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Historias desaparecidas. Arqueología, memoria y violencia política
Serie Inter/Cultura=Memoria+Patrimonio. Encuentro Grupo Editor, Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Catamarca. Colección Contextos Humanos
Autor
HISTORIAS DESAPARECIDAS. Arqueología, memoria y violencia política
Andrés Zarankin Melisa A. Salerno María Celeste Perosino (Comp.)
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Historias desaparecidas. Arqueología, memoria y violencia política
Título original: Historias desaparecidas : arqueología, memoria y violencia política Coordinadoras: María Alba Bovisio / Marta Penhos Colección Contextos Humanos Serie Intercultura=Memoria + Patrimonio Responsable de la serie: Alejandro F. Haber Autores: Angelo, Nerina Marín Suárez, Carlos Baster, Josefina Bianchi, Silvia Biani, Marianela Brugé, Luciana Cáceres Roque, Iván Carunchio, Luciana Compañy, Gonzalo Di Vruno, Antonela Falquina Aparicio, Álvaro Franco, Miriam González, Gabriela González-Ruibal, Alfredo Haber, Alejandro Loja, Fabricio López Mázz, José Maguire, Pedro Fermín
Navarrete, Rodrigo Papalardo, Cecilia Perosino, María Celeste Quemada, Laura Quintero Maqua, Alicia Roda, Laura Rodríguez Cuenca, José V. Rolland Calvo, Jorge Román, Roberto Rossetto, David Rubio, José Antonio Salerno, Melisa A. Sepúlveda Giraldo, S. Leandro Somigliana, Maco Zarankin, Andrés
Andrés Zarankin Historias desaparecidas : arqueología, memoria y violencia política / Andrés Zarankin ; Melisa Salerno ; María Celeste Perosino ; compilado por Andrés Zarankin ; Melisa Salerno ; María Celeste Perosino. - 1a ed. - Córdoba : Encuentro Grupo Editor, 2012. 230 p. ; 24x17 cm. - (Contextos humanos. Inter/cultura; 6) ISBN 978-987-1432-90-5 1. Arqueologia. I. Salerno, Melisa II. Perosino, María Celeste III. Andrés Zarankin, comp. IV. Salerno, Melisa, comp. V. Perosino, María Celeste , comp. CDD 930.1
© Facultad de Humanidades de Catamarca, 2010 © Encuentro Grupo Editor, 2010 1° Edición ISBN 978-987-1432-90-5 Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de tapa, puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o por fotocopia sin autorización previa del editor. Miembros de la CÁMARA ARGENTINA DEL LIBRO
www.editorialbrujas.com.ar [email protected] Tel/fax: (0351) 4606044 / 4609261- Pasaje España 1485 Córdoba - Argentina.
Índice Introducción Arqueología y violencia política. Andrés Zarankin, Melisa A. Salerno y María Celeste Perosino................................... 11 Sección i Cuerpos e identidades 1. Materia oscura. Los avatares de la antropología forense en Argentina. Maco Somigliana ........................................................................................................ 25 2. Hacia una reconstrucción de las identidades desaparecidas. María Celeste Perosino . ............................................................................................. 35 3. Historias desaparecidas y re-aparecidas. El caso de Uruguay. José López Mázz ......................................................................................................... 45 4. Chile; operación “Retiro de Televisores”: Desaparecer a los Desaparecidos. Iván Cáceres Roque .................................................................................................... 61 5. Rostros y voces del holocausto del Palacio de Justicia. Del olvido a la memoria. José V. Rodríguez Cuenca ........................................................................................... 79 Sección ii Prisiones y centros de detención 6. De las identidades políticas... A la construcción de la memoria colectiva. Silvia Bianchi, Nerina Angelo, Josefina Baster, Marianela Biani, Luciana Brugé, Luciana Carunchio, Gonzalo Compañy, Miriam Franco, Gabriela Gonzalez, Fabricio Loja, Cecilia Papalardo, Laura Quemada, Laura Roda, Roberto Román, David Rossetto y José Antonio Rubio. ................................................................................................. 91 7. La praxis arqueológica. El caso Mansión Seré. Antonela Di Vruno .................................................................................................... 101
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8. Ultima estación. Arqueología de los destacamentos de Trabajos forzados en el ferrocarril Madrid-Burgos (España). Carlos Marín Suárez, Alicia Quintero Maqua, Jorge Rolland Calvo, Pedro Fermín Maguire, Alfedro González Ruibal, Álvaro Falquina Aparicio. . .............................. 117 Sección iii Espacios para la Memoria 9. “Todo está guardado en la memoria”. Reflexiones sobre los espacios para la memoria de la dictadura en Buenos Aires (Argentina) Andrés Zarankin y Melisa A. Salerno. ...................................................................... 143 Sección iv Iconografía 10. En la calle, en la cárcel, en el baño. Espacios públicos y políticas del grafiti en la Caracas actual. Rodrigo Navarrete .................................................................................................... 175 11. Diatribas nacionales. Apuntes arqueológicos e iconográficos sobre la violencia en Colombia. S. Leandro Sepúlveda Giraldo.................................................................................. 201 Epílogo Vestigio y represión en la arqueología de la violencia. Alejandro Haber........................................................................................................ 219
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Listado de autores Angelo, Nerina Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] Baster, Josefina Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] Bianchi, Silvia Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] Biani, Marianela Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] Brugé, Luciana Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] Cáceres Roque, Iván Arqueólogo independiente. Chile. [email protected] Carunchio, Luciana Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] Compañy, Gonzalo Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] Di Vruno, Antonela Dirección de Derechos Humanos, Municipio de Morón. Provincia de Buenos Aires, Argentina. [email protected] / [email protected] Falquina Aparicio, Álvaro Arqueólogo independiente. España. [email protected] Franco, Miriam Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] González, Gabriela Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] González-Ruibal, Alfredo Laboratorio de Patrimonio, Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Santiago de Compostela, España. [email protected] Haber, Alejandro Universidad Nacional de Catamarca. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Catamarca, Argentina. [email protected] Loja, Fabricio Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] López Mázz, José Departamento de Arqueología, Facultad de Humanidades, Universidad de la República. Montevideo, Uruguay. [email protected] |7
Maguire, Pedro Fermín Arqueólogo independiente. España. [email protected] Marín Suárez, Carlos Departamento de Prehistoria, Universidad Complutense. Madrid, España. [email protected] Navarrete, Rodrigo Escuela de Antropología. Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, Universidad Central de Venezuela. Caracas, Venezuela. [email protected] Papalardo, Cecilia Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] Perosino, María Celeste Centro de Estudios Filosóficos Eugenio Puciarelli. Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Buenos Aires, Argentina. [email protected] Quemada, Laura Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] Quintero Maqua, Alicia Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, Centro de Ciencias Humanas y Sociales, Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid, España. [email protected] Roda, Laura Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] Rodríguez Cuenca, José V. Laboratorio de Antropología Física, Universidad Nacional de Colombia. Bogotá, Colombia. [email protected] Rolland Calvo, Jorge Arqueólogo independiente. España. [email protected] Román, Roberto Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] Rossetto, David Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] Rubio, José Antonio Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural. Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe, Argentina. [email protected] Salerno, Melisa A. Instituto Multidisciplinario de Historia y Ciencias Humanas, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Buenos Aires, Argentina. [email protected] Sepúlveda Giraldo, S. Leandro Universidad del Cauca. Popayán, Colombia. [email protected] / [email protected] Somigliana, Maco Equipo Argentino de Antropología Forense. Buenos Aires, Argentina. [email protected] Zarankin, Andrés Departamento de Sociología e Antropología, Faculdade de Filosofia e Ciências Humanas, Universidad Federal de Minas Gerais. Belo Horizonte, Brasil. [email protected]
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Introducción
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Arqueología y violencia política Andrés Zarankin, Melisa A. Salerno y María Celeste Perosino Este libro se encuentra fundado en dos objetivos íntimamente relacionados. El primero de ellos consiste en discutir la materialización de la violencia (especialmente, la violencia política) desde una perspectiva arqueológica. El segundo reside en presentar las formas en que los arqueólogos contribuyen a rescatar, modelar y/o consolidar las memorias sobre los sucesos violentos (lo que incluye a las víctimas, cuyas historias de vida a menudo parecen negadas). Los colegas que participan en este volumen se interesan por abordar el pasado reciente de sus propias sociedades. Así, se involucran en temas que resultan sensibles para la población actual (desde el estudio de la violación a los derechos humanos, hasta el acompañamiento de los sobrevivientes, los familiares de las víctimas y la sociedad en su conjunto). Esto demanda un compromiso político y simultáneamente ético por su parte. Los arqueólogos tradicionalmente se sintieron interesados por las manifestaciones de violencia en el registro arqueológico. Armas, lesiones infligidas en los cuerpos, destrucción de objetos y estructuras fueron considerados indicadores de violencia en distintos escenarios. A pesar de ello, creemos posible señalar que el ejercicio de la violencia adquirió una nueva dimensión en tanto problema de investigación independiente (e incluso consolidado –con sus propios conceptos, casos de estudio y figuras de destaque) hace aproximadamente una década. Desde ese entonces, diversos trabajos comenzaron a referir de modo recurrente a una “arqueología de la violencia” (Funari y Zarankin 2006; Galaty y Watkinson 2004; Ruibal 2008; Schofield 2009; Schofield et al. 2002). Si bien en 1970 existieron trabajos que discutían el conflicto, el paradigma dominante provenía de posiciones funcionalistas que entendían a las sociedades como unidades tendientes a la homeostasis. Con el desarrollo de las corrientes postprocesuales, el poder y el conflicto se transformaron en temas privilegiados (Shanks y Tilley 1987; Trigger 1990). Cientos de trabajos decidieron discutir –entonces– la dominación, la resistencia, el disciplinamiento, la agencia. Ello dependió de los enfoques teóricos empleados (neomarxismo, post-estructuralismo, teoría de la estructuración social), así como del momento en que ganaron popularidad en el marco de la disciplina (Preucel 1991). Un punto compartido por las diversas investigaciones encaradas fue su potencial para estudiar las formas a través de las cuales se ejercía violencia. Llegado este punto, creemos necesario brindar una breve definición de violencia. Las particularidades del término son discutidas por numerosos investigadores (Graham y Gurr 1969; Tilly 1978). Sin embargo, sus ideas básicas poseen cierto grado de consenso.
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Así, la violencia comprende un conjunto de prácticas culturales, a partir de las cuales se procuran restringir las libertades del otro y se intenta transformarlo en una suerte de objeto (es decir, un ente pasivo y cooptado –De Vries 1997). El poder posibilita el ejercicio de la violencia, en tanto refiere a la capacidad de alcanzar un resultado esperado (Heywood 2000). La violencia y la desigualdad se encuentran conectadas. Esto es claro, pues la violencia procura colocar al otro (momentánea o permanentemente) en una posición de inferioridad con respecto a quien la ejerce. La violencia puede ser producida y sufrida por diversos grupos, por distintas razones y medios. En este libro centramos nuestra atención en la violencia política. Lo político posee una definición amplia, en tanto “ámbito atravesado por fuerzas, por sujetos singulares con voluntad y cierto poder” (Dussel 2006: 16). Aquí entendemos lo político en un sentido más estricto, como la acción de gobernar una determinada población mediante la distribución de recursos (Easton 1981). La violencia política puede ser definida como los ataques colectivos (dentro de una determinada comunidad política) (Gurr 1970) del régimen contra sus opositores, de los opositores contra el régimen, e incluso de los opositores entre sí (Samaranayake 2008). Sus expresiones –por consiguiente– pueden incluir guerras civiles, golpes de estado, terrorismo de estado, revoluciones, revueltas, luchas. Sin embargo, también existen formas de violencia más veladas como la discriminación, la explotación, la exclusión (Della Porta y Tarrow 1986). En este libro discutimos la violencia política en el pasado reciente. Consiguientemente, los trabajos que conforman el volumen se integran en el campo de la arqueología histórica. La arqueología histórica ha sido definida como el estudio del proceso de conformación del mundo moderno (Orser 1996). Uno de los rasgos característicos de la modernidad occidental es la construcción y consolidación de estados nacionales. El estudio de la violencia política no puede desconocer su papel. Ello se debe a que el estado moderno es –por excelencia– un “contenedor de poder” (sensu Giddens 1985); esto es, una institución que propone monopolizar el ejercicio de la violencia. Dependiendo del tipo de gobierno vigente (democracia, dictadura y otras situaciones más o menos difíciles de clasificar), los grupos que integran la comunidad política (oficialistas, opositores) asumen distintas posiciones respecto del estado. Así participan en grados variables o quedan simplemente excluidos del ejercicio de su poder (hecho por el cual pueden gestionar su presencia de formas alternativas). Uno de los rasgos que define la modernidad es su intento por comprender el mundo mediante una racionalidad única (Baumann 2007). En las narrativas oficiales (o “master narratives” –sensu Johnson 1999), las voces de quienes sufrieron los efectos de la violencia política son comúnmente acalladas. El pensamiento posmoderno sostiene que la realidad es mucho más compleja, heterogénea y subjetiva que lo que tradicionalmente se habría pensado (Casullo 1989). Ello permite construir un discurso polifónico sobre el pasado. Dentro de este marco, las ciencias sociales buscan recuperar las voces de aquellas personas “sin historia” (sensu Wolf 1982). Teniendo en cuenta su especialidad, los 12 |
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arqueólogos proponen hacerlo mediante el estudio del mundo material (lo que incluye los cuerpos, los paisajes, los objetos y las estructuras que participaron y/o dieron cuenta del ejercicio de la violencia). La memoria comprende un conjunto de trazos o fragmentos que dan cuenta de cosas, personas o sucesos que tuvieron lugar en el pasado, y pueden ser reordenados en una secuencia narrativa durante el presente. A pesar de lo que suele indicar el sentido común, la memoria no sólo se compone de recuerdos inmateriales que se forjan en la mente. También integra aspectos materiales que podemos experimentar a través de nuestra plena inserción en el mundo. La arqueología tiene el potencial de discutir el rol que desempeñan las cosas en la conformación de la memoria (Boric 2010; Jones 2007; Shackel 2002). Así, los investigadores pueden recuperar y/o poner en valor la presencia de ciertos objetos que resultan significativos para distintos grupos, contribuyendo a modelar y/o reforzar las historias sociales (e incluso, familiares y personales). La necesidad de comprender las consecuencias de la violencia política y actualizar las narrativas históricas son temas latentes en diversos contextos mundiales. Uno de ellos es Latinoamérica. Entendemos que estas circunstancias se conectan con diversos factores. En primer lugar, el conflicto, la lucha y la violación sistemática a los derechos humanos forman parte innegable del pasado reciente (y no tan reciente –Haber 2006) de nuestras sociedades. En segundo término, el ejercicio de la violencia política aún continúa vigente en diversos escenarios, aquejando a sectores más o menos extensos de la población. En última instancia, algunos países actualmente poseen un contexto favorable (incluyendo el retorno de las democracias y una cierta estabilidad política) para el estudio de problemas que permanecieron ocultos o ignorados durante años. La mayor parte de los capítulos que conforman este volumen fue elaborada por colegas latinoamericanos. Los mismos consideran la represión política desarrollada por las dictaduras que gobernaron la región entre 1960 y 1980 –así como sus más diversas consecuencias. Unos pocos trabajos exceden el contexto enunciado. “Diatribas nacionales. Apuntes arqueológicos e iconográficos sobre la violencia en Colombia” discute la violencia en el presente y el pasado distante con el fin de comprender que su funcionamiento constituye parte integral de la dinámica de nuestras sociedades. De forma similar, si bien el eje de las contribuciones se encuentra en Latinoamérica, “Última estación. Arqueología de los destacamentos de trabajos forzados en el ferrocarril Madrid-Burgos (España)” presenta un caso europeo que permite reflexionar sobre los antecedentes de las estrategias represivas en nuestra propia región. Este volumen puede considerarse una especie de continuación de otro anterior, también publicado por Encuentro Grupo Editor y la Universidad Nacional de Catamarca: Arqueología de la Represión y la Resistencia en América Latina (1960-1980), compilado por Pedro Paulo Funari y Andrés Zarankin (2006). La presentación de esta nueva obra da cuenta del creciente interés de los arqueólogos latinoamericanos por la violencia política, y la profundización y consolidación de sus investigaciones en los últimos años. | 13
Arqueología y violencia política
Historias desaparecidas Los trabajos incluidos en este volumen abordan la violencia política desde distintos puntos de vista. Es así como decidimos agruparlos en cuatro ejes: antropología forense, prisiones y centros de detención, espacios para la memoria, e iconografía. Desde ya, este ordenamiento no es el único posible. Sin embargo, constituye una forma simple de presentar distintas líneas de evidencia/trabajo que actualmente están siendo abordadas para reconstruir el pasado reciente de nuestras sociedades. La división en ejes no supone que los trabajos comprendidos por las distintas categorías no dialoguen entre sí. Por el contrario, todos atraviesan una temática común y enfrentan desafíos semejantes (abordar la violencia política y comprender su impacto sobre el mundo social). Resulta interesante destacar que el libro concluye con un epílogo (“Vestigio y represión en la arqueología de la violencia”), en el que Alejandro Haber realiza un recorrido crítico por algunos capítulos y discute la relación vestigio-represión. Según Haber, el vestigio es aquello que, siendo negativo de la presencia, también es presencia de la ausencia. Por este motivo, lo considera una realidad dual, con un carácter espectral y físico, cuyo movimiento debe ser investigado. Cuerpos e identidades En el contexto de la Guerra Fría, los gobiernos militares (apoyados por la doctrina de la seguridad nacional de los Estados Unidos) lograron extenderse por toda Latinoamérica. De este modo, autoritarismo y terrorismo de estado se transformaron en realidades compartidas por numerosos países. Durante las décadas de 1960 a 1980, y a pesar de no ser frecuentemente registrados por la historia oficial, la persecución, el encierro, la tortura y hasta el exterminio de la oposición fueron prácticas reiteradas (Acuña 2003; Lernoux 1980; McSherry 2002). Desde mediados de 1980, cuando varios países retornaron a la democracia, la necesidad de saber qué sucedió con las personas desaparecidas y asesinadas por los regímenes de facto fue un factor clave en la transición política. Argentina fue el primer país que inició este proceso en 1983, a través de la creación de una comisión oficial para la verdad (la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) y la actuación de la justicia (CONADEP 1984). En la búsqueda de reparación, la ciencia cobró un papel fundamental –especialmente la arqueología, que hasta entonces no había sido utilizada en procesos legales o el ámbito forense (EAAF 2006). El desafío de exhumar y analizar cientos de cuerpos que se hallaban enterrados en fosas clandestinas (lo que incluía la determinación de la causa de muerte y la identificación de las víctimas) planteó la necesidad de buscar alternativas a los especialistas forenses tradicionales –que no poseían los conocimientos necesarios para trabajar con esqueletos, ni contaban con la confianza de los familiares para llevar adelante las investigaciones (Somigliana y Olmo 2002). En este escenario, surgió el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) (Fondebrider 2006).
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En “Materia oscura. Los avatares de la antropología forense en Argentina” (Capítulo 1), Maco Somigliana plantea los desafíos que debió enfrentar el EAAF a lo largo de su trayectoria. De esta manera, el principal objetivo de su capítulo consiste en señalar las transformaciones que convirtieron a la antropología forense –una disciplina que originalmente poseía un objeto de estudio restringido– en una herramienta útil para documentar la violación sistemática a los derechos humanos. Somigliana considera tres ejes de análisis distintos. El primero de ellos evalúa el rol del Estado en la perpetración de los crímenes, y la forma en que la antropología forense centró su atención en la investigación de asesinatos masivos. El segundo señala la tensión que la disciplina experimentó entre la visión de la burocracia como generadora de documentos que permitieron conocer lo ocurrido, y su participación más o menos directa en el ocultamiento de la verdad. El tercero refiere a las formas en que la genética incrementó las posibilidades de identificar a las víctimas mediante comparaciones masivas entre su ADN (muestras de huesos) y el de los familiares (muestras de sangre). Somigliana avanza una idea provocativa, y señala que los resultados obtenidos están conduciendo al EAAF al fin de su tarea (por lo menos, en lo que respecta al caso argentino). En “Hacia una reconstrucción de las identidades desaparecidas” (Capítulo 2), María Celeste Perosino también trabaja con el caso argentino. De acuerdo con su propuesta, las historias de las personas que fueron objeto de desaparición forzada en el país se encuentran doblemente negadas –ya sea por su secuestro y detención en centros clandestinos, como por el posterior ocultamiento de los cuerpos. La “detención indefinida” (sensu Butler 2006) es el medio por el cual los sujetos privados de derechos ingresan en una zona de indiferenciación (esto es, un estado de suspensión entre la vida y la muerte). Teniendo en cuenta estas ideas, el trabajo discute las formas en que las identidades de las víctimas pueden ser reconstruidas. Actualmente, los familiares se debaten entre distintas posiciones: algunos desean reconstruir la historia de lo sucedido y recuperar los cuerpos; otros simplemente no. Las tareas de investigación deben enfrentar, entonces, diversas preguntas: ¿Qué importancia tiene el cuerpo de una persona cuando no hay una otredad que lo legitime? ¿Por qué exhumar los cuerpos de una persona que no ha sido reclamada por sus familiares? ¿Acaso la restitución de la identidad de un desaparecido es legitimada por la memoria colectiva? De ser así, ¿qué se hace con los cuerpos que no han sido reclamados? A partir de la década de 1990, el proceso de investigación iniciado en Argentina se extendió a otros países. Sin lugar a dudas, los desafíos del EAAF tuvieron su contraparte en otros proyectos interesados en hallar e identificar los cuerpos de los desaparecidos. En este volumen, presentamos dos ejemplos diferentes: uno proveniente de Uruguay, y otro de Chile. En “Historias desaparecidas y re-aparecidas. El caso de Uruguay” (Capítulo 3), José M. López Mazz efectúa un recorrido por las tareas de investigación en su país, y las diversas dificultades encontradas en su desarrollo. En un comienzo, los proyectos arqueológicos se encontraron detenidos/limitados por un contexto político que –bajo los auspicios de una “transición ejemplar”– ignoraba la búsqueda de los cuerpos. Una vez superadas | 15
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estas circunstancias, los arqueólogos debieron enfrentar nuevos desafíos: el trabajo de contra-información de los antiguos represores, las presiones ejercidas sobre los testigos, la exhumación y re-inhumación de los cuerpos en el marco de la “operación zanahoria” (un programa militar de re-ocultamiento). El resultado de las tareas efectuadas no sólo permitió recuperar e identificar algunos cuerpos; también enfrentó a los arqueólogos con la dimensión del “no-hallazgo” (prueba de la información “tóxica” suministrada a las investigaciones). De acuerdo a López Mazz, la búsqueda de los desaparecidos representa una actividad de inclusión social que permite transformar los discursos de verdad. Ello sucede, fundamentalmente, cuando la ciudadanía logra apropiarse del tema, y la memoria logra desestimar el olvido. En “Chile; operación ‘retiro de televisores’: desaparecer a los desaparecidos” (Capítulo 4), Iván Cáceres Roque analiza otro caso en que se quisieron borrar las evidencias del asesinato sistemático de personas –esta vez, durante la última dictadura militar en Chile. Cáceres Roque centra su atención en la operación “retiro de televisores”: un plan de las fuerzas militares que –de forma similar a la “operación zanahoria” en Uruguay– propuso exhumar y desaparecer los cuerpos ilegalmente inhumados de las víctimas. Su investigación destaca dos puntos importantes. El primero de ellos es que el uso de técnicas arqueológicas permite determinar la presencia de alteraciones y recuperar los vestigios olvidados en las exhumaciones clandestinas. De esta manera, Cáceres Roque propone delinear una pequeña metodología para llevar a cabo el trabajo de campo en este tipo de casos. El segundo punto es que la identificación de los restos óseos recuperados (generalmente, unidades fragmentarias) requiere investigadores (antropólogos forenses) y técnicas especializadas (análisis óseo, ADN, entre otras) que no siempre fueron tenidas en cuenta –por un motivo u otro– en Chile. Los casos de desaparición y asesinato que enfrentan los arqueólogos en Latinoamérica no se limitan a las víctimas de secuestro y detención ilegal por parte de las dictaduras. Un ejemplo de ello es brindado por José V. Rodríguez Cuenca en “Rostros y voces del holocausto del Palacio de Justicia. Del olvido a la memoria” (Capítulo 5). Este trabajo considera la toma del Palacio de Justicia de Bogotá (Colombia) por parte de un grupo guerrillero, y la retoma del edificio por parte de las fuerzas estatales en 1985. Durante la operación murió un número significativo de personas (civiles, insurgentes, policías), muchas de las cuales aún se encuentran desaparecidas (sus cuerpos descansan en fosas comunes, y sus identidades no fueron debidamente asignadas). La investigación judicial del caso generó millares de folios, aunque pocos resultados. Desde 2005, los restos recuperados están siendo analizados por el Laboratorio de Antropología Física de la Universidad Nacional de Colombia mediante técnicas bioantropológicas. Rodríguez Cuenca adelanta algunos de los resultados obtenidos, y destaca –a 23 años de lo sucedido– la importancia de trabajar de forma conjunta con los familiares de las víctimas.
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Prisiones y centros de detención Desde hace algunos años, los arqueólogos latinoamericanos se interesan por estudiar las dictaduras de la región y sus trágicas consecuencias, no ya sólo a través de la exhumación y el análisis de los cuerpos, sino a través de la recuperación y reconstrucción de los lugares que funcionaron como centros de detención, tortura y exterminio. Muchas de estas instituciones no tuvieron existencia oficial y se caracterizaron por su secrecía. Llegado este punto, debemos recordar que la desaparición forzada de personas y el empleo de centros clandestinos fueron estrategias comúnmente implementadas por los gobiernos que buscaban eliminar –de la forma más rápida, eficaz e impune posible– todo tipo de oposición política. En “De las identidades políticas... a la construcción de la memoria colectiva” (Capítulo 6), Silvia Bianchi y los integrantes del Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural (EIMePoC) reflexionan sobre el principal centro de detención de la ciudad de Rosario (Provincia de Santa Fe, Argentina): El Pozo (1976-1979). Su análisis aborda temas distintos, aunque estrechamente vinculados: la espacialidad del centro, la identidad política, y la memoria de las víctimas, los sobrevivientes y la sociedad en su conjunto. En líneas generales, el capítulo propone discutir el pasado de represión a través de un enfoque que integre las voces de los protagonistas, y simultáneamente considere la subjetividad y el compromiso ético, político y emocional de los investigadores. Para darse a esta tarea, los miembros del EIMePoC trabajan codo a codo con los sobrevivientes, quienes “re-viven” lo sucedido en el centro, y expresan lo que no siempre se puede poner en palabras (el horror, la congoja). Finalmente, la posibilidad de circular las historias individuales constituye uno de los factores a partir de los cuales la memoria puede quebrar los límites de la experiencia privada y convertirse en una historia colectiva. En “La praxis arqueológica. El caso Mansión Seré” (Capítulo 7), Antonela Di Vruno considera el trabajo efectuado en otro centro clandestino localizado en el Municipio de Morón (Provincia de Buenos Aires, Argentina). De este modo, discute las formas en que los centros de detención pueden transformarse en un espacio de reflexión sobre el pasado reciente. Específicamente, Di Vruno sugiere que los arqueólogos comprometidos con el estudio de la violencia política deben abordar la producción de conocimiento, la participación de distintos sectores de la comunidad, su propia inserción como sujetos políticos, y sus múltiples relaciones con el Estado. La primera parte del trabajo analiza la logística de las tareas efectuadas en Mansión Seré: la gestión-convocatoria, la legitimación, la visibilidad y el desarrollo del proyecto en la comunidad. La segunda sección señala el aporte de una nueva praxis arqueológica al estudio del centro clandestino –fundamentalmente, la reconstrucción de las experiencias y la reintroducción de los individuos en el pasado. El sitio analizado –que alguna vez fue funcional al terrorismo de estado– actualmente se transforma en un “imperativo de la memoria” que es preservado como parte de la historia trágica del país.
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Con el objetivo de ejemplificar el potencial de la arqueología en el estudio de la violencia política en distintas regiones y contextos, y discutir las formas en que las políticas represivas de Latinoamérica pudieron tener un antecedente en los regímenes fascistas de Europa, presentamos el trabajo de Álvaro Falquina Aparicio, Pedro Fermín Maguire, Alfredo González-Ruibal, Carlos Marín Suárez, Alicia Quintero Maqua y Jorge Rolland Calvo: “Última estación. Arqueología de los destacamentos de trabajos forzados en el ferrocarril Madrid-Burgos (España)” (Capítulo 8). En este caso, los autores proponen rescatar la memoria colectiva de la represión franquista mediante el estudio de un destacamento penal (Bustarviejo, Sierra Norte de Madrid), creado con el objetivo de castigar a los opositores y contar con mano de obra barata para la construcción del ferrocarril (tramo Madrid-Burgos). Las tareas de campo (junto al estudio de fuentes documentales y orales) permitieron distinguir estructuras de reclusión, vigilancia, trabajo y alojamiento de las familias. Ello permitió sacar a la luz una historia marginada en las narrativas oficiales (tanto de izquierdas como de derechas): la materialidad del penal no sólo da cuenta de las vivencias de los prisioneros políticos, sino también de sus mujeres e hijos (que los acompañaron durante el cautiverio, y sufrieron la misma privación y degradación que ellos). La presencia de las familias como mecanismo de control permite repensar la naturaleza represiva del régimen franquista y desentrañar su carácter totalitario. Espacios para la memoria La revisión histórica de los sucesos de violencia política ha permitido que muchos lugares se transformen en lo que usualmente se denomina “espacios para la memoria”. Estos sitios no sólo comprenden aquellos lugares donde se ejerció violencia (centros clandestinos y prisiones) o se ofreció resistencia a la misma en el pasado; también integran nuevos espacios creados para conmemorar a las víctimas en el presente (memoriales, monolitos, entre otros). En “‘Todo Está Guardado en la Memoria’. Reflexiones sobre los espacios para la memoria de la última dictadura militar en Buenos Aires (Argentina)” (Capítulo 9), Andrés Zarankin y Melisa A. Salerno discuten cómo los sitios para la memoria de la ciudad de Buenos Aires (especialmente, aquéllos reconocidos de forma oficial) cuentan una determinada historia sobre la represión ilegal en el país. Los autores parten del presupuesto que la materialidad de los espacios puede modelar y reforzar la memoria de los sucesos históricos. Asimismo consideran que la experiencia de ciertos lugares produce sensaciones y sentidos que pueden ser ordenados en una secuencia narrativa sobre el pasado. Hacia el final del trabajo, Zarankin y Salerno discuten las formas en que los espacios para la memoria pueden cumplir (o no) con el propósito al que fueron asignados. Iconografía La aplicación de una perspectiva arqueológica al estudio del registro iconográfico es otro de los posibles caminos a través de los cuales se aborda la violencia política. En
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su trabajo “En la calle, en la cárcel, en el baño. Espacios públicos y políticas del grafiti en la Caracas Actual” (Capítulo 10), Rodrigo Navarrete analiza el fenómeno del grafiti como expresión de los conflictos sociales. Así considera las implicancias de este medio visual, espontáneo e impersonal en tres ámbitos diferenciados de Caracas (Venezuela): la calle (donde, a partir de la toma del poder del Presidente Hugo Chávez Frías, se ha producido una lucha por la definición de la historia y el pasado nacional), una antigua cárcel (donde los prisioneros, ya sea políticos o comunes, se opusieron e intentaron lidiar con el sistema que los mantenía cautivos) y los baños de la Universidad Central de Venezuela (donde, mediante comunicación diferida, los estudiantes y otros usuarios abordan temas como género y política). Los resultados obtenidos señalan que el grafiti no sólo ofrece una alternativa comunicacional; también contribuye de forma directa a la reproducción de ciertas nociones hegemónicas (tal como sucede en el caso de su uso explícito con fines políticos coyunturales). Otro colega que empleó la iconografía como una herramienta para discutir la violencia es S. Leandro Sepúlveda Giraldo. En “Diatribas nacionales. Apuntes arqueológicos e iconográficos sobre la violencia en Colombia” (Capítulo 11), Sepúlveda discute las formas en que se representa el conflicto en Colombia. La construcción de una imagen violenta de este país comúnmente ha reunido la figura de quienes portan armas en el presente con la beligerancia de las comunidades prehispánicas (analizadas por la arqueología). En este contexto, las imágenes hostiles lograron exceder las fronteras del arte para plasmarse en el nivel de las reflexiones sobre el mundo social. Así, la hostilidad del mundo prehispánico se mitificó como una versión innegable de la historia colombiana. Y las interpretaciones del pasado se legitimaron mediante apropiaciones simbólicas influenciadas por modelos hegemónicos. Ello permite plantear que los imaginarios sociales no deben ser generalizados por las ciencias como conceptos universales y estables.
Palabras finales Si bien los artículos de este volumen son heterogéneos al nivel de los temas y enfoques teórico-metodológicos utilizados, entendemos que este rasgo expresa la pluralidad y la tolerancia de los abordajes arqueológicos contemporáneos. A pesar de ello, los trabajos presentados comparten la idea de que los investigadores podemos y estamos compelidos a desarrollar una arqueología socialmente comprometida. Sólo de esta manera podremos recuperar las historias desaparecidas (a partir de ahora, “reaparecidas”) de las víctimas, y tendremos un papel activo en la búsqueda de verdad y justicia. Esperamos que la lectura del libro permita al público tomar una posición activa en la preservación de los recuerdos y memorias asociados a la violencia política –principalmente, a partir de un sentimiento de identificación con aquéllos que la padecieron en el pasado y la continúan padeciendo hoy.
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Arqueología y violencia política
Agradecimientos Queremos agradecer a la Secretaría de Derechos Humanos de la República Argentina que declaró de interés el simposio “Historias Desaparecidas. Arqueología de la Represión”, que dio origen a este trabajo. A Alejandro Haber, por posibilitar la publicación de este volumen y escribir el epílogo. A Darío Olmo y Luis Fondebrider del Equipo Argentino de Antropología Forense, con quienes organizamos el simposio referido en el marco de la IV Reunión de Teoría Arqueológica en América del Sur (Catamarca, 3 al 7 de julio de 2007). A Pedro Funari, por su continuo apoyo e interés. A FAPESP, CNPQ y el Departamento de Sociología y Antropología de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG) por su continuo apoyo. A los miembros del Instituto Multidisciplinario de Historia y Ciencias Humanas (CONICET). Finalmente, queremos agradecer a todos los colegas que participaron en este volumen.
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Sección I Cuerpos e identidades
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Capítulo 1. Materia oscura. Los avatares de la antropología forense en Argentina Maco Somigliana
Introducción Existen muchos ejemplos históricos que demuestran los cambios que supone la implantación de un determinado saber sobre un contexto diferente de aquél en que fue creado. Tal el caso de la antropología forense. La idea de este trabajo es explicar cuáles fueron las transformaciones (atendiendo a la importancia que la genética tiene en nuestro campo, podríamos decir “mutaciones”) que convirtieron una ciencia de objeto bastante restringido y proyección limitada en una de las herramientas más eficientes para documentar violaciones masivas a los derechos fundamentales. Esto podrá servir a quienes intentamos practicar la disciplina (la reflexión suele iluminar rasgos ocultos de la propia actividad), a quienes se vinculan con nuestro trabajo y, esperamos, a quienes se enfrenten con problemas de índole parecida. Resulta indispensable comenzar con un poco de historia. La antropología forense nació de la combinación de ciertas ciencias y técnicas habitualmente relacionadas con la antropología (fundamentalmente la arqueología y la antropología física), suponiendo que ellas podían dar respuesta a dilemas fácticos y probatorios planteados en juicios criminales (Stewart 1979). Es importante resaltar que la antropología forense surgió de la necesidad de mejorar los estándares técnicos vinculados a tres etapas cruciales de cualquier investigación criminal: la recolección de evidencias, la identificación de las víctimas y el estudio de los traumas –las dos últimas, sobre todo, cuando se trata de restos óseos. En un sentido general, el nacimiento de la disciplina se asoció con el interés de incorporar los avances de la ciencia a las determinaciones de hecho que constituyen el prólogo de cualquier adjudicación de responsabilidad penal (principalmente, acrecentando la legitimidad de los juicios). La arqueología –asumida como una práctica, sin perjuicio de muchas otras definiciones más complejas y adecuadas– es la manera más minuciosa, circunstanciada y detallada de recoger evidencia material. Su introducción en el ámbito forense permitió incorporar a las investigaciones elementos de trascendencia (íntimamente relacionados con el hecho) que generalmente eran destruidos por la impericia de los instructores o sus auxiliares. A partir de ese entonces, lo que comenzó a impregnar las investigaciones criminales fue la consciencia arqueológica de que cualquier irrupción implicaba destrucción (tanto de
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elementos como de relaciones entre esos elementos). Ello otorgó importancia a las etapas iniciales del proceso de conocimiento. La recolección rigurosa de ninguna manera se circunscribió a la recuperación de la tierra o exhumación; sus ventajas comprendieron el desarrollo de una ciencia forense que finalmente se ocupó de la reconstrucción de la “escena del crimen”. Otro problema al que la antropología forense otorgó solución –esta vez, con el auxilio de la antropología física– fue el de efectuar determinaciones cuando el hallazgo comprendía restos óseos, parcial o totalmente privados de tejidos blandos. Las limitaciones de la medicina forense tradicional derivaban del hecho de que sus profesionales comúnmente se enfrentaban con cuerpos de personas fallecidas en el corto plazo. El antropólogo físico, por el contrario, extraía sus conclusiones –mayoritariamente– de esqueletos. En circunstancias normales (nos referimos a aquéllas en las que existe intervención estatal regular, relativamente cercana al momento de muerte), las preguntas iniciales que proponía la investigación (quién y cómo) podían ser respondidas mediante datos provenientes del cuerpo, especialmente de sus tejidos blandos (desde la propia fotografía del cadáver, los objetos que portaba o vestía, los rasgos papiloscópicos). Una facilidad propia de este tipo de casos, cuya obviedad a veces dejaba oculta su importancia, era que el lapso de tiempo transcurrido entre la desaparición y el hallazgo era breve. A medida que el tiempo transcurría y el hecho no resultaba descubierto (o, como veremos más adelante, era descubierto pero ocultado en lugar de ser investigado), esa inestimable fuente de datos terminaba perdiéndose. El tiempo que iba desde la muerte hasta el momento en que se decidía investigar lo sucedido implicaba una modificación sustancial de los presupuestos de investigación. La más evidente se asociaba a que el cuerpo perdía aquello que representaba la vía principal para determinar su identidad y la forma en que ocurrió el deceso. La antropología física (y más tarde, la genética) pudo avanzar en este complejo terreno. Como cualquier disciplina que trataba de imponerse, la antropología forense tuvo que demostrar que podía resolver situaciones que la ciencia consolidada no podía solucionar, que podía “ver” allí donde –hasta ese entonces– poco o nada se percibía. La medicina forense tradicional asumía los hechos tardíamente descubiertos como una dificultad. Esos sucesos se ubicaban en un pasado lo suficientemente lejano como para que las condiciones en que se encontraban los cuerpos impidieran realizar las determinaciones básicas de la ciencia forense ortodoxa (ello es, sobre tejidos blandos). Cuando una investigación finalmente descubría el sitio donde un cuerpo había sido depositado o casualmente aparecía un cuerpo esqueletizado, las definiciones de la medicina forense no resultaban satisfactorias. Por el contrario, la antropología física podía extraer conclusiones sobre la forma de muerte y los rasgos que permitían conocer la identidad de la víctima –fundamentalmente, mediante la comparación de datos físicos de personas cuyo paradero se desconocía y los rasgos advertidos en los restos recuperados. Estas ventajas
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comparativas, cierto que referidas a un conjunto relativamente marginal de casos, permitieron la consolidación de la antropología forense. Resumiendo, la antropología forense implicó un apreciable mejoramiento de la base fáctica de ciertos juicios criminales, y formó parte de una tendencia más amplia que buscó incorporar los adelantos de la ciencia y la técnica a las investigaciones criminales. Su naturaleza proteica le permitió ser –luego de su ingreso relativamente tardío al ámbito de las ciencias forenses– mucho más permeable a la asunción de nuevos conocimientos y a la aceptación abierta de la interdisciplina. De este repaso histórico queremos rescatar algunos rasgos: la antropología forense se posicionó, en sus inicios, como una herramienta útil para abordar algunos casos en los que la ciencia forense clásica reveló limitaciones. Esto es, que sin perjuicio de que haya contribuido a mejorar algunos aspectos de la investigación forense en general, su campo se circunscribió a casos relativamente marginales, cuyas característica distintivas eran el paso del tiempo (que hacía perder los datos que mejor manejaba la ciencia forense clásica) y la muy frecuente necesidad de establecer –sin esos datos– la identidad de la víctima. Fueron precisamente estos elementos distintivos los que llevaron a plantear la posibilidad de que la antropología forense se desarrollara con fluidez en la investigación de los crímenes cometidos por el Estado. Notemos que la antropología forense clásica se insertaba en el contexto de un Estado interesado en legitimar su actividad represiva mediante la optimización –en la reconstrucción de la base fáctica– de los juicios criminales. Gracias a ella (y a otras ciencias de incorporación tardía al ámbito forense) se podían establecer reconstrucciones científicamente válidas de lo ocurrido en un caso determinado; hecho lo cual, el Estado aplicaba la sanción correspondiente con un grado de legitimidad mayor. Sin importar ahora el esquematismo de este planteo, lo interesante es señalar que la antropología forense clásica presuponía la actuación de un Estado árbitro. Éste se situaba por encima de la cuestión y garantizaba tanto el interés social por definir la verdad de lo sucedido como la defensa de quien resultaba señalado como autor en un territorio formalizado denominado juicio. En ese territorio claramente delimitado, el efecto reconstructivo que la antropología forense clásica podía aportar refería a las circunstancias específicas de un hecho determinado, con abstracción de cualquier otra determinación que no remitiera de forma exclusiva al hecho (incluso las asociadas al contexto histórico).
…………………………………………………………………………… Frente al Estado criminal Podemos entonces imaginar el giro siniestro que la situación experimenta cuando el Estado deja de cumplir ese rol arbitral, abandona las formalidades inherentes al juicio y se involucra de manera directa en la represión. Esta reorientación trastoca todos los elementos que veníamos reseñando y sus implicancias son demasiado vastas. Aquí sólo nos importa graficar ese mecanismo represivo estatal –generalmente clandestino– que se desdobla en dos funciones diferenciadas, pero complementarias: una activa, que es la
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represión propiamente dicha; y otra pasiva, que se dedica a desmontar los mecanismos que puedan interferir con aquélla. Estamos, por así decirlo, del otro lado del espejo. La actividad criminal asumida por el Estado genera una nueva delincuencia amparada por los órganos jurisdiccionales (incluyendo sus auxiliares forenses) que, en lugar de revelar, ocultan. El crimen impune, que antes de este trastocamiento era asumido como excepción, pasa a ser regla. Y una vez instaurada esta excepción, los rastros que la actividad criminal estatal inevitablemente provoca son ignorados, subestimados u ocultados de forma sistemática. Los daños que una experiencia social de estas características provoca son múltiples, tanto como los motivos que llevan a una sociedad a entregarse a ella. Trataremos de volver sobre este punto en la conclusión. En cualquier caso, el panorama desolador que constituye su resultado enfrenta a las sociedades con el dilema de qué hacer con ese pasado una vez que la excepción ha terminado. Esta primera divisoria de aguas define aquellas comunidades que prefieren evitar toda referencia al pasado traumático y las que no pueden hacerlo. En este último caso, intuitivamente se suele advertir que la inevitabilidad de los daños no necesariamente debe ir acompañada de su ignorancia: no se puede devolver lo que se perdió, pero tal vez se pueda saber qué pasó. Y vivir con ello. Este desafío fue asumido por la antropología forense clásica. La percepción de estas circunstancias incluye especialmente a la Argentina, ya que fuimos parte de una determinada experiencia de aplicación de la antropología forense clásica a un contexto dañado (como resultado de la represión durante la última dictadura). En este sentido la historia institucional del denominado Equipo Argentino de Antropología Forense se fue conformando con la aplicación y reformulación de esa antropología a nuevos contextos. La naturaleza proteica que esta ciencia tenía desde su origen le permitió reinsertarse en condiciones diversas a las de su nacimiento, y dar respuestas válidas y legítimas en los nuevos ambientes con los que se enfrentaba. La pregunta que ahora debía responder era la misma que antes: ¿Qué pasó? Sin embargo, dicha pregunta ya no tenía que encontrar respuestas en el contexto formalizado y acotado de un juicio en el que el Estado era árbitro. El daño ya no era aquél ocasionado por un particular a otro, sino aquél generado por el propio Estado a muchos de sus ciudadanos. Este daño no sólo era diferente por la envergadura, sino también por la inevitable diseminación de la violencia que la actuación represiva de un Estado sin inhibiciones había provocado. Aquí, la dificultad de conocer lo que pasó no se fundaba en la astucia o eficacia del delincuente, sino en su poder sin límites. Ese poder masivo produjo daños masivos. Y fueron precisamente aquellas características que habíamos señalado como quintaesencia de la antropología forense (el paso del tiempo, la incógnita sobre la identidad), aquéllas que la habían limitado a una suerte de coto de casos marginales, las que ahora la enfrentaban –precisamente por el cambio en las condiciones generales que hicieron
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de la excepción una regla– a un territorio inexplorado. En ese escenario, sus limitaciones eran capacidades, y las ciencias forenses tradicionales se reconocían impotentes. Esta impotencia tenía, al menos, dos razones. Por un lado, las condiciones experimentadas eran muy parecidas a aquéllas en las que había surgido la antropología forense, siendo necesario responder preguntas que la ciencia forense clásica no podía contestar (falta de capacidad); por otra parte, las estructuras forenses, históricamente emparentadas con el Estado, estaban sospechadas de haber contribuido –en la etapa de ocultación– con el proyecto de represión clandestina del Estado (falta de legitimidad). En cumplimiento de sus imperativos originales, la antropología forense recolectó minuciosamente la evidencia, amplió el contexto y buscó formular una reconstrucción científicamente válida de lo sucedido. Sin embargo, la masividad del daño transformó en inmanejable el objeto de investigación cuando se intentó abordarlo en la escala del crimen particular. Yendo de lo general a lo particular, y siguiendo un criterio de gravedad de la ofensa, el primer abordaje fue estadístico y se circunscribió a los crímenes cometidos por el Estado contra el bien de mayor jerarquía: la vida. La estadística permitió delinear los límites globales del fenómeno, e incorporar datos que –una vez organizados mediante un tronco hipotético– ajustaron el foco y comenzaron a hacer perceptibles, en su marco, los casos particulares. Siguiendo el curso conocido por la antropología forense clásica en la reconstrucción de lo sucedido, el acento se desplazó de la identidad del victimario (que en crímenes privados suele ser la incógnita) a la de la víctima. El Estado aplicado a una empresa criminal posee poder suficiente para ocultar de forma masiva la identidad de quienes son objeto de dicha empresa; es decir, para divorciar un cuerpo de su identidad. Por eso, la identificación pasó a ser uno de los interrogantes esenciales de la reconstrucción. En realidad, esto no es otra cosa que lo que cualquier investigador hace cuando se enfrenta con un crimen. Conocer la identidad de la víctima es un paso inicial, fuente de toda una línea de averiguación cuyo eje es establecer datos en la historia del agredido que permitan explicar (nunca justificar) lo que sucedió. En resumen, se trata de responder por qué murió esa persona y no cualquier otra. La diferencia, nuevamente, reside en el contexto: no se trata de un crimen particular, sino de crímenes masivos. Hay miles de interrogantes similares, y la dificultad de su cantidad se ve compensada –al menos parcialmente– en lo que podría denominarse “efecto contagio”: al resolver un interrogante (establecer una identidad oculta) se obtienen indicios que ayudan a resolver incógnitas parecidas. Como vimos antes, la antropología forense clásica podía abstraerse del contexto histórico en el que un crimen particular había sido cometido, ya que el propio juicio formalizado marcaba la distinción entre lo que era o no pertinente. La ausencia de dicha demarcación; es más, la certeza de que los mecanismos que el Estado utilizaba para la averiguación de la verdad habían trastocado su cometido para plegarse al ocultamiento de su actividad criminal, obligó a la determinación de un contexto mucho más amplio.
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Compréndase que sin contexto, asumido como territorio de lo pertinente, como criterio diferenciador de lo que está –y, tan importante o más que eso, de lo que no está– relacionado de manera directa con el punto que se intenta demostrar, no hay determinación de la verdad ni reconstrucción posible. Comenzar por reconstrucciones estadísticas mostró un plano a la vez genérico y preciso del territorio donde se aplicarían los conocimientos de la antropología forense: sólo el conocimiento de lo ocurrido en general permitió dar a cada hecho particular su ubicación relativa. Es posible que la introducción de lo histórico como marco general de la reconstrucción haya sido la transformación más relevante que debió experimentar la antropología forense clásica al abordar los crímenes de Estado. Esto merece profundización. La antropología forense así modificada tuvo que mantener los logros de aquélla que denominamos clásica (la obsesiva minuciosidad en la recuperación de evidencias, el apego al razonamiento científico para la extracción de conclusiones válidas, la capacidad para establecer la identidad de las víctimas), pero también tuvo que generar cambios para incidir en contextos mucho menos formalizados y más complejos que los de un juicio criminal o un caso particular. En rigor, esta adaptación implicó el reconocimiento de la diferencia cualitativa que –en uno y otro caso– tuvo el daño ocasionado. Daño privado y circunscrito en el caso de la antropología forense clásica; daño público y diseminado en el de este nuevo campo generado por formas estatales de criminalidad. Lo cierto es que la anteriormente “marginal” antropología forense encontró en estos contextos un campo en el que quizás sólo ella pudo incidir en la respuesta de los miles de interrogantes que la actuación de un Estado criminal había dejado tras de sí. Todo aquello que la condenaba a una actuación circunscrita, derivada, ocasional y aséptica respecto de las consecuencias de lo sucedido del “otro lado del espejo”, la trocó en ilimitada, primordial, ineludible e involucrada en la historia. Y una de las primeras cuestiones que debió enfrentar fue el tratamiento que le daría a las fuentes documentales provenientes del propio estado criminal.
La actuación de la burocracia estatal: cómplice u obstáculo Una tensión que ha ido manifestándose a lo largo de nuestro trabajo (en el marco de las tareas desarrolladas por el Equipo Argentino de Antropología Forense) es la forma de representar el rol que la burocracia estatal suele cumplir en los fenómenos que nos toca revisar (el asesinato de personas durante la última dictadura militar en Argentina). Una posición rescata la importancia de la burocracia como generadora de documentos que –en etapas posteriores a los hechos (revisión)– permiten consolidar ciertas circunstancias que afianzan el conocimiento del fenómeno. El ejemplo más obvio quizás sea el de las actas de defunción. Esta posición “favorable” hacia la burocracia estatal fue la que primó en los primeros años de investigación, seguramente como resultado de la importancia relativa de dicha fuente. En un universo constituido fundamentalmente por documentos orales,
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la posibilidad de imbricar estos registros con documentos escritos impulsó el proceso de conocimiento. Además, como en estas primeras etapas ya se prefiguraba la gravitación que la arqueología de rescate tendría en nuestro trabajo, y este rescate dependía casi de forma exclusiva de las fuentes escritas que había producido la burocracia estatal (sobre todo a nivel municipal, actas de defunción y libros de cementerio), nuestro aprecio por la burocracia y su rol documentador fue comprensible. Con el tiempo, sin embargo, surgió una interpretación opuesta –que podríamos denominar “negativa”– sobre dicho rol burocrático. Ésta centraba su análisis en el momento de los hechos, y advertía que el aparato burocrático constituía el último eslabón de un proceso de normalización de circunstancias intrínsecamente anormales. Enfrentados a la aparición de gran cantidad de personas asesinadas (o sea, al producto material de una actividad ilegal desarrollada por el propio Estado), los burócratas emplearon medios estandarizados para convertir lo anómalo en regular, pagando el registro documental un precio muy alto. En definitiva, la primera interpretación enfatiza el producto, mientras que la segunda pone el acento en la función. Ambas son aceptables –e incluso obvias– a partir de la asunción de un punto de vista contemporáneo (la segunda) o posterior a los hechos (la primera). Lo cierto es que las intenciones de los burócratas carecen de importancia en la interpretación de sus actos oficiales; lo importante es que frente a circunstancias extraordinarias emplearon –casi indefectiblemente– los recursos ordinarios que disponían (tal vez, lo único que podían hacer). Con lo cual, la que sería la última etapa de un fenómeno de ocultación termina siendo la primera de uno de revisión y descubrimiento. Y tal vez en este punto resida la importancia de la cuestión, ya que los elementos que se utilizan para hacer/ocultar implican la utilización de medios que dejan –de manera más o menos directa– vestigios. Esta conclusión, un tanto abstracta, no es otra cosa que la formulación de un viejo precepto que postula la inexistencia del crimen perfecto. Cuanto más grande sea el crimen, mayor habrá sido el instrumento de su comisión, mayores los recursos empleados y más diseminados los vestigios que el movimiento produzca. Será cuestión de tiempo que aparezcan quienes se encarguen de recogerlos, analizarlos e interpretarlos.
Una nueva luz: la irrupción de la genética y un final posible El panorama hasta aquí descrito (en el cual una ciencia de alcance limitado en condiciones ordinarias encuentra un nuevo campo al que sólo ella parece enfrentar con éxito) puede llevar al error de suponer que el avance en el conocimiento de dicho campo será poco menos que arrollador. Desafortunadamente, nada más alejado de la realidad. El avance, medido en resolución de casos o identificaciones, fue tortuoso. Porque el paso del tiempo, que indicaba el potencial de acción del Equipo Argentino de Antropología Forense, simultáneamente había afectado la posibilidad de recolectar datos pre mortem de forma masiva –indispensables para actuar como término conocido en comparaciones tendientes a determinar la identidad de las personas.
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El modelo de investigación seguido definía una única vía de llegada a los resultados buscados. La primera etapa se construyó con datos históricos. Se trataba de determinar, con sustento en datos provenientes de todas las fuentes disponibles, cómo habían sucedido los acontecimientos. Así se fue estableciendo la sucesión de secuestros relacionados, su posible destino (es decir, a cuál de los muchos centros clandestinos de detención había sido conducido un determinado grupo de personas) y las prácticas de eliminación de cada centro. Una vez que dicha base fue mostrando cohesión, entendiendo e incluso explicando por qué una determinada persona aparecía en una circunstancia particular, pudimos pasar al segundo escalón. Esto suponía que sobre dicha base se podían apoyar datos menos genéricos, que cimentaban la posibilidad de enlazar un dato referido a una identidad conocida con otro que hablaba de la aparición de un cuerpo no identificado (Somigliana y Olmo 2002). Conformada esa hipótesis de identidad, había que sopesar su factibilidad. La comparación abstracta debía buscar concreción en sus dos términos: en el extremo conocido, se debía conseguir una o varias muestras de sangre de un familiar directo (mientras el modelo de investigación se fue consolidando comenzaron a manifestarse posibilidades de realizar comparaciones genéticas, inicialmente en escala reducida); y en el extremo incierto, se debía garantizar la tenencia (o posibilidad de acceso) de al menos parte del esqueleto correspondiente. Una vez cumplidos a satisfacción esos pasos, ingresábamos en el umbral de la confirmación: el genetista debía dictaminar si la hipótesis era correcta o no. Este sistema de identificaciones, semejante a una destilación por lo laborioso, rigió nuestro trabajo hasta 2009. La Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Personas Desaparecidas (Equipo Argentino de Antropología Forense 2008) trastocó de manera sustancial esa forma de abordaje. Contando con los recursos para efectuar comparaciones genéticas masivas, el curso de la investigación se invirtió: el que era el eslabón final de la cadena de razonamiento pasó a ser su inicio. Ello no sólo significó un aumento geométrico de las identificaciones, sino que también instauró un circuito de doble vía. La vía tradicional –que nos transportaba, por así decirlo, desde lo general (contexto) hacia lo particular (identificación)– se complementó y retroalimentó con una vía novedosa –que, de manera inversa, nos condujo desde lo particular hacia lo general. En este último sentido, y con ayuda de los elementos de contexto recogidos durante años, los resultados (identificaciones) se convirtieron en hechos que debían, a su vez, ser explicados. Y estas explicaciones se proyectaron sobre el contexto para plantear nuevas y más consistentes hipótesis de identidad. En este nuevo modelo, ambas vías se complementaron para explicar los hechos y, lo que tal vez terminó siendo más importante, nos ofrecieron un horizonte mensurable de conclusión de la tarea. Toda investigación tiene la posibilidad de transformarse en infinita; siempre habrá un nuevo dato, una nueva óptica, una nueva interpretación. No viene a cuento enumerar las dificultades que encuentra una ciencia enfrentada a tales desafíos, si tiene relevancia 32 |
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advertir que es mucho más sencillo manipular objetos mensurables. El hecho de que la antropología forense sea –o intente ser– una ciencia aplicada, permite definir parámetros y proyecciones factibles. Con el modelo original de una única vía (general-particular) resultaba mucho más complejo asumir ciertos límites que con la incorporación de la segunda vía. En este caso, y siendo las identificaciones el punto culminante del trabajo, podrá seguir habiendo trabajo sólo en la medida en que siga habiendo individuos “identificables”. Es decir, esta última categoría (que razonablemente tenderá a disminuir con el desarrollo del trabajo, aunque eventualmente pueda acrecentarse a partir de nuevos descubrimientos) marca un límite objetivo a nuestra actividad. Al final, siempre sigue apareciendo la necesidad de explicar por qué seguimos haciendo este trabajo. Comúnmente solemos recurrir a la más cercana de las explicaciones: la posibilidad de dar respuesta concreta –así más no fuera a una única familia que padece incertidumbre hace más de tres décadas– es suficiente para justificar la tarea. Pero aún siendo suficiente, ésta no es la única explicación. Nos enfrentamos a un eufemismo que, para bien y también para mal, ha cumplido un rol protagónico, signando la historia de los últimos 35 años. Muerte sonaba desagradable, demasiado fuerte, demasiado concreta, demasiado cierta. Así, se fue imponiendo una “mejor manera” de decir muerte, y esa manera fue “desaparición”. El eufemismo se enraizó rápida y fuertemente: los asesinos lo encontraron providencial como coartada –son proverbiales las elucubraciones de Videla para explicar el término–; los familiares de las víctimas, como la última ciudadela en la que podían resistir el reconocimiento del final. El uso del concepto creció, y terminó siendo el camino que todos adoptamos cuando tuvimos que hablar (o, en realidad, no hablar) del tema. Pero aún cuando el eufemismo fue una forma más agradable de decir aquello que se presentaba como inaceptable, la realidad pudo encontrar el modo de manifestarse. Como la muleta que sirve al convaleciente durante un tiempo, a riesgo de crear un hábito que le impida caminar con normalidad cuando esté curado, la “desaparición” siguió dominando el escenario cuando las posibilidades de que se revirtiera en algo distinto a aquello que ocultaba se terminaron. El horror postergado corre el riesgo de transformarse en algo peor que la verdad. Genera estados anacrónicos, o mejor, acrónicos, ya que no se trata de la falta de correspondencia con alguna época, sino de la incapacidad de correspondencia con ninguna. No es por una desmesurada capacidad para la abstracción que nos hemos dado cuenta de este fenómeno; sucede que cada identificación concreta lo ejemplifica: identificar significa volver, en cada caso concreto, al tiempo. Y como quiera que la noticia produce un desgarramiento, devuelve al familiar a un territorio que –por negado– resulta reconocible: la trama donde los hechos encuentran lugar. Esto también nos deja ver en toda su dimensión la índole ocultadora del eufemismo de la desaparición y comprender su mecanismo de manera mucho más apegada a los hechos (sean éstos demostrables o no). Nada desaparece y, particularmente, las personas no lo hacen. Al asumir el rol de represor clandestino, el Estado consiguió generar una | 33
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gigantesca transformación a partir de la cual las personas dejaron no tanto de ser lo que eran (aunque así se viera desde afuera), sino de parecer lo que parecían. Así como el astrónomo supone la existencia de “materia oscura”1, así nosotros debemos comprender que lo que se define como desaparición es –en rigor– una transformación que un aparato complejo como el Estado realiza mediante la creación de una estructura oculta (clandestina) que invisibiliza a las personas. Aunque no se las pueda observar directamente, éstas siguen estando: inicialmente vivas, luego muertas y más tarde dispuestas de manera tal que su identidad no puede ser establecida de manera corriente. No importa, en este punto, si esa relación de identidad podrá ser o no reestablecida en el futuro; el mero hecho de que exista la posibilidad de reestablecerla cuestiona la vigencia del eufemismo –que ya no será un modo del buen decir, sino un subterfugio para escapar de la realidad. Cada identificación, además de su valor intrínseco, corroe y cuestiona el eufemismo en su totalidad; lo muestra cada vez más consustanciado con aquellos fines para los que fue creado. De esta manera, sentimos que cada identificación trasciende su individualidad para formar parte de un movimiento mayor. Aunque siempre tratemos de atenernos al ámbito concreto (en gran parte, para evitar un efecto de concatenación que genere expectativas sin consistencia), la acumulación reciente de identificaciones deja al descubierto una suerte de efecto lateral que contradice la desaparición no sólo al nivel de caso, sino también como concepto. Y más allá de la importancia obvia de cada identificación, tal vez éste resulte el aporte más gravitante de nuestro trabajo.
