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Spanish; Castilian Pages 136 [120] Year 2013
José Ignacio EDI TORI AL TROTTA
González Faus
Herejías del catolicismo actual
Herejías del catolicismo actual
Herejías del catolicismo actual José Ignacio González Faus
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COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Religión
© Editorial Trotta, S.A., 2013 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: [email protected] http://www.trotta.es © José Ignacio González Faus, 2013 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).
ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-435-9
«La Iglesia necesita de modo muy peculiar la ayuda de quienes viven en el mundo, sean o no sean creyentes... Más aún: confiesa que le han sido de mucho provecho y le pueden ser todavía de provecho la oposición y hasta la persecución de sus contrarios». (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 44) A todos vosotros, Vicente, Pilar, Antoni, Ignacio, Miguel, María Josefa, María Fernanda, María Luisa, Matilde, Manolo, Fernando, Josep... y demás familia de amigos no creyentes: porque creo que me habéis ayudado a preguntar sin miedo, a repensar y purificar mi fe, siempre falseada al traducirse a nuestras pobres palabras humanas, y siempre fortalecida cuando se producen esos brotes de encuentro y de armonía entre lo distinto y lo distante.
ÍNDICE
Introducción: ¿CONVIENE QUE HAYA HEREJÍAS? ........................................
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1. NEGACIÓN DE LA VERDADERA HUMANIDAD DE JESÚS ........................... 1. Hombre «pero no tanto» .......................................................... 2. Orígenes y consecuencias ......................................................... 3. Dictar a Dios cómo ha de ser.................................................... 4. Dios pero digerible ................................................................... 5. De qué hombre a qué Dios .......................................................
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2. NEGACIÓN DE «LA EMINENTE DIGNIDAD DE LOS POBRES EN LA IGLESIA» ... 1. Lo que va de ayer a hoy... ......................................................... 2. «¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?» ......................................... 3. La identidad de Dios en juego .................................................. 4. «Poner los corazones al descubierto» (Lc 2, 35) ........................
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3. FALSIFICACIÓN DE LA CRUZ DE CRISTO .............................................. 1. ¿Dios a la altura de nuestras justicias?....................................... 2. La inercia de la historia ............................................................ 3. Desenfoques ............................................................................. 4. Las trampas del lenguaje ........................................................... 5. Consecuencias ..........................................................................
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4. DESFIGURACIÓN DE LA CENA DEL SEÑOR ........................................... 1. El polvo de la historia .............................................................. 2. Transformación de las relaciones humanas ............................... 3. «La eucaristía hace a la Iglesia» ................................................. 4. Dignificación de la materia ....................................................... 5. En conclusión ...........................................................................
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5. CONVERTIR EL CRISTIANISMO EN UNA DOCTRINA TEÓRICA ...................... 1. La tentación gnóstica ................................................................ 2. «Vine para que tengan vida en abundancia» (Jn 10, 10) ............ 3. «Transformar el mundo, una tarea para la Iglesia» .................... 4. «El pecado del mundo» (Jn 1, 29)............................................. 5. La herejía capitalista .................................................................
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6. NEGACIÓN DE LA ABSOLUTA INCOMPATIBILIDAD ENTRE DIOS Y EL DINERO 1. Dios otra vez ............................................................................ 2. La buena noticia de Jesús.......................................................... 3. La oscura enseñanza de la Iglesia .............................................. 4. Hoy más necesario que nunca... ............................................... 5. Puro sentido común .................................................................
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7. PRESENTAR A LA IGLESIA COMO OBJETO DE FE .................................... 1. ¿Creo en la santa madre Iglesia? ............................................... 2. Paso de la autoridad de la verdad a la evidencia de la autoridad 3. Una intelección deformada de la infalibilidad ........................... 4. La autoridad eclesiástica por encima de la palabra divina ......... 5. Enseñar a adorar ......................................................................
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8. LA DIVINIZACIÓN DEL PAPA ............................................................... 1. Algunos datos ........................................................................... 2. Un mal argumento.................................................................... 3. Desarrollo histórico.................................................................. 4. Pedro y Constantino .................................................................
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9. CLERICALISMO ................................................................................ 1. Razones teológicas anticlericales............................................... 2. Otra vez «el polvo de la historia».............................................. 3. Jesús el anticlerical ................................................................... 4. Liturgia y clericalismo .............................................................. 5. Pronóstico leve .........................................................................
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10. OLVIDO DEL ESPÍRITU SANTO ........................................................... 1. El «aire» de Dios ...................................................................... 2. El estilo de Dios ....................................................................... 3. «Espíritu creador» .................................................................... 4. La unción de Dios .................................................................... 5. «Experiencia social de Dios»..................................................... 6. Signo de los tiempos .................................................................
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Conclusión: YO PECADOR ME CONFIESO... ...............................................
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Introducción ¿CONVIENE QUE HAYA HEREJÍAS?
Así se lo decía Pablo a los corintios (1 Cor 11, 19), convencido de que las divisiones pueden enriquecer y acrisolar a los espíritus bien dotados. Pero a nosotros nos es útil evocar la frase por otras dos razones. 1. En primer lugar, nos avisa sobre el doble significado de la palabra herejía que merece valoraciones muy distintas. 1.1. En la carta de Pablo comienza significando diversidad de opiniones, y Pablo alaba esa diversidad, concediendo que las opiniones son diversas porque son «parciales». Pero parciales no en el sentido de injustas, sino de fragmentarias o no totales, no como opuesto a «imparciales» sino en cuanto opuesto a «totales»: «parcialidad» sería una buena traducción de la palabra griega airesis, de la que deriva nuestra «herejía». Pero esa parcialidad y la consiguiente diversidad de opiniones pueden resultar buenas: porque nos enriquecen si las confrontamos, y nos ayudan a comprender que todos somos parciales y ninguno abarca la totalidad por más que así nos parezca. La pluralidad es en este sentido dura, muy dura a veces, pero es una gran fuente de enriquecimiento: por lo que nos aporta y por cómo nos obliga a ser. En este sentido, y como luego diremos, conviene que haya pluralidad en el cristianismo. 1.2. Pero la palabra «herejía» adquirió luego un sentido mucho más negativo que, aunque pueda derivar del anterior y originarse en él, no coincide con él: ya en el texto paulino que acabamos de citar se pasa de unas disensiones tolerables y enriquecedoras, a unas diferencias intolerables como las que se iban dando en Corinto, en las celebraciones de la cena del Señor. Si antes Pablo había dicho «conviene...» (v. 19), ahora se corrige: «en esto no puedo alabaros» (v. 22). Porque ahora la herejía destroza o niega la identidad cristiana, como pasaba en aquellas eucaristías que el Apóstol critica. 11
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Puede que esa herejía sea también una parcialidad, en el sentido antes dicho de una verdad parcial, como muy bien intuyó Pascal cuando escribió que todas las herejías en la historia de la Iglesia no habían sido más que verdades parciales. Pero, aun en este caso, la parcialidad adquiere ahora el sentido negativo del término: injusta más que meramente fragmentaria. Porque es una parcialidad que se absolutiza a sí misma de tal manera que niega espacio a elementos imprescindibles de la identidad cristiana. Hecha esta aclaración de términos, hay que añadir, para matizar, que, en esa negación de la identidad cristiana, debería jugar un papel importante lo que el Vaticano II llamó «jerarquía de verdades» a la que, lógicamente, habrá de corresponder una «jerarquía de herejías»: ¡no es lo mismo negar la encarnación de Dios que negar la asunción de María!, por ejemplo. Y hay que añadir que los dirigentes del catolicismo actual (donde casi todo el Vaticano II está aún por estrenar) suelen carecer de sensibilidad para asumir ese matiz importante de la jerarquía de verdades: así da la impresión de que, para la actual Congregación de la Fe, tan importante es tener dos dedos menos en el pie que tener un infarto grave... Pero de la jerarquía de verdades no vamos a hablar ahora.
2. La otra razón por la que era útil comenzar aludiendo a la frase de san Pablo es la siguiente: incluso en el caso de fórmulas que han sido consideradas no ya como meramente fragmentarias sino sencillamente como heréticas, hemos aprendido más tarde que podría tratarse de una herejía muy relativa. Un ejemplo bien sonoro de ello es la reconciliación de Juan Pablo II con los dirigentes de las comunidades que se separaron en el siglo V, cuando los concilios de Éfeso y Calcedonia (nestorianos y monofisitas). En la primera de ellas, en 1984, se declara que «hoy» hemos comprendido que aquellas divisiones de hace quince siglos «de ningún modo afectan o tocan a la sustancia de la fe», sino que eran debidas a «diferencias en la terminología y en la cultura»1. En esas reconciliaciones se reconoció que fórmulas declaradas como heréticas solo eran tales si se las entendía de una determinada manera; pero eran susceptibles de otra intelección que las libraba del calificativo de heréticas y, por ende, tantos siglos de división quizás habían sido simplemente una reacción precipitada o un malentendido no examinado. Cabe añadir cuán bueno sería que aprendamos esta lección para el futuro. Y no son esas herejías cristológicas el único ejemplo. Otros ejemplos los tenemos en la doctrina de la justificación que separó a protestantes y católicos: la posibilidad de que, a pesar de la ruptura y de los anatemas de Trento, ambos quisieran decir lo mismo o, al menos, algo muy similar, aparece hoy como la hipótesis más probable o mejor garantizada históri1. Ver el texto en Ecclesia 2182 (1984), p. 861. Lo comenté un poco más en Fe en Dios y construcción de la historia, Trotta, Madrid, 1998, p. 108.
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camente, tras algunos episodios que van desde la tesis doctoral de Hans Küng (sobre la justificación en Trento y en K. Barth2) hasta el pasado acuerdo ecuménico sobre el tema, sellado en el documento de 1999. Ello puede explicar también el fenómeno hoy sorprendente, e impensable hace cinco siglos, de ver a pastores y miembros de iglesias protestantes practicando... los Ejercicios de san Ignacio. Y una vez aceptado lo insólito de este detalle, pueden descubrirse aspectos no percibidos hasta ahora, pero que quizás den razón de él. Como, por ejemplo: los ejercicios ignacianos son casi una puesta en acto del sola scriptura tan fundamental en el luteranismo. También puede encontrarse cómodo en los Ejercicios algún creyente radical en el sola fides luterano: porque toda su primera semana no pretende ser más que una inmersión en el amor gratuito y salvador de Dios, único que nos justifica. Y solo después de eso (en las semanas siguientes), hay una llamada a las obras que no se hace tomándolas como fuentes de justificación sino como respuestas a la llamada amorosa del Amor.
Estos episodios (sobre todo el primero, fruto de una de tantas intuiciones ricas del papa Wojtila) constituyen una lección sin par sobre la insuperable relatividad de nuestro lenguaje. Por muy imprescindible, y por fecundo que pueda ser a veces el lenguaje, es siempre como una mano demasiado pequeña para apresar toda la realidad que nos envuelve. Y esto vale con mayor razón cuando se trata del lenguaje teológico que solo puede ser un lenguaje simbólico o analógico, dado que lo que trata de captar no es nuestra realidad, sino la suprema Realidad que nos trasciende. Por tanto, llegamos otra vez a una conclusión muy similar a la del apartado anterior: el lenguaje es un capital demasiado pequeño para lo que pretendemos adquirir con él. No queda, por tanto, más remedio que ver si conseguimos acrecentar ese capital. Y ello solo puede llevarse a cabo mediante la confrontación, el diálogo, el esfuerzo por comprender qué quiere decir el otro y desde dónde y por qué lo dice. Esfuerzo hecho no solo por uno sino por todos los interlocutores que en él participan. Una vez precisado el sentido de la palabra herejía, queda todavía una nueva distinción para acabar este prólogo. 3. La tradición teológica distinguía además entre herejías materiales y formales. Traduciendo a nuestro lenguaje, diríamos que hay herejías que son inconscientes, y otras que son negaciones conscientes y deliberadas de aspectos fundamentales de la identidad cristiana. Pues bien, en esta obra hablamos solo de herejías materiales o «inconscientes» y esto es importante dejarlo claro: el libro no pretende acusar personalmente a nadie de hereje. La historia de la Iglesia y de la teología enseñan que durante siglos ha habido gentes que vivieron su fe con 2. La justificación según Karl Barth, Estela, Barcelona, 1965.
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formulaciones consideradas hoy como heréticas y, sin embargo, quienes expresaban su fe con esas fórmulas heréticas podían ser gentes mucho más cristianas y más santas que otros que la expresaban con fórmulas más «ortodoxas». Antes del concilio de Calcedonia hubo gentes que expresaban su fe en Jesucristo con palabras heréticas sin que ello les impidiera fatalmente ser mejor cristianos que otros. Santo Tomás negaba la Inmaculada Concepción, pero no por eso es hereje sino santo. No va a haber, pues, en esta obra acusaciones personales. Pero, como el lenguaje es un gran factor creador de comunidad, sí que hay que tener en cuenta que unas herejías solo materiales pero compartidas comunitariamente pueden acabar desfigurando de manera alarmante el rostro cristiano de la Iglesia. Es aquí donde incide la intención de este libro, y es ahora cuando conviene dejar claro que muchas denuncias del mismo (aunque puedan sonar duras) nunca pretenden salir de este ámbito: modos de ver inconscientemente heréticos en el interior de una comunidad, los cuales pueden desfigurar la identidad cristiana de esa comunidad. En este sentido, hay que contradecir al texto paulino antes citado y declarar que «no conviene que haya herejías». Esa tarea que me propongo quisiera que brote de mi responsabilidad eclesial: muy pequeña, por supuesto, cuantitativamente hablando, pero muy real también y muy importante para cualquiera que ame de veras a la Iglesia. Todo creyente es responsable (in solidum decían los antiguos y hoy traduciríamos como solidariamente responsable) de la Iglesia. Por mínima que sea esa responsabilidad, entiendo que el amor a la Iglesia pide no renunciar a ejercerla amparándose en la desproporción entre las propias posibilidades y el fruto pretendido: ese clásico «no va a servir para nada», tan posmoderno, con que tan fácilmente nos excusamos en tantos campos de la vida. La teología sistemática, como muy bien formuló K. Barth, es una tarea eclesial: se hace para servicio de la Iglesia y dentro de ella. Así están escritas estas páginas, entendiendo que servicio de la Iglesia no tiene por qué significar lo mismo que «a gusto de la curia romana». Mi aportación es, por tanto, mínima formalmente hablando: no se ampara en ninguna autoridad exterior por legítima que fuese, porque no la tengo y no quisiera atribuirme ninguna misión de la que carezco. Solo puede ampararse en la verdad que contengan mis palabras, y de la cual no puedo ser yo último juez, por muy convencido que esté de lo que digo. Aunque no lo parezca, este librito tiene mucho de autobiográfico: un par de veces me habían pedido algunos amigos que escribiese una autobiografía. No pienso hacerlo porque tengo horror a ese género, a pesar de que conozco aquel placer de los viejos que es «recordar», como cantaba una zarzuela (que trata precisamente de una viejecita). Pero, sin hacer autobiografía, debo reconocer que este libro no pretende ser una acusación sino una confesión. Las herejías que aquí intento 14
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desmontar son las que he ido descubriendo en mí mismo, porque he tenido la inmensa suerte de estar muy en contacto con las fuentes cristianas y con la reflexión de mis hermanos mayores en la fe. Esta inmensa suerte creo que me obliga a intentar hacer un servicio a mis hermanos de hoy que no la tuvieron, y que tanto se debaten muchas veces en torno a su fe. Tampoco hay que pensar que el título del libro es provocativo o brota de una audacia inaudita. El beato Rosmini publicó hace dos siglos otra obra titulada Las cinco llagas de la Iglesia. Y es cierto que Pío IX puso el libro en el Índice de libros prohibidos; pero también lo es que el tiempo ha dado la razón a Rosmini, quien tiene hoy introducida su causa de canonización... Yo, por supuesto, no aspiro a llegar a tanto, ni en lo negativo ni en lo positivo... Me contento con enmarcar este libro con unas palabras de san Agustín que he citado otras veces al concluir algunos escritos de carácter eclesiológico: «¿Soy yo acaso la Iglesia católica? Me basta con estar dentro de ella». Palabras que cobran más relieve por estar dichas por un obispo (sucesor de los Apóstoles, por tanto) y no por un mero cristiano como yo. Pero palabras que, siguiendo a Agustín, debe aplicarse a sí mismo todo cristiano: también la curia romana... Desde aquí vamos a comentar algunas de esas herejías inconscientes que, por un lado, pueden destrozar la identidad cristiana y, por el otro, al constituir unos presupuestos tácitos y nunca examinados ni cuestionados, atentan también contra esa pluralidad imprescindible para enriquecer la expresión de la fe y amenazan con llevarnos a una especie de «pensamiento único», a imitación de lo que ocurre con la economía neoliberal. Por todo lo dicho no deberá esperar el lector grandes novedades: casi todas las cosas que digo aquí se encuentran dispersas en otras obras mías, aunque allí están tratadas desde una óptica distinta porque atendían a otra finalidad. Cosas ya dichas, pero que, al verse recogidas y sistematizadas en estas páginas, pueden dar que pensar. Por algo he dicho que esta obra es más autobiográfica de lo que parece. Sant Cugat del Vallés, septiembre de 2012
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1 NEGACIÓN DE LA VERDADERA HUMANIDAD DE JESÚS
Últimamente se ha difundido entre algunos católicos una visión de Jesús que no ve en él otra filiación divina que la misma de todos los hombres: lo que distingue a Jesús es que ha sabido percibir esa filiación nuestra y nos la ha comunicado. Jesús es, por tanto, primogénito entre muchos hermanos, pero no es Unigénito del Padre. Y los cristianos no debemos a él nuestra filiación (no somos «hijos en el Hijo»), sino solo nuestra conciencia de ella. En mi opinión, tal modo de ver no es cristiano1. A lo mejor estoy equivocado en mi fe en la Encarnación (a fin de cuentas, la plena verificación de la fe es solo escatológica). Pero de lo que no me cabe duda es que la afirmación de la encarnación de Dios es intrínseca a la fe cristiana. No obstante, lo que aquí intento señalar es otra cosa: por más que ese modo de ver2 tenga estrecha relación con el problema de las otras religiones y con el influjo en Occidente de toda la teología hindú de la «no dualidad» (advaita), en realidad hay en ese modo de ver otro gran componente de reacción contra una imagen heterodoxa y muy difundida que solo sabe concebir la divinidad de Jesús a costa de su verdadera humanidad. Esta otra herejía es la que quisiera comentar en este capítulo. 1. Creo que tampoco es concorde con los datos de la investigación histórica: después de varios análisis minuciosos, un exegeta tan cuidadoso y sereno como R. Brown escribe: «Si Jesús se presentó a sí mismo como el primero entre muchos hermanos que tienen una nueva y especial relación con Dios como Padre, esa prioridad implica que su filiación fue de alguna manera superior a la filiación de todos los que habían de seguirle» (Introducción a la cristología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca, 2001, p. 101; subrayados del original). 2. Derivado de la tesis de J. Hick, que quiso resolver todo el problema de las religiones con el mejor simplismo norteamericano.
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Karl Rahner habló varias veces de que hay un monofisismo latente en las cabezas de muchos católicos3. Destaquemos la palabra «latente»: hablan con plena ortodoxia de Jesús como «verdadero Dios y verdadero hombre», pero les ocurre lo mismo que cuentan los evangelios sobre Pedro: que, tras hacer una profesión verbalmente correcta de Jesús como Mesías, resulta que entendía ese mesianismo de manera herética y Jesús llega a tacharlo de piedra de escándalo y «Satanás» (Mt 16, 23). Pues bien: es en este sentido de mala intelección de una fórmula correcta como vamos a hablar de esta herejía. 1. Hombre «pero no tanto» Volviendo a la denuncia ya vieja de Rahner, creo que quizá sería mejor hablar de un «apolinarismo latente»4; es decir: se le concede a Jesús una «carne humana» como la nuestra; pero parece imposible reconocerle una psicología humana como la nuestra: sujeta al error y la ignorancia, o a la debilidad, la angustia, el miedo o la sensación de fracaso. Porque todos esos rasgos parecen incompatibles con nuestra idea de Dios y de la dignidad divina. Se podría objetar que también la materia y sus fragilidades son incompatibles con nuestra idea de Dios, pero, para estos apolinaristas anónimos, eso es más fácil de soportar: porque ellos suelen concebir la materia y la corporalidad de manera más platónica que bíblica, es decir, como si la corporalidad fuese una dimensión totalmente ajena a nuestro yo (o a nuestra alma, en el lenguaje tradicional), que solo se encuentra como aprisionado en ella. El cuerpo es solo una «cárcel» exterior de nuestra alma, pero no un «componente» intrínseco de esta. Dicho de otro modo: al igual que aquellos cristianos del siglo I que se separaron de la comunidad del cuarto evangelio porque su forma de divinizar a Jesús les impedía una plena aceptación de su humanidad y, sin embargo, se creían los más fieles y los más amantes del Maestro, muchos cristianos de hoy deducen cómo tendría que ser la humanidad de Jesús desde su idea previa de Dios y de la dignidad divina. Y cuando se encuentran con una imagen de Jesús que no empalma con su idea 3. Monofisismo (= unicidad de naturaleza) significa que al unirse en Jesús lo divino y lo humano, este se ve anegado por aquel y desaparece en él como la gotita de vino que cayera en la inmensidad del océano. 4. Apolinar, obispo de Laodicea, fue un hereje del siglo IV que, creyendo ser más fiel al concilio de Nicea, concedía a Jesús un cuerpo como el nuestro pero no un «alma» (un psiquismo) como la nuestra: porque el Verbo de Dios suplía y hacía inútil toda la psicología humana (para más detalles ver La humanidad nueva. Ensayo de cristología, Sal Terrae, Santander, 92000, cap. 9).
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previa de Dios, la rechazan como «ajena a la fe de la Iglesia», aunque, en realidad, es ajena a la forma como ellos han deformado esa fe de la Iglesia. Igual que Pedro rechazaba el mesianismo sufriente de Jesús como ajeno a la fe de Israel. 2. Orígenes y consecuencias La historia es una gran maestra. Y en este libro quisiéramos ir comprendiendo cómo fueron gestándose muchas de las herejías que denunciamos, atendiendo, precisamente, a la historia que las produjo. En el tema que nos ocupa, la fuente de este desequilibrio es un uso privilegiado del evangelio de Juan casi en contra de los sinópticos: quizás porque Juan, aunque no abandona el esquema narrativo, parece un evangelio más intelectual, más especulativo. Y el cristianismo griego creía que hay que buscar a Dios por el conocimiento y temía que la narración solo fuese apta para las mitologías paganas. Sea por la razón que sea, hace ya algunos años subrayó Schillebeeckx que la tradición eclesiástica había privilegiado unilateralmente a Juan contra los demás evangelios5. Y poco antes E. Käsemann se atrevía a insinuar provocativamente que Juan es un evangelio «herético», añadiendo con agudeza que a pesar de todo entró en el canon bíblico «por error de los hombres y por providencia de Dios»6. Era un modo llamativo de explicar, por un lado, la necesidad e importancia del cuarto evangelio, pero, por otro, su peligro cuando es leído al margen de los sinópticos. Juan intenta mostrar la dimensión más honda del Jesús de los sinópticos, el reverso de aquella humanidad subversiva, subyugante y derrotada; y hacer que resplandezca «la gloria» que estaba detrás de todo el hacerse «carne» de la Palabra «plantando su tienda entre nosotros» (Jn 1, 14). Por eso si se lee a Juan al margen de los sinópticos o por encima de ellos y no como reverso del tapiz sinóptico, se le falsea7. Podríamos decir que Marcos y Juan son tan inseparables en nuestra imagen de Jesús como «las dos naturalezas» en la realidad de Jesús. ¿Qué sucede en cambio si se los separa? Pues que se impide a Jesús ser revelador de Dios: a Dios nosotros ya lo conocemos (o creemos conocerlo) y lo único que necesitamos es que venga a redimirnos. Y efectivamente, la tradición católica de los últimos siglos ha puesto todo el acento en la misión redentora de Jesús, olvidando totalmente su misión reveladora que, paradójicamente, es la más decisiva de Jesús para Juan: «A Dios nadie lo ha visto nunca: el Unigénito que vive vuelto hacia el 5. Jesús. La historia de un viviente, Trotta, Madrid, 22010, p. 561 ss. 6. Jesu letzter Wille nach Johannes 17, Tubinga, 1971, pp. 154 ss. 7. Por elemental que sea, remito a la comparación entre la pasión de Mc y la de Jn, propuesta en el capítulo tercero de La humanidad nueva.
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Padre nos lo ha contado» (Jn 1, 18); «les he dado a conocer tu Nombre», o «quien me ve a mí ve al Padre» (Jn 17, 26 y 14, 8). Lo que hace, pues, esta herejía latente es deducir a priori la humanidad de Jesús desde una idea previa de Dios que tenemos ya antes de conocer al Nazareno: como si Felipe, en el último texto antes citado, le respondiera a Jesús: «para que al verte a ti veamos al Padre, tienes que ser así y asá»... Por tanto, este modo de proceder arguye tácitamente desde el siguiente silogismo: «Dios es así. Es así que Jesús era Dios. Luego Jesús tenía que ser así y así». Pero ¿y si Dios fuese distinto? ¿Y si en Jesús se revela un Dios diferente del de la idea general de Dios? ¿Y si el Dios que concebimos como necesariamente todopoderoso fuera capaz de renunciar a su poder y anonadarse asumiendo forma de esclavo? ¿Y si el verdadero modo de argüir fuese este otro: «Jesús era así; es así que Jesús es Dios, luego Dios es así»? ¿Y si Dios, más que con la categoría del poder, hubiera de ser mediado por la categoría del amor para relacionarse con nosotros? ¿Y si tuviera razón Pablo cuando escribe que el Dios crucificado que anunciamos es «locura para los sabios y escándalo para las personas religiosas»?8. 3. Dictar a Dios cómo ha de ser La diferencia entre ambos modos de argumentar es que estos últimos razonan según el esquema del Nuevo Testamento (Heb 5, 7 ss.): «aunque era el Hijo»... (tuvo que aprender lo que cuesta obedecer). Mientras que la herejía que denunciamos razona de forma contraria al Nuevo Testamento: «como era el Hijo» tuvo que ser así y asá. Para ellos no caben en la humanidad de Jesús esa locura y ese escándalo que reconocía Pablo, sino que esa humanidad habrá sido cuidadosamente limada para hacerla compatible con la dignidad de Dios tal como ellos la conciben. Permítase un ejemplo tomado de una petición que el Breviario Romano propone para el día 24 de diciembre: «Tú que tomaste de nuestra humanidad todo lo que no repugnaba a tu divinidad...». Con un deseo ignaciano de «salvar la proposición del prójimo» se puede argumentar que ese modo de dirigirse al Señor lo incluye todo menos el pecado. Sin embargo, me parece innegable que la invocación da a entender, más bien, que hay elementos de nuestra humanidad que no 8. Quizás valga la pena notar, aunque sea de pasada, que todas las preguntas anteriores resumen el malentendido que se produjo a raíz del libro de J. A. Pagola Jesús. Aproximación histórica, declarado por unos no solo ambiguo sino contrario a la fe de la Iglesia, mientras que muchos otros teólogos, y obispos, como J. J. Uriarte, Luis Ladaria, F. Ravassi o el obispo de Braga, lo consideraban no solo libre de toda sospecha sino profundamente evangelizador.
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fueron asumidos en la encarnación de Dios porque «repugnan a su divinidad»9. Con lo cual se niega la kénosis de Cristo, se contradice el mensaje de la carta a los hebreos que iguala a Jesús con nosotros «en todo menos en el pecado» (que de ningún modo es algo humano sino más bien la fuerza de lo inhumano). Y de este modo se aplica a Dios un concepto de dignidad que tiende a separarlo de nosotros y que tendrá serias consecuencias eclesiológicas10.
Pero no es cuestión solo de la carta a los Hebreos. Ocurre exactamente lo mismo con el pasaje mateano de las tentaciones de Jesús (4, 1 ss.): allí es Satanás quien argumenta desde una idea determinada de Dios: «si eres Hijo de Dios»... (tienes que hacer esto o lo otro), mientras que Jesús (el Unigénito del Padre) es el que responde siempre a partir de la condición humana, de cómo vive el hombre y de qué le está permitido al hombre... Otra vez aparece puesta en juego en este relato la noción de dignidad de Dios: si debe ser concebida en consonancia con la idea humana de dignidad (superioridad y distancia), o debe ser concebida desde el ejemplo de Jesús: «Señor y Maestro, ejemplo os he dado»... (Jn 13, 13-15). Si las rodillas deben doblarse ante el que se manifiesta como superior a todos, o ante el que aparece como un hombre más y con figura de siervo (Flp 2, 7). 4. Dios pero digerible Con otras palabras: lo que esta herejía niega es todo el mensaje neotestamentario sobre el anonadamiento (kénosis) de Dios en Jesucristo y el «despojo de su condición divina»; ahora se considera el ser igual a Dios como «un botín irrenunciable» (contra Flp 2, 6) y, por consiguiente, se le concede a Jesús una humanidad, pero no en todo como la nuestra: 9. Este modo de argumentar es tan lógico, tan antiguo y tan extendido que, entre los textos apócrifos encontrados en Nag Hammadi, hay uno que dice que la Virgen María no tenía la regla... Y una vez que (hace ya bastantes años) dije en un programa de televisión que María, durante su embarazo, tenía vómitos y mareos, hubo gentes que se me echaron encima tachándome desde irrespetuoso hasta de blasfemo. Si esto piensan de María, ¿cómo pensarán de Jesús? Semejante forma gnóstica de concebir ha marcado mucho al cristianismo y es una de las razones de la fatal separación entre fe y vida que comentaremos en otro capítulo. 10. Ejemplo de esas consecuencias: un informe sobre las Constituciones de los Legionarios de Cristo encargado ya en 1957 al superior general de los carmelitas constataba que la pobreza se entendía de manera «muy singular»; y aduce como prueba que «la casa de Roma es muy confortable, con piscina, uso habitual de varios automóviles, fácil uso del teléfono para comunicaciones internacionales e intercontinentales, viajes habitualmente en avión, uso de albergues y restaurantes de gran clase..., gracias a que se afirma que la pobreza del legionario debe ser digna y distinta» (La voluntad de no saber, Mondadori, México, 2012, p. 106). Me siento obligado a aclarar que esa concepción de la pobreza, derivada de una cristología heterodoxa y compatible con la noción mundana de dignidad, no es exclusiva de los Legionarios.
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una humanidad singular que le impide «presentarse como uno de tantos y actuar como un hombre cualquiera» (Flp 2, 7). Y es cierto que Jesús tiene una humanidad singular, única: pero la teología clásica situaba esa singularidad en el nivel ontológico (el de la ultimidad del ser que los griegos llamaron subsistencia o hypóstasis11), mientras que la herejía que estamos comentando lo sitúa en el nivel psicológico y cree poder percibirla haciendo de Jesús una especie de «superman», primero en todo y «el más bello de los hijos de los hombres»12. La kénosis queda reducida así al hecho mismo de la Encarnación, pese a que el himno de la carta a los Filipenses deja claro que el sujeto de la kénosis no es Dios sino «Cristo Jesús» y que, por tanto, el anonadamiento de Dios no reside en el hecho de hacerse hombre (¡también es hombre el Resucitado que vive la vida misma de Dios!), sino en el modo elegido para ser hombre: «como uno de tantos» o, aún peor, «con figura de siervo». Todo lo cual no significa que no haya algo de singular en la humanidad de Jesús. Pero esa singularidad no consiste en su condición de superhombre o de «agente 007 divino», sino en que, por esa humanidad, llegamos a conocer «la gracia y la verdad de Dios», y llegamos a contemplar la Gloria de Dios no en el mero hacerse hombre sino en el hacerse «carne» (Jn 1, 18) de la Autoexpresión de Dios. «Carne» es un término clásico en la Biblia y en el cuarto evangelio para designar los aspectos débiles o escandalosos de nuestra humana condición; mientras que «la gracia y la verdad» son los atributos clásicos de Dios en el Primer Testamento, como consta en Ex 34. Pues bien, el cuarto evangelio pretende que los atributos de Dios (gracia y verdad) no se vieron en las teofanías del Primer Testamento sino en la «carne» del hombre Jesús. Con enorme probabilidad, «gracia y verdad» no son dos sustantivos sino una endíadis (figura en la que, de dos sustantivos, uno califica o determina al otro)13. Puede traducirse, por 11. Y además, como es sabido, no había acuerdo a la hora de precisar en qué consiste esa ultimidad del ser: tomistas, suaristas y escotistas, las tres grandes escuelas teológicas medievales, diferían a la hora de responder a esta cuestión. 12. El increíble «voto de caridad» redactado por el fundador Maciel, reza así: «Prometo a Dios omnipotente delante de la beatísima Virgen María de los Dolores y delante de toda la corte celestial jamás dañar con opiniones ni siquiera uno de los actos de gobierno de los superiores, y avisar inmediatamente al superior general si supiera que sucede esto por parte de algunos de los religiosos» (La voluntad de no saber, cit., p. 106). Aparte del tono melifluo que suele ser sospechoso, llama la atención que la caridad solo se ejerza para con los de arriba y no para con los hermanos a los que sí se puede denunciar. Aún más increíble es que en las Constituciones se diga que los jóvenes candidatos han de ser guapos y atractivos («decenti sint conspectu, atractione corripiant», citado en latín en ibid., p. 245). 13. El ejemplo clásico de endíadis, en las antiguas gramáticas latinas, era la frase de Cicerón contra Verres: «cruz y suplicio» (= el suplicio de la cruz).
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tanto, como «misericordia firme, auténtica, fiel, verdadera» o como la verdad gratuita o «el don de la verdad»: la verdad de Dios que se nos ha regalado como un don14. Cualquiera de las dos versiones es apta para designar la singular humanidad de Jesús, dado que la verdad de Dios es su amor y que lo decisivo del amor de Dios es su autenticidad y su fidelidad. Esto es lo que el hombre Jesús revela y transparenta del Padre y lo que permite a Marcos cerrar la vida de Jesús con la figura del centurión que «al ver cómo había muerto», baja del Gólgota diciéndose: verdaderamente este hombre era Hijo de Dios (15, 39). 5. De qué hombre a qué Dios En definitiva, pues, lo que está en juego en esta primera heterodoxia anónima es nada menos que la revelación de Dios, o de la total solidaridad de Dios con el género humano, en la línea de 2 Cor 8, 9: «siendo rico se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza». Esta herejía prefiere un Dios que nos enriquece con su riqueza (de la que unos participan más que otros...). Falta aquí algo que en la reflexión teológica se viene reclamando desde hace tiempo: una cristología del Espíritu que complete la clásica cristología del Logos. En el último capítulo hablaremos del olvido del Espíritu Santo como un lastre de la tradición teológica occidental que puede recapitular casi todas las cosas dichas en este libro. Ahora debemos seguir mostrando que, de este primer capítulo, se deriva irremediablemente la herejía siguiente (y la sexta que veremos más adelante). Porque aquí ha entrado en juego una palabra que será decisiva en ellas: la noción cristiana de la dignidad humana.
14. La primera traducción está más en coherencia con el léxico veterotestamentario; y hasta puede encontrar su correspondencia en las dos palabras que más dicen de Jesús los evangelios sinópticos: «las entrañas conmovidas» y la autoridad de su libertad (eksousía). La segunda traducción parece más en coherencia con la noción de verdad fundamental y propia del cuarto evangelio y es la preferida por O. Tuñí en su libro sobre Juan: El do de la veritat (Facultat de Teologia de Catalunya, Barcelona, 2012), basándose en que Juan no traduce el hebreo hesed de Ex 34, por eleos (misericordia, como hacen los LXX) sino por charis (gracia).
