cambio, es dualista y funda su conocimiento y su fe en un sistema de dos mundos. La magia es sensualista y se adhiere a lo concreto; el animismo es dualista y se inclina a la abstracción. En una, el pensamiento está dirigido a la vida de este mundo; en el otro, a la vida del mundo de más allá.49
La potencia mágica no es producto del individuo aislado, sino del grupo social. Al participar directamente en la experiencia colectiva, el individuo siente fuerza de la comunidad amplificada en su propio ser. Las orgías son colectivas y se hacen con el objeto de sentir fuerza ilimitada del grupo. El ritual conjunto es una petición de las condiciones en que una vez se produjeron los hechos de arrobamiento mágico. La reiteración exacta del ceremonial era condición para que el fenómeno pudiera reproducirse. “En el totemismo puro –dice Frazer– el tótem no es nunca un dios y no es nunca adorado”. El tótem de los mapuche no era un dios, sino un antepasado común de la tribu. La concepción del Pillán –que no fue un dios único para todas las tribus mapuche– experimentó cambios, matices y mediatizaciones con el transcurso del tiempo y la evolución de la sociedad mapuche; al principio era femenino, luego masculino y curiosamente bisexual. Las invocaciones de los mapuche pidiendo regularidad de las lluvias, clima templado, sin tempestades ni rayos, tenían relación directa con la siembra, la cosecha, la crianza de animales y el bienestar del clan. “Aunque ninguna magia puede asegurar una buena cosecha o la mejoría de un enfermo, casi todas sirven para dar al campesino o al paciente el estímulo que necesitan para esforzarse por alcanzar el fin deseado”.50 No existía culto, boato, liturgia ni adoración. Los “shamanes” de los mapuche eran hechiceros individuales. Para practicar la magia no se requería de templos ni de sacerdotes.51 49 50 51
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Arnold Hauser. Historia social de la Literatura y el Arte, p. 30, Ed. Guadarrama, Madrid, 1964. Gordon Childe. Sociedad y Conocimiento, p. 126. El sacerdote del período posterior hizo que el ritual y la liturgia se volvieran más complicados e incomprensibles para el hombre común. No por casualidad el poder sacerdotal se acrecentó con el desarrollo de las castas y el Estado. Los secretos de la religión solo estuvieron al alcance de los “cultos” en una sociedad que ya había engendrado la diferencia entre el trabajo manual e intelectual.
La praxis de la magia nos conduce a plantearnos el siguiente interrogante: ¿existió alienación en el hombre primitivo? El factor condicionante de la alienación en el mundo actual es el sistema de explotación capitalista. El hombre de nuestra sociedad está alienado, enajenado de su esencia humana; sus propias creaciones se han erigido en un poder ajeno y hostil que lo sojuzga; el producto de su trabajo se convierte en amo suyo. El trabajador –decía Marx– mientras más produce, más se somete al dominio del capital. El hombre no se siente partícipe del mundo que ha creado con sus propias manos. Bajo el régimen capitalista se niega a sí mismo en el trabajo; siente que es dominado por algo que le es extraño. Este fetiche misterioso no es precisamente dios, sino la proyección de la mercancía, del régimen de producción generado por el capitalismo. La alienación del trabajo no es la única de las alienaciones que ha provocado el régimen burgués, aunque sí es la fundamental y la condición social de las demás, que se manifiestan en formas varias de alienación de la esencia del hombre en los fenómenos sociológicos de la superestructura: en la religión, la moral y la cultura. En las sociedades primitivas, el proceso de la producción no desborda al productor ni engendra potencias coercitivas extrañas a él. El fruto del trabajo le pertenece. No origina un poder independiente ni ajeno que lo obligue a realizar un determinado trabajo contra su voluntad o inclinación natural. El hombre primitivo disfrutaba del producto de su trabajo. Sin embargo, no podemos dejar de anotar que su vida está condicionada por su impotencia para hacer frente a la naturaleza y por la insuficiencia de la producción. El comunismo primitivo no se origina sobre la base de la abundancia, sino de la escasez. “Este tipo primitivo de producción colectiva o cooperativa –escribía Marx– era, naturalmente, resultado de la debilidad del individuo aislado y no de la socialización de los medios de producción”.52 Con la práctica de la magia se pretendía controlar las fuerzas desconocidas de la naturaleza. El hombre, en la necesidad de configurar lo ignorado, comienza a vivir ya para los símbolos, tótems, tabúes y prohibiciones. Vive un tipo de enajenación colectiva. No es la enajenación en el sentido burgués individualista con que actualmente se habla de alienación en los cenáculos intelectualizados: la angustia personal, el tedio, la soledad, la náusea, la nada. En las prácticas mágicas en las cuales el hombre primitivo se enajena, no se trata de una alienación primariamente psicológica sino social, determinada esencialmente por el atraso de las fuerzas productivas. La magia es la traducción de una insuficiencia social del hombre. Esta negación se transforma en una afirmación. La diferencia reside en que, mientras la negación es 52
Borrador de una carta de Marx a V. J. Zasúlich, en Marx-Engels. Obras Completas, tomo XXVI, p. 681, ed. rusa, citado por Manual de Economía Política de la Academia de Ciencias de la URSS, p. 14, traducción W. Roces, Ed. Grijalbo, México, 1956.
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primordial, la afirmación es de menor grado. La afirmación es indeterminada, ideal. Hay una lucha constante en que el pensamiento mágico es cambiante y ofrece una serie de matices. En esta relación dialéctica entre lo negativo y lo positivo, lo que tiene preponderancia es lo determinante. La alienación es lo que tiene preponderancia; es lo negativo. La alienación es lo que está comandado; es lo determinante. La alienación es la tierra firme. Lo prospectivo es terreno movedizo. No todas las alienaciones revisten la misma forma ni son totalmente negativas, en la acepción corriente de la palabra. En el hombre primitivo, la enajenación –en el sentido afirmativo que hemos señalado– permite iniciar un proceso desalienante (incluso a través del arte rupestre) al tratar de dominar las fuerzas de la naturaleza.53 El arte de las primitivas culturas de Chile alcanza un importante avance en el período agro-alfarero. Sus mejores expresiones son la cerámica policroma y el tejido, de bordados multicolores y geométricos. Estos primeros artistas de Chile, de sexo femenino en su gran mayoría, conquistan posteriormente un mejor dominio de la técnica con la influencia de las culturas de Tiahuanaco e Incaica. Sus obras quedarán en la historia del arte chileno como expresión de la capacidad creadora de la mujer y del avance que había experimentado la mentalidad primitiva durante el período agro-alfarero. Este progreso artístico se demuestra también en la utilización de instrumentos musicales. En el cementerio “diaguita” El Olivar, se ha encontrado una flauta de 4 voces hecha en piedra talcosa; otras se hacían de caña. De la música mapuche –muy pobre y primitiva por cierto– se han conservado mayores testimonios. El principal instrumento era una especie de tambor denominado “cultrum” y una calabaza llena de guijarros. Tocaban asimismo flautas de madera y cascabeles. En estos instrumentos interpretaban canciones improvisadas o compuestas con anterioridad para fiestas determinadas, donde recitaban y cantaban las hazañas de sus antepasados. Por otra parte, en el Norte se han hallado pinturas rupestres (río Salado) y rocas cubiertas con signos y dibujos ideográficos (petroglifos), especie de escritura embrionaria cuya antigüedad aún no ha podido fijarse. Nuevos descubrimientos arqueológicos –similares a los petroglifos de Caspaña (hoya superior del Loa)– mostrarán que el hombre primitivo de Chile practicaba, al igual que los antiguos pueblos euroasiáticos, el arte pictórico como ayuda mágica para la caza, el arte naturalista, y en cierta medida impresionista, que estaba totalmente al servicio de la vida cotidiana. “Las representaciones plásticas eran una parte del aparejo técnico de esa magia; eran la “trampa” en la que la caza tenía que caer; o mejor, eran la trampa 53
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En el mundo capitalista, la alienación del trabajo es la condición necesaria (en sentido hegeliano) que promueve la lucha revolucionaria del proletariado, para eliminar la fuente de la enajenación y alcanzar la liberación del hombre en un mundo desalienado, plenamente consciente y libre.
con el animal capturado ya, pues la pintura era al mismo tiempo la representación y la cosa representada, era el deseo y la satisfacción del deseo a la vez… Era justamente el propósito mágico de este arte el que la forzaba a ser naturalista… Pero el arte neolítico no es en manera alguna un “arte popular” al modo del arte rural moderno; por lo menos no lo es mientras la diferenciación de las sociedades agrícolas en clases sociales no aparezca consumada, pues, como se ha dicho, un “arte popular” solo tiene sentido como oposición a un “arte señorial”. Por el contrario, el arte de una masa de gente que todavía no se ha dividido en “clases dominantes y clases servidoras, clase alta exigente y clases bajas, humildes”, no puede calificarse de “arte popular”, ya que no existe otro fuera de él”.54 Las sepulturas correspondientes al período agro-alfarero chileno estaban colmadas de numerosas y variadas ofrendas. En contraste con el período recolector, los muertos fueron colocados en cuclillas. “La práctica normal de las sociedades neolíticas y de la primera parte de la Edad del Bronce fue la sepultura en posición flexionada o contraída”.55 En la zona Norte de Chile se han encontrado curiosas momias, especialmente de niños, en las cuales el cadáver, una vez vaciado y reforzadas las extremidades con palos, se cubría con una capa de barro. Los objetos que rodeaban al muerto eran pintados de rojo, color que al parecer significaba vida para los hombres primitivos. Algunos antropólogos afirman que con este color se intentaba devolver la vida al muerto. Las tumbas del Norte y Centro de Chile, se llenaban de cerámica pintada y terminada. Los mapuche procuraban ahuyentar a los espíritus malignos, factibles de afectar al muerto con diversas manifestaciones, como carreras, gritos, cantos, etc. El mapuche creía que la vida se prolongaba después de la muerte en un doble similar al cuerpo (el que moría niño seguía siendo niño; el anciano, anciano). Los mapuche practicaban la autopsia al segundo o tercer día del fallecimiento, para averiguar cuál había sido el espíritu maligno culpable de la muerte. La machi –que no por azar era mujer u hombre disfrazado de mujer– sacaba las vísceras. El cadáver se colocaba en un andamio de madera durante varias semanas. Luego era depositado en un ataúd hecho de un tronco de árbol ahuecado en cuyo interior se ponían vasijas, alimentos y armas, porque se suponía que la vida continuaba después de este fenómeno que nosotros llamamos muerte. Los primitivos no tenían la vivencia que nosotros tenemos de la muerte. Las sepulturas eran más complejas que las del período recolector, pero los indígenas de Chile no llegaron a la incineración; creían que el doble se hallaba ligado al cadáver. 54 55
Arnold Hauser, op. cit. 22, 25 y 40. Gordon V. Childe. Progreso y Arqueología, p. 109, Ed. Dédalo, Buenos Aires, 1960. A nuestro juicio, son insatisfactorias las explicaciones que se han dado sobre las causas de las posturas mortuorias extendidas (en el período recolector) y encuclilladas (en la etapa agro-alfarera).
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En el Norte se han encontrado muertos atados con fuertes ligaduras para evitar que el cuerpo se desarmara o desintegrara. Estas momias primitivas pudieron haber sido un intento por evitar que el difunto participara en la vida cotidiana o para asegurar la integridad del muerto en una eventual resurrección, preservando el cuerpo para cuando llegara de nuevo el “soplo” de la vida. El hecho de que la muerte pone definitivamente término a la vida personal era –y es aún– muy resistido.
*En nuestra América el período protoagrícola, caracterizado por un cultivo incipiente, se remonta a más de 5.000 años a.C., llegando en México, según R. Mae Neish, a 7.000 años a.C.,56 y a 6.000 a.C. en Ecuador (Sitio Vegas).57 Conclusivamente, puede afirmarse que hacia 3.000 años a.C. estaba generalizada en nuestra América una incipiente agricultura. La domesticación de animales se remontaría en la zona andina al primer milenio antes de nuestra era. Entre 1.500 y 500 a.C. se consolidó en Mesoamérica y la región andina el proceso agrícola con la incorporación del regadío artificial, al mismo tiempo que se desarrollaba la alfarería y la metalurgia. Por consiguiente, podría señalarse una segunda fase agro-alfarera hacia el primer milenio a.C. Surgieron artesanos especializados, pero aún seguían realizando las tareas agrícolas de la comunidad. Esta fase tiene un subperíodo, expresado en la actividad minero-metalúrgica, que significó una revolución tecnológica en el mundo aborigen. Con el desarrollo del regadío artificial y el conocimiento del proceso de barbecho aumentó de manera significativa la productividad y el excedente. Se aceleró la formación de tribus, cuyos miembros ya no estaban solamente unidos por lazos consanguíneos, sino por líneas de parentesco. Los jefes comenzaron a ejercer funciones de control del excedente, aunque todavía con el consentimiento de la comunidad. Surgieron las primeras aldeas como expresión del inicio del proceso de urbanización, íntimamente ligado a la actividad agrícola, que culminó antes de la invasión española con ciudades como Tenochtitlán (México), con más de 500.000 habitantes, superior a cualquier ciudad europea de la época. El centro de irradiación agroalfarera y metalúrgica fue la región andina y mesoamericana, mediante un proceso de creación autónoma. Antropólogos norteamericanos, partidarios de la escuela difusionista, como Cliford Evans y Betty Meggers, se han resistido a reconocer esta originalidad, argumentando que dichos avances fueron el * 56
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Agregado posterior a edición de 1967 (N.E.). Angelina Lemmo. Esquema de Estudio para la Historia Indígena de América, Ed. Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1980, p. 33. Jorge Marcos. “Esbozo de Prehistoria Ecuatoriana”. En Ecuador a la sombra de los volcanes, Ed. Libri Mundi, Quito, p. 30.
resultado de influencias extracontinentales “más avanzadas”, como las de la cultura Jomón, al sur de Japón. Sin embargo, las investigaciones más recientes efectuadas por el arqueólogo ecuatoriano Jorge Marcos, en la Cultura de Valdivia –hipotéticamente influenciada por la cultura Jomón– han demostrado que los avances de nuestros pueblos originarios fueron producto de un auténtico desarrollo autónomo.
Cambios ecológicos El tránsito a la sociedad agrícola significó un comienzo de alteración incipiente de los ecosistemas. Por primera vez en la historia, los seres humanos introdujeron cambios en los flujos energéticos. El inicio de la producción agrícola permitió un cierto control de la transferencia de energía. La sociedad humana comenzó a ejercer un dominio, aunque relativo, de las cadenas tróficas, aumentando –mediante la domesticación de animales– los consumidores secundarios. El gasto de energía metabolizable era escaso. Pero el crecimiento de las comunidades agro-alfareras significó un aumento en la demanda de productos alimentarios. La sociedad descubrió que a través del proceso agrícola y la domesticación de animales podía almacenar energía metabólica. El cambio de dieta fue uno de los hechos más relevantes de esta época. “Gobernar las cadenas tróficas constituyó el gran hito que separó al cazador ambulatorio del agricultor”.58 Varias investigaciones señalan que la dieta de los pueblos agro-alfareros era bien equilibrada y mejor que la de las sociedades que le sucedieron, con más de 2.500 calorías diarias. En la búsqueda de mejores tierras, los pueblos originarios hicieron las primeras quemazones y talas de árboles. Fue el comienzo de la alteración del ambiente americano, pero dada su dispersión y ámbitos reducidos, no alcanzó a provocar desequilibrios ecológicos irreparables ni una degradación del ecosistema. El culto a la naturaleza muestra que también en “lo espiritual” aquellos seres humanos se sentían formando parte del ambiente.
Modo de producción Casi todos los autores marxistas –además de Lévi Strauss– sostienen que los pueblos agro-alfareros o “primitivos”, como se decía antes, no tuvieron un modo de producción porque éstos solamente se habrían dado en las sociedades de clases. A nuestro juicio, el concepto de modo de producción no puede estar limitado al surgimiento de las clases sociales. Con este criterio, el comunismo no sería un modo de producción, desvirtuándose así el proyecto histórico-estratégico de los fundadores del marxismo. 58
Rodolfo Carcaballo. Salud y Ambiente, Ed. UCV, 1976, Caracas, p. 85.
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Los requisitos para que exista un modo de producción no son solamente la organización del trabajo, sino la articulación e interrelación dialéctica entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción en el proceso productivo, componentes que no deben escindirse, sino que forman parte de un todo en la formación económica y social. Por eso, es vano el esfuerzo de algunos autores por establecer la prioridad de relaciones de producción, cayendo –como es el caso de Hindess y Hirst– en una nueva forma de reduccionismo. Esta interrelación de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción se dio en las sociedades agroalfareras americanas, ya que hubo una articulación de las fuerzas productivas (instrumentos, apropiación de frutos de la naturaleza, tierras, etc.) y de las relaciones de producción (trabajo comunal de los ayllus y calpullis combinado con trabajo en cada parcela), es decir, hubo un régimen y una organización social del trabajo. Todo ello, basado en la posesión colectiva de la tierra y en la redistribución de lotes en usufructo para cada unidad doméstica. Este otro elemento que compone un modo de producción –las relaciones de propiedad– también estaba presente en nuestras comunidades agroalfareras. Por todo esto, opinamos que las culturas agroalfareras y minerometalúrgicas indoamericanas tenían un modo de producción comunal. Estas sociedades tenían básicamente una economía de subsistencia, lo cual no significa carencia de excedente. Este se reinvertía en obras generales de la comunidad y a veces en intercambio comercial, en base a trueque, especialmente en los pueblos de Mesoamérica. Si bien no existía una producción generalizada de mercancías, de todos modos había un principio de mercado, lo cual demuestra que es un error decir –al estilo de los ideólogos de moda, fetichistas de la economía antisocial de mercado– que el mercado surge recién con el advenimiento del régimen capitalista. Mercado existe desde la época en que los pueblos inician la fase de intercambio comercial a través del trueque.
El régimen social y las relaciones de parentesco Las etnias –cuyo estudio ha sido menospreciado por aquellos que practican el reduccionismo de clase– se fueron configurando en las primeras comunidades, consolidándose en los ayllus (zona andina), calpullis (México) y tabas (Paraguay), que comenzaron a rebasar el agrupamiento por lazos exclusivamente consanguíneos. Las relaciones de parentesco surgieron como resultado de una necesidad socioeconómica de los individuos que se nucleaban en una comunidad que planteaba exigencias distintas a las de la fase recolectora. El parentesco fue, pues, el producto de un proceso cultural, no natural. A causa de no haber tomado debida cuenta de esta interrelación dialéctica entre estructura económica y relaciones de parentesco, algunos marxistas de orientación
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economicista han subestimado el papel del parentesco en el modo de producción comunal. Por otro lado, la corriente estructuralista de Lévi-Strauss ha priorizado dogmáticamente las funciones del lenguaje y del parentesco, cayendo en el fetichismo del parentesco. En ese sentido, Godelier ha señalado el error de los “antropólogos que privilegian esta función simbólica del parentesco y la tratan como puro lenguaje, así como el error contrario de quienes quieren definir su contenido suprimiéndole sus funciones económicas, políticas, religiosas, etc.”.59
El papel de la mujer y los orígenes de su opresión En estas líneas solamente queremos complementar lo que se dice en este tomo (de página 39 a 41). A diferencia de los pueblos cazadores-recolectores, en las comunidades agrícolas sedentarias comenzó a considerarse a la mujer como garantía social de la reproducción y estabilidad, dadora de líneas de descendencia o filiación, base del parentesco. Basándose en los trabajos de Mauss, el antropólogo Lévi-Strauss puso de relieve el significado del intercambio de regalos para los matrimonios y las relaciones de parentesco. A través del intercambio de mujeres se habrían establecido las líneas de parentesco para impedir el incesto con los del mismo clan; por ende, la opresión de la mujer habría surgido a causa de esta necesidad. Lévi-Strauss soslaya el problema económico que subyace en el intercambio de mujeres para atraer hombres de otros clanes con el fin de reforzar la producción comunal. En rigor, la economía de estas sociedades no estaba separada del sistema sexual, del parentesco y menos de la división desigual del trabajo, ya embrionariamente desfavorable a la mujer. En el intercambio de mujeres entre clanes por vía de la exogamia había iguales oportunidades para los hombres. Esta costumbre, impuesta por las necesidades de reproducción de la comunidad gentilicia, fue otro de los factores originarios de la opresión de la mujer, aunque quizá no aún de su explotación. Un problema todavía no esclarecido es el de las causas por las cuales se establecieron determinadas prohibiciones consideradas incestuosas. Las prohibiciones sobre relaciones entre personas de un mismo tótem, ¿estaban realmente destinadas a evitar una degeneración de la sociedad clánica?, ¿o estas prohibiciones tenían un condicionamiento socio-cultural? Más todavía, el tabú del casamiento entre miembros de un mismo clan, ¿no tendría una finalidad muy concreta, como la de conservar el equilibrio social o de retener a las mujeres para garantizar la producción agrícola y la reproducción de la comunidad? En síntesis, nos parece que no basta la explicación biológica o genética. Es necesario buscar un fundamento social que explique el sistema 59
Maurice Godelier. Las sociedades precapitalistas, Ed. Quinto Sol, México, 1978, p. 179.
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de tabúes sexuales entre parejas de un mismo clan, especialmente los de descendencia matrilineal que abundaban en los pueblos agro-alfareros indoamericanos. La exogamia fue probablemente expresión de una necesidad o beneficio social, encubierta con el tabú del incesto endogámico. En esta estructura matrilocal, el tío ejercía una influencia decisiva al distribuir tanto los trabajos a las mujeres parientes como a los yernos atraídos de otros clanes. La importancia de la mujer no solo residía en el papel que desempeñaba en la actividad agrícola y alfarera, sino que también se manifestó en el plano mágico-religioso, con el culto a las diosas de la fertilidad o a la Diosa Madre, como puede comprobarse en las estatuillas y otras expresiones artísticas de aquellas sociedades. Según Ilse Raise, estas comunidades tendrían un carácter “matrístico”,60 basado en relaciones igualitarias en las cuales los elementos predominantes eran femeninos: solidaridad centrada en el corazón y equitatividad. Al decir de Humberto Maturana –que repite a Ilse Raise y toma de ella el concepto de “matrístico”– éste se usa “para evitar la connotación jerárquica que la palabra matriarcal trae consigo (… ) Esta cultura matrística habría estado basada en la agricultura, con códigos de relación basados en la colaboración y no en la apropiación( … ) Eran sociedades consensuales”.61 No obstante este papel relevante de la mujer en las culturas agro-alfareras, los primeros síntomas de su opresión comenzaron a manifestarse en la división del trabajo por sexo. Esta opresión embrionaria, anterior a la propiedad privada y al surgimiento del Estado, no era el resultado directo de su condición de reproductora de la vida, sino fundamentalmente de un largo proceso social histórico. La división del trabajo no fue consecuencia de un condicionamiento natural de la mujer, sino impuesta por la dominación de un sexo sobre el otro. No se trataba de una mera división de tareas, sino de una real división del trabajo. Al poner el acento en la propiedad privada y en el surgimiento del Estado como las causas de la opresión de la mujer, Engels no advirtió que dicha opresión ya se había gestado en la división desigual del trabajo por sexo. Los creadores del materialismo histórico tampoco prestaron la suficiente atención al nuevo significado que adquiría la reproducción de la fuerza de trabajo al servicio de la incipiente desigualdad social, fenómeno que a su vez condicionaría la práctica sexual, la represión y autorrepresión de la mujer en esta esfera vital de la existencia. 60 61
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Ilse Raise. El cáliz y la espada, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1990. Humberto Maturana. Entrevista en Página Abierta, nº65, del 27 de abril al 10 de mayo de 1992. Además, Maturana sostiene en dicha entrevista que los movimientos feministas “son la reacción de la conciencia de las mujeres ante el sometimiento al cual han sido reducidas por la cultura patriarcal durante los últimos cinco mil años. Y por eso existe mucho resentimiento al respecto; pero lo que digo es que la cultura matrística es un espacio donde no existe resentimiento. Los movimientos feministas no son entonces movimientos matrísticos. Podrían serlo, pero no lo son”. Por lo visto, Maturana es un defensor a medias del feminismo.
capítulo iv El desarrollo de las fuerzas productivas indígenas
Comenzamos el capítulo I señalando que el estudio de las culturas primitivas nos permitiría comprender la continuidad de la historia de Chile y rastrear las causas de la rápida conquista española. Ahora daremos remate a este análisis demostrando que, gracias al desarrollo de las fuerzas productivas indígenas, los españoles pudieron organizar un provechoso sistema de colonización; en otras palabras, el grado de adelanto agrícola y tecnológico de los aborígenes americanos permitió a los conquistadores extraer en escasas décadas las riquezas que colmaron las arcas de la corona peninsular. La principal materia prima que extrajeron los españoles de nuestro continente fueron los metales. Nuestro análisis se centrará en esta rama de la producción. Los dos grandes centros de irradiación de la minería y la metalurgia precolombina fueron el altiplano colombiano y el altiplano peruano-boliviano. Según Rivet y Ardansaux, los indios de la zona colombiana, denominados chibchas, conocían las aleaciones de cobre y oro nativo en diferentes proporciones. Los artesanos indígenas, joyeros y plateros de Colombia practicaban con el oro el vaciado ordinario y el de la cera perdida, como el mexicano. Hacían también labor de martillo en frío y, tal vez, en caliente; practicaban la soldadura ordinaria, la autógena y trabajaban la filigrana… Los joyeros de Guatavita (Colombia) se distinguían, sobre los de las restantes regiones del antiguo reino del Perú, por su pericia en fundir y trabajar el oro, aunque sin alcanzar la altura de los mixtecas, que labraron las joyas de Monte Albán (México). Llegaron a contarse hasta mil joyeros guatavitas.62
Los aztecas trabajaron también el cobre y el bronce, haciendo además aleaciones de 40,3% de oro, 29,1% de plata y 30,6% de cobre. Los cronistas españoles, como Díaz del Castillo, Sahagún y Clavijero, se mostraron sorprendidos por el adelanto tecnológico de los joyeros indígenas. Al ver las joyas de Moctezuma, el conquistador Hernán Cortes sostuvo “que no hay platero en el mundo que mejor lo hiciese”.63 Sahagún señaló 62
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Modesto Bargallo. La Minería y la Metalurgia en la América Española durante la época colonial, p. 41, FCE, México, 1955. Hernán Cortés. Cartas de Relación de la conquista de México, Carta del 30 de octubre de 1520, EspasaCalpe, Madrid, 1922.
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que los plateros indígenas ya conocían la soldadura. Alfonso Caso ha dicho que “los mixtecas no solo fueron los mejores orfebres de América, sino que ningún otro pueblo los superó en el mundo”.64 Los aborígenes del altiplano peruano-boliviano conocían las aleaciones de cobre y oro nativo en las diferentes proporciones. Trabajaban el estaño y dominaban las siguientes técnicas: martilleo, vaciado de metal, repujado, endurecimiento por martilleo en frío. La elaboración de la plata fue perfeccionada en las costas del Perú, antes de los incas; descubrieron la aleación de oro nativo y plata bruta y de plata con cobre. El plomo comenzó a trabajarse recién bajo los Incas. La cultura de Tiahuanaco en el siglo IV utilizaba cobre elaborado. Antes de la ocupación incásica, desde la época reciente de Tiahuanaco, el conocimiento de la plata había penetrado sobre el altiplano peruano-boliviano, pero es cierto que los conquistadores incásicos asimilaron esta técnica, así como adquirieron de los aymarás la técnica del bronce, y ellos la expandieron rápidamente en todas las regiones sometidas a su dominio.65
Hace aproximadamente un siglo, Morgan señaló que en América precolombina se había logrado “la fusión de metales en crisol, con el empleo probable del soplete y del carbón de leña, y su fundición en moldes”.66 Garcilaso de la Vega comentó que los indios “fundían a poder de soplos con unos cañutos de cobre, largos de media braza, más o menos, como era la fundición, grande o chica. Juntávanse ocho, diez o doce como era menester para la fundición: andaban alderredor del fuego, soplando con los cañutos, y hoy (1609) se están en lo mismo que no han querido mudar de costumbre”.67 Los estudios de un especialista en minería precolombina (Bargalló) han demostrado que los indios fundían los metales en hornos especiales: En Perú, Bolivia, Ecuador y hasta en Loa (Chile) se empleaban unos hornos muy ingeniosos llamados “guairas”. Los metales de plata y de cobre, al salir de las guairas, eran sometidos a una nueva fusión con objeto de afinarlos, y luego se vaciaban en moldes. Se utilizaban crisoles de arcilla o de piedra, hemisféricos, a veces cuadrados, y hornos generalmente de arcilla, avivándose el fuego del carbón, por el soplo con canutos a modo de soplete… El uso por parte de los incas de diversos tipos de hornos y también de molinos, indica el grado relativamente elevado de su metalurgia.68 64 65
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Alfonso Caso. Culturas mixtecas y zapatecas, p. 44, México, 1942. P. Rivet et H. Ardansaux. La Métallurgie en Amérique precolombinne, p. 108, Université de Paris, Inst. d’Ethnologie, 1946. Lewis Morgan. La Sociedad Primitiva, p. 483, Ed. Pavlov, México. Garcilaso de la Vega. Comentarios Reales de los Incas, Libro II1, cap. XXVIII, Emecé, Buenos Aires, 1944. Modesto Bargallo, op. cit., pp. 40 y 98.
Bargalló comenta que Garcilaso de la Vega, Fernández de Oviedo, Solórzano y otros cronistas españoles han confirmado la destreza que tenían los indios en la elaboración de los metales. Garcilaso escribió que los “reyes incas alcanzaron el azogue” y que prohibieron su extracción para evitar la muerte por intoxicación de sus indios hermanos. Sin embargo, no se ha podido comprobar, salvo en una ciudad maya de Guatemala, el uso del mercurio metálico y de amalgamas. Refiriéndose al trabajo incaico de elaboración de metales preciosos, Baudin afirma: Aquí volvemos a encontrar la mezcla de la técnica primitiva con los procedimientos más modernos que es frecuente en el Perú precolombino… Los indígenas conocían el enchapado por martilleo y el damasquinado por superposición de los metales … Además, dominaban el repujado. Algunas localidades eran famosas por sus orfebres, no solamente en el Perú, sino en comarcas donde este arte se había desarrollado antes de los incas.69
El avance indígena en minería y metalurgia fue tan importante, que el europeo Nordenskjöld tuvo que reconocer que los incas habían logrado “un invento que nosotros, los del Viejo Mundo, hemos logrado llevar a cabo solo en tiempos recientes –y ellos por un método completamente diferente del de los indios– a saber, el arte de soldar el cobre”.70 Los historiadores chilenos del siglo pasado y de las primeras décadas del presente, afirmaron que los indígenas de Chile no conocían la elaboración de los metales antes de la invasión incaica. Pero las investigaciones modernas han demostrado que antes de la transculturación de Tiahuanaco, nuestros indios trabajaban el cobre. Más aún, el joven arqueólogo chileno Lautaro Núñez ha señalado que antes de nuestra era se trabajaba el cobre en la zona Norte (complejo de Chinchorro). Posteriormente, se hicieron aleaciones con estaño que traían de Bolivia. La cultura de Tiahuanaco, que explotaba los sulfuros de cobre, influyó en gran medida en el perfeccionamiento del trabajo de metales. Pero varios siglos antes se elaboraba el cobre en el Norte chico, hecho que ha sido comprobado por las piezas de este metal encontradas en la cultura “El Molle”, que data de los comienzos de nuestra era. En la zona habitada por los “diaguitas” se han encontrado cinceles, cuchillos, hachas y aros de cobre y aleados con estaño. “Un vecino de Vicuña regaló al Museo de La Serena, últimamente, una pala de cobre… es el primer ejemplar de una pala indígena de cobre que hemos visto en el territorio diaguita”.71
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Louis Baudin. La vida cotidiana en el tiempo de los últimos incas, p. 285, Ed. Hachette, Buenos, Aires, 1955. E. Nordensktold. Modifications in Indian Culture through Loan and Inventions, p. 17, Goteborg, cit. por Arnold Toynbee: Estudio de la Historia, tomo I, 471, Emecé, Buenos Aires, 1951. F. L. Cornely, op. cit., p. 139.
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Los indígenas de la zona Norte de Chile trabajaban también la plata. “La industria de la plata existía igualmente en Chile. Se han descrito discos, aros, brazaletes, figuras humanas y animales, provenientes de Taltal, Freirina, Paihueco, Compañía Baja, cerca de Coquimbo. Uhle ha encontrado asimismo objetos de plata en Calama”.72 La elaboración de la plata había sido descubierta antes de los Incas, pero estos la perfeccionaron y expandieron. “Las minas de plata, cobre, en ciertos casos de estaño y de plomo, se obtenían en general de yacimientos superficiales, aunque se hayan descubierto galerías en minas, seguramente de cobre, próximas a Picoazá (Ecuador). También se han hallado en Loa (Chile)”.73 Los hornos de fundición a los que nos hemos referido anteriormente, eran conocidos por los indígenas del Norte de Chile antes de la invasión incásica. Eran por supuesto más primitivos que los aportados después por los Incas. En el Cementerio “El Olivar”, de la cultura “diaguita”, Cornely ha encontrado un crisol para fundir metal. Cerca de Chuquicamata (San Bartolomé) se han descubierto “hornillos de fundición, crisoles y moldes de piedra o greda para fundir”.74 Durante la dominación incásica, hacían la fundición en las mencionadas “guairas” y trituraban los minerales en el “maray”. Cornely afirma que los Incas organizaron las minas de oro y plata que debían producir la principal parte del tributo que los indios de Copiapó y Coquimbo tenían que mandar al Inca. Aun se conocen minas de ese tiempo, denominadas ‘Minas de los indios’, que tienen socavones tan estrechos y bajos, que solo se puede entrar en ellos arrastrándose.75
Recientes investigaciones practicadas por Jorge Iribarren han demostrado que la zona de la Olla de Caldera y, en especial, las dos vertientes de la Quebrada de Salapor, donde han existido yacimientos mineros en explotación desde tiempos proto-históricos, y en la que se han investigado someramente los lugares denominados: los Zufides, El Nogal, Los Puntiudos y Fierro Carrera, ofrecen la seguridad de una explotación con extracción de minerales en tiempos de los Incas. Sirven a la comprobación de esas aseveraciones: una alfarería de tipo policromo o bicolora… A este mismo grupo podríamos agregar como hallazgo reciente la figurilla de plata laminada y soldada de 10 cm. de
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P. Rivet y H. Ardansaux, op. cit., p. 84. Modesto Bargallo, op. cit., p. 39. Según O. Bermúdez, Historia del Salitre, p. 23. Los indios de Tarapacá habrían empleado, además de guano, el salitre en estado bruto (caliche): “existen otras tradiciones que atribuyen a los incas el descubrimiento y uso del caliche como abono… Cabe la probabilidad de que el caliche se haya empleado no solo en el período de los incas sino con anterioridad”. Greta Mostny, op. cit., p. 58. F. L. Cornely, op. cit., p. 134.
alto, que describe Grete Mostny para los hallazgos de la cumbre del cerro El Plomo, en la provincia de Santiago.76
En el Norte y Centro de Chile, los Incas hicieron aumentar la producción de los lavaderos de oro (Andacollo, Choapa, Marga-Marga) y de plata (Copacabana en el cajón del Maipo). Los metales se fundían en Coquimbo y Quillota. Los Incas aportaron también la técnica para la elaboración del plomo. En una de las escasas referencias que han dejado los cronistas sobre el viaje del primer conquistador de Chile, Fernández de Oviedo pone en boca del adelantado Diego de Almagro que vieron minas en explotación “tan bien labradas como si los españoles entendieran en ello”.77 Los datos que se registran hasta el momento inducen a pensar que los primeros conquistadores españoles trajeron escaso personal técnico y especializado en el trabajo de minas. Bargalló afirma que los conquistadores y primeros colonizadores desconocían en general los métodos de prospección y laboreo de minas… Hubo de recurrirse no solo al trabajo de los indios, sino, a veces, hasta a sus métodos primitivos de laboreo de minas… Las guairas continuaron empleándose durante la época colonial: con dichos hornos se fundió toda la mina de plata extraída del cerro de Potosí, desde que se descubrió en 1545, hasta que se establecieron los métodos de amalgamación hacia 1571 a 1572… Ejemplo significativo lo constituyen los “guairadores” peruanos (fundidores con hornos guairas) que con sencillísimas hornillas fundían las menas que no supieron fundir los conquistadores, porque eran soldados y no mineros. Los cronistas narran ese fracaso, entre ellos Garcilaso (Comentarios Reales, Libro VIII, c. XXV), quien dice que los españoles no supieron fundir los minerales del Cerro de Potosí con el viento producido con grandes fuelles a distancia, ni con grandes ruedas con velas a modo de molinos de viento, movidos por caballos, y tuvieron que recurrir a las guairas de los aborígenes… En tiempo de Barba, principios de siglo XVII, aún se utilizaban en algunos puntos del Perú los marayas de los indios y otros molinos primitivos, modificados… En el Cerro Potosí y en otros lugares (como Loa en Chile) se aplicó exclusivamente hasta 1571 el beneficio con guairas, que ya utilizaban los indios para fundir minerales de plata o de cobre, en Porco y otras minas incas.78
Recién a mediados del siglo XVI, los españoles trajeron algunos técnicos y obreros mineros especializados que, sin duda, existían en España. Recordemos que la Península Ibérica, desde la época de los cartagineses, griegos y romanos, era productora de estaño 76
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Jorge Iribarren Ch. “Minas de explotación por los incas y otros yacimientos arqueológicos en la zona de Almirante Latorre, Depto. La Serena”, p. 70-71, Boletín Nº 12 del Museo y la Sociedad Arqueológica de La Serena, 1962. Gonzalo Fernández de Oviedo. Historia Natural y General de las Indias, libro IV, cit. por Rivet y Ardansaux, op. cit., p. 25. Modesto Bargallo, op. cit., pp. 39, 40, 81, 87, 91 y 93.
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y otros minerales. Los árabes contribuyeron en gran medida al desarrollo minero y al perfeccionamiento de la metalurgia. En el siglo XIV introdujeron el uso de ruedas hidráulicas como fuerza motriz, junto con diversos tipos de hornos, como los jabecas de Almadén. Muchas de las minas explotadas en tiempos precolombinos fueron ocultadas a los españoles; yacimientos que han sido descubiertos con una posterioridad de varios siglos. El minero y metalúrgico Barba habla de dos minas que habían permanecido ocultas: la de Chaqui, entre ellas, que “ha costado su busca vida de indios, que se han muerto con sus propias manos, por no verse obligados a descubrirla”.79 En síntesis, durante las primeras décadas de la conquista española los indios obraron como especialistas, técnicos, operarios y descubridores de minas. Su grado de adelanto minero-metalúrgico, expresión, junto a la agricultura con riego, del desarrollo de las fuerzas productivas indígenas, facilitó el éxito de la colonización española.
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M. Bargallo, op. cit., p. 219.
capítulo v La invasión incaica
La invasión incaica de Chile en el siglo XV, dirigida por el Inca Tupac Yupanqui, sucesor de Pachacutec, introdujo grandes cambios en el régimen social y cultural de los pueblos agro-alfareros desde el Norte hasta el Maule. Los adelantos mineros, agrícolas y cerámicos han sido ya mencionados en capítulos anteriores. Nos resta analizar cuáles fueron las transformaciones sociales que produjo la invasión incásica. Los Incas respetaron al principio algunos derechos y costumbres de los pueblos sometidos, en particular la propiedad común del ayllu (conjunto de familias emparentadas), que era la célula económica que conservaba el sentido igualitario, donde la explotación era colectiva y las aguas, tierras, pastos y bosques de propiedad comunal. Los miembros del ayllu se vieron obligados a pagar tributo y a reconocer al Inca como “hijo del Sol”, pero no perdieron la propiedad colectiva de la tierra. Los Incas cobraban tributos, esencialmente en oro; planificaban y fiscalizaban la construcción de canales, andenes y terrazas para el riego. Poco antes de la llegada de los españoles, los Incas habían degenerado el ayllu, imponiendo el cambio de poblaciones (mitimaes) y mezclando los ayllus. Los mitimaes eran grupos de “colonizadores” del Perú que los Incas trasladaban a las regiones conquistadas. Por ejemplo, los mitimaes que se radicaron en nuestro Valle Central provenían de Arequipa, cerca del Río Chile, lugar que habría dado, según algunos, el nombre a nuestro país. Las tierras de la antigua comunidad eran repartidas cada año; pero este plazo fue alargándose, especialmente en las tierras fértiles, lo cual abría el camino para una ulterior transformación. Con el fin de cobrar los tributos y mantener la cohesión de su vasto imperio, los Incas organizaron una forma embrionaria de Estado, a cargo de funcionarios especializados. A medida que fueron conquistando nuevos pueblos, los Incas sustituyeron la autoridad del jefe del ayllu, que era elegido en asamblea, por la del curaca, designado por el Inca, con lo cual se liquidaba el gobierno local en favor de la centralización administrativa. Los curacas, representantes del Inca en los territorios conquistados como Chile, eran una especie de “aristocracia” secundaria que formaba parte del sistema jerárquico del Imperio, a cuya cabeza estaban los Incas y la nobleza de los “orejones”, que constituían una casta militar, funcionaria y sacerdotal en
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desarrollo. Con el afianzamiento de estas capas sociales, el curacazgo, de permanente y vitalicio, se transformó en hereditario, consolidándose el régimen cerrado de casta. Con el establecimiento del curacazgo hereditario quedó liquidada la posibilidad a los jefes de los pueblos conquistados de ingresar a la casta dominante. La costumbre de reconocer la autoridad de un jefe extraño (curaca) y de entregar un tributo pagado con el trabajo de su propia tierra, fue conformando en los pueblos del Norte chileno un status social que facilitó la conquista de Diego de Almagro y Pedro de Valdivia. En contraste con los mapuche, que nunca fueron dominados definitivamente, los jefes de los pueblos del Norte, ya sojuzgados por los incas, opusieron menor resistencia. Podría decirse que el imperio incaico abonó el terreno para la conquista española. Los rasgos autoritarios del imperio incaico han inducido a ciertos historiadores chilenos, como Jaime Eyzaguirre, a sostener que los incas organizaron una “sociedad estratificada que tuvo por base la esclavitud”.80 En su comentado libro, Baudin pretendió demostrar que el incanato era una especie de “monarquía socialista”, un socialismo estatal en beneficio de una élite.81 Lipschutz afirma que “el dominio político sirve a los incas de poderoso instrumento para el dominio económico en el marco de un régimen abiertamente señorial”.82 En un libro anterior, el mismo autor había enfatizado que “el mundo incaico es una sociedad netamente privilegiaria, comparable a la sociedad señorial o feudal europea, aunque muy distinta de ella en un sinnúmero de importantes aspectos”.83 Hace un par de años, se ha puesto en debate la caracterización de que las culturas indígenas americanas habrían tenido un “modo de producción asiático”.84 Este estadio 80 81
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Jaime Eyzaguirre. Historia de Chile, op. cit., p. 23. En carta del 18 de agosto de 1956, dirigida al profesor Lipschutz, Baudin sostiene ahora “que por “socialista” él entiende el sistema de “planificación total” y no un régimen socialista en el sentido corriente de esta palabra”. (Alejandro Lipschutz. El problema racial… op. cit., p. 172). Ibid., 172. Alejandro Lipschutz. La comunidad indígena en América y en Chile, p. 34, Ed. Universitaria, Santiago, 1956. Un escritor (Wittfogel), bajo el seudonimo de “Asiáticus”, abrió el debate sobre los modos de producción en Rinascita (5-10-63). Le respondió Ettore di Robbio, especialista en problemas iberoamericanos, con el artículo “A propósito del modo de producción asiático. El régimen despótico-comunitario en las Antiguas Civilizaciones Americanas” (Rinascita, 23-11-63, reproducido por El Gallo Ilustrado, Nº173, México, 17-10-65). La discusión del problema se ha reactualizado a raíz de la publicación de unas notas de Marx tituladas “Esbozo de crítica de la Economía Política” donde trata de las “Formas que preceden a la producción capitalista”. Este borrador, redactado por Marx (no para su publicación) entre octubre de 1857 y noviembre de 1858, fue editado por primera vez en 1939 por el Instituto Marx Engels de Moscú y reimpreso en alemán en 1953; En 1956 se hizo una edición italiana; en 1963 es traducido al inglés y el francés, y ahora el Fondo de Cultura Económica tiene en prensa la primera edición en castellano.
socio-económico sería una etapa de transición surgida de la disolución del comunismo primitivo.
El modo de producción asiático Marx y Engels dividieron en cinco épocas fundamentales la historia de la humanidad: comunismo primitivo – régimen esclavista – feudalismo – capitalismo y socialismo; pero jamás pretendieron establecerlas como etapas rígidas y obligadas de todos los pueblos. Algunos epígonos “marxistas”, en su afán pseudocientífico de ceñirse rígidamente a un esquema unilineal de la historia, trataron de encasillar a ciertas culturas, como la incaica, azteca, etc., en el comunismo primitivo o en el régimen esclavista. En el proceso de maduración del salto cualitativo que dan las sociedades para pasar de un estadio cultural a otro, se producen períodos de transición cuya complejidad rebasa cualquier esquema. Uno de estos momentos del proceso, lo constituyeron las sociedades de transición, nacidas de la disgregación del comunismo primitivo. La característica general de estas sociedades, según Marx, residía en que ninguna de ellas había cortado el cordón umbilical con la propiedad comunal, aunque en su seno iba generándose la propiedad mueble y los embriones de Estado y de casta; con la aparición de un excedente de producción agrícola, surgía una división del trabajo y los primeros antagonismos entre el campo y la aldea-ciudad, entre el artesanado naciente y los agricultores. Una minoría se apropiaba de una parte del excedente, el cual se reinvertía en funciones necesarias para el conjunto de la sociedad (obras de regadío en particular). En el borrador preparado por Marx (citado en nota anterior) para servir de “Preliminar” a su Crítica de la Economía Política, se mencionan varias sociedades de transición bajo los nombres de “formas asiáticas”, “modo de producción antiguo”, “forma germánica”. Estas caracterizaciones debieron haber sido provisorias; sus nombres (asiático, antiguo, germánico) no reflejan, como otras clasificaciones de Marx, relaciones de estructura socioeconómica, sino denominaciones geográficas étnicas y superestructurales. El término “modo de producción asiático” fue utilizado por primera vez en cartas intercambiadas en 1853 entre Marx y Engels, luego de conocer varios libros que describían pueblos asiáticos (History of Java de Stanford Raffles y Voyages contenant la description des états du Grand Mogol de F. Bernier). Plejanov sostiene en Cuestiones fundamentales del Marxismo que Marx abandonó el concepto después de haber leído a Morgan, aserto que podría confirmarse en que Engel tampoco lo utiliza en El Origen de la Familia.
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En nuestra exégesis de los textos de Marx, hemos encontrado escasas referencias al tema, lo que demuestra que los fundadores del marxismo no alcanzaron a realizar una exhaustiva investigación de este tipo de sociedades de transición. En la Crítica de la Economía Política, se encuentran dos notas muy vagas en solo una docena de línea.85 En el Anti-Dühring, hay dos frases sobre el despotismo oriental.86 En la Ideología Alemana, la referencia es aún más vaga cuando se analiza la propiedad comunal.87 En El Capital es donde se encuentran más notas pero sin desarrollar el tema.88 Marx también hace algunas referencias a los egipcios en El Capital (I, 377, 564, 565, 406) en las que se refiere a los artesanos, a las grandes construcciones, a la astronomía y a la casta sacerdotal, pero en ningún caso intenta un análisis del modo de producción tan mencionado. Engels escribió en diciembre de 1882 un trabajo titulado La Marca, que colocó como suplemento a la edición inglesa y alemana Del Socialismo Utópico al Socialismo Científico. En La Marca, publicado por primera vez en castellano en 1946 por la Editorial Lautaro, Buenos Aires, se analiza el surgimiento, el apogeo y la decadencia de la propiedad comunal de las tribus germánicas y los campesinos alemanes. En este opúsculo, que es una de las últimas obras de Engels, tampoco hay ninguna mención al denominado modo de producción asiático, a pesar de su estrecha relación con el tema. No por casualidad, Marx –refiriéndose al borrador sobre formas asiáticas que la revista mejicana Historia y Sociedad, Nº 3, 1965, ha publicado en castellano bajo el título Formas de Propiedad Precapitalista– escribió: “Suprimo un preliminar que había esbozado porque, después de reflexionar bien, me parece que anticipar resultados que quedan todavía por demostrar podría desconcertar” (Crítica de la Economía Política, ed. citada, 43). Ese esbozo del Preliminar fue encontrado después de su muerte entre los manuscritos y publicado, por primera vez, por Karl Kautsky en la revista Die Neue Zeit en 1903, y reimpreso en la segunda edición de Zur Kritik en 1907, con un prólogo de Kautsky, quien afirmaba: “El Preliminar, con sus indicaciones fragmentarias e incompletas, nos proporciona una amplia cosecha de puntos de vista nuevos. Si no anticipa resultados que quedan todavía por demostrar, en desquite da profundidad y claridad a nuestras ideas sobre los resultados adquiridos” (en Crítica de la Economía Política, ed. citada, 250, nota del traductor Javier Merino). Llama la atención que la revista Historia y Sociedad, que publica el borrador por primera vez en castellano, insista en que “corresponde ya, por tanto, al período de 85 86 87
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Carlos Marx. Crítica de la Economía Política, pp. 13 y 31, Ed. El Quijote, Buenos Aires, 1946. Federico Engels. Anti-Dühring, pp. 168 y 182, Ed. Fuente Cultural, México, 1945. Marx-Engels. Ideología Alemana, editada junto con Dialéctica de la Naturaleza, p. 204, Ed. Pavlov, México, sin fecha. Carlos Marx. El Capital, trad. W. Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1946, tomo I, pp. 86, 371, 395, 396, 397.
madurez de Marx”, sin considerar el significativo prólogo de Kautsky a la segunda edición de 1907. Pero lo más sugerente es la omisión de la frase de Marx en el prólogo a la Crítica de la Economía Política, donde se aclara que el “Preliminar”, “Esbozo” –o mejor dicho, borrador– fue suprimido por propia voluntad de Marx, por considerar que “me parece que anticipar resultados que quedan todavía por demostrar, podría desconcertar”. Los historiadores soviéticos de la era estalinista abandonaron el estudio del tema; en 1943, Kovalev propuso erróneamente que se estudiara el “modo de producción asiático” como variante de la sociedad esclavista; antes, se lo había asimilado a una especie de feudalismo oriental para justificar la política de apoyo a la burguesía “progresista” del Kuomintang. En los últimos años, a raíz de la publicación del borrador mencionado de Marx, varios autores han tratado de ahondar en el estudio del problema. Maurice Godelier plantea que el “modo de producción asiático” vendría a ser un tipo de sociedad general por la cual atravesaron todos los pueblos después de la disolución de la sociedad comunista primitiva. A partir de él, se darían distintos tipos de evolución: unos conducirían “al modo de producción esclavista pasando por el modo de producción asiático (sería el camino greco-latino), mientras que la otra llevaría a ciertas formas de feudalismo sin pasar por un estado esclavista”.89 Jean Chesneaux, en un artículo aparecido en La Pensée,90 señala, por el contrario, que el “modo de producción asiático” no sería una etapa obligada de todos los pueblos primitivos, sino que se trataría de “tres tipos diferentes de sociedades de clases nacidas de la disgregación de la sociedad comunista primitiva”. Esta apreciación nos parece más acertada, aunque podría objetársele que se ciña a solo tres tipos de sociedades de transición. La crisis del comunismo primitivo parece haber dado paso a más de tres tipos diferentes de sociedades. Las diferencias entre estos estados de transición fueron múltiples, y su evolución dependió de las condiciones históricas concretas en que se desenvolvieron. De la disolución del comunismo primitivo no surgió un solo tipo de sociedad, sino varias, diferentes entre sí, con rasgos específicos diversos: la cultura egipcia en la primera fase de los nomos (6.000 a 4.000 a. C.), la sumeria (4.000 a. C.), la hindú (antes del año 2.000 a. C.), las primeras comunidades romanas (antes del siglo VI a. C.), las tribus germánicas y eslavas de los primeros siglos de nuestra era, las culturas azteca e inca (incluida la del Norte
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Maurice Godelier. La notion de Modes de production asiatique et les schémas marxistes d’évolutions des sociétés, Centre d’études et des recherches marxistes, París, 1964. Citada por Óscar del Barco en el artículo “Formas económicas precapitalistas de Karl Marx”, Revista Arauco, mayo de 1960, Santiago. Nº 114, París, abril 1964.
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y Centro de Chile, luego de la invasión incásica). En párrafos posteriores señalaremos sus similitudes y diferencias. El intento de encasillar a diferentes sociedades de transición dentro del “modo de producción asiático”, ha inducido a error a varios investigadores. Por ejemplo, Ettore di Robbio afirma que “Marx, habiendo definido como ‘asiática’ una forma que aplicó a la India y a Egipto, había previsto su extensión también a otras sociedades y épocas, como por ejemplo a algunas sociedades mediterráneas (Cnossos, Micenas, Bizancio, Etruria) y a ciertos regímenes africanos precoloniales”.91 Sostiene, asimismo, que las culturas americanas proporcionan uno de los ejemplos más típicos del modo de producción despóticocomunitario descrito por Marx… El fenómeno de la producción “asiática” resulta particularmente evidente en el Imperio Inca (o Tawantinsuyo), amplia franja que se extiende sobre la costa del Pacífico y corresponde a los actuales países: Ecuador, Perú y Bolivia, parte de Chile y de Colombia.92
En primer lugar, creemos que es aventurado afirmar que Marx “había previsto su extensión a otras sociedades y épocas…”, aseveración que hace un flaco servicio a la rigurosidad metodológica de Marx, quien jamás se atrevió a diagnosticar sobre sociedades que no conocía, como es el caso de Cnossos, ciudad desenterrada recién a principios del siglo XX por el arqueólogo Evans (Marx murió en 1883). Micenas, descubierta por Schliemann después de 1870, no es mencionada en ninguna de las obras de Marx. Bizancio tampoco es analizada por el genio de Tréveris. Sobre Etruria, existen dos citas en El Capital (I, 260 y 371) que no arrojan luz alguna sobre el problema en debate. De los “ciertos regímenes africanos precoloniales” (?), mejor remitirse al mundo fantástico de Ettore di Robbio. Por otra parte, en ninguna de las escasas referencias de Marx al denominado “modo de producción asiático”, se analiza una determinada época de la historia egipcia e hindú, sino que se habla en general de estas sociedades. Esto dificulta la investigación, ya que no es lo mismo el Egipto de los nomos y del faraón Menes, que el de Amenofis IV. En segundo lugar, no se puede sostener dogmáticamente que las sociedades americanas y el imperio incásico, en particular, “proporcionan uno de los ejemplos más típicos del modo de producción despótico-comunitario descrito por Marx”, cuando precisamente este autor no alcanzó a desarrollar la investigación sobre tal tipo de sociedades. En El Capital (I, 97) hay una sola referencia al Estado Inca, donde se lo menciona solamente, sin hacer ningún tipo de análisis. Ettore di Robbio tampoco 91
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Ettore Di Robbio. A propósito del modo de producción asiático. El régimen despótico-comunitario en las Antiguas Civilizaciones Americanas, aparecido en Rinascita, 23-11-63, y reproducido por El Gallo Ilustrado, Nº 173, México, 17-10-65. Ibid.
considera las diferencias entre las altas culturas americanas. Los aztecas no tuvieron una burocracia del riego ni un Estado tan centralizado que controlara la economía como los incas. Antes de formular tales aseveraciones, Ettore di Robbio debió haber efectuado un estudio comparativo del modo de producción egipcio, hindú, creto-micénico y etrusco, para analizar sus semejanzas y diferencias con el imperio incaico. En la comparación con la sociedad incásica, descartamos a la cultura creto-micénica porque ésta no fue una sociedad agraria como aquella, sino esencialmente comercial, ciudadana y artesanal, que hacia el año 2.000 a. C. efectuaba ya el tráfico de esclavos a Egipto. Algunos autores, encandilados con los rasgos despóticos del “modo de producción asiático”, podrían encontrar similitudes entre el poder del Inca y el rey minoico de Creta. Los orígenes etruscos están en discusión, aunque se supone que han provenido de los pueblos marítimos del Egeo (isla de Lemnos); en el siglo X antes de nuestra era, fundaron ciudades-estado en el noroeste y centro de la Península Itálica. Su actividad fundamental parece haber sido el comercio con los griegos, especialmente el tráfico del hierro de la isla de Elba; Se dedicaron también a la construcción de caminos, canales y desecación de pantanos. Acicateados por las necesidades comerciales, introdujeron el alfabeto griego de 26 letras. En el siglo VI a. C., después de conquistar el centro y sur de Italia, constituyeron una confederación etrusca, de la cual surgió una especie de régimen monárquico, dirigido por la dinastía de los Tarquinos. Muy pocos de estos rasgos esenciales de los etruscos permitirían establecer similitudes de fondo con la sociedad incásica, a menos que haciendo abstracción de la estructura socio-económica se encuentren semejanzas entre los rasgos despóticos de la monarquía etrusca con la Inca. La base de la economía egipcia, mesopotámica e hindú era la agricultura, lo mismo que la incaica. En las cuatro existía cultivo con riego y una organización social al servicio de esta actividad. Surgió una burocracia del riego integrada por jerarcas que dirigían las obras colectivas de canalización y a quienes Karl Wittfogel denomina managers o burócratas de la “sociedad hidráulica o agrodirectorial”. Las comunidades debían pagar ciertos impuestos, y realizar trabajos obligatorios y prestaciones de servicios en las obras generales, en particular de regadío, en las que se empleaban grandes masas de trabajadores. En las primeras fases de estas cuatro culturas encontramos un desarrollo embrionario del Estado, dirigido por un “rey-dios” y una casta sacerdotal, militar y funcionaria en plena evolución. Hasta aquí las semejanzas más notorias. Las diferencias aparecen cuando comenzamos a investigar los períodos históricos concretos y la evolución de cada una de estas sociedades.
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En Egipto, en la primera etapa de los nomos, surgidos en número de 40 de la agrupación de las comunidades gentilicias, la tierra era, hacia el año 6.000 a. C., de propiedad comunitaria, con una aldea-campesina como centro de este comienzo de vida urbana. Posteriormente, se produjo una lucha por la posesión de las mejores tierras. Los nomos combatieron entre sí hasta que en el año 3.500 a. C. se formaron dos reinos (Alto y Bajo Egipto), que se unificaron trescientos años más tarde, luego de que el rey Menes, del Alto Egipto, conquistó las mejores zonas regadas por el Nilo. Así se originó un proceso de concentración de la propiedad territorial y se generó un Estado centralizado y teocrático, dirigido por el faraón o rey-dios. El poder se asentaba en la burocracia del riego, en la casta militar que había hecho las conquistas, y en la casta sacerdotal que tenía poderes “divinos” por su monopolio en el conocimiento de la cultura, escritura (jeroglíficos), astrología y calendario, con el que podían predecir las crecidas del Nilo y las mejores épocas para la siembra y la cosecha. Esta facultad, decisiva para un pueblo agrícola, fue la causa real de la omnipotencia de los faraones. Toda la tierra “pertenecía” simbólicamente al faraón; pero en los hechos, hacia el año 2.500 a. C., se ha consolidado la propiedad privada y las tierras han pasado, en gran parte, a manos de los escribas, sacerdotes, militares y funcionarios a cargo del control del riego. La sociedad egipcia de ese entonces funcionaba sobre la base del trabajo de los esclavos y de los campesinos semilibres; aunque la esclavitud en Egipto y Oriente no tenía la misma importancia que en Grecia y Roma. Hubo, como dice Marx, una “esclavitud generalizada” que hacía trabajos forzosos en obras del Estado faraónico, en contraste con la propiedad privada del esclavo que imperaba en la sociedad grecorromana. Los esclavos construían los canales de regadío y las grandes pirámides y templos. En el templo del dios Amón llegaron a trabajar 86.000 esclavos. Laboraban las minas de cobre y turquesa (Sinaí). Hacían de remeros, especialmente aquellos vendidos por los cretenses desde el año 2.000 a. C. Los faraones solían cazar esclavos negros en Nubia. Sin embargo, los campesinos seguían constituyendo la mayoría de la población explotada. El cultivador no era esclavo, pero pagaba un tributo y debía trabajar obligadamente para las construcciones del faraón. En un grabado de la época de las Pirámides, aparecen campesinos egipcios condenados por no pagar las contribuciones. Gradualmente, comenzó a establecerse la esclavitud por no pago de las deudas y tributos. A fines del “Antiguo Imperio” (2.400 a. C.) se ha producido un afianzamiento de los monarcas (gobernadores de los nomos) que, según los egiptólogos Drioton y Vandier, se consideraban como pequeños reyes, a quienes rodeaba una corte de numerosos funcionarios. Este período es caracterizado como el comienzo de la “feudalidad” en Egipto. Como resultado de la opresión social, en 1.750 a. C. se produjo una rebelión de los campesinos y esclavos que arrojaron a los burócratas del riego de los palacios
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del faraón, como dicen los papiros de la época, rompieron las platillos de impuestos y se negaron a pagar los tributos. Derrotado el levantamiento popular, el Estado se burocratiza más aún y comienza una lucha entre los señores “feudales” y el faraón, por limitar las funciones y atribuciones de cada uno. En síntesis, en Egipto, desde el año 3.500 a. C., en que termina la autonomía de los nomos y su propiedad comunal, nos encontramos con un régimen basado en la propiedad privada de la tierra, en el trabajo de los esclavos y en las prestaciones forzosas de los campesinos semilibres. Este estadio social no lo vamos a encontrar entre los incas. En la Mesopotamia, regada por el Tigris y el Éufrates, el proceso de surgimiento del Estado centralizado fue más lento. Los sumerios vivieron hacia el año 4.000 a. C. en comunidades gentilicias. Las guerras de conquista condujeron luego a la formación de pequeños reinos. Paralelamente con los grandes propietarios de la tierra, se originó una capa de pequeños agricultores que gozaban de la propiedad individual. Se ha dicho que “el dios dejaba que el cultivador labrara la tierra”. Hacia el año 3.000 a. C. se han formado diversos Estados-ciudades (Nipur, Ur, Lagash), dirigidos por un mandatario (patesi). Los Estados-ciudades luchan entre sí por las mejores tierras regadas por el Tigris y el Éufrates. En 2.750 a. C., Sargón reunió en un solo reino a todas las ciudades de la Mesopotamia. La jerarquización social se consolidó con el rey Hamurabi (2.0672.025 a. C.), quien estableció un código en el que se reglamentaba el comercio, se protegía jurídicamente a la propiedad privada de los terratenientes y se codificaba la esclavitud, al establecer que el ocultamiento de un esclavo fugitivo se castigaría con pena de muerte. El campesino que no pagaba la deuda al terrateniente era condenado a entregar en esclavitud a su esposa e hijos. Los mercaderes se ocupaban de comprar esclavos a los egeos y los fenicios. Los esclavos aumentaron bajo el imperio de los guerreros asirios (1.000 a. C.), cuyo éxito militar radicó en el empleo de las primeras armas de hierro. En Mesopotamia, paso obligado de los traficantes del Próximo y del Lejano Oriente, hubo un cierto auge comercial; aparecieron las monedas y el primer sistema de contabilidad. Tampoco vamos a encontrar este estadio socioeconómico entre los incas. En la India, las guerras de conquista comenzaron hacia el año 2.000 a. C. con la ocupación del valle del Indo por un pueblo que se denominó “ario” (noble, dominador) en contraposición a la población sometida, llamada “dosario”, es decir, esclavos. Se formó una casta sacerdotal, funcionaria y militar, poseedora de las mejores tierras. Los brahmanes elevaron a un plano jurídico las nuevas relaciones entre las clases con la redacción del Código de Manú, con el que se establecieron las bases “legales” de la esclavitud y la división en cuatro castas. El dios Brahma “creó” de sus labios la casta de los brahmanes; de sus manos, la de los guerreros; de sus flancos, la de los labradores, y de sus pies, la de los esclavos. Esta sociedad tan estratificada no existió tampoco entre los incas.
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El imperio incaico: una sociedad de transición La sociedad incásica fue agraria, como las anteriormente mencionadas, aunque no conoció el arado, el hierro y el carro de ruedas; no tuvo valles tan fértiles como los regados por los ríos Nilo, Indo, Tigris-Éufrates; ni contó con los animales domésticos fundamentales para alimentación, carga y transporte (caballo, vaca, oveja, etcétera). De la confederación de tribus impuesta por las necesidades de las guerras de conquista, surgió una forma embrionaria de Estado, dirigida por el Inca, una burocracia del riego y una casta militar y sacerdotal que impuso tributos especiales y quizá prestaciones forzosas de trabajo a los pueblos sometidos. Estas castas en desarrollo procuraron disolver la comunidad gentilicia estableciendo los mitimaes y los jefes o curacas. Los incas se vieron obligados a respetar el ayllu, pero lograron en algunas zonas controlar parte de las tierras con el pretexto de que eran “tierras del culto”. Garcilaso de la Vega explicaba: Estas partes se dividían siempre con atención que los naturales tuviesen bastantemente en qué sembrar, que antes les sobrase que les faltase; y cuando la gente del pueblo o provincia crecía en número, quitaban de la parte del Sol y de la parte del Inca para los vasallos, de manera que no tomaba el rey para sí ni para el sol sino las tierras que habían de quedar desiertas, sin dueño.93
La guerra y el tributo son factores que conducen a la crisis de la estructura igualitaria del comunismo primitivo. En la tribu dominante se forma una casta que se prepara para la guerra y la percepción de tributos. La casta de los incas no cultivaba la tierra; era mantenida por el tributo que pagaban los pueblos sojuzgados. Los incas centralizaron las actividades económicas y políticas; organizaron la producción mediante diversos planes que contemplaban el riego artificial, las necesidades de cada zona y la organización racional del trabajo, aunque los medios de producción nunca fueron estatizados. La conquista española yuguló el proceso de desarrollo de esta tendencia hacia la centralización, que en el fondo expresaba la necesidad de superar la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el sistema de autoabastecimiento de las comunidades primitivas. La diferencia esencial entre el imperio de los Incas y en las sociedades egipcia, mesopotámica e hindú, reside en el régimen de propiedad de la tierra y el sistema de explotación de la mano de obra. Cuando llegaron los conquistadores españoles, la mayoría de las tierras era de propiedad comunal; tampoco existía un régimen basado en la esclavitud, característica de las sociedades anteriormente citadas”.94 93 94
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Garcilaso de la Vega, op. cit., cap. II, 58. Luis E. Valcárcel. Historia de la cultura antigua del Perú, tomo I, vol. I, 67, Lima, 1943 sostiene que ni los yanaconas pueden ser considerados como esclavos.
A pesar de los intentos burocráticos de la casta de los “orejones”, la propiedad colectiva de la tierra seguía en manos del ayllu, donde se conservaba el usufructo común de las aguas, pastos y bosques. Los miembros del ayllu pagaban tributos, pero no perdían el uso común de sus tierras. Aunque fueron obligados a aceptar miembros de otros ayllus, se resistieron con éxito a la disolución de la comunidad gentilicia. Oscar Bermúdez afirma que en Tarapacá existían “alrededor de doscientos ayllus, o comunidades indígenas, cuando se produjo la penetración de los conquistadores blancos”.95 El imperio incaico era una sociedad contradictoria, en la que pugnaban las fuerzas que trataban de defender el dominio colectivo de la tierra del comunismo primitivo, y las que, por intermedio de una minoría privilegiada, comenzaban a establecer los embriones de la sociedad de clases. La sociedad incaica no era esclavista, porque no existía la propiedad privada de la tierra ni esclavos pertenecientes a un señor dueño del suelo. Hubo quizá prestaciones forzosas de servicios, especialmente para las obras de regadío y las grandes construcciones de los Incas, pero los indios no habían perdido la libertad individual ni eran esclavos pertenecientes a un latifundista, como ocurría en la sociedad greco-romana. No cerramos la posibilidad de que nuevos estudios pudieran demostrar que estas prestaciones forzosas –que daban un plusproducto social y un plustrabajo aprovechado por la minoría incaica– fueron más generalizadas en los pueblos conquistados por los incas. Por ejemplo, en Chile, la construcción del canal de Vitacura, hecho bajo los incas, pudo haber sido el producto de trabajos forzados impuestos a los indígenas del centro. La sociedad incaica tampoco era feudal, porque no había propietarios individuales de la tierra que ejercieran una apropiación personal basada en la explotación de siervos. Tampoco existían señores que tuvieran un poderío político autónomo que disgregaran el poder central en detrimento de la autoridad del Inca. No se trata en ningún caso de un régimen socialista. El socialismo significa una sociedad sin castas ni clases, ausencia de cualquier forma de Estado opresor y abundancia general dada por el desarrollo de las fuerzas productivas. No es tampoco la sociedad comunista primitiva de los primeros tiempos. Esta ha sufrido transformaciones que la han conducido a un estado de transición, cuyo proceso evolutivo fue cortado de raíz por la conquista española”.96 95 96
Óscar Bermúdez. Historia del Salitre, p. 20, Ed. Universitaria, Santiago, 1963. Lejos de nosotros la idealización de las culturas primitivas. Desde 1930, se ha desarrollado una corriente ideológica que pretende presentar a los aztecas, mayas e incas, en un estadio superior de cultura, más avanzado que el de los europeos y españoles de la conquista. De acuerdo a esta tendencia, los incas habrían estado a un paso del socialismo, a no mediar la intervención del imperio español. Sus portaestandartes fueron los apristas, aquellos jóvenes rebeldes de la década del treinta que
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Años ha, Mariátegui había señalado: Al comunismo incaico –que no puede ser negado ni disminuido por haberse desarrollado bajo un régimen autocrático de los incas– se le designa por esto comunismo agrario… Si la evidencia histórica del comunismo incaico no apareciese incontestable, la comunidad, órgano específico de comunismo, bastaría para despejar cualquier duda. El “despotismo” de los incas ha herido, sin embargo, los escrúpulos liberales de algunos espíritus de nuestro tiempo.97
Cunow hace un paralelo entre la antigua “marca” germánica98 y la comunidad agraria del Perú. Manifiesta que la base de la antigua organización social fue el ayllu o pachaca que, al mismo tiempo, constituía una población o aldea, teniendo como propiedad una parte de la tierra de la tribu. Tal distrito de la pachaca se llamó Marca… La palabra marca estaba en uso tanto entre los quichuas como entre los aymarás. Las marcas existieron antes de los incas; éstos solo la adaptaron.99
El paralelo es interesante, pero existe una diferencia básica: en la antigua marca germánica no existía el Estado.100 En la sociedad incásica había un embrión de Estado en desarrollo. Sergio Bagú anota otra diferencia: “La marca germánica, creada en la frontera, tuvo como objetivo asegurar la defensa militar de ésta con carácter estable, mientras que la comunidad indígena es mucho más que eso: es la célula misma de la
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para afirmar la vigencia histórica del “indoamericanismo”, fabricaron una imagen falsa del pasado, proveniente de las “fuentes mismas de la raza”. José Carlos Mariátegui. Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana, pp. 38 y 56, Ed. Universitaria, Santiago, 1955. A la luz de esta cita, se observa que Ettore di Robbio tergiversa a Mariátegui cuando afirma que “una corriente de estudiosos, guiada por José Carlos Mariátegui y Carlos Pozo, pretende ignorar el embarazoso aspecto despótico del sistema para exaltar solamente su aspecto comunista” (artículo citado). Federico Engels. La Marca, op. cit. 119 y 123, sostiene: “El rápido incremento de la población condujo al establecimiento de una cantidad de aldeas hijas en la marca, es decir, en la vasta extensión de tierra asignada a cada aldea madre individual. Estas aldeas hijas formaban una sola asociación de marca con la aldea madre, sobre la base de derechos iguales o restringidos. De allí que hallemos por doquier en Alemania, cuando la indagación se remonta al pasado (antiguas tribus germánicas) un número más grande o más pequeño de aldeas unidas en una asociación de marca… El sistema de marca significaba propiedad común en las tierras de cultivo y posesión en común de bosques y praderas, conjuntamente con el dominio superior de la marca en lo que respecta a la tierra repartida… En la asociación de la marca se repartían periódicamente los campos y las praderas. En los casos de reparto de tierra, los tesoros que hallara el campesino en la tierra no le pertenecían a él sino a la comunidad”. Heinrich Cunow. La Organización Social del Imperio de los Incas, p. 37, Lima, 1933. Federico Engels. El Origen de la Familia, op. cit., 107, afirma: “El Estado supone un poder público particular, separado del conjunto de los respectivos ciudadanos que lo componen. Y Maurer, reconoce con instinto seguro la constitución de la Marca alemana como esencialmente diferente del Estado (aun cuando más tarde le sirvió en gran parte de base) y como una institución puramente social en sí”.
organización social”.101 Si se quisiera hacer un paralelo, podríamos decir que el ayllu fue similar a la gens iroquesa descrita por Morgan. Encasillar a la sociedad incásica en el “modo de producción asiático”, que opera con el dualismo despótico y comunitario, es tarea que reservamos a los esquemáticos que solo buscan el blanco y negro. El imperio de los incas presenta algunos de los rasgos planteados en el borrador de Marx: no se ha cortado el cordón umbilical con el comunismo primitivo, pero existe un germen de Estado (despótico y opresor, como cualquier poder de casta o clase) que dirige los trabajos públicos (riego artificial) e impone tributos a las comunidades. Otra de las sugerencias importantes que se desprenden del texto de Marx se refiere a la formación de las ciudades en este tipo de sociedades de transición. Los progresos del imperio incásico en el trabajo artesanal, la orfebrería, la metalurgia y la minería –que hemos visto en el capítulo anterior– junto a la existencia de aldeas-ciudades, nos plantea el siguiente problema: ¿habrían alcanzado las altas culturas americanas las primeras fases de la revolución urbana?102 En la cultura tolteca, se ha descubierto la ciudad de Teotihuacán que, según algunos autores, habría tenido hacia el siglo V una población cercana a los 100.000 habitantes. Morgan asignó unas 20.000 personas para el Cuzco precolombino. En el norte de Chile existieron ciudades, los denominados “pucarás”, que proliferaron después de la invasión incaica (Tongoy, Marga-Marga, Talagante, Angostura). Antes de los “pucarás”, había villorrios sin muros de circunvalación llamados “pueblos viejos” (ruinas de Zapar). En la zona norte se construyeron, después, plazas fortificadas, rodeadas de sólidos muros de piedra. Los incas introdujeron los muros de adobe y los tapiales para la construcción de cercas. Los restos de “pucará” encontrados en Lasana, Turi y San Pedro de Atacama revelan indicios de calles, plazoletas, escalinatas, silos, terrazas, etcétera. Según Le Paige, hubo otro tipo de poblados: con grandes patios y casas juntas y pegadas por dos y tres lados; con casitas solitarias, redondas y agrupadas en campamentos; con casa central protegida por otras construidas a su alrededor. Greta Mostny señala que las casas
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Sergio Bagú. Economía de la Sociedad Colonial, pp. 22-23, Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1949. Gordon Childe. Qué sucedió en la historia, p. 29, Ed. Leviatán, Buenos Aires, sostiene que la primera fase de la civilización se inició “en los valles aluviales del Nilo, del Tigris-Éufrates y del Indo, unos cinco mil años atrás, con la transformación de algunas aldeas ribereñas en ciudades. La sociedad obligó a los labradores a producir un excedente de alimentos por encima de sus demandas domésticas, y concentrando este excedente, lo utilizaron para mantener a una población urbana de artesanos especializados, comerciantes, sacerdotes, funcionarios y escribas”.
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contenían por lo general una, y a veces dos habitaciones pequeñas, y adosado a ellas (o también independiente o subterráneo) un granero para guardar la cosecha… En cuanto a las ventanas, que se practicaban en los muros, se suponía anteriormente que eran un invento incaico, hasta que Latcham llamó la atención sobre el hecho de que las construcciones atacameñas que las tenían, eran anteriores a la época incaica, y que la misma palabra con la cual fueron designadas, tanto en el Perú como en Chile, la palabra “ttoco”, era netamente atacameña y del idioma cunza… La disposición de las construcciones dentro de los pueblos formaba calles angostas y plazoletas que facilitaban el tránsito, y en varios casos, como por ejemplo en Lasana, la aglomeración era tan grande que el acceso a las casas situadas en diferentes niveles se conseguía por encima del techo de las más bajas; la última fase del desarrollo urbanístico, que aparentemente no alcanzó a llegar a su completo despliegue, fue la construcción de casas de dos pisos. Hay que añadir que Lasana tenía como hinterland el rico valle del río Loa, que permitió la formación de centros poblados más extensos, debido a la mayor superficie de terrenos regados.103
Las aldeas-ciudades del imperio incásico habrían sido el centro de cierta actividad artesanal y comercial. Según Baudin, “era reglamentario para una ciudad de cierta importancia abrir un mercado tres veces al mes”.104 El “camino del Inca”, con su sistema de postas que recorrían 240 kms. por día, debe haber tenido alguna relación con este intercambio incipiente. A los mercados locales o ferias primitivas, los indígenas llevaban productos para intercambiarlos por otros que no producían. No se trataría de comunidades productoras de excedentes para el intercambio, sino de un trueque para suplir la falta de otros alimentos o materias primas. Por ejemplo, los “atacameños” llevaban a “la costa lana, productos de la agricultura, de la metalurgia y probablemente sal, para recibir en cambio pescados, moluscos y guano; viajaban a los valles cálidos de Bolivia para obtener hojas de coca”.105 Indicios de este tráfico pueden recogerse en los cronistas de la época. Según Iribarren, “las valvas de este molusco (Spondylus) proceden de la zona tropical americana y fueron un importante material de comercio en tiempo de los incas, canje que obtuvieron en largas correrías por el Pacífico, utilizando ligeras embarcaciones. Pedro Pizarro (1571) cita el encuentro con una de estas embarcaciones al sur de Tumbez y escribe al respecto: ‘y en algunas balsas que tomaron andando en la mar hubieron cintos de chaquira de oro y plata, y alguna ropa de la tierra’. Relacionado con este comercio indígena, también hay una referencia en Bartolomé Ruiz (1526) que reproduce Greta Mostny: ‘todo esto traían para rescatar por algunas conchas de
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Greta Mostny, op. cit., pp. 41-42. L. Baudin. La vida cotidiana en el tiempo de los últimos incas, p. 293, Ed. Hachette, Buenos Aires, 1955. Greta Mostny, op. cit., 39.
pescado de que ellos hacen cuentas coloradas como corales y blancas, que traían casi el navío cargado de ellas’”.106 Las ferias primitivas estaban directamente ligadas a la agricultura. No existía un sector comerciante independiente de la sociedad agraria. No se conocía la moneda. Todo el intercambio se hacía en base al trueque. Sin embargo, el trueque representa la primera conversión de los valores de uso en mercancías; paso inicial que se da, como entre los incas fuera de la comunidad, a través del tráfico con otras tribus.107 Nuevos hallazgos arqueológicos, orientados por una moderna metodología de trabajo, determinarán si es efectivo o no que las altas culturas americanas alcanzaron la primera fase de la revolución urbana. Solo un investigador mecanicista podría aventurarse a sostener que el imperio incaico conducía inevitablemente a la liquidación de la propiedad comunal.108 Menos puede suponerse que fuera la base de una futura evolución feudal, como parece insinuar Ettore di Robbio cuando afirma que “las sociedades asiáticas no deben ser sobrevaloradas exclusivamente en honor de su comunitarismo; al lado de este carácter encontramos un estancamiento y una esclavitud generalizada; pero además un estancamiento económico y una tendencia espontánea(!) a la degeneración hacia formas señoriales de tipo clásico”.109 En esta frase se encuentra, a nuestro juicio, el trasfondo de los afanes de Ettore di Robbio, pues al establecer un paralelo forzado entre el “modo de producción asiático” y el imperio incaico, pretende inferir lo siguiente: si las sociedades asiáticas de un régimen “despótico-comunitario” degeneraron hacia formas feudales, el imperio de los incas habría de desembocar en un proceso similar. Establecida esta premisa falsa, Ettore di Robbio se desliza sutilmente por la pendiente de
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Jorge Iribarren Ch. Minas de Explotación, op. cit., p. 69. “El proceso de cambio de las mercancías no aparece originariamente en el seno de las comunidades primitivas, siglo donde éstas terminan; en sus fronteras, en los raros puntos de contacto con otras comunidades. Allí comienza el comercio por el trueque, y de allí se extiende al interior de la comunidad, sobre la que obra a modo de disolvente. Los valores particulares de uso, que en trueque entre comunidades distintas se convierten en mercancías, como los esclavos, el ganado y los metales, constituyen a menudo la primera moneda en el interior de la comunidad”. (Marx, Carlos. Crítica de la Economía Política, op, cit., p. 79.) En carta a Vera Zasulich (8-3-1881), Marx escribía: “¿Pero acaso quiere decir esto que el desarrollo histórico de la comunidad agrícola debe inevitablemente conducir a este resultado (a la propiedad privada)? Ciertamente no. Su dualismo permite una alternativa: O bien el elemento de propiedad privada predominará sobre el elemento colectivo, o bien este último predominará sobre aquél. Todo depende de las condiciones históricas en que ocurre”. (Reproduc. Rev. Historia y Sociedad, op. cit., p. 40.) E. Di Robbio, op. cit.
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su tesis central: “El régimen medieval de la Colonia conciliaba, teórica y prácticamente, la propiedad feudal y el sistema comunitario”.110 Analizado ya el imperio incaico (incluido el norte y centro de Chile) como una sociedad agraria primitiva en transición, cuyo proceso no tenía por qué terminar fatalmente en el feudalismo, pasaremos ahora a la caracterización de España y al estudio del supuesto feudalismo implantado por la conquista española.