BibliografÍa Equipo Argentino de Antropología Forense, 2008. Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Desparecidos. Genética y Derechos Humanos. Sección Argentina. Informe Inicial. Equipo Argentino de Antropología Forense, Buenos Aires. Somigliana, M. y D. Olmo, 2002. ¿Qué significa identificar? En Congreso Virtual Naya [online]. Disponible en: http://www.naya.org.ar/congreso2002/ponencias/dario_olmo.html. Acceso 19/06/2010. Stewart, T., 1979. Essentials of Forensic Anthropology, Especially as Developed in the United States. Charles C. Thomas, Springfield.
1 En astrofísica y cosmología física se llama materia oscura a la materia hipotética de composición desconocida que no emite o refleja suficiente radiación electromagnética para ser observada directamente con los medios técnicos actuales pero cuya existencia puede inferirse a partir de los efectos gravitacionales que causa en la materia visible, tales como las estrellas o las galaxias, así como en las anisotropías del fondo cósmico de microondas.
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Capítulo 2. Hacia una reconstrucción de las identidades desaparecidas María Celeste Perosino
Introducción La base teórica que sustenta este trabajo proviene de la ética. No podemos pensar la ética sino en un marco filosófico. Hacer ética es hacer filosofía, sobre todo en este momento en que las preguntas por el deber ser atraviesan las reflexiones de la mayor parte de los filósofos. En otras épocas, la filosofía pudo dedicarse a cuestiones vinculadas al conocimiento y los discursos cosmológicos; pero podríamos decir que actualmente reedita lo sucedido en Grecia, cuando Sócrates (y más tarde Platón y Aristóteles) comenzó a preguntarse por el sentido de la vida en comunidad, el orden de la polis, la política y, por consiguiente, la ética. Aristóteles piensa la ética como el modo en que el hombre alcanza su perfección o desarrolla sus virtudes (carácter) –algo que sólo puede hacer dentro de un orden político. Es imposible abordar la ética, e incluso su posible proyección política, desde otro ámbito que no sea el filosófico. Esta proyección de la ética sobre las políticas públicas tendría en la bioética, por su carácter multidisciplinar, un sustento cardinal. Aunque la bioética no debe convertirse en biopolítica, la primera no puede concretarse sin compromiso político, sin un ojo puesto sobre la práctica política exigida por el deber ético. Y aquí es donde podemos apuntar a la posibilidad de llevar a cabo una bioética de los derechos humanos. Abrirse a la posibilidad de reflexionar sobre los derechos humanos permitiría superar el patrón individualista desde el que se piensa la bioética, y recuperar una óptica más integradora de lo social y comunitario. Es imposible pensar la noción de derecho relacionada a las víctimas de “desaparición forzada” (sensu United Nations 2006) desde el individuo muerto, en tanto resulta necesario incluir a la comunidad de la que formaron (y forman) parte. Esta posición implicaría encarnar en postulados políticos deberes resultantes de las exigencias éticas. Mi propósito en este trabajo es pensar, desde la bioética, un acercamiento a los conflictos para comprenderlos, antes que para solucionarlos. Así procuro centrar mi interés en los desaparecidos y sus identidades, considerando especialmente el caso de las víctimas de la última dictadura militar en Argentina (1976-1983). Mi intención es abrir la bioética a nuevos horizontes como la denominada “arqueología de la represión” (sensu Funari y Zarankin 2006).
Acerca de la construcción de la identidad (desaparecida) La cuestión del derecho a la identidad del cadáver es de gran vigencia. Es de público conocimiento que el reclamo por la identidad de cadáveres viene unido a la desaparición forzada de personas como sistema de represión del último régimen militar en Argentina | 35
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y otros regímenes semejantes en toda América Latina. Sin embargo, no podemos limitar la problemática de la identidad del cadáver a este dramático suceso –aunque es cierto que es quizás una de las situaciones que más obligaron a pensar en ella. Cuando se habla sobre la importancia de la identidad de una persona muerta se han de tener en cuenta dos factores fundamentales. El primero es el hecho de que la persona, por estar muerta, no deja de tener un pasado y un núcleo social al que pertenece. Negar la identificación a un muerto sería negar su historia y el respeto que como persona se le debe, así como la posibilidad de realizar los rituales socio-culturales necesarios para separarlo del mundo de los vivos y procurar su bienestar en la muerte. El segundo factor que debe considerarse es el derecho que tiene la familia sobre el conocimiento del paradero y bienestar de sus miembros (Delgado Aguacía 2002). El derecho a la identidad se refiere a los modos de ser culturales de cada uno. Depende del dinamismo de la vida en su apariencia ante los otros. Se auto-crea y puede modificarse si se cambian las vivencias personales, las ideas políticas, religiosas y estéticas, e incluso las costumbres y los hábitos. Sin embargo, podemos plantear diferentes miradas sobre este derecho: como derecho subjetivo, cualidad (modo de ser de la persona en relación con la sociedad en que vive), derecho jurídico (asociado a su reconocimiento como ser humano), derecho moral (que afecta la libertad de acción); derecho social (en el conocimiento y la opinión de los otros), derecho ético (en cuanto afecta la dignidad de la persona). Jurídicamente, la respuesta a esta problemática está acotada a lo que reconocen las leyes. Desde el punto de vista filosófico, hay un desarrollo metafísico del concepto que permite su cuestionamiento. Ello incide necesariamente en cualquier respuesta ética. Sin embargo, podemos decir que la aceptación de los derechos humanos como marco de referencia de las conductas morales supone recurrir a algún concepto de identidad, integridad y libertad justificado racionalmente. En relación con esta última problemática, se produce en la actualidad un rescate de la lectura de Hume sobre la identidad separada del yo subjetivo moderno y su negación de sustancialidad. A pesar de su insistencia en la experiencia, Hume ignora el cuerpo a la hora de encontrar una solución a la cuestión de la identidad. Del mismo modo lo hace Kant, contraponiéndose en este sentido a Hobbes y su “filosofía de los cuerpos”, que da fundamento a la identificación mecanicista cartesiana (Esposito 2003; Foucault 1996 [1984]). Si el ser es temporalidad, sólo en esta dimensión es posible comprender la identidad, la cual se constituye fluidamente a partir del pasado para proyectarse al futuro. La necesidad de identificar a las personas desaparecidas surge, entonces, de considerar al ser humano como idéntico a sí mismo a lo largo del tiempo. Sin embargo, esto –más que aportar una respuesta que solucione el problema– lo complica, ya que esta identidad suele establecerse a partir de la consciencia de la persona y no de su cuerpo. Pero en los casos de desaparición, lo que usualmente se busca es un cadáver; es decir, un cuerpo muerto. Si la identidad de una persona trasciende al hombre vivo, entonces debemos preguntarnos: 36 |
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¿acepta nuestra cultura actual que la identidad de la persona se plasme en su cadáver?; ¿es el cadáver la persona?; ¿qué carácter guardan los restos mortales de una persona en relación con la persona viva?; ¿permanece la identidad en el cadáver?; ¿cuáles son sus consecuencias? La cuestión del cuerpo, su significación para la cultura moderna y la casi exclusiva visión biológica con que es enfrentado genera una concepción del cadáver en que éste mantiene una significación sustancial (Pfeiffer 1998). Al revisar esta visión del cuerpo, habrá que revisar también el sentido del cadáver como cosa, considerándolo ahora como agente. ¿Cómo se puede argumentar esto? Basándose en la evidencia frecuentemente observada que, en muchas culturas, el significado social, simbólico y memorial del cuerpo muerto no termina cuando se extinguen los signos vitales. Mientras podemos plantear desde un punto de vista científico que “objetivamente” la persona deja de existir después de muerta, pocas sociedades consideran la muerte desde esta perspectiva clínica. Según Hertz (1960), la muerte no es un evento sino una transición donde el cuerpo físico y la identidad del difunto continúan cercanamente conectadas. Llevando este argumento un poco mas allá, puedo sugerir que la presencia corporal del cadáver –más que servir como un conjunto pasivo de sustancia manipulada y dispuesta por la sociedad sobreviviente con el fin de servir a sus más diversos objetivos– provee la agencia necesaria para afectar la experiencia y las acciones que se realizan sobre él (Tarlow 2002; Williams 2004). En el corazón de la teoría de la agencia se encuentra el acuerdo básico de que las personas juegan un rol significativo en la formación de la realidad social en que participan (Barfield 1997). Existe una relación dialéctica entre el “agente”, un limitado pero no determinado individuo que puede alterar las estructuras a través de la praxis, y la “estructura”, las condiciones más perdurables que resultan de las relaciones entre los individuos. Giddens (1979) considera que los seres humanos son sujetos libres, potencialmente activos en la estructuración del mundo en que se desarrollan. El cadáver, como extensión de la persona en vida, tampoco sería un objeto manipulable. La práctica social es mutable, y hay espacio en cada práctica para la innovación y la creatividad, aún en aquéllas que se producen después de la muerte. A partir de esta idea de agencia aplicada al cuerpo muerto entiendo que el cadáver tiene identidad por sí mismo y es capaz de producir cambios en la estructura social. Ejemplo de ello son los dilemas que se plantean acerca de la exhumación de personas desaparecidas. Aquéllos que se oponen a esta práctica construyen la identidad negando su sustancialidad, ignorando el cuerpo a la hora de solucionar la cuestión. Los que reclaman la exhumación de los cuerpos materializan la identidad, la plasman en una sustancia. Pero la posición de las familias acerca de las exhumaciones es sólo una parte de esta problemática. ¿Negar la restitución de la identidad a los cuerpos no es una forma de perpetuar la violación de sus derechos? ¿Mantenerlos en las tumbas que los militares les adjudicaron no va en contra de lo que indefectiblemente ellos hubieran querido? En este sentido, existen políticas utilitarias que consideran que los muertos no tienen intereses que puedan | 37
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ser soslayados o derechos que puedan ser violados. Muchos filósofos sostienen que tener intereses presupone la capacidad de consciencia y otras formas de vida mentales. La personalidad consiste en esta capacidad, la cual requiere la integridad estructural y funcional del cerebro mayor, el cerebro cortical. Una persona muere cuando su integridad se pierde irreversiblemente, por lo que una vez producida la muerte ya no hay nada moralmente objetable. Sin embargo, Joel Feinberg (1984) y otros filósofos han argumentado que las personas pueden ser dañadas si no se respetan sus intereses después de muertas. La idea de daño post mortem genera la obligación de respetar los deseos de la persona muerta y constriñe aquello que pueda ser hecho con su cuerpo. Ronald Dworkin (1993) avala la posición de Feinberg, distinguiendo entre intereses “experienciales” y “críticos”. Mientras que el primer tipo de intereses puede ser respetado o violado sólo cuando existimos, el segundo tipo puede sobrevivirnos y ser respetado o no después de muertos. El principio detrás de esta visión no es el derecho a la propiedad sobre nuestro cuerpo, sino la autonomía individual, el derecho a vivir nuestra vida de acuerdo al plan que cada uno tiene. El interés póstumo de mantener la integridad corporal puede ser una parte integral de nuestro plan de vida, y genera en los otros la obligación de no interferir con su realización. El hecho de que mi cuerpo es mío y es parte esencial de mi plan de vida significa que tengo intereses profundos acerca de lo que pueda hacerse con él.
Detención indefinida En Argentina, a partir del golpe del 24 de marzo de 1976, se impuso un nuevo estado de soberanía ejercido fuera de la ley, pero con el auxilio de la burocracia administrativa previamente existente. De allí devino, por ejemplo, la posibilidad de realizar inhumaciones clandestinas. Recordemos que para la inhumación de desaparecidos se seguían los pasos administrativos diseñados en otras épocas: se labraba un acta de defunción, se asentaba el ingreso del cuerpo en los libros del cementerio y se llenaba una solicitud de inhumación. Este intento por ocultar la evidencia permite, paradójicamente, lograr identificaciones. Si bien no todas las inhumaciones quedaron debidamente documentadas –en el cementerio de Avellaneda (Provincia de Buenos Aires), por sólo nombrar un ejemplo, muchos ingresos no fueron registrados– un gran número sí lo fueron. Pero retomemos, la soberanía en un gobierno de facto ya no funciona ligada a la representatividad del Estado y al estado de derecho, proporcionando un principio y un símbolo unificado de poder político. Al quedar suspendido el estado de derecho, la soberanía resurge en un contexto de gobernabilidad con la fuerza de un anacronismo que se resiste a desaparecer. La propia ley queda suspendida, o bien es considerada como un instrumento que el Estado puede utilizar para constreñir y delimitar una población dada. La ley se suspende en nombre de la soberanía de la nación. Resulta crucial preguntarse por las condiciones en que algunas vidas humanas son privadas de derechos humanos básicos, si no universales, bajo este nuevo estado de cosas. ¿Hasta qué punto las vidas desaparecidas no son percibidas y juzgadas como menos que humanas, como vidas que 38 |
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han dejado de pertenecer a una comunidad humana identificable?; ¿qué clase de innovación representa esta noción de detención indefinida? La detención indefinida es una forma de pensar cómo se extiende el poder ilegal indefinidamente. Es un ejercicio ilegítimo del poder, al mismo tiempo que significativamente forma parte de una táctica más amplia para neutralizar el estado de derecho en nombre de la seguridad. Detención indefinida no significa una circunstancia excepcional, sino más bien el medio por el cual lo excepcional se convierte en una norma naturalizada. Así, se vuelve la ocasión y el medio de justificar indefinidamente el ejercicio extrajurídico del poder estatal, estableciéndose potencialmente como un rasgo permanente de la vida política (Butler 2006). Agamben (1998) ha analizado el modo en que ciertas personas sufren la suspensión de su estatuto ontológico de sujetos cuando el estado de emergencia es invocado. Sostiene que un sujeto privado de sus derechos de ciudadano ingresa en una zona de indiferenciación; no está vivo en el sentido en que vive un animal político (en comunidad y ligado a leyes) ni está muerto y, por lo tanto, fuera de la condición constitutiva del estado de derecho. Este estado socialmente condicionado de suspensión de la vida y la muerte sirve de ejemplo para la distinción entre la “nuda vida” y la vida del ser político (bios politikon) –un sentido del ser que sólo se establece en el contexto de una comunidad política (sensu Agamben 1998). Si la “nuda vida”, vida concebida como mera función biológica, se vuelve una condición a la que todos somos reductibles, podemos entonces encontrar cierta universalidad en esta condición. Agamben (1998) plantea que todos estamos potencialmente expuestos a esto, lo que implica que la “nuda vida” asegura el orden político en que vivimos, haciéndose pasar por una contingencia en la que cualquier orden político puede disolverse. La suspensión de la vida de un animal político, la suspensión del derecho ante la ley, constituye en sí mismo un ejercicio táctico, y debe ser entendido en términos de objetivos del poder mucho más amplios. Estar detenido indefinidamente, por ejemplo, significa no tener ninguna perspectiva definida de reingresar en el tejido político de la vida, incluso cuando la situación de uno se encuentre altamente, si no fatalmente, politizada. Los desaparecidos fueron considerados algo menos que humanos que –de algún modo– asumieron formas humanas. Representan una equivocación de lo humano, lo que explica en buena parte el escepticismo acerca de la aplicabilidad de leyes y derechos. El supuesto peligro que conllevan es un peligro diferente del que podría probarse en una corte legal y repararse por medio de un castigo. Si una persona o grupo son considerados peligrosos, y no es necesario probar ningún acto peligroso para establecer la verdad del hecho, entonces el Estado priva unilateralmente a esa población de la proyección legal que le corresponde a cualquier persona sujeta a leyes nacionales e internacionales. Se trata ciertamente de personas no consideradas como sujetos, de seres humanos no conceptualizados dentro del marco de una cultura política en que la vida humana goza de derechos legales y está asegurada por leyes. Se trata de seres humanos que, por lo tanto, no son tales. | 39
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El panorama mundial actual reedita lo sucedido durante la última dictadura militar en Argentina, pero bajo nuevas formas: no sólo en gobiernos de facto, sino también en gobiernos democráticos. Por ejemplo, Estados Unidos cita cortes europeas de derechos humanos que permitieron a las autoridades británicas detener a militantes irlandeses católicos y protestantes por largos períodos de tiempo si eran considerados peligrosos, aunque no necesariamente culpables de un crimen (Butler 2006). Tienen que ser evaluados peligrosos, pero ello no supone un juicio que necesite apoyarse en prueba alguna, un juicio para el que existan ciertos protocolos de evidencia. Lo mismo cabe a los prisioneros de Guantánamo, los cuales no tienen causas abiertas y no hay miras de que sean inculpados de ningún crimen. Al no abrir la posibilidad de que sean juzgados se encuentran, también, en una detención indefinida. Una prueba de nuestra humanidad es si, en momentos de violencia e incomprensión, cuando pensamos que otros han quedado excluidos de la comunidad humana tal como la conocemos, continuamos o no imponiendo una concepción universal de los derechos humanos. Nos equivocamos si tomamos una única definición de lo humano o un único modelo de racionalidad como rasgo distintivo de nuestra especie, y lo extrapolamos entonces a cada una de sus distintas manifestaciones culturales. Es importante reconocer que un modo de administrar una población es convertirla en menos que humana, privándola de sus derechos, volviéndola humanamente irreconocible. Ya no se trata de producir un sujeto conforme a la ley o un sujeto que tome las normas humanitarias como principio constitutivo. Un sujeto que no es un sujeto no está ni vivo ni muerto, no está del todo destituido en la muerte. Administrar una población no es sólo entonces un proceso por el cual un poder regulatorio produce un conjunto de sujetos; también constituye un proceso de desubjetivización con consecuencias políticas y legales enormes. El campo de la gobernabilidad despliega un conjunto de prácticas para que esta detención indefinida sea posible, lo que incluye aquellos discursos que forman y deforman lo que entendemos por lo humano. La evidencia de esta desrealización de la vida puede observarse en la estigmatización de los grupos militantes, en su homogenización a partir de una forma de vestir, hablar y actuar. Recordemos el Museo de la Subversión que los militares habían montado, el cual contaba con maniquíes vestidos con las ropas “típicas” y esperadas para un subversivo. Esta desrealización también puede documentarse en libros editados por la Asociación Patriótica Argentina como Argentina y sus Derechos Humanos (1978). Allí puede observarse claramente cómo se construye la identidad de un grupo a través de un giro retórico poco elaborado, casi elemental. A partir de esta desrealización de los desaparecidos en tanto humanos podemos comenzar a comprender el tratamiento que recibieron sus cuerpos muertos. Al no ser reincorporados al tejido político mediante la aparición de sus cadáveres podemos considerar que se los buscó convertir en espectros, que el ocultamiento de sus cuerpos fue una forma de mantener su detención de manera indefinida. 40 |
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Construcción moderna de espectros La muerte es entendida socialmente en relación a contextos culturales e históricos específicos, y la naturaleza de los rituales funerarios, del duelo y el luto refleja la influencia del contexto social en donde ocurren. Las costumbres y rituales funerarios no sólo involucran la preparación y despedida del cadáver, sino también la satisfacción de los familiares y la permanencia del espíritu del fallecido entre ellos (Turner 1980). Estas prácticas se contraponen a la idea de la desaparición absoluta, ya que permiten a los deudos expresar su dolor públicamente y reincorporar al muerto en un nuevo estado social. El cuerpo puede devenir en ese resto indiferente que queda después de la muerte: se impone una distinción entre el hombre y ese cuerpo despojado de valor humano (Le Breton 2005). Ahora bien, a los ojos de los allegados, el cadáver jamás puede ser puramente cadáver. Las sociedades lo testimonian a través del respeto o el miedo a los restos humanos, y por eso procuran asegurarle tranquilidad en su último reposo. La desfiguración del cadáver para el hombre común constituye una acción inaudita e intolerable. Más allá de la tensión entre lo físico y simbólico, lo que aquí se perfila simplemente es el “cuerpotabú” con las imágenes de muerte que la trasgresión acarrea (Thomas 1989). La lucha se juega entre el conocimiento y la sacralidad del cuerpo. Ese dominio de la curiosidad que nos inspira y nos lleva más allá de nosotros mismos –una curiosidad agresiva e incluso letal– nos empuja al mismo tiempo a transgredir las barreras invisibles, a violar la intimidad del sujeto (Rovalleti 2001). El discurso ético se pone en guardia para dar cuenta a la sociedad de las agresiones físicas y simbólicas de las que el cuerpo puede ser objeto; lucha contra la apropiación objetiva y económica del cuerpo, en la medida que una parte o todo de él queda a disposición de otro. La violencia que se ejerció sobre el cuerpo de los desaparecidos pareciera entramparlo entre el “cuerpo-tabú” y el “cuerpo útil” (Thomas 1989). Por un lado, es el cuerpo que no se toca, que no está. Lo que vale para el cuerpo viviente se extiende al cuerpo muerto: pensemos en la larga resistencia a dar a conocer el destino final de los desaparecidos, la autorización tardía dada para su exhumación, el derecho a tumbas. Escribe Le Breton (1995: 7): “El cuerpo (…) pertenece por derecho propio a la cepa de identidad del hombre. Sin el cuerpo, que le proporciona un rostro, el hombre no existiría. Vivir consiste en reducir continuamente el mundo al cuerpo, a través de lo simbólico que éste encarna. La existencia del hombre es corporal (…) Por estar en el centro de la acción individual y colectiva, en el centro del simbolismo social”.
De allí deviene la importancia simbólica de la doble negación de los desaparecidos. En vida se les negó la posibilidad de conocer su lugar de detención, y en la muerte se les negó su destino final, su lugar de inhumación (si ésta fuese la práctica implementada para ocultar su cuerpo).
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La sociabilización de la simbólica corporal, o más bien de la relación con el mundo, exige la presencia de los otros, implica a continuación su permanencia. Si la figura global del otro es generadora de nuestro nacimiento social, entonces también puede convertirse en garantía de su mantenimiento en el seno de la comunicación. De este modo, se funda la significación de los actos del individuo. Cada uno es para el otro un inductor de sociabilidad, como lo muestran a pedir de boca los efectos provocados por la desaparición de personas. En el origen de toda existencia humana, el otro es condición de sentido y fundador de alteridad –y por lo tanto, del vínculo social (Tournier 1972). El otro legitima, nos dice qué hacer, cómo actuar y, sobre todo, nos da identidad. Por lo que los desaparecidos en tanto individuos sólo se reconvertirán en personas si un tercero, un familiar o alguien en cuya memoria habitan les otorga identidad una vez más. Aquéllos que no corran con la suerte de formar parte de la memoria activa de un tercero caen en el más absoluto silencio. Al no ser recordados por alguien, su identidad se pierde. Al no ser legitimados por otro, su exhumación, identificación y restitución de identidad se vuelven obsoletas. Su historia ya no forma parte del presente de un individuo y, por lo tanto, se torna inexistente. Algo que puede haber ocurrido, pero que ya no está y de lo cual se puede dudar y relativizar su suerte. Entonces, el otro es la estructura que organiza el orden significante del mundo. Relativiza lo no sabido y lo no percibido; porque el otro induce en mi beneficio el signo de lo percibido en lo que percibo, y me resuelve a captar lo que no percibo como perceptible para los otros. En todos esos sentidos, mi deseo siempre pasa por el otro, y es por éste que recibe un objeto. No deseo nada que no sea visto, pensado o poseído por otro posible. Ése es el fundamento de mi deseo (Deleuze 1989 [1969]). Por lo que me pregunto, ¿qué importancia tiene el cuerpo de una persona cuando no hay una otredad que lo legitime?; ¿por qué exhumar los cuerpos de una persona que no ha sido reclamada por sus familiares?; ¿acaso la restitución de la identidad de un desaparecido es legitimada por la memoria colectiva?; ¿es la memoria que una sociedad tiene de los desaparecidos la que valida la realización de exhumaciones de aquellas personas cuyas familias no los reclamaron? De ser así, ¿qué se hace con estos cuerpos?; ¿se los deposita en un panteón?; ¿pasan a formar parte de un monumento de memoria?; ¿es esto preferible a que sus cuerpos pasen a un osario común? Pareciera que sí. Pero ni un panteón ni un osario son la respuesta legítima al destino de estos cuerpos sin legitimidad. Todo individuo posee una suerte de reserva personal, un espacio que prolonga su cuerpo y forma una pantalla entre él y el mundo, que no se rompe sin su consentimiento o sin violentarlo. Una envoltura simbólica lo protege del contacto con los otros, que saben intuitivamente a qué distancia mantenerse para evitar incomodar. La ruptura del espacio íntimo fue moneda corriente durante la dictadura, mediante un intento de intimidación que apuntaba justamente a molestar, a someter al otro recurriendo al daño físico; última etapa de la ruptura en el momento en que la sacralidad de la persona ya no se sostiene frente a la ofensa o la agresividad. 42 |
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Reflexiones finales La muerte ha pasado a ser el último tabú de la sociedad occidental y, virtualmente, uno de los objetivos tácitos más importantes en la reconfiguración de los viejos mitos y la manipulación ideológica de la eterna juventud y el progreso. Los desaparecidos nos atrapan en una conceptualización de la muerte que sigue anclada ambiguamente entre la ansiedad y la negación por no saber qué pasó con ellos y la incertidumbre del después, que ahora, sin el entorno simbólico de antaño, se diluye. El propósito actual de la higiene médica y funeraria no es socializar ni trascender a la muerte sino ignorarla. Porque en un caso constituye un fracaso, y en el otro propone rejuvencer al cadáver para perpetuar eternamente el yo y el ideal de juventud más allá de la vida (Rey 2001). Definir la muerte como proceso difumina la frontera entre la vida y la muerte. En este marco, la muerte se transformaría en un problema sin un fundamento biológico preciso, por lo que podría establecerse según la conveniencia social del momento. Quedaría preparado el escenario para acoger las diversas manifestaciones del relativismo cultural en torno a la determinación de la muerte y al estatuto del individuo humano como persona (Gracia 1999). ¿Podemos aceptar esta puerta abierta al relativismo? “El cadáver permanece como un significante vacío funcionando sin causa fenomenal; es a causa de que esté presente que nos remite a una ausencia ¿Pero qué ocurre si el cadáver ya no está más? ¿Y qué hacer cuando ya no estará nunca más? Entonces no hay nada más trágico que la ausencia del cadáver –doblemente ausente porque está muerto y no está ahí” (Thomas 1989: 65).
La desaparición de los restos resulta traumatizante porque sin ellos nuestro inconsciente se ve privado del mayor punto de apoyo al que se aferran nuestras fantasías. “La violencia contra aquéllos que no están lo bastante vivos –esto es, vidas en un estado de suspensión entre la vida y la muerte– deja una marca que no es marca y por lo tanto, no habría allí ningún duelo” (Butler 2006: 63). Después de todo, si alguien desaparece y esa persona no es nadie, ¿qué y dónde desaparece, y cómo puede tener lugar ese duelo? Esta desrealización del otro quiere decir que no está ni vivo ni muerto, sino en una interminable condición de espectro (Butler 2006). Condición en la cual se encuentran miles de desaparecidos aún no identificados.
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Capítulo 3. Historias desaparecidas y re-aparecidas. El caso de Uruguay José M. López Mazz
Introducción Los editores de este libro nos han convocado a discutir sobre la violencia política, un tema de interés social y académico en el contexto de América Latina. Las opiniones y preguntas que dan origen a este artículo surgen de la búsqueda de detenidos-desaparecidos en Uruguay, entre 2005 y 2009 (López Mazz 2006). La experiencia es de tipo antropológico, y contempla el tránsito profesional a través de diferentes especialidades y técnicas. A partir de las mismas, se construye una aproximación forense de tipo histórico. Partimos de la convicción que los trabajos históricos, arqueológicos y antropológicos han permitido –al menos en alguna medida– mitigar la desaparición permanente de los detenidos-desaparecidos. Ello sucede al producir un relato coherente y una “prueba material” que sustituye definitivamente la “invisibilidad” y la ausencia del desaparecido. Algunos resultados han generado que las historias previamente desaparecidas junto a las personas vuelvan a aparecer y tengan presencia pública, favoreciendo la reflexión, desafiando el olvido y construyendo nuevos escenarios judiciales. Desde la perspectiva académica y desde la convicción personal, pensamos que la desaparición permanente se compensa con la búsqueda permanente; y, es desde esa óptica, que hemos intentado responder a la convocatoria de este libro. Por lo tanto, trataremos de analizar diferentes circunstancias que han tenido que sortearse en el diseño y la búsqueda de los desaparecidos realizada en Uruguay. Si bien con el retorno de la democracia en 1986 se realizaron diferentes investigaciones, sólo a partir de 2005 se ejecutaron excavaciones de búsqueda de restos de detenidos-desaparecidos. Un primer elemento que debe tenerse en cuenta es que la desaparición y la aparición de personas e historias forman parte de un único problema, de modo que memoria y olvido se deben identidad recíprocamente (Foucault 1999). La tensión dialéctica entre olvido y memoria está presente en toda investigación sobre el destino de los detenidosdesaparecidos. A los estudios sobre el tema les compete establecer hechos (históricos, arqueológicos y antropológicos) sin sobreentendidos (generalmente políticos) y hacer explícitas sus decisiones (teóricas, metodológicas y técnicas). Michel Foucault (1999), al analizar el orden del discurso, subraya que cuando elegimos un tema para hablar indefectiblemente lo hacemos en detrimento de otros sobre los que no hablaremos. Los discursos son y funcionan como sistemas de exclusión. La investigación sobre los desaparecidos debe focalizar en el olvido (sus causas y sus circunstancias), y desde allí debe construir memoria. A mayor tiempo de desaparición, más
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dramática e irreversible se torna la realidad. Pero el abordaje metodológico pro-activo debe comenzar por responder, antes que nada, ¿cuánto tiempo ha transcurrido desde que se ha emprendido la búsqueda? Cuanto más buscamos, más sabemos del itinerario secreto de los desaparecidos e incluso encontramos algunas pruebas de sus historias singulares. Desde diferentes sinergias metodológicas, se ha intentado echar luz sobre los episodios oscuros de la historia reciente. El rescate arqueológico de personas e historias ha sido realizado mediante la identificación y el conocimiento de diversos productos y huellas materiales (cuerpos, lugares, objetos, paisajes). Los mismos poseen fuerza expresiva; son el soporte material de las historias y sus circunstancias; y permiten interrogar sobre el significado de las relaciones sociales, políticas y humanas en que se originaron. El contexto y las circunstancias de la búsqueda de las personas también imponen posibilidades y límites al trabajo del arqueólogo, el historiador y el antropólogo. En Uruguay, los involucrados en las desapariciones mantienen un silencio activo que dificulta el conocimiento sobre el destino y localización de los cuerpos. Este último punto resulta relevante, ya que –como subraya la filosofía existencialista– los investigadores hacemos lo que podemos con lo que han hecho a nuestra información. La búsqueda de los desaparecidos se encuentra limitada por la toma de decisiones sobre la conveniencia y oportunidad de las investigaciones. Con una relativa autonomía respecto a la agenda política, recientemente se ha efectuado una progresiva apropiación social de los estudios (figura 1). Esta apropiación es multivocal y polisémica, ya que se origina en diversos protagonistas y sus significados varían con cada óptica. Las luchas por la hegemonía sobre la memoria muestran que el pasado es un campo de batalla. La memoria es un derecho de toda la sociedad, y no tiene por qué responder a un pensamiento o estrategia única. La apropiación social de las investigaciones ocurre a lo largo de los procesos de búsqueda. Ésta se expresa de distintas formas, a través de las cuales se exteriorizan las expectativas ciudadanas a favor de la justicia, y contra las políticas de invisibilidad y olvido de las víctimas del terrorismo de Estado. La historia, la arqueología, la antropología e incluso el periodismo actúan como estrategias de esa apropiación (figura 2). La virtud del “registro” arqueológico y antropológico (y sus episodios materiales de memoria) reside en que puede escapar a la manipulación ideológica. Los trabajos históricos y periodísticos son más vulnerables al uso político; pero también están llamados a tener mayor sinergia con la opinión pública.
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Figura 1. Muro de la ciudad de Montevideo (López Mazz 2010).
Figura 2. Film sobre los desaparecidos (Arijón y Martínez 1998).
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De la “transición ejemplar” a la “apropiación social” de los desaparecidos Un objetivo central de la búsqueda de los detenidos-desaparecidos es histórico, en la medida que aporta información para la comprensión de la historia reciente. No obstante, la narrativa sobre el pasado que fue construida en torno a la “transición ejemplar” –y que estaba basada en la “teoría de los dos demonios”– ha perdido en parte su inocencia. El pasado se produce y se consume hoy, aportando elementos para la justificación y el maquillaje del presente. Los políticos han pretendido ser hegemónicos en el manejo de la memoria y sus símbolos. Pero no siempre han conseguido liderar el proceso o superar la obsesión de sus propios intereses reproductivos. La dimensión política del contexto en que se realiza la búsqueda contribuye directamente a mejorar la calidad del trabajo científico, a veces amortiguando el efecto de los resultados y otras aumentando las probabilidades de hallazgos. En Uruguay, si bien durante muchos años las ONG de derechos humanos, los familiares y algunas comisiones parlamentarias impulsaron el esclarecimiento de los hechos vinculados a la dictadura, las respuestas a la pregunta “¿dónde están los desaparecidos?” no siempre fueron claras. En 1987, el Partido Nacional y su aliado, el Partido Colorado, impulsaron una Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado que fue aprobada por un plebiscito. Esta situación paralizó las actividades de investigación, sumado a que los gobiernos post-dictatoriales dificultaron sistemáticamente cualquier iniciativa de búsqueda. Durante esa época, la justicia tampoco hizo demasiado uso de sus potestades para respaldar el esclarecimiento de las violaciones a los derechos humanos. Será a instancias del Presidente Tabaré Vázquez que, en 2005, se inicia la búsqueda de los desaparecidos según lo anunciado en su campaña. Ello instaló nuevas posibilidades en el marco de la ley plebiscitada. Los trabajos de búsqueda se enmarcaron en el artículo 4, que establecía la necesidad de investigar para saber la verdad y el destino de los desaparecidos. Sin embargo, nunca quedó claro por qué si la ley establecía la necesidad de investigar, el Estado no asumía ese compromiso. La ley vigente dificulta que la justicia tome acciones en pos de juzgar a los militares responsables por la violación de derechos humanos. No obstante, los civiles quedan fuera de la protección de esa ley –razón por la cual fueron procesados un dictador (Juan María Bordaberry) y un ministro del gobierno de facto (Juan Carlos Blanco), directamente vinculados a la desaparición de personas. Existen otras figuras que el Poder Ejecutivo podría considerar fuera de la ley y que, por lo tanto, podrían habilitar la intervención de la justicia (desaparición de niños, enriquecimiento ilícito, hechos ocurridos fuera de los plazos previstos, etc.). En el marco del artículo 4, los trabajos arqueológicos y antropológicos buscaron localizar enterramientos clandestinos, recuperar los restos de detenidos-desaparecidos, efectuar sus identificaciones y reconocer las causas de muerte. El trabajo técnico comenzó
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a cumplir el rol de un peritaje científico y sus resultados se pusieron a disposición de la justicia. La búsqueda impulsada desde el gobierno debía cumplir con las promesas electorales. El tema de los desaparecidos, por su fuerza moral y capacidad de movilización social, se constituyó en una bandera de la izquierda. Sin embargo, el ala “moderada” de esa tendencia siempre consideró el tema algo incómodo para su discurso y el gobierno. Previo a las elecciones que lo llevaron al gobierno en 2004, el partido de izquierda Frente Amplio dejó de impulsar la derogación de la Ley de Caducidad. Se conformó y vio colmadas sus expectativas en el cumplimiento del artículo 4, que aparentemente permitiría llevar a cabo la búsqueda de los desaparecidos. El juez argentino Daniel Rafecas (2009) sostiene que los genocidios (y holocaustos) integran y se encuentran fuertemente vinculados a la tradición (cultural y tecnológica) de la civilización occidental. En cada masacre, los represores se sirven de diferentes elementos para manipular los escenarios políticos locales. En ese sentido, la gestión política de las masacres –junto a los pactos que son obligados a aceptar los vencidos, sus escabrosos itinerarios y los intercambios secretos de las élites– forman parte de la herencia civilizadora de Occidente que ve en la política “el arte de lo posible”. En las “transiciones” post-dictatoriales, el olvido y la renuncia en torno a los derechos humanos han sido prácticamente defendidos como un mal necesario. Asimismo, han sido considerados un rito de purificación política y de superación ciudadana. Nos encontramos frente a la versión criolla del mito socialdemócrata sobre la hegemonía del centro-derecha, en maridaje con el centro-izquierda. Este algoritmo político habría llevado a Julio María Sanguinetti (Partido Colorado) al gobierno dos veces (1986-1990 y 1995-1999), confirmando en los hechos sus virtudes electorales. En España y en Uruguay ha ocurrido un proceso similar de apropiación civil del derecho a la memoria histórica (Arijón y Martínez 1998). Muchos políticos se han visto obligados a reformular sus ideas sobre el tema de los desaparecidos. De la misma manera, han debido acompañar la búsqueda de los cuerpos por solicitud de las comunidades locales. Muchas veces, la política ha sido ofrecer “placas recordatorias” para no tener que buscar huesos o pagar indemnizaciones. Las comunidades locales no hacen tantos cálculos; por el contrario, hacen preguntas y construyen identidad (figura 3). La apropiación social del tema referente a las violaciones a los derechos humanos ha disputado a los políticos el derecho a decidir. La gente quiere ejercer el derecho a saber y a estar informado, para eventualmente poder opinar. Los jóvenes resisten las bondades de olvidar e ignorar. Actualmente, numerosos lugares reciben monumentos que recuerdan hechos, personas y épocas, y muestran el protagonismo de sus comunidades. Es normal que, luego de todo lo vivido y en un momento en que descubren su lugar en el mundo, las personas no quieran permanecer más al costado de la historia.
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Figura 3. Escultura dedicada a los estudiantes desaparecidos. Liceo Miranda, Montevideo (López Mazz 2010).
En 2008, un nuevo Congreso del Frente Amplio relanzó la derogación de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado como objetivo político de aggiornamento y discurso electoral. El modelo de la “transición ejemplar” post-franquista –inspirado en la experiencia de Adolfo Suárez y propuesto inicialmente en Uruguay por el ex presidente Sanguinetti– tuvo un nuevo suceso en las elecciones de 2009 con la derrota del plebiscito sobre la anulación de la Ley de Caducidad. Paradójicamente, el triunfo conservador en temas de derechos humanos se vio combinado con el triunfo electoral del ex guerrillero José Mujica.
Hegemonía política, memoria y exclusión La historiografía americana, al mismo tiempo que rica en narrativas de eventos humanitarios heroicos, es responsable del ocultamiento de matanzas étnicas y políticas. La larga tradición de masacres y genocidios indígenas, africanos, campesinos y obreros
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predispone la memoria continental a la amnesia política. La negación de estos conflictos forma parte de la “invisibilidad del otro” (Todorov 2005) que se inicia en la conquista (con las poblaciones indígenas), continúa en la colonia (con los esclavos africanos) y se prolonga en el estado moderno de 1960 (con los detenidos políticos). Invisibilidad y exclusión marcan la transición que lleva de lo étnico a la clase social. La memoria histórica y el destino de los detenidos-desaparecidos se están transformando en un espacio de saber con varios objetos de estudio que aún deben consolidarse. La naturaleza interdisciplinaria de muchos proyectos ha permitido que la arqueología efectúe análisis e inferencias fundados en testimonios materiales, estableciendo relaciones causales con distintas conductas violentas. Nadie se entierra solo. Así, el ocultamiento de los cuerpos de las víctimas forma parte de una práctica sistemática por parte de un grupo de personas que construye dialécticamente su identidad en relación al conflicto. La inclusión a través de la búsqueda es una estrategia que combate la exclusión de los detenidos-desaparecidos de la memoria, y opera a diferentes niveles al igual que lo hace la verdad. La verdad es reconocimiento, perdón, reparación. La inclusión es rescate y memoria en el marco de un contexto que le da significación histórica. Actualmente, algunas interpretaciones sobre el pasado reciente se encuentran asociadas a la “teoría de los dos demonios” en su versión vernácula. Esta teoría (que parte de la izquierda toma de la derecha) se desarrolla en un escenario ficticio, en el que los desaparecidos forman parte de una generación violenta vinculada a la mirada del ‘68 y al “guevarismo” en Latinoamérica. Ellos son los subversivos responsables de los golpes de estado, la represión política y la pérdida de la democracia. A estos protagonistas “dionisíacos” de la historia reciente se les oponen los protagonistas “apolíneos”; es decir, los políticos negociadores, responsables de restaurar el orden democrático actual. Parece existir en Uruguay un mito sobre una generación renovadora de izquierdistas verdaderamente democráticos. En ese mito de la izquierda políticamente correcta, las generaciones del ‘68 al ‘71 constituyen un peligro potencial para el proyecto social y el PBI. Desagraviar a los desaparecidos de esta simplificación y desarrollar una versión más ecuánime de su proyecto es un objetivo de la memoria histórica y un producto de la investigación. Por ese camino creemos que se puede superar la visión paternalista que muchos políticos (de derecha y de izquierda) insisten en instalar sobre los protagonistas del pasado. Existe un intento de hegemonizar la memoria reciente y encontrar en ello un valor de intercambio para la construcción de mayorías políticas. La descolonización de las ciencias sociales en Sudamérica (Mignolo 2002) obliga a rever marcos teóricos y desarrollos metodológicos que arrastran fuertes prejuicios. La refundación de lo americano a través de la inclusión de nuevos objetos de estudio implica escuchar la voz de esos objetos –y no es casualidad que esta vez sean considerados sujetos históricos (indios, negros, presos políticos, jóvenes, mujeres, niños, ancianos). Historias imperfectas y memorias furtivas han acompañado la consolidación del Estado nacional | 51
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al servicio del capital internacional. Y esto parece seguir ocurriendo.
La búsqueda del otro (desaparecido) como herramienta de memoria Es importante subrayar el hecho de que la búsqueda haya final y realmente ocurrido –algo difícil de creer hasta que los trabajos en los cuarteles se pusieron en marcha. Estas circunstancias contribuyeron a profundizar la vigencia del orden democrático, ya que los ciudadanos pudieron constatar que, de una u otra manera, los pactos político-militares vinculados a la transición post-dictatorial se habían debilitado. La presencia de técnicos universitarios dentro de los cuarteles renovó la expectativa ciudadana de contar con información con un cierto grado de calidad y confiabilidad sobre el tema. Hasta entonces, el debate sobre el destino de los desaparecidos estaba encapsulado en el enfrentamiento político-ideológico, y se hallaba dominado por la interpretación y el relato especulativo. La búsqueda comenzó a dar sustento científico a las hipótesis y explicaciones sobre la desaparición y la historia reciente, dominadas hasta entonces por grandes agujeros negros. En 2000, la Comisión para la Paz creada por el Presidente Jorge Batlle –en parte por la presión ejercida por el conjunto de la izquierda (Central de Trabajadores, Partidos, ONG, etc.)– reunió información de “buena fuente” sobre los detenidos-desaparecidos. Paradójicamente, la mayor parte de esos datos podía ser considerada “imperfecta” por su ambigüedad y la falta de condiciones para su comprobación. La “impunidad” sobre los hechos del pasado persistía en las versiones militares que la Comisión se mostraba incapaz de corroborar (y que, en parte, contribuía a legitimar). No obstante, la creación de una Comisión para la Paz fue un gesto político que contrastó con el orden instalado por los primeros gobiernos democráticos. En la práctica, estos últimos habían impulsado (en el marco de la “transición ejemplar”) una solución “a la uruguaya”, sin demasiado compromiso con la verdad, la justicia o la memoria. Para muchos ciudadanos, los pactos político-militares sobre los cuales se construyó la transición post-dictatorial implicaron un mal necesario y un precio demasiado caro para la institucionalidad democrática. Ello generó resignación y pesadumbre, así como la percepción de vivir en una democracia vigilada, donde lo pactado por los políticos era “lo único que se podía hacer”. La búsqueda de los detenidos-desaparecidos tuvo la importancia de desafiar la perspectiva antes expuesta y mostrar que otra verdad era posible. Además, en muchas ocasiones la verdad abstracta o suministrada por el discurso jurídico no garantiza un efecto real sobre la inclusión en la memoria social (oficial). La generación de nuevos “hechos” y el conocimiento público de las tareas efectuadas por el Grupo de Investigación en Arqueología Forense (UdelaR/FHCE) han permitido que la sociedad acompañe los temas abordados y se apropie libremente de ellos. La justicia y el peritaje de las versiones militares comenzaron a consumir ciencia y tecnología en torno
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a “lo forense”. La construcción de “lo forense” como objeto de estudio técnico alteró el entendimiento del crimen, mostró su estructura interna, la naturaleza de sus hipótesis y las instancias para su certificación. Actualmente, la gente no sólo conoce, sino que también acompaña el razonamiento y maneja la información al igual que los técnicos, los periodistas y los políticos. El acceso a la investigación socializa y democratiza la construcción de la verdad. Muchas veces se ha confundido discreción con silencio total, y eso ha favorecido la mentira y el ocultamiento. La reconstrucción técnica de la muerte ayudó a entender los crímenes. Aunque, a menudo, los medios de comunicación llaman más la atención sobre sus detalles que sobre sus causas. La búsqueda de la verdad histórica instala nuevos escenarios, y expresa la voluntad de generaciones de ciudadanos que viven más distantes del miedo y quieren que la justicia castigue los delitos de lesa humanidad. Pero para que esto sea posible, es preciso que la sociedad civil acompañe las investigaciones –independientemente de que el poder político, la justicia y el Estado tomen sus propios caminos. Ello implica construir una suerte de acceso más democrático a la información. De esta manera, al menos será mitigado el efecto del manejo político de los muertos.
El laberinto de la búsqueda El modelo virtuoso de la transición española había mostrado los beneficios de pactar y prescindir de la memoria histórica. Este ejemplo fue explícitamente reivindicado por los presidentes post-dictatoriales. Sin embargo, el modelo de la “transición ejemplar” puede haber llegado a su agotamiento (tal vez como en España). Ello se asocia a que no consiguió abolir definitivamente de la consciencia popular las deudas pendientes con los derechos humanos y la historia reciente. El mayor problema para efectuar la búsqueda de los desaparecidos fue la ausencia de información fidedigna para trabajar en el terreno. Esta información se mostró abundante pero heterogénea (tanto en origen como en calidad), pudiendo ser originalmente clasificada como “oficial” o “no oficial”. Con el desarrollo de los trabajos, se pudo apreciar que esta diferencia no tenía mucha significación, pues no daba cuenta de su utilidad para facilitar la localización de los enterramientos clandestinos. La información facilitada por los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas (con la excepción de la brindada por la Fuerza Aérea) fue poco relevante a la hora de producir hallazgos (López Mazz 2005). Un caso que tomó notoriedad pública fue el de los datos relativos al enterramiento de detenidos en el Batallón No. 14. A pesar de haber sido presentada como “verdadera”, esta información no lo era. El trabajo de los antiguos represores parece continuar activo, lo que confirmaría la sospecha de que muchos datos fueron suministrados para confundir y desorientar la búsqueda. Esto muestra de manera
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contundente que el ocultamiento de los restos de desaparecidos sigue siendo sistemático y permanente. La búsqueda de los detenidos-desparecidos sufre diversas dificultades. Por un lado, los responsables de los crímenes todavía ejercen un efecto directo sobre los informantes, desalentándolos en su voluntad de testificar y brindar información precisa. Otro inconveniente reside en la exposición pública de los detalles de las detenciones, torturas y desapariciones. Esta información –hasta ahora poco difundida– forma parte de la “re-aparición” dolorosa de las historias. Éstas son las unidades mínimas de significación de la verdad, encontradas y construidas a través de las investigaciones. Un porcentaje importante de los ciudadanos/as uruguayos/as no había creído realmente que los desaparecidos políticos existían. El efecto público de los enterramientos clandestinos difundidos a través de la prensa fue muy fuerte y contribuyó a terminar de instalar la violencia política como un hecho social, del cual los ciudadanos ya no podían mantenerse ajenos. Otras líneas de investigación se han abierto y contribuyen a producir nuevas hipótesis de trabajo para las cuales hay renovadas expectativas. Nos referimos a la posibilidad de obtener pruebas del Plan Cóndor (un programa de operaciones de las dictaduras del Cono Sur), materializadas en la estandarización del tratamiento al detenido-desaparecido (lo que sugiere un cierto “protocolo”, una homogeneización de procedimientos que ilustra en la práctica los efectos de la coordinación represiva). Con el desarrollo de la investigación surgieron nuevos interrogantes a los que se debía dar respuesta. Entre ellos, algunas explicaciones sobre la ausencia de los cuerpos, particularmente vinculadas a la denominada “operación zanahoria”. Esta operación habría ocurrido en vísperas de la restauración democrática (1983-1984), y en ella habrían sido recuperados y re-ocultados los restos de muchos detenidos-desaparecidos (López Mazz 2005). La “operación zanahoria” representó un arma de doble filo para las investigaciones. Por un lado, fue funcional y permitió perpetuar el ocultamiento de la verdad. Por el otro, precisó un diagnóstico técnico arqueológico (ya que de su constatación se derivarían explicaciones sobre el destino de un número importante de cuerpos). Esta operación habría sido realizada por “comandos especializados” que buscaban limpiar los cuarteles con el objetivo de eliminar pruebas que incriminaran a la institución. La garantía de este pacto de higiene política parece haber sido el nombramiento del último comandante del ejército de la dictadura (General Hugo Medina) como ministro del primer gobierno democrático. La “operación zanahoria”, similar a la chilena “recambio de televisores” (ejecutada en Colonia Dignidad y otras localidades), surge recurrentemente en las investigaciones de la Comisión para la Paz (Presidencia de la República). Pero la excesiva discreción de la Comisión sobre estos temas actuó como una convalidación tácita de las versiones, sin establecer una caracterización técnica de las mismas. En este escenario, se plantea hoy la necesidad de buscar testigos y elementos que permitan conocer el alcance y magnitud de la operación, así como su impacto en la eliminación definitiva de muchas pruebas 54 |
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del genocidio en el Cono Sur. Nos referimos una vez más a los restos de los detenidosdesaparecidos. Entre los productos de la búsqueda pueden distinguirse aquéllos que formaron parte de los objetivos originales de la investigación: localizar, recuperar e identificar a los desaparecidos. Los uruguayos desaparecidos en el marco del Plan Cóndor son aproximadamente 260, de los cuales más de 40 han sido reportados como desaparecidos en Uruguay. Existe también un número no identificado de personas desaparecidas en países vecinos que fueron asesinadas en nuestra nación. En el caso de Uruguay, los hallazgos son escasos y tienen valor cualitativo, incluso simbólico, en la medida en que la búsqueda se efectúa contra un “aparato” que lleva adelante un ocultamiento activo y permanente de la verdad. Otros productos son más sutiles y circunstanciales, pero no menos importantes. Nos referimos a los denominados “no-hallazgos” (López Mazz 2006). El “no-hallazgo” es el producto negativo del chequeo sistemático de información considerada inicialmente verdadera, pero que –a pesar de lo calificado de la fuente– no permite la localización de restos de desaparecidos. En un primer momento, los “no-hallazgos” se convirtieron en un fracaso del gobierno, luego de los políticos, y finalmente de los arqueólogos y sus metodologías de trabajo. Sólo en un segundo lugar emergieron como prueba lapidaria de la información “tóxica” que fue suministrada sistemáticamente a las investigaciones. Mirado de esa forma, el “no-hallazgo” se transformó en un “buen hallazgo”. Parte del espectro político sostiene –a través de una prensa activa en el tema– que el “no-hallazgo” refleja la inutilidad de la búsqueda. Por el contrario, nuestra evaluación es que el chequeo exhaustivo de cada información proveniente de fuentes identificadas adquiere un valor metodológico singular, y constituye un camino eficaz para confirmar diversos datos de la realidad. En distintas ocasiones, el “no-hallazgo” ha sido prueba de testimonios falsos y falta de compromiso con la verdad (al menos, por parte de algunos actores sociales). El ocultamiento es activo y hay protagonistas que no tienen las buenas intenciones que siempre manifiestan a la prensa. El sistema político ha sido siempre capaz de adaptarse y producir escenarios ambiguos en relación a la búsqueda. Sería un insulto atribuir estas circunstancias únicamente a la inocencia y/o a la improvisación.
Hallazgos, no-hallazgos e historias re-aparecidas En este último apartado, damos cuenta de dos casos de recuperación de restos óseos que fueron identificados. Las historias se hicieron públicas, se recordaron a sus protagonistas y se conocieron detalles de su desaparición. Los restos óseos rectificaron su destino y finalmente fueron re-inhumados por sus familias. También exponemos el caso de un hallazgo parcial de restos humanos que no pudo ser identificado, pero que –de todas formas– posibilitó la re-aparición de una historia que parte de la sociedad se resiste a olvidar. | 55
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El último es un caso de un cuerpo cuidadosamente ocultado por los militares (nunca hallado), y sobre el cual llegaron a darse “pistas falsas”. No obstante, esta historia resulta imposible de ocultar, pues la apropiación social de la misma y su lugar en la memoria resulta ya patrimonio colectivo. U.C.S. En 1976, U.C.S. –un dirigente sindical metalúrgico– pasó a la clandestinidad y comenzó a ser perseguido. El 28 de mayo de ese año fue detenido por personas de civil cerca de su casa, donde se había presentado para llevarle un regalo de cumpleaños a su hija (cosa que finalmente pudo hacer a través de un vecino que presenció la detención). De esta manera, fue llevado a la Base de la Fuerza Aérea Boiso Lanza donde fue torturado. El 3 de junio, su esposa lo ve en la Base en muy mal estado, “encapuchado” (con los ojos tapados) y “de plantón” (parado con las piernas abiertas). El 10 de junio a las 23.00 hs. vuelven los represores a la casa de U.C.S a preguntar si lo habían visto. Según declaraciones de otro preso que fue torturado con él, su salud se debilitó y murió como consecuencia de un paro respiratorio durante las torturas. El compañero de celda afirma que U.C.S. dijo “por amor a mi partido, mi mujer y mi hija” en el momento de morir. Las detenciones y las torturas habrían sido llevadas adelante por los entonces Teniente de la Fuerza Aérea Enrique Rivero y Alférez Alejandro López (Madres y Familiares de Detenidos 2004: 72). El informe realizado por la Comisión para la Paz (2002) indica que murió de una falla cardíaca como consecuencia de las torturas, y que la falsa versión de la fuga del 8 de junio fue fraguada para ocultar su muerte. Esta Comisión finalmente señala que su cuerpo fue enterrado en un lugar no identificado, y posteriormente exhumado a fines del año 1984, incinerado y tirado al Río de la Plata. El cuerpo de U.C.S. fue localizado a través de información suministrada por la Fuerza Aérea a la Presidencia de la República en 2005. Su enterramiento fue realizado en una chacra (decomisada a la guerrilla) cerca de la ciudad de Pando, en una fosa de 0,60 m de profundidad que fue cubierta con cal. U.C.S. fue el primer desaparecido recuperado por los trabajos del Grupo de Investigación en Arqueología Forense (GIAF). Según información de la Fuerza Aérea, en el mismo lugar habría sido enterrado J.A.V, otro obrero asesinado en 1974. Sin embargo, su cuerpo no pudo ser localizado durante las excavaciones. De acuerdo a los datos manejados por el GIAF, los restos de J.A.V. habrían sido inhumados bajo una casa allí existente, y posteriormente desenterrados en el marco de la “operación zanahoria”. Evidencias arqueológicas recuperadas en el lugar no permiten descartar esta hipótesis (López Mazz 2005). La identificación de U.C.S fue realizada en primera instancia por su esposa, con apoyo de técnicos del GIAF, y confirmada luego por pruebas de ADN.
