Florencio Conde: Escenas de la vida colombiana
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José María Samper

Florencio Conde Escenas de la vida colombiana

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JUEGO DE DADOS Latinoamérica y su Cultura en el XIX

10 De acuerdo con las palabras de Alfonso Reyes en su ensayo “Última Tule”, igual que ocurre en el juego de dados de los niños “cuando cada dado esté en su sitio tendremos la verdadera imagen de América” CONSEJO EDITORIAL W IL L IA M A C R E E

Washington University in St. Louis C H R IS T OP HE R C ONWAY

University of Texas at Arlington P U R A F E R NÁ ND E Z

Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid BEATRI Z G ONZ Á L E Z S T E P HA N

Rice University, Houston FR A NC INE MA S IE L L O

University of California, Berkeley A LEJAND R O ME J ÍA S -L ÓP E Z

University of Indiana, Bloomington G RAC IE L A MONTA L D O

Columbia University, New York A ND R E A PA G NI

Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg A NA P E L U F F O

University of California, Davis

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José María Samper

Florencio Conde Escenas de la vida colombiana

Edición de Juan Carlos Herrera Ruiz Doris Wieser

Iberoamericana - Vervuert - 2021

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Este trabajo se publica gracias a una financiación nacional de la República de Portugal, a través de la FCT-Fundação para a Ciência e Tecnologia, I.P., en el ámbito del proyecto UID/ ELT/00509/2019 (Centro de Estudos Comparatistas-FLUL).

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47) © Iberoamericana, 2021 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2021 Elisabethenstr. 3-9 - D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-108-0 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96456-933-2 (Vervuert) ISBN 978-3-96456-934-9 (e-book) Diseño de cubierta: Marcela López Parada Imagen cubierta: Cosechadores de maíz en Rionegro, provincia de Córdova, Henry Price (1852), Biblioteca Nacional de Colombia (Colección Comisión Corográfica). Depósito legal: M-1402-2021 The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

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Índice

Agradecimientos ...............................................................................

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Introducción Florencio Conde. Arquetipos masculinos del ciudadano racializado en la construcción de la nación neogranadina Juan Carlos Herrera Ruiz / Doris Wieser ..........................................

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Bibliografía .......................................................................................

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Nota a esta edición ..........................................................................

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Florencio Conde. Escenas de la vida colombiana. Novela original Por José M. Samper ...............................................................................

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Agradecimientos

La presentación de esta segunda edición de la novela Florencio Conde. Escenas de la vida colombiana es el resultado de la recuperación del material que se encontraba disperso en dos volúmenes incompletos de la edición original de 1875: el primero de ellos en la colección de patrimonio documental de la Biblioteca de la Universidad de Antioquia y el segundo, en la Biblioteca Luis Ángel Arango de la ciudad de Bogotá, entidades públicas que nos facilitaron el acceso a dicho material. Asimismo, expresamos nuestro agradecimiento por la importante contribución financiera que realizaron a este proyecto el Centro de Estudos Comparatistas de la Facultad de Letras de la Universidad de Lisboa, la Vicerrectoría Académica y el Sello Editorial de la Universidad de Medellín y María Elvira Pombo Holguín.

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INTRODUCCIÓN

F LORENCIO C ONDE Arquetipos masculinos del ciudadano racializado en la construcción de la nación neogranadina Juan Carlos Herrera Ruiz Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas, Universidad de Medellín Doris Wieser Faculdade de Letras, Universidade de Coimbra

1 . I nt roi to Florencio Conde. Escenas de la vida colombiana de José María Samper fue publicada en 1875 (Bogotá: Imprenta de Echeverría Hermanos) y no había sido reeditada hasta hoy. Se trata de una obra de contenido moralizante, que aborda temas como el amor ‘interracial’, el blanqueamiento y el racismo, confiriendo un valor positivo a la aportación de los negros y mestizos1 en la construcción de la nación neogranadina. En Florencio Conde se narra la vida de dos personajes principales, la de Segundo Conde, nacido a finales del siglo xviii como esclavo de una hacienda en Antioquia, y la de Florencio Conde, su hijo mestizo. Segundo Conde, “negro, negro como el carbón” (61), trabaja en las

1. Entiéndase por “mestizos” una multiplicidad de cruces posibles entre blancos españoles, blancos criollos (descendientes de españoles nacidos en América), indios y negros, de los cuales resultaban castizos, mulatos, zambos, cholos, coyotes, tercerones, cuarterones y un largo etcétera que ha sido documentado, según el área geográfica o la periodización histórica en diversos estudios sobre el mestizaje en América. Véase al respecto Mörner (1969) o, para el caso concreto de Colombia, Jaramillo Uribe (1965).

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minas de oro de su amo, Clemente Conde, en los albores de la independencia. Gracias a su inteligencia y tenacidad, consigue comprar la libertad de su madre, de sus hermanas y la suya propia, además de salvarle la vida a un luchador por la independencia, el coronel Samudio. Al haber adquirido la libertad, se establece como comerciante, tornándose próspero y respetado, y acaba por casarse, en 1823, con Camila, la hija del coronel Samudio; este último, en su lecho de muerte, le pide que se haga cargo de ella. A su vez, el hijo de esta pareja ‘interracial’, Florencio Conde, consigue ascender aún más en la escala social de la joven nación, estudiando Derecho en Bogotá, volviéndose abogado, periodista y diputado. También él se casa, en torno al año 1852, con una mujer blanca, Rosita Fuenmayor, tras largos años de perseverancia contra el racismo y el orgullo de casta del padre de esta, don Pedro Fuenmayor, a través de la demostración repetida de su poder económico, generosidad y honradez. La sustancia y los temas de esta novela no han perdido vigencia, puesto que, aun en la contemporaneidad, la descolonización sigue sin producir la ruptura esperada con las lógicas coloniales: más bien arrastró consigo el fardo de las relaciones de poder regidas por la supremacía del hombre blanco, patriarcal, capitalista, cristiano y heterosexual. Los conceptos de nación o identidad nacional no escapan a estas lógicas, por el contrario, siguen fuertemente influenciados por la herencia del colonialismo. Lo prueba el discurso de tenor nacionalista que, adherido al paradigma ideológico occidental, sigue apostando ciegamente por el progreso, la supremacía de las ciencias exactas, la sobrevalorización de la cantidad por encima de la cualidad, al tiempo que oculta o niega saberes y valores alternativos. Pero lo prueba sobre todo el racismo institucionalizado y solapado de las sociedades contemporáneas, que permanecen inseridas en un proceso forzado de asimilación cultural y de blanqueamiento racial. De ahí la pertinencia de recuperar obras literarias que dieron protagonismo a personajes negros y mestizos, de cara a una resignificación de la conciencia histórica de la nación y de los efectos prolongados de la ‘colonialidad’ (Quijano 1992, Mignolo 2007), pero también como un paso importante en dirección de la descolonización del pensamiento.

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2 . Vi da y ob r a de l au to r Los rasgos del carácter que configuran sendos personajes en Florencio Conde, padre e hijo, trazan los contornos de una coyuntura epocal de la historia de Colombia en la que está en juego el viejo régimen de la colonia, esto por cuenta de la abolición de la esclavitud, pero, a su vez, refractan el conflicto derivado de los cambios que necesariamente trajeron consigo la república y la progresiva adopción de un nuevo modelo de relaciones de producción al interior de la misma. Allí se puede concretizar el núcleo y el interés de esta novela de José María Samper Agudelo (1828-1888), que ostenta por demás un valor autobiográfico en tanto refleja algunas de sus facetas como hombre de negocios y como figura pública2. Ello mientras sus juveniles afinidades electivas se orientaron todavía hacia los valores de la Ilustración y hacia un liberalismo radical de corte federalista, y, desde luego, al margen de que, pocos años más tarde, completara su conversión al proyecto conservador finisecular que se consolidó en la llamada “regeneración”, o la unidad nacional político administrativa en torno a un régimen presidencial centralista, a los valores del catolicismo y a una nueva Constitución, la de 1886, de la cual Samper fue coautor. Lo anterior como anticipo del mosaico que compone la vida política y literaria de uno de los personajes más arquetípicos del siglo xix colombiano: la del hombre de letras a la francesa, jurista, con multiplicidad de atributos mentales que lo hicieron brillar como historiador, poeta, novelista, dramaturgo y ágil orador, amén de un ímpetu que lo empujó a lanzarse como militante en revoluciones políticas y a constituirse, según su propia visión, en signo de su tiempo. En este plano, el estudio de Patricia D’Allemand José María Samper: nación y cultura en el siglo XIX colombiano atribuye al escritor de Honda un papel de primer orden en la producción intelectual de las élites criollas que en Colombia contribuyeron a sacar a la luz la discusión sobre las

2. Las señales más nítidas del alter ego de Samper las encontramos casi todas en Florencio, mientras que en Segundo aparecen veladas; podría señalarse, a guisa de ejemplo, que Samper fue abogado, periodista y un connotado orador que participaba de los debates políticos de su época, viajó por Europa y, a lo largo de su vida, fue una especie de consumado emprendedor: comerció extensamente con tabaco y otros productos, y especuló con tierras en las provincias de Honda y Mariquita, valiéndose de su conocimiento del balbuceante sistema jurídico y de los principios mercantiles modernos.

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características socio-raciales y culturales de la nueva república; esto por medio de los cuadros de costumbres, de las crónicas de viajes, pero, sobre todo, de sus novelas, de las cuales resalta su dimensión social y una decidida función pedagógica (2012: 62). No es gratuito, pues, que Samper se haya embarcado en la aventura de ensayar una historia natural, política y social de una parte del Nuevo Mundo3, junto con varias obras de cuño académico en las que se evidencia un esfuerzo por documentar acontecimientos históricos relevantes a la formación de los partidos y en general a la vida política en la Nueva Granada4. Valga añadir que entre sus productos se cuenta también un vasto número de artículos periodísticos y opúsculos en los que se ocupa de los rasgos geográficos del territorio neogranadino, de las particularidades étnicas y culturales de su población, o bien de los debates ideológicos de su época, en gran parte reflejo o influencia de las crisis políticas europeas, materia de la que intelectuales como Samper se hacían portavoces privilegiados en el ámbito criollo, en virtud de su propia experiencia cosmopolita, de la cual dejaron testimonio sus crónicas de viaje5. De esta experiencia y expresión cosmopolita se hace eco también el joven Florencio Conde, que en su recorrido por Europa comprende íntimamente que los ideales de libertad y justicia a los que adhería con fervor estaban lejos de ser puestos en práctica en su propia tierra, al tiempo que deja testimonio implícito de su cuestionamiento a la existencia de entidad nacional alguna, o bien, en el mejor de los casos, de que aquello era un proyecto inacabado.

3. Se trata del Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas, publicado en París en 1861, cuando Samper era miembro titular de las “Sociedades de Geografía y de Etnografía de Francia”, según reza en la portada del libro. Una segunda edición del ensayo aparece publicada en 1969 por la Universidad Nacional de Colombia. 4. Se podrían citar múltiples materiales de Samper con relación al tema de las constituciones y el derecho público en la Nueva Granada, además de sus descripciones de las guerras civiles y la extensa lista de revoluciones regionales y de alzamientos armados de diversa tipología e intensidad acaecidos a lo largo del siglo xix; una obra representativa de esta producción es Apuntamientos para la historia política y social de la Nueva Granada desde 1810, publicada en 1853. 5. Viajes de un colombiano por Europa (1862) es una serie de dos volúmenes en las que relata vivencias e impresiones derivadas de su recorrido por varios países del viejo continente, dando con ello cumplimiento a lo que para entonces representaba un rasgo distintivo, o prueba existencial, para las élites políticas e intelectuales, o para quienes tenían la pretensión de serlo: haber hecho un viaje a Europa.

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Es así que Samper ha sido objeto de atención por parte no solo de la crítica literaria, sino también y sobre todo de los historiadores de las ideas políticas en Colombia, atribuyéndole en este campo iniciativas reformistas que contemplaban, en el marco de una organización estatal moderna, la armónica convivencia entre el catolicismo, el liberalismo económico y la justicia social6. En su obra clásica sobre el pensamiento político colombiano del siglo xix, Jaramillo Uribe resaltó esta faceta de Samper sin dejar de estar atento a “su evolución de un liberalismo revolucionario a un liberalismo clásico constitucionalista, y del espíritu romántico y utopista a la tolerancia y cautela de un liberalismo conservador” (1974: 203). En la misma dirección, Sierra Mejía percibe en el conjunto de la obra de Samper una suerte de unidad en la que cada libro constituye un “eslabón” en el accidentado curso de sus ideas políticas y sus creencias religiosas, para llegar, al final de su carrera, “a una posición contraria a aquella con que inicia sus actividades de escritor” (2006: 65). En efecto, comenta el jesuita Núñez Segura, la ambigüedad pareciera ser la cualidad que mejor se ajusta al perfil político de Samper, quien por cuenta de sus constantes cambios de rumbo habría de padecer “amargos sinsabores por parte de sus copartidarios que no le perdonaban su transformación ideológica por la cual mudó de divisa política, abandonó la masonería, y se hizo ferviente católico” (1959: 429). Sin embargo, este tipo de postura ideológicamente ambigua señalada por la crítica en Samper no es algo ajeno a la génesis de los partidos políticos en Colombia, que orientaron sus movimientos obedeciendo más a la satisfacción de intereses individualistas —y a coyunturas económicas— que a principios doctrinarios emblemáticos, como acertadamente lo advirtió el gran historiador Germán Colmenares en su 6. De cara al modelo espiritual e ideológico que debía orientar el proceso fundacional de la joven nación tras la independencia de 1810 (reconocida por España en 1819), los encuentros y desencuentros entre la tradición católica heredada de España y el desarrollo de las ideas liberales en Colombia serán objeto de confrontación política y armada durante toda la segunda mitad del siglo xix y la primera del xx; una obra de especial interés en la que se aprecia la progresión cada vez mayor de este conflicto es la que escribe en 1912 el también militante liberal revolucionario Rafael Uribe Uribe: De cómo el liberalismo político no es pecado, ello como parte de un esfuerzo intelectual por instruir a la población sobre los matices y las ventajas de un pensamiento político moderno, y por esa vía limitar el alcance del conflicto que se materializaba en las recurrentes y sangrientas guerras civiles que azotaban sin tregua al país.

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obra Partidos políticos y clases sociales (1968). Tampoco es ajeno a la historiografía de este periodo, que en la práctica y todavía por décadas, gran parte del ideario y de las instituciones heredadas del Estado colonial español permanecieron intactas en la sociedad neogranadina, incluyendo aspectos del orden jurídico y legal, como oportunamente lo señaló Tirado Mejía en el Manual de Historia de Colombia (1989: 329). Cabe agregar, que esta forma de resistencia a la ruptura de los lazos políticos con España fue en gran parte transversal a toda la América hispana, en donde, pese a la independencia, la sociedad colonial y el arraigo provincialista retardaron la transición hacia un orden estatal centralizado, social y políticamente moderno; ello derivó necesariamente en la emergencia de Estados débiles, incapaces del ejercicio de autoridad o de un eficaz control sobre el territorio nacional (Lynch 1973: 356). Con todo, justo es reconocer en figuras letradas como Samper el mérito de haber entendido que, para consolidar la independencia y fundar una república de ciudadanos sobre bases sólidas, se precisaba de un esfuerzo superior al de la mera separación de la autoridad política española: necesario era desprenderse de la herencia cultural colonial, puntualmente de la anacrónica estratificación social y racial que permanecía intacta aun después de decretada la abolición de la esclavitud en 1852. Es así que la sustancia literaria de Florencio Conde se inscribe plenamente en dicho propósito. El esfuerzo de Samper por hacer de esta novela un instrumento para la construcción del concepto de ciudadanía —y en especial de un sujeto de ciudadanía que se evidencia en la conjunción existencial de padre e hijo protagonistas— encuentra plena correspondencia con la progresión de la organización estatal neogranadina, en su lento y aparatoso proceso de superación de las herencias coloniales: en principio el esclavo liberto, Segundo Conde, que obtiene la ciudadanía, merced a la independencia, y por ende la condición que lo habilita para participar del librecambismo, y en seguida el hijo, Florencio, cuya base patrimonial y alfabetismo —entiéndase hombre letrado— le hacen admisible en el estrecho círculo burgués de los liderazgos políticos de una joven república en la que, como ya dijimos, la igualdad civil y política, mucho menos la económica, estaban lejos de concretarse. A este respecto y ya en el campo historiográfico, cabe citar nuevamente la documentación que presenta Tirado Mejía en el Manual de Historia

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de Colombia en torno al primer régimen constitucional7 tras la disolución de la Gran Colombia8, en cuyo marco jurídico el otorgamiento de la ciudadanía y el ejercicio de cargos públicos estaban circunscritos a individuos varones, letrados y poseedores de un determinado patrimonio económico. A propósito, escribe: La Constitución (la de 1932) establecía en su artículo 5° que eran ciudadanos granadinos por nacimiento “los hombres libres” y los “libertos” que reunieran determinados requisitos de residencia o amor a la República, o los hijos de esclavos nacidos libres, y otorgaban el derecho de ciudadanía a los varones que fueran casados o mayores de veintiún años, siempre que supieran leer y escribir —requisito éste que no se haría exigible hasta 1950, pues uno de los dones que traería la libertad sería el del alfabetismo— y siempre que no fuera “sirviente doméstico” o “jornalero” (Tirado Mejía 1989: 333).

Resulta del todo plausible que Samper, apasionado constitucionalista e historiador por excelencia, instrumentalizara su composición literaria para hacer de la vida y obra de los personajes de su novela una refracción y un nítido retrato del proceso de formación republicana del que era testigo y vocero, atendiendo a detalles que se corresponden enteramente con el espíritu de aquella Constitución, como que el alfabetismo es “uno de los dones que traería la libertad”; piénsese, a la sazón, que una preocupación fundamental de Segundo Conde, un peso o sensación de una libertad inconclusa o de una ciudadanía incompleta que lo agobia, era justamente el de no saber leer: Otra cosa humillaba y afligía profundamente a Segundo, y era su ignorancia. Comprendía que la fortuna misma nada vale, si no hay una inteligencia que la aplique y dirija con acierto; que el derecho del hombre es

7. La Constitución del Estado de la Nueva Granada, dada en 1932, establecía un régimen administrativo centralista, que dividió el territorio en provincias, cantones y distritos parroquiales. 8. La república conocida como la “Gran Colombia”, conformada por los actuales territorios de Ecuador, Colombia, Panamá y Venezuela, había sido creada en 1819 bajo el auspicio del Congreso de Angostura y el liderazgo del libertador Simón Bolívar. El fraccionamiento y la disolución definitiva de la misma ocurrió en 1831 por cuenta del enfrentamiento entre centralistas y federalistas, además de la defensa de los intereses económicos por parte de las élites políticas en las provincias.

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impotente para hacerse reconocer y respetar, si no lo acompaña una luz irresistible que lo ponga de manifiesto a los ojos de todos; y se le venía el llanto a los propios cada vez que, con motivo de sus negocios, le era preciso hacerse leer alguna carta o hacer firmar a ruego, por no saber leer ni escribir, o hacer cuentas con montoncitos de granos de maíz, por ignorar totalmente los rudimentos de la aritmética (88).

Persuadido de su carencia, Segundo Conde se hizo enseñar las primeras letras y números de un curandero de provincia de modo tal que en poco tiempo pudo allanar este obstáculo y seguir expedito su camino hacia el éxito económico; nótese además en la citada disposición constitucional, que un impedimento para que se otorgase la ciudadanía a los libertos era el de ser “sirviente” o “jornalero”, condición prevista por el astuto liberto en lo que respecta a su madre y hermana, cuyo “rescate” o libertad había comprado oportunamente al amo con el fruto de su propio trabajo en la mina de oro. 3 . Cont e x t ua l i z ac i ó n h i s tó ri ca, i n d e p e n d e n ci a y a b ol i c i o ni s m o Florencio Conde aparece en una época de agitación y trastornos en todo el territorio de la Nueva Granada por cuenta de la creciente confrontación entre liberales y conservadores, representados mayoritariamente por comerciantes y artesanos los primeros y por hacendados latifundistas y el clero los segundos, si bien como ya se mencionó la frontera entre ambas fuerzas era permeable y la adhesión a una u otra corriente era más un asunto de oportunismos que de lealtades ideológicas. Fernando Guillén documenta que hacia mediados de la década de 1870 Samper había ya completado su tránsito al conservatismo, al tiempo que sus caudales aumentaban significativamente gracias a la especulación financiera y al cultivo del tabaco en la provincia de Honda9. Fue por esa misma época, comenta Guillén, cuando, junto a otros 9. Véanse, a propósito de las provincias de Honda y Mariquita, profusamente aludidas en la novela en cuestión, las admirables descripciones paisajísticas en el marco de los estudios que sobre flora, fauna y geografía física de la vertiente del río Magdalena realizó el célebre naturalista prusiano Alexander von Humboldt, de los cuales dejó testimonio en el primer volumen de su Relatio (1800-1801), o la compilación de apuntes en torno a su segundo viaje a la Nueva Granada.

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comerciantes y hacendados, promovió la formación de un partido “independiente” que armonizara con los requerimientos de una ampliación mercantil del horizonte económico de la joven nación hacia el capitalismo internacional, al tiempo que consumaba con esta iniciativa su definitiva separación de aquel proyecto liberal-radical que en sus años mozos lo llevo incluso a empuñar las armas (1979: 441-443). Desde entonces, esta nueva agrupación política compuesta por élites agroexportadoras, desempeñaría un papel fundamental en el progresivo desmonte de la Constitución federalista vigente desde 1863, en la adopción de un sistema centralista y en el inicio de una hegemonía del partido conservador que se extendió hasta 1930. Cabe añadir sobre el sistema federalista en Colombia que, mientras estuvo vigente y al servicio del mosaico de élites locales, se mantuvo en gran medida asociado al aislamiento de las regiones entre sí, no solo en razón de las barreras geográficas y de la ausencia de vías de comunicación, sino también de las divergentes estructuras de orden socioracial y económico que derivaban del modo particular en que se ejercía el poder político en cada región, poder fundado principalmente en la tenencia de tierra por parte de caudillos locales, que en tanto clientelas adscritas a la recién creada burocracia partidista tuvieron acceso a los recursos públicos (Palacios 1986). En efecto, una de estas estructuras de orden socio-racial y económico se verificó y tuvo contornos claramente marcados en el caso puntual del estado soberano de Antioquia, región que permaneció relativamente aislada de las crisis políticas del resto de la Nueva Granada y cuya economía residía desde la colonia en el esclavismo y en la extracción aurífera; la provincia de Antioquia sirvió de marco contextual para el nacimiento del esclavo Segundo Conde, que justamente por el aislamiento de su región ignoraba la existencia de una Guerra de Independencia hasta que, por gracia de una afortunada casualidad, conoce al coronel Samudio, entonces forajido de la reconquista española, que lo pone al tanto no solo de la circunstancia histórica en curso, sino también de las nociones de libertad e igualdad10. En este sentido, la imagen regional que se buscaba tejer 10. Cabe señalar que, al contrario de lo ocurrido en la aislada provincia de Antioquia, en la región suroccidental de Colombia, cuyo epicentro político y económico era la ciudad de Popayán, la participación de esclavos en el marco de las luchas políticas de la primera mitad del siglo xix fue mucho más activa y fructífera, en tanto se integraron tempranamente a la militancia armada liberal por la causa de la abolición de la

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en el relato de las prácticas culturales antioqueñas, así como de las manifestaciones de la vida cotidiana, guardaba una calculada simetría con los modos en que allí se desarrollaban las relaciones de producción y de territorialidad con respecto a las dinámicas de mestizaje, pero también con respecto a las demás variables particulares de la “naturaleza” antioqueña11, en el sentido más amplio del vocablo. Se nos antoja pensar, pues, que la elección del estado soberano de Antioquia como escenario para el inicio de esta historia no fuera gratuito, en primer término por lo propicio de su situación de cara a una representación implícita del conflicto histórico entre centralistas y federalistas, pero también dado el ulterior decurso que tras la independencia traza Segundo Conde hacia el nacimiento del hombre de negocios independiente, cuya natural astucia y perseverancia le permiten, ya en el ambiente republicano, sacar el mejor partido de las coyunturas económicas y reaccionar en modo oportuno de acuerdo a los vaivenes propios del mercado. En suma, se trata de una personificación idealizada, si cabe decir así, del principio teórico del liberalismo económico, según el cual la riqueza de un país o de una región no se dan gracias a la bondad, sino al egoísmo humano, salvo que en el caso del “humilde y leal” (105) Segundo Conde su comercio con cerdos, potros y muletos, que compraba flacos para venderlos cebados, así como su especulación “comprando a bajo precio las cosechas de cacao de algunas labranzas para revender luego el artículo en zurrones, con destino al consumo de los antioqueños” (87), dicho principio se torna, al interior del relato, en el más edificante de los ejemplos de superación humana y de escuela nacional, merced a la existencia de un régimen de libertades políticas y económicas basado en la competencia y en el individualismo. En favor de este argumento, María Teresa Cristina pone de manifiesto cómo las novelas de Samper, en particular aquellas escritas hasta esclavitud. Véase al respecto el estudio “Acción colectiva y partidos políticos en el siglo xix: la participación y presencia de los afrocolombianos desde una perspectiva histórica” (Díaz 2011). 11. En el terreno de los regionalismos y de los patrones culturales que determinaron relaciones de poder con tintes específicos de cada provincia cabe citar el estudio Poderes y regiones: problemas en la construcción de la nación colombiana, 1810-1850 de Uribe y Álvarez (1987). En él se postula que, en regiones como Antioquia, el grado de diferenciación fue tal que se llegó a reconocer en ello prácticamente la existencia de un ente político, cultural y territorial independiente del resto de la nación.

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1875, estuvieron orientadas a ser testimonio del proceso de desarrollo mercantil y del proyecto económico librecambista que iba tomando forma en la nueva formación republicana. Como producto de este proceso, se consolida en el poder una burguesía comercial de cuya matriz ideológica nuestro autor supo hacerse intérprete y representante, mientras que, en contraste, sus obras posteriores fueron adquiriendo un matiz cada vez más conservador y moralizante (1976: 44). Relativamente en sintonía con esta forma de reacomodamiento político e ideológico, resulta en este punto atendible la hipótesis de lectura que sugiere D’Allemand con respecto a Florencio Conde, según la cual Samper se propuso con esta novela ensayar “una solución simbólica a la dimensión socio-racial del conflicto partidista que fracturaba la nación desde mediados de siglo”, amén de que se publicara justo un año antes de su ingreso oficial al partido conservador (2012: 6). Haciendo acopio de estas perspectivas, nos resulta evidente hasta aquí que esta y otras novelas de Samper encajan en el patrón de lo que Bhabha entendió como la fusión de las tradiciones del pensamiento político y el lenguaje literario, de la que surge la idea de nación como una idea histórica poderosa en Occidente, que se auto-regenera en una retórica continua del progreso nacional y en armonía con las nuevas realidades históricas, hasta derivar en una “representación cuya compulsión cultural reside en la unidad imposible de la nación como fuerza simbólica” (2010: 11). A guisa de instrumento servil a esta dinámica de perenne reproducción de la imagen de nación, la novelística decimonónica fungió como una tecnología o, más bien, como una expresión narrativa del ámbito de las tecnologías que forman y modelan las naciones, pero sobre todo a los sujetos nacionales, que a su vez contribuyen a nutrir una tradición literaria y una historiografía nacional (Smith 2000). Valga de paso comentar que, para estas figuras representativas de las élites criollas, agazapadas en “la ciudad letrada” que magistralmente describió Rama (1984), el escribir obras líricas bajo el influjo de sus apetitos políticos y económicos serviría además de resorte social que los investía de prestigio y respetabilidad. Al tiempo que Samper forjaba su propia imagen y espacio en el elenco de las élites letradas que narraban la nación, alimentaba con el conjunto de su obra un debate de su época: ¿cómo integrar política, económica y culturalmente las diversas poblaciones y territorios al proyecto civilizatorio moderno? En esta dirección varias alternativas

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eran plausibles; sin embargo, hubo un principio en que los novelistas neogranadinos coincidieron sin excepción, al margen de su orientación partidista, y era que ningún proyecto de nación sería viable sin el levantamiento descriptivo de su territorio y de su población. Ello implicaba por supuesto el conocimiento de la geográfica nacional en términos del relieve, los climas, la hidrología, entre otros rasgos físicos, además de la composición demográfica y naturalmente la caracterización de los grupos raciales, que entonces obedecía o se determinaba en virtud de su imbricación con el territorio (Villegas 2008). De esta imbricación Samper se hizo eco no solo en sus obras científicas, sino también en sus novelas, como se aprecia en las “observaciones sociales” e históricas que realiza el joven Florencio al regreso de su viaje por Europa, ya después de haber cultivado su espíritu con lo más reciente del discurso científico evolutivo-determinista: Nuestras provincias del Atlántico y bajo Magdalena habían sido la base de las colonizaciones españolas en este país, y, por su clima ardiente y condiciones geográficas, las más favorables a la importación de negros africanos y la propagación de la esclavitud; pero estas mismas circunstancias habían hecho fatalmente necesario, inevitable el cruzamiento de las tres razas puestas en estrecho contacto: la americana o indígena, la española y la africana; cruzamiento que el ardor del clima, la fácil alimentación de las gentes y la exuberancia de una naturaleza pródiga en sus dones, habían de favorecer en alto grado. Aquellas provincias estaban, pues, destinadas por la fuerza de los hechos a ser pobladas y gobernadas en gran parte por hombres de color, de cuyo espíritu debía estar excluida toda tendencia aristocrática (152).

4 . F L O R E N C I O C O N D E : e s t ru ct u ra, narrad o r y e s t i l o La novela Florencio Conde está estructurada en tres partes, la primera dedicada a la vida de Segundo Conde, y la segunda y tercera dedicadas a la de Florencio Conde. Ambas historias, la del padre y la del hijo, terminan con el matrimonio de los protagonistas con mujeres blancas, por lo que este se presenta, estructuralmente, como la finalidad última de sus vidas: un final feliz, un tanto utópico, puesto que constituye la excepción de las prácticas sociales de la época. Cada una de las tres partes está subdividida: la primera en nueve capítulos; la segunda, en

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cinco y la tercera, en siete. El hecho de que, por un lado, el autor dedique solo una parte a la vida de Segundo y dos a la vida de Florencio y, por otro lado, que Florencio dé título a la novela, indica que este se construye como el verdadero protagonista: es él quien avanza más en el proceso de blanqueamiento racial y asimilación cultural, y quien contribuye en mayor escala a la construcción de la nación neogranadina. Es, por lo tanto, el arquetipo del hombre racializado, ideado e idealizado por Samper. La voz del narrador omnisciente presenta características típicas de la literatura novelesca decimonónica: no participa en la acción, se encuentra en un mundo diferente al de la diégesis; es, por tanto, heterodiegética. Si bien que no se identifica como una persona específica con nombre e historia propia, marca su lugar de enunciación a través del uso de verbos en primera persona del plural (“dejaremos”, 64, “tornaremos”, 64, etc.) y de la invocación del “lector” (abordado, claro está, siempre en forma masculina). Este narrador toma el control sobre el acto de narrar, narra según su propio criterio, con velocidades y distanciamientos diferentes, y justifica a veces su procedimiento. En otras palabras, dispone de la focalización cero. La estructura temporal es cronológica (salvo poquísimas excepciones), e incluso teleológica. Está destinada a demostrar una sucesión de causa y efecto en las vidas de los protagonistas, entendida como un progreso a varios niveles hacia el final feliz: a nivel profesional —ambos aumentan su reputación, riqueza y conocimiento—, a nivel moral —ambos ‘ganan’ por su honradez y perseverancia la mano de una mujer blanca—, y a nivel de su blanqueamiento —ambos contraen un matrimonio interracial, aceptan la asimilación cultural y se adhieren a los valores de la patria. Sin embargo, las tres partes están separadas por saltos en el tiempo, seguidos por analepsis que resumen lo que pasó en el intervalo. Entre la primera y la segunda parte hay un salto de 22 años: la primera termina con la promesa de matrimonio de Segundo y Camila en 1823, y en la segunda el narrador retoma la narración en el año 1845. Este salto temporal es acompañado por un salto local (de Honda a Bogotá) que refuerza la separación entre las dos historias (la de Segundo y la de Florencio) que ocurren en tiempos y lugares con características socio-raciales distintas. No obstante, el narrador antecede posibles interrogantes por parte de los/las lectores/as, insertando una explicación

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que justifica la estructuración del relato y repara —con una breve analepsis— el salto temporal efectuado: Nuestro lector habrá comprendido al punto que Florencio Conde era hijo del humilde héroe de la primera parte de nuestra narración; lo que nos obliga a echar una mirada retrospectiva sobre la existencia del liberto antioqueño que en 1823 había tenido la buena suerte de casarse con Camila, la pobre pero graciosa hija del coronel Samudio (115).

Este fragmento muestra buena parte de las características ya mencionadas del narrador: el uso del plural de modestia, la interpelación del lector, el control asumido sobre la estructura de la narración y su justificación. Una técnica semejante conecta la segunda con la tercera parte: la segunda termina con el anuncio del viaje de Florencio a Europa, y la tercera reanuda la acción a su regreso, dos años después. Los sucesos de estos dos años son condensados en una reflexión de Florencio (haciendo uso del discurso indirecto libre) sobre lo vivido y aprendido. Uno de los grandes objetivos de la novela consiste en retratar a los protagonistas racializados como sujetos dotados de racionalidad iluminada, siempre de corte occidental. Para lograr esta meta, el narrador recurre a la focalización interna de los personajes, plasmando su proceso cognitivo, ya sea al resumir sus pensamientos en sus propias palabras, al emplear el discurso indirecto libre o incluso al citar sus pensamientos en discurso directo, como si quisiera comprobar empíricamente su pensamiento racional, capacidad que durante siglos no se concebía en personas africanas o afrodescendientes esclavizadas y/o libertos. El uso del verbo ‘comprender’ para introducir las frases que contienen sus pensamientos, es muy frecuente y pretende asimismo certificar su pensamiento lógico. Son frecuentes también los comentarios del narrador que atestiguan las capacidades intelectuales de los personajes, como, en el siguiente ejemplo, en el caso de Segundo, personaje sin formación formal: De este modo la idea sencilla de la propiedad, como fruto del trabajo, conducía el espíritu de Segundo —espíritu de negro esclavo y todo, como era, pero humano, y por lo mismo creador— a la fecunda noción de la personalidad propia, de la dignificación obtenida por medio del esfuerzo y de la libertad individual (61).

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Nótese la necesidad de reforzar la humanidad de Segundo, es decir, la necesidad de rehumanizar a los negros que fueron deshumanizados y animalizados por los discursos y prácticas colonialistas. En varias ocasiones el narrador incluso usa la metáfora de la luz, que remonta directamente a la filosofía racional de la Ilustración —Segundo sufre por su ignorancia, ansía “una luz irresistible” (leer y escribir), “el camino de la luz”, “una clara inteligencia de la lógica del lenguaje y de los números” (89, 90)— y que muestra que el narrador lo interpreta todo a partir de una mirada eurocéntrica, impuesta por el colonialismo. Otro recurso narratológico usado para demostrar el talento de los protagonistas es el uso dosificado de diálogos que aparecen justo en momentos clave en los que se ponen a prueba su talento de negociación y de argumentación, así como también su honestidad y el respeto con que siempre tratan a sus interlocutores. Ejemplo de eso son las conversaciones de Segundo con el hacendado Clemente Conde en las que compra las libertades de su madre, de sus hermanas y de sí mismo, o las conversaciones de Florencio con Pedro Fuenmayor en las que lo informa que lo liberó de sus deudas con terceros y que no pretende cobrarlas. Cabe mencionar todavía que el narrador mezcla la diégesis ficcional con el relato de eventos históricos relevantes en la trayectoria de los personajes, por ejemplo, la lucha por la abolición de la esclavitud que don Clemente oculta a Segundo). Se trata de una novela que, para el año en que se publica (1875), ya se podía, en cierta medida, llamar histórica. Los detalles históricos aportados por el narrador indican que este contaba ya con un público distanciado de los eventos de la primera mitad del siglo xix y, de paso, evidencian la pretensión del autor por crear una obra con valor pedagógico. A esta relativamente amplia contextualización histórica de la diégesis ficcional, se suman algunas escenas costumbristas y descripciones paisajísticas con las que el narrador pretende caracterizar las regiones por las que los protagonistas pasan, por ejemplo, la descripción de las fiestas populares de Honda (sobre todo la fiesta del Corpus, su gastronomía, vestuario, el sincretismo cultural en que el cristianismo aparece como el elemento predominante), la descripción del paisaje del camino de Bogotá a Honda al regresar Florencio al hogar paterno para curarse del mal de amores —descripción acompañada por la asociación de Bogotá/mente y vida profesional, y Honda/alma y vida

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emocional—, o la descripción de las provincias del Atlántico y el bajo Magdalena donde Florencio permanece algunos meses a la vuelta de su viaje por Europa y que son caracterizadas como la región más negra en términos de población. Con esta técnica, la trama ficcional se transforma en una serie de sucesos dependientes de ciertos ambientes sociales y su historia. 5 . F L O R E N C I O C O N D E y l a co n s t ru cci ó n de l a nac i ó n Co l o m b i a a. Racismo y nación A pesar de que las ciencias naturales y la antropología (occidentales) afirman, ya desde hace mucho, que no hay una base genética que justifique hablar de ‘razas’ humanas, esta categoría continúa ejerciendo poder a nivel social y político. Escribimos ‘raza’ entre comillas para recordar que se trata de un concepto socialmente construido, que, partiendo de diferentes fenotipos de seres humanos, sirvió para atribuir características y cualidades morales particulares a grupos de personas y así justificar la opresión de algunos y la supremacía de otros. Estas atribuciones, a través de su repetición secular en diversos campos del conocimiento (biología, medicina, religión, derecho, política etc.), fueron naturalizadas de tal manera que se transformaron en regímenes de verdad. Hasta el día de hoy hay quien insiste en no aceptar que personas negras, blancas o gitanas poseen el mismo potencial intelectual o moral. El racismo se sigue basando en la profunda convicción de la diferencia abismal del otro, interpretado como una amenaza. En el siglo xix colombiano, la heterogeneidad ‘racial’ era vista como un problema nacional, un “obstáculo en la consolidación de la unidad nacional”, como afirma López Rodríguez (2019: 17), basándose en D’Allemand, por lo que “ser blanco se convierte en componente fundacional de la formación de la nación y de la región” (López Rodríguez 2019: 27). En este contexto, el blanqueamiento era entendido como un proceso de mestizaje cuyo resultado ideal serían personas con características morales y físicas predominantemente blancas.

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Cabe indicar sobre Florencio Conde que es una novela producto de la madurez literaria de Samper12, y que con ella buscó postular artísticamente el debate sobre las características de la población colombiana, el mestizaje y la construcción misma de la nacionalidad a partir de un diálogo que involucra tres planos discursivos: raza, historia y cultura. La categoría género queda en la sombra, como veremos más adelante, puesto que, para él, como para tantos otros de su generación y posteriores, los fundamentos de la nación son incuestionablemente masculinos. Además de resaltar la importancia del mestizaje en la conformación de un ideario de “lo nacional”, y entendiendo mestizaje como una interacción entre biología y cultura, esta novela entrega una versión bastante peculiar del amante negro (Herrera Ruiz 2016), figura de por sí transgresiva, como tema literario ya recurrente en el Romanticismo europeo que tampoco fue ajeno al siglo xix hispanoamericano: solo por citar algunos ejemplos análogos, piénsese en Sab (1841) de Gertrudis Gómez de Avellaneda, donde se representa el amor de un esclavo hacia una dama de la aristocracia en la Cuba de principios de siglo; La Emplazada (1874), del peruano Ricardo Palma, en la que se narra la historia del ‘mulato’ Pantaleón, una especie de esclavo preferido y cultivado que llama la atención de su propietaria, una condesa viuda que lo convierte en su amante y después lo ordena matar como castigo al descubrir que la traicionaba con otra de sus esclavas; o El Bandido (1885), narración en verso del chileno Salvador Sanfuentes que cuenta la historia de un esclavo que rapta la nieta de su amo en venganza por las vejaciones sufridas por cuenta de su condición racial. Otros ejemplos regionales de este tipo de historias, pero en lengua inglesa, son Belinda (1810), novela de la escritora irlandesa María Edgeworth, 12. Según documenta D’Allemand, las dos primeras novelas de Samper fueron escritas fuera de Colombia: la primera mientras se encontraba en Francia (1858-1962), con el título Las coincidencias: escenas de la vida neogranadina, publicada en Bogotá en 1864; la segunda, Una taza de claveles: escenas de la vida peruana, la escribe en Lima en 1863 y se publica ulteriormente en Bogotá en 1881 bajo el título de Los claveles de Julia: escenas de la vida peruana (2012: 48). En 1866 se publica Martin Flores, que fue una de las novelas más populares de la segunda mitad del siglo xix en Colombia (Laverde Amaya 1890; Cortázar 1908; Curcio Altamar 1975); Un drama íntimo, 1869; Coriolano y Clemencia, 1879; mientras que en 1881 aparecen El poeta soldado: escenas de la vida colombiana e Historia de un alma. Memorias íntimas y de historia contemporánea, su autobiografía, en la que traza los contornos de su vida en medio de las luchas y aprendizajes que forjaron su carácter como escritor y figura pública. Póstumamente, se pública, en 1899, Lucas Vargas: escenas de la vida colombiana.

