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Spanish Pages [303] Year 2019
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Historia sencilla de la Música © 2010 by José Luis Comellas © 2010 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid By Ediciones RIALP, S.A., 2012 Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España) www.rialp.com [email protected] ISBN eBook: 978-84-321-3760-0 ePub: Digitt.es
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Índice Introducción La música en los tiempos antiguos Épocas prehistóricas Las primeras civilizaciones Los chinos La India Mesopotamia Egipto Los judíos Grecia En Roma La música en la Edad Media Las raíces de la música medieval El canto gregoriano Los comienzos de la polifonía Los orígenes de la notación musical La música popular Ars Nova La época renacentista Las formas y los instrumentos Los grandes maestros Los españoles Reforma y Contrarreforma Palestrina Tomás Luis de Victoria El milagro del barroco Innovaciones Los orígenes de la ópera Claudio Monteverdi (1567-1643) Alessandro Scarlatti y Pergolesi Henry Purcell Pompa en la corte del Rey Sol Los grandes maestros del barroco Los luminosos italianos Antonio Vivaldi (1670-1745)
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Los alemanes Bach, o la armonía de las esferas Una vida normal al servicio de la música El órgano de Bach La música instrumental La obra coral de Bach Grandeza y solemnidad en Haendel Alemania, Italia, Inglaterra Las óperas Los oratorios La música instrumental La música «clásica» Caracteres, formas y medios Los grandes géneros Las voces de la orquesta Los deliciosos «pequeños maestros» Joseph Haydn, el padre de la sinfonía En Einsestadt Las sinfonías Otras obras Siempre Mozart La música de Mozart Las obras de Mozart El «efecto Mozart» La delicia de la ópera italiana: Rossini Vida y obra La música de Rossini La época y la figura de Beethoven Del Antiguo al Nuevo Régimen Los años de Bonn La conquista de Viena Las primeras obras de Viena De la tragedia a la victoria Las grandes sinfonías El hombre y su música La despedida de Beethoven
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Los inicios del romanticismo La música, la orquesta y el público Schubert, la inspiración Las obras de Schubert Weber y la ópera romántica alemana Berlioz el Fantástico La música de Berlioz Chopin: el piano Una vida romántica El piano y la música de Chopin El corazón del romanticismo Félix Mendelssohn, romanticismo feliz La música de Mendelssohn Schumann: lucha, triunfo y locura La obra de Schumann Franz Liszt: del piano al poema sinfónico Los poemas sinfónicos La ópera romántica italiana Donizetti y Bellini El corazón de la ópera italiana: Verdi Epígonos del romanticismo Brahms, la plenitud Otras obras de Brahms El drama musical en Wagner La «obra de arte total» Los grandes dramas musicales La música de Wagner Las inmensas sinfonías: Bruckner y Mahler Anton Bruckner (1824-1897) Gustav Mahler La música fuera de Alemania Los checos Los rusos Un ruso distinto: Tchaikowski Los escandinavos Algo sobre los españoles
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Y algo sobre los franceses El verismo italiano La revolución del siglo XX Aspectos de la música del siglo XX La «otra música» El impresionismo y formas análogas El matiz de Debussy Modestia y exhibición en Ravel Otros autores La esencia de lo español en Falla Formas de expresionismo Expresionismo clasicista: Richard Strauss Expresionismo surrealista: «Los Seis» Un genio distinto y en evolución: Stravinsky Una nueva gramática musical: el dodecafonismo Schönberg, Berg, Webern Nuevos lenguajes sonoros La música electrónica La música concreta Aspectos de la música instrumental contemporánea La música soviética Música aleatoria Un maestro indiscutible: Olivier Messiaen Españoles Algunos nombres ¿A dónde va la música? Índice onomástico
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Introducción
Por alguna razón misteriosa, pero de la que nadie puede evadirse, el hombre no puede vivir sin hacer música. Canta hasta inconscientemente, cuando trabaja, cuando ha de hacer el tiempo para esperar, cuando está alegre, y a veces también cuando se siente triste y necesita evadirse o expresar su sentimiento de alguna manera; cuando pasea por el campo en una hermosa mañana o cuando necesita dar rienda suelta a su estado de ánimo. También es cierto que confiere a sus propias palabras, a la hora de expresarse, una cierta cadencia musical; y es el mismo tono de su voz, con absoluta independencia de lo que quieren significar sus palabras, lo que nos revela si el hombre está alegre o triste, lleno de ánimo o de malhumor. Y, con independencia de nuestra propia actividad, recurrimos con mucha frecuencia a la música oída para solazar nuestro afán estético, para distraernos, para divertirnos, para sentirnos más alegres con un grupo de amigos, o con motivo de una fiesta. Los sociólogos afirman que la música une y relaciona más que las palabras. La verdad es que el hombre o la mujer viven la música mucho más frecuentemente de lo que a primera vista pudiera imaginarse. Por otra parte, hoy es bien conocido que la música constituye una actividad antiquísima en la vida y en la historia del hombre: considerada o no expresamente como arte, existió desde tiempos anteriores a toda experiencia, al punto de que muchos entendidos la consideran anterior al lenguaje articulado. O más exactamente, el lenguaje articulado pudo haber nacido de sonidos que fueron respondiendo a la necesidad de cada ser humano de comunicarse con los demás de acuerdo con un código común a todos ellos. Conforme el lenguaje se fue perfeccionando, se separaron la emisión de sonidosexpresivos y la de sonidos con un significado concreto, digamos palabras; pero no por la aparición de formas de expresión articuladas desapareció el gusto del hombre por emitir sonidos en diversos tonos, y en diversos ritmos (aunque no fuera más que al ritmo de sus propios pasos), y combinarlos en forma de una melodía, por sencilla que fuera en un principio. Sencilla, pero buena compañera. La música sigue siendo, quizás hoy más que nunca, una forma de expresión de incalculable trascendencia, lo mismo para dar rienda suelta a nuestros sentimientos, que para sentir ante los sonidos que escuchamos un placer especialísimo, capaz de conmovernos. Es más, al hombre le ha sido concedida no solo la capacidad de emitir más formas de sonido, en tono, intensidad y timbre, y más posibilidades de desarrollarlos sin repetirse mecanicamente, que a otros seres vivos, sino también la inteligencia y la creatividad necesarias para producir, «construir» sonidos extrahumanos mediante ingenios o
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aparatos preparados expresamente para producir música: digamos instrumentos. Un instrumento musical es una de las muestras más excelsas de la capacidad humana para dominar la naturaleza y hacerla «hablar» a su propia voluntad. Los instrumentos son capaces de producir sonidos que el hombre no puede articular, ya por razón de su frecuencia —más agudos o más graves que los que la voz humana permite—, sino porque están dotados de un timbre o «colorido musical» que el ser humano no se siente facultado para emitir. Una soprano puede hacer sonar la misma nota que una flauta, pero nunca su voz se confundirá con la de ese instrumento, como un barítono-bajo puede cantar una melodía para fagot, pero nunca su sonido será el propio del fagot. Tampoco un hombre o una mujer pueden emitir seis sonidos a la vez como el piano..., pero pueden tocar el piano. Los instrumentos multiplican así hasta el infinito la maravillosa facultad que posee el ser humano para «hacer música». Y es que, en efecto, y a lo que que se nos alcanza, parece ser que la música es el arte más antiguo que practicó el hombre. Tenemos noticias de instrumentos primitivos, capaces de emitir sonidos variados, de una antigüedad del orden de los 50.000 años, muy anteriores a las pinturas rupestres o a las esculturas simbólicas más antiguas que conocemos. Y el hecho no es de extrañar, si fueron la altura del sonido o el ritmo las formas más elementales de expresión del hombre primitivo. Que la música es un don connatural al hombre resulta un hecho indiscutible. No por eso se debe pretender, como muchos han pensado con frecuencia, que la música es un arte más «excelente» que los demás. La discusión sobre este punto sería enojosa e inútil. De todas formas, nada nos impide recordar tres hechos que pudieran estar relacionados con esa supuesta excelencia del arte musical: en primer lugar, si todas las artes nos elevan, enriquecen de alguna manera nuestro espíritu, nos hacen más felices, la música suele provocar en muchas personas un grado más alto de emoción, o, como decían los románticos, «nos transporta a otras esferas». Parece como si poseyéramos una sensibilidad especial hacia la música, que es posiblemente la forma artística que ha sido capaz de provocar más lágrimas, siquiera de emoción. Himnos o cánticos religiosos pudieron influir en los comportamientos durante siglos. En segundo lugar, la música es un bien compartible. Es posible cantar juntos, como no lo es pintar o moldear juntos. La percepción de una obra de arte cuya excelencia penetra por nuestros ojos puede impresionarnos, pero resulta difícil asegurar que esa impresión crece si somos muchos los que la contemplamos a la vez. «Hacer música» juntos une de una manera especialísima. Con frecuencia he recordado el maravilloso entrañamiento entre los intérpretes que alcanzó, apenas terminada la segunda guerra mundial, la versión del Concierto en Re para violín y orquesta de Beethoven de que fueron artífices el director Wilhelm Furtwängler, no nazi, pero amigo personal de Hitler, una orquesta inglesa, la Philarmonia de Londres, y un violinista judío, Jehudi Menuhin. Personas tan distintas, tan incompatibles en principio, se identificaron entre sí, en algo parecido a un milagro, como pocas veces lo lograron seres humanos: la vivencia común, hasta el fondo, de la música, estaba muy por encima de todas las diferencias. Y esa vivencia emocionante ha quedado grabada en disco para las generaciones futuras. Cantar juntos nos une, nos permite compartir la alegría o el
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sentimiento, asociar nuestro ser y nuestro querer al de todos los demás. Bien lo sabían los autores de himnos, salmos y canciones que han unido a los pueblos o han contribuido a forjar sus culturas. La capacidad unitiva de la música ha sido comprobada de diversas maneras. No deja de llamar la atención un hecho reciente: durante un curso de «musicología prehistórica» desarrollado durante el año 2004 en la Facultad de Arqueología de la Universidad de Reading, un grupo de asistentes fueron dotados de flautas primitivas, lo más parecidas a las que, a juzgar por los restos conservados, pudo manejar el hombre hace miles de años: y se pidió a cada uno que entonara las notas que dictara su propia inspiración; en un principio, como era de esperar, no resultó sino un caos sonoro; sin embargo, y en el plazo de pocos minutos, ante el asombro de todos, se fueron uniendo unas voces a otras, hasta llegar a interpretar conjuntamente una melodía única y agradable. El hecho, sorprendente en verdad, fue interpretado en el sentido de que la música tiende a unir, a coordinar, a convertirse en un lenguaje común, y por tanto en un elemento esencial de asociación entre un grupo de seres humanos. «Cantando juntos —escribió Blas Matamoro— los hombres aprenden a vivir en sociedad, es decir, a vivir en común». La vida en común, eso no hace falta decirlo, es una tendencia natural del ser humano; pero así como la palabra une o separa según los casos, o, predispone en algunos de ellos a la discusión, la música entonada en grupo requiere el intento deliberado de cada uno por cantar lo que cantan los demás: y cuanta mayor solidaridad exista entre las voces, más bello, más grato y reconfortante para todos será el resultado. La música tiene una especial cualidad para «penetrar». Es curioso pensarlo: estamos dispuestos a admitir que el sentido más noble es el de la vista, o, por lo menos es verdad que la mayoría de nosotros (¡excepto, por supuesto, los músicos!) preferimos quedarnos sordos antes que quedarnos ciegos. Sin embargo, diríase, al menos en un sentido figurado, que las artes perceptibles por la vista son «penetradas» por nosotros, en cuanto que realizamos un esfuerzo positivo, como protagonistas del acto de contemplar y analizar, un cuadro que tenemos antes nuestros ojos (pero fuera de ellos), de ver y estudiar desde sus distintos ángulos una escultura, de admirar, e ir siguiendo detalle por detalle, la fachada y las torres de una majestuosa catedral. Por el contrario, la música nos penetra, nos envuelve, nos rodea por todas partes, se hace realidad en nosotros mismos, y, efectivamente, nos «transporta». El influjo de la música en las reacciones anímicas y en los comportamientos es muy visible, y en casos bien conocidos y estudiados, llega a ser espectacular. Hoy no llegamos a compartir las afirmaciones de los clásicos grecolatinos sobre la capacidad de la música para influir en las conductas humanas (vid. pág. 39), pero seguimos admitiendo la fuerza de esta penetración, no ya en las salas de conciertos en que se interpreta música de calidad, sino en determinados festivales de juventud en que predominan formas de expresión caracterizadas por la estridencia y el ritmo. La música nos «envuelve» de tal manera, que Pitágoras, matemático y geómetra, pero también creador del sistema tonal que seguimos empleando en la música occidental, creía que estamos rodeados de una suerte de música que llena de armonía el universo
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entero: la relación entre las esferas o figuras perfectas, el movimiento maravillosamente preciso de los astros, la proporción bien medida entre las partes, el deseo de que las cosas «casen» unas con otras en una relación grata y razonable, es el resultado de la que Pitágoras llamaba «armonía universal». Más tarde, Aristóteles explicó por qué no oímos esta música maravillosa: nacemos con ella, es anterior a nuestra primera experiencia, y estamos tan acostumbrados a algo que nos envuelve desde siempre, que no somos conscientes de su presencia. La música se relaciona así, en el pensamiento de los filósofos antiguos, con la consonancia, la bella armonía entre las partes, la grata proporción de unas cosas con otras; y es al mismo tiempo un algo invisible que nos trasciende, que influye en nuestros comportamientos. Las viejas teorías, apenas es preciso decirlo, no se corresponden plenamente con la realidad; pero si estas teorías pudieron desarrollarse un día, obedece sin duda a dos cualidades de la música: la armoniosa proporción, y su capacidad para penetrar en nosotros. No existe la «armonía universal» de Aristóteles, ni siquiera la «armonía preestablecida» de Leibniz (que responde a un principio distinto, no específicamente musical); pero hemos de reconocer que la música es muchas veces, y en circunstancias muy diferentes de la vida, una maravillosa compañera, una forma de sentir que nos contagia; en ocasiones es una auténtica necesidad. Este libro no se propone en absoluto explicar qué es la música, sino ayudar al lector a sentirla y a disfrutar con ella. Hay historias de la música muy pormenorizadas que son, ante todo, una biografía de los principales autores y un catálogo de sus obras. Ayudan a conocer mejor la vida de los músicos que su música. No pretendemos caer en esta desviación del objeto central de lo que debe ser una historia de la música, sin dejar de atender, como es lógico, a la vida, a la personalidad de cada autor, y al ambiente histórico, social e ideológico en que se desenvolvió, porque el conocimiento de la identidad humana de un artista nos ayuda a comprender su obra. Tampoco pretende ser un tratado de historia del arte musical concebido en términos teóricos, y con empleo de palabras técnicas, muy frecuentes en el argot musicológico, palabras que a veces parecen inevitables, pero que trataremos de evitar todo lo posible, precisamente porque esta «Historia sencilla de la Música» quiere llegar a todo el mundo, a entendidos y no entendidos (quizá, con preferencia a no entendidos), puesto que el arte musical posee una capacidad de trascedencia admirable, que puede hacer sentir, emocionar, a personas que no saben leer una página de papel pautado, pero que pueden sentir la música, embelesarse con ella, ser enormemente felices solo por el hecho de escucharla con amor y atención. Y tal es el sencillo y a la vez primordial objeto de este pequeño libro: el de que quienes lo lean sean capaces de sentirse maravillosamente felices con la Música.
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La música en los tiempos antiguos
Se sabe que la música es un arte antiquísimo, pero resulta absolutamente imposible precisar cuándo comenzó. En este sentido, todas las discusiones resultan un tanto fútiles y no nos conducen a ninguna conclusión cierta. Evidentemente, «hacer música» se puede entender de dos maneras; a) emitir sonidos mediante la propia garganta, digamos cantar, aunque las primeras formas de canto nos parecerían sin duda muy primitivas; pero todo parece indicar que fueron anteriores a la otra manera de «hacer música»: b) tocar, digamos instrumentos, por primitivos que también queramos considerarlos. Por lo que se refiere al canto, hay teorías que pretenden que el hombre fue inspirado por el sonido de los pájaros, y quiso, a su modo, hacer lo mismo. Cierto que la voz humana tiene sin duda menos agilidad para la emisión de sonidos que ciertas aves, pero su tesitura, es decir, su capacidad para emitir voces de distinta altura, graves o agudas, es mucho más amplia. Si algún ser humano pretendió imitar a los pájaros, pronto pudo descubrir que poseía facultades de expresión mucho más extensas y variadas. Otros animales pueden emitir sonidos graves, pero no más graves que el ser humano; sin embargo estos animales no son capaces de alcanzar sonidos agudos. Las cuerdas vocales del hombre, aunque sin duda alguna han sido modificadas y perfeccionadas por el uso a lo largo de los tiempos, están dotadas de una mayor amplitud que la de cualquier animal. Hoy el bajo-barítono puede emitir sonidos que representan 32 vibraciones por segundo, mientras que la soprano puede llegar a 3.600: hay nada menos que una proporción de 120 a 1 entre el sonido más agudo y el más grave. Ningún animal puede alcanzar ni por asomo semejante amplitud, es decir, semejante posibilidad de entonar tantas notas distintas. De modo que todo lo que se dice sobre el origen de la música como nacido del deseo de imitar a otros seres vivos no deja de ser una lucubración; el hombre puede emitir sonidos por sí mismo —lo hace desde el momento mismo de nacer—, y no parece que necesite proceder por imitación, por más que la belleza de algunos sonidos (y los de los pájaros son más variados que los de los bóvidos o los proboscídeos) pudo servir en casos de elemento de imitación, no de creación.
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Épocas prehistóricas Queda claro que los seres humanos emitieron sonidos desde el momento mismo en que comenzaron a existir, y fueron esos sonidos sin duda, junto con los gestos y las formas de comportamiento, los primeros elementos que les permitieron comunicarse. La comunicación a distancia se expresa siempre mediante gritos. Y muchas de estas formas de gritos tienen un cierto sentido musical, quizá precisamente para diferenciarse de los sonidos naturales. Los largos trémolos de los tiroleses, que saltan de una nota grave a otra aguda, u otros como el «irrintzi» de los vascos o el «aturuxo» de los gallegos sirvieron para hacerse señas sonoras en el bosque o en paisajes abruptos, donde los interlocutores no podían verse fácilmente; hoy, todas estas formas de señas de identificación o comunicación han pasado a la música folklórica. Los antropólogos pretenden que estas formas de expresión tan elementales fueron utilizadas ya por el hombre prehistórico, para dar cuenta de su presencia o para identificarse. Qué duda cabe de que intentarían también imitar el sonido de ciertos animales en las partidas de caza. Estas expresiones son, sin duda, más pragmáticas que propiamente musicales, pero por imitación o por costumbre, acabarían convirtiéndose en música a la hora de cantar, ya con fines recreativos, ya por actos rituales. A su tiempo vendrían sonidos más extensos y melodiosos, y el deseo de emitirlos conjuntamente. Los coros, por simples que nos parezcan, existen en los pueblos más primitivos —generalmente animados por un instrumento o unos instrumentos de percusión, que sirven para mantener el ritmo—, y hay motivos para suponer que existieron también en la antigüedad, ya como signo de identificación de unos individuos con otros, ya con fines rituales o incluso guerreros. La música colectiva posee, como queda dicho, una capacidad unitiva, una función de inspirar sentimientos o actitudes comunes, que pudo cumplir una función social de importancia, quizás antes de que existiese un mecanismo completo de lenguaje. También se ha hablado de la necesidad de coordinarse varios hombres para realizar un esfuerzo — por ejemplo, arrastrar un objeto pesado en una serie de empujes simultáneos— y la emisión de sonidos por uno de los trabajadores, digamos el «capataz», para obtener esasimultaneidad. El hecho puede y debe ser cierto, pues encontramos curiosas formas de coordinar esfuerzos en pueblos primitivos mediante «cantos» a veces muy curiosos,estudiados por Karl Bücher, y más tarde por Leopold Stokowski; pero no cabe derivar de ahí el origen de la música, ya que ésta parece ser muy anterior a las formas de trabajo organizado. Como es lógico, no podemos conservar restos arqueológicos de voces humanas, ni informaciones de cómo fueron los cantos primitivos. Conservamos, en cambio, instrumentos, que nos indican que la otra forma de «hacer música», el tocar, existió también en tiempos muy antiguos, aunque parece lógico suponer que el tocar es posterior al cantar. En este sentido, sí que existen numerosas leyendas sobre los orígenes de la música, entiéndase la música interpretada por instrumentos. Una bella leyenda javanesa
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pretende que un hombre escuchó el sonido de una caña de bambú tronchada por el viento. La arrancó, y trató de reproducir con su soplo un sonido parecido. También se habla de hombres que —en el paleolítico superior— inventaron el arco y las flechas, y se dieron cuenta de que el arco, al ser destensado, vibra y emite un sonido. De aquí que se las ingeniaran para conseguir sonidos con instrumentos de una o de varias cuerdas. Estas dos formas, los «vientos» y las «cuerdas», que siguen designando hoy las partes más importantes de nuestras orquestas, debieron ser los medios más primitivos de que se valió el hombre, no ya para emitir sonidos diferentes de los de su garganta, sino para valerse de su dominio sobre la naturaleza, y conseguir que determinados objetos emitieran música por su cuenta, pero siempre manejados por el hombre, obedientes a la voluntad del hombre. Una flauta tallada en un hueso de oso, encontrada en Eslovenia, cuya antigüedad se cifra en 43.000 años, es muy probablemente el instrumento musical más antiguo de que se tiene noticia cierta. Se conservan otros fragmentos de flautas obtenidos de fémures o tibias. En los países en que crece el bambú, la fabricación de flautas a base de cañas resultó más fácil. Hay instrumentos muy primitivos que emplean determinados nativos de Indonesia que permiten suponer que no son muy distintos a los que obtenían sus antepasados. Naturalmente, ningún útil de madera se conserva por miles de años. También se sabe de «silbatos» australianos. Un instrumento muy ingenioso encontrado también en Australia es la «romba», una tabla ovalada y dotada de varios agujeros; atada a un cordel —que puede ser una raíz—, y volteada por un hombre, produce un sonido que resulta tanto más agudo cuanto más rápido se hace girar a aquel instrumento. En ese caso, la «romba» es un instrumento de viento distinto de los demás: no se hace vibrar el aire a través de un tubo, sino a través de unos agujeros, y se obtienen distintos sonidos de acuerdo con el movimiento que se imprime a tan primitivo pero curioso aparato. Observemos que la «romba» no produce una escala de sonidos diferenciados unos de otros, como una flauta en la que tapamos uno u otro agujero, sino un «glissando» o rampa continua de un nivel más grave a otro más agudo —como el que puede producir una sirena—. Y es que aún no habían nacido las «notas», tal como hoy las entendemos. Es posible que los primeros cantos sonaran en «glissando», digamos ululando, hasta la fijación de una escala musical, que tuvo que venir mucho después. La mayor parte de los instrumentos de que se tiene noticia cierta coinciden de forma sensible con la aparición de la especie «homo sapiens-sapiens», y el hecho no es probablemente una casualidad. Los instrumentos de cuerda pudieron nacer más tarde que los de viento, y cabe suponer que el descubrimiento del arco lanzador de flechas tiene que ver con ello. Las leyendas antiguas repiten una y otra vez que los hombres, o los dioses, fabricaron los primeros instrumentos de cuerda atando fibras a los extremos de una concha o un caparazón, por ejemplo de tortuga, y pulsándolos. Con el tiempo se descubrió que estas cuerdas que vibran pueden producir distintos sonidos si se tienden cuerdas de distinta longitud, o si se cambia la tensión de la cuerda, haciéndola más o menos tirante. Lo mismo ocurre, por supuesto, con las flautas, en que tapando los agujeros con los dedos, se obtienen columnas de aire en vibración de diferente longitud. No deja de ser
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admirable que hombres tan primitivos tuvieran la suficiente intuición y el suficiente ingenio para agenciarse sus primeros instrumentos de música. No solo recurrieron a instrumentos de viento o de cuerda, sino que también, y desde el primer momento, aparecen los de percusión, tal vez los más antiguos por su naturaleza elemental. Valen dos piedras, dos conchas, una madera golpeada, o, quizá más tarde, una piel de animal sujeta a tensión. Posiblemente el primer instrumento de percusión es la propia palma de la mano. En algunas pinturas rupestres se representan toscamente, pero sin lugar a dudas, individuos que cantan, y una mujer que bate palmas, sin duda para marcar el ritmo, mientras otro personaje golpea una especie de pandero. Es muy poco, ciertamente, lo que se conoce de la música prehistórica. Lo único seguro, y eso nos basta, es que el hombre aprendió cantar, y a cantar conjuntamente, esto es, en coros, y a ingeniarse instrumentos, toscos si se quiere, pero suficientes para emitir sonidos particulares, independientes de los humanos, pero obedientes a su voluntad, como símbolo no solo de su inteligencia, sino de esa maravillosa cualidad del hombre que es su capacidad para dominar la naturaleza y servirse de ella.
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Las primeras civilizaciones La Revolución Neolítica supuso el sedentarismo, la propiedad, la organización y las formas del poder, el comercio de intercambio de los productos propios por los que era imposible obtener en la comunidad, la articulación de la sociedad, las ceremonias religiosas complejas, y también el desarrollo de las artes, entre ellas la música. En varias regiones, especialmente en Asia, se desarrollaron pronto grandes civilizaciones que abarcaron territorios inmensos bajo una misma forma de autoridad y dotadas de convenciones culturales muy específicas. Estas grandes civilizaciones se consagran en determinadas zonas, mientras el resto del mundo vive aún en la prehistoria. Tal es el caso de China, la India, Mesopotamia, Persia, Egipto, donde se llegó a un grado notable de desarrollo y organización entre los años 3000 y 2000 a-J.C. No puede decirse que la música naciera en el seno de estas grandes civilizaciones, puesto que ya existía entre los pueblos prehistóricos, pero es en ellas donde alcanzó un grado muy alto de desarrollo, en muchos casos apenas superado en esos mismos pueblos a lo largo de miles de años. Así como en Occidente la música se desarrolló más tarde, pero evolucionó de forma espectacular a lo largo de los siglos, en las civilizaciones orientales se mantuvieron por mucho tiempo las tradiciones musicales, y resulta posible reconstruir, siquiera de un modo aproximado, muchas formas de cantar o tocar uno o muchos instrumentos, a través de lo que nos ha llegado por medio de la tradición, o los restos que se conservan. En la mayoría de los pueblos antiguos predomina una escala pentatónica, es decir, formada por cinco notas. Es más simple que la que empleamos en Occidente, nada desagradable, y cuando la escuchamos, nos produce una suave sensación exótica, delicada y con frecuencia un poco sentimental. Es más o menos la misma sensación que experimentamos al tocar las notas negras de un piano (que se repiten también de cinco en cinco). La escala pentatónica es la más generalizada en el mundo, y la encontramos lo mismo en Indonesia que entre los quechuas de Perú: todos hemos oído alguna vez el gamelang o el sonido agudo pero dulce de la quena. La distribución de la escala musical en series de cinco sonidos tiene un origen muy sencillo: contamos con cinco dedos en cada mano. Las primeras flautas tienen cinco agujeros, y las primeras arpas o liras tienen cinco cuerdas. Y empleamos los dedos de una mano para tocar, mientras que con la otra mano sostenemos el instrumento. La escala que usamos en Occidente es heptatónica; con los sonidos intermedios que enseguida se han creado, dodecatónica; y esta distribución se basa en relaciones matemáticas, a las que en su lugar aludiremos. Por estas relaciones y por otros motivos también, la música occidental ha evolucionado de modo increíble desde los tiempos de los griegos hasta la actualidad, en tanto otras culturas han permanecido mucho más fieles a sus tradiciones, o han sido, si se quiere, mucho más conservadoras por lo que se refiere al arte de hacer música. Es éste un detalle importantísimo del que ya no podremos prescindir. Entre otras razones, porque la única
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música que cuenta, en sentido estricto, con una verdadera y rica «historia» es la occidental. Más tarde comprenderemos estos extremos.
Los chinos En China las formas musicales adquirieron un alto grado de desarrollo desde tiempos muy antiguos. Pretenden las leyendas que las reglas musicales fueron fijadas por un emperador ya en el año 2697 antes de Cristo. Probablemente esta leyenda, como otras tantas conservadas por los chinos, exagera. La noticias más fidedignas sobre la consagración de reglas musicales datan de la dinastía Shang (entre los años 1700 y 1100 antes de Cristo), lo que no quiere decir que no existiesen desde mucho antes formas ya relativamente consagradas. La música china, en general, se diferencia de la que a nosotros es familiar por su delicadeza, por una cierta indefinición tonal, por el gusto hacia determinados timbres que suenan «cálidos», «dulces», «acariciadores» «amenazadores», y por un ritmo desigual distinto del nuestro. Esa música nos suena «diferente», más pobre en posibilidades de expresión, aunque en absoluto ingrata. Los oyentes de una música china la escuchan con agrado, aunque suele ser frecuente que abandonen la sala antes de tiempo, porque la continuidad indefinida les resulta monótona. Una particularidad de la música china es el empleo de instrumentos de percusión que vibran durante largo tiempo, y producen una impresión muy característica; es lo que hoy ocurre con el «gong», que no es más que una versión actual de otros instrumentos chinos de naturaleza similar. Ya hace más de cuatro mil años, los chinos empleaban campanas, generalmente grandes y de tono cálido. También se conservan series de campanas de bronce de distinto tamaño, con las cuales se podían componer melodías, o piezas metálicas colgadas de una misma cuerda, con las cuales se podían obtener sonidos muy distintos. Casi de la misma antigüedad son las distintas formas de flauta. En China abunda el bambú, y nada más fácil que obtener instrumentos de estas cañas relativamente gruesas y fuertes, a las que pueden practicarse varios agujeros. Las primeras flautas no tenían más que un agujero…, pero se ataban paralelas, y cada una tenía una longitud diferente: es decir, eran lo que los griegos llamarían «flauta de Pan», y lo que ahora es más o menos un xilofón. No hace falta tañerlas, sino soplar por una o por otra para obtener sonidos distintos. Es posible pasarlas muy rápidamente por delante de los labios para obtener un «arpegio» o sucesión muy rápida de notas, que resulta de gran efecto, siempre que no se repita demasiado la «sorpresa», que acaba resultando reiterativa. Este tipo de flauta de Pan apareció realmente en China, y más tarde iría extendiéndose a otros países del mundo. Luego aparecieron instrumentos de viento de otros materiales, como la arcilla. La flauta de arcilla, o ya yuang, producía sonidos melancólicos. Y se construyeron también grandes instrumentos de viento, poderosos y solemnes, como el yu y el sheng, a veces con varios tubos, para obtener distintos sonidos del mismo instrumento. Probablemente en las escenas en que convenía destacar la majestad del Emperador se empleaban estos
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aparatos, capaces de emitir sonidos entre los hoy conocidos de la trompa y los de la trompeta. Pero también China fue uno de los grandes productores mundiales de seda, que se hilaba con una pulcritud exquisita, y con el tiempo llegaría a ser famosa en todo el mundo. De seda eran las cuerdas del kin, o, arpa china, probablemente el instrumento de este tipo más antiguo que se conoce. Más tarde se hicieron «violines chinos», provistos ya de una caja de resonancia. En suma, el Celeste Imperio llegó a poseer un conjunto impresionante de instrumentos, que sonaban, ya en conjuntos, ya separados, emitiendo una cantidad muy variada de sonidos. Muchos de estos instrumentos no se conservan, aunque recientes hallazgos arqueológicos están descubriendo sus restos, que en muchos casos pueden datarse. Pero por fortuna, conservamos pinturas que representan estos instrumentos, y a veces, sorprendentemente, verdaderas orquestas. Los frescos de Dunhuang nos dan a conocer con buena precisión hasta 44 tipos de instrumentos distintos, que son interpretados a veces por grupos numerosos. No podemos conocer cómo sonaba la música china sino por las descripciones que se nos hacen y por el sonido de instrumentos bastante bien mantenidos por la tradición. Sin embargo, se sabe que hacia el año 500 antes de Cristo, Sih Yuan, cuando escuchaba una hermosa pieza de música, la anotaba para conservarla: y esto significa, ¡oh sorpresa!, que los chinos disponían de un sistema de notación musical. Por desgracia, no se conserva ningún documento de este tipo. Tal vez Sih Yuan trazaba anotaciones muy esquemáticas, que no se generalizaron. Nada podemos concretar a este respecto. Sí sabemos que los chinos concedían gran importancia a la música, y un significado específico, por lo general positivo y reconfortante. Confucio afirma que la música «hace bueno al pueblo y mejora las costumbres». La idea de que la música influye en los comportamientos es común en muchos pueblos, incluido, pronto lo veremos, el griego. Pero los chinos no solo imaginaban una «música buena», sino también otra «mala», capaz de producir malos sentimientos, lascivia, o incluso provocadora de desgracias. Lo único común en el arte musical es que «la música nace del corazón y va dirigida al corazón». No podía concebir Beethoven cuando escribió una frase similar en su Misa en Re, que ya la habían expresado los chinos tres mil años antes.
La India Los pueblos hindúes, aunque divididos en varias culturas, cultivaron muy pronto la música. En los Uppanisades se cuenta que el dios Brahma meditó durante cien mil años: como resultado de esa meditación, nació la música; luego vino todo lo demás. La música ante todo, símbolo de la armonía del universo. En los textos védicos se contienen himnos destinados a ser cantados. A diferencia de China, parece que en la India se prefirió la voz humana entonada para dirigirse a la divinidad. Hay noticias de una escala de siete notas, parecida a la occidental; las notas se llamaban sa, ri, na, ga, ma, dha, ni: podían por tanto mencionarse, y aunque no existiera un sistema de notación, era posible una referencia concreta a los distintos sonidos. En otras partes de la India se empleaban, en cambio, escalas pentatónicas, como en la mayor parte de las culturas antiguas. Sin
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embargo, el complejo y alambicado espíritu hindú, sin renegar de las notas fundamentales, dio en idear una escala de 22 notas o srutis. Los intervalos entre nota y nota son por tanto muy pequeños, de suerte que cada nota es muy parecida a la que le precede y a la que le sigue: nosotros, acostumbrados a nuestra escala heptatónica, nos confundimos fácilmente, y seríamos incapaces de entonarlas con precisión. La música india es así misteriosa, evanescente, produce una sensación de vaguedad, de sutileza y de misterio —un «misterio oriental»— que es al mismo tiempo penetrante y nos deja casi tan perplejos como dicen que se quedan las serpientes ante las flautas de los faquires. Marius Schneider ha estudiado la simbología de la música india y ha encontrado una relación simbólica de las distintas notas con otros tantos animales. El símbolo, la relación si se quiere alógica o paradójica entre un hecho y otro que se asocia ritualmente con él, es característico de las culturas orientales y más concretamente de la hindú. Las formas o «modos» de relacionar tantas notas han dado lugar a un número muy grande de sistemas musicales, o ragas. Teóricamente, pueden existir hasta 16.000 ragas, aunque parece que los hindúes no llegaron a emplear, en el mejor de los casos, más de 2.000, que es ya una cifra apabullante. También se tocaban o bailaban las notas a ritmos muy variados, unas veces a dos tiempos, otras a tres, a cuatro, a siete, a nueve. Sabemos que cuando Alejandro Magno conquistó la India, quedó asombrado ante «un sistema musical tan refinado y complicado». No cabe duda de que si era difícil tocar o cantar aquella música, tan difícil o más era bailarla…: máxime que el ritmo solía variar de una medida a otra. No cabe duda: era preciso tener para ello un espíritu muy especial. Los hindúes empleaban instrumentos de cuerda, provistos de un mástil como nuestros violines o nuestras guitarras. Se tañían con los dedos de una mano, mientras con los de la otra, que sujetaba el instrumento, se acortaba o alargaba la longitud de la cuerda. Ahora bien, nuestros violinistas poseen —después de muchísima experiencia— un sentido muy exacto de cómo va a sonar cada nota según la posición de los dedos sobre el mástil. La guitarra, que tiene más cuerdas, y que sabe tocar más gente, posee en el mástil unos «trastes» que sirven de guía y evitan que nos equivoquemos (además de escoger la longitud exacta de la parte de cuerda que ha de vibrar). Los hindúes tocaban instrumentos, por lo general de pocas cuerdas —al principio solo dos—, pero, aunque desconocían los «trastes», marcaban sobre el mástil unas medidas muy precisas para acertar con el sonido adecuado. Sin embargo, los primeros instrumentos empleados en la India parecen haber sido los de viento. Se conservan diversos tipos de silbatos que pueden tener una antigüedad de 6.000 años. Con un silbato no es posible tocar más que una nota, pero existían silbatos de distintos tamaños, que podían ser utilizados alternativamente. Luego vendrían los distintos tipos de flautas, que se fueron sucediendo hasta la actualidad. De todas formas, los instrumentos más frecuentes eran los de cuerda desde los primitivos y muy largos de solo una, dos o tres cuerdas, hasta la vina, especie de cítara de siete cuerdas. Luego derivó hacia el sitar (un nombre que tiene que ver con el de cítara o con el de guitarra), instrumento que ha ido derivando hacia los que emplean los hindúes hasta hoy día. La costumbre del baile exigía instrumentos de percusión, entre los que destacó la tabla, una
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especie de pequeño tambor de caja abombada. No pensemos que era mucho más fácil tocar la tabla que los largos instrumentos de cuerda o de viento, porque el tambor era el encargado de dirigir el ritmo, y el ritmo, como hemos visto, cambiaba continuamente…
Mesopotamia Las culturas mesopotámicas representan otro de los focos más antiguos de la civilización. En ellas, por ejemplo, nació la rueda, tan fundamental en el desarrollo de los pueblos euroasiáticos, y el sistema de numeración sexagesimal, que todavía empleamos en la medida de las horas, los minutos y los segundos, o de los ángulos. Los sumerios, acadios, caldeos, luego los babilonios, nos han dejado un sistema de escritura difícil de interpretar, en signos cuneiformes grabados sobre arcilla, que hoy día constituyen inestimables testimonios sobre su vida, sus costumbres y sus leyes. Así como los aspectos culturales de otros pueblos han de ser reconstruidos, para los tiempos más antiguos, por tradiciones al parecer bastante bien conservadas, pero al fin y al cabo tradiciones, por lo que se refiere a los pueblos mesopotámicos poseemos testimonios escritos desde hace cuando menos cuatro mil años. Grandes calculistas y astrónomos — como los chinos— fueron también grandes innovadores en el arte de la música: siempre, y no tan por casualidad como pudiera parecer a un profano, las matemáticas y la música estuvieron intimamente relacionadas. Se sabe de himnos religiosos. A diferencia de los chinos, la voz humana parece haber sido la preferida para dirigirse a los dioses. También, quizá un poco después, se desarrolló la idea de que los sonidos dulces eran los preferidos por la divinidad, y así se arbitraron unas flautas de voz muy agradable para los actos de culto. En las estelas aparecen representadas flautas largas y finas. Parece que para la música profana y el baile se prefería más bien el uso de los instrumentos, de viento y sobre todo de cuerda. Se conservan muchas arpas de forma arqueada, provistas de varias cuerdas. Tal vez, como en otros casos, esa arma de caza o de guerra que fue el arco capaz de disparar flechas, se invirtió: la parte curva, hecha de madera, era el soporte, y las piezas rectas, tiras de tripa estirada o tejidos resistentes, eran las cuerdas que sonaban. Más tarde aparecieron arpas de base angular, en que las cuerdas eran los tirantes, cada uno de diferente longitud, capaz, por tanto de emitir una gama de sonidos muy distintos, cuanto más largas o más cortas fuesen. Algunas de estas piezas, realmente preciosas, pueden admirarse —¡por supuesto, no tocarse!— en el Museo Británico. Hay representaciones de unas arpas enormes, provistas de un pie que descansa en el suelo, con un mástil vertical rematado por una cabeza de toro, tan grandes que habrían de tañerse por dos intérpretes, situados a un lado y otro. Más tarde apareció el laúd, dotado de una gran caja de resonancia y un mástil capaz de aumentar la longitud de las cuerdas; a través de los árabes, que perfeccionaron el laúd —al hud— pasaría este instrumento a Europa. Aparte de todo esto, ¿conocían los caldeos un sistema de notación musical? Existe un documento cuneiforme, que según C. Sachs no puede interpretarse más que como un acompañamiento de arpa para coros; pero no se conserva ningún otro testimonio de este tipo. Existen también representaciones que nos muestran cantores (un
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grupo de mujeres y otro de niños), acompañados de arpas y flautas dobles. Un personaje parece estar marcando el compás. No vamos a llamarle director, porque la impresión que produce es la de un simple acentuador del ritmo mediante la percusión o el uso de sus manos; pero no cabe duda de que también los pueblos mesopotámicos concedían importancia al ritmo, y procuraban, si tal puede decirse, «llevar el compás». Lo que sí sabemos, y es sin duda lo más interesante, es que los babilonios empleaban un sistema de notas basado en la longitud de las cuerdas sonoras: las dividían en intervalos de 1 (la cuerda completa), 1/2, 1/3, 1/4, es decir en proporciones numéricas, y de aquí derivaría un sistema de sonidos basado en razones matemáticas, por muy sencillas que fueran: es el testimonio más antiguo de una división que no obedece a motivos simbólicos, ni tampoco a la equidistancia de agujeros en una flauta debida al hecho de que tenemos cinco dedos en la mano. Los babilonios habrían sido así los descubridores de la relación matemática entre la longitud de las cuerdas y el sonido, que permitía encontrar notas que sonasen armónicamente unas con otras (o unas después de otras). Pitágoras, a quien se atribuye la creación de una música basada en las matemáticas y la geometría (que ha perdurado en el mundo actual durante veinticinco siglos) parece haber conocido bien este hallazgo de la música oriental, y habría llevado el sistema a su perfección, pero no habría sido estrictamente su inventor. Está todavía por evaluar lo que debe la música universal a las aportaciones de los pueblos de Mesopotamia.
Egipto La civilización egipcia es también una de las más antiguas del mundo, y el hecho más asombroso es que su historia se haya mantenido sin interrupciones sensibles durante más de tres mil años bajo el régimen de los faraones, que llegó a registrar veintitrés dinastías. Solo la cultura china recuerda algo por el estilo. Naturalmente, a lo largo de tantos siglos cambiaron muchas concepciones, y la música también, aunque está claro que los egipcios fueron un pueblo muy aficionado a la música, que supieron interpretar con maestría. Las más antiguas referencias en torno a las reglas bajo las que se debe ejecutar el arte musical datan nada menos que del año 3100 a-J.C.: un dato que es muy probablemente el más antiguo del mundo al respecto. En un principio, la música parece haber tenido un carácter eminentemente religioso, y era entonada por coros, ya que se juzgaba que los instrumentos no eran el medio más conveniente para dirigirse a los dioses. Más tarde, se añadirían a estos cantos flautas dulces: como en otras partes, se identificaba a la dulzura como una manifestación de espíritu religioso. Sin embargo, los egipcios inventaron muy pronto toda clase de instrumentos, y los tocaban, lo mismo para amenizar la vida y especialmente las comidas del faraón, que para toda clase de fiestas y bailes. Pocas culturas nos reflejan en pinturas tanta interpretación musical con alguna finalidad festiva. Usaban arpas cuyas cuerdas estaban formadas por tripas de gato (el gato, procedente de Nubia, llegó a ser el principal animal doméstico en Egipto); en un principio, estas arpas tenían de seis a ocho cuerdas; más
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tarde, y sobre todo en el Imperio Nuevo, llegarían a dieciocho, e incluso a veintidós, un número que nos da idea de la complejidad de la música que tocaban. Pero también eran frecuentes los instrumentos de viento, con muchos agujeros. En algunas pinturas aparecen flautas muy largas, de hasta un metro de longitud; otras eran más cortas y gruesas. Pero quizá el rasgo original consiste en la aparición de instrumentos de lengüeta, una lámina que vibra en la embocadura del instrumento al soplar, y que produce un sonido dulce y placentero, que podría recordarnos al de nuestro clarinete, otro instrumento de lengüeta. Tampoco faltaban instrumentos de viento muy voluminosos y potentes, tipo trompeta, que al parecer se utilizaban en actos solemnes para ensalzar al faraón, o con finalidad militar. En la tumba de Tutankamon se encontraron algunas de estas trompetas. No tenemos noticias de que Carter y los suyos las hayan utilizado, pero sí se sabe que en 1823 se encontraron en Tebas trompetas que sonaron de forma sorprendente después de miles de años de silencio. Sobre todo, en el Imperio Nuevo, entre –1600 y –1100, la música adquirió un gran desarrollo y llegó a su máximo esplendor: en parte por los progresos realizados en la técnica de emitir sonidos y por el gusto de las personas importantes y del mismo público por escucharlos; pero también por una influencia creciente de las culturas orientales, que llegaron a Egipto, y enriquecieron su estilo musical. Poco sabemos acerca de cómo sonaba la música egipcia; es evidente que el número de instrumentos y de cantores era grande. Hay noticias de un sistema de cinco sonidos (pentatónico), y más tarde de otro de siete, tal vez por influencia babilónica. Parece ser que algunos textos jeroglíficos representan sonidos musicales, y por supuesto, no pueden entenderse de ninguna otra manera; por desgracia, no tenemos nada parecido a una Piedra de Roseta capaz de desentrañarnos esta otra forma de representación, y es una pena. Eso sí, sabemos por los griegos que la música egipcia era delicada y sumamente expresiva; aunque una audición larga les parecía excesivamente monótona. Un caso digno de tenerse en cuenta: hubo músicos famosos, y su nombre pasó a la posteridad. Entre ellos tenemos, por ejemplo, a Neferhotep (hacia –1850), arpista de gran mérito, que fue enterrado junto con su propio laúd. Se nos dice que era muy aficionado a la buena comida, y algunas pinturas nos los representan muy grueso. Satisfaría mucho más nuestra curiosidad saber cómo sonaban las notas de su arpa; por desgracia, nos quedaremos sin saberlo. Harmose (hacia –1450) era un cantor de extraordinaria voz, y sabemos que sabía tocar también varios instrumentos; sin duda se acompañaba de ellos mientras cantaba. Del tiempo de Ramsés II (por –1250), sabemos de Raja, director de coros del faraón, al que se representa ciego, quizá porque perdió la vista al final de su vida, o tal vez por algún motivo simbólico (la música no se ve, no necesita la vista); y de Hesi, que tocaba con brillantez la trompeta ante el faraón y que fue recompensado por éste. De una época algo más tardía es una mujer, Hennittaineb, que cantaba y tocaba en el templo de Amón en Karnak. Para terminar: los egipcios debieron ser felices con la música. Por lo menos, las palabras «alegría», «satisfacción» y «música» se representan con el mismo signo jeroglífico.
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Los judíos El pueblo judío nunca constituyó un gran imperio. En ningún momento fue numeroso, y, salvo etapas como la de los destierros a Egipto o Babilonia, vivió recluido en un espacio reducido, en torno a lo que hoy es Israel-Palestina. No por eso su cultura dejó de ser influyente en los escenarios del mundo antiguo, porque siempre hubo judíos emigrantes dispersos por el Próximo Oriente y por el espacio mediterráneo. No tuvieron gran poder, pero sí una cultura muy peculiar, informada por una bien definida religión monoteísta, que poseía un sentido muy profundo de la vida y en la vida. De aquí que casi todas las referencias que poseemos sobre la música de los antiguos judíos se refieran a expresiones religiosas. Esta música parece haber llegado a su mayor esplendor en los tiempos de David (que era músico) y de su hijo Salomón. En las ceremonias cantaban coros, al parecer numerosos, e instrumentos de todo tipo, de cuerda y de viento. En los salmos se habla de trompetas, cítaras, liras, salterios, arpas y «címbalos resonantes». El salterio era un instrumento de cuerdas verticales que se tocaban con un macillo o una púa, para acompañar los cantos o los recitados. El címbalo, equivalente a nuestros actuales platillos, era por lo general más grande y tenía un sonido impresionante que se empleaba para acentuar alguna frase especialmente intensa de la dicción musical. También tenemos noticias de laúdes de largo mástil, que permitían el uso de cuerdas de gran longitud, y la interpretación de notas rápidas; del chalil, una especie de oboe, y una suerte de flauta travesera, parecida a las nuestras, que se tocaba no por un extremo, sino por cualquiera de sus agujeros. Las trompetas eran grandes y solemnes: denotaban majestad («desciende el Señor al son de trompetas»), o bien estaban destinadas a impresionar: tal era, al parecer, el papel del schofar, hecho de un cuerno de carnero, trompeta de uso militar, o propia de actos solemnes, que, por lo que sabemos, poseía un sonido áspero y fuerte. Es todo un símbolo de esta potencia sonora el que las murallas de Jericó se derrumbaran ante el sonido de las trompetas. Hay noticias de que en los esplendores del reinado de Salomón, había hasta 4.000 músicos, en su mayor parte integrantes de los coros, pero también instrumentistas variados. Quizá el detalle más interesante de la música judía era la costumbre de usar dos coros distintos, que se alternaban en el canto de una pieza, o para contrastar sus diversas partes, por ejemplo, en una sucesión de preguntas y respuestas. Esta técnica pasaría al cristianismo (canto antifonal), y estaba destinada a tener una gran importancia histórica. Hubo momentos en que los dos coros —entendamos: ya en la época cristiana—, sin llegar a perder cada uno su identidad, podían cantar a la vez, y quién sabe si de esta simultaneidad de sonidos derivó la más gloriosa de las conquistas de la música cristiana occidental: la emisión concordante de voces o armonía.
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Grecia Los griegos alcanzaron una cultura eminentemente racional. La razón, la lógica, la armoniosa proporción entre las partes lo mismo en el desarrollo del pensamiento que del arte, tuvieron una influencia inmensa en la forma de ser y de pensar propia de los pueblos de Occidente. El genio griego se reflejó en las concepciones y las formas de la música occidental desde entonces hasta ahora mismo, y de aquí su inmensa importancia. Pretende la leyenda que el dios Apolo regaló al héroe Orfeo un instrumento, la lira, que fue considerado por los griegos como un objeto casi sagrado, y símbolo elemental de la música (¡hoy seguimos empleando el símbolo de la lira!). Con aquel instrumento, en realidad tan simple, Orfeo era capaz de interpretar una música que encantaba a los hombres (y a las mujeres, puesto que todas se enamoraban de él, aunque el héroe las rechazó a todas menos a su fidelísima Eurídice); con aquella música amansaba a las fieras, calmaba las tempestades, animaba a las rocas y a los árboles, detenía el curso de los ríos, ansiosos de escucharle, imprimía vida y belleza en todas las cosas. La leyenda puede ser el símbolo del amor a la música que profesaban los griegos y de las propiedades maravillosas que le supondrían. Sin embargo, no parece que en origen pueda atribuirse a los griegos una música específica. Situado su país en el Mediterráneo oriental, entre Europa, Asia y África, parece que la mayoría de sus formas musicales y de los instrumentos que tocaron los recibieron de oriente, quizá en especial de los pueblos del área mesopotámica, cuya influencia se extendió a Asia Menor. Los griegos irían aprovechando estos legados, hasta llevarlos más tarde, con su capacidad discursiva y su genio hasta niveles técnicos y estéticos desconocidos hasta entonces. En la época homérica, y aún más tarde, los poemas eran recitados con ayuda de una lira o de una cítara en periodos monótonos, con una especie de cantinela que se repetía por espacio de muchas estrofas. Era una forma de cantar muy simple, que ayudaba al recitado, lo hacía más atractivo, y hasta permitía memorizarlo mejor. Hay que tener en cuenta que el griego era un idioma muy musical, dotado de vocales y sílabas largas y breves, y de dos tipos de acentos, el intensivo — similar a nuestro acento tónico— y el musical , que suponía una cierta inflexión de la voz. Hoy también, cuando hablamos, cambiamos la altura de los sonidos, pero el acento musical de los griegos era mucho más expresivo, hasta el punto de que no se diferenciaba mucho el declamar del cantar. De aquí que fuese tan fácil entonar poemas con ayuda de un instrumento sencillo. El teatro griego estaba protagonizado por los actores y un coro, que comentaba de vez en cuando lo que había sucedido, o hasta dialogaba con los protagonistas. La relación entre declamación y música se hacía en este caso una parte importante del propio drama. Y que la intervención del coro no era una simple improvisación lo demuestra el hecho de que se practicaban activos ensayos de coros antes de representar la obra. Parece que el más «musical» de los dramaturgos
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griegos fue Eurípides, un verdadero compositor, además de dramaturgo (o más bien, atendida la íntima relación entre palabra y música, las dos cosas al mismo tiempo). Los griegos fueron extendiendo progresivamente su repertorio instrumental. A la lira, provista en un principio de solo tres cuerdas, muy útil para acompañar el recitado poético, se añadió más tarde la cítara, dotada de ocho cuerdas y al fin de doce, capaz de interpretar verdaderas melodías. La cítara contaba ya con una caja de resonancia que hacía sus sonidos más fuertes. Y luego, el barbiton, de mayor tamaño, hizo posible que su sonido pudiera ser escuchado por amplios auditorios. Entre los instrumentos de viento, figuraban el «aulos», una flauta generalmente doble, con dos tubos distintos, provista de una doble lengüeta, que emitía un sonido, según se estima, intermedio entre el que hoy producen el oboe y el fagot. La «flauta de Pan» o siringa era un conjunto de flautas paralelas, pegadas entre sí, de distinta longitud y hasta de distinto grosor: con ellas podían emitirse diferentes sonidos, no tapando agujeros, sino soplando por una u otra de sus bocas. La creciente complejidad de los instrumentos griegos fue dando a su música una mayor riqueza. En este sentido debemos distinguir, porque a veces se ha incurrido en lamentables confusiones, entre la música que acompañaba a la declamación, siempre simple y monótona —porque lo fundamental era la palabra— y la música destinada a la interpretación o la danza, que se hizo mucho más rica, y llegó a poseer una capacidad melódica llena de belleza. ¡La belleza! He ahí uno de los ideales del espíritu griego. La música no fue para ellos solo una forma de expresión, o de dirigirse a las divinidades, o a los personajes importantes, sino la búsqueda de sonidos bien relacionados entre sí, un arte en el sentido más pleno de la palabra. Todas las artes estaban regidas por una Musa, pero el hecho de que una de estas artes se llamara precisamente mousiké, el don de las Musas por excelencia, parece revelar la conciencia de que la belleza más excelente radicaba en la armonía sonora. Pero hay algo más: los griegos fueron un pueblo que buscaba la armonía y la buena proporción entre las cosas, y de aquí la naturaleza «clásica» natural y bella a la vez, siempre simétrica y proporcionada, en todas las manifestaciones de su arte. Pero fueron al mismo tiempo un pueblo inquieto, tendente a hacerse preguntas. No solo les interesaba el qué, sino el por qué. La diferencia de actitud ante el misterio explica aquel reproche de un sacerdote egipcio a Herodoto: «Oh, vosotros los griegos sois como los niños: no hacéis más que preguntar». Precisamente porque se hicieron o hicieron preguntas crearon los griegos una forma de conocimiento racional que tendría un influjo decisivo en la cultura de Occidente. Y de la música no solo les interesaba su leyenda, sino su naturaleza, y la forma de hacerla más perfecta mediante el estudio y la experimentación. Hubo mucho filósofos griegos que trataron de explicar el cómo y el por qué de la música. El primero fue Terpandro, ya en el siglo VII a.-J.C., que enunció los primeros principios musicales y les dio determinadas reglas. Pero el indiscutible artífice de la teoría musical fue, en el siglo VI, el matemático y geómetra Pitágoras. Una feliz intuición le permitió utilizar el teorema de Tales (si queremos recordar: una serie de rectas paralelas cortadas por dos rectas no paralelas poseen una longitud proporcional a la
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distancia que media entre ellas) para deducir dos de los más importantes principios de la cultura occidental: el llamado Teorema de Pitágoras, base de toda la geometría… y la escala de notas que después de dos mil quinientos años seguimos utilizando. Imaginemos una cítara, con dos barras divergentes, de las que parten una serie de cuerdas paralelas, cada una de las cuales da una nota distinta. Aquella figura le recordó el teorema de Tales, ¡pero algo más también! Pitágoras sabía perfectamente que cuanto más larga es una cuerda más grave es su sonido, o cuanto más corta, más agudo. Eso, realmente, lo sabía todo el mundo, todas las culturas, desde mucho tiempo antes. Lo que Pitágoras quiso investigar fue la proporción entre la longitud de las cuerdas y el sonido que emiten. Pulsó una cuerda determinada —digamos, por ejemplo, de un palmo— y obtuvo un sonido concreto; cuantas veces pulsaba aquella cuerda, oía el mismo sonido, y lo memorizó. Entonces quiso saber qué ocurre si se pulsa otra cuerda de longitud doble, es decir, de dos palmos. Y encontró que emitía la misma nota pero una octava más baja. No hace falta tener el menor conocimiento de teoría musical para darnos cuenta de lo que es una octava, porque se trata de una noción intuitiva. Supongamos que una mujer entona una canción cualquiera. Vamos a poner nombre a las notas: do, mi sol, fa, re, mi do. De pronto se acerca un hombre y se pone a cantar con ella la misma canción. No cabe duda: canta exactamente lo mismo que la mujer. Ahora bien; ¿entona las mismas notas? La respuesta es sí y no. Canta también do, mi sol, fa re, mi do; pero su voz suena una octava más baja. La voz masculina es aproximadamente una octava más baja que la femenina, pero ambas pueden dar las «mismas» notas. El descubrimiento de Pitágoras fue que una cuerda de longitud doble da una nota que es una octava más baja que la corta; o bien ésta da una octava más aguda que la larga. Ahora bien, y aquí está su mérito: está claro que una cuerda de longitud 2 da la misma nota que la de longitud 1, solo que suena más grave. ¿Pero qué ocurre si pulsamos una cuerda de longitud 3? Ah, sorpresa: la cuerda de longitud 3 no da la misma nota, sino otra completamente distinta, que suena «opuesta» a las dos primeras. Pitágoras, que era muy simbolista, dio al número 3 un carácter sagrado, porque crea algo «nuevo». No podríamos seguir sus experimentos sin unas mínimas nociones de técnica musical, y hemos prometido prescindir de ellas; pero esta diferencia entre la relación 1/2 y la 2/3 le permitió completar una serie de siete notas basadas en nociones estrictamente matemáticas. A estas notas las llamamos hoy do, re, mi, fa, sol, la, si. Más tarde Pitágoras intercalaría, entre las siete notas, otras cinco intermedias, hasta completar una serie de doce. Sin darse cuenta, había creado un sistema musical basado en relaciones matemáticas, que informaría la naturaleza de la música occidental hasta ahora mismo. Dos siglo más tarde, Aristógenes, gran musicólogo, reafirmaría las reglas de la música, relacionaría los sonidos para obtener gratas melodías, y teorizaría los modos o estilos de música de acuerdo con la nota que adoptemos como fundamental. Se crearon numerosos modos, que sonaban de forma distinta: el dórico, el jónico, el lidio, el frigio, etc. Según los griegos, cada modo tenía un influjo muy concreto en los sentimientos humanos. El modo dórico era «fuerte», «heroico», el frigio instigaba al «deleite sensual», y por eso muchos lo consideraban inconveniente; el lidio, «lleno de finura y
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delicadeza». Son sin duda exageradas las versiones que nos presentan a un grupo de muchachos que van a cantar una serenata ante la casa de una joven: el músico que les acompañaba comenzó a tocar en modo frigio, y los jóvenes estuvieron a punto de cometer un desaguisado, hasta que acertó a pasar por allí Aristógenes y aconsejó tocar en modo lidio. Los jóvenes recobraron su compostura y se comportaron con una corrección exquisita. No menos espectacular es la escena que nos relata Quinto Curcio: el músico Timoteo amenizaba un banquete de Alejandro Magno, y comenzó a tocar en modo dórico. El joven macedonio se levantó de la mesa y blandió su espada. Entonces el músico pasó al modo jónico, y el banquete concluyó en paz. Hoy no podemos imaginarnos semejantes reacciones de los griegos: ¿tan sensibles eran a la música? Es cierto que nuestra actitud no es la misma cuando oímos tocar un himno glorioso en modo mayor o una canción nostálgica en modo menor; pero la música no influye de un modo tan espectacular en nuestros comportamientos. Probablemente, los tratadistas exageran cuando cuentan estas anécdotas, para destacar el influjo de las formas musicales en los sentimientos humanos. Los griegos inventaron, además, un sistema de notación musical, no tan perfecto como el nuestro, pero capaz de representar sonidos. Utilizaban para ello las primeras letras del alfabeto. Además tenían indicaciones (muy útiles en la poesía) para señalar vocales largas o cortas, y esos mismos signos servían también para la música. ¡Cuánta asociación entre poesía y música que nosotros hemos casi olvidado! Además inclinaban un signo para designar una nota intermedia o semitono. Y las pausas se indicaban con un pneuma, un signo que se mantendría hasta la Edad Media. Este sistema tan completo nos hubiera sido de una utilidad incalculable si hubiéramos conservado una buena cantidad de textos musicales. Por desgracia, no subsisten más que unos cuantos, no más de siete, sobre soportes sólidos —generalmente mármol—, que podemos transcribir, del todo o en parte. El más antiguo es el epitafio a Faino, compuesto por Seikilos de Trales: suele conocerse como la «Canción de Seikilos». Suena como una suave música ligeramente sentimental, y en ella reconocemos una melodía que pudiera ser nuestra. Sentimos una emoción especial al encontrarnos a nosotros mismos en una música escrita hace dos mil años: una emoción que es imposible si escuchamos música china, caldea o egipcia. Con los griegos, la música había cobrado un rumbo capaz de perdurar veinticinco siglos. Aún le quedaban, por supuesto, muchos hallazgos maravillosos hasta llegar a su plenitud.
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En Roma No parece que los romanos hicieran avanzar el arte musical. El genio romano se manifestó sobre todo en su fabulosa capacidad para construir y organizar. El derecho romano es una obra fundamental de lógica y de coherencia, que de una y otra forma se ha mantenido a través de los siglos hasta llegar a nosotros. El sentido organizativo de los romanos les permitió poseer el mejor ejército de su tiempo y conquistar un inmenso y bien articulado imperio —el primer imperio que existió en el mundo occidental— a cuyos límites llevaron su lengua, el latín, base de la cultura europea hasta el siglo XVIII, sus instituciones, una excelente administración, y conceptos como el de municipio, que no caducarían jamás. Los griegos habían sido finos pensadores, brillantes intelectuales, y dispusieron de hábiles políticos, pero no lograron edificar un imperio de tan vastas dimensiones. Los romanos mostraron su capacidad constructiva, además, en el campo de la arquitectura. Hoy quedan todavía en Europa muchas «obras de romanos», puentes, acueductos, calzadas, teatros y circos que dan muestra de su técnica y de su solidez. Esa solidez «constructiva» de los romanos, al extenderse a partes muy amplias de nuestro continente, contribuyó de alguna manera a la homogeneidad de formas y de tradiciones en Europa. Fue, en cambio, menos brillante el «arte romano» como tal. Curiosamente, tomó muchas formas de la cultura griega (Grecia fue conquistada por Roma el año – 146), y de este modo, al inspirar sus formas propias a la cultura romana, pudo extenderse a su vez por Europa. Las columnas corintias, los versos hexámetros, la forma del teatro y sus manifestaciones (Plauto y Terencio empleaban en sus obras teatrales, de vez en cuando, palabras griegas para demostrar su cultura); el mismo alfabeto, que derivó del griego —hasta adoptar su nombre—, aunque los romanos supieron dotarlo de signos, parecidos, pero más prácticos, como todo lo suyo, pasaron de Grecia a Roma, y de Roma se difundieron y perpetuaron, aunque el arte pocas veces estuvo a la altura de la poderosa originalidad del genio romano en otras manifestaciones de la vida y de la organización colectiva. La música, como arte eminentemente lírico, no fue una excepción. Roma no fue pródiga en poetas líricos, si exceptuamos, en todo caso a Ovidio. Tampoco tuvo, como Grecia, músicos de renombre. Los modos griegos fueron imitados por los romanos, que no parecen haber llegado, sin embargo, a la misma altura. Es más, el pueblo romano, recio, enérgico, más tendente a la acción que al refinamiento estético, veía en la música griega un factor que podía servir «ad affeminandos animos». Los jóvenes romanos debían adiestrarse para la guerra, para los cargos públicos, para el trabajo eficaz; hubo, en principio, un poco de recelo hacia la música griega, aunque ésta fue al fin aceptada, porque prácticamente no había otra. Fue Varrón quien contribuyó de un modo decisivo a la implantación de las formas musicales griegas. Pero los romanos no inventaron un sistema similar de notación musical, de modo que no hemos conservado una sola pieza de su música. Sabemos, sí, por descripciones literarias o por representaciones pictóricas
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(contemos muy especialmente los frescos pompeyanos) que la música romana era por lo general estruendosa y casi siempre rítmica: ya se utilizase con fines militares, ya para fiestas y danzas, que parecen haber sido muy frecuentes. Utilizaban trompetas y buccinae, y toda una batería de percusión: címbalos, tambores de varios tipos, tablas sonantes y gongs: algunos de ellos traídos de las zonas de Oriente que habían sido conquistadas. Las legiones marchaban al ritmo de sonidos fuertes y estridentes. Y hay noticias de fanfarrias y coros de miles de cantores, porque a los romanos siempre les gustó la grandiosidad. No faltaban, por supuesto, instrumentos menos voluminosos, ya conocidos. Los frescos romanos nos representan flautas —por lo general flautas dobles, como los «aulos» de los griegos—, y hasta sabemos que Nerón, aquel emperador que fue una mezcla de artista y de cruel, tocaba una flauta provista de un odre que se hinchaba, es decir, un precedente de lo que sería la gaita. No faltan liras, cítaras y arpas, en su mayoría inspiradas en sus homólogas griegas. El baile estaba muy desarrollado, lo mismo en fiestas privadas que en las grandes celebraciones públicas, a las que acudían comparsas de bailarines, o las Saturnales (se dice que antecedentes de los carnavales), en que los danzantes se disfrazaban con máscaras y bailaban al son de las tibiae, o flautas. La música romana alcanzó su mayor esplendor a fines del siglo I y durante el siglo II. Fue entonces cuando los emperadores favorecieron el arte, y a veces participaron también en él. Nerón presumía de tocar la flauta y el arpa, y otros emperadores trajeron músicos del Mediterráneo oriental, donde se conservaba mucho mejor la tradición griega. Mesomedes de Creta entusiasmó a las cortes de Adriano y Antonino Pío, con sus composiciones y sus instrumentos de cuerda, que impuso para sustituir a aparatos más estruendosos. Fue tal su fama, que Caracalla hizo levantarle un monumento. Tenemos noticias de que la interminable época de la «decadencia del imperio romano» se caracterizó por una afición desmedida a la música: no tal vez una música lírica de gran belleza expresiva, sino una música eminentemente rítmica, acompañada de percusión, que encantaba a una juventud que ya no quería practicar la guerra ni el trabajo. Aquella música era interpretada muchas veces por artistas callejeros, nada refinados, pero populares. Era la época del panem et circenses, y de la búsqueda de la diversión fácil. Hay referencias a la flauta de pico y a la dulzaina, instrumentos que ya los griegos empleaban para bailar. En cambio, no se nos habla de coros, ni de música recia, tan cara en otros tiempos a los romanos. Con todo, Roma mantuvo la tradición de los «modos» clásicos y los legó a la posteridad. En pleno ocaso del Imperio, San Agustín expuso por escrito, cuidadosamente, las reglas y formas de aquellos modos, que así, por encima de aquella decadencia, llegarían a pasar a la posteridad.
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La música en la Edad Media
Un cierto prejuicio quiere presentarnos la Edad Media como un paréntesis sombrío e infecundo entre las edades Antigua y Moderna. Si esto fuera así, sería preciso reconocer que el arte de la música fue una excepción, desde el momento en que tanto técnica como estéticamente progresó de una forma decisiva en la época medieval, y dejó a los tiempos modernos un legado que permitió su ulterior desarrollo. Una conquista decisiva, que habría de transformar para siempre la forma de hacer música en Occidente fue la polifonía, esto es, el arte de combinar varias voces, que, a pesar de ser distintas no se oponen entre sí ni se estorban, antes al contrario, constituyen un tejido que proporciona al conjunto algo parecido a una nueva dimensión. Con la polifonía nace la armonía, o la técnica de combinar armónicamente las voces: y de la armonía nace toda la excelencia de la música occidental, dotada desde entonces de ilimitadas posibilidades. En este punto es preciso hacer una advertencia absolutamente necesaria para la comprensión del contenido de este libro. Con respecto a la Edad Antigua, podíamos estudiar con el mismo interés la música china, la hindú, la mesopotámica, la egipcia, la grecolatina, como otras tantas formas de expresar sonidos, cada cual con su encanto y su propia personalidad. En adelante, nos ceñiremos exclusiva o casi exclusivamente a la música occidental, porque, al menos en el estado actual de nuestros conocimientos, la música de otras culturas no evolucionó, o evolucionó sobre los mismos parámetros, sin buscar en ningún caso horizontes nuevos: es decir, en sentido lato, no tiene historia. Hacer una «historia de la música» a partir de lo que llamamos Edad Media significa circunscribirse a la música occidental, que sigue una trayectoria de progreso, llena de prodigiosas aventuras y de hallazgos inesperados, desde entonces hasta ahora mismo. Por otra parte, es preciso reconocer que la Edad Media, a pesar de todas sus limitaciones, no dejó de presenciar un progreso importante en otras manifestaciones del saber o del hacer. La técnica arquitectónica de los constructores medievales: pensemos en una catedral gótica, con sus columnas, sus bóvedas de crucería, sus cúpulas gallonadas, sus cresterías, sus contrafuertes, sus contrarrestos, sus arbotantes, en un delicadísimo juego dinámico de fuerzas que porque se oponen se mantienen en equilibrio, y permiten el alzado de aquellas maravillosas máquinas, en que predominan los vanos sobre los macizos, y, sin embargo, aquella obra, aparentemente frágil, se mantiene por siglos, expresan una capacidad técnica (y al mismo tiempo una especialísima elevación espiritual), el conjunto posee una perfección formal que no pudieron imaginar los arquitectos clásicos, aún con sus cánones, su sentido de la
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proporción y su empleo de materiales nobles. La Edad Media también es pródiga en inventos técnicos que hubiéramos estado muy lejos de atribuirle: recordemos, en breve elenco de ejemplos, el tornillo, la polea, la herradura y la silla de montar, el uso del jabón como detergente, la piedra de afilar rotatoria, el telar mecánico —complicado y útil artilugio, movido a mano, luego con pedales—, las lentes de aumento, la carretilla, el reloj de ruedas y pesas, la quilla y el timón (ingenios sin los cuales jamás Europa hubiera descubierto América)…, ¡hasta los altos hornos!, que los hombres de la Edad Moderna no harían sino perfeccionar. Lo que significa la Edad Media es una reclusión de los hombres de nuestra cultura occidental en un recinto casi cerrado, digamos Europa, viviendo hacia adentro, como en una gran familia. Desde las tesis de Pirenne, suele decirse que el medievo propiamente dicho no se inicia con la caída del imperio romano, sino con la invasión por los árabes de la orilla sur del Mediterráneo, hasta entonces el «mare nostrum» y eje de la civilización. No fue posible ya la comunicación fecunda y pacífica entre las dos riberas. Tampoco fue fácil la comunicación con Asia, cada vez más obstaculizada por pueblos hostiles. Europa se recluyó en sí misma, y con la decadencia de las comunicaciones y del comercio, se constituyó en una «inmensa aldea», en la que la mayor parte de la población era campesina. La cultura, y con ella algunas formas musicales, se refugió en los castillos, luego palacios, de los nobles; pero muy principalmente en los monasterios, donde los monjes, que inventaron —otro invento— nuevas formas de tinta, muy permanente y de diversos colores, escribieron preciosos códices miniados, que sirvieron para transmitirnos los saberes antiguos, y los suyos propios, y hacerlos perdurar por los siglos… y también sirvieron para hacernos conocer su música por medio de una notación mucho más perfecta que la griega, y que los romanos, al parecer, ni siquiera habían conocido. De aquí que podamos todavía hoy reconstruir y escuchar esa música con notable fidelidad.
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Las raíces de la música medieval El hombre europeo medieval no inventó una música nueva en sentido estricto. Lo que hizo fue combinar la música oriental, especialmente la judaica, con la clásica grecolatina. De estas dos raíces derivaron sus formas musicales, que, eso sí, con el tiempo fueron desarrollándose de forma espectacular. La predicación del Evangelio en el ámbito del Imperio Romano se hizo casi siempre acompañada de música: una cantinela sencilla y mil veces repetida, que daba a las palabras una determinada cadencia y favorecía su memorización. Los predicadores, en un principio de origen judío, introdujeron las formas musicales de aquel pueblo, que en gran parte se difundieron entre la creciente población cristiana del Imperio. De origen judío, y en general, oriental, son la salmodia, recitativo monótono, con escasas inflexiones de voz, excepto al principio y al final; la música responsorial, en que la voz de un cantor alterna con la de un coro, o la antifonal, en que intervienen dos coros que se alternan. La música cristiana desarrollaría más ampliamente estas tradiciones. También oriental es la tendencia a los melismas, o distintos sonidos dentro de una misma sílaba. Es una forma más barroca de expresar la música, que hoy se mantiene, por ejemplo, en la ópera. También se usó masivamente hasta finales del barroco. Pensemos que el Amén de El Mesías de Haendel emplea cuatro minutos y muchísimas notas en pronunciar dos sílabas. Es una pieza bellísima de polifonía, pero una visión racional puede considerarla como un derroche. La música melismática pudo resultar atractiva para muchos, como parece mostrar la crítica de algunos paganos a San Ambrosio, que la utilizó mucho, y al que se acusaba de haber traído de Oriente una música agradable para atraerse prosélitos. Sin embargo, la firme fonética latina, basada en sílabas muy categóricas, se fue imponiendo a los melismas, y fue sin duda uno de los legados más importantes de la cultura romana a la música cristiana. No olvidemos que el latín fue casi desde el primer momento la lengua oficial de la Iglesia, y en este sentido se fue imponiendo al griego. Maurice Enmanuel estima que la precisa y categórica fonética latina, que no admite imprecisiones, fue la causa de la claridad melódica de la música cristiana, de la que pronto se desterraron casi totalmente los melismas ondulantes e imprecisos propios de las tradiciones orientales. El elemento judaico y el romano se combinaron felizmente, para originar una música nueva, rica y sugestiva, la cristiana, que habría de ser el patrón histórico de la música occidental. Otro rasgo distintivo heredado de la música grecolatina fueron los «modos» clásicos, que se mantuvieron durante mucho tiempo, aún en el Renacimiento. La música interpretada de acuerdo con aquellos modos nos parece melódica, y con frecuencia agradable, aunque distinta, como es lógico, de las melodías de nuestro tiempo. La entendemos perfectamente. Lo que siempre nos extraña es la forma de terminar. Hoy estamos acostumbrados a nuestra estructura tonal, adoptada en el siglo XVII. Y nos parece que una melodía que termina en determinada nota que no es la que esperamos escuchar
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como «punto final» la deja incompleta, como si el canto se hubiese cortado de pronto donde no corresponde. No parece sino que hubiéramos retirado un disco antes de llegar a su final. Y es que no estamos habituados a los modos clásicos (jónico, dórico, lidio, frigio, etc.), cada uno de los cuales tiene su punto final en una nota distinta, para nuestro gusto arbitraria. Todo consiste en acostumbrarse. La música religiosa predominó sobre las demás, no solo porque la religión estaba muy arraigada en el espíritu medieval, sino porque los monjes fueron los portavoces de las formas musicales, y estaban más capacitados para desarrollarlas. Pero existió también una música profana, en fiestas, bodas, bailes populares. No podía menos de ser así, porque la música es una auténtica necesidad del hombre. Tenemos noticia de que en la música popular intervenían instrumentos, sobre todo de percusión, para marcar los tiempos. La Iglesia, que había comenzado con la utilización de cítaras o elementos parecidos para acentuar los acentos en la época de la predicación del Evangelio, acabó desterrándolos. La música hecha oración, o destinada a alabar a Dios, debe brotar de la voz humana, sin elementos que la interfieran. Solo poco a poco se fue introduciendo como elemento de apoyo el órgano, procedente, como tantos otros instrumentos, de Oriente, que con su voz tendida y solemne podía acompañar al canto; pero cuando menos hasta el siglo X no parece haber cumplido un papel importante. Acerca de la música popular, para los primeros tiempos del Medievo, apenas sabemos otra cosa que el hecho de que existía. Solo los monjes sabían escribir música, y aún así con gran trabajo: y ésa es la que hemos conservado. Más tarde encontraremos noticias más concretas y elementos para reproducir, siquiera aproximadamente, los sones de la música del pueblo.
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El canto gregoriano Por los siglos XVII-VIII se consagró en toda la Cristiandad una forma de canto colectivo, que dominaban muy bien los monjes, y que poseía especiales cualidades. Tenía, por su expresión colectiva al unísono —todos cantaban con la misma fuerza la misma melodía —, por su sencillez, por su capacidad de penetrar en el espíritu y en los sentimientos, por la feliz adaptación de la música a la letra, pues que no se concedía a la melodía ninguna posibilidad de «adorno» independiente del canto, y era por consiguiente inasequible a las distracciones..., tenía, decimos, una solidez y una facilidad para «llegar» a los oyentes (¡y para elevar la intención de los cantantes!), que le permitiría durar cuando menos catorce siglos. De ninguna otra forma musical puede decirse lo mismo. Nos referimos al canto gregoriano, o, como suele llamársele también, «canto llano», aunque las dos expresiones no son exactamente sinónimas. Se atribuye el origen del canto gregoriano a la figura del papa Gregorio I (San Gregorio Magno), hombre culto y viajero, que no se dedicó a la vida eclesiástica hasta la muerte de su padre. Fue elegido papa en el año 590. A partir de entonces mostró sus dotes de gran organizador, mejoró la administración de la Iglesia, encomendó la difusión del cristianismo por el mundo germano y el anglosajón, regularizó la liturgia, impuso el latín como lengua oficial de la Iglesia, dio normas para el canto, y fundó en Roma la primera Schola Cantorum que se conoce. Goza fama de haber sido él mismo compositor, y en algunas miniaturas se le representa con el Espíritu Santo en forma de paloma posada en su hombro, y dictándole al oído músicas celestiales. Nada sabemos con absoluta seguridad de los orígenes del canto gregoriano; todo induce a suponer que no fue obra de un solo hombre, y que sus formas más características fueron consagrándose poco a poco. Pero tampoco cabe desligarlo de la figura excepcional de Gregorio Magno, cuyo talento musical nos consta. Ya por el año 850 León IV habla del Cantus Sancti Gregorii, y lo mismo hacen otros autores de la época, como Juan Diácono. Después de diversas teorías que pretendían que el gregoriano no aparece como tal hasta el siglo IX, del cual ya empezamos a tener esbozos de representación musical, H. Bewering asegura que ya por el año 600 —es decir, en vida de San Gregorio— existía semejante canto, que pudo evolucionar y perfeccionarse en los tres siglos siguientes, pero manteniendo la misma tradición, por fidelidad y transmisión de una generación a otra de cantores. Hoy suele admitirse esta antigüedad de un estilo que ha conservado su espíritu y sus formas fundamentales desde los mismos albores de la Edad Media. El gregoriano ha sido cuidado en especial por las comunidades benedictinas de todos los siglos; en las de la centuria que hace años ha terminado, destacan las de Solesmes y Silos. El gregoriano es un auténtico misterio. Su melodía es sencilla, ni demasiado rápida ni demasiado lenta, no hay grandes saltos de una nota u otra, sino que la línea sube o baja sin prisas, sin desbordar ciertos límites hacia arriba o hacia abajo; no admite gritos, ni grandes diferencias de volumen, no tiene una tonalidad claramente marcada, carece de
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ritmo, no grita, no busca frases altisonantes o dramáticas, es lo menos teatral que puede imaginarse. Y sin embargo, jamás resulta monótono, es claro, bien articulado, expresivo sin exagerar, pero ajustando su cadencia al contenido del texto, de suerte que en ocasiones resulta sereno, dramático, lleno de bienaventuranza o de temor: pero sin sobrepasarse nunca, y dotado sin embargo, de una capacidad muy grande para llegar al alma. Hay relatos de la época que nos presentan a los oyentes —o a los propios cantantes — en actitud de oración o llenos de temor, profundamente conmovidos por la música. Hoy nuestra impresión, por lo general, no llega a tanto, pero siempre entendemos en el gregoriano una profunda expresión de espiritualidad, muy sabiamente conseguida con una música tan sencilla, o quizás precisamente por obra en parte de su propia sencillez, sin asomos de teatralismo. A lo sumo apreciamos ciertos cambios de matiz influidos por el propio significado de las palabras que se van pronunciando, o encontramos un misterio especial en esas cadencias finales en que se escucha una frase descendente y como a media voz. Nada más distinto al final espectacular de una pieza convencional, y sin embargo, nada más profundo y sugestivo. Higinio Anglés ve en el canto gregoriano «el patrimonio musical de la humanidad entera, el más noble y venerado de cuantos se han conservado desde los tiempos remotos». Y al mismo tiempo encuentra que es una forma de música «que se presta a ser cantada por hombres de todas las razas y continentes, de todas las épocas y de todas las culturas». Que tiene como cualidades «su frescura, su juventud perenne, su capacidad de adaptarse, su tono de plegaria y de devoción artística». Y Bernard Champigneule estima que el gregoriano «tiene fuerza, variedad, serenidad admirable, pasión contenida e inefable dulzura. Es una música al servicio de ideas sencillas e intensas que expresan fe, como una irradiante energía espiritual». Sea cual fuere nuestra sensibilidad particular ante esta forma de música, es evidente que su actualidad no decae —se venden miles de discos de gregoriano todos los años— y que, como decía un crítico no hace mucho, «es un remanso en medio del ritmo atosigante de la vida contemporánea».
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Los comienzos de la polifonía No se sabe cuándo ni cómo nació. En la Edad Media, por supuesto, tal vez alrededor del año 1000, y en los coros de música sacra que entonces se formaban. Fue algo parecido a un milagro, aunque hay milagros que van tomando forma lentamente. En un principio las voces sonaban al unísono: todas emitían la misma nota al mismo tiempo. El unísono tiene la fuerza de un bloque compacto, representa unanimidad o solidaridad. Un himno, por ejemplo, se canta siempre «a una sola voz»; esa pieza solemne y sentida por todos, si se entona a varias voces, puede resultar más artística, pero parece que pierde algo de esa energía colectiva que significa el «cantar todos a una». Y recordemos, por si hace falta, que se puede cantar al unísono —es decir, todos dan la misma nota al mismo tiempo —si los que cantan son hombres y mujeres, adultos o niños. Las mujeres o los niños entonan una nota más aguda pero que es la misma nota, porque las notas, como los días de la semana, se repiten de siete en siete. Un do alto no suena lo mismo que un do bajo, pero cumple la misma función, como un domingo no es igual al domingo siguiente, pero cumple la misma función en el orden de la semana. El canto gregoriano o canto llano se entonaba al unísono, y de esa unanimidad deriva en gran parte su fuerza, su tremenda solidez. Pero llegó un momento en que los cantores comenzaron a entonar notas distintas, que, sin embargo, armonizaban bien entre sí. Hay muchas teorías para explicar cómo se llegó al milagro de la polifonía, un modo de hacer música diferente de todos los conocidos hasta entonces y fundamento de un desarrollo, en verdad fascinante, del arte musical. Pudo ser por error. Un cantor dio una nota distinta, y tal vez sin querer, pero que no desentonaba del conjunto. Pudo ocurrir también que uno de los cantores, por ser un adolescente o un anciano, no podía entonar la misma nota que sus compañeros, y escogía otra que le sonaba parecida. Quizás la idea surgió cuando se oían a la vez dos coros distintos, y alguien intuyó la posibilidad de ensamblarlos sin necesidad de que sus notas fuesen idénticas. La palabra organum, con que se designaban las primeras formas de polifonía, puede hacer mención de este instrumento. Los primeros órganos, accionados por un fuelle, no tocaban más que una nota, una nota generalmente grave, que, por la amplitud del tubo y las muchas ondulaciones que se producían en su interior, parecía emitir varios «armónicos» o sonidos concomitantes que no rompían la unidad. El órgano servía para apoyar a los cantores, para afirmarlos sobre una base fija, daba lo que todavía hoy se llama una «nota pedal». La cornamusa, otro instrumento primitivo, servía también para dar la nota pedal. Hay instrumentos que han llegado a nuestros días, como la gaita gallega, que además de tocar una melodía, dan una nota pedal que acompaña a toda la pieza. No sabemos cómo, pero el hecho es que llegó un momento en que alguien rompió el unísono y apareció la armonía, el más maravilloso hallazgo musical de la cultura a la que pertenecemos.
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Pudieron existir, qué duda cabe, casos en que unos cantores disentían de otros por error, por imposibilidad o incluso por capricho o por afán de experimentar; pero no era fácil encontrar la consonancia entre dos voces. San Isidoro, ya en el siglo VII, habla del discantus, pero lo considera «áspero», sin duda porque unas voces no compaginaban bien con otras. Juan de Muris, ya en el siglo XII, habla también del discantus, pero lo considera un «consonus cantus», un canto consonante, en que las distintas voces no desentonan entre sí, sino que forman entre todas un bello tejido. Fue en el entretanto cuando nació la armonía. Los estudiosos de la música medieval hablan de diversos periodos, aunque en este punto no es posible fijar fechas seguras ni un orden preciso. a) Primero pudo venir el organum, inspirado o no en el instrumento del mismo nombre, en que un grupo de cantores dan una nota de apoyo, como un punto fijo de referencia, mientras los demás siguen la melodía. b) en algún momento debió nacer un discantus completamente distinto: no se trataba de un organum, sino de todo lo contrario: una voz más alta que las demás, que entonaba una melodía más rápida, como un adorno, que buscaba dar una mayor brillantez al conjunto; luego se reintegraba al canto común. De estas piezas con adornos en voz aguda tenemos ya buenas referencias. ¿Está relacionado este recurso con la imposibilidad de un cantor de bajar tanto como sus compañeros? c) Ya por el siglo XI pudo aparecer el organum duplum, con dos voces permanentes que sonaban al mismo tiempo y procuraban obtener sonidos que armonizaban entre sí. Cuantas veces, casi sin darnos cuenta, cuando entonamos entre varios una canción, alguien se decide a cantar la «segunda voz». Nadie se lo ha dicho, nadie se lo ha indicado: la «segunda voz» nace espontáneamente, como si quisiera dar más riqueza a la música. La gente canta en «segunda voz» sin necesidad de saber lo que es una tercera ni haber estudiado armonía: es simplemente un movimiento instintivo. Cierto que entre nosotros la armonía es un concepto mucho más familiar que entre los cantores de los siglos X u XI. d) Más tarde las dos voces ya no son paralelas; mientras una asciende, otra desciende, o permanece. Se ha roto el paralelismo sin caer por eso en la disonancia desagradable. Al contrario, con la independencia de movimientos, la polifonía adquiere una riqueza insospechada. e) En los siglos XII y XIII queda consagrado el cantus firmus, ya a varias voces, que pueden ser tres o cuatro. Sin embargo, estas voces no hacen perder la melodía, porque hay siempre o casi siempre una voz principal, que se distingue fácilmente, mientras las demás, en lugar de entorpecerla le dan una suerte de apoyo que, en vez de contradecirla, la realza. Esta «nueva dimensión» en la música (¡cuántas veces se ha comentado así!) es comparable a la del paso de una línea a una superficie, del hilo al tejido. Y, sin embargo, «no se pierde el hilo». Cuando acabamos de oír las voces de un coro, podemos salir a la calle tarareando la melodía principal, aunque lo que hemos escuchado sean cuatro voces. Hay formas de polifonía que no se adaptan a un «cantus firmus», sino que buscan la independencia entre las voces (sin que por eso deje de resultar un conjunto agradable y en «varias dimensiones»): es la polifonía pura, muy frecuente en la baja Edad Media y
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en el Renacimiento. A la polifonía pura, que nunca ha dejado de existir, también estamos acostumbrados, aunque nos resulte más difícil «seguir el canto». Ya a fines del siglo XII existió una notable escuela de polifonía en París, la llamada Escuela de Nôtre Dame, en la que comenzaron a enseñar el maestro Leonin, «optimus organista», y el maestro Perotin, «discantus optimus». Hoy parte de la obra de Leonin nos parece un tanto estrafalaria, por el deseo, tan frecuente en la época, de crear una voz aguda que da notas rápidas en plan de adorno, mientras las demás voces son graves y lentas. Con Perotin, la polifonía aparece más organizada y suena de forma francamente agradable con combinaciones de tres y hasta cuatro voces. La escuela encontraría su culminación, ya en pleno siglo XIII, con Adam de La Halle. Por entonces acudían a París, desde todas partes, los escholliers, alumnos que venían a aprender la música polifónica, y según cuentan las crónicas, «no solo hijos de alta alcurnia, sino también de la gente común»; hay razones para suponer que acudían procedentes de aquella burguesía, grande o pequeña, que ya en los albores de la baja Edad Media se dedicaba a la artesanía o al comercio, y podía permitirse el lujo de buscar la cultura o buscarla para sus hijos. Todo los aspirantes a escholliers venían atraídos por aquella manera fascinante de hacer música, que, a lo que parece, despertaba el interés propio de un maravilloso invento. Qué duda cabe de que la polifonía lo es. Necesitaba aún siglos de desarrollo; pero la música había encontrado una forma de expresión dotada de infinitas posibilidades. La historia de la música y hasta la historia de la cultura humana hubieran sido distintas sin ese prodigio que es la polifonía (¡y la armonía!), que muy pronto se empezó a relacionar con la «música celestial» y el orden universal de las esferas.
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Los orígenes de la notación musical Conforme la polifonía se fue desarrollando, se hacía más necesario que nunca encontrar un sistema adecuado para «escribir» música. Los griegos habían hallado la forma de representar sonidos, con letras de su propio alfabeto, e indicaciones de «larga» o «corta». Luego se perdió la tradición, y no hubo una auténtica representación de las notas hasta el siglo X. Ya en el caso del canto gregoriano, sencillo, pero siempre variado —no cae jamás en la monotonía— se hacían precisas algunas anotaciones que pudieran ayudar a la memoria. Así comenzaron a trazarse «neumas» o signos indicativos; una raya significaba sonido largo, y un punto una nota breve. Luego las rayas empezaron a ir para arriba y para abajo, a fin de señalar las inflexiones de la voz: el podatus significaba primero bajo y después alto; el clivis, primero alto y después bajo; el scandicus representaba tres notas ascendentes, el climacus tres descendentes; el porrectus, altobajo-alto, y el torculus bajo-alto-bajo. Todas estas inflexiones estaban representadas por líneas bastante discretas dibujadas junto al texto, que tenían una función memorística nada despreciable. Pero, como es lógico, no representaban sonidos concretos: solo indicaban si el sonido subía o bajaba. No servían para aprender, solo para recordar. Para fijar los sonidos de la polifonía hacía falta algo más. Hacia el año 1000 a la indicación de los «neumas» se añade una línea prolongada. A lo que parece, se trataba de un punto de referencia. Tal vez había un pequeño órgano o cualquier instrumento que servía para establecer la nota fundamental. Un sonido por encima de la línea era más agudo que esa nota fundamental, y si estaba más abajo, era más grave. Luego, el sentido de los «neumas» indicaba si había que subir o bajar todavía más. De todas formas, faltaban más puntos de referencia. Poco después aparecieron dos líneas, una como eje de los sonidos agudos y otra como eje de los sonidos graves. Luego se trazaron tres líneas, y finalmente cuatro: ya estaba completo el tetragrama. Cuatro líneas y tres espacios intermedios servían para fijar las siete notas de la escala. Tardaría mucho tiempo en habilitarse el sistema de cinco líneas —pentagrama— que usamos ahora. Naturalmente, con esta referencia de líneas y espacios ya no había necesidad de dibujar «neumas», sino «puntos» (durante una época se llamó puntos a las notas, y hoy seguimos hablando de «contrapunto»). Y la duración de las notas se indicó dibujando «puntos» de forma distinta: un rectángulo indicaba «longa», un cuadrado «semibrevis», y un rombo «brevis». Luego se irían dibujando «rabitos» o vírgulas a cada nota para precisar todavía más su duración. El sistema de notación musical se ha ido haciendo más perfecto con los tiempos, pero su concepción fundamental tiene ya casi mil años de existencia. Quedaba todavía algo importante: dar nombre a cada nota. Dar nombre es condición indispensable para conocer, para distinguir, para mencionar. El ser humano se ha pasado la historia y la vida dando nombres. Y las notas tenían necesidad de un nombre para ser distinguidas unas de otras. Se atribuye al monje Notker Balbulus (hacia el año 900) la
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idea de relacionar cada nota con una letra: se llamarían así A, B. C, D, etc. Es seguro que Notker, si fue realmente el inventor, no sabía que los griegos habían hecho lo mismo con su alfabeto. De hecho, y aunque por iniciativa posterior, la designación de las notas por letras se sigue empleando hoy en los países germanos y anglosajones. Sin embargo, se ha concedido más fama a un gran músico de un siglo más tarde, Guido d’Arezzo (9751050), que se valió de un himno a San Juan Bautista para dar a cada nota un «nombre propio». Ese himno, de Paulo Diácono, tiene la particularidad de que cada verso empieza en la nota que sigue a la inicial del verso anterior. Los primeros versos rezan así: Ut queant laxis Resonare fibris Mira gestorum Famuli tuorum Solve polluti Labii reatum Sancte Iohannes
La mayoría de los músicos de su época conocían aquel himno. Y designando la primera nota de cada verso, que es al mismo tiempo la de cada sílaba, resultaba muy fácil identificar y memorizar las notas de la escala: Ut, Re, Mi Fa, Sol, La. La sílaba Ut fue sustituida más tarde por Do, que es más categórica. En cuanto a la última nota de la escala, Guido de Arezzo no quiso nombrarla para evitar la confusión con el Do siguiente, de acuerdo con la costumbre de aquellos tiempos. Más tarde se le daría el nombre de SI (primeras letras de Sancte Ioannes). Ya tenemos las notas de acuerdo con su orden y con su nombre cada una. El nombre no hace a la cosa, pero reafirma su identidad. Al mismo tiempo, Guido de Arezzo sería un maestro en el arte de la notación musical. La música tenía abierto un inmenso camino hacia el porvenir.