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F.M. F.M. era profesor universitario, y fue detenido el 30 de noviembre de 1975 por el Mayor Ramas y el Capitán Ferro. Según información manejada por la familia, F.M. se habría resistido y habría muerto por las fracturas provocadas por uno de los torturadores. Su lugar de detención fue el Batallón No. 13 de Infantería, en el galpón llamado “300 Carlos”. El Informe de la Comisión para la Paz señala que F.M. murió por un golpe de karate en un enfrentamiento con sus custodios. La Comisión también indica que su cuerpo fue enterrado en el Batallón No. 14 y exhumado en 1984, siendo finalmente quemado y sus cenizas tiradas al Río de la Plata. Su cuerpo, sin embargo, fue localizado en los fondos del Batallón No. 13, al interior de un bosque (en una pista de entrenamiento de tanques de guerra, bajo una losa de cemento y acondicionado con cal). El GIAF consiguió reconocer diferentes y sucesivas actividades de ocultamiento del cuerpo en un área donde habrían existido otros enterramientos clandestinos. Las indicaciones del fondo del cuartel como cementerio clandestino, y la preocupación militar por forestar y reforestar la zona a fines de los ‘70s llamaron la atención del GIAF. El equipo detectó el suministro de información deliberadamente falsa sobre los lugares de enterramiento (fuera del bosque). Coincidentemente, la llegada de un mapa anónimo facilitó la recuperación del cuerpo. Otras víctimas enterradas en el lugar habrían sido exhumadas por los militares en la víspera del retorno a la democracia (año 1984, 1985?) y re-ocultadas bajo construcciones en otros lugares del mismo cuartel (López Mazz 2005). La identificación fue realizada gracias al apoyo de técnicos del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) y confirmada luego por pruebas de ADN. E.Q. E.Q. pasó a la clandestinidad en 1974 y fue detenida el 24 de junio de 1975 en su casa del barrio montevideano de Pocitos. Con un ardid, llevó a los captores cerca de la Embajada de Venezuela, donde se introdujo pidiendo asilo político. Fue sacada por la fuerza y aparentemente trasladada al Batallón No. 13, donde fue reconocida por dos presas. El testimonio de un militar señala que fue asesinada y enterrada en los fondos de ese predio. Durante la dictadura, corrió el rumor de que sus restos habían sido enterrados detrás del arco de una cancha de fútbol. Los represores que actuaron en el caso fueron el agente policial Broncini, el Comisario Márquez, el Mayor Victoriano Vázquez, el Teniente Jorge Silveira y el médico Capitán Roberto Scarabino (Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos 2004). La Comisión para la Paz consigna que E.Q. fue torturada y asesinada en los primeros días de noviembre de 1976. Sus restos habrían sido “seguramente” enterrados en
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el Batallón No. 14. Posteriormente, habrían sido exhumados (en el segundo semestre de 1983), incinerados y tirados al Río de la Plata. En 2005, durante las excavaciones en el Batallón No. 13 fue reconocida una zona fuertemente alterada detrás del arco de una cancha de fútbol. Fuentes militares habrían señalado que en esa zona se habría realizado la “operación zanahoria”. El estudio del relleno permitió reconocer la existencia de un gran pozo y el posterior vertido de desechos industriales, escombros y sedimentos. El conjunto mostró una estratigrafía caprichosa. En ese contexto se recuperó un fragmento de radio humano. Muestras de esta pieza fueron analizadas en tres laboratorios distintos, pero en ningún caso pudo extraerse material para realizar estudios de ADN. Si bien no tiene carácter definitivo, un estudio comparativo sugiere que sería probable que este radio correspondiera a una mujer menuda. El caso de E.Q. provocó una ruptura en las relaciones con Venezuela y el procesamiento del Ministro de Relaciones Exteriores de la dictadura Juan Carlos Blanco. El gobierno de Julio Sanguinetti retomó relaciones con la República Bolivariana en 1985, pero la prometida investigación del caso nunca tuvo lugar. Si bien la identificación del resto óseo por medio de análisis de ADN no pudo ser efectuada, nada permite descartar (diferentes evidencias independientes así lo sugieren) que E.Q. hubiera estado enterrada en aquel lugar. La investigación aún puede explorar otras líneas de evidencia de tipo testimonial que permitan avanzar el caso. M.C.G. M.C.G. fue raptada junto a su esposo (quien posteriormente apareció muerto dentro de un tanque) en agosto de 1976 en Buenos Aires. En ese entonces tenía 19 años. Procedente del centro clandestino Automotores Orletti, se la vio en centros de Uruguay en octubre de 1976 (Casa de Punta Gorda, Bulevar Artigas y Palmar). Se sabe que estaba embarazada, que dio a luz en el Hospital Militar a fines de octubre, y que a inicios de 1977 fue asesinada y su bebé dado en adopción (Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos 2004). M.C.G. habría sido enterrada en el Batallón No. 14, en un cementerio clandestino próximo a un curso de agua que los represores denominaban “Harlington”. Si bien existieron diligencias directas frente a los represores en relación a este caso, siempre hubo un ocultamiento firme y activo, al extremo de indicarse lugares falsos para desorientar la investigación. A pesar del olvido y el ocultamiento, la muerte de M.C.G. tiene una clara presencia en el imaginario social que rodea el tema de los desaparecidos. Esta historia ha resultado emblemática por el desafío que representa el ocultamiento, y la vigencia que le ha otorgado la apropiación social de las actividades de búsqueda.
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Consideraciones finales El ocultamiento de los detenidos-desaparecidos ha sido y sigue siendo una actividad dinámica y permanente por parte de los represores. Con el ocultamiento de los cuerpos se ejecuta el ocultamiento de sus historias. Algunos algoritmos políticos, a pesar de no pretenderlo explícitamente, han sido funcionales a esta situación. Más que nunca, estas circunstancias otorgan a la búsqueda el desafío, el valor y la identidad de un derecho humano. La búsqueda, sin embargo, necesariamente debe construir una esfera de autonomía técnica (y judicial) en relación al mundo político. Pues si no, peligra. Al ocultamiento sistemático y a la desaparición permanente, se la compensa con una búsqueda también permanente. La construcción de la memoria encuentra en la búsqueda activa y decidida su mejor razón de ser. Hemos podido ver que cuando ocurre una apropiación por parte de la sociedad del tema de los desaparecidos, el camino se vuelve irreversible, y la memoria definitivamente consigue matar el olvido. La historia latinoamericana aún continúa dominada por sus raíces y prejuicios coloniales. Esto queda claro en el caprichoso itinerario que lleva al establecimiento de sus objetos de estudio, donde se reagrupan en un mismo cono de sombra los genocidios antiguos y recientes. Otra forma de olvido es la construcción de mitos políticos basados en la “teoría de los dos demonios”. Por este camino, la búsqueda de los desaparecidos puede ser apenas una concesión de las autoridades políticas de turno, un simple gesto paternalista, y nunca un acto de justicia histórica. La búsqueda de los desaparecidos es la única actividad que garantiza definitivamente su inclusión social en la memoria, la historia y la agenda cotidiana de los vivos. La apropiación social desafía, por su parte, el monopolio de las élites políticas sobre el tema. La arqueología, como lo habrían sugerido algunos, es una herramienta efectiva para escribir la historia de los que no la tienen. Los lugares, los huesos y los objetos como testimonios “directos” resisten la manipulación ideológica, y se transforman en insumos ineludibles para la reconstitución de la memoria histórica y la actuación de la justicia. Como parte de la cultura material, los lugares, objetos, cuerpos, sedimentos, plantas y otros tipos de evidencias pueden hablar. Pero no hablan solos; precisan un contexto en el cual puedan adquirir significación y se transformen en explicaciones posibles. ¿Por qué entre los desaparecidos había tantos obreros y estudiantes universitarios? ¿Por qué la condena post mortem a la desaparición permanente? Éstas son, entre tantas otras, preguntas que la historia oficial aún responde a medias. La recuperación de algunos cuerpos de detenidos-desaparecidos ha brindado un nuevo escenario a los derechos humanos y ha consagrado la re-aparición de algunas historias. También la búsqueda imperfecta –que no consigue localizar los cuerpos (sino apenas algunos huesos aislados)– y la memoria furtiva del “no-hallazgo” –que no quiere terminar de olvidar– colaboran definitivamente con la re-aparición de las historias de vida. Las sociedades no están condenadas a renunciar a sus historias desaparecidas para mejorar su calidad de vida. Para eso, deben implementar estrategias y actuaciones | 59
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comprometidas ética y técnicamente con la memoria histórica. Por este camino se podrá seguir resistiendo el olvido y también acceder al presente.
Bibliografía Arijón, G. y V. Martínez, 1998. Por Esos Ojos. Film 60´. Point du Tour, París. Foucault, M., 1999. El Orden del Discurso. Tusquets, Barcelona. López Mazz, J. (Coord.), 2005. Investigación Arqueológica sobre Detenidos-desaparecidos, vol. V. Presidencia de la República, Montevideo. López Mazz, J., 2006. Una mirada arqueológica a la represión política en Uruguay. En Arqueología de la Represión y la Resistencia en América Latina, 1960-1980, compilado por P. Funari y A. Zarankin, pp. 147-158. Brujas, Córdoba. Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos–Desaparecidos, 2004. A Todos Ellos. Caligráficos, Montevideo. Mignolo, W., 2002. Colonialidad global, capitalismo y hegemonía epistémica. En Indisciplinar las Ciencias Sociales. Geopolíticas del Conocimiento y Colonialidad del Poder. Perspectivas desde lo Andino, compilado por C. Walsh, F. Schiwy y S. Castro-Gómez, pp. 215-244. Quiito, Abya-Yala. Rafecas, D., 2009. Conferencia en la B´n Berit. Montevideo. Todorov, T., 2005. La conquista de América, el Problema del Otro. Siglo XXI, México.
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Capítulo 4. Chile; operación “retiro de televisores”: desaparecer a los desaparecidos Iván Cáceres Roque
Introducción En Chile, las cifras oficiales señalan que 1192 personas aún permanecen en calidad de detenidas-desaparecidas por agentes de la dictadura militar que derrocó al gobierno del Presidente Salvador Allende en septiembre de 1973. La gran mayoría de las víctimas fue inhumada en forma clandestina en regimientos, en el desierto, en cerros, bosques y campos agrícolas a lo largo y ancho del país. Posteriormente, los militares –junto con algunos civiles– iniciaron un proceso de exhumaciones que culminó en la elaboración de un plan nacional cuya finalidad fue borrar todo rastro de las víctimas. Este plan fue conocido como operación “retiro de televisores”. En este artículo expondremos las características generales de la operación “retiro de televisores”. Asimismo, discutiremos cómo la presencia de una política difusa del gobierno frente a las exhumaciones e identificaciones (como privilegiar la participación exclusiva del Servicio Médico Legal) condujo a innumerables errores a lo largo de los últimos 20 años, en los que los principales perjudicados resultaron los familiares de las víctimas. Las instituciones nacionales, e incluso los arqueólogos, fueron sistemáticamente ignorados o relegados a un segundo plano, aun cuando su contribución especializada en éstos y otros casos de violaciones a los derechos humanos estuvo más que comprobada. La operación “retiro de televisores” consistió en un plan digitado por el mando militar para realizar exhumaciones clandestinas con la finalidad de desaparecer todo vestigio de los cuerpos enterrados en localizaciones secretas. La decisión estuvo asociada con el fuerte impacto que provocó en la opinión pública nacional el hallazgo de 15 cuerpos de detenidos-desaparecidos en una mina abandonada de Lonquén, en las afueras de Santiago en 1978. Hasta ese momento, el régimen militar y su prensa adicta sólo se referían a “presuntos” detenidos-desaparecidos, indicando que muchos de ellos se encontraban fuera del país. A través de estas declaraciones, procuraban ocultar los crímenes de la dictadura. Debido a los hallazgos de Lonquén, desde la Comandancia en Jefe del Ejército (es decir, desde la propia oficina del General Pinochet), se envió un criptograma a todas las unidades militares del país ordenando la remoción de las fosas. Esta situación tuvo como consecuencia el lanzamiento de cientos de cuerpos al mar o su cremación en el interior de regimientos y recintos privados. A su vez, y en forma paralela a la operación “retiro de televisores”, se desarrolló otra modalidad de desaparición de numerosos detenidos en las cárceles secretas de la
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Dirección de Inteligencia Nacional (DINA). Una vez que los torturadores asignaban la clave “Puerto Montt”1 a las víctimas, éstas eran arrojadas –recién muertas o todavía moribundas por los apremios– mar adentro. Uno de los casos más notables de este método de exterminio fue el de Marta Ugarte, cuyo cuerpo –torturado y mutilado– fue lanzado al mar desde un avión militar. Posteriormente, fue devuelto por las olas a la playa La Ballena, en las cercanías de la ciudad costera de Los Vilos, 250 km al norte de Santiago, en septiembre de 19762. No obstante los esfuerzos de los victimarios por borrar toda huella de su actuar criminal, algunos vestigios de las exhumaciones clandestinas (como artefactos, ecofactos y rasgos) permanecieron en sus lugares de depósito original, y fueron finalmente expuestos y registrados por arqueólogos en numerosos casos judiciales (Jensen y Cáceres 1995; Cáceres 2004), como los que se exponen a continuación. Cabe señalar que tanto la inhumación como la exhumación ilegales están tipificadas como delitos por los artículos 320 y 322 del Código Penal de Chile. El artículo 320 señala que “El que practicare o hiciere practicar una inhumación contraviniendo a lo dispuesto por las leyes o reglamentos respecto al tiempo, sitio y demás formalidades prescritas para las inhumaciones, incurrirá en las penas de reclusión menor en su grado mínimo y multa de seis a diez sueldos vitales”. Por su parte, el artículo 322 establece que “El que exhumare o trasladare los restos humanos con infracción de los reglamentos y demás disposiciones de sanidad, sufrirá las penas de reclusión menor en su grado mínimo y multa de seis a diez sueldos vitales”.
Calama, los antecedentes previos al “retiro de televisores” La ciudad de Calama se ubica en el desierto de Atacama, en el norte de Chile. Allí se reportaron los primeros indicios de lo que fue la política de borrar todo rastro de los detenidos-desaparecidos y ejecutados políticos3. En esa ciudad, muchas personas se presentaron voluntariamente en el Regimiento de Infantería Nº 15 del Ejército luego del golpe militar, quedando detenidas y, en muchos casos, incomunicadas con sus familias. Entre los detenidos se encontraban autoridades de la minería de cobre de Chuquicamata, profesionales, estudiantes y obreros. Su vida en cautiverio transcurrió entre torturas, siendo sometidos a pseudo Consejos de Guerra en los que –sin ninguna garantía– se les sentenció a penas de presidio entre 60 días y 24 años. Al parecer, las autoridades militares del mando central de Santiago quisieron enviar una señal, tanto a la población civil como a los propios mandos militares locales 1
Puerto Montt es una ciudad ubicada a 1000 km al sur de Santiago. En estricto rigor, éste fue el primer caso de una persona detenida-desaparecida cuyo cuerpo fue encontrado. 3 En Chile, los familiares de las víctimas y los organismos de derechos humanos establecen una distinción entre detenidos-desaparecidos, que corresponden a los casos en que las víctimas no fueron encontradas (un total de 1192 casos); y ejecutados políticos, que son las víctimas cuyos cuerpos fueron entregados a los familiares (1164 denuncias). En el primer caso, la investigación judicial se orienta a buscar el cuerpo y establecer identidad, data, causa y modo de muerte. En el segundo caso, la investigación apunta a responder sobre la causa y modo de muerte. 2
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y regionales, acerca del tratamiento que se debía dar al enemigo interno; es decir, a los partidarios del gobierno destituido de la Unidad Popular. Así, a comienzos de octubre de 1973, se envió una comitiva militar desde Santiago que recorrió en helicóptero algunas ciudades del centro y norte de Chile, como Cauquenes, La Serena, Copiapó, Antofagasta y Calama. A esta misión especial se la conoció como “caravana de la muerte” porque en sólo dos semanas sembró el terror y asesinó a 75 ciudadanos, detenidos e indefensos, de esas ciudades. En Calama, el actuar criminal de la comitiva militar no se limitó al fusilamiento de 26 detenidos el 19 de octubre de 1973, sino que también ordenó su entierro clandestino en plena aridez del desierto. El lugar elegido fue una pequeña hondonada conocida como Quebrada del Buitre, distante 13 km al sur de la ciudad. En el proceso judicial por las exhumaciones de Calama, un soldado recuerda ante el juez instructor: “nos salimos del camino, en el costado había un camión en el cual estaban los cadáveres… nos entregaron las herramientas y comenzamos a cavar, creo que habían como 6 personas más, estaba nervioso, no me fijé quienes eran mis compañeros. Luego bajamos los cuerpos del camión, los echamos a la fosa y los tapamos con la misma tierra que habíamos sacado. Tapados los cuerpos, subimos al jeep y regresamos a Calama” (Causa Rol 37.340-A-8: foja 2203).
Hacia 1976, se recibió en Calama la orden de remover los cuerpos de su lugar de inhumación ilegal original y volver a enterrarlos en otro lugar secreto. El trabajo duró toda una noche y los cuerpos removidos fueron depositados en una fosa habilitada previamente en las cercanías de la localidad de San Pedro de Atacama. Los soldados que participaron en la remoción señalaron que: “había cuerpos como momificados, otros ya eran esqueletos, los colocamos en bolsas negras, las echamos al camión y fuimos a otro lugar camino a San Pedro, ese lugar yo lo conocía como Moctezuma… detuve el camión en un lugar donde el hoyo ya estaba hecho… echamos los cadáveres dentro y los tapamos con arena, más una malla negra, conocida como red de mimetismo” (Causa Rol 37.340-A-8: foja 2527).
Los testigos también señalaron al tribunal que “llenamos como 20 bolsas, por lo que deben haber sido 20 cuerpos los que sacamos” (Causa Rol 37.340-A-8: foja 3346). Sin embargo, ante la posibilidad de que los familiares pudieran ubicar dicha fosa, se decidió remover nuevamente los cuerpos para lanzarlos al mar y desaparecerlos por siempre. Al menos tres situaciones confluyeron para tomar esta determinación: a) que los familiares organizados buscaban desesperadamente a sus víctimas en el desierto; b) que los cuerpos habían sido inhumados en sitios eriazos de acceso público –no en recintos militares– y, por lo tanto, se encontraban en riesgo de ser descubiertos; y c) que dada la sequedad y salinidad del desierto, la desintegración de los cuerpos era prácticamente
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imposible4. Así, poco después de la segunda inhumación, se decidió la desaparición definitiva de los cuerpos enterrados en el desierto: “15 días después llegó una nueva orden, el mismo grupo y yo como conductor, concurrimos al mismo lugar… en esta ocasión el objetivo fue concurrir al lugar donde habíamos llevado los cadáveres y sacarlos para transportarlos al aeropuerto de Calama. En esta ocasión yo manejé un camión en el que subimos 9 cadáveres, los que estaban petrificados (sic), pues los otros quedaron ahí… cuando llegamos al aeropuerto, había un avión del Ejército” (Ibíd. foja 2527) que correspondía con un C47 “donde funcionarios del Ejército cargaron unos 10 bultos los que asimilaban cadáveres envueltos. Estaban envueltos en género blanco, los subimos al avión y en un lugar indeterminado arrojé los bultos sobre el mar (Causa Rol 37.340-A-8: foja 1678).
En el año 1990, se pudo ubicar la fosa del sector El Buitre mediante confesiones de testigos. Allí, arqueólogos y antropólogos físicos del Museo Arqueológico Gustavo Le Paige de San Pedro de Atacama excavaron sistemáticamente el sitio denominado por ellos Km 13, logrando registrar y recuperar 1110 fragmentos y astillas óseas descartados en la remoción realizada por los militares. El material recuperado en las excavaciones correspondió principalmente con unidades óseas de pequeño tamaño, tales como carpos, metacarpos, falanges de mano y vértebras (cervicales y torácicas). En menor medida, se observaron fragmentos de cráneo, dientes, costillas y huesos de tarso, metatarso y falanges del pie. Se encontró, además, un gran número de restos culturales asociados, como segmentos de tela, cuerdas, fibras (vegetales o animales), y fragmentos metálicos y plásticos. Las excavaciones realizadas en el lugar establecieron fehacientemente la exhumación ilegal realizada con anterioridad. Sin embargo, tal como lo señalaron los arqueólogos en su reporte, quedaron pendientes la prospección y los sondeos en el área aledaña a la fosa, así como el tamizado de toda la tierra y la arena de las remociones. Los peritajes de las piezas óseas ofrecieron diferentes números mínimos de individuos (NMI) a partir de una misma cantidad de fragmentos. Un informe de julio de 1990 del Servicio Médico Legal (SML) señaló la presencia de 6 personas (SML Protocolo 101-40). Al mes siguiente, dicho servicio indicó que entre los restos se contabilizaban 12 víctimas. Por su parte, el mismo mes, el Departamento de Medicina Legal de la Universidad de Chile refirió a 11 individuos. Esta misma cifra entregaron los antropólogos del Museo de San Pedro de Atacama que realizaron la excavación arqueológica de la fosa. Posteriormente, los restos fueron remitidos al Memorial de Detenidos-Desapa4
En el desierto de Atacama se han encontrado momias de más de 8000 años de antigüedad, conocidas como momias Chinchorro. Éstas poseen un proceso de momificación artificial. Sin embargo, otras culturas posteriores del Norte de Chile enterraban sus miembros sin aplicar deliberadamente este proceso. Así, las condiciones geográficas y pedológicas facilitaron la momificación natural de los cuerpos, tal como ocurrió con las víctimas recientes de la dictadura militar en el desierto.
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recidos y Ejecutados Políticos del Cementerio de Calama, donde permanecieron por 5 años. Sin embargo, de acuerdo a una resolución judicial de octubre de 1995, los restos tuvieron que ser enviados una vez más al SML. Nuevas pericias realizadas en ese servicio permitieron individualizar 17 personas y otros restos inclasificables. En ese entonces, se entregó la identidad de 13 de los 26 ejecutados de Calama. Un total de 5 casos fueron clasificados con alto grado de compatibilidad, 2 con grado moderado y 6 fueron reconocidos por exclusión5. Las identificaciones se realizaron en el transcurso de un mes y sólo en forma macroscópica, asignando escasos fragmentos óseos a cada una de las víctimas. En ningún caso existió confirmación por medio de análisis de ADN mitocondrial. Como corolario, la comunidad política, los organismos de derechos humanos y la gran mayoría de los abogados de las causas celebraron las identificaciones. Mediante un acto multitudinario, se realizó la inhumación definitiva de 13 víctimas en el memorial construido para tal ocasión en Calama. Nadie de ese entorno objetó la identificación a partir de escasos fragmentos óseos. Posteriormente, en el año 1997, personal de la Policía de Investigaciones realizó una excavación en la Pampa de Moctezuma, donde se recuperó el cuerpo incompleto de un individuo. Esta vez, usando ADN mitocondrial y superposición facial, el SML de Santiago logró identificarlo en 2001 como René Lisambarth. Así, de 26 ejecutados por la “caravana de la muerte” en Calama se identificaron 14 personas. Sin embargo, estimamos que, al menos, se debe mantener la reserva con todas las identificaciones realizadas sobre fragmentos, pues ellas no son confiables desde un punto de vista científico.
Lonquén, una alerta para las autoridades militares En Lonquén, ubicado en el sector rural de las afueras de Santiago, fuerzas policiales en conjunto con civiles asesinaron en 1973 a 15 campesinos de la localidad cercana de Isla de Maipo6. Luego de la muerte, enterraron los cuerpos en una mina de cal abandonada. Hacia 1978, en plena dictadura militar, un secreto de confesión de uno de los victimarios permitió conocer el horror y la tragedia. Mediante una deficiente exhumación dirigida por médicos y funcionarios del SML dependientes del gobierno militar, se recuperaron los cuerpos ya esqueletizados de las víctimas. Aunque en la denuncia de los hallazgos participaron abogados de la Vicaría de la Solidaridad7, la excavación de la mina fue reali5
El protocolo SML 1781-95 determinó 100% de compatibilidad para los siguientes detenidos: Roberto Rojas A., Jorge Saavedra G., Mario Argüelles T., Alejandro Rodríguez R. y Jorge Hoyos. Se identificaron por aproximación Luis Gahona O. y Fernando Ramírez R. Por aproximación y exclusión se reconocieron: Milton Muñoz M., Hernán Moreno V., Luis Hernández N., Carlos Escobedo C., Luis Piñero L. y Jerónimo Carpancha C. 6 La acción fue un acto de venganza de los latifundistas –apoyados por Carabineros– contra los campesinos, pues los fundos habían sido expropiados por la reforma agraria y entregados a las comunidades campesinas locales. 7 La Vicaría de la Solidaridad, dependiente de la Iglesia Católica, fue la mayor expresión de la defensa de los
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zada por obreros y campesinos que extrajeron las piezas óseas anatómicas a medida que se fueron exponiendo. Ello desmembró los cuerpos y produjo la confusión de las piezas, que se guardaron en bolsas plásticas hasta que fueron analizadas por los médicos legistas del SML. Acostumbrados a periciar cadáveres de accidentes de tránsito, riñas o muertes por causas recientes, estos profesionales enfrentaron por vez primera el análisis de restos óseos esqueletizados. El resultado fue catastrófico: aplicaron técnicas inapropiadas y obsoletas como cortar huesos largos (fémures) para analizar lípidos totales y obtener alguna idea de la data de muerte, lo que ya era vox populi, pues el origen campesino de los individuos y el momento de su deceso eran conocidos. Lo que se debía buscar era la identidad de las víctimas, y establecer la causa y modo de muerte. De la misma manera, también se debían reasignar las piezas óseas correspondientes a cada esqueleto. Sin embargo, el Fiscal Militar que instruía la causa judicial, aduciendo la imposibilidad de la identificación por la mezcla de los restos recuperados, ordenó que los cuerpos fueran inhumados nuevamente en una fosa común del cementerio parroquial de Isla de Maipo. Esto se hizo de noche, en absoluto sigilo y sin el conocimiento de los familiares, que esperaban en las afueras del SML la entrega de los cuerpos para enterrarlos. Finalmente, lo que ocurrió fue que los militares a cargo de la inhumación abrieron los sacos que contenían los esqueletos, esparciéndolos en el interior de la fosa con la consiguiente mezcla de piezas óseas (figura 1). Podemos señalar que en 1978 y con el caso Lonquén, el SML inició su cadena de errores premeditados y fortuitos en el análisis de los restos óseos de las víctimas de los atropellos a los derechos humanos, aspecto que caracterizó este servicio a lo largo de los últimos 30 años8. Tan sólo en el año 2006, se excavó –empleando una metodología arqueológica– la antigua fosa común del cementerio parroquial de Isla de Maipo. Considerando la mezcla de las unidades anatómicas presentes, se decidió exhumar todo el material óseo y cultural del interior de la fosa (Cáceres 2006). Luego, todos los restos óseos fueron remitidos al SML, donde se encuentran en la actualidad. Durante años, no se reveló información a los familiares acerca del número de individuos presentes y sus identidades. Recién en marzo de 2010, y transcurridos más de tres años de la excavación, se entregaron las identidades y los restos esqueletizados de 13 víctimas de la causa, quedando dos víctimas sin identificar9. Al parecer, los errores del SML cometidos en las identificaciones del Patio derechos humanos durante la dictadura militar. A sus dependencias llegaban los familiares de las víctimas en busca de apoyo legal, pues eliminados los partidos políticos y con tribunales de justicia obsecuentes con el régimen, el amparo de la Iglesia Católica fue fundamental para denunciar los abusos y buscar a los desaparecidos. 8 En Chile, el Servicio Médico Legal depende del Ministerio de Justicia y, por lo tanto, su superior jerárquico es el ministro –que, a su vez, es un funcionario del gobierno de turno. Él nombra a las autoridades del Servicio y dicta las políticas que se deben llevar a cabo. 9 Los cuerpos identificados y entregados a los familiares corresponden a Enrique Astudillo Álvarez, Omar Astudillo Rojas, Ramón Astudillo Rojas, José Manuel Herrera Villegas, Sergio Maureira Lillo, José Maureira Muñoz, Segundo Maureira Muñoz, Rodolfo Maureira Muñoz, Sergio Maureira Muñoz, Iván Ordóñez Lamas,
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29 de Santiago10 estaban muy presentes al interior del servicio11. En su momento, las dificultades encontradas ameritaron la formación de una comisión especial en la Cámara de Diputados y el reemplazo de todo el equipo de identificación (Comisión de Derechos Humanos, Nacionalidad y Ciudadanía 2006).
Figura 1. Fosa común del Cementerio de Isla de Maipo. Se observa la mezcla de restos óseos de los desaparecidos de Lonquén y un fémur con corte para el análisis de lípidos totales (Cáceres 2006).
Los Ángeles, el comienzo de la operación “retiro de televisores” Conocidos los hallazgos de Lonquén en 1978, y dada la conmoción pública que tal hecho provocó, se envió el Criptograma A-1 a todas las unidades militares del país desde Miguel Brant Bustamante, Carlos Hernández Flores y Nelson Hernández Flores. 10 En el Patio 29 del Cementerio General de Santiago se enterraron todas las víctimas de la ciudad que ingresaron al SML como no-identificadas –o “NN”– entre septiembre y diciembre de 1973. En el año 1991, un grupo de arqueólogos y antropólogos realizó la excavación arqueológica de 105 tumbas que contenían 126 cuerpos, 48 de los cuales fueron erróneamente identificados por el SML. 11 En el año 2005, el propio SML reconoció su error en la identificación de las víctimas encontradas en el Patio 29 del Cementerio General de Santiago, cuyos cuerpos fueron entregados a sus familiares entre 1994 y 1996. Desde 2005, los cuerpos se volvieron a exhumar para verificar las identidades. Un reciente fallo del actual Juez Instructor emitido el 27 de noviembre de 2009 confirmó las identidades de Waldemar Monsalve Toledo, Pablo Aranda Schmied y Nelson Muñoz Torres. Las identidades se establecieron mediante análisis de “Cromosoma Y”, “ADN mitocondrial” y “ADN nuclear ATR” en el Laboratorio University of North Texas Health Science Center. En pleno 2010, estos análisis continúan en marcha para el resto de las víctimas exhumadas del Patio 29.
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la Comandancia en Jefe del Ejército. En resumen, este criptograma informaba que todos los comandantes de unidades serían administrativamente responsables de la aparición de cuerpos de ejecutados políticos en su jurisdicción, por lo que se ordenaba realizar las diligencias correspondientes para evitar que terceros encontraran los lugares de inhumación. Las reparticiones militares derivaron la instrucción a sus departamentos de inteligencia (los que se encargaron de materializar la misión). Con ese mensaje en clave se inició la operación “retiro de televisores”, que abarcó la totalidad del país. Un soldado de Los Ángeles relató que: “recibí criptogramas y al descifrarlos encontré mensajes sobre venta o compra de televisores, haciendo alusiones que estaban listos, reparados, que ya no quedaban o habían sido levantados. Entonces, cuando regresé (de la exhumación)… llegó o tuve que enviar un criptograma donde decía que se habían retirado los televisores o algo parecido” (Causa Rol 1896-04: foja 119).
Los primeros en responder a lo ordenado en el Criptograma A-1 fueron las autoridades de esa jurisdicción militar. Entre el 5 y 7 de octubre de 1973, un equipo formado por militares, policías y civiles secuestró en la comuna de Mulchén, cerca de la ciudad de Los Ángeles, a 18 campesinos de los fundos El Morro, Carmen Maitenes y Pemehue. Estos últimos prontamente se convirtieron en detenidos-desaparecidos. Las exhumaciones ilegales fueron llevadas a cabo a fines de 1978 y en el verano de 1979 por una patrulla de 22 personas en la que participaron equipos especiales de inteligencia de la III División del Ejército, funcionarios militares del Regimiento de Infantería de Montaña Nº 17 de Los Ángeles y funcionarios del Regimiento de Caballería Blindada Nº 3 “Húsares” de Angol. “En el fundo Los Morros… cavamos a una profundidad que estimo pudo ser entre un metro y medio a dos metros, y encontramos efectivamente huesos humanos sin otro tejido corporal. Mientras uno cavaba, los otros íbamos echando los huesos a los sacos, llenando aproximadamente dos sacos de huesos… Se trataba de huesos largos y aparentemente de costillas y unos 4 cráneos… Nos llamó la atención que había huesos de al parecer un niño… Una vez concluida la excavación se nos ordenó que tapáramos la fosa. Me imagino que para no dejar huellas de la excavación… Una vez en el Regimiento… recibimos la orden de quemar los huesos… contenidos en los sacos, como también las botas recogidas… El proceso duró unas dos horas y media… Finalizada esta primera tarea, continuamos viaje hacia la cordillera, llegando hasta el sector de Pemehue… en la confluencia de los ríos Renaico y Amargo… Nuevamente se excavó en dos o tres partes, una muy cercana al río y las otras más alejadas en un radio no superior a 50 m. Las fosas fueron superficiales, es decir, menos de 50 cm, encontrando osamentas humanas con sus ropas y documentos de identidad. En este lugar tienen que haberse levantado unos tres cuerpos, llenando así como uno o dos sacos… Al día siguiente, al llegar a la Sección II, no divisé los sacos, pero después… cuando me correspondió incinerar documentación… encontré muy abultado el volumen de cenizas
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y no eran cenizas de papel, motivo por el cual presumí que los sacos o bultos habían sido incinerados… El contenido de los sacos fue quemado en un incinerador fabricado de ladrillo con forma de chimenea que existía en el regimiento… entre el material que pude observar… recuerdo que había restos de osamentas, cráneos y botas de goma del tipo utilizado en labores agrícolas” (Causa Rol 1896-04: fojas 118, 124,175, 176).
Cabe señalar que, para este caso judicial, no se han realizado prospecciones, sondeos ni excavaciones arqueológicas que permitan documentar la exhumación ilegal que informaron los testigos al tribunal. Tampoco se ha evaluado el potencial arqueológico del sitio, por lo que se desconoce si aún pueden recuperarse restos óseos y culturales.
Colonia Dignidad, un enclave alemán en el centro-sur de Chile En el año 1961, en los faldeos cordilleranos andinos cerca de la ciudad de Parral, se instaló una comunidad de inmigrantes alemanes que gozó de gran autonomía y de la protección de autoridades políticas y militares. La llamada Colonia Dignidad12 se convirtió, después del derrocamiento del gobierno constitucional en 1973, en un centro de torturas, asesinato y desaparición de opositores políticos al régimen militar. La total sintonía entre la jerarquía de la Colonia y los mandos de los servicios de inteligencia permitieron disponer de la más absoluta discreción y colaboración para tales hechos criminales. En la Causa Rol 2182-98 (fojas 2206 y 2407), “Episodio Juan Maino”, que instruye un ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, los colonos alemanes señalaron: “No recuerdo la fecha exacta, debe haber sido alrededor de los años 80, recibí la orden de Schafer que debía ayudar a quemar unos cuerpos, nos dijo que teníamos que hacer irreconocibles los cadáveres y hacerlos desaparecer para que nadie supiera que los cadáveres habían estado en la Villa. Se trajeron los cuerpos que alguien había sacado desde las fosas con las máquinas excavadoras… no recuerdo si los cuerpos venían en sacos, luego se llevaron a unas parrillas para quemarlos. Lamentablemente no puedo dar una cifra exacta de cadáveres, sería entre 20 o 30, no menos de esa cantidad… Recuerdo sí que después de la quema… tomamos las cenizas con palas, en forma manual, subiéndolas a un camión marca Magirus y luego las tiramos al río Perquilauquén. Recuerdo los cadáveres solamente como un montón de ropa, ignoro si tenían partes blandas o eran sólo esqueletos… para producir la quema de los cuerpos se usó mucho diesel y madera… Schafer nos decía que los cuerpos correspondían a personas que habían sido muertas por los militares”.
Lo que siempre se rumoreó, y al mismo tiempo se negó, comenzó a aflorar hacia el año 2004 cuando se iniciaron prospecciones y excavaciones arqueológicas al interior de esta propiedad de más de 14.000 hectáreas. La información recabada por el juez permitió 12
La colonia también es conocida como Villa Baviera. Su jefe máximo, Paul Schafer, está detenido por asociación ilícita y pedofilia.
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evaluar varios lugares, en los que se realizaron unidades arqueológicas exploratorias. Los sondeos y excavaciones efectuadas en el curso de un año expusieron fosas clandestinas, tanto para inhumar cuerpos como para esconder los vehículos despojados a las víctimas.
Figura 2. Sitio CD-4. Se observan marcas de pala de la máquina retroexcavadora usada durante la remoción de los cuerpos (Jensen 2006).
En el sitio arqueológico denominado CD-4 (Cáceres y Jensen 2006), la excavación identificó in situ las marcas de una máquina retroexcavadora. Estas huellas fueron producto de la labor de exhumar los cuerpos allí enterrados, lo que resultó compatible con los relatos de los testigos (figura 2). La total impunidad con que contaron los perpetradores implicó que los cuerpos fueran retirados con tranquilidad y eficiencia. Durante la excavación arqueológica, no se encontraron fragmentos óseos, lo que también resultó compatible con los relatos de los testigos. Sin embargo, aunque no se recuperaron los cuerpos de las víctimas, la excavación arqueológica fue entregando información al juez que permitió desmentir la negación inicial de los hechos y decretar la prisión a los jerarcas de la colonia por asociación ilícita. Entre los datos recolectados se pueden señalar las características de las fosas para inhumar –y exhumar– los cuerpos, y las piezas y partes de vehículos incautados a las víctimas.
Tacna, los desaparecidos del asalto a La Moneda En el año 2001, el gobierno de Chile estableció la “Mesa de Diálogo”13 con la finalidad de cerrar la herida social producida por la polarización política de los años 1970-1973. 13
En la Mesa de Diálogo participó, además, la Iglesia Católica.
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Este enfrentamiento culminó con el golpe de estado que derrocó al Presidente Allende, iniciando la cadena de violaciones a los derechos humanos que se extendió durante toda la dictadura (1973-1990). A partir de la Mesa, las Fuerzas Armadas se comprometieron con el gobierno y el país a entregar toda la información relativa a los detenidos-desaparecidos como una forma de lograr la reconciliación nacional. La investigación interna aportó, meses después, un informe oficial que proporcionó datos acerca del paradero de los desaparecidos. En este informe, las Fuerzas Armadas no se complicaron y entregaron un listado oficial que señalaba que, como resultado de la operación “retiro de televisores”, el destino final de cientos de individuos había sido el mar. Por lo tanto, no tenía mayor sentido que se continuara con la búsqueda: las víctimas no se iban a encontrar jamás. Los innumerables procesos judiciales que sostienen abogados y organismos de derechos humanos demostraron rápidamente que la información suministrada por las Fuerzas Armadas era falsa, al contener errores elementales que fueron interpretados como una burla a la sociedad civil. Los militares argumentaban que si los detenidos estaban muertos, ya no era posible sostener la figura legal del secuestro permanente en que se basaban los juicios. Ante esto, la estrategia de los abogados y organismos de derechos humanos fue mantener la figura del detenido-desaparecido. Definido como delito de lesa humanidad, la legislación internacional no permite la aplicación de la amnistía a los responsables de las desapariciones y remociones. Ello se debe a que, al no encontrarse el cuerpo, el delito persiste. En la Mesa de Diálogo surgió información proveniente de testimonios reservados que indicaban la presencia de osamentas en diversos lugares del país. En consecuencia, a pesar de la escasez de los datos, la Corte Suprema nombró a jueces especiales para verificarlos. Con una mención tan breve e inexacta como la que señalaba que en Colina, “a 8 km de la NASA, al interior de una caverna junto a los cerros se encuentran 20 calaveras”14, se inició una investigación multidisciplinaria. Este trabajo estuvo dirigido por una ministra de la Corte de Apelaciones de Santiago, y en él participaron –durante meses– arqueólogos, antropólogos, geólogos, botánicos e ingenieros en minas, entre otros profesionales. El equipo logró ubicar dos fosas clandestinas. Una de ellas había sido removida en el marco de la operación “retiro de televisores” y correspondía a los desaparecidos de La Moneda15. La otra fosa no había sido perturbada y permitió rescatar el cuerpo de un detenido, que –según información oficial del ejército a la Mesa de Diálogo– había sido lanzado al mar. Los antecedentes de lo que ocurrió en una de las fosas se encuentran en la Causa Rol 126.461-EXH. En ese documento se señala que alrededor de 30 miembros del dispositivo de seguridad (Grupo de Amigos Personales –GAP16) y asesores del Presidente Allende que 14
Colina es una pequeña ciudad ubicada 50 km al norte de Santiago, caracterizada por la presencia de un importante contingente militar. 15 La Moneda corresponde a la sede de gobierno. Se llama así porque en la época colonial allí se acuñaban las monedas que circulaban en Chile. 16 Se trataba de la guardia personal que los partidos de izquierda proporcionaron al Presidente Salvador Allende.
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se encontraban en el palacio de gobierno durante el golpe de estado, fueron llevados el mismo 11 de septiembre al Regimiento Tacna, ubicado a escasas cuadras de La Moneda: “Posteriormente, el día 13 fueron amarrados de pies y manos; subidos a un camión militar, tapados con una lona y trasladados hasta el sitio destinado a dicha unidad en Peldehue” (foja 39). Luego, “Al ingresar al predio militar… hicieron estacionar el camión cercano a una noria que nunca se terminó de construir de una profundidad de 10 ó 12 metros… sacando de a uno a los detenidos… y luego se sintieron los disparos de ametralladoras y fusiles, pusieron los cuerpos en la noria y la taparon y le tiraron algunas granadas y salían llamaradas” (Causa Rol 126.461-EXH: foja 232).
La remoción de las víctimas ocurrió a fines de 1978, casi en forma paralela a las exhumaciones de Los Ángeles, cuando efectivos militares –siguiendo las instrucciones del Criptograma A-1– procedieron a ubicar la fosa al interior del recinto militar: “El 23 de diciembre de ese año personal del Departamento II (Inteligencia) del Regimiento de Artillería Motorizado Nº 1 Tacna con maquinaria pesada removieron un pozo seco (noria) y sacaron 13 cuerpos que correspondían al grupo de detenidos en el Palacio La Moneda. La excavación alcanzó 6 m de profundidad. Para ubicar el pozo, uno de los partícipes del fusilamiento, señaló el sitio exacto… una vez en el lugar procedieron a cavar y con la ayuda de una pala mecánica se llegó a seis m de profundidad, encontrando cuerpos prácticamente enteros que se habían mantenido al estar apretados en tierra arcillosa, lo que impidió su descomposición... Una vez extraídos los cuerpos fueron colocados en doce y quince sacos aproximadamente y puestos en un camión marca Unimog… Posteriormente llegó un helicóptero Puma del Comando de Aviación del Ejército… adonde fueron llevados en el camión, los sacos conteniendo los restos humanos y embarcados en esa aeronave, siendo luego presumiblemente arrojados al mar (Causa Rol 126.461-EXH: foja 39).
Un reciente fallo judicial de la Octava Sala de la Corte de Apelaciones de Santiago recogió lo señalado por otro testigo, quien recuerda que “producto de la descomposición emanaba un olor nauseabundo, un capitán bajó de su camioneta dos cajas de pisco que bebieron los encargados de la exhumación, terminando todos embriagados para soportar el olor” (Resolución 69974/junio 2008). El desarrollo de prospecciones y excavaciones arqueológicas entre 2001 y 2002 al interior del Fuerte Arteaga, lugar en que se encuentra el predio del Regimiento Tacna en Colina, abarcó sectores como Cerro la Mula, Cerro Cheuque, Quebrada Rincón de Los Ratones, Cerro El Talhuenal, Quebrada Honda y Cerro La Leonera. Estas tareas permitieron encontrar las fosas clandestinas, una de las cuales correspondió al lugar de los relatos ya enunciados. Se definió como Sitio Tacna a la antigua noria abandonada del recinto militar, donde se constató la presencia de aproximadamente 500 fragmentos óseos humanos, así como
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material cultural asociado. Mediante una lenta excavación arqueológica se pudo registrar la cadena de hechos sociales que ocurrieron allí, como el lanzamiento de granadas y la exhumación ilegal que se realizó con una retroexcavadora, pues se lograron exponer las huellas que dejó la máquina (figura 3). También se rescataron tapas y fragmentos de botellas de pisco que los soldados bebieron durante la remoción (figura 4), confirmando una vez más lo señalado en los relatos de los testigos. El análisis expeditivo en terreno y laboratorio señaló que los fragmentos correspondían al menos a 11 personas (Berenguer et al. 2001; Cáceres et al. 2002; Carrasco et al. 2004) La totalidad del material óseo se envió al SML, entidad que recientemente ha entregado resultados parciales del análisis de ADN mitocondrial de muestras del sitio. El SML estableció correspondencia identificatoria con 5 víctimas, lo que aún no es refrendado por el Tribunal17. Asimismo, informó que –en este caso– la misma muestra habría resultado positiva para identificar a más de una víctima. Con esto, el SML vuelve a identificar víctimas a partir de escasos fragmentos óseos, cometiendo el mismo error que hace una década con los desaparecidos de Calama. Pensamos que, más que un problema eminentemente técnico, siempre posible de discutir, ahora se trata de un problema ético que hay que denunciar.
Figura 3. Sitio Tacna. En el piso de la excavación se observan las huellas de máquina retroexcavadora producidas durante la remoción (Jensen 2006). 17
Por encontrarse en estado de sumario, no se adjuntan las identidades establecidas por el SML.
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La otra fosa clandestina, encontrada mediante el desarrollo de la prospección arqueológica, correspondió con un dirigente del Partido Comunista capturado por el Comando Conjunto18 en 1976, y hecho desaparecer en los campos militares de Colina. Meses después de la excavación fue identificado como Juan Luis Rivera Matus, y pudo ser posteriormente entregado a sus familiares para el entierro final. Ya señalamos que, de acuerdo a lo erróneamente informado por el Ejército a la Mesa de Diálogo, el cuerpo de esta víctima había sido lanzado al mar en el marco de la operación “retiro de televisores”.
Figura 4. Sitio Tacna. Rótula asociada a tapa de botella de licor (Pisco Control) que bebieron los soldados durante la remoción (Jensen 2006).
Consideraciones en torno a la excavación arqueológica de sitios removidos Esta rápida revisión de los casos más emblemáticos de una parte de la historia trágica de Chile permite señalar la necesidad de revisitar cada uno de los sitios removidos por la operación “retiro de televisores”. Mientras tanto, el tiempo transcurre y los lugares de las remociones, sin una adecuada conservación, se van perdiendo inexorablemente. Constatamos aquí que el gobierno y los organismos de derechos humanos no tienen contemplado un plan nacional para visitar estos lugares y evaluar su potencial de intervención arqueológica. Nuestra mirada disciplinaria siempre considerará a cada uno de esos lugares como un sitio arqueológico particular. Las miradas policiales y médico-legistas que, en un primer momento desecharon la información posible de rescatar desde sitios removidos, luego sobredimensionaron el valor de los fragmentos en el laboratorio. De esta forma, llegaron a considerarlos piezas tan valiosas que les habrían permitido identificar víctimas 18
El Comando Conjunto fue un grupo represor de la dictadura militar integrado por funcionarios de todas las ramas de las Fuerzas Armadas junto a Carabineros y civiles.
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con o sin el empleo de ADN mitocondrial. No obstante, desde un punto de vista científico, tales identificaciones no resisten ningún debate serio sobre la materia, ya que no sólo no explicitaron la relación entre los fragmentos y las víctimas con las que establecieron correspondencia (tal como sucedió en Calama), sino que cuando emplearon el análisis molecular tampoco lo consideraron confiable (tal como sucedió en el caso de los identificados del Sitio Tacna). Desde el punto de vista arqueológico, uno de los problemas que nos plantea este tipo de sitios es poder discriminar los dos eventos que allí ocurrieron: la inhumación y la exhumación, ambos llevados a cabo por agentes del Estado, cuya principal intención fue destruir toda evidencia in situ. En la práctica, sólo hemos registrado el último evento: la exhumación ilegal. Asumidas las propias deficiencias, podemos señalar como descargo que la excavación de este tipo de sitios presenta una dinámica diferente a la que caracteriza un sitio tradicional. Nos referimos a aspectos tan concretos como que no es el arqueólogo el que dirige la investigación (sino el juez instructor), y otras cuestiones como la disponibilidad de recursos para la etapa de terreno. En esta clase de sitios removidos, el ser humano (en este caso, el excavador militar) se convierte en el principal agente tafonómico. Su intervención sobre los restos sobrepasa en un corto lapso los efectos que puedan tener los agentes tafonómicos tradicionales. En el tiempo que transcurre entre la inhumación y la exhumación ilegales, en apenas 4 o 5 años, la acción de los agentes represivos afecta el estado de conservación de las piezas óseas y se transforma en un factor determinante que obstruye la identificación de las víctimas, al extraer la mayor parte de los materiales con valor diagnóstico. Además, al descontextualizar los restos durante la remoción, se pierde irremediablemente información relevante. Lo anterior nos lleva a un problema asociado, que generalmente adquiere visibilidad durante la etapa de laboratorio. Éste refiere a cómo establecer el NMI en las fosas removidas, pues en ellas generalmente están ausentes las piezas óseas diagnósticas. A esto se suma que los restos en estado fragmentario son manipulados por numerosas personas, cada una con su propia mirada y generalmente con escasas medidas de conservación. En el caso de Calama, esto se torna evidente cuando, con la misma cantidad de piezas fragmentarias, distintos equipos individualizaron diferentes –y contradictorios– NMI. La situación descrita es particularmente problemática cuando los fragmentos no sólo son empleados para efectuar estimaciones académicas, sino también para establecer identidades que tienen valor jurídico y consecuencias civiles (además de generar daños psicológicos en los familiares). Allí es evidente que hay una responsabilidad que rebasa el ámbito científico y alcanza dimensiones éticas reprobables. También es importante resaltar el valor de los testimonios entregados por los testigos. Durante años, jueces y abogados de derechos humanos han logrado hacer hablar a los propios responsables de los crímenes y las remociones, despejando las informaciones contradictorias o falsas. A su vez, las prospecciones y excavaciones arqueológicas sistemáticas han ido comprobando la mayor parte de los relatos. Se establece, así, un diálogo entre | 75
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la arqueología y la historia oral que debe retroalimentarse cotidianamente en el transcurso de una investigación judicial. Por ello, siempre será recomendable la participación de un arqueólogo durante las declaraciones de los testigos, así como la visita conjunta del testigo y el arqueólogo a las áreas en que se encuentran los sitios de remoción. Nuestra experiencia con testigos en el terreno, y en el marco de solicitudes de información sobre las remociones en la Colonia Dignidad, Sitio Tacna y Lonquén, así lo atestigua. Lo mismo sucede cuando se necesita evaluar lugares de cremación, pues aunque en la mayoría de los casos los cuerpos se incineraron en hornos y parrillas al interior de los regimientos, en otros casos, como el de Colonia Dignidad, estas actividades se realizaron en un campo abierto. El espacio utilizado, por lo tanto, se trata de un sitio susceptible de evaluar desde un punto de vista arqueológico.
Conclusiones En más de 20 años vinculados al tratamiento de este tema, observamos la evolución experimentada por el SML en el uso de técnicas para identificar a las víctimas. Cuando se trató de cuerpos enteros y generalmente esqueletizados, siempre influyó en la elección de tal o cual técnica la preferencia personal del perito más que el avance multidisciplinario de la ciencia. Al inicio, se emplearon básicamente fichas antropomórficas para realizar la contrastación con las fichas de laboratorio19; luego se agregó la técnica de superposición facial20; y, más tarde, ante los errores cometidos y la imposibilidad de avanzar con las técnicas anteriores, se comenzó a emplear el ADN mitocondrial21. En la actualidad, vemos que el SML sólo es un depósito de cuerpos y los especialistas nacionales que allí trabajan no cuentan con la confianza de las autoridades políticas. Tanto es así que la unidad de identificación de ese servicio envía todas las muestras al extranjero, y un panel de expertos internacionales sanciona los resultados de cada nueva identificación. Junto con ello, observamos que las instituciones nacionales (universidades y laboratorios) no tienen ninguna injerencia en la problemática22. Igual cosa ocurre con los especialistas nacionales independientes, cuya participación en este tipo de casos está relegada a un segundo plano, pues cada vez que ocurre un hallazgo el SML recurre 19
Uno de los principales problemas que enfrentamos con las entrevistas de las Fichas Antropomórficas es la valoración que se da a cada información entregada por los familiares. Muchas veces, la misma resulta contradictoria respecto de una misma pregunta (como la estatura y la información dental). 20 El SML llegó a establecer identidades con el 100% de correspondencia entre fotos y cráneos; sin embargo, y a pesar de los errores cometidos, el método nunca se expuso ni explicitó ante la comunidad científica. 21 El ADN mitocondrial permitió exponer errores en las identificaciones del Patio 29 del Cementerio General de Santiago; pero, usado en fragmentos, no se mostró tan confiable. Por lo mismo, es urgente una reevaluación del método para su aplicación en este tipo de casos. 22 A pesar de la importancia de la problemática de los desaparecidos y ejecutados en Chile, de 3 universidades –1 estatal y 2 privadas– que imparten la carrera de arqueología, sólo una ofrece un ramo de antropología forense en su malla curricular. Asimismo, de las 4 universidades –2 públicas y 2 privadas– que imparten la carrera de antropología, ninguna ofrece un ramo como el señalado.
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a arqueólogos y antropólogos extranjeros para dirigir la investigación en terreno23. Sin embargo, y considerando que los jueces tienen plena autonomía en su investigación, algunos arqueólogos y antropólogos nacionales siguen colaborando activamente en causas judiciales, donde han podido demostrar la pertinencia de sus disciplinas para encarar tanto la excavación arqueológica como el análisis de laboratorio de los restos materiales. Así también, han podido participar con testigos (civiles y militares encausados), buscando los lugares de remoción señalados por éstos. En consecuencia, lo anteriormente expresado no significa que Chile no cuente con especialistas en la materia. Lo que sucede es que el grado de politización del tema al nivel de los organismos gubernamentales es tal que las instituciones y algunos especialistas evitan participar en los casos (que muchas veces se vuelven eternos en el laboratorio24) (Cáceres y Jensen 2007). En algunas ocasiones, se da la paradoja que en la excavación de los sitios han participado activamente funcionarios de las propias instituciones responsables de los crímenes y desapariciones25. Aunque la exhumación está penalizada en la legislación nacional con penas mínimas, los tribunales de justicia han señalado que estos desentierros forman parte de la operación “retiro de televisores” y, por lo tanto, no son simples exhumaciones ilegales que violan el artículo 322 del Código Penal. Por el contrario, representan el último eslabón de la cadena represiva de la dictadura. Desde esta perspectiva, forman parte de los delitos de lesa humanidad y son imprescriptibles de acuerdo a las convenciones internacionales. Finalmente, podemos señalar que la excavación de sitios removidos ha demostrado ser una fuente importante de datos para jueces y abogados de organismos de derechos humanos. Sin embargo, al estar insertas en un problema político, es evidente que las alternativas técnicas y científicas que se han planteado desde el ámbito de la arqueología y la antropología quedan relegadas a un segundo plano, en el que ha costado exponer y demostrar su pertinencia en la problemática. Por eso, consideramos que urge la realización de un catastro nacional de sitios removidos, tanto en el marco de la operación “retiro de televisores” como en posteriores remociones. En los sitios registrados se debería evaluar su potencial de intervención arqueológica y estado de conservación. La intervención de este tipo de sitios debe ser dirigida por un grupo de arqueólogos, antropólogos y conservadores, 23
Como la institucionalidad del Estado (SML, juzgados, gobierno y organismos de derechos humanos) no considera los sitios y sus artefactos, ecofactos y rasgos como elementos arqueológicos, no existe una política que implemente medidas para su estabilización, consolidación y conservación. Las mismas son de urgente necesidad, considerando que los procesos y los análisis se alargan interminablemente, y –en muchos casos– se va perdiendo la potencialidad de los elementos como medios de prueba. 24 La excavación arqueológica del Patio 29 ocurrió en septiembre de 1991 y, transcurridos casi 20 años, no hay certeza sobre la identidad de ninguno de los 126 cuerpos. Mientras tanto, los familiares de las víctimas continúan desfilando por las dependencias del SML para entregar datos o para que se les tomen muestras de ADN para contrastarlas con los esqueletos. 25 Esto ocurrió en el Sitio Quebrada Los Quillayes de Lago Rapel, en la comuna de Litueche, ubicado a unos 150 km al SO de Santiago, donde Carabineros colaboró en la excavación, la toma de muestras de terreno, y el resguardo de un sitio removido por sus propios funcionarios –quienes fueron responsables de los asesinatos.
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entre otros profesionales, que sean capaces de registrar y exponer los escasos materiales óseos y culturales aún presentes, puesto que esos restos se emplearán más adelante para identificar a las víctimas y enjuiciar a los culpables.
Agradecimientos A mi esposa Catherine Westfall, a mis hijos Maite y Martín por su infinita paciencia y aliento en esta labor. A los amigos del Programa de Derechos Humanos del Ministerio del Interior por su confianza y la generosidad con la información. A Kenneth Jensen, compañero en la porfía de seguir en estos temas.
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Capítulo 5. Rostros y voces del holocausto del palacio de justicia. Del olvido a la memoria José V. Rodríguez Cuenca
La justicia entre dos fuegos A las 11:30 de la mañana del 6 de noviembre de 1985, el “Comando Iván Marino Ospina”, integrado por 25 hombres y 10 mujeres del grupo guerrillero M-19, tomó por la fuerza el Palacio de Justicia en pleno centro de Bogotá (Colombia), donde funcionaba la Corte Suprema de Justicia y otras dependencias. Durante los primeros enfrentamientos murieron los pocos vigilantes y escoltas que opusieron resistencia a la entrada, y cayeron abatidos algunos guerrilleros. La fuerza pública reaccionó mediante un operativo de gran magnitud. Por un lado, el Presidente de la República Belisario Betancur Cuartas, contando con el apoyo de la clase política, dio la orden de no negociar; por el otro, los militares asumieron el control de la situación, aplicando todos los medios posibles. Se pretendía no repetir los angustiosos momentos de la toma de la embajada de República Dominicana. En ese entonces, varios diplomáticos permanecieron secuestrados por el grupo insurgente, siendo liberados posteriormente a cambio del cumplimiento de algunas peticiones (actitud que fue vista por el país como una señal de debilidad del Estado). En el intercambio de disparos, y durante el incendio producido por causas inciertas en el cuarto piso, perecieron civiles, insurgentes y militares. Entre los 98 muertos se encontraron 11 magistrados de la Corte Suprema de Justicia, 3 magistrados auxiliares, 12 auxiliares de los magistrados de la Corte, un magistrado auxiliar del Consejo de Estado, 2 abogados asistentes del Consejo de Estado, 4 auxiliares del Consejo, 3 conductores, el administrador del Palacio, 2 celadores de COBISEC, una ascensorista, 11 integrantes de la fuerza pública, 2 particulares visitantes, un transeúnte (Francisco Acuña), 8 empleados de la cafetería (4 mujeres y 4 hombres), una proveedora de pasteles, 2 visitantes más, 15 insurgentes identificados, 6 insurgentes sin reconocimiento médico y 12 insurgentes NN.
Despojos mortales y desaparecidos Además de las personas que lograron salir al inicio de la toma (unas 240), se salvaron otros 60 rehenes que escaparon del incendio y se refugiaron en un pequeño baño de 20 m² avanzada la noche del 6 de noviembre. Cerca de una docena de guerrilleros que se apertrecharon en este baño fueron “fumigados” por las Fuerzas Armadas; entre ellos, Andrés Almarales, uno de sus comandantes. Dos guerrilleras salieron con vida, Irma Franco Pineda, detenida y desaparecida el día 7 de noviembre, y Clara Helena Enciso, quien se refugió durante varios años en México hasta su deceso.
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No ha sido posible calcular exactamente el número de muertos. Por un lado, el Instituto de Medicina Legal reportó la labor de 94 necropsias –60 de cuerpos calcinados, 23 de ellos no identificados; entretanto, la Comisión de la Verdad registró 95 caídos. Dado que se expidieron 104 licencias de inhumación, el número de víctimas sigue en la incertidumbre. Los cadáveres fueron levantados desordenadamente de todos los rincones del edificio y dispuestos para observación en el primer piso. Previamente, por orden de los jueces 78 y 76 de Instrucción Penal Militar, fueron lavados con chorro de manguera por el cuerpo de bomberos. Este procedimiento alteró la escena de los hechos, perdiéndose importantes evidencias. Luego, los cadáveres fueron remitidos al Instituto de Medicina Legal para sus respectivas autopsias. Los cuerpos no identificados –por estar muy afectados por la acción del fuego– y los de la mayoría de los insurgentes fueron a parar a una fosa común en el Cementerio del Sur de Bogotá. Es posible que allí también terminaran cuerpos identificados incorrectamente por apoyarse en el uso de elementos indiciarios. De esta manera, se conformaron dos grupos de desaparecidos. El primero, reconocido como tal, está integrado por los empleados de la cafetería (8 personas), 3 visitantes y una guerrillera, sumando un total de 12 personas. Se han presentado testimonios sobre la supuesta tortura, asesinato y enterramiento clandestino de sus cuerpos. El segundo grupo está constituido por los 15 insurgentes identificados y 12 NN, además de Francisco Acuña, un empleado de Valher muerto en la acera de la carrera 8°, cuya identidad se perdió al ser enterrado en una fosa común sin ninguna seña particular.