El Imperio Incaico *Creemos conveniente hacer un agregado a este capítulo con el fin de actualizarlo a la luz de investigaciones posteriores a 1967, año de la primera edición de esta obra. Un trabajo de 1983 sobre la invasión incásica a Chile, elaborado por Rivera y Hylop, señala: La evidencia arqueológica o, en su defecto, su ausencia, tiende a confirmar que el límite meridional del imperio Inca estuvo inmediatamente al sur de Santiago (…) Al presente, las evidencias arqueológicas mejor documentadas de la presencia meridional incaica provienen de la fortaleza del Sitio de Chena (Stehberg 1976), el Cementerio de Nos (Stehberg 1975) y los artefactos de San José de Maipo (Medina 1952), todos ubicados a menos de 20 Kms. al sur de Santiago (…) Concluyendo, el control efectivo incaico en Chile Central probablemente llegó hasta cerca de Angostura.111
El hecho de que los Incas hayan sido derrotados por los mapuche no significa negar la posibilidad de que tuvieran influencia sobre pueblos más al Sur. “Considerando la habilidad expansiva del Estado incaico, es difícil no aceptar algunas formas rudimentarias de contacto e influencia, probablemente a través de relaciones económicas que hayan ocurrido entre los incas y los grupos protohistóricos de la región”.112 La caracterización de modo del producción comunal tributario para las culturas Inca y Azteca nos parece más precisa que el término “modo de producción asiático”. Por “comunal” entendemos la actividad conjunta que efectuaban las unidades domésticas –ayllus o altépetles– dentro de la tribu. Estos núcleos familiares trabajaban las parcelas que en usufructo les había repartido la comunidad, pero realizaban tareas comunes de manera colectiva y ayudaban a otras familias a través de un sistema cooperativo o de “minga”. 110
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Ibid. Texto agregado con posterioridad a la edición de 1967 (N.E.). Mario Rivera y John Hylop. “Algunas estrategias para el estudio del Camino del Inca en la región de Santiago”, en Cuadernos de Historia Nº4, depto. Ciencias Históricas, Universidad de Chile, julio, 1984. Tom Dillehay. Araucanía: presente y pasado, Ed. Andrés Bello, Santiago, 1990, p. 13.
Aunque el Estado había sometido a la comunidad-base en las formaciones sociales inca y azteca, no se había cortado el cordón umbilical con la posesión colectiva de la tierra y producción comunal. No obstante, se generaron desigualdades sociales, acentuándose las contradicciones entre campesinos y artesanos, y entre ambos y la élite dominante –militares, sacerdotes, funcionarios estatales–, que vivía del trabajo de las comunidades-base. A pesar de haberse superado en algunas zonas la economía de subsistencia, las comunidades seguían produciendo valores de uso. El comercio no estaba generalizado salvo en regiones del imperio azteca y, en menor medida, el incaico. Esta actividad, que se había iniciado con donaciones ceremoniales e intercambio de regalos dentro y fuera de la comunidad, pasó a la etapa del cambio simple. Sin embargo, no se alcanzó la fase del cambio generalizado. De todos modos, el comercio significó el inicio de una nueva división social de trabajo, la generación de un sector social, el de los “pochtecas” o comerciantes aztecas, separado de la actividad productiva. Roger Bartra caracteriza el modo de producción tributario al modo de producción de los aztecas: “Creo apropiado aceptar el término tributario propuesto por Ion Banu, ya que –en efecto– el tributo constituye la clave que nos revela los resortes clasistas de la relación entre comunidades aldeanas y Estado.113 A nuestro juicio, no basta con indicar que estos pueblos estaban sometidos a tributación, sino que lo fundamental es señalar cuál era su forma de producir y bajo qué relaciones de producción. El tributo en trabajo –que forma parte del área productiva– es una relación social que contribuye a definir un modo de producción, pero es insuficiente para caracterizar el de los incas y aztecas, porque –sin dejar de lado la tributación– lo fundamental era la producción de las comunidades-base. El tributo, tanto en trabajo como en especie, provenía asimismo de los ayllus y calpullis, lo que nos ha permitido definir como “modo de producción comunal-tributario” a la forma de producir de las formaciones sociales inca y azteca. Estamos en desacuerdo con la proposición de Samir Amin, consistente en definir como modo de producción tributario a todas las sociedades que se han denominado “asiáticas”, porque en el modo de producción asiático –y por extensión el incaico y azteca– el proceso productivo descansaba en la comunidad-base y aleatoriamente en el tributo. El trasfondo de esta posición “tributarista” está en que sus autores hipervaloran el papel del Estado y de la superestructura política. Broda llega a decir que “las instituciones políticas son la base para la organización económica”.114 Nosotros no 113
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Roger Barta. El modo de producción asiático, Ed. ERA, México 1975. Véase también p. 231, donde reitera que “la sociedad azteca, en los siglos XV Y XVI, tenía por base un modo de producción tributario (asiático)”. Johanna Broda. “Las comunidades indígenas y las formas de extracción del excedente, época prehispánica y colonial”, en Florescano, Enrique. Ensayos sobre el desarrollo económico de México y América Latina, FCE, México, 1979, p. 59.
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negamos el papel del Estado “asiático”, inca o azteca, como programadores de obras públicas y recaudadores de tributos, pero esas actividades y otras, como los gastos del culto y del ejército, se pudieron realizar gracias al excedente económico extraído de las comunidades-base, que constituían el fundamento de la producción. El modo de producción de las formaciones sociales inca y azteca estaba basado en el ancestral modo de producción comunal. Considerar la forma comunal de producir, es clave para poder caracterizar el modo de producción de los incas y aztecas. Junto a esto, hay que tomar en cuenta el proceso de deformación a que fue sometido el modo de producción comunal mediante la imposición del tributo. Como el tributo, tanto en trabajo como en especie, obligaba a generar un excedente económico que alteraba la tradicional economía de subsistencia, tenemos que convenir en que no se puede escindir “lo comunal” de “lo tributario”. Formaban una categoría única y global: el modo de producción comunal-tributario. Este modo de producción estaba articulado a nivel regional y estatal con otras relaciones de producción menos preponderantes, como fueron las establecidas con el trabajo de los yanas y mayeques en las tierras del Estado. A diferencia del tributo feudal, que se basaba en el trabajo del siervo al servicio de un señor, dueño de la propiedad privada de la tierra, la tribulación bajo los incas y aztecas era realizada por la comunidad-base, que aún conservaba la posesión comunal de la tierra. El tipo de servidumbre en los imperios incaico y azteca no era de subordinación o dependencia personal, sino que se establecía directamente por el conjunto de la comunidad con el Estado.115 Era una servidumbre de tipo colectivo, que algunos han asimilado erróneamente con la “esclavitud generalizada” de modo de producción asiático. La tributación en ambos casos significaba servidumbre, pero no toda servidumbre es necesariamente feudal, como lo señalaron oportunamente Marx y Engels. Entre los incas y aztecas, las comunidades conservaron sus tierras y su modo comunal de producir, no estuvieron sometidas a un régimen de vasallaje como el del Medioevo europeo, y su forma de tributación y servidumbre fue distinta. De todos modos, la apropiación del excedente por vía del impuesto-renta o tributo no define claramente, en las formaciones sociales inca y azteca, las relaciones de producción. En rigor, no es el mismo tipo de renta de la tierra de otras sociedades en que impera la propiedad privada, sino de un impuesto que se expresaba en renta o tributo de la comunidad base al Estado. 115
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Según Marx, en el modo de producción asiático coinciden la renta y el impuesto: “no existirá impuesto alguno distinto de esta forma de renta de la tierra, porque la comunidad no se enfrenta con terratenientes privados sino con el Estado y tiene la propiedad eminente” (El capital, I, 430, Trad. W. Roces, FCE, México, 1946).
Es significativo que esta formación social no haya liquidado los aspectos esenciales del modo de producción precedente, como en los casos del feudalismo, que terminó con el modo de producción esclavista, y del capitalismo, que hizo otro tanto con el feudalismo, aunque en ambos supervivieran relaciones anteriores de producción. Lo peculiar del modo de producción de los incas y aztecas radica en haber conservado gran parte del modo de producción precedente. Sin embargo, la imposición del tributo –tanto en especies como en trabajo forzado a través de un factor extraeconómico– obligó a producir un excedente que socavó las bases de las antiguas formas productivas. Los derechos de posesión del suelo, que antes eran garantizados por la comunidad-base, ahora aparecen como concedidos por el soberano que dirige el Estado. Aparentemente nada ha cambiado, porque las unidades domésticas –ayllu o altépetl– siguen haciendo uso de la tierra. No obstante, el excedente, que antes se quedaba en la comunidad, ahora debe ser entregado de manera multiplicada al Estado. El soberano inca o azteca no ha expropiado las tierras, pero se erige como propietario simbólico, que otorga o reparte graciosamente las parcelas en usufructo.116 Paralelamente al modo de producción comunal-tributario, los Estados inca y azteca trataron de generar nuevas relaciones de producción a través del trabajo de los yanas, mayeques y tlacotlis. Estas nuevas relaciones de producción no se basaban en el trabajo de la comunidad, ya que tanto los yanas del imperio incaico como los mayeques y tlacotlis del imperio azteca estaban desarraigados de la comunidad gentilicia, aflojándose sus lazos con los ayllus y calpullis. Se diferenciaban, asimismo, de la comunidad-base porque todo el producto de su trabajo iba directamente al Estado y a la clase dominante. Los yanas, mayeques y tlacotlis no trabajaban en las parcelas de ninguna comunidad-base, sino en las tierras de Estado, del culto y del ejército. Producían artículos artesanales, generalmente de lujo, y realizaban tareas agrícolas. Habían dejado de producir para sus comunidades y elaboraban trabajos por encargo de la clase dominante. Sin embargo, sus productos aún no se habían transformado en valores de cambio, porque no alcanzaron la fase de la producción simple de mercancías de la pequeña producción mercantil. Mientras los mayeques y tlacotlis llegaron a constituir un diez por ciento de la población azteca, los yanas apenas sobrepasaban el dos por ciento de los habitantes del incario. Otra diferencia entre el imperio azteca y el inca consistía en que en el primero el tributo en especies era superior o igual al tributo en trabajo; por lo tanto, al haber menos mano de obra de los calpullis para las actividades del Estado, los mayeques y tlacotlis
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Roman Piña Chan. Una visión del México prehispánico, UNAM, México, 1967, y Alberto Pla. Modo de producción asiático y las formaciones económico-sociales inca y azteca, Ed. El Caballito, México, 1979.
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debían realizar la mayoría de las obras públicas; las que en el incario se efectuaban en gran medida por medio del tributo en trabajo proporcionado por los ayllus. Al tratar de asimilar la forma de producir de la formaciones sociales inca y azteca al modo de producción “asiático” –sin advertir sus rasgos diferenciadores–, la mayoría de los investigadores ha descuidado el tratamiento de esas nuevas relaciones de producción implantadas por los Estados inca y azteca, que si bien no fueron preponderantes, alcanzaron a jugar un papel importante en las postrimerías de los imperios. La existencia de estas nuevas relaciones de producción era un síntoma de un proceso de disolución de la producción comunal de los ayllus y calpullis; la expresión de una crisis de las antiguas relaciones comunales de producción; de una crisis, en fin, de la tradicional economía de subsistencia y de la comunidad gentilicia. La clase dominante de los Estados incaico y azteca trabajaba indudablemente en esta perspectiva en el momento de la conquista española.117
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Luis Vitale. Historia General de América Latina, Ed. Universitaria Central de Venezuela, Caracas, 1984.
Cronología de las culturas primitivas chilenas 500.000 a 1.000.000 de años
Origen del hombre.
Más de 40.000 a.C.
Primeras migraciones de Asia a América.
35.000 a 10.000 a.C.
Paleolítico americano.
10.000 a.C.
Aparición de los primeros hombres en Chile.
6.000 a 1.000 a.C.
Pueblos recolectores, pescadores y cazadores en Chile. Pre-cerámico y pre-agrícola.
1.000 a.C.
Comienza el período agro-alfarero y minero-metalúrgico.
0 a 600 d.C.
Pre-Tiahuanaco. Agro-alfarero temprano. Cultura “El Molle”.
700 a 1000
Influencia de la Cultura de Tiahuanaco en el norte de Chile.
1000 a 1300
Cultura de los pueblos denominados “diaguitas” y “atacameños”. Agro-alfarero tardío y desarrollo minero-metalúrgico.
Siglo XIV
Pueblos guerreros, llamados posteriormente mapuche o araucanos, conquistan la zona entre los ríos Itata y Toltén.
1465 a 1535
Invasión incaica.
Esta cronología es provisoria. Cualquier descubrimiento debidamente fechado por el Carbono 14 u otro procedimiento moderno puede alterar el cuadro. Este fechamiento tentatativo sirve solo como referencia para futuras investigaciones.
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capítulo vi La España de la conquista americana
“Es sorprendente –decía Trotsky– la facilidad con que las leyendas conquistan un lugar en la ciencia de la historia”. Con la caracterización de España como país feudal, pasa lo mismo que con aquellas leyendas que, a fuerza de repetirlas, se termina por creerlas. Su origen se remonta a los historiadores británicos liberales del siglo XIX, que fabricaron una falsa imagen de España, basados más en una apreciación subjetiva –al servicio de la política contingente del imperio inglés– que en una explicación científica de la historia. Pero la divulgación del concepto de España feudal adquiere especial significado en el presente siglo. Sus portaestandartes son los sociólogos y políticos reformistas que confunden retraso económico con feudalismo, o latifundio con feudalismo. La utilización del juicio crítico, herramienta metodológica inestimable para acometer la tarea de desmistificación de la historia, nos conduce a plantear el siguiente problema: ¿Era un país feudal la España de la conquista americana?
La Baja Edad Media y la crisis del feudalismo El feudalismo fue un régimen de propiedad privada de la tierra, de pequeña economía agraria y artesanal, basado primordialmente en el trueque, un sistema cuya estructura social se fundamentaba en relaciones de servidumbre, como vasallaje, homenaje, beneficio, castigos al que abandonaba el feudo, adscripción a la gleba, etc. En el plano político, el feudalismo se caracterizaba por presentar una realeza débil y una nobleza autónoma, poseedora de la tierra. El trabajo de los siervos era la base del régimen feudal. El plusproducto, no retribuido, constituía la renta del suelo. Esta podía ser renta en trabajo (prestación personal o trabajo obligatorio que debía efectuar el siervo en la tierra del señor), renta en especie (entrega de determinada cantidad de productos agrícolas y artesanales) y renta en dinero (variante de la anterior, aplicada a fines de la Edad Media). Este régimen echa sus primeras raíces a fines del Imperio Romano, alcanza su culminación entre los siglos IX y XII, y entra en crisis irreversible durante la Baja Edad Media (siglos XIII al XV).
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El choque de la cultura musulmana con la europea va minando, a lo largo de siete siglos, la estructura feudal. Las Cruzadas quiebran los estrechos moldes del feudo. Turcos, árabes y judíos recorren el Mare Nostrum creando factorías e internándose en los feudos para vender sus mercancías. Al señor feudal ya no le basta la economía natural de sus tierras para adquirir las novedosas telas y especies que los orientales depositan en su rústica mesa. La economía de subsistencia entra en contradicción con las nuevas relaciones de producción y de cambio. Los burgos crecen. Una nueva clase social comienza a emerger en los aledaños de los castillos del siglo XII: es la burguesía comercial. Los siervos inician la emigración del campo a la ciudad, incorporándose a la naciente industria gremial del artesanado. Los banqueros de Génova, Venecia y del Báltico, surgidos de las nuevas necesidades urbanas, van cambiando, aunque lentamente, la vida económica y social del Medioevo. La economía natural se va transformando en economía monetaria. La contradicción entre el régimen feudal y el desarrollo de las nuevas fuerzas productivas se pone al rojo vivo. La burguesía naciente y los campesinos se alzan contra los privilegios y las trabas impuestas por el feudalismo. Los movimientos de rebelión social –encubiertos bajo el manto religioso de las sectas como los cátaros, valdenses, albigenses, las “jacqueries” francesas y, sobre todo, la guerra campesina encabezada por Tomás Münzer en Alemania–, son la expresión más aguda de la nueva relación de fuerzas entre las clases. En el movimiento herético es preciso distinguir dos tipos de rebeliones: la burguesa y la campesino-plebeya. Mientras la primera trata de arrancar algunas concesiones a los señores feudales, sin proponerse un cambio profundo de la sociedad, la segunda aspira a la transformación sustancial del régimen. El movimiento de Tomás Münzer, que lucha por la eliminación de la propiedad privada, es la única herejía en que la fracción plebeya y campesina no actúa como apéndice de la oposición burguesa, sino como caudillo de las capas pobres del campo y de la ciudad. Las luchas de esta época nos inducen a considerar como errónea la imagen estática de la Edad Media forjada por los historiadores del siglo XIX. La Edad Media es una época sumamente dinámica y contradictoria porque, junto al feudalismo, se desarrolla la naciente burguesía comercial; porque paralelamente al provincialismo de los feudos, está el espíritu aventurero de un Marco Polo; porque al margen del pensamiento dogmático de la Iglesia, se generan sigilosamente las primeras investigaciones científicas; porque junto al ascetismo de Santa Catalina de Siena, está el ansia desbordante de vida de un Boccaccio; porque son diez siglos de permanentes luchas sociales, de surgimiento y caída de reinos, de choque violento entre la civilización cristiana y la musulmana. En fin, la Edad Media no es la “noche negra de la historia”, sino uno de los períodos más fecundos y multifacéticos de la historia universal, a pesar
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de la contracorriente oscurantista de la Iglesia, aserto que se hace más evidente si se lo considera no desde el punto de vista exclusivo de Occidente, sino de la civilización en su conjunto. El verdadero continuador de la tradición grecorromana fue el Imperio bizantino y, posteriormente, el Islam, zonas por donde pasa el meridiano de la civilización desde el siglo V al XII. Durante los siglos XII y XIII comienza el proceso de gestación de los Estados Modernos, en España, Inglaterra y Francia. Los reyes van centralizando el poder, unificando sus dominios y haciendo sentir el peso de la monarquía sobre los señores feudales, que se resisten a reconocer otra autoridad que no sea la de su feudo. Las donaciones de tierras, hechas por el rey a los caballeros, y las necesidades militares de la guerra, coartan las tendencias autónomas y autárquicas de los señores feudales. La monarquía ejerce un papel “bonapartista”, de árbitro o mediador entre la nobleza y la naciente burguesía comercial, resguardando sus propios intereses de clase. El fortalecimiento de los Estados monárquicos va debilitando paulatinamente la sociedad feudal. La civilización musulmana, que había heredado la tradición griega a través del Imperio bizantino, provoca en Occidente un impacto no solo económico y político, sino también cultural. El pensamiento de Averroes influencia a los teólogos europeos y entran en crisis los sistemas filosóficos medievales. Santo Tomás de Aquino revisa la concepción agustinista, basada en el idealismo platónico, adaptando el realismo aristotélico a los nuevos tiempos. A pesar de la represión violenta de la Iglesia, la metodología científica comienza a abrirse paso con Rogerio Bacon, y los escritos de Boccaccio anuncian el nacimiento de una nueva sociedad. La crisis definitiva del feudalismo será simbolizada genialmente por Miguel de Cervantes Saavedra, el más talentoso escritor de la denominada España feudal. La Península Ibérica se constituyó en la avanzada de esta sociedad que pujaba por escribir una nueva etapa en la historia de la humanidad. Portugal, en 1381, fue testigo de la primera Revolución burguesa, cuatro siglos antes que la francesa. La burguesía comercial de Lisboa, ligada al tráfico con Flandes desde fines del siglo XII, desplazó a los señores feudales del poder político. Su posterior derrota será la expresión de la inmadurez de las condiciones objetivas para el triunfo definitivo de la burguesía, pero su ascenso seguirá reflejándose en el comercio del Atlántico Norte, en los planes de Enrique el Navegante y, sobre todo, en los nuevos descubrimientos del siglo XV.
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¿España feudal? En España medieval, la evolución de la estructura socio-económica y política siguió un curso menos típicamente feudal que en Inglaterra, Francia y Alemania. La prolongada invasión musulmana, del siglo VII al XIV, imprimió características específicas al medioevo español, deformando el proceso de desarrollo feudal que se había generado en la España visigótica a través de las instituciones prevasalláticas y prebeneficiarias. El choque de la civilización musulmana con la cristiana cambió la historia occidental en un grado no debidamente apreciado por aquellos historiadores acostumbrados a enfocar la historia desde el punto de vista europeo.118 La influencia árabe se extendió por toda Europa, pero su penetración concreta en el campo económico y social alcanzó su más alto nivel en el sur de Francia, sur de Italia y, fundamentalmente, en España. La civilización musulmana se coló por todos los poros de la sociedad hispana. Los árabes dieron un impulso inusitado al comercio, sobre todo bajo el gobierno de Abderramán III, en el siglo X. Mientras el resto de Europa vivía un régimen de economía natural,119 en España se practicaba ya un comercio relativamente activo. La zona no ocupada por los musulmanes comerciaba con las provincias invadidas y con Oriente, a través de los mozárabes, españoles fieles al Cristianismo pero tributarios del Islam. Se conservan documentos que fijan, en el siglo X, la existencia de tiendas en León y Burgos. Un siglo antes, nos encontramos con el diploma de Ordoño I, del 20 de abril de 857, por el cual “se concede a San Salvador, la mitad del portazgo que se cobrase en el mercado de Oviedo, además de villas, heredades y monasterios”.120 Claudio Sánchez Albornoz, en Estampas de la vida en León hace 1.000 años, opina que habría que admitir la existencia de un comercio de importación de paños persas a comienzos del siglo XI, y quizá antes. La guerra no fue un obstáculo para el intercambio comercial; en el apogeo de la Reconquista de España se produjo un incremento de las operaciones mercantiles. En el 118
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Importantes sugerencias sobre el tema proporcionan: Henri Pirenne en su Historia de Europa, Fondo de Cutura Económica, México, 1943, y Levi Provencal, en el trabajo “España Musulmana”, que integra el tomo IV de la Historia de España, dirigida por R. Menéndez Pidal, Madrid, 1950. En las últimas décadas, la tesis de Pirenne sobre la economía rural sin mercados de la Alta Edad Media europea, ha sido refutada por algunos de sus discípulos belgas y por Calmette, Valdeavellanos y Koebner. Pero, a nuestro juicio, son críticas parciales que no hacen al fondo de la tesis. Calmette, por ejemplo, cita puertos donde existió actividad comercial, puertos de los que estaba ya advertido Pirenne (tal es el caso de Quentovic y Durstede); otros mencionan puertos como Marsella, olvidándose que son bocas del continente controladas por el comercio musulmán. Documento citado por Valdeavellanos, Luis: “El Mercado”, Anuario de Historia del Derecho Español, tomo VIII, p. 227. Los judíos desempeñaban un papel importante en el comercio entre Oriente y Europa, hecho descrito en el relato de los viajeros árabes (Ibrahim Al Tartuahi) y judíos españoles (Ben Gourion, Gazvini e Ibn Iakov) del siglo X.
siglo XIV, la exportación de productos españoles a Italia, al Atlántico Norte, al Cercano Oriente y a Egipto, se acrecentó sensiblemente. En un contrato de 1347, se destaca que la exportación de sal hacia el este del Mediterráneo rindió 36.000 maravedíes a Sevilla.121 Los musulmanes impulsaron el adelanto agrícola e industrial. Introdujeron el azúcar, el algodón y la morera para la cría del gusano de seda, materia prima básica para la manufactura textil. Murcia, Valencia y otras ciudades colonizadas por los árabes, arrebataron al Oriente el monopolio del cultivo de la morera y la cría del gusano de seda. El avance que experimentó la agricultura española se expresa en el sistema de regadío, en las obras hidráulicas de Valencia, Andalucía y Zaragoza (donde se alcanzaron a regar más de 25.000 acres). “El secreto del florecimiento industrial de España y de Sicilia bajo los árabes, era precisamente la canalización”.122 El progreso agrícola se refleja también, en la atención que le prestaron los teóricos y científicos árabes. En el siglo XII, Abu Zacaría escribió El Libro de la Agricultura, en el que se ocupaba de la agronomía, meteorología, entomología y veterinaria. Refiriéndose al libro de economía agrícola de otro científico árabe, Ibn Khaldum, un investigador inglés opina que “sobrepasa a cualquiera de los tratados de la Europa cristiana durante muchas centurias”.123 La invasión árabe hizo entrar en crisis a las instituciones feudales, obligando a la reyecía y a la nobleza españolas a reacondicionar el sistema económico-social. Los avances de la Reconquista plantearon la necesidad de defender la tierra y reorganizar la mano de obra para impulsar la producción. En las regiones más afectadas por la guerra, como León y Castilla, se desarrolló una población campesina, relativamente libre, que se resistió a reconocer los antiguos vínculos de vasallaje. Durante más de una centuria –dice Smith– la frontera entre la España cristiana y musulmana estuvo formada por una amplia zona deshabitada o apenas poblada, que no podía llegar a colonizarse más que ofreciendo tierras en ella, en ventajosas condiciones. En este territorio, el típico colonizador fue, durante las centurias nueve y diez, el campesino libre que poseía una pequeña extensión de tierra.124
De ahí que uno de los mejores especialistas del tema, Sánchez Albornoz, sostenga que “este régimen peculiar de la propiedad y esta considerable masa de hombres libres… imprimieron a la historia medieval de España un sello distintivo”.125 121
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Ramón Carande. “Sevilla, fortaleza y mercado”, en Anuario de Historia del Derecho Español, tomo II, p. 375, Madrid, 1925. Carlos Marx. El Capital, edición citada, tomo I, vol. I, p. 565. Thompson. An Economie and Social History of the Middles Ages, citado por Robert Smith: La Sociedad Agraria Medieval en su apogeo, España, tomo I, p. 547 de la Historia Económica de Europa, publicada por la Universidad de Cambridge, traducción de Sánchez. Revista de Derecho Privado, Madrid, 1948. Robert Smith, ibid., p. 416. Claudio Sánchez Albornoz. España y Francia en la Edad Media, Causas de su diferenciación política, Revista Occidente, vol. II, p. 294, Madrid, 1923.
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El sistema de “presuras” –ocupación libre del suelo– favoreció la incorporación de nuevos colonos. El historiador citado precedentemente señala que la cifra de presuras y roturaciones realizadas por los siervos en los siglos IX y X es insignificante comparada con el número de las que llevaron a cabo las “gentes libres”. De 51 documentos, solamente en siete se habla de presuras efectuadas por siervos. “En la monarquía asturleonesa, la mayor parte de los campesinos tenía un pedazo de tierra”.126 Valdeavellanos afirma que las necesidades de los pequeños propietarios de León y Castilla en el siglo XI, tendían a quebrar el régimen de economía doméstica cerrada y a promover el intercambio comercial. La situación de estos sectores campesinos se agravó en los siglos posteriores, al verse obligados a buscar protección ante las luchas intestinas de los caballeros. Incapaces de derrotar a los musulmanes, a pesar de los esfuerzos de los primeros Alfonsos, de los Ramiros y Ordoños, los sectores militares, generados a base de los infanzones, se lanzaron a la ocupación violenta de las pequeñas propiedades de los campesinos. Ante las incursiones de las bandas militares, los colonos no tuvieron otra alternativa que echarse en brazos de los señores, comprometiéndose a pagar censos, a entrar al servicio del señor y a entregar la mayor parte de sus tierras. Sánchez Albornoz dice que “aparte del interés de eximirse de la carga fiscal o de contar con protección, detrás de los pactos de incomunión o benefactoría se adivina una amenaza, una violencia, un drama”.127 Sin embargo, los campesinos españoles se resistieron a entrar en un régimen de servidumbre, como en otros países europeos. Font Rius afirma que la concesión de beneficios no iba esencialmente ligada al vasallaje; inclusive, las “behetrías”, forma de subordinación parecida a la comendatio romana, en que los campesinos “compraban” la protección del señor, establecían (de acuerdo al “Becerro” o “El Libro de las Behetrías” de Castilla del siglo XIV) vínculos de vasallaje menos drásticos que los aplicados por el feudalismo francés e inglés. Según Altamira, a fines del siglo XII los siervos y colonos habían logrado abolir la imposición de ser vendidos con la tierra y el reconocimiento de la validez de sus matrimonios, aunque los celebrasen sin el consentimiento del señor. Estos antecedentes nos conducen a sostener que el feudalismo español fue un feudalismo sui generis, comparado con el que se practicaba en el resto de Europa. La guerra permanente y las necesidades de la Reconquista fortalecieron la tendencia centralista de los Estados en formación. Los reyes, aunque rivalizando entre sí, concentraron en sus manos los dispersos y anárquicos mandos militares de los nobles, los que debieron subordinarse, aunque a regañadientes, en aras del triunfo cristiano.
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Claudio Sánchez Albornoz. “Las Behetrías”, en Anuario de Historia del Derecho Español, tomo I, p. 201 y sigs. Ibid., p. 225.
La lucha contra los árabes –sostiene Font Rius– fortalece al soberano. Nos hallamos, pues, ante la ausencia de los elementos propicios para el desarrollo del feudalismo (gran propiedad, gran nobleza, realeza débil). Y cuando, siglos más tarde, se inician los gérmenes del feudalismo, ya es tarde, pues surgen los obstáculos que preparan su ruina: auge de la clase libre, nacimiento de las municipalidades, recepción del derecho romano.128
Sería una exageración sostener que la España de los primeros siglos de la Reconquista fuera un Estado monárquico centralizado, de tipo moderno. Existían varios reinos que tenían fuertes roces entre sí. Aunque no coincidimos con la tesis central de Menéndez Pidal, según la cual en España se produjeron señoríos feudales similares a los de Francia, podemos admitir que los primeros reinos que surgen al fragor de la Reconquista (Navarra, Castilla y Aragón, en los siglos X y XI) tenían en sus comienzos ciertas características feudales. El soberano se presentaba, a veces, como señor, distribuía los territorios como si fuesen de patrimonio personal, confundía sus rentas privadas con el impuesto público y mezclaba las obligaciones de sus súbditos con las de sus vasallos. Cada uno de estos reinos tenía sus condados, los que una vez ricos y poderosos, se independizaron; tal fue el caso de Castilla, bajo Fernán González; de Portugal, bajo Alfonso Enríquez; de Galicia, en varias oportunidades; de Navarra, durante la jefatura de García, y de los condados de la zona pirenaica. A pesar de este mosaico de reinos que alcanzan una relativa unificación con Fernando e Isabel en 1479, no puede desconocerse el hecho de que los reyes españoles cumplieron un papel históricamente progresivo, ejerciendo desde el inicio de la guerra contra los árabes un control más o menos estricto sobre los señores feudales y legitimando las nuevas relaciones de producción y de cambio, introducidas por la burguesía comercial en gestación. Las “Siete Partidas” de Alfonso X, el Sabio, en el siglo XIII, constituyeron el intento más serio para elevar a un plano jurídico el poderío de la realeza y configurar las limitaciones de los señores feudales, aunque algunas expresiones señoriales de las “Partidas”, al parecer copiadas de la terminología extranjera, pudieran conducir a una falsa apreciación de las verdaderas relaciones sociales. Se ha hecho notar que en España es donde tal vez encuentra más firme apoyo la posición de los que, como Von Below, defienden la realidad de un verdadero concepto de Estado en la Europa medieval frente a los que, como Von Maurer, niegan eso para admitir solo un complejo de relaciones económico-señoriales sin base de derecho público.129
Durante las primeras décadas de la Reconquista, el desarrollo de la nobleza fue lento, ya que los reyes restringieron la concesión de tierras. Cuando las hicieron 128 129
J. M. Font Rius. Instituciones medievales españolas, p. 83, Madrid, 1949. Ibid., pp. 28-29.
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efectivas, tenían por objeto ganarse la adhesión de los caballeros para la guerra. “El rey, gran propietario, dio a los infanzones tierras en beneficio con la obligación de servir a caballo”.130 A medida que avanzaba la Reconquista, los reyes se vieron obligados a recompensar en mayor grado a la nobleza, generándose así una capa neofeudal de respetable poderío. Sin embargo, los señoríos de España nunca alcanzaron el desarrollo autónomo típico de sus similares de Europa. Los reyes españoles lograron, en importante medida, someter a la nobleza, aunque hubo excepciones, como Cataluña, menos afectada por los embates de la guerra, que conservaron durante siglos un régimen feudal más parecido al francés. Los intentos de consolidación feudal fueron neutralizados por las medidas implantadas bajo el gobierno de los Reyes Católicos, quienes lograron transformar a la nobleza en cortesana, es decir, dependiente del trono. Los señores feudales, ya subordinados al poder real, obtuvieron de todos modos notorias ventajas materiales. Cuando en los siglos posteriores, XVI y XVII, se producen tardíos y esporádicos resurgimientos de feudalismo, no existen condiciones para la estabilización de este sistema en España, debido al auge de la burguesía comercial, la industria gremial del artesanado, los comienzos del período de la manufactura y el crecimiento del sector de trabajadores asalariados. Desde el siglo XIII comenzó a desarrollarse un sistema de explotación ganadera que, a pesar de ser dirigido por la nobleza terrateniente también minaba las bases del régimen feudal. Nos referimos a la ganadería trashumante, que abastecía de lana a los centros textiles de los Países Bajos.131 Esta explotación de ovejas –que buscaban los pastos de verano en el norte e invernaban en los valles del sur–,132 no era propia del feudalismo, pues el producto se destinaba al mercado europeo. Los propietarios de ovejas se organizaron en asociaciones: los castellanos, en el “Honorable Consejo de la Mesta”, y los aragoneses en la “Casa de los Ganaderos”.
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Claudio Sánchez Albornoz. España y el Islam, p. 176. El mejor tratadista del tema es Julio Klein. “La Mesta”, Revista de Occidente, Madrid, 1936. “Los europeos recibieron (las ovejas), lo mismo que muchas otras cosas en el campo agrícola, de los árabes que las llevaron seguramente en el siglo XII, de Africa a España. Esta oveja fue lo bastante inteligente para no inmiscuirse en las luchas religiosas… los marinos recorrían dos veces por año centenares de kilómetros a través del país. Sin que se plantearan serios conflictos, las ovejas de las dos religiones invernaban en Andalucía y pasaban el verano en Castilla. Cuando se acentuó la lucha entre los españoles y moros, eso ya no fue posible. Los carneros de los musulmanes tenían la posición más favorable porque, en caso de necesidad, también en verano podían pacer en las praderas del sur, mientras que los marinos españoles sufrían en invierno una gran escasez de hierba. Esta circunstancia no fue la última razón por la que los españoles pusieron tanto entusiasmo en arrojar a los infieles de la Península”. (Richard Lewinsohn. Historia de los Animales. Trad. de su original inglés inédito por Ratto y Duval, p. 180, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1952.)
Una doble necesidad de la Mesta –empleo de escasa mano de obra y enormes extensiones de tierra para la cría del ganado lanar– determinaba que los campesinos, expropiados violentamente y expulsados de los campos, emigraran a las ciudades, con lo cual se debilitaba, asimismo, el régimen de servidumbre medieval. Los pequeños propietarios campesinos eran arrojados en masa de las tierras ocupadas desde hacía siglos por sus familias para que los latifundistas pudieran dedicarlas a la cría de ganado ovino. En rigor, el criterio de considerar a la Mesta como un sistema feudal de explotación de la tierra, proviene de aquellos que confunden feudalismo con latifundio. En la época moderna, por ejemplo, se registran grandes latifundios que no son feudales, sino empresas altamente capitalistas. Lo que caracteriza a una categoría económica –sea ésta agraria, minera o industrial– no es el aspecto exterior o formal, sino su contenido: el régimen de producción y de cambio, y la relación entre las clases. A nuestro modo de entender, el rasgo esencial del feudalismo no es la extensión del terreno –que durante el Medievo abarcó tanto grandes concentraciones como pequeñas parcelas diseminadas–, sino el régimen de propiedad privada de la tierra, de la pequeña producción agraria y artesanal, donde el trueque –y no el sistema monetario– es la base del escaso intercambio. La Mesta era aparentemente feudal, pero el tipo de explotación, dirigido hacia el mercado externo, minaba la estructura del feudalismo. En el momento de apogeo de la Mesta, siglo XVI, las lanas españolas ya no abastecían solamente a los centros manufactureros de los Países Bajos, sino a la propia industria peninsular, que comenzaba a producir para el nuevo mercado hispanoamericano. El resurgimiento de las ciudades desde el siglo XI, contribuyó a barrenar las bases del feudalismo. La organización municipal romana había ido decayendo hasta desaparecer casi por completo, a mediados del siglo VII. La invasión musulmana y las necesidades de la guerra, impulsaron la creación de ciudades muchos años antes que en el resto de Europa. Las ciudades españolas, más lentas en el desarrollo de su economía que las de otros pueblos, cuentan, en cambio, con una historia más larga, en cuanto fueron de las primeras que aparecieron en el paisaje de la civilización occidental … A diferencia de otros tipos de colonización medieval, como la de Alemania hacia Oriente, los reyes de Castilla, al avanzar al sur, recogían tierras que antes habían sido españolas, por lo cual era inevitable reanudar la historia peninsular. La inmensa mayoría de las ciudades castellanas no son, por ello, ciudades de nueva fundación. Esto determina que el problema del origen de las ciudades, con tantas variantes fuera de aquí, lo tengamos considerablemente simplificado.133 133
Ramón Carande. Sevilla…, op. cit., pp. 243-270.
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Los municipios comenzaron a aparecer en el siglo XI, en el centro de la península y, especialmente, en los valles del Duero. Durante el reinado de Fernando I, el Concilio de Coyanza, en 1050, confirmaba los fueros acordados a las villas. Los reyes, al segregar del régimen territorial de sus reinos estas corporaciones privilegiadas (las ciudades), favorecían con garantías de toda índole, tanto en la declaración de su derecho propio, constitución de sus tribunales y nombramiento de sus procuradores, como en la dotación de fuentes de ingresos, adjudicados muchas veces con una aparente renuncia o merma de sus mismas regalías. Así atraían pobladores; alineaban a sus más bravos y leales servidores y vasallos, fomentaban el rendimiento agrícola, y como inmediata consecuencia de su política, levantaban con cada ciudad un nuevo baluarte, y con sus habitantes una nueva milicia, y con sus riquezas un nuevo tesoro para mantener lo conquistado y para proseguir la acometida contra los árabes, enemigos por varias razones, sin que dejase de contar, entre las más poderosas, el hecho de que ocuparan, aún en las postrimerías de la Edad Media, las comarcas más fecundas de la península.134
La tendencia centralizadora de la realeza y las imposiciones militares de la guerra determinaron que las ciudades españolas no contasen con la autonomía que gozaron las ciudades italianas, alemanas y flamencas. Muchas de las villas de la Península Ibérica se crearon al principio con fines estratégico-militares. Pero, a medida que se consolidaba la Reconquista, las ciudades comenzaron a obtener mayores prerrogativas. La prueba más concluyente de que España avanzaba hacía un sistema socioeconómico distinto del feudalismo, reside en el incremento y consolidación de una nueva clase social: la burguesía comercial. España, motejada de feudal, fue la propulsora, junto a Portugal, de la revolución comercial que aceleró precisamente la crisis general del feudalismo europeo. Es cierto que la Liga Hanseática y los comerciantes venecianos, genoveses, turcos y musulmanes contribuyeron a este proceso de crisis, pero el golpe decisivo lo asestó la burguesía comercial ibérica con los frutos de los nuevos descubrimientos transoceánicos. El comercio de los mercaderes españoles con los musulmanes, el Atlántico Norte, Italia, Provenza y otros puertos del Mediterráneo, había creado en España una fuerte capa comercial. En 1143, los genoveses tenían fuertes intereses en Almenia, la zona más rica de Andalucía.135 134 135
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Ibid., p. 266. “De todas las colonias extranjeras –dice Carande– la genovesa es la que más rastro ha dejado de su participación en el comercio y en general en la vida de la ciudad (Sevilla) … Lo que explica en gran parte la protección dispensada a los genoveses, es la comprobación de que fomentaron el crédito público y de que trajeron a Sevilla oficios imprescindibles para equipar de armas y otros medios de defensa a los combatientes. Los aceites, los frutales, la compra y lavado de lanas son los productos que más interesan a los genoveses. Estos, como grandes navegantes y armadores y aún almirantes, tomaron parte culminante en la historia de Castilla y en la construcción y arriendo de naves”. (Ibid., pp. 287-293.)
Desde el siglo XII, Barcelona se destacaba por la audacia y el espíritu de empresa de sus marinos y comerciantes que llegaban a las islas del Mar Egeo, al Levante, Siria y Egipto, donde existía un considerable comercio desde el siglo IX. Con la intervención de los reyes de Aragón en Sicilia, se inició el proceso de expansión ibérica en el Mediterráneo a un ritmo superior al de Venecia, según Henri Pirenne. A fines del siglo XIII, Alfonso III conquistó el archipiélago de las Baleares. Bajo el impulso de la burguesía comercial, Alfonso IV, en el siglo siguiente, disputaba a Génova el control de Córcega y Cerdeña. En el año 1443, Alfonso V culminaba esta expansión (característica muy ajena al feudalismo) con la conquista del reino de Nápoles. El comercio con el Atlántico Norte se efectuaba desde los puertos del golfo de Gascuña. Hacia Brujas, donde ya en 1280 los comerciantes españoles habían obtenido una carta de privilegio, se exportaba metales (hierro de Bilbao), aceite de oliva, naranjas, granadas y, especialmente, lanas, que a fines de la Edad Media sustituyeron a las inglesas en la industria textil de los Países Bajos. Los comerciantes, enriquecidos con el intercambio anteriormente señalado, no solo reactivaron el comercio, sino que financiaron la flota para combatir a los árabes. Como demostración de su poderío, la burguesía comercial española logró a mediados del siglo XV imponer a la Liga Hanseática un tratado que le aseguraba su comercio en el Atlántico Norte. El capital comercial comenzó a financiar empresas, cuya variedad iba desde los pequeños talleres artesanales hasta los primeros centros manufactureros. Altamira anota que en Toledo, en el siglo XV, trabajaban 50.000 obreros en la confección de telas, y que Sevilla, bajo Carlos V, llegó a contar con 15.000 telares que ocupaban 130.000 operarios.136 Segovia tuvo más de 13.000 operarios. Estas ciudades y otras, como Barcelona, Valencia y Zaragoza, abastecieron gran parte de las necesidades internas y, sobre todo, las demandas de los nuevos mercados de ultramar. En el seno de estas ciudades se desarrollaba un nuevo sector social de trabajadores con características similares al de Brujas y Gante. El surgimiento de este sector de proletariado embrionario, que no era propiamente el artesano de las corporaciones medievales, aunque tampoco el obrero asalariado moderno, constituía un síntoma elocuente del grado de aflojamiento del régimen feudal y de la lenta desaparición de su pequeña industria doméstica.137 136 137
Rafael Altamira. Historia de España, tomo III, p. 438, Ed. Gili, Barcelona, 1913. R. Smith, op. cit., anota: “una clase numerosa de asalariados suponía la existencia de dinero abundante y mayor grado de especialización que el período anterior. No existen datos satisfactorios respecto a jornales en Aragón, Navarra o Valencia, antes de la segunda mitad del siglo XIV. Estos trabajadores se beneficiaron con el aumento alcanzado por los salarios reales que parece que fue de mucha importancia en la última mitad del siglo XIV. Las Cortes de Castilla de 1351 aprobaron un estatuto para los trabajadores en el que se determinaron los salarios máximos con el objeto de hacer frente a las demandas de los que, al ofrecer su trabajo en el campo, piden salarios tan elevados que no pueden ser pagados por los propietarios”.
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El auge económico de la burguesía comercial no tardó en expresarse en el plano político. Reyes y nobles, endeudados con los préstamos otorgados por la floreciente clase social, rectora del nuevo régimen de economía monetaria, se vieron obligados a darle una paulatina participación, aunque no decisiva, en los asuntos del Estado. Muchos años antes que la burguesía francesa o inglesa desempeñara tareas políticas de importancia, nos encontramos en España con una burguesía reconocida en las Cortes (año 1238) y en el gobierno municipal (año 1257). A mediados del siglo XII se reunían asambleas ciudadanas que recibieron el nombre de Cortes. Altamira señala que “León fue el primer país de la península (y de Europa también) en que los representantes de los municipios se reunieron ante el rey en forma de asamblea”.138 Las cortes eran convocadas por el rey; no legislaban, pero podían hacer peticiones al monarca y votar impuestos. “En fecha tan remota como el siglo XIV, las ciudades constituían ya la parte más potente de las Cortes… En la época de Fernando IV, por ejemplo, el rey se hallaba rodeado siempre de doce comuneros, designados por las ciudades de Castilla, que ejercían las funciones de consejeros privados”.139 La burguesía comercial española obtuvo estos derechos a causa del papel preponderante que jugó durante la Reconquista.140 La literatura española de la época –desde el Arcipreste de Hita hasta Fuenteovejuna y el alcalde de Zalamea– refleja con mayor riqueza que los documentos oficiales, la influencia que ejercía la burguesía naciente sobre las costumbres y la cultura de la España del siglo de la conquista americana.
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R. Altamira, op. cit., p. 431. Marx-Engels. La Revolución Española, pp. 8 y 48, Ed. Lenguas Extranjeras, Moscú. La necesidad de mantener ejércitos grandes y la temprana aparición del poder monárquico hicieron sentir en ambos países ibéricos, antes que en otras partes de Europa, la necesidad de una organización financiera que respaldara las empresas monárquico-militares. Esa organización, que estuvo en manos de capitalistas privados, adquirió gran desarrollo y fue aceptada por los monarcas como una necesidad política y militar impostergable. Los capitalistas adelantaban a los monarcas fuertes sumas de dinero y, en pago, organizaban la cobranza de ciertos impuestos… Fueron numerosos los casos de monarcas medievales que pusieron en manos hebreas la administración de sus finanzas y que dependieron enteramente de ellos para financiar sus guerras. Se sabe eso con certidumbre de Alfonso VI (1072-1109), Alfonso VII (1126-1157) y Fernando III el Santo (1217-1252), de Castilla y León; y de Jaime I de Aragón (siglo XIII)”. (Sergio Bagú. Economía de la Sociedad Colonial, p. 36 y 38, Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1949.)
Caracterización general de la España del siglo XV El impacto de la prolongada invasión musulmana, el temprano y acelerado fortalecimiento de la realeza, la evolución peculiar de un campesinado semilibre, la explotación ganadera para el mercado externo, el surgimiento de las ciudades, de un nuevo sector de trabajadores y de una burguesía comercial relativamente poderosa, condicionaron una España que se abría paso hacia el capitalismo. Esta generalización no significa desconocer la existencia de remanentes feudales activos. Si nos atreviéramos a afirmar que la España del siglo de la conquista americana era ya una nación típicamente capitalista, cometeríamos la misma apreciación unilateral que los sostenedores de la tesis de la España feudal. En la Península Ibérica se mantuvieron, durante siglos, instituciones feudales, títulos de nobleza y señores de la tierra que trataron de consolidar una relación feudal con los campesinos. A pesar de estas trabas feudales, España evolucionó hacia el sistema capitalista. En el siglo XVI, la monarquía decretó la extinción de la servidumbre. Los reyes impusieron su poderío sobre la tendencia autonomista de los señores feudales y la nobleza se convirtió en soberana, dependiente de la monarquía. En la guerra contra Doña Juana (la Beltraneja) por la posesión del trono, Isabel se apoyó en la burguesía y en las comunidades urbanas contra la aristocracia terrateniente. Los monarcas españoles tendieron a lograr la unidad nacional, característica esencial de los Estados modernos. No por casualidad, Maquiavelo, en El Príncipe, elogiaba los esfuerzos de Fernando por alcanzar la unidad nacional de España en el siglo XV. Francia e Inglaterra conquistaron su unidad a fines del mismo siglo, durante los reinados de Luis XI y Enrique VII, respectivamente. Las limitaciones de esta evolución aflorarán después de la conquista de América. Veremos los febles cimientos de la unidad nacional española, el regionalismo estrecho de las ciudades, la incapacidad de la burguesía para desarrollar la industria manufacturera, las medidas represivas de Carlos V contra los Comuneros de Castilla, las Hermandades de Valencia y la expulsión de judíos y árabes, baluartes de la artesanía y el comercio; la crisis de los precios que provoca el torrente de oro y plata del Nuevo Mundo y la persistencia en aplicar una política metalista en vez de impulsar el mercantilismo basado en los productos de la propia industria nacional. Conclusivamente, podemos caracterizar a la España del siglo de la conquista americana, como un país en transición del feudalismo al capitalismo; una nación de desarrollo desigual y combinado en la que, junto a instituciones feudales, coexiste una burguesía relativamente poderosa que trabaja para el mercado externo. Este capitalismo español no es el capitalismo industrial moderno, sino un capitalismo incipiente, primitivo y esencialmente comercial.
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*Actualizamos este capítulo con nuevos estudios efectuados por varios investigadores. La historiadora Reina Pastor ha demostrado que desde la segunda mitad del siglo XII, luego de la reconquista de Toledo y de la crisis del Califato de Córdoba, hubo un fortalecimiento de la gran propiedad territorial en detrimento de los pequeños propietarios mozárabes, que se vieron obligados a endeudarse o a entregar sus tierras cultivadas a los militares y a la iglesia, especialmente en Toledo.141 Aunque todavía está por demostrarse si Sánchez Albonoz y Valdeavellanos exageraron acerca de la importancia del campesinado relativamente “libre”, parece evidente la crisis de los pequeños propietarios a partir del siglo XII, y su encomendación territorial a través de la “behetría”, por la cual los campesinos cedían sus tierras al señor a cambio de protección y del pago de un censo anual en especie. A nuestro modo de entender, la sociedad medieval de la región central de España evolucionó de manera diferente al resto de Europa Occidental porque, básicamente, estuvo condicionada por siete siglos de dominación árabe, cuyo modo de producción no era precisamente feudal, sino de tipo tributario y comercial. El hecho de que el régimen de servidumbre de la zona centro-sur de la península ibérica evolucionase de una manera diferente al de otras regiones de Europa occidental, no significa ausencia total de feudalismo, como llegaron a sostener Claudio Sánchez Albornoz y Luis García de Valdeavellanos,142 quienes pusieron el acento en lo institucional-jurídico, en detrimento de la estructura social y económica. A nuestro juicio, hubo relaciones de producción preponderantemente feudales, aunque no Estados feudales consolidados como en Europa occidental; inclusive, esas relaciones feudales tuvieron características específicas del río Duero al sur. Por eso, tenemos algunas diferencias con Salvador Moxó, respecto a la preeminencia en España de un régimen señorial similar al de Europa occidental, aunque coincidimos con él en la no cristalización de un Estado político feudal en España, debido a la ausencia de desarrollo de las instituciones vasalláticas, mediatizadas por el carácter de sociedad fronteriza, en plena guerra de reconquista. Quizá podría esclarecerse mejor el proceso de feudalización ibérica si se intentara una periodización que contemplara las diferentes fases del feudalismo español, porque, obviamente, es cualitativamente diferente el período que se abre con las invasiones “bárbaras” y el que le sucede con la conquista musulmana. Inclusive, bajo esta * 141
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Texto agregado por el autor con posterioridad a la edición de 1967 (N.E.). Reina Pastor. Del Islam al Cristianismo, p. 10, Ed. Península, Barcelona, 1975. Su tesis central es que la Reconquista fue el momento político y militar de la dominación de la formación social feudal sobre la tributación mercantil árabe. Claudio Sánchez Albornoz. España, un enigma histórico. Vol. II, p. 56 y ss. Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1956 y Luis García de Valdeavellanos. “Las instituciones feudales en España”, en Gansshof, F.L. El Feudalismo, p. 231, Ed. Ariel, Barcelona, 1963.
dominación extranjera existen subperíodos como el que va del siglo VII al XI, en que entra en crisis el Califato de Córdoba, y el que le sigue entre los siglos XII y XIV, donde el régimen feudal se va haciendo menos atípico, pero sin llegar al tipo de Estado feudal francés, alemán o inglés. “Feudalizada la sociedad –dice Moxó– no se feudalizaron, sin embargo, los cuadros del Estado”.143 Además, España medieval no era un bloque homogéneo; mientras el feudalismo de la región de Castilla al sur tuvo características sui-géneris, el de Aragón y Cataluña siguió una evolución similar a la de Europa occidental, imponiéndose la relación de servidumbre llamada “remensa” o redención, por la cual los siervos pagaban la renta en trabajo, laborando varios días al mes en la tierra del señor; o en especie, entregando hasta casi la mitad de la cosecha, con la esperanza de poder llegar algún día a recuperar su condición de campesinos libres. Este sistema de servidumbre desencadenó las grandes rebeliones campesinas de Cataluña y Aragón en el siglo XIV, que obligaron a la burguesía comercial de Barcelona a reajustar el sistema a través de los decretos de 1455 y 1486, dando paso a un embrionario peonaje asalariado, a los arrendatarios y a los aparceros.
143
Salvador de Moxó. “Feudalismo europeo, feudalismo español” en Hispania, p. 132 vol. XXIV Nº 93, Madrid, 1964 y “Sociedades, Estado y Feudalismo” en Revista de la Universidad de Madrid Nº 78, Madrid, 1972.
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Cuadro cronológico de España (siglos VIII al XV) León, Asturias y Castilla
Navarra, Cataluña y Aragón
714 Pelayo
874 Wilfredo (condado Barcelona)
920 (?) Fernán González 905 Sancho García (Castilla) 994 Alfonso V reorganiza la resistencia
1065 Alfonso VI. Andanzas del Cid 1085 Toma de Toledo. 1109 Doña Urraca 1126 Alfonso VII 1144 Portugal se separa de España.
912 Abderramán III (auge imperio Musulmán).
s. XI Fuero a villas. 1090 Yusuf (Almorávide) Comercio. Auge judío.
1104 Alfonso I reconquista Zaragoza.
1105 Alí
1130 Alfonso II une Aragón y Cataluña. 1150 Dominación almohade.
1217 Fernando III 1227 Jaime I conquista conquista reinos Baleares. árabes. León se une a Castilla.
1235 Alfonso XI. Etapa final Reconquista.
s. X Feudalismo sui generis.
1030 Sancho III une León 1031 Término del Castilla, Aragón. califato. División. 1035 Ramón Berenguer Reinos de Taifas. (Cataluña)
1212 Triunfo en Navas de Tolosa.
1252 Alfonso X
Economía y Sociedad
711 Invasión de España. Árabes introducen azúcar, algodón, 756 Abderramán I gusano de seda, obras hidráulicas. 822 Abderramán II
740 Alfonso I inicia Reconquista. 866 Alfonso III
Reino Musulmán
s. XII Surgen las Cortes.
s. XIII Se inicia desarrollo de la Mesta. Se afianza la reyecía. 1238 Reino de Granada.
s. XIV Florece burguesía comercial. Auge Cortes.
1234 Navarra, feudo de Francia. 1300 Jaime II 1335 Pedro IV
1447 Isabel. Unidad de Castilla y Aragón.
1416 Alfonso V, conquista Nápoles. 1458 Fernando
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1492 Caída de Granada.
s. XV Transición del feudalismo al capitalismo.
capítulo vii El descubrimiento de América
El desarrollo de las fuerzas productivas, que había iniciado un auge relativo durante los siglos XII y XIII, después del prolongado estancamiento de la temprana Edad Media, comenzaba hacia el siglo XV a ser constreñido por las atrasadas relaciones de producción. Las fuerzas productivas, fundamentalmente la tecnología y los instrumentos de producción, frutos del trabajo humano, constituyen el factor dinámico y revolucionario de la sociedad que, en un momento del proceso, entra irreversiblemente en contradicción con las relaciones de producción, cuyo substrato resistente al avance son las formas de propiedad. Aunque a fines de la Baja Edad Media no se manifiesta un estancamiento de las fuerzas productivas, el impetuoso avance iniciado en el siglo XIII, era trabado por el régimen feudal agrario y artesanal. Según Henri Pirenne: se observa durante los primeros años del siglo XIV, no diremos una decadencia, pero sí una suspensión del desarrollo económico… el comercio deja de extender el área de su expansión. No rebasará, antes de la época de los grandes descubrimientos de la primera mitad del siglo XV, los límites que tenía… el particularismo urbano impulsó a las villas a poner cortapisa al gran comercio, como ya lo había hecho al respecto de la industria… en el siglo XIV, la economía urbana llevó hasta el extremo el espíritu de exclusivismo local que era inherente a su naturaleza.144
En los umbrales de la época moderna, se agudiza la contradicción entre el particularismo de las ciudades medievales y la necesidad de expansión del incipiente capitalismo. La burguesía se estaba transformando de mera intermediaria y prestamista de dinero en banquera, es decir, financista de empresas comerciales y manufactureras. No era aún la burguesía industrial moderna, pero ya galopaba sobre las grupas del proletariado embrionario succionando el oxígeno de la plusvalía. Abraham León, en un libro pleno de sugerencias, afirma: El dinero prestado por el usurero no creaba plusvalía; permitía solamente apropiarse de una parte del plusproducto ya existente. La función del banquero es diferente. Contribuye 144
Henri Pirenne. Historia Económica y Social de la Edad Media, pp. 192, 193, 211, Ed. FCE, México, 1947.
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directamente a la producción de plusvalía. Es productivo. Mientras que en la época feudal el crédito es esencialmente un crédito de consumo, en el período del desarrollo comercial e industrial, se transforma en un crédito de producción y de circulación. Hay, pues, una diferencia esencial entre el usurero y el banquero. El primero es el órgano de crédito de la época feudal, mientras que el segundo es el órgano de crédito en la época de la economía cambista. El hecho de ignorar esta distinción fundamental ha inducido a error a casi todos los historiadores. Ellos no ven ninguna diferencia entre el banquero de la antigüedad, el banquero judío de Inglaterra en el siglo XI y Rotschild o el mismo Fugger.145
Este proceso de transformación de la burguesía comenzó a plasmarse en el siglo XV con la creación de grandes sociedades comerciales, que perfeccionaron el crédito y el sistema de letras de cambio. Bancos, como la Casa de San Giorgio de Génova en 1407 (el primero de los bancos modernos), el de Soranzo en Venecia y el de los Médicis en Florencia, combinaban el comercio del dinero con el de las mercancías y el financiamiento de nuevas empresas. Gran parte de los banqueros, como Jacques Coeur, se hicieron poderosos actuando también como proveedores de las cortes y los ejércitos reales. Mediante el apoyo de los reyes, los banqueros y comerciantes trataron de quebrar el particularismo cerrado de las ciudades medievales. La burguesía comercial española del siglo XV era parte integrante de este proceso, como lo demuestran sus relaciones con los banqueros alemanes y genoveses. No podría explicarse el financiamiento de las numerosas empresas de ultramar sin la participación activa de los banqueros. Otro factor que impulsó a la burguesía a aventurarse hacia nuevas zonas geográficas, fue la escasez de medios de cambio, de oro y plata. En carta del 27-X-1890, Engels señalaba a C. Schmidt: El descubrimiento de América se debió a la sed de oro que anteriormente había lanzado a los portugueses al África, porque la industria europea, enormemente desarrollada en los siglos XIV y XV, y el comercio correspondiente, reclamaban más medios de cambio que los que podía proveer Alemania, la gran productora de plata de 1450 a 1550.
A fines de la Edad Media, la minería y la metalurgia europea estaban todavía muy retrasadas. Pirenne afirma que la “metalurgia de la Edad Media –y tal vez este es el punto en que la economía de aquella época ofrece el mayor contraste con la moderna– conoció únicamente una explotación sumamente rudimentaria. Los mineros de Tirol, de Bohemia y de Carintia parecen haber sido una variedad de campesinos dedicados en común a la horadación de una montaña por medio de los procedimientos más primitivos. Será preciso esperar hasta el siglo XV antes de que los capitalistas de
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A. Léon. Conception Matérialiste de la Question Juive, p. 66, Ed. Pionniers, París, 1946.
las villas vecinas los sometan a su influencia e intensifiquen la extracción que, aun entonces, seguirá siendo bastante insignificante”.146 En el siglo XIV comenzó a emplearse la rueda hidráulica para mover fuelles y martillo, que trituraban el metal; luego se obtuvo fierro fundido. Recién en el siglo XV aparecieron los altos hornos; el descubrimiento de la extracción de metales preciosos por medio de la amalgama data de la segunda mitad del siglo XVI. El investigador europeo E. Nordenskjöld ha sostenido que la minería y la metalurgia europeas de fin de la Edad Media, no era mucho más adelantada que la de los indígenas de las altas culturas americanas. Alemania –a pesar de ser la principal productora de metales de la época y de poseer los mejores especialistas de monopolizar el tráfico del cobre de Hungría– no alcanzaba a abastecer las necesidades de plata y oro que exigía el desarrollo comercial y cambiario de una burguesía en pleno proceso de transformación. La necesidad de expansión del naciente capitalismo condujo a intentar la aventura transoceánica. Ella fue posibilitada por los avances científicos en la náutica (brújula, cartas marinas, astrolabio para medir la latitud, etc.), por los nuevos conceptos sobre la esfericidad de la Tierra, por los progresos de la técnica naval en la construcción de barcos y por la capacidad de la floreciente burguesía para financiar riesgosos viajes de una envergadura desconocida hasta entonces. La burguesía comercial ibérica buscaba, en la segunda mitad del siglo XV, una nueva ruta a las Indias con el fin de quebrar el monopolio que árabes y turcos ejercían sobre el Mediterráneo después de la toma de Bizancio en 1453. La expedición de Colón fue costeada por los comerciantes españoles y genoveses. Los primeros invirtieron cerca de dos millones de maravedíes, de los cuales más de la mitad provino de un préstamo de los mercaderes de la Santa Hermandad. El resto lo cubrió Martín Alonso de Pinzón, el comerciante más rico de Palos, a quien Colón habría prometido la mitad de sus ganancias. Algunos autores sostienen que Colón fue ayudado también por los mercaderes genoveses Di Negro y Doria, y el banquero florentino De Juanoto Berardi.147 El descubrimiento de América fue un triunfo no solo de la burguesía comercial española, sino también de los banqueros genoveses, flamencos y alemanes. Este suceso de trascendental importancia permitió a la burguesía europea, en su conjunto, dar un salto progresivo en las empresas bancarias y manufactureras. El descubrimiento del Nuevo Mundo posibilitó el avance industrial, socavó las bases estructurales del feudalismo y contribuyó, en una medida no debidamente apreciada todavía por los historiadores europeos, al desarrollo del capitalismo moderno. 146 147
H. Pirenne. Historia Económica y…, op. cit., p. 160. Volodia Teitelboim. El Amanecer del capitalismo y la conquista de América, Santiago, 1943.
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Es interesante anotar que el auge manufacturero, producido por la colonización de las nuevas zonas geográficas, fue promovido por los intereses comerciales. Aunque el comercio es una actividad secundaria que no engendra riquezas, sus intereses inmediatos condujeron al descubrimiento y la colonización de regiones que jugaron un papel decisivo en el auge de la manufactura y el posterior advenimiento de la revolución industrial. Los descubrimientos del siglo XV dieron origen a la formación del mercado mundial capitalista, inaugurando una nueva etapa en la historia. “La biografía moderna del capital se abre en el siglo XVI, con el comercio y el mercado”.148 El mercado mundial quebró el particularismo cerrado de las ciudades medievales. Los torrentes de oro y plata indianos liquidaron definitivamente la economía natural que aún subsistía en gran parte de la Europa feudal. Los talleres artesanales, insuficientes para atender la demanda de los nuevos mercados, fueron reemplazados por la propia burguesía comercial y bancaria, que así cambiaba su carácter histórico. La incapacidad de la burguesía española para integrarse a este proceso de industrialización, al cual ella había contribuido en forma decisiva con el descubrimiento de América, es una de las paradojas más notables de la historia. Algunos escritores han tratado de explicarse este fenómeno con la teoría de la “grandeza y decadencia” de España. Al decir de estos autores, España habría tenido un período de extraordinario esplendor hasta el siglo XV; después de la conquista de América, habría sucedido la decadencia. Así los escritores alemanes han amplificado la magnitud del colapso con el fin de glorificar por contraste al emperador Carlos V, de raíces germánicas; los italianos han procedido igualmente por el deseo de cargar en cuenta ajena el hundimiento de su país; los autores franceses y españoles lo han hecho con el ánimo de exaltar la política económica de los Borbones; finalmente, los liberales y protestantes de todos los países, para estigmatizar la Inquisición y la persecución de las minorías raciales.149
Al finalizar el capítulo anterior, habíamos advertido acerca de las limitaciones de la España del siglo XV. Su evolución hacia el capitalismo no significaba “grandeza”, sino solamente un proceso de transición que podía o no culminar en una nación capitalista moderna. Este proceso fue coartado en el siglo XVI por las contradicciones internas de España, que condujeron a sus monarcas a practicar una política económica básicamente comercial y metalista, en vez de alentar el desarrollo manufacturero. 148 149
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Carlos Marx. El Capital, I, p. 163. Jaime Vicens Vives. Historia Social y Económica de España y América, tomo III, p. 250, Ed. Teide, Barcelona, 1958.
El hecho de que España tuviera una burguesía comercial en condiciones de financiar, en común con los banqueros genoveses, las empresas de ultramar, no significa exagerar su “grandeza”, sino registrar una etapa de transición progresiva del feudalismo hacia el capitalismo. La “decadencia” de España no será producto del desgaste de la colonización americana, sino de la incapacidad de sus clases dominantes para acometer la tarea de industrialización. No compartimos el criterio racista y psicológico de Encina acerca de que España entró en crisis porque fue gobernada por una familia de neuróticos, abúlicos y “desconformados” cerebrales; o porque en las guerras del siglo XVI “la nación perdió los últimos restos de la sangre nórdica que corría en sus venas”.150 Tampoco compartimos la tesis de Jaime Eyzaguirre, según la cual la “decadencia” de España se produjo por la “carencia de sentido económico y el escrúpulo ético frente al uso de las riquezas”.151 No es efectivo que la causa del fracaso de España fuera su falta de espíritu de lucro, inspirada por una religión –la Católica– ajena al “materialismo” de los protestantes. Como prueba, ahí tenemos el ejemplo de Francia que, dirigida por férreas manos católicas, alcanzó un notable desarrollo capitalista. En contraste, países gobernados por el protestantismo, como Alemania, fracasaron estrepitosamente en su desarrollo burgués durante los siglos XVI, XVII y XVIII. Jamás la superestructura religiosa ha sido factor condicionante del desarrollo de la sociedad, aun cuando en algunas ocasiones haya contribuido a su manifestación histórica. La crisis de España no fue producto del “catolicismo inherente al español”, como dicen algunos autores (Robertson), ni de su antiprotestantismo y menos de una supuesta falta de lucro material de sus clases dominantes. Tampoco fue el resultado de la holgazanería del español, como se ha dicho, o de su desprecio por el trabajo manual, interesada imagen transmitida por los escritores y viajeros ingleses. La literatura clásica española, en especial Cervantes, Quevedo y los cultivadores del género satírico, han descrito tipos humanos como el Buscón, el Hidalgo, etcétera, que efectivamente existieron, pero eran la consecuencia y no la causa de la crisis española. España era, en el siglo XV, una nación de desarrollo desigual y combinado, de notable avance comercial, pero de particular atraso en el desarrollo de las fuerzas productivas. El progreso comercial y monetario no es factor esencial en la sociedad capitalista. Tuvo importancia durante la Baja Edad Media, acelerando la crisis del feudalismo. Pero en la época moderna, el índice para medir el progreso de una nación es el grado de desarrollo de las fuerzas productivas en el campo de la manufactura, antesala de la gran industria. La burguesía española fue incapaz de superar su etapa comercial; se mantuvo durante casi todo el período de la colonización como 150 151
Francisco Encina. Historia… op. cit. II, p. 468, 502. Jaime Eyzaguirre. Historia de Chile, op. cit., p. 146.
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intermediaria de los productos manufacturados ingleses y franceses. “La ley según la cual el desarrollo autónomo del capital comercial está en razón inversa del desarrollo de la producción capitalista, se verifica más claramente en los pueblos en los cuales el comercio era un comercio de intermediarios”.152 A diferencia de Francia e Inglaterra, España no pudo lograr una real unidad nacional. La unificación alcanzada por Fernando e Isabel, no fue el resultado de una evolución capitalista y de una integración homogénea de los reinos, sino una fusión por arriba, impuesta formalmente. Las posteriores rebeliones provinciales y la continuidad del movimiento separatista, de Cataluña y Aragón, fueron signos elocuentes de las febles bases en que descansaba la unidad nacional. En contraste con Inglaterra y Francia, el reino español no tuvo una burguesía nacional integrada, sino diferentes burguesías locales, con mezquino sentido provinciano. Luego de un período de apoyo a la burguesía, los reyes de España, comprometidos con la Iglesia y los terratenientes, dejaron de alentar medidas en favor de la nueva clase social que reclamaba saneamiento de tributos, anulación de gabelas feudales, franquicias en la circulación de mercancías, etcétera. La burguesía inició un movimiento insurgente, pero fue aplastada por Carlos V en la Guerra de los Comuneros de Castilla y de las Hermandades de Valencia en 1520. La guerra de los comuneros castellanos contra el rey y la nobleza –señala Maurin– fue una revolución burguesa vencida. La burguesía no había adquirido aún el suficiente desarrollo para tomar el poder. Tuvo la victoria militar varias veces al alcance de la mano, pero no sabía qué hacer. Le asustaba el éxito. Todavía consideraba al rey como indispensable. Solamente Acuña, el obispo rebelde de Zamora, hablaba, aunque vagamente, de una república como las de Génova y Venecia. En esta primera gran batalla de la burguesía española, los campos estuvieron bien delimitados: a un lado, los menestrales, los procuradores, es decir, toda la burguesía urbana de Castilla; al otro, el rey, el alto clero y la nobleza… La burguesía española, más de un siglo antes que la inglesa, más de un siglo y medio antes que la francesa, quiso llevar a cabo su misión histórica. Fracasó.153
Bajo la presión de los señores feudales, de la Iglesia y de los banqueros genoveses y alemanes, de los cuales eran deudores morosos Carlos V y Felipe II, se expulsó a los judíos y árabes. La burguesía, herida en un ala por las medidas represivas de los Habsburgos, se vio obligada a replegarse durante dos siglos, hasta el advenimiento de los Borbones. En el intertanto, siguió financiando las empresas de ultramar, aunque no tuvo fuerza para imponer medidas proteccionistas que le hubieran permitido entrar en la etapa manufacturera.
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Carlos Marx. El Capital, Libro III. Joaquín Maurin. La Revolución Española, pp. 18 y 19, Ed. Cénit, Madrid, 1932.
Las monarquías inglesa y francesa, impulsadas por el peso de sus propios burgueses, siguieron una política diametralmente opuesta. Inglaterra inició en el siglo XIV la era del proteccionismo al prohibir a Eduardo II la importación de paños extranjeros. En 1381, un acta gubernamental reserva la navegación del país a los barcos ingleses. En 1455 se impedía la internación de tejidos de seda que hicieran competencia a los nacionales. En 1464, la política proteccionista y mercantilista de Enrique VII, el realizador de la unidad nacional, prohibía la entrada de paños de Europa. Por su parte, Francia, bajo Luis XI, inauguraba el proteccionismo, asegurando el predominio de la feria de Lyon sobre la de Génova, tratando de aclimatar los gusanos de seda y protegiendo la industria minera en el Dauphiné. Estas medidas proteccionistas constituyeron la clave del éxito para el desarrollo industrial de Inglaterra y Francia. El proteccionismo manufacturero, basado en el desarrollo de las fuerzas productivas, dio un nuevo carácter al mercantilismo. Es corriente el uso del término mercantilista para expresar una política económica esencialmente cambiaria. En realidad, el mercantilismo ha atravesado por diversas etapas. En los comienzos del siglo XVI, otorgaba atención preferente a los fenómenos de la circulación monetaria, sin preocuparse del proceso de la producción. El Estado debía intervenir directamente para asegurar una mayor entrada de oro y plata y una mínima salida de los mismos. Este mercantilismo primario fue transformándose a medida que se ensanchaba el mercado mundial. En el siglo XVII, ya no se trataba solamente de acaparar metales preciosos, sino de exportar productos manufacturados. El mercantilismo se convirtió entonces en una política económica tendiente a exportar manufacturas nacionales en mayor cantidad que la importación de artículos elaborados. Para ello era necesario que el Estado fomentara y protegiera la industria nacional ante la competencia de artículos manufacturados extranjeros. Colbert, ministro de Luis XIV, fue el mejor exponente de esta política económica proteccionista, inspirada en las ideas del nuevo mercantilismo. La Alemania de los siglos XVI y XVII sufrió una crisis similar a la de España. La industria gremial del artesanado y el comercio alemán (Liga Hanseática) habían adquirido, al igual que los ibéricos, un notable avance durante la Baja Edad Media. Pero mientras en Francia el desarrollo del comercio y de la industria tuvo como consecuencia la creación de intereses generales en el país entero, y con esto la centralización política, Alemania no pasó de la agrupación de intereses por provincias, alrededor de centros puramente locales que llevó aneja la fragmentación política.154 La causa esencial de la crisis española radica en la política fundamentalmente comercial y metalista practicada por los Habsburgos, en lugar de una orientación mercantilista, de proteccionismo a la industria nacional. La clase dominante de España se limitó a ser intermediaria de las manufacturas de los países europeos. Poseedora de 154
Federico Engels. La Guerra de los Campesinos en Alemania, p. 9, Ed. Problemas, Buenos Aires, 1941.
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cuantiosos valores de cambio, del oro y la plata que aportaba la conquista americana, transitó por el fácil camino de la compra de artículos elaborados en otras naciones. Paradójicamente, España se convirtió en la principal impulsora de la industria de los países que secularmente fueron sus enemigos: Inglaterra y Francia. En uno de los estudios importantes sobre esa época, se afirma: Reiteradamente se ha dicho, dando por sentado que el mercantilismo imperó entonces en España, que a esta política se deben muchos de los descalabros que España padeció… La afirmación es sumamente aventurada. Lo que se sabe de nuestra política bajo los Austrias no corre riesgo, como reproche ni como alabanza de ser tildado de mercantilismo… Cuando mucho más tarde, en 1742, Ustariz presenta la “nueva política”, es decir, el mercantilismo de Colbert, a los españoles, cuando enjuicia la política desarrollada durante los siglos precedentes, no vislumbra vestigio alguno de mercantilismo.155
Los cargamentos de oro y plata americanos produjeron la “revolución de los precios” en Europa y un inusitado proceso inflacionista en España. De acuerdo a las estadísticas confeccionadas por el especialista Earl Hamilton, el índice de los precios fluctuó de 33.3 en 1501, a 69 en 1550, para dar un salto extraordinario a 137 en 1600.156 Hubo una sensible baja del valor de la moneda y un aumento de la demanda de artículos manufacturados. La fanega de trigo que costaba 110 maravedíes bajo los Reyes Católicos, subió a 952 a fines del siglo XVI. Los precios de los terciopelos, paños, sombreros y textiles en general, aumentaron en más de tres veces su valor. El comercio –según J. Larraz– era afectado por las “crecientes y menguantes” de la moneda. Se acentuó la crisis agrícola que había ya provocado la ganadería transhumante de la Mesta, cuyo único interés era exportar lana a los telares de Lyon y Flandes, en detrimento del mercado interno. A mediados del siglo XVI, la Mesta poseía 7 millones de ovejas y exportaba más de 100.000 quintales de lana. Los pequeños propietarios y jornaleros fueron expulsados de los campos, quedándoles como alternativas el vagabundaje, el ingreso a las órdenes religiosas pobres o la aventura del Nuevo Mundo. El aumento del precio de las tierras condujo a ciertas capas de pequeños y medianos propietarios a la venta de sus predios. La especulación económica de las clases dominantes terminaba por expresarse en la compra de esa tierras, bienes inmuebles, que constituían uno de los rubros que se valorizaba ante la inflación galopante. Podríamos afirmar que esta crisis contribuyó en forma decisiva a la consolidación del latifundio español. Paralelamente, la monarquía elevó los impuestos al capital y a la compraventa, gravando con cientos, diezmos y alcabalas.
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Ramón Carande. Carlos V y sus banqueros, p. 89, Ed. Revista de Occidente, Madrid, 1943. Earl J. Hamilton. The American Treasure and the Prices Revolution in Spain, 1501-1650. Harvard, 1934.
A partir de 1575 –dice Larraz– la curva del índice tributario monta considerablemente sobre la curva del índice general de precios; desde dicho año, el Fisco no solo se resarce de la pérdida del poder adquisitivo del dinero, sino que, además, aumenta la presión tributaria grandemente. Este aumento de presión fiscal cobra mayor significado si tenemos en cuenta que la industria y la agricultura castellanas trabajaron menos intensamente en el último cuarto del siglo XVI.157
Larraz opina que existieron dos etapas en la España de la conquista americana. Una, de 1500 a 1550, caracterizada por el estímulo de los metales indianos que “impelieron la economía castellana”, y otra, de 1550 a 1600, presidida por un agotamiento de la coyuntura de alza. Es efectivo que en las primeras décadas del gobierno de Carlos V hubo un auge en las ventas de la industria manufacturera, pero esta prosperidad descansaba sobre una débil estructura socio-económica. A nuestro juicio, el error de Larraz –como el de tantos otros economistas– es hacer cortes transversales en detrimento de todo el proceso global de la sociedad. La crisis española de fines del siglo XVI tenía raíces muy hondas. Su clara manifestación a la muerte de Felipe II, en 1598, será el resultado de un proceso que venía generándose desde hacía más de un siglo: problemas insolutos de unidad nacional, consolidación del latifundio e incapacidad de los monarcas y de la burguesía para desarrollar la industrialización y crear su propio mercado interno. En el momento de mayor auge –primera mitad del siglo XVI– la industria manufacturera, en su afán de abastecer la creciente demanda, bajó la calidad de los productos. La política económica de la monarquía, embotellada por las necesidades del mercado mundial en formación, fue tan miope, que en 1552 prohibía exportar lencería, seda y cueros curtidos para América. Otra cédula real dejaba exportar lana a condición de que se trajeran fardos de lienzo elaborados por industrias extranjeras. Esta política suicida condujo a la bancarrota de la industria manufacturera española; En 1558 habían cesado de funcionar casi todos los telares de Toledo; los de Cataluña, Valencia y Granada disminuyeron en cerca de diez veces. En 1594 las cortes manifestaban al rey: “En los lugares de obrajes de lanas, donde se solían labrar veinte y treinta mil arrobas, no se labran hoy seis”. Los comerciantes extranjeros invadieron los mercados españoles con productos de mejor calidad y más baratos, ya que el valor de la moneda en España era inferior al de cualquier otro país europeo. “Las manufacturas españolas, perdiendo continuamente rentabilidad, en lugar de desarrollarse, entraron en la pendiente que las llevó a la desaparición casi completa. Convertirse en intermediario o en cómplice de los comerciantes extranjeros llegó a ser más beneficioso que producir y vender directamente”.158 157 158
José Larraz. La época del mercantilismo en Castilla (1500-1700), p. 79, Ed. Atlas, Madrid, 1943. G. Munis. Jalones de derrota: promesas de victoria, p. 17, Ed. Lucha Obrera, México, 1948.
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Los metales preciosos de América entraban por España y finalmente se derramaban por las principales plazas comerciales europeas. Quevedo expresaba poéticamente el destino del oro indiano: “Nace en las Indias honrado, donde el mundo le acompaña, viene a morir en España y es en Génova enterrado”.
Un viajero francés del siglo XVII comentaba: Cuando considero esta extraña mezcla de gentes –en Cádiz, en día de mercado– no puedo menos de recordar un cuadro que vi en Holanda. Aparecía en él el rey de España apoyado sobre una mesa llena de piezas de a ocho; a cada lado, el rey de Inglaterra y los Estados Generales deslizaban sus manos por debajo de los brazos del monarca español para coger el brillante metal. Detrás de su silla los genoveses le hacían muecas y ante sus ojos, sin ningún recato, el rey de Francia arrebataba el oro hacia sí.159
Los banqueros y comerciantes alemanes e italianos se apoderaron de las ramas básicas de la economía española. El comercio monopolista de Sevilla quedó en manos extranjeras. En 1528, las Cortes expresan que los genoveses son dueños de la mayoría de las empresas comerciales y dominan por completo la industria del jabón y el tráfico de la seda granadina. En 1542, denuncian también las Cortes que los genoveses monopolizan el comercio de los cereales, la seda y otros muchos artículos… No nos dejemos engañar por las cuantiosas riquezas que bajo Carlos I están acumulando los comerciantes monopolistas de Sevilla. Muchos de ellos no son españoles y los dividendos no se quedan en territorio nacional.160
Una comunicación de las Cortes de Valladolid al rey en 1548, expresaba: Que habiendo sido socorrido V. M. en Alemania y en Italia, ha sido causa de que vengan tanto número de extranjeros que, no satisfechos con los negocios de V. M. de cambio y consignaciones, y no contentos con que no hay maestrazgos, ni obispados, ni Estados que no arrienden y disfruten, compran todas las lanas, sedas, hierro y cuero y otras mercaderías y mantenimiento, que es lo que había quedado a los naturales para poder tratar y vivir.161
Los Fugger o Fúcar, que llegaron de Alemania y los Países Bajos con el séquito de Carlos V, se posesionaron en pocos años de las principales ramas de la economía ibérica. En pago por la ayuda que los banqueros le habías proporcionado para ser elegido 159 160 161
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Citado por Vicens, op. cit. Tomo III, p. 338. Sergio Bagú. Economía de la Sociedad Colonial, pp. 52-53. Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1949. Citado por R. Carande. Carlos V, op. cit., 168.
emperador, Carlos V les concedió innumerables franquicias. Los Fúcar abastecieron las expediciones de ultramar, como la de las Molucas y los viajes de García de Loaissa y Sebastián Cabot. La tendencia expansionista de los banqueros alemanes condujo a los Fúcar a intentar la conquista de Chile, operación similar a la empresa de los Welser en Venezuela. En 1534 efectuaron también una respetable inversión armando la flotilla de Simón de Alcazaba, quien, con títulos reales, hízose a la mar para llevar a cabo la conquista de Chile, con tal adversa fortuna, que fue asesinado por su subordinados, haciendo perder a los Fugger los capitales en los cuales habían depositado usurarias esperanzas.162
Posteriormente, la monarquía española propuso a los Fugger la colonización de las tierras comprendidas entre el Estrecho de Magallanes y el pueblo de Chinchas, plan que después de largas tramitaciones no se llevó a cabo, a pesar de las grandes concesiones que el rey de España otorgaba a los banqueros alemanes. Los Fúcar obtuvieron el ventajoso arriendo de los maestrazgos (órdenes militares de Santiago, Alcántara y Calatrava) que les reportaban la recaudación de tasas en metálico, cientos de miles de fanegas de trigo y cebada que, durante el período de 1538-1542, rindieron, por propia confesión de los banqueros, un promedio anual de 224.000 ducados. Asimismo, los Fúcar se apoderaron de las minas de mercurio de Almadén, mineral que en la segunda mitad del siglo XVI se hizo indispensable debido a la amalgama que permitía aumentar la extracción de metales preciosos. De 1572 a 1582, la producción de mercurio ascendió a 700.000 ducados. En 1553, los Fúcar comenzaron a explotar los ricos yacimientos de plata de Guadalcanal, cuya producción alcanzó a más de 50.000 marcos en los primeros años. Uno de los mejores investigadores de la vida de los banqueros alemanes afirma: El que hacia mediados del siglo XVI deseara emprender un viaje a España solía servirse del banco de los Fúcar, llevando consigo todo su dinero en forma de cartas de crédito pagaderas por la casa Fúcar. Y es que durante aquellos decenios la compañía Fúcar desempeñaba, de manera general, un papel muy parecido al de un instituto de crédito moderno del tipo de los bancos públicos. Los funcionarios de Estado cobraban por los Fúcar las pensiones recibidas de príncipes extranjeros; los grandes señores terratenientes se servían de la casa Fúcar para la administración de sus ingresos; y los capitalistas, al especular con sus fondos, solían invertirlos en empresas de los Fúcar o bien en negocios domésticos o extranjeros, en los que los Fúcar actuaban en su nombre. Estos príncipes de la banca de más prestigio en Europa continuaban manteniendo su brillante posición de primer banco en todas las bolsas del continente.163
162 163
Volodia Teitelboim, op. cit., pp. 206-207. Ernesto Hering. Los Fúcar, pp. 339-340, Ed. FCE, México, 1944.