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La música popular Sabemos mucho menos de la música profana, y no digamos ya de la música popular, la que se tocaba y bailaba en las fiestas y celebraciones. Los eclesiásticos, y muy especialmente los monjes de los conventos, eran los depositarios de la cultura y también los que sabían hacer y escribir música. Las gentes sencillas cantaban y bailaban, pero no han podido dejarnos testimonios directos de sus actividades musicales, porque no conocían la notación —con frecuencia ni siquiera la escritura—, y lo poco que sabemos lo hemos recibido más bien por tradición o por referencias. Sabemos que existían instrumentos de cuerda, tales como los derivados del arpa en el norte de Europa, y en el sur más bien los derivados de la vihuela, un instrumento muy antiguo que los árabes se encargaron de perfeccionar, con su abombada caja de resonancia y su mástil saliente, cada vez más ancho, para poder introducir más cuerdas. Hay dibujos que nos presentan vihuelas de doce cuerdas. La música popular estaba destinada muchas veces al baile, y de aquí el empleo de instrumentos de percusión, panderos, conchas, tablas. Tuvo que ser muchas veces una música alegre, aunque no siempre acertemos a la hora de reproducirla. ¡Cuántas versiones se nos dan en que la música no coincide con la letra! (que sí conocemos). Quizás a veces tendemos a adaptar aquellas canciones a nuestros ritmos, cuando los de entonces debían ser más ingenuos y sencillos. No faltaron relaciones entre la música religiosa y la popular. Por ejemplo, existían representaciones de la Pasión, en que participaban gentes del pueblo y que se escenificaban en las plazas, fuera de la iglesia. Más tarde aparecerían algunas formas de dramas musicales. Instrumentos que pueden haber derivado del órgano, pero que tuvieron un uso profano fueron, por ejemplo, la cornamusa o la zanfona, especie de gaita que se tocaba no soplando durante todo el tiempo, sino oprimiendo un odre lleno de aire (que se hinchaba de vez en cuando). Conforme se fue pasando de la alta a la baja Edad Media, las formas musicales populares se multiplicaron, y cada vez tenemos de ellas más noticias. Un género de música profana, no siempre popular, fue el juglaresco. Con frecuencia, músicos profesionales tocaban y cantaban ante los señores o los príncipes en sus castillos y palacios. Podemos distinguir tres clases, al menos por su categoría: a) los goliardos eran cantores y tañedores que hacían música de manera vulgar, a veces intencionadamente grotesca, para hacer reír a la gente, y que visitaban lo mismo los pueblos que las salas de los aristócratas que querían divertirse; b) los juglares, que sabían tocar y cantar con primor, y que eran los más asiduamente recibidos en los lugares distinguidos, aunque también actuaban en los pueblos. Y c) los trovadores, que no solo tocaban y cantaban como los juglares, sino que conocían el arte de trovar, el de «encontrar», es decir, sabían componer piezas nuevas, eran creadores. Gracias a los trovadores especialmente, la música medieval fue evolucionando y la profana se fue diferenciando progresivamente de la religiosa. El arte trovadoresca alcanzó un desarrollo especial en Provenza, en el sur de Francia, donde adquirió un carácter lírico, que cantaba
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el amor o la primavera. Por su distinción y su delicadeza, esta forma de música fue adoptada por grandes señores, como el conde Guillermo de Poitiers, que llegó a ser un excelente trovador. El mundo germánico presencia durante la baja Edad Media el desarrollo de la canción profana, en solos o en coros, con sus bien organizadas escuelas de cantores, que lo mismo actuaban ante un público numeroso que ante los príncipes. Estas escuelas tenían muchas veces un carácter semimunicipal, y estaban relacionadas cada cual con una ciudad, a la que procuraban enaltecer. Primero los Minnesänger, que hacían aún música trovadoresca, luego los Meistersinger, que llegaron hasta el Renacimiento, celebraban concursos en que se premiaba la excelencia de la voz. Wolfram von Eschenbach, Heinrich von Ofterdinfgen y al fin Walter von Vogelweide fueron excelentes trovadores, cuyos éxitos en los concursos les hicieron famosos. Aquella forma de emulación, en que cada cual trataba de superar a los demás, fue un elemento fundamental en el desarrollo de la música profana.
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Ars Nova El arte de la polifonía había representado un avance espectacular en la capacidad humana para expresarse por medio de sonidos: ¡era posible articular varios sonidos a la vez, se había transformado la línea musical en un tejido, a veces en un maravilloso tapiz! Pero la posibilidad de componer a varias voces tenía también sus riesgos, si el compositor caía en la tentación de confundir la combinación con un juego. Se hicieron piezas musicales a muchas voces, parecía que el aumento de voces significaba un progreso, una sonoridad más rica por el hecho de ser más compleja. Uno de estos juegos fue el «motete». El motete (de mot, en francés «palabra») era una composición en que los cantores no solo combinaban voces, sino que combinaban letras. Dos grupos podían estar cantando dos piezas capaces de armonizarse entre sí, pero dotadas de textos completamente distintos. El mérito consistía en que cada coro pudiera desarrollar su tema con absoluta independencia del otro, sin confundirse; pero para un oyente era imposible estar siguiendo dos textos a la vez. Se había caído en una especie de «complicación barroca», en que el mérito se hacía depender más de la dificultad que de la belleza. Y con tantas voces, tantas letras y tantas florituras era fácil confundir la maravillosa finalidad de la música con una forma de entretenimiento o con un rompecabezas, en que era preciso vencer cada vez más dificultades. Quizá no valga homologar este barroco musical con el llamado «gótico flamígero», un estilo bello sin duda alguna, pero quizá un tanto florido, en que los elementos arquitectónicos necesarios se combinan con los innecesarios, y pueden producirnos una impresión de complejidad; la equivalencia del gótico flamígero con la música del gótico final no es exacta, ni mucho menos, pero la comparación no carece en absoluto de sentido. Hacia 1324, Jacques de Lieja escribía su Speculum Musicae, en el cual se lamentaba de la complejidad de las composiciones de su tiempo, en que «las letras se pierden, las armonías se confunden, aumenta la afición por las notas rápidas…». En suma, la música estaba perdiendo una parte de su nobleza, de su gravedad, para convertirse en un arte enrevesado, que difícilmente podía llegar al corazón. El mismo papa Juan XXII, aficionado a la música, pidió que se corrigieran los abusos y se procurasen composiciones más fácilmente comprensibles y auténticas. No se trataba tanto de regresar a la sencillez primitiva como de alcanzar un mayor grado de naturalidad y accesibilidad. No sabemos si como resultado de estos reclamos, dos famosos teóricos de entonces, Jean de Muris y Philippe de Vitry, escribieron dos libros con el mismo título: Ars Nova Musicae. (Observemos de paso que Francia parece haberse convertido, desde los tiempos de la École de Nôtre Dame, o incluso desde antes, en el corazón de la música europea). Probablemente la obra de Muris es ligeramente anterior a la de Vitry, aunque la obra de este último fue la más difundida, y a su autor se le considera casi siempre como el introductor del Ars Nova. Es preciso entender este asunto un poco mejor. Ni Vitry ni Muris fueron grandes compositores, sino teóricos, ni por entonces nace un estilo
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musical radicalmente nuevo, opuesto en todo al anterior. Eso sí, es cierto que los tiempos estaban cambiando. Lo que ante todo implantaron aquellos autores fue una más perfecta notación musical, con indicaciones más precisas de la duración de las notas, la proporción entre ellas y los tiempos de cada periodo, y, quizá sobre todo, el fraseo y el ritmo. La música se hizo un poco más parecida al lenguaje hablado, en el sentido de que se advierten periodos, repeticiones, y expresiones en que parece como si la música tuviese comas, puntos, o puntos y aparte, es decir, pausas. Se adaptó así mucho mejor a la letra, y sobre todo a la fonética de las nuevas lenguas romances, derivadas del latín. El sistema de medida, al hacerse más preciso, permitía una lectura clara, en que la interpretación de un lector o de un cantante ya no podía variar gran cosa respecto de la de otro cualquiera. La escritura musical adquirió de este modo una precisión similar a la de la escritura alfabética. Ya era más fácil construir una «melodía», una secuencia musical que pudiera recordar, salvadas las distancias, a una conversación. Ahora bien: al quedar mejor aclarada la cuestión del fraseo, de la melodía y del ritmo, Vitry, sin darse cuenta, favoreció la música profana, la destinada al entretenimiento o al baile, en detrimento de la música religiosa, que había sido no la única, sino la más desarrollada hasta entonces. Tal vez no fueron las teorías las que favorecieron el cambio, sino el desenvolvimiento de la sociedad y de la cultura seglar, al tiempo que las crisis internas que por entonces sufrió la Iglesia, con motivo de la división de las escuelas filosóficas y hasta del cisma de Aviñón, pudieron propiciar la emigración del centro de gravedad de la música de la iglesia a los palacios o a las plazas de los pueblos. ¿Pérdida del sentido religioso? En absoluto puede hablarse de esto. Muchas de las composiciones destinadas a interpretarse o representarse al aire libre tienen un carácter sacro. Guillaume de Machaut (1300-1377), quizá el más arquetípico representante del Ars Nova, fue un hombre viajero, que difundió su arte por toda Europa Occidental (incluida España). Escribió una Misa de Nôtre Dame, a cuatro voces, llena de plenitud y nobleza expresiva, dotada de una madurez muy superior a todo lo que hasta entonces se había intentado. Pero también compuso multitud de música profana, piezas sueltas como los virelais, canciones acompañadas de instrumentos destinadas también a ser bailadas, o los rondós, en que alternaban un estribillo con diversas estrofas. En Machaut hay poesía, dulzura, un encanto muy especial. Algunos críticos le consideran (en sentido figurado) «romántico», una palabra que hay que tomar con las naturales cautelas. En Machaut, si tenemos ocasión de escuchar su música, encontramos sentimiento y delicadeza, aunque su obra, como es lógico, y por no haberse llegado a las afirmaciones tonales que hoy nos son familiares, nos parecerá un tanto exótica, eso sí, nunca desagradable al oído. La Italia del siglo XIV vive el llamado Dolce Stil Nuovo en el campo de la poesía. La finísima lírica de Petrarca o la espléndida fortaleza de Dante llegan a dotar al italiano de una madurez y una maestría especiales. No todos los autores están convencidos de que las formas musicales que surgen por entonces tengan que ver con aquel maravilloso impulso literario, ¡aunque no cabe duda de que, con independencia de él quepa hablar, también en música, de un «dolce stil nuovo!». El madrigal, canción amorosa, acompañada por lo general de vihuela, parece obedecer a un claro origen italiano,
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aunque pudiera tener también relación con formas muy similares en España. La canción profana, el ritmo, la manifestación del sentimiento, van cobrando nuevas formas de expresión, que nos acercan progresivamente a la música del Renacimiento.
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La época renacentista
El «otoño de la Edad Media», bien simbolizado en la crisis del siglo
sigue una esplendorosa manifestación de la cultura occidental, que llamamos Renacimiento. Se desarrollan como nunca las artes y las letras, se estudian las ciencias con nuevos criterios, se consagra el Estado moderno con sus complejas formas de organización y administración, crecen espectacularmente los intercambios de ideas, el desarrollo de la imprenta, el comercio; se exploran tierras y mares, y en el otro lado del Océano —hasta entonces el Mar Tenebroso— aparece un nuevo mundo. El periodo comprendido en los treinta años que van desde el primer viaje de Colón (1492) a la primera circunnavegación del planeta por Magallanes y Elcano (1520-1523) presencia una transformación completa del panorama del mundo en que vivimos. El Renacimiento es una explosión de vitalidad, de ansia de vivir, de lograr lo más difícil y arriesgado, de realizar las hazañas más portentosas, de llegar más lejos y todavía más lejos en el campo de las artes, de las ciencias, de los conocimientos teóricos y prácticos, del gobierno de los pueblos, de las formas de la economía, de las posibilidades de desarrollo de la vida en todos sus ámbitos, del ansia de experimentar todo lo experimentable, de alcanzar la gloria y la fama, y también la felicidad en este mundo. Se ha dicho —lo dijo Burckhardt, y desde entonces se ha repetido muchas veces— que el Renacimiento significa «el descubrimiento del hombre por sí mismo». Realmente, el hombre poseía ya una idea muy clara de su naturaleza, de la dignidad de su origen y de su destino en la Edad Media. Lo que caracteriza al Renacimiento es más bien el descubrimiento por el hombre de sus inmensas posibilidades en este mundo y en esta vida: y a este descubrimiento se lanza con entusiasmo y con éxitos espectaculares. Con todo eso se llega a la edad que llamamos Moderna, con todas las connotaciones propias de la Modernidad. La vida en general más recogida, más modesta en sus ambiciones, propia de los tiempos medievales, ha pasado de una vez para siempre. La palabra Renacimiento implica una vuelta a nacer. Se ha interpretado la explosión renacentista como un deseo de regresar a la plenitud de los tiempos clásicos grecolatinos, a sus concepciones, sus formas culturales y artísticas. Se ponen de moda las gestas homéricas, los frontones clásicos, la poesía bien medida, la pintura y escultura proporcionadas de acuerdo con los viejos cánones, la admiración por el equilibrio de los autores y los artistas antiguos. Este culto a las formas que un día informaron la cultura de Grecia y Roma es evidente, y en ocasiones podríamos caer en la tentación de sospechar que el prurito imitativo supone una limitación de las inmensas posibilidades del hombre
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XIV,
renacentista, o si así quiere admitirse, un afán de plagio, con el consiguiente detrimento de la originalidad. Pero sería muy pobre nuestro concepto de la cosmovisión del hombre renacentista si no comprendiéramos el salto enorme, salto adelante, que la cultura de Occidente experimentó en los siglo XV y XVI hasta alcanzar horizontes nunca imaginados. No parece un excesivo disparate decir que el hombre del Renacimiento, intentando volver a «lo clásico», inventó y conquistó, consciente o inconscientemente, «lo moderno». Los grandes humanistas, Marsilio Ficino, Lorenzo Valla, Pico de la Mirandola, más tarde Erasmo, Tomás Moro o Luis Vives, conocieron a fondo la cultura clásica, y escribieron en latín, pero desatarían una corriente cultural mucho más amplia, y no tardaría en surgir una literatura en lenguas romances —pensemos en el endecasílabo y en las formas de poesía rimada, que no se habían imaginado los clásicos— capaz de llegar a niveles de un nuevo y original «clasicismo», muy distinto del propio de los tiempos antiguos. Bramante, Brunelleschi, Miguel Ángel, levantaron edificios fastuosos y serenos al mismo tiempo, con tímpanos y frontones clásicos en sus portadas, pero con una técnica y una inventiva que desbordaban en muchos aspectos los cánones clásicos. Lo mismo puede decirse de la escultura dinámica y hercúlea de Ghiberti, Donatello, Verrochio y el mismo Miguel Ángel. Y la pintura, con Mantegna, Correggio, Gorgione, Leonardo, Rafael, ¡el mismo Miguel Ángel otra vez!, Tiziano, alcanza unas dimensiones y una perfección, tanto en lo técnico como en lo artístico, difícilmente comparable con la de cualquier otra época anterior. ¿Y la música? He aquí el problema. O si preferimos decirlo de este otro modo, he aquí el misterio. Nadie duda de la existencia de una música renacentista, o cuando menos de una música compuesta e interpretada en los tiempos del Renacimiento. Pero con destacada frecuencia, los libros que nos hablan del prodigio del arte renacentista, apenas recuerdan el campo de la expresión musical, o le dedican una extensión mínima. ¿Qué es lo que ocurre? Hoy los entendidos no parecen haberse aclarado del todo. No podemos despreciar la posibilidad de que hoy adolezcamos de un vicio de perspectiva. Sus contemporáneos consideraban a Josquin Després como el Princeps Musicorum, y le rendían un verdadero culto de admiración; o veían a Orlando di Lasso como el músico más grande de todos los tiempos, dotado de un arte «inimitable». Hoy, una persona culta no muy especializada en música renacentista, valora mucho más a Miguel Ángel, Rafael, Rabelais o Garcilaso que a esos compositores de los que simplemente ha oído hablar, pero cuya obra por lo general no conoce. O vistas las cosas de otro modo, la mayoría de esas personas cultas estarían dispuestas a colocar a Després o Lasso muy por debajo de Bach, Haendel, Mozart, Beethoven, o Brahms, como si la música hubiese llegado a su máximo esplendor en una época distinta, no precisamente en la gloria del Renacimiento. Se ha dado para justificar la relativa pobreza de la música renacentista o de su escaso avance en relación con lo inmediatamente anterior, el argumento de que así como el humanista del siglo XV o del xvi disponía de abundantes textos grecolatinos, o restos arqueológicos que poder estudiar con detalle (Donnatello no fue solo un extraordinario escultor, sino un magnífico arqueólogo), no era posible leer textos musicales, ni
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desenterrar restos de viejas canciones. No olvidemos que lo poquísimo que hemos logrado descifrar de la música griega no ha sido posible transcribirlo correctamente hasta el siglo XX. Marsilio Ficino, más tarde Nicola Vicentino o Vincenzo Galilei (padre del famoso científico Galileo Galilei) hicieron todos los esfuerzos posibles por resucitar la música griega antigua. Conocieron la preceptiva de Terpandro, los cálculos de Pitágoras que originaron la escala musical que utilizamos en Occidente (mantenida ya durante la Edad Media), las curiosas disquisiciones de Platón y Aristóteles sobre los distintos efectos psicológicos de los «modos» griegos… pero se quedaron en la pura teoría. No consiguieron un modelo concreto que imitar o en el que inspirarse. La música del Renacimiento no fue más que la continuación perfeccionada de la música medieval. En 1477, otro teórico, Johannes Tinctoris, habla del «nuevo arte de la música», y considera, entre sus iniciadores, al inglés John Dunstable y al borgoñón Guillaume Dufay. No fueron malos maestros. Dunstable rechazó todos los florilegios del gótico flamígero y buscó una música sencilla, seria, solemne, bien acentuada y claramente articulada. Guillaume Dufay escribió obras que suenan dulces y gratas al oído. A veces llegan al corazón, como su sentida Ave, Regina caelorum. Pero su obra no es más que una prolongación de la polifonía medieval, eso sí, más «cercana», más asequible a nuestros gustos, que no en balde estaba llegando la cultura europea a los tiempos modernos. Pero parece que de vez en cuando predomina el prurito de un «Ars Nova», de considerar nuevo lo que no es una innovación artística, sino el desarrollo de lo anterior.
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Las formas y los instrumentos La música del Renacimiento tiende en general a la «humanización». Continúa, por supuesto, la música religiosa (y la mayor parte de los autores importantes componen con facilidad tanto obras religiosas como profanas), pero en general es la concepción profana la que más se desarrolla: los reyes y grandes señores quieren música a su alrededor, y contratan grupos de instrumentistas o pequeños coros; los burgueses que se dedican a los negocios, los intelectuales que cultivan las letras y las ciencias, las personas curiosas, que son ahora una pequeña multitud, quieren escuchar música, que se canta o interpreta en los salones, en las fiestas, o casi sin motivo alguno se oye en las plazas, en las calles, en las ferias periódicas, en los caminos. La música agrada el oído, y son muchos los que buscan ese agrado. Pero la humanización de la música tiende ahora muchas veces a la expresión de los sentimientos humanos: a cantar o simbolizar el amor, la primavera, la esperanza, el dolor o la tristeza: aunque la combinación de sonidos no resulte siempre proporcionada. Y en este aspecto no deja de ser curioso —y significativo— recordar que el arte musical se aleja ahora tanto de la elevación a lo celestial propia de la Edad Media como del supremo equilibrio de las esferas perfectas de Platón. Si entendemos como «humanista» —que es al menos lo que pretende el tópico— el afán de acercarse al canon clásico, viene a resultar que la música del Renacimiento no responde a un ideal «humanista», sí por cierto a un ideal humano. Ahora se sigue componiendo música coral para la Iglesia —misas, salmos, canto de las horas litúrgicas, oraciones, algunas muy bellas—, pero el coro llega también a los palacios y a los espacios al aire libre. Se canta a varias voces, generalmente a cuatro, pero ya sobre temas profanos relacionados con los sentimientos más habituales del hombre. O se canta a una sola voz, al viejo estilo trovadoresco; y apenas hace falta decir que el amor (ya cantado por los trovadores y juglares en la baja Edad Media) ocupa un lugar principalísimo. Pero también se canta y se toca para festejar, para celebrar un acontecimiento, o con motivo de una reunión. Las cenas distinguidas terminaban con música tocada y cantada por profesionales contratados al efecto; pero también en ocasiones los comensales que reunían cualidades para ello intervenían como en una galante participación en la fiesta. Los mismos reyes solían tocar instrumentos: así Carlos V, Francisco I de Francia (que también presumía de compositor) o Enrique VIII de Inglaterra. La canción, la canzone, la chanson, el singspiel, adquieren diversas formas según los países, las modas y las circunstancias, pero viene a ser siempre, al fin y al cabo, la expresión de poesía acompañada de música. El canto, es decir, la intervención de la voz humana, es un elemento prácticamente necesario para «decir», para traducir lo que pretende comunicar el sonido; pero también se buscan instrumentos, ahora más necesarios que nunca, para apoyar la dicción musical, para hacerla más completa y brillante, para apoyar el ritmo. Las distintas formas no se comprenden si no las suponemos acompañadas de voces e instrumentos.
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El madrigal es la forma más característica de la canción renacentista. Su melodía sigue un texto poético, por lo general bastante corto, que puede repetirse en sucesivas estrofas. Nació en Italia, aunque pudo tener una raíz paralela en España. El madrigal es sentimental, con frecuencia amoroso, y su música, ni demasiado rápida, ni tampoco demasiado lenta, ha de adaptarse a la idealizada expresión de los sentimientos. Se conservan miles de madrigales, de autores famosos, otros anónimos, y lo que está claro es que ni los más eximios músicos de Europa tenían el mayor inconveniente en componerlos: al contrario, ser un buen madrigalista confería un prestigio especial. La frottola italiana (en España villancico: pudieron generarse casi al mismo tiempo en ambos países) es una canción seguida de un estribillo, que se repite una y otra vez al final de cada estrofa: esta repetición le confiere una gracia especial. La pavana es un aire lento, cadencioso, marcado a dos tiempos, como si quien lo canta o lo baila marchase lentamente. En el barroco se compondrían «pavanas reales», destinadas a honrar al monarca en el momento de aparecer en público: y el rey, sin rebozo alguno, marchaba solemnemente «pavoneándose», aunque el nombre de esta pausada forma musical es anterior a semejante costumbre. La gallarda, probablemente de origen español, era también una composición lenta, pero a tres tiempos, bien marcada para el baile. Parecida a la gallarda era la «alemanda» o alemana: de ella derivaría en el siglo xviii el popular Ländler, que a comienzos del xix se convertiría en uno de los ritmos más famosos del mundo: el vals. Cuántas formas de baile popular o distinguido, derivadas del Renacimiento, se mantienen, a pesar de todas las influencias exóticas, en nuestros días… Un juego para varias voces que entretuvo mucho a los músicos y a los oyentes de la época renacentista fue el tiento español o el ricercare italiano, que vienen a ser formas muy parecidas, aunque los expertos señalan algunas diferencias. Unos cantores entonan la voz principal, y otros el acompañamiento; de pronto, la voz principal emigra a otro grupo, mientras el resto acompaña: el juego consiste en «tentar», «buscar», esta voz, que pasa de unos a otros. El mérito corresponde, más que a los intérpretes, al autor, que debe compaginar muy bien las voces para que el conjunto siga sonando bien 1. En otras ocasiones parece que el «tiento» es más bien una improvisación sobre un tema principal de pocas notas, que queda incompleto, y que hay que convertir en una melodía acabada. Relacionadas con el «tiento» están las diferencias, hoy decimos variaciones, en que, expuesto un tema, hay que sacarle todo el partido posible sin repetirlo, pero sin apartarse de él tampoco del todo. En suma, la música renacentista tiene a veces, aparte de un contenido artístico y sentimental, un poco de juego, de dificultad creada y superada. Esta dinámica, por superficial o divertida que nos parezca, acabaría convirtiéndose en uno de los recursos más utilizados en la música universal. La música, a una o varias voces, estaba casi siempre acompañada de instrumentos. El canto vocal puro quedó reservado casi exclusivamente para la música religiosa. El Renacimiento es la edad de oro de los instrumentos musicales: nunca hubo tantos. En palabras de J. M. Lamaña, el siglo XVI supuso «un enriquecimiento de la paleta musical con una cantidad de timbres jamás igualada, ni antes ni después». Había, efectivamente, hasta doce clases distintas de flautas de lengüeta (como nuestros oboes), o diez tipos de
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flautas de pico, aparte de las flautas traveseras. En las pinturas de la época vemos músicos que tocan vihuelas o laúdes grandes, medianos, pequeños, todos distintos… ¿Significa eso que la riqueza de matices de un conjunto instrumental del siglo XVI era superior a la de una orquesta moderna? No nos engañemos. Había muchos instrumentos de forma y tamaños distintos, pero sus sonidos eran menos variados que los que ahora podemos escuchar en una orquesta sinfónica. Hoy hemos conseguido una riqueza, un empaque y un contraste de timbres que los hombres del Renacimiento no pudieron siquiera imaginar. Siempre hubo, y entonces también, instrumentos de viento. Las flautas eran casi siempre de pico, (se soplaba por un extremo), pero también las había traveseras, colocadas horizontalmente frente a la boca, como las actuales; se soplaba por un agujero y se ocultaban o liberaban los demás para obtener los diferentes sonidos. Las flautas renacentistas eran un tanto chillonas, aunque en la región grave sonaban dulces. No faltaban instrumentos de metal, trompas, trompetas, cornetas, que se reservaban casi siempre para actos marciales al aire libre. Pero los instrumentos de viento no parecen haber sido los favoritos del Renacimiento, como lo fueron, por ejemplo, de los romanos. Los más característicos de la época son los de cuerda, vihuelas, mandolinas, laúdes, incluso arpas. Parece que la cuerda pulsada tiene una facilidad especial para acompañar a las canciones y madrigales. Las vihuelas eran de fondo plano, más manejables que los laúdes, y de sonido claro y luminoso, a veces sentimental. Es fácil imaginarse un grupo de cantores acompañados por una vihuela. En España, algunas vihuelas comenzaron a adelgazar por la cintura en el siglo XVII: de esta transformación derivaría la guitarra… El laúd, por lo general más grande, de sonidos más graves, dulzones, es quizá el mejor acompañante de la canción, sobre todo de la canción lenta. Las pinturas de los laúdes de entonces los representan de muchas cuerdas, seis, doce, hasta dieciocho, como si resultase más fácil pulsar cuerdas distintas que mover la mano arriba y abajo. Algunos tienen cuerdas más largas que otras, para evitar tensiones excesivas. Aquellos dulces instrumentos de cuerda eran verdaderas joyas. Sus fabricantes o luthiers eran fieles a la preceptiva de entonces: un instrumento debe agradar tanto la vista como el oído. Los clavijeros terminaban en figuras de sirenas, de animales legendarios, o de pez. La madera estaba finísimamente taraceada, con incrustaciones de oro, de plata, de marfil; lacadas de colores. Eran auténticas obras de orfebrería. Tal vez los adornos no proporcionaban un sonido más dulce o más atractivo, pero eran, qué duda cabe, un regalo para la vista. No confundamos las vihuelas con las violas: el origen de la palabra procede de la misma raíz, pero las violas son ya instrumentos de arco, en que las cuerdas no son pulsadas, sino frotadas. En la Edad Media, por las representaciones que conservamos, los arcos son curvos, como un remedo de los arcos de guerra; ahora son rectos, como los actuales. Los instrumentos de arco pueden mantener un mismo sonido por un tiempo indefinido, y esto es en muchos casos una inmensa ventaja; en cambio, no eran entonces tan ágiles como los instrumentos pulsados; servían para «sostener», o para acompañar una canción lenta. Los instrumentos de arco, en un principio menos abundantes que los
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pulsados, tenían reservado un porvenir esplendoroso. A la viola le nacieron, ya en el siglo XVI, dos hermanos, uno mayor, el violón, y otro menor, el violín. El violón, llamado más tarde viola da gamba, tiene un sonido grave y tierno a la vez, muy apreciado en tiempos del barroco. Por lo que se refiere al violín, no fue muy apreciado al principio: sonaba, se decía, muy chillón, por la fuerte tensión a que están sometidas sus cuerdas; sería descubierto a fines del siglo XVII, y acabaría convirtiéndose en el rey de la orquesta: ¡los hombres del Renacimiento no pudieron adivinarlo! Otra novedad muy importante es la de los instrumentos de tecla. Comenzó el órgano, ya bien conocido en la Edad Media; luego aparecieron los de cuerdas pulsadas por púas mediante un mecanismo accionado por las teclas. Así el clavicordio y el clavicémbalo, todavía un tanto toscos, pero con su encanto especial. Más pequeña era la espineta, muy usada en España, en que las teclas movían una pluma de ave. En el norte de Europa se tocaba el virginal, de sonido tímido y delicado, que acostumbraban a tocar las doncellas, y de ahí su nombre. Los instrumentos de tecla acababan de nacer, pero tendrían unas posibilidades inmensas en la historia de la música, por su capacidad para emitir varios sonidos a la vez, y para acompañarse a sí mismos, ya que eran tocados con las dos manos. En suma, los instrumentos de la época renacentista son tal vez los elementos para hacer música que más se desarrollaron, al punto de que ya a fines del siglo XVI permitieron una «armonía instrumental», sin necesidad de voces. Ya empiezan a escribirse composiciones para instrumentos solos. Aún no se ha llegado a la gloria de la orquesta, pero se ha emprendido el camino.
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Los grandes maestros Es casi un tópico decir que en el Norte de Europa se mantiene la tradición de la polifonía coral, de acuerdo con los cánones de la Edad Media, mientras en la zona mediterránea del continente —España, Francia, Italia— predomina la música profana expresada en canciones y madrigales, acompañados por instrumentos. Todo eso es cierto en gran parte, pero no del todo, ni mucho menos. Conviene matizar algunos aspectos. En el Norte suenan los coros con más frecuencia que en el Sur, pero, de acuerdo con las tendencias renacentistas, la música coral ya no es solo eclesiástica. Y existe también una música profana que busca expresarse por medio de canciones, acompañadas o no por instrumentos. Los europeos del Norte son más comedidos, gustan de una música más ajustada y serena, pero en absoluto desprecian la expresión de los sentimientos. Y los europeos del Sur son más expresivos y gustan más de las formas libres, pero también componen coros y cuidan guardar los tiempos. Las diferencias no son tan grandes como se ha dicho. Por otra parte, y tanto en una zona como la otra, abunda la música profana, pero se mantiene la religiosa; parece como si un compositor no pudiera llegar a ser apreciado si no supiera desenvolverse en los dos ámbitos. Es más: se da el caso, verdaderamente llamativo, de que los tres más conocidos compositores del Renacimiento son de origen flamenco y residieron la mayor parte de su vida en Italia. Quizá por esto constituyeron una feliz síntesis de dos formas de concebir la música, y gracias a esta fusión de mentalidades y de estilos llegaron a donde llegaron. Al fin y al cabo, los grandes artistas del Renacimiento, como los grandes intelectuales, viajaron por toda Europa, tomaron de cada zona lo que podía enriquecerlos, y legaron por otra parte su propio acervo. — Josquin Després (1440-1521) nació en la Picardía, al NE de Francia, en un ambiente en que la cultura flamenca era familiar. Sin embargo, viajó muy pronto a Italia, corazón entonces del Renacimiento, y ya a los 19 años lo encontramos como miembro del coro de la catedral de Milán, en el que permaneció de 1459 a 1472. Destacó enseguida como gran músico, y en Milán sirvió a los Sforza, dueños de la ciudad, y más tarde dirigió en Roma el coro papal. En Italia maduró y fundió con armonioso acierto el rigor nórdico y la expresividad latina. Así se convirtió en el Princeps Musicorum y se hizo famoso en toda Europa. En la última etapa de su vida residió en Francia, sirviendo a Luis XII y a diversos nobles. Fue el músico mejor pagado de su tiempo. Desprez escribió lo mismo música religiosa que profana. Compuso por lo menos 20 misas —entre ellas la famosa Messe de l’homme armé, de clara polifonía, bien articulada, en que se marcan bien los acentos—; en él, la polifonía es, más que una mera combinación de voces, una forma de «decir las cosas con música», de suerte que el sonido se articula naturalmente con la letra. Escribió también otras composiciones religiosas más breves, que expresan muy bien actitudes como la adoración, la devoción, el dolor, la alegría. Se dice que Josquin Desprez es el primer músico que refleja sentimientos a través de los sonidos: la
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afirmación no puede tomarse al pie de la letra, porque siempre el arte musical fue de alguna forma un instrumento de expresión de cuanto el hombre lleva dentro de sí, pero es cierto que en Josquin se percibe más claramente el deseo de reforzar con el sonido lo que dicen las palabras. No es menos expresivo cuando compone madrigales o canciones profanas. A veces también obras corales no religiosas, como Vive le roy, una especie de himno-marcha (quizá la composición más antigua de este género que se conoce) en honor de Luis XII, pomposa y digna, muy buena para la época. Algunas de sus canciones son sentimentales, otras alegres, todas gratas al oído, a pesar de que nuestra forma de concebir la música hoy no es la misma que la de su tiempo. Si en Italia compuso sobre todo madrigales, en Francia escribió por lo menos 70 chansons, algunas deliciosas: entre ellas Mille regretz, que se difundió por toda Europa y que fue la pieza favorita de Carlos V. —Adrian Willaert nació en Brujas hacia 1480 y murió en Venecia en 1562. Fue discípulo de Josquin Després, y viajó tanto como él, pues vivió en Italia, Austria, Bohemia y Hungría, para terminar siendo maestro de capilla en la basílica de San Marcos de Venecia, que, además de un coro numeroso, disponía de uno de los mejores órganos de Europa. Willaert fue así un nuevo símbolo de la síntesis flamencoitaliana. Quizá su más larga estancia en el mundo germano haya hecho su música más tendente a la medida, diríamos en ocasiones un tanto mecánica, pero siempre correctísima. Un rasgo original fue la utilización de dos coros que se alternan y al fin se funden en una magnífica expresión polifónica. Compuso misas, salmos, y también canciones para varias voces. Sus madrigales fueron sus obras más difundidas. Willaert pasa por ser el creador de la escuela veneciana. Venecia era una ciudad rica, que albergaba una amplia burguesía amante de las artes. Fue una de las primeras ciudades de Europa que tuvo teatros y escenarios dedicados expresamente a representaciones musicales. — Orlando di Lasso (llamado en su origen Roland De Latre) nació en Mons, Bélgica, en 1532, y murió en Munich en 1594. Pertenece por tanto a una generación posterior, y significa la máxima culminación de la música del Renacimiento. Viajó, como todos, por gran parte de Europa, Flandes, Alemania, Italia, Francia, posiblemente Inglaterra. Fue un compositor extraordinariamente fecundo; tenemos noticias de 2.400 obras suyas; posiblemente alcanzó las 4.000. Cierto que solo algunas son de gran extensión, misas, dos Pasiones, un Magnificat. Su obra póstuma, «las lágrimas de San Pedro» es un conjunto de canciones muy sentidas. En el campo profano, escribió una cantidad prodigiosa de madrigales, unos serios, otros festivos, y no faltan algunos bastante frívolos. Una «canzone» italiana, Matona mia cara goza fama de ser la más melódica y luminosa, aunque también tienen un encanto especial, sus «chansons» francesas, como la deliciosa Vignon, vignon, vignette. La facilidad de Orlando di Lasso es proverbial. Y su música suena más «madura» que la de todos los compositores anteriores a él. Cualquier persona, por escasa que sea su cultura musical, puede oír su obra con gusto; por más que la impresión de estar escuchando «música antigua» sea inevitable, no resulta por eso, ciertamente, desagradable, porque está dotada de un peculiar encanto. Lasso es posiblemente el primer músico que vio en vida publicadas obras suyas, gracias a los
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avances de la imprenta, capaz de representar ya pentagramas con notas. Ciertamente, no hubiera necesitado este privilegio para pasar a la historia. — Mencionemos para terminar, siquiera brevemente, otro nombre que se ha hecho famoso: ¿por la calidad de su obra?, ¿por su profunda originalidad?, ¿por la trayectoria de su vida? Nos estamos refiriendo al príncipe Carlo Gesualdo di Venosa, conocido siempre como Gesualdo (1566-1613). Perteneciente a una familia aristocrática, hombre siempre extraño, reservado y pasional, se dice que estranguló por celos a su esposa y mató al amante de ésta. Este hecho escandaloso contribuyó paradójicamente a su fama. Bien es cierto que las mejores composiciones de Gesualdo son posteriores a aquella tragedia: incluyendo tristísimas canciones por la muerte de su mujer. Su música es extraña, apasionada, llena de exclamaciones y lamentos, de frases largas de peregrino colorido, de tonos muy indefinidos. Su predilección por los semitonos y la extraordinaria vaguedad de sus melodías, que parecen arrastrarse de un modo inexplicable, le hacen distinto de todos los músicos de su tiempo. Desde que le reivindicó Strawinski, es un autor muy valorado, sobre todo por las corrientes más progresistas de la musicología. No puede decirse que Gesualdo sea en sentido estricto «un moderno», sí que es extraño y distinto. Tiene algo fascinante que vale la pena escuchar alguna vez, si llega la ocasión.
Los españoles España tuvo una participación muy destacada en la música del Renacimiento. Esa magnífica explosión de vitalidad y capacidad creadora en todos los ámbitos que llamamos siglo de oro, o siglos de oro, porque se extiende sobre dos centurias distintas, no dejó al margen la música. Tal vez a muchas personas de cultura media les suenan más los nombres de Garcilaso, Cervantes o Velázquez que los de Francisco Peñalosa, Cristóbal de Morales o Francisco Guerrero, de los cuales se habló en su tiempo tanto como de los otros. ¿Somos injustos con nuestros músicos? Posiblemente el problema es otro. Podemos leer un texto o admirar un lienzo del siglo de oro, y sin el menor esfuerzo tomamos conciencia de los rasgos de genialidad que en él se encierran. Son «clásicos», hasta la médula, son nuestros, los hemos incorporado a nuestra cultura, y participamos de su excelencia tanto como si fueran obras muy cercanas al tiempo en que vivimos. Ya hemos apuntado que con la música ocurre algo distinto. No la admiramos en el mismo grado que la literatura, la pintura, la arquitectura, la escultura. Y seguimos sin saber a ciencia cierta si la música del Renacimiento no ha alcanzado todavía la plenitud de lo clásico, o si nosotros, por alguna causa, tal vez por culpa nuestra, no conseguimos apreciarla en todo su valor. Solo los buenos musicólogos son capaces de hacerlo. Ya nos hemos referido a este misterio, y no es hora de volver a él. Lo cierto, y lo que en este punto nos interesa, es que la música española de los siglo XV y XVI alcanza una altura similar a la que se vivió en Flandes o en Italia, y contribuyó como pocas al desarrollo del arte musical europeo. El esplendor de nuestro siglo de oro, al menos en la apreciación de los contemporáneos, que vivieron y comprendieron aquellas obras, no es menor en el mundo de la música que en cualquiera de los demás campos del arte.
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De la época de los Reyes Católicos conservamos más de 400 obras en la preciosa colección llamada «Cancionero de Palacio». En ella podemos reconstruir la música de Juan de Anchieta, Francisco de Peñalosa o Juan del Encina, al que suele conocerse más como poeta que como compositor, cuando la verdad es que gran parte de su obra estuvo destinada a ser cantada. Son todas ellas canciones sencillas, acompañadas por lo general de vihuela, sin oropeles, con un sentido entrañable y delicioso, que al cabo de cinco siglos mantiene su frescura. La calidad de la música española de fines del siglo XV muestra claramente que no fue necesaria, como algunos han pretendido, la llegada de la Casa de Austria, con sus cantores y sus instrumentos de tradición borgoñona, para que el país —tanto en los reinos de Castilla como en los de la Corona de Aragón— mostrase su originalidad y su capacidad creadora. En el siglo XVI destaca, más que en la corte, la escuela sevillana, que dio a España y a Europa varios compositores extraordinarios. Cristóbal de Morales (1500-1553) fue un maestro que se adelantó a su tiempo. Reformó la música religiosa española antes que Palestrina en Italia y le confirió una especial dignidad al mismo tiempo que una soberana belleza. Para Morales, «toda música que no sirva para honrar a Dios o para enaltecer los sentimientos de los hombres, falta por entero a su fin». La música no es por tanto, un mero entretenimiento, sino que está destinada a «dar a las almas austeridad y nobleza». Morales cultivó especialmente la polifonía, con un trazo firme y seguro; es frecuente escuchar en él unas voces bajas, lentas, en que las otras se apoyan; en ocasiones sus coros nos recuerdan el sonido de un órgano. Tiene un Requiem sobrecogedor. «Príncipe de los músicos de su tiempo», como dijo de él Pedro Thalesio, su obra fue difundida por Francia, Italia, Alemania y los Países Bajos. Francisco Guerrero (1528-1599) fue un polifonista lleno de colorido y luminosidad: no por eso de menos elevación. Nos ha dejado veinte misas y un espléndido Magnificat; pero también canciones y villancicos a dos o cuatro voces: «A un niño llorando al hielo» está llena de belleza, y la canción «Alma, si sabes de amor» es una auténtica delicia. Guerrero usa en ocasiones una técnica en que unas voces responden a otras, como en una conversación real. Por último, vale la pena mencionar a Juan Vázquez (1510-1560), extremeño y formado en Guadalupe, pero que en Sevilla escribió sus mejores canciones y villancicos. Es sin duda el más popular de todos, reflejo del sentir popular. Gracias a él, sobre todo, conocemos lo que cantaban los españoles del siglo XVI. Coplas como «Si no os hubiese mirado», «De los álamos vengo, madre», «Zagaleja de lo verde», «Soledad tengo de tí» son un claro ejemplo de belleza y de primor y al mismo tiempo expresan con absoluta naturalidad el sentir del pueblo. Vázquez cultivó la polifonía religiosa, pero destaca sobre todo por sus villancicos. Apenas parece necesario recordar que en aquellos tiempos la palabra no aludía a canciones propias de la Navidad, como generalmente se entiende hoy. Villancico, de «villano» en el mejor sentido de esta palabra, es lo perteneciente al pueblo llano y sencillo. El arte español del Renacimiento estuvo siempre íntimamente relacionado con el pueblo, y en el campo de la música no podía ocurrir otra cosa.
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Conviene recordar, siquiera por un momento, a dos extraordinarios organistas, quizá los mejores de la Europa de su tiempo, ambos curiosamente ciegos desde los diez años, y dotados de extraordinarias cualidades para la interpretación, para la composición, y hasta para la elaboración de tratados, que hubieron necesariamente de dictar. Antonio de Cabezón (1510-1566) fue organista de Carlos V, de su esposa la emperatriz Isabel y después de Felipe II. Hizo música para órgano, clavicordio —que también tocaba primorosamente— y para vihuela. Viajó por Italia, Alemania, Holanda e Inglaterra, países donde su música influyó notablemente. Pedrell le considera «el Bach español», por más que viviera casi doscientos años antes. Qué maduro es su órgano, qué equilibrio el suyo. Escuchamos su obra, y la juzgamos «moderna», muy afín a la de los grandes organistas alemanes de comienzos del siglo XVIII. Francisco Salinas parece haber sido tan excelso organista como Cabezón. ¡Pena que no conservemos nada de su obra! Sabemos que fue sumamente admirado en su tiempo. Llegó a ser —aun ciego— catedrático de Salamanca, donde enseñó e hizo practicar con él música a sus alumnos, y tuvo ocasión de hacer escribir una amplia obra teórica, De musica libri septem. Uno de sus admiradores, también catedrático de Salamanca, Fray Luis de León, escribió una «Oda a Salinas»: «el alma se serena / y viste de hermosura no usada…», que bastaría para hacer a Salinas famoso, si su música, por las referencias que tenemos, no hubiera merecido tales elogios. Sin duda la figura más excelsa del siglo de oro español fue Tomás Luis de Victoria; pero parece preferible, por su significado, incluirle en el apartado siguiente.
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Reforma y Contrarreforma La aparición del protestantismo en la Europa del Renacimiento provocó dolorosos traumas en la comunidad cristiana, con graves repercusiones también en aspectos culturales, sociales y políticos. La música tampoco fue indiferente a la crisis. Lutero no era un gran compositor, pero sí escribió canciones religiosas. La más famosa de todas, Ein Feste Burg, está inspirada en Hans Sachs. Pero recurrió a buenos músicos, como Johann Walter y Konrad Kupff. Su finalidad estaba clara. Tradujo la Biblia al alemán, y para expresarla en forma de canto no podía usarse un sistema silábico tan terminante como el latino. Por otra parte, al suprimir la misa, necesitó emplear en los oficios religiosos canciones más sencillas, capaces de llegar al pueblo. Pensó, sin duda con acierto, que la música era un buen medio para atraerse a los fieles y hacer más atractivas las ceremonias. Alemania era un país muy aficionado al canto, donde se celebraban, como en su lugar hemos visto, concursos de cantores y coros. Apareció así una música religiosa sencilla y digna a la vez, basada en los cánones medievales, pero articulada con claridad, que todo el mundo podía entender y, por supuesto, cantar. Así, las ceremonias luteranas fueron siempre eminentemente musicales. Se interpretaban textos bíblicos, o canciones más populares, relacionadas con ellos o con otras tradiciones religiosas. No pensemos que esta sencillez atractiva duró mucho tiempo. En el siglo XVII la polifonía se haría más complicada, atraída por una rica y muy técnica combinación de voces. Los alemanes habían sido siempre muy aficionados a los grandes coros, dotados de gran disciplina. Por este camino se llegaría, un siglo más tarde, a las majestuosas obras corales de Bach. La Iglesia Católica comprendió que no podía quedarse atrás. Los aspectos doctrinales eran los más importantes, ciertamente, pero la facilidad de los luteranos para atraerse a los fieles haciéndoles participar en el culto por medio de la música, aconsejaba algún recurso similar. Se mantuvo el latín como lengua oficial de la Iglesia; al fin y al cabo su comprensión era más fácil en el sur de Europa que en los países germánicos o sajones; fórmulas como las del ritual de la misa eran ya familiares a muchos fieles. En la fase final del concilio de Trento, resueltas las cuestiones dogmáticas, se trató de otras disciplinares o complementarias, y de pronto la música apareció en primer plano. Las composiciones religiosas, desde la época del gótico flamígero, se habían entretenido en juegos de voces que daban al canto más espectacularidad que contenido o que facilidad de comprensión de las palabras. Y algo peor todavía: se habían introducido, entre los cantos de culto, algunas canciones profanas destinadas más que nada a entretener a los fieles. Un decreto conciliar de septiembre de 1566 prescribió que «ha de evitarse en las iglesias aquella música… en que por medio del canto se mezcle algo de licencia e impuro, y ha de hacerse de tal manera que la casa de Dios parezca y pueda llamarse casa de oración». No faltó incluso quien pensaba que la polifonía podía ser una forma muy bella de hacer música, pero dificultaba la audición de las palabras, y más servía para la
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distracción que para la edificación de los fieles. Era una cuestión hasta cierto punto dramática. La polifonía había sido la más grande conquista de la música medieval, y el elemento que podía llevar el arte sonoro hacia sus más perfectas formas de expresión: pero ciertamente la cuestión de la simultaneidad de voces podía dificultar la comprensión de los oyentes… y hasta concentrar el esfuerzo de los cantantes en la precisión de la lectura de cada uno, con detrimento de la atención a lo que se estaba diciendo. ¿Debía prescindirse del tesoro de la polifonía, o cabía la posibilidad de encontrar una solución distinta?
Palestrina El papa Pío IV nombró una comisión, formada por ocho cardenales entendidos en la materia, para tratar de la reforma de la música sagrada. Hoy sabemos que la idea de suprimir totalmente la música polifónica apenas llegó a tratarse; pero sí era preciso sacrificar muchas formas complejas y puramente ornamentales si se quería hacer el canto más comprensible. Y por este camino, ¿hasta dónde se podía llegar? La sencillez suponía un empobrecimiento, pero la complejidad no favorecía la comprensión ni la devoción. Los comisionados escucharon diversas piezas, y ninguna les convenció hasta que llegó Palestrina. Giovanni Pierluigi da Palestrina había sido cantor de la capilla papal, y Julio III le había hecho director de los coros pontificios. Palestrina era seglar, casado y con hijos, cuando las normas vigentes exigían que el director fuera titular de órdenes sagradas; pero el papa, que conocía muy bien los méritos extraordinarios de aquel hombre, se había saltado todas las reglas. Cuando llegó Paulo IV, más legalista, destituyó a Palestrina, que hubo de pasar a la dirección de los coros de la basílica de San Juan de Letrán. Sin embargo, como hemos visto, Paulo IV era entendido en música, y convencido de la necesidad de encontrar un nuevo lenguaje para las expresiones de la Iglesia. Quizá ni el papa ni el compositor estaban en aquel momento bien avenidos, pero la música obró el prodigio. Palestrina presentó la llamada Misa del papa Marcelo, y todos comprendieron al instante que había encontrado la nueva forma de expresión que se estaba buscando. Cuando el pontífice escuchó aquella música quedó impresionado, y exclamó: fuit homo missus a Deo, cui nomen erat Ioannes. En este caso el nuevo Juan era Giovanni Palestrina. La Misa del papa Marcelo es un prodigio de serenidad y de extraordinaria belleza. Los cantores tienen que esforzarse muy poco, porque nunca se les exigen notas demasiado altas ni demasiado bajas, ni tampoco saltos repentinos. La música oscila en ondulaciones melódicas largas y muy naturales, la polifonía es rica en matices, muy bien equilibrada, pero con ausencia absoluta de adornos: nunca se había hecho una polifonía como aquella. Y sin embargo, esta música tan sobria es expresiva, original, mueve el corazón sin necesidad de expresiones dramáticas, y permite seguir el texto litúrgico con toda claridad; siempre hay una voz principal que destaca sobre las demás y permite la intelección de las palabras. De «belleza desnuda» se ha calificado la música de Palestrina. Cuando se la escucha, se siente una impresión de sereno equilibrio, que
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sugiere luminosidad y profundidad al mismo tiempo. Palestrina había encontrado el lenguaje musical de la Iglesia católica para varios siglos. Escribió más de cien misas y otras muchas obras polifónicas para la Iglesia, y solo algunas de carácter profano, también muy bien equilibradas. Siempre compuso para la voz humana, cuyas formas de expresión dominaba perfectamente, y nunca para instrumentos; en este sentido inauguró una tradición larguísima en la música italiana, que ha llegado a conocer los secretos más íntimos de la expresión vocal. Son muchos los que le consideran el mejor polifonista de todos los tiempos.
Tomás Luis de Victoria El otro gran músico de la Contrarreforma fue un español, Tomás Luis de Victoria, discípulo de Palestrina, y cuya música alcanzó también entonces dimensiones universales. Ciertamente, España iba a dar a partir de entonces pocos músicos de renombre durante siglos. Victoria nació en Ávila en 1548. Niño cantor en la catedral abulense, tuvo buenos maestros, y aprendió composición y teclado. En 1567 viajó a Roma, donde conoció a varios músicos, entre ellos Palestrina, a quien sucedió en la dirección del Collegium Musicum Romanum. Allí se ordenó sacerdote, y compuso piezas de música religiosa, aunque posiblemente sus mejores obras las escribió después de su regreso a España, donde Felipe II lo hizo director de la capilla musical de su hermana la emperatriz María, en las Salesas Reales. En Madrid vivió casi todo el resto de su vida. Compuso veinte misas y una enorme cantidad de obras polifónicas de todo tipo, que, cosa no frecuente, fueron publicadas apenas escritas. Conoció a un buen impresor, que logró una fiel y pulcra reproducción de la escritura musical: el mismo Palestrina dijo sentir envidia de las magníficas ediciones de la obra de Victoria. Sin duda fue el primer compositor de la historia que vio publicada toda su música en vida. Victoria tomó muchas cosas de Palestrina, pero también de Guerrero, y supo conservar durante toda su existencia el estilo propio de la música española. Le distinguen su expresión emotiva, su dulzura especial, y un encanto místico que ha permitido compararlo con sus contemporáneos (¡y también abulenses!) Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Su devoción mariana, también muy característicamente española, le llevó a escribir composiciones como los himnos Ave Maris Stella, Ave Regina Coelorum, Salve Regina y varios Magnificat, que figuran entre lo mejor de su obra. Casi es una pena tener que añadir que la más famosa y popular de sus obras, la bellísima Ave María, probablemente no es suya. No fue editada entonces, y no fue conocida una copia manuscrita hasta el siglo XIX. Karl Proske la atribuyó a Victoria, pero la mayor parte de los expertos actuales creen que corresponde al siglo XVII, aunque no deja de ser, por cierto, una obra maestra, y llena de la dulce intimidad que distingue al gran músico. Otras composiciones de Victoria que se han hecho famosas son dos Pasiones (la según San Juan es verdaderamente emocionante) y el Vexilla Regis. La música de Victoria es limpia, llena de una particular espiritualidad y al mismo tiempo de una extraordinaria belleza. Tal vez no sea superior a la de Palestrina, pero emociona más que ella. Para A.
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Colling, «rebasa a todos sus contemporáneos por la fuerza y sobre todo por la pureza… Su música es de una limpieza perpetua y absoluta». Y para Mitjana, «Victoria, llevado por una intuición maravillosa y por su portentoso genio, … penetra en el elemento primordial de la música …, de la obra de arte del porvenir: la expresión musical de la vida interior».
1 Universalmente conocida, y no solo en Francia, es la canción Frère Jacques, Frère Jacques / dormez-vous, dormez-vous? / sonnez le matine, sonnez le matine / din dan dun, din, dan, dun. Pueden cantarla un grupo de amigos. De pronto, uno de ellos repite solo «Frère Jacques», mientras los demás siguen cantando los demás versos; otro se queda en «dormez-vous» y lo repite una y otra vez, mientras los demás siguen toda la canción. ¡La disidencia resulta! El conjunto sigue siendo armónico. Naturalmente, hay combinaciones mucho más perfectas.
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El milagro del barroco
Nuestro concepto del barroco, aunque admite muchos matices, suele referirse a una época histórica sobre la que estamos de acuerdo en muchos puntos fundamentales. Nos parece que es una época crítica, conflictiva, aunque dotada también de felices iniciativas de una viva imaginación y un indudable valor constructivo. Solemos atribuir al Renacimiento ideas como la estabilidad, el equilibrio, la tendencia a lo «clásico» en los muchos sentidos que cabe conceder a esta palabra; también si se quiere el sentido de un gozoso «descubrimiento» o el deseo de hacer descubrimientos (y no solo, por supuesto, en el ámbito geográfico). El Barroco, en cambio, se nos presenta como menos equilibrado, más lleno de contrastes (y tendente a los contrastes), en que la contraposición de elementos contrarios juega un papel fundamental. En el siglo XVII Europa vive una época de guerras casi continuas, entre las que destaca la interminable guerra de los Treinta Años, y padece una cantidad de pestes, tan mortíferas como no se recordaba desde el siglo XIV, y como no se volverían a registrar en la historia, que contribuirían a la despoblación de buena parte de Europa. También, por supuesto, hubo en el barroco sabios, artistas, santos y hombres, en general, de muy alta categoría. También es tópico, un tópico en lo que respecta al arte, que el barroco significa complicación, exageración, extremosidad, una fuerte tensión entre fuerzas que se oponen, que contrasta con el sentido más equilibrado de la época renacentista. Todos los tópicos tienen mucho de lugares comunes, pero encierran también una parte de verdad, que sería incorrecto no tener en cuenta. La arquitectura recargada y llena de elementos accesorios, la escultura retorcida y de esforzada dinámica, la pintura tenebrista o de exagerado claroscuro muestran, a juicio de casi todo el mundo, rasgos muy característicos del barroco. ¿Y la música? ¿Qué se puede decir de la música? La que se compone por entonces, ¿se adapta o no a los caracteres que solemos considerar como propios del barroco? Ahí radica precisamente el problema. Es cierto: la observación de un ilustrado sobre un asunto de música dio lugar a la palabra barroco. Por 1750, el ensayista francés NoëlAntoine Pluche comentaba las características opuestas de dos violinistas contemporáneos: «Jean Baptiste Anet hace de su violín un instrumento lírico, dulce y casi humano, en tanto que Jean-Pierre Grignon trata a toda costa de sorprender, de llamar la atención, con sonidos desaforados y extravagantes. No parece sino que de esta manera se tratase de bucear en el fondo de los mares para extraer berruecos con grandes esfuerzos, mientras en tierra firme sería posible encontrar con mucha más facilidad joyas
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valiosas…». Berrueco —baroc en francés— es una perla de escaso valor. Parece que de este comentario derivó el uso de la palabra barroco como sinónimo de lo complicadamente inútil. Y es perfectamente posible que el violinista Grignon se esforzase en complicaciones innecesarias. Es un vicio de algunos virtuosos que frecuentemente —quizá desgraciadamente— se ha visto y oído no solo en el barroco, sino en todas las épocas. Y de aquella misma época era el moderado y lírico Anet. En realidad, ¿qué es lo que de barroco tiene la música «barroca»? Bach parece la sublimación del equilibrio, de la perfecta proporción entre las partes, de la concepción de la música como una impecable, bella y reconfortante ecuación matemática. Corelli y Vivaldi son la luminosidad mediterránea, la melodía sencilla y grata que nos conquista y nos hace más felices. Diríamos que los románticos son mucho más «barrocos» — entendamos: lato sensu— que estos serenos clásicos. A lo sumo, podríamos entender como barroca la tendencia a los «adornos», como los trémolos, arpegios, mordentes, dibujos que tienen algo de arabescos sonoros, tal como puede apreciarse en algunos autores, sobre todo del siglo XVII: tendencia que, sin embargo, no es exclusiva de la época y puede advertirse en otros muchos músicos anteriores y posteriores. El adorno es usual en toda la música clásica, especialmente en la interpretación de solistas. No parece que esta tendencia baste para tildar la música del siglo XVII y primera mitad del xviii de barroca. Por otra parte, los estudiosos —por ejemplo, Claude Palisca— encuentran que el periodo 1600-1750, adoptado por lo general como la época de la «música barroca» es demasiado largo como para introducir a Lully o Charpentier en el mismo saco que a Bach o a Haendel. ¿Y puede compararse la música de Monteverdi, apenas salido del renacentismo, con la frescura de Vivaldi? La palabra barroco nos puede servir como expresión convencional de referencia, nunca como la definición de un estilo. Se ha hablado de primer, segundo y tercer barroco —y algunas divisiones cronológicas tendremos que establecer—, pero la clasificación no nos libera de una denominación que tiene mucho de artificial. El recurso más adecuado que tenemos para comprender y penetrar en la naturaleza de la llamada música barroca consiste, naturalmente, en escucharla y disfrutarla. Ahora bien, lo más importante —aunque no siempre se ha reparado en esa importancia— es la profunda revolución que la música experimentó por entonces: fue un salto espectacular, el conjunto de unas innovaciones que transformaron la forma de componer y de interpretar, y que llevaron el arte musical hasta unos alcances desconocidos. Esta revolución barroca, visible ya desde 1600, plenamente consagrada salvo detalles a partir de 1650, se caracteriza por la consagración de una serie de elementos que siguieron sirviendo durante siglos a la «música clásica». Hasta cierto punto, es cierto que lo que conocemos como música clásica surge precisamente por entonces. Recordemos alguna de estas innovaciones.
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Innovaciones — La tónica como punto de referencia Desde los tiempos griegos se usaban los siete tonos de la escala natural de notas, y con cierta frecuencia también los cinco tonos intermedios. Pero, de estas doce notas, no había una fundamental. Cierto que los griegos habían establecido sus famosos «modos», de acuerdo con los cuales una composición solía terminar en una nota determinada. Pero esta nota no ostentaba una jerarquía sobre las demás. En la Edad Media y a comienzos de la Edad Moderna se continuó con esta indiferencia. Una canción, una composición del tipo que fuera, podía comenzar con cualquier nota y terminar con cualquier otra: se procuraba, eso sí, que «sonara bien», que el conjunto fuese agradable. Tanto la melodía —la sucesión de las notas— como la armonía —la agradable sensación que producen varias notas entonadas simultáneamente por distintas voces— obedecían siempre a una idea de belleza. Una melodía no suena bien si se escogen las notas al azar, y una armonía debe «empastar» las distintas voces para que produzcan una sensación reconfortante. Qué distintas suenan las notas de un piano cuando damos un manotazo a las teclas o cuando buscamos con los dedos notas capaces de armonizar entre sí. Eso lo sabían los antiguos, los bajomedievales (desde que nació la polifonía), y los modernos. Pero lo que surge a partir de 1600 es algo más. Se adopta una nota fundamental, que es la que sirve de referencia a las demás, y tanto la melodía como la armonía deben ajustarse a una relación digamos jerárquica con respecto a esa referencia. Y esa relación está determinada por estrictas reglas matemáticas, no es hija del capricho ni de una elección al azar. Solo cuando un tema musical, no digamos la obra entera, termina con esa nota fundamental —lo que llamamos tónica— sentimos que la música «termina bien», nuestra tensión auditiva queda satisfecha. También nos gusta que una historia termine bien. Solo —¡y no es una casualidad!— la narrativa contemporánea suele romper con los deseos del lector, y la música contemporánea tiende a lo mismo. Pero esto es una cosa distinta, una cuestión de criterios estéticos, en que aquí no debemos entrar. Lo cierto es que la admisión de una tónica o nota fundamental crea un ajuste de sonidos, una jerarquía, tanto de elementos que se complementan o que se oponen, de la cual depende un discurso musical lleno de sentido. Cuando escuchamos una obra medieval, o del Renacimiento, puede parecernos que no termina «donde debe», como si se hubiera interrumpido abruptamente en cualquier pasaje. Esta desazón depende en parte de un gusto que se nos ha venido proporcionando desde hace cuatrocientos años; pero también depende de una fluencia de los sonidos que tiene una desembocadura natural y lógica. El triunfo de la nota tónica o fundamental —eso sí, después de muchas contradicciones y muchas luchas en su desarrollo— representa una especie de «apoteosis final». Una obra musical clásica debe terminar con un fuerte acorde en que la tónica o fundamental queda definitivamente asentada, pronuncia la última palabra. Solo entonces nos sentimos movidos a aplaudir, a veces con entusiasmo.
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— La barra de compás Ya en el Renacimiento aparecen a veces unas líneas verticales en el pentagrama que señalan una división en la línea melódica. Parece que fue Alexander Agricola el primero que la utilizó, en 1529. Más tarde la menciona Sebald Heyden, que le da el nombre de tactus. Estas divisiones tenían un sentido de medida, pero es en el siglo XVII, según parece con el teórico Adriano Banchieri, (hacia 1620), cuando adquieren un carácter preciso: una barra de compás separa tiempos iguales, la duración de las notas comprendidas entre dos barras es la misma que la de las comprendidas entre las barras anteriores o las barras posteriores. Con ello se hace mucho más fácil y más mecánico — cuidado, sin caer en mecanicismos— el marcar el compás, llevar el compás, un recurso sin el cual no podría existir la música moderna. Con la barra de compás se consagra la buena medida del ritmo, pero no solo eso, sino también los acentos, el «tiempo fuerte», el «tiempo débil», y el mismo fraseo musical. Antes, las referencias eran aproximadas, ahora al fin son precisas y podemos «medir» correctamente la música, y por tanto interpretarla con fidelidad a la intención del compositor. Marcar el compás significa también poder dirigir la música y aunar bien el «tiempo» de todos los intérpretes. Hasta el siglo XVII encontramos magníficas obras polifónicas, o canciones para una, dos o cuatro voces, pero muy pocas composiciones puramente instrumentales. Parece como si fuese más fácil aunar voces humanas, aunque cada grupo de voces entone notas distintas, que aunar un conjunto de instrumentos, cada uno con técnicas diversas y con timbres muy diferentes. Por lo menos es un hecho, y no debe ser una casualidad, que en cuanto aparece la barra de compás se multiplican los instrumentos, y algo más importante aún, se escriben obras para instrumentos solos, ya sin necesidad de la compañía de la voz humana. Los instrumentos se han independizado, y aparece la música instrumental propiamente dicha, destinada a tener un papel insustituible en la historia, hasta nuestros días. Enseguida hablaremos de los instrumentos. También la medida y la distinción entre acentos y tiempos fuertes y tiempos débiles permite una precisión mayor en el fraseo o cadencia del discurso musical. Antes podían existir «frases» en canciones o corales de acuerdo con la letra que se cantaba; ya es bien sabido que en los madrigales y otras formas de canto renacentista había una dependencia muy grande de la música a la letra; al fin y al cabo el madrigal es una suerte de poesía cantada. Pero ahora en que los instrumentos se hacen independientes, e interpretan una música sin palabras (no por eso menos expresiva o sentida: eso no lo olvidemos nunca), pueden frasear a su modo, emiten grupos de notas que se diferencian de otros grupos, y precisamente porque se trata de frases distintas, la música nunca nos suena monótona. Quizá en un principio hubo una mayor preocupación por la medida, y por eso la música del barroco puede parecernos, si no monótona, formada por frases isócronas o iguales. Más tarde ya mediados del siglo XVIII el fraseo adquiriría una importancia fundamentalísima en las formas de expresión musical. — Las notaciones Las partituras musicales no solo contienen pentagramas y notas. Vemos en ellas también observaciones hechas con palabras escritas. Es cierto que la música es un
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mensaje íntimo y profundo, que muchas veces no cabe en palabras, pero también es cierto que en ocasiones son precisas palabras destinadas, no a sonar, sino a matizar lo que las mismas notas no pueden. Fue Adriano Bianchieri, el mismo que introdujo definitivamente y con su valor actual la barra del compás, el primero en escribir anotaciones como forte y piano para indicar la intensidad con que debía sonar la música. Más tarde se introducirían anotaciones acerca de la velocidad con que debía interpretarse: largo, adagio, andante, allegro, presto. Observemos que todas estas palabras, como en general las que se refieren a la notación literaria que indica cómo debe sonar la música, están escritas en italiano. Quizá no es tanto el hecho de que el corazón de la música del barroco estuviera en Italia, como el que Italia fuera la cuna de la música instrumental. Y es la música instrumental la que más necesita de estas indicaciones. En el barroco tal vez no hacen falta demasiadas advertencias, porque la música instrumental interpreta casi siempre ritmos muy conocidos: giga, zaraband, badinerie, minué; pero más tarde las notaciones literarias se fueron multiplicando. Al forte y al piano se unieron el crescendo y decrescendo, porque no siempre conviene pasar de la música suave a la fuerte de golpe, sino de una forma progresiva: luego veremos la impresión que produjo en los oyentes el crescendo. Y, si conviene en este punto seguir el desarrollo de las indicaciones literarias, habría que recordar que con el romanticismo el deseo de matizar obligó a escribir muchas más cosas. No es lo mismo un andante spianato que un andante leggiero, un allegro moderato que un allegro scherzando. Una indicación larguísima, y sin embargo genial fue la que Beethoven escribió al comienzo del primer movimiento de una de sus obras más conocidas de todo el mundo, la sonata «Claro de Luna»: tutto questo pezzo deve suonare delicatissimamente, ma senza sordini. No vale pisar el pedal de sordina, que interpone una franela entre los macillos y las cuerdas del piano; éstas deben ser percutidas directamente, crudamente, sin interposición de nada; pero al mismo tiempo la pieza ha de ser tocada con extrema delicadeza: ahí reside todo el hechizo de la «Claro de Luna». Bruckner, a fines del siglo XIX, fue probablemente el autor que usó con más frecuencia de indicaciones de todas clases, algunas muy largas, para precisar cómo quería que sonase su música: y en la mayoría de ellas advertimos un acierto definitivo. Qué maravilla poder leerlas. Así fue como se generalizó progresivamente el uso y el número de notaciones literarias, iniciado hacia 1620 por Bianchieri. Otro invento del barroco. — Los instrumentos En el barroco no aumenta el número de instrumentos, muy grande, según hemos advertido ya, en la época renacentista; pero se consagran las «familias» de la orquesta tal como hoy las conocemos, en grupos de instrumentos capaces de «empastar» satisfactoriamente unos con otros hasta producir una fusión de timbres muy bien equilibrada. Por ejemplo, las trompas, con su sonido misterioso y característico, tienden a sustituir a las trompetas, tan estridentes, que se reservan para ocasiones en que la música ha de sonar brillante. La flauta travesera, que suena grata y amable, sustituye a la flauta de pico, más aguda y chillona. La gran revolución ocurre en la familia de las cuerdas. Se consagran los instrumentos de arco, y solo en ocasiones muy aisladas se
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utilizan instrumentos de punteo, como la mandolina —todavía en algunas piezas de Vivaldi—, que acabarían abandonándose completamente. Por un tiempo se mantuvo un instrumento de sonido casi celestial, la viola d’amore, acariciadora como ningún otro (e intermedia entre la viola da braccio y la viola da gamba). Qué duda cabe: fue una pena su desaparición; pero en una orquesta cada vez más nutrida y en espacios cada vez más amplios, su voz queda —diríamos a media voz— se perdía en el conjunto, y desaparecía su encanto. Se consagraron las cuatro familias clásicas de las cuerdas: violines, violas, violoncellos y contrabajos. Entre ellos es imprescindible destacar el violín. El violín había aparecido ya en el siglo XVI, pero se lo consideraba un instrumento demasiado agudo para los conjuntos de cuerdas amables, de tonos apagados, que solían tocar en salas reducidas. El primer violín que se conserva está fabricado por Gaspare di Saló, a fines del siglo XVI, pero es seguro que hubo antes otros, que no fueron muy apreciados. Poco a poco empezaron a descubrirse las excelencias del violín, al tiempo que se fabricaban instrumentos cada vez más perfectos y expresivos. El violín puede pasar del «piano» al «forte» en un instante, penetra toda la orquesta y se deja siempre oír. Sobre todo posee una capacidad maravillosa para el fraseo, sabe «decir» cosas con una facilidad y una versatilidad que no posee ningún otro instrumento, y por sus cualidades se pone al frente de la orquesta. Todavía hoy el segundo director de la orquesta, el que pone de acuerdo a sus compañeros antes de que aparezca el director, (o si por algún motivo falta el director) es el «concertino», el primer violín. Fueron los Saló y los Macchi, de Brescia, los creadores de los primeros violines de calidad; pero pronto les superarían los grandes maestros de Cremona, con la dinastía creada por Andrea Amati (1535-1612), al que sucedieron sus hijos y luego su nieto Nicola, que fue a su vez el maestro de Antonio Stradivari, que firmaba Stradivarius (1648-1737). También destacó allí mismo Guarnieri del Gesú o Guarnerius (1626-1698). Los violeros italianos de la época, sobre todo los Amati, Stradivarius y Guarnerius, alcanzaron una técnica que nunca fue igualada en el resto del mundo y en toda la historia. Sus secretos continúan en parte sin descifrar. Buscaban maderas fuertes y ligeras a la vez (un Stradivarius «no pesa», «es como una pluma» dicen los violinistas), que se lacaban con esmaltes especiales. Uno de los secretos radica en el «puente», que mantiene las cuerdas un poco separadas del mástil, y sobre todo en el «alma», una pequeña pieza que se coloca en el interior del instrumento y mantiene una cierta tensión entre la tapa anterior y posterior: así, la propia madera vibra juntamente con las cuerdas, y confiere a todo el violín una vida y un misterio especial. Hoy se fabrican muy buenos violines, pero nadie ha conseguido igualar la pureza de los Amati, el sonido casi angélico, dotado de una ternura que parece sobrehumana, de los Stradivarius, y la expresión dulce, envolvente, de los Guarnerius (Guarnerius se dedicó también a la fabricación de violas y violoncellos, que son quizá lo mejor de su obra). Sabemos que Stradivarius, a lo largo de sus noventa años, fabricó unos 1.100 violines, de los cuales se conservan hoy, indudablemente constatados (¡porque hay, naturalmente, muchas falsificaciones!), unos 600. Cada uno de ellos no tiene precio.
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Desaparecen los instrumentos de cuerda pulsada, pero subsisten durante todo el barroco los de cuerda percutida por medio de teclas, como el clavicémbalo y el clavicordio, bastante parecidos entre sí. Su sonido es débil y delicado. Hay preciosos pasajes en que el clave actúa como solista. Otras veces se limita al humilde, pero insustituible papel de «bajo continuo»: apenas se le oye entre el sonido mucho más poderoso de la orquesta, pero ese fondo suave y acariciador acompaña y marca el tiempo, enriquece el conjunto sin que el oyente se dé casi cuenta, o da el tono al solista, cuando éste ha de intervenir. A fines del siglo XVIII sería sustituido por el piano, mucho más poderoso y con una capacidad de expresión increíble; pero en el barroco no había llegado todavía su hora. — Las formas En la época barroca no encontramos ya casi grandes corales, como no sea, en todo caso en Alemania. La consagración de la música instrumental da lugar a composiciones que adoptan diversas formas y que se caracterizan por la sucesión de varias piezas interpretadas consecutivamente. Es frecuente que ninguna de estas piezas, aisladamente, pase de cinco minutos. Y ello porque hasta los tiempos de Bach no se ha llegado a lo que se llama la «escala temperada», y aún no es posible una correcta «modulación», o sea, el cambio de tono dentro del mismo discurso musical. A su tiempo habremos de decir algo de este recurso, que hizo posible la composición de obras extensas. Ahora encontramos «sonatas», piezas para dos o más instrumentos, «conciertos», en que un instrumento principal dialoga con el resto, «suites», o serie de piezas yuxtapuestas, generalmente de composiciones bailables, estén dispuestas para ser bailadas o no; «rondós», en que alterna un tema principal con otros distintos entre sí (un esquema ABACADA, siempre el tema principal, A, inicia y concluye la obra), recurso que sirve para realizar una composición bastante extensa; y «oberturas»; una obertura es en principio, una obra destinada a abrir algo, una sesión, un concierto de diversas piezas, una ópera; pero poco a poco la obertura fue tomando más extensión, por lo general con dos movimientos, uno rápido y otro lento, para terminar de nuevo con el rápido; o bien al contrario, uno lento y otro rápido, para volver al lento al final. Este esquema permite también un mayor desarrollo sin romper la unidad de la obra, y tendría una importancia inmensa, porque de él iría naciendo poco a poco, en el siglo XVIII, la forma musical más excelsa de toda la música clásica: la sinfonía
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Los orígenes de la ópera En la época barroca no solo nació la orquesta como entidad autónoma, sino también un género mixto, orquestal y cantado, que habría de tener un desarrollo extraordinario desde entonces hasta ahora mismo, como es la ópera. En efecto, disminuyen considerablemente —si exceptuamos, en el siglo XVIII, otro gran género, el oratorio— las formas corales, pero la voz humana convive ahora con la orquesta en el género operístico. Es curioso observar cómo la ópera, que se preocupó extraordinariamente de la voz humana a nivel individual, o a lo sumo en dúos o tercetos, sirvió también para el desarrollo de la orquesta. Quizá sin la composición de óperas espectaculares, destinadas a producir efectos especiales, la orquesta completa hubiera tardado mucho más tiempo en nacer. Quizá tampoco sea una casualidad que la orquesta como conjunto y la ópera nacieran en Italia, y al mismo tiempo. Poco a poco se fue hablando del drama in música, al que se dio más tarde el nombre de opera in música, que es el que acabaría prevaleciendo. No entraremos en la discusión acerca de si la ópera nació como una derivación dramática del madrigal cantado a varias voces, o tuvo un origen independiente. Es un hecho que los primeros operistas comenzaron su vida como madrigalistas. Y la relación de la música cantada con el madrigal parece indudable, pero también es cierto que una ópera no depende ya de textos aislados, sino de un largo argumento, que el autor ha de tomar como eje conductor de la obra: un recurso que en el viejo madrigal era impensable. Estos extensos argumentos se toman siempre de la mitología o de los hechos famosos de la antigüedad grecolatina: ya sea por el culto a lo clásico, ya por evitar alusiones que pudieran molestar a los cortesanos que las escuchaban. Fue muy probablemente Florencia, con la culta corte de los Médicis, la cuna de la ópera. Quizá la primera que merezca tal nombre sea Daphne, de Jacopo Peri, estrenada en 1597, aunque otros prefieren atribuir la primacía a Orfeo, de Claudio Monteverdi, una obra ya mucho más elaborada. No pensemos que las óperas del siglo XVIII eran tan movidas y espectaculares como las de hoy; no existían aún elementos para ello. Consistían más bien en una sucesión de cuadros estáticos, en los que el canto tenía mucha más importancia que la acción, y cada escena era hasta cierto punto — aunque vinculada a un argumento que las englobaba a todas— independiente de la anterior.
Claudio Monteverdi (1567-1643) Nacido en Cremona, fue desde su juventud un destacado madrigalista, que supo unir a la voz humana una música muy expresiva. Se relacionó con los operistas florentinos, como Peri o Caccioni. A los 23 años pasó a servir al duque de Mantua, en una corte en que la cultura era un valor fundamental: allí conoció a personajes tan importantes como
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Vincenzo Galilei, Torcuato Tasso o Rubens. Y en 1607 recibió el encargo de escribir una ópera, un verdadero reto para él, porque, si bien encajaba con su temperamento, el género apenas había nacido, no existían apenas precedentes de categoría, y Monteverdi tenía que mejorar lo que habían hecho los florentinos. Poco meses después presentó Orfeo, una obra de gran envergadura, en que los cantantes actuaban acompañados por una gran orquesta de hasta 40 miembros, incluyendo dos órganos, trombones y trompetas, un conjunto que podía oscurecer la voz de los cantantes, si Monteverdi no hubiera tenido cuidado de que las voces sonaran en el momento preciso. Gran asombro causó la individualidad de aquellas voces: en la ópera cada actor cantaba por su cuenta, sin estar acompañado más que por la orquesta. La gente estaba acostumbrada, incluso en la música madrigalista, a escuchar varias voces a la vez: por lo general cuatro. Monteverdi intuyó la figura del solista, el protagonismo personal de cada actor, y con ello descubrió el camino de la ópera para varios siglos. La orquesta actuaba como elemento de refuerzo, para apoyar la intervención de los cantantes, o para expresar frases que acentuaban el dramatismo de la escena, con independencia de la voz humana. Luego se estrenó con mayor éxito aún Ariadna, cuya música no se conserva, excepto el célebre y bellísimo «lamento», cantado por la heroína cuando es abandonada en la isla de Naxos. En 1613 fue nombrado Monteverdi director del coro de la catedral de San Marcos de Venecia, y desde entonces no compuso más que obras corales. Parecía haber abandonado el género operístico, cuando en 1637 Benedetto Ferrari se decidió a construir un teatro de ópera para el público: ¡la gente podría acudir a las sesiones pagando una entrada! La experiencia era totalmente nueva, pero dio resultado. Monteverdi compuso para el teatro veneciano varias óperas, de las cuales solo se conservan dos: Il ritorno d’Ulisse in patria, sin duda la más equilibrada y bella de todas las suyas, y su compleja obra póstuma, L’incoronazione di Popea, una ópera desigual, muy larga para su tiempo (¡tres horas!), que por las modificaciones que sufrió puede no ser enteramente de Monteverdi, pero que contiene pasajes de gran maestría, y arranques de la orquesta sensacionales. Por excepción, Popea no es una obra mitológica, sino que en ella aparecen personajes históricos de la época romana (Nerón, Séneca, Claudia), de los cuales muchos no son precisamente ejemplares. Monteverdi había puesto las bases de la ópera universal: eso sí, sus obras son severas, dramáticas, con pocos adornos y sin escenas graciosas, como inmediatamente iba a verse en la opera napolitana: Italia sería por un tiempo muy aficionada a la ópera cómica y divertida. Pero el arte y la técnica de Monteverdi no serían nunca olvidados.
Alessandro Scarlatti y Pergolesi Nápoles fue la segunda cuna de la ópera italiana. Francesco Provenzale, como Monteverdi, pasó del madrigal cantado al madrigal representado (por distintos cantores) hasta llegar a la ópera propiamente dicha. Pero fue Alessandro Scarlatti (1660-1725) el verdadero creador de la ópera napolitana. Dirigiendo la compañía del teatro San Bartolomeo, arregló dramas líricos de otros y compuso muchos de su propia creación:
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parece que unos 70, aunque entre obras originales y arreglos, los títulos que se le atribuyen son más de cien. De su extraordinaria fecundidad no es posible dudar. La mayoría se refieren a temas mitológicos o clásicos, como los de Monteverdi: Piro e Demetrio, Ifigenia in Aulide, Il trionfo dell’amore, Pompeyo, Griselda. Si escuchamos estas obras nos daremos cuenta de que no son tan serias en su tratamiento —el argumento es otra cosa— como las de Monteverdi; tienen una melodía fácil, más cercana a nosotros, llena de un encanto especial: con menos profundidad tal vez que la de Monteverdi, pero que se agradece por su directa sencillez. Para Luigi Fait, «con Scarlatti, la ópera italiana alcanza la cumbre de su belleza». Y no olvidemos tampoco que Scarlatti se preocupó de la «arquitectura» de la música. A él se debe el esquema del aria, ABA, con un tema, una variación y retorno al tema, que duraría siglos, y quizás se transmitiría también a la arquitectura de la música instrumental. Sin embargo, la típica ópera napolitana nació un poco después con Gianbattista Pergolesi (1710-1736). Escribió óperas serias, como sus predecesores, pero al darse cuenta de que el público se aburría con representaciones tan largas y poco divertidas, en una de ellas introdujo un intermedio lleno de gracia y humor, La serva padrona. Son cosas que ocurren en el barroco: con frecuencia, la tremenda tragedia se ve entreverada de pequeños entreactos cómicos. La serva padrona tuvo un éxito apoteósico, y hubo que interpretarla como obra exenta durante meses enteros. Al fin, la fama llevó a Pergolesi a París, donde la obra fue recibida con el entusiasmo de unos y la rechifla de otros, que no podían soportar una ópera humorística. Llegó a haber hasta duelos a espada por este asunto. Al fin triunfó, tanto en París como en Nápoles, la «ópera bufa», que habría de alternar con la «ópera seria», pero con ventaja de la primera sobre la segunda. Pergolesi murió muy joven (¡a los 26 años!, redactando el emocionante Stabat Mater), pero su estilo quedaría consagrado de una vez para siempre. Nápoles, con su ambiente luminoso y su facilidad para reír, habría de ser el escenario ideal para la ópera cómica, deliciosa, pero sin complicaciones. Sin ella, sería inimaginable la obra de Rossini.
Henry Purcell Quizá sea este el lugar adecuado para hacer una breve excursión a Gran Bretaña y conocer a Henry Purcell, otro músico que vivió muy pocos años (1659-1695), pese a lo cual, muchos ingleses de hoy le consideran el mejor compositor británico de todos los tiempos; en el continente, su obra es bastante poco conocida. Fue cantor del coro de Westminster desde los diez años, y más tarde organista del mismo templo y miembro de la orquesta de cámara regia, o «los violines del rey». Pese a su corta vida, tuvo tiempo de servir a tres monarcas a lo largo de veinticinco años. Londres fue otra de las primeras ciudades en que se interpretó música para el público en general, en conciertos con entrada; en 1683 se fundó la Musical Society, para la cual Purcell escribió numerosas piezas, entre ellas la solemne y grandiosa —para los medios de aquellos tiempos— Oda a Santa Cecilia. Compuso también sonatas y otras obras para orquesta, entre ellas La reina de las hadas, basada en «El sueño de una noche de verano», de Shakespeare, que
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resulta verdaderamente encantadora. Su obra póstuma es un magnífico funeral para órgano, trompeta y coro, que es quizá su mejor obra de música religiosa solemne. Efectivamente, Purcell, muy inglés, a pesar de las influencias italianas recibidas, y a pesar también de su especial sensibilidad, tiende a lo hímnico, creando una tradición mantenida en las islas durante siglos. Sin embargo, nos interesa en este punto como autor de una de las más bellas óperas compuestas en el siglo XVII. Dido y Eneas fue escrita en unas circunstancias de inevitable modestia: para ser interpretada en un colegio de señoritas, por unas cantoras nada brillantes, en un espacio reducido, y con una orquesta francamente pobre. Sin embargo, Purcell tomó aquella empresa con un cariño especial, y logró una obra maestra. Es una ópera breve (apenas dura una hora), pero riquísima en contenido musical y en gusto. Puede recordar un tanto a las italianas, pero tiene un carácter distinto, muy propio del temperamento sensible y selecto de Purcell, y constituye una verdadera joya. Especialmente el aria final, el llamado «lamento de Dido» (when I laid from earth), cuando la heroína, abandonada por Eneas, sabe que va a morir, es una de las páginas más delicadas y exquisitas de toda la historia de la ópera. Vale la pena escucharla, aunque sea como obra aislada. No sabemos hasta dónde hubiera llegado su autor si hubiera vivido más años. Purcell fue famoso en su tiempo, y cuando murió en 1695 fue enterrado bajo el órgano de la abadía de Westminster. No tuvo continuador, e Inglaterra fue invadida, como tantos otros países de Europa, por la ópera italiana. No se le volvió a comprender en toda su valía hasta el siglo XX.
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Pompa en la corte del Rey Sol Francia vivió un momento de esplendor en la segunda mitad del siglo XVII. Fue el país que salió mejor librado de la durísima guerra de los Treinta Años, y la paz de Westfalia la convirtió en la primera potencia europea. La inteligente regencia de Mazarino preparó el magnificente reinado de Luis XIV. La corte de París-Versalles desbordaba de ceremonias solemnes, entre la complicada etiqueta del barroco, fiestas frecuentes, bailes, disfraces, fuegos artificiales. La música no podía faltar a la cita, porque los conciertos eran todo un símbolo del esplendor de una corte. Luis XIV no fue un músico, como otros soberanos de su tiempo, ni siquiera, quizá, aficionado a la música, pero consideraba al arte sonoro como una muestra de galante distinción, y por otra parte era buen bailarín… y le encantaba el baile. No es extraño que en 1661, el primer año de su reinado personal, estableciera la Real Academia de Danza, y solo en 1669 la Real Academia de Música. En años sucesivos, Luis XIV se rodeó de una buena orquesta de cámara, e hizo traer a la corte a los más afamados intérpretes y compositores. Se comprende que por imperativos del ambiente que dominaba en la corte del Rey Sol, la música que en los salones de Versalles se oía era solemne, majestuosa, hinchada, y también galante o graciosa en los festivales de baile. Más aún, Luis XIV quiso solemnizar los actos al aire libre en que participaba, y para ello era preciso emplear instrumentos de viento, de metal y de percusión, que se hacían oír en las recepciones, las grandes fiestas y las cacerías. Hubo, por tanto, tres tipos de música: alegre y rítmica, siempre con la debida dignidad, porque así lo exigía la majestad del monarca; de cámara, formada por instrumentos de arco bien avenidos y propios de la amable serenidad de los salones; y una tercera pomposa, con instrumentos de viento y percusión, capaz de llenar vastos ámbitos, en los actos solemnes al aire libre. La orquesta de cámara estaba formada por los «veinticuatro violines del rey», que no eran, por supuesto, solo violines, sino violas y «violones» o violas da gamba. Algún cuadro de la época nos representa la sala de música y baile, ocupada por personajes de la corte, y en una especie de palco con balconada, a unos dos metros de altura, se veía a los músicos, que tocaban piezas entre descansos dedicados a la conversación. Habría que citar también la música de iglesia, solemne también en los actos oficiales, sobre todo cuando al órgano y los coros acompañaban las trompetas, para dar a los actos su máximo esplendor. Muchos de estos himnos gloriosos nos parecen más música solemne de corte que de iglesia. Parece que fue en las interpretaciones de música en los grandes salones donde por primera vez, que sepamos, apareció la figura del director. Ya no era el primero de los músicos, sino un gran profesional, a menudo el propio compositor, que movía no una batuta, sino un gran bastón coronado de plumas vistosas, que al golpear rítmicamente en el suelo marcaba el tiempo fuerte del compás. La figura cumbre de la música de Luis XIV fue un italiano, Gianbattista Lulli (en Francia escribían Lully, y así se le conoce), que vino con los duques de Montpensier, y pronto se ganó el ánimo del rey. Quizá no era un genio de la música, pero sí un hombre
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hábil y halagador, «conciliador y oportunista genial… dotado de gran inteligencia práctica y nacido para la intriga», como dijo de él H. Dufourcq. Lully componía, tocaba, cantaba, bailaba. Su figura llegó a ser indispensable de modo que fue creciendo en la gracia del monarca y al mismo tiempo en influjo político, como que en 1681 recibió el título de «Secretario del Rey». Su trayectoria como compositor está marcada por tres etapas: a) en un principio (1653-1663) escribió y dirigió ballets de corte. El joven príncipe (rey desde 1661) se aburría soberanamente en la ópera, y era en cambio un consumado bailarín. Lully supo componer para él piezas amenas, basadas en bailes populares y dotadas al mismo tiempo de una innegable distinción. En aquellos momentos existía entre la música de los bailes populares y la aristocrática una relación como hoy no podemos imaginar; de todas formas, la labor de Lully en la dignificación de aquellos ritmos no tiene precio: marcó una dirección que habría de durar siglo y medio. La gavota tenía un ritmo característico, señorial y gracioso a un tiempo; el rigodón era solemne y tranquilo, pero muy bailable; la pavana tenía, como ya sabemos, un origen español, era lenta y de pasos bien marcados; pero como a Luis XIV le gustaban aires movidos, también Lully compuso para él piezas como la giga, ritmo escocés, que se bailaba a pequeños saltos, la bourrée, de aire rápido y desenfadado, la courante, a tres tiempos y muy rápida, o la badinerie («juguetona»), vivaz y simpática. Pero el gran hallazgo de Lully fue sin duda alguna el minué, una graciosa danza folklórica de la región de Poitou, que el compositor arregló hábilmente como ceremonioso baile de corte, lleno de gestos galantes y reverencias. El minué se consagraría como el más distinguido baile de Europa hasta la víspera de las Revoluciones, y los más insignes compositores lo aceptarían como movimiento intermedio, de relajación, en sus grandes sinfonías. b) más tarde (1663-73) se impusieron las «comedias líricas». Con ellas supo combinar Lully la ópera, el teatro y el baile. Colaboró con el ilustre comediógrafo Molière, y puso música a sus obras más famosas, entre ellas Le bourgeois gentilhomme, que tuvo un éxito enorme. Las comedias líricas desempeñaron en Francia un papel equivalente al de la zarzuela en España durante el reinado de Felipe IV, una obra mitad hablada, mitad cantada. Con una particularidad curiosa en el caso francés: que cuando llegaba una pieza bailable, Luis XIV, imitado por algunos personajes de su corte, se convertía en medio actor, y se lanzaba a la danza. Se dice que Lully «escribió la música que él quería y que el rey quería». Quizá sea más exacto decir que sabía habituarse muy bien a los gustos del rey, y fue cambiando su estilo conforme el monarca se fue haciendo más maduro. Por eso su obra se hace también más madura, más serie y solemne. c) en la última época (1673-1686) predominan las «tragedias líricas». Aquí es donde podemos encontrar lo más parecido al género de la ópera, tal como se la había concebido en Italia, aunque Lully, italiano afrancesado, y verdadero creador de la música francesa, supo conferirle una especial personalidad… o si se quiere, la personalidad que el carácter de Luis XIV requería. Las «tragedias líricas» —por entonces en Francia no se las llamó óperas— están tomadas en casos de aquellas que para el teatro escribían Corneille o Racine, o se inspiraban en ellas, pero eran una curiosa mezcla de hazañas de héroes
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clásicos, que habían de decidirse entre el deber y el amor, o de escenas idílicas, en que inocentes pastores cantaban y bailaban: así fue como el baile no desapareció nunca de la escena dramática, y sería un número obligado en la ópera francesa. Todavía un siglo más tarde Mozart o Rossini habrían de introducir danzas en sus óperas cuando querían presentarlas en Francia. Lully, como ya sabemos, compuso obras mucho más solemnes y pomposas para los grandes actos de circunstancias. Llegó a disponer de espectaculares conjuntos instrumentales, como hasta el momento no se habían visto ni oído. Muchas veces escuchamos fragmentos de estas obras gloriosas y sencillas al mismo tiempo, en actos oficiales o sintonías de radio o televisión, sin saber que son de Lully. Su música, la verdad, no es especialmente inspirada, no puede decirse que haya sido un compositor a la altura de los grandes de otro tiempo, ni siquiera de los grandes de su tiempo; pero no puede negarse su capacidad de influencia. Acabamos de aludir a su prodigiosa facilidad para transformar piezas populares, de origen campesino, en bailes cortesanos seguidos con devoción en toda Europa. Lully es también de los primeros que escriben una «sinfonía» como introducción a sus óperas; sinfonía dividida en tres fragmentos, rápidolento-rápido. Con ello no solo insinuó el esquema sonata, sino la misma forma de lo que más tarde había de llamarse sinfonía. En sus obras dramáticas hay «recitativos» o frases declamadas con acento musical; en ellas se utiliza el «bajo continuo» del clavicémbalo, para apoyar al solista. Ya lo había hecho a veces Monteverdi, pero Lully le dio forma definitiva. Y sus composiciones hímnicas, con trompetas y timbales, habrían de crear un estilo que perduraría por lo menos hasta Haendel. Añadamos indicaciones del tiempo sobre la partitura: vite, gay, lentément, gravement, que también, traducidas al italiano, habrían de tener perduración. Lully no fue un músico genial por la calidad de su obra, pero tampoco mediocre, y su papel en la historia de la música resulta por muchos conceptos insustituible. Se dice que murió como consecuencia del estreno de un famoso Te Deum, compuesto con motivo del restablecimiento de Luis XIV (1686). Ya se ha dicho que los músicos franceses solían dirigir sus composiciones blandiendo un pesado bastón coronado de plumas y dotado de una fuerte contera que golpeaba en el suelo para marcar el compás. Lully habría tomado su cometido con tanto empeño, que se partió un dedo de un pie. Se negó a ser curado, y de resultas contrajo una infección, de la cual murió semanas después. El hecho puede ser cierto o no, pero Lully murió muy poco después de la interpretación de aquella majestuosa obra. Su sucesor más característico fue Marc-Antoine Charpentier (1634-1704), también amigo de la música de relumbrón, aunque hubo de componerla en gran parte dedicada a la iglesia de los jesuitas y luego a la famosa Sainte Chapelle de París. También se procuraba entonces dar a la música religiosa una especial solemnidad. Su música es tal vez de mayor calidad que la de Lully, pero no alcanzó su misma fama, y muchas de sus obras quedaron enterradas en los archivos hasta su descubrimiento en el siglo XX. No olvidemos a otros músicos de Luis XIV, como Marin Marais, inspirado compositor de cámara, autor de una música muy agradable, ni tampoco a François Couperin (1668-
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1733), organista y sobre todo extraordinario clavicembalista, autor de una colección extensísima de composiciones para clave, también en gran parte recuperadas en el siglo XX, que se caracteriza por sus «adornos» o trinos, muy propios de aquel pequeño instrumento de teclado, en que la melodía va en continuos y deliciosos giros arriba y abajo, con exquisito gusto y una especial delicadeza.