La labor de identificación del CTI de la Fiscalía En 1996 el Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) de la Fiscalía General de la Nación fue encomendado por el Juzgado Segundo Especializado para iniciar las labores conducentes a la identificación del primer grupo de desaparecidos mediante Exhorto Penal 2505. Entre 1998 y 1999 se exhumaron y analizaron 261 esqueletos de la fosa común (149 correspondían a infantes, por lo que fueron descartados para cualquier análisis), dando lugar en 2001 a la identificación positiva mediante ADN de Ana Rosa Castiblanco. El resto de los esqueletos permaneció en las instalaciones del CTI (los más cremados, que podrían corresponder a los desaparecidos del primer grupo) o en el Laboratorio de Antropología Física de la Universidad Nacional de Colombia (los que podrían pertenecer a los desaparecidos del segundo grupo). Los familiares de las víctimas, los organismos de derechos humanos y el país en general claman por verdad, justicia y reparación. Los responsables directos del holocausto por acción u omisión, los integrantes del M-19 –considerados por unos “ilusionados combatientes” (Behar 1988: 136); por otros, entre ellos, el ex Procurador Alfonso Gómez Méndez, “buscadores de espectáculo político para llamar la atención” (Castro 2008: 284) o simples terroristas– no pudieron ser juzgados a raíz de la firma de una amnistía. Sin embargo, el M-19 ha reconocido que este acto constituyó su mayor error militar y político por el grado de extremismo empleado. Como bien lo ha reconocido el Senador 80 |
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Gustavo Petro, antiguo integrante del movimiento (Maya y Petro 2006: 28): “La guerrilla colombiana recorrió ese camino del extremismo de izquierda, bárbaro, irracional, al punto de que hoy es lo que es; el número de muertos fuera de combate que ha producido la acción guerrillera en Colombia es inmenso. Muertos contra la democracia, contra la libertad y el sentido de decoro revolucionario; eso no es ni puede ser una revolución”.
Las justas e injustas condenas El Ministerio de Defensa, el Ejército y la Policía Nacional fueron condenados por el Tribunal Contencioso Administrativo de Cundinamarca el 12 de diciembre de 2007 por la desaparición forzada y posterior homicidio de Ana Rosa Castiblanco Torres, empleada de la cafetería, cuyo cuerpo fue identificado en una fosa común. Los comandantes militares que organizaron la retoma del Palacio y no protegieron con la debida integridad las vidas de los rehenes fueron destituidos disciplinariamente por la Procuraduría General de la Nación (General Jesús Armando Arias Cabral, Comandante de la 13° Brigada, y el Coronel Edilberto Sánchez Rubiano, Jefe de Inteligencia). Los militares actualmente detenidos por la Fiscalía y encargados de la evacuación de los civiles se defienden de las graves acusaciones por los presuntos delitos de “secuestro agravado y desaparición forzada agravada” de los 8 empleados de la cafetería, 3 visitantes y una insurgente (Coroneles Alfonso Plazas Vega y Édgar Sánchez Rubiano, Capitán Óscar William Vásquez Rodríguez, Sargentos Viceprimeros Luis Fernando Nieto Velandia y Ferney Causayá, Sargento Segundo Antonio Rubay Jiménez). El Coronel Plazas (2006: 125) argumenta que, mientras la cúpula del M-19 fue perdonada y alcanzó altos cargos en el legislativo, los militares que “trataron de sacar con vida a los magistrados” han sido injustamente calumniados e infamados. Finalmente, respecto a la responsabilidad política del Presidente de la República Belisario Betancur, se afirma que la cúpula militar asumió el poder durante las maniobras de retoma del Palacio, acallando y aislando al ejecutivo bajo estricta vigilancia hasta la finalización de los hechos1.
Mucha historia y pocos resultados Sobre la investigación de los hechos existen más de 80.000 folios en el Juzgado Segundo Especializado, y se han escrito millares de páginas sobre aspectos judiciales (Diario Oficial 1986; Comisión de la Verdad, Caso 4119 de la Fiscalía General de la Nación), periodísticos (Peña 1987; Behar 1988; Hernández 1986; Carrigan 1993; Echeverry y Hanssen, 2005; Jimeno 2005; Castro 2008), forenses (Sánchez 2002; Rodríguez 2004), de derechos humanos (Giraldo 1988), políticos (Maya y Petro 2006) y militares 1
Declaración de la redactora de la Oficina de Prensa de la Presidencia Elvira Sánchez-Blake durante el mandato de Betancur. Registrada y publicada por el periodista Germán Castro Caycedo en su libro El Palacio sin Máscara (Castro 2008: 248).
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(Plazas 2006). Igualmente, se han producido varios videos que dan cuenta de los instantes de horror que vivieron las víctimas, los transeúntes y los actores de los enfrentamientos armados. El país entero se conmocionó e impresionó de manera tan profunda que aún hoy las nuevas generaciones siguen con interés los detalles de los acontecimientos en las páginas periodísticas. No obstante, existen documentos especializados a los que los periodistas no le han prestado la debida atención, como los protocolos de necropsia llevados a cabo en el Instituto Nacional de Medicina Legal entre el 7 y el 10 de noviembre de 1985 (No. 3741 a 3877), y el análisis de los restos óseos de las víctimas inhumadas en una fosa común del Cementerio del Sur de Bogotá entre el 9 y el 30 de noviembre de ese mismo año (ver informe parcial en Rodríguez 2004 y en los informes de la División Criminalística sobre el caso 4119 de la Fiscalía General de la Nación), que aportan información adicional sobre el suceso. Las presentes líneas tienen como objetivo aportar evidencias materiales con el propósito humanitario de lograr la identificación de las víctimas, sin importar su filiación política, y contribuir con la verdad, la justicia y la reparación, desde la perspectiva de la antropología forense.
La antropología forense hace que los restos óseos hablen y cuenten su historia Aprovechando que la mayoría de los restos óseos reposa en el Laboratorio de Antropología Física de la Universidad Nacional de Colombia, cada esqueleto se analizó con los estudiantes del Posgrado de Antropología Forense, con el fin de obtener un perfil bioantropológico (sexo, edad, características morfométricas, estatura, lesiones, rasgos dentales, aspectos tafonómicos). Posteriormente, estos rasgos se plasmaron en una reconstrucción facial plástica que permitió ilustrar lo observado, conjuntamente con las fotografías del proceso y de los rasgos individualizantes (traumas, morfología facial y dental). Finalmente, los datos osteológicos se cotejaron con la información recabada en los protocolos de necropsia (lesiones, estado del cuerpo) y la suministrada por los familiares de los caídos (especialmente, traumas ante mortem). En julio de 2005, el Dr. Francisco Hernández Valderrama, asesor del Despacho del Ministro del Interior y Justicia, en nombre del señor Ministro Dr. Sabas Pretelt de la Vega, en carta dirigida al señor Rector de la Universidad Nacional de Colombia, Dr. Ramón Fayad Nafah, informaba sobre “el interés del Gobierno Nacional en la identificación de los restos del Palacio de Justicia entregados en custodia a la Universidad Nacional de Colombia, que reposan en el Laboratorio de Antropología Física, y en la gestión de regresarlos a sus familias”. Solicitaba, además, que la Universidad “designara el recurso humano y el espacio físico necesario para completar la identificación de dichos restos. En particular, le agradeceríamos facilitar la participación del doctor José Vicente Rodríguez y de su equipo del Laboratorio de Antropología Física, quienes iniciaron esta importante labor”. Como resultado, se han obtenido varios perfiles bioantropológicos compatibles con un civil, un funcionario del Palacio de Justicia y una decena de insurgentes. Estos 82 |
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informes fueron conocidos por el Juzgado Segundo Penal del Circuito Especializado en 2005, la Fiscal Cuarta delegada ante la Corte Suprema de Justicia y los implicados en el proceso, quienes han brindado declaraciones imprecisas que ameritan su esclarecimiento2. El enigma del magistrado Carlos Horacio Urán Rojas Este magistrado no murió por las heridas causadas por los fragmentos del rocket disparado al interior del baño donde se había refugiado junto a otros 60 rehenes de la guerrilla, sino por un proyectil 9 mm disparado contra su cabeza a contacto. En el protocolo de necropsia No. 3783-85 se reporta laceración cerebral por PAF (proyectil de arma de fuego) y un tatuaje en el frontal izquierdo. Su cuerpo desapareció por 24 horas después de la “operación limpieza” y fue descubierto el 8 de noviembre en la morgue, al lado de los cadáveres de los guerrilleros. Es decir, fue confundido con un guerrillero o muerto intencionalmente después de salir del baño. Ello amerita una exhaustiva investigación, pues el Dr. Urán adelantaba algunos procesos por presunta violación a los derechos humanos. La angustia de la familia Acuña Jiménez René Francisco Acuña Jiménez, empleado de Valher, identificado con la C.C. 19.427.260 de Bogotá, 29 años de edad, 165 cm de estatura, transitaba por la carrera 8° cuando sufrió un impacto de bala en el tronco, lo que le ocasionó la muerte. En el protocolo de necropsia No. 3764-85 se señala que tenía una lesión por PAF en el tórax, un OE (orificio de entrada) en la región clavicular interna derecha y un OS (orificio de salida) en el hipocondrio izquierdo. También presentaba una prótesis superior y dentición inferior incompleta. Un quemón en la cresta ilíaca antero-superior izquierda sólo comprometía la piel. Su madre, Ana Beatriz Jiménez, llegó a la morgue con el ataúd para enterrar a su hijo; pero le fue negado ese derecho. Durante el transporte al Hospital de la Hortúa se traspapelaron sus documentos de identidad y fueron sustituidos por los de otro ciudadano (Ricardo Mora González). El esqueleto No. 62, por sus características dentales y corporales, además de por su lesión ante mortem (fractura antigua de clavícula derecha), parece compatible con Francisco Acuña. Un magistrado busca su hogar Llama la atención el esqueleto No. 35, quizás el último cuerpo del Palacio en ser sometido a necropsia e inhumación (nivel 3 de la excavación de la fosa común). Se trata 2
Por ejemplo, el Coronel retirado Alfonso Plazas Vega ha declarado que los análisis adelantados por el Laboratorio de Antropología Física de la Universidad Nacional de Colombia son de tipo craneométrico y sólo sirven para establecer la edad, el sexo y la estatura (El Espectador 2008: 3A). Sin embargo, además de los estudios osteométricos se adelantó un análisis osteopatológico y dental, incluida la respectiva reconstrucción facial, lo que brinda un perfil bioantropológico más amplio que permite la identificación indiciaria de los restos y una aproximación sobre las circunstancias de su muerte. Plazas Vega también ha insistido que no existen desaparecidos, pues sus cuerpos se encontrarían en el laboratorio. Sin embargo, hasta el momento no disponemos de pruebas científicas que permitan sustentar esta declaración.
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de un individuo masculino mayor (40-60 años), de baja estatura (160-170 cm), con pérdida antigua de dientes maxilares (usaba una prótesis total superior fija) y pérdida parcial de dientes mandibulares (había perdido los molares y usaba una prótesis parcial inferior removible en acrílico, que fue hallada junto al cadáver). Poseía el diente 45 obturado con resina oclusal en fosa mesial, caries gingival vestibular y alvéolos en proceso de cicatrización en 31 y 32. De contextura gruesa, cabeza redonda, manos y pies gráciles, este individuo presentó ausencia de cierre de los arcos neurales de las vértebras C1 y L5 (espondilólisis), y un sacro semibífido (debió haber padecido dolores en toda la columna vertebral). Fue encontrado con un traje oscuro costoso, hecho a medida por la sastrería Ibagué, con fragmentos de vidrios de seguridad en las rodillas y otras partes del cuerpo (Barreto 2008). El rostro fue destruido por el fuego (de la cabeza sólo se conservó la parte posterior, y de la cara, parte del maxilar y la mandíbula), que también afectó el tronco y las extremidades superiores e inferiores. Ello indica que la persona pudo hallarse en el cuarto piso. Este cuerpo puede corresponder al protocolo No. 3877-85 (NN, individuo masculino adulto, 160 cm de estatura, con macizo cráneo-facial calcinado; sólo falta el hueso frontal; trae adheridos fragmentos de vidrio a los tejidos blandos; no hay piezas dentarias aunque los maxilares están parcialmente preservados), uno de los últimos en ser sometidos a necropsia (ingresó el 10 y se le practicó la autopsia el 11 de noviembre de 1985, a solicitud de la Unidad Móvil de Levantamientos del Departamento Administrativo de Seguridad). El cadáver fue descubierto entre los escombros cuando el Juez Segundo Especializado realizaba una diligencia de inspección judicial el 10 de noviembre, tres días después de los infortunados sucesos (Diario Oficial 1986: 43). De este cuerpo se obtuvo una muestra biológica para efectuar un análisis genético, siendo descartado del grupo de desaparecidos. A juzgar por sus características osteobiográficas, tafonómicas y las prendas asociadas, pudo tratarse de un funcionario de alto rango del cuarto piso del Palacio de Justicia (quizás un magistrado), cuyo cuerpo fue entregado incorrectamente. Su espíritu ronda el Laboratorio de Antropología Física en un intento desesperado por salir, como lo atestiguan varias personas que dicen haberlo visto. Se afirma que lo último que hizo en medio del humo y la confusión fue salvar por una ventana a una mujer de pelo negro que trabajaba con él. La suerte de Ana Rosa Castiblanco Según el testigo Ricardo Gámez Mazuera, Ana Rosa Castiblanco fue conducida a la Escuela de Caballería en un camión, donde dio a luz a un niño que fue arrebatado por un suboficial. Posteriormente fue torturada y asesinada, y su cuerpo arrojado a una fosa común para desaparecerla (Castro 2008: 133-134). Sin embargo, en el protocolo de necropsia No. 3800 del 7 de noviembre de 1985, se describe a una mujer embarazada y carbonizada. Su cuerpo fue levantado mediante acta No. 1173 y enterrado el 9 de noviembre. Mediante estudios de ADN, sus restos fueron identificados plenamente por 84 |
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los laboratorios de genética forense de la Fiscalía y el Instituto de Medicina Legal. Esto significa que no fue conducida a ningún establecimiento militar para torturas, restándole importancia a la anterior afirmación. Por otro lado, la Procuraduría concluyó que Gámez Mazuera no formaba parte de ningún organismo del Estado entre el 6 y 7 de noviembre de 1985. Consecuentemente, no pudo ser testigo presencial de los hechos (Plazas 2008: 3A). Si bien es cierto que esta condena es injusta en el caso de Castiblanco, pues no hubo desaparición, no parece serlo en lo referente a otros empleados de la cafetería. Sus cuerpos no aparecen por ningún lado y los documentos del B-2 hallados recientemente implican al Batallón Charry Solano en posibles torturas y asesinatos (El Tiempo 2008: 1-10). La suerte de los empleados de la cafetería y visitantes Del cuarto piso se explica la presencia de 32 personas muertas (magistrados, magistrados auxiliares, funcionarios de Secretaría, un capitán de la Policía, escoltas, la ascensorista y un visitante ocasional); los otros 25 fallecidos son guerrilleros o civiles. Entre ellos, se encontrarían algunas empleadas de la cafetería y visitantes que quizás fueron trasladados a esta parte del edificio (Diario Oficial 1986: 49). Por otro lado, al cotejar el número de cadáveres entregados con los no reclamados, quedan 7 cuerpos que no son ni de funcionarios del Palacio ni de insurgentes. Éstos corresponderían a empleados de la cafetería o visitantes, quedando –en consecuencia– al menos 5 individuos desaparecidos totalmente (entre ellos, la guerrillera Irma Franco). Entre los cadáveres carbonizados hallados en el cuarto piso estarían los de Ana Rosa Castiblanco (empleada de la cafetería), identificada por las autoridades, y posiblemente Norma C. Esguerra (visitante), de quien se hallaron piezas de un collar de su pertenencia (Diario Oficial 1986: 50). Uno de los cuerpos, posiblemente femenino, fue entregado incorrectamente a la familia del magistrado del caso 35 (Protocolo de necropsia No. 3877-85) que ya mencionamos. No se dispone de información de las visitantes Lucy Amparo Oviedo y Gloria Anzola de Lanao, ni de los empleados de la cafetería, Cristina del Pilar Guarín, Gloria Estela Lizaraso, Luz Mary Portela, Carlos A. Rodríguez, Bernardo Beltrán, Héctor Jaime Beltrán y David Suspes. Sin embargo, en la declaración de 1989 del testigo Ricardo Gámez, ex policía, a la Procuraduría (El Tiempo 2008: 1-10) se sostiene que el Coronel Plazas Vega se basaba en la hipótesis de que en la cafetería se escondían armas para la guerrilla. Por consiguiente, los empleados eran sus cómplices y debían ser interrogados. Según esta versión, el oficial habría solicitado la tortura de Carlos A. Rodríguez, su administrador: “Me lo llevan, me lo trabajan y cada dos horas me dan informe… Le introdujeron agujas en las uñas y luego se las arrancaron… El señor Rodríguez Vera fue sometido a torturas durante cuatro días, sin suministrársele ningún alimento ni bebida. Fue colgado varias veces de los pulgares y golpeado violentamente en los testículos mientras colgaba… Él siempre manifestó que no sabía nada de nada ni entendía lo que estaba pasando” (El Tiempo 2008: 1-10). Las investigaciones han demostrado que estos empleados no tuvieron ninguna relación con el M-19. | 85
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Las lecciones cruentas de la historia del conflicto colombiano Después de 23 años, los sucesos del Palacio de Justicia han dejado claras lecciones para el país. En primer lugar, como lo reconoció el Senador Gustavo Petro, la lucha armada no tiene sentido en Colombia, pero sí deja amargas páginas en nuestra historia y en el seno de las familias afectadas directamente. Madres y hermanos buscan a sus víctimas para enterrar los dolorosos recuerdos que ni las tumbas pueden sepultar. En segundo lugar, la represión estatal y el afán de cubrir las evidencias de comportamientos transgresores de las leyes nacionales e internacionales, condujeron a que se enterraran como NN cuerpos de víctimas de este conflicto. Ello provocó que el duelo quedara inconcluso, afectando aún más los núcleos familiares. En tercer lugar, las autoridades que iniciaron las labores de exhumación e identificación de víctimas y victimarios dejaron el proceso abierto por la falta de una consciencia de verdaderos servidores públicos (y no de simples burócratas que dejan las investigaciones judiciales a medias, buscando muchas veces el protagonismo institucional). El problema de la identificación de las víctimas del holocausto del Palacio de Justicia ha puesto en evidencia las fortalezas, vacíos y deficiencias que afectan el buen desempeño de los operadores forenses del Estado en el campo de la identificación. Una sola persona identificada de casi 100 esqueletos exhumados hace 10 años en una fosa común del Cementerio del Sur, y apenas el 10% de los 1800 exhumados por la Ley de Justicia y Paz, así lo demuestran. Una de las recomendaciones más apremiantes que han señalado las entidades internacionales como el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) es la necesidad de estrechar los contactos con los familiares. Al fin y al cabo, ellos son los interesados directos en la identificación de sus víctimas, los que aportan la información ante mortem necesaria para el cruce de los datos, y los que denuncian violaciones a los derechos humanos ante las entidades nacionales e internacionales, con alto riesgo para sus vidas (dadas las condiciones del conflicto armado colombiano). Esta problemática tiene dos caras: por un lado, la falta de atención psicosocial de las instituciones del Estado hacia los familiares, con el fin de reducir las prevenciones hacia todo lo que sea gubernamental (pues existen acusaciones en ambos sentidos); por otra parte, la falta de unidad en las organizaciones de familiares de desaparecidos (lo que permitiría presentar un frente ante una problemática común). Infortunadamente, el dolor, el odio y las prevenciones han provocado un ambiente pesimista difícil de superar. Como lo han demostrado estudios con familiares de las víctimas, la tragedia contamina cuerpos, grupos y toda la sociedad (Giraldo 2004; Peláez 2007). Si los familiares participaran con mayor entusiasmo en la búsqueda de sus desaparecidos, se podría actualizar la información sobre el número real de desaparecidos y aportar información suficiente para la plena identificación. Según la experiencia de otros países como Argentina, España, Guatemala y Perú, la antropología judicial, legal, criminal o forense juega un papel protagónico en el proceso de búsqueda, excavación e identificación de los restos de los desaparecidos de toda la historia
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de los conflictos iberoamericanos. Los especialistas “rescatan [a los desaparecidos] de la ignominia y del olvido y los retornan a la vida en forma de memoria, porque la memoria es la vida de los muertos” (Fuentes 2005: 30). Para ello consideran los rostros (retrato antropológico) como las voces (lo que dicen los huesos y dientes) del pasado (Rodríguez 2004). Como epílogo, vale la pena plantear algunas recomendaciones. Ante todo, que los familiares reclamen a sus víctimas para un entierro decoroso: René Francisco Acuña Jiménez, William A. Almonacid, Diógenes Benavides Martinelli (ciudadano panameño), Jesús Antonio Carvajal Barrera, Orlando Chaparro Vélez, Elkin de Jesús Quiceno, Héctor Arturo Lozano Riveros, Fernando Rodríguez Sánchez, Jesús Antonio Rueda Velasco, Ariel Sánchez Gómez, Dora Torres Sanabria, Edison Zapata Vásquez. Para tal efecto, el Juzgado Segundo Especializado debe emitir las respectivas actas de defunción. En segundo lugar, los familiares de los magistrados que tengan dudas sobre la identidad de los cadáveres que les entregaron deben acercarse a la División Criminalística de la Fiscalía General de la Nación para entregar muestras biológicas que se cotejen con el ADN ya extraído del esqueleto No. 35. El cuerpo enterrado puede corresponder a una de las personas reportadas como desaparecidas. Finalmente, como las autoridades solamente han muestreado genéticamente 28 esqueletos (13, 17, 18, 34, 35, 40, 42, 43, 44, 45, 50, 51, 52, 53, 54, 55, 67, 68, 69, 70, 72, 73, 74, 75, 76, 77, 78, 80) de los 92 adultos exhumados, es importante finalizar el procedimiento de muestreo con técnicas de laboratorio más modernas y precisas. Si las personas reportadas como desaparecidas no aparecen en este listado, es porque definitivamente fueron retenidas y asesinadas por las autoridades estatales, quienes deben ser juzgadas y sancionadas por este acto de violación a los derechos humanos, y sus familiares reparados histórica y materialmente.
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Sección II Prisiones y centros de detención
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Capítulo 6. De las identidades políticas... A la construcción de la memoria colectiva1 Silvia Bianchi, Josefina Baster, Sebastián Bluhn, Luciana Brugé, Mirna Calamari, Matías Casadey, Gonzalo Compañy, Gabriela Gonzalez, Lisandro Gonzalez, Mariano Huss, Fabricio Loja, Leonardo Ovando, Patricia Pognante, Laura Quemada, Laura Roda, Roberto Román, José Antonio Rubio, María Luz Silva, Keila Sulich, Mariana Tovo A la memoria de Roberto Atencio, militante de la Juventud Universitaria Peronista, Montoneros
El presente capítulo pretende dar cuenta de un conjunto de reflexiones que forman parte del proceso realizado por el Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural (EIMePoC) en el marco del proyecto “Antropología Política del Pasado Reciente: Recuperación y Análisis de la Memoria Histórico-Política (Rosario, 1955-1983)”. Dentro de dicho proyecto, nos propusimos recuperar como espacio de memoria el principal ex centro clandestino de detención de la ciudad de Rosario (Provincia de Santa Fe, Argentina)2. Para ello partimos de la concepción de un “sujeto histórico”3 que permitiera la construcción simbólica de un “sujeto político” de nuestro pasado reciente, en tanto clave interpretativa para la comprensión de las diversas identidades políticas que se constituyen en un tiempo y lugar determinados. El mencionado ex centro, también conocido como “El Pozo” o Servicio de Informaciones, se encuentra ubicado en una de las esquinas del edificio de la ex Jefatura de Policía de la Provincia de Santa Fe, perteneciente a la Unidad Regional II, en pleno centro de la ciudad de Rosario. El mismo formó parte de la lógica represiva de la última dictadura militar, funcionando entre los años 1976 y 1979, período en el cual se convirtió en el epicentro del terrorismo de estado en la región. A partir de 2003 parte de este edificio es remodelado para su utilización como 1
Una versión preliminar de este texto fue presentada en el Simposio “Memoria y Espacios Sociales”, en el marco del VIII Congreso Argentino de Antropología Social, Salta, 2006. 2 Los organismos de Derechos Humanos y las autoridades provinciales firman un convenio para iniciar las tareas de recuperación del ex centro clandestino y crear un “Centro Popular de la Memoria” bajo el decreto provincial número 0717 del 9 de mayo de 2002, convocando a la Lic. Silvia Bianchi como Coordinadora Científico-Técnica del mismo, constituyendo el Equipo de Investigación por la Memoria Político Cultural (EIMePoC). 3 Entendemos por “sujeto histórico” a todo aquel sujeto social atravesado por un contexto histórico-político específico que lo constituye.
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De las identidades políticas... a la construcción de la memoria colectiva
Sub-Sede del Gobierno de la Provincia de Santa Fe, Plaza Cívica y Museo de Ciencias Naturales. En este contexto, el Pozo continúa siendo un espacio de memoria coordinado por un reducido sector de organismos de derechos humanos, quienes hacia fines de dicho año dieron por concluidos los trabajos de investigación en el lugar. Al comenzar el trabajo nos preguntamos por qué este sitio vacío, sin muebles, húmedo, oscuro, sin rejas... con una espacialidad circular en tres niveles, con algunas inscripciones en las paredes, permanecía “oculto” en la majestuosidad afrancesada de un edificio público. ¿Qué relación podía establecerse entre la actual Sub-Sede del Gobierno Provincial y el pasado centro clandestino de detención, tortura, desaparición y muerte de personas durante la última dictadura militar? ¿Qué hacer? ¿Cómo? ¿Qué antecedentes teórico-metodológicos consultar para comenzar a recuperar un ex centro clandestino? ¿Con quiénes? ¿Cómo transformar este “lugar” en un “lugar significativo de la memoria”? ¿Qué memoria? ¿De quiénes? ¿Memoria? ¿Memorias? ¿Desde cuándo? ¿A partir del 24 de marzo de 1976 o antes? Hoy, luego de nueve años de trabajo, podemos intentar aproximarnos a algunas respuestas que permanecen abiertas y en constante reformulación. Porque si construimos alguna certeza fue la de poder dimensionar la densa complejidad que reviste esta problemática. Posicionados desde el paradigma dialéctico-crítico4, fuimos construyendo una concepción de memoria que, como noción de totalidad (Argumedo 1993), procuró comprender –en un sentido amplio y dinámico– lo que había sido silenciado e ilegitimado. Ello puso en permanente tensión la relación del sujeto investigador con el sujeto de la problemática a investigar, priorizando el conflicto y la contradicción como motor de la producción de nuevos conocimientos. El conjunto de saberes y sentidos que cada sujeto explicitaba respecto del tema iba constituyendo la red de significaciones que habilitaba la emergencia de historias con sentido, que daban cuenta de la conformación de las distintas identidades generacionales en juego. Este esfuerzo de síntesis pretende compartir algunos de los núcleos problemáticos que consideramos clave en la reconstrucción de nuestro pasado reciente, en términos de su dimensión teórico-metodológica, y en tanto aporte a una concepción de pasado que incluye los procesos históricos y el sujeto emergente de los mismos como totalidad. En 4
Sostenemos que toda producción de conocimiento posee dos dimensiones: la epistemológica y la política, que remiten a cómo es construido el conocimiento, qué es lo que se investiga, para quién y contra quién. Es decir, cómo la teoría se traduce de manera que pueda modificar relaciones sociales, resignificar y dignificar valores, en una permanente relación tensional con una práctica en la que el sujeto investigador se reconoce como portador de un conjunto de valores que se enuncian en una concepción del mundo, de sociedad y del conjunto de relaciones sociales que configuran a los hombres que viven en un cierto contexto histórico-social. Es este posicionamiento el que permite mutar la relación “sujeto investigador-objeto de la problemática” en “sujeto investigador-sujeto de la problemática”, en tanto el otro es concebido como un sujeto del saber desde cuya particularidad se habilitan y construyen saberes colectivos, sociales, políticos e históricos (Bianchi 2005; EIMePoC 2008)
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este sentido, surgen como enunciados tensionales –y, por lo tanto, conflictivos– aquéllos que dan cuenta de las relaciones “identidad-memoria”, “memoria-política” y “memoriaconstrucción colectiva”. Los enunciados que fueron apareciendo en los términos de estas relaciones forman parte del proceso de síntesis del conocimiento actual, lo que hace necesario una breve descripción del sujeto investigador que comenzaba a abordar el problema. Los jóvenes universitarios de los ‘90s debimos “des-ocultar” un imaginario social heredado, cuyas raíces se nutrían y se nutren en la denominada “teoría de los dos demonios”. Esta teoría, que comienza a oírse en los años ‘70s pero cuya influencia perdura hasta el día de hoy, caracteriza la conflictividad de la violencia política en nuestra historia reciente mediante la estigmatización maniquea de dos sectores opuestos, minoritarios y alejados de la población: “los militares” y los “guerrilleros”. En este contexto, la sociedad de los ‘70s es entendida en términos unívocos como espectadora de una espiral de violencia, ajena a su propia idiosincrasia. Como contrapartida a la “teoría de los dos demonios”, sectores y organizaciones sociales reivindicativos de los derechos humanos se vieron condicionados por una línea discursiva desarrollada en los años de la dictadura. La misma tendía (y continúa tendiendo) a victimizar a los muertos y desaparecidos mediante la anulación de sus concepciones y prácticas políticas tras enunciados que rescataban las mejores cualidades de una generación. Las versiones monolíticas que emanaban de ambas perspectivas podían reconocerse en estos dos enunciados: “eran jóvenes idealistas que soñaban con un mundo mejor” o “eran parte de la subversión marxista y atea, importada para destruir nuestro modo de vida occidental y cristiano”. Estos discursos regían nuestras explicaciones acerca del pasado reciente cuando comenzamos a investigar en el ex centro clandestino. Representaban una concepción de nuestra historia con actores que encarnaban relaciones dicotómicas y fragmentarias en “un todo armónico”, ocultando el conjunto de contradicciones y conflictos inherentes a la dinámica de los procesos sociales, políticos, económicos y culturales, y –con ello– a la emergencia y portación de las diferentes identidades políticas. Cabe entonces preguntarse si, durante las últimas décadas, la negación sistemática de buena parte de los organismos de derechos humanos sobre la identidad política y la apropiación de la violencia como una de las formas de expresión de “lo político” en la generación de 1970, no estaría relacionada con los discursos –condenados al olvido– que pusieron en crisis a la familia, la Iglesia, el Ejército, la Universidad como conjunto de instituciones reproductoras del orden social. Es importante señalar que actualmente el contexto de discusión se ha modificado notablemente, dada la ampliación de investigaciones sobre la temática, la inclusión de otros sectores sociales en el debate, el reinicio de los juicio a los represores, la anulación de las “leyes del perdón”. Estos factores, entre otros, han posibilitado la emergencia de nuevas “lecturas” del pasado reciente que, no obstante, en palabras de Casullo (2006a: 33): | 93
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“es posible reflexionar dentro de esta sucesión de tiempos problemáticas de la memoria, la ausencia manifiesta de un claro relato explicativo que contuvo en otras latitudes la crónica moderna capitalista: el del fracaso de las experiencias revolucionarias que se autopercibieron como portadoras de un cambio social radical. Dicho de manera escueta: la imposibilidad que tiene la Argentina política e intelectual de llamar por su nombre a una gran parte de ese pasado violento y trastocador, en directa relación a lo que pensaron y actuaron los propios protagonistas de aquella encrucijada luctuosa tanto por izquierda como por derecha”.
De esta manera, en el desarrollo de nuestra investigación, la categoría “conflicto”, quintaesencia de lo político, comenzó a atravesar las distintas problemáticas surgidas: conflicto con las versiones del pasado heredadas, conflicto con los modos en que fueron transmitidas, conflicto con las instituciones responsables de esa transmisión (tanto públicas como privadas), conflicto con quienes se adjudicaron versiones individuales del pasado como verdad única (absoluta e irrefutable). Versiones, instituciones, individualidades, transmisión… que lograron despejar a las orillas de la memoria el conjunto de relatos y consignas del sujeto protagonista de esta historia. ¿Podíamos pensar –como investigadores– en abordar estas problematizaciones, estas ausencias, estos silencios, desde el paradigma académico vigente que obligaba, necia y necesariamente, a anular el conflicto que se producía en todo sujeto que mirara, viviera e interpretara el mundo? ¿Debíamos hacer caso omiso al mandato epistémico de la objetividad y la neutralidad valorativa y, por lo tanto, de la externalidad respecto de nuestro “objeto de estudio”? ¿No corríamos el riesgo de caer en el autismo descriptivo ahistorizante, perdiéndonos la posibilidad de analizar una historia que –al constituirnos– más que describirnos nos explicara? Estas preguntas, a su vez, nos permitieron enunciar quizás la más “densa” de las preguntas: ¿Podíamos –nuevamente– ubicarnos en “las orillas de la ciencia” y recuperar a la poesía como expresión de la tragedia que estimulara la memoria y, con ella, la búsqueda de justicia... aunque tentara a la venganza... irrumpiera en la armonía por instalar el conflicto... pusiera en duda la legitimidad de la democracia liberal como expresión máxima de las instituciones rectoras del orden social y político? Al decir de Aníbal Ford (1982: 5): “conozcamos, afirmemos, consolidemos nuestra identidad y desde ahí conozcamos. Si la identidad está fragmentada, bloqueada, desviada, si no tenemos conciencia desde dónde o cómo conocemos no podemos discutir con idoneidad las opciones que nos presenta la realidad. Se trata de un problema o de una corrección epistemológica anterior a la discusión doctrinaria [...] del diagnóstico en nuestra cultura de una patología epistemológica [...] del análisis de las formas en que aprehendemos las cosas resulta la decodificación de la propia realidad. Todo nuestro problema consiste en empezar a ver las cosas desde el ángulo de nuestra realidad, la individual y la colectiva”.
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Recuperar esas paredes, caminar por esos pasillos, reconstruir aquellas experiencias de detención, tortura y desaparición, y articularlas con las voces, las miradas y los silencios de quienes recorrieron ese lugar durante la experiencia realizada sólo fue y es posible gracias a la licencia de introducir la metáfora en la escucha, en el registro, en el diálogo... gracias a dejar entrar la poesía. Desde allí, fuimos abriendo la posibilidad de repensar qué era y qué es esto de lo político. En una primera instancia, consideramos que recuperar el sentido de lo político era legitimar la relación de un nombre personal y su pertenencia a una organización política: “Pedro Díaz, Partido Revolucionario de los Trabajadores”... “María Gómez, Montonera”. Creíamos que esto solo bastaba para reconstruir la relación histórica intergeneracional que había sido quebrada y, por consiguiente, permanecía desconocida en su potencial significante de transmisión de un pasado. ¿Cuándo es posible comenzar a hablar de una identidad política que no remita simple y solamente a la mención de una sigla, al nombre de una organización, de un partido político, para dar cuenta del portador de una identidad política? Desde una mirada retrospectiva del proceso investigativo, ¿dónde y cuándo se produce una ruptura epistemológica que permita comenzar a pensar una instancia superadora de la dicotomía “víctimas o demonios”? Cuando intentamos ubicar las fisuras de aquellos discursos legitimados, irrumpió lo humano como constituido por lo político, y lo político como constituyente de lo humano. Allí, la emergencia del conjunto de relaciones de sentido comenzó a dar cuenta de las diferencias que permitieron el reconocimiento de un sujeto que –en tanto político– se posicionaba respecto de una historia. Una historia que se traducía en una identidad capaz de condensar y expresar aquellos hechos, aquellas acciones, aquellos valores, aquellas pertenencias y que, al mismo tiempo que reconocía la particularidad de un posicionamiento –“soy”–, permitía enunciar aquello que “no era” en relación con la totalidad de un contexto histórico-político. El reconocimiento de este sujeto permitió –por un lado– comenzar a recuperar la legitimidad de la voz del protagonista de ese período histórico y –por otro– dar con la categoría “sobreviviente”. Así, la concepción de memoria fue tomando cuerpo en las memorias de historias particulares, que al mismo tiempo hablaban de historias de muchos otros, de sus proyectos, de sus convicciones, de sus diferencias. Un sujeto de carne y hueso que, recorriendo ese lugar siniestro –el de su detención, tortura y desaparición– comenzó a recorrer sus recuerdos y olvidos, sus amores y odios, dolores y pasiones. Fueron instalándose “actos de memorias” particulares, habilitadores de un diálogo entre quienes vivieron la tragedia y quienes la heredaron, restituyendo la posibilidad de que cada uno se sintiera parte de una historia común. En la medida que la propuesta investigativa fue incluyendo al sobreviviente, y éste fue simultáneamente re-conociéndose en su pertenencia a un momento histórico y legitimándose en una identidad política, comenzó a construirse otro lenguaje que impuso | 95
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al pasado reciente como una metáfora de la memoria, y a la política como una poética capaz de recuperar la pasión. Esto nos condujo necesariamente a la pregunta fundante de lo humano, que no es sino la pregunta por el sentido de la vida y la muerte. Esta pertenencia identitaria, en tanto que política, también permitió recuperar el cuerpo del desaparecido, no sólo su materialidad, sino también –en su sentido más profundamente simbólico– su alma; es decir, el conjunto de valores y concepciones por las cuales vivió y también por las que murió. En este sentido fue que re-descubrimos que la transmisión del pasado reciente, en tanto habilitadora de la inclusión de las nuevas generaciones, tenía que realizarse en términos de recuperar esas historias políticas, esas historias militantes... que nos hablaban de otro contexto y de una subjetividad que –en última instancia– fue la que se buscó romper a partir del ‘76. Teníamos que aproximarnos a una subjetividad epocal, configurada en el proceso socio-político precedente, desde el cual poder reconocer líneas de ruptura y continuidad en el presente. De esta manera, abordar la subjetividad de la generación del ‘70 no sólo implicó recuperar sus rasgos constitutivos en la generación precedente –la de la década de 1950–, sino además incursionar en una forma de interpretación del pasado que incluyera las versiones e interpretaciones de los acontecimientos vividos por las generaciones anteriores, en términos de los patrimonios culturales heredados –y, por lo tanto, constitutivos– de cada generación. En los relatos surgidos a partir de la irrupción del sobreviviente comenzaron a emerger aquellos acontecimientos que formaban parte de su “ser social identificado” (Argumedo 1993). Así, el Mayo Francés o los bombardeos a la Plaza de Mayo, el 17 de Octubre o la Revolución de 1917, el mito del retorno de Perón o la Revolución Cultural de Mao, nos permitieron reconstruir un lenguaje político que, en términos sociales y culturales, daba cuenta de posturas, adhesiones y desencuentros; y que, al caracterizar lo propio, caracterizaba lo opuesto: “cabecita negra”, “gorila”, “bolche”, “trosco”, “burócrata”, “de base”. Estos enunciados permitieron aproximarnos a un conjunto de redes significantes que articularon de manera inescindible lo político y lo cultural (“des-ocultando” una trama simbólica desde la cual emergió la puesta en juego de pasiones), y definieron la memoria como un espacio de conflicto político. Coincidimos con Alcira Argumedo (1993: 207) cuando expresa que: “aún en períodos de crisis profundas y de atomización social, las memorias colectivas y culturales, las experiencias familiares, los saberes incorporados, juegan como referentes para diseñar las mínimas respuestas de supervivencia en la vida cotidiana. Por lo demás, las dificultades para articular una propuesta alternativa en esos períodos de grave disgregación social, no significa que se disuelvan las identidades y las creencias más profundas”.
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Identidades políticas y creencias sociales que comenzaron a dimensionar la necesaria relación de un sujeto histórico con un proyecto político-cultural, y que –al expresar un vínculo de pertenencia– reconocieron la posibilidad de traducir en una práctica actos de militancia y actos de resistencia. Sobreviviente, entonces, no sólo fue aquél que vivenció la detención-desaparición en un centro clandestino, sino todo aquél que debió organizar su vida en torno al silenciamiento del saber de la represión, construyendo prácticas cotidianas de preservación de la vida que –a la vez– instalaron resistencias subyacentes. Tal como lo señalara Hugo Papalardo, sobreviviente del ex centro clandestino: “la categoría de sobreviviente debe incluir la de resistir; es sobreviviente aquél que luchaba y no lo pudieron matar. No podían matar a todos porque había una resistencia. No es la resistencia de agarrar un fierro y nada más; es la resistencia de decir ‘yo no estoy con esto’, ‘yo me opongo’; es estar en una posición antagónica con la dictadura que te dominaba. Por eso, sobrevivencia la vinculo con resistencia”5.
Poder relacionar términos como sobrevivencia-resistencia nos interpeló, una vez más, acerca de la concepción de lo político. Pero esta vez lo hizo respecto a la posibilidad de vivir o morir como parte de la construcción de un proyecto de país, en tanto posibilidad de trascender las voluntades individuales en la realización de un nosotros colectivo. Una dimensión de lo político como síntesis de las relaciones de poder, interpretadas como relaciones de fuerza que evidenciaban la colisión de dos proyectos históricos antagónicos, nos permitió inferir un conjunto de valores –en tanto visiones del mundo– que no hacían más que expresar oposiciones respecto a la pregunta: ¿en beneficio de quién o de qué los hombres organizan su sociedad? Este registro de lo político habilita a desnaturalizar el presente, en tanto instala una lectura valorativa del pasado que permite abordar críticamente el presente, para abordar políticamente el pasado. Ni la avidez por la lectura, ni el apasionado debate teórico, ni la sesuda reflexión racional dieron abasto con la piel de gallina, las risas, los silencios y las lágrimas que dominaron el proceso vivencial que cada miembro del Equipo aportó al proceso colectivo de investigación. Los conflictos, las tensiones y los desencuentros fueron fuertes, tanto como para poder dimensionar lo político al interior del Equipo de Investigación: o nos metíamos en la angustia y nos abríamos a la escucha pasional de los diversos testimonios, o nos abstraíamos en la búsqueda de clasificaciones ordenadas que nos aseguraran la llegada a una versión fidedigna de “la verdad histórica”. Y nos metimos en la angustia... Entonces lo político pudo hacerse cuerpo y empezar a reconocer las huellas del pasado en el presente; pudo reconocer los silencios, el “no me contaron”, así como las 5
Hugo Papalardo, sobreviviente del ex centro clandestino de detención “El Pozo”, detenido durante el 7 de noviembre de 1977 y el 24 de junio de 1978. Registro de su primera visita al centro clandestino junto al Equipo, 18 de octubre de 2002. Archivo audiovisual EIMePoC.
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historias familiares o cercanas que señalaban actos de convivencia con la represión, desde la adhesión o el rechazo, a las historias de militancias, de resistencias, de sobrevivencias. La diversidad de discursos que emergió de los distintos testimonios fue configurando la diversidad de sentidos de lo político que, expresada en un lenguaje metafórico, nos permitió construir un puente dialógico intergeneracional, capaz de incluirnos en la derrota de un proyecto histórico-político y re-ligarnos con aquel sujeto político que vio truncados sus sueños de transformación: “Trombas de pasiones te sacudieron en su entraña, vida, y como pavesas cayeron las imágenes que cuidaban la paz de tus ideas. Vi los hombres truncar la continuidad del tiempo y alterar el ritmo de los años vi a los jóvenes ser viejos y a los viejos sacudir su senectud vi el mundo de mi infancia desmoronarse en migajas despreciables vi la sangre y la entraña colorear los horizontes tranquilos. Vi la vida hacerse muerte y a la muerte alzarse con virtudes de vida. [...] cara a cara en el suelo con tu mejilla rozando la mejilla del mundo...” (Scalabrini Ortiz 1973 [1946]: 133)
Como dimensión simbólica de la subjetividad presente, comprendimos que uno de los sentidos que constituye nuestra identidad hoy, es aquél que enuncia lo político en un lugar degradado, descalificado y contaminado, por oposición al conjunto de referencias de lo político recuperadas por los protagonistas del pasado reciente. Éstos lo enuncian como amor, entrega, violencia, transformación, consciencia, compromiso... lo público, el Estado, lo popular, lo masivo... Sentidos despreciados... tanto como para impedir que se recuperen las identidades políticas de aquel sujeto, como para anular la posibilidad de que las nuevas generaciones construyan nuevas subjetividades sociales atravesadas y constituidas desde una dimensión política. En última instancia, estas circunstancias impiden que la sociedad en su conjunto simbolice la tragedia, resignificando una concepción de sujeto “en” historia y “con” la historia, capaz de desentrañar ese nudo traumático de un pasado que Nicolás Casullo (2006b: 26) define como “esas décadas que –con esa condición de lo político– siguen siendo las décadas atragantadas”. Vivir, morir, matar, trascender en los hijos, en los compañeros, en los hijos de los compañeros... Volver a narrar “lo que éramos”, transmitir lo que se perdió, lo que no está más, volver a nombrar o a identificar la derrota... Hacer de la historia un relato vital, donde cada uno pueda posicionarse desde un lugar, sin anular las contradicciones... para que
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la memoria refunde las preguntas existenciales acerca de la experiencia humana. Reencontrarnos con el sentido de lo político nutrido en los distintos saberes de una historia común que dicen de una pertenencia a un tiempo y un lugar desde el cual poder construir un nosotros colectivo. Propiciar que las historias individuales que circulan privadamente sean habilitadas en lo público... en la escucha, en el registro, en la pregunta... en la transmisión que las más de las veces despierta el llanto o la congoja de quienes comparten esa vivencia, permite reconocer la huella de la pertenencia política. Enunciar el horror, poder expresar “lo que se perdió” como patrimonio cultural de un pueblo, permite dimensionar la ruptura de una consciencia histórica encarnada en un sujeto condensador del cuerpo de valores, relaciones, creencias, convicciones y pasiones por las que murieron, resistieron, fueron encarcelados, exterminados y marginados aquéllos cuya historia en gran medida permanece soterrada y humillada. El derecho a contar y el derecho a saber acerca de nuestro pasado configura una búsqueda constante, que nunca cierra, donde “no todo está dicho”, pero donde siempre está implícita o latente la necesidad de un posicionamiento como construcción de una identidad histórica y política. ¿Cómo continúan las nuevas generaciones una vez que se reconocen en este proceso identitario? Un primer acercamiento que responde a este interrogante se enuncia en la voz de una joven integrante del Equipo de Investigación que –consideramos– representa al conjunto de los integrantes: “Una vez que lo tomás, no lo podés dejar... nos falta, como generación, relación y posicionamiento... lo puede encontrar uno y… ¿qué pasa con el resto? Una vez que sabés, ¿qué hacés con eso?... Volvés al resto y está todo desconectado... No está instalada una relación histórica... No hay forma de establecer la continuidad... No se ha reconectado una subjetividad social e histórica... Hablar de esto con otro de tu generación es como sentirte sapo de otro pozo”6.
Si ubicamos estas preguntas en el contexto de nuestra rosarina ciudad, que instituye “muestras de memoria”, nos encontramos con políticas de estado –tanto provinciales como municipales– que reciclan y hermosean espacios públicos significativos de “lo que se perdió” (tanto una estación de ferrocarril como la ex sede de la policía provincial, eje de la represión durante la dictadura). Construyen monólogos mientras blanquean las improntas (materiales y simbólicas), anulando toda actualización y reflexión crítica “que permita internarse en las sendas de la memoria –de la memoria colectiva o individual– y que haga preguntarnos sobre las infinitas combinaciones de azares cuyas redes entrelazan las vidas personales con las historias sociales” (Argumedo 1993: 7). Por ello la importancia de recordar, pero de recordar con otros. Esto nos devuelve lo esencial de 6
Registro reunión plenaria del Equipo, Paola Recarey (integrante del EIMePoC). Rosario, 14 de septiembre de 2002.
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nuestra condición humana: la posibilidad de dolerse, la posibilidad de la ira, del llanto; y entonces, luego, la posibilidad del alivio, de imaginarnos un futuro, de seguir viviendo, amando o trabajando. ¿Qué sucede, entonces, cuando el recuerdo es un dolor que no cesa, cuando es una herida que no cierra, cuando el horror de lo recordado obtura las puertas al llanto, al duelo y la despedida? A veces las personas y los pueblos nos debatimos entre el dolor lacerante del recuerdo y la mutilación del olvido. Para no sucumbir al dolor y para no alienarnos en el olvido, el sostén del recuerdo es y debe ser lo colectivo. La comunidad debe convertirse en el custodio de los recuerdos atroces para proteger la memoria de su gente, para ser custodia de la identidad colectiva que pretendió ser ultrajada.
Agradecimientos No podríamos haber realizado este trabajo sin el coraje de vivir la historia –así como de volver a vivirla al recordarla– de los integrantes del Colectivo de Ex Presos Políticos y Sobrevivientes de Rosario. A ellos, nuestros logros. Asimismo, quisiéramos agradecer a la comunidad de Rosario, junto a la cual hemos recorrido “El Pozo” cada sábado entre el año 2002 y 2003. A quienes han apostado y confiado en este Proyecto, colaborando solidariamente con el sostenimiento económico del mismo, comprando bonos, rifas o entradas para peñas y festivales. A Alcira Argumedo, por su constante apoyo y orientación.
Bibliografía Argumedo, A., 1993. Los Silencios y las Voces en América Latina. Notas sobre el Pensamiento Nacional y Popular. Colihue, Buenos Aires. Bianchi, S. (comp.), 2005 Debemos construir nuevos espacios de socialización. Entrevista de A. Caussi a Silvia Bianchi. En Un Recorrido en la Búsqueda de Nos-Otros. UNR, Cuadernos de Cátedra, vol. 2, pp.13-40. Casullo, N., 2006a. Memoria y revolución. Revista Lucha Armada en la Argentina 6: 32-42. Casullo, N., 2006b. La década atragantada. Página 12, 22 de enero. [on line]. Disponible en http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-61995-2006-01-22.html. Acceso 20/01/2010. Equipo de Investigación por la Memoria Político-Cultural, 2008. El Pozo (ex Servicio de Informaciones). Un Centro Clandestino de Detención, Desaparición, Tortura y Muerte de Personas de la Ciudad de Rosario, Argentina. Antropología Política del Pasado Reciente. Prehistoria, Rosario. Ford, A., 1982. Prólogo. En La colonización Pedagógica y Otros Ensayos, Arturo Jauretche, pp. 5-7. Centro Editor de América Latina, Buenos Aires. Scalabrini Ortiz, R., 1973 [1946]. Tierra sin Nada, Tierra de Profetas. Plus Ultra, Buenos Aires.
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Capítulo 7. La praxis arqueológica. El caso Mansión Seré Antonela Di Vruno Los centros clandestinos de detención funcionaron como “nodos” en el entramado del sistema represivo implantado en la Argentina durante la última dictadura militar. La planificación de los más de quinientos lugares para la desaparición, tortura y asesinato de personas en el territorio nacional (Secretaría de Derechos Humanos de la Nación 2006) respondió a un plan de aniquilamiento de toda la oposición política y control social de la población. Entre otras medidas, el proyecto de la dictadura organizó el territorio, el emplazamiento y las características de un poder concentracionario; esto es, la creación de verdaderos campos de concentración que imponían el terror a través de una arbitrariedad sospechada, y una amenaza constante, incierta y generalizada (Calveiro 2001). Los centros de detención dejaron sus huellas en los individuos y la sociedad en su conjunto, por lo que desde hace algunos años diversos equipos interdisciplinarios intervienen en su recuperación y el rescate de la evidencia material. El Proyecto Mansión Seré es desarrollado por el equipo del Área de Investigación y Producción Documental de la Dirección de Derechos Humanos del Municipio de Morón. Éste aportará el caso de estudio para una reflexión preliminar sobre el rol de la arqueología, en cuanto al tratamiento de sucesos de la historia reciente, su articulación con distintos actores sociales y la incorporación de diversos saberes en el proceso de construcción de conocimiento. El Proyecto Mansión Seré se desarrolla desde el año 2000 en el mismo predio donde se emplazara el Centro Clandestino de Detención Mansión Seré o Atila (oeste del conurbano bonaerense, Municipio de Morón, Provincia de Buenos Aires) bajo responsabilidad de la Fuerza Aérea Argentina, que fuera totalmente demolido en momentos democráticos. Así, a partir de su convocatoria en el año 2000, los arqueólogos comenzaron a construir, desde su propia disciplina, un nuevo abordaje sobre tiempos contemporáneos y hechos traumáticos de una sociedad. Las investigaciones arqueológicas que abordan hechos y espacios comprometidos con el accionar del terrorismo de estado –tal como sucede en el caso aquí mencionado– enfrentan un contexto donde el tiempo, el lugar y las personas se entrecruzan, y las memorias confluyen e interactúan en medio de controversias, ambivalencias, coincidencias y disputas. El investigador está sumido en un entorno que exige una reflexión constante sobre la producción de conocimiento y la promoción de la participación de distintos sectores de la sociedad. Por este motivo, debe observar el rol de la disciplina en la comunidad, sus implicancias en la academia, el lapso que los estudios comprometen y su propia inserción
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La praxis arqueológica. El caso Mansión Seré
como sujeto político. Es en este marco donde el arqueólogo define su praxis. La disciplina se introduce en un escenario con desafíos y oportunidades; entre ellos, la recuperación del compromiso político en el proyecto académico, y la discusión sobre las relaciones establecidas a partir de profesionales que trabajan en representación del Estado. Desde el regreso de la democracia, el Estado no sólo debe asumir una responsabilidad indelegable frente a los crímenes cometidos por un Estado terrorista. También necesita incorporar a la ciencia como una herramienta indiscutible en la generación de políticas públicas con perspectiva en derechos. La arqueología participa en un debate sobre la ética y su relación con la praxis, donde los investigadores tienen la posibilidad de instaurar un discurso que abra un nuevo fundamento ético en la sociedad.
Arqueología, gestión y participación En el año 2000, el Municipio de Morón presentó un plan de gobierno en el que los derechos humanos se instalaron como política y se fijaron como un eje transversal de gestión. De este modo, se instruyeron las medidas necesarias para impulsar y desarrollar investigaciones sobre lugares, hechos y personas relacionados con la aplicación sistemática del terrorismo de estado en la zona oeste (con particularidad, en el territorio comprendido por el Viejo Partido de Morón1). El compromiso con la búsqueda de memoria, verdad y justicia se vio traducido, entre otras acciones, en el acompañamiento a los sobrevivientes y familiares de detenidos-desaparecidos de la zona oeste, la realización de denuncias, la profundización de investigaciones sobre casos individuales, las presentaciones judiciales, y la articulación entre los testimonios y el proceso de investigación iniciado por el Área de Investigación y Producción Documental de la Dirección de Derechos Humanos (Di Vruno et al. 2006) mediante uno de sus proyectos (Mansión Seré). A nivel nacional, el compromiso con la problemática resultó fluctuante. Finalmente, un nuevo contexto político (en particular, a partir de 2003) contempló las demandas de los organismos de derechos humanos y otros sectores de la sociedad. Ello permitió que desde el Estado y equipos de trabajo específicos se diera curso a las investigaciones en los sitios que albergaron centros clandestinos de detención (CCDs). El año 2003 puede ser considerado un punto de inflexión, dada la declaración de inconstitucionalidad de las “Leyes del Perdón”, Punto Final (23.492/86) y Obediencia Debida (23.521/87) (Ageitos 2002). En ese entonces, se definieron diversos aspectos de la gestión para fortalecer una estructura administrativa y comprometer orgánicamente equipos científicos. Éstos debían formular proyectos e incrementar la información a partir de los mismos lugares donde se habían cometido los hechos juzgados. La tarea facilitó la incorporación de objetos, relatos e imágenes recuperados en el proceso de investigación como evidencia material para procesos judiciales. De esta manera, el Proyecto Mansión 1
Actuales partidos de Morón, Ituzaingó y Hurlingham.
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Antonela Di Vruno
Seré comenzó a avanzar sobre uno de sus objetivos principales. Es oportuno mencionar que, hasta ese entonces, los antecedentes que caracterizaban la relación existente entre las disciplinas científicas, los derechos humanos y la justicia se circunscribían a la identificación de restos humanos efectuada por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) desde 1984 (Cohen Salama 1992). Sin embargo, en la última década surgieron otros proyectos interdisciplinarios que aportaron –desde vías de investigación complementarias2– nuevas perspectivas de trabajo. Cuatro equipos iniciaron investigaciones con diversa incidencia en el ámbito judicial, académico y gubernamental (al menos, a nivel local). Del mismo modo, cuatro lugares que integraron el sistema represivo de la última dictadura militar –El Pozo, el Pozo de Vargas, el Club Atlético y la Mansión Seré (en Santa Fe, Tucumán, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y la Provincia de Buenos Aires)– conformaron un campo de acción para la arqueología de la represión en Argentina (Centro Popular de la Memoria 2003, Proyecto de Recuperación de la Memoria Centro Clandestino de Detención y Tortura Club Atlético 2005, Municipio de Morón 2002-2003). Otros proyectos de recuperación e investigación en ex CCDs (Olimpo, Vesubio, Virrey Cevallos, La Ribera, D2, entre otros)3 se sucedieron con características particulares. Los estudios permitieron posicionar a las diversas disciplinas participantes –especialmente, a la arqueología– en la temática de los derechos humanos y concebir su rol socialmente útil (Delfino y Rodríguez 1989, 1992). Ello exigió la integración y adecuación del ejercicio profesional a la temática abordada y a las diferentes etapas del proceso judicial (instrucción, elevación a juicio oral y desarrollo del juicio). También demandó una revisión de las responsabilidades y obligaciones que el científico social posee y que, tradicionalmente, se consideraron por fuera del marco de la ciencia y la academia (aspectos éticos, jurídicos, políticos, etc). A partir de esta breve introducción sobre los contextos generales y específicos que acompañaron las investigaciones arqueológicas involucradas en el tratamiento de la dictadura y la represión, es interesante referir –en lo particular– a las diversas instancias en la gestación y ejecución del Proyecto Mansión Seré, ya que las mismas impactaron en el desarrollo de la práctica arqueológica. Es así que, bajo la temática presentada, el investigador necesitó una redefinición de conceptos, una adecuación de metodologías y una comprensión de criterios básicos de gestión. Pueden precisarse cuatro momentos que caracterizaron las acciones:
2
En El porvenir de la Memoria. 2° Coloquio Interdisciplinario de Abuelas de Plaza de Mayo, editado por Abuelas de Plaza de Mayo en el año 2005 se reúne un conjunto de las experiencias sobre recuperación de sitios por la memoria en el país. 3 Ídem.