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ambientada en la Jamaica colonial, en la que se representa la atracción y el cortejo de dos de sus personajes, un esclavo negro y un mestizo caribeño —creole— rico, hacia dos señoritas blancas de origen inglés; y el relato autobiográfico Vida de un esclavo americano contada por él mismo (1845), del estadounidense Frederick Douglas, donde se narra la vida de un afroamericano que, en medio de las vicisitudes propias de su condición, se dedica a la lucha por el abolicionismo universal de la esclavitud, y que ya en su madurez contrae segundas nupcias con una mujer blanca. Con respecto a la literatura colombiana, podemos mencionar en esta línea el cuento “Federico y Cintia” de Eugenio Díaz Castro (1869) y la novela Mercedes de Soledad Acosta de Samper (1869), ambos analizados, junto con Florencio Conde, por Mercedes López Rodríguez (2019). En contraste con los ejemplos anteriores, pero siempre en el terreno del amor interracial, la canónica novela cubana Cecilia Valdés o la loma del Ángel (1839) de Cirilo Villaverde representa un ejemplo paradigmático, valga decir, entre muchos otros durante el siglo xix en América, en los que el romance involucra inversamente al hombre blanco con la mujer negra o mulata. Este tipo de relación, históricamente mucho más frecuente, es reflejo del sistema colonial patriarcal que reservaba el privilegio de la libertad sexual al hombre blanco, que podía tener relaciones extramatrimoniales con mujeres racializadas, casi sin sufrir sanciones sociales, mientras que las mujeres blancas, salvo poquísimas excepciones, se encontraban confinadas en el hogar como esposas y madres, idealmente fieles y dedicadas a servir al marido y a los hijos. En las sociedades coloniales, ya sea en las Américas, África o Asia, el hombre blanco gozaba incluso de la libertad de apropiarse de las mujeres colonizadas por la fuerza, según el lema ultra aequinoxialem non peccari. Por todo eso, estas narraciones sobre uniones que formaban más bien la excepción de la regla, son especialmente significativas por lo que aportan a las ideas forjadas sobre la construcción de la nación y la inclusión de las diversas poblaciones al proyecto nacional moderno. Es así que el amor interracial en Florencio Conde implica necesariamente pensar en el mestizaje y la interculturalidad de cara a la fundación de la nación colombiana, como ya dijimos, pero también al proyecto civilizatorio que ideó Samper basado en la integración de una ciudadanía étnicamente heterogénea. Pero, más allá de eso, esta

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particular novela nos pone de frente a la función social e histórica que tuvo la literatura en el siglo xix, en los términos que la entendió Ángel Rama en su Crítica de la cultura en América Latina (1985), esto es, como una dinámica de consolidación de nuevas naciones y de nuevas identidades nacionales, que se da en conjunción con la creación de una nueva literatura proclive a ese propósito fundacional. Parte del marco conceptual en favor de esta tesis es el planteado por Doris Sommer en su libro Ficciones fundacionales: las novelas nacionales de América Latina, en el cual se traza una nítida conexión entre la novela del siglo xix y las bases ideológicas a partir de las cuales se estructuran los Estados nacionales, conexión que se realiza justamente a través de la instrumentalización del sentimiento del amor como insumo para la creación de escenarios históricos donde se entretejen semánticamente la noción de lo político y de lo erótico; en ello aborda varias novelas —entre ellas María de Jorge Isaacs— que sirven de ejemplo ilustrativo en Hispanoamérica de eso que postula como “una intimidad nacional”, en las que se explota, sistemáticamente, el tema de los amores imposibles o trágicos y se recurre a una “evocación casi masoquista de placeres inalcanzables, y se emplea una narrativa reflexiva que se vuelve sobre el lector como un látigo para acrecentar el deleite sentimental” (Sommer 2004: 230). Florencio Conde encaja en este tipo de proposición del amor percibido como imposible, al ser las relaciones representadas allí incompatibles con el viejo paradigma racial de cuño hispánico y colonial que se resiste al cambio del ciclo histórico. Plantear la posibilidad del mutuo amor y la unión matrimonial entre el negro y la blanca, pone a prueba la capacidad de la sociedad para enfrentar los cambios que supone la fundación de la nación moderna; ello equivale también a concretizar y hacer frente a una contradicción histórica que tiene que ver con la desconcertante pervivencia de los valores derivados de una estratificación social colonial y la resistencia de la vieja sociedad a las ideas revolucionarias —vieja sociedad que se hace patente en el carácter de algunos personajes de la novela— que insiste en oponerse a que una mujer blanca, además bella y de noble origen, quiera o deba aceptar las pretensiones amorosas de un hombre negro. Como constata López Rodríguez (2019: 186), para Samper, en la jerarquía social, cuya cabeza forman los blancos, siguen los otros tipos ‘puros’, los indios y negros, partiendo de la suposición de que

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los tipos de sangre ‘pura’ presentan características morales también ‘puras’. En un nivel inferior estarían los variados tipos de mestizos, entendidos como individuos con características más problemáticas. Aquellos mestizos que carecen de antepasados blancos, los zambos (mezcla entre indígenas y negros), eran considerados una “combinación de ‘salvajismo’ y ‘barbarismo’” (Góngora/Santos/Costa 2019: 91), encontrándose en el camino contrario al del blanqueamiento.13 De hecho, don Clemente, el amo del joven esclavo Segundo “tenía [...] particular predilección por el negrito Segundo, el más fino o de más pura raza de todos sus esclavos” (57; las cursivas son nuestras). De igual manera, se resalta la negritud de una las hermanas de Segundo, la Pastora: “hermosa negra de talle esbelto, blanquísimos dientes y grandes y expresivos ojos” (82). Esta descripción se encuentra implícita en la mirada de don Clemente cuando evalúa el precio de la Pastora: “la Pastora vale muy bien trescientos cincuenta patacones; es hermosota y puede dar buena cría...” (82). Si podemos afirmar que esta mirada colonialista, que animaliza y cosifica a los sujetos racializados, es criticada en la novela como una práctica moralmente caduca, vemos también que el coronel Samudio, luchador por la independencia y, por tanto, héroe del nuevo paradigma político y social, republicano, no está más allá de estas ideas de pureza racial: “Este negro [Segundo] es de raza pura, joven y sencillo; debe ser bueno, leal y honrado, y tengo que confiarle mi suerte” (76; las cursivas son nuestras).14 Sin embargo, lo que importa en el nuevo paradigma, cuyo representante es Samudio, son sobre todo las características morales. Segundo se revela como ejemplar: es el modelo arquetipo del negro capaz de integrarse al proyecto de nación: Segundo era un hermoso negrito, bien tallado, robusto, vigoroso, de muy buena índole, fuerte ya para el trabajo, inteligente y muy industrioso, y mostraba en todas las facciones de su lustroso rostro de ébano animado, así como en las protuberancias de su bien conformada cabeza, cubierta de lanudas motas, los signos claramente indicativos de una voluntad firme y enérgica, unida a un sentimiento de profunda benevolencia (57). 13. A propósito del “zambo” escribe Samper en su Ensayo sobre las revoluciones políticas: “Es cobarde, bajo, canalla por naturaleza, y sólo puede servir para el oficio de bogador, pero ladrón ratero” (1969: 57). 14. Más adelante, reaparece la idea de la pureza racial en la imagen de la unión entre Segundo (el negro puro) y Camila (la blanca pura) como “el marfil y el ébano” (101).

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Si aquí se resaltan, además de su impecable físico y su cráneo presentado en términos típicos de la época, su “buena índole”, su aptitud para el trabajo, su inteligencia, su empeño y su “profunda benevolencia”; en otros momentos se resaltan en él “su notoria honradez, su carácter apacible y servicial” (88). A eso se suma, más importante aún, el hecho de que Segundo se encuentre claramente en el camino hacia la asimilación a la cultura europea. En ningún momento exhibe una manifestación cultural que remonte a tradiciones o creencias africanas, ni mucho menos un deseo articulado por mantener cierta identidad cultural africana o afrodescendiente. La novela carece también de vocabulario de origen africano que pudiera ser leído como un proyecto de inclusión cultural de la otredad. Los repetidos elogios del narrador de las cualidades morales de Segundo son prueba de qué tipo de negro es bienvenido en la construcción de la nación neogranadina y, ex negativo, qué tipo no lo es: aquel negro que se resiste a la asimilación. Segundo no solo se asimila a la cultura hegemónica occidental, sino que también acepta su condición subalterna, el racismo de la sociedad, incluso cuando ya es un hombre rico y respetado. En ningún momento intenta apropiarse de algo que no sea socialmente adecuado a su color de piel. Así, no osa desear a Camila hasta que ella misma dé el primer paso: Y el honrado Segundo era tan humilde y leal, que ni por un momento había abrigado la idea de casarse —él, un negro liberto, bien que con bienes de fortuna— con una joven de buena condición, blanca y bella y elevada por el nacimiento a la mejor nobleza posible: la de hija de un libertador de la patria, que había rendido la existencia por efecto de su abnegación y patriotismo (105).

Segundo se adapta al espacio que le es reservado en la sociedad racista. De esta manera, la relación entre Segundo y Camila, tras la muerte del coronel Samudio, no se configura como una atracción sexo-afectiva, sino como una relación de tutor y huérfana, o de padre e hija, como expresan las siguientes expresiones: “pobre huérfana” (104), “infeliz huérfana” (104), “paternal solicitud” (105), “el papel de padre adoptivo” (105). La base del posterior matrimonio es, consecuentemente, del lado de Camila, un sentimiento de gratitud hacia Segundo y de obediencia hacia su padre y, del lado de Segundo, una

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vocación protectora hacia Camila y respeto y gratitud hacia Samudio, quien luchó por la liberación de la nación y de los esclavos. Concordamos con López Rodríguez cuando constata que “[l]a ausencia de romance en esta historia enfatiza el papel de las mujeres como objetos de intercambio político y alianza entre hombres” (2019: 205 s.). El privilegio de vivir una atracción sexo-afectiva será reservado al hijo mestizo de los dos que, como hemos dicho, se configura como el verdadero protagonista de la novela. Segundo, por su parte, seguirá aceptando su subalternidad aun cuando su hijo Florencio se casa, renunciando a estar presente en la boda: “Mi presencia en tu casamiento sería una humillación para la familia de tu esposa” (180). Cabe destacar una última característica del negro Segundo que lo clasifica como integrable al proyecto de nación. Es un sujeto apolítico: En lo tocante a la política, Segundo había sido entusiasta admirador de Bolívar y de todos los “libertadores”, pero nunca se apasionó en favor de ninguno de nuestros partidos domésticos. Se echaba de ver que se inclinaba hacia los liberales, desde 1828, por simpatía de raza o gratitud, puesto que ellos hacían constantes esfuerzos por la emancipación de las masas populares y particularmente de los esclavos; pero cuando le apuraban para que interviniese en elecciones u otros actos políticos, se excusaba siempre diciendo: “Yo nada entiendo de esas cosas; nací esclavo y me crie obedeciendo, y al fin y al fallo alguno ha de mandar; que sea Juan o que sea Pedro quien gobierne, lo mismo da para mí, puesto que nunca he de saber ni poder enderezar las cosas” (118).

La autoproclamada ignorancia, junto con su orgullosa obediencia, lo transforman en un sujeto que no participa activamente en el porvenir político de la nación, sino que confía en otros. Estos son precisamente hombres blancos, como el coronel Samudio o Simón Bolívar, a quienes admira. Todas estas características juntas vuelven a Segundo un “buen negro” (81, 99, 100) para la nación en construcción. Pasando ahora al papel que le es conferido al mestizo, o ‘mulato’15, Florencio en la novela, se puede afirmar que este constituye un paso más en el proceso de asimilación de los ‘otros’ de la nación. Es resaltada su 15. Optamos por escribir ‘mulato’ entre comillas para indicar su carga peyorativa. Sobre todo, para castas con sangre africana se utilizaron denominaciones que provienen del mundo animal. Además de ‘mulato’, que viene de mula, encontramos términos

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belleza como resultado “feliz” del mestizaje, al haberse logrado físicamente el blanqueamiento: “tenía la tez casi blanca” (115). Sus características morales son descritas en pares de elementos opuestos (“suavidad y energía”; “humildad y altivez”, 115), lo que indica que en su persona se mezclan características típicas de dos razas ‘puras’. Sin embargo, a veces sobresalen los ‘defectos’ clasificados como típicos de los ‘mulatos’: [...] a las veces se dejaba arrastrar por ciertos ímpetus de vanidad, de impaciencia y de espíritu de imitación, propios de casi todos los mestizos de su linaje, se reprimía a tiempo y se hacía querer por su carácter generoso y leal y su tendencia a la equidad en todo. Parecía haber así en su carácter moral como en sus rasgos físicos, una especie de equilibrio entre las dos razas de cuyo cruzamiento procedía, y todo hacía esperar que al completar su educación sería un hombre de provecho (120).

Al contrario de su padre sumiso, de sangre ‘pura’, el mestizo Florencio carga con un potencial de características ambivalentes, interpretadas como una posible amenaza para la construcción de la nación. Tiene que hacer un esfuerzo por reprimir sus ímpetos negativos y, así lo quiere el proyecto literario de Samper, lo logra. Florencio se convierte en un brillante abogado (se recibe en 1846) y convencido patriota. Ejerce también el periodismo, donde muestra “la llama de un patriotismo noblemente democrático” (141). Para curarse del mal de amores —en su intento de aproximación a Rosita fue rechazado por ella con un argumento francamente racista— hace un viaje a Europa. Vemos nuevamente cómo Florencio es construido como mestizo ejemplar: viaja a Europa, origen de la familia de su madre y de la oligarquía que oprimió a su padre y a todas las personas racializadas, y no a África, origen de la familia de su padre, al que tanto estima. Pasa dos años en el ‘viejo continente’ (Inglaterra, Alemania, Italia, España y Francia), y testimonia las convulsiones de la revolución de 1848 en París, lo cual desencadena un largo proceso de reflexión en el que raciocina —paradójicamente— que Europa ofrece la solución para los problemas de su patria, la esclavitud y el racismo, problemas que la propia Europa creó en las Américas.

como cabra, coyote, lobo, caboré (una especie de ave) y zambo (una especie de mono) (Góngora/Santos/Costa 2019: 90).

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Desarrolla un discurso en el que ‘la civilización’ y ‘el progreso’ (los paradigmas europeos interpretados como universales) se vuelven las bases ideológicas para su vida futura de hombre político: “Estas y muchas otras reflexiones hicieron comprender a Florencio el poder benéfico de la civilización y la inmensa cantidad de justicia y pacificación que contiene el progreso” (150). Nótese nuevamente el uso del verbo ‘comprender’, que sugiere que el narrador está en posesión de una verdad, entendida como universal, que le permite evaluar las reflexiones del personaje. Comparando Europa con su patria, Florencio nota: “¡Aún hay esclavos en mi patria, pensó un día Florencio, y la raza de mi padre es tiranizada por la de mi madre!” (150), por lo que empieza a luchar —a través del periodismo— por la abolición, que será lograda en enero de 1852, año en el que Florencio ya es representante en el Congreso por una de las provincias del bajo Magdalena. Como vimos, hay varios contrastes entre padre e hijo. El padre, de raza ‘pura’, es caracterizado exclusivamente de manera positiva. No posee formación formal, es apolítico, sumiso, pero inteligente y trabajador. El hijo carga con algunas características potencialmente negativas, atribuidas a los mestizos, que tiene que reprimir para poder ser considerado con éxito en la lógica del blanqueamiento. Posee formación superior, experiencia acumulada en Europa, que lo califica como una persona capaz de tener un papel activo en la política de la nación en formación. Florencio constituye un paso más en el blanqueamiento por su formación, su fe en el paradigma científico y social occidental, y no muestra ningún interés, al igual de su padre, por una afirmación cultural como afrodescendiente. Queda por ello patente el efecto de la colonialidad que sigue avasallando el mundo hasta hoy. b. Género y nación Nira Yuval-Davis, al analizar obras teóricas sobre nación y nacionalismo, llega a la conclusión de que el debate en torno a nación y ‘raza’ (o etnicidad) es mucho más antiguo y científicamente más explorado que el debate en torno a nación y género (1993: 621-22). La principal razón es que las mujeres han sido localizadas en el dominio de lo privado (la casa, la familia), interpretado como políticamente irrelevante. Sin embargo, lo público y lo privado son dos caras de la misma moneda y

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no pueden ser entendidos plenamente el uno sin el otro. Los hombres suelen ser representados como los fautores intelectuales, políticos y militares de la nación. La construyen y la defienden contra sus enemigos, y esta defensa es interpretada, en gran medida, como defensa de las mujeres y los niños, quienes aseguran el futuro de la nación. Para tal defensa, las características masculinas hegemónicas han sido interpretadas como esenciales: la fuerza física, la agresividad, la racionalidad, la inteligencia. Visto que las mujeres han sido caracterizadas en el régimen patriarcal como desprovistas de estos rasgos, no pueden participar de la misma manera en los proyectos nacionales. Suelen ser, al mismo tiempo, incluidas y excluidas: incluidas como reproductoras biológicas de la nación, transmisoras de la cultura nacional y, en algunos casos, figuras simbólicas de la nación; pero han sido excluidas de la vida pública, del acceso al trabajo asalariado, del derecho al voto, de derecho de decisión sobre su propio cuerpo, en algunos casos del derecho a viajar sin permiso del hombre, etc. Su trabajo ha sido entendido como un servicio de afecto, amor y cuidado altruista, inclinación supuestamente ‘natural’ de las mujeres, a pesar de que sustenta una considerable parte de la economía. Así, la base del orden social y económico acaba siendo, en muchos casos, la subordinación de las mujeres (cf. Yuval-Davis 1993). Esta subordinación es el gran no-dicho en Florencio Conde, como en tantas otras obras de su época, y épocas anteriores y posteriores. Si bien Florencio Conde ha sido caracterizada como una obra de tenor emancipador, los que se emancipan e integran al proyecto de nación son solo hombres. Ninguna mujer tiene un papel activo decisivo en esta novela, ninguna mujer posee ciudadanía en sentido pleno. Veamos primero el caso de las mujeres blancas, concretamente el papel de la esposa de Segundo (Camila), madre de Florencio, y el de la esposa in spe de Florencio (Rosita). La representación de ambas pasa por la descripción de su belleza, por lo que se puede afirmar que el ideal de belleza subyacente a la novela es el de la mujer blanca. Las descripciones contrastan con las de las hermanas negras de Segundo, evaluadas como animales. Las mujeres blancas tienen el papel, sobre todo, de permitir la ascensión social de sus esposos, el primero negro y el segundo mestizo, en un proceso de blanqueamiento extendido por dos generaciones. Su papel activo en este proceso es casi nulo, ya que, en ambos casos, el matrimonio es negociado entre el novio y el

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futuro suegro, se trata por lo tanto de “pugnas entre masculinidades” (López Rodríguez 2019: 188) y no de historias de amor (romántico). Segundo gana el respeto y la confianza del padre de Camila, el coronel Samudio, porque le ayuda a huir de los realistas en el caos de las luchas por la independencia. El papel que le cabe a Camila es obedecer la voluntad del padre, interpretada al mismo tiempo como voluntad de Dios: “Pues que se haga la voluntad de Dios y de mi padre, añadió Camila” (109). Solo por la bendición alcanzada en ambos sistemas, religión y patriarcado, la unión puede ser representada como legítima y capaz de sustentar el proyecto nacional. Camila, venciendo una eventual “repugnancia” por la ‘raza’ de Segundo es configurada como “un ejemplo de la virtud republicana, capaz de superar los prejuicios coloniales” (López Rodríguez 2019: 206). En la segunda parte de la novela, el hijo, Florencio, mantiene una estrecha relación con su padre, al que considera su mentor y al que envía cartas desde Bogotá. Poco o nada sabemos de la relación con su madre. Ni siquiera es referida como una persona con mérito propio cuando, en una disputa con otro estudiante, Florencio expresa su orgullo por su origen: Pues sepa usted, le replicó Florencio, que si usted tiene alguna ejecutoria para titularse decente, yo la tengo para llamarme noble, porque desciendo de dos aristocracias: la del trabajo honrado y la del patriotismo. Mi padre nació esclavo, y después de rescatar a su familia con su trabajo y sus ahorros, se rescató a sí mismo y se hizo ciudadano libre por su solo esfuerzo. Mi madre, de origen español, era hija de un valiente soldado y prócer de la independencia (121; la cursiva es del original).

Llama la atención aquí que las dos genealogías nobles que Florencio reclama se basan en méritos masculinos. Su madre solo parece digna de mención por ser hija de un hombre heroico. El papel de Rosita es insignificantemente mayor que el de Camila. Le cabe humillar a Florencio en un primer momento recusando su invitación a bailar (“yo nunca bailo con mulatos”, 129) y poniendo en evidencia su prejuicio racial, que no es, ni más ni menos, que el prejuicio racial de su padre. Pero Florencio, a diferencia de Segundo, no es un hombre que acepte actitudes racistas, sino que las combate. Sin embargo, no se enfrenta a Rosita, sino a su padre. En lo que sigue, la

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disputa y negociación entre hombres, Florencio Conde y Pedro Fuenmayor, ocupa el foco de interés. En medio de eso, el hecho de que Rosita acabe queriendo o incluso amando a Florencio, parece circunstancial. El visto bueno paterno, concedido en el lecho de muerte de Pedro Fuenmayor, será decisivo para la legitimidad de esta unión. La novela parece insinuar que las uniones interraciales inversas, entre hombres blancos y mujeres racializadas, a pesar de mucho más frecuentes, no pueden cumplir este rol fundacional para la nación. De hecho, durante la colonia, la casta de los hijos de estas relaciones “estaba asociada con el prejuicio de la ilegitimidad de nacimiento —fuera del matrimonio o por adulterio—, la carga tributaria y el estigma social” (Góngora/ Santos/Costa 2019: 90). Samper nos presenta en esta novela el caso contrario, que se destaca por su legitimidad. Veamos ahora el caso de las mujeres negras y mestizas, oprimidas en dupla por su género y su ‘raza’. Esta opresión interseccional es patente en la representación de las parientes de Segundo y Florencio, concretamente la madre (Antonia) y las dos hermanas (Josefa/Chepa y Pastora) de Segundo, todas negras, y la hermana de Florencio (Antonia), mestiza. Segundo compra primero la libertad de su madre y después, la de sus hermanas, para liberarse por último a sí mismo. De esta manera es caracterizado como buen hijo y buen hermano. Cumple la función del hijo modelo del patriarcado que honra y protege a la madre, y ayuda a las hermanas, pero no las libera del yugo del patriarcado, que no prevé otro lugar para ellas que el de ser esposas y madres. Consecuentemente, las hermanas de Segundo desaparecen rápidamente de la narración, puesto que se casan y así cumplen su único destino posible. Lo mismo se puede decir sobre la hermana de Florencio, que se casa con un “estimable joven” (132) para luego desaparecer de la narración. Segundo lleva apenas a su madre consigo y la cuida con amor filial hasta su muerte, actitud interpretada como cristiana. De hecho, hay varios momentos en los que Segundo es caracterizado como cristiano creyente. Sin embargo, una de estas mujeres tiene un papel que adquiere cierta importancia en un momento dado: Pastora. Esa hermana de Segundo es víctima de abuso sexual por parte del capataz de la hacienda de don Clemente, Ciprián Gómez. Cuando Segundo negocia su liberación con don Clemente, este vacila en principio porque no quiere contrariar a su capataz, pero luego acepta su liberación, ya que Segundo

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dispone de los medios económicos para pagar un precio alto por ella. Este episodio retrata, de paso, una forma de abuso usual en el contexto de la esclavitud. Muestra también la impunidad absoluta de los hombres blancos que violan a mujeres negras (esclavas). Al narrador no le parece necesario comentar y criticar ese hecho, por lo que se confirma lo dicho inicialmente: la opresión patriarcal, y aún más, la opresión interseccional de género y ‘raza’, es el gran no-dicho de esta novela. Resulta interesante que en Florencio Conde el grupo de personas que merece ser incluido en el proyecto de nación, encabezado por hombres blancos, es, en primer lugar, el formado por los hombres racializados, antes que el de las mujeres blancas. Es evidente que el criterio sexo/género acaba limitando más la probabilidad de inclusión que el criterio ‘raza’. La virilidad es presentada como valor fundamental de la identidad neogranadina en construcción. Quien es hombre y ‘viril’, o sea, quien presenta una masculinidad hegemónica, a pesar de racializado, puede, si se esfuerza lo suficiente, participar activamente en el proyecto de nación. Las mujeres, sean blancas o racializadas, se quedan subordinadas y confinadas en el espacio privado del hogar. En las largas reflexiones de Florencio sobre sus experiencias en la región del bajo Magdalena, resalta entre otras características del ‘mulato’ “[s]u rapidez de comprensión y claridad de inteligencia, su prodigioso espíritu de imitación” (152). Como ya hemos mencionado, el narrador usa frecuentemente el verbo “comprender” para introducir pensamientos tanto de Segundo como de Florencio. Aquí, en una especie de discurso auto-antropológico, el ‘mulato’ Florencio atestigua a los ‘mulatos’ en general lo que él mismo ha mostrado a lo largo de su vida. Mientras su “espíritu de imitación” alude a la voluntad de asimilación cultural, sin resistencia, sin reclamo de identidad propia como afrodescendiente. c. Clase y nación En Florencio Conde se representa de manera muy natural un proceso socioeconómico que tuvo lugar en Colombia —y en general en Latinoamérica— entre finales del siglo xviii y principios del xix por cuenta del mestizaje: como producto de la mezcla de razas, progresivamente se rompe el equilibrio social y cultural que existía desde la colonia,

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por medio del cual se deslindaba los individuos y sus estatus tanto en términos de autoridad y subordinación, como de relaciones de producción y régimen de propiedad, sobre la base del índice racial. Ello se tradujo en el progresivo ascenso en la escala social de los diversos grupos de mestizos y en la consecuente reconfiguración del modelo de estratificación socioeconómica en un sistema republicano que ahora obedecía a las reglas de juego del librecambismo y a la acumulación de capital. En estos términos, el mercado y su influjo se convertían en una ética y ley común, en instrumento de unidad política y social que estaba por encima de la heterogeneidad étnica y admitía la participación de todos (los hombres). De cara a este natural proceso, Tirado Mejía argumenta que la transformación de la conciencia colonial se hacía inevitable en tanto los intereses de la naciente burguesía de terratenientes, comerciantes y artesanos surgían y se multiplicaban; se trataba de sacrificar el viejo sistema de castas y de monopolios al libre impulso del mercado y a la necesidad de consumir: “una nación de ciudadanos libres requería de sujetos libres, iguales para contratar y que se hicieran a la representación de que eran libres” (1989: 337), de modo tal que los otrora esclavos o indios ejercían su libre albedrío vendiendo los lotes de tierra de los resguardos o haciendas repartidos tras la Guerra de Independencia, las mercancías producto de su labor artesanal o bien su fuerza de trabajo como tal. En consecuencia, agrega Tirado Mejía, “con el ejercicio de tanta libertad era incompatible la prolongación del Estado colonial” (1989: 336). En contraste con esta convicción, el mismo Tirado Mejía admite más adelante que este escenario ideal de progreso económico y de superación ideológica enfrentaba contradicciones de grueso calibre, en especial tras la abolición de la esclavitud, ello en razón de que para los esclavistas dueños de minas y haciendas “hacer igual el esclavo y el indio al amo, así fuera solo ante la ley, era dar un golpe a las jerarquías en las que se basaba (todavía) gran parte del poder político de la aristocracia criolla” (1989: 342). Así, del mismo modo en que antes acogimos como admisible la hipótesis de D’Allemand según la cual Florencio Conde constituía una tentativa de Samper por hallar una solución simbólica a la dimensión socio-racial del conflicto partidista que fracturaba la nación desde mediados de siglo, otro tanto valdría para admitir que lo fuera también para conciliar la idea de que un negro liberto, merced a las bondades de la independencia y al cambio

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histórico, pudiera ser considerado libre e igual en una nueva sociedad de compradores y vendedores. Los choques que surgieron entre los grupos y familias que habían gozado de estatus y privilegios durante la colonia con los advenedizos, o “nuevos ricos”, si cabe la expresión, eran apenas lógicos. El nuevo orden político y económico había subvertido el esquema de jerarquías y ahora las desigualdades estaban más asociadas al nivel de ingresos y a la propiedad que a la raza; esto pese a que, en Colombia, el determinismo étnico y cultural siempre ha sido puesto por delante cuando se trata de ponderar las actitudes o el carácter de las poblaciones. En este orden de ideas y remitiéndonos a la sustancia de la novela, podemos constatar que, hacía 1820, la legislación colonial respecto a la tenencia de esclavos comenzaba a ser objeto de revisión, y que gracias a los cambios que trajo consigo la independencia el liberto Segundo Conde “tenía ya organizados sus negocios en el distrito de Cartago” (87). Más adelante, su destreza y buen tino lo llevarían a amasar una considerable fortuna, esto sin dejar de percibir, él mismo, que esta suerte de movilidad social no estaba exenta de prejuicios raciales: “Segundo, sin educación y con una instrucción apenas rudimentaria, solo podía formarse esta idea clara: que la riqueza podía allanar, sino todas las desigualdades de raza y nacimiento, por lo menos las más embarazosas y humillantes” (92). Y sería precisamente la riqueza el medio que permitió al joven ‘mulato’ Florencio gozar de los privilegios plenos de la ciudadanía, acceder al conocimiento y la razón ilustrada, por una parte, pero por otra fue también la riqueza el lubricante que le permitió entrar en el estrecho círculo social de la élite blanca bogotana, al interior de la cual prosigue el proceso de inacabado mestizaje biológico y cultural que conduce, en últimas, a la formación de una nacionalidad racialmente promiscua como la vislumbró Samper. Un aspecto más que llama la atención en el cuadro socio-histórico que se teje en esta novela tiene que ver con la función institucional que se atribuye a sendos matrimonios celebrados entre individuos de distinta extracción socio-étnica: el de Segundo por la Iglesia y el de Florencio por la ley civil, como una representación audaz que busca por este simbolismo conciliar los conflictos y frustraciones derivados de lo que en una coyuntura política parecía la usurpación del lugar privilegiado de los blancos por cuenta del ascenso social de los mestizos. En concreto, el matrimonio es una institución social, un contrato

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económico si se quiere, por medio del cual una población étnicamente heterogénea formalizaba el proceso de blanqueamiento como “homogenización”, tal y como agudamente lo advierte Martínez Pinzón en su artículo sobre el mestizaje en la novela Dolores (1863) de Soledad Acosta, a la sazón esposa de Samper: “Mestizaje como homogenización, mezcla como olvido de la historia no europea y blancura como civilización eran las variables que permitirían a Colombia entrar en el concierto de las naciones civilizadas” (2015: 391). Retomando las antes analizadas “pugnas entre masculinidades”, se hace todavía necesario un análisis interseccional que no solo tenga en cuenta la ‘raza’ de los hombres en disputa, sino también su clase y su posición económica. Por un lado, tenemos a dos hombres racializados, en rápida ascensión económica, Segundo y Florencio, y, por otro, a dos hombres blancos, el coronel Samudio y Pedro Fuenmayor, ambos prósperos al inicio y empobrecidos al final de su vida. A todos ellos Samper confiere diferentes papeles en la nueva nación. El par Samudio/Segundo es descodificado por López Rodríguez de la siguiente manera: “el valiente coronel es una alegoría de las elites llamadas a dirigir la nueva nación, mientras que el humilde liberto constituye el ideal del pueblo que habría de construirla con su trabajo. No hay ninguna mácula que enturbie estas dos masculinidades, radiantes, ejemplares de los valores de su propia raza” (2019: 202). Si el coronel Samudio muere pobre e invisibilizado, es apenas porque los ideales de la nueva nación todavía no se han realizado plenamente. El par Pedro Fuenmayor/Florencio tiene que ser descodificado de otra manera. Pedro Fuenmayor es un aristócrata español, orgulloso de su casta, abiertamente racista y colérico. Debido a su privilegiada posición social durante el colonialismo, rechaza el trabajo. Sin embargo, en el nuevo paradigma social y político, ya no consigue vivir del trabajo de los otros y empobrece. Su comportamiento es clasificado por el narrador como inadecuado para los tiempos que corren: Este abismo había sido cavado por el necio orgullo, las preocupaciones e ineptitud aristocráticas y el desprecio por el trabajo, que no podían acomodarse a la situación política creada por una revolución que, nacida como al acaso y sin programa claro en su principio, al cabo de cuarenta años había hecho de la libertad y la igualdad los únicos fundamentos posibles del orden social neo-granadino (174).

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Pedro Fuenmayor es el representante de un paradigma caduco. No tendría ningún lugar en el proyecto de nación si no fuera por su virilidad, valorizada también en el nuevo paradigma que no cuestiona el orden patriarcal. Es, por lo tanto, digno de respeto y un adversario serio para Florencio. Sin embargo, como el propio Florencio dice, su terquedad racista ultrapasa los límites de lo ridículo: “¡Pobre hombre!, tan respetable por su rectitud y pundonor, como ridículo por su orgullo de casta!” (170). Es humillado en varias ocasiones. El punto culminante es la escena en la que es presionado por un acreedor porque no consigue pagar sus deudas. Florencio, que presencia la escena, compra la acreencia inmediatamente después, sin decirle nada a Pedro. A partir de este momento, Florencio tiene a Pedro literalmente en sus manos. El hecho es interpretado por el narrador como un acto desinteresado, noble, pero acaba siendo un truco astuto que le permitirá a Florencio su jugada final. Florencio, mestizo con formación, poder económico y buen carácter (salvo poquísimas excepciones), es el tipo de persona al que Samper delega responsabilidad política, junto a los blancos, en la nueva nación. Samper considera a los ‘mulatos’, según López Rodríguez (2019: 17), “como agentes de revigorización de la sangre y de las economías en bancarrota de las familias descendientes de los colonizadores europeos” (López Rodríguez 2019: 17). 6 . A m a ne r a de e p í l o g o Hemos considerado hasta aquí un conjunto de aspectos socio-históricos y literarios en favor de la reedición de la novela Florencio Conde de José María Samper, no solo de cara a la recuperación de una obra importante de la tradición decimonónica colombiana e hispanoamericana, sino también como parte de un esfuerzo por repensar los patrones ideológicos a partir de los cuales la literatura de ese siglo sirvió como instrumento de construcción de nacionalidades y de modelación de las relaciones de producción, espejo de las relaciones de poder vigentes, al interior de sociedades colonizadas en su pensamiento y en su estructura socio-racial. La novela entrega una serie de claves útiles para la dilucidación de las particularidades históricas, económicas —y, si se quiere, también ambientales— que están en la base de un racismo remanente y

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transversal a todos los aspectos de la vida material, productiva y afectiva de la sociedad neogranadina, aun después de la abolición de la esclavitud, al tiempo que ensaya, por medio del trazo de un carácter en sendos personajes, un arquetipo de perfil ideal del individuo racializado, dotado de una subjetividad y de una conciencia de clase compatibles con las transformaciones que trajo consigo la independencia, entre otras el desmonte, aunque fuera solo parcial o aparente, de la jerarquización racial de las relaciones de producción de la colonia en el marco del desarrollo del sistema capitalista liberal y del centralismo gubernamental. De ahí que en su conjunto la novela refracte un ‘estado de la historia’ colombiana —entendido como proceso dialéctico— en el que están en marcha los cambios políticos y culturales que mediarán las relaciones de poder entre segmentos poblaciones racialmente heterogéneos, ello de cara a la construcción de un nuevo régimen de propiedad y una nueva forma de estratificación socioeconómica en el que la promiscuidad de razas se confunde con la promiscuidad de valores e intereses individualistas. Resulta claro además que, junto a la supremacía racial y la preeminencia moral del hombre blanco —transferidas por vía del blanqueamiento y la imitación de valores en el esclavo y el mestizo— está en juego también la preeminencia del patriarcado como institución social dominante y como justificación última de otra forma de opresión: la de género, en la que se asigna a la mujer un rol de segundo orden, de silente subordinación al poder y a la virilidad del hombre, aun cuando se haya completado el tránsito de un régimen colonialista hacia una civilidad republicana y liberal. Todo ello evidencia si no el fracaso, al menos lo exiguo o lo estéril que resultó el proyecto civilizatorio de nación —pos-independencia— ideado por Samper como núcleo de la novela.

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Nota a esta edición

El trabajo editorial de la novela Florencio Conde. Escenas de la vida colombiana que presentamos a continuación se restringió a intervenciones en escala mínima sobre la obra publicada en 1875 por la imprenta de Echeverría Hermanos de Bogotá, ello a fin de que su lectura fuese accesible no solo a investigadores o especialistas de la tradición literaria decimonónica, sino al público en general. Las modificaciones consistieron en la normalización de acuerdo al uso actual de los signos de interrogación, exclamación y puntos suspensivos; por lo mismo, se ajustaron la acentuación, la ortografía de algunas palabras y se sustituyeron pronombres enclíticos por proclíticos de acuerdo con el actual uso de la lengua. En casos muy puntuales, se agregaron notas al pie para explicar variables de ciertos vocablos cuyo uso se limita al ámbito colombiano o americano, o bien que con el tiempo hayan sido remplazados por otros de significado análogo; adicionalmente se indica por medio de breves apuntes la alusión a acontecimientos históricos colombianos integrados como parte del relato. Por lo demás, sobra decir que la transcripción procedió en estricto apego a la sustancia y las formas de la primera edición, lo que incluye la dedicatoria y el uso por parte del autor del tipo de letra cursiva o bastardilla.

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ESCENAS DE LA VIDA COLOMBIANA NOVELA ORIGINAL POR JOSÉ M. SAMPER

BOGOTÁ: IMPRENTA DE ECHEVERRÍA HERMANOS 1875

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AL DOCTOR RAFAEL NÚÑEZ

Bogotá, enero 16 de 1875 A usted, mi estimado amigo, mi antiguo compañero de periodismo, hombre de corazón y de fuertes convicciones, dedico esta obra literaria; su idea dominante es el principio que nos ha guiado a usted y a mí en todo tiempo: la JUSTICIA, cuya fórmula ha encontrado el espíritu moderno en la LIBERTAD DEMOCRÁTICA. De usted siempre buen amigo, JOSÉ M. SAMPER.

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I

La hacienda de don Clemente

El apellido Conde se ha propagado algo en Colombia, y de su propagación ha resultado que en esta tierra, irrevocablemente republicana, así como hay muchos Duques sin ducados, Márquez (corrupción de Marqués) sin marquesados, y Varones (corrupción de Barón) sin baronías, hay numerosos Condes sin condados ni cosa que se lo parezca. De este linaje eran los Condes de la villa de ** en la antigua provincia de Antioquia, elevada en 1856 a la categoría de estado federal1. Como es universalmente sabido, Antioquia es una comarca muy montañosa y aurífera por excelencia, y el gobierno colonial, que fincaba en el oro y la plata toda la riqueza, se complacía particularmente en fomentar el laboreo de las minas en las ásperas montañas antioqueñas y sus estrechos y profundos valles. De allí el esmero con que se había procurado favorecer la propagación de la esclavitud en Antioquia, toda vez que el trabajo de los esclavos era el más barato, y que solamente los negros de origen africano, mantenidos en rigurosa servidumbre, tenían la fuerza de constitución y resistencia de temperamento necesarias para soportar los rudos trabajos de las minas. Una mina de “oro corrido” o aluvión era cosa muy apreciada, por las esperanzas de enriquecimiento fácil que hacía concebir; pero una mina sin algunos esclavos para beneficiarla, era como un molino sin agua u otra fuerza motriz, que de poco podía servir. El negro esclavo era el instrumento, la máquina y la fuerza motriz que hacía dar productos a una mina: era como el apéndice del mineral. De esta suerte la carne humana, pero negra, amalgamada con el metal amarillo, procuraba opulencia a los señores de la tierra. 1. El “estado federal de Antioquia” hizo parte de los “Estados Unidos de Colombia”, nombre que recibió la República de Colombia entre 1861 y 1886, en el marco de una tentativa por establecer un sistema político federalista y liberal.