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El Hijo Unigénito..., para darnos gratuitamente la salvación asumió un hombre completo en beneficio del hombre completo que es el que había pecado.... Si solo fue asumido un hombre incompleto, entonces resulta incompleto el don de Dios porque no es todo nuestro ser humano el que ha sido salvado. ¿Y para qué dijo entonces que el Hijo del hombre había venido a salvar todo lo que se había perdido (Mt 18, 11)? «Todo» significa: el alma, el cuerpo, la sensibilidad (sensu) y toda nuestra naturaleza humana. Si se había perdido todo el hombre era necesario salvar todo lo perdido... Además, es en la sensibilidad donde radica la cima de todo pecado y el resumen de toda perdición... ¿Cómo, entonces, se pretende que no ha de ser salvado precisamente aquello que es como el origen de todo pecado? Pero nosotros que nos sabemos íntegra y completamente salvados, profesamos con la Iglesia católica que Dios asumió una humanidad completa... Hay que confesar, por tanto, que el mismo que es la Sabiduría, la Palabra o el Hijo de Dios ha tomado un cuerpo humano, un alma humana y una sensibilidad humana, es decir: «el íntegro Adán» o, para decirlo más claramente, todo nuestro hombre viejo sin el pecado. Y así como al confesar que tenía un cuerpo humano, no le atribuimos nuestros vicios y pasiones corporales, así también, al decir que tiene un alma y una sensibilidad, no pretendemos que haya sucumbido al pecado de los pensamientos humanos. Pero a quien dice que la Palabra, en vez de llegar hasta la sensibilidad humana se limitó a estar en el cuerpo del Señor, a este la Iglesia lo anatematiza. (San Dámaso, papa, Cartas a obispos orientales, D 145, 146, 148)15
15. He traducido perfectus por «completo» y sensus por sensibilidad. La versión de El magisterio de la Iglesia (DH) traduce por «perfecto» y por «facultad perceptiva». Pero me parece que esas traducciones confunden la totalidad con la perfección cualitativa, o reducen el psiquismo humano a solo el nivel intelectual.
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2 NEGACIÓN DE «LA EMINENTE DIGNIDAD DE LOS POBRES EN LA IGLESIA»
Con una lucidez que hoy resulta sorprendente, el obispo Ignacio de Antioquía, ya en el siglo II, afirmaba que, a los que niegan la «carne» y el anonadamiento del Mesías, esa negación les lleva a no ocuparse de la caridad ni de los que no tienen valedores («huérfanos y viudas») ni de si su hermano está atribulado o hambriento o encadenado1. 1. Lo que va de ayer a hoy... La herejía anterior nos lleva, pues, casi mecánicamente a esta otra, que puede ser inconsciente y que quizás cree actuar en defensa de Dios y de su verdad o su dignidad. Pero el hecho es que, de la eminente dignidad del que «se despojó de su rango» y ante quien «se dobla toda rodilla» (Flp 2, 8 ss.) se sigue, para un cristiano, «la eminente dignidad de los pobres en la Iglesia», para decirlo con el título de un célebre sermón del obispo Bossuet. Allí proclamaba el gran orador francés que Jesucristo vino al mundo para cambiar todo el orden establecido y, por eso, si en el orden actual «los ricos tienen todas las ventajas y ocupan los primeros puestos, en el reino de Jesucristo los pobres tienen la preeminencia porque son los primogénitos de la Iglesia... donde no se admite a los ricos más que a condición de servir a los pobres». Y llega a añadir que «la Iglesia en su plan original fue construida solo para los pobres» y que Jesús «no tiene necesidad de los ricos en su santa Iglesia». Juan Pablo II remachó intuitivamente estas afirmaciones proclamando que en la fidelidad a los pobres se juega la Iglesia su fidelidad a Cristo (LE 8). Pues bien, hoy no podemos ser honrados sin reconocer que en el catolicismo de nuestros días tienen toda la preeminencia los ricos y que 1.
Ver su carta los cristianos de Esmirna, sobre todo cap. 6.
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a los pobres solo se les admite en la Iglesia a condición de que no molesten a los ricos. Hay excepciones maravillosas que contribuyen a dar otro rostro a la Iglesia y que no deberíamos utilizar para tranquilizar nuestras conciencias. Pero no podemos en modo alguno proclamar que la Iglesia de nuestros días encarna cabalmente la definición de Juan XXIII («Iglesia de los pobres»), sino que, a lo más, da la imagen de una iglesia de los ricos que practica beneficencia para con los pobres. Hoy no podríamos repetir la anécdota del diácono Lorenzo, quien, al ser preguntado por los tesoros de la Iglesia, señaló a los pobres a los que servía y dijo: «Estos son los tesoros de la Iglesia». Podremos quizá sentir impulsos morales de indignación o de caridad ante algunas situaciones, pero esa mentalidad, ese «modo de sentir» (como pedía Pablo en Flp 2, 5) no lo tenemos. Más aún: estamos demasiado lejos de él. Nos parecemos a aquellos judíos de que habla Lucas en su capítulo 4, los cuales, cuando Jesús identifica su misión como liberación de los oprimidos y buena noticia para los pobres, le increpan diciendo que lo que quieren es ver en él los milagros que se dice ha obrado en otras partes... Y es evidente que, donde la fidelidad a Jesús se ve tan cuestionada, queda puesta en juego la ortodoxia de la fe. Por eso hablamos también aquí de una heterodoxia: porque la fe cristiana no tiene otra ortodoxia que la de su fidelidad al Maestro, quien, a la pregunta por su identidad, daba como respuesta y como señal el que los enfermos son curados y «los pobres son evangelizados» (Mt 11, 5). 2. «¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?» Y me permito apuntar la sospecha de que esa heterodoxia puede estar latente en una de las mayores reivindicaciones del momento, absolutamente justa y necesaria, por otra parte. Hoy se habla con razón de la importancia de la experiencia mística (o espiritual) y de la iniciación a ella como camino hacia la fe. A partir de aquí se ha puesto de moda la apelación a la belleza como camino hacia Dios. Pues bien: sobre esta absolutización de la belleza quisiera suscitar una pregunta. Creo tener algunas posibilidades de captar belleza y, en otros lugares, he hablado de la experiencia de lo bello como experiencia de gratuidad. Pero, más allá de mis pobres posibilidades, si ha habido un creyente con capacidad para la belleza podría ser san Juan de la Cruz: no solo por la hermosura de sus poemas, sino por la precisión y la amplitud de gama de sus adjetivos, que demuestran una intensa capacidad sensorial. Y he aquí que Juan de Yepes propone como indispensable para llegar hacia Dios lo que él llama «noche del sentido». Para hacer comprensible aquí rápidamente lo que es esa noche del sentido, no encuentro mejor camino que el verso de una oración de otro místico-poeta, esta vez el indio Rabindra26
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nath Tagore: «yo esperaba encontrarte en el cuerpo de mi amada, y Tú me aguardabas en el cuerpo del leproso»2. En esa visión sin belleza, ante la que el Deuteroisaías confesaba que «se aparta la vista», en esa visión oscura que no parece reflejar nada divino, allí está Dios, no como imagen de la que disfrutar sino como llamada a la que escuchar y a la que uno sigue en plena oscuridad: «sin otra luz ni guía sino la que en el corazón ardía». Algo de eso es la noche del sentido. Y, sin pasar por ella, no cree el místico español que se pueda llegar auténticamente a Dios: a lo mejor solo se llega a una proyección feuerbachiana de las propias aspiraciones. Repatriando esa experiencia desde los muros de un convento hacia la vida de cada día, y leyéndola de manera no individual sino social, nos encontramos con palabras como estas de san Pedro Claver, apóstol de los esclavos en Colombia, defendiéndose de las críticas de sus mismos hermanos jesuitas: «la fealdad del cuerpo no mancha sino la del alma: que también en cuerpos hermosos se esconden almas hediondas»3. Y es que la mera apelación no dialéctica a la belleza puede llevar al olvido de la preciosa oración de Blanco Vega: ... mira que es desdecirte dejar tanta hermosura en tanta guerra. Que el hombre no te obligue, Señor, a arrepentirte de haberle dado un día las llaves de la tierra.
La belleza de nuestro mundo está manchada de sangre y de guerra; y es necesario limpiarla bien para que pueda llevar hasta Dios, en vez de convertirse en objeto de comercio o de guerra. Pero aún hay algo más. Parece que Juan de la Cruz escribió su «Noche oscura» después de (o durante) su duro cautiverio de varios meses en Toledo. Que ese cautiverio fuera llevado a cabo no por «los moros» (que lo habrían tratado mejor, según escribía Teresa de Jesús al rey Felipe II) sino por sus mismos hermanos carmelitas es un dato que explica fácilmente que el santo no hable solo de noche del sentido sino además de «noche del espíritu»: porque a la sensibilidad crucificada que implica tantas veces la opción por los pobres, se añade con frecuencia la crucifixión de tantas expectativas razonables y justas sobre el propio trabajo. Moisés muere sin ver la tierra prometida, Cristo es crucificado sin haber visto el reinado de Dios que él anunciaba como cercano. Y el cristianismo no ha afirmado nunca que el trabajo por la justicia y por las víctimas se justifique por sus éxitos, sino más bien por lo que canta con finura el estribillo de otra canción castellana: 2. Por lo que sé, no es seguro si el verso es de Tagore o de su escuela. 3. Citado en P. M. Lamet, Un cristiano protesta, Bibliograf, Barcelona, 1980, p. 255.
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Cuando el pobre nada tiene y aún reparte, cuando un hombre pasa sed y agua nos da, cuando el débil a su hermano fortalece va Dios mismo en nuestro mismo caminar.
Esa experiencia del «Dios mismo» es la auténtica experiencia mística: la que más allá de voluntarismos farisaicos y de exigencias agotadoras, acaba dando toda la fortaleza y toda la dicha que brotan de la unión con Dios. Otra cosa muy distinta es pensar que la Cruz no necesita una pedagogía paciente, o que hay que comenzar inmediatamente por ella, en vez de comenzar por el atractivo del anuncio jesuánico de «la familia de Dios (o reinado de Dios) que llega» (Mc 1, 15). 3. La identidad de Dios en juego Todo lo antedicho es más la señal de un camino que la promesa de una meta: muestra una dirección nítida más que imponer obligaciones concretas. Pero, como he dicho otras veces (y conviene volver a recordarlo ahora), una vez aclarado esto hay que añadir que en todo este contexto estremece constatar que llevamos años hablando de una «nueva evangelización», y que en todos los documentos, planes y proyectos que ese eslogan ha puesto en circulación no se ha pensado en serio que los primeros destinatarios de esa nueva evangelización habían de ser los pobres de la tierra, a quienes muchos proyectos de nueva evangelización parecen considerar como inexistentes o como despreciables. Y que esa nueva evangelización deberá ir llevando hacia el horizonte de las víctimas de la tierra si es que quiere conducir hacia el Dios verdadero. Más aún, en nuestros días se da como cierto el siguiente rumor que aquí no podemos confirmar ni refutar, dado que, a pesar de las diáfanas palabras de Jesús («sea vuestro lenguaje sí, sí, no, no, que todo lo demás procede del maligno» o «no hay nada tan oculto que no acabe sabiéndose»), el Vaticano compite con cualquier Estado de este mundo en ambivalencias, distorsiones, unilateralidades, silencios y secretos pontificios. De ahí la proliferación de rumores imposibles de confirmar. Y es el caso que, desde hace años, circula por Brasil la información de que, para nombrar obispos, el Vaticano pregunta sobre los candidatos si «es demasiado amigo de los pobres». Tamaña barbaridad, incomprobable pero no improbable, ha venido a ser reforzada por la reciente acusación de la curia romana, en mayo del 2012, a las religiosas de Estados Unidos de «trabajar demasiado por los pobres». Tal acusación es sencillamente heterodoxa a la luz del texto evangélico antes citado, donde el distintivo de la misión de Jesús es que «se anuncia la buena noticia a los pobres»; y expone a la Iglesia a que alguien le diga recogiendo la pre28
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gunta del Precursor a Jesús: «¿Eres tú la que había de venir, o habremos de esperar a otra Iglesia?». No faltan, sin embargo, declaraciones bien expresivas de los papas, contrarias a ese proceder de la curia romana: «Vosotros sois Cristo para mí» dijo Pablo VI a los campesinos colombianos en 1968, en un memorable discurso. Y Benedicto XVI, en otro discurso cuando la asamblea episcopal de Aparecida (Brasil), subrayó que la opción por los pobres no es un simple problema ético, sino que «está implícita en la fe cristológica». El título clásico de «vicarios de Cristo» (que Inocencio III secuestró para los papas) se aplicaba antes preferentemente a los pobres4. Si las cosas son así, habrá que confesar contritos que nuestro catolicismo muestra muy poco respeto, muy poca fe y muy poco amor hacia ese Cristo en el que se dice fundado. El economista suizo Jean Ziegler ha escrito que, dadas las posibilidades del mundo actual, «si una persona muere hoy de hambre es un asesinato». Y cada día mueren de hambre entre 30.000 y 40.000 seres humanos5, hijos de Dios, miembros de Cristo y hermanos nuestros. Por eso a un católico coherente con su fe deben llamarle mucho la atención estas dos cosas: a) que a muchos grupos que se proclaman católicos y defensores de la vida parezca preocuparles mucho más la condena del aborto que la de esas muertes de hambre abortadas luego de haber nacido. En el primer caso se publican con escándalo las cifras de abortos anuales, mientras que se callan hipócritamente las de muertos de hambre (niños más de la mitad). Y no digo nada de esto en defensa del aborto porque me considero antiabortista convencido. Lo digo simplemente en defensa de la coherencia; b) que, más allá del catolicismo, en nuestra sociedad que se cree laica pero que adora el dinero, las muertes que menos preocupan, que menos escándalo causan y menos publicidad tienen sean las muertes por hambre. Podemos obsesionarnos con las muertes por accidentes de tráfico, por atentados o violencia de género, etc. Pero las muertes de hambre no quitan el sueño a nadie ni llevan a nadie a levantar la voz, pese a que son, con mucho, las más numerosas y las más evitables. Ante esta incoherencia, lo único que cabe sospechar es que se debe a que las muertes por hambre o miseria comienzan por acusarnos a nosotros
4. «Pauper Christi vicarius est» escribía Pierre de Blois en el siglo XII. De todos modos, por lo que conozco, el título tenía un contenido más amplio y venía a aplicarse a experiencias de «alteridad». El texto citado puede verse en la obra antología Vicarios de Cristo: los pobres en la teología y espiritualidad cristianas, Cristianisme i Justícia, Barcelona, 32006, p. 96. 5. Ver algunos datos en J. Torres López, Contra la crisis, otra economía y otro modo de vivir, HOAC, Madrid, 2012, pp. 17, 19-20, 22.
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mismos6; mientras que las otras muertes no nos exigen tanto personalmente y podemos usarlas para acusar a los demás... Dejemos, no obstante, la crítica social y volvamos al cristianismo de hoy. Hace ya casi cuarenta años escribí lo siguiente a propósito del pasaje de san Mateo sobre el juicio final («tuve hambre y [no] me disteis de comer», etc.): El capítulo 25 de Mateo no está solo. Si él nos ha conservado el contenido positivo de lo que vale en el juicio, la fuente Q nos ha conservado otra indicación sobre su contenido negativo: sobre lo que no vale para el Juicio Final (Mt 7, 21-23; Lc 13, 25-28). En aquel día, muchos esgrimirán una serie de credenciales aparentemente impresionantes (según Lucas: «comimos y bebimos contigo y enseñaste en nuestras plazas»; según Mateo: «profetizamos en Tu Nombre, lanzamos demonios en Tu Nombre e hicimos prodigios en Tu nombre»). Pero ni la posición privilegiada de Lucas ni las obras maravillosas de Mateo servirán para nada: unos y otros escucharán: «Apartaos de Mí los que practicáis la delincuencia». El concepto se ha invertido: la delincuencia resulta estar de parte de quienes estaban en posición de intachables. La Iglesia haría bien en preguntarse si estas palabras del Evangelio no la condenan a ella misma7.
Y es que, como se ha dicho ya otras veces, esas palabras del juicio final de Mateo no son simplemente una enseñanza ética. Son sobre todo una enseñanza teológica8. Ni a los condenados ni a los salvados se les da la sentencia arguyendo que «obraron mal» u obraron bien. Unos y otros son juzgados por cómo reaccionaron ante el Dios presente, que seguía presente en el hambriento y en el desnudo, aunque ellos no lo supieran. Si se trata de una cuestión cristológica, hay que reafirmar que no estamos aquí ante un problema ético sino ante una enseñanza sobre Dios: sobre ese Dios único que la Iglesia debe anunciar y vuelve herético todo anuncio que lo falsifique o lo desfigure. Porque si efectivamente, y en serio, Dios se ha hecho hombre, si en Jesucristo la humanidad adquiere un significado perenne para nuestro hablar de Dios y nuestra relación con él9, entonces la unici6. Según la FAO, para acabar con los muertos de hambre en un año bastaría con las dos quintas partes de lo que el Banco Central Europeo inyectó en los mercados en un solo día (29 de septiembre del 2008) o, como ya se ha dicho, con menos de los gastos anuales en cosméticos, etc. (para el primer dato ver J. Torres López, Contra la crisis..., cit., p. 42). 7. La humanidad nueva. Ensayo de cristología, Sal Terrae, Santander, 92000, pp. 93-94. 8. Remito al apunte: «La opción por el pobre como clave hermenéutica de la divinidad de Jesús», en la obra en colaboración La justicia que brota de la fe, Sal Terrae, Santander, 1982, pp. 201 ss. También, de manera más sistemática: «Los pobres como lugar teológico», en El secuestro de la verdad, Sal Terrae, Santander, 1986, pp. 103-159. 9. Recuérdese el artículo de K. Rahner «Eterna significación de la humanidad de Cristo para nuestra relación con Dios», en Escritos de teología, vol. III, Taurus, Madrid, 1961, pp. 47-61.
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dad de Dios se convierte en una unicidad referencial (A. Gesché habla de un «monoteísmo relativo»), y toda falsificación o negación del hombre se convierte en una falsificación o negación de Dios: «dioses falsos [lo son] no tanto porque falsean a Dios cuanto porque falsean al hombre. A eso es a lo que tiende y como se sostiene la afirmación judeocristiana de un solo y único Dios»10. O evocando la frase de Ireneo de Lyon, ya en el siglo II: es falso todo Dios cuya gloria no sea la vida del hombre. 4. «Poner los corazones al descubierto» (Lc 2, 35) Por eso resulta tan extraño en el catolicismo actual que otras expresiones evangélicas (por ejemplo, las referentes al divorcio) se tomen con absoluta literalidad y algunos las exijan presentes hasta en legislaciones civiles; mientras que estas, que son mucho más claras y más frecuentes y exentas de matices, sean desoídas o se pretenda aplicarles la desautorización de las mil interpretaciones. Otra vez nos encontramos con algo similar a lo que ocurre con la queja paulina: anunciamos un Dios crucificado escándalo para los hombres que se creen religiosos (o que quieren serlo). El Evangelio se convierte así en un remiendo de tela nueva sobre un paño viejo que no hace más que estropear el remiendo y desgarrar el paño. O como vino nuevo en odres viejos que lo estropean (Mc 2, 21-22). Y esta me parece la mejor clave de comprensión de la presente herejía. A veces incluso tiene uno la sensación de que este punto tan absolutamente fundamental se ve cuidadosamente esquivado en la oración de la Iglesia11. Por eso duele en el alma que se haya podido escribir no sin parte de verdad:
10. A. Gesché, La paradoja del cristianismo, Sígueme, Salamanca, 2011, p. 61. 11. Con temor y temblor apunto la siguiente sospecha referida al texto de 1 Jn 3, 17 («quien tiene bienes de este mundo y viendo a su hermano pasar necesidad no le socorre, no puede estar en él el amor de Dios»). Ese texto tan fundamental solo he sabido encontrarlo en la fiesta de san Camilo de Lelis y en la del 5 de enero, cuando tras la Navidad se lee toda esa primera carta de Juan. Mientras que otras veces da la sensación de que la Palabra ha sido cuidadosamente recortada al llegar aquí: y así, en las lecturas que se proponen para los bautizos hay dos tomadas de este capítulo 3 de 1 Jn. Pues bien, una de ellas propone los versículos 1416 y la otra los versículos 18-24 (el 17 ha sido hábilmente escamoteado). Lo mismo ocurre con las lecturas dominicales del ciclo B, entre los domingos cuarto y quinto de Pascua: el cuarto domingo comienza el capítulo 3 de la primera carta de Juan; el domingo quinto continúa esa lectura a partir del versículo 18 (otra vez el 17 queda evaporado). Y aún más extraño: es bien sabido que la obsesión de san José de Calasanz fue la alfabetización y educación de los niños mendigos: la «escuela misericordiosa» (Schola Pia), y son conocidos los problemas que esto le trajo. Resulta extraño, por eso, que la oración del día de su fiesta se limite a dar gracias a Dios por el interés del santo por educar «a los niños» a secas. Como si el autor de esa perla litúrgica no hubiera leído en las Constituciones del santo que los pobres son la mayoría en todas partes («in omni fere republica pro maiore parte incolae sunt pauperes»).
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Los principios sociales del cristianismo saben, cuando es necesario, defender la opresión del proletariado aunque pongan cara de lástima al hacerlo. Los principios sociales del cristianismo predican la realidad de una clase dominante y otra oprimida, y lo único que tienen para esta última es el piadoso deseo de que la otra se muestre caritativa. Los principios sociales del cristianismo trasladan al cielo la corrección de todas las infamias aludidas..., justificando así su permanencia en la tierra12.
¡Qué contraste entre la acusación de Marx y el texto del profeta Isaías: «Yo el Señor, que soy el primero, estoy con los últimos (41, 4)!». Por tanto: si el hecho de que pudiera escribirse una acusación como esa con buena dosis de verdad no constituye para todo católico una interpelación seria, de esas que no dejan dormir, entonces estamos simplemente falsificando a Dios, lo cual es la mayor herejía posible. Y digamos para terminar que todo este disloque incide sobre otra acusación que habremos de considerar más adelante: que el catolicismo actual pone al magisterio eclesiástico por encima de la palabra de Dios y no al servicio de la palabra de Dios. Dejando ahora este otro punto, concluyamos señalando que todo lo dicho no es sino demasiado natural y comprensible cuando se conoce lo que es nuestra pasta humana. No queda, pues, más que cerrar este capítulo con la preciosa plegaria bíblica que hizo suya el concilio de Trento en su decreto sobre la justificación: «conviértenos, Señor, y nos convertiremos a ti» (Lam 5, 21; DH 1525).
Ojalá me equivoque, pero todo huele a como si los «censores» de la liturgia pensaran que conviene limpiar la palabra de Dios de cierto «socialismo» rastrero y menos digno de Dios... 12. K. Marx, «El comunismo del Reinischer Beobachter» (artículo de 1847). La casualidad hizo que a poco de escribir estas páginas me contaran algunos militantes de Acción Católica Obrera que un obispo les había dicho que «exageraban la doctrina social de la Iglesia»...
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El mundo de los pobres es la clave para comprender la fe cristiana... Este encuentro con los pobres nos ha hecho recobrar la verdad central del Evangelio con que nos urge a conversión la palabra de Dios... La esperanza que predicamos a los pobres es para devolverles su dignidad y para animarles a que ellos mismos sean autores de su propio destino: nuestra Iglesia no solo se ha vuelto hacia el pobre, sino que hace de él el destinatario privilegiado de su misión... La peor ofensa a Dios, el peor de los secularismos es convertir a los hijos de Dios, a los templos del Espíritu Santo, al cuerpo histórico de Cristo en víctimas de la opresión, en piltrafas de la represión política... Los antiguos cristianos decían: «Gloria Dei vivens homo» (la gloria de Dios es el hombre que vive). Nosotros podríamos concretar eso diciendo: «gloria Dei vivens pauper» (la gloria de Dios es el pobre que vive). Creemos que, desde la trascendencia del Evangelio podemos juzgar en qué consiste en verdad la vida de los pobres y creemos también que poniéndonos del lado del pobre e intentando darle vida, sabremos en qué consiste la eterna verdad de Evangelio. (Oscar Romero, arzobispo mártir de San Salvador, en el discurso del doctorado honoris causa en la Universidad de Lovaina: 2 de febrero de 1980) No se la arrebatéis [la Iglesia a los pobres] al reedificarla; no queráis levantar más fuertes sus paredes ni más bien cerrada su bóveda, ni le pongáis puertas mejor forradas de hierro; que no consiste en tales cosas su mejor defensa... Haciéndolo así, volveríais a dormiros en ella. No pidáis tampoco para ella la protección del Estado, porque ya demasiado se parecía, en ciertos aspectos, a una oficina burocrática a los ojos del pueblo; ni queráis mucho dinero de los ricos para rehacerla, para que no puedan pensar los pobres que eso es cosa del bando opuesto, y con recelo reciban de ella beneficio. Que sean ellos los que la reedifiquen: así podrá resultar a su gusto y únicamente así la amarán. (Joan Maragall, La iglesia quemada, 18 de diciembre de 1909) Si Dios quiere que tú tengas, es precisamente para que, por tu medio, otro no pase necesidad y para que, por el servicio de tus buenas obras, el pobre se vea libre de la necesidad y tú de la multitud de tus pecados... Hay algunos que piensan que, aunque no suelen soltar un céntimo para ayudar a los pobres de la Iglesia, sin embargo, como guardan todos los demás mandamientos y actos meritorios de la fe, solo tienen una falta venial. Pero resulta que, sin esta virtud, nada aprovechan las demás, aunque las tengamos... Los bienes terrenos, por tanto, no se nos han entregado para nuestro uso, de modo que puedan servirnos para saciar el apetito de los sentidos materiales. De ser así, no nos distinguiríamos en nada de los animales. (San León I, papa, Sermón XX; PL 54, 189)
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3 FALSIFICACIÓN DE LA CRUZ DE CRISTO
El falso modo de argumentar de que hablábamos en el primer capítulo («Dios es así; es así que Jesús era Dios, luego tenía que ser —o actuar— así y así») ha funcionado también, negativamente, a propósito de la obra redentora de Jesús. Veamos, si no, un par de ejemplos entre muchos posibles: ¿Qué es lo que condenó a Jesús a una muerte tan atroz? ¿Fue Pilato? ¿Fueron los escribas y fariseos? No, hermanos míos, no. Fue la justicia divina que nunca quiso decir «basta» hasta que lo vio expirar sobre ese suplicio. El Salvador bondadoso agonizaba colgando en el aire de tres clavos, derramaba lágrimas de sangre, sangraba por todas partes. Pero la justicia inexorable decía «todavía no». Su tierna madre lloraba al pie de la cruz, sollozaban las piadosas mujeres, gemían todos los ángeles y espíritus bienaventurados ante tan cruel espectáculo. Pero la Justicia sin dejarse conmover repetía «todavía no». Y no dijo «ya basta» hasta que no lo vio exhalar el último suspiro. ¿Qué decís ahora, hermanos míos? Si la justicia divina ha tratado tan severamente al Unigénito del Padre solo porque había tomado sobre sí nuestros pecados —o mejor, la sombra de nuestros pecados—, ¿cómo nos tratará a nosotros que somos los verdaderos pecadores? (San Leonardo de Porto Maurizio, Sermons pour les missions, II, p. 169). La sangre de Jesucristo no debe haberse derramado en vano. Pero hay que saber que la primera finalidad de Jesucristo en su pasión fue satisfacer a la justicia divina por las injurias que le habían hecho los hombres, y así acabar con el gran desorden que reinaba en el mundo, donde Dios sufría tan grandes ultrajes en todas partes y no recibía de nadie una satisfacción digna de él y que respondiera a la Grandeza de su Majestad Soberana. Ahora bien: al haberse cumplido plenamente esta reparación de la gloria de un Dios ultrajado por sus criaturas, que era el fin primero y principal de la pasión de Jesucristo, se sigue que, aunque todos los hombres se condenasen, la sangre de Cristo no habría sido derramada en vano, sino que su fruto sería muy grande y de
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infinita gloria para la Majestad de Dios. (Sermón del padre Segneri sobre el número de los elegidos, Oeuvres, I, p. 118).
Estos dos textos del siglo XVIII, nunca condenados por ningún santo oficio, reflejan bastante bien algo que está todavía en las cabezas de muchos católicos, y que responde a la catequesis de mi infancia, a muchos ejercicios espirituales que recibí en mi juventud y (sin exagerar tanto) a la teología que estudié antes de ordenarme de presbítero. La mentalidad que transmiten ha dado lugar al rechazo de la fe por parte de muchas gentes de mi generación y ha impreso en muchas cabezas la imagen del Dios del miedo, parecida a la que tenía el tercer empleado de la parábola de los talentos (Mt 24): su definición no es la del Nuevo Testamento (Dios es amor) ni la del Primer Testamento (lleno de misericordia y fidelidad) sino la de una justicia «inexorable» y que «no se deja conmover» (así san Leonardo). Tan cruel que, aunque no se salvase ni un solo ser humano, se sentiría satisfecho con los dolores de Jesús que aplacaban su sed de justicia (así Segneri). Ese dios del miedo lleva a una piedad obstinada sobre todo por «tener a raya a Dios», de la cual pueden salir figuras como el fariseo de la parábola o el hermano mayor del hijo pródigo: pero muy difícilmente saldrán figuras como Pedro, Pablo, Juan u otros seguidores de Jesús. Como suele pasar en la historia de las ideas, hay algo válido que conviene no perder en la explicación dada, pero totalmente desubicado y, en consecuencia, monstruosamente desmesurado: es válido el afán por salvaguardar la seriedad del tema de Dios y de nuestra impureza ante él; en eso nunca insistiremos bastante. Pero a la vez hay en esa mentalidad una deformación total de la imagen de Dios que deja de ser el padre de la parábola del pródigo (Lc 15) para asemejarse más al Señor cruel, controlador e irritable, que se aplaca viendo sufrir a los suyos. Sartre evocaba esa figura del Dios del miedo (el «ojo» que siempre está controlándote) como una de las causas de su ateísmo. Por eso, de acuerdo con la indicación metodológica propuesta en el primer capítulo, quizá convenga situar primero el origen de esa mentalidad para mejor rescatarla y purificarla. Conociendo el origen de esta explicación se puede comprender mejor tanto lo que tenga de validez o de buena intención como lo que tiene de equivocada y el mal que puede hacer hoy. La historia de las cosas ayuda a entenderlas mejor y —si llega el momento en que hay que desprenderse de ellas—, se hace entonces como quien prescinde de un vestido viejo o de un alimento con fecha de caducidad pasada; no como quien rechaza agresivamente alguna amenaza que considera engañosa.
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1. ¿Dios a la altura de nuestras justicias? En el mundo teológico es de sobra conocido que el origen de esa explicación se sitúa en el siglo XI y en la obra de Anselmo de Canterbury (Cur Deus homo: por qué Dios se hizo hombre), según la cual, para redimir al género humano empecatado tenía que venir el mismo Dios a la tierra, ya que, dada la infinitud de Dios, ninguna obra humana podía ser una reparación «digna de él». Y notemos: otra vez nos encontramos con el concepto de dignidad. Ahora la dignidad de Dios funciona según el principio de que todo pecado tiene una malicia infinita porque la ofensa se mide por la dignidad del ofendido; mientras que la reparación que se quiera dar siempre será finita y, por tanto, insuficiente: porque se mide por la dignidad del que la da, no de quien la recibe1. La teoría de Anselmo es más extensa, pero lo dicho es suficiente ahora. Lo curioso es que, en su origen, el buen fraile no pretendía hacer una obra de teología sino unas consideraciones piadosas para alimentar la fe de sus hermanos. Luego pasó a la historia como una tesis teológica, en parte por culpa de su autor, que pretende mostrar el sentido de la pasión de Jesús con argumentos de sola razón y de estricto rigor lógico, de modo que «aun prescindiendo de Cristo», siga siendo necesaria la Cruz para salvar a este mundo. He dicho otras veces que los racionalismos teológicos son un gran peligro y que el racionalismo no solo puede usarse para negar a Dios, sino también para defenderle; aunque, en este otro caso, en vez de defenderle se le empequeñece encerrándolo y apresándolo en una síntesis creatural y contingente, y olvidando que todo el lenguaje teológico es necesariamente analógico o metafórico: aproximado más que matemático y que (como dijo el IV concilio de Letrán), en nuestro lenguaje sobre Dios, por muy verdadero que sea, siempre hay «más mentira que verdad»2. Hegel es un buen ejemplo de este racionalismo, aun con toda su genialidad innegable. Prescindiendo ahora de las incoherencias del sistema anselmiano de que hablaremos enseguida, lo más importante es la imagen pagana de Dios que transmite. Y me permito llamar «pagana» a esa imagen apoyándome en este diálogo de Las Bacantes de Eurípides: «Te imploramos, Dionisos, hemos sido culpables; mas tu venganza es demasiado cruel». A lo cual responde Dionisos: «Tened en cuenta que yo, ¡un dios!, he sido ultrajado por vosotros». 1. Esto que a san Anselmo le parecía un principio evidente es, en realidad, una proyección hasta Dios de la mentalidad social de la Edad Media: señores feudales y siervos de la gleba. Razón tiene Ratzinger cuando insiste en que la religión es inseparable de una cultura en la que anida, pero con la que no se identifica. De ahí la necesidad de constantes purificaciones. 2. «Non tanta similitudo quin maior sit dissimilitudo notanda» (DH 806).
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Se trata aquí de que el honor debido a Dios se le quita por el mal que hacemos y debe ser reparado. Lo cual no hay por qué negarlo. Pero lo que no podemos hacer es dictar a Dios, desde nuestra razón, cómo tiene que realizar esa reparación: porque podríamos hacer un Dios demasiado a imagen nuestra. Una prueba de ello la ofrece nuestra psicología, aun desde una óptica meramente laica: cuando se ha producido una injusticia (sobre todo si soy yo la víctima de esa injusticia), la necesidad de «restaurar el orden de las cosas» la ponemos nosotros en el dolor causado al agresor: ver sufrir al culpable aplaca mi sensibilidad ofendida. No percibimos que, infinidad de veces, hay ahí más sed de venganza que hambre de justicia. Algo de eso proyecta sobre Dios el texto de Eurípides que acabo de citar: la venganza ¡de un dios! no podrá menos de ser cruel. En cambio, el Dios revelado en Jesucristo, hace justicia volviendo justo al injusto en vez de castigarlo, como intentó explicar la carta a los Romanos. Podemos concluir, pues, que el dios de Anselmo, como el de Eurípides, responde más a la idea religiosa general de Dios que al Dios revelado en Jesucristo. 2. La inercia de la historia Es comprensible que, en la mentalidad de la sociedad feudal de cambio del milenio, la teoría anselmiana acabara imponiéndose pese a algunas resistencias: Abelardo intuye la imposibilidad de esa lógica férrea que buscaba Anselmo, arguyendo que, según este, lo que satisface a Dios es un pecado todavía mayor que el que le había ofendido. Tomás de Aquino, consciente de las limitaciones de todo lenguaje teológico, la aceptará aclarando que no se trata de una estricta necesidad de razón, sino de una «conveniencia»; pero hablar de conveniencias era echar por tierra todo el proyecto del estricto racionalismo anselmiano. Dante, intuyendo avant la lettre el humanismo posterior, explicará la Cruz desde el deseo de Dios de que sea el hombre mismo el autor de su redención en vez de recibirlo todo hecho desde fuera: Che piu largo fu Dio a dar se stesso Per far l’uom suficiente a rilevarsi Que si elli avesse sol da sé dimesso [Más generoso era Dios dándose a sí mismo para hacer al hombre capaz de redimirse, que si se hubiera limitado a perdonar él solo]. (Paradiso, VII, 115-117)
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Con estos arreglos podría haberse sostenido mal que bien la explicación anselmiana, de no haber sido por la forma como la radicalizó Lutero desde su experiencia personal de la imposibilidad de salvarse: Lutero ya no ve en la Cruz la satisfacción dada por el hombre (Jesús) a Dios, sino más bien el castigo impuesto por Dios a Jesús (en lugar de a nosotros). Y si esto en la trayectoria personal de Lutero resultó fuente de liberación y de reforma, al centrar toda su piedad en Cristo como reconciliador con Dios, contribuyó posteriormente a robustecer la imagen del Dios del miedo, al menos en la Iglesia católica que, por un lado, no aceptaba la devaluación luterana del hombre, pero por el otro, no quería ser menos que Lutero en el reconocimiento del pecado humano. He creído necesaria esta larga explicación para poder ver ahora mejor las consecuencias que ha podido tener sobre nosotros, tras el paso de la mentalidad y la cultura medieval a la moderna. Resta aclarar solamente que la teoría de la satisfacción nunca fue adoptada y consagrada por el magisterio supremo de la Iglesia, aunque sí por la teología posterior (con los matices ya indicados), quizá porque cuadraba bien con la cultura de aquella época. 3. Desenfoques Vista desde la experiencia creyente, la explicación anselmiana aparece como una foto que, aunque reconocible, presenta graves desenfoques. Me vienen ganas de escribir que lo que hizo Anselmo con la cruz de Jesús es algo parecido a lo que ha hecho con el «ecce homo» de Borja aquella buena mujer que pretendió restaurarlo y de la que todos los medios hablan en estos días. Señalaré al menos dos desenfoques: rompe la unidad del acontecimiento de Cristo (Encarnación-Cruz-Resurrección) privilegiando desenfocadamente la segunda. Y a pesar de eso, no llega a explicar la muerte de Jesús. Vamos a verlos3. a) En esta explicación satisfaccionista, la divinidad de Jesús deja de ser la unión (las bodas, decían los Padres de la Iglesia) de Dios con la humanidad, para elevarla hasta su misma vida y su mismo nivel de ser. La divinidad de Jesús solo sirve para que sus obras tengan un valor infinito y, por tanto, sean dignas de ser aceptadas por Dios. La divinidad de Jesús es un mero «principio formal de valoración de actos». Con ello, Encarnación y Resurrección pierden su mensaje salvífico y la salvación queda toda reducida a la Cruz. Todo el mensaje encarnatorio visto en el primer capítulo (el Logos-sarks) está ausente aquí. Y desde esta visión tan meramente formal, irán gestándose poco a poco todas las tendencias 3. Para una explicación más lenta y, sobre todo, para la crítica a la explicación anselmiana, remito al capítulo 12 de La humanidad nueva, Sal Terrae, Santander, 92000.