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Los grandes maestros del barroco
Llega un momento en que la música experimenta un impulso decisivo y se hace más compleja, mas rica, más fecunda en recursos expresivos, y, quizá, por lo que se refiere a nuestra apreciación de simples aficionados, más próxima a nosotros, más «nuestra». Sigue siendo, hasta 1750 aproximadamente, lo que entendemos por música «barroca», pero ya es para la mayoría de la gente, música clásica. No es fácil explicarse el cambio. Los grandes «inventos», que proporcionan a la expresión musical una serie de recursos insospechados, provienen del primer barroco, apenas empezado el 1600: ya lo hemos visto. Y, sin embargo, es hacia 1680-1725, cuando se consagra una forma de hacer música que nos resulta mucho más familiar, que estamos acostumbrados a escuchar, y escuchar con gusto. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Que surgen genios muy superiores a los de antes, capaces de deleitarnos con sus composiciones? ¿Que hay un cambio de gusto que hace que la música resulte mucho más afín a lo que hoy entendemos por clásico? ¿Que aparece un invento nuevo dotado de posibilidades que antes no existían? No es fácil del todo contestar a la pregunta; pero lo cierto es que cualquier persona culta (¡jamás nos referimos a personas, además de cultas versadas en musicología o expertas en todas las formas de música antigua!), ven, o más bien oyen todavía algo «primitivo» en las obras de Monteverdi, Lully o Purcell, en tanto se deleitan sin el menor esfuerzo con las de Bach, Haendel o Vivaldi. Por lo que se refiere a «inventos», hemos de mencionar uno, posterior a la época del primer barroco, pero que acabaría cambiando revolucionariamente el discurso musical. Nos referimos a la escala temperada, una innovación que es atribuible a Andreas Berckmeister (1645-1706), y que llevaría a su perfección Juan Sebastián Bach. Como nos hemos propuesto no imponer al lector de este libro términos musicológicos, y queremos a toda costa cumplir esa promesa, nos limitaremos a exponer lo siguiente: nuestra escala, la inventada por Pitágoras, y mantenida a través de los siglos por la cultura occidental, consta de una escala natural de siete notas (digamos, para entendernos, do, re, mi, fa, sol, la, si), y en los espacios que quedan entre ellas otras notas llamadas semitonos, hasta completar una escala cromática de doce tonos. Si pulsamos las teclas blancas del piano, de do a si, obtendremos los siete tonos de la escala natural; si pulsamos además las teclas negras que están entre ellas, tocaremos la escala completa de doce semitonos. Ahora bien: hasta Berckmeister y Bach, la distancia entre cada una de estas doce notas no era idéntica. No es cuestión ahora de explicar por qué esto no era así, pero la verdad es que esta no equidistancia constituía una dificultad para
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pasar de un tono a otro. Con la escala temperada esta dificultad desaparece. Ya es posible cambiar de tonalidad sin necesidad de un salto brusco. Antes, era normal que una pieza se expresara en una tonalidad determinada. Llegado un momento, se hacía una especie de punto y aparte, y el músico comenzaba a tocar en otra tonalidad: como si pasara a un cuento distinto. La música quedaba así dividida en compartimentos, independientes unos de otros. Y, aunque no nos damos cuenta, nos aburre que nos estén tocando o cantando siempre en la misma tonalidad. Antes había que parar y «pasar a otra cosa». Ahora, con la escala temperada, es posible cambiar de tono, por ejemplo (si queremos decirlo así, de do mayor a sol mayor), con una simple modulación, sin alterar para nada la marcha de la pieza. Sentimos enseguida que hemos pasado a «algo distinto», pero sin que se haya interrumpido para nada el discurso musical. Como si una persona hubiese cambiado su timbre de voz para expresar un sentimiento distinto, sin transformarse por eso en otra persona. La modulación, el cambio de tono, sin interrumpir para nada el curso de la música, permite que una pieza sea larga, que adquiera matices muy distintos, sin necesidad de interrumpirse. Sin este maravilloso recurso seríamos incapaces de escuchar con gusto, con muchísimo gusto, las formas más extensas, magníficas de la gran música. Por lo que se refiere a las formas mismas, vemos como a fines del siglo XVII se consagran, además de la ópera, la suite, colección de piezas bailables (pero muchas veces no destinadas a ser bailadas), que se tocan una tras otra, destinadas a amenizar veladas o pequeñas fiestas; la sonata , compuesta para un instrumento o dos, que dialogan entre sí o se acompañan; el concierto, en que un instrumento determinado, generalmente el violín pero también la viola, la flauta u otros, dialoga con la orquesta en pleno; o su variedad el concerto grosso, en que una pequeña parte de la orquesta alterna con tutti, o sea la orquesta completa. Estas formas de diálogo o alternancia hacen la interpretación mucho más agradable. Uno de los pequeños-grandes secretos de la música es la variedad, el romper la monotonía; y si la modulación impide que nos aburra la persistencia del mismo tono, el empleo de distintos instrumentos que de vez en cuando dejan lugar a otros nos distrae mucho más que si siempre fueran los mismos. Naturalmente, el concerto grosso no supone la maravillosa gama de colores siempre cambiantes de la gran orquesta clásica; pero inicia el camino de una amable variedad que el oyente siempre agradece. Por otra parte, también tiene una importancia decisiva el equilibrio de los instrumentos de la orquesta. Ahora no hay, ciertamente, tanta variedad de instrumentos como en el Renacimiento; pero sus voces y sus consonancias están mucho más equilibradas: en la familia de las cuerdas se consagran el violín (que ahora resulta ser el que lleva casi siempre la voz cantante), la viola, el violoncello y el contrabajo. Entre los vientos, son importantes la flauta, el oboe, el fagot, la trompa, la trompeta: no se van a perfeccionar hasta 1750, o incluso más tarde; pero ya empiezan a darnos muestra de su equilibrio y de su buen sonar conjunto. Y en fin: ¿cabe decir que Corelli, Vivaldi, Bach, Haendel, superan a sus antecesores y suponen una de las cimas de la historia de la música? La pregunta es extraordinariamente comprometida, y por eso vamos a permitirnos el lujo de no contestarla. Por supuesto, la
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interrogante, en sí es válida, tenemos cierto derecho a formularla. La respuesta la dará, si quiere, y bajo su responsabilidad, que respetamos absolutamente, el lector.
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Los luminosos italianos Durante un tiempo, se admiró como la música más extraordinaria de la primera mitad del siglo XVIII la perfecta matemática de Bach, admirable combinación de sonidos construidos con un equilibrio como tal vez nadie ha conseguido igualar; o la majestuosa música de Haendel, símbolo del poder y la gloria. Hoy sigue sin discutirse el mérito de aquellos genios, que no queda disminuido ni un ápice por la valoración de supuestos competidores. Pero si hasta la época de la segunda guerra mundial figuras como Corelli o Vivaldi parecían colocadas en una modesta segunda fila, carentes de la potencia y de la técnica de los germanos, una corriente general ha venido a revalorizarlos de 1945 en adelante. En Italia, ya lo hemos visto, nació la música instrumental, sobre todo la gratísima combinación de la familia de las cuerdas, violines, violas, violoncellos y contrabajos. Y la música que los italianos vinieron a traernos es si se quiere menos arquitectónica, menos geométrica, menos grandiosa que la de los germanos; pero tiene un encanto, una delicia, una amabilidad indiscutibles. Una serie de pequeños conjuntos de cuerda italianos, como «I Musici», «I virtuosi di Roma», «I Solisti Veneti», vinieron a traer al mundo de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, transido por el recuerdo del gran conflicto mundial y los temores de la guerra fría, un consuelo apacible, una paz bien soleada que el mundo ha disfrutado con placer. Necesitamos de esa delicia tanto como de la técnica y la potencia de los centroeuropeos. Una cosa no entorpece en absoluto a la otra. Y a veces nos sentimos movidos a buscar el encanto sencillo, pero refrescante, de los italianos como si se tratase de una maravillosa liberación. — Domenico Scarlatti (1685-1757), hijo de Alessandro, del que ya nos hemos ocupado en páginas anteriores, recibió las enseñanzas de su padre, pero apenas se dedicó a la ópera como él. Hizo una buena música instrumental, pero especialmente destacó en el uso del teclado: el órgano y, todavía más, el clavicémbalo. Fue sin duda el mejor clavicembalista de su tiempo, y nos regaló centenares de composiciones deliciosas. Sirvió en la corte de Lisboa desde 1723, y en 1728 vino con doña Bárbara de Braganza, casada con el futuro Fernando VI, a la corte de Madrid. Desde entonces residió en España hasta su muerte, y aprendió a introducir en sus deliciosas composiciones aires españoles, sin perder en absoluto su finísima belleza. Nos ha dejado unas 550 sonatas, breves, variadas, que con frecuencia sentimos como «españolas» sin que dejen de ser en todo momento indiscutiblemente scarlattianas. Su capacidad de virtuoso creó nuevos recursos al teclado, como los arpegios (subida muy rápida a lo largo de la escala musical), o la repetición muy rápida de la misma nota que suena como una especie de acento gracioso; y sobre todo el «cruce de manos»: en determinados momentos la izquierda pasa a la derecha de la derecha, proporcionando a la música de teclado nuevas e insospechadas posibilidades: este recurso seguirían empleándolo clavecinistas y pianistas de todos los tiempos… y podemos observarlo hoy con más frecuencia aún que entonces.
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— Arcangelo Corelli (1653-1713) se formó en Bolonia, y a los veintitantos años se estableció en Roma, donde formó parte de varias orquestas de cámara y se convirtió en un extraordinario violinista. Más tarde pasó a la agrupación Virtuosi di Santa Cecilia, patrocinada por la desterrada y católica reina Cristina de Suecia. Los avances que supo imprimir a la música instrumental fueron históricamente decisivos. Corelli fue el artífice del triunfo del violín en las orquestas. Supo darse cuenta de sus ilimitadas posibilidades, de la agilidad de su fraseo, de su ternura, de su expresividad; se dijo que Corelli había convertido al violín en un «ser vivo», a veces casi humano. Compuso numerosos conciertos, unos para violín y orquesta, otros, «concerti grossi», generalmente varios violines alternando con la orquesta completa; todos divididos en tres movimientos distintos, rápido-lento-rápido. Esta división en tres partes, cada una completamente diferente de las otras, señala el punto de partida de lo que serán los «movimientos» o partes de una obra instrumental. Desde Corelli quedan ya consagradas de una vez para siempre tanto la primacía del violín como la división en movimientos. Obra especial por su duración y por su contenido es el Concierto de Navidad o Concerto Grosso per la Notte di Natale, descripción de los hechos de la Nochebuena, en que se unen la capacidad descriptiva, el ajuste de los movimientos, que no pierden absolutamente nada en cuanto música pura, y una especial devoción que le proporciona un encanto peculiar. Se ha dicho que Corelli merece bien su nombre de pila, porque su música posee una cualidad angélica por su sencillez, y una limpieza que es pura delicia. — Tomasso Albinoni (1671-1750) es un típico representante de la escuela veneciana. Su música está llena de luz, de claridad. Compuso óperas y cantatas, pero sobre todo composiciones instrumentales, sin duda lo más famoso y conocido de su obra. Albinoni se preocupa más por la armonía que otros músicos italianos, y sabe mover mejor que nadie las voces bajas, especialmente en los movimientos lentos, llenos de equilibrio y serenidad. No por eso pierde la espontaneidad perfectamente italiana, la animación y la alegría. Albinoni sigue ya siempre el esquema de los conciertos de Corelli, en tres movimientos, allegro-adagio-allegro. Quizá sea inevitable aludir en este punto a la que pasa por ser su obra más popular, el famoso «Adagio de Albinoni», tan difundido hace algunos años, e interpretado por todas las orquestas del mundo… ¡incluso por orquestas sinfónicas! En fin…, no se trata de una falsificación ni de un plagio, pero cualquier persona un poco versada en música reconoce que una obra tan sombría, casi romántica, no puede ser de la primera mitad del siglo XVIII. Fue compuesta por Remo Giazzotto en 1945, eso sí, sobre un bajo cifrado que dejó Albinoni, base armónica de una partitura que no llegó a componer. Preciso es reconocer que suena bien y se ha difundido por todo el mundo; quizá Albinoni redivivo hubiera considerado la obra exagerada: no podía imaginar una música semejante; pero al fin y al cabo, el esquema, sin desarrollar, fue suyo.
Antonio Vivaldi (1670-1745)
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Bien merece capítulo aparte. Es la culminación y el resumen de la música instrumental italiana del siglo XVIII, por ello mismo resulta sin duda el más maduro y completo de los compositores de la escuela, y probablemente, por difícil que resulte afirmarlo así, el más delicioso de todos ellos. No es extraño que su música figure para la mayoría de los oyentes entre las más agradables de todos los tiempos. Vivaldi nació en Venecia, y no sabemos si es un tópico o una realidad indiscutible — probablemente las dos cosas a la vez— decir que constituye el mejor reflejo musical de la luminosidad de aquella ciudad, como Canaletto puede serlo en el campo de la pintura. En realidad la luz de Venecia no es deslumbrante y cegadora, como la de otras ciudades del Mediterráneo: parece tamizada, dulce y amable. Tal vez la música de Vivaldi acierte a reflejar ese ambiente peculiarísimo; pero no debemos caer en lugares comunes. Quizá también convenga recordar que cuando su música se hace descriptiva (y a Vivaldi le encantaban las descripciones musicales), nunca intenta describir, que se sepa, la realidad urbana en que vive, sino la naturaleza: todo el mundo conoce esa serie de cuadros paisajísticos y de escenas campestres que son Las Cuatro Estaciones, o La Tempesta di Mare, o esa imitación del canto de los pájaros que es Il Cardelino. Quizá no convenga, sin embargo, buscar tampoco demasiadas comparaciones ambientales; basta dejarse encantar por una música sencilla y deliciosa como la de todos los italianos de su época, que alcanza aquí su más excelsa culminación. Vivaldi fue desde 1703 maestro de violín en el Ospedale de la Pietá, y muy pronto maestro de capilla, con el encargo de componer y dirigir conciertos: ello explica que, aunque cultivara todos los géneros, se dedicara preferentemente a escribir conciertos para una orquesta reducida, como en general las de su tiempo (unos doce intérpretes), pero siempre a su disposición, y con la que, por tanto, pudo practicar. Vivió la mayor parte de su existencia en Venecia, pero su fama, que se extendió por toda Europa, le llevó a viajar a Dresde, Praga, Amsterdam (donde encontró una imprenta que publicó pulcramente todas sus obras: una suerte para la música); y Viena, donde murió en 1741. En conjunto, compuso Vivaldi, además de óperas y música sacra, unos 600 conciertos, la mayor parte para violín y orquesta, pero también para viola, violoncello, oboe, fagot, e instrumentos de punteo, como mandolina y guitarra: Vivaldi no tuvo inconveniente en recurrir a estos instrumentos populares, que parecían desterrados de la música culta, y que supo tratar con simpatía y encanto, como en todas sus demás producciones. Vivaldi es el primer gran maestro de la orquesta en conjunto de la historia; ya no utiliza los instrumentos como «voces», sino confiriendo a cada cual su especial personalidad, y con una independencia absoluta, sin dejar de coordinar el conjunto sin que ni uno solo desentone. Las cualidades vivaldianas son la claridad, una naturalidad absoluta, como si la música brotara de su inspiración sin esfuerzo, y una simpatía arrolladora. Diríase que la naturaleza que expresa en sus paisajes idílicos puede tener el acartonamiento propio de los poetas bucólicos del xviii: pero la naturalidad sencilla de Vivaldi aleja desde el primer momento esta sensación. Tan enorme cantidad de conciertos aparecen publicados en una serie de colecciones como L’Estro Armonico, Il cimento della Armonía (en que figuran Las Cuatro
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Estaciones), La Cetra. Todos los conciertos constan de tres movimientos, por lo general rápido-lento-rápido. Los rápidos están llenos de viveza y alegría, a veces de sentido del humor, y los lentos son de una serenidad apacible, que a veces se sume en la ensoñación. Las Cuatro Estaciones, sin duda su obra más conocida, son en realidad cuatro conciertos distintos, que pueden interpretarse separadamente, aunque suelen aparecer de forma consecutiva, y esto es sin duda lo más lógico: y en ellos el movimiento lento expresa con frecuencia «el sueño» de los personajes que virtualmente aparecen en la acción. En realidad, Las Cuatro Estaciones, que tratan de seguir el argumento de cuatro sonetos escritos por un contemporáneo —unos versos francamente malos— apenas utilizan la orquesta para sus descripciones; es el violín solista, en sus intervenciones intercaladas con los «tutti», el que teóricamente pinta las hojas movidas por el viento, el murmullo del arroyo, el calor atosigante del verano, las fiestas de la vendimia, el sueño de los pastores o de los recolectores, los disparos de los cazadores, la caída de la nieve en invierno, etc. Pero no tomemos estas descripciones al pie de la letra; en primer lugar porque Vivaldi solo alude, no imita literalmente; y en segundo lugar, porque la secuencia es absolutamente innecesaria: puede escucharse con el mismo o mayor placer como música pura, sin conocer el argumento. Un recurso especial de Vivaldi es el «efecto eco»: suena una frase, y luego la orquesta la repite quedamente, como a media voz: no parece sino que es la misma música reflejada a distancia. Este efecto, encantador, como tantos, ha sido luego imitado por otros muchos autores. Vivaldi es uno de los grandes representantes del barroco final. ¿Adornos y virtuosismos? Sí en los solos de violín, un instrumento que dominaba como nadie, y del cual es capaz de extraer los más increíbles efectos; siempre el violín de Vivaldi está hecho para el lucimiento. Pero estos pasajes brillantísimos de virtuoso alternan con las melodías de la orquesta, que son la pura belleza hecha sencillez. Es sin duda la sencillez, que a veces parece casi humilde, la virtud más deliciosa de Vivaldi. De él ha dicho Ramón Barce que «su obra está llena de un encanto inmarchitable, y nos produce el efecto de un arte que oscila entre la corte y la naturaleza, entre la gentileza y ligereza del neoclasicismo y el aire luminoso del paisaje italiano».
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Los alemanes Hacia 1700, los músicos alemanes no ocupan un puesto preeminente en Europa: todavía resultaba difícil entonces adivinar el papel fundamental que iban a desempeñar, desde no mucho después, en la música universal. Eran, sí, concienzudos y dominaban como nadie las reglas de la armonía, pero no tenían la facilidad maravillosa de los italianos, tampoco la solemnidad imponente de los franceses o los ingleses. Estaban demasiado apegados, sin duda, a la tradición polifónica, de tanta fuerza en la baja Edad Media, y que se había potenciado todavía más con el interés de los luteranos por hacer una gran música coral. Los alemanes disponían de magníficos y bien disciplinados coros, mientras en otras partes prevalecía la rica variedad de la música instrumental. ¿Quién iba a imaginar que acabarían siendo los mejores instrumentadores del mundo? Quién sabe: es posible que su capacidad para organizar voces acabaría constituyendo una buena base para coordinar instrumentos; pero para ello habría de pasar cierto tiempo. Eso sí, maestros en música religiosa, fueron también excelentes organistas. El órgano, como el clave, puede tocarse a dos manos, es decir, actúa, si no es disparatada la comparación, como un coro a dos voces; con la diferencia respecto del clave de que éste es un instrumento delicado, más útil para la melodía volandera en el ámbito reducido de un salón que para hacer oír sus poderosos acordes en el vasto ámbito de una catedral. El órgano se toca a dos manos, porque los hombres no tenemos más que dos extremidades superiores (digámoslo entre paréntesis: el órgano necesita de los pies, en el sentido de que los distintos pedales proporcionan, si no notas distintas, registros o timbres distintos); pero los alemanes del barroco aprendieron a manejar sus manos con habilidad extraordinaria, para interpretar a tres y hasta cuatro «voces» independizando los dedos y haciendo gala de una pericia extraordinaria. De aquí que el barroco germano se caracterice por el virtuosismo organístico. Michael Praetorius escribió ya en 1619 De Organographia, un manual que fue maestro de varias generaciones. Johann Pachelbel (1653-1706) fue un maestro de formas típicamente preceptistas, como la fuga, una composición a varias voces en que la melodía principal «huye» de una voz a otra, y suena unas veces en los altos, otra en los bajos, sin que nunca se pierda, en tanto las demás voces se dedican a apoyar esa melodía emigrante; o el canon, encadenamiento de dos frases, siendo la nota final de la una la primera de la otra. Muchísima gente conoce el «Canon de Pachelbel», una pieza que se hizo popular por los años 70 y 80 del siglo XX: aunque realmente Pachelbel escribió muchísimos. Johannes Kuhnau fue otro virtuoso del órgano, aunque sus composiciones más famosas fueron para clavicémbalo, adornadas de un virtuosismo casi increíble. Kuhnau quiso dar a sus inimitables obras para clave un sentido imitativo curiosísimo, pretendiendo representar musicalmente batallas, cóleras, perdones, prodigios. Y la verdad es que para disponer solamente de un instrumento tan modesto en sus voces como el clavicémbalo, obtuvo piezas espectaculares, como el Combate entre David y
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Goliat. Otro virtuoso, en este caso principalmente del órgano, fue Dietrich Buxtehude, que logró una música llena de increíbles efectismos, a veces muy teatrales (quizá en este sentido fue poco alemán: insinuémoslo con toda prudencia). En el magnífico órgano de Santa María de Lübeck compuso piezas tan originalmente expresivas como una representación del Juicio Final, a la que dio el subtítulo de Lo más horroroso y lo más maravilloso. En 1707 aceptó como ayudante a un joven músico de Eisenach, que se llamaba Juan Sebastián Bach. El alumno salió tan bien aprovechado, que a la muerte de Buxtehude fue elegido sucesor, a condición de que se casara con la hija del maestro. Tal vez ésta no era lo suficientemente hermosa, o Bach tenía sus propios gustos, pero el hecho es que rehusó el matrimonio, con lo que perdió el puesto. Pudo ser una desventaja para él, pero es casi seguro de que fue una suerte enorme para la historia de la música. — El primer gran maestro del barroco alemán es Georg Philip Telemann (1681-1767). Fue un músico precoz (compuso una ópera a los doce años), y en Leipzig fundó el Collegium Musicum, del que derivaría toda una escuela destinada a perdurar más de un siglo. Pasó por varias ciudades alemanas (también estuvo en París), y desde 1721 fue director de una orquesta en la ciudad de Hamburgo, donde permanecería durante el resto de su vida. Si tenemos en cuenta que compuso su primera obra a los 12 años y la última a los 86, posiblemente su carrera como compositor fue la más larga de la historia de la música. Telemann, evidentemente, es distinto a los demás alemanes de su tiempo (si exceptuamos a Bach y Haendel, que llegaron a conocerle). Fue compositor, organista, director, administrador, organizador, fundó la primera asociación de aficionados a la música y creó la primera revista musical de la historia. Por si fuera poco, compuso una obra nueva cada tres días. ¿Qué más se le puede pedir? Pero, atendida la afirmación que hemos sentado antes, cabe esta otra pregunta: ¿Es solo por estas prodigiosas cualidades distinto? Evidentemente, un alemán del barroco no podía dejar de componer obras corales; y Telemann escribió cien oratorios, algunos muy complejos; cientos de cantatas y nada menos que 44 Pasiones: de las cuales se desprende una fuerza expresiva enorme, sin que dejen de ser por ello piezas de polifonía muy bien construidas desde el punto de vista formal. También compuso numerosas óperas, entre ellas Don Quijote. Ninguna de ellas se representa ahora. Tengamos en cuenta no solo la diferencia de estilos con respecto a los gustos actuales, sino que la mayor parte de su obra permaneció escondida en forma de manuscritos en los archivos de Hamburgo, y hasta el primer tercio del siglo XX apenas fue conocida. Puede parecer extraño, pero todavía no hemos terminado de interpretar a Telemann. Con todo, lo que le hace «distinto» a los otros alemanes, es la música instrumental. Fue el primer alemán que se atrevió decididamente con la orquesta: escribió 600 oberturas (tal como entonces se concebían: como pequeñas sinfonías), 200 suites orquestales, y docenas de conciertos, ya concerti grossi, ya para solistas —violín, viola, oboe— jugando con la orquesta. En Telemann podemos escoger de todo, y no acabaremos de escucharle (¡y escucharle con placer!). Fue director de orquesta, y ese cometido se advierte fácilmente: conoce muy bien cada instrumento y sus posibilidades; conoce también perfectamente cómo empastan unos con otros. Vivaldi componía conciertos en que alternaba el solista (casi siempre el violín)
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con la orquesta en pleno. Cuando sonaba el solista, la orquesta callaba. Telemann sabe perfectamente hacer cantar al solista junto con la orquesta, sin que el sonido de los demás lo ofusque o dificulte su lucimiento. Es en este sentido más «moderno» que Vivaldi, y va a señalar el camino de los músicos del futuro. No se pueden poseer todas las virtudes a la vez: Telemann no es tan deliciosamente mediterráneo (al fin y al cabo vivió en la nebulosa Hamburgo) como Corelli o Vivaldi, no posee ese encanto ingenuo y sencillo que hoy identificamos con el barroco italiano. No es gracioso, pero posee un notable sentido del humor, que se aprecia con frecuencia y que tampoco es una cualidad despreciable. Se ha aludido muchas veces (tal vez atendiendo a su no larga estancia en París) a la influencia francesa: nos parece que Telemann toma muchísimo más de los italianos que de los franceses, sin que deje de ser por ello genuinamente alemán. Quizá le falte algo, eso que se llame el sello del genio, el acierto definitivo, el detalle inimitable; pero siempre se le escucha con agradecimiento. Recuerda a los italianos en su fácil, alegre y cantable melodía; a los alemanes en su sentido de la medida, en su dibujo preciso, en las frases simétricas. Su música ha sido definida como una «geometría eufórica»: y quizá nada más acertado que estas palabras para definirle.
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Bach, o la armonía de las esferas Nadie duda de que Juan Sebastián Bach (1685-1757) es uno de los músicos más grandes de todos los tiempos. Si vale decir que la música tardó más tiempo que otras artes en llegar a la perfección (una suposición muy atrevida, pero que, de acuerdo con algunos criterios que hemos comentado, puede al menos aventurarse), respecto de la perfección de Bach a nadie le cabe la menor duda. Parece que al fin hemos llegado a la plenitud. Y si nos atrevemos a señalar grandes cimas nunca alcanzadas, cuando hablamos de Bach o escuchamos su música, nos sentimos en una de esas grandes cimas. Es curioso: siempre ha habido algún irrespetuoso que ha osado señalar defectos o poner reparos a la obra de los más grandes genios; pero nadie se ha atrevido con Bach. Parece intocable. Y nos sentimos intrigados, deseosos de saber por qué esto es así. Su música, excepto en el caso de las grandes corales, no es grandiosa o imponente, no asusta, no impresiona. Tampoco es graciosa, luminosa, no conquista por su delicadeza, por un encanto especial. Tampoco está llena de simpatía, de sentido del humor. No domina una melodía de ensueño. No describe las grandes tempestades del alma, no emociona en el sentido más directo de la palabra, no hace llorar. Pero alcanza la perfección en el sentido de que logra el más perfecto lenguaje musical en el sentido más estricto de esta palabra, de que sabe combinar los sonidos con más justeza y acierto que nadie, que se acerca con más precisión que cualquiera de sus predecesores o de sus sucesores a lo que pudiéramos llamar música absoluta. Por eso mismo, parece que Bach es inatacable. No se le puede acusar de sensiblero, de exagerado, de «virtuoso» exhibicionista, de poner la música al servicio de su propia personalidad. No es subjetivo, es totalmente objetivo. Resulta prácticamente imposible deducir de ese ajustadísimo lenguaje musical un solo rasgo íntimo de su carácter, como no sea, tal vez, su equilibrio, pero sin que transparente nada más. Diríase, a la vista de estas consideraciones, que Bach es algo parecido a una máquina de hacer música, una perfecta computadora a la cual se ha programado para combinar los sonidos de acuerdo con las más perfectas fórmulas matemáticas, que en su secuencia musical recuerda a la belleza fría e implacable de una ecuación que no tiene más que un desarrollo adecuado y un final necesario. Y sin embargo, por mucho que se haya abusado de la relación de la música de Bach con la matemática o la geometría, a poco que sepamos escucharle, comprenderemos que hay en él algo más, que es ante todo un hombre que siente como los demás hombres, aunque estuviera excepcionalmente dotado; o, para decirlo con palabras de P. Spitta, «si a través del puro espejo de la onda resonante penetra nuestra mirada hacia el abismo, comprobaremos que este hombre vivía, sufría y conocía la alegría como nosotros». Quizá esta fuerza interior, no siempre fácil de descubrir, pero que una vez descubierta nos lo explica casi todo, se pueda comprender mejor si atendemos a su profundo sentido religioso, que trasciende toda su obra, hasta la música profana. Para Bach, como para Victoria (¡qué dos frases tan parecidas!), «la finalidad de
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la música no puede ser otra que la de dar gloria a Dios y recrear el ánimo». Bien entendido que para Bach (como para Victoria y para tantos) recrear el ánimo, elevarlo, no está nada lejos de dar gloria a Dios.
Una vida normal al servicio de la música De casi todos los compositores, por lo menos a partir del siglo XVIII, pueden contarse hechos extraordinarios. Bach no se aparta en nada de una existencia corriente en un hombre de su tiempo, como no sea por el hecho de haber tenido veinte hijos, cantidad por otra parte menos llamativa en sus tiempos que en los nuestros. Nació en 1685 en Eisenach, una pequeña ciudad de Turingia, en el centro de Alemania. Turingia fue, en la época del barroco, patria de muchos músicos, pero la facultad de llevar el arte musical en la masa de la sangre fue especial patrimonio de una familia: como que a lo largo de siglo y medio hubo hasta cien Bach músicos: un hecho que posiblemente fue único en la historia del mundo. Nieto, hijo, sobrino, primo y más tarde padre y abuelo de músicos importantes, parece casi imposible que Juan Sebastián hubiese podido elegir otra profesión. Hijo de un gran organista, quedó huérfano a los diez años; pero su tío Johann Christoph, gran organista también, le envió a Erfurt, donde había buenos maestros de órgano. En 1700, con quince años, pasó a Luneburgo, donde aprendió de Georg Böhm, y más tarde a Lübeck, para convertirse en ayudante de Buxtehude, una relación de la que ya hemos hablado. Bach llegó a ser un extraordinario organista: no intencionadamente virtuoso y hasta extravagante, como Buxtehude. Si dominaba todos los recursos del teclado, no lo hacía para lucirse o para provocar la admiración de sus oyentes, sino para poner toda su capacidad al servicio de la música. Y bien pronto no se contentó con tocar el órgano como pocos, sino que se dedicó a la composición: al fin fueron sus obras, que no sus interpretaciones, lo que habría de pasar a la historia. Casó con su prima María Bárbara, de la que habría de tener siete hijos. En 1708 ganó por concurso el puesto de organista de corte en Weimar, un concurso en que se quedó solo, pues todos sus contrincantes se retiraron después de oírle. En Weimar existía un magnífico órgano, y allí compuso la mayor parte de sus famosas tocatas y fugas. Se hizo famoso, y de toda Alemania venía gente para admirar sus obras. En 1717 el príncipe Leopoldo de Kothen se lo llevó a esta ciudad con un buen contrato. Bach debió pensarse bien la propuesta, porque sabía que el príncipe era calvinista, y en la corte de Kothen no se admitía la interpretación de música en las iglesias. Pero servía para otras cosas, y eso Bach y el príncipe lo sabían. Bach había practicado el violín, y no ignoraba la música instrumental. Así se convirtió en director de una orquesta de 18 miembros, número que en aquellos tiempos no era despreciable. No tenía experiencia en el género, al menos como compositor, pero la adquirió pronto con su decidido talento, y en Kothen escribió la mayor parte de su música instrumental, principalmente sinfonías, conciertos y suites; aparte de piezas para clavicémbalo, un instrumento de teclado, que pese a la modestia de su volumen (compensado con una delicadeza sin igual), Bach llegó a dominar con la misma maestría que el órgano. Fallecida María Bárbara, Bach contrajo
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nuevo matrimonio con Ana Magdalena Vülcken, una joven inteligente de extraordinaria sensibilidad, que sería desde aquel momento la compañera ideal de su vida. No solo le dio trece hijos, sino que tuvo tiempo suficiente para hacerse una excelente intérprete del clavicémbalo y absolutamente compenetrada con la obra de su marido: hasta el punto que es imposible distinguir la escritura musical de Bach de las copias hechas por su esposa. Dos enormes beneficios nos ha permitido Ana Magdalena: por una parte, el que su marido haya compuesto una serie de piezas fáciles para teclado, que Bach no hubiera escrito jamás para ninguna otra persona. Hoy las utilizan los estudiantes de los primeros cursos de piano en los conservatorios. ¡Piezas sencillas, casi para niño, y, sin embargo, hechas con toda la maestría de Bach!: son verdaderas joyas. Y en segundo lugar la Pequeña crónica, una biografía-semblanza de Juan Sebastián, escrita con encanto y sencillez por Ana Magdalena, que nos permite conocer a un Bach sereno y afable, no carente en momentos de sentido del humor, enamorado de su esposa y amigo de sus hijos, para los que inventó ingeniosos juegos musicales; pero dotado de una mirada «que parecía atravesar las paredes». En 1723 fue nombrado Bach director de coro de la Thomaschule de Leipzig. Aquel puesto le obligaba a dirigir un gran coro y componer para él: fue así como al final de su vida Bach se dedicó intensamente a una forma de música que estaba casi desapareciendo de otras zonas de Europa, pero que seguía cultivándose en Alemania: las grandes corales. Compuso 300 cantatas, numerosos oratorios y hasta seis Pasiones para solistas, coro y orquesta, de las cuales, por desgracia, solo se conservan dos, aunque figuran entre lo más insigne de su obra. Bach vivió el resto de sus días en aquella importante y culta ciudad, donde también pudo componer conciertos para orquesta y piezas para clave: tuvo tiempo para todo. En 1747 viajó a Postdam, para presentar a Federico II la Ofrenda musical: allí tuvo ocasión de conocer un instrumento de teclado nuevo y de posibilidades ilimitadas, el piano, que le pareció un invento magnífico. ¿Cómo hubiera sido la historia de la música si Bach hubiera tenido ocasión de componer para piano? Nunca lo sabremos. Hubo de regresar a Leipzig; en 1749 perdió la vista, y en 1750 fallecía, a los sesenta y cinco años. Sus tres grandes centros de residencia, Weimar, Kothen y Leipzig, están curiosamente relacionados con los tres distintos géneros musicales que hubo de cultivar: el organístico, el orquestal, el coral. Seguramente fue una suerte para nosotros y para la música que fuera así.
El órgano de Bach K. Geiringer ha observado que es más fácil interpretar a Bach que a cualquier otro organista de su tiempo; pero en cambio, el partido que Bach es capaz de obtener resulta incomparablemente superior al de cualquier otro. No cabe duda de que reunía cualidades excepcionales como intérprete, y ya hemos visto cómo en el concurso de Weimar se retiraron todos sus rivales al comprender que no podían competir con él; pero la cualidad más admirable de Bach es que no abusa de la dificultad buscada, de la frase postiza de adorno, del lucimiento propio del virtuoso; si algún problema puede plantear su música,
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deriva de la propia naturaleza de la obra, nunca del afán por complicarla o por suscitar la admiración del oyente. No buscó el lucimiento sino la perfección. Bach fue así el mejor organista de su tiempo, pero fue, por encima de esto, el mejor compositor para órgano de todos los tiempos. Hubo más tarde otros famosos músicos que fueron grandes organistas, como César Franck o Anton Bruckner; pero prefirieron escribir para orquesta y no para órgano, sabedores de que después de Bach era imposible hacer nada parecido. La forma más cultivada por Bach es la «tocata y fuga». Son dos tipos de composición diferentes, pero que se combinan admirablemente entre sí. La tocata es una pieza brillante y original, en que el autor se permite toda suerte de fantasías… (¡cuidado!) en la medida en que, en el caso de Bach, puede hablarse de fantasía: que quizá pueda hablarse, en el sentido no de capricho o de imaginación desbordada, pero sí de libertad creadora y fecunda, que no abandona en ningún momento, porque en Bach sería inconcebible otra cosa, la construcción sólida y la equilibrada relación entre los elementos sonoros. Pero en las tocatas de Bach hay algo que siempre nos sorprende, aunque casi no sepamos por qué. La fuga es su complemento, más sosegada, más sobria, llena de una especial solidez y de una técnica que sigue admirándonos después de dos siglos y medio. La fuga, conocida desde tiempo antes, es una composición a varias voces —generalmente a cuatro—, en que el motivo principal emigra de una voz a otra: se escapa, pero nunca se pierde; es perfectamente reconocible; tan pronto suena en las voces agudas como en las graves, pero el conjunto conserva una armonía perfecta y calculada. Diríase que una fuga es una pieza mecánica cuyo único mérito consiste en su perfección geométrica: es un dibujo como una greca que se va desenvolviendo simétricamente sin sorpresas, pero con un gran efecto decorativo; la fuga es, efectivamente, lo más «matemático» que podemos encontrar en esa especie de gran matemático de la música que fue Juan Sebastián Bach. Pero nos equivocaríamos por completo si supusiéramos que en esas fugas no hay más que una absoluta combinación de voces, que se trata de composiciones puramente mecánicas, porque hay mucho más. Lo mecánico puede acabar pareciendo monótono, pero una fuga de Bach jamás aburre porque jamás se repite, siempre obtiene un partido nuevo de los motivos que glosa, siempre suena como algo que en cada uno de sus momentos es rigurosamente original. Otro posible error: imaginamos que nada más fácil de componer que una fuga; todo consiste en pasar el motivo principal de una voz a otra, y utilizar las demás como elementos acompañantes. Concebir una fuga con la técnica, la sabiduría y, quizá todavía más, con la inventiva de Bach es una tarea casi imposible. (No preguntemos cómo en un instrumento para dos manos, el órgano, es posible tocar a «cuatro voces». Ya hemos dicho, y en el caso de Bach el efecto se hace más claro que nunca, que la independencia de los dedos —o en algún momento el silencio de una voz, como también ocurre en un coro— hacen posible esa combinación). El órgano de la Thomaskirsche de Leipzig era más completo y poderoso que los de Weimar, y por eso pudo Bach escribir al final de su vida obras más impresionantes para órgano, tal vez no por haber mejorado su técnica (¡qué difícil resulta juzgar su evolución temporal!); sino por tener a sus disposición mejores medios expresivos. Todos conocemos la Tocata y fuga en Re menor, quizá la obra organística de Bach más
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conocida y más veces interpretada. Nos llama la atención por su fuerza aplastante, por su originalidad; pero él nunca la consideró su creación más lograda: es tal vez más poderosa que arquitectónicamente construida. Por el contrario, apreciaba como una de sus mejores obras la Tocata dórica BVW 538, una maravillosa combinación de sonidos en que cada pieza, hasta la más diminuta, está exactamente en el sitio que le corresponde: esto era sobre todo lo que buscaba aquel maravilloso artesano de la perfección que fue Juan Sebastián Bach. Las piezas para órgano de Bach son enormes catedrales sonoras hechas justamente para dejarse oír en el ámbito de enormes catedrales.
La música instrumental Seguramente tiene razón Gianfranceso Malipiero cuando piensa que «la orquesta no es el mejor medio de expresión de Bach. Usa la orquesta como el órgano o el clavicémbalo, esto es, de manera esencialmente contrapuntística…, limitando así sus posibilidades, que alcanzan, en cambio, su totalidad en el órgano, el clave o las corales». Evidentemente, Bach no fue un buen instrumentador, ni tuvo posibilidad de serlo. La música instrumental no tenía tradición en Alemania, y él apenas conocía a los italianos. Ello no supone necesariamente una miniusvaloración de su obra para orquesta. También se ha dicho muchas veces que Beethoven utiliza las voces humanas como si fueran instrumentos, y nadie niega el valor inmenso del final de su Novena Sinfonía. Bach es un músico para el cual lo fundamental es la combinación de las voces, y esta combinación es lo que busca en su obra para instrumentos. No se le puede pedir la melodía encantadora de los italianos, porque no es lo suyo; ni tampoco el esplendor de la gran orquesta con muchos metales de su casi contemporáneo Haendel, porque nunca tuvo un conjunto numeroso a su disposición. Por lo que respecta a la melodía, Bach es más dibujante lineal que figurativo; traza diseños geométricos que se suceden con especial simetría, pero que no resultan, si cabe decirlo así, tarareables por una persona que acaba de asistir a uno de sus conciertos; no carece de melodía, ciertamente, y esa melodía no es mostrenca ni vulgar, pero no le interesa especialmente lo melódico, porque lo suyo es la composición armónica, la perfecta compaginación entre las voces. Y por lo que se refiere a los instrumentos, Bach compone con facilidad para la cuádruple familia de las cuerdas, que trata como un conjunto de cuatro voces. Muchos de sus conciertos para orquesta parecen grandes cuartetos hechos para un mayor número de instrumentos, no para una mayor variedad de instrumentos. Cuando introduce la flauta, generalmente como solista en sus concerti grossi, le confiere un papel acertado; por el contrario, cuando quiere utilizar la trompeta, por ejemplo en el segundo Concierto de Brandenburgo, suena demasiado estridente y hasta extemporánea. Con qué gusto la hubiéramos suprimido. En Kothen escribió Bach cuatro suites orquestales para el príncipe Leopoldo, de acuerdo con los gustos de la época. Las suites son, ya lo hemos visto, una colección de piezas tomadas de ritmos de bailes entonces muy conocidos, aunque no estén destinadas al baile: minuetto, gavota, giga, bourrée, badinerie… Piezas cortas de secuencia amable, muy para un ambiente de corte. El aria de la Suite en Re (es la tercera de la serie) es una
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pieza sumamente conocida por su asombrosa serenidad. ¡Aquí sí que podemos hablar de inspiración melódica en Bach!, porque el primer violín lleva siempre la voz cantante con una línea de perfección absoluta. El aria de la Suite en Re la oímos muchas más veces que el resto de la obra, casi como una composición con derecho propio, digna de figurar entre las piezas más maravillosas de la historia de la música. También en Kothen escribió Bach los Conciertos de Brandenburgo, destinados no al príncipe Leopoldo, sino al margrave de Brandenburgo, que le había encargado el trabajo. En el mundo alemán, es frecuente que los grandes señores sean aficionados a la música, y mecenas de los músicos. El mecenazgo supone, qué duda cabe, una suerte de sumisión, que impide en muchos casos que los compositores escriban lo que desean, porque han de trabajar por encargo. Por el contrario, el sistema tiene la ventaja de que les resuelve el problema económico. Los Conciertos de Brandenburgo son seis, y todos distintos. En el primero no hay instrumento concertante; en el segundo intervienen la flauta, el oboe, la trompa y la trompeta, además de las cuerdas habituales; el tercero es solo para las cuerdas, en el cuarto entra también una flauta; el quinto y el sexto son los más famosos, y posiblemente los mejores: por lo menos los que se nos permite escuchar con más frecuencia. ¿Nos damos cuenta del bajo continuo? Ya hemos explicado en su momento lo que es: no nos engañe la palabra. El «bajo continuo» lo interpreta un clavicémbalo que a media voz acompaña al conjunto y contribuye a acentuar la tonalidad. Casi no escuchamos a este humilde instrumento en medio del sonar de la orquesta, pero si de pronto se calla, sentimos que «falta algo». Así es como el bajo continuo da a la música una especie de relieve, casi invisible, pero efectivo. Pues bien, en el quinto Concierto de Brandenburgo, justo al final del primer movimiento, el clavicémbalo se queda solo: es como un reconocimiento de Bach al mérito de este delicioso compañero de viaje: y qué virtuosismo, qué variaciones maravillosas sabe arrancarle, mientras los demás instrumentos callan como en actitud respetuosa. Solo por eso vale la pena escuchar el «concierto de la gran cadencia», como se le llama, aunque por lo demás este quinto concierto es una de las obras instrumentales más brillantes de Bach. Como contraste inesperado, el sexto concierto es el colmo de la sobriedad: ¡no hay violines! Solo tocan dos violas, un violoncello y el clave. La música adquiere un tono severo, sombrío, y además sobre todo en el primer movimiento, no hay siquiera melodía: solo armonía, perfecta combinación de voces en juegos de sonidos que suben y bajan sin argumento alguno: música incolora, música por la misma música, desnuda de todo lo demás. Por eso el sexto Concierto de Brandenburgo es tal vez la composición más bachiana de todas, un ejemplo único en el mundo de metafísica musical. Quizás, si nunca lo hemos escuchado, nos sorprenderá un poco por su ascetismo; al fin, acabaremos reconociendo su casi inexplicable lenguaje interior.
La obra coral de Bach El sentido musical de Bach, que se cifra en la sabia y bien medida combinación de voces, no podía menos de dedicar una parte de su producción a los grandes coros, de
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acuerdo con la más pura tradición alemana. Ya desde los tiempos de Lutero los alemanes eran especialistas en corales, y Bach fue justamente su máxima culminación. Los italianos, descubridores de la ópera, utilizaron entonces, y siguieron utilizando la voz humana a título individual, y supieron obtener de ella los mejores registros. Bach prefería los coros, la combinación solidaria de las cuatro voces humanas —sopranos, contraltos, tenores, bajos— para expresar la nobleza del canto colectivo. En cambio, y ello es significativo, no escribió ninguna ópera, ni parece que se le pasara jamás por las mientes hacer tal cosa. Bach y Haendel serían los últimos grandes maestros del género coral; desde entonces, aunque esta forma de hacer música no desaparecería jamás, entró en decadencia ante las cada vez más impresionantes posibilidades de la composición instrumental. Bach fue ante todo un creador de armonías en estado puro; por eso mismo no se le puede considerar un gran músico orquestal, porque el secreto de la combinación de sonidos emitidos por los distintos instrumentos es el timbre, el colorido. En cambio destacó soberanamente tanto en composiciones para órgano o para coros, en que el elemento armónico es fundamental. Para Adolfo Salazar, «el coral es el traslado a un instrumento de garganta de una música nacida del teclado del órgano». Desde un punto de vista cronológico, el hecho es absolutamente cierto: Bach escribió primero para órgano; solo más tarde para coros. Nada nos impide por otra parte invertir el orden: Bach concibió el órgano como un coro. Al fin y al cabo, se ha dicho que el órgano es el instrumento que mejor imita la voz humana, y, si esto no es cierto, siempre puede decirse que es el que mejor imita un coro humano. En Weimar compuso tocatas y fugas para órgano a cuatro voces; en Leipzig, donde tuvo la ocasión y hasta la obligación de dirigir un coro, compuso cantatas para cuatro voces en la noble modalidad coral. Ana Magdalena, según ella misma cuenta, se enamoró de Bach escuchándole tocar el órgano; más tarde ella misma cantaría en los grandes coros de su esposo. Bach no sería el más alemán de los compositores si no hubiera dedicado un especial interés a la música coral. Escribió unas 300 cantatas, de las cuales 200 han llegado hasta nosotros, una misa católica para el príncipe de Dresde, y varias Pasiones, según se cree, seis; dos se conservan íntegras: la según San Juan y según San Mateo. De la de San Marcos solo quedan fragmentos, y se duda de la autenticidad de una según San Lucas. Las Pasiones de Bach constituyen para muchos lo mejor de su obra: por su extensión, por su grandiosidad, por su perfecta técnica, por unir de una manera especialísima la música instrumental y la vocal (por fin una nutrida orquesta en Bach), y sobre todo por una cualidad que nos sorprende en él: su sentimiento. Quienes piensen en un compositor que no es más que técnica y mecánica, eso sí llevadas a la máxima perfección, no tienen más que oír las Pasiones. Parece como si su espíritu religioso, casi místico, se hubiera volcado en estas monumentales obras. Todas responden, al parecer, al mismo esquema: un narrador recita el texto evangélico, y luego los solistas entran para cantar los pasajes dialogados. El coro interviene una y otra vez para comentar: utiliza textos bíblicos, distintos a los que refieren la pasión de Cristo, e incluso textos no bíblicos, derivados de las corales protestantes. El coro, por tanto, no relata, comenta: nos recuerda, si se quiere,
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el papel de las grandes tragedias griegas, pero ese papel es monumental, insustituible, en la obra. Para todo ello, Bach utiliza todos los recursos expresivos disponibles en su tiempo (y en Leipzig ya contaba con ellos): cinco solistas, dos coros, un coro infantil que a veces se superpone a ellos, y dos orquestas. Jamás hasta entonces se había realizado un esfuerzo semejante. Las Pasiones, sobre todo la más extensa y completa de ellas, la según San Mateo, tienen, además, un sentimiento casi inimaginable en un autor como Bach. Hay frases de verdadero dramatismo. Resulta estremecedora la escena de la oración en el Huerto. Y también dramática es la relativa a las negaciones de Pedro. En el pasaje de la Cruz, en que Jesús exclama: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, la voz queda completamente sola, sin el menor acompañamiento orquestal. Hay en cada pasaje un profundo simbolismo, y sobre todo una sensibilidad humana que no puede permanecer indiferente ante lo que está relatando. Con Bach termina un proceso de música religiosa entonada por grandes coros que tenía una tradición de seis siglos. Y lleva esta tradición hasta un punto culminante que ya no sería superado. Con ello nos encontramos con la última e incomprensible paradoja: Bach se aparece a nuestra estimación como el primero de los músicos «modernos». Y sin embargo, con su tendencia al contrapunto, al predominio de la armonía por encima de la melodía, a las grandes composiciones organísticas y corales, es un colofón de la música antigua más que el introductor de la música nueva. Otros rumbos esperaban al arte musical, y se estaban iniciando justamente entonces. Resulta sorprendente: por lo menos tres hijos de Bach fueron compositores. Y no nos parecen hijos de Bach, nos parecen hermanos de Mozart.
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Grandeza y solemnidad en Haendel Juan Sebastián Bach significó la plena culminación del barroco musical. Georg Friedrich Haendel representa la unión del barroco con las corrientes que le siguen. Despidió una época y dio la bienvenida a otra. Por eso suele considerarse a Haendel más «moderno» —no por eso más perfecto— que Bach, aunque ambos nacieron en poblaciones muy cercanas y con solo cinco semanas de diferencia. Esta doble circunstancia ha permitido hablar de «dos vidas paralelas», por más que no puedan darse dos personalidades ni dos músicas más distintas. Bach fue un hombre apacible y equilibrado, Haendel fue extrovertido, temperamental y atravesó tremendas crisis; Bach tuvo veinte hijos, Haendel murió soltero; Bach viajó lo menos que pudo, y apenas abandonó el centro de Alemania; Haendel fue empedernido viajero y estuvo en los principales países de Europa (de cada uno de los cuales tomó algo). Por otra parte, Bach fue el maestro de la armonía; Haendel, hasta en sus composiciones polifónicas da primacía a la melodía y a la expresión. Es muy probable, aunque en este punto debamos ser muy prudentes, que podamos considerar a Bach más cercano a la perfección absoluta; Haendel fue, en cambio, un magnífico comunicador, y su obra nos parece más cercana, más llena de temperamento y de vida, aunque algunos pudieran tacharle de más superficial; ciertamente, en el sentido de que no alcanzó la misma hondura casi metafísica de su paisano. Pero en cambio la brillantez de la música de Haendel, ciertamente, no fue igualada por ningún otro músico de su tiempo.
Alemania, Italia, Inglaterra Georg Friedrich Händel (en muchos países escribimos Haendel) nació en Halle, Turingia, en 1685, pocos días antes que Bach. Su padre era cirujano-barbero y quiso que su vástago se distinguiera estudiando Derecho; pero Haendel, desde niño, demostró su vocación por la música. Se sabe que compuso una sonata a los 14 años, aunque parece que escribió otras obras con anterioridad. Efectivamente, hubo de estudiar Derecho en la universidad de Halle en 1702, pero un mes más tarde fue nombrado organista de la catedral, y encontró el mejor pretexto del mundo para abandonar su carrera. Su destino estaba marcado para siempre. No llegó a conocer a Bach (una vez que Bach fue a visitarle, se encontró con que Haendel estaba de viaje, como de costumbre), pero sí a Telemann, con el cual tuvo una buena amistad. Ambos compartían muchos gustos, entre ellos su afición por la música italiana. A Haendel le atraía la ópera, y por eso en 1703 se estableció en Hamburgo, que disponía entonces del mejor teatro de ópera de Alemania: comenzó como segundo violín y acabó como director. Allí se representaban obras italianas y francesas. Haendel tomó elementos de unos y otros, aunque nunca negó su carácter alemán. En la ciudad hanseática compuso varias óperas, de las cuales Almira
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tuvo un notable éxito. De él dijo Matheson que por entonces «no sabía componer más que fugas tradicionales». Más tarde llegaría a ser un gran maestro de música coral e instrumental. En 1706-1710, viajó por Italia: Florencia, Roma, Nápoles, Venecia. Allí conoció a los grandes compositores italianos, Corelli, Scarlatti, Albinoni, Vivaldi. Sólo con el tiempo descubrió cuánto les debía. Por el momento, compuso cantatas y sobre todo óperas, entre las cuales Agripina tuvo un éxito espectacular. Haendel era por aquellos años un músico germanoitaliano. Cultivaba la «ópera seria», le confería solemnidad y empaque, y le gustaba recurrir a los coros, no al ballet operístico como los franceses. Su porvenir parecía consagrado. Pudo haberse quedado en Italia y triunfar allí. Sin embargo, en 1710 regresó a Alemania, no a Hamburgo, sino a Hannover. La asociación de los príncipes de Hannover con la corona inglesa le llevó a Londres en el mismo año 1710. En 1711 estrenó la ópera Rinaldo, pergeñada en Italia y compuesta en Hamburgo: obtuvo un éxito apoteósico. Las óperas tenían siempre un público incondicional en las esferas aristocráticas, y allí Haendel supo ganarse un puesto entre los italianos y los franceses. Cuando en 1714 el príncipe de Hannover llegó a ser rey de Inglaterra (Jorge I), el monarca le encomendó una misión diplomática en su tierra de origen. Parece que el músico, que no destacaba por su discreción, no llevó la gestión como el rey deseaba, y hubo una separación entre los dos hombres que pudo ser fatal. Haendel no carecía de recursos, y sabedor de que al rey Jorge le gustaban los paseos nocturnos en barca entre Londres y Chelsea, alquiló otra embarcación con una orquesta completa, y amenizó la velada al monarca con una suite verdaderamente refrescante que luego sería conocida como «Música acuática» o Water music. La reconciliación fue completa, y Haendel sería nombrado director de la orquesta de la Royal Academy of Music. La anécdota de la composición de la Water music es universalmente conocida, aunque la música que escuchamos hoy no corresponde a la versión original, sino a una serie más extensa y arreglada que presentó Haendel en la Royal Academy pocos años después. Objeto, eso sí, de muchos arreglos posteriores, algunos por músicos del siglo XX, sigue siendo una de las obras más conocidas y populares de Haendel y de toda la música; es una típica suite de muchas piezas independientes, cada cual con su carácter, pero todas brillantemente orquestadas —con muchos instrumentos de metal, como para sonar al aire libre— y con temas todos ellos gratísimos. Es quizá entonces cuando Haendel se hace para siempre un músico «inglés», sin abandonar por ello su rigor alemán y su encanto italiano. ¡Qué duda cabe de que esta triple combinación es uno de los secretos de que se haya convertido en uno de los más grandes músicos de la historia!
Las óperas El gusto de los londinenses estaba dividido entre la ópera italiana y la francesa. Haendel se coló por el boquete abierto entre las dos. Había aprendido de los italianos, pero tenía su propio estilo, tendente a lo grandioso y a lo solemne: en cierto modo de acuerdo con la tradición pomposa de los franceses de la época de Lully y Charpentier,
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pero en este caso podía ofrecer un estilo más desarrollado. Haendel gustaba de los argumentos heroicos, y por eso, para la mayor parte de sus obras escoge como protagonistas a grandes héroes de la antigüedad: Rinaldo, Teseo, Radamante, Julio César, Tamerlán, Jerjes, Escipión, Alejandro. En total, escribió cuarenta óperas, aunque algunas de ellas solo se conservan en parte. Quizá la mejor sea Julio César, si bien la que tal vez ha pasado a la historia sea Jerjes por un solo pasaje, el famoso y tan conocido «largo» que representa un sueño de amor del monarca persa. La obra suele ser interpretada como pieza exenta y sin necesidad de otra presentación que la de «Largo de Haendel». Es una composición de extraordinaria serenidad, que ha permitido compararla al aria de la Suite en Re de Bach, que también suele interpretarse como obra independiente. Es curioso que la pieza más famosa de la operística de Haendel no represente acciones gloriosas o la voluntad invencible de un héroe extraordinario, sino el sueño de un enamorado. Las funciones de ópera constituían socialmente casi una exclusiva de la nobleza, y en este sentido el auditorio de Haendel fue relativamente reducido y no ampliable. La fuerza de la expresión, la música esplendorosa puesta al servicio de las pasiones de los personajes, el conocimiento que el autor poseía de la naturaleza humana y de sus reacciones, garantizaron durante mucho tiempo el éxito de las óperas de Haendel. Con todo, su carácter, siempre fuerte y tendente a la polémica le creó no pocas dificultades. Los operistas italianos le hicieron toda la guerra que pudieron, y también ellos tuvieron sus partidarios. Y lo malo era que no cabía desentenderse de los libretistas, pues era preceptivo que las letras estuvieran redactadas en italiano; y los libretistas siempre imponen sus condiciones. Fue así como Haendel hubo de vencer crecientes dificultades, a veces se exasperó, cobró otras nuevos arrestos, y siguió componiendo. Pero llegó un tiempo en que la gente acabó aburriéndose del género de la ópera. Los tiempos cambian, y las modas también. Haendel tenía garra, temperamento, inspiración; pero no conocía otra composición dramática que la ópera de raíz italiana. Numerosos actores, envidiosos unos de otros y en continua guerra, escenografías fastuosas que costaban un dineral, obras largas con muy poca acción, porque todo se reducía a arias y recitados, solemnidad indudable y a veces impresionante, pero falta de agilidad. Los italianos sabían buscar la compensación, desde los tiempos de Scarlatti, con la ópera bufa; también los franceses inventaron la ópera comique, pero el estilo solemne y grandioso de Haendel no podía concebir otra modalidad que la ópera seria. Por otra parte, no solo los libretistas sino que la mayoría de los divos y divas eran italianos, y los ingleses no conocían ese idioma. La puntilla la puso una obra burlesca a más no poder, The beggar’s opera (La ópera de los mendigos), que explotó el ridículo de aquellas representaciones solemnes, lujosas, caras y bastante artificiosas… !y lo hizo en inglés! The beggar’s opera no era más que una parodia mediocre y despreciable, pero se hizo popular al momento y tuvo un efecto demoledor.
Los oratorios
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El oratorio es una gran obra de música sacra en que se suceden distintas cantatas para solistas y gran coro, acompañadas de órgano, o, mejor aún de orquesta. Hubo en el siglo xviii muchas cantatas católicas —y Haendel fue compositor de un buen número de ellas en Italia—, pero el género del oratorio, de gran extensión y solemnidad, es más propio del mundo protestante. Bach compuso, en su época de Leipzig, gran número de cantatas, pero el «oratorio» no encuentra en él otro equivalente que sus admirables Pasiones. Haendel se consagró al oratorio, sobre todo cuando se fue retirando del mundo de la ópera, y triunfó rotundamente en él. No es fácil explicar por qué el público, que acabó aburriéndose de la ópera, acudía en masa a los oratorios. Quizá convenga, ante todo, recordar que en aquellos momentos, pese a todo, ópera y oratorio no se diferenciaban tanto como hoy podemos imaginarnos. Las óperas eran premiosas y solemnes, formadas por números cerrados, casi sin acción. Un oratorio es una historia religiosa en que intervienen solistas y coros, con una nutrida orquesta, y que tiene un argumento: puede seguirse de principio a fin. Eso sí, los coros suelen ser bastante más numerosos e intervienen con más frecuencia; y la orquesta puede ser todo lo nutrida que se desea. Un oratorio, aunque puede interpretarse en un teatro, puede sonar también en una iglesia, o en una gran catedral, abierta al público. Sabemos que a los oratorios de Haendel acudía mucha gente, procedente de todos los estratos sociales. Y sobre todo, se cantaba en inglés. La ópera, en virtud de convenciones entonces invencibles, había de cantarse en italiano. Y el inglés tenía no solo la inmensa ventaja de que podía ser entendido por todos, sino que es una lengua que —para bien o para mal, no es cuestión de discutirlo— pemite una música ágil, en que los pasajes rápidos pueden alternar con otros lentos. Las cantatas en latín o en alemán resultaban más trabajosas, todo lo perfectas y bellas que se quiera, pero en que la música ha de adaptarse a una letra que no permite transiciones tan rápidas, cambios de ritmo tan inmediatos. Haendel compuso una buena cantidad de oratorios, Deborah, Saul, Israel en Egipto, Judas Macabeo, El Mesías, Sansón, Jephté, la mayor parte de ellos recibidos con gran aceptación. Como en las óperas, supo escoger temas heroicos y conferir a la música un sentido dramático. Sin duda por su grandiosidad y por el idioma en que estaba redactada la letra, la aceptación que encontraron estas obras fue muy grande. Se ha dicho que los oratorios de Haendel no son más que óperas sin espectáculo visual, pero aquí el convencionalismo es menor, el sentimiento más profundo, y la solemnidad llega fácilmente a todos los corazones. El Mesías es una obra universalmente conocida, acogida con entusiasmo desde el primer momento, y distinta de los demás oratorios. Fue escrita por Haendel durante unos meses de reposo que pasó en Irlanda, y resultó una obra maestra. A diferencia de los demás, no tiene argumento, sí una fuerza arrolladora. Consta nada menos que de cincuenta cantatas, todas independientes, dotada cada una de su propia personalidad. Innecesario parece decir que lo grandioso y lo solemne están presentes en todas sus partes. Las tres horas de su duración se hicieron cortas a los presentes a su estreno, y se siguen haciendo cortas a los espectadores actuales. En ningún momento decae la atención. La obra fue estrenada en Irlanda, y solo un par de años más tarde la ofreció Haendel al público británico. Nunca pudo esperar tanto éxito. Y cuando
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sonó el famoso Aleluya, el rey Jorge II se puso en pie, lo mismo hicieron todos los espectadores, y la costumbre, por demás llamativa, pero magnífica y respetuosa, se ha mantenido en Gran Bretaña. El Mesías, que tardó en imponerse en el continente, fue siempre considerado por los ingleses, hasta hoy mismo, como un símbolo de orgullo y grandeza. Con frecuencia lo hicieron interpretar por masas inmensas. En 1883, con motivo de un concierto conmemorativo, intervinieron una orquesta formada por 500 instrumentistas y un coro de casi 4.000 cantores. Cierto que los asistentes al espectáculo fueron 88.000. La obra religiosa de Haendel es sin duda menos profunda, menos interiorizada que la de Bach, pero nada la iguala en solemnidad y en magnificencia.
La música instrumental Haendel aprendió a componer para orquesta en Italia, pero durante su residencia en Inglaterra superó a los italianos en riqueza instrumental. A la familia de las cuerdas añade flautas, oboes, trompas, fagotes, trompetas y timbales. Su orquesta preludia por primera vez —si no la alcanza ya— la orquesta moderna de los clásicos y románticos. Quizá precisamente escuchamos en algunas de sus composiciones un predominio de los instrumentos de viento, y especialmente los de metal, que nos llama la atención. Ahí está el esplendor de Haendel. No cabe duda de que esta música gloriosa tiene mucho que ver con la propia personalidad del compositor sajón, grande, fuerte, de genio vivo, activo como él solo y tendente a lo majestuoso. Pero ¿no podríamos relacionarlo con la tendencia a los himnos de Purcell? O podríamos relacionarlo con una tradición inglesa, asociada tal vez a la imagen casi sagrada de «Su Graciosa Majestad». Los ingleses fueron durante mucho tiempo aficionados a los himnos, como que el himno inglés (el «God save the King/Queen») es uno de los más antiguos del mundo, sino el más antiguo, y fue imitado por otros muchos países. Pero insinuemos otra posible relación: la tendencia hímnica de Purcell puede estar inspirada en las engoladas composiciones de Lully para celebrar el poder de Luis XIV. Esa gloria de las trompetas sobre timbales es típicamente de Lully. Y no es de despreciar un lejano influjo de Lully sobre Haendel; con la diferencia de que Haendel, que vivió en una época más madura y poseyó un más inteligente sentido instrumental, hace «solemne» lo que en Lully es más bien «pomposo». No hay exageración pretenciosa en Haendel, hay simplemente esplendor triunfante. Pero no toda su música instrumental es solemne, ni mucho menos, aunque sí siempre maciza y equilibrada. Escribió doce concerti grossi, en que de acuerdo con la tradición de esta forma, alterna un grupo de instrumentos con «tutti», o sea la orquesta completa. El efecto de alternancia está aquí muy bien conseguido, y compagina perfectamente con el uso que hace Haendel de las indicaciones «forte» y «piano», indicaciones que apenas encontramos en Bach. A Bach no le interesaban estos efectos, sino la sustancia pura de la música; Haendel es efectista como él solo, pero sería un disparate tildarlo de superficial. Estos conciertos incluyen con frecuencia instrumentos de viento, como la flauta, la trompa o el fagot, y siguen la alternancia de tres movimientos rápido-lento-
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rápido, o bien, con una breve introducción, lento-rápido-lento-rápido. En todos podemos constatar la influencia italiana, que Haendel supo asimilar a su manera, pero enriqueciéndola con una mayor variedad instrumental. Algunos movimientos lentos están transidos de algo parecido a una lejana nostalgia. Un matiz que puede extrañarnos en Haendel, si no hemos terminado de conocerle, pero que puede ser propio de un hombre que tuvo también momentos apesadumbrados. Sin embargo, la música instrumental en que mejor reconocemos a Haendel es la destinada a sonar al aire libre. Su tendencia a lo grande y poderoso no podía encontrar mejor escenario. La Water Music, ya lo sabemos, tuvo un origen incidental, pero no nos engañemos: es casi seguro que muchas de las piezas estaban ya escritas de antemano, y Haendel supo enhebrarlas habilmente para su brillante concierto nocturno. Tenemos noticia de que el compositor había alquilado una orquesta de hasta cincuenta músicos, incluyendo, por supuesto, un buen número de instrumentos de viento. La suite duraba una hora, y fue tal el entusiasmo de Jorge I, que hizo repetirla hasta cuatro veces; de modo que la retirada definitiva del monarca a su palacio no tuvo lugar hasta las cuatro de la madrugada. Fue un trasnocheo histórico. La «música de agua» nada tiene que ver con el líquido elemento, sino con el escenario en que fue interpretada. Es una sucesión de movimientos que sugieren, como entonces era costumbre, bailes populares muy dignificados: en absoluto se trata de describir nada. Por desgracia, no conocemos los borradores de aquella música que habría de consagrar la fama de su compositor. En 1734 publicó una serie de piezas, que pueden o no coincidir con las interpretadas en 1717, y que, indudablemente, están modernizadas de acuerdo con nuevos recursos obtenidos en el entretanto. En 1740 recompuso de nuevo esta música para ser ejecutada en un teatro; consta de dieciocho piezas, y dura aproximadamente una hora, más o menos lo que dicen que duró la interpretación primitiva. Puede parecerse mucho a ésta o puede no parecerse tanto; para los efectos es casi lo mismo, porque la música de Haendel tiene unas características que permiten reconocerla inmediatamente: simpatía, empuje, solemnidad, inspiración. Es una típica música de entretenimiento, pero no es fácil encontrar entretenimientos de esta calidad en el mundo. En 1727, con motivo de la coronación del nuevo monarca, Jorge II, compuso Haendel un solemne Coronation anthem, himno de la coronación, interpretado por una enorme masa de cantores e instrumentistas, que causó sensación. La apoteosis de la gran música instrumental llegó en 1749, con motivo del estreno de Fireworks music, o Música para unos fuegos artificiales. En 1748 había terminado la guerra de los Siete Años, con la Paz de Aquisgrán, que consagraba la hegemonía de Inglaterra y su papel en Europa, y se quiso hacer una celebración en consonancia. Haendel ofreció su colaboración, que fue aceptada con muchísimo gusto. El acto no tuvo lugar hasta abril de 1749, cuando todo estuvo preparado. Se celebró en Green Park, con una concurrencia tal (unos hablan de 20.000 asistentes, otros de hasta 40.000), que el puente quedó colapsado por el tráfico durante tres horas. Para que se diga que la música en el siglo XVIII solo interesaba a unos cuantos nobles. Por cierto que los fuegos resultaron un fracaso, a pesar de estar preparados por un famoso artificiero italiano, el caballero Servandone; pero la música de
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Haendel, interpretada por una enorme masa de instrumentos de viento y percusión, fue recibida con indescriptible entusiasmo, y constituyó, después de El Mesías, la apoteosis de su vida. Jorge II no quiso «violines» para una celebración a la que pretendía dar un sentido predominantemente militar; pero poco más tarde agregó Haendel una orquesta de cuerdas a lo ya compuesto, y así, con un soberbio equilibrio, podemos escuchar hoy la Música de los fuegos artificiales en toda su grandeza y perfectamente compensada. Está formada por solo seis piezas, casi todas con un significado concreto, excepto dos minuetos. Y sin embargo, la obra suele terminarse con el minueto real, destinado a recibir a Jorge II. Es increíble: un minueto (que hasta puede bailarse), suena como un himno. Aquí alcanza la capacidad hímnica de Haendel su máxima grandeza. Observemos que la mayor parte de las frases solemnes terminan con dos notas iguales, la segunda acentuada. Es la firma de Haendel. La encontraremos en muchas de sus composiciones. Es un rasgo inconfundible.
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La música «clásica»
¿Qué ocurre hacia 1750? Hasta ese momento se había estado componiendo una música que solemos llamar «barroca», merezca este nombre o no. A partir de entonces, se impone una nueva forma de hacerla y de entenderla que solemos llamar «música clásica». Cuando se produce un cambio en las formas del arte se infiere que ha tenido que producirse un cambio en las mentalidades, en la cultura, en la política o en la sociedad. Parece que conviene preguntarse qué es lo que sucede hacia 1750 para que se busquen nuevos caminos en las normas estéticas. Evidentemente, en 1750 se mantienen las grandes monarquías europeas, la nobleza sigue gozando de indudables privilegios, el pensamiento racionalista se había iniciado ya a principios de siglo, y nada ocurre que parezca transformar el mundo. Ciertamente, se vive una época próspera, eso ante todo. Cuando viajamos por Europa, observamos que una buena cantidad de los edificios que nos admiran, templos, palacios, edificios, plazas espaciosas, son de la segunda mitad del siglo XVIII. Intuimos que por entonces la gente vivía mejor y disponía de una mayor cultura. También es cierto que la población aumentó en casi todas partes como en ningún momento anterior. Las guerras se hacen menos frecuentes y menos asoladoras, porque parece que se juegan ahora como partidas de ajedrez. Algo nos denuncia una época feliz, aunque pudo no serlo para todos. Un hecho claro es la presencia de la «Ilustración». La tendencia a lo racional y a lo natural es común a la mayor parte de Europa a lo largo de todo el siglo XVIII, pero es en su segunda mitad cuando esta tendencia adquiere un carácter «oficial» a través de ese fenómeno de cultura y mentalidades, de esa forma de entender la vida que llamamos Ilustración. Los nobles no ceden sus privilegios, pero se hacen ilustrados, participan en tertulias en que se habla de cultura, de progreso y de tolerancia. Y la buena coyuntura económica favorece a una burguesía cada vez más preparada en el ámbito cultural, que también se reúne en tertulias muy bien reglamentadas, y de la cual, es fácil observarlo a poco que reparemos, nacen las ideas básicas que, porque están de moda, acaban admitiendo —las practiquen o no— también los nobles. Se están preparando tiempos nuevos. Quizá la gente de entonces no podía contemplar la cercanía de esa evolución (o de esa revolución) como los observadores de hoy, que ya conocemos el final de aquella historia; pero lo cierto es que las mentalidades están cambiando: ahora se impone lo razonable, lo natural, lo lógico —o que parece lógico—, y se rechaza lo que suena a retorcido, antinatural o artificioso. Se huye de lo abstracto, de la complicación innecesaria, y se busca lo directo, lo que entretiene y distrae el ánimo.
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Quizá esta evolución de las mentalidades no tenga mucho que ver con la nueva música, pero todo parece indicar que contribuye a explicarla. En el «barroco» la polifonía, la combinación de voces, había sido fundamental. Ahora se prefiere reforzar la línea melódica y hacer una música más fácil, más sencilla, más pegadiza, sin complicaciones. Se vuelve la espalda a lo grandioso. Tampoco se busca lo abstracto. Dejan de estar de moda las composiciones arquitectónicas maravillosamente estudiadas de Bach o las obras enormes y solemnes de Haendel. A la nueva música se la llama «música galante». Una denominación que nos sugiere simplificación, superficialidad, y con ello una pérdida de categoría. A lo monumental sucede lo gracioso y asequible. ¿Es que no significa este cambio un descenso en la excelsitud de la música? Tal vez (¡tomemos la cuestión, como siempre con muchísima prudencia!) cabría hablar de un descenso si en la segunda mitad del siglo XVIII no hubieran existido otros compositores que Stamitz, Wagenseil o Dittersdorf. Pero muy pronto van a aparecer algunos que sabrán obtener de esta nueva forma de entender la música posibilidades inesperadas… y hasta cierto punto definitivas. Hoy seguimos escuchando a estos gratísimos renovadores con gusto, sus obras se mantienen en nuestros programas de conciertos y nos hacen tan felices como a los hombres de hace doscientos cincuenta años. Por eso se llaman clásicos.
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Caracteres, formas y medios Si tenemos un mínimo de experiencia como oyentes, sabremos diferenciar inmediatamente la música barroca de la «música galante», que ahora llamamos ya, y con pleno fundamento, «música clásica». La diferencia entre una y otra no puede explicarse en términos musicológicos sin recurrir a expresiones técnicas, que en este libro tratamos a toda costa de evitar. Valen hasta cierto punto las metáforas. Varias veces nos hemos referido a la música barroca como un dibujo geométrico, similar al trazado de una greca que se desenvuelve una y otra vez, o un motivo decorativo que se repite simétricamente. La música barroca tiene algo de dibujo geométrico, trazado con regla y cartabón. La música clásica tiene algo de dibujo a mano alzada, es gozosamente libre y por eso mismo más expresiva. Resulta también más imaginativa, en tanto que no esta sujeta a un canon impuesto, no necesita repetirse mediante un motivo único. Ya Telemann, que era más hombre de transición que sus contemporáneos, supo decirlo: «los antiguos creían más en el contrapunto que en la imaginación». ¿Significa esto que la nueva música «libre» prescinde de las reglas? Suponer tal cosa significaría una equivocación digamos que monstruosa. Lo que ocurre es que esta forma de «dibujo a mano alzada» supera la estricta relación geométrica sin contradecir la sabia combinación de los sonidos, unos sonidos que el oído agradece quizá incluso más que los del barroco, precisamente porque están menos maniatados a una estricta formalidad, pero que son respetuosos con las reglas. Quizá la diferencia fundamental estriba en el hecho de que la música barroca era eminentemente polifónica, sonaba a varias voces que se combinaban entre sí conforme a una reglas muy estrictas. Ahora, más que la polifonía, lo que destaca es la melodía. La música clásica es estrictamente melódica; hay una voz principal que canta esta melodía, y las restantes «acompañan»; el acompañamiento ayuda a la melodía, la potencia, la enriquece, le confiere una nueva dimensión; pero nunca un acompañamiento puede confundirse con la melodía: no hay melodías simultáneas que se entrecruzan. Es lógico que el lector pregunte ahora: ¿es que no hay melodía en la música barroca, especialmente en Telemann, en los italianos, también en Haendel, en el mismo Bach? Es cierto: los músicos de la segunda mitad del siglo XVIII en absoluto inventaron la melodía, pero ahora la hacen más libre, más cantarina, más inconfundible (porque los otros sonidos se ve clarísimamente que «acompañan»), y menos sujeta a un ritmo casi geométrico. En el mismísimo Vivaldi, por ejemplo, encontramos «geometría», una veces polifónica, pero otras también melódica: las frases se repiten conforme una secuencia. Lo que vamos a escuchar desde ahora es una cosa completamente distinta. Para compensar la falta de ese rigor preciso de la construcción geométrica, los autores de la «música clásica» dan un sentido perfectamente académico y lógico a la melodía, confiriéndole una especie de «argumento» que tiene sentido de principio a fin. Este argumento es muy fácil de seguir en Haydn o en Mozart; resulta mucho más complejo
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un siglo más tarde, en Wagner o en Mahler; pero cualquier aficionado es capaz de descubrir este argumento y encuentra entonces que la música, por complicada que sea, tiene sentido. El argumento, el discurso lógico que se desenvuelve a lo largo de la obra, es secreto de la música clásica; lo vivimos en su pleno sentido, con satisfacción, como si fuera una pieza literaria, aunque la música, a diferencia de la literatura, no necesita tener un significado concreto; o más exactamente, porque nos expondríamos a equivocarnos, no necesita tener otro significado que el estrictamente musical. Este argumento consta de partes: hay, durante un tiempo, un «motivo» dominante, que distinguimos enseguida, y que confiere coherencia al conjunto; un motivo puede estar compuesto por pocas notas; luego está la «frase», que rodea al motivo, y se desenvuelve como un verso. Un verso, en una poesía, necesita de otros versos para rimar o enlazar, y adquirir en el conjunto continuidad y pleno significado: pero cada verso posee su propia personalidad. Una frase musical ocupa unos pocos compases, digamos, unos pocos segundos. Y varias frases constituyen un tema. Todos estamos acostumbrados a los temas de la música clásica, que se nos quedan en el oído y en el recuerdo como formas sonoras que se nos ocurre repetir una y otra vez. Un tema puede constar de cuatro frases, que muchas veces riman entre sí como los versos: ABAB, o bien ABBA, incluso en algunos casos podríamos compararlos con preguntas y respuestas. ¿Verdad que a veces un tema musical parece una serie de preguntas y respuestas? Ahí está el secreto del pleno sentido discursivo de la música clásica, que «se desenvuelve» con pleno sentido. Nos recuerda más a un río que va de principio a fin que a un edificio perfectamente simétrico. Los motivos forman frases, las frases temas, y esta secuencia de motivos, frases y temas constituye la base fundamental de la música clásica. Pero un tema no suele durar, a lo sumo, más de un minuto. Un buen músico busca combinar un tema con un contratema, una frase con su complementaria; pero si no fuera más lejos, el desarrollo de su obra sería tan breve y a base de «números cerrados» como en las composiciones de los barrocos. Lo que ocurre es que ahora un «movimiento» se compone de varios temas, y se pasa de un tema a otro mediante una modulación, es decir, como ya se sabe, de un cambio de tono. La modulación es el arte de cambiar de un tono a otro sin interrumpir la melodía. Y por eso la música clásica, a diferencia de la barroca, puede permitirse movimientos largos, tal vez de un cuarto de hora de duración cada uno (en el siglo XIX pueden durar más), sin la menor sensación de cansancio o de fatiga por parte del oyente; porque cada modulación es un cambio de paisaje. El río sigue su curso invariable, es siempre el mismo río, pero los paisajes que va recorriendo a cada recodo pueden ser completamente distintos. Lo que distingue a la «música clásica» de la música barroca es la posibilidad de movimientos extensos, que, sin embargo, no se hacen monótonos. Bien: avancemos un poco más en este análisis, sin introducirnos en ningún momento en honduras. Un «movimiento» o parte extensa de una obra tiene un carácter determinado: es alegre, triste, juguetón, melancólico, y se diferencia de los demás movimientos de esa obra. Pero su argumento tiende a organizarse de acuerdo con un esquema determinado, un esquema al que solemos llamar la forma. La forma más utilizada por los clásicos es la «forma sonata». Puede haber al comienzo de la obra una
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introducción: el oyente se siente internado en una especie de paisaje musical mediante esas notas introductorias, por lo general unos acordes que le muestran cuál va a ser la tonalidad general. Luego suena el primer tema, que por lo común es el principal, aquel que se nos queda con más facilidad en el recuerdo, aquel que se nos repite inconscientemente cuando terminamos de oír la obra. (Si nos recuerdan la sinfonía 40 de Mozart o la Quinta de Beethoven, invariablemente se nos ocurrirán unas notas: ¡son las del primer tema del primer movimiento!: no falla). Luego una modulación conduce al segundo tema, en una tonalidad distinta; si el primer tema ha sido brillante, el segundo suele ser apacible. El segundo tema suele significar una especie de «relax», permítasenos decirlo así, respecto del primero, y el oyente en el fondo lo agradece. Terminado el segundo tema, viene el «desarrollo», un pasaje en que el autor juega con los motivos de los dos temas, tratando de obtener de ellos el máximo partido, con nuevos coloridos: un buen compositor ¡jamás repite el tema literalmente durante el desarrollo! Y en esta capacidad para obtener partido de lo ya expuesto reside el mérito de un músico. Suele decirse que un compositor clásico es bueno o no tanto, según sea su facilidad para el desarrollo. Y al final del movimiento viene la reexposición, en que se repiten los temas principales, esta vez en toda su limpieza, sin trucajes de ningún género. Así los recordamos mejor, y experimentamos un cierto regusto al reconocerlos de nuevo. El movimiento suele terminar con unos acordes de afirmación. La música no puede acabar de cualquier forma, como si se cortase de pronto, sino con este punto final solemne y definitivo: es el colofón que nos deja plenamente satisfechos. Así es por lo general y sin entrar en más detalles, un «movimiento». Un movimiento puede durar siete, diez minutos, un cuarto de hora. Generalmente el primero es más largo. En una sinfonía clásica suele haber cuatro movimientos; en un concierto, por lo general tres. Y cada movimiento tiende a ser complementario del anterior. A un movimiento rápido sucede otro lento; a uno optimista, otro más pensativo o melancólico. En una sinfonía clásica suelen sucederse estos cuatro movimientos: allegro— andante (o adagio)— minuetto y final (el final es generalmente el más alegre de todos). En la música clásica es muy difícil que el primer movimiento sea lento, y más difícil todavía que sea lento el final, que está destinado a sonar muy alegremente. El minuetto es si se quiere una convención, una especie de intermedio entre la serenidad del segundo movimiento y la alegría desbordante del final. Tiene casi el sabor de un pretexto, para separar dos movimientos muy distintos, pero cumple su función y relaja los ánimos. Es curioso que los clásicos mantengan este recurso al minuetto cuando es una forma de «baile antiguo» y ya en decadencia. No deja de ser agradable por eso. Desde Beethoven, que ya no gustaba de las formas del Antiguo Régimen, el minuetto se sustituye por un scherzo (jugueteo) a veces sarcástico, que sigue cumpliendo su papel de intermedio circunstancial. Una sinfonía clásica suele cumplir esta división en cuatro movimientos. Un concierto para instrumento y orquesta (suele llamársele simplemente «concierto»), de más complejidad, por el papel que se reserva al solista, tiene por lo general solo tres movimientos, rápido-lento-rápido, aunque no por eso la composición resulta más breve. Motivos, frases, temas, movimientos: para una persona absolutamente lega en
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experiencia musical estos términos no dicen mucho, por más que conozca perfectamente la pieza que escucha y esté familiarizada con ella. Por lo menos le sirven para conocer mejor que en la secuencia musical de una obra clásica todo discurre de acuerdo con un guión razonablemente trazado, lleno de lógica y muy fácil de asumir por cualquiera. Si el lector, por el motivo que sea, no ha acabado de comprender con claridad qué es una frase o qué es un tema, qué es la exposición o qué es el desarrollo, puede escuchar de nuevo la música con un poco de atención: el objeto de este libro no es otro —y habrá que confesarlo— que el de animar a escuchar.
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Los grandes géneros La música de la segunda mitad del siglo XVIII es, en su mayoría, instrumental. Existe, eso sí, un género muy antiguo, que mantendrá su vigencia por espacio de siglos: la ópera. La ópera va a conocer por lo menos hasta fines del siglo XIX un gran desarrollo y una amplia aceptación social. En la ópera cantan voces individuales —o a veces combinadas en dúos, tercetos, cuartetos— y con alguna frecuencia se recurre a coros, no tan grandiosos como los de la época del barroco, pero indispensables para que pueda expresarse «el pueblo», es decir, los que no son grandes protagonistas de la obra. Pero la ópera de fines del xviii y durante todo el xix requerirá, y cada vez más una nutrida orquesta. Ahí está la diferencia con lo anterior. Ahora el papel de la orquesta será cada vez más necesario para expresar lo que los cantores no pueden decir, o para crear el ambiente peculiar de cada escena. A su tiempo nos referiremos a todo ello. Por lo que se refiere a la música puramente instrumental, tenemos formas de expresarse de todos los tipos disponibles. Una sonata es, teóricamente, una composición para un instrumento solo. Esto no se hará realidad exacta hasta la aparición del piano, a fines del siglo XVIII. El piano puede actuar y entretener durante toda una velada sin necesidad de acompañamiento alguno. El violín suele necesitar el acompañamiento del piano, y hasta que el piano se impone, apenas se escriben sonatas para violín solo. Lo mismo puede decirse de la flauta, el oboe y la trompa, los principales instrumentos de viento que pueden actuar con muy poca compañía. Cuando un instrumento actúa con ayuda del piano, suele llamarse también sonata. Oiremos hablar de «dúos» con referencia a dos voces humanas; nunca con referencia a dos instrumentos. Bach empleó una palabra para designar esta dualidad: partita. Después de él siempre se habla de sonatas, aunque suenen dos instrumentos. Si los instrumentos que intervienen son tres, tenemos un trío. Pero el género de cámara a que más recurren los grandes compositores es el cuarteto. Un cuarteto suele utilizar el concurso de cada uno de los instrumentos de cuerda: violín, viola, violoncello y contrabajo. A veces se sustituye el contrabajo por un segundo violín. El cuarteto es una forma muy clásica, aparentemente sencilla y en realidad muy difícil de componer. Y es que su aparente sencillez engaña a un novato, pero requiere un gran esmero por parte del compositor. Un cuarteto es como una música desnuda, en que no caben errores, no caben «notas de disimulo». Cualquier falta se advierte enseguida: ¡la descubre cualquiera! Tampoco es nada fácil de interpretar: los cuatro miembros de un cuarteto han de estar compenetrados al máximo. En fin, hay pocas obras de cámara para más de cuatro ejecutantes. Se han compuesto quintetos (por ejemplo, un cuarteto con piano), sextetos, septetos (uno de los dos de Beethoven se conoce como «Septimino») y hasta octetos. Schubert compuso un famoso octeto. Todas estas composiciones corresponden a lo que llamamos «música de cámara». Estaban, en principio, destinadas a sonar en un salón no muy amplio, y de ahí su nombre. Hoy pueden escucharse en recintos relativamente reducidos, pero también es cierto que
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las excelentes condiciones acústicas de un teatro admiten lo mismo un recital de piano que un cuarteto de cuerdas. También habremos oído hablar de una «orquesta de cámara», que es un conjunto más amplio que un octeto, pero que nunca llega a llenar el escenario. Por lo general consta solo de instrumentos de cuerda, aunque a veces, cuando la composición lo requiere, se añade alguno de viento. Doce, quince, dieciocho maestros bien compenetrados, componen una buena orquesta de cámara. Una orquesta de cámara suele interpretar obras del barroco o a veces de la época de transición. Todavía las primeras sinfonías de Haydn «caben» muy bien en una orquesta de cámara; sería imposible valerse de ella para interpretar una sinfonía de Beethoven. La sinfonía es sin duda la composición más excelsa que está a disposición de una gran orquesta. En ella juegan coordinadamente todos los instrumentos, alternan las cuerdas con los vientos; los oboes, las flautas y los clarinetes empastan sus timbres como difícilmente lo pueden hacer en ninguna otra composición; las trompas se compaginan con los instrumentos de madera como con los de metal, suenan los timbales en los momentos más enérgicos, y a las expresiones de ímpetu poderoso suceden los de ánimo apacible. En los tiempos de Haydn y Mozart faltaban aún muchos años para que Mahler pudiera decir: «una sinfonía es el mundo, el mundo entero»; pero esa soberana plenitud de la sinfonía como forma de hacer gran música y abarcarlo todo estaba ya preestablecida. Haydn, en sus tiempos austriacos, no pudo disponer de una orquesta de más de veinticuatro ejecutantes; luego en Londres encontraría hasta cuarenta. Cuarenta sobraban a fines del siglo XVIII para interpretar las sinfonías de Mozart. Para tocar a Beethoven convenían muy bien sesenta. En el siglo XIX se requeriría a más instrumentistas, y hoy una orquesta sinfónica contrata a más de cien, aunque no todos intervienen en una obra determinada. Esta grandiosidad equilibrada de instrumentos, cada cual con su voz y su timbre debidamente muy bien coordinados y complementados con los demás, pero sin que cada uno pierda su propia personalidad, proporciona a la sinfonía una plenitud sonora como ninguna otra obra puede ofrecer. Cuando hablamos de géneros musicales, hoy llamamos «concierto» al diálogo de un solista con una orquesta. El solista puede ser un piano, un violín, o con menos frecuencia un violoncello, una flauta o hasta un fagot. Lo importante es la alternancia entre el virtuosismo del solista y la plenitud de sonidos de la orquesta. Lo «concertante», el contraste bien estudiado entre dos fuentes de sonido muy desiguales, es la clave de un concierto, aquello que le proporciona su encanto singular. Como es lógico, en un concierto, la orquesta disminuye el número de sus intérpretes para no apagar la voz del solista. El contraste entre las dos partes concertantes confiere una dinámica especial —la «igualdad en la desigualdad»— y su atractivo a este género. La música clásica tiende mucho menos al lucimiento, al adorno, a la gran dificultad superada que despierta admiración, que la música barroca; pero cuando de un concierto se trata, el compositor ofrece al solista todas las ocasiones de lucimiento que puede, para que no quede eclipsado por la gran masa orquestal; unas veces, ciertamente, actúan solista y orquesta de forma simultánea, otras, las más, la orquesta calla o acompaña, muy quedamente para que el virtuoso quede en primer plano. Hay un momento, casi siempre al final, la
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«cadencia», en que la orquesta desaparece por completo: y es justo entonces cuando el solista hace su mayor exhibición como virtuoso, arranca de su instrumento las frases más brillantes y más «imposibles», esas que el público no puede menos de admirar en un momento de suprema atención, hasta que estalla en un aplauso unánime. Es la orquesta la que cierra la obra con unos acordes poderosos, pero a veces los aplausos ya han empezado a sonar: la gente no es capaz de contenerse, y hasta cierto punto es esto lo que se busca. El concierto es siempre el diálogo de la masa y la altísima individualidad. Pero el héroe tiene que ser el solista, y esto tanto el director como los profesores de la orquesta lo saben muy bien, y han de admitirlo con cierta humildad. Como ya hemos adelantado, un concierto suele tener solo tres movimientos, frente a los cuatro de la sinfonía; si la interpretación de una obra de uno u otro género dura aproximadamente el mismo tiempo, ello se debe a que los ratos dedicados al lucimiento del solista alargan inevitablemente el desarrollo de los movimientos.