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Convocatoria y gestión La convocatoria surgió de un organismo de derechos humanos local (Asociación Seré por la Memoria y la Vida), pero meses después –con la presentación institucional del proyecto general de investigación– se convirtió en un proyecto de la gestión local. De este modo, el Estado sostuvo la propuesta a largo plazo e incorporó un área de investigación a su estructura. Las demandas, necesidades e instancias fueron heterogéneas, aun persiguiendo un mismo objetivo general (la recuperación del patrimonio local y la reconstrucción de parte de la historia del lugar). El investigador debió desarrollar labores de gestión que lo habilitaran a transitar distintos ámbitos para la preparación y ejecución de las propuestas (reuniones inter-áreas del Ejecutivo y con el Poder Legislativo, inserción y discusión de propuestas en mesas de trabajo con organismos de derechos humanos, incorporación del esquema administrativo municipal a la lógica de proyectos de investigación, etc.). Esta etapa fue y sigue siendo imprescindible en todo tipo de presentación y cumplimiento del proyecto de investigación. Legitimación A partir de la convocatoria y el comienzo de la planificación de las etapas de trabajo, se sucedieron diversas instancias de cuestionamiento y controversia. Éstas se centralizaron en torno a la metodología, y fueron consecuencia de un cierto desconocimiento sobre los alcances de la disciplina arqueológica. En otras palabras, se receló la incorporación de profesionales de la ciencia como otra voz a considerar en las discusiones desplegadas. Ello se asoció con el grado de compromiso tradicionalmente asumido por algunos ámbitos académicos. Una serie de reuniones efectuadas por el Estado, agrupaciones relacionadas con los derechos humanos, y organizaciones sociales y culturales fueron marcando un camino en la búsqueda de consenso y ejes de acción sobre la recuperación de los espacios. Allí no sólo se discutió la pertinencia de las disciplinas científicas, sino también la tipificación social frente a los hechos ocurridos –lo que ponía en posiciones disímiles a los actores involucrados en la discusión de las políticas a desarrollar. Con el tiempo y las labores avanzadas se fueron legitimando posiciones y roles, entendiendo la complementación de trabajos y la necesidad de propuestas inclusivas. Por ejemplo, se observó la relevancia de la inserción y el acompañamiento de los vecinos. La intervención activa del Estado, quien entendió su responsabilidad indelegable en la consecución de proyectos y políticas de derechos humanos, también se presentó polémica para los actores sociales históricamente involucrados en el tema. Así, se desplegó un doble desafío para los investigadores, quienes simultáneamente debieron legitimar su saber, su compromiso político y su papel como representantes del Estado. Los profesionales debieron acomodar sus conceptos y explicaciones técnicas a la comprensión y necesidades manifiestas por la comunidad. Los trabajos de campo y
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laboratorio no sólo se desarrollaron en un ámbito urbano; también fueron parte de la cotidianidad de un barrio. El objeto de estudio perteneció a su tiempo y compartió su territorio. La apertura de la Casa de la Memoria y la Vida4 generó un espacio de convocatoria, reflexión y referencia regional sobre la temática de los derechos humanos, su promoción y asistencia. Se consolidó como un espacio legítimo, por lo que cientos de personas se acercaron e interactuaron en distinta medida. En ese contexto, el profesional alcanzó un grado de confianza, seguridad y confidencia con los protagonistas de la historia reciente. Por otra parte, hacia el interior de la disciplina y comprometiendo a la Academia, se necesitaron años de trabajo, presentaciones en diversos ámbitos, resultados y constancia para instalar este tipo de investigaciones dentro de la categoría “ciencia” –en particular, dentro de la arqueología. Por ejemplo, en el marco de un congreso de arqueología, mientras algunos compañeros realizaban una descripción de las tareas emprendidas y los objetivos perseguidos, una colega interrumpió observando: ¿“dónde está la arqueología” en lo presentado? La visibilidad / instalación del proyecto / comunidad El Proyecto se ejecuta bajo los lineamientos de una gestión municipal que, desde sus inicios, propone políticas de descentralización y participación comunitaria con la creación de ámbitos concretos en los que los vecinos puedan interactuar y ejercer ciudadanía. Los mismos criterios guiaron a los investigadores implicados en la planificación y realización de las acciones y actividades previstas. La propuesta de recuperación histórica de la Mansión Seré se desarrolló como un proyecto inserto en la comunidad, en un barrio. Así, las etapas y objetivos a corto, mediano y largo plazo respondieron a tales circunstancias. Los trabajos de campo “a puertas abiertas” se transformaron en una estrategia comunicativa, de visibilidad del proyecto y sensibilización del tema. Habían transcurrido pocos meses del inicio de los trabajos de excavación en 2002 cuando se realizó una primera intervención territorial a mayor escala, con una propuesta sistemática. A partir de una encuesta en el barrio circundante, se alcanzó un total de 302 vecinos que expresaron opiniones, vivencias y sensaciones, lo cual aportó a la develación del recuerdo, y colaboró en la reconstrucción del discurso en el espacio social considerado (Municipio de Morón 2002). La realidad de convivir con un CCD en los años ‘70s, el grado de conocimiento, las narrativas expresas, y las definiciones del destino y uso (presente y futuro) del lugar fueron registrados. La importancia del trabajo interdisciplinario se evidenció en estos casos. Así, con los objetivos generales de 1) relevar la memoria histórica de la comunidad; 2) incorporar las necesidades de los vecinos a los objetivos del proyecto; 3) aportar testimonios, objetos y documentos pertenecientes a la Mansión, se concluyó que prácticamente la totalidad de los entrevistados tenía alguna información acerca del predio, por experiencia propia o conocimiento adquirido. 4
Sede de la Dirección de Derechos Humanos del Municipio de Morón desde 1 de julio de 2000.
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Una sección de esta encuesta, a su vez, refirió a las excavaciones arqueológicas. De esta manera, pudo determinarse que la mitad de los vecinos conocía el trabajo de campo que se realizaba en el predio, ya sea por observación directa o por la labor de algunos medios de difusión local. En esas instancias, el 50% de los encuestados percibió claramente el objetivo central del proyecto. “La revelación”, “el descubrimiento”, “las pruebas que recuper[a]n la historia”, “la memoria” fueron algunas de las expresiones utilizadas para describirlo. En un primer momento, los vecinos asociaron las excavaciones con la búsqueda de cuerpos como prueba del accionar delictivo y acto de reparación histórica. Muchos objetos y fotografías pertenecientes a la antigua casona (Mansión Seré), que se encontraban en su posesión, fueron detectados por este medio. La encuesta proporcionó una base de acción para la ejecución del proyecto. En los años sucesivos, se seleccionó el taller como una herramienta metodológica que ofrecía a los vecinos la posibilidad de participar en la reconstrucción histórica y el proceso de investigación. Además, la realización de eventos culturales de diversa índole y convocatoria generacional brindaron otra ocasión de encuentro con la historia. De ese modo, miles de personas pudieron recorrer y “vivir” el espacio de la Mansión Seré. Desarrollo cualitativo Debieron transcurrir diecisiete años desde el comienzo de la democracia para que se tomara la iniciativa de reconstruir la historia de los CCDs, interviniendo y definiendo los lugares como sitios históricos o espacios para la memoria (Municipio de Morón 2002, 2008)5. Hasta ese entonces, los gobiernos se caracterizaron por el abandono, la destrucción, y el ocultamiento de los edificios y la funcionalidad represiva que definió los espacios. Hace una década se decidió rescatar la dimensión histórica, simbólica, científica y educativa de Mansión Seré, articulando los diversos tópicos que el lugar contenía. Estas circunstancias promovieron que el predio se consolidara como un espacio de uso público para distintas generaciones, por diversos intereses sensibles –lo que aportó la fortaleza necesaria para el desarrollo de proyectos como el presentado. Teniendo como objetivo general la recuperación de Mansión Seré y su entorno como espacio para la memoria, las investigaciones trascendieron sus acciones y actividades iniciales. Las discusiones sobre la temática, los encuentros de especialistas y equipos de trabajo se sucedieron. En particular, el aporte de la arqueología mereció reconocimiento y extendió sus alcances hacia nuevos campos de intervención. Desde el año 2003, la justicia incorporó la información generada por la disciplina en los expedientes de las causas por delitos de lesa humanidad –más allá de la arqueología y la antropología forense (EAAF 1992). Con la figura del perito arqueólogo, el profesional y los sitios arqueológicos adquirieron nuevo estatus en la búsqueda de evidencias materiales sobre el sistema represivo. 5
Como se mencionó en esta presentación, los diversos proyectos de investigación y recuperación de CCDs y lugares funcionales al sistema represivo en el país surgieron de forma casi simultánea en el año 2000.
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En el año 2008, el Municipio de Morón –a través del Área de Investigación y Producción Documental de la Dirección de Derechos Humanos– fue citado por un Tribunal Oral Federal en calidad de testigo para presentar los resultados de las investigaciones arqueológicas y antropológicas desarrolladas en el ex CCD Mansión Seré. Las declaraciones buscaron dar materialidad a la oralidad expresada por el testimonio de los sobrevivientes6. En este marco, con la trayectoria de gestión, se definieron propuestas de trabajo inter-áreas municipales, así como diversas tareas articuladas con organismos gubernamentales y no-gubernamentales provinciales, nacionales e internacionales, con alcance local y regional.
La praxis arqueológica El desarrollo de las investigaciones arqueológicas sobre la historia reciente de nuestro país requiere defender las instancias de reflexión y acción del profesional. De esta manera, pensar su rol en la comunidad y discutir las características del proceso de producción de conocimiento se transforman en un paso ineludible. En los últimos años se han presentado diversos estudios que consideran la cultura material en el análisis de los conflictos sociales y la interpretación del pasado en esos contextos. El abordaje de los conflictos –que implica considerar la dominación, la subordinación y la resistencia– es complejo y, por ende, subjetivo. Así, las múltiples interpretaciones caracterizan los estudios arqueológicos de tiempos recientes, donde el investigador toma posición en el proceso de resignificación y conocimiento del pasado (Funari y Vieira de Oliveira 2006). La arqueología que discute hechos traumáticos –en este caso, transcurridos a partir de la década del ‘70 en el país– participa de un contexto complejo en el que se suceden miradas y posiciones heterogéneas, y en el que debe legitimarse la intervención de la ciencia como acción política. En este sentido, se vuelve necesario reconocer y desplegar la función social y la capacidad de transformar la realidad que posee el científico, tal como McGuire y Navarrete (1999) expresan acerca de la praxis arqueológica y sus tres ejes de “conocimiento, crítica y acción”. Bajo estas consideraciones, el investigador complica su experiencia, vivencias, emociones y compromisos políticos en un escenario habitado por distintos sujetos que intervienen en los estudios y en el que se inscriben las memorias. Se halla inmerso en relaciones sociales que le dan sentido y/o carácter. Teniendo en cuenta lo expresado, es pertinente proponer a la memoria como una práctica, un ejercicio, una acción. Sin embargo, aquí debe destacarse que no hay posibilidad de realización de una memoria neutral. Como dice Calveiro (2004), todo ejercicio de memoria tiene signos políticos; por eso, “la memoria” es en verdad “memoria(s)” en plural. En los estudios sobre dictadura y represión, el escenario de trabajo se encuentra 6
TOF 5: Juicio Oral y Público contra los brigadieres (RE) César Miguel Comes e Hipólito Rafael Mariani.
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caracterizado por disputas y conflictos de poder acerca del sentido del pasado, que resultan en diversas narrativas. Así: “Es imposible encontrar una memoria, una visión y una interpretación únicas del pasado, compartidas por toda una sociedad. (...) Puede encontrarse momentos o períodos históricos en el que el consenso es mayor (...) Siempre habrá otras historias, otras memorias e interpretaciones alternativas” (Jelin 2002: 5).
En la praxis, los arqueólogos discuten su propio rol y el de sus investigaciones, teniendo en cuenta la necesidad de dar respuestas a los familiares de personas detenidasdesaparecidas, los sobrevivientes, sus compañeros y la justicia. Este conjunto de voces impacta sobre el proceso de producción de conocimiento, por lo que las mismas categorías usadas por el investigador se encuentran permanentemente revisadas y auto-cuestionadas (De Carvalho 1993). En el proceso se reconstruyen experiencias visuales, auditivas y corporales, promoviendo una arqueología que reintroduce a los individuos en el pasado. Se trata de un pasado que se reinventa interminablemente a partir del presente. Entendiéndolo como un conjunto de procesos y no como una serie de acontecimientos aislados, es posible vincular el pasado con los desafíos del presente. Las distintas voces y tiempos principalmente se conjugan cuando el individuo recobra parte de su historia y se produce el testimonio. El sujeto que testimonia revive, reactualiza y re-edita una situación traumática que vuelve a afectarlo (Rousseaux 2008). Particularmente, cuando se encuentra en el lugar de los hechos experimenta el pasado a través de lo que denominamos “memoria corporal”. Ese conjunto de experiencias y situaciones forman el marco de investigación a partir del cual surgen diferentes interpretaciones –lo cual se presenta como fortaleza para los profesionales que trabajan en la temática. Las particularidades de los estudios sobre espacios vinculados al terrorismo de estado los describen como: “...una práctica de arqueología contemporánea (…), relacionada con eventos del pasado reciente, lo que ubica a los investigadores en una posición de cercanía con los actores sociales y los acontecimientos que analiza, es decir, los restos materiales y simbólicos que constituyen su campo de estudio” (Arenas et al. 2005: 137).
El campo de trabajo definido exige un abordaje interdisciplinario, en el que confluyen aspectos sociológicos, psicológicos, antropológicos y comunicacionales para el tratamiento e interpretación de los restos materiales, y los documentos gráficos y orales existentes. Como señalan Funari y Vieira de Oliveira (2006: 124): “heterogeneidad, fluidez y cambios continuos implican la existencia de múltiples entidades sociales, siempre en mutación en la sociedad”.
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Las evidencias materiales y testimonios directos del accionar represivo que caracterizaron una sociedad pueden presentarse como contradictorios, operando en un ámbito que involucra construcciones conflictivas que devienen de un pasado para instalarse en el presente. Ésta es su esencia y virtud, a partir de la cual se puede alcanzar una mirada plural y se pueden entender las “tecnologías del poder” (sensu Foucault 1989 [1975]). Llegado este punto, resulta posible afirmar que “El discurso sobre el pasado es siempre un discurso sobre el presente, una excusa para hablar de nuestro ahora” (Delfino y Rodríguez 1989). Por este motivo, “la producción de conocimiento histórico por los arqueólogos juega un papel determinante en la forma en que una sociedad reflexiona sobre sí misma” (Gnecco 2005: 20).
El caso Mansión Seré El Área de Investigación y Producción Documental de la Dirección de Derechos Humanos del Municipio de Morón, a través de su equipo de arqueología, propone la recuperación y preservación de objetos, estructuras, espacios y paisajes como parte de la reconstrucción histórica de los lugares relacionados con el accionar represivo de la última dictadura militar. Por la temática abordada y la escala temporal contemplada, el enlace de la evidencia material recuperada en las excavaciones con la información suministrada por testimonios, y documentos escritos y visuales, se convierte en trascendente y representativo de este tipo de proyectos. Debe considerarse que los CCDs fueron piezas sustanciales del engranaje represivo, y se convirtieron en una institución central del poder organizador en el marco del terrorismo de estado. Desde las fuerzas que ostentaban el poder, se aseguraba –en respuesta a una lógica concentracionaria (Calveiro 2001)– una interacción perversa entre lo oculto y lo visible (D´Antonio 2003), una definición del “afuera” y del “adentro” en un espacio pensado para la destrucción de un “enemigo”, la aniquilación de un “otro” que se imponía en la cotidianidad de los barrios. La lógica totalitaria respondía al principio de “Un pueblo, Un enemigo, Un poder, Una verdad” (Calveiro 2005: 36). El afuera Las estrategias de control social deben explicarse a partir de las relaciones establecidas entre los sujetos y el espacio. En este contexto, se torna interesante analizar las formas en que se establecieron los “micromecanismos de poder” en el control de la vida cotidiana (sensu Foucault 1989 [1975]); esto es, el disciplinamiento de los sujetos y el control social ejercido a través de la presencia permanente de las Fuerzas Armadas y/o de Seguridad, y la sobredimensión de los “operativos” realizados en las calles aledañas al CCD. Las apreciaciones vertidas por el antropólogo John Gledhill (2000) sobre el trabajo de Michael Foucault se vuelven aquí pertinentes: “las formas particulares en que se manifiestan los métodos de dominación” no son producto de la opresión directamente
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ejercida por el poder hegemónico, sino que se constituyen como auténticas “tecnologías de dominación”. Los métodos de dominación se hacen aceptables porque se promueven como verdades de dominio público, proponiendo un campo de conocimiento que es aceptado como “verdad”. Este campo no es otra cosa que la dimensión positiva del poder definida por Foucault, la que conforma activamente “sujetos humanos” en el más elemental nivel microsocial. Los modos de establecer o ejercer el poder desde las clases dominantes se vuelven mucho más difusos si se transforman en “poderes disciplinarios” o “gubernamentalidad” (Foucault 1989 [1975]). Al ejercer el poder sobre el individuo mediante la disciplina del cuerpo y el control social, se pretende crear sujetos “autorregulables” que hacen menos necesaria una regulación estatal directa a través de la represión. Desde esta perspectiva, el establecimiento de los CCDs en barrios y centros altamente poblados ejerció el poder coercitivo de “normalización” social. Los CCDs se constituyeron en una estrategia de control, cuya importancia radicó en la dualidad de su exposición: entre la exhibición de los operativos y el movimiento nocturno a sotto voce de los detenidos ilegalmente (Corbelle 2006). La represión ilegal pudo relacionarse con el aislamiento espacial descrito por Daniel Feierstein (en Camelli y Daian 2003), a partir del cual se buscó ordenar la sociedad delimitando los espacios que podía utilizar (permitidos) y los que no (prohibidos). Esta estrategia del Estado terrorista se amalgamó con la política del miedo como estrategia de control social, lo que permitió mayor libertad de acción a las Fuerzas Armadas y minimizó las posibles resistencias. Así, los vecinos transmitieron sus vivencias en torno a la Mansión Seré o Atila: “Miedo; no acercarse; se escuchaban tiros”. “Escuchaba tiros, pero no había comentarios en la zona; estaba todo muy oculto”. “Yo tenía un amigo [con el que] íbamos a cortar cañas, y un día salieron de atrás de los árboles con armas y salimos corriendo. Se escuchaban algunos tiros, música y griterío. Había siempre [autos] Ford Falcon que andaban por el barrio. Yo pensaba que eran ladrones, pero después me di cuenta que eran de la policía”. “La gente estaba con miedo, y por las noches veía a los camiones del ejército y eso me provocaba miedo”. “Había reflectores. No se podía ver; no se podía pasar” (Relatos de vecinos. Municipio de Morón 2002).
El adentro A partir de lo mencionado anteriormente, el estudio y la presentación de los hallazgos, la reconstrucción arqueológico-arquitectónica del espacio, y el análisis del registro que observa y completa el contexto histórico, se transformaron en evidencia material relevante. La organización del espacio del CCD fue un elemento significativo. Por esta razón, la reconstrucción del plano de la planta baja y alta de la Mansión resultó fundamental para los procesos judiciales, los sobrevivientes y familiares de detenidos-desaparecidos,
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los sobrevivientes que aún no podían establecer su lugar de detención, y la comunidad que intentaba rescatar su historia. Debido a la inexistencia de planos –ya sea en dependencias gubernamentales o en poder de la familia Seré– que dieran cuenta de la distribución y cantidad de ambientes originales de la casona, la reconstrucción de la planta debió realizarse en diversas etapas. Finalmente se integraron múltiples registros, incluyendo la planta de cimientos de la Mansión (descubiertos mediante los trabajos de excavación entre los años 2002 y 2007), los objetos arqueológicos recuperados, los relatos de vecinos y familiares de las víctimas, fotografías históricas, y testimonios y croquis de ex detenidos-desaparecidos (Área de Investigación – Dirección de Derechos Humanos Morón 2007; Doval et al. 2008). La reconstrucción arquitectónica de la Mansión Seré, y la identificación y caracterización de sus espacios interiores fue producto de la articulación de diversas representaciones del mismo espacio por diferentes individuos. Este punto debe ser considerado a la hora de encarar este tipo de investigaciones. Debe evitarse restringir la caracterización de un CCD a percepciones únicas o exclusivas, ya que cada sujeto –en las circunstancias vividas y en el tiempo transcurrido– genera representaciones espacio-temporales que deben ser consideradas por el investigador con el objeto de realizar un análisis conjunto y un montaje final. Los agentes represores introdujeron los sujetos en los centros clandestinos, procurando “cosificarlos” mediante la pérdida de su individualidad y desasosiego (Duhalde 1983). El sobreviviente de este mecanismo soportó diversas secuelas que persistieron a través del tiempo. Sin embargo, aún con la pérdida de la visión y la noción del tiempo que frecuentemente caracterizaron la detención, la memoria corporal de los sobrevivientes logró actuar y exteriorizarse en el presente, transformándose en una pieza esencial en el proceso de reconstrucción de los espacios y la recuperación de las evidencias materiales. En los estudios sobre los centros de tortura y muerte corresponde evaluar los procesos de transformación sufridos por sus estructuras arquitectónicas. La casona aquí analizada se encontró afectada por las diversas etapas transcurridas a lo largo de su historia (Área de Investigación – Dirección de Derechos Humanos Morón 2007), incluyendo sus diferentes usos, abandonos y la posterior destrucción del edificio. Frente a estas circunstancias, se tornó necesario identificar y analizar las secuencias constructivas a partir de sus características tecnológicas, estilísticas y formales (Azcarate 2002; Borráraz et. al. 2002; Criado Boado 1999; Quiros Castillo 1996). Estas variables demandaron la revisión constante de las plantas, junto a la actualización de los datos en el proceso de investigación. El corpus de información resultante nos acercó a definir la lógica de funcionamiento interno de Mansión Seré como un lugar de desaparición, tortura y muerte; un mecanismo de control y destrucción del sujeto. De esta manera, se contemplaron los conceptos que vincularon la arquitectura y el poder; es decir, aquéllos que observaron el ejercicio del poder a partir de la organización espacial (Acuto 1999; Foucault 1989 [1975]; Nielsen 1995; Nielsen y Walker 1999; Zarankin 1999). | 111
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La distribución de los recintos y los accesos mediante pasillos comunes o entradas alternativas creó límites artificiales a fin de controlar los cuerpos. La organización de los espacios respondió a decisiones no casuales, vinculadas a las necesidades e ideas de los responsables del funcionamiento. Por lo tanto, en Mansión Seré los individuos estuvieron circunscritos no sólo por medios físicos o directos, sino también por la posición de los recintos (que simultáneamente condicionaba su función) (Doval et al. 2008). Bajo esta perspectiva, se incorpora la evidencia material rescatada durante siete años de trabajo de campo arqueológico en el sitio donde se emplazara la Mansión. Este tipo de evidencia posee potencial de información en tanto se contemple su contexto de hallazgo específico. Es decir, un objeto aislado carece de relevancia en la interpretación del registro, considerando que forma parte de un contexto social e histórico particular que lo constituye como elemento dinámico y activo (Zarankin y Niro 2006). La Mansión Seré estuvo compuesta por dos plantas, con 17 recintos (conectados por pasillos) en su estructura principal. La mayor parte de los espacios fueron usados en la detención y tortura de los detenidos-desaparecidos, mientras algunas habitaciones fueron de uso exclusivo de la guardia y otra fue empleada como depósito de bienes obtenidos en los operativos (muebles, ropas, etc.). De todos modos, según los testimonios de los sobrevivientes, los detenidos-desaparecidos solían permanecer en la planta alta: “… subimos por una pequeña escalera; eran algunos escalones. Me hacen entrar en una casa… bueno, no sé, la entrada de la casa se encontraba situada en esta parte [señala un sector del predio] (…) Entramos por un pasillo central; había un pasillo con evidentemente... bueno, estaba tabicado; pero se veía debajo de los ojos, y todo esto que les cuento son cosas que he visto más tarde durante el tiempo que permanecí cautivo ahí adentro. Entonces… bueno, había un pasillo que llegaba con piezas a los costados; estaba todo en muy mal estado, una casa que estaba prácticamente en ruinas. Al final de ese pasillo había una especie de hall bastante amplio en el fondo, en el cual había una escalera que llegaba a la planta alta, una escalera de madera (…) un hall bastante amplio (…). La escalera que subía pegada a la pared y tenía un codo para acceder a la planta alta...” (Guillermo, ex detenido-desaparecido, Dirección de Derechos Humanos del Municipio de Morón 2006).
La estructura burocrática y funcional de este CCD se evidenció en cada acción y estrategia, reproduciendo una mecánica de funcionamiento del poder sobre la pretensión de destrucción de la persona. Así, uno de los sobrevivientes ha manifestado: “en ningún momento [su] actitud de no poder llorar significó un acto de coraje, sino que simplemente no podía, para [él], el llanto es una actitud humana y en esos momentos [le] costaba identificarse con un ser humano, por el aspecto y fundamentalmente, por [su] relación con los otros” (Causa No. 13/84 de la Excma. Cámara Nacional en lo Criminal y Correccional Federal).
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Consideraciones finales El Proyecto Mansión Seré trabaja por la recuperación de un espacio para la reflexión sobre el pasado, la práctica de la memoria, la palabra, el compromiso sobre un presente y la construcción de un proyecto futuro. En tanto abordan temas referidos a hechos traumáticos de nuestra sociedad, y más aún cuando estos crímenes no están juzgados y las consecuencias impactan directamente en el presente, el significado de las investigaciones científicas es muy profundo, sensible y complejo. Los sitios que han sido funcionales al aparato represivo instalado durante la última dictadura militar, como instrumento de terror y aniquilamiento, son marcas que se enclavan en el territorio y la comunidad. Se trata de “imperativos de la memoria” que luchan contra las formas institucionales del olvido (sensu Vezzetti 2002). Estos lugares nos narran historias de dominación y resistencia. Los estudios sobre CCDs se han iniciado hace algunos años en nuestro país, por lo que los equipos deben profundizar sus alcances y metodologías. Una inmensa fuente de artefactos, edificios y documentos están aún por ser analizados. La cultura material de la represión es un campo todavía a explorar.
Agradecimientos Quiero agradecer especialmente al Área de Investigación y Producción Documental de la Dirección de Derechos Humanos del Municipio de Morón por todos estos años de trabajo en equipo: Emiliano R. Rodríguez, Mariano Paciente, Jimena Doval, Pablo Giorno, Dolores San Julián, Sofía Loviseck, Cecilia Uriarte, Marcelo Levy y Mónica Tomé. A Martín Sabbatella, Lucas Ghi, Guillermo Marcello, Gustavo Fernández, Pablo Toscanini y Gustavo Moreno por su confianza, apoyo y gestión. A Carina Vanerio por su lectura crítica e investigaciones compartidas. A los familiares y ex detenidos-desaparecidos de Mansión Seré. A la Asociación Seré por la Memoria y la Vida por su primera convocatoria. A todos los que en estos 9 años formaron parte del Proyecto.
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Capítulo 8. Última estación. Arqueología de los destacamentos de trabajos forzados en el ferrocarril Madrid-Burgos (España) Carlos Marín Suárez, Alicia Quintero Maqua, Jorge Rolland Calvo, Pedro Fermín Maguire, Alfedro González Ruibal, Álvaro Falquina Aparicio
Memoria, historia, política Recientemente se ha aprobado en España la “Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura” (Boletín Oficial del Estado 2007). Pese a ser conocida popularmente como “Ley de la Memoria Histórica”, los redactores de la ley son tajantes cuando afirman: “No es tarea del legislador implantar una determinada memoria colectiva. Pero sí es deber del legislador, y cometido de la Ley, reparar a las víctimas, consagrar y proteger, con el máximo vigor normativo, el derecho a la memoria personal y familiar...” (la negrita es nuestra). El presente trabajo pretende, sin omitir ni minusvalorar la memoria personal y familiar, rescatar la memoria colectiva de unos acontecimientos recientes y traumáticos –la represión franquista– desde un punto de vista arqueológico. Nuestro objeto de estudio es el Destacamento Penal de Bustarviejo, situado en la Sierra Norte de Madrid, y utilizado hasta mediados de los años ‘50 para la construcción de un tramo del ferrocarril Madrid-Burgos. Aunque hablamos de arqueología, concebimos nuestro trabajo como una actividad interdisciplinar, en la que se combinan fuentes materiales (restos arqueológicos), documentales (archivos) y orales (entrevistas) –pudiendo resultar complementarias, convergentes e incluso contradictorias. Con nuestra investigación, por lo tanto, queremos contribuir como arqueólogos – mediante un conocimiento especializado– a recuperar la memoria colectiva de la represión franquista en la posguerra. Esta tarea no es sencilla. Entre otras cosas, porque en hechos acaecidos hace relativamente poco, las memorias colectivas, familiares e individuales tienden a mezclarse, tal como sucede en el caso de los que aquí escriben (nietos de combatientes o víctimas de la Guerra Civil, e hijos de una generación que ha nacido y vivido buena parte de su vida en la dictadura). La España de hoy es fruto del profundo trauma social que supuso la violencia física y simbólica de la Guerra Civil y los cuarenta años de dictadura. Durante ese período se produjo un secuestro de la memoria colectiva: cualquier relato sobre la guerra que no encajara en los parámetros propuestos por el régimen no se consideraba moral ni políticamente válido. La memoria quedó reducida al ámbito familiar, siempre al margen de la Historia auténtica y universal. Con la llegada de la democracia, empezó a rescatarse en los medios académicos el discurso de los vencidos. La memoria que se privilegió entonces se ajustó al discurso historiográfico tradicional, que
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daba preferencia a la historia política y de los individuos relevantes. Con la incorporación a la Historia de una parte de la memoria condenada por el franquismo se enriqueció el conocimiento sobre la Guerra Civil. Sin embargo, aún queda por integrar la memoria de otras personas cuyo discurso no encajó en el franquismo, pero tampoco recibió la atención adecuada por parte de las narrativas historiográficas posteriores. Conviene distinguir entre memoria colectiva y memoria histórica. El concepto de “memoria histórica” es contradictorio y ambiguo (Gavilán 2004), pero lo que reivindica en última instancia –al menos en España– es fundamental: que otras memorias, marginadas y olvidadas por regímenes políticos e historiográficos, son también historia auténtica. La llamada memoria histórica es una construcción desde el presente que trata de sacar a la luz pública y explicar de forma lógica, reflexiva y reivindicativa unos hechos del pasado que se consideran injustos o silenciados. En cambio, la “memoria colectiva”, cultural o social (Connerton 2006) no es siempre histórica o reivindicativa; de hecho, suele ser anti-histórica: simplifica, niega el paso del tiempo, eterniza, esencializa y deforma el recuerdo, como no puede ser de otra forma. La ambigua mirada resultante no es fruto del desconocimiento de los hechos, sino una construcción personal y colectiva que trata de ocultar el dolor y las humillaciones sufridas (o, al menos, trata de dar un sentido de dignidad a las biografías personales y comunes). En nuestro caso, la investigación que desarrollamos pretende trabajar con esa ambigua memoria colectiva, en interacción con los restos materiales y las fuentes documentales, y reivindicar su historicidad. En principio puede parecer una práctica poco objetiva, pues la memoria colectiva presenta los hechos insertos en una dimensión moral muy concreta. Pero es precisamente el carácter científico de nuestro trabajo el que permite mirar con distancia las múltiples perspectivas, y entender la complejidad y ambigüedad del comportamiento de sus protagonistas. Vale la pena aclarar que la naturaleza objetiva de nuestro trabajo no implica que sea neutral políticamente, pues lo que pretende es rescatar una serie de experiencias que quedan fuera de todo discurso oficial, ya sea histórico o memorístico. Se trata de dar voz y forma a lo que hasta ese momento no había podido ser nombrado. Por consiguiente, nos hallamos frente a un acto dignificante y políticamente subversivo, pero con todo el rigor histórico. Al fin y al cabo, toda interpretación histórica es política (Chesneaux 1981: 21-28). A partir del siglo XIX, los historiadores se convirtieron en especialistas de la memoria. Así, contaron con un papel no del todo diferente al de los chamanes primitivos o los aedos griegos, quienes construían mitos fundacionales para su propia sociedad (Bermejo Barrera 2002: 208-209). Pero el historiador, y en concreto el arqueólogo, también puede actuar políticamente en un sentido diferente, abriéndose a los problemas y traumas que se encuentran encerrados en las otras memorias –por ejemplo, las de las víctimas de los regímenes totalitarios (Del Alcázar 2006). Al dar a conocer el Destacamento Penal de Bustarviejo intentamos tomar parte en las luchas de la memoria, haciendo públicos nuevos datos sobre un pasado conflictivo. La ventaja de nuestros documentos es su carácter material. Lo tangible es una baza de primer orden en momentos en que se tiende a minimizar o negar, por parte de posturas ultracon118 |
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servadoras revisionistas (cf. Reig Tapia 2000), las atrocidades del régimen franquista. Lo que existe físicamente es mucho más difícil de negar y olvidar que lo que se encuentra sólo en nuestra memoria, aunque ésta sea colectiva. Por otro lado, nuestra intención es insertar la memoria colectiva de los habitantes de Bustarviejo y sus recuerdos individuales en la historia general del franquismo, el fascismo europeo de los años ‘30 y ‘40, y el totalitarismo del siglo XX. No pretendemos recuperar meras micro-historias pintorescas o anécdotas particulares al estilo de cierta erudición local, sino hacer relevantes (y en cierta manera dignificar) conocimientos y visiones locales que han sido marginados durante largo tiempo. En otras palabras, queremos demostrar que en las ruinas del Destacamento Penal de Bustarviejo existe una historia que nos afecta a todos.
Arqueología de la reclusión Hasta el momento, la arqueología de la Guerra Civil y posguerra que se ha efectuado en España se ha sentido interesada en exhumar los cuerpos de las víctimas del régimen fascista que suelen encontrarse en fosas comunes o individuales, cunetas de carreteras, cercanías de prisiones y campos de concentración, o en medio del monte (Silva y Macías 2003). Se calcula que en la primera parte de la posguerra, entre 1939 y 1944, unas 140.000 personas fueron ejecutadas o fallecieron en prisión (Preston 2004: 14), lo que ofrece una idea de las dimensiones del trabajo que aguarda a los arqueólogos y antropólogos forenses. Existen actualmente otro tipo de actuaciones arqueológicas sobre el patrimonio de la Guerra Civil y la posguerra, que tienen como objeto líneas de frente, campos de batalla, fortificaciones, búnkeres, refugios antiaéreos, entre otros (González Ruibal 2007a). Sin embargo, este tipo de tareas de investigación o puesta en valor, realizadas tanto por profesionales como por aficionados, suelen tener menor visibilidad pública. Un tercer tipo de elementos materiales ha despertado menos atención, al menos desde un punto de vista arqueológico: es el caso de las cárceles, campos de concentración y destacamentos de trabajos forzados que han sido objeto de numerosos estudios históricos (ver Lafuente 2002; Rodrigo 2005), documentales y homenajes a las víctimas (pero no de investigaciones arqueológicas propiamente dichas). Es cierto, sin embargo, que se han llevado a cabo exhumaciones en cementerios o fosas asociadas a centros de detención, tal como sucedió en el caso de la prisión de Valdenoceda (Burgos). El panorama de la arqueología carcelaria en otros lugares es bastante diferente (González Ruibal 2007b). En el ámbito anglosajón es donde se han desarrollado más investigaciones, especialmente en Estados Unidos (Casella 2007) y Australia (Casella 2001). Ello se debe tanto a sus peculiares tradiciones penales y el lugar que ocupan en la imaginación colectiva, como al gran desarrollo de sus respectivas arqueologías históricas –lo que se encuentra, a su vez, motivado por la escasa profundidad histórica de ambos estados. Cárceles contemporáneas también están siendo investigadas en Irlanda (Purbrick 2006) y Sudáfrica (Corsane 2006), en el marco de programas de valorización patrimonial de legados históricos conflictivos y traumáticos. El principal defecto que se
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puede achacar a la arqueología de cárceles modernas es que tiende a ilustrar lo que ya conocemos a través de datos históricos. Los aportes que realiza pueden ser percibidos por otras disciplinas como meras anécdotas que dan color al relato histórico. Los campos de concentración y centros represivos de regímenes dictatoriales han recibido atención en tiempos recientes. Andrzej Kola, por ejemplo, excavó a fines de los años ‘90 los campos nazis de exterminio de Sobibor y Belzec (Kola 2000). De la misma manera, en Latinoamérica se han realizado diversas investigaciones arqueológicas en centros de detención clandestinos (López Mazz 2006; Zarankin y Niro 2006). A diferencia de las investigaciones en cárceles convencionales, el estudio de estos centros permite sacar a la luz lo que ha sido negado u ocultado por el poder. Ello ofrece la oportunidad de reescribir la historia, hacer justicia a las víctimas y criticar un determinado orden político. En esta línea se enmarca nuestro trabajo: el mero hecho de llamar la atención sobre la existencia material de restos recientes de campos de concentración en España (junto a las ciudades y pueblos en que vivimos) es en sí un hecho subversivo que no sólo nos obliga a mirar el pasado de forma diferente, sino también el espacio de nuestra vida cotidiana. Creemos que se puede realizar un aporte interesante al estudio de los fenómenos represivos si entendemos la memoria desde un punto de vista arqueológico. Esto supone considerar dos aspectos fundamentales: uno mnemónico y otro material. En primer lugar, la memoria colectiva es, como decíamos antes, un conjunto ambivalente de percepciones sobre realidades y fenómenos vividos. La memoria selecciona en la consciencia determinadas percepciones, al mismo tiempo que aparta otras. Las primeras son más o menos visibles, como los monumentos; mientras que las segundas permanecen ocultas, como los objetos y restos arqueológicos enterrados y sedimentados. Unas y otras percepciones, sin embargo, forman parte de la memoria. Por eso, podemos decir que la memoria concierne tanto la conmemoración como la sedimentación. Para investigar y conocer la totalidad de la experiencia y realidad en que se desenvuelve, necesitamos tanto de una historia como de una arqueología. Esta última sería entendida, por consiguiente, como una actividad de documentación y excavación de lo que no se ve, lo que está debajo, latente, algo cuya presencia es ambigua y fantasmal. En segundo lugar, consideramos que la memoria puede estudiarse arqueológicamente por una razón distinta y complementaria a la anterior. Las cosas con que nos relacionamos permanentemente (Lull 2007; Olsen 2007) incorporan muchas de las percepciones ocultas y enterradas de la realidad en que vivimos. Los restos materiales han servido para resistir el poder, en muchos casos de modo no premeditado, como sucede con los enseres personales de muchos presos, entendidos como parcelas inviolables de su intimidad (Casella 2007: 132-133). Igualmente, los objetos remiten a una multitud de sentimientos experimentados, no siempre conscientemente, por los presos y sus allegados en torno a la reclusión (por ejemplo, la injusticia del encarcelamiento, la humillación de ser estigmatizados, la ilusión de fugarse, la impotencia ante el sufrimiento de la madre). Algunos elementos materiales, por su importancia clave en nuestras vidas (reconocida o no), llegan a constituir auténticos focos de memoria colectiva, una puerta de acceso a diversas experiencias no racionaliza120 |
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das, muchas de ellas relegadas a la sedimentación –que es una suerte de olvido (Falquina Aparicio et al. 2006; Rolland 2006: 189). Entre estos elementos encontramos los campos y los restos arqueológicos que todavía se hallan en ellos. La arqueología debe analizar estos focos (paisajes, monumentos, objetos sedimentados) donde se cruzan diferentes memorias colectivas, familiares e individuales (Falquina Aparicio et al. 2006).
Encarcelamiento y represión política en la Guerra Civil Española y la posguerra (1936-1948) Entre el 17 y el 18 de julio de 1936, un grupo de militares se alzó en armas contra el gobierno democráticamente elegido de la República Española (Preston 2006: 94). El golpe de estado fracasó, pero dio lugar a una Guerra Civil que se extendería durante los tres años siguientes y culminaría con el triunfo de un régimen dictatorial, encabezado por el General Francisco Franco (Preston 2006; Thomas 2001). El bando franquista desarrolló una amplia e intensa criminalización del régimen político de la República. Este procedimiento operó en lo jurídico a través de una inversión fundamental: al aplicar el código de justicia militar al conjunto del orden republicano, el franquismo encontró culpables de rebelión, de forma retroactiva, a todos aquéllos que no se hubieran sublevado contra la República en el denominado “alzamiento nacional” (Lafuente 2002: 27-30). Desde muy pronto, el régimen franquista se preocupó por medir el grado de desafección al nuevo orden. La clasificación de las personas se basó en cuatro divisiones: a- soldados de leva forzosa en el Ejército Republicano (considerados afectos), b- voluntarios en el Ejército Republicano, c- dirigentes de organizaciones en el bando republicano, d- delincuentes comunes (Rodrigo 2005: 31). Cada designación posibilitaba unas u otras opciones en el sistema represivo. La clasificación no sólo afectaba al individuo, sino a toda su familia. Este intento por organizar toda la población de España a partir de un número limitado de categorías con repercusiones penales fue un experimento de ingeniería social claramente totalitario, que tuvo su reflejo material en una variedad de espacios y tecnologías para la represión. Las Comisiones de Clasificación se crearon a principios de 1937 (Rodrigo 2005: 61). Las mismas ubicaban a los presos en las distintas categorías sobre la base de informes recogidos (en forma de interrogatorios) por los oficiales a cargo de cada campo, y de datos proporcionados por personas que conocían a los prisioneros (autoridades locales en sentido amplio). Los campos de concentración aparecieron como una solución para gestionar un número continuamente creciente de prisioneros. Conviene recordar que esta idea no era en absoluto ajena al ejército español. Es bien conocido que España –por iniciativa del General Valeriano Weyler– fue pionera en su uso durante la Guerra de Independencia de Cuba, a fines del siglo XIX (Placer y Pérez Guzmán 2001). Sin embargo, los campos de concentración sólo fueron una forma de represión y control entre muchas otras utilizadas durante la guerra y la posguerra. En marzo de 1937 comenzó la centralización del sistema represivo militar. Luis Orgaz, hombre de confianza de Franco y curtido africanista, se | 121
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puso a cargo del organismo conocido como Movilización, Instrucción y Recuperación, que tenía competencias sobre todo el aparato penitenciario. Bajo su autoridad se formaron los primeros Batallones de Trabajadores (Rodrigo 2005: 56), donde –codo a codo con los soldados nacionales que habían cometido faltas por mal comportamiento– los reclusos debieron cumplir tareas como cavar trincheras y construir puentes. En los trabajos forzados podían participar aquellos individuos clasificados como a, ad (afectos dudosos) y b, siempre con supervisión del ejército y bajo mandos militares. A lo largo de 1937, los Batallones de Trabajadores participaron cada vez más en obras civiles, y recibieron una evangelización y educación política más sistemática. En 1939 la Dirección General de Prisiones asumió las responsabilidades en la gestión del sistema penitenciario que hasta entonces había tenido la Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros. Se encontraron entonces nuevas formas de explotación de la mano de obra reclusa, en las cuales las empresas privadas pasaron a ser beneficiarias: éstas fueron las colonias penitenciarias y, posteriormente, los destacamentos penales (Lafuente 2002: 59-63). La fundamentación teórica del nuevo régimen penitenciario se basó en los conceptos católicos de pecado, expiación de la culpa y perdón (“redentorismo” y “expiacionismo”), que se aplicaron al derecho y al régimen penitenciario, y sustituyeron a las ideas de delito, pena y amnistía (Gómez Bravo 2006: 14; 2007: 15, 20). Su fundamentación material fue el intercambio de trabajo por reducción de condena, una gracia concedida al preso para su rescate físico y moral como recompensa frente a la ayuda brindada en la reconstrucción del país. El preso, en este caso, no era otro que el enemigo político vencido en la guerra; y el sistema de Redención de Penas por el Trabajo, una fórmula creada para responder al problema de la cuantiosa población reclusa, cuya manutención a cargo de la Hacienda Pública preocupaba al nuevo Jefe de Estado (Prada Rodríguez y Rodríguez Tejeiro 2003: 373). Entre las diversas modalidades establecidas desde 1939 para la aplicación del sistema de Redención de Penas por el Trabajo, se crearon destacamentos penales para la realización de obras públicas calificadas de interés nacional, como trabajos mineros y agrícolas, labores de reconstrucción, carreteras u obras del ferrocarril. El sistema adquirió su máxima extensión a mediados de los ‘40, con 121 destacamentos que daban ocupación a aproximadamente 16.000 presos (Olaizola 2006: 12). Se trataba, en la mayoría de los casos, de barracones construidos al pie de las obras, con un número variable y aproximado de entre 30 y 400 presos, regulados mediante la colaboración de empresas contratistas, funcionarios de prisiones y la Policía Armada. Puesto que el sistema pretendía incidir sobre la ideología y la conducta de los vencidos, debemos entender este tipo de proyectos como un intento por concretar ambiciosos planes de ingeniería social. A través de su redención, el prisionero salía del estatus de “rojo antiespañol” que iba asociado a su reclusión. Asimismo, al tiempo que se acercaba su salida de la cárcel, recobraba el “espíritu nacional” perdido. En este sentido, los destacamentos fueron “laboratorios del Nuevo Estado” (Rodrigo 2005: 128). La Nueva España reducía la complejidad del orden social a dos categorías: afectos y desafectos. En las instituciones de 122 |
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confinamiento y represión creadas durante y después de la guerra, se escenificó de forma práctica el orden creado: la existencia de una España y una anti-España, la españolización/ depuración de los “rojos” y la redención (cristiana) por el trabajo. En el período de la posguerra, la diversidad de instituciones penitenciarias existentes dio lugar a lo que irónicamente se conoció como “turismo penitenciario” (Gómez Bravo 2007: 55). Los republicanos pasaban sistemáticamente por diversos campos de prisioneros, campos de concentración, cárceles y destacamentos penales antes de ser liberados. Esta cadena operativa de la disciplina franquista, que pretendía eliminar parte de la población reclusa y quebrantar la voluntad del resto, se reprodujo también en otros contextos dictatoriales –López Mazz (2006: 152), por ejemplo, habla de “itinerarios del terror” para el caso uruguayo.
Destacamentos de trabajos forzados: el caso del ferrocarril MadridBurgos y el Destacamento Penal de Bustarviejo (1944-1952) Los datos históricos El ferrocarril “Directo” de Madrid a Burgos fue un proyecto estatal concebido durante los años ‘20 para reducir la distancia entre la capital, las provincias del norte de España y la frontera francesa (Esteve Gracia y Cillero Hernández 1999), y mejorar las comunicaciones de algunas regiones de la meseta castellano-leonesa. Su construcción abarcó el largo y convulso período comprendido entre 1926 y 1966, año en que la línea fue inaugurada. La realización y el desarrollo de las obras de este ferrocarril estuvieron condicionados por el contexto social y la evolución política del país, los intereses, conflictos y la violencia que marcaron la historia española del siglo XX. En concreto, durante los duros años de la posguerra y de la institucionalización del régimen dictatorial del General Francisco Franco, la inacabada línea Madrid-Burgos fue una de las obras escogidas para el empleo sistemático de mano de obra de presos políticos. Así, se instaló un número considerable de destacamentos penales a lo largo de las secciones del “Directo” que aún debían ser construidas (Olaizola Elordi 2007). Nuestro estudio se centró en el análisis de uno de estos destacamentos, el de la localidad madrileña de Bustarviejo, que estuvo en funcionamiento entre 1944 y 1952 (Olaizola Elordi 2007), y mantuvo su estructura parcialmente intacta hasta nuestros días. Con el fin de contextualizar la construcción del Destacamento de Bustarviejo, y localizar y datar desde una perspectiva histórica y arqueológica los tramos y las obras realizadas por los presos políticos (distinguiéndolas de aquéllas desarrolladas anterior y posteriormente por obreros contratados), debemos considerar algunos de los momentos clave del desarrollo histórico de la construcción de este ferrocarril. En 1939 el Ministerio de Obras Públicas del nuevo régimen decidió reemprender las obras de infraestructura del ferrocarril Madrid-Burgos, con el fin de conectar la capital del
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Estado, que tanto había costado conquistar, con una de las principales ciudades del bando nacional durante la Guerra Civil. Para ello se decidió utilizar mano de obra reclusa, además de obreros libres, instalando nueve destacamentos penales en el tramo comprendido entre las localidades madrileñas de Chamartín y Gargantilla de Lozoya. Entre 1941 y 1957, se utilizó mano de obra de prisioneros políticos de la Guerra Civil y “la victoria” (aquéllos que fueron detenidos en las redadas represivas una vez terminada la guerra) para llevar a cabo obras de explanación, construcción de túneles, viaductos, estaciones, apeaderos, muelles de mercancía y carreteras de enlace en los municipios de Colmenar Viejo, Miraflores, Valdemanco, Chamartín, Chozas de la Sierra, Garganta, Bustarviejo, Fuencarral y Las Rozas. En concreto, el Destacamento Penal de Bustarviejo ocupó entre 1944 y 1952 una media anual aproximada de un centenar de presos en la construcción de dos túneles (de 395 y 248 m), un viaducto (de 26 m de altura, con 11 arcos de 12 m de luz) y una estación de trenes ubicada en las afueras del pueblo, a cargo de la empresa contratista Hermanos Nicolás Gómez. La investigación historiográfica de algunos de los aspectos relacionados con la vida de los penados en el Destacamento de Bustarviejo se ha basado en documentos conservados en el Archivo del Ministerio del Interior, el Archivo General de la Administración y el Archivo Regional de Madrid, así como en las Memorias de la Dirección General de Prisiones y el periódico Redención (publicación de la época, emitida desde los talleres penitenciarios de Alcalá de Henares, en Madrid). La dejadez, la falta de infraestructura y las pésimas condiciones de conservación de los expedientes penitenciarios (Risques 2003: 897) están siendo solventadas desde hace pocos años. Junto a la investigación de las fuentes documentales, los testimonios y la memoria de algunos familiares de los presos del Destacamento han servido para ampliar nuestro conocimiento sobre las formas en que la población vivió la represión franquista de posguerra, más allá de las consecuencias directas sobre el represaliado político. La perspectiva metodológica de este estudio ha tomado en consideración la complejidad, la multiplicidad de ámbitos relacionados y la larga duración del fenómeno de las prisiones franquistas (Risques Corbelia 2003: 894), así como la necesidad de establecer una relación interdisciplinar entre la metodología historiográfica tradicional, el análisis riguroso de las fuentes orales y la arqueología de los restos hallados. A través de los expedientes penales de los presos de Bustarviejo, sabemos que la mayoría de ellos habían sido detenidos a finales de la Guerra Civil y en el período inmediato de posguerra (1939-1940), resultando sentenciados por Consejos de Guerra a pena de muerte por “adhesión a la rebelión” –posteriormente conmutada a 30 años de cárcel, o a un número menor de años de condena por “auxilio a la rebelión”. Procedentes de todos los rincones geográficos de la península, muchos reclusos habían participado militarmente en la defensa de la República y todos habían vivido el denominado “turismo penitenciario”, pasando del campo de concentración a la cárcel, y después de prisión en prisión, en una movilidad desordenada y constante, consecuencia del desbordamiento y de las irregularidades del sistema represivo del primer franquismo. 124 |
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Su ingreso en el régimen de Redención de Penas por el Trabajo era la “gracia” que, por un lado, les ofrecía reducir su condena a través de largas jornadas de duro trabajo en las canteras, y que, por el otro, les permitía escapar de los fusilamientos y de las terribles condiciones de las prisiones centrales abarrotadas. La documentación de los reclusos se acompaña de numerosos informes que acreditan el cumplimiento de los requisitos para acogerse al sistema de Redención de Penas: pena ya dictada, buena conducta, examen de religión, certificados médicos de vacunación y juramento de no haber pertenecido a la Masonería. Estos criterios eran necesarios para clasificar a “los que eran redimibles por su voluntad de arrepentimiento” (Molinero Ruiz y Sala 2003: 139) –lo que no excluía, probablemente, la intervención de alguna figura cercana al régimen en ciertos casos. Además de los presos políticos había un cierto número de presos comunes, condenados tanto por delitos convencionales como por aquéllos propios de la época: el estraperlo1. Los casos analizados reflejan estancias en Bustarviejo de entre uno y cuatro años. Los presos trabajaban de lunes a sábado para redimir un día o dos de condena por cada jornada de ocho de la mañana a seis o siete de la tarde, con variaciones que dependían de las circunstancias climatológicas. La documentación no refleja directamente las condiciones de vida de los presos en los barracones; para ello debemos acudir a las fuentes orales y a la arqueología de los espacios de reclusión y trabajo. Con el hambre de la inmediata posguerra, la alimentación en prisiones como la de Bustarviejo era escasa y de mala calidad, como refleja el testimonio de un ganadero del lugar, que aún recuerda la solicitud de los jefes de la prisión de una res muerta por enfermedad para dar de comer a los presos. Tampoco hablan los archivos de las familias, mujeres y niños que abandonaban sus lugares de procedencia para seguir y acompañar a los presos e instalarse junto a los barracones. En este caso, como veremos, habremos de recurrir a la arqueología y a las fuentes orales. La importancia de las relaciones entre reclusos y familias para la subsistencia de ambos durante los duros años de posguerra ha sido evidenciada por muchos estudios (Gómez Bravo 2007: 55). Para la administración del Destacamento se recurrió al recién creado cuerpo de Policía Armada y a la dirección de un funcionario de prisiones, Manuel Vivero López, también jefe de otros destacamentos de la línea del ferrocarril Madrid-Burgos, como Colmenar Viejo, Valdemanco, Lozoyuela y Miraflores. No sorprende descubrir en el expediente de este funcionario que fuese nombrado diversas veces Jefe de Destacamento siendo solamente un oficial de tercera clase (ascendido precipitadamente de guardián en 1940) –especialmente si tenemos en cuenta la escasez de personal profesional tras las depuraciones en un contexto de población reclusa extremadamente numerosa. Las irregularidades y el estraperlo, con el desvío sistemático de recursos y suministros de las 1 De ‘straperlo’. Nombre dado a cierto juego fraudulento de azar, que se intentó implantar en España en 1935. Por extensión, todo comercio ilegal de artículos intervenidos por el Estado o sujetos a tasa.
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prisiones a los fondos personales de directores y altos cargos, fueron constantes dentro de las cárceles (Gómez Bravo 2007: 56). Entre estas últimas evidentemente se incluyen los destacamentos penales: Manuel Vivero López, tres años después de la liquidación del Destacamento de Bustarviejo en 1952, fue expedientado por sustracción de cartillas de ahorro a los penados del Cenajo, en Murcia, y sólo se le aplicó un mes de suspensión del sueldo. En Bustarviejo se documentan varios casos de evasión. Uno especialmente memorable es el del anarquista Francisco Bajo Bueno. Un familiar nos contó cómo consiguió engañar a los guardianes, diciéndoles simplemente, mientras dejaba el Destacamento, que le habían concedido la libertad condicional. La fuga de Francisco Bajo fue exitosa, pero no corrieron la misma suerte Julián Navarro Romero y Pedro Arce Rodríguez. Como otros fugados, cuyos nombres figuran en el periódico Redención de 1945, acabaron siendo recluidos en la Prisión Central de Chinchilla, en Albacete, de terrible fama. Para muchos de los penados que lo ocuparon, el Destacamento de Bustarviejo fue la “última estación” de un trayecto terrible antes de salir en régimen de libertad condicional a una realidad social opresiva, de miseria, sumisión y estigma. Otros, como pudimos ver, descubrieron en él el lugar perfecto para una fuga arriesgada. Y unos pocos también, según los testigos entrevistados, encontraron la muerte por accidente en aquellos trabajos que “humanitariamente” servían para la regeneración de su alma y la reconstrucción de un país asolado. Tecnología y materialidad de la represión El Destacamento Penal de Bustarviejo se encuentra ubicado a 1500 m al sureste del pueblo del mismo nombre, en la Dehesa Vieja (figura 1). Para construir las dependencias del Destacamento se aprovechó una zona llana de pastos, entre grandes afloramientos rocosos. Hasta la fecha, nuestro trabajo propiamente arqueológico consistió en una prospección intensiva de toda la zona ocupada por edificios del Destacamento, el levantamiento de una planimetría general mediante GPS submétrico (para la confección de un Sistema de Información Geográfico –SIG), la identificación de las estructuras con la colaboración de personas que conocían el campo en la época de funcionamiento, la preparación de planos de cabañas ocupadas por familiares de presos, y la realización de una campaña de excavación (del 1 al 15 de julio de 2010). En esta última se intervinieron tres estructuras habitacionales destinadas a las mujeres e hijos de los detenidos, sus correspondientes espacios externos (Sector Casas de Familiares 02), y una estructura (Sector Casa Teniente 01) en la que –según fuentes orales– probablemente vivió el teniente que dirigió la Policía Armada (responsable de la seguridad y la represión en el lugar).
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Figura 1. Plano general del Destacamento Penal de Bustarviejo, con indicación de los sectores intervenidos en la excavación arqueológica.
Durante la prospección superficial se recuperaron pocos objetos adscribibles al período de uso del Destacamento: algunos fragmentos de botellas para bebidas alcohólicas junto a la entrada de la estructura 3 (principalmente asociados a fragmentos de cerámica vidriada); algunas latas y un asa de botijo detrás de las cuadras (estructura 4); dos clavos y un rastrillo de hierro en la zona de las cabañas de familiares; un cubo de zinc y restos de una palangana metálica detrás del edificio principal (estructura 1); y trozos de caucho pertenecientes a calzado. De modo preliminar, ya que actualmente nos encontramos trabajando en ello, podemos sugerir que la excavación arqueológica ha proporcionado información mucho más rica e interesante en lo que refiere a los objetos recuperados y el conocimiento de las estructuras arquitectónicas. Unidos a los resultados del SIG (que ya tenemos en marcha), los datos obtenidos abren nuevas líneas interpretativas que nunca antes sospechamos.
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A partir de la prospección y de los datos de nuestros informantes pudimos distinguir tres conjuntos de construcciones en razón de su funcionalidad (figura 1): 1- estructuras relacionadas con la reclusión y la vigilancia, 2- estructuras relacionadas con el trabajo, 3- estructuras relacionadas con los familiares de los presos. Todas las edificaciones están construidas en piedra. Estructuras relacionadas con la represión y la vigilancia El edificio principal, conocido en el lugar como “los barracones”, es una estructura de planta rectangular con patio central (figuras 2 y 3). Se construyó con muros de mampostería y sillarejo, adheridos con cemento y montados sobre un zócalo de piedra. En general, el aparejo es de mala calidad: no se hizo encajar las piedras y hubo que recurrir a gran cantidad de cemento para unirlas. El modo en que se usó el cemento durante el primer franquismo no es baladí. La presencia de este material en obras de construcción civil se puede documentar también en otros proyectos contemporáneos al ferrocarril Madrid-Burgos (Gutiérrez Molina en Molinero y Sala 2003). Pantanos, viviendas reconstruidas por el Servicio Nacional de Regiones Devastadas, hogares diseñados por el Instituto de Colonización, trayectos de ferrocarril y carreteras fueron modelados con cemento, ilustrando un momento característico de la historia económica y social reciente. En ese contexto, y al servicio del mercado local, se creó el Instituto Nacional de Industria (1939). Éste contó con gran peso en la construcción, y se halló especialmente vinculado al Ministerio de Obras Públicas y Transportes (Moya 1984).
Figura 2. Fachada de los barracones (el edificio donde se recluía a los presos cuando no estaban trabajando en las obras). Se observa la puerta principal, que conecta con el patio y las dependencias de la Policía Armada (González Ruibal 2007).
Volviendo al Destacamento de Bustarviejo, los dinteles y jambas son de sillería, exceptuando tres casos en que se usó madera para los dinteles. El acceso principal se realiza a través de una puerta enmarcada por un arco de carpanel en sillería. En estos barracones vivían recluidos los presos cuando no estaban trabajando en las obras del tren. La techumbre original ha sido sustituida por una de chapa ondulada, y en la actualidad el edificio hace las veces de cuadra para ganado vacuno y caballar. A pesar de ello, la conservación general es buena. Los presos se alojaban en tres habitaciones colectivas, 128 |
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Figura 3. Barracones de los presos, vistos desde el patio (González Ruibal 2007).
situadas en el tramo de la izquierda y el fondo (figuras 4 y 5). La información arqueológica y oral coincide en apuntar la falta de literas o camas: los presos dormían en el suelo y, por la mañana, recogían sus jergones para liberarlo. Las habitaciones poseían una estantería corrida de ladrillo y escayola a 1,50 m de altura, donde los detenidos dejaban sus escasas pertenencias personales. Esta estantería sólo se conserva parcialmente en una de las habitaciones. Las ventanas de los dormitorios se sitúan a unos 2 m de altura, por encima de las repisas. El interior de los barracones recibió varias capas de pintura y enlucido (ocre, azul y blanco) mientras estuvo en uso. Curiosamente, en una de las habitaciones se ha podido documentar una cenefa pintada que imita toscamente mármol. Se trata sin duda de la labor de los reclusos, puesto que a éstos les correspondía el mantenimiento y, con frecuencia, la propia construcción de las instalaciones. Resulta llamativo que en un ambiente espartano y represivo se permitiera este detalle de decoración, totalmente superfluo desde un punto de vista funcional. Para los presos debió ser, en cierta manera, una forma de recuperar humanidad mediante la recreación de un ambiente doméstico.