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que han llevado en nuestros días a querer negar (o prescindir de) la divinidad de Jesús, cuando ha entrado en crisis aquel universo mental anselmiano de la reparación infinita. b) Como suele ocurrir a todos los racionalistas empedernidos, Anselmo perece víctima de su propia lógica: pues, según su explicación, la muerte de Jesús no era necesaria estrictamente: Jesús podría haber hecho otros mil actos virtuosos y más simples (todos ellos de valor infinito), los cuales repararían condignamente a Dios, y haber muerto luego tranquilamente en un lecho junto al lago. ¡Y toda la teoría anselmiana había sido construida para mostrar rígidamente la necesidad de esa muerte en cruz! Se recurre entonces al argumento de que, aunque la Cruz no era necesaria, Jesús murió así «para mostrarnos más su amor». Con lo cual ese amor parece mostrarse en el dolor gratuito y supererogatorio; y lleva a la mentalidad de que a Dios le da gusto nuestro sufrimiento y nuestro dolor. El dolorismo heterodoxo que ha generado la Cruz en nuestro catolicismo viene en buena parte de ahí: Estamos a un paso de una redención «sadomasoquista»4 y esto conviene explicarlo un poco más. Veámoslo. Con un juego de palabras que me gusta repetir, hemos pasado inconscientemente de saber que «todo lo que vale cuesta» (y el reinado de Dios es nuestro valor supremo) a creer que «todo lo que cuesta vale». Jesús señala que la puerta del Reino es estrecha, pero eso no debería significar que todas las estrecheces llevan al Reino. Y nuestra liturgia habla constantemente (y unilateralmente) solo de la muerte de Jesús, y no de su vida entregada hasta la muerte. Las oraciones de la misa están llenas de esas alusiones a la muerte sola (o muerte y resurrección, pero sin incluir la vida de Jesús como entregada hasta el fin). Así se genera otra vez la impresión de que lo negativo es por sí solo fuente de positividad, en manifiesto contraste con la frase del Maestro: «nadie tiene más amor que el que da la vida por los amigos». Y en contraste también con la acotación que le hizo san Bernardo a Anselmo: lo agradable a Dios no fue la muerte en sí, sino la voluntad del que moría («non mors, sed voluntas placuit morientis»). El amor puede comportar mucho dolor, pero lo positivo y fecundo (lo salvador) será siempre ese amor que no retrocede ante el sufrimiento: no este solo por sí mismo. c) Todo ello ha llevado a mil visiones de la pasión y de la cruz del Señor que casi las reducían al mero dolor físico, desconociendo el drama interno de Jesús, el vértigo de verse condenado por los mismos representantes oficiales de Dios, y la oscura noche de sentirse abandonado por Dios. La película de Mel Gibson respiraba esta sensibilidad que, por otro lado, resulta muy tranquilizadora para todos los poderes religiosos, al 4. El acertado y provocador título del libro de F. Varone (El dios sádico) no ha salido del Nuevo Testamento sino de su olvido por el racionalismo anselmiano.
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liberarlos del aviso de que también ellos pueden acabar actuando como los sanedritas y los sumos sacerdotes judíos que condenaron a Jesús. 4. Las trampas del lenguaje Todos esos desvíos son quizás explicables desde otro de los límites de nuestros utensilios humanos: ya dijimos que nuestro lenguaje es una herramienta incomparable pero demasiado pequeña y, además, cambia con el paso del tiempo y el traspaso a otras culturas e idiomas. Y no cabe negar que el léxico del Nuevo Testamento da pie a veces a malentendidos en este punto si olvidamos esos límites del lenguaje. Por ejemplo: — La sangre nos evoca a nosotros el dolor, para los antiguos significaba vida. — La palabra redención sonaba a liberación para la gente del Nuevo Testamento (liberación de la esclavitud o de las prisiones donde solía haber más cautivos de guerra que delincuentes); a nosotros, en cambio, nos suena ya a la expiación satisfaccionista. — La expresión (típica de algunos credos) «morir por nuestro pecados» o «por nuestra causa» puede significar «por obra nuestra (o por causa nuestra)»; no significa necesaria ni exclusivamente «para bien nuestro». — El término «sacrificio» nos evoca a nosotros algo doloroso, mientras que, para los antiguos, evocaba sobre todo algo «sagrado»: algo que, por haber entrado en la órbita de la divinidad, quedaba de algún modo sacralizado5. En resumen: todos estos símbolos neotestamentarios no pueden tomarse como significados unívocos y jurídicos, y esto es lo que hace la teoría de la satisfacción. Como escribe con tino un comentarista: «Anselmo utiliza conceptos jurídicos y comerciales no solo como metáforas sino como elementos formales de su soteriología. Pues de otro modo la demostración no valdría»6. Eso le lleva a convertir a Dios en el objeto de la reparación (o el obstáculo que superar en nuestra salvación), mientras que en el Nuevo Testamento Dios es siempre el autor primario de ella. Por eso, desde la óptica neotestamentaria (y en contraste con Anselmo) podemos decir, entonces, que nosotros entregamos a Jesús y él aceptó ser entregado por nosotros en lugar de destruirnos; y que esa entrega «llega hasta los cielos» (como gusta decir la carta a los Hebreos) o re5. Si muchos sacrificios implicaban la destrucción de la ofrenda era como señal de que había sido aceptada por la divinidad: bien sea a través del fuego que «desmaterializaba» los dones presentados, o bien a través de la ingestión por la que el dios, al comer los dones, los hacía parte de su ser. También esto implicaba la destrucción de las ofrendas: de ahí la frecuencia del sacrificio de animales en muchas religiones antiguas. Pero el aspecto oneroso no es el central, sino el sacralizar (sacri-ficare o sacrum facere) las ofrendas presentadas. 6. H. Kessler, Cristologia, Queriniana, Brescia, 2001, p. 153.
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concilia a Dios con nuestra humanidad más de lo que le enemista el acto que nosotros hacemos7. Queda claro también que nada de lo dicho pretende negar el carácter oneroso de la redención humana, como tampoco lo hace el Nuevo Testamento y como parece pedir a veces una espiritualidad posmoderna pseudoizquierdosa y un tanto egótica, que hoy está de moda. De lo que hemos tratado es, sencillamente, de situar y dar su verdadero sentido a ese carácter oneroso y a ese «gran precio» con el que hemos sido comprados (1 Pe 1, 18): que nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos. Y hemos hecho este intento para evitar, precisamente, las consecuencias nefastas de la teoría anselmiana que nos quedan por exponer, y donde late la herejía que intentamos desenmascarar en este capítulo. 5. Consecuencias a) La perversión antes señalada de una gran verdad (todo lo que vale cuesta), en un falso principio (todo lo que cuesta vale), dio pie a través de la historia a todo ese dolorismo católico y al olvido de que el dolor que vale es aquel que es fruto de un amor tal que no se arredra, ni se echa atrás ante las consecuencias de su opción amorosa; es el dolor de Jesús, el de Pablo, el de tantos mártires del siglo XX que (en cierta coherencia con esa mentalidad deformada) Roma se resiste a reconocer como mártires porque su martirio fue consecuencia de una vida conflictiva de la que quizá quepa decir que «ellos se lo buscaron». Lo peor de ese dolorismo no es que en él se magnifique el dolor, sino que se banaliza todo el drama del Calvario y su impresionante seriedad... En la vida hay mil cosas placenteras que son creaturas de Dios. Los primeros cristianos aprendieron muy pronto a privarse de ellas por solidaridad y para compartirlas con los hombres sufrientes o carentes de ellas. Pero pronto esa privación se pervirtió, convirtiéndose en algo que agrada a Dios por sí misma. Del primer juego de palabras (ayunar para ayudar, en línea con el «ayuno agradable al Señor» de Is 58, 5) se pasó a ayunar para dar gusto a Dios. ¿Quién no ha oído alguna vez el chiste comodón: todas las cosas buenas o engordan o son pecado? Y en lo que tiene de cáustico refleja que hemos dado pie para él. b) La Cruz se convirtió así en factor de resignación cuando en realidad es el resultado de no haberse resignado Jesús ante la injusticia establecida: parece ser un motivo de sumisión y aceptación, en lugar de ser un motivo de lucha (¡que puede acabar mal!: por algo dice el refrán que el que se mete a redentor sale crucificado). Y lo que es peor: las autorida7.
Sobre este punto remito otra vez al capítulo 12 de La humanidad nueva.
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des religiosas han abusado muchas veces de esta deformación de la Cruz para reclamar una sumisión rápida e incondicional, carente de diálogo y de búsqueda común, donde quien manda tiene no solo la última palabra, sino la primera y la única palabra posible. c) Pero no solo factor de resignación: la Cruz (como ya hemos insinuado) acabó justificando una noción moralista o religiosa de la justicia, que no es la justicia del Dios revelado en Jesucristo. El placer que siento de ver sufrir al que me ha hecho sufrir me parece la plenitud de la justicia y la restauración del orden roto del universo. Esta pobre justicia humana, tan cercana a la venganza, queda santificada por la justicia de Dios en la cruz de Jesús, según los teólogos de la expiación. En oposición a ese modo de ver proponía Jesús: «Se os dijo: ama a tu prójimo y aborrece a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos para que seáis hijos de vuestro Padre que hace salir el sol sobre justos e injustos...» (Mt 5, 45). La paternidad del Abbá lleva hasta el amor a los enemigos: un amor que, evidentemente, no significa atracción por ellos como si fuese un síndrome de Estocolmo, y como tendemos a entender nosotros que hemos reducido el amor a la atracción. Amar al enemigo es no devolverle mal sino desearle bien. Y, si ha sido efectivamente injusto, el mayor bien que se le puede desear es que se libere de su maldad. La justicia del Dios revelado en Jesucristo es la justicia del Amor, no la del Amo: por eso no pretende el dolor del ofensor para recrearse en él, sino que busca y espera el cambio de los hombres injustos, y que dejen de serlo. d) Finalmente, todo lo anterior dio lugar a otra deformación de la piedad católica: la necesidad de buscar sustitutos misericordiosos de ese Dios inmisericorde: María, la devoción al Sagrado Corazón, los santos intercesores, las velas, los votos, determinadas prácticas como los primeros viernes, las mil búsquedas artificiales de «reparación» por el mero dolor8... En todas ellas se detecta la infiltración de un cierto jansenismo en la piedad y en la iglesia oficial, donde suele pasar que las herejías de derechas se infiltran siempre. (Las de izquierdas ya no tanto). e) Por eso hay que agradecer a la investigación crítica que haya dejado tan claro que la muerte de Jesús es una consecuencia de su vida y no una exigencia metafísica de la justicia de Dios: Cristo entregó su vida por nosotros no para satisfacer una justicia que es mera proyección de la venganza humana, sino porque la maldad humana, eso que llamamos el pecado, no es meramente una ofensa al Amo, sino algo mucho más 8. Como muchos lectores habrán visto la película La Misión, vale la pena recordar la escena en que el noble convertido se empeña en subir cargado una cuesta simplemente como reparación de su anterior crimen, ante la mirada atónita del espectador y la comprensiva de los dos jesuitas que prefieren dejarle hacer, vista su buena voluntad.
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serio: una ofensa al Amor9. Y en esa vida, entregada al amor y por amor, en esa perseverancia en la entrega saltando (como me gusta decir) desde el abandono de Dios a las manos del Padre, se produjo algo tan serio y de tal valor que redime a esta tierra cruel y a este género humano que matando al hombre mata al mismo Dios, pero en el que la entrega del hombre vuelve a hacer presente a Dios. Por eso cantaron los medievales: «o Crux, ave, spes unica», porque es el único punto de esperanza que sigue en pie en medio de las vicisitudes de esta historia («stat Crux dum volvitur orbis»). Por eso los cristianos, aunque no lo sepan, son educados a persignarse cuando en la celebración eucarística se les anuncia la lectura el Evangelio. Es una manera de anunciar que la buena noticia que van a escuchar es precisamente «la palabra de la Cruz»
9. Sobre este juego de palabras, remito al capítulo 7 de Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, Sal Terrae, Santander, 32000.
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El Evangelio proclama que hemos sido redimidos no solo por la resurrección de Jesús, sino también por su muerte. Este es un nuevo consuelo para quienes vivimos en el sufrimiento y la angustia de la muerte. ¿Cómo ha de entenderse que una muerte pueda ser redentora? Dios creó una vida humana que, en la perfecta sencillez del servicio, cumplió el destino propio de la creación: la vida de su Hijo que es Imagen suya. Él fue el amor en este mundo sin amor. Esa misión del amor fue para él trabajosa. La vida de Jesús hace ver lo dura que le resultó. En un mundo torcido tuvo que vivir rectamente; en una humanidad desobediente, permanecer obediente; en un mundo egoísta, ser el amor. Eso fue tan imposible que lo mataron. Fue la culminación del absurdo del mal, y la Iglesia trató de explicárselo desde el principio con palabras del Antiguo Testamento... [alusiones a Is 42, 1-9; 49, 1-6; 50, 4-11; 52, 13; 53, 12]. Nos encontramos ante un misterio que desborda todos los conceptos, bien que despierta un eco profundo en nuestros corazones... En la Edad Media y durante mucho tiempo después... se ha acentuado el aspecto de satisfacción: la muerte de Jesús fue un sacrificio de reparación. El Padre había sido ofendido, el orden legal perturbado; debía, pues, tener un castigo. Ese castigo se cumplió en el Hijo. Así el orden quedaba de nuevo restablecido. Tal concepción parte de una idea estrecha de justicia que no es la que hoy poseemos. Era idea medieval que el delito o el pecado vienen a perturbar un orden legal que el castigo y el dolor podían restablecer. También nosotros seguimos pensando así con harta frecuencia. El que ha hecho algo mal dice: «castígame, lo he merecido». Nosotros hombres de hoy, de ordinario vemos la culpa y el mal de modo más personal. El molestado y ofendido no es un orden jurídico sino una persona. Así pues, la reparación no se efectúa mediante el dolor y el castigo sino mediante las disculpas, las obras y el amor. La interpretación de la Escritura se orienta también en este sentido. La redención de que Jesús es portador, la Escritura no la ve en primer lugar en los dolores que él sufre a fin de restablecer un orden jurídico, sino en la disposición de servicio y en la bondad de su vida, satisfactoria para nosotros. El Padre no exige dolor y muerte sino una vida humana buena y bien vivida... (Nuevo catecismo para adultos [= Catecismo holandés], Herder, Barcelona, 21968, pp. 269-270)10
10 Cito la 2.ª edición porque en las pp. 24-27 del Apéndice puede verse la nueva versión de ese texto tras las objeciones que suscitó en la curia romana.
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4 DESFIGURACIÓN DE LA CENA DEL SEÑOR
Podríamos comenzar este capítulo imaginando una conversación entre un cristiano piadoso de hoy y otro del siglo primero. Este le pregunta a aquel por el centro de su piedad y el otro responde hablando de la «adoración eucarística». ¿Cómo? inquiere desconcertado el cristiano viejo. Y tras varias aclaraciones y nuevas preguntas por fin exclama creyendo haber entendido: «¡Ah! ¡Te refieres a la ‘fracción del pan’! Jope, tío, pues qué nombre tan raro le habéis dado...». Sigue la conversación y el cristiano de hoy le habla a su antepasado de la misa diaria. Este tampoco entiende y, otra vez, tras otro interrogatorio casi inquisitivo, exclama: «¡Ah! ¡Quieres decir ‘la cena del Señor’!...». Este doble deslizamiento del lenguaje nos lo puede explicar, como tantas otras veces, la evolución de la historia. Si nos acercamos serenamente a ella, quizás comprenderemos mejor, como pedía Góngora, «lo que va de ayer a hoy». 1. El polvo de la historia Las primeras eucaristías se celebraban en casas particulares, con todos los asistentes cenando juntos en torno a una mesa; allí, por primera vez en la historia humana, esclavos y señores se encontraron compartiendo asiento unos al lado de otros1. Este modo de celebrar era posible por el número reducido de asistentes. Según el Nuevo Testamento, entonces ni siquiera presidía la cena el presbítero, aunque poco a poco se impuso 1. No llego a imaginarme hoy al señor Botín o a Mario Conde sentados en el mismo banco de la iglesia junto a unos mineros de León y otra familia desahuciada por no pagar la hipoteca...
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que presidiera la eucaristía aquel que presidía la comunidad, quizá para que aprendiera que debía ejercer su autoridad no impositivamente sino «eucarísticamente», es decir, igualitariamente y procurando el máximo de comunión posible, de acuerdo con el sentido que dan los evangelios a la eucaristía: «ejemplo os he dado... Yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Jn 13, 15; Lc 22, 27). Dos o tres siglos después, cuando los cristianos son ya multitudes, no caben en una casa y alquilan locales públicos. Allí la cena se transforma en «asamblea» y el presidente queda frente al público. Muchos siglos más tarde la Iglesia ya no necesitará alquilar locales: ha construido sus templos, la asistencia a las celebraciones es masiva y, además, el latín se va perdiendo. Con ello los asistentes ya no siguen la ceremonia, las lecturas las hace el cura para sí solo y la participación de la asamblea se transforma en «adoración». El celebrante queda de espaldas, a distancia, elevado (para poder ser visto) y la gente, por lo general, hace «otra cosa» (reza el rosario o lee en un devocionario si sabe leer2), mientras «están en misa» atentos al momento de la consagración en el que el «sacerdote» elevará la hostia para que pueda ser vista, y esperando el momento de la comunión en el que «recibirán la gracia», casi como quien saca dinero de un cajero automático... La masificación volvió también muy difícil el comulgar bajo las dos especies, con lo cual el cáliz pareció quedar reducido al celebrante como si fuera un privilegio suyo. Mientras, por esas necesidades de la distribución, el pan iba dejando de parecerse al pan, la copa —convertida en privilegio exclusivo del celebrante— dejaba de ser copa y pasó a ser un cáliz de oro y perlas, totalmente ajeno a los utensilios con que se celebró la cena del Señor. Como se ha perdido la memoria de aquella última cena de Jesús que resumía su vida entregada hasta la muerte, la celebración se puebla de otras mil memorias (de un santo, de un aniversario, de la consagración de un templo...) las cuales, a su vez, contribuyen a dejar en la sombra el recuerdo de la cena de despedida del Señor... También como fruto de ese proceso, al quedar reducida la eucaristía a la adoración, y perderse las dimensiones de la fracción del pan y de la cena del Señor, irá apareciendo el culto a la hostia totalmente separado del gesto de partir el pan y, con él, las procesiones y las custodias de oro y pedrerías que no dan más gloria a Dios y escandalizan a los «paganos»; y de las que Juan Pablo II declaró inútilmente que la Iglesia estaba obligada incluso a desprenderse de ellas en tiempos de crisis, mirando de ponerlas al servicio de los más necesitados. Todo esto es comprensible por la mera dinámica de las cosas humanas; pero no cabe negar que contribuyó enormemente a sacralizar 2.
O se distrae mirando el vestido de la vecina, para envidiarlo o criticarlo...
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la figura del presidente, y al clericalismo que de ahí deriva. A la Iglesia católica, conforme se ha ido absolutizando, le ha ocurrido una cosa curiosa: hay en ella una tendencia absurda a que todo aquello que aparece ocasionalmente, circunstancialmente y hasta quizás como medida de excepción, se convierte después en definitivo, absoluto, inmutable y dictado por el mismo Dios: el caso de los Estados Pontificios y el ridículo «non possumus» (no podemos) de Pío IX, es el ejemplo más paradigmático de esta tendencia. Y en resumen: parece que es urgente hoy recuperar algunos valores centrales de la celebración de la Cena. 2. Transformación de las relaciones humanas El Nuevo Testamento dice dos cosas fundamentales respecto de la eucaristía que nos pueden servir de guía en este apartado. a) «La misma noche en que iba a ser entregado» (1 Cor 11, 23). La eucaristía es una comida en común, no es un acto de culto, por más que esta formulación escandalice. Diremos ahora mismo que esa comida se convierte en «el único acto de culto» que los hombres podemos ofrecer a Dios y que no sea una sombra vacía o un empeño inútil (Heb 8, 5). Enseguida veremos por qué; pero antes falta otra pincelada importante en este rasgo. La eucaristía, además, es una comida celebrada en un horizonte vital que se ha vuelto terriblemente oscuro: la misma noche de su fracaso3. Una cena celebrada en esas condiciones parece ser una apuesta esperanzada contra el desastre que ya se ve venir. Apuesta ¿por qué? Porque, pase lo que pase, el amor con que había vivido Jesús no puede ser vencido y no será vencido. En este contexto cobra todo su relieve el gesto que realiza Jesús y que es inseparable de los materiales de ese gesto. Una de las tergiversaciones de nuestra concepción de la eucaristía ha consistido en separar por completo la materia (pan y vino) del gesto (el hecho de compartirlos). He explicado muchas veces el significado de ese gesto: partir el pan significa compartir la necesidad humana (de la cual es el pan un símbolo primario). Pasar la copa es comunicar la alegría, de la cual es el vino otro símbolo humano ancestral. Ambos juntos (compartir la necesidad y comunicar la alegría) son los gestos de la solidaridad suprema. Y en la realización de esos gestos se nos da la garantía de una presencia real del Resucitado en nuestra historia tan oscura. 3. En el Cuaderno de Cristianisme i Justícia Símbolos de fraternidad, dedicado a los sacramentos, subrayo que probablemente la última Cena no fue la cena pascual y que la cronología de Juan es, en este punto, preferible a la de los sinópticos.
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La cena de despedida se convirtió así en condensación de toda la vida entregada de Jesús. Y hoy, aquella vida entregada se actualiza en cada eucaristía que reproduce sacramentalmente aquella cena. En este contexto, esa presencia real no reclama tanto una adoración cuanto una aceptación humilde de la invitación insólita del Señor. A Dios, por supuesto, hay que adorarle siempre. Pero también se le debe adorar como y donde Él quiere: «en espíritu y verdad» (Jn 4, 24) antes que aquí o allá. Y en la invitación a una comida Dios quiere de nosotros que aceptemos esa invitación insólita (quizá sobrecogidos), y no que nos dediquemos a adorarle sin participar en su convite. Porque en la eucaristía compartimos nosotros la mesa con el Señor para sabernos luego enviados a compartirla con los hermanos. Y sería muy triste (y sucede a veces) que una actitud de excesiva o exclusiva veneración adorante, nos dispensase de vivir la eucaristía como envío a compartir la necesidad (de pan y de alegría) de todos los hijos de Dios: a compartir de algún modo la mesa con los demás, porque el Señor la ha compartido con nosotros. b) «Como el pan es uno solo, todos los que participamos del mismo pan somos un único cuerpo» (1 Cor 10, 17). En las relaciones humanas el pan terrenal es muchas veces, desgraciadamente, un factor de división. En la celebración eucarística, «el pan celestial» es un factor de comunión: en las eucaristías del siglo II se pedía que así como los granos de trigo dispersos por el campo habían llegado a formar un solo pan también los cristianos, los mil individuos dispersos por el mundo, lleguemos a ser un único cuerpo de Cristo. Y en la iglesia primitiva hubo por eso una gran preocupación (prácticamente imposible de realizar), por que todos los asistentes comulgasen de un mismo pan. Era un símbolo decisivo de la forma como debe unirnos la cena del Señor: la participación en esa cena crea comunión entre nosotros y por eso hemos acabado designándola como «la comunión». La obsesión por ese símbolo era tal que cuando las circunstancias impusieron celebrar eucaristías diversas (en localidades campesinas cercanas a la ciudad y donde el desplazamiento colectivo era casi imposible), se implantó la norma de llevar a cada una de esas eucaristías un fragmento del pan de la celebración capital, para mantener esa sensación de la unicidad del pan que nos unifica. Intento vano porque la práctica tiene sus exigencias: pero intento que muestra el afán de visibilizar esa transformación de las relaciones humanas cuya vigencia no debe perderse aunque cambien las maneras de simbolizarla. Se comprende ahora también por qué los primeros cristianos se sintieron llamados a convertir aquella cena del Señor en la auténtica y definitiva cena pascual, de la que la pascua judía no era más que un anuncio y una sombra. Los sinópticos lo hicieron cambiando tranquilamente la fecha de la Cena (en consonancia con la concepción antigua sobre el modo de 50
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escribir la historia). Juan lo hace de manera más sutil, designando a Jesús como «cordero de Dios»: el verdadero cordero pascual4. Y al convertirse en la única y definitiva cena pascual se convierte también en el único «sacrificio» posible que anula todos los demás sacrificios o, mejor, muestra su inutilidad: a Dios no podemos darle nada nuestro que sea digno de él: «no necesito vuestras ofrendas» repite ya el Antiguo Testamento. Solo una única cosa digna de él podemos ofrecerle: esa vida entregada de Jesús (entregada hasta la muerte) con la que él mismo nos ha regalado. Y, derivando de ahí, nuestra confianza en él fundada en la entrega de Jesús, y nuestra decisión de entregar también nuestras vidas a la causa de lo humano y de la humanidad reconciliada (de aquello que Dios más ama). Diremos entonces con plena verdad que el pan y el vino son el cuerpo y la sangre de Jesús (Resucitado). Pero también aquí subsiste un peligro de tergiversación, debida a que las palabras cambian de significados con los tiempos y las culturas. Para los griegos «cuerpo y sangre» parecen designar el elemento sólido y el elemento líquido de nuestros cuerpos, y así nos suenan hoy a nosotros. Para los semitas no era así: cuerpo es la totalidad de la persona en cuanto capaz de relación. Y la sangre, para los antiguos judíos, era la sede de la vida (el alma diríamos hoy5). El «cuerpo y sangre de Cristo» son la persona y la vida del Resucitado. Esa persona y esa vida entregadas a nosotros para que, al nutrirnos de ellas, se transformen nuestras vidas y nuestras relaciones personales. 3. «La eucaristía hace a la Iglesia» Precisamente porque implica una transformación de las relaciones humanas, la eucaristía se convierte en primer lugar en matriz de la Iglesia como comunidad de relaciones humanas trasformadas, como ámbito que debería obligar a los de fuera a exclamar aquello mismo que decían los antiguos paganos de los primeros cristianos: «mirad cómo se aman»... Fue el cardenal De Lubac quien acuñó la frase hoy tan repetida: «la Iglesia hace la eucaristía; pero la eucaristía hace a la Iglesia». Aunque luego se han introducido algunos matices legítimos en ese retruécano, sigue siendo válida la intención de De Lubac que podemos formular así: la misión de la eucaristía es «eucaristizar a la Iglesia» para que esta, a su vez, sea capaz de «eucaristizar al mundo». Intuitivamente percibía algo de eso una estrofa del canto de comunión de la misa nicaragüense: 4. Para ello, aprovechando que la misma palabra significa en hebreo «cordero» y «siervo», cambió la traducción de la expresión del Bautista: «he aquí el Siervo de Dios que carga con los pecados de este mundo» (donde la alusión al Siervo de Isaías 53 parece evidente) y habló del «cordero» en clara alusión a la cena pascual (Jn 1, 29). 5. De ahí la obsesión por no beber sangre y no comer animales no desangrados, que se refleja aún en algún lugar del Nuevo Testamento (Hch 15, 20).
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«La comunión no es un rito intrascendente y banal. – Es compromiso y vivencia, toma de conciencia de la cristiandad... – Es decir: yo soy cristiano y conmigo hermano vos podés contar»... Se comprende entonces por qué preocupaban tanto a san Pablo, en su primera carta a los corintios, las relaciones humanas de igualdad en el seno de la celebración eucarística hasta en los aspectos más materiales: lo que «ya no es celebrar la cena del Señor», lo que equivale a celebrarla «indignamente tragándose la propia condenación», no es si el comulgante se ha confesado o no, sino el que «unos pasen hambre mientas otros están hartos»6. Toda la reflexión de los apartados anteriores puede tipificarse en un falso y largo problema de nuestros días. Ya en mi juventud, recuerdo la frecuencia con que en la revista barcelonesa Destino aparecían cartas de los lectores sobre la comunión en la boca o en la mano, que iba entonces abriéndose camino. Más tarde, los partidarios de la primera desataron campañas absurdas contra la segunda (ya casi dominante) acusando a quienes comulgaban en la mano de negar la presencia real y de falta de respeto a Dios. ¡Como si la lengua no fuese más impura que las manos! Y como si las manos del celebrante no sean tan impuras como las de cualquier fiel, por muy ungidas que estén: pues la unción de manos es un mero rito que no valdrá nada si no la acompaña una unción del corazón, igual que Pablo decía que la única circuncisión válida es la circuncisión del corazón... Hoy el debate parece haberse calmado, pero sigue abierta una clara división entre cristianos por este punto. El hecho de la división en sí importa poco: es lote de nuestra existencia como comunidad en historia. Y se parece mucho a la que hubo entre los primeros cristianos sobre si era lícito comer carnes sacrificadas a los ídolos que podían comprarse más baratas, pero que, para muchos venidos del paganismo, conservaban el vago recuerdo de una comunión con un dios falso y, por tanto, de un gesto idólatra. Pablo en sus cartas se ocupa por dos veces de este problema. Y da una solución muy radical, por un lado, y muy tolerante, por otro: por un lado, desde el punto de vista teórico no tiene ningún sentido sentir escrúpulos por comer carnes sacrificadas, como tampoco lo tiene sentirlos por comulgar en la mano. Solo pueden brotar esos escrúpulos si se pierde de vista el contexto de la cena del Señor, en el cual resulta ridículo imaginar a Jesús metiendo el bocado en la boca de sus apóstoles: «tomad y comed», la indicación no puede ser más clara. Al lado de esa radicalidad teórica, Pablo exige también una comprensión total para con el hermano débil que, por su historia previa o por su personal miedo a la libertad, no es capaz de superar esos escrúpulos y de renunciar a una falsa seguridad: «si es preciso, dejaré de comer esa carne para no escandalizar a mi hermano». Y lo que de ninguna manera debo hacer es comer esa carne ostentosamente para humillar o escandalizar al hermano débil7. 6. Con lo cual no pretendo excluir (ni por asomo) la preparación personal mediante la reconciliación. Solo destaco que esa necesaria preparación personal no puede convertirse en un «título colorado» que nos dispensa de la preparación social... 7. Cf. 1 Cor 8, 4 ss. y 10, 25 ss. Ver también Rom 14, 13 ss. Señal de que el problema era muy serio, aunque a nosotros hoy nos resulte ridículo.
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Intentemos, por tanto, el mayor respeto con los hermanos débiles, pero a la vez, defendamos con radicalidad el don de la libertad cristiana ante acusaciones a veces estúpidas, que solo pueden brotar de una pérdida casi total del sentido de la eucaristía. Pérdida de sentido explicable por la historia, como hemos tratado de mostrar. Pero que hoy puede convertirse en excusa cómoda para eludir la exigente llamada de la eucaristía. Pues no es infrecuente que quienes más fervorosos devotos se muestran de la comunión en la boca, sean luego los más conservadores cuando entran en juego las relaciones socioeconómicas entre los humanos, o (si son curas) resulten los más autoritarios y los más clericales en su relación con los demás cristianos. Algo huele a extraño en esa Dinamarca...
4. Dignificación de la materia Una vez recuperado el significado del gesto que habíamos perdido, es momento de dar su lugar a la materia. Cristianismo y platonismo, que anduvieron tan juntos en los primeros siglos, chocaron siempre claramente en el tema de la materia, raíz del mal para el falso espiritualismo neoplatónico, y dignificada por Dios según el cristianismo. La eucaristía puede ser el broche de oro de este enfrentamiento. En nuestros días, el genio solitario de Teilhard de Chardin fue quien más insistentemente recuperó este aspecto, aunque a veces con la unilateralidad de aquel a quien no se permitió tener un diálogo y confrontar sus opiniones, al negarle autorización para publicar sus escritos. Es de sobra conocido su escrito La misa sobre el mundo: lírico canto a la materia en la que el autor, al no tener pan y vino con que celebrar misa, ofrece a Dios todo el mundo material convertido en una eucaristía inmensa. Cono acabo de insinuar, Teilhard, pese a su genialidad, no inventó nada, sino que recuperó elementos de la primera tradición cristiana, olvidados por la evolución antes descrita. Ya en el siglo II, Ireneo hablaba de «la copa resumen de la salvación» (poculum compendii: III, 16,7). Y explica que esto puede ser así porque Dios no se avergüenza en absoluto de su creación material, sino que se vale de ella para salvar al hombre: «Dios no es ningún necesitado que no pueda dar vida a los suyos valiéndose de ellos mismos; y por eso se vale de su creación para el bien del hombre». Se retoma aquí esa idea tan bíblica de que Dios nunca actúa inmediatamente, sino haciendo actuar a aquello que ha creado. Por eso: «consagró esta copa que es una creatura como su propia sangre, y este pan, tomado de entre las creaturas como su propio cuerpo»8. Pero atención: la creatura que se ofrece (pan y vino) no es la materia informe sin más, sino la materia trabajada por el hombre: «bendito seas, Señor, por este pan y este vino, fruto de la tierra y del trabajo de los hombres», 8.
Adv. haer. V, 18, 1 y V, 2, 2.
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como reza con tino la plegaria preparatoria de la eucaristía tras el Vaticano II. Pero para eso haría falta, otra vez, que la eucaristía se parezca mucho más a la cena del Señor y a la fracción del pan que a un acto de culto donde lo material casi ha desaparecido. Estas sencillas reflexiones merecen hoy una prolongación importante: la dignificación y el respeto a la materia ofrecen al cristiano una raíz teológica y un fundamento muy serio para lo que hoy llamamos «problema ecológico». No es este momento de entrar en él, baste con constatar que me parece un problema de gran seriedad y de gran urgencia en el cual, otra vez, la tibieza con que actúan nuestros egoísmos, parece facilitar cada vez más el camino a la catástrofe. Se han buscado a veces razones para la lucha ecológica en una cierta divinización de la tierra como «madre» y en una absorción del ser humano por la tierra como si, a la vez que es indudable parte de ella, no la trascendiera también. Sin negar los elementos aprovechables en esos modos de ver, me parece más radical y más urgente la línea que va por la encarnación-eucaristía como glorificación de la materia: porque esa línea muestra además que el ser humano no es solo un súbdito o un elemento más de la tierra, sino que es el verdadero responsable de la tierra. Y que, al paso que vamos, y si no cambiamos, quizá tengamos que comenzar pronto nuestros ofertorios rezando: te presentamos Señor esta lluvia ácida y este dióxido de carbono fruto de la irresponsabilidad y de la avaricia de los hombres...