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Las voces de la orquesta En la época clásica suena la orquesta en todo su esplendor. El barroco recurrió en casos aislados en que se requería una especial solemnidad, a conjuntos monstruosos de instrumentos capaces de llenar espacios muy amplios al aire libre; pero estaban mal equilibrados, y destinados además a una ocasión concreta. Muchas veces, ni volvían a oírse. Ahora, a partir de 1750, la orquesta tiene un número fijo de miembros, en que se tiene muy en cuenta la proporción de instrumentistas para que el conjunto suene de la manera más conveniente. En los primeros momentos del clasicismo quedó consagrada la división de la orquesta en «ocho partes»: primeros violines, segundos violines, violas, violoncellos, contrabajos, y, en la familia de los vientos, flautas, oboes y trompas. A fines del siglo XVIII aparece un instrumento de viento muy sugestivo, el clarinete (cuya invención se atribuye a Denner), y se consagra también el fagot, procedente del antiguo «bajón». En cambio, la chillona trompeta, tan utilizada en las orquestas más o menos improvisadas del barroco, pierde protagonismo en las obras clásicas, aunque no se la desprecia del todo. Mozart, por ejemplo, odiaba la trompeta, y de pequeño hasta se echaba a llorar cuando la oía. Lo importante es que cada conjunto de instrumentos cumple un papel insustituible, perfectamente encajado en el conjunto de la orquesta, a la que se pide siempre un equilibrio capaz de sonar con riqueza y con agradecimiento por parte del oyente. Habrá orquestas cada vez más nutridas y hasta instrumentos nuevos que se imponen en el siglo XIX, como el trombón, la tuba, la bastuba; pero el sentido de equilibrio y capacidad para sonar conjuntamente se mantuvo durante mucho tiempo, y a este bien estudiado equilibrio se debe el hecho de que la orquesta clásica suene realmente como «clásica». Los instrumentos de cuerda suelen ser mayoría en el seno de una orquesta, y en el escenario se colocan en un abierto semicírculo en torno al director. A la izquierda se sitúan los primeros violines, e inmediatamente detrás los segundos. Qué duda cabe de que el instrumento fundamental es el violín. Más de un tercio del total de los componentes del gran conjunto sonoro son violines. El violín tiene, lo hemos comentado ya, una facilidad portentosa para «decir», para cantar, para llevar la voz principal. Es penetrante, tierno, expresivo, en muchas ocasiones resulta, por su forma de enunciar los sentimientos, casi humano: femenino habremos de añadir, si atendemos a sus tonos agudos, pero desde el primer momento sentimos que el violín no tiene sexo, como dicen que no lo tienen los ángeles. El primer violín o «concertino» es el que prepara la orquesta en tanto no aparece el director, el que da la mano a éste y el que traduce sus más mínimos sentimientos. Es el que se sienta más cerca del director. Las dos primeras filas suelen estar formadas por los primeros violines, y detrás vemos otras dos filas formadas por los segundos violines. Esta división permite un más rico juego de voces, destinado a aprovechar la enorme facilidad melódica del instrumento. Cuando hace falta,
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la enorme masa de los primeros y segundos violines canta al unísono, para conferir una fuerza definitiva a la voz principal. Más a la derecha, casi en el centro del escenario, se colocan las violas. En otro tiempo, las violas tenían un tamaño más grande que los violines y unas «orejas» de forma distinta, que permitían diferenciarlos. Hoy se fabrican del mismo tamaño y con el mismo aspecto. Solo las diferenciamos por su sonido, un poco más grave que el del violín y también un poco más apagado. Si los violines equivalen a las sopranos en un coro, las violas son las contraltos. ¿Por qué estos instrumentos suenan distintos, si parecen iguales? Ante todo, porque las violas se afinan en un tono más bajo (concretamente una quinta más baja). Si su voz, decíamos, es más apagada, ello no se debe a su naturaleza, sino a que las cuerdas están menos tensas. Las violas, que además se encuentran numéricamente en minoría, se oyen con menos volumen que los violines, y a veces desempeñan un papel humilde que para un oyente poco avezado puede pasar casi inadvertido. Pero qué ternura, qué serenidad maravillosa la de las violas. En un pasaje en que suenan ellas mientras callan los violines podemos advertir inmediatamente la diferencia. Un famoso director, Leopold Stokowski, encontraba en las violas «una insondable capacidad acariciadora». La viola era el instrumento preferido de Mozart, y Mendelssohn supo utilizar como pocos esa prodigiosa capacidad. Los violoncellos se colocan en la parte derecha del escenario, y los distinguimos muy bien por su tamaño. Es imposible sostenerlos sobre el hombro, como los violines o las violas. Apoyan su pie en el suelo, en posición vertical, y se sujetan con las rodillas, para evitar que se ladeen. El violoncelista ha de adoptar una postura y al mismo tiempo una técnica distinta que la de los violines y las violas. El violoncello suena mucho más grave; su voz equivale aproximadamente a la del barítono; pero tiene una versatilidad increíble; en su región aguda suena como una viola, pero es mucho más penetrante, llama la atención por su capacidad de ternura o por su serenidad meditativa. En la región grave es solemne y majestuoso. Pariente inmediato del violoncello es el contrabajo. Suena más grave todavía, y acompaña o refuerza marcando los tiempos fuertes. Por lo general, los violoncellos, y sobre todo los contrabajos, actúan en movimientos más lentos que los violines y violas; son evidentemente menos ágiles, debido a su tamaño. Cuando la masa poderosa de los cuerdas bajas se agita en movimientos rápidos —los intérpretes tienen que sudar por el esfuerzo que se les exige— su sonido resulta inquietante, produce una sensación de desasosiego como ningún otro instrumento puede lograr. Parece que se aproxima un terremoto. Detrás de los instrumentos de cuerda —y normalmente un poco más arriba, debido a los escalones del escenario—, se sitúan los instrumentos de viento, ya no en semicírculo, sino en una, dos o hasta tres filas. Las flautas y los oboes suelen colocarse contiguos, a la izquierda, pero se distinguen muy bien y suenan distinto. La flauta (nos referimos a la flauta travesera, que es la que suele figurar en las orquestas) se toca por un agujero lateral y se coloca en posición casi horizontal; el oboe se toca por un extremo, que va provisto de una lengüeta, y el instrumento se coloca en posición casi vertical. Esta diferencia nos permite distinguirlos inmediatamente «de vista». Las flautas, aunque
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figuran en la familia de las «maderas», pueden ser metálicas; las más finas están hechas de plata. La flauta emite un sonido «redondo», dulce, extraordinariamente agradable. El oboe, siempre de madera, no es que sea más agudo, es que suena de una forma más penetrante, «picuda». Semejantes expresiones pueden parecer puramente metafóricas, y sin embargo no lo son. Existen aparatos que miden las vibraciones del aire producidas por cada instrumento, y las reflejan en una gráfica. La flauta origina una línea ondulada, perfectamente sinusoidal, y el oboe una quebrada, simétrica y regular, pero picuda. Cada instrumento tiene su timbre y su momento. Es de observar que cuando suena en todo su volumen la gran orquesta, la flauta, dulce y apagada, prácticamente no se oye; el oboe sí, «atraviesa» toda la orquesta, y esta capacidad la conocen muy bien los compositores. El clarinete es un instrumento de sonido peregrino, que se metamorfosea increíblemente desde los bajos hasta los agudos, hasta el punto de que parece un instrumento distinto; tan pronto suena amenazador, como caprichoso y burlón, pero puede ser también muy dulce. El clarinete anima a toda la orquesta, le da un empaque especial, un sabor más logrado. «¡Ah, si tuviéramos clarinetes!», se lamentaba Mozart en Salzburgo, cuya orquesta era bastante limitada. El fagot es un instrumento mucho mayor que los anteriores, y se toca a través de una larga boquilla curvada. Emite sonidos bajos, a veces burlescos, otras de gran serenidad, sobre todo cuando suena con notas largas. Y tenemos la trompa, que es un instrumento de metal, y sin embargo se considera entre las «maderas», porque compagina perfectamente con ellas. La trompa tiene forma retorcida, para que el sonido recorra un largo camino antes de salir por su amplia bocina, y suena con un tono dorado inconfundible. Sabe ser misteriosa, y desde Mendelssohn describe como nadie los pasajes «nocturnos»; pero resulta siempre peregrina. En el siglo XIX se van a consagrar los instrumentos de metal: trompetas, trombones, tubas. Quizá sea preferible dedicarnos a ellos cuando lleguemos al momento del romanticismo. La orquesta cuenta también con instrumentos de percusión. Muy antiguos son los timbales, que sirven para resaltar los acentos importantes, o para sonar en redobles que producen una sensación inquietante. Los timbales —según las composiciones, son dos o tres— resultan imprescindibles en los pasajes violentos, y doblan el sonido de la orquesta; pero el compositor tasa muy bien sus intervenciones. No conviene abusar de ellos. El espectador puede extrañarse de la paciencia del timbalista, que a veces ve pasar un movimiento entero sin intervenir. Mozart escribió la mayor parte de sus sinfonías sin timbales. Y en la extensa Sinfonía Pastoral de Beethoven, los timbales no suenan hasta el cuarto movimiento, que sugiere una tormenta: han estado más de media hora esperando ese momento. En ocasiones se utilizan también tambores o «cajas» y bombos o «gran tamburo», pero su empleo queda más bien reservado a las composiciones románticas, cuando se desea obtener efectos especiales. El triángulo es un pequeño instrumento de percusión, que produce un sonido siseante muy característico, capaz de enriquecer la totalidad de la orquesta con un fondo apenas audible, que sin embargo modifica el sonido conjunto: apenas lo veremos aparecer hasta Beethoven. Y lo mismo podemos decir de los platillos, que parecen un relámpago —el redoble de los timbales es como un trueno—, y que solo deben sonar, aun con menos frecuencia que los timbales,
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en momentos muy determinados. En una obra tan enorme como la Séptima sinfonía de Bruckner, de una hora de duración, los platillos solo se dejan oír una vez. La percusión puede parecernos la parte de menos categoría de la orquesta, pero sus sonidos son un medio imprescindible de dar brillo, realce, capacidad imponente, cuando la ocasión lo requiere, al conjunto. Conforme avancen los tiempos —del romanticismo a la música del siglo XX—, el papel de los instrumentos de percusión se hará cada vez mayor y más variado. El conjunto de la orquesta: ahí está la clave de la asociación de tantos instrumentos de sonidos y timbres completamente distintos. Un buen compositor debe saber muy bien cuándo conviene utilizar cada uno, y cuál debe llevar la voz principal, en cada caso. El arte de la instrumentación es tan necesario, quizá más, que la inspiración melódica. Fue Berlioz el primero que dijo que la orquesta es más que la suma de los instrumentos que la forman. Resulta así como un gran instrumento que suena con personalidad propia, y que adopta en cada momento los matices más adecuados. La orquesta muestra cientos de colores, según sean los instrumentos o los grupos de instrumentos los que suenan en cada momento. Es justamente la maravillosa, a veces incomprensible, facultad de la orquestación de los grandes maestros la que hace de la música clásica —y luego de la música romántica— un medio de expresión como quizá jamás ha logrado igualar el genio del hombre.
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Los deliciosos «pequeños maestros» A partir aproximadamente de 1750, todos los compositores escriben «música galante». Es una moda, y nadie, ni siquiera los mismísimos hijos de Bach, pueden sustraerse a ella. La mayoría viven en el mundo germano, y trabajan para príncipes, trasladándose de corte de vez en cuando, si se les presenta la ocasión. El hecho de que los grandes señores alemanes (Alemania era entonces un conjunto de 38 pequeños estados, en los que proliferaban aún otros nobles secundarios) fueran aficionados a la música, y presumieran de poseer orquestas propias, y hasta de tocar algunos instrumentos, otorgó un medio de vida a músicos que de otra forma hubieran vivido en la miseria o ni siquiera hubieran encontrado posibilidades de destacar. Estar al servicio de un noble limitaba, por supuesto, la libertad creadora. Los músicos no podían componer lo que deseaban, o lo que en cada momento les dictaba la inspiración. En los contratos es frecuente que se les obligue a escribir una sinfonía al mes, o una docena de cuartetos por temporada. Los músicos, de acuerdo con la mentalidad de su tiempo, se convertían en una suerte de lacayos de alta categoría, pero recibían su sueldo y tenían asegurado su empleo. Si conseguían destacar, cambiaban de sede buscando contratos cada vez más sustanciosos. Y a veces los propios señores tenían que plegarse a sus pequeños caprichos. Cierto que también los señores, si tenían buen gusto y se les ofrecía una obra de calidad, hasta agradecían las sorpresas. Y, por supuesto, les convenía mimar a los buenos maestros. Los principales «centros de producción» eran Viena, Berlín-Potsdam, Mannheim, Dresde y Gotha. a) De los hijos de Bach, tres de ellos, Wilhelm Friedmann, Carl Philip Emanuel y Johann Christian, se dedicaron activamente a la música y vivieron de ella. Johann Christian fue precisamente el menor de los veinte hermanos, y sin duda el más dotado, cuando menos para el gusto de los nuevos tiempos. Viajó por toda Alemania, vivió más tarde en Italia, donde se convirtió al catolicismo —con gran escándalo de sus hermanos — y se casó con una cantante de ópera: dos hechos que iban a tener una gran influencia en su vida, y hasta cierto punto cambiaron la historia de la música. Compuso óperas, pero fue un consumado maestro en la música instrumental, singularmente en las pequeñas formas, que dominó de una manera admirable y supo unir como nadie desde los tiempos de Telemann la simpatía italiana con la precisión germana: ahora ya, por supuesto, en el ámbito de la «música galante», ya de moda por entonces. Convertido en músico famoso —realmente fue más admirado en Europa que su padre— aceptó el puesto de director del Teatro Real en Londres, donde cultivó las obras escénicas, pero tuvo libertad para componer. Sus sinfonías son obras relativamente breves, pero deliciosas, y en ellas se conjugan los instrumentos con una gracia y una oportunidad extraordinarias. También escribió para el mismo Teatro Real «sinfonías concertantes», que mantienen el esquema de la sinfonía, pero en que intervienen solistas que dan a la obra un mayor desarrollo. También deliciosa es su música de cámara, así como sus
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sonatas para clave —que se pueden transcribir muy bien para piano—, obras chispeantes, que son quizá, de su producción, lo que más recuerda a Mozart. ¡Mozart! En efecto, con frecuencia se dice que la música de Johann Christian se parece muchísimo a la de Mozart, y realmente es verdad, como que cualquier persona culta, no muy familiarizada con el mundo de la música, puede confundirse fácilmente. Pero es preciso establecer la relación a la inversa: Mozart, a los 8 y 9 años, viajó a Londres, donde se le reclamaba, como en todas partes, por su fama de niño prodigio: allí el más joven de los Bach lo tomó bajo su protección y le dio una serie de lecciones que fueron decisivas. Desde entonces, Mozart estuvo muy atento a las obras de Johann Christian. Muchos de los recursos de uno y otro son comunes. El hijo de Bach destaca por su soltura deliciosa, por su facilidad para la melodía, por su oportunidad instrumental. Se le oye con verdadero gusto, y, qué duda cabe, se le debiera escuchar con más frecuencia; quizá el genio inigualable de su alumno lo ha hecho aparentemente prescindible. Mozart, a lo largo de toda su vida, y muy especialmente en su joven madurez, que más no vivió, muestra un «algo» que no admite una estricta comparación con nadie más en el mundo. Pero el influjo de Johann Christian no solo se hace patente en Mozart sino en todos los músicos de su tiempo, y en ese caso no podemos minusvalorar su extraordinario papel en la evolución y en los mismos recursos del arte musical. b) Johann Stamitz encontró su sitio en la corte de Mannheim, a orillas de Rhin, no lejos de Heildelberg. Allí el elector palatino Karl Theodor estableció una corte coquetona, con un palacio dorado y una gran sala de música (en realidad, un teatro de estilo rococó), que reunía excepcionales condiciones acústicas. El elector era enormemente aficionado a la música, y sabía compartirla no solo con otros cortesanos, sino con personas cultas capaces de admirar el arte. Stamitz, hombre decidido y dotado de una extraordinaria capacidad de iniciativa, se sintió seguro en Mannheim, director de una orquesta que él supo reforzar con instrumentos de viento hasta casi igualar a las cuerdas, y realizó las más audaces innovaciones. No puede decirse que fuera un verdadero genio, ni que poseyese una excepcional inspiración, pero supo arrancar de la orquesta sonidos y empastes hasta entonces desconocidos. Partiendo del «efecto eco», ya descubierto por Vivaldi (vid. pag. 119) se dio cuenta de que una determinada frase puede sonar forte o piano sin variar el número de instrumentos que la tocan: hasta entonces la costumbre era aumentar o disminuir el número de músicos que intervenían en cada momento para cambiar el volumen. De ahí dedujo Stamitz un efecto nuevo, el crescendo y el diminuendo. No pasaba del piano al forte de un salto, sino de una forma progresiva; el sonido se iba haciendo más y más poderoso cada vez, en una secuencia que podía durar bastantes segundos. Este efecto, provocado por primera vez, al menos en una orquesta completa, tuvo el sortilegio de electrizar a los oyentes. Nadie había escuchado hasta entonces nada parecido. El inglés Burney, que viajó a Mannheim expresamente para conocer los efectos de aquella orquesta mágica, recuerda «el sobrecogimiento aterrador que producía el crescendo de los bajos, como si se acercase un terremoto capaz de hundir la tierra». El decrescendo es menos espectacular, pero sí gratificante. Otra
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cualidad de Stamitz es su tendencia a componer sinfonías en cuatro movimientos. Aquel recurso no era una novedad, pero el director de Mannheim lo consagró, y esta costumbre habría de durar más de un siglo. También inició Stamitz una forma de dirigir la orquesta. No inventó la dirección, ciertamente; pero Stamitz, que con su primer violín se colocaba frente a los músicos, no al lado de ellos, dejaba de tocar muchas veces para indicar con el arco pequeños matices que de otra forma pasarían inadvertidos. La verdad es que Stamitz no fue genial, su música es correctísima, pero tal vez le falta gracia, chispa; diríamos que es demasiado «académica», pero sus innovaciones hicieron escuela y se difundieron después por toda Europa. Entre sus continuadores figuran Franz Beck, quizá más rico y jugoso; Xaver Richter, y el mismo hijo de Johann, Carl Stamitz. La escuela de Mannheim cumplió un papel decisivo en la evolución de la música hacia las formas «clásicas» más conocidas. c) Sin embargo, la expresión con que hemos comenzado este apartado se aplica generalmente a los «pequeños maestros vieneses». Hoy se encuentran en trance de revalorización, y más vale así, porque limitar la música clásica de finales del siglo XVIII a Haydn y a Mozart, aunque sean unos creadores extraordinarios, significaría un empobrecimiento de conjunto. La expresión «pequeños maestros» se usa más bien como término de comparación con los genios indiscutibles, y también porque sus obras son por lo general más breves; pero no debe mirarse ese nombre como una forma de minusvaloración. Los pequeños maestros vieneses componen obras ágiles, simpáticas, deliciosas, encantadoras, llenas de humor, muy relacionadas con ese hechizo especial de la ciudad de Viena que sus moradores llaman Gemütlichkeit, una palabra muy difícil de traducir: gusto, placer, encanto, alegría, delicia, disfrute. Viena se convirtió ya a fines del siglo XVII —quizá antes, aunque no hay testimonios seguros— en una ciudad eminentemente musical. Cuando se produjo la terrible peste de 1688, grupos de músicos recorrían las calles animando a la gente: es un recurso muy vienés este de divertirse cuando las cosas van mal: un recurso que ha durado hasta ahora mismo. Desde entonces se generalizaron las pequeñas rondallas callejeras que iban tocando piezas de un lugar para otro, alegrando a los vecinos y recaudando un poco de dinero. Hacia 1750, la emperatriz María Teresa quiso cortar aquella corriente de bohemios, y les ordenó encuadrarse en formaciones más amplias y constituir orquestas; fue una medida que disgustó a muchos, y dejó a otros en la calle; pero tuvo una importancia histórica fundamental, por cuanto contribuyó a consagrar la calidad especial de las agrupaciones vienesas, y a fomentar la afición a la música de la nobleza, si bien siempre el ciudadano vienés de todos los estratos sociales tuvo algo de músico por vocación natural. Lo que faltaban en Viena eran grandes compositores, y durante un tiempo hubo que traerlos de Italia. Pero pronto los vieneses aprendieron de sí mismos (fue un proceso realmente extraordinario), y los maestros acabaron multiplicándose de manera asombrosa. Más aún, crearon un estilo especial, encantador y correctísimo, que duraría siglos. El sucesor de María Teresa, el emperador José II, fue un típico ilustrado, intelectual y amigo de artistas; él mismo tocaba varios instrumentos y protegió el desarrollo de la música; en su
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tiempo existían ya cinco teatros en Viena. En ellos estrenaron muchas de sus obras Haydn, Mozart, Beethoven. — Un hombre de transición fue el bohemio Frantisek Ignaz Tuma (1704-1774), que vivió en Praga y en Viena; todavía compuso música religiosa, cultivando la polifonía de acuerdo con la vieja tradición coral; pero también escribió diez pequeñas sinfonías y varios tríos para instrumentos de cuerda; en su obra, las grandes formas están todavía poco desarrolladas, pero su música tiene una expresión clara, propia ya de los nuevos tiempos. Poco posterior fue Ignaz Holzbauer (1711-1783), que escribió oratorios y óperas. Estuvo en Italia y luego en Mannheim, donde conoció las nuevas corrientes instrumentales, y luego se estableció en Viena, donde logró el favor de la corte. Es sobre todo autor de agradables conciertos para violín y orquesta, flauta y orquesta, oboe y orquesta, y una sinfonía concertante. Mathias Monn (1717-1750) fue organista y más tarde maestro de otros buenos músicos vieneses; se le considera el principal pionero del sinfonismo (escribió 20 pequeñas y deliciosas sinfonías, además de abundante música de cámara. Su vida fue corta (33 años), pero su obra fue muy fecunda, y su nombre perduró durante mucho tiempo. Casi de la misma edad fue Raimund Birch (1718-1763), que junto con Monn figura entre los primeros sinfonistas. Fue maestro de José II. Más años vivió Christoph Wagenseil (1715-1777), maestro de corte con María Teresa, y también protegido por José II. Además de varias pequeñas sinfonías, escribió conciertos: su música suena a cortesana, pero tiene mucho de encantadora. Influyó en Haydn, y fue quien introdujo al niño Mozart en la corte: solo, por ese hecho —lleno de deliciosas anécdotas— hubiera merecido pasar a la historia. Florian Leopold Gassmann (17291774) fue maestro de capilla en Viena, pero también compuso óperas y sobre todo música instrumental: nada menos que 30 sinfonías, relativamente breves pero muy agradables y graciosas, además de numerosos cuartetos y ocho quintetos. No podemos olvidarnos de Carlos Ordóñez, un nombre español entre tantos vieneses. Sin embargo, nació en Viena, heredero de una familia española partidaria del archiduque Carlos (luego emperador Carlos VI) en la guerra de Sucesión, que había tenido que huir tras el triunfo de los Borbones. Ordóñez es un músico excelente y sólido, al que debiéramos oír con más frecuencia. Quizá su música es menos «galante», menos juguetona que la de los otros; resulta sobria y seria, pero está bien construida. Ordóñez fue un hombre de una fecundidad extraordinaria: escribió 70 sinfonías, 27 cuartetos, 21 tríos, cuatro quintetos y dos óperas, aunque no todas estas obras se conservan. ¿Y no puede atisbarse en su música un lejano parentesco con Haydn? También relacionado con Haydn, está Johann Baptist Vanhal, (1739-1813), el más longevo de todos, pues que conoció no solo a Haydn y Mozart, sino a Beethoven. Con todo, es un típico «precursor», con su música movida y encantadora, a la que falta, si tal puede decirse, un poco de profundidad. Pero esa música fue enormemente popular en su tiempo. Hemos de terminar la larga serie con un nombre curioso y muy discutido, Carl Ditters von Dittersdorf (1739-1799), de origen humilde, pero tan apreciado en la corte que la emperatriz María Teresa alargó su apellido tal como hoy lo conocemos. Primer violín de la capilla imperial, después de varios viajes se convertiría en el principal compositor de
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corte y apreciado como ningún otro en su tiempo. Más tarde, sin embargo, se le olvidó y hasta se le despreció, como que hoy pasa por ser el paradigma del compositor mediocre. Parte de su mala fama se debe a un crítico musical de Viena, que, cuando Beethoven estrenó en 1800 su primera sinfonía, comentó en su periódico: «¡ya quisiera este atrevido joven componer una música tan magistral como la del gran Dittersdorf!» El desgraciado periodista condenó a Ditters a una muerte musical de la que no ha resucitado por lo menos en doscientos años. Ciertamente, la música de Dittersdorf no es graciosa ni posee el encanto de los pequeños maestros vieneses. Es sin duda posterior, como que emplea recursos nuevos y su orquesta es maciza. Tiene sobre todo capacidad de sorprender, que era tal vez lo que más le gustaba. No era simpático, pero sí tuvo una suerte de humor sarcástico, que dio sus frutos en la ópera cómica: es el primer autor de ópera cómica en Alemania, y no falta quien pretende considerarlo precedente de la opereta. Su obra más famosa en este sentido —y recibida con éxito inmenso— fue El boticario y el doctor. Pero Dittersdorf fue ante todo autor de sinfonías. Se le atribuyen nada menos que 120, aunque no todas han llegado hasta nosotros. Muchas de ellas tienen nombres curiosos, como «el delirio de los compositores, o sea el gusto de nuestros días». Si de quien se burla es, como parece, de la música alada y juguetona de Mozart, cometió un gran error, inmenso, capaz de condenarle para siempre, como el comentario del periodista. Otra sinfonía se titula «El combate de las pasiones humanas»; y son famosas sobre todo doce sinfonías inspiradas en las Metamorfosis de Ovidio, entre ellas «Las cuatro edades del mundo», «La caída de Faetón», o «La transformación de Acteón en un ciervo». Podemos pensar en una música descriptiva; no lo es realmente, o lo es menos, por ejemplo, que Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, que también pueden escucharse (¡y mejor!) como música pura. Dittersdorf simplemente se inspira en un ambiente determinado. Otras muchas de sus sinfonías no tienen título alguno. Lo que le pierde no es su afán descriptivo, sino su academicismo. Precisamente esas alusiones a motivos mitológicos lo revelan claramente. Por lo demás, su música es correcta, bastante maciza, y, aunque no produce un placer especial, siempre es gratificante oírla: más de lo que se cree. No dejemos de hacerlo si tenemos ocasión, aunque no sea más que por curiosidad. Ahora bien: si con Dittersdorf se hubiera acabado la «música galante», no hubiera sido mucho lo que tendría que agradecerle la historia a la nueva moda. Pero pronto iban a revelarse dos genios extraordinarios.
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Joseph Haydn, el padre de la sinfonía La «música galante», a partir de 1750, y especialmente en el mundo germano, había alcanzado una aceptación indiscutible. Había hecho triunfar el mundo de la orquesta, y una orquesta cuyos protagonistas no eran ya solo los instrumentos de cuerda, como en los italianos, sino el equilibrio entre las cuerdas y los vientos. Estaban inaugurando una nueva época en la historia de la música. Pero no puede decirse que los «pequeños maestros» a que acabamos de referirnos en el apartado anterior hubieran superado a los grandes polifonistas del barroco final, que hubiesen dejado atrás a Bach o a Haendel. Se trata más bien de una cuestión de gustos, que no de calidades. Se ha dicho que la llamada «música galante», sin Haydn y Mozart, hubiese pasado a la historia como una escuela mediocre. Es posible. Hoy concedemos relativamente poca importancia a la música de Wagenseil, Monn o Dittersdorf. Tal vez somos injustos. Hemos de reconocer ante todo que cada momento tiene sus gustos, y hemos de respetar los de todos, aunque muchas veces no los comprendamos o no los compartamos. No deja de sorprendernos, por ejemplo que un musicólogo haya escrito en 1790 que «Leopold Kozeluch es el más popular y acreditado de todos los autores que viven ahora mismo». Entonces mismo vivían Haydn, Mozart ¡y Beethoven! Hay perspectivas, hay puntos de vista, existe una cierta miopía de los tiempos en virtud de la cual damos importancia a valores de moda que más tarde han de ser despreciados, y en cambio no sabemos descubrir excelencias de nuestro tiempo que más tarde serán valoradas cuanto merecen. A primera vista —digamos «a primer oído» para ser más precisos—, una sinfonía de Vanhal, de Monn, de Birch, nos recuerda a las de Haydn. Quizá pudiéramos hacer la misma estimación en orden inverso, si únicamente estuviéramos acostumbrados a los pequeños maestros, y solo entonces se nos ofreciera la obra de Haydn. Pero siempre podemos esgrimir dos argumentos acerca de dónde reside la verdadera calidad. Uno de ellos es la perduración. La obra de los «pequeños maestros» nos resulta agradable, pero no se ha mantenido en los gustos de los aficionados a la música durante 250 años sin interrupción como la de Haydn. La segunda prueba es la capacidad de «soportar música». Kozeluch o Dittersdorf, repetidos todas las tardes, nos aburren al tercer o cuarto día, y sentimos la conveniencia de tomarnos un descanso; Haydn o Mozart no nos aburren jamás. Se parecen a sus contemporáneos, pero poseen un don indefinible, una cualidad especial que los hace «distintos» aun con el empleo de los mismos recursos: No son «pequeños maestros» son grandes maestros, y por algún motivo sentimos que lo son. Realmente era difícil, allá por 1760, adivinar que Joseph Haydn iba a ser distinto a los demás. Había nacido en 1732, en una pequeña localidad del este de Austria, lindante con Hungría, e hijo de un modesto fabricante de carros. Su padre quería dedicarlo a la carrera eclesiástica, pero él, sin dejar de ser toda la vida un fervoroso católico, sintió desde el primer momento la vocación de la música, y con ella hubo de ganarse la vida como
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buenamente pudo. Tocaba en bandas callejeras por los lugares más concurridos de Viena, a veces lo contrataban para interpretar en un café o en un teatro la parte de viola, de oboe o de contrabajo. Quizá precisamente por esa necesidad de dominar muy diversos instrumentos llegó a poseer una intuición sobre el papel que corresponde a cada uno como pocos tuvieron en su tiempo. Fue un autodidacta. Así lo dijo él mismo en una carta que transcribe K. Geiringer: «nunca tuve verdaderos maestros. Siempre empecé por el lado práctico, primero cantando y tocando instrumentos, luego componiendo. Escuché más música de la que estudié, pero puedo decir que fue la mejor posible de entre todas las de mi época, porque Viena era un lugar extraordinario para la práctica de este arte». ¿Qué duda cabe de que Haydn tuvo suerte al educarse en la capital de la nueva música? Pero también tuvo talento para aprender de todos sin necesidad de recibir lecciones especiales, de captar los pequeños secretos y los recursos de cada uno, hasta adquirir toda su maestría. Y hasta es posible, quién sabe, que el no haber tenido maestro haya permitido a Haydn adquirir un estilo peculiar, personal suyo; pero por otra parte también es indiscutible que sin su enorme talento natural nunca hubiese logrado superar a todos sus predecesores.
En Einsestadt Otro detalle de la vida de Haydn resulta por demás sorprendente. Tenía veintinueve años cuando se fijó en él el príncipe Paul Esterhazy, que vivía casualmente en la misma casa (el príncipe en los dos primeros pisos, Haydn en una buhardilla) y se lo llevó a su palacio de Einsestadt, donde el príncipe tenía su vivienda habitual (casualidad: al lado de la aldea natal del músico). Fue nombrado segundo director de la orquesta de los príncipes. Cuando murió Paul, le sucedió Nicolás, más aficionado a la música que su predecesor; conocía el talento de Haydn y le nombró primer director. Aquí está otro de los secretos del gran compositor: Haydn vivió treinta años encerrado en un palacio —eso sí, un palacio de oro—, en el que escribió gran parte de su obra. Como si —una vez más — no necesitara maestros. Cierto que se ha exagerado un poco el aislamiento de Haydn, puesto que con cierta frecuencia el príncipe —y con él el propio compositor— se trasladaba a su casa de Viena; pero también es verdad que el gran músico supo progresar por experiencia propia. Tenía poca libertad de movimientos, pero en cambio tenía lo más precioso que puede desear en el mundo un compositor: una orquesta propia con la que poder ensayar. Y el príncipe Nicolás, bondadoso y por su parte amigo de escuchar cada vez mejor música, atendió las indicaciones del director, fue incorporando al elenco nuevos componentes, y —algo muy importante— equilibró las cuerdas con los vientos. Los italianos componían exclusiva o casi exclusivamente para cuerdas; los vieneses las combinaban con los vientos, pero las cuerdas seguían manteniendo ventaja. Johann Stamitz consiguió de los príncipes de Mannheim el refuerzo de los vientos, pero fue Haydn en Esterhazy el primero que logró una perfecta correlación, lo que llamaríamos hoy una orquesta «moderna»; si bien no muy nutrida, pues que nunca pasó de los treinta ejecutantes. Para la refinada, expresiva y elegante música de Haydn era suficiente. Y
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algo más todavía, un privilegio como pocos músicos de su tiempo tuvieron: el príncipe Nicolás le concedió licencia absoluta para componer la música que quisiera. Sabía muy bien que con eso salían ganando las dos partes. Y Haydn fue feliz con su libertad. Recordando aquellos tiempos, escribió: «el príncipe siempre estaba satisfecho de mi trabajo. No solo me alentaba con su constante aprobación, sino que además, como director de orquesta, pude realizar experimentos, observar qué recursos reforzaban el efecto…, y me encontraba así en condiciones de poder mejorar, agregar u omitir detalles que fueran de mi gusto. Aislado del mundo, sin que nadie me importunase o molestara, me veía poco menos que compelido a desarrollar mi originalidad». Es curioso: por un lado Haydn disfruta del inmenso privilegio de componer lo que quiere y como quiere, y algo tan importante como esto: tiene a su disposición una buena orquesta con la que poder realizar «experimentos». Pero por otro lado, se encuentra «aislado del mundo». Es preciso repetirlo: su aislamiento fue solo relativo. Pero ese aislamiento le compelió a «desarrollar su originalidad». Para hacerlo necesitaba ser original, y quizá mas aún, necesitaba un gran talento musical. Haydn reunía las dos cualidades, y por eso fue quien fue. Escribió fundamentalmente sinfonías: era lo mejor que podía hacer con una orquesta relativamente amplia y bien equilibrada. De las primeras sinfonías de Haydn sabemos muy poco. Y las que conocemos no se diferencian demasiado de las de los pequeños maestros de la época. Las 6, 7 y 8 llevan por título La mañana, El día y La tarde. No se trata de música descriptiva, pero sí lejanamente inspirada en lo que estos títulos expresan. Eso sí, son ya sinfonías con minuetto, y la idea de cuatro movimientos aparece ya muy clara en Haydn desde los primeros momentos. Y una cualidad que se advierte enseguida es su facilidad para el «desarrollo», para sacar partido a los temas y comentarlos con variados y siempre llamativos recursos. Es probablemente esa facilidad para el desarrollo lo que permite a Haydn diferenciarse de sus contemporáneos, encontrar paisajes nuevos, como en un despacioso paseo, a lo largo del discurrir de su música. Cuanto más desarrollo, más extensión. Las primeras sinfonías de Haydn duran ya más de un cuarto de hora; luego, conforme alcanza su plena maestría, pueden prolongarse por veinte minutos o media hora … sin que jamás nos parezcan aburridas o repetitivas, porque cada variación o alusión de Haydn a un tema es siempre distinta de la anterior, y siempre sugestiva, o cada vez más sugestiva. Haydn es capaz de encontrar un nuevo encanto a todo lo que a través de su música nos cuenta. Y, además de encanto, un aire señorial matizado por detalles que nos revelan un carácter lleno de sentido del humor, y, de vez en cuando, una cierta nostalgia, que no sabemos de dónde viene, ni qué significa. En 1790 murió el príncipe Nicolás, y Haydn se fue a vivir a Viena. Ya era lo suficientemente conocido para que le llovieran encargos. Desde años antes había conocido a Mozart, con el que no se vio con gran frecuencia, pero del que fue siempre buen amigo. Haydn y Mozart no tienen más que alabanzas recíprocas, y no cabe duda de que aprendieron el uno del otro. Haydn fue en gran manera un autodidacta, y su madurez se debió en una proporción admirable a su capacidad de aprender de sí mismo, de ir
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perfeccionando por experiencia su producción. Pero no cabe duda de que desde que conoció a Mozart su música se hace más expresiva, como también es posible que la madurez del Mozart final se deba en gran parte a los contactos con Haydn. Pero lo sorprendente de este último fue que, cuando ya frisaba los sesenta años, fue invitado a viajar a Londres y componer sinfonías para una de las orquestas más grandes de Europa. Londres era ya una ciudad enorme, y no solo la nobleza, sino un burguesía próspera y distinguida deseaba escuchar buena música. Seguramente Haydn no se hizo mejor sinfonista en la capital inglesa, pero sí es cierto que que allí pudo disponer de una orquesta compuesta por sesenta músicos: y ello le proporcionó la posibilidad de buscar nuevas formas de riqueza de sonido… y también, qué duda cabe, de hacer nuevos «experimentos», porque Haydn fue siempre un experimentador, y supo alcanzar los mejores frutos de su propia experiencia. Lo cierto es que las doce «sinfonías de Londres» (de la 93 a la 104) son las mejores y más completas de su obra. Después de cinco años en Inglaterra (1790-95) regresó a Viena, donde ya no compuso sinfonías, sino, en una especie de homenaje a otros tiempos, escribió grandes corales, como La Creación, Las Estaciones y El Juicio Final, esta última inacabada. Todo el mundo, por su bondad, sencillez y simpatía, le quería. Le llamaban «Papá Haydn».
Las sinfonías Se le conoce como «el padre de la sinfonía». Procuremos ser precisos: otros antes que él habían escrito sinfonías, primero de tres y luego de cuatro movimientos. Haydn ni siquiera es el introductor de un minuetto como tercer movimiento, como una especie de intermedio relajante y de amable cortesanía entre la seriedad del segundo y el ímpetu desbordado del cuarto. Casi todo estaba inventado cuando llegó Haydn. Pero este pronunció la última palabra. Él fue quien consagró la introducción, la forma sonata en el primer movimiento, el desarrollo, la coda. Con él queda el esquema de la sinfonía completo y enriquecido. Y he aquí lo más notable: la sinfonía queda consagrada como una forma muy esquemática, que ha de pasar por fases ya previsibles, para completar ese esquema obligado. Y, sin embargo, qué espontaneidad la de Haydn, qué rasgos más inesperados a cada recodo del camino, qué salidas más ocurrentes y simpáticas, que no alteran en modo alguno la corrección y el respeto a la forma clásica. Haydn es el paradigma de lo correcto, de lo bien estudiado, de lo cuidadoso; pero es al mismo tiempo el hombre imaginativo que sorprende de vez en cuando con una ocurrencia imprevista, que, sin embargo, no rompe la continuidad de lo que va diciendo: es simplemente como una anécdota refrescante en medio de una rigurosa narración. Esta capacidad para el inciso gracioso, siempre oportuno, sin molestar, es uno de los secretos de la gratitud que siempre sentimos cuando escuchamos una sinfonía de Haydn. Pero la cualidad más característica de su música sinfónica, aquella que le distingue de todos sus predecesores es su fabulosa facilidad para el desarrollo. Sabe obtener el máximo partido de un motivo, comentándolo, repitiéndolo con nuevas variaciones, nuevos colores instrumentales, que siempre tienen algo de nuevo, de sugestivo, sin caer nunca en la
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repetición literal… hasta que llega la reexposición, en que, por supuesto, reaparecen los temas en su enunciado original, y los reconocemos sin duda alguna: que en ese reconocimiento, ese nuevo contacto con un tema que nos ha atraído desde el principio y ahora se nos regala de nuevo, radica uno de los alicientes más gratificantes del discurso musical. Haydn sabe distraernos, ofrecernos variedades, hasta que acaba reafirmándose en sus ideas fundamentales. Es este dominio de la forma, en que se conjugan de modo casi inexplicable la fidelidad a un esquema y la riquísima variedad, lo que confiere el encanto especial a las obras de Haydn. Escribió 104 sinfonías. Fue evolucionando lentamente, aprendiendo de sus propias experiencias, pero también de experiencias ajenas, hasta convertirse en un maestro insuperable. A partir de la Sinfonía 12, encontramos ya equilibrio y madurez, así como esa capacidad de largos desarrollos a que hace un momento nos referíamos. A partir de la 40, hay más originalidad, más estudiadas salidas de tono, más expresión de algunos sentimientos, que no podemos traducir sino musicalmente. Y a partir de la 93 vienen las Sinfonías de Londres, espléndidas, espontáneas, poderosas sin aplastar, realizadas con más medios a su disposición: y eso se nota. Son por lo general las más escuchadas… aunque cualquier sinfonía de Haydn es recomendable. Algunas de ellas poseen particularidades muy conocidas. A la 22 se la conoce como El Filósofo, probablemente por su carácter meditabundo. La 44 recibe el nombre de El Funeral. Tiene un adagio bellísimo, en que la serenidad se une a una triste melancolía; Haydn dijo que le gustaría que ese adagio se interpretara en su entierro, y de ahí el nombre. La 83 se llama La gallina, por una suerte de humorístico cloqueo, muy característico. La 94, escrita ya en Londres, recibe el nombre de Sorpresa porque alguien le dijo que el público londinense era tan poco culto (y eso no era exactamente verdad) que se dormía al comienzo del segundo movimiento. Y Haydn escribe un segundo movimiento muy sosegado, hasta que de pronto la orquesta pasa a un «fortísimo» acompañado de un potente golpe de timbal, capaz de despertar a cualquiera. La sorpresa se produce, pero es un aliciente más del siempre fino humor de Haydn. La 101 es El reloj, por el ritmo increíblemente original de su andante. Pero quizá el rasgo más original lo encontramos en la sinfonía 44, apellidada Despedida. En realidad no representa ninguna despedida, sino la primera huelga musical de la historia. Los músicos estaban cansados de tan larga permanencia en Einsestadt; el príncipe debía ya regresar a Viena, pero al parecer se encontraba a gusto en su palacio campestre. Haydn compuso entonces para su gente una sinfonía en la que, al llegar al último movimiento, un músico se levantaba, tomaba su instrumento y se retiraba del escenario. A poco le seguía otro músico, y así sucesivamente. Al final, el primer violín entregó su instrumento a Haydn, y también desapareció. El compositor concluyó la sinfonía con un solo de violín. ¡Conste que suena bien! El príncipe comprendió muy bien la indirecta, y ordenó al día siguiente el regreso a la capital. Haydn nunca puso nombres a sus sinfonías: se los puso la gente, por razón de encontrar en ellas algún detalle curioso. En realidad, todas las sinfonías de Haydn son fértiles en detalles curiosos, y todas distintas cada una de las otras. En cuanto nos familiarizamos
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con su música, descubrimos con facilidad que una obra es de Haydn; y, sin embargo, ninguna se parece a otra. Su originalidad es absoluta.
Otras obras Haydn es el «padre de la sinfonía», y eso nadie lo discute. Pero también hay quien le llama, como Tovey, «el padre del cuarteto», y esta otra afirmación vale tanto como la primera. Compuso unos 60 cuartetos para cuerda, y alcanzó en este difícil arte una soberbia perfección. Sobre todo los últimos, escritos ya después del regreso de Inglaterra, son extraordinariamente modernos; ¡diríase que beethovenianos! Y tampoco es de extrañar —la influencia obró en sentido inverso, por supuesto— porque Haydn fue el maestro de Beethoven. Hay en esos cuartetos una libertad que es difícil apreciar en sus sinfonías; las sinfonías de Haydn son originales y dotadas de un fino sentido del humor; pero los cuartetos son obras en que el compositor austriaco desborda el espíritu de su tiempo, y alcanza formas de expresividad entonces desconocidas. Revelan por momentos una brillantez explosiva, y se refugian en otros en una tierna melancolía, o en una íntima reflexión. Particularmente famoso es el op. 76, nº 3, en parte por lo familiar que nos resulta su segundo movimiento, «poco adagio». Reconocemos en él inmediatamente el actual himno alemán. La historia es un poco más larga y resulta interesante. En 1797 compuso Haydn un himno titulado Dios salve a nuestro emperador Francisco, y meses más tarde escribió tres variaciones sobre el tema para su cuarteto. El cuarteto reproduce el tema del himno literalmente, pero de una forma que Cecil Gray considera «la más bella melodía jamás escrita». Es muy discutible, por supuesto, que sea exactamente así: ¡es imposible identificar la más bella de todas las melodías!; pero el adagio de Haydn tiene una serenidad maravillosa, que lo hace figurar entre lo mejor de su obra. Todo el cuarteto es notabilísimo, y sorprendentemente moderno el final. En cuanto al himno, fue adoptado oficialmente por el imperio austriaco, hasta que, tras la primera guerra mundial, se proclamó en Austria la república. Los austríacos buscaron un nuevo himno, procedente, se dijo, de una cantata de Mozart. Hoy se sabe que no es de Mozart. En cambio, los alemanes tomaron como himno propio la noble música de Haydn. Salieron ganando, evidentemente. Las circunstancias históricas tienen a veces estos inesperados desenlaces. Haydn escribió también nueve conciertos para piano, y otros para violín, violoncello (éste muy bueno), trompa y trompeta. No era un virtuoso del piano, y eso se nota. Los movimientos rápidos se parecen a Mozart, pero, a pesar de la semejanza, ¡se advierte enseguida que no son de Mozart!, y eso los ha desvalorizado, quizá injustamente. Con todo, sus movimientos lentos son bellísimos y vale la pena escucharlos. Tiene Haydn hasta 43 sonatas para piano, en que por primera vez se nombra el nuevo instrumento: «per il fortepiano». No son tan graciosas como las de Mozart, pero en ellas se advierte el riguroso orden haydniano para seguir el esquema «sonata». Se escuchan con gusto, y son todas muy breves (duran de cuatro a ocho minutos), porque apenas existe el desarrollo.
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Por último, cultivó Haydn los géneros de la ópera y de la gran coral. Las óperas de Haydn son muy poco conocidas por su carácter incidental: fueron escritas para el reducido escenario de los príncipes Esterhazy, y casi siempre son cómicas: algunas para marionetas. Tienen sentido del humor, pero no interesan a los aficionados a la ópera de hoy. Por lo que se refiere al género coral, escribió Haydn seis misas, la más famosa de las cuales es la Misa Teresa (con error se la llama Misa de Santa Teresa, cuando está dedicada a la emperatriz María Teresa), y sobre todo cuatro grandes oratorios, que constituyen algo parecido a su testamento musical. Los oratorios de Haydn son, para Sopeña, obras «de una técnica magistral de las voces y de los instrumentos, que consiguen dar a la dulzura, a la serenidad, una auténtica dimensión de grandeza». La Creación es su obra más impresionante, y siempre se ha admirado el paso del «caos» inicial a la aparición de la «Luz»: parece un milagro, y a veces como tal fue interpretado por sus contemporáneos. Las Estaciones tienen un marcado sentido simbólico, pero también religioso. Las siete palabras de Cristo fueron encargadas por una cofradía gaditana, y, aunque concebido el oratorio para pequeña orquesta y pequeño coro, no deja de tener un atractivo indudable. Parece que debiera conocerse mejor en España. Y por último, El Juicio Final iba a ser la más grandiosa despedida de Haydn. Quedó incompleto. El compositor murió el 31 de mayo de 1809, mientras los cañonazos de la batalla de Wagram atronaban el cielo de Viena.
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Siempre Mozart Wolfgang Amadeus Mozart siempre ha figurado entre los grandes músicos de la historia. Hubo otros que sufrieron eclipses momentáneos. El mismo Bach apenas fue apreciado entre 1760 y 1840. Vivaldi o Telemann fueron durante mucho tiempo casi desconocidos. Ahora mismo Haydn aparece muy poco en los programas de conciertos, y de esta injustificada ausencia se quejan muchos aficionados a la música. En algún momento se oyó algún que otro estúpido «¿hasta cuándo Beethoven?». Y Wagner desapareció casi por decreto tras la segunda guerra mundial por la simple razón de que su música gustaba mucho a Hitler. Es cierto que tras épocas de crisis se ha repetido el slogan «Zurück zum Mozart», volvamos a Mozart, o que su actualidad se haya hecho más patente con motivo de sus centenarios, el de su nacimiento en 1956 y el de su muerte en 1991 (ahora se recuerda su 250 aniversario, en 2006). Pero siempre ha estado presente en nuestra cultura y nuestros gustos. Mozart es el clásico por excelencia, y nunca pasa de moda. Entre otras razones porque nunca cansa. No es tan fácil como parece analizar el porqué de las excelencias de su música, pero lo cierto es que esas excelencias se aparecen invariablemente patentes, lo mismo entre los entendidos que entre los no entendidos. Trataremos luego de comprender en lo posible los secretos del encanto especial de la obra de Mozart, lo mismo la de sus sonatas para piano, que la de sus composiciones de cámara, sus óperas, sus conciertos, sus sinfonías: da lo mismo porque todas son indiscutiblemente mozartianas. Pocos autores revelan su personalidad con absoluta indiferencia del género que cultiven. Y eso debe ser también por algo. Johann Chrisostomus Amadeus Wolfgang Mozart nació en Salzburgo, en una casa que todavía se conserva —no se dice que esa casa ha sido modificada y ampliada—, el 27 de enero de 1756. De su complicado nombre, sus padres, sus amigos y él mismo prefirieron el de Wolfgang. Sin embargo, desde una película de los años 40 —hubo otras posteriores de parecidos títulos— se ha preferido el de Amadeus. Amadeus significa el amado de Dios, y con este símbolo ha querido destacarse su prodigiosa inspiración, que no parece de este mundo. Amadeus tuvo la virtud de admirar a sus contemporáneos ya desde sus cinco años, y sigue admirándonos dos siglos y medio más tarde. Qué duda cabe que tiene sus ventajas ser hijo de un músico. También lo fueron Bach o Beethoven, pero en ninguno de ellos se dio un caso de precocidad comparable al de Mozart. Su padre, Leopoldo, tocaba el violín en la pequeña orquesta del príncipe-arzobispo de Salzburgo, y también componía piezas breves, no geniales, pero con cierta gracia. En aquella casa de la Getreidegasse Wolfgang aprendió a leer música y a tocar el clave desde los cuatro años. Lo que no impidió que Leopoldo se echase a llorar de emoción cuando pudo leer unas notas muy emborronadas que su hijo de cinco estaba escribiendo de cualquier manera en el suelo: era un minueto de bellísima inspiración. Supo así, de pronto, que su hijo era un niño prodigio.
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Y se dispuso a aprovechar la coyuntura, porque Leopoldo Mozart, además de un apreciable músico, tenía, como se deduce de sus cartas, un notable sentido económico. El pequeño Wolfgang podría ser un genio, pero de momento era ante todo una fuente de dinero. Así fue como le llevaron a Munich, donde el niño causó sensación, e improvisó cuanto le pidieron. Una vez difundida la fama, fue requerido de todas partes; viajó a Linz, Bratislava y Viena, donde fue presentado a la familia imperial por Wagenseil, en una deliciosa ceremonia, entre solemne e infantil. Luego padre e hijo volvieron a Munich, y más tarde a Mannheim, que seguía siendo uno de los centros importantes del arte musical en Europa, y de allí a Frankfurt y Coblenza. De las orillas del Rhin, los Mozart pasaron a Bruselas, y más tarde fueron a París, donde permanecieron durante varios meses. Qué duda cabe de que en todo su viaje, y especialmente en Mannheim y en París, el pequeño, a la vez que asombrar, aprendió por contacto o por audición. En París vio publicadas sus primeras obras. Pero especialmente fructífera fue la estancia en Londres (1764-65), donde se encontró con Johann Christian Bach, que le enseñó con mucho gusto —y quién sabe si el maestro aprendió también— en uno de los contactos más fecundos de la historia de la música. En Londres escribió el pequeño genio sus primeras y deliciosas sinfonías. Después de la larga permanencia londinense, los Mozart visitaron, siempre con igual éxito, La Haya, Amsterdam, de nuevo París, Lyon, para atravesar Suiza. Cuando volvieron a su casa de Salzburgo, Wolfgang tenía diez años y conocía siete países. Viajó mucho más de niño que de adulto. Aprendió, qué duda cabe, por más que un hombre que llevaba la música, de un modo incomprensible, dentro de su ser, probablemente maduró mucho más que aprendió. Mozart padre comprendió que la rentabilidad del niño prodigio había caducado. Wolfgang siguió con su carácter infantil, con sus pequeñas travesuras, con su pasión por los perros y su facilidad para subirse a los árboles; pero ya se dedicó a tocar y a componer para el príncipe arzobispo, conde de Colloredo. Escribió sinfonías, conciertos y varias deliciosas serenatas, obras de concepción libre y espontánea, destinadas a ser interpretadas generalmente en la vía pública. Ojalá hubiera compuesto más. Pero Wolfgang era, pese a su carácter risueño, mucho menos capaz de soportar al jefe que su diplomático padre. Varias veces discutió con el príncipe Colloredo, que tenía un carácter más bien áspero. Y tras la última discusión, el gran señor acabó echando al músico por las escaleras. A Mozart le encantaba Salzburgo, pero tuvo que irse a Viena: sin duda alguna para bien de la música. Consiguió una modesta colocación en la corte, y casó con Constanza Weber —tía de un futuro compositor romántico—; tampoco el matrimonio (que le dio cinco hijos, de los cuales solo dos le sobrevivieron), le hizo demasiado feliz. Mozart escribía música con asombrosa facilidad, pero su obra no le dio la misma fama que había disfrutado en sus tiempos de niño, y tampoco le dio dinero. Por lo general, su vida se desenvolvió en condiciones difíciles, aunque nunca por ello perdió el humor, ni su capacidad para hacer una música encantadora. Recientemente, Lyndon H. Larouche ha lanzado la teoría de la «revolución de Mozart», que habría ocurrido entre los años 1782-1786. Desde entonces (es decir, entre los 26 y los 30 años de edad) su música, sin dejar de ser en todo momento «mozartiana»,
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se hace más seria, más reflejo de una interioridad profunda e indescriptible, infinitamente más madura, y más propia de uno de los más grandes genios del arte. No es posible descifrar si operó en él, como se pretende, un impulso exterior, histórico, determinado por la corriente que se ha denominado Sturm und Drang —tempestad y empuje—, o por las nuevas ideas que habían de desembocar muy pronto en la Revolución francesa, y, en definitiva, de gran parte de Europa. Quizá se han hecho en este sentido demasiados ensayos sin mucho fundamento. Cabe hablar también de una madurez vital que por entonces se hace definitiva. Lo cierto es que la espectacular transformación se opera. Mozart supera definitivamente a su amigo y más moderado Haydn, y hasta se supera a sí mismo. Hasta dónde hubiera llegado por este nuevo camino, no lo sabemos. En septiembre de 1791, después del triunfo que supuso el estreno de la Flauta Mágica, se le acercó un extraño personaje envuelto en una capa oscura, que le pidió con insistencia la composición de un Requiem. Aquella insistencia llegó a ser en Mozart una obsesión. Pensó que aquel misterioso personaje le anunciaba algo siniestro, y que el Requiem estaba destinado a él mismo. Hoy se sabe que el desconocido era un emisario del conde Walsegg, cuya esposa había muerto, y deseaba celebrar unos funerales en forma cuanto antes. Pero la discreción del intermediario le llenó de tristes premoniciones. «Debo terminar a toda prisa mi propio funeral», escribía a su libretista Da Ponte. Mozart ya se sentía enfermo; hoy se cree que padecía nefritis, aunque el misterio no se ha aclarado. No pudo terminar el encargo. Murió el 5 de diciembre de 1791, cuando contaba treinta y cinco años. Cómo hubiera sido la música de Mozart —¡y la propia historia de la música!— si su vida hubiese tenido una duración normal, jamás lo sabremos. Solo tenemos derecho a pensar que esa historia hubiera sido distinta.
La música de Mozart Nunca llegaremos a comprender el secreto de la música de Mozart. Si nos quedamos en lo superficial, estaremos todos de acuerdo en que es una música cantarina, juguetona, pegadiza, siempre agradable al oído…; pero con esas conclusiones provisionales la comprenderemos bien poco. En todo caso, qué duda cabe, podemos recrearnos con ella, ser felices con ella, vivir un rato de amable placer estético. Y a veces pensamos simplistamente que lo mejor que puede hacerse con la música de Mozart es, sencillamente, escucharla. Sospechamos que hay algo más, que algún misterio se esconde en el corazón de esta música tan sencilla (aparentemente) y tan comunicativa. Pero no siempre se acierta a desentrañar el misterio, y menos cuando el musicólogo se pone a hacer ensayo. Ante todo, es fácil advertir que la música de Mozart es espontánea, maravillosamente espontánea; sale de su mente con absoluta naturalidad, y sin duda tuvo razón Rachel Jevin cuando dijo que «este hombre hace música sin querer». Digámoslo quizá más exactamente: hace música sin esfuerzo alguno, sin buscar, sin ensayar un tema, sin preocuparse de qué frase va a seguir a la frase anterior. Los músicos, por lo general, probaban un tema o un pasaje al piano, para comprobar cómo sonaba, en una
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actitud tal vez similar a la del poeta que escribe unos versos y los recita antes de pasarlos a limpio. Mozart no necesita comprobar nada. Su música pasa toda entera, como si ya estuviera compuesta, de la mente al papel. Fluye como un río, pero no un río forzado a escoger su camino, sino —valga la frase machadiana— un río que hace su camino al andar. Mozart lleva la música dentro, y cuando se dispone a componer, no tiene que pensar cómo va a hacerlo, sino expresar con absoluta soltura lo que ya existe en él. Es bien conocida la anécdota de la composición de la obertura de la ópera Don Juan. Mozart llegó a Praga con la ópera bajo el brazo, pero sin obertura. Y cuando le preguntaron por ella, se limitó a responder: «la tengo hecha desde hace tiempo». La tenía hecha en su cabeza. Y la escribió en la noche del 28 de octubre de 1787, por cierto entre conversaciones y risas de otras personas, horas antes de su estreno. Quizás quepa aquí la observación de Alfred Tomatis: «la música de Mozart es la única que no está contaminada». No está contaminada por la coacción exterior, por el peso de la circunstancia, pero tampoco lo está por las limitaciones interiores, por el esfuerzo que exige sacarla afuera. De aquí su maravillosa pureza. La impresión que tiene casi todo el mundo es la de que la música de Mozart resulta «juguetona»; y esa impresión no es falsa. Pero parece casi seguro que debemos desprendernos de la supuesta infantilidad de Amadeus. Precisamente una de las películas que adoptaron ese título nos lo presenta como un chiquillo casi irresponsable, chistoso y burlón, que parece no tomar nunca la vida en serio. Es cierto que Mozart consiguió mantener toda la vida —o cuando menos hasta la crisis o «revolución» de 1782-86— un cierto carácter infantil, exento de toda sofisticación; pero esa infantilidad que puede relacionarse con lo fresco y jugoso, con lo absolutamente espontáneo, nada tiene que ver con la ligereza de cascos o con la frivolidad. Tuvo siempre sentido del humor, alegría de vivir, hasta en las situaciones más difíciles, y también capacidad para liberarse de las más desagradables circunstancias. Cuando una tarde de invierno un amigo entró en su casa, se encontró al músico, su mujer y sus hijos bailando alrededor de la mesa: «es que se nos ha acabado el carbón, y…». Era una solución alegre para una familia en malas condiciones económicas; en modo alguno una estúpida fruslería. También conviene recordar que no toda la música de Mozart es juguetona. Muchos de sus «adagios» poseen una maravillosa serenidad. En ocasiones modula al modo menor, y esa música se hace melancólica, casi nunca sabemos por qué: tal vez no exista una causa definida — ¡excepto en el caso del Requiem, por supuesto!—, sino que todo, al fin y al cabo, no es más que un espontáneo paseo por todos los rincones de la belleza. Porque, a lo que se nos alcanza, la música de Mozart permanece ajena a la circunstancia. Resulta imposible adivinar cuándo el músico se siente feliz, cuándo las cosas de la vida le salen mal, cuándo está enojado. En 1788 le denunciaron por impago e iniciaron el trámite para echarle de la casa que ocupaba con su familia. En aquellas semanas dramáticas escribió Mozart, simultáneamente, sus dos últimas sinfonías: la nº 40 es una obra bellísima llena de una especial y dulce melancolía; no refleja inquietud, ni temor, ni desesperación. Y la otra, la 41 (llamada «Júpiter») posee una vitalidad, un empuje, una fuerza llena de luz y de vida, que parece reflejar un momento de plenitud y
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de optimismo desbordante. En ninguna de las dos obras, pero sobre todo en la segunda, es posible adivinar ni por asomo las circunstancias azarosas y preocupantes que estaba viviendo Mozart en aquellos momentos. Aquel hombre vivía en un universo interior infinitamente más grande que el del mundo que le rodeaba. Y en ese universo no existía otra cosa que no fuera la belleza. Una de las frases más conocidas de Mozart, que no coincide con las concepciones estéticas de generaciones posteriores, pero sí nos deja entrever ese paraíso ideal, pretende que «las pasiones, violentas o no, no debieran expresarse cuando llegan a un punto desagradable; y la música, incluso en las situaciones más terribles, nunca ha de ofender el oído, sino cautivarlo, y, en definitiva, debe seguir siendo siempre música». De suerte que siendo la música la expresión de la belleza, si deja de serlo, se traiciona a sí misma. Y por lo mismo debe permanecer ajena a las pasiones, sobre todo aquellas que alcanzan un «punto desagradable». Mejor expresión de lo que es y debe ser la música clásica es difícil que se pueda conseguir. La belleza. No se trata aquí, ni quizá deba tratarse en ningún otro lugar de este libro, de discernir cuál es el más auténtico sentido de la belleza. Para un músico clásico, es la coordinada proporción entre los sonidos y el tiempo. Esta combinación se basa, ya lo sabemos desde las primeras páginas, en principios matemáticos, pero es el artista el que debe superar esta simple armonía de elementos en algo infinitamente más profundo: una secuencia de sonidos capaz de encantarnos, de hacernos felices. Mozart buscaba, como Bach, la felicidad de quienes le escuchasen; pero así como Bach la pretendía mediante el perfecto juego y engranaje entre los sonidos y sus armonías, Mozart prefiere «hablar», hablar musicalmente, entendámoslo, sin decir palabras, y sin traducir sentimiento alguno que no sea el puro ideal de belleza; pero de alguna forma que nos recuerda sin embargo la conversación. Fue, efectivamente, el maestro del fraseo. Quizá exagera Aaron Copland —un compositor del siglo XX— cuando comenta que Mozart fue un gran «charlatán». La palabra, al menos en castellano, tiene un significado ligeramente despectivo. Diríamos no charlatán, sino ameno y rico conversador. Tampoco fue adecuado el juicio del emperador José II, cuando, tras el estreno de El rapto del Serrallo, comentó: «demasiadas notas, mi querido Mozart». Mozart tiene muchas, muchísimas cosas que decir, porque se le están ocurriendo continuamente, o las lleva dentro y no se le acaban jamás, pero ninguna de ellas es ociosa. Fue, en efecto, maestro del fraseo, del arte de «decir» algo musicalmente, y también maestro de la melodía. Pocas melodías pueden encontrarse en el mundo más inspiradas que las suyas. Construye la secuencia de una música que fluye con absoluta naturalidad, como si todo fuese fruto de una espontaneidad absoluta. Y, sin embargo, observémoslo: domina a la perfección la forma sonata y todas las demás formas. Sigue los cánones, porque le parecen el esquema más excelente, no porque se sienta obligado a seguirlos. Posee un claro ideal de lo que es la construcción de la belleza, y eso no constituye para él una cortapisa o un constreñimiento, sino un puro gozo. Se mueve dentro de las normas como el pez en el agua. Otro rasgo mozartiano es necesario recordar aquí: su perfecto dominio de la instrumentación: el maestro del fraseo y de la melodía lo es también de los medios
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sonoros capaces de expresarla. Su música no posee la grandiosidad instrumental de Beethoven, menos la de Wagner, Bruckner o Mahler: ni la tenía, ni en su tiempo nadie le hubiera entendido. Pero sabe muy bien en qué momento debe utilizar cada instrumento y cada grupo de instrumentos. Es único haciendo hablar a las violas: por algo dijo una vez que era su instrumento preferido, y cuando debía intervenir en la interpretación de un cuarteto, siempre escogía la viola. En el famoso concierto para clarinete sabe desdoblar al solista hasta el punto de que parece que están tocando dos instrumentos distintos. ¡Cómo consigue combinar los sonidos de la flauta y el arpa en el concierto para ambos! ¡Y cómo las trompas surgen siempre en el instante preciso! Su sentido de la oportunidad es único: siempre escuchamos los timbres que, inconscientemente, estábamos deseando escuchar en cada momento. Jan Sibelius, que además de compositor fue, durante su larga permanencia en Estados Unidos, un excelente comentarista musical, piensa que ningún otro compositor de la historia posee tan acertado sentido de la «oportunidad» instrumental como Mozart.
Las obras de Mozart Pocos autores cultivaron, como él, todos los géneros posibles: sonatas para piano, tríos, cuartetos, quintetos, canciones, serenatas, marchas populares, danzas alemanas, «divertimentos», conciertos con orquesta para piano, violín, flauta, oboe, fagot, clarinete, trompa; sinfonías, óperas, cantatas para coro, misas. La versatilidad de Mozart hace parejas con su facilidad para componer cualquier clase de música. Y en obras tan diversas se advierte sin la menor dificultad el sello «mozartiano». Todas tienen frescura, originalidad, inspiración, todas —excepto algunas necesariamente serias o tristes por razón de su contenido— muestran un rostro amable y sonriente, sin caer en ningún caso en la vulgaridad o en la chabacanería. La ligereza de Mozart es otra cosa; es gracia, simpatía, amabilidad. Gustó casi siempre más al pueblo que a la sociedad cortesana, pero jamás se dejó llevar por lo populachero. Las sonatas para piano, decíamos, recuerdan a las de Haydn; pero poseen una vida, una facilidad, una gracia que las de Haydn nunca pudieron tener. Quizá el hecho de que Mozart disfrutase con el clave a los tres o cuatro años le familiarizó con el teclado como a ninguno de sus contemporáneos. Los grabados que existen de las hazañas del niño tocando en su casa seguido atentamente por su padre nos revelan una cara de inefable gozo infantil. Es posible que se trate de versiones posteriores, o de simple suposición del artista, pero sabemos por los relatos de Schachtner que Wolfgang disfrutó en grado extraordinario con la interpretación desde el primer momento. Después aprendería a tocar el piano, un instrumento nuevo entonces, que requería más complejas condiciones técnicas, y también todos los instrumentos posibles: fue violinista, violista, flautista, clarinetista, trompista: y esta facilidad para tocar le sirvió —como a Haydn, pero probablemente en mayor grado— para asumir el timbre de cada instrumento y utilizar éste y aquél en el momento preciso, en el pasaje más adecuado. También fue excelente —no sabemos si a consecuencia de sus dos viajes a Italia o de su intuición— el profundo
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conocimiento que tuvo de la voz humana, y su empleo, lo mismo en sus canciones como en el complicado mundo de la ópera. Mozart fue un afortunado compositor de cámara, pero sin duda se le ve más en su elemento cuando se le encargan serenatas y divertimentos. En ellos da rienda suelta a su imaginación, sin romper la estructura de cada movimiento, o, por mejor decirlo, de las distintas piezas o «números» de la serie; pero a cada uno de ellos confiere un sentido distinto, con absoluta libertad, en un hermoso capricho, porque todo lo que sale de Mozart es hermoso: se adivina que disfruta componiendo estas obras como disfrutaban los vecinos de Salzburgo o de Viena escuchándolas, en las fiestas o en el callejeo nocturno, que no otro es el fin de las serenatas. La misma simpatía luce en sus danzas alemanas, tomadas de los «Ländler» populares (de ellos derivaría más tarde el vals), pero nada populacheras, todo simpatía sonriente y corrección. Cuántas veces nos sentimos movidos a dejarnos encantar por esta música sencilla y deliciosa, jamás vulgar, de un Mozart que gustaba de reflejar, bien traducido, el espíritu del pueblo. Uno de los géneros en que mostró con más grandeza su magisterio fue el de los conciertos para orquesta y un instrumento (en pocas ocasiones, para dos instrumentos). Mozart, se ha dicho, conoce el timbre de cada uno con asombrosa facilidad; pero quizá muestra más maestría que nunca cuando los hace dialogar con la orquesta. Todos los conciertos exigen dotes poco comunes al solista, pero no pensemos que las exigencias de Mozart van por camino del virtuosismo o del simple lucimiento personal: prefiere siempre la belleza al adorno difícil y espectacular. Es más fácil encontrar conciertos «para virtuosos» en el barroco o en el romanticismo. El instrumento dialoga con la orquesta, a veces se introduce en la orquesta, como un instrumento más, para potenciar la riqueza del conjunto; el solista es, en todo caso, el protagonista principal de la obra; pero la orquesta no es un mero elemento de acompañamiento o un fondo destinado a resaltar las cualidades de ese protagonista, porque la orquesta de Mozart tiene una presencia indispensable, un coprotagonismo que obliga a tenerla continuamente en cuenta. A veces, escuchamos largos pasajes en que suena la orquesta sola, y el solista ha de esperar un buen puñado de minutos sin intervenir. Ciertamente, en Mozart, como en todos los autores, la orquesta de «concierto» es menos nutrida y menos estruendosa que la sinfónica; pero la combinación orquestal, el juego de los sonidos de muchos instrumentos que se suceden, se alternan y consiguen a cada paso nuevos efectos, es en Mozart, como lo será en Beethoven, tan indispensable, si se quiere en cierto sentido más, que el solista mismo. La orquesta prepara, además, la intervención del solista: le invita con una suerte de reverencia o de «gesto musical» que quizá ningún otro compositor alcanzó. Mozart escribió cuarenta y una sinfonías: menos de la mitad que Haydn, porque fue mucho más que un sinfonista; pero muchas de ellas han pasado a las antologías musicales. Las primeras son las «sinfonías de Londres». Si estas palabras, en Haydn, representan la plena madurez y la maestría final, aquí son un pequeño milagro en aquel niño de siete u ocho años que comienza a ensayar el más complejo género de la música instrumental. Son sinfonías cortas, de tres o cuatro movimientos— en este caso ya con
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minuetto—, seriecitas, cuidadas, correctas, obra de un muchacho que ha de atenerse a las normas, y lo consigue con acierto, sin cometer una incorrección. Lo admirable de estas sinfonías no es la originalidad, sino el hecho de estar compuestas por un niño. Luego iría ganando en madurez, en veteranía y recursos. La sinfonía 25, en tono menor, es la única que revela algo trágico que no conseguimos explicarnos: ¿responde a una situación interior, algún problema desconocido que conmovió al todavía muchacho, o es fruto de la capacidad de Mozart por crear «situaciones» con independencia absoluta del suceder exterior? La mayoría de las sinfonías de Mozart son alegres, ingeniosas, siempre originales y transmisoras de paz y de sosiego; constituyen una muestra de su prodigiosa capacidad para combinar sonidos, timbres e instrumentos, pero casi nunca transmiten una impresión de desasosiego, como no sea el comienzo de la 25. Es posible que, si no hubiera compuesto más que las primeras 34 sinfonías, Mozart hubiera pasado a la historia mucho más por la categoría de sus óperas y sus conciertos. Durante un tiempo permaneció Mozart sin escribir sinfonías: prefirió otros géneros. Y cuando se decide a componer las últimas —de la 35 a la 41, es decir, de 1782 a 1788— revela la prodigiosa «revolución» de sus últimos años. Las últimas siete sinfonías son obras maestras, revelan una fuerza nueva, una capacidad creadora incomparablemente más fecunda, un sello genial indiscutible que hubiera bastado para colocarle entre los grandes creadores de la música universal… y algo más también: un mensaje nuevo, porque se trata de sinfonías con mensaje: sea intencionado o no, que eso casi no lo sabemos. Hay un contenido profundo, trascendente, a veces, si cabe la expresión, que puede ser exagerado, prerromántico, que sin dejar de resultarnos encantador, como todo lo que es de Mozart, nos deja el alma plagada de inexplicables sentimientos. Especialmente la sinfonía 39, llamada por su increíble belleza «el canto del cisne», la 40 con su inefable melancolía, y la 41, con su vitalidad y su empuje arrollador, han pasado a todas las antologías de la música universal. Mozart escribió veinte óperas. Aunque las más conocidas son las de la época final, hay que reconocer su capacidad para el género desde que a los doce años compuso La finta semplice, una pequeña comedia italiana, y Bastien und Bastienne, un singspiel —un tipo de representación musical en que, como en la zarzuela española, se introducen pasajes hablados, no cantados—. Bastien und Bastienne es en origen un relato pastoril un tanto artificioso, como correspondía a un tópico tan generalizado en el siglo XVIII; pero que Mozart supo, como niño genial, transformar en una obra naturalísima y simpática, encantadora, que hace reír al público por la gracia de las situaciones tanto como por la propia delicia de la música. La primera ópera importante fue Idomeneo, escrita a los 26 años, seguida de Die Entführung aus den Serail (el rapto en el serrallo), una obra de enredo, llena de humor, pero ya nada infantil. Famosa en todos los tiempos fue Las bodas de Fígaro, en italiano, basada en la conocida obra de Beaumarchais, pero en que Mozart, hombre incapaz de representar a un personaje antipático, salva al conde de Almaviva, sin dejar de resaltar el humor impenitente del famoso barbero de Sevilla. Casi lo mismo ocurre con Don Giovanni, escrita al año siguiente (1787), una obra sobre el eterno tema de Don Juan, equidistante genialmente entre la comedia y la tragedia, y
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una de las mejores producciones de toda su vida. Mozart muestra tal simpatía hacia la figura del Burlador, que al final le aconsejaron añadir una escena un poco artificiosa, en que los protagonistas comentan: «así terminan los que obran mal». Così fan tutte (1790) es otra comedia de enredo, más ingeniosa que transmisora de grandes mensajes; pero aún restaba la obra maestra de la ópera mozartiana: Die Zauberflöte, para nosotros La Flauta Mágica, que por sí sola hubiera sido capaz de inmortalizar la figura de Mozart. El libretista, el masón Schikaneder, quiso conferirle un sentido simbólico, que el músico solo respetó en parte: lo que le interesa es la naturaleza, la simpatía, el talante naturalísimo y abierto de los personajes, y el desenlace feliz, en que hasta el duro Sarastro o la sombría Reina de la Noche, terminan favoreciendo a los dos jóvenes enamorados. Mozart es incapaz de condenar la maldad de nadie. Al final, todos son buenos. Como él, que aspiraba a «un alma noble», quiso serlo. La ópera no fue bien entendida al principio, pero acabó obteniendo tal éxito, que llegó a construirse en Viena un teatro para representarla.
El «efecto Mozart» Para terminar, y siempre con la máxima cautela. En 1993, la psicóloga Frances Rauscher y el neurobiólogo Gordon Shaw publicaron en la muy prestigiosa revista Nature un trabajo en que creían demostrar que la música de Mozart facilita el desarrollo intelectual, el sentido de la lógica y la capacidad para el cálculo. Un «descubrimiento» tan sensacional suscitó reacciones para todos los gustos, y algunos especialistas negaron que la teoría tuviese la menor base científica. Otros, en cambio, creyeron poder confirmarla. Por su parte, las experiencias del pedagogo Don Campbell parecen demostrar los buenos resultados que la música de Mozart produce en la capacidad de los niños. El ya citado Dr. Tomatis encuentra que esta música genera una doble sensación de «libertad» y «rectitud»: una combinación nada fácil de alcanzar. De hecho, se utiliza más frecuentemente que ninguna otra en musicoterapia. No es este el lugar más indicado para desarrollar las teorías existentes sobre el llamado «efecto Mozart», una teoría que, por otra parte, se sigue discutiendo. Lo único evidente es que la música de Mozart, por espontánea, por encantadora, por su riqueza melódica, por su inventiva inagotable y siempre nueva, quizás sobre todo por su belleza formal y su maravillosa armonía (armonía en todos los sentidos de esta palabra), serena los ánimos y fomenta alegría de vivir, con absoluta independencia de las teorías de los psicólogos. Escuchemos a Mozart, zurück zum Mozart, porque, aunque con ello no seamos más inteligentes ni más capacitados para el cálculo, seremos, eso es seguro, más felices.
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La delicia de la ópera italiana: Rossini Los italianos habían inventado el género de la ópera y lo consagraron, ya a fines del siglo XVII con Monteverdi. Sin embargo, vino una época en que la ópera, o más exactamente su creación, se internacionalizó. Ahí están Lully, Purcell, Haendel, Mozart. A comienzos del xix, Italia recobró la primacía, y la mantendría durante un siglo, merced al talento de un hombre que posee un encanto tan atractivo como el de Mozart, aunque para muchos pudiera resultar —con el debido respeto— un tanto más superficial: Giacomo Rossini. Con Rossini vuelve a hacerse verdad, y se consagra definitivamente esa cualidad que en los italianos vio L. Stokowski: «un conocimiento intuitivo de los resortes de la voz humana». Con la espectacularidad del «bel canto» extremada al máximo, la sugestión del espectáculo audiovisual, la facilidad escénica y la intriga de los enredos, los italianos conseguirían éxitos de público en toda Europa como casi nunca pudieron permitirse los alemanes. No cabe duda de que su técnica era inferior, y de que su progreso histórico fue más lento, pero su atractivo y su capacidad para la melodía entonada por la voz humana fueron la clave de su éxito. Una visión muy clara de la diferencia entre dos mundos nos la proporciona la curiosa visita de Rossini a Beethoven en Viena, en 1822. Ambos compositores estaban consagrados, cada uno por un motivo distinto. Rossini, sincero y humilde, comentó que «al llegar a la casa del genio me parecía penetrar en la morada de un dios». Seguramente esta impresión bajó un poco cuando vio la casa modesta y tremendamente desordenada, y al genio sordo. El italiano le rindió con todo un culto reverencial. Beethoven disimuló su desprecio por lo que él llamaba «el fácil sonsonete italiano» y le dijo: «es usted un buen compositor de ópera bufa: no deje de escribir siempre ópera bufa». Lo cual puede interpretarse lo mismo como un halago que como una alusión a las limitaciones del famoso operista. Rossini llenaba los teatros de Europa y ganaba veinte veces más que Beethoven. Por supuesto, la aceptación del público no es garantía de excelencia, pero es evidente que el entusiasmo por la ópera italiana no fue solo patrimonio de una nobleza adocenada o de un público poco culto. Un filósofo eximio como Hegel prolongó varios meses su visita a Viena porque quería seguir disfrutando de la ópera italiana.
Vida y obra Giacomo Rossini nació en Pesaro, en la costa italiana del Adriático, en 1792, y moriría en París en 1868. Cierto que esta cronología es, como enseguida veremos, muy poco expresiva de la vida y obra del autor. Por de pronto, recordemos: Rossini nació cuando Mozart había muerto, veintidós años después que Beethoven, y fallecería cuarenta y uno después que el autor de las Nueve Sinfonías. Sobrevivió a Schubert, Chopin, Mendelssohn, Schumann. Diríase, a juzgar por esta situación temporal, que fue
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un romántico y que conoció los poderosos recursos de la gran música del siglo XIX. Sin embargo, su obra, juzgada en términos muy generales, tiene mucho del encanto juguetón de cincuenta años antes, nos recuerda, aún con recursos menos logrados, la facilidad, la alegría, el sentido del humor propios de Mozart, todavía muy en el espíritu del siglo XVIII; eso sí, con un ingenio indiscutible, que ha atraído siempre, y no sin motivo, a los grandes públicos, y también a los selectos. Fue otro gran intelectual alemán, Heine, quien le apodó «el Cisne de Pesaro», y esta expresión, aunque no muy adecuada, porque el canto del cisne tiene poco de agradable hasta el último momento de su vida, se mantiene, por razón del tópico, todavía hoy. A los 18 años se trasladó a Venecia, donde permaneció entre 1810 y 1815. En aquel ambiente entre aristocrático y burgués, siempre próspero y siempre aficionado a la ópera, escribió sus primeras obras, de las que La cambiale de matrimonio fue la que obtuvo más éxito. La música de Rossini era inspirada y fácil, las voces muy lucidas y los recursos escénicos se desenvolvían con gran soltura; pero en Venecia Rossini no acabó de encontrar su modelo justo: escribió óperas mitológicas, históricas, cortesanas y comedias de enredo. Entre ellas, L’occasione fa il ladro y L’italiana in Algieri fueron sin duda las más graciosas. Pero donde Rossini halló exactamente lo que buscaba fue en Nápoles, donde vivió de 1815 a 1821, los años más fecundos de su existencia. La tradición napolitana de la ópera bufa, llena de ingenio, fácil de comprender, sin excesivos enredos, fue un descubrimiento feliz que hizo a Rossini famoso de una vez para siempre. En 1816 escribió Il Barbiere di Siviglia, basado en el drama de Beaumarchais, que Rossini supo arreglar maravillosamente, rodeándolo de una atmósfera amable y llena de humor, en que la simpatía es la cualidad predominante, y las pasiones humanas quedan suavemente veladas por la ironía, sin que dejen de ser visibles. Poco después estrenó La Cenerentola, una versión no infantil, sí encantadora, del tema de La Cenicienta, basada en el popularísimo cuento de Charles Perrault. Siguieron La gazza ladra y docenas de óperas más, porque Rossini, provisto de una fecundidad inagotable, escribía de tres a cuatro por año. Llegó a considerársele un verdadero monstruo de la naturaleza, eso sí, siempre con un excelente sentido del humor. Pero a partir de 1820 comenzó a resentirse de una crisis en su fuerza creadora o un cierto cansancio del género bufo. Escribió óperas más serias, como Maometto II (1820), Matilda di Shabran (1821), Semiramide (1823), que no gustaron mucho. En 1823 fue a Londres: en todas partes era bien recibido, porque su fama se había difundido por Europa entera; y poco después recaló en París, donde Carlos X le dio un cargo oficial. Rossini, más que escribir óperas nuevas, rehízo algunas de las anteriores, añadiéndoles escenas de danza, como era tradicional en los escenarios franceses. Al fin, en 1825, presentó Guillermo Tell, una gran ópera seria, tal vez la mejor de las suyas, con un cierto aire heroico, y un misterio un poco legendario, casi prerromántico. No gustó gran cosa, quizá porque no era eso lo que la gente esperaba de Rossini. E, incomprensiblemente, dejó de componer. Tenía 36 años, le quedaban 43 de vida. Fue un extraño silencio difícil de explicar. Está claro que Rossini fue consciente de que se había iniciado una era histórica distinta, el romanticismo, y no estaba capacitado para hacer otra música que la
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suya de siempre. Tal vez recordó el consejo de Beethoven: «no haga nunca otra cosa que ópera bufa». Y cuantas veces se había propuesto hacer ópera seria, ya desde Venecia, había fracasado, o no le comprendían. Prefirió el silencio al ridículo, y la música perdió a uno de los compositores más ingeniosos y fecundos de su tiempo. Eso sí (y el hecho no deja de resultar tan sorprendente como su lamentable silencio), Rossini, rico y famoso, no perdió en absoluto su sentido del humor. Amigo de la buena mesa, engordó hasta convertirse en un tonel humano. Él mismo fue un excelente «gourmet», e inventó platos producto de su ingenio: algunos de ellos aún son conocidos por su nombre. Celebraba tertulias y cenas animadas con los más famosos artistas, Berlioz, Liszt, Delacroix, Alfredo de Vigny, Víctor Hugo, a los que divertía siempre con su amena conversación y su ingenio inagotable. El mundo perdió uno de los mejores operistas de todos los tiempos; nada parece indicar que él fuese consciente de ello. Sobrevivió a su época y, a lo que parece, fue feliz.
La música de Rossini Cabe decir que Rossini no fue precisamente un genio desde el punto de vista de la creación musical. Y, sin embargo, es todavía más probable que fuera un genio en algún sentido de esta palabra: aunque no sea más que por la aceptación que siempre ha tenido, desde su propia época hasta nuestros días. A su música grata al oído y fácilmente recordable se unen un excelente dominio de los registros de la voz humana, una capacidad admirable para combinar música-acción o simplemente música-gesto, la habilidad para crear situaciones y conferirles una presentación escénica. Rossini supo encantar a los espectadores con un talento peculiar para atraerse al público de un teatro, y tuvo también, apenas hace falta decirlo, un talento maravilloso para comunicar su estupendo sentido del humor. En cuanto músico, es más difícil señalar sus excelencias, aunque no cabe duda de que las tuvo. Técnicamente, tal vez no sobrepasa a los «pequeños maestros» alemanes, anteriores a Haydn y a Mozart, aunque viviera sesenta años más tarde; pero sabe atraer con su ingenio y su viveza. Su orquestación es alegre y bulliciosa, pero adolece en ocasiones de una extrema ingenuidad. Si solo conociéramos las oberturas de sus óperas, tal vez no las calificaríamos más que como obras de entretenimiento: eso sí, entretienen de principio a fin. Un recurso muy propio de Rossini es el crescendo musical, hasta el punto de que en París alguien le llamó Monsieur crescendo. No se trata del crescendo que inventó Carl Stamitz, y que conocemos usualmente, en que la orquesta en pleno va aumentando más y más su volumen; sino que se repite una y otra vez un motivo o una frase, y a cada repetición se suman más instrumentos hasta acabar en un todo orquestal. Rossini es muy repetitivo: cuando se le ocurre un tema, no tiene inconveniente en reiterarlo una y otra vez. Si nos limitamos a tararear su música nos parecerá simpática, pero demasiado insistente. Sin embargo, esta suma progresiva de instrumentos le confiere una especial brillantez. Lo mismo ocurre con las voces humanas, en que se van añadiendo una a otra. Hutchings lo ha reflejado sin mucho respeto, pero de una manera muy gráfica: «el
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crescendo de Rossini, sobre todo cuando conjunta a todos los actores en el imbroglio strepitoso de un final de acto, es un artificio para que el teatro se venga abajo». Y ahí está el mérito de Rossini: el saber calcular de antemano el efecto que va a producir el empleo, por simplista que parezca, de sus recursos. Su orquestación es alegre y bulliciosa, y no carece de algunos detalles de originalidad, como la repetición rápida de una misma nota en las trompetas, que provoca una sensación especial, un recurso que utilizarían de entonces en adelante muchos compositores; la gracia de las flautas, que resultan siempre oportunas y simpáticas, hasta dejarnos un regusto que francamente agradecemos; o el empleo de los violoncellos como portadores de la voz principal, otra forma de expresarse que más tarde tendría general aceptación. Por lo que se refiere a la voz humana, Rossini sabe obtener de ella todo el partido, pero no la esfuerza al máximo como otros autores; gran parte de la delicia rossiniana se debe muchas veces a su asombrosa naturalidad. En sus tiempos estaba en boga, sobre todo en Italia, lo que se llama el bel canto, el cual se caracteriza sobre todo por los frecuentes adornos y los trémolos destinados al lucimiento de la voz más que a la expresión de la belleza en sí; o bien a la búsqueda de los registros más extremos, sobre todo las notas más agudas posibles de las sopranos: lo que se llamaba «dar la nota», una expresión que aún hoy perdura, aunque con un sentido bien distinto. La gente entonces estaba esperando que la soprano diera «la nota». Rossini emplea, por supuesto, los recursos del bel canto; pero no abusa de ellos. Sabe obtener el entusiasmo y el aplauso del público con su propia brillantez sin forzar demasiado la naturalidad de la voz. Eso sí, termina la pieza —sobre todo cuando se trata de un aria— con una nota aguda que deja bien clara su preocupación por los finales espléndidos. La gente no se cansa de Rossini, y el hecho es de por sí bien significativo.
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La época y la figura de Beethoven
Beethoven nació en 1770 y murió en 1827. El mundo cambió de una manera radical en esos años, y sería un disparate no tener en cuenta esos cambios si queremos comprender la figura y la obra del compositor. Quizá precisamente por eso, por los cambios operados en las ideas, en la concepción del mundo y en la propia concepción del arte, Beethoven ocupa una suerte de posición central en la historia de la música. No se trata de precisar si fue el compositor más grande de todos los tiempos, porque es ese un extremo absolutamente indemostrable; pero sí está claro que la música de Beethoven señala un punto de referencia, un antes y un después, un momento a partir del cual todo es diferente, y tiene que serlo. De aquí que su obra esté tan ligada a su vida, y que su vida, aparte de las tempestades del alma que por su cuenta sufrió, esté tan ligada a la historia del mundo. Quizá esas propias tempestades hubieran tenido un carácter distinto si las hubiera vivido en un tiempo diferente.
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Del Antiguo al Nuevo Régimen Beethoven nació en plena vigencia del Antiguo Régimen, bajo el sistema llamado absoluto, en un mundo como el alemán en que la nobleza cumplía un papel fundamental e incontestable (aunque pudiera tener la ventaja, para ciertos músicos, de que cada noble disponía de su propia orquesta de cámara y fomentaba a su manera el arte), en que apenas existía libertad política y determinadas ideas no podían fluir con entera libertad. Sin embargo, el movimiento ideológico de la Ilustración ganaba paulatinamente terreno, incluso entre los nobles, que pudieron caer en la inconsecuencia de convertirse en «nobles ilustrados», pero que con ello facilitaron el desenvolvimiento de las nuevas ideas; y especialmente en la mente de los grandes intelectuales, que las difundieron por todas partes, especialmente por el ámbito de Europa occidental y central. Beethoven fue hasta cierto punto uno de aquellos «ilustrados», y recibió desde muy joven la nueva ideología a través de sus amigos, y en las lecciones que escuchó en la recién fundada Universidad de Bonn, a cuyas clases asistía con frecuencia, aun sin haberse matriculado nunca. Así, desde muy pronto, se hizo un ferviente partidario de la libertad y de la desaparición de los privilegios, aun sin profundizar demasiado en los principios, porque siempre fue, más que nada, un autodidacta; pero en modo alguno un ignorante, ni un despreocupado de los problemas del mundo y de la sociedad que le rodeaba. En 1789, cuando Beethoven contaba 19 años, estalló la Revolución. Estalló en Francia, por motivos que los historiadores han podido explicar más o menos satisfactoriamente; pero que habría de afectar de una manera u otra al resto del mundo civilizado. Desde entonces, y aun en los países en los que perduró por un tiempo la vigencia del Antiguo Régimen, no fue posible prescindir del hecho de la Revolución: como esperanza, como amenaza, como realidad palpitante que se introducía en las ideas, en las conversaciones cultas, en las inquietudes y determinaciones de los políticos y de los grupos dirigentes; una corriente imparable que transformaba las mentalidades y las costumbres, quisiérase o no. La Revolución, con indiferencia de que cambiara o dejara de cambiar las instituciones de un país determinado, era una realidad que «estaba allí», que amagaba con trastornar el mundo y las formas de vida, que era una realidad dramática e insistente que nadie podía ignorar. No cabe duda de que el joven Beethoven vivió intensamente —como él lo vivía todo— esta nueva y sorprendente realidad. Luego vinieron las guerras revolucionarias. El mismo Beethoven, cuando viajó por primera vez a Viena, hubo de sortear, no sin peligro, las ciudades que estaban ocupadas por los franceses. Y el ambiente guerrero se potenció de la manera más espectacular con la aparición del genio de Napoleón. La Revolución se transformó en una casi continua y tremenda guerra imperialista, sin que por eso los franceses dejaran de llevar las ideas revolucionarias a toda Europa. Todo había cambiado de una manera súbita, para casi todos inesperada, con la aparición de aquel hombre que de pronto volcó sus energías sobre todo un continente. Napoleón fue un genio de mal genio, como lo fue su
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contemporáneo Beethoven, como lo fue al mismo tiempo Francisco de Goya, otro sordo muy especial. Ni que los tiempos suscitasen hombres muy peculiares, absolutamente distintos entre sí, ciertamente, pero también muy distintos de los demás. Todo quedó subvertido y trastornado. Beethoven por un tiempo creyó en Napoleón como en un liberador de Europa; luego maldijo su ambición y se desengañó por completo. Se cuenta que cuando vio la carroza del corso atravesar las calles de Viena, apretó los puños de tal forma, que se hizo sangre. Hasta ese desengaño habría de influir en su música. Y después de unos años de tremendas confrontaciones, de batallas espectaculares entre millones de hombres como no se recordaban en siglos, de cambios radicales en el mapa de Europa, de ruinas y migraciones de pueblos, vino la Restauración, un regreso teórico al Antiguo Régimen, presidido por un hábil diplomático austríaco, el canciller Metternich —a quien Beethoven no podía ver—, un cambio que no acabó con las ideas revolucionarias, que siguieron difundiéndose por todas partes, al tiempo que una actitud apasionada ante la vida, que aún no se llamaba romanticismo. Ciertamente, Beethoven no llegaría a ver el nuevo ciclo revolucionario de 1830, pero participaría de la agitación de los tiempos, y su alma ardiente haría por su parte una revolución en la música. Von Herzen— Möge es wieder zu Herzen gehen: viene del corazón, quiere llegar al corazón, escribió en la cabecera de su gran Misa en Re. La música de Bach, si es que vale decirlo así, que probablemente no vale, viene de la cabeza y se dirige a la cabeza. Posee una excelencia derivada de un altísimo ideal: pero se ajusta a los cánones de la relación precisa de los sonidos en orden a la belleza; la música de Beethoven brota de su sentimiento interior y busca mover los sentimientos de los demás. A partir de entonces, ya apenas se podía buscar otra cosa. La revolución de Beethoven cambió para siempre la historia de la música. He ahí su importancia.
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Los años de Bonn Ludwig van Beethoven nació en una pequeña ciudad a orillas del Rhin en diciembre de 1770. Su padre era tenor en la capilla del príncipe-arzobispo, y su abuelo había sido un buen músico. En aquellos tiempos, la tradición familiar era fundamental. Es posible que Ludwig aprendiera a tocar el clave antes de saber leer, y poco después recibió lecciones de violín. Fue despierto y precoz, pero no parece que pueda hablarse exactamente de un niño prodigio, como en el caso de Mozart. Como su padre era hombre bronco y de mal genio, consta que riñó con frecuencia al pequeño, y le hizo ensayar a media noche, cuando el progenitor regresaba de la taberna medio borracho. A veces le hacía llorar. Qué difícil es imaginar al niño Beethoven disfrutando con la música como el niño Mozart. Sin embargo, el padre, que conocía la historia sucedida en Salzburgo dieciocho años antes, quiso convertir a su retoño en un segundo niño prodigio, y viajó con él a Colonia y a varias ciudades de Holanda. Beethoven tenía entonces ocho años, y como era bajo de estatura, su padre lo presentó como de seis: curiosamente, el futuro gran músico cayó en el engaño, y hasta los cuarenta, en que solicitó su partida de nacimiento, creyó ser dos años más joven de lo que realmente era. En la gira por varias ciudades, el pequeño Beethoven no fracasó, pero tampoco asombró, y la experiencia se tradujo en un fracaso económico. Nada aseguraba el amor de Beethoven a la música, y menos el que llegara a ser un gran compositor. No tuvo buenos maestros, por las escasas posibilidades que la ciudad de Bonn ofrecía por entonces. Quizá el mejor fue Christian Neefe, un hombre pintoresco, muy ilustrado, que influyó en el aspecto ideológico quizá más que en el musical, pero que animó al joven Beethoven a no limitarse a interpretar, sino a componer. Quién sabe si este consejo resultó decisivo en la historia de la música. Escribió una obra primeriza, las «variaciones Dressler» para clave (es curioso: empieza tímido y se va soltando de variación en variación), y cuatro sonatas para el arzobispo, que no era gran aficionado a la música y no fueron valoradas. Tenía 15 años cuando a su padre se le estropeó la voz, como consecuencia en parte de su afición a la bebida; el príncipe-arzobispo redujo su sueldo a la mitad, y en cambio designó a Ludwig miembro de la orquesta (tocaba el clave). Fue un hecho decisivo: Beethoven descubrió por primera vez la importancia de lo que significa «tocar juntos», y aprendió el múltiple y maravilloso lenguaje de los sonidos. Al mismo tiempo, la creciente inutilidad de su padre, y el hecho de que sus ingresos, aunque modestos, fueran mayores que los de aquél, le convirtió precozmente en cabeza de familia y le confirió una mayor madurez, a la que supo hacer frente con plena responsabilidad. En 1784 fue designado príncipe-arzobispo Max Franz, alto personaje de la corte de Viena, ilustrado, inteligente, gran aficionado a la música y a la cultura. Fundó la Universidad de Bonn, a la que Beethoven asistió con frecuencia. De pronto, alcanzó un nuevo grado de madurez, y sintió que la composición musical era su verdadero destino.