Figura 4. Dormitorio colectivo en los barracones (González Ruibal 2007).
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Figura 5. Cenefa decorativa en dormitorio colectivo (González Ruibal 2007).
Además de los dormitorios, los barracones contaban con letrinas, cocina y economato. Las letrinas corresponden con un espacio colectivo que impide cualquier forma de intimidad: así como las camas se encuentran situadas unas junto a las otras sin separación de ningún tipo, lo mismo sucede con los inodoros, construidos en una sola hilera. El análisis de permeabilidad del edificio ofrece un esquema bastante obvio: las habitaciones relacionadas con la administración del Destacamento se encuentran en la parte delantera y tienen acceso al exterior. Los dormitorios no tienen acceso más que desde el patio o a través de otras habitaciones. Las letrinas y uno de los dormitorios son los espacios más impermeables, pues el acceso sólo se puede realizar a través de otras habitaciones. La permeabilidad relativa de los distintos espacios se refleja no sólo en su situación respecto al exterior, sino también en la ubicación de los vanos. En los edificios administrativos, el dintel de la ventana coincide con el de la puerta, mientras que en los dormitorios es el alféizar de la ventana el que coincide con el dintel de la puerta, lo que hace imposible ver directamente el exterior. Existen otros dos edificios de los que sabemos su función por entrevistas realizadas a informantes locales, corroborando así sus características arquitectónicas. Por un lado, contamos con la “casa del director”, situada muy cerca de “los barracones”. Se trata de una estructura con techumbre a dos aguas, de buena construcción y más de 20 m² de superficie habitable. La mampostería está manifiestamente mejor trabada que en el resto de los edificios. La otra estructura es completamente distinta. Posee tejado a un agua, y el mismo tipo de paredes que las demás construcciones del Destacamento (con bloques mal encajados y abundancia de mortero). Como único vano presenta la puerta de entrada. Nuestros informantes señalan su uso como celda de castigo, y recuerdan que los presos salían de allí encadenados. Junto a la entrada se localizó una gran cantidad de fragmentos correspondientes a botellas de bebidas alcohólicas. La estructura posee gran dominio visual, pero quizás haya que pensar que su posición elevada y conspicua esté menos destinada a ver que a ser vista.
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Otras estructuras relacionadas con la represión y vigilancia son los restos de la casa de un teniente de la Policía Armada y cuatro garitas. Como ya señalamos, los restos de la casa fueron recientemente excavados (figura 6). La estructura se construyó aprovechando parte del afloramiento rocoso, de forma no muy diferente a algunas cabañas habitadas por familiares de presos. La casa del oficial resulta interesante, pues nos habla de las míseras condiciones de vida de los propios miembros de las fuerzas de seguridad. A pesar de ello, la campaña arqueológica permitió identificar notables diferencias con otras estructuras habitacionales. Sus dimensiones son bastante reducidas (unos 15 m²), pero claramente superiores a los 4 o 5 m² de las casas de los familiares. Si bien los muros están realizados con mampuestos de granito y trabados con barro, llama la atención el uso de ladrillos industriales y el empleo de teja en la techumbre. Otros puntos de contraste son el piso realizado en cemento (aún hoy perfectamente duro y alisado) y el revoque de las paredes (allanadas con yeso y pintadas en ocre). Algunos hallazgos sugieren que la estructura pudo contar con ventanas. Dentro de la misma no sólo se recuperaron restos de botas militares, sino también un “tesorillo” de siete monedas de los años ‘40 (pesetas y fracciones de pesetas). Sabemos por datos de los vecinos que el teniente se suicidó durante su estancia en el Destacamento, arrojándose desde un desmonte de las obras del tren.
Figura 6. Vista general del sondeo en la casa del teniente. Al fondo una garita y los barracones (Marín 2010).
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Figura 7. Una de las garitas que controlaban el Destacamento. Se advierte a la derecha los restos de las cuadras y al fondo la celda de castigo (González Ruibal 2007).
En cuanto a las garitas, tres son de planta cuadrada y una de planta circular, y todas ellas están construidas en mampostería y sillarejo, con techo de cemento (figura 7). Por su ubicación y radio de visión parece que su objetivo era controlar a quienes pudieran venir del exterior, más que a los propios presos. Esto puede explicarse por varios motivos: hay que tener en cuenta que el momento álgido del Destacamento de Bustarviejo coincide con el período de máxima actividad del maquis, la guerrilla antifranquista. Está constatado el proyecto de liberación –que nunca se llevó a cabo– de los presos del Destacamento de Valdemanco, a escasos 2 km de distancia de Bustarviejo, por parte de un grupo de guerrilleros dirigidos por Severo Eubel de la Paz en agosto de 1946 (Guevara 2007; Reguilón 1975). Por otro lado, el control de los presos pudo basarse en elementos diferentes a los que estamos acostumbrados dentro de las tecnologías carcelarias. De hecho, una de las cosas que llama la atención en Bustarviejo es que los mecanismos de vigilancia y coerción no son tan obvios ni redundantes como en otros centros similares a lo largo de la historia. Encontramos aquí pocas similitudes con la compleja estructura de los campos de concentración nazis, con su doble hilera de alambrada electrificada, las torres de vigía armadas con ametralladoras y los soldados patrullando con perros. El Destacamento tampoco se parece a las cárceles que se construían entonces en España, como la de Carabanchel en Madrid, anacrónicamente erigida según el plan del panóptico benthamiano
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(Foucault 1975: 233-239) y abierta en las mismas fechas que Bustarviejo. De hecho, no hemos documentado ninguna alambrada ni perímetro delimitador, si exceptuamos el murete que bordeaba la dehesa por el norte. Nuestros informantes coinciden en señalar su ausencia, y la forma en que los presos deambulaban con cierta libertad por la Dehesa Vieja (incluso acompañando a algunos pobladores en sus quehaceres cotidianos como cabreros). Tampoco hay huellas de barrotes en las ventanas. Además, contamos con datos sobre la fuga de varios detenidos. Sobre este tema volveremos al final de este apartado. Estructuras relacionadas con las obras Podemos distinguir aquí, por un lado, las infraestructuras ferroviarias levantadas por los presos y, por el otro, los elementos vinculados a las obras. Dentro del primer grupo entrarían los dos túneles cercanos al Destacamento –que perforan los afloramientos rocosos, el enorme terraplén levantado entre los dos túneles y un viaducto, lo que da cuenta de la magnitud y peligrosidad de los trabajos desarrollados por los reclusos. Dentro de los elementos vinculados a las obras destacan los restos ubicuos de labores de cantería. Es en el afloramiento del oeste, en frente de “los barracones”, donde se percibe que este trabajo fue más intenso, según se deduce de la abundancia de grandes bloques graníticos partidos, con marcas de barrenos, y piedras y cascotes que no llegaron a ser usados en el terraplén . En relación con las obras se explica la presencia de cuadras: dada la escasez de maquinaria, la mayor parte de la energía procedía del esfuerzo humano o de caballerías. Las cuadras se encuentran en mal estado de conservación, debido a los derrumbes en la parte frontal del edificio. No obstante, la estructura es perfectamente reconocible, al igual que su función, gracias a la presencia de un pesebre de piedra. Una de las garitas se encuentra situada justo delante del establo, vigilando el acceso al destacamento por un túnel bajo el terraplén de la vía (seguramente para evitar el robo de los animales). También en relación con las obras se encuentra el polvorín, encastrado entre afloramientos rocosos, a una cierta distancia del resto de los edificios. Estructuras Relacionadas con los Familiares de los Presos Al otro lado del camino, en la ladera del afloramiento, se encuentran restos dispersos de labores de cantería y, entre ellos, las cabañas donde vivían los familiares de los presos. Ésta es una de las zonas más interesantes y potencialmente más reveladoras en términos arqueológicos. En primer lugar, aunque se conoce la existencia de poblados de familiares junto a destacamentos penales y colonias penitenciarias (Lafuente 2002: 125128), apenas se les ha prestado atención y su propio aspecto material era desconocido hasta la fecha. En segundo lugar, el análisis de estas estructuras nos permite conocer las míseras condiciones de vida de un gran número de españoles tras el fin de la contienda, y discutir las formas en que los regímenes totalitarios permearon lo más íntimo y profundo de la vida de las familias.
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Figura 8. Planimetría de las tres casas de familiares excavadas (de abajo a arriba las estructuras cas fam 01, 02 y 03).
Dentro del SIG que estamos realizando, identificamos 35 estructuras de este tipo, pero es posible que terminen alcanzando medio centenar. Excavamos tres estructuras, dentro de lo que denominamos Sector Casas de Familiares 02 (figura 1). Estas cabañas tienen morfologías y tamaños similares, con superficies de uso entre 4 y 5 m², y techumbres a dos aguas (figura 8). La calidad de construcción es variable, pero por lo general la mampostería está mucho mejor trabada que en los edificios del Destacamento. Se emplea barro para los muros, y un mortero amarillento en las cimentaciones y remates finales de algunos elementos estructurales como hogares, banquetas y “cameras”. Esto puede interpretarse de dos maneras: por un lado, es posible que sea una forma de resistencia. Las cabañas las realizan los trabajadores reclusos para sus familias, poniendo un empeño especial en la tarea. El trabajo en las construcciones oficiales es claramente más descuidado y ello no puede deberse a la falta de pericia de los peones, pues sabemos que varios de ellos 134 |
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eran canteros y albañiles. Existe sin embargo otra explicación, quizá no necesariamente incompatible con la anterior. Los trabajadores sólo podían disponer de restos de material y de aquello que había en más abundancia en el entorno: piedra. Sin embargo, en las excavaciones también documentamos el uso de cemento en los pisos (donde también se usaron lajas) y techumbres (a modo de placas que, una vez endurecidas, se usarían como lajas –seguramente sobre una capa vegetal). El cemento tuvo que ser propiciado por los dirigentes del Destacamento y, sin lugar a dudas, fue un bien preciado. En estas estructuras se observa cómo las mezclas tienen excesivas proporciones de arena para que cunda la masa, dando como resultado un cemento blando que se disgrega con facilidad –en claro contraste, por ejemplo, con la casa del teniente. Las cabañas eran ocupadas de forma permanente o temporal (fines de semana, vacaciones). En cualquier caso, las condiciones de vida son fáciles de imaginar a partir de los restos arqueológicos: el lugar se enclava en la Sierra Norte de Madrid, a 1200 m de altura. Las temperaturas bajo cero y las nevadas son habituales. El único medio de calefacción eran los fuegos que se encendían dentro de las chabolas (en hogares que frecuentemente aparecen en las esquinas, aunque con diferentes morfologías). Las estructuras eran bajas, macizas y sin vanos, precisamente para evitar la huída del calor. Sin embargo, esto creaba una atmósfera oscura y recargada por el humo, que se filtraba por la techumbre vegetal y por el vano de entrada (emplazado en una esquina). Los camastros se ubicaban sobre banquetas o “cameras”, realizadas en mampostería en las esquinas opuestas a la puerta. Por la noche se acoplaban las tablas que hacían de cama, con colchones de hierba seca u hoja de roble; y por el día se levantaban para dejar libre el espacio (figura 9). La propia ubicación de las cabañas incrementaba la incomodidad: la mayor parte se emplazaba en terreno irregular, entre afloramientos, en medio de zonas de cantería. A todo esto tenemos que añadir la situación de hambre en que se encontraban las familias en la posguerra. Una de nuestras informantes recordaba acudir con su madre al matadero de Madrid para que les dieran la sangre de las reses sacrificadas, que después comían hervida, como una sopa. Su madre también se veía obligada a robar en los campos de los alrededores para completar la dieta familiar. El hambre y el frío marcaron la experiencia de muchas mujeres y niños durante los años que los destacamentos penales estuvieron en funcionamiento. Los hallazgos encontrados en las estructuras (latas probablemente reutilizadas para cocinar, botellas de vidrio, algún puchero de barro, y suelas y zapatos de mujer) son fruto de labores cotidianas. Destacamos el hallazgo de tres tinteros en una banqueta de obra junto al hogar de la estructura cas fam 003, auténtico fósil guía de otras estructuras relacionadas con la Guerra Civil, como las trincheras. Puede que estos tinteros hayan sido utilizados para escribir cartas a familiares y amigos, y enseñar las primeras letras y números a los hijos de los presos. Ésta era una tarea de las madres, ya que los niños no se encontraban escolarizados. No todo el mundo, sin embargo, vivía en estas condiciones: algunos afortunados que disponían de medios podían permitirse alquilar una casa para sus familias en el pueblo | 135
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o pagar una pensión. Dentro de este grupo entraban aquellos castigados por estraperlo. Otras personas que vivían en Madrid o en los alrededores realizaban viajes cada cierto tiempo para ver a sus familiares presos. En su época, este pequeño asentamiento debía recordar a las aldeas de las que venían muchos de los reclusos, procedentes de forma mayoritaria de ámbitos rurales. Como señalaba uno de los informantes, se trataba de “un pueblo al margen del pueblo”. En cierta manera, la aldea debió constituir un sucedáneo de comunidad campesina, con sus redes de solidaridad y ayuda mutua. La presencia de los familiares debió ser clave para suavizar la deshumanización de los trabajadores, y –en cierta manera– puede considerarse un elemento de resistencia al esquema de represión diseñado por el poder. Sin embargo, el pequeño asentamiento representa una realidad muy ambivalente. La presencia de los familiares pudo constituir, simultáneamente, un mecanismo de control y vigilancia más poderoso que las alambradas de espino; de ahí, quizás, que se permitiera su existencia en tantos campos de trabajos forzados. Conviene recordar que los destacamentos penales eran el último paso en una larga experiencia penal que comenzaba, habitualmente, en el campo de prisioneros cerca del frente de batalla. La estancia en el destacamento era el último paso antes de la depuración definitiva del “rojo”, quien podía posteriormente reincorporarse a la nueva sociedad. Arriesgarse a una fuga significaba perder esa oportunidad y enfrentarse a un mundo azaroso de persecución y exilio. En caso de ser capturado, el recluso debía volver varios pasos atrás en la cadena operativa penitenciaria que producía nuevos ciudadanos sumisos al régimen. Para alguien con una familia que cuidar, tal opción no podía siquiera ser contemplada. La familia dependía económicamente del trabajo del recluso, recibiendo un porcentaje de su sueldo (el resto del salario, pagado por el empresario, iba a parar a las arcas estatales). El hecho de que mujer e hijos estuviesen presentes en el campo serviría para reforzar aún más la tendencia a desistir. La arqueología abre la posibilidad de rastrear este particular modo de control. Si bien la información de las fuentes documentales es prácticamente inexistente en lo que refiere a las casas de los familiares, y los recuerdos de nuestros entrevistados tienden a hacer hincapié en el carácter improvisado de las “chabolas”, la materialidad de estas estructuras nos permite rastrear un sentido oculto, muy pocas veces verbalizado. Desde una perspectiva arquitectónica y microespacial, el carácter “improvisado” de las casas se difumina. Como hemos señalado, pese a pequeñas variaciones internas y morfológicas, todas siguen un patrón similar, sin superar cierto tamaño (posiblemente prefijado). Las casas no sólo contarían con el beneplácito de los directores del destacamento, sino que incluso éstos concederían a cada preso cierta cantidad de preciado cemento para rematar los pisos y techumbres. La probabilidad de que existiera un cierto modelo para este tipo de estructuras aumenta si lo comparamos con las “chabolas” identificadas en el cercano Destacamento Penal de Lozoyuela. El mismo también fue construido para sostener las obras del ferrocarril Madrid-Burgos, y en él observamos –aunque en mejor estado de conservación– la repetición arquitectónica de lo descrito. 136 |
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Figura 9. Vista general de la estructura cas fam 03, con las “cameras” en primer plano, y el hogar y la puerta de entrada al fondo. Se aprecian los zapatos de mujer recuperados y los tinteros sobre el basar junto al hogar (Company 2010).
Por otro lado, desde una perspectiva macroespacial (o de arqueología del paisaje), quizá no sea casual que exista una relación de visibilidad entre “los barracones” y las cabañas. Un buen número de éstas, como señalamos, se encuentra en una zona elevada desde la que se divisa perfectamente el Destacamento; pero aquellas estructuras que se encuentran en el llano también tienen un buen dominio de “los barracones” y la zona en que trabajaban los presos. En cierta manera, los destacamentos penales consiguieron llevar el sueño del panóptico a su máxima expresión: el recluso ya no es sólo perpetuamente vigilado por los agentes de la institución represora, sino que toda su familia participa en este régimen de visualidad. Los sistemas totalitarios se caracterizan por traspasar la esfera íntima y extender su poder hasta los últimos intersticios de la vida personal. El hecho | 137
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de que la familia sufriera los rigores disciplinarios y que simultáneamente participara de forma activa –aunque inconsciente– en la economía de control indican hasta qué punto el régimen de Franco estaba articulando un sistema auténticamente fascista. Por otro lado, el hecho de que la familia se mantuviera unida respondía muy bien al espíritu católico que impulsaba toda la empresa. Desde este punto de vista, los destacamentos penales españoles suponen una tecnología disciplinaria sutil e inédita, pero tan efectiva y atroz como las alambradas de espino.
Conclusión Bustarviejo, Lozoyuela, Valdemanco, Garganta de Montes constituyeron auténticas heterotopías (Foucault 1967) en el paisaje represivo del primer franquismo: lugares apartados social y físicamente, donde se recluía a los desviados del nuevo régimen nacionalcatólico. Este carácter heterotópico no pasó desapercibido para el Estado totalitario. En la Memoria del Patronato para la Redención de Penas de 1946 se afirma, en relación a los destacamentos empleados en la construcción del colosal mausoleo de Franco en el Valle de los Caídos: “los lugares de emplazamiento están situados en parajes solitarios, lejos de todo núcleo urbano y entre breñas y peñascos, hasta tal punto que de no haber sido empleados en estas obras trabajadores reclusos, instalados en sus respectivos destacamentos, las dificultades para haberlo realizado por parte de obreros libres hubiesen sido grandes debido a las distancias que hubieran tenido que recorrer los trabajadores desde sus residencias habituales hasta los tajos”.
En estos lugares apartados e inhóspitos se labraron las bases de la modernización de España: carreteras, vías de tren y aeropuertos que facilitaron el desarrollo económico de los años ‘70 fueron realizados por mano de obra esclava. Hoy en día, estas infraestructuras se encuentran incorporadas a nuestro paisaje cotidiano: la labor de la arqueología es recuperar las siniestras genealogías de los elementos cotidianos que hacen posible nuestra vida diaria. Las investigaciones que desarrollamos en el Destacamento Penal de Bustarviejo están permitiendo sacar a la luz una historia marginada en las narrativas oficiales, tanto de izquierdas como de derechas: no se trata exclusivamente de las vivencias de los miles de prisioneros políticos que pasaron por los destacamentos, sino de las experiencias de las familias que los acompañaron durante su cautiverio y sufrieron las mismas condiciones de privación y degradación que ellos. A través de la arqueología podemos mostrar esta realidad material e indiscutible. Al mismo tiempo, el análisis de los sistemas de vigilancia de los campos de trabajos forzados nos permite repensar la propia naturaleza represiva del régimen franquista y desentrañar mejor su carácter implacablemente totalitario. Finalmente, nuestro proyecto permite llamar la atención sobre un espacio que estaba hibernando en
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Carlos Marín Suárez | Alicia Quintero Maqua | Jorge Rolland Calvo | Pedro Fermín Maguire | Alfedro González Ruibal Álvaro Falquina Aparicio
la memoria colectiva. Convertimos, de este modo, el Destacamento en un lugar histórico, sobre el que se vuelve a actuar, pensar y discutir.
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Sección III Espacios para la memoria
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Capítulo 9. “Todo está guardado en la memoria”1. Reflexiones sobre los espacios para la memoria de la dictadura en Buenos Aires (Argentina) Andrés Zarankin Melisa A. Salerno
Introducción En este trabajo discutimos los vínculos entre espacio, narrativa y memoria. Para ello presentamos algunas ideas y conceptos sobre memoria, y posteriormente analizamos las historias que la ciudad de Buenos Aires ofrece sobre la última dictadura militar en Argentina (1976-1983). Diversos lugares públicos remiten a este período oscuro. Hace tan sólo unos años, algunos de ellos fueron oficialmente reconocidos como “espacios para la memoria”. Es en estos lugares donde decidimos centrar nuestra atención. Así, consideramos un conjunto de ex centros clandestinos de detención (CCDs), parques y otros sitios como plazoletas, placas y monolitos que el gobierno declaró de interés público. En algunos casos, los espacios para la memoria fueron creados por la dictadura con intereses completamente distintos a los actuales (CCDs). Con el retorno de la democracia, el gobierno –a instancias de las organizaciones de derechos humanos, y las asociaciones de víctimas y familiares– logró recuperar esos lugares y resignificar su función como sitios históricos generadores de consciencia. Otros espacios surgieron durante la dictadura, aunque como resistencia frente a los abusos del régimen. Finalmente, numerosos sitios fueron creados durante el período constitucional (parques, plazoletas, placas). Éstos no sólo buscaron alertar sobre los peligros del terrorismo de estado, sino también recordar a sus miles de víctimas. En este trabajo analizamos los espacios para la memoria de la ciudad de Buenos Aires desde una perspectiva arqueológica; es decir, desde un abordaje centrado en la cultura material (Hodder 1982; Shanks y Tilley 1987). En primer lugar, partimos del presupuesto que la materialidad de los espacios puede contribuir a modelar y actualizar la memoria de los sucesos históricos (Ganz 2008; González-Ruibal 2008a, 2008b). Para ello señalamos que la experiencia de ciertos lugares genera ideas y sensaciones que pueden ser ordenadas en una secuencia narrativa sobre el pasado (Almeida 2005; Oliveira 2000; Potteiger y Purinton 1998). En segundo término, discutimos la forma en que los espacios para la memoria –especialmente, aquéllos sancionados por el gobierno– cumplen (o no) con el propósito al que fueron asignados. Finalmente, nuestro objetivo reside en comprender algunas de las tensiones que definen la construcción de la memoria nacional en el presente, y en el vínculo presente-pasado (Galaty y Watkinson 2006). 1
Fragmento de la canción “La Memoria”, escrita por León Gieco en 2001.
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Memoria y formas de recordar Como ya señalamos en la introducción, el principal objetivo de nuestro trabajo consiste en analizar los vínculos entre espacio, narrativa y memoria a través de un conjunto de sitios: los “espacios para la memoria” oficialmente reconocidos como tales en la ciudad de Buenos Aires. Antes de presentar sus principales características, consideramos relevante explorar algunos conceptos vinculados con la memoria. Así, intentaremos responder las siguientes preguntas: ¿qué entendemos por memoria?; ¿existen distintos tipos de memoria?; ¿de qué manera recordamos?; ¿qué rol desempeña la materialidad del mundo en la definición de la memoria?; ¿la memoria es subjetiva u objetiva? Actualmente, el concepto de memoria es debatido por diversos investigadores en ciencias sociales (Connerton 1989; Graves 2010; Hirsch 1997; Ricoeur 1984; Sarlo 2005; Yates 2007). Nuestro propósito no es contribuir a esta discusión, sino presentar una serie de definiciones que resulten operativas en el marco del trabajo. La memoria es un concepto que puede ser asociado tanto a la posibilidad de recordar algo que ocurrió en el pasado, como a la capacidad de guardar experiencias en nuestro propio cuerpo-mente u otros dispositivos materiales (Jones 2007; Sonesson 2007). Estas ideas mantienen una relación estrecha, ya que mientras más recuerdos (o memorias) existan, más rica puede llegar a ser la reconstrucción del pasado. La memoria jamás puede ofrecer una visión acabada del pasado. Por el contario, se compone de una serie de trazos o vestigios a partir de los cuales se genera un recorte particular de lo sucedido. Posteriormente, los fragmentos se ordenan y conectan en una secuencia narrativa –que no difiere necesariamente de la estructura de un relato (Crites 1997; Potteiger y Purinton 1998; Ricoeur 2004). El concepto de narrativa resulta relevante en los estudios sobre memoria. Ello se asocia a que la narrativa implica la capacidad humana de representar la compleja experiencia del tiempo (Ricoeur 1984). A través de la narrativa no sólo podemos construir sucesiones lineales de eventos; también podemos definir un presente, un pasado y un futuro. En esta estructura, la memoria excede las referencias vinculadas al pasado. Ello se debe a que la memoria se genera en el presente, y supone una proyección al futuro. La memoria puede cobrar diversas expresiones. En el marco de nuestro trabajo, creemos necesario destacar las llamadas “memorias personales” y “posmemorias”. De acuerdo a Paul Connerton (1989), las memorias personales tienen por objeto retrotraernos a nuestra propia historia de vida. Llegado este punto, vale la pena considerar que –aunque estemos hablando de nuestra propia experiencia– el recuerdo generado usualmente produce una ruptura que nos extraña de lo vivido (como si fuésemos espectadores de lo sucedido a otra persona). Por ejemplo, al vernos en una fotografía antigua, podemos llegar a preguntarnos: “¿éste era yo?”. A diferencia de las memorias personales, las “posmemorias” incluyen recuerdos asociados a las historias de vida o memorias ajenas (esto es, de otras personas). Según
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Marianne Hirsch (1997) (quien acuñó el concepto), las posmemorias no son más que los recuerdos de generaciones previas (las que protagonizaron los acontecimientos en cuestión). Éstos terminan siendo narrados por sus descendientes u otras personas, quienes relatan –sin excluir sus propias interpretaciones y perspectivas– lo que en algún momento les fue transmitido. En este sentido, Beatriz Sarlo (2005) sostiene que las posmemorias son recuerdos producidos por otros, que finalmente terminan generando una historia de las historias. Todas las memorias –ya sean personales o posmemorias– precisan de la ayuda de trazos o vestigios para mantenerse activas. Por lo general, los trazos pueden constituirse de forma material (en el caso de los objetos, estructuras, paisajes) y/o inmaterial (en el caso de los recuerdos). Francis Yates (2007) analizó la capacidad de las personas para memorizar de modo eficiente datos y sucesos. De esta manera, destacó la utilización de “imágenes agentes” como recurso mnemónico. Para Yates, las imágenes agentes son los trazos con mayor impacto en la constitución de la memoria (por su abundancia, intensidad y duración). Su agencia, precisamente, reside en su capacidad generativa. Las imágenes agentes son resultado de la experiencia sensorial. Por este motivo, estimulan emociones de forma más simple que cualquier otro tipo de datos. Las emociones (amor, odio, alegría, angustia) poseen un rol privilegiado en la constitución de la subjetividad, asegurando la perdurabilidad de los recuerdos (al menos, cuando no son reprimidos) (Narváez 2006). En el mundo social, no todos los sentidos son igualmente valorados (Stewart 1999). Por ejemplo, la vista resulta privilegiada entre los occidentales (especialmente, en la modernidad) (Thomas 2001). Ello no excluye la participación de otros sentidos (como el olfato, el sonido, el gusto) en la configuración de la memoria. Pero lo cierto es que, dada nuestra formación cultural, muchas veces atribuimos un correlato visual a los trazos que componen nuestros recuerdos (Yates 2007). Anteriormente señalamos que las imágenes agentes no sólo incluyen vestigios inmateriales como los recuerdos. También comprenden contenidos que podríamos definir como materiales. Hace ya unas décadas, la arqueología fue definida como el estudio del mundo social a través de la cultura material (Hodder 1982; Tilley 1989). La cultura material resulta significativa, en tanto participa de forma activa y dinámica en la red de relaciones sociales, y se encuentra cargada de diversos sentidos (Beaudry et al. 1991; Little y Shackel 1992). Teniendo en cuenta que nuestro trabajo posee una perspectiva arqueológica, nuestro planteo propone centrarse en los aspectos materiales de la memoria. Más allá de lo expresado, no podemos dejar de resaltar que los aspectos inmateriales y materiales de la memoria se encuentran íntimamente relacionados. Por un lado, los recuerdos se construyen a partir de vivencias propias o ajenas en las que las personas interactúan de formas específicas con la materialidad del mundo. Por otra parte, la materialidad de las cosas puede despertar, reforzar y/o construir recuerdos en distintas circunstancias. Usualmente se señala que si las posibilidades de recordar se limitaran a nuestras habilidades subjetivas, la extensión de nuestra memoria sería mucho menor que | 145
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la que evidentemente poseemos (Oliveira 2000; Yates 2007). Sin embargo, en tanto y en cuanto nuestra existencia es indisociable de la materialidad del mundo, la memoria es inseparable de las cosas que nos rodean. Algunos investigadores consideran que los objetos pueden formar una especie de registro extra-somático de la memoria (Almeida 2005). Llegado este punto, podemos señalar que los objetos son únicamente extra-somáticos (o extra-corporales) desde el punto de vista que transgreden las fronteras del cuerpo físico. Sin embargo, no pueden ser considerados externos al sujeto desde el momento que pueden ser corporizados –es decir, integrados al esquema corporal (Warnier 2001). A medida que nos familiarizamos con las cosas, podemos adquirir un conocimiento práctico de las mismas (Bourdieu 1999; Merleau-Ponty 1993 [1945]). Este conocimiento indefectiblemente incluye trazos o vestigios de la memoria. Los objetos nos conectan con el pasado de distintas maneras. Algunos evocan personas y situaciones sin que necesariamente hayan sido creados o vinculados de forma explícita a este propósito (Kwint 1999). En esos casos, la sola presencia de ciertas cualidades sensoriales nos retrotrae a otro momento en que experimentamos rasgos semejantes. Mientras tanto, diversos objetos representan en sí mismos actos conmemorativos (Shackel 2001; Williams 2003). Así, vuelven presentes personas y eventos que se espera sean recordados. Sin lugar a dudas, en ambos casos, la materialidad del mundo otorga durabilidad y efectividad a la memoria. Algunos objetos sólo poseen significado para ciertos individuos o grupos reducidos. Tal es el caso de los artículos de posesión personal o familiar (Hirsch 1997). Los familiares de los detenidos-desaparecidos de la última dictadura militar en Argentina usualmente consideran que ciertos elementos condensan su historia de vida (álbumes de fotos, cartas, etc.), e incluso llegan a considerarlos una extensión de su propia persona (prendas, accesorios, etc.). Mientras tanto, otros objetos refieren a eventos socialmente relevantes para un mayor número de personas. Éste es el caso de los monumentos históricos (Nelson y Olin 2003; Williams 2006). Los sitios para la memoria que presentamos en este trabajo dan cuenta de este tipo de materialidades. Hasta aquí reflexionamos sobre algunos aspectos que hacen a la formación y producción de la memoria. Sin embargo, existe una cuestión sobre la que aún debemos pensar: ¿la memoria es objetiva o subjetiva?; ¿se sustenta en hechos pasados o es una invención? Este tipo de preguntas resulta relevante en los estudios históricos, particularmente en aquéllos que refieren a causas de derechos humanos. En este sentido, si señalamos que la memoria es subjetiva, algunos podrían pensar que los asesinatos sistemáticos de la última dictadura en el país no fueron más que una invención. Al mismo tiempo, si consideramos que la memoria es objetiva, algunos otros podrían indicar las dificultades de resignificar un pasado previamente definido de modo contrapuesto –incluso como un proceso de “reorganización” y “saneamiento” de la sociedad (Salerno 2007). Esta disyuntiva nos lleva a considerar un camino que combine ambas perspectivas a partir de la arqueología. 146 |
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Las formas en que las personas experimentamos el mundo son subjetivas. A pesar de esto, las subjetividades no se encuentran cerradas sobre sí mismas, sin establecer ningún tipo de contacto entre ellas –lo que equivaldría a hablar de una especie de solipsismo (Crossley 1995a). Nuestra participación en el mundo social (el hecho de compartir un cierto contexto material, y percibir ciertas semejanzas en las prácticas) nos permite tejer vínculos entre distintos puntos de vista. La inter-subjetividad ofrece la posibilidad de alcanzar cierto consenso sobre las formas en que se comprende la realidad (Merleau-Ponty 1993 [1945]) –por ejemplo, lo que está bien y lo que está mal, lo deseado y lo indeseado, lo normal y lo anormal (por lo menos, al nivel de un cierto grupo de personas) . La percepción de lo que interpretamos como “realidad” también depende del tipo y la cantidad de elementos que disponemos para crear una determinada visión sobre ella. Así los intentos sistemáticos de ciertos grupos por ocultar “evidencias” dan cuenta de la existencia de alguna suerte de “verdad” que teme ser revelada. El descubrimiento de estos sucesos genera un impacto en las subjetividades, e incluso una cierta aceptación a nivel inter-subjetivo. Por lo tanto, en el caso de la última dictadura militar en Argentina, las personas asesinadas, los sobrevivientes, sus historias, los restos de los lugares de detención y muerte se presentan como vestigios que se niegan a desaparecer. Es a través de éstos que actualmente se intenta traer al presente ciertas memorias, y construir una nueva base de consenso sobre nuestra historia.
Espacios para la memoria En esta sección intentamos responder algunas preguntas sobre los sitios para la memoria, tanto a nivel general como a una escala más comprometida con el caso porteño. Entre ellas podemos mencionar: ¿cómo se definen los espacios para la memoria?; ¿cómo surgen?; ¿qué tipo de eventos pretenden conmemorar?; ¿qué particularidades definen a los sitios para la memoria de la ciudad de Buenos Aires?; ¿cuál es su vinculación con las políticas gubernamentales? Uno de los primeros trabajos que señalaron la importancia de los “lugares para la memoria” fue producido por Pierre Nora, quien entendió que los mismos abarcaban desde “lo material y concreto, posiblemente localizado geográficamente, hasta lo más abstracto e intelectualmente construido” (Nora 1984 en Graves 2010:1). Desde esta perspectiva, los lugares para la memoria no sólo incluían distintos tipos de espacios (paisajes, museos, memoriales), sino también archivos, objetos, entre otros. Con el paso del tiempo, la expresión “lugares para la memoria” fue restringiéndose cada vez más a la materialidad del espacio. De esta forma, la bibliografía anglosajona comenzó a hablar de “sites of memory”, y la hispanoparlante de “sitios o espacios para la memoria” (Huyssen 2003). La memoria se encuentra estrechamente articulada con el olvido (Pollack 1989; Sarlo 2005). Los sitios para la memoria constituyen un esfuerzo para que ciertos eventos no sean pasados por alto (Carrier 2005). Originalmente, muchos espacios de este tipo surgieron como contra-monumentos (Gilloch 1997). Ello significa que su sola presencia | 147
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representó un desafío a la historia oficial (la visión dominante de los hechos). Desde este enfoque, los sitios para la memoria pueden transformarse en herramientas útiles para que ciertas historias tradicionalmente ignoradas adquieran visibilidad. Sin embargo, con el paso del tiempo, las nuevas memorias pueden encontrar consenso y devenir en historia oficial. De ahí en más, pueden someterse a los embates de otras memorias, y el ciclo puede reanudarse. La posibilidad de dar voz a ciertas historias que hasta el momento habrían permanecido invisibilizadas es uno de los rasgos de la posmodernidad. A diferencia del pensamiento moderno, la posmodernidad no concibe la existencia de una única forma de ver el pasado (Bauman 2000). Por el contrario, entiende que la realidad es demasiado compleja y heterogénea para negar la diversidad de sus entendimientos (Casullo 1989). En la búsqueda de diversidad, la crítica posmoderna permitió que nuevos sectores tuvieran participación en la construcción de la historia. Entre éstos destacaron los grupos oprimidos, aquéllos que habrían sido tradicionalmente sometidos a condiciones de subyugación social, económica y política (Wolf 1982). Las personas y los sucesos que los espacios para la memoria pueden conmemorar varían de un contexto social a otro. Ello se vincula con los temas que demandan preocupación y sensibilidad en el seno de una comunidad. Los lugares para la memoria expresan las tensiones del mundo cultural. Por ejemplo, en algunos países como Alemania, la historia de la Segunda Guerra Mundial y sus trágicas consecuencias constituyen temas abiertamente planteados por diversos espacios conmemorativos (Saunders 2004; Schofield 2009). Mientras tanto, en otros casos como España, los sitios para la memoria recientemente comienzan a involucrar la temática de la Guerra Civil y el franquismo (González-Ruibal 2008a, 2008b). En el caso de Argentina, la definición de espacio para la memoria se encuentra especialmente ligada a los sitios destinados a recordar el horror generado por la represión política y sus víctimas (Instituto Espacio para la Memoria 2007). Sin lugar a dudas, nuestra sociedad considera el pasado reciente un período conflictivo (aún más que el pasado distante –aunque éste también se encuentre plagado de tensiones). Durante años, las historias de las víctimas de la dictadura fueron negadas: sus vidas permanecieron suspendidas; sus paraderos, desconocidos. De este modo, los damnificados terminaron transformándose en una suerte de “gente sin historia” (sensu Wolf 1984). La última dictadura militar en Argentina se extendió entre 1976 y 1983. En un contexto internacional dominado por la Guerra Fría, el golpe de estado buscó responder –entre otros factores– al crecimiento de la izquierda y la consolidación de grupos revolucionarios. El “Proceso de Reorganización Nacional” procuró aniquilar toda forma de resistencia. Su principal herramienta fue la desaparición forzada (incluyendo la persecución, secuestro, cautiverio, tortura y muerte de los enemigos). Esta política arrojó resultados trágicos. Con el regreso de la democracia, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas registró más de 9.000 denuncias de desaparición (CONADEP 2005 [1984]). 148 |
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Mientras tanto, diversos organismos de derechos humanos como la Asociación Madres de Plaza de Mayo y el Servicio de Paz y Justicia refirieron a más de 30.000 casos (Madres de Plaza de Mayo 2005). Los espacios para la memoria se presentan como sitios adecuados para replantear (e incluso reconstruir) las historias sobre la violación sistemática a los derechos humanos. En el caso de la desaparición forzada, la materialidad de los lugares cumple objetivos íntimamente relacionados: ante la ausencia de los cuerpos y la posibilidad de cumplir con las pautas culturales asociadas a los ritos funerarios, abre un espacio para el duelo; ante el temor y el aislamiento que provoca la represión, aúna los esfuerzos de los sobrevivientes y familiares; ante el desconocimiento y la secrecía del accionar de la dictadura, promueve el debate y la reflexión pública; finalmente, ante una situación de impotencia, permite recuperar cierto grado de agencia por parte de los afectados. En Argentina, los primeros espacios conectados a la memoria de las trágicas consecuencias del terrorismo de estado surgieron de forma espontánea. Ello sucedió en tiempos de la dictadura, y fue una respuesta a la necesidad de los familiares y amigos de las víctimas de ser escuchados. Entre los primeros espacios ganados al régimen podemos mencionar, por su profundo impacto en la ciudadanía, la marcha de las Madres en Plaza de Mayo y el “Siluetazo” en las calles de la ciudad. Estos sitios carecieron de consentimiento oficial. De esta manera, surgieron como expresión de resistencia en los intersticios de una política represiva. Fueron contra-monumentos que discutieron una historia oficial que buscaba imponerse. Las marchas efectuadas por las madres de detenidos-desaparecidos en Plaza de Mayo surgieron en 1977. Su objetivo era mostrar fuerza y unidad para que los miembros de la Junta finalmente les concediesen una audiencia. En ella intentarían obtener respuestas sobre el destino final de sus hijos (Madres de Plaza de Mayo 1997). Como en ese entonces la Argentina se encontraba bajo estado de sitio, el gobierno había prohibido el derecho a reunirse públicamente en grupos de más de dos personas (Calveiro 1998; CONADEP 2005 [1984]). Las madres decidieron circular (no quedarse paradas) alrededor de la Pirámide de Mayo. Así encontraron un vacío dentro de las propias reglas de la dictadura, donde –no sin dificultades como amenazas, persecución e incluso más desapariciones– pudieron expresarse (ver en “Otros Lugares para la Memoria” la referencia a los pañuelos pintados en la Plaza). El Siluetazo fue un movimiento artístico que contó con una importante participación ciudadana. En 1983 (justo antes del retorno de la democracia), un grupo de artistas propuso trazar en papel una serie de siluetas con las cuales cubrir las calles de Buenos Aires. Esta apropiación del espacio constituyó un intento por volver presente la ausencia generada por las desapariciones. Lo interesante del Siluetazo fue que la gente logró “poner el cuerpo” en el proceso: independientemente de los moldes que se planearon utilizar, las personas decidieron utilizar sus propias figuras como modelo (Longoni y Bruzzone 2008: 30). Así se pudo promover una suerte de identificación con las víctimas (podían | 149
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ser cualquiera de nosotros). En las marchas de Plaza de Mayo y el Siluetazo, los espacios para la memoria se constituyeron a través de la práctica. La supuesta fugacidad de las acciones, y el hecho de no dejar huellas materiales perdurables resultaron indispensables para que los reclamos tuvieran lugar en el contexto de la dictadura. Para los militares, las personas que caminaban alrededor de la plaza podían “desaparecer”, del mismo modo que las figuras en papel podían ser arrancadas (tanto de los recuerdos como de la propia materialidad del presente). Sin embargo, las marchas y el Siluetazo lograron tener un efecto mayor que el estimado. Pusieron en evidencia aquello que se sospechaba, y de lo cual no se hablaba. Por este motivo, construyeron memoria. El año 1983 marca el fin de la dictadura y el retorno de la democracia. A pesar de los altibajos (el juicio a las Juntas, las leyes de obediencia debida y punto final, la reciente reapertura de las causas), las condiciones políticas se tornaron propicias para la reflexión y el reclamo. En este contexto, surgieron nuevos espacios para la memoria de los crímenes de estado. Muchos de estos lugares no sólo pudieron adquirir una expresión material más duradera. También pudieron ser institucionalizados; es decir, designados y protegidos por fuerza de ley. El caso de Buenos Aires resulta significativo. Esta ciudad quizás sea una de la que más espacios para la memoria concentra en el país, y una de las que más sitios oficialmente reconocidos posee.
El caso de Buenos Aires Nuestro trabajo analiza los espacios para la memoria que fueron institucionalizados en la ciudad de Buenos Aires. Estos lugares resultan interesantes por diversos motivos. En primer lugar, expresarían públicamente el distanciamiento del Estado actual respecto de los hechos de violencia política (al menos, del pasado). En segundo término, señalarían el esfuerzo de las autoridades por construir una nueva historia de la dictadura. Así, la designación y conformación de los espacios supondría un trabajo conjunto de las autoridades y aquellas personas que fueron ignoradas durante el régimen (representantes de derechos humanos, sobrevivientes, familiares y amigos de las víctimas). En tercer lugar, los sitios institucionalizados idealmente poseerían mayores recursos y protección, por lo que podrían gozar de mayor perdurabilidad y llegada entre los ciudadanos. A partir de lo descrito, creemos posible realizar diversas preguntas: ¿cuál es la materialidad de los espacios que fueron institucionalizados?; ¿qué tipo de narrativas sobre la dictadura permiten modelar?; ¿son efectivos en la construcción de la memoria?; ¿qué nos dicen sobre el presente de nuestra propia sociedad? Este trabajo emplea un enfoque experiencial e interpretativo. Llegado este punto, vale la pena considerar que la experiencia involucra la corporeidad y los sentidos. Los lugares para la memoria no son espacios abstractos (espacios físicos o contenedores, tal como los definiría el pensamiento cartesiano –Hirsch 1995). Por el contrario, son espacios que deben ser vividos (Thomas 1993, 1996, 2001; Tilley 1994). De esta manera, los investigadores debemos apuntar cómo 150 |
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los percibimos, sentimos y recorremos. Desde nuestra perspectiva, la experiencia puede transformarse en guía de las interpretaciones. Ello se debe a que la propia acción sobre el mundo aprehende sentidos prácticos (Crossley 1995b, 2001), que simultáneamente pueden ser ordenados en una secuencia narrativa (Gadamer 1997; Ricoeur 1984) –en este caso, sobre el pasado reciente. Es importante destacar que la experiencia y la interpretación del espacio nunca se desarrollan en el vacío. Por el contrario, sólo se producen en un contexto social específico (Crossley 1995b; Csordas 1990). Los espacios para la memoria de la ciudad de Buenos Aires se materializan en un escenario en que las historias oficiales previas sobre la dictadura militar en el país están siendo discutidas por diversos actores. Nuestro trabajo de relevamiento fue efectuado a fines de 2009. El listado de lugares integrados en el estudio fue armado a partir de información publicada por el Instituto Espacio para la Memoria (2009): un ente económicamente autárquico, con autonomía en los temas de su incumbencia, que pertenece a la administración descentralizada del Gobierno de la Ciudad, y posee participación de los organismos de derechos humanos. Su finalidad es: “El resguardo y transmisión de la memoria e historia de los hechos ocurridos durante el Terrorismo de Estado (…) con el objeto de promover la profundización del sistema democrático, la consolidación de los derechos humanos y la prevalencia de los valores solidarios de la vida, la libertad y la dignidad humana” (Ley N° 961/2002). Con el fin de ordenar la presentación de los casos, decidimos conservar aproximadamente el ordenamiento de lugares propuesto por el Instituto Espacio para la Memoria (2009)2: ex centros de detención clandestinos, parques, “otros lugares” (figura 1). Ex centros clandestinos de detención Por lo general, la desaparición de personas durante la última dictadura estuvo asociada al empleo de centros clandestinos de detención (CCDs). En estas cárceles, los secuestrados eran interrogados mediante procedimientos que involucraban la tortura sistemática. Asimismo, eran mantenidos cautivos hasta que las fuerzas de seguridad decidían su destino final. El carácter clandestino de los CCDs los transformó en una suerte de “no-lugares” (sensu Zarankin y Niro 2006). Ello implicó que nadie supiera dónde estaban (excepto los militares y algunos secuestrados que podían reconocer su localización), no tuvieran existencia oficial y su secrecía les ofreciera absoluta impunidad. Así, los CCDs convirtieron a las víctimas en desaparecidos.
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Se realizaron algunos cambios en las categorías para facilitar el análisis. Por ejemplo, los parques fueron colocados en un grupo separado. Asimismo, los “otros lugares” no incluyeron las escuelas para mantener el número de casos manejable.
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Centros Clandestinos: -Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). -“Club Atlético”. -“El Olimpo”. -“Virrey Cevallos”. -“Automotores Orletti”. Parques: - Parque de la Memoria. -(Parque Indoamericano: Paseo de los Derechos Humanos). Otros lugares: -Espacios públicos remanentes de la Autopista 25 de Mayo (Ángela M. Aieta de Gullo, María Ponce de Bianco, Delia Avilés de Elizalde, Ramona Gastiazoro de Brontes, Esther Ballestrino de Careaga, Matilde Vara de Anguita, Irene Orlando, Rosa H. Cirullo de Carnaghi, Elsa Rabinovich de Levenson). -Pañuelos de la Pirámide de Mayo. -Escultura trabajadores-desaparecidos del Puerto de Buenos Aires. -Plaza Rodolfo Walsh. -Plaza Roberto Santoro. -Plazoleta Hermana Alice Domon y Hermana Leonie Duquet. -Cantero Central Héctor Oesterheld. -Cantero Central Francisco “Paco” Urondo. -Plazoleta Haroldo Conti. -Cantero Central Irma Carrica. -Plaza Jorge Di Pascuale. -Plaza Derechos del Hombre. Figura 1. Espacios para la memoria institucionalizados por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Fuente: Instituto Espacio para la Memoria (2009).
La transformación de un CCD en espacio para la memoria supone la apropiación y resignificación de un elemento represivo. La lógica del CCD ofrece un factor importante para contra-argumentar la historia que la dictadura intentó forjar sobre su plan de exterminio. Los CCDs se encontraban ampliamente distribuidos en la ciudad (prácticamente, todos los barrios tenían uno) (CONADEP 2005 [1984]). Ello facilitaba el traslado de los secuestrados, despertando la menor cantidad de sospechas posibles. En la actualidad, la localización de los CCDs permite transformarlos en espacios de reflexión para un importante número de personas. Así, la primera impresión que subyace a su encuentro es:
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estaban donde nadie esperaba encontrarlos; operaban en medio de todos nosotros. Con el objetivo de mantener su clandestinidad, los CCDs mostraron fachadas que ocultaron su verdadero propósito (CONADEP 2005 [1984]). Así, emplearon estructuras pre-existentes y acondicionaron sus interiores a las nuevas funciones. Mientras tanto, los exteriores se mantuvieron intactos y los edificios ofrecieron la impresión de continuar presentando sus antiguos servicios (por ejemplo, garaje, taller mecánico, dependencia policial). La recuperación transforma los CCDs en símbolos del terrorismo de estado y su estrategia sádica de exterminio/negación. Sin embargo, para que los ciudadanos puedan identificar estos espacios y reconocer su significación en el presente se vuelve necesario que su secrecía sea puesta al descubierto. En este sentido, su correcta señalización constituye una tarea importante.
Figura 2. Vista de la ex ESMA. Nótese la intervención efectuada en la reja, representando la silueta de un desaparecido (Giancarlo Ceraudo 2007).
Hasta fines de 2009, diversos CCDs fueron reconocidos como sitios históricos y/o espacios de utilidad pública por el Gobierno de la Ciudad: Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), “Club Atlético”, “Olimpo”, “Virrey Cevallos”, “Automotores Orletti” (Instituto Espacio para la Memoria 2009). Probablemente la ESMA sea uno de los CCDs más emblemáticos de la dictadura (figura 2). Se calcula que por allí pasaron 5000 detenidos (un número mayor que el de cualquier otro centro). Si bien todo el predio estuvo comprometido en actividades represivas, la mayor parte de los detenidos se concentró en el Casino de Oficiales. La ESMA fue conocida por poseer una maternidad, donde las detenidas daban a luz en condiciones inhumanas y sus hijos eran apropiados por los | 153
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captores (CONADEP 2005 [1984]). La transformación de la ESMA en “Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos” implicó la restitución del predio destinado al Antiguo Ministerio de Marina a la Ciudad de Buenos Aires (Ley N°392). Para asegurar el traspaso de las instalaciones, en 2004 se decidió conformar una comisión bipartita entre el Gobierno de la Nación y el Gobierno de la Ciudad (Ley N° 1412). El desalojo de los militares resultó significativo para sobrevivientes, familiares y la sociedad en su conjunto (un hecho seguido de cerca por la prensa). Ello se debió a que, incluso con el retorno de la democracia, y una vez demostrados los actos de tortura y muerte allí cometidos, la ESMA continuó funcionando (lo que demostró la impunidad con que contaron este tipo de instituciones). Otro caso interesante es el del “Club Atlético” (figuras 3 y 4). Este CCD funcionó en el sótano de un edificio destinado a albergar depósitos y talleres de la Policía Federal. Por allí pasaron unas 1500 personas entre febrero y diciembre de 1977 (CONADEP 2005 [1984]). Con posterioridad a esa fecha, el edificio fue demolido y sepultado bajo la construcción de la Autopista 25 de Mayo. A diferencia de otros centros que se mantuvieron en pie y pudieron ser reconocidos, el “Club Atlético” permaneció inaccesible durante 25 años. Por este motivo, los sobrevivientes reclamaron excavaciones en el lugar. Diversas tareas se efectuaron desde 2002 hasta el presente (Bianchi Villelli y Zarankin 2003; Weissel 2002), dando origen a un proyecto en el que arqueólogos, sobrevivientes, organismos de derechos humanos y el Gobierno de la Ciudad trabajaron en conjunto. Finalmente, los restos fueron declarados sitio histórico en 2005 (Ley N° 1794).
Figura 3. Vista del ex CCD “Club Atlético”. Detalle del cartel que da cuenta del proyecto de recuperación del sitio (Zarankin y Salerno 2009).
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“El Olimpo” fue un galpón que funcionó como terminal de colectivos, y terminó siendo expropiado por los militares. Durante 1978, operó como CCD y albergó aproximadamente 500 detenidos (CONADEP 2005 [1984]). Con el retorno de la democracia, el edificio fue transformado en un patio de verificación de autos. Finalmente, en 2003 fue declarado “sitio histórico” y pasó a manos de la Ciudad de Buenos Aires (Ley N°1197). “Virrey Cevallos” fue una casa de la Fuerza Aérea que funcionó como CCD en 1977 (y tal vez en 1976) (CONADEP 2005 [1984]). Durante años, la agrupación “Vecinos de San Cristóbal contra la Impunidad” luchó por recuperar el lugar (figura 5). Ello eventualmente sucedió en 2004, cuando el ex CCD se transformó en sitio de utilidad pública (Ley N°1454). “Automotores Orletti” funcionó en lo que había sido el predio de un taller de autos. Allí no sólo se secuestraron y torturaron personas; también se coordinaron tareas represivas con otros países latinoamericanos en el marco del Plan Cóndor. En 2006, el lugar fue declarado de utilidad pública (Ley N° 2.112).
Figura 4. Otra vista del ex CCD “Club Atlético”. Detalle de una silueta a gran escala, efectuada por sobrevivientes y familiares para conmemorar a las víctimas de la represión ilegal (Zarankin y Salerno 2009).
Los CCDs que mencionamos fueron exitosamente reapropiados y resignificados como espacios para la memoria. A nivel externo, estos lugares demandan la atención de los transeúntes de distintas maneras. Por un lado, su presencia se encuentra señalizada mediante carteles y placas que explicitan su antigua función y nuevo rol. Por otra parte, sus paredes suelen estar acompañadas de manifestaciones artísticas o mensajes dejados | 155
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por sobrevivientes y familiares de las víctimas. El espacio interno (o lo que resta de él) ha sido conservado como testimonio de lo que allí sucedía (y la ciudadanía desconocía). En la actualidad, estos CCDs ofrecen visitas guiadas. Por lo general, el recorrido despierta en los visitantes experiencias y sentimientos que no siempre pueden ser traducidos en palabras. Algunas personas logran reencontrarse con su propio pasado, mientras otras pueden identificarse (al menos en cierto punto) con las víctimas y cobrar consciencia sobre los peligros de la represión.
Figura 5. Vista del ex CCD “Virrey Cevallos” Considérese la señalizacón del espacio con fines de y resignificación (Zarankin y Salerno 2009).
El caso de “Garage Azopardo” es claramente diferente (figura 6). En la actualidad, el predio continúa siendo utilizado por la Policía Federal como centro de tramitación de pasaportes y cédulas de identidad. En lo que respecta a su exterior, el espacio prácticamente no se encuentra señalizado como un ex CCD. Sobre su vereda sólo puede observarse una baldosa colocada por una Comisión para la Memoria y la Justicia que menciona su antigua existencia. Otras marcas que intentaron dejar asociaciones de derechos humanos parecen haber sido borradas. Estas circunstancias representan la realidad de otros CCDs que –a diferencia de “Garage Azopardo”, y aunque más pequeños y circunstanciales– no fueron institucionalizados como espacios para la memoria. Actualmente, estos lugares continúan prestando diversas funciones –en algunos casos, incluso vinculadas con las fuerzas de seguridad (comisarías, hospitales militares, entre otros).
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Figura 6. Espacio donde funcionó el ex CCD “Garage Azopardo” (actual centro de tramitación de documentos de la Policía Federal Argentina). Nótese la ausencia de señalización, y las dificultades para lograr la rerapropiación del espacio (Zarankin y Salerno 2009).
Parques El Parque de la Memoria se encuentra situado en la Costanera Norte. Esta zona se halla relativamente alejada del centro de la ciudad. No se trata de un área residencial, sino de una avenida que presenta algunos locales de oferta gastronómica y constituye el camino obligado a la Ciudad Universitaria. La Avenida Costanera es generalmente recorrida en automóvil u ómnibus, pero rara vez es transitada por peatones. Es posible que quienes circulen por el lugar contemplen el Parque de la Memoria sin saber que fue un espacio explícitamente creado con el fin de recordar a las víctimas de la represión política en Argentina. Es que visto al pasar, el Parque parece una plaza o espacio verde bastante despojado (exceptuando la presencia de algunas obras de arte). El cartel que señala su ingreso y propósito es relativamente pequeño si se lo compara con la inmensidad del predio (figura 7). Asimismo, es importante destacar que no siempre existe suficiente difusión sobre las actividades que allí se desarrollan.
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Figura 7. Vista exterior del Parque de la Memoria (Zarankin y Salerno 2009).
La mayor parte de quienes recorren el Parque no son visitantes desprevenidos, que simplemente sintieron curiosidad por su aspecto exterior. Por el contrario, se trata de personas que arribaron con la única intención de conocer (o reencontrarse con) este espacio. Quienes ingresan en el Parque tienen la posibilidad de experimentar un lugar bastante distinto a lo observado desde la Avenida. Detrás de una plaza abierta, existe un complejo enorme que conduce hasta la ribera. Este complejo contiene el Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado, salas, oficinas, obras de arte y un gran auditorio. De acuerdo a la Comisión pro Monumento (2007), el emplazamiento del Parque fue elegido por su cercanía al Río de La Plata, donde fueron arrojados los cuerpos de numerosas víctimas de la dictadura. El Parque posee un recorrido zigzagueante que representa la herida provocada por el terrorismo de estado sobre el tejido social (Comisión pro Monumento 2007). El diseño del monumento parece estar inspirado en el modelo americano de memoriales, iniciado con el monumento a los caídos en Vietnam (Hass 1998). En nuestro país, este modelo ya fue utilizado para conmemorar a los soldados muertos en Malvinas. Nos referimos al empleo de muros en los que se indica el nombre y la fecha de deceso de la víctima. En el caso del Parque, esta fecha fue reemplazada por la edad que tenía la persona en el momento que fue secuestrada (ya que usualmente se desconoce con exactitud cuándo fue asesinada). Las paredes del monumento aún presentan placas vacías, listas para agregar nuevos nombres a medida que se extiendan las denuncias. Más allá del estilo en que fue inspirado, el Parque impacta a quien lo recorre. En este sentido, se transforma en un espacio en que las paredes, con sus miles de placas y nombres, nos parecen increíblemente extensas, nos rodean y transmiten la angustia de percibir las verdaderas dimensiones del genocidio (Tappatá de Valdez 2003) (figura 8). 158 |
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Tenemos la impresión de que el Parque no es un lugar al que las personas o familias asistan con el fin de desarrollar algún tipo de actividad recreativa. Probablemente, ello generaría la sensación de estar profanando un espacio para el duelo. Así, este proyecto elige un camino específico sobre la forma de recordar, en el que se destaca el carácter holocáustico de la represión. Se trata de un espacio en el que el silencio y el recogimiento constituyen elementos casi obligatorios. El Parque es una suerte de cementerio donde los cuerpos se encuentran ausentes, aunque sus nombres (sus identidades) se hallan presentes en placas de granito como si se tratara de nichos.
Figura 8. Vista del Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado y su memorial. Nótense las dimensiones (aunque sólo se fotografió un fragmento del recorrido) y el carácter sobrecogedor del espacio (Zarankin y Salerno 2009).