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En 1560, los créditos españoles de los Fúcar habían ascendido a la fabulosa cifra de cuatro millones de florines. La condición de acreedores del Tesoro, no solo de Carlos V, sino también de Felipe II, que vendía con anticipación los cargamentos de oro de las Indias para sostener aventuras militares y religiosas, permitió a los banqueros y comerciantes extranjeros controlar los cargamentos indianos de metales preciosos y convertirse en los rectores de la economía española. Era uno de los tantos tributos que el pueblo español pagaba por la incapacidad de sus clases dominantes para lograr la unidad nacional, el desarrollo de la industria y la creación del mercado.
*Optamos por reemplazar el concepto “Descubrimiento de América” por el de “Invasión Española”, porque las pruebas arqueológicas demuestran que los españoles no descubrieron nada, ya que antes de su llegada casual (es sabido de Colón navegaba hacia la India) existían en nuestra América culturas milenarias, como lo hemos señalado anteriormente y en los primeros capítulos de este tomo. Si se utilizó la palabra “descubrimiento” fue para justificar la conquista de territorios ricos en metales preciosos. Cabe preguntarse: ¿por qué no se habló de descubrimiento del Asia luego del viaje de Marco Polo en el siglo XIII? ¿No sería porque Europa –en relación a los avances de la cultura China– no estaba en condiciones de conquistar Asia? Indoamérica no fue Nuevo Mundo porque poseía culturas tanto o más avanzadas que las del llamado Viejo Mundo. Junto con notables avances en orfebrería, cerámica, regadío artificial, astronomía, matemáticas, etc., gestó una temprana revolución urbana, con ciudades como Teotihuacán, Tenochtitlán, con cerca de medio millón de habitantes, además de el Cuzco y Labaatún (Imperio Maya) con 50.000 habitantes, superando con creces la población de Atenas en su máximo esplendor bajo Pericles. En el momento de la invasión española, las dos ciudades más grandes del mundo eran Pekín y… nuestra Teotihuacán. Mientras tanto, ¿qué era el tan mentado Viejo Mundo? Ya hemos dicho algo de España en la introducción, que complementa lo que analizamos en el capítulo VI de este volumen. Colonizada por los íberos y los celtas y, en menor medida, por los fenicios, griegos y cartagineses, fue convertida en colonia del Imperio romano desde el siglo II a.C. hasta el V de nuestra era. Luego invadida por los denominados “bárbaros visigodos. A partir del siglo VII, fue de hecho una colonia del Imperio musulmán hasta el siglo XV”.
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Texto agregado por el autor con posterioridad a la edición de 1967 (N.E.).
Los españoles conocieron recién a grandes pensadores árabes como Ibn Jaldún, Averroes y Avicenas, portadores del pensamiento aristotélico, menospreciado por la iglesia, que al fin tuvo que aceptarlo a medias, a través de Tomas de Aquino. En suma, la España que nos invadió –pretextando ser portadora de la civilización– había sido 7 siglos colonia de Roma y otros tantos del imperio musulmán. En total, colonia durante 14 siglos. Ni qué decir del atraso y el subdesarrollo de Inglaterra. Colonia del Imperio romano, de los siglos II al V, fue luego dominada por los piratas sajones, que no se caracterizaban precisamente por sus avances culturales. Inglaterra gateaba en la historia cuando fue invadida en el siglo XI por los normandos de Guillermo I, el Conquistador. Ahí se inició un proceso de culturización que se consolidó con la aprobación de la Carta en 1215, base de instituciones liberales como el Parlamento. En rigor, fue una transacción política entre la monarquía y los señores feudales. Max Weber tenía razón, por lo menos en este punto, al afirmar que la conformación política peculiar inglesa amortiguó la protesta social. Perry Anderson señala con certeza que con esta política “se dio una integración de la nobleza feudal al Estado más temprana que en otras partes”.164 En todo caso, no se podría hablar de una Inglaterra del Viejo Mundo, cuando su despegue comenzó solo dos siglos y medio antes del viaje de Colón. De su período anterior, no existe ningún vestigio arqueológico que permita decir que Inglaterra era más “vieja” y avanzada que nuestras culturas originarias. Lo mismo cabe decir de Alemania, fragmentada en condados y ducados, que recién se unificarían en una sola nación en 1870, bajo el gobierno autoritario de Bismarck. Este territorio que solo tiene un poco más de un siglo como Estado Nación, no fue precisamente cuna de expresiones culturales superiores a las de los indoamericanos. Francia tampoco tuvo una cultura avanzada hasta que adviene al mundo de las letras con la “Chanson de Roland”, solo nueve siglos antes que el gran Racine, Molière y Descartes. Su Estado nacional comenzó recién a gestarse en el siglo XIII, con Felipe el Hermoso. A pesar de la derrota en la Guerra de los Cien Años, Francia logró afirmar la unidad nacional de sus veinte millones de habitantes, dos veces más que España y cerca de cuatro veces más que Inglaterra. Ese llamado “viejo mundo” nunca pudo contemplar la belleza de un Machu-Picchu, San Agustín, Ingapirka, Cochasquí y Tiahuanaco, y menos las pirámides del Sol y de la Luna, de nuestro Teotihuacán.
164
Perry Anderson. El Estado Absolutista, Ed. Siglo XXI, México, 1980, p. 110. Además, consultar: Asthon y otros: En torno a los orígenes de la Revolución Industrial, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1978; Vilar, Pierre. “La transición del feudalismo al capitalismo”, en T. Hincker y otros: El Feudalismo, Ed. Ayuso, Madrid, 1976 y Pierre Vilar. Historia de España, Ed. Crítica-Grijalbo, Barcelona, 1978. Tomo I, p. 115.
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Cronología de España (siglo XVI) 1500:
Se inicia el mercado mundial y la industria manufacturera.
1521:
Carlos I de España se convierte en Carlos V de Alemania.
1520-25:
La burguesía española es aplastada por Carlos V en la Guerra de los Comuneros de Castilla y Valencia.
1523-30:
La llegada de los cargamentos de oro y plata indianos desencadena la revolución de los precios y el proceso inflacionista. Comienza la influencia de los banqueros y comerciantes extranjeros en la economía española.
1558:
Felipe II sube al trono. Crisis de la agricultura y de la industria manufacturera española. Se acelera el proceso inflacionista. Los banqueros alemanes y genoveses controlan la economía española.
1598:
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Muerte de Felipe II. Comienza la preponderancia del capitalismo inglés y francés sobre el Imperio español en crisis.
capítulo viii La Conquista
No obstante el énfasis puesto por ciertos autores en los motivos religiosos y racistas, los hechos y documentos más relevantes ponen de manifiesto que uno de los objetivos primordiales de la conquista española consistió en la explotación de metales preciosos para colocarlos en el mercado europeo. El espíritu de cruzada, la divulgación del cristianismo, el ansia de fama y de gloria de los conquistadores –hijos del despertar renacentista– son factores que coadyuvan, pero no imprimen a la conquista su característica esencial e histórica. Menos valederos son los argumentos que esgrimieron los cronistas de la época para justificar la sed de oro: civilizar al indio “subhumano y débil mental” y salvarlo de la poligamia, la sodomía y el canibalismo. Por el contrario, el análisis científico de los hechos demuestra que los objetivos básicos de los españoles fueron la conquista de oro, tierras y mano de obra indígena. Desde las primeras cartas de Colón se evidencia que la conquista de América se hizo bajo el signo capitalista del dinero; esa “celestina universal”, según la genial frase de Shakespeare. En 1503, Colón escribía desde Jamaica a la reina Isabel: “¡Cosa maravillosa es el oro! Quien tiene oro es dueño y señor de cuanto apetece. Con oro hasta hacen entrar las almas en el paraíso”.165 En carta al Papa Alejandro VI, Colón prometía cincuenta mil infantes para rescatar el Santo Sepulcro, calculando que el Nuevo Mundo proporcionaría más de cien quintales de oro al año. En carta del 15 de octubre de 1524, Hernán Cortés informaba al rey que los dineros invertidos iban a rendir más de mil por ciento de ganancias debido a la gran cantidad de oro y mano de obra para explotarlo que existía en México. Frailes jerónimos comunicaban al rey en 1512 que “de quinientos a mil hombres que van, no conocen estando allá sujeción a Dios cuando más a vuestra majestad, ha gastado cuanto tenían por ir a venir cargados de oro”.166 El desplazamiento de los conquistadores estuvo orientado por el afán de encontrar nuevas fuentes de metales preciosos. Cuando los yacimientos de oro de las islas
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Citado por Marx, Carlos. El Capital I, p. 145, op. cit. Torres de Mendoza. Colección de Documentos Inéditos del Archivo de Indias, t. 12, p. 235, citado por Nestor Meza, ref. nota 170.
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antillanas se agotaron, la conquista se desplazó a México, luego a Colombia y finalmente a Perú y Chile. Agotadas las minas de oro de San Cristóbal y Cibao en la isla La Española, los conquistadores pasaron a México; “en trance de extinción la riqueza aurífera y la mano de obra indígena [de las Antillas] el descubrirniento de nuevas tierras surge como esperanza única y cada vez más fuerte”.167 La producción media anual de oro mexicano entre 1531 y 1537 ascendió a 72 millones de pesos, en contraste con los 120.000 que producían las Antillas. Otra de las zonas abundantes en oro fue Nueva Granada (Colombia). “La producción de oro de Nueva Granada, que Haring reduce a la tercera parte de la cifra aceptada por Soetbeer, arroja, sin embargo, una media anual entre 1538 y 11560, de 71,9 millones de maravedíes”.168 La llegada del tesoro de los aztecas en 1523, produjo en España una fuerte alza de los precios, cuyo índice volvió a ascender en 1530, con el arribo del oro procedente de Nueva Granada. El rescate del Inca Atahualpa totalizó 5.720 kgs. de oro y 11.000 de plata. El reparto de los tesoros del Cuzco ha sido estimado en 2.537 kgs. de oro y 35.212 de “plata buena”. Según Von Hagen, los primeros envíos de Pizarro al rey “valían más de veinte millones de dólares en metálico, y veinte veces más este valor en términos de moderno poder adquisitivo. Jamás en la Historia habíase visto tanta riqueza junta en Europa”.169 La mayor parte de los tesoros incaicos fue destruida, no tanto por el desconocimiento de su valor artístico, como se ha dicho, sino fundamentalmente por su valor en metálico. Millares de objetos artísticos de oro y plata fueron fundidos y convertidos en moneda para solventar las empresas militares de Carlos V en Europa. El valor artístico de esos tesoros ha sido descrito por Alberto Durero en su Diario, el 27 de agosto de 1520: Hasta ahora no había visto nada que de tal modo alegrara mi corazón. He visto las cosas que le fueron traídas al rey desde la nueva tierra de oro. Un sol enteramente de oro y una luna toda de plata … vi que entre ellas había objetos artísticos que me han dejado atónito ante el talento de esa gente de tierras lejanas. En verdad, no acierto a decir lo suficiente acerca de las cosas que tuve ante mis ojos.170
De acuerdo con las estadísticas más autorizadas, la producción de oro y plata indianos entre 1503 y 1560 ha sido estimada por Soetbeer en 173 millones de ducados, por Lexis en 150 millones y por Haring en 101 millones. Hubo años, como 1556, en que entraron 4 millones de ducados a las arcas reales, cifra que alcanza su culminación en el quinquenio 1591-1595, con más de 10 millones de ducados anuales.
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Jaime Vicens V. op. cit., Torno II, p. 521. Ramón Carande. Carlos V…, op. cit., p. 324. Victor V. Von Hagen. Los reinos americanos del Sol, p. 12, Ed. Labor, Barcelona, 1964. Citado por Von Hagen, op. cit., p. 10.
El financiamiento de las expediciones muestra facetas de capitalismo embrionario en la conquista. Los beneficios de las expediciones se repartían de acuerdo con el porcentaje de inversión económica de los asociados. Los comerciantes que prestaban el dinero a los conquistadores, exigían como garantía la entrega de indios. En un trabajo de Néstor Meza, se señala que a una mayor participación económica correspondía un grado militar más alto.171 Hubo conquistadores ricos, como Alonso de Lugo y Pedro de Mendoza; algunos, como Hernán Cortés y Hernando de Soto, prosiguieron su carrera gracias a las riquezas recogidas en las primeras hazañas. Los conquistadores enriquecidos se hicieron, en su gran mayoría, encomenderos, terratenientes, mineros y empresarios comerciales. Las colonias hispanoamericanas no se estructuraron sobre la base de la economía natural de trueque, de la pequeña producción agraria y artesanal del feudalismo, sino en la explotación de metales preciosos y materia prima para el mercado europeo, en una escala relativamente amplia y mediante el empleo de grandes masas de trabajadores indígenas. De ahí que en nuestro continente no se repitiera el ciclo feudal europeo, sino que las colonias se incorporaron, desde su descubrimiento y conquista, al régimen de economía monetaria, característico del capitalismo comercial incipiente.
La conquista de Chile El objetivo esencial de la conquista de Chile fue explotar los lavaderos de oro, cuya referencia habían recogido los españoles de boca de los incas. El descubrimiento del Estrecho de Magallanes en 1520, repasado por segunda vez en 1526 por García Jofré de Loaissa, había comprobado la existencia de una extensa franja de tierra entre el Perú y los “confines del mundo habitado por gigantes”. Para poner término a las disputas entre Pizarro y Almagro por las riquezas del Cuzco, Carlos V, en 1534, dejó al primero el control de las tierras hasta el paralelo 14, y al segundo una zona que abarcaba de este límite hacia el sur, bajo el nombre de Nueva Toledo. Diego de Almagro, experimentado militar, comerciante y minero, preparó un costoso ejército de 500 soldados y cerca de 2.000 indios yanaconas, invirtiendo el oro y la plata que le había correspondido en el reparto del tesoro de Atahualpa. Según el cronista Oviedo, el costo de la expedición sobrepasó el millón y medio de pesos castellanos. Los incas alentaron la expedición de Almagro con el objeto de alejar de su suelo a un buen número de sus opresores españoles; proporcionaron guías, como el noble incaico Paullo Tupac, y datos precisos acerca del itinerario. En Tupiza, los indios entregaron a Diego de Almagro el oro que provenía de Chile en calidad de tributo al 171
Néstor Meza V. Formas y Motivos de las Empresas Españolas en América y Oceanía, Imp. Universitaria, Santiago, 1937.
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inca, cantidad que el cronista Mariño de Lovera estimó en unos 200.000 pesos. Este incentivo contribuyó a mitigar los sacrificios experimentados en la travesía del desierto de Atacama, penurias que los conquistadores descargaban sobre las espaldas de los yanaconas, como lo atestigua el religioso Cristóbal de Molina, en su relato sobre la primera expedición a Chile. Después de ocho meses de travesía, Almagro llegó al valle de Copiapó en marzo de 1536. Los indios de Huasco y Coquimbo se aprestaron a la defensa. Habían dado muerte a tres soldados que se habían adelantado al ejército de Almagro. Éste se vengó haciendo quemar algunos indios y convirtiendo a otros en esclavos, reemplazantes de los yanaconas muertos o fugados. Los indios se vieron obligados a entregar “cuatro mil fanegas de maíz, mataron otros tantos guanacos con los cuales hicieron charqui y 15.000 perdices, de las cuales hicieron cecinas”.172 Este relato de Mariño de Lovera “nos demuestra que los primeros españoles que pisaron suelo chileno encontraron en Atacama y Coquimbo indios organizados que disfrutaban de bienestar, ya que fueron capaces de juntar en corto tiempo grandes cantidades de víveres”.173 El valle de Coquimbo era abundante en riquezas, pero tenía escasa mano de obra, ya que “los naturales de aquella comarca no eran tantos que pudiesen hacerla populosa”.174 Almagro continuó camino hacia el valle de Aconcagua, donde fue recibido por el curaca, representante de Inca, que no ofreció resistencia al invasor. Uno de los lugartenientes de Almagro, Juan de Saavedra, descubrió un puerto que pasó a denominarse Valparaíso. Otro capitán, Gómez de Alvarado, alcanzó a llegar al río Ñuble donde por primera vez los españoles encontraron una resistencia enconada de los mapuche en la batalla de Reinohuelén. Se ha insistido mucho acerca de la frustración que padecieron los españoles en su primera incursión a Chile. Esta falsa imagen de la pobreza y el escaso desarrollo de nuestra cultura indígena, está basada exclusivamente en el informe rendido por Almagro a Carlos V para justificar el fracaso de su expedición y su repentino viaje al Cuzco, luego de estar solamente cinco meses en Chile. Almagro regresó al Perú en agosto de 1536, no tanto por la pobreza relativa de Chile, sino para defender sus intereses materiales cuzqueños, y, sobre todo, para disputar a Pizarro el dominio de todas las riquezas del imperio incásico, que era la clave del control colonial. En el Perú no encontró riquezas, sino la muerte a manos de la familia Pizarro. Si bien es cierto que la expedición de Almagro no encontró una cultura altamente desarrollada como la del Perú, si tuvo ocasión de explorar una zona agrícola bien 172
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Mariño de Lovera. Crónica del reyno de Chile, cap. XXI. Colección de Historiadores de Chile, tomo 6, Santiago, 1865. P. Cornely, op. cit., p. 16. Mariño de Lovera, op. cit., cap. XXI.
cultivada en el norte, un clima excepcional, puertos naturales, como Coquimbo y Valparaíso, cereales en abundancia, animales domesticados y, primordialmente, lavaderos y minas de oro “tan bien labradas como si los españoles entendieran en ello”.175 Una carta del licenciado Gaspar de Espinoza al rey, en 1536, demuestra que las impresiones de Almagro cuando estaba en plena conquista, eran muy diferentes de las que vertió en su informe a Carlos V; decía el licenciado: “por carta del adelantado don Diego de Almagro se ha sabido que está poblando 160 leguas delante del Cuzco, en una provincia y tierra muy rica… lo que dicen de esta tierra y de su gran riqueza parece más cosa de sueño que de verdad”.176 Pedro de Valdivia no se dejó impresionar por las apreciaciones personales de Almagro sobre la pobreza de Chile. Basado en los testimonios más objetivos de los primeros expedicionarios, se decidió a emprender la conquista, invirtiendo la fortuna de su encomienda del valle de la Canela y de su mina de plata de Porco, al sur del Perú, que en diez años le había producido unos 200.000 pesos castellanos. En Pedro de Valdivia se combinaban la sed de oro con la ambición, el poder y la gloria de conquistador. Después de superar muchos inconvenientes e intrigas, logró reunir 110 españoles y más de 1.000 indios yanaconas. En San Pedro de Atacama y Copiapó se agregaron Francisco de Aguirre, Gonzalo de los Ríos y Juan Jufré con 35 soldados más. Al llegar al valle de Coquimbo pudo apreciar la riqueza de esta zona, asi como la escasez de mano de obra para explotarla. En carta al rey Carlos V, fechada en La Serena el 4 de septiembre de 1545, manifestaba: “No hay desde Copiapó hasta el valle de Concagua, que es de diez leguas de aquí, tres mil indios”.177 Al principio, los indios denominados “diaguitas” no presentaron batalla; se retiraron llevándose los alimentos y destruyendo todos los cultivos, mediante la aplicación de la táctica de campo arrasado. A medida que la expedición de Valdivia se iba internando en el valle de Aconcagua, el cacique Michimalongo y otros jefes de los indígenas de la zona central llamados “picunches” por los mapuche, tendieron diversas emboscadas a los conquistadores. A fines de 1540, Valdivia llegaba al Mapocho, admirado de la fertilidad del valle, de sus sesenta acequias muy bien disecadas para el riego y, fundamentalmente, de la abundante mano de obra, cuya cifra fluctuaba entre 50.000 y 70.000 indios. Valdivia funda Santiago el 12 de febrero de 1541. A un centenar de kilómetros se encontraban los lavaderos de oro de Marga-Marga. En pocos días, Valdivia logró apoderarse del pucará, o fortaleza, que había construido el cacique Michimalongo. Éste se vio obligado a 175
176 177
Gonzalo Fernández de Oviedo. Historia Natural y General de las Indias, op. cit., Libro IV, Madrid, 1851. Citado por Encina, I, pp. 143-144. Claudio Gay. Documentos Históricos, vol. I, p. 14.
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proporcionar datos sobre la zona aurífera y suministrar 1.200 indios para la explotación de los lavaderos de oro. En su Crónica del Reyno de Chile, Mariño de Lovera señalaba que el cacique tuvo que entregar “quinientas mujeres solteras i doncellas, todas de quince a veinte años, para que trabajaren en aquel oficio de labrar y sacar oro; esta costumbre de beneficiar oro las mujeres desta edad quedó después por muchos años”. Es oportuno recordar que la expedición de Valdivia solo contaba con dos mineros de profesión: Pedro de Herrera y Diego Delgado, lo cual confirma nuestra tesis de que los indios americanos cumplieron el papel tanto de peones como de técnicos, además de suministrar a los españoles los datos precisos sobre la ubicación de las minas. Allí cerca (en Quillota) –decía el jesuita Escobar– los españoles encontraron “muchas fundiciones y crisoles de barro”. Entusiasmados por estos hallazgos, solo pensaban “si había de haber tantos costales y alforjas en el reino que pudiesen echar en ellos tanto oro”.178 Los lavaderos de oro de Marga-Marga rindieron una cantidad imposible de precisar; algunos historiadores señalan unos 100.000 pesos en los primeros años; el cronista Rosales sostuvo que habían rendido 30.000 pesos anuales para el quinto real.
La primera rebelión social El sistema de explotación practicado en estos lavaderos de oro condujo a la primera rebelión social de los indígenas chilenos. Acaudillados por los caciques Michimalongo, Tangalongo y Chigaimanga, los indios explotados en Marga-Marga se rebelaron; dieron muerte a los guardias españoles, quemaron un barco y luego se lanzaron al asalto de Santiago. Se ha exagerado la cifra de indios atacantes con el propósito de exaltar el valor de los 50 españoles que, dirigidos por Inés de Suárez, defendieron el poblado de Santiago. La rebelión de los indios del centro, subestimada por muchos historiadores, continuó durante varios años. Michimalongo trató, en repetidas ocasiones, de coordinar sus luchas con el cacique “picunche” Cachapoal y otros que incursionaban hasta el Maule. La resistencia no solo consistía en hostilizar a los españoles, sino también en sabotear la producción, ocultar sus llamas, arrasar los campos, negarse a sembrar y cosechar. Los indios del Norte Chico tampoco dieron tregua a los españoles durante los primeros años. En 1541, los aborígenes de Copiapó dieron muerte a 15 españoles que, al mando de Diego de Valdivieso, venían a reforzar la expedición de Valdivia. Un barco proveniente del Perú fue saqueado por los naturales de Coquimbo. En 1548, los indios destruyeron La Serena, dando muerte a 46 españoles. La resistencia de los indios del Norte Chico y del Centro solo decayó con la captura de Michimalongo y Tangalongo, y con el exterminio brutal practicado por Francisco de Aguirre, en 1549. El cacique 178
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Citado por Encina, I, p. 203.
Michimalongo ha sido presentado como colaboracionista de los españoles; en realidad, su sometimiento fue aparente. Acompañó a Valdivia en la expedición al Sur, pero con el objeto de coordinar un levantamiento de los mapuche con los indios del Centro. En esta sacrificada tarea en favor de su pueblo, fue sorprendido y muerto por Alderete.
El origen de las ciudades Un problema aún no investigado con acuciosidad, es el origen de las ciudades latinoamericanas. Algunos historiadores han sugerido ciertas rutas para la investigación del tema.179 Pero, a nuestro juicio, se atienen demasiado a la letra de los documentos oficiales españoles y, en particular, a la reglamentación dictada por Carlos V en 1523 y ampliada por Felipe II el 13 de julio de 1573. Las ciudades, al principio villorrios, fundadas por los españoles en América tuvieron un origen distinto a las de Europa medieval. Los burgos de la Baja Edad Media surgieron como una necesidad del desarrollo comercial y artesanal de la incipiente burguesía en ascenso para abastecer el mercado interno en formación. En cambio, en América Latina la fundación de las ciudades en el siglo XVI estuvo condicionada por la explotación de metales preciosos y materias primas para el mercado exterior. Es cierto que algunas ciudades (Tenochtitlán, Cuzco) se erigieron en zonas ya culturizadas por los indios más avanzados de América, problema que hemos planteado en capítulos anteriores al señalar un embrión de revolución urbana entre los aztecas, mayas e incas. Sin embargo, lo básico es que las ciudades de América Latina, en particular las de la costa del Pacífico en el siglo XVI, se levantaron en función de la explotación de metales preciosos y materia prima en zonas donde abundaba la mano de obra indígena. Las ciudades fundadas posteriormente, en los siglos XVII y XVIIII, se ubicaron también en zonas de exportación minera, aunque algunas tuvieron su origen en la riqueza agropecuaria y las necesidades de las misiones religiosas (por ejemplo, las ciudades del centro de Chile –Talca– fundadas en el siglo XVII). Las principales ciudades de Chile se fundaron cerca de los lavaderos de oro. Santiago podría ser la excepción; estaba ubicada en un valle fértil, con abundante mano de obra indígena; a un centenar de kilómetros se encontraban los lavaderos de oro de MargaMarga, los que a su vez condicionaron la fundación de Quillota. La importancia de Marga-Marga ha sido expuesta en páginas anteriores. Los propios mineros españoles
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Al entrar en prensa este tomo [1967], hemos sido informados que José Luis Romero prepara un trabajo sobre el origen de las ciudades latinoamericanas. Nadie más autorizado para tratar el tema que Romero, especialista en la Baja Edad Media, etapa en la cual surgen precisamente las ciudades europeas. [Se trata del libro Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Siglo XXI, 1976].
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reconocieron que este lavadero producía más de 25.000 pesos oro en quintos reales. En una carta del 13 de febrero de 1549, del Cabildo de Santiago al rey, se afirmaba: Pedro Gómez de las Montoyas, en nombre de todos los mineros que están en estas minas de Malga-Malga, dijo: si no se envía gente que sustenten las minas y nos guarden, yo y todos los dichos mineros estamos determinados de desamparar las minas. I de esta manera perderá S. M. la cantidad de veinticinco a treinta mil pesos de oro de quintas.180
La Serena, fundada en 1544 por Juan Bohom y repoblada en 1549 por Francisco de Aguirre, proporcionaba apreciable cantidad de oro, hecho confirmado por carta de Valdivia al futuro rey Felipe II: “Al presente no se saca oro sino de la ciudad de Santiago y La Serena”. El mineral de Andacollo, cercano a La Serena, entregaba un oro riquísimo de 23 kilates. A pocos kilómetros de La Serena estaba Illapel, que en idioma indígena significa “Pluma de oro” (Milla: oro; Pel: pluma). El descubrimiento de los lavaderos de oro del valle del Choapa, durante la expedición de García Hurtado de Mendoza, reafirmó la importancia de La Serena. La ubicación de Concepción, fundada en 1550, fue decidida también por el hallazgo de lavaderos de oro en sus alrededores, en especial Talcamávida y Quilacoya, donde llegaron a trabajar más de 20.000 indios. Góngora Marmolejo escribía: También en aquel tiempo, junto a la ciudad de Concepción, se hallaron otras minas muy ricas; que en las unas y otras traía ochocientos indios sacando oro, y para seguridad de los españoles que en las minas andaban mandó hacer [Valdivia] un fuerte donde pudieran estar seguros. Estando en esta prosperidad grande le trajeron una batea llena de oro. Este oro le sacaron sus indios en breves días. Valdivia habiéndole visto no dijo más, según me dijeron los que se hallaron presentes de estas palabras: desde agora comienzo a ser señor.
García Hurtado de Mendoza llegó a extraer más de un millón de pesos de Quilacoya. Mariño de Lovera contaba en 1553, que cerca de Concepción “pasaban de veinte mil los [indios] que venían a trabajar por sus tandas acudiendo de cada repartimiento una cuadrilla a sacar oro para su encomendero. Fue tanta la prosperidad de que se gozó en ese tiempo, que sacaban cada día pasadas de doscientas libras de oro, lo cual testifica el autor como testigo de vista”.181 Angol fue edificada en una zona donde, según los cronistas, “el gobernador había echado veinte mil indios a sacar oro en las minas de Angol”. La Imperial fue fundada a la orilla de los lavaderos de oro del río Repocura, donde había abundante mano de obra. “Un entusiasmo loco por el sur se apoderó de todos los pobladores. Los encomenderos de Santiago querían trocar sus encomiendas por las 180 181
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Citado por B. Vicuña Mackenna: La Edad del Oro en Chile, tomo I, p. 52, Ed. Ercilla, Santiago, 1932. Mariño de Lovera. Crónica del Reyno de Chile, Colección Historiadores de Chile, tomo 6, p. 144, Santiago, 1865.
de La Imperial que, a más de la fertilidad natural del suelo, contaban con tres, cuatro y cinco mil indígenas”.182 El cronista Rosales confirma esta apreciación al decir que aquellas tierras “fueron muchas y muy ricas porque los cerros por donde vaja el río de las Damas las avia abundantísimas y en lomas de Calcoimo y Relomo fueron más célebres por ser el oro allí más crecido y de mayores pepitas o granos”. Villarrica, fundada en 1552, debe su nombre a las ricas minas de plata y oro que se encontraban en sus alrededores. Rosales nos cuenta que “los indios eran muchos y de buenos naturales, las minas riquísimas, pues se hallaban granos de doscientos pesos, y de las otras ciudades venían los indios a esta a sacar oro para dar tributo a sus encomenderos. Y aquí también acudían los tributarios de Valdivia a sacar oro de Purén, Tucapel y Arauco por la mucha abundancia y crecidos granos”.183 La fundación de la ciudad de Valdivia fue decidida por su proximidad a los riquísimos lavaderos de oro de Madre de Dios, en el río Cruces, de los cuales los españoles extrajeron en pocos meses 60.000 pesos oro de 22 kilates y medio. “Antonio Herrera refiere que en sus términos cada día un indio sacaba veinticinco, treinta y más pesos de oro. Martínez agrega que produjo más de veinte millones. Comenzó la explotación del rico metal, se fundó la Casa de la Moneda y se exportó. Por los documentos se sabe que el oro sellado en Valdivia era de veintidós y medio quilates”.184 Las naves españolas apresadas por los corsarios ingleses conducían grandes sumas de oro valdiviano; una de las capturadas por Drake en 1578, llevaba 30.000 pesos, hecho que explica en parte, las reiteradas incursiones de los corsarios a la costa de la Capitanía General de Chile. Osorno se fundó cerca de los lavaderos de oro de Ponzuelos, durante la expedición de García Hurtado de Mendoza. El cronista mencionado dice que Osorno “tiene minas de plata y oro, y este se sacaba con tanta abundancia, que con un día o dos que los indios trabajaban sacaban la tasa que habian de dar a sus encomenderos cada semana y les sobraba, y sacaban granos tan grandes que los partían y iban dando a pedazos por su tarea”.185 Osorno llegó a tener su propia Casa de Moneda antes que Santiago; su población era superior a la de Concepción y ligeramente inferior a la de Santiago a fines del siglo XVI. En síntesis, podríamos decir que las principales ciudades de Chile se fundaron cerca de los lavaderos de oro, en zonas de abundante mano de obra, y se desarrollaron en función de la explotación minera para el mercado europeo. En el próximo tomo analizaremos la evolución de las ciudades y, especialmente, el papel del Cabildo y los 182 183 184 185
Encina, I, 276. Diego de Rosales. Historia General del Reyno de Chile, Flandes Indiano, Libro I, vol. I, Valparaíso, 1877. Fernando Guarda G. Historia de Valdivia, p. 39, Imp. Cultura, Santiago, 1953. Rosales, op. cit., Libro I, vol. I.
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municipios, que comprendían no solo la ciudad, sino sus “téminos”, cuya extensión era tan grande, que el de La Serena abarcaba del valle de Copiapó al del Choapa, y el de Santiago hasta el Maule. Se ha criticado a Pedro de Valdivia por haber fundado varias ciudades en el Sur, muy alejadas unas de otras y sin posibilidades de defensa. Valdivia se internó en la zona al sur del río Toltén, porque superada la franja ocupada por los mapuche, encontraba menor resistencia de los indígenas denominados “huiliches” en regiones abundantes en oro y en mano de obra. Su opinión fue compartida más tarde por su sucesor, Francisco de Villagra, quien estimaba que era más conveniente fortalecerse al sur del Toltén y de allí avanzar hacia la zona centro-sur. La región sureña era muy rica en metales preciosos. Valdivia escribía al rey “que en el mundo no hay nada comparable a esto” por la cantidad de mano de obra y metales preciosos. “El número de indios que trabajaba por cuenta de los encomenderos llegó a 20.000; y al comienzo, hubo días en que el oro extraído pasó de doscientas libras. Solo los indios de Valdivia le daban cada día cinco libras y más de oro fino”.186 En su incursión al Sur, Pedro de Valdivia llegó al Canal de Chacao, donde pudo descubrir los lavaderos de oro de Carelmapu. La sed de oro de Valdivia y de los conquistadores ha sido simbolizada por una de las tantas versiones acerca de su muerte: “Y así determinaron matarlo luego con un género de tormento penosísimo que le dieron, llenándole la boca de oro molido y con un garrote ahusado que llevaban, se lo iban entrando por el gaznate adentro y le iban diciendo que pues era tan amigo del oro, que se hartase y llenase el vientre de los que tanto apetecía”.187
La producción minera Salvo el laboreo de algunas minas de cobre y de plata, la explotación minera del siglo XVI se concretó en los lavaderos de oro. Es difícil señalar con certeza la cantidad de oro extraída por los primeros conquistadores. Solo disponemos de ciertos documentos que podrían servir de referencia para una ulterior estadística. La selección que hemos efectuado nos indica que Valdivia recogió las siguientes cantidades de oro: 7.000 pesos que envía con Monroy en 1542; pago de 5.000 pesos al comerciante Francisco Martínez en 1543, en concepto de abastecimiento; entrega de 80.000 pesos en pago de víveres y barcos a Juan Calderón de la Barca, testaferro del gobernador del Perú, don Cristóbal 186 187
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Encina, I, 297. Cautiverio Feliz del Maestro de Campo General Francisco Nuñez de Pineda y Bascuñan y Razón Individual de las Guerras Dilatadas del Reino de Chile, compuesto por él mismo, pp. 254-255, Edición publicada por Barros Arana en la Colección de Historiadores de Chile, Santiago, 1863.
Vaca de Castro, en 1544; 60.000 pesos a Juan de Avalos Jufré en 1546, para buscar refuerzos; 70.000 pesos enviados al Perú; 100.000 pesos que se llevó Valdivia al Perú, después de haber despojado mediante engaño unos 40.000 pesos a sus subalternos, cantidad que a su vuelta tuvo que restituir en oro; envío, en 1552, de 60.000 pesos al Perú, por intermedio de Alderete, en concepto de los quintos reales; 13.000 pesos para cumplir los encargos del Cabildo y 7.500 pesos para su mujer; en 1551, llegaron al Callao, proveniente de Chile,11.000 pesos y oro de particulares. Posteriormente, se registra el pedido de Villagra de 50.000 pesos para repoblar Concepción y la exigencia de García Hurtado de Mendoza para que se le entreguen 70.000 pesos de las arcas de Santiago y 20.000 pesos de la Tesorería. Finalmente, don García admite en su informe al rey, que durante su gobierno fueron remitidos al Perú “más de un millón de pesos”. Sin tomar en cuenta que los indios ocultaban quizá más de la tercera parte del oro que extraían, y que los conquistadores se quedaban con una cantidad superior para disminuir el total de los quintos reales, las cifras registradas oficialmente en quince años, arrojan una suma de más de 1.500.000 pesos, cantidad fabulosa para la época. Según el cronista López de Velazco, entre 1542 y 1560 se extrajeron unos 7 millones de “oro suelto”. En conclusión, puede afirmarse que la caracterización de Chile como país minero –apuntada certeramente por Marcelo Segall– se remonta a las primeras décadas de la Conquista.
El origen de la propiedad privada de la tierra Aunque en los tiempos precolombinos, particularmente después de la invasión incásica, pudieran encontrarse algunos síntomas de disgregación de la propiedad común del suelo, es indiscutible que el origen y desarrollo de la propiedad privada de la tierra en Chile, se remonta a lo primeros conquistadores españoles. La mayoría de los historiadores ha confundido mercedes de tierras con encomiendas, creyendo que la posesión de la tierra provenía de la encomienda. La forma en que procedió Pedro de Valdivia al repartir entre 60 españoles los indios de Copiapó al Maule, entre 40 encomenderos los indios del Maule a Lavapié, y lo que se adjudicó en los lavaderos de oro de Marga-Marga y Quilacoya, ha contribuido a esta confusión. En las últimas dos décadas, varios especialistas, entre los cuales sobresale Silvio Zavala, han demostrado que las mercedes de tierras eran distintas a la encomienda o repartimiento de indios. Los indios encomendados podían perderse, pero la merced de tierras se conservaba. La encomienda no otorgaba derecho de propiedad territorial. En rigor, el latifundio no surgió de la encomienda. La propiedad privada de la tierra nació formalmente de la concesión de tierras y no de la encomienda. Las mercedes de
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tierras fueron otorgadas al principio por el Cabildo y luego por los representantes del rey. La encomienda, cuyo régimen de trabajo analizaremos en el próximo tomo, no daba derecho a la propiedad del suelo, sino solamente a la explotación de los indígenas. Así lo estableció el Derecho Indiano de la corona española. Sin embargo, la investigación de la realidad demuestra que estas categorías socio-económicas no estaban escindidas ni puede hacerse una dicotomía entre ellas, como pretende Encina. La merced de tierras no tendría sentido sin la encomienda; en aquella época, la tierra habría carecido de valor sin mano de obra que la trabajara. A su vez, el plusproducto que arrojaba el trabajo de los indios encomendados permitió al encomendero adquirir más terrenos a fines del siglo XVI, cuando se intensificó la venta de tierras baldías. Es efectivo que jurídicamente la encomienda no otorgaba un derecho de propiedad territorial, pero la dinámica viva del proceso de colonización condujo a que los encomenderos –clase dominante en gestación– fueran apoderándose de las tierras. Primero obtuvieron mercedes de tierras al lado de los indios encomendados y se hicieron dueños de facto de los terrenos que se reservaban en los pueblos de sus indios; después, ocuparon las tierras que los indios se veían obligados a abandonar cuando los desarraigaban o trasladaban a otras encomiedas lejanas. Otras veces argumentaban la extinción de los indios de la zona, para apoderarse de sus tierras. En Chile, dice Mario Góngora, “los encomenderos son preferidos para las mercedes situadas en tierras quitadas al pueblo… se seccionan parte de las tierras de los indios con la mera mención de que ello no les produce perjuicio, se reconoce propiedad de tierras de indios fallecidos respectivo encomendero… Las encomiendas chilenas envuelven merced de todas las tierras del pueblo, a pesar de que a veces las cédulas dadas por los gobernadores conceden a los indios con sus valles, tierras, lomas, vertientes, quebradas, montes”.188 Algunos historiadores opinan que la extensión de las tierras no tenía mucho valor, por cuanto no estaban bien cultivadas ni se ofrecían en venta. En realidad, los conquistadores se apoderaron de enormes extensiones, no tanto por el valor agrícola de las tierras, sino porque en sus dominios estaban los lavaderos de oro, además de la plata y el cobre, cuya existencia conocían los españoles por referencias de los incas. Paralelamente, la extensión de la tierra permitía dedicarse a la ganadería. A fines de siglo XVI, ya existían españoles dueños de varios miles de cabezas de ganado, como es el caso de Alonso de Córdoba, a quien Rodrigo de Quiroga concedió el valle de Acuyo (Casablanca) para que pastasen más de 11.006 vacas. Según Mariño de Lovera, en la zona de Santiago en 1595, “pasan de ochocientas mil ovejas que hay solo en el distrito de esta ciudad, y a este tenor es el número de las vacas, puercos, cabras y yeguas”.
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Mario Góngora. El Estado en el Derecho Indiano: época de fundación, p. 161, Instituto de Investigaciones Historico-Culturales, Universidad de Chile, Santiago, 1951.
Jerónimo de Molina tenía en 1595 unas 2.000 vacas y miles de ovejas y cabras en la estancia de Catentoa (Linares). Las mercedes de tierras que en Chile fueron más amplias que en México, durante el primer período de la conquista, se acrecentaron con el desarrollo de la ganadería a principios del siglo XVII. “Desde 1595, las mercedes en el valle de Santiago aumentan en número; desde 1599 a 1602, la rapidez con que se distribuyen las mercedes es verdaderamente insólita”.189 La concentración de la gran propiedad territorial que culmina en el siglo XVIII con los latifundios y mayorazgos, no solo con el desarrollo de la ganadería, sino también de la actividad agrícola cerealista, especialmente la exportación de trigo a Perú, será motivo de estudio en el próximo volumen. Sintetizando, en Chile, como en el resto de América, la propiedad privada de la tierra surgió de la usurpación violenta del territorio indígena por los conquistadores españoles. El Derecho Indiano que realmente operaba no era el estampado en el papel de las Leyes de Indias, sino el que impusieron por la fuerza los conquistadores.
El surgimiento de las clases sociales En Chile, como en el resto de América Latina, las clases dominantes surgieron entremezcladas y combinadas desde la época de la Conquista. Los terratenientes fueron, a la vez, mineros y comerciantes. Los hombres de negocios que se destacaron después de la expedición de Pedro de Valdivia, así lo certifican. Por ejemplo, Antonio Núñez de Fonseca, llegando a Chile en 1543, redactor de las ordenanzas para minas, fue dueño de las estancias de Polpaico, Colina, Lampa; y también llegó a ser comerciante e industrial, al construir el molino de San Cristóbal en 1553, la fábrica de tejidos de Peteroa y los astilleros del Maule. Bartolomé Flores, carpintero y soldado de Pedro de Valdivia, casado con Elvira, cacica de Talagante, era terrateniente, industrial (fundador del primer molino de Santiago) y comerciante (introdujo el empleo de la carreta). Juan Bautista Pastene, conquistador, terrateniente e industrial, fundador de una de las primeras fábricas de jarcias. Francisco de Irarrázabal, terrateniente y minero, poseedor de una encomienda concedida en 1564 con los indios del valle de Quillota, llegó a ser alcalde de los encomenderos en 1581. Rodrigo de Quiroga, militar y gobernador, fue terrateniente y minero, dueño de Marga-Marga y de la encomienda de su mujer, Inés de Suárez, que le produjo 400.000 pesos. Estas clases sociales surgieron de la explotación indígena y de la conquista violenta de las minas y de las tierras. Dos hechos aceleraron la formación de las clases durante 189
Jean Borde y Mario Góngora: Evolución de la propiedad rural en el valle de Puangue, Tomo I, p. 39, Editorial Universitaria, Santiago, 1956.
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la Conquista: la existencia de mano de obra abundante y barata, y la posibilidad de producir y exportar para el mercado europeo. La clase dominante generada por la Conquista, no será feudal –como pretende Encina–, sino que, durante la Colonia, se convertirá en una incipiente burguesía productora de materia prima. El sello capitalista de la colonización determinó que en América Latina la burguesía naciera directamente de la Colonia, sin necesidad de pasar por el ciclo europeo. Pero dada su condición de dependiente y de abastecedora exclusiva de materia prima, esta burguesía no alcanzó la fisonomía moderna de su hermana europea. No fue una burguesía industrial, sino una burguesía productora y exportadora de materia prima. Su interés no residía en el desarrollo de un mercado interno, sino en la colocación de sus productos en el mercado europeo. El hecho de que los criollos acomodados adquirieran títulos de nobleza, establecieran mayorazgos y otras reminiscencias feudales, ha inducido a ciertos autores liberales y reformistas a cometer el error sociológico de caracterizar como aristocracia feudal a esta capa de la sociedad. La verdad es que estas instituciones feudales eran solo el aspecto exterior, formal, de una clase social que se asentaba en las leyes inexorables del mercado mundial capitalista en formación. Más aún, los títulos de nobleza eran adquiridos con el dinero que los criollos obtenían de su actividad esencialmente burguesa y no por baños de sangre azul de una supuesta condición de nobles feudales. La existencia de otras clases sociales demuestra, asimismo, que la Colonia no se desarrollaba bajo el signo feudal. La liquidación de la encomienda indica la tendencia a crear una relación capitalista embrionaria entre las clases, entre el patrón criollo y el trabajador indígena, que iba constituyendo un nuevo sector social de trabajadores. En el siglo XVII, con la revolución demográfica provocada por la disminución de la población indígena y el aumento explosivo de mestizos, los terratenientes y mineros se vieron obligados a establecer un asalariado menos velado con el objeto de conseguir mano de obra. La existencia de una pequeño-burguesía, cuyo papel ha sido subestimado por los historiadores, de numerosos artesanos que tendían a superar el régimen de las corporaciones medievales, el crecimiento de asalariados mestizos en las minas, campos, plantaciones, obrajes y pequeñas industrias derivadas de la ganadería, no es característica propia del feudalismo. Por el contrario, demuestra el curso capitalista, aunque incipiente y embrionario, que siguió la Colonia. La apariencia de ciertas instituciones coloniales, la terminología empleada por los conquistadores que se creían dueños de nuevos señoríos, y la formación de una aristocracia con títulos de nobleza y otras secuelas medievales son, indudablemente, resabios feudales; pero el tipo de producción para el mercado internacional demuestra la esencia capitalista de la colonización española. Los conquistadores introdujeron el valor de cambio y la economía monetaria en una sociedad primitiva que solo conocía
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el valor de uso y la economía natural sin mercados. Bajo el dominio español, los productos extraídos por los indígenas se transformaban en mercancías que aceleraron el desarrollo capitalista europeo. La economía colonial se estructuró sobre la base de la explotación y comercialización de metales preciosos y materias primas para el mercado internacional, mediante el empleo de vastas masas de trabajadores indígenas. En nuestro continente no se repitió el ciclo europeo: esclavitud-feudalismo-capitalismo. Los pueblos latinoamericanos pasaron directamente de las comunidades primitivas al capitalismo comercial incipiente.
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capítulo ix La guerra de Arauco
El estudio comparativo de las luchas de los indígenas americanos contra España, demuestra que los mapuche fueron los que mayor resistencia opusieron a los conquistadores. La lucha de otros pueblos, como los quechuas del Perú, que mantuvieron los restos del Estado inca hasta 1572 en Vilcabamba, la de los chichimecas en México o la de los indígenas del litoral argentino, no fue tan larga y cruenta para los conquistadores. En cambio, los mapuche resistieron durante tres siglos –en una de las guerras más largas de la historia universal– infligiendo a los invasores bajas que fluctuaron entre veinticinco y cincuenta mil soldados. Según carta de Jorge Eguía y Lumbe al rey en 1664, “hasta entonces habían muerto en la guerra 29.000 españoles y más de 60.000 auxiliares”.190 El cronista Rosales afirma que entre 1603 y 1674 murieron más de 42.000 españoles y se gastaron 37 millones de pesos en la guerra contra los indios. Un gobernador dijo que “la guerra de Arauco cuesta más que toda la conquista de América”. Las pérdidas españolas en regiones incomparablemente más ricas, como México y Perú, fueron relativamente escasas. Felipe II, a fines del siglo XVI, se quejaba porque la más pobre de sus colonias americanas le consumía la “flor de sus guzmanes”. En la Península Ibérica, Chile era conocido como “el cementerio de los españoles”. La gesta mapuche ha sido exaltada líricamente por diversos autores, pero ninguno de ellos ha intentado hacer una caracterización profunda de la guerra de los indígenas chilenos. La prolongada resistencia a los españoles se debió no solo al genio militar de los jefes mapuche, sino fundamentalmente al apoyo activo de toda la población indígena. Los mapuche no tuvieron desertores que colaboraran con los españoles, como ocurrió en la mayoría de los pueblos americanos. La guerra de Arauco fue una guerra total, en la que participó masivamente la población; una guerra popular insuflada durante tres siglos por el profundo odio libertario del indígena al conquistador.
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Ricardo E. Latcham. La capacidad guerrera de los araucanos, p. 39, Imprenta Universitaria Santiago, 1915.
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Desde el punto de vista del invasor, la empresa española es una guerra de conquista, pero esa definición no basta para caracterizar el conjunto del proceso. Hay que precisar también el significado de la guerra desde el ángulo de la resistencia indígena. En América precolombina no existía el concepto moderno de Nación. Es efectivo que los mapuche no defendían una Nación inexistente. Pero su prolongada resistencia indica que luchaban por conservar algo muy preciado para ellos; ese motor que impulsó la resistencia mapuche fue la tierra, la tribu, las costumbres y el derecho a vivir libremente en clanes. Los famosos versos de Alonso de Ercilla, según los cuales la gente mapuche “no ha sido por Rey jamás regida ni a extranjero dominio sometida”, no constituían una mera declaración lírica. Reflejaban una gran verdad: los mapuche oprimidos por otros pueblos, no habían sido acostumbrados a obedecer a ningún amo y jamás pagaron tributos. La tierra pertenecía a la comunidad. Antes de la conquista española, no existían castas ni clases sociales. Después, las necesidades de la guerra produjeron importantes cambios. Los clanes perdieron gradualmente su autonomía, subordinándose a las tribus confederadas; se crearon los Vutanmapu. El cargo de toqui, elegido al comienzo por los caciques confederados, se convirtió luego en hereditario. No obstante, las diferencias generadas por la guerra contra los españoles no alcanzaron a cristalizarse en contradicciones sociales ni a establecer la propiedad privada de la tierra. A falta de un término más preciso, podríamos decir que la guerra de Arauco comienza como una guerra de resistencia tribal. Su objetivo es defender la zona o región, en la que están comprendidas sus tierras atacadas por los conquistadores. Es una guerra de resistencia de varias tribus, que luego se confederan (Vutanmapu), ante el ataque de un invasor que pretende sojuzgarlas y arrebatarles sus tierras. Comienza como una guerra de resistencia, cuya finalidad objetiva consiste no solo en la defensa inmediata de sus arraigos, sino en hostilizar de tal manera a los conquistadores hasta lograr su alejamiento definitivo de la región y el abandono de sus propósitos de conquista. El sometimiento de miles de indios, destinados a la explotación agrícola y minera, introduce un nuevo factor. La guerra de resistencia se transforma en una contienda donde participan tanto las tribus que defienden sus tierras como los indios sojuzgados en las explotaciones mineras. Las grandes rebeliones de 1598 y 1655 involucran no solo a los mapuche, sino a la mayoría de los indígenas del sur, denominados “huiliches”. Junto a las tribus que defienden sus tierras, se levantan los indios explotados en los lavaderos de oro. La guerra adquiere características cualitativas distintas. Ya no es solo una guerra de resistencia; es también una guerra que reviste caracteres de lucha social. Los conquistadores y encomenderos, representantes de una potencia extranjera, en lucha invasora contra un pueblo de menos desarrollo histórico, que se une y actúa como un pueblo.
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Alentados primero por los triunfos de Lautaro y luego por sus propios triunfos, los indios sureños que trabajaban en los lavaderos de oro, promovían frecuentes insurreciones sociales. En 1561, los indios de la encomienda de Pedro Avendaño, en el valle de Purén, después de haber dado muerte al encomendero y a varios españoles, se unieron a la rebelión de los mapuche de la zona. En 1571, se insurreccionaron los “huiliches” de la ciudad de Valdivia, a causa de la brutal explotación de que eran objeto en los lavaderos de oro y de la amenaza de ser trasladados para trabajar en las minas del Norte Chico. A la guerra de Arauco, a la guerra vieja, como se la denominó, se había añadido la guerra nueva, o sea, la sublevación de los huiliches, que continuaba en pie, y la actitud hostil de los picunches en las comarcas vecinas a Chillán… La rebelión de los huiliches proseguía (en 1585). Se la sofocaba en un punto y aparecía en otro, como fuego subterráneo, con ramificaciones en toda la comarca.191
Los levantamientos de 1598 y 1655 constituyeron la expresión más nítida de la transformación de la guerra de resistencia tribal en guerra social. Comprendiendo este cambio, los mapuche trataron conscientemente de coordinar su lucha con los indígenas explotados en las labores mineras y agrícolas. En 1599, Pelantaru combinaba la rebelión huiliche de Osorno, Valdivia y Villarica, con el ataque a los fuertes y ciudades de Arauco, Angol, Boroa y Chillán. En la gran rebelión de 1655, los indios de las encomiendas atacaron centenares de haciendas, expropiaron oro y miles de cabezas de ganado, mataron a sus amos encomenderos y se sumaron al ejército liberador mapuche, dirigido por el mestizo Alejo. Desde el punto de vista militar, la gesta mapuche es una guerra irregular. Una de las variantes de esta guerra no convencional, es la guerra móvil combinada con la guerra de guerrillas rural. La guerra de Arauco fue una guerra móvil, porque grandes masas de indios atacaban y se desplazaban a enormes distancias, como lo testimonian los españoles que quedaban admirados de la rapidez con que se concentraban y dispersaban los mapuche. Esta guerra móvil estaba combinada con algunas tácticas de la guerra de guerrillas; en la mayoría de los casos, los indios no presentaban combate abierto al grueso del ejército español, sino que atacaban a las pequeñas partidas, hostigaban con emboscadas e incursiones esporádicas, falsos ataques y retiradas veloces. Sin embargo, no es fundamentalmente guerra de guerrillas. Lo básico no son pequeños grupos de indios guerrilleros. La guerrilla está al servicio de la guerra móvil, de grandes masas de indios que atacan y se desplazan, característica esencial de la lucha militar de los mapuche. La guerra móvil y la guerra de guerrillas ha sido siempre el arma escogida por los pueblos militarmente débiles en el momento de iniciar el combate. El genio militar de 191
Encina, II, pp. 75 y 120.
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los mapuche se manifiesta al adoptar la táctica que mejor convenía ante la superioridad de las armas españolas. Después de los primeros combates abiertos en que fueron diezmados, los mapuche no volvieron a repetir la experiencia trágica de atacar en tropel. En menos de cinco años, comenzaron a aplicar los principios de la guerra móvil y la guerrilla: movilidad, cambio de frente, evitar el cerco, hostigar, confundir, fatigar y aislar al enemigo. En esa época, el terreno chileno era muy apto para este tipo de guerra. No había red caminera ni senderos accesibles a las montañas. La zona sur, de mayor vegetación que en la actualidad, era tan pantanosa y enmarañada, que los ejércitos españoles tenían que abrirse paso a machete. Al decir de Alonso de Ercilla “nunca con tanto estorbo a los humanos quiso impedir el paso la natura”. Después de analizar con detenimiento la ubicación de los combates librados por los mapuche contra Pedro de Valdivia, Francisco Villagra y García Hurtado de Mendoza, llegamos a la conclusión de que durante la primera fase de la guerra, los indios combatieron en una franja de 200 km. de largo por 120 km. de ancho, entre los ríos Itata al Norte y Toltén al sur. Salvo la incursión esporádica de Lautaro hasta el Mataquito, la mayoría de los combates se libró en la zona norte central de las laderas occidental y oriental de la cordillera de Nahuelbuta. Las batallas de Lagunillas, Marigüeñu, Laraquete y Arauco, se registran en la parte norte de esta cordillera. Las de Millaraupe, Quiapo, Lincoya, Tucapel, Purén y Angol, en la zona central de Nahuelbuta, base de operaciones de los mapuche. Como puede apreciarse, en esta primera fase, la guerra móvil tenía un campo estrecho de desplazamiento. Al limitarse a una zona determinada, el norte y centro de la cordillera de Nahuelbuta, se corrían todos los riesgos que acarrea un foco guerrillero: poco lugar para el desplazamiento y concentración de las fuerzas enemigas en una región determinada. Dándose cuenta de este peligro, Lautaro pretendió extender la zona de combate hasta el centro. Su ulterior derrota en Peteroa (donde murió) será el producto de la incomprensión de esta estrategia de parte de los mapuche, que no querían salir del terreno conocido. Como se sabe, en su incursión a la zona central, Lautaro alcanzó a reunir apenas cientos de compañeros de lucha. En esa oportunidad, los mapuche sufrieron una de las desviaciones corrientes del guerrillerismo: la tendencia conservadora del localismo, que induce a quedarse en una zona conocida y resistirse a pasar de la etapa defensiva a la contraofensiva, fase transitoria entre la defensiva y la ofensiva estratégica. Solo años más tarde, los mapuche comprendieron que era necesario extender la zona de combate para facilitar un mayor desplazamiento de su guerra móvil. Las grandes rebeliones de 1598 y 1655 no se limitaron ya a los alrededores de la cordillera de Nahuelbuta, sino que se extendieron desde Chillán hasta Osorno. De este modo,
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los mapuche tuvieron una zona más amplia para el desplazamiento de sus tropas, provocando una mayor distracción y desgaste de las fuerzas españolas. Los mapuche solo presentaban combate cuando el ejército español estaba fraccionado, aplicando el principio guerrillero de atacar cuando se está seguro de triunfar. Miguel de Olavarría, cronista español, decía de los mapuche: “No pelean más que a su ventaja”. Uno de los oficiales españoles más destacados, Alonso de Sotomayor, escribía el 9 de enero de 1585 al rey Felipe II: “Y acaecerá un año andar y no topar sino a una vieja, si ellos no quieren pelear, porque la tierra es tan áspera y ellos andan tan sueltos y nosotros tan embalumados con las cargas, ganados y servicios que no se hace más efecto del que digo. Y cada día nos van hurtando caballos”. Los mapuche practicaban con mayor frecuencia la lucha defensiva en los pucarás que los asaltos espectaculares a las ciudades. Aunque las ciudades se despoblaran, como fue el caso de Concepción y Angol, no las tomaban porque con mucho tino, sabían que allí serían fácilmente vencidos. La efectividad de la táctica mapuche se demuestra en el hecho de que la proporción de 100 mapuche por un español al principio, se transformó en el siglo XVII en 2x1. Es decir, si al comienzo a los españoles les bastaban 20 soldados para derrotar a 2.000 indios, en el siglo XVII necesitaron 1.000 soldados para vencer a la misma cantidad de indios. Se ha dicho y repetido irreflexivamente que los mapuche aprendieron la táctica militar de los españoles. En realidad, la mayoría de las tácticas empleadas contra los conquistadores, fueron creadas por los propios mapuche a base de la experiencia que iban adquiriendo en el combate. De nada les hubiera servido enfrentar a los conquistadores con las mismas tácticas empleadas por un ejército, como el español, que era uno de lo mejores de Europa, entrenado en siglos de lucha contra los árabes. Los mapuche elegían el terreno para el combate en lomas rodeadas de quebradas y bosques, para impedir el ataque de la caballería enemiga y obligarla a pelear en una dirección determinada, a cargar siempre cuesta arriba. El cronista Miguel de Olivares describe la batalla de Marigüeñu, efectuada el 26 de enero de 1554, de la siguiente manera: “Coronado el cerro se extendía una meseta, larga algunas cuadras y ancha cuanto alcanza un tiro de fusil, pero entrecortado de bosques y espesura. Por la parte oriental está cerrada de una selva densa que no da paso, por el occidente la ciñe un precipicio que cae hasta el mar”.192 Una vez iniciado el combate, los mapuche fraccionaban su ejército en destacamentos que lanzaban escalonadamente en oleadas sucesivas para agotar a los españoles y a sus cabalgaduras. Paralelamente, mantenían reservas para contrarrestar sorpresas 192
Miguel de Olivares. Historia militar, civil y sagrada de lo acaecido en la conquista del reino de Chile. Libro II. Cap. XVI, Santiago, 1864.
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y definir la batalla en el momento oportuno. Cortaban la retirada al enemigo y lo perseguían tenazmente hasta diezmarlo. Lautaro ubicaba estratégicamente un grupo especial de indios para cortar la retirada. Esta maniobra era ejecutada en pleno combate; los españoles, al retirarse, se encontraban con obstáculos que no existían antes al avanzar, como le ocurrió a Villagra en la batalla de Marigüeñu. El cronista Luis Tribaldo de Toledo escribía: “Saben bien desplegar, desfilar y doblar sus escuadrones cuando conviene; formarse en punta cuando quieren romper y en cuadro para estorbar que los rompan; simular la fuga cuando quieren sacar al enemigo de algún lugar fuerte o embestirle desde emboscadas”.193 Una de las tácticas más notables fue la utilización de líneas de resistencia o fortificación a retaguardia. Un general chileno afirma que Lautaro “empleó la fortificación del campo de batalla, sin haberla aprendido de los españoles, pues éstos nunca hicieron de la fortificación una aliada para el combate, sino un refugio para descansar. Ideó el procedimiento de fortificaciones a retaguardia de la primera línea de combate, procedimiento que solo en la penúltima guerra europea ha venido a consagrarse como bueno”.194 En el combate de Concepción, librado el 12 de diciembre de 1555, Lautaro tendió tres líneas de resistencia o fortificación a retaguardia. El general Téllez sostiene que “el arte moderno militar no les puede hacer [a los mapuche] la más mínima observación. Cumplían con las cinco condiciones fundamentales que hoy exige el arte militar: campo despejado al frente, obstáculos en el frente, apoyo por lo menos en una de sus alas, libre comunicación a lo largo de toda la línea y comunicación a retaguardia”.195 Los pucarás mapuche –distintos a los de los “atacameños” e incas– hacían las veces de trinchera o empalizada para atacar o refugiarse en caso de derrota. Eran construidos en los alrededores de las ciudades para hostilizar a los españoles o también entre una y otra ciudad para cortar las comunicaciones del enemigo, como fue el caso del pucará de Quiapo, entre Concepción y Cañete. Tenían a su espalda una quebrada infranqueable, al frente una palizada fuerte y a los flancos dos quebradas impenetrables a la caballería enemiga, por las cuales podían retirarse ordenadamente. Alrededor del pucará cavaban grandes fosos que llenaban de estacas y recubrían de ramas, transformándolos en peligrosas trampas camufladas. El general Téllez afirma que este tipo de foso fue utilizado por Julio César contra la caballería, pero su uso contra la infantería fue un invento netamente mapuche. Los pucarás eran trincheras sui generis, colocadas a unos 1000 metros del enemigo. Los mapuche, luego de provocar a los españoles para que los atacaran en sus pucarás, 193 194 195
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Citado por Nicolás Palacios. Raza Chilena, p. 51, Valparaíso, 1904. Indalicio Téllez. Una raza militar, p. 45, Imprenta La Sud-América, Santiago, 1944. Ibid., p. 107.
los dejaban avanzar hasta que caían en los fosos, como le ocurrió a Pedro de Villagra y Gutiérrez de Altamirano en la batalla de Lincoya, efectuada el 16 de enero de 1563. Góngora Marmolejo describe el hecho del siguiente modo: “Sin ver el engaño (Gutiérrez), cayó en un hondo hoyo hecho a manera de sepultura, tan hondo como una estatura de un hombre, y tras él cayeron muchos en otros hoyos, de tal suerte que como los indios tiraban muchas flechas y los alcanzaban con las lanzas, no podían ser bien socorridos. Pedro de Villagra cayó en otro hoyo, y antes que sus amigos le pudieran socorrer le dieron una lanzada por la boca”. Los mapuche crearon la infantería montada. Su capacidad para convertirse en pocos años en consumados jinetes, su posibilidad de llevar una carga más ligera que los españoles y la utilización de lanzas de acero expropiadas al enemigo, les permitió crear una original infantería montada. Comprendieron otra gran verdad táctica que practicaron mucho antes que los ejércitos europeos. Fue ésta la utilidad de la infantería montada, que daba a los ejércitos mapuche una movilidad que dejaba desbaratados y perplejos a los generales contrarios. Todos sus guerreros iban montados. Podían por consiguiente presentar batalla cuando y donde quisieran, y a la primera señal de derrota retirarse con suma rapidez.196
La infantería montada servía precisamente a los fines de la guerra móvil; permitía desplazar grandes masas de guerrilleros a enormes distancias y facilitaba la rápida concentración y dispersión de fuerzas. En 1598, el cacique Pelantaru llegó a contar en el ataque a Valdivia con 2.000 jinetes que, en pocos meses, se habían desplazado desde Chillán hasta Osorno. Las necesidades de la guerra móvil y de la guerrilla, condujeron a los mapuche a crear nuevas tácticas, como el mimetismo y el camuflaje. Idearon una especie de silbato, confeccionado con huesos ahuecados, que era de gran utilidad para las maniobras militares de la guerra móvil, porque ayudaba a efectuar concentraciones y dispersiones rápidas de tropas. Góngora Marmolejo, uno de los cronistas más veraces, narraba: “oir a los indios la orden que tenían en acaudillarse y llamarse con un cuerno (por él entendían lo que habían de hacer) y como sus capitanes los animaban”. Para defenderse de los arcabuces, los mapuche crearon tablones especiales. El cronista precedentemente mencionado, escribía: Traían los indios en este tiempo para defenderse de los arcabuces unos tablones tan anchos como un pavés, y de grosor de cuatro dedos, y los que estas armas traían se ponía en la vanguardia, cerrados con esta pavesada para recibir el primer ímpetu de la arcabucería.
Los mapuche, a diferencia de otros indios americanos, perdieron rápidamente el miedo mítico al caballo, a las armaduras metálicas y a las armas de fuego. 196
Ricardo E. Latcham. La capacidad…, op. cit., p. 38.
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Los mapuche aplicaban el sabotaje y la táctica de tierras devastadas, destruyendo sementeras y quemando aquello que podía servir a los españoles. El cronista González de Nájera decía: “No hay langostas, tempestad, ni el mismo fuego que así destruya y abrase las mieses y casa de los enemigos”. Algunas tribus concertaban paz transitoria con los españoles con el fin de producir alimentos para las tribus que estaban en combate. Hacían las sementeras en quebradas y sitios de difícil acceso, donde según el cronista Miguel de Olaverría “no hay humanos que puedan entrar ni ir, en donde se les da con mucha abundancia por la grandísima fertilidad de aquellas tierras”. Otras veces, hacían dobles sementeras: las más pequeñas, al descubierto para que los españoles las talasen y los dejaran tranquilos; las más grandes, en zonas fértiles e inaccesibles. Los mapuche fueron sumamente hábiles en el contraespionaje. Enviaban a los campamentos españoles, indios que aparentaban someterse; su objetivo era espiar, recoger informaciones acerca de los planes y las fuerzas enemigas. Otros se hacían tomar prisioneros con el fin de proporcionar datos falsos a los conquistadores. Uno de sus engaños más eficaces era vender como esclavos, algunos de sus parientes, mozos o mozas despejadas, y éstos les informaban de todo lo que venía a su observación. Cuando se llevaba a efecto el levantamiento, estos esclavos eran los primeros en sublevarse y si era posible mataban a sus amos y se posesionaban de sus armas.197
La capacidad creadora de los mapuche para sacar rápidas conclusiones sobre sus experiencias militares, se pone también de manifiesto en la invención de nuevas armas. Cuando comprobaron que las ondas y flechas eran de escasa efectividad ante las corazas españolas, las reemplazaron por mazas y macanas. En pocos años, aprendieron a fabricar escudos y lanzas con puntas de acero, utilizando las herramientas que sacaban de las minas o recogiendo las armas que los españoles perdían en los combates, confirmando que la mejor manera de proveerse de armas es expropiándoselas al enemigo. Latcham afirma que al tener noticias del triunfo de Tucapel “los indios que se habían sometido y que ya trabajaban en las diversas faenas mineras y agrícolas se sublevaron, fugándose con las herramientas de hierro y de acero de que se servían en sus tareas diarias, utilizándolas en seguida para hacer puntas de lanza, que ya habían visto era el arma que más les convenía en esta guerra”.198 Góngora Marmolejo narraba que Villagra tenía “sus casas y repartimientos de indios, que le andaban sacando oro en un cerro más de quinientos juntos. Estos como tuvieron nueva por sus vecinos de la muerte de Valdivia, luego se alzaron, y de los almocafres con que sacaban el oro hicieron hierros de lanza y toda la provincia hizo lo mismo”.199 197 198 199
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Ricardo E. Latcham. La Organización Social…, op. cit., p. 470. Latcham: La Capacidad…, op. cit., p. 33. Citado por Ibid., p. 44.
En 1558, los mapuche ya sabían utilizar las armas de fuego. Emplazaron contra las tropas de García Hurtado de Mendoza los arcabuces y cañones que habían capturado a los españoles. Los mapuche estuvieron a punto de tener su propio arsenal a los pocos años de la llegada de los conquistadores. Un mestizo llamado Prieto, fugado del campamento español, hizo traer azufre de los volcanes Llaima y Villarrica y construyó hornos, llegando a juntar importante cantidad de salitre para fabricar pólvora. Este no fue el único caso de mestizos incorporados a las filas mapuche. Jerónimo Hernández, “gran arcabucero”, se pasó a los indios en 1586. El mestizo Alonso Díaz llegó a ser toqui con el nombre de Paine Ñamcu. Los mestizos Esteban de la Cueva, Lorenzo Baquero y, fundamentalmente, Alejo en el siglo XVII, se destacaron en la lucha junto a los mapuche, colaborando con su capacidad militar obtenida en el ejército español. Tampoco faltaron los casos de españoles que se pasaron a las tropas mapuche. El cura Barba, enamorado de una india y de la causa indígena, se integró a las filas mapuche en La Imperial. A principios del siglo XVII, sesenta españoles se incorporaron voluntariamente al ejército mapuche. En Nacimiento (1599), el sargento García López Valerio se pasó a los indios, arrestando a 10 soldados españoles y a 9 criollos del Perú. Algunos mestizos se incorporaron a los mapuche por resentimiento social hacia los españoles, que los mantenían marginados de la sociedad, negándoles inclusive trabajo. Los desertores españoles pueden haber sido fruto del mal pago y de las diferencias sociales entre los conquistadores. Los mapuche fueron muy hábiles para tratar con los mestizos y los soldados españoles descontentos, atrayéndolos a la causa indígena mediante un trato igualitario y la concesión de honores especiales, entre los cuales no deben haber faltado los casamientos de desertores del campo español con las hijas de los toquis y jefes mapuche. Otro invento mapuche fue el lazo, con el cual sorprendieron la primera vez a los españoles en la batalla de Marigüeñu, desmontándolos de sus cabalgaduras. Una de las creaciones más notables fue el telégrafo de señales. Palacios afirma que varios historiadores, especialmente los militares, dijeron como Ercilla, que los españoles podían tomar ‘dotrina’ del ejército indígena, de la táctica de sus generales y de la estrategia desplegada en sus acciones de guerra. Uno de los servicios anexos al ejército mapuche, y que nunca supieron implantar los conquistadores, a pesar de comprender la desventaja en que quedaban por esa causa respecto de los indígenas, fue el del telégrafo. El semáforo o telégrafo por medio de señales fue usado por los mapuche tal vez desde antes de la conquista española; pero durante ésta dieron tal impulso y organización a ese servicio que sería increíble si no quedara de ello plena constancia por relatos escritos durante los acontecimientos, y por personas entendidas que presenciaron esos hechos. El semáforo mapuche consistía en señales hechas con ramas de árboles disimuladas entre el bosque de los cerros, y solo visibles para los que sabían su situación. De noche
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se servían de antorchas. El significado de las señales fue guardado siempre en el más absoluto secreto.200
Alonso de Ercilla, uno de los grandes poetas épicos de la literatura universal, condensó en el canto 23 de La Mapuche, la capacidad guerrera de los indígenas chilenos: Dejen de encarecer los escritores a los que el arte militar hallaron, ni más celebren ya a los inventores que el duro acero y el metal forjaron; pues los últimos indios moradores del mapuche estado así alcanzaron el orden de la guerra y disciplina, que podemos tomar dellos dotrina. ¿Quién les mostró a formar los escuadrones, representar en orden la batalla, levantar caballeros y bastiones, hacer defensas, fosos y muralla, trincheras, nuevos reparos, invenciones, y cuanto en uso militar se halla, que todo es un bastante y claro indicio del valor desta gente y ejercicio?
El punto culminante de la insurrección mapuche se produjo cuando, en 1598 y 1655, los toquis lograron coordinar la guerra móvil con el levantamiento masivo de los indígenas que trabajaban en las faenas mineras y agrícolas. La guerra de resistencia tribal se combinaba y transformaba en guerra social. En este primer embrión nacional de guerra civil de clases, participaron no solo los mapuche, sino la mayoría de los indígenas chilenos. Junto a los mapuche se alzaron los “picunches” del centro y los “huiliches” de las minas de La Imperial, Villarrica, Valdivia, Osorno, etc. La victoria de Curalaba, en 1598, precipitó la insurrección general que venía preparándose desde hacía varios años. En 1599, los indios hicieron ataques coordinados en innumerables puntos del país. En enero derrotaron a los españoles en los fuertes de Longotoro y San Felipe de Arauco; el 4 de febrero se producía el alzamiento desde Angol al Laja; dos días después se rebelaban los indios de la zona del Bío-Bío; el 8 de abril se lograba aislar La Imperial luego del ataque a Boroa; durante el mismo mes se registraba el sitio de Chillán y el asalto a Concepción y a los lavaderos de oro de Quilacoya; el 24 de noviembre, los mapuche, en combinación con los “huiliches”, se lanzaban al asalto de Valdivia. El cacique Pelantaru abrió varios frentes de lucha; tres columnas de mil indios cada una operaban aparentemente por separado, pero luego se concentraban para el ataque a Santa Cruz, Valdivia y Osorno. 200
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Nicolás Palacios, op. cit., pp. 38 y 39.
La efectividad de este levantamiento simultáneo está reconocida en el recuento de pérdidas hecho por los propios españoles. “Gregorio Serrano, el testigo más abonado en razón de su cargo y de su minuciosa exactitud, calcula en quinientos mil el número de cabezas de animales (puercos, cabros, ovejas y vacunos) arrebatados por los indios, entre el 23 de diciembre de 1598 y el 15 de octubre de 1600, en las ciudades del sur”.201 El cronista Córdoba y Figueroa dice que los indios “quemaron más de cincuenta iglesias”. En el sitio de Valdivia hubo 400 españoles muertos, 300 heridos y 18 millones de pesos de pérdidas para la Iglesia. Esta insurrección coordinada volvió a repetirse en 1655. En menos de ocho días, se levantaron las tribus y los trabajadores indígenas desde el Maule hasta Osorno. El 14 de febrero, los mapuche tomaban el fuerte de Toltén, al mismo tiempo que se rebelaban los indios al norte del Bío-Bío matando a sus amos y expropiando sus ganados. Carvallo y Goyeneche comenta que mientras los indios cortaban la cabeza de un Cristo en el fuerte de Buena Esperanza, “zaherían a los prisioneros, diciéndoles que ya les habían muerto a su Dios y que ellos eran mas valientes que el Dios de los cristianos”. Los indígenas no solo tomaron los fuertes al sur del Bío-Bío (San Pedro, Nacimiento, Arauco, San Rosendo, Talcamávida, Colcura, etc.), sino que también capturaron Chillán y llegaron a invadir la parte central de la ciudad de Concepción. El genio militar de esta insurrección fue el mestizo Alejo (Butumpuante), que se había pasado a las filas mapuche, según se dice, a causa de habérsele negado el ascenso a oficial en el ejército español. Perfeccionó los métodos de guerra móvil y de guerrillas. En 1657, dirigió el aniquilamiento de ejércitos españoles de varios centenares de soldados; fue asesinado, a traición, por dos mujeres, cuando estaba a punto de consumar su gran proyecto: la toma de Concepción. La insurrección de 1655 produjo enormes pérdidas a los españoles. Las bajas del ejército permanente ascendieron a novecientos soldados, o sea, la mitad de los efectivos. Según Carvallo y Goyeneche, en la primera fase de la rebelión de 1655, los indios “cautivaron más de tres mil trescientos españoles, quitaron cuatrocientas mil cabezas de ganado vacuno, caballar, cabrío y de lana; y ascendió la pérdida de los vecinos y del Rey a $ 8.000.000 de que se hizo jurídica información”.202 En síntesis, los mapuche aplicaron empíricamente los fundamentos de la guerra móvil –frentes móviles de operación o guerra de maniobras– como asimismo los principios básicos de la guerrilla: movilidad, ataque por sorpresa y retirada, cooperación del pueblo y conocimientos del terreno. Practicaron la defensa activa, defenderse para atacar, retirarse para avanzar; retirada centrípeta, es decir, concentración de fuerzas en la retirada.
201 202
Encina, II, p. 217. Citado por Jorge Randolph. Las Guerras de Arauco y la Esclavitud, p. 113, [Horizonte] Santiago, 1966.
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Sin embargo, nunca pudieron pasar a la ofensiva estratégica. No superaron la etapa de la defensa activa y de la contraofensiva esporádica. La guerra que mantiene indefinidamente su carácter irregular no triunfa. El éxito final se logra solamente cuando se pasa a la guerra regular, a la guerra de posiciones, etapa culminante donde se producen las definiciones últimas. Los mapuche no lograron alcanzar esta etapa final de la ofensiva estratégica. A pesar de la insistencia de los historiadores en señalar que los españoles practicaron la “guerra defensiva” durante el período de 1612 a 1626, el análisis meticuloso de la guerra de Arauco demuestra que, aun en el momento de aceptar la utopía reformista del cura Luis de Valdivia, los conquistadores jamás estuvieron a la defensiva. Sufrieron retrocesos y derrotas que los condujeron, en las rebeliones de 1555, 1598 y 1655, a abandonar las ciudades y los fuertes, pero nunca estuvieron a la defensiva estratégica. En respuesta a las tácticas mapuche, los españoles aplicaron empíricamente los principios de la contraguerrilla: redistribución de la población o “desgobernar a los indios”, como decían los conquistadores cuando trasladaban a los mapuche al Norte Chico o al Perú; no precipitarse por controlar las zonas donde opera la guerrilla, sino preocuparse ante todo por la seguridad de la retaguardia y la propia base; afirmar el orden social y la autoridad gubernamental; crear fuerzas móviles de choque y, fundamentalmente, procurar la destrucción física de los guerrilleros. Los dos oficiales más destacados del ejército español, Alonso Sotomayor y Alonso de Ribera, fueron los estrategas de la contraguerrilla. El plan de Ribera consistió en crear un ejército permanente y bien pagado para evitar las deserciones, impedir la dispersión de fuerzas en ciudades muy alejadas unas de otras y asegurar la zona entre el Maule y el Bío-Bío, desde donde estableció una línea de defensa para avanzar gradualmente hacia el sur. Paralelamente, planteó una política de tinte reformista para su época al sugerir ciertas concesiones mínimas a los indígenas que trabajaban en las minas, con el fin de restar apoyo de masas a la insurrección mapuche. Esta política no fue aplicada, porque entraba en contradicción con la insaciable acumulación primitiva de capital de los encomenderos. Ribera fue –dice Encina– el autor del plan que más tarde permitió a la república chilena someter a los mapuche. Las líneas de ese plan parten de la base de que ya está perdido el territorio ubicado al sur del Bío-Bío. El socorro de Villarrica y Osorno es una simple complacencia con el sentimentalismo de los colonos y con las exigencias políticas. Comprende la necesidad de preparar el ánimo de los pobladores y de la corte para que se resignen al abandono momentáneo de la parte más rica y floreciente de la colonia. La conquista ha sido mal llevada y hay necesidad de recomenzarla ordenadamente. Lo primero es salvar la zona comprendida entre el Maule y el Bío-Bío.203 203
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Encina: II, pp. 366-367.