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Con la protección de Max Franz y del conde Waldstein, en 1787 viajó a Viena, con el fin de recibir lecciones de Haydn. Tenía entonces dieciséis años y medio. Era la aventura de su vida: o triunfaba o se quedaba en la mediocridad propia de un músico provinciano. Sin embargo, y contra lo que él mismo esperaba, nada se decidió por entonces. Haydn había roto su habitual sedentarismo y se encontraba en Londres. Beethoven trató de entrevistarse con Mozart, que estaba aburrido de que le recomendasen a tantos niños prodigio. Es posible que los dos músicos llegasen a conocerse personalmente, no es seguro. Beethoven hubo de regresar a toda prisa a Bonn, al saber que su madre estaba gravemente enferma. Llegó a tiempo para cerrarle los ojos. «Era para mí una madre tan buena, tan amable… mi mejor amiga», escribiría años más tarde. Con un padre cirrótico perdido y dos hermanos remolones, Beethoven se veía encerrado de nuevo en Bonn. Era cada vez más consciente de su talento, pero su porvenir se le ofrecía más oscuro que nunca. Sin embargo, perseveró, conoció mejor la música de Mozart, de Benda o de Stamitz. Llegó a ser el mejor componente de la orquesta, y cuando aquel pequeño grupo de músicos hizo una gira por varias ciudades de la cuenca del Rhin, aprendió mucho más. Sobre todo, aquel viaje le sirvió para conocer el piano, aquel instrumento poderoso capaz de emitir notas rotundas cuyo volumen era posible aumentar o bajar a voluntad: y Beethoven descubrió, como en un relámpago de luz, que había encontrado su instrumento favorito. De la noche a la mañana aprendió a tocar el piano con una energía extraordinaria, como si en su vida no hubiera hecho otra cosa. En 1790 murió el emperador José II, y le sucedió Leopoldo II. El prestigio de Beethoven en su ciudad era lo suficientemente grande para que la Sociedad de Lectura de Bonn le encargara una cantata para recordar al emperador fallecido, y otra para celebrar la llegada del nuevo monarca. El joven músico, entonces de 19 años, se superó a sí mismo de modo increíble, y compuso dos obras maestras, en las que ya —aun sin cometer la trampa de conocer previamente a su autor— puede atisbarse mucho del genio beethoveniano. Sin embargo, aquellas dos obras no fueron estrenadas. Motivo: no existían en Bonn ni orquesta ni coros capaces de interpretar aquellas enormidades. Las cantatas de Beethoven permanecieron absolutamente desconocidas hasta que en 1884, casi cien años más tarde, las descubrió Brahms y las dio a conocer al mundo. Por desgracia, figuran muy raramente en nuestros programas de conciertos: y es una verdadera pena. Posiblemente también por entonces comenzó Beethoven una sinfonía, de la cual no quedan más que algunos esbozos. Quizá uno de los más grandes músicos de la historia no hubiera salido nunca del anonimato, si no hubiera terciado un hecho venturoso: en 1792, Haydn regresó de Londres, y en el curso de su viaje se detuvo en Bonn. Al príncipe y al conde Waldstein les faltó tiempo para presentarle al joven genio local. Haydn quedó admirado tanto de su fuerza expresiva como de su «insuficiente sumisión a las reglas»: y se ofreció a enseñarle, si iba a verle en Viena. En noviembre de 1792, Beethoven se decidió por segunda vez a la aventura. El príncipe Max Franz y el conde Waldstein no pudieron adivinar la gratitud que los humanos les debemos por haber hecho posible aquel viaje.
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La conquista de Viena Beethoven llegó a la capital del imperio, eso sí, bien provisto de cartas de recomendación. Muy pronto conoció al barón Zmeskall, joven todavía, del que pronto se haría amigo para toda la vida; y a través de él al príncipe Lichnowski, uno de los grandes de la corte, que muy pronto quedó tan convencido del talento del recién llegado, que lo alojó en el último piso de su palacio: por cierto que Beethoven iría bajando de piso— es decir, ascendiendo de categoría— hasta instalarse en el segundo. El éxito del joven músico renano en la difícil corte de Viena es un fenómeno que nunca se ha explicado del todo bien. Es cierto que todos aquellos aristócratas sentían una gran afición por la música, que tocaban ellos mismos algunos instrumentos, que eran mecenas de algún compositor, que hacían aprender música —en clases particulares— a sus hijos, y sobre todo a sus hijas. Pero ningún músico tuvo el ascendiente y el aprecio que se ganó Beethoven desde el primer momento. No era el genio descuidado de sus años maduros, se compró una peluca y una casaca, unas medias de seda y unos zapatos con hebilla de plata, para estar a tono con la situación; pero no fue en modo alguno un lacayo sumiso. El mismo príncipe Lichnowski había de pedir permiso para entrar en sus habitaciones; a otros dio el compositor con la puerta en las narices, sin dejar de estar por eso solicitado. «Es bueno codearse con la aristocracia —le dijo un día a Zmeskall—, pero también hay que saber imponerse». No sabemos que en Bonn hubiese tenido un carácter tan imperioso. No parece sino que con su llegada a Viena cobró Beethoven la medida de su genio, y supo hacerlo valer. Admiraba y a la vez asustaba. Durante sus dos primeros años en Viena no compuso pieza alguna. Supo ordenar sus actividades. Se dedicaba a tocar el piano, casi siempre en casa de algún noble; o participaba en aquellas competiciones entre pianistas que eran tan frecuentes en su tiempo. Beethoven derrotó a todos sus oponentes, hasta achicarlos por completo; probablemente, con sus dedos cortos y gruesos, no digitaba tan hábilmente como muchos de ellos; pero los desbordaba en energía, en golpes inesperados, en acordes poderosos seguidos luego de una dulce y maravillosa melodía. Fue siempre un genial improvisador, y en Viena nadie fue capaz de igualarle. Estaba descubriendo una técnica pianística completamente nueva en aquellos tiempos. El piano dejó de ser un instrumento encantador, como el clave, y se transformó en su ser vivo capaz de hablar, de gritar, de protestar, de encolerizarse, de gemir. Sin duda el embeleso que provocaban las improvisaciones de Beethoven radica en grandísima parte en su capacidad expresiva, en su garra para «decir» cosas inquietantes a través del teclado. Tenemos razones para pensar que es una pena que aquellas piezas improvisadas por Beethoven que admiraban a los vieneses se hayan perdido para siempre. Es cierto. Pero tampoco faltan razones para suponer que la pérdida no ha sido total. Beethoven poseía una extraordinaria memoria musical, muchos de sus temas permanecían en su mente durante años hasta que por fin los llevaba a una versión escrita, y los publicaba. Quién duda que muchas de las
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sonatas para piano que escribió poco después proceden cuando menos en parte de aquellas geniales improvisaciones.
Las primeras obras de Viena Hasta 1795 no se publicaron las primeras composiciones de Beethoven escritas en Viena. No parece que hubiera acudido a la capital del Imperio solamente para asombrar a la gente con sus improvisaciones para piano. Pero esperó. Sin duda quiso afianzarse, adquirir madurez, antes de reemprender una carrera como compositor que ya le había acreditado en Bonn; pero Viena era al fin y al cabo la capital musical de Europa, y no podía precipitarse. Sus primeras obras fueron tríos; el tercero de ellos pareció tan atrevido a Haydn, que le aconsejó que no lo publicase. Beethoven hizo caso omiso. Maestro y discípulo eran hijos de dos generaciones muy distintas, y ambos lo sabían. No es cierto, contra cuanto se ha dicho, que la publicación del tercer trío hubiese enemistado a ambos; como que la obra siguiente, tres sonatas para piano, está expresamente dedicada a Haydn. Uno y otro se sentían muy diferentes, pero se respetaban mutuamente. Publicó después Beethoven otras sonatas, que hoy, aunque con destellos de lo que habrá de ser su genio, nos parecen «perfectamente clásicas». Sus contemporáneos no opinaron exactamente lo mismo: al fin y al cabo nosotros estamos ya «acostumbrados» a Beethoven, y estas primeras obras están llenas de tersura y de equilibrio, aunque reflejen aspectos de un fuerte temperamento. La ruptura más espectacular llegó con la sonata op. 13, Patética, una obra bien conocida y realmente tormentosa, expresiva de la poderosa y apasionada personalidad de su autor. Para muchos es la Patética la primera obra realmente «beethoveniana», aunque la fama de esta sonata se vería poco más tarde superada por la de la nº 12, Marcha Fúnebre, y sobre todo por la nº 13, Claro de Luna, una de las más bellas composiciones para piano de todos los tiempos, a la que Beethoven dio realmente el título de «quasi una fantasía», que conviene admirablemente a esta obra de arte única, llena de un misterio especialísimo, y de una inspiración como las que un músico siente solo en ocasiones especiales de la vida. La Claro de Luna suena precisamente como lo que es, una genial improvisación, como tantas otras de su autor, que esta vez parece haber llegado integramente hasta nosotros. A la cabeza de ese primer movimiento, que parece sonar como un nocturno, aunque tal vez no lo sea, escribió Beethoven esta observación: «toda esta pieza debe sonar delicadísimamente, pero sin sordina». Es decir, no se debe pisar el «pedal celeste», que atenúa mediante una pieza de franela el percutir de las notas: debe tocarse en forma desnuda, directa, hiriente; pero al mismo tiempo con una delicadeza extraordinaria y a media voz: todo se deja a los dedos del pianista, y en eso reside justamente su secreto. Al llegar el año 1800, se sintió Beethoven con decisión para atacar los géneros mayores. Otros músicos habían compuesto conciertos y sinfonías mucho más jóvenes; éste quiso esperar a cumplir los treinta años para lanzarse a la aventura. Todo, en esos primeros años vieneses, es una mezcla bien calculada de audacia y de prudencia. Y lo
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hizo mediante un golpe sorprendente: alquiló el regio Burgtheater y corrió él mismo con el riesgo. El viernes, 2 de abril, Herr Ludwig van Beethoven tendrá el honor de ofrecer un concierto en su propio beneficio, en el Teatro Imperial vecino al Burg. En él se interpretarán las piezas siguientes: — Un gran concierto para piano y orquesta, ejecutado por su propio autor; — Un Septimino para instrumentos de viento y cuerda, respetuosamente dedicado a S.M. la Emperatriz, — Y una nueva gran sinfonía con orquesta completa. Las entradas pueden adquirirse en casa del propio autor, Tiefer Graben, 241, o en las taquillas del teatro el día del concierto.
El Septimino fue recibido con especial agrado. Es la última pieza musical del siglo XVIII, y también la última dieciochesca del propio Beethoven. Escrita para siete instrumentos, cuatro de cuerda y tres de viento, responde a un difícil reto de encaje de timbres que otros, ni él mismo, se atreverían a repetir (solo Schubert escribiría, veinticinco años después, un Octeto con una técnica muy parecida); pero la música en sí es galante, agradable, llena de jovialidad y de una especial simpatía. El concierto planteó a los oyentes más problemas, y pareció desigual y demasiado largo. El propio autor corrió con la parte de piano e hizo una demostración de su poderosa personalidad. Y, es curioso: la Primera Sinfonía de Beethoven nos parece hoy el colmo del clasicismo, tanto es así que muchos profesores siguen el primer movimiento para explicar la estructura exacta del «esquema sonata»; sin embargo, pareció a sus oyentes un tanto revolucionaria, ya desde la primera nota, que, contra la costumbre, no es la fundamental. Beethoven sigue aquí, como va a seguir toda su vida, una técnica psicológica muy característica: crea el problema, un acorde, un pasaje que aparentemente suena mal, o no puede resolverse, y finalmente, presenta la solución, de suerte que el desenlace resulta mucho más satisfactorio que si el problema no se hubiera presentado. En la Primera Sinfonía, los «problemas» son muy sencillos, y en nuestros días no nos extrañan en absoluto; en 1800, hubo oyentes que no supieron tomar conciencia de lo que es, en música, como en la novela o el drama, «el nudo» y el «desenlace». Solo con el tiempo sería aceptado el sentido dramático de Beethoven, apenas esbozado en una obra tan agradable y tan poco malhumorada como la presentada aquella noche. El verdadero Beethoven tardaría todavía unos años en hacerse oír.
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De la tragedia a la victoria A comienzos del verano de 1802 paseaba Beethoven por los bosques de Viena, en compañía de su discípulo y amigo Ferdinand Ries. Pocas cosas encantaban al músico como aquellos bosques de hayas y abedules, tan frondosos y tan ricos en claros por donde de pronto se colaba, como en un milagro, la luz del sol. Allí concibió muchas de sus más inspiradas obras. En un momento del paseo, Ries comentó la belleza de una sencilla tonada que estaba tocando un pastor en uno de aquellos claros. Beethoven dijo no oír nada. Ries insistió: era una melodía muy agradable. El maestro aguzó el oído. Siguió sin percibir el sonido del caramillo. Permaneció un rato en silencio; luego su rostro «se tornó extraordinariamente sombrío». Durante el resto del paseo no volvió a pronunciar palabra. Era cierto lo que ya estaba sospechando desde algunos años antes: se estaba quedando sordo. Y la sordera en un músico, sobre todo en un músico dotado de la ambición y las posibilidades de Beethoven, era una catástrofe espantosa e irreparable. Hasta entonces todo había ido bien. Incluso, por un momento, había parecido posible el matrimonio con una jovencita aristócrata, alumna suya de piano, Giulietta Guicciardi. «Yo la amo y ella me ama». Parece que durante aquella maravillosa primavera compuso Beethoven la sonata Claro de Luna, y es seguro que por entonces escribió su Segunda Sinfonía, más rotunda, más llena de fuerza expresiva que la Primera («es la Declaración de Independencia de Beethoven», escribió Josef Krips), pero en la que al mismo tiempo se encuentran pasajes de un profundo y soñador lirismo. Y todo se hundió de pronto. Giulietta le dejó entender que todo había sido una divertida ficción, y pronto anunció su compromiso con un joven aristócrata. Y al mismo tiempo, llegó la confirmación definitiva de la terrible amenaza: la sordera. Todo se derrumbaba. Los médicos aconsejaron al compositor bañarse en las aguas templadas del Danubio, en Heiligenstadt, a las afueras de Viena, entre verdes viñedos e idílicos prados. Beethoven creyó por un momento sentirse mejor, hasta que comprobó que su mal iba a más y no tenía remedio. Fue en un momento de desesperación cuando se puso a escribir su extraño y desordenadísimo «Testamento de Heiligenstadt». Vosotros que me tenéis por un ser obstinado y misántropo, ¡qué injustos sois! Ignoráis la secreta razón de lo que así os parece… Pensad que he sido golpeado por un mal pernicioso… Oh, cómo se ha renovado la cruel experiencia de saber que no voy a poder oír más. Y sin embargo, no puedo decir a los hombres: ¡hablad más fuerte, porque soy sordo! ¡Ah!, ¿cómo poder confesar la debilidad de un sentido que en mí debiera de existir en un estado de máxima perfección…? Qué humillación cuando alguien a mi lado oía el sonido de la flauta a lo lejos, y yo no oía nada… Tales situaciones me han llevado a la desesperación, y poco ha faltado para que yo mismo pusiera fin a mi vida… ¡Oh Dios, tú que desde lo alto ves el fondo de mi ser, sabes que arden en mí el deseo de hacer bien y el amor a la humanidad. Hombres, si leéis esto algún día, pensad que no habéis sido justos conmigo. … Adiós y amáos. Con alegría voy al encuentro de la muerte. Ven cuando quieras, amorosamente a mi encuentro. ¿Cuándo, oh Dios, podré experimentar de nuevo la alegría? ¿Nunca? No. Sería demasiado cruel.
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No podemos pedir coherencia a este extraño escrito, que Beethoven no envió nunca a nadie: lo conservó entre sus papeles íntimos, y no fue conocido hasta después de su muerte. El músico parece despedirse del mundo, como a punto de morir, y hasta por un momento asegura que poco ha faltado para poner fin a su vida. Desesperación suprema, ante la prueba a que ha sido sometido, y al mismo tiempo un lejanísimo destello de esperanza, porque el mal ha llegado a su extremo y su prolongación «sería demasiado cruel». No cabe duda de que sufre lo indecible ante una amenaza que no puede combatir. ¿No puede en absoluto? Una frase tremenda escrita por aquellos días en una carta a su amigo Wegeler, «agarraré al destino por la garganta», revela su determinación final. Para Sullivan, «el destino era el nombre que Beethoven daba a un concepto de aquellas situaciones de la vida que exigen una actitud heroica en el hombre». Beethoven, en aquel trance supremo, decide luchar hasta el final. Acabará derrotado, sin duda, pero no en balde. Y la solución concebida por Beethoven es tan sencilla como definitiva: convertir su tragedia en música, de suerte que esa música intensificada dramáticamente al máximo, suponga una superación definitiva de las concepciones musicales aceptadas hasta entonces. Por primera vez la música, sin dejar de ser ella misma, consistirá en la expresión más íntima y profunda de su sentir personal. Y ese otro testamento, un testamento puramente musical, alcanzará tal grado de grandeza y dramatismo, que no podrá ser concebida más que como la obra de un héroe. La agarrotadora tragedia será transformada, de momento al menos, en una composición grandiosa, que los hombres no podrán menos que admirar a lo largo de siglos. Beethoven habrá triunfado de su destino justamente por obra de su desgracia. Nació por entonces un nuevo concepto de la música. Regresó de Heiligenstadt con los primeros apuntes de su Sinfonía Heroica.
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Las grandes sinfonías Beethoven trabajó denodadamente, con un esfuerzo sobrehumano, en su Tercera Sinfonía, la llamada Heroica. Se conservan infinitos apuntes y borradores, algunos desechados, otros aprovechados en parte, otros que pasaron, al final, a otras sinfonías, como la Quinta. Dos años vivió el compositor luchando con su material sonoro, hasta darle su forma definitiva. La Sinfonía Heroica merece su nombre. Es una composición enorme, esforzada, distinta de toda la música escrita hasta entonces por Beethoven o por cualquier otro. Iba a estar dedicada a Napoleón Bonaparte, que el músico de Bonn admiraba profundamente y creía el liberador de los pueblos: y con el cual, apunta Amedeo Poggi, Beethoven se identificaba, consciente o inconscientemente, de alguna manera. Solo cuando su amigo Ries vino a darle la noticia de que Napoleón se había proclamado emperador, el músico estalló indignado: ¡«Al fin y al cabo no es más que un hombre! ¡Será un tirano y pisoteará a los demás!». Rasgó la página de la dedicatoria y la arrojó al suelo. Desde entonces la obra quedó solo como Sinfonía Heroica. ¿Quién es el héroe, Napoleón o el propio Beethoven? ¿O se trata tan solo de la lucha entre la tragedia y la victoria? La Heroica pareció larguísima a sus contemporáneos. Nos sigue pareciendo larga a nosotros, con sus casi cincuenta minutos de duración. Es una obra esforzada, llena de genio y de arranques. Parece mentira que la orquesta de que se vale Beethoven sea la misma de Mozart o de sus propias primeras obras: con solo el refuerzo de una trompa más. Suena grandiosa, fuerte, con arranques de mal genio, aunque siempre aquella música genial acaba encontrando su equilibrio. Eso sí, nunca se había compuesto nada parecido. La música había entrado en una nueva etapa, y el paso dado era ya irreversible en la historia del arte. El primer movimiento puede representar un alma de héroe o una gran batalla: no se sabe. Y el segundo es una marcha fúnebre: también enorme, heroica y sobrecogedora. ¿Piensa Beethoven en el campo de batalla sembrado de cadáveres, o en el sentimiento más profundo de una derrota interior, hasta el aniquilamiento? Tampoco lo sabemos. Solo en los últimos movimientos de la sinfonía llegarán el triunfo y la alegría. Sin embargo, más que en el enorme desarrollo de la Heroica, el sentido de la superación de la tragedia por un supremo esfuerzo, se muestra mucho más claro en el «argumento» de la Quinta, una obra mucho más breve e infinitamente más densa: quizá la más densa de la historia de la música: diríase que no le sobra una nota. Todo el mundo conoce la Quinta Sinfonía, una de las creaciones musicales más difundidas en el mundo. Cuando su discípulo Schindler preguntó a Beethoven sobre el origen de las famosas cuatro notas con que empieza la obra, el compositor respondió: So pocht der Schicksal an die Pforte, así llama el destino a la puerta. Es el único testimonio de que disponemos. Esas cuatro notas, repetidas después de un expectante silencio, suenan, en efecto, como el golpeteo de los nudillos ante una puerta, cuya apertura se exige imperiosamente. El
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resto solo podemos adivinarlo, aunque en cierto modo es obvio. El primer movimiento representa la lucha del genio con su destino. Una lucha épica, grandiosa, en que el héroe se defiende, pero el destino acaba prevaleciendo con sus famosas cuarto notas, como no podía menos de ocurrir. Todo en siete minutos trepidantes. Luego, debería venir la marcha fúnebre; pero ya Beethoven la había presentado en la Heroica. Aquí la sustituye por un andante. El tercer movimiento es un scherzo tétrico y diabólico, la música suena como irreal y amenazadora. Schumann cuenta que un niño, al escucharla, dijo: tengo miedo. Y después de este pasaje ominoso, en una transición espectacular, llega el himno de triunfo y de gloria: ¡el héroe ha vencido, a pesar de todo, precisamente por haber acertado a expresar su tragedia! Otra anécdota: Berlioz cuenta que el día de la presentación de la obra en París, al llegar este final, un viejo granadero de Napoleón se puso en pie, gritando: ¡Es el Emperador! ¡El Emperador! Posiblemente sea la Quinta Sinfonía la obra musical que ha despertado más reacciones de los oyentes a lo largo de la historia. No todas las sinfonías de Beethoven son épicas: si la Quinta es el símbolo de la lucha del hombre contra su propio destino, y de la victoria final, la Sexta, llamada Pastoral, revela el sosiego del alma, el encanto que experimenta el hombre en contacto con la naturaleza. No es posible imaginar un contraste más categórico con la heroica obra anterior: y, sin embargo, en la Pastoral se refleja también el genio de su autor. Es otra obra maestra, que, sin embargo, no transmite más que paz. No pretende describir, sino sugerir, pero lo hace de tal modo que el oyente se siente trasladado a la paz maravillosa del campo, a aquellos bosques de Viena que siempre tuvieron un encanto especial para Beethoven. Si el primer movimiento es un gratísimo paseo por el bosque, el segundo es una meditación junto al arroyo, de increíble serenidad, que termina con el canto de los pájaros. Es cierto que de pronto estalla una tormenta, y todo se hace fuerte y violento, diríamos que «muy de Beethoven»; pero al fin asoma de nuevo el sol y los campesinos cantan un «himno de gracias por haber pasado la tormenta». De un momento a otro sentimos la sensación de que va a hacerse oír la voz humana. Es un final lleno de serenidad. Por eso es la Pastoral una obra tan reconfortante, y por eso también resulta una experiencia recomendable escuchar la Quinta, y después de un rato de descanso, la Sexta. ¡Vale la pena! No olvidemos que Beethoven escribió algo más que sinfonías. De su época heroica datan sus mejores conciertos, entre ellos el nº 5 para piano y orquesta, conocido como «El Emperador» (no se trata de Napoleón, sino del «emperador de los conciertos»), glorioso, fuerte, terminante y brillantísimo; o el concierto para violín y orquesta, el único que compuso en este género, una pieza de un lirismo y una belleza que muestran cómo un músico puede ser un genio sin frases «geniales», sin heroísmos ni esfuerzos supremos: tampoco busca Beethoven el lucimiento del solista, sino el lucimiento de la música. Si dijo una vez que componía para que los hombres pudieran ser más felices, pocas veces habrá logrado mejor su objeto que con este maravilloso concierto en que no se busca más que la belleza suprema. O las sonatas para piano, como la Waldstein, la Appasionata, Los Adioses, en que su técnica para el teclado y su expresividad alcanzan
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toda su madurez. La Appasionata es tal vez la más bella y al mismo tiempo la más dramática obra extensa para piano que se haya compuesto jamás: en ella alcanzó Beethoven la síntesis entre un ideal de belleza y de expresividad que refleja la suprema madurez de un maestro.
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El hombre y su música Beethoven no se quedó repentinamente sordo, ni mucho menos. Parece que experimentó los primeros síntomas de su enfermedad por 1798. En 1802 cobró clara conciencia de su mal, y se desesperó. Conservó, sin embargo, el suficiente oído para poder seguir escuchando lo que le decían —cada vez más fuerte— o su propia obra, por lo menos hasta 1815. Y seguiría componiendo música hasta su muerte. Eso sí, no pudo oír la Novena Sinfonía o los últimos cuartetos más que con los oídos del espíritu, que en Beethoven siempre funcionaron a la perfección. Se ha hablado mucho del influjo de la sordera en su música final, pero resulta muy difícil separar lo que es obra de un hombre que no puede escuchar físicamente su propia creación, o lo que que es obra de un genio. Los analistas se inclinan cada vez más por la segunda eventualidad. Beethoven ha pasado a la historia como un ser malencarado, misántropo, de temperamento vivo, que se enfada con todo el mundo, que no quiere recibir a casi nadie, que lanza a la cara del camarero el plato que le han servido equivocado. Algunas anécdotas son ciertas, otras inventadas; pero Beethoven era mucho más que todo lo que se ha contado de él, a veces con la tonta intención de destacar su «genio». Era un hombre más bien bajo, de cabello moreno rizado, que poco a poco se fue dejando crecer cada vez más largo. Siempre tuvo amigos, aunque los seleccionó, y gozó fama de ser un gran conversador: sobre todo cuando se volvió completamente sordo, y era él el único que podía hablar, porque los demás habían de escribirle todo lo que le querían decir. Siempre llevaba consigo los famosos «cuadernos de conversación», que en gran parte se conservan: por desgracia, solo contienen lo que le decían a Beethoven, no lo que contestaba él, y que todos podían escuchar. Con aquellos amigos fue siempre fiel y generoso, y consta que cuando se encontraban en situaciones difíciles, les prestó ayuda, muchas veces en forma anónima, sin que ellos lo supieran. Se enfadó muchas veces, pero siempre terminó pidiendo perdón. Fue un pequeño filósofo, más autodidacta que otra cosa, aunque poseía una biblioteca nada despreciable, y en otro tipo de cuadernos escribía una serie de reflexiones, en ocasiones de muy alto interés. Viajó poco, y, después de los años de Bonn, circunscribió su vida casi siempre a Viena, de la que no salía sino para veranear en el campo. El campo fue para Beethoven una verdadera necesidad: entre bosques y prados, o a la orilla de los ríos escribió la mayor parte de su obra, y también durante las largas permanencias en Viena salía al bosque —tan cercano a la ciudad— cada vez que podía, solo o acompañado. Cuando se detenía, sacaba su cuaderno y se ponía a escribir música (a veces con gestos y canturreos casi ininteligibles), sus amigos guardaban silencio. Ya imaginaban lo que iba a salir de aquel momento de inspiración. Mozart estaba inspirado siempre, no necesitaba concentrarse. Con frecuencia escribía música rodeado de la conversación de su mujer y de sus hijos. Beethoven no compone cuando quiere, sino cuando algo inexplicable acude a su espíritu, y entonces se abstrae, ajeno por completo a cuanto le rodea. Con un grito puede hacer
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callar a los demás. No solo ocurre que es un compositor distinto, sino que la música ha llegado a un momento distinto. Y si Mozart «componía sin querer», Beethoven rumiaba sus composiciones durante mucho tiempo, hasta conferirles su forma definitiva. Necesitaba repasar su material, mejorarlo, distribuir los retazos de música hasta ensamblarlos en una combinación perfecta. Naturalmente, la obra de Beethoven es más «complicada», en cierto modo más difícil que la de Mozart; pero también él mismo debía trabajarla con gran esfuerzo. Se conservan muchos borradores en la Biblioteca del Estado de Berlín, en la Biblioteca Jagellonica de Cracovia, en la Pasqualati Haus de Viena, en el museo de Bonn: ¡qué diferencia entre los borradores primitivos y el logro final! ¡Cuánto esfuerzo y cuánto premio! Toda la música de Beethoven tuvo, en sí, algo de heroico. Siguió soltero toda su vida. No por eso dejó de enamorarse. Es más, tenemos la impresión de que necesitaba estar enamorado —o en su defecto, necesitaba sentirse embelesado por la belleza de un paisaje— para componer. Los amores de Beethoven fueron numerosos, pero efímeros. Siempre se prendaba de jóvenes de buena sociedad, que a su vez se dejaban cautivar por aquel genio que tenía «algo», pero que al final, por consejo de la familia o tras una reflexión, rompían con aquel hombre difícil y acababan casándose con un aristócrata. La historia se repitió mil veces. Y Beethoven nunca aprendió. Eso sí, muchas de aquellas mujeres están relacionadas con las mejores obras del arte musical. Es curioso que un hombre poco viajero cambiase tantas veces su piso de soltero. Hasta treinta viviendas tuvo durante su vida en Viena: o le molestaban los vecinos o los molestaba él con sus ocurrencias inoportunas. A nadie le apetece —aunque se trate de la Claro de Luna o de la Appasionata— un recital de piano a las cuatro de la mañana. Por otra parte, Beethoven gustaba de ducharse —en una época en que no había duchas propiamente dichas— con una regadera varias veces al día. El resultado es que el agua calaba y provocaba goteras en el piso de abajo: la bronca era inevitable. Aquellos pisos eran un prodigio de desorden, a tono con un atuendo, casi siempre descuidado. Seyfried, que bien conoció aquellas casas, habla de «libros y música desparramados por todas partes, allí los restos de una cena fría, aquí botellas destapadas y medio vacías…; en el suelo, cartas de amigos o de negocios, junto a los charcos de agua con la que Beethoven acostumbraba a remojarse a menudo…». Y lo asombroso es que un hombre tan desordenado fuera capaz de conseguir un orden tan absoluto en su música. Fue ante todo un soberbio arquitecto, constructor de enormes edificios en los cuales cada pieza está exactamente en su sitio, y no en otro cualquiera de aquellos en que pudiera estar. Ese orden arquitectónico parece más fácil en una concepción puramente «clásica» de la música, en que puede seguirse un esquema previamente establecido, y de acuerdo con los cánones. Debe resultar mucho más difícil dentro de una filosofía en que la música «sale del corazón y se dirige al corazón», en que el mensaje interior desborda apasionadamente la mesura creadora. Y, sin embargo, hasta en sus obras más enfebrecidas, Beethoven posee un sentido de la construcción, una rigurosa ordenación de los materiales, que parece increíble que resulte compatible con su titánica fuerza expresiva. De alguna manera debió controlar su pasión estética para aunar
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sentimiento y perfección técnica, dramatismo y rigor. Quizá nadie lo consiguió como él, pero el hecho es que en esta síntesis consiste posiblemente su mayor mérito. Por otra parte, domina como ninguno en su tiempo la expresión instrumental. Con una orquesta que en poco se diferencia de las de Haydn o Mozart consigue presentar ante los oyentes tremendas tempestades, lo mismo las de la naturaleza que las del alma. Todo en Beethoven es distinto de lo hasta entonces escuchado. Y todo esto —recordémoslo— no solo dicho a través de la suculencia de la orquesta. Es cierto que Beethoven es ante todo orquestador, o por lo menos debe ser cierta la frase que le escuchó su secretario Schindler: «cuando siento la música dentro de mí, es siempre la orquesta la que suena». Pero es también un soberano compositor de cámara. Para muchos, lo mejor de su obra son los cuartetos, sobre todo los finales. Y tan famosas como sus sinfonías son las sonatas para piano, un instrumento cuya técnica llegó a perfeccionar y de la cual ya ningún músico sería capaz de prescindir.
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La despedida de Beethoven En 1814-1815 disfrutó Beethoven los años de máximo reconocimiento. Napoleón, el otro genio de mal genio, había sido vencido, y se quiso representar en el músico el símbolo del mundo nuevo que triunfaba. Fue el momento del Congreso de Viena, en que el compositor se vio rodeado de emperadores, reyes, primeros ministros, cancilleres, que le halagaban y premiaban. El estreno de la arrolladora Séptima Sinfonía fue el éxito más apoteósico que hubiera podido soñar. Todos se lo disputaban. Después, la crisis. La segunda, la más larga, la de más difícil salida. Las causas pueden ser muchas, y todas operativas. En primer lugar, la sordera absoluta. Beethoven pudo seguir escribiendo música, porque la llevaba dentro del alma, pero no pudo seguir disfrutando de ella. Sobre todo, hubo de abandonar el piano, su confidente de siempre. Por otra parte, la grave depresión económica que fue secuela de las guerras napoleónicas, obligó a muchos nobles de Viena a regresar a sus tierras; el músico se quedó sin la pensión que entre todos le habían asignado, y pasó por graves problemas. Contemos la resignación amorosa. No sabemos quién es la Amada Inmortal, destinataria de una carta tan desesperada como el Testamento de Heiligenstadt. Tal vez no se trate de una mujer de carne y hueso: Beethoven, después de tantos desengaños, hombre maduro ya, sordo y arruinado, comprende que ha de renunciar al amor humano. Y la despedida es durísima. Contemos, por si fuera poco, el problema de su sobrino. En 1815 murió el hermano de Beethoven, Kaspar Karl. Dejaba viuda y un hijo de diez años. La tutela del niño quedaba encomendada tanto al hermano como a la mujer. Johanna Reiss parece haber sido una mujer poco recomendable. De hecho, fue procesada por adulterio. Y Beethoven siguió un larguísimo pleito (1815-1820) sobre los derechos de tutela sobre su sobrino, que le mantuvo aquellos cinco años en continua tensión, hasta que los tribunales le hicieron justicia. Motivos de depresión no le faltaban ciertamente. Pero quizá no se ha reparado en otro motivo más profundo. Beethoven había pasado su periodo «heroico», el de la lucha con el destino hasta el triunfo. No podía soñar en componer obras como la Quinta Sinfonía. Aquella actitud ante la vida ya no le servía. Se había hecho sordo e inmortal al mismo tiempo. ¿Debía seguir componiendo? En caso afirmativo, ¿cuál debería ser su nueva filosofía? Durante mucho tiempo dudó dramaticamente. Entre 1814 y 1819 compuso muy pocas obras, la mayoría intrascendentes. ¡Beethoven intranscendente! Más le valdría dejar de escribir música. Hasta que en 1819 compuso su sonata op. 106, Hammerklavier, malhumorada, dura, pero que pareció dar nuevas alas a su genio. Beethoven inauguró así su tercer y último estilo creador. Ya no es el clásico, que se recrea en la simple belleza derivada de la combinación de los sonidos, los ritmos y los timbres; tampoco es el sentido heroico de un joven que lucha a brazo partido para convertir su tragedia en victoria. Ahora, por fin, renuncia al heroísmo espectacular y busca la sublimación, la elevación del espíritu, en que el genio se levanta por encima de las pequeñeces de este
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mundo y, al margen de su propia desgracia, canta al amor, a la alegría, a los sentimientos más puros que pueden salir de un ser humano. Tal fue el espíritu de la Gran Misa en Re («viene del corazón, quiere llegar al corazón»), compuesta en 1820-22, una obra llena de los más profundos sentimientos: como que su autor se echó a llorar cuando leyó completo su manuscrito. La Misa es una de las obras más profundas y grandiosas de Beethoven, un auténtico testamento lleno de unción espiritual y al mismo tiempo de grandiosidad solemne. Hubiera alcanzado una difusión mucho más amplia, si no hubiera estado seguida al poco tiempo por la Novena Sinfonía (1824). La Novena es sin duda la obra más famosa de Beethoven y quizá de la música de todos los tiempos. En ella puso el compositor lo mejor de sí mismo, y logró una obra enorme (una sinfonía de setenta minutos era algo impensable por entonces), y sorprendente en todos los sentidos. Hay quien piensa que el primer movimiento es una réplica del de la Quinta Sinfonía, pero no es preciso un gran esfuerzo para reparar que en él no hay lucha agónica, sino una enorme monumentalidad. Es, si se quiere, un recuerdo de otros momentos de la vida, visto ya desde la plena madurez y sin angustias. Después de un «scherzo» casi tan amenazador, pero más sorprendente todavía que el de la Quinta, Beethoven introduce como tercer movimiento un «adagio» maravilloso, celestial, que parece no terminar nunca, y quisiéramos que no terminara nunca. Es difícil imaginar nada «después» de esta pieza tan sublime, y no falta quien pretenda que la Sinfonía hubiera debido terminar aquí. Pero el músico encuentra un final distinto: por primera vez en una obra puramente sinfónica aparece la voz del hombre. La orquesta no pierde un ápice de su magnificencia, pero acompaña a los solistas y al coro en el Himno a la Alegría, basado en la Oda a la Alegría de Schiller: uno de los sueños de Beethoven de toda la vida, que aquí logra su absoluta e inesperada plenitud. El Himno a la Alegría, hoy Himno oficial de Europa, es uno de los símbolos de la cultura occidental, y ha sido declarado recientemente por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad: es la única pieza de música que ha merecido tal honor. La letra, ligeramente modificada por Beethoven, es una llamada al amor de todos los hombres: Oh, millones, abrazaos, sea un beso para el mundo entero. Hermanos, por encima de las estrellas vive el Padre del Amor.
Beethoven, completamente sordo, codirigió el estreno, aunque los músicos tenían instrucciones de seguir al otro director, Schuppanzigh. Cuando la obra terminó, el compositor no se atrevió a volverse al público, temeroso de que la gente no hubiese entendido su obra. Fue uno de los solistas quien le cogió del brazo y le hizo darse la vuelta. Los presentes aplaudían con entusiasmo delirante. Beethoven se echó a llorar, y lo mismo hicieron otros muchos en el teatro. Un crítico escribía al día siguiente: «fue una impresión en verdad imponente y grandiosa: el aplauso que se tributó al autor fue inenarrable, reconocimiento al genio que nos ha descubierto un nuevo mundo. Es imposible llegar más allá…».
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Si Beethoven pensó en componer una Décima Sinfonía —existen borradores de algunas de sus ideas— fue muy probablemente una suerte para él y para la Humanidad que no hubiese intentado llegar «más allá». Los años finales de su vida los dedicó a componer los últimos cuartetos. Son obras de una calidad diferente de todo lo hecho en este género, y de todo lo que habría de hacerse en el futuro. No son clásicos, ni románticos, ni modernos. Son, simplemente otra cosa, y nadie ha intentado superarlos. El cuarteto, ese género aparentemente modesto y fácil, en realidad quizá el más difícil de todos, encontró en aquellas obras (op. 127 a 133) la más profunda expresión del genio de Beethoven. Nada le restaba por hacer. Murió el 26 de marzo de 1827, mientras se desataba sobre Viena una impresionante tormenta.
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Los inicios del romanticismo
A partir aproximadamente de 1830 se consagra en toda Europa lo romántico. No fue un fenómeno que llegara explosivamente, de repente, ni mucho menos. En el campo de la música, se ha dicho, con razón o sin ella, que las últimas obras de Mozart tienen algo de «prerromántico». Beethoven, que utiliza la música como expresión de los sentimientos del alma, da un paso decisivo. Con todo, los entendidos dudan a la hora de incluir a Beethoven entre los románticos. Es apasionado, pero controla su pasión con un dominio total. Posee un dominio de la forma, un equilibrio, que no encaja en el arquetipo de lo romántico. O, si queremos, es clásico y romántico a un tiempo. O es simplemente Beethoven. Por el contrario, se insertan claramente en el romanticismo Schubert, Weber, Chopin, Berlioz: de eso ya no cabe duda. El romanticismo es un movimiento —no solo estético, sino que se inserta en todos los planos de la vida—, que se caracteriza por el sentimiento, la pasión, la imaginación, el predominio del corazón sobre la cabeza, el sentido de la libertad. Por eso el romanticismo tiene también una traducción política, aunque Víctor Hugo haya incurrido en una definición al revés: «Le romantisme n’est que le libéralisme en litterature». En realidad no lo es solo en literatura, sino en todos los órdenes del arte y de la vida misma. Pero con idéntica razón hubiera podido decir que el liberalismo no es más que el romanticismo en política. La frecuencia de las revoluciones conducidas más por el entusiasmo de las masas enfebrecidas que por programas concretos, las acaloradas discusiones en los parlamentos, que con frecuencia terminan en broncas o hasta en duelos personales entre los oradores, los discursos apasionados y lacrimosos, son típicamente románticos. Los comportamientos en la vida corriente son también con frecuencia apasionados. La prensa de hacia 1840 calcula que solo en París ocurren unos 5.000 suicidios al año. El romántico es soñador, cree fácil lo maravilloso, espera conseguir el amor de sus sueños, el negocio fabuloso, el triunfo en la vida o en el arte. Luego viene el fracaso, el choque con la cruda realidad, y de resultas de este choque brutal sobreviene la tragedia. Se discute si el romanticismo es ilusionadamente optimista o cruelmente pesimista, tendente a la angustia y a la desesperación. En realidad es las dos cosas, o, más exactamente, ocurre que el sueño maravilloso y la frustración van inevitablemente unidos, porque el triunfo en la vida no suele sonreír a los ilusos, y así es como el hombre romántico pasa con facilidad de los proyectos imposibles a los desengaños más crueles. Muchos políticos, muchos militares, muchos enamorados, muchos negociantes, muchos artistas pasaron por estas experiencias vitales, y en ocasiones terminaron su vida trágicamente. Pero el romanticismo —y esto es lo que aquí nos interesa— condujo
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también a realizar obras llenas de imaginación, de entusiasmo, de exaltación extraordinaria de los ánimos, a expresar apasionadamente el sentido de la libertad, y de ahí que los románticos quiebren muchas de las cuidadosas reglas de los «clásicos». Basta pensar en la pintura de Delacroix, en la poesía de Víctor Hugo, en la música de Berlioz. Pero no creamos, porque eso sería equivocado, que en el campo del arte, y esencialmente el de la música, todas las reglas van a ser violadas por los románticos. No caigamos en esa equivocación. El romántico rinde culto a la belleza, busca la belleza por encima de todo, y la belleza en música consiste en la armónica sucesión de sonidos. Romper todas las reglas supondría convertir el arte en un caos, y en el caso de la música en un conjunto cacofónico, que el artista está muy lejos de admitir. La música romántica es apasionada, con frecuencia busca sonidos horrísonos para expresar los más tremendos sentimientos; pero vuelve a la consonancia, porque la consonancia es bella. Se rompe con frecuencia el esquema «sonata», pero no se acaba ni mucho menos con la coherencia del argumento musical; no todas las sinfonías tienen, como las clásicas, cuatro movimientos, sino dos o cinco; pero se respeta su división en movimientos para alternar la dinámica de conjunto de la obra. Eso sí, en la época del romanticismo son más frecuentes movimientos como prestissimo, molto agitato, adagio lamentoso, más adecuados a los sentimientos que se pretenden expresar; las obras son más movidas, los contrastes más espectaculares, el empleo de los timbales —y muy pronto de los platillos— se hace mucho más frecuente, y en general se busca el sonido expresivo, la traducción de los sentimientos del corazón, que también llega a los oyentes, los cuales reaccionan en consonancia; como que se hizo muy frecuente que numerosas personas presentes en la sala de conciertos derramasen lágrimas de emoción, o hasta que las damas se desmayasen en medio de la ejecución, y hubiese que retirarlas para administrarles «licores espirituosos». Si no entendemos estas cosas, que hoy podrían producir a alguien cierta sonrisa, es que no entendemos lo que fue el romanticismo como forma de mentalidad colectiva.
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La música, la orquesta y el público Requiere el tópico que la música del siglo XVIII está destinada a un noble, y se interpreta en un palacio, mientras que la del xix está destinada al «público» y se interpreta en un teatro. Todos los tópicos encierran una parte importante de verdad, pero no siempre la reflejan exactamente. Ya en el siglo XVIII había teatros y «sociedades de conciertos», en que el público no noble pagaba una entrada o una cuota de socio. Por otra parte, en el siglo XIX hubo autores, como Schubert, que nunca vieron interpretada ante un gran público la mayor parte de su obra. Por supuesto, conforme avanza la centuria, se multiplica el número de auditores, pero no por eso el músico vive mejor. Al contrario, durante el primer romanticismo es típica la existencia del compositor recluido en una buhardilla, escaso de medios económicos y sin protectores oficiales. Los «clásicos» habían tenido, qué duda cabe, menos libertad personal, pero se sentían protegidos por un mecenas, y casi nunca la «seguridad en el trabajo» ofrecía dudas. Los románticos hubieron de ganarse la vida como buenamente podían, y solo los que eran al mismo tiempo virtuosos de un instrumento —Chopin y Liszt del piano, Paganini del violín— pudieron llevar una existencia desahogada. También era frecuente que se dedicaran a dirigir una orquesta: Weber, Schumann, Mendelssohn, Wagner, fueron reconocidos directores, y el oficio constituyó también una fuente de ingresos, porque era objeto de contrato. Cierto que el músico romántico suele llevar una vida un tanto desarreglada, se reúne en cafés con otros artistas —poetas, pintores—, con los que forma una piña, como en otros tiempos no había sido fácil encontrar, y trasnocha con frecuencia. Su vida es más libre que cómoda. Solo más tarde, cuando se generalizan los derechos de autor, y cada músico puede vender la obra en exclusiva a un editor, mejoran sus condiciones. El público, por supuesto, se hace más numeroso. Siempre hubo aficionados a la música en todos los niveles sociales. Pero la revolución liberal del siglo XIX permite el surgimiento de una burguesía cada vez más poderosa, y al mismo tiempo cada vez más culta. Tiene a gala, incluso, mostrarse así. Compra libros u obras de arte, y asiste a la ópera o a los conciertos instrumentales. Constituye ya una pequeña masa, capaz de llenar el teatro. En el siglo XVIII había teatros en las grandes ciudades, ahora los hay ya en las ciudades medianas, y a ellos acude un público numeroso, por regla general tan entusiasta como las obras que se representan, ya sean tragedias (teatrales u operísticas), o sinfonías y conciertos. Cierto que no por eso el autor se enriquece con tan masiva afluencia, porque por medio está el empresario, que es el que corre con el negocio, y no todos los músicos, por su escasa capacidad para las relaciones públicas, consiguen ver interpretadas sus obras. Con todo, existe una clara correlación entre el músico romántico y el público romántico. El músico pretende una obra apasionada, expresiva, llena de contrastes y de efectos dramáticos, y el público está esperando precisamente eso. Beethoven chocó muchas veces con sus contemporáneos; y aunque las obras de los
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románticos suscitan pasiones, que se resuelven a veces en abucheos y sonoros silbidos, mezclados con reacciones de entusiasmo, en el fondo existe una comunidad de ansias estéticas entre el creador y el receptor, que hace más fácil el triunfo. El músico romántico cuenta, por otra parte, con un material sonoro más rico. Por un lado el progreso técnico —ahora que estamos en la época de la Revolución Industrial—, por otro la búsqueda de formas más expresivas, transforma las posibilidades de la orquesta. En 1800 era suficiente una orquesta de 30 músicos. Beethoven había conseguido el milagro de lograr con aquellas orquestas obras titánicas. En el siglo XIX ya es frecuente una agrupación sonora de 60 intérpretes. Los autores, sobre todo cuando se muestran más soñadores —es decir, más románticos—, imaginan conjuntos imposibles. Por ejemplo, Berlioz, aspiraba a dirigir una orquesta en la que figurasen treinta arpas y treinta trompas. Los sueños no se vieron nunca cumplidos, pero los románticos consiguieron también hacer sus milagros. Se multiplican los instrumentos. Los de cuerda son ya más numerosos, aunque se mantiene el maravilloso equilibrio de los cinco miembros de la familia: primeros violines, segundos violines, violas, violoncellos y contrabajos. A ellos se une, sorprendentemente, un instrumento que parecía que tenía poco que decir ante tan poderosa masa: el arpa. Y es Berlioz precisamente el que sabe arrancarle los más maravillosos efectos. En los instrumentos de viento, cumplen una nueva función el flautín o «piccolo», más pequeño y agudo que la flauta —ya utilizado en ocasiones por Beethoven—, que resulta extraordinariamente penetrante. Por el lado contrario, aparece el contrafagot, enorme y profundo. Hay dos tipos de trompa, de timbres distintos, que contrastará Weber con gran habilidad; y por 1850 la trompeta de pistones sustituye a la trompeta de llaves, y se hace mucho más ágil. También prevalecen los largos trombones de varas sobre los antiguos y pesados trombones de llaves: el fulgor del metal, dorado y majestuoso, proporciona así un brillo especial a la orquesta romántica. Mejoran las lengüetas del oboe y del clarinete, y aparece el clarinete bajo, de tonos más sombríos, a veces amenazadores. Y luego se va imponiendo el sonido más apagado, pero patético y desolado del corno inglés. Y se multiplican los instrumentos de percusión: los timbales ya son tres, con llaves que permiten su más perfecta afinación, y también hay bombos, tambores, platillos, triángulos. Producen ruidos más que sonidos, pero resultan imprescindibles a la hora de conseguir los resultados más efectistas. La orquesta es así un personaje colectivo de primera magnitud. Es Berlioz el primero en concebir la idea de la «orquesta-instrumento». La orquesta suena de una manera peculiar de acuerdo con su composición colectiva, y su sonido, su poderosa personalidad, resulta ser así algo más, mucho más, que la suma de los instrumentos que la integran. Encargado de obtener su máximo partido y de infundirle un carácter propio es un instrumento inteligente, y a todas luces imprescindible: el director. Siempre hubo directores, al menos desde los tiempos de Lully y los músicos de fines del barroco, que con un pesado bastón golpeaban el suelo para marcar el compás. En el siglo XVIII fue frecuente que dirigiera la orquesta el primer violín: tal fue el caso de Stamitz o Haydn. Cumplían así una función doble: tocaban, y al mismo tiempo marcaban el tiempo o insinuaban el matiz con el movimiento de su arco. Si era preciso, dejaban de tocar en
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algún pasaje delicado para dirigir mejor. Mozart ya no tocaba instrumento alguno para dirigir un conjunto numeroso, marcaba el tiempo con los brazos, y Beethoven inauguró un estilo que a sus contemporáneos parecía exagerado: gesticulaba ampliamente, se agachaba, saltaba de pronto, para infundir en los músicos todo su ímpetu. Realmente, estaba inventando el modo de dirigir en el futuro. Parece que fue Weber el primero que utilizó la batuta, una varita mágica que no solo prolonga la mano derecha, sino que parece alargarla misteriosamente hasta llegar a los instrumentos más lejanos. El siglo XIX es pródigo en grandes compositores-directores: Weber, Schumann, Mendelssohn, Wagner, Mahler. Naturalmente, el autor no puede estar en todas las partes donde se interpreta su obra. En la época de Haydn y Mozart, la música, además de ser más fácil —o por lo menos más sencilla— de interpretar, estaba destinada muchas veces al gran señor o al público del lugar en que se componía. Ahora las orquestas son mucho más voluminosas, y las partituras, cuidadosamente editadas, llegan a todas partes, casi siempre sin el conocimiento del autor. La presencia del director se hace más necesaria que nunca. Se habla de «interpretar», porque el músico que toca ha de saber traducir adecuadamente la intención del autor, que es a veces muy sutil, en un arte tan delicado como la música. Ahora el gran «interpretador» es el hombre que tiene que incorporarse el espíritu del creador, adivinar sus intenciones y sus matices. Podemos escuchar muchas veces la misma obra, y siempre nos sonará un poco, a veces un mucho, distinta. De ahí la inmensa responsabilidad del director y la necesidad de que sea un hombre que ha estudiado con especial minuciosidad y penetración la partitura para no traicionar el espíritu de quien la compuso.
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Schubert, la inspiración Haydn, Mozart y Beethoven confirmaron la condición de Viena como capital musical del mundo, pero ninguno de ellos nació en Viena. Franz Schubert sí era vienés, y jamás abandonó la ciudad o sus alrededores. Nació en 1797, hijo de un maestro aficionado a la música. Durante un tiempo, ayudó a su padre, pero hacia los veinte años se dedicó exclusivamente al arte que más le gustaba. Comenzó por componer canciones: realmente, aunque el género ya existía, fue el verdadero creador del Lied, con toda su belleza y su encanto especial. Aunque no fuera más que por las canciones que escribió, Schubert hubiera merecido pasar a la historia, aunque nadie por entonces pudo imaginarlo. Fue muy poco conocido en los ambientes musicales, aunque era un hombre sociable, que pronto encontró amigos, pero no amigos influyentes. Uno de ellos, Anselm Hüttenbrenner, cuenta que «su aspecto no llamaba mucho la atención. Bajo de estatura, algo grueso, de cara redonda, a causa de su miopía llevaba gafas, que no se sacaba jamás… No se preocupaba por sus trajes, y le resultaba imposible sustituir su manchada levita…». Entendámoslo: no solo porque era un tanto desaliñado, sino porque andaba siempre a la última pregunta. No consiguió tener un protector, ni un editor, ni un empresario que se preocupara por su obra. Pero, eso sí, no le faltaron amigos, casi tan pobres como él: músicos aficionados, poetas, pintores. Con ellos se reunía en los cafés, cuando había peculio para ello, o en casa de cualquiera, en la que se «hacía música» o se comentaban novedades artísticas. Schubert era un excelente conversador, y el grupo de amigos permaneció siempre unido. También gustaban, como había gustado Beethoven, de pasear por los bosques de Viena. Aquellas reuniones eran siempre animadas, propias de personas cultas y llenas de un especial sentido del humor. Sin darse cuenta, estaban inaugurando la bohemia romántica. La descripción de Hüttenbrenner —hombre bajo, algo grueso, desaliñado— convendría bastante bien a Beethoven; pero no puede encontrarse mayor diferencia entre los dos músicos: Beethoven poseía una poderosa personalidad que le permitió siempre salir adelante, relacionarse sin dificultad con las altas esferas, imponerse, triunfar. Schubert era más simpático, amable, pero no tenía la misma poderosa personalidad, no supo abrirse camino. Fracasó en su tiempo, no fracasó ante la historia, porque llegaría a ser considerado uno de los introductores del romanticismo musical. Estuvo enamorado muchas veces, pero por su físico y por su falta de recursos nunca fue correspondido. No por eso la música se vería afectada. Muchas de las melodías más hermosas de Schubert son las de un enamorado, muchas de las más tristes y melancólicas son las de un ser rechazado. No le comparemos con Beethoven, por favor. No le imitó ni quiso imitarle: era lo suficientemente inteligente para no pretender alcanzar su altura. Hizo una música distinta, intencionadamente distinta, sencilla si se quiere pero llena de un encanto especial, que tal vez no podríamos pedir a un genio. Solo una vez pudo visitar a Beethoven, ya en los últimos años de la vida de ambos, aunque uno era joven y el otro
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avejentado. Apenas hubo conversación, porque el visitado estaba completamente sordo, y el visitante apenas supo qué escribirle. Pero le dejó unas cuantas obras manuscritas. El malhumorado sordo apenas reparó en ellas. Pero cuando las leyó con cuidado, comentó: «realmente, hay algo divino en este hombre». Algo divino: se refería a la inspiración, ese don que el artista posee porque le es dado; un don que no depende del aprendizaje, ni de la técnica, ni de la práctica. La inspiración, ese soplo que no se sabe de dónde viene, pero que confiere a la creación artística una cualidad que no parece de este mundo. Hubo grandes músicos que dominaron a la perfección el dominio de las formas y la capacidad de combinación de los sonidos y sus timbres, pero que no brillaron especialmente por su inspiración: su obra nos impresiona, pero no nos conquista. Otros tuvieron tal vez menos conocimiento de las herramientas sonoras, no llegaron a creaciones geniales, no construyeron inmensas catedrales sinfónicas o corales; pero poseyeron una inspiración maravillosa. Su música tal vez no nos impresiona, pero nos conquista invenciblemente. Uno de ellos fue Franz Schubert. En ocasiones, se ha comparado la inspiración de Schubert a la de Mozart. Efectivamente, ambos figuran entre los músicos más inspirados de todos los tiempos. Pero no son las suyas dos inspiraciones similares. Mozart es más ágil, más etéreo, aletea ingrávido sobre las notas como si su música no pesara. La inspiración de Schubert es más íntima, más honda, en el sentido de que viene de lo más profundo, no del aire invisible: es al, fin y al cabo un romántico. Tiene y mueve los sentimientos, no el puro goce estético. Sabe vivir y «evocar» aquello en que está pensando con un acierto como pocos tuvieron: y nos hace sentirlo con una capacidad de comunicación peculiarísima. También muy suya esa manera de «hablar» a media voz, como en una confidencia. Fijémonos, por ejemplo, en esos «violoncellos confidenciales», en voz queda, que suenan con una especial ternura, y se nos antojan específicamente «schubertianos». O en esa sucesión de notas un tanto vagas que nos sumergen en una atmósfera de encantadora ensoñación. Schubert es dulce: difícilmente encontraremos en él una expresión de las grandes tempestades del alma, como en Beethoven. Es sensible y expresa con sinceridad, pero sin soliviantarse, sus sentimientos. En casi toda la música de Schubert encontramos simpatía (porque era un hombre simpático) o bien nostalgia y ternura; y todo bien adobado con un dominio de la melodía y, cuando hace falta, de la instrumentación: no tenemos derecho a exigirle nada más, que es mucho lo que nos regala.
Las obras de Schubert Están registradas algo más de mil composiciones suyas. De ellas, 603, o sea más de la mitad, son Lieder, esas canciones alemanas exquisitas y elegantes, aunque posean un lejano fondo popular. Schubert, de niño, fue cantor, y su condición se mantuvo toda la vida: siguió cantando, si bien a través de la música que compuso. A veces encontramos en aquellos Lieder temas o textos populares, pero por lo general utiliza fragmentos de la poesía de grandes autores prerrománticos: 71 textos son de Goethe, y 27 de Schiller; también se inspiró en Heine, o incluso en clásicos como Dante o Shakespeare. Todos los
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traduce, como es lógico, a su peculiar romanticismo. Quizá los de Goethe sean los mejor concebidos. Ahí están Margarita a la rueca (una preciosa obra escrita en la primera juventud), El rey de los alisos, Viaje de invierno. Todas las canciones están escritas para piano y voz. Fijémonos: piano y voz humana se entienden perfectamente; pero el piano no actúa como un simple acompañante, sino que expresa su propia melodía, una melodía que es distinta a la de la persona que canta, y sin embargo, se compagina maravillosamente con ella, o la prepara y la comenta. Esta independencia, que nos revela una cualidad de maestro, sería un recurso imitado por todos los compositores de Lieder que vendrían en la edad romántica, e incluso más tarde. El piano de Schubert es más sencillo que el de Beethoven, pero posee encanto y expresividad. Cada una de sus sonatas tiene una personalidad distinta, como un argumento peculiar, que encuentra siempre algo nuevo que decirnos. La final, la D 960, es larga y profunda, como producto de un sentimiento interior muy especial, casi como su testamento escrito a través del piano. En ningún momento levanta la voz, pero nos deja un mensaje casi indescifrable, en que unos temas se enlazan con otros, en una meditación que no parece terminar jamás. En el terreno de la música de cámara fue quizá Schubert más audaz que en otros géneros. A veces hasta recuerda a Beethoven. Algunos de sus cuartetos son encantadores, fruto de sus excursiones al campo, como el titulado La Trucha; otros, y especialmente los últimos, se permiten unas genialidades técnicas que Schubert no se permitió en los demás campos. Escribió nueve sinfonías, como Beethoven, aunque en los programas apenas se interpreta más que la Octava, llamada Incompleta, o, quizá más propiamente Inacabada. Las primeras son sencillas, casi obras de juguete, propias de un autor que gustaba de «hacer música» y recrearse con ella. Sus amigos, qué duda cabe, llegaron a conocerlas de alguna manera; nunca fueron interpretadas ante un gran público. La Cuarta recibe el nombre de Trágica; no es trágica exactamente, sino extraña, malhumorada, como pocas obras de Schubert, aunque no por eso deja de resultar más elaborada que las anteriores, y llena de pasajes sumamente expresivos. La Quinta podría parecer un retroceso, por cuanto regresa al encanto de la música espontánea y deliciosa, pero es una obra madura, dotada de una precisión instrumental envidiable y una perfecta factura, compatible con el encanto de una inspiración típicamente schubertiana. ¡Siempre es un placer escucharla! Sin embargo, la sinfonía más famosa y popular de Schubert es la Octava, conocida también como Inacabada; el nombre, ya lo hemos advertido, es más correcto que el de Incompleta, que se empleaba antes. Y es que nada más completo que la sucesión de los dos movimientos que se conservan, llenos de una lejana pero contagiosa nostalgia, unida misteriosamente a una maravillosa serenidad. La Octava fue un obra escrita por Schubert en uno de esos momentos especialísimos en que la inspiración llega a alturas irrepetibles. Por eso el autor, pasado ese momento celestial, intentó componer un tercer movimiento, del que solo nos quedan unos bocetos, y desistió: no era capaz de mantenerse a la misma altura. Hay casos excepcionales (recordemos, «los esclavos» de Miguel Ángel, el retrato de Goya por Vicente López, las sinfonías Octava de Schubert o la Novena de Bruckner),
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en que resultaba tremendamente conveniente cortar para mantener la excelencia: y efectivamente, los artistas supieron detenerse a tiempo, o las circunstancias los obligaron. Schubert, malhumorado por no haber podido continuar su obra como él quería, guardó el manuscrito en un arcón, y no volvió a saborearlo en su vida. Fue encontrado en la segunda mitad del siglo XIX, y presentado, como otras obras perdidas, por ese gran arqueólogo musical que fue Brahms. Fue entonces cuando el mundo descubrió que aquella obra desechada por su autor es una de las joyas de la música. Schubert, cercano a los treinta años, debió sufrir una crisis interior, porque sus últimas obras son más maduras al mismo tiempo que más crispadas. No sabemos por qué caminos hubiera desembocado. Tal vez, han comentado algunos, si la muerte no se lo hubiese llevado prematuramente, hubiera sido el gran introductor del romanticismo musical y hubiera logrado tal vez imponer un nuevo camino y nuevas concepciones. No lo sabemos. En 1827 murió Beethoven, y Schubert, casi treinta años más joven que él, fue uno de los que portaron el féretro. No sabía que iba a morir al año siguiente, y lo enterrarían al lado del genio.
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Weber y la ópera romántica alemana Carl María von Weber, barón de Weber (1786-1826), era miembro de una familia de la baja aristocracia, y sobrino de Constanza Weber, la esposa de Mozart. Este hecho fue decisivo en su vida, porque el padre, coronel de un regimiento, quiso convertirlo en niño prodigio. Fue un empeño que fracasó más aún que el del padre de Beethoven. Carlos María era un niño sensible, pero enfermizo, que tardó mucho tiempo en aprender el piano. Sin embargo, Weber, como Beethoven, acabó siendo músico cuando la obligación se convirtió en devoción. En su madurez dominó el piano y mostró su capacidad para la dirección. Dirigió orquestas en Kalrsruhe, Stuttgart, Praga y Dresde, y consiguió, con su espíritu romántico y sus gestos vivos, cambiar la técnica de la conducción de orquesta. Parece que fue el primero en utilizar sistemáticamente la batuta. Una frase suya define muy bien el nuevo concepto y el espíritu del director: «siento que puedo tocar la orquesta lo mismo que si estuviera tocando el piano». En cambio, no convenció como compositor. Escribió dos sinfonías, varios conciertos y piezas para piano. Luego, llevado por su afición al teatro, compuso algunas óperas, que tampoco tuvieron gran éxito. La vida de Weber, como la de casi todos los románticos, fue corta: pero con todo lo compuesto hasta los 35 años, no hubiera pasado a la historia. Deseaba salirse de los moldes de la ópera italiana, pero no encontraba un método claro ni un ámbito propicio, puesto que el teatro de Dresde era precisamente el más italianizante de todos. Hasta que el libretista Friedrich Kind le presentó el texto de una «ópera alemana», Der Freischütz, El Cazador Furtivo, basada en viejas leyendas populares y en un ambiente lleno de misterios y de sortilegios mágicos. El libreto era demasiado imaginativo, antinatural e incoherente; pero Weber encontró en él lo que necesitaba: el alma popular, la fantasía, el encanto de la leyenda y la profunda sugestión de la naturaleza, ya que casi toda la obra se desarrolla en el bosque. Supo concebir la música que necesitaba para representar todo aquello, y creó, casi sin darse cuenta, tanto la ópera alemana como la ópera romántica. Mozart había escrito óperas indistintamente en italiano y en alemán; pero son las suyas óperas universales, que poseen el mismo valor en cualquier parte del mundo. Las óperas de Weber han adquirido gran fama en Alemania y se representan muy poco en otros países, aunque es evidente que los otros países no le hacen justicia. El éxito de Der Freischütz fue apoteósico y consagró a Weber para siempre. Pronto se dispuso a escribir una nueva obra, Euryanthe, basada en un libreto de Wilhelmine von Chezy, más enrevesado todavía que el anterior: no cabe duda de que Weber tuvo mala suerte con los libretistas (quizá porque los libretistas por excelencia eran italianos, y no podía basarse en ellos). En Euryanthe se relata la historia de un caballero medieval, que ha de viajar a tierras lejanas, mientras su amada le espera en el castillo y sueña siempre con él. A Weber no le interesan los enredos, sino los ambientes, y supo aquí expresar el misterio de la vieja leyenda y la nostalgia de la lejanía. La obra, a pesar del poco afortunado argumento, tuvo el mismo éxito que Freischütz. Weber era ya famoso y fue
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invitado para presentar una nueva obra en la Real Ópera de Londres. Escogió el tema de Oberon, basado en El sueño de una noche de verano de Shakespeare, a través de una versión romántica de Wieland; tampoco en este caso el argumento es el más apropiado para una ópera, pero Weber supo imprimirle una vez más el misterio del bosque y el sortilegio de lo romántico. Oberon se representó una y otra vez en Londres con gran éxito. En una de las sesiones, Weber, que como siempre dirigía con su ardor característico, cayó desplomado. Tenía treinta y nueve años. Fue enterrado en la catedral de San Pablo de Londres, hasta que veinte años más tarde Wagner consiguió la repatriación de sus restos. Efectivamente, Wagner, que se consideraba su sucesor, acabó lo que Weber no tuvo tiempo de realizar: la consagración de la ópera romántica alemana. Fue una pena, como en otras ocasiones de la historia de la música, que aquel hombre sensible y enfermizo no pudiera continuar su obra. Sus óperas han sido injustamente postergadas en la mayoría de los teatros de Europa. Tampoco abundan las grabaciones. En cambio, son bien conocidas y populares las oberturas de estas óperas. Su enorme viveza expresiva, esa orquestación romántica que le ha merecido el calificativo de «prestidigitador de violines», la conversión de la propia orquesta en portavoz directo del drama, han hecho que todo el mundo haya escuchado con muchísimo gusto las oberturas de Der Freischütz, Euryanthe y Oberon.
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Berlioz el Fantástico Héctor Berlioz fue el primer músico que escribió sus memorias. No por eso le conocemos mejor, porque su testimonio es ardiente, imaginativo y arrebatado como su propia obra musical, y muchas veces resulta difícil tomarle en serio. Tiene un poco de «genio loco», aunque esa relación un poco tópica e imprecisa que existe entre las dos palabras puede llevarnos también a confusiones. Otro gran músico romántico, Mendelssohn (que era la expresión de la cordura) comentó una vez que «Berlioz hace lo posible por hacernos creer que está loco». O más bien que se valió de sus excentricidades para llamar la atención. El hecho es que no podemos creer demasiado lo que cuenta de sí mismo, pero su testimonio es indispensable para conocer su portentosa imaginación y su temperamento ardiente. Nació en un pequeño pueblo del Delfinado, al Este de Francia, en 1803, hijo de un médico aficionado a la música; pero en este caso su padre en absoluto quiso convertirle en un niño prodigio, y optó por la solución que creyó más provechosa: le envió a París a estudiar Medicina. Héctor Berlioz fue un mal estudiante, en parte porque era un muchacho indisciplinado, y en parte porque no soportaba las disecciones, que le resultaban repulsivas. Faltaba a clase, leía poesía, acudía siempre que podía al teatro, y soñaba con ser un artista. En una de aquellas representaciones conoció a la actriz irlandesa Harriet Smithson, que representaba con arte exquisito el papel de Ofelia en Hamlet, y se enamoró perdidamente de ella. Naturalmente, la Smithson, ya famosa en el mundo de la escena, no hizo el menor caso del estudiante desarreglado, de encrespado pelo y ojos de fuego, que la perseguía por todas partes. Berlioz concibió la idea de enamorarla con una obra poética genial, o con un drama extraordinario, cuando, en 1828, asistió a la interpretación de las Sinfonías Heroica y Quinta de Beethoven: «inmenso Beethoven». El joven sufrió un colapso traumático y, según cuenta, una fiebre que le tuvo al borde de la muerte. Cuando se recobró era ya músico, y fue entonces cuando concibió la idea —para conquistar a Harriet Smithson— de componer la Sinfonía Fantástica. Naturalmente, no es cierto que Berlioz se haya convertido a la música en una semana enfebrecida, y menos que haya escrito la sinfonía en una sola noche de insomnio. En realidad, llevaba dos o tres años asistiendo furtivamente al Conservatorio de París, y recibiendo clases, más particulares que oficiales, de varios profesores. Y esto sí que es cierto: Berlioz fue siempre, pero sobre todo en sus primeros años, un músico aficionado, que nunca aprendió armonía ni sabía tocar el piano. Su entusiasmo y su prodigiosa intuición compensaron aquellas carencias y le transformaron en un músico muy especial. El estreno de la Sinfonía Fantástica hubo de esperar dos años, hasta 1830, coincidiendo con la Segunda Revolución Francesa y también con otro estreno ruidoso que degeneró en luchas callejeras, el de Hernani de Víctor Hugo. Los fanáticos huguistas empezaron a llamarse románticos, y la palabra se acabaría generalizando. La Sinfonía Fantástica es todavía más heterodoxa y rupturista que Hernani, y despertaría
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los más enconados sentimientos: pero no faltarían desde entonces entusiastas de Berlioz. Se trata de una «sinfonía de programa», es decir, una sinfonía con argumento, que relató su propio autor en las breves notas que cabían en el texto del programa de mano, y que nos permiten conocer la significación de su contenido. Un joven músico, de sensibilidad enfermiza y ardiente imaginación, se envenena con opio en un acceso de desesperación amorosa. La dosis de narcótico, demasiado débil para provocarle le muerte, le hunde en un pesado sueño, poblado de las visiones más extrañas, durante el cual sus sensaciones, sentimientos y recuerdos se transforman en su cerebro atormentado en pensamientos e imágenes musicales. La mujer amada ha llegado a ser para él como una melodía, una idea fija, que se le presenta, y a la que oye por todas partes…
La significación de los movimientos —son cinco— queda también explícita. En el primero se representa la pasión del enamorado; en el segundo, el maravilloso momento de un baile, en que consigue danzar con la amada; en el tercero, una escena campestre, en que dos pastores expresan con sus caramillos amores imposibles; en el cuarto resulta que el joven, rechazado definitivamente, asesina a la joven, y es conducido al suplicio. Y en el quinto se representa un aquelarre demoníaco. La obra resultó todo lo espectacular que queramos imaginar, y a su estreno asistieron todos los grandes del romanticismo: Víctor Hugo, Alejandro Dumas, Heinrich Heine, Niccolò Paganini, Franz Liszt, Frédéric Chopin, George Sand, Theophile Gauthier… y, naturalmente, Harriet Smithson, que vino debidamente invitada, y también atraída por la curiosidad. Berlioz quiso figurar entre los intérpretes de la orquesta, haciendo la parte de los timbales. Mientras lo hacía, no dejaba de mirar a su amada con ojos inflamados. Puso tal entusiasmo en el empeño, que rompió los parches. Naturalmente, la actriz, que al fin y al cabo, sin saberlo tal vez, era también romántica, accedió a casarse con Berlioz. Fue un matrimonio desgraciado, pero el resto de la historia no tiene por qué interesarnos. Otras obras de Berlioz no tuvieron el mismo éxito. Ya no eran una novedad, y quizá el músico no supo sorprender con algo nuevo. Ni tampoco compuso sinfonías propiamente dichas. En 1834 presentó Harold en Italia, basado en un poema de lord Byron. Paganini le había pedido una sinfonía concertante para viola, pues quería lucir el instrumento nuevo que había adquirido con una obra virtuosística. Quedó defraudado, porque el trabajo era espectacular, sí, pero la parte de viola no era lo lucida que Paganini esperaba. Siguió un largo pleito, y al fin Berlioz pudo cobrar los 20.000 francos del contrato. Fue la mayor suma que recibió por su música. ¡Un virtuoso ganaba muchísimo más que un compositor! 2. Solo la conclusión de Harold en Italia, la bacanal de los bandidos, es verdaderamente espectacular. En 1839 escribió Romeo y Julieta, para orquesta y coros, y en 1840 un Requiem enorme, con una orquesta de 150 músicos (entre ellos, doce trompas y 16 timbales), y un coro de 250 cantores. Hay fragmentos, como el Tuba mirum, que son realmente alucinantes. Esta vez Berlioz consiguió los medios necesarios para reunir semejante multitud sonora, gracias a la ayuda que recibió del ministerio del Interior: se trataba de conmemorar el décimo aniversario de la revolución de 1830. En 1846 publicó La Condenación de Fausto, una ópera tremenda y muy difícilmente interpretable (solemos escuchar fragmentos), en que Berlioz discrepa de Goethe, que al
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final se decidió por la salvación del famoso personaje. Aquí lo principal es precisamente el alucinante descenso a los abismos, y las increíbles escenas demoníacas del final, un final llamado justamente «pandemonium», que bien merece esta denominación. «Mi cabeza estaba a punto de estallar —cuenta Berlioz— con mi pensamiento efervescente». En 1863 terminó una obra Les Troyens», que no es más que una parte del gigantesco proyecto de poner música a La Eneida de Virgilio. Quizá la obra más sencilla, y en gran parte deliciosa, que escribió Berlioz fue L’infance du Christ. Pero, en general, compuso menos cuanto más avanzaba su vida. Viajó por Europa dirigiendo sus obras: era un director sumamente fogoso, pero no sin sentido de la interpretación. Publicó numerosos artículos en la prensa, en que arremetía contra las corrientes conservadoras, pero al mismo tiempo se manifestaba partidario del «buen gusto». No siempre pareció un exaltado. Por supuesto, nunca se enriqueció. Mantuvo toda la vida amigos y enemigos, aunque la verdad es que al final tanto unos como otros parecieron olvidarle. Falleció en 1869.
La música de Berlioz Decir que Berlioz fue un autodidacta o un aficionado carece de sentido. Ni Haydn, ni Mozart ni Beethoven acudieron al conservatorio por la sencilla razón de que en sus tiempos no había conservatorios. Todos recibieron clases, estudiaron, leyeron, escucharon obras de otros. Lo que ocurre con Héctor Berlioz es que aprendió e hizo música más por intuición que con rigor académico. No por eso fue un ignorante de la teoría. En sus frecuentes artículos musicales en las revistas de la época revela amplios conocimientos de armonía, de métrica, de instrumentación, de métodos de composición. Si no estudió contrapunto fue porque no le interesaba lo que él consideraba una antigualla. Si su música es desordenada, hasta en ocasiones disparatada, es porque él la deseaba así. Una música que grita, que se enfurece, que gesticula, que gusta de lo espectacular: porque de este modo da rienda suelta a sus desatadas pasiones… y también muy probablemente, porque llama la atención. No es un buen arquitecto de los sonidos, pero sabe sustituir el rigor de la composición por la originalidad de cada parte, y hasta por la repetición de motivos fundamentales, que nos recuerdan de pronto que estamos escuchando la misma obra. Lo que confiere unidad a la Sinfonía Fantástica es la «idée fixe», el tema de la amada, que se repite en todos los movimientos, y los dota de una inesperada unidad. Al principio es una pasión vehemente; luego se transforma en «un baile», concretamente en un vals: es la primera vez que un vals se cuela en un movimiento sinfónico, como antaño se había colado el minuetto: y lo hace con indudable fortuna. Más tarde es un recuerdo desesperado, después una premonición de la muerte y finalmente una danza macabra. La facilidad que tiene Berlioz para transformar un tema en tantas expresiones distintas demuestra un talento nada común. En todas sus obras hay algo especial que confiere coherencia a lo que no la tiene. Sea cual fuere la estructura de las obras de Berlioz, su audición siempre atrae, porque con su pasión, su fuerza expresiva, su intensidad llevada al máximo, no
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puede aburrir a nadie. El oyente se siente movido a pensar: «qué exagerado, qué disparatado»; pero en el fondo ha de reconocer algo de genial. La cualidad que más íntimamente se atribuye a Berlioz es su dominio de la orquesta. Para Aaron Copland «Berlioz fue el responsable de la invención de la orquesta moderna. Hasta entonces, cada instrumento sonaba en su sonido puro, específico. Berlioz descubrió que cada instrumento posee varios timbres dentro de su tesitura, de suerte que pueden mezclarse varios de ellos para obtener un timbre nuevo; de este modo introdujo un elemento de magia orquestal, tal como el compositor contemporáneo la entiende». Estas observaciones proceden tal vez del hecho de que Berlioz escribió hacia 1844 un Tratado de instrumentación, muy desordenado, pero enormemente gráfico. En él se pretende que el compositor ha de esforzarse por «conseguir que cada instrumento se ajuste a su naturaleza propia y al efecto que se quiere producir». Es decir: que lo que busca Berlioz son dos cosas: que cada instrumento obtenga el sonido más apropiado a su naturaleza, y también, ¡y esto es muy importante!, que consiga el «efecto» que busca su autor. El clarinete en su parte alta puede sonar como un confidencial quejido; en su parte baja tiene algo de peregrino y hasta de amenazador; en su parte media es dulce y meloso. Ahí es donde Berlioz quiere que cada instrumento obtenga el efecto más adecuado en cada momento de la composición. Y esto lo logró, indudablemente. No puede pretenderse que Berlioz sea el padre de la orquesta moderna, porque no sabemos qué debe entenderse por orquesta moderna, y porque Mozart, y quizá más aún Beethoven fueron magníficos orquestadores. Wagner, Mahler, Debussy, arrancarían de la orquesta nuevos y sorprendentes matices; pero no podemos negar a Berlioz un papel muy importante en la historia de la instrumentación (cuidado: más de la instrumentación que de la orquesta en cuanto conjunto) como medio de expresar las más profundas sugerencias y todos los matices que pueden transmitirnos los medios sonoros. Nadie había sido capaz de «expresar» tantas cosas y tan distintas a través de la música. Y eso tenemos que agradecérselo.
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Chopin: el piano El piano fue el instrumento romántico por excelencia. Los grandes fabricantes, Broadwood, Erard, Graf, los vendían a millares. Modesto Lafuente llama al xix «el siglo de los pianos», y una encuesta realizada en París en 1845 nos revela que existían en la capital de Francia más de 60.000 pianos, lo que significa que por lo menos 100.000 personas sabían tocar el instrumento. Cierto: el piano ha recibido un perfeccionamiento muy notable a fines del siglo XVIII y comienzos del xix: abarca siete octavas, lo que es decir 84 teclas, entre blancas y negras; y por tanto puede emitir otras tantas notas, desde las más graves hasta las más agudas. El sistema de pedales puede aumentar o disminuir el volumen del sonido, hasta pasar de un susurro a la más ensordecedora tormenta; puede mantener durante largo tiempo el sonido pulsado, o puede cortarlo bruscamente; puede, mediante el sistema de doble escape, repetir muy rápidamente una misma nota (¡sin este recurso sería impensable Chopin!), y puede ser tocado, como ningún otro instrumento permite, con los diez dedos de las dos manos, ya sea en sonidos sucesivos —melodía— o simultáneos —acordes—, o más bien, las dos cosas a la vez. Las posibilidades de combinar y multiplicar sonidos de todas clases han convertido al piano en una «pequeña orquesta»… hasta el punto de que Liszt tuvo la audacia de escribir para piano la versión de las nueve sinfonías de Beethoven. Una audacia no sabemos si perdonable o no, pero lo cierto es que el piano soporta el desafío. Pero ¿por qué el piano es el instrumento favorito de los románticos? ¿Por qué los músicos, pero también los enamorados y las enamoradas, escogen el piano como confidente de los sentimientos de su alma? A primera vista tendríamos motivos para pensar que el violín es más «romántico» por su capacidad de decir, por su ternura, por su maravillosa intimidad. Y además el violín es un instrumento pequeño, que puede transportarse de un lado a otro, que apenas se oye en el otro extremo de la casa, que parece especial para hacer poesía a solas. El secreto reside probablemente en el hecho de que el piano es el único instrumento que puede acompañarse a sí mismo. Se toca con las dos manos, y en este caso sí que conviene que lo que hace la mano izquierda lo sepa muy bien la derecha, aunque ambas guarden una cierta independencia. No necesita compañía. Desde Bach es muy raro que se haga una composición para violín solo, o para flauta sola, o para contrafagot solo. Estos instrumentos, valga la expresión, se quedan muy desamparados cuando tocan sin acompañamiento. Necesitan un apoyo. El piano es un instrumento tocado a dos manos, cada una de las cuales puede desgranar arpegios o remachar acordes. Puede decirlo todo por sí mismo, no necesita de acompañante para ser completo y expresar lo que desea, sin necesidad de nada más. Y precisamente porque no necesita acompañamiento, es ideal para tocar en soledad. Y el músico romántico, el hombre o la mujer románticos, necesitan este instrumento autónomo, que no requiere otro intérprete al lado, para encerrarse con él y expresar todos los sentimientos posibles.
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Una vida romántica ¿Polaco? ¿Francés? Un poco las dos cosas, y sin tener en cuenta las dos no sería posible comprender del todo la pasión y la delicadeza, la fuerza y la finura, la espontaneidad y la elegancia intelectual de este hombre enfermizo y extraordinario. Frédéric [o Fryderyk] Chopin nació en 1810 en Zelazowa Wola, cerca de Varsovia, hijo de un profesor francés que había emigrado a Polonia y de Tekla Krizanowska, mujer culta y sensible, que sabía tocar el piano. Frédéric heredaría los rasgos intelectuales de su padre y la delicadeza de su madre. De ella aprendió a tocar el instrumento de toda su vida. Luego, bien patentes sus cualidades (aunque nunca fue exactamente un niño prodigio) encontraría buenos profesores, y a los ocho años ofrecería su primer recital en público. Su música juvenil fue en general alegre, digna, sin problemas. Chopin tenía unas manos pequeñas, pero unos dedos finos, capaces por su agilidad de desgranar maravillosos arpegios sobre el teclado. Todo lo que se diga sobre la relación de las manos de Chopin con su estilo nunca pasará de meras especulaciones; pero es cierta su afirmación de que cada dedo debe ser independiente de los demás, y desempeñar un papel peculiar en la interpretación: «cada dedo debe sonar distinto». En su primera juventud improvisó al piano, y de aquella costumbre habrían de derivar maravillosas piezas breves, producto de previas improvisaciones, como «estudios», «preludios», «impromptus», que fueron muchas veces lo mejor de su obra, como fruto de un minuto irrepetible de plena inspiración. A los veinte años, animado por un público que esperaba verlo convertido en un gran compositor, se atrevió a escribir dos conciertos para piano y orquesta. El piano suena volandero, ágil y grato, aunque constreñido por la necesidad de ajustarse a la «forma»; la orquesta, en la medida en que Chopin la dominaba, resultaba correcta —nada perdemos con escuchar estos bellos conciertos—, pero parecía la propia de los tiempos de Haydn. El joven comprendió muy bien que era el piano el instrumento en que podía mostrar sus geniales innovaciones, y desde entonces se dedicó a escribir solo para piano. ¿Limitación? ¿Más bien inteligente conciencia de sus posibilidades? La revolución de 1830, que en el caso de Polonia fue un intento de liberación respecto del imperio ruso zarista, obligó a Chopin, ardoroso patriota, a exiliarse. Estuvo en Bohemia, en Hungría, en el sur de Alemania, en Viena, ofreciendo recitales que fueron muy bien recibidos. Con todo, no congenió con Viena. Se había acabado la era de los grandes compositores en la capital del Imperio, y privaba entonces la fiebre del vals, capitaneada por Lanner y los Strauss. A Chopin le molestaba aquella manera tan marcada de hacer música de baile. Luego recurriría al vals, pero un vals muy suyo, finísimo y no bailable. Al fin decidió establecerse en París. Contó con buenos amigos y protectores y se adaptó muy bien al ambiente intelectual francés, al que se sentía vinculado por herencia paterna, aunque nunca dejó de ser un patriota polaco. Fue para él un disgusto la derrota de los suyos ante los rusos, y nunca habría de volver a su patria… como no fuera sentimentalmente en sus maravillosas mazurcas y polonesas. Débil y enfermizo, no se atrevió a pedir la mano de María Wodzynska, de la que estaba enamorado; aunque más tarde aceptaría la compañía de la escritora y brillante intelectual
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Aurore Dupin, que empleaba el seudónimo de George Sand, muy fea por cierto, pero fiel y protectora; fue para Chopin, más que amante, una madre. Participó en el ambiente romántico de París, y fue amigo de Rossini, Berlioz, Liszt, Balzac, Delacroix. Nunca congenió demasiado con Berlioz, gran conversador, pero arrebatado, y autor de una música radicalmente opuesta a la suya. ¡Los dos románticos y los dos tan distintos! Víctima muy pronto de la tuberculosis, la típica dolencia de los románticos, fue disminuyendo la frecuencia de sus recitales en público, aunque los cobraba carísimos. Vivió de dar clases de piano, y de vender sus obras a los impresores. La música para piano sí que se vendía bien… porque había miles de pianistas, y poseer obras de Chopin en casa era todo un lujo. En 1838, por consejo de George Sand, pasó una larga temporada en Mallorca. Fue un momento en que se unieron de un modo especial esperanza y melancolía. Mientras duró el verano, Chopin vivió unas semanas de paz reconfortante, en plena y suculenta naturaleza, y escribió por entonces muchas de sus mejores piezas cortas, sobre todo «preludios». En la Cartuja de Valldemosa, donde vivió por un tiempo, pueden verse todavía muchas de aquellas hojas de papel pautado, cuidadosamente estudiadas. Cuando Chopin no estaba satisfecho de un compás, o un pasaje, lo tachaba totalmente con tinta, en grandes rectángulos negros, para que nadie pudiera adivinar el error que había escrito en su interior: fruto de la preocupación del músico por la perfección, y su aversión a lo feo. Luego vino el invierno, y la humedad agravó su dolencia. Hubo de regresar. Chopin vivió en París —por temporadas en Marsella— todavía diez años, cada vez más enfermo. Siguió componiendo más que tocando, mientras su fama se expandía por Europa. Fue esa fama la que hizo que le reclamaran de Londres con tentadoras ofertas. Chopin viajó a la capital inglesa, donde fue recibido como un héroe. Pero el clima británico le resultó fatal, y hubo de regresar a París, ya malherido por la tisis, antes de lo que proyectara. Murió en 1849, cuando contaba apenas 39 años.
El piano y la música de Chopin Nunca se hizo nada parecido, ni antes ni después. Por eso suele decirse que a Chopin se le distingue enseguida, es inconfundible. El piano existía desde dos generaciones antes, pero él no siguió a ningún maestro, ni tampoco creó escuela. Se quedó solo, aunque muchos de sus recursos, es lógico, fueron imitados en adelante, pero no con el mismo estilo, que en sentido estricto es inimitable. Quizá uno de los secretos de Chopin se basa en el hecho de que solo escribió para piano. Una limitación, que no le permitió dedicarse a otros géneros, como cualquier músico de la historia; pero que le permitió pensar exclusivamente para el piano, llevarlo dentro de sí sin competidores de ninguna clase. Pero no es solo eso. Chopin tiene una finura especial, una originalidad propia, que no se parece a la de ningún otro pianista, una aristocracia intelectual, un refinamiento que no sabemos si atribuir al «esprit» francés o a la sensibilidad eslava, o a ambas condiciones a la vez… o, sencillamente, a la propia personalidad de Chopin, que fue como fue, y no tuvo, en lo suyo específico, nadie como él.
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Su dominio del teclado se muestra en sus escalas, sus arpegios, en sus tonos «lejanos», en una digitación prodigiosa que hace fácil lo que parecía imposible. Y todo tiene el carácter de una inesperada novedad. No cabe duda de que fue un virtuoso, y de que lo que escribe necesita virtuosos de la interpretación, pero no es el virtuosismo en sí lo que persigue, sino llegar a las últimas posibilidades que permite el piano porque esas últimas posibilidades alcanzan planos de pasmosa sensación, pero los pasajes difíciles de Chopin no tienen por qué parecer difíciles; si los forzamos, seguramente los estropeamos. La música de Chopin debe sonar sin afectación, clara y limpia como el cristal. Dice Maurizio Pollini, uno de sus mejores intérpretes, que el pianista que busca lucirse en la interpretación de Chopin es un mal pianista. No solo es el sentido exquisito de su música, es el dinamismo, siempre original, la distribución de acentos, la falta aparente de mecánica, la prodigiosa independencia de los dedos. Chopin criticaba a los «mecánicos» de la música, es decir a los que tocan de una forma mecánica. Tan pronto acelera como decelera, el acompañamiento marca el tiempo fuerte, o el débil, u obra con absoluta independencia. Diríase que este desprendimiento de la mecánica significa abandonar la métrica de la música, como si despreciara el verso para irse a la prosa; pero esta prosa de Chopin es como el «verso libre», que sin ataduras, aletea en el absoluto de la belleza. Porque la obra de Chopin es libre, al menos para el gusto de sus contemporáneos, pero en absoluto es excéntrica ni alocada (como alocada pudo ser en ocasiones la de Berlioz), sino que se mueve siempre dentro de un gusto exquisito. Por su escasa capacidad de adaptación a las exigencias arquitectónicas de la «forma», solo escribió, en su juventud, dos conciertos para piano y orquesta (y en la madurez otro que no mejoró los precedentes), y solo tres sonatas: ¡algo inconcebible en un pianista! Sonatas que no son precisamente lo mejor de su obra. Solamente la famosa «marcha fúnebre» de la segunda es una pieza excepcional, con la que pocos se atreven, no por su dificultad, sino por su profundidad, porque parece venir de otro mundo. Por lo demás, escribió multitud de obras breves: 55 mazurcas, 27 estudios, 24 preludios, 19 nocturnos, 17 valses, 13 polonesas, amén de algunas baladas, scherzos, canciones y fantasías. La mazurca es un baile típicamente polaco (hasta el himno de Polonia es una histórica mazurca, la Mazurca de Dabrowski); pero las de Chopin son siempre piezas originales, nunca destinadas al baile, aunque puedan estar marcadas por su típico ritmo y hacen gala de fina viveza; en ellas da Chopin curso libre a su fantasía, y unas no se parecen a otras. Más características son las polonesas, que sí nos resultan fácilmente distinguibles. La polonesa es una danza que desde siempre tuvo algo de nacional en Polonia, y quizá por eso Chopin la utilizó como expresión de su patriotismo. Las polonesas chopinianas son más fuertes, más viriles, que sus otras composiciones, late en ellas un aliento heroico, como una llamada de guerra a un pueblo que siente derecho a una vida propia. En esas polonesas hay reciedumbre y vibración: una cualidad que no hubiéramos imaginado en Chopin, y que sin embargo responde también a sus más íntimos sentimientos. Una de esas polonesas se apellida «heroica», otra es la «militar»: todas poseen un espíritu
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netamente polaco, aunque tampoco —como todo en Chopin— se presten a la danza popular en la que están inspiradas. Un preludio suele ser una pieza introductoria a una obra más extensa. En Chopin es una pieza corta que no introduce a nada. Es como algo sin terminar, producto de una inspiración espontánea pero que posee valor en sí misma. El autor polaco es muy propenso a estos ratos aislados sin continuidad, que, además, no la necesitan. No es constructor, no procura nunca una larga secuencia de temas encadenados de acuerdo con un orden fijado de antemano por los cánones; por eso rehúye las sonatas, hasta las «suites». Un «preludio» no requiere ni siquiera terminarse con un epílogo bien marcado; lo hace en un instante cualquiera, y justo en esta instantaneidad, en su carácter de joya aislada, radica la mayor parte de su encanto. Un carácter algo distinto tienen los «estudios»: son piezas cortas también, pero deben su nombre al hecho de que Chopin se presenta a sí mismo un problema, y trata de resolverlo. Un estudio ofrece, por eso mismo, un cierto grado de dificultad: uno de ellos está escrito exclusivamente para las teclas negras del piano; más que la belleza, es la técnica la que aquí se persigue: circunstancia que no resta a los «estudios» su mayor interés. El vals era un ritmo de baile que estaba poniéndose de moda en toda Europa. Ya Berlioz había introducido con audacia, pero con un encanto especial, un vals en su Sinfonía Fantástica. Chopin conoció los valses de Lanner y Strauss en Viena, pero los encontró demasiado vulgares. Los que él concibió son de especial delicadeza, generalmente rápidos, finísimos y por supuesto no destinados al baile. Del más sutil e inaprehensible de todos, el en Do sostenido menor, dijo Alfred Cortot que es una pieza exclusiva para las princesas; con lo cual no dejó de hacer un favor a las princesas; tal vez no sea asequible ni a las más grandes figuras del ballet mundial. Una balada significa una pieza bailable. Ni que decir tiene que las de Chopin no pueden bailarse, pero constituyen una expansión del mundo interior como pocas veces llegó a alcanzar con otras piezas: otro extraordinario pianista, Franz Liszt, las calificó como «una odisea del alma». Menos ritmo tienen aún las fantasías y los maravillosos nocturnos, en que lo impreciso y lo bello se unen con misteriosa naturalidad. Chopin no tuvo discípulos; pero ningún pianista, a partir de entonces, pudo prescindir de él.