Existen otros proyectos que simultáneamente buscan convertirse en lugares para el recuerdo de las víctimas y el esparcimiento de la comunidad. Un posible antecedente es el Parque de Ben Semen, en Israel. En este caso, los desaparecidos judío-argentinos fueron representados mediante árboles en un área recreativa de las afueras de Tel Aviv. En Argentina, el Paseo de los Derechos Humanos (Parque Indoamericano) fue concebido de forma similar. Este paseo se encuentra localizado en el extremo oeste de la ciudad (específicamente, en el barrio de Lugano). Al igual que el Parque de la Memoria, el Parque Indoamericano se encuentra distante de áreas residenciales, rodeado de otros predios que dificultan su clara identificación desde el exterior (el Parque Almirante Brown, la Escuela de Cadetes de la Policía Coronel Ramón Falcón, clubes deportivos). Quien lo recorre puede observar que el paseo comprende varias hectáreas de espacio verde, con un recorrido lineal a lo largo del cual se identifican montes de árboles que recuerdan distintos grupos | 159
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de desaparecidos (Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires 2010). Otros lugares En “otros lugares” incluimos espacios institucionalizados como plazas, plazoletas, canteros, monolitos, entre otros, que recuerdan o llevan nombres de personas que fueron víctimas y/o resistieron las trágicas consecuencias de la represión. A diferencia de los CCDs o los parques, estos lugares son bastante numerosos, y se encuentran dispersos a lo largo y ancho de la Ciudad de Buenos Aires. A continuación, centramos nuestro interés en tres casos diferentes: 1- los espacios conmemorativos ubicados en el barrio de Puerto Madero, 2- los “espacios remanentes de la Autopista 25 de Mayo” (sensu Instituto Espacio para la Memoria 2009) y 3- los pañuelos de las Madres en Plaza de Mayo. Los dos primeros grupos concentran la mayor cantidad de sitios de la categoría. El tercer caso refiere a un lugar con características específicas, en tanto sus orígenes se remontan a la dictadura. Puerto Madero es el barrio más reciente y de mayor crecimiento de Buenos Aires. También conforma un reducto de las clases más adineradas del país. En Puerto Madero se localizan distintos espacios para la memoria. Entre ellos podemos mencionar el Bulevar Azucena Villaflor, bautizado en honor a una de las fundadoras de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, quien fue detenida-desaparecida en 1977. También encontramos el Cantero Central Héctor Oesterheld (figura 9), creado con el fin de conmemorar al escritor argentino secuestrado junto a sus hijas en el transcurso del mismo año. En el momento que realizamos el relevamiento, el cantero (una suerte de plazoleta de aproximadamente una manzana) se encontraba bastante deteriorado. El espacio se hallaba señalizado por un cartel sin más referencia que su nombre, y un pequeño monolito con una placa oxidada de difícil lectura. Este último se perdía en la inmensidad de la plazoleta, y en el fondo proporcionado por las torres de Puerto Madero. Otro caso interesante es la escultura en honor a los trabajadores desaparecidos del Puerto de Buenos Aires. Aún sabiendo la localización exacta de la obra, ésta resultó imposible de hallar. Casi en la misma dirección, terminamos encontrando un monolito en una plaza seca, con una placa que recordaba a los trabajadores desaparecidos de la automotriz Mercedes Benz (figura 10). Este monumento claramente contrastaba con una estatua hecha en escala, de bronce brillante, de Fangio y su auto de carreras (un Mercedes). Sin lugar a dudas, esta estatua se llevaba toda la atención y minimizaba la visibilidad de la placa. La pequeñez y sencillez del monolito también sorprendían en comparación con los edificios que rodeaban el lugar; particularmente, las lujosas instalaciones de Mercedes Benz en Argentina. Una zona que concentra un número importante de “otros lugares” para la memoria se encuentra bajo la Autopista 25 de Mayo (figuras 11 y 12). Se trata de un conjunto de jardines, patios y plazoletas que llevan nombres de madres desaparecidas (como Delia Avilés de Elizalde, Ramona Gastiazoro de Brontes, Esther Ballestrino de Careaga, Matilde Vara de Anguita, entre otros) (La Nación 2003). Quizás el hecho de que el Gobierno de la Ciudad haya considerado estos espacios como “remanentes” de la autopista pueda brindarnos algunas ideas sobre sus rasgos. En general, se trata de lugares de dimensiones 160 |
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reducidas, con algún cartel o placa que comunica su denominación. Asimismo, conforman una serie de espacios que –a no ser por la creación de los jardines y sitios conmemorativos– posiblemente permanecerían inutilizados por parte de la comunidad (tal como sucede en otras zonas asociadas a las autopistas).
Figura 9. Monolito del Cantero Héctor Oestherheld en Puerto Madero (Zarankin y Salerno 2009).
Figura 10. Monolito que recuerda los trabajadores desaparecidos de la automotora Mercedes Benz. Nótese el contraste entre las placas y la escala de los edificios circundantes (Zarankin y Salerno 2009).
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La localización de estos lugares bajo la Autopista 25 de Mayo puede tener diversas interpretaciones (algunas de ellas, aparentemente contradictorias). Por un lado, su emplazamiento constituye una forma de apropiarse y resignificar un espacio históricamente creado por la dictadura. A decir verdad, parte de la ciudadanía aún considera las autopistas y otras obras de infraestructura parte del “buen legado” del régimen. La presencia de lugares conmemorativos se transforma, entonces, en una herramienta útil para discutir el costo de sus “logros”. Desde otro enfoque, puede resultar objetable que los espacios se encuentren “bajo” la autopista, como si los errores del régimen sólo ocuparan un lugar “remanente” en el universo de sus obras. En este sentido, el emplazamiento de los patios y plazoletas ofrece la impresión de que la memoria de las víctimas aún ocupa un espacio circunscrito a la resistencia –expresada en la ocupación de los intersticios del poder. Finalmente, vale la pena mencionar la accesibilidad de estos espacios y las experiencias que habilita su recorrido. Si bien las plazoletas se encuentran relativamente cerca del centro de la ciudad (en los barrios de San Telmo y San Cristóbal), lo cierto es que las calles sobre las que se ubican son poco transitadas. Algunas de ellas sólo se extienden por unas cuadras (por ejemplo, Dr. Eduardo Jenner), y son el producto de cambios generados por la implantación de la autopista sobre el trazado. Más allá de lo expresado, quien recorre la zona en auto o a pie, apenas notará –salvo que reconozca los nombres en los carteles, o esté informado sobre la historia de los lugares– que los jardines y plazoletas ubicados bajo la autopista se encuentran consagrados a la conmemoración de las víctimas de la dictadura. En cierto sentido, los rasgos generales de los sitios considerados no provocan en quien los visita interés en apropiarse de ellos. Por un lado, las plazoletas tienen un aspecto sombrío y húmedo, producto de su localización. Por otra parte, los espacios fueron cerrados con rejas que sólo permanecen (aunque ni siquiera en todos los casos) abiertas durante el día. Las rejas provocan la sensación de que parte de la materialidad de los lugares fue explícitamente diseñada para expulsar antes que para invitar a las personas a entrar. Por este motivo, han sido simbólicamente conectadas a la pérdida de libertad, la discriminación y la represión –sin lugar a dudas, algo que los espacios para la memoria no deberían representar. Llegado este punto, vale la pena aclarar que la utilización de rejas por parte del Gobierno de la Ciudad ha sido objetada por las organizaciones de derechos humanos, sobrevivientes y familiares de las víctimas en varios casos.
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Figura 11. Plazoleta Delia Avilés de Elizalde, uno de los lugares “remanentes de la autopista 25 de Mayo”. Nótese las caracteristicas del espacio bajo la autopista y el uso de enrejados (Zarankin y Salerno 2009).
Figura 12. Plazoleta Ramona Gastiazoro de Brontes, otro espacio “remanente de la autopista” (Zarankin y Salerno 2009).
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A pesar de lo descrito, los espacios “remanentes de la autopista” cuentan con algunos implementos (como bancos, mesas y juegos) para que la comunidad pueda hacer uso de ellos. En la mayor parte de los casos, estas instalaciones no parecen tener buen mantenimiento. La inversión que se efectúa en ellas es baja, lo que parece corresponder con la escasa oferta de servicios que la ciudad brinda al barrio donde los jardines y plazoletas se encuentran emplazados (hogares de bajos recursos, casas tomadas, entre otros). Haciendo a un lado sus características, algunos vecinos igualmente optan por acercarse a estos lugares (lo que sugiere la importancia de mejorarlos para el bienestar del barrio). Finalmente, haremos mención a un último caso: los pañuelos blancos pintados alrededor de la Pirámide de Mayo (figura 13). Estos pañuelos, dispuestos sobre el piso, marcan el recorrido de la marcha que las madres de detenidos-desaparecidos iniciaron en 1977 con el fin de solicitar –ante las autoridades del régimen– información sobre el paradero de sus hijos (ver más arriba). A diferencia de los CCDs, que fueron originalmente creados por el terrorismo de estado, o los nuevos espacios para la memoria, que surgieron durante el período democrático, la marcha de las Madres fue un símbolo de lucha contra la represión que se inauguró durante el propio período de facto y sobrevivió como pedido de justicia hasta la actualidad. Los pañuelos poseen un increíble potencial como símbolo de lucha de las Madres. Originalmente, fueron confeccionados con la tela que las mujeres de la década del ’70 empleaban para fabricar pañales a sus bebés. El uso de este género, consecuentemente, remitió al vínculo filial entre madres e hijos. Los pañuelos aunaron a las Madres bajo un mismo símbolo, sin que existieran distinciones significativas entre ellas (su reclamo era el mismo) (Madres de Plaza de Mayo 1997). El símbolo de los pañuelos no sólo cobró trascendencia en Argentina, sino también a nivel global. Cuando las madres solicitaron la presencia de los organismos internacionales de derechos humanos (durante el mundial de 1978, en plena dictadura), su presentación pública fue acompañada por su característica apariencia. Los pañuelos pintados alrededor de la Pirámide de Mayo se encuentran localizados en el microcentro de Buenos Aires, en la plaza más importante de la República (rodeada de edificios institucionales –como la Casa de Gobierno, algunos Ministerios Públicos y la Catedral). La Plaza de Mayo no sólo conforma un punto neurálgico en el funcionamiento de la ciudad; también constituye un espacio histórico de reunión social (Lerman 2004). Aproximadamente desde el siglo XIX, allí se llevaron a cabo celebraciones y protestas. Algunas de estas últimas, como la lucha de las Madres –y, actualmente, la de los Veteranos de la Guerra de Malvinas– parecen haber adquirido una presencia constante.
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Figura 13. Pañuelos pintados en torno a la Pirámide de Mayo (Zarankin y Salerno 2009).
La Plaza de Mayo es diariamente visitada por miles de personas. Los pañuelos no pueden ser divisados desde la calle (por ejemplo, por el tránsito vehicular). Sin embargo, quienes decidan atravesar la plaza no encontrarán dificultades en contemplarlos (aunque las pinturas se encuentren plasmadas sobre el suelo). Los argentinos inmediatamente sabrán de qué se trata. Aunque no estén acompañados por placas ni monolitos, los pañuelos no necesitan más que su sola figura para contar su historia. Incluso los turistas podrán reconocerlos. La Plaza de Mayo es un lugar frecuentemente visitado por extranjeros, y las guías turísticas suelen destacar su presencia a quienes conocen Buenos Aires por primera vez.
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Reflexiones sobre los espacios para la memoria La proliferación de los espacios institucionalizados para la memoria en la Ciudad de Buenos Aires (e incluso en otras regiones del país) es, sin duda, parte de un proceso de reescritura de la historia oficial contemporánea en Argentina. Huyssen (2003) señala que este tipo de lugares tiene el potencial de construir y/o reforzar narrativas sobre la memoria pública. En este proceso, la materialidad de los sitios recurre a la fuerza de experiencias y emociones. Llegado este punto, creemos importante preguntarnos si los espacios considerados en este trabajo realmente contribuyen a construir y/o reforzar una memoria crítica sobre la dictadura y sus estrategias represivas. Para ello discutimos el efecto que los tres tipos de espacios diferenciados producen sobre las personas. Los CCDs son los espacios que probablemente más sobresalen. Se encuentran ampliamente distribuidos, y poseen un profundo impacto en la ciudadanía. Salvo en un caso, los centros que fueron declarados sitios históricos son fácilmente reconocibles. En la actualidad, ESMA, “El Olimpo”, “Club Atlético” son sinónimo de las atrocidades cometidas por la dictadura. Pasar frente a ellos produce una sensación de espanto que perdura después de dejarlos. La visita a sus instalaciones es mucho más conmovedora, pues apela a lo que pudo significar estar encerrado, ser torturado –e incluso morir– en completo estado de indefensión. Los parques (especialmente el de la Memoria) ocupan una posición intermedia. Se encuentran alejados del centro de la ciudad, y no resultan necesariamente llamativos desde el exterior. Sin embargo, ofrecen una experiencia diferente para quienes los recorren. Su materialidad tiene potencial para generar consciencia, en tanto conmemoran a las víctimas que el régimen quiso desaparecer. Quizás sea necesario difundir más su presencia (así como las actividades que allí se realizan), de forma que la ciudadanía pueda aprovecharlos. Los “otros lugares” se localizan en distintos puntos de la ciudad, pero los casos que decidimos analizar se concentran en las cercanías del centro (abarcando desde barrios de muchos recursos a otros más humildes). Estos espacios son más numerosos que los asociados a otras categorías, por lo que podría esperarse que tuvieran cierto impacto en la ciudadanía. A pesar de ello, comparten una situación de invisibilidad generalizada. La mayor parte de estos sitios se encuentra poco señalizada (muchos presentan un cartel sin más referencias que un nombre o una placa perdida en un espacio de mayores dimensiones), está a la sombra de obras de mayor tamaño y/o destaque visual (desde la autopista a los grandes edificios de Puerto Madero, con todas las implicancias simbólicas que ya mencionamos), se encuentra poco conservada (sorprende su estado general), e –incluso en algunos casos– resulta difícil de hallar. Quizás una de las excepciones sean los Pañuelos de Plaza de Mayo (principalmente, por su amplio reconocimiento social). Es posible que los lugares que mayor impacto producen sean aquéllos que surgieron en el contexto de la dictadura y aún perduran. Nos referimos a los ex CCDs y los espacios de resistencia durante el régimen, como la marcha de las Madres en Plaza de Mayo.
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Estos sitios plantean un nexo directo con el pasado, al emplazarse en los mismos lugares donde se desarrollaron los hechos. Fueron instaurados por la fuerza de prácticas pasadas, y lograron proyectarse en el presente mediante nuevos actos. En el caso de los CCDs, la perversión de las detenciones ilegales y los crímenes instituidos como ejercicio común de la dictadura fueron seguidas por un proceso de denuncia, apropiación y resignificación de los espacios. En el caso de la marcha, la continuidad de las reuniones logró legitimarlas como símbolo de lucha. Tanto los CCDs como los pañuelos de la Plaza de Mayo nos trasladan a otro tiempo, y nos enfrentan con la pregunta –a aquéllos que no vivimos directamente los hechos– de que hubiéramos sentido de estar en esas circunstancias. Mientras tanto, los protagonistas de la historia (sobrevivientes, familiares) pueden reencontrarse con el pasado y reconstruir su identidad –incluso– desde nuevas perspectivas. Los restantes espacios analizados (esto es, los parques y la mayor parte de los “otros lugares”) surgieron durante la democracia. Su materialidad no es producto de actos de represión o resistencia desarrollados in situ en el pasado. Por este motivo, deben realizar otro tipo de esfuerzo para generar memoria desde el presente. Los parques parecen apuntar –aunque no sin dificultades– en este sentido. Sin embargo, los “otros lugares” aún no pueden cumplir –al menos de forma integral– con el propósito planteado. En la mayor parte de los casos, no despiertan los sentidos ni las emociones con la misma intensidad que los otros sitios. Su presencia y características parecen estar asociadas (principal, aunque no exclusivamente) a decisiones gubernamentales. Huyssen (2003) señala que, en algunas ocasiones, la intervención estatal genera un “exceso” de las políticas de la memoria. Esto tiene diversas aristas o consecuencias. En primer lugar, no todos los proyectos logran recibir el apoyo necesario para su debida ejecución y/o sostenimiento. Así, mientras algunos adquieren destaque, otros permanecen ignorados. Es aquí donde se vuelve necesario desarrollar estrategias de planificación/ gestión en distintas escalas. La situación se vuelve especialmente compleja a largo plazo, en tanto no todos los gobiernos tienen el mismo interés en sostener los proyectos de sus predecesores (algunas discusiones de este tenor se habrían planteado en el caso de Buenos Aires). En segundo lugar, de acuerdo a Huyssen (2003), es frecuente que las autoridades intenten reemplazar el cumplimiento efectivo de la justicia con el apoyo a las políticas de la memoria. Una posible lectura de esta situación es que muchas veces la manera más fácil que los políticos encuentran para satisfacer las demandas de reparación histórica es construir monumentos, colocar placas recordatorias, o rebautizar calles o plazas. Afortunadamente, a la construcción de espacios conmemorativos en Argentina siguió la reapertura de los juicios contra los crímenes de estado. Pero ésta es una tarea en marcha, que esperamos pueda ser sostenida y completamente alcanzada.
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Palabras finales Los recuerdos muchas veces llegan como fragmentos, y componen un mosaico de historias que –tal como señala Sarlo (2005)– nos asaltan en cualquier momento (aún cuando no queramos). Los lugares para la memoria catalizan vivencias y encienden recuerdos. Así, manejados de forma consciente y responsable, permiten construir relatos sobre los excesos de la dictadura y aproximarnos (aunque de modo indirecto) a quienes sufrieron en carne propia la persecución y la represión. Una memoria material de índole social (incluso políticamente legitimada) tiene el potencial de alcanzar la ciudadanía en su conjunto, de marcar una presencia en el paisaje, produciendo emociones y sensaciones que desafían la falta de imaginación. Pero cuidado: los objetos en sí mismos no guardan la memoria; por el contrario, son sus disparadores. Teniendo en cuenta esta premisa, consideramos que los espacios para la memoria deben funcionar como imágenes agentes que permitan involucrarnos con las historias pasadas (aunque no sean las nuestras, sino las de otras generaciones –posmemorias). Deben construir una narrativa sobre la dictadura, y exigir un compromiso moral efectivo para que sus horrores no vuelvan a repetirse. En este sentido, los sitios para la memoria deben transformarnos en depositarios vivos de una memoria que no puede ser borrada.
Agradecimientos Agradecemos el apoyo brindado por la Universidad Federal de Minas Gerais y CONICET. También agradecemos la colaboración de nuestros colegas. Sus comentarios fueron importantes a la hora de mejorar los borradores del trabajo. Las ideas volcadas, sin embargo, son de nuestra exclusiva responsabilidad.
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Sección IV Iconografía
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Capítulo 10. En la calle, en la cárcel, en el baño. Espacios públicos y políticas del grafiti en la Caracas actual Rodrigo Navarrete Las manifestaciones rupestres son tan antiguas como la historia humana. La apropiación y/o intervención que las personas han ejercido sobre diversos tipos de estructuras físicas para representar sus visiones y pensamientos se conoce desde el Antiguo Egipto y Grecia, y se ha mantenido y reproducido a lo largo del tiempo. En arqueología, el término grafiti o graphiti (en latín) refiere a este tipo de inscripciones realizadas sobre paredes de piedra, lo que no incluye las marcas realizadas por el autor del monumento, sino las que otros agregaron posteriormente sobre el edificio terminado (Navarrete y López 2006). Se sabe que los antiguos romanos realizaban graphiti, puesto que se han encontrado inscripciones en latín con consignas políticas, insultos y declaraciones de amor en las catacumbas o en Pompeya (Hunnapuh 2006). La arqueología reconoce las manifestaciones rupestres amerindias (petroglifos, geoglifos, pinturas rupestres, etc.) como parte de los testimonios invalorables de nuestra historia indígena (De Valencia y Sujo 1987). Estas manifestaciones prehispánicas pueden ser consideradas equivalentes al grafiti en el sentido de producción gráfica, el cual constituye un fenómeno urbano que hace uso de las paredes y muros de algunas ciudades a nivel global en la era moderna (figura 1): “Los petroglifos no son el único elemento comunicacional público, abierto a la comunidad en las sociedades humanas. Si nos trasladamos a los contextos urbanos occidentales, podríamos tratar –desde una visión etnoarqueológica– los ‘graffiti’ en las calles de las ciudades como petroglifos, lo cual podría arrojar luces tanto sobre la condición del petroglifo en el pasado como sobre el papel del ‘graffiti’ en el presente. El carácter anónimo y referencial, individual y colectivo del petroglifo y de los ‘graffiti’, nos permite extrapolar la misma metodología de las expresiones rupestres al total de las manifestaciones parietales en el más amplio sentido temporal, espacial o cultural (Silva Tellez 1986). Sobre todo en el caso de los ‘graffiti’, que conocemos y podemos interpretar porque los vivimos en nuestra vida simbólica cotidiana, este experimento teórico-metodológico puede ayudarnos a entender el pasado mientras [la propuesta] es trasladada al contexto actual” (Navarrete y López 2006).
Según Almandoz (2000), el grafiti es un fenómeno típico del capitalismo tardío o posmoderno, popularizado por el movimiento juvenil del Mayo Francés y la generación de los ‘70 en algunos centros urbanos globales. Estas expresiones se transformaron en los voceros de las tendencias ideológicas, comportamientos sociales, artísticos, políticos
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En la calle, en la cárcel, en el baño. Espacios públicos y políticas del grafiti en la Caracas actual
y filosóficos no permitidos por los cauces oficiales. En Nueva York aparecieron en la década de 1970, mientras que en Latinoamérica, para la misma época, ya figuraban en las calles de Chile mensajes asociados a propagandas políticas. Utilizando el metro de Nueva York como pizarra ambulante o las paredes de Santiago de Chile, diversos grupos de jóvenes subvirtieron el orden, inscribieron sus nombres, y proyectaron su mundo político empleando todo tipo de artimañas y enfrentándose a la más rígida persecución por parte de los aparatos político-represivos o las autoridades. El grafiti como medio de expresión visual, espontáneo, efímero, impersonal y clandestino se ha convertido en una de las manifestaciones estético-políticas y en uno de los artefactos culturales más potentes, polivocales y polivalentes de nuestras culturas urbanas occidentales. Su acción comunicativa transgresora permite recuperar espacios de resistencia (pasiva y/o activa) frente a la represión ideológica permanente del sistema. El grafiti constituye una estrategia comunicativa que expresa la memoria y el paisaje urbano, ventilando públicamente las pasiones, rivalidades y conflictos conformadores de nuestros continuos cambios políticos y sociales (Silva Tellez 1987).
Figura 1. Las manifestaciones rupestes amerindias pueden ser consideradas -en cierto puntoequivalentes a los grafitis en términos de producción gráfica.
Igualmente, el grafiti expresa las tensiones y diálogos que se generan cotidianamente en el reductor espacio urbano entre los distintos contingentes humanos que lo conforman. Es expresión de la diversidad superpuesta, confusa y difusa de los segmentos y elementos raciales, clasistas, etarios, genéricos, religiosos, políticos, étnicos y nacionales. De hecho, “La grandeza de una ciudad no se mide por su tamaño o densidad: se mide realmente 176 |
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por su capacidad para albergar armoniosamente las diferencias y contrastes que concurren en su heterogeneidad; se mide por su capacidad de continente de lo diverso: es ése uno de los atributos de toda gran ciudad” (Almandoz 2000:34). Y el grafiti, entre otras manifestaciones culturales urbanas, representa la praxis –entendida como discurso y práctica– de esa interacción comunicacional y política (Gutiérrez 2005). En este capítulo articulamos tres trabajos complementarios, en los que se aplicó una perspectiva arqueológica para interpretar el imaginario sociocultural mediante el estudio de los grafiti y otras expresiones figurativas y textuales espontáneas en las paredes y recintos de tres contextos urbanos diferenciados en Caracas: las avenidas principales (Navarrete 2005), el Cuartel San Carlos (Navarrete y López 2006) y los baños públicos de la Universidad Central de Venezuela (Navarrete 2004).
En la calle: las avenidas de Caracas En el caso venezolano, a partir de la toma del poder del Presidente Hugo Chávez Frías, se ha producido una reconfiguración política e ideológica de la historia y las visiones del pasado. Por un lado, los acontecimientos políticos coyunturales han puesto sobre la palestra la discusión sobre eventos y procesos considerados “neutrales” en la historia del país; por otra parte, han desencadenado un debate sobre su confiabilidad como versión histórica objetiva (como pasado real) y su utilización para la conformación de una historia nacional alternativa. Esta recomposición de los discursos y prácticas políticas ha promovido no sólo la formulación de diversos y encontrados proyectos nacionales, sino la revisión, reconstrucción y reinvención del pasado nacional, adecuando versiones de la historia y la herencia cultural a nuevas necesidades. En este contradictorio cuadro, la historia se renegocia constantemente para construir distintas visiones de Venezuela, inundando la reflexión y la acción política y sociocultural; está en los discursos políticos, en los medios de comunicación, en la opinión pública, en la calle. El siguiente caso de estudio intenta explicar y aplicar esta situación desde la perspectiva específica de la arqueología. Para los arqueólogos, la consciencia de que el pasado posee una presencia en el presente es parte de su quehacer. Entre los mismos positivistas, como Lewis Binford (1988), estaba claro que el pasado se encontraba aquí con nosotros, a través de su expresión material. Lo que se tornó evidente con la introducción del pensamiento crítico y constructivista fue la fuerza de la representación cultural sobre el pasado (inscrita en los objetos y espacios de vida cotidiana). Los arqueólogos neomarxistas argumentan que, aunque el pasado ha muerto, éste constituye un motor ideológico muy poderoso en el presente (Gathercole y Lowenthal 1990). Con ello apuntan dos tesis: en primer lugar, la idea de que el pasado ha muerto reconoce la inevitabilidad de los procesos temporales y los cambios, en contra de los esencialismos que suponen la continuidad o estabilidad de la tradición. Por otra parte, la afirmación de que el pasado es poderoso contiene al menos dos sentidos: uno señala su acepción de dominación, el poder legiti-
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mador y subyugante de su presentación y representación sobre las condiciones de vida de distintas culturas en el pasado y en el presente; el otro destaca su capacidad de incidencia en la formación constante de una memoria común desde los espacios de vida cotidiana. En el contexto urbano moderno, lo anteriormente descrito se traduce en la superposición, competencia e interacción de necesidades y versiones sobre el pasado. El pasado no es más un bloque homogéneo, temporalmente indiferenciado e inmerso en la memoria colectiva, sino una compleja red de retazos difusos y contradictorios que se apropian y desechan según las necesidades de los actores sociales, sus negociaciones e intereses (Burke 1999). Así, en este trabajo utilizamos como ejemplo el fenómeno urbano de la expresión pública y callejera sobre el pasado y la historia, no sólo a través del grafiti sino también a través de la propaganda política en pancartas y avisos en los medios de comunicación. Es notorio que la situación política actual en Venezuela no puede ser analizada mediante los esquemas tradicionales sobre el poder y la subalternidad. Tradicionalmente, la relación entre los pasados hegemónicos (expresados a través de la prensa, la televisión y otros medios de comunicación oficiales y privados) y los pasados subalternos (expresados a través de la trasgresión de los grafitis y pancartas callejeras) se ha visto como una tensa dicotomía. Por ejemplo, García Canclini (2001: 306) plantea: “Las batallas por el control del espacio se establecen a través de las propias marcas del ‘graffiti’ de otros grupos. Sus referencias sexuales, políticas o estéticas son maneras de enunciar modos de vida y de pensamiento por parte de un grupo que no tiene acceso a los circuitos comerciales, políticos y de los medios de comunicación para expresarse, pero que afirma su estilo a través del ‘graffiti’. Su diseño espontáneo y manual es estructuralmente opuesto a las leyendas comerciales y políticas bien pintadas o impresas y reta a estos lenguajes institucionalizados cuando los altera” (figura 2).
Sin embargo, podría ser simplista la aceptación del grafiti o expresiones equivalentes en Caracas como una manera marginal, desinstitucionalizada y efímera de asumir las nuevas relaciones políticas entre lo público y lo privado. Caracas, sus paredes, postes eléctricos, periódicos y canales de televisión se han llenado de llamados contradictorios como “¡Bolívar vive!” o “¡No al pasado!” (figura 3). A lo largo de la historia republicana y democrática de Venezuela, un fenómeno dual y contradictorio logró afianzarse y cobrar matices distintos en la polarización política actual: una compactación del pasado como negación u obliteración, algo negativo, una leyenda negra, incluso de períodos completos como el prehispánico. Ese pasado, negado por las necesidades del presente, no existe o es susceptible de ser ignorado, rechazado y olvidado, lo que promueve una autoestima histórica e identidad nacional negativa. Este fenómeno no es coyuntural, sino uno de los elementos más estructuralmente arraigados en nuestra valoración histórica (Vargas 1999). Si desglosamos ese pasado en períodos que componen el proceso según una cronología tradicional, podríamos notar que la perspectiva simbólica del pasado en Venezuela ha sido frecuentemente aplanada en un solo 178 |
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campo (el pasado en general) y, en otras ocasiones, colocada en planos transhistorizados que desconectan y enfatizan ciertos períodos o momentos.
Figura 2. Las leyendas políticas bien pintadas usualmente presentan una naturaleza distinta de los grafitis.
Figura 3. Los grafitis en Venezuela no siempre pueden pensarse como formas desintencionalizadas y efímeras de dar cuenta de las relaciones políticas.
En relación al período prehispánico, existe un silencio que sugiere la necesidad de deslastrarse de los orígenes indígenas y enfatizar la tradición europea como punto de partida de la cultural nacional. Este silencio es seguido por un contradictorio acercamiento | 179
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al período colonial, en el cual –mientras se niega su desarrollo, como si fuese un período oscurantista– se valoran sus aportes tecnológico-constructivos como iglesias y fortines, rasgos culturales asociados a las élites. Por otro lado, con el período independentista se produce la exaltación hiperbólica del pasado venezolano, vinculada con el período de formación del Estado nacional. Es en relación a este período que se construye el panteón de héroes, la saga de hazañas admirables, el compendio de virtudes nacionales, el glosario moral y cívico, los edificios y monumentos respetados, y las vitrinas de objetos venerables. De hecho, la formación del Estado desde el siglo XIX se afianza sobre la construcción de un panteón (simbólica y físicamente emplazado en la antigua Iglesia de Altagracia) de próceres e individuos ilustres representativos de la venezolanidad. Precisamente, en la actualidad, la mayor parte de las tensiones simbólicas en las ciudades de nuestro país se conectan con este período. Respecto al resto de la República del siglo XIX y los inicios dictatoriales del XX, su historia pareciera silenciarse otra vez, únicamente focalizando en una visión arquitectónica de la construcción de la nacionalidad y la exaltación reciente de personajes icónicos antes ignorados en la gesta nacional. Los valores generados durante el período independentista se compactan, entonces, en una visión del pasado indiferenciada, tanto durante el período democrático de la segunda mitad del siglo XX como durante el radicalizado período chavista. Luego de un abandono o desdén por la historia nacional en los discursos, prácticas y espacios públicos, ahora presenciamos una saturación de simbologías sobre el pasado, una batalla sobre la base de valoraciones históricas para dar sentido a los proyectos políticos presentes. Bolívar, María Lionza, Maisanta, Colón, Rivas, Guaicaipuro, Castro y Zamora cobran valor en el discurso oficial de los políticos y en los mensajes de distintos sectores sociales. Un hecho llamativo en la contienda político-simbólica es que –mientras el nacionalismo chavista recurre abundantemente a estas fuentes–la oposición prefiere neoliberalmente pensar en el futuro. Sin embargo, según algunos elementos esgrimidos durante los puntos álgidos de la tensión (como, por ejemplo, durante el período del referéndum revocatorio en 2007), ambos discursos paradójicamente parecían apuntar en una misma dirección en torno al debate pasado/necesidades futuras: el llamado a construir un futuro sin mirar al pasado. Consideramos que esto puede explicarse a partir del sustrato histórico, hegemónico y generalizado de descalificación al pasado que la sociedad venezolana acarreó por al menos dos siglos (Montero 1984).
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Figura 4. Pancartas del chavismo (izquierda) y oposición (derecha).
Tomemos el caso de las pancartas colocadas durante el mismo período en la sede del Movimiento V República (representante del chavismo) de la Av. Libertador y en la sede de Alcaldía de Baruta (representante de la oposición) en la Av. Río de Janeiro. Consideramos que entre ellas se produjo un diálogo interesante, diferido según eventos circunstanciales. En la primera pancarta, en grandes letras sobre fondo rojo, se leía: “Piensa. El pasado no se repara”; mientras tanto, la segunda esgrimía: “Somos un país con más futuro que pasado” (figura 4). Evidentemente, ambos anuncios referían a un pasado inmediato: los últimos cincuenta años del período democrático pre-chavista. Sin embargo, mientras uno invitaba a reflexionar sobre el efecto del período sobre la nación y la necesidad de recurrir a un nuevo sistema de gobierno para corregir los errores, el segundo solicitaba olvidar lo sucedido y concentrarse en el proyecto a futuro. Pareciese, incluso, que en su diálogo, el segundo increpara a los distintos sectores nacionales –incluyendo al chavista– a dejar de anclarse y justificarse en el pasado. El problema radica en que ambas pancartas sucumbieron a la idea de un pasado compacto, indiferenciado y monolítico. Ésta es una noción legitimadora, típica de la modernización de la Venezuela petrolera, que ha generado un
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efecto perjudicial sobre la noción de la historia nacional. Diciendo esto, no queremos afirmar que las percepciones del pasado no se puedan cambiar o que no nos encontremos en vías de cambiarlas. Sin embargo, sin una verdadera reflexión crítica y una evaluación permanente sobre el sustrato hegemónico de nuestra historia, difícilmente podremos tomar consciencia de esta atadura simbólica, y generar nuevos espacios y discursos sobre y para el pasado. Quizás sea necesario, como parece estar sucediendo, construir nuevos hitos, referencias y versiones de la historia nacional.
En la cárcel: el Cuartel San Carlos El Cuartel San Carlos, ubicado en la Planicie de la Trinidad (noroeste de Caracas), fue creado por el Brigadier de las Fuerzas Reales Agustín Cramer con el propósito de fortalecer el dominio y comercio europeo en la capital, y afrontar la crisis política de fines del siglo XVIII. El lugar funcionó como Casa de Milicias durante todo el siglo XIX y la primera mitad del XX (Amodio et al. 1999). Comprende una estructura cuadrangular de tapia, con un patio interno rodeado de corredores y galerías, separado en tres alas (oeste, este y sur) (González 1998). Uno de los entornos predilectos para el afloramiento de la fuerza de los agentes sociales es el mundo carcelario. En su doble carácter de público y privado, la celda ofrece un espacio idóneo de comunicación indirecta o diferida, y se convierte en una superficie vacía que invita al recluso –sin otra alternativa comunicacional directa– a expresar sus mensajes y necesidades políticas y sociales. A partir del llamado período democrático (1958-1999), el Cuartel San Carlos se convirtió en sitio de retención de presos militares, políticos –y, en menor escala, comunes– hasta fines del siglo XX. Luego de la caída de Pérez Jiménez (1958), una coalición integrada por los partidos de derecha Acción Democrática, Unión Republicana Democrática y Comité de Organización Política Independiente excluyó al Partido Comunista de Venezuela, el cual jugó un papel activo en el derrocamiento de la dictadura. Esta supresión generó tensiones que devinieron en la formación de guerrillas armadas. El enfrentamiento se inició con Betancourt, se intensificó en el gobierno de Leoni y fue abruptamente cortado por Caldera con la detención de sus líderes, la disolución de sus unidades rurales y urbanas, la militarización de la Universidad Central de Venezuela (1970), y la firma de un pacto de pacificación al que se acogieron algunos sectores de izquierda. En los recintos del Cuartel estuvieron retenidos y fueron torturados miembros de las fuerzas armadas guerrilleras, como las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional y las Unidades Tácticas de Combate. En 1961, se creó el Departamento de Procesados Militares de Caracas. Durante este período, paradójicamente democrático, el Cuartel recibió su mayor intervención arquitectónica como resultado de su nuevo papel como presidio. Así se improvisaron agregados, y se segmentó el espacio en recintos restringidos para la reclusión. En 1961, oficiales de las Fuerzas Armadas Nacionales fueron transferidos a San Carlos por los intentos de golpe de 1958 en Caracas, así como por el Barcelonazo, el Carupanazo y 182 |
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el Porteñazo (intentos regionales para derrocar a Betancourt). Con la continuidad de la subversión, el Cuartel siguió siendo prisión política durante los gobiernos de Caldera y Pérez (1968-1979) (Cadena Capriles 2000). Las fugas de 1967, 1975 y 1982 son hitos en la historia democrática venezolana (García Ponce 1968). Un hecho nodal es el de los procesados militares por la rebelión de 1992, entre los que se encontraba el actual Presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez. En febrero de 1992, un intento de golpe militar se alzó contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez. El Movimiento Bolivariano MBR-200, grupo clandestino castrense fundado por los capitanes Hugo Chávez Frías, Luis Felipe Acosta Carlés y Jesús Urdaneta Hernández, se responsabilizó por la acción. La misma habría sido una respuesta a la gestión política y económica de Pérez, la creciente corrupción y desigualdad social, el descontento de los sectores medios y bajos castrenses por la corrupción en los altos mandos, y la represión militar del alzamiento popular de febrero de 1989 (el Caracazo). Pérez retomó el Palacio de Miraflores cuando se entregó el líder del movimiento, el comandante Chávez, quien fue recluido inicialmente en el Cuartel San Carlos junto a oficiales insurrectos (Instituto del Patrimonio Cultural 2000). Declarado Monumento Histórico Nacional en 1986, el Cuartel ha sido propuesto como sede para múltiples proyectos que intentarían restituirlo como símbolo de libertad y democratización cultural. Además de las excavaciones arqueológicas en 1998 y 2004, dirigidas por el Instituto del Patrimonio Cultural, San Carlos albergó damnificados durante la catástrofe natural de 2004. Estas intervenciones y reutilizaciones han atentado contra su integridad estructural, alterando significativamente sus manifestaciones parietales. En líneas generales, la edificación representa un hito en la historia colonial y republicana; constituye un testigo de las convulsiones de la historia caraqueña; y forma parte de la vida cotidiana, la memoria colectiva capital, y las comunidades con las que interactúa espacial y culturalmente (Instituto del Patrimonio Cultural 2000). En los recintos y paredes del Cuartel San Carlos abundan expresiones gráficas como grafitis, representaciones pictóricas y murales, producto de diferentes momentos históricos, códigos morales, criterios estéticos, discursos ideológicos, religiosos, rituales e historias personales. Muchos de ellos se encuentran históricamente asociados con el encarcelamiento de los militares sublevados contra Pérez en 1992. Por este motivo, forman parte de la historia contemporánea actual. La estrategia de registro controlado con cobertura total se basó en un relevo gráfico y fotográfico de la evidencia con el fin de obtener un inventario de las representaciones gráficas y/o pictóricas. El trabajo de campo en 2004 exploró sistemáticamente 41 unidades de análisis (entidades mayores o conjuntos significativos de motivos) que evidenciaron la organización de los lugares de concentración y producción de grafitis dentro de los espacios internos de la primera y segunda planta. Cada unidad incluyó motivos dispuestos sobre distintos soportes o estructuras, registradas fotográficamente como motivos y conjuntos. Si bien en la mayoría de las unidades de significación, la falta de un corpus coherente –más las alteraciones | 183
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climatológicas y sociales– dificultó su interpretación, la agrupación de motivos permitió estudiarlas sobre la base de temas y armonía espacial. Ya que sus soportes fueron inmuebles, la comprensión del motivo o del conjunto de motivos dependió de su contexto físico. Se registró cada motivo reconocible mediante una ficha de clasificación que describió su ubicación, unidad, conjunto, tipo de soporte, descripción formal o trascripción de textos (respetando la grafía original), temática, técnica de manufactura, dimensiones, fecha de realización, autor y estado de conservación. El trabajo se reforzó con testimonios bibliográficos, hemerográficos y entrevistas. Las investigaciones permitieron establecer, al menos, diez campos de clasificación de los mensajes. La variabilidad de temáticas, reflexiones y figuraciones representa un mundo de tensiones, convergencias y discrepancias, compartidas por los individuos recluidos en estos espacios. Así, las manifestaciones condensan parte del imaginario sociopolítico nacional contemporáneo, integrado y filtrado por intenciones y necesidades (individuales y colectivas) según su posicionamiento en el contexto carcelario venezolano. Uno de los temas más recurrentes en las celdas de castigo asignadas a los presos comunes es la violencia, referida tanto a las experiencias cotidianas en la cárcel como a aquéllas vividas más allá de sus muros. En estas manifestaciones se refleja y resignifica la violencia de un núcleo urbano capitalista tardío, altamente estratificado y agresivo como Caracas. En las celdas de castigo, conocidas como “tigritos”, se superponen una variedad de motivos por el flujo de reclusos. Entre ellos resaltan los mensajes que expresan la necesidad de destacarse dentro de un grupo y, al mismo tiempo, atemorizar a los otros. La búsqueda de reconocimiento y la posibilidad de salir del anonimato (al constar que el autor estuvo castigado en los “tigritos” por su “mala conducta”) acarrean el respeto de la comunidad carcelaria. Varios motivos reivindican la “ley del preso”, así como dibujos de armas, calaveras, esqueletos, esvásticas, etc., realizadas mediante técnicas alternativas a la pintura (como el raspado con instrumentos filosos). Claramente, la militancia política forma una temática nodal y cuantitativamente significativa. Si bien la mayoría de las representaciones son escritos sobre temas de coyuntura política y protesta social, también existen dibujos de los líderes de la historia sociopolítica. La recurrencia de la figura de Simón Bolívar está íntimamente vinculada a los ideales y lineamientos fundacionales del Movimiento Bolivariano Revolucionario. Los personajes ilustres, héroes patrios, caudillos locales y figuras revolucionarias generalmente tienen dimensiones magnas en paredes destacadas. En un área, el rostro sobredimensionado de Bolívar está enmarcado por firmas y mensajes; la mayor parte de ellos, de oficiales protagonistas de la asonada militar de 1992 (figura 5). Los textos aluden a valores de libertad, justicia social y resistencia armada. Fueron realizados con diversas técnicas, en las que se emplearon pinturas, tizas, lápices o carboncillos. Aparentemente, sus autores –al pertenecer a la milicia– pudieron acceder a estos materiales. Entre los mensajes destaca el texto “Quien se para de frente es el que escribe la historia”. El mismo es central dentro del aura simbólica del cuartel, ya que se le atribuye a Hugo Chávez (figura 5). Se asocian 184 |
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íconos, símbolos patrios, sellos personales, e insignias de grupos militares y policiales, que crean sistemas de alianza y competencia entre cuerpos y niveles de mando.
Figura 5. Representaciones registradas en el cuartel San Carlos. Las mismas son comúnmente asociadas a los militares encarcelados por la rebelión de 1992. Se observa la imagen de Simón Bolívar, rodeada por firmas de oficiales (arriba) y un mensaje atribuido al actual presidente de Venezuela, Hugo Chavez Frías (abajo).
Por otro lado, en el Cuartel se manifiestan colectivos urbanos menos estructurados, como pandillas y organizaciones informales, que establecen categorías de adscripción para relacionarse, identificarse y diferenciarse. Estas organizaciones se afirman dentro de la cotidianidad carcelaria, compartiendo insignias individuales y/o colectivas (dagas, estrellas, anclas) que –como marcas territoriales “tribales”–, mantienen una identidad común de protección y poder. Conjugan imágenes y leyendas que –entremezcladas con
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amor, camaradería, drogas, conflicto y estatus– recogen aspiraciones de una comunidad jerárquica inter e intra-pandillas, lealtades y reconocimientos. Las expresiones asociadas con la mujer, el sexo y el amor diferencian espacios entre la población carcelaria. Abundan en los espacios destinados a reos comunes, y en las áreas de confinamiento reducido y aislamiento. Mientras tanto, los espacios destinados a los presos políticos, y las áreas de mayor circulación y acceso público mantienen una mayor autoridad moral y refieren al amor maternal o familiar. Así, en las celdas unipersonales es donde la sexualización carcelaria tiene su mayor expresión. Como recurso de poder físico y simbólico, el ocupante posee sexualmente el recinto e infringe poder sobre la representación, tal como sucede en el caso de las cicatrices plasmadas sobre los cuerpos. En otras ocasiones, también se objetiva el amor platónico o la atracción hacia la mujer descrita o dibujada. Así, hay desnudos de mujeres exuberantes e incluso, para reproducir el cuerpo femenino, un motivo presenta una perforación en el área genital. Muchas representaciones incluyen frases cargadas de fantasías eróticas como el “cuerpo del delito”. Los motivos que expresan amor hacia la familia y las alianzas revelan arrepentimiento, remordimiento moral, justificaciones, disculpas y poemas que evocan eventos pasados con desesperanza, tristeza o ilusión de un anhelado reencuentro con familiares y amigos. Igualmente, la religión y la fe se manifiestan en motivos iconográficos y textos católicos, y un grupo minoritario vinculado con la santería. Vírgenes y santos, cruces y textos de oración, relatos bíblicos y mensajes grafican la convicción religiosa necesaria para sobrellevar la reclusión. Otro de los elementos evasivos corresponde al humor como sublimación de las precarias condiciones de vida en el presidiario. Muchos grafitis y pinturas se burlan de las experiencias traumáticas mediante ironías o subversiones del orden que se articulan lúdicamente con la realidad y la transforman en una salida imaginaria. Al contrario, la desesperanza refleja la impotencia e incapacidad del individuo de solucionar su situación. Un elemento gráfico resaltante entre los mecanismos de evasión carcelaria es la representación de artefactos y paisajes asociados con la idea de libertad y viaje (como barcos y aviones quizás asociados a la instrucción militar). Las pinturas murales de campos, espacios abiertos y playas se vinculan con la moderna relación simbólica entre naturaleza y libertad, la posible proveniencia de algunos reclusos de áreas rurales, y una estética del paisajismo como arte. Muchos motivos son indicadores cronológicos, en los que el tiempo –más que el espacio literalmente constreñido– se convierte en referente central. Calendarios, fechas, rayas, palotes verticales contabilizan el día a día de la condena impuesta, e indican una fecha concreta como testimonio de la fecha de reclusión y los días transcurridos. En algunas ocasiones, las figuras son tachadas por segmentos, mientras que en otras refieren al día final o dejan constancia del estar en situación de reclusión. La arqueología es capaz de incorporar esta edificación dentro de una perspectiva
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patrimonial que incluya sus evidencias materiales, y sus vínculos simbólicos con la historia político-cultural. De esta manera, se podrá dar cuenta de las historias individuales y colectivas que tuvieron lugar en el sitio y se plasmaron en su estructura. Integrar el Cuartel San Carlos a la historia política urbana y resemantizar su espacialidad requiere recordar tanto momentos heroicos como procesos de represión política ocurridos en el país durante el denominado período democrático (Jaimes 2003; Navarrete 2005).
En los baños: la Universidad Central de Venezuela Otro de los espacios idóneos para la expresión de las necesidades discursivas y prácticas de los agentes sociales son los baños públicos (Gutiérrez 2005; Silva Tellez 1986, 1987) (figura 6). Al igual que las cáceles, estos lugares poseen un doble carácter de públicos y privados. Asimismo, posibilitan una acción comunicativa indirecta o diferida entre los usuarios, ya que el mensaje permanece en el lugar para ser posteriormente leído. El contexto del baño, por recrearse constantemente en la intimidad individual y/o colectiva, permite una interesante conexión con contenidos sociales, políticos, académicos, raciales, religiosos o de género. Frente a la vigilancia de los espacios públicos y la pulcritud de los espacios domésticos, el baño público se convierte en un lugar/momento emancipatorio, donde el individuo –aparte de establecer contacto visual con su cuerpo– catárticamente dialoga con su propio yo (mientras deja mensajes a una audiencia abierta). De hecho, el cuerpo –siempre presente en las actividades del baño– es recordado y monitoreado artefactualmente (espejos, lavamanos, pocetas), mientras lo privado y lo público se reestructuran mediante dispositivos materiales que permiten o limitan la visibilidad entre los usuarios –recomponiendo las actitudes e identidades privadas y liberadas (Castillejo 2000). El registro fotográfico desarrollado en la Ciudad Universitaria durante 2004 cubrió los baños públicos, tanto de mujeres como de hombres de los edificios de las Facultades de Ciencias Económicas y Sociales (FaCES), Humanidades y Educación (FHE), Derecho y Ciencias Políticas (FDCP), y Arquitectura y Urbanismo (FAU). Entre las variables cualitativas y cuantitativas se registraron dimensiones, superficies o soportes (paredes, tabiques, puertas), técnica o material de producción (raspado, pintado-lápiz, bolígrafo, marcador, Tippex), localización del motivo, relación espacial con el contexto (ubicación respecto de otros grafitis y “artefactos”), perspectiva de visualización, medios expresivos (gráficos, escritos), tipos de mensajes o temas (sexuales, políticos, religiosos, lúdicos, personalizados, memoriales, emocionales), perspectivas (autorreferenciales, dialógicas, generales), elementos estilísticos (modos, tipos, patrones), ideas contextuales (asociadas con circunstancias socio-históricas) y proporciones comparativas (facultades, sexos).
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Figura 6. Intervención extrema de los usuarios en un baño público de la Universidad Central de Venezuela.
Se realizó un recorrido total de los baños disponibles o abiertos, registrando también los de acceso restringido o cerrados. Se seleccionaron, principalmente, motivos escritos o gráficos referentes a temas de género, sin separarlos contextualmente de otros que aludieran a temas diferentes (figura 7). Los motivos se fotografiaron de forma general y detallada, pero se hizo especial énfasis en las interlocuciones, conexiones, diálogos, intervenciones, superposiciones o yuxtaposiciones. Su interacción permitió considerar históricamente los mensajes como una estratigrafía de capas o secuencia que incorpora nuevos contenidos dentro de cierto sentido de estructuración. Finalmente, los datos se clasificaron en grupos estilístico-temáticos que dialogaron en su “paisaje cultural”. Como sociedad androcéntrica, existe una división social de los roles de género en un sistema desigual y bipolar que privilegia al hombre y lo masculino. Los discursos y prácticas, identidades y manifestaciones de cada polo se diferencian por la misma división simbólica. Los aparatos de reproducción ideológica del sistema y su internalización en la estructura psíquico-social individual se activan en su relación con el mundo material circundante. Su más obvia evidencia, considerada como natural y universal, es que existan baños de damas y caballeros, categorías que responden a asignaciones cívico-sociales y no a la supuesta raíz biológica del dimorfismo sexual (Butler 2007). En los casos de la FAU y la FaCES, las estructuras de los baños están formalmente feminizadas o masculinizadas; en la FAU, están pintados de rosado y azul según la asignación sexual; en la
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FaCES, además de los convencionales rótulos en las puertas de caballeros y damas, se presentan mensajes que invocan la “feminidad” de las damas, como un cartel rodeado de motivos florales que dice “Demuestra tu feminidad y mantén limpio tu baño” (figura 8). El sentido lúdico y trasgresor del grafiti se manifiesta en una intervención ofensiva sobre el cartel. En otro caso, los carteles de “Caballeros” se confunden con múltiples rayados de “Damas” y “Ladies” que juegan con la inversión sexual, y causan confusión y ruptura en el orden cotidiano establecido (figura 8). Un patrón general es que los baños de hombres se encuentran más rayados que los de mujeres, a pesar de suponer que operativamente las mujeres los ocupan por más tiempo (por razones fisiológicas o imposiciones sociales como el acto de maquillarse). Sin embargo, el androcentrismo parece otorgar mayor capacidad de intervención, opinión, transformación y trasgresión de lo público a los hombres. Mientras tanto, las mujeres mantienen códigos de comportamiento más “discretos” y privados, acordes con la docilidad y pasividad.
Figura 7. El estudio de las representaciones halladas en los baños de la Universidad consideró especialmente temas de género.
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Figura 8. El sistema intenta diferenciar categorías y roles binarios de género. Sin embargo, los grafitis intentan desafiar esas diferencias.
Figura 9. Los mensajes homofílicos conviven con los homofóbicos, expresando sus deseos de transgredir el orden sexual.
Igualmente, el heterosexismo divide las orientaciones e identidades de género en un sistema desigual que privilegia la heterosexualidad. Las alusiones homosexuales (homofóbicas y homofílicas), tanto gráficas como escritas, son mucho más frecuentes que las heterosexuales. Por un lado, las manifestaciones homofóbicas degradan al individuo
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o colectivo mediante su filiación con esta orientación y sus prácticas sexuales, reproduciendo los códigos de masculinidad y feminizando al agredido (figura 9). Sin embargo, este discurso discriminatorio tiene su contrapartida, ya que los mensajes homofílicos dialogan con ellos o se les sobreponen visualmente. Así, la comunidad homosexual y sus defensores arremeten y enfrentan este espacio de comunicación, y liberan sus deseos transgresores del orden sexual (Wittig 2006) (figura 9). Las alusiones que sugieren que algunas de las prácticas –o fantasías– homosexuales se producen en estos espacios son frecuentes. Más que suponer que los baños son predilectos para la práctica sexual homosexual o que activan un imaginario social, este hecho resalta su centralidad espacial y simbólica para una subalternidad reprimida. Esta geografía de la clandestinidad homosexual se reconfigura según las pautas de represión o vigilancia aplicadas sobre los recintos por su amenaza moral. Así, se forma una territorialidad subterránea, visiblemente provocadora de los discursos y prácticas de la diversidad sexual. Son también frecuentes los escritos o gráficos de corte heterosexual intervenidos con contenidos homosexuales, superponiendo tensiones y contradicciones en torno a la diferencia sexual –ya sean transgresiones lúdicas de los códigos de género o agresiones simbólicas basadas en la discriminación sexual. A la inversa, las respuestas lúdicas o agresivas del discurso heterosexual –ante la amenazante avalancha de mensajes homosexuales– dialogan dentro de una gama de visiones sexuales que negocian según grados de identificación, aceptación, tolerancia o rechazo (figura 10).
Figura 10. Diversos escritos construyen un diálogo sobre la aceptación o rechazo de las diferencias sexuales.
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La monolítica hegemonía sexual tiene resquicios, aprovechados por los sectores subalternos para resistir la dominación. Una típica forma de encarar el tema es utilizar medios o espacios clandestinos, liminales, o “difusos” para accionar y expresar la disidencia. Así, los baños son parte de una especie de itinerario, invisible para el resto, pero comprensible e inscrito dentro de los códigos exclusivos/excluyentes de la comunidad homosexual urbana. Los frecuentes grafitis que llamamos “agendas de citas” representan una constante actividad de descripciones, citas y encuentros que movilizan la comunicación socioerótica y resignifican dichos espacios. Comprenden recursos como listas, teléfonos, direcciones de mail, recuadros para colocar horarios y fechas, etc., que posiblemente propicien encuentros –o desencuentros– clandestinos entre emisores y receptores (figura 11). Así, ante la imposibilidad de encuentro y reconocimiento en los espacios públicos, el mensaje clandestino retoma su papel político primordial: transmitir mensajes a través de medios ocultos o indirectos que llegan al receptor sin ser interceptados por los aparatos de control del sistema (Mort 1996; Navarrete 2004).
Figura 11. Los escritos conforman una estrategia de resistencia para la comunidad homosexual. Así no solo resultan útiles para establecer “agendas de citas” (izquierda), sino también para enfrentar a ciertas personalidades representativas de la autoridad (derecha).
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Los mensajes de citas no se diferencian de las estrategias de resistencia de otros sectores oprimidos o perseguidos bajo regímenes autoritarios por su identidad política, raza, nacionalidad, etnicidad, posición social o clase. Así, la trasgresión o subversión frente al poder –en relación con contenidos homofóbicos u homofílicos– frecuentemente alude a personalidades, especialmente autoridades universitarias o profesores, y encargados de la vigilancia y el control (vigilantes, porteros, etc.). Sin embargo, una posición ambigua frente a la autoridad se manifiesta al asociar mensajes sexuales con nociones de clase (como la capacidad adquisitiva o estilos de vida), raza (alusiones como las virtudes o problemas sexuales de los “negros”), etnia (expresiones sobre colombianos o portugueses), rango de edad (referencias apologéticas o discriminatorias sobre “viejos”, “maduros”, “jóvenes” o edad del emisor o receptor) (figura 11).
Figuras 12. Algunos mensajes presentes en los baños intentan expresar opiniones “informadas” que dan cuenta del interés universitario por la supuesta “autoridad racional”.
Los ocasionales diálogos –en los que un sistema de globos o cuadros informativos va conectado mediante flechas, siguiendo el orden de un diagrama de flujo– generan un espacio de debate interactivo (diferido o indirecto), evidenciado por inter-referencias sobre las fantasías y preferencias estético-eróticas. Su característico anonimato los asocia con ideas o prácticas reprimidas por los individuos, y hace suponer que expresan lo que la persona no puede o no se atreve a decir en público (aunque necesite transmitirlo a un contexto vivencial para construir y reafirmar su identidad social). En ocasiones, los diálogos se usaron como tribuna pública de quienes decidieron hacer explícita su
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opinión –característica de un espacio académico donde se valora la autoridad, tanto de autoría como de poder intelectual del agente social. Otra típica consecuencia de la modernidad occidental es la especialización de los saberes académicos. Por lo general, las universidades se dividen en instancias que aglutinan sistemas de conocimiento, lo que debería relacionarse con las estructuras de pensamiento y prácticas políticas diferenciadas entre los distintos profesionales (formados y aspirantes). Aunque la comunidad ucevista, retóricamente, tiende a ser plural y democrática por su carácter gratuito y un sistema no discriminatorio de ingreso, existen determinaciones sociales, culturales, geográficas e ideológicas que excluyen a gran parte de la población nacional. Su comunidad representa un sector privilegiado en la producción y acceso al conocimiento, por lo que algunos mensajes desarrollan tesis instructivas que presentan opiniones informadas frente a la “ligereza” de otros. Su expresión en el contexto universitario legitima la “autoridad del experto” racional sobre la supuesta ignorancia común (figura 12).
Figura 13. Diversos grafitis combinan la política con la orientación sexual.
El género es intrínsecamente político, y se encuentra fuertemente embebido en las estructuras y coyunturas locales y globales de un determinado momento histórico. La reconfiguración del gobierno venezolano desde 1999, ha generado una polarización social y el surgimiento de versiones encontradas de la historia (chavistas y opositores), manifestadas en los grafitis mediante diversos recursos multivocales resemantizados. Con 194 |
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frecuencia, la contundencia o ambigüedad de los mensajes políticos permitió el desarrollo de una polémica diferida, haciendo uso de valores y prejuicios sociales, raciales, étnicos y de género. Etiquetas coyunturales como “chavista” o “escuálido” (término utilizado para designar a la oposición al gobierno) estigmatizan al sujeto político (frecuentemente a Chávez por su papel central), y se encuentran asociadas con la raza (negro o indio), orientación sexual (homosexual), condición de clase (mono), etc. (figura 13). Igualmente, son frecuentes las intervenciones políticas en mensajes sexuales (o viceversa), con una fuerte tendencia homofóbica o misógina. En otros, al contrario, se enaltece sexualmente a ciertos personajes políticos, asociando su poder con la potencia masculina. El carácter polisémico se ejemplifica en un dibujo de un pene con la cabeza de Chávez orinando –o eyaculando– sobre un barril que dice “Primero Justicia” (grupo político de oposición). Este motivo sobrepone la intervención de al menos dos individuos en un diálogo gráfico, pero su ambigüedad nos hace reflexionar sobre quién ofende a quién, preguntarnos de qué lado está la tesis política esgrimida (figura 13). Sin embargo, la división social del trabajo y el acceso a los medios de producción determina límites al individuo. Aunque son mucho más frecuentes las intervenciones en los baños públicos abiertos que en los de acceso restringido, la trasgresión –al menos en un caso de la FHE– alcanzó el baño “privado”. Este recinto, destinado a profesores, empleados, vigilantes, presentaba alusiones a sus propios usuarios. Su autoría podría provenir de quienes tienen acceso privilegiado y transgreden la exclusividad para provocar o protestar contra otros privilegiados, o de “invasores” ocasionales que desafían la autoridad (Castillejo 2000).