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Pero el negro esclavo no era solamente un apéndice de la mina, como instrumento pasivo de trabajo, sino también un criadero de fuerza para el criadero de oro, y una especie de prolongación viviente de la casa del amo. No teniendo vida propia, no siendo una persona sino una cosa, mal podía tener nombre puesto que este es el primer distintivo del hombre. El negrillo Pedro, nacido en casa de un señor Blanco, debía llamarse Pedro Blanco; más si vendido luego a don José Prieto tenía un hijo de alguna esclava de este, tal hijo, bautizado Antonio, verbi gracia, seria denominado Antonio Prieto, con la posibilidad de que el nieto fuera llamado Andrés Rubio o algo por el estilo. El negrito Segundo, nacido y criado en la hacienda del amo don Clemente Conde, ubicada entre dos montañas cerca de la villa de **, había venido del seno de Dios al mundo de la esclavitud por los años de 1797 a 98; era hijo de una esclava, y por lo mismo esclavo de nacimiento, y llevaba el irrisorio nombre de Segundo Conde; curioso agrupamiento de un nombre numeral y un apellido que parecían representar la genealogía de una familia aristocrática. Don Clemente (y don había de ser en aquel tiempo, si tenía esclavos y hacienda) no merecía mucho que digamos su nombre bautismal, pues no sobresalía por la clemencia: era un propietario como cualquier otro, hombre de bien, según las ideas de su generación, habituado a vivir a expensas de la carne negra que había comprado o que le iba naciendo en su casa o en su fundo, en virtud del “santo derecho de propiedad”; pues si la ley declaraba que una parte de la especie humana era cosa, o que la especie negra no era humana, justo era también que la reproducción de esta especie especial de seres, así como la de un yegüerizo o un rebaño, acrecentase el sagrado haber del propietario. Don Clemente no era ni mejor ni peor que el común de los demás amos, y acaso los españoles se mostraron los menos crueles de los traficantes en carne humana, que fueron tan numerosos, de todas las razas, en todas las comarcas o colonias del Nuevo Mundo. Don Clemente Conde, ni oprimía a sus esclavos más de lo permitido por la ley, ni les otorgaba más de lo que estaba obligado a otorgarles: su apellido, una camisa y unos calzones de coleta bruta, dos platos de mazamorra con panela y arepas de ración diaria, y cada semana un día libre para trabajar ellos por su cuenta y otro de descanso. Él disfrutaba de sus cosas animadas y las reivindicaba en uso de su derecho, con la misma tranquilidad de conciencia y el mismo candor de propietario con

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que procedían los demás amos respecto de sus negros, y dejaba andar el mundo tal como venía rodando, sin cuidarse de componer lo que otros habían hecho y tenido por bueno. Pero sí sabía apreciar en todo su valor el mérito de un esclavo, del propio modo que un chalán experto sabe apreciar un caballo. Su idea primordial era esta: “un esclavo es más apreciable mientras más puro sea... porque siendo fino, de raza pura, es más fiel, humilde y obediente, resiste mejor el trabajo, es más fecundo para la cría o producción de otros esclavos, y vive y sirve por mayor tiempo”. Filosofía sencilla era esta, que en germen contenía los más obvios principios de una economía social rigurosamente egoísta. Consecuente con su gran máxima económica, tenía don Clemente particular predilección por el negrito Segundo, el más fino o de más pura raza de todos sus esclavos. Apenas si rayaba en los dieciséis años, y ya su amo le estimaba tanto... que le estimaba en trescientos “patacones”, suma considerable a principios del presente siglo y más aún en el Nuevo Reino de Granada, rebautizado en 1863, por la gracia de la República democrática y federativa, con el glorioso nombre de “Estados Unidos de Colombia”. Segundo era un hermoso negrito, bien tallado, robusto, vigoroso, de muy buena índole, fuerte ya para el trabajo, inteligente y muy industrioso, y mostraba en todas las facciones de su lustroso rostro de ébano animado, así como en las protuberancias de su bien conformada cabeza, cubierta de lanudas motas, los signos claramente indicativos de una voluntad firme y enérgica, unida a un sentimiento de profunda benevolencia. La familia de Segundo —si familia podía llamarse el conjunto de cosas animadas que de cerca le tocaban, y que la voluntad de don Clemente podía vender y dispersar entre varios amos de apartados domicilios— se componía de tres individuos: su madre, negra casi bozal nacida en Antioquia de una hermosa conga, y dos hermanas, Chepa (o Josefa) y Pastora, nacidas así como Segundo en la hacienda de don Clemente. Antonia, la madre de esta cría de esclavos era, pues, una negra benemérita, puesto que el capital existente en ella se había reproducido en tres nuevos capitales; a más de esto ejercía las importantes funciones de cocinera del trapiche. Amén de una extensión considerable de tierras, unas de labradío y otras cubiertas de bosques vírgenes, la hacienda de don Clemente se componía de un pequeñísimo hato de ganado vacuno, un trapiche con varias enramadas, en torno de las cuales se extendían algunos tablones

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de cañas para producir melaza y panelas, dos o tres dehesas de pastos naturales para la cría de muletos y el mantenimiento de las bestias que servían en el trapiche, y algunos montes de donde solo se extraían maderas para las cercas y enramadas y para leña. Por el fondo de una angosta cañada, no lejos de las enramadas, corría una quebrada profunda, de lecho cascajoso y aguas frescas y cristalinas, tributaria del Porce, el más aurífero de los ríos del centro de Antioquia, y allí, en una encrucijada montuosa, tenía don Clemente lo más valioso de su hacienda: una abundante mina de oro de aluvión, a cuyo laboreo tenía aplicados siete u ocho esclavos de los más robustos y mejor probados, dirigidos en sus trabajos por un capataz blanco asalariado. Chepa y Pastora trabajaban de ordinario en el trapiche, moliendo caña durante todo el día y a las veces de noche, y cuando no era tiempo de molienda, por no estar las cañas en sazón, se ocupaban en la desyerba de estas mismas o en el cultivo de alguna otra sementera, como la siembra y cosecha de maíz y frijoles (judías). En cuanto a Segundo, durante su niñez y primera adolescencia había sido empleado en trabajos propios de su edad, ora mondando mazorcas y frijoles en la cocina y desgranando maíz al lado de su madre, o arriando las mulas en el trapiche, junto a sus hermanas, ora en las dehesas, en el rodeo de los ganados y las bestias, o algo semejante. Mas cuando tuvo dieciséis años era un muchacho tan vigoroso, y de genio tan pacífico y formal, que don Clemente le estimó útil para sacar muy buen partido de sus aptitudes; por lo que un día le hizo llamar a la sala de su casa campestre y le dijo: —Segundo, tú eres ya un hombre y puedes trabajar en la mina. —Así será, si a mi amo le parece bien, respondió el muchacho. —Pues desde el próximo lunes irás, con Ciprián Gómez, el capataz, a ocuparte en el laboreo. —Está bien, mi amo. —¿Sabes cuáles serán tus obligaciones? —No, mi amo. —Si llegares a ocultar siquiera sea un grano de oro, te haré dar veinticinco azotes. —Sí, mi amo. —Y si lo hicieres por segunda vez, te haré dar los cincuenta. —Sí, mi amo.

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—Hay que tomar el desayuno en el trapiche, el almuerzo en la mina, y regresar a comer en el trapiche mismo, al anochecer. —Está bien, mi amo. —¿Sabes cómo y para quién has de trabajar? —No lo sé bien, mi amo. —Pues escucha, repuso don Clemente: según la regla establecida, tendrás mejor ración de mazamorra y frijoles, tu vestido de siempre, y ración entera de arepas y panela; y los sábados serás libre para trabajar por tu cuenta aun en la mina misma. —Está bien, mi amo. —Y si ganares con el trabajo de los sábados, añadió don Clemente, la suma necesaria para pagar lo que valgas, podrás rescatarte, según es tu derecho: ¿lo entiendes? —Bueno, mi amo. —Pues vete con Dios, y desde el lunes a la mina.

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II

Segundo y la mina

Segundo comenzó sus trabajos de minero, y todos los días, metido hasta las rodillas entre el agua de la quebrada, medio desnudo, lavando arenas auríferas bajo la incesante vigilancia de Ciprián Gómez, iba entregando a este el oro en polvo que laboriosamente recogía en su batea. Durante las primeras semanas de aquella dura labor, el activo negrito no sabía cómo descubrir los mejores depósitos de oro, y aun dejaba escapar de su batea, por inexperiencia, no pocos granos o pepitas del precioso metal; pero en breve fue aprendiendo a recoger las arenas y batirlas con habilidad dentro y fuera del agua, y sobre todo, se desarrolló en él un instinto de observación tan perspicaz, que ninguno de sus compañeros le aventajó en maña para buscar en los derrumbes y sinuosidades del barranco y en las capas de cascajo y arena de la quebrada, los más ricos aluviones de pepitas auríferas. El primer sábado en que Segundo se halló en el fondo de la mina, junto con sus compañeros de esclavitud y de trabajo, se sintió presa de una emoción extraña, indefinible: por primera vez se pertenecía a sí mismo, puesto que su trabajo era suyo durante algunas horas, bien que para ello no le daban herramientas ni útiles algunos, como acostumbraban rehusarlos, con su natural egoísmo, los dueños de minas y de esclavos. En el espíritu del adolescente negrito no había penetrado claramente esta idea que es el fundamento de todo derecho, de toda propiedad y de todo orden social: “Yo tengo fuerzas o facultades físicas y morales; la posesión de estas fuerzas es lo que constituye la persona; su aplicación a producir los medios de adquirir bienestar es el trabajo, y esta adquisición, bajo cualquiera forma que sea, es la propiedad. Personalidad, actividad y propiedad, he ahí las tres expresiones del hombre completo, del hombre que se posee, se gobierna y funciona como un miembro útil de la familia social”. Estas verdades elementales

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en que se funda toda la teoría de la ciencia social, no podían ser entrevistas ni aun vagamente ideadas por Segundo, negro inteligente, pero absolutamente ignorante, como todo esclavo, sin horizonte intelectual ni estímulo alguno para pensar. Pero instintivamente, dominado por una impresión nueva y profunda, al pisar las ardientes arenas de la mina, se hizo esta reflexión: “Hoy, por ser día sábado, mi trabajo es mío, y el fruto de mi trabajo me pertenecerá. ¿Es decir que hoy soy un hombre, no una cosa; soy un ente libre, no una bestia como en los demás días de la semana? Sin duda ha de ser así, puesto que si el amo es una gran persona, un hombre rico, es por ser dueño de su hacienda, de su mina y sus esclavos. Yo soy negro, negro como el carbón, y mi amo es blanco; pero tenemos mucha semejanza, a pesar de la diferencia de color y posición, puesto que él, que es mi amo, habla, come, siente, piensa y vive poco más o menos lo mismo que yo que soy su esclavo. ¿En qué consiste pues la mayor diferencia? En que él es un hombre, porque es libre y posee, y yo una cosa, una especie de bruto, porque soy poseído... ¿Pero no podré convertirme de cosa en hombre, a fuerza de trabajar todos los sábados y guardar lo que gane con este trabajo? ¿No lograré rescatarme con el oro de esta misma mina?... Sin duda: así me lo ha dicho mi amo. Es preciso, pues, que yo tenga tanto como lo que pueda valer, para ser... sí, para ser algo”. De este modo la idea sencilla de la propiedad, como fruto del trabajo, conducía el espíritu de Segundo —espíritu de negro esclavo y todo, como era, pero humano, y por lo mismo creador— a la fecunda noción de la personalidad propia, de la dignificación obtenida por medio del esfuerzo y de la libertad individual. Esta noción le surgía en la mente vaga y confusa, como un punto algo luminoso pero lejano y rodeado de tinieblas; cual una cumbre de montaña que asoma despejada y aislada en medio de las espesas nieblas que cubren las serranías, antes de que el sol disipe todas las sombras de una mañana triste; pero también se le fijaba en el cerebro con la seducción de lo desconocido y la persistencia de lo que contiene una esperanza. Más no era tan fácil para un esclavo el procurarse oro en una mina con la misma sencillez con que lo obtenía para su amo: los amos dejaban a sus esclavos los días sábados libres, pero no les procuraban para este trabajo propio ninguna herramienta con que excavar y remover las arenas, ni aun la batea para lavarlas; por lo que los esclavos,

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privados de buenos medios, solo podían obtener, con mucho trabajo, muy miserables cantidades de oro. Se servían de estacas de palo para remover las tierras auríferas, y de unas grandes coyabras o calabazos abiertos para lavarlas. Segundo, al hallarse en la mina, se quitó la camisa y los pantalones, se puso un guayuco de coleta bruta, echó mano a la coyabra que se había procurado, y hundiendo los pies en el arenal húmedo, se puso a trabajar durante seis o siete horas seguidas. En aquel primer día de trabajo propio, el adolescente negrito no fue afortunado: el de los cinco días anteriores había dejado en las orillas de la quebrada muchos montones de arenas lavadas, de suerte que el oro no aparecía sino en granitos insignificantes; a que se agregaba la suma dificultad que había para trabajar con provecho sin buenos utensilios de ninguna clase. Así fue que Segundo no pudo ni remover ningún banco rico del conglomerado o del aluvión aurífero, ni lavar las arenas de un modo conveniente; y a duras penas, al fin de la jornada, tan solo había reunido, bañado en sudor y jadeante de cansancio, una pequeñísima cantidad de oro que podía pesar cosa de dos tomines, o sea el valor, en aquel tiempo, de unas dos pesetas españolas. Eran ya cosa de las cinco de la tarde cuando Segundo, sentado sobre el pico de una peña a la sombra de uno de los grandes árboles que cubrían casi por completo las márgenes de la sinuosa y bulliciosa quebrada, descansaba de su fuerte labor, y, restaurándose con un pedazo de arepa y otro de panela que mascaba con avidez y placer, pero sin pensar en que tenía hambre, contemplaba con melancólica resignación un peñasco de la orilla opuesta, que asomaba por entre los árboles y arbustos, compuesto de capas exfoliadas, inclinadas, paralelas y abundantísimas, en cuya desigual superficie sobresalían algunas puntas de sílex muy blancas, que brillaban como lanzas o cuchillos metálicos a la luz amarilla del sol poniente. Todo el pensamiento de Segundo en aquellos momentos estaba concentrado en esta idea: “Todos estos barrancos, todos estos peñascos, todo lo que forma estas ramblas está lleno de oro; pero ¿por qué he podido lavar tan poco oro para mí, si en los demás días de la semana he lavado bastante para mi amo? ¿Qué me falta para lograr lo mismo todos los sábados?”. Un rayo de luz le iluminó súbitamente, y se dijo: “¡Ah! Lo que me falta es una barra para remover las tierras

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nuevas, una garlancha2 para transportarlas a la orilla del agua y una batea bien hecha para lavarlas con tino... ¿Pero cómo conseguiré todo esto? La garlancha puedo formarla con mi coyabra, poniéndole un mango; compraré una batea con el primer oro que recoja y trabajaré mejor; ¿pero la barra? Esta herramienta es grande y debe de costar muy caro: en muchas semanas no conseguiría yo el oro necesario para comprarla”. Acabando de hacer estas reflexiones, Segundo tuvo una inspiración salvadora: al estar con la vista fija en el peñasco del frente, le había llamado la atención un objeto más sobresaliente y luminoso que los demás de la exfoliación pedregosa: descendió prontamente al fondo de la quebrada, pasó al otro lado dando tres o cuatro saltos, trepó hasta el pie del peñasco, y viendo el objeto que brillaba lo arrancó y se puso a examinarlo. Era un pedazo de piedra de sílex, naturalmente cortante, como de dos pulgadas de espesor y un pie de largo, tosco pero fácilmente utilizable. “¡Ah!, pensó el negrito, ¡ya tengo con que hacerme una barra para trabajar!”, y al punto escondió su piedra en el hueco de una peña, y se puso en camino para la casa de la hacienda, contento y dichoso como si tuviera ya un tesoro. Al día siguiente un esclavo se lamentaba de habérsele quebrado los mangos de dos azadones, y estar en riesgo de que le castigaran. Segundo le dijo: —Hagamos un trato, Tiburcio. —¿Cuál? —Yo tengo vistas en el monte unas varas muy buenas para hacer mangos de herramientas: consígueme un cuchillo de cortar caña y yo te traigo los mangos hoy mismo. —Pues al momento lo consigo con el mayordomo del trapiche. Segundo, provisto del cuchillo, pidió licencia para ir a la quebrada a bañarse, y al punto subió hacia el monte que se hallaba en las cercanías de la mina. Cortó los palos que necesitaba Tiburcio, y otros para su propio uso, uno de ellos para acomodarlo a su piedra de sílex, otro para mango de la coyabra, y otros para repuesto; y en seguida se puso a afilar su piedra contra otras de la quebrada hasta sacarle bastante filo y darle la forma regular de una ahoyadera o barretón. La empató en el mango, hendiendo una extremidad de este, y luego lo aseguró 2. Col. Especie de laya o pala.

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y remachó atándolo con algunas madejas de fique que a prevención llevaba en el seno de la camisa. Con esto, Segundo había fabricado una ahoyadera o especie de barra muy cortante que le servía para sus excavaciones, así como la garlancha cóncava hecha con su coyabra iba a servirle para el acarreo de las tierras auríferas. Ocultó bien sus tesoros en el bosque, muy cerca de la mina, no sin haberlos puesto a buena prueba, y tornó a las enramadas del trapiche, sin que se tuviera ni la mínima sospecha de lo que él acababa de hacer. Cuando llegaba a las enramadas iba diciéndose con satisfacción: “Hoy no he lavado ni me era permitido lavar un solo grano de oro; pero he ganado mucho más que todos mis compañeros, porque he fabricado dos de los instrumentos con que luego me procuraré cuanto necesite”. Con el oro que trabajosamente pudo recoger en los tres primeros sábados, logró Segundo comprar clandestinamente una buena batea propia para el laboreo, la que ocultó en el bosque con sus demás utensilios; prometiéndose que desde el cuarto sábado le iría muy bien. Después de otros cinco días de trabajo tan asiduo como fiel, empleados junto con los demás esclavos en beneficio de su amo, llegó para Segundo el anhelado día de prueba, en el que le dejaremos ingeniándose por recoger todo el oro posible, y tornaremos la atención hacia los acontecimientos políticos que entretanto ocurrían en Antioquia. Por todas partes rugía la tempestad revolucionaria, desencadenada por los grandes patricios de Nueva Granada, tan poco metódicos e inexperimentados como heroicos y abnegados, que habían iniciado en 1810 la obra inmensa de la emancipación de los pueblos y de la creación de una verdadera patria neo-granadina. Secuestrados como se hallaban los esclavos de todo movimiento social, no llegaba hasta ellos el rumor de la lucha empeñada entre patriotas y españoles, y allá en el fondo de las minas que beneficiaban para sus amos, ignoraban que un puñado de sostenedores de la independencia hacían figurar en el decálogo de su revolución la idea tan justa como necesaria de la abolición de la esclavitud. En la misma provincia de Antioquia, independizada de 1810 a 1815 de la dominación española y constituida en soberana, como una de las “Provincias Unidas de la Nueva Granada”, dos hombres ilustres, Corral y Félix Restrepo, el primero como jefe del gobierno y el segundo como legislador, habían decretado y proclamado la libertad de

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los esclavos, si no por completo, a lo menos en principio y como una reforma comenzada que debía tener su desarrollo necesario. Otras de nuestras legislaturas revolucionarias habían apellidado la misma causa, y Bolívar, el genio militar de la revolución, sostenía en mucha parte sus campañas llamando a los esclavos bajo la bandera tricolor y diciéndoles: “Venid a ganar y merecer la libertad, combatiendo por la de la patria; os emancipo en nombre de los pueblos, pero sed los soldados de la emancipación común”. Más los esclavos, en su mayor número, ignoraban totalmente los actos de las legislaturas, no habían oído nombrar siquiera a Bolívar, y no tenían la menor idea de la revolución que forcejaba por emanciparlos: guardados como estaban con rigor y celo en la oscuridad de las haciendas y las solitarias profundidades de las minas, solo sabían que tenían un amo a quien pertenecían en cuerpo y alma, para quien debían trabajar y bajo cuyo látigo habían siempre de temblar. Careciendo como carecían hasta de la noción de la justicia divina, puesto que les inculcaban la idea de ser esclavos por la voluntad de Dios, mal podían tener idea de aquella grande y ejemplar justicia de los pueblos que se administra por medio de las revoluciones... Segundo participaba enteramente de aquella ignorancia, y don Clemente, a fuer de buen realista y celoso de su propiedad, bien que era pacífico y muy prudente en su realismo de español, cuidaba mucho de mantener a sus esclavos reclusos en la hacienda, a fin de que no tuviesen noticia en la vecina villa de **, de la revolución que agitaba a los pueblos y podía inquietar a los negros y mulatos sujetos a dura servidumbre. No sabiendo, pues, nada de lo que pasaba fuera de la hacienda, ni teniendo, por tanto, motivo alguno para esperar que la libertad le viniera de otra parte, Segundo solo daba el pensamiento a una idea fija: reunir lo necesario, con el oro que recogiese en los días que le pertenecían, para obtener su rescate...

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III

La madre antes que todo

Habían trascurrido dos largos años desde que Segundo era minero, cuando en la mañana de un domingo pidió licencia para entrar en el cuarto de su amo, ocupado en aquel momento en arreglar sus libros de cuentas. —¿Qué quieres, Segundo?, preguntó don Clemente, alzando a medias la cabeza y sin retirar la pluma del cuaderno de cuentas. —Mi amo, vengo a pedir a su mercé3 un favor. —¿Cuál es? —Que su mercé me diga, si lo tiene a bien, cuánto vale mi madre. —¿Tu madre? —Sí, mi amo. —¿Y por qué lo quieres saber? —Porque hay quien la quiere comprar. —Es verdad: un amigo mío me ha ofrecido por ella doscientos patacones, pero le he pedido doscientos cincuenta, y no rebajo. —¿Y su mercé piensa venderla? —Según el precio. Tu madre tiene cosa de cuarenta años, pero es robusta, fuerte para el trabajo, madrugadora y hacendosa, y sabe moler bien el maíz, hacer sabrosas arepas y manejar con maña a todos mis esclavos y los peones de la hacienda. Antonia vale bien los doscientos cincuenta pesos. —¿De modo, repuso el negrito, con acento patentemente conmovido, que si hay quien dé los doscientos cincuenta patacones mi madre será vendida a otro amo? —Así puede suceder, contestó con frialdad don Clemente.

3. Col. Derivación de “su merced” o “vuestra merced”, expresión usada en la Colonia por personas no libres para dirigirse con respeto y sumisión a un amo o superior.

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Una lágrima de intensísimo dolor asomó en los ojos de Segundo, a quien el sentimiento filial hacía comprender la crueldad del amo, crueldad inconsciente es verdad, pues este solo se preocupaba de la cuestión del precio de Antonia, sin tener en cuenta lo inicuo que sería el separarla de sus hijos al venderla a un extraño. Pero esta reflexión fue tan rápida que don Clemente no tuvo tiempo para ver la expresión que se pintaba en el rostro de su joven esclavo. Segundo volvió a un lado la cabeza, se enjugó sus furtivas lágrimas con la manga de la camisa y dijo con serenidad: —¿Quiere su mercé vender a mi madre por los doscientos cincuenta patacones? —¡Pues cómo no! —Yo la compro. —¡Tú!, ¿estás loco? —¡Yo, mi amo! —Pero si un hijo no puede comprar ni poseer a su madre... —Poseerla, ya creo que no; pero comprarla... ¿por qué no, mi amo? —Tú eres esclavo, y un esclavo no puede comprar ni adquirir nada. —¿Pero no puede comprarse a sí mismo?, observó Segundo; ¿no puede rescatarse, según su mercé me lo ha dicho? —Sin duda. ¿Y qué? —Pues, mi amo, yo compro a mi madre para ella; la rescato, si su mercé me lo permite. Por primera vez, al oír a Segundo, don Clemente sintió delante de un esclavo cierta impresión vaga parecida a lo que todos llamamos respeto por un ser humano: miró a su negro con sorpresa, y luego con una mezcla de atención e involuntaria simpatía, y le dijo: —¡Hola!, ¿con que estás rico? —No tanto, mi amo, respondió Segundo; pero sí me alcanza lo que tengo ahorrado para pagar a su mercé el rescate de mi madre. —¿Es decir que mi mina es tan rica que con el oro de tus días libres has podido reunir doscientos cincuenta pesos en poco más de dos años? —Mi amo, la mina es rica; pero lo principal es saberla trabajar. —Es verdad; y según me ha informado Ciprián tú eres de todos mis esclavos el mejor minero; el que lava y entrega mayores cantidades de oro. —Así es, mi amo.

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—¿Y no me has robado nada? —Mi amo, no sé robar, ¡ni robaré nunca!, repuso el negro con una expresión digna al par que respetuosa. —¿No has ocultado parte alguna del oro lavado en los días que me pertenecen? —¡Jamás, mi amo! —Te lo creo, repuso don Clemente: leo en tus ojos la expresión de la sinceridad. ¿Y cómo has hecho para encontrar mucho oro? —Mi amo, a fuerza de maña y paciencia... —¿Y dónde está tu tesoro? —Aquí está, mi amo. Y al decir esto mostró Segundo una cosa como una mazorca de maíz seco con su envoltura natural. —Eso es maíz, dijo don Clemente —Perdone su mercé; es oro en polvo. Abrió entonces la cubierta de la mazorca, que tenía liada con fique, y mostró un paquetico envuelto en papeles y trapos viejos: una vejiga de cerdo, sucia, arrugada y de color amarillento, contenía el oro. —¿Cuánto tienes ahí? —No lo sé, mi amo; su mercé pesará y dirá lo que sea. —Tu oro está muy limpio, dijo don Clemente observando atentamente el polvo de granos y pepitas, y es de muy buen color. —Así es, mi amo. —Pues veamos lo que pesa. Y diciendo esto vació el polvo de oro en un platillo limpio de la balanza de cobre que tenía sobre la mesa que le servía de escritorio, y pesó concienzudamente el contenido, en tanto que el esclavo fijaba la vista con ansiedad en los dos platillos que se balanceaban. Don Clemente le sacó de la ansiedad diciendo: —Hay ciento setenta y dos y medio castellanos. —¿Y cuánto alcanzan a valer, mi amo? —A dos pesos el castellano valen... trescientos cincuenta y cinco pesos. Segundo respiró con amplitud y fuerza, y el rostro se le iluminó con un rayo de alegría que pareció emanarle del fondo del alma. —Entonces... mi amo ¿sí hay con qué rescatar a mi madre? —Sin duda; y aún te sobran ciento cinco pesos.

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—Pues, mi amo, guarde su mercé lo que ha pesado mi madre, y... si fuere el gusto de mi amo... yo guardaré lo demás. —¿Y no es mejor que dejes el sobrante en mi poder? —No sé si mi amo puede ser deudor para con su esclavo... observó Segundo, con una lógica irrefutable. —Tienes razón, repuso don Clemente: guárdate el dinero que te sobra; voy a dártelo, y en seguida escribiré la carta de libertad de tu madre. Aguarda afuera. Salió Segundo del cuarto de su amo, y este se puso a reflexionar a solas diciéndose: “Seria mucha lástima que este muchacho hubiera empezado por rescatarse a sí mismo; me haría mucha falta, porque, aun siendo tan joven, es el mejor de mis mineros. Ninguno lava tanto oro ni tan limpio como Segundo... Me conviene halagarle para que no piense en su propio rescate; y al cabo, si algún día pensare en ello, le pediré caro su precio y... ¡vamos!, este negrito puede valer en breve cuatrocientos pesos, sobre todo si nos libramos de los insurgentes, y no será fácil que él ahorre tal suma antes de dos años. Por otra parte, es muy posible que le roben su tesoro, no teniendo donde guardarlo con seguridad”. Algunos momentos después don Clemente hizo llamar a Segundo, le entregó el dinero que le pertenecía, y le dijo: —Estoy satisfecho de tu comportamiento, y espero que así como eres un buen hijo serás un buen hermano. Ahí tienes la carta de libertad de tu madre, y ese vestido nuevo que te regalo. —Que Dios se lo pague a su mercé, contestó el negrito, poniéndose de hinojos para recibir el papel y las prendas de vestido. Y al incorporarse besó con regocijo la carta que contenía el título de libertad de su madre, puso debajo del brazo izquierdo la camisa y los pantalones que había recibido, junto con un sombrero nuevo de ramo de palma, y se fue corriendo en dirección a las enramadas del trapiche. Entró de rondón en la cocina y arrojándose a los brazos de Antonia exclamó: —¡Madre Antonia no es ya esclava! —Hijo, ¿estás loco? dijo la negra. —No estoy loco, sino muy contento. —¿Pues qué te ha sucedido? —¡Aquí está la carta! —¿Qué carta? —¡La del rescate!

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—¿De quién? —De su mercé, madre mía. —¿Y quién me ha rescatado? —Quién había de ser, ¡sino yo! —¡Hijo de mi alma! En aquel instante, mientras que la madre y el hijo se enlazaban con un estrecho abrazo, llegaba a la puerta de la cocina el capataz Ciprián Gómez, personaje muy importante en la hacienda y que se mostraba de ordinario muy amable con las hermanas de Segundo. Este le dijo, al verle llegar: —Mi madre no quiere casi creer lo que digo; el patrón don Ciprián sabe leer en papeles y... —¿Y qué quieres que yo lea?, preguntó el capataz. —Este papel. Gómez lo desplegó: tenía el sello del año económico de 1815 a 1816; él leyó el título de libertad de la negra “llamada Antonia, nacida y criada en la hacienda del Carrizal, propiedad de don Clemente Conde, abajo firmado, la que había sido su esclava hasta aquel día, por derecho de nacimiento y herencia, y en lo sucesivo quedaba emancipada, con todos los derechos otorgados por las leyes a una mujer mayor de edad y libre”. —¿Con que es verdad?, dijo la pobre negra, llorando de gratitud y con enternecimiento. —Yo se lo decía a su mercé, respondió Segundo. —¡Ah, mi hijo!, yo sospechaba que tenías ya con que liberarte. ¿Por qué has preferido comenzar por mí? —Por ser mi madre su mercé. —Pero yo de nada te serviré con mi libertad, mientras que tú podrías... —Madre, así está bien y Dios me lo aprobará: lo que está hecho, está hecho, y luego pensaremos en lo demás. Antonia fue festejada aquella noche con un famoso fandango de los esclavos y peones de la hacienda, y como era muy difícil reemplazarla con una cocinera de iguales condiciones, continuó sirviendo en calidad de concertada, ganando el muy módico salario que en aquel tiempo se pagaba a una pobre cocinera de esclavos y peones de trapiche. Al día siguiente de este importante cambio de posición, Segundo llamó a solas a Antonia y le dijo:

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—Madre, yo he querido no solamente ver a su mercé libre y contenta, sino también libertar después a mis hermanas. —¿Y tú, hijo mío?... —Eso será a su tiempo, si Dios quiere. Si yo me rescatara primero, no podría tal vez trabajar en la mina, o no ganaría en ella sino un pobre salario; negro como soy, no hallaría en otra parte, y separado de su mercé y mis hermanas, medios de ganar alguna fortuna, y ellas morirían esclavas. —Hijo ¿quién te ha enseñado a pensar con tanta generosidad y tanto juicio? —Será Dios, madre. A fuerza de trabajar a solas en la mina he ido cavilando... y de una en otra cavilación he llegado a formarme mis ideas y mi plan. —¡Dios te bendiga en todo, hijo mío! —Pues, madre, es preciso que guardemos bien nuestros tesoros: su mercé puede perder su carta de libertad y yo la plata que me ha sobrado y el oro que vaya ahorrando. —Es verdad, dijo Antonia algo alarmada. —No se asuste su mercé, y vamos a esconder una y otra cosa, de modo que solamente su mercé y yo sepamos donde están. —¿Y en dónde podrá ser? —En la quebrada. Tengo un escondite preparado, tan seguro... que ni los pericos lo podrán descubrir: venga su mercé conmigo. Hijo y madre se encaminaron en seguida hacia el bosque de la quebrada, y al hallarse dentro de este cerca de la orilla del agua, cuyas breves y cristalinas ondas cantaban mil armonías suaves y deliciosas, saltando por entre mil pedriscos, Segundo se acercó a un gran peñasco que dominaba la hondura a cosa de cien varas de la mina, y mostrando con el dedo índice la faz tajada y limpia de la roca, dijo: —Allí es. Subió hasta la altura como de diez a doce pies, trepando por algunas hendiduras o sinuosidades naturales, sin duda labradas por las lluvias, y alargando la mano zafó un tapón de piedra muy bien disimulado que cerraba la boca de un agujero practicado en la peña. —Este agujero, dijo, es una cueva que ha servido de nido a las catalnicas: aquí no entra ni aire ni agua, y la roca es seca y dura; al poner este tapón que he labrado, nadie puede saber que dentro hay un tesoro. —En verdad que eres muy habilidoso, hijo mío, observó Antonia.

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—Pues aquí guardaremos la carta de su mercé y el oro que yo vaya recogiendo en la mina, así como el dinero que me den cuando lo cambie, y el que el amo me ha devuelto. Cuando tengamos lo suficiente para pagar el precio de hermana Chepa y hermana Pastora, quedarán libres. —¿Y tú? —Después. Hay que juntar bastante para poder ganar luego la vida. Antonia abrazó tierna y silenciosamente a su hijo, al descender este de la roca, donde dejó ocultos “sus tesoros”, y juntos tornaron hacia las enramadas del trapiche, llenos de santa esperanza y de consoladoras ilusiones...

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IV

El fugitivo

Segundo continuó su laboriosa existencia sin alteración: humilde y fiel para con su amo, tierno para con su madre, a quien amaba con mayor respeto desde que era libre, y siempre cariñoso para con sus hermanas. Evitaba todo fandango y toda francachela, no gastaba una peseta ni un grano de oro en cosa alguna superflua, se conducía con suma reserva, trabajaba sin descanso, según sus obligaciones, y sin quejarse, entregando al capataz Gómez con absoluta honradez todo el oro lavado que debía pertenecer a don Clemente, y los sábados sacaba del escondite habitual sus utensilios de minero y se ponía a buscar los mejores depósitos auríferos y a lavar sus arenas. En dos cosas patentizaba particularmente su inteligencia y perspicacia: por una parte, nunca trabajaba en la mina común, sino más arriba o más abajo, ya por evitar la competencia y en ocasiones pérdidas de tiempo que podían originarse del laboreo en común con los demás esclavos; ya porque trabajando aparte, no solo podía hacer muy fructuosos cateos y recoger abundante oro en las tierras vírgenes de la quebrada, sino también porque así podía operar con sus utensilios ocultos que tanto le servían, y seguir guardando en su cueva de catalnicas las sumas que iba atesorando. Por otra parte, había averiguado con maña cuál era el precio corriente del oro en polvo entre los mineros libres, y sabiendo que estos lo cambiaban al precio de nueve, nueve y media y aun diez pesetas (que el vulgo llamaba tomines) en lugar de las ocho que abonaba don Clemente por cada castellano, comprendió que le iría mucho mejor reservando su oro para venderlo en la villa de **, en los tres grandes días del año (Jueves Santo, Corpus y Pascua de Navidad) en que le permitían ir a oír misa en aquel lugar. Pero Segundo, que rayaba en los diecinueve años y era un mozo alto, robusto y bien parecido, mayormente siendo su color de un

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negro de ébano magnífico, se hallaba en la edad en que las pasiones comienzan a despertarse y a aguijonear el alma, y en que el joven inocente, hecho hombre, necesita, por muy humilde que sea su condición y limitada su esfera social, espaciar de algún modo el sentimiento, comunicarlo a otros seres y recibir impresiones causadas por estos. ¿Podía Segundo sentir el aguijón del amor?, sin duda que sí. ¿Pero de quién? En la hacienda del Carrizal no había otras mujeres jóvenes, sino las hermanas del mismo Segundo; y por lo mismo nadie podía tentarle ni hacerle concebir ilusiones. Su alma, menos esclava que su cuerpo, vivía en la soledad, y todas las voces interiores que en ella se producían solo le hablaban de una cosa: la emancipación. Esta sola palabra resumía todos los amores y todas las ideas de Segundo: sus amores, reducidos a su madre y sus hermanas; sus ideas, condensadas en la aspiración a la libertad para ganar por medio de esta la dignidad y el bienestar. Así el único entretenimiento con que se solazaba era la música: había aprendido desde muy muchacho a tocar tiple y bandola, y con sus miserables ahorros de los primeros años de adolescencia se había procurado un modesto tiple, que sabía puntear y rasgar con bastante gracia y expresión. En las noches de molienda en el trapiche, se sentaba fuera de la enramada, contemplando las llamas de la hornilla en que se cocía el caldo de las cañas, y se estaba tocando con silencioso recogimiento; y en las noches de luna, sentado a la sombra de un naranjo, a la orilla de la falda que de cerca del trapiche descendía hacia la quebrada —falda encubierta en parte de plantaciones de cañas— pasaba dos o tres horas tocando melancólicos bambucos y otras sonatas populares, y soñando... ¿Con qué soñaba? Sin duda entreveía con la imaginación los vagos y lejanos horizontes de los futuros años en que esperaba ser libre con su madre y sus hermanas; y acaso ideaba mil felicidades desconocidas, que se le aparecían en lontananza como los albores de un crepúsculo que embellece las cumbres vaporosas de una lejana cordillera... Entretanto, finalizaba el año de 1816, y el sanguinario pacificador Warleta4, digno émulo de Morillo y demás tigres galoneados que el 4. Francisco de Paula Warleta y Franco (1786-1829), coronel del ejército español, acompañó a Pablo Morillo, “el pacificador”, en la expedición militar que tenía por objeto la reconquista de la Nueva Granada (1816-1819), tras la proclamación de la primera independencia en 1810.

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absolutismo español había enviado para reprimir la revolución republicana en Venezuela y Nueva Granada, asolaba la provincia de Antioquia, en nombre de “su majestad don Fernando VII, rey de las Españas y de las Indias”, recuperadas por el despotismo. La prisión, el destierro, la confiscación de bienes, el patíbulo y todo linaje de violencias y atrocidades, castigaban el patriotismo de los “insurgentes” y aun de los simplemente sindicados de haber simpatizado con la revolución: la esclavitud, poco antes amenazada de extinción, por los tribunos, gobernantes y jefes patriotas, recuperaba todo el apoyo de las leyes y de los mandarines “por la gracia del rey”, en términos de agravarse notablemente la condición de los esclavos: el terror blanco reinaba en todas partes, como una amenaza general, y la placa de plomo del viejo régimen colonial volvía a pesar sobre los pueblos y a reducirles a la inmovilidad, el silencio y las tinieblas de la obediencia pasiva y la ignorancia... Donde quiera había persecuciones, visitas domiciliarias y secuestros, procesos y venganzas, y por lo mismo hombres fugitivos, patriotas ocultos en los bosques, o presos en las cárceles, o víctimas de ejecuciones sumarias. De una vasta escuela práctica de instituciones libres y republicanas, que había sido la Nueva Granada durante poco más de cinco años, tornaba a ser, no ya solamente una colonia oprimida, sino un inmenso presidio sembrado de patíbulos. La hora del martirio había llegado para los libertadores: hora sublime y sin igual, que debía ser precursora de la gloria y perpetua redención de los pueblos... En un sábado del mes de enero de 1817, Segundo, siempre apartado de sus compañeros de esclavitud cuando trabajaba en la mina por su cuenta, bregaba con tesón por derrumbar un pedazo de peñasco de conglomerado aurífero, oculto bajo el bosque de la quebrada, cuando súbitamente se le presentó un hombre desconocido que salía del fondo de la espesa arboleda. Uno y otro se mostraron sorprendidos: el recién venido con la sorpresa de quien huye y teme ser descubierto; Segundo, con la de quien se haya trabajando solo, dominado por una idea fija, y repentinamente ve delante una persona que le es enteramente desconocida. —¿No son estas tierras de la hacienda del Carrizal?, preguntó el desconocido. —Sí, mi amo. —¿Quién eres? —Soy esclavo del amo don Clemente Conde.