Su sucesor, García Ramón, solo aplicó uno de los puntos de este plan de contraguerrilla: el exterminio físico de los mapuche. “Pronuncié autos –manifestaba el gobernador– mandando a todos los ministros de guerra pasasen a cuchillo todo cuanto en ella se tomase sin reservar mujer ni creatura, lo cual se puso en ejecución generalmente y se pasaron a cuchillo cuatrocientas y más almas” .204 Merlo de la Fuente, en 1610, siguió la misma táctica: “Dejé colgados –dice en carta al rey– once caciques y capitanes principales, además de otros seis que he traído cautivos”.205 Muchas décadas de lucha permitieron a los españoles aclimatarse e interiorizarse de las costumbres de los indígenas chilenos; hacia 1570 había nacido la primera generación de criollos y mestizos, hombres nativos, expertos conocedores del terreno para la lucha antiguerrillera. Algunos autores, Encina entre ellos, han aducido causas racistas para explicar el empeño de los españoles en mantener una guerra tan prolongada y desgastadora. Otros, como Eyzaguirre, enfatizan causas psicológicas y religiosas: Este esfuerzo titánico que consumió vidas y hacienda se justificaba a los ojos de sus protagonistas por satisfacer el ansia de gloria y el instinto caballeresco de los españoles. Además el fervor proselitista de los eclesiásticos, deseosos de introducir el cristianismo entre los aborígenes, habría resistido la idea de abandonar el territorio a pretexto de los enormes gastos que irrogaban a España. El ideal guerrero y el ideal misionero, aunque a menudo discrepantes en las actitudes frente al indígena, se enlazaron así en la común resolución de permanecer en el país (sic).206
A nuestro juicio, existieron razones más profundas para sostener la guerra de Arauco. En la zona sur, abundaba la mano de obra y se encontraban los principales lavaderos de oro, minas y tierras fértiles. A fines del siglo XVI, el 90% de los indios residía al sur del Bío-Bío, la mayoría absoluta no estaba constituida por mapuche, sino por huiliches. Se calcula que a la llegada de los conquistadores había en Chile de medio a un millón de indios, de los cuales 300.000 eran de origen mapuche. Las epidemias de tifus en 1554-1557 y de viruelas en 1590-1591, redujeron esta última cifra a 200.000 mapuche aproximadamente. Los dos tercios del total de indígenas estaban formados por picunches y huiliches. A principios del siglo XVII, en el Norte Chico quedaban menos de 500 sitios. Miguel de Olaverría calcula que en los términos de Santiago había cuatro mil naturales al finalizar el siglo XVI, contra sesenta mil que existían cuando llegaron los españoles”.207
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Citado por Ibid., II, p. 423. Citado por Encina, II, p. 444. Jaime Eyzaguirre. Historia de Chile, p. 153, Santiago, 1965. Encina, II, p. 194.
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Los encomenderos necesitaban mano de obra para explotar las ricas minas del Norte Chico y las actividades agropecuarias de la zona central. Había una sola región de donde sacarla: el sur. El método más expeditivo para obtenerla: la violencia. La guerra de Arauco –inspirada en la llamada “ansia de gloria” y el “instinto caballeresco”– sirvió para cazar indios que luego se vendían a los explotadores del Norte Chico y de Santiago. Los encomenderos solicitaron al Rey que permitiera la esclavitud en Chile. Felipe III aprobó este pedido en la Real Cédula de mayo de 1608: Por la presente declaro que todos los indios, siendo los hombres mayores de diez años y medio, y las mujeres de nueve y medio, que fuesen tomados y cautivados en la guerra (de Arauco), sean habidos y tenidos por esclavos suyos, y como tales se pueden servir de ellos, y venderlos, darlos y disponer de ellos a su voluntad, con que los menores de las dichas edades abajo no puedan ser esclavos, empero que puedan ser sacados de las provincias rebeldes.208
El gobernador Luis Merlo de la Fuente puso en práctica esta cédula en 1610. Los indios mayores de 12 años cazados en la guerra de Arauco podían incluso ser vendidos al Perú, siempre y cuando no fueran salvados por el sedicente “ideal misionero”. El ejército español –al servicio de la burguesía productora en formación e inspirado por el tan manido “ideal guerrero”– se lanzó ferozmente a la caza de indios en la guerra de Arauco. Según las críticas del gobernador Jaraquemada, los jefes militares mandaban a sus haciendas particulares a los indios, custodiados por ocho o diez soldados que cobraban como si estuvieran en campaña. El 18 de octubre de 1650, el capitán Diego de Vibanco escribía al Rey: desde luego conviene mucho quitar los abusos que tiene establecidos aquella guerra [la de Arauco] en la esclavitud de los indios, en que mayormente ha consistido su duración por el grande interés que se las ha seguido y sigue a las cabezas que gobiernan, que son las del gobernador, maestre de campo general y sarjento mayor; porque de las corredurías y malocas que se hacen al enemigo, es mucha la codicia de las piezas que se cojen en ellas.209
La mayor cacería humana en Chile fue montada por los hermanos Salazar en 1650. Su respuesta: la gran rebelión indígena de 1655, una de las insurrecciones populares más importantes de Chile.
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209
144
Citado por Miguel Luis Amunategui. Los Precursores de la Independencia de Chile, tomo II, p. 85, Santiago, 1871. Ibid., p. 81.
Cronología de la Conquista 1519:
Conquista de México por Hernán Cortés.
1520:
Magallanes descubre el Estrecho que lleva su nombre.
1532:
Conquista del Perú por Pizarro.
1536:
Expedición de Almagro a Chile.
1540:
Pedro de Valdivia conquista Chile.
1541:
Fundación de Santiago. Primera rebelión social en los lavaderos de oro de Marga-Marga.
1542:
Origen de la propiedad privada de la tierra en Chile con el reparto ordenado por Valdivia.
1544:
Fundación de La Serena.
1549:
Fin de la resistencia de los indios del Norte Chico y del Centro.
1550:
Se funda Concepción a orillas de los lavaderos de oro de Quilacoya.
1552:
Fundación de La Imperial y Villarrica.
1553:
Fundación de Valdivia y Angol (ex Los Confines). Levantamiento mapuche. Lautaro derrota a Valdivia en Tucapel.
1557:
Muerte de Lautaro en Peteroa.
1557:
Expedición de García Hurtado de Mendoza. La producción minera se concentra en los lavaderos de oro. Comienzan a decantarse las clases sociales.
1598:
Gran levantamiento indígena contra la dominación española.
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tomo ii La Colonia y la Revolución por la Independencia (1540-1810)
capítulo i1 Las características esenciales de la colonización española
La colonización española de América forma parte del proceso histórico de creación del mercado mundial capitalista. Esta colonización, impulsada fundamentalmente por las necesidades de expansión del naciente capitalismo, promovió a su vez un salto cualitativo en la economía europea. Los metales preciosos provenientes de América aceleraron el desarrollo de las empresas bancarias y manufactureras, provocando una “revolución de los precios” y un aumento del circulante y del tráfico comercial. La economía agraria de la época precolombina fue reemplazada preponderantemente por la producción de metales preciosos y materias primas destinadas al mercado internacional en formación. La economía agraria indígena fue sustituida por una nueva economía regida por las leyes del capitalismo incipiente. Los españoles introdujeron el valor de cambio y la economía monetaria, en una sociedad que solo conocía el valor de uso y la economía natural. A partir de la colonización española, los productos extraídos por los indios se transformaron en mercancías que coadyuvaron al desarrollo del capitalismo europeo. El hecho de que Chile colonial comenzara a regirse por un capitalismo incipiente, no significa desconocer la existencia de algunas comunidades indígenas que siguieron practicando la economía natural y produciendo valores de uso. Sin embargo, lo que comandaba la sociedad colonial era el dinamismo de las nuevas formas económicas que iban socavando las bases de la comunidad indígena: La economía natural, que entró en contradicción con las nuevas relaciones de producción y de cambio, subordinándose al sistema impuesto por la conquista española; los productos agropecuarios, la alfarería y los tejidos indígenas debieron concurrir obligadamente al mercado colonial. Las comunidades primitivas no pudieron permanecer “marginadas” del proceso global de la nueva economía introducida por la colonización española. El indio fue incorporado abruptamente al régimen de explotación de metales preciosos. Fue “integrado” mediante el uso de la violencia y doblemente explotado como trabajador (esclavo, 1
Siguiendo con el mismo criterio explicado en las primeras páginas del tomo anterior, actualizamos aquí algunos conceptos e informaciones con el fin de enriquecer este tomo publicado por primera vez en 1969, especialmente en cuanto al contexto latinoamericano de la historia de Chile.
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encomendado, peón, etcétera) y como pequeño productor que abastecía el mercado local y regional.2 De este modo, el capitalismo de la época colonial fue penetrando, transformando e incorporando las zonas más asladas. Chile colonial, al igual que el resto de Hispanoamérica, no tuvo una mera economía de subsistencia, como han afirmado algunos economistas contemporáneos, sino básicamente una economía de exportación, una economía capitalista primaria cuya función primordial era exportar materia prima para el mercado mundial. La división internacional del trabajo, consumada por el sistema capitalista después de la Revolución Industrial, tiene sus orígenes en la época de las colonizaciones de América, Asia y África, continentes que fueron convertidos en centros proveedores de materia prima y compradores de productos elaborados. Esta división internacional del trabajo fue impuesta por las necesidades de la acumulación primitiva del capital que advino al mundo chorreando sangre y lodo, por todos los poros, de la cabeza a los pies […] El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de exterminio y sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros: son todos hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos representan otros tantos factores fundamentales en el movimiento de la acumulación originaria.3
Estos métodos brutales de conquista no eran únicamente paternidad de los españoles, sino de todos los países europeos empeñados en la acumulación originaria del capital, cuyo primer paso en los continentes sometidos fue la apropiación violenta del suelo y del plusproducto obtenido de la explotación indígena.
Mitos y leyendas La “leyenda negra”, popularizada principalmente por los escritores ingleses al servicio de la política de su imperio, se formuló sobre la base de apreciaciones subjetivas que solamente consideraban ciertos hechos de la superestructura religiosa y política de la colonización hispánica. Los epítetos de “ignorantes”, “fanáticos”, “oscurantistas”, “inquisitoriales”, utilizados contra los españoles, constituían el andamiaje verbal de una política internacional que procuraba acelerar la crisis del Imperio español. José Luis Romero afirma que “ateniéndose a los principios de la concepción mercantilista, toda la burguesía europea tuvo por seguro que España llegaría a ser en poco tiempo 2 3
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André G. Frank. Capitalism and Underdevelopment in Latin America, Ed. Monthly Review, 1967. Carlos Marx. El Capital, Tomo I, Vol. II, p. 840, Trad. Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1946.
una de las potencias más temibles y vigorosas (…) La aparición de la ‘leyenda negra’ no haría sino revelar la intensidad de ese sentimiento”.4 Es efectivo que España introdujo en América algunas concepciones regresivas heredadas de la cultura medieval. Sin embargo, la crítica al oscurantismo español no estaba motivada por factores de orden moral, sino económico. Detrás de la “leyenda negra” se mueven las intenciones de los imperios europeos que aspiran a eliminar a España del control de los mares y de la competencia comercial. No por casualidad esta leyenda alcanza su mayor difusión en los períodos en que se agudiza la lucha intercapitalista por el dominio del mundo colonial. Los escritores chilenos del siglo pasado, especialmente Lastarria y Bilbao, fuertemente influenciados por sus colegas liberales de Europa, solo vieron en la Colonia una época oscurantista, de un modo análogo al que utilizaban los filósofos de la Ilustración cuando juzgaban a la Edad Media. Esa crítica de la superestructura religiosa y política, los llevó a configurar una imagen estática de la Colonia, como si durante tres siglos no hubieran ocurrido importantes transformaciones económicas, sociales, demográficas y culturales. En oposición beligerante a este enfoque, ha surgido en las últimas décadas una contracorriente que pretende reivindicar la gesta española, poniendo el acento en las supuestas virtudes de la raza y la religión. Esta tendencia denominada “hispanófila” por algunos críticos, defiende la política de los Austria, justifica la Inquisición y elogia la legislación española de Indias, haciendo abstracción este último caso de su aplicación concreta a la realidad colonial. Hipervalora la obra misional y justifica la guerra de conquista en aras del adoctrinamiento de los infieles aborígenes. Escritores como Enrique de Gandía, Rómulo Carbia, Carlos Pereyra y, en gran medida, Jaime Eyzaguirre en Chile, han fabricado la “leyenda rosa”, nueva fuente de mitos acerca de las bondades de la colonización española. Esta tendencia hispanófila no es homogénea, sino que presenta diversos matices: mientras unos justifican a los encomenderos y critican a los jesuitas por su política “poco realista”, otros defienden incondicionalmente la obra de la Iglesia. Cualquiera sea el color que adopten estas leyendas, todas contribuyen a mistificar la historia latinoamericana, ya que realzan conceptos arbitrarios y tendenciosos, como el “ideal guerrero”, “el espíritu caballeresco de la raza” o el “ideal misionero”. La investigación histórica no puede quedar constreñida a valoraciones puramente subjetivas, sino que debe basarse en una explicación científica de los hechos. El quehacer del historiador no estriba en elogiar o “condenar” la colonización española en bloque, sino en demostrar que los hechos, como la explotación inhumana de los indios, 4
José Luis Romero. Guía Histórica para el Río de la Plata, Ensayos sobre la Historia del Nuevo Mundo, p. 406, México, 1951.
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por ejemplo, se explican como expresiones históricas de la acumulación primitiva del capital, que la conquista de América fue un eslabón importante del proceso de expansión del naciente capitalismo y que el triunfo de los conquistadores no se debió al “ideal guerrero o misionero”, sino a la superioridad de las fuerzas productivas de la civilización europea sobre el primitivismo de los aborígenes americanos. Al historiador no le corresponde elucubrar cuál habría sido el curso de las culturas americanas si su desarrollo autónomo no hubiera sido cortado por España. Los “si”, como todos los condicionales, sirven muy poco para el análisis de la historia. España doblegó a las culturas primitivas de América porque conocía las armas de fuego, la elaboración del hierro y la domesticación del caballo. El Imperio español era la resultante de una cultura que, a través de avances reales y retrocesos relativos, había pasado del hombre de las cuevas de Altamira a una burguesía comercial, floreciente y agresiva, en plena expansión y conquista. A su vez, desde el punto de vista socioeconómico, los españoles pudieron hacer una rápida y fructífera colonización porque se encontraron con pueblos agro-alfareros y minero-metalúrgicos que habían logrado importantes avances en la agricultura y la técnica minera. La colonización española incorpora nuestro continente al mundo capitalista en formación. Esto no es una mera valoración; es un hecho. Asimismo, en el proceso histórico que parte de la Colonia y sigue con la emancipación política formal, casi toda América Latina se forja bajo un mismo idioma y una tradición cultural común, lo que, junto a la estructura geográfica y política de su historia, ha contribuido a conferir un sentido de unidad a los pueblos latinoamericanos. No se trata de magnificar el “legado” de España, tarea a la cual es tan aficionada la leyenda rosa, ni tampoco borrar de una plumada el “oscurantismo” colonial, como pretendió la leyenda negra. El estudio de la colonización española es de una extraordinaria importancia, porque la historia contemporánea de nuestro continente tiene raíces profundas en la estructura socioeconómica y en la tradición cultural creadas durante la Colonia. No se puede comprender la continuidad de la Historia de Chile, como la de cualquier otro país latinoamericano, sin analizar el período colonial, porque de esa época arranca el carácter deformado de nuestra economía monoproductora. De ahí emerge el Chile primordialmente minero. Durante la Colonia se origina la propiedad privada de los medios de producción y el fenómeno de concentración de la tierra. Allí surgen las clases sociales que dan la impronta a la Revolución política y formal de 1810. De aquella época, en fin, data esa burguesía criolla que por su carácter dependiente será incapaz de realizar las tareas democrático-burguesas durante los siglos XIX y XX. Otro de los mitos, derivado de la “teoría de la raza”, es aquel que nos habla de una América del Norte próspera y democrática, agraciada por la colonización anglosajona, en contraste con una América del Sur conquistada por una raza latina, ociosa y atrasada.
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En Chile, Domingo Amunátegui y otros escritores liberales se encargaron de proclamar la diferencia entre “el régimen de libertad política implantado por los cuáqueros y puritanos en Norteamérica desde los primeros días de la colonización, contrapuesto al régimen de gobierno absoluto que predominó en los virreinatos españoles”.5 Francisco Encina basa el progreso de Norteamérica en la capacidad de los ingleses de conservar la pureza de la raza: No fueron las instituciones y el régimen colonial los que engendraron las grandes diferencias en el desarrollo de las sociedades inglesas de la América del Norte y las españolas de la América del Sur, sino las distintas aptitudes de los progenitores y el cruzamiento del español con el aborigen.6
La diferencia entre ambas colonizaciones no reside, a nuestro juicio, en las supuestas virtudes o defectos de cada “raza”, sino en el conjunto de las condiciones geográficas, las bases materiales y la disponibilidad de mano de obra que encontraron los respectivos conquistadores. Los ingleses que desembarcaron en el norte construyeron una sociedad en gran medida diferente a la de sus compatriotas que colonizaron el sur de Estados Unidos. Los primeros encontraron un clima y una naturaleza poco hospitalarios, una región que fue necesario doblegar a fuerza de trabajo personal y una población aborigen muy atrasada e indómita. Estos factores –medio geográfico y escasez de mano de obra indígena– condicionaron una sociedad de emprendedores artesanos y agricultores que luego promovieron el desarrollo industrial y la creación de un mercado interno. En cambio, en la zona sur de Estados Unidos, hombres de la misma raza hallaron una exuberante naturaleza a la cual era posible explotar importando abundante mano de obra esclava. Construyeron una sociedad basada en la esclavitud, con un gobierno local absolutista, muy diferente al de sus hermanos de raza de Nueva Inglaterra, que habían edificado su sociedad sobre la base de ciertos principios democráticos impuestos por las circunstancias peculiares de su colonización. No es que el puritanismo o el espíritu igualitario y democrático de los tripulantes del “Mayflower” despreciara la esclavitud, sino que este sistema no era aplicable ni rentable en el norte debido al tipo de producción agraria y manufacturera. Esos puritanos, tan igualitarios, no tuvieron ningún escrúpulo en pagar altas primas por cada cabeza de piel roja7. En la región norte
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Domingo Amunátegui S. Las encomiendas de indígenas en Chile, p. 2, Santiago, 1909. Francisco Encina. Historia de Chile, III, p. 67, Santiago, 1948. “Aquellos hombres virtuosos del protestantismo –decía Marx– los puritanos de la Nueva Inglaterra, otorgaron en 1703, por acuerdo de su Asamblea, una prima de 40 libras por cada escalpado indio y por cada piel roja apresado; en 1720 el precio era de 100 libras. El Parlamento británico declaró que la caza del hombre y el escalpado eran recursos que Dios y la naturaleza habían puesto en sus manos”.
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no había plantaciones que pudieran ser explotadas por esclavos, sino un terreno para ser cultivado en pequeñas parcelas donde la esclavitud masiva resultaba antieconómica. A los ingleses que desembarcaron en el norte les hubiera regocijado encontrar oro, como a los españoles –sostiene Charles Beard– pero “la zona geográfica que cayó en sus manos no rindió al principio el preciado tesoro. En lugar de indígenas que quisieran someterse a la esclavitud, en lugar de vetustas civilizaciones maduras para la conquista, los ingleses encontraron un inmenso continente de tierra y selva virgen, apenas colonizado por pueblos indígenas que preferían la muerte antes que el cautiverio”.8 Por el contrario, los españoles encontraron un continente con buen clima, exuberante vegetación, metales preciosos y abundante mano de obra que explotar. Estos factores materiales condicionaron un régimen dedicado fundamentalmente a la exportación de materia prima; un sistema que generó rápidamente el monopolio de la tierra y las minas, y una minoría privilegiada a la que no le interesaba el desarrollo industrial ni el mercado interno, sino preponderantemente la producción para el mercado externo. La evolución de esta clase social privilegiada no fue determinada por el supuesto carácter antidemocrático y absolutista de la raza española, sino por el régimen de producción y la abundancia de mano de obra indígena.
¿Fue feudal o capitalista la colonización española? La tesis de que la colonización española de América tuvo un carácter feudal es otro de los tantos mitos elevado a la categoría de verdad absoluta por la historiografía tradicional. Esta tesis, derivada en gran medida de la “leyenda negra” y expuesta por los historiadores liberales del siglo pasado, ha sido tendenciosamente reactualizada por los escritores del reformismo contemporáneo. Estos autores esgrimen como pruebas principales del carácter feudal de la colonización, la evolución de la propiedad territorial, la relación entre las clases y el papel jugado por las instituciones coloniales, como la encomienda. En la sociedad colonial existieron sin duda supervivencias feudales que se expresaban especialmente en la terminología y el lenguaje jurídico medieval, empleados por los conquistadores que se creían dueños de nuevos señoríos en las tierras recién descubiertas. Pero caracterizar sobre todo a una sociedad por esas manifestaciones, en lugar de basarse en el modo de producción y en su estructura socioeconómica, es confundir la apariencia con la esencia. La gran extensión de la propiedad territorial es uno de los argumentos que se han dado para demostrar el carácter feudal de la colonización española. Este error proviene de identificar el feudalismo con el latifundio, haciendo abstracción del contenido 8
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Charles Beard. The Rise of American Civilisation, p. 11, McMillan, New York, 1961.
concreto de cada uno y poniendo más énfasis en el aspecto formal –la extensión– que en el contenido –el régimen de producción y de cambio–. De aceptarse ese criterio, resultaría difícil explicar la existencia en la actualidad de grandes haciendas modernas que no son feudales, sino empresas explotadas en forma eminentemente capitalista. Latifundios han existido tanto en la sociedad esclavista oriental, griega y romana, como en el régimen feudal y capitalista. Lo básico del feudalismo no era solo la extensión de las tierras del señorío, sino la pequeña y cerrada producción agraria y artesanal donde el trueque –y no la economía monetaria– constituía la base del escaso comercio. En cambio el latifundio de la época colonial, tuvo como objetivo principal la producción en gran escala de cereales, cueros, sebo, frutas, etc. Al latifundio de las colonias hispanoamericanas no le interesaba el autoabastecimiento –como al feudo– sino la producción para el mercado externo. Mientras el latifundio medieval se basaba en una economía reclusa, el latifundio de la colonia estaba al servicio de una economía de exportación. Los conquistadores efectivamente trasplantaron instituciones de origen feudal, como la encomienda, pero el papel jugado por ésta en América distaba mucho del desempeñado por las “behetrías” españolas. La encomienda indiana no tendía a la autarquía económica ni a la pequeña producción agraria, sino a la exportación de metales preciosos y materia prima. Al contrario de lo que afirma Encina,9 el encomendero no era un señor feudal, sino un empresario, un hombre de negocios, integrado al capitalismo incipiente de la época. La encomienda no era para él un fin en sí mismo, como lo era el feudo para el señor del Medioevo, sino un medio para producir mercancías. Se ha argumentado que la relación entre el encomendero y el indio era feudal. Esta relación entre las clases es uno de los principales puntos de apoyo de aquellos que sostienen el carácter feudal de la colonización española. Nosotros opinamos que la encomienda de servicios reflejaba relaciones más esclavistas que feudales. El indio “no elegía” al señor, no establecía vínculos de vasallaje ni estaba apegado a la tierra, como el siervo del Medioevo. Los indios encomendados eran fuerza de trabajo que los encomenderos obligaban a trasladarse, de un lugar a otro, de acuerdo con las exigencias de la producción. En rigor, la encomienda estableció una relación precapitalista entre las clases, no necesariamente feudal a pesar de su apariencia, sino más bien esclavista en su contenido, al servicio de una empresa con fines capitalistas. No siempre la relación entre las clases va paralela o sigue la misma tendencia que los objetivos de la producción. Los empresarios sureños de Estados Unidos levantaron la producción de algodón sobre la base de la esclavitud negra y no por ello dejaron de ser capitalistas. Es característica de 9
Francisco Encina, op. cit., I, p. 423 y V, p. 183.
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la etapa de la acumulación primitiva del capital recurrir a formas sociales de explotación utilizadas por regímenes anteriores de producción. El hecho de que el capitalismo en su fase inicial practique una explotación del hombre tanto o más opresora que la propia servidumbre medieval, no significa necesariamente que el régimen de producción en su esencia sea esclavista o feudal. Un sistema económico retrógrado más antiguo puede ser “aparentemente” menos odioso en cuanto a la explotación del hombre por el hombre que uno más moderno, históricamente progresivo. En síntesis, la relación entre las clases a veces no coincide del todo con el modo general de producción de una sociedad. El encomendero era objetivamente un aprendiz de capitalista que utilizaba un método de explotación más rentable y necesariamente más brutal que el aplicado por el señor feudal. Durante las primeras décadas de la conquista, el indio encomendado era más explotado que un siervo; era intrínsecamente un esclavo, cuya condición era disimulada por la legislación española. Posteriormente, con el reemplazo de la encomienda de servicios por la encomienda de tributos, se introdujo una relación más pro-capitalista entre las clases, pues el indio debía pagar el tributo en dinero, sistema que se aplicó en México y Perú, bajo los nombres de “cuatequil” y “mita”. El trabajador indígena no era de ninguna manera el típico obrero de la industria moderna, subordinado al régimen del salariado “libre”, pero –como dice Bagú– recibía en pago un “salario bastardeado”. “El predominio de la esclavitud y del salario, a la vez que la escasa importancia de la servidumbre –en el sentido histórico-económico– nos confirma en la creencia que el régimen colonial del trabajo se asemeja mucho más al capitalismo que al feudalismo”.10 Las encomiendas hispanoamericanas no eran tampoco feudales, porque su concesión no conllevaba la entrega definitiva de tierras ni de siervos. El indio no pagaba tributos señoriales al encomendero sino al Rey. La monarquía podía quitarle los indios al encomendero. En síntesis, la relación entre encomendero y encomendado es una relación precapitilista entre las clases, al servicio de una empresa, la encomienda, que tiene fines capitalistas y produce valores de cambio destinados al mercado internacional. Además de la encomienda, durante la Colonia surgieron otras modalidades de trabajo que demuestran el proceso de explotación capitalista, aunque incipiente, de la colonización española. Los peones y asalariados mestizos de los campos y las minas no tenían nada en común con el siervo de la época feudal, salvo su existencia miserable y su condición de explotados. Durante la Colonia no hubo “una economía cerrada de subsistencia” ni tampoco una “economía reclusa”, como han señalado respectivamente Max Nolf y Aníbal 10
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Sergio Bagú. Economía de la Sociedad Colonial, p. 127, Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1949.
Pinto. Tampoco coincidimos con Ramírez Necochea cuando sostiene que la economía chilena en la Colonia “poseyó en forma predominante diversos elementos de corte estrictamente feudal (…) Presentó caracteres adquiridos por el feudalismo europeo a fines del Medioevo (…). Fue una economía preponderantemente agraria; la manufactura y aún la minería carecían de actividades independientes y en ellas también imperaron relaciones feudales de producción”.11 Nosotros sostenemos12 que en la Capitanía General de Chile, como en las demás colonias hispanoamericanas, hubo preponderantemente una economía de exportación, una economía basada en la producción de metales preciosos y productos agropecuarios para el mercado internacional. No era una pequeña economía agraria, autárquica, basada en el trueque –como el feudalismo–, era una economía regida por el capitalismo incipiente cuyo fin primordial era la producción de valores de cambio. Los productos exportados no eran meros excedentes de una economía de subsistencia, sino el objetivo básico de la economía colonial. Se sabe que actividad comercial no es lo mismo que capitalismo, aunque contribuya a su desarrollo en la primera fase. El hecho de que exista comercio o intercambio de 11
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Hernán Ramírez N. Antecedentes económicos de la Independencia de Chile, p. 50, Ed. Universitaria, Santiago, 2da. Edición, ampliada, 1967. En la pág. 140, nota 4, de esta misma edición, Ramírez señala que “la expansión colonialista española no fue fruto de una expansión capitalista, sino feudal”. Un escritor de la misma tendencia, Volodia Teitelboim, sostiene que “los españoles introdujeron en sus colonias indianas el declinante régimen feudal” (El Amanecer del Capitalismo y la Conquista de América, p. 6, Santiago: Ed. Nueva América, 1943. A raíz de la publicación de nuestro primer volumen, varios lectores se han interesado por saber quién es el autor de la tesis de que América Latina no es feudal sino capitalista. Los primeros planteamientos fueron formulados por Sergio Bagú en 1944 en las Universidades de Illinois y Middlebury y publicados en 1949 bajo el título Economía de la Sociedad Colonial. S. Zavala, J. Miranda, R. Simonsen y otros, habían hecho investigaciones parciales que abonaron el trabajo de Bagú. Se destacan también los meritorios y pioneros ensayos de Nahuel Moreno y Milcíades Peña; el primero redactó en diciembre de 1948 “Cuatro Tesis sobre la colonización española y portuguesa”, reimpreso por la revista Estrategia, Nº 1, set. 1957, acompañado de una carta donde dice: Este trabajo en que se demuestra la esencia capitalista de la colonización “es producto de años de fructíferas polémicas entre trotskistas… Como marxistas llegamos a las mismas conclusiones que Bagú antes de conocer sus libros”. En nuestros primeros años de formación marxista, realizamos con Moreno y Peña algunas investigaciones sobre América Latina a la luz de estas tesis. En 1961, M. Peña publicó en la revista Liberación un trabajo reimpreso en “Fichas”, Nº 10, 1966, titulado “Claves para entender la Colonización Española en la Argentina”. Marcelo Segall había planteado ya en 1953 en Desarrollo del Capitalismo en Chile, la crítica a los partidarios de la tesis del carácter feudal de nuestros países. Desde 1963, André G. Frank ha publicado varios ensayos en los que reafirma el carácter capitalista de la colonizaclón. Estos trabajos abarcaban fundamentalmente la época colonial. Faltaba una caracterización de la España del siglo de la conquista y un análisis de conjunto de la América Latina de los siglos XIX y XX. Ello motivó nuestro ensayo: “América Latina: ¿feudal o capitalista?”, publicado por la revista Estrategia, Nº 5, julio 1966, Santiago, fruto de investigaciones que habíamos realizado durante los últimos quince años.
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productos no significa necesariamente la existencia del régimen capitalista. Estos conceptos, válidos para ciertas sociedades, han sido utilizados por aquellos escritores que niegan el carácter capitalista de la colonización española, sin advertir que la actividad económica de las colonias hispanoamericanas no se limitaba exclusivamente al comercio. Ella se basaba en la producción relativamente amplia de materias primas y metales preciosos que se destinaban al mercado mundial capitalista en formación. Nuestro capitalismo incipiente no estaba determinado exclusivamente por el tráfico de los comerciantes, que eran solo una parte del sistema, sino por el establecimiento de un régimen de producción de materias primas. Este modo de producción, que no es típicamente capitalista según el modelo europeo, se inicia como un embrión capitalista que se va transformando y creando nuevas contradicciones a lo largo de tres siglos en un sentido cada vez más pro-capitalista. Las relaciones sociales de producción precapitalista del siglo XVI van evolucionando hacia regímenes de trabajo, como el salariado minero, agrícola y artesanal. Algunos autores comparten nuestro criterio de que el modo de producción de las colonias hispanoamericanas no era feudal, pero insisten en que tenía un carácter precapitalista. Para hacer tal afirmación se basan en que el capital comercial era lo predominante, recurriendo a la caracterización de Marx sobre el papel del capital comercial a fines de la Edad Media. Se sabe que el capital comercial se genera en los poros de la sociedad feudal, que anteriormente había jugado un papel en la sociedad grecorromana, y que su existencia no es razón suficiente para crear el modo de producción capitalista, aunque es preciso anotar que el auge manufacturero producido por la colonización de nuevas zonas geográficas descubiertas en el siglo XVI, fue promovido por intereses comerciales en busca de otras rutas para el intercambio. La diferencia que tenemos con los investigadores aludidos consiste en que consideramos que en América Latina colonial no solo hubo capital comercial, sino fundamentalmente un capital que se invertía en empresas mineras, agropecuarias y artesanales, y que dio origen a una burguesía criolla no meramente comercial, sino productora. ¿De dónde provenían las mercancías que intercambiaban los comerciantes de la Colonia? Algún sector social debía producirlas. Ese sector estaba constituido por los indígenas, negros y mestizos, cuya mano de obra era explotada por los empresarios que invertían capitales en la producción minera y agropecuaria. En las colonias hispanoamericanas no solo había un proceso de circulación, sino básicamente un proceso de producción de mercancías. Los sectores fundamentales de la clase dominante eran los terratenientes y mineros, que no cumplían el mero papel de intermediarios, sino que constituían una incipiente burguesía productora, interesada en la producción de bienes de exportación. ¿No estamos en presencia de algo más que una economía simplemente mercantil? ¿Cómo
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denominar a esa clase que no solo comercia, sino que también financia la producción de minerales y productos agropecuarios que destina al mercado mundial capitalista? Durante la Colonia se efectuaba una permanente inversión y reinversión de capitales. Los empresarios, especialmente los encomenderos, capitalizaban sus ganancias comprando tierras y minas, cuando no lograban apropiárselas por la fuerza. Los comerciantes criollos, a su vez, invertían en barcos y productos para la exportación e importación, características que constituyen una negación del sistema feudal. La importancia que adquieren en la época colonial las aduanas y los puertos demuestra también la existencia de una economía de exportación. La actividad de puertos como Valparaíso, Coquimbo, Talcahuano, etc., desde donde se exportaba el oro, la plata, el cobre, el trigo, el sebo y los cueros chilenos, bastaría para refutar la tesis de una pretendida economía feudal. El peso económico y político, y el crecimiento mismo de las ciudades hispanoamericanas, constituye otro índice de que la colonización no tuvo un carácter feudal. El crecimiento de las ciudades no es un rasgo distintivo del feudalismo, cuyo período de auge coincide precisamente con la decadencia de las ciudades del mundo grecorromano. Es un hecho indiscutible que el desarrollo de las ciudades europeas es producto del afianzamiento de la naciente burguesía. Aunque la creación de las ciudades en América Latina tuvo un origen distinto a las europeas, ya que se fundaron y evolucionaron en función del mercado externo, puede observarse un fenómeno de crecimiento progresivo de las ciudades coloniales. La existencia de ciudades como Lima, que llegó a contar con más de 100.000 habitantes en el siglo XVIII, es un signo elocuente de que el proceso de colonización española no tuvo un carácter feudal. Santiago aumentó de 12.000 habitantes en el siglo XVII a cerca de 40.000 a fines de la Colonia. Concepción había llegado a tener unos 20.000 habitantes antes del terremoto de 1751. A fines del siglo XVIII, Talca, La Serena, Valparaíso, Valdivia y Chillán tenían poblaciones que fluctuaban entre cuatro mil y cinco mil vecinos. La mayoría de estas ciudades se crearon en función de la explotación de productos para el exterior en lugares donde abundaba la mano de obra indígena. Las principales ciudades chilenas del siglo XVI se fundaron cerca de los lavaderos de oro, como se ha demostrado en el volumen anterior. Las ciudades fundadas en los siglos XVII y XVIII, se desarrollaron tanto en los alrededores de los centros mineros como en las zonas agropecuarias de producción de trigo, cuero y sebo. El siglo XVIII marca un salto cualitativo en el crecimiento de las ciudades; se fundan 27 nuevos núcleos urbanos, entre los cuales hay que destacar a San Felipe (1740), Los Ángeles (1742), Talca (1742), Rancagua (1743), Curicó (1743), Combarbalá (1789), Vallenar (1789), Los Andes (1791), Linares (1794) y Parral (1795).
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La ciudad –y no el campo– era el centro económico, político y cultural de la sociedad. Era el asiento de la administración colonial, de los empresarios, comerciantes, artesanos e inclusive de los encomenderos. En la ciudad, los colonizadores reivindicaron los derechos establecidos por el municipio español, aunque la aplicación de esta tradición pro-capitalista adquirió en América un carácter distinto, ya que aquí no se produjo la lucha de la burguesía comercial de las ciudades contra supuestos señores feudales, como había acaecido en Europa y España. La contradicción entre campo-ciudad se irá ahondando a medida que la Colonia adquiere una fisonomía capitalista más acentuada, acelerando el centralismo de la ciudad-capital en detrimento de las provincias y departamentos más alejados. En el plano político, tampoco se produjo en América Latina un proceso de feudalización. El régimen feudal europeo se había caracterizado por presentar un poder monárquico débil e incapaz para enfrentar la autonomía de los señores del medioevo. Precisamente, la crisis del feudalismo comienza a fines del siglo XII con la gestación de los Estados Modernos, cuando los reyes van centralizando el poder y haciendo sentir el peso de la monarquía a los señores feudales, que se resisten a reconocer otra autoridad que no sea la propia. En las colonias hispanoamericanas no nos encontramos con un poder feudal o con señores feudales que implanten un poder político que desconozca a la monarquía centralizada. Los reyes de España crearon poderosas instituciones coloniales con el objeto definido de contrarrestar el surgimiento de cualquier posible brote feudal. Los virreyes, gobernadores, corregidores, alguaciles, tesoreros, veedores, oradores, etc., nombrados directamente por el Rey, eran los encargados de hacer abortar todo proceso de autonomía política de los encomenderos. La legislación indiana puso énfasis en que el encomendero no era dueño de los indios ni estaba facultado para impartir justicia, porque “el indio no era siervo del encomendero sino súbdito del rey”. En 1542, las Nuevas Leyes de Indias significaron una reafirmación del poder real sobre cualquier intento de autonomía feudal en Hispanoamérica. Algunas de estas leyes no se cumplieron, llegando a ser resistidas por los encomenderos con rebeliones, como las de Nueva Granada en 1563 y México en 1564, promovidas no para defender un supuesto poder feudal de los encomenderos, sino por considerar que lesionaban sus intereses empresariales. La monarquía española, obligada a apoyarse en los encomenderos durante el primer siglo de la conquista, se vio constreñida a otorgarles ciertas concesiones, pero una vez estructurado el Estado Indiano, con la creación de instituciones como la Real Audiencia, se impuso en lo fundamental el criterio político del poder monárquico centralizado. En resumen, el modo de producción de las colonias hispanoamericanas no fue feudal. Tampoco tenía los signos distintivos de una nación capitalista moderna e
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industrial. Los orígenes del capitalismo en la Colonia fueron diferentes a los de Europa. La historia no discurre en línea recta. América Latina no siguió el proceso clásico del capitalismo europeo, ya que pasó directamente de las comunidades primitivas a un capitalismo incipiente, básicamente productor de metales preciosos y materia prima. Para ciertos economistas, solo existe capitalismo cuando estamos en presencia de una industria avanzada. Lenin señalaba que “para la teoría abstracta del capitalismo únicamente existe el capitalismo desarrollado y formado por completo y desaparece lo relativo a su origen”.13 América Latina fue abruptamente incorporada al mercado mundial en formación y contribuyó con sus metales preciosos al desarrollo del capitalismo europeo. El hecho de que careciera de una industria fabril adelantada, no invalida la existencia de una explotación minera, agrícola y ganadera ponderables, que se regía por las leyes del sistema capitalista al cual estaba integrada la economía colonial. Nuestro continente fue objetivamente colonizado con fines capitalistas; su economía fue estructurada en función del mercado externo; las explotaciones mineras y agropecuarias se desarrollaron y murieron al compás de las necesidades de ese mercado. No se logró superar la etapa del capitalismo incipiente porque la economía, deformada por la condición de colonia oprimida, cumplía el mero papel de abastecedora de materia prima e importadora de artículos elaborados por la industria europea. La relación entre las clases, en particular el régimen de explotación de la mano de obra, tuvo características precapitalistas al servicio de empresas con objetivos capitalistas. Inclusive, las relaciones esclavistas y semifeudales que se han enfatizado en forma abstracta, fuera de su contexto, servían para reducir los costos de una producción destinada al mercado mundial capitalista.
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V. Lenin. Una crítica no crítica al “Desarrollo del capitalismo en Rusia”, Tomo III, p. 608, Obras Completas, Ed. Cartago, Buenos Aires, 1957.
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capítulo ii La evolución económica
El desarrollo de Chile, como el de toda América Latina, estuvo condicionado desde el comienzo por su carárcter de país colonial y dependiente. La economía nació deformada, pues en lugar de seguir una evolución propia, estaba al servicio de los intereses de la metrópoli. Nuestra característica de país monoproductor proviene de la época colonial. Toda la economía giraba –y sigue girando– en torno a la producción y exportación de materias primas. Oro, plata, cobre y productos agropecuarios era lo que más interesaba a la corona española. La Colonia cumplía así la doble función de exportadora de materia prima e importadora de productos elaborados. El desarrollo de la industria autóctona –condición básica junto a la reforma agraria para crear el mercado interno– fue trabado por la política económica de la monarquía. España ejercía el monopolio de exportación e importación. Los productores y comerciantes de la Colonia estaban imposibilitados para obtener mejores precios en otros mercados y para comprar productos manufacturados más baratos. Menos aun podían desarrollar la propia industria nacional y el mercado interno. Los productos manufacturados alcanzaban precios exorbitantes porque los comerciantes españoles, al no contar con una industria capaz de abastecer la demanda, adquirían las mercancías de los industriales ingleses y franceses y las revendían a las colonias. La diferencia de precios entre los artículos nacionales y extranjeros era abismante. En Chile, por ejemplo, en el siglo XVII una fanega de trigo, o una vaca, valía dos pesos, en tanto que el fardo de papel importado costaba cien pesos, una espada trescientos y una capa de paño quinientos. Las colonias hispanoamericanas encontraron una válvula de escape en la creación de mercados regionales para una relativa expansión de su economía. En algunos casos, el mercado regional llegó a ser tan importante que una colonia como Venezuela, hacia 1750, comerciaba más con México que con España. El desarrollo del Norte argentino durante el siglo XVII, solo puede ser explicado a la luz del mercado regional con Potosí. Del mismo modo, la economía de la Capitanía General de Chile es inseparable de la del Virreynato del Perú.
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Estos mercados regionales, que establecieron fuertes lazos económicos entre las colonias, surgieron para satisfacer en parte las necesidades que la atrasada metrópoli no podía cumplir. No fueron el producto de una planificación económica de la corona, como se ha pretendido insinuar, sino el resultado de las propias necesidades regionales, especialmente en los períodos de mayor aislamiento de España, como ocurrió durante el siglo XVII. Las relaciones de Chile con Perú datan desde el comienzo de la conquista. Su intercambio comercial adquirió mayor importancia con el descubrimiento de la isla Juan Fernández, que redujo la duración de los viajes. Se exportaba a Lima y al Alto Perú, como lo atestigua Alonso de Ovalle: “Los cordobanes suben a Potosí, y todas aquellas minas y ciudades de tierra adentro, donde no se gasta otra ropa que la de Chile (…) llevan mulas a Potosí por el despoblado de Atacama”.14 Según la “Memoria” redactada a fines de la Colonia por Manuel de Salas, las exportaciones de Chile al Perú ascendieron en 1795 a unos 600.000 pesos, entre las cuales destacaban $275.000 en concepto de trigo, $116.000 en cobre, $105.000 en sebo, $32.500 en vinos, $15.600 en cordobanes, etc. A su vez, las importaciones chilenas del Perú sumaban 920.000 pesos, de los cuales $304.000 se invertían en harina, $107.000 en tocuyos, $300.000 en tabaco, etc. Estas cifras dan una idea aproximada de la dependencia de Chile con respecto al Virreynato del Perú. Los virreyes “miraron siempre a la capitanía general de Chile –dice Encina– como un simple apéndice del virreynato; como un granero destinado a suplir sus necesidades de trigo y sebo, como un mercado que debía alimentar la prosperidad del comercio limeño; y como una colonia que solo producía a España gastos y que era necesario conservar no por ella misma, sino por la seguridad del Perú. De ahí que, salvo uno que otro, en sus medidas de carácter económico, solo consultaron el interés del consumidor o del comerciante peruano, sin tomar en cuenta los efectos de esas medidas sobre el desarrollo económico chileno”.15
Desde los primeros años de la colonización, los comerciantes peruanos especularon con los productos que revendían a Chile. Los fletes eran tan excesivos, que Felipe II, por Cédula de 1565, se vio obligado a intervenir para morigerar los precios. La especulación alcanzó su apogeo con el tráfico de trigo en el siglo XVIII. Los navieros peruanos formaron una especie de monopolio que les aseguraba comprar el trigo chileno a bajo precio y revenderlo en el mercado limeño a precios exorbitantes. El respaldo de las autoridades del Virreynato a estos monopolistas suscitó numerosos roces entre Lima y Santiago. En 1742, por ejemplo, el Virrey del Perú forzó la rebaja del precio del trigo 14 15
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Alonso de Ovalle. Histórica Relación del reino de Chile, I, p. 19. F. Encina, op. cit., V, p. 264.
chileno, prohibió los retornos en dinero por la venta de productos chilenos en Lima, obligando a traer su equivalente en ropas y mercaderías compradas en el mercado limeño a precios especulativos. Para defenderse de los abusos de los navieros peruanos, el Cabildo de Santiago estableció en 1755 que la venta de trigo fuera directa, sin la participación de los bodegueros que hacían las veces de intermediarios. El Cabildo había designado años antes un visitador de las bodegas de Valparaíso para evitar los fraudes con la venta y el precio del trigo. Este visitador tenía como misión controlar la forma en que era vendido el trigo y si era efectivo que estaba en malas condiciones, como decían los navieros; verificar la exactitud de las medidas, determinar el monto de las fianzas que todos los años debían rendir los bodegueros, comprobar la existencia de trigo en depósitos y su correspondencia con los vales emitidos por los bodegueros.16 Los reclamos de los comerciantes peruanos por las medidas del Cabildo de 1755, fueron apoyados de inmediato por el Virrey. El Gobierno de Chile apeló entonces al Rey de España señalando que el Virreynato del Perú no tenía atribuciones para imponer medidas económicas a la Capitanía General. Esta reafirmación de derechos se fue acentuando a medida que se consolidaba la burguesía criolla. Mateo de Toro y Zambrano, “en presentación al gobernador de Chile, decía que en una junta realizada por el gremio de comerciantes de Santiago el 26 de enero de 1764, se había acordado dirigirse al Rey para que éste declarase que el giro del comercio debía ser igual y uniforme entre todos los vasallos y que según esta uniformidad, los comerciantes de Chile pudieran traficar por mar y por tierra al reino del Perú las ropas que les venían registradas de Cádiz del mismo modo que lo hacían los comerciantes de Lima”.17
Los roces entre el Virreynato del Perú y la Capitanía General de Chile se agudizaron con el incremento del comercio entre Santiago y Buenos Aires en el siglo XVIII, a raíz de las reformas introducidas por los reyes borbones. Una de estas reformas permitía a Chile la compra directa a España de artículos elaborados, con lo que podía evitarse su adquisición a los comerciantes peruanos que los revendían a precios abusivos. El economista chileno Daniel Martner afirma que en la segunda mitad del siglo XVIII: la situación que se produjo en las relaciones comerciales entre Chile y Perú con la introducción del ‘comercio libre’ fue favorable a Chile por dos razones: 1º porque decayeron las exportaciones peruanas a Chile y no las chilenas al Perú; 2º porque el aumento de tráfico con España activaba más aun la navegación por el Cabo de Hornos, como igualmente de la península a Buenos Aires, puerto este último que en gran medida 16
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Carlos Ugarte. “El Cabildo de Santiago y el comercio exterior del Reino de Chile en el siglo XVIII”, en Estudios de Historia de las instituciones políticas y sociales, Vol. 1, p. 26, 1967. Néstor Meza V. La conciencia política chilena durante la Monarquía, p. 244, Ed. Universidad de Chile, Santiago, 1958.
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nos servía de tránsito para España y viceversa, sobre todo cuando amenazaba el peligro de los corsarios.18
El arribo de los buques de registro al río de la Plata en 1720, facilitó el incremento del comercio entre Santiago y Buenos Aires, a pesar de las sucesivas protestas de los gobernantes del Perú. A Chile le resultaba más conveniente el comercio con las provincias del Plata porque el viaje España-Lima-Santiago encarecía más los productos que la ruta España-Buenos Aires-Chile. Felipe V autorizó en 1721 el tráfico entre España y Buenos Aires y otorgó varias licencias a los comerciantes, entre ellos a Salvador García Posse, “para internar géneros y efectos hasta Chile y el Alto Perú por valor de 700.000 pesos”.19 El Virreynato del Perú protestó contra la implantación de esta nueva ruta comercial y elevó al Rey “una consulta y representación pidiendo la suspensión total de los permisos de internación por Buenos Aires a Chile y el Alto Perú”.20 Estos intentos resultaron infructuosos; bajo el Virrey Ceballos hubo un aumento del comercio entre Buenos Aires y Santiago, aunque nunca alcanzó el monto total del intercambio anual entre Perú y Chile. Martner señala que Barros Arana exageraba al decir que el comercio entre Chile y Buenos Aires excedía el medio millón de pesos al año. Chile exportaba cobre y cordobanes al Virreinato del Río de la Plata e importaba principalmente yerba mate. El estudio concreto de la economía de la Colonia demuestra que durante 270 años hubo una transformación importante en la minería, el comercio y las actividades agropecuarias, lo que obliga a abandonar la imagen estática de Chile colonial. Aunque la Capitanía General de Chile nunca alcanzó el esplendor y la riqueza de México, no era la colonia hispanoamericana más pobre, como se la ha querido presentar por quienes enfatizan la importancia del “real situado”. Este suple anual, o ayuda de aproximadamente unos doscientos mil pesos, que el Rey ordenó que se enviara a Chile desde Lima y Potosí a principos del siglo XVII, fue transitorio e inicialmente se justificó por la crisis acaecida a raíz del agotamiento de los lavaderos de oro y los gastos perentorios requeridos para enfrentar el período más agudo de la guerra de Arauco (1598). Superada esta crisis, la burguesía criolla no renunció a seguir percibiendo el real situado, inclusive en los momentos de mayor auge económico, encubriendo hasta donde era posible el cambio favorable producido. El real situado no se enviaba generalmente en dinero, como se ha supuesto, sino en mercaderías que a veces competían con las que se elaboraban en Chile. A mediados del siglo XVII, el envío del real situado se hizo en
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Daniel Martner. Historia de Chile. Historia Económica, p. 50, Santiago, 1929. Rodolfo Puiggrós. Historia Económica del Río de la Plata, p. 49. Ed. Siglo XX, Buenos Aires, 1948. Ibid., p. 50.
forma irregular, cada tres, cuatro y hasta siete años. En 1753, dejó de remitirse, aunque se mantuvo un situado reducido para Valdivia y Chiloé. En el siglo XVII, los lavaderos de oro se constituyeron en la principal base de la economía. El siguiente fue el siglo de los productos agropecuarios, en especial del sebo y los cueros. Durante el siglo XVIII se produjo un salto cualitativo en la economía chilena, al registrarse un notable aumento de la producción minera y de la exportación de trigo. La aseveración de Vicuña Mackenna21 de que el sebo y el trigo fueron los productos básicos de los dos últimos siglos de la Colonia, soslaya la gran importancia de la minería, y ha favorecido la creación del mito de un Chile agrario. Si en lugar de análisis unilaterales se enfocara la evolución global de la economía colonial, resultaría evidente el papel desempeñado por la minería. Marcelo Segall tiene razón cuando afirma que “la historia de Chile es la historia, en instancia final, de su producción minera”,22 lo que es válido desde la Colonia. El sebo, los cueros y el trigo fueron importantes rubros de exportación, pero los déficits de la balanza comercial debían ser cubiertos por la minería. Nadie pretende negar el sensible agotamiento de los lavaderos de oro, ni tampoco la baja producción minera del siglo XVII, pero el notable aumento de la producción de las minas de oro, cobre y plata en el siglo XVIII, reafirma nuestra convicción de que Chile ha sido desde la Colonia un país fundamentalmente minero.
Minería La importancia de la minería chilena, que financiaba más de las tres cuartas partes de las importaciones en la época colonial, fue siempre destacada por la monarquía española. En la Real Orden del 1 de octubre de 1776, Carlos III señalaba que “se atienda y favorezca al gremio de los mineros, como primeros artífices y fundamento de la riqueza y felicidad del estado”.23 Años más tarde, en 1787, el regente de Chile, Álvarez de Acevedo, manifestaba: “Es constante que el ramo de la minería, aun en el decadente pie en que está, es el único apoyo que mantiene el comercio de este reino”.24 La explotación minera tuvo altibajos en el período colonial. Los lavaderos de oro, que se habían constituido en la principal riqueza durante el siglo XVI, decayeron bruscamente en el siguiente. En la segunda mitad del siglo XVIII, se produjo un salto cualitativo en la minería chilena; en relación con el siglo anterior, la producción de oro se decuplica, la de plata aumenta más de 400 veces y la de cobre 20 veces. En el siglo 21
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Benjamín Vicuña Mackenna. El Libro del Cobre y del Carbón de Piedra, 1833, reimpreso por la Corporación del Cobre, p. 62, Santiago, 1966. Marcelo Segall. Desarrollo del Capitalismo en Chile, p. 15, Santiago, 1953. Capitanía General, Vol. 728, Nº 9721, citado por Encina, V, p. 309. Citado por Encina, V, p. 341.
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XVIII, con una producción de 2.807 kilos, Chile era el segundo productor de oro en Hispanoamérica, después de Nueva Granada (4.714 kilos), y uno de los diez primeros del mundo. De acuerdo con las estadísticas confeccionadas por Alberto Herrmann,25 uno de los investigadores más documentados sobre el tema, la producción minera de 1545 a 1810 fue la siguiente: Oro Plata Cobre
230.000 k. 275.000 k. 815.500 q.m.
160.494.750 pesos de 48 peniques 12.172.500 “ “ 26.911.500 “ “
La explotación de los lavaderos de oro, que había alcanzado su apogeo en el primer siglo de la conquista, experimentó una sensible declinación en el siguiente. Durante el siglo XVIII, hubo un notable ascenso en la explotación de las minas de oro en el Norte Chico. El lavado de arenas auríferas fue sustituido por la explotación de vetas de las minas y el beneficio de los minerales por medio de la molienda en trapiches y el empleo del azogue, cuya instalación demandaba mayores capitales. Los trapiches fueron una expresión del desarrollo de las fuerzas productivas, ya que significaron un avance de la tecnología. En Copiapó –dice Herrmann– “existían trapiches, pero la abundancia de los minerales había alentado a un industrial para levantar un ‘trapiche real’ que molía el metal por pisones movidos por fuerza hidráulica y estaba calculada al beneficio de 6 cajones diarios, mientras que los trapiches molían, cuanto más, medio cajón en las 24 horas”.26 El gran centro productor de oro era Copiapó, con sus minas Las Animas, Cachiyuyo, Tierra Amarilla, explotadas por Pedro Fraga y Francisco de Subercaseaux. También había importante laboreo de minas de oro en Til-Til, Peldehue, Petorca, Andacollo. La explotación aurífera aumentó notoriamente desde 1801 a 1810, período en el cual se registra una producción que asciende a 2.169.975 pesos de 48 peniques. De acuerdo con este cálculo de Soetbeer y Herrmann, las cifras de producción anual estimadas por el abate Molina (4 millones), Barros Arana (1 millón) y Encina (1.350.000) serían exageradas. Sin embargo, es muy difícil precisar el monto real por el auge que había adquirido el contrabando. Los hermanos Ulloa, que visitaron Chile a mediados del siglo XVIII, decían: “Todo este oro que se estrae de Chile se vende allí para llevarlo 25
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Alberto Herrmann. La producción en Chile de los Metales y Minerales más importantes desde la conquista hasta fines del año 1902, p. 59, Santiago, 1903. Las cifras de Herrmann se aproximan más a las de Soetbber que a las de Orrego. Este, en su trabajo La industria del oro en Chile, estima una producción de oro tres veces mayor que la indicada anteriormente. Herrmann, op. cit., p. 11.
a Lima, que es donde se sella i se ha averiguado, por la razón que se toma, de el que sale anualmente la cantidad de 600.000 pesos; pero aseguran que se estravían por la cordillera más de 400.000”.27 Herrmann estima que se contrabandeaban las dos quintas partes. El abate Molina opina que el contrabando era mayor y calculaba que de 4 millones de pesos que produjo la explotación de oro en 1780, solo se acuñaron un millón y medio. La explotación de la plata, iniciada en pequeña escala en el siglo XVII, adquirió importancia a fines de la Colonia con el descubrimiento de las minas de Chanchoquín (Copiapó), Zapallar, Breas, Punta Gorda, Checochico, Pampa Larga, San Felipe y, especialmente, “La Descubridora” de Francisco de Subercaseaux. De 1761 a 1800, se recogieron 150.000 kilos de plata por valor de más de 6 millones de pesos de 48 peniques, es decir, en solo 40 años se produjo más de la mitad de lo que había rendido este mineral durante la Colonia. El aumento se hizo más notable de 1801 a 1810, período en el cual se produjeron unos 70.000 kilos. Según el “Informe” de Juan Egaña al Real Tribunal de Minas, en 1803 había 32 minas de plata en explotación. El descubrimiento de la amalgama dio un impulso inusitado a la producción de plata. Este aporte hispanoamericano al desarrollo mundial de las fuerzas productivas no ha sido debidamente evaluado por los historiadores europeos. Los españoles e hispanoamericanos se anticiparon casi dos siglos y medio a los grandes metalurgistas de la Europa Central al crear y practicar industrialmente los beneficios de amalgamación de las minas de plata que permitieron inundar del precioso metal al mundo entero. Este episodio, a pesar de su larga duración, no ha sido juzgado por los historiadores en su verdadero significado, tal vez por causa del prejuicio racial de que los españoles e hispanoamericanos hemos sido incapaces de grandes gestas en el campo de la técnica.28
El cobre, explotado en pequeña cantidad en el siglo XVII, adquirió importancia durante el siglo siguiente en Copiapó, Huasco, Coquimbo, Aconcagua, Rancagua. El cronista Carvallo estimaba a fines del siglo XVIII, que había más de mil minas de cobre 27 28
Ibid., p. 12. Modesto Bargallo. La Minería y la Metalurgia en la América Española durante la época colonial, p. 351, México: FCE, 1955. Bartolomé de Medina, nacido en Sevilla, llegó a Nueva España en 1553; después de ensayar unos dos años, descubrió el método de amalgamación para extraer plata, convirtiéndose en el metalúrgico más destacado de América. Su revolucionario método, subestimado por los europeos, era más perfecto que el utilizado en el Viejo Mundo dos siglos después. Este avance tecnológico de los hispanoamericanos en el campo de la minería se expresa también en el libro de Álvaro Alfonso Barba El Arte de los Metales, escrito en 1640, la única obra sobre metalurgia escrita en el siglo XVII, de la cual existe una edición chilena en 2 volúmenes (Santiago, 1877). En 1572, Pedro Fernández de Velazco introdujo en Perú el método de amalgamación de Medina. Barba inventó en 1590, en Bolivia, el sistema de beneficio por “cazo y cocimiento”.
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y trescientos ingenios para su fundición y beneficio. El alza del precio del cobre en un doscientos por ciento impulsó la producción a una cifra superior a las mil toneladas anuales. De 1800 a 1810, se produjeron unas 15.000 toneladas. A fines del siglo XVIII, el cobre representaba en el comercio de exportación a Lima una cantidad similar a la del trigo, ya que en el quinquenio 1785-1789 el cobre significó un ingreso de $1.884.931 y el trigo de $2.029.973. En 1805, se exportaron 36.966 qq. de cobre en barra a España por valor de 221.105 pesos. Alonso de Ovalle manifestaba: “Del cobre se labra toda la artillería del Perú y de todos aquellos reinos todas las campanas de las iglesias y las alhajas para su servicio y para el uso doméstico de las casas, de manera que no pasa ya de España nada de esto después que se comenzaron a labrar las minas de Chile”.29
Ganadería Durante los siglos XVI y XVII, la ganadería fue el principal rubro de explotación en el campo. Había haciendas como las de Catapilco y Catentoa que llegaron a tener 16.000 y 30.000 cabezas de ganado respectivamente. En Chile colonial, como en el resto de Hispanoamérica, la producción ganadera se desarrolló en función del mercado externo. La exportación fue el objetivo central del sistema de explotación ganadera. Durante el siglo XVII, el sebo se convirtió en el principal producto de exportación de la ganadería. La opinión de Vicuña Mackenna, compartida por numerosos historiadores, de que ese fue el siglo del sebo, demuestra la importancia del producto; pero estimamos que es una exagerada generalización que no toma en cuenta el conjunto de la economía chilena, menospreciando el papel que jugaba la minería. En esa época, la carne no era producto de exportación porque no existían saladeros que la pudieran conservar en buen estado. Recién a fines del siglo XVIII, se inicia la engorda de ganado y el aprovechamiento comercial de la carne. El sebo y los cueros transformados en suelas, badanas y cordobanes eran exportados al Virreinato del Perú. Según Borde y Góngora, “fue sobre todo el privilegio de exención de almojarifazgos a los sebos y cordobanes chilenos en el Perú, en 1594-95, lo que constituyó el mayor factor de desarrollo de la ganadería chilena”.30 El cuero en bruto era un producto muy apreciado por los contrabandistas. Animales en pie, como las mulas, eran destinados a las minas de Potosí. La lana de las ovejas servía de materia prima a los talleres, obrajes y telares, que daban un cierto impulso a la industria gremial del artesanado y al comercio interno. Según la citada “Memoria”
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Alonso de Ovalle, op. cit., I, p. 18. Jean Borde y Mario Góngora. Evolución de la propiedad rural en el valle de Puangue, p. 39, Santiago, 1956.
de Manuel de Salas (1796), las haciendas de Aconcagua enviaban al sur 80.000 pieles de cabra para las curtiembres y se exportaban 20.000 a Buenos Aires y 12.000 a Lima. La exportación de sebo y cueros en cantidad apreciable demuestra la existencia de una importante organización socioeconómica dedicada a la matanza de animales. En grandes estancias, las matanzas industriales de ganado superaban en algunas ocasiones las mil reses, especialmente en el siglo XVIII, en que el precio del ganado subió en un quinientos por ciento. Paralelamente al incremento del mercado externo, las crecientes necesidades de las ciudades chilenas facilitaron la creación de un mercado seguro para las carnes y los subproductos derivados de la ganadería que abastecían los talleres artesanales. Había una estrecha relación entre el terrateniente y el barraquero de la ciudad, que vendía los cueros a los artesanos y a los comerciantes al por menor. Por lo general, el terrateniente era al mismo tiempo dueño de las barracas, especialmente de aquellas que se dedicaban al comercio de exportación y/o contrabando.No faltaba tampoco el comerciante ambulante que compraba cueros a los campesinos que desjarretaban a los animales que pastaban por los campos abiertos. Recién a fines del siglo XVIII, surgen los primeros cercados de las haciendas y potreros.
Agricultura La agricultura adquiere una importancia relevante en el último siglo de la Colonia, aunque repitámoslo nuevamente, no logra desplazar a la minería. Durante el primer siglo de la Colonia, el producto agrícola de mayor importancia era la vid. En el siglo XVII, en La Serena y Aconcagua, se cultivó el cáñamo destinado a la fabricación de jarcias para los buques. La explotación de trigo al Perú va a cambiar esta evolución embrionaria de la agricultura chilena. Para la mayoría de los historiadores y economistas, la importación peruana de trigo fue motivada exclusivamente por el terremoto que azotó a Lima en 1687. Un especialista chileno en el tema opina que “ni las alteraciones atmosféricas circunstanciales que pudo provocar el terremoto, ni la aparición del polvillo, de efectos en todo caso pasajeros, pueden explicar el aniquilamiento de la producción interna de trigo en el Perú y el aumento constante de la exportación chilena desde 1687”.31 La causa real es que el trigo chileno se impuso por su mejor calidad, hecho que se vio facilitado por el monopolio que establecieron comerciantes y navieros peruanos, quienes, aprovechándose de las consecuencias del terremoto, organizaron una rápida importación de trigo chileno en gran escala. “Esos comerciantes también especulaban –dice un economista peruano– abusando de los productores chilenos. Pagaban precios 31
Sergio Sepúlveda. El trigo chileno en el mercado mundial, p. 19, Santiago, 1959.
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miserables en Chile y cobraban elevados precios en el Perú. Los navieros, por su parte, querían el monopolio del comercio del trigo chileno”.32 Los navieros peruanos imponían los precios y la cuota de toneladas de trigo, lo que determinaba serios roces con los exportadores chilenos. El gobernador de Chile, Ortiz de Rozas, propuso quebrar el monopolio de los navieros de El Callao mediante la creación de una flota, pero el proyecto no prosperó. El Cabildo de Santiago tuvo mayor éxito al nombrar un consignatario o “diputación de bodegas”, encargado de determinar el precio del trigo, regular la oferta y el embarque. A pesar de los abusos de los comerciantes peruanos, a los productores chilenos les convenía la exportación de trigo porque su precio había subido de 2 a 10 pesos la fanega, llegando a venderse en Lima a 25 pesos. Con la liberación de impuestos a los trigos y harinas chilenos en el Callao, establecida en la Real Cédula del 18 de septiembre de 1775, se estabilizaron los precios del trigo que hasta entonces eran fluctuantes debido a la especulación de los navieros peruanos. En 1712, se exportaron 250.000 fanegas,33 cuyo valor ascendió a 600.000 pesos. Un testigo de la época, A.Frezier, después de una estadía de ocho meses en Valparaíso, cuenta de 30 buques cargados de trigo, cada uno de los cuales llevaría 6.000 fanegas.34 Agrega que de Coquimbo se sacaban cuatro o cinco buques de 400 toneladas para Lima, y de Concepción aproximadamente el doble. En cuanto a la producción total, Sepúlveda hace el siguiente cálculo para la mitad del sigo XVIII: “Se sabe que en esta época el consumo interno era más o menos 290.000 q.m. y teniendo en cuenta que la exportación media era de 110.000 q.m., hay que inferir que la producción no podía ser muy inferior a los 40.000 q.m.”.35 La producción de trigo, en una escala relativamente grande para aquella época, hizo cambiar el paisaje agrario de Chile, como dicen Cunill y Sepúlveda, y transformó la estancia rudimentaria del siglo XVII en una hacienda con mejores instalaciones, graneros y molinos.
Industria La Colonia, sometida a su doble función de exportadora de metales preciosos y materia prima e importadora de productos elaborados, tuvo escasas posibilidades de crear su propia industria. España trató de coartar la formación de una industria criolla porque su interés residía en vender los productos elaborados por su industria 32 33 34 35
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Emilio Romero. Historia Económica del Perú, p. 119, Buenos Aires: Ed. Sudamericana, 1940. Fanega = 92 kilos. A. Frezier. Relation du voyage de la mer du sud, p. 101, París. Sergio Sepúlveda, op. cit., p. 23.
o revender los adquiridos en Europa. Las manufacturas que llegaban a las colonias alcanzaban precios exorbitantes porque los comerciantes españoles revendían los productos que compraban a los ingleses y franceses, cuando la atrasada industria española no alcanzaba a abastecer la demanda. La monarquía española intentó también impedir que la colonia elaborara ciertos artículos derivados de la agricultura y la ganadería, argumentando que podían hacer competencia a los de procedencia española. Según Miguel Cruchaga “la prohibición del cultivo de la morera se aplicó con tal eficacia que no hay recuerdo de plantaciones de este género durante la época colonial”.36 Sin embargo, las crecientes necesidades de la colonia, insatisfechas por el retraso industrial de España, el elevado precio de las manufacturas importadas y el sistema de monopolio comercial, condujeron a la creación de ciertas industrias autóctonas. Su desarrollo se vio facilitado por el aislamiento que sufrieron las colonias en el siglo XVII, debido a las guerras sostenidas por España contra Inglaterra y Francia. Estas industrias criollas, destinadas a abastecer la demanda de una colonia que había crecido en número de habitantes y en producción minera y agropecuaria, tuvieron un carácter doméstico, casero y artesanal. Las necesidades de abastecimiento del Ejército permanente que enfrentaba la guerra de Arauco, promovieron también la creación de pequeñas industrias. Estos talleres regionales, establecidos especialmente en la zona central, fabricaban zapatos, botas, mantas y uniformes. La administración colonial fundó en el siglo XVII, por cuenta del Estado, curtidurías y obrajes de paños en Melipilla. En Quillota y Concepción se crearon “estancias del rey”, con el fin de abastecer principalmente al Ejército de la frontera. En los obrajes se hacían telas, en las curtidurías cordobanes, monturas, correas, suelas, y en los talleres metalúrgicos, campanas, frenos, estribos, herraduras, piezas para cañones, etc. La fundición de cañones fue impulsada por el gobernador Amat. Según un informe del 8 de enero de 1764 al Virrey del Perú, “en Chile se habían fabricado hasta esa fecha 12 cañones calibre 2, 12 cañones calibre 1,6 pedreros, 146 herrajes para cureñas de 24 y 18 y 400 balas de a 24”.37 Se crearon astilleros en Concón, Maule y Valdivia; en Constitución, Ignacio Irigaray construyó en 1786 una fragata cuyo costo ascendió a 50.000 pesos. En Valparaíso, se construyó en 1790 la goleta San Francisco de Paula para el comerciante Santiago Rueda, que hacía el tráfico con Chiloé. Las nuevas necesidades de las ciudades coloniales en crecimiento, obligaron a crear industrias elaboradoras de velas, bebidas, curtidurías, charqui, frutas secas, materiales 36
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Miguel Cruchaga T. Estudio sobre la organización Económica y la Hacienda Pública de Chile, Tomo I, p. 62, Madrid, 1929. Manuscrito Medina, Vol. 191, Doc. 4407, citado por Hernán Ramírez Necochea. Antecedentes Económicos de la Independencia de Chile, p. 25, Santiago, 1959.
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para construcción de edificios, etc. La actividad más importante de la alfarería de greda era la fabricación de grandes tinajas que servían para depósitos de vinos. Se tejían bayetas tan hermosas que Gómez de Vidaurre decía al compararlas con las de Inglaterra: “no sabrá distinguirlas si no es quien sabe que son hechas en Chillán”.38 Alonso de Ovalle relataba que, en el siglo XVII, había en Santiago cincuenta talleres donde se “hacen ya hechuras muy curiosas y de mucho valor de oro, plata y madera, dorados y pinturas”.39 Los jesuitas dieron un importante impulso a la industria artesanal, cuando en 1748 trajeron maestros alemanes y obreros especializados. Este incipiente desarrollo de la industria artesanal fue afectado por el contrabando y las reformas borbónicas del siglo XVIII. Algunos autores han sostenido que estas reformas favorecieron a la industria criolla. A nuestro juicio, las industrias regionales se vieron trabadas en su desarrollo, porque esas reformas tendían a evitar el autoabastecimiento de las colonias, favoreciendo el mercado de la renaciente industria española. Las industrias criollas no pudieron progresar a causa de la competencia de los productos extranjeros, cuya entrada fue en aumento a medida que se ampliaron las franquicias comerciales decretadas por las reformas borbónicas. El Virrey del Perú, Gil de Taboada y Lemus, se complacía en comunicar a la corte que la ley de comercio libre de 1778, al producir el abaratamiento de los artículos, había herido gravemente a las pocas industrias locales. Y con no escasa clarividencia, el Virrey agregaba esta observación en otra de sus cartas: “Es positivo que la seguridad de las Américas se ha de medir por la dependencia en que se hallan de la metrópoli; y esta dependencia está fundada en los consumos. El día que contengan en sí todo lo necesario, su dependencia sería voluntaria y ni las fuerzas que en ellas tengamos, ni la suavidad del gobierno, ni la más bien administrada justicia, serán suficientes a asegurar su posesión.40
La prohibición de comprar manufacturas de origen inglés y francés no tenía como finalidad favorecer a las industrias criollas, como sostienen algunos autores, sino garantizar el mercado para un mayor desarrollo de la industria española. Campomanes, educado en la escuela de los ministros liberales de Carlos III y adalid del proteccionismo a la industria peninsular, afirmaba que el mercado natural de dicha manufactura eran las colonias. Ulloa, otro economista liberal: “sostuvo que era perfectamente posible que España por sí sola, con los productos de su manufactura, satisfaciera el consumo de todas sus posesiones americanas. Mas para ello no se requeriría aumentar la frecuencia del tránsito de navíos, sino, ante todo, prohibir terminantemente todos los productos extranjeros para el conjunto de América: de esta manera, por medio de una fuerza 38 39 40
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Citado por Encina, V, p. 300. Alonso de Ovalle, op. cit., I, p. 281. Jaime Eyzaguirre. Ideario y Ruta de la Emancipación chilena, p. 61, Santiago: Ed. Universitaria, 1957.
extraeconómica, el mercado quedaría protegido hasta que la manufactura española hubiese triunfado definitivamente”.41 La industria embrionaria de Chile colonial, incapaz de enfrentar la competencia, entró en crisis a fines del siglo XVIII. No obstante, siguió abasteciendo las necesidades de algunas provincias. La existencia aun larvada de estas pequeñas industrias regionales va a sufrir un nuevo golpe con la implantación del libre comercio en el siglo XIX.
Evolución de la propiedad territorial En el volumen anterior, hemos señalado que el surgimiento de la propiedad privada de la tierra en Chile se remonta a los primeros conquistadores españoles, quienes luego de habérselas usurpado a los indios, se las repartieron bajo la forma jurídica de “mercedes de tierra”. La propiedad territorial nació formalmente de la merced de tierra y no de la encomienda. Ésta no daba derecho a la propiedad del suelo, como supusieron erróneamente Barros Arana y Amunátegui, sino solamente a la explotación de un número determinado de indios. Sin embargo, estas categorías socioeconómicas no estaban escindidas; la encomienda complementaba la merced de tierra, ya que ésta habría carecido de valor sin mano de obra que la trabajara. La dinámica del proceso de colonización llevó a los encomenderos a apoderarse de las mejores tierras. Al principio no las utilizaron para la explotación agrícola, sino para la ganadería. Las mercedes de tierras se acrecentaron precisamente en el siglo XVII con el auge ganadero. Era el siglo de la estancia. Con la explotación de trigo en gran escala durante el siglo XVIII, estos grandes dominios recibieron el nombre de hacienda. “Es un cambio que coincide con el paso de la economía puramente pastoril del siglo XVII a la unión de la ganadería y agricultura cerealista propia del siglo XVIII”.42 La mayoría de los latifundios se va formando a través de reiteradas compras de tierras a los agricultores medianos, quienes revenden sus propiedades obtenidas de antiguas mercedes de tierras. Las haciendas de Putaendo y de San José de Piguchén, según el estudio de Rafael Barahona, se formaron, no a través del “dueño de una merced de tierras que redondea su propiedad con otras contiguas, sino de individuos que no tienen tierras en el valle y que llegan a formar grandes estancias exclusivamente a través de compras de gran magnitud […] Por ejemplo, don Francisco Días Rasgado adquiere, uno tras otro, gran número de títulos de tierras otorgadas en Putaendo, ya sea en parte o, generalmente en su totalidad, hasta llegar a consolidarlos en una enorme propiedad hacia 1650”. 41 42
Manfred Kossok. El Virreynato del Río de la Plata, p. 38, Buenos Aires: Ed. Futuro, 1959. Jean Borde y Mario Góngora, op. cit., p. 58, Santiago, 1956.
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Luego pasa a poder de Andrés de Toro Masote, quien compra nuevas tierras hasta llegar a formar, a fines del siglo XVII, “una gran hacienda de más de 1.500 cuadras planas regadas y más de 51.000 cuadras de serranías y cordilleras”.43 En otras ocasiones, el latifundista compra tierras puestas en venta por el fisco para acrecentar las entradas del reino. Los encomenderos, que se habían apropiado de facto de las tierras de los indios, se apresuraron a legalizarlas mediante títulos llamados “composiciones de tierras”. Mario Góngora sostiene que “el motor principal de la acumulación de tierras es, evidentemente, el interés mercantil por los productos ganaderos y agrícolas. La econornía ganadera chilena se constituye desde el comienzo en grandes explotaciones. La frecuencia de estos remates indica que no son accidentes aislados en la historia de algunas fortunas familiares. Debe tratarse de un resultado de las frecuentes oscilaciones del sebo, cordobanes y trigo en el mercado limeño y santiaguino, que constituyen un rasgo característico de la economía chilena”.44 Los latifundistas afianzaron el proceso de concentración de la tierra mediante el establecimiento de la institución denominada “mayorazgo”, que impedía la división del fundo a la muerte del padre, ya que toda la tierra dada en mayorazgo pasaba al hijo mayor. Hacia 1670/80, las grandes propiedades han llegado a un estado que, considerado en globo, representa el máximo de concentración de la tierra en unas pocas familias… El período de 1680-1880 puede caracterizarse con justeza, en nuestra zona y tal vez en muchos otros sectores del Valle Central, como la época de la gran propiedad dentro de la historia rural.45
El geógrafo y botánico alemán Thaddaeus Haenke, que visitó Chile en 1790, señalaba que las 280 leguas cuadradas que componían el partido de Santiago se hallaban repartidas entre 172 individuos.46 Según Sayago, “todo el valle de Copiapó, desde el mar hasta la cordillera, vino a quedar en poder de los descendientes de una misma familia, la de Aguirre”.47 En el corregimiento de Maule, en el siglo XVII, se concedieron las siguientes estancias: una de 24.000 cuadras, una de 10.000, una de 6.000, tres de 4.000, una de 3.400, una de 3.000, dos de 2.500, una de 2.800, diez de 2.000, etc.48
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Rafael Barahona, X. Aranda y R. Santana: Valle de Putaendo. Estudio de estructura agraria, pp. 146148, Santiago: Instituto de Geografía de la Universidad de Chile, 1960. Mario Góngora. Origen de los inquilinos en Chile Central, p. 62, Ed. Universitaria, Santiago, 1960. J. Borde y M. Góngora: op. cit., pp. 57 y 58. Thaddaeus P. Haenke. Descripción del Reyno de Chile, p. 194, Ed. Nascimento, Santiago, 1942. C. M. Sayago. Historia de Copiapó, p. 82, Copiapó, 1874. Encina, IV, p. 229.
Nuestro objetivo no ha sido solamente señalar las miles de hectáreas que se repartieron los colonizadores, sino destacar también el tipo de explotación que se practicaba en los latifundios. En ese sentido, la economía agraria colonial no se estructura sobre la base de la pequeña producción. El latifundio explota principalmente productos de exportación, como el trigo, el sebo y los cueros. Por eso la evolución de la propiedad territorial durante la colonia está íntimamente ligada a la producción para el mercado exterior.
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capítulo iii El régimen colonial del trabajo
La encomienda no fue el único sistema de explotación de la mano de obra durante la Colonia. Coexistieron, además, la esclavitud indígena y negra, el artesanado, el inquilinaje, el peonaje y el asalariado mestizo de las minas y los campos. Estos regímenes de trabajo se fueron estableciendo según las necesidades de la creciente producción minera y agropecuaria. Las transformaciones económicas de los siglos XVII y XVIII plantearon una demanda de mano de obra que el sistema de encomiendas no podía satisfacer. El cambio demográfico ocurrido en el siglo XVII repercutió directamente en el régimen de trabajo. La sensible disminución de indios y el notable crecimiento del número de mestizos produjo una verdadera revolución demográfica que se proyectó en el área de la fuerza de trabajo. Este cambio en la composición de los pobladores de Chile vino a afectar las diversas formas de explotación humana. En el siglo XVIII, los españoles ya no disponían de los abundantes brazos de los comienzos de la conquista, a causa de la mortandad indígena producida por la guerra de Arauco, las epidemias de tifus (1554-1557) y viruela (1590-1591) y, fundamentalmente, por la despiadada explotación en los lavaderos de oro. Necesitados de mano de obra para incrementar la producción de metales preciosos, trigo y sebo, debieron recurrir a un sector marginado de la sociedad: los mestizos. Las exigencias de este sector, que no podía ser sometido a la esclavitud o al régimen semiesclavista de la encomienda, obligaron a los explotadores a crear nuevos sistemas de trabajo que atrajeran a esta enorme masa de hombres.
La encomienda Durante el primer siglo de la Colonia, el régimen de trabajo descansó preponderantemente en la encomienda indiana. Pedro de Valdivia repartió entre sesenta españoles los indios de Copiapó al Maule y entre cuarenta encomenderos los indios del Maule al sur, adjudicándose para sí todos aquellos aborígenes que logró concentrar en los lavaderos de oro de Marga-Marga, Quilacoya y Madre de Dios. Este reparto hizo creer a los historiadores tradicionales que la encomienda conllevaba la propiedad de tierra.
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No creemos necesario insistir acerca de que la encomienda solo significaba repartimiento de indios. Las modernas investigaciones, inspiradas por Silvio Zavala, han demostrado que la encomienda no otorgaba derecho de propiedad territorial y que el latifundio surgió de las mercedes de tierras y no de la encomienda, como habían creído los historiadores latinoamericanos hasta hace pocas décadas. Desde el punto de vista jurídico, es efectivo que la encomienda no otorgaba derecho de propiedad territorial, pero el proceso de colonización condujo a que los encomenderos –enriquecidos con el plustrabajo de “sus” indios– se fueran apoderando de los mejores predios, obteniendo mercedes de tierra al lado de los poblados indígenas, haciéndose dueños por la fuerza de los terrenos reservados a los “pueblos de indios” y ocupando las tierras que los indios se veían obligados a abandonar cuando eran trasladados a otras encomiendas. La confusión que existía entre mercedes de tierras y encomiendas ha sido disipada por la historiografía contemporánea. Pero se mantiene un problema no esclarecido aún: ¿la encomienda era una forma de explotación feudal o capitalista? ¿Las relaciones sociales de producción entre el encomendero y los indios encomendados eran feudales o capitalistas? ¿O no correspondían a ninguno de estos sistemas? ¿O era una combinación contradictoria de algunos rasgos de ambos? Ante todo, no se debe considerar a la encomienda en abstracto como si fuera una institución que se mantuvo inmutable durante los tres siglos de la Colonia. Hay que estudiarla como una categoría socioeconómica en proceso, que va cambiando con las nuevas exigencias de la producción, hasta desaparecer en el siglo XVIII, cuando deja de ser rentable para la clase dominante. Debe tenerse en cuenta también que la encomienda no era el único sistema de explotación de la mano de obra. Fue la base del régimen colonial del trabajo durante el siglo XVI, pero perdió importancia en los siglos subsiguientes ante la aparición del “arrendatario”, del inquilino y del peón asalariado mestizo de las minas y los campos. Asimismo, cuando se habla de “la” encomienda, hay que precisar la colonia hispanoamericana a la cual se hace referencia, porque la encomienda en México y Perú tuvo características específicas distintas a las de Chile; en esas colonias hubo un cambio de la encomienda de servicios a la de tributo, el que se pagaba primero en especies y luego en dinero; mientras que en Chile supervivió la encomienda de servicios o de prestación personal. Para los historiadores tradicionales, la encomienda fue una institución feudal. “La merced en las encomiendas –decía Domingo Amunátegui– descansó desde los primeros tiempos, sobre una base esencialmente feudal”. Esta tesis, basada en las relaciones formales y aparienciales entre las clases, hace abstracción de los objetivos capitalistas de la colonización española. La encomienda, institución al servicio de esos fines, era una empresa económica integrada al capitalismo incipiente de la época.