Figura 14. La cultura global poseee un fuerte impácto en la estética de los grafitis y los etilos de vida.
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Otras variables pueden intervenir en cada facultad. Los baños de FaCES están mucho más intervenidos que los de otras facultades, lo que podría asociarse con la regularidad de la limpieza y mantenimiento, la censura (especialmente en FAU y Derecho), los materiales utilizados para los cubículos (por ejemplo, en Derecho son de fórmica fácilmente lavable) o al tipo de comunidad estudiantil (en FAU hay pocos, a pesar de ser el mismo material que en FaCES). Igualmente, la vigilancia y el castigo se sirven de aparatos de control y de dispositivos para sancionar y obliterar la trasgresión, tanto de acción inmediata (como la represión policial y judicial) o diferida (como el cierre o la eliminación de espacios para la subversión). Uno de los controles más evidentes es la permanente ronda de vigilancia. Así, lo clandestino sigue redimensionándose frente al control, mientras éste se mantiene y legitima por la continua pero inalcanzable necesidad de corregir la transgresión. De hecho, para nuestro trabajo debimos obtener permiso de la Dirección de Seguridad, ya que los baños son espacios de vigilancia especial para garantizar su buen uso y preservar la privacidad de los usuarios. Muchos sistemas de control social también son ejercidos por los propios usuarios, en tanto resultan consciente o inconscientemente internalizados. La represión se evidencia a través de tachones o áreas parchadas con pintura, inscripciones irónicas como “No rayar” u otras que exigen respeto hacia los espacios públicos. Sin embargo, su misma intervención supone una trasgresión. Finalmente, no estamos aislados en el mundo, por lo que sería limitado analizar los grafitis dentro de los límites nacionales: la dependencia cultural y política permite entender su relación con el contexto global y sus manifestaciones locales y particulares. Referencias a discursos globales, como textos en inglés y firmas al estilo de grafitis neoyorquinos, dan cuenta del impacto del imaginario de la cultura global en los estilos de vida y estéticas que la cultura de masas y los medios de comunicación imprimen en la comunidad estudiantil venezolana (figura 14). Como corolario, entonces, la relación política e ideológica entre lo local y lo global se expresa precisamente en esta compleja red de símbolos y representaciones (Castillejo 2000; Gutiérrez 2005; Salcedo 2000).
En la reflexión: algunas consideraciones finales En definitiva, esta aproximación a diversos ámbitos de la vida urbana, efectuada desde múltiples enfoques (políticos, sexuales, raciales, etc.), nos ha permitido reconocer que la diversidad comunicativa y expresiva no sólo refiere a comunidades variadas y multivocales; también puede estar estableciendo sus propios medios alternativos a los oficiales. Asimismo, a partir de esta difusión e intercambio de pensamientos entre los diversos usuarios del “medio”, puede tejerse una red de interacciones sociales “virtuales” que conforma un colectivo –el cual, de manera cotidiana, expresa un comentario y ofrece informaciones referentes al tema del día. Este espacio puede convertirse en un canal informativo que constituye la alternativa comunicativa grupal que transgrede el orden del sistema. Sin embargo, a su vez, ya que el poder y la resistencia conforman
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una dualidad inseparable (y, en ocasiones, se solapan), podemos ver cómo estos medios expresivos –considerados usualmente subalternos y radicales– pueden ser manifestación de los poderes dominantes, tanto en la reproducción de nociones hegemónicas como en su uso explícito con fines políticos coyunturales. Un análisis de este tipo puede y debe ser trabajado por la disciplina antropológica, ya que su mirada permite reconocer los mecanismos de flujo de información, los espacios y medios de difusión y comunicación, y los mecanismos de participación dentro del orden simbólico y representacional de la comunidad. A fin de cuentas, el grafiti condensa, en su calidad de artefacto y medio cultural, una compleja y densa trama de visiones del mundo, prácticas colectivas e individuales, ansiedades políticas, sexuales e identitarias, y otras tensiones culturales gritadas en las paredes de espacios resignificados. Así, podemos establecer una verdadera conexión entre la interpretación de la cultura material como arqueólogos, la consciencia nacional sobre la historia reciente y la cultura política contemporánea. La antropología, como reflexión sobre la experiencia cultural humana y su mundo de símbolos, tiene también un compromiso con la valorización social y la reflexión colectiva sobre el pasado –y, por qué no, sobre el presente. En consecuencia, debe hacerse responsable de su papel en la praxis política de los individuos y colectivos para interpretar el pasado, hacer un uso crítico de sus fuentes en el presente, y poder concertar un futuro tendiente a la justicia y la libertad sociopolítica.
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Capítulo 11. Diatribas nacionales. Apuntes arqueológicos e iconográficos sobre la violencia en Colombia S. Leandro Sepúlveda Giraldo
La violencia como retórica imaginativa “Si algo ha demostrado la violencia, es que la objetividad, es subjetiva” (Robert Hidlag)
Como una monición, habrá que empezar diciendo que la humana no es una especie dócil. Tampoco ha sido, ni es, ni será pacífica, aunque con el paso de los días, los años y los siglos, su racionalidad le haya permitido idear una infinidad de métodos para encasillar su agresividad en un igual sinnúmero de fines justificables. Mas parece que los Homo sapiens seguirán matándose, pues siempre habrá nuevas técnicas y nóveles motivos de contienda o fraternal litigio. Sobre la polisemia de la violencia, la agresión, la guerra y demás vocablos relacionados con el desarrollo –o acabose– cultural, las reflexiones fenomenológicas sobre cada uno de los términos y sus manifestaciones, al igual que las interpretaciones discursivas y/o culturales sobre el tema, son procedimientos constantes reproducidos interna y externamente tanto en las mismas comunidades que los crean y modifican, como en aquéllas que los perciben e interpretan (Århem et. al. 2004; Geertz 1994; Jessome 2008). Para Occidente, el panóptico esquema de apreciar lo violento, ese esplendoroso y magnánimo ejemplo retransmitido desde épocas grecolatinas por quienes han ostentando y pretendido el poder, sigue vigente. Por herencias culturales, políticas, filosóficas y religiosas, los usos sistemáticos, especializados y espaciales de la fuerza y la agresión se han reafirmado legalmente en aras del establecimiento y la defensa de lo políticamente institucionalizado. Los sistemas sociales sustentan en el uso de algún grado de violencia –física, psicológica o imaginativa– (Baró 2003), su necesidad o incapacidad de prevalecer en el tiempo y en el espacio (Abello 2003). En este sentido, la implementación y defensa de la doctrina política concebida como democracia es, sólo por citar un modelo del uso universal y metamórfico de la violencia, uno de los mejores soportes icónicos, en tanto –en su disyuntiva defensa– la sangre sigue corriendo como manifestación esquemática de su acontecer. El “gobierno popular” ha sido durante la última centuria un caldo de bacterias
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esparcido alrededor del globo, el cual, como estandarte jerárquico de un poderoso imperio diagramado entre barras y estrellas, ha sido uno de los principales auspiciantes de las contiendas civiles y militares irradiadas por doquier. Siguiendo la trayectoria de estas pretensiones, Arendt (1999: 35) apuntó que: “la respuesta, según parece, depende de lo que se entienda por poder (…); el poder es un instrumento de gobierno, mientras que el gobierno se debe al instinto de dominio”. Lo anterior comulga gráfica, política, militar y económicamente en el episodio designado como Guerra Fría (1948-1991), el cual enfrentó dos colosos prepotentes y arrogantes en cuanto a la implementación y defensa de sus promulgas y aspiraciones. La retahíla que intranquilizó tanto a Occidente como a Oriente desde mediados del siglo XX tuvo su origen durante las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, cuando en las márgenes del río Elba, tropas aliadas y soviéticas decidieron darle la estocada final al Tercer Reich. Surge así el asunto que, desde lo visual y la propaganda (al menos en este caso), alimentó las luchas “irregulares”1 a lo largo y ancho de América Latina. En este escenario, el caso colombiano, dado los derroteros que ha seguido, aún tiene relevancia a nivel continental y global, mostrándose –tal y como aconteció en la época del contacto entre mundos (siglo XVI) o, más recientemente, en la Última Gran Guerra– como una trama de contradicciones o, mejor aún, de contraposiciones morales, políticas y filosóficas (cf. Barona Becerra 2004; Dyson 1982; Langebaek et. al. 2001; Restrepo 2001; Vollet 2001). El reacomodamiento del pensar y del accionar ha sido más evidente aún que cuando Galilei señaló la rotación de la tierra alrededor del sol. La cruz que lo juzgó, condenó y siglos después lo absolvió parece invertirse nuevamente, al escudar –cientos de años después– acciones destructivas y flagelantes: “La última primavera de la guerra, fue la más desconsoladora. Se siguió bombardeando las ciudades durante los meses de marzo y abril de 1945 (…) Los cazas alemanes lucharon hasta el final, y en aquellas últimas semanas derribaron cientos de Lancaster. Eché una mirada en retrospectiva y comencé a preguntarme cómo sucedió que me dejara involucrar en este desquiciado juego de asesinato. Desde el inicio de la guerra yo había retrocedido, paso a paso, de una postura moral a otra, hasta que finalmente ya no me quedaba ninguna. Al principio de la guerra, creía fieramente en la hermandad del hombre y me oponía moralmente a cualquier tipo de violencia. Después de un año de guerra, reculé y me dije: desgraciadamente, la resistencia no violenta contra Hitler no resulta práctica, aunque siga moralmente opuesto a los bombardeos. Pocos años más tarde, me dije: desgraciadamente, puesto que parece ser que el bombardeo 1
Según los cánones militares, los conflictos armados se dividen en regulares e irregulares. El primer término hace referencia a las pugnas armadas con otros países (principalmente limítrofes), donde participan –además de las fuerzas terrestres– las de despliegue aéreo y las de maniobras fluviales. El segundo concepto alude a los conflictos internos, donde participan únicamente (de modo supuesto) actores locales. Mediante el modelo sugerido por la etnografía (cf. Clastres 1986, 1987; Meggers 1979), la primerísima mención sería lo más cercano a una “guerra”. Si se aceptasen dichas ideas, la última participación de Colombia sería en la denominada Guerra de Corea (1950-1953).
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es necesario para obtener la victoria, estoy dispuesto a trabajar para el Mando de Bombardeo, aunque todavía me opongo al bombardeo, sin criterio, de ciudades. Después de mi arribo al Mando de Bombardeo, me dije: desgraciadamente, y a pesar de todo, el bombardeo sin criterio continúa, pero el hecho se justifica moralmente ya que favorece la victoria. Un año después, me dije: desgraciadamente, parece que el bombardeo no favorece realmente a la victoria, pero mi trabajo sirve para salvarle la vida a los tripulantes (…) Había renunciado a un principio moral tras otro, y, al final, de nada sirvió” (Dyson 1982: 44).
Desde la imagen donde se funden actuaciones y argumentos (Desgoutte 2003: 120), donde la sindéresis ha pasado a ser sinónimo de la doble moral, han palpitado plasticidades icónicas que representan los bandos enfrentados. Durante el siglo XVI, en los choques armados e ideológicos entre ibéricos y salvajes, la organización militar y los avances tecnológicos de los primeros, si bien encontraron resistencia hostil por parte de los segundos (Sepúlveda 2007), dieron cuenta de su “superioridad”. Esta última logró medirse en unidades gráficas aún vigentes: símbolos religiosos (el catolicismo como emblema jerárquico de lo divino y único), y demás instrumentos de sujeción y sometimiento (armas de fuego en una constante metamorfosis mecánica). La intimidación, la destrucción, la muerte, los despliegues y repliegues tácticos y militares, entre otros factores, han sido –en todos los espacios donde el ser humano ha puesto fronteras políticas, sociales y culturales (acaso, ¿cómo dominar los celos animales?)– más que hechos históricos y estadísticos. Espacios de terror (Taussig 2002) ubicados en los cinco continentes atestiguan la violenta divergencia de unidades culturales heterogéneas que, sin embargo, han convergido bajo una misma influencia mediática. El Salvador, Nicaragua, Colombia, Chile, Alemania, Yugoslavia, Bosnia, Croacia, Somalia, Sierra Leona, Sri Lanka, Angola, Kenia, Zimbabwe, Vietnam, Afganistán, Irak, Líbano y Fiji son sólo algunos de los lugares donde, a base de escupitajos de fuego, se han más que defendido ideologías, geografías y odios. “Sin el poder de las armas, toda consigna de lucha organizada carecerá de fundamento” (Hidlag 1999: 73). Para lo que hoy es América, las armas de fuego (personales y de apoyo) insertadas por los europeos desde finales del siglo XV se mostraron como instrumentos de disuasión y como fuelles emblemáticos de justicia, divinidad y superioridad, recalcando la implementación y continuidad de nuevos órdenes cosmogónicos y tecnológicos. La disparidad de criterios entre invasores e invadidos, entre vencedores y vencidos quedó evidenciada en cuanto el afán de ofender fue similar al de defender (Restrepo 2001), fundiéndose en la ontología sintáctica de lo material, en la esquemática de la barbarie, en el lucro doloso. Al relacionar el desarrollo material y bélico con la diagramación del poder, Hidlag (1999: 79) apunta que:
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“La necesidad de mejorar, de optimizar, de hacer más letal; la antítesis de conservar para destruir más toda mutación bélica, se evidenció en los arcabuces y mosquetones convertidos en fusiles y pistolas, en los cañones transformados en letales y cada vez más certeros morteros y obuses (…); en el poder de la caballería reempleado por la eficacia demoledora de las piezas de artillería. Y en las flautas, los tambores, las lanzaderas y los sonajeros, todos ahora cubiertos de polvo y olvido”.
Desde épocas prístinas, los elementos asumidos como personales (y en muchos casos, intransferibles) han destacado como elementos simbólicos de jerarquía, prestigio y poder. Bélicamente, tanto los criterios revolucionarios como los preceptos del mantenimiento de un orden han secundado sus intenciones en el porte y uso de las herramientas (armas y políticas ligadas inherentemente en las absorciones de individuos como sus contenedores) que les garanticen hegemonía e influencia. Retomando el ejemplo de la Guerra Fría, los militantes enfrentados en ella tuvieron, entre otros emblemas icónicos, elementos de dotación que, desde lo geopolítico, los identificaron como occidentales y capitalistas, o bien como orientales y comunistas. Por un lado ha estado el fusil Kalashnikov (o Kalishnikov, AK-47), el cual –impulsado desde la hoy desintegrada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS)– fue y sigue siendo uno de los símbolos que más han crepitado en las resistencias armadas antepuestas a las políticas divulgadas por los Estados Unidos de América y sus intermitentes aliados. Como emblemas belicistas del otro “bloque” han estado, están y estarán por algún tiempo más, los fusiles G3, M16 (R15) y Galil, los cuales –como logos emparentados con lo agresivo– se funden en el mismo campus icónico con su similar urálico. La relación icono-política supera la efigie dimensional de lo expresado por cada arma, sin importar su procedencia, su posterior uso, ni mucho menos, su representatividad plástica. La reglamentación de seguridad relativa al cuidado con las armas de fuego estipula que éstas necesitan obligatoriamente de la acción detonadora del ser humano para lograr ser fatales. En el caso de los fusiles AK-47 y sus símiles occidentales (G3, R15, Galil), su carga semántica no estuvo solamente basada en la manufactura, sino también en el diseño o compatibilidad de su munición. Siendo ambos tipos rifles de asalto con características balísticas similares2, la munición de los fusiles alemanes, norteamericanos e israelíes logra ser compatible entre sí. Caso contrario ocurre con el fusil “soviético”, ya que sus características técnicas y balísticas lo aíslan, salvo algunas excepciones, de los panoramas armamentísticos de América Latina (figura 1). El constructo de la imagen violenta en Colombia es, entonces, un tropo extralingüístico, un cauce donde desembocan tanto la beligerancia de las comunidades prehispánicas 2
Tanto el AK-47 como los G3, R15 y Galil, tienen como característica general el calibre de su munición 7,62 mm. Desde la última década del siglo anterior, éste fue reducido por la ONU a uno más pequeño (5,56 mm), el cual –por ser más ligero– tendría menos letalidad. Sin embargo, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) ha denunciado que puede ser aún más mortífero, en cuanto su capacidad de lesionar internamente a la víctima logra ser mayor según la distancia de la que sea disparado (Prokosch 1995).
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como todo aquel agente actual regentado potencialmente por lo “bueno” y lo “correcto” de sus acciones –el cual, ve en la hostilidad, la prórroga idónea de su insaciable hambre. En otras palabras, el gravado otorgado actualmente a aquéllos que tercian armas es, desde la imagen actoral del que infunde temor y/o admiración, comparable al remache cacical y guerrero que, se admite, distinguió a la mayor parte de las comunidades prehispánicas de lo que hoy es Colombia. En ambos casos, la ambigüedad de lo efusivo juega como víctima y victimario, al estar ambas posiciones mediadas por quienes la perciben, promueven y ejecutan. Entonces, la asociación imaginativa más frecuente que del actual conflicto colombiano se hace (como si su raudal violento fuese algo nuevo), es similar –desde la postura mental más llana hasta un posible y posterior esparcimiento de tinta (ya fuere radical, absolutorio, amateur o especializado)– al problema cacical y bélico discutido desde hace décadas por la arqueología nacional, donde el estatus beligerante y pendenciero de las comunidades prehispánicas se da como un hecho concreto e indiscutible, retransmitiendo el retórico ejemplo infundido por los cronistas españoles desde el siglo XVI. Desde el uso simbólico y social de la violencia parten algunas de las supuestas caracterizaciones principales de las sociedades prehispánicas (cacicazgos y sistemas político-sociales simbólicamente jerarquizados), lo cual se amalgama en una finísima hebra (cual filigrana martillada) con ese rótulo de guerreros (soldados, guerrilleros, paramilitares o esa masa apática que igual intimida) que se les da a los que combaten, a los que construyen el terror en los campos y las ciudades. En el país, la disciplina arqueológica ha descrito la violencia y las presunciones de la guerra como algo teórico y político, omitiendo otras voces que, tras ellas, murmuran y gimen. Historias locales que, como acciones presumiblemente concretas y graficadas en los imaginarios del país, están mezcladas con mucho más que cotidianidades e individualidades (Navarrete y López 2006). Es allí donde la acción animal de combatir (fuere el motivo que fuere) se muestra transmutada en intrincadas connotaciones de necesidad y/o de estética, componentes y representantes del propio desarrollo social (Blair 2004). Las imágenes hostiles –o las hostilidades sugeridas por las imágenes– han transgredido los parámetros de lo artístico, abarcando todo estamento de reflexión y de manifestación, ya sea singular o colectivo (Castañeda 2007; Castro 2007; Gervachi 2008), siendo a su vez, nuevos derroteros de lo que se ha denominado antropología (acaso arqueología) urbana o iconografía de la cotidianidad. Todo propagado y permeado por el indeseable encanto de la angustia.
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Diatribas nacionales. Apuntes arqueológicos e iconográficos sobre la violencia en Colombia
Figura 1.De izquierda a derecha: Proyectiles correspondientes a fusiles AK-47 y Galil ó G3 (S. Leandro Sepúlveda G. 2007).
Guerra, imagen, arqueología y paradoja “No hay región tan abrupta e inhóspita que los hombres no puedan hacer de ella un escenario ideal para la guerra” (Ambrose Bierce)
No todo lo plasmado materialmente corresponde a una idea preconcebida, del mismo modo que no toda elaboración sistemática de un “símbolo” guarda relación directa con aquello que se le atribuye (Saxl 1989). Igual ocurre con los imaginarios sociales, los cuales –desde las ciencias que los analizan– no deben ser generalizados como conceptos universales y plásticos, pues al ser alegorías y distintivos culturales pueden escapar de la forma occidental de apreciar el mundo (Alcina Franch 1982). Sin embargo, algunos ideogramas, más que forjarse materialmente, logran representar posicionamientos individuales o colectivos que, al ubicarse en situaciones de carácter existencial y/o ambiental, logran graficarse como logos identitarios que plasman tanto lo natural y lo mundano como lo mágico y lo divino. De este modo, la iconografía –al analizar y catalogar las imágenes como obras de arte (Alcina Franch 1982; Panofsky 1980), y al enfatizar más que en su forma, en la representatividad social que pudieron tener en el interior y en el exterior de las comunidades que las crearon y/o utilizaron– es tomada como vocera de “realidades” (Panofsky1979; Saxl 1989) que bien pueden diferir temporal y espacialmente, pero que muchas veces
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siguen siendo caracterizaciones de situaciones similares (Gervachi 2008). En alusión a la máxima manifestación de violencia (la guerra como motor concomitante), tales obras (incluyendo actuales y distantes), antes que representar temporalmente un grupo social, son abstracciones imaginativas de un pasado (nunca tan remoto biológica y violentamente hablando) que puede palparse según las lecturas imaginativas de aquello denominado “arte”, y de los sucesos y líneas temáticas que la misma historia vomita constantemente en los anaqueles de la memoria. Se aduce, entonces, que según el engranaje o repulsión que las obligatoriedades sociopolíticas logran tener en la cosmovisión de una comunidad (es decir, cualquier tipo de violencia como justificación del comportamiento) pueden materializarse las divergencias y convergencias textuales de lo habitual, donde la representatividad de lo hostil puede ser igualmente gráfica en contextos geográficos equidistantes, pero disímil en aspectos simbólicos. En otras palabras, las representaciones plásticas pueden a simple vista sugerir una relación de forma positivista y filial, la cual puede variar totalmente en significado (Saxl 1989: 62). La iconicidad de las imágenes es contextual. No deben equipararse las “realidades” imaginativas de las sociedades –aun en sus más aparentes similitudes– sin antes haberse analizado las posibles correlaciones contextuales, simbólicas y sociales (Gruzinski 1994). Toda comunidad, sea ésta distante en el tiempo o cercana en el mismo (¡mas ninguna callada!), se desenvolvió o se desenvuelve bajo sus propios cánones de pensamiento y de acción. Según Nietzsche (1996), todo comportamiento puede ser tan relativo como los mismos hechos que lo justifican. Ahora, la “verdad” como término maleable está adherida a una cantidad de razones, sinrazones, elocuencias y terquedades, convergiendo en el mismo y abstracto paisaje pictográfico de quienes dicen tenerla y de quienes argumentan defenderla. Sea cual sea el bando representado, cualquier postura suele estar subrayando un punto inerte, en tanto las causas de las lidias pueden ser “injustas” y sus actores, meros juguetes de carne y hueso (admirados medios de difusión masiva o, mejor, medios de comunicación). “No hay verdad absoluta ni tampoco perfecta conducta”. ¿Dónde está la mentira? (Illera Montoya 2000); ¿dónde está la verdad?; ¿qué motivos conllevan a buscar tanto lo verdadero como lo falaz? Acaso, ¿dónde está dios? (Nietzsche 1980, 1996). En el caso colombiano, la labor iniciada por clérigos y militares de los siglos XVI y XVII (ie. Cieza 1553 [1984]; Fernandez 1548 [1944]) fue retomada por la arqueología de comienzos del siglo XX (Trimborn 1949 [2004]; Trimborn y Eckert 1948 [2002]) y re-inhalada por la arqueología actual (Carneiro 1990, 1991; Langebaek et. al. 2002; Redmond 1994), donde el tema recurrente es la exposición de la guerra como patrón habitual de conducta. No obstante, resulta relevante preguntar: ¿qué se ha entendido y qué se entiende por guerra? Por medio de la etnografía, se infiere que las connotaciones eslabonadas de la violencia (es decir, las temáticas de lo rudo y lo bélico en sus diferentes estadios) están contenidas en el andamiaje social de las comunidades que, desde siglos atrás, vienen | 207
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justificando su accionar tanto en la tenencia como en el uso de parafernalias intimidantes (Meggers 1976). En oposición, el ejemplo de Todorov (1996) estipula que el descubrimiento de América fue un “estado de consciencia” que iluminó todo proceso de conquista, el cual –según el transcurso del tiempo, y avivado siempre por la llama imperecedera de la discordia– fue cambiando de forma mas no en esencia. Dicho acontecimiento significó una solución fragmentaria a la crisis interna de Europa (violencia trasladada), donde fue indispensable la apertura de las denominadas “fronteras reales” para una reconsolidación de la economía monetaria (Barona Becerra 1995: 93). Las soluciones técnicas no bastaron y sólo fueron eficaces cuando, entre descargas de arcabuces y cañonazos, entre ladridos y relinchos, se ampliaron los horizontes geográficos. Para los peninsulares, el señalamiento caníbal, pagano y monstruoso de los indígenas americanos fue motivo suficiente y más que válido para hacer circular la etiqueta de “bárbaro”. Ello se constituyó en aliciente perfecto para su eventual sometimiento, pues en el discurso colonizador, bárbaro y esclavo fueron sustantivos equiparables que nombraron la misma criatura. La servidumbre forzosa del nativo, como fase transitoria entre la hegemonía y las facultades interpuestas en ese “nuevo suelo”, fue empleada como papel fundamental para certificar un discurso modernizante, basado en testimonios de juristas y teólogos, apuntándose que: “(…) naturalmente son vagos y viciosos, melancólicos, cobardes, y en general, gentes embusteras y holgazanas. Sus matrimonios no son un sacramento sino un sacrilegio. Son idólatras, libidinosos y sodomitas. Se la pasan desnudos y libertinos exhibiendo sus penurias (...); su principal deseo es comer, beber, adorar ídolos paganos y cometer obscenidades bestiales. ¿Qué puede esperarse de quien posee cráneos tan gruesos y duros, que debe tenerse cuidado en la lucha de no golpearlos en la cabeza para que las espadas no se mellen?” (Fernández de Oviedo 1944 [1548]: 73).
Al ser innumerables los conflictos bélicos, los símiles visuales entre los sucesos descritos (guerra en épocas prehispánicas y “guerra” actual en Colombia) transmiten cierta ambigüedad sobre la significación de las armas, en pos de la defensa de “algo” que puede ser o no completamente intangible, metafísico y/o esotérico, entendiéndose esto último como una entidad, creencia o rito. Y dentro de este conjunto, cabe cualquier tipo de conjeturas, tal y como lo señala Gnecco (2005 [1998]), quien considera algunos de los monolitos de la región arqueológica de San Agustín como “guardianes” mas no como “guerreros”. La historia es un proceso que se ha forjado siempre con las representaciones de los vencedores (Keegan 1993). En el caso considerado, ésta ha sido escrita en castellano, ungida en vino y crucificada en el Gólgota. Dadas las trayectorias marcadas en los diversos
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territorios de juego, Occidente ha entrelazado cierta cantidad de fantasías alrededor de los mundos que giran fuera de sus cánones –lo que se sintetiza notablemente en los órdenes socioculturales de los nativos americanos (Barona Becerra 1993). Argumentalmente, desde hace aproximadamente 150 años, la presión simbólica de lo “verdadero” y lo “correcto” ha sido ejercida por las potencias económicas norteamericanas (Canadá y Estados Unidos), de forma no demasiado distante a lo realizado por sus predecesoras británicas e ibéricas. En ambos casos (en lo colonial y postcolonial), lo paradójico y dicotómico de sus envolturas ha construido pergeños tan dispares de pensamiento y acción que los criterios que avalan sus acciones siguen alternándose según la posición adoptiva de sus discursos. La memoria3, tanto de Colombia como de todo país latinoamericano (y si se quiere, de toda nación actual o pretérita, teórica y/o imaginada), ha sido fundamentada, levantada y celebrada en medio de historias violentas. Desde el idioma hablado hasta la más tenue creencia profesada, las ritualizaciones de la violencia forman parte indisoluble de lo que se ha denominado cultura (Blair 2004). Periplos que llegan hasta hoy como rosarios de cuentas inconclusas, revalidándose o devaluándose según las políticas imperantes. Arqueológicamente, la violencia como medio expresivo y la guerra como fenomenología social han sido tratadas tenuemente como agentes intrínsecos acontecidos en épocas prehispánicas, las que aparentan estar desligadas simbólica y argumentalmente de la actualidad. Tanto la violencia como la agresión, al igual que los demás ítems con ellas conectados, han tenido, tienen y tendrán una enorme estela justificadora, la que puede vincularse con episodios actuales desde la enunciación. Tal y como se ha señalado, desde lo visual pareciese que el ayer sólo fuese importante en la dilucidación de acontecimientos políticos, los que tanto en frecuencia como en motivaciones simbólicas y sociales pueden ser similares a las realidades contemporáneas. A grandes rasgos, puede entonces ser comparada la inexistencia de consensos generales tanto para los sistemas sociopolíticos vigentes antes de la llegada de los europeos (cacicazgos) como para el entendimiento de qué es lo que pasa en el amorfo conflicto colombiano. De la misma forma en que las peculiaridades arqueológicas y estilísticas de ciertos parajes colombianos no pueden asociarse indiscutiblemente (Reichel-Dolmatof 2005: 229), tanto la violencia como la agresión, la barbarie y la guerra poseen múltiples puntos de interpretación, siendo en ocasiones, heterogéneos e incompatibles. En las trayectorias polifacéticas de la arqueología colombiana y latinoamericana (Piazzini Suárez 2006), donde se combinan modulaciones prácticas y teóricas de la misma disciplina (estudios multidisciplinarios), el ícono mental y espacio-temporal del cacique-guerrero o del guerrero-cacique, adherido a los lineamientos teórico-metodológicos adyacentes en la etnografía, la antropología y la arqueología, circunda la geografía nacional de norte a sur, como de occidente a oriente (cf. Carneiro 1980, 1981, 1990, 1991; Langebaek et. al 2002; Trimborn 1949 [2004]; Trimborn y Eckert 1948 [2002]). 3
Entiéndase por memoria toda historia concreta o abstracta, objetiva o subjetiva, donde la violencia gira como eje principal.
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Al avanzar sobre semejante paisaje arqueológico, se evidencia que ciertas imágenes violentas (como avíos expresivos) han penetrado todo lugar, toda expresión común, enmarañando aún más un conflicto social, armado y yuxtapuesto, que en la actualidad –acaso en la modernidad– no ha respetado geografías ni grupos étnicos. Un flagelo que, como un virus, muta, se retroalimenta, pulula y desencadena otra serie de sucesos, los cuales se observan como un movimiento dual, entre lo legal y lo ilegal, entre lo institucional y lo subversivo, entre lo humano y lo atroz. Al igual que las acciones, “las armas ilegales matan, las armas legales defienden; ésa es la cuestionable tesis que por estos días sostienen algunos sectores de la sociedad” (El Espectador 2008: 26). Dentro de este mismo marco, la direccionalidad de lo hipotético constituye la envoltura, la dermis de los espacios configurados como platós mortales, donde los miembros cercenados y la sangre derramada alimentan tanto las teorías sociales como las concepciones que de las artes y de las estéticas se poseen. Cuando se habla de guerra tienden a reconocerse no sólo aspectos que involucran muerte y destrucción, sino también símbolos e imágenes que, a menudo, son asociados con un acontecer paradisíaco y necesario. Gervachi Granados (2008: 54) apuntó que “lo que cambia no es la esencia, sino la etiqueta”. Lo que irradian los que hoy visten de camuflado y ostentan armas como síntesis de su poder son, desde lo visual, inscripciones similares a las asociadas con la complejidad social en épocas precolombinas. Militares y subversivos caen en la paradoja comparativa de guerreros (o de guerrilleros, según el contexto), afín a la de las expresiones plásticas y políticas de los antiguos habitantes de algunas zonas arqueológicas como San Agustín y Tumaco-La Tolita (figura 2). Unos y otros, estratégica y sintácticamente no parecen distanciarse demasiado, pues el uso de los íconos –ya sea su asociación política, religiosa o bélica– está determinado por actualidades culturales. Aunque sus políticas pudiesen ser distintas, parte de sus filosofías de agresión bien pueden considerarse análogas. La intimidación como artilugio de persuasión simbólica y material (figura 3) alaba las sombras de aquéllos enfrentados en virtud de las mismas dádivas: poder espacial (geografía política), solvencia económica (legitimación de los medios de producción) y jerarquía (líderes y personajes especializados en las diversas necesidades sociales) (Service 1968: 165), las cuales –según las posturas desde dónde se enuncien, perciban o interpreten– se reelaboran, parodian, visibilizan y/o invisibilizan. Al indagar sobre los procesos de complejización de algunas sociedades, pueden señalarse jerarquías, rangos, cuadros4, y posicionamientos sociales y políticos específicos; condicionamientos que –al ser parte fundamental de un andamiaje– legitiman posicionamientos ideológicos (Service 1984). El análisis de los íconos, o más bien de las imágenes que, como voceras del pasado y contenedoras de símbolos y representaciones sociales 4
Dentro de los órdenes militares, los “cuadros” son individuos con rango y poder –situación exclusiva de quienes jerárquicamente se preparan para ello. En la institucionalidad colombiana obedecen a las distinciones entre oficiales y suboficiales, excluyendo a aquéllos que, por cuestiones de su ejercicio, pueden ostentar cierto rango y algunos privilegios: dragoneantes y estafetas.
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(Hodder 1991; Marchán 1997) sugieren cotidianidades (Gruzinski 1994; Panofsky 1980; Saxl 1989), no será en ningún caso (¿cómo hacerlo evidente?) irrefutable en cuanto a su contenido o función. El estudio iconológico debe indagar sobre la forma en que los símbolos fueron (y acaso siguen siendo) hacedores de cultura, y sobre los modos en que estos últimos se correlacionaron en el imaginario gráfico, mental y plástico de quien los creó. Es allí donde la violencia, al teñirse de colores, puede ser un patrón ceremonial y eventual, entendiéndose más como una fiesta ritual que como un hecho crónico (Clastres 1986, 1987). Por consiguiente, las tendencias socioculturales que pretenden legitimarse se fundamentan en construcciones y en apropiaciones simbólicas, que lo regente del orden mezcla y reformula como modelos hegemónicos (Restrepo 2001; Vollet 2001). Parte de la iconicidad pragmática del desangre colombiano radica en los opuestos de los bandos enfrentados. Ello es altamente sugestivo en cuanto lo ilegal, subversivo y terrorista se fusiona con lo legal, constitucional y heroico como un accionar mercantilista que, a simple vista, ya no guarda diferencias visuales significativas en relación al armamento, los atavíos y los planteamientos tácticos.
Figura 2. ¿Prisionero de guerra y/o víctima sacrificial? Someter por la fuerza suscita cierta codificación de signos, recíproca entre vencedores y vencidos (Keegan 1995). (Fotografía Sepúlveda G. Diseño de imagen Pinzón Cadena y Sepúlveda G. 2007).
La razón de lo anterior se ejemplifica no sólo para Colombia, sino para todos aquellos escenarios de dominación y coyunturas políticas donde el lenguaje, las fiestas | 211
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de guardar o la misma religión –sólo por citar algunos ejemplos–, como aversiones castellanas y mestizas, fulguran como semblanzas culturalmente aceptadas que no se han desdibujado nunca de su conjugación violenta y pragmática. La guerra es, entonces, al igual que toda categorización social cimentada y enriquecida al interior de una matriz cultural, una evocación simbólicamente articulada que ejemplifica desde lo icónico una amalgama escenificable de conceptos identitarios y transmisiones culturales (Geertz 1994). En este marco, la unificación de elementos evocativos de algún tipo de violencia puede analizarse dentro de los conjuntos visuales referentes a su mismo acontecer (elementos polivalentes ligados a parafernalias guerreras), donde además se encuentran subdivisiones temáticas complementarias (y por qué no contradictorias) a las intenciones de los análisis iconológicos. Armas, huesos y carnes han sido propuestos como matices cronológicos que, navegando desde épocas prehispánicas (Carneiro 1997; Redmond 1994), han desembocado en una corriente magmática que aún hoy parece ser el reflejo de un estruendoso y terrorífico pasado no tan remoto.
Figura 3. ¿Guerrero o guardián armado? El disponer de un lenguaje implica considerar múltiples asociaciones, donde vence quien mejor las justifique. Y qué mejor herramientas que las políticas y las armas (o viceversa) (Fotografía Sepúlveda G. Diseño de imagen Pinzón Cadena y Sepúlveda G. 2007).
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La hostilidad es un tema que se ha mitificado como una versión inmodificable del pasado prehispánico, donde se ha estampado una visión del aborigen americano –como la de caribe, pijao y demás símiles– que lo codifica como belicoso, aguerrido y antropófago. Como consecuencia globalizadora, sacrílega y cuantitativa, toda historia evolutiva ha estado teñida por hechos hostiles, donde lo beligerante ha sido usado como amparo de ideas progresistas o, por el contrario, de actitudes bárbaras, siendo su representatividad transitoria una figuración variante y política por demás. En Occidente, su imagen y argumento han sido sinónimos de destrucción y muerte, dejándose por fuera las concepciones mágicas que pudo haber tenido. Si bien los sentidos plásticos del poder y la evocación propios de las comunidades aborígenes americanas pudieron tener connotaciones escatológicas, fundamentos similares son observables también en lo concerniente al dogma judeo-cristiano, donde sus veneraciones –al igual que la dispersión e implantación de ese sistema doctrinario– han estado cargadas por el bagaje de la hostilidad. Desligar las transformaciones sociales de las manifestaciones culturales de algún tipo de violencia no puede pensarse debido al carácter conflictivo del ser humano, sin que la carencia de representaciones invocatorias sobre ella sugiera lo contrario. Esto permite ubicar temporalmente las comunidades del pasado en un marco donde su imagen no refleja necesariamente tensiones recíprocas o permanentes, sino una convivencia armonizada con sus diversos entornos, donde la simbolización de enemistad (suspenso escénico) ha carecido de base –lo que, sin embargo, pudo llegar hasta la actualidad en signos “extraños” que permanecen aún bajo el manto positivista de la interpretación y posterior explicación irrefutable. Abyssus abyssum invocat.
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Epílogo
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Vestigio y represión en la arqueología de la violencia Alejandro Haber Este libro podría haber comenzado por la imagen que muestra la figura 2 del capítulo escrito por Cáceres. En esa fotografía, a primera vista, no se muestra nada. Sólo el fondo de una excavación, la tierra rasguñada por las garras de una retroexcavadora. Lejos de pretender que esa imagen nos lleve a conocer aquello que pasó, más bien podría ser una foto de lo que nos pasa; es decir, aquello que nos sucede ahora. Habría que adentrarse un poco más en el sentido que le quiero dar a esta imagen, a estas palabras, habría que extenderse por el alcance de la primera persona que aquí pluralizo, pero sobre todo habría que ver a esta foto como la cosa que, entre una de muchas maneras posibles, este libro enuncia como “historias desaparecidas”. Tal vez sea esta foto una puerta de entrada a la pregunta por la relación entre la investigación arqueológica, la memoria y la violencia, que este volumen ilustra desde diversos puntos de experiencia. Di Vruno muestra el sentido social totalitario de los centros clandestinos de detención, no meramente en la maquinaria de trituración que en ellos operaba, sino en la negación de su inmediatez respecto de la vida social cotidiana; llamándolo “una interacción perversa entre lo oculto y lo visible (D’Antonio 2003), una definición del ‘afuera’ y el ‘adentro’ en un espacio pensado para la destrucción de un ‘enemigo’, la aniquilación de un ‘otro’ que se imponía en la cotidianidad de los barrios” (Di Vruno, este volumen). Es decir que, como si no hubiese sido mucho más que suficiente, la violencia no es tan sólo la ocurrida en los quirófanos de tortura. Es preciso atender a otra violencia –la negación de la violencia–, aún más perversa –si es que cabe–, más generalizada, más perdurable. El ostensible ocultamiento de la violencia hizo que la violencia se trasuntara en una general y omnipresente fantasmática: la desaparición no le ocurre a aquello que no aparece ya más, sino a lo que no cesa de aparecer aún ausente. Y parece ser ése el territorio específico que la arqueología viene a habitar como “una actividad de documentación y excavación de lo que no se ve, lo que está debajo, latente, algo cuya presencia es ambigua y fantasmal” (Marín Suárez et al., este volumen). Pero Marín Suárez y sus colaboradores (en este volumen) sugieren que la fantasmática de la violencia no es solamente consecuencia del borramiento a posteriori de la violencia, sino que es una violencia inmanente a la vida misma. “Las cosas y los objetos con los que nos relacionamos permanentemente (Lull 2007; Olsen 2007) incorporan muchas de las percepciones ocultas y enterradas de la realidad en que vivimos” (Marín Suárez et al., este volumen). Esas percepciones ocultas y enterradas no se trasuntan en el lenguaje, no forman parte de lo enunciativo que recupera –eventualmente– la historia. Por ello débese esperar a la arqueología “para investigar y conocer la totalidad de la | 219
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experiencia y realidad en que se desenvuelve [la memoria]” (Marín Suárez et al., este volumen). La totalidad de la memoria, nos dicen los autores, es lo mnemónico más lo material; es decir, nunca una cosa sin la otra. En cierto sentido podríamos decir, entonces, que la lógica concentracionaria es parte de la violencia en la que se sustenta la realidad que nos ha tocado, aquélla según la cual somos constituidos al mismo tiempo en las relaciones de la vida y en el exilio de esas mismas relaciones. Magnificada en los centros clandestinos de detención, la lógica concentracionaria se vuelve exilio permanente, una detención en el sentido de suspensión del flujo de relaciones. Pero el lado de afuera de los centros no es del todo ajeno a esa misma lógica: la negación de la violencia se hace ostensible hasta el punto en que es justamente su carácter ostensible lo que reanuda indefinidamente la violencia. Si bien podría ser, tal como Marín y colaboradores lo explican, que la visibilidad de los campos de detención desde los barracones familiares tuviese el doble efecto de hacer participar a la familia del régimen panóptico así como retener el ideal católico de la unidad familiar, es igualmente plausible hacer una lectura inversa o, más bien, complementaria: la vida carcelaria de reclusión y represión se expande sobre la familia toda, y por su intermedio a la sociedad en su conjunto, sólo si lo que sucede en el régimen de encierro es al mismo tiempo vedado y ostensible a los ojos externos, o sea, sólo si se hace ostensible que está siendo vedado. El otro lado de la lógica concentracionaria, digamos su lado de afuera, es el ostensible ocultamiento de la violencia (“ese secreto a voces que todos temen” –Calveiro 2004). El hecho de que la detención que sucede en el centro tenga efectos más allá del centro es concomitancia de su carácter clandestino. Y lo clandestino, aquí, no es simplemente ilegal, sino perverso en la medida en que viene agenciado por aquéllos cuyo sentido es justamente el deslinde de lo legal de lo clandestino. Tal como la historia es aquélla cuyo sentido le viene dado en la narración de lo sucedido, la perversión de la historia es precisamente el que ostensiblemente niegue una parte de sí, la desaparezca no para que deje de aparecer, sino para que, como los monumentos, los sedimentos y los fantasmas, no deje nunca de estar allí negada. “Si la ilusión del poder es su capacidad para desaparecer lo disfuncional, no menos ilusorio es que la sociedad civil suponga que el poder desaparecedor desaparezca, por arte de una magia inexistente” (Calveiro 2004: 16). López Mazz (en este volumen) nos recuerda que “la desaparición y la aparición de personas e historias forman parte de un único problema, de modo que memoria y olvido se deben identidad recíprocamente (Foucault 1999). La tensión dialéctica entre olvido y memoria está presente en toda investigación sobre el destino de los detenidos-desaparecidos.” Esta “tensión dialéctica”, que podríamos referir a la violencia, ya no meramente como destructora de lazos sociales sino como constitutiva de la realidad en relaciones de hegemonía y negación, atraviesa el conjunto de la operatoria represiva, tanto sobre los cuerpos como sobre las palabras. “Historias desaparecidas” alude así a la desaparición como lo que hace que lo que desaparece no deje de estar-allí-ausente, y no simplemente a su no-existencia. “Ni vivos ni muertos, desaparecidos” es la brutal definición que el asesino 220 |
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(des)hizo, al enunciar el carácter no enunciable de lo que desde dentro es concentración, tortura y muerte. Y, al hacerlo, al volver ostensible el ocultamiento, la clandestinidad de la violencia, deja una huella en el lenguaje –el eufemismo, y véase Somigliana en este volumen– que es marca de su nueva violencia. “Los volvimos a desaparecer”, se lee en el muro como negativo de un esténcil, según nos lo muestra López Mazz (ver figura 1 en este volumen). El molde de las palabras que alguien debió recortar en el esténcil, ese negativo material de la frase que enuncia la repetición de la desaparición, parece una metáfora de la preocupación del autor, para quien la ausencia de evidencia es evidencia no simplemente de la ausencia, sino de la repetición de la violencia; una violencia, pues, que no ha cesado. Desapariciones, negativos y marcas son huellas de la violencia. Más aún, son huellas de la estratigrafía de violencias y negaciones de la violencia. Esas huellas parecen (no) decir la otra cara de lo que se dice (los dos aspectos de la mnemónica en Marín et al., las memorias y olvidos en López Mazz, la perversión de lo concentracionario en Di Vruno, todos en este volumen). Todo lo cual es constitutivo mucho más allá de la experiencia de las dictaduras latinoamericanas de la década de 1970, pues corresponde más bien a una lógica constitutiva de la colonialidad en un tiempo más largo que le presta contexto a aquélla. E incluso más, según nos lo sugiere López Mazz (en este volumen) siguiendo a Rafecas: “la gestión política de las masacres –junto a los pactos que son obligados a aceptar los vencidos, sus escabrosos itinerarios y los intercambios secretos de las élites– forman parte de la herencia civilizadora de Occidente que ve en la política ‘el arte de lo posible’”. Por ello parecen particularmente relevantes los tratamientos de la estética de la violencia que nos ofrecen Sepúlveda (en este volumen) y Navarrete (en este volumen). La desaparición de la vida es parte de lo posible, pues si “los amigos del barrio pueden desaparecer / los cantores de radio pueden desaparecer / ”los que están en los diarios pueden desaparecer / [y] la persona que amas puede desaparecer” (García 1983), es que todo ello, es decir, la vida, se constituye por la presencia espectral de la desaparición. “Oh, mi amor, desaparece el mundo”, anunciaba el cantor en el Luna Park una semana después de entregado el poder formal de la República Argentina a Raúl Alfonsín, tal vez porque ya se podía cantar que el mundo está formado por lo que del mismo se enuncia y se niega. Lejos del país de las maravillas, Somigliana (en este volumen) nos ubica “del otro lado del espejo”. De acuerdo a su propio trabajo, “[l]a actividad criminal asumida por el Estado genera una nueva delincuencia, amparada por los órganos jurisdiccionales (incluidos sus auxiliares forenses) que en lugar de revelar ocultan. El crimen impune, que era asumido como excepción antes de este trastocamiento, pasa a ser regla. Y una vez instaurada esta excepción, los rastros que la actividad criminal estatal inevitablemente provoca son sistemáticamente ignorados, subestimados u ocultados”.
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Cabría revisar, no obstante, hasta qué punto el carácter excepcional del trastocamiento forma parte de las teorías jurídicas antes que de las prácticas políticas del estado. ¿O acaso es posible mirar de frente a la historia sin cegarse por el horror secular de los estados coloniales y sus herederos nacionales sobre las poblaciones indígenas, esclavas, campesinas, obreras, pobres, etc., que inscribe en una historia más larga los regímenes disciplinarios del poder que configuran como un otro de sí mismo a la masa de la población explotada por la élite? ¿O acaso no desbordan la historia y la cultura coloniales la excepcionalidad de esa misma violencia, dicho esto en coincidencia con la percepción que también informó a la filosofía de la historia de los colectivos políticos y combatientes? En palabras de Calveiro (2004: 98): “Los desaparecedores eran hombres como nosotros, ni más ni menos; hombres medios de esta sociedad a la cual pertenecemos. He aquí el drama. Toda la sociedad ha sido víctima y victimaria; toda la sociedad padeció y a su vez tiene, por lo menos, alguna responsabilidad. Así es el poder concentracionario. El campo y la sociedad están estrechamente unidos; mirar uno es mirar la otra. Pensar la historia que transcurrió entre 1976 y 1980 como una aberración; pensar en los campos de concentración como una cruel casualidad más o menos excepcional, es negarse a mirar en ellos sabiendo que miramos a nuestra sociedad, la de entonces y la actual”.
Somigliana (en este volumen) explica abundantemente el proceso de desaparición como oclusión de la relación entre cuerpo y nombre, cosa y palabra: “Así como el astrónomo supone la existencia de ‘materia oscura’, así nosotros debemos comprender que lo que se define como desaparición es –en rigor– una transformación que un aparato complejo como el Estado realiza mediante la creación de una estructura oculta (clandestina) que invisibiliza a las personas. Aunque no se las pueda observar directamente, éstas siguen estando: inicialmente vivas, luego muertas y más tarde dispuestas de manera tal que su identidad no puede ser establecida de manera corriente”.
Aquí se entiende que “la manera corriente” de identificación son las relaciones sociales que nombran a la persona, por lo que la desaparición es la suspensión (detención) de esas relaciones en las que persona y nombre son idénticos. La “desaparición” es el modo de decir que no se puede identificar de “la manera corriente” o, más bien, de decir la indecibilidad de la suspensión de las relaciones que sostienen “la manera corriente” del lenguaje. Esta nueva violencia, la indecibilidad, se sedimenta sobre otra, la suspensión de las relaciones, que sedimenta, a su vez, sobre la violencia desatada sobre el cuerpo y la persona detenida. Somigliana parece, en cambio, orientarse hacia una suerte de reversibilidad, una instancia en la cual la identificación opera como sutura de la violencia: “No importa, en este punto, si esa relación de identidad podrá o no ser reestablecida en el futuro; el mero hecho de que exista la posibilidad de establecerla cuestiona la vigencia
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del eufemismo, que ya no será una manera de bien decir sino un subterfugio para escapar de la realidad” (Somigliana, en este volumen). Pero la pretensión de que el develamiento del subterfugio pudiera en algún sentido eludir el efecto de la violencia podría ser ella misma un subterfugio, una línea de fuga. Pues una cosa es conocer el destino final de los cuerpos, incluso señalar a aquéllos implicados y someterlos a justicia, y otra muy distinta es suturar las marcas de la violencia. Éstas permanecen, e incluso el eufemismo se incorpora al lenguaje como marca de la violencia. Pero coincidiría en la importancia de la investigación si acordáramos que se trata de una palabra cuyo origen violento, su carácter de marca, no debe ser olvidado. El lenguaje que hablamos, éste en el que escribo, es en buena medida el lenguaje colonial, aquél que bien podría decirse que se origina en los eufemismos mediante los cuales la violencia pretendió ser ocultada, ejerciendo nuevas violencias. Hasta nuestros más caros apelativos llevan la marca de la violencia desatada en pos de los deseos coloniales. Los argentinos no deberíamos haberlo olvidado tan fácilmente. Saberlo no embalsama las heridas, pero permite que nuestros muertos no nos sean asimismo expropiados. Y allí, amén de las consecuencias judiciales que también esperanzan, veo la importancia de la identificación, y de la identificación acompañada y liderada por las relaciones sociales más caras de las personas. “Para no sucumbir al dolor y no alienarnos en el olvido, el sostén del recuerdo es y debe ser lo colectivo. La comunidad debe convertirse en el custodio de los recuerdos atroces para proteger la memoria de su gente, para ser custodia de la identidad colectiva que pretendió ser ultrajada”, nos dicen Bianchi y su equipo (en este volumen). El Equipo Argentino de Antropología Forense ha hecho muchas labores de importancia y nadie podría cuestionar la entidad que ese colectivo de investigación ha adquirido con los años de trabajo. Entiendo que, en un sentido muy profundo, ha retomado y muchas veces protagonizado una feroz lucha por los muertos. Y creo que la importancia de ello no ha sido aún del todo reconocida, tal vez porque la relevancia de esa lucha no ha hallado hasta el momento palabras que la pongan en relieve, aunque sí prácticas, tales como las que se muestran en este volumen. Pues, “la violencia contra aquellos que no están lo bastante vivos – esto es, vidas en un estado de suspensión entre la vida y la muerte – deja una marca que no es una marca [...] se trata de un discurso silencioso y melancólico en el que no ha habido ni vida ni pérdida; un discurso en el que no ha habido una condición corporal común, una vulnerabilidad que sirva de base para una comprensión de nuestra comunidad; ni ha habido un quiebre de esa comunidad. Nada de esto pertenece al orden del acontecimiento. No ha pasado nada” (Butler 2006: 63).
Mucho más allá de describir el objeto de la arqueología, el vestigio está en el origen de la investigación (Haber 2011). Ahora bien, la lectura de este libro afecta de múltiples
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maneras la comprensión del vestigio que la arqueología disciplinaria delimita. Pues el vestigio parece no ser simplemente aquella cosa que de un pasado permanece, en tanto cosa, en el presente, sino que, mucho más activamente, convoca, instiga, acecha, conmueve, conversa. Como nos lo muestra la fotografía de Cáceres, el vestigio es la huella, la impronta. Originalmente lo era en la Roma imperial: vestigium era la impronta que como huella deja la planta del pie; pero, notablemente, vestigium era asimismo la planta del pie. La huella que dejaron las uñas de la pala mecánica, así como la propia pala, son el vestigium, es decir, que el vestigium está conformado de presencias y de ausencias o, mejor, de la relación necesaria entre ambas, de las ausencias del presente y las presencias de lo ausente. Claro que la necesidad puede estar tanto visible y presente como ausente, y entonces el vestigium puede estar aún estando ausente, tal como lo ilustra López Mazz al considerar (presencia de) evidencia la misma ausencia de evidencia. Investigare era, pues, seguir las huellas, unas huellas que eran entendidas como la misma cosa que el pie que las produjo. Siguiendo esta pista, la investigación no es la mera observación de las huellas ni la persecución de una persona que las deja, no es la interpretación de los sentidos ocultos en los signos. La investigación no es simplemente adjudicar palabras a las cosas. Es, en cambio, un seguimiento corporal y productor de sentidos de relaciones heterogéneas entre presencias y ausencias. Estas relaciones son siempre inacabadas e imperfectas, lo cual califica de manera semejante a toda investigación. Investigar es, en el sentido romano pre-moderno, un perfecto antídoto para la inoculación de la manía moderna por los dualismos (mente-cuerpo; cuerpo-alma; intelecto-sentimiento; pasado-presente; material-ideal; razón-sensibilidad; ciencia-sentido común; etc., etc.). Claro que los bárbaros se encargaron de desactivar el antídoto al cargarse con el imperio, y acabaron por ocuparse ellos mismos de reinventarlo, ya dotado del colonialismo, el capitalismo, la modernidad, el racismo, y todas las otras barbaries de las cuales este libro presenta algunos notables ejemplos recientes y cercanos. De manera que, a la hora de escribir mi lectura de este libro, hago énfasis en las relaciones entre vestigio y represión, es decir, me refiero a la investigación de la violencia, algo que no es posible hacer sin asimismo abordar la violencia de la investigación. Este libro es una acabada muestra de que la violencia nunca es pura energía desatada sobre el otro, sino que obedece a concretos culturales, singulares marcos de sentido, y particulares regímenes de verdad. No hay una mera violencia de los ejércitos nacionales regulares e irregulares sobre supuestos enemigos reales o potenciales sin un sostén complejo de comprensiones acerca del mundo y del lugar de cada uno en éste. Aún cuando estas comprensiones se alejen notoriamente de aquéllas que definen los marcos jurídicos –y de allí que les quepa la acción punitiva de la justicia–, portadas incluso por aquéllos cuya expresa misión es la de hacer obedecer esos mismos marcos jurídicos –y entonces el agravamiento–, la represión violenta a la lucha armada revolucionaria y a la política popular y de izquierda estuvo guiada por una particular mirada sobre el mundo, la nación, los enemigos, y la misión de las fuerzas armadas en el reestablecimiento de la paz. Los 224 |
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marcos de sentido de la violencia represiva se basan en concretas teorías de la historia y el sujeto, teorías que sustentan no sólo la violencia física sino enteros proyectos políticos que no pocas veces alimentan las acciones de los estados nacionales sobre sus territorios y poblaciones. En fin, la violencia física represiva desatada en la década de 1970 no se apoya en marcos de sentido muy distintos a aquéllos con los cuales está hecha la civilización occidental y cristiana, incluso nuestros propios países como proyectos civilizatorios son deudores de ellos; y, aún más sorprendente, cada uno de nosotros es portador de no pocos aspectos de esos mismos marcos de sentido; así como las disciplinas académicas que creemos enderezadas a la busca del conocimiento, y hasta los mismos proyectos políticos revolucionarios. La violencia deja una impronta, un negativo por el cual aquélla persiste y se hace visible, incluso si invisible. Esa impronta, el negativo de la presencia, acaba por resultar el negativo de la ausencia cuando la presencia fenece. Y es entonces que el negativo hace presente la presencia ausente. El vestigio es aquello que siendo negativo de la presencia es también presencia de la ausencia. Tiene un carácter espectral y físico, al mismo tiempo. Es por ello que el vestigio es aquello cuyo movimiento debemos seguir para investigar, es decir, para investigar la violencia, o sea, la energía aplicada para negar la presencia que, intencionadamente o no, da lugar al negativo, al vestigio. Pero si, moderna/mente, no acertamos a considerar el carácter co-presente del vestigio, y tan sólo vemos en éste el resto material de un pasado pretérito, nos hacemos eco de la violencia epistémica que secciona el mundo en reinos y órdenes, en dimensiones divisas y estancas, mediante las cuales asumimos que el tiempo es lineal, que entre pasado y presente existe una ruptura insalvable, metafísica, y que lo que resta del pasado –el vestigio– es mera materia, y que nuestra tarea de investigación consiste en ponerle palabra a la cosa como si la cosa fuese mera cosa sin palabra. En este libro se articulan no una sino muchas maneras de hacer sentido de la frase “historias desaparecidas”. Me inclino a hacerlo atendiendo a Benjamin (1982), para quien “articular históricamente lo pasado (…) significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro”. Éste “amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los que lo reciben. En ambos casos es uno y el mismo: prestarse a ser instrumento de la clase dominante”. Ello demarca un sentido a la tarea: “en toda época ha de intentarse arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a punto de subyugarla” (Benjamin 1982). “Vestigio y represión” podría ser otra manera de decir el título de este libro, ya que “el don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza” (Benjamin 1982).
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Bibliografía Benjamin, W., 1982. Tesis de Filosofía de la Historia. En Discursos Interrumpidos, compilado por W. Benjamin, pp. 175-191. Taurus, Madrid. Butler, J., 2006. Vida Precaria. El Poder del Duelo y la Violencia. Paidós, Buenos Aires. Calveiro, P., 2004. Poder y Desaparición: Los Campos de Concentración en Argentina. Colihue, Buenos Aires. García, Ch. (Moreno Lange, C.), 1983. Los dinosaurios. En Clics modernos. Polygram, Buenos Aires. Haber, A., 2011. Nometodología payanesa. Notas de metodología indisciplinada. Revista Chilena de Antropología 23: 9-49.
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Impreso por Editorial Brujas • abril de 2012 • Córdoba - Argentina