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Spanish Pages [283]
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Mateo Dieste
FILOSOFÍA DEL PLATA y otros ensayos Ilustraciones de Manuel Kaplún
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Filosofía del Plata y otros ensayos Mateo Dieste Copyright: © 2013 Mateo Dieste Druck und Verlag: epubli GmbH, Berlin, www.epubli.de. ISBN 978-3-8442-7778-4 Umschlagentwurf und Illustrationen: Manuel Kaplún.
https://www.facebook.com/KaPlunDisenio [email protected]
A los viejos. Para Giuseppe, Malva y Mars.
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ÍNDICE
....................... 6 ÍNDICE ............................................................................... 9 Preludio ............................................................................. 11 CONCILIAR LA ESCRITURA.................................. 15 Un exordio fantástico .............................................................. 16 Para ir haciendo boca I: digresiones sobre vos y yo para saber por qué carajo estamos acá ........................................ 22 Para ir haciendo boca II: fórmula de lectura ........................ 25 Para ir haciendo boca III: se acabó la joda ......................... 27 Pensar por imágenes ............... 28 La verdad de este libro ............................................................ 35
SIEMPRE PIENSO IGUAL Y SALGO PERDIENDO . 42 Razones para criticar a otro ................................................... 43 Lo que se piensa, se vive ................................................. 49 Pensar bien, vivir bien ............................................................ 52
SUFRIR Y GOZAR EL LENGUAJE .............................. 59 Liberarse de las palabras ......................................................... 60 Escritura y cortejo ..................................................................... 65 ¿Qué es la felicidad? ................................................................. 72
PENSAR LA ACTUALIDAD............... 79 ¡Soy un joven del siglo XXI, carajo! ........................................ 80 Por una aniquilación definitiva del macho ..................... 91 Test de vejez mental para jóvenes uruguayos .................... 112 ¿Qué es la filosofía? .............................................. 116 Cómo hacer callar al otro sin parecer arbitrario................. 137 A propósito del microfascismo progresista ........................ 137 Filosofía del Plata .................................................................. 144
DECIRLO TODO Y SER FELIZ .................................... 212 Instrucciones para ser feliz en vísperas de año nuevo ...... 213
Los chinos y las cámaras ................... 220 ¡Cumbia villera! ............................................. 223 Día de San Valentín, Michael Jackson, Mark Zuckerberg y Simon Gaete ........................................................................... 229 Reporte sobre el tedio dominical ......................................... 230 Si vos fueras Dios ... 232 Soliloquios de bandoneón ................................... 236 Balada para un loco ................................................................ 242 Come on in my kitchen: blues, sensualidad y madurez .. 246 La verdad absoluta ........................................................... 252
APÉNDICE PARA CURIOSOS ................................... 254 Sitios web empleados en este libro ............................. 255 Notas ........................................................................................ 259
Preludio
En caso de que estés apurado, antes de presentarme y enseñarte todas mis páginas, como libro quiero decirte que estoy compuesto por un montón de textos olvidables de filosofía, crítica y humor, y que, probablemente, el más ambicioso de ellos sea el que se titula Filosofía del Plata, porque ahí se intenta pensar de otra manera. Una vez que lo hayas leído, no opondré resistencias para colaborar como leña en tu asado. (O bien podés ir al índice y ver si algo te seduce).
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Veo que sos testarudo, así que voy a tener que contarte un poco más de qué se trata. Este libro ocurrió entre los años 2010-2013 por casualidad y ahora se expresa por necesidad. Fue el reciclaje de una serie de proyectos editoriales caducos, frustrados o superados. Hoy se ha transformado, al fin y al cabo, en la representación de un proceso de aprendizaje autodidacta. La necesidad escribe por mano propia. No hay circunstancias ni condiciones ideales para sentarse a trabajar un texto, sino que éste se viene al papel con insolencia y aun sin considerar a su propio autor. Por eso él
se vuelve rehén de sí mismo y anda como un nabo por la calle con mil palabras en la cabeza. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo se llega al papel con mayor facilidad; las palabras no permanecen tanto tiempo en desorden y, con dos o tres frases, ya aparece un lindo párrafo que augura una buena exposición de pensamiento. Quiere decir que escribir no es ningún talento innato ni don heredado, ni mucho menos. Escribir es práctica y necesidad. Se escribe porque sí. Y el lenguaje se podrá ir enriqueciendo y refinando según las nuevas experiencias de vida y de lectura.