2 No nos escandalicemos. Lo mismo suele ocurrir en el siglo XXI.
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El corazón del romanticismo
Primero vinieron los románticos rupturistas, más tarde los románticos instalados. Los primeros tienen que realizar una revolución en el arte, y luchar contra las dificultades que oponen los conservadores o «académicos». Los que siguen apenas tienen que luchar más que contra las dificultades de un arte que exige cada vez más, porque el romanticismo es un estilo dinámico, renovador. Pero «se instalan» en el sentido de que el público es ya romántico; la sociedad es romántica, y no solo tolera sino que exige una música romántica. Acude a las salas de conciertos no solo para disfrutar, sino también para sentir emociones, incluso para llorar; al fin y al cabo el romanticismo posee una concepción catárquica del arte (de aquí la tragedia como género), y no rechaza en absoluto las tragedias musicales, ya en el campo de la ópera, ya de la música instrumental o del piano. El público: siempre hubo «público» deseoso de oír música, y varias veces en este libro nos hemos visto obligados a negar el tópico de que en el Antiguo Régimen la música es un arte relegado a la nobleza o a la Iglesia; pero en el siglo XIX es cada vez más numerosa una burguesía, o digamos en general una clase media que al mismo tiempo que próspera se hace culta y gusta de las formas de belleza distinguida. Y es la música aquella que puede congregar un mayor número de personas que acuden expresamente a disfrutarla, mediante la interpretación sonora en una sala en la que caben centenares o millares de personas. La música en reducidos salones, que suena para una elite distinguida, ha desaparecido casi por completo. Esto significa que han desaparecido los mecenas, los miembros de una alta aristocracia que poseen una pequeña orquesta capaz de tocar en un salón, y que pagan y mantienen a un músico de cámara que compone expresamente para ella, aunque luego sus composiciones trasciendan a ámbitos más amplios. Ahora, el músico ha de luchar no solo con las dificultades de su arte, sino con la ley de la oferta y la demanda, con los empresarios, con los editores, con los responsables de las grandes orquestas, que siempre dependen de un organismo, ya público, ya privado. El músico romántico de la primera generación había vivido en frecuentes apreturas: Schubert, Berlioz, el mismo Chopin, aunque no en el mismo grado, pasaron por difíciles momentos económicos. Casi nunca se puede decir lo mismo de Mendelssohn, Schumann, Brahms, Liszt, Wagner, no porque su obra haya sido mejor o peor, sino porque contaron con un público abundante, con empresarios seguros de que su obra había de tener éxito, y sobre todo con editores que vendían muy bien sus partituras. ¿Podríamos entender que los músicos, devenidos «burgueses», son ahora menos románticos? No necesariamente, ni mucho menos. Cierto
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que el romanticismo, al generalizarse y asentarse se ha convertido en un fenómeno burgués. Ya no significa una actividad revolucionaria y escandalizante. Ya no asusta ni ofende a nadie. Pero el romántico sigue dando primacía a los sentimientos y a las pasiones, y con ello también sigue sufriendo las consecuencias. Schumann intentó suicidarse. Liszt llevó una vida muy revuelta. Wagner gustaba del escándalo y la polémica. El romanticismo es una actitud mental muy duradera, sobre todo en el campo de la música. Entre la sonata Claro de Luna de Beethoven (1802) y la sinfonía Patética de Tchaikowski (1893) transcurre casi un siglo. La música se hace, por razón de los avances técnicos y el incremento de los instrumentos, cada vez más expresiva, y con frecuencia cada vez más atormentada; pero mantiene la vigencia de los caracteres más específicos de lo romántico por más tiempo de lo que admiten las elites intelectuales. Es que la sociedad en general, aunque haya adquirido una mentalidad realista o positivista, sigue adorando a fines del siglo xix la música romántica, tanto en lo instrumental como en lo operístico. Diríase que la necesita, como una forma de liberarse de la prosa de la vida. Lo romántico priva en los gustos colectivos de un público cada vez más numeroso; y los músicos siguen la corriente, no solo por razón de la demanda, lo que hubiera supuesto por su parte un fondo de insinceridad, sino porque su sensibilidad les inclina a componer una música que salga del corazón y se dirija al corazón. Es así como la música se queda retrasada respecto de los gustos de finales de siglo. Algún día tendrá que sobrevenir la ruptura; pero de momento, un consenso entre el creador y el receptor mantiene el espíritu del arte musical —a diferencia de otras artes— en las mismas coordenadas, aunque con mucho mayor desarrollo en los medios, que un siglo antes. Esta persistencia ha sugerido la famosa pregunta de Hutchings: ¿es la música un arte esencialmente romántico? Resulta muy arriesgado precisar lo que de «romántico» hay en Adam de La Halle, en Gesualdo de Venosa, en las «Pasiones» de Bach, o en Stravinsky, o en Hindemith, o en Xenakis. Limitémonos a casi todo el siglo XIX: nuestra sociedad próspera y progresiva se siente a gusto con la música romántica, y los propios compositores, siempre que les dejen ensayar formas nuevas, se sienten a gusto también. Quizá no sin causa. Llegará un momento en que habrá que traspasar las fronteras y buscar caminos nuevos, aunque resulten más incómodos.
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Félix Mendelssohn, romanticismo feliz No todos los músicos románticos son pobres y desgraciados. Félix Mendelssohn nació en Hamburgo en 1809, hijo de una buena familia, rica y cultivada. Recibió la mejor educación, a la cual respondió como buen estudiante, y mostró muy pronto una decidida afición a la música. Sus padres, siempre comprensivos, desistieron de enviarle a la universidad, como proyectaban, y le buscaron los mejores musicólogos para su formación. Fue niño prodigio, y a los diez años compuso su primera obra, pero su familia en absoluto pretendió valerse de sus cualidades, sino que, simplemente, las fomentó. Pudo permitirse un lujo supremo, como no contó en la historia ningún otro niño músico: disponer de una orquesta para él, alquilada por sus padres. Así, Mendelssohn se hizo al mismo tiempo compositor y director. Querido y admirado por reyes, artistas y famosos, disfrutó de una vida feliz, aunque corta, como la de otros románticos, porque falleció a los 38 años. Nunca fue engreído, jamás se le subieron los triunfos y los halagos a la cabeza. Fue un hombre amable, y supo hacerse querer. La vida le sonrió, pero también él hizo honor a su fortuna con sencillez, generosidad, dedicación al trabajo. No puede considerarse un genio, pero su música se escucha siempre con especial agrado. La firma Mendelssohn es siempre una garantía. A los dieciocho años, durante un inolvidable veraneo, escribió la obertura de El sueño de una noche de verano, una de las producciones más logradas de su vida (más tarde añadiría varias escenas de «música incidental»: nunca trató de convertir el argumento de Shakespeare en una verdadera ópera). Un viaje por Escocia le inspiró la soberbia obertura La Gruta de Fingal (conocida también como «Las Hébridas»), y la bellísima y nostálgica Sinfonía Escocesa; así como un viaje a Italia le sirvió para componer la Sinfonía Italiana y el Cuarteto Italiano. Viajó mucho, y de todos sus viajes guardó sabrosos recuerdos musicales, y también cuadros llenos de colorido, porque Mendelssohn fue al mismo tiempo pintor: quizá hubiera llegado a gran pintor si la música no le hubiese absorbido en su actividad. No solo compuso, sino que dirigió. Fue uno de los mejores directores de su tiempo, y el que consagró el uso de la batuta. Un favor que tuvieron que agradecerle sus contemporáneos fue la reivindicación de Bach. El gran músico que cierra el barroco había quedado medio olvidado por los clásicos y los primeros románticos. Tuvo que ser un miembro del pleno romanticismo quien lo descubriera a sus contemporáneos. En Berlín repuso con una gran orquesta y grandes coros La Pasión según San Mateo con sorprendente éxito: y desde entonces ha vuelto a ser Bach uno de los músicos más apreciados en el mundo culto. Fue profesor de música en la universidad de Leipzig, y fundó el conservatorio de aquella ciudad. Entre sus alumnos y pronto compañeros figuró otro joven romántico, Robert Schumann. La tisis tampoco perdona a los ricos. La salud de Mendelssohn fue empeorando como consecuencia de su infatigable trabajo; tras la muerte de su hermana Fanny, que también practicaba la música y siempre colaboró con él —hay quien dice que
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algunas supuestas obras de Félix son de Fanny— padeció una grave melancolía, y, ya muy debilitado, falleció en Leipzig en 1847
La música de Mendelssohn Cuando escuchamos sus composiciones, nos preguntamos una vez más qué es el romanticismo. En Mendelssohn no hay tragedia, no hay iras tremebundas, no hay golpes repentinos ni escenas espectaculares. Su música es más bien plácida, como también plácida fue su vida. Plácida, que no edulcorada. Mendelssohn no es precisamente un revolucionario, y el no serlo no tiene que constituir un defecto; a no ser que quien tal opine sea un revolucionario. Pero no por eso deja de ser Mendelssohn un romántico. Lo romántico se muestra en una exquisita sensibilidad, en una nostalgia que nunca se desborda del todo, pero que impregna cuanto toca, en la tendencia a recoger viejas fábulas y leyendas y llevarlas a la música con un deje de misterio indudable, que contribuye a aumentar su encanto. También es Mendelssohn un excelente pintor —no solo con pinceles— de la naturaleza. Su música, más que descriptiva, tiene un poder de sugerencia extraordinario, que nos permite reconocer virtualmente lo que está recordando o relatando. Y todo ello sin desmelenarse. En comentario de F. Sopeña, «al lado del olímpico desdén de Chopin, del fuego interior de Schumann, de las locuras de Berlioz, la silueta de Mendelssohn es como una especie de oasis». Pero un oasis sensible, romántico, no lo olvidemos. Tovey dijo que «la música de Mendelssohn está llena de reminiscencias». Reminiscencias en cuanto recuerdos de instantes fugaces pero irrepetibles, o de sentimientos que se han quedado para siempre en el alma en forma de vivencias virtuales, pero que nunca desaparecen. En la obertura de El sueño de una noche de verano evoca los misterios del bosque y las escenas mágicas que en él ocurren, de acuerdo con lo imaginado por Shakespeare, pero en una vivencia recreada por un romántico que es, además, músico. Y lo asombroso es que, años más tarde, en plena madurez, Mendelssohn añadió varios números a la obra, manteniendo asombrosamente el mismo espíritu. El Scherzo chispeante es una visión mágica de seres invisibles. El «nocturno», cantado con acierto inesperado por las trompas (¡es la primera vez que se emplean las trompas para un nocturno!) produce una impresión casi sobrenatural de misterio. Al final, se siente que es de noche, pero algo está anunciando la madrugada. Y llega entonces la pieza más popular —quizá no necesariamente la mejor— de toda la obra: la famosa «marcha nupcial», que oímos con más frecuencia en la ceremonia de las bodas que en las salas de conciertos. Más que la fanfarria de las trompetas que anuncia la llegada del cortejo de Titania y Oberón, fijémonos en los dos tríos, o pequeños intermedios de la marcha: son, especialmente el segundo, fragmentos de una inspiración sin igual. La Sinfonía Escocesa no solo refleja los paisajes verdes y lluviosos del norte de la Gran Bretaña, sino una muy especial melancolía que sintió el artista al visitar las ruinas de la capilla de Holyrood. ¿Hay algo más romántico que una ruinas? Es preciso
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dejarse llevar por el sentido de sugerencia que posee Mendelssohn para llegar a comprender del todo su música. Todos los grandes directores fueron, casi por necesidad, buenos instrumentadores. Y no en balde pudo dirigir Mendelssohn una orquesta desde los diez años. El sentido de la «oportunidad» con que suena, en el momento adecuado, cada instrumento o cada grupo de instrumentos posiblemente no lo tuvo, aparte de Mozart, nadie más que Mendelssohn. Qué bien combina las maderas: la flauta, el oboe, el clarinete, el fagot. Sin ir más lejos, en esa introducción de la Sinfonía Escocesa en que se recuerda la capilla de Holyrood, la duplicación de las maderas en la segunda frase hace el tema más profundo hasta meterse en el alma del oyente. Y el empleo de las trompas es por lo menos tan acertado como lo fue en el Weber de Der Freischütz. Quizá uno de sus recursos más bellos sea el uso que hace de las cuerdas en su región más aguda, pero en pianissimo; lo que parece que va a ser chillón se convierte en sonido penetrante que suspende los ánimos. ¿Qué le falta a Mendelssohn? Evidentemente: tragedia. Pero no podemos pedir a todos los músicos románticos que sean trágicos. Y grandiosidad. No busca lo aplastante, y por eso nunca apabulla. Pero nos permite disfrutar así de una música que sabe ser al mismo tiempo romántica y amable como ella sola.
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Schumann: lucha, triunfo y locura Lo que en Mendelssohn es un romanticismo terso, levemente nostálgico, pero sin un momento de desequilibrio, en Schumann todo es lucha constante, lucha por la música y con la música, ansias insatisfechas, deseos sublimes y depresiones fatales. Escribe Sopeña que «ningún músico fue tan consciente de la tragedia romántica como Schumann». La vivió anímicamente y la vivió musicalmente. O, en palabras de Cesare Fertonani, «Robert Schumann expresa mejor que cualquier otro músico las ansias y los sufrimientos del romanticismo musical». No quiere significar ello que fuera el mejor músico romántico, sino que fue el más romántico de los músicos románticos. Robert Schumann (1810-1856) nació en Zwickau, Sajonia, hijo de un librero y editor. No es de extrañar su afición por la literatura. También puede ser conveniente recordar que el padre acabó sufriendo fuertes desequilibrios psíquicos, y que la hermana del músico se suicidará a los 19 años. Robert fue enviado a Leipzig para estudiar Derecho, pero su afición le llevaba decididamente hacia la literatura y hacia la música. Finalmente, acabó eligiendo una suerte de literatura musical, o de música poética. Recibió lecciones de piano a cargo de un buen maestro, Friedrich Wieck. Como al mismo tiempo se enamoró perdidamente de la hija de Wieck, Clara, también pianista, su destino estaba decidido. Primer problema: Wieck veía en su joven alumno un gran artista, pero de temperamento desequilibrado, y negó su autorización al matrimonio. Schumann sufrió hasta que Clara alcanzó la mayoría de edad, y pudieron casarse. Era ya por entonces un extraordinario virtuoso del piano, a la altura de Chopin y de Liszt, pero un nuevo contratiempo vino a estropear todos los proyectos. Schumann, decidido a cosas increíbles, inventó un artilugio para independizar los dedos de las manos. El inventó resultó fatal, y el pianista perdió el movimiento del dedo corazón de la mano derecha. Ya no podía aspirar a ser un virtuoso, y apenas a ser un vulgar pianista. La catástrofe le desesperó, pero tal vez no fue un desastre para la historia de la música, porque Schumann, condenado a no ser un famoso intérprete, decidió dedicarse a la composición. Cierto que no sabía —aunque no podía— manejar más que el piano, pero estaba seguro de llegar a dominar toda la orquesta «en poco tiempo». Schumann era precipitado en todo, y quizá le faltó aplicación y paciencia para ir avanzando por sus pasos contados, pero pronto estrenó sus primeras obras. En un año escribió más de 130 Lieder. Fue un maestro de la canción, capaz de dar como pocos música a las palabras. Y a veces sintió que la música con la que aspiraba a expresar sus más íntimos y vivos pensamientos no se adaptaba a letra alguna, no cabía en el lenguaje poético, porque la música es poesía por sí misma, y en ocasiones su lenguaje resulta gramaticalmente intraducible. Por eso escribió también «canciones sin palabras», para piano solo. Schumann había encontrado una vena fertilísima, que le hubiera convertido en el mejor liederista de su tiempo (y probablemente lo fue de todas formas); pero su ambición musical le llevó hacia géneros más amplios, para los que tal vez no
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estaba bien preparado; su voluntad pudo más que todos los obstáculos. Así escribió, en 1841, su primera sinfonía, Primavera, «nacida en hora ardiente», como escribió a su amigo Spohr: una obra tan ardiente —sobre todo en su impetuoso comienzo— como ingenua. En 1842, Mendelssohn le nombró profesor del conservatorio de Leipzig. Fue una época feliz… al menos en los primeros años. Compuso otras obras para piano y orquesta, y se convirtió en un apóstol de la música romántica. Fundó y dirigió una revista musical, y en ella clamaba contra la Schlamperei o rutina, y lanzaba a los infiernos a los «filisteos», los acomodaticios que seguían enamorados de las obras fáciles o de la ópera italiana. Los escritos de Schumann son siempre apasionados, y con frecuencia un tanto disparatados, pero contribuyeron como pocos a cambiar los gustos musicales en Alemania y al triunfo definitivo del romanticismo. Pero Schumann no era capaz de ser feliz durante mucho tiempo. Con frecuencia se sumía en fuertes depresiones, de las que solo podía sacarle su inteligente y fiel Clara. Padecía, más que locura, un invencible terror a volverse loco. El desequilibrio mental de su padre y el suicidio de su hermana le hacían temer un final trágico. Descontento en Leipzig, se estableció en Dresde, donde pronto logró convertirse en director de la orquesta, una de las mejores del país. Fue un director fogoso, gesticulante y desgañitado, que se peleaba continuamente con los músicos, porque pretendía infundirles su espíritu ardiente. La dirección de una orquesta exige autoridad y dominio, pero no malos modos, porque la rebelión de los músicos es inevitable. Así fue como el cargo, recibido con tanta ilusión, se convirtió en una pesadilla. Los años de Dresde fueron los más amargos de su vida, según escribió más tarde. Tal vez no fuera solución la propuesta que le hicieron para dirigir la orquesta de Düsseldorf. Evidentemente, no era tan buena como la famosa de Dresde, pero seguramente por eso sería más sumisa. Schumann vaciló mucho antes de aceptar la invitación. ¡Dirigir una orquesta era para él un ideal maravilloso, pero al mismo tiempo un martirio! Al fin y al cabo, los instrumentos están interpretados por hombres, y los hombres tienen sus rarezas. Sin embargo, aquel músico ardiente y desequilibrado fue feliz en Düsseldorf. Le encantaba contemplar la corriente impetuosa del Rhin, sobre todo desde los puentes. Inspirado por aquella aventura fluvial, escribió su tercera sinfonía, «Renana», que es posiblemente, por su inspiración y su equilibrio, la mejor de todas. Y reformó la Segunda, para convertirla en la Cuarta, impetuosa como casi todas, pero mucho más madura. Schumann se estaba convirtiendo en un buen dominador de la orquesta. Pero la labor de director le agotaba, y al fin tuvo que abandonarla. Desde entonces, su desequilibrio se hizo más profundo, hasta perder por momentos el control de sí mismo. En febrero de 1854, en un rapto de desesperación, se arrojó a las aguas heladas del Rhin. Unos barqueros consiguieron recogerlo, pero ya no recobró la razón. Fue internado en un buen centro psiquiátrico, cercano a Bonn, del que ya no salió. Murió en 1856.
La obra de Schumann
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Muchos comentaristas se preguntan si Schumann debió quedarse en el campo del Lied, como Chopin se quedó en el campo de la obra pianística. Su temperamento tremendamente sensible, pero con escaso sentido del orden, le predisponía más para las pequeñas formas, fruto de un chispazo de inspiración momentánea, que para una música desarrollada y cuidadosamente elaborada. Conste que Schumann fue, antes de su accidente digital autor de excelentes composiciones para piano; así Carnaval, Fantasía, Escenas infantiles. El piano de Schumann es sin duda menos fino y penetrante que el de Chopin, pero sumamente brillante y dotado de una especial densidad. A partir de su matrimonio escribió Lieder, la mayoría de ellos basados en referencias al amor: entonces para él un amor feliz. Las principales series son Flor de loto, Noche de luna, Amor de poeta, quizá la mejor. No es extraño que Schumann haya escogido textos de Heine, el más intimista de los poetas románticos alemanes. Y recoge tanto el espíritu, el contenido interior del poema, como la adecuada expresión musical de cada palabra. A veces llega hasta lo indefinible, porque se pierde en el fondo de la idea hasta convertir la música en ensoñación. No siempre es fácil penetrar en este mundo interior de Schumann, pero a nadie le cabe duda de la exquisita poesía musical que encierran sus canciones. La pregunta, de nuevo, es: ¿debió limitarse a ellas? Su producción sinfónica no es en absoluto despreciable, pero adolece de algunos defectos que tal vez dependan menos de su formación que de su carácter. Le falta sentido del orden para dominar en su conjunto la visión de las grandes formas, es demasiado impulsivo a veces, contrasta demasiado los pasajes fortísimos —o en ocasiones abusa de ellos— con los suaves. Le encantan los golpes bruscos, de contraste. Tiene sobre todo un cierto apego a determinados motivos o dibujos que se repiten de una manera insistente: quizá lo que menos agrada de Schumann sea esta manía de la insistencia, de la repetición de un juego de notas que le ha encandilado. Por contra, hay que admirar en Schumann una «nobleza» especial, que en cierto modo se contagió a su discípulo y superador Johannes Brahms. No siempre acierta con los timbres: como que una vez escribió: «confundo en esta sinfonía lo amarillo con lo azul»; con todo, hay momentos espléndidos en el despliegue majestuoso de los metales, o bellas frases que recordaremos siempre.
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Franz Liszt: del piano al poema sinfónico Es curioso: Franz Lizst vivió setenta y cinco años (1811-1886), una edad respetable, sobre todo para su época, pero no fuera de lo común. Sin embargo, no solo llena toda la época romántica, sino que parece invadir las anteriores y posteriores. Conoció de niño a Beethoven —que le auguró un brillante porvenir— y ayudó, ya maduro, a músicos que compondrían en el siglo XX, como Grieg, Saint-Saëns o Albéniz. Ningún otro músico enlaza como él edades y estilos tan distintos: no solo por su relativa longevidad, sino porque abarca cronológicamente todas las épocas del romanticismo y del postromanticismo. Nacido en Hungría —aunque nunca supo escribir correctamente el húngaro—, fue un artista internacional, que viajó desde joven por toda Europa, primero como niño prodigio, luego como prodigio, gracias a su dominio portentoso del piano. En todas partes despertaba una admiración rayana en el delirio. Si cabe hablar de un músico aceptado incondicionalmente por todos, y por todos reclamado, ese fue Liszt. En realidad, el entusiasmo que suscitó en la sociedad romántica no se debió a su talento musical, sino a sus asombrosas cualidades como pianista. Se dijo en su tiempo que parecía tener diez o doce manos, primero porque un efecto óptico hacía que los presentes vieran muchas manos sobre el teclado, y segundo, porque de otra forma no se explicaba la cantidad de sonidos que era capaz de arrancar del instrumento. Viajaba incansablemente por toda Europa, pues de todas partes se reclamaba su presencia, y procuraba llevar con él su propio piano, que consideraba una prolongación de sí mismo, transportado en una roulotte a remolque de su coche: posiblemente no hubo piano más viajero en el mundo. Sus recitales despertaban un entusiasmo sin precedentes. Liszt llenaba él solo las salas. Lo normal era que en una función musical actuasen a lo largo de la velada diversos intérpretes, alternando incluso solistas, voces, orquestas: con Liszt se inauguró la costumbre de escuchar a un solo intérprete durante toda la sesión. Y si en la era romántica se hizo frecuente que alguna dama se desmayara en pleno concierto, el hecho se registró más que nunca cuando tocaba Liszt. Bien es verdad, preciso es reconocerlo, que Liszt era un joven alto, pálido, de larga melena romántica y ojos verdes. El piano de Liszt es muy distinto del de Chopin. No tiene la delicadeza alada del polaco. Sus composiciones son más complejas, más «pesantes», como se dice en música, más compactas, y, por supuesto, más difíciles de interpretar. O, para decirlo quizá mejor, el piano de Chopin suena tan ingrávido, que el oyente apenas toma conciencia de la dificultad de la interpretación: y el artista debe hacer todo lo posible por evitar la sensación de esa dificultad. Las obras pianísticas de Liszt no solo son difíciles, sino que deben sonar como difíciles. La dificultad se busca como un recurso, hasta como una fuente de emoción. Con él nace ese gesto técnico del pianista que parece vivir un momento de duda, de vacilación, como si necesitase concentrarse al máximo antes de atacar una frase o un acorde difícil, como si tuviese que prepararse física o mentalmente
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ante la prueba que le espera. Y el oyente participa también de ese momento de tensión ante lo que puede salir o no salir como es debido en aquel momento supremo. Liszt sabía conocer muy bien al público, e inventó una actitud que ha sido imitada desde entonces por la mayoría de los virtuosos. La complejidad de las composiciones pianísticas de Liszt ha permitido hablar del «piano-orquesta», un piano que es capaz de multiplicar sonidos, acordes y timbres, como si fuera un conjunto de diversos instrumentos. Dicho queda que Liszt transcribió para el piano muchas obras orquestales, incluidas las nueve sinfonías de Beethoven. No es cuestión de juzgar aquí la procedencia de una decisión tan audaz, sino de llamar la atención sobre la prodigiosa capacidad del pianista para intentarlo. La vida de Liszt, como la de tantos románticos, fue agitada. Tan pronto se lanzaba a amores disparatados como a arrebatos místicos. En 1847 conoció en Rusia a la princesa Caroline Sayn-Wittgenstein, que se enamoró perdidamente del músico, hasta el punto de que abandonó a su esposo el príncipe, para seguirle. En Weimar inspiró a Liszt sus famosos poemas sinfónicos. El compositor viajó a Roma para obtener la disolución del vínculo matrimonial de la princesa, que le fue denegado. Liszt reaccionó ante la negativa no con ira, sino con arrepentimiento. Se quedó en Roma, vivió con los franciscanos, y compuso obras religiosas. Acabaría ordenándose de sacerdote. Alternó su vida entre Roma, donde se dedicaba a la meditación, y Weimar, donde seguía desempeñando su cargo de director musical. Conoció a Wagner, que se casaría con su hija Cósima, y la relación entre los dos músicos sería útil a ambos.
Los poemas sinfónicos Liszt fue un gran pianista desde los doce años. No compuso música para piano hasta los veinticinco, y música para orquesta hasta los cuarenta En realidad, su fama se debió a su prodigiosa capacidad como intérprete, no a sus composiciones, sin que éstas sean en absoluto despreciables. Para piano escribió solo una sonata, eso sí, enorme y aplastante, la en sí menor; el resto son «estudios», siempre difíciles y originales, que llenaron tres grandes tomos; y ya en su época piadosa, una obra muy especial, que lleva por título Consolaciones. Para piano y orquesta compuso dos conciertos, muy distintos entre sí. El primero consta de cuatro movimientos que se tocan sin interrupción, como si fueran uno solo. Los dos últimos toman motivos de los dos primeros, recurso que evita una total sumisión al esquema sonata. En efecto, Liszt, que pasó la mayor parte de su vida en el mundo germánico, no tenía, como los alemanes, esa capacidad para la arquitectura musical que permite una perfecta y armónica distribución entre las partes, y sustituyó su escaso sentido constructivo con inteligentes recursos. El segundo concierto es más libre todavía: consta de seis partes de variación de un tema principal y cuatro temas secundarios, unos épicos, otros líricos, que Liszt va alternando lo mejor que puede, y no le falta gusto, ya que no rigor en el reparto. La estructura de este segundo concierto es tan libre, que ha sido calificado como «poema sinfónico para piano y orquesta».
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Y aquí está justamente el gran descubrimiento de Franz Liszt: el poema sinfónico. Constituye toda una revolución. Y no deja de ser asombroso que la innovación de Liszt no fuera seguida por más músicos en una época que buscaba la plena libertad de expresión como fue la romántica. En efecto, hasta entonces, y desde muchísimo tiempo antes, la gran forma para orquesta había sido la sinfonía. Y la sinfonía había seguido con fidelidad admirable el esquema sonata. Ya conocemos este esquema: introducción, primer tema, modulación a otra tonalidad, segundo tema, desarrollo de los dos temas, reexposición de los temas íntegros, coda final. Toda una construcción magnífica, llena de una lógica admirable, que da sentido a la composición de principio a fin; pero constreñida a un esquema obligatorio, como aherrojada por un plan fijo que no se puede alterar. No deja de ser admirable que Beethoven construyera su sobrecogedora Quinta Sinfonía sin faltar a las reglas del esquema sonata, y que Berlioz escribiera su Fantástica —una «obra de programa»— siguiendo ese orden bastante satisfactoriamente. Los grandes esquemas de la música clásica son infinitamente respetables, proporcionan una sensación de armonía y perfección, pero condicionan la libre fluencia de la fantasía del compositor. ¿No iba siendo hora de que el músico romántico buscase una forma de expresión más libre? Liszt la buscó, no solo porque era un romántico fogoso, sino porque le costaba ajustarse a las normas de la «forma musical». Algunas de las obras para orquesta que escribió llevan el nombre de «sinfonías»: así la Sinfonía Fausto, o la Sinfonía Dante, pero son en realidad poemas sinfónicos, obras abiertas en que no se sigue ningún esquema ritual. ¿Qué es entonces lo que proporciona unidad y sentido a la obra? Una idea fundamental, un argumento. Se ha dicho muchas veces que los poemas sinfónicos de Liszt son obras «de programa», como la Sinfonía Fantástica de Berlioz. Pero eso es cierto solo en parte. Existe una idea fundamental, una idea informante, de acuerdo con un argumento; pero ese argumento no es desarrollado punto por punto. Liszt no tiene inconveniente en regresar a un tema anterior si la belleza de la música lo sugiere, o hay expresiones musicales que no se sabe lo que significan, ni falta que hace para que suenen con la mayor oportunidad. Si el compositor húngaro se libra del condicionamiento de la forma, también se libra de una dependencia literal al argumento. La música orquestal de Liszt, aunque nunca alcanza la maestría de su yerno Wagner (que solo era tres años más joven que él, y en muchos aspectos más «moderno»), es brillante, busca el esplendor de los metales, y con frecuencia llega a lo espectacular: quizás a veces la espectacularidad es excesiva; pero en todo caso logra su efecto. Liszt, qué duda cabe, es un gran músico, pero por sus limitaciones no llegó a donde su deseo de grandiosidad quería. Otros autores tomarían de él lo mejor: hasta Wagner.
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La ópera romántica italiana
Los italianos fueron los amos del género de la ópera desde el siglo
pero esta primacía había sido consagrada a comienzos del xix por Rossini. Es curioso observarlo: en el aspecto técnico, en la armonía, en la instrumentación, en la consecución de los timbres más expresivos y originales, fueron superados por los centroeuropeos. Apenas es posible mencionar el nombre de un italiano que haya compuesto sonatas para piano, cuartetos para cuerdas, conciertos, sinfonías, en todo el siglo XIX. En cambio, los italianos, cuyo progreso técnico fue indudablemente más lento, superaron a los demás en el dominio de los resortes de la voz humana y en el desarrollo de la melodía fácil y grata. Maravillosos melodistas en el ámbito germano habían sido todavía Mozart o Schubert; luego, el profundo estudio de la combinación de sonidos distintos, sin suprimir la línea melódica, había relegado a ésta a una suerte de segundo término en aras de la más alta técnica de la combinación de sonidos. Por el contrario, los italianos quedaron un poco relegados respecto de los progresos de la técnica musical, pero mantuvieron el culto a la melodía. La melodía, en ocasiones un poco fácil si se quiere, pero limpia, cristalina, fragante. El dominio de la voz, de los recursos escénicos y de la melodía habrían de mantener a los italianos entre los grandes creadores de Europa, aunque no fuera más que en el campo de la ópera. Ahora bien, la casi totalidad de las obras de Rossini se consuma en la ópera bufa, lo más contrario a la ópera romántica que pudiéramos imaginar. El regreso a la llamada «ópera seria» no hubiera sido más que la recaída en un neoclasicismo convencional muy propio del espíritu de fines del siglo XVIII, con sus héroes mitológicos o de la antigüedad clásica. Era preciso inventar una ópera romántica, aunque la empresa no resultaba fácil, por cuanto las formas operísticas al uso estaban muy consagradas. Pero ópera en sí encierra un indudable sentido dramático, de modo que el espíritu romántico no podía menos de triunfar. Donizetti y Bellini fueron los hombres puente; Verdi llevará la ópera a su plenitud, llena de sentimiento y de pasión humana, profundamente humana, menos convencional que en sus predecesores. Ya más tarde, en la época posromántica —en su momento lo veremos— Leoncavallo, Mascagni y sobre todo Puccini harán una ópera apasionada —y en su sentido más lato no menos romántica— hasta fines del siglo XIX: sin abandonar el cultivo de una bellísima melodía, y siempre con gran aceptación del público.
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Donizetti y Bellini Gaetano Donizetti (1797-1848) nació solo cinco años después que Rossini, ¡y murió veinte años antes!, pero representa una generación posterior. No hizo ópera cómica propiamente dicha, aunque muchos de sus pasajes estén llenos de humor. No abandona del todo las formas adornadas —el lucimiento por el lucimiento— del «bel canto», pero sabe también llegar a escenas dramáticas, en que la música refuerza el efecto de la voz. La característica de Donizetti es la melodía deliciosa que fluye de manera cristalina, y tal vez sea este el secreto de que sus obras siguieran representándose en pleno romanticismo, y sigan representándose hoy con gusto del público. En L’elisir d’amore muestra un alegre vivacidad, teñida al mismo tiempo de suave sentimentalismo. La célebre aria de Nemorino, una furtiva lacrima posee una indiscutible belleza, que ha perdurado más de un siglo. Lucía de Lammermour terminó de consagrar el prestigio de Donizetti precisamente porque es una tragedia. Algo por el estilo podría decirse de La Favorita —un tema basado en la historia española, como otros del autor—. El romanticismo está ya vislumbrado en lontananza, pero necesitaría de nuevos pasos. Vincenzo Bellini (1801-1835) nació solo cuatro años después de Donizetti (¡y a su vez murió antes que él!), pero es más claramente romántico. Sin duda su corta vida —treinta y cuatro años— le impidió llegar más lejos. Solo tuvo tiempo de escribir ocho óperas, a las que supo infundir su profundo sentido poético. Bellini es difícil para los cantantes: Montserrat Caballé ha confesado que Bellini es el autor que le ha dado más trabajo. No sólo por las dificultades técnicas que sus arias exigen a los cantantes, sino por el misterio especial que las envuelve. A veces es difícil calificar esta música, que parece dotada de una profundidad casi insondable. La famosa aria de Norma, «Casta diva», encierra algo que quizá nunca se consiga descifrar: es bella sin que quepa decir por qué. Lo mismo podría decirse de muchos pasajes de La Sonnambula. Quizá el único comentario de estas melodías, ha escrito Valls Gorina, es que «poseen una inclasificable emoción lírica». Bellini fue amigo de Chopin, aunque no es posible afirmar que de su relación con el gran polaco —que fue, ciertamente, un poco tardía— deriva esa finura penetrante, en ocasiones evanescente. Si se ha dicho muchas veces que los italianos abusan de las melodías fáciles y pegadizas, de Bellini jamás podrá predicarse semejante cosa.
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El corazón de la ópera italiana: Verdi Si un nombre puede cifrar la esencia de la ópera italiana del siglo XIX, sus virtudes y hasta sus defectos, es Giuseppe Verdi (1813-1901). Llegó a conocer la nueva centuria, pero su producción se centra principalmente entre 1845 y 1870. Era Verdi un hijo de campesinos de la localidad de Roncole di Busetto, cerca de Parma, y campesino quiso considerarse toda la vida, por más que fuera uno de los hombres más famosos del mundo. Hubo de abrirse camino en medio de dificultades e incomprensiones, hasta triunfar como pocos pudieron en su tiempo. Su talento, su voluntad y una mano especial para ganarse amigos y admiradores le llevaron a un triunfo por otra parte bien merecido. Desde el punto de vista de la calidad de su obra, no solo destacó en él ese talento, sino una muy feliz intuición que le permitía saber de antemano lo que iba a resultar y lo que no; y no solo el proverbial conocimiento que tuvieron los italianos de los resortes de la voz humana, sino del hombre en sí, de los planteamientos dramáticos de los personajes que se movían sobre el escenario, y, más que todo eso quizá, de la reacción del público. Nadie como Verdi supo prever lo que podía emocionar, lo que permitía al espectador hacerse cargo de la situación planteada y de las pasiones en juego, como si él mismo estuviese implicado en la acción. No cabe duda de que el conocimiento de la psicología humana fue uno de los grandes secretos del éxito de Verdi. Contó con magníficos libretistas, como Francesco María Piave, pero él mismo modificó escenas para conferirles una mayor penetración dramática. La popularidad de Verdi estuvo también relacionada con el Risorgimento, el movimiento romántico italiano, que alcanzó lo mismo a los artistas que a los políticos o al pueblo en general. Los italianos vieron en Verdi a una especie de padre de la patria, a uno de los símbolos de la unificación nacional. No dejó de ser un buen patriota ni de plasmar en su obra todos los sentimientos que se le atribuyen; pero sin duda algunas de estas atribuciones fueron exageradas. Lo mismo el coro de los cautivos de Nabucco que el «O patria mía» de Aida no tuvieron el sentido reivindicativo de una patria italiana que el público quiso ver en aquella música, pero Verdi se dejó llevar por su propia leyenda. El grito de «Viva Verdi» que se escuchó con frecuencia en la Italia ocupada por los austriacos encerraba un acróstico que todos conocían: «Viva Vittorio Enmanuele Re d’ Italia. Llegaría a ser senador y héroe de su patria unificada. Su primer gran éxito llegó con Nabuccodonosore —para todo el mundo Nabucco—, en que el héroe no es el rey babilonio, sino el cautivo pueblo judío, ansioso de libertad. Luego vinieron Hernani, I due Foscari, Macbeth, basados en temas famosos de Víctor Hugo, Byron y Shakespeare, admirablemente adaptados por el libretista Piave. La gran trilogía de Verdi data de 1851-53, con tres obras maestras, Rigoletto, Il Trovatore, La Traviata. Fueron quizá los logros más excelsos de la ópera romántica, tanto por la calidad de su música como por sus excelencias dramáticas; pero Verdi, catapultado definitivamente a la fama, siguió escribiendo: así Simón Bocanegra, Un ballo in
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maschera, La forza del destino. No es de extrañar que cuando en 1869 se terminó el canal de Suez y se quiso conmemorar el acto con una gran tragedia egipcia, se recurriese a Verdi, que compuso Aida con éxito universal. En general, los grandes operistas, o murieron jóvenes, o llegó un momento en que se sintieron incapaces de superarse a sí mismos. Así ocurrió con Verdi, que vivió años de silencio, hasta que, ya octogenario, se decidió a poner música a dos difíciles dramas de Shakespeare, Otelo y Falstaff, dos obras distintas a las demás, producto de una suprema madurez que no todos entendieron entonces, pero que hoy consideramos el mejor colofón de la obra de aquel gran maestro.
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Epígonos del romanticismo
Ya queda dicho: el romanticismo musical no se termina con el fin de la era romántica. Ya, hemos tratado de explicarlo, porque la música encontró en el romanticismo su más penetrante estilo de expresión, ya porque el hombre de la época realista-positivista, afanado en formas de vida prosaicas y exigentes (aunque coronadas por el éxito), necesitó buscar en la música una especie de compensación sentimental. El último tercio del siglo XIX conoce en la mayor parte de Europa un extraordinario proceso de desarrollo. Los espectaculares avances de la ciencia y de la técnica, impulsados por una nueva actitud ante la vida, esa actitud que llamamos en términos generales positivismo, transformó las posibilidades del hombre en este mundo, mejoró los sistemas de transportes y comunicaciones, inventó instrumentos nuevos para producir mejor y con menos esfuerzo, para viajar, para distraerse, para hacer más cómoda la existencia, para dominar el mundo. Nunca se realizaron tantos «inventos» como entonces: la máquina de coser, la máquina de escribir, el ascensor, el frigorífico, la calefacción central, el tranvía, el teléfono, la luz eléctrica, el tocadiscos, la linotipia y la rotativa, la turbina, la dinamo, los convertidores de acero, el cine. Con todo ello llegó también la conquista del mundo por el hombre de Occidente. El arte, la literatura, la pintura, buscan nuevas formas de expresión: no tanto la música, que inventa instrumentos nuevos y mejora las técnicas de interpretación, al tiempo de que se construyen salas de conciertos por todas partes. Pero ocurre que la música que reclama aquella generación activa y conquistadora es música romántica. También los compositores, aunque cada vez más avanzados en los métodos de expresión musical, se sienten a gusto en el mundo del romanticismo. Por última vez en la historia se mantiene una perfecta comunión, una identidad de gustos y de criterios entre los que hacen música y los que la escuchan. El hecho es que cuando, a comienzos del siglo XX los compositores comenzaron a ensayar formas no románticas —ni clásicas — habría una retracción del público, y comenzaría progresivamente, un proceso de divorcio. Fue quizá esta época de fin de siglo, cuando el romanticismo ya ha caducado en otros sectores del arte, pero su espíritu se mantiene en la música, cuando ésta conoce una de sus más excelsas cumbres.
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Brahms, la plenitud Muchos aficionados a la música echaban de menos, a mediados del siglo XIX, un sucesor de Beethoven. Ciertamente, no era fácil igualar aquella cima suprema. «No encontrará quien le iguale», escribió a su muerte el poeta Grillparzer. Era gran amigo de Schubert, pero sabía muy bien que Schubert se cuidaba de imitar a Beethoven. Este había iniciado una nueva era en la historia, aquella en que la música expresa los más profundos sentimientos del alma, pero no por eso traiciona las formas clásicas de la construcción perfecta y el equilibrio «arquitectónico» de la obra musical. Los músicos que siguieron fueron expresivos —pensemos en Berlioz o en Schumann—, pero no fueron equilibrados; o, si fueron equilibrados —tal vez podamos pensar en Schubert o en Mendelssohn— no llevaron la expresión de sus sentimientos a extremos de un sobrecogedor dramatismo, como el que había conseguido Beethoven: en modo alguno cabe calificarles de «geniales», por lograda que resulte su música. Por 1852, Schumann, que conocía sus propias limitaciones —y pasó toda su vida luchando dramáticamente contra ellas—, entonces director de una revista de música, escribió un artículo en que anunciaba jubilosamente: «ha aparecido el sucesor de Beethoven». Aquel famoso artículo, titulado «El Aguilucho», hizo daño a Schumann, no bien visto por otros compositores, pero hizo más daño a Johannes Brahms, el «aguilucho» prometedor, que desde aquel momento habría de andarse con pies de plomo para estar a la altura de las circunstancias, y al que se vería inicialmente con cierta desconfianza. Brahms no tendría prisa, tardaría en ser el culmen del romanticismo, pero lograría, como Beethoven — aunque desde un plano distinto— un perfecto equilibrio entre la forma y la expresión. Johannes Brahms (1833-1897) nació en Hamburgo, y era por tanto paisano de Mendelssohn, a quien, sin embargo, no llegó a conocer. Dominó bien el piano, y tocaba también el violín, pero durante mucho tiempo no soñó en ser compositor. O, más exactamente, componía en ratos libres, pero no imaginaba que su música pudiera ser publicada nunca. Acompañó al piano a los violinistas húngaros Remenyi y Joachin, que le ayudaron y aconsejaron. Más le ayudó Schumann, que en un golpe extraordinario de intuición, se dio cuenta de sus posibilidades, y le instó vivamente a dedicarse a la composición. Brahms fue tardío, tanto o más que Beethoven, y solo cerca de los treinta años escribió sus primeras sonatas para piano y un cuarteto. Como Beethoven también, se estableció a esa edad en Viena; llevaba una carta de presentación para un conocido musicólogo, Julius Epstein… y, como credencial, su único cuarteto. Epstein hizo interpretar el cuarteto ante un público selecto, y al final se levantó para confirmar la profecía de Schumann: «Señores, he aquí al sucesor de Beethoven». Brahms se estableció desde entonces en Viena, ciudad de la que apenas saldría más que para sus veraneos en la montaña: fue un excelente alpinista. Brahms maduró, fue un romántico lleno de vitalidad, pero también de control de sí mismo: dos cualidades que pasaron a su música. Su genio vivo contrastaba con su característico sentido del humor. Sabía
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disfrutar de la vida con indudable sanidad. Gustaba de hablar con los campesinos y con los niños, que le llamaban «papá Brahms». En cambio, odiaba las bicicletas y a los periodistas que le asediaban con preguntas. «Nada más difícil que escribir una sinfonía después de Beethoven», comentó en los primeros tiempos de su vida como compositor. Y, sin embargo, Brahms tenía vocación de sinfonista. Fue lento, como de costumbre. Hasta los cuarenta años no publicó la primera. ¿Continuador de Beethoven? Solo hasta cierto punto. Brahms supo mostrar siempre su propia personalidad. Cabe hablar, por qué no, de un homenaje de Brahms a Beethoven, como que en esta Primera llegó a introducir dos compases tomados de la Novena beethoveniana: como un gesto simbólico de continuidad, no de copia. La Primera de Brahms expresa también lucha en una pauta que recuerda la de la Quinta de Beethoven: un primer tiempo de tremenda lucha y derrota final, que se cierra con unas frases de triste resignación. El segundo movimiento es una meditación, profunda, íntima, transida de una inefable belleza. El tercero es un intermedio distendido, como para olvidar la tragedia. Y el último es un paso impresionante del caos a la gloria: no se había hecho nada parecido desde los tiempos de Beethoven. El coral de las cuerdas es de lo mejor que se ha logrado en música, y es aquí donde Brahms introduce esa cita directa del Himno a la Alegría. La segunda sinfonía de Brahms es muy distinta. Se le ha llamado pastoral, cuando no contiene un ápice de escenas pastoriles al uso antiguo (¡hasta en Beethoven, que había aceptado el título, aparecen pastores!). La de Brahms está escrita en Portschach, una deliciosa península a orillas del lago Wörthersee, frente al paisaje de ensueño del Rosenthal, con las siluetas azules de los dolomitas del Karavanken al fondo: en la música, también paisaje de ensueño, y ensueño encantador, sentido hasta el fondo del alma, hay en los dos primeros movimientos de la sinfonía. El tercero y el cuarto fueron escritos en Viena, al regreso del veraneo, y aunque llenos de fuerza y de humor, no alcanzan el hechizo de los dos primeros. ¿Hubiera sido preferible una «sinfonía inacabada», como en el caso de Schubert o de Bruckner? No lo estimaron así los vieneses, que aplaudieron sobre todo la alegría de estos movimientos finales. La tercera sinfonía ha sido calificada como herencia de Schumann, aunque para otros es la más brahmsiana de todas. Tiene fuerza y técnica, emoción y ajuste perfecto. En el «poco allegretto» hace mención Brahms de un tema de Schumann, aunque lo desarrolla en un estilo muy suyo, con un sentimiento a la vez hondo y sereno que ha hecho este fragmento popular, como que hasta ha pasado al cine. Y la Cuarta es una sinfonía madura, con una solidez como de bronce, en comentario del director, y amigo de Brahms, Hans von Bülow. Es difícil llegar más lejos en el dominio de la técnica musical, sin necesidad de despeinarse nunca, como solo Brahms sabe hacer. El final es una serie de variaciones sobre un tema de Bach, en que se rinde homenaje al primero de los maestros de la música clásica, y al tiempo se consuma un desarrollo que no tiene precedentes en la historia de la sinfonía. Es como el testamento de Brahms, que funde en una sola pieza lo clásico, lo romántico y lo moderno: el epílogo de tres siglos de historia de la música.
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Otras obras de Brahms Brahms, hombre concienzudo, que no toleraba lo mediocre, rompió centenares o millares de cuartillas hasta conseguir lo que buscaba. No compuso más que cuatro sinfonías, las «cuatro catedrales grises», como se las ha llamado; porque Brahms no busca nunca el colorido pintoresco: domina perfectamente la orquesta, pero es un poco indiferente al papel de cada instrumento: no es infrecuente que una frase que comienza el oboe la termine la flauta. Un gris que no excluye el dramatismo o el sentimiento. Y menos la técnica prodigiosa en la combinación de las distintas voces, con criterios clásicos y recursos modernos. Pero Brahms nunca se deja conducir por la pasión, la conduce . Es clásico entre los clásicos, sin que deje de ser romántico. Y logró una coexistencia perfecta entre la expresión del alma y la precisión de la forma. Otros románticos lo habían intentado en vano. Después de Brahms no lo intentaría nadie. Brahms comenzó su vida como pianista. Sin duda escribió muchas sonatas que no se han conservado. Su prurito de exigirse lo mejor redujo a pedacitos de papel una parte de su producción. Conocemos tres sonatas, maduras, macizas, no geniales como las de Beethoven, sí muy elaboradas y producto de su dominio del instrumento. Quizá debieran escucharse con más frecuencia. Escribió varios cuartetos, algunos de ellos muy románticos, quizá lo más romántico de su producción, incluyendo un precioso cuarteto con piano; también un quinteto con piano es de una intensidad extraordinaria. Nos ha dejado dos conciertos para piano y orquesta: el primero, muy romántico y enfebrecido, pero falto de equilibrio para algunos, estuvo a punto de arruinar su carrera, porque fue la primera obra importante de Brahms después del artículo sobre «el aguilucho». El segundo, escrito en tiempos de madurez, es menos patético, pero muy equilibrado, y requiere manos de virtuoso. Cuidado otra vez: Brahms, como Beethoven, odiaba el virtuosismo: si escribió obras difíciles, no lo hizo por su dificultad, sino por necesidades de su expresión. La primera obra grandiosa de Brahms data de 1868: es el Requiem Alemán, escrito en honor a su madre recién fallecida: una enorme composición para coros y orquesta, que recuerda a los antiguos oratorios, pero desde una concepción más moderna. Desde la Novena Sinfonía de Beethoven no se había hecho nada parecido. Dos gigantes, el coro y la orquesta, se oponen en unos casos, se interpenetran en otros, siempre dentro de una concepción grandiosa. Aquella mezcla de lo clásico y lo moderno estaba profetizando lo que sería el final de la Cuarta Sinfonía. Brahms se constituye así como un pivote en la historia de la música: cierra el romanticismo, pero también es en cierto modo el último de los clásicos: después de él ya todo tendría que ser distinto. Por eso, como Beethoven, no tuvo seguidores directos. Ahí queda su obra. No tenemos obligación de tomar al pie de la letra una frase de su amigo von Bülow, pero tampoco es como para despreciarla: «después de Bach y Beethoven, es el más grande de los compositores». De ahí ese anagrama de las tres BBB que muchos han adoptado como el símbolo de las más altas cimas de la música. Quizá lo que admira en Brahms, junto con su perfecto dominio de la forma y ese autocontrol que nos lo hace aparecer como un romántico equilibrado, es su técnica orquestal. Es cierto: Brahms no
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busca la brillantez de los instrumentos, no siente interés por el pintoresco colorido. Prescinde de él, no le hace falta. Y parafraseando la imagen de Von Bülow podríamos recordar que todas las catedrales son grises, como deben ser. Pero son catedrales. Brahms utiliza una instrumentación en «varios planos», que en nada oscurece la idea principal, antes bien la potencia. La suya es como una música en relieve, y esta multiplicación de los volúmenes no hace más que enriquecerla, que hacerla monumental. Parece un «clásico» y lo es, un clásico de toda la vida. Pero también mucho más. Domina todos los resortes de la música de su tiempo y posee recursos muy modernos. Lo que ocurre es que los utiliza con tal mesura y tal sentido de la lógica, que muchos oyentes no se dan cuenta. Comprendemos que los brahmsianos fueran antiwagnerianos, y que los wagnerianos fueran antibrahmsianos. Sin establecer comparaciones, que siempre son odiosas, tratemos de precisar las diferencias.
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El drama musical en Wagner Richard Wagner (1813-1883) nació el mismo año que Verdi y murió dieciocho años antes. Sin embargo, nos parece incomparablemente más «moderno». Verdi hizo una ópera «clásica» dentro de la concepción romántica. Wagner fue un revolucionario de la ópera, de la música y de las ideas, que quiso cambiarlo todo, y conferirle un sentido nuevo y grandioso a la vez. Si, una vez más, las comparaciones no fueran odiosas, cabría decir que Wagner fue uno de los grandes genios de la música de todos los tiempos, y que su obra supera en estatura a la de su contraparte italiano. Sin embargo, también es un hecho que Wagner tuvo muchos enemigos, que se le discutió acerbamente, y que todavía hoy, hasta cierto punto, se le sigue discutiendo, en tanto que Verdi no suscitó más que aceptación, y apenas encontró críticos, ni en sus tiempos ni ahora. Hasta cierto punto, este contraste es explicable: la obra de Verdi es totalmente asequible, aunque no vulgar, encaja sin dificultad en el gusto de los públicos, y sus aciertos, lo mismo en la fluencia de la música que en el desarrollo escénico, pueden sorprender o emocionar, pero en ningún momento resultan agresivos; por el contrario, Wagner es necesariamente incómodo, exige, lastima, rompe con lo convencional, aunque al mismo tiempo sobrecoge. Es grandioso, pero difícil. Por otra parte fue Wagner hombre polémico y que gustaba de la polémica. Frente a él no cabían más que admiradores o adversarios. Bien es verdad que a lo largo de siglo y medio ha logrado vencer todas las críticas que, a veces sin fundamento alguno, se han formulado contra él. Que su obra, reconocida por unos y otros como enorme, guste realmente a todos, es otra cosa. Desde el punto de vista estrictamente musical, no el puramente operístico, la batalla se libró entre los partidarios de Brahms y los de Wagner, hasta alcanzar en ocasiones el grado de altercado; nunca directamente entre ellos, que no llegaron a verse personalmente, pero que se respetaban. Y es que no cabe imaginar dos concepciones de la música más diametralmente contrapuestas. Wagner parece incomparablemente más «moderno» que Brahms, por más que —¡otro hecho sorprendente!— era veinte años más viejo que él. Quizá no quepa otra explicación sino la de que Wagner se adelantó a su tiempo. Y ciertamente que en este caso las comparaciones son más odiosas que nunca. Cada uno de ellos realizó plenamente el ideal que había concebido. Richard Wagner nació en Leipzig en 1813. Fue inquieto desde los años de su juventud, estudió filosofía y literatura, fue actor, escribió poesías y quiso componer dramas tan grandiosos como los de Shakespeare. Al fin prefirió la música, pero sin abandonar el sentido de las demás artes. Este afán de obra artística total no solo le condujo por el camino de la ópera, sino que le llevaría a componer óperas muy especiales: pronto lo veremos. En 1840 estrenó Rienzi, una obra intensa y dramática sobre un héroe revolucionario italiano, pero en la que solo se ve en parte la personalidad poderosa de Wagner. De regreso de Riga, tras el estreno, estuvo a punto de naufragar en el mar del Norte. Refugiado en Noruega, oyó hablar de la leyenda del «Holandés
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Errante», un pirata condenado a navegar sin descanso por los siglos de los siglos, hasta encontrar una mujer capaz de amarle. La leyenda sugestionó a Wagner, que se dispuso a escribir una ópera sobre el tema: así desembocó, sin proponérselo, en el género legendario que tanto había atraído a Weber. Wagner siempre se consideró seguidor de Weber, pero fue mucho más que un mero continuador y no cabe duda de que llegó incomparablemente más lejos. El Holandés Errante (1842) introduce también la típica filosofía wagneriana de la salvación a través de la muerte. Su música intensa y dramática logra efectos extraordinarios, y alcanza su paroxismo más sobrecogedor en el momento final. Puede pasar todavía, sin más complicaciones, como un ejemplo perfecto de la ópera romántica alemana. Wagner siguió buscando temas legendarios. Tannhäuser (1845) es la historia del caballero medieval, que, seducido por Venus, alcanza la salvación a través del amor puro de Elisabeth, eso sí, a costa de la muerte. Por el contrario, Lohengrin (1848) es el caballero sin tacha, que salva a Elsa de una ejecución injusta. Pero la curiosidad de la amada por conocer su nombre obliga a Lohengrin, caballero del Santo Grial, a desaparecer navegando sobre un cisne y esta vez es Elsa la que muere de pena. Leyendas fantásticas, si se quiere ingenuas, pero de las que Wagner supo obtener, en plena edad romántica, el máximo partido, con situaciones dramáticas extremas y una música tan suculenta como tremendamente expresiva.
La «obra de arte total» Vino la revolución de 1848, que tantas cosas iba a cambiar en Europa, y Wagner combatió en las barricadas. Expulsado de Alemania como revolucionario, vivió seis años sin escribir una nota. No fue sin duda el destierro lo que le dejó mudo, sino una crisis, una etapa de profunda reflexión. En Suiza escribió su famoso ensayo Ópera y Drama, en que trata de exponer sus ideas. Para Wagner, cada arte encierra un poco de la naturaleza de los demás, pero es de por sí incompleto. Es necesaria una obra de arte conjunta (Gesamkunstwerk) para alcanzar la belleza en toda su plenitud. La música no basta, como no basta la poesía, o el drama, o las formas de representación y figuración. Nadie está de acuerdo con esta afirmación sorprendente: «si yo no fuera más que compositor, mi obra no tendría gran importancia». ¡Qué disparate!, tendría derecho a exclamar cualquier persona razonable. La obra de Wagner es ante todo y por encima de todo música. Es más, Wagner es el único autor cuya obra dramática puede seguirse bastante satisfactoriamente a través de solo la música, si se conoce el argumento. Pero para él, la obra de arte total era solo la conjunción del drama, la poesía, la filosofía encerrada en el planteamiento, la música, la escenografía —que él cuidó hasta el máximo detalle—, una síntesis en que todos los elementos aparecen absolutamente integrados. Por otra parte, Wagner desterró el término «ópera» e introdujo el de «drama musical». Aborrecía la ópera italiana, que le parecía convencional y artificiosa. Suprimió el aria, que estimaba una simple canción al margen del desarrollo de la acción dramática, y la concepción de la ópera por «números cerrados». La acción debe discurrir en una fluencia continua,
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como un río, de principio a fin. Hasta, durante los descansos, la música de los intermedios debe ser un comentario de lo ocurrido o una preparación para lo que va a ocurrir. Tampoco busca agradar o divertir al público, sino expresar, y expresar con una fuerza avasalladora, a través de la palabra, la música, los movimientos, la escenografía, la iluminación. Wagner es el primero en oscurecer la sala, para que los espectadores no tengan ante sí otro mundo que el escenario. Y ordenó no interrumpir la representación de la obra con aplausos, que solo deben prodigarse al final de la función. Evidentemente, esta consigna no casaba con el afán de los actores por encontrar el apoyo del público; es más, las voces en las obras de Wagner son difíciles por los registros que se les exigen, pero no buscan el lucimiento: nunca «dan la nota» en el momento culminante. ¡Cuántas tradiciones —o convenciones— estaba rompiendo!
Los grandes dramas musicales De todas las obras de la segunda época de Wagner, la más «moderna» por lo que se refiere a su concepción musical es Tristán, el relato de un amor imposible que es sin duda el reflejo de su amor imposible por Mathilde Wessendonck. Aquí despliega el autor disonancias armónicas, que sumen al espectador en un mundo de incertidumbre e indefinición como hasta entonces no había hecho música alguna. La melodía se pierde en el infinito. La gente tardó mucho en asimilar el mensaje musical de Tristán, hasta acabar admirando su indefinible belleza. Otros dramas musicales de Wagner buscan, en cambio, lo enorme, lo grandioso, lo poderoso, aunque envuelto como de costumbre en el misterio de la leyenda y en la tragedia inevitable, que solo encuentra su consumación en la muerte. La filosofía de Wagner fue siempre así. Protegido por el rey Luis II de Baviera, dispuso de medios para crear sus obras más espectaculares. En la «colina sagrada» de Bayreuth montó un teatro de excepcionales condiciones acústicas, que todavía hoy es el centro mundial de las representaciones wagnerianas. Catorce años empleó Wagner en componer su famosa Tetralogía, El Anillo del Nibelungo, formada por cuatro dramas musicales enlazados entre sí, y que han de ser representados en cuatro jornadas consecutivas: El Oro del Rhin, La Walkiria, Sigfrido y El Ocaso de los Dioses: en este caso se unen una serie de lejanas leyendas germánicas, Sigfrido, Brunilda, los nibelungos, los dioses del Walhalla, fundidas por Wagner en una concepción común. El intento revela la ambición de Wagner de lograr un objetivo grandioso y descomunal, apoyado en el gigantesco escenario, lo aparatoso y sorprendente de la maquinaria visual y la enormidad de la gran orquesta moderna que llega en ocasiones a efectos sobrecogedores. ¿Qué quiso expresar Wagner con su Tetralogía? ¿El derrumbamiento del mundo pagano ante la llegada salvadora del cristianismo? ¿La exaltación del héroe, del superhombre, personificada en Sigfrido? ¿Posee un sentido prometeico?¿O es, una vez más, el triunfo del amor al precio de la muerte? La confusa simbología de Wagner lo deja todo a oscuras, o a gusto de la interpretación del espectador. Lo único categórico es esa grandeza casi cósmica de la lucha de las pasiones hasta la tragedia final, arrastrada
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por la música portentosa, como un río enorme, que alcanza su desgarradora desembocadura. Cuando todo hacía suponer que a Wagner ya no le quedaba nada por decir, en 1883 compuso Parsifal, un «drama sacro» en que retoma el tema del Santo Grial —el Santo Cáliz, dotado de cualidades sobrenaturales y taumatúrgicas—, que ya aparecía prefigurado en Lohengrin, y objeto de bellas leyendas medievales. En este caso, aunque el drama es continuo, la obra no termina en tragedia, sino en sublimación. La música es lenta, solemne, en ocasiones grandiosa, al mismo tiempo que muy moderna. Refleja la espléndida madurez del Wagner final.
La música de Wagner Romántica, posromántica, prenuncio del siglo XX, apoteosis final de lo clásico, grandiosa, desgarradora; de muchas maneras ha sido calificada la música de Wagner, y en todos los casos no sin razón. Wagner no escribió más que una sinfonía —no extraordinaria— en años de su juventud, y sin embargo es el más «sinfónico» de los compositores por su dominio prodigioso de la orquesta y de todos sus timbres y colores. No quiso, sin embargo, hacer música instrumental pura, porque su sentido dramático le llevó a recurrir a la voz humana, no, como los italianos, buscando su lucimiento, o el aplauso del público, sino como forma suprema de expresión. Cantar a Wagner es una empresa difícil, para muchos arriesgada, no porque se obligue a los intérpretes a entonar notas sobreagudas o extremadamente graves, ni pasajes virtuosos de «bel canto», sino porque se exige un esfuerzo extraordinario a la voz, siempre al máximo volumen, un arrojo heroico, con frecuencia durante mucho tiempo, porque los pasajes cantados de Wagner suelen ser largos, sin apenas descanso. Los cantores terminan agotados… aunque la obra bien lo merece. No menos esforzada es la tarea de la orquesta. La orquesta cumple un papel fundamental, insustituible, porque forma parte esencial del drama mismo. «Que el público oiga lo que no puede ver», decía el autor, porque hay ideas que no caben en palabras, ni siquiera en la propia voz. Mil matices, recuerdos, sugerencias, advertencias, corren a cargo de la orquesta. Wagner es un maestro de lo que él llamaba la «premonición». El público adivina lo que va a ocurrir, teóricamente antes que los actores, gracias a la música. El «se está viendo venir» es un recurso wagneriano, utilizado después por otros, incluso en el cine. Otro recurso es el «leit motiv», un tema musical, a veces solo unas notas, que tiene un significado: a veces alude a un personaje, otras a un sentimiento —el amor, el recuerdo—, o bien simplemente un objeto —la espada, el río— que sirven de enlace de vivencias, de reminiscencias o de advertencias. Una vez que conocemos los «leit motive» sabemos lo que está pensando el protagonista, o qué hay detrás del escenario. Los «leit motive», con su repetición en el momento oportuno, sirven también para dar coherencia al fluir de la música. La orquesta de Wagner suena con un caudal sonoro y majestuoso. En parte por el número de instrumentos, inimaginable en tiempos de Beethoven. En las obras de la
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Tetralogía intervienen un flautín, 3 flautas, 3 oboes, un corno inglés, 3 clarinetes, un clarinete bajo, 3 fagotes, 8 trompas, 2 tubas tenores, una tuba baja, 3 trompetas, una trompeta baja, 3 trombones de varas, un trombón contrabajo, 4 timbales, triángulo, platillo, carillón, ¡6 arpas!, 16 primeros violines, 16 segundos violines, 12 violas, 12 violoncellos, 12 contrabajos (!), amén de otros instrumentos de percusión cuando hace falta. Total, 115 instrumentos. Y Wagner no solo emplea el sonido, sino también el ruido: así los gigantes que apoyan con fuerza sus mazas en el suelo, o los martillazos en la fragua durante la forja de la espada. No siempre es belleza: el drama exige expresarlo todo, hasta lo horrible. Es la expresión la que justifica los alaridos casi animales, los sonidos roncos que parecen un fenómeno de la naturaleza, los agresivos tonos de los metales, que obligan, como la luz fuerte, a entornar los ojos, los enormes acordes dorados. Música multitudinaria, suculenta, con frecuencia brillante, esplendorosa, llena de una especial majestad, pero también, cuando la ocasión lo requiere, de dulzura maravillosa o de misterio impenetrable. Se ha dicho que la orquesta en Wagner es un personaje más sobre el escenario. No es cierto: son muchos personajes, distintos, inconfundibles, cada cual con su personalidad o su mensaje. Wagner, por su fabulosa capacidad expresiva, por su incalculable aliento épico, se constituye así en uno de los grandes maestros de la música de todos los tiempos.
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Las inmensas sinfonías: Bruckner y Mahler La gran época de esplendor de la música germana, abierta a comienzos del siglo XVIII por Juan Sebastián Bach, iba a culminar a fines del xix con formas orquestales magnificentes, hasta apurar las posibilidades de los medios «clásicos» de expresión musical. Fue un final glorioso, digno de una tradición tan arraigada. Wagner agotó, por así decirlo, las posibilidades de la orquesta e inventó una forma de ópera desconocida hasta entonces. En el campo de la sinfonía, son dos hombres de naturaleza y carácter muy distintos, pero con una serie de rasgos comunes, los que ponen punto final a la forma sinfónica con obras de una grandiosidad cósmica. Diríase que la historia no podía terminar de otra manera. Anton Bruckner y Gustav Mahler, aunque siempre tuvieron admiradores, no fueron demasiado conocidos ni demasiado interpretados hasta la segunda mitad del siglo XX. Su música parecía extremadamente compleja y sus obras demasiado largas como para figurar en un programa de conciertos. Los gustos del público preferían la interpretación de diversas obras, con un descanso entre ellas. La música de Wagner fue siempre aceptada —aunque no con absoluta complacencia por parte de todos— por la sencilla razón de que venía ligada a una obra dramática, representada y cantada, dotada de un argumento que debía ser seguido hasta el final. La idea de una sola obra sinfónica de hora y media o dos horas de duración, interpretada además por una masa orquestal aplastante y dotada de una enorme complejidad, no atraía a todo el mundo. Finalmente, estas obras enormes han sido aceptadas con unanimidad por parte de todos los buenos aficionados a la música, y consideradas como la más digna culminación de un ciclo histórico. Casi era necesario que la gran música sinfónica terminara así: con un despliegue gigantesco de todas las posibilidades que la técnica moderna ofrecía a la expresión sinfónica. Una técnica basada no solo en el desarrollo de instrumentos cada vez más perfectos y expresivos, sino en la propia ciencia musical, fruto acumulado del saber y de la experiencia de tantos grandes compositores. Hoy, familiarizados con la obra de estos músicos de inmensas obras sinfónicas, podemos disfrutarlas en todo su incalculable valor.
Anton Bruckner (1824-1897) Fue un aldeano pequeñito, bondadoso y humilde. También terriblemente tímido. Y conservó estas cualidades hasta el final. Nadie hubiera supuesto, al verle deambular, ya maduro, por las calles de Viena, siempre con sus botas de campesino y sus gestos cortos, que era capaz de escribir grandiosas sinfonías. Nunca fue realmente ambicioso, como no fuera consigo mismo, en su afán de perfección. Jamás presumió de nada. Eso sí, era enormemente tenaz, perseverante en el empeño hasta el final. Nació en Ansfelden, un diminuto pueblecito de la Baja Austria, cerca de Linz, rodeado de prados que de puro
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verde casi parecen artificiales. Logró no se sabe cómo, el puesto de organista en el cercano monasterio de San Florián. Allí ayudaba humildemente a misa, y tocaba el órgano durante varias horas. Se familiarizó con el instrumento y llegó a convertirse en un consumado maestro. La poca gente que acudía a los cultos en el aislado monasterio quedaba admirada de los sonidos poderosos que brotaban de aquel órgano, pero la vida de Bruckner parecía destinada a agotarse entre aquel monasterio y su aldea. Se acercaba a los 40 años, cuando los comentarios sobre el organista de San Florián trascendieron, y se le reclamó para el mismo puesto en la cercana catedral de Linz. Fue allí donde Bruckner se atrevió a sus primeras composiciones, muy sencillas y dotadas de un encanto muy schubertiano. No les concedió la menor importancia. Seguramente no hubiera llegado a más, si, hacia 1865, no se hubiera conocido en Linz la música de Wagner. El humilde organista quedó asombrado ante la grandeza y el esplendor de la orquesta wagneriana. Fue como una revelación. Y casi no se explica cómo un hombre tan modesto y aparentemente sin ambiciones se propuso escribir una música como aquella. Se desplazó a Viena, y a través de unos amigos, y de un concurso que ganó, llegó a desempeñar una plaza de profesor en el Conservatorio. A buen sitio había llegado. Viena vivía encantada con la música de Brahms y aborrecía la de Wagner, que nunca consiguió triunfar en aquel santuario de lo clásico. Cuando presentó la primera de sus sinfonías —«ensayos», les llamaba él modestamente— el editor no quiso publicarla, alegando, entre otros motivos, que no podía llamarse «músico novel» a un hombre de 50 años. Bruckner perseveró con una tenacidad extraordinaria. A los 60 años llegaría a ser un compositor conocido, aunque muy poco apreciado. A los 70 llegaría su obra maestra, la Novena Sinfonía. Bruckner es un caso especial en la historia. En el campo de la música es frecuente el caso de los niños prodigio, quizá por esa sorprendente intuición para el lenguaje musical que tienen muchos pequeños. Bruckner es un ejemplo excepcional de «anciano prodigio». No por eso menos admirable. Los grandes mandamases de la música vienesa, Hanslick, von Bülow, eran partidarios de Brahms. Brahms, el más equilibrado de todos los románticos, conservador si se quiere, dueño de una prodigiosa técnica pero respetuoso con la belleza, encarnaba como pocos —¡mucho más que el fogoso Beethoven!— la tradición del buen gusto y el deseo de una música capaz de agradar el oído, propio del espíritu de los vieneses. Bruckner tenía poco que hacer. Su música sonaba demasiado estrepitosa, recurría una y otra vez al poderoso sonido de los metales, y sus obras resultaban demasiado largas. Lo que más le perdió fue su devoción a Wagner. Y eso que la música de Bruckner, si bien observamos, no es enteramente wagneriana. Gusta de la orquesta esplendorosa y de los grandes, interminables acordes, pero suena de otra forma, quizá más maciza y más elaborada. No triunfó totalmente en Viena, aunque fue con los años más apreciado; y jamás se le ocurrió salir de Viena. Un rasgo característico de Bruckner: supo aceptar humildemente todas las críticas, y trató de modificar su obra de acuerdo con lo que le decían. Incluso llegó a pedir consejo a su más mortal enemigo, Hanslick. Para complacer a sus detractores, rompió parte de su obra y la reescribió. Tarea inútil para él y para sus críticos, porque sus pasajes revisados
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son tan brucknerianos como los originales. Bruckner no sabía componer música más que de una manera. El problema que legó al futuro es el de escoger entre sus distintas versiones. ¿Cuál es la más auténtica? Hoy existe la Sociedad Bruckner, que trata de fijar criterios en este sentido. De todas formas, sigue siendo relativamente difícil que escuchemos dos versiones de la misma obra que resulten exactamente iguales. La verdad es que ello no importa gran cosa: la música es siempre e indiscutiblemente «de Bruckner». ¿En qué consiste esa música? Grandiosa, solemne, desarrollada al máximo, barroca por la enorme cantidad de elementos que se utilizan, extensa, para muchos casi interminable, por el partido que el autor pretende extraer de cada tema hasta agotarlo: con juicios muy variados se ha tratado de calificar la obra Bruckner; y no es fácil hacerlo de una manera concisa. No cabe duda de que aquel hombrecillo tímido y de ojos asustados quiso componer una música grandiosa y aplastante, y lo consiguió. No es fácil compaginar la imagen que se nos ha legado del autor y la naturaleza de su obra. Probablemente será preciso tener en cuenta su fe religiosa, elemental e insobornable, que concebía en su interior la tarea de hacer música como una forma de oración y de elevación «hacia las más altas esferas», y también su tendencia a lo sublime. Tampoco deja de ser llamativo el contraste entre la actitud modesta, aparentemente insegura de Bruckner, siempre dispuesto a aceptar todas las críticas y a modificar sus obras, y lo rotundo y categórico de sus resultados. Se ha hablado mucho de las fanfarrias gloriosas de los metales, que pueden parecer a muchos demasiado estruendosas, como un «exceso de sonidos», pero es preciso recordar que Bruckner suele alternar estos climax ensordecedores con momentos de maravilloso recogimiento, esos gesangperioden, o periodos cantables, en que nos sorprende con momentos de un lirismo maravilloso, con melodías que parecen venir de otro mundo, o con temas deliciosamente populares, reflejos de un planeta campesino y amable en que siempre se sintió, debidamente sublimados por su prodigiosa técnica. En este sentido, ¡parece mentira!, es Bruckner ese discípulo de la inspiración casi divina de Schubert que asoma en sus primeros esbozos como compositor. Apenas sigue el viejo esquema sonata de los clásicos, pero sus construcciones ofrecen, una vez que se las conoce bien, un orden no menos admirable. En cada movimiento de sus sinfonías aparece un tema principal, el que llamaba Ur-Thema, que se repite varias veces a lo largo de la composición para darle coherencia. Por lo demás, ya no hay dos, ni tres temas en cada movimiento, sino muchos, que se yuxtaponen sin transición alguna; a Bruckner le gusta apurar sus temas, obtener de ellos el máximo partido; cuando ya no le sirven, pasa a un tema distinto, que surge de sopetón, sin preparación alguna: de esta superposición hubiéramos podido imaginar un orden caótico, y, sin embargo, Bruckner sabe encajar cada pieza en su sitio, como si estuviera resolviendo un gigantesco «puzzle» y al final descubrimos que todo aparece en su sitio y posee pleno sentido. Esta construcción quizá no pueda ser captada la primera vez por muchos oyentes; pero si repetimos la audición: ¡no inmediatamente después, dejemos pasar un tiempo!, acabaremos encontrando ese orden, ese «bloque monumental» que en cada obra de Bruckner veía Kohlhase.
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Y fijémonos especialmente en los adagios; Bruckner, con su tendencia a lo masivo y a lo estrepitoso, ha sido calificado como «el maestro del adagio». Son sus tiempos lentos tan bellos en sus melodías y tan llenos de una maravillosa serenidad que podrían ser oídos como piezas exentas, dotadas de valor por sí solas. (Con todo, aconsejamos no caer en esta tentación: una obra no adquiere su valor y su mensaje si no se la sigue en su integridad). Especialmente el «adagio» de la Séptima sinfonía, compuesto cuando el autor conoció la noticia de la muerte de Wagner, el de la Octava, de enorme y sublime desarrollo, y el de la Novena, que él mismo llamó «adiós a la vida», son piezas antológicas en la historia de la música. Bruckner no solo es el maestro del adagio, sino también el maestro del «crescendo». Los contemporáneos de Stamitz se impresionaban ante aquel recurso por el cual el volumen de la música se hacía cada vez mayor, hasta pasar del «piano» al «forte». Este recurso se hizo familiar a todos los oyentes de la música clásica. Pero los «crescendos» de Bruckner pueden durar un minuto o dos, y durante ellos la música pasa de un susurro a un huracán arrasador: nos siguen impresionando todavía en el siglo XXI. Otro rasgo muy bruckneriano: las observaciones sobre el pentagrama, a que en otros lugar ya nos referíamos. Hasta entonces los compositores se limitaban a anotar allegro o a lo sumo allegro giocoso; pero las de Bruckner, casi siempre en alemán, porque su italiano no daba para gran cosa, son mucho mas extensas, y con frecuencia resultan maravillosamente reveladoras: «emergiendo dulcemente», «irrumpe de forma abrupta», «como una canción ingenua». Semejantes indicaciones son de una utilidad como hasta entonces no se pudo imaginar para director e intérpretes. Bruckner compuso algo más que sinfonías: tres misas, un Te Deum, y algunos poemas como el impresionante Heligoland, todos para coros y orquesta, siempre de gran solemnidad. En cuanto a las sinfonías, sabemos que destruyó varias, a las que llamaba simplemente «ensayos»; publicó nueve. Otra se conservó en su manuscrito completo: comoquiera que es anterior a la primera, hoy se la conoce como Sinfonía Cero. Es tan madura como cualquiera de las demás. La octava es enorme e impresionante por sus cualidades técnicas; al final, suenan simultaneamente los temas de los cuatro movimientos, sin que el conjunto se resienta en absoluto: un milagro que no se sabe cómo fue posible. La bellísima novena, quizá la mejor de todas, se quedó sin el movimiento final: Bruckner murió cuando solo lo había comenzado. Sin embargo, es difícil imaginar lo que hubiera podido seguir al maravilloso adagio. A veces, la música ha de agradecer que algunas obras inmortales hayan quedado incompletas.
Gustav Mahler Los nombres de Bruckner y Mahler suelen ir asociados, porque compusieron por la misma época (pese a que Bruckner era ¡cuarenta y dos años! más viejo, pero solo se hizo un gran músico al final de su vida), y porque ambos son autores de sinfonías inmensas y mal comprendidas por sus contemporáneos; pero sus caracteres, y hasta los de su música, son muy distintos. Se conocieron y hasta una leyenda pretende que solían ir
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juntos a inspirarse a los bosques de Viena, pero no fueron amigos ni coincidieron en casi nada, como no fuera en la incomprensión de que fueron objeto. Gustav Mahler (1866-1909), nació en Kalisch, hoy República checa, de una familia judía. Intelectual, universitario, aficionado a la filosofía y al arte, sufrió unas inquietudes que no podrían suponerse en un hombre tan sencillo y de una pieza como Bruckner. Mahler era por el contrario infinitamente complicado, atormentado por mil preguntas para las que no encontraba la respuesta adecuada. Siempre estaba preocupado u obsesionado por algo. Su inquietud metafísica y religiosa contrasta con una época positivista, en que la certidumbre en los grandes hallazgos científicos, y el interés por los grandes progresos tecnológicos y económicos privaban sobre otras preocupaciones. Quizá a Mahler le faltó la formación humana adecuada o una familia o un buen amigo capaces de tranquilizarle. Su matrimonio con Alma Schindler no fue precisamente un fracaso, pero ambos sufrieron mucho y lloraron mucho ante los problemas, y la muerte, uno a uno, de sus hijos. Mahler, lector de Schopenhauer y de Nietzsche, fue el primer gran músico que sufrió la angustia existencial. «La vida es un enigma cruel y torturante», escribió una vez. Resulta explicable que su crisis interior quede reflejada en su música. También —quizá por suerte— una cierta tendencia a lo infantil. No porque se sintiese un niño grande, sino por el recuerdo atenazante de sus niños muertos, que le hacía muchas veces tratar de introducirse en ellos. Mahler ejerció como director de orquesta en seis distintas ciudades del centro de Europa. Los disgustos propios de la profesión le hicieron cambiar de residencia, no de oficio. Fue uno de los grandes directores de fines del siglo XIX. Estudiaba con un cuidado exquisito las partituras, e intentaba imprimir a la ejecución todo el espíritu y toda la intención del autor de la obra; naturalmente, sus exigencias para con los músicos y su carácter nervioso a más no poder le indispusieron muchas veces con los miembros de la orquesta. Dirigía, dice D. Ewen, «con el cerebro y los músculos electrificados». Mahler era un extraordinario director, pero su portentosa cualidad de incorporarse al sentido más profundo de la música no se compaginaba con su debilidad de carácter. No conseguía imponer su autoridad. Y esto, en un hombre sensible como él, predisponía a la tragedia. Al fin recaló en la Filarmónica de Viena, donde se mantuvo increíblemente diez años. Por su talento y sus estallidos de desesperación, los músicos le amaban y le odiaban a la vez; pero él consiguió convertir aquella orquesta en la mejor del mundo. Hoy lo sigue siendo. El ejercicio de la dirección le permitió, como a otros músicos, conocer todos los secretos de una orquesta y las posibilidades de todos sus instrumentos. Mahler se convirtió así en un fabuloso y audaz orquestador. Cierto que como compositor tampoco habría de alcanzar la dicha completa. Como Bruckner, sintió un ansia insaciable de componer una «música infinita», y nunca se sintió capaz de cumplir a fondo sus ansias. Bruckner era un místico con un maravilloso equilibrio interior; aceptó las críticas ajenas, pero siempre se conformó con hacer las cosas lo mejor que podía; Mahler no era capaz de sentirse satisfecho nunca. Para él, «escribir una sinfonía es construir todo un mundo»; «el mundo entero debe estar contenido en ella». Quizá por eso introdujo tantos
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elementos distintos y heterogéneos en sus obras, que al final le parecían inmensos cajones de sastre. Pero también consiguió expresar todo lo expresable, su alma compleja halló su lenguaje a través de su música. Efectivamente, en esa música está el mundo entero, un mundo variadísimo y sorprendente; pero, entendámoslo, un mundo visto a través del desconcertante prisma interior de Gustav Mahler. Sufrió mucho, eso es indudable; pero ese sufrimiento no es toda la verdad. También sintió maravillosos desahogos contando a la humanidad, a través del lenguaje universal de la música, todo lo que llevaba dentro. Que era muchísimo. Mahler empleó de una manera especial la voz humana. Compuso maravillosos Lieder sobre poesías de Rückert, la ingenua serie La maravillosa trompa del niño, producto de su interés por lo infantil, las tristes pero encantadoras Canciones de los niños muertos, o las Canciones de un camarada errante, llenas de una infinita nostalgia. Pero también recurrió profusamente a la voz humana en sus sinfonías, unas con solistas, otras con coros, sin despreciar nunca la complejísima orquesta de que supo hacer uso. Sin duda la más simple es la cuarta, producto de una crisis interior que le llevó a convertirse al catolicismo. Todos son temas de canciones infantiles. Solo al final del tercer movimiento, de una serenidad maravillosa, hay un momento en que la orquesta parece partirse en mil pedazos, entre los golpes de los timbales: Mahler siente que los cielos se están abriendo. Y cuando imaginamos un último movimiento lleno de grandeza cósmica, escuchamos la voz de la niña que Mahler acaba de perder, que con una ingenuidad deliciosa describe a su manera cómo es la gloria celestial. Mahler es así, infinitamente complicado con un alma infantil. La Octava Sinfonía es la obra más multitudinaria que se ha escrito jamás, concebida para mil ejecutantes, incluyendo dos orquestas, una tercera orquesta tras el escenario, dos coros, un coro infantil, y solistas. Comienza con un Te Deum y acaba con la impresionante escena del Juicio Final del Fausto de Goethe. Naturalmente que es una obra que casi nunca se interpreta, y menos con tan enorme elenco, pero el grandioso, aplastante conjunto sobrecoge. La Novena Sinfonía, como en el caso de Beethoven, de Schubert y de Bruckner, es la última. Escrita cuando Mahler, enfermo del corazón, sabía que sus días estaban contados, no es tan grandiosa como otras suyas, pero emocionante, sobre todo cuando se llega a un final que parece trazado desde el otro mundo. Mahler, el infinitamente complicado, sabe también alcanzar increíbles profundidades.
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La música fuera de Alemania
Es sorprendente, pero casi toda la música «clásica» en su sentido más amplio, incluyendo la romántica, tiene un origen germánico, y muchos de sus más grandes autores —aunque solo Schubert fue vienés de nacimiento— se establecieron en Viena, como capital musical del planeta. Es una historia que transcurre sin solución de continuidad desde Haydn, a mediados del siglo XVIII, hasta Mahler, a fines del xix. La excepción es, por supuesto, la ópera italiana, que alcanzó también una enorme difusión y aceptación por todos los rincones del mundo occidental. No deja de ser un fenómeno llamativo esta exclusiva. Parece un tópico aludir una vez más a la capacidad de los alemanes por combinar con técnica extraordinaria los instrumentos, o el conocimiento intuitivo que los italianos adquirieron sobre los registros de la voz humana. Todos los tópicos tienen un fondo de razón, ciertamente, aunque en este caso el recurso al tópico parece un poco extremado. Pensemos, y es un simple ejemplo, en el caso de Londres. Londres tenía una enorme afición a la música, y era capaz de reunir masas de gente como ninguna otra ciudad de Europa. Treinta y cinco mil personas acudieron a escuchar un concierto de Haendel al aire libre. Viena jamás logró nada por el estilo. Y sin embargo, los londinenses hubieron de importar compositores alemanes, Haendel, Haydn, Weber, Mendelssohn, durante doscientos años, los que transcurren entre Purcell y Elgar. ¿Es explicable este misterio? ¿Es que la tradición consagrada crea estilos que a lo sumo se pueden imitar, no sustituir por otros igualmente valiosos? No tratemos de resolver este llamativo interrogante, sí tan solo de llamar la atención sobre él. Lo cierto es que más o menos a raíz del ciclo revolucionario de 1848, con la consagración de los nacionalismos —en estados nuevos o en muchos de los ya existentes — se observa el prurito de crear una «música nacional» distinta de la de tradición germana, dotada de caracteres propios. Así surge en distintos momentos de la segunda mitad del siglo XIX una música checa, una música rusa, más tarde una música escandinava, una música inglesa, una música española y hasta una música francesa, quizá no excesivamente nacionalista, pero sí preocupada de alcanzar un alto nivel intelectual frente a la «fuerza bruta». Hasta qué punto muchas de estas nuevas músicas fueron específicamente «nacionales» es una cuestión que se discute, y en la que aquí no tenemos por qué entrometernos demasiado. En ocasiones, la moda del orientalismo, tan desarrollada a fines del siglo XIX parece dar lugar a una música que parece más oriental que rusa, más oriental que española. Hasta Debussy recurre a marcados orientalismos que nada tienen de franceses. No se trata de criticar esta forma de hacer música, sino de
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discutir su dudosa relación con lo auténticamente nacional. Otra cosa es el recurso a temas populares de cada país, debidamente ennoblecidos por la técnica de la gran composición. Esta vuelta a lo popular como fuente de inspiración es ciertamente un aporte refrescante que hemos de agradecer.
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Los checos La que hoy es República Checa estaba englobada en el gran imperio de los Habsburgo, que ocupaba buena parte de Europa central. Tanto el reino de Bohemia como el de Hungría participaban, junto con Austria, de una misma cultura. Se explica que tanto Liszt, húngaro, como Mahler, checo, de apellidos alemanes y que hablaban alemán antes que sus propias lenguas nativas, participaran del espíritu creador de Viena, punto central de referencias para ambos. Sin embargo, el ciclo revolucionario de 1848 acreció el espíritu independentista tanto de húngaros como de checos. La revolución fue dominada, y tanto Praga como Budapest permanecieron en la órbita de Viena hasta 1918. La afición a la música, lo mismo en Hungría que en la tierra checa, había sido tan consagrada y tan intensa como en Austria. Esta fuerte tradición explica que cuando surgió el deseo de componer una «música checa», el terreno estuviese perfectamente preparado, al menos desde el punto de vista de la técnica. — Bedrich Smetana (1824-1884) fue el primer compositor intencionalmente «checo», y como tal es considerado por los checos actuales como padre de «su» música». Fue, como tantos, niño prodigio, y como tal encontró ayuda para perfeccionar sus conocimientos musicales. Tenía 24 años cuando ocurrió la revolución de 1848, y Smetana se puso al lado de los patriotas, aunque su colaboración fue puramente musical: compuso himnos, canciones y hasta una gran marcha triunfal. La música no basta para ganar una guerra, y la revolución checa fue reprimida. Smetana no perdió su libertad, pero le fue retirada la ayuda que recibía. Aquella desgracia fue probablemente una fortuna para el joven compositor, porque Liszt, siempre protector de músicos indigentes, lo tomó bajo su férula, y al fin le encontró un puesto sugestivo, la dirección de la orquesta de Goteborg (Suecia). Los años suecos de Smetana (1850-1861) fueron fecundos, porque en ellos se familiarizó con un género muy caro a Liszt: el poema sinfónico. Todos ellos se refieren a temas históricos —El campo de Wallenstein, Ricardo III, Haakon Jarl—, dotados de argumento, aunque la música se adapta suavemente a la acción, sin esclavizarse a ella y conservando toda su belleza. Los poemas sinfónicos «escandinavos» de Smetana se parecen a los de Liszt, pero son menos pomposos, más sencillos, quizá un tanto ingenuos, pero agradables: posiblemente debieran interpretarse con más frecuencia. En 1861 pudo regresar Smetana a Praga, sin ser molestado. Y volvió a escribir música «patriótica», en este caso nada guerrera, y siempre seguida con entusiasmo por los bohemios. Algunos cuadros de la época nos lo presentan tocando o adaptando al piano sones de la tierra, ante un público que le contempla arrobado. Compuso varias «óperas checas», la más famosa de las cuales es La novia vendida, una obra sencilla y deliciosa de ambiente rural, cuajada de aires populares. Si la escuchamos, nos sentiremos movidos a compararla con nuestra zarzuela, en que el canto se entrevera con la expresión hablada. La ópera checa es en realidad una versión del Singspiel alemán, que podemos encontrar,
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con sus pasajes hablados, lo mismo en La Flauta Mágica de Mozart que en el Fidelio de Beethoven. Ahora, en Smetana, lo popular es perfectamente compatible con una música melodiosa y exquisita. Cuando quiso pasarse al campo de la ópera seria no obtuvo el mismo éxito —le faltaba frescura para ello— y decidió muy acertadamente regresar al campo del poema sinfónico. Durante cinco años (1874-1879) escribió una serie de seis poemas sinfónicos encadenados, Vysehrad, El Moldava, Sarka, Por los bosques y praderas, Tábor y Blánik, que englobó bajo el título común de Ma Vlast, mi patria. Hoy casi nunca escuchamos los seis poemas consecutivos, salvo en el Festival de Praga. Los checos siguen considerando «Ma Vlast» como un símbolo nacional. ¿Hasta qué punto puede considerarse esta música como específicamente checa? Salvo alguna danza popular que aparece en El Moldava o Por los bosques y praderas, la melodía es bella, pero podría aplicarse a cualquier otra parte del mundo. El sentido patriótico aparece solo en los motivos inspiradores del paisaje (El Moldava, «por los bosques y praderas» o en referencias históricas a los viejos castillos (Vysehrad) o al temple indomable de los hussitas (Tábor, Blánik). Lo expresamente checo es el argumento, no la música. Una música bella, sabiamente instrumentada, llena de equilibrio y de gratas melodías, de una amabilidad fina y especial. Smetana nunca es estruendoso, tampoco tiene nada de meloso: sabe ser expresivo con absoluta naturalidad. El encanto de El Moldava —la fluencia de un río, desde su nacimiento hasta su desembocadura en el Elba, pasando por Praga— es conocido en el mundo entero. Smetana padeció de sordera, como Beethoven, pero una sordera más ingrata, pues que iba acompañada de fuertes silbidos en los oídos, que le desesperaban y le volvieron medio loco. Ya en los últimos poemas, Tábor y Blánik, se siente a un autor destemplado. La maravillosa serenidad de Smetana se ha acabado para siempre. Ya no volvió a escribir música hasta su muerte. — Antonin Dvorak (1841-1904) fue discípulo de Smetana y se consideró siempre «un modesto músico checo». De hecho, era hijo de un posadero de pueblo, que para atraer a sus clientes tenía una pequeña orquesta; Antonin comenzó a tocar el violín desde muy joven. Su destreza le permitió colocarse en la orquesta de Praga, que dirigía Smetana, y éste, que intuyó sus cualidades, le tomó a su cargo, e hizo de él un buen compositor. Dvorak (en checo se pronuncia Dvorshak, y generalmente así se le conoce) comenzó a ser, como Smetana, un «músico nacional», y entre sus primeras obras figuran las Danzas eslavas, basadas en ritmos populares, que él, como aldeano, conocía tal vez mejor que su maestro. Y aquí está la paradoja que cambió el destino del joven compositor: las Danzas eslavas entusiasmaron a Brahms, que se lo llevó a Viena y lo introdujo en el mundo sinfónico. La mayor parte de las grandes obras de Dvorak son sinfonías, cuidadosas en la forma, aunque en el contenido se advierte con frecuencia la pasión eslava. Y otro ingrediente, que seguramente Brahms no deseaba: Dvorak conoció pronto la suculenta música de Wagner, con el brillo de los instrumentos de metal y todo su esplendor sonoro… y no pudo menos de entusiasmarse. Hombre sensible y romántico, gustaba también de las dulces y amables melodías, sonaran o no a aires de su tierra: un detalle que ha servido para compararle con Schubert, por su limpia inspiración. Schubert,
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Brahms, Wagner: he aquí tres componentes enteramente distintos de la música de Dvorak. Parecen incompatibles, y efectivamente lo son. Pero es que la música de Dvorak es ante todo de Dvorak, y él supo fundir todas las influencias externas en la unidad de su propia personalidad creadora. Escribió nueve sinfonías (nueve: ¡como tantos otros sinfonistas del siglo XIX!: parece un número mágico). Unas tienen cierto encanto schubertiano, como la primera; otras tienen algo de Brahms, como la quinta; otras reflejan mejor la influencia de Wagner, como la tercera; pero en el fondo son de Dvorak, indiscutiblemente suyas. Y la novena es… americana. ¿O no? El hecho requiere recordar cierta historia. En 1892, Dvorak fue requerido para dirigir la Orquesta Sinfónica y el Conservatorio de Nueva York. Lo que querían los yanquis en aquella época de exaltaciones patrióticas y músicas nacionales era el hallazgo de una «música americana». Se celebraba el cuarto centenario de la gesta colombina, y la fecha parecía la más indicada para aquella misión. En su discurso de bienvenida, Thomas Wenworth habló de los «dos Nuevos Mundos, el de Colón y el de la Música»: hasta estaba dando nombre a la obra que había de componer Dvorak. No nos extrañemos de que los americanos recurrieran a un europeo (ellos carecían de tradición musical); pero un europeo nacionalista. Por eso dudaron entre Dvorak y Sibelius… que quizá se hubiera adaptado mejor a la épica americana; pero el checo tenía más experiencia. Dvorak trató de rastrear la música india, pero encontró muy pocos vestigios: tal vez trató de utilizarlos en su «cuarteto americano». Pero pronto se dio cuenta de que lo más auténtico eran los cantos espirituales de los negros, y en ellos basó por lo menos el movimiento lento de su novena sinfonía, conocida como Sinfonía del Nuevo Mundo. Siempre se ha dicho que la Sinfonía del Nuevo Mundo es el paradigma de la música americana. Tanto a Dvorak como a sus anfitriones les convenía considerarlo así. El tema ha sido ampliamente discutido por Ritter, Stamford, Hoffmeister, Robertson, Krehbiel, y tantos otros. Cada vez se tiende a admitir con más convicción que la Sinfonía del Nuevo Mundo tiene muy poco de americana. Para Tovey «es bohemia de principio a fin». Y es que Dvorak era bohemio y no podía evitarlo, aunque viajara para inspirarse a las infinitas llanuras de Iowa, donde quiso permanecer un tiempo. La Sinfonía del Nuevo Mundo es de todas formas una obra espléndida, aunque tal vez no superior a la magnífica Séptima. Su famoso «largo» con la inefable serenidad el corno inglés, y el recurso a un breve tema que brota en todos sus movimientos y le confiere una extraña unidad, son dos de los secretos de su encanto. Pero la enorme popularidad de la Sinfonía del Nuevo Mundo debe ser un acicate que nos mueva a escuchar las otras ocho sensibles y expresivas sinfonías de Dvorak: vale la pena.
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Los rusos Rusia fue siempre un país amante de la música y dotado de un rico folklore, pero no tuvo grandes músicos en la época clásica. Es en los años del nacionalismo musical cuando se intenta, de acuerdo con la corriente imperante, una música específicamente rusa, independiente de las corrientes generales que llegaban de Centroeuropa, y de la ópera italiana, que había cobrado gran ascendiente en los ambientes aristocráticos. Fue Mihail Glinka (1804-1857), considerado «padre de la música rusa», el que intentó poner en marcha un movimiento, con su llamada a la composición de un arte nacional. Sin embargo, no fue hasta la segunda mitad del siglo cuando se consagró la música rusa propiamente dicha y apareció el grupo de «los Cinco»: Cesar Cui, Mily Balakirev, Modest Mussorgski, Alexander Borodin y Nikolai Rimski-Korsakov. ¿En qué consiste la música rusa? O, dicho de otra manera, ¿en qué es rusa esa música? Todos conocemos la brillantez de las obras de Mussorgski, de Rymski, de Tchaikowski, el uso deslumbrante de los instrumentos de metal, el colorido de los timbres, la expresividad de las frases, la tendencia al modo menor y a las cadencias melancólicas. Y relacionamos todo ello con el alma rusa: la pasión, la necesidad del color en un país de largos inviernos, el sentido trágico de la existencia; pero colorido, sonidos brillantes, empleo masivo de los instrumentos de metal —trompas, trompetas, trombones, tubas— y frases apasionadas o melancólicas podemos encontrarlas en cualquier otra música de la época. Muchos de los rasgos exóticos que tenemos por «rusos» en esos autores resultan ser orientalismos, árabes o chinos. Muchos de los músicos de entonces, rusos o no, que quieren parecer exóticos buscan esos orientalismos. En fin, específicamente rusos son ciertos ritmos de danzas, o esos largos intervalos descendentes (caída de una nota a otra mucho más grave). Quizá, en gran parte, la música sea rusa porque la crean los rusos, y los rusos tienen una manera de ser. El hecho es que los grandes compositores rusos de fines del siglo XIX han compuesto una música brillante, muy bien instrumentada —tienen una intuición especial para los timbres—, llena de pasión y con frecuencia melancólica: una música intensa que, por serlo, nunca aburre. ¿Defectos? También los tienen, si llamamos defecto, por ejemplo, a la incapacidad de una larga composición coherente. Los rusos tienden a presentar «cuadros», uno detrás de otro, sin apenas enlace entre sí. Son muy capaces para las suites orquestales o para los sucesivos «números» de ballet. Es en la segunda mitad del siglo XIX cuando se consagra el ballet ruso como el más original, imaginativo y perfecto del mundo. ¿Fueron los músicos quienes con sus tendencias —aires de danza y «números» aislados— sugirieron el desarrollo del arte del ballet, o fue el auge del ballet en Rusia el que condujo a los compositores a escribir piezas para ese género? Lo cierto es que la gran música rusa coincide con el gran ballet ruso. Pero no todo, ciertamente, se consuma en danzas de gran belleza. La música rusa se caracteriza por un «alma» especial en que el sentimiento, sobre todo el sentimiento por algo que falta, está siempre en el alma del compositor.
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Otro rasgo que tal vez convenga recordar, aunque no conviene tomarlo en sentido peyorativo: los músicos rusos son «aficionados», en el sentido de que tienen otra profesión, y practican la música en sus ratos libres: Mussorgski era empleado del Servicio de Aguas y Bosques; Borodin era químico, Rimski-Korsakov, marino, y Tchaikowski abogado. Quizá por eso son tan espontáneos, tan poco rigurosos (eso es la verdad), pero al mismo tiempo tan apasionados por una música que es para ellos una válvula de escape o una liberación respecto de la rutina diaria. — Modest Mussorgski (1829-1891) fue quizá el más «aficionado» de todos. Nunca aprendió técnica musical, ni supo orquestar correctamente, pero su prodigiosa intuición para los timbres le permitió adivinar cómo iba a sonar la música que se le ocurría. Se le ha llamado «el patriarca del impresionismo» precisamente por su facilidad para las pinceladas maestras de color musical, por su capacidad para el toque de color, el sonido que sugiere algo, aunque no sepamos por qué. Su ópera Boris Godunov, es una sucesión de cuadros, eso sí muy expresivos, capaces de reflejar, sin apenas acción, los caracteres de los protagonistas. En cambio, Kovantchina busca un ambiente exótico y fantástico. Ambas óperas son dificilmente representables, y suelen preferirse sus versiones orquestales. Muy conocidos son dos poemas sinfónicos muy descriptivos. Uno de ellos, Una noche en el Monte Pelado, refleja escenas de misterio y hechicerías. El otro, Cuadros de una exposición, «pinta» una verdadera antología de lienzos de su amigo Hartmann, un pintor muerto trágicamente. Quizá nunca se ha vertido una obra pictórica a la música con tanto acierto. Mussorgski lo mismo representa un viejo castillo, que unos niños jugando, un carro tirado por bueyes o la Gran Puerta de Kiev: es bien fácil imaginárselos, cuando escuchamos una obra tan expresiva, cada una de cuyas partes lleva el título del cuadro. Y el descriptivismo no puede ser, ni conviene que sea, una simple copia de la realidad, pero nos hace imaginar las cosas con todo detalle. Y si nos olvidamos del programa y no sabemos lo que describe, disfrutamos también con la música opulenta. Pero hagamos justicia, y hagámosla en dos sentidos. Cuando muchas personas escuchan Cuadros de una exposición, admiran la portentosa orquestación de Mussorgski…, cuando Mussorgski apenas sabía orquestar. La versión que solemos oír en la sala de conciertos es la de Ravel, que sí supo adivinar prodigiosamente la intención del ruso. Ravel no merece más que aplausos, porque realmente él nunca hubiera hecho una cosa así: este tipo de descripcionismo expresionista más que impresionista, no iba con su carácter; y cómo supo «interpretar» las ideas del ruso. La versión original de Mussorgski es a dos pianos, y, sin embargo, ¡qué bien se adivina su intención orquestal! Como que los matices de los dos pianos apuntan todos los timbres de los instrumentos. Esa obra admirable que escuchamos es realmente de dos autores diametralmente distintos, y no sabemos cómo pudo operarse tan fabulosa compenetración a distancia. — Alexander Borodin (1853-1887) fue todo lo distinto a Mussorgski que cabe imaginar. Si Mussorgski fue un hombre apasionado, de vida bohemia y a veces trágica, víctima al final del alcoholismo, Borodin fue un profesor culto, educado, siempre afable, científico de valía, y entregado al cuidado de su esposa enferma. Tuvo poco tiempo para dedicarse a la música, pero la que escribió fue siempre correcta, y para tratarse de un
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aficionado, dotada de una espléndida técnica. Se le acusa de no haber tenido sentido trágico, y eso es cierto, pese a su naturaleza rusa: quizá por ello se le ha comparado con Mendelssohn… más en el espíritu que en la forma. Su ópera El príncipe Igor es brillante, y en ella alternan fases heroicas, danzas guerreras y pasajes de un gran lirismo: no tiene música dura y violenta, que es lo que sin duda cabría esperar del argumento; pero Borodin era incapaz de la dureza. En el campo de la música descriptiva es autor de un breve pero sugestivo poema sinfónico, En las estepas del Asia Central, en que recurre al consabido orientalismo de casi todos los rusos, pero sin concesiones a la facilonería. Dos temas distintos —dos caravanas que se cruzan en el desierto—, se suceden primero y se combinan después: sus voces se van mezclando al tiempo que se hacen más fuertes, hasta llegar a una espléndida lección de simultaneidad de melodías; luego, cada una de ellas se va alejando, hasta perderse en el infinito. Es fácil que podamos escuchar esta pieza tan sencilla como llena de sugestión; en cambio mucha gente no sabe que Borodin compuso dos sinfonías nada despreciables. La primera es correctísima, pero la segunda es una obra maestra, tanto por el dominio de la forma como por su brillante orquestación; en el tercer movimiento podemos escuchar una melodía evocadora que sugiere una infinita soledad. Es una verdadera pena que se nos deparen tan pocas ocasiones de escuchar las sinfonías de Borodin. — Andrei Nikolaievitch Rimski-Korsakov (1844-1908) representa la culminación del grupo de «los Cinco» y es el más reconocido músico ruso del siglo XIX, junto con Tchaikowski. De familia aristocrática, fue marino, y su profesión le permitió conocer los más diversos países. Probablemente fue el primer músico de la historia que dio la vuelta al mundo. Cosmopolita por sus contactos humanos y culturales, fue sin embargo muy ruso en su música, incluso en aquellos rasgos de la música rusa que tienen muy poco de rusos, como el orientalismo y la tendencia a lo exótico extraeuropeo. No solo igualó a sus predecesores en el dominio intuitivo de los registros más deslumbrantes de la orquesta, sino que los superó. No exagera ni busca efectos estrepitosos, como otros, pero consigue dar a la música todos los «sabores» imaginables. Su Tratado de instrumentación, un libro curioso, desordenado, pero lleno de intuiciones felices, abunda en adjetivos como «apagado», «feroz», «ácido», «aterciopelado» «burbujeante», para describir los efectos que quiere obtener de los instrumentos: y ciertamente lo consigue. Algunas obras, como Sadko o El gallo de oro son óperas, raras veces representadas en los teatros de Occidente, pero cuyas brillanteces instrumentales conocemos bien en las salas de conciertos. Otras, como el Capricho español, Scherazade, La Gran Pascua Rusa, son suites sinfónicas compuestas, a lo ruso, por una serie de «cuadros» distintos. El Capricho está basado solo en dos temas asturianos que le proporcionó en uno de sus viajes un músico español, pero Rimski, con deslumbrante imaginación, los transforma en «gitanos», si tal puede decirse: exóticos y desbordantes de ritmo. Observémoslo cuando escuchemos el Capricho español: son motivos típicamente asturianos, pero el músico ruso supo disfrazarlos de tal manera que ante el público parecen otra cosa. Scherazade es una serie de «cuentos» musicales basados en temas de «Las mil y una noches», y envueltos por tanto en ese «aroma oriental» que tanto encantaba a los músicos rusos. En
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ocasiones Rimski sabe ser exótico; en otras simplemente descriptivo, y siempre con un encanto especial. La Gran Pascua Rusa es justamente la pieza más «rusa» de su autor, llena en ocasiones de esplendor patriótico, otras de un cierto misticismo. Con todo, no pidamos a Rimski-Korsakov obras de profundo contenido o de fuerte dramatismo. Lo suyo era la brillantez, la capacidad descriptiva y aquella maravillosa manera de manejar la orquesta que hizo que en algunas ocasiones los músicos, en pleno ensayo, dejaran de tocar y comenzaran a aplaudir el prodigioso acierto del maestro.
Un ruso distinto: Tchaikowski Piotr Iliich Tchaikowski (1840-1893) no perteneció al grupo de Los Cinco, ni se relacionó apenas con ellos. No por eso puede decirse que haya sido más o menos ruso: en este punto las opiniones son tan contrapuestas que quizá resulte preferible no entrar en la polémica. Fue un hombre dotado de un peculiar sentido de lo trágico, dominador de los recursos de la orquesta como todos sus compatriotas de la época, autor, como la mayor parte de ellos, de cuadros de ballet; pero también fue el más europeo en sus concepciones técnicas, romántico a ultranza (se le llama «el último romántico») en su deseo de verter a la música los sentimientos más profundos de su alma, y en el hecho de que haya cultivado con preferencia el género de la sinfonía. Tchaikowski no fue un hombre feliz aunque tampoco fue tan infeliz como él quiso aparentar a través de su música. Tratemos de precisar un poco, porque este punto es importante. Ante todo: contra lo que suele afirmarse, la mayor parte de la música de Tchaikowski no es trágica, no lo son sus primeras sinfonías, no lo son sus conciertos, no lo son sus inspiradas y gratísimas piezas de ballet, y menos lo es, por ejemplo, esa brillante y patriótica obra que es la Obertura 1812 (en realidad es mucho más que una obertura). Y en segundo lugar, todo parece indicar que Tchaikowski necesitaba sentirse desgraciado para componer la música que prefería. En cierto modo, su caso puede compararse —¡con todas las diferencias que se quieran, que son muchas!— con el de Beethoven, que convirtió su vida en trágica lucha con el destino para buscarle una solución heroica. Tchaikowski, en cambio, no busca soluciones heroicas, sino trágicas, gusta de la tragedia, la necesita real o virtualmente para componer su música más sentida. Y no podemos decir que tal prurito fuera un subterfugio artificioso, puesto que a través del sentimiento trágico logró componer sus obras más inmortales. Si hubo un cierto fingimiento, lo único que nos cabe hacer es agradecérselo. Tchaikowski era tímido, introvertido, débil de voluntad, y se sentía siempre solo. Sus amigos le buscaron una mujer animosa: no congeniaron, y el matrimonio fue desgraciado. Más tarde se entablaría un curioso amor platónico entre el músico y la baronesa Nadezda von Meck, que mantuvieron una frondosa relación epistolar: la condición impuesta por la mística baronesa fue que no hubieran de verse nunca. Aquella correspondencia fue para Piotr Iliich un bálsamo reconfortante; cuando en 1892 la Von Meck decidió cortar la relación, a Tchaikowski se le hundió el universo entero. Escribió la Sinfonía Patética, y a los pocos días falleció.
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Tchaikowski es sin duda el músico ruso del siglo XIX más conocido y quizá también el más interpretado, porque a la brillantez de su orquesta une un profundo sentimiento que otros tal vez no tuvieron. El público reclama a Tchaikowski porque su música encanta en sus ballets o llega al corazón en las sinfonías románticas. Los críticos suelen aludir a su sensiblería, a ese «lirismo fácil» de que le acusa Henri Barraud. Y es cierto que posee recursos, digamos «industriales» o por lo menos repetidos, para despertar sensaciones. Pero si le conocemos, nos daremos cuenta con relativa facilidad de que el empleo de esos recursos es sincero, y de que Tchaikowski siente lo que musicalmente dice. Llora con llamativa frecuencia. Quizá tiene razón Mario Bertolotto cuando observa que «Tchaikowski es fácilmente entendido y percibido por las almas sencillas, mientras que muchos críticos le tachan simplemente de sensiblero sin llegar en realidad a comprenderlo». La música de Tchaikowski es quizá demasiado fácil, carente de entresijos intelectuales, y esto es tal vez lo que no se le perdona. Los ballets, La Bella Durmiente del Bosque, El lago de los cisnes, Cascanueces son obras bien conocidas, que encajan a la perfección en el clásico arte coreográfico llevado entonces a su máxima culminación por los rusos, en que destacan lo mismo su adaptación a la dinámica del género, que sus temas, unos deliciosos, otros levemente exóticos, y una suculenta instrumentación. Siguen representándose hoy con plena aceptación del público. Tampoco tienen nada de trágico —sí de romántico, que es distinto— los dos conciertos para piano, el primero de ellos el más conocido, quizá por la sugestión imborrable de sus primeros compases, uno de esos aciertos inexplicables que de vez en cuando surgen de la inspiración de un músico; o el concierto para violín, lleno de lirismo. El elemento trágico no surge en las primeras sinfonías, que están impregnadas de temas rusos: sentimentales y folklóricos, obras relativamente sencillas, en que todavía no se manifiesta la madurez del genio de Tchaikowski. La Cuarta hace oír en las trompetas una llamada apremiante que se repite en todos los movimientos, y que alguien ha comparado a «la llamada del destino» de Beethoven; se trata de una obra dramática, pero no todavía trágica. Cuando menos, la tragedia no asoma con toda su crudeza; se adivina a lo lejos. La Quinta ofrece también un tema que se repite en todos los movimientos, con una capacidad de transformación increíble: como que en uno es un gemido lúgubre, en otro un vals, y al final una marcha triunfal (conocidísima por todo el mundo): es por tanto una obra de dramatismo agónico, pero que se resuelve con una victoria radiante. Solo es trágica en verdad la sinfonía Sexta, llamada Patética, que es una confesión desgarradora de principio a fin: un fin (adagio lamentoso) que no quiere consuelo: es una de las páginas más tristes pero al mismo tiempo emocionantes de Tchaikowski y de toda la música de la época. También hay tragedia en los poemas sinfónicos. Romeo y Julieta es una obra relativamente breve e intensa, basada en la tragedia de Shakespeare. Francesca da Rimini se inspira en un pasaje de Dante, «nessun dolor», carente por completo de esperanza. Y Manfredo sigue la idea de un poema de Byron, en que contrastan los paisajes bellos y llenos de vida con la tragedia del héroe, que, perdido su amor, se siente sin pretexto para seguir viviendo, y «muere al caer el sol». En este Manfredo, un poema
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sinfónico extenso como una sinfonía, desigual, pero con pasajes de espléndido sentimiento, encontramos un espíritu que nos recuerda el de la Patética, pero con más heroísmo.
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Los escandinavos Cuando nos preguntamos qué tiene de escandinava la música de Grieg o de Sibelius nos encontramos con una primera dificultad: son músicas completamente distintas, diríase que opuestas. O es escandinava una o lo es la otra, nunca las dos a la vez. A no ser que admitamos varias Escandinavias, y eso está indudablemente más cerca de la verdad. Ahora bien, la música de Grieg es dulce y afectuosa, no nos recuerda la épica de los fiordos y las tempestades (la única vez que Grieg intenta representar una tempestad, falla notablemente), y menos nos sugiere la tierra de los vikingos y de los audaces balleneros. Por lo menos Grieg recurre con frecuencia a danzas noruegas. En cambio, en Sibelius no hay ninguna danza finlandesa, y aunque uno de sus poemas sinfónicos se titula nada menos que Finlandia y se considera un símbolo nacional, nada específicamente finlandés encontramos en él. El músico de la tierra de los fiordos y los vikingos es lírico, el de la tierra de los pacíficos lapones y las llanuras de bosques y lagos tranquilos es épico. Nuestras dudas acerca de lo que sea la «música escandinava», o por qué es esencialmente escandinava, persisten, y nos hacen dudar una vez más de la llamada música nacional. Y sin embargo, la música de Grieg y de Sibelius es nacional por lo menos en el sentido de que fueron auténticos patriotas y de que compusieron pensando con toda el alma en su tierra. — Edvard Grieg (1843-1907), es, junto con el poeta Bjorn Bjorson y el dramaturgo Heinrich Ibsen, uno de los grandes representantes del renacimiento cultural noruego de la segunda mitad del siglo XIX. Los tres se entendieron perfectamente y colaboraron en algunas obras. Grieg se formó como músico en Leipzig, y sus primeras composiciones, una sinfonía de juventud, o el precioso concierto para piano y orquesta, son simplemente «música europea», o si se quiere germánica. Solo a partir de los años 70 comenzó a escribir las danzas noruegas, y otras obras quizá no de carácter «nacional», pero sí muy suyas, dulces, profundamente líricas, muy poéticas. Entre ellas se entreveran unas 150 canciones para voz y piano, todas de una belleza exquisita, la llamada precisamente Suite Lírica, las Melodías elegíacas, Paz en el bosque, y las grandes suites que le hicieron famoso: La Suite Holmberg, Sigurd Jorsalfar y Peer Gynt. Grieg era un hombre menudo, tímido, nada lanzado a la amplia vida social, casado con una soprano, Nina Hagerup, una mujer de carácter que fue su perfecto complemento, y supo empujarle hacia sus más ambiciosas empresas. En Lofthus, en una casa de madera rodeada de un paisaje encantador, supo encontrar Grieg su inspiración, muy a tono con aquel ambiente. La Suite Holmberg está escrita en honor del dramaturgo Ludwig Holmberg, cuyo centenario se celebró en 1884. Es una suite barroca, compuesta a «estilo antiguo», que Grieg imita muy bien, pero a la que transmite, sin estorbarla en absoluto, su modernidad y su estilo especial. Sigurd Jorsalfar es un intento de reducción a ópera de la obra homónima de Bjorson. Grieg era demasiado sencillo para componer una ópera, y la redujo a una suite en la que también está ausente lo heroico —tampoco Grieg era muy
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propenso a esas cosas—, pero que tiene el sabor de lo legendario y sobre todo una bella melodía. Bjorson no quedó satisfecho de la reducción de su amigo, y Grieg se asoció a Ibsen. Trató de convertir en ópera la obra maestra de éste, Peer Gynt. Peer Gynt es un personaje muy característico del simbolismo de Ibsen, mezcla de todas las virtudes y de todos los defectos del ser humano, que vive todas las experiencias posibles hasta regresar, arrepentido, a su tierra, a su principio. Sin embargo, quizá el máximo acierto de Peer Gynt sea el retrato de las distintas mujeres que intervienen en la acción —todas distintas—, a las que Grieg supo encontrar genialmente su música. Peer Gynt, ya una obra difícil para el teatro, es prácticamente imposible de ser convertida en ópera. Una vez más, Grieg recurrió a la forma de suite, con una serie de números, unos puramente orquestales, otros con voz humana. Con todo, Ibsen bien pudo quedar satisfecho de la adaptación, porque Peer Gynt es la obra maestra de Grieg, encierra una buena parte de la filosofía del original, y su retrato de las mujeres es realmente extraordinario. Por supuesto, lo que más destaca en la suite musical es el lirismo, con piezas de una belleza extraordinaria, pero también la ambientación es la adecuada. Posiblemente es la obra de Grieg que con más frecuencia podemos escuchar. ¿Lirismo?, ¿dulzonería?, ¿música acaramelada? Precisamente Debussy comparaba la música de Grieg con «un caramelo rosa relleno de nieve». Es lógico que una música eminentemente melódica y sin complicaciones intelectuales, compuesta en el mismo quicio del siglo XX, haya desatado en ocasiones la inquina de los críticos. Grieg es dulce, no puede ser otra cosa, y como tal hay que tomarlo. Pero en absoluto es acaramelado, y mucho menos amanerado. Su música es sencilla, sin rebuscamientos. La melodía, siempre inspirada, a veces concebida con una belleza que fascina, no tiene absolutamente nada de convencional. Y sabe utilizar los recursos de la orquesta moderna sin necesidad de llegar en ningún momento a la estridencia ni mucho menos a la agresividad. Él mismo se defendió con estas palabras: «los grandes músicos levantaron catedrales de una presencia majestuosa. Yo me he limitado a construir casas para los hombres, a fin de que se sientan felices y a gusto en ellas». Una confesión de humildad que realza al mismo tiempo la mejor de sus virtudes. En esas casas sencillas, pero que no tienen nada de vulgares, hay una hermosura exquisita, cristalina, y «ese algo sin contaminar», en expresión de Fernández Cid, que lo diferencia de otros autores de su época, y que demuestra que lo natural y sencillo puede encerrar también valores de una belleza que no marchita. — Jan Sibelius (1865-1957) es la antítesis de Grieg. Finlandés fuerte, macizo, de aliento épico, se formó también en Europa central, pero, una vez convertido en un gran músico, regresó a su patria y trató de encontrar en ella una fuente de inspiración. Y ciertamente la encontró. Pero no nos preguntemos de nuevo: ¿en qué es finesa la música de Sibelius? Porque la respuesta es imposible o casi imposible. Aliento épico, orquesta poderosa (puede recordar a Wagner, también a los mejores rusos, pero siempre con rasgos de originalidad muy personal), un descriptivismo muy vivo que nunca sabemos lo que describe, algunos fragmentos líricos que recuerdan canciones populares, pero, por mucho que busquemos, no encontraremos canciones populares parecidas, ni en Finlandia
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ni en ninguna otra parte. Podemos imaginarnos bosques umbríos, lagos helados, desenfrenadas carreras en trineo en noches de luna bajo la persecución de los lobos…, porque sabemos que Finlandia es así. Pero nunca podremos comprobar qué es lo que quiere decirnos Sibelius: «he preferido siempre hacer hablar a mi música en vez de hacerlo yo». Lo cierto es que con aquella poderosa capacidad expresiva, utilizando todos los recursos de la orquesta, encontrando siempre frases originales que no parecen tener solución y alcanzan finalmente una desembocadura gloriosa y deslumbrante, se convirtió en el gran cantor de Finlandia, en el símbolo de su patriotismo irredento. Finlandia era —a fines del siglo XIX y comienzos del xx— un Gran Ducado dependiente del imperio ruso. El nacionalismo finlandés despertó, como todos, en la edad romántica. Ya en 1835 Elías Lönnrot publicó el Kalevala, una colección de leyendas y sagas de inspiración popular, que estaba pidiendo a gritos que la pusieran en música. Pero algunos compositores carentes de la necesaria formación no consiguieron gran cosa. Sibelius sí era capaz. En 1892 publicó En Saga («una saga»), un poema sinfónico de épica robustez, que entusiasmó a sus compatriotas y le convirtió de buenas a primeras en el bardo nacional. No se sabe qué representa aquella saga, qué escenas o situaciones pretende sugerir, si es que se basa en motivos de inspiración concreta, que tal vez no se base en nada. Puede y debe escucharse como música pura: es suficiente. Más tarde surgió una serie de cuatro poemas sinfónicos enlazados sobre la figura de Lamminkainen, uno de los héroes del Kalevala. Aquí podemos imaginar algo a través de los títulos: por ejemplo, El Cisne de Tuonela, el cisne negro que surca lentamente las aguas del Lago de la Muerte (la música es ominosa, pero magnífica), o El regreso de Lamminkainen, que nos recuerda esas carreras en trineo cortando estrías de hielo que tanto parecen gustar a Sibelius: aunque en concreto es imposible asegurar nada. En 1899 apareció Finlandia, un poema sinfónico más breve, pero condensado al máximo, en que alternan pasajes épicos entonados por los grandes instrumentos de metal y otros líricos, que cantan los de madera o las cuerdas: sin duda no significa nada, como no sea un símbolo del alma de Finlandia; pero aquella obra magnífica consagró definitivamente a Sibelius como el gran cantor de su tierra. Precisamente el entusiasmo despertado le costó problemas con las autoridades rusas y Sibelius decidió pasarse al campo de la sinfonía. Sin necesidad de cambiar gran cosa su estilo, porque sus sinfonías tienen siempre algo de poemas sinfónicos —eso sí, de gran desarrollo—, y las dos primeras por lo menos muestran el aliento épico de siempre. En ellas, más que nunca, se muestra el estilo de composición por fragmentos, que en un principio aparecen aislados, apenas insinuados, alternados de manera casi caótica, hasta que en un proceso lento pero siempre progresivo, va enlazando esos fragmentos, los asocia cada vez con más sentido del conjunto, hasta llegar a un clímax de plenitud y gloria que culmina magníficamente en la apoteosis final. Solo entonces se descubre que cada elemento tenía significado ya desde el principio. Y con qué magnificencia definitiva termina la composición. Un vez explicó Sibelius su teoría «fluvial»: «mis sinfonías son como un río, formado al principio por pequeños arroyos, que se van
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fundiendo uno con otro: hasta que el río se hace ancho y potente, y busca finalmente su triunfal desembocadura». Las dos primeras sinfonías poseen un empuje irresistible: la Segunda, sobre todo, sigue perfectamente la concepción «fluvial» y es una obra plenamente lograda. Luego, parece como si Sibelius reconociese que ha realizado una música suculenta, desbordante, excesiva, y quisiera moderarse. En la Tercera y la Cuarta busca nuevos caminos, la música se hace más moderna y al mismo tiempo menos pretenciosa, más ascética. En la Quinta vuelve Sibelius a los acentos épicos, aún sin desgañitarse nunca. La Sexta y la Séptima tienen mucho de poemas sinfónicos, por lo que se refiere a su construcción, pero ya se ha abandonado para siempre lo épico y glorioso. La Séptima, breve y en un solo movimiento, es una obra espléndida, por lo que se refiere a su construcción y su técnica. Con todo, parece como si Sibelius quisiese convertirse en «un músico del siglo XX» sin conseguirlo del todo: no es aquel su mundo. Tras un largo silencio, escribió en 1926 su último poema sinfónico, Tapiola, inspirado en la figura de Tapio el dios de los bosques: es una obra otoñal, aunque dotada de una técnica prodigiosa, en que los temas se suceden casi siempre a media voz, hasta alcanzar su plenitud en el último momento. Luego, el silencio. Le quedaban treinta y un años de vida. Sus posibilidades creadoras no tenían por qué haber disminuido. Pero se sintió incapaz de adaptarse a los tiempos. Rossini, recordemos, dejó de componer a la mitad de su existencia, porque no podía adaptarse al romanticismo. Sibelius tuvo que callarse porque no encajaba en la música del siglo XX, y no quiso seguir componiendo en un estilo anticuado que ya empezaban a criticarle. Los siglos pueden con los músicos, por buenos que los músicos sean.
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Algo sobre los españoles Beethoven escribió un delicioso bolero sobre un tema que le proporcionó un amigo inglés; Glinka, una jota aragonesa que, la verdad sea dicha, de aragonesa no tiene mucho; Liszt, una Rapsodia española; Rimski-Korsakov, el Capricho Español, Lalo, la Sinfonía Española (en realidad, para violín y orquesta), Bizet compuso una ópera española, Carmen, en que trata de recoger los más típicos aspectos de lo español, incluidos toreros y bandoleros. En el siglo XX, Debussy (Iberia) o Ravel (la hora española o su célebre Bolero), profundizarían más, aun recayendo en los aspectos más típicos, por no decir tópicos. España fue así una fuente de inspiración, en ese deseo de los músicos europeos de la segunda mitad del siglo XIX de buscar lo exótico, lo peregrino, lo distinto. Pusieron así de moda lo (presuntamente) típico-tópico español, aunque es posible que no hicieran ningún favor a España ni a la música española. El mismo Ravel, que nació al mismo borde de la frontera (San Juan de Luz) y que conoció España como ninguno de los otros, comentó una vez: «la música española no existe: es en una parte mora y en nueve partes italiana». Hay motivos para pensar que no acertó del todo, aunque tiró por aproximación. La música «típica» —ni siquiera la más artificiosa música «tópica»— española no se parece a la «mora», es decir, la magrebí. Los orígenes del flamenco, especialmente en su versión más profunda y misteriosa, el llamado «cante jondo» o «cante grande» son muy discutidos, y pueden tener relación con el folklore gitano, mucho más que con la música del norte de África. Por otra parte, los orientalismos de la música europea solo tangencialmente tienen una relación con lo árabe (tampoco con lo persa, con lo hindú, con lo chino): son en gran parte producto de una convención. Podríamos preguntarnos con cierta lógica hasta qué punto la «música española» de los europeos tiene un cierto porcentaje convencional, por más que tome elementos de nuestro folklore. Y una pregunta aún más comprometida, que conviene formular con la máxima prudencia: ¿hasta qué punto también la música española compuesta por españoles en el siglo XIX (españoles que aprendieron técnica musical en el extranjero, singularmente en Francia) responde al mismo tópico aprendido fuera? Luis Asenjo Barbieri (1823-1894) fue un excelente musicólogo e investigador, buceó en las raíces de nuestra música antigua y transcribió el Cancionero de Palacio, que puso al descubierto lo más auténtico de nuestro siglo de oro. Pudo haber desempeñado un papel similar al de Glinka en Rusia, pero no le acompañó el éxito. No encontró seguidores, no vio a su alrededor una especie de «aliento nacional» como en otras partes, y él mismo acabó componiendo… zarzuela. Es difícil explicar por qué España no sintió con el romanticismo el aguijonazo nacionalista que conmovió a otros países. No se despertaron leyendas del pasado, no se mitificó a viejos héroes de la historia patria, la poesía, la novela, el drama, la pintura, no tomaron como tema las glorias del pasado. Una especie de complejo semivergonzoso por ese pasado dificultó que también la música buscase su propia identidad histórica. Por
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supuesto, no fue esa la única causa de que el nacionalismo musical español, si existió, ignorase lo legendario, lo heroico. La verdad es que la extraordinaria tradición musical mantenida hasta mediados del siglo XVII se rompió y apenas tuvo continuidad. Los esfuerzos de Bretón de los Herreros o de Barbieri tampoco encontraron el eco adecuado. Los grandes músicos españoles no llegaron a serlo sino después de viajar y aprender en el extranjero. Y quizá lo que aprendieron allí fue el tópico español imaginado desde fuera. La segunda sugerencia que nos presta la observación de Ravel fue el influjo italiano. Sin duda está pensando, sin mencionarlo, en el género de la zarzuela, el «género chico», como se le llamó, quizá por desgracia, para restarle alas. La zarzuela en sí no tenía nada de italiana. Había nacido en el siglo XVII —en el palacio de ese nombre— como una forma de teatro mitad declamado, mitad cantado. Fue netamente española, y a ella contribuyeron tanto buenos literatos como buenos músicos. Lope de Vega, por ejemplo, escribió zarzuelas. En el siglo XVIII se mantuvo la tradición en forma de «tonadilla escénica». Por 1830, después de una generación llena de crisis, Bretón de los Herreros o Tomás Genovés intentaron resucitar la zarzuela como un género de música nacional seria. No encontró gran aceptación. ¿Faltaron grandes autores, o falló la audiencia? Por entonces, sin embargo, triunfó la ópera italiana: la gracia fina y pegadiza de Rossini se impuso en los gustos. Desde entonces, la zarzuela no pudo triunfar sino en forma de una versión más popular y más fácil de la ópera italiana. No por los argumentos, casi siempre más castizos y menos trascendentales; sino por su forma de música, por sus desplantes y sus recursos escénicos, eso sí, popularizados para la comprensión general. La gente de la buena sociedad seguía acudiendo a la ópera italiana. La pequeña burguesía o las clases artesanas acudían a la zarzuela, que llegó a disfrutar de una popularidad inmensa. La demanda impuso su ley. Tomás Bretón (1850-1923) intentó crear una gran ópera española con Los amantes de Teruel . El fracaso estrepitoso de público le condujo a… La Verbena de la Paloma. Ruperto Chapí (1851-1908) quiso componer otra ópera seria, también histórica: Roger de Flor. A nadie interesó, y Chapí se pasó a La Revoltosa. Habría que formularse una última pregunta: la de si fue la exigencia del público la que relegó la zarzuela a ese puesto secundario y un tanto facilón que ocupó en la historia de la música española. Y precisémoslo: nuestros zarzuelistas no fueron compositores infradotados, ni mucho menos: desde Arrieta, quizá el que mostró mejores condiciones técnicas, hasta el ingenuo pero ingenioso Chueca, que apenas sabía escribir música… y hubo de «dictar» cantando o tarareando sus deliciosas y castizas ocurrencias para que otros las pasasen al papel pautado. Es ya clásica la sentencia de Federico Sopeña según el cual la zarzuela malogró muchos talentos musicales, que en otros campos hubieran llegado muy lejos; pero el «género chico», con su enorme atractivo, les obligó a —o les aconsejó— bajar su punto de mira. Tampoco sería justo calificar a la zarzuela de género vulgar, zafio y mostrenco. Tiene su ingenio, sus recursos sabrosos y llenos de encanto. La zarzuela, como tantos otros legados de la época de la Restauración, ha sido objeto de una crítica implacable, al punto de que lo «zarzuelero» es sinónimo de lo chabacano. No es digna de
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desprecio. Por lo menos, movió las fibras sensibles de muchos españoles durante dos o tres generaciones. — Isaac Albéniz (1860-1909) fue el primer gran representante de la música española propiamente dicha. Magnífico pianista, todo fuego y pasión, con una capacidad enorme por entusiasmarse con aquello que encontraba, y de obtenerle el máximo partido con su rica imaginación, viajó por distintos países de Europa para mostrar sus cualidades y al mismo tiempo para aprender. Recaló finalmente en París, donde conoció a los grandes músicos franceses, y singularmente a Debussy; y fue allí donde, paradojicamente, se convirtió en el músico español por excelencia. Como era de esperar, por influjo de los franceses su españolismo se identificó en gran parte con el orientalismo a que aquellos eran aficionados. No deja de resultar llamativo —aunque no hemos de juzgarlo escandalizante— que un catalán de apellido vasco se considerara «moro» y tomara como símbolo la guitarra, que no sabía tocar. Sus obras fueron compuestas siempre para piano, que otros le instrumentaron. Cierto que el piano de Albéniz, como el de Mussorgski, lleva en sí una «intención instrumental» indiscutible. Albéniz conocía perfectamente bien la música popular española, y el espíritu que latía en cada una de sus regiones; de aquí que los orientalismos no fueran en él tan exagerados ni tan tópicos como en los franceses. Prefirió la música andaluza, alegre, animada, graciosa: apenas puede adivinarse en algún pasaje el flamenco. Pero en su Suite Iberia hay tonadas catalanas, asturianas, aragonesas, en un recorrido por el suelo ibérico que no es completo, pero que no se limita a un rincón: siempre con gracia y atractivo, no siempre con absoluta fidelidad, que tampoco es en este caso exigible: Albéniz insinúa, sitúa, sin necesidad de copiar literalmente los ritmos. Para uno de los grandes comentaristas del siglo XX, Adolfo Salazar, «Albéniz, poderosamente intuitivo, que inventaba un lenguaje español mejor que lo reproducía, contribuyó a formar la idea musical de una España pintoresca». Auténtica o no, esa música es agradable, rica e imaginativa. — Enrique Granados (1867-1916), también catalán, fue el contrapunto de Albéniz. Con menos empuje, pero más sutileza, buscó lo español sin acudir al tópico. Una visita al museo del Prado le hizo descubrir a Goya y el elemento popular que late en su pintura. Así, se basó más en la historia que en lo exótico. Goyescas trata de recrear en cierto modo las vivencias castizas españolas del siglo XVIII. Algo por el estilo se advierte en las Danzas españolas o Las majas enamoradas. Quizá si hubiera podido profundizar más, hubiera podido penetrar en la tradición histórica española y obtener de ella algo útil. Murió prematuramente, durante la primera guerra mundial, cuando el barco en que viajaba fue torpedeado por un submarino.
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Y algo sobre los franceses En España hubo intentos, bien encaminados o no tanto, pero conscientes, de encontrar una música nacional. En Francia no hubo esos intentos. La Francia de la segunda mitad del siglo xix trató de destacarse por su finura y por su estilo, frente a la organización, la fuerza y el empuje industrial de los alemanes, o frente al expansionismo universal de los ingleses; pero no parece que ese prurito de distinción intelectual alcanzase a la música. La época de Napoleón III, una belle époque caracterizada por la vida fácil, disfrutó también con la música fácil, a veces facilona, de Delibes u Offenbach. Hubo felices excepciones, como la de Charles Gounod, (1818-1893), que hizo una música fina, distinguida, manifiesta en óperas de buen gusto, como Fausto o Romeo y Julieta, de una belleza quizá falta de genio. Tras él, Georges Bizet (1838-1875) marchó por otro camino, buscando lo típico y lo popular, eso sí, con gran expresividad y con sentido de la originalidad. Carmen fue una ópera que se introduce en lo más rebuscado del ambiente español (basada en un drama de Mérimée), pero lo hace con toda la fuerza y el dramatismo que la acción requiere, y con una música, si no muy auténtica, expresiva y pegadiza. Carmen tuvo un éxito arrollador en Francia, y pronto en el resto de Europa. La siguiente ópera de Bizet, que se refugia en el tipismo de una región de Francia, La Arlesiana, no fue tan bien recibida. Bizet buscó lo típico, pero no con ello una música «francesa» propiamente dicha. Su pronta muerte nos ha impedido saber a dónde hubiera llegado. El nacionalismo francés se puso un poco más de manifiesto tras la caída de Napoleón III y la proclamación de la III República. Fue justamente en 1871 cuando se fundó la Société Nationale de Musique, «para difundir las obras serias de los compositores franceses». Era la época en que la obra de Wagner inundaba gloriosamente toda Europa, y en París discutieron con violencia —en momentos casi hasta llegar a las manos— wagnerianos y antiwagnerianos. Los grandes dramas musicales encerraban ese «nuevo mensaje» que ya en muchos ambientes musicales se estaba buscando; pero por otra parte, Wagner era alemán y magnificador de las tradiciones alemanas…, justo cuando los alemanes acababan de humillar a Francia en la guerra de 1870. La «Société» nació en gran parte para crear una música específicamente francesa. Sus fundadores, Saint-Saëns, Massenet, Fauré, fueron músicos de alto valor intelectual, finos y penetrantes, quizá no geniales. Sin duda quien con más empeño buscó la «nueva música» no fue un francés, sino un belga, Cesar Franck (1827-1890), residente en Francia desde los 24 años, y profesor en el conservatorio de París. Amable, pero tímido, introvertido, soñador, muy religioso, gran organista… en muchos aspectos se parece a Bruckner, pero fue más intelectual que él. La reacción contra el ambiente del conservatorio le hizo ser intencionadamente menos «escolástico», como entonces se decía: menos aficionado a seguir las normas convencionales, casi oficiales, que allí se enseñaban, sin perder por eso el sentido de la belleza y del rigor.
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La misión que se impuso Franck era muy difícil. Tenía que romper no solo con la música clásica, sino con la romántica, sin abandonar por eso los valores permanentes de la música: al fin y al cabo se consideraba infinitamente respetuoso con el arte. Su obra tenía que ser una lucha denodada, pero no podía ser una lucha romántica, porque rechazaba los supuestos del romanticismo. Tenía que lograr algo titánico y frío a un tiempo. Así salió la más famosa de sus obras, la Sinfonía en Re, culminada después de una gestación muy laboriosa en 1888, dos años antes de su muerte. La Sinfonía en Re se ha convertido en una de las piezas «clásicas» de la música, precisamente porque no es clásica ni romántica, pero sí seria y rigurosa. No resulta brillante, ni tampoco exótica. Un oyente poco experimentado no se da cuenta de que Cesar Franck cambia continuamente de tono, pero lo hace con una técnica, que no rompe la fluencia natural de la música. No hay fijación tonal, pero tampoco ese recurso «contemporáneo» que es la atonalidad. Hay temas, pero estos temas se repiten como recuerdos en los sucesivos movimientos, hasta que al final suenan todos juntamente. Franck rompe esquemas, pero no rompe con la lógica, con la construcción ni con la belleza. Realmente, su sinfonía no gustó a muchos conservadores porque la consideraron demasiado «moderna». Tampoco gustó a los más rupturistas porque la consideraron poco revolucionaria. Su historia fue la historia de un fracaso, y Cesar Franck, un músico capacitado y honesto, pero no genial, debió ser consciente de ello. Por eso vale la pena, hasta resulta emocionante, escuchar la Sinfonía en Re de César Franck, una sinfonía en la forma más bien fría, pero que representa la lucha desesperada por alcanzar lo nuevo sin perder el respeto a lo de siempre. Franck no consiguió su objetivo, bien es verdad que nadie lo consiguió plenamente tampoco.
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El verismo italiano La ópera tuvo algo de género musical italiano, y hasta en alguna de las compuestas por Verdi un cierto sentido patriótico. En las de fines del siglo XIX, cuando se busca la música nacional en muchas partes de Europa, los italianos siguen componiendo óperas, y no precisamente con sentido nacionalista. Si algo tiene que ver la ópera italiana con la música que se compone en Rusia, en Noruega, en Bohemia, en España, no es la búsqueda de lo peculiar, sino de lo popular. ¿Qué es lo que ha ocurrido? Periclitado el romanticismo, se impone el realismo. La pintura, la novela, el drama, no eligen héroes o palacios, sino escenas de la vida corriente: y —¿quizá por imperativo de un prejuicio?— cuanto más «corriente» es el escenario, el ambiente o la acción, más realista parece la obra. La ópera italiana sufrió también las exigencias del realismo, (el «verismo», como llamaban los italianos al nuevo estilo),y sufrió una transformación que pudo ser traumática, pero que los autores supieron resolver con indudable talento. La ópera, dramática por excelencia, tuvo que prescindir de reyes, héroes, personajes famosos o esclavas etíopes, para buscar una acción en que los protagonistas son seres vulgares y corrientes, y, de acuerdo con las exigencias de la moda, lo más vulgares y corrientes que imaginarse pueda: titiriteros, aldeanos incultos, bohemios sin medios, artistas arruinados. Con este material humano, no parece posible mantener la grandeza dramática de la obra. Sin embargo, los operistas italianos eligieron personajes y situaciones «veristas», pero siguieron componiendo música romántica. Ahí está el secreto del sorprendente éxito mundial de la ópera italiana de fines de siglo. — Ruggiero Leoncavallo (1858-1919) fue un operista napolitano prácticamente desconocido, hasta el punto de que hubo de ganarse la vida como pianista de café. Todo cambió cuando, en 1892, mediada ya su vida, presentó Pagliacci («Payasos»), una obra protagonizada por un grupo de vulgares cómicos que van de pueblo en pueblo representando escenas guiñolescas, que sin embargo recuerdan situaciones de su misma vida: risa o llanto, pero sin que la realidad y la ficción coincidan. La necesidad de hacer reír cuando acaba de desencadenarse la tragedia («ridi, pagliaccio») es tan profundamente romántica como las situaciones creadas en su tiempo por Verdi: y este contraste entre ficción y vida, entre vulgaridad y drama, es tal vez el secreto de una obra de éxito mundial. Leoncavallo fue incapaz de repetir su éxito, pero Pagilacci consagró su fama para siempre. — Pietro Mascagni (1863-1945) fue también célebre por una sola ópera, Cavalleria Rusticana, un drama rural que se desarrolla en un ambiente sórdido, en que se hace necesaria una venganza. La acción es lo de menos, y lo que atrae al público es la bellísima música. El entreacto es una pieza extraordinaria. Mascagni se hizo famoso en toda Europa, especialmente en Alemania. Quizá por eso escribió después L’amico Fritz, que obtuvo un mediano éxito. Las demás óperas que compuso Mascagni fracasaron estrepitosamente. Si Leoncavallo vivió de las rentas de Pagliacci, Mascagni disfrutó su
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larga vida con las de Cavalleria. Es un caso único en la historia: dos compositores fueron famosos por ser autores de una ópera cada uno. — No es este ciertamente el caso de Giacomo Puccini (1858-1924). Era organista, pero una representación de Aida en Pisa, le condujo irremediablemente al mundo de la ópera. Puccini siguió el camino del verismo, escogiendo argumentos extraídos de la vida corriente, pero su prodigiosa facilidad para una melodía capaz de llegar al corazón le convirtió en el músico más aplaudido de fines del siglo XIX… y de comienzos del siglo XX. Manon le catapultó del anonimato a la fama. La Boheme (1896), recoge la vida de dos artistas arruinados que viven en una mansarda de París y se enamoran de una vecina tuberculosa. Tosca (1900) recrea los amores desgraciados de un conspirador fracasado. En 1904 escribió Madame Butterfly, que busca lo exótico sin renunciar a la belleza de la melodía. La acción es si se quiere tan vulgar como las otras, pero representa, quizá por primera vez, un encuentro de civilizaciones. Un marino americano se enamora de una «geisha» japonesa, y lo que para uno es un juego, para otra es un caso de amor definitivo y admirable fidelidad. Puccini utiliza de vez en cuando fragmentos melódicos japoneses, que enlaza increíblemente con su propia melodía. Madame Butterfly entusiasmó tanto como las óperas anteriores. Puccini, en la cumbre de la fama, viajó a Estados Unidos, y allí presentó La fanciulla del West, una especie de «western» sentimental que volvió locos a los americanos, aunque no triunfó en Europa. Como resultado de su éxito en el Metropolitan, se compró un automóvil, y fue el primer músico de la historia que sufrió un grave accidente de tráfico. Más tarde —corría ya el siglo xx— realizó otros audaces ensayos: por ejemplo, Gianni Schicchi, una especie de comedia americana con personajes del siglo XII. Los críticos la consideran la mejor de sus obras, aunque no se representa casi nunca. Tiene algo de genial y bastante de irracional, y los aficionados a la ópera tienden por lo general a «lo de siempre». Era, una vez más, el problema del siglo XX. Puccini regresó entonces a lo oriental, con una ópera compleja y exótica, Turandot, que no logró terminar. Los seres humanos, insensibles a los cambios, siguieron siendo felices con la belleza inigualable de las melodías de las grandes óperas de Puccini.
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La revolución del siglo XX
De pronto, al cambiar el siglo, la música experimenta un salto inesperado que busca derroteros muy distintos a los frecuentados hasta entonces. El cambio es paralelo a toda una revolución de las corrientes estéticas y a las mismas ideas, una revolución hasta cierto punto sin precedentes, puesto que no va solo contra las realistas del positivismo, ni contra la tradición romántica, ni contra el sentido clásico, sino contra todo lo anterior. No se contenta con lo hecho hasta entonces, quiere romper las tradiciones, las tendencias y las concepciones existentes, entonces o antes de entonces, para buscar caminos radicalmente nuevos. Posiblemente, en la historia de la literatura, del arte, de las ideas mismas, jamás ha habido un movimiento que haya aborrecido con tal fuerza el pasado, que haya querido prescindir de él, para lanzarse a una aventura de búsqueda de algo radicalmente «nuevo» y radicalmente «distinto». Se ha relacionado en primer término este torrente rupturista con una reacción contra el positivismo, esa mentalidad de la segunda mitad del siglo XX que se basaba en la absoluta y dogmática confianza del hombre en su razón y en el progreso necesario que el uso de esa razón representaba. El positivismo es una era histórica en que el hombre de la cultura occidental se siente seguro de sí mismo y de sus posibilidades, en que cree haber alcanzado supremos criterios de certeza merced a sus logros científicos y técnicos capaces de conducirlo a un mundo cada vez mejor y más perfeccionado. El positivismo, la actitud positivista representa por tanto una era optimista que cree en un futuro necesariamente mejor, y cada vez mejor. Sin embargo, llega el siglo XX, y el hombre civilizado comenzó de pronto a dudar de sí mismo, de su razón y de su progreso. Sus seguridades de antaño se derrumbaban estrepitosamente. Se ha dicho que esta crisis de conciencia está relacionada con una no menos grave, angustiosa crisis de la ciencia. La ciencia era, desde los tiempos de Comte, «la nueva religión de la humanidad», una fuente de seguridades absolutas. Nada podía ir contra la ciencia. Y de pronto los científicos comenzaron a descubrir principios inquietantes. Einstein formuló la teoría de la relatividad, que venía a romper con sus supuestos clásicos. Mach puso en duda que los fenómenos ocurrieran en virtud de una relación causa-efecto, y acabó con el concepto eterno e invariable de ley física: realmente no hay ninguna ley que se cumpla siempre, y por tanto no puede ser considerada «ley»: nunca podremos estar seguros de que determinada ley de la naturaleza se cumplirá. Planck halló el quantum o átomo de energía, y el estudio de la mecánica cuántica rompió el concepto de continuidad y el de movimiento; las partículas no se desplazan, sino que
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dejan de existir en un punto y comienzan a existir en otro. Sobre todo, las cosas no son como las vemos, tienen un comportamiento que no podemos en absoluto comprender, sino, en todo caso, formular, aunque lo que sucede, sucede sin que se sepa por qué. Toda la seguridad de la ciencia se venía de pronto estrepitosamente abajo. La pretendida «nueva religión de la humanidad», tan razonable, tan explicable, era un cúmulo de misterios a cuyo fondo no se podría llegar jamás. Sobrevino así lo que Gaston Bachelard ha llamado «la angustia de la ciencia». ¿Tiene que ver esta angustia con otras angustias propias del siglo XX? Y concretamente, la desaparición espectacular de las certezas científicas, ¿puede tener relación con las nuevas y revolucionarias corrientes del arte? Se ha dicho que Bracque, uno de los padres del cubismo, era amigo de un físico relativista. Pero este dato no es suficiente para explicarnos que la crisis de las ideas estéticas derive de los problemas que sorprendieron a los sabios. Raramente los literatos, los poetas, los pintores, los músicos, se refieren a estos problemas, que seguramente no llegaron a conocer jamás, o conocieron muy superficialmente, al punto de no interesarse gran cosa por ellos. La crisis del arte, y con ella la de la creación musical debe obedecer a otras causas: tal vez no objetivas como las de los científicos, que se encontraron con hechos que les dejaron desconcertados, sino más bien causas subjetivas. Por qué esta crisis sobrevino precisamente a comienzos del siglo XX es un hecho tan sorprendente como digno de estudio. Y no se trata, visto el panorama en su conjunto, tan solo de una rebelión contra el racionalismo positivista, tan lleno de lo que se consideraba entonces el «sentido común»; sino también contra las corrientes anteriores al positivismo, contra el sentido común de todos los tiempos, contra la razón y la lógica, contra lo explicable, y sobre todo contra todo aquello que pudiese oler a tradición y a norma. De aquí que la revolución estética de comienzos del siglo XX nos parezca mucho más profunda que todas las demás revoluciones del pasado. El prescindir de la continuidad histórica y de la norma tiene una consecuencia muy clara: la libertad creativa da lugar a muchas direcciones, a búsquedas de soluciones completamente dispares. Se tiende por tanto a la dispersión, cada artista va por su camino. De modo que es mucho más difícil hablar de escuelas. En otras épocas de la historia el románico, el gótico, el renacimiento, el barroco, el neoclásico, el romanticismo, el realismo, estuvieron vigentes en todas partes durante un tiempo más o menos prolongado, y no coincidieron con otras corrientes o con otras maneras de entender el arte. En el siglo XX se multiplican los «ismos» hasta el infinito: un «diccionario de los ismos» llega a mencionar hasta 200 corrientes distintas, y muchas de estas corrientes son simultáneas, se dan al mismo tiempo. No solo se rompe, casi obligatoriamente, con el pasado, sino que muchas corrientes coetáneas rompen entre sí, o se ignoran. La impresión que en determinados casos nos produce el arte del siglo XX es por tanto de desconcierto. Hay artistas que admiran por su genio, por su extraordinaria capacidad creadora; pero una gran cantidad de personas sienten hacia esos artistas más admiración que comprensión racional, tal vez porque es el suyo un arte no destinado a ser «comprendido» a ser un objeto de razonamiento y de explicación, sino de intuición.
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Ello supone inevitablemente un cierto divorcio entre creador y espectador (o entre creador y oyente). Una obra de arte contemporáneo puede impresionarnos, dejar en nosotros una huella de algo genial y profundamente original; más difícilmente puede provocar un sentimiento de identificación anímica con el artista. Un problema todavía mayor es la dificultad que en que se ven muchas personas, incluso personas cultas, a la hora de encontrar belleza en una obra de arte contemporánea, ya sea porque el artista no se ha propuesto expresar belleza, ya porque su concepto de la belleza sea muy distinto del que tiene el receptor. El concepto de belleza varió siempre, por supuesto, desde los tiempos de los griegos hasta los de los románticos; pero se mantuvo siempre dentro de unas coordenadas asimilables; cada corriente nueva podía despertar extrañeza, incluso desprecio en un principio, pero acababa al cabo de no mucho tiempo por ser asimilada y aceptada universalmente, porque nunca abandonó los presupuestos más elementales que se tenían acerca de lo que es lo bello o lo que es lo feo o desagradable. Cuando llega el siglo XX se rompe esta capacidad de asimilación, que permite a una mayoría de la sociedad acabar aceptando gustosamente las obras de arte que se nos ofrecen. Hay creaciones de hace cien años que se han quedado anticuadas, que ningún artista de hoy incluiría en su línea creativa, que sin embargo a un gran número de personas les siguen pareciendo «muy modernas» de suerte que sienten todavía dificultades para aceptarlas, para otorgarles un sí definitivo. No es fácil explicar la desconexión entre creador y público, ni precisar quién tiene la culpa de esta desconexión, si uno, el otro, o los dos… o ninguno. Quizá el motivo de la dificultad de comprensión estribe en la propia crisis de lo racional, y la propia duda sobre qué sea la razón, una duda que envuelve gran parte de la angustiosa crisis del siglo XX. Podemos imaginar en algún artista el prurito de llamar la atención, el snobismo propio de lo «distinto a toda costa», incluso el afán más o menos intencionado o malévolo de provocar, de «épater le bourgeois», como se decía en los ambientes artísticos de hace cien años. Pero sería seguramente un disparate y también una injusticia no ver en los caminos del arte contemporáneo el deseo de explorar horizontes nuevos, de abandonar las convenciones existentes para encontrar una manifestación artística más pura, más auténtica, o llena de posibilidades de expresión desconocidas en otros tiempos. La impresión que nos produce el arte de hace cien años —y también el de hoy— es la de «búsqueda». Que esa búsqueda haya rendido los resultados que los exploradores de nuevos caminos deseaban ardientemente es una cuestión que solo en tiempos futuros habrá de encontrar una respuesta definitiva.
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Aspectos de la música del siglo XX Para comprender el alcance de la revolución estética en el campo de la música del siglo XX es preciso tener en cuenta por lo menos dos circunstancias: — primera: la música, en cuanto estilo se encontraba retrasada respecto de otras artes, porque se mantenía fiel al romanticismo. La pintura o la novela habían abandonado las convenciones románticas para seguir una corriente nueva, el realismo, vigente en la segunda mitad del siglo XIX. La poesía no encontró posibilidades en el realismo, y desembocó pronto en el simbolismo, una filosofía estética que busca sugerir más que enunciar. La música, en cambio, seguía afincada en la filosofía romántica, que agradaba a los compositores y más todavía, a los oyentes. La música romántica llega al alma, expresa emociones, y las despierta en quien la escucha. No parece sino que con el romanticismo hubiese encontrado la música su auténtico hogar. No por eso dejó de evolucionar hacia formas cada vez más modernas y desarrolladas, como las que encontramos en Wagner, en Tchaikowski, en Sibelius: pero en el fondo siguió siendo la música un arte destinado a suscitar emociones. — segunda: la música es, fue siempre, un arte sujeto a normas: las «reglas», como se dijo durante mucho tiempo. Mozart, decíamos, supo desenvolverse dentro de las normas como el pez en el agua: qué maravillosa libertad la suya, sin necesidad de saltarse ninguna regla. Beethoven, el rebelde de cabellera alborotada, dijo que en música no hay una regla que no pueda ser quebrantada por la belleza; y, en efecto, su obra está llena de bellos quebrantamientos. Desde entonces nace un nuevo concepto de la música, que no solo está destinada a agradar el oído, sino a producir sensaciones o emociones: con frecuencia se hace disonante o agresiva, pero resulta heroica, trágica, ruge como la tempestad o está cuajada de misterio como la noche en medio del bosque. Pero después de cada transgresión en aras de la emoción, regresa la armonía, la deseable relación de unos sonidos con otros. El final de Tristán de Wagner, un pasaje casi atonal que termina en un acorde bellísimo entonado por los instrumentos de madera, es, entre otros muchos ejemplos, una muestra de cómo la expresión profunda no está reñida con la belleza. La música romántica es siempre esto: el arte de expresar sentimientos, a veces terribles, sin sacrificar esa expresión a las reglas supremas del arte. En música hay muchas reglas. Solamente en armonía hay más de mil. Y es que la conjunción de los sonidos, unos con otros, requiere mantener unas relaciones muy precisas. Si no se tienen en cuenta, caemos en la cacofonía, en sonidos desagradables, que parecen darse de cachetes entre sí. La melodía, la simple sucesión de sonidos, uno después de otro, parece incomparablemente más libre, espontánea, cantarina, menos «técnica» que la armonía. Y, sin embargo, la melodía procede de la misma relación amable entre las notas que caracteriza la armonía. Una sucesión de sonidos como la que puede producir el gato que se pasea sobre las teclas del piano no puede ser considerada en absoluto como «una melodía» (¡excepto precisamente para ciertos autores de «música
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contemporánea»!). En el siglo XX tienden a romperse, aunque no necesariamente en todos los casos, la armonía, la melodía, la forma, es decir, el esquema ordenado de las distintas partes del discurso musical, y la tonalidad. Haciendo o escuchando música nos hemos acostumbrado a una determinada jerarquía de notas. Dentro de esa jerarquía, hay una nota principal o «fundamental», que es como el punto de referencia; una pieza, ya sea una simple canción o una gran sinfonía, ha de terminar en la fundamental: lo estamos deseando, consciente o inconscientemente, y cuando escuchamos ese acorde final nos sentimos reconfortados: la obra ha terminado satisfactoriamente, como nosotros queríamos que terminase: y agradecemos que la música termine así. En el siglo XX llega un momento en que la música se hace atonal; cada nota tiene la misma importancia que las otras, y a eso llaman algunos «democracia musical»; pero muchos oyentes, especialmente los menos formados, experimentan ante la atonalidad una impresión de desconcierto, como de anarquía, sienten la falta, por consiguiente, de ese punto de referencia que nos permitía orientarnos. La música contemporánea se ha liberado de una serie de convenciones que han durado siglos, y que en gran parte son artificiales, consagradas por el uso; pero también es preciso tener en cuenta que la jerarquía entre las notas —y por consiguiente la melodía y la armonía— no es producto de un capricho, sino de un estricto orden matemático, desde los tiempos de Pitágoras. Y que el que la música resulte gratificante al oído tampoco deriva solamente de una convención, sino de una armónica distribución entre las partes. La ruptura con los viejos moldes puede constituir un avance, un romper barreras capaz de conducirnos a nuevos horizontes. Muchas personas bien compenetradas con el mundo de la música actual y con sus logros, pueden celebrar los nuevos hallazgos y vivirlos con admiración y enorme interés: no tal vez con placer, entre otras razones porque esa música no se propone ser placentera, sino «otra cosa»; pero para un número grande de oyentes resulta desagradable, o por lo menos exige un esfuerzo mental de comprensión —¡si es que de «comprender» se trata!—, que no compensa el tiempo empleado o el dinero gastado en acudir a la sala de conciertos o en la adquisición de un disco. De aquí que la música contemporánea, después de un siglo de búsquedas y experimentos, siga sin atraer al gran público, o lo haga en proporciones relativamente modestas o sin producir reacciones reconfortantes. Tal vez un día sea aceptada con el mismo entusiasmo que la que seguimos llamando «música clásica», pero ese día no ha llegado aún.
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La «otra música» La escasa aceptación que ha recibido la música del siglo XX por parte del público ha provocado dos fenómenos muy distintos, que conviene recordar para tratar de comprender un poco mejor los problemas de nuestra época. Por un lado, muchas personas que se consideran aficionadas a la música siguen acudiendo con gusto a las salas de conciertos, pero prefieren obras compuestas en tiempos anteriores. No ocurrió lo mismo en la época de los clásicos. En tiempos de Bach o Haendel, el público gustaba de las obras de Bach o Haendel, no las de compositores de otros siglos. En tiempos de Haydn o Mozart, la gente acudía a escuchar las composiciones de Haydn o Mozart mucho más que las de de Bach o Haendel, que habían pasado de moda. Cuando llegó Beethoven, su música pareció tan sorprendente, que en un principio suscitó críticas, aunque al final fue plenamente aceptada; como que el entierro de Beethoven, en 1827, fue más multitudinario que el de muchos emperadores. En la época de Brahms y Wagner el público estaba cordialmente dividido: unos preferían a Brahms y arremetían contra Wagner; otros adoraban a Wagner y sentían poca devoción por Brahms, pero unos y otros tenían su ídolo «contemporáneo». En los tiempos de Dvorak o Tchaikowski, la gente escuchaba con gusto a Dvorak o a Tchaikowski como representantes de una nueva generación. En el siglo XX, una mayoría de aficionados a la música van al teatro o encienden el tocadiscos para escuchar obras de… Bach, Haendel, Haydn, Mozart, Beethoven, Brahms, Wagner, Dvorak o Tchaikowski. Algunos ni siquiera han oído nunca a Xenakis o a Philip Glass. El fenómeno es absolutamente nuevo en la historia de la música, y bien merecería una reflexión. Por otra parte, las personas que no gustan demasiado de la música clásica, comoquiera que la música es una eterna compañera del hombre y difícilmente se puede prescindir de ella, buscan formas de expresión más ligeras, y se entretienen o hasta se entusiasman con ellas. Ser mantienen formas de música folklórica o popular, propia cada una de una zona o cultura determinada, aunque algunas de ellas, especialmente las que proceden de la América tropical o las afroamericanas, se han difundido por gran parte del mundo. Es en América, sobre todo, donde han cundido otras formas de música, ya no de origen estrictamente popular, y de naturaleza más «moderna» que se han impuesto entre gentes de todos los continentes, especialmente —pero no solo— entre la juventud. A fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX empezaron a popularizarse en los clubs nocturnos de Nueva Orleans, luego en otras ciudades americanas, bandas improvisadas, o jazz bands, en que el dueño del establecimiento contrataba a unos cuantos hombres de color —generalmente no más de tres— para que amenizaran la velada. Los instrumentos más utilizados eran la trompeta, el saxofón y el contrabajo. Hoy lo siguen siendo también. Los de metal tocan la melodía, generalmente una melodía desgarbada, a veces melancólica, otras un tanto grotesca, pero con un encanto especial. No se advierte que sea una melodía bien ligada, tampoco parece una melodía rítmica, no se oye poesía sino
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prosa: el jazz dice, habla, no canta, aunque no tenga letra. El contrabajo se limita a marcar un acompañamiento, que marca los tiempos, siquiera de forma asimétrica, y proporciona un determinado sentido rítmico a una melodía que no lo tiene. No es seguro que el «jazz», contra lo que se dice, proceda de los «negros espirituales», las canciones, a veces en forma de coros sencillos, que entonaban los antiguos esclavos de las plantaciones, dotadas de un sentido religioso y consolador. El hecho es que el jazz, con su estilo descompuesto, nació también de la melancolía de aquellos hombres que apenas sabían tocar los instrumentos, y lo hacían más que nada de acuerdo con su buen saber y entender: es una forma de música procedente de la improvisación, y todavía el mejor jazz es el improvisado. Desde los años veinte, el extraordinario trompetista Louis Amstrong le confirió un alcance universal. Se aparta radicalmente de todo lo que podamos relacionar con lo que se llama «música selecta», pero con el paso de los años ha acabado por convertirse en algo «clásico» y hasta venerable. Muy apenas se interpreta más que en conciertos organizados o en determinados festivales. Luego vinieron otras formas de música de aceptación popular, cada vez más rítmicas, como el yale, el fox-trot (o simplemente fox, de larga duración), las distintas expresiones de blues, hasta llegar, por los años cincuenta y sesenta del siglo XX, al blues and rock, del que derivó el rock and roll, o simplemente rock. Contra lo que pueda suponer mucha gente que no domina el inglés, la expresión era ya muy conocida desde antiguo, y alude a los movimientos de los barcos en la mar, el cabeceo y el balanceo. Las nuevas formas de música proceden casi siempre de las gentes de color residentes en América, que conservan un ancestral sentido del ritmo y del polirritmo, en detrimento de otros elementos de la música, como la melodía o la armonía, que fueron casi totalmente sacrificados. El ritmo es fundamental para el baile, y de aquí que casi todas las piezas sean bailables. Curiosamente, la variedades del «rock» fueron popularizadas hasta la exacerbación no por negros americanos, sino por blancos británicos, como los «Beattles» o los «Rolling Stones». La aceptación social de estos ritmos fue inmensa, especialmente entre la juventud, hasta el punto de que puede hablarse de un enorme fenómeno mundial. Desde los años sesenta, las concentraciones de los entusiastas bailarines, enloquecidos por sus ídolos, se celebraron en estadios o al aire libre, con asistencia de masas de hasta doscientas mil personas. Este fenómeno social, que se prolonga a comienzos del siglo XXI, puede ser símbolo de una nueva actitud, y tener consecuencias históricas que hoy por hoy no se pueden evaluar; pero no pertenece al terreno de la llamada «música selecta», obra de compositores profesionales de elevada capacidad técnica y artística, cuya historia nos hemos propuesto relatar en este libro. Lo cierto es que el divorcio entre la música selecta y la música popular continúa. En el siglo XVIII, los más eximios compositores no tenían inconveniente en convertir en delicadas piezas de salón ritmos de baile nacidos del pueblo, como la bourrée, la giga, el rigodón o el minué. En el siglo XIX, estos ritmos desaparecieron, pero algunas sinfonías, desde Berlioz hasta Tchaikowski, aceptaron gustosamente el vals. Incluso Beethoven escribió un bolero español (casi nadie lo conoce), una forma que se despide en una de las composiciones más famosas de Ravel. Las polonesas no aparecen solo en Chopin, e
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incluso Bruckner, en sus solemnes y místicas sinfonías, introduce alguna polca. En la música minoritaria del siglo XX es cada vez más difícil encontrar rasgos de lo popular.
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El impresionismo y formas análogas
En el último tercio del siglo XIX la música, aunque evolucionada, seguía siendo fundamentalmente romántica. Sin embargo, la corriente dominante en Europa, influida por la mentalidad positivista, era ya el realismo. El realismo alcanzó una difusión muy grande en el campo de la pintura y de la novela. Sin embargo, los pintores se aburrieron pronto de la moda del realismo, que en el fondo se basa en una copia de lo que observa el ojo. Tiene bien poco de fantasía creadora. Una conocida tesis de Hauser pretende que lo que acabó con el realismo pictórico fue la fotografía. Fuera lo que fuese, pronto los pintores derivaron hacia el impresionismo. El impresionismo trata de representar no toda la realidad, sino lo que nos llama la atención de la realidad, las sensaciones que nos produce. Monet decía que el pintor debe quedarse solamente con «la primera impresión», una imagen fugaz, como un relámpago. Pararse a analizar los detalles es vulgarizar la obra, restarle su virginidad inicial. La pintura impresionista produce la sensación de algo incompleto. Posee un animado colorido, los brochazos sueltos no retratan la realidad, sino que la sugieren. Y a veces tiene más fuerza la sugerencia que la reproducción literal. De aquí el encanto de las obras de Monet, Manet, Pissarro, Degas, Sisley. En la pintura impresionista predomina lo sensorial, es decir, lo que es captado por los sentidos, sobre lo que podemos deducir por el razonamiento. Las hojas de los árboles aparecen plateadas a mediodía, bajo la luz cenital del sol, y anaranjadas al atardecer, aunque todos sabemos que realmente son verdes. El pintor las representa como parecen, no como son. Por su parte, los poetas, incapaces de escribir una «poesía realista», se pasaron a su vez a una especie de impresionismo literario, que ellos llamaron simbolismo, y que se basa en lo que las palabras sugieren más que en lo que significan. Edgar Poe buscaba «palabras que se puedan acariciar con los dedos». Para Mallarmé, «la Poesie c’est, sourtout, de la musique». Importa más lo que suena que lo que se dice. Pintura que se palpa, música que se ve, poesía que acaricia: lo sensorial, en suma, basado en la capacidad de la sugerencia. En el fondo, el impresionismo trabaja sobre metáforas: si lo caliente y lo rojo, si el borde difuminado y el movimiento, si una estría de cristal y el sonido fino y penetrante del oboe producen una sensación en cierto modo análoga (no hace falta ni conviene siquiera que sea idéntica), no hay inconveniente en sustituir una cosa por otra. Es lo que Freud llamaba «asociación estimativa». En esta asociación radica la esencia, también el encanto y en ocasiones la genialidad del impresionismo. Los músicos llegaron un poco tarde, pero también encontraron una forma de impresionismo musical. Debussy buscaba un sonido «amoratado» para el Preludio a la
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siesta de una fauno, y lo encontró en la región grave de la flauta. También se buscaron sonidos líquidos, tímidos, decadentes, calurosos. No nos debe importar que lo sean realmente —que no lo son—, sino que lo parezcan, o, más exactamente, que lo sugieran. El impresionismo musical, a comienzos del siglo XX, conserva todavía mucho de lo clásico, y en algunos casos resulta tan amable como la pintura impresionista de Monet o de Pisarro. Pero al sustituir lo real por lo aparente, al quedarse con el simple reflejo, al prescindir del papel concorde de las notas y pretender sugerir sin enunciar, al elegir el accidente por encima de la sustancia, cumple un papel mucho más importante de lo que parece en ese proceso de descomposición de elementos que caracteriza a la música contemporánea.
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El matiz de Debussy El más destacado representante del impresionismo musical fue el francés Claude Achille Debussy (1862-1918). Fue la estampa del artista rebelde de su época. Fue mal alumno en el Conservatorio de París, y declaró una vez que «estudiaba la obra de otros compositores, no para seguirlos, sino para reaccionar contra ellos». Era hombre de posición desahogada, y su mujer pertenecía a la buena sociedad, pero gustaba de hacer vida bohemia y tuvo mucho de protestatario. Bajo, ancho, barbudo, podía pasar por un minero, pero poseía una alta cultura, frecuentaba tertulias con otros artistas de su tiempo, y él mismo fue, además de músico, poeta y pintor. Era fervientemente antialemán, odiaba la música de Wagner, y cuando se estrenó la segunda sinfonía de Mahler en París, salió de la sala haciendo ostentosos gestos de desagrado. En sus tarjetas de visita o bajo su firma añadía: compositeur français. ¿Fue entonces un músico patriota, como los rusos o los checos? No puede decirse tanto: simplemente buscó una música distinta, fina, penetrante, llena de «esprit», muy lejana de las solemnes y grandiosas que componían los germanos. Después de varias obras de ensayo, intentó traducir musicalmente el espíritu impresionista de sus amigos los pintores y los poetas, y lo consiguió con su sentido del matiz y del «colorido», es decir, del timbre de los instrumentos. Muchas de sus obras —Noche de estrellas, Pagodas, Juegos de olas, Jardines bajo la lluvia, El pez de oro— tienen nombres que parecen propios de cuadros: y, efectivamente, Debussy pinta, pero pinta, observémoslo desde el primer momento, no como un pintor realista, sino como un pintor impresionista. Nadie como él supo expresar en notas no la realidad de las cosas, sino las sensaciones que nos producen las cosas, siempre con un exquisito sentido del matiz. Su primer triunfo, aunque al principio oyó silbidos, fue el Prélude à l’ après midi d’un faune, que suele traducirse acertadamente como «preludio a la siesta de un fauno», título de una poesía delicuescente del simbolista Mallarmé. Debussy trata de sugerir, más que nada, un ambiente: el ser ambiguo en una tarde calurosa de otoño, entre viñas cuajadas de racimos maduros en la isla de Creta. Deseo indefinido, sopor, atmósfera anaranjada y densa: «¿Sueño o realidad? Nunca sabrá lo que fue». El músico refleja esta voluptuosa indefinición en líneas melódicas vagas y llenas de sensaciones por los timbres instrumentales que utiliza. El impresionismo había penetrado definitivamente en el mundo de la música. En 1902 ofreció Debussy una ópera, Pelléas et Melisande, basada en un drama, también simbolista y ambiguo, de Maeterlinck. En ella no hay dramatismo estentóreo, sino una pasión intensa y evanescente a la vez. Lo que se oye es, dijo Cocteau, una «música para ciegos», porque se ve más que se oye, está llena de matices, aunque no ofrece ni quiere ofrecer continuidad, se pierde en vaguedades, aunque en ella puedan adivinarse todo género de bellezas. El consejo de Debussy a los actores: «olvidáos de que sois cantantes», no ha sido obedecido, suponemos que afortunadamente, por los personajes que suben al escenario.
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En 1905 terminó Debussy el poema sinfónico La Mer, quizá la más completa y lograda de sus obras. El músico pasaba todos los veranos en Dieppe, y allí aprendió a vivir la inmensidad del mar. Quizá la nobleza grande e insobornable de la sábana de agua, siempre viva y cambiante, siempre también poderosa y épica, le movió a componer una música menos minuciosa, de vastas y solemnes dimensiones. Especialmente en su primer movimiento, Debussy acierta a reflejar una mar luminosa, hinchada, enorme, de un brillo que se hace a veces cegador. Quizá el oyente debe prescindir de la imagen en que Neptuno, sobre su carro tirado por tritones —los franceses fueron siempre muy aficionados a la mitología clásica— emerge triunfalmente entre las aguas. Lo importante es esa música abierta y magnífica, aunque a un oyente acostumbrado a lo «clásico» le resulte un poco discordante y peregrina. Otros títulos posteriores (Jeux, Images, Epigraphies antiques, Études), escritos entre 1906 y 1915, denotan una evolución hacia un mundo todavía más evanescente que escapa a toda definición. No sabemos a dónde hubiera llegado Debussy si no hubiera muerto en 1918. Sí está claro que abrió un nuevo camino en la historia del arte musical: es como un puente entre lo viejo y lo nuevo. Por eso precisamente los maestros aconsejan a los oyentes escuchar a Debussy antes de adentrarse en las intrincaduras del arte contemporáneo.
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Modestia y exhibición en Ravel Todas las historias de la Música introducen, después de la referencia a Debussy, la figura de Maurice Ravel. Se le parece y no se le parece, porque en una época de libertad creadora, cada autor busca el desarrollo de su propia e intransferible personalidad: y realiza un esfuerzo consciente por no parecerse a ningún otro. Maurice Ravel (18751937) era hijo de padre suizo y de madre vasca. Vivió muchas veces en San Juan de Luz, al lado de la frontera española. Conoció España mucho más que cualquier compositor extranjero. Muchos aspectos de su personalidad son contradictorios. No era amigo de gestos ni de llamar la atención, su vida fue recatada, en una casa modesta llena de gatos, de miniaturas japonesas, de juguetes de cuerda. Al mismo tiempo, su música rompió convenciones de siglos, nunca quiso figurar en el mundo oficial, y con frecuencia buscó expresiones que intentan ser el «no va más». Su obra es menos conocida que la de Debussy (excepto el famosísimo Bolero), quizá porque está más falta de color, o, si preferimos decirlo así, porque tiende a colores más fríos. Puede parecer más indiferente a los sentimientos, por más que Ravel, tímido, pero sensible, se emocionaba con frecuencia. Su primera obra importante, Pavana para una infanta difunta, es una melodía monótona de increíble delicadeza, que nos introduce en una escena de la corte española del siglo xvii —eso sí, con técnica moderna—, que refleja a la perfección la belleza pálida y fina de una princesita muerta. Ma mère l’oye (1910) es un ballet que parece destinado a los niños, pero que solo son capaces de escuchar los mayores, y que introduce en escena personajes como Pulgarcito, la Hilandera, la Bella Durmiente, en un ambiente en que lo misterioso y fantástico se mezcla innecesariamente (pero inevitablemente en un impresionista) con melodías orientales, y sonidos de gong o de xilofón. Ahora bien, si esperamos una obra espectacular, nos defraudará encontrar tonos apagados, ritmos lentos, antes del brillante final en el «jardín encantado». Es una obra destinada a ballet, pero que es más frecuente escuchar en versión de concierto. Daphnis et Cloe (1912) es otro ballet, en este caso de ambiente clásico, que tiene la frialdad de un friso griego (¡cómo al sensible Ravel le gustaba representar la frialdad!); de él comentó E. Downes que «reúne la tradicional claridad y el equilibrio con el frenesí de lo dionisíaco, tan propio de la antigua Grecia. Quizá solo un francés pudo haber logrado en la música una paradoja tan bellamente equilibrada». Dos piezas de baile originales y famosas: La valse (1920) y el Bolero (1928). La primera es un vals, no cabe duda de que es un vals; pero suena entre nieblas, como desenfocado, o visto a través de un cristal esmerilado: es un prodigio del impresionismo este ser y no ser a la vez, esta insinuación de lo que realmente no se oye pero se sabe que está ahí, como detrás de una pared que lo oculta. Naturalmente, no puede ser un vals a gusto de los vieneses, aunque a la última revuelta estalle en todo su vigor rítmico, nunca en su plena lozanía. Y el Bolero es la obra más conocida de Ravel por su melodía
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agitanada y sensual, y por otro detalle que parece entre genial o disparatado: el tema se repite obsesivamente nueve veces, siempre con la misma melodía, el mismo tiempo, el mismo ritmo, el mismo tono: lo único que cambia es el timbre, es decir, el color: resultan así nueve copias idénticas de la misma figura, pero cada una con un color distinto. Se puede acusar a Ravel de no haber utilizado más elementos para conseguir la variedad, pero lo que quiso demostrar es precisamente la capacidad del color para obtener diferencias. Solo si nos fijamos en el color, es decir, en los cambiantes instrumentos que intervienen, no nos parecerá la obra tan monótona. Al final de su vida (1930-31) escribió Ravel dos grandes piezas de concierto, ambas para piano y orquesta. El primero de estos conciertos es una prodigiosa combinación de sonidos en que se aprecia la intuición del autor para saber de antemano cómo va a sonar su música. En todos los grandes compositores se adivina esta intuición, pero en Ravel es extraordinaria. ¡Parece que no va a resultar y resulta! El segundo concierto es si se quiere más original: está destinado al pianista Wittgestein, que había quedado manco durante la guerra, y la parte de piano está escrita solamente para la mano izquierda. ¡Y suena bien! Puede extrañar este despilfarro, que como en el caso del Bolero es una exhibición de grandes logros con pocos medios: pero tal parece ser uno de los propósitos de aquel hombre original y extraño que fue Maurice Ravel.
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Otros autores — Se ha definido de muchas maneras el impresionismo (y hasta se ha llegado a la afirmación, difícilmente admisible, de que el impresionismo no existe), de suerte que no resulta fácil la clasificación ni establecer un elenco claro de músicos que cultivaron este estilo. Amigo de Debussy fue Paul Dukas,(1865-1935), y tal vez sea este el lugar más idóneo para recordarlo. Compuso una música altamente descriptiva, pero quizá, por su viveza e imaginación, cabría incluirlo entre los expresionistas más que entre los impresionistas. Hagámosle aquí un hueco por su franca amistad con Debussy. Dukas cumple un importante papel de puente entre dos edades: fue discípulo de César Franck y profesor de uno de los más grandes contemporáneos, Olivier Messiaen. Enseñó instrumentación y composición en el conservatorio de París, y escribió muy interesantes críticas musicales en la prensa. Exigente consigo mismo, estrenó muy pocas obras, y antes de morir destruyó la mayor parte de sus manuscritos. Supuesta la calidad de lo que conocemos, fue una lástima esta decisión. Entre sus composiciones más famosas figura la expresiva pantomima sinfónica El aprendiz de brujo —inspirado en un texto de Goethe—, una obra en diez minutos que vale la pena por su profunda originalidad y la viveza fantástica de su ritmo. Escribió también una ópera moderna muy notable, Ariana y Barba Azul. Un sentido más que nada neoclásico tiene la obra del inglés Edward Elgar (18571934), un músico muy correcto, que sabe de solemnidades (más británico que nadie a la hora de componer himnos), que en sus Variaciones Enigma nos deja desorientados con su curioso simbolismo, cuyo significado —al margen de los destinatarios, pues cada variación está dedicada a una persona, describa o no su carácter— tiene una suerte de frialdad que esconde mucho más que lo que parece. Hay en esta larga serie de variaciones (tan distintas unas de otras, que apenas necesita «variar» nada) una suerte de simbolismo, que puede guardar alguna relación con el arte de los impresionistas. Sus sinfonías, bien cortadas y absolutamente serias, son un epígono de la música clásica, aunque aparezcan teñidas de rasgos de modernidad. O es posible recordar aquí a un ruso mucho más enigmático todavía, Alexander Scriabin (1872-1915), que buscó caminos nuevos y efectos sonoros nuevos, propios de épocas posteriores, a las que se adelantó. Excéntrico, obsesionado por lo esotérico, concibió obras de una extraña y heterodoxa espiritualidad, como Poema satánico, Poema divino, Poema del éxtasis. Podría alinearse cerca de la poesía simbolista de Mallarmé, si no fuera porque es ruso, y los rusos poseen una vena mental muy distinta de los franceses, y con frecuencia mística. En Prometeo compone Scriabin no solo una música infinitamente sugerente y misteriosa, sino la primera obra audiovisual propiamente dicha en el campo del arte, ya que emplea al mismo tiempo un juego de luces y sombras proyectadas sobre una pantalla. En la siguiente obra, todavía más «moderna» y más distinta de cuanto hasta entonces se había hecho, El Misterio, trataba
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de combinar música, luz, movimiento y olor. Tal vez llevaba camino de convertirse en precursor —o quién sabe si superador, a comienzos del siglo xx— de Xenakis, pero no lo sabemos. Su temprana muerte lo impidió.
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La esencia de lo español en Falla No hay el menor inconveniente en incluir al gaditano Manuel de Falla (1876-1946) entre los compositores relacionados con la escuela impresionista. Ya habían sido discípulos de Debussy otros españoles a que anteriormente hemos hecho alusión, como Albéniz o Granados. Falla, intelectual, buen escritor, plenamente enraizado en el espíritu del siglo xx, alcanza nuevas cimas, y se convierte, si es acertada la frase de Sopeña en «el primer español de renombre universal desde la época de Goya». Falla no es un aficionado, es un profesional en el pleno sentido de la palabra, dueño de una prodigiosa técnica y de todos los resortes de la instrumentación moderna. A comienzos de siglo, en Madrid, se convirtió en autor de zarzuelas. El ambiente le pudo de momento al joven de veintipocos años, aunque desde sus primeros intentos se adivina un sentido de originalidad y de modernidad. Su consagración llegó con La vida breve (1904), una zarzuela si se quiere más «típica» que las usuales, en que el aria italianizante queda sustituida por la copla, pero llena de una originalidad viva, casi agresiva, y apoyada en una instrumentación como ningún compositor español había logrado en el espacio de un siglo. Es quizá su extraordinario dominio de la complicada técnica orquestal (el punto débil de los compositores españoles desde los tiempos de Arriaga) lo que confirió a Falla un puesto fundamental en la música europea de su época. Como tantos, viajó a París, y allí conoció a Dukas, Debussy y Ravel. Si ya al comienzo de su obra como compositor gustó de las formas expresivas, su música se hizo más chisporroteante con lo que aprendió directamente de los impresionistas. De regreso a España, escribió El amor brujo (1915), que es para Sopeña y para muchos «la más genial obra de Falla», una obra que parece —¡y es!— agitanada, pero en absoluto tópica. Concebida para la representación escénica, pero por la suculencia de su instrumentación, interpretada en alguna de sus partes como obra orquestal, muestra el vivo, deslumbrante colorido impresionista de los nuevos tiempos. Por eso es una obra netamente española y universal al mismo tiempo. Complemento de una música tan enfebrecida fue la suite Noches en los jardines de España, en que lo que predomina ahora es la evocación. No cabe duda de que se trata de una música descriptiva —ilustrada además por los distintos títulos de las piezas—, pero es la suya una descripción que sugiere más que pinta, aunque permite adivinar gozosamente la fuente de su inspiración. La combinación pianoorquesta, que no es en modo alguno un concierto, alcanza un grado tal que permite concebir al piano como un instrumento más, por importante que sea su papel. El sombrero de tres picos lo mismo puede representarse como pantomima que como ballet. La música, llena de chisporroteos, puede inscribirse en el mundo del impresionismo, pero también resulta «expresionista», y hasta podría relacionarse con algunas obras de Stravinsky. Falla, como otros músicos españoles posteriores, acabó abandonando lo «típico» o lo «goyesco» (intuible en El sombrero de tres picos), para refugiarse en lo más clásico
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español, la música del siglo de oro. No, faltaba más, para retroceder en el tiempo, sino para valerse del espíritu de un pasado glorioso «para estimular la creación de nuevas formas, en que resplandezcan aquellas mismas cualidades», es decir, como fuente de inspiración o de enriquecimiento, no de simple imitación. Muestra de esta nueva tendencia es El retablo de Maese Pedro, una obra que toma textos del Quijote, dotada de una ascética instrumental, en que se adivinan la vihuela o el madrigal renacentista o barroco. A partir de aquí, la «ascética», propia quizá más que ninguna de aquel hombre profundamente religioso, de vida retirada, que fue Falla, predomina en el resto de su obra. Un día, paseando por las playas de Huelva, concibió algo que pudo ser más grandioso, Atlántida, una obra en la que trabajó muchos años, y que no logró ver terminada. Quizá nos hubiera permitido ver otro Falla, pero eso nunca lo sabremos del todo.
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Formas de expresionismo
Si los expertos dudan sobre lo que sea impresionismo, se han dado muchas versiones, a veces contradictorias, sobre el expresionismo musical. En términos más generales, y sin pretender ahondar en la cuestión —que sería probablemente una pretensión inútil—, cabe aventurar que si el impresionismo es el arte de sugerirnos la sensación que nos producen las cosas, el expresionismo es el arte de ponernos en contacto con las cosas mediante la atención a sus aspectos más «activos», aquellos que más fuertemente las caracterizan. (Una caricatura, aunque su naturaleza sarcástica tenga muy poco que ver con las formas de la música, posee un componente claramente expresionista). El impresionismo es más evanescente, más vago, en que el oyente ha de poner algo por su parte para llegar a una realidad que solamente se le sugiere; el expresionismo es más agresivo, más lleno de aristas: el oyente, en todo caso, ha de evitar exageraciones, ha de hacer un esfuerzo por dejar las cosas en su punto. Ese esfuerzo ha de ser máximo cuando el músico expresionista llega al surrealismo con títulos como El buey sobre el tejado, Embriones disecados, Pieza en forma de pera. A tiempo llegaremos a esta exageración de estilos. Vamos con algunos autores descripcionistas que quedan bastante lejos de la exageración. — Ottorino Respighi (1889-1936) fue uno de los grandes restauradores de la música instrumental italiana, refugiada desde por lo menos un siglo antes en el campo de la ópera. Influido por Rimski-Korsakov y por Debussy, alcanzó pronto su propio estilo, colorista, brillante, descriptivo. Su música no alcanza tal vez una técnica depurada —al menos así opinan los críticos—, pero no tiene nada de agresiva. Sus obras más famosas pertenecen a su periodo romano: Las fuentes de Roma (1917) y Los pinos de Roma (1924), dos poemas sinfónicos, en que, más que el objeto inanimado, se representa su entorno móvil y dinámico: en «las Fuentes», los personajes escultóricos de las famosas fontanas de Roma cobran vida, y es su acción la que se siente palpitar …, sin que deje de fluir casi nunca el agua; en «los Pinos»: unos niños juegan ruidosamente en Villa Borghese, en el Janícolo tocan las campanas, o al final canta el ruiseñor; en la Via Apia, se oyen las poderosas pisadas de una legión romana. De ese mundo lleno de vida surge una música suculenta, saturada de colorido y de vigor. — Camille Saint-Saëns (1835-1921) vivió en la época de los grandes impresionistas franceses, pero su música es más abierta y expresiva. En Le Ruet d’Omphale o El Carnaval de los animales se muestra descriptivo, a veces irónico a través de una música movida, dotada de cierta audacia, pero en modo alguno desagradable. Su sentido del
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ritmo es posiblemente su mejor virtud. Recuerda a su paisano Paul Dukas, pero en cierto modo es más amigo de expresar que de sugerir. Posee una instrumentación brillante, directa, que le hizo capaz de obras de muy diversa naturaleza. — Paul Hindemith (1895-1944) escribió en su primera época composiciones muy expresivas, francamente avanzadas y a veces ofensivas, como Cardillac, o Ida y vuelta, de carácter burlón, o Noticias del día, una curiosa burla del mundo periodístico. ¡No cabe dudar de su carácter expresionista! Más tarde escribió obras de corte neoclásico tan interesantes como Matías el Pintor, inspirado en un famoso cuadro de Mathias Grünewald; un poema sinfónico cuidadoso y bello, en que, como en todo buen expresionista, son los personajes del cuadro los que se mueven y dan sentido al conjunto. Y con muy alta dignidad. Un oyente reacio a la música del siglo XX no opondrá reparos a esta bien construida obra. — Gustav Holst (1874-1934) es un «expresivo expresionista», cuya producción más conocida, la suite sinfónica Los Planetas, es una ocurrencia entre genial y simbólica, cuyo mensaje ha despertado el interés del público por sus golpes de efecto. Pero, al fin y al cabo músico inglés, sabe mantener las formas sin rupturas que puedan parecer ingratas a los oyentes más conservadores. Como buen expresionista, Holst no describe las cosas en sí, sino la dinámica de su comportamiento: Marte es una guerra, Mercurio, un bullicioso mercado, Urano un mago. Sin embargo, la pieza de esta suite más interpretada y conocida es Júpiter, el mensajero de la alegría, por su fuerza y su majestuoso sentido hímnico, tan característico de la música inglesa de su tiempo, como el que tiene su casi coetáneo y muy contenido Elgar (vid. pág. 349). — Ralph Vaugham Williams (1872-1958), aunque nació dos años antes que Holst, es más «moderno» que él, y su música se adentra en lo que solemos entender por mundo contemporáneo. Escribió siete sinfonías, de las que las más expresionistas son la segunda, Londres, fuertemente descriptiva, casi agresiva; la Pastoral, de sabor rústico, y la séptima, Antártida, la más original y extraña, de un expresionismo agudo, en frases cercanas a veces a la atonalidad que produce o intenta producir (según cada oyente) verdadero frío.