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La encomienda no es un feudo que tiende a la autarquía económica ni a la pequeña producción agraria y artesanal. Al encomendero no le interesa la producción para el trueque o el autoabastecimiento, como al señor feudal, sino la explotación de metales preciosos y materias primas en escala relativamente grande para la exportación. El encomendero actúa como un hombre de negocios, motivado por el afán de lucro y de riquezas. La plusvalía que extrae del trabajo ajeno, la invierte en nuevas minas y empresas agrícolas y comerciales. Para este hombre de “horca y cuchillo”, la encomienda es un medio para producir mercancías. Cuando ella deja de ser rentable utiliza otro régimen de explotación de la mano de obra. La supresión de las encomiendas a fines de la Colonia no significó la quiebra de los encomenderos o de la “aristocracia feudal”, como se ha dicho, por la sencilla razón de que los encomenderos, hábiles empresarios capitalistas, habían invertido sus riquezas en otros tipos de explotación que ofrecían mayores expectativas económicas. Se ha señalado que la relación entre el encomendero y el indio no era capitalista. No era formalmente capitalista en cuanto a la relación entre las clases porque en efecto no existía el régimen del salariado moderno e industrial. Pero tampoco era feudal, ya que el encomendado cumplía un papel socioeconómico diferente al siervo del Medioevo. Los objetivos capitalistas de la encomienda han hecho suponer a ciertos escritores que la relación entre las clases también tenía que ser necesariamente capitalista. En los períodos de transición, como el de los comienzos de la Edad Moderna, los procesos sociales adquieren características complejas, son híbridos y sumamente contradictorios. Se explican por la Ley del desarrollo desigual y combinado de la historia. Si se pretendiera establecer un criterio mecanicista entre los objetivos de la producción y la relación entre las clases, resultaría muy difícil comprender a la Europa del siglo XVII, cuya burguesía manufacturera se debatía en medio de fuertes supervivencias feudales, y menos a la Inglaterra industrial del siglo pasado, que aplicaba relaciones precapitalistas de explotación social en la India. El encomendero era un empresario capitalista que utilizaba un método de explotación de la mano de obra más brutal que el que aplicaba el señor feudal a sus siervos. En las encomiendas de servicios, el indio era un esclavo disimulado tras la maraña de la legislación española. Posteriormente, en algunas colonias, este tipo de encomienda fue reemplazado por la encomienda de tributos, que eran pagados en dinero; régimen que en México se llamó “cuatequil” y en Perú “mita”. De ese modo, se introdujo un sistema de explotación que tendía a una relación más pro-capitalista entre las clases, pues el indio debía pagar el tributo en dinero, para lo cual estaba obligado a vender su fuerza de trabajo, aunque no “libremente” como el asalariado moderno, sino obligado por su condición de súbdito del rey. Con la implantación de la mita y el cuatequil, las relaciones entre las clases se hicieron más pro-capitalistas, a pesar de que las formas externas conservaran reminiscencias semiesclavistas y semifeudales.
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En Chile se mantuvo la encomienda de servicios durante toda la Colonia. Las ordenanzas del oidor Laya Bolívar, en 1690, debieron tomar en cuenta que en Chile “la mita no era practicable como en Perú”. Las tasas de Santillán, Gamboa, Lazo de la Vega, etc., preconizaron el reemplazo de la encomienda de servicios, o de prestación personal, por la encomienda de tributos, pero los encomenderos se resistieron a su aplicación. Manuel Salvat sostiene que en Chile floreció “una encomienda particular, más parecida a la de los primeros tiempos de las Antillas que a las vigentes contemporáneamente en Nueva España y Perú”.49 Los encomenderos chilenos mantuvieron la encomienda de servicios, exigiendo que los indígenas pagaran el tributo en prestaciones personales. Esta encomienda de servicios refleja relaciones sociales más esclavistas que feudales. El encomendado no es un siervo que trabaje la tierra a cambio de una pequeña parcela; el indio no “elige” al señor ni establece un vínculo de vasallaje, como el siervo medieval; tampoco está apegado a la tierra, sino que constituye una fuerza de trabajo que es trasladada de una mina a otra y de un fundo a otro. Inclusive, los encomenderos llegan a alquilar a “sus” indios como fuerza de trabajo. En resumen, la relación entre encomendero y encomendado no es la misma que la de señor feudal y siervo. Esto no significa que fuera más benigna para el indio. Al contrario, la encomienda de servicios, como se practicaba en Chile, era una variante disimulada de esclavitud. Esta relación precapitalista entre las clases está al servicio de una empresa, la encomienda, que produce valores de cambio destinados a un mercado que se rige por las leyes del capitalismo incipiente. Este tipo de explotación sui generis condujo a Solórzano Pereyra, jurista español del siglo XVII, a barruntar una diferencia entre el régimen feudal y las encomiendas, aunque sin llegar a una caracterización sociológica precisa; al referirse a las encomiendas, decía: “Hay, sin embargo, muchas cosas en que se diferencian del feudo […] son en muchas cosas contrarias a los feudos […] no se pueden tener por feudos rectos”.50 La cesión de derechos que hizo la corona española a los encomenderos para recaudar tributos, otorga un tinte aparentemente feudal a los encomenderos. Sin embargo, dice un especialista del tema: el beneficio o señorío que se le otorga al encomendero es mucho más limitado que el feudal, pues no incluye derechos jurisdiccionales ni gubernativos, conservando solo de éste la facultad de percibir tributos y de exigir servicios personales; tampoco implica, por otro lado, la perpetuidad en cuanto se concede únicamente por tiempo limitado.51 49
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Manuel Salvat. “El régimen de encomiendas en los tiempos de la conquista”, Revista Chilena de Historia y Geografía, Nº 132, p. 51, Santiago, 1964. Solórzano y Pereyra. Política Indiana. Libro III, Cap. III, Párrafos 26, 27 y 28. José Miranda. España y Nueva España en la época de Felipe II, p. 6, México, 1932. Silvio Zavala y José Miranda fueron pioneros en el análisis de la encomienda, pero se quedaron a mitad del camino en sus conclusiones. Ven todavía al encomendero como señor feudal y empresario
La monarquía española concedió estas facultades especiales a los encomenderos porque era el único medio de que disponía para asegurar la recaudación de los tributos. Ante el fracaso del cobro de los tributos por intermedio de los corregidores, el Rey tuvo que recurrir a los encomenderos. En las instrucciones que el Cardenal Cisneros, regente de España, entregó en 1516 a los gobenadores de la isla La Española decía: “En primer lugar, verían si podían organizar pueblos de indios libres que serían tributarios del rey; en caso de que los indios no pudiesen vivir autónomamente, se intentaría la formación de pueblos administrados por personeros españoles; si tampoco este medio era factible, se mantendrían las encomiendas”.52 La recaudación de tributos constituía un ingreso apreciable para la Hacienda de la monarquía. En Perú, dice Silvio Zavala, los tributos de los indios en 1561, ascendían a 1.226.676 pesos. José Miranda opina que el monto del tributo debió haber sido cuantioso, y como prueba de su investigación entrega una larga lista de tributos que percibían los encomenderos. La corona española pagaba parte de los gastos de la administración colonial con el tributo indígena. De esta manera, resultaba que los indios, además de entregar su plustrabajo, financiaban a sus propios conquistadores. El tributo era una forma concreta de expresión del dominio español. José Miranda afirma que el tributo cumplía el siguiente papel: en lo económico, posibilita “el tránsito de la economía natural de los indígenas a la economía monetaria de los españoles”; en lo político social “era la base de la solución dada a la cuestión de la guarda de la tierra y, también, elemento principal en la formación del primer nexo de dirección y gobierno entre los indígenas y los españoles”.53 Al Imperio español le resultó más fácil imponer tributo en México y Perú que en Chile, porque en esas colonias existía el antecedente de que los indígenas habían tributado a los aztecas e incas. En cambio, en Chile los mapuche jamás tributaron a ninguna otra tribu, ni siquiera a sus propios jefes. El padre Valdivia, en carta de 1610 al Presidente de las Indias, manifestaba: La razón porque no conviene ahora imponerles tributo porque éstos [indios araucanos] no han tenido cabeza sino en orden a la guerra, porque no han tenido jamás gobierno político de república, sino por “parentelas”, así ningún indio reconocen y ninguno se puede obligar en nombre de todos a cobrar y dar los tributos de los demás y al que tomase ese oficio le matarían luego.54
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capitalista a la vez, y a la encomienda, como una moneda de dos caras: por el anverso, feudal, y por el reverso, capitalista. Para nosotros, la encomienda es una empresa con fines capitalistas que utiliza relaciones sociales precapitalistas. Silvio Zavala. Ensayos sobre la colonización española, p. 176, Buenos Aires, Ed. EMECE, 1944. José Miranda. El tributo indígena en la Nueva España durante el siglo XVI, p. 23, México, 1952. Diego de Rosales. Historia general del Reyno de Chile. Flandes Indiano, p. 122, Valparaíso, 1877.
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No obstante, los españoles lograron imponer el tributo a los indígenas sometidos en el norte y centro de Chile y a los “huiliches” encomendados del sur. El pago de este tributo no se realizaba en dinero, sino en prestaciones personales, porque en la Capitanía General se mantuvo la encomienda de servicios. La creación de los “pueblos de indios”, o reducciones indígenas, tuvo por objeto concentrar a los aborígenes para el cobro de tributos y para tener agrupada la mano de obra.55 De este modo, la monarquía trataba de evitar que el tributo fuera a parar al bolsillo del encomendero. Los “pueblos de indios” no prosperaron en Chile debido a la enconada oposición de los encomenderos. El gobernador Alonso de Ribera, en 1640, designó a Ginés de Lillo para que fijase la superficie de los “pueblos de indios”, pero los encomenderos hicieron fracasar esta tentativa trasladando a los indios encomendados a otras zonas, desarraigándolos de sus tribus y usurpándoles la tierra. La expansión del latifundio en los siglos XVII y XVIII, se hizo en gran parte a expensas de los “pueblos de indios”. Fernando Silva señala que en los archivos existen numerosos reclamos, como el del cacique de Talagante, Juan Calbín, quien en 1601 se quejaba de los abusos y despojos de tierras cometidos por los encomenderos.56 La Tasa de Esquilache trató de combinar la existencia de “pueblos de indios” con el mantenimiento del servicio personal, estableciendo un sistema de “mita” por el cual los indios podrían volver a sus pueblos una vez terminado el tiempo de trabajo en las minas, pero su planteamiento estaba condenado al fracaso, porque en Chile los encomenderos nunca permitieron el desarrollo de los “pueblos de indios”. La explicación del inusitado interés de los encomenderos por recaudar en nombre de la corona el tributo indígena, reside en que el tributo fue una de las principales fuentes de acumulación primitiva del capital. “Este tributo suministró a los encomenderos recursos materiales y mano de obra que constituyeron en los primeros tiempos de la Colonia la base principal de sus empresas. Tanto el capital como el trabajo que aquéllos utilizaron para ir vertebrando la economía colonial, procedieron, en su mayor parte, del tributo”.57 Otras fuentes de ingresos fueron las “cartas de alquiler” por las cuales el encemendero arrendaba “sus” indios a otros empresarios, percibiendo de éstos el salario y las regalías que le correspondían al indio encomendado. Este sistema, empleado en los momentos de escasez de mano de obra, fue impulsado al comienzo por los encomenderos que traían indios de Cuyo y Tucumán. 55
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Felipe III ordenó el 24/XI/1601 “que acerca de donde hubiere minas se procuren fundar Pueblos de Indios”. (Recopilación, II, libro VI, título 3), citado por S. Bagú: op. cit., 186. Fernando Silva. Tierras y Pueblos de Indios en el reino de Chile, p. 196, Santiago, 1962. Miranda, José. El tributo…, op. cit., 186.
Los indios huarpes de Mendoza y San Juan eran alquilados por los encomenderos de esas provincias, a los de Santiago y La Serena. “El ideal del encomendero de Cuyo era dejar un encargado de sus intereses cisandinos e irse a Santiago con sus indios para arrendarlos. En Chile, los huarpes sirvieron en lavaderos de oro, en la fabricación de botijambre y en las labores urbanas y rurales”.58 Estos indios constituían en el lugar de destino “asientos de trabajo”. Su traslado era obligado, por lo cual –dice Mellafe– se lo ha confundido con la esclavitud. En 1605, el obispo Lizárraga escribía: “Salen indios todos los años para ir a trabajar a Chile: los de San Juan a Coquimbo, y los de Mendoza a Santiago”.59 En las provincias de Cuyo existía una de las mayores concentraciones de indios encomendados, cuyo número bordeaba los 20.000, cifra elevada si se la compara con los 12.000 indios encomendados de Córdoba y los 12.000 de Santiago del Estero. Álvaro Jara, autor de un trabajo exhaustivo sobre el tema, señala: Se desprende el interés de los encomenderos de Cuyo, no siempre establecidos allá, por participar en el mercado humano de Chile, alquilando los indios de sus encomiendas, sistema que les procuraba una ganancia fácil y desprovista de molestias y preocupaciones. Conjuntamente los vecinos de Chile participaban en el interés de que se les trajese la mano de obra que les era indispensable para impulsar sus actividades económicas crecientes.60
Jara sostiene que no se ha podido establecer el número de indios huarpes importados, pero debió haber sido considerable, dada la frecuencia con que aparecen en las Actas de los Cabildos de Santiago, San Juan y Mendoza. Las quejas de los cuyanos, que veían despoblarse su territorio, fueron acogidas al establecerse en la Tasa de Esquilache, y otras resoluciones del siglo XVII, la prohibición de trasladar indios huarpes. Con respecto a la importación de indios de Tucumán a Chile, hay escasas referencias. Levene 61 señala como causa del despoblamiento de Tucumán, el traslado masivo de indios a Chile y Potosí, denunciado por el gobernador de Tucumán, Ramírez de Velazco, en carta de 1586 al Rey; pero la mayoría de estos indios debe haber sido trasladado a las minas de Potosí. Algunas medidas de la monarquía, como las Nuevas Leyes de Indias de 1542 y 1549, en contra de los abusos de los encomenderos y “a favor” de los indios, no obedecieron precisamente a un sentido ético, de bondad o respeto por el ser humano, sino a un 58
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Juan Draghi Lucero. “Revelaciones documentales sobre la Economía Cuyana”, en Revista de la Junta de Estudios Históricos de Mendoza, Tomo XVI, 1940. Citado por Rolando Mellafe. La Introducción de la esclavitud negra en Chile, p. 137, Santiago, 1959. Álvaro Jara. “Importación de trabajadores indígenas”, Revista Chilena de Historia y Geografía, Nº 124 p. 186, Santiago, 1956. Ricardo Levene. Investigaciones acerca de la Historia Económica del Virreinato del Plata, Tomo I, p. 185, Buenos Aires, 1927.
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criterio intrínsecamente capitalista: preservar la mano de obra explotada, evitar la exterminación física de los que producían la riqueza, impedir la muerte masiva de aquellos indios que con su trabajo proporcionaban los metales preciosos a las arcas reales. Carlos V, en sus instrucciones al obispo de Tenochtitlán, manifestaba que los trabajos excesivos provocaban “mucha disminución de los dichos indios é causa de despoblarse dicha tierra”. Felipe III expresaba, en la Real Cédula de 1601, la misma preocupación: “los indios son útiles a todos y todos deben mirar por ellos y por su conservación, pues todo cesaría si ellos faltasen”. La mayoría de estas disposiciones no se cumplieron, inclusive fueron resistidas por los encomenderos de Nueva Granada y México en el siglo XVI. En la Capitanía General de Chile, los encomenderos se negaron a aplicar las Nuevas Leyes de Indias que establecían la supresión de la esclavitud y del servicio personal en la encomienda. El estudio de las Tasas dictadas durante el período colonial arroja bastante luz acerca de la evolución de la encomienda indiana. Los historiadores se han atenido demasiado a la letra de las Tasas, en especial aquellos escritores de tendencia hispanófila que tratan de reivindicar la empresa colonizadora de España, poniendo el acento en las disposiciones “a favor” de los indios dictadas por la monarquía española. En realidad, las Tasas son más interesantes por las consideraciones críticas que por el efecto de sus resoluciones. Las quejas de los autores de las Tasas revelan los abusos y la resistencia de los encomenderos a someterse a las resoluciones del rey. En ese sentido, la historia de las Tasas es la historia de las obligaciones incumplidas por los encomenderos. Las Tasas se referían al carácter de la encomienda, al régimen de trabajo de los indios, a las remuneración, alimentación y trato, y a la forma en que los encomenderos debían ocuparse de la salud física y “espiritual” de los indígenas. La primera Tasa dictada en Chile por el licenciado Hernando de Santillán en 1557, mantenía la encomienda de servicios; señalaba que uno de cada seis indios tributarios de la encomienda debía trabajar en las minas, recibiendo en compensación la sexta parte (o “sesmo”) de oro que sacaran, cantidad pagadera en ropa y alimentos. El investigador chileno sobre problemas del trabajo en el período colonial, Álvaro Jara, anota que esta especie de salario colectivo ingresaba a la caja de la comunidad o pueblo de indios, pero la mayoría de las veces era retenido y utilizado por los encomenderos. “Con estos usos la caja de los indios se transformaba en un verdadero banco, con capitales provenientes del salario o retribución comunitaria de la labor de las minas, capitales que eran administrados con preferencia en favor de los encomenderos”.62 62
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Álvaro Jara. “Una investigación sobre los problemas del trabajo en Chile durante el período colonial”, p. 241, The Hispanic American Historical Review, Vol XXXIX, Nº 2, Mayo, 1959; y “Salario en una economía monetaria, caracterizada por las relaciones de dependencia personal”, Revista Chilena de Historia y Geografía, Nº 133, 1965.
Ante el hecho de que los encomenderos no respetaban el “sesmo” ni el período de trabajo en las minas, el Gobernador Martín Ruiz de Gamboa dictó una nueva Tasa en 1580; pretendía eliminar las prestaciones personales y establecer el pago de un tributo indígena de ocho pesos, cinco en oro y el resto en especies. La resistencia de los encomenderos a cumplir estas medidas obligó al Gobernador Alonso de Sotomayor a derogar esta Tasa en 1583 y a reponer la de Santillán. Con la Tasa de Esquilache, en 1621, se intenta nuevamente la abolición de la encomienda de servicios y su reemplazo por un tributo de diez pesos y medio. El fracaso de esta tentativa lo expresa años más tarde Francisco Laso de la Vega en su Tasa de 1635: He sido informado que en esa provincia (Santiago) y en otras duran todavía los dichos servicios personales con graves daños y vejaciones de los indios pues los encomenderos con este título los tienen y tratan como a esclavos y aún peor y no los dejan gozar de su libertad ni acudir a sus semejantes, labranzas y granjerías, trayéndolos siempre ocupados en las suyas con codicia desordenada, por cuya causa los dichos indios se huyen, enferman y mueren y han venido en gran disminución y se acabarán del todo muy presto si en ello no se provee de breve y eficaz remedio.63
Laso de la Vega fijó un nuevo tributo en dinero y en especies por valor de diez pesos, cantidad que los indios podían cancelar con trabajo. Esta tasa era aparentemente más progresiva, pero al admitir que el tributo podía pagarse en trabajo, en el fondo alentaba las semiprestaciones personales. Las disposiciones posteriores del siglo XVIII, tampoco lograron reemplazar la encomienda de servicios por la de tributo, inclusive en su período de decadencia. Las encomiendas, en crisis durante el siglo XVIII, fueron reemplazadas por otros sistemas de explotación humana más rentables, de acuerdo con las nuevas necesidades de la creciente producción agropecuaria y minera. La disminución de la población indígena, la fuga y el traslado de indios, obligaron a los españoles a sustituir la encomienda por otras relaciones sociales de producción que les asegurara la mano de obra requerida. En 1702, los indios encomendados en Chile constituían una minoría respecto del conjunto de trabajadores mestizos de las minas y los campos, de los “arrendatarios”, peones y artesanos. A principios del siglo XVIII, era rara la encomienda que tuviera 50 indios, cifra muy baja si se la compara con las encomiendas del siglo XVI, que superaban el millar. La opinión generalizada de que Ambrosio O’Higgins abolió las encomiendas, en un gesto bondadoso, impresionado por el maltrato que recibían los indios, es uno de los tantos mitos fabricados por los historiadores tradicionalistas. La supresión de las encomiendas, planteada en 1721 y consumada en 1791, fue la resultante de una política 63
Álvaro Jara. Reproducida por Fuentes para la historia del trabajo en Chile colonial, p. 126, Ed. Universidad de Chile, Santiago, 1965.
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que nada tiene que ver con la ética, como pretenden los hispanófilos. Ese decreto vino a refrendar una situación de hecho: en 1791 solo quedaban en Chile de dos a tres mil indios encomendados, pues las encomiendas se habían convertido en un sistema antieconómico de explotación. La prueba es que cuando se ordena su abolición, Ambrosio O’Higgins solo encuentra la resistencia formal de tres encomenderos.
La esclavitud indígena y negra La esclavitud implantada en América fue una nueva forma de expresión de los métodos brutales practicados por los explotadores en la época de la acumulación primitiva capitalista. En América y en Chile, el esclavo indígena y negro no solo eran una mercancía, sino también un instrumento de producción empleado especialmente para extraer metales preciosos. Durante los dos primeros siglos de la colonia, la esclavitud fue para los encomenderos y empresarios españoles el sistema más rentable de exportación del trabajo. En Chile colonial no solo se practicó la esclavitud negra. Los españoles implantaron la esclavitud indígena en una escala superior a la registrada por la historiografía nacional. Esta esclavitud no solo se practicó durante el siglo XVI, sino también durante el siglo XVII y comienzos del XVIII. En otras zonas de América Latina, la esclavitud indígena fue practicada preferentemente en el primer siglo de la conquista. Silvio Zavala relata el reparto de “piezas cautivas” por los españoles en México durante el siglo XVI. El estudio de Juan Friede entrega nuevos antecedentes acerca de la esclavitud indígena en Venezuela: la compensación que obtenían los conquistadores por la caza de indios que luego vendían como esclavos; “la esclavización por rescate, es decir, la compra de esclavos a los caciques en pago de tributos o mercancías; la exportación de indios esclavos de Venezuela a Santo Domingo, después de ‘herrarlos’ y ‘quintarlos’”.64 Esta trata de esclavos indígenas disminuyó en México y otras colonias hispanoamericanas en los siglos XVII y XVIII, no por una actitud benevolente de esos colonizadores, sino porque en esas zonas dispusieron de abundante mano de obra que les permitió plantar la “mita” y el “cuatequil”, sin necesidad de recurrir expresamente y en forma masiva a la esclavitud. En Chile, la escasez de mano de obra, agudizada por las epidemias de tifus y viruela y, fundamentalmente, por la resistencia mapuche y la rebelión social de los “huiliches”, impulsó a los españoles a acrecentar la esclavitud indígena durante el siglo XVII. En ese sentido, la guerra de Arauco fue utilizada para cazar indios que luego se vendían a los encomenderos de Santiago y del Norte Chico. Rodrigo de Quiroga y Alonso García Ramón, gobernadores de Chile, solicitaron que se legalizara esta esclavitud “de facto”. 64
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Juan Friede. “Orígenes de la Esclavitud Indígena en Venezuela”. En América Indígena, México, 1962.
La esclavitud indígena se implantó oficialmente en Chile con la Real Cédula emitida en mayo de 1608 por el rey Felipe III; en ella se establecía que los indios mayores de diez años y medio, y las mujeres de nueve años y medio, que fuesen cautivados en la guerra de Arauco, podrían ser considerados como esclavos y vendidos en el interior o exportados al Perú. Al referirse a esta Real Cédula, el cronista Alonso de Nájera decía que ello significaba reconocer una situación ya existente: Vi en ocho años que asistí en aquella conquista (antes que se enviara la dicha orden) que siempre tenían por esclavos cuantos indios de todas edades se habían tomado y tomaban en la guerra; y así se vendían y compraban públicamente por esclavos, y aún se enviaban a vender y presentar por tales a la ciudad de los Reyes, lo que no me pareció ser cosa nueva, sino puesta en uso de tiempo atrás en aquella tierra.65
El gobernador Luis Merlo de la Fuente fue el ejecutor de esta Real Cédula en Chile. A partir de entonces, el ejército español se ocupó preferentemente de la caza de indios en la guerra de Arauco. El capitán Diego de Vibanco, en carta al Rey el 18 de octubre de 1650, denunciaba al gobernador, al maestre de campo y al sargento mayor “porque de las corredurías y malocas que se hacen al enemigo, es mucha la cudicia de las piezas que se cojen en ellas”. La cacería humana más grande efectuada durante la Colonia fue organizada por los hermanos Salazar a mediados del siglo XVII. Los soldados hacían pasar por prisioneros de guerra a cualquier indio, aunque no fuera capturado en combate, con el fin de venderlos como esclavos. En 1630, los soldados se amotinaron en Cautín porque no se les quiso dar participación en la venta de los indios esclavos. Así lo atestigua el cronista Miguel de Olivares: “Y con voces irreverentes dijeron [al jefe] que por aprovecharse él solo de los indios cautivos para venderlos por esclavos les dejaba a ellos fuera de la facción”.66 Los soldados y encomenderos no acataron las restricciones sobre la caza de indios impuestas transitoriamente por el cura Luis de Valdivia. El cronista Núñez de Pineda y Bascuñán relata que los españoles “hurtaban los muchachos y chinas de las rancherías y los iban a vender al puerto de Valdivia por esclavos”.67 La preocupación de “civilizar a los indios” se reducía al interés de los conquistadores por tomarlos prisioneros con el fin de venderlos a los encomenderos del centro y norte de Chile o exportarlos al Perú. El gobernador Juan Henríquez (1670), “en las frecuentes campeadas o correrías de Arauco, tomó unos ochocientos indios prisioneros y los vendió en calidad de esclavos a varios dueños de encomiendas. Los compradores por el plazo que él les concedió para 65 66
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Citado por R. Mellafe, op. cit., p. 125. De Miguel Olivares. Historia militar, civil y sagrada de lo acaecido en la conquista y pacificación del reino de Chile, Libro V, cap. XVIII, p. 382, Santiago, 1864. Francisco Núñez De Pineda y Bascuñán. Cautiverio Feliz… p. 252, Colección de Historiadores de Chile, Santiago, 1863.
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el pago, le dieron evaluadas solo en cincuenta centavos, quinientas fanegas de trigo por cada indio. De esta manera, con los ochocientos indios reunió cuatrocientas mil fanegas. Todas las vendió a los abastecedores de su propio ejército, a dos pesos fanega, y se pagó del erario real. Ganó así ochocientos mil pesos”.68 La exportación al Perú de los indios “beliches” o “aucas”, como se denominaba a los indios esclavos, continuó en gran escala durante el siglo XVII. Mellafe sostiene que no había una trata formal de esclavos indígenas practicada por grandes empresas comerciales, porque los indios se vendían fácilmente en Chile, en forma directa por el Ejército. Es efectivo que el tráfico de esclavos indígenas en Chile no tuvo la magnitud del que realizaban las grandes compañías holandesas e inglesas en la trata de esclavos negros. Sin embargo, la subestimación de las empresas montadas por los traficantes de la Colonia, como los hermanos Salazar, ha conducido a ciertos historiadores a minimizar la existencia de la esclavitud indígena en Chile. El 19 de octubre de 1671 una Junta de prelados, en la que estaba incluido el obispo de Santiago, ratificó la esclavitud indígena que había sido sancionada por las reales cédulas de 1608 y 1625. Las quejas del padre Rosales fueron palabras lanzadas al viento, mientras los traficantes de esclavos indígenas eran apoyados por el virrey del Perú, conde de Santisteban, que exigía una mayor cantidad de esclavos, los que se cazaban en la guerra de Arauco para trabajar en las minas y los campos peruanos. “La esclavitud de los araucanos contaba, pues, con el apoyo del Presidente de Chile, de todos los eclesiásticos de la Junta convocada para dictaminar sobre la materia y de un magistrado tan eminente como lo había sido el Virrey, conde de Santisteban”.69 En 1679, el rey Carlos II dictó un decreto contradictorio. Por una parte, abolía la esclavitud en Chile, pero, al mismo tiempo, señalaba que los indígenas esclavos de esta colonia podían ser trasladados al Perú. Ante la protesta de los encomenderos y traficantes de esclavos, el Rey, a petición del gobernador Juan Henríquez, revocó esa real Cédula en mayo de 1683, sancionando de este modo la continuidad de la caza de esclavos en Arauco. La práctica de la esclavitud y la venta de indios mapuche era reconocida por el gobernador de Chile, Marín de Poveda, en carta a la Real Audiencia en julio de 1700, lo que demuestra que a comienzos del siglo XVIII todavía seguía subsistiendo la esclavitud indígena en Chile. El hecho de que la raza negra no haya dejado huellas en el color de los actuales habitantes de Chile, ha inducido a los escritores a subestimar la importancia de la trata de esclavos negros en la época colonial. Rolando Mellafe ha demostrado que desde el comienzo de la conquista de Chile hubo intentos oficiales para la importación de negros. Señala que Pedro de Valdivia solicitó permiso para traer dos mil negros. Algunas 68 69
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Luis Galdames. Historia de Chile, p. 185, décimotercera edicón, Ed. Zig-Zag, Santiago, 1952. Domingo Amunátegui Solar. Historia Social de Chile, p. 94, Santiago, 1936.
Ordenanzas dictadas por los conquistadores demuestran la existencia de esclavos negros en el siglo XVI. En la Ordenanza de Minas del 24 de agosto de 1561, promulgada por el gobernador Francisco Villagra, se menciona en varias partes a los negros: “LVI. Item: Porque muchas veces acaece que algunas personas echan cuadrillas de negros a coger oro, mando que el que cogiere oro con negros, goce de dos minas trayendo quince negros”.70 Otras ordenanzas se refieren a las penas que deben aplicarse a los negros; por ejemplo, la Ordenanza dictada por el licenciado Melchor Calderón el 10 de noviembre de 1577 para los negros del reino de Chile, decía: Item, que el esclavo o esclava que estuviera huido fuera del servicio de su amo más de veinte días a menos de dos meses, el que lo prendiera, aunque no sea alguacil, haya e lleve veinte pesos e al esclavo o esclava por la primera vez le sea dados doscientos azotes, o sea, desgarronado de ambos pies e por la segunda, se le corten al varón los miembros genitales e a la mujer las tetas. Item, al esclavo que aunque hubiere menos tiempo de los arriba dichos que anduviere huido e andado en junta de otros negros hecho armas como salteador de caminos y solo hubieran hecho algún robo e insulto fuera de la ciudad, en el campo, en algún camino o pueblo de indios, que muera por ello e cualquiera lo pueda matar sin pena alguna e que lo matare o prendiera habiendo de matar al negro se le den treinta pesos.71
Ante la escasez de mano de obra, experimentada en el siglo XVII por la disminución de indios encomendados, las epidemias de tifus y viruela y los levantamientos mapuche, los españoles se vieron obligados a incrementar los pedidos para introducir negros esclavos en Chile. A fines del siglo XVII, los Cabildos pedían al Rey permiso para importar negros por vía del puerto de Buenos Aires. El esclavo negro subió de precio, de 250 pesos a principios del siglo XVII a 800 en 1699. No ha sido posible cuantificar el número de esclavos negros que entraron a Chile. Menos se sabe de los que murieron en los barcos o en la explotación inhumana de las minas. El único índice que tenemos es la existencia de aproximadamente unos 20.000 negros, zambos y mulatos a fines de la Colonia.
El origen de los inquilinos Los historiadores nacionales más connotados han sostenido que el inquilinaje fue una institución social derivada de la encomienda. Domingo Amunátegui, después de analizar la abolición de las encomiendas en Chile, afirma que los indios “no supieron comprender la libertad que el Rey les había reconocido y continuaron sometidos a sus 70
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Publicado por Eugenio Pereira Salas, en la Revista de Historia de América, Nº 32, diciembre de 1951, p. 207, y reproducida por Jara, Álvaro. Fuentes…, op. cit. Reproducida por Álvaro Jara. Fuentes…, op. cit., p. 45.
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antiguos amos, con el nombre de inquilinos. A los encomendados han sucedido los inquilinos72. Tesis similares han sido planteadas por otros escritores latinoamericanos que suponen un origen feudal a nuestras atrasadas relaciones de producción en el campo. El estudio concreto y desprejuiciado de la realidad colonial demuestra que las relaciones sociales de producción que imperaron en el agro latinoamericano en el siglo pasado –y que aún imperan parcialmente en algunos países– no provienen directamente de la encomienda, sino de un período anterior a su abolición. La escasez de mano de obra –fenómeno general en la mayoría de las colonias hispanoamericanas durante el siglo XVIII– obligó a los hacendados a entregar “en préstamo” o arrendar una pequeña parcela de sus tierras a los mestizos, a cambio de la realización de trabajos en el fundo. Una vez logrado el asentamiento de este campesinado, el terrateniente fue afianzando gradualmente su explotación. En México surgió el indio terrazguero asentado en la hacienda, que pagaba el arriendo en dinero o especies. Francisco Chevalier sostiene que los propietarios de la tierra “lograron establecer en sus dominios trabajadores ‘voluntarios’ o peones, haciéndoles contraer deudas que luego les era imposible reembolsar”.73 Silvio Zavala afirma que “los anticipos en dinero y géneros, convertidos en deudas, adscribían al gañán a la tierra. Este método, y no la vieja encomienda del siglo XVI, es el verdadero antecedente de la hacienda mexicana (…). Los labradores habían logrado [en el siglo XVIII] extender el sistema de gañanía y asegurarlo por medio de las deudas. Llegó a darse el caso de que, en fincas de gruesa población, el fisco cobrara de los hacendados el tributo que debían pagar los gañanes al rey; el hacendado unía esta deuda a las que provenían de los anticipos en dinero y de géneros, para retener al trabajador”.74 El origen de los inquilinos en Chile se remonta al siglo XVII, es decir, más de un siglo antes de la disolución de las encomiendas. El siglo XVII fue el siglo de la consolidación de la propiedad territorial y de un relativo aumento de las actividades agropecuarias. Los terratenientes, necesitados de mano de obra, debido a la disminución de la población indígena, se vieron obligados a entregar a los mestizos tierras “en préstamo”, con el fin de que les cuidasen la propiedad y el ganado que pastaba especialmente en los linderos de los fundos. De este modo, sin pagar salarios y mediante la entrega de un pedazo de tierra de reducido valor, el estanciero se aseguraba la mano de obra que le faltaba. En esta primera fase –dice el especialista chileno Mario Góngora– se origina “un sistema de tenencias gratuitas o semigratuitas particularmente en los extremos de 72 73
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Domingo Amunátegui S. Historia Social…, op. cit., p. 131. Francisco Chevalier. La gran propiedad en México desde el siglo XVI hasta comienzos del siglo XIX, p. 14, Buenos Aires, 1961. Silvio Zavala. Ensayos sobre la colonización española, pp. 167-168, Ed. Emecé, Buenos Aires, 1944.
la propiedad (…) Pero esas tenencias van evolucionando. Del uso gratuito con un canon simbólico, se pasa a posiciones que implican deberes de custodia de linderos y asistencia a rodeos”.75 La segunda fase del proceso que culmina en el inquilinaje, se desarrolla durante el siglo XVIII. Al valorizarse la tierra, principalmente por el aumento de la demanda de trigo, los terratenientes comenzaron a arrendar las parcelas, a cobrar un canon a los mestizos que trabajaban en las tierras “prestadas” anteriormente. La tenencia –continúa Góngora– se constituye en arrendamiento, cobrando cierta importancia el pago del canon (…) hay una mayor dependencia de los arrendatarios y un aumento de sus deberes. Ya no asisten solamente a rodeos, sino que se les requiere para la conducción de productos a las ciudades, y para que proporcionen un peón en algunas faenas, más tarde en todas. La gran hacienda va descargando su necesidad de servicio sobre los arrendatarios.76
El mismo investigador, en otro estudio, señala: “En 1738 hay en Los Rulos e Higuera Grande 17 arrendatarios, que son llamados también inquilinos, aunque siempre predomina la expresión arrendatarios (…) el canon en dinero fue paulatinamente decreciendo, siendo el trabajo personal en la hacienda la verdadera forma de pago por el uso de la tierra”.77 Así se fue generando el proceso del inquilinaje. A fines del siglo XVIII deja de usarse el término arrendatario para ser reemplazado por el de inquilino. Pedro Cunill sostiene que a principios de ese siglo, a causa del aumento de la exportación de trigo al Perú, “la mediería se intensifica como una manera de atraer en forma permanente trabajadores al agro, situación que seguramente evolucionará más tarde hacia la relación permanente del inquilinaje”.78 En resumen, cabría distinguir una primera etapa (1690-1760) caracterizada por la proliferación de pequeños arriendos, y otra en que estos arrendatarios se convierten en inquilinos en la segunda mitad del siglo XVIII. En la primera fase, el canon de arriendo era pagado en especies (trigo, vino, animales, etc.). En un trabajo en preparación, Alejandro Saavedra sostiene que el terrateniente explota al campesino bajo la forma de un canon de arrendamiento y acumula plustrabajo a través de un continuo endeudamiento del campesino; percibe la fuerza de trabajo del arrendatario convertida en plusproducto, ya que el canon es pagado en especies, con el producto del trabajo. De esta manera, el terrateniente incorpora fuerza de trabajo a la tierra sin 75 76 77 78
Mario Góngora. Origen de los inquilinos en Chile Central, p. 114, Ed. Universitaria, Santiago, 1960. Ibid., p. 114 y 115. J. Borde y M. Góngora, op. cit., p. 75. Pedro Cunill G. “Género de vida en la micro-región de Valparaíso a comienzos de siglo XVIII”, en Tercer Congreso Internacional de Arqueológia Chilena, Acta p. 17, Viña del Mar, 1964.
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ningún costo, obteniendo ganancias mediante la apropiación de excedentes bajo la forma de un canon. En la segunda fase, iniciada a mediados del siglo XVIII, se acelera el proceso que conduce al inquilinaje. Los campesinos se endeudan al no poder cancelar el arriendo. El terrateniente exige entonces el pago en servicios. En un reciente trabajo, Schejtman afirma que El pago del canon en trabajo o servicios a la empresa patronal, que aparece inicialmente como una forma más de renta de la tierra, termina por generalizarse y extenderse, transformándose en la llamada “obligación” que afecta incluso a arrendatarios que podrían, de acuerdo a su situación, pagar el canon en dinero o productos y que recurren, con bastante frecuencia, a un reemplazante (un hijo o un peón) pagado por ellos, para que cumpla la referida obligación (…) la obligación o canon en trabajo, raras veces implica el aporte equivalente a un trabajo permanente al año (…) los inquilinos reciben compensaciones en dinero, en fichas o en mercancías de las pulperías (que se encuentran en plena difusión en las haciendas) por aquellas labores que exceden la obligación establecida como canon y a las que muchas veces son requeridos.79
Alejandro Saavedra opina que al terrateniente no le bastaba apoderarse del plusproducto del arrendamiento y empezó a exigir una “obligación” de trabajo directo para su empresa. De este modo, se produce la incorporación de la fuerza de trabajo a la emergente empresa agrícola patronal. En el trabajo mencionado, Shejtman señala que existe una ligazón entre “el origen del inquilinaje como institución y el desarrollo de la agricultura mercantil. A pesar de ello –y por el hecho de constituir un tipo de relación en que el trabajo es pagado parcial o totalmente en recursos y no en dinero o, visto desde otro punto de vista, el acceso a la tierra es pagado en trabajo– se ha llegado a calificar esta relación de feudal o semifeudal, haciendo en algunos casos extensivo a toda la hacienda y hasta a todo el sector agrícola dicho apelativo. En situaciones en que el monopolio de la tierra coincide con una presión por el acceso a este recurso, es frecuente encontrar toda una gama de relaciones no necesariamente monetarias entre trabajadores, arrendatarios y terratenientes, como la aparcería (o mediería) y el colonaje (concepto que engloba instituciones semejantes al inquilinaje). Incluso en Estados Unidos, cuya agricultura nadie estimaría que no es capitalista, encontramos prácticas semejantes a las referidas: sharecropping (mediería) y tenancy (colonaje) en regiones en que incluso, predominaba el salario monetario”. Cuando las encomiendas dejaron de ser económicamente rentables y fueron disueltas durante el gobierno de Ambrosio O’Higgins en 1791, los escasos tres mil indios
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Alexander Shejtman M. El inquilino del Valle Central, p. 163. Memoria de Prueba, Santiago, 1968.
que quedaban en ellas se convirtieron algunos en peones y otros en inquilinos, lo que ha dado motivo a sostener erróneamente que el inquilino surgió de la encomienda. Durante el último siglo de la Colonia, en el campo chileno no solo trabajaban inquilinos, sino también peones, de los cuales los peor pagados eran los gañanes. Estas relaciones sociales de producción demuestran que ni siquiera la explotación del campo chileno tuvo un carácter feudal. El inquilinaje incluso no fue una institución de origen feudal, aunque su evolución posterior condujo a relaciones de semiservidumbre.
Los comienzos del salariado en Chile Nuestros historiadores, especialmente aquellos que han tratado de encontrar un carácter feudal a la estructura socioeconómica latinoamericana, han tenido una tendencia manifiesta a ignorar la existencia del salariado durante la época colonial. Sin embargo, se ha podido comprobar que los comienzos del salariado se remontan en América Latina, y en Chile también, a principios del siglo XVIII. Antonio García señala que el régimen de salariado se practicaba en las minas, obrajes, talleres artesanales, ciertas obras públicas y trabajos de alguna calificación técnica.80 El salariado se dio con mayor nitidez en el sector minero. En México –según Silvio Zavala– “en las minas subsistió el alquiler forzoso más allá del año 1633, pero el número de trabajadores libres atraídos por las ganancias de los reales de minas aumentaba. El poder público fomentó artificialmente esta corriente cuando eximió del pago de tributos a los laboríos de las minas y los propios mineros tenían empeño en que hubiesen trabajadores libres y asalariados residiendo en los reales (…) El proceso de desplazamiento del trabajador forzoso o tapisque por el laborío o alquilado libre alcanzó a verlo consumado Humboldt cuando visitó Nueva España a principios del siglo XIX, por eso escribió que el trabajo de la minería se hacía a base de hombres libres”.81 En Chile, el origen del salariado estuvo directamente ligado al cambio cualitativo registrado en la producción de minerales y trigo durante el siglo XVIII. La mano de obra era escasa para satisfacer la creciente demanda de estos productos. La población indígena encomendada, en franca disminución, la importación de indios huarpes y la esclavitud indígena y negra ya no bastaban. Paralelamente, se había producido una revolución demográfica expresada fundamentalmente en el extraordinario crecimiento de la población mestiza durante los siglos XVII y XVIII. Hasta esta época, los mestizos habían sido un sector casi marginado de la sociedad colonial, postergado, sin trabajo y sin tierras. 80 81
Antonio García. “Regímenes indígenas de salariado” en América Indígena, pp. 251-258, México, 1948. Silvio Zavala. Ensayo sobre la colonización…, op. cit., p. 170.
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La burguesía minera y los terratenientes debieron recurrir a los mestizos para cubrir sus necesidades de mano de obra. Sin embargo, estos nuevos trabajadores no podían ser sometidos al anterior régimen de esclavitud disimulada que se había practicado con los indígenas. Para ganar estos brazos que tanto necesitaban, los patrones se vieron obligados a implantar un nuevo régimen de trabajo. Ese sistema fue el salariado. Un estudioso del tema, sostiene: El salariado minero fue en su génesis una forma de trabajo diferente al que estaban sujetos los indígenas. El salariado minero es, incluso, racialmente diferente, ya que proviene del inmenso núcleo de marginados compuesto en su casi totalidad por mestizos, que eran, en la mayoría de los casos, reputados por blancos. Por otro lado, esta nueva organización del trabajo se abastecerá de individuos que han sido enganchados en las faenas mineras, ya sea por un salario, que diferirá del salario indígena por ser pagado en dinero y ser mayor; ya por concesiones precarias y graciosas que le hará el empresario minero: préstamos mineros, que lentamente irán dejando paso al salariado. Estas características básicas que encontramos en el origen del salariado minero: el provenir de marginados, de sectores mestizos, que ingresan en las faenas mineras por el alto salario que se les ofrece o por atractivos empréstitos de minas, serán los rasgos básicos del salario minero en el momento en que se inicia su estructuración (…) Lentamente, los empresarios irán eliminando los préstamos mineros y, tal vez, desde 1730 aproximadamente, el peonaje asalariado será la forma dominante.82
Este nuevo régimen del trabajo, establecido en el último siglo de la Colonia, no es tan avanzado como el salariado del capitalismo industrial europeo, pero expresa ya relaciones de producción capitalista. Aunque los patrones siguen cometiendo abusos, como el pago del salario o una parte de él en fichas o en mercaderías, es un régimen de trabajo esencialmente distinto al de la esclavitud o semiesclavitud, las que no han desaparecido del todo, sino que siguen coexistiendo con el nuevo sistema del salariado. Al principio, los empresarios mineros atrajeron a los mestizos mediante préstamos de minas, como la “dobla” y el “aprovechamiento de una labor”. La “dobla” consistía en autorizar a un trabajador para extraer metal durante un día, debiendo ceder la tercera parte de la producción al dueño de la mina. El otro sistema consistía en el “aprovechamiento” de una veta por una cantidad determinada de días. Si bien el sistema de préstamos –dice Carmagnani– ha sido una de las formas de atracción de la masa marginada, no fue, sin embargo, la única, ya que, paralelamente, se observa que, en los asientos mineros a principios del siglo XVIII, existían peones mineros indígenas contratados, “asentados”, con un salario anual que fluctuaba entre los treinta y los cincuenta pesos, y uno que otro mestizo contratado por seis pesos mensuales, es decir, setenta y dos pesos anuales. Esto indica la existencia de un sistema de atracción diferente: el aumento del salario. No se trata, en el caso de los mestizos, de “asentados” 82
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Marcelo Carmagnani. El salariado minero en Chile Colonial, p. 91, Ed. Universitaria, Santiago, 1963.
por carta y en forma anual, sino por mensualidades, adquiriéndose el carácter de peón minero por el solo hecho de figurar en el libro de cuentas del empresario. Esta situación fue consagrada jurídicamente en las órdenes de Laya Bolívar.83
De este modo, el salario anual llegó a transformarse en mensual. El salario de los mineros bordeaba los diez pesos y era más de dos veces superior al que se pagaba a los peones agrícolas. Carmagnani presenta una tabla de salarios del siglo XVIII en la cual se comprueba que el salario de los barreteros aumentó de 1750 a 1789 en un 18%, y el de los apires en un 8%. Los patrones se vieron obligados a aumentar los salarios para atraer la mano de obra que necesitaban y lograr la incorporación masiva de los mestizos al trabajo. En un informe presentado a don Ambrosio O’Higgins, se manifestaba: “Esta clase de gente se ocupa en trabajar a jornal en alguna mina, por 10 pesos al mes de treinta días de trabajo los barreteros, y de seis en una parte, y ocho en otra, los apires o peones y comida; o se dedican a andar cateando de montaña en montaña en busca de vetas del mineral”.84 El régimen del salariado fue consagrado jurídicamente por las Ordenanzas de Minería de Francisco García Huidobro en 1754 y por las Ordenanzas de Minería de Nueva España, aplicadas en Chile por Alvarez de Acevedo en 1787. A fines del siglo XVIII, gran parte del peonaje minero se componía de mestizos. La mayoría de estos mestizos eran afuerinos, oriundos de la zona Sur. Los nuevos centros de producción hicieron surgir los poblados mineros. Allí también se levantaron las pulperías, cuyo número era superior a cincuenta en Copiapó y diez en Huasco en 1781. Marcelo Segall señala que durante el siglo XVII, “el crecimiento productivo y la consiguiente evolución social originó otro método en los trabajadores mineros para obtener mayores emolumentos. Abandonaban una faena por otra, tentados por mejores salarios. Los propietarios, en consecuencia, buscaron un procedimiento legal que impidiera el abandono repentino de sus trabajos. El gobernador Agustín de Jáuregui dictó el 11 de noviembre de 1786 una providencia que haría escuela y sentaría precedente durante gran parte del siglo siguiente: ‘Prohive a los Hazendados y Mineros admitir para sus trabajos y faenas, sin que traigan papel del anterior Minero ó Hazendado a quien sirvieron en que conste tener cumplida la contrata’”.85 Entre los asalariados de la Colonia debe incluirse también un sector de campesinos. Esta nueva capa social, denominada peonaje en los documentos de la época, se 83 84
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Ibid., p. 53. Representación de don José Antonio Becerra a don Ambrosio O’Higgins, en Revista Chilena de Historia y Geografía, Nº 112, julio-diciembre de 1848, p. 383. Marcelo Segall. “Las luchas de clases en las primeras décadas de la República de Chile”, p. 4, Separata de Anales de la Universidad, Nº 125, Santiago, 1962. El documento citado es del Archivo Judicial de Quillota.
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estructura a principios del siglo XVIII como resultado del proceso de movilidad social producido por las necesidades de la economía agropecuaria en crecimiento. A los terratenientes, especialmente a los exportadores de trigo, sebo y cueros, ya no les bastaban los “arrendatarios”, luego inquilinos, ni sus escasos indios encomendados. Para obtener la mano de obra que necesitaban se vieron forzados a introducir el régimen del salariado. El peonaje se fue integrando con mestizos, principalmente, con indios liberados de las encomiendas y de los que provenían de la disolución de los “pueblos de indios”. Sus ocupaciones abarcaban desde la cosecha de trigo y el faenamiento de los animales hasta el trabajo artesanal en los talleres y obrajes del fundo. Con los peones asalariados se introdujeron también en el campo chileno las relaciones sociales de producción capitalista. Aunque este proletariado agrícola embrionario constituía la minoría de la población campesina, no debe ser subestimado y menos ignorado, porque la dinámica del proceso agrícola chileno indicará en los siglos XIX y XX una tendencia al crecimiento del proletariado rural.
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capítulo iv Las clases sociales
La apropiación de las tierras y minas y la explotación de grandes masas de indígenas por los conquistadores fueron los factores básicos que determinaron el surgimiento y el desarrollo de la clase dominante durante la Colonia. La historiografía tradicional, influida por el pensamiento liberal, ha caracterizado a esta clase como aristocracia feudal. Este grave error sociológico proviene de aquellos escritores que han aplicado mecánicamente el esquema histórico europeo a la realidad latinoamericana. En nuestro continente no se gestaron, como en Europa, capas feudales posteriormente desplazadas por la burguesía manufacturera, porque aquí no se dio el cielo clásico de comunidad primitiva-esclavitud-feudalismo-capitalismo, sino que se pasó directamente de las comunidades primitivas a un capitalismo incipiente. El tipo de colonización efectuada por los españoles configuró una clase dominante dedicada a la explotación de metales preciosos y materia prima. A esta clase no le interesaba mayormente la pequeña producción agraria ni la autarquía económica, como al señor feudal, sino la producción en gran escala. Su objetivo principal no era el trueque ni la economía de subsistencia, sino la exportación de productos que le significaran una ganancia, con la cual pudiese adquirir nuevas tierras y minas. Era una clase social cuya posición privilegiada estaba asentada en el dinero, en la acumulación de capital, que básicamente provenía de la explotación de los trabajadores indígenas, negros y mestizos. Esta clase dominante no pretendió crear un poder feudal autónomo que desconociera la autoridad del Rey. Pudo desarrollarse al socaire del Imperio español que le facilitaba la consolidación de la propiedad privada de los medios de producción y le garantizaba la explotación de la mano de obra indígena mediante el Ejército y las instituciones coloniales. El hecho de que los españoles y criollos acomodados adquirieran títulos de nobleza, establecieran mayorazgos y otras formas jurídicas de apariencia medieval, ha inducido a ciertos escritores a denominar aristocracia feudal a esta clase dominante, sin comprender que esas instituciones de origen feudal eran el aspecto formal y externo de una clase que se había desarrollado en función del mercado capitalista. Los títulos
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de nobleza, pomposamente enarbolados por las capas privilegiadas de la Colonia, no provenían de una supuesta condición de nobles feudales, sino que eran adquiridos con el dinero acumulado en los negocios de exportación. La supervivencia de estas formas feudales anacrónicas, como los títulos de nobleza, no es extraña, porque ciertos aspectos superestructurales de la sociedad se mantienen durante un período de transición en regímenes históricamente más progresivos. No existe una relación mecánica entre las transformaciones socioeconómicas y las formas jurídicas, porque mientras las primeras son el factor dinámico de la sociedad, las segundas constituyen un elemento conservador que se resiste al cambio y que tarda en codificarse en nuevas formas que correspondan a las transformaciones de la sociedad. El capitalismo incipiente generado por la colonización española, condicionó el nacimiento de un tipo especial de burguesía que no atravesó por el ciclo europeo burguesía comercial, bancaria, manufacturera e industrial sino que desde el comienzo de la Colonia se constituyó en una burguesía productora y exportadora de materia prima. No se trata solo de una burguesía comercial, mera intermediaria de artículos, sino de una burguesía que produce y financia empresas que crean nuevos valores de cambio. Esta clase social no se limita a comerciar productos elaborados en Europa; su existencia está directamente relacionada con la producción de metales preciosos y productos agropecuarios. Ha surgido y se ha desarrollado en una economía capitalista incipiente –no solo mercantilista–, cuya función primordial es la producción de bienes de exportación. El sector más importante de esta clase social no está constituido por los comerciantes, sino por los mineros y terratenientes, aunque resulta difícil separarlos, ya que todas estas capas están íntimamente ligadas. Esta burguesía sui generis se fue configurando a lo largo de la Colonia a través de un proceso desigual y combinado, en el cual no surgen, como en Europa, sectores burgueses nítidamente diferenciados. En Chile, como en el resto de América Latina, las capas burguesas se entremezclan y combinan desde el inicio de la colonización. Los mineros son al mismo tiempo terratenientes y comerciantes. A su vez, los latifundistas se convierten en comerciantes y éstos en mineros y dueños de fundos. No hay fuertes roces entre estas capas burguesas, porque en su mayor parte están comprometidas en la tenencia de la tierra y unidas bajo el denominador común de una economía exportadora dependiente. Este desarrollo desigual y combinado de la burguesía criolla durante la Colonia, va a repercutir en la estructura del Chile republicano, porque ninguna de las capas de esta clase social dominante se interesará por el desarrollo industrial y la creación de un fuerte mercado interno. La engañosa imagen de una “larga siesta colonial” ha inducido a suponer que en la Colonia las clases sociales eran inmutables. La conquista española no engendró –dice Bagú– castas cerradas, sino clases sociales en permanente proceso de movilidad. En
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Chile, una muestra evidente de mutabilidad social la proporcionan los comerciantes de origen vasco que, a pocos años de su llegada, lograron desplazar a sus competidores; coparon primero el comercio y luego las actividades trigueras, llegando, como consecuencia de su poderío económico, a los más altos cargos públicos. Encina señala que de 62 alcaldes que se sucedieron en Santiago entre 1780 y 1810, el 42% era de origen vasco.86 Algunos autores han menospreciado el poderío financiero de los capitalistas de la época colonial, a pesar de que existen datos concretos que demuestran lo contrario. Por ejemplo, la fortuna de José Urrutia y Mendiburu, el hombre más rico de Concepción, ascendía a 570.000 pesos y la de Pedro Lecaros a 633.000 pesos. Uno de los santiaguinos más ricos del siglo XVIII, Celedonio Villota, poseía más de 450.000 pesos. Un testigo de la época, Nicolás de la Cruz y Bahamondes, refiriéndose sin nombrarlo a Urrutia y Mendiburu, escribía: Viendo el buen despacho que tenían sus trigos en Lima trató de darle más estimación con el aumento de la fanega. En el año 1782, que yo estuve en Concepción, ya tenía este individuo tres fragatas en continuos viajes en la carrera de Talcahuano al Callao. A él se debía el fomento de la agricultura de la Provincia, bien que para sí había sacado el mayor provecho, pues se decía que había juntado un caudal de cuatrocientos mil pesos.87
En otro párrafo, el mismo N. de la Cruz anotaba datos sobre un comerciante que debía ser Ramírez de Saldaña: después de haber hecho fortuna comerciando con el Perú, “estableció su casa en Santiago, dando atención a su comercio con lo interior del reino y abrazando el de Buenos Aires que él surtía de la yerba del Paraguay. Últimamente adoptó el giro de España. Cuando falleció dejó un caudal de quinientos mil pesos” 88. Estas fortunas eran cuantiosas para aquella época, ya que las entradas totales del fisco durante ese año apenas alcanzaban al millón de pesos. El creciente poderío económico de esta burguesía se expresaba a fines de la Colonia en su capacidad para financiar empresas mineras, agrícolas y navieras, como las de Pedro Cortés Monroy, Fernando Gallardo, Santiago de Larraín Vicuña, etc., dueños de flotas que hacían el tráfico de minerales y trigo en las costas del Pacífico. Las lujosas mansiones del siglo XVIII, adornadas de ricos tapices, espejos venecianos y vajillas de plata, eran signos de “status” social, del mismo modo que los 86 87
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F. Encina, V, p. 226. Nicolás de la Cruz Bahamondes. “Diario de viaje de Talca a Cádiz en 1783”, Revista Chilena de Historia y Geografía, Nº 99, p. 143, julio-diciembre, 1941. Ibid., p. 147. Saldalla era minero, además de comerciante. Fuenzalida dice que “entre los vecinos acaudalados de Santiago, figura entre los grandes dueños y habilitadores de trabajo en cobre, José Ramirez Saldaña: los lingotes de ese metal le proporcionaron ganancias no escasas” (Alejandro Fuenzalida E. Historia del Desarrollo Intelectual en Chile (1541-1810), p. 545, Santiago, 1903).
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carruajes de paseo, como la carroza, la calesa y el calesín. La vestimenta de los burgueses criollos de fines de la Colonia estaba a la altura de sus congéneres europeos de la época: levita, frac, peluca empolvada, joyas de oro y zapatos con hebillas de plata. Sus esposas competían en los salones luciendo vestidos importados, a la moda de entonces: paños de Flandes, faldellines de seda, vestidos con cola sostenida por un esclavo negro, zapatos bordados de oro, collares de oro con perlas, etc. Los cuadros coloniales que se conservan en Chile, como la “Virgen con el niño a devoción de don Manuel de Salzes y doña Francisca Infante” (1767), constituyen una significativa muestra social. Este cuadro representa una virgen de apariencia barroca, con profusión de dorados. En sus brazos un niño Jesús, con corona real y capa áurea. A sus pies, están orando el Sr. Salzes con un típico traje burgués del siglo XVIII y la Sra. Infante con un collar de perlas, un crucifijo, anillo y pulseras de oro, una en cada brazo. Al lado, la hija con atavíos lujosos. A la derecha, una criada negra con una vestimenta que hace contraste con la riqueza de sus patrones. El desarrollo contradictorio de esta burguesía sui generis se expresa también en su aspiración de alcanzar un título de nobleza, “como símbolo de status social”. La compra de estos títulos avaluados en unos 20.000 pesos en el siglo XVIII, fue facilitada por la propia monarquía española, que los ponía en venta para engrosar sus arcas. Los títulos de nobleza adquiridos por la burguesía criolla fueron doce: Marqués de la Pica (1684), Conde de Villaseñor (1687), Conde de Sierra Bella (1695), Marqués de Piedra Blanca (1697), Conde la Marquina (1698), Marqués de Cañada Hermosa (1702), Marqués de Villapalma de Encalada (1728), Marqués de Montepío (1755), Marqués de Casa Real (1755), Conde de Quinta Alegre (1763), Conde de la Conquista (1770) y Marqués de Larraín (1787). La ficha personal de uno de estos personajes, por ejemplo la del Marqués de Piedra Blanca de Huana, título obtenido en 1697 por Pedro Cortés y Zavala, nos da una idea aproximada de sus actividades económicas. El nuevo marqués –dice Amunátegui– era el más rico propietario de la comarca; era dueño de las minas de cobre “Los Choros” y poseía las propiedades rústicas que siguen: la chacra de Quilacán, próxima a La Serena, las haciendas de Huanilla y Laja, en el valle de Limarí, y el fundo de Piedra Blanca, en la región sur del mismo distrito. Para cultivar el campo y explotar las minas, se servía de los indígenas de su encomienda, que llegaban al número de cien. Cortés y Zavala era industrial al mismo tiempo que agricultor. En su chacra de Quilacán tenía abierto al público un gran almacén, donde vendía minerales y el producto de sus fondos. En la hacienda de Huanilla, cultivaba una viña y había establecido fábrica de jarcias y taller de curtiduría. En 1683, había contraído matrimonio con su prima doña María de Morales y Bravo, la cual le llevó en dote valiosas propiedades situadas en el valle de Copiapó. En la capital, don Pedro Cortés y Zavala y su mujer usaban carroza con vidrieras que habían comprado en cuatro mil pesos. En La Serena, paseaban en calesa.89 89
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Domingo Amunátegui S. El Cabildo de La Serena, p. 59, Santiago, 1928.
Como puede apreciarse, este supuesto “noble feudal” era un burgués múltiple: minero, agricultor, industrial y comerciante a la vez. La explotación de los lavaderos de oro proporcionó las primeras fortunas en el siglo XVI. Agotados éstos, los empresarios mineros emigraron al Norte Chico, donde se encontraban los principales yacimientos de oro, plata y cobre. Este sector minero fue alentado mediante renovadas franquicias otorgadas por la corona española, consciente del papel de la minería en la Capitanía General de Chile. Las Ordenanzas de 1592 y 1683 concedían el usufructo de las minas al descubridor si empezaba a explotarlas en forma inmediata. El equipo industrial utilizado en las actividades mineras era inembargable. Los empresarios mineros gozaban de franquicias para la adquisición de herramientas y la contratación de mano de obra segura y barata. Sin embargo, cuando la producción de oro, plata y cobre estuvo consolidada a fines del siglo XVIII, la monarquía española comenzó a aumentar los impuestos, hecho que produjo un serio descontento en la burguesía minera que había sido favorecida hasta ese entonces. Durante el siglo XVII se afianza el sector ganadero con la exportación de sebo y cueros al Perú y el envío de animales en pie a Potosí, especialmente mulas. Sus estancias tenían obrajes y telares donde se aprovechaba la lana de las ovejas. Los terratenientes eran dueños también de barracas y curtidurías en las ciudades y puertos en los que se embarcaban esos productos al Perú o se hacía contrabando con ingleses, franceses y norteamericanos. El ascenso progresivo de la producción de trigo en el siglo XVIII, fue desplazando a la actividad ganadera. El terrateniente se hizo preponderantemente agricultor; el latifundista triguero comenzó a montar una organización encargada del traslado del trigo hasta las bodegas de los puertos. Esta comercialización del trigo amplió la esfera de dominación social del terrateniente, que ya no era solo agricultor y ganadero, sino también comerciante. Algunos de ellos, como Urrutia y Mendiburu, llegaron a contar con barcos propios para el transporte de trigo al Perú. Una de las instituciones establecidas por los terratenientes para asegurar el proceso de concentración de la tierra fue el mayorazgo. El historiador Domingo Amunátegui ha sostenido que “los mayorazgos continuaban la institución de las encomiendas y perpetuaban su régimen feudal”.90 Esta tesis, repetida por otros escritores contemporáneos no resiste un análisis crítico serio. En primer lugar, se ha demostrado que las encomiendas no conllevaban el derecho a la propiedad de la tierra; por lo tanto, el mayorazgo, que significa propiedad territorial, no puede haber sido el continuador de la encomienda. En segundo lugar, el mayorazgo –institución implantada en Grecia antes de Solón, derogada posteriormente, y reimplantada en la España del siglo XIII– fue introducido en América Latina y Chile para asegurar la extensión de 90
Domingo Amunátegui S. Historia Social de Chile, p. 234, Santiago.
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latifundios que se dedicaban, no a la pequeña producción agraria del feudo, sino a la exportación en gran escala de los productos agrícolas y ganaderos. La adquisición de mayorazgos era también una muestra de “status” social perseguido por la burguesía criolla. El mayorazgo no se adoptaba en base a un supuesto origen de noble o señor feudal, sino que se compraba con el dinero que los terratenientes habían acumulado en sus negocios de exportación de trigo, sebo y cueros. Algunas hojas de vida, extraídas del acucioso estudio de Domingo Amunátegui,91 configuran una imagen no propiamente feudal del terrateniente que adquiría mayorazgo. Pedro de Torres, primer mayorazgo (1684), compró en 20.000 pesos el cargo de tesorero general de la Cruzada en el Obispado de Santiago y Concepción; era comerciante, exportador de cueros, jarcias, sebo y frutas a Lima; además enviaba mulas a los minerales de Potosí. Su hija María, la doncella más rica de Santiago, tenía una dote de cien mil pesos. El segundo mayorazgo, Toro Mazote, era dueño de la estancia Chimbarongo, y de las haciendas de Panquehue, Catapilco y Putaendo, propietario de 4.000 cuadras en Cuyo. Poseía 15.000 cabezas de ganado vacuno, curtidurías, molinos y viñas. El mayorazgo García Huidobro, cuyo antepasado Francisco García hizo fortuna vendiendo esclavos que traía de Buenos Aires, era dueño de las minas de cobre de Catemu y de la Hacienda Paine. El mayorazgo Ruiz-Tagle, adquirido con la fortuna hecha en el comercio por Bernardo y Francisco Antonio, dueños de las Haciendas de Lonquén (4.000 cuadras) y La Calera. Los otros mayorazgos –Balmaceda, Prado, Cerda, Irarrázaval, Larraín, Rojas, Aguirre– fueron adquiridos también con fortunas obtenidas a través del ejercicio de la profesión de comerciante, minero o exportador de trigo y sebo. La alta burguesía comercial estaba compuesta por dos sectores fundamentales: los representantes directos del monopolio español y los criollos y españoles residentes que traficaban con el Perú o Buenos Aires y se enriquecían con el contrabando y la venta de esclavos negros e indígenas. La mediana burguesía comercial estaba integrada principalmente por los que adquirían los productos de los artesanos y de los pequeños y medianos productores del agro; explotaban a estos sectores sociales fijando arbitrariamente precios bajos, comprando la cosecha “en verde” o adelantando una pequeña cantidad de dinero y mercaderías para comprometer la producción de esos trabajadores “independientes”. La alta y mediana burguesía comercial era dueña, asimismo, de los medios de transportes más utilizados en la época colonial. Monopolizaban las líneas más importantes de carretas que hacían el tráfico mercantil, el transporte de minerales y trigo a los puertos. El dueño de la tropa de carretas era una especie de capitalista que manejaba numerosos peones, arrieros, cargadores, etc., y era propietario de un
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Domingo Amunátegui S. Mayorazgos y Títulos de Castila, 3 tomos, Santiago, 1901.
importante número de bueyes y caballos. Estas empresas de transporte recién perdieron importancia con el advenimiento del ferrocarril a mediados del siglo XIX. La burguesía comercial, íntimamente ligada a los terratenientes y mineros, llegó a financiar flotas mercantes particulares con el fin de quebrar el monopolio del comercio del trigo establecido por los navieros peruanos. Pedro Cortés Monroy, por ejemplo, compró navíos de buen tonelaje en el siglo XVIII para exportar trigo y minerales al Perú. Lo mismo hizo Fernando Gallardo, de la zona de La Serena, luego de haber hecho construir, en Chiloé, la fragata “Santo Domingo Guzmán”. Santiago de Larraín Vicuña, agente de una casa de comercio de un tío suyo residente en el Perú, era propietario de cinco fragatas. Su hijo, Juan Francisco de Larraín Cerda, adquirió en 1761 un navío que hacía el comercio entre Lima y Santiago. El más importante de los comerciantes, y a la vez terrateniente, el ya mencionado José Urrutia y Mendiburu, dueño de una de las fortunas más grandes de la Colonia, tenía barcos propios para exportar su trigo y minerales al Perú. La burguesía comercial invertía parte de sus ganancias en la compra de tierras. En el estudio ya citado de Borde y Góngora se señalan varios comerciantes que obtienen mercedes de tierras. Uno de ellos, Manuel González Chaparro –propietario en el siglo XVIII, de once mil pesos oro en carretas y negociante de cordobanes, sebo y vinos–, compró tierras en el valle de Puangue y viñas en Mendoza. El ejercicio del comercio en la Colonia no era una actividad que menoscabara la condición social del que la practicaba. Era muy distinguido ser dueño de una tienda o almacén grande en los alrededores de la Plaza de Armas. La tienda era el enlace entre Europa y la Colonia, y el punto de reunión donde se cerraban las operaciones de esta burguesía criolla, que combinaba al mismo tiempo actividades mineras, agropecuarias y comerciales.
La pequeña burguesía La existencia de unas capas medias durante la Colonia ha sido ignorada o, en el mejor de los casos, subestimada por la mayoría de los historiadores y sociólogos. Sin embargo, se puede comprobar su desarrollo progresivo a medida que la economía evoluciona hacia formas más avanzadas que se expresan fundamentalmente en la creación de importantes centros urbanos. A fines de la Colonia está consolidada la pequeña burguesía, como consecuencia de las crecientes necesidades de las ciudades, del comercio interior y de la administración pública. La burocracia estatal engrosa sus filas a raíz de las reformas introducidas por los reyes borbones, que obligaron a contratar un mayor número de empleados para atender las nuevas instituciones y controlar los crecientes impuestos.
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Las principales capas de esta clase social eran las siguientes: a) la pequeña burguesía urbana, agrupada en Santiago, Concepción y Valparaíso, estaba integrada por los comerciantes minoristas, pulperos y vendedores ambulantes que hacían el tráfico en las zonas del interior; los pequeños industriales y maestros artesanos; los dueños de panaderías, sastrerías y pequeñas curtiembres; los empleados públicos de medianas rentas; la baja oficialidad del Ejército; los empleados particulares que contrataban los terratenientes, mineros y grandes comerciantes para la atención de sus negocios en las empresas y oficinas de las ciudades más importantes. La creación de nuevas aldeas y ciudades durante el siglo XVIII fue permitiendo la estructuración de una pequeña burguesía semiurbana, dedicada especialmente al comercio local, que se derivaba del crecimiento de las actividades mineras y agropecuarias. b) la pequeña burguesía rural, compuesta por modestos agricultores, mayordomos de haciendas, matarifes, troperos, carreteros y medieros acomodados. El número de pequeños y medianos propietarios del campo, así como su peso específico en la producción agropecuaria, no han podido ser todavía establecidos por los investigadores, aunque podría adelantarse como hipótesis de trabajo un probable crecimiento durante el siglo XVIII del sector de agricultores modestos en la zona comprendida entre Santiago y Concepción, como resultado del incremento de la producción de trigo. En este sector social debe incluirse también a los primeros pirquineros, pioneros de la pequeña y mediana minería, y a todos aquellos mineros que después de dejar gran parte de su vida en los socavones pudieron instalar un pequeño negocio en los centros poblados alrededor de las minas. En la pequeña burguesía colonial no incluimos a los profesionales, médicos y abogados, porque casi todos ellos provenían de las filas de la burguesía y administraban sus negocios paralelamente con su profesión. En aquella época no se había formado aún la moderna clase media que tanto peso ejerce en la sociedad contemporánea.
El artesanado Los gremios relativamente mejor pagados eran los plateros y orfebres que elaboraban artículos de lujo para la clase dominante. La abundancia de metales preciosos en Chile, les permitió contar con la materia prima suficiente para satisfacer las necesidades suntuarias de la iglesia y de la alta burguesía. En una escala inferior a los plateros estaban los doradores, grabadores, escultores, pintores, sastres, herreros, armeros, sederos, zapateros, sombrereros, curtidores, carpinteros, albañiles, etc.
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Durante los dos primeros siglos de la Colonia, los artesanos españoles y criollos intentaron formar corporaciones, cerradas, con sus correspondientes jerarquías de maestro, oficial y aprendiz. Aplicaron también la discriminación racial impidiendo la incorporación de indios y mestizos. En los gremios peor remunerados se permitía, a veces, el ingreso de mestizos y mulatos en calidad de aprendices. Los esclavos negros que poseían ciertas habilidades manuales eran destinados a los trabajos artesanales de los fundos; sus dueños también los hacían elaborar artículos que luego vendían en el comercio de la ciudad; el producto de la venta iba a manos del patrón; algunas medidas dictadas aparentemente en favor de los negros artesanos estaban destinadas, en el fondo, a beneficiar a los patrones que explotaban las habilidades de sus esclavos. El esclavo negro que aprendía un oficio no dejaba de ser esclavo; solo aumentaba de precio en el mercado. Esta jerarquización y estructuración de los gremios entró en crisis a medida que fueron aumentando las necesidades de la sociedad urbana. En el siglo XVIII, se ha configurado ya una industria gremial del artesanado con la creación de obrajes textiles, astilleros, talleres “o estancias del rey”, curtidurías, fundiciones y talleres metalúrgicos. En estos centros de trabajo se agrupaba un número apreciable de operarios y existía ya un principio de división del trabajo por especialidades. Los propietarios de estas industrias exigieron a las autoridades españolas la disolución de las corporaciones gremiales cerradas, en nombre de la libertad de trabajo, que para ellos significaba aumentar las posibilidades de mano de obra abundante y barata. No es extraño encontrar documentos de la Colonia donde los gobernantes plantean –a la manera de los burgueses y economistas liberales de la España borbónica– la liquidación de las corporaciones gremiales que atentaban “contra la libertad de trabajo y ponían trabas al desarrollo de la industria”.92 Los artesanos tenían frecuentes roces con el Cabildo que les imponía los precios de venta, y con la burguesía comercial, especialmente con los importadores de productos extranjeros que hacían competencia a la producción artesanal criolla. La creciente importación de artículos manufacturados, favorecida por las medidas comerciales implantadas por los reyes borbones en la segunda mitad del siglo XVIII, aceleraron la crisis de estos gremios. Mientras en Europa la decadencia del corporativismo medieval del artesanado fue provocada por el desarrollo propio y nacional de la industria manufacturera e industrial, amparada por leyes proteccionistas, en Chile y en el resto de Hispanoamérica la crisis del artesanado se produjo fundamentalmente por la competencia de artículos extranjeros, cuya importación se vio facilitada por el contrabando y ciertas medidas de “libre comercio”. El artesanado 92
Ricardo Levene. Investigaciones acerca de la historia económica del Virreinato de la Plata, Tomo II p. 158 y siguientes, Buenos Aires, 1927.
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volverá a resurgir en Chile sobre nuevas bases, ya liberado de la herencia corporativista cerrada de la Colonia, durante la República del siglo XIX.
El proletariado embrionario En el capítulo anterior nos hemos referido a los orígenes del asalariado minero como expresión de las nuevas relaciones de producción introducidas en el último siglo de la Colonia. Lamentablemente en este caso, al igual que en el del obrero agrícola o peón asalariado, no disponemos de estadísticas serias que nos permitan indicar su cantidad ni su peso específico en la producción. Menos aún sabemos qué porcentaje de asalariados trabajaban en los obrajes textiles, talleres metalúrgicos, fundiciones, astilleros y curtidurías. No obstante, los documentos más relevantes del siglo XVIII demuestran el surgimiento de un proletariado embrionario en Chile colonial. Este sector social no tenía las características del proletariado industrial de las naciones poderosas, pero su existencia revela el curso capitalista experimentado por la economía y la sociedad coloniales. Aunque junto al salariado coexistieron otros régimenes de trabajo, como la esclavitud indígena y negra, la tendencia general indica una progresiva evolución hacia relaciones de producción, implícita y explícitamente capitalistas, de patrones que alquilan trabajadores por un salario y de obreros que venden su fuerza de trabajo. Como consecuencia de esta evolución social, se producen en el siglo XVIII los primeros brotes de la lucha de clases entre la burguesía criolla y el proletariado minero. En algunos casos, las condiciones de trabajo y los abusos de los explotadores originan la protesta social: Así, por ejemplo, habiéndoseles ordenado a algunos peones por parte del Mayordomo que botasen una porción de la tierra que se hallava en el escarpe se sublevaron e ynjuriando de palabra al mayordomo con los que se mudaron dejando la faena parada, logrando, sin embargo, ser capturados por el subdelegado, quien identificó al que se estimó ser el cabecilla condenándosele a la cárcel.93
En otras ocasiones, los trabajadores mineros se defienden combativamente de las acusaciones de robo formuladas por los patrones: Funcionarios reales en 1756, habían logrado rodear el recinto de una casa donde se había escondido un grupo de peones mineros que habían robado ‘un ogito de metal razonable’, quienes requeridos en nombre de la justicia ‘se himutaron declara el teniente corregidor– y me respondieron que, qué Justicia ni justicia y que se abalansaron para mi diciendome
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Citado por M. Carmagnani, op. cit., p. 66.
palabras injuriosas y luego agarraron piedras todos de tropel y nos maltrataron y nos retiramos siguiendonos siempre los dhos disiendo, mueran, mueran.94
En la mayoría de los casos, el problema de los salarios es el motivo de la lucha social: en una “Representación de los mineros de Copiapó sobre peones mineros” (junio 1780), se manifiesta: “nos vernos obligados a representar a Vm. la dificultad de continuarlo por el desorden de los Peones, en quienes creze cada día la ynsolencia, y falta de cumplimiento de sus obligaciones; es vien notorio que no pueden conzeguir sin adelantarles el salario de dos, y cuatro meses…”.95 La lucha de clases llegó a adquirir caracteres de insurrección obrera cuando en 1723 se levantaron los mineros de Copiapó, Huasco y Coquimbo, por no habérseles cancelado sus jornales. Aunque este movimiento fue sofocado y reprimido en forma sangrienta por la burguesía minera criolla, su combatividad constituye el primer jalón clavado en la historia de Chile por ese proletariado minero, cuyas heroicas luchas agudizarán el proceso social revolucionario durante los siglos XIX y XX. Los combates del proletariado embrionario de las minas a fines de la Colonia pueden ser considerados como los primeros antecedentes de la historia del movimiento obrero chileno. Esta historia no se inicia, como piensan algunos autores, en el momento en que los trabajadores estructuran formalmente sus organizaciones gremiales. A nuestro juicio, la historia del movimiento obrero comprende todas las manifestaciones concretas de la lucha de clases, aun aquellos hechos que se han dado con anterioridad a las creaciones de sus propias organizaciones clasistas y revolucionarias. En ese sentido, los combates del proletariado embrionario de la época colonial abren el primer capítulo de la historia del movimiento obrero chileno.
El campesinado A fines de la Colonia están ya constituidas las diferentes capas campesinas que configurarán la estructura social del campesinado chileno durante el siglo XIX: pequeños propietarios, “arrendatarios”, inquilinos, “medieros”, comunidades indígenas y peones asalariados. La falta de estadísticas impide hacer una evaluación porcentual de la población activa que corresponde a cada uno de estos sectores. Solo podemos indicar la tendencia ocupacional en base al desarrollo de la economía agropecuaria. El régimen de explotación de la mano de obra campesina durante los dos primeros siglos de la Colonia, asentado en el sistema de encomiendas y en la esclavitud negra e indígena, fue reemplazado en gran medida en el siglo XVIII por el “arrendatario”, el 94 95
Ibid., p. 68. Ibid., p. 98.
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inquilino, el “mediero” y el peón asalariado, a través de un proceso ya analizado en el capítulo anterior. El crecimiento del número de inquilinos y peones fue la resultante del desarrollo de la producción triguera en especial. Es necesario señalar también que aún no aparece claramente definida la tendencia a la proliferación de pequeños propietarios o minifundistas, que será uno de los rasgos característicos del Chile republicano. El ascenso de la producción agropecuaria registrado en el último siglo de la Colonia, no fue suficiente para proporcionar trabajo a toda la población campesina, que había crecido particularmente en el sector mestizo a consecuencia de la revolución demográfica del siglo XVII. Importantes sectores mestizos se hicieron inquilinos o peones de las minas y los campos; la mayoría siguió marginada de la sociedad. La raíz social del “bandolerismo”, que se origina en el siglo XVIII, debe buscarse en la falta de tierra y de trabajo y en el menosprecio social a la población mestiza. A su vez, la fama de “ladrones, bandoleros y cuatreros” que se les adjudica a los mestizos, será la sanción con que en la esfera oral la clase dominante de la Colonia estigmatizará los actos que los mestizos se vieron obligados a realizar a causa de problemas sociales insolutos, de los cuales eran responsables las propias clases privilegiadas. Apropiarse de animales para satisfacer momentáneamente la hambruna, ser perseguidos implacablemente por las autoridades y convertirse en bandoleros, constituía una sucesión de hechos irreversibles que tenían su origen no en la “maldad intrínseca” de los mestizos, sino primariamente en la falta de tierra y de trabajo permanente. El cronista Olivares narraba con asombro las aventuras de unos doce mil bandoleros que asolaban las regiones de Colchagua, Cerrillos de Teno, Maule y Chillán. Los terratenientes lograron que el gobernador Manso de Velazco estableciera en 1739 la pena de muerte para el ladrón de diez animales nuevos o de cinco grandes. Manuel de Amat creó en 1758 el primer cuerpo de policía denominado “Los Dragones de la Reina”, y otros cuerpos de vigilancia para resguardar la propiedad privada de los latifundistas criollos.
Las clases sociales *Nos permitimos complementar lo dicho en esta parte por cuanto el análisis que hicimos en 1969 era insuficiente en el tema que planteamos a continuación.
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Texto agregado por el autor con posterioridad a la edición de 1969 (N.E.).
Etnia y clase Para comprender a cabalidad la Sociedad Latinoamericana es fundamental analizar la relación etnia-clase, problema ignorado por la historiografia tradicional y soslayado por la mayoría de los marxistas, a tal punto que desde los escritos pioneros de Mariátegui no hay estudios serios sobre el tema. Se hace un análisis tan reductor que el problema de la etnia se diluye en un problema exclusivo de clase. Sin el estudio de la relación etnia-clase es imposible explicar no solo las clases, sino fundamentalmente la lucha de clases, el modo de vida y las diversas manifestaciones de nuestra cultura. Justamente, la especificidad de América Latina solo puede entenderse a la luz de la relación etnia-clase-colonialismo. La matriz societaria de nuestros pueblos estuvo constituida por los indígenas y negros, quienes al cruzarse entre sí y con blancos dieron mestizos, mulatos y zambos. Es imposible explicar la historia de Brasil, Cuba, Venezuela, Panamá y otras zonas del Caribe sin considerar la etnia negra y su cultura afroamericana, como tampoco se puede entender la historia de México, Centroamérica y la región andina sin analizar su raíz indígena. En algunas regiones caribeñas, donde los aborígenes no alcanzaron a ser totalmente exterminados, como Venezuela, Colombia y Panamá, los indígenas siguieron jugando, junto a los negros, un papel importante en la sociedad colonial y republicana. Los historiadores tradicionales han puesto el acento en el mestizaje del indio con el blanco, que expresaría una forma de europeización o blanqueamiento. Según Monsonyi, al poner de relevancia el mestizaje indígena con el europeo “se ha tratado de opacar el mestizaje del indígena con el africano”.96 A nuestro juicio, para evitar análisis reduccionistas unilaterales tanto de clase como de etnia en abstracto, como hacen algunos marxólogos y antropólogos, es necesario hacer un análisis del proceso histórico de formación de la etnia y las clases y de su interrelación dinámica. En la era de los pueblos originarios, las diversas etnias jugaron un papel decisivo, aunque ya existían diferencias clasistas en las formaciones sociales inca y azteca. A partir de conquista hispano-lusitana, la relación etnia-clase se configuró de manera multifacética, porque a las etnias indígenas se sumaron las multietnias africanas. La explotación en minas, haciendas y plantaciones dio lugar a las primeras clases explotadas bajo la forma de esclavitud indígena y negra. Otro sector indígena, bajo el régimen de encomiendas y mitas y, posteriormente, los inquilinos, terrazgueros y aparceros fueron explotados mediante relaciones serviles de producción. Al mismo tiempo, un sector de indígenas y mestizos constituye el primer embrión de proletariado, 96
Esteban Mosonyi. Identidad Nacional y Culturas Populares. Caracas: Ed. La Enseñanza Viva, 1982.
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cuando en las minas se impuso el régimen del salariado. Durante el siglo, importantes franjas de mestizos se hicieron peones de haciendas en crecimiento, además de artesanos y pequeños comerciantes en las ciudades. Por su parte, las comunidades indígenas mantuvieron su forma comunal de producción, aunque alterada por el tipo de economía impuesta por colonizadores en la sociedad global. Esta estructura de clases estaba íntimamente relacionada con las etnias, aunque en algunos movimientos indígenas, como la lucha por la defensa de la tierra, la etnia fue preponderante. En cambio, en las luchas por el salario y mejores condiciones de vida, lo fundamental fue el interés de clase. En el sector negro, la condición de clase se fue acentuando por encima de la etnia, aunque ésta seguía siendo importante, ya que inclusive en el caso de la manumisión, el negro fue igualmente discriminado. En cuanto a reivindicaciones y métodos de lucha, existía una diferencia importante entre indígenas y negros. Mientras éstos no tenían por objetivo defender o reconquistar tierras que nunca tuvieron en suelo americano, los indígenas siguieron combatiendo durante siglos por las tierras que les arrebataron los conquistadores. Mientras los negros fueron perdiendo su lengua materna y parte de su cultura africana, a raíz de la brutal explotación de los esclavistas, los indígenas conservaron su idioma y sus tradiciones culturales. A pesar de estas diferencias, indígenas y negros, mestizos, zambos y mulatos lucharon juntos contra sus enemigos comunes, tanto por razones étnicas como de clase, aunque en mayor medida por intereses comunes de clases explotadas. Los conflictos étnicos eran a veces expresión de fenómenos clasistas y adquirían una realidad propia, relativamente autónoma, que influía sobre la dinámica de la lucha de clases, como ocurrió con la gran rebelión de Túpac Amaru. Algunos autores, como Aldo Solari, han llegado a sostener que las relaciones entre dominantes y dominados eran exclusivamente étnicas: “Las relaciones entre colonizadores y colonizados serían durante el tiempo colonial relaciones interétnicas”.97 Este soslayamiento de la estructura de clases y, sobre todo, de la lucha real de clases, ha sido al parecer heredado de Stavenhagen, quien afirma muy suelto de cuerpo que “las relaciones de clase entre indios y españoles –incluyendo criollos– se presentaban bajo la forma de relaciones coloniales”.98 Stavenhagen confunde la ideología de los dominadores –que enmascaraba las relaciones de clases, poniendo énfasis en la relación colonial para justificar la explotación de indios y negros– con la estructura de clases, que inequívocamente generó en las minas, plantaciones y haciendas. 97
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Aldo Solari, R. Franco y J. Jutkowitz. Teoría, acción social y desarrollo en América Latina, p. 401, México: Ed. siglo XVI, 1976. Rodolfo Stavenhagen. La dinámica de las relaciones interétnicas: clases, colonialismo y aculturación en América Latina, p. 187, Ed. Universitaria, Santiago, 1970.
Precisamente estas transformaciones sociales plantean la necesidad de relacionar las categorías de etnia y clase. Sería un error unilateralizar el análisis de los combates de indígenas y negros solamente desde un punto de vista de clase, puesto que muchos de esos movimientos no podrían ser cabalmente comprendidos si no se tuviera en cuenta la motivación étnica. Mas aún, la lucha conjunta que a menudo dieron indígenas, negros, zambos y mulatos no puede explicarse si no es a través de los factores étnicos que los unían en el combate contra el blanco conquistador y explotador. Y a la inversa, considerar exclusivamente la variable etnia impediría entender las razones de clase que impulsaron a un vasto sector indígena a realizar movimientos reivindicativos por salarios, mejores condiciones de vida y de trabajo junto a los negros, mestizos, zambos y mulatos. En algunos movimientos, lo determinante fue la etnia; en otros, la condición de clase, aunque estas variables estaban en general cruzadas e íntimamente ligadas. Frecuentemente se daban movimientos combinados entre los indígenas de comunidades que se rebelaban en defensa de su tierra y los aborígenes que trabajaban en las explotaciones españolas. De este modo, las primeras guerras étnicas de resistencia en defensa de la tierra se fueron haciendo cada vez más sociales.
Sobre mita en zona mapuche Recientes investigaciones han demostrado que los españoles introdujeron una variante de mita en la zona mapuche. Según Luz María Méndez, desde 1692 se ha comprobado la existencia de mitas. Luego en 1726, al término de la primera sublevación indígena de las dos existentes en el siglo XVIII, en el parlamento de Negrete se exigió a los indios: a quedar obligados a dar la mita para las obras del rey (…) El gobernador Domingo Ortiz de Rozas, en su discurso en el parlamento de 1746, exigió a los caciques que debían acudir con las mitas acostumbradas para reedificar los antiguos fuertes. Tanta petición en los parlamentos posiblemente indica una resistencia de los indios para facilitar mitas (…) Las mitas subsistieron como forma de trabajo empleándose a los indios en las reparaciones y traslados de fortalezas hasta fines del siglo XVIII”.99
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Luz María Méndez. “Trabajo indígena en la frontera araucana de Chile”, en Jahrbuch für Geschichte. Von Staat, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas, Band 24, Köin, 1987, pp. 221, 223 y 248. Además ver: S. Villalobos, C. Aldunate, H. Zapater, Luz María Méndez, C. Bascuñán. Relaciones fronterizas en la Araucanía, Santiago, 1982.
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Acerca de los empresarios mineros A fines de la colonia existían en Chile asociaciones o gremios de empresarios de la minería. Según disposiciones del Tribunal de Minería, las Diputaciones Territoriales estaban integradas por los mineros matriculados, “los aviadores (habilitadores o prestamistas) que tuvieran minas, los maquileros, dueños de trapiches o ingenios de fundición de cobre en cada lugar”.100 La producción minera en aumento fue estimulada por la creación del Banco de Avíos en 1791, destinado a conceder préstamos a los empresarios mineros, que hacia 1808 ascendía a 31.630 pesos, obviamente entregado a los que con su fortuna podían avalar el préstamo, como lo prueba Luz María Méndez en el trabajo que citamos. Estos empresarios acomodados explotaban a los más chicos, como lo certifica una comunicación de Manuel de Salas sobre abusos cometidos en Combarbalá: “Extorsiones que sufren los mineros por parte de los aviadores, y sobre todo, de los dueños de trapiches que les imponen la ley que quieren”.101 Además de venderles, a precios especulativos, comestibles, fierro para herramientas, etc., les compraban a bajo precio la producción, ya que los pequeños productores no podían viajar a Santiago, puesto que la compra de oro y plata estaba centralizada en la Casa de Moneda.
La condición de la mujer en la Colonia y la consolidación del patriarcado El proceso histórico de opresión de la mujer en América Latina fue distinto al de Europa, porque en nuestro continente no se repitieron las mismas formaciones sociales ni se dio la familia esclavista de tipo grecorromana ni la familia de corte feudal. América Latina pasó directamente del modo de producción comunal de los pueblos agroalfareros y del modo de producción comunal-tributario de los incas y aztecas a la formación social colonial en transición a una economía primaria exportadora implantada por la invasión ibérica. Esta especificidad es olvidada frecuentemente por quienes recurren al esquema evolutivo europeo no solo para explicar los fenómenos socio-económicos, sino también la vida cotidiana, tratando de encontrar en la colonia el modelo europeo de familia feudal.102
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Luz María Méndez B. Instituciones y problemas de la minería en Chile, 1787-1826, Santiago: Ed. Universidad de Chile, 1979, p. 49. Ibid., p. 120, cita Escritos de Manuel de Salas y documentos relativos a él y su familia, Santiago, 1902, Vol. I, p. 256. Luis Vitale. La mitad invisible de la Historia, el protagonismo social de la mujer latinoamericana, Buenos Aires: Ed. Sudamericana - Planeta, 1988.
No es posible comprender la historia de la opresión de la mujer en nuestra América sin incorporar al análisis la variable étnica, porque la matriz societaria estuvo determinada por las etnias indígenas y negras además de la blanca, con sus respectivos mestizajes. Las características de la mujer de etnia indígena, que se prolongan hasta nuestros días, son decisivas para entender el papel de la mujer en la historia latinoamericana porque sus costumbres, su moral, su forma particular de subordinación al hombre y, sobre todo, su participación en el trabajo de la comunidad aborigen e inclusive de la descendencia –que fue matrilineal hasta el siglo XIX– dan un sello peculiar a su proceso de opresión. A pesar de la colonización hispano-lusitana, la mujer indígena siguió conservando su vida comunitaria, resistiéndose al tipo de familia patriarcal que quisieron implantar los conquistadores. Durante la época colonial se consolidó el patriarcado en la sociedad blanca y mestiza, al mismo tiempo que se aceleraba el tránsito a ese régimen en las comunidades aborígenes. La implantación del patriarcado, con su ideología consiguiente, fue un factor decisivo en el proceso histórico de opresión de la mujer, ya que cruzó todas las estructuras sociales; de allí la insuficiencia de los análisis reduccionistas de clase. El hecho patriarcal no puede entonces ser soslayado: atraviesa todas las clases y permea la formaciones sociales desde la Colonia. Sin embargo, sería caer en otra variante de reduccionismo –el de género– si en América Latina se cometiera el error de escindir el patriarcado del régimen de dominación colonial, étnico y de clase. La ideología patriarcal de los colonialistas se fue afianzando y retroalimentando a lo largo de tres siglos –de modo generalizado en el sector blanco y mestizo y en menor grado en las etnias indígenas y negras– a tal punto que logró imponer la falacia de que las funciones de la mujer –especialmente de ama de casa– eran producto de una condición natural, cuando en rigor fue el resultado de un largo proceso de condicionamiento cultural. Si bien en las comunidades aborígenes se mantuvo una economía de subsistencia donde la mujer seguía desempeñando un papel importante al mantener una estrecha relación entre producción y consumo, en las principales áreas de la economía colonial el fenómeno productivo se autonomizó, separándose del consumo. Al mismo tiempo la reproducción de la fuerza de trabajo comenzó a separarse de la producción social de la comunidad, aunque se mantuvo en alguna forma en las reducciones indígenas. El trabajo doméstico en el sector blanco y mestizo empezó a ser funcional al régimen colonial de dominación, tanto en lo referente a la reproducción de la fuerza de trabajo como a su reposición diaria. El trabajo de las mujeres fue asimilado al llamado trabajo doméstico, y el de los hombres al nuevo tipo de producción social
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para la exportación. El papel de mujer, reproductora de la vida, apareció entonces minimizado, cuando siempre las culturas aborígenes lo habían considerado como el basamento generador de todo. No obstante, la evolución de la familia y del propio trabajo doméstico durante la colonia fue distinta a la europea. La economía campesina del medioevo y el tipo de familia y de trabajo doméstico realizado en el seno del sistema feudal no se reprodujo en América Latina. La familia de la época colonial no fue estrictamente una unidad básica, de reproducción, como lo fue la familia feudal para la economía campesina. Nadie podría negar que durante la Colonia existieron unidades de producción de carácter familiar para la subsistencia en el campo y la ciudad, sobre todo en el artesanado, pero lo que comandaba el proceso global de la sociedad era la economía de exportación. La economía de subsistencia seguía en manos de las comunidades indígenas, donde el trabajo doméstico de la mujer tuvo características diferentes a las que se dieron en el de la mujer del medioevo europeo. En América Latina colonial fue distinto el trabajo desempeñado por las mujeres de origen blanco que el realizado por las indígenas, negras, mestizas y mulatas. Las primeras, recluidas en el hogar, reproducían hijos para consolidar el sistema de dominación colonial y de clase, aunque también sufrían el peso del patriarcado. Las mujeres indígenas, doblemente afectadas por el sistema de tributación, tenían que producir un excedente para pagar dicho tributo, ya que la mayoría de los hombres debía realizar forzosamente trabajos en las encomiendas de las minas y haciendas; además las mujeres tenían que reproducir la fuerza de trabajo que se apropiaban los conquistadores y generar valores de uso para el autoconsumo familiar y comunal. El trabajo de la mujer indígena, destinado a producir un excedente para dar cumplimiento al pago de tributo, podría ser calificado de renta/impuesto, mientras que los hombres de esas comunidades entregaban su plustrabajo íntegro y directo en las minas y haciendas. Al institucionalizarse el régimen de mita, las comunidades indígenas perdieron gran parte de sus miembros varones, por lo que la mujer se vio obligada a suplir esa fuerza de trabajo con su propio esfuerzo. La mujer indígena también tributó sexualmente a los conquistadores, que se apropiaron así de su don de reproductora, perdiendo paulatinamente su capacidad erótica con esta función sexual-reproductora, separada del placer. Este proceso es medular para comprender por qué la mujer, especialmente mestiza, aceptó a lo largo del tiempo la subordinación en ese y otro planos de la existencia. Cuando pudo, la indígena utilizó a su vástagos mestizos para presionar al padre blanco en procura de la exención de tributos y, a veces, para lograr una mayor movilidad social. También siguió practicando su tradicional economía de subsistencia, comercializando los pequeños excedentes. En la región andina, “las mujeres –decía el cronista español Cieza de León–
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son las que labran los campos y benefician las tierras y mieses, y los maridos hilan y tejen y se ocupan de hacer ropa”.103 Los productos textiles y de alfarería tuvieron asimismo que concurrir obligadamente al mercado colonial. En tal sentido, los conquistadores se beneficiaron de siglos de experiencia de trabajo femenino en cerámica, textiles, agricultura y preparación de alimentos. Pronto, los españoles entrenaron a las mujeres indígenas en la cría de ganado vacuno y ovejuno, y en los cultivos de las nuevas plantas y cereales que trajeron de Europa. La mujer negra, en su calidad de esclava, transfirió diferentes valores con su trabajo: por un lado, reproduciendo a regañadientes nueva fuerza de trabajo esclava, y por otro, trabajando en las tareas domésticas, al servicio de los patrones en las casas señoriales del campo y la ciudad. En cualquier caso, fue generadora de un plustrabajo importante por su articulación con los sectores económicos claves: minería, hacienda y plantación. Recién a fines de la colonia será frecuente el trabajo doméstico de la mujer negra en su unidad familiar, por cuanto los esclavócratas restringieron la constitución de familias negras estables. Según Rosa Soto, la esclava era apropiada sexualmente por sus “amos”, pero con el tiempo ella vio que le era favorable la relación “para obtener la libertad de los hijos que engendraba con el hombre blanco… Al no existir en Chile comunidades negras, la constitución de la familia no fue fácil, ocurriendo más bien por la voluntad de los amos”. Tanto la mujer negra como la indígena fueron reproductoras de una fuerza de trabajo destinada a ser explotada por la clase dominante española y criolla. Reproductoras de vida siempre lo habían sido en África o América, pero ahora, en la colonia, sus hijas o hijos pasaban a ser fuerza de trabajo para un hábitat enajenante. Las mujeres indígenas y luego las mestizas, además de las negras, las zambas y mulatas, fueron explotadas no solo sexualmente, sino también económicamente. Nunca se podrá evaluar la cuantía del plusproducto entregado por el trabajo de estas mujeres al fondo de la acumulación originaria de capital a escala mundial. La división del trabajo por género se consolidó en la colonia, fortaleciéndose la doble opresión femenina: de sexo y de clase. El machismo y la explotación económica sirvieron al sistema global de dominación patriarcal y de clase. La institucionalización de la familia monógama patriarcal, como reafirmación de la propiedad privada y de la división del trabajo por sexo, se implantó recién en la colonia, especialmente en el sector blanco y mestizo. Desde entonces, la mujer latinoamericana pasó a ejercer tareas de carácter servil, aunque no fuera estrictamente una sierva explotada por un señor feudal. Mientras en las culturas originarias la mujer había sido considerada como valor humano indispensable, en la sociedad colonial y patriarcal 103
Cieza de León. Del señorío de los incas, Buenos Aires, 1944, p. 272.
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comenzó a ser calificada como un ser secundario, débil o inferior por naturaleza, a causa, entre otras cosas, de su función “meramente procreadora”. Así se fue abriendo paso la ideología machista acerca de las supuestas virtudes naturales de la mujer: delicada, necesitada de protección, madre ejemplar, esposa sumisa y sobreprotectora de los ancianos. Desde entonces, nace en nuestra tierra una subcultura femenina de adaptación y subordinación, que refuerza el régimen del patriarcado. Con la llegada de los españoles y portugueses se impuso por primera vez en América un criterio particularmente europeo de la virginidad. Antes tenía un sentido diametralmente opuesto, como lo atestiguaron los propios cronistas españoles. Fernández de Oviedo observó al respecto importantes costumbres de los indígenas: Es preguntado el padre o la madre de la novia si viene virgen, si dicen que sí y el marido no la halla tal, se la torna y el marido queda libre y ella por mala mujer conocida; pero si no es virgen y ellos son contentos, pasa el matrimonio, cuando antes de consumar la cópula avisaron que no era virgen porque muchos hay que quieren más las corrompidas que las vírgenes”.104
Durante el periodo colonial, a pesar de las prohibiciones establecidas por los conquistadores, las mujeres indígenas y negras recurrieron a formas de resistencia aparentemente pasivas, negándose a tener hijos. Esta protesta contra los colonialistas era más ostensible en las esclavas recién llegadas de África. Cuando en el siglo XVIII los esclavos subieron de precio, las mujeres negras fueron estimuladas a tener hijos; los esclavócratas favorecieron sus matrimonios con esclavos y manumisos, además de rebajar las horas de trabajo a las esclavas embarazadas. No obstante, las mujeres continuaron sus prácticas abortivas, como una manera de expresar su resistencia a procrear nuevos esclavos. Las indígenas también se resistieron a tener hijos. Los estudios de Lebrón de Quiñones han probado que en la zona occidental del Virreynato de Nueva España “se practicaba regularmente el aborto”.105 La maternidad siguió siendo un hecho natural –como expresión de la única condición biológica relevante que diferencia a la mujer del hombre–, pero bajo la Colonia la paternidad se convirtió en un fenómeno social inédito en América, por cuanto, a diferencia de las culturas originarias, ahora había que certificar la filiación de los hijos. A ninguna mujer indígena se le hubiera ocurrido en el pasado presentar pruebas de su maternidad. Con la implantación de las costumbres europeas, los hombres crearon instituciones, como el matrimonio monógamo, para demostrar sin equívocos su paternidad.
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Gonzalo Fernández de Oviedo. Historia general y natural de las Indias, Libro 42, cap. III, Madrid, 1851. Cit. por Enrique Semo. Historia del capitalismo en México. México: ERA, 1975, p. 78.
Empero, el matrimonio monógamo durante la Colonia fue una institución solo generalizada a nivel de la clase dominante española y criolla, ya que los indígenas y negros continuaron con su prácticas ancestrales. Quebrando la secular tradición de que la mujer es la creadora de la vida, simbolizada en la Diosa-Madre de los pueblos agroalfareros, los españoles y portugueses trasladaron a nuestra América el concepto machista aristotélico de que el verdadero generador de la vida es el hombre, que provee con su esperma la materia viva, mientras que la mujer es solo el receptáculo pasivo y débil, concepción que se mantuvo hasta 1877, año en que se “descubrió” el papel fundamental de la mujer en el proceso de fecundación. La mujer, particularmente blanca y mestiza, se fue haciendo inconscientemente reproductora del sistema de dominación patriarcal en su nuevo papel de ama de casa, como si esa hubiese sido siempre su condición natural. De la época colonial proviene también el hecho de que lo familiar debe quedar reservado al ámbito de lo privado, aunque es sabido que la familia –en su origen y desarrollo– constituye un fenómeno social.
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capítulo v El Estado y las instituciones coloniales
El proceso de formación del Estado en las colonias hispanoamericanas tuvo características especiales que lo diferencian del que condujo en Europa a la gestación de los Estados modernos. Estos fueron el resultado de una prolongada lucha de clases entre los señores feudales y la monarquía, apoyada por la burguesía comercial. Los Estados modernos, como Francia e Inglaterra, nacidos en los momentos de crisis del régimen feudal y de ascenso de la burguesía, surgieron de la necesidad de centralizar el poder y de fusionar las economías locales en una economía nacional, que luego posibilitó el desarrollo de la manufactura y el mercado interno. En las colonias hispanoamericanas, el Estado surgió directamente de la conquista española y fue impuesto violentamente a los indígenas sojuzgados. A este nuevo Estado no le interesaba crear una economía nacional autónoma, sino estimular los rubros de exportación bajo la dependencia del Imperio español. El Estado indiano se va configurando a lo largo de la Colonia a través de un proceso caracterizado por una tendencia centralizadora creciente de la monarquía española, que trata de evitar en las colonias el surgimiento de un poder local o que pueda cuestionar su autoridad. En el primer siglo de la conquista, el Rey se vio obligado a otorgar ciertas atribuciones políticas a los colonizadores, pero estas concesiones fueron rápidamente limitadas por medio de “un conjunto complicado de preceptos e instituciones: equilibrio de poderes entre los Virreyes y las Audiencias, instrucciones minuciosas a Virreyes, Presidentes, Capitanes Generales y Gobernadores; obligación de informar; necesidad de la Real confirmación para las resoluciones de alguna importancia adoptadas por estas autoridades; visitas y juicios de residencla”.106 En el siglo XVIII, los reyes borbones reorganizaron la administración pública con medidas tendientes a una mayor centralización del Estado colonial. Las instituciones coloniales representaban los intereses generales de la monarquía, de la Iglesia, de los monopolistas españoles, de los terratenientes y de la burguesía minera y comercial. El Estado colonial, instrumento de dominación de estas clases
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J. M. Ots Capdequí. Instituciones coloniales. Barcelona: Ed. Salvat, 1959.
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privilegiadas, aseguraba la defensa de la propiedad privada, el mantenimiento del orden social y la explotación de los indígenas, negros y mestizos. Sin embargo, esta unidad y homogeneidad de clase no estaba exenta de contradicciones, las que principalmente se generaban en el choque de los intereses monárquicos con los de la burguesía criolla. Como expresión concreta de estas contradicciones surgieron dos tipos de instituciones: unas, al servicio directo de la monarquía, como la Real Audiencia, y otras, como el Cabildo, que representaban a los criollos y parte de los españoles residentes, con negocios arraigados en la Colonia. Las primeras estaban integradas por funcionarios designados directamente por la Corona, como el Gobernador o Capitán General, los corregidores, oidores, alguaciles, tesoreros, veedores, etc. Las segundas, elegidas por los criollos y españoles residentes, eran las encargadas de defender los intereses particulares de estos sectores, sobre todo cuando eran afectados por resoluciones de los reyes o sus delegados. No obstante estas contradicciones, unas y otras contribuían al mantenimiento del orden colonial.
La Real Audiencia La Real Audiencia era, después del Capitán General, la institución más representativa de la Corona española. Era un tribunal de justicia, pero extendía su acción a casi todas las esferas de la sociedad colonial. Guardaba el sello del Rey, ejercía derecho de inspección y control sobre las autoridades políticas e inclusive eclesiásticas. Vigilaba a los corregidores y exigía el cumplimiento de las Leyes de Indias. La Real Audiencia deliberaba con el Presidente o Gobernador sobre cuestiones políticas y administrativas, adoptando conjuntamente resoluciones denominadas “autos acordados”. La creación de la Real Audiencia en Chile en 1609, no fue bien recibida por el Cabildo, que veía de esa manera limitado su poder político. Ese Tribunal tuvo también roces con los encomenderos a raíz de la aplicación de las tasas de indios y de las disposiciones que ordenaban suprimir la encomienda de servicios. En su labor fiscalizadora, la Real Audiencia llegó a tener disputas de cierta significación con los gobernadores. La función de organismo representativo directo de la monarquía se pone abiertamente de manifiesto en la conducta que sigue la Real Audiencia ante la Revolución de 1810. En este proceso, actúa como foco vivo de la contrarrevolución y es la última institución española en ser derribada.
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El Cabildo El papel desempeñado por el Cabildo en la Revolución de 1810, ha inducido a los historiadores a estudiar esta institución con más acuciosidad que otras. La imagen de que el Cabildo fue un organismo popular y democrático, es otro de los tantos mitos fabricados por la historiografía liberal. La gestación del Cabildo, su composición social y su política concreta, demuestran que era una institución oligárquica. Ni siquiera en su período de mayor auge político –siglo XVI– el Cabildo fue democrático, ya que sus miembros salientes nombraban a los que debían sucederles, a espaldas de la opinión de los vecinos. Para ser regidor había que tener una casa y suficiente dinero como para rematar el cargo en subasta pública. Los Cabildos Abiertos tampoco pueden ser considerados como expresiones democráticas. A ellos solo asistían los vecinos más acomodados y seleccionados previamente por los regidores. Por ejemplo, al Cabildo Abierto realizado en 1691 en una ciudad como La Serena, que contaba con más de tres mil habitantes, asistieron 20 personas, entre las cuales se contaban 6 curas y 5 oficiales.107 Otra muestra del espíritu oligárquico de los regidores la proporciona el Cabildo de Concepción en 1767, al negarse a recibir como depositario general a Gregorio Ulloa por considerarlo hijo “ilegítimo y de baja condición social”.108 Durante el primer siglo de la conquista, el Cabildo era la principal institución política, después del Capitán General. Concedía mercedes de tierras, encomiendas y en casos de acefalía, designaba gobernador interino. La monarquía española, consciente de que el poder político del Cabildo podía facilitar la consolidación de oligarquías locales autónomas que menoscabaran el poder central, suprimió a fines del siglo XVI las facultades que tenían los regidores para distribuir tierras y encomiendas. Según los tratadistas, la importancia del Cabildo fue disminuyendo desde principios del siglo XVII. Es efectivo que gran parte de sus funciones políticas fueron limitadas en 1609, con la creación de la Real Audiencia. Sin embargo, la decadencia del Cabildo no es tan manifiesta en el área económica. Coincidimos con Sergio Bagú en que el Cabildo no dejó jamás de ser un factor de primera importancia en la determinación del destino económico de la zona sobre la cual gobernaba. Las oligarquías se perpetuaron en sus asientos y los utilizaron sistemáticamente para ampliar sus privilegios y restringir el acceso de otros grupos sociales a la condición de poseedores. Ots Capdequí narra cómo los cabildos, a pesar de lo que establecían las leyes y de las enérgicas y reiteradas instrucciones en contrario de la Corona, distribuyeron las tierras, incluyendo las del 107 108
Domingo Amunátegui S. El Cabildo de La Serena (1678-1800), p. 30, Santiago, 1928. J. T. Medina. Cosas de la Colonia, Primera Serie, p. 320, Santiago, 1889.
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ejido, los bienes de propios y las realengas o baldías, con lo cual se transformaron en eficaces agentes de multiplicación del latifundio.109
Los autores que sostienen que el Cabildo en el último siglo de la Colonia era una entidad decorativa y secundaria, no han tomado debida consideración de las funciones económicas que cumplía esa institución, ni del peso social de sus integrantes. La importancia del Cabildo debe ser evaluada no solo desde el punto de vista político formal, sino fundamentalmente por la función socioeconómica que desempeñaba en la vida cotidiana. El Cabildo era el organismo encargado de regular el comercio, los precios, los salarios y el abastecimiento de la ciudad. Controlaba pesos, medidas y marcas; fijaba los aranceles de los artesanos y se ocupaba de las obras públicas. Otorgaba monopolios de fabricación de algunos artículos y concedía tierras suburbanas comprendidas en su jurisdicción. Intervenía también en la contratación de mano de obra. En 1622, la Real Audiencia alcanzó a privar a los alcaldes de la facultad para concertar servicios entre indios y españoles, a causa del favoritismo del Cabildo por los encomenderos; sin embargo, la monarquía, por Real Cédula de 1628, restituyó al Cabildo dichas funciones. Otra de las funciones del Cabildo consistía en atender las solicitudes de los interesados para explotar minas. Esto era particularmente importante en el Norte Chico, donde la minería constituía la base económica de la región. Las reiteradas concesiones de minas a favor de los propios regidores o en beneficio de sus familiares, obligaron al Gobernador de Chile, Ortiz de Rozas, a nombrar a mediados del siglo XVIII alcaldes de minas que dependían directamente de la autoridad central “con el fin de corregir los abusos cometidos por los alcaldes ordinarios en el ejercicio de su autoridad. Se explicaba, por otra parte, que en un asunto de tanto valor como era el laboreo de las minas, las tentaciones fueran muy poderosas”.110 Numerosas disposiciones de los reyes y gobernadores eran acatadas pero no cumplidas, especialmente por los Cabildos de zonas alejadas de la capital. En Concepción, La Serena y otros ciudades de provincia, el Cabildo desempeñaba no solo funciones económicas, sino también políticas y administrativas. Estas facultades que se abrogaba el poder municipal se vieron limitadas por la Ordenanza de Intendentes que, en 1787, reorganizó la administración colonial, estableciendo solo dos Intendencias: la de Santiago, desde Copiapó hasta el Maule, y la de Concepción, del Maule a la frontera. Los integrantes del Cabildo actuaban con un criterio de clase cuando establecían restricciones a determinados sectores de la población. Por ejemplo, las multas que imponía el Cabildo a los comerciantes ambulantes tendían a favorecer a los comerciantes ricos, aunque aparentaran una encomiable preocupación de los regidores por 109 110
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Sergio Bagú. Estructura Social de la Colonia, p. 80, Buenos Aires: Ed. El Ateneo, 1952. Domingo Amunátegui S. El Cabildo de La Serena, op. cit., p. 106.
el mantenimiento de los precios. Se perseguía a los vendedores ambulantes y no a los acaparadores, con el fin de que los primeros no hicieran competencia a los segundos. Estos pequeños comerciantes, cansados de las persecuciones, abandonaban su trabajo “independiente” y se contrataban a veces como peones. El Cabildo se ocupaba también de defender los intereses de los latifundistas trigueros, para cuyo efecto nombraba un visitador de las bodegas de Valparaíso, encargado de controlar la venta del trigo, su precio y condiciones de exportación, a fin de evitar los abusos de los navieros peruanos. Por otra parte, cuando el contrabando favorecía los intereses de la burguesía criolla, el Cabildo no se mostraba tan celoso en el cumplimiento de la ley. Ugarte señala que las excelentes relaciones del Cabildo con el gobernador Ustáriz, destituido por su afición al contrabando, el acuerdo del Cabildo en 1780 en el sentido de autorizar la venta de ropa a dos barcos angloamericanos surtos en Valparaíso bajo pretexto de la escasez de este artículo provocada por la guerra con Inglaterra, las reiteradas peticiones formuladas al Gobernador Del Pino en los años 1800, 1801 y 1802, para comerciar con barcos ingleses y norteamericanos y por último el absoluto silencio guardado por la corporación frente al contrabando, que tanto preocupó a las autoridades metropolitanas, nos hace presumir fundamentalmente que la institución no comprendía el daño que sufría nuestra economía, cegados sus miembros por el beneficio inmediato que significaba un abastecimiento de artículos importados a precios notablemente más bajos que los similares provenientes del comercio normal con la península.111
Las relevantes funciones económicas del Cabildo indujeron a Julio Alemparte a sostener insólitamente que este organismo “planificaba y consagraba el carácter socialista del régimen económico de la ciudad colonial”.112 Esta errónea generalización parte del criterio de considerar al Cabildo como si fuera una institución al margen de las clases sociales y por encima del carácter capitalista y clasista del Estado colonial. El Cabildo no “planificaba” la economía –la cual es obvio que no era de ningún modo socialista– sino que reglamentaba en parte el funcionamiento de las actividades económicas en las ciudades y en algunas regiones. Esta reglamentación, dictada por un organismo de clase, como era el Cabildo, estaba al servicio de la burguesía local, históricamente ajena a toda planificación económica y solo interesada en obtener las máximas garantías para la exportación de sus productos. Alemparte parece ignorar que los Cabildos eran la expresión de los intereses de la burguesía criolla y de los españoles residentes. Los Cabildos del Norte Chico eran órganos representativos de la burguesía minera; los del Centro y Sur reflejaban en general los intereses de los terratenientes.
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Carlos Ugarte. El Cabildo…, op. cit., p. 9. Julio Alemparte. El Cabildo en Chile Colonial, p. 186, Santiago, 1940.
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Casi todos los mayorazgos llegaron a ser alcaldes: Pedro Torres, en 1684; Juan de la Cerda y sus descendientes en 1676, 1704, 1733, 1778, 1809, etc. La defensa de los intereses particulares de la burguesía criolla que realizaba el Cabildo, se pone también de manifiesto en sus frecuentes choques con la Real Audiencia. En 1632, por ejemplo, el oidor De la Cerda: “acusó a los regidores de que vendían sus vinos a los precios que les parecía y muchas veces en estado de descomposición con daño de la salud y muerte de los indios; que postergaban a los demás en la venta de sus cosechas y que imponían los precios que más les convenían con daño de los pobres, y por todo esto ordenó a la corporación que terminara con estos abusos. El Cabildo respondió a estas órdenes dejando a la ciudad sin pan”.113 Estas disputas llevaron al Cabildo, cinco años más tarde, a solicitar al Rey la supresión de la Audiencia. La resistencia de los regidores a cumplir las reales cédulas que afectaban los intereses de la burguesía criolla, estableció de facto una cierta dualidad de poderes entre el Cabildo, por un lado, y la Real Audiencia y el Gobernador, por otro. Este poder dual embrionario se hizo más ostensible en zonas alejadas de la capital, como Concepción y La Serena, donde el poder efectivo era ejercido por el Cabildo, como se deduce de los numerosos conflictos suscitados entre los enviados de los gobernadores y los regidores de provincias. Otra prueba evidente de los intereses de clase que representaba el Cabildo en su lucha contra los impuestos decretados por la corona española. En el siglo XVII, cuando el Rey ordenó el alza del almojarifazgo (impuesto aduanero a los productos) y de la alcabala (impuesto a la transferencia de bienes), el Cabildo de Santiago, el 10 de octubre de 1639, solicitó al Rey que Chile fuera eximido de esos tributos; en el proceso incoado a raíz de esta petición, se pudo comprobar que las clases acomodadas siempre habían evadido el pago de dichos impuestos. Durante el siglo XVIII, el Cabildo encabezó nuevamente la lucha contra las reiteradas tributaciones decretadas por los monarcas. En 1772, el Cabildo elevó una protesta por la nueva política fiscal que consistía en reemplazar por recaudadores de la administración pública el antiguo sistema de percepción de impuestos, que había sido realizado hasta entonces por concesionarios particulares. El Cabildo, en representación de las clases privilegiadas que se sentían afectadas por esta medida, organizó la oposición en Santiago y provincias. Este abierto desconocimiento del nuevo régimen impositivo produjo conatos de rebelión y el asesinato del administrador de Colchagua. La burguesía criolla exigió Cabildo Abierto para expresar su protesta contra el contador García, portavoz de las órdenes reales. Circularon panfletos en prosa y verso en los que se incitaba a atentar contra la vida del mencionado contador. 113
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Carta del Oidor Cristóbal de la Cerda al Rey, 10 de abril de 1623, Colección Medina, citado por Néstor Meza V. La conciencia política durante la Monarquía, p. 44, Santiago, 1958.
En esta lucha entre el Cabildo, defensor de los intereses de la burguesía criolla, y la Real Audiencia, representante directo de la monarquía, el Gobernador apoyaba en la mayoría de los casos a la Real Audiencia, pero a veces debía hacer concesiones al Cabildo porque sus integrantes eran la base de sustentación social efectiva del poder. La expresión más clara de dicho poder será el Cabildo Abierto de 1810.
La Iglesia La labor desempeñada por la Iglesia Católica en Hispanoamérica ha sido objeto de una prolongada controversia que ha dado origen a la “leyenda negra” y a la “leyenda rosa”, ambas expresiones unilaterales y mistificadoras en contra y a favor de la Iglesia. A nuestro juicio, esta discusión se ha llevado en un plano abstracto, en defensa de principios ideológicos liberales o católicos, sin atenerse al papel objetivo cumplido por la Iglesia en la sociedad colonial. El Imperio Español y la Iglesia Católica actuaron coaligados en la conquista de América. La Iglesia puso su orientación ideológica y sus hombres al servicio de la colonización española, pues no solo se trataba de catequizar a un mundo virgen, sino también de asegurar la adquisición de nuevos bienes terrenales. Los curas combatieron en primera fila junto a los soldados para doblegar la enconada resistencia de los pueblos originarios. No es meramente simbólica la apreciación de que la conquista se hizo bajo el signo de la cruz y de la espada. El papel militar jugado por los curas en la conquista de Chile va desde Juan Lobos y Bartolomé del Pozo, frailes que pelearon al lado de Pedro de Valdivia, hasta aquellos que intervienen contra las rebeliones mapuche de los siglos XVII y XVIII. En ocasión del levantamiento indígena de 1655, el cronista Olivares comenta que, en Boroa, animando a los soldados, iba “el P. Jerónimo de Montemayor, de la Compañía de Jesús, “con un santo Cristo en la mano y disparando arcabucería y piezas con gran concierto, [que] desbarataron a los enemigos y los hicieron huir”.114 La Iglesia otorgó amplio respaldo a las autoridades impuestas por la monarquía, cooperando decididamente a la consolidación del dominio español. Fue uno de los organismos que contribuyeron en forma más decisiva a perpetuar durante tres siglos la condición colonial de los pueblos latinoamericanos. No por casualidad, el clero se constituyó en uno de los principales focos contrarrevolucionarios que debieron enfrentar los criollos en 1810. La Iglesia, como institución, estuvo en una posición abiertamente favorable a la monarquía española. Un Camilo Henríquez en Chile, o Hidalgo y Morelos en México, junto a otros sacerdotes del bajo clero, fueron las 114
Miguel de Olivares. Historia militar, civil y sagrada del reino de Chile, Colección Historiadores de Chile, T. XXVI, p. 18, Santiago, 1901.
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excepciones de carácter individual. En 1816, el Papa Pío VII y en 1824, el Papa León XII, todavía condenaban la independencia de América Latina. Esta colaboración política entre el Papado y la monarquía española, que se mantuvo durante siglos por encima de roces circunstanciales, no debe perderse de vista para evaluar concretamente el papel jugado por la Iglesia Católica en Hispanoamérica. A fines del siglo XVIII, Manuel Abad Queipo, obispo de Michoacán, analizando la función que cumplía la Iglesia en el seno del pueblo latinoamericano, manifestaba: Vengan, pues, los legisladores modernos y señalen, si los encuentran, otros medios que puedan conservar estas clases en la subordinación de las leyes y al gobierno que el de la religión, conservada en el fondo de sus corazones por la predicación y el consejo en el púlpito y en el confesionario de los ministros de la Iglesia. Ellos son, pues, los verdaderos custodios de las leyes. Ellos son también los que deben tener y tienen en efecto más influjo sobre el corazón del pueblo, y los que más trabajan en mantenerlo obediente y sumiso a la soberanía de V.M.115
De este modo, la Iglesia, en estrecha relación con las autoridades españolas, coadyuva a imponer la ideología colonizante. El principio de la resignación, según el cual la liberación de los sufrimientos terrenales solo será alcanzada en el “Reino de los Cielos”, servía para generar una mentalidad conformista en los criollos, fortaleciendo durante tres siglos el dominio colonial español. La actividad desarrollada por el Tribunal de la Inquisición contribuyó, asimismo, a mantener el estado de sujeción a las autoridades coloniales, además de cumplir fines específicos de represión en el plano religioso. Se ha pretendido aminorar el papel jugado por la Inquisición en Chile, utilizándose como argumento el hecho de que fueron procesadas solamente 218 personas. Mas la evaluación de este tribunal no radica en el número de individuos condenados, sino en los efectos y las consecuencias de carácter político y cultural que este terrorismo, no solo ideológico, producía en el conjunto de la población. El castigo físico y moral constituía una violenta advertencia para aquellos que pretendieran rebelarse contra las autoridades civiles y aclesiásticas. A instancias de la Corona española, la Inquisición cumplía también la misión de fiscalizar el comportamiento de los funcionarios públicos. Picón Salas sostiene que la Inquisición era “un superorganismo cuyas funciones invasoras y no siempre claramente delimitadas asustan, a la vez, a los otros poderes eclesiásticos y al poder civil. Más de un virrey teme a los inquisidores”.116 La actitud que asumen los criollos contra la Inquisición en 1810, demuestra que este Tribunal cumplía tareas no solo religiosas sino políticas, en defensa del Rey y del status colonial. Un acucioso investigador del 115
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Manuel Abad Queipo. Estado moral en que se hallaba la población del virreinato de Nueva España en 1799, citado por Sergio Bagú. Estructura Social…, op. cit., p. 164. Mariano Picón Salas. De la Conquista a la Independencia, p. 91, México: FCE, 1958.
tema afirma: “Declarada la Independencia, la Inquisición deja de existir. Esto explica el odio de los espíritus inquisitoriales de antaño y hogaño a la esencia más profunda de la emancipación americana”.117 Si la labor del “Santo Oficio” se hubiera desarrollado en la esfera estrictamente moral y religiosa, como se ha pretendido sostener, probablemente los criollos, cuya mayoría era de formación católica, no habrían decretado la supresión de dicho tribunal. José Toribio Medina sostiene que “los reflejos de Chacabuco y de Maipú desterraron para siempre del suelo de la patria las sombras que durante dos siglos y medio habían proyectado sobre las inteligencias de los colonos los procedimientos inquisitoriales y los autos de fe”.118 La actitud intransigente de los inquisidores en cuanto a religión, costumbres y moral, no se compadecía con la vida cotidiana que llevaban los frailes en América. La corrupción del clero en Chile ha sido exhaustivamente analizada, entre otros, por Miguel Luis Amunátegui, Benjamín Vicuña Mackenna, Diego Barros Arana, José Toribio Medina y Alejandro Fuenzalida, a cuyos libros cabe remitirse. Los miembros del Tribunal de la Inquisición se enriquecían, como sucedió con los limeños Calderón y Unda en 1746, con el contrabando y el dinero que confiscaban a los judíos perseguidos. Medina dice que: Considerábase el puesto de inquisidor tan seguro medio de enriquecerse que, como sabemos, se compraban los puestos de visitadores. Su puesto lo utilizaron bajo este aspecto, ya comerciando con los dineros del Tribunal, ya partiendo con los acreedores el mismo cobro de sus créditos, ya captando herencias de los mismos reos y, sobre todo, con el gran recurso de las multas pecuniarias y confiscaciones impuestas a los reos de fe.119
El monopolio cultural ejercido por la Iglesia servía objetivamente al mantenimiento del status colonial. La educación impartida por el clero estaba desligada de las necesidades empíricas más urgentes de la economía y la sociedad. No había una preparación funcional que propendiera a formar técnicos en minería, agricultura, etc. Julio César Jobet señala que la Iglesia: Impartía una educación religiosa escolástica, divorciada de las exigencias de la vida cotidiana. Se ofreció un sorprendente dualismo de la Iglesia: goce de una inmensa riqueza material y habilidad para los negocios terrenales, junto a una actividad religiosa intensa en la preparación para la vida ultraterrena y en una educación formalista alejada de las necesidades reales, de efectos dañinos para el verdadero progreso de la sociedad.120
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Boleslao Lewin. El Santo Oficio en América, p. 112, Buenos Aires, 1950. J.T. Medina. La Inquisición en Chile, II, p. 549. J.T. Medina. Historia del Tribunal de la Inquisición en Lima, T. II, p. 420, 1956. Julio César Jobet. El régimen colonial español y la enseñanza en Chile, Revista Arauco, junio 1967, p. 26, Santiago.
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No resulta extraño entonces que este monopolio cultural haya determinado que las escasas manifestaciones literarias surgieran en su mayoría del seno de las propias órdenes religiosas. Las obras de los cronistas del Chile colonial reflejan el predominio intelectual de los jesuitas, al mismo tiempo que expresan, en general, la mediocridad de esa cultura, salvo los casos de Ovalle, Lacunza y el abate Molina. El hecho de que la mayoría de los escritos de la época colonial haya salido de las filas del clero ha sido presentado como una muestra de eficiencia cultural de la Iglesia; en rigor a la verdad, esto demuestra que la Iglesia fue incapaz de alentar la producción intelectual fuera de los marcos de sus órdenes religiosas. Los pocos intelectuales laicos de la Colonia, como Manuel de Salas y Juan Egaña, surgieron precisamente en el período en que la Iglesia, en choque circunstancial con los reyes borbones, había sido obligada a atenuar su ostensible monopolio cultural. Recién en 1797, por iniciativa de Manuel de Salas, se fundó la Academia de San Luis con el fin de preparar ingenieros, químicos y mineralogistas. La Universidad de San Felipe, que había empezado a funcionar en 1758, iniciaba a los alumnos en estudios de Medicina y Derecho, paralelamente a la enseñanza intensiva de teología, retórica y latín. La política social de la Iglesia, principal argumento de los hispanistas católicos, no estaba en contradicción con los intereses de la monarquía, puesto que tendía a preservar la mano de obra indígena necesaria para la explotación española de las minas y los campos. No se trata de negar la justa campaña contra los abusos de los conquistadores emprendida por Bartolomé de Las Casas, ni las buenas intenciones subjetivas que tuvieron algunos sacerdotes para evitar el mal trato que los encomenderos daban a los indios, o la actitud de Luis de Valdivia y otros jesuitas en Chile tratando de impedir el exterminio de los mapuche. Sin embargo, esta política social del clero, desde un punto de vista objetivo, no tendía a la liberación de los indios y a terminar con la explotación española, sino fundamentalmente a evitar que se extinguiera la mano de obra que hacía factible el envío de los cargamentos de oro y plata indianos. No por azar la corona española, en completo acuerdo con la política social de la Iglesia, dictaba Tasas y Ordenanzas tendientes a preservar la mano de obra indígena y a frenar los apetitos inmediatos de acumulación primitiva de capital de los encomenderos que aspiraban a una rápida ganancia. Los reyes eran conscientes de que la despiadada explotación que practicaban los encomenderos conducía a la extinción de aquellos seres que con su trabajo constituían la base de la riqueza. Los predicadores de la “justicia social” en favor de los indios tuvieron buen cuidado en no hacer extensiva su posición a los esclavos negros. Por el contrario, propugnaron la importación de esclavos africanos, política en la cual la Iglesia coincidía también
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con la corona española.121 Así como la Iglesia de fines del Imperio romano había consagrado el régimen esclavista en el Concilio de Gangra (año 324), del mismo modo el clero de Hispanoamérica no solo aceptó el tráfico de esclavos, sino que se constituyó en propietario de grandes cantidades de esclavos que trabajaban en sus empresas agropecuarias y mineras. Por eso resulta “insólita” la afirmación de Jaime Eyzaguirre al referirse a los negros: “La concepción cristiana los miró en esencia como iguales”.122 La justificación para tolerar la esclavitud había sido proporcionada doce siglo antes por San Agustín: “Dios ha introducido la esclavitud en el mundo como una pena de pecado; sería pues ir en contra de su voluntad querer suprimirla. La misión de la Iglesia no es hacer libres a los esclavos sino hacerlos buenos”.123 La Iglesia en Chile llegó a ser propietaria de varios miles de esclavos negros; los jesuitas tenían a mediados del siglo XVIII a unos 2.000 esclavos aproximadamente. El clero de esta Capitanía General no solo tuvo esa actitud ante la esclavitud negra, sino que también llegó a ratificar, en 1671, en una Junta de prelados en la que estaba incluido el obispo de Santiago, la esclavitud de los indígenas mapuche que había sido sancionada por las Reales Cédulas de 1608 y 1625. Domingo Amunátegui señala que la esclavitud de los mapuche fue sancionada por “todos los eclesiásticos de la Junta convocada para dictaminar sobre la materia”.124 Los propagandistas de la labor de la Iglesia en Hispanoamérica han exagerado el alcance de las proposiciones sociales que se insertaban en las Tasas de indios, ateniéndose más a la letra que a la realidad. En páginas anteriores, hemos demostrado que la mayoría de las disposiciones contenidas en dichas Tasas no fueron cumplidas por los encomenderos. El plan de catequización indígena, tan magnificado por los propios jesuitas, no encontró eco en los mapuche. Los aborígenes veían simbolizados en la Iglesia y la religión Católica a los representantes de los conquistadores que les habían arrebatado sus tierras, sus mujeres y su derecho a una existencia autónoma. El procurador de la Compañía de Jesús, Lorenzo de Arizabalo, en carta al rey Felipe IV, manifestaba: Es tan grande el odio que los indios tienen con los españoles, que habiendo de ajusticiar a un indio, y para convertirle, diciéndole los bienes que hay en el cielo, y de que él ganaría si se convirtiese, respondió: ¿hay españoles en ese cielo que me has pintado? Y respondiéndole que sí, dijo él: Pues si hay españoles en ese cielo, no quiero ir a él.125
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Lewis Hanke afirma que Bartolomé de Las Casas se arrepintió al final de su vida de la proposición que hizo al Rey en 1517, en el sentido de traer esclavos negros. Las Casas habría manifestado que “no fue discreto remedio el que aconsejó que se trajesen negros para que se liberasen los indios”. Jaime Eyzaguirre. Historia de Chile, op. cit., p. 103. San Agustín. La Ciudad de Dios, XIX, p. 15. Domingo Amunátegui S. Historia Social, op. cit., p. 94. Miguel de Olivares, op. cit., p. 14.
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El cronista Olivares relataba que “en la revuelta de 1655, los indios amigos que doctrinaban los jesuitas de Arauco, se llevaron los ornamentos, misales y cuanto objeto de culto tenían a su mano (…) en las fiestas y borracheras se vestían de los ornamentos sagrados haciendo mofa los sacrílegos de todas las cosas sagradas y de los padres que les predicaban”. Carvallo y Goyeneche comenta en su Descripción Histórico-geográfica del Reyno de Chile que mientras los indios cortaban la cabeza de un Cristo en el fuerte de Buena Esperanza, “zaherían a los prisioneros, diciéndoles que ya les habían muerto a su Dios y que ellos eran más valiente que el Dios de los cristianos”. Los gobernadores debieron enmendar en más de una oportunidad los informes que los jesuitas enviaban a las autoridades exagerando la magnitud de su obra misional en Arauco y los efectos de su campaña de catequización indígena. Es reveladora una carta del 8 de noviembre de 1672 del gobernador de Chile, Juan Henríquez, al rey de España: Los indios no son, ni han sido cristianos. Antes sí son i han sido siempre tan contrarios a nuestra santa fe, que no hai cosa que tanto aborrezcan como el nombre de cristianos (…) Los que entre ellos tienen recibida el agua del bautismo ha sido más por dádivas de chaquiras, granate, añil, cinta i otras cosas de éstas con que los padres de la Compañía de Jesús los han obligado, que por inclinación i afecto a nuestra santa fe”.126
Las escasas y esporádicas misiones que los jesuitas habían enviado a la región araucana, fueron prácticamente suspendidas por propia decisión de la Compañía en el último siglo de la Colonia. El fiscal José Perfecto Salas, luego de una visita al Sur, señalaba en 1751: “Habiendo penetrado al interior y más recóndito de las tierras de los indios por el camino que llaman de los llanos, experimenté que desde el año 23 no ha internado sujeto alguno con el destino de predicar ni enseñanza ni bautismo”.127 Después de haber experimentado el fracaso de sus misiones en la zona araucana, los jesuitas se repliegan a las regiones del centro de Chile, donde comienzan a desarrollar poderosas empresas económicas. Abandonan progresivamente el “ideal misionero” por una actitud más “realista” que les permite en el siglo XVIII, un rápido acrecentamiento de bienes terrenales. Los jesuitas colaboran estrechamente con los gobernadores, prestando su asesoría política y cultural, a cambio de lo cual piden a las autoridades mayores concesiones económicas para sus actividades agrícolas, financieras y comerciales. Los primeros capitales acumulados por los jesuitas provinieron de diversas actividades. Sus misiones en las fronteras eran subvencionadas por el Rey. La enseñanza que impartían en sus colegios era pagada en dinero o en especies. Los diezmos proporcionaban una cantidad apreciable, a pesar de que los terratenientes hacían lo 126
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Citado por Alejandro Fuenzalida G. Historia del desarrollo intelectual de Chile (1541-1810), p. 325, Santiago, 1903. Ibid., p. 327.
posible por eludir el pago de este impuesto. Un historiador de la Compañía de Jesús dice que “los diezmos del obispado de Santiago en 1752 produjeron veinticinco mil sesenta y siete pesos, y los de Concepción once mil cuatrocientos diez y siete pesos y seis reales y medio”.128 El monto de los diezmos fue aumentando progresivamente durante el siglo XVIII al compás del desarrollo económico de la Colonia. Asimismo, las colectas, las reiteradas limosnas, las donaciones, el pago de los servicios por casamientos y honras fúnebres, las herencias de algunos devotos que testaban gran parte de sus bienes a la Iglesia, constituyeron fuentes inestimables de capital que los jesuitas rápidamente invertían en nuevas empresas. A mediados del siglo XVIII, los jesuitas eran ya dueños de 59 haciendas: 12 en el distrito de Santiago, 2 en Melipilla, 6 en Quillota, 5 en Valparaíso, 1 en Aconcagua, 3 en Colchagua, 2 en Talca, 2 en La Serena, 2 en Maule, 2 en Chillán, 11 en Concepción, 9 en Rere y 2 en Arauco. Algunas de estas haciendas abarcaban 8.700 cuadras, como “La Compañía” en Rancagua; otras concentraban numerosas cabezas de ganado, como la de Longaví, que tenía 8.475 vacunos, 4.580 ovejas, además de cabras, caballos y mulas. En las haciendas se producían los mejores vinos, aguardientes, frutas secas, carne salada o charqui y trigo para el comercio interno y de exportación. El rendimiento de estas haciendas era superior al de los fundos de los terratenientes criollos porque disponían de mejores instrumentos técnicos, numerosos canales de riego y abundante mano de obra más estrechamente vigilada; en las haciendas de los jesuitas había una mejor planificación del trabajo y una mayor concentración de inquilinos y peones, indios y mestizos, además de numerosos esclavos negros. Los jesuitas eran dueños de curtiembres, de fábricas de tinajas, botijas, cántaros y platos; de talleres de tejidos y muebles, de molinos y astilleros. También eran propietarios de la fábrica de cal de La Calera, que proveía este material para las construcciones de Santiago, Valparaíso y otras ciudades.129 Tenían numerosas propiedades urbanas, instalando negocios en algunas de ellas para la venta de sus productos. Barros Arana sostiene que: los jesuitas, no queriendo estar sujetos las contingencias y dificultades de su venta a los especuladores del país, construyeron bodegas en los puertos i despachaban sus cargamentos al Perú a cargo de un padre relijioso de la misma orden, que hacía esas negociaciones en Lima. Tomaron éstas tal desarrollo i tan desordenado carácter de mercantilismo, que el Virrey Amat se creyó en el deber de dictar una medida violenta, ordenando por auto de 8 de abril de 1768 que los procuradores de los jesuitas de Chile i de Quito se restituyese a estos países por la “agravante circunstancia que añade los padres procuradores en el sórdido ejercicio del comercio o negociación que públicamente ejercen 128 129
Francisco Enrich. Historia de la Compañía de Jesús en Chile, Tomo II, p. 3, Barcelona, 1891. Enrich señala que los jesuitas compraron en dos mil pesos la hacienda de La Calera en 1683 y que “vendían cal a los vecinos; cosas que podían hacer canónicamente”. Ibid., Tomo II, p. 3.
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por las plazas, calles i mercados, con asombro del secularismo, i en los almacenes de sus propias casas, visitando a toda hora, para las cobranzas, las tabernas, velerías i las más impuras oficinas, cuyo ejercicio es de la mayor indecencia”.130
Estas actividades comerciales de los jesuitas estaban exentas del pago de alcabala, almojarifazgo y otros impuestos, “de donde resultaba que llevaban una ventaja de 11,5% sobre el valor de los artículos, a todo productor o comerciante laico”.131 El comercio en zonas apartadas, como Chiloé, era también controlado en gran parte por los jesuitas. John Byron, marino inglés que recorrió Chile a mediados del siglo XVIII, relata que la mayor parte de las mercaderías del buque español que había llegado a Chiloé en ese momento, “viene consignado a los jesuitas, que tienen más indios empleados en su servicio que todos los demás habitantes juntos, monopolizando por consiguiente todo el comercio”.132 El poderío económico alcanzado por los jesuitas en Hispanoamérica, su monopolio cultural y su tendencia a inmiscuirse en las decisiones políticas, determinaron su caída. Los reyes borbones, imbuidos de la ideología liberal dieciochesca y del concepto político de la preeminencia del Estado sobre la Iglesia, no estaban dispuestos a admitir la existencia de un poder, como el de los jesuitas, que había invadido el campo económico y político, llegando en algunas regiones, como Paraguay, a cuestionar el poder civil y a constituir un embrión de Estado dentro de otro Estado. Desde el comienzo de la conquista, la monarquía española se había mostrado celosa defensora de sus prerrogativas, estableciendo el derecho de Patronato según el cual los reyes estaban facultados para nombrar las autoridades eclesiásticas y otorgar el permiso correspondiente para la creación de cualquier iglesia o monasterio. En el siglo XVII, Solórzano Pereira reafirmó la concepción regalista, codificando las leyes que establecían los límites de la actividad eclesiástica; la obra Política Indiana de Solórzano, fue entonces incluida en el Index de los libros prohibidos. La preeminencia del Estado sobre la Iglesia fue manifiestamente acentuada por las monarquías absolutas de los Estados modernos de Europa y, en particular, por el “despotismo ilustrado” de los reyes de la Casa de Borbón que gobernaban España desde comienzos del siglo XVIII. Los ministros liberales de Carlos III, interesados en reforzar la autoridad real y preocupados de que se repitieran en otras colonias los arrestos autónomos de los jesuitas del Paraguay, decretaron la expulsión de esta orden en 1767. El conde de Aranda, amigo de Voltaire, aprovechó errores cometidos por los jesuitas para expulsarlos bajo el pretexto de que propiciaban el regicidio y difundían doctrinas sediciosas. 130 131 132
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Diego Barros Arana. Historia General de Chile, Tomo VI, p. 252, Santiago, 1884. Francisco Encina, op. cit., Tomo V, p. 268. John Byron. “Relato que contiene una exposición de las grandes penurias sufridas por él y sus compañeros en la costa de la Patagonia (1740-1746) con una descripción de Santiago de Chile”, p. 118, trad. de José Valenzuela, Santiago, 1901.
La expulsión de los jesuitas en América no obedeció únicamente a razones políticas de Estado, sino también, y principalmente, a fuertes presiones económicas de los comerciantes monopolistas españoles y, en especial, de la burguesía criolla, cuyos intereses agrícolas, mineros y comerciales comenzaron a verse afectados a mediados del siglo XVIII por la fuerte competencia de los jesuitas. Los terratenientes se veían enfrentados a un poder económico que, con una mayor disponibilidad de capitales y técnicos, había montado empresas de mayor rendimiento y en condiciones de producir artículos más baratos y de mejor calidad. Los comerciantes se sentían afectados porque los jesuitas, al quedar exentos de impuestos como la alcabala y el almojarifazgo, podían exportar sus productos a precios más bajos. La mayor preocupación de la burguesía criolla provenía del hecho de que los jesuitas habían comenzado a disputarle la mano de obra indígena y mestiza. Detrás de la expulsión de los jesuitas no estaban tampoco ausentes los apetitos de la burguesía criolla, que vio en esta medida no solo la eliminación del competidor económico más poderoso, sino también la posibilidad de posesionarse de las riquezas que éstos habían acumulado. En efecto, decretada la expulsión de esta orden y puestas en remate sus haciendas, la burguesía criolla adquirió prestamente las mejores propiedades. La hacienda de Bucalemu fue comprada por Pedro Fernández Balmaceda en $120.125; La Compañía, por Mateo de Toro y Zambrano en $90.000; Longaví, por Ignacio Zapata en $85.000; La Calera, por Francisco Antonio Ruiz Tagle en $30.000; Limache, por Miguel Rian en $74.881; Tablas, por Francisco Ruiz de Balmaceda en $52.025; Las Palmas, por Diego Antonio de Ovalle en $20.125; Andalién, por José Urrutia y Mendiburu en $4.550; Ocoa, por Diego Echeverría en $41.000, etc. Estas cifras demuestran en parte, no solo el poderío económico de los jesuitas, sino también la acumulación de capitales que había logrado la burguesía criolla durante el siglo XVIII. El producto del remate de las haciendas de los jesuitas alcanzó entre 1767 y 1783 la cantidad de 851.977 pesos, quedando por rematar propiedades que triplicaban ese monto.133 En el Archivo Nacional hemos encontrado un documento en el que se registra que la venta de esclavos ascendió a “setenta y un mil quinientos tres pesos”.134 El dinero de estos remates fue enviado a España en sucesivas remesas, la primera de las cuales se hizo en 1785 por un monto de 303.361 pesos. Algunos escritores han magnificado peyorativamente las consecuencias económicas que produjo la expulsión de los jesuitas. El momentáneo retroceso experimentado por la agricultura y la industria artesanal fue superado cuando la burguesía criolla pudo habilitar para la producción las propiedades de los jesuitas adquiridas en los remates. Las estadísticas demuestran un sensible aumento de la producción agropecuaria y 133 134
Barros Arana, op. cit., Tomo VI, p. 300. Archivo Nacional, Jesuitas de Chile, Lejado 74, folio 187.
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minera en los últimos cincuenta años de la Colonia, es decir, en el período en que ya habían sido expulsados los jesuitas. Se ha exagerado también la repercusión política que produjo su expulsión, llegándose a sostener que éstos alentaron el proceso de la Independencia. Los escasos jesuitas que actuaron en 1810, no constituyen una prueba decisiva para sostener que la Compañía de Jesús, como institución, haya participado en la lucha contra la monarquía española. Debe tomarse también en cuenta que el rey Carlos III jamás tuvo la intención de romper con la Iglesia, dado que la medida adoptada contra los jesuitas contaba con la anuencia no explícita del Papado. La Iglesia siguió ejerciendo su tradicional influencia sobre la sociedad colonial y sostuvo una lucha enconada contra la Independencia. La expulsión de los jesuitas no significó de ningún modo la liquidación de la Iglesia en la Colonia. Continuaron subsistiendo y desarrollándose el resto de las órdenes religiosas más sumisas al Papado y a la monarquía; fueron expulsados 352 jesuitas en total; permanecieron en Chile 232 franciscanos, 120 dominicos, 17 agustinos, 160 mercedarios y 5 hospitalarios de San Juan de Dios. Estas órdenes conservaron sus propiedades, iniciaron nuevos negocios y vieron incrementado el monto de los diezmos. Según Encina, los diezmos del obispado de Santiago “alcanzaron a $177.700 en 1808. Los del obispado de Concepción eran, aproximadamente, el tercio de los de la capital”.135 Tres siglos de dominación casi absoluta de la Iglesia sobre la sociedad, las costumbres, la moral, la educación y, en gran medida, sobre la economía y la política colonial, brindaron a la Iglesia una oportunidad excepcional para demostrar su capacidad de construir un mundo acorde con los principios de “justicia social’ proclamados por ella. Sin embargo, esta institución, con tanto poder en sus manos como para transformar la atrasada sociedad hispanoamericana, contribuyó en lo esencial a perpetuar el dominio español y la condición colonial de los pueblos latinoamericanos, constituyéndose en 1810 en uno de los principales baluartes de la contrarrevolución.
La nueva táctica del gobierno en la Guerra de Arauco Ante la incapacidad del Ejército para doblegar la resistencia mapuche, cuyas rebeliones de 1598 y 1655 habían retrotraído la conquista al estado en que se encontraba a la muerte de Pedro de Valdivia –proceso que hemos analizado en el volumen anterior–, las autoridades españolas decidieron cambiar de táctica en la segunda mitad del siglo XVII. Los gobernadores de esta época dejaron de lado las ilusiones de sus predecesores que habían confiado en una rápida y definitiva victoria militar sobre los araucanos, y optaron por consolidar la zona central hasta el Bío-Bío, mediante la construcción de una línea de fuertes que permitiera resistir con éxito los ataques indígenas e iniciar la colonización de Arauco a largo plazo, con bases más sólidas. 135
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Encina, op. cit., V, p. 143.
Paralelamente con la suspensión de las expediciones militares a la zona araucana, los gobernantes españoles inauguraron a fines del siglo XVII, una nueva táctica para ablandar la resistencia de los indios. Ella consistía en el envío de comerciantes a la zona sur con el fin de interesar a los mapuche en el intercambio de productos. Los españoles, incapaces de derrotar militarmente a los indígenas, procuraron conquistarlos por la vía comercial. Estos comerciantes, además de obtener pingües ganancias en el intercambio de productos europeos por ganado y trabajos de artesanía fabricados por los aborígenes, debían tratar de corromper a los caciques con dinero y regalos y promover el alcoholismo mediante la introducción masiva de vinos y aguardientes. Los españoles buscaron también acuerdos por separado con las tribus, tratando de sembrar la discordia entre ellas, para lograr la división del pueblo mapuche, cuyo espíritu de unidad se había mantenido inalterable hasta entonces. El abandono momentáneo de la conquista por vía militar tendía a amortiguar la resistencia indígena; de este modo, los mapuche se encontrarían sin un enemigo visible, sin un Ejército contendor que los obligara a cerrar filas en defensa de su territorio, como había sucedido durante los siglos XVI y XVII. La nueva táctica obtuvo algunos de los resultados que perseguían los españoles. Los aborígenes comenzaron a interesarse en el intercambio comercial, disminuyeron su preparación militar al comprobar que sus tierras no estaban amenazadas y se iniciaron las rencillas entre los jefes indígenas pehuenches, mapuche y huiliches. Las relaciones comerciales introducidas por los españoles fueron acentuando el “jefismo” del cacique o “principal”. Las autoridades y comerciantes tratan con él “como representante de la comunidad e incluso, como un símbolo, y este hecho evidentemente robustece el liderazgo”.136 Los parlamentos de paz, los entendimientos parciales y el intercambio comercial se realizaban por intermedio de estos jefes que hacían las veces de puente entre la comunidad mapuche y los españoles. Los pactos y negocios bilaterales fueron provocando desconfianza entre las comunidades. Con la introducción de las nuevas relaciones comerciales, la economía natural de los mapuche comienza lentamente a sufrir un proceso de transformación hacia una economía de subsistencia, en la que se combina la tendencia principal de autoconsumo con la venta de ciertos productos para satisfacer solo las necesidades urgentes del grupo. La imagen de que el siglo XVIII transcurrió en forma pacífica es otro de los mitos fabricadas por la historiografía tradicional para ocultar la combatividad de los pueblos indígenas y la incapacidad de los españoles para derrotarlos. Se ha llegado a sostener que los araucanos estaban en pleno proceso de desintegración en el último siglo de la Colonia. Si bien es cierto que los mapuche no conservaban el mismo grado de disciplina militar alcanzado en los tiempos de Lautaro, Pelantaru y Alejo, pudieron 136
Alejandro Saavedra. Consideraciones sobre la Cuestión Mapuche, p. 52, Pre-informe, ICIRA, 1966.
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seguir rechazando con éxito los ataques del ejército español. Como prueba de esta larga resistencia indígena, bastaría señalar que a fines de la Colonia toda la zona comprendida entre el Bío-Bío y Osorno se mantenía en poder de los mapuche. A los levantamientos de 1598 y 1655, sucede una larga serie de luchas parciales y generales. En 1672, hay un conato de rebelión general que culmina con la muerte de más de mil aborígenes. En 1676, los indios de Purén, dirigidos por el cacique Rapiman y Miguel Garrido, empleado de los jesuitas que se pasa a las filas mapuche, infligen más de 40 bajas a los españoles. Durante el siglo XVIII se producen los levantamientos generales de 1723 y 1766. La rebelión de 1723 fue pacientemente preparada a lo largo de ocho años. Los españoles trataron de hacerla abortar apresando en 1715 a 80 jefes indígenas, 4 de los cuales fueron condenados a la horca y el resto a trabajos forzados. A raíz de este proceso “se renovó una curiosa disposición que se había ejecutado en otras circunstancias análogas: se prohibió a los indios de servicio andar a caballo para impedir que se comunicaran entre sí y que confabulasen sus planes de revuelta”.137 Las autoridades procuraron impedir la rebelión mediante un Parlamento efectuado en Tapihue en 1716. No obstante, el levantamiento fue precipitado por los abusos cometidos por Manuel de Salamanca que había sido nombrado maestre de campo general del reino en 1721. Salamanca vendía los destinos de capitanes amigos, especie de subdelegados o jueces de las reducciones de indios. Estos agentes, seguros de la impunidad, al paso que servían a los intereses del maestre de campo comprando para éste los ganados de los indios en las fiestas y borracheras en que los engañaban miserablemente, eran los únicos negociantes autorizados para comerciar con ellos, imponían el precio que querían a las mercaderías que les vendían, y les arrebataban de un modo u otro a sus hijos y mujeres para negociarlos como sirvientes, y casi podría decirse, como esclavos en Concepción.138
La rebelión, dirigida por el cacique Vilumilla, estalló el 9 de marzo de 1723 en Purén, con el asalto a la casa de Pascual Delgado, uno de los capitanes más odiados por los indios. La llegada de refuerzos españoles desde Concepción obligó a los indios a replegarse, pero rápidamente tomaron la contraofensiva, llegando en sus incursiones al norte del río Laja. Barros Arana señala que los araucanos “mantenían la incomunicación entre los fuertes españoles al paso que evitaban con singular destreza todo combate que pudiera serles funesto”.139 “Los indios –dice el jesuita Enrich– se llevaron cuarenta mil vacas de las haciendas situadas entre la Laja y Chillán. Buena parte tendrían en esta pérdida los colegios de la Compañía”.140 El ejército español, compuesto de 4.000 137 138 139 140
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Barros Arana, op. cit., Tomo VI, p. 28. Ibid., VI, p. 30. Ibid., VI, p. 39. F. Enrich, op. cit., Tomo II, p. 126.
hombres, se vio obligado a abandonar Nacimiento, Colcura, Arauco, Tucapel, Purén, etc., y a construir fuertes en la ribera norte del Bío-Bío. Una vez más la zona sur quedaba en manos de los mapuche. A pesar de que algunos historiadores como Encina han tratado de aminorar los alcances de esta rebelión, los relatos de Jerónimo Pietas en el tomo I de los documentos de Gay y las crónicas de Miguel de Olivares y de Carvallo y Goyeneche, además de las noticias que registra José Toribio Medina en las Cosas de la Colonia, demuestran que el levantamiento fue adquiriendo mayores proporciones a medida que se sumaban a la lucha los pehuenches de la región cordillerana y los huiliches de la zona sur. Una apreciación de la magnitud del levantamiento de 1723 fue hecha por el Gobernador Cano de Aponte a la Real Audiencia: “Excede la sublevación a la de 1655, porque desde Bío-Bío hasta Valdivia, de mar a cordillera, no hay reducción ni en particular amigo indio alguno de confianza en quien fundar la menor seguridad”.141 Basado en el resultado de este levantamiento, el gobernador Cano de Aponte reafirmó la nueva orientación táctica: consolidar la cadena de fuertes de la ribera norte del Bío-Bío, sin pretender, como Alonso de Ribera en el siglo XVII, reanudar la conquista militar de Arauco. La resistencia indígena debía ser amortiguada a través del contacto comercial, del alcohol, de las intrigas para dividir al pueblo mapuche de los pehuenches y huiliches. A mediados del siglo XVIII, las autoridades españolas trataron de acelerar la conquista “pacífica” de los mapuche, mediante la creación de “pueblos de indios”. En el Parlamento de Nacimiento, celebrado el 18 de noviembre de 1764, para tratar esta materia, los caciques se mostraron recelosos ante las nuevas proposiciones de sus tradicionales enemigos. Cuando las tribus acordaron rechazar la idea de “reducirse a pueblos”, los españoles apresaron a los caciques Curiñancu y Duquihuala. Posteriormente, fueron asesinados cuatro caciques que viajaban como emisarios a Santiago para expresar al gobernador su rechazo al plan de construir “pueblos de indios”. Las autoridades españolas ordenaron penetrar en Arauco a tres cuerpos del ejército para fundar “pueblos” en Angol, Mininco y Huequén. Los mapuche respondieron con el levantamiento general de 1766. El 25 de diciembre, los indios dirigidos por Curiñancu incendiaron las casas e iglesias que habían edificado las tropas al mando del maestre de campo Salvador Cabrito. En sucesivos combates lograron derrotar a los españoles y apresar a varios jefes. El gobernador Guill y Gonzaga, alarmado por las proporciones que iba adquiriendo la rebelión, prometió a los indios abandonar el proyecto de fundar “pueblos” y retirar de la zona al Ejército, a condición de que los indios no atacaran los fuertes situados al norte del Bío-Bío.
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J.T. Medina. Cosas de la Colonia, 2ª serie, p. 321, Santiago, 1910.
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Esta tregua fue alterada cuando los pehuenches, encabezados por el cacique Lebián, arrasaron la isla La Laja a fines de 1769. Unos cuatro mil indios derrotaron nuevamente, el 3 de diciembre de ese año al maestre de campo Salvador Cabrito, provocando la muerte de 30 españoles. El 9 de diciembre, los pehuenches tomaban la guarnición de Santa Bárbara. La coordinación de los ataques indígenas se hizo más ostensible a medida que los huiliches se sumaban a la lucha y que los mapuche lograban superar sus rivalidades con los pehuenches, que habían sido fomentadas por los españoles. El 11 de diciembre de 1769 quedaban cortadas las comunicaciones entre Nacimiento y el fuerte de Purén. Las tropas comandadas por Ambrosio O’Higgins, luego de haber obtenido algunos éxitos parciales, fueron cercadas en Antuco el 1 de enero de 1770, dejando en el campo de batalla 14 muertos y 80 heridos. La Real Audiencia, preocupada del giro que iba tomando la rebelión, solicitó ayuda a Cuyo y Buenos Aires. En esos momentos críticos para los españoles, llegó un refuerzo de 600 soldados de infantería desde España al mando de Francisco Javier de Morales, que venía como gobernador de Chile. No obstante, los mapuche lograron derrotar a estas fuerzas experimentadas en la cuesta de Marigüeñu. Los mapuches, advirtiendo que de los tres ejércitos que los cercaban, éste era el más débil, se dirigieron contra él a marchas forzadas. Izquierdo, que estaba recién llegado de España y que no tenía idea del empuje militar de los indios, viéndolos sin armas de fuego, en vez de esperarlos en sus posiciones, los acometió con los 200 milicianos y soldados de línea que comandaba el 21 de septiembre de 1770. El choque fue horroroso. Los mapuche pelearon como en sus mejores días y batieron completamente a los 200 españoles.142
En 1774, el presidente Jáuregui propuso un Parlamento que finalmente se realizó en Tapihue; al mismo tiempo, nombró a Ambrosio O’Higgins para que se hiciera cargo de la dirección del ejército de la frontera. El nuevo jefe, que conocía la notable capacidad militar de los mapuche a lo largo de varias campañas, en lugar de lanzarse a la ofensiva abierta, prefirió retomar: “La política que Lazo de la Vega y otros gobernadores habían ensayado con gran éxito: la de explotar las rivalidades internas de las tribus, para deshacerse de los adversarios más peligrosos y debilitar el poderío mapuche sirviéndose de unos caudillos contra otros. Obtuvo que los propios indios le entregaran al peligroso mestizo Mateo Pérez, y le colgó de la horca. Minó el poder del cacique Lebián, generalísimo de los pehuenches”.143 Mientras tanto, la zona de Valdivia y Osorno seguía en manos de los huiliches. Lázaro de la Ribera, enviado por el Virrey del Perú para hacer un estudio de la isla de Chiloé, comentaba en 1778: 142 143
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F. Encina, op. cit., Tomo IV, p. 595. Ibid., IV, pp. 614-615.
Es cierto que los belicosos indios de Osorno ocupan este terreno y no será extraño que hagan todos los esfuerzos posibles para embarazar el paso por sus tierras. El año de 1759 dieron un ejemplo de su audacia, haciendo retroceder a 190 valdivianos que se habían avanzado hasta Río Bueno […] Por más que se esfuercen los partidarios de la reconquista de los indios en facilitar la empresa con las armas en la mano, se debe convenir en que el terreno inmenso que ocupan, además de proporcionarles innumerables retiradas, los ponen en estado de aniquilar y destruir nuestras fuerzas porque nuestra constitución es tal, que nunca estaríamos más expuestos que cuando lográsemos hacer retroceder a estos bárbaros 20 ó 30 leguas.144
Las diversas medidas adoptadas por los gobernantes españoles para doblegar la tenaz resistencia indígena, testimoniada también por los cronistas y viajeros de la época, constituyen un rotundo mentís a los historiadores que han pretendido disminuir la magnitud e importancia de las rebeliones indígenas de los siglos XVII y XVIII, basados en una supuesta decadencia y desintegración del pueblo mapuche. El relato de Thaddaeus Haenke, científico alemán que llegó a Chile en 1793, demuestra el grado de combatividad en que se mantenía la rebelión indígena a fines del siglo XVIII. Las naciones Araucanos, Vilches y Pehuenches –dice Haenke– escogieron para la guerra los más robustos y esos opusieron a sus enemigos, conservando aún su disciplina militar, a que debieron espíritu de arrojo más que a su número que a veces fue igual, y algunas inferior. Forman el cuadro y algunas otras formaciones; se arman de grandes lanzas con que al modo de la falange macedonia oponen una muralla de picas a la caballería en las alas a semejanza de otras naciones antiguas y modernas, para que sostenga la infantería, puede rodear al enemigo, o bien cubrir la retirada de los suyos(…) Acostumbran no presentar batallas formales si no atacar en pelotones, emboscadas, asaltos y correrías repentinas que llaman Malocas, con cuyo método cansan y destruyen al enemigo sin tanto riesgo suyo (…) El mantenimiento de las tropas es en las guerras europeas el artículo más dificultoso; pero el guerrero Chilense lleva todas sus minuciones de boca con una bolsa llena de harina de habos o cebada, y con su huampar o vaso de cuerno (…) Son tan diestros estos Indios en montar a caballo, que con dificultad se les puede matar o herir con las armas de fuego; se les ve unas veces como totalmente caídos del caballo ya por uno y por otro lado, escondidos debajo de la barriga o tendidos encima. Últimamente no hay para ellos escollos, ríos ni bosques en donde no hagan andar y correr los caballos. Sería muy difícil a un europeo escapar del furor de un indio irritado, y aun quando les cuelguen las tripas, si no han recibido un golpe mortal arremeten, y no hay que esperar que cedan hasta tanto que son muertos.145
A lo largo de dos siglos y medio, la guerra de resistencia desarrollada por los mapuche en defensa de su tierra, se fue convirtiendo en una guerra social de carácter 144
145
Lázaro de la Ribera. “Informe al virrey de Lima”, publicado por Nicolás Anrique. Cinco relaciones jeográficas e hidrográficas que interesan a Chile, p. 54, Santiago, 1897. T. Haenke, op. cit., pp. 135-137.
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total, y generalizada a la mayoría de los indígenas oprimidos por los conquistadores, en la que participaban no solo las tribus de Arauco, sino también los huiliches de la zona valdiviana y los pehuenches de la región cordillerana. En los levantamientos generales, se combinaba la insurrección de las tribus con la rebelión de los indios explotados en los lavaderos de oro, minas y fundos, transformándose así la guerra de resistencia tribal en una guerra que revestía caracteres de lucha social. A esta lucha se fueron incorporando numerosos mestizos (Prieto, Jerónimo Hernández, Alonso Díaz, Esteban de la Cueva, Lorenzo Baquero, Mateo Pérez y el incomparable Alejo), e inclusive algunos españoles y curas. Ciertos datos indican que también varios negros se pasaron a las filas mapuche. Mellafe señala que “el caso más interesante que conocemos de la presencia de mestizos de color entre los indios de guerra es el de los hermanos mulatos Dionisio y Sebastián del Castillo”.146 Refiriéndose a la rebelión de 1655, el procurador de la Compañía de Jesús, Lorenzo de Arizabalo, en carta al rey Felipe IV, manifestaba que “el golpe de rebelión fue tan grande, el eco que llegó a la ciudad de Santiago, Coquimbo y Quillota, fue tan ruidoso que determinaron confederarse los negros con los indios y acabar totalmente con los españoles”.147 Aunque haya cierta exageración en el relato del cronista, refleja la extraordinaria repercusión social que provocaba la guerra de Arauco en los oprimidos de zonas tan alejadas del teatro de las operaciones bélicas, como Santiago y Coquimbo. Los mapuche no se limitaron a preparar levantamientos simultáneos de las tribus que habitaban al sur del Bío-Bío, sino que trataron de coordinar sus luchas con los pehuenches y los indios de la pampa argentina. Entre los indígenas de la zona argentina y chilena existía una conexión importante, que aún no ha sido estudiada exhaustivamente por los historiadores. Un trabajo de investigación sobre este tema podría arrojar nuevas luces acerca de la capacidad de los indígenas para unirse en su lucha contra los españoles, por encima de las relativas fronteras naturales y más que todo convencionales. Es interesante anotar que los indios de Salta, Tucumán y La Rioja, que se rebelan en 1630, buscan el contacto inmediato con los indios huarpes de San Juan y Mendoza, cuyo levantamiento estalla en 1632. En esa época, Cuyo pertenecía a la Capitanía General de Chile y, como hemos visto en el capítulo III, los indios huarpes eran importados masivamente por los encomenderos chilenos para el trabajo en las minas y los fundos. En 1655, aparece en Tucumán, proveniente de Chile, el andaluz Pedro Bohórquez, que había encabezado la rebelión de los calchaquíes, y se decía heredero de los incas. Bohórquez prometió la libertad de los indios enmendados del Tucumán, logrando acaudillar un levantamiento que se prolongó durante varios años. En 1661 se produjo 146 147
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R. Mellafe. La introducción de la esclavitud, op. cit., p. 101. Miguel de Olivares, op. cit., p. 12.
un nuevo levantamiento de los huarpes en combinación con indios de la zona chilena. Miguel Olivares, en su relato del levantamiento araucano de 1655, comenta que “los puelches levantaron la gente de la otra banda de la cordillera, que va a las pampas, y convidaron a Tinaqueupu que les ayudase y lo llevarían a Mendoza y Córdoba, que estaba sin defensa”.148 El análisis de algunas cláusulas de los parlamentos y ciertas resoluciones de las autoridades españolas, indican que existía una coordinación entre los mapuche, los pehuenches y los indios de la pampa argentina. Por ejemplo, en el Parlamento en 1746, realizado en Tapihue, se incluyó una cláusula nueva: la de que los mapuche “no acompañasen a los indios pampas, ni otros cualesquiera de la opuesta banda de la cordillera, en las correrías con que ofenden y destruyen a los habitantes y residentes en las inmediaciones de Buenos Aires, y generalmente a los que trafican aquella carrera o habitan nuestras poblaciones de la provincia de Cuyo”.149 Este contacto permanente entre los indios de una y otra banda de la cordillera de los Andes inquietaba a tal punto a los españoles, que el gobernador Guill y Gonzaga planteó, el 1 de mayo de 1767 en carta al Rey, la necesidad de desarrollar “un plan sostenido de operaciones en combinación con el gobierno de Buenos Aires”.150 Basados en las experiencias de Lautaro, Pelantaru y Alejo, los mapuche siguieron practicando durante los siglos XVII y XVIII un tipo de guerra móvil combinada con guerra de guerrillas. La guerra móvil, una variante de guerra irregular, consistía en el desplazamiento a grandes distancias de masas de indios que atacaban, se dispersaban y volvían a reagruparse para atacar en diversos frentes móviles de operaciones. Esta guerra móvil estaba combinada con algunas tácticas guerrilleras; en la mayoría de los casos, los indios no presentaban combate abierto al ejército español, sino que lo hostigaban con incursiones esporádicas tendiéndole emboscadas; hacían falsos ataques y retiradas inesperadas, con gran movilidad y sorpresa, cambiaban de frente, evitaban el cerco, fatigaban y terminaban aislando a los destacamentos españoles. Los mapuche comprendieron, desde los tiempos de Lautaro, que no era conveniente limitar la lucha a una zona delimitada, sino que debían extenderla a amplios frentes. Así surgió la guerra móvil, a cuyo servicio estaban las tácticas guerrilleras. Sin embargo, los araucanos no superaron la etapa de la defensa activa y de la contraofensiva esporádica. Quizá sus condiciones de existencia material no les permitieron pasar a la ofensiva estratégica tendiente a derrotar en forma definitiva al Ejército español. Se limitaron a defender su zona del Bío-Bío al sur, y a rechazar los ataques del enemigo. En tal sentido, cumplieron ampliamente el plan de defensa activa: a fines de 148 149 150
Ibid., p. 26. Citado por Encina, IV, p. 528. Ibid., IV, p. 582.
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la Colonia, después de dos siglos y medio de resistencia, los mapuche conservaban las tierras que tenían antes de iniciarse la conquista española.
*De la página 254 a la 262 del presente tomo analizamos la nueva táctica española en la guerra contra los mapuche consistente en edificar líneas de fuertes, “pueblos de indios”, acelerar el intercambio comercial y celebrar Parlamentos. Demostramos que, a pesar de que esa táctica estuvo destinada a amortiguar la Resistencia, los mapuche promovieron grandes levantamientos generales. Hay autores, como Sergio Villalobos, que ignorando olímpicamente las grandes rebeliones mapuche de 1598, 1655, 1672, 1723, 1766 y 1769 –probadas inequívocamente por los especialistas– se permiten afirmar que los siglos XVII y XVIII fueron pacíficos: “La gran preocupación de épocas anteriores, la lucha contra el indígena, deja de tener importancia en el siglo XVIII (…) La situación había variado con el correr de los años e inútilmente se buscaría ahora el esfuerzo bélico y la preocupación de la sociedad por la guerra de Arauco”.151 Sin entrar a polemizar acerca de que “Sociedad” sería sólo la española, negando esa calidad a la mapuche, es evidente que Villalobos hace “pura ideología”, es decir inversión o deformación de la realidad, y menguada historia real, al poner un acento pacifista que nada tiene que ver con la verdad. Escribe sobre la guerra, pero es sugerente que no defina el carácter ni las dimensiones del enfrentamiento armado entre la sociedad hispana y la mapuche, una de las guerras más prolongadas de la Historia, en la cual hubo una combinación de guerra de guerrillas con guerra móvil en un escenario de centenares de kilómetros. Para dejar impoluto su enfoque ideologizante, Villalobos no solo deja de mencionar los 5 levantamientos generales mapuche del período analizado, sino que ni siquiera menciona a Pelantaru, Rapiman, Vilumilla, Curiñamcu, Lebián y otros notables toquis. En fin, para juzgar la probidad científica de este autor bastaría con señalar que en el tomo I de su Historia de Chile dedica dos páginas a la guerra de Arauco y en el tomo II solo 4 páginas a una guerra de Resistencia que casi no tiene parangón en la Historia Universal. En cambio, son serias las investigaciones recientes de Leonardo León, quien hace un esfuerzo encomiable por interpretar lo que efectivamente sucedió, sin hacer ideología pacifista ni minimizar la Resistencia mapuche. Pone de manifiesto la expansión mapuche hacia las pampas argentinas en el siglo XVIII para cazar ganado cimarrón y de * 151
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Agregado por el autor con posterioridad a la edición de 1969 (N.E.). S. Villalobos, O. Silva, F. Silva y P. Estelle. Historia de Chile. Ed. Universitaria, Santiago, 1974, tomo II, p. 289.
las estancias de Mendoza, San Luis, Córdoba y Buenos Aires, en operaciones llamadas “malocas”,152 ganados que vendían en los mercados de la frontera interior de Chile. León afirma sin ambigüedades que “el conflicto hispano-indígena no desapareció, solamente fue reemplazado por la furia del guerrero del malón que, montado en excelentes caballos, cubierto de coseletes y armado de cuchillo, asolaba las haciendas y villas”.153 El mismo autor señala que los Parlamentos entre autoridades españolas y mapuche continuaron siendo “la instancia en que se sancionaban viejos tratados y se formulaban nuevas promesas. Pero también se convirtieron en un evento formal que reconocía la independencia y señorío de los caciques al sur del río Bío-Bío, durante el cual quedaba demostrada una vez más la incapacidad de la monarquía de extender su poder hacia las tierras en poder de los indígenas”.154 En síntesis, León llega a la conclusión de que “el quiebre de la coexistencia fronteriza causado por el malón de Curiñamcu en 1766 y la guerra hispano-indígena de 1769-1771 demostraron que los araucanos renovaron sus energías militares”.155 En el Parlamento de Quilín, celebrado el 6 de enero de 1641, los españoles reconocieron –al menos en palabras escritas– la autonomía del pueblo mapuche y su territorio al sur del Bío-Bío. La paz de Quilín –afirma Bengoa– tuvo gran importancia para los mapuche, ya que “todos los parlamentos posteriores se basarán en lo allí acordado: frontera en el Bío-Bío y territorio independiente, comprendidos entre el Bío-Bío y el Toltén. Se constituyó éste en un territorio no perteneciente a la Capitanía General de Chile, relacionado directamente –como nación independiente– con la Colonia”.156 En el Parlamento de Negrete, realizado el 13 de febrero de 1726, se volvió a reconocer el carácter independiente del territorio mapuche al sur de la frontera del río Bío-Bío. No obstante, los españoles violaron reiteradamente estos acuerdos.
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Leonardo León S. “Las invasiones indígenas contra las localidades fronterizas de Buenos Aires y Chile, 1700-1800”, Boletín Americanista, Nº 36, Universidad de Barcelona, 1987, pp. 75-76. Leonardo León. Borbones, araucanos y criollos. Nota Nº 1, Universidad de Chile, mimeo, p. 2; del mismo autor: El malón de Curiñamcu. El surgimiento de un cacique araucano, ponencia a la Conferencia de Latinoamericanistas, Universidad de Warwick, 1985, reeditada en Proposiciones, Nº 19, Ed. SUR, 1990. Leonardo León. Borbones, araucanos y criollos, op. cit. Nota Nº 7, 1992. Ibid. Nota Nº 3, p. 17. José Bengoa. Historia del Pueblo Mapuche. Ed. SUR, Santiago, 1988, p. 33.
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capítulo vi La lucha intercapitalista y las reformas borbónicas
El capitalismo europeo, en franca etapa manufacturera desde el siglo XVII, necesitaba nuevos mercados para la colocación de su creciente producción industrial. Los países de mayor desarrollo capitalista, como Francia e Inglaterra, no solo anhelaban metales preciosos de las colonias, sino también materias primas abundantes y baratas y nuevos compradores de sus artículos elaborados, porque comprendieron antes que España que el progreso económico debía estar basado en el desarrollo industrial y no preferentemente en la acumulación de metales preciosos. El mercantilismo, teoría económica del capitalismo en su etapa manufacturera, se regía por el principio de que un país es rico cuando vende más de lo que compra. La teoría mercantilista es, además, una teoría del colonialismo. El llamado “pacto colonial” significa que las colonias producen determinados artículos que la metrópoli necesita, recibiendo de ésta todo lo que requieren para la subsistencia de la población colonial. Lógicamente, no permitirá por este “pacto” que las colonias desarrollen producciones que la metrópoli no necesita o que ella posee.157
La necesidad de exportar productos industriales y de apoderarse de nuevas fuentes de materias primas, condujo en los siglos XVII y XVIII a una lucha intercapitalista por el dominio del mundo colonial. España y Portugal, imperios vastos pero con enormes debilidades y contradicciones internas, fueron el blanco preferido de las nuevas potencias europeas en ascenso: Inglaterra, Francia y Holanda. Al principio, los ataques a las colonias hispanoamericanas fueron efectuados por negociantes, marinos y aventureros particulares. Era la época de auge de los corsarios y piratas. Los gobiernos de Holanda, Francia e Inglaterra no tuvieron entonces una participación directa y desembozada en estas incursiones, aunque las apoyaron en forma sigilosa. La política de expansión colonial de estos países se va configurando recién a lo largo del siglo XVII. Las armadas navales son reforzadas para lograr el dominio del mar y asegurar el tráfico comercial. Se inician las guerras por el control de las colonias. El plan de expansión colonial se centraliza con la fundación de grandes 157
Julio Le Riverend. Historia Económica de Cuba, p. 54, La Habana, 1965.
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compañías de comercio. Estas compañías afianzan su actividad económica mediante la guerra y la conquista de nuevos territorios; financian ejércitos coloniales y ejercen, con el auspicio de las metrópolis, el gobierno de las zonas colonizadas como si fueran estados formalmente constituidos. Las primeras compañías de comercio fueron organizadas por la burguesía comercial holandesa, cuyo Banco de Ámsterdam había logrado concentrar cuantiosos capitales que permitieron el financiamiento de poderosas empresas marítimas. Holanda, que se había liberado del Imperio español en 1648, después de la Guerra de los Treinta Años, logró arrebatar a Portugal el monopolio comercial de Asia y la zona azucarera del Norte de Brasil. Fundó la Dutch West India Co. para el comercio con América, así como había fundado para el Asia una compañía similar. Este Imperio basado en la actividad comercial, fue desplazado en el siglo XVIII por las potencias que otorgaron mayor preponderancia al proceso de industrialización.158 Desde el reinado de Luis XIV, la monarquía francesa entra a jugar un papel decisivo en la disputa de los mares, del comercio y las colonias. Richelieu, Mazzarino y especialmente Colbert, promueven la creación de numerosas compañías de comercio, entre ellas la Compagnie de la Mer du Sud. La burguesía francesa comprendió rápidamente que una de las cuestiones claves de su programa de expansión económica residía en el control del mundo colonial. Para sus ministros más destacados, la colonización “deja de ser un simple asunto comercial y adquiere un carácter francamente político”.159 Los franceses organizan compañías de comercio más poderosas y permanentes que las holandesas, poniendo mayor acento en la conquista y explotación de nuevos territorios. Sin embargo, al declinar el siglo de Descartes, Francia pierde la preponderancia mundial. Su derrota ante Inglaterra en 1701 significa el comienzo de la crisis del imperio colonial francés de esa época, imperio que 150 años más tarde resurgirá con la conquista del Norte de África, Medio Oriente y Sudeste Asiático. Inglaterra, a principios del siglo XVIII, emerge de la guerra por la sucesión del trono de España como la primera potencia mundial, reina de los mares y del comercio colonial. La progresista revolución burguesa de Cromwell había logrado consolidar el proceso anti-feudal iniciado siglos antes con la expropiación de las tierras de la Iglesia y la formación de un capital nacional favorecido por medidas proteccionistas y por la expulsión de los comerciantes de la Liga Hanseática. Inglaterra, asentada en el vigoroso desarrollo de su industria, acomete resueltamente la conquista del mundo, logrando desplazar en el siglo XVIII al resto de las potencias europeas. Sus 158
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“La historia del colapso de Holanda como nación comercial dominante es la historia de la supeditación del capital comercial al capital industrial” (Carlos Marx. El Capital, Tomo III, Vol. I, p. 401, ed. citada). Georges Hardy. Histoire de la Colonisation Française, p. 34, París, 1943.
exportaciones aumentaron de 2.487.435 libras esterlinas en 1613, a 6.477.402 en 1700, cifra que se duplicó aproximadamente de 1700 a 1800. Un tratado con Portugal, en 1642, le permitió abrirse camino en América Latina; pocos años más tarde conquista Jamaica. La paz de Utrecht (1714) formaliza el intenso tráfico de esclavos negros en América y otorga nuevas franquicias que facilitan la penetración comercial inglesa en las colonias hispanoamericanas y portuguesas. Al decir de Reynolds, “todo el oro del Brasil fue a parar al Támesis”. Las sucesivas guerras en las cuales triunfan sobre Holanda, España y Francia y, especialmente, el impulso de su revolución industrial, aseguraron la preponderancia mundial de Inglaterra a partir del siglo XVIII.
Repercusión en Chile de la lucha intercapitalista mundial Las incursiones de piratas y corsarios y, sobre todo, el comercio de contrabando, fueron las principales consecuencias de la lucha intercapitalista de las potencias europeas por el control del mercado colonial. Francis Drake, pirata convertido en “Sir” por la gracia de la Reina Isabel, fue uno de los primeros en incursionar por las costas chilenas. En su viaje alrededor del mundo, pasó cerca de un mes, de noviembre a diciembre de 1578, por nuestros puertos, logrando apoderarse en Valparaíso de un buque proveniente de Valdivia que transportaba una partida de oro, cuyo monto algunos autores estiman en veinte mil pesos y otros en sesenta mil.160 Diez años más tarde, otro inglés, Thomas Cavendish, trató de seguir el mismo derrotero de Drake, pero fue rechazado en la Isla Mocha y en Quintero. En 1599, los holandeses enviaron una fuerte expedición compuesta de 5 barcos y 547 tripulantes, financiada por ricos comerciantes de Rotterdam que habían creado la “Compañía de Magallanes”. Después de sufrir incontables peripecias en la zona de los canales fueguinos, llegaron a la isla Mocha, donde trataron de ganarse el apoyo de los indios mediante la entrega de armas y vistosos regalos; uno de los jefes de esta flota, Baltasar Cordes, obtuvo cierto respaldo indígena al desembarcar en Chiloé. La expedición que le sucedió tres meses después venía al mando de Van Noort y estaba integrada por 4 naves y 248 hombres; atacó Valparaíso y Huasco, logrando apresar 5 barcos españoles. En 1623, Jacobo L’Hermite, financiado por la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, llegó a la isla Juan Fernández con una escuadra formada por 11 buques, 294 cañones y 1.600 hombres; aunque no pudo conquistar ninguna zona, ocasionó graves perjuicios al comercio español mediante el bloqueo de El Callao. Veinte años más tarde, los holandeses, aprovechando que España estaba en guerra con Francia, procuraron nuevamente controlar el comercio del Pacífico; la expedición, encabezada por Enrique Brouwer, gobernador de las posesiones holandesas de la India, 160
B. Vicuña Mackenna. Historia de Valparaíso, p. 68, Tomo I.
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logró ocupar Chiloé en 1643 y derrotar a la guarnición española de Carelmapu. A raíz de esta expedición holandesa, que puso en peligro el dominio español del Pacífico sur, el Virreynato del Perú se hizo cargo de la defensa de la ciudad de Valdivia. A fines del siglo XVII, recrudecieron las incursiones de los piratas y corsarios ingleses. Bartolomé Sharp, luego de pasar por Panamá y Perú, desembarcó en Coquimbo el 3 de diciembre de 1680; al no obtener el pago de un rescate por valor de 95.000 pesos, puso fuego a la ciudad de La Serena. Posteriormente, la expedición de Eduardo Davis mantuvo en jaque al comercio español del Pacífico durante cuatro años, apoderándose de un botín cercano a los cinco millones de pesos. En esa época, los piratas habían escogido como zona de refugio la isla Juan Fernández; allí se abastecían y planeaban los saqueos y las incursiones contra los puertos y los buques españoles. Durante el siglo XVIII, la penetración e influencia de Inglaterra y Francia en las colonias hispanoamericanas se hizo preferentemente por vía del contrabando. El contrabando fue organizado por los gobiernos de dichas potencias y se convirtió para los ingleses “en una empresa nacional, y aún quizá en la empresa nacional por excelencia conducida sistemáticamente, continuada desde 1715 sin interrupción”.161 El volumen de este “intérlope” o comercio de contrabando ejerció una influencia apreciable en el desarrollo económico de Chile colonial. La venta “ilegal” de oro, plata, cobre y productos agropecuarios a los comerciantes extranjeros dinamizó la economía colonial, contribuyendo al enriquecimiento de la burguesía. En el siglo XVIII, una parte de la producción, especialmente minera, estaba destinada al contrabando. Este comercio fue practicado en gran escala por Francia, hacia 1700, con una relativa tolerancia de las autoridades coloniales, que no se atrevían a tomar medidas drásticas contra los comerciantes de un país que en ese momento era aliado de España en su guerra contra Inglaterra. A Chile llegaron numerosos barcos provenientes de Saint-Malo, a cuyos armadores Luis XIV había concedido el privilegio del comercio con América. La mayoría de estos buques anclaron en Talcahuano, llegando a construir en Concepción una colectividad de comerciantes franceses. El viajero Amadeo Francisco Frezier relata en sus memorias que durante 1713 y 1714 entraron a Talcahuano quince naves francesas con 2.600 hombres. A pesar de algunas prohibiciones de los gobernadores, los criollos y los propios españoles residentes en Chile hospedaron en sus casas a los franceses con quienes hacían el comercio de contrabando; y cuando la oportunidad era propicia, procuraron estrechar los lazos socioeconómicos mediante el casamiento de hidalgos franceses con criollas agraciadas en todo caso por buenas dotes. Los comerciantes de Saint-Malo llegaron a ejercer cierta influencia en la economía y la sociedad coloniales. En las actas del Cabildo de La Serena consta que en 1720 fondearon en la bahía de 161
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P. Muret y P. Sagnac. La preponderancia inglesa, p. 298, México: Ed. Minerva, 1944.
Coquimbo tres barcos franceses con los que algunos vecinos entablaron relaciones comerciales.162 El oro y la plata que los comerciantes galos se llevaron de América constituyeron una fuerte inyección para la economía francesa que atravesaba por una aguda crisis financiera en la primera década del siglo XVIII. El abate Molina señalaba que “los franceses, en virtud de la susodicha guerra de sucesión, se encargaron de todo el tráfico externo de Chile desde 1707 hasta 1717. Los puertos estaban llenos de sus bastimentos. Ellos se llevaron sumas increíbles de oro y plata”.163 Y no solo se llevaron grandes cantidades de metales preciosos, sino que también saturaron el mercado con sus productos manufacturados. El gobernador Juan Ustáriz, “que era más aplicado a la mercancía que a la milicia”, hizo importantes negocios con los contrabandistas franceses, cobrándoles un 65% sobre las ventas de las mercaderías introducidas ilícitamente o adquiriendo directamente mercancías en los barcos franceses, como el “Notre Dame de L’Assomption” y el “Saint Jean Baptiste”, que le vendieron 30.000 pesos en lencerías y 138.000 pesos en ropa, respectivamente. Esta última adquisición, hecha por él en persona, fue motivo de una vasta especulación; como a la sazón el reino de Chile se encontraba abundantemente provisto de mercancías francesas, Ustáriz decidió realizar su venta en el Perú, donde podrían obtenerse mejores precios; para ello, en lugar de desembarcar el cargamento, lo mantuvo a bordo y llegó al acuerdo de que junto con varios agentes suyos, fuese trasladado a la costa peruana. Así se hizo; una parte fue bajada en Arica y conducida hasta Arequipa, donde fue vendida; la otra parte fue desembarcada en Cobija y llevada a Potosí, donde un sobrino del presidente corrió con la venta.164
Después del Tratado de Utrecht (1714), los ingleses redoblaron el contrabando en las costas latinoamericanas. España se vio obligada por ese Tratado a conceder a Inglaterra el comercio negrero por 30 años y permiso para que un navío inglés de 500 toneladas concurriera a las ferias de Portobello y Veracruz. El comercio de Inglaterra con la América Meridional adquirió tanta importancia, que en 1789 se publicó en Londres un folleto en portugués sobre los productos que podrían intercambiarse, con el título de “Traducçao de huma relaçao dos generos, e fazendas propias do consumo da colonia do Rio da Prata, reino de Perú e presidencia do Chili”, que se decía traducido de periódicos ingleses.165 Las exportaciones inglesas a América, excluidas las Indias Occidentales y EE.UU., aumentaron de 1.446.136 libras esterlinas en 1805 a 7.303.294 en 1810. 162 163
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Domingo Amunátegui S. El Cabildo de La Serena, p. 88, Santiago. Juan Ignacio Molina. Historia Civil del Reino de Chile, p. 307, Colec. de Historiadores de Chile, Tomo XXVI, Santiago, 1901. Sergio Villalobos R. Comercio y Contrabando en el Río de la Plata y Chile, pp. 24-25, Buenos Aires: Eudeba, 1964. Ibid., p. 119.
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En algunas ocasiones, para sortear las medidas de vigilancia de las autoridades españolas, los barcos ingleses se hacían pasar por norteamericanos. La monarquía española, que había apoyado la independencia de Estados Unidos, tenía cierta tolerancia para los barcos de esta bandera que incursionaban en el sur del Océano Pacífico. Bajo el pretexto de la caza de la ballena, los norteamericanos fueron estableciendo vínculos comerciales con las colonias hispanoamericanas. Según Eugenio Pereira, de 1788 a 1810 el Pacífico Sur fue surcado por 257 barcos norteamericanos.166 En 1803, Martínez de Rozas comunicaba desde Concepción que habían entrado a Talcahuano cinco buques norteamericanos, dos ingleses y uno francés. Conviene recordar que los Estados Unidos de Norteamérica poseían a fines del siglo XVIII la segunda flota mercante del mundo. De 1795 a 1800, las exportaciones de ese país a Latinoamérica se cuadruplicaron, aprovechando la tolerancia de las autoridades españolas.167 Inglaterra limitó su acción al contrabando. Desde la segunda mitad del siglo XVIII, su ambicioso plan de expansión colonial la condujo a conquistar algunos territorios latinoamericanos y a alentar la independencia de estas colonias con el propósito de debilitar a España y copar los nuevos mercados para su producción industrial en ascenso. Testimonios de esta política para el caso de Chile, pueden encontrarse en las instrucciones del corsario George Anson (1740), en las declaraciones del almirante Vernon y en el plan de los comerciantes de Glasgow para apoderarse de Chile y otras colonias en 1780. A principios del siglo XIX, la industria inglesa sufrió una crisis coyuntural de sobreproducción, debido a la pérdida de algunas de sus plazas comerciales europeas conquistadas por la burguesía francesa de la era napoleónica. La necesidad de controlar los nuevos mercados de América Latina se hizo entonces más urgente para los industriales ingleses.
La declinación española La lucha intercapitalista por el mercado colonial hispanoamericano, expresada por el incremento del contrabando y la ofensiva política y militar de Inglaterra y Francia, obligó a la monarquía española a otorgar una serie de concesiones a las potencias que la habían desplazado del control de los mares y a introducir reformas en su política colonial. Las concesiones de España a Inglaterra y Francia fueron el resultado inmediato de sus sucesivos fracasos militares iniciados bajo el gobierno de Felipe II. La derrota 166
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Eugenio Pereira Salas. Buques norteamericanos en Chile a fines de la era colonial (1788-1810), Santiago, 1936. “La primera fragata americana que, saliendo del puerto de Arica, se dedicó a la pesca de la ballena, lo hizo el año 1778”. (J.T. Medina. Cosas de la Colonia, p. 188, Santiago, 1952).
sufrida en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), la sublevación de Portugal, la independencia de Holanda y las pérdidas experimentadas en sus guerras contra diversas potencias europeas, constituyen los principales acontecimientos de ese siglo XVII que marca el desplazamiento definitivo del Imperio español por las pujantes y agresivas burguesías inglesa y francesa. Las derrotas de España no hicieron más que traducir en el terreno militar la crisis estructural que se venía manifestando en la península desde fines del siglo XVI. El desarrollo de España –que en el siglo de la conquista americana atravesaba por un período progresivo de transición del feudalismo al capitalismo– había comenzado a estancarse, contribuyendo a ello la política errónea practicada por los Habsburgos. Al no favorecer el desarrollo de la industria manufacturera nacional con leyes proteccionistas, la monarquía española, en su pretendido papel de árbitro entre las clases, aplastó a su propia burguesía comercial con medidas punitivas, como la expulsión de los judíos y árabes, y la represión a los comuneros de Castilla y a las Hermandades de Valencia, y sobre todo con la aplicación de una política económica metalista que condujo a utilizar los cargamentos de oro y plata indianos en la compra de productos manufacturados europeos. La “revolución de los precios”, producida por los metales preciosos provenientes de América, desencadenó un proceso inflacionista que afectó seriamente a la industria artesanal española, ya debilitada por los elevados y numerosos impuestos al capital decretados por la monarquía. Los problemas insolutos de unidad nacional, la consolidación del latifundio y la incapacidad de los reyes para impulsar un desarrollo industrial autónomo y un sólido mercado interno, fueron las causas básicas que provocaron la declinación española. Por otra parte, los comerciantes extranjeros invadieron los mercados de la Península Ibérica, acelerando la crisis de la industria española con productos más baratos y de mejor calidad. Los capitalistas de España dejaron de financiar nuevas industrias y se transformaron en intermediarios de los productos extranjeros que les proporcionaban momentáneamente mayores ganancias y menores riesgos. Los banqueros y comerciantes alemanes e italianos, amparados por Carlos V y Felipe II, se apoderaron de importantes sectores de la economía española. La Casa de Contratación de Sevilla, que dirigía el monopolio comercial de las Indias, fue paulatinamente controlada por comerciantes extranjeros. A fines del siglo XVII, los franceses tenían fuertes intereses económicos en Cádiz. Gran parte de los dividendos del monopolio comercial no quedaban en España, sino que se los adjudicaban los empresarios europeos que habían logrado una apreciable participación en el abastecimiento de las colonias hispanoamericanas. Sancho de Moncada decía en 1610 que las nueve décimas partes del comercio con las Indias eran cubiertas por mercaderías europeas. Otro español afirmaba en 1624 que las flotas para América iban
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cargadas de productos extranjeros con rótulos españoles. En el archivo de Negocios Extranjeros de Francia existe una Memoria sobre el comercio de Cádiz con las Indias (1691), en la que consta que los franceses participaron con mercaderías por valor de 14 millones, los ingleses 7, los holandeses 10, los genoveses 12 y los españoles solamente con un máximo de 3 millones.168 La supremacía de Inglaterra y Francia sobre España, ganada primero en el terreno económico, fue consolidada más tarde en los campos de batalla. Los productos manufacturados de esas potencias llegaron al principio a las colonias hispanoamericanas por la vía legal de Sevilla y Cádiz, que los importaban y revendían a las Indias, debido al retraso de la industria española, y después por la vía del contrabando y de las concesiones que debió hacer España como consecuencia de sus derrotas militares. Las franquicias otorgadas por España a las potencias vencedoras minaron las bases del monopolio comercial que había establecido la monarquía en las colonias de América Latina.
Las reformas borbónicas Las reformas introducidas en el siglo XVIII por los nuevos reyes de España, descendientes de la casa real francesa de Borbón, constituyeron una tentativa limitada para superar la crisis del Imperio. Los reyes Borbones –Felipe V (1700-1746), Fernando VI (1746-1759) y, especialmente, Carlos III (1759-1788)– inspirados en el modelo francés y en la ideología capitalista dieciochesca, se rodearon de ministros y economistas liberales, como Alberoni, José Campillo y Cosio, el marqués de la Ensenada, el conde de Floridablanca, Aranda, Jovellanos y Campomanes. Estos economistas, influenciados por el liberalismo económico europeo, promovieron el desarrollo industrial, el comercio, la marina mercante nacional, la enseñanza técnica, etc., con la esperanza de colocar a España a la altura de los tiempos. El “siglo de oro” de la literatura económica española tuvo su mejor exponente en Pedro Rodríguez Campomanes, quien a través de sus escritos “Fomento de la industria popular” y “Educación Popular”, esbozó un plan de desarrollo económico que puede sintetizarse en uno de sus pensamientos esenciales: “Los productos manufacturados de una nación constituyen el más seguro barómetro para juzgar del progreso o decadencia de un Estado”. El “despotismo ilustrado”, nombre dado por los historiadores a la concepción política de la monarquía en el siglo XVIII, procuró en España resolver la crisis con medidas reformistas, tendientes a impulsar el desarrollo capitalista. En oposición a los escritores liberales que han magnificado la obra de la dinastía que reemplazó a los Habsburgos, opinamos que las reformas borbónicas no significaron cambios de 168
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José Larraz. La época del mercantilismo en Castilla (1500-1700), pp. 89 a 92, Madrid, 1943.
estructura en España ni en las colonias. No hubo una reforma agraria que aumentando el poder adquisitivo de los campesinos permitiera crear un sólido mercado interno. El latifundio siguió imperando en España, como signo de atraso y de la incapacidad de llevar adelante las tareas democrático-burguesas de reforma agraria, liquidación de vestigios semifeudales, etc. Carlos III trató de introducir algunas cambios en la agricultura, logrando disminuir el poderío de los ganaderos de la Mesta, pero fue incapaz de liquidar el mayorazgo y la propiedad territorial concentrada en manos de la iglesia y la nobleza. La nueva política económica procuraba fundamentalmente impulsar el desarrollo de la industria española y contrarrestar el contrabando colonial, que había provocado a España pérdidas más sensibles que los ataques de los corsarios y piratas. Estos dos objetivos estaban íntimamente ligados, puesto que la manera más eficaz para combatir la penetración inglesa y francesa en América era entregar a las colonias artículos manufacturados españoles en calidad y cantidad suficiente como para abastecer la demanda. En las colonias hispanoamericanas existía, después de dos siglos de colonización, un apreciable mercado para los productos industriales; se había incrementado el poder de compra de la burguesía criolla, que los ingleses y franceses canalizaron a través del contrabando. Los economistas liberales de los reyes borbones, convencidos de que la recuperación de España estaba en el fomento industrial, tenían pues a su disposición un mercado seguro en América. Como decía Campomanes, las colonias eran el mercado natural de las manufacturas españolas. La industria española fue favorecida con la liberación de los derechos aduaneros para la importación de maquinarias y con medidas tendientes a liquidar las corporaciones gremiales cerradas para facilitar la libre concentración de operarios. El relativo avance de la industria española no se limitó a Madrid, sino que se extendió a varias provincias. Surgieron fábricas de paños en Guadalajara y Segovia, de cristales en San Ildefonso, de algodones en Ávila, de sombreros en San Francisco. Un reciente estudio de Pierre Vilar169 destaca el florecimiento industrial en la zona de Cataluña durante el siglo XVIII; en las provincias vascongadas nace la industria metalúrgica. Valencia reafirma su autonomía monetaria ante las fluctuaciones de la moneda en Castilla; y Barcelona obtiene la libertad para comerciar con las colonias, siendo uno de los primeros puertos españoles en romper el monopolio establecido por Sevilla y Cádiz. Las reformas borbónicas se tradujeron principalmente en una nueva legislación comercial para las colonias hispanoamericanas. El sistema del puerto único (Sevilla en España y Portobello en América) y el de las flotas y galeones, imperante hasta el siglo XVII, fue reemplazado gradualmente por los “Navíos de Registro”, denominados así porque los comerciantes autorizados para el intercambio entre España y América 169
Pierre Vilar. Crecimiento y Desarrollo, p. 223 y ss., Barcelona, 1964.
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debían “registrar” su permiso y cargamento de mercaderías ante las autoridades españolas. En 1740, se permitió que los navíos de registro dieran la vuelta por el Cabo de Hornos, lo que facilitó el comercio directo de Chile con España, sin intervención del Virreynato del Perú. En 1764, se estableció un servicio de correos marítimo entre España y sus colonias americanas. En 1765, varios puertos españoles fueron autorizados para comerciar directamente con Centroamérica. En 1774, se ampliaron las franquicias para que las colonias pudieran comerciar entre sí. Estas medidas culminaron en 1778 con la dictación del “Reglamento y aranceles reales para el comercio libre de España en Indias”. Se habilitaron 33 nuevos puertos para el comercio hispanoamericano, 13 en España y 20 en América, entre ellos Valparaíso y Talcahuano. Estas medidas facilitaron la expansión del comercio español, que de un total de 171 millones de francos en 1753, aumentó en 1800 a 638 millones.170 Si bien no puede hablarse en rigor de “libre comercio”,171 ya que subsistía para las colonias la prohibición de comerciar con países extranjeros, las reformas borbónicas condujeron a un aflojamiento de los lazos monopólicos comerciales que España había impuesto desde el siglo XVI. La nueva política comercial no tenía la intención de promover o de impulsar la economía colonial, como han pretendido sugerirlo ciertos autores liberales, para quienes las reformas borbónicas fueron un “acto de justicia” de los reyes de España “preocupados” de mejorar la condición económica y social de sus súbditos americanos. La verdad es que las reformas borbónicas se hicieron fundamentalmente para favorecer la economía de la metrópoli, para enfrentar en mejores condiciones la lucha intercapitalista, para beneficiar directamente a la industria española y para morigerar las pérdidas que ocasionaba el contrabando de Inglaterra y Francia en América. Las nuevas medidas de reorganización de la Administración Pública tendieron asimismo a fortalecer a la monarquía española. La creación de la Casa de Moneda, en Chile, del Consulado de Comercio, la reforma del régimen de Aduanas y la instauración de un nuevo régimen impositivo, expresado en el reemplazo de los recaudadores particulares por funcionarios públicos,172 para la cobranza de impuestos, como 170
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C. Calvo. Anales históricos de la Revolución de la América Latina, París-Madrid, 1864. Tomo I, Cap. CVII. “En realidad, “comercio libre” significa la supresión de los privilegios de que anteriormente gozaban Sevilla y Cádiz frente al resto de la burguesía española (…) el movimiento económico artificialmente limitado a Andalucía, comenzó a extenderse al resto de España”. (M. Kossok, op. cit., p. 42). “Según se desprende de numerosos documentos –dice Hernán Ramírez– las ganancias obtenidas por quienes compraban el derecho a recaudar impuestos, eran bastante subidas y sirvieron de base a la acumulación de importantes capitales. A este respecto, vale la pena señalar que el 9 de noviembre de 1775, con ocasión de incidencias a que dio origen el proyecto de recaudar impuestos por funcionarios reales, Fermín de Necochea denunció al Virrey del Perú, Julián de Arriagada, el hecho de que un postulante a recaudador de alcabalas y almojarifazgos, intentó corromper al contador Silvestre
la alcabala y el almojarifazgo, constituyeron pasos importantes que tendían a un reforzamiento del poder colonial. Estas intenciones de la monarquía española no iban a tardar en entrar en contradicción con los intereses de la burguesía criolla. Las nuevas disposiciones comerciales promovieron un aumento de la producción y exportación de materias primas en las colonias hispanoamericanas. En el Virreynato del Río de la Plata, la exportación de cueros subió de 150.000 unidades en 1778 a 1.400.000 anuales a partir de 1783. En Venezuela, hubo una sensible alza de la producción de cacao y tabaco. En Cuba, se inicia el auge azucarero. La economía chilena experimenta un salto cualitativo en el siglo XVIII, a raíz del creciente aumento de la producción de oro, plata, cobre, trigo y sebo. Un informante de la época, José de Cos Iriberri, comentaba en su “Memoria” de 1797 las ventajas que Chile había obtenido con la implantación del nuevo reglamento comercial: “Libre Chile por esta nueva disposición de la dependencia de los comerciantes del Perú aunque no de los de Cádiz, extendió y sacó un partido más ventajoso en el cambio de sus granos, sebos, cáñamos, cobres, curtidos, frutas secas…”.173 El desarrollo económico de la Colonia no surgió a raíz de las reformas borbónicas, sino que era un proceso que venía en ascenso desde fines del siglo XVII. Las medidas de los reyes borbones no hicieron más que acelerarlo. Por otra parte, las reformas borbónicas provocaron serios trastornos a los comerciantes y perjuicios irreparables a la industria artesanal de la colonia. Los mercados hispanoaméricanos se saturaron de mercaderías. Los comerciantes criollos no se oponían al “libre comercio”, sino al frecuente arribo de barcos cargados de manufacturas que no podían ser absorbidas por el mercado. Por ejemplo, el comerciante de Santiago, Francisco Javier Errázuris, señalaba que “era conveniente mantener el Reglamento de 1778 en todas sus partes, pero disponiendo ‘una libertad regulada y metódica’ que consistiría en que los navíos, en lugar de venir en cualquier época, fueran despachados de tres en tres años”.174 Otro comerciante de Chile, Domingo Díaz de Salcedo y Muñoz, protestaba porque “se halla el reino tan abastecido de las mercaderías de Europa que por no poder digerir su excesiva entrada se considera mortalmente enfermo el cuerpo político y con extrema necesidad de adietarle una larga convalescencia”.175 Manuel de Salas en su “Representación sobre el estado de la agricultura, industria y comercio de
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García “con veinte y cinco mil pesos en doblones, solo porque permitiesen que el último remate se verificara en solo cien mil, porque el difunto había manifestado que debía ascender a ciento y veinte mil”. (Manuscrito de Medina, Vol. 196, p. 32 y siguientes, citado por Hernán Ramírez N. Antecedentes económicos de la Independencia de Chile, p. 32, Santiago, 1959. Primera Memoria leída por el secretario del Consulado, José de Cos Iriberri en junta de posesión de 30 de septiembre de 1797, publicada por Miguel Cruchaga. Estudio sobre la organización económica y la hacienda pública de Chile, Tomo III, p. 232, Madrid, 1929. Sergio Villalobos R. Comercio y Contrabando, op. cit., 60. Citado por Sergio Villalobos R. Tradición y Reforma en 1810, p. 82, Santiago: Ed. de la Universidad de Chile, 1961.
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Chile”, dirigida al ministro Gardoque en 1796, decía: “En vano se franquean los puertos y abaratan los precios, si la península ni consume más ni saca más productos. Ni hará otra cosa que cargar a este puerto de más alimento que el que puede digerir; y en este sentido hace que Chile tenga más comercio que el que necesita y puede sostener”.176 El sector de la economía más perjudicado por las reformas borbónicas fue la industria artesanal. En 1789, Díaz de Salcedo afirmaba: La provincia de Chillán y sus inmediaciones nos daban bayetas de mejor consistencia y duración (…) La misma provincia no solo nos daba los ponchos a todo el reino sino que se extraían grandes cantidades para las provincias de Buenos Aires de que se originaba un ramo productivo al país que hoy se ve destruido absolutamente en cuanto a la extracción. Las fraguas de Coquimbo no solo fabricaban las piezas de cobre útiles al reino, sino, además, era un ramo razonable de industria a favor de aquellos naturales y este comercio para su extracción. Los partidos de Putaendo, La Ligua y algunos parajes de los situados al sur entretenían a las mujeres con los tejidos de pellones que eran de uso general así en este reino como en provincias ultramontanas girándose además con buenas porciones para Lima, que los transportaba a los países meridionales. Hoy todos estos ramos que componían felicidad del reino en cuanto a interés y otros de menos cuantía se ven extremadamente abatidos aunque por diferentes causas, pero el mayor móvil es innegablemente, la abundancia de los efectos de Europa que han inundado a estas provincias con el lujo.177
El comerciante de Chillán, Domingo de Amunátegui, solicitó en 1798 que se eximiera del pago de alcabala a las bayetas y tejidos de lana; el ayuntamiento acogió el pedido señalando que “se han retraído y apartado de este giro, los más con atraso y quiebra sensible quedando muy pocos que lo continúan (…) y de este modo han llevado a las pobres tejedoras al más deplorable estado de miseria que puede considerarse, cuando su asidua aplicación o laboriosidad merecía mejor suerte”.178 El creciente ingreso de mercaderías extranjeras produjo también la crisis de la industria de jarcias cordobanes, que habían sido rubros importantes de artesanía criolla. Estos documentos demuestran cuán equivocados están los autores que sostienen que las reformas borbónicas favorecieron a la incipiente industria criolla. En rigor, las franquicias comerciales decretadas por estas reformas tendieron precisamente a lo contrario: inundar los mercados latinoamericanos de artículos elaborados por la industria española, los que al entrar en competencia con los modestos productos criollos provocaron el hundimiento de las pequeñas industrias coloniales. La prohibición de adquirir artículos de procedencia inglesa o francesa no era una medida proteccionista tendiente a favorecer a la industria artesanal criolla, como han sostenido 176 177 178
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Publicado por Miguel Cruchaga, op. cit., Tomo III. Citado por Villalobos R., S. Tradición y…, op. cit., pp. 82-83. Citado por Hernán Ramírez N. Antecedentes…, op. cit., pp. 42-43.
algunos escritores,179 sino que pretendía asegurar el mercado hispanoamericano a la industria española. La burguesía criolla, afectada por algunas disposiciones de la nueva política comercial, hizo presente su protesta en varias oportunidades. Inclusive, los sectores más favorecidos por las reformas borbónicas, como los terratenientes y mineros, que aumentaron sus ganancias con una mayor venta de sus productos, comenzaron a exigir nuevas rebajas y exenciones a sus productos de exportación y a protestar por el aumento de los impuestos de alcabala y almojarifazgo. Si los reyes borbones tuvieron la intención de mediatizar con sus reformas las protestas de los criollos para impedir un proceso revolucionario independentista, la aplicación de sus medidas produjo un resultado opuesto. El relativo auge comercial del siglo XVIII acrecentó las expectativas de la burguesía criolla. Las medidas de la monarquía española en lugar de atenuar el descontento de las colonias, sirvieron de acicate a las aspiraciones de la burguesía criolla. Las reformas introducidas por los reyes borbones demuestran que la Colonia estaba perdida para España mucho antes de 1810.
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Enrique Rivera. José Hernández y la guerra del Paraguay, p. 13, Buenos Aires: Ed. Indoamérica, 1954, afirma que bajo los Borbones “desarrolláronse en América las industrias autóctonas”.
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capítulo vii Las causas de la Independencia
El esclarecimiento de las causas que determinaron la independencia política y formal de América Latina y de Chile constituye uno de los problemas más debatidos de la historia de nuestro continente. Los historiadores liberales han señalado como causa principal del movimiento independentista, la influencia de los teóricos de la Revolución Francesa, magnificando el papel de la ideología liberal del siglo XVIII y poniendo énfasis en el despotismo político y religioso de España. Los investigadores de tendencia católica e hispanófila han negado esta influencia del liberalismo europeo, sosteniendo que las aspiraciones libertarias de los criollos provenían exclusivamente de la propia tradición española. Jaime Eyzaguirre ha señalado que al haber sido derrocada la monarquía española por Napoleón en 1808, la autoridad volvió al pueblo, ya que según “la tradición jurídica filosófica”, el poder de los reyes había sido generado por el pueblo. “No hacía falta, pues, que se buscaran fuera del acervo hispánico los conceptos de libertad”.180 Estos hispanistas, además de negar que los españoles hubieran monopolizado los cargos públicos en detrimento de los criollos, también desestiman como causa de la independencia la lucha por el libre comercio, basándose en que las reformas borbónicas ya habían satisfecho esta aspiración.181 La corriente racista, representada en Chile por Francisco Encina, sostiene que la causa fundamental de la Independencia fue “la antipatía entre criollos y peninsulares engendrada por la diferenciación de los temperamentos y caracteres”.182 Alberto Edwards opina que la Independencia “fue un hecho accidental, que sin duda alguna no habría ocurrido sino mucho más tarde, sin la invasión napoleónica de España”,183 como si en la historia el azar jugara un papel sobredeterminante.
180 181
182 183
Jaime Eyzaguirre. Ideario y Ruta de la Emancipación Chilena, p. 119, Santiago: Ed. Universitaria, 1957. Jaime Eyzaguirre. “El alcance político del decreto de libertad de comercio de 1811”, Boletín de la Academia Chilena de la Historia, Nº 74, 1 er. Semestre 1966. Francisco Encina. Historia de Chile, Tomo VI, p. 8, Santiago: Ed. Nascimiento, 1952. Alberto Edwards. La Organización Política de Chile, p. 29, Santiago: Ed. del Pacífico, 1953.
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Aparte de estas apreciaciones, basadas fundamentalmente en hechos de la superestructura ideológica y política, otro historiador, Ramírez Necochea, se propuso analizar las causas de la independencia a la luz de los antecedentes económicos.184 Aunque Ramírez se proclama no ser “economicista”, no logra establecer la relación dinámica entre el desarrollo económico y la estructura social omitiendo la condición de clase de quienes encabezaron la Revolución de 1810. Su apreciación errónea de que la colonización española tuvo un carácter feudal le ha impedido comprender la existencia de la clase social que promueve la Revolución de 1810: la burguesía criolla. Ninguna de estas tesis ha logrado dar una visión totalizadora y real del proceso de Independencia. Una falsa metodología ha conducido a tan variados autores a emitir opiniones unilaterales, confundiendo las causas de estructura con las de carácter coyuntural, los factores objetivos con los subjetivos, las causas esenciales con las aparienciales, haciendo abstracción de una parte en detrimento de la totalidad y unidad de la historia. La revolución política y formal de las colonias hispanoamericanas contra la metrópoli debe ser estudiada en primer término como un proceso global en el que intervienen diversas causas que se influencian recíprocamente. El problema estriba en determinar concretamente cuál es la causa esencial y su interacción e interpenetración con los demás factores que coadyuvan a la Revolución de 1810. Una aplicación simplista del marxismo podría conducir a sostener que la causa esencial de la Revolución de 1810 fue la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Esta contradicción fundamental descubierta por el materialismo histórico es efectivamente el motor de las grandes revoluciones que provocan el advenimiento de nuevos modos de producción. Revoluciones sociales fueron la Revolución Francesa, las revoluciones democrático-burguesas europeas del siglo XIX y las revoluciones rusa, china y cubana, que cambiaron las relaciones de propiedad e inauguraron nuevos modos de producción. En el prólogo a la Crítica de la Economía Política, Marx decía: Durante el curso de su desarrollo las fuerzas productivas de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existente, o lo cual no es más que su expresión jurídica, con las relaciones de propiedad, en cuyo interior se habían movido hasta entonces. De formas evolutivas de las fuerzas productivas que eran, estas relaciones se convierten en trabas de estas fuerzas. Entonces se abre una era de revolución social.
La revolución de 1810 no constituyó una superación dialéctica de la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción porque, en primer lugar, no hubo durante la Colonia un salto cualitativo en el desarrollo 184
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Hernán Ramírez N. Antecedentes económicos de la Independencia de Chile, pp. 19-20, 2ª edición, Santiago, 1967.
de esas fuerzas productivas, que se mantuvieron en el estadio de un capitalismo atrasado y dependiente, condicionado y deformado por la metrópoli, y en segundo lugar, porque no hubo una transformación de las relaciones de producción: las relaciones de propiedad, dominadas por la burguesía criolla, terrateniente, minera y comercial, siguieron constituyendo trabas permanentes para el desarrollo ulterior de las fuerzas productivas. Los que pretendieran aplicar el marxismo en forma simplista al proceso de la independencia, estarían obligados, si fueran consecuentes, a demostrar que la Revolución de 1810 fue una revolución social, partera de un nuevo modo de producción, libre de las trabas impuestas por las relaciones de propiedad generadas por la propia burguesía criolla. En ese caso, dicha revolución social habría sido una revolución democráticoburguesa que hubiera permitido a Chile y al resto de los países latinoamericanos salir del atraso y la dependencia. Pero resulta que la Revolución de 1810 no fue una revolución social, sino una revolución política, formal, separatista, que no cambió la estructura económico-social de la colonia. La Revolución de 1810 cambió formas de gobierno, no las relaciones de propiedad. Este análisis no significa negar el papel de los factores socioeconómicos en la Revolución de 1810. Al contrario, es un intento de precisar el alcance de los mismos, señalando las bases materiales reales –y no idealizadas– de la economía y las clases sociales generadas por la colonización española. La causa esencial de la Revolución de 1810 fue la existencia de una clase social cuyos intereses entraron en contradicción con el sistema de dominación impuesto por la metrópoli. Esa clase social fue la burguesía criolla. Controlaba a fines de la Colonia las principales fuentes de riqueza, pero el gobierno seguía en manos de los representantes de la monarquía española. Esta contradicción entre el poder económico, controlado por la burguesía criolla, y el poder político, monopolizado por los españoles, es el motor que pone en movimiento el proceso revolucionario de 1810. Los intereses de la burguesía criolla eran contrapuestos a los del Imperio español. Mientras la burguesía criolla necesitaba encontrar nuevos mercados, la corona española restringía las exportaciones de acuerdo con las necesidades exclusivas del comercio peninsular. Mientras la burguesía criolla aspiraba a comprar productos manufacturados a menor precio, el Imperio imponía la obligación de consumir las mercaderías que los comerciantes españoles vendían a precios recargados. Mientras los nativos exigían la rebaja de impuestos, España imponía nuevos tributos. Mientras la burguesía criolla exigía que el excedente económico y el capital acumulado quedaran en América Latina, el Imperio español se llevaba gran parte del excedente y del capital circulante. La burguesía criolla aspiraba a tomar el poder porque el Gobierno significaba el dominio
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de la aduana, del estanco, de las rentas fiscales, de los altos puestos públicos, del ejército y del aparato estatal, del cual dependían las leyes sobre impuestos de exportación e importación. El cambio de poder no significaba transformación social. La burguesía criolla perseguía que los anteriores negocios de la corona pasaran en adelante a ser suyos. De ahí, el carácter esencialmente político y formal de la Independencia. La burguesía criolla necesitaba encontrar nuevos mercados para colocar su producción en pleno proceso de crecimiento desde la segunda mitad del siglo XVIII. Los mineros aspiraban a elevar su exportación de metales y a obtener mejores precios en los mercados europeos. En el “Informe” de Juan Egaña al Real Tribunal de Minas (30 de noviembre de 1803), de corte similar a la “Representación de los Hacendados” del argentino Mariano Moreno, los mineros chilenos plantearon sus reivindicaciones: Se quejan los mineros del corto valor del cobre por el monopolio y la dificultad de su extracción. En efecto, este cobre se remite por tierra a España (como es frecuente) tiene que hacer una peregrinación, tal vez la más dificultosa de la tierra (por la cordillera a Buenos Aires y de ahí a España). Si se conducen desde el principio por mar, tienen que retroceder a Lima y caer en manos de aquellos duros comerciantes que se valen de la necesidad para fijarles precios; después de esta navegación retrógrada, los embarcan para España. De suerte que los costos, en uno y otro giro, exceden con mucho al principal.
Los terratenientes veían constreñidas sus posibilidades de aumento de la exportación de trigo, cueros y sebo a causa de las trabas comerciales impuestas por España. Es efectivo que las reformas borbónicas del siglo XVIII morigeraron los efectos del monopolio comercial permitiendo un aumento de la exportación de materia prima, pero precisamente esas medidas despertaron el interés de la burguesía criolla por romper toda limitación comercial. Las reformas borbónicas no significaron la abolición definitiva del monopolio comercial. En 1799 fue derogado el permiso concedido a naves con bandera neutral para que pudieran comerciar con las colonias hispanoamericanas. Carlos IV canceló a principios del siglo XIX una serie de medidas reformistas. En 1810, el Consejo de Regencia de Cádiz reafirmaba su oposición al libre comercio. La burguesía criolla aspiraba a mayores conquistas que las obtenidas en el Reglamento de 1778. Las reformas borbónicas provocaron, por una parte, la crisis de las industrias regionales y la quiebra de numerosos comerciantes, debido a la entrada indiscriminada de manufacturas extranjeras, pero al mismo tiempo, promovieron el aumento de la exportación de metales y productos agropecuarios en la mayoría de las colonias hispanoamericanas, a raíz de las franquicias comerciales decretadas por la corona. En Chile, se produjo un notable aumento de la producción de cobre, plata, oro, trigo, etc., como hemos demostrado en capítulos anteriores. Consciente de las ventajas adquiridas y de las perspectivas que se le abrían para el futuro, la burguesía
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criolla no estaba dispuesta a conformarse con un “libre comercio” a medias, que trababa la expansión de las fuerzas productivas y podía conducir a una crisis de superior producción y a una baja de los precios, como lo atestiguan los viajeros de la época, las declaraciones de los gobernantes (Ambrosio O’Higgins), las Memorias del Consulado (Manuel de Salas, Cos Iriberri, De la Cruz) y las quejas de los vecinos. Del mismo modo que Manuel Belgrano en el Consulado de Buenos Aires planteaba las aspiraciones de los criollos, en Chile Manuel de Salas, De la Cruz y Juan Egaña presentaron, aunque tímidamente, las reivindicaciones de la burguesía productora. Las ideas de estos autores maduraron al socaire de la política liberal de los ministros de Carlos III. Por eso, cuando Carlos IV cancela parte de las medidas reformistas, la burguesía criolla protesta, y en lugar de arredrarse, aumenta su prédica en favor de nuevas concesiones liberales. Las reformas borbónicas y su ulterior mediatización constituyen indicadores de un proceso irreversible gestado en la colonia desde mediados del siglo XVIII. “No solamente la política comercial –dice Kossok–, sino todo el conjunto del sistema implantado por las reformas [borbónicas] había alcanzado un punto en que las reacciones así desatadas iban a volverse en contra de sus aspiraciones materiales y espirituales”.185 La posición de los historiadores hispanófilos es errónea al no considerar que el libre comercio fue una de las causas coadyuvantes de la Revolución de 1810. Pero resulta también equivocado pretender que la causa determinante de la Independencia latinoamericana fue la libertad de comercio, como lo afirman los investigadores de la tendencia economicista. Dichos historiadores aplican mecánicamente el factor económico en la interpretación del hecho histórico, haciendo abstracción de la complejidad dialéctica del proceso global de la sociedad. El economicismo es una variante del mecanicismo en la esfera de las ciencias sociales. Señalar el libre comercio como causa esencial, sin analizar los intereses de clase que se mueven detrás de esta demanda es caer en la unilateralidad histórica. El libre comercio en América Latina se explica por la existencia y desarrollo dinámico de una burguesía productora que aspira a mayores exportaciones y a mejores precios. Sin la existencia activa de esta clase social que procura realizar sus propios intereses, la consigna de libre comercio no habría sido causa suficiente de la Revolución de 1810. Al decir de Aristóteles, “el comercio no produce bienes, sino que moviliza objetos”. Estos son la resultante del trabajo, que es lo único que engendra riqueza. La clase social que en América Latina se había apropiado de esta riqueza explotando el trabajo de los indígenas, negros y mestizos, era la burguesía productora constituida por los terratenientes y mineros. Insistimos en esta caracterización porque los investigadores que solo ven la existencia de una burguesía meramente comercial en la colonia, son 185
Manfred Kossok, op. cit., p. 44.
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proclives a aceptar que el libre comercio fue la causa fundamental de la Independencia porque esa demanda respondería a los intereses de la burguesía comercial. En capítulos anteriores, hemos demostrado que el carácter capitalista incipiente de la colonización española genera una burguesía no solo comercial sino básicamente productora. El libre comercio se convierte en una aspiración de esa burguesía en desarrollo y responde a las necesidades de una mayor exportación de los productos mineros y agropecuarios. El libre comercio no era la única reivindicación de la burguesía criolla. Una de las exigencias más sentidas por esta clase social era la rebaja de los impuestos y tributos establecidos por la monarquía española, especialmente a partir de 1776, fecha en que se aumentaron los derechos de aduana y alcabala (impuesto a la compraventa). Esta política impositiva de la corona desencadenó fuertes movimientos de protesta en las colonias hispanoamericanas. En Chile, por ejemplo, en 1776, el contador González Blanco quiso poner en práctica las disposiciones sobre el cobro de alcabala: “Cuando se leyeron en las plazas públicas los bandos que disponían aquellas medidas, los vecinos se alborotaron y la más viva conmoción se apoderó del país”.186 Después de varios meses de agitación, el contador González, amenazado de muerte, fue destinado a Potosí. Al informar a las autoridades reales sobre estos sucesos, el gobernador interino de Chile, Álvarez de Acevedo, manifestaba: Bien conozco, y creo firmemente que el movimiento y oposición que manifestó el pueblo en la ocasión referida, encontró apoyo, o tal vez, fomento en algunos particulares de la primera distinción, así porque lo dan a entender las circunstancias que se notaron en la serie de trámites de dicho acaecimiento, como porque habiendo sido por entonces común la voz de que las muchas providencias del contador González se enderezaban a gravar extraordinariamente los frutos de las haciendas es muy regular que los dueños propietarios de ellas, en cuya clase se comprenden los más principales vecinos de esta capital, y de todo el reino, y aun los ministros que en aquella oportunidad componían la Real Audiencia a excepción de don José Clemente Traslaviña y don Melchor de Santiago Concha, mirasen sin enojo y algunos con complacencia las operaciones de la gente inferior que se dirigían a defender sus haciendas de dicho imaginado gravamen.187
La agitación política acaecida en Santiago, hizo decir al periódico parisino Courrier de l’Europe el 4 de abril de 1777: “Aquí se asegura que el Reino de Chile, que depende de España, se encuentra en abierta rebelión contra su soberano”.188 Diez años antes, se había producido en la Capitanía General de Chile un motín contra el estanco del tabaco. Los vecinos asaltaron la casa del gobernador y apedrearon a los oidores. El nuevo gobernador Amat creó una compañía de soldados profesionales de “pura 186 187 188
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Sergio Villalobos. Tradición y Reforma en 1810, p. 93, Santiago: Ed. Universidad de Chile, 1961. Ibid., pp. 95-96. Citado por Boleslao Lewin. La Rebelión de Tupac Amaru y los orígenes de la Emancipación Americana, p. 61, Buenos Aires: Ed. Hachette, 1957.
ascendencia española” para mantener el orden. En noviembre de 1766 continuó la lucha contra el estanco: Aparecieron pegados en las casas de las esquinas, carteles en que se amenazaba con sedición y se invitaba a las poblaciones próximas a concurrir a destruir el estanco. Además, se difundieron coplas y proclamas en las cuales se amenazaba incendiar la casa del administrador del estanco y robar el dinero (…). La nobleza se mantuvo ajena a las medidas de represión que se tomaron contra estas manifestaciones.189
Este párrafo demuestra que las autoridades españolas no eran ignorantes, que detrás de estas manifestaciones de protesta estaba la mano de la burguesía criolla, impropiamente denominada nobleza por este documento oficial de la época. La burguesía minera también estaba afectada por este régimen impositivo. Además de pagar el quinto real, el quinto de oro y quinto de cobre, debía abonar a la corona el 11½ por ciento de impuesto a la plata. En el Informe de Juan Egaña al Real Tribunal de Minas, noviembre de 1803, se señalaba: Alegan los mineros del cobre que uno de los gravámenes que atrasan sus trabajos es la alcabala que se les cobra de este metal y piden que se derogue en la primera venta que hace el minero al comerciante, corriendo después en esta y otras manos otro derecho. Se fundan en que cuando se daba en arrendamiento dicha renta, no había tal imposición; y así vendían el cobre a diez pesos, cuando ahora, tanto por otros atrasos como por el derecho que hacen pagar al primer comprador, rebaja éste el precio a proporción que solo corre ya a siete y medio pesos quintal, en las buenas ventas. Proponen también que entre alcabala, veinteavo, ramo de balanza, etc., pagan más de un diez por ciento.190
La burguesía criolla protestaba, asimismo, por la salida de circulante, oro y plata, para España. El traslado obligatorio de capitales a la metrópoli se hizo más frecuente en los últimos años de la Colonia debido a la crisis de la corona española. Estos capitales eran recaudados por vía de donativos y empréstitos. Entre 1793 y 1806, Chile envió al Rey 127.988 pesos en concepto de donativos; por el mismo rubro salieron 67.385 pesos entre 1801 y 1809. En 1804, la corona dispuso que se liquidaran las obras pías en Indias y que el capital se enviara a la península; la Real Cédula de 26 de diciembre de 1804, promulgada por Carlos IV, ordenaba: “Se procediese a la enajenación y venta de los bienes raíces pertenecientes a las obras pías de cualquier clase que fuesen, que se vendiesen o rescatasen los censos, y que esos capitales fuesen trasladados a España”.191 Es evidente que tal medida lesionaba en forma directa los intereses de la burguesía 189
190
191
Carta del gobernador Guill y Gonzaga al Rey 2 de abril de 1767. Colec. Medina, 193, 68, citado por N. Meza. La conciencia…, op. cit., 183. Juan Egaña. Informe al Real Tribunal de Minas, 30 de noviembre de 1803, p. 31, Santiago, edición de 1894. Barros Arana, op. cit., Tomo VIII, p. 83.
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criolla y por ello el Cabildo se opuso a esta medida alarmado por la reiterada salida de circulante. Una real cédula de 1805 impuso a la Capitanía General de Chile un nuevo empréstito de 50.000 pesos, que debió ser cubierto por el Consulado al declararse insolventes los criollos.192 En los años de gobierno de García Carrasco se registra una nueva salida de capitales: entre 1808 y 1809 se envió a España la cantidad de 144.000 pesos en plata y 84.186 pesos en oro. Una prueba de los motivos que indujeron a la burguesía criolla a liberarse de España, la proporcionan las peticiones formuladas por los representantes americanos a las Cortes convocadas por la Junta Central española en 1809. Allí, los delegados chilenos Fernández Leiva y Miguel Riesco, plantearon como programa de los criollos la absoluta libertad de comercio, el fomento a la minería y la mitad de los puestos públicos. Peticiones similares fueron planteadas por el “Catecismo Político-Cristiano”, cuyo autor habría sido Zudañez, según Ricardo Donoso. Este documento, que circuló en 1810, expresaba en sus partes más relevantes que “la metrópoli ha hecho el comercio de monopolio y ha prohibido que los extranjeros vengan a vender o vengan a comprar a nuestros puertos y que nosotros podamos negociar en los suyos (…) La metrópoli nos carga diariamente de gabelas, derechos, contribuciones e imposiciones sin número que acaban de arruinar nuestras fortunas (…) La metrópoli quiere que no tengamos manufacturas, ni aún viñas, y que todo se lo compremos a precios exorbitantes y escandalosos que nos arruinan (…). Los empleados y los europeos en general vienen pobrísimos a las Américas y salen ricos y poderosos. Nosotros vamos ricos a la Península y volvemos desplomados y sin un cuartillo (…) No ha sido ésta la obra de dos o tres malvados que han abusado de su ministerio. Ha sido el sistema…”.193 Los motivos de las revoluciones se aprecian mejor por las medidas concretas adoptadas por la clase social triunfante que por las declaraciones formales. Durante los primeros meses de la revolución chilena, la Junta de Gobierno derogó el impuesto del 11 1/2 por ciento a la plata, favoreciendo directamente a la burguesía minera. El 21 de febrero de 1811, la Junta promulga una de las leyes más importantes para el país. Esta ley, llamada de libre comercio, no solo aborda problemas de tipo comercial, sino legisla sobre toda la producción. El nombre de libre comercio ha inducido a muchos autores a estimar que esta ley favorecía exclusivamente a los comerciantes. En realidad, respondía a las necesidades de la burguesía productora chilena en su conjunto. No solo planteaba el libre comercio con todos los puertos extranjeros (art. 21), acordaba exenciones a la exportación de sebo, charqui, trigo y productos de la minería, sino que también procuraba evitar el contrabando, proteger a la industria casera nacional 192
193
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Inge Wolf. Algunas consideraciones sobre causas económicas de la Emancipación Chilena, p. 178, Anuario de Estudios Americanos, Tomo XI, Sevilla, 1954. Reproducido por Barros Arana, op. cit., Tomo VIII, pp. 181-182.
prohibiendo la importación de artículos que compitieran con los productos del país, como vinos, aguardientes, etc., y gravando las mercaderías extranjeras con un 50 por ciento de aumento (art. 11). La ley trataba de fomentar la creación de una marina mercante nacional, cobrando mayor porcentaje a las embarcaciones extranjeras que a las chilenas. Con el fomento a la marina mercante nacional, la burguesía criolla cumplía con una vieja aspiración de romper el monopolio naviero que habían establecido los comerciantes peruanos. Asimismo, se resguardaban los intereses de los mineros al prohibir a los comerciantes extranjeros extraer oro y plata en pasta, en piña labrada o chafalonía. Las principales reivindicaciones anheladas por la burguesía criolla estaban contempladas por esta ley al establecer una serie de exenciones tributarias a la exportación de minerales, trigo, sebo y cueros. El contenido concreto y fundamental de esta ley no solo estaba destinado a cautelar la libertad de comercio exclusivamente para los burgueses triunfantes, sino que estaba también constreñida a los intereses de la nueva clase dominante. No se trata, por tanto, de una libertad de comercio en abstracto, general e ilimitada. De esta ley se desprende que la burguesía criolla aspiraba no solo al libre comercio, sino a una nueva política económica, global y propia, adecuada a sus intereses de clase. Sería un error considerar las demandas de tipo económico en forma aislada y separada del resto de las aspiraciones de clase de la burguesía criolla. Lo que impulsa a la Revolución de 1810 es el conjunto de reivindicaciones que presenta una burguesía dispuesta a tomar el poder, a autodeterminarse, a controlar no solo el poder económico, sino también el poder político, el aparato del Estado, única garantía para el cumplimiento de sus aspiraciones generales de clase. La burguesía criolla se daba cuenta de que el régimen colonial le imposibilitaba el acceso al poder político, que era la llave para abrir una nueva política económica en su exclusivo beneficio. No basta señalar cuántos criollos hubo en los altos mandos del Ejército, la Iglesia y los puestos públicos. Lo fundamental es que la burguesía criolla, como clase, no estaba en el poder. La estructura del Estado colonial le cerraba definitivamente el paso al poder. Los sectores de vanguardia de esta clase no encabezaron la Revolución de 1810 para conseguir solamente reivindicaciones económicas transitorias, como el libre comercio o la rebaja de impuestos, sino para derrocar el régimen político colonial y conquistar el aparato del Estado para ponerlo al servicio de los intereses concretos y específicos de su clase. Controlar las instituciones estatales significaba para la burguesía criolla administrar el poder en su beneficio. Desplazados los españoles, la distribución de las rentas de la Aduana y el Estanco quedaba en manos de la burguesía criolla. La toma del poder político significaba asimismo la rebaja de los impuestos establecidos por la corona y la implantación de exenciones para la exportación de minerales y productos agropecuarios.
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Ciertos autores, que consideran la historia no como una ciencia sino como una lección de moral o instrucción cívica, han tratado de ocultar los intereses que se mueven detrás de las altisonantes palabras de los patriotas de 1810. La verdad –sea dicha de una vez por todas– es que los hombres que dirigieron la Revolución de 1810 eran en su mayoría de extracción social burguesa. En Argentina, los criollos Saavedra, Castelli, Pueyrredón, eran hacendados; Vieytes, Lezica y Matheu, acaudalados comerciantes. En Paraguay, la lucha fue acaudillada por los yerbateros y plantadores de tabaco, como Yedros y el general Cabañas. En Uruguay, los ganaderos del litoral, entre los cuales se destacaba Artigas, y los comerciantes que contrabandeaban con los ingleses y franceses canalizaron la lucha por la Independencia. En Venezuela, los jefes más destacados, Miranda y Bolívar, eran hijos de poderosos terratenientes. En Chile, a la cabeza del movimiento de 1810 figuraron los terratenientes, mineros y comerciantes más acaudalados. El caudillo más destacado en el período 1810-11, Juan Martínez de Rozas, era el hombre más rico de la colonia. Comerciante, agricultor y abogado con fuertes intereses en Cuyo, tenía una respetable fortuna cuando se casó en 1795 con Nieves Urrutia de Mendiburu y Manzano, hija de José Urrutia y Mendiburu, a quien hemos mencionado en páginas anteriores como el hombre más rico de Concepción. Al morir su suegro en 1803, heredó un capital que superaba el medio millón de pesos. En una comunicación al ministro de Justicia, el Intendente de Concepción Luis de Alava, manifestaba: Rozas se casó con la hija de Mendiburu, “el vecino más acaudalado de todo este reino, quien tiene abrazado los principales intereses del comercio de este pobre país”.194 Bernardo O’Higgins era terrateniente, poseedor de una gran fortuna heredada de su padre. Cuando se hizo cargo en 1802 de “Las Canteras” en la isla de La Laja, esta hacienda tenía 3.000 vacas. “En 1810 llegó a contar con 20 cuadras de viña, 8.928 vacunos, 1.660 caballares, 5.000 ovejas y cabríos”.195 O’Higgins tenía también tierras y ganado en la isla Quiriquina, además de numerosas casas en Concepción y Santiago. “En 1813 tenía 11.000 cabezas de ganado y 86.000 plantas de viña. “Las Canteras” era la mejor organizada y más próspera de las haciendas del sur de Chile”.196 Esta hacienda comprendía 16.699 cuadras, cifra que ha podido comprobarse por un pleito entablado por el propio O’Higgins meses antes de morir. Este documento, pieza bibliográfica muy rara, establecía: He observado que para efectuar el remate de Las Canteras se mandó tomar de la tasación de 1802 la extensión de los terrenos y los precios de la ejecutada por Ruiz […]. La conformidad de ambas operaciones en cuanto a la calidad de los terrenos que 194 195 196
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Citado por Barros Arana, op. cit., Tomo VIII, p. 14. Encina, op. cit., Tomo VI, p. 536. Ibid., VI, p. 494.
comprenden las 16.699 cuadras era un antecedente en el cual no podía determinarse el precio que correspondía.197
Mateo de Toro y Zambrano, presidente de la Primera Junta, había adquirido con parte de su fortuna el título de Conde de la Conquista. Casó con Nicolasa Valdés y Carrera, de cuantiosa dote. En 1770 era dueño de una chacra en Chuchunco, cercana a Santiago, de dos haciendas en Melipilla, Huechun y San Diego y de una finca en el partido de Maule […]. En 1781 compró la hacienda La Compañía de los jesuitas en 90.000 pesos pagaderos en 9 años con el interés del 5% anual. [Esta hacienda medía 8.700 cuadras y en ella estaba el mineral de cobre El Teniente]. Este fue el mejor negocio de don Mateo, pudo pagar el valor, capital e intereses, con solo los productos de la hacienda. La fortuna de Toro y Zambrano se estimaba entonces en la cantidad de 600.000 pesos.198
Tenía además dos casas en la calle Merced y algunas tiendas en Estado, donde vendía géneros. José Antonio de Rojas, uno de los más esclarecidos dirigentes de la Revolución de 1810, era un acaudalado minero, dueño de la hacienda Polpaico, donde se extraía la cal para las construcciones de Santiago. Su padre quiso instituir mayorazgo a su favor, pero falleció antes de que llegara a Santiago la Real Cédula. La hacienda Polpaico de 8.710 cuadras fue avaluada en 1857 en la cantidad de 318.905 pesos. Fuenzalida señala que “se le confió la dirección técnica de la explotación fiscal de las minas de azogue de Jarilla. Rojas, que conocía de visu la explotación de las minas de Huancavelica en el Perú, poseía el arte de ensayar y por su constante estudio, adquirió suma destreza en ello. Reconoció no solo las minas de Jarilla y Majada de Cabritos (serranías de Andacollo en Coquimbo) sino también las de Punitaqui (Ovalle)”.199 Los Carrera constituían una de las familias más acomodadas de Santiago, aunque a fines de la Colonia, Ignacio de la Carrera había perdido parte de su fortuna. Sus antecesores habían sido dueños de la hacienda Aculeo, al sur del río Maipo, y exportaban sebo, cordobanes y frutas. En 1810 conservaban la hacienda San Miguel y diversos bienes inmuebles. Los Larraínes o la familia de los “ochocientos”, que juegan un papel destacado en las primeras Juntas de Gobierno, eran comerciantes y agricultores. Santiago de Larraín, de origen vasco, había hecho rápida fortuna en Chile, fundando mayorazgo en 1736. Uno de sus hijos, Juan Francisco de Larraín y Cerda, elegido alcalde ordinario 197
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Informe en derecho del finado Capitán General Don Bernardo O’Higgins en el pleito que sigue contra Pablo Cayetano Masenlli sobre lesión enormísima del remate de la Hacienda de Las Canteras, Santiago: Imprenta de la Opinión, p. 59, enero 1843. Domingo Amunátegui. Mayorazgos…, op. cit., Tomo III, p. 25. Alejandro Fuenzalida G. Historia del desarrollo intelectual de Chile, p. 546, Santiago, 1903.
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de Santiago y juez de comercio, se casó con María Josefa de Lecaros, cuyo padre legó la suma de 633.948 pesos. Uno de los Larraínes de mayor participación en 1810, José Toribio de Larraín y Guzmán, había obtenido el título de marqués. Diego de Larraín, otro destacado personaje de la Revolución, se casó con la acaudalada Francisca del Solar y Lecaros. Otro hermano, Martín José, había heredado el mayorazgo Aguirre por su matrimonio con Josefa de Aguirre. Estos Larraínes habían heredado de su padre un gran negocio en calle Merced con mercaderías por valor de 61.000 pesos y casas evaluadas en 25.000 pesos, una estancia de 500 cuadras en Colina, llamada El Tambo, avaluada en 17.000 pesos, la estancia San Vicente en el valle de Lampa de una extensión de 2.388 cuadras, etc. Manuel de Salas, pariente de José Antonio de Rojas, y el sobrino de éste, José Miguel Infante, tenían inversiones en el sector minero principalmente. Juan Manuel Cruz, uno de los economistas y administradores criollos, era dueño de valiosas propiedades en Talca. Agustín Eyzaguirre, el jefe de una de las fracciones criollas en 1810, era un acaudalado comerciante de Santiago. Los mayorazgos tuvieron una destacada participación en 1810. Pedro José Prado y Jaraquemada, integrante de la Junta de 1812, había recibido una gran herencia. Según el investigador Domingo Amunátegui, los Prado “pudieron transitar por el antiguo camino de Valparaíso, o sea el camino de las cuestas, sin salir de sus dominios particulares”.200 Sus posesiones abarcaban desde la calle San Pablo en Santiago hasta Casablanca, pasando por sus haciendas de Pudahuel, Puangue, Curacaví, etc. Francisco Antonio Ruiz-Tagle, el miembro más joven del Primer Congreso Nacional, diputado por Los Andes en 1811, era un rico mayorazgo. Había heredado las haciendas Lonquén (4.000 cuadras) y La Calera (1.871 cuadras), tasadas en 546.706 pesos en 1864. Juan Antonio Ovalle, destacado dirigente de la Revolución, era mayorazgo, dueño de fundos en Curacaví. Ricardo Donoso ha señalado que “en el Congreso de 1811 tomaron asiento cuatro mayorazgos, dos de los cuales tenían títulos de Castilla”.201 Juan Agustín Alcalde, el conde de Quinta Alegre, y Nicolás de la Cerda, dueño de las haciendas La Ligua y Tobalaba, relevantes miembros de la Revolución de 1810, eran también mayorazgos; al referirse a ellos, el cronista español Melchor Martínez decía: “sujetos de la principal nobleza y conexión de este reino, hombres ricos y poseedores de grandes haciendas”.202 Esta burguesía criolla utilizó a su manera y a la medida de sus intereses las ideas liberales del siglo XVIII. Los historiadores latinoamericanos del siglo pasado han exagerado la influencia de los enciclopedistas, de Rousseau, Voltaire y los teóricos 200 201 202
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Domingo Amunátegui. Mayorazgos…, op. cit., Tomo II, p. 339. Ricardo Donoso. Las Ideas Políticas en Chile, p. 36, México: Ed. Fondo de Cultura Económica, 1946. Melchor Martínez. Memoria histórica sobre la Revolución de Chile, desde el cautiverio de Fernando VII hasta 1814, p. 31, Valparaíso, 1848.
de la Revolución Francesa. Como contrapartida, la mayoría de los historiadores hispanófilos del presente siglo han negado dicha influencia, apoyándose en el sedicente desconocimiento de las obras liberales europeas que habrían tenido la mayor parte de los criollos que impulsaron la Independencia. Ambas apreciaciones son unilaterales. Los primeros sobreestiman el papel de las “Ideas” y de la “Razón”, al punto de considerarlas como un demiurgo transformador de la historia. Los segundos, frustrados en su intento de cuestionar aisladamente algunos aspectos siempre discutibles, caen en el mecanicismo subestimando la ideología de la burguesía criolla y sus embriones de partido. Este criterio, que menosprecia el papel del hombre y sus ideas, es de índole mecanicista. El factor subjetivo, resultante en última instancia de las condiciones objetivas, desempeña un papel importante porque la intervención del hombre es la condición sine qua non para cambiar el curso de la historia. Los regímenes políticos no desaparecen automáticamente por causas objetivas. Su caída es precipitada por la intervención de movimientos o partidos que constituyen el factor subjetivo. Las ideas no son en sí mismas causa suficiente para desencadenar una Revolución, aunque contribuyen a crear los movimientos que a través de la praxis juegan un papel decisivo cuando las condiciones objetivas están maduras. Se requiere también de la madurez objetiva de las condiciones subjetivas que, a su vez, ayudan a madurar las condiciones objetivas generales. Las ideas liberales adoptadas por la burguesía criolla provenían no solo del iluminismo francés, sino también del liberalismo español. Las medidas reformistas de los Borbones y de sus ministros masones, como el conde de Aranda, fueron asimiladas por los criollos y adaptadas a las aspiraciones de la burguesía nativa. Las ideas liberales de un Manuel Belgrano en el Consulado del Río de la Plata o de un Manuel de Salas en la Capitanía General de Chile, maduran bajo el alero de las reformas borbónicas en favor del desarrollo burgués. El pensamiento liberal del siglo XVIII, que en Europa sirvió para realizar la revolución democrático-burguesa, en América Latina fue utilizado para cumplir solamente una de sus tareas: la independencia política. Los argumentos de la burguesía europea contra el feudalismo fueron adaptados por la burguesía criolla para luchar contra la opresión de la monarquía española. En Europa, el pensamiento liberal fue la bandera de la burguesía industrial, en América Latina fue la ideología de los terratenientes, mineros y comerciantes. La misma terminología liberal era utilizada en función de intereses de clase distintos. Mientras en Europa el liberalismo servía como instrumento de la burguesía industrial contra los terratenientes, aquí era utilizado por los latifundistas y mineros contra el monopolio español. Allá servía para el proteccionismo industrial, acá para el libre comercio.
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Esta ideología liberal, adaptada a las necesidades de la burguesía criolla, era difusa todavía a fines de la Colonia; comenzó expresándose en ciertas peticiones y reformas de carácter económico. La formulación política se fue generando sigilosamente a través de grupos secretos animados por los jóvenes criollos que viajaban a Europa. Es efectivo que eran pocos los criollos que conocían el pensamiento liberal europeo a través de los libros pasados clandestinamente por las aduanas españolas. José Antonio de Rojas “fue el primer chileno que adquirió y remitió a Chile la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, las obras de Rousseau, de Montesquieu, de Helvecio, de Robertson, el Sistema de la naturaleza del barón de Holbach y otras que removían hasta los cimientos los conceptos y dogmas políticos consagrados”.203 En las tertulias santiaguinas los escasos libros no solo pasaban de mano en mano, sino que eran motivo de prolongados comentarios. Estas ideas eran accesibles solamente a la élite criolla. Los sectores populares eran motivados a través de los pasquines. Boleslao Lewin señala: No existe una producción política escrita tan expresiva y tan auténticamente popular, por su carácter intrínseco y la rapidez de su difusión, como la de los pasquines (…) Es realmente imposible creer que las ideas francesas o norteamericanas de libertad e independencia, en forma libresca, pudieran ejercer una influencia galvanizadora de carácter multitudinario. En cambio, los pasquines, redactados en un lenguaje accesible para todo el mundo y cuya sola aparición significaba estado de rebeldía…204
La Independencia de los Estados Unidos en 1776 contribuyó a crear una conciencia de cambio en la vanguardia política de los criollos latinoamericanos. La revolución norteamericana demostró a la burguesía criolla la posibilidad de liberarse del yugo colonial, que era posible aprovecharse de la lucha intercapitalista entre las grandes potencias europeas y que era factible no solo tomar el poder sino conservarlo. El ex jesuita peruano Juan Pablo Vizcardo y Guzmán decía a fines del siglo XVIII: “El valor con que las colonias inglesas de América han combatido por la libertad de que ahora gozan gloriosamente, cubre de vergüenza nuestra indolencia”.205 La lucha intercapitalista había conducido a España a proporcionar ayuda a la independencia norteamericana en contra de Inglaterra. La corona española no iba a tardar en darse cuenta de este paso en falso. En 1779, los diarios ingleses anunciaban a Carlos III que las colonias latinoamericanas seguirían el ejemplo norteamericano. Para desmentir a quienes han pretendido negar la existencia de causas profundas en la Revolución de 1810, bastaría señalar la preocupación de la corona española por el destino de sus colonias. Es sobradamente conocida la frase del conde de Aranda: “Me he llenado la cabeza de que América Meridional se nos irá de las manos, y ya 203 204 205
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Ricardo Donoso. Las ideas políticas…, op. cit., p. 18. Boleslao Lewin. La rebelión…, op. cit., p. 145. Citado por Encina, VI., p. 23.
que hubiese de suceder, mejor era un cambio que nada” y su proyecto de crear tres monarquías tributarias en América para evitar la pérdida de las colonias. Los fiscales del Consejo de Indias, José Moñino y Pedro Rodríguez Campomanes, en un informe de 1768, señalaban que no bastaba castigar a los criollos levantiscos, sino que era necesario integrar a los americanos a la metrópoli, creándoles establecimientos especiales de estudio, reservándoles un número de plazas en el Ejército, designando americanos para cargos oficiales en España y nombrando un diputado por cada uno de los tres Virreynatos. En 1789, apareció la obra del padre Joaquín Finestral El vasallo instruido en el Estado del Nuevo Reino de Granada donde se advertía a los criollos no poner en duda la justicia real, recordándoles que solo les estaba permitida la humildad. En 1793, apareció la segunda edición del Discurso doctrinal sobre la obediencia y lealtad debida al soberano y a sus magistrados, de José López Ruiz, en el que se llamaba a la obediencia a los criollos. Importante repercusión tuvo el trabajo escrito en 1797 por Victorián de Villava, fiscal de la Audiencia de Charcas, llamado Apuntamientos para la reforma del reino en el que proponía dar a las colonias hispanoamericanas participación en el gobierno, reformar las Leyes de Indias y la monarquía española. Dos años antes de la Revolución de 1810, Bernardo de Yriarte presentó un proyecto cuyo profético título ahorra comentarios: Sobre el riesgo de que perdamos las Américas, y sistema que deberíamos adoptar para la conservación, evitando sigan el ejemplo de las colonias Anglo-americanas. La praxis revolucionaria de los movimientos precursores de la Independencia fue entregando valiosas experiencias a la vanguardia política de los criollos. Los numerosos movimientos que se registran durante la Colonia demuestran que la Revolución de 1810 no fue un estallido circunstancial, sino la culminación de un proceso revolucionario que se venía gestando desde la segunda mitad del siglo XVIII. Las manifestaciones de este proceso fueron variadas y respondieron a veces a contenidos de clase distintos. Primero tenemos los actos de protesta contra los abusos de las autoridades coloniales en los que se exige la renuncia de un funcionario (deposición de Bravo Saravia en Nueva Granada o del contador García en Chile), los motines orientados a obtener una reforma concreta o una reivindicación económica, por ejemplo, la lucha contra el estanco del tabaco en Chile en 1776; el movimiento de 1780 en Arequipa a causa del aumento de gravámenes y del establecimiento de una Aduana; el movimiento de los Comuneros del Socorro en Nueva Granada en 1781 contra los impuestos y numerosos casos registrados por Machado Ribas.206 Estos movimientos tenían un contenido reformista pues se limitaban a la obtención de ciertas mejoras y reivindicaciones inmediatas, sin cuestionar el poder real ni el dominio español. 206
Lincoln Machado Ribas. Movimientos Revolucionarios en las colonias españolas de América, Buenos Aires: Ed. Claridad, 1940.
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Paralelamente se produces las luchas sociales de los indígenas, mestizos y negros, las que adquieren también características diversas: unas constituyen actos de protesta contra las arbitrariedades españolas y otras presentan tendencias marcadamente separatistas. La más trascendental de las rebeliones indígenas fue encabezada por Tupac Amaru, que procuraba independizarse de España creando un gobierno indígena autónomo, al igual que su antecesor Juan Santos Atahualpa en 1742. Se destacan también la revuelta indígena de Tupaj Catari en el Alto Perú y la de Jacinto Canek en 1761 en Yucatán, tendiente también a independizarse de España. Las luchas más importantes de los negros fueron dirigidas por Felipillo y Bayano en Panamá; a mediados del siglo XVIII, en Jamaica estalló una insurrección que tenía como objetivo formar una República Negra. Estos movimientos indígenas y negros fueron derrotados no solo por su aislamiento y su escasez de armas, sino fundamentalmente porque carecieron del apoyo de los criollos, temerosos de ser rebasados por insurrecciones sociales que iban más allá de un mero cambio de la superestructura política. Sin embargo, han quedado en la historia como un antecedente heroico de la rebelión social del campesinado latinoamericano. Finalmente, están los movimientos separatistas de los criollos que aspiran a independizarse de España: en México, la conspiración encabezada por Pedro de Portilla en 1799; en Nueva Granada, el intento independentista de Antonio Nariño, fuertemente influenciado por la Revolución Francesa; en 1797, la insurrección venezolana dirigida por José María España y Manuel Gual; y en 1805, el desembarco de Francisco Miranda. El historiador Boleslao Lewin registra varios intentos separatistas en Perú, como el de un grupo de revolucionarios de mediados de siglo XVIII que acuerdan enviar a Europa un Comisionado para negociar con una corte europea la emancipación de la colonia. En Quito, hubo en 1765 un intento de rebelión encabezado por el Dr. Espejo, quien había llegado a concebir un plan de emancipación conjunta de las colonias hispanoamericanas. Se produjeron numerosos casos de jefes revolucionarios que solicitaban ayuda a Inglaterra para llevar a cabo planes de liberación de las colonias españolas. Puede mencionarse al mexicano Francisco de Mendiola y al francés Duprés, quien bajo el seudónimo de M. de la Tour o Juan Antonio de Prado proponía crear un futuro reino independiente con Perú, Chile, el Tucumán y la Patagonia. En el contexto de estos movimientos separatistas precursores de la Independencia latinoamericana, cabe mencionar en Chile la conspiración de los tres Antonios: Antonio Gramusset, Antonio Berney y José Antonio de Rojas. Varios historiadores chilenos, principalmente Encina, han subestimado este movimiento por considerarlo un hecho casual y esporádico, sin ninguna trascendencia en la “apacible siesta colonial”. Sin embargo, no es por azar que la conspiración de los tres Antonios se realiza en 1780, cuatro años después del motín santiaguino contra el estanco, en una época de sucesivos conatos de rebelión criolla e indígena en América Latina y de viajes clandestinos de jefes
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revolucionarios que aspiraban a coordinar un movimiento continental contra España, como fue el caso de un tal “don Juan” quien según la hipótesis de Boleslao Lewin pudo haber sido “un emisario de la conspiración encabezada por Gramusset y Berney”.207 Gramusset y Berney no eran “tarados” ni “desconformados cerebrales”, como afirma Encina, sino hombres impregnados de las ideas liberales de su tiempo y partidarios de las utopías sociales, tan criticadas por quienes no advierten que dichas teorías se convierten en la fuente inspiradora de los cambios revolucionarios. Con el apoyo de José Antonio de Rojas, no por casualidad el criollo más avanzado de la Colonia, los franceses concibieron un plan para emancipar a Chile de España, aprovechando la guerra que este imperio sostenía con Inglaterra. El proyecto de los tres Antonios iba más allá de un simple cambio político. La base del gobierno republicano que deseaban implantar estaría constituida por un cuerpo colegiado nombrado por el pueblo, en el que se incluía a los mapuche. Desaparecerían las jerarquías sociales, aboliéndose de inmediato la esclavitud. Uno de los puntos más notables del programa era la formulación de un proyecto de reforma agraria, que se expresaba en una redistribución igualitaria de la tierra. Planteaba asimismo el libre comercio con el mundo entero, inclusive los negros y los chinos, como parte de un plan universal de fraternidad entre los pueblos. Denunciados por el abogado Mariano Pérez de Saravia, a quien los franceses habían comunicado sus aspiraciones libertarias, Berney y Gramusset fueron deportados de Chile en 1781, muriendo cinco años más tarde después de haber soportado innumerables peripecias. Han cometido un error los historiadores que han menospreciado este suceso, pues el silencio que al respecto guardaron las autoridades españolas expresaba su preocupación de que el ejemplo emancipador no cundiera. La sentencia dictada por la Real Audiencia decía en uno de sus párrafos: Contemplando en las actuales circunstancias poco ventajoso al servicio de S. M. la propalación y publicación de esta causa que, sobre ofrecer bastante materia a los reos para una defensa exclusiva de la pena ordinaria, descubre y pone a los ojos de un pueblo leal y fiel al soberano un delito que dichosamente ignora; y siendo más conforme a sana política y buen gobierno la conservación de tan laudable ignorancia…
Mientras las autoridades españolas pretendían acomodar la realidad a su amaño, los hechos seguían un curso contrario. Los criollos con mayor conciencia de clase redoblaban sus contactos clandestinos con otros revolucionarios latinoamericanos, constituyendo, a fines del siglo XVIII, los primeros grupos secretos. A falta de otra decantación política, estos grupos se convirtieron en el factor subjetivo, en el embrión que impulsa la lucha por la Independencia.
207
Boleslao Lewin. La rebelión…, op. cit.
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Londres era el centro de reunión de los jóvenes criollos. Allí O’Higgins conoció a Miranda, quien lo puso en contacto con otros latinoamericanos. En 1797, se constituyó, bajo el patrocinio de Miranda, una “Junta de diputados de México, Perú, Chile, La Plata, Venezuela y Nueva Granada” que redactó un documento de 18 artículos en el que se establecían los criterios básicos para la Independencia latinoamericana. No es por azar que el estallido revolucionario contra España se produjera en forma conjunta. Existía una coordinación entre los criollos, que concebían la lucha por la liberación con un criterio continental. No siempre los movimientos paralelos o simultáneos en diversos países implican concierto previo entre sus vanguardias, lo que de todas maneras tiende a producirse, sino que dichas eclosiones responden a problemas sociológicos comunes. Varios años antes de 1810, existían ya en Chile grupos clandestinos que se preparaban para la lucha por la Independencia. Refiriéndose a un oficial chileno de Talcahuano, un marino norteamericano relataba en 1802: El fuego de la independencia está cundiendo en todos los países de América, nos decía, y los pueblos están formando grupos selectos de dos, tres o cuatro que se agrupan en clubes en todas las ciudades importantes, confederándose bajo ciertos compromisos y comunicándose las noticias unos a otros. Él era uno de ellos y era un apasionado por las ideas de la emancipación.208
Eyzaguirre hace el siguiente comentario al respecto: Nada sabemos acerca de quién sería este misterioso confidente, pero sus palabras nos indican que algunos meses antes de que regresara a Chile don Bernardo O’Higgins trayendo sus ideales separatistas bebidos en Inglaterra por influencia de Miranda, existía en el país un núcleo secreto que los alimentaba y que mantenía contactos con otros grupos similares esparcidos en el resto de América.
Estos grupos clandestinos entraban en contacto con los comerciantes y tripulantes de los buques norteamericanos. En 1807, el médico norteamericano Procopio Pollock, apresado con otros tripulantes del barco contrabandista “Warren”, hizo amistad con Martínez de Rozas; fue posteriormente expulsado por García Carrasco por difundir ideas republicanas, pero siguió manteniendo correspondencia con los grupos secretos, a quienes enviaba las “Gacetas de Procopio”, especie de cartas periódicas en las que informaba sobre el desarrollo de la invasión napoleónica a España. Durante 1808 y 1809 estos grupos comenzaron a actuar más abiertamente; era un secreto a voces que los criollos de Concepción se reunían en casa de Martínez de Rozas y los de Santiago en las tertulias de José Antonio de Rojas y los Larraínes. En síntesis, varios años antes de 1810, estaba ya constituida la vanguardia política del sector más avanzado de la burguesía criolla. 208
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Diario de William Moulton, escrito a bordo del “Onico”, 4 de enero de 1802, citado por Jaime Eyzaguirre: Ideario…, op. cit., p. 89.
Las condiciones objetivas y subjetivas estaban maduras para iniciar la lucha por la Independencia. Un hecho coyuntural vino a precipitar el proceso de liberación latinoamericana. Ese hecho fue la invasión napoleónica a España. Los criollos, conscientes de que España quedaba imposibilitada de enviar fuerzas militares a las colonias y seguros de la irremisible derrota de la metrópoli frente a los invencibles ejércitos de Napoleón, aprovecharon hábilmente la coyuntura para iniciar la Revolución, deponer a las autoridades españolas y nombrar la Primera Junta de Gobierno. La creación de Juntas en España fue el pretexto que utilizaron los criollos para dar el primer paso hacia su gobierno propio y autónomo. Se ha especulado bastante acerca del papel de las Juntas americanas. Unos autores estiman que no aspiraban a la Independencia, sino solamente a preservar las colonias para Fernando VII, el rey legítimo. Otros sostienen que el espíritu democrático de las Juntas españolas influyó decisivamente en los objetivos libertarios de las Juntas criollas. A nuestro entender, las Juntas criollas adoptaron una forma organizativa similar a las españolas, pero su contenido y sus fines eran diametralmente opuestos. Mientras las Juntas metropolitanas se organizaron para reconquistar España y conservar su imperio colonial, las Juntas latinoamericanas se crearon para tomar el poder en defensa de los intereses de la burguesía criolla. Es falso también el concepto de que las Juntas españolas consideraban de igual a igual a las colonias latinoamericanas; mientras éstas solo tenían derecho a un representante por país (diez en total), las provincias de España podían nombrar dos representantes cada una (24 delegados). Los jefes de la burguesía chilena no se dejaron engañar por las ampulosas palabras libertarias de la Junta Central de España. En 1809, Martínez de Rozas manifestaba en una carta a José Antonio de Rojas: “La Junta del día es un colegio de reyes filósofos que hablan el lenguaje de la razón. Mudando el gobierno o mudando las circunstancias, no sé cuál hablaría. Tal vez las colonias vendrían a ser entonces lo que han sido siempre, colonias y factorías en todo el sentido de la palabra y sobre un plan que ha sido desconocido en la antigüedad”.209 Las sospechas criollas acerca del aparente espíritu democrático de la Junta Central española se vieron confirmadas cuando ésta designó gobernador de Chile a Francisco Javier Elío, hombre resistido por la burguesía criolla. Una expresión clara del estado de ánimo de los criollos en 1810, lo proporcionan el título de una proclama de las autoridades españolas: “Advertencias precautorias a los habitantes de Chile excitándolos a conservar su lealtad en defensa de la religión, del rey y de la patria, sin escuchar a los sediciosos que sugieren ideas revolucionarias con motivo de los últimos sucesos de España”.
209
Ibid., p. 95.
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Algunos historiadores han sobreestimado la incapacidad de García Carrasco y particularmente su paso en falso al deportar a connotados jefes criollos (Rojas, Vera y Ovalle) como un factor decisivo para el estallido de la Revolución. La verdad es que el proceso revolucionario era irreversible. Ni García Carrasco ni ningún otro gobernante español podían detener la lucha por la Independencia, como había sido ya demostrado en los levantamientos de La Paz en 1809 y de Buenos Aires en mayo de 1810. Pocos meses después, el 18 de septiembre del mismo año, la burguesía chilena daba el primer paso hacia la toma del poder político.
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Cuadro cronológico de Europa (siglos XVII y XVIII) España 1598-1621: Felipe III.
Inglaterra 1603-1625: Jaime I (Stuardo).
Francia Holanda 1610-1643: Luis XIII. Guerra de 30 años con España por la Richelieu. 1618-48: Derrota en Independencia. 1625-1649: Carlos I. guerra de 30 años. Preponderancia 1648: Paz en Francesa. 1621-1665: Felipe IV. 1649:Revolución Westfalia. 1640: Sublevación de democrático-burguesa. 1643-1715: Luis XIV. Holanda se Portugal y Cataluña. 1653-58: Crommwell. Mazzarino-Colbert. independiza de Acta de Navegación. 1658: Paz de los España. Arrebata el Proteccionismo. Proteccionismo. Pirineos. monopolio comercial Mercantilismo. Debe ceder Artois y Mercantilismo. del Asia a Portugal y Rosellón a Francia y Manufactura. zona azucarera del Jamaica a Inglaterra. Manufactura. Siglo de Descartes. norte de Brasil. 1675: Paz de Noruega. 1685-88: Jaime II Auge comercial y Compañías de (duque de York). Debe ceder el colonial. Comercio en Franco-Condado y 12 1688: Guillermo III de América y Asia. Declinación de plazas en Flandes. Orange. Holanda en el control 1701: Guerra Declinación de Contrabando en de los mares y del con Inglaterra España. América. comercio colonial. por Sucesión de 1700-1746: Felipe V España. Francia es 1702-1714: Ana. (primer Borbón). derrotada y pierde 1714-1727: Jorge I. preponderancia 1701: Guerra de 1714: Monopolio. europea. Sucesión. Venta de esclavos para 1715: Luis XV. 1714: Paz de Utrech. América. 1750: Luis XVI. 1746-1759: Fernando Preponderancia VI. Pierde el Imperio mundial. colonial. 1759-1788: Carlos III. 1727-1760: Jorge II. Reformas 1789: Revolución Ministro W. Pitt. Borbónicas. 1742-1763: Guerra con Francesa. 1788-1808: Carlos IV. Francia, Inglaterra Invasión arrebata a Francia el Napoleónica. imperio colonial. 1760: Jorge III. Industrialización.
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Cuadro cronológico de Chile colonial (siglos XVII y XVIII) Economía 1601: Primer “real situado”. Aumenta producción agropecuaria. Exportación de sebo y cueros. Industrias artesanales. Auge contrabando francés. 1720: Primeros buques de registro. Aumenta producción minerales de oro. Auge contrabando inglés. Crece exportación de trigo. 1778: Reglamento “comercio libre”. Crisis industrial artesanal. Aumenta producción de cobre y plata. Alza de impuestos. 1795: Se crea el Consulado.
Sociedad 1608: Real Cédula implanta esclavitud indígena. Revolución demográfica.
Política 1609: Se crea la Real Audiencia. Ataques de corsarios.
Se consolidan los latifundios. 1629-39: Gobierno de Lazo de la Vega. Surgen los arrendatarios. 1650-56: Gobierno de Acuña Decadencia de las y Cabrera. encomiendas. 1655: Rebelión general Surgimiento del salariado. mapuche. 1758: Empieza a funcionar 1664: Gobierno de Francisco Universidad de San Felipe. Meneses. Fundación de ciudades. 1709-17: Gobierno de Juan de Ustáriz. Se afianza la burguesía minera y terrateniente. 1723: Levantamiento general Uso del término inquilino en mapuche. lugar de arrendatario. 1735-45: Gobierno de Manso de Velasco. 1791: Abolición de las encomiendas. 1755-61: Gobierno de Manuel de Amat. 1766: Rebelión general mapuche. 1767: Expulsión de los jesuitas. Protestas por aumento de impuestos. 1781: Conspiración de los 3 Antonios. 1788-96: Gobierno de Ambrosio O’Higgins. 1802: Gobierno de L. Muñoz de Guzmán. 1808: Gobierno de García Carrasco.
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capítulo viii La revolución de 1810
En este capítulo aspiramos a señalar algunas de las características esenciales del proceso revolucionario que condujo a la Independencia. Dejaremos para el próximo volumen el análisis de las etapas de la revolución chilena y el papel que jugaron las fracciones políticas encabezadas por Martínez de Rozas, José Miguel Carrera, Bernardo O’Higgins y otros dirigentes de la Revolución.
¿Revolución democrático-burguesa? Los historiadores liberales han tratado de presentar la Revolución de 1810 como un movimiento democrático inspirado en los ideales de la burguesía europea. En las últimas décadas, los autores de tendencia reformista han sostenido que la Revolución de 1810 fue una revolución democrático-burguesa inconclusa que comenzó realizando tareas propias de ese tipo de revolución bajo la dirección de la burguesía comercial progresista, pero que lamentablemente esos hombres de avanzada fueron rápidamente desplazados por la aristocracia feudal que liquidó las posibilidades de un desarrollo capitalista en nuestro continente. Ambas caracterizaciones parten de supuestos falsos: que la colonización española fue feudal y que paralelamente a la aristocracia terrateniente retrógrada se formó una capa de comerciantes progresistas que encabezaron la Revolución de 1810 inspirados en el programa democrático-burgués de la Revolución Francesa. En capítulos anteriores, hemos procurado demostrar que la colonización española no tuvo un carácter feudal, sino que generó un capitalismo incipiente y desde el comienzo dependiente de la metrópoli. Este tipo especial de capitalismo determinó el surgimiento de una clase dominante también sui generis. En lugar de estructurarse una burguesía que pasara por el ciclo clásico europeo hasta culminar en la manufactura y la industria, en América Latina se formó una burguesía minera y terrateniente interesada en forma casi exclusiva en la producción y exportación de metales preciosos y productos agropecuarios para el mercado mundial. Los sectores de esta burguesía estaban combinados y ligados entre sí. Los mineros eran dueños de fundos y los
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terratenientes eran a su vez mineros. No había conflictos irreconciliables entre los latifundistas y la burguesía mercantil porque en general los comerciantes armonizaban el mercantilismo con el latifundio y los terratenientes abrían casas comerciales en los puertos y ciudades. El Imperio español había conformado una evolución económica dependiente, deformando la economía colonial y coartando la posibilidad de un desarrollo industrial autónomo. El análisis de la economía y las clases sociales de ese tiempo nos conduce a sostener que en las colonias hispano-americanas no existía una formación socioeconómica, una base material para originar una revolución democrático-burguesa. La Revolución Francesa y las revoluciones democráticas europeas del siglo XIX se fundamentaron en un desarrollo capitalista dinámico y en la existencia de una burguesía industrial interesada en liquidar los vestigios semifeudales, realizar la reforma agraria y promover el desarrollo de un fuerte mercado interno. En un análisis de superestructura, exclusivamente ideológico, se ha dicho que los dirigentes de la Revolución de 1810 estaban influenciados por los ideales de la Revolución Francesa. Cabe preguntarse: ¿qué ideas liberales llevaron a la práctica los criollos en 1810? Los historiadores liberales y reformistas han dado por supuesto que los criollos trataron de aplicar el programa democrático-burgués en el cual se inspiraban. La burguesía criolla adaptó las ideas liberales a sus intereses específicos de clase. Los planteamientos libertarios de la burguesía industrial europea en lucha con la monarquía feudal fueron empleados por la burguesía criolla en contra de la opresión española. El concepto de libertad de comercio levantado por los industriales europeos para romper las trabas feudales y colocar sus artículos elaborados, fue utilizado por los criollos para luchar contra el monopolio comercial español. En Europa, el liberalismo fue la ideología de la burguesía industrial; en América Latina, las ideas liberales fueron adaptadas a los intereses de los terratenientes, mineros y comerciantes. Hubo una adopción formal del pensamiento liberal porque la burguesía criolla jamás pensó en aplicar los postulados programáticos fundamentales, como la reforma agraria, la industrialización y la creación de un mercado interno. Los sectores de la clase dominante criolla estaban comprometidos en la tenencia de la tierra y en una economía preponderantemente exportadora. La burguesía criolla, clase social que encabezó la Revolución de 1810 estaba por tanto incapacitada para realizar la reforma agraria, medida esencial que impulsa históricamente toda revolución democrático-burguesa. Bastaba que las rebeliones campesinas e indígenas del siglo XVIII cuestionaran la propiedad territorial de los criollos exigiendo que les devolvieran las tierras que los conquistadores españoles les habían arrebatado, para que la burguesía nativa se aliara con los representantes del rey en un frente único contra los desposeídos. En contraste con las revoluciones democrático-burguesas europeas, que afectaron a
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los poseedores de la tierra, en América Latina los latifundistas no sufrieron los efectos de la revolución de 1810, sino que fueron sus principales beneficiarios. Un paralelo entre las revoluciones democrático-burguesas europeas y la Revolución de 1810 demuestra que mientras las primeras impulsaron el desarrollo industrial, realizaron la reforma agraria, crearon un mercado interno, aseguraron un desarrollo económico independiente y un modo de producción típicamente capitalista, en América Latina la clase dominante no realizó en 1810 ninguna de esas tareas básicas de la revolución democrático-burguesa, limitándose a obtener la independencia política. Mientras en Europa las revoluciones democráticas significaron un cambio profundo de la estructura económica y social, en Latinoamérica la Revolución de 1810 no modificó la estructura de clases de la sociedad colonial ni quebró el carácter dependiente de nuestra economía. La Revolución Francesa fue una revolución social. La Revolución de 1810 fue una revolución política separatista, una revolución que no perseguía un cambio radical de las estructuras, sino un cambio simplemente político. La Revolución de 1810 cambió el gobierno, no la sociedad. En rigor, la Revolución de 1810 no fue una revolución democrático-burguesa, porque mantuvo una economía meramente exportadora y dependiente, no realizó la reforma agraria ni fue capaz de crear un mercado interno y de iniciar un proceso de industrialización. Solo reemplazó un equipo de explotadores de allende por otro de aquende. La independencia no fue “prematura”, como han sostenido Alberto Edwards y Francisco Encina, sino que las condiciones objetivas y subjetivas estaban maduras para que la burguesía criolla tomara el poder. La Independencia respondía a las necesidades de una burguesía que realizó solo aquellas tareas que podían esperarse de una clase social básicamente exportadora de materia prima, cuyo desarrollo había sido condicionado por siglos de economía colonial dependiente de una metrópoli que tampoco había sido capaz de realizar integralmente su propia revolución democráticoburguesa.
Legitimidad y lucha armada En el afán de limar las aristas agudas de la lucha de clases, los historiadores burgueses de las últimas décadas han tratado de presentar la Revolución de 1810 como un acto legitimista y pacífico. Ya no les basta con negar la existencia de causas profundas en la Independencia, al aseverar que a España le convenía cortar los lazos con las colonias, sino que llegan a sostener que los criollos se separaron de la metrópoli en forma pacífica y respetando la legitimidad del rey. Los objetivos que persigue esta concepción de la historia son obvios. Alberto Edwards, el representante más conspicuo de esta tendencia en Chile, refiriéndose a la Revolución de 1810 escribe: “En Chile la revolución burguesa se
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había realizado pacíficamente”.210 En otro de sus libros afirma: “Así la revolución pudo aparecer ante muchos, dentro de los antiguos principios del derecho monárquico, más legítima que la resistencia misma… Aquello no era un levantamiento contra el poder constituido”.211 La intención de este análisis que contribuye a la formación de un mito contemporáneo se pone de manifiesto cuando su autor confiesa: “Hemos insistido un tanto acerca del respeto por el orden establecido que caracterizó la revolución chilena de 1810, porque este rasgo ha subsistido en nuestro país a través de las vicisitudes de un siglo de vida republicana”.212 En otro párrafo precisa aún más su afán mistificador y su criterio de clase: “Por noventa años existió aquí la continuidad en el orden jurídico y una verdadera tradición política, cuyos cambios o mejor dicho evoluciones, se produjeron en forma gradual, pacífica, lógica, y presentaron, por tanto, un carácter mucho más europeo que hispanoamericano”. No es cierto que la historia de Chile haya transcurrido en forma pacífica. Las revoluciones de 1823 a 1830, las de 1851 y 1859, la contrarrevolución de 1891 y los movimientos revolucionarios de 1924-25 y 1931-32, además de los tres siglos de guerra araucana, las rebeliones, las huelgas obreras y la violencia de la lucha de clases en las explotaciones mineras, agrícolas e industriales, demuestran que Chile está lejos de ser ese país mistificado por los historiadores tradicionalistas, como lo demostraremos en volúmenes posteriores. Por el momento, nos ocuparemos de la afirmación de que la Revolución de 1810 fue legitimista y pacífica. Para sostener esta tesis, Alberto Edwards se vale de la artimaña de limitar la revolución al breve período que transcurre entre septiembre de 1810 y abril de 1811. La revolución emancipadora no dura siete meses, sino que es un proceso que en Chile se prolonga de 1810 a 1818. En este período se produce una guerra declarada entre España y la colonia insurrecta. Es una década de revolución y contrarrevolución armada, de acción y reacción sangrienta. El argumento de la legitimidad, o sea la actuación de las primeras Juntas en nombre de Fernando VII, fue utilizado en forma circunstancial y respondió a una lucha tendencial entre criollos moderados, reformistas y revolucionarios. Analizando la esencia de los sucesos, se llega a la conclusión de que no existe ningún interés legitimista en la revolución chilena y latinoamericana, sino que el objetivo estratégico de la Revolución de 1810 es la conquista del poder para la burguesía criolla. ¿Puede caracterizarse de legitimista una revolución que desconoce al gobernador Elío nombrado por las autoridades españolas para la Capitanía General de Chile en reemplazo del gobernador depuesto por la Primera Junta? ¿Puede llamarse legitimista una revolución 210 211 212
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Alberto Edwards. La fronda aristocrática, p. 25, Santiago: Ed. del Pacífico, 1952. Alberto Edwards. La organización política de Chile, pp. 26-27. Santiago: Ed. del Pacífico, 1943. Ibid., p. 28.
que disuelve la Real Audiencia, el más alto tribunal de la monarquía española en las colonias? ¿Puede acaso ser legitimista una revolución que liquida el monopolio español, decreta el libre comercio y se hace cargo de todas las entradas fiscales sin enviar un solo peso al rey “legítimo” que reclama ayuda en España? ¿Es legitimista la actitud de José Miguel Carrera al crear la bandera, el escudo nacional y dictar un reglamento constitucional que niega la autoridad de cualquier país extranjero para inmiscuirse en asuntos internos de Chile? ¿Puede denominarse pacífico un proceso en el que criollos se baten con las armas en la mano desde 1810 hasta la batalla de Maipú, pasando por las guerrillas de Manuel Rodríguez y el triunfo de Chacabuco? ¿Puede hablarse de un traspaso pacífico del poder cuando los españoles resisten desde el motín de Figueroa en 1810 hasta la violencia contrarrevolucionaria de un San Bruno en plena Reconquista? Las clases dominantes no entregan nunca el poder en forma pacífica. Defienden sus privilegios e intereses con toda la fuerza de la violencia reaccionaria, como lo hicieron los españoles en sus colonias. La historia no registra ningún caso de triunfo pacífico de una revolución. Chile no podía ser una excepción. El proceso revolucionario que condujo a la independencia política de Chile y de América Latina triunfó por la vía de la insurrección armada.
La participación del pueblo Una de las características de la Revolución de 1810 fue la escasa participación del pueblo. Los sectores populares fueron al principio indiferentes a una revolución que no significara la emancipación social, sino la consolidación de sus explotadores inmediatos: los patrones criollos. Esta situación se modificó en parte cuando los españoles iniciaron la Reconquista, debido no a un cambio de la burguesía criolla, sino a un fenómeno de reacción de las capas pobres contra los abusos de los españoles durante la guerra. Existen, por tanto, dos etapas principales en cuanto a la participación del pueblo en el proceso de la Independencia chilena. La primera, que va desde septiembre de 1810 hasta el desastre de Rancagua, y la segunda, desde la Reconquista española hasta la declaración de la Independencia en 1818. La primera etapa se caracteriza por una escasísima participación de los sectores populares en la Revolución de 1810, salvo la respuesta a uno que otro llamado esporádico de José Miguel Carrera en demanda de apoyo popular para enfrentar a la oligarquía criolla. El movimiento de septiembre de 1810 que desplaza al gobierno español e impone la Primera Junta no reúne más de 350 personas en el Salón del Consulado. En 1810 no actúa ni siquiera la mayoría de los criollos, sino el sector más acomodado de la burguesía minera, comercial y terrateniente. Los criollos pobres, los mestizos y fundamentalmente los indios, se mantuvieron ausentes del proceso
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durante los primeros años de la revolución separatista. Los sectores populares no se sentían interpretados por un movimiento que no significaba la emancipación social sino solamente la conquista del poder para la burguesía criolla. Los principales jefes de la Revolución de 1810 eran los explotadores directos de las capas populares. Para éstas, el enemigo de clase más inmediato era el propio patrón, el criollo que los explotaba. La burguesía criolla no busca en esta primera etapa el apoyo de las masas porque, además del temor de ser rebasada por ellas, cree bastarse con sus propias fuerzas para derrocar a las autoridades españolas desmoralizadas por la invasión napoleónica. El movimiento de 1810 en su primera fase solo tuvo características masivas en México y el Alto Perú, donde los campesinos e indígenas trataron de combinar la lucha por la independencia política con la revolución agraria. Pero los Hidalgo y Morelos, que luchaban tanto contra los españoles como por la expropiación de los terratenientes criollos, no abundaron en las colonias hispanoamericanas. La segunda etapa de la revolución chilena, que comienza con la Reconquista española, se caracteriza por una mayor participación del pueblo. La nueva actitud de las masas a favor de la revolución no fue provocada por un cambio en la posición de la burguesía criolla, sino por una reacción de los sectores populares ante los atropellos cometidos por los españoles durante la Reconquista. El saqueo de los campos por los realistas, la represión de los españoles contra los artesanos y pequeños comerciantes mestizos y criollos, los abusos del regimiento de los Talaveras comandado por el capitán San Bruno, empujaron a los sectores populares al bando de los que luchaban por la independencia. Blest Gana, en su novela Durante la Reconquista, ha encarnado en el “roto” Ño Cámara, diestro en el manejo del corvo, la participación del pueblo chileno en la lucha contra la monarquía española. La incorporación de los sectores populares dio un extraordinario impulso al combate por la liberación política. El apoyo popular fue la clave del éxito de la guerra de guerrillas de Manuel Rodríguez. Los disfraces de este guerrillero, su ocultamiento en los ranchos, sus increíbles fugas y su movilidad permanente, fueron posibles por el apoyo efectivo que le brindó el campesinado y el artesanado. De las campañas de la Independencia Nacional –dice Roberto Hernández– se han referido altos hechos; pero nadie hace recuerdos particulares en obsequio de los rotos que, con el fusil o la lanza, se atrajeron entonces la admiración de sus mitades, no dejando otro monumento de su bravura que las leyendas de los vivaques en el ejército de la República. Rotos de marca mayor fueron los que batieron a los célebres Talaveras; y rotos pintiparados los que al grito de ¡Viva la Panchita! hicieron frente a San Bruno, tan temido hasta de los hombres de capa larga. Rotos campesinos fueron los que montaron a caballo con Villota en Curicó, con Salas en San Fernando y sirvieron en las montoneras de Manuel Rodríguez, el caudillo popular por excelencia.213 213
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Roberto Hernández. El Roto Chileno, pp. 7-8, Valparaíso, 1929.
En ese momento de la historia chilena, el peso de la resistencia contra los españoles fue soportado fundamentalmente por las capas pobres del país. Mientras los burgueses criollos más acomodados capitulaban ante los gobiernos de los españoles Osorio y Marcó del Pont, llegando algunos de ellos a renegar de la Independencia en el Acta firmada en vísperas de la batalla de Chacabuco, los campesinos y artesanos ingresaban a las filas de la resistencia activa, en las ciudades, en las guerrillas rurales y luego en el Ejército Libertador de los Andes. La historia oficial, junto con soslayar la actitud cobarde y vacilante de importantes sectores de la burguesía criolla, ha ocultado sistemáticamente el papel jugado por las capas populares en el proceso de liberación política de Chile. Ha correspondido a un hijo de la clase obrera, a Luis Emilio Recabarren, líder máximo del proletariado nacional, el primer intento de romper la mistificación histórica con ocasión del centenario de la República: ¿Quiénes dieron el grito de emancipación política en 1810? ¿Dónde estuvieron y quiénes fueron los personajes del pueblo trabajador que cooperaron a aquella jornada? La historia escrita no nos dice nada y los historiadores solo buscaron héroes, los personajes, entre las familias de posición, entre la gente bien. En los monumentos que complementan la historia tampoco vemos al pueblo […]. Acaso los que vencieron al español en los campos de batalla ¿pensaron alguna vez en la libertad del pueblo? Los que buscaron la nacionalidad propia, los que quisieron independizarse de la monarquía buscaban para sí esa independencia, no la buscaban para el pueblo […]. Tan es así que los llamados padres de la patria, aquellos cuyos nombres la burguesía pretende inmortalizar, aquellos que en los campos de batalla dirigieron al pueblo-soldado para pelear y desalojar al español de esta tierra, una vez terminada la guerra y consolidada la independencia, ni siquiera pensaron en dar al proletariado la misma libertad que ese proletariado conquistaba para los burgueses reservándose para sí la misma esclavitud en que vivía.214
La posición de Inglaterra y Estados Unidos En páginas anteriores hemos visto el papel jugado por Inglaterra y Estados Unidos en los prolegómenos de la independencia latinoamericana. Ahora nos corresponde analizar cuál fue su posición concreta durante los primeros años de la Revolución de 1810. Numerosos investigadores han magnificado el apoyo de Estados Unidos e Inglaterra a la independencia de los pueblos latinoamericanos. El estudio de las guerras de la independencia demuestra que Inglaterra y Estados Unidos, que habían 214
Luis Emilio Recabarren. Ricos y Pobres. A través de un siglo de vida republicana. El Balance del siglo. “Conferencia leída en Rengo la noche del 3 de septiembre de 1910 en ocasión del primer Centenario de la República de Chile, y dedicada al proletariado estudioso que busca su redención”. Santiago: Imprenta New York, pp. 18, 19 y 20, 1910.
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alentado durante el siglo XVIII la rebelión de las colonias hispanoamericanas, no prestaron ayuda efectiva en los precisos momentos en que los criollos iniciaron el proceso revolucionario. No entregaron armas ni apoyo diplomático. Ambos países, comprometidos circunstancialmente con España, sabotearon durante varios años el reconocimiento de la Independencia latinoamericana, hecho que recién en 1822 vino a formalizar Estados Unidos cuando España estaba definitivamente derrotada. Inglaterra, aliada circunstancial de España en 1810 para combatir la expansión napoleónica, se negó a suministrar armamento a los revolucionarios latinoamericanos y a reconocer la Independencia. El comandante Flemming, del navío “Standard”, llegó a manifestar al gobierno chileno que Inglaterra estaba dispuesta a colaborar con España en el aplastamiento de la rebelión criolla. Inglaterra apoyaba a España con el fin de obtener franquicias comerciales cuando la revolución latinoamericana fuera sofocada. Webster refleja claramente los intereses de ese país al expresar: “A Gran Bretaña nunca le interesó la independencia de las colonias españolas; solo deseaba acaparar su comercio”. Cuando la revolución latinoamericana entró en un proceso irreversible de triunfo, Inglaterra comenzó a abandonar a España, aliada transitoria, y a insinuar la posibilidad de reconocer la Independencia si los criollos aceptaban la monarquía como forma de gobierno. Este plan, adelantado por el ministro británico Lord Castlereagh a Francisco Zea, agente de Colombia, obedecía al temor de que Estados Unidos desplazara a Inglaterra del mercado latinoamericano en caso de triunfar el movimiento de los criollos. Desde 1810 hasta 1822, la actitud de Estados Unidos frente a la independencia latinoamericana fue vacilante y calculadora, a fin de evitar choques internacionales con España y la Santa Alianza. La guerra con Gran Bretaña le permitió justificar su negativa a la entrega de armas y apoyo efectivo a la revolución latinoamericana. Recién en 1815 se registra una venta de armas hecha por empresarios privados norteamericanos a José Miguel Carrera. Aunque Estados Unidos no prestó ayuda concreta, trató de conectarse con los gobernantes criollos a través de la designación de cónsules. El papel de estos agentes norteamericanos fue allanar el camino para un eventual aumento del intercambio comercial. Se ha exagerado la influencia ejercida sobre Carrera por Poinsett, primer cónsul norteamericano en Chile. El apoyo de Estados Unidos al gobierno de los Carrera fue más verbal que efectivo. La actitud de Estados Unidos tendiente a buscar nexos con los gobiernos criollos, sin apoyarlos decididamente para no correr el riesgo de romper con España, no obedecía a fines libertarios de la burguesía norteamericana, sino que procuraba contrapesar la influencia del capitalismo europeo en América Latina y buscar nuevos mercados para su producción manufacturera. Una vez que
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los latinoamericanos lograron derrotar definitivamente al imperio español, Estados Unidos canceló su actitud vacilante frente a los criollos. Detrás de las altisonantes palabras de la doctrina Monroe en torno a la autodeterminación de los pueblos y a la consigna “América para los americanos”, estaba un plan de expansión y una alerta al capitalismo europeo para que no interviniera en los asuntos del continente. Mientras los gobiernos de Inglaterra y Estados Unidos se negaban a reconocer la independencia de América Latina, los comerciantes de esos países aprovecharon al máximo las ventajas económicas que les proporcionaban las leyes sobre libertad de comercio. Desde 1810, se incrementa la penetración de los comerciantes extranjeros, alentados por las Juntas criollas, que buscaban de ese modo aumentar sus entradas aduaneras. La burguesía criolla, que había establecido importantes relaciones con los comerciantes ingleses y norteamericanos a través del contrabando colonial, aspiraba ya en el poder a terminar con ese tipo de comercio ilegal a fin de acrecentar los ingresos fiscales. En síntesis, podemos afirmar que son antojadizas e interesadas aquellas versiones tendientes a señalar que sin el apoyo de Estados Unidos e Inglaterra hubiera sido casi imposible el triunfo de la revolución latinoamericana contra España. Los países latinoamericanos conquistaron la independencia política con sus propias fuerzas, sin ayuda directa de Estados Unidos ni de Inglaterra. La burguesía criolla, sin embargo, no fue capaz de consolidar esta libertad. Liberados del antiguo dominio colonial español, los países latinoamericanos cayeron bajo la dependencia de otras metrópolis que sin haberse jugado por el triunfo de la revolución latinoamericana, aprovecharon prestamente su independencia política formal para colonizarlos por otras vías.
La continentalidad de la revolución y la unidad de América Latina La independencia latinoamericana fue proyectada por los dirigentes criollos más radicalizados como un proceso que debía abarcar a todo el continente. El triunfo de la revolución contra España solo podía ser factible en la medida que se produjera un levantamiento general de los pueblos latinoamericanos. Problemas similares de opresión y dependencia, estructura social, tradición e idioma comunes condujeron a los criollos a concebir la independencia con un criterio continental. Todos formaban parte de un mismo imperio opresor al cual era necesario derrotar a través de una lucha unitaria y concertada. Desde los primeros grupos revolucionarios de la segunda mitad del siglo XVIII hasta Francisco Miranda, la idea de coordinar la acción entre las diferentes “provincias” latinoamericanas está siempre presente como la manera más eficaz de lograr la
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independencia. Los dirigentes criollos estaban en gran medida unidos por encima de las fronteras políticas convencionales de la época. Para los criollos de entonces era bienvenido que un guatemalteco (Irisarri) o varios argentinos (Dorrego, Vera, San Martín) lucharan en Chile por la causa de la independencia. Del mismo modo, hubo numerosos chilenos que actuaron en Argentina, Perú y Bolivia contra el enemigo común. La Revolución de 1810 adquirió desde sus inicios un carácter continental. La insurrección armada no se detuvo en los primeros países liberados, sino que rápidamente se extendió al resto de las colonias que aún estaban bajo el dominio del imperio español. Una expresión de la continentalidad de la Revolución de 1810 fue el “plan secreto de operaciones” presentado por Mariano Moreno a la Junta de Buenos Aires en julio de 1810, plan en el que se proponía alentar la rebelión en Brasil y la Banda Oriental. En uno de sus acápites manifestaba: Jamás pudo presentarse a la América del Sud oportunidad más adecuada para establecer una República (…). El Estado americano del Sud. El Gobierno americano del Sud”. Sergio Bagú comenta el plan de Mariano Moreno: “La revolución hoy cercada, tiene que expandirse a todo un continente” (…). No hay asomo de duda. La liberación será continental.215
Los Ejércitos Libertadores de Bolívar y San Martín culminaron esta empresa con una operación que partiendo desde el Norte y el Sur del continente terminó en el Perú con la enconada resistencia española. La constitución de este Ejército continental de los pueblos latinoamericanos permitió asestar el golpe final al imperio español, que había logrado reconquistar varias colonias desde 1814. La lucha por la unidad de América Latina era compartida por la mayoría de los dirigentes revolucionarios de 1810. Es sobradamente conocido el pensamiento de su representante más destacado: Simón Bolívar. Otro connotado líder criollo, José Artigas, propuso también la formación de una Federación de Provincias o Estados Americanos. “La correspondencia de Artigas con dirigentes de otras regiones hispanoamericanas y el mismo nombre que dio a su régimen de sistema americano indican que vio la revolución de las ex colonias como un proceso único continental, orientado hacia la formación de una gran nación confederada”.216 Una de las primeras manifestaciones de este pensamiento unitario en Chile fue planteada en el ya citado “Catecismo Político-cristiano: “Convocad un cabildo abierto, formad desde luego una junta provisional que se encargue del mando superior, y convocad los diputados del reino para que hagan la constitución y su dicha. La representación nacional de todas las provincias de la América Meridional residirá donde 215 216
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Sergio Bagú. Mariano Moreno, p. 99 y 103, Buenos Aires: EUDEBA, 1966. Roberto Arens Pons. Uruguay: ¿Provincia o Nación?, p. 21, Buenos Aires: Ed. Coyoacán, 1961.
acuerden todas”. En octubre de 1810, recién instalada la Primera Junta de gobierno de Chile, Juan Egaña presentó un proyecto en el cual se manifestaba: Nosotros tenemos un solo remedio para todas esas desgracias; pero un remedio universal, capaz de destruir todos los planes que la Europa haya formado en mil siglos: esta es la reunión de toda la América y prestarse una defensa mutua para todos sus puntos, organizando un plan general de las obligaciones y contribuciones que debe hacer cada gobierno en armas, hombres y dinero para el caso de nuevos ataques o seducción de Europa.217 Convendría –sigue Egaña– que el gobierno escribiera a los demás gobiernos de América (aunque sea del sur) para que estén pronto los diputados de las cortes, a fin de que si sobrevive alguna desgracia en España, formen en la hora y en la parte acordada, un congreso provisional donde se establezca el orden de unión y régimen interior que debe guardarse entre las provincias de América hasta las cortes generales. De otro modo, la América se disuelve, hay mil disensiones civiles y viene a parar en ser presa de los extranjeros.218
La Junta chilena de gobierno, recogiendo el planteamiento formulado por Egaña, escribió a la de Buenos Aires en los siguientes términos: Esta junta conoce que la base de nuestra seguridad exterior y aun interior consiste especialmente en la unión de América, y por lo mismo desea que en consecuencia de estos principios V. E. proponga a los demás gobiernos (siquiera de la América del Sur) un plan o congreso para establecer la defensa general de todos sus puntos y aun refrenar las arbitrariedades y ambiciosas disensiones que promuevan sus mandatarios.219
La unidad de América Latina fue simbolizada por José Miguel Carrera al promover bajo su gobierno la creación de un escudo de armas compuesto por siete columnas que representaban los siete estados de la Confederación latinoamericana. Este hecho sobresaliente del caudillo de la revolución chilena ha sido curiosamente ocultado por la mayoría de los historiadores nacionales. El mismo concepto de unidad latinoamericana se refleja en las “Instrucciones” del gobierno argentino del 21 de diciembre de 1816, entregadas por Pueyrredón a San Martín: “Procurará hacer valer su influjo y persuasión para que envíe Chile un diputado al congreso general de las provincias unidas a fin de que se constituya una forma de gobierno general que dé a toda la América unida en identidad de causas, intereses y objetos en una sola nación”. Después del triunfo de Maipú, Bernardo O’Higgins reafirma el ideal americanista de la época: “El concurso simultáneo de nuestras fuerzas y el ascendiente de la opinión pública en el Alto Perú decidirán si es posible formar en el continente americano una gran confederación capaz de sostener irrevocablemente su libertad”. 217 218 219
Citado por Encina, op. cit., tomo X, p. 59. Citado por Barros Arana, op. cit., tomo VIII, p. 242. Manuel Antonio Tocornal. Memoria sobre el primer gobierno nacional, p. 223, Santiago, 1856.
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Los proyectos de unidad latinoamericana no pudieron hacerse realidad. El Congreso de Panamá convocado por Bolívar en 1826 solo alcanzó a reunir a los delegados de la Gran Colombia, México y Centroamérica. Obtenida la independencia política formal de cada “provincia”, derrotado el enemigo común (España), y desplazados los escasos dirigentes jacobinos de la Revolución de 1810, las burguesías criollas de “cada país”, estimuladas por el capitalismo foráneo, antepusieron sus intereses específicos de clase y exacerbaron sus diferencias con los países vecinos, fragmentando el continente en “veinte naciones”. La “balcanización” de América Latina, fomentada por las metrópolis capitalistas y sus socios menores, las burguesías criollas, no ha logrado extinguir el anhelo primigenio de unidad de los pueblos latinoamericanos.
Las características esenciales de la colonización española Los productos extraídos por los indígenas, esclavos negros y mestizos se trasformaron en mercancías que coadyuvaron al proceso europeo de acumulación originaria de capital. El fundamento de la fabulosa extracción de excedentes fue el trabajo semigratuito de las masas explotadas, con excepción de los trabajadores sometidos al régimen del salario. Inclusive, en estos casos la extracción de la plusvalía absoluta no tuvo límites. El excedente económico colonial que se apropiaron los imperios portugués y español provino fundamentalmente de dos vertientes: de la renta o tributación en especies, trabajo o dinero que estaban obligados a pagar los indígenas y de la explotación del trabajo asalariado, esclavista y servil en las minas, haciendas y plantaciones. El excedente económico provino fundamentalmente de la minería, no solo durante el primer siglo de la conquista, sino a lo largo de toda la Colonia. A nuestro modo de entender, el papel de la minería ha sido subestimado por quienes pretenden exagerar el peso económico de la producción agraria y, por ende, de los terratenientes, con el fin de demostrar un supuesto carácter feudal de la colonización. Un análisis serio, despojado de esta “ideología”, demuestra que la parte fundamental del plusproducto colonial fue entregada por la minería. Las dos colonias mas ricas del Imperio español, México y Perú, fueron mineras desde el siglo XVI hasta el XVIII. Lo mismo la Real Audiencia de Quito, la Capitanía General de Chile y Nueva Granada. Cuando Brasil se hizo minero en el siglo XVIII, produjo más riquezas al Imperio portugués que en los dos siglos anteriores. Las vías de comunicación tuvieron generalmente como destino los puertos, mediante un trazado que conectaba los centros de producción con los sitios de exportación. En tal sentido, cambiaron el paisaje latinoamericano, ya que las culturas aborígenes preexistentes a la conquista habían diseñado los caminos en forma longitudinal, para facilitar la comunicación de las comunidades del interior.
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Las colonias tuvieron un desarrollo desigual, heterogéneo, combinado y diferenciado que se expresaba en la coexistencia de tecnología moderna en la minería con explotaciones arcaicas en el agro, en el paralelismo de la economía monetaria con la natural, en la contradicción incipiente entre campo y ciudad, en el contraste interrelacionado de las formas productivas, en la especificidad y diferenciación entre las colonias y dentro de cada colonia y en las manifestaciones culturales antagónicas pero interpenetradas del sincretismo cultural y religioso de los negros, indios, mestizos y blancos.
La alteración de los ecosistemas El ecosistema comenzó a alterarse gravemente con la instauración de una economía solamente interesada en la explotación de materias primas. Los enclaves mineros, las haciendas y plantaciones, generadas en función de la economía primaria exportadora, fueron configurando nuevos subsistemas. Las explotaciones mineras, como la mina de plata de Potosí, constituyeron centros económicos que aceleraron la tala de árboles para las fundiciones. Cuba cambió su ambiente con la devastación de bosques para habilitar tierras que los españoles querían destinar al cultivo. Lo mismo ocurrió en Brasil, Puerto Rico y otras colonias azucareras. En Guayaquil, La Habana y otras zonas cercanas a los puertos, se inició una devastación indiscriminada de los árboles para los astilleros. Las explotaciones agrarias monoproductoras (cacao, café y azúcar) provocaron los primeros desequilibrios ecológicos, porque los ecosistemas se hicieron más vulnerables. Es sabido que la diversidad es una de las principales características que garantizan la estabilidad de los ecosistemas. Con la tendencia creciente a la monoproducción, implantada por los españoles y portugueses, los ecosistemas latinoamericanos comenzaron a hacerse más frágiles. El aporte más significativo de los europeos a nuestro ecosistema fue la introducción del caballo y del ganado vacuno, con lo cual aumentaron las posibilidades de aprovechamiento de la energía animal, que en nuestro continente era escasa, dada la casi inexistencia de animales de tiro para transporte y carga. Con la proliferación del ganado vacuno y con el consiguiente consumo de leche, hubo un mejoramiento de la dieta, pero esto solo fue en beneficio de un pequeño sector de la población. La mayoría, sobre todo los indígenas y los esclavos negros, tenía una dieta alimentaria que apenas les bastaba para reproducirse como fuerza de trabajo. Sobrevivían gracias a la economía de subsistencia que generaban en los conucos y parcelas. La explotación ganadera se convirtió en un importante rubro de explotación, ocupando tierras que afectaron los ecosistemas.
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La concentración de la propiedad territorial reforzó la tendencia a la explotación progresiva del ambiente. Los colonizadores arrebataron las tierras a los indígenas, afectando los subsistemas de producción agrícola que habían desarrollado los pueblos originarios.
El carácter de la dependencia La integración de América Latina al mercado mundial y su forma colonial de subordinación a la monarquía hispanolusitana configuró el inicio del proceso histórico de la dependencia en nuestro continente. Esta primera fase de la dependencia no es asimilable a la conceptualización actual de centro-periferia, porque en aquella época la relación metrópoli-satélite tenía un contenido no solo económico, sino fundamentalmente político. La condición colonial estaba determinada tanto por lo económico como por el carácter subordinado del Estado Indiano, de modo que lo colonial permeaba todas las relaciones socioeconómicas y políticas. La dependencia se expresaba no solo entre las colonias y la metrópoli, sino también entre las colonias más ricas y las más pobres, de acuerdo con la programación hecha por la corona española. Así se configuró una forma especial de opresión y explotación de Nueva España sobre Centroamérica y las Antillas Españolas; del Virreynato del Perú sobre la Capitanía General de Chile y la Real Audiencia de Quito, y de Buenos Aires sobre la Banda Oriental. El papel jugado por estas “submetrópolis coloniales” agudizaba la opresión que sufrían las colonias más pobres, doblemente explotadas por los epicentros monárquicos y las colonias más prósperas.
El período de transición hacia el capitalismo durante la Colonia La colonización no impuso un modo preponderante de producción. Si bien es cierto que nuestro continente fue incorporado al mercado mundial, eso no conllevó automáticamente el establecimiento de relaciones generalizadas de producción capitalista, aunque los principales centros mineros, base del excedente económico colonial, fueron explotados con relaciones salariales y con una avanzada tecnología. Tampoco fueron generalizadas las relaciones de producción esclavistas y serviles en todas las colonias. Por eso, opinamos que desde la colonización hasta los primeros decenios de la República hubo un período de transición, que transcurrió desde el siglo XVI hasta la primera mitad del siglo XlX. Este periodo tuvo dos formaciones sociales distintas: una, la colonial, y otra, la republicana, hasta 1850 aproximadamente. Fueron dos formaciones
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sociales diferentes, porque la República inauguró una fase histórica nueva al romper el nexo colonial en lo político, acelerando el proceso de transición al capitalismo. Por las características especiales de este período, nos permitimos denominarlo: transición hacia el capitalismo primario agrominero exportador, de base colonial. La especificidad del período de transición, inaugurado con la implantación de la Colonia, consistió en que no fue el resultado de un proceso endógeno de las culturas preexistentes a la colonización hispanoportuguesa, sino que fue impuesto desde afuera.. Por consiguiente, no fue un período de transición que haya madurado como resultado de la evolución propia de la sociedad aborigen. La transición no se produjo de un modo de producción a otro, sino que surgió directamente de una conquista exterior. Esta característica específica diferencia nuestra transición al capitalismo del camino recorrido por Europa en la transición del feudalismo al capitalismo. En el occidente europeo, la transición fue el producto de una maduración endógena de un nuevo modo de producción que se fue gestando a raíz de la crisis del feudalismo, el fortalecimiento de la burguesía comercial y bancaria, la industria a domicilio, el mercantilismo y, finalmente, la revolución industrial. En cambio, en América Latina, el período de transición al capitalismo fue abierto abruptamente con la conquista, realizada por una potencia extracontinental que yuguló el modo de producción de los pueblos originarios. Es fundamental tener presente que el Imperio que nos conquistó también estaba en una fase de transición al capitalismo, en una época en que los países más avanzados de Europa estaban recién en la fase mercantilista, antesala del modo de producción capitalista. El papel del capital comercial debe analizarse en función de cada formación históricosocial concreta. El capital comercial de la formación social europea de los siglos XVI y XVII cumplió un papel diferente al del capital comercial de la época romana, porque fue decisivo en la acumulación de capital que dio lugar a nuevas relaciones de producción. La conquista de América fue un triunfo no solo de la burguesía comercial hispanolusitana, sino también de los banqueros genoveses, flamencos y alemanes y, ulteriormente, del capital mercantil inglés y francés. Capital no significa necesariamente modo de producción capitalista, pero sería ahistórico ignorar el papel del capital comercial moderno en la génesis del sistema capitalista, como les ha ocurrido a varios críticos dogmáticos del supuesto circulacionismo. El enfoque que hemos hecho en nuestras publicaciones sobre el tema no ha sido de tipo “circulacionista”, porque es obvio que un modo de producción no se define por el intercambio comercial, sino por las relaciones de producción y su articulación con las fuerzas productivas en un proceso productivo concreto. Siempre hemos puesto el
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acento en la producción y no en la mera circulación de mercancías. Y precisamente el estudio de las relaciones de producción nos permitió comprobar la existencia del régimen del salariado en la minería colonial. Sin embargo –y valga esto como crítica a ciertas apreciaciones mías–, hay que reconocer que no analizamos cabalmente la formación social de todas las colonias, en las que se combinaron las más diversas relaciones de producción precapitalista. Aunque siempre insistimos en que no se trataba de un modo de producción capitalista industrial, no fuimos lo suficientemente claros en señalar que era una fase de transición en la cual no predominaba ninguna de las relaciones de producción establecidas en las diferentes colonias.220 Si bien es cierto que nuestra caracterización de capitalismo embrionario o incipiente alertaba sobre la ligereza de algunos autores en calificar de modo de producción capitalista al régimen colonial, y apuntaba al concepto de transición, no justifica de ninguna manera nuestra falta de profundización en el análisis de las relaciones de producción de otras colonias. La polémica contra los que sostenían la tesis feudal de la colonización nos condujo a ciertas generalizaciones, que estamos lejos de justificar. En todo caso, el debate sirvió para desmistificar la caracterización de una América Latina feudal, que hasta la década del 60 era aceptada acríticamente por casi todos los investigadores sociales. Si hemos insistido en que la producción estuvo destinada al mercado mundial en formación, no fue porque creyéramos que el solo hecho de comercializarla le daba un carácter capitalista, sino porque la incorporación a ese mercado tuvo una dinámica que favoreció la implantación de las primeras relaciones de producción capitalistas. Durante la colonia se establecieron diversas relaciones de producción, tanto precapitalistas (encomienda, esclavitud, inquilinaje, aparcería, ctc.) como capitalistas embrionarias (salariado minero y agrícola), sin que ninguna de ellas fuera preponderante y generalizada. Estas relaciones de producción se aplicaron de acuerdo a las condiciones específicas de cada región colonial. Octavio Ianni coincide en “la coexistencia de mútiples relaciones de producción” y llama la atención acerca de que esto “no significa necesariamente la vigencia de distintos modos de producción”, pero manifiesta que no quiere “negar la posibilidad de que en América Latina, o en alguno de sus países, se combinen diversos modos de producción. A mi parecer, esta es una cuestión abierta a la investigación”.221 220
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Este error cometido en nuestro primer ensayo “América Latina: ¿feudal o capitalista?” publicado en la revista Estrategia Nº5, Santiago, 1966, fue en gran medida enmendado en La Formación social Latinoamericana, Barcelona, Ed. Fontamara, 1979, aunque recién, en la Historia General de América Latina (1984) exponemos a fondo la concepción de período de transición al capitalismo para las formaciones sociales de la Colonia. Octavio Ianni. “Relaciones de producción y modo de producción”, en Las clases sociales y crisis política de América Latina, p. 453, México: Siglo XXI, 1977.
Este problema clave incita a una reflexión profunda, porque ha sido motivo de confusiones teóricas tanto de latinoamericanos como europeos y norteamericanos. Nosotros opinamos que el problema comienza a despejarse a partir de la consideración de que la conquista hispanolusitana abrió un período de transición al capitalismo. Y que, como todo período de transición, no estableció un modo preponderante de producción. En tal sentido, nos parece más riguroso hablar de la combinación de diversas relaciones de producción que de los “diversos modos de producción”.
Crítica a los modoproduccionistas Según Garavaglia, las formaciones coloniales serían formaciones económicosociales no consolidadas, en las cuales coexistían diversos modos de producción. Coincidimos con Garavaglia en que no hubo un modo de producción preponderante durante la colonia, pero al enfatizar el “hecho colonial”, creemos que confunde modo de producción con formación social, especialmente formación social colonial.222 Ciro Cardoso propone la categoría de “modos de producción dependientes”, basado en que “las formaciones sociales de América colonial se caracterizaron por estructuras irreductibles a los modos de producción elaborados por Marx”.223 Admite que “es posible identificar un cierto número de modos de producción coloniales que, por una parte, fueron dominantes en relación a vastas áreas y numerosas formaciones sociales”. Al sostener que en América Latina hubo “estructuras irreductibles a los modos de producción elaborados por Marx”, Ciro Cardoso pretende diluir la teoría de los modos de producción elaborada por Marx, quien en reiteradas oportunidades manifestó que esos modos de producción no se daban en forma pura. La categoría de “modo de producción dependiente”, planteada por Ciro Cardoso, quiere decir todo y no dice nada, porque no especifica en cada fase histórica relaciones de producción y su articulación con las fuerzas productivas. Su “modo de producción dependiente” es tan impreciso, que podría aplicarse tanto a los modos de producción de las colonias de los siglos XVI al XIX como a los modos de producción contemporáneos de Asia, África y América Latina. De aceptar este método de análisis, habría que decir también que la América Latina del siglo XX tiene un modo de producción dependiente, con lo cual no hemos avanzado nada en la investigación de la especificidad de la dependencia en la formación social colonial y en las que le sucedieron hasta el siglo XX, donde se produjo un cambio cualitativo en el carácter de la dependencia. Ciro Cardoso, al igual que Garavaglia y otros autores, incurren en la misma confusión entre modo de producción y formación social. La formación social de la colonia era 222
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Carlos Sempat Assadourian, Garavaglia y otros. Modos de producción en América Latina, pp. 87 y 88, Cuadernos de Pasado y Presente, 41 edición, Bogotá, 1976. Cardoso, Ciro D.S. Sobre los modos de producción coloniales de América Latina, en Ibid, p. 142.
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dependiente –lo colonial cualificaba el carácter de la dependencia en esta etapa– pero es necesario definir claramente cuáles eran las relaciones de producción. En América Latina colonial no se generalizó un modo de producción preponderante sino que se dieron varias relaciones de producción precapitalistas y capitalistas embrionarias, al servicio de una economía primaria exportadora en función del mercado mundial capitalista en formación. La Formación Económica, resultante de la combinación de las diversas relaciones de producción, formaba parte de una Formación Social de tipo colonial, que era la forma en que se expresaba concretamente la dependencia en aquella fase histórica. No solamente Cardoso, con su teoría del modo de producción dependiente y colonial, se ha dedicado a rebuscar afanosamente algún modo de producción nuevo. Hay otros “modoproduccionistas”, como Moacyr Palmeira, que hablan de un modo de “producción de plantación”; Juan Carlos Garavaglia califica a las misiones jesuíticas del Paraguay de modo de producción “despótico aldeano”; Kalki Glauser llega a sostener la existencia de un modo de producción “encomendil”; y Topalov enfatiza acerca de un modo de producción latifundista, con lo cual se avanza muy poco en el análisis de las relaciones de producción.
La tesis de la colonización feudal Más coherencia metodológica, aunque equivocados en el diagnóstico, tuvieron los sostenedores de la tesis feudal. Al menos, intentaron basarse en las relaciones de producción y no en conceptos imprecisos como “lo dependiente”, “lo latifundista”, etc. Nos permitiremos reiterar ciertas críticas a los teóricos de la colonización feudal porque en los últimos años –cuando pensábamos que nadie se atrevería a replantear esa tesis, luego de las polémicas de la década de 1960– han vuelto a la carga con nuevos argumentos, como los de relaciones señoriales, que correspondieron a relaciones serviles de producción –no feudales de la Europa de transición al capitalismo, o la diferenciación entre economía y sociedad feudal que hace Carmagnani. Otros, como Laclau, pretenden diluir el significado teórico de los conceptos de modo de producción feudal y capitalista, sostener que Feudalismo y Capitalismo, “categorías que designaban etapas históricas, se han tornado conceptos analíticos descriptivos que pueden presentarse en cualquier época. Se han pues deshistorizado”.224 Laclau confunde modo de producción con formación social, al hablar de que “son categorías que designaban etapas históricas”, porque una cosa son las sociedades feudal y capitalista como etapas históricas europeas, y otras son las relaciones de producción 224
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F. Laclau. “Modo de Producción, sistemas económicos y población excedente”, en Revista Latinoamericana de Sociología, julio, 1969.
articuladas a las fuerzas productivas, tanto feudales como capitalistas, que se pueden dar en cualquier región del mundo. En el fondo, Laclau tiene una concepción europeizante y unilineal de la historia, porque esos modos de producción no son patrimonio de Europa, sino que se han dado en todos los continentes, aunque de manera asincrónica, sin que por ello se hayan “deshistorizado”. Al contrario, se han manifestado de manera discontinua a través del desarrollo multilineal y diferenciado de la historia asiática, africana y latinoamericana, a las cuales sería demasiado pretencioso deshistorizarlas, en aras de la supuesta pureza de los modos de producción europeos. En la década de 1970 ha surgido una corriente de pensamiento que trata de hacer una amalgama de feudalismo con capitalismo. Romano Ruggiero 225 sostiene que en la hacienda latinoamericana hubo una coexistencia de elementos feudales y capitalistas en un mismo ambiente y aún en una misma empresa. Obviamente, ha confundido las relaciones serviles que existían en la hacienda con relaciones feudales de producción. En cuanto a la existencia de factores capitalistas, efectivamente en algunas haciendas hubo peones asalariados. Mas aún, es fundamental señalar que la hacienda tenía una economía de exportación. Robert Keith también contribuye con su granito de arena al confusionismo cuando sostiene que la hacienda era precapitalista, modificada con rasgos capitalistas; a renglón seguido afirma que era en lo fundamental capitalista, corrompida por rasgos feudales.226 En realidad, no hay por dónde empezar la polémica con el señor Keith, porque por un lado, dice que la hacienda fue precapitalista y, por otro, que era fundamentalmente capitalista con rasgos feudales, sin aclarar qué entiende por ellos, aunque parece que confunde relaciones serviles con feudalismo. En cuanto al capitalismo de la hacienda, cuyas relaciones de producción no especifica, no se sabe cómo pudo haberse “corrompido” por los llamados rasgos feudales. Tanto Ruggiero como Keith no definen con precisión las variadas relaciones de producción de la hacienda, renovando el confusionismo en torno a supuestas relaciones feudales. Por lo demás, sus análisis son localistas, aislando las relaciones de producción de la hacienda de las existentes en el conjunto de una formación social integrada al mercado mundial capitalista en formación. Vilar, Wolf y Chevalier han transitado por el facilismo analítico al sostener que las relaciones de producción eran semifeudales o medio feudales, sin percatarse de que no siempre las relaciones serviles de producción han sido feudales. El enfoque de Pablo 225
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Romano Ruggiero. “Sous-développement économique et sous-développement culturel, Cahiers W. Pareto”, Revue Européenne de Sciences Sociales, Nº 24, pp. 271 a 279, Ginebra, 1971. Robert Keith. “Encomienda, hacienda and corregimento in Spanish América: a structural analysis”, en Hispanic American Historical Review, XLXI, pp. 438, 1971.
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Macera sobre la hacienda es otra “perla” teórica, porque afirma que en América Latina el “modo de producción bien puede definirse como un subcapitalismo dependiente y un feudalismo agrario de tipo colonial”.227 Nos imaginamos los problemas que tendrá Macera el día que se le ocurra investigar concretamente la existencia de un modo de producción llamado subcapitalismo dependiente, que no tiene precedentes en la historia universal. En cuanto a lo de feudalismo agrario no se entiende qué quiere decir, porque el feudalismo siempre tuvo un carácter agrario, tanto en Europa como en Japón; en cambio, tiene importancia cuando a esa redundancia de feudalismo agrario le agrega de “tipo colonial”, lo cual significa que todavía algunos investigadores latinoamericanos persisten en definir de feudal a la colonización. Semo228 y Coatsworth229 sostienen que el feudalismo se mantuvo firme en México “al nivel de la superestructura”, confundiendo instituciones con relaciones de producción. Inclusive, esas instituciones –que tuvieron una apariencia terminológica feudal al ser trasladadas de España y Portugal– aquí en nuestra América no configuraron ninguna sociedad de tipo feudal. La superestructura política y estatal de la colonia fue ideada por la monarquía con el objetivo de impedir, precisamente, cualquier brote de carácter feudal. Jacques Lambert ha tenido menos sutilezas y ambigüedades al plantear derechamente la tesis de una América Latina feudal desde la colonia hasta el siglo XX. Comienza diciendo que “los propietarios de América Latina han sido unos barones, y algunos continúan siéndolo todavía. Con la generalización de los latifundios después de la conquista, sucedió que un sistema casi feudal comenzó a establecerse en América Latina en un momento en que acababa de desaparecer en Europa Occidental. Cuando, en el siglo XIX, e incluso en algunos casos en el siglo XX, el capitalismo se introdujo en la América Latina a través de formas muy evolucionadas, tropieza con una sociedad feudal todavía joven y llena de vigor, y las dos sociedades se han visto obligadas a mantener una coexistencia agitada, aunque duradera”.230 Como puede apreciarse, Lambert confunde latifundio con feudalismo, además de replantear el obsoleto dualismo estructural entre dos supuestas sociedades: la feudal –que no se sabe por qué supone joven y vigorosa en la América Latina del siglo XIX– y la capitalista, que se introduce con “formas muy evolucionadas”. 227
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Pablo Macera. “Feudalismo colonial americano: el caso de las haciendas peruanas”, en Acta Hitórica XXXV, Hungría, 1971. Enrique Semo. “El desarrollo del capitalismo en la minería y la agricultura de Nueva España”, en Historia y sociedad, V, p. 5, 1969: “El feudalismo en México era fuerte sobre todo al nivel de la superestructura”. John Coatsworth.“ Características generales de la economía mexicana en el siglo XIX”, en Ensayos sobre el desarrollo económico de México y A.L., p. 182, FCE, México, 1979: “en el siglo XIX en México todavía existía una superestructura feudal”. Jacques Lambert. América Latina, p. 128, Barcelona: Ed. Ariel, 1973.
Halperin Donghi se ha encargado también de difundir las características feudales de la colonia, aunque las limita al sector agrario y al “orden social de la colonia dominado por rasgos feudales, por otra parte indiscutiblemente presentes en las relaciones socioeconómicas de muy amplios sectores primarios”.231 El más connotado representante del reflotamiento de la tesis feudal es sin duda Marcelo Carmagnani. En su libro, publicado en 1976, llegó a decir que “junto a este modo de producción feudal (de las explotaciones españolas), que podemos calificar de directo, hay otro tipo, también feudal, pero inducido o indirecto, representado por el modo de producción de las comunidades indígenas”.232 Casi sin comentarios, porque atreverse a sostener que en las comunidades indígenas hubo un modo de producción feudal es desconocer que precisamente en ellas se mantuvieron, a pesar de los intentos españoles por liquidarlas, algunos aspectos del ancestral modo de producción comunal. De seguir el hilo de pensamiento de Carmagnani, el feudalismo “inducido o indirecto” de las comunidades se habría mantenido durante los siglos XIX y XX, afirmación que se disuelve como pompa de jabón visitando cualquier comunidad aborigen. El argumento de que las comunidades tenían un modo de producción feudal “inducido” porque vendían sus mercancías a la sociedad supuestamente feudal, es de corte claramente circulacionista. Las comunidades indígenas siguieron produciendo bajo relaciones de producción comunal, vendieran o no sus pequeños excedentes en el mercado. En otro ensayo, publicado en 1979, Carmagnani aporta una insólita afirmación: el feudalismo no se inició en América con la conquista, sino recién en el siglo XVII: “Durante la invasión ibérica el sistema no adquiere aun la forma feudal por el simple hecho que no se da todavía la dominación del modo de producción feudal sobre los restantes (…). Es solo cuando se inicia la fase de concentración (hacia 1650?) que el sistema feudal entra en una fase de consolidación (¿hasta 1730-1750?)”.233 Carmagnani confunde sistema económico con relaciones de producción. En un sistema económico o, mejor dicho, formación económica, se dan variadas relaciones de producción, como sucedió durante la colonia (esclavitud, servilismo, aparcería, asalariado, artesonado, etc.), en función de una economía de exportación, que claramente fue socavando las relaciones de servidumbre, que nunca fueron feudales. La tesis de que la colonización de América tuvo un carácter feudal se remonta a los ideólogos e historiadores liberales del siglo pasado. Max Weber se encargó de reforzar 231
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T. Halperin Donghi. Historia contemporánea de América Latina, p. 14, Madrid: Alianza Editorial, 1969. Marcelo Carmagnani. Formación y crisis de un sistema feudal, p. 57, Ed. Siglo XXI, México, 1976. Marcelo Carmagnani. Elementos característicos del sistema económioo latinoamericano, Siglo XVIXVIII, en E. Florescano y otros: Ensayos sobre el desarrollo económico, de México y América Latina, FCE, México 1979, pp. 202 y 203.
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con su autoridad esta posición, al sostener que “podemos distinguir al respecto dos tipos principales de explotación: el feudal, en las colonias españolas y portuguesas, y el capitalista, en las holandesas e inglesas, contribuyendo también a ellas un motivo religioso, la tradicional aversión del puritanismo contra el feudalismo”.234 En esta afirmación hay por lo menos tres falsedades: una, que no es cierto que en las colonias españolas y portuguesas haya existido feudalismo; dos, que en las colonias inglesas y holandesas no hubo relaciones de producción capitalistas sino esclavistas; y tres, que los motivos religiosos no fueron determinantes para implantar uno u otro modo de producción; por lo demás, el capitalismo no es patrimonio de los puritanos, porque también surgió en países católicos, como Francia. Los escritores liberales de América Latina en el siglo escribieron miles de páginas remarcando el carácter feudal de la sociedad en su lucha contra los conservadores y representantes de la ideología clerical. Una de sus más connotadas plumas, decía en 1922: “Y como en la Europa feudal existía una aristocracia, también en la América colonial se impuso la nobleza”.235 Estas posiciones del liberalismo abonaron el terreno para las formulaciones políticas e históricas de los partidos comunistas, partidarios de la revolución por etapas. Rodolfo Puiggrós fue uno de los primeros teóricos de esa corriente en América Latina: “La Conquista del territorio americano y de sus habitantes, y su incorporación a los dominios de la corona de España, fue la obra de conquistadores feudales (…). La Conquista de América por España forma parte del proceso general de expansión del feudalismo y se verifica cuando éste ya ha entrado en decadencia”.236 Posiciones similares fueron propagadas por otros teóricos estalinistas de la concepción unilineal y etapista de la historia durante las décadas de 1930 al 50,237 convirtiéndose en una verdad absoluta para casi todos los investigadores y políticos de ese período.
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Max Weber. Historia Económica, p. 256, FCE, México, 1974. P. Jaramillo Alvarado. El indio ecuatoriano, contribución al estudio de la sociología nacional, pp. 27, 28 y 31, Quito, 1922. Rodolfo Puiggrós. De La Colonia a la Revolución, p. 16, Buenos Aires: Ed. Lautaro, 1943. Ver Carlos Irazábal y su Tesis de la colonización feudal de Venezuela en su libro publicado en 1939. Hacia la democracia, reimpreso en 1979 por Editorial Ateneo de Caracas. Posteriormente, Federico Brito Figueroa, Historia económica y social de Venezuela, Caracas: U.C.V., 1966, tuvo una posición similar, aunque más matizada.
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Índice
tomo i Los pueblos originarios y la conquista española (10.000 a. C. - Siglo XVI) Prólogo
9
Introducción aclaratoria
19
capítulo i. Las culturas primitivas Estadios culturales Nueva clasificación de los estadios culturales chilenos
21 22 23
capítulo ii. Pueblos recolectores, pescadores y cazadores Antigüedad del hombre americano Paleolítico americano El período pre-agrícola y pre-cerámico de Chile
27 27 27 29
capítulo iii. Pueblos agro-alfareros y minero-metalúrgicos Orígenes Infraestructura Régimen social Superestructura Cambios ecológicos Modo de producción El régimen social y las relaciones de parentesco El papel de la mujer y los orígenes de su opresión
35 35 38 43 47 53 53 54 55
capítulo iv. El desarrollo de las fuerzas productivas indígenas
57
capítulo v. La invasión incaica El modo de producción asiático El imperio incaico: una sociedad de transición El Imperio Incaico Cronología de las culturas primitivas chilenas
63 65 72 78 83
capítulo vi. La España de la conquista americana La Baja Edad Media y la crisis del feudalismo ¿España feudal? Caracterización general de la España del siglo XV
85 85 88 97
capítulo vii. El descubrimiento de América Cronología de España (siglo XVI)
101 114
capítulo viii. La Conquista La conquista de Chile La primera rebelión social El origen de las ciudades La producción minera El origen de la propiedad privada de la tierra El surgimiento de las clases sociales
115 117 120 121 124 125 127
capítulo ix. La guerra de Arauco Cronología de la Conquista
131 145
bibliografía Capítulos I al V Capítulo VI Capítulo VII Capítulos VIII y IX
147 147 152 153 154
tomo ii La Colonia y la Revolución por la Independencia (1540-1810) capítulo i. Las características esenciales de la colonización española Mitos y leyendas ¿Fue feudal o capitalista la colonización española?
161 162 166
capítulo ii. La evolución económica Minería Ganadería Agricultura Industria Evolución de la propiedad territorial
175 179 182 183 184 187
capítulo iii. El régimen colonial del trabajo La encomienda La esclavitud indígena y negra El origen de los inquilinos Los comienzos del salariado en Chile
191 191 200 203 207
capítulo iv. Las clases sociales La pequeña burguesía El artesanado El proletariado embrionario El campesinado Las clases sociales Etnia y clase Sobre mita en zona mapuche Acerca de los empresarios mineros La condición de la mujer en la Colonia y la consolidación del patriarcado
211 217 218 220 221 222 223 225 226
capítulo v. El Estado y las instituciones coloniales La Real Audiencia El Cabildo La Iglesia La nueva táctica del gobierno en la Guerra de Arauco
233 234 235 239 248
capítulo vi. La lucha intercapitalista y las reformas borbónicas Repercusión en Chile de la lucha intercapitalista mundial La declinación española Las reformas borbónicas
259 261 264 266
capítulo vii. Las causas de la Independencia
273
capítulo viii. La revolución de 1810 ¿Revolución democrático-burguesa? Legitimidad y lucha armada La participación del pueblo La posición de Inglaterra y Estados Unidos La continentalidad de la revolución y la unidad de América Latina Las características esenciales de la colonización española
295 295 297 299 301
226
303 306
La alteración de los ecosistemas El carácter de la dependencia El período de transición hacia el capitalismo durante la Colonia Crítica a los modoproduccionistas La tesis de la colonización feudal bibliografía Fuentes de la época Obras sobre la época Bibliografía Complementaria
307 308 308 311 312 317 317 319 327
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