Si bien este libro admite una lectura antojadiza y no secuencial, las etapas de aprendizaje que han acompañado su composición se hacen de acuerdo a una inclinación temática y a un tipo de relación con el lenguaje escrito. Así, en los primeros tres capítulos hay una actitud similar ante el lenguaje: precaución, escrúpulos, cierta compostura, etc. En el cuarto capítulo estos miedos son superados y se empieza a tomar posición: se tienen ideas sobre qué es la filosofía, las revoluciones árabes, la figura del macho y la religión católica, las redes sociales, el compromiso intelectual, las nuevas formas del fascismo, etc. Finalmente, se intenta crear una filosofía de emancipación mental que tiene como primer interlocutor deseado a la comunidad rioplatense. El quinto capítulo es una expresión de alivio: se ensayan misceláneas de escritura: reflexiones con humor, aforismos, asociación libre de ideas, juegos con Dios, las sensaciones del domingo, impresiones sobre los chinos, el tango, la cumbia villera o el blues. Lidiar con el lenguaje escrito para expresar conceptos es fatigoso, por eso vale la pena cambiar de tono y establecer otro tipo de comunicación.
CONCILIAR LA ESCRITURA
Un exordio fantástico
Uno piensa, escribe: está para eso. Para ello necesita hablar con otros, expresarse, anunciar nuevos proyectos o comentar los corrientes. Buscar un asentimiento o complemento a lo que podría surgir como una vaga intuición, una alocada hipótesis o incluso una temerosa
sospecha. Se trata de un proceso de maduración por el cual transcurrimos inicialmente sin propósito. Sucede que en medio de todo ese lapso, todo, absolutamente todo se registra en una especie de archivo mental tan sólo reservado a nosotros mismos. En él están clasificados azarosamente todos los ficheros de nuestras dudas. Son dudas inconfesadas y recurrentes, bastantes difíciles de comunicar porque cuestionan todas las cosas con la más profunda radicalidad ―y aquí «cosas» te involucra a vos también, mi querido amigo. Como si fueran sombras sigilosas, van siempre detrás de lo que decimos y muchas veces se amarran a las palabras que liberamos, como si cargaran con la misión de desencantar al próximo interlocutor. Es que, justamente, estas dudas, ideas, razonamientos, elucubraciones, pertenecen a lo que podríamos llamar nuestra «segunda conciencia» (algo que sin duda los maestros de la psiquis criticarían, pero a quién le importa, ¿no?). Todos las experimentamos. Supongamos que nos topamos con alguien que desde hace mucho tiempo no veíamos y de quien además no conservamos un recuerdo grato: ―Hola, ¿cómo estás tanto tiempo? ―Muy bien, ¿y vos? ―Lo más bien. ―¿Qué contás de tu vida, che?