5. En conclusión No todo es rechazable en la evolución que he tratado de presentar, impuesta en buena parte por necesidades prácticas. Lo que resulta claramente heterodoxo es que esa evolución lleve a negar los significados más primarios de la fracción del pan en la cena del Señor: el significado de los gestos de Jesús y la actualización de su cena de despedida. El Vaticano II trató de moverse en esta dirección recuperadora, recomendando una mayor participación de los fieles en la celebración eucarística porque, a lo largo de la historia, la participación se había ido convirtiendo en pasividad; y luego, la imprescindible recuperación de las lenguas vernáculas ha hecho que las misas suenen demasiado a un «monólogo clerical», ajeno al deseo del Vaticano II. También: al generalizarse el bautismo de infantes y, con él, las primeras comuniones infantiles, resulta más fácil explicar al niño que va recibir a Jesús en su corazón... Todo ello puede ser legítimo con tal de que no degenere en el sacrilegio de quienes comulgan no ya por la Iglesia ni por lo civil (como las bodas), sino simplemente por el Corte Inglés. Es intolerable y herético que la crisis económica haya sido en bastantes familias motivo para retrasar una primera comunión...
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La liturgia no tiene por fin llenarnos, entre temor y temblor, del sentimiento de lo santo, sino la de enfrentarnos con la espada tajante de la palabra de Dios: no tiene por fin procurarnos un marco bello y festivo para el recogimiento callado y la meditación, sino introducirnos en el «nosotros» de hijos de Dios y, con ello, en la kénosis de Dios que descendió hasta lo ordinario... El mero arcaísmo no sirve para nada, y la mera modernización menos todavía. El soportarse mutuamente de que habla Pablo, la anchura de la caridad de que habla Agustín, son los únicos medios que pueden crear el espacio en que el culto cristiano madure en verdadera renovación. Porque el culto divino más auténtico de la cristiandad es la caridad. (J. Ratzinger, El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelona, 1972, pp. 341, 343, 346) El culto cristiano no puede consistir en el ofrecimiento de los propios dones sino que, por su propia esencia, es la aceptación de la obra salvífica de Cristo que nos fue dispensada de una vez. (J. Ratzinger, «La eucaristía ¿es un sacrificio?»: Concilium 24 [1976], p. 75) Siempre me pareció que la Iglesia adolecía de una falta de divulgación de la palabra sagrada. Yo no soy doctor en ello e ignoro por qué las cosas se hacen en ella como se hacen, y tampoco puedo decir, exactamente, cómo podrían hacerse de otro modo; pero viendo cómo se hallan en el templo la mayor parte de los que a él asisten, cómo oyen misa, su pasividad ante la tremenda energía del sacrificio del Amor que se celebra en el altar... no puedo dejar de decirme: ¡Dios mío! ¡Cuánta sublimidad y cuánta energía ineficaces, cuánta riqueza perdida! (Joan Maragall, La iglesia quemada, 18 de diciembre de 1909) Pertenece a la enseñanza y a la praxis más antigua de la Iglesia la convicción de que ella misma, sus ministros y cada uno de sus miembros, están llamados a aliviar la miseria de los que sufren cerca o lejos, no solo con lo «superfluo» sino con lo «necesario». Ante los casos de necesidad no se debe dar preferencia a los adornos superfluos de los templos y a los objetos preciosos del culto divino; al contrario, podría ser obligatorio enajenar esos bienes para dar pan, bebida, vestido y casa a quien carece de ello. Como se ha dicho, se nos presenta aquí una «jerarquía de valores» en el marco del derecho de propiedad, entre el «tener» y el «ser», sobre todo cuando el «tener» de unos puede ser a expensas del «ser» de otros. (Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 31)
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5 CONVERTIR EL CRISTIANISMO EN UNA DOCTRINA TEÓRICA
Completando el título de este capítulo diríamos que se deforma la fe cristiana cuando se la convierte en una doctrina teórica o en una religión cúltica, en vez de ser una vida y un camino creyente para la transformación del mundo. La más seria y la más atinada acusación del Vaticano II contra nuestro catolicismo me parece ser esta frase: «el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos, debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época» (GS 43). No solo se trata de un error gravísimo, sino que, además, es un error «de muchos». Muy grave y de muchos: no creo que pueda decirse más. Y me parece que el mismo documento conciliar apunta otras dos reflexiones que pueden llevarnos al origen de ese divorcio tan grave entre la fe y la vida diaria. Veámoslas: a) «Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno» (GS 43). La propia fe, y no un derivado posterior, es la que exige las tareas que despectivamente califican algunos como «temporales». Y este error en el modo de vivir la fe puede derivar de otra deficiencia más amplia de carácter cultural y epocal a la que también alude el concilio: b) «La humanidad pasa de una concepción estática de la realidad, a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis» (GS 5). De modo que una visión equivocada de la fe y un cambio epocal que no hemos sabido realizar, culminan en esa separación entre fe y vida, denunciada como uno de los más graves errores de nuestra época. 57
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Y sobre esta base triangular parece descansar también la otra gran queja del concilio: que en el ateísmo moderno tiene buena parte de culpa la falsa imagen de Dios que hemos dado los católicos, «velando el rostro de Dios en lugar de revelarlo» (GS 19). El diagnóstico es suficientemente alarmante como para que debamos tomarlo muy en serio. Ello hace de este capítulo uno de los más importantes de todo nuestro recorrido: quizá el más importante. 1. La tentación gnóstica Quizá, sin saberlo, ese diagnóstico del Vaticano II no quede muy lejos de la conocida acusación de Nietzsche al cristianismo: «un platonismo para el pueblo»1. También otros autores, aunque sin el vigor gráfico y agresivo del filósofo alemán, han hablado de la desfiguración del cristianismo en una «gnosis»: una doctrina de salvación por el conocimiento destinada a privilegiados2. La acusación no deja de ser curiosa dado que la gnosis fue quizás el mayor enemigo del cristianismo primitivo, y multitud de los llamados evangelios apócrifos reflejan este intento de desvirtuar gnósticamente el cristianismo. Pero, como escribí en otra ocasión, nuestro catolicismo padece una especie de síndrome de Estocolmo respecto de la gnosis. Y este síndrome puede verse agudizado por la cultura moderna, que no intenta ya inyectar al cristianismo su doctrina de la salvación por el conocimiento (como quiso hacer la gnosis antigua), sino más bien declararlo «incompatible con la ciencia» (que viene a ser la gnosis de nuestro tiempo) y, en consecuencia, desautorizándolo como inferior a la Modernidad. Antes de nosotros, también santo Tomás, con su necesaria incorporación de Aristóteles al pensamiento cristiano, pudo contribuir a ese síndrome gnóstico. La pretenciosa desautorización que algunos pseudoteólogos mostraron contra el Vaticano II, alegando que era simplemente «un concilio pastoral», incide en esta tentación de ver el cristianismo más como una gnosis que como una vida. Por supuesto, el conocimiento nunca debe ser despreciado, y creo que la tradición católica no ha pecado demasiado en este campo. Pero, por respetado y apreciado que sea, no puede ser erigido en camino de salvación. Antonio González escribió con precisión y agudeza que Dios no se revela en Jesucristo como buena noticia para los intelectuales sino
1. Más allá del bien y del mal, Prólogo. 2. Ver, por ejemplo, el reciente libro de José A. Marina, Por qué soy cristiano. Y mi diálogo con él en la carta-prólogo de El rostro humano de Dios. De la revolución de Jesús a la divinidad de Jesús, Sal Terrae, Santander, 22008. Como es sabido, la palabra griega gnosis significa conocimiento (el agnóstico es propiamente hablando el que «no sabe», o dice no saber, sobre el problema de Dios).
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como salvación para los pobres3. Lo cual podrá parecer «muy rojo», pero san Pablo no es menos radical: «si hablase todas las lenguas y conociera todos los misterios y todo el saber (¡gnosis!) pero no tengo amor, no soy nada»: porque «la gnosis pasará; solo el amor permanece» (1 Cor 13, 2.8). Todo eso le cuesta mucho de aceptar a nuestro mundo porque, huérfano de Dios, parece no ver más camino de crecimiento que el saber y la ciencia. También nuestro catolicismo parece hoy más atento a penetrar misterios inescrutables que a amar a todos los hijos del mismo Padre. Pero no se trata de un problema nuevo: ya en el siglo II, Ireneo de Lyon se encontró con una acusación muy similar; pero trató de responder a ella calificando el cristianismo como «la verdadera gnosis» y afirmando que, en lugar de ataques y respuestas, el mejor modo de confrontación era exponer juntas la doctrina gnóstica y la doctrina cristiana. Algo de eso intentó hacer en su obra más clásica (Adversus haereses). Y sospecho que algo parecido haría el Gautama Buda si se encontrase viviendo en nuestro tiempo. Todo apunta pues, en las reflexiones anteriores, a no minusvalorar en absoluto el aspecto intelectual y lo que Martínez Gordo llama «la dimensión veritativa» del cristianismo, pero sí a mostrar cuál es la verdad «más verdadera», es decir: la más auténtica y más profunda dimensión de nuestro existir humano. En nosotros se da una curiosa dialéctica entre conocimiento y amor: por un lado, para amar una cosa es menester conocerla («nihil volitum quin precognitum», según el adagio latino); pero, por el otro lado, solo se conoce bien aquello que se quiere bien («non intratur in veritatem nisi per charitatem», según otro adagio de Agustín). La primera formulación es típicamente griega; la segunda es más característica del pensamiento bíblico y es la que el catolicismo de hoy tiene más olvidada. El conocimiento puede ser tranquilamente pasivo, mientras que el amor es necesariamente activo: no se contenta con la mera «theoria» (nombre griego de la contemplación), sino que es efusivo comunicativo y creativo. En este sentido se afirma en el prólogo del evangelio de san Juan que «la vida es la luz de los hombres»: el amor es nuestra verdad, dicho en una paráfrasis libre que comentaremos en el apartado siguiente. Pero nuestro catolicismo parece haber invertido los términos como si la luz fuera la vida de los hombres y quizás necesite oír la palabra con la que Jesús pretendió autentificarse: mis signos son salud para los enfermos y 3. «Dios no se ha manifestado primariamente ni como la verdad del mundo ni como el fundamento de toda verdad y de todo conocimiento. Esto sería una buena noticia para los filósofos, pero no para los pobres ni para la inmensa mayoría de la humanidad. Dios se ha manifestado como un Dios salvador, como fundamento de la salud y de la libertad del hombre» (Trinidad y liberación, UCA Editores, San Salvador, 1994, p. 59).
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buena noticia para los pobres «y dichoso el que no se escandalice de mí» (Mt 11, 6). Ese añadido, que tendemos a olvidar, me parece enormemente significativo. 2. «Vine para que tengan vida en abundancia» (Jn 10, 10) Si se me entiende bien, se comprenderá enseguida que nada de lo dicho significa tampoco una especie de lo que antaño se llamó «herejía de la acción» ni un menosprecio de todo eso que calificamos como oración, vida de piedad, práctica litúrgica, etc. Al revés: hay que hacer todo eso y muy intensamente; pero no para acumular un caudal de méritos personales como si el cristianismo fuese una especie de capitalismo piadoso o un neoliberalismo religioso. Al revés: todo eso se vuelve más necesario como modo de alimentar la experiencia de gratuidad que es la única que puede mantener vivo el actuar del cristiano. Hay que cuidar todo eso para intentar ser «hombres y mujeres del Reino» en correspondencia con la cercanía del Reino de Dios. La experiencia jesuánica de Dios le llevó a decir que lo humanamente decisivo no está en mucho decir «Señor, Señor», sino en hacer la voluntad del Padre. Esa voluntad es que resplandezca en este mundo el Nombre amoroso de Dios y que llegue el reinado de su paternidad. Es curioso el paralelismo que esa mentalidad sinóptica tiene con otra enseñanza del cuarto evangelio: las obras de Jesús son tales porque «las ha recibido del Padre» y son las que «dan testimonio de él»; pero esas obras de Jesús no aluden a sus visitas al Templo ni a sus noches de oración o a su guarda del ayuno, sino a su interés por enfermos y marginados, incluso a costa del sábado y de lo más sagrado para un judío; o a la lucha contra todas las opresiones impuestas a los hombres «en nombre de Dios» pero no «para gloria de Dios», sino para beneficio del sistema («la gloria de Dios es la vida del hombre» dirá años después san Ireneo). Las obras de Jesús, que dan testimonio del Padre, no eran obras «piadosas» pero sí «obras de piedad»: de un corazón que vivía «conmovido» y sacudido ante este mundo por su experiencia de Dios y, al mismo tiempo, radicalmente «liberado» por su contacto frecuente con Dios4. Otra vez Juan completa, relee y «descifra» los sinópticos. La oración y todo su entorno son el único camino para llegar a ser los hombres y mujeres «transformados» («hombres nuevos» en el lenguaje paulino), únicos que ayudarán a crear un mundo transformado. De ahí el título de nuestro próximo apartado.
4. Como he comentado otras veces, «las entrañas conmovidas» y la «libertad» son los calificativos que más veces aparecen en los evangelios, referidos a Jesús.
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3. «Transformar el mundo, una tarea para la Iglesia» Me permito plagiar el título de una obra muy importante de hace unos treinta años, desgraciadamente olvidada. Y no sé si interesadamente olvidada5. En ella arrancaba su autor de dos tesis fundamentales: que «dejadas a su propia inercia, las sociedades se estructuran en la desigualdad» y que «las sociedades fabrican dioses que se convierten en sus amos» (p. 69). Examinémoslas un momento. a) La primera quiere decir que, dejadas a su propia inercia, las sociedades se estructuran anticristianamente: pero no porque se estructuren de una manera laica o reconozcan las uniones homosexuales, sino porque se estructuran en la desigualdad (hiriente y pseudojustificada), que es el valor más contrario a la paternidad del único Dios, y el más característico de la divinidad del dinero. b) La segunda tesis es la consecuencia de un mecanismo lógico y bien conocido: las sociedades primitivas tendían a presentar como voluntad de Dios aquello que consideraban necesario para la salud personal y social (la circuncisión, la prohibición de comer carne de cerdo, el descanso semanal...). Es un recurso comprensible para obtener la obediencia a esas normas. Pero luego, cuando la humanidad o la medicina progresan y algunas de aquellas prácticas dejan de ser insanas, se las sigue imponiendo y se convierten en amos de las personas. Ese mecanismo no funciona solo en sociedades primitivas y menos cultas sino también en nuestro mundo moderno y laico: la idea de que «si trabajas bien, Dios te premiará con bienestar económico» que, en un principio, pudo ser una forma de incitar a la superación de la pereza, ha acabado convirtiéndose hoy en una idolatría del dinero. Él es el único dios verdadero de nuestro mundo y de nuestras sociedades que se consideran modernas, pero también el verdadero «amo» de todos nosotros que amenaza con llevarnos a la destrucción propia o del planeta. Nuestro catolicismo ha sido cómplice innegable de este proceso degenerador tan contrario a su esencia. Por eso, según el autor citado, la Iglesia tiene hoy «una función que desempeñar en la liberación de las gentes que ella misma condujo y obligó a la resignación», y también «en la concientización de las gentes forzadas a reinterpretar sus religiones tradicionales» (p. 79). Lo tiene porque ella, a pesar de su pecado, posee la mayor fuerza contraria a ese proceso, como es el mandato (¡y distintivo!) de Jesús de «anunciar la buena nueva a los pobres».
5. V. Cosmao, Transformar el mundo, una tarea para la Iglesia, Sal Terrae, Santander, 1981.
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Precisamente por eso, la acción por la transformación de este mundo se convierte en una exigencia de esa caridad sin la cual la fe está muerta y a través de la cual se actúa la fe (cf. Gal 5, 6). Pero además puede convertirse en camino hacia la fe: hacia el reconocimiento de la verdad y hacia la adoración de ese «único Dios vivo y verdadero» que es un Dios de los hombres y cuya mayor gloria es la máxima vida de todos los seres humanos. Así afirmará nuestro autor que «no es tanto la existencia de Dios lo que está en el corazón del debate cuanto la pregunta por la capacidad de los hombres de Dios para trabajar por ‘la elevación humana’. Mientras no se supere la contradicción, ilusoria e irrisoria pero que paraliza a la Iglesia, entre adoración a Dios y construcción del mundo, el cristianismo corre el peligro de resultar cada vez más insignificante para quienes toman en serio el futuro de la humanidad y la vida de los hombres» (pp. 155-156, subrayado mío). 4. «El pecado del mundo» (Jn 1, 29) He intentado decir antes que el cristianismo convertido en gnosticismo tiene el peligro de desfigurar nuestra liturgia en un culto que damos a Dios para evitar que sea la penetración de Cristo en nosotros. Son conocidos los comentarios sarcásticos con que se criticaba antaño el catolicismo de muchas gentes: «Ya hemos cumplido con Dios, ahora vamos a lo nuestro». Comentario (¡y mentalidad!) bastante frecuentes con los que muchos católicos salían de la misa, cuando lo correcto hubiese sido: «A ver si nos hemos capacitado para cumplir con Dios»... Porque cumplir con Dios no es darle un culto que Él no necesita; ni nos relacionamos con Dios solo en aquellas acciones que parecen tenerle como objeto inmediato. En nuestros actos «seculares» podemos relacionarnos con Dios tanto o más que en nuestras acciones específicamente «religiosas». Según la predicación de Jesús, aquellos que en el Juicio Final habrán tratado bien (o mal) a Dios ni siquiera lo sabían cuando obraban así (cf. Mt 25, 31 ss.)6. El cristianismo puede —debería— ser perfectamente laico y perfectamente secular, sin perder por ello la vivencia de una presencia de Dios en todo: recuperando en esto último un buen ejemplo del islam, pero sin caer por ello en la negación de la autonomía de lo temporal, tan típica del islam actual y que el cristianismo no puede admitir por el valor «crístico» que da a todo lo temporal como consecuencia de la encarnación de Dios. En este contexto resulta muy útil recuperar una expresión del cuarto evangelio que resume toda la misión de Jesús: además de a revelar a Dios 6. Para un análisis un poco más detenido, remito a mi antropología teológica Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, Sal Terrae, Santander, 32000, pp. 400 ss.
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(tema muy propio del cuarto evangelio) Jesús vino a «cargar con el pecado del mundo». Cargar con él (y dejarse aplastar por él) como modo de desactivarlo y vencerlo: de quitarlo. Pero —como vimos en el capítulo 3— ese cargar con el pecado no es someterse a un castigo extrínseco y distinto de ese pecado, sino someterse al pecado del mundo, es decir: a toda la dinámica que el pecado desata, y que se implanta en estructuras de convivencia que son más creadoras de muerte y esclavitud que de vida y libertad. Pero que justifican esa crueldad con la mentira de que están dando vida. Solo el amor da vida. Y el egoísmo (en la medida en que desborda el legítimo cuidado de cada cual por sí mismo) es siempre un actor de muerte. Al hablar de un mundo estructurado de acuerdo con el amor o de acuerdo con el egoísmo (o el pecado), se hace comprensible una palabra muy del gusto de los Padres de la Iglesia y que nosotros consideramos inútil para hoy, porque creemos que ha cambiado de significado. Me refiero el término «economía»: tendemos a pensar que antaño quizás pudo tener esa palabra un sentido teológico y religioso, mientras que hoy solo tiene un sentido secular. Y, sin embargo, ¡ya en tiempos de los Padres de la Iglesia, la economía significaba exactamente lo mismo que hoy!: la administración de los bienes de la casa (que podrán hacerse crecer, pero que son escasos y limitados)7. Es en este preciso sentido como hablan los Padres de la «economía divina»: con la intención de mostrar cómo el amor de Dios ha gestionado la marcha de esta historia. Y con ese mismo significado debería ser recuperable para nosotros porque lleva a comparar la economía de Dios, que intenta gestionar la Creación desde el Amor por mucho que le cueste, con la economía del hombre que ha intentado gestionar la historia desde el egoísmo, y que lleva a una «paz que brota de la victoria» en lugar de a una «paz que brota de la justicia»8. La primera (es decir, la economía de Dios) tiene como objetivo primario la desaparición de todas las víctimas, y además con un matiz de urgencia porque las víctimas «no pueden esperar» (como ponía de relieve Jesús curando en sábado); la segunda (la economía de los hombres) tiene como efecto inmediato e ineludible la producción de víctimas, la cual se justifica por los beneficios que rinde a unos pocos y por el pecado de las víctimas: un pecado que podrá ser muy real pero que nunca es mayor que el de sus verdugos (solo que no dispone de los medios llamados de comunicación para justificarse). 7. Con más agudeza que la mayoría de nuestros economistas, Aristóteles distinguía ya entre «economía» y «crematística» (el mero arte de ganar dinero, al que nosotros hoy calificamos de economía). Lo expliqué un poco más en el «pliego» de la revista Vida Nueva (18-24 de abril de 2009) titulado «Recuperar la economía». 8. La última contraposición entre las dos fuentes de paz (con tácita alusión a la política norteamericana) procede de J. D. Crossan y M. Borg en La primera Navidad, Verbo Divino, Estella, 2009.
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Esta reflexión nos lleva a la última consecuencia de este capítulo y de esta herejía que trata de apartar al cristianismo de la construcción de la historia: me refiero a su complicidad con el sistema económico del capitalismo. Una complicidad más pasiva que activa: que prefiere ignorar los hechos y mirar hacia otra parte más digna de «contemplación», aunque no participa totalmente en las prácticas del sistema. Pero una complicidad tan seria (y según parece tan inconsciente) como la que pudo tener una buena parte del catolicismo alemán respecto al régimen nazi: en aquel caso, por sobrevaloración de la autoridad; en este otro, por el brillo de la eficacia. 5. La herejía capitalista El capitalismo es un sistema que «no ama» y, por tanto, «no conoce a Dios». Su fundamento y su punto de arranque es ese no amar. Su primer mandamiento es la obtención del máximo beneficio posible, por encima de todas las demás cosas. Si, por tanto, habla de Dios, hablará necesariamente de un dios falso, puesto que el sistema es intrínsecamente negador del Dios de Jesucristo. J. M. Keynes dejó muy claros los dos grandes venenos del sistema: es absolutamente incapaz de crear un empleo digno para todos; y es absolutamente incapaz de crear igualdad entre los humanos9. Con ello lesiona gravemente la dignidad del ser humano. La frase de Karl Marx en La cuestión judía («su culto es la usura y su dios el dinero») va mucho más allá del judaísmo, al que quiso referirla el autor: hoy habría de aplicarse a toda la «civilización» y a toda la economía occidental. El fenómeno novedoso del ateísmo de derechas al que me he referido en otro lugar es la consecuencia lógica de un Capital que se ha liberado ya de la necesidad de recurrir a la religión como única forma de protegerse y enmascarar su injusticia. Hoy la secularización y la mayoría de edad del hombre han hecho innecesaria esa protección falsa: el capitalismo se justifica ya porque el egoísmo y la codicia (es decir: el no amar) se han convertido en puntos de partida de nuestra visión de la realidad. Pero sucede que, luego de ese ateísmo, ha ido surgiendo un renacer de la religión que brota del miedo (último) al vacío de la secularidad, y que puebla el mundo de ídolos. Las iglesias no deberían tratar de aprovechar, equivocadamente, esos renaceres religiosos, creyendo que vuelven a abrir el camino a Dios, pero ahorrándose (y ahorrando a las mismas iglesias) la necesidad de la conversión que pedía el anuncio jesuánico del Reino. Y si todo esto escandaliza, léanse, para concluir, estas palabras de un hombre tan intelectualmente honesto como fue Pablo VI, a pesar 9. En su famosa Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (ed. catalana, Edicions 62, Barcelona, 1987, p. 308).
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de su carácter hamletiano y dubitativo agudizado por los esbirros de su curia. La mayoría de los católicos de hoy no aceptan estas palabras del papa Montini (pues de lo contrario el mundo sería ya otro). Pero no tienen conciencia de que esa no aceptación incluye una herejía innegable: [...] la Biblia, desde sus primeras páginas nos enseña que la creación entera es para el hombre, quien tiene que aplicar su esfuerzo inteligente para valorizarla y, mediante su trabajo, perfeccionarla... Si la tierra está hecha para procurar a cada uno los medios de subsistencia y los instrumentos de su progreso, todo hombre tiene el derecho de encontrar en ella lo que necesita [sigue una cita del Vaticano II: GS 68, 1]. Todos los demás derechos sean los que sean (incluidos los de propiedad y libre comercio) están destinados a ello: no deben estorbar sino facilitar su realización; y es un deber social grave y urgente hacerlos volver a su finalidad primera (Populorum progressio, 22; subrayado mío).
Tres cosas muy serias se dicen ahí: — Cuál es la voluntad de Dios sobre su creación y, por tanto, el sentido del cristianismo como cumplimiento de esa voluntad de Dios. — Que ese mandato relativiza absolutamente todos los demás derechos humanos que son secundarios respecto de él. — Y que es un deber grave y urgente recuperar ese enfoque de las cosas. Por eso, con la misma radicalidad y nitidez había dicho este papa pocos años antes que este sistema capitalista «ha de tener algún vicio profundo, una radical insuficiencia»10. Y vaya si es profundo el vicio y radical la insuficiencia. Los católicos beneficiarios de este sistema empecatado suelen jalear los discursos papales cuando tocan temas como los de la familia o la sexualidad. Y dan la impresión de hacerlo no exactamente por obediencia a la Iglesia, sino porque esos temas suele esgrimirlos la izquierda como bandera y, al desautorizarla en este punto, se desautorizan también las otras reivindicaciones sociales de la izquierda. Estos católicos jalean esos discursos papales que les suenan a anti-izquierda, mientras silencian, sigilosa y sistemáticamente, las enseñanzas sociales que son tan palabra de papa como los anteriores. Es evidente que las encíclicas no son infalibles: pero la única actitud honesta sería disentir pública y razonadamente de ellas cuando uno cree que no aciertan; mientras que resulta hipócrita e interesada esa forma de ignorarlas, dando la callada como única respuesta. Y se comprende que el tema de este capítulo nos lleve de la mano al siguiente. Inevitablemente.
10.
Discurso a los empresarios católicos en mayo de 1964.
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[N. B. Quisiera cerrar este capítulo con un texto más largo que los anteriores, de una de las mayores autoridades teológicas del momento que, superados los noventa años, no ha perdido ni lucidez ni esperanza ni audacia para encararse con los problemas actuales del cristianismo. Pero como el texto es largo y denso, me permito subdividirlo y subtitularlo yo, para facilitar al lector la entrada en él].
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1. La Iglesia 1.a. Una mirada errónea de la Iglesia al mundo La Iglesia tiene tendencia a considerar el mundo secularizado y laicizado —y se trata ante todo del mundo occidental— como antiguo dominio suyo, como un pueblo al que había bautizado, al que había instruido, modelado, regido ampliamente, y que se rebeló contra ella y la rechazó injustamente: por eso ve espontáneamente su porvenir como la reconquista de lo que había sido suyo y debería volver a serlo. Por esa razón reserva de ordinario la palabra misión a la exploración de tierras extrañas nuevas, y prefiere hablar de segunda evangelización o de reevangelización cuando se trata de predicar la fe a un mundo que la ha perdido. 1.b. Razones para cambiar esa mirada Esta mirada debe cambiar no simplemente porque este mundo se ha transformado y no conviene designarlo de una manera negativa o reivindicativa, por lo que ya no es, por su vínculo roto con el cristianismo, sino también porque ya no es el mismo en gran parte que el del pasado, porque hay otro mundo que ha sucedido al cristiano. Ha conservado ciertamente muchas cosas de este pasado, pero cosas que se ha apropiado de manera diferente; por ejemplo, la Iglesia le objeta con razón que ha recibido de ella la semilla de los derechos humanos de los que se muestra tan orgulloso, pero el mundo tiene las mismas razones para replicarle que esta semilla ha dado sus frutos en él y no en ella, que los ha combatido durante tanto tiempo. Por otra parte, se ha constituido él solo en numerosos planos: ciencia, economía, tecnología y otros, que determinan su existencia presente y futura mucho más que su pasado religioso, de tal suerte que se concibe a sí mismo como un ser nuevo vuelto hacia el futuro que trabaja por procurarse, y hacia el universo que integra en su devenir. 1.c. Otro modo de mirar La Iglesia no puede reconocer, por consiguiente, el mundo más que considerándolo tal como él se ve, con su independencia, su novedad, su alteridad. Es un mundo que ha salido de la religión, que ha perdido la fe en Dios al liberarse de la religión; se trata de un mundo que no habría abandonado necesariamente la religión por efecto de rebelión contra Dios. Dado que las tradiciones religiosas habían modelado desde siempre el estar-juntos y el ser-en-el-mundo de la humanidad, los hombres que habían concebido a lo largo del tiempo y querían procurarse otro tipo de socialidad y de mundanidad se han visto obligados a romper los vínculos con estas tradiciones para emanciparse de ellas: ahí se encuentra la novedad constitutiva del hombre moderno. La Iglesia debe reconocer la legitimidad y la irreversibilidad de esta emancipación que ella misma había cometido el error de obstaculizar y cuyas consecuencias ha pagado, en vez de denunciar en ella un rechazo formal de Dios: este cambio es la primera condición para un nuevo tipo de relación con el mundo.
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2. El mundo 2.a. Su situación Es verdad que los hombres de la Modernidad, al perder la creencia en Dios o al desalojarla de sus preocupaciones más esenciales, han dejado de verse orientados hacia el polo infinito de la existencia y se han encontrado desorientados, prisioneros de sus apetitos de poder y de placer, hasta el punto de que, para satisfacerlos, se han vuelto los unos contra los otros y pueden exterminarse mutuamente o destruir el universo del que procede el crecimiento de su poder y de su bienestar. Esta humanidad está enferma y eso es algo que no debe escapar a la mirada de la Iglesia; pero no ha de sacar partido de ello para intentar reconquistar el lugar que ella ocupaba antaño en la sociedad. 2.b. La verdadera actitud de la Iglesia Su primera preocupación debe ser curar los males que padece la humanidad, contemplarla con la misma mirada compasiva que Jesús proyectaba sobre la muchedumbre de enfermos, inválidos y posesos que le asediaban a lo largo de sus días, y dedicarse a curarlos como hacía Jesús y como él dio la orden de hacerlo a los que enviaba en misión evangélica. La Iglesia buscará los remedios en el Evangelio porque carece de la ciencia de las cosas de este mundo, sin embargo, antes de denunciar en estos males las justas consecuencias de la irreligión, los tratará como hechos de humanidad, o más justamente, de deshumanización, sufrimientos para los unos (los vencidos), carencias para otros (los vencedores), que requieren prioritariamente un tratamiento en ese plano y con la ayuda de los actores de la historia y de sus víctimas... 2.c. Evangelizar en este contexto Puesto que se trata, a fin de cuentas, de transmitir un mensaje a otros por todo el mundo, este discurso deberá multiplicarse, dejar de ser patrimonio de un reducido grupo de dirigentes de Iglesia y ser responsabilidad de todo el pueblo cristiano y, en primer lugar, de aquellos que están más directamente en contacto con los asuntos de este mundo... La misión cristiana, realimentada en el misterio de la encarnación donde Dios oculta su trascendencia en la carne de un niño pequeño, no se dirige al mundo expresamente para buscar en él adoradores y llevarlos a los templos en que Dios se expone a su veneración; se dirige a los lugares donde la humanidad se encuentra entregada a la desesperación o a la decadencia, porque sabe que Dios está sufriendo allí y que él es capaz de reconocer a los que vienen allí, a visitarle (Mt 25, 40) y, por ese motivo, la misión se dedica a atraer a esta vía al mayor número de gente posible, incluso a no creyentes, persuadida de llevarles así al encuentro de Dios. Esta labor de la misión cristiana no es asunto de religión sino de fe e incluso de una fe intensa porque se basa en el misterio de la gratuidad de Dios, y no se reduce a un humanitarismo, aunque se mantenga en un terreno profano y no religioso. (J. Moingt, Dios que viene al hombre, Sígueme, Salamanca, 2011, II/2, pp. 476-477, 505, subrayados del autor)
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También podríamos haber titulado: «Falsificación del derecho de propiedad» como enseguida veremos. Si he preferido este otro título más largo es porque esta herejía es el reverso de la anterior y podría haber sido tratada juntamente con ella. Pero le dedico un capítulo aparte sustancialmente por estas dos razones. a) Porque los evangelios no solamente están llenos de palabras a favor de los pobres, sino de páginas muy serias y radicales contra los ricos. Lo cual choca claramente con nuestra obsesión por un lenguaje «políticamente correcto» cuando se toca este tema. Y pone de relieve cómo «políticamente correcto» muchas veces no significa más que «éticamente incorrecto». b) Y, en segundo lugar, porque en pocos casos como en este se cumple aquella confesión del Vaticano II: una de las causas del ateísmo moderno es la falsa imagen de Dios que hemos dado los cristianos (GS 19). 1. Dios otra vez Por ser reverso o continuación de la anterior, vuelve a aparecer en esta herejía el tema de la identidad del Dios verdadero. En efecto: según la antigua tradición cristiana, la única finalidad de los ricos es el servicio de los pobres; y si no fuera así, entonces no sería posible creer en una providencia divina sobre nuestra historia1. En cambio, en sectores amplios y oficiales del catolicismo actual se predica y se enseña un Dios que es 1. Remito a todos los textos citados en el libro-antología: Vicarios de Cristo. Los pobres en la teología y espiritualidad cristianas, Cristianisme i Justícia, Barcelona, 32006. Llamo la atención sobre las veces que la existencia de los pobres plantea crudamente, en muchos de los textos allí recogidos, el problema de la teodicea.
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protector de los ricos a cambio de que estos tranquilicen su conciencia con una menguada generosidad, similar a la de aquellos ricos del Templo de Jerusalén censurados por Jesús (Mc 12, 40-44): una generosidad que ni cuestiona su estatus ni plantea la pregunta sobre la correlación entre la existencia de ricos y la de pobres, siendo así que Dios hizo las cosas para todos. No cabe objetar, por tanto, que en todo este punto deberíamos hablar más bien de pecados o infidelidades o incoherencias prácticas de la Iglesia, pero que no cabe hablar de herejía. Pecados los hay, sin duda. Pero si voy más allá de lo estrictamente moral es porque creo que no se trata en el catolicismo actual de un mero defecto práctico sino de un fallo doctrinal. La distancia entre el Evangelio y el catolicismo actual en todo lo referente al tema de ricos y pobres no evidencia solo un escándalo (como puede haber sido el monstruoso de la pederastia), sino una visión teológica que puede desfigurar nada menos que la identidad del Dios bíblico. Dios es el Dios de los pobres, conocerle no es especular mucho, ni siquiera rezar mucho sino «practicar la justicia» como dijo el profeta Jeremías2. Y, como rezaba Judit: «Tu poder no está en las armas, pues eres el Dios de los humildes, el defensor de los pequeños, apoyo de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de los desesperados» (9, 11). Que Dios sea así, se convierte en una tarea y una obligación para los ricos. Por eso he dicho, con el Vaticano II, que aquí puede haber una razón importante del ateísmo moderno, nacido principalmente en el mundo rico, aunque esa increencia se considere a sí misma fruto más bien del progreso y el crecimiento humano, que de la riqueza injusta. En efecto: hay pocas cosas más ajenas a la auténtica experiencia espiritual cristiana que esa mentalidad que concibe la riqueza privada como una bendición de Dios. La tesis de Max Weber sobre la matriz calvinista del capitalismo ya presuponía una deformación monstruosa de Dios: el Dios de la predestinación ante el que nada puede la libertad humana. Pero, prescindiendo ahora de esa tesis, el teólogo ceilandés A. Pieris, escribe que toda experiencia de Dios auténtica (tanto si se da en el cristianismo como en cualquier otra religión) es una experiencia de liberación de sí: una liberación del propio ego y una liberación de la propia codicia o de las falsas necesidades. El olvido de sí mismo y la pobreza (o la sobriedad si se prefiere una palabra menos dura) son medulares en cualquier experiencia religiosa. Por lo que una religiosidad que conciba a Dios como el defensor de los propios privilegios y de la propia riqueza, no merece el nombre de religiosidad sino el de superstición o idolatría, por más que esa superstición se quiera corregir después con otras exigencias morales. 2.
«Tu padre practicó la justicia, ¿no es eso conocerme?» (22, 16).