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—¿Qué haces ahí? —Trabajo para aprovechar mi día. —¿No has llegado nunca a estar libre? —Nunca. —¿Luego te ocultaron que la ley te emancipaba? —No lo he sabido. —¡Infeliz! Pues ya todo está perdido... Segundo guardó silencio, sin comprender lo que su interlocutor le decía. —¿Sospechas quién soy?, añadió este. —No, mi amo. —¿Serías capaz de denunciarme? —¿Y por qué? —Porque me persiguen. —Mi amo, yo nunca denuncio a nadie, y menos lo haría contra un perseguido... —Te creo; tienes cara de ser honrado. Pero dime: ¿hay más gente por aquí? —A unas diez docenas de pasos, allí arriba, están trabajando otros esclavos de la hacienda. El fugitivo reflexionó un momento, fijó una mirada escrutadora en el negro, tornó la vista en derredor por medio del bosque, y después de algunos instantes de observación se dijo con el pensamiento: “Este negro es de raza pura, joven y sencillo; debe ser bueno, leal y honrado, y tengo que confiarle mi suerte”. Y reanudando el diálogo añadió: —¿Sabes qué cosa son los patriotas? —Mi madre me ha dicho que esos son los buenos, según supo en la villa. —¿Entonces les tienes simpatía? —Sí, mi amo. —¿Sabes que los chapetones5 han vuelto al país con tropas? —No lo sabía. —¿Y distingues los unos de los otros? —No entiendo bien lo que son, mi amo.

5. Expresión usada durante la colonia y el periodo de independencia de los Estados americanos para referirse a los recién llegados de Europa, en particular de España.

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—Los chapetones, los godos, son los que han oprimido esta tierra y traído esclavos para hacerles trabajar como bestias, darles azotes y venderles y comprarles como animales, sin misericordia: los patriotas son los que han querido hacer libres a todos los esclavos e impedir que los hijos sean separados de sus padres. —¡Bueno! Y su mercé... ¿de cuál es? —Soy patriota y capitán. Segundo, a su vez, miró con suma atención al desconocido, en cuyo semblante varonil y enérgico se leían la resolución y la sinceridad, y tomándole una mano se la besó con cariño y le dijo: —Mi amo, me gustan los patriotas. —¿Quieres servirme?, preguntó el capitán. —En cuanto yo pueda, sin salir de la hacienda, pues si saliera me perseguirían como prófugo y me darían cincuenta azotes. —Puedes servirme mucho, sin alejarte ni faltar en nada. Me persiguen de muerte los godos y no tengo donde ocultarme; solo he logrado poner en salvo a mi mujer y mi hija, que deben ir a aguardarme, por el Cauca, en la embocadura del río Nechí; necesito encaminarme hacia ese río, bajando por las orillas del Porce, y al buscar el camino me he extraviado por aquí. ¿Puedes guiarme para salir de estas montañas hacia el Porce? —Es muy fácil, mi amo capitán, respondió el negro. —Pues andemos aprisa. —¿Pero su mercé podrá escaparse por esas veredas tan enmarañadas y esos riscos? —Sí. Nada llevo que comer ni tengo arma ninguna con qué defenderme; pero conozco el Porce y el Nechí, tengo amigos y Dios me salvará. —Entonces... —Dame algo que comer, si puedes, porque me muero de hambre, y luego, échate adelante a señalarme el camino. —El sol está todavía alto, y aunque la hacienda es grande, no tardaré mucho en mostrar a su mercé la mejor vereda. —Pues anda ligero. —Aguarde su mercé un tantico, mientras escondo mis trastos de laboreo y veo dónde están mis compañeros: entre tanto, cómase su mercé, si no le desagrada, mi ración de arepas y panela.

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Y diciendo esto, Segundo entregó su escaso fiambre al capitán, que retiró del hueco de un árbol, se echó al hombro sus utensilios y se alejó, perdiéndose de vista en la espesura del bosque. Como un cuarto de hora después regresó el negro cautelosamente al sitio donde se había quedado el capitán y le dijo: —¿Comió algo su mercé? —Sí, mi buen amigo: tu panela y tus arepas estaban exquisitas. —Pues que le aprovechen a su mercé. Aquí le traigo esta caña dulce: le servirá primero de bastón para el camino, y cuando tenga sed se la aplacará. —¡Gracias!, cuán bueno eres... —¿Está su mercé listo para echar a andar? —Cuando quieras. —Pues caminemos. Al punto comenzó Segundo a caminar por entre el bosque, seguido del capitán, y bajando por todo el curso de la quebrada durante algunos minutos. Luego se detuvo, al saltar por encima de un vallado de piedra y dijo: —Esta quebrada desagua en el Porce, pero da muchas vueltas por en medio de estas lomas; es mejor trepar por todo el pie de esta cerca, sin riesgo de ser vistos, hasta la cumbre de la colina que tenemos a la derecha, pues al otro lado hay una quebrada con veredas que van derecho al Porce, y así se abrevia más de tres horas el camino. —Sigamos, pues, el vallado, repuso el capitán. Y continuaron la marcha, torciendo directamente hacia el norte, y subiendo por una falda pedregosa, cubierta de pajonales y grama natural y salpicada de chaparros y otros arbustos de áspero y triste follaje. Al coronar la cumbre, Segundo se detuvo y dijo: —De aquí no puedo pasar. —¿Por qué? preguntó el capitán. —Porque el filo de esta cuchilla es el lindero de la hacienda por este lado. —Tienes razón; ¿pero qué haré? —Su mercé está aquí en seguridad, porque las tierras que siguen para el frente están desiertas hasta el rio. Atraviese su mercé aquel montecito de tachuelos y arrayanes, y al encontrar una quebrada, siga andando por ella abajo, que hay vereda, y saldrá derecho al Porce. —Entonces estoy en buen camino, dijo el capitán.

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—Pues cójalo su mercé aprisa. —¡Oh, mi buen amigo! exclamó el fugitivo; te debo la vida: ¡dame un abrazo y recibe toda mi gratitud...! —Mi amo, dicen que un negro no puede abrazar a un blanco... —Pues te han dicho una bestialidad. ¿No somos, pues, hermanos tú y yo? —¿Hermanos? —Sí; en Dios, en la patria y en el sufrimiento. Segundo abrió los brazos llorando de gozo, y el capitán le estrechó en los suyos con profunda sensación. —¿Cómo te llamas? añadió. —Segundo. —¡Nunca olvidaré tu nombre! ¡Adiós! —Pero antes de irse su mercé, yo quisiera... —¿Qué cosa? —Que su mercé me recibiera esto. —¿Qué tienes envuelto en esas hojas? —Una cosa que es mía y puede servir de algo a su mercé. El negro desató un envoltorio que tenía en la mano y mostró al capitán un puñado de veinte patacones con la efigie de Carlos III. —¡Dinero! exclamó el capitán. ¡Oh! no, ¡no! ¿Cómo habría yo de recibirte ese dinero que es el fruto de tu duro trabajo y ha de ser sin duda una parte del precio de tu rescate? —No importa, mi amo capitán. ¿No ha peleado y está perseguido su mercé por rescatar a todos los esclavos? Reciba, pues, mis patacones, que le servirán para el viaje. El capitán vaciló un momento entre la necesidad y el deber, y estuvo tentado a recibir el dinero por gratitud y respeto a la sublime generosidad del esclavo; pero luego dijo con resolución inquebrantable: —No, mi buen Segundo; yo no me perdonaría después el egoísmo culpable con que obrara al recibirte ese dinero. La patria sucumbe, y no sé si los pobres esclavos podrán ser rescatados por ella... Ese dinero que me ofreces es algo de tu rescate, de tu libertad, de tu sangre, de tu vida misma... y es imposible que yo acepte tamaño sacrificio. Harto has hecho por mí: ¡adiós! —Mi amo capitán, llévese su mercé siquiera diez patacones... —¡No! Gracias, mi buen Segundo. —Pues siquiera cinco...

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—¡No! —Aunque sea uno solo... —Está bien: dame un peso, y ojalá no tenga yo que gastármelo para poderlo guardar como una reliquia sagrada. El capitán recibió la moneda de plata, abrazó una vez más a Segundo, partió y en breve se perdió de vista en el bosque; en tanto que el generoso negro, al regresar hacia las casas de la hacienda, iba diciéndose profundamente impresionado: “¡Ah! con que hay una patria común y los negros somos hermanos de los blancos; hermanos en Dios, ¡en la patria y en el sufrimiento...!”.

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V

El rescate del cuerpo

Un año había trascurrido después del episodio que tan inesperadamente hiciera nacer en el alma de Segundo el sentimiento del amor patrio y de la solidaridad entre los amigos de una causa común, y su existencia material no había sufrido alteración alguna. Pero en compensación la inteligencia del buen negro se había aguzado muy notablemente: pensaba con clara previsión, concentraba todos sus pensamientos en la idea de la emancipación, y aumentaba su perspicacia para descubrir los más ricos depósitos de oro; obteniendo en premio de su trabajo constante los mejores resultados posibles. En la noche de un sábado, mientras que los esclavos mineros descansaban del trabajo, Segundo entró bajo la enramada del trapiche y se acercó a su hermana Pastora, hermosa negra de talle esbelto, blanquísimos dientes y grandes y expresivos ojos, que tenía como veintiuno a veintidós años. En aquel momento estaba metiendo caña al trapiche para acabar la tarea del día, y cantaba, como acostumbran los negros cuando trabajan, al compás monótono y desapacible de los chirridos del mayal y de las dentelladas masas del molino. Segundo se acercó a Pastora, agachándose por debajo del mayal, y le dijo al oído: —Hermana, ya es tiempo. —¿De qué?, preguntó la negra, sin dejar de meter caña al trapiche. —De darte lo que te tengo prometido. —Cierto que mañana es mi cumpleaños. ¿Y con qué me vas a colgar? —Con tu rescate y el de hermana Chepa. —¡Nuestro rescate! ¡Ah!, el de Chepa es posible; pero el mío..., ¡quién sabe! —¿Por qué no? —¿No has advertido que el patrón Ciprián me persigue...?

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—¿Eso hay? —Sí; y él se opondrá a mi rescate. —¿Y por qué, hermana? —Porque no querrá que yo me vaya de la hacienda. —¿Y el amo, pues? —El amo... hará lo que quiera el patrón Ciprián; este lo cree así. —¡Eso lo veremos! Segundo, al pronunciar estas últimas palabras, hizo un gesto de resolución que parecía contener un desafío; y al punto se dirigió hacia la habitación de don Clemente, situada a la extremidad de una arboleda, como a unos doscientos pasos de las enramadas del trapiche. Don Clemente estaba tendido en su hamaca del Corozal y fumaba tranquilamente un sabroso habano. Cuando Segundo entró en la sala, dijo con tono seguro: —Mi amo, vengo a pedir a su mercé otro favor. —¿Qué quieres? ¡Ah!, apuesto a que ya estás rico otra vez: comprendo a lo que vienes. —Sí, mi amo: tengo con qué rescatar a mis hermanas. —¡Hum!, murmuró don Clemente. —¿Quiere su mercé decirme cuánto valen ellas? —La Chepa, que tiene veinticinco años... doscientos cincuenta pesos por lo menos; la otra... ¡Diantre!, la Pastora vale mucho más. —Pero es más muchacha y debiera valer menos, se atrevió a observar Segundo; mayormente cuando le faltan dos dedos de una mano, que le comió el trapiche hace más de dos años. —No importa: la Pastora vale muy bien trescientos cincuenta patacones; es hermosota y puede dar buena cría... —Pues pagaré los seiscientos por las dos. —¡Hola!, ¿tan rico así estás? —No faltará modo, con los ahorros que hemos hecho... —Pues ya puedes irme dando los doscientos cincuenta pesos por la Chepa; pero lo que es la Pastora... no la dejo rescatar ni por los trescientos cincuenta pesos. —Bien decía Pastora, mi amo... —¿Qué? —Que su mercé le daría gusto al patrón Ciprián en lo que quisiera... —¿Y qué tiene que ver Ciprián en el asunto? —Pues...

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—¡Habla!, dijo don Clemente con tono imperioso y de disgusto. —El patrón Ciprián, repuso Segundo sin turbarse, ha dado en perseguir a hermana Pastora, y dice que no la dejará vender ni rescatar, pues la quiere para él. —¿Cómo es eso? —Como lo oye su mercé: Pastora me lo ha dicho. —Pues no faltaba más sino... Don Clemente se interrumpió para reflexionar. Ciprián Gómez le hacía mucha falta, por ser un buen capataz de esclavos, y convenía tenerle contento; pero también Segundo era el mejor minero e importaba mantenerle en la hacienda. Además don Clemente, bien que imbuido en las preocupaciones propias de su raza y de su posición social, respecto de los esclavos, era hombre de conciencia y que respetaba la ley y los usos establecidos; por lo que no podía denegarse a recibir, aun por avalúo judicial en caso necesario, el precio de rescate de las hermanas de Segundo. Mientras que el viejo peninsular se hacía estas reflexiones, su joven esclavo revolvía otras en la cabeza, y así se atrevió a interrumpir las cavilaciones de su amo diciéndole: —Y, con licencia de mi amo, ¿cuánto pediría su mercé por mi rescate? —¡Cómo!, ¿tú también?... —Pues yo quisiera decir... —¡Vamos!, habla. —Si su mercé me da libre primero, pediré a la autoridad el rescate de mis hermanas, y depositaré lo que valgan. —¿Y quién te ha dicho que podías hacer tal cosa? —No ha faltado quien me lo aconseje; pero yo quisiera proponer otra cosa a mi amo. —Explícate. —Mi amo, está visto que los demás esclavos no entienden nada del laboreo de la mina: la mitad del oro que su mercé recibe es lavado por mis manos solamente. —Es verdad; así me lo ha dicho Ciprián. ¿Y eso en qué consiste? —¡Pues yo trabajo mucho mejor y con conciencia!; sé descubrir los buenos ojos de oro y entrego todo lo que recojo en los días que son de su mercé. —Bueno, ¿y qué quieres proponerme?, dilo.

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—Si su mercé consiente en mi rescate, que le pagaré mañana, me obligo a trabajar en la mina como libre, con buenas herramientas de mi amo; y ofrezco a su mercé que si me da la mitad del oro que yo lave, la otra mitad valdrá muchísimo más que todo el que ahora recogen los otros esclavos juntos. —¿Entonces... la mina es riquísima? —Sí, mi amo; pero no la saben trabajar: y como los mineros somos esclavos... —Comprendo lo que quieres decir. ¿Podrías asegurarme que obtendría los buenos resultados que me prometes? —Sí, mi amo. —¿Y tú conoces el secreto de la riqueza de la mina? —Sí, mi amo. —Está bien. ¿Dices que quieres ser libre desde ahora? —Sí, mi amo; pero yo solo no, sino con mis hermanas. —Lo serás desde mañana. —¿Cuánto debo dar a su mercé por los tres rescates? —Mil pesos. —Mi amo... no sé lo que son mil pesos. —Tú vales cuatrocientos. —Eso es muy caro, mi amo. —¿Cuánto darías con gusto? —Los trescientos por cada uno de los tres. —Consiento en ello. —Pues mañana recibirá su mercé todo el precio de nuestro rescate. —Está bien. ¿Y luego...? —Palabra por palabra, mi amo: desde el lunes, ya liberto, me pondré a trabajar en la mina. Su mercé dirá quién me ha de vigilar. —Nadie: tengo entera confianza en tu honradez. —Su mercé verá que la merezco. —Pues estamos convenidos, y vete con Dios. Dos años permaneció Segundo trabajando en la mina con la ayuda de su madre y sus hermanas, en compañía con su antiguo amo: este ponía su mina y sus herramientas y utensilios y daba habitación franca en las enramadas del trapiche a la familia de libertos; y estos se mantenían y vestían a sus expensas, ponían su trabajo en la asociación, y entregaban todos los días, a las seis de la tarde, el oro recogido. Don Clemente les devolvía la mitad de lo que resultaba, y veía con asombro

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que su mitad propia valía el decuplo de lo que obtenía con el trabajo de sus siete esclavos. Desde los primeros días Segundo, con el auxilio de sus hermanas, había construido a toda prisa un rancho a la orilla del bosque, cerca de la mina. Allí guardaban todos los utensilios y tomaban los alimentos para no tener que perder tiempo en idas y venidas. Antonia recogía la leña necesaria, hacía el almuerzo y la comida, componía y lavaba la ropa de sus hijos, y cuando le sobraba tiempo les ayudaba en sus trabajos de laboreo. Segundo hacía los cateos, con suma perspicacia de minero, y ejecutaba los trabajos de excavación; Chepa y Pastora acarreaban las tierras auríferas hasta las orillas de la quebrada, y luego, cuando el depósito era considerable, entre los tres juntos lavaban las arenas. El joven liberto tenía instalados los trabajos en lugar muy distinto de aquel en que don Clemente los había mantenido bajo la rutinaria dirección de Ciprián Gómez, hombre que entendía más de apurar a los esclavos para trabajar, que de cateos y buen movimiento de las tierras auríferas; y la inteligencia y el instinto minero de Segundo suplían con creces a la escasez de brazos. Ello fue que al cabo del primer año, el trabajo de los seis o siete negros esclavos que seguían beneficiando la mina por cuenta y costo de don Clemente, no alcanzó a producirle arriba de siete mil pesos, sin que ninguno de aquellos infelices lograra ahorrar lo suficiente para rescatarse; en tanto que Segundo y su familia, costeando enteramente su mantenimiento, entregaron a su antiguo amo cerca de quince mil pesos en oro muy limpio y de muy buena ley, de los cuales les correspondía la mitad. El segundo año no fue menos fructuoso, de suerte que al finalizarlo la laboriosa y honrada familia de libertos se halló dueña de un capital en onzas, oro en polvo y algunas monedas de plata, no menor de dieciséis mil pesos. Quiso la desgracia, o acaso más bien la fortuna de Segundo y su familia, que don Clemente enfermase de gravedad súbitamente, y muriese en breves días, sin tener tiempo de hacer testamento; por lo que en seguida entraron la viuda y dos hermanos de aquel en un intrincado pleito de sucesión que dio al traste con la hacienda del Carrizal, mal administrada por unos depositarios sin suficiente inteligencia para el caso. Se negaron estos a continuar el contrato que tenía hecho don Clemente con Segundo, y este se retiró de la mina, yéndose a un lugar

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cercano de Medellín, con su familia. Allí compartió con sus hermanas el haber que tenía, diciéndoles: —Mi mayor deseo, hermanas, es que os caséis honradamente y seáis mujeres de provecho y felices. A cada una entrego para su dote la cuarta parte de lo que hemos ganado: las otras dos partes son para nuestra madre y para mí. Ella se irá conmigo, porque jamás habré de separarme de su lado. —¿Luego nos quieres dejar hermanito? dijo Chepa. —Sí, hermana; es preciso. —¿Y por qué no hemos de vivir juntos los cuatro?, añadió Pastora. —Comprendo que no podré vivir con dignidad, como un hombre, siquiera tenga algún dinero, en la tierra donde nací esclavo y me han conocido como tal. Y yo quiero ser algo... quiero ser útil a mi patria, la de nuestros libertadores, la del capitán fugitivo, y necesito ir a establecerme en otra parte. —Pero hermanito, observó Chepa, ¿a dónde irás que no seas siempre negro? —A cualquiera parte; a donde me conozcan libre, aunque negro; a donde halle cristianos que no desprecien a los negros tanto como aquí. —No te falta razón, hermanito, dijo Pastora: hágase lo que Dios quiera, y cumple tus propósitos como mejor te parezca. Te lo debemos todo: la libertad, la vida y la riqueza que nos dejas tan generosamente; Dios te lo pague y te lleve con bien...

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VI

El rescate del alma

Meses después Segundo Conde (ya usaba su apellido y así le llamaban todos) se hallaba en el valle del Cauca, domiciliado cerca de Cartago, donde había establecido sus negocios y tenía por toda compañía la de su madre. Tomó en arrendamiento un campo muy adecuado para la ceba de cerdos en gran número, así como para poder adehesar potros y muletos, y traficaba con estos animales, vendiendo los primeros ya gordos para la Provincia, como llamaban la de Antioquia por antonomasia, y los demás para la de Mariquita; amén de los negocios que hacía comprando a bajo precio las cosechas de cacao de algunas labranzas para revender luego el artículo en zurrones, con destino al consumo de los antioqueños. Comenzaba el año de 1820, cuando Segundo Conde tenía ya organizados sus negocios en el distrito de Cartago, y la gloriosa victoria de Boyacá6, seguida en breve de otras obtenidas por los patriotas en el norte y el sur del país, había asegurado la independencia de la Nueva Granada, después de cuatro años de desolación producida por el terror monárquico inaugurado por los Morillo y Enrile, los Warleta y Sámano y demás seides7 sanguinarios del nunca bien maldecido Fernando VII. La República se reconstituía, bien que trabajosamente; los más terribles españoles habían emigrado del país; no quedaba ni un cuerpo de tropas enemigas en el territorio neo-granadino, y dondequiera se hablaba de libertad y próxima constitución de la gran Colombia, de reformas progresistas y de nuevos triunfos que iban preparando la independencia de todos los pueblos hispano-americanos.

6. La batalla de Boyacá tuvo lugar el 7 de agosto de 1819 y marcó el inició de la campaña de independencia definitiva del Virreinato de la Nueva Granada. 7. Del francés séide, esbirro o secuaz.

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Sin embargo, dos cosas parecían a Segundo Conde muy disonantes en el concierto general de vítores a la libertad, de aplausos al Libertador Bolívar y sus compañeros de armas, y de patrióticas esperanzas en un porvenir brillante para el país; y aquellas dos disonancias mortificaban sobre manera a nuestro laborioso liberto. Por una parte, comprendía que casi toda la porción blanca o de raza española de la sociedad le despreciaba o miraba con desdén, solo por su antigua condición de esclavo y por ser negro, no obstante su notoria honradez, su carácter apacible y servicial y la posición independiente que tenía; y advertía que todos los negros, excepto los que arrastraban sable y tenían título de “libertadores”, eran mirados como gente muy inferior que no podía alternar con la llamada “decente”. Por otra, observaba con gran dolor que muchos propietarios de esclavos, mantenidos al arrimo de la reciente lucha y aun de la causa triunfante, una vez afianzada la independencia —que les había parecido ser cosa muy buena— hacían la oreja sorda, por mucho que se llamaran “patriotas”, cuando se les hablaba de la libertad para todos, y por lo mismo de la inmediata abolición de la esclavitud. Segundo empezaba a comprender que la patria libre también podía ser inhumana, y que muchos hombres hallaban en su interés, y que no en su conciencia, medio de conciliar su personal egoísmo y sus preocupaciones de casta con la grandeza de una revolución que debía ser tan generosa como justiciera... Otra cosa humillaba y afligía profundamente a Segundo, y era su ignorancia. Comprendía que la fortuna misma nada vale, si no hay una inteligencia que la aplique y dirija con acierto; que el derecho del hombre es impotente para hacerse reconocer y respetar, si no lo acompaña una luz irresistible que lo ponga de manifiesto a los ojos de todos; y se le venía el llanto a los propios cada vez que, con motivo de sus negocios, le era preciso hacerse leer alguna carta o hacer firmar a ruego, por no saber leer ni escribir, o hacer cuentas con montoncitos de granos de maíz, por ignorar totalmente los rudimentos de la aritmética. Cavilaba Segundo constantemente acerca de estas cosas, cuando su madre cayó enferma de reumatismo y hubo de guardar cama. No había por aquellos contornos médico alguno, y el Hipócrates de Cartago no quiso ir a recetar a Antonia, sin duda por ser negra, por lo que Segundo hubo de apelar a un curandero foráneo y ambulante que le vino a las manos, para que asistiera a la pobre enferma, en tanto que él mismo la dedicaba los mayores y más asiduos cuidados. Pero, como

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de ordinario acontece, Raimundo Espitia, el consabido curandero, no entendía cosa mayor de medicina —ciencia y arte que estaban casi por nacer en Nueva Granada—, bien que era hombre entendido en otras cosas, de agradable conversación, algo instruido en ciertas generalidades, y tan benévolo como servicial. Se había instalado en la campestre casa de Segundo, y pasaba los días buscando yerbas, preparando menjurjes y aplicándoselos a Antonia con la mejor buena fe; pero no hacían efecto alguno, y la enferma iba a peor cada semana y cada día. Más ya que con la medicina yerbatera nada lograba el buen Espitia, le guiaba su buen corazón y deseaba servir a Segundo en algo de provecho; por lo que una noche, mientras que la enferma dormía, descansando así de sus dolores reumáticos, y Segundo estaba en vela acompañándola, Espitia dijo a su amigo en voz baja: —Amigo Conde, mis remedios no hacen efecto, y ya me avergüenzo de vivir en esta casa sin servir de nada: ¿quiere usted aprovecharse de mi buena voluntad en alguna otra cosa? —¿En qué?, preguntó Segundo. —He sido maestro de escuela en Roldanillo y otro pueblo, en tiempo de la “patria boba”, y creo que no lo hacía muy mal. ¿Quiere usted que yo le enseñe a leer, escribir y contar, durante las horas que usted pasa acompañando a la enferma? —¡Pues no he de querer!, me mortifica mucho el ser un ignorante. —¿Entonces... aprenderá usted...? —Con la mejor voluntad. —Pues mañana mismo buscaré unas tablas de lectura y arreglaré un cajón largo con arena para que usted trace palotes. —Hágalo usted, señor Espitia, que se lo agradeceré con toda el alma. Durante más de un año Segundo repartió su tiempo y atención entre su madre, que iba empeorando hasta vegetar tullida en la cama, sus negocios, que eran algo considerables pero no complicados, y el simultáneo aprendizaje de la escritura, la lectura y los rudimentos de la aritmética; y sus progresos en el camino de la luz fueron tan rápidos, como los que hacía Antonia en el triste sufrir que la llevaba hacia la muerte... Una tarde, mientras que Segundo recibía sus lecciones y hacía varios ejercicios de caligrafía en el patio de su casa, a la sombra de un oloroso guanábano que lo hermoseaba —patentizando un adelantamiento

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nada común y una clara inteligencia de la lógica del lenguaje y de los números—, se oyó un profundo gemido que se escapaba del cuarto de Antonia. Espitia y Segundo corrieron, entraron en el cuarto de la enferma y la hallaron agonizante. —¡Hijo mío...!, dijo ella con voz desfalleciente. —Madre, ¿qué siente su mercé? —Que Dios me llama y me muero... —¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿por qué me la quitáis...? —Vamos, amigo; conformidad... dijo Espitia tomando el pulso a la moribunda. —¿Hay alguna esperanza?, preguntó en voz baja Segundo lleno de ansiedad. —Ninguna. —¡Cómo! ¿Con que la perderé...? —¡Está muerta! —¡Muerta! ¡Dios mío! ¡Misericordia! —Sí, repuso Espitia. Dos almas se han encontrado en un mismo camino: la una se va para tornar a Dios, de quien todos venimos y a quien todos pertenecemos; la otra nace a la luz de la instrucción... ¡Dios sea bendito en su misericordia como en su justicia! Ya que no me concedió ciencia para curar la enfermedad de la madre, me ha dado arte para iluminar la inteligencia del hijo...

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VII

La fiesta del corpus

Poco más de un mes hacía que Segundo Conde, lleno de dolor filial pero con viril entereza, había clavado una cruz sobre la sepultura que guardaba los restos de su madre, y emprendido en seguida una nueva peregrinación, no sin despedirse tiernamente de Espitia y recompensarle con largueza. Comprendiendo que en ninguna parte estaban tan hondamente arraigadas como en el valle del Cauca las preocupaciones aristocráticas, funestas sobre todo para los “hombres de color”*8, resolvió tramontar la cordillera central de los Andes e irse a buscar fortuna considerable y tranquilo bienestar en la provincia de Mariquita, comarca de suelo rico, hermoso y pintoresco que hoy es parte integrante del bello Estado del Tolima. Realizó, pues, prontamente cuanto tenía en el distrito de Cartago, a orillas del risueño rio de la Vieja, y reduciendo su pequeño capital (cosa de catorce o quince mil pesos) a onzas de oro y buenos caballos de silla de las mejores crías caucanas, se encaminó hacia Ibagué por la áspera montaña de Quindío. Ibagué le pareció lo que realmente era: un paraíso muerto; una ciudad apacible, propia para vivir muelle y tranquilamente, habitada por gentes singularmente amables, hospitalarias y benévolas, patriotas con entusiasmo y siempre de buen humor; ciudad rodeada de campiñas primorosas, pero sin verdadera fertilidad, de paisajes bellísimos y de abundantes y cristalinas fuentes, pero sin vida industrial ni movimiento activo. La vida se deslizaba allí sin sacudimientos ni tristeza, risueña y suave como tantos arroyos que salen de las montañas a la llanura coronados de flores y de helechos, preñados de luz y de poéticos rumores para regar unas praderas casi solitarias, en cuya vasta extensión

8. * Esta situación social, por fortuna, ha cambiado muchísimo (nota al pie del autor).

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apenas sí se oía de trecho en trecho, a la sombra de un matorral de guaduas o un grupo de sauces, al pie de una desnuda cerca de piedras mohosas, el mugido de alguna vaca diminuta paciendo sobre alfombras de gramales poco sustanciosos, que medran sobre capas de arena y aluviones volcánicos de gruesos guijarros y cascajo. En breve advirtió Segundo que, si bien las gentes de Ibagué le trataban con benevolencia y sin el menor asomo de desdén, esto era debido a la particular dulzura del carácter ibaguereño, y no a una disposición social o de raza, favorable a los negros. Sabía que todos le nombraban, cuando no estaba presente, “el negro Conde”, y que en toda la ciudad y sus términos él era el único hombre de su raza. “Estoy aquí, pensaba, como mosca en leche”, cada vez que en algún día de concurrencia numerosa, como en los mercados de los domingos, discurría por medio de la gente en calidad de tratante de caballos; y el contraste era notable, porque aquella gente era absolutamente blanca y en lo general de formas graciosas, bellas facciones, lozana carnadura, cutis fresca y rosada, hermoso pelo lacio y abundante, garboso andar y maneras francas y afables. Otra reflexión se hacía Segundo que determinó sus resoluciones: comprendía que, durante mucho tiempo, sería muy difícil que un negro liberto, a menos que fuese hombre de sable, se abriese amplio camino en la sociedad neo-granadina, por muy honrado y estimable que fuera, y por mucho que las instituciones republicanas, fundadas en el principio de la igualdad, fueran haciéndola calar en el espíritu social y en las costumbres. Pero la sociedad neo-granadina, tal como el régimen colonial y la asoladora guerra de la independencia acababan de dejarla en pie, pero enferma, era pobre, pobrísima, y además un compuesto de tres razas muy diferentes y algunas variedades de mestizos; y si a los ojos de un filósofo previsor la práctica del gobierno republicano podía traer consigo una vasta fusión de sangre y de ideas que diese por resultado la dignificación de los humildes, Segundo, sin educación y con una instrucción apenas rudimentaria, solo podía formarse esta idea clara: que la riqueza podía allanar, si no todas las desigualdades de raza y nacimiento, por lo menos las más embarazosas y humillantes. “Si llego a ser bien rico, pensaba, seré considerado, podré formar una familia honrada y respetada, y me será dable hacer todo el bien posible, particularmente a los pobres hermanos que continúan siendo esclavos. Pero en Ibagué todo se mueve lentamente y las buenas gentes

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son aficionadas al placer: aquí es difícil hacer una gran fortuna, porque no hay actividad industrial; necesito ir a crearla donde haya muchos hombres de color, como dicen, negocios activos y necesidad de luchar con las dificultades de la vida”. Dominado por esta idea clara y fecunda, por su sencillez misma, Segundo había estado tomando informes acerca de los lugares de mayor industria y comercio que había en la provincia, y como unos le indicaban que lo mejor era Honda y otros Ambalema, se hallaba perplejo. Un día tuvo noticia de que por los lados de Mariquita y Santa Ana había muy ricas minas de oro, y esto le hizo decidirse por Honda, ciudad que en aquel tiempo era la capital de la antigua tierra de los Marquetones o provincia de Mariquita. Al punto lio Segundo sus maletas, teniendo ya vendidos casi todos sus caballos, y por la vía más corta —la de Peladeros (hoy Lérida) y Guayabal—, se puso en camino hacia el lugar escogido; no sin el propósito, que cumplió, de detenerse por dos o tres días en la derruida y venerable ciudad de Mariquita, a fin de tomar lenguas respecto de las minas de oro que por allí abundaban. Acertó Segundo a llegar a Honda, por la extensa y pintoresca llanura de Mariquita, en la tarde de un día víspera de Corpus, y al desmontarse a la puerta de una casita de paja, en el extremo occidental de la calle Vieja (que es una de las cinco principales del barrio alto llamado del Rosario) en una humilde panadería donde le dieron posada, notó que toda la gente del lugar estaba en gran movimiento. Honda había sido hasta el terremoto de 1805 un centro mercantil de mucha importancia, y era en 1822 una ciudad interesante y curiosa en todos sentidos, de antiguas tradiciones y llena de admirables contrastes. En ninguna otra localidad neo-granadina habían arraigado tanto como en Honda las tradiciones y costumbres españolas, mas no como quiera, sino muy amalgamadas, merced al influjo del clima y de un comercio activo, con las indígenas o marquetanas y las africanas, estas, en la parte en que la importación de esclavos de África las había trasplantado a nuestro suelo. En ninguna parte se cogía tan a pecho como en Honda toda diversión tradicional, con ocasión de ciertas fiestas eminentemente populares: los Reyes, las Carnestolendas, la Semana Santa y su Pascua, la Cruz de mayo, el Corpus y su Octavario, San Juan y San Pedro, los Aguinaldos y Noche-buena, y la Pascua de Navidad y los Inocentes. Por otra parte, Honda había sido siempre una ciudad mercantil y de tránsito obligado, y nada hay que predisponga tanto una sociedad a

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las costumbres democráticas como el comercio —profesión muy activa que iguala mucho a los hombres, porque pone en frecuente y libre contacto a todas las clases sociales— y el tránsito de muchos forasteros, porque renueva las poblaciones y crea una relación incesante con gentes desconocidas y de toda condición. Así en Honda la sociedad era muy mezclada, las gentes se trataban sin hacer casi distinciones de color, y cuando había ocasión de una gran fiesta popular todos se divertían por igual, reinando con el placer un espíritu notablemente democrático. Cuando Segundo se apeaba de su mula caucana para hospedarse en Honda, todos los vecinos andaban afanosos y en gran trasiego, unos trabajando y otros de curiosos o mirones. Todo el circuito de la plaza principal, —que por cierto es pequeña y carece de toda gracia y elegancia, salvo la magnífica ceiba que ahora la hermosea y da sombra—, dominada por la blanca, sencilla y modestísima iglesia parroquial, estaba cubierto ya con una enramada compuesta de altas estacas con un techo horizontal de hojas enteras de palmas reales; construcción que tenía cosa de quince pies de anchura y que, prolongándose por toda la calle Vieja y dando la vuelta por un callejón trasversal, distante unas trescientas varas de la plaza, iba a enlazarse por la calle Nueva, llegando al atrio de la iglesia, con el comienzo mismo de la enramada. Los numerosísimos patrones o “alféreces” de la fiesta se afanaban por cubrir con ramas de arrayán todas las estacas que sostenían aquel inmenso toldo de verdura, de más de ochocientas varas de extensión, y por levantar y vestir con todo linaje de ramas, flores, cortinajes, cuadros de pintura o gravado, candelabros, vasos de loza o de cristal, espejos de todos los tamaños posibles, imágenes bíblicas o de santos y otros adornos, los altares donde, de trecho en trecho, debía detenerse la procesión con el Santísimo. Otros se apuraban por clavar sobre los umbrales de las puertas y ventanas sendas alcayatas de palo o medias naranjas provistas de cabos de velas, o candiles de barro con manteca y mecha de trapo frito, para la pública iluminación de aquella noche; a reserva de cubrir al día siguiente muy temprano las mismas puertas y ventanas con vistosas guirnaldas de flores y cortinas de linón o muselina, filipichín rojo, llamado también pola, o percal lustroso de diversos colores. Pero lo que más llamaba la atención de los curiosos era la construcción de algunos bosques, nombre que se daba, como es bien sabido, a

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una especie de tablado, cerrado por cima y por detrás, que contenía una imitación libre del Paraíso terrenal, con todas las reminiscencias bíblicas del caso; construcción propia para poner de manifiesto, a más de una gran parte de la fauna y la flora de cada parroquia, los aventajados conocimientos de los alféreces de la fiesta, en lo tocante a historia natural e historia sagrada. Desde luego, todo el tablado de cada bosque, así como sus columnas, fondo y techo, estaba literalmente cubierto de ramas de arrayan, y en cada esquina se ostentaba un pequeño árbol frutal (naranjo, anón, guayabo, ciruelo indígena &c.), de cuyas ramas pendían innumerables frutas de la más variada naturaleza, ya en forma de sartales, ya de zarcillos o engarzadas con espinas y púas; y a más de una gran profusión de aromáticos y provocativos plátanos, piñas, limas, mangos, hicacos, nísperos, caimitos, aguacates, mameyes, &c, todos arreglados de modo que parecían ser productos de tres o cuatro arbolillos solamente, se veía en muy prominente lugar una higuera, elemento necesario para el sencillo vestido de Adán y Eva; mientras que en todo el centro se alzaba un hicaco provisto de manzanas bogotanas, a guisa de árbol del bien y del mal, en cuyo tronco y ramas principales estaba enroscado en larga espiral, con la cabeza agachada con cierto airecillo seductor e hipócrita, un culebrón de la especie talla equis, obra admirable de cartón y paja, en cuya fabricación había echado el resto de su original inventiva y su talento de colorista el tuerto Sebastián Burgueño, pintor titulado, benemérito y sin rival de la vieja ciudad de San Bartolomé de Honda. Casi por demás está decir que al pie del consabido árbol bíblico se acariciaban tiernamente, vestidos según la moda del Paraíso, dos inocentes niños que representaban a los progenitores de la flaca humanidad, quienes, sentados sobre pieles de jaguares, pumas y otros animales feroces, tenían en torno una numerosa corte de pavas, paujíes, torcaces, loros y guacharacas, conejos, armadillos, micos y otros animales de monte, tan asustados de hallarse a presencia de tanta gente desconocida en el Edén, como anhelosos de comerse las frutas que a todos provocaban. Si los trabajos preparatorios, la iluminación, la música, los cohetes y la numerosísima concurrencia de gente, ofrecieron en la víspera del Corpus grande asunto de entretenimiento a Segundo Conde, para quien el espectáculo era tan sorprendente como nuevo, la fiesta misma “del Santísimo” le tuvo verdaderamente maravillado; máxime cuando

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le dio ocasión de formarse una idea bastante aproximada del carácter y costumbres de la población hondana. Jamás había tenido él idea de un lujo de joyas, pañolones de seda, gasas y finísimos vestidos de batista, como aquel con que vio aderezadas a casi todas las gentes ricas y de mediana condición de Honda; lujo y elegancia que no disonaban con el gracioso y vistoso vestir de los pobres, pues si estos no se presentaron en la fiesta con ricos atavíos, andaban todos aseados y bien aderezados con mantas del país, muselinas, zarazas de colores alegres, finos madapolanes y bonitas crehuelas, amén de los paños o chales de linón de moticas, los pañolones rojos, azules, morados y amarillos, las ruanas de algodón con listas de colores vivos, y unos sombreros murrapos o raspones que por ser baratos no dejaban de parecer muy cucos y decentes. Y era muy de notar que la inclinación al uso de los vestidos lujosos era tan decidida entre las gentes acomodadas, que el ardor de un sol canicular y de un suelo de reverberantes arenas no era parte a impedir la exhibición de muchos pañolones de rico merino negro, muchas casacas y levitas de finos paños, y gran número de venerables sombreros de castor o de felpa negra, de las variedades conocidas con los nombres de cubilete y panza de burro. La concurrencia era tan numerosa como variada, y todos hormigueaban en alegre confusión, notoriamente contentos; lo que probaba que todavía en 1822 la población de Honda era algo considerable, relativamente rica, a juzgar por el buen gusto y distinción de los vestidos en general, y compuesta no solamente de blancos de la vieja cepa española, sino también de muchos negros, mulatos y otros mestizos, que alternaban entre sí con una cordialidad de trato y de maneras muy notable, sin aquel estiramiento que solo se encuentra donde las clases sociales se miran con antipatía o han predominado por largo tiempo unas ideas y costumbres aristocráticas. La procesión era tan extensa y compacta, que cuando su cabeza tornaba al atrio de la iglesia, después de haber dado la vuelta por la plaza y las calles Vieja y Nueva, todavía la cola, cual la cinta de un prolongadísimo camino de hormigas, llenaba uno de los ángulos de la misma plaza; pues no solo se componía de todos los vecinos de la ciudad y de los campos, que marchaban en formación unos y muchos otros en apretados y desordenados pelotones, sino también de numerosísimas cuadrillas, llamadas comúnmente danzas, encargadas de formar primero un pintoresco séquito y de ser después objeto de la popular

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diversión. Eran notables las cuadrillas de Ninfas, primorosamente vestidas, Angelitos o querubines, los siete Sacramentos —gloria y encanto de las mamás que les habían cubierto de joyas y ricas prendas de raso y gasa—, los Leones y Matachines, los Indios bravos o salvajes, los Negritos, los Monos, las Cucambas y otras alimañas bípedas, presididas por la Tarasca, el más medroso y estrafalario personaje de aquella fiesta en que lo semisalvaje y semi-bíblico se mezclaba de un modo curiosísimo con lo medio-gentil y medio-cristiano. Cada una de aquellas danzas tenía una banda de música especial, un canto característico y un modo particular de hacer ruido, y con excepción de las Ninfas, los Angelitos y los Sacramentos, que iban cerca del Santísimo, las demás se hostilizaban y combatían sin tregua en plena procesión, unas dando latigazos con larguísimos perreros, armados cada uno en la punta del látigo de una gruesa vejiga inflada, y otras tirando flechazos; estos (los Leones) dando bofetadas con las manos acolchonadas o golpes con el rabo, y las Cucambas (cubiertas con hojas de palma), armadas de un instrumento lleno de chochos para hacer ruido, y dando picotazos con un enorme pico de avestruz o de alcatraz con que terminaba la especie de morrión monumental, de cuero crudo y plumas, que les servía como de cabeza y rostro. Solamente los Negritos carecían de arma ofensiva ni defensiva, cual si fueran la imagen viva de la esclavitud, de suerte que su único recurso era correr, cuando les atacaban los Leones o los feroces Matachines. Una vez terminada la procesión, toda la gente se dispersó por la ciudad, y las danzas, después de combatir en la plaza con indecible ardor, se fueron encaminando a dar cada una de casa en casa su función de baile, cantos en coro, evoluciones extravagantes y loas o “relaciones” en males versos de pie quebrado; recogiendo en compensación abundante cosecha de donativos en dinero, amén de numerosos refrescos compuestos de naranjadas, horchatas y otras aguas cordiales, colación y dulces confitados, en cuya preparación eran las hondanas tan expertas como afamadas.

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VIII

El coronel Samudio

Al día siguiente del Corpus, lleno todavía de la profunda impresión que le ocasionara la fiesta, cavilaba el buen Segundo acerca de los medios que debería emplear para instalarse convenientemente en Honda y emprender allí negocios permanentes, y al tiempo de coger su sombrero para salir a tomar lenguas en la calle, con ánimo de relacionarse en la parte baja de la ciudad, donde estaba concentrado todo el movimiento de los negocios, oyó sonar a corta distancia el esquilen9 portátil que precede siempre en nuestro país a las procesiones que acompañan el Viático, cuando se van a administrar los auxilios religiosos a un enfermo. —¿A quién van a administrar por estos lados?, preguntó Segundo a su posadera. —Creo que será al pobre coronel Samudio, que está agonizando. Ha sufrido tanto con sus males y necesidades, que el verle parte el alma... —¿Y quién es el coronel Samudio? —Un buen sujeto, por cierto. Por lo que me han contado, después de la última campaña de Venezuela, de la que trajo tres graves heridas que recibió en la batalla de... creo que me dijeron Carabobo, vino a Guaduas en solicitud de su única hija, que había dejado allí años antes al cuidado de una parienta, y no conviniéndole el clima de aquel lugar, emprendió viaje para su tierra natal que, según parece, queda por los lados de Antioquia. —¡Ah! ¿Con que es antioqueño el coronel?, repuso Segundo. —Así lo ha dicho él mismo.

9. Col. Esquila o campana pequeña de forma cilíndrica que se lleva en las procesiones de Semana Santa.

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—¿Y qué le detuvo en Honda? —Aquí se le abrieron e inflamaron de nuevo las heridas, y no pudo continuar su viaje. Cayó a la cama en la posada y luego, de caridad, le proporcionaron la casita en que vive. —¡Y qué!, dijo Segundo, ¿un coronel libertador necesita de la caridad...? —Sí, señor; y sin ella el pobre patriota se hubiera muerto ya de hambre y de miseria. Pero... —¿Pero qué? —Su hija Camila es tan blanca y graciosa, tan guapa y tan modesta, y el coronel tan desgraciado con sus males, que todas las buenas gentes les han tenido lástima y procurado socorros. La tesorería no tiene un cuartillo, y no hay forma de que al pobre coronel le paguen sus sueldos ni pensión. Todo su consuelo es la compañía de su hija, que no se le aparta un solo instante. Cuando esto decía la posadera, impresionando mucho a Segundo, quien se quedó muy pensativo al considerar la desgracia de un hombre que le era desconocido, ya que el Viático y su séquito —compuesto este de unas veinte personas, piadosas unas y curiosas las más— pasaba por delante de la puerta exterior de la posada del buen negro, y este, muy conmovido al considerar que un soldado de la patria iba a morir en miserable estado, se sintió lleno de simpatía y maquinalmente se incorporó en el acompañamiento. La especie de procesión que a toda prisa acompañaba al párroco, se detuvo hacia la extremidad occidental de la calle Vieja, a la puerta de una pobre casucha sombreada por algunos ciruelos y naranjos, y todos los del séquito que pudieron entrar en la reducida salita se apiñaron dentro, poniéndose de hinojos, mientras que unos cuantos, así como las gentes de las casas vecinas, hicieron otro tanto en la calle. El suelo de la salita estaba regado de flores, así como el espacio de la calle fronteriza a la casa, y en la salita, que servía de alcoba al enfermo, habían improvisado un altarcito, en frente de la cama de aquel, compuesto de una mesa, un crucifijo de madera, algunos candeleros con velas de sebo y unos vasos llenos de flores. Segundo, que logró ser de los que entraron rezando oraciones y alumbrando con cirios, se arrodilló como los demás y participó de la lúgubre ceremonia con tierna devoción. Quiso la casualidad que le tocase quedar a muy corta distancia de la cama del enfermo, iluminado el rostro por los faroles y cirios de los acompañantes, y como la

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ceremonia no solamente era aflictiva, sino también nueva para él, se sintió singularmente conmovido y pensó con tristeza y dolor en su difunta madre... El enfermo estaba en la mayor postración y tan horriblemente flaco y macilento que mostraba ya en el semblante las señales de una muerte próxima; pero se hallaba en la plenitud de sus facultades mentales, y bien se patentizaba que, fuese por la energía de su carácter o por la firmeza de sus creencias religiosas, aguardaba en el lecho la muerte con la misma entereza con que antes la desafiara en los campos de batalla. Respondió con suma tranquilidad a todas las preguntas que le hizo el sacerdote, y cuando fue tiempo de recibir la hostia hizo un supremo esfuerzo para incorporarse y comulgó sentándose en la cama. Era ya casi un esqueleto, y de sus facciones enjutas y apergaminadas, color de cera amarillenta, se distinguían apenas los largos bigotes, encanecidos y abundantes, y los ojos, que del fondo de sus profundas órbitas despedían un fulgor penetrante y lúgubre como el reflejo de un cuerpo metálico. En cuanto a la hija del coronel, se echaba de ver la desolación con que veía llegar el terrible momento del postrer adiós... La infeliz, pálida, despeinada, con las mejillas bañadas en llanto y puestas las manos en actitud suplicante, rezaba de hinojos a los pies del enfermo, y parecía como un trasunto de la Virgen dolorosa, cuyo Cristo era el adorado padre... En el momento en que el coronel iba a reclinar la cabeza sobre su flaca almohada, casi exánime, después de recibir la comunión, le brillaron los ojos con una extraña expresión de sorpresa, duda y alegría, y se notó que había fijado la mirada en Segundo, cosa particular, puesto que nadie conocía al negro forastero. Este lo advirtió con suma tenacidad y se estuvo observando las facciones del moribundo, cual si su desgraciada situación le causase un interés singularísimo; y tal fue su persistencia en aquella muda observación, que permaneció de hinojos cuando ya el sacerdote y los acompañantes iban a salir de la pobre salita que en breve podía ser mortuoria... Al cabo salió de su preocupación silenciosa y pensó en incorporarse, pero al hacerlo vio que el enfermo, que también le miraba con suma atención, sacó un brazo de debajo del cobertor que le arropaba, y extendiéndolo, hizo seña a Segundo para que se detuviera. Obedeció el buen negro, en tanto que todos los demás salían a la calle, y acercándose más al moribundo le miró con mayor atención que antes,

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al propio tiempo que el coronel le fijaba más la vista. Pero como apenas quedaba una vela encendida al lado del crucifijo, la pieza estaba casi oscura y no podían distinguirse claramente los objetos. Segundo se acercó rápidamente al altarcito, tomó la vela, tornó hacia la cama y arrojó toda la luz sobre el rostro del enfermo. Las dos miradas se encontraron, se sondaron y comprendieron recíprocamente, y a un mismo tiempo el veterano y el liberto exclamaron: —¡Segundo! —¡Mi capitán! Segundo se arrodilló al pie de la cama y el coronel le estrechó la cabeza con ambas manos: el liberto se las tomó luego, y besándoselas con enternecimiento se puso a gemir y llorar... Camila entre tanto, de pie detrás de la barandilla de la cama, contemplaba el cuadro en silencio, sorprendida y hondamente impresionada. —Este es, hija mía, dijo Samudio con voz muy débil pero vibrante, este es Segundo, el generoso esclavo de otro tiempo a quien debí la salvación en 1816: gracias a él pude escapar de mis perseguidores, juntarme luego contigo y tu buena madre y huir en busca de los patriotas proscritos... La Providencia le ha enviado a recibir contigo, hija mía, mi último suspiro... Quiérele, Camila; quiérele con ternura y gratitud, como si fuera un segundo padre, porque tiene alma muy noble y bella... Camila, con los ojos humedecidos por el llanto, se acercó a Segundo y le estrechó las manos, con lo que por un momento se entrelazaron el marfil y el ébano en un cordial apretón que expresaba los más delicados sentimientos. —¡Mi capitán!, exclamó luego Segundo, persistiendo en llamar así al coronel: ¡en qué triste situación vuelvo a ver a usted! —¡Ay! Segundo... contestó el enfermo, ¡si supieras por cuantos dolores y miserias he pasado! Pero al cabo de Dios me llama a su seno para darme descanso, y puedo morir en paz viendo a mi patria libre... —¿Por qué ha de morir mi capitán? Le cuidaremos con esmero y... —Ya es tarde, amigo: la vida se me ha gastado y el mal no tiene remedio. Pero... ¿y tú? ¿Qué suerte has corrido? ¿Por qué te veo en Honda? Supongo que ya eres libre... —Soy libre, sí, por mi propio rescate, hace más de cuatro años, y, gracias a Dios y a mi trabajo, tengo de que vivir. He vivido por algún tiempo en el Cauca, pero llegué anteayer con ánimo de establecerme en Honda.

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—Bien pensado: aquí hay gente buena y prosperarás. —Es una fortuna que yo haya venido a tiempo aun y pueda servir de algo a mi capitán: todo lo que tengo es suyo. —¡Oh gracias... gracias, mi generoso amigo! Yo esperaba siempre no morir antes de volver a verte, y Dios me lo ha concedido. No creas que me había olvidado de mi salvador: ¡mira! —¿Qué cosa?, preguntó Segundo. —¿No reconoces esto?, repuso el moribundo; y mostró una especie de reliquia que tenía colgada al cuello. —Esto... es un patacón. —El mismo que te recibí al decirte adiós sobre el lindero de la hacienda del Carrizal. —¡El mismo!, ¡buen primor!, exclamó el liberto estrechando la mano al coronel. —Sí, añadió este; he pasado por muchas miserias, ya cuando fugitivo en 1816 fui a ocultarme en el Corozal y luego me junté con el Libertador en Jamaica, ya en mis campañas de 1817 a 1821, y ahora en este tiempo de dolores y extremada pobreza; pero he preferido hasta sufrir hambres más bien que desprenderme de esta moneda sagrada que me recordaba tu admirable generosidad y mis deberes para contigo. —¡Cuánta bondad y cuántos sacrificios por tan pequeña cosa!, dijo Segundo. —Pero ahora, Segundo, añadió el coronel, ya puedo disponer de esta reliquia, puesto que te he visto y voy a morir... —¡Ah!, ¡padre!, exclamó Camila llorando. —No tengo sino dos tesoros, repuso el moribundo: mi espada y esta reliquia... La primera es para Segundo; la otra es para ti, hija mía... En aquel momento el agonizante tuvo un violento acceso de tos seca y un desvanecimiento: había hablado más de lo que sus fuerzas le permitían, por lo que durante algunos minutos permaneció en tal estado de inanición que parecía como muerto. Cuando, merced a los esfuerzos de Camila y Segundo, recobró el sentido, dijo con voz casi extinguida pero solemne: —Camila mía, ya me voy... esto acaba; óyeme. ¿Serias tú capaz de acatar mi última voluntad, cualquiera que fuese?

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—Sí, padre mío, respondió ella con seguridad; haré todo lo que usted me mande. —Y tú, Segundo, ¿aceptarías cualquiera manda que yo te hiciese o dejase? —¡Cualquiera, mi capitán! —Pues te dejo mi hija, mi único bien, y te la dejo en completo desamparo, sola en el mundo y sin recurso alguno para vivir... Si ella no tuviere repugnancia, por ser tú negro, cásate con mi hija y hazla feliz... Si esto no pudiere ser, protégela con caridad y bondad, como si fuera tu hija o tu pupila... —¡Mi capitán!, exclamó el liberto alzando las manos al cielo, le juro a usted que sus mandatos serán cumplidos. —Dios te... lo pagará... repuso el coronel, exhalando un suspiro. Camila se arrojó sobre la cama de su padre a besarle la frente y estrecharle en sus brazos: la frente estaba fría como una placa de plomo, los ojos apagados y entreabiertos, las manos tiesas como de pergamino, los brazos rígidos y todo el cuerpo inmóvil... El coronel Samudio, uno de los libertadores de Colombia, había dado su alma a Dios, el Dios de los patriotas, los desgraciados y los buenos...

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IX

La huérfana

Segundo hizo celebrar digna pero sencillamente los funerales del coronel, le dejó en su eterno lecho de húmeda tierra y de silencio y soledad, y al tornar del cementerio a la humilde casita que habitaba Camila, entró en ella, ya oscura la noche, en compañía de una respetable señora. Había contratado con esta el mantenimiento de Camila, a fin de que la pobre huérfana tuviera donde vivir, con recato y decencia, al lado de una matrona digna de toda confianza que la cuidase con tanto esmero como benevolencia; y deseando que cuanto antes cambiara la situación de aislamiento y abandono en que se hallaba Camila, Segundo se apresuraba a presentarla a la compañera y protectora que había escogido para ella. No podía haber mayor desolación que aquella en que se hallaba la pobre joven, bien que algunas señoras caritativas la rodeaban, procurando, ya que no consolarla, lo que era imposible, a lo menos inspirarle resignación y confianza en la providencia de Dios. La infeliz huérfana lloraba con sombría desesperación, y su soledad en el mundo la aterraba... Sentada en el lecho mismo de su padre, parecía querer asirse a los objetos materiales que habían sido testigos mudos de los dolores y la agonía de aquel, cual si pudiera conservar así algunos restos del tesoro perdido... Doña Eufrasia Pérez, la señora en cuya casa debía tener Camila un asilo honrado y seguro, era una excelente mujer, viuda y de condición respetable, que a más de sus virtudes y experiencia de la vida tenía dos hijas muy agradables, y por lo mismo conocía los deberes y las penalidades propias de una madre de familia. Así era que si Segundo, por su parte, estaba resuelto a cumplir sus deberes de tutor o protector de Camila, doña Eufrasia tenía la mejor voluntad de acogerla como a una hija. Tan eficaz fue la dulzura de su trato, que en breve logró suavizar

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algo la dolorosa exaltación de Camila e inspirarle simpatía. La llevó a su casa aquella misma noche, y la huérfana, aunque profundamente abatida, halló en el hogar de doña Eufrasia la compañía de una madre y dos hermanas adoptivas, y las comodidades que Segundo le hizo procurar allí con paternal solicitud. Pero el generoso liberto no era solamente un hombre bueno por temperamento, sino instintivamente delicado. Desde luego había comprendido que los deseos expresados por el coronel Samudio en el momento de morir, no debían ser interpretados sino como un encargo solemne de procurar a Camila todo el bien posible y ampararla y protegerla como a una hija. Y el honrado Segundo era tan humilde y leal, que ni por un momento había abrigado la idea de casarse —él, un negro liberto, bien que con bienes de fortuna— con una joven de buena condición, blanca y bella y elevada por el nacimiento a la mejor nobleza posible: la de hija de un libertador de la patria, que había rendido la existencia por efecto de su abnegación y patriotismo. Así fue que desde el momento en que murió el coronel, Segundo hizo el propósito de adoptar por hija suya a Camila, haciendo de ella el único objeto de sus desvelos y cuidados. Pero este mismo propósito indujo al digno liberto a hacerse varias reflexiones. Por una parte comprendió que la delicadeza y la decencia exigían que su protección respecto de Camila no llegase hasta provocar ninguna intimidad con ella; mayormente cuando, en la triste situación en que se hallaba, era preciso considerarla mucho, rodearla solo de atenciones femeninas, y dar tiempo para que se calmara en lo posible el intenso dolor que la abrumaba. Por otra parte, al aceptar Segundo con abnegación el papel de padre adoptivo de Camila, sintió el deseo de procurarle el mayor cúmulo posible de comodidades y una buena dote; por lo que le era preciso trabajar con actividad e inteligencia en negocios bien productivos. Le ocurrió la idea de beneficiar alguna mina en las cercanías de Honda o de ocuparse en cateos de tierras auríferas, con lo que, sin alejarse mucho de Camila, a quien debía mirar con la mayor solicitud, podía al propio tiempo dejarla en cierta libertad moral y hacer negocios ventajosos. Así lo hizo, y se fue a residir ordinariamente en Mariquita, desde donde atendía simultáneamente a su pupila y a sus intereses. Aquella melancólica ciudad —mezcla admirable de exuberante hermosura vegetal y monumentales y solitarios escombros,

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triste, abandonada y casi perdida entre la selva, a la vera de una espléndida llanura— le impresionó con su silencio y aspecto sepulcral; más en pocos días comprendió el partido que de ella podía sacar. Todas las montañas de las cercanías son sumamente ricas en minas de oro y plata, y sin embargo, a excepción de las de Santa Ana y Malpaso, no eran beneficiadas, por falta de hombres expertos en la minería, sino en muy reducida escala y con escaso provecho. Segundo tenía un golpe de vista tan seguro para descubrir los más ricos depósitos de oro, y su experiencia le fue tan útil, que en breve dio con una mina muy rica, la denunció y se la hizo adjudicar y empezó a beneficiarla, por allá en una de las solitarias profundidades del rio Gualí. A más de esto, dio excelentes consejos a varios mineros inexpertos que lavaban oro en las montañas de Bocaneme, el Fresno y otros sitios de la cordillera central, y poco a poco fue organizando un ventajoso negocio de cambios de dinero por oro, con lo que dio aplicación a una parte de su capital y se preparó una buena especulación para lo futuro. Tres meses hacía que Segundo se ocupaba en aquellos trabajos, cuando un joven de Mariquita que había conocido a Camila en Honda, le hizo saber que tenía por ella mucha simpatía y le dejó comprender que estaba dispuesto a solicitarla por esposa. El joven era honrado y trabajador y podía ser un buen partido para Camila; por lo que al punto atravesó Segundo las tres leguas de llanura que le separaban de Honda, con ánimo de inquirir las disposiciones que pudiera tener su protegida. Apenas se desmontó fuese a casa de doña Eufrasia en solicitud de Camila: la halló meditabunda y abatida, sentada sobre una banqueta, en el patio principal de la casa, a la sombra de un frondoso naranjo, y ella, al verle, se puso en pie y le tendió la mano, saludándole con dulzura y respeto y mostrando en todas sus maneras la expresión de una gratitud profunda y un cariño candoroso. Segundo se sentó a corta distancia sobre un poyo de piedra, le hizo algunas preguntas relativas a su salud y al trato que hubiese recibido en casa de doña Eufrasia, y luego se puso a mirarla silenciosamente durante algunos instantes. Por primera vez Segundo fijaba bien las miradas en las facciones y todo el continente de Camila, y no solo la encontró bella, con aquella melancólica hermosura que tienen todas las mujeres blancas y jóvenes vestidas de luto, sino muy interesante por todo su aire y apostura.

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Bien que las nociones instintivas de belleza que tenía Segundo eran vagas y confusas, por haberse criado entre gentes de diversas razas y muy diferentes tipos y colores, su natural inclinación al bien le hacía sensible a la influencia de toda fisonomía que expresara la dulzura y bondad del alma y la armonía de sentimientos nobles, que son los rasgos más característicos de la belleza. Camila tenía entonces unos dieciséis años, era bien blanca y esbelta, y en la frente, amplia y llena de candor, en los ojos, de un negro límpido y suave, los largos, oscuros y abundantes cabellos, y todas las facciones, tan regulares como delicadas, tenía un conjunto seductor que inspiraba simpatía al par que respeto. Al mirarla despacio, Segundo se sintió como interiormente agitado, y mientras ella cosía en silencio él la observaba con embarazo y timidez, haciendo mucho esfuerzo para disimular la impresión que sentía. Al cabo interrumpió su mutismo diciendo: —¿Mi señorita Camila me podrá oír unas pocas palabras? —Todo lo que usted guste decirme, contestó ella con un acento de afabilidad que no excluía la tristeza y el respeto. —Mi señorita habrá comprendido que su instalación en esta casa era solo provisional... —Así lo he pensado. —Sin duda, puesto que para una instalación permanente era preciso consultar la voluntad de mi señorita Camila... —¡Oh! Mi voluntad no puede ser sino conforme a la de usted, interrumpió ella. —¡Oh!, no. Lo que deseo es ver a usted tan contenta cuanto sea posible, y llenar a su entera satisfacción mis deberes de... tutor o humilde protector... —De segundo padre, diga usted, repuso la huérfana, puesto que me colma de favores con tanta bondad. —¡Bueno!, no hablemos de eso: lo que importa es resolver cómo ha de quedar viviendo usted, mi señorita. —Me conformaré con lo que usted disponga. —Sé que mi señorita tiene en Guaduas una parienta respetable en cuya casa ha vivido durante algunos años. ¿Mi señorita preferiría estar al lado de aquella señora, sostenida como si fuera la hija adoptiva de su humilde amigo Segundo? —¡Cómo!, ¿lejos de usted, Segundo? —Pues...

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—No; de ningún modo: no debo alejarme del generoso protector que me ha dado mi padre. —¡Ah!, muy bien; gracias. Entonces... ¿mi señorita prefiere quedarse en Honda? —Sí. —¿En esta misma casa? —Aquí estaré mientras usted no disponga otra cosa. —¿Tal vez querría usted cambiar de situación de algún modo particular...? —¡Segundo!, exclamó Camila bajando la frente avergonzada. —Permítame usted explicarme... He hablado en Mariquita con un joven que la conoce a usted: es honrado, de buena familia y muy trabajador, y me ha dejado comprender que tiene por usted mucha simpatía y estaría dispuesto a pedir su mano a mi señorita... —Calle usted, ¡Segundo!, no me hable usted de ningún extraño, sea quien fuere. —Entonces... asunto concluido. —Oiga usted, Segundo, repuso Camila; voy a explicarme con franqueza, cumpliendo mi deber, que comprendo a pesar de mi inexperiencia, y haciendo lo que el corazón me aconseja. —Hable mi señorita lo que guste. —Segundo, usted me ha dado una generosa protección, llegando hasta querer adoptarme por hija; y bien sé que usted se ha alejado de mí por delicadeza, al mismo tiempo que trabaja sin descanso por asegurar mi suerte. —Esta es mi única dicha y mi orgullo. —Pues yo no puedo aceptar tamaños sacrificios, Segundo. —¿Por qué no? —Porque si yo tuviera preocupaciones de sangre o nacimiento, procedería sin la menor delicadeza al aceptar de usted solamente los sacrificios y favores, sin la justa correspondencia. —¿Y qué más correspondencia que el cariño de mi señorita...? —No; escuche usted: sepa que he meditado mucho en lo que debo hacer; no tengo ninguna preocupación de nacimiento ni repugnancia de casta, y sé que debo estimar a los hombres por sus cualidades y virtudes y no por su color. Tampoco olvido un momento en que mi padre, cuya voluntad venero y cuyos sentimientos supe apreciar, expresó al morir el deseo...

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—¡Ah!, ¡mi señorita! —Sí; él quiso que yo fuera la esposa de usted. —¡Oh!, no hable usted de eso, ¡mi señorita!, repuso Segundo; yo soy un liberto, un negro, y no he pensado sino en llenar los gratos deberes de... protector de la hija del patriota coronel... —Y usted, Segundo, interrumpió Camila, ¿no querría ser algo más que mi protector? —No me pregunte eso, mi señorita, contestó el liberto lleno de confusión. Camila se puso en pie con noble continente, y acercándose a Segundo y mirándole con una expresión de sublime candor le dijo: —Responda usted: ¿querría usted casarse conmigo? Segundo cayó maquinalmente a los pies de Camila, de hinojos y con las manos puestas en actitud de súplica y agradecimiento infinito. —Pues que se haga la voluntad de Dios y de mi padre, añadió Camila, tendiendo la mano a Segundo. —¿Y la de usted...?, dijo este con timidez. —La mía también, Segundo. —¿Es verdad? ¡Dios mío!, ¡no puedo creer en tanta felicidad! —Segundo, sé que no hay alma más noble y bella que la de usted, repuso Camila; con usted seré dichosa, y al amarle con fidelidad y ternura pagaré una doble deuda de gratitud... Segundo la estrechó en los brazos, y el blanco cuello de paloma de Camila reposó durante un largo minuto sobre los negros y lanudos cabellos del dichoso liberto.

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Buenas fortunas

En una serena noche del mes de diciembre de 1845 el vastísimo Salón de grados de la Universidad de Bogotá, espléndidamente iluminado y adornado con notable elegancia, rebosaba de gente, particularmente de señoras y señoritas, las que, a fuer de curiosas y aficionadas a espectáculos, iban a presenciar la “Colación de grados”, función solemne que había de presidir el secretario de lo Interior, en su calidad de director general de la Instrucción Pública. Aparte de la entrega que el rector de la Universidad debía hacer de los diplomas de bachiller, licenciado y doctor, que habían sido discernidos a muchos estudiantes de jurisprudencia, de medicina o de teología, con gran satisfacción de los recipiendarios y sus familias, debían pronunciarse en aquella sesión solemne tres discursos de ordenanza: el del rector, el de uno de los profesores, designado por el cuerpo docente, y otro que el plan de estudios encargaba a uno de los alumnos de la Universidad, escogido entre los muchos discursos que, a modo de ejercicio oratorio, debían preparar los mejor calificados de todas las clases, sobre temas dados por sus respectivos catedráticos. La audición de tales arengas académicas era lo más importante para los concurrentes a la sesión, y se aguardaba con impaciente curiosidad el momento en que el estudiante preferido había de subir a la tribuna. El rector, excelente sacerdote, pero que no por serlo tenía dotes oratorias, dijo apenas cuatro palabras, las sacramentales en su posición oficial; el profesor pronunció un bello discurso; florido y sustancioso al propio tiempo, bien concebido y no menos bien recitado, y obtuvo de todo el auditorio los merecidos aplausos. Cuando llegó el momento del tercer discurso, todos se preguntaban: “¿Quién es el joven orador? ¿Cómo se llama el estudiante? ¿Es alumno de jurisprudencia, o de medicina? ¿De qué provincia y de qué familia es? ¿Quién le conoce y qué tal capacidad tiene?”.

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Estas y otras preguntas se hacían los miembros del numerosísimo y apiñado auditorio, cuando un joven que denotaba tener de veinte a veintiún años y se recomendaba a la simpatía por su aire despierto y varonil, comenzó a subir las gradas de la tribuna. Al punto cesaron todos los rumores y cuchicheos y reinó en el ámbito entero del salón un silencio profundo: todas las miradas se dirigían hacia el desconocido joven, y se aguardaba el comienzo de su peroración para augurar del buen o mal éxito del discurso. Las primeras palabras del joven orador, dirigidas al auditorio en forma de introducción y de exposición de su tesis, vibraron tan agradablemente, fueron tan nuevas y felices, tan oportunas y atinadamente tan expresivas, que provocaron una salva general de aplausos; difundiendo entre los concurrentes aquella impresión eléctrica, aquel contagio de animada simpatía que es siempre el precursor de todo triunfo oratorio. Con esto el estudiante, embargado por un momento al pronunciar sus primeros conceptos, como se sintiera poderosamente estimulado y dueño de la simpatía general cobró ánimo, se posesionó enteramente de la tribuna, y recitó su discurso con una entonación vigorosa y natural, un gesto y una acción verdaderamente propios de un orador; y se mostró tan penetrado de su asunto y poco miedoso del auditorio, que encantó y arrebató a todo este, dando la mayor amenidad a los temas de jurisprudencia y ciencias políticas. Después de ser muy frecuentemente interrumpido por las más ruidosas y explícitas demostraciones de aprobación, terminó su discurso con una hermosa imagen y bajó de la tribuna colmado de unánimes aplausos. Florencio Conde era el nombre del afortunado joven que así se exhibía delante de la sociedad e iniciaba su carrera pública, saliendo repentinamente de la oscuridad de los claustros universitarios para entrar en la notoriedad, y ganando con solo un discurso la reputación de hombre de gran talento, vigoroso sentimiento y bellas dotes oratorias, que prometía ser en breve un orador tan brioso como elocuente, al par que un ilustrado ciudadano. Y por cierto que si con la armoniosa palabra y las bellas ideas emitidas en el Salón de grados Florencio había ganado de una vez la simpatía general, su apostura no era menos propia para hacerle producir en la sociedad una impresión favorable. Tenía aquel joven en las facciones y todo el continente los rasgos patentes de un feliz cruzamiento de razas, de suerte que, siendo un verdadero mulato, era lo que puede llamarse un hermoso mestizo.

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En algunas de sus facciones predominaba patentemente el tipo de la raza española, en otras el de la africana, y en el conjunto había una rara mezcla de suavidad y energía, de humildad y altivez, realzadas por no sé qué expresión de nobleza que parecía ser como un reflejo producido en la fisonomía por la luz vivísima del alma. Era alto, delgado y de formas elegantes y movimientos desembarazados; tenía la tez casi blanca, pero de un blanco mate con reflejos como los de un bello bronce, el pelo corto, abundante y muy ensortijado, la barba escasa y casi reducida a un delgado pero gracioso bigote, los ojos muy negros y de un mirar suave y amoroso, la nariz recta y delgada, la frente amplia, alta y ovalada, los labios algo gruesos pero de una expresión suave de franqueza y benevolencia, y todo el conjunto regular, distinguido y simpático. Tenía, además la voz llena y sonora, y en todos los movimientos un no sé qué de tímido y comunicativo al propio tiempo. Nuestro lector habrá comprendido al punto que Florencio Conde era hijo del humilde héroe de la primera parte de nuestra narración; lo que nos obliga a echar una mirada retrospectiva sobre la existencia del liberto antioqueño que en 1823 había tenido la buena suerte de casarse con Camila, la pobre pero graciosa hija del coronel Samudio. Una vez casado, cuando lo permitieron las exigencias del duelo de Camila, Segundo había tenido el buen juicio de comenzar por vivir en casa propia —sin lo cual el hogar es inseguro y no establece tradiciones de familia—, y el tino de comprender lo que era la sociedad en cuyo seno se establecía; viendo claramente cuáles habían de ser los mejores medios para procurarse en Honda buenas relaciones y emprender los más productivos negocios. El comercio era sin duda el género de industria más accesible para un negro liberto, al propio tiempo que podía dar cabida a las singulares circunstancias de un matrimonio tal como el que Segundo había contraído, mayormente cuando la ciudad de Honda, por su situación excepcional y sus antecedentes, era una de las más importantes plazas mercantiles del interior de la Nueva Granada. En una tienda entra todo el que necesita algo, y si lo halla lo compra, ya sea el mercader blanco o negro, buen mozo o feo, liberal o conservador; pero si la tienda puede ser atendida a una vez por dos personas que, por sus circunstancias particulares, atraigan simultáneamente a las diversas clases y castas sociales, los negocios marchan infinitamente mejor para los

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vendedores, porque el mostrador está siempre ocupado por una gran variedad de compradores. Segundo era humilde y de carácter afable, y habituado como estaba a duros trabajos y al trato con los “plebeyos”, ora fuesen obreros de la ciudad, peones campesinos o negros y mulatos bogas10 del Magdalena, había de granjearse prontamente la pobre pero numerosa clientela popular. Camila, nacida en “cuna decente”, como se decía, muy blanca, buena moza y de maneras afables, modestas y simpáticas, había de atraer hacia la tienda de Segundo a las señoras y toda la sociedad culta de Honda; mayormente si él había de poner todo su esmero en mantener siempre un bonito acopio de novedades, buenos géneros y bien escogidos bastimentos. Lo primero que hizo Segundo fue emprender viaje a Cartagena, ciudad que por los años de 1823 a 24 estaba bien provista de mercaderías extranjeras, llevándose una parte de su capital en onzas de oro y otra empleada en frutos del interior del país, tales como sombreros de paja, azúcar, ajos, sillas de montar y otros efectos que tenían seguro consumo en los pueblos de la Costa. Al regresar a Honda con su cargamento de mercaderías extranjeras, montó Segundo su tienda en regla, asistiéndola con su mujer, sin desatender por eso su mina y los cambios de oro que había iniciado por los lados de Mariquita, y en breve tuvo doblado el capital. Continuó con tino y buena fortuna sus operaciones de comercio y negocios con mineros, y poco después compró a bajo precio un extenso globo de tierras vírgenes a orillas del Magdalena y no lejos de Honda, en el que emprendió vastos desmontes para fundar una “hacienda”. Pocos años tardó en tener allí hermosos platanares, excelentes dehesas de pastos de Guinea para cebas de ganados, y otros establecimientos productivos. Ello fue que los negocios de Segundo prosperaron de tal manera, merced a un trabajo tan constante como inteligente y a una juiciosa economía, que ya por los años de 1844 a 45 tenía él un capital sólido y saneado de cosa de ciento cincuenta mil pesos, capital que en Nueva Granada y en aquel tiempo era muy considerable. Si la fortuna fue propicia a Segundo en lo tocante a riqueza, no le fue menos favorable en lo demás. Camila, mujer buena y sencilla, le amó siempre con ternura y gratitud, y no solo le hizo dichoso, 10. Col. Bogador o persona que rema en una embarcación.

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mostrándose para con él esposa fiel y atenta al cumplimiento de sus deberes, sino que, por su índole, su modesta y su hacendosa laboriosidad, contribuyó mucho a hacer prosperar los negocios de su marido. Quiso además la Providencia favorecerles con la felicidad de tener dos hijos: Antonia, nacida a fines de 1823, y Florencio, un año menor que su hermana. Era Antonia una excelente muchacha, de buena índole y agradable trato, no mal parecida, y su padre, que tenía por ella idolatría, procuró darle la mejor educación posible, enviándola, cuando tuvo diez años, a estudiar en Bogotá en el colegio de la Merced. Todos los años, hacia fines de noviembre, venía Segundo a Bogotá a presenciar los certámenes de su hija y llevársela a pasar los asuetos en Honda, de donde tornaba a traerla al colegio en el comienzo del siguiente año; y a fuer de hombre de negocios no desperdiciaba el tiempo, pues en la capital compraba bonitas mercaderías francesas para surtir la tienda de Camila, así como ganados flacos de Casanare o San Martin para reponer las cebas de su hacienda. Cuando Florencio se halló en edad, después de pasar tres años en la escuela primaria de Honda, de comenzar estudios secundarios, le trajo Segundo a Bogotá, junto con su Antoñita, como llamaba a su hija, y le dejó como alumno interno en un colegio privado, mientras llegaba el tiempo de que entrara en la Universidad a seguir los cursos de la carrera que más le conviniese. En 1845, época en que, como hemos visto, se estrenó Florencio como orador, exhibiéndose tan felizmente, acababa de obtener el título de doctor en jurisprudencia, y en seguida debía pasar un año practicando en los juzgados y tribunales para recibirse luego de abogado y emprender definitivamente y con título legal, como entonces era necesario, el ejercicio de su profesión. Segundo, que anhelaba para su hijo un bello porvenir, había tenido el buen sentido de comprender que Florencio necesitaba seguir una carrera brillante y tener por teatro a Bogotá, tanto por la naturaleza del papel que podía representar en nuestra sociedad republicana, como porque, estando lejos de su padre, no habría de sufrir las humillaciones que se le quisieran infligir por causa de su origen paterno. Con una abnegación tanto más grande cuanto era silenciosa, Segundo se decía o pensaba con frecuencia: “Haga yo feliz a mi hijo, dándole buena educación y procurándole riqueza con mi trabajo y economía, y poco importa que yo me prive de su compañía, si él alcanza la posición social en que deseo verle. Si el padre, siendo negro y liberto

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ha honrado su nombre con su trabajo y probidad, el hijo mestizo e ilustrado lo ennoblecerá con su talento y será siempre dignificado por la sociedad”. Pero si Segundo era un excelente padre y sabía gastar muy bien el dinero en beneficio de sus hijos, no era menos estimable en Honda como ciudadano. Jamás tuvo pleito con nadie ni disputa de ningún linaje; servía con buena voluntad y eficacia los empleos concejiles y onerosos para los cuales solía ser nombrado; pagaba sus impuestos y contribuciones con suma puntualidad; era en todos sus tratos y negocios tan cumplido como equitativo; aceptaba todos los años el alferazgo para alguna fiesta religiosa y salía del paso con lucimiento; contribuía con gusto para toda obra de beneficencia o caridad; daba numerosas limosnas a los menesterosos, sin hacer de ello el menor alarde; hacía decir todos los años una misa rezada por el alma de su madre y otra por la del coronel Samudio; y tenía siempre la bolsa lista para servir a tiempo a un buen amigo, así como para procurar a su esposa toda suerte de comodidades. En lo tocante a la política, Segundo había sido entusiasta admirador de Bolívar y de todos los “libertadores”, pero nunca se apasionó en favor de ninguno de nuestros partidos domésticos. Se echaba de ver que se inclinaba hacia los liberales, desde 1828, por simpatía de raza o gratitud, puesto que ellos hacían constantes esfuerzos por la emancipación de las masas populares y particularmente de los esclavos; pero cuando le apuraban para que interviniese en elecciones u otros actos políticos, se excusaba siempre diciendo: “Yo nada entiendo de esas cosas; nací esclavo y me crie obedeciendo, y al fin y al fallo alguno ha de mandar; que sea Juan o que sea Pedro quien gobierne, lo mismo da para mí, puesto que nunca he de saber ni poder enderezar las cosas”. Pero si el sesudo liberto, rico, genialmente pacífico y bien considerado, se abstenía con tanta prudencia de mezclarse personalmente en los escabrosos asuntos de la política, hacía callado la boca dos cosas propias de un liberalote y buen ciudadano: por una parte, todos los años destinaba de sus ahorros doscientos pesos para rescatar algún esclavo ajeno el día del cumpleaños de su casamiento; y por otra, cuando enviaba dinero a Bogotá para el sostenimiento y educación de sus hijos, decía para su sayo con maliciosa y paternal satisfacción: “Este dinero será bien gastado; mi Antoñita será con el tiempo una señorita bien educada, y la educación, a más de la fortuna, le borrará para

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muchos el defecto de ser mulata. Florencio será un día un ciudadano útil e importante, un caballero, y con su ejemplo contribuirá a levantar a los humildes y oprimidos de mi raza: sea mi hijo un hombre honrado, digno y de provecho, y poco importará que le llamen mestizo: nadie le despreciará por su origen paterno y su color moreno, si con sus cualidades logra merecer la estimación de todos”. Segundo había comprendido las cosas con suma perspicacia: había previsto como por intuición y sin darse cuenta cabal de los hechos sociales y políticos, que nuestra sociedad, compuesta de tres razas diferentes y sus variedades mestizas, pobre, generalmente ignorante y nacida por decirlo así de una revolución, que había mezclado y amasado sangres aparentemente muy distintas para formar con ellas la argamasa de la República independiente, no podía menos que ser tarde o temprano una sociedad enteramente democrática. Pero también comprendía nuestro liberto que era muy difícil vencer ciertas preocupaciones; que para gentes imbuidas en prevenciones de castas, un mulato sería siempre un ser algo repelente, y que era preciso darle para triunfar de tal prevención el irresistible pasaporte de un talento bien cultivado, de una educación esmerada y de una sólida riqueza. El oro, el saber y las buenas maneras abren todas las puertas, y no hay que atenerse únicamente a la justicia cristiana y democrática que levanta a los humildes y abate a los soberbios, si cada cual no hace esfuerzos para merecer y mantener con dignidad la posición social a que aspira. Estas ideas, intuitivamente comprendidas por Segundo, no obstante su relativa ignorancia y su falta de roce con las altas clases sociales, le hicieron calcular con certeza lo que el porvenir de nuestra sociedad había de preparar a sus hijos; y nunca se apartó de sus propósitos, recompensados luego con las más gratas satisfacciones.

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II

Vida y amor

Florencio Conde, por su parte, había hecho todo lo posible por corresponder a los propósitos y deseos de su padre, y en sus relaciones de colegio y universidad se había mostrado digno de la cordial simpatía de sus condiscípulos, así como de la estimación de sus maestros. Estudioso como pocos y arreglado en su conducta, había hecho notorios progresos en sus estudios, adquiriendo sólida instrucción y mucha facilidad para expresarse de palabra y por escrito; y aunque tenía la conciencia de sus merecimientos como estudiante y a las veces se dejaba arrastrar por ciertos ímpetus de vanidad, de impaciencia y de espíritu de imitación, propios de casi todos los mestizos de su linaje, se reprimía a tiempo y se hacía querer por su carácter generoso y leal y su tendencia a la equidad en todo. Parecía haber así en su carácter moral como en sus rasgos físicos, una especie de equilibrio entre las dos razas de cuyo cruzamiento procedía, y todo hacía esperar que al completar su educación sería un hombre de provecho. La política había impresionado y apasionado ardientemente a Florencio, como a todos los jóvenes de su tiempo: generación patriota, predestinada por la lógica de los hechos sociales a hacer un gran papel en el movimiento de regeneración democrática que el progreso de las ideas iba preparando. Florencio fue desde su adolescencia un liberal vehemente y generoso, lleno de fe en el porvenir y en la justicia; por lo que por los años de 1844 y 45 se interesó con entusiasmo en las cuestiones políticas que más calurosamente debatían los partidos, tales como la de los jesuitas, la de una división territorial destinada a completar la obra reaccionaria de la centralización excesiva, y la de candidaturas para la presidencia de la República. Si Florencio se sentía con disposiciones para la oratoria, le tentaba mucho el difícil cuanto peligroso oficio de escritor público, y con frecuencia había robado

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tiempo a sus estudios universitarios para escribir y publicar en los periódicos numerosos artículos, sobre diversas materias, con los que unas veces había obtenido merecidos aplausos de sus condiscípulos, y otras, sin quererlo, había excitado más que la emulación, la envidia de sus inferiores en talento y carácter. Una circunstancia, que Florencio recordaba con orgullo, dará idea de la conciencia que él tenía de su dignidad personal, así como del amor que profesaba a sus padres. Un día que tuvo en el colegio de San Bartolomé una disputa por asuntos políticos con otro estudiante, este, que pertenecía a una de las más aristocráticas familias de Bogotá, le dijo con desdeñosa altanería: “Yo soy gente decente y no disputo con un mulato”. “Pues sepa usted, le replicó Florencio, que si usted tiene alguna ejecutoria para titularse decente, yo la tengo para llamarme noble, porque desciendo de dos aristocracias: la del trabajo honrado y la del patriotismo. Mi padre nació esclavo, y después de rescatar a su familia con su trabajo y sus ahorros, se rescató a sí mismo y se hizo ciudadano libre por su solo esfuerzo. Mi madre, de origen español, era hija de un valiente soldado y prócer de la independencia; de uno de aquellos hombres abnegados que sufrieron cruelmente y rindieron la vida por dar una patria a la libertad en esta tierra. Abuse usted cuanto quiera de esta libertad para injuriarme: su injuria es mi mejor timbre...”. Un joven, y sobre todo un estudiante, sin amores, es inconcebible: quien no se enamora siendo joven, no ha nacido para ser un hombre; es un animal raro, predestinado a ser algún día usurero de profesión, o badulaque o rufián. El amor es la iniciación del hombre en los misterios de la vida; es, en su expresión más candorosa, el principio de este drama espinoso, mezcla de tragedia y comedia, de llantos y de risas, de esperanza y desengaño, de cuyas variadísimas escenas todos somos espectadores y actores simultáneamente. Florencio, pues, digámoslo de una vez, estaba enamorado; pero su amor, como acontece casi siempre con el primero, era desgraciado, porque él había acertado a picar demasiado alto, según la opinión de ciertas gentes, poniendo los ojos en una señorita, la bella y elegante Rosita Fuenmayor, hija de padres que habían pasado en “Santafé de Bogotá” por nobles, en los tiempos del gobierno colonial, y que, por lo mismo, pertenecía a una clase o categoría social que en nuestra República hacía el estéril papel de aristocracia rezagada.

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Criada en el seno de una vieja familia “de campanillas”, como se dice comúnmente en el país, o de “mantuanos”11, como solía decirse en Bogotá, Rosita —bella como una flor de su gracioso nombre, lozana, blanca como el jazmín, y de cabellos de un rubio castaño y ojos de un azul garzo y brillante—, era una muchacha llena de atractivos, pero intratable en lo tocante a dos asuntos: la religión y las preocupaciones de casta. Creyente y piadosa hasta el fanatismo y la superstición, la encantaba toda fiesta religiosa, tenía los más nimios escrúpulos de inocente pecadora, guardaba con sumo rigor los días de ayuno y de vigilia, llevaba la devoción hasta la más ciega adoración de las imágenes, se regocijaba aun con los más estrafalarios sermones, y miraba con horror, cual si fueran unos monstruos, a cuantos liberales vivían en olor de herejía o eran reputados como incrédulos. Pero también deliraba con el baile, las corridas de toros, las maromas y representaciones teatrales, las funciones de cubiletes o prestidigitación, y todas aquellas fiestas tradicionales como las del Carnaval, San Juan, la Noche Buena &c, en que el goce y la diversión hacen en puridad de verdad un papel más importante que la devoción. Rosa era pues una alegre devota; pero se cuidaba mucho, eso sí, de rozarse con gentes que no fueran de “su clase y condición”, pues sus padres la habían educado conforme a sus añejas ideas, infundiéndola un invencible desprecio por todo individuo de color y todo “plebeyo”. Y con todo, por una curiosa pero involuntaria contradicción, Rosita era muy amable y servicial para con sus amigas y caritativa para con los pobres, con aquella extraña pero común caridad que prescinde de la justicia, de la igualdad cristiana y de la bondad y tolerancia respecto de las ideas y de las almas; caridad mil veces más valiosa que la que inspiran los menesterosos y enfermos del cuerpo, y que solo pueden comprender y ejercer aquellos que han recibido una educación viril, inteligente y elevada. Por lo demás, Rosita era tan recatada como sencilla en sus maneras, amaba a sus padres con ternura, tenía muy limitada instrucción pero bien clara capacidad y buen decir, y era muy entendida en la confección de dulces y pastelitos, en bordados y costuras de gusto, y en la manipulación de flores artificiales y otras curiosidades. Si doña Tadea Recuero, madre de Rosita, era una esposa fiel y madre tierna, pero algo necia y perfectamente insignificante como

11. Durante la colonia, grupo social que ostentaba poder político y económico, también llamados “criollos”.

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persona de sociedad, don Pedro Fuenmayor, como todos le llamaban, o de Fuenmayor, como él firmaba con su vieja letra pastrana, era un hombre interesante como tipo curioso de su época. Rayaba en los sesenta y cinco y era chistoso y decidor de chuscadas, amigo de viejos refranes y glosas oportunas, y aficionado a recitar versos cuando venían al caso, bien que jamás salía de las sacramentales décimas de su tiempo; muy dado a contar anécdotas picantes y a las veces algo libres; fumador insigne, hombre muy rígido en lo tocante a “religión y principios”, de intachable probidad y costumbres severas, intolerante y pronto en la conversación, retrógrado en todo sentido, y muy adicto a la ropilla, juego de naipes que ha sido destronado por el popular tresillo de estos tiempos. Su mayor gloria era jactarse de algún codillo dado juntamente a los dos contrarios, de haber sido el causante de dos puestas gemelas, o de algún solo de chipolo maravillosamente ganado, merced a una jugada maliciosa o de singular audacia, con plato gordo y otras circunstancias agravantes. Don Pedro era en todo rigor un español rancio: se le volvía la boca agua cuando hallaba ocasión para narrar las escenas públicas de la diminuta corte del virrey Amar y aun de la anterior, de Mendinueta, y refería escandalizado los sucesos de 1810 y demás años de la revolución, como “atrocidades” de don Camilo Torres, Acevedo, Lozano, los Gutiérrez y demás “insurgentes”. Para el viejo español la República era una abominación; la democracia “el gobierno de la canalla”; cada congreso “una merienda de negros”; la libertad política “una jerga de impiedades” y el progreso “una impostura imaginada para engañar a los necios”; por lo que siempre se hacía lenguas contra “los tiempos de ahora”, ponderando lo bien que se vivía, lo mucho que “corría el dinero” y el orden con que “andaban las cosas con aquellos tiempos”, como llamaba simplemente los del virreinato. Abominaba los fósforos por ser nuevos e incendiarios, y echaba de menos como preciosidades perdidas el eslabón, la yesca y la pajuela; cargaba los cigarros dentro de una gran vejiga de toro bien curada y grasienta; decía que esta tierra no podía servir para nada sin la alcabala, el tributo de los indios y la servidumbre de los negros; se indignaba con la idea de que se mantuviesen escuelas públicas para instruir y educar a los hijos de los artesanos y “plebeyos”; ponderaba mucho los beneficios que se debían a los conventos; se montaba en cólera cuando algún indio, liberto u otro “hombre de baja condición” no le saludaba llamándole

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“mi amo”; tuteaba con altivez a toda persona que no fuese lo que él llamaba “decente”, y consideraba toda elección popular y todo acto político del país como una especie de bacanal de salvajes. Como a más de los pergaminos de nobleza castellana de que blasonaba, don Pedro había sido bastante rico hasta la época de nuestra revolución de la independencia, y era inflexible en sus ideas, había creído que su lustre se desdoraba con el trabajo, y más aún con el trabajo ejercido en el seno de una República. Había sido recaudador de rentas reales de 1804 a 1810, y no sabemos qué otra cosa real o que dejaba reales, por los años de 1816 a 1819; y luego, como no era hombre perverso ni violento, ni intrigante ni de armas tomar, la República triunfante le había dejado a un lado, como sujeto inofensivo, siquiera fuese hablador, sin hacerle caso ni inquietarle en lo mínimo, perdonándole su realismo, pero excluyéndole de todos los puestos públicos. No teniendo, pues, ninguna profesión ni hábitos de trabajo independiente, don Pedro, imbuido en sus viejas y estériles ideas, se había ido quedando atrás de la sociedad que le rodeaba, viendo con indignación y despecho que muchos ex plebeyos se le sobreponían en riqueza, bienestar e importancia, y que no pocos a quienes antes había desdeñado por ser oscuros y humildes, alcanzaban mucho mejor puesto en la consideración pública y ejercían un influjo considerable. Como acontece siempre en las sociedades de razas mezcladas y organización democrática que se hallan en pleno estado de transformación, todas las leyes del antiguo equilibrio se modifican, el centro de gravedad de los hechos sociales cambia de lugar, y así como lo que antes fue un poder es luego una debilidad, lo que fue débil o malo se convierte en potencia. Como todos tratan de valer, y no solo de valer sino también de prevalecer, distinguiéndose y aspirando a lo más alto, y como nadie puede alegar títulos de sangre ni imponer la supremacía de una clase, resulta que todos se ingenian por ser hábiles para abrirse camino hacia la notoriedad y las fruiciones, y esta habilidad se pone de manifiesto por uno de dos medios: o por una condensación de fuerza material, que es la riqueza, o por una condensación de fuerza moral, que es el talento, cualidad genérica que comprende al ingenio, la ciencia, la cultura y el saber vivir. Así se hace lógicamente inevitable la supremacía de la riqueza y de la inteligencia en las sociedades de composición democrática; supremacía que apareja la ruina de todo poder fundado únicamente en la tradición y el privilegio y en la rutinaria conformidad de los ineptos.

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Don Pedro de Fuenmayor fue tan reacio delante de la transformación social que le atropellaba, que resumiendo todo su credo en la partícula de su apellido, así como jamás quiso renunciar a ella, jamás aceptó ninguna idea ni institución moderna, ninguna de las necesidades que la nueva situación imponía; de suerte que los treinta y cinco años transcurridos desde el día de la proclamación de la independencia nacional eran para él como una pesadilla, y letra muerta todas las instituciones de la República. Sin embargo, algo tenía que ser en nuestra sociedad política, y a fuer de realista rezagado se llamaba ministerial en 1844, cosa que le parecía deber aceptar como mínima de males. Poseído como estaba, según su educación de “mantuano”, de un profundo desprecio por el trabajo libre; inepto como era para toda profesión que no fuese la de empleado público, que le estaba cerrada, e imbuido también en aquel orgullo de casta y de familia que arruina a tantos y ocasiona tan aristocráticas miserias, don Pedro había ido gastando de año en año la mediana fortuna que salvara de la revolución, ya porque el trabajo no le equilibraba las rentas y los gastos, ya porque la vida iba siendo cada día más cara y las necesidades más numerosas y complicadas. Ello era que, después de realizar varias casitas y tiendas que había poseído en Bogotá, amén de las viejas onzas economizadas en tiempos anteriores, estaba ya reducido a su vieja casa de habitación, gravada en realidad con varias deudas, y a vivir de arbitrios o expedientes, ora rifando piezas de su vieja vajilla de plata de martillo, ora empeñando una u otra joya de su mujer, o vendiendo alhajas y muebles curiosos, que eran orgullo de la familia y testimonio lamentable de su perdido auge y sus aristocráticas tradiciones. Cuando ocurría un gran baile u otra fiesta en que era menester gastar dinero, don Pedro no podía resignarse a parecer menos que los advenedizos de la democracia, y encubría o disimulaba su penuria con gastos absolutamente superiores a sus recursos, por tal de presentar a su mujer y sus hijas con “todo el rango necesario”. Así era que cada juego de trajes para un baile o una fiesta representaba una nueva deuda contraída en favor de algún usurero, algún nuevo sacrificio de prendas preciosas para la familia o de muebles necesarios para el servicio íntimo de la casa. Tal era la situación de don Pedro en la época a que se refiere nuestra historia.

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III

Primera prueba

Florencio Conde no había caído en la cuenta de las dificultades que forzosamente opondrían a su amor las ideas y preocupaciones de la familia Fuenmayor: para el amor vehemente y verdadero no hay dificultades, porque donde domina el sentimiento no hay lugar para el cálculo; y nuestro modesto héroe era demasiado ingenuo para desconfiar del buen éxito de todo aquello que le parecía natural, noble y justo. Bien que el amor es la fuente de la vida, de toda felicidad así como de todo dolor, y que ningún hombre sensible puede sustraerse a las terribles pruebas de tan gran pasión, el que ama con vehemencia se coloca fuera del camino ordinario de las cosas humanas. Por mucho que tenga por objeto un ser visible, el amor es siempre una especie de abstracción entre dos almas, cuando no el misterioso y encantador aislamiento de un corazón poseído que sufre y goza con la sola compañía de su ideal. Florencio había visto a Rosa en Bogotá una o dos veces, y varias ocasiones en Chapinero, lugarcillo de los términos de la ciudad, que a la sazón estaba de moda para bailes, paseos y otras diversiones, y se había enamorado de ella tan ardientemente, que la miraba como un ídolo sagrado y el objeto de todos sus pensamientos, devaneos y esperanzas. Pero el pobre joven sufría en su amor como un proscrito de la dicha, y alimentaba esta pasión solitaria en el alma como el anacoreta que mantuviera su culto en la soledad de los desiertos. En varias ocasiones había saludado tímidamente a Rosa, al pasar por el pie de las ventanas de la casa de esta, y había sufrido la indecible mortificación de que sus saludos no le fueran retribuidos, siquiera fuese con una inclinación de cabeza. Otra vez, al atravesar Rosa el caño de la calle de San Carlos, llamada hoy carrera de Bolivia, muy cerca del portón de la Universidad, Florencio —como era costumbre hacerlo entre nosotros por un hábito de galantería española— la había presentado la mano

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para ayudarla saltar, obteniendo solamente un incivil desaire de Rosa y de su madre. Le sobraban, pues, motivos para entristecerse cuando pensaba en el porvenir de su amor, y vivía preocupado. Profundamente mortificado como estaba, se preguntaba si la mortificación que sentía era en su amor apasionado o en su amor propio, y al darse cuenta de las impresiones que le agitaban sin cesar, comprendía que su alma era presa de un sentimiento generoso, profundo e invencible. “O Rosa me amará un día, a despecho de todo, se decía, o mi corazón despedazado será eternamente viudo sin haber tenido compañera, porque ninguna otra mujer podrá, como esta, agitar todo mi ser, turbarme sin reposo y hacerme comprender el dulce tormento del amor y la inefable belleza de la esperanza”. Hacia mediados del año de 1846 había llegado a Bogotá un nuevo ministro de una de las cortes europeas, sujeto que, por circunstancias casuales, había tenido que apelar en Honda a los servicios de don Segundo Conde, como casi todos llamaban en esa ciudad al padre de Florencio. El buen liberto capitalista había dado al diplomático extranjero una franca y generosa hospitalidad, y prestándole muy oportunos servicios para facilitarle el viaje hasta la capital, y el ministro, deseoso de corresponder de algún modo a tales favores, no solo había abierto las puertas de su casa a Florencio, en Bogotá, sino que le trataba con particular aprecio, una vez que había podido estimar las bellas cualidades del joven jurista. Dio luego el ministro un gran baile para obsequiar a la más distinguida sociedad bogotana, y todas las familias notables fueron invitadas, así como los jóvenes de mejor compañía. Florencio, como era natural, recibió una de las primeras invitaciones de míster H*, y por supuesto no perdió aquella ocasión de alternar dignamente con la más culta sociedad. En aquel tiempo, y no han pasado aún treinta años, no se conocía en Bogotá el refinamiento de lujo y suntuosidad que luego se introdujo con los bailes de estilo peruano, ni había en fiestas de esta clase la estirada etiqueta que poco a poco ha usurpado el lugar de la galantería franca y elegante. El mayor lujo de nuestras mujeres consistía en su lozana belleza y donosura, y un baile era como un jardín poblado de magníficas rosas y preciosos claveles. Ni la crinolina, ni la castaña, ni las joyas falsas, ni tantos otros medios de mentir o fingir, reinaban en nuestra sociedad femenina, cuyos mayores atractivos eran la sencillez, la gracia y la amabilidad sin pretensiones.

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El baile de míster H* era espléndido, sin ser de una suntuosidad inusitada: los salones estaban llenos de luz y flores, adornados con exquisito gusto, y animados por una concurrencia tan numerosa como distinguida. Así, cuando Florencio entró en la sala principal se sintió casi deslumbrado y encogido, por ser la primera vez que se hallaba en un baile de gran tono. Apenas sí comenzaba a recobrar la libertad de ánimo que de ordinario le acompañaba, cuando alcanzó a ver a Rosa en el segundo salón, en medio de otras bellas señoritas y rodeada de jóvenes que parecían rendirle homenajes. En efecto Rosita, más bella que nunca, llamaba la atención por la frescura y distinción de su belleza, así como por su donaire y elegancia. Estaba vestida sin lujo, pero con gracia muy notable, y llevaba por adornos algunas ricas joyas y muy hermosas flores artificiales. Cuando la vio Florencio se sintió arrebatado y más profundamente seducido que en ninguna otra ocasión, y la audacia de su amor le pareció evidente al considerar cuan encantadora debía de parecer Rosa a los ojos de cuantos la rodeaban. Su puso a mirarla con tal encanto y embeleso, que ni reparaba en las parejas que pasaban rápidamente cerca de él bailando, ni se daba cuenta de las armonías de la música: para él toda vida, toda armonía y toda luz y belleza se concentraban en Rosa, y, absorto en el éxtasis de su adoración, le parecía que solo él y ella se hallaban allí para amarse y confundir sus seres en una mirada... Pero ¡ay!, buscaba ansiosamente la de Rosa, y esta parecía no tener ojos para verle... ¿Qué podía hacer el enamorado joven? Creyó que era necesario aprovechar la ocasión que le ofrecía el baile para anudar relaciones con Rosa o hablarle siquiera; pero se mantenía bajo la penumbra de una puerta, lleno de indecisión y de temor, pues si el amor le impulsaba hacia la bella mujer que tanto le seducía, sin advertir ella en la presencia de él, temblaba al imaginarse que podría sufrir un nuevo desaire, público y evidente, y por lo mismo irremediable. Se hallaba Florencio en la mayor vacilación de ánimo, cuando estallaron los preludios de una contradanza que se iba a bailar en los dos salones principales (en aquel tiempo no se desdeñaba en Bogotá este noble y elegante baile español, proscrito después por la invasión de la cuadrilla francesa), y nuestro joven notó que Rosa estaba por el momento libre de todo asedio masculino; se acercó rápidamente a ella, venciendo todo temor y tembloroso de anhelo, pero lleno de respeto, y la invitó a bailar. Rosa se quedó un instante como sorprendida, en

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tanto que doña Tadea, su madre, miraba a Florencio con aire de supremo desdén; pero al punto hizo aquella un gesto de disgusto y contestó secamente: —No bailo contradanza. —Perdone usted, señorita, repuso Florencio, con voz casi ahogada; y se retiró con el alma profundamente herida de humillación y dolor... Pocos momentos después, en tanto que Florencio vagaba por un corredor, procurando esconder sus lágrimas y serenar su alma tan vivamente lastimada, Rosa, invitada por otro joven, se levantó a tomar puesto en la contradanza, sin parar mientes en la agravación que en esto había del desaire que acababa de hacer a Florencio. Aún no había llegado la figura de la contradanza al sitio donde se hallaba Rosa cuando Florencio, cual si le atrajese como un imán la ofensa misma que había recibido, volvía a entrar en el salón, y sin advertir que aquella estaba allí, de pie, formando la fila de señoras, acertó a colocarse como espectador exactamente detrás de la misma Rosa. En el momento en que Florencio, casi oculto por la sombra de otro espectador que se interponía, notó que tenía tan cerca a Rosa, una amiga de esta, que ocupaba el puesto contiguo y no había podido reparar en la presencia de nuestro joven, le dijo en voz baja: —Rosa, ¿por qué no has querido bailar con Florencio Conde? —¡Puf!, respondió ella, yo nunca bailo con mulatos. —¡Oh!, pero Florencio es un caballero y baila muy bien. —¡Bah, bah!, mi padre me ha dicho que ningún hombre de color puede ser caballero. Florencio sintió que se le anulaban los ojos, que todas las luces se confundían como en una llamarada horrible, que la cabeza le daba vueltas y le flaqueaban las piernas, y que todo el cuerpo se le cubría de un sudor helado... Quiso salirse del sitio donde se hallaba, y no pudo moverse: se sintió como clavado al suelo y sin conciencia de su ser, le faltaron las fuerzas, y, desvanecido, cayó de espaldas contra dos o tres espectadores que se hallaban detrás y le sostuvieron en los brazos. Aquellos movimientos fueron sumamente rápidos, a tal punto, que nadie los advirtió en el salón del baile; pero por su proximidad a Florencio, Rosa y su amiga volvieron los rostros hacia la persona que desfallecía, y ambas, al reconocerle, exclamaron en voz baja: —¡Es él!

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—Nos ha escuchado, sin duda, añadió Rosa en voz baja, y muy azorada. —¡Y creo que te ama, que te adora!, dijo su compañera. —¿Por qué? —Porque es imposible perder el sentido, después de recibir tamaño ultraje, sin estar locamente enamorado. Si Florencio no te amara, el resentimiento de la injuria le habría mantenido aparentemente impasible. —¡Vamos!, no digas necedades, replicó Rosa, entre enfadada y preocupada. —¿Necedades? ¡Veremos! dijo la otra. —¿Qué? —Lo que el tiempo dirá. Rosa permaneció en el resto de la noche silenciosa y pensativa, cual si la mortificase un remordimiento. En cuanto a Florencio, fue conducido a una alcoba y atendido con esmero por las personas que tuvieron conocimiento de su accidente, y en breve recobró el sentido y las fuerzas, y dio las gracias muy cordialmente a los que le habían favorecido; pero sintiéndose casi avergonzado de su desfallecimiento, pocos instantes después se despidió de los que le acompañaban y se salió prontamente de la casa del ministro. La noche que pasó Florencio fue de un dolor indecible. Por primera vez sentía en toda su intensidad el doble tormento del amor desgraciado, cuya esperanza se disipaba tristemente, y de la humillación injustamente infligida a su nacimiento o la raza de su padre... “¿Qué falta he cometido yo, se decía con amargura, para merecer tamaño ultraje? ¡Ah! ¡Amarla! ¡Amarla con idolatría y delirio, con candor y respeto...! ¡Oh! ¿Luego así pagan el amor las mujeres que se llaman de sangre pura...? ¡Pero no!, mi madre es blanca, blanquísima, y es una mujer buena, virtuosa y que ha sabido comprender el honor y el deber... ¿Y mi padre...?”. Florencio, al hacerse esta pregunta, tuvo súbitamente una feliz idea que le salvó de la desesperación y del tormento del odio: pensó en la vida de su padre, e insensiblemente fue haciendo comparaciones entre el honrado liberto, útil para la sociedad, humilde, benéfico, patriota y caritativo, y el viejo realista, reacio al progreso de la República, enemigo de la justicia reparadora, imbuido en odiosas preocupaciones, entre ellas la del desprecio por el trabajo y por razas enteras de la humanidad, lleno de un vano orgullo, sin verdadera dignidad en su

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modo de vivir, y dominado por unos sentimientos que nada tenían de cristianos, bajo las apariencias de una religiosidad intolerante. Esta comparación redundaba toda en honor de Segundo Conde y de las nuevas ideas, instituciones y costumbres, y pulverizaba, por decirlo así, la aristocrática altivez de don Pedro de Fuenmayor y su familia. Florencio se sintió satisfecho y se calmó. ¿Pero su amor?, ¿qué sería de su amor, después de lo ocurrido...? ¿Se resignaría Florencio a esconder o apagar en su alma la llama ardiente que le devoraba, a renunciar a toda esperanza en el amor de Rosa...? Era necesario tomar un partido: puesto que toda lucha de la razón contra las preocupaciones de la familia Fuenmayor era inútil, forzoso era también arrancarse del corazón la dolorosa espina, a fin de que el alma recobrase la entera dignidad de sus sentimientos y aspiraciones. Florencio resolvió renunciar a sus pretensiones, evitar toda ocasión de ver a Rosa, y entregarse exclusivamente al estudio y la práctica forense, a fin de verificar cuanto antes su recepción de abogado y alejarse luego de Bogotá por mucho tiempo. Dos días después de haber tomado aquella resolución, recibió de Honda, como compensación de sus penas, una carta que le daba la más grata noticia: le anunciaba su padre que partía para Bogotá con el fin de cerrar un valioso negocio de ganados que tenía iniciado por cartas y requería su presencia para quedar ajustado. En realidad, la presencia de Segundo no era necesaria en absoluto; pero él quería aprovechar aquella ocasión de ver a su hijo y tomar lenguas acerca de la carrera que mejor podía convenirle seguir en Bogotá, después de terminar todos sus estudios; pues en caso de fijarse definitivamente en la capital, Segundo quería procurarle todos los medios necesarios para establecerse bajo los mejores auspicios. El inteligente y previsor liberto había seguido desde muchos años atrás una regla invariable en sus negocios: la de mantener siempre en caja, en onzas de oro, la quinta o sexta parte de su capital, a fin de poder hacer frente con prontitud a cualquier evento o lance difícil que pudiera ocurrir. Además, tenía por costumbre el hacer sus negocios con dinero sonante siempre que le fuera posible, seguro de que así le serían más ventajosos; de suerte que en toda circunstancia se hallaba prevenido. Pero su espíritu de previsión era mayor una vez que Florencio se hallaba a punto de completar sus estudios, y por lo mismo en la necesidad de tener próximamente una posición social bien definida.

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IV

La juventud

Florencio experimentó un profundo gozo al ver a Segundo: jamás había sentido que le amaba y estimaba tan tierna y respetuosamente como en aquellos momentos, en que se había visto ultrajado a causa de la raza y el color de su padre, y creía que al abrazarle con la más cariñosa efusión quedaba indemnizado del sufrimiento que había devorado en silencio. Pero el gozo de Florencio subió de punto al saber que su hermana Antonia era solicitada en matrimonio por un estimable joven, miembro de una de las familias más respetables de la provincia de Mariquita; enlace que Segundo deseaba consultar con su hijo, a fin de que, en caso de verificarse, lo fuese a satisfacción de toda la familia. Dos días hacía que Segundo se hallaba en Bogotá, alojado en la vivienda de Florencio, cuando este, ocupado en sus trabajos de práctica forense, hubo de hacer una visita al primer juzgado de la ciudad, con el objeto de informarse del estado en que se hallaban algunos pleitos que tenía a su cargo en calidad de practicante. Se hallaba ocupado en la lectura de unos autos, sentado cerca de una de las mesas del juzgado, cuando por casualidad oyó la siguiente conversación entre un procurador y el secretario del juez: —Confío, decía el primero, en que el señor juez decretará esta ejecución lo más pronto posible. —Pero... será cuando los tres pagarés hayan sido reconocidos, le observó el secretario. —Eso se sobreentiende. —¿Y espera usted que don Pedro Fuenmayor pueda pagar...? —Es verdad que no tiene dinero ni valores muebles para cubrirme los tres mil pesos; pero le denunciaré la casa y... —¡Vamos! ¿y tendrá usted entrañas para botar a la calle a esa respetable familia?

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—¡Qué quiere usted! Uno tampoco ha de perder su dinero... —Ya; prestado al dos por ciento mensual y con capitalización de intereses por trimestres... —¡Cómo ha de ser!, así son los negocios... Y en fin, yo no soy el acreedor, sino un simple apoderado. Florencio cerró el expediente que leía, salió de la sala del despacho y aguardó afuera al procurador. Al verle salir en pos, pocos momentos después, le llamó aparte y le dijo: —Señor Grillo, ¿podrá usted hacerme un favor? —Con el mayor gusto, señor doctor Conde. —Suspenda usted la ejecución que ha promovido contra don Pedro Fuenmayor. —¡Ah!, eso es imposible... —¿Por qué? —¡Pues!, ¿y la voluntad de mi cliente? —¿Pero si a ese cliente le conviniera...? —Eso es otra cosa. ¿Y cómo hacer? —Es natural que el interesado prefiera recibir el dinero sin entablar pleito. —Sin duda. —Pues me comprometo a solicitar hoy el dinero, repuso Florencio: si mañana no ha podido ser cubierta la acreencia, usted continuará la ejecución. —Convenido, dijo el procurador: voy a retirar mi escrito, y todo queda en suspenso. —Doy a usted mil gracias, señor Grillo, añadió Florencio, despidiéndose cortésmente del covachuelista. Algunos minutos después volvió Florencio a su casa, y entrando en el cuarto de su padre le dijo, casi sin preámbulo alguno: —Padre, ¿puedes suministrarme tres mil pesos que necesito? —¡Hola! ¿va su mercé a casarse?, replicó Segundo. —¡Oh no!, nada de eso. —¿Y para qué quiere su mercé tanto dinero? —Para un caso de honor que me ocurre. —¡Qué! ¿por desgracia ha jugado mi hijo? —¿Yo? ¡jamás! —¿O ha contraído deudas? —A nadie debo ni un real.

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FLORENCIO CONDE

—Entonces no comprendo... repuso Segundo. —Padre, es un secreto... —¡Ah! ¿con que su mercé tiene secretos para mí...? Pues guárdeselos bien; y en cuanto al dinero, voy a sacarlo de mi baúl. —¡Oh!, perdón, ¡padre mío!, exclamó Florencio lleno de afán; hice mal en no ser franco desde el primer momento: todo lo sabrás. —Pues hable su mercé, que soy todo orejas. El lector habrá extrañado el contraste del tratamiento que se daban el padre y el hijo. Segundo, habituado a la humildad de su antigua condición servil, y decidido a dar a sus hijos cierta importancia desde que eran niños, había tenido la costumbre, cuando jugaba con ellos, de decirles su mercé y mis amitos, con singular ternura, poniéndose frecuentemente en cuatro pies para hacerles caballo y que montaran sobre sus robustas espaldas; al propio tiempo que los dos chiquillos le tuteaban con retozona familiaridad. Aquellos juegos fueron tan habituales, que padre e hijos se acostumbraron a tratarse después como en los años infantiles de estos. Florencio fue enteramente ingenuo en las confidencias que hizo a su padre, y nada le ocultó de su situación respecto de Rosa, de los desaires que había sufrido y de la resolución que tenía tomada. Cuando hubo concluido, Segundo le dijo: —¿Es decir que su mercé quiere botar tres mil pesos para salvar de la vergüenza y del desamparo a ese viejo orgulloso y a esa familia sin corazón? —Sí, respondió Florencio con firmeza. —Pues, hijo mío, tiene su mercé un modo tan raro de ver las cosas... —Padre, ¡quiero vengarme! —¿Vengarse? ¡bonito modo!, regalándoles tres mil pesos... —La generosidad puede ser una venganza. —Pero la venganza nunca es buena, observó Segundo con aire malicioso. —Es verdad; pero en fin... —¡Vamos! ¿sabe su mercé lo que pienso? —Dímelo, padre. —Que su mercé no desea tal venganza, sino... —¿Qué, pues? —Que está muy enamorado de la niña Rosita, y por amor, solo por amor, quiere salvarla de una situación endiablada.

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Florencio, cogido in fraganti por la perspicacia de su padre, inclinó la cabeza muy azorado, y guardó un silencio bien significativo. —¿No es así?, preguntó Segundo. —Padre... tienes razón. —¡Vamos!, eso es hablar claro. Me gusta que mi hijo sepa querer con abnegación y que sea generoso. Su mercé tendrá los tres mil pesos para el rescate de su gente. —¡Oh, padre mío! ¡eres tan bueno! —Y ahora mismo, y en onzas de oro. Y diciendo esto, Segundo abrió uno de sus baúles y sacó tres saquitos de coleta que contenían cada uno sesenta y dos y media onzas colombianas. —Aquí está el dinero, dijo al ponerlo sobre la mesa, y ándese a prisa su mercé, no sea que el procurador se vuelva atrás. Florencio abrazó a su padre con ternura y agradecimiento y salió prontamente a la calle, llevándose el dinero. Una hora después había pagado las deudas de don Pedro Fuenmayor y rescatado y hecho cancelar los pagarés firmados por este. El mismo día Rosa Fuenmayor recibía, con una sorpresa que el lector comprenderá, un pliego rotulado para ella que contenía los documentos cancelados y esta carta: “Señorita. Por una casualidad he sabido a tiempo que su padre de usted había descuidado rescatar los documentos que van adjuntos: he tenido la fortuna de recuperarlos, y tengo el gusto de restituirlos a su dueño por el precioso conducto de usted. Quedo de usted muy humilde servidor Q.B.S.P. El MULATO del baile del Ministro”. Fácilmente se comprenderá cuán profunda sería la impresión que causara esta carta, así como el recibo de los documentos, en el ánimo de la familia Fuenmayor: impresión de vergüenza y arrepentimiento, de orgullo herido y de un amargo despecho, mezclado de cierta irresistible admiración por la conducta de Florencio Conde. Al día siguiente, mientras que este estudiaba un tratado de práctica forense, le avisaron que alguien le buscaba. Don Pedro Fuenmayor entró, con el sombrero en la mano, y dijo: —¿A quién tengo el honor...? —Señor, soy Florencio Conde, servidor de usted: dígnese usted en tomar un asiento.

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—Mil gracias, repuso el anciano; y añadió al sentarse: supongo que usted comprenderá el objeto de mi visita... —Confieso que no sé a punto fijo... —Joven, hablemos claro, dijo don Pedro, cambiando de tono, pues sus primeras palabras habían patentizado un gran embarazo; yo soy franco y nunca me ando con rodeos. —Señor... —Mi hija Rosa hizo a usted, según he sido informado, un desaire voluntario, en casa del Ministro H*, y luego un involuntario insulto... —¡Ah!, interrumpió Florencio. —Pero usted, a su vez, ha querido humillarme con una especie de venganza generosa. —Caballero, usted se equivoca... —Es posible que mi juicio acerca del proceder de usted sea errado; pero el hecho es cierto. Mi acreedor, el usurero Rentería, y su apoderado, el procurador Grillo, me han dicho la verdad. —Puesto que usted la sabe, observó Florencio, no hay nada más que hacer en el asunto. —¡Al contrario, joven!, yo soy un hombre de honor, y no puedo consentir en que nadie rescate mis deudas sin mi consentimiento. —No ha sido mi ánimo el ofender a usted ni mortificarle en lo mínimo. —Lo creo, joven; lo creo; mas por lo mismo es necesario que nos expliquemos. —Pero, señor... —¿Qué propósito ha tenido usted al convertirse en acreedor mío? —No lo soy en manera alguna. —¡Cómo que no! ¿pues no ha pagado usted por mí? —El acreedor, contestó Florencio, ha cancelado los documentos como si hubiera recibido de usted el dinero, y ya no hay título alguno... —¡Ah! ¿y mi honor?, ¿mi decoro y dignidad?, ¿mi conciencia...? ¿No me constituyen estos títulos sagrados en deudor de usted? —No; está usted exento de toda obligación para conmigo. —¡Oh! ¡Jamás! Pedro de Fuenmayor no admite donaciones, y menos de quien tenga algún motivo de resentimiento... —Usted no me ha hecho ofensa alguna. —¡Pero mi hija sí!

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—Eso... señor, está olvidado. —¡No tal!, hay injurias que no se olvidan, sino cuando han sido reparadas. —Pero, en fin, puesto que yo nada pretendo... —Joven, usted comprenderá mi situación: soy pobre, pero noble; estoy casi arruinado, pero tengo mucha dignidad; estimo la conducta generosa de usted, pero no quiero, ni debo ni me conviene quedar en una posición falsa. —¿Y qué se propone usted, señor? —Quiero que usted reciba esto. —¿Qué cosa? Don Pedro sacó de debajo de la capa una cajita de carey con embutidos de nácar, la abrió y presentó a Florencio unas cuantas joyas antiguas y bastante valiosas, la mayor parte perlas y muy finas esmeraldas de Muzo, engastadas en collares, zarcillos y sortijas. —He reunido aquí, dijo el anciano, todas las joyas de mi mujer y de mis hijas, último resto, con mi casa y algunos muebles, de una fortuna que, habiendo sido considerable, fue destruida por... por esta cosa que llaman la República. Creo que estas prendas tienen suficiente valor para indemnizar a usted de la suma que ha pagado por mí: tómelas usted, joven. —¡Oh! ¡Jamás, señor! —¡Cómo que no! —No; yo sería un miserable si consintiera en el despojo de la familia de usted. Señor don Pedro, llévese usted sus joyas: yo nada tengo que hacer con ellas. —Si usted no las acepta, repuso con enojo el viejo realista, iré a venderlas a menosprecio para traer a usted el dinero. —¡No lo recibiré!, replicó Florencio con firmeza. —¡Pues venderé mi casa, que es mi vida, mi tradición de familia, mi nombre mismo y el símbolo de mi honor! —¡Nada recibiré! Lo repito. —¡Joven, usted me insulta!, exclamó don Pedro exasperado. —Caballero, usted comprende mal mi delicadeza... —¡Vamos!, me he dejado arrebatar de un rapto de cólera y despecho... Pero en fin, señor... Conde, hágase usted cargo de mi situación y reconozca que no puedo consentir...

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Florencio comprendió que era forzoso capitular para poner a salvo el orgullo del pobre anciano, tan digno en su conducta, bien que nada simpático por sus ideas, y le aplacó proponiéndole una transacción. —Bien, señor don Pedro, le dijo: puesto que usted es intratable en este asunto... le propongo un arreglo. —¿Cuál? —Hágame usted un pagaré por la suma que he desembolsado. —¿Con el interés correspondiente? —Pase, si es moderado, y no como el que usted reconocía. Don Pedro reflexionó un momento, aceptó en seguida la proposición de Florencio, y todo quedó arreglado. El buen hombre se sentía aliviado de un enorme peso, persuadiéndose fácilmente de que dejaba su honor bien puesto y su dignidad exenta de una humillación. En el momento en que tomaba su sombrero para despedirse, Segundo, que llegaba de la calle y creía encontrar a su hijo solo, entró repentinamente en el cuarto de estudio en que este se hallaba con Fuenmayor. Al ver a su padre, Florencio dejó brillar en la mirada una expresión de inefable gozo y satisfacción; se volvió hacia don Pedro y le dijo, señalando a Segundo: —Mi padre. Y al punto dijo a este: —Este caballero es don Pedro de Fuenmayor. —¡Ah!, exclamó involuntariamente don Pedro, retrocediendo un paso, cual si hubiera visto entrar en el cuarto una alimaña inmunda u horrible. —Muy humilde servidor de usted, dijo Segundo, inclinándose con el mayor respeto delante de don Pedro. Este se hallaba en una situación difícil, en un momento terrible para su orgullo; por primera vez en su vida se encontraba cara a cara con un hombre negro que no era esclavo y a quien debía considerar o mirar sin desprecio, siquiera fuese por estar en su casa y ser este negro el padre de un hombre generoso y digno; pero sentía una repugnancia invencible para saludar a este honrado y humilde liberto, y no sabía qué responder. Entre tanto, Florencio le miraba con creciente extrañeza, aguardando que diese una respuesta. Por fin don Pedro dijo, por decir algo: —¡Ah!, tiene... usted un hijo muy gallardo, que acaba de conducirse conmigo como un caballero.

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—He procurado educarle para que lo sea siempre, contestó Segundo, y celebro mucho que su conducta le haga digno de aprecio. —Veo, repuso don Pedro, que ustedes han sabido reunir las dos potencias que hoy gobiernan la sociedad: el padre es rico y... —Y muy honrado y bueno, interrumpió Florencio. —Y el hijo es joven de talento... añadió don Pedro. —Y de un carácter inmejorable, dijo Segundo. —Pues doy mil enhorabuenas al uno y al otro, repuso Fuenmayor, haciendo ademán de salir o despedirse. —Lo poco que somos está al servicio del señor don Pedro, dijo Segundo con cierta muestra de ingenuidad y satisfacción. —Mil gracias, contestó el viejo mantuano, inclinando ligeramente la cabeza y saliendo. Al hallarse en el zaguán de la casa, libre de la presencia del negro y el mestizo, respiró a pulmón abierto, cual si hubiera estado conteniendo el resuello y asfixiándose. Sudaba frío, y se sentía al propio tiempo satisfecho y humillado, sorprendido y descontento. A despecho de sus preocupaciones y educación, su conciencia, recta en el fondo, le decía que el negro Segundo era un hombre digno y benévolo; que aquel joven mestizo tenía en su porte y conducta la distinción y nobleza de un caballero, puesto que, a más de ser generoso y delicado para con el mismo Fuenmayor, mostraba a su padre el más humilde respeto y se enorgullecía de ser su hijo, a pesar de ser Florencio ya todo un doctor y un hombre culto y de altas relaciones sociales y recursos. Don Pedro recapacitó en lo que acababa de sucederle, y resumió sus impresiones en esta conclusión involuntaria: “¡Vamos! ¡Efectivamente hay entre la canalla gente buena...!”.

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V

Melancolía

Un sentimiento de delicadeza y dignidad movió a Florencio a evitar todo encuentro con Rosa Fuenmayor y su padre, ya por ser este su deudor, insolvente sin duda, a menos que se le despojase de su casa de habitación o de las joyas de su familia, ya porque después de los incidentes que habían ocurrido no cabía duda alguna acerca del inflexible orgullo aristocrático que la animaba. Dado caso que algún día lograse Florencio inspirar estimación y amor a la mujer a quien adoraba, le era imposible insinuarse de ningún modo, y si alguna esperanza le podía quedar, por infundada que fuese, debía aguardar a que el tiempo —el gran consolador de todas las penas— le deparase alguna circunstancia favorable. Si la esperanza es el consuelo de las almas sensibles, la fe una gran fuerza y el tiempo un remedio para el común de los sufrimientos, los hombres de espíritu elevado y de carácter generoso tienen otros dos recursos de que la muchedumbre humana no puede servirse: tales recursos son el estudio y la filantropía. El estudio distrae la mente de la contemplación de las cosas dolorosas, elevándola a las serenas regiones de lo ideal y de la ciencia, reconforta el alma y la señala nuevos caminos para su actividad y expansión; en tanto que la filantropía abre al amor o la sensibilidad horizontes vastísimos, y compensa algunas penas (ya que otras son tan incurables como inolvidables...) con la satisfacción del bien que uno hace o procura hacer a un número más o menos considerable de sus semejantes. Florencio, que tenía tan clara inteligencia como generosos instintos, hizo un supremo esfuerzo para perdonar a Rosa, en el fondo del alma, las heridas que con su desdén y orgullo le había causado; y aun hizo lo posible por olvidar, cosa tan difícil cuando un gran dolor taladra el corazón, cual una espina de acero, para lo cual se entregó

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absolutamente al estudio de la jurisprudencia y de las ciencias morales y políticas, y a trabajos patrióticos, ejecutados principalmente por medio del periodismo. Así en noviembre de 1846 se recibía de abogado, con gran lucimiento en sus exámenes previos, y había ganado ya un nombre notable y una importante posición entre la brillante juventud que en aquel tiempo iba ocupando la escena pública, a medida que salía de la Universidad; juventud que, a más de aparecer poseedora de talentos y de alguna ciencia, no carecía de cierta dosis de experiencia moral, adquirida en la escuela del sufrimiento humilde, y se sentía animada de un alto sentimiento del deber impuesto por la patria a los hombres capaces de servirla con provecho. Pero impunemente no nace el hombre con talento ni sube a las regiones de la luz: mientras más ilustraba Florencio su entendimiento y ascendía en dignidad, cultura y merecimiento personal, más hondamente sentía su secreta herida, máxime cuando su pasión era conocida por sus amigos y antiguos compañeros de estudios; y aunque se engañaba a sí mismo queriendo imaginarse que aquello que sentía herido era su amor propio, el amor, el grande y noble amor imperaba en su alma a pesar suyo, le atormentaba silenciosamente y le hacía evocar con profunda melancolía, cuando menos lo pensaba, todos sus recuerdos dolorosos. Aquella melancolía fue haciendo tales progresos en el alma de Florencio, que no tan solo le turbaba y llenaba de constante preocupación, sino que ya se traslucía en sus escritos, en los que, bajo la llama de un patriotismo noblemente democrático, se adivinaban las sombras de una especie de pesimismo o desencanto de las cosas humanas. Cuando se sentía más poseído de su secreta melancolía, se iba a pasear solo por las cercanías de Bogotá, ora recorriendo sus largas y empolvadas alamedas, ora contemplando el crepúsculo de la tarde desde el fondo de las ásperas malezas del cerro de Guadalupe, o de lo alto de alguno de los rudos peñascos del Monserrate. “Esto comienza a ser una grave enfermedad”, se dijo un día Florencio, al discurrir por las desnudas lomas en uno de sus paseos solitarios: “si la melancolía es fecunda en el alma de los poetas, en la de los hombres de otro temple degenera en tristeza; pero la tristeza constante enturbia el sentido moral y descamina o pervierte la inteligencia. Es menester que yo me cure a tiempo de esta enfermedad moral... ¿Cómo? ¡Ah!, es preciso cambiar de clima para el corazón y buscar otro cielo

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para el espíritu; tengo que apelar al remedio heroico de los dolores morales: la distancia, que es la amputación de los recuerdos incesantes y de las ilusiones pertinaces... Partiré, me alejaré de aquí: la distancia es como un tiempo puesto entre dos situaciones. Además, la compañía de mi familia y la felicidad de mi hermana me consolarán...”. Tan luego como Florencio se hizo estas reflexiones, tomó una resolución y la puso por obra: a los tres o cuatro días había arreglado todos sus asuntos y se ponía en camino para Honda, justamente cuando se acercaba el día fijado para el casamiento de Antonia. La sabana de Bogotá o del Funza es grandiosa por su altura, su forma y extensión maravillosa en medio de la cordillera oriental, pero triste o desapacible, por su carencia general de alta vegetación y de accidentes que interrumpan la monotonía del plano; y hace dieciocho años era, además, poco menos que intransitable en los inviernos, por sus pésimos caminos, profundamente fangosos, al par que desagradable por la fealdad y el aspecto de incuria de casi todas las casas y poblaciones del tránsito. Florencio atravesó la sabana de mal humor, casi tiritando de frio, hundiéndose con su cabalgadura en los atolladeros del camino y renegando de arrieros y carreteros, vientos y lloviznas; pero al pasar por el alto del Roble y comenzar el descenso occidental de la cordillera, por en medio de los entonces magníficos bosques del Aserradero, Agualarga y Chimbe, sintió que se le ensanchaba el corazón y que su tristeza se disipaba. Le pareció que una nueva vida —la grande y fecunda vida de nuestra naturaleza tropical— le envolvía y penetraba con sus benéficos efluvios: iba respirando con libertad y fuerza otros aires, preñados de aromas deliciosos; abarcando con la vista otros horizontes; viendo otra vegetación, otros arroyos y torrentes, otro cielo y otras nubes, otros tipos y grupos sociales; encontrando mil y mil cosas que le hablaban de su ciudad natal, de su niñez, de su padre y familia y de sus candorosas esperanzas de otro tiempo; y la tierra caliente, exuberante y libre en todo, se ofrecía a sus miradas llena de aquel esplendor y aquella galanura que son la generosidad y caridad de la materia rebosante de amor y vida... Otras ideas —ideas risueñas, muy diferentes de aquellas que le asediaran en Bogotá— asaltaban a Florencio, trayendo a su imaginación gratas sorpresas; pero si al atravesar la graciosa ciudad de Guaduas y su pintoresco y amenísimo valle —huerto escondido en el fondo de un cerco casi completo de ásperas serranías— se sintió contento y como

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acariciado por las cosas que le rodeaban, al pasar por la cumbre del Salto, siguiendo el filo de la pequeña cordillera del Sargento, experimentó una impresión de arrebato y de suprema delicia. A sus pies veía extenderse, desde aquellas alturas, la vastísima comarca de los antiguos Marquetones, el grande y magnífico valle de Mariquita, desde Honda hasta Ibagué, compuesto de selvas y dehesas, limpias llanuras, cristalinos ríos, y colinas de formas tan caprichosas como pintorescas; valle dominado por la gigantesca cordillera central de los Andes colombianos, repleta de riquezas y hermosuras todavía desconocidas para el mundo; y allá encima del lejano laberinto de montañas azulosas, veía la cúpula del Tolima y los poderosos lomos del Santa Isabel y el Ruiz, que hundían sus elevadísimas cimas en el admirable azul del éter, envueltas al propio tiempo en sus mantos de nieve inmaculada y perpetua y en la eterna majestad de su belleza, su silencio y su magnificencia... “¡Ah!, pensó entonces Florencio, la vida no está encerrada en el egoísmo de una pasión; la belleza no se ostenta únicamente en la esperanza del amor y en los ensueños de la felicidad personal... La vida, que es el amor de cuanto existe, está en todas partes, y donde quiera convida al encanto con su maravillosa variedad de formas y de aspectos; la belleza divina lo penetra todo, reside en todo lo que existe, irradia de cada ser sobre los demás seres, de cada cosa sobre todas las cosas; y en cada horizonte hay alguna promesa de felicidad que el alma, preocupada y empequeñecida por el hábito, no había siquiera sospechado...”. Bajo el influjo de estas saludables impresiones tornó Florencio a gozar de las dulzuras del hogar paterno y de la modesta vida de familia, de que por algunos años había carecido totalmente; y se sintió dichoso casi por completo el día que vio bendecir el matrimonio de su hermana y a sus padres en el colmo del contento. Pero bien que la vida en Honda no era desagradable ni monótona, a poco de hallarse allí empezó a sentir, no obstante el gozo de descansar de sus tareas en la tierra natal, una especie de nostalgia intelectual que le conducía insensiblemente a caer en la anterior melancolía. Le faltaban en la vieja capital marquetana la actividad de trabajo y la atmósfera moral en que había vivido, y si con el cuerpo residía en su querida patria local, sentía el alma como proscrita o expatriada, o vivía con la mente bajo el cambiante cielo de Bogotá.

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Honda ha sido, después de su irremediable catástrofe de 1805, una extraña ciudad: el comercio ha subsistido allí cual un árbol de indestructibles raíces que vegeta entre los escombros y las tumbas...; la vida lucha allí, más que en ninguna otra parte, por sobreponerse a la muerte y regenerarse, y toda su lozanía le viene de un mundo de piedra que yace destrozado sobre la ardiente arena, y hace contrastar su silencio sepulcral con la frescura de la vegetación y de las brisas y el rumor de las tumultuosas ondas de dos ríos... El Gualí ríe, canta y retoza sobre su lecho de guijarros graníticos, al pie de altos y desmedrados edificios o a la sombra de los verdes pabellones que entretejen mil tupidos cauchos y dindes12, y el Magdalena, poderoso como es, lleva en su caudal una promesa constante de abundancia y riqueza; en tanto que los vastísimos y venerables escombros que hacen de toda la ciudad una inmensa ruina, tienen un aspecto mortuorio que incita a dolorosa contemplación e infunde una profunda melancolía. Florencio, que había nacido y crecido en medio de aquellas ruinas llenas de vida y hermosura, sintió en el alma algo como un reflejo de la vitalidad de la naturaleza exuberante que le rodeaba y de la desolación de los escombros que cubrían el suelo; sintió una ardiente necesidad de vida y movimiento, al propio tiempo que un dolor secreto, causado por aquella tendencia a los recuerdos tristes que se contrae con la frecuente contemplación de las viejas ruinas. Su amor, el encanto de su primera juventud, ¿no era también una ruina, oculta en el silencio y perdida en la soledad de su alma...? Un día que —al desvestirse a la orilla del Magdalena para bañarse, muy cerca del formidable raudal del Salto— contemplaba la impetuosa corriente que se atropellaba en desordenados tumbos, se hizo Florencio esta reflexión: “¿Por qué no seguir yo mismo el curso de estas ondas que van a perderse en la inmensidad del océano...?”. Permaneció muy pensativo, se bañó como distraído y sin placer, y al tornar a su casa dijo: —Padre, ¿no te parece que me convendría el hacer un viaje a Europa? —Sin duda, hijo mío; y justamente yo quería proponérselo a su mercé. —¿Y por qué pensabas en ello, padre? 12. Col. Especie arbórea de bosque tropical; Maclura tinctoria.

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—Porque su mercé está otra vez triste, y eso no me gusta. —¡Ah, padre!, eres tan bueno... —Pues que sea para todo bien. Arregle su mercé su viaje, y aproveche el mes de abril que va a comenzar. —¡Es cosa resuelta!, repuso Florencio. Ocho días después bajaba este el Magdalena, a bordo de un champán, cargado con tabaco, para ir a embarcarse en Cartagena, con dirección a Inglaterra, en uno de los vapores de la Valija real.

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I

En la ausencia

Dos largos años pasó Florencio viajando por Europa, recibiendo las más variadas impresiones y nutriendo su espíritu con atentas y numerosas observaciones. Donde quiera encontró, bien que bajo formas totalmente distintas, el mismo espectáculo que en Honda; solo que en la ciudad marquetana era un espectáculo de la materia, y en Europa era el del mundo social... En todas partes, la vida luchando por abrirse campo y beber luz entre una inmensidad de ruinas... En Inglaterra, un prodigioso movimiento industrial de las clases medias y populares, bajo la sombra de una aristocracia opulenta pero ociosa, en otro tiempo omnipotente, pero ya en el principio de su derrota, que representaba los siglos muertos de la guerra de castas. En Alemania, la ciencia y la crítica, apoyadas por el arte, levantando su imperio sobre las silenciosas ruinas de la feudalidad. En Italia, la vida del amor y del placer, agitándose en medio de los escombros de dos o tres civilizaciones hundidas en los abismos de los tiempos... En España, la ruina de un gran pueblo, que en otro tiempo dominara en ambos continentes, en contraste con una maravillosa vitalidad de pasiones. En Francia, la vida del arte universal y de las ideas en efervescencia, y la ruina de todas las dinastías, de todas las creencias y de todas las instituciones del mundo ante-revolucionario... La revolución de 1789 fue como un diluvio para la Francia, y allí todo lo que se formó sobre el nuevo suelo, está en lucha abierta con los restos fósiles de los tiempos anteriores. Lo que acaso impresionaba más a Florencio era una verdad que descubría y se le hacía patente en medio del bullicio de las capitales europeas: que la civilización paga con usura a los pueblos, en libertad y seguridad, los esfuerzos que hacen por su emancipación y engrandecimiento. Mientras más grande es una sociedad, menor es el poder de los hombres que aspiran a dominarla, y mayor la resistencia de

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ella y sus recursos para hacerse respetar y mantenerse en su natural equilibrio; y en cuanto a los individuos, si por una parte se sienten como abrumados por la grandeza del medio social que les rodea, y viven como anónimos, sin hacerse notar, ni hacer sentir la influencia que sobre una pequeña sociedad pudieran ejercer, por otra, se hallan en mejor posesión de su libertad civil, o menos sujetos a la coacción o especie de tiranía que imponen sobre las costumbres y la vida privada, en las ciudades poco populosas, las pasiones, la maledicencia y las intrigas de los demás hombres. Estas y muchas otras reflexiones hicieron comprender a Florencio el poder benéfico de la civilización y la inmensa cantidad de justicia y pacificación que contiene el progreso. La revolución de 1848 halló a Florencio en París, sin sorprenderle, e imprimió a sus ideas una dirección definitiva. Aquel movimiento de efervescencia y sacudida de casi todos los pueblos europeos era un testimonio patente de la necesidad de justicia y de ascensión hacia la luz que todos sentían, en mayor o menor grado. ¡Que de sombras y de miserias no habían aglomerado los siglos bajo el manto de oro y púrpura de los poderes dominantes! ¡Cuántos lamentos de agonía social ahogados por el ruido de una civilización ensordecedora y asombrosa en sus formas, pero incompleta por no tener todo su asiento en el derecho y en la caridad cristiana! Los pueblos tenían, pues, al efectuar sus movimientos, un fin, un propósito bien definido, y en esto consistía su fuerza. Lo propio debía suceder respecto de los individuos; pues, en efecto, el hombre fuerte es aquel que sabe siempre lo que necesita, lo que piensa y quiere y hacia que objeto se encamina. Al sentir el soplo vivificante de aquella revolución casi continental que proclamaba su existencia en los hechos, pero que no había completado el trabajo preliminar de sus ideas de aplicación, y por eso había de sucumbir por entonces, Florencio comprendió que el hombre, para ser fuerte, debía dar toda su vida a un objeto preciso, imponerse una misión y aplicar todos sus esfuerzos a cumplirla. Recordó entonces que su patria era una República compuesta de muy diferentes razas, combinadas sobre un suelo virgen y rico para fundar sobre su propia mezcla el imperio de la democracia liberal; pero que ni en la patria neo-granadina existía el gobierno del pueblo, ni la República había procurado suficientemente la emancipación de los oprimidos. “¡Aún hay esclavos en mi patria, pensó un día Florencio, y la raza de mi padre es tiranizada por la de mi madre! ¡No!, eso

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no puede ser, ¡no debe ser!, eso es un horrible contrasentido, ¡y mi existencia misma no está en armonía con la vida política de la sociedad a que pertenezco...! ¡Eureka! Ya sé cuál es mi fin, cuál debe ser mi idea fija y el objeto de todos mis desvelos... Dedicaré todo lo que soy y lo que pueda ser al cumplimiento de este propósito: hacer primero que desaparezca totalmente la esclavitud, y procurar luego que el cruzamiento material de nuestras razas se reproduzca en un grande hecho moral: la promiscuidad democrática del gobierno y la justicia cristiana de las leyes...”. Al pensar así Florencio tomó una resolución generosa: la de trocar el goce por el trabajo; la vida cómoda y entretenida que pasaba en Francia, por la vida difícil y penosa de nuestro país, que es de constante lucha y frecuentes contratiempos. Y sin embargo, en el fondo de su generoso sentimiento había algún egoísmo: el del amor. Por mucho que le distrajera o sedujera el espectáculo del mundo europeo, la imagen de Rosa Fuenmayor, conservada en lo íntimo del alma, irradiaba sobre él reflejos misteriosos que le deslumbraban por momentos; y desde su modesta vivienda de París, en un hotel de la calle de Provenza, fijaba las miradas con ansiedad y tristeza, mezcladas de despecho y vaga esperanza, en las ventanas de cierta casa antigua de la calle de las Águilas, de Bogotá, donde por primera vez había sentido la lumbre de los bellos ojos de Rosa. Ello fue que nada pudo detenerle en Europa, y que, ansioso por tornar a su país, se alejó de París, de las bellas riberas de Francia y de Inglaterra, con la inefable alegría del proscrito a quien abren las puertas de la patria amada y le señalan el camino de regreso. ¡El regreso!, ¡bella y dulcísima palabra para los ausentes...!, ella sola es como un principio de reinstalación en el hogar natío; y tal fue la impaciencia de Florencio por volver a ver a su país, que la navegación le pareció interminable a través del Atlántico. Sin embrago, en Cartagena, donde iba a desembarcarse, le aguardaba una carta de su padre que le obligaba a detenerse en el camino. Segundo Conde tenía pendiente una cuestión de intereses con varios comerciantes y comisionistas del bajo Magdalena, por pérdidas sufridas en algunos cargamentos mal despachados y por ventas de frutos del interior, y en su carta encargaba a su hijo de transigir del mejor modo posible aquellas desavenencias.

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Tuvo, pues, Florencio que reprimir su impaciencia por terminar su viaje, deteniéndose durante algunos meses en varias ciudades de las antiguas provincias de Cartagena y Mompós, que hoy componen el bello estado de Bolívar, lo que fue parte a proporcionarle numerosas relaciones y a ofrecerle materia para muy importantes observaciones sociales. Nuestras provincias del Atlántico y bajo Magdalena habían sido la base de las colonizaciones españolas en este país, y, por su clima ardiente y condiciones geográficas, las más favorables a la importación de negros africanos y la propagación de la esclavitud; pero estas mismas circunstancias habían hecho fatalmente necesario, inevitable el cruzamiento de las tres razas puestas en estrecho contacto: la americana o indígena, la española y la africana; cruzamiento que el ardor del clima, la fácil alimentación de las gentes y la exuberancia de una naturaleza pródiga en sus dones, habían de favorecer en alto grado. Aquellas provincias estaban, pues, destinadas por la fuerza de los hechos a ser pobladas y gobernadas en gran parte por hombres de color, de cuyo espíritu debía estar excluida toda tendencia aristocrática. Florencio se halló, pues, allí en su elemento, ya que, a más de encontrar el mejor campo posible para su propaganda antiesclavista, sorprendía, por decirlo así, en su cuna misma y en su estado de germinación y desenvolvimiento aquellas ideas democráticas que formaban el fondo de sus convicciones políticas. Podía estudiar en aquellas comarcas, sobre el terreno de su desarrollo, al hombre de color —término inventado por los aristócratas para disimular un tanto su desprecio por aquellos a quienes reputan como de raza, cuando no de especie, inferior—; y hallaba la ocasión de examinar la armonía de su propio ser con las dos razas, una dominadora y otra esclava, de cuya mezcla procedía. El mulato (¿y por qué no hemos de llamarle por el nombre que le dan, si le respetamos en su derecho y le estimamos en todo su valor moral?), el mulato costeño, decimos, se mostró a los ojos de Florencio tal cual es, con sus fecundas cualidades y sus defectos de origen y de educación: el tipo social más propio en el mundo para ser civilizado y llegar a constituir un pueblo libre, próspero y de fuerte virilidad. Su rapidez de comprensión y claridad de inteligencia, su prodigioso espíritu de imitación, su afición a la pulcritud y la elegancia, su gran disposición para las artes, el comercio y la contabilidad, su espíritu siempre

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adicto a novedades y cosas magníficas, y su patriotismo ardoroso y entusiasta, se combinan con una petulancia característica que tiene no sé qué de expansivo y simpático; con cierta volubilidad de impresiones e ideas, correspondiente a la riqueza y el ardor de una sangre mixta que circula con rapidez; con unas inclinaciones voluptuosas o de amor al placer y la molicie, que se ponen de manifiesto así en los actos de la vida pública como de la privada; con un carácter batallador —ora sea con armas o sin ellas— natural en quien lleva en su propio organismo la permanente batalla de dos razas y de una civilización defectuosa que ha forcejado con la barbarie. De aquí proviene el que en nuestras poblaciones de las costas abunden los poetas, los músicos y los insignes pendolistas; que allí la vida sea vehemente, las pasiones audaces y borrascosa de ordinario la política; que allí cundan prontamente las ideas nuevas; que la guerra civil estalle con facilidad; que los conflictos se allanen frecuentemente por medio de transacciones; y también, que las tempestades sean violentas pero de corta duración, que los hombres sean altivos, las mujeres amables y amantes, y que en las costumbres se alíen de un modo singular el amor y los negocios, la especulación y los placeres. Florencio había comenzado su propaganda por medio de algunos periódicos de Cartagena, Mompós y Santa Marta, y ya la opinión pública reclamaba con energía la abolición completa de la esclavitud y grandes reformas, formalmente enunciadas como programa de un partido; al propio tiempo que los iniciadores de las nuevas ideas ganaban una popularidad que debía servirles de poderosa palanca para mover la sociedad neo-granadina. Con todo, Florencio no caminaba sobre rosas, y con frecuencia tenía altercados y disgustos con algunos de sus adversarios. Un día que disputaba con un gran propietario, dueño de no pocos esclavos, este le dijo con la altivez característica de su condición: —Ustedes, los descamisados... —¡Ea! Señor mío, interrumpió Florencio; sepa usted que no soy un descamisado: soy hijo de un honrado liberto que ha adquirido con su trabajo una fortuna considerable. —Así será, repuso el otro; pero ustedes, los rojos... —Pase el adjetivo, que nada significa en nuestro país; ¿y qué más? —Ustedes solo quieren el trastorno del orden social. —Sin duda, en mucha parte, replicó Florencio: no nos parece bueno el orden que han establecido los amigos de la esclavitud.

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—Pero mis esclavos son cosas que he comprado con mi dinero, con el fruto de mi trabajo... dijo el propietario. —Eso es también posible, observó Florencio; pero tal empleo del dinero o del trabajo ha sido un crimen contra Dios y los hombres. —¡Oh, oh, oh!, ¡qué inmoralidad de doctrina! Cuando así exclamaba con indignación el rico propietario, se acercaba en su auxilio un “hombre de color”, que a fuer de politicastro era aficionado a disputas, y tomó cartas en la discusión. —¡Y qué!, le observó Florencio, ¿usted apoya las opiniones de este caballero, dueño de esclavos? —¡Cómo no!, respondió el intruso; ustedes, los liberales, son los peores enemigos de la libertad y la moral. —¡Vamos!, dijo Florencio a su interlocutor; lo que usted me dice tiene para mí el aire de un parricidio ejecutado con palabras. —¿De un parricidio? —Sin duda: usted combate la causa de su padre... o de su madre. —Pero si soy conservador... —Lo que en usted me parece absurdo. Comprendo que un blanco puro, un individuo de la raza de los amos pueda ser con toda conciencia... eso que usted llama un conservador; pero un mulato, un mestizo, como lo somos usted y yo, que no sea liberal, me parece un ser moralmente contrahecho, un extravagante desnaturalizado que hace la guerra a sus propios libertadores... Lo que usted dice es, en boca de usted, más que un error, una blasfemia política. Con esto, el contrincante auxiliar quedó derrotado, sin réplica posible de su parte, y Florencio fue muy aplaudido por cuantos tuvieron noticia de su contundente respuesta. Al cabo de pocos meses logró él arreglar satisfactoriamente los asuntos de su padre, y continuó su camino, remontando el río Magdalena, no ya embarcado en un champán, como a la bajada, sino a bordo del hermoso barco de vapor que tuvo el nombre del mismo río, recientemente traído a las caudalosas aguas de este. Se detuvo Florencio en Honda durante algunos días, a gozar con su familia de las dulzuras del hogar, y tornó a saludar allí con regocijo los mil graciosos cocoteros de los huertos, y las entonces cristalinas ondas del Gualí. Al llegar luego a Bogotá, donde había resuelto fijar su domicilio y seguir su carrera política y forense, se halló en medio de la ardiente lucha de los dos grandes partidos que dividían la República, en los

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primeros meses de la administración liberal inaugurada y presidida por el ilustre general López13; y al punto comprendió que llegaba para él el momento de ocupar el puesto que le correspondía entre los sostenedores de su causa política.

13. José Hilario López (1798-1869) fue presidente de la República entre 1849 y 1853. Durante su mandato tuvo lugar la abolición de la esclavitud.

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II

Luis Fuminaya

Pocos días hacía que Florencio se hallaba en Bogotá, hacia mediados de agosto de 1849, cuando una circunstancia casual le procuró en su vida privada muy importantes incidentes. Las pasiones se habían exaltado de tal modo, que los partidos se odiaban sin misericordia, y sus periodistas se trataban recíprocamente con una acrimonia que de ordinario llegaba hasta la virulencia. Dos jóvenes escritores, miembros de los opuestos partidos, se injuriaron en sus periódicos, se provocaron con violencia y hubieron de decidir su querella por medio... de aquella justicia del plomo o del acero que se llama el duelo. Quiso la casualidad que uno de los dos adversarios fuera uno de los más queridos amigos de Florencio, en tanto que el otro, Luis Fuminaya, era pariente muy cercano de Rosa Fuenmayor; y como aquel no pudo excusarse de intervenir con el carácter de testigo, aceptó el encargo, bien que con ánimo de evitar en lo posible una desgracia. Grandes esfuerzos hizo por procurar un avenimiento, pero todos fueron inútiles, porque el joven Fuminaya, demasiado fogoso y exaltado como era, no quiso oír razones ni prestarse a composición alguna. Se eligió como arma de combate la pistola, y los dos adversarios y sus cuatro testigos fueron a reunirse una mañana, por los lados de San Cristóbal, en el fondo de un solitario vallecito a orillas del riachuelo Fucha. Se midió el campo, haciendo la distancia tan larga cuanto fue posible, y en breve los dos tiros estallaron simultáneamente. Luis Fuminaya, rozado apenas en la epidermis de un cuadril por la bala de su contrario, se llenó de ira al sentir que le corrían algunas gotas de sangre, y exigió que se cargaran otra vez las armas y se acortase la distancia; a lo que Florencio se opuso enérgicamente, temeroso de que ocurriese una catástrofe, y considerando que un duelo llevado a la última extremidad era inmotivado. Pero Fuminaya insistió con tal

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pertinacia, y sus testigos estaban tan mal dispuestos a la conciliación, que fue forzoso ceder y medir de nuevo el campo. Al estallar por segunda vez las dos detonaciones, se vio a Fuminaya cambiar de color, ponerse lívido, llevarse las manos al costado derecho y vacilar... Florencio, que no estaba lejos, corrió hacia aquel, le recibió en los brazos con dolorosa expresión de simpatía y le dijo: —¿Está usted herido? —Sí, respondió Fuminaya, ¡y acaso mortalmente...! —¡Ah! ¡yo bien temía esta desgracia!, exclamó Florencio. —Es verdad, repuso el herido con voz desfalleciente; y usted ha hecho... todo lo posible... por evitarla... Gracias... mil gracias... Y al decir esto, el pobre joven, bañado en sangre, se desvaneció en brazos de Florencio y perdió del todo el conocimiento. Florencio llenó su deber con la mayor benevolencia: hizo administrar al herido todos los socorros necesarios, mandó improvisar una camilla para trasladarle a la ciudad, y no se apartó de él sino cuando le hubo dejado en su casa, rodeado de su familia y al cuidado de los cirujanos y médicos necesarios. Tres días habían pasado después del acontecimiento, y la vida del joven Fuminaya parecía estar en gran peligro, cuando un sirviente fue a llamar a Florencio en nombre de doña Gertrudis Fuenmayor, madre del herido, suplicándole que fuese a verle. Florencio no podía denegarse a tan respetable súplica, que se le hacía por interés del joven moribundo, y al punto fue a visitarle. —Mi hijo, dijo doña Gertrudis a Florencio, ha delirado constantemente con usted, y hoy, en un momento de calma, ha rogado que llamasen a usted, porque necesitaba verle. Por eso me he tomado la libertad... —Mi señora, interrumpió Florencio, ha hecho usted muy bien, y puede usted disponer de mí si en algo puedo serle útil. —Además, añadió doña Gertrudis, entre azorada y afectuosa, yo necesitaba manifestar a usted mi gratitud por todo lo que ha hecho y procurado hacer en beneficio de mi imprudente hijo. —Mi señora, observó Florencio: usted comprenderá, sin duda, cuánto habré deplorado la intervención que, a mi pesar, he tenido en este desgraciado lance... —Sí; sé que usted, señor Conde, hizo los mayores esfuerzos por evitarlo, y que después...

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Los sollozos embargaron la voz a la atribulada señora, y se desató en aquel llanto que nadie puede verter tan abundante ni tan amargo como una madre que ha perdido un hijo o está en peligro de perderle; pero momentos después, mientras que Florencio guardaba un silencio respetuoso y de sincero dolor, doña Gertrudis hizo un grande esfuerzo para dominarse y añadió: —¡Ah!, perdone usted... ¡Vamos!, tenga usted la bondad de entrar en el cuarto de mi hijo. El cuarto estaba enteramente oscuro y tenía aquel olor, entre nauseabundo y penetrante, propio de los heridos y de los medicamentos que sirven para combatir la inflamación, la fiebre y la gangrena: reinaba en torno del enfermo un silencio profundo, y él parecía dormir con desasosiego. Florencio se sentó junto a la cabecera y permaneció inmóvil durante algunos minutos, observando las lívidas facciones del malaventurado joven. En aquel momento tenía la triste belleza propia de una blancura mate que parece preludiar la muerte, y en todas sus facciones, correctas y bien acentuadas, se ponían de manifiesto los más nobles rasgos de la raza castellana, algo templada en su severidad por las simpáticas formas andaluzas. El joven respiraba con dificultad, y por momentos su respiración hacía el ruido sordo de un estertor de agonizante; pero no estaba dormido, sino abrumado por un pesado sopor: tenía los ojos entreabiertos, y acaso le había faltado fuerza en la mirada para distinguir los objetos que le rodeaban. Súbitamente abrió los ojos por completo y fijó en Florencio una mirada vidriosa y sin expresión; pero algunos instantes después las mejillas se le colorearon, recobró en los ojos el brillo natural, entreabrió los labios y dijo con extraordinario vigor de acento: —¡Ah! ¡hombre bueno y generoso! ¡Dios le bendiga a usted! Y, como movido por un resorte, se incorporó instantáneamente y abrazó a Florencio. Este le recibió en los brazos, inclinado sobre la cama, con sumo enternecimiento, pero aterrado; al propio tiempo que doña Gertrudis, advertida como estaba de que un movimiento violento de su hijo podía determinarle la muerte inmediatamente, se quedó embargada, orando en silencio y con las manos levantadas hacia el cielo, como quien repentinamente descubre un inminente peligro que le amenaza y aterra. Hubo dos o tres minutos de silencio que fueron suprema ansiedad: Florencio temblaba, reteniendo en los brazos al herido, y sintió que se

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le humedecía la mano con que sostenía el costado derecho del pobre joven, al mismo tiempo que palpaba, bajo el vendaje deshecho que cubría la herida, un objeto pequeño, duro y redondo. Fuminaya exhaló un suspiro y se desmayó. —¡Dios mío! ¡Mi hijo se muere!, exclamó doña Gertrudis con desesperación. —Al contrario, mi señora, dijo Florencio; creo que se ha salvado. —¡Cómo!, ¿qué dice usted? —El violentísimo esfuerzo que él hizo ha hecho descender la bala de entre los tejidos donde estaba oculta, y al aflojarse la compresa ese objeto ha salido. Mire usted, mi señora: aquí está la bala. —¡Ah! ¡Dios sea bendito y alabado!, prorrumpió doña Gertrudis. Efectivamente, el doctor había dicho que solo la salida de la bala podría salvar a Luis. Inmediatamente llamaron al médico de cabecera, y este, que por casualidad llegó en breve, hizo las aplicaciones necesarias para contener la hemorragia, limpiar la herida y procurar una saludable supuración. Cuando la operación estuvo terminada y el enfermo comenzó a recobrar el sentido, Florencio se retiró prudentemente, no sin recibir las más cordiales manifestaciones de gratitud de parte de la familia Fuminaya. Pero continuó visitando a Luis todos los días, y no tardó una semana en verle fuera de peligro y entrando en convalecencia. Su generosa asiduidad no solamente le hizo ganar el más fervoroso afecto de Luis Fuminaya, sino que la familia de este le trataba con los mayores miramientos. Un día que Florencio departía con el joven convaleciente en el oscuro cuarto donde se hallaba todavía encerrado, Florencio le decía con cariño: —Decididamente, mi amigo, estamos ya libres de todo cuidado, y usted recobrará toda su salud y robustez. —¡Ah sí!, y todo... gracias a usted. —¿A mí?, ¡oh no!: gracias a la Providencia y a un generoso movimiento de usted mismo. —Toda la generosidad, replicó Luis, está de parte del noble adversario político que... —Adversario, ¡jamás!, interrumpió Florencio: puedo estar en gran desacuerdo de opiniones con usted, bien que ambos somos ardientemente republicanos; pero no me considero adversario de quien piense de distinto modo que yo.

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—Eso es justo y bello, repuso Luis, y ojalá que todos pensáramos así; mi terrible intolerancia me ha hecho merecer una dolorosísima lección. —¡Y quiera Dios que sea fructuosa para todos los intolerantes!, dijo Florencio. —Pero usted no solamente ha sido tolerante, sino abnegado... —¿Por qué? —Usted había sido tan cruelmente ofendido por mi prima Rosa... —¡Ah!, no hablemos de eso. —Al contrario; usted merece... —Que se olviden de mí, así como yo he olvidado... —¿Olvidar? ¡Cómo!, exclamó Luis: ¿luego usted mató en su alma todo recuerdo y todo sentimiento? Florencio bajó la frente y guardó un silencio expresivo, lleno de dignidad y de tristeza. —¡Vamos!, no me engañaban mis cavilaciones, añadió Luis con tono afectuoso: usted la ama todavía; ¿no es verdad? —Y sí así fuera... ¿qué ganaría yo con atormentar mi alma, acariciando un amor insensato, imposible...? —Todo es posible en este mundo, Conde. —¡No!, calle usted: vale más que no hablemos de tan penoso asunto. En el momento en que Florencio decía estas palabras, llenas de dignidad y desinterés, pero que le eran amargas, Rosa, que había llegado a visitar a su primo e ignoraba la presencia de Florencio, entreabrió la puerta del cuarto y asomando su hermosa cabeza preguntó con cariñoso acento: —¿Se puede entrar? —Sin duda, querida prima, respondió Luis: ven y siéntate a mi lado. —No veo muy claro... —No importa; ven hacia mi derecha. —¿Y cómo te sientes hoy?, dijo Rosa sentándose. —Lo mejor posible. —Pues lo celebro infinitamente. —¿Te gustaría, Rosa, que yo te diese una sorpresa? —¡Pues!, como no has de poderme hacer una diablura... Pero... —¿Qué hay? —Me parece que no estamos solos. —Es verdad; ahí cerca de ti está mi médico.

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—¡Cómo! ¿y el doctor P** me ha dejado hablar sin saludarme? Florencio hizo una inclinación de cabeza, pero guardó silencio. —Te equivocas; no es el doctor P**, sino un médico francés recién llegado. ¿Quieres hacerme el favor de abrir un poco la ventana? —¿Para qué? —Para que veas cuán repuesto estoy. Florencio se había puesto en pie al entrar Rosa en el cuarto, y permanecía en un rincón, a la izquierda de Luis, con los brazos cruzados, silencioso y presa de una impresión indecible. Rosa abrió las batientes de la ventana, y al entrar en el cuarto un torrente de luz alegre y brillante, se acercó a Luis para mirarle bien. —¿Estoy muy desfigurado?, preguntó él. —No; estás pálido y flaco, pero tienes más expresión en las facciones. —Te presento mi verdadero médico, repuso Luis, señalando a Florencio. Rosa tornó el rostro hacia donde estaba su desdeñado amante y le miró. Él inclinó la cabeza respetuosamente, pero no dijo ni una palabra, y Rosa, que hacía más de tres años no le veía, al reconocerle retrocedió un paso, hizo un movimiento de sorpresa y exclamó azorada: —¡Ah! Pero al punto se recobró y dijo, haciendo una venia de saludo: —Caballero... —Señorita, interrumpió Florencio; permítame usted decirle que se ha equivocado. —¿Por qué?, preguntó Luis. —Porque yo no soy... caballero, sino el humilde mulato Florencio Conde. —¡Oh, señor!, es usted cruel, repuso Rosa con timidez y azoramiento. —¿Yo cruel?, señorita. —Es decir... rencoroso... para conmigo. —Perdone usted, señorita; no me mueve el rencor, puesto que nunca he sido ofendido. —El desdén que usted muestra me humilla más que el olvido de una ofensa involuntaria... —Señorita, yo no sé olvidar... —¿Ninguna ofensa? Interrumpió Luis.