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Expresionismo clasicista: Richard Strauss Una categoría especial, por su dominio de la técnica expresiva y su calidad intelectual, tiene uno de los grandes músicos de la primera mitad del siglo XX, Richard Strauss (1864-1945), nacido en Munich. Por si acaso, conviene recordar que nada tiene que ver con la famosa dinastía de los Strauss vieneses. Se formó bajo la influencia wagneriana, que se manifiesta sobre todo en sus primeras obras, pero pronto adquirió Strauss, sin abandonar del todo los recursos de Wagner, una forma propia de expresarse, como muestra de su poderosa personalidad. Tres etapas pueden distinguirse en su vida: la primera es la de los poemas sinfónicos, en los que demostró sus dotes de maestro del género, tanto por lo menos como Sibelius; la segunda es la de las óperas modernistas, que también superan los cánones conocidos, y en cierto modo prolongan la era de la ópera más allá de Puccini, y con un estilo radicalmente distinto; la tercera época es más retraída, más conservadora, íntima y amable; y constituye, si queremos, el colofón del clasicismo musical. La serie de poemas sinfónicos comienza con Don Juan, sin duda la obra más wagneriana, y quizá también la más dramática de su producción. Siguieron Muerte y Transfiguración, Las Travesuras de Till Eulenspiegel, Así hablaba Zaratustra, Don Quijote, (una expresiva obra para violoncello y orquesta, llena de penetración humana),Vida de Héroe y Sinfonía Doméstica. Strauss, que deseaba ponerse a sí mismo en su música, se presenta primero como un supuesto héroe y luego, quizá para no parecer presuntuoso, con detalles a veces vulgares de la vida cotidiana. Su capacidad descriptiva es realmente admirable. En este sentido, el expresionismo musical, sin necesidad de rasgos agresivos, alcanzó la máximas posibilidades imaginables. «La música puede expresarlo todo —dijo una vez Strauss—; yo mismo podría poner en música, si me lo propusiera, un vaso de cerveza». (Y hay que creerle, porque, hijo de un cervecero, era, como buen bávaro, excelente bebedor del líquido espumoso). Después de un periodo de silencio escribió Strauss el más vasto y majestuoso de sus poemas sinfónicos, la Sinfonía de los Alpes (1915), fruto de su afición a la montaña. Adquirió un chalet en Garmisch Partenkirchen —la «Villa Strauss», que todavía se conserva— y refleja, a veces con detalles increíbles y con los acentos heroicos que la aventura requiere, su ascensión a la Zugspitze, la montaña más alta de Alemania. Sin embargo, el género que más asiduamente cultivó a comienzos del siglo XX fue la ópera. Strauss congenió con el poeta y dibujante modernista Hugo von Hoffmansthal, que fue el autor de los libretos y montador de los espectáculos. La ópera de Richard Strauss es más desgarrada, más cruda, más «moderna», que los poemas sinfónicos. Salomé responde al interés que la figura de la bailarina que provocó la decapitación del Bautista alcanzó en los poetas y pintores del modernismo. Toda la crudeza, y también toda la tremenda humanidad de los personajes —desde los santos a los de instintos más groseros—, aparece acompañada de una suculenta instrumentación que hereda mucho de
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Wagner. Todavía más dura —de asumir y también de escuchar— es Electra, basada en un tema clásico, pero tratada con crueldad. Strauss llega a extremos que rozan el atonalismo, y encuentra una forma de expresión que llega a herir como un arma blanca, sin que deje de ser admirable. Se ha interpretado El Caballero de la Rosa como un críptico homenaje de Strauss a sus tocayos vieneses. Es cierto que el vals se insinúa una y otra vez con supremo acierto: ¡parece que va a ser vals, y casi nunca llega a serlo del todo!; pero el baile favorito de los austriacos es siempre una caricatura, como caricatura resulta ser la que se hace de la buena sociedad austriaca. No por eso deja de tener la obra un indudable encanto decadentista. Al final de su vida, Strauss, desengañado se refugia cada vez más en el intimismo, cuando no en el silencio. Compone algunas obras de cámara, canciones llenas de ternura, y una obra muy difícil de definir, Metamorfosis, quizá la pieza de cámara más voluminosa que se ha escrito, puesto que está compuesta para veintitrés instrumentos de cuerda. Puede considerársela una obra plenamente clásica, aunque date de 1945. Un tema se repite indefinidamente, adquiriendo cada vez matices completamente distintos, como en una auténtica metamorfosis musical. Ese tema nos resulta familiar, aunque difícilmente discernible, hasta que que al final descubrimos la «marcha fúnebre» de la Sinfonía Heroica de Beethoven. Sin duda hay aquí un mensaje de profundo simbolismo. Bajo la última línea aparecen una fecha y dos palabras: 12-4-45. In Memoriam. Puede ser un canto fúnebre a una Alemania deshecha por la locura de la guerra, puede ser un prenuncio de la próxima muerte de un compositor octogenario; pero diríase que es más bien la despedida final de la música o de un modo de entender la música que había informado la cultura de Occidente durante veinticinco siglos. Ya no volvería a componerse nada parecido.
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Expresionismo surrealista: «Los Seis» Entre las múltiples formas del expresionismo musical hay algunas que eligen tintes burlescos, exageran las cosas hasta una hipérbole teatral, y dan nombres absurdos a las piezas que componen, más que para ayudar a describir algo, que no siempre lo describen, para llamar la atención. Una de las más características escuelas surrealistas es la que forma el grupo de «los Seis», franceses bohemios que se reunían en un café de nombre no menos surrealista, «El buey sobre el tejado». De aquí que la obra de Milhaud del mismo título no intente describir un cuadro que hubiéramos podido atribuir a Dalí o a Giorgio de Chirico, sino un cabaret (con acentos exagerados también, por supuesto). «Los Seis» aparecen en la Francia posterior a la guerra de 1914-1918, y expresan su desengaño y su escepticismo en una música que va contra todo lo anterior, incluido el impresionismo. — Eric Satie (1866-1925) es el mayor del grupo, y se le considera el fundador del movimiento. Su música, ocurrente, burlona y destructora, tiene mucho de dadaísta hasta en los títulos: piezas en forma de pera, embriones disecados, que unen el humor al sarcasmo y la paradoja. — Darius Milhaud (1892-1974) hizo música de muchos géneros distintos: ópera, sinfonías, conciertos, ballets, suites, cuartetos. Fue amigo de Paul Claudel, y le acompañó a Brasil, cuando éste fue nombrado embajador; de aquí que mezcle su humor francés con aires brasileños. Así en L’homme et son désir (1918) trata de expresar «la energía primitiva de la selva brasileña en plena noche». El buey sobre el tejado es tanto un recuerdo al cabaret de París, como la impresión de un café cantante brasileño. El ritmo o el peso del ambiente dominan sobre una melodía que difícilmente puede seguirse. Christopher Palmer compara a Milhaud con los cubistas: su música está llena de retazos sueltos, es una totalidad en que el conjunto no son más que partes. Cuando la escuchamos, intuimos una cierta finura francesa y una vulgaridad intencionada en la expresión. — François Poulenc (1899-1963) pretende buscar una mayor profundidad, y llega a emocionarnos en ocasiones. Es posible encontrar en él dos vertientes muy dispares, como la ligereza de Baile de máscaras o en la música casi cabaretera de Les Biches; u obras serias y hasta místicas a su modo como Letanías de la Virgen Negra, el Stabat Mater o la emocionante Diálogos de Carmelitas, tomada de la obra de Bernanos. La Voz Humana es una ópera para un actor solo (una soprano dramática) que durante cuarenta minutos no tiene otro interlocutor real que un teléfono: es una obra tan desgarrada como profundamente humana. Poulenc nunca llega a extremos agresivos o provocativos; pese a lo cual no deja de ser «muy moderno».
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Un genio distinto y en evolución: Stravinsky Igor Stravinsky es uno de los músicos más longevos del siglo XX, pues vivió ochenta y nueve años (1882-1971), y también de los más geniales. Por lo menos es un hecho que todo el mundo, guste plenamente o no tanto de toda su música, no tiene el menor inconveniente en considerarle un genio, mientras que respecto de otros autores el consenso no es tan unánime. Alto, delgado, un poco desgarbado, nervioso, de genio vivo, a veces insoportable, siempre sorprendente, proclive a las frases paradójicas, coincide de forma bastante satisfactoria con lo que tópicamente entendemos por un «genio». Otra característica de su arte consiste en no mantener un estilo inalterable: tuvo «épocas» completamente distintas, a través de las cuales, y sin otros rasgos comunes que el nerviosismo y la modernidad, resulta bastante difícil reconocer a la misma persona. Supo o quiso vivir todas las influencias de su tiempo, en un momento musicalmente tan agitado como la primera mitad del siglo XX. La vivencia de «épocas» nos recuerda invenciblemente a otro genio coetáneo —también «genio antipático»—, Pablo Picasso, del cual fue durante muchos años íntimo amigo, hasta que la guerra civil española les separó dramáticamente. Stravinsky nació en Oranienbaun, al Este de Rusia, y durante su vida en este país estuvo influido sobre todo por Rimski-Korsakov. Obras como Pastoral, Scherzo Fantástico, Fuegos artificiales, están llenas de colorido y se reconocen claramente como productos de la tradición rusa, siempre, es verdad, con ese especial «nerviosismo» propio de su autor. Por 1910 se estableció en París, la capital a la que acudían los artistas de todo género que aspiraban a triunfar. En la ciudad francesa se encontró a otro ruso, Diaghilev, formidable montador de ballets, que estaba entonces en la cresta de la ola. Inmediatamente se asoció a él para componer ballets rusos, un género ya acreditado en toda Europa. Y Stravinsky supo encontrar su propio estilo balletístico. En 1910 apareció El Pájaro de fuego, basado en una leyenda rusa: un ballet fantástico e irreal, lleno de chisporroteos —y no solo de fuego— de todos los colores musicales posibles. Una obra como aquella, interpretada simplemente por una orquesta, hubiera sorprendido a los oyentes de hace un siglo; en forma de ballet, en que la atención del público está fijada sobre los movimientos de los que actúan en el escenario, estos movimientos hacen que la música aparezca adecuada a ellos, muy expresiva en función de lo que ocurre, y más llevadera para el oído. Fue una obra sorprendente que catapultó a Stravinsky a la fama. En adelante habría que contar con él. El siguiente ballet, Petruchka (1911), aunque basado en otra leyenda rusa, tiene una música mucho más avanzada, con frases cortadas violentamente y ritmos asimétricos, o con fuertes disonancias armónicas, a las cuales no estaban acostumbrados los oídos de entonces. Por ello no tuvo tanto éxito como El Pájaro de fuego, aunque recibió muchos aplausos: no en balde el principal actor era Nijinski, uno de los más increíbles bailarines de todos los tiempos. La obra en que él actuaba no tenía más remedio que entusiasmar.
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En 1913 presentó Stravinsky La Consagración de la Primavera, una obra, también en forma de ballet, distinta a todo lo demás que había escrito, y que habían escrito otros músicos. Es, paradójicamente, primitiva y modernísima. Ante todo, se introduce en la mentalidad mágica de los ritos paganos y salvajes del sacrificio de las doncellas al llegar la primavera. Lo ancestral, lo sensual, lo elemental, lo brutal, se unen con una enorme fuerza telúrica, propia de los instintos más primitivos. Es, ha dicho C. Howeler, «una música de barbarie sublime» (y una de las composiciones más representativas del espíritu del siglo XX). En cuanto a la forma, La Consagración es fuertemente rítmica: la melodía y la armonía han sido sacrificadas al ritmo. Pero no se trata de un ritmo insistente y monótono como el de muchas piezas de música ligera de hoy; el ritmo está cambiando continuamente, de suerte que en muchos momentos cada compás es diferente al anterior. Este cambio incesante de movimiento y la exigencia a los bailarines de cualidades «gimnásticas» hizo que los componentes del ballet se declarasen en huelga en varios ensayos: aquella música era imposible de bailar. Si tenemos en cuenta que Stravinsky era un hombre extraordinariamente exigente, que necesitaba una interpretación perfecta, comprenderemos los problemas continuos con los miembros de la compañía. Los mismos profesores de la orquesta, aunque bien acostumbrados a medir los tiempos, también rezongaron ante aquella música tan difícil de tocar. La Consagración de la Primavera perduró durante un tiempo como ballet. Más tarde, por la dificultad de seguir sus ritmos, se la ha solido interpretar como suite sinfónica. Su estreno en 1913 fue recibido con verdadera indignación. El público, reticente ya por las crecientes novedades de Stravinsky, esta vez se enfureció ante una obra que la mayoría de los asistentes consideraba salvaje y provocativa; los abucheos fueron interminables, y al final el músico ruso tuvo que salir protegido por la policía. Un crítico escribió que en vez de La sacre du Printemps se había oído La massacre du Printemps. Pero los tiempos estaban cambiando rápidamente. El salvajismo de la primera guerra mundial supuso una visión más dura y al mismo tiempo más escéptica del mundo circundante; se impusieron nuevas modas, se consagró el arte de vanguardia, y cuando por tercera vez fue representada La Consagración de la Primavera en París, por 1923 — con asistencia del Presidente de la República— tuvo que intervenir de nuevo la policía, pero esta vez para proteger a Stravinsky del entusiasmo del público. Las obras geniales acaban por imponerse al cabo del tiempo, halaguen o no nuestros oídos, que eso es una cosa distinta. La guerra mundial fue también un trauma para el propio Stravinsky. Declaradamente pacifista, se sintió ajeno a una sociedad desbordada en sentimientos patrióticos. Se exilió voluntariamente a Suiza, país neutral en medio de una Europa beligerante. No menos grave fue la crisis interior que provocó en él la revolución soviética, que le cerró, una vez llegada la paz, el ansiado regreso a su patria. Sería un desterrado permanente, y acabaría sus días en los Estados Unidos. Fue así como Stravinsky, en sus años de Suiza, cambió por completo su forma de componer música, y vivió el «periodo ascético» o «marrón». No ascético precisamente en sentido moral, sino en cuanto su propósito de escribir una música con gran pobreza de medios. Quizá estaba cansado de una suculencia
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tan aparatosa; o quizá buscó una forma de llamar también la atención, «por defecto». Muchos músicos contemporáneos han sentido la curiosa necesidad de lo «ascético», hasta caer en el estilo minimalista. Exponente de esta nueva concepción es Les Noces — las bodas—, presentada en 1918, un ballet de cámara con pocos danzarines, en que la música la interpretan cuatro pianos y trece instrumentos de percusión. La melodía ha desaparecido casi por completo, sustituida por el ritmo —más ruido que música propiamente dicha— y sonidos secos. El increíble colorista que es Stravinsky aparece aquí desprovisto de color. Más popular, dentro del mismo estilo, es la Historia del soldado, que adopta no la forma de ballet, sino de un pequeño espectáculo guiñolesco, en que un narrador se sitúa a un lado del escenario, y una reducida orquesta en el otro. En el centro actúan unos personajes, de los que los principales son el soldado y el diablo, que le tiende continuas trampas. Es una obra antiheroica —quizá por obra del pacifismo—, que recuerda el mundo de los títeres, entre infantil y estrafalaria: por su sencillez y movimiento entretiene. Por los años veinte entró Stravinsky en el llamado estilo neoclásico o «gris». Más que clásica, su música es apagada, en que se suceden frases no relacionadas entre sí. A veces recuerda a los barrocos, o utiliza algunos de sus recursos, sin hacer, por supuesto, el mismo tipo de música. A este periodo pertenece la sonata para piano (1924), que nos recuerda lejanamente a Bach. En 1930 terminó Stravinsky la Sinfonía de los Salmos, su obra más extensa, escrita para orquesta y coros, en tres movimientos sobre los salmos 38, 39 y 150: los dos primeros se refieren al dolor y al mal, y el último canta la gloria de Dios y agradece su misericordia. Ahí está toda la vaga y al mismo tiempo intensa religiosidad de Stravinsky, expresada en una obra en que se entremezclan la sencillez y una grandiosidad indefinible. La Sinfonía de los Salmos es, de las obras no balletísticas del autor ruso, una de las más interpretadas, aunque no, ciertamente, con demasiada frecuencia, por sus dificultades intrínsecas. No tiene nada de agresiva y el público la recibe con cierto gusto, aunque siente que es difícil interpretar su sentido más profundo. Tras la segunda guerra mundial, volvió a ponerse de moda entre las vanguardias la música serial, a la cual vamos a referirnos en el próximo apartado. Stravinsky se había considerado siempre contrario al dodecafonismo y sus variedades ulteriores; pero, criticado por los años 40, como si su arte estuviera ya sobrepasado, se resignó a escribir música serial, quizá no más que para demostrar que era capaz de meterse con el género. De este tipo es el septeto (1953), el ballet Agon, (1957) toda una demostración de habilidad y técnica, y hasta una ópera, El Diluvio (1962), de concepción muy moderna, pero que por su propia estructura musical, por más que se represente muy pocas veces, deja en claro la prodigiosa capacidad proteica de Stravinsky. La época final, conocida generalmente como «mística», merece quizás este nombre con más razón que en algunas composiciones de la «neoclásica», como la ya citada Sinfonía de los Salmos. Ahora el anciano se refugia en su interior y a veces parece que compone solo para sí mismo. Trheni, inspirado en los trenos o lamentos de Jeremías, es una obra profunda, en que el músico se expresa en un lenguaje que solo él comprende
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cumplidamente, pero que revela un trasfondo espiritual especialísimo. Stravinsky, encerrado en el mundo de lo existencial, busca algo más fuera de sus tinieblas. Su última obra, el Requiem, aunque difícil de comprender en su intimidad, revela una concentración fuera de lo común. Y el compositor siente, según F. Sopeña, «a orillas de la desesperación, una extraña paz». Igor Stravinsky, el hombre de larga vida, y de siete vidas, es por su genio y su capacidad creadora tal vez el representante más expresivo de la música del siglo XX, desconcertada, lanzada sin tregua a la búsqueda de algo nuevo, huérfana del apoyo de la razón y de los siglos, extraña y con todo, admirable.
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Una nueva gramática musical: el dodecafonismo
Por causas no del todo fáciles de explicar, pero que están ahí, los compositores del siglo XX intentaron cambiar todos los parámetros musicales. Entre esos parámetros tenemos, por ejemplo, los tonos o las notas: hay notas altas y otras más graves. O los timbres: no es lo mismo una nota, ¡aunque sea la misma!, tocada por un violín que si la entona una trompeta. Nosotros mismos, cuando cantamos, tenemos cada uno un timbre distinto: se nos conoce por la voz. O el volumen: una nota puede sonar fuerte o puede sonar débil. O el tiempo: una nota puede ser breve o larga. También en una melodía o sucesión de notas, esta sucesión puede ser rápida o lenta. La armonía viene de la relación de las notas entre sí: varias notas pueden sonar simultáneas y formar un acorde. Y hay una tonalidad, de acuerdo con la cual una sucesión de notas, como un cuento, tiene que «terminar bien». Podríamos continuar la larga relación. ¡Cuántos elementos hay en la música! Y una experiencia de siglos vino a determinar la manera que se juzgó más conveniente de combinarlos. Explicar ahora mismo hasta qué punto esta combinación de elementos es producto de la necesidad de lo grato y razonable, de la amable relación entre las partes, o hasta qué punto es el resultado de una serie de convenciones más o menos artificiosas, a las cuales poco a poco nos hemos ido acostumbrando, es un punto que requeriría una larguísima discusión, en la que todavía no hemos terminado de ponernos de acuerdo. Quizá lo más prudente sea admitir que hay formas de armonía «objetiva», basada en proporciones reales, y que otra parte de la tradición se basa más bien en formas consagradas por la costumbre. Lo que ocurre en el siglo XX es una revolución violenta contra todo lo que pueda oler a convención, aunque tal vez lo que «huela» no sea convencional en todos los casos, ni mucho menos. Qué difícil resulta separar lo objetivo de lo subjetivo. Y por otra parte, ¿qué es lo que en esta revolución hay de búsqueda sincera de lo auténtico, y hasta qué punto el anticonvencionalismo ha podido crear una suerte nuevo convencionalismo? He aquí la pregunta del siglo, o por mejor decirlo, de más de un siglo, a la cual sería no solo arriesgado sino pretencioso tratar de responder categóricamente.
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Schönberg, Berg, Webern Vamos a recordar, de la forma más breve posible, en este apartado, el ataque contra uno de los elementos fundamentales de la música «clásica»: la jerarquía tonal. La supresión de esta jerarquía tiene mucho que ver con la llamada «escuela de Viena», cuyos representantes más destacados son Arnold Schönberg, Alban Berg y Anton Webern. — Arnold Schönberg (1874-1951) se vio en su juventud muy influido por la música de Wagner, la de Mahler y la de Richard Strauss, del cual fue discípulo. En un principio estuvo movido por el deseo de la grandiosidad, de la riqueza de timbres, de los sonidos sorprendentes y peregrinos. Los Gurrelieder— canciones de Gurre—, sobre un tema de un autor escandinavo, fueron redactados por 1910-1911, y estrenados en 1913. Schönberg quiso lograr una de las obras más complejas de todos los tiempos, compuesta para tres coros de hombres a cuatro voces, un coro mixto a ocho voces, seis solistas, y una orquesta enorme en que los violines se dividen en doce partes, violas y violoncellos en diez, con la presencia de seis timbales y toda una complicada batería de instrumentos de percusión, incluida una cadena que se hace ondular por el suelo. Aquella música nos aturde, aunque puede producirnos al mismo tiempo la impresión de una grandeza extraordinaria. Ya Bruckner y Mahler mostraron una evidente tendencia al gigantismo, pero al mismo tiempo poseyeron una cualidad fabulosa para la síntesis: como si al mismo tiempo fueran capaces de la más maravillosa sencillez, en que todo se compagina con todo. Schönberg parece aplastado por su propia complejidad, al mismo tiempo que aplastante. Componer los Gurrelieder tuvo que costar a su autor un esfuerzo inmenso; pero la verdad es que el oyente termina también literalmente agotado. Así como Stravinsky acabó renunciando a lo infinitamente complejo, porque no podía seguir más adelante de lo que había compuesto en la Consagración de la Primavera, también Schönberg, incapaz de hacer algo más enrevesado, pasó por su periodo ascético, en el cual sustituyó la complejidad por piezas sencillas, pero cada vez más atonales y con timbres más sorprendentes, que fueron silbadas por el público. La evolución continuó, y por 1920, Schönberg ensayó un nuevo lenguaje musical: el dodecafónico. Desde los tiempos de Pitágoras, como ya sabemos, y como resultado de combinaciones de origen geométrico, se arbitraron doce tonos o notas; siete principales (do, re, mi, fa, sol la, si), y cinco intermedias. El dodecafonismo no rompe con la vigencia de estas notas, y ahí está tal vez su contradicción; sino su jerarquía. Los griegos habían teorizado los «modos», y los modernos habían encontrado otros. En el tono de Do mayor la nota principal es Do. Una melodía ha de descansar sobre el poder de atracción de esta nota, y ha de terminar en ella. Una melodía en Do no «termina bien», le falta algo, si la última nota no es Do. Un acorde Do-Mi-Sol suena bien, porque se basa en notas afines; mientras un acorde Do-Re-La, suena «mal», porque pulsamos notas que no compaginan entre sí. No sigamos por este camino, tan interesante como puramente teórico, y contrario por tanto a
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nuestro propósito. Pero lo cierto es que nos hemos acostumbrado durante siglos a una cierta relación entre las notas, y si rompemos esa relación la música nos suena «mal», ya sea porque su proporción matemática no es correcta, ya sea porque va contra nuestra costumbre… o ya sea por ambos motivos. Curiosamente, la música dodecafónica no rompe las notas tal como se las ha admitido siempre: siguen siendo las siete principales y las cinco intermedias: por eso precisamente se habla de dodecafonismo o de los doce tonos. En eso, los dodecafónicos son tan respetuosos con las relaciones pitagóricas como Bach. De lo que prescinden es de la función de las notas dentro de la melodía o de la armonía: ya no hay notas consonantes o disonantes: todas son iguales. Quizá con un inconsciente sentido de justificación, Schönberg y sus seguidores dicen que han roto la «jerarquía» de las notas, como si esa jerarquía representase un privilegio: ya no hay notas principales y secundarias. A lo mejor hubiera sido preferible decir notas consonantes y disonantes. El hecho es que se confiere a todas las notas una significación igual, y esta igualdad ha permitido hablar de una «democracia» musical, por más que sea preferible, tal vez, desterrar connotaciones políticas. Ahora bien, una sucesión de notas elegidas indefinidamente al azar significaría el caos; si se quebranta la vieja «jerarquía», es preciso arbitrar un orden que proporcione un mínimo de coherencia a la música. Y ahí está la regla de los dodecafónicos: cada una de las doce notas no puede volver a sonar hasta que hayan sonado todas las demás. Es como un juego matemático, o un juego de combinaciones, que evita la arbitrariedad. Eso sí, el compositor es libre para escoger el orden de la primera serie; hasta puede si lo desea, echarlo a los dados; pero una vez escogido un orden, es menester mantenerlo indefinidamente. Con lo cual, en el fondo, lo que se hace es sustituir unas reglas por otras. Las primeras obras de naturaleza dodecafónica fueron escritas para piano, un instrumento que permite jugar más libremente con los sonidos. Schönberg publicó en 1923 las Cinco piezas para piano, y en 1924 la Serenata. Los primeros experimentos para varios instrumentos fueron el quinteto de viento (1924), y el cuarteto para cuerdas (1926). Y las primeras versiones para orquesta, las Variaciones op. 31 (1928), dotadas de una gran fuerza expresiva. Pronto el dodecafonismo en sentido estricto se mostró insuficiente, y se ensayaron formas variantes, como las cancrizantes (la misma serie, pero al revés), la subdivisión en grupos, siempre en el mismo orden, y la «melodía de timbres», en que lo que varía no tienen por qué ser las notas sino que una misma nota puede ser repetida, pero por un instrumento distinto. Lo importante es que no se interrumpa la «serie». Por eso la música dodecafónica en todas sus variedades suele llamarse más bien «música serial». Schönberg fue un excelente técnico, como no podía menos de esperarse, pero no deja de haber en él una especie de fuerza brutal, de expresividad agresiva, que se manifiesta de muchas maneras —porque, como todos los contemporáneos, tuvo sus «épocas»—, desde los complejísimos Gurrelieder, pasando por las estudiadas piezas para piano, hasta los enfebrecidos Salmos Modernos, que considera «un frenesí de destrucciones», «una danza embrutecida». Símbolo de la agónica crisis del siglo XX, escribió también la Danza de la Muerte de los Principios.
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Los juicios sobre Schönberg son —y no debemos extrañarnos— de lo más contradictorios, desde el de Adolfo Salazar, que ve en él un jefe de tribu, «arte de capillas e iniciados, todo misterio, secreto, santo y seña, conjura y demás parafernalia…», hasta G. Malipiero, que le considera «una figura de enorme grandeza, un profeta…». — Alban Berg (1885-1935), compañero de Schönberg, no necesitó evolucionar tanto como él, porque sus primeras composiciones son ya casi atonales. Por eso se adscribió muy pronto, y con entusiasmo, al dodecafonismo. Es probablemente más humano, más abierto, más deseoso de llegar al oyente, entiéndaselo o no, que eso es distinto. A los oídos del profano, Berg emplea un idioma desconocido, que, sin embargo, llega en cierto modo al corazón, como puede llegar al corazón una representación muy dramática en una lengua extranjera. Siempre se le ha calificado de «romántico», aunque para ello sea preciso dar a esta palabra su sentido más amplio. Tal vez no alcance la técnica de Schönberg, pero su fuerza y su garra compensan esas posibles limitaciones. En las Tres piezas para orquesta (1915) muestra un estilo expresivo, dotado de una gran riqueza de timbres, o quizá más exactamente de dramáticos contrastes de timbres. Entre 1920 y 1933 trabajó Berg en dos óperas de muy nueva concepción, Wozzeck y Lulu. La primera consiste en una serie de cuadros aislados, a los que la música confiere una cierta unidad; por supuesto, la concepción está de acuerdo con el vanguardismo existencial de la época —«el hombre es un abismo», canta Wozzeck—, pero está dotada de un carácter trágico que mantiene la tensión dramática en todo momento. Lulu es si se quiere más sentimental, y aunque la música es más decididamente atonal, el canto de la protagonista puede llegar a emocionar al espectador. La obra póstuma de Berg, el concierto para violín y orquesta «a la memoria de un ángel» (el ángel era la hija del famoso arquitecto Gropius, muerta a los 18 años), es una conjunción de las técnicas atonales con una ternura como es difícil encontrar en la música contemporánea. — Anton Webern (1883-1945) es el más joven de los tres grandes maestros de la Escuela de Viena. Tímido, introvertido, fue sin embargo el más avanzado de los tres. Su música es aparentemente fría y minimalista, puesto que utiliza la menor cantidad posible de notas. Sus silencios son interminables y expectantes: pocos habrán sabido obtener tanto partido del silencio concebido como una parte fundamental de la música. Por eso tiene algo de espiritual, de «místico», si damos a esta palabra el significado que solían concederle sus contemporáneos. Hay siempre en sus expresiones y en sus silencios algo de un misterio insondable, y una suerte de aristocracia intelectual que no tuvieron sus compañeros. Webern fue menos conocido en vida que ellos; nunca tuvo habilidad para hacerse destacar. Antinazi por principios, murió paradójicamente en 1945 por disparos de un soldado norteamericano que cometió un lamentable error. Este desgraciado hecho provocó una segunda paradoja: Webern se convirtió en el músico más valorado por las vanguardias en la segunda posguerra mundial, y el serialismo, ya casi abandonado, se puso inesperadamente de moda como la última palabra en el campo de la música. El mismo Stravinsky, según acabamos de ver, se sintió obligado a componer música serial.
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— Con todo, el serialismo, considerado por un tiempo como el nuevo lenguaje de la música, dotado de posibilidades casi infinitas, no acabó prevaleciendo. Resultaba incómodo, y, sobre todo, exigía algo que las nuevas generaciones difícilmente estaban dispuestas a aceptar: orden y disciplina. En cierto modo, la obligación de ceñirse a un esquema obligatorio era casi más humillante que las normas de la vieja tradición, que siempre (¡incluso desde los tiempos de Bach, pero sobre todo desde los de Beethoven!) permitían ciertas libertades a gusto del artista. Ahora el ajuste a la «serie», aún con todas sus variantes, imponía un rigor muy estricto e insoslayable. Quedaba, por supuesto, el atonalismo puro. Y se escribieron obras atonales sin más. Por ejemplo, la música de Pierre Boulez, en parte de su vida, es simplemente atonal. Pero ello significaba, de todas formas, atenerse a los «doce tonos», aunque cada uno de ellos pudiera ser elegido a capricho. ¿Por qué doce precisamente? Entonces se inventó otro tipo de música.
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Nuevos lenguajes sonoros
Desde la prehistoria se ha valido el hombre de otros medios que su propia voz para hacer música, ya se tratara de cañas, de cuerdas pulsadas, de cueros o maderas golpeadas, de conchas que se entrechocaban. Los instrumentos son antiquísimos, y fueron perfeccionándose con lentitud. Avanzaron especialmente en la segunda mitad del siglo XVIII y durante el siglo XIX, es decir, en la época que, quizá no por casualidad, llamamos «clásica». Bach sabía fabricar y arreglar órganos, Mozart estuvo pendiente sobre todo del desarrollo de los instrumentos de madera, Beethoven fue amigo de varios fabricantes de pianos y les dio útiles indicaciones; incluso se asoció a Johann Nepomuk Mälzel, curioso inventor de un instrumento que teóricamente podía emitir todos los sonidos posibles, el Panharmonicum, aunque el invento no surtió grandes resultados. Wagner tiene que ver con la aparición de la trompa de válvulas, y Tchaikowski supo en París del invento de la celesta, adquirió una y se la llevó a Rusia, donde no la dio a conocer hasta el estreno de Cascanueces. En la primera mitad del siglo XX parece que se perdió en gran parte esta relación entre los compositores y los inventores. Tal vez porque la música del siglo XX es poco comercial, y la investigación para el hallazgo de nuevos medios convencionales de expresar sonidos «distintos» es poco rentable. Todavía hoy, en las composiciones para orquesta predominan los instrumentos de siempre, aunque se los procura combinar de manera distinta y peregrina; los que más se han desarrollado son los instrumentos de percusión, aunque en su mayoría no son nuevos en absoluto: gongs, campanas tubulares, triángulos, tablas que se chocan entre sí, incluso violines que se golpean con los nudillos. Los nuevos sonidos, que los compositores necesitan para expresar lo que desean han acabado obteniéndose no de instrumentos manuales, sino por medios electrónicos, hoy día relativamente más al alcance de un músico que los aparatos mecánicos. La nueva música tenía que buscar su forma de expresión, y es el campo de la electrónica aquel en que se ha tratado de encontrar la respuesta.
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La música electrónica Maurice Martenot, antes de la segunda guerra mundial, experimentó la producción de sonidos por medio de descargas eléctricas, que debidamente rectificadas y transmitidas a un altavoz, provocaban ondas sonoras de diversos tonos y distintos timbres. Se las llamó «ondas Martenot», y algunos compositores comenzaron a usarlas, aunque en un principio producían sonidos muy simples y groseros, como los que a veces escuchamos por radio cuando se interponen «parásitos». Poco a poco se fueron perfeccionando las emisiones de sonidos, y apareció el fonógeno, un ingenio destinado expresamente a provocarlos. El fonógeno no manipulado proporciona «sonido blanco» (por afinidad con el color blanco, que es la mezcla de todos los colores); pero mediante la interposición de filtros se pueden aislar distintos timbres, creando así la sensación de diversos instrumentos. Claro está que resulta posible imitar electrónicamente timbres del violín, de la flauta o de la trompa, aunque no es eso lo que habitualmente buscan los compositores. La ventaja de la música electrónica consiste en su capacidad de crear sonidos que no puede proporcionarnos ningún instrumento, ya sea en lo que respecta al tono (más graves o más agudos), ya, sobre todo en lo que respecta al timbre, es decir, al «color» del sonido, que puede variarse hasta el infinito. Y, quizá, sobre todo, la música electrónica supera la limitación de las notas: al fin y al cabo, los dodecafónicos trabajaron con las doce notas de los clásicos, aunque combinándolas de otro modo. La música electrónica, ha dicho Ramón Barce, consiguió «acabar con la dependencia a una forma más o menos natural (la escala temperada europea), sin recurrir a otra exótica, sino, más radicalmente, creando por entero una materia prima fónica continua y elástica». Ya a principios del siglo XX, Scriabin había pretendido escribir una música dividida en cuartos de tono (intermedios de los intermedios), pero no logró encontrar quien la interpretara. La música electrónica puede hacer sonar todos los tonos posibles, como puede crear virtualmente instrumentos que no existen, capaces de emitir timbres inesperados. Karlheinz Stockhausen, un técnico dotado de extraordinario sentido musical (hoy es uno de los compositores más conocidos de comienzos del siglo XXI), empezó a experimentar en los estudios de Radio Colonia, y pasó de obtener sonidos muy simples a obras de gran riqueza y complejidad. Hoy llena los teatros con equipos de hasta treinta y seis altavoces distintos, regidos por ordenador, que producen sonidos extraordinariamente variados y originales… (otra cosa es que se llene el teatro mismo: eso depende del público). Por su parte, Pierre Boulez, extraordinario compositor de música atonal (sus sonatas para piano muestran una garra fuera de lo común que francamente impresiona), ha sido durante muchos años director del IRCAM en París, un fabuloso laboratorio donde se pueden obtener los sonidos más peregrinos. Curiosamente, casi toda la obra de Boulez se centra en instrumentos preexistentes; sus investigaciones están destinadas a otros, o tienen un carácter puramente científico.
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A primera vista, la música electrónica hubiera debido desterrar a la música instrumental, mucho más limitada en sus medios. Sus posibilidades potenciales son en principio inmensas, y durante mucho tiempo las personas cultas estuvieron convencidas de que se había encontrado la música del futuro. Sin embargo, hasta el momento se la oye muy poco, y no ha conseguido imponerse en los medios habituales. La mayor parte de los compositores de hoy recurren a los instrumentos tradicionales (aunque no los empleen de forma tradicional). Suele explicarse el fracaso de la electrónica con el argumento de que la música requiere un intérprete. Si falta ese intérprete, se rompe la «comunión» entre el que crea o recrea la música y los que la escuchan… y le escuchan. Por supuesto, el «espectáculo» de una serie de personas que asisten a la sala de conciertos para oír la música que produce un ordenador, por bien operado que sea o haya sido por alguien, resulta un poco deprimente. Sin embargo, no deprime a nadie escuchar un buen disco que reproduzca una obra clásica, aunque el oyente no sepa qué orquesta interpreta la música ni quien la dirige. Tampoco se deprime quien la escucha por radio. La no presencia del intérprete no anula el efecto reconfortante de la música, como tampoco la presencia del operador con sus fonógenos a la vista del público atrae a la sala más asistentes. Puede alegarse que la música electrónica es más fría, más insensible, que la música instrumental, y eso probablemente es cierto. Aun así, sigue habiendo motivos para pensar que las fabulosas posibilidades de la música electrónica no han desaparecido: en todo caso ocurre que apenas han empezado a desarrollarse, o tal vez que no se ha explorado en la dirección más adecuada. Pero, en definitiva, y al mismo tiempo, da la impresión de que el problema fundamental radica en el aspecto más agónico de la música contemporánea, tanto en la electrónica como en la instrumental, la falta de sintonía, o de empatía, entre el creador de la música y el que la recibe; se trata, ha dicho Boris Schloezer, de «un problema de lenguaje», acrecentado en este caso por la aséptica frialdad de la electrónica, y mientras ese problema no se resuelva —por parte del autor, por parte del oyente o por parte de ambos— la aceptación social de una música de posibilidades ilimitadas será, como está siendo, sensiblemente reducida.
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La música concreta La pintura durante siglos o milenios —si queremos desde la obra genial de un hombre del paleolítico superior que hace ocho o diez mil años dibujó los bisontes de Altamira— ha tendido a representar seres humanos, animales o cosas: es decir, objetos concretos. Hasta que con las vanguardias del siglo XX nace la pintura abstracta, que no intenta representar nada, o, quizá más exactamente, no intenta reproducir nada. El artista traza una serie de brochazos sobre el lienzo, que constituyen una especie de «sinfonía de colores», cuyo ideal estético se cifra en la combinación de trazos, no en la imitación de la realidad. Esta transición de la pintura concreta a la pintura abstracta sugirió a Pierre Schaeffer dar el mismo paso en el campo de la música, solo que, conceptualmente hablando, en sentido inverso: de la música abstracta a la música concreta. ¿Qué se entiende por música concreta? Suele decirse: la que sustituye los sonidos por ruidos. Hasta cierto punto es así, pero conviene precisar un poco más. Durante siglos, dice Pierre Schaeffer, se hizo solo música abstracta: abstracta en cuanto combinación pura de sonidos, como la pintura abstracta es pura combinación de formas y colores, que no pretende describir nada, no pretende representar nada. La música concreta quiere representar, y lo hace además de la forma más realista: recoge los propios sonidos o ruidos de la vida ordinaria. La música concreta no nos sugiere las cosas, sino que es «esas mismas cosas», tal como suenan, ya sea una conversación captada en la calle, el sonido del viento, el rumor de un río, el rebuzno de un asno, el ruido del tráfico, las voces de un borracho. ¿Es eso música?, tendríamos derecho a preguntar. No, todavía no, nos contestarían los concretistas. Todos esos ruidos se recogen en una grabación, y luego, de acuerdo con la inspiración o los criterios del artista, se combinan, se superponen, se entrecruzan, hasta constituir una obra elaborada. No hace falta decir que la base de la música concreta no es la relación armónica de los sonidos, sino una inspiración especial que mueve al compositor a manipular esos sonidos (hasta pueden desfigurarse) para formar una expresión compleja de la realidad de la vida. Juegan aquí la técnica, la habilidad, el ingenio de las mezclas, los efectos curiosos; no se persigue la belleza, un concepto del cual el artista del siglo xx duda, o por lo menos lo relativiza. El registro de la realidad se hace mediante un micrófono y una grabadora (cinta, disco, etc.); se «prepara» y combina con aparatos especiales, y luego se reproduce mediante altavoces o similares. Se comprende perfectamente que no puede decirse que la música concreta consiste necesariamente en la sustitución del sonido por el ruido, puesto que en la vida ordinaria también hay gente que toca o que canta. Puede hacerse música concreta recogiendo fragmentos de diversos coros, para luego mezclarlos y combinarlos a gusto del consumidor (que naturalmente es el artista); pero la verdad es que en la vida ordinaria nos rodean muchos más ruidos que sonidos.
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La música concreta no necesita de otros medios electrónicos que la grabación, la manipulación y la reproducción, pero es de esperar que pronto se busquen técnicas más sofisticadas. De aquí que haya emparentado muchas veces, o casi siempre, con la música electrónica. El ya citado Stockhausen escribió una de sus obras más conocidas, la Canción de los adolescentes mezclando las palabras emitidas por un niño que juega con el producto de sus fonógenos. Por un tiempo, obras como esta, interesaron a un público curioso. Hoy la música concreta está más lejos de triunfar que la propia música electrónica, sin que ninguna de ellas haya sido abandonada por completo. Los nuevos lenguajes de la música, qué duda cabe, conservan aún posibilidades ilimitadas. Pero habrán de adquirir nuevas formas de expresión más allá del puro ensayo, tendrán que buscar su verdadero idioma, válido y alimenticio, y, sobre todo, necesitarán encontrar la forma de conectar con la sensibilidad de un amplio sector del público.
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Aspectos de la música instrumental contemporánea
De lo que acabamos de decir se desprende que la mayor parte de la música contemporánea, al menos la que acude con frecuencia a las salas de conciertos, es todavía música instrumental. Y curiosamente, tal vez por causas como las que hemos apuntado antes, los instrumentos son prácticamente los mismos que hace cien años. Esto no quiere significar que la música contemporánea instrumental suene como la de hace cien años. A veces se modifica la forma de tocar el instrumento. Por ejemplo, algunas obras para piano se tocan con los codos o con los brazos. O hasta se modifica el instrumento, como el «piano preparado», al que se le arrancan teclas o se le rompen cuerdas. A recursos tan extremos solo se llega en ocasiones muy singulares. Por lo que respecta a la orquesta, las composiciones no suelen modificar tanto —ni es fácil conseguirlo— los distintos instrumentos. Son más raras que hace un siglo —en parte porque la naturaleza atonal de la música apenas lo permite—, las obras en que suena la orquesta en pleno; es frecuente que suene un pequeño grupo de instrumentos, luego se oiga otro grupo, y así sucesivamente. La llamada «melodía de timbres», a la cual antes se ha aludido, exige precisamente que suenen sucesivamente instrumentos o grupos de instrumentos sucedidos después por otros de timbres muy distintos. En general, la música tonal está casi prohibida por las vanguardias; pero tampoco se abusa del atonalismo puro, y se procura compensar la rareza de la concordancia armónica con otros recursos, como la expresividad, la fuerte dinámica, los contrastes o los sonidos inesperados o llamativos. No por eso ha logrado la música contemporánea hacerse acepta a una parte importante de la sociedad, incluida la sociedad culta, pero nadie pierde la esperanza de encontrar tarde o temprano, una fórmula de entendimiento.
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La música soviética La revolución rusa de 1917 fue una desgracia para la música. Todo hacía suponer que los herederos de Tchaikowski (como lo era Stravinsky) iban a figurar entre los grandes pioneros de las corrientes musicales del siglo XX. Pero muchos de ellos —el propio Stravinsky, Rachmaninov, Prokofieff— huyeron del país o no pudieron regresar. Y la autoridades soviéticas no permitían las vanguardias ni la música individualista. En tiempos de Lenin era preciso componer piezas que cantaran a la revolución o al esfuerzo en el trabajo. Obras como la de Mossolov La fundición de acero, una música curiosa y descriptivista, son muy propias de la época. Luego, en tiempos de Stalin, la «censura musical» se agudizó. Fue Andrei Zdanov, un compositor mediocre y burócrata colaborador del dictador soviético, quien impuso las consignas sobre la forma en que habría de componerse la música. Las obras de vanguardia, difíciles de entender por los oyentes, fueron prohibidas por «decadentes», «burguesas», «reaccionarias», etc. Los compositores de tales obras no solo habrían de proceder a la autocrítica obligatoria, pidiendo perdón por sus desmanes, sino que habrían de componer, como penitencia, nuevas piezas «asequibles al pueblo». Así es como en la música soviética hay numerosas obras de «arrepentimiento», que, por lo general, son las peores. La idea de una música para el pueblo, asequible para todos, en el fondo no era mala, pero todo lo que signifique una coartación de la libertad del creador conduce a un arte falso, artificioso, obligado por una instancia ajena y superior a la del artista, que ve de este modo condicionada toda inspiración. Sin embargo, los músicos que apenas conocieron otra cosa que el régimen soviético, tal es el caso de Shostakovich, pudieron tal vez componer con cierta espontaneidad, aunque este punto sigue discutiéndose. El hecho es que, por excepción, la música soviética es, en pleno siglo XX, una música «comprensible», sin que haya dejado de evolucionar, porque la música evoluciona siempre. De aquí que merezca un apartado especial. — Sergei Prokofieff (1891-1953) fue un caso atípico, digno por eso de atención. En principio, huyó como tantos de la revolución soviética, y realizó obras no muy distintas a las de Stravinsky, en que pueden distinguirse melodías muy discontinuas y una gran capacidad para los contrastes de timbres. Sus crecientes disputas con Stravinsky le condujeron en 1933 a regresar a la Unión Soviética: fue un paso aventurado, que Prokofieff quiso dar con todas sus consecuencias. Naturalmente, fue recibido en Rusia como un auténtico héroe. Ningún famoso se repatriaba entonces. En 1934 se le concedió el Premio Stalin y la Orden de la Bandera Roja. En respuesta, compuso un ballet muy apropiado para la situación: Paso de acero. En 1935 presentó Romeo y Julieta, una obra que gustó por su colorido y su aire popular; cierto que rompe muchas veces con la armonía, pero ya sabemos que en el terreno del ballet las expresiones atonales chocan mucho menos que en una obra de concierto. En Pedro y el Lobo recurre a la música minimalista que por entonces cultivaba Stravinsky, con un narrador y unos pocos
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instrumentos; pero su aire infantil y su afán didáctico encajaban casi satisfactoriamente en los ideales de la «música popular». Muchos niños aprenden todavía en Pedro y el Lobo a distinguir los instrumentos: Pedro es el violín, el lobo la trompa, el abuelo enfurruñado el fagot, el gato con sus pies de terciopelo, el clarinete; el pájaro, la flauta con sus trinos. Llegado al minimalismo, era casi inevitable que Prokofieff derivase hacia formas más avanzadas. En 1948 su obra fue prohibida por el Comité Central del Partido Comunista, y él mismo acusado de «lacayo degenerado y vil de la burguesía occidental». Como penitencia, hubo de componer una sinfonía basada en temas populares. — Dimitri Shostakovich (1906-1975) vivió desde los ocho años bajo el régimen soviético. Quizá ese hecho influyese en su asimilación a la realidad circundante, aunque resultaría imposible imaginar un artista incapaz de la rebeldía, y algunas de las suyas pudieron costarle caras. Hombre tímido, introvertido, nos parece en un principio retraído y frío. Cuando le conocemos un poco más, nos damos cuenta de que algo hierve en su interior, aunque apenas se atreve a mostrarlo. ¿Por timidez y retraimiento, o por temor a las críticas del sistema en que se mueve? Shostakovich siempre será para un oyente interesado un auténtico misterio psicológico. Escribió nada menos que quince sinfonías, algunas de carácter «político», como la segunda, Octubre, la tercera, Primero de Mayo, la séptima, Stalingrado, la undécima, y la duodécima, que llevan por título dos fechas revolucionarias, 1905 y 1917; y la decimocuarta, con orquesta y coros, que utiliza textos de García Lorca. Stalingrado es la más larga y espectacular, y no se puede negar su grandeza épica. ¿Hasta qué punto sentía Shostakovich los ideales del régimen que le obligaba a componer obras de esta naturaleza? He aquí otro misterio; lo cierto es que en la mayoría de los casos no se advierte rebeldía o violencia. Otras sinfonías, como la Primera (que recuerda lejanamente a Mahler), la cuarta, concentrada y honda; la Sexta, la décima (Quizá la más profunda y coherente), o la nº 15, densa y enigmática, no son expresión de ideología alguna. Shostakovich, a pesar de su adhesión al régimen, no se vio libre de problemas. La ópera Macbeth, recibida al principio con aplausos, fue acusada más tarde de «desviacionista y burguesa», y su autor hubo de retirarla, así como la cuarta sinfonía, que podía inferir parentescos estilísticos con ella. Shostakovich pidió perdón, y en reparación escribió la quinta sinfonía, subtitulada nada menos que «respuesta creadora de un músico soviético a una crítica justa». ¿Servilismo? Qué duda cabe, aunque nunca resulta paladina una actitud de abierta rebeldía. La música de Shostakovich, por demás, no es desagradable, y posee rasgos de inspiración y de alta técnica. Su sensibilidad, que la tenía, solo se advierte en segundas audiciones, por más que su personalidad de hombre apocado capaz de actitudes épicas, forzadas o no, sea siempre muy difícil de descifrar. — Aran Katchaturian (1904-1978) fue, en cambio, un hombre sin problemas, porque nada hizo por creárselos. Armenio de nacimiento, compuso siempre música popular propia de la zona del Cáucaso, rica en ritmos y al mismo tiempo en color. El folklore le libró de cualquier indentación ideológica. Supo ser popular y moderno al mismo tiempo. El ballet Gayaneh (que incluye la famosa «danza del sable») es sin duda su obra más conocida.
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Música aleatoria Entre las formas de composición para instrumentos, una de las más originales es aquella que deja un margen muy grande de libertad al ejecutante. En otras épocas, como ya sabemos, los compositores daban instrucciones muy precisas sobre cómo debía interpretarse su música. Wagner es sumamente detallista: no quiere dejar nada a la improvisación; Mahler se enfadaba frecuentemente con los músicos, porque quería que tocasen con precisión absoluta la versión que había concebido; Bruckner, hombre nada colérico, nunca se enfadó, pero sus partituras están llenas de indicaciones acertadísimas. El siglo XX es completamente distinto en este punto (la excepción es Stravinsky: no toleraba la menor licencia). Es frecuente que los compositores dejen un amplio margen de libertad a los intérpretes. Cuando un autor permite que los que tocan la música se independicen del compositor, se habla de «música aleatoria». En unos casos, la obra contiene partes que han de interpretarse literalmente; en otras, que aparecen en blanco, con solo unos signos nada convencionales, se deja la solución a gusto del o de los que tocan. La palma se la lleva la segunda sonata para piano del americano John Cage (19121992), que no contiene ninguna nota. El pianista puede hacer lo que quiere. Cage solo le impone dos condiciones: la obra debe tener tres movimientos, y ha de durar cuatro minutos. El pianista, si así lo desea, puede no tocar absolutamente nada; eso sí, ha de levantar sus manos del teclado en actitud de descansar dos veces, puesto que los movimientos son tres, y debe estar atento a los cuatro minutos: seguramente esta segunda condición se establece para el caso —que ya se ha dado— de un absoluto silencio por parte del pianista: cuatro minutos de silencio no indignan (ni aburren) como treinta. Por lo general, el público respeta la ocurrencia, para no parecer conservador. Cage tiene otras cosas curiosas, como un concierto para orquesta y el instrumento solista que se quiera. También escribió «obras» en forma de dibujos, que deben sugerir al intérprete la forma de tocarlas. En estos casos, y la música aleatoria abunda en ellos, parece claro que la responsabilidad de lo que resulta ser la obra la tiene más el que la toca que el que la compone. Una forma de música parcialmente aleatoria, pero llena de calidad es la que han acometido los polacos Witold Lutoslawski (1913-1994), y Chrystof Penderecki (1931), autores que dominan la orquesta con una gran seriedad interpretativa, aunque dejen algunos pasajes o soluciones a discreción del intérprete. Lutoslawski define la música aleatoria como «una escultura en la cual la materia se licúa de improviso». En sus tres sinfonías hay fragmentos muy rigurosos, y otros en que el autor encierra sus notas en un corchete: cada músico ha de escoger las que le parezcan más convenientes. En un cuarteto escribe para cada uno de los cuatro instrumentos sin indicaciones sobre como se las han de ingeniar para combinarse y realizar una obra conjunta. Escribió también una pieza para coro y orquesta, sin precisar cómo se han de entender uno y otra, o cuando han de intervenir. Penderecki es quizá menos profundo, pero más brillante que su
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maestro. En los Trenos para las víctimas de Hiroshima sustituye a veces las notas por líneas inclinadas que sugieren la dirección a seguir. Los violines, más que tocar, «hablan». En la Pasión según San Lucas o en la Misa Eslava abre un nuevo concepto de coro, en que figuran murmullos, rumores, palabras o gritos. Otras veces, la música está rigurosamente escrita. Y, aunque teñida de modernidad, no suena mal al oyente medio, gracias a su intensidad dramática y una cierta dignidad. En 2000 decidió recurrir a «formas más tradicionales» y en 2001 le fue concedido el Premio Príncipe de Asturias.
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Un maestro indiscutible: Olivier Messiaen Una de las dificultades que supone tratar de exponer sistemáticamente la historia de la música contemporánea y la mención de sus autores es la facilidad con que casi todos ellos pasan de un estilo a otro (al modo que ya hemos visto en Stravinsky), hasta el punto de que en un momento determinado casi parece que han dejado de ser ellos mismos. El hecho está en relación con la falta de una línea directiva, de un criterio válido aceptado por todos y mantenido por un autor que lo hace «suyo» a lo largo del tiempo (pero no por mucho tiempo). Finalmente, hay músicos que pretenden cultivar un «poliestilicismo», fundiendo en una misma obra muy distintas tendencias, o una forma de «música ecléctica», que quiere participar de todas las corrientes a la vez. Un músico que practicó casi todos los estilos posibles, para acabar encontrando su propia personalidad es Olivier Messiaen (1908-1992), posiblemente el más venerado por todos los críticos y entendidos a finales del siglo XX. Si solicitamos a estos entendidos una lista de los cinco mejores compositores de la época reciente, es probable que Messiaen figure en todas las listas, aunque no siempre —eso es pedir demasiado— en primer lugar. Quizá la causa de esta aceptación radica en el hecho de que Messiaen nunca busca lo estrafalario o agresivo como una finalidad en sí, aunque trate siempre, como todo contemporáneo, de cultivar la originalidad. Hombre bondadoso, entre iluminado e infantil, escribió una vez que «cuantas más cosas horribles haya en el mundo, con más fuerza enviaría mi mensaje de alegría y amor». Durante los últimos tiempos pareció movido por tres elementos de inspiración muy distintos, pero no contradictorios: lo religioso católico, las formas de la música oriental, y el canto de los pájaros. En la Sinfonía Turangalila, inspirada solo a veces en melodías orientales, emplea piano, orquesta y ondas Martenot (vid. pág. 331). En El despertar de los pájaros o El museo de los pájaros sugiere, casi nunca imita, gorjeos de aves muy distintas, que Messiaen conocía muy bien. Su sentido religioso se manifiesta en Veinticuatro miradas al Niño Jesús, para piano; Los colores de la Ciudad Celeste o La Transfiguración. Una de sus últimas obras es la ópera San Francisco de Asís, que requiere un gran aparato orquestal. Para Marcel Pineau, «Messiaen representa la guía espiritual de la generación presente».
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Españoles La música española del siglo XIX, ya hemos visto (vid. págs. 284 y ss.) no alcanzó gran trascendencia universal, como no fuera por sus auténticos o artificiosos, según los casos, aires folklóricos. Manuel de Falla (vid. pág. 311 ), al comenzar el xx, fue un músico de reconocido talento a nivel internacional; aunque movido seguramente más por la corriente dominante que por un patriotismo musical como el de los eslavos o los escandinavos, buscó casi exclusivamente temas populares españoles. Lo mismo hizo, un poco después, el moderado y siempre correcto Joaquín Turina. Solo a partir de mediados del siglo XX hubo en España una «música universal», homologable a la de cualquier otro compositor extranjero. En este punto, España se une a las corrientes supranacionales quizá por primera vez desde los tiempos de Arriaga, el malogrado «Mozart español». Cristóbal Halffter (n. 1930), sobrino del «español» Ernesto, cultivó formas avanzadas de serialismo y atonalidad, buscando después una síntesis equilibrada, que llegó a convertirle en un neobarroco, como otros lo fueron en Europa. Luis de Pablo, nacido también en 1930, explorador de nuevas formas y conocido divulgador y crítico, ha hecho —como buen contemporáneo, un poco de todo: serialismo, electroacústica, música aleatoria, piezas de atonalidad integral, y obras audiovisuales mediante combinación de técnicas. Manuel Castillo (1931-2005) o Antón García Abril (1933) son más moderados, y han sabido reunir los recursos de la vanguardia con dicciones bastante asequibles al público. Algo más joven es Tomás Marco (1942), compositor de rica imaginación y gran variedad expresiva. Dueño de una «inquietud tremolante», que ha hecho que algunas de sus obras —tal Campo de Estrellas— lleguen con facilidad y hasta con cierta emoción a muchos auditores.
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Algunos nombres En el campo de la música contemporánea resulta muy difícil una clasificación correcta. Los estilos se han multiplicado hasta el infinito. Si antes se podía hablar de serialismo abierto, neoexpresionismo, poliestilicismo, eclecticismo, puntillismo, estas palabras, sin dejar de tener sentido, significan matices muy distintos según cada compositor. El individualismo se ha impuesto como consecuencia de la libertad absoluta de escribir música. Quizás hoy, además de la tendencia a cambiar de estilo con el tiempo —el paso por diversas «épocas»—, se advierte una proclividad a la fusión de estilos, tomando cada autor lo que de cada corriente estima más oportuno. Sirvan las líneas que siguen como una nómina breve e inevitablemente arbitraria y sobre todo incompleta de músicos que han sonado a fines del siglo XX o comienzos del xxi, sin que pueda pretenderse que los citados son los más importantes o los más representativos: que eso sería rigurosamente discutible fuera cual fuese el elenco de nombres que eligiéramos. — Philip Glass (1937) es uno de los más conocidos representantes del minimalismo, caracterizado por el empleo de una mínima cantidad de elementos sonoros. Un recurso muy típico del minimalismo es la repetición de una misma nota por instrumentos distintos, una técnica que tiene que ver con la melodía de timbres, más que de sonidos. Así, la técnica de la repetición en grupos, y de una manera que Glass se empeña en considerar «sistemática», ha producido efectos de gran novedad, con unos motivos musicales que se repiten una y otra vez, sin que se advierta un «argumento», esto es, un principio y un fin. Con todo, es la de Glass —haciendo honor a su apellido— una música sorprendentemente «cristalina». Glass es sin embargo un autor muy prolífico, que ha cultivado todas las formas. Cuando quiere, domina toda la orquesta, aunque, como es casi inevitable en estos tiempos, suele desarrollar la instrumentación por grupos sucesivos. Sabe ser original y brillante, siempre dentro de un universo poco tonal. En 2005 ha estrenado su séptima sinfonía. — Alfred Schnittke (1934-1998), ruso de nacimiento y alemán de adopción, fue uno de los creadores del poliestilicismo, que en un principio quiso hacer derivar de su naturaleza binacional (se formó consecutivamente en Moscú y en Viena). Toma un poco de cada corriente, sin olvidar del todo los clásicos. Lo curioso es que el poliestilicismo trató de presentarse, en vez de mezcla de diversos estilos, como «huida de todas las corrientes». El concerto grosso para violín, piano (invisible) y orquesta, o el concierto para viola y orquesta utilizan préstamos muy diversos. En sus últimas obras «semitonales» comienza con un desarrollo atonal, en que el oyente espera una resolución satisfactoria, hasta que Schnittke acaba proporcionándosela: una resolución tonal o «casi tonal» que la gente —todavía apegada a lo clásico— suele agradecer. — Samuel Barber (1910-1981), norteamericano, ha sido calificado como un «neorromántico» por la garra y expresión del sentimiento que tienen sus obras, con elementos tonales o no. Escribió sinfonías y conciertos. Su pieza más famosa —o por lo
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menos la más interpretada— es el Adagio para cuerdas. Es una música que llega a todos los oyentes. A veces, en un vago recuerdo de los minimalistas, sostiene una nota durante muchísimo tiempo, recurso que, genialmente, aumenta el efecto dramático. Diríase que sabe conectar con los públicos. El Adagio para cuerdas es una de las obras que ha recibido más aplausos de masas en el campo de la música contemporánea. — Luigi Nono (1924-1990) nació en Venecia y estudió en Padua. Casó con una hija de Schönberg, circunstancia que no dejó de influir en su vida. Cultivó la música serial, la electrónica, la aleatoria, la minimalista, aunque acabó recalando en el atonalismo puro orquestal. Fue, por los años 60 y 70, influido por las ideas marxistas, que trató de reflejar en sus obras. Entre ellas cuentan Epitafio para Lorca o La victoria de Guernica. Para Nono, la música requiere un esfuerzo por parte del oyente: es el oyente el que tiene la culpa de la no comprensión de los contemporáneos, no los compositores. Es preciso conseguir un «nuovo ascolto», una nueva escucha. «¡Escuchad! ¡Despertad el oído!». Nono estuvo de moda, sobre todo entre los intelectuales, durante la vigencia oficial del marxismo; luego ha tenido o tiene menos entusiastas. — Otro italiano original fue Luciano Berio (1925-2003), fundador del Centro de Música Electrónica de Milán, y luego colaborador de Boulez en el IRCAM de París. Pronto dejó la electrónica, aunque siempre fue partidario de la obtención de sonidos exóticos. Una de sus tendencias es el «collage»; así en su Sinfonía utiliza obras conocidas —por ejemplo la segunda de Mahler— como telón de fondo, y sobre ella superpone otras formas de música. Le gusta partir de los clásicos y luego variarlos a su modo hasta los extremos más inverosímiles. Otras veces compone obras virtuales, como una supuesta décima sinfonía de Schubert; también realizó una aceptable conclusión de Turandot, la obra que Puccini dejó inacabada. Fue conocido como «el maestro de los arreglos», por su deseo de partir de algo anterior y buscarle nuevas salidas. Ansioso por mezclarlo todo, adoptó —lo que no es muy frecuente en los artistas de vanguardia encastillados en su torre de marfil— elementos del «rock» y del «pop». Aspiraba a que su música fuera «una antología del hombre». Su última obra fue una ópera escrita para la despedida de Plácido Domingo en 2005: no llegó a terminarla. — John Tavener (1944), hijo de un organista de iglesia, ha sido y es cultivador de música religiosa moderna. Le hizo famoso en 1968 el estreno de La ballena, una obra que emplea «collages», incluso grabaciones en cinta, con muchos elementos de percusión. Siempre cristiano, cambió curiosamente de confesión: presbiteriano, católico, ortodoxo: esta última conversión, según él, estuvo determinada por su devoción a los iconos orientales. Sea lo que fuere, en su música hay un algo devoto. En 1987 estrenó El velo protector, una obra instrumental en que el elemento fundamental es el violoncello: tuvo tal éxito que —cosa rara entre los compositores selectos de hoy— la obra estuvo diez meses en la lista de los discos más vendidos. Su gusto por el violoncello le llevó a componer una sinfonía para una orquesta de cellos. En 1988 compuso El lamento de la Madre de Dios. Por los años 90 elaboró Resurrección, una obra muy compleja para coros y orquesta, en que introduce elementos de música aleatoria. A la muerte de su padre, en 1996, compuso Cántico funeral, música que a todos parece muy sentida. En
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2000 fue nombrado sir. Preguntado entonces sobre por qué la música contemporánea es extraña, contestó: «no pienso que lo extraño sea que haya una música rara a fines del siglo XX, sino que lo extraño es el siglo XX». Entre sus últimas obras figura Lamentaciones y súplicas (2002), de un corte sentimental que sigue teniendo gran aceptación en Gran Bretaña. Es menos conocido en el resto de Occidente, aunque no por eso deja de figurar entre los importantes de hoy. — Hans Werner Henze (1926), se formó en Darmstadt, centro de la música contemporánea alemana. Compuso obras seriales y otras de acuerdo con las técnicas más modernas. Más tarde, admirador de Italia, se fue a vivir a Nápoles, y su obra se hizo más luminosa y de gran colorido orquestal. Por otra parte, conoció la música mediterránea, e incluso recurrió a la griega clásica. La revolución ideológica de 1968 le llevó al marxismo. Viajó a Cuba y se hizo amigo de Fidel Castro, una circunstancia que no parece haber favorecido su música, excepto en el conocimiento de los sones iberoamericanos. Más tarde maduró, y se ha convertido en un músico ecléctico, moderado y respetado por casi todos. Su eclecticismo, como otros, ha tratado de convertirlo en algo personal. «El principio más importante de mi vida —declaró en su visita a Madrid en 2004— ha sido el de no pertenecer a ningún grupo». Compuso ocho sinfonías, la mayoría de ellas asequibles a un público francamente amplio, por su tratamiento serio y respetuoso del material sonoro.
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¿A dónde va la música?
La historia de la música no ha terminado ni parece imaginable que termine alguna vez. La música es hasta tal punto una necesidad elemental del espíritu humano, que no podrá desaparecer, por muchas crisis que atraviese, mientras existan hombres capaces de hacerla y de escucharla. De una manera u otra subsistirá a través de las vicisitudes de los tiempos: y sin duda no solo en la conservación de la obra de los grandes genios reconocidos universalmente, sino en la obra creadora de otros artistas capaces de buscar nuevos caminos en el curso de una historia que es tan larga como la propia historia del ser humano sobre la tierra. Posiblemente hoy la música de calidad no despierte el mismo entusiasmo desbordado que en otros tiempos, tales los románticos, en que la interpretación de las obras provocaba gritos, lágrimas y desmayos, que ahora nos parecerían extemporáneos; pero es que esa forma de reacción corresponde menos al interés por la música en sí que a una actitud emocional que por entonces invadía todos los sectores de la vida en el ámbito de nuestra cultura. A comienzos del siglo XXI existen más salas de concierto y auditorios que en ningún otro momento de la historia, y esas salas, más amplias por lo general que las de tiempos anteriores, casi siempre se llenan. Ciudades medianas que antes no la tenían, cuentan con una orquesta capaz de interpretar obras de altura. Millones de personas no necesitan acudir al teatro para escuchar buena música, porque la encuentran en programas de radio o de televisión, o en esa forma de música envasada, pero disponible en todo momento que es el disco o la memoria de nuestro ordenador. Y a pesar de los múltiples alicientes de todo género que la vida ofrece hoy a nuestra sociedad, como no pudieron imaginar los clásicos o los románticos, la buena música sigue siendo una de las formas a que con mayor frecuencia recurrimos cuando necesitamos el descanso, el sosiego del espíritu, el solaz reparador, el resarcimiento de nuestros trabajos y nuestras preocupaciones. La necesitamos tanto como nuestros antepasados, o tal vez, en medio del vértigo de las formas de vida que hoy nos dominan, más que nunca. ¿En qué reside entonces la tan comentada, y tan preocupante, crisis de la música contemporánea? A lo largo de las últimas páginas de este libro hemos comenzado a comprender un poco la naturaleza de esa crisis. Existe un desentendimiento, una falta de sintonía, o de empatía, entre la creación de los músicos de hoy y el gusto o el deseo de la mayor parte de los oyentes de hoy. A comienzos del siglo XXI es mucho mayor el numero de los que escuchan la obra de Bach que en los propios tiempos de Bach. Y, en cambio, he ahí la tremenda paradoja, son muchos menos los que se recrean en la música de un
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determinado compositor de nuestros tiempos que aquellos que por 1750 se recreaban en la obra de Bach. Existe un divorcio entre los actuales creadores y los actuales oyentes que no se dio en ningún otro momento de la historia; y el hecho, lo comentábamos ya en su lugar, no solo es rigurosamente nuevo, sino que encierra una gravedad de incalculables consecuencias. Los motivos de este divorcio son seguramente muchos, algunos de ellos muy difíciles de explicar de forma convincente. Recordemos un hecho ya en su momento comentado: durante mucho tiempo, la música estuvo destinada casi exclusivamente al recreo del oído. Las bellas combinaciones de sonidos (melodía y armonía) procedían de unas relaciones matemáticas que, una vez aceptadas en nuestra cultura occidental, se consagraron en formas cada vez más perfectas y siempre armoniosas. La música tenía algo de elevado y sublime precisamente porque se basaba en aquellas proporciones más o menos objetivas, y los oyentes se familiarizaron progresivamente con ellas. La música era un lenguaje casi divino, y todos los teóricos, de Aristóteles a Bach, estuvieron de acuerdo en que servía como motivo de elevación y de ennoblecimiento. La música, se dijo muchas veces, no solo hacía a los hombres más felices, sino que los hacía mejores. Tanto en Philippe de Vitry como en Anton Bruckner encontramos ideas sorprendentemente parecidas. Por poco que escarbemos en la historia, encontraremos multitud de testimonios de gentes de todos los tiempos sobre la capacidad enaltecediora de la música. Este largo consenso se ha roto en el siglo XX, y sería en alto deseable averiguar por qué. Hemos aludido en su lugar a un hecho que puede tener una relación remota, pero efectiva, con la crisis final de la música. Hasta comienzos del siglo XIX, la finalidad más importante de la expresión musical, sino la única, fue la de recrear el oído mediante la belleza y armonía en la combinación de sonidos. Beethoven buscó algo más: expresar los sentimientos del alma. A veces la expresión de un sentimiento, si refleja tristeza, cólera, fastidio o malestar, no resulta bella, requiere formas chocantes o violentas. Beethoven recurre muchas veces a estas formas de expresión, y con ellas nos emociona, aunque no resulten tan armoniosas como las de los autores precedentes. Pero tuvo una facultad extraordinaria para combinar la expresión de los sentimientos con formas de sonido de una belleza extraordinaria. Nunca en su vida dejó de rendir culto a la belleza, y, más aún: Beethoven repitió muchas veces, como tantos, que escribía música para que los hombres fueran más felices: y no cabe la menor duda de que lo consiguió. Sin embargo, después de él, la combinación de la expresividad y la armonía de los sonidos se hizo cada vez más difícil. Los románticos se volcaron casi siempre —una gran excepción es Brahms— en lo expresivo, y siguieron emocionando con la revelación de sus sentimientos a millones de personas. Pero el predominio de la expresividad sobre la belleza tendría que desembocar tarde o temprano en el sacrificio de la belleza misma. Un paso decisivo se da con la «revolución del siglo XX», en que el mensaje del creador se hace cada vez más subjetivo, en parte porque se rompen todas las normas anteriores, y en parte también porque se buscan formas de expresión radicalmente nuevas. Existe, en primer lugar, un notable prurito —que sería preciso estudiar también— por prescindir de
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las normas. Nace un arte libre de todo condicionamiento, o por lo menos de muchos condicionamientos, a gusto del autor, pero no siempre a gusto del consumidor, es decir, del oyente. No olvidemos que la estética —¡y hasta la ética!— del siglo XX prescinde de los valores y hasta de los principios. Significativamente, Schönberg escribió un ensayo que tituló Danza de la Muerte de los Principios. Hasta se puso en tela de juicio el concepto de belleza, o cada cual adoptó para el sentido de la belleza un concepto distinto. Y, en segundo lugar, como íbamos diciendo, se buscó para la música un nuevo lenguaje, prescindiendo de los lenguajes universalmente aceptados durante muchos siglos. Lo nuevo parecía una necesidad, la aceptación de lo viejo un mediocre conservadurismo. El cambio llegó demasiado rápido, y la consecuencia fue que los oyentes sintieron los nuevos lenguajes como un idioma que no entendían. Se consagró la disociación entre autor y receptor, una disociación que a lo largo de un siglo no hemos logrado superar. Quién tiene la culpa de esta disociación: he aquí la gran pregunta, una pregunta dramática a más no poder. Para los compositores, la comodidad de los públicos es la que les ha hecho no saber estar al tanto de lo nuevo, no ha habido un esfuerzo mental suficiente para ponerse a la altura de las circunstancias. La mayor parte de la gente —incluida mucha gente culta— se ha refugiado en los gustos «burgueses» del siglo XIX y rehúsa una modernización que le resulta incómoda. La mayoría del público se rebela contra una música que, cuando menos para sus gustos, ha renunciado a la belleza y busca soluciones extravagantes que complacen a muy pocos. Esta mayoría puede esgrimir el argumento de que la música occidental nació y perduró durante veinticinco siglos por obra de una combinación de sonidos que se basa en relaciones de armonía natural, y que por eso mismo resulta objetivamente «armoniosa»: cuando se abandonó el gusto por esas combinaciones naturales, la propia música se desnaturalizó. Otros oyentes, simplemente, aducen que solo acuden a oír música cuando sienten placer al escucharla; una música que no agrada o que no conforta, no vale la pena. Y también tienen razón a su modo. Recordémoslo de nuevo: la crisis de la música no es independiente de la crisis del arte. Otras artes, como la pintura, la escultura, la literatura en muchas de sus manifestaciones, han pasado por crisis de parecida naturaleza a lo largo del siglo XX. El arte, en el fondo, refleja la manera de ser, los problemas, las mentalidades dominantes de cada época histórica. El románico desprende solidez sencilla y enteriza; el gótico, elevación, el Renacimiento armonía y proporción, el barroco movimiento y complejidad…: hasta cierto punto son como la autoconfesión de una época. Admitamos esta idea o no, son muchas las voces que estiman que el arte de hoy corresponde a la forma de entender la vida —o de no entenderla, que eso es otra cuestión, en la que no nos conviene inmiscuirnos— de hoy. Quizá tenga razón John Tavener (vid. pag. 345-346) cuando pretende que lo extraño no es la música del siglo XX, sino el propio siglo XX. O, como decía el filósofo y musicólogo José Luis Pinillos, «hoy es el desconcierto de la realidad lo que constituye la realidad de los conciertos». ¿Habremos de desembocar en otra época histórica más equilibrada y más amante de los valores —lo bueno, lo verdadero, lo bello
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— para que se supere la crisis de la música? ¿O una pregunta como esta no supone más que una simplificación? La música contemporánea no se encuentra radicalmente huérfana. Hay personas de categoría, que por su cultura o formación técnica la «comprenden» —si es que se trata exactamente de comprender—; y otras muchas, que, por interés cultural, por curiosidad o por estar al tanto de la marcha de las cosas, la siguen con notable atención. El problema no es que no existan expertos en música contemporánea, sino que sus logros no alcancen a una gran mayoría de oyentes, ni siquiera a una mayoría de aficionados a la música. No sabemos si la salida al problema consiste en una modificación de la música que habitualmente se escribe hoy o en un cambio de mentalidad de los oyentes. Hace no mucho comentaba el director de orquesta Rafael Frühbeck de Burgos que «estamos en un momento en que los compositores tienen que empezar a decir algo hermoso». Y quién duda de que es así. Lo malo del caso es que resulta difícil ponernos de acuerdo a estas alturas sobre lo que se entiende por hermoso. Quizás surja de pronto algo nuevo, como una revelación especial del arte musical, que tantas tuvo, por ventura, a lo largo de la historia. O quizá, como piensa un compositor español de hoy, Antón García Abril, lo hemos encontrado ya, pero hasta determinado momento del siglo XXI —¡por lo menos!— no sabremos lo que es. Por de pronto, se adivina una cierta tendencia a la reconciliación. Hay compositores que nos presentan obras más asequibles, o por lo menos no tan agresivas, no tan destinadas a épater le bourgeois, que hace años. Y los oyentes van entrando poco a poco en la apreciación de muchas nuevas corrientes. La audición reiterada de una obra difícil nos acostumbra progresivamente a ella y a su técnica compositiva. Y esperemos: la música siempre ha sido bella, ha triunfado en el mundo por su belleza, ha hecho felices a los hombres por su belleza, y no puede menos de seguir haciéndonos felices en el futuro, sea cual fuere el concepto de belleza que prevalezca. Algún día conoceremos la solución. La música nos acompañará siempre: eso es lo único seguro.
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Índice onomástico
A Adriano Agricola, Alexander Agustín, san Albéniz Albinoni, Tomasso Alejandro Magno Amati, Andrea, Amati, Nicola Ambrosio, san Anchieta, Juan de Anet, Jean Baptiste Anglés, Higinio Antonino Pío Apolo Aristóganes Aristóteles Armstrong, Louis Arriaga, Juan C. B Bach, Ana Magdalena Bach, Johann Christoph Bach, Johann Sebastian Bach, María Bárbara Bach, Philip E. Bach, Wilhelm F. Bachelard, Gaston Balakirev, Mily Balbulus, Notker Balzac Banchieri, Adriano Bárbara de Braganza, reina de España Barber, Samuel Barbieri, Luis A.
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Barce, Ramón Barraud, Henri Beaumarchais Beethoven, Karl Beethoven, Ludwig van Beck, Franz Bellini, Vincenzo Benda Berckmeister, Andreas Berg, Alban Berio, Luciano Berlioz Bewering, H. Birch, Raimund Bizet Borodin, Alexander Böhm, Georg Boulez, Pierre Brahms Bramante Bretón, Tomás Bruckner, Anton Brunelleschi Bücher, Karl Bülow, Hans von Burckhardt Burney Buxtehude, Dietrich C Cabezón, Antonio de Caccioni Cage, John Campbell, Don Caracalla Carlos V, emperador de España Carlos VI, emperador de Austria Carlos X de Francia Carter Castillo, Manuel Cervantes, Miguel de Champigneule, Bernard Chapí, Ruperto
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Charpentier, Marc-Antoine Chezy, Wilhelmine von Chirico, Giorgio de Chopin, Frédéric Chueca Claudel, Paul Cocteau Colón, Cristóbal Colling, A. Comte Coplan, Aaron Corelli, Arcangelo Corneille Correggio Cortot, Alfred Couperin, François Cui, Cesar D Da Ponte Da vinci, Leonardo Dali, Salvador Dante David De la Vega, Garcilaso Debussy-307 Delacroix Despréz, Josquin Diácono, Paulo Diaghilev Dittersdorf, Carl D. von Donatello Donicetti, Gaetano Dufay, Guillaume, Dufourcq, H. Dukas, Paul Dunstable, John Dvorak, Antonin E Elcano, Sebastián Elgar, Edward Encina, Juan del Enmanuel, Maurice
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Enrique VIII de Inglaterra Epstein, Julius Erasmo Eschenbach, Wolfram von Esterhazy, Nicolas Esterhazy, Paul Eurídice Eurípides F Fait, Luigi Falla, Manuel de Fauré, Gabriel Federico II Felipe II FelipeIV, rey de España Fernando VI, rey de España Fernández Cid Ferrari, Benedetto Ficinio, Marsilio Francisco I de Francia Frank, Cesar Franz, Max Freud Fruhbeck de Burgos, Rafael Furtwängler, Wilhem G Galilei, Vincenzo García Abril, Antón García Lorca, Federico Gassmann, Florian L. Geiringer, K. Genovés, Tomás Ghiberti. Gianzotto, Remo Glass, Philip Glinka, Mihail Goethe Gorgione Gounod, Charles Granados, Enrique Gregorio I (v. Gregorio Magno, san) Gregorio Magno, san
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Grieg, Edvard Grignon, Jean-Pierre Gropius Grunewald, Mathias Guarnerius Guerrero, Francisco Guido d’Arezzo H Haendel, George F. Halffter, Cristóbal Halffter, Ernesto Halle, Adam de le Hanslick Harmose Hauser Haydn, Joseph Heine Hennittaineb Henze, Hans W. Hesi Heyden, Sebald Hindemith, Paul Hoffmansthal, Hugo von Holmberg, Ludwig Holst, Gustav Holzbauer, Ignaz Howeler, C. Hutchings Hüttenbrenne, Anselm I, J Ibsen, Heinrich Isabel de Portugal, emperatriz Isidoro, san Jevin, Rache Joachin Jorge I de Inglaterra Jorge II de Inglaterra José II, emperador de Austria Juan de la Cruz, san Juan Diácono Juan XXII, papa Julio III, papa
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K Katchaturian, Aran Kind, Fiedrich Kozeluch, Leopold Krips, Josef Krizanowska, Tekla Kuhnau, Johannes Kupff, Konrad L Lafuente, Modesto Lalo Lamaña, J. M. Lanner Lasso, Orlando di Lenin León IV, papa León, fray Luis de Leoncavallo, Ruggiero Leonin, maestro Leopoldo de Kothen, príncipe Leopoldo II Lichnowski, príncipe Lieja, Jacques de Liszt, Franz Lonnrot, Elias López, Vicente Luis XII de Francia Luis XIV de Francia Lully, Gianbatista Lutoslawski, Witold M Macchi Machaut, Guillaume de Maeterlinck Magallanes, Fernando de Mahler, Gustav-266 Malipiero, Gianfrancesco Malzel, Johann N. Mallarmé Mantegna Marais, Marin María Teresa, emperatriz de Austria
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Martenot, Maurice Mascagni, Pietro Massenet Matamoro, Blas Matheson Mazarino, cardenal Messiaen, Olivier Mendelssohn, Felix Menuhin, Jehudi Mesomedes de Creta Metternich, canciller Miguel Ángel Milhaud, Darius Mirandola, Pico de la Mitjana Molière Monet Monn, Matias Monteverdi, Claudio Morales, Cristóbal de Moro, Tomás Mossolov Mozart, Amadeus Muris, Juan de Mussorgski, Modest N, O Napoleón III Neefe, Christian Neferhotep Nerón Nijinski Nono, Luigi Ofterdinfgen, Heinrich von Ordóñez, Carlos Orfeo Ovidio P, Q Pablo, Luis de Pachebel, Johann Paganini, Niccolò Palestrina, Pier Luigi da Palisca, Claude
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Palmer, Christopher Paulo IV, papa Pedrell Penderecki, Chrystof Peñalosa, Francisco Pergolesi, Gianbatista Peri, Jacopo Perotin, maestro Perrault, Charles Petrarca Piave, Francesco M. Picasso, Pablo Pío VI, papa Pisarro Pitágoras Planck Platón Plauto Pluche, Noël-Antoine Poggi, Amedeo Poitiers, Guillermo de Pollini, Maurizio Poulenc, François Praetorius, Michael Prokofieff, Sergei Proske, Karl Provenzale, Francesco Puccini, Giacomo Purcell, Henry Quinto Curcio R Rabelais Rachmaninov Racine Rafael Raja Ramses II Rauscher, Frances Ravel-309 Reiss, Johanna Remenyi Respighi, Ottorino
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Ries, Ferdinand Rimski-Korsakov, Nicolai Ritcher, Xaver Rossini, Giacomo Rubens Ruckert S Sach, C. Sach, Hans Saint-Saëns Salazar, Adolfo Saló, Gaspare di Salomón Sand, George Satie, Eric Scarlatti, Alessandro Scarlatti, Domenico Schachtner Schaeffer, Pierre Schikanader Schiller Schindler Schneider, Marius Schittke, Alfred Schönberg, Arnold Schubert, Franz Schumann, Clara Schumann, Robert Schuppanzigh Scriabin, Alexander Seikilos de Trales Shakespeare Shaw, Gordon Shostakovich, Dimitri Sibelius, Jan Smithson, Harriet Smetana, Bedrich Sopeña, Federico Spitta, P. Stalin Stamitz, Carl Stamitz, Johann
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Stockhausen, Karlheinz Stokowski, Leopold Stradivarius, Antonio Strauss, Johann Strauss, Richard Stravinski Sullivan T Tales Tasso, Torcuato Tavener, John Tchaikowski, Piotror I. Telemann, Georg Ph. Terencio Teresa de Jesús, santa Terpandro Theodor, Karl Timoteo Tinctoris, Johannes Tiziano Tomatis, Alfred Tovey Tuma, Frantisek I. Turina, Joaquín V Valla, Lorenzo Vanhal, Johann B. Varrón Vázquez, Juan Velázquez, Diego Venosa, Carlos Gesualdo di Verdi, Giuseppe Verrochio Vicentino, Nicola Victor Hugo Victoria, Tomás, L. de Vigny, Alfred Vitry, Philippe de Vivaldi, Antonio Vives, Luis Vogelweide, Walter von Vaugham William, Ralph
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Vülcklen, Ana Magdalena (v. Bach, Ana Magdalena) W, X Wagenseil, Christoph Wagner, Richard Waldstein, conde Walsegg Walter, Johann Weber, Carl María von Weber, Constanza Webern, Anton Wegeler Wenworth, Thomas Wieck, Fiedrich Willaert, Adrian Wodzynska, María Xenakis Y, Z Yuan, Sih Zdanov, Andrei Zmeskal, barón
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Table of Content Introducción La música en los tiempos antiguos Épocas prehistóricas Las primeras civilizaciones Los chinos La India Mesopotamia Egipto Los judíos Los chinos La India Mesopotamia Egipto Los judíos Grecia En Roma La música en la Edad Media Las raíces de la música medieval El canto gregoriano Los comienzos de la polifonía Los orígenes de la notación musical La música popular Ars Nova La época renacentista Las formas y los instrumentos Los grandes maestros Los españoles Los españoles Reforma y Contrarreforma Palestrina Tomás Luis de Victoria Palestrina Tomás Luis de Victoria 295
El milagro del barroco Innovaciones Los orígenes de la ópera Claudio Monteverdi (1567-1643) Alessandro Scarlatti y Pergolesi Henry Purcell Claudio Monteverdi (1567-1643) Alessandro Scarlatti y Pergolesi Henry Purcell Pompa en la corte del Rey Sol Los grandes maestros del barroco Los luminosos italianos Antonio Vivaldi (1670-1745) Antonio Vivaldi (1670-1745) Los alemanes Bach, o la armonía de las esferas Una vida normal al servicio de la música El órgano de Bach La música instrumental La obra coral de Bach Una vida normal al servicio de la música El órgano de Bach La música instrumental La obra coral de Bach Grandeza y solemnidad en Haendel Alemania, Italia, Inglaterra Las óperas Los oratorios La música instrumental Alemania, Italia, Inglaterra Las óperas Los oratorios La música instrumental La música «clásica» Caracteres, formas y medios Los grandes géneros Las voces de la orquesta 296
Los deliciosos «pequeños maestros» Joseph Haydn, el padre de la sinfonía En Einsestadt Las sinfonías Otras obras En Einsestadt Las sinfonías Otras obras Siempre Mozart La música de Mozart Las obras de Mozart El «efecto Mozart» La música de Mozart Las obras de Mozart El «efecto Mozart» La delicia de la ópera italiana: Rossini Vida y obra La música de Rossini Vida y obra La música de Rossini La época y la figura de Beethoven Del Antiguo al Nuevo Régimen Los años de Bonn La conquista de Viena Las primeras obras de Viena Las primeras obras de Viena De la tragedia a la victoria Las grandes sinfonías El hombre y su música La despedida de Beethoven Los inicios del romanticismo La música, la orquesta y el público Schubert, la inspiración Las obras de Schubert Las obras de Schubert Weber y la ópera romántica alemana Berlioz el Fantástico 297
La música de Berlioz La música de Berlioz Chopin: el piano Una vida romántica El piano y la música de Chopin Una vida romántica El piano y la música de Chopin El corazón del romanticismo Félix Mendelssohn, romanticismo feliz La música de Mendelssohn La música de Mendelssohn Schumann: lucha, triunfo y locura La obra de Schumann La obra de Schumann Franz Liszt: del piano al poema sinfónico Los poemas sinfónicos Los poemas sinfónicos La ópera romántica italiana Donizetti y Bellini El corazón de la ópera italiana: Verdi Epígonos del romanticismo Brahms, la plenitud Otras obras de Brahms Otras obras de Brahms El drama musical en Wagner La «obra de arte total» Los grandes dramas musicales La música de Wagner La «obra de arte total» Los grandes dramas musicales La música de Wagner Las inmensas sinfonías: Bruckner y Mahler Anton Bruckner (1824-1897) Gustav Mahler Anton Bruckner (1824-1897) Gustav Mahler La música fuera de Alemania 298
Los checos Los rusos Un ruso distinto: Tchaikowski Un ruso distinto: Tchaikowski Los escandinavos Algo sobre los españoles Y algo sobre los franceses El verismo italiano La revolución del siglo XX Aspectos de la música del siglo XX La «otra música» El impresionismo y formas análogas El matiz de Debussy Modestia y exhibición en Ravel Otros autores La esencia de lo español en Falla Formas de expresionismo Expresionismo clasicista: Richard Strauss Expresionismo surrealista: «Los Seis» Un genio distinto y en evolución: Stravinsky Una nueva gramática musical: el dodecafonismo Schönberg, Berg, Webern Nuevos lenguajes sonoros La música electrónica La música concreta Aspectos de la música instrumental contemporánea La música soviética Música aleatoria Un maestro indiscutible: Olivier Messiaen Españoles Algunos nombres ¿A dónde va la música? Índice onomástico
299
Índice Introducción La música en los tiempos antiguos
9 13
Épocas prehistóricas Las primeras civilizaciones Los chinos La India Mesopotamia Egipto Los judíos Grecia En Roma
14 17 18 19 21 22 24 25 29
La música en la Edad Media
31
Las raíces de la música medieval El canto gregoriano Los comienzos de la polifonía Los orígenes de la notación musical La música popular Ars Nova
33 35 37 40 42 44
La época renacentista
47
Las formas y los instrumentos Los grandes maestros Los españoles Reforma y Contrarreforma Palestrina Tomás Luis de Victoria
50 54 56 59 60 61
El milagro del barroco
63
Innovaciones Los orígenes de la ópera Claudio Monteverdi (1567-1643) Alessandro Scarlatti y Pergolesi Henry Purcell Pompa en la corte del Rey Sol
65 70 70 71 72 74
300
Los grandes maestros del barroco
78
Los luminosos italianos Antonio Vivaldi (1670-1745) Los alemanes Bach, o la armonía de las esferas Una vida normal al servicio de la música El órgano de Bach La música instrumental La obra coral de Bach Grandeza y solemnidad en Haendel Alemania, Italia, Inglaterra Las óperas Los oratorios La música instrumental
La música «clásica»
81 82 85 88 89 90 92 93 96 96 97 98 100
103
Caracteres, formas y medios Los grandes géneros Las voces de la orquesta Los deliciosos «pequeños maestros» Joseph Haydn, el padre de la sinfonía En Einsestadt Las sinfonías Otras obras Siempre Mozart La música de Mozart Las obras de Mozart El «efecto Mozart» La delicia de la ópera italiana: Rossini Vida y obra La música de Rossini
105 109 112 116 121 122 124 126 128 130 133 136 137 137 139
La época y la figura de Beethoven
141
Del Antiguo al Nuevo Régimen Los años de Bonn La conquista de Viena Las primeras obras de Viena
142 144 146 147 301
De la tragedia a la victoria Las grandes sinfonías El hombre y su música La despedida de Beethoven
149 151 154 157
Los inicios del romanticismo
160
La música, la orquesta y el público Schubert, la inspiración Las obras de Schubert Weber y la ópera romántica alemana Berlioz el Fantástico La música de Berlioz Chopin: el piano Una vida romántica El piano y la música de Chopin
162 165 166 169 171 173 175 176 177
El corazón del romanticismo
180
Félix Mendelssohn, romanticismo feliz La música de Mendelssohn Schumann: lucha, triunfo y locura La obra de Schumann Franz Liszt: del piano al poema sinfónico Los poemas sinfónicos
La ópera romántica italiana
182 183 185 186 188 189
191
Donizetti y Bellini El corazón de la ópera italiana: Verdi
192 193
Epígonos del romanticismo
195
Brahms, la plenitud Otras obras de Brahms El drama musical en Wagner La «obra de arte total» Los grandes dramas musicales La música de Wagner Las inmensas sinfonías: Bruckner y Mahler Anton Bruckner (1824-1897) Gustav Mahler
La música fuera de Alemania
196 198 200 201 202 203 205 205 208
211 302
Los checos Los rusos Un ruso distinto: Tchaikowski Los escandinavos Algo sobre los españoles Y algo sobre los franceses El verismo italiano
213 216 219 222 226 229 231
La revolución del siglo XX
233
Aspectos de la música del siglo XX La «otra música»
236 238
El impresionismo y formas análogas El matiz de Debussy Modestia y exhibición en Ravel Otros autores La esencia de lo español en Falla
241 243 245 247 249
Formas de expresionismo
251
Expresionismo clasicista: Richard Strauss Expresionismo surrealista: «Los Seis» Un genio distinto y en evolución: Stravinsky
Una nueva gramática musical: el dodecafonismo
253 255 256
260
Schönberg, Berg, Webern
261
Nuevos lenguajes sonoros
265
La música electrónica La música concreta
266 268
Aspectos de la música instrumental contemporánea La música soviética Música aleatoria Un maestro indiscutible: Olivier Messiaen Españoles Algunos nombres
¿A dónde va la música? Índice onomástico
270 271 273 275 276 277
280 284
303