En un diálogo tan simple como éste, podríamos pensar para nosotros mismos: «Sí, sí, tengo apuro, dale, andáte que me quiero ir. Qué me importa tu vida». Hagamos a un lado el juicio de valor sobre lo pensado y constatemos ese hecho de orden mental que ocurre en nuestro interior y que después aumentará, por cierto, la mole del fichero. ¿Por qué? Porque esto también construye nuestra sensibilidad en la percepción de lo que habitualmente denominamos «realidad». Y ahora ―con perdón de quien podría sentirse ajeno a la siguiente convocatoria y, por el contrario, deseando fervorosamente que también se sienta llamado a ella― hagamos referencia al caso del filósofo, pues éste realiza una actividad consistente en hablar mucho. Mejor dicho: para el filósofo hablar es criticar con argumentos. Dado el grado de erudición actual en nuestros días, la mejor forma para hacerlo es a través de la palabra escrita. Para escribir tiene que leer previamente una gran cantidad de libros, lo cual no implica que permanezca ―aunque muchos sí lo hagan sujeto a la debida obediencia bibliográfica hasta su muerte, pues a decir verdad esta orientación corresponde más bien al funcionario académico que produce «papers» o «documentos de trabajo». De otro modo lanzaría a la calle pensamientos consabidos de escaso valor crítico, prolongando y confirmando la sabiduría popular y, en consecuencia, volviéndola menos vulnerable a su posible cuestionamiento. El ensayo, entonces, es el género literario predilecto del filósofo. Allí puede satisfacer enormemente su adicción a las preguntas y dispone de espacio suficiente como para contradecir a unos, defender a otros,
pronunciarse él mismo sobre esto o aquello o ―aquí está su máximo placer― crear conceptos en función de problemas concretos. ¿Dónde se encuentra, finalmente, el meollo del asunto? En que mientras se escribe, se hace una selección. No todo va a parar al papel. Y si vos pensás que lo que no llega a tus manos se extinguió para siempre, estás muy equivocado. ¡Ojalá fuera tan fácil! Si bien el filósofo se regocija al ver su obra terminada, probablemente conservare en su memoria los residuos que desechó para hacerla realizable. En este sentido, el índice de su libro no le exhibirá únicamente el número de capítulos o la paginación de los apartados, sino que será una reminiscencia de los papeles arrugados con líneas o párrafos escritos, tachados, corregidos y rechazados que debieron sacrificarse para que los elegidos sí pudieran ofrecerse definitivamente a su lectura. Para el filósofo, los bocetos descartados se convertirán en fantasmas inoportunos que concurrirán sin permiso a su intimidad. Ahí está el meollo del asunto, ¿entendés? Como bien sabía Ernesto Sábato, en la escritura hay fantasmas. Para que vayas familiarizándote, te presento a uno de ellos: se llama Ramón y estaba escondido detrás de la primer palabra de este libro. Él persigue las huellas de «Uno» y arremete así: ¿Qué es esto de escabullirse en un pronombre indefinido? ¿Te pensás que no se dan cuenta? Es una farsa. Uno, uno… ¿uno quién? Hay que revelar la identidad de ese «Uno». ¡Como el tangazo de Discépolo!
«Uno, busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias... Sabe que la lucha es cruel y es mucha, pero lucha y se desangra por la fe que lo empecina... Uno va arrastrándose entre espinas y en su afán de dar su amor, sufre y se destroza hasta entender: que uno se ha quedao sin corazón...». Bien, muy lindo. Pero si canta Julio Sosa, canta Julio Sosa. Hay una persona y tiene que declararse, ¿o no? Después de todo, ¿qué sentido tiene tanta escrupulosidad? ¿Quién puede ser así de pudibundo como para no animarse a hablar por sí mismo? ¿Qué te ha parecido Ramón? Los fantasmas del filósofo son un poco así, pesados, es cierto. Mirá por ejemplo lo que es Mariela, que está a las espaldas no ya de una sola palabrita, sino de toda una expresión. Ella reivindica a la vida con vehemencia y me cincha del bolígrafo, también en el párrafo inaugural de este texto, cuando escribí «como la vida misma»: ¿Qué es esto de hacer escindible algo que no lo es? Yo pienso que la vida es la vida y no hay más vueltas que darle. Hacer referencia a la vida como si fuera otro lugar en donde nos desenvolvemos, no sólo convierte a quien hace la referencia en alguien abstraído del mundo, sino que además transmite una
visión fraccionada de la vida que es, obviamente, falsa. Todo lo que hacemos constituye parte de nuestra vida. No hay necesidad de hacer divisiones equívocas que confundan al lector. Como Ramón, Marielita es combativa, pero tiene una vocecita muy dulce. Ella me objeta la imprecisión, las connotaciones riesgosas de lo que digo. Me devuelve a un origen idealizado en donde pudiese consolarme con interlocutores intuitivos: adivinos inexplicables de mis intentos de comunicación. Yo la quiero, porque si bien ataca mis frases, reconozco en el fondo su gesto maternal hacia mí.
Los textos que siguen buscan reflejar un estado de aprendizaje, cuya relación con el lenguaje escrito todavía se desenvuelve en la esfera intelectual. Por ello no sólo
conocerás más aspectos y peripecias de Ramón y Mariela, sino que además descubrirás a otros fantasmas del filósofo a lo largo de varios temas, donde vos podrás entretenerte imaginando la conducta posible de nuestros protagonistas. (De hecho, en esta última oración uno de ellos ya te ha tendido una insólita trampa… .