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—Las ofensas, sí. —¿Y todo lo demás?, tornó a preguntar Luis. Florencio guardó un elocuente silencio, y Rosa dejó asomar en las mejillas el delicioso carmín de la flor que le daba su nombre. Hubo un momento de silenciosa turbación de todos tres, que fue muy embarazoso; Luis lo interrumpió diciendo: —¡Vamos!, ya es tiempo de que ustedes hagan las paces. —¿Y cómo no habría de estimar yo, dijo Rosa con ingenuidad, a quien ha correspondido a dolorosas ofensas prodigando a los de mi familia unos servicios tan generosos como desinteresados? —¡Ah, señorita!, exclamó Florencio con arrebatado impulso; ¿con que ya usted me estima? —De todo corazón, señor Conde. —Gracias... mil gracias, señorita, repuso este; ¡esa sola palabra borra de mi alma todas las amarguras de otro tiempo! —¿Es decir que no me guardará usted rencor? —¡Jamás!, mi corazón... —¡Vamos!, amigo mío, acabe usted la frase, dijo Luis. Florencio iba a dejar escapar una declaración tal vez imprudente, pero se contuvo y añadió apenas: —Mi corazón... no da cabida al resentimiento. Rosa se acercó a Florencio y le tendió la mano, y él tomándosela, lleno de turbación y gozo intenso, la retuvo entre las suyas. Como ella no hizo ademán de retirarla y Florencio tenía la frente inclinada, sintió que le caía sobre los dedos una gota ardiente... Rosa recibió esta lágrima de inmenso amor y de felicidad como un juramento, y se escapó del cuarto de Luis con el corazón palpitante y profundamente enternecida...

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III

Varias peripecias

Un hombre que ame con ardor y generosidad, puede tener una cantidad de fuerza moral como ciento, verbi gracia, porque toda gran pasión es una gran fuerza; pero un hombre que a más de sentir así se siente amado, encuentra en su alma el décuplo de aquella fuerza, mayormente si el sentimiento que inspira es una victoria de su propio sentimiento. La escena que había ocurrido en casa de Luis Fuminaya no dejaba campo a duda ninguna: Florencio se sentía amado, o a lo menos estimado con tierna gratitud, y comprendía que el orgullo de educación o de familia estaba vencido en el espíritu de Rosa. Desde aquel momento el provenir le pertenecía, como amante, puesto que en un país como el nuestro un padre de familia, por mucho que resista, no puede impedir a sus hijos que se casen, cuando en hacerlo insisten con inflexible tenacidad. Por otra parte, el más poderoso medio de resistencia que un padre puede emplear, es la amenaza de desheredar el hijo desobediente, o de negarle recursos para contraer una alianza desagradable, y eso, dentro de ciertos límites legales; y tal recurso estaba fuera del alcance de don Pedro Fuenmayor, ya porque él había ido de año en año a mayor pobreza y peor situación, ya porque Florencio era rico, y tenía una posición social que le ponía a cubierto de toda necesidad y en aptitud de desafiar una negativa de recursos para su esposa. Lleno de esperanza en Rosa y de confianza en su buena suerte, Florencio hizo de su vida tres partes, y aplicó todo su sentimiento, su atención y sus esfuerzos a ellas: era la primera, Rosa misma o el amor íntimo; la segunda, el foro, donde tenía su posición privada y su mejor elemento de prosperidad; la tercera, el amor patrio, servido por medio del periodismo. En Rosa tenía la vida del sentimiento, que ennoblece las almas y las encamina hacia la felicidad; en el foro, su carrera, su

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medio natural de asegurarse una posición independiente y digna, y el objeto de constantes y provechosos estudios de jurisprudencia; en el periodismo, un medio de propaganda activa, en defensa de su causa política y de sus personales deberes de raza, y un elemento para hacer aquellas vastas investigaciones de ciencia política, sin cuyo auxilio no es dado al hombre público el hacer sentir la influencia de su talento y de sus opiniones. Florencio se consagró a sus tres objetos con febril actividad, no sin mantener la costumbre que le había sido tan grata desde sus primeros años de colegio, de escribir todas las semanas a su padre una larga y nutrida carta, en la que siempre le informaba de sus propios actos y le comunicaba todas sus esperanzas, así como sus tristezas y alegrías. El buen Segundo era verdaderamente feliz con las cartas de su hijo, y en respuesta le daba siempre los más sensatos consejos; pues si carecía de una instrucción que excediese lo puramente elemental, tenía buen sentido muy atinado para ver con claridad las cosas prácticas de la vida. Bien se comprende que Florencio no había de relajar en manera alguna sus gratas relaciones con la familia Fuminaya. Luis —ya totalmente restablecido en su salud— le quería con un sentimiento que rayaba en idolatría, no obstante la discordancia de opiniones políticas en que se hallaban; doña Gertrudis, a fuer de madre amorosa y mujer agradecida, había echado a un lado toda preocupación aristocrática, y solo veía en Florencio al hombre delicado y generoso que había contribuido tan notablemente a salvar la vida de Luis; y las dos hermanas que tenía este —jóvenes tan graciosas y amables como recatadas— apreciaban a Florencio con notoria simpatía, porque era simpático y bien parecido, tenía talento y gracia para conversar, bailaba con elegancia, y trataba a todas las señoras y señoritas con respeto y exquisita delicadeza. Pero la cordialidad misma con que Florencio era tratado en casa de doña Gertrudis había alejado de allí a don Pedro Fuenmayor, su hermano, pues si bien reconocía el fanático y testarudo anciano, a fuer de hombre de conciencia, que el carácter y los actos de Florencio eran intachables, y que él y su hermana le debían servicios de mucha importancia, era inflexible en sus preocupaciones de casta, e implacable en el odio que profesaba a todos los “liberales” y a cuantos encomiaban las instituciones republicano-democráticas. Su atrabilis había subido de punto una vez que los liberales —triunfantes en las elecciones de 1848

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y después el 7 de marzo de 1849 en el Congreso nacional— habían iniciado y estaban efectuando una inmensa revolución, en el sentido radical y democrático, así en las ideas y las instituciones como en las costumbres del país. Don Pedro no había tenido, pues, embarazo en decir un día a su hermana: —Sé que viene a tu casa con mucha frecuencia el mestizo... —¿El qué? —¡Pues!, el Conde mestizo amigo íntimo de tu hijo Luis. —Ello es verdad; y si le trataras, le estimarías mucho, como le estimamos en casa. —No niego que sea un mozo de buenas cualidades... cuantas pueden caber en el alma prieta de un mestizo; pero si tú le recibes, Gertrudis, en tu casa, no quiero que jamás tenga pretextos para entrar en la mía, bien que, en rigor, le estoy debiendo, por mi desgracia, la mitad de lo que ella vale. —Difícil será, Pedro, que impidas... observó doña Gertrudis. —¿Qué? —Lo que tarde o temprano ha de suceder. —¿Que Florencio y mi hija Rosa...? —¡Pues!, ya lo comprendes. —¡Jamás!, ¡jamás!, repuso Fuenmayor indignado; ¡no consentiré en la deshonra de mi sangre y mi nombre! —Bien puedes hacer de tu capa un sayo, pero... —¿Pero qué? —La suerte de tu hija no ha de serte indiferente. El doctor Conde, mestizo y todo, es un joven muy digno y estimable. —¿Callarás? No quiero que me le nombres; ¡no transigiré jamás! ¿Y sabes?, por no ver a ese tu Conde mulato, dejaré de venir a tu casa. —Eres un testarudo. —Así será; soy aragonés. —¿Pero no ves, Pedro, que el mundo no anda ya según las ideas en que nos criaron? Es fuerza transigir con las cosas que la sociedad nos impone. —¡Eh!, ¡eh!, exclamó Fuenmayor con enojo; ¡te has dejado pervertir indignamente! ¡Yo no!, me mantendré firme en mis ideas, que al fin y al cabo soy español viejo y de sangre pura. —Pues mucho sentiré que Rosa sea desgraciada, o que... tengas que consentir en todo después de sufrir humillaciones.

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—¡Adiós! ¡No quiero oír tus despropósitos, ni entraré más en tu casa! Y al decir esto, don Pedro se había alejado de su hermana, lleno de ira y despecho, sin reconocer, bien que la sentía, la triste impotencia de su orgullo. Su oposición a las pretensiones de Florencio no fue parte a impedir que este se viera con Rosa, como por casualidad, pero con alguna frecuencia, en casa de los Fuminaya, pues era muy difícil impedir que aquella mantuviera sus relaciones íntimas y naturales con sus primas Carmen y Manuela, hermanas de Luis; mayormente cuando este, cuyo entusiasmo por su amigo Florencio era vehemente, le alentaba en sus esperanzas de obtener tarde o temprano la mano de la bella Rosa. Hubo de sospechar don Pedro que su hija favorecía ya las pretensiones de Florencio, puesto que un día la reconvino agriamente delante de su mujer. —¿Es verdad, la dijo con aspereza, que el mestizo te corteja? —Padre, no sé qué mestizo... —¡Pues quién ha de ser, sino aquel Conde espurio, aquel Conde mulato que nos persigue con su generosidad interesada! —Padre, perdóneme su merced le diga que es injusto el suponer que el interés guía un proceder tan noble... —¿Noble? ¿Qué me estás diciendo?, ¡bah!, lo noble y lo mulato se excluyen. —Padre, su merced es muy duro en sus expresiones... —¡Silencio! No quiero oír nombrar a ese mozo en mi casa: ¿lo entiendes? —Jamás le nombraré, respondió Rosa humildemente. —Pero es menester que tampoco pienses en él para nada. —¿Qué no piense yo en él? ¡Ah, padre!, ¿y quién puede ser dueño de sus pensamientos e impedirles que nazcan? —Quien quiera que se estime y tenga dignidad. —Pues yo no he faltado a la dignidad, padre, y sin embargo... —¿Qué?, explícate. Rosa bajó los ojos azorada y guardó silencio. —¡Vamos!, repuso don Pedro, ¿acaso serán fundadas mis sospechas? ¿Para tu vergüenza y la mía te has... ¡oh!, ¿te has prendado del mestizo, del hijo de un negro liberto, a quien mi hermana llama el doctor Conde?

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Rosa inclinó más la cabeza, y entre avergonzada y abatida continuó guardando un elocuente silencio que exasperó más a su padre. —¡Ah!, añadió este con acento de cólera violenta y dando una patada en el suelo, tu silencio me irrita, porque es una confesión. —¡Padre, perdóneme su merced!, exclamó Rosa, juntando las manos con ademán suplicante. —¡Ni una palabra más! ¡Te prohíbo que ames a ese hombre a quién detesto; que le mires ni oigas siquiera! Jamás consentiré en la deshonra de mi familia... Y al decir esto se había alejado don Pedro, dejando a su hija aterrada y presa de un dolor inmenso.

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IV

Los negocios de don Pedro

Dos o tres semanas después de los incidentes que hemos narrado en el capítulo anterior, Florencio fue sorprendido una mañana con el anuncio de la visita que menos podía esperar. Estaba escribiendo, cuando entró su criado y le dijo: —Un caballero quiere entrar. —¿No has dicho que estoy muy ocupado? —Sí, señor; pero ese caballero no se da por entendido. —¿Quién es? —Es un señor viejo y de mal ceño. —¿Cómo se llama? —Es innecesario nombrarme, respondió don Pedro Fuenmayor, que había entrado sin ruido y se hallaba a la puerta del cuarto de estudio. —¡Ah!, siga usted, señor, y sírvase tomar un asiento, repuso Florencio. Y añadió para sus adentros: ¡Vamos!, alguna borrasca se prepara; pongámonos en guardia, y hagamos de la moderación un pararrayos. —Señor... Conde, dijo don Pedro al tomar asiento en un sofá, acompañando su saludo de un gesto de desdén y sarcasmo mal reprimido, a usted parecerá extraña mi visita... —Señor... de Fuenmayor, contestó Florencio entre irónico y amable, al sentarse en una silleta cerca de su visitante, siempre estoy a la disposición de usted, y esta casa es suya. —Gracias. Perdone usted que yo deje a un lado los cumplimientos y vaya al grano. —Perfectamente; soy todo orejas. —¿Tendría usted a la mano el pagaré que le firmé en 1846?

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—Debe de estar entre mis papeles, y ahora mismo puedo buscarlo, si usted quiere darme el gusto de recibirlo. —Sin duda. ¡Oh!, lo necesito... —Pues disimule usted que yo le desatienda por un momento... —Sí, sí; busque usted. Mientras que Florencio abría un escritorio y buscaba en uno de los compartimientos el papel en cuestión, don Pedro sacó una talega, oculta debajo de la vieja y ya raída capa de paño de San Fernando, color de aceituna, con que perpetuamente se cubría, y la colocó sobre una mesa al lado de su sombrero de castor de forma anticuada. —Aquí está, dijo Florencio algunos momentos después, volviéndose hacia Fuenmayor y entregándole el documento. Don Pedro desplegó el papel y lo puso a un lado para calarse los anteojos. Apenas sí hubo echado una ojeada sobre el pagaré, dijo con asombro: —¿Pero por qué está cancelado este documento? —Porque usted nada me debe. —¿Cómo es eso? —Cuando usted me otorgó ese pagaré, repuso Florencio, mi firme resolución era no hacerlo efectivo; por lo que lo cancelé a poco de recibirlo. —¿Es decir que usted quería hacerme el insulto de condonarme la deuda como a un insolvente? —Nunca pensé en ofender a usted en lo mínimo, señor don Pedro; pero como ese pagaré era la compensación de una acreencia sin valor para mí... —¿Por qué sin valor? Interrumpió el irascible anciano, interpretando mal el pensamiento de Florencio. —Porque mi ánimo no había sido el de especular, sustituyéndome al acreedor para ganar intereses, sino de prestar un servicio espontáneo a un caballero que se hallaba... en situación apurada. —No dudará usted, repuso Fuenmayor, de la estimación con que he apreciado aquel proceder; pero también es justo que yo ponga en salvo mi honor. —El honor de usted está intacto, dijo Florencio. —Mientras yo no haya pagado, no. Por tanto... he traído el dinero: aquí está. —¡Oh, señor!, exclamó Florencio.

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—Sírvase usted contar estas monedas de oro, y ver si la cuenta está cabal con los intereses, añadió don Pedro. —Pero usted, señor de Fuenmayor, habrá tenido que hacer sacrificios... —Ese es punto que solo a mí me atañe. —No puedo consentir en que usted se perjudique. ¡Vamos!, señor don Pedro, hágame usted el honor de guardar ese dinero; y, puesto que usted rechaza la cancelación del documento, lo conservaré para que usted me lo cubra en mejores circunstancias. —Repito a usted... ¡voto a San!, replicó el anciano casi montado en cólera; cuente usted ese dinero, ¡pues estoy resuelto a no ser deudor de nadie! Florencio vio claramente que toda resistencia de su parte era inútil; por lo que contó el dinero, y luego, devolviendo a Fuenmayor una parte, le dijo: —Señor, ¿tendrá usted, a lo menos, la condescendencia de no obligarme a recibir los intereses? —¡Es imposible! —Se lo suplico a usted... como un favor, como un acto de generosidad... —¡Vamos!, no puedo ceder: es punto de honor, repuso el anciano, haciendo un gesto de resolución inflexible. —Está bien; será como usted quiera, dijo Florencio con visible despecho. Nuestro joven abogado recibió todo el dinero, y don Pedro se despidió inmediatamente, orgulloso de la posesión de su pagaré legítimamente cancelado. “¡Ah!, exclamó al salir de casa de Florencio, resollando con fuerza y radiante de gozo; ya soy libre por ese lado; ya no dependo de este mestizo que tiene la insolencia de pretender la mano de mi hija!”. Y al propio tiempo Florencio, contemplando sobre su mesa las onzas de oro que acababa de recibir a pesar suyo, se hacía esta reflexión: “¡Pobre hombre!, tan respetable por su rectitud y pundonor, como ridículo por su orgullo de casta! Ha querido librarse de toda obligación para conmigo, y es seguro que habrá caído en una situación más humillante en realidad... Es menester que yo sepa inmediatamente cómo ha obtenido el testarudo español este dinero: sí; hoy mismo lo sabré”.

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Pocas horas después, gracias a las averiguaciones que hiciera en las escribanías públicas, Florencio sabía perfectamente lo que don Pedro Fuenmayor había hecho para procurarse recursos. Merced a sus extensas relaciones, el pobre anciano había logrado que un capitalista, moderado en sus exigencias, le prestase cuatro mil quinientos pesos sobre la hipoteca de su casa de habitación, que bien valía los siete mil, por ser espaciosa y sólida, aunque de solo planta baja y de construcción anticuada y poco elegante. Florencio se apresuró a verse con el prestamista y le dijo: —¿Quiere usted cederme su acreencia? —Según, contestó aquel. —Doy a ganar a usted quinientos pesos. —Aceptado. —Pero pongo dos condiciones, añadió Florencio. —¿Cuáles? —La primera, que usted guardará una reserva absoluta respecto de la venta; por mi parte, me encargo de asegurar la reserva del escribano, los testigos y el registrador. —No veo inconveniente, señor doctor Conde, si usted asume toda responsabilidad. —Sin duda. —¿Y cuál es la segunda condición? —Que usted recibirá del señor Fuenmayor, respondió Florencio, los intereses que él buenamente quiera pagarle, sin dejarle comprender nunca que me pertenecen. —Consiento en ello, si por un documento privado me pone usted a cubierto de toda responsabilidad, y si este arreglo no es indefinido. —A lo sumo por dos años. —Pues está hecho el negocio, siendo de cuenta de usted todo gasto. —Perfectamente. Todo se arregló en debida forma, y con el mismo dinero que Florencio había recibido de don Pedro pagó el rescate de la casa de este, quedando constituido en su acreedor hipotecario.

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V

Triunfo y expiación

Las semanas y los meses fueron pasando, sin que ocurriera cosa alguna particular entre Florencio y don Pedro Fuenmayor. Este evitaba todo encuentro con aquel y todo pretexto para reanudar ni las mínimas relaciones, mayormente cuando creía estar exento de toda obligación para con su antiguo acreedor, a quien nunca había agradecido unos servicios que creía fuesen obra del interés o del cálculo y que le humillaban. Entretanto Florencio no perdía el tiempo, pues se veía muy frecuentemente con Rosa en casa de los Fuminayas, quienes no solo estimaban cada día más al amigo íntimo de Luis, sino que consideraban necesario para la familia de don Pedro un enlace que nada tendría de extraordinario ni desdoroso, y sí mucho de ventajoso en todo sentido. Rosa, llevada por su buen natural de la gratitud a la estimación por Florencio, de esta a la simpatía, y de la simpatía al afecto, había acabado por ceder al influjo del talento y bello carácter de aquel, y amaba ya al Conde mulato (como le llamaba sarcásticamente don Pedro) con una ternura inequívoca, al propio tiempo que con suma discreción y recato. Así Florencio y Rosa eran dichosos, en cuanto pueden serlo dos amantes mortificados por una oposición de familia que indefinidamente les separa; y constantemente cavilaban y se comunicaban sus pensamientos acerca de los medios que habrían de emplear para vencer la tenaz resistencia de don Pedro. Florencio y Rosa, bien que contenidos por el respeto que se debían a sí mismos y el que les inspiraba la casa de los Fuminayas, saboreaban con delicia la fruta prohibida, amándose con dulce confianza, comunicándose, en la honesta intimidad de sus frecuentes entrevistas, sus pensamientos y esperanzas, y anticipándose con los apasionados coloquios del amante a gozar de las profundas y tranquilas dichas que el amor encuentra en la unión conyugal.

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Entretanto, los acontecimientos políticos seguían su curso tempestuoso, cada día más interesantes y propios para agitar las pasiones populares. Los partidos, no solamente antagonistas por sus viejas competencias y resentimientos, sino empeñados en una lucha decisiva de ideas e instituciones, se hacían cruda guerra por todos los medios posibles, excepto el de las armas, todavía arrinconadas, pero que no habían de tardar mucho en ser empuñadas; y los hombres políticos adquirían una importancia excepcional, merced a la profunda transformación que en todas las cosas públicas se operaba. La opinión formada contra la esclavitud y en el sentido de la regeneración de las masas populares y del gobierno democrático, era ya irresistible; las elecciones de 1850 eran decisivas, puesto que daban al gobierno liberal del 7 de marzo toda la fuerza necesaria en las cámaras; y todo hombre de corazón y de talento que aceptase con resolución los sacrificios propios de la lucha política, podía ejercer sobre los acontecimientos, al hacerse popular, una influencia muy considerable. Florencio, noblemente inspirado por su patriotismo, y colocado en circunstancias excepcionales, ya como un escritor de talento, representante de la juventud liberal, ya como un demócrata de raza, miembro muy notable del club político social que existía y obraba activamente en Bogotá bajo el nombre de Sociedad Democrática, había ganado una popularidad considerable, por ser uno de los más ilustrados y ardorosos mantenedores, entre los jóvenes de su tiempo, de la propaganda liberal. En breve fue considerado como uno de los más elocuentes tribunos, al propio tiempo que fecundo y fácil periodista, bien que los buenos escritores abundaban entonces, como en todo tiempo han sido numerosos en Colombia. De aquella popularidad tuvo Florencio una prueba inequívoca y muy propicia para su brillante carrera, pues fue electo representante al Congreso por una de las provincias del bajo Magdalena; empleo en que habían de patentizarse con honor sus bellas cualidades, así de carácter como de inteligencia. Joven estudioso y de conciencia honrada como era, al tener noticia de su elección Florencio se dedicó más asiduamente que nunca al estudio de todas las cuestiones políticas y sociales que se hallaban en tela de discusión, mientras llegaba el día de tratarlas a fondo en la cámara de Representantes; y comprendió bien la influencia que sus triunfos de hombre político podían ejercer sobre

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su situación personal respecto de la familia Fuenmayor, tan obstinada en su oposición al casamiento de Rosa. Mientras que Florencio marchaba con paso firme por su camino de prosperidad, levantado por el espíritu republicano, cual si la República fuese en la vida política la institución providencial encargada de realizar la idea cristiana de abatir a los soberbios ensalzando a los humildes, don Pedro Fuenmayor se hundía más y más en el abismo de una decrepitud indigente. Este abismo había sido cavado por el necio orgullo, las preocupaciones e ineptitud aristocráticas y el desprecio por el trabajo, que no podían acomodarse a la situación política creada por una revolución que, nacida como al acaso y sin programa claro en su principio, al cabo de cuarenta años había hecho de la libertad y la igualdad los únicos fundamentos posibles del orden social neo-granadino. El pobre don Pedro, bien que medraba muy escasamente con la ropilla y el chipolo, se arruinaba con su inacción y su incuria, se aislaba con su orgullo, y vendiendo a menosprecio hoy una joya o prenda y mañana otra, vivía ya literalmente de malos arbitrios y expedientes; de tal suerte, que un día se almorzaba con su familia una cómoda o silla vieja, y en otro se comía una sortija de esmeraldas, cuando no el Niño Dios de marfil de su oratorio, u otra curiosidad de su viejo mobiliario o del ajuar de su mujer. Se instaló el Congreso de 1851, y en breve adquirió Florencio, en la cámara de que era miembro, la importancia y consideración a que le daban derecho su mérito y sus buenos servicios. Todos los días luchaba a brazo partido por obtener grandes reformas, tales como la completa libertad de imprenta y de la enseñanza privada, la emancipación o descentralización municipal, la abolición de ciertos monopolios y malos impuestos, la supresión de la prisión por deudas, y sobre todo la extinción inmediata y absoluta de la esclavitud, cuya subsistencia, siquiera fuese muy aminorada, era una ignominia para la República. Mas no solo tenía Florencio que luchar con los “conservadores”, tenaces partidarios de las viejas instituciones que era menester abolir o reformar, sino también con algunos liberales, aun miembros del gobierno, pues en aquel tiempo, si todo el partido liberal mostraba estar animado de las grandes pasiones propias de su causa, le faltaba escuela, es decir educación de espíritu y de carácter, y no habían llegado a formarse muchos de sus miembros todas las convicciones que la lógica del liberalismo les imponía.

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Después de grandes esfuerzos y no pocas dificultades vencidas, Florencio pudo un día escribir a su padre, con infinito gozo, una carta que solo contenía estas pocas líneas: “¡Padre mío, tu hijo es feliz y ha coronado realmente su carrera! Se acaba de aprobar en último debate la ley que manda abolir totalmente la esclavitud el día 1° de enero de 1852. La raza de mi padre va a quedar redimida, y yo, hijo de un honrado negro liberto, he contribuido como el que más a la realización de esta grande y gloriosa obra... ¡Dios se vale de las víctimas mismas, como de unos misteriosos instrumentos, para destruir la iniquidad de los hombres y hacer imperar la justicia! Dios sea bendito, y tú también, ¡padre mío!”. Cuando Florencio escribía esta carta, acababan de ocurrir, sin que él lo previese en manera alguna, ciertos incidentes que iban a decidir de su destino. Al salir de la cámara, pocos momentos después de haber obtenido la bella victoria a que aludía la carta de Florencio que hemos trascrito, el joven tribuno fue acompañado en triunfo por sus numerosos amigos y gran muchedumbre de ciudadanos, y vitoreado con el mayor entusiasmo en las calles y la plaza de Bolívar, y por todas partes fue recibiendo las más merecidas y calurosas felicitaciones. Llegaba la gran masa de gente a los portales de la Casa consistorial, cuando se oyeron coléricas exclamaciones que partían de un numeroso grupo estacionado en el zaguán de aquel edificio, al pie de la escalera que daba acceso a los juzgados y otras oficinas públicas de la ciudad. —¡Es usted un viejo tramposo!, ¡un estafador!, ¡un pícaro!, gritaba alguien con acento agrio y ademán amenazante. —¡Y usted es un insolente usurero!, exclamaba con voz cascada un anciano. —¿Y por qué no me paga usted lo que me debe por dinero prestado?, replicaba el otro. —Porque no puedo, reponía el segundo. —¡Ya!, y después de embrollarme el pago, cuando yo esperaba que una ejecución me serviría para recobrar mi dinero, resulta que este viejo bellaco tenía su casa hipotecada y no posee bienes muebles de ningún valor. —¡El haber caído en la pobreza no es un delito!, exclamó el pobre anciano, lívido de enojo y vergüenza. —Y ahora no tengo ni el recurso de hacerle meter en la cárcel, observó el contrario, con despecho muy marcado.

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—Felizmente la ley me protege contra la prisión, repuso el denostado deudor. —¡Paz, señores!, ¡paz!, dijo Florencio, penetrando hasta el centro del apretado grupo de curiosos. —Señor Fuenmayor —añadió al acercarse al anciano, pues no era otro el deudor públicamente injuriado— ya ve usted que la democracia es buena y justiciera, pues si hoy emancipa a los esclavos, también acababa de librar de la cárcel a los deudores, suprimiendo la prisión civil. Y usted, señor acreedor, no insulte a un anciano en desgracia y padre de familia, que tiene sentimientos de dignidad y delicadeza, pero carece de fuerzas y recursos para rechazar el insulto. Yo respondo de las deudas del señor Fuenmayor: vaya usted a mi casa y todo quedará arreglado. —Convenido, dijo el acreedor. —¡Bueno!, ¡magnífico!, gritaron muchos, aplaudiendo la generosidad de Florencio. Y este, sin aguardar otra cosa, se alejó rápidamente con algunos amigos. Don Pedro Fuenmayor permaneció mudo y como petrificado, reclinado contra una columna de la galería; pero al punto algunas personas notaron que se le doblaban las piernas y tomaba en el rostro un color rojo amoratado: alguien le recibió en los brazos en el momento en que iba a caer, herido como por un rayo, a causa de un súbito ataque de apoplejía. Varios individuos le auxiliaron lo mejor posible, y le llevaron como muerto a su casa.

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VI

La entrevista

El pobre anciano estuvo entre la vida y la muerte durante algunos días, pero luego, algo repuesto de la apoplejía, pareció condenado a una demencia incurable. Deliraba constantemente, agitándose con suma inquietud, y en el delirio se le escapaban con la mayor frecuencia estas palabras: “Mi casa... mi casa solariega... ¡oh! ¡La hipoteca... todo perdido!, el mestizo... el mestizo siempre... ¡Castigo! ¡Fatalidad!, ese mestizo... ¡Vergüenza! ¡Vergüenza!”. No tardó Florencio en ser informado de lo que sucedía, y se sintió conmovido por extremo a causa de la consternación en que se hallaban Rosa y su familia. No solamente era aflictiva y desesperante la situación de don Pedro, sino que, como bien podía comprenderlo Florencio, la familia del desgraciado anciano se hallaba enteramente sin recursos. Era menester obrar con prontitud para buscar un remedio, y Florencio no vaciló un momento: suplicó a la madre de Luis Fuminaya que a todo trance le procurase en su casa una entrevista con la esposa de don Pedro, en presencia de Rosa, y aunque doña Tadea tuvo sus escrúpulos y resistió algo, al cabo convino en la proposición que se le hacía. —Mi señora, dijo Florencio en el tono más respetuoso, cuando se halló al lado de doña Gertrudis y Luis y de Rosa y doña Tadea, dirigiéndose a esta: la situación en que nos hallamos es de tal naturaleza, que no he vacilado en pedir a usted esta entrevista; y debo agradecer tanto más la condescendencia de usted, cuanto que no he merecido hasta ahora las simpatías de usted misma. —Señor, respondió doña Tadea, evitemos, si usted gusta, todo recuerdo desagradable, y hable usted, puesto que estoy pronta a escucharle con mi hija.

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—Usted comprenderá, mi señora, que en el estado a que han llegado las cosas es necesario adoptar un partido decisivo. —Tal vez tiene usted razón, señor. —Usted no ignora, repuso Florencio, que amo con toda mi alma a la señorita Rosa, y que ella... Florencio se interrumpió volviendo los ojos hacia Rosa, quien inclinó la frente ruborizada. —Lo sé, se apresuró a decir doña Tadea. —No es justo, añadió Florencio, que la señorita sea desgraciada, víctima de unas preocupaciones impropias de la sociedad y del tiempo en que vivimos. —Señor... —Todo mi defecto, a los ojos de usted y de don Pedro, consiste en que soy mestizo. ¿Pero qué importa esto, si soy un hombre de honor y muy capaz de hacer feliz a mi señorita Rosa? —No niego que así sea, respondió la madre de Rosa con inequívoca sinceridad. —Por otra parte, agregó Florencio, tengo una posición independiente y honrosa, y soy relativamente rico: nada me sería más grato que poner cuanto tengo y soy al servicio de usted y su familia. —Oh, señor... —Sí; es preciso que yo sea muy explícito, por mucho que me duela el hablar a ustedes con franqueza. Don Pedro ha perdido ya todos sus bienes de fortuna; no tiene... de qué vivir, y su casa está hipotecada y perdida; y la triste situación en que se halla, proviene de un trance muy penoso en que su dignidad ha sido cruelmente humillada por un acreedor implacable... ¿Qué esperanza puede haber para don Pedro y su familia? —¡Ninguna!, respondió con tristeza la madre de Luis. —¡Ah!, exclamó doña Tadea, cubriéndose el rostro con las manos para ocultar sus lágrimas y sonrojo. —Pero esta situación tan deplorable, añadió Florencio, tiene un remedio natural, sencillo y honroso. —Lo comprendo, dijo doña Tadea. —¿Y usted qué piensa de ello, mi señora...? —Que solamente de usted puede venir aquel remedio. —¡Ah!, ¡mil gracias!, exclamó Florencio y al punto añadió:

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—Señora... puesto que su esposo de usted está imposibilitado para entenderse conmigo... tengo el honor de pedir a usted humildemente la mano de la señorita Rosa. Doña Tadea permaneció un momento vacilante, miró a su cuñada como pidiéndola consejo y parecer, y luego, poniéndose en pie, tomó de la mano a Rosa, la acercó hacia Florencio y dijo a este con solemnidad: —Tómela usted en nombre de mi infeliz esposo; Dios aprobará mi conducta. Florencio, loco de amor y gozo, recibió en los brazos a Rosa, llena de amoroso rubor y contento...

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VII

El regalo de boda

Al día siguiente escribió Florencio a su padre esta breve carta: “¡Ya voy a ser feliz por completo, padre mío!, ¡al fin he triunfado! Me casaré dentro de pocos días: todo se está allanando, y solo falta que vengas a darme tu bendición, trayéndome la de mi madre. Te aguardo”. A lo que el sesudo y amoroso Segundo se apresuró a contestar con profunda alegría: “¡Hijo mío del alma! Dios te dé toda la dicha que mereces y bendiga tu unión y futura descendencia, como yo te bendigo desde aquí. Pero cásate pronto y no me aguardes. Mi presencia en tu casamiento sería una humillación para la familia de tu esposa, y acaso para esta misma, y no quiero amargar lo que debe ser todo felicidad y contento. Puedes disponer para casarte, de treinta mil pesos en oro que tengo reservados para ti”. Florencio besó con profundo enternecimiento y filial respeto la carta de su padre, y se apresuró a completar en breves días todas las diligencias que debían preceder a su matrimonio. Una noche, a eso de las siete, se hallaban reunidos el juez de distrito y cuatro testigos hábiles designados para el matrimonio civil, en la modesta antesala de la casa de Fuenmayor, en tanto que en la sala, apenas muy medianamente alumbrada, se hallaban la familia de don Pedro, los Fuminaya, Florencio y dos o tres amigos íntimos. Rosa, más bella que nunca, estaba con sus atavíos de novia, pero muy sencillos, y mostraba en el semblante una mezcla de gozo por su propia felicidad y el bien que esperaba hacer reportar a su familia, y de tristeza por la situación de su padre. Florencio permanecía de pie y en actitud modesta y respetuosa, en tanto que las demás personas tenían un aspecto grave y silencioso. La sala estaba muy pobremente amoblada y sin adorno alguno.

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Entre tanto, a diez pasos de allí, después de atravesar un aposento, se hallaba en su alcoba, febricitante y demente, el pobre Fuenmayor... Rosa se había acercado varias veces al lecho de su padre y hecho inútiles esfuerzos para despertar en su mente alguna chispa de luz y de razón, con la esperanza de hacer comprender a don Pedro lo que iba a suceder y pedirle su bendición. Pero el enfermo, después de mucho delirar, había caído desde por la tarde en un profundo y prolongado sopor, y permanecía como inerte, en la semi-oscuridad de su casi desnuda alcoba. Se hizo una nueva tentativa para excitar y despertar de algún modo el espíritu embotado del pobre demente, y nada se logró. Entonces Luis Fuminaya dijo en la sala: —Puesto que todo esfuerzo ha sido inútil, ¿por qué no se procede a la ceremonia? —Procedamos, pues, repuso doña Tadea. Sin embargo, el señor cura no ha venido. —Por ahora no es necesario, observó Florencio. Mañana iremos a la iglesia parroquial a casarnos; esta noche celebraremos el matrimonio civil solamente. —Sea como usted guste, dijo doña Tadea. Florencio hizo entrar en la sala al juez y los testigos. Cuando todos estuvieron reunidos y el juez iba a comenzar la ceremonia legal, Florencio interrumpió diciendo: —Un momento... Y sacando del bolsillo un grueso papel doblado y dirigiéndose a Rosa, le dijo: —Permítame usted presentarle primero mi regalo de boda. —¿Qué cosa es esto?, dijo Rosa mirando el papel con una mezcla de curiosidad y extrañeza. —Abra usted ese papel y lo sabrá. Rosa desplegó el pliego, y al echar una rápida mirada sobre el contenido, dio un grito de indecible alegría. —¡Oh!, exclamó, es usted, Florencio, ¡tan bueno y tan noble! —Cumplo solamente con un deber. —¿Me permitirá usted hacer de su regalo el uso que me parezca mejor, sea cual fuere?, repuso Rosa. —Sin duda, querida mía. —Entonces voy a cedérselo a mi padre.

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FLORENCIO CONDE

—¿Qué cosa es? Preguntó doña Tadea con una especie de ansiedad. —¡Ah!, venid todos; venid conmigo, dijo Rosa, corriendo hacia la alcoba del enfermo, en la que entró precipitadamente, llevando de la mano a Florencio. Todos los circunstantes les siguieron asombrados, llevando luces, y al punto se llenó la alcoba de luz y gente. Había no sé qué de lúgubre en aquella súbita iluminación de un aposento triste y desmedrado, en cuyo fondo se veía la cama del anciano enfermo. Todo allí tenía un deplorable aspecto de pobreza y desorden, con el que contrastaban los decentes vestidos de tantas personas que asistían a la boda. Don Pedro yacía en su cama inmóvil, silencioso y hebetado, y en tal brumamiento, que no advirtió siquiera en la presencia de tantas personas que entraron en el aposento. Tenía los ojos cerrados, a causa del sopor en que había estado, y apenas sí los entreabrió ligeramente al oír la voz de Rosa. —¡Padre!, ¡padre mío!, dijo ella al acercarse a la cabecera del enfermo. Y como el enfermo continuase inmóvil, tornó ella a decir: —¡Padre! ¿no me oye su merced? —¡Ah!, fue todo lo que pronunciaron los casi yertos labios del anciano, al abrir los ojos por entero y ver a su hija. —¿No me reconoce su merced? —¿Quién eres? —Yo, vuestra hija Rosa... —Sí, sí; comprendo: eso quería el mestizo. —¡Padre! —Mi hija para el uno; mi casa para el otro... ¡oh!, ¡mi casa! ¡La hipoteca! ¡Perdida!, ¡perdida! —No, padre mío; ¡no está perdida! —¿Qué? —La casa. —¿Mi casa? —Sí; ¡está libre!, ¡es vuestra! —¡Mientes! ¡Perdida!, ¡perdida! —Mirad que os digo la verdad... Y al decir esto, Rosa mostraba a su padre los papeles que le había dado Florencio. El pobre demente, como movido por un resorte, se incorporó súbitamente, sentándose en la cama.

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—¿Qué es eso?, dijo con voz profunda y nerviosa y alargando una mano para asir los papeles. —Esto es, respondió Rosa, la escritura de nuestra casa, libre y segura. —¡Libre! —Sí, padre mío. —¿Quién me la devuelve? —Yo. —¡Tú!, ¡ah! ¡Rosa! ¿eres tú mi hija? —Sí, ¿me reconoce su merced? —Sí, hija mía. Con que... dime, ¿todavía me perteneces, y mi casa es... es mía? —Vuestra hija y vuestra casa. Lea su merced esos papeles... —¡Pero qué veo!, exclamó el anciano al echar una mirada sobre la escritura. ¡Aquí está el nombre de Florencio Conde...! Es él quien firma... la cancelación de la hipoteca... En aquel momento el anciano había adquirido toda su lucidez y advirtió en las personas que le rodeaban. —¿Pero qué es esto?, preguntó asombrado. ¿Por qué hay tanta gente y tantas luces en mi aposento? ¿Qué ha ocurrido...? Y tú, hija mía, ¿por qué tienes ese vestido? ¡Ah! ¡Cómo! ¿vestida de novia? —Sí, padre mío: estoy gozosa y soy feliz, porque usted ha recobrado su salud y su casa. —¡Mi casa! ¿pero a quién se la debo? —A Florencio, que la ha rescatado para que usted la recupere y viva tranquilo. —¡A Florencio! ¡Ah! ¡Dios mío!, ¡me declaro vencido! Y al exclamar así, don Pedro inclinó la cabeza sobre los brazos cruzados, guardó silencio y dejó escapar un profundo suspiro. —¡La generosidad de este joven ha sido superior a nuestro orgullo!, dijo doña Tadea acercándose a su marido y abrazándole. —¡Dios lo ha querido!, repuso don Pedro. Y al punto añadió: —¿Dónde está Florencio Conde? —Aquí, dijo Florencio acercándose al anciano con profundo respeto. ¿Me aceptará usted por su hijo a pesar de...?

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FLORENCIO CONDE

—Un español noble, contestó el anciano tendiéndole las manos, puede sin desdoro aceptar por hijo al más noble de los hombres, siquiera sea un mestizo. Bogotá, enero 10 de 1875. JOSÉ M. SAMPER.

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