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Esta superstición es característica de toda la derecha estadounidense, tan piadosa, y de buena parte de la derecha española, carentes de experiencia espiritual auténtica. Y se refleja en la forma como parodia E. Dussel la inscripción del dólar: «In Gold we trust». Pues bien, continúa Pieris, a este doble rasgo libertador propio de toda experiencia religiosa auténtica, le añade la tradición bíblica otro trazo fundamental y muy característico: la revelación del pacto de Dios con todos los pobres y los oprimidos de la tierra, para erigirse en valedor supremo de los que carecen de todo valedor3. Por eso decía Jesús, con una radicalidad estremecedora, que es absolutamente imposible que un rico se salve. Y esta imposibilidad deriva de que el rico da culto a un dios falso: no es simplemente un pecador o un ladrón sino un idólatra. Lo cual nos lleva a un segundo apartado. 2. La buena noticia de Jesús La Biblia está repleta de condenas a los ricos y al dinero mismo, tanto en sus páginas y voces proféticas como en los llamados libros sapienciales. La arqueología ha mostrado que Israel conoció una sociedad mucho más igualitaria antes de escoger la monarquía. Por eso se lamenta Isaías de que «antes Sión estaba llena de igualdad y moraba en ella la justicia. Ahora es morada de homicidas» (1, 21). Y, pasando del Antiguo al Nuevo Testamento, es llamativa la continuidad entre esta triple enseñanza: — Jesús proclama que es imposible servir a Dios y a Dinero (personificándolo) y que hay que elegir entre uno u otro (Lc 16, 13)4. — Una generación después, un discípulo de Pablo proclama que la codicia es idolatría (Col 3, 5); — Y una generación más tarde, la primera carta a Timoteo escribe una frase que se repitió en otros varios escritos de la iglesia primera: «la raíz de todos los males es la pasión por el dinero» (6, 10). 3. Pieris ha tocado este tema en infinidad de ocasiones: la más breve en el apéndice al libro Universalidad de Cristo, universalidad del pobre, Sal Terrae, Santander, 1995. También en El rostro asiático de Cristo, Sígueme, Salamanca, 1991 y luego en El reino de Dios para los pobres de Dios, Mensajero, Bilbao, 2006. 4. Para un análisis más detenido de esa frase remito al capítulo «Jesús de Nazaret y los ricos de su tiempo» del libro Otro mundo es posible desde Jesús, Sal Terrae, Santander, 2010. También al artículo «Jesús y el dinero»: Razón y Fe (abril de 2012), pp. 325-337. Allí se comenta cómo los evangelios (y algún otro escrito posterior de la iglesia primitiva, ya en el mundo griego) han mantenido la palabra aramea mamôn (y además sin artículo, como si fuese un nombre propio) para designar la riqueza: porque viene de la misma raíz (mn) del verbo «creer». Es una manera de decir, otra vez, que God y Gold están muy emparentados: no se puede adorar a la vez a DI-os y a DI-nero. Como digo allí, se trata naturalmente de la riqueza privatizada, no de la abundancia colectiva que, para la Biblia, es un don de Dios.
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Son tres pasos que marcan un crescendo muy claro: «el dinero, rival de Dios se presenta como un ídolo a quien se rinde culto sacrílego»5: la riqueza privada es tan mala porque es adoración de un dios falso, y los ídolos son siempre dioses de muerte. No se trata, pues, de una mera censura moral sino de un claro error en la fe. Mucho antes de nuestros capitalismos y nuestras crisis económicas, Lutero (en su Gran catecismo) tuvo la intuición de tratar el tema del dinero al hablar del primer mandamiento, no en el séptimo. Resulta entonces diáfanamente expresiva la explicación que da Jesús en la parábola del sembrador sobre las semillas que se pierden: algunas caen en tierra mala y no hay nada que hacer; pero otra semilla cae en tierra buena y prende. Y, sin embargo, se pierde porque «el engaño de la riqueza ahoga la Palabra» (Mc 4, 19). La riqueza es sencillamente «engaño» y un engaño seductor. Y nosotros (también la Iglesia) seguimos creyendo exactamente lo contrario: que los ricos son los más competentes y los más capacitados para arreglar los problemas del mundo (generalmente, causados por ellos mismos)... El engaño reside en creer que es posible servir al hombre y al dinero: pues, vista la implicación del hombre en la revelación que Dios hace de sí y la inseparabilidad del primer y segundo mandamientos, se sigue que, si no se puede servir a Dios y al dinero, tampoco se puede servir al hombre y al dinero. Este ha sido el pecado del catolicismo occidental que ha terminado en lo que estamos viendo en esta crisis: se sirve al dinero privado pretendiendo con ello servir al hombre y a través de medios que no hacen más que matar al hombre (sueldos bajos, despidos, recortes sociales...). Se ha desoído la enseñanza fundamental (y subversiva) de la Iglesia, que ella misma ha olvidado también: que el único derecho primario de propiedad es el destino común de todos los bienes de la tierra. Y que la apropiación privada es un derecho secundario (no absoluto) que solo tiene vigencia en la medida en que ayuda a realizar el fin primario de los bienes de la tierra6. Para cerrar este apartado: se comprende ahora no solo que Jesús denuncie a los ricos, sino que lo haga con la expresión más dura de todos los evangelios: el termino amenazador Uay («ay de vosotros»: Lc 6, 24-25). Si buscamos otros usos de esa expresión amenazadora en los evangelios, nos encontraremos con ejemplos como estos: «ay de aquel por quien venga el escándalo a los pequeños; más le valdría ser arrojado al mar con una piedra atada al cuello» (Mt 18, 7). Y «ay de vosotros hipócritas»...: porque usáis el nombre santo de Dios para falsificar la imagen de Dios (cf. Mt 23; Lc 11, 37-52 y 20, 45-47). 5. 6.
Nota literal de J. M.ª Bover en edición trilingüe del Nuevo Testamento. Recuérdese el texto de Pablo VI citado en el capítulo anterior.
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Efectivamente, la riqueza privada es por sí misma un escándalo que induce al pecado y, al aceptarla como natural, se falsea hipócritamente la imagen del Dios bíblico. Y todos estos rasgos tan medulares en el cristianismo se agudizan hoy por una serie de razones que nos llevan a los dos apartados siguientes. 3. La oscura enseñanza de la Iglesia Resulta muy triste, por no decir escandaloso, que en todo este tiempo de crisis no se haya oído casi ninguna voz profética, ni una palabra maestra, ni un gesto globalmente solidario de la iglesia oficial7. No me refiero a meras limosnas que sé que han existido y de las que cabe decir «no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha». Me refiero a una sacudida global de las conciencias, que es perfectamente compatible con el respeto a las personas concretas. Porque la actual calamidad económica no ha venido por causas físicas como los terremotos, sino por causas bien humanas: por la ambición cruel y desmedida de un grupo de gente riquísima que, además, ha dado un pésimo ejemplo para la conducta ambiciosa de otros muchos. El catolicismo oficial solo se siente llamado a levantar la voz cuando está de por medio el tema sexual. Y no voy a negar que la sexualidad es una realidad supercompleja y superresbaladiza8. Pero creo que llama la atención el siguiente contraste: en los evangelios apenas hay dos o tres pasajes que se ocupen del tema sexual; en ellos Jesús se muestra tan exigente en la teoría como luego tolerante con las personas concretas9. En cambio, ya hemos visto cuántas veces hablan los evangelios de las diferencias entre ricos y pobres. Pues bien: parece que el 7. Me corrijo con gusto. Semanas después de escritas estas líneas y como si quisieran desmentirme (o quizás darme la razón con retraso), aparecieron declaraciones de algunos obispos o grupos (Barcelona y otros). Algo tibias en mi opinión, pero que son muy de agradecer aunque solo sea por aquello de que «menos da una piedra» o de que «más vale tarde que nunca». 8. La simple expresión del Génesis, aparentemente inocente: «varón y hembra los creó», vehicula un enorme potencial que puede ser de amenaza o de promesa: porque es como un desmentido a la pretensión de totalidad que somos todos los seres humanos; un desmentido no solo por la multiplicación numérica sino aún más hondo: ni siquiera nuestra propia naturaleza abarca la totalidad de lo humano: hay «carne de mi carne y hueso de mis huesos» que no están en mí; somos seres separados, mutilados, y la alteridad se erige ante nosotros como un enemigo a eliminar o como una presa de que apropiarse. Solo cuando el ser humano se humilla, se relativiza y se desdiviniza aceptando lo otro y respetándolo, se reencuentra y se completa —paradójicamente— en «lo otro». Dicho sea todo esto para que no parezca que quito importancia al tema sexual. 9. Esos pasajes son la enseñanza sobre el divorcio, el aviso de que la mirada concupiscente y consentida a la mujer ajena ya equivale a adulterio, más el pasaje de la mujer adúltera. Poco o nada más.
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lenguaje oficial del catolicismo de hoy es el reverso de ese tapiz: da la sensación de que toda la moral se reduce al sexo y que es aquí donde hay que levantar la voz, mientras que al dinero se lo deja correr pecaminosamente sin molestarlo10. En efecto, en contraste con la sonoridad de los evangelios, ¿cuándo ha dicho lo Iglesia a los ricos: «tenéis la puerta abierta; pero os ha sido abierta en favor de los pobres y a condición de que les sirváis»..., porque «sin esa participación en los privilegios de los pobres no hay salvación para los ricos»11? ¿Cuándo ha predicado todo el colegio apostólico con su cabeza que la amistad con el Rey eterno nos viene de que seamos amigos de los pobres12? Y en coherencia con ello: ¿cuándo ha dicho la Iglesia a los ricos todo lo que les dice la Carta de Santiago? ¡Qué pocas, y qué tibias, voces oficiales se han levantado en la crisis actual para denunciar unas políticas que pretendían sacarnos de la crisis garantizando más el dinero de los ricos y abandonando a los pobres a la desesperación o a la muerte de hambre! La Europa cuyas «raíces cristianas» la llevaban a estar con los condenados de la tierra se ha puesto más del lado de los condenadores. Y partidos que declaran «inspirarse en el humanismo cristiano» se limitan a intentar servir a Dios, pero después de haber servido al dinero. No por culpa de las personas concretas, pero sí como efecto de una herejía latente en nuestro catolicismo. Alguna razón tenía F. Fanon (aunque generalizara demasiado) cuando nos acusaba: «Europa, que no deja de hablar del hombre al mismo tiempo que lo asesina dondequiera que lo encuentra»13. En una carta de san Bernardo a Eugenio III, que citaremos más extensamente en el capítulo 8, el santo le decía al papa: «Has de promover a los cargos a gentes que defiendan varonilmente a los oprimidos y hagan justicia a los pobres de la tierra... que asusten a los ricos en lugar de agasajarlos»14. ¡Qué contraste con el criterio actual de nombrar obispo a quien «no sea demasiado amigo de los pobres», al que aludimos en el capítulo 2! Y lo más sorprendente es que el papa actual afirma que esa carta de san Bernardo debería ser lectura obligatoria para todos los papas15.
10. ¡Ojalá que al menos se hubiera levantado la voz en este campo para denunciar el atroz comercio de muchachas (brasileñas, rumanas...) para prostituirlas en Europa! Pero solo conozco un obispo que haya levantado una voz valiente contra tamaña infamia (y que, por supuesto, ya está amenazado de muerte)... 11. Bossuet, en Vicarios de Cristo, cit., pp. 248-249. 12. «La amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno» (carta de Ignacio de Loyola a los jesuitas de Padua, ibid., p. 161). 13. Los condenados de la tierra, FCE, México, 1963, p. 287. 14. Ver la cita completa en La libertad de palabra en la Iglesia y en la teología. Antología comentada, Sal Terrae, Santander, 1985, p. 18. 15. En el libro-entrevista Luz del mundo, Herder, Barcelona, 2010, p. 83.
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Una Iglesia que crea verdaderamente en el Dios de Jesús en vez de proyectar sobre él nuestra imagen previa de Dios no puede sentirse cómoda en una situación como esta. Porque todo lo dicho debería formar parte de la visibilidad-sacramental (de la significatividad) de la institución eclesial. Sin esta incomodidad y sin el empeño por corregir este error, la Iglesia estaría desmintiendo la definición que ella dio de sí misma como «sacramento —o señal— de la comunión de todos los hombres entre sí y con Dios» (LG 1). A este modo de ver (que considero el único cristiano) se le objeta con cierta cólera que Dios es un dios de todos y que todas esas palabras reflejan una falta de amor a los ricos. Por eso puede ser bueno saber que los Padres de la Iglesia (mucho más ortodoxos que nosotros en este punto) ya se enfrentaron muchas veces con esta acusación. Y san Juan Crisóstomo, entre otros, responde sosegadamente que no habla contra los ricos por hostilidad contra ellos sino al revés: por amor a ellos16. Como anota el evangelio de san Marcos, la respuesta de Jesús al joven rico, llamándole a poner toda su riqueza al servicio de los pobres, brotó expresamente de una mirada cariñosa (10, 21). También los obispos vascos escribieron hace treinta años en una espléndida pastoral que si el Evangelio es una buena noticia para los pobres, podrá sonarles a los ricos «como una amenaza para sus intereses, ya que son llamados a compartir sus bienes»17. Pero se trata solo de una amenaza aparente que constituye una llamada a su mejor humanidad. 4. Hoy más necesario que nunca... Y todo lo anterior se vuelve hoy más necesario que nunca, porque hoy los ricos maltratan más a los pobres, dado que tienen más posibilidades para ello: ya no son meros poderes personales sino envueltos en poderes estructurales, anónimos... Que solo unas trescientas cincuenta personas posean una riqueza superior a la de más de dos mil millones de seres humanos, y al PIB de 30 o 40 países constituye una falsificación de Dios muy superior a la del más radical ateísmo. Paul Claudel dijo una vez que el dinero es como «un sacramento material», es decir: significa y promete una felicidad muy superior a su mera entidad; pero una felicidad solo material: pues remite a un espléndido «más allá» puramente terreno. Ha dejado de ser un simple medio de cambio para convertirse en un medio con el que puede conseguirse todo, tanto en beneficios materiales como en estimación de la gente. En formulación de un economista de hoy: «el dinero ha dejado de ser 16. Ver un solo ejemplo en Vicarios de Cristo, cit., p. 31. 17. Los pobres, interpelación a la Iglesia (1981), n.º 19.
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instrumento para convertirse en dinero-poder en manos de los privilegiados, y en la expresión artificial de todas las cosas»18. Y aún más que sacramento o expresión de todo, el dinero se ha convertido hoy en un «creador de la nada», como Dios. Ya no es un medio que (además de intercambiar) permite invertir y, con ese trabajo, crear riqueza. Con la financiarización de la economía, el dinero crea la riqueza por sí mismo. Y ello obliga al cristianismo a reconsiderar todo el tema de la usura. Permítaseme un inciso sobre este tema. En efecto: como es sabido, la usura fue, tanto para la tradición bíblica como para la filosofía griega, uno de los vicios más inhumanos y más abominables: enriquecerse con la necesidad del otro. Algo parecido al empresario abyecto que concede trabajo o mejora sueldos a pobres muchachas, a cambio de favores sexuales. Es sabido también que, con el paso de una economía de subsistencia y mero trueque a otra economía monetaria y comercial, el dinero pasó a ser también una posibilidad de crecimiento y, al prestarlo, podía uno perder oportunidades de compra o de inversión. Aun con mucha resistencia, la Iglesia aceptó entonces la legitimidad de una compensación por ese riesgo que se corría al prestarlo («lucrum caesans, damnum emergens» y otros tecnicismos parecidos de la moral clásica). Pero hoy, el beneficio que produce el dinero ya no es una compensación por la oportunidad perdida o el riesgo afrontado: el dinero se ha vuelto fecundo por sí mismo. Se ha hecho Creador como Dios, y crea de la nada: sin tener ya detrás ningún apoyo de verdadera riqueza (patrón oro o lo que sea). Ahora esa falsa fecundidad es, en el fondo, un abuso de la necesidad del débil. Esta es la diferencia entre la usura y un legítimo préstamo a interés. Y todo cuanto sucedió en nuestra época con la famosa «deuda del Tercer Mundo» y lo que está sucediendo en la España de hoy con el escándalo de las hipotecas y la llamada prima de riesgo, son crueldades totalmente inhumanas que contrastan con el detalle vergonzoso de que, si el que falla y no cumple es el usurero, no se le reclama nada, sino que se le sostiene para que pueda seguir explotando. Los grandes banqueros se comportan como auténticos proxenetas o narcotraficantes que comercian con la necesidad ajena (con la ventaja de que esa necesidad ya no tiene rostro) y los bancos son la verdadera imagen del gran todopoderoso (el dios falso) que dispone de los hombres. Mientras, la Iglesia no ha sabido decir que la deuda injusta, que ha sido impuesta con engaño, no hay ninguna obligación moral de pagarla. Todo eso se ha convertido hoy en un clamor de los hijos de Dios, que llega hasta el cielo mucho más que el de los israelitas oprimidos en Egipto. Algo muy serio debe pasar en nuestro catolicismo para que ese clamor no llegue a nuestros oídos y nos subleve.
Y ese algo es una contaminación de la falsa religión de Occidente. Nuestro Occidente, por muy «laico» que se crea y presuma, es una so18. J. Torres López, Contra la crisis otra economía y otro modo de vivir, HOAC, Madrid, 2012, p. 177.
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ciedad confesional que proclama la fe y la religión del dinero19. Aunque, por muy característico que sea todo eso de nuestra cultura actual, no deja de brotar de algo más amplio, profundamente enraizado en nuestra naturaleza humana tan hecha de necesidades. Pero entre nosotros hoy ya no parece valer aquello de «a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César»: más bien parece que hay que dar al dinero lo que es suyo y también una parte de lo que es de Dios, a saber: la dignidad humana. Por eso es inevitable recordar toda la legislación de la iglesia primera prohibiendo recibir dinero de los ricos porque, a la larga o a la corta, es «precio de sangre»20. Algo de eso mismo insinuaba el espléndido texto de Joan Maragall citado al final del capítulo segundo. Pero ¡qué proclives somos los humanos a olvidar lo que no nos conviene! 5. Puro sentido común Finalmente, si, en su vertiente profética, la denuncia de las víctimas de la riqueza privada como preferidos de Dios, es algo propio de la tradición judeocristiana, en su vertiente sapiencial (liberadora de la estupidez humana) es también un dato de sabiduría humana, por mucho que lo niegue hoy nuestra cultura, sobre todo la norteamericana que es la dominante. Los Padres de la Iglesia solían dividir a la humanidad en infrahumanos e inhumanos: los primeros son víctimas de los segundos; pero estos son víctimas de su propia riqueza. Y el autor bíblico de los Proverbios enseña a rezar así: «no me des pobreza ni riqueza sino el pan de cada día. Pues si estoy saciado, podría olvidarme de ti diciendo: ¿y quién es ese Dios? [o podría utilizarte en defensa de mi situación privilegiada]21. Y si estoy en necesidad podría robar o maldecir el Nombre de mi Dios» (30, 8-9). 19. Sobre el capitalismo como religión, remito al intuitivo texto de W. Benjamin, con comentarios de Keynes y míos, publicado en el número 249 (abril 2012) de Iglesia Viva. Una ironía del destino ha hecho además que, así como en el XIX fue el ateo Marx quien publicó El Capital, fueran un obispo católico y un economista norteamericano los autores de obras consideradas como «el Capital» del siglo XX. El primero, además, cardenal de la santa madre Iglesia y con igual patronímico que su predecesor (R. Marx, El Capital. Un alegato a favor de la humanidad, Planeta, Barcelona, 2011). Y el otro ya más conocido: D. Schweickart, Más allá del capitalismo, Sal Terrae, Santander, 1997. No le faltaba razón a Hegel cuando insinuó que la historia tiene sentido del humor. 20. En la Didaskalía, los Statuta ecclesiae antiquae (canon 69) o las Constitutiones apostolicae. Las autoridades de la Iglesia pueden verse amordazadas por pingües donaciones para grandes eventos masivos que, por otro lado, tampoco proceden de un afán apostólico, sino del cálculo económico de que esas aglomeraciones pueden significar publicidad y beneficios para los donantes. «El altar de Dios no puede vivir de dineros injustos» (Did. IV, 5) porque «el altar de Dios son los que no tienen valedores» (II, 26: viudas y huérfanos en traducción literal). Infinidad de citas aporta J. M.ª Castillo en su contribución al libro Fe y justicia, Sígueme, Salamanca, 1981, pp. 151-166. 21. Las palabras entre corchetes son un añadido mío.
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Buena descripción de lo que está pasando en este mundo nuestro al que pretendemos evangelizar de nuevo. Esta sabiduría tan elemental como humana se da también, por supuesto, fuera del ámbito cristiano. Sin esperar a los versos de Quevedo y Miguel Hernández o a las canciones de Paco Ibáñez, es conocido el verso de la Eneida de Virgilio sobre el «auri sacra fames» (hambre religiosa del oro). Pero son aún más fuertes, y más antiguos, otros versos de la Antígona de Sófocles, pese a que este gran dramaturgo no conocía nada de nuestras hipotecas y nuestros bancos. Pues bien: en esa tragedia, el dramaturgo griego hace decir a Creonte estas palabras que nos servirán para concluir: Nada como el dinero ha suscitado entre los hombres tantas malas leyes y malas costumbres. Él lleva la división a las ciudades y expulsa a los moradores de sus casas. Él desvía las almas más bellas hacia todo lo que hay de vergonzoso y funesto para el hombre. Y le enseña a extraer de cada cosa maldad e impiedad.
Si esto era cierto hace ya veintiséis siglos ¡cuánta más verdad y cuánta más seriedad cobra en nuestros días! Y así como la herejía que vimos en el capítulo 2 derivaba en buena parte de la primera, debemos añadir ahora que esta sexta herejía, esta negación heterodoxa de la sorprendente dignidad expansiva de Dios, sustituyéndola por la dignidad autoafirmativa que da el dinero, brota en parte de lo dicho en el capítulo anterior.
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A veces me he dicho que si se fijara a las puertas de las iglesias un cartel diciendo que se prohíbe la entrada a cualquiera que disfrute de una renta superior a tal o cual suma, poco elevada, yo me convertiría inmediatamente. (Carta de Simone Weil a G. Bernanos)22 ¡Ay de vosotros los ricos porque ya tenéis vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros los que estáis hartos porque pasaréis hambre! ¡Ay de vosotros los que ahora reís porque vais a lamentaros y a llorar! ¡Ay, si los hombres hablan bien de vosotros: porque eso mismo hicieron sus padres con los falsos profetas! (Lc 6, 24-26) Si entra en vuestra reunión un personaje con sortijas de oro y traje flamante y, con él, entra un pobre con traje mugriento, y vosotros atendéis al primero y le decís: «siéntate aquí», mientras que al segundo le decís «quédate de pie o siéntate en el suelo» ¿no es cierto que hacéis discriminaciones y os convertís en jueces malintencionados? ¿Acaso no son los ricos los opresores y los que luego os arrastran a los tribunales? Cumplir la ley de Dios, a pesar de eso, y amar al otro como a uno mismo está bien. Pero mostrar favoritismos es gran pecado contra esa misma ley de Dios. (Carta de Santiago 2, 2-8) Ya podéis llorar, ricos, porque vuestra riqueza está podrida, vuestros trajes apolillados, y vuestro oro y plata se han podrido y serán testigos contra vosotros... El jornal que defraudabais a los trabajadores que segaban vuestros campos está clamando y los gritos de los jornaleros han llegado a los oídos del Señor del universo. Vivisteis con lujo en la tierra cebando vuestros apetitos... para el día de la matanza. Porque condenabais y asesinabais al inocente sin resistencia. (Carta de Santiago 5, 2-6) El dios de los señores es distinto. (José María Arguedas, Todas las sangres, Alianza, Madrid, 21988)
22. Escritos históricos y políticos, prólogo de F. Fernández Buey, Trotta, Madrid, 2007, pp. 522-526, p. 522.
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7 PRESENTAR A LA IGLESIA COMO OBJETO DE FE
La llamada de Dios está siempre expuesta a la tentación de que el elegido se sienta superior en lugar de sentirse más exigido e, inconscientemente, mire a su entorno con cierto aire despectivo en vez de mirarlo con cariño servicial. Este fue el pecado de Israel contra el que no se cansaron de gritar sus profetas: en vez de sentirse obligado a ser «luz para las gentes», se sentía autorizado a reclamar la muerte de sus vecinos (filisteos, tirios, moabitas...) porque eran una amenaza para «los territorios de Dios» (Sal 82). Esta mentalidad convierte casi toda la historia de Israel en una lucha constante entre sus profetas y otras voces religiosas oficiales. Al principio, como los dioses de los otros pueblos eran falsos y «nada», funcionó el argumento de que no podrían defender a sus pueblos mientras que, como el Dios de Israel era el verdadero, Jerusalén nunca podría ser conquistada por ningún Senaquerib1. Pero es impresionante revivir la tragedia, la crisis y la oscuridad posterior de aquel pueblo cuando, menos de un siglo después, vio su tierra conquistada y arrasada: ¿es que acaso su «Dios verdadero» era también una nadería obra de manos humanas? La crisis fue muy dura, pero, a través de ella, aprendió Israel a no divinizarse. Una lección idéntica tiene que aprenderla la Iglesia precisamente porque se le ha dicho que «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18): porque eso no significa que ella misma no pueda autodestruirse si convierte la elección de Dios en un motivo para sentirse superior, en vez de sentirse más obligada y más responsable y más servicial para con un mundo al que Dios ama por encima de todo (Jn 3, 16-17). «Los territorios de Dios» no es solo una frase muy ambigua de un salmo. 1. Ver los capítulos 36 y 37 de Isaías, repetidos casi literalmente en el capítulo 19 del primer libro de los Reyes.
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Es casi la misma razón que aducía Pío IX cuando se negaba a renunciar a los Estados Pontificios y a su poder político, alegando que aquellos territorios no eran suyos sino de Cristo y que no podía desprenderse de ellos. Eso muestra, en contra de lo que a veces proclaman algunas voces oficiales, que nuestro catolicismo tampoco está exento de las mismas tentaciones y los mismos pecados de Israel: la humilde confianza en Dios se convertirá así en vanidosa autosuficiencia, mientras nos encumbramos a nosotros mismos pretendiendo defender a Dios. Y en horas de crisis todavía más... 1. ¿Creo en la santa madre Iglesia? Una forma sutil de este error se da cuando la Iglesia se presenta como objeto de fe equiparándose con el Dios trino y olvidando que solo en Dios, y en nadie más, es posible creer, en el sentido pleno del término2. Y un camino para este error pueden abrirlo otra vez, insensiblemente, las insuficiencias y los cambios del lenguaje: en este caso el lenguaje de los credos. El católico normal acostumbrado a recitar cada domingo esas profesiones de fe tiene la impresión de que los católicos creemos en el Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo, «y en la Iglesia». Ello es, sin embargo, totalmente falso y claramente herético. El sentido de los credos es que tenemos fe en el Dios Unitrino y, como consecuencia, aceptamos la existencia de la Iglesia, porque la fe en un Dios que es comunidad ha de ser intrínsecamente comunitaria. O bien que creemos en el Espíritu Santo que actúa «hacia la Iglesia». ¿Qué ha ocurrido para que hayamos caído en semejante deformación? Pues simplemente que el verbo creer castellano no tiene los matices preposicionales que tienen el griego y el latín. Esto nos lleva a confundir el creer en alguien, que en griego y latín es mucho más fuerte porque tiene un sentido dinámico (creer «hacia alguien», o tendiendo a identificarse con alguien), y el creer que algo existe. Son cosas muy diversas, y Zubiri ya tuvo que distinguir entre lo que es creencia (de que existe Dios) y lo que es fe en Él. Pero, por elemental que esto sea, en castellano no le cabe a nuestro verbo más preposición que la del creer «en», mientras que el latín y el griego admiten significados preposicionales como los de creer «en dirección hacia», creer «en» (lo que alguien dice), o creer «que» (sin conjunción ni preposición alguna: v. gr. «credo ecclesiam»3). 2. Como traté de expresar en un título ya viejo: Creer solo se puede en Dios; en Dios solo se puede creer (Sal Terrae, Santander, 1985), donde se analizan las actitudes que implica esa fe. 3. Traducido al pie de la letra: «creo la Iglesia» en el sentido de acepto (o creo) que existe la Iglesia.
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Estas limitaciones de nuestro lenguaje respecto del griego y el latín, hacen que los católicos hispanohablantes recitemos cada domingo una profesión de fe literalmente heterodoxa4. Al principio se podía suponer que la buena voluntad introduciría un matiz tácito en estas expresiones deficientes; pero a la larga y con la inercia y la entropía de las repeticiones, se crea una mentalidad tácita que se refleja en algunas consecuencias preocupantes. Veamos algunos ejemplos de ellas. 2. Paso de la autoridad de la verdad a la evidencia de la autoridad Este subtítulo no es mío: procede de los tradicionalistas del siglo XIX (De Bonald, Lammenais, Donoso Cortés...) que, viéndose incapaces de soportar la inseguridad en que se iba encontrando el mundo de su época, creyeron posible arreglar las cosas con una especie de «golpe de Estado intelectual». Los regímenes autoritarios suelen dar seguridad cuando se está dispuesto a obedecer y eso mismo es lo que reclamaron los tradicionalistas, saltando las fronteras de lo cristianamente recto5. En el Nuevo Testamento hay una estrecha relación entre verdad y libertad: frente al eslogan tradicionalista latente (la autoridad nos hace seguros), la enseñanza neotestamentaria es más bien que «la verdad nos hace libres» (Jn 8, 32). Para el Jesús del cuarto evangelio esa verdad es, propiamente, el amor de Dios revelado en su Unigénito. Ese amor constituye la clave y el engranaje último de todo lo existente. Y su verdad nos puede liberar del otro principio tácito tan frecuente en nuestras vidas de que «la mentira nos hace felices»: en la publicidad, en la medicina, en la política, en la economía... ¡hasta en el amor! (y últimamente parece que también en teología). No es de extrañar por eso que, en una de sus mejores oraciones, la liturgia católica nos haga pedir al Señor «que tu Iglesia sea un recinto de verdad y de libertad». Pero luego, sorprendentemente, esa oración no pasa a ser norma de la fe (lex credendi): y cuando surgen los mil problemas y preguntas que pululan por nuestra historia, se opta por el axioma de los tradicionalistas, zanjando autoritariamente el estudio y la discusión, e imponiendo normativamente una opinión que será, como es lógico, la de la praxis ya vigente. Así, imperceptiblemente, se sustituye la expresión comunional 4. Se cuenta que, en la Conferencia Episcopal, hubo voces que llamaron la atención sobre esta ambigüedad a la hora de aprobar los textos litúrgicos. Pero era la época del «Cristo sí, Iglesia no». Y la mayoría prefirió dejarla estar para compensar «el poco afecto que tienen muchos fieles a la Iglesia». Se non è vero... 5. Y aún cabe añadir que los tradicionalistas del siglo XIX tenían, al menos, cierta talla intelectual. Mientras que bastantes de sus epígonos y sus nietos de comienzos del XXI son de una incultura tanto más desesperante cuanto más levantan la voz.
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del Nuevo Testamento («ha parecido al Espíritu Santo y a [todos] nosotros») por esta otra de tonos idólatras: «ha parecido al Espíritu Santo y a mí solo». O «ha parecido al Espíritu Santo y a la curia romana»... Que el Espíritu como el viento pueda soplar en todas direcciones y por donde quiera, y que lo que hay que hacer es tratar de oír su rumor y ver su dirección en lugar de querer obligarlo a soplar donde el poder quiere que sople, es una consideración que hoy no parece merecer demasiado respeto, por más que provenga de una palabra de Jesús (Jn 3, 8). Ejemplos de estos modos de actuar están en la mente de todos y no hará falta que los concretemos aquí: porque lo que importa ahora no son los casos particulares sino la mentalidad que refleja ese modo de proceder. Pero, al menos, evocaré un ejemplo más genérico de esa preferencia de la seguridad sobre la verdad, aludiendo a esa advertencia reciente de que el fiel tiene que sentir y decir lo mismo que su obispo. Cuando se conoce un poco la historia de la Iglesia, se confirma la sospecha psicológica de que semejante orientación no pretende más que evitarse problemas y servir a la seguridad antes que a la verdad. Porque los fieles que salvaron a la Iglesia del arrianismo, lo hicieron plantando cara muchas veces a sus obispos, la mayoría de los cuales eran arrianos (como los emperadores), porque preferían que la Fuente Última del poder fuese única y sola, en vez de compartida. Obispos eran también Apolinar de Laodicea que (al igual que muchos sucesores suyos, de tanto querer ser fiel a Nicea se fue al extremo opuesto) y Nestorio, condenados ambos en los dos siguientes concilios ecuménicos (Constantinopla y Éfeso), y que soportaron la lógica resistencia de algunos de sus fieles. Obispos eran también los franceses que defendían la permanencia del papado en Avignon (¡para eso habían sido nombrados!). Obispo fue también Jansenio, propagador de una seductora herejía de extrema derecha que ha hecho un enorme daño a la Iglesia de los siglos siguientes6. Obispos eran los que firmaron la pastoral a favor de nuestra guerra civil, como también lo eran aquellos únicos dos que no la firmaron. Obispo era el cardenal Spellman a quien la norteamericana Dorothy Day (cuya causa de beatificación está introducida) criticó públicamente por visitar a los soldados que estaban en Vietnam y no a los americanos pobres e inmigrantes... Obispos eran Hélder Câmara y su sucesor de líneas tan opuestas que acabaron creando una gran división entre sus diocesanos... Y no obispo pero más bien conservador, era el teólogo medieval Godofredo de Fontaines quien, sin embargo, escribía que los teólogos tienen derecho a no seguir las decisiones episcopales y a disentir del papa porque «las decisiones papales pueden ser dudosas» (ea quae condita sunt a papa possunt ese dubia7).
Estos rápidos recuerdos pueden mostrar que no cabe en la Iglesia un principio similar a aquel que, para evitar guerras y problemas, zanjó los 6. La llamo seductora no por razones de «plenitud» religiosa, sino al revés: porque permitía anatematizar a todos los demás, sintiéndose los únicos fieles, y superiores a ellos. 7. Quodlibet, VII, 18 y III, 10.
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desastres del siglo XVIII: «cuius regio eius et religio». Ahora parece proponérsenos que: «cuius episcopus eius theologia» (has de tener la teología de tu obispo igual que antaño había que tener la religión de tu región)... Los obispos son personas falibles, tan falibles como cualquiera de nosotros. Y la Iglesia ha reconocido siempre, por estas razones, la legitimidad de una opinión pública y crítica en la Iglesia8. Por supuesto (y que quede esto bien claro), la verdad no solo está atacada por la idolatría de la autoridad sino también por la idolatría del egoísmo, de nuestros mil protagonismos y de la manipulación: puede estarlo y mucho. Pero lo que aquí se defiende es que el modo autoritario de combatir este peligro no es evangélico ni muy ortodoxo desde el punto de vista cristiano, aunque pueda ser muy eficaz desde una mentalidad pagana y eficacista. La gran arma de esa mentalidad segurista y cobarde ha sido buscar una intelección falsa de la infalibilidad, deformando la definición del Vaticano I. Lo cual nos lleva a un nuevo apartado. 3. Una intelección deformada de la infalibilidad Lo que pretendían aquellos tradicionalistas del siglo XIX (y lo que no consiguieron) era una piedad cómoda, piadosa y burguesa. Maining (convertido del anglicanismo al catolicismo romano junto con Newman, pero por razones muy distintas a las de este) explicaba con ironía británica su sueño de que cada mañana, en el desayuno, junto con el Times y el «bacon and eggs» le sirvieran «una nueva definición dogmática» del papa. Semejante sueño brota de una clara idolatría segurista: sin autoridad fuerte no puede haber sociedad, y sin infalibilidad no puede haber una autoridad fuerte: «lo que es la soberanía en el orden temporal es la infalibilidad en el campo espiritual». Hay ahí una clara manipulación de la verdad en beneficio de la propia tranquilidad, que es la gran aspiración de las corrientes conservadoras, un sueño al que le cabe la respuesta de Jesús a Pedro: «Apártate, Satanás, porque tus sentimientos no son los de Dios sino los de los hombres» (Mc 8, 33). Una Iglesia así sería sencillamente un ídolo; y eso es lo que no pudieron conseguir los infalibilistas radicales en el Vaticano I. La definición de este concilio es muy distinta de lo que ellos anhelaban, y todos los estudios posteriores lo han puesto de relieve. De hecho, los obispos que salieron antes del Vaticano I, para no votar la infalibilidad, disentían no 8. Así está reconocido hasta en el Catecismo de la Iglesia católica. Pero, para ver más textos mucho más autorizados, remito a La libertad de palabra en la Iglesia y en la teología. Antología comentada, Sal Terrae, Santander, 1985.