Para ir haciendo boca I: digresiones sobre vos y yo para saber por qué carajo estamos acá
Mis fantasmas me preguntan qué voy a hacer con ellos. Quieren saber si los voy a exponer al desnudo, si previamente te los presentaré a vos, si me dedicaré a tomarlos por sorpresa mientras siguen las huellas de mis palabras o si les permitiré esto es lo que seguramente escogerían la entrada libre en cada espacio del texto. Acepto negociar esto, pero no obstante siempre deberé mantener una reserva ante ellos, pues «uno» nunca sabe ―¡quieto Ramón!― cuál será el sentido que le atribuirán a los términos acordados. Por eso te necesito a vos, mi viejo amigo, porque si vos no venís y te metés en este baile, yo no sabré cómo lidiar con ellos y no tendré fuerzas suficientes como para mantenerles la pulseada. Una disposición triangular, entonces, indispensable para que pueda ser viable esta experiencia de fantasear y reflexionar un poco entre todos. ¡Por primera vez en la historia, el lector junto al
autor y sus fantasmas compartiendo el mismo viaje sin rumbo! Interviene un fantasma: Ah no, pero qué pretensioso este tipo, ¡por favor! ¿No te das cuenta, lector, de que te quieren embaucar para hacerte creer mentiras? ¿Quién se cree que es él para autoproclamarse tan engolada y pomposamente «autor» y, además, excluir deliberadamente a tus propios fantasmas? ¿Acaso sólo el mentado autor está legitimado para tener fantasmas? ¡Yo quiero conocer a los tuyos, lector! Quisiera estar frente a vos, tomarte por los hombros y mirarte directamente a los ojos inmediatamente después de que hayas leído las patrañas que balbucea este impostor que no sabe escribir. Conocer siquiera una vez tus propios fantasmas: aquellos hermanos míos que están al otro lado del valle y que apenas logro divisar, mientras son felices en sus juegos de niños. Entonces sí existirá una verdadera comunión entre vos y yo, querido amigo, ¡porque yo soy el único que verdaderamente te comprende! Yo estoy de tu lado siempre, ahí, tanto más rejuvenecido y entusiasta cuanto más velozmente vos interpretás las melodías lingüísticas que se van, ¡oh!, de izquierda a derecha. (Bueno, ése es José Ignacio, siempre tan romántico). Volvamos a lo nuestro. Te decía que me será necesaria tu ayuda porque de lo contrario me veré solo para enfrentar a mis fantasmas. Solicito tu colaboración. De acuerdo, me sinceraré contigo y José Ignacio: les estoy imponiendo un precio demasiado alto, puesto que deberán prestar mucha atención cada vez que abra este
libro y vuelva a conversar conmigo. No sólo que estarán ante las páginas más hondas y complejas que hayan leído en sus vidas, sino que probablemente requerirán de algún asesoramiento ultratécnico para descifrar correctamente el contenido semántico-empático de cada composición psicogramatical-intelectoficcional. Oh sí: amo la criptografía y detesto al vulgo. Muy contrario a mis deseos sería imaginarte a vos como un señor ordinario e inculto. Dicho esto, entonces, creo que no hace falta recordarte que te estará terminantemente prohibido el cabeceo, el guercho o cualquier otra maniobra insolente ante mi presencia soberana y autoridad literaria. El arte nació para unos pocos y no para los microbios incultos. Yo habito en la noosfera. Allí es donde todas las cosas son como deben ser y cada uno es lo que debe ser, por ello todos me admiran y buscan ―torpemente, claro― imitarme: soy un ejemplo monumental. Mañana deberían hacerme un busto de bronce en mi honor e instalarlo en la plaza más importante del país, para que den noticia a los ignorantes y se informen debidamente sobre mí. Con vehemencia, aparece una fantasma punk y grita: ¡Pero qué tipo tan estúpido, por Dios!... Y vos todavía lo seguís. ¡Tirá este libro a la mierda! ¿No te das cuenta que te está faltando el respeto? Gente como ésta es la que hay que matar a palos. ¡Te juro que si me lo cruzo le rompo la cara a piñazos! Porque me tienen podrida... Mirá, yo soy Melina, toda la vida me jodieron por vestirme de negro y usar varios piercings en la cara; estoy acostumbrada a defenderme ante cualquiera. Así que te recomiendo que abandones esto y hagas algo más productivo, no
seas garca, hacé algo... ¡Pero no le sigas más la corriente a este imbécil! […]. Pausa.