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tanto del tenor en que quedó la definición cuanto de su oportunidad. El tenor de la definición es que el papa no tiene más infalibilidad que la que tiene la Iglesia. Y, por eso, aunque su infalibilidad no proviene del consenso de la Iglesia, no se da tampoco sin ese consenso: «El papa está obligado a poner todos los medios necesarios para encontrar la verdad con precisión y para exponerla con aptitud», explicaba monseñor Gasser en el Vaticano I al presentar la definición de la infalibilidad. ¿Se me permite decir, entonces, aunque suene duro, que esa obligación es precisamente la que no cumple hoy la curia romana en muchas de sus actuaciones?9. Al no haber conseguido aquello, los idólatras de la seguridad, los que quieren seguir a Jesús con una buena almohada intelectual donde reclinar su cabeza, o los que quieren decirse como Pedro a Jesús: «eso no te ocurrirá nunca», siguen hoy buscando lo mismo por otros caminos. Pretenden utilizar la definición del Vaticano I para mucho más de lo que permite su texto (teniendo en cuenta además que las definiciones deben entenderse siempre en su versión mínima). Ya advertía uno de los grandes eclesiólogos del siglo pasado que «el Espíritu Santo no garantiza el uso que después de un concilio hacen con una definición los hombres de Iglesia». Y lamentaba que sea ese uso y no la lectura de los textos y de las actas lo que forma la mentalidad del católico medio10. Pues bien: lo que hoy podría surgir de ese mal uso de la definición del Vaticano I nos lleva al apartado siguiente. 4. La autoridad eclesiástica por encima de la palabra divina La amenaza de una iglesia-ídolo es que, de una u otra manera, la Iglesia pretenda ponerse por encima de la palabra de Dios. A lo largo de la historia, esta acusación se le ha hecho ya otras veces al catolicismo, lo cual parece indicar que algún motivo habremos dado para ello. Pero hoy parecería claramente injusta, puesto que el Vaticano II declaró expresamente lo contrario: «el magisterio no está por encima de la palabra de Dios sino a su servicio, y no enseña sino lo que ha sido transmitido» (DV 10). Y no solo el Vaticano II: con su sencillez desarmante había escrito Tomás de Aquino varios siglos antes que «a los sucesores de los Apóstoles solo 9. Para toda esta cuestión, que ya no cabe aquí, remito al capítulo IV de la segunda parte de La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio eclesiástico, Sal Terrae, Santander, 22006. Las palabras de Gasser tampoco constituyen ninguna novedad: las había escrito san Roberto Bellarmino dos siglos antes en su tratado sobre el papa, marcando con verbos bien tajantes (debet, tenetur) la obligación del papa de consultar a expertos y sabios en la materia de que se trate. 10. G. Thils, La infalibilidad pontificia: fuentes, condiciones y límites, Sal Terrae, Santander, 1972, pp. 10 y 13 (el original es ¡de 1909!).
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les creemos en cuanto nos anuncian lo que aquellos dejaron escrito»11. Más claro, agua. Pero el hecho de que el Vaticano II hiciera una declaración tan tajante, parece indicar que había quien opinaba de ese modo condenado. Y hoy, la reacción tácita contra aquel concilio (que pretende que no hubo en él ninguna novedad sino una estricta continuidad con todo lo anterior), junto con la estructura y mentalidad romanas, favorecen ese error más allá de la buena voluntad de las personas. Ese error podría seguir actuando solapadamente cuando se dice que el magisterio es el único intérprete de la palabra de Dios: pues, como escribió hace años J. L. Sicre en otro contexto, interpretar la palabra de Dios puede ser el mejor camino para desobedecerla. La frase antes citada del texto conciliar (DV 10) va puesta inmediatamente a continuación de otra en que se dice que la interpretación autorizada de la Palabra solo ha sido confiada al magisterio vivo de la Iglesia. Y las dos frases se empalman con un «ahora bien»: como si se buscase delimitar ese poder hermenéutico para que no se convierta en un coladero, ni pretenda el magisterio de la Iglesia convertirse en una palabra «primera y única» cuando solo debe ser: una última palabra que culmina el estudio y la discusión necesarios para buscar la verdad12. En otro artículo en que hablé de este punto puse algún ejemplo increíble, referido solo a la crítica textual13. Pero más allá de la delimitación exacta del texto bíblico será bueno recordar que hace unos cien años, ese «intérprete oficial» de la Palabra afirmaba que el Pentateuco era obra de Moisés (¡pese a que narra la muerte del mismo Moisés!), y que el Segundo Isaías era obra del mismo autor de la primera parte de este profeta «sin que obsten los argumentos filológicos, lingüísticos y estilísticos en contra» (DH 3573 y 3508). Parece claro que esa pretensión de estar por encima de los argumentos científicos no puede valer a la hora de determinar el tenor y la autoría del texto, y no puede arrogársela el magisterio eclesiástico. 11. De Veritate, 14, 10 ad 11. 12. La necesidad de una interpretación autorizada resulta comprensible con solo echar una mirada a nuestro entorno. Así como antaño pulularon revolucionarios que presentaban a un Jesús zelote como palabra de Dios, hoy florecen posmodernos exegetas «por libre», empeñados en contarnos un romance de Jesús con la Magdalena, con una obsesión parecida a la que tenían antaño mis profesores de eclesiología por mostrar que el texto tan explícito de Mt 16 sobre el primado de Pedro era más auténtico y más antiguo que la versión de Mc 8, 27-30 mucho más primitiva y escueta. Es el clásico wishfull thinking que aspira a convertirse en un faithfull thinking. A los primeros cabría decirles que el amor humano es lo suficientemente grande y bello y serio como para justificarse por sí mismo sin necesitar una rúbrica del Mesías. 13. Véase «La iglesia católica no es la verdadera iglesia de Cristo»: RLT 83 (2011), p. 258. También La autoridad de la verdad, cit., pp. 109 ss.
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Pero aún cabe dar un paso más que ya no afecta a esos factores externos (variantes textuales y autor), sino al contenido mismo del texto y a lo que este enseña: el magisterio no está por encima de lo que el autor quiso decir y del sentido que quiso dar a sus palabras, cuando este sentido pueda determinarse con objetividad científica. Esa determinación no será posible muchas veces, pero, si se da esa posibilidad, el intérprete autorizado del texto, no puede estar por encima de lo que el texto, objetivamente, quiere decir. Unos pocos ejemplos ayudarán a entender esto: — A propósito de Rom 5, 12, el magisterio ha coqueteado a veces con la idea de que ese texto amparaba la versión agustiniana del pecado original: «en Adán pecaron todos los hombres»14. Hoy está fuera de duda que ese no es el sentido exacto del texto y que la interpretación agustiniana del pecado original es sencillamente errónea. — Todos los términos que hemos analizado antes como posibles avales de la teoría de la satisfacción (sangre, precio, sacrificio, redención...) no tienen ese sentido, objetivamente hablando. Por eso no podría dárselo tampoco el magisterio eclesiástico por arte de magia. — Cuando los evangelios hablan de «los hermanos» de Jesús, hay que intentar descubrir cuál es el sentido que da el texto a esa expresión, sin pretender a priori que se refiere a primos o parientes. Digo que «hay que intentar descubrir» porque en muchos de estos casos no será posible determinar ese sentido, dado que la investigación científica carece de todos los instrumentos precisos para ello. Me pregunto si, en estos casos, lo correcto no sería decir que la palabra de Dios no pretende enseñarnos nada sobre este punto. — En Rom 9, 5 la expresión «Dios bendito por los siglos» puede referirse a Cristo o puede ser una exclamación final referida al Padre. La primera versión sería cómoda apologéticamente, pues tendríamos un texto bastante primitivo que llama a Cristo Dios. Pero el magisterio no puede decidir solo por este motivo en favor de esta interpretación, sino buscar otra vez qué es lo que intenta decir el texto... Podrían multiplicarse los ejemplos, pero los citados bastan para poner de relieve lo que queremos decir: hay una intención del autor del texto que es lo que primero se debe buscar, sin pretender que los intereses del magisterio o la seguridad de la institución suplanten esa intención del texto. Otra cosa será, como he advertido, que la ciencia no siempre pueda determinar esa intención del texto, llegando solo a opiniones divididas. Pero arrogarse sin más la interpretación del texto al margen del sentido objetivo de este sería caer en la misma grave acusación de 14. Para todo este tema, que es muy extenso, remito a Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, Sal Terrae, Santander, 32000, pp. 330-333 y 345-357, sobre Rom 5, 12, Agustín y Trento.
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Jesús a su iglesia judía: «quebrantáis la voluntad de Dios por acogeros a vuestras tradiciones» (Mc 7, 8-9). El magisterio fiel a su misión debería distinguirse por ser el primero y el más empeñado en elucidar esa intención del texto: eso sería un magnífico ejemplo de obediencia a la Palabra frente a toda sospecha de manipularla en beneficio de intereses propios. Así contactará además con su mejor tradición, de la que escribe A. Gesché: La Iglesia ha tratado las Escrituras siguiendo [esa] misma estela de respeto a la verdad y a la razón. Desde muy pronto recurrió a los instrumentos exegéticos y dialécticos «profanos»; porque los consideró aptos para desentrañar una Escritura sagrada, indispensables para descubrir su propio sentido. Un sentido que la Iglesia nunca ha considerado como brotando de sí misma en su sola positividad textual, o en una lectura pietista e ingenua... ¿No es esa fragilidad lo que hará temblar de rabia al gran Inquisidor?15.
Le haría temblar de rabia porque la obsesión de todos los inquisidores es la unidad, y esta preocupación puede ser loable. Pero ellos creen firmemente que solo la autoridad produce unidad. Desconocen lo que hace ocho siglos escribió Ricardo de San Víctor en su tratado sobre los sacramentos: «la unidad de la Iglesia es la caridad, y da lo mismo hablar de unidad que de caridad» (2, 13,11; PL 176, 544). Para los inquisidores, en cambio, hablar de unidad es hablar solo de autoridad, y de una autoridad extrínseca. 5. Enseñar a adorar Creo saber de sobra que las gentes necesitan ídolos y afirmaciones masivas16. Siempre ha sido así y puede serlo todavía más en nuestros días de identidades líquidas. Que «en la calle codo a codo / somos mucho más que dos», no vale solo para las manos que trabajan por la justicia y que cantó el entrañable M. Benedetti. Otro autor a quien acabamos de citar recuerda también, evocando a Pascal, que «el hombre puede convertir en 15. La paradoja del cristianismo. Dios entre paréntesis, Sígueme, Salamanca, 2011, pp. 121 y 123. Pero la alusión al gran inquisidor de Dostoievski sugiere discretamente que esa estela no siempre ha sido seguida con la debida fidelidad. 16. Por las fechas en que redacto estas páginas, se hace inevitable una alusión a la Eurocopa y a «la Roja». Una cosa es que el fútbol sea bonito, que haya jugadores admirables y partidos espléndidos, y otra toda esa falsa épica o ese falso lirismo identitario de los berridos y del «yo soy español» y demás. ¡Qué vacíos debemos estar por dentro para necesitar esos alucinógenos! Uno piensa en aquella epopeya cómica de la Antigüedad, La batracomiomaquia (atribuida al mismo Homero), que parodiaba la guerra entre griegos y troyanos (tema de la Ilíada), convirtiéndola en una batalla entre ranas y ratones...
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ídolo la misma verdad» y que, por eso «no hay idolatría peor que aquella que mina y remeda su propia fe»17. Por eso, el catolicismo nunca debería aprovechar esta necesidad psicológica de las masas en beneficio propio o de la institución eclesiástica, sino seguir el ejemplo de Pablo y Bernabé cuando se vieron tratados como dioses: «¡solo soy un hombre como vosotros!» (Hch 14, 15). Este modo de proceder contrasta con otra expresión que, en mi humilde opinión, debería desaparecer pronto: «la santa sede». Si Juan Pablo II proclamó a voz en grito que el título más propio del papa era el de siervo de los siervos de Dios, es imposible entender que una iglesia particular cuya sublime misión debería formularse como «servicio a la comunión de todas las iglesias santas» (o «de todos los santos» como gustaba de decir Pablo) se apropie en exclusiva un calificativo que (si queremos hablar en exclusiva) solo pertenece a Dios. Si esto no es idolatría que venga Dios y lo vea. Por otro lado, nuestros presuntos símbolos o indicios de lo sagrado (en vestiduras y demás) no remiten al hombre de hoy a ningún atisbo de trascendencia, sino que le remiten a épocas o a culturas pasadas18. Entonces el supuesto signo de lo sagrado solo significa sacralidad para su portador que así se sacraliza a sí mismo... En cambio, llevando a los hombres más allá de sí mismo, el catolicismo de hoy debería buscar algo fundamental: cómo enseñar a los hombres a adorar. La adoración, ese postrarse ante la inmensidad de Dios desde la propia pobreza y la propia desnudez, desarmado pero atreviéndose a decir sin palabras: Señor mío y Dios mío, o: te adoro Fuente de mi ser, adoro tu Ser y sobre todo adoro tu Amor... Toda la experiencia que brota de esta actitud cuando nos hemos anegado en ella es una fuente increíble de libertad porque relativiza definitivamente todo lo que nos envuelve: solo Tú eres santo, y todos nosotros quedamos igualados ante tu Santidad. Quizás por eso la autoridad eclesiástica solo parece tolerar una pseudomística de ojos cerrados, mientras mira con sospecha a todos los místicos de ojos abiertos...
17. A. Gesché, op. cit., p. 128. La alusión a Pascal remite a los Pensamientos, 587. 18. ¿Qué nos ocurre a nosotros cuando vemos «disfrazados» a los imanes musulmanes? Y ¿cómo no entendemos que eso mismo les pasa a los demás cuando nos ven a nosotros?...
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Vosotros no os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos. Ni llaméis a nadie padre porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo... El mayor entre vosotros hágase servidor de todos. (Mt 23, 8-11) La Iglesia no es Dios. Creemos en Dios de una manera única y, como consecuencia de esa fe, creemos que existe la Iglesia. (San Ildefonso de Toledo —siglo VII—; PL 96, 127) Quien cree en la Iglesia cree en un hombre: pues no fue formado el hombre por la Iglesia sino la Iglesia formada por hombres. Aparta de ti esa persuasión blasfema de pensar que debes creer en alguna creatura humana. (Fausto de Riez —siglo V—; PL 62, 11) No digamos «creo en la santa Iglesia» (in ecclesiam) sino que, suprimiendo la sílaba «en» digamos: «creo que existe la santa Iglesia» como creo que existe la vida eterna. De otro modo parecería que creemos en el hombre, lo cual es ilícito. Nosotros creemos solo en Dios y en su única Majestad. (Pascasio Radbert —siglo IX—; PL 120, 1402.1404) Se podrá decir «creo en la Iglesia» si se entiende refiriéndolo al Espíritu Santo que santifica a la Iglesia. Pero es mejor conservar el uso común y decir simplemente: «creo [que existe] la santa Iglesia» sin la preposición en. (Tomás de Aquino, 2-2 1, 9, ad 5) Hay que creer [que existe] la Iglesia, pero no creer en la Iglesia. Pues en las personas de la Trinidad creemos de tal manera que ponemos en ellas toda nuestra fe. Y luego cambiamos el modo de hablar y decimos [que existe] «la santa 19 Iglesia» para con estos lenguajes diversos distinguir al Creador de las creaturas. (Catecismo de Trento, I, cap. 10, n.º 23)19
19. Esos textos un poco más comentados en «¿Podemos creer en la Iglesia?»: Sal Terrae (1998), pp. 465-473.
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Por si la acusación suena a exagerada tal como la formulamos en el título de este capítulo, conviene comenzar examinando algunos testimonios. 1. Algunos datos a) «Confesamos que el papa romano tiene potestad para cambiar la Escritura y aumentarla o recortarla según su voluntad. Confesamos que el santísimo papa debe ser honrado por todos con el honor debido a Dios y la genuflexión mayor debida a Cristo». Estas palabras increíbles provienen de la profesión de fe que proponían los jesuitas a los protestantes húngaros para pasar a la Iglesia católica a finales del siglo XVII. Joseph Ratzinger, que califica esta profesión de «monstruosa», reconoce después que el magisterio nunca intervino contra ella; y la presenta como muestra «indiscutible» de que, «antes y después» del Vaticano I, se trató con un doble rasero a las tendencias «heréticas» que se inclinaban más de parte de los obispos que a las que se inclinaban hacia la parte del papa1. b) Pero esta denuncia de Ratzinger no es única: en pleno siglo XIX, un artículo de La Civiltà Cattolica escribía que «cuando el papa medita, es Dios quien piensa en él». Y el arzobispo de Reims tuvo que denunciar que se daba en la Iglesia una idolatría del papado: se hablaba del papa como «Vice-Dios de la humanidad» y se le aplicaban títulos atribuidos a Cristo («más alto que los cielos, santo y separado de los pecadores») u oraciones dirigidas al Espíritu Santo (como la célebre secuencia de la misa de Pentecostés). Como suele ocurrir, la denuncia de este arzobispo 1. Tomo la cita del mismo Ratzinger en El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelona, 1972, p. 158.
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se quedó sola: pues el obispo Bernard de Tulle presentaba al papa como «el Verbo encarnado que se prolonga», y Mermillod, obispo de Ginebra, predicaba tranquilamente sobre «las tres encarnaciones del Hijo de Dios: en el seno de una virgen, en la eucaristía y en el anciano del Vaticano»2. c) En ese mismo siglo, el diario francés L’Univers aplicaba al papa Pío IX el himno litúrgico «Oh, Dios, fuerza constante de las cosas» hablando de «Pío, fuerza constante de las cosas». Y en un libro de meditaciones atribuido a san Juan Bosco se leía: «el papa es Dios en la tierra... Jesús colocó al papa más arriba de los profetas, por encima del precursor y más alto que los ángeles, Jesús puso al papa al mismo nivel que Dios»3. d) Modernamente nos hemos acostumbrado tranquilamente a llamar al papa «Santo Padre» o «Santidad», y lo más incomprensible es que los papas aceptan esa designación, en claro contraste con la reacción de Jesús: «solo Dios es santo» (Mc 10, 18) y con las palabras de Juan Pablo II de que el único título digno del sucesor de Pedro es el de «siervo de los siervos de Dios» (el menos usado...)4. Como consecuencia de esa costumbre han brotado aclamaciones idólatras como la de totus tuus que proyecta sobre un ser humano una entrega tan total como solo puede tenerse con Dios. Cabría tener cierta comprensión hacia ese grito desde el dato psicológico de que las masas necesitan tener «ídolos» a quienes aclamar. Pero, si cabe una disculpa para la ignorancia de las gentes, más difícil es hallarla para la tolerancia de las autoridades eclesiásticas: porque el culto a la persona es contrario al evangelio de Jesús. El populismo, que criticamos a veces en los políticos, es aún más criticable en una Iglesia que se autodefine como «señal eficaz de comunión». e) Una terrible consecuencia de estos desvíos la tenemos en unos episodios aún recientes y de los más dolorosos de toda la historia de la Iglesia: me estoy refiriendo a la degradación de Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, pederasta y drogadicto que además (por esa ley fatal de que el abusado suele acabar convirtiéndose en abusador) dejó tras de sí un reguero —no sabemos si grande o pequeño— de abusadores. Pero que, gracias a su atractivo personal y a cantidades ingentes de dinero provenientes de los grupos financieros de Monterrey, logró burlar durante cincuenta años a toda la curia romana, hasta ser propuesto por Juan Pablo II como «modelo para la juventud». Que un político proponga como modelo de empresario a un delincuente (como ocurrió a Jordi Pujol con el señor De la Rosa) ya no nos 2. Datos tomados de A. Fliche y V. Martin, Historia de la Iglesia, XXV, EDICEP, Valencia, 1974, p. 329. 3. Citado por E. Hills, Ministry and authority in the Catholic Church, Geoffrey Chapman, Londres, 1988, pp. 64-65. 4. En la encíclica Ut unum sint, n.º 95.
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extraña por desgracia: en fin de cuentas, para los políticos, el bien y el mal moral parecen coincidir con lo que favorece o daña a su partido. Pero que un papa, con la mejor buena voluntad del mundo, proponga como modelo para la juventud a un pervertido y corruptor, revela un fallo muy grande en la institución eclesial. Y que quienes pudiendo evitar o reparar eso no lo hicieran o no se atrevieran a hacerlo, revela una falta incomprensible de amor a la Iglesia y al papa, o un miedo inexplicable en una institución que se proclama sucesora de Pedro y Pablo, y se sabe auxiliada por el Espíritu5... Pues bien: todos los que, luego de ser abusados sexualmente por Maciel, se atrevieron a contarlo y a denunciarle explican que Maciel les tranquilizaba arguyendo que «por su enfermedad y por lo arduo de su misión, Pío XII le había dado permiso para que le masturbaran». Aquellos infelices jóvenes seminaristas, tan maltratados primero y tan vejados después, ignoraban el elemental principio bíblico de que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 4, 18 y 5, 20); y que los papas, por grande que sea su misión, son simplemente hombres como el pescador Pedro, sin poder para autorizar daños morales para gloria de la Iglesia6. Y todavía hoy, sesenta años después, ¿qué es lo que libra a semejante legión de una actuación seria por parte de Roma? ¿La buena voluntad innegable y ciega de muchos de sus miembros? Probablemente no, sino más bien un culto casi servil a la figura del papa, que fue también típico de su fundador. Ese culto a la persona y mucho dinero. Los seres humanos (como acabamos de decir) tenemos una tendencia casi irresistible a los mitos y a los ídolos: y esta tendencia actúa tanto en el campo religioso como en el deportivo, en el político o en el artístico. Pero al menos en el primer campo cabría esperar que quienes son objeto de esa veneración no se dejen mecer por ella ni caigan en la tentación de aceptarla sin matices. En el capítulo anterior evocábamos la reacción de Pablo (pese a lo dura y perseguida que fue su vida) cuando lo quisieron adorar junto a Bernabé, tomándolos por dioses: «¿Qué hacéis? ¡No somos más que hombres como vosotros!» (Hch 14, 15). Por eso, más sorprendente aún que todos esos datos increíbles resulta el hecho de que ninguno de ellos mereció ni una llamada de atención ni 5. A algo de eso parece que aludía el cardenal Ratzinger en su llamativo discurso del Viernes Santo del 2005, cuando dijo: «Señor, tu Iglesia se asemeja a una barca naufragando que hace agua por todas partes; sus vestiduras sucias y su rostro manchado nos entristecen y perturban». 6. Para toda esta historia (que no sabe uno si produce más dolor que vergüenza) remito al menos a estas dos obras provenientes de las víctimas de Maciel: La voluntad de no saber (Mondadori, México, 2012), que comenta toda la documentación presentada al Vaticano desde 1958, y El Legionario, de A. Espinosa (Grijalbo, México, 2003). La alusión a Pío XII se encuentra varias veces en el segundo de esos libros (pp. 145, 162, 201...).
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mucho menos una condena por parte de la Congregación romana para la defensa de la fe, tan celosa y tan dura a la hora de condenar a otros miembros de la Iglesia que intenta servir con radicalidad al Evangelio. Estos días era fácil escuchar un comentario muy frecuente: ¿qué habría ocurrido si todas las atrocidades inveteradas de Maciel las hubiese cometido un teólogo de la liberación (uno solo)? La espada vaticana habría sido tan feroz como el ángel del Señor que mató a todos los primogénitos de los egipcios (Ex 11-12)... Ello es una confirmación de aquel doble rasero que había denunciado Ratzinger en su juventud. Y esa doble medida deriva del hecho de que la defensa del papa o del papado se identificaba total y adecuadamente con una defensa de Dios. Con lo cual aparecía siempre como libre de culpa y bañada de santidad. 2. Un mal argumento Esta desfiguración tan clara del ministerio petrino tiene una pseudojustificación teológica que arranca de una falsa intelección de la divinidad de la Iglesia que podemos presentar en dos pasos. a) La Iglesia tiene, para todo cristiano, una dimensión mistérica: no obstante, el Vaticano II (con el cambio de orden de los capítulos 2 y 3 de la constitución LG), dejó claro que el misterio de la Iglesia no reside en el poder: de hecho, la expresión «poder sagrado» (jerarquía) no aparece nunca en el Nuevo Testamento y no entrará en el lenguaje eclesiástico hasta el siglo V. El misterio, o la dimensión sagrada de la Iglesia, es el amor y la igualdad que se expresan en la designación de pueblo de Dios. Pero, reconocida esta dimensión trascendente de la Iglesia, hay que añadir que en la manera de presentarla se ha incurrido muchas veces en errores paralelos a los que relata la cristología a la hora de expresar la divinidad de Jesús: en concreto domina en muchas mentalidades una especie de «monofisismo» eclesiológico7: una manera de ver donde la dimensión divina hace desaparecer u olvidar la dimensión humana. Esta no es explícitamente negada, pero se prescinde de ella a la hora de concebir y constituir la Iglesia, y solo se recurre a ella cuando se producen escándalos. Aunque la Iglesia confiesa que Jesús «siendo de condición divina se despojó de su rango», ella no parece dispuesta a seguir ese mismo camino. Así, Gregorio XVI se opone a toda la tradición primera que hablaba de la Iglesia como «la siempre necesitada de reforma» y la tacha de «absurda e injuriosa»... porque no puede «ni siquiera pensarse que la Iglesia esté sujeta a defecto o ignorancia o a cualesquiera otras imperfecciones»8. 7. Derivado del cristológico «monofisismo latente» que denunciaba Rahner y del que hablamos en el capítulo 1. 8. Gregorio XVI, Mirari vos, n.º 6.
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Sin que ello obste para que luego, a la hora de defender los Estados Pontificios, esa dimensión humana se hiciera demasiado patente cuando Pío IX reunía ejércitos y dictaba penas de muerte... Otro ejemplo menos hiriente de ese monofisismo eclesial era la resistencia con que, en la época anterior al Vaticano II, la curia romana se negaba a hablar de «la Iglesia pecadora» contradiciendo la primera tradición que calificaba a la Iglesia como «la casta meretriz». Hasta que Rahner, apelando a que la santa Iglesia estaba compuesta por hombres pecadores (cosa que nadie podría negar sin que le cayera encima el concilio de Trento), comenzó a hablar de «la pecadora Iglesia de los pecadores»... b) Pues bien: a este monofisismo eclesiástico que falsifica la doble dimensión de la Iglesia y el anonadamiento de Dios en ella, se le va a añadir con demasiada frecuencia la reducción de toda la Iglesia a solo el papa. No solo por esa pendiente de todo lenguaje que acaba sustituyendo a las comunidades por sus gobernantes (v. gr. «Argentina» nacionaliza YPF, aunque no se trata de toda la nación sino de su presidenta)9, sino incluso formulándolo de una manera más explícita y consciente: «al papa se le puede llamar la Iglesia» (papa qui potest dici ecclesia) escribía Gil de Roma entre los siglos XIII-XIV. Y esa desviación pervivía, y se consagraba, en el programa de aquel grupo mafioso de denuncia (La Sapinière) que tanto daño hizo a la Iglesia durante el pontificado de Pío X que lo apoyó tácitamente: «puede decirse que el papa y la Iglesia son lo mismo» (c’est tout un)10. Este reduccionismo herético no es una mera variante del reduccionismo sociológico que acabamos de evocar y que proviene de las limitaciones de nuestro lenguaje, sino que es fruto de una cadena de errores teológicos: primero se reduce el cristianismo a un eclesiocentrismo; y es evidente que el cristianismo es intrínsecamente eclesial, pero eso no significa que sea eclesiocéntrico, pues en este caso sería la Iglesia quien dicta lo que ha de ser el cristianismo, en vez de ser el cristianismo quien dicta cómo ha de ser la Iglesia. En un segundo paso, el eclesiocentrismo se reduce a un jerarcocentrismo: la Iglesia se reduce al poder sagrado y el resto de los fieles son solo el objeto de ese poder sagrado cuya única misión es «aceptar ser gobernado y obedecer» (y pagar) como dijo Pío X11. Y finalmente, 9. Y, aun en este campo profano descubre a veces su insuficiencia cuando se atribuye a la totalidad de un Estado lo que hizo solo una parte de él a la que tocaba gobernar en aquel momento: Francia, por ejemplo, no firmó el pacto de estabilidad fiscal, sino que lo firmó el gobierno de Sarkozy, y la señora Merkel no puede pedir a Hollande que lo cumpla. He aquí el gran pecado de los políticos cuando, cuestiones que deberían ser «de Estado», las reducen a opciones de un determinado gobierno, destinado a ser caduco como todos. 10. Sobre todo este movimiento puede verse el capítulo que le dediqué en Memoria de Jesús. Memoria del pueblo (Sal Terrae, Santander, 1984), con toda la bibliografía allí citada. 11. Fin dalla prima nostra enciclica, III.
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ese jerarcocentrismo se reduce a la figura del papa, separado del colegio episcopal por la forma como suele gobernar la curia romana: amparándose en el papa para ponerse por encima de los obispos. De este modo, aquella visión heterodoxa y deforme de la santidad de la Iglesia acaba concentrándose en la persona del papa, y este recibe una sacralidad que lo vuelve ajeno a las dimensiones humanas: «más alto que los cielos, santo y separado de los pecadores» según uno de los textos antes citados. Con este modo de pensar se termina negando expresamente la enseñanza del Vaticano II que habla de la Iglesia como imagen de la Trinidad (LG 4): una de las enseñanzas del dogma trinitario (con la igualdad absoluta de las tres personas) es que Dios no es una «monarquía», como gustaban de llamarlo los partidarios de Arrio a comienzos del siglo IV: porque el Ser de Dios es darse y compartir en igualdad (este es uno de los significados fundamentales del dogma de la Trinidad: «coeternos, consustanciales, coiguales», como gustaban de decir los primeros cristianos). En contraste con esa imagen de Dios, resulta que el papa sí que es un monarca al que nadie se iguala y al que toda la Iglesia queda subordinada no solo en el orden del hacer y de la obediencia, sino en el orden del ser. Cabe hablar entonces de un verdadero «subordinacionismo eclesial» que refleja el herético subordinacionismo cristológico. 3. Desarrollo histórico Buscando los orígenes históricos de esta divinización nos encontramos con estos dos textos que vale la pena comparar: uno es del año 600 aproximadamente y el otro de 1075. Uno es de un gran papa y el otro procede del entorno del papa: En el encabezamiento de vuestra carta descubro ese título de soberbia (papa universal) que yo rechazo: no es en las palabras donde yo deseo hallar mi grandeza sino en mis costumbres, y no considero honor aquello que, bien lo sé, perjudicaría el honor de mis hermanos... Mi propio honor lo constituye el sólido vigor de mis hermanos. Pero si me tratáis a mí de universal, rechazáis en vos aquello en lo que me atribuís universalidad a mí. Dejemos las palabras que hinchan la vanidad y hieren la caridad12.
Cuatro siglos más tarde nace en el entorno romano el increíble texto llamado Dictatus papae al que pertenecen estas frases: La iglesia romana fue fundada por Jesucristo solo. [De ahí que] solo el romano pontífice es digno de ser llamado universal... Solo él es digno de usar 12. San Gregorio Magno, Epístola 8.ª (a un patriarca oriental) (PL 77, 933c). «Papa» es una abreviatura de la expresión «padre de los padres», de ahí que Gregorio la rechace como atribución de una universalidad que quita espacio a sus hermanos.
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insignias imperiales; es el único hombre cuyos pies besan todos los príncipes. No existe texto jurídico alguno fuera de su autoridad; su sentencia no puede ser reformada por nadie y él puede reformar las de todos. No puede ser juzgado por nadie. La iglesia romana nunca se ha equivocado y nunca podrá equivocarse. El romano pontífice canónicamente ordenado es indudablemente santo por los méritos de san Pedro... (PL 148, 407-408).
Basten estas pocas proposiciones, aunque el texto íntegro consta de 27. Al principio se atribuye al sucesor de Pedro un poder propiamente imperial que, evidentemente, nunca tuvo su predecesor. Pero luego se funda ese poder en cualidades divinas: nunca puede equivocarse y es indudablemente santo... No cabe imaginar mejor ejemplo de lo que fue la tercera tentación diabólica que Jesús rechazó: «todo este poder te daré si postrándote me adoras» (Mt 4, 9). El contraste entre este texto y el anterior de san Gregorio Magno es bien llamativo. Y ¿qué es lo que hay entre ambos textos, o qué ha ocurrido del uno al otro? Simplemente la adopción de poder político por los papas a comienzos del siglo IX. Y aún peor que ese poder político fue que, a cambio de él, el papa se atribuyó el poder de «coronar emperador» a Carlomagno, en la Navidad del año 800. Si traición al Evangelio fue lo primero, quizás es aún peor lo segundo: pues el obispo de Roma no tenía ningún poder para restaurar el antiguo Imperio romano. Esta decisión, además de dar origen a una tremenda corrupción del papado durante ese siglo IX (el llamado «siglo de hierro del pontificado»), comenzó a resquebrajar las relaciones con el Oriente, donde Constantinopla se consideraba única heredera del Imperio romano. Cuando más tarde Gregorio VII quiso reformar la conducta moral de los papas y la corrupción que de ella dimanaba, no encontró otro camino que reforzar aún más el autoritarismo y el centralismo romanos, dando lugar al Dictatus papae antes citado. El último inconveniente de ese poder temporal que desfiguraba el ministerio de Pedro fue que (aunque se reformaron las conductas personales de los papas), dio lugar a las peleas constantes de los papas con los diversos emperadores que, por razones en realidad políticas, desembocaron en la famosa bula Unam sanctam de Bonifacio VIII donde el papa vuelve a magnificarse y define (!) que «someterse al romano pontífice es necesario para la salvación de todos los hombres» (DH 875). Aunque más tarde Pío XII rechazara esas palabras de su predecesor Bonifacio13, es innegable que algo de esa mentalidad ha configurado el inconsciente colectivo (o el inconsciente de la catequesis, de la predicación y de las actuaciones papales) durante siglos. Y ese inconsciente 13. Ver el texto citado en Presencia pública de la Iglesia: ¿fermento de fraternidad o camisa de fuerza?, Cristianisme i Justícia, Barcelona, (2009), pp. 32-33.
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se refleja en los textos o títulos modernos citados al comienzo de este capítulo. Hoy la curia romana se sirve de ese inconsciente para sostener su propio poder presentándose como mano derecha de los papas, y olvidando que esa mano derecha es el colegio episcopal universal y que la burocracia no existe para provecho de ella misma, sino para servicio de la verdadera autoridad de la Iglesia que es el colegio episcopal con Pedro, su cabeza. El último efecto trágico de esta divinización del papa de la que hoy se aprovecha la curia romana, es que ella está en la raíz del enorme pecado de la división de los cristianos y del poco empeño ecuménico de Roma que prefiere su autodivinización a la unión de todos los cristianos. No pretendo al decir esto que las iglesias separadas no tengan también su culpa: pues ya se sabe que el gran problema de la convivencia humana no es si tenemos o no tenemos razón, sino cómo usamos la razón que tenemos; y en este buen uso no brillaron ni los griegos ni los reformadores del siglo XVI. Pero un católico debe reconocer que fue su iglesia la que provocó las reacciones que acabaron en la separación: por la corrupción del papado en el Renacimiento y por la destemplada e injustificada excomunión lanzada por el cardenal Humberto en el siglo XI. ¡A esto acabó conduciendo todo el poder absoluto adquirido por Roma en tiempos de Carlomagno!: el papa coronador de emperadores; y el sucesor de Pedro monarca terreno. ¡Qué lejos de aquella Roma de los primeros ocho siglos que se ganó la autoridad ante todas las iglesias «por su preeminencia en el amor» (Ignacio de Antioquía) y por su desinteresada capacidad de arbitraje! Y reconocer esto no es manía de hoy: ya en 1537, a petición de Paulo III, una comisión de cardenales redactó un informe en el que se decía: [...] algunos papas predecesores tuyos «no soportando la verdad, se forjaron maestros a medida de sus concupiscencias» (2 Tim, 4, 4)... para que la sutileza y el esfuerzo de esos maestros encontrase razones por las que resultaba lícito lo que se ambicionaba. Y si a todo poder le sigue la adulación como la sombra al cuerpo, y si siempre ha sido muy difícil que la verdad llegue al oído de los que gobiernan, de lo dicho anteriormente se siguió que comenzaron a aparecer doctores que enseñaban que el papa es dueño de todos los cargos... y que la voluntad del papa, sea cual sea, es la regla por la que ha de regirse todo14.
Espléndido texto de la mejor tradición católica, aunque cabe lamentar que esos «aduladores» que revisten su adulación de verdad y de ortodoxia perduren hasta hoy: porque el problema no es meramente de bondad o maldad personal, sino de estructuras. Me parece significativo en este 14.
Actas de Trento: Concilium Tridentinum, vol. XII, 131 ss.
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contexto que el papa actual haya sentido la necesidad de ejercer parte de su ministerio presentando como simple teólogo una extensa obra sobre Jesús: como si quisiera invitar a los fieles a que sea el seguimiento y la voluntad de Jesucristo, y no la voluntad del papa, las que deben orientar y regir sus vidas15. 4. Pedro y Constantino El ministerio de Pedro es un ministerio necesario y espléndido: que la Iglesia tenga un ministerio dedicado a la unidad y la edificación de la comunión constituye para mí una razón para ser católico, aunque puedo comprender a quienes ven en la desfiguración sufrida por el primado de Pedro una razón para no serlo. Ello nos lleva a concluir este capítulo evocando como tarea el título del gran teólogo ortodoxo O. Clement: Roma de otra manera. Por tanto, lo que «constituye una dificultad para los otros cristianos» no es «la convicción de la Iglesia católica de haber conservado en el ministerio del obispo de Roma el signo visible y garante de la unidad», como escribía Juan Pablo II hace ya casi veinte años16. Compartiendo esa convicción de la Iglesia católica se puede también sostener que el obstáculo ecuménico reside más bien en la forma concreta, desaforada, centralizada, sacralizada y contraria a la más primitiva tradición, de que se ha ido revistiendo ese ministerio. Una mitificación del papado sería tolerable si Roma fuera la abanderada indiscutible de los pobres de la tierra y de las víctimas de la historia: en fin de cuentas, así es como fue naciendo el prestigio de la iglesia de Roma en el cristianismo primitivo. Pero cuando los humanos divinizan algo, no suele ser para provecho de los pobres sino para provecho propio... Por eso, el mayor servicio que puede hacerse hoy a la iglesia de Roma es el empeño y el esfuerzo por que el papa aparezca efectivamente ante la humanidad como sucesor de Pedro y no de Constantino o del sumo sacerdote judío: vestido con «las sandalias del pescador» y no con coronas terrenas o celestiales. Que Roma aparezca como «signo visible y garante 15. Aunque cabe lamentar la opción por un solo tipo de exégesis (la que Ratzinger llama «canónica»), sin bajar para nada a la arena de la investigación crítica en la que se mueven los hombres de hoy. La exégesis canónica es, por supuesto, legítima, y el libro tiene páginas de espiritualidad muy ricas. Pero no debería excluir ni condenar el otro tipo de esfuerzo que nos sitúa en igualdad con las gentes de nuestros días. Yo creo además que la investigación histórica puede ser una verdadera bendición de Dios porque garantiza rasgos muy relevantes del llamado «Jesús histórico». 16. Encíclica Ut unum sint, 88. El papa añade: «pido perdón por la responsabilidad que tengamos en eso». Y el beato J. H. Newman personifica paradigmáticamente esos dos polos, dado que se hizo católico por la convicción de esa continuidad en el ministerio petrino de unidad, pero fue siempre muy crítico con la manera como se ejercía ese ministerio en la Roma de su tiempo.
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de la unidad» de todas las iglesias, como decía Juan Pablo II, y no como mera imposición extrínseca de una uniformidad que es tan contraria a la vida de las iglesias como a la misma unidad. Lo cual tampoco es nuevo sino más bien olvidado: también en el siglo XVI, el secretario de Ignacio de Loyola (P. Nadal) escribía que: «los de la Compañía son papistas en lo que deben serlo y no en lo demás; y solo con el intento de la divina gloria y el bien común»17. Ya insinué antes que el dogma trinitario enseña algo fundamental en este sentido: la absoluta, e irrenunciable, unidad de Dios no elimina las diversidades (que llamamos torpemente, Padre Hijo y Espíritu), sino que las armoniza y unifica. Dios es más uno siendo plural que siendo solo. Como en música hay más unidad en el acorde armónico de varias notas diversas que en la mera repetición de una misma nota. La unidad de Dios que debe reflejar la Iglesia es la unidad de la vida, y de la vida plena; no la monótona uniformidad de lo inerte. Se han hecho ya famosas las palabras de un discurso de Martin Luther King: «I have a dream» (tengo un sueño). Algunos de aquellos sueños del líder negro se han cumplido ya, sin que esto signifique haber llegado a una tierra ideal, ajena a esta dimensión. Pero eso nos permite a nosotros soñar también (evocando las peticiones de perdón de Pablo VI y de Juan Pablo II) con el día en que un papa pronuncie aquellas palabras regias y balsámicas: «Lo sentimos mucho. Nos hemos equivocado. Y no volverá a ocurrir».
17. Monumenta Historica S.I., 2, 263.
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Antes de ti hubo pastores que se jugaron totalmente la vida por las ovejas, que ponían su gloria en su misión..., que no consideraban lesivo para su dignidad más que lo nocivo para la salud de sus ovejas, que no buscaban sus propios intereses, sino que los ponían en juego... La única ganancia que sacaban de sus súbditos, su única pompa y su único placer era si podían formar un pueblo de Dios agradable al Señor... Ya sé que no empezaron contigo todos estos usos (mejor diría estos abusos), pero ojalá se terminen contigo. Y, sin embargo, tú, el pastor supremo, apareces en público vestido de oro y como la novia del salmo. ¿Qué van a entender las ovejas?... ¿Acaso hacía eso san Pedro?... Y ya ves cómo luego se pone a hervir todo el celo de los eclesiásticos para defender la dignidad. Al honor se le debe todo, a la santidad poco o nada. ¿Y si empezaras a moverte con algo más de sencillez y de sentido social, puesto que no faltan razones para ello? Pero enseguida oigo que me dicen: «¡No!, no estaría bien, no es propio de los tiempos, sería contrario a su dignidad; hay que atender a la respetabilidad de la persona»... Es curioso: de lo único que no se habla es de si sería voluntad de Dios o no... Aquel en cuya silla estás es san Pedro, de quien no se sabe que saliera jamás vestido de sedas o adornado de piedras o cubierto de oro ni en caballo blanco ni rodeado de soldados. Y ya ves: sin nada de eso pensó que podía cumplir el mandato del Señor... En todo aquello no has sucedido a Pedro sino a Constantino. (Carta de san Bernardo al papa Eugenio III)18 Los hijos fieles de la Iglesia no cuestionan la autoridad del papa, sino el sistema que le aprisiona y le hace solidario de la menor disposición de las autoridades romanas, lleve o no su firma. Es deseable que se llegue a liberar al papa del sistema del que hay quejas desde hace varios siglos, sin que llegue a desembarazarse de él. Porque, aunque los papas pasen, la curia permanece. (Cardenal Suenes, Inform. Cathol. Int., Supplément, 336 [15.05.1969], p. 15) Deja la curia, Pedro, / desmantela el sinedrio y la muralla. / Ordena que se cambien / todas las filacterias impecables / en palabras de vida temblorosas. (Pere Casaldáliga)
18 De consideratione (PL 182, 771 ss.). He elegido este texto para llamar la atención sobre la palabra «dignidad», que ha ido apareciendo en muchas de las herejías estudiadas.
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El Diccionario de la lengua española define el clericalismo como «influencia excesiva del clero en los asuntos políticos». Aquí no vamos a usarlo exactamente en ese sentido, cuyo lugar propio es una sociedad plural y un Estado laico. En una sociedad de cristiandad, donde los poderes políticos son todos miembros de la Iglesia, esa influencia excesiva en los asuntos políticos se convertía también en una influencia excesiva del clero en el seno de la comunidad eclesial y en la vida del pueblo de Dios. Entonces todo el intríngulis estaría en determinar cuál debe ser esa influencia legítima y qué espacio queda en la Iglesia para la responsabilidad de los laicos, que es una responsabilidad incluso apostólica, como determinó el Vaticano II. Es posible que el clericalismo así entendido no sea exactamente una herejía sino una mala conducta o una mala costumbre. Pero a veces se encuentra uno con textos que obligan a llevarlo más allá. Como, por ejemplo, esta perla del papa Bonifacio VIII: «Que los laicos sean enemigos del clero lo atestigua en alto grado la antigüedad, y lo enseñan claramente las experiencias de hoy»... Eso enseñaba este papa increíble en una la bula pontificia Clericis laicos, de abril de 1296. Como se ve, no contento con divinizarse (como vimos en el capítulo anterior) y encarcelar a su predecesor san Celestino V (único papa que ha dimitido en la historia de la Iglesia), Bonifacio VIII procuraba sacralizar su entorno, quizá para asegurar así su poder. No obstante, hablando con rigor, el texto citado debería entenderse como referido no a «laicos y clérigos en general», sino al rey de Francia, Felipe IV, y al papa Bonifacio en particular: pues en aquella sociedad medieval tan estratificada parecía no haber más laicos que los señores del pueblo ni más clérigos que los dignatarios eclesiásticos. El lenguaje, no obstante, va mucho más allá de lo que pretendía aquel papa. Porque uno de sus teólogos, Gil de Roma citado en el capítulo 105
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anterior porque afirmaba que al papa aislado «se le puede llamar la Iglesia», escribió que «no existe título alguno justo de posesión ni para los bienes temporales ni para las personas si no es bajo la autoridad de la Iglesia y por la Iglesia»1, lo cual es manifiestamente herético. No es momento de discutir si todavía hay obispos que siguen pensando así, aunque a veces lo parece. Pero al menos sí conviene constatar que si hoy existen anticlericales agresivos y trasnochados (que los hay), es porque antes existieron otros «antilaicales»: y estos no simplemente trasnochados sino nada cristianos. Y el tufillo heterodoxo se percibe atendiendo a las dos razones que siguen. 1. Razones teológicas anticlericales a) Etimológicamente, así como laos (pueblo) designa en griego a una comunidad o grupo, la palabra kleros no es una designación social, sino que significa simplemente herencia, suerte. En el Nuevo Testamento toda la comunidad de creyentes es «clerical» (afortunada) porque ha sido llamada a compartir la herencia (kleros) de los santos en la luz (Col 1, 17). No existen, por tanto, clero y laicado, sino una comunidad, un pueblo afortunado que, como todo grupo humano, necesitará diversos servicios de enseñanza, dirección, salud... Más tarde, cuando la Iglesia ya es muy numerosa y se ha implantado en todo el Imperio, los ministerios eclesiales comenzarán a ser cargos revestidos de una cierta aureola y de una dignidad mundana que los hará humanamente apetecibles. Entonces comienza a reservarse para ellos la palabra «clero» y, sin querer, se le irá cambiando el significado. Así se pasa, valga la ironía, del «pueblo afortunado» a «los afortunados del pueblo». b) Una vez hecho este negocio verbal, sería un gran error argumentar a favor de esa presunta superioridad del clero esgrimiendo en su favor el título de «sacerdote». Según el Nuevo Testamento no hay más que un único y definitivo sacerdote que es Jesucristo como plenamente Dios y plenamente hombre que lo hacen «Mediador único» (1 Tim 2, 5). Y el adjetivo «sacerdotal» solo se aplica al pueblo de Dios (reino de sacerdotes o pueblo sacerdotal: Ap 1, 6; 1 Pe 2, 9), nunca a un individuo aislado, por importante que sea su función en ese pueblo de Dios. El Nuevo Testamento rehúye expresamente llamar sacerdotes a los servidores o responsables de las iglesias; mientras que conserva ese nombre cuando se refiere a los de la religión judía (por ejemplo, Mc 8, 31, entre otros): los responsables de las iglesias son llamados presbíteros, supervisores, servidores, «los que trabajan por vosotros»... pero nunca sacerdotes. 1. De ecclesiastica potestate, II.9.
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En cambio, en el catolicismo de hoy, el ministerio eclesial se ha ido asimilando más al sacerdocio veterotestamentario que al de las primeras comunidades cristianas. Y mantener ese nombre de sacerdotes, como hace nuestro catolicismo, podría ser otro ejemplo de lo que antes describíamos como poner el magisterio por encima de la palabra de Dios. Significativamente, el Vaticano II, en su decreto sobre este tema, prefirió de manera abrumadora la palabra «presbíteros» (más de ochenta veces frente a unas diez en que habla de sacerdotes y que en algún caso son citas). Las iglesias luteranas han recurrido al término «pastor» de honda raíz bíblica, pero hoy ya poco significativo para nosotros. En la hora actual, dada la globalización futbolística (que junto con la financiera ha sido la única real), cabe evocar al menos, si no la palabra, la imagen de algunos entrenadores: hombres hoy de moda, como Vicente del Bosque y Pep Guardiola, que, más allá de la calidad y los éxitos de su fútbol —que pueden depender también de otros factores—, han sabido sobre todo crear equipo, crear comunidad2, un grupo donde todos son para todos y nadie juega para sí, y donde incluso aquellos a los que no les toca «salir al campo» se sienten integrados. Hombres que, en el momento del éxito, saben tener sus primeras palabras para el perdedor, como hizo Del Bosque tras ganar la final de la Eurocopa del 2012, en el gesto más grande de toda aquella gesta.
Pero dejemos el deporte, que desgraciadamente funciona más como droga que como estímulo, y dejemos el lenguaje por apasionante que sea. En cualquier caso, pretender investir a una persona aislada con la dignidad del sacerdocio de Cristo rompe la igualdad en la familia de Dios y la armonía entre los miembros del cuerpo, donde los más débiles son tratados con más cuidado. El cura no tiene un poder individual exclusivo para consagrar el pan y el vino o para perdonar los pecados: ese poder lo tiene la comunidad eclesial, que es la que efectivamente consagra y perdona; y el presbítero en ella es el lazo que une cada comunidad concreta con la Iglesia universal evitando que se convierta en mera secta3. Igualmente, en el perdón de los pecados, el cura actúa como representante de toda la Iglesia: así se fue implantando a partir del siglo VI 2. Mi pequeño estudio sobre el ministerio eclesial se titulaba precisamente Hombres de la comunidad (Sal Terrae, Santander, 1989 y Caracas, 2011). Al hacer la versión inglesa me propusieron los editores traducir el título como Builders of community (Convivium Press, Miami, 2012). Me sentí muy bien interpretado con esa traducción. 3. La mentalidad de la primera tradición se refleja en estas palabras del abad de Igny, Guerrico (muerto en 1157 y beatificado por León XIII): «No debemos creer que... solo el sacerdote consagra y ofrece el cuerpo de Cristo. No sacrifica ni consagra él solo, sino que toda la asamblea lo hace con él» (PL 185, 67). También vale la pena recordar cómo la antigua plegaria eucarística anterior al Vaticano II hablaba siempre en plural («rogamus, offerimus», «tibi offerunt» referido a los fieles...).
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(y no sin resistencias), para evitar al penitente la vergüenza pública ante toda la comunidad, que resultaba demasiado onerosa. Precisamente por eso, hasta antes de Trento no era infrecuente que, en caso de necesidad y si no había ningún presbítero, pudiera uno confesarse con un laico que suplía la representación de la Iglesia al no haber ministro, pese a la duda de si esa representación era válida. En definitiva: el Nuevo Testamento y la primitiva tradición eclesial no eran nada clericales. ¿Por qué habríamos de serlo nosotros? 2. Otra vez «el polvo de la historia» Como suele ocurrir en la historia, y hemos procurado mostrar en otros casos, esa evolución tiene sus razones que la hacen comprensible en su contexto, aunque no justifican su pervivencia todavía hoy. Ya en el capítulo 4, al hablar de la eucaristía, vimos cómo la evolución de la cena del Señor había favorecido cierto clericalismo. Es hora de retomar lo que allí solo fue una insinuación rápida. La implantación de la Iglesia en el Imperio, a través de lo que llamamos constantinismo, trajo, como es sabido, un descenso en los niveles de exigencia y espiritualidad cristianas: los apoyos sociológicos facilitan siempre la cantidad a la vez que deterioran la calidad. Ya sabemos que entonces surgió la vida monástica con su ida al desierto, como protesta contra esa mundanización del cristianismo; acabados los mártires, comenzaban a surgir los monjes para mantener viva la interpelación de aquellos. En este contexto era muy normal que la Iglesia, buscando para sus ministros la mayor perfección, fuese procurando equipararlos con los monjes, aunque ahora no en la lejanía del desierto sino en medio de la ciudad: de ahí surgen, por ejemplo, la aspiración y la exhortación al celibato aunque luego, a la hora de imponerla legalmente, pesaran en ello otros factores económicos no tan espirituales. Y aun entonces se procuraba evitar la distinción elitista del clero como muestran estas palabras del papa san Celestino I: «Nos hemos de distinguir de los demás hombres por la doctrina y no por el vestido, por las costumbres y no por los mantos, por la pureza de intención y no por un determinado ceremonial»4. Trento, por la unilateralidad de la polémica antiprotestante, redujo casi el ministerio presbiteral a una misión cúltica, facilitando así mucho una mirada clerical. El Vaticano II, más equilibradamente, situó el culto como puente entre la misión de anunciar el Evangelio y la de 4. Carta 4.ª a los obispos de Narbona y Vienne (PL 50, 431). El papa alude con vigor a «algunos sacerdotes del Señor que pretenden servir más a un culto supersticioso que a la pureza de la fe»... y explica que «a las mentes sencillas de los fieles hay que instruirlas más que engañarlas».
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construir comunidad. Desde aquí, la «diferencia esencial» que definió Trento entre el llamado «sacerdocio ministerial» y el «sacerdocio de todos los fieles», no implica sin más superioridad sino simplemente diversidad cualitativa. En todo caso, la única superioridad posible sería la que Jesús definió como «señor y maestro, ejemplo os he dado para que también vosotros os lavéis los pies unos a otros» (Jn 13, 13-14). Pero, desgraciadamente, en la historia pesa más el polvo que se pega sobre los vestidos o el aire que se va enrareciendo con el paso del tiempo que la oportunidad de limpiar las vestimentas o de cambiar los vestidos o abrir las ventanas para dar paso al aire fresco. 3. Jesús el anticlerical Que en la comunidad eclesial sean necesarios (absolutamente indispensables) servicios o ministerios no quiere decir que esos ministerios sean un «poder sagrado»: ya dijimos que la palabra griega que expresa ese poder sagrado («jerarquía») está total y deliberadamente ausente del Nuevo Testamento y solo entra en el lenguaje eclesiástico a partir del siglo V con el llamado Pseudodionisio5. Aquí se ponen en juego, otra vez, el concepto de Dios y el de dignidad que encontramos en los capítulos anteriores. Vimos en el capítulo 1 que, en su encarnación, Dios pierde poder para ganar comunión con nosotros. Por eso no puede ser que los responsables de la Iglesia de Cristo busquen ganar poder a costa de la comunión. Jesús fue radicalmente crítico contra toda pretensión de superioridad fundada en razones de poder sagrado, contra todos aquellos que por su pretendida dignidad religiosa aman ser vistos, ser alabados y ser mirados como diferentes, tener reservados los primeros puestos o ser tratados de padre y de maestro o guía: porque eso hiere la paternidad de Dios. No sé si hoy añadiría Jesús que aman ser tratados de santidad, de excelencia, eminencia o de príncipes de la Iglesia... Pero lo cierto es que de ese famoso capítulo 23 de san Mateo decía san Jerónimo que fue escrito para nosotros, porque hemos adquirido esos mismos vicios que Jesús fustigaba en los fariseos (PL 26, 168). Otra cosa muy distinta es el respeto y cariño de los fieles, cuando se han sentido ayudados o servidos por los servidores de la comunidad. Ese cariño y ese respeto deben ser agradecidos, pero nunca deberán convertirse en un derecho o una exigencia, ni estructurarse en formas de relación que acaben generando una dependencia como la que criti5. Y entonces, propiamente, no por ansias de poder, sino por una visión platónica de la totalidad de lo real, que establece, junto a una jerarquía celeste, la necesidad de otra jerarquía terrestre.
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có una de las mejores novelas de la literatura hispana: La Regenta de Leopoldo Alas. 4. Liturgia y clericalismo Repitamos cuantas veces sea preciso: no es que el culto no sea absolutamente necesario, sino que, como cantaba el salmista, «dichosos los que viven en tu casa alabándote siempre», es decir: la dicha de la alabanza no está en Dios que no la necesita, está en nosotros que se la damos, porque nos enriquece personal y comunitariamente. Así es como sitúa el culto cristiano el Vaticano II, frente al exclusivismo cultual del ministerio propio de Trento; y así es como sirve de puente que une las dos tareas, misionera y constructora de la comunidad, típicas del presbítero. De la otra concepción se sigue un modo de entender el ministerio apostólico como una dignidad cultual y no como cuidado de una comunidad misionera. Parodiando una de las frases más escandalosas del Evangelio, podríamos decir entonces que los fieles existen para los curas, no los curas para los fieles (cf. Mc 2, 22). Semejante idea de sacerdocio y de culto brota de una concepción de Dios como Poder (y derivadamente como alguien que «da poder»); pero Jesús reveló a Dios de manera totalmente distinta a ese poder que, si se contacta con él y se le cae bien, puede dar poder. Le reveló como el Amor que capacita para amar. Por otro lado, quizás como modo de ahorrarse problemas con el Santo Oficio, existe hoy cierta tendencia a buscar un clero carente de formación teológica: extrovertido y amable sí, pero poco ilustrado y más bien autoritario. Esa tendencia es compartida por una buen parte de los seminaristas que solo miran la formación teológica como una etapa inevitable para el sacerdocio que ellos anhelan. Hace ya años publiqué una breve nota titulada «¿Hacia un clero analfabeto?»6, y hoy tengo la sensación de aquel pronóstico se va viendo confirmado, al menos por lo que hace al ámbito hispano. No es difícil imaginar la paradoja de un clero y un episcopado que no tienen más que la teología de Cuenca o Toledo y el Catecismo de la Iglesia católica, mientras aparece un laicado que va adquiriendo cada vez más formación y más competencia teológica... Pues bien, en este ambiente actual se puede intensificar la misma reacción que ya tuvo Trento en su contexto histórico: separar en exceso al presbítero de la Iglesia y «ontologizar» o cosificar el ministerio mediante 6. En Sal Terrae (octubre, 1994), pp. 735 ss. Allí alertaba de que un clero analfabeto será, por inercia, un clero sacramentalista (subrayando la terminación: «el sacramentalismo es una falsificación de lo sacramental», p. 738).
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una reducción exclusiva a lo cultual7, para ahí rodear al presidente de la asamblea de unos «privilegios» que convierten lo que es una necesidad práctica (derivada de lo que pide toda reunión comunitaria) en una exigencia ontológica derivada de la «naturaleza» del presidente; así, se le asignan a este una serie de «privilegios» que acaban fomentando esa visión clericalista del ministerio eclesial: se reservan «a solo el presidente» algunas aclamaciones (como el per ipsum de la misa) cuando, por su misma naturaleza, las aclamaciones están hechas para ser dichas por todos. Y al revés: aunque los relatos por su misma naturaleza son para ser leídos por uno, la institución de la eucaristía se narra obligando a que (en la concelebración) todos pronuncien las palabras de la consagración, como si solo así celebraran la cena del Señor... Imagen de ese clericalismo puede ser hoy la obsesión de algunos por que solo el cura pueda tocar la hostia con sus manos, o el detalle de que la hostia con que comulga el presidente sea tres o cuatro veces mayor que aquella con la que comulgan los fieles: como si aquel tuviera «derecho a más gracia» por ser quien es. No importa ya que, en su origen, ese mayor tamaño pueda explicarse por la necesidad de que los fieles pudieran ver una vez al menos el pan, en la elevación. Lo que importa es lo que esa diferencia acaba significando hoy. Y quizá donde más se refleja este clericalismo es en el tema del perdón tan fundamental para un cristiano. Muchos católicos creen que el cura es el que les da el perdón, en nombre de Dios pero a cambio de una humillación ante él. Recuerdo también (en mis primeros años de ministerio presbiteral) mi sorpresa ante tanta gente que, viviendo con la conciencia limpia, creía que no podía comulgar sin permiso del cura8. Como antes dije, el cura en el sacramento de la penitencia es representante de la Iglesia y otorga la reconciliación con esta (la «pax cum ecclesia» según expresión tradicional) como señal visible y celebrativa del perdón, que Dios otorga gratuitamente como el padre de la parábola9. 7. Esta es la tesis de J. Freitag sobre el sacramento del orden en el concilio de Trento, comentada por G. Greshake en Ser sacerdote hoy, Sígueme, Salamanca, 2006, p. 36. 8. «¿Cuánto tiempo puedo comulgar?» era una pregunta que cerraba muchas confesiones; y si el confesor no entraba en ese juego dando una respuesta concreta, la gente se quedaba con mala conciencia, como si se la estuviera incitando a comulgar indignamente. 9. Quedan aquí mil preguntas ulteriores que no son de este momento, pero que tienen que ver con la crisis actual del sacramento de la penitencia y su consecuencia de una pérdida de la experiencia del perdón, tan fundamental para una vida cristiana auténtica. El meollo del asunto me parece estar en mantener, por un lado, la gratuidad del perdón sin que ello suponga, por otro lado, una incitación a la irresponsabilidad que abusa de esa gratuidad (desde el marido que se acusaba de «no haber sido complaciente con su mujer» cuando, en realidad, la había llevado a abortar a Londres contra su voluntad, hasta la frase literal de una muchacha que presumía de católica: «la ventaja del catolicismo es que puedes hacerlo si te confiesas luego»). Lo que falta, evidentemente, en ambas hipocresías es una contrición auténtica.
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En esta misma dirección de un lenguaje incubador del eclesiocentrismo y de un clericalismo derivado de él, se sitúa el rumor persistente de que algunas altas instancias del clero están considerando la oportunidad de cambiar la traducción de las palabras de la consagración en la celebración eucarística. De modo que, en vez de decir como ahora «por todos los hombres», se diga solo «por muchos», con un sentido exclusivista. Así se devolvería a la institución una importancia que parece haber perdido y a sus ministros una importancia que suena a amenaza para quienes no estén con ellos. Prescindiendo de las escasas posibilidades de éxito pastoral de semejante medida, otra vez más dictada por el miedo que por la fidelidad a Jesús, creo que cabe decir lo siguiente: — Esa expresión solo la usa el Nuevo Testamento al hablar de la copa; la entrega del pan se verifica «por vosotros» sin otra precisión. Y no tendría ningún sentido decir que el cuerpo de Cristo se entrega solo por unos pocos, mientras que su sangre se derrama por muchos (porque, además, según la clásica fórmula del catecismo, el pan consagrado sacramentaliza el cuerpo «con su sangre, alma y divinidad»). — «Por muchos» es una traducción literal del latín o del griego que no tiene necesariamente un sentido exclusivista. Casi con certeza, la expresión hebrea subyacente es byad rabim10. Y rab (plural rabim) es una palabra hebrea que tanto puede ser sustantivo, como adjetivo, como adverbio; y que puede tener un significado tanto cuantitativo como cualitativo («lleno» de misericordia y fidelidad, en Ex 34, 6) o intensivo (de mucha edad, etc.). La traducción más fiel sería «por una multitud», que solo pretende ser afirmativa y no considera la hipótesis de que alguien quede fuera de esa muchedumbre. — Sobre lo anterior pueden discutir los lingüistas. No obstante, es claro desde el punto de vista teológico que afirmar que Jesús no murió por todos sería una auténtica herejía. En este contexto, ya para concluir el presente capítulo, puede ser bueno recordar y comentar una sabia enseñanza del concilio de Trento en su decreto sobre la misa: Como la naturaleza humana es tal que, sin los apoyos externos, no puede fácilmente levantarse a la meditación de las cosas divinas, por eso la piadosa madre Iglesia instituyó determinados ritos, como, por ejemplo, que unos pasos se pronuncien en la misa en voz baja y otros en voz algo más elevada, e igualmente empleó ceremonias como místicas bendiciones, luces, inciensos, vestiduras y muchas otras cosas de este tenor, tomadas de la disciplina y tradición apostólica, con el fin de encarecer la majestad de tan grande sacrificio y excitar las mentes de los fieles por estos signos visibles de religión y 10. Esa es la versión que daba Joachim Jeremias en su traducción hebrea del Nuevo Testamento (Lowe and Brydone, Londres, 1954).
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piedad, a la contemplación de las altísimas realidades que en este misterio están ocultas (DH 1746).
Hay aquí algo muy positivamente católico que es esa atención a nuestra humana naturaleza. Algo que mientras, por un lado, justifica toda una serie de elementos ambientales y ceremoniales, los relativiza enormemente, por el otro: porque no les da ningún valor religioso «esencial», sino meramente funcional. Con lo cual se desacralizan todos esos elementos y se los obliga a adaptarse a la utilidad de los fieles y a la finalidad de «excitar sus mentes a la contemplación de las realidades más profundas» y más serias. Pero hay que reconocer que el mismo concilio de Trento no cumplió tan sabio consejo cuando, dos párrafos después, escribe que «aun cuando la misa contiene una gran instrucción del pueblo fiel, no ha parecido, sin embargo, a los padres que conviniera celebrarla de ordinario en lengua vulgar» (DH 1749). ¿En qué quedamos? ¿Hay que instruir, pero no resulta conveniente emplear aquella lengua que instruye? Cuando el lenguaje de la autoridad oficial habla de «no parecer conveniente», suele significar que no tiene para ello razones o que estas no son muy confesables: aquí se trataba del miedo a los protestantes. Ese retraso en la lengua vulgar acabó degenerando en una absurda sacralización del latín como lengua sagrada, y en la correspondiente pseudosacralización del ministro que «hablaba la lengua de Dios»... Todo lo cual configura una mentalidad que luego actuó en el rechazo obstinado e irracional de los lefebvrianos a la lengua «vulgar», a la reforma litúrgica y, con ellas, a la más primitiva tradición de la Iglesia, en favor de otros usos menos tradicionales. De aquellos polvos estos lodos. Este ejemplo convendría no olvidarlo porque actualmente muchos de aquellos ritos pedagógicos ya no significan nada religioso y profundo para los hombres de hoy y, en cambio, frenan la participación de la comunidad en la acción litúrgica que el Vaticano II consideró de importancia primaria: una participación «plena, consciente y activa, exigida por la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación el pueblo cristiano» (SC 14). Bueno será que «la piadosa madre Iglesia» tenga también esto en cuenta para ayudar a la naturaleza humana, tan necesitada de apoyos... 5. Pronóstico leve Se podría pensar que, de todas las herejías que ha intentado comentar este libro, esta es quizá la menos importante. Se trata sobre todo de una especie de herejía «ambiental»: se la respira a veces, aunque no se la profese con nitidez; y viene propiciada por unos determinados usos y 113
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lenguajes, aunque, por otro lado, y por suerte, en sociedades plurales y en Estados laicos, tiene ámbitos más reducidos para incubarse. Pero si he querido recogerla aquí se debe a dos razones de importancia. a) En primer lugar, ese clericalismo es además un clericalismo «machista». Y esto añade gravedad a esta herejía. Ningún católico (laico o autoridad) negará que «en Cristo Jesús ya no hay distinción entre varón y mujer» (Gal 3, 28) en cuanto a dignidad humana. Pero luego, infinidad de usos ancestrales frenan la visibilidad práctica de esa convicción creyente. Prescindamos ahora de la cuestión del presbiterado femenino. Pero ¿qué espera la Iglesia para promover activamente al menos el diaconado femenino que, con plena certeza, en nada contradice la voluntad de Dios y del que hay infinidad de testimonios históricos indiscutibles? En ejemplos como este es donde se vislumbra el riesgo machista de nuestro clericalismo. El mayor peligro de que ese clima ambiental se personalice estará, seguramente, en quienes ostentan cargos que pueden impulsar la vanidad. Pero, desde lo que ha sido mi experiencia personal, yo tendría que liberar de esta acusación a gran parte del clero rural: a tantos hombres admirables, sencillos y entregados que, unos con más acierto y otros con menos, viven su ministerio con un afán noble de ayudar a las gentes, sin otra pretensión de grandeza y sin que nadie se acuerde de ellos. Muchas veces, tras estar con algunos de ellos, he regresado diciéndome «chapeau!». Como también podría afirmar que, entre las gentes más «anticlericales» que he conocido, estarían sin duda algunos curas amigos. Y b) también conviene prestar atención a este punto porque lo antes dicho sobre la sacralización del ministerio y la tentación de carrerismo, tiene al menos una consecuencia indirecta que me parece grave: y es la consagración como obispos de todos los miembros dirigentes de la curia romana. El concilio de Calcedonia, en su canon 6, prohibió expresamente ese tipo de ordenaciones, basándose en la íntima vinculación del ministerio episcopal con cada iglesia local (se hablaba entonces del obispo «esposo» de una iglesia). La práctica actual consagra obispos sin iglesia y disimula esa desobediencia asignándoles una diócesis inexistente (Partenia, por ejemplo). Esa ficción trasluce la mala conciencia con que se procede así. Y es de las que más merecerían la crítica de Jesús que hemos evocado otras veces: «hipócritas, quebrantáis el mandato de Dios por acogeros a vuestras tradiciones». Porque lo que hay debajo de esa práctica ilícita es el afán de poder de la curia romana que rompe la colegialidad entre Pedro y el resto del colegio apostólico, incrustándose entre ambos como una cuña y no como una ayuda. Pronóstico leve, pues, pero necesidad de revisiones periódicas. Más seria, y más fundamental, es la última herejía que nos toca examinar y con la que cerraremos este repaso a nuestro catolicismo. 114
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A este orden se le asignan obligaciones de la máxima importancia... Reúnen en nombre del obispo la familia de Dios, como una fraternidad de un solo ánimo y, por Cristo y en el Espíritu, la conducen a Dios Padre... Ahora bien: para la edificación de la Iglesia, los presbíteros han de tratar con todos, a ejemplo del Señor, con eximia humildad. Deben portarse con ellos no de acuerdo con los principios de los hombres, sino conforme a las exigencias de la doctrina y vida cristiana... Se deben a todos; de modo particular, sin embargo, se les encomiendan los pobres e indigentes con quienes el Señor mismo se muestra unido y cuya evangelización se da como signo de la obra mesiánica... Eviten los presbíteros, a la par que los obispos, todo aquello que de algún modo pudiera alejar a los pobres, apartando de sí, más que los otros discípulos, toda especie de vanidad... Deber del pastor es formar una genuina comunidad cristiana... De poco aprovecharán las ceremonias por bellas que fueren, ni las asociaciones aunque florecientes, si no se ordenan a educar a los hombres para que alcancen la madurez cristiana... Oigan de buen grado a los laicos, considerando fraternalmente sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, a fin de que, juntamente con ellos, puedan conocer los signos de los tiempos... Y, comoquiera que en nuestros tiempos, la cultura humana y también las ciencias sagradas avanzan con nuevo paso, se incita a los presbíteros a que perfeccionen adecuadamente y sin intermisión su ciencia humana y divina, y así se preparen a entablar más oportunamente diálogo con sus contemporáneos. El ministerio sacerdotal, por el hecho de ser ministerio de la Iglesia misma, solo puede cumplirse en comunión jerárquica con todo el cuerpo. (Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros [PO], 1, 6, 17, 18, 9)
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Hace ya muchos años escribí en el que fue casi mi primer libro: «Dios es ahora ausente como Hijo abandonado, es adveniente como Padre y presente como Espíritu»1. Esto marca la suprema importancia de la pneumatología en la fe y la reflexión cristianas: Dios presente solo como Espíritu. Y ante ese dato hay tantísimos cristianos de los que valdría la frase de los Hechos (19, 2): «ni siquiera habíamos oído hablar de que haya un Espíritu Santo». 1. El «aire» de Dios En el cuarto evangelio, Jesús parece referirse al Espíritu echando mano de una comparación con el viento que «sopla donde quiere»2. El viento es «el aire en movimiento»: el viento permite percibir la existencia del aire al que ni vemos ni oímos ni tocamos: de modo que quienes presumen de «no creer nada más que lo que pueden ver o tocar», habrían de negar la existencia del aire si no fuera porque se pone en movimiento de vez en cuando. Pero, si la imagen del aire es útil, porque nos acerca a algo muy real pero que está más allá de nuestras posibilidades de percepción, en cambio, el viento es menos manejable: puede ser brisa suave o huracán, sopla no solo «donde quiere» sino «como quiere». Quizá por eso, buena parte del catolicismo hodierno prefiere la calma chicha con la que no se avanza, o las puertas cerradas por miedo, como los Apóstoles. De aquí puede nacer el olvido del Espíritu y mucho más en un mundo como nuestro Occidente, gestado en la seguridad del derecho, herencia roma1. La humanidad nueva. Ensayo de cristología, Sal Terrae, Santander, 92000, p. 609. 2. Jn 3, 8: la palabra hebrea ruah significa también ambas cosas: aire y espíritu.
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na como la razón era herencia griega. Juan XXIII aludía a algo de eso con la imagen de «abrir las ventanas» que usó al convocar el Vaticano II. El problema es que esa apertura de las ventanas hizo estornudar a muchos curiales... Pero el aire no se percibe solo cuando el viento lo mueve. El aire es lo que, sin darnos cuenta, hace respirable una situación; y lo percibimos precisamente cuando carecemos de él y sentimos que nos ahogamos («me falta el aire» según la clásica expresión castellana). Y el aire se usa también en castellano como camino de identificación: cuando decimos de alguien que «tiene un aire de»... estamos de algún modo reconociéndolo. Ello nos ofrece nuevas pistas de acercamiento al Espíritu. 2. El estilo de Dios El Espíritu es efectivamente «el estilo» de Dios. Y el Nuevo Testamento suele ver ese estilo en lo que más tarde llamaría Nicolás de Cusa «armonía de contrarios». Veamos algunos ejemplos de esas armonías: — En toda la enseñanza neotestamentaria, el Espíritu significa unidad en la pluralidad: Lucas lo visibiliza con sus descripciones ideales de la primera comunidad, pese a las diferencias de lenguas, origen, etc. Pablo lo enseña con la metáfora del cuerpo: una gran diversidad de órganos con un mismo espíritu. — El Espíritu de Dios significa también la máxima libertad en la máxima entrega y obediencia: Pablo insiste de mil maneras en que no hemos recibido un espíritu de siervos sino de hijos; y la carta a los Hebreos señala que Jesús se entregó hasta el final «por la fuerza del Espíritu» (9, 14). — Significa la transformación de lo material y no su negación. El Espíritu no se aparta de la carne, sino que es derramado «sobre la carne» (Hch 2, 17). El símbolo tan mal entendido «como una paloma» trata de poner ante nuestra imaginación algo que, sin perder su condición material, vuela por el cielo como si fuese ingrávido. — Significa también la presencia en la ausencia: Juan no teme poner en labios de Jesús la extraña frase «os conviene que me vaya» (que retomaremos luego), porque en esa ausencia reconoceremos a Jesús como Señor (1 Cor 12, 3) y nos atreveremos a llamar Abbá, Padre, al mismo Dios (Gal 4, 6). Desde un punto de vista antropológico, quizá lo más importante para nosotros de esa armonía de contrarios es el dato siguiente: — El Espíritu es, a la vez, lo más rico y más profundo de nuestra interioridad y de nuestra intimidad y, precisamente por eso, es lo más comunitario de nosotros. La oración de la Iglesia al Espíritu no se cansa de pedir esa potenciación de nuestra interioridad: «visita nuestras 118
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mentes, ilumina (y llena) nuestros corazones y su intimidad», se le llama «huésped del alma» (dulcis hospes animae)3 aludiendo a la gratuidad: todo eso que es lo más nuestro es lo menos nuestro: lo más mío es una «visita» que recibo... Y este don nos vuelve más comunitarios al hacernos más personas: porque la mayor riqueza de nuestro interior es la capacidad de amar. En la Trinidad, efectivamente, el Espíritu es la unidad de Padre e Hijo. Si imaginamos la absoluta perfección de Dios como la máxima identidad de un ser consigo mismo, tendremos que la salida de sí o donación de esa identidad, en lo que mal llamamos Palabra o Hijo, son un único Dios: y el Espíritu es lo que realiza esa suprema armonía entre la máxima identidad y la máxima entrega4. 3. «Espíritu creador» En el cuarto evangelio, el Espíritu pone de relieve la realidad y la utilidad de la ausencia de Cristo: «os conviene que yo me vaya porque si no, no vendrá el Espíritu». Mientras que «cuando venga él os conducirá a la plenitud de la verdad» (Jn 16, 13). Esto quiere decir que el Espíritu supera las limitaciones de la encarnación y de la kénosis de Dios en Jesucristo. No elimina nunca la referencia a Jesús, pues el Espíritu es un don del mismo Cristo y, por eso, sigue siendo válido que «quien me ve a mí ve al Padre» (Jn 14, 8): pues la misión del Espíritu no es solo enseñar sino «recordar» (Jn 14, 25). Pero sí que hace que el seguimiento y la obediencia a Jesús no sean una mera mímesis (o imitación literal), sino un seguimiento creativo. Ya los evangelios narran la vida y palabras de Jesús creativamente: no meramente lo que Jesús dijo e hizo al pie de la letra, sino lo que haría y diría en el momento en que se escriben (por eso se dice que están escritos desde la Pascua). Lo cual no excluye su dosis de verdad histórica, puesto que lo que Jesús haría o diría hoy tiene mucho que ver con lo que hizo y dijo entonces; pero tampoco hace un absoluto de «la letra» de esta verdad5. En este sentido, he citado otras veces al teólogo chino ChoanSheng-Song (y tenía que ser precisamente un chino el que escribe): 3. «Mentes tuorum visita», «veni lumen cordium», «reple cordis intima»... Porque solo así, por ese aire imperceptible de Dios, somos verdaderamente capaces de llamar Abbá a Dios, y reconocer como Señor y Cristo a Jesús y a los demás como hermanos. 4. Aunque no es momento de entrar en disquisiciones teológicas, permítaseme dar razón a los griegos cuando argumentaban que puede aceptarse el «filioque» añadido al Credo, si se acepta también un «spirituque»: el Espíritu procede «del Padre y el Hijo» pero también el Hijo procede «del Padre y el Espíritu»... 5. Por eso me parece que el problema del ministerio de la mujer no tiene que ver meramente con lo que Jesús hizo entonces, sino con qué haría Jesús hoy.
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Muchos cristianos entienden mal la expresión «Jesús lleno del Espíritu». Jesús no fue «espiritual» en el sentido de «piadoso». De hecho, resultó impío a los ojos de los líderes de su propia religión... La verdad del reino de Dios es que pertenece a los desheredados y despreciados... Jesús, por la fuerza del Espíritu, franqueó las fronteras que le separaban de los otros y nos ha revelado cómo él hizo la experiencia de la Verdad y de la Gracia por caminos que no había podido experimentar en su propia tradición religiosa6.
Y me parece que eso contrasta con las voces de muchos enemigos del Vaticano II cuando arguyen que quienes se quejan de infidelidad actual al Vaticano II y reclaman un mayor seguimiento de este concilio, lo hacen «apelando falsamente al espíritu del concilio». Sin duda puede haber (y hubo siempre) falsas apelaciones al espíritu: también las conoció Pablo de Tarso, que era un gran defensor del Espíritu. Pero ese peligro es mucho menor que el otro que también denunció el Apóstol: el de querer reducir toda novedad a lo viejo de siempre: «la letra mata mientras que el Espíritu vivifica» (2 Cor 3, 6). Aparte de que, quienes reclaman más fidelidad al Vaticano II no se atienen simplemente a su espíritu sino también a su letra7. La fuerza del Espíritu creador es el don que capacita para vivir la presencia de Dios en medio de su ausencia: tomando esta en serio y sin camuflarla con falsas apariciones, nuevas revelaciones, milagrerías, maravillosismos y otras presencias engañosas del Dios ausente. En esa ausencia, el Espíritu enseña a vivir teologalmente en el seguimiento creativo de Jesús y en el trabajo por esa «familia de Dios» (o nueva humanidad) que es otro modo de traducir lo que Jesús llamaba Reinado de Dios. Por eso, con el cristianismo se ha terminado la concepción de lo religioso como un universo de maravillosismos, al que los humanos solemos ser tan aficionados por nuestra necesidad de seguridad. 4. La unción de Dios Por sus peculiares condiciones agrícolas (cultivo del olivo e industria cosmética) al pueblo judío le resultó tentador concebir esa presencia en la ausencia valiéndose de la metáfora de las cremas y los ungüentos: con ellos te unges, te frotas bien la piel hasta que el aceite ha desaparecido porque ya no es perceptible; pero sus efectos en hidratación, en la elasticidad o en el resplandor mismo de la piel antes seca son bien claros. Por eso no es extraño que, sobre todo el evangelista Lucas, concibiese toda su obra como un testimonio de esa unción con el Espíritu de Dios, pri6. Jesus in the power of the Spirit, Fortress Press, Minneapolis, 1994, pp. x-xi, 52. 7. Recogí algunos ejemplos de esa letra en el artículo ya citado de la RLT 83 (2011), pp. 255-265.
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mero en Jesús y luego en la vida de la Iglesia. Jesús tiene «su pentecostés» al salir del bautismo, y la iglesia primera tiene «su bautismo» el día de Pentecostés (cf. Lc 3, 22 y Hch 2, 1-12): Jesús «lleno del Espíritu Santo» (Lc 4, 1) y la Iglesia «llenos del Espíritu Santo» (Hch 2, 4). Intentemos recorrer un poco esa cristología del Espíritu tan típicamente lucana. — Concebido «por obra del Espíritu», Jesús aparece, desde el comienzo mismo de su vida pública como «ungido por el Espíritu» para liberar a los oprimidos, sanar los corazones contritos y anunciar la buena noticia a los pobres (Lc 4, 1 ss.): una unción personal para crear comunidad. — Movido por el Espíritu, Jesús rebosa de alegría al ver que los marginados y los humildes comprenden las cosas de Dios mejor que los sabios y poderosos (Lc 10, 21)8... — Luego de Jesús, la primerísima iglesia se encuentra con que tiene «hijos e hijas profetas» porque el Espíritu ha sido «derramado sobre toda carne» (Hch 2, 17): el Aliento de Dios mueve la palabra y comienza la predicación cristiana. Esteban habla (y muere) «lleno del Espíritu Santo» y acusa a las autoridades judías de «resistir constantemente al Espíritu» (Hch 7, 55.51). Los judíos se asombran de que «también a los gentiles se les da el Espíritu Santo» (Hch 10, 45) y por eso «se llenan de gozo y de Espíritu Santo» (Hch 13, 52); el Espíritu envía o es factor de misión (13, 2); y se hace presente en la unanimidad alcanzada a través del diálogo (Hch 15)... Y no es solo Lucas. El mismo Pablo que, en la metáfora del cuerpo, hace del Espíritu factor de unidad de lo distinto, acuña una de sus frases más decisivas enseñando que «donde está el Espíritu de Dios, ahí hay libertad» (2 Cor 3, 17). Ahora bien: la auténtica libertad, y la calidad de la libertad, es la mayor riqueza de nuestro interior. Basten estas pinceladas rápidas que no son todas, pero, al menos, permiten constatar lo presente que está el Espíritu en el lenguaje de la iglesia naciente, en contraste con lo ausente que suele estar en el lenguaje de nuestro catolicismo. Entonces, ese olvido del Espíritu Santo que estamos intentando evidenciar ¿no tendrá algo que ver con el enorme miedo a la libertad, típico de nuestro catolicismo actual?9... Pero el olvido de esta cristología del Espíritu me parece que late también en el intento desesperado de mucha gente que antaño perdió o dejó la fe, y hoy, desengañada de la comunidad católica pero hambrienta y deseosa de espiritualidad, llama a las puertas de «maestros» que anuncian una «espiritualidad sin Dios». Por supuesto, hay que respetar todo lo que 8. La alusión al Espíritu no aparece en el paralelo de Mt 11, 25. 9. Aunque alguien pueda argumentar con Madame Roland aquello de: «Libertad, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!». Pero ello no desautoriza a la libertad, sino que muestra su gran dificultad. Como el que la palabra «Dios» haya sido la más abusada y maltratada de la historia no constituye un argumento contra la existencia de Dios.
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sea búsqueda de espiritualidad. Pero permítaseme expresar el temor de que esa espiritualidad no es nada nueva: es tan antigua que ni siquiera ha pasado por lo que Marx llamaba «el arroyo de fuego» (= ¡Feuerbach!) de lo real. Por eso quizás valgan de ella las palabras de aquel judío barbudo: esa espiritualidad no es más que «el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón y el espíritu de una situación carente de espíritu... El hombre hace esa espiritualidad, pero esa espiritualidad no hace al hombre»10, porque, en contra de lo que anuncia Lucas, siguiendo al profeta Joel, ese espíritu no ha sido «derramado sobre toda carne». Y esa falta de universalidad suscita la sospecha de que tal espiritualidad sea una proyección subjetiva y burguesa. 5. «Experiencia social de Dios» Si el Espíritu Santo de Dios, como hemos dicho, supera las limitaciones de la Encarnación es porque es el principio de unidad en la totalidad. Añadamos tres ejemplos de los tres testigos que nos están acompañando en este capítulo: Lucas, Juan y Pablo. a) Ya hemos evocado las alusiones a que el Espíritu llena todo el orbe de la tierra, o ha sido derramado sobre toda carne... Según la simbología lucana de la narración de los Hechos, el Espíritu es, a la vez, viento (fuerza personal) que empuja, pero también fuego que se propaga a todo. Por eso la narración de Pentecostés acaba presentándolo como armonía de lo distinto y de lo múltiple: cada cual es él mismo (habla su propia lengua) y todos entienden lo mismo. b) En sintonía con Lucas, Pablo fundamenta en el único Espíritu su alegoría del cuerpo: la otra gran experiencia de máxima unidad en la más plena diversidad es nuestro cuerpo: los órganos corporales son distintos y cada cual tiene su idiosincrasia y su tarea, pero todos conspiran hacia lo mismo y el cuerpo tiene mucha más unidad que la mera piedra sola. c) Precisamente por eso, el don primero del Espíritu según la narración del cuarto evangelio es el perdón («recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados»: Jn 20, 22.23): porque el perdón tampoco es meramente una solución personal, sino un factor de comunión y de unidad. Sin el perdón, la humanidad es como «el caos informe» que precede a la creación según el mito de Génesis. Quizás ahora empezamos a comprender por qué H. Mühlen definió al Espíritu Santo como «experiencia social de Dios»11. Como en la vida trinitaria de Dios, es del Espíritu (que une al Padre y al Logos) de donde 10. En la Introducción a la crítica de la Filosofía del derecho de Hegel; Marx no habla de espiritualidad sino de religión. 11. El Espíritu Santo en la Iglesia, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1974, passim.
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brota el que el Dios-Uno (y único) se experimente a sí mismo como pluripersonal (dicho esto con todas las imperfecciones inherentes a nuestro lenguaje), así también en los seres humanos, imágenes de Dios, el Espíritu posibilita la experiencia de plena unidad de ánimos (un-animidad). Para la iglesia primera, la plena unanimidad (por ejemplo, en las elecciones episcopales) era un signo indudable de la presencia del Espíritu: como cuando el espíritu de Yahvé se cernía sobre las aguas del caos y activaba la palabra creadora de Dios (Gn 1, 2). Pero esa experiencia social resulta que brota de aquello que es lo más íntimo propio, lo más personalizador y la fuente más radical de la libertad del individuo. Más aún: toda confusión de la unidad con la uniformidad es contraria al espíritu de Jesús. Si antes aludíamos al peligro de un «espíritu sin Dios», en gentes que han abandonado la fe y siguen buscando, ahora podríamos dar la vuelta a la expresión y hablar de un «Dios sin Espíritu», en muchos católicos de hoy. No han percibido que bautizarse (y señalarse) «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu» quiere decir que nos persignamos «en el nombre del Dios de la Vida, de la Solidaridad y de la Libertad máximas». Por eso debemos concluir que la existencia cristiana es enormemente dialéctica precisamente porque Dios es Uno y Trino. 6. Signo de los tiempos Huelga decir que todo lo anterior da una importancia enorme a los intentos pentecostales que surgieron al acabar el Vaticano II y que recibieron el apoyo de figuras conciliares como el cardenal Suenens. Pero entonces parece inevitable preguntar y examinar por qué se han evaporado y han sido estériles aquellos movimientos pentecostales. ¿Por qué nos dan la sensación de haberse convertido en guetos de carácter más bien espiritualista, fundamentalistas y ajenos a la realidad?... Los movimientos pentecostales fueron un signo de los tiempos, mal interpretado en mi opinión por falta de una buena pneumatología: convirtieron al Espíritu en algo individual e inmaterial cuando propiamente es factor de universalidad, una auténtica «experiencia social de Dios», como acabamos de decir. Espiritualidad y catolicidad se incluyen, siempre que se trate de una universalidad que es factor de libertad y no resultado de imposición uniformante. Me gusta decir por eso que, incluso al nivel del ser, hay más unidad en la armonía de las distintas notas que conforman un acorde que en la mera repetición monótona de la misma nota. Tal como acabamos de decir que Dios es más Uno en su Trinidad que si fuera una eterna soledad sin comunión. El Espíritu debería alumbrar no a un grupo hostil a los demás y separado de los demás a la manera farisea, sino a la «familia de Dios» (traducción del Reino de Dios). 123
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Si el cuarto evangelio no habla prácticamente del Reino es, precisamente, porque es el que más habla del Espíritu. Además de superar ese individualismo, hay que atender aquí al Espíritu como espíritu «de Jesús»: quien vino «en la carne» sobre la cual será derramado el Espíritu. De ninguna manera podemos concebir al Espíritu como proveniente de Dios al margen de la revelación de Jesús, Palabra de Dios hecha carne. Es llamativa la aguda percepción que reflejan estas palabras del joven Bonhoeffer: «quizás hoy más que nunca, al revés que antes, el Espíritu ha de ser encontrado en la materia, en la realidad concreta y no en ‘la espiritualidad’. Desde este punto de vista creo que mi vida en Barcelona tuvo algo inexpresado como de búsqueda inconsciente de la verdad»12. Con ello creo que estamos apuntando a lo que en la Edad Media se llamó «la cuestión del filioque»: la percepción de que desfiguraba al Espíritu el presupuesto tácito de que procedía solo del Padre, sin tocar para nada la historia a la que ha venido el Hijo. Intentaré explicarlo un poco más para concluir este capítulo. Fue una verdadera pena que Occidente, contraviniendo el mandato universal de no añadir nada al credo niceno-constantinopolitano, añadiera al credo la palabra filioque (el Espíritu procede del Padre «y del Hijo»). Y no porque Occidente careciera de razones en este punto, sino porque tan importante como la razón que podamos tener es el uso que hacemos de ella. Y desobedecer a un concilio ecuménico era la mejor manera de indisponerse con los orientales —como si no hubiera ya bastantes motivos para ello—, sabiendo además cómo veneraba el Oriente los primeros concilios, precisamente porque se habían celebrado en su suelo. De haber procedido por la vía más fraterna, más evangélica y más espiritual del diálogo es muy probable que Oriente hubiese aceptado la innovación con la fórmula con que la aceptan hoy muchos orientales («ex Patre per Filium»: el Espíritu procede del Padre, a través del Hijo) y que resulta más exacta que la del filioque. Al menos, algo de eso es lo que sucedió en el siglo XV en el concilio de Florencia, al que asistieron los orientales. En cualquier caso, y dejando estar ahora las raíces históricas, ese olvido del Hijo en la vuelta al Espíritu llevará siempre a su falsificación espiritualista y a su conversión en espíritu de gueto. Quizás aquellas corrientes pentecostales surgieron antes de tiempo: porque primero hacía falta que la Iglesia católica pasara por una profunda «revolución cristológica»13, 12. Carta de D. Bonhoeffer a una amigo de Barcelona, al año de su estancia allí (Werke, Kaiser Verlag, Múnich, 1999, X, p. 630); citada por J. M.ª Jaumà en la obra de varios autores Les idees religioses de Joan Maragall, FIM, Barcelona, p. 150. 13. Aunque es ya muy antiguo y, por tanto, muy incompleto, me permito remitir como síntoma a un viejo boletín: «La revolución de las cristologías», publicado en El Ciervo en marzo de 1987.
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por un descubrimiento de Jesús que es el que ha mantenido en pie la fe de muchas gentes fieles al Vaticano II, a pesar de las posteriores decepciones eclesiásticas. Una vez que esa revolución cristológica se ha llevado a cabo (parcialmente al menos), es el momento de que renazca, o quizá mejor: simplemente nazca (porque nunca estuvo viva) una auténtica revolución pneumatológica. Esta podría ser una tarea importante para la teología del futuro. Porque, en el otro extremo (y aquí puede ocurrir que los extremos acaben tocándose como indica el refrán), un olvido radical del Espíritu lleva a concebir la Iglesia de una forma no dinámica, identificada sin más con Cristo, desde una especie de «monismo cristológico», y con un Cristo sin rostro, sin verdadera referencia a lo concreto e histórico de Jesús. Escribí antaño que entonces no nos quedaría más remedio que santiguarnos en el nombre del Padre, del Hijo... y de la policía. Porque esa visión estática e inmovilista lleva, por ejemplo, a confundir La Tradición cristiana original con pequeñas tradiciones del siglo XIX, y la realidad actual de la Iglesia con la plena y total realización de la Iglesia de Cristo. Y llevará a concebir la misión como mero «arrancar cizaña» en lugar de sembrar y cuidar el trigo. Esta ha sido, en mi opinión, la tragedia de los lefebvristas que, quizá con la mejor buena voluntad de fidelidad, pretendían hacer un catolicismo no cristiano, más fundado en el Vaticano del siglo XIX que en el acontecimiento de Jesús en la Palestina del siglo I. Lo que muestra que el refrán aquel de que «nada hay más atrevido que la ignorancia» vale también para la teología.
Tendríamos que echarnos a temblar ante el hecho de que sea posible apagar al Espíritu y que el Apóstol dé por supuesto que podemos hacerlo... Podemos ahogar el Espíritu que quiere renovar la faz de la tierra, podemos matar la vida de Dios en el mundo, podemos dejar los espacios de la existencia desnudos, vacíos de Dios y de sentido... y, sin embargo, ¡qué difícil es al hombre confesar que otro tiene algo importante, algo divino que uno no tiene, que uno no llega a entender bien o le resulta extraño e incluso escandaloso!... [...] la hybris de una jerarquía eclesiástica que quiera planificarlo todo y apagar al Espíritu. A ese Espíritu que puede ser molesto... nuevo e imprevisible, que es el amor, que puede ser duro, que dirige a los hombres y aun a la Iglesia a donde no tenían pensado ir, a lo siempre nuevo y desconocido que solo cuando ya existe se manifiesta como lo que está en armonía con el Espíritu siempre antiguo y siempre nuevo... El Espíritu de vida sigue en plena actividad y, por consiguiente, nunca puede ser traducido de forma adecuada, ni totalmente puesto a disposición de la Iglesia mediante lo que llamamos jerarquía, principios, sacramentos y doctrina... Una situación de defensa contra las fuerzas que amenazan a la Iglesia desde fuera [lleva a que] el lema es la unidad partidista y el cerrar filas, una
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situación... que precipitadamente y sin matizar demasiado, hace que el dogma del primado del papa como vínculo de unidad y garantía de verdad, quede plasmado en un notorio centralismo romano... ¿No se da en toda la Iglesia lo que podríamos calificar de «Iglesia administrada», es decir: un estamento intermedio, de administración burocrática, casi inevitable para nosotros, que se interpone entre los cristianos y sus verdaderos pastores establecidos por Dios? ¿No es demasiado tradicional nuestra predicación y nuestra formación en la fe cristiana, demasiado de segunda mano, que brota demasiado poco de su fuente más original que es la experiencia de la gracia y el impacto de la propia palabra de Dios?... ¿No deberíamos temer que, en esta hora de transición, estemos todavía menos a la altura de las circunstancias de lo que estuvo la Iglesia cuando se produjo la transformación de la sociedad feudal del siglo XVIII, en la sociedad burguesa del XIX, o cuando apareció en la Iglesia el proletariado como una clase nueva?... ¿No deberíamos ser sinceros, autocríticos y duros con nosotros mismos, confesando que, por culpa nuestra y por nuestra pereza de corazón, se siente demasiado poco el llamear del Espíritu en la Iglesia, en un momento en que ese soplo del Espíritu sería más necesario que nunca? [Podemos] apagar al Espíritu con la soberbia de quererlo saber todo mejor que nadie, con la pereza de corazón con la cobardía y la ignorancia con que afrontamos los impulsos nuevos y las nuevas iniciativas que surgen en la Iglesia. ¡Cuántas cosas serían de otra manera si no se saliese al encuentro de lo nuevo con una seguridad en sí mismo consciente de su superioridad, con un conservadurismo que no defiende precisamente la gloria y la doctrina de Dios sino que se defiende a sí mismo!... El único tuciorismo permitido hoy en día en la vida práctica de la Iglesia es el tuciorismo de la audacia. El Espíritu actúa en la Iglesia no solo a través de la jerarquía sino también a través de lo no jerárquico... aunque los de «arriba» tengan que cargar con las consecuencias dolorosas del carisma: desconocimiento e incluso tal vez llamadas al orden. Un amor que se levanta en la uniformidad sería muy fácil; pero en la Iglesia ha de dominar el Espíritu de amor que reúne en unidad los dones múltiples y siempre distintos... La jerarquía de la Iglesia no debe admirarse o llevar a mal que se ponga en movimiento la vida del Espíritu antes de que haya sido planificada en los ministerios de la misma Iglesia. ¿Tenemos el duro valor de decirnos a nosotros: no apaguemos al Espíritu? Y, a pesar de esta severa exhortación, ¿tenemos la fe inconmovible en nosotros mismos de confiar en que el Espíritu de Dios no se dejará apagar, porque es el Espíritu de Aquel que venció al mundo con la cruz?... (Karl Rahner, «No apaguéis al Espíritu», en Escritos de teología, VII, pp. 84-99).
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Conclusión YO PECADOR ME CONFIESO...
Es hora de terminar. Mi mayor aspiración sería que ahora confirme el lector lo que dije en la Introducción: que este libro no pretendía ser una acusación sino una confesión. Y si, en algún momento, ha podido parecer duro, es porque tiene bastante de autobiográfico. Es, en cierto modo, una historia de mi fe: de las deformaciones y los obstáculos que he ido descubriendo a lo largo de los días en mi carne creyente, y que he intentado corregir. Por mi profesión, he tenido la inmensa suerte de mantener un contacto intenso y constante con la tradición cristiana y sus fuentes, y creo que ello me permitió recobrar el auténtico sentido de muchas verdades de mi fe. Ese privilegio es el que este libro quiere comunicar con los hermanos en la fe, porque la teología (como dije también en la Introducción) es siempre una tarea eclesial. Y porque pienso que puede ser útil en nuestra actual coyuntura que, en mi opinión, amenaza con hacernos oscilar entre un cristianismo «apergaminado» y un cristianismo «líquido». Así, ha resultado casi una especie de «pequeño catecismo» si se me permite plagiarle el título a Lutero: un libro sobre la identidad del Dios revelado en Jesucristo, sobre la identidad del seguimiento de Jesús y sobre la identidad a la que está llamada la Iglesia. Una reflexión sobre la identidad cristiana más que una lista de denuncias. En efecto: el lector podrá percibir con facilidad cómo el libro queda enmarcado por la cristología y la pneumatología (capítulos 1 y 10): la Palabra y el Espíritu, las «dos manos de Dios» (como decía san Ireneo) o los dos dones de Dios que nos han permitido conocerle. Estas dos manos abrazan los restantes capítulos: la revelación trinitaria de Dios hace fluir una corriente imparable de igualdad entre todos los hombres, hijos de un mismo Padre y hermanos del Señor Jesucristo; una igualdad que 127
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afecta tanto al mundo como a la Iglesia (capítulos 2 y 9). A partir de ahí, la centralidad que ocupan en la cristología tanto la Cruz como la eucaristía reclaman su correspondencia en una Iglesia kenótica y eucarística: nazarena y samaritana, si queremos decirlo con palabras de Víctor Codina (capítulos 3 y 4, por un lado y 7 y 8, por el otro). Y, volviendo otra vez de la Iglesia a la vida, todo ello convoca al cristianismo como una tarea de transformación del género humano hacia la igualdad de los hijos de Dios (capítulos 5 y 6). Dejando ahora esa sistematización de nuestros diez capítulos, podemos parafrasear el párrafo anterior del modo siguiente: el cristianismo confiesa la máxima donación de Dios en la libertad responsable de hijos y en la igualdad solidaria de hermanos. Lo confiesa desde el significado de unos hechos ocurridos hace ya veinte siglos y que fueron preparándose oscuramente en la historia concreta de un pueblo pequeño. Pero lo confiesa también desde profundas experiencias interiores que confirmaban el significado de esos hechos. Esta confesión se apoya finalmente en una Promesa —sellada en la resurrección de Jesús— de que eso que aquí parece una tarea o un camino casi imposibles, se realizará en plenitud cuando, resucitados fuera del tiempo y del espacio, Dios sea «todo en todos» (1 Cor 15, 28). Y todavía con otras palabras: «Dios mismo ha entrado en nuestra historia dolorosa para sembrar en ella su amor redentor» y revelador1. Y eso es lo que debe ir llevándonos a vivir de esta triple convicción: Dios ama a este mundo «hasta el máximo» (Jn 13, 1). Dios no interviene en este mundo al nivel de nuestras causalidades, sino que respeta la autonomía dada a su creación, deja que las cosas se hagan e intenta actuar respetando esa indeterminación. Y finalmente, Dios cuenta con los seres humanos para la realización plena de Su obra: «el cielo pertenece al Señor, la tierra se la ha dado a los hombres» como rezaba ya el salmista (113b, 24). Todas estas síntesis, o los programas que de ellas derivan, a la vez que parecen imposibles por demasiado difíciles, pueden parecer irreales por demasiado bonitas. Pero las fuentes cristianas dan pruebas de un realismo muy lúcido cuando afirman que el resultado del mensaje anterior es que: «el mundo no le conoció (y los suyos no le recibieron)»; pero que, no obstante, «Dios amó tanto al mundo que le entregó a Su Propio Hijo, no para condenar al mundo sino para salvarlo»; que a pesar de todo eso: «el mundo os odiará». Y, a pesar de ese odio, el Maestro no pide para los suyos «que los saques del mundo, sino que los libres del mal»; mientras a ellos les dice solo: «tened confianza:
1.
H. Kessler, Cristologia, Queriniana, Brescia, 2001, p. 232.
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yo he vencido al mundo». Y «esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe»2. Por todo eso creo poder añadir que este librito, aunque algunos lo nieguen por sentirse amenazados, es intrínsecamente eclesial o, al menos, creo que así es mi fe, tal como aquí la expongo. Conozco de sobra lo que algunos han llamado «la historia criminal del cristianismo». Recuerdo también cómo se molestó la curia romana cuando, en aquel libro de J. M.ª Díez-Alegría (Yo creo en la esperanza) que causó tan gran revuelo hace casi cincuenta años, reconocía el autor que la historia de nuestro catolicismo es a veces «muy poco cristiana»3. Pero sé también que la tradición cristiana está repleta de maravillas hoy desconocidas: porque quienes deberían conocerlas no las estudian y quienes las estudian lo hacen solo para atacarlas. Sé que en la actual profunda crisis de mi Iglesia (efecto, en mi opinión, de un rechazo cobarde de Vaticano II), hay muchos «zapateros» católicos que se empeñan en negar la crisis o, a lo más, hablan de «una pequeña desaceleración»; y temo que, como le ocurrió al anterior presidente del Gobierno, esa reacción de avestruz no haga más que engordar y agravar la crisis. Pero, precisamente por eso, este libro pretende también alertar contra la frecuente reacción actual de muchos desengañados que han optado, si no por la ruptura oficial, sí por «buscarse la vida» y labrarse un camino en solitario o en círculos minúsculos y cómodos, con el enorme peligro de caer o en lo que se llama hoy «religión a la carta», o en lo que Hegel criticó antaño como la soledad estéril del romántico. Cuando tantos me han acusado y denunciado de no amar a la Iglesia porque la critico mucho, me permito dar la vuelta a la frase y decir: critico a la Iglesia porque la amo mucho4. Porque a pesar de todo, es por ella y a través de 2. Como reconocerá el lector, los entrecomillados son textos del evangelio de Juan y de la primera de sus cartas. Es conocida también la ambigüedad de la palabra «mundo» en los escritos joánicos (objeto del amor total de Dios y sede de implantación del «pecado del mundo») que no cabe comentar aquí. 3. La expresión tampoco era original de Díez-Alegría. Pocos decenios antes, en 1933, Fernando de los Ríos había escrito: «¡Pobre catolicismo español que no ha llegado nunca a ser cristiano!» (ver la cita más comentada en Presencia pública de la Iglesia: ¿fermento de fraternidad o camisa de fuerza?, Cristianisme i Justícia, Barcelona, 2009, p. 132). 4. Recién publicada La humanidad nueva me hizo Adolfo González Montes una entrevista para la revista Incunable, que apareció pocos números antes de que los eternos inquisidores lograran cerrarla. En ella se apuntaba un paralelismo aún por hacer entre la historia de la Iglesia y la del Israel primero: el pecado de la monarquía veterotestamentaria fue en la Iglesia el del poder temporal de los papas (lo que suelo llamar «carlomagnismo», porque fue más grave que el constantinismo y no tuvo las reacciones en contra de este). La seguridad inicial de la monarquía acaba llevando a la división de los reinos (y luego de las iglesias). La monarquía irreformable acaba llevando al exilio en el que (al menos para el mundo occidental) se encuentra hoy nuestra Iglesia, pero del que puede aprender tanto como aprendió Israel de su cautividad babilónica...
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sus arrugas y sus manchas como nos ha llegado la manifestación de Dios en Jesús. Si la deformó a veces, tenemos las voces de muchos profetas y el depósito de las otras iglesias y comunidades eclesiales perdido a veces por nosotros: la acefalia de las iglesias unidas en comunión más que por imposición, y el papel justificador de Dios que nos libera de la meritocracia católica. Y, a la vez, tenemos nosotros algo que aportar en la línea de lo dicho en estas páginas. Me parece también que lo expuesto hasta aquí no es una mera doctrina teórica sino un programa de vida. Y que todas estas no son verdades meramente informativas o curiosas, sino performativas y salvadoras: marcan un camino y una dirección irrenunciables, aunque no exijan estar en la meta. Porque ese camino es el de la verdad, la radicalidad y la calidad cristianas. A la vez, creo que ese camino es importante no solo para nosotros cristianos, sino para todo el género humano: la vida enseña que el hombre es capaz de lo peor y de lo mejor, y que hoy vivimos en una sociedad montada para sacar de él lo peor: la sociedad del dios Dinero y del capitalismo rapaz, que irá devorando sistemáticamente todas las anteriores conquistas de humanidad que tanto esfuerzo habían costado5. Lamento que, en este contexto, la Iglesia no siempre se muestre capaz de sacar lo mejor del ser humano; porque estoy convencido de que el cristianismo es lo más apto para eso. Muchas veces (y también en otras páginas de este libro) he comentado cómo, las dos palabras que más se dicen a propósito de Jesús en los evangelios son estas: las entrañas conmovidas y la libertad6; este programa humano tan simple y tan enormemente rico y profundo es accesible, como llamada, para todos los hombres, sean creyentes o no. Pero para ello es preciso que el cristianismo vuelva a ser visto como la increíble buena noticia que es, y que la Iglesia sea señal eficaz de esa buena noticia, en sus aspectos no solo comunitarios sino incluso institucionales. Y, para ello, que sea de veras Iglesia de los pobres y que la autoridad vuelva a ser, en ella, servicio y no carrera. Creo, pues, que esta obra solo puede cerrarse con la plegaria de aquel buen hombre del Evangelio: Creo, Señor, ayuda mi poca fe. Y una vez cerrada así, quizás valga la pena envolverla con ese papel de regalo, de un verde esperanza inquebrantable, como el que se refleja en estos versos del amigo Casaldáliga:
5. Las devorará si antes no se carga al planeta cada vez más enfermo (y este sería para mí el pronóstico más probable). 6. O autoridad, según el doble significado de la palabra griega eksousía que he analizado en otros lugares.
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Y llegaré de noche con el gozoso espanto de ver, por fin, que anduve, día a día, sobre la misma palma de Tu mano7.
7.
Clamor elemental, Sígueme, Salamanca, 1971, p. 100.
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