¿Así que querés seguir leyendo? ¿Sos masoquista o qué? Bueno, ¿sabés qué? Esto se termina acá. Si el gil éste quiere retomar lo que te estaba diciendo, vos decí que ya entendiste y que se puede ir a la mierda, ¿está claro? Hay que ser así en esta ciudad. Ya mismo lo voy a encarar y le voy a decir quién manda y que termine con las boludeces. ¡Conmigo no se jode! Muy bien, muy bien, he entendido todo y estoy completamente de acuerdo. Te ofrezco mis disculpas por los inconvenientes ocasionados. Pasemos al siguiente apartado, ¿sí?
Para ir haciendo boca II: fórmula de lectura
Lo que buscábamos ya lo hemos encontrado. Gracias. Se trataba de delimitar y justificar los lugares desde donde sería preferible vivir esta lectura. Melina nos ha ayudado a comprender que ya no es posible una relación entre vos y yo. La prueba de ello es que en varias oportunidados vos has pensado en cerrar este libro. Te aburrís al igual que yo. Y la cosa es fácil: me resulta
imposible escribirte a vos, sólo a vos, como si fueras un niño prodigio a quien tendemos a consentir excesivamente. El hecho fortuito de que esta especie de libelo haya llegado a tus manos, de ningún modo impide una lectura compartida con el resto de tus amigos. Te reís, claro, no entendés. Para vos el libro es tuyo y listo; mañana estarás dispuesto a prestarlo, pero no ahora. Es tu propiedad. En primerísimo lugar está la satisfacción de tu deseo, lo demás vendrá por añadidura, ¿no? No te culpo; así pensamos todos ―esa cabecita avara que nos fabricamos: aceptando, siempre aceptando todo lo que nos arrojan. Nos volvemos infelices por holgazanería y nos ceñimos maquinalmente a costumbres no siempre aptas para aprovechar un nuevo momento de placer. ¡Escuchá!: leé esto en voz alta con alguien a tu lado. Luego del punto final, mírense a los ojos y bébanse toda la libertad que emana de allí. Sólo así esto podrá servir de algo. Y si lo que me confesás ahora es cierto, a saber: que te gustó la idea y que no sólo ya has decidido a quién acudir para compartir esta lectura, sino que además considerás la posibilidad de invitar a otros aunque sea para leer juntos un pequeño fragmento, entonces yo nunca me separaré de vos, ¡sos mi lector favorito y ahora te escribiré para siempre! […]. Pausa. Interviene José Ignacio
No te quería decir nada porque te veía concentrado… ¿Así que yo era el romántico? «¿Quién que es, no es romántico?» ―yo también pregunto desafiante con Ruben Darío. Sí, a lo que salga. Hagamos de esto una fiesta. O mejor dicho: hacé vos lo que quieras. Después de todo, reconozco que todo lo escrito ya no debería pertenecerme. ¡Y sin embargo cuánto anhelo permanecer allí contigo!
Para ir haciendo boca III: se acabó la joda
Acabás de perder tu última oportunidad para rebelarte. Ahora esto corre por tu cuenta y yo ya no tengo nada que ver. Bueno, a decir verdad sí: hice bien mi trabajo y ya te tengo ahí cautivo, ¡iujuuuuuu! ¡Perfecto! La campaña de fidelización ha sido exitosa. Si fijamos un precio de cinco dólares por cada ejemplar, deberíamos vender tan sólo veinte para cubrir los costos y luego empezaríamos a contabilizar ganancia neta. ¡Anunciemos desde ya nuevas obras y generemos expectativas en el mercado para manipular los precios y luego aumentar la rentabilidad de nuestra empresa! ¡Fuera, fuera! Éste no me gusta. A Ricardo le encanta hacer negocios a cualquier día y a cualquier hora. Es tan adicto al dinero que lleva una relación erótica con los
billetes: los contempla, los estudia, los acaricia, se los frota contra su rostro y también los lame. Es un pervertido: a menudo le ruega a su esposa que en el preámbulo copulatorio lleve puesto un taparrabo confeccionado con billetes de un dólar, únicamente para inhalar apasionadamente su olor mientras le quita la prenda con sus dientes. Cuando ella está arriba, él le grita: «¡cantáme las cotizaciones en bolsa ya!». Sexo y codicia son sus debilidades. Cada loco con su tema.
Pensar por imágenes
Hemos ingresado en una dimensión cavilosa: preparáte. Nuestro tema es el siguiente: cada vez que tenemos la osadía de pensar seriamente en algo, empleamos palabras para designar conceptos que nunca recogen todos los significados. En efecto, elegimos imágenes que ajustan y facilitan nuestro razonamiento, pero raras veces lo cuestionan. Para evitar el susto, veamos esto con mayor detenimiento. Si un hombre exclamase, por ejemplo: «¡A los pobres hay que matarlos a todos!», y suponiendo que realmente estuviese decidido a hacerlo y contara con la suficiente crueldad, seguramente encontraría inmediatas dificultades para llevar a cabo su propósito; y aún sin aproximarse a la fase operativa del plan siniestro se
preguntaría: ¿pero cómo son los pobres? ¿Cuáles son los tipos de pobres que habría que matar? ¿Dónde viven los pobres? ¿Cómo identifico a los pobres? ¿Qué es exactamente la pobreza? Desde el momento en que se dispusiese a definir la cualidad de «ser pobre», indefectiblemente tendería a excluir a quienes reúnen características comunes a él, es decir, toda aquella persona que percibiría como radicalmente distinta a él mismo estaría en condiciones adecuadas para incluirse en la categoría de «pobre». Este señor dibujaría en su imaginación dos círculos aislados en donde podría agregar o quitar pobres sin problemas. Y para concebir efectivamente la aniquilación, nuestro gran demógrafo probablemente asignaría una cualidad humana específica a estos pobres, convirtiéndolos así en la representación cabal de todos los valores no deseados para su propio círculo (el cual desde luego contendría los valores deseables para su modelo ideal de sociedad). La amenaza ya está anunciada, ahora sólo resta dar comienzo a la cacería para salvar el mejor círculo. «¡Ay qué feo, qué horrible!», podrán manifestar con asombro algunos al modo de unas porristas histéricas con miedo escénico en el Madison Square Garden. Queridos amigos: bienvenidos al maravilloso mundo de la ideología. Les pido que suspendan por un momento sus objeciones morales: los juicios de valor no contribuyen a la comprensión de la cosas porque no las penetran, sino que las barnizan con nuestros ensueños e impresiones afectivas, las cuales son tan variables como el sol de cada día. Nuestro señor, además de ser un genocida, es
alguien que piensa por imágenes. Se ha construido una imagen abstracta que para él da cuenta de aquellos a quienes denominamos «pobres». Cuando él dibuja ambos círculos en su imaginación, sólo aquel al cual él mismo pertenece podría ser fiel a la realidad, pues el otro se configura según lo que brote desde sus estimaciones y suposiciones necesariamente distantes. Éstas se mezclan y se revuelven inextricablemente para luego cocinarse dentro de un horno de funcionamiento muy complejo: son las causas y coincidencias de cierta herencia cultural predominante en la propia infancia y adolescencia, luego afectada a través de diversos vínculos sociales, más el influjo o tal vez dominio del sistema educativo y los medios de comunicación y, sobre todo, de la respuesta que él mismo otorgue a todo ello, pues ésta será, al fin y al cabo, la que defina a la persona tal cual es. Todo lo cual depende en buena medida de un importante aislamiento económico e intelectual que permita conservar tal distancia para evadir los riesgos de la confrontación con realidades distintas. Pensar por imágenes es, pues, un modo facilón de emular un razonamiento. Está bien lo que has comentado, pero yo quisiera traer otro ejemplo a colación porque de lo contrario las connotaciones que has ofrecido al lector lo persuadirían en un único sentido… Supongamos que un amigo mío, con igual pasión a la del genocida anterior, me sugiriese que a los llamados burgueses hay que matarlos porque son quienes nos explotan. Él también dibujaría dos círculos en su mente cuyos contornos estarían
perfectamente trazados y obviamente no cabría la posibilidad de agregar o quitar algún elemento al propio círculo, es decir, en donde incluiría a los «explotados por los burgueses». El otro círculo, en cambio, estaría convenientemente siempre abierto a integrar nuevos elementos capaces de aumentar las probabilidades de detectar a un burgués explotador, de modo que luego se descubrirían una serie de características bien gráficas bajo las cuales uno ya podría establecer una legítima sospecha haciendo una paráfrasis sobre la «cualidad humana específica» de tal o cual sujeto. Y a esto debe añadirse que, a diferencia de aquellos pobres despreciados y exterminables, los burgueses poseen una cualidad moral execrable, puesto que son los que ejercen la explotación a todos los integrantes del círculo de mi amigo. Evidentemente, el círculo superior desde el punto de vista humano es el de los explotados, ya que no guardan ningún tipo de malicia y sólo se limitan a padecer las terribles condiciones de explotación. Es cierto lo que me dice Bertrand, fantasma tan limpio y ecuánime como sus raciocinios. ¿Vos qué pensás? ¿Son peores los pobres o los burgueses? ¡Muy bien, perfecta elección! Pero no… Te voy a decir la verdad: no deberías haberlo hecho y eso quiere decir que no chapaste un pomo de todo lo que te venía explicando; lo mejor hubiese sido abstenerse. Ni unos ni otros: ambos términos están teñidos de falsedad. Son hijos bastardos de razonamientos ideológicos. Es la propia construcción de una imagen hermética y monótona la que lleva al «genocida» o al «explotado» a transformar a otras personas en claros e indiscutibles enemigos y, en
consecuencia, a clamar impulsivamente por su muerte. Por lo demás, si pudiésemos esbozar una imagen de ciertas personas, en cualquier caso sería abierta y casi atonal, incapaz de sujetarse a nada. (Si te copó este punto de vista, en la filosofía del Plata vas a encontrar un pensamiento similar, mejor desarrollado). En suma: mucho cuidado con repetir palabras que aparentan significar conceptos evidentes o conocidos. Hay que explicitar qué es lo que queremos decir para no generar consecuencias (connotaciones) desagradables. ¿Pero quién te cree esto? ¿No ven que este tipo es un chanta? Ya se los advertía cuando les develaba las inconveniencias de emplear el pronombre personal indefinido (ese «uno» ambiguo y movedizo). En síntesis, lo que pretende el tipo éste, es que nos desembaracemos de todas las «imperfecciones» del lenguaje y que seamos transparentes y exactos en lo que deseamos expresar. ¡Iluso! ¿No se da cuenta este romántico que es absolutamente imposible hacer eso? Tendríamos que convertirnos en máquinas programadas para eso… Lector: no te dejes persuadir. Además, esto es algo que todos sabemos muy bien si hacemos un poco de historia. Mirá incluso cómo me pongo de erudito y te lo demuestro. Ahora no te tuteo más. A partir del siglo XVII, con el eclipse del latín, se quiso superar estas aparentes limitaciones del lenguaje, intentando crear lenguas internacionales de símbolos matemáticos (como las de Descartes o Leibniz), o bien «lenguas filosóficas» como la de John Wilkins. El siglo XVIII presentó varios tipos de «lenguas universales» abate L Épée, Sicard, Delormel , además de La Enciclopedia, la cual también ofrecía, si no una lengua artificial
universal, al menos una lengua normalizada que operaba como modelo. Luego, en el siglo XIX, aunque sin aquel talante erudito, se pensaba en una «lengua hablada y escrita para todos». «La primera tentativa seria nos dice Ángel Rosenblat la constituyó el volapük (de vol = world y pük = speech), que nació en 1880 y naufragó en 1889, en el Congreso de París. El ensayo más afortunado hasta ahora ―entre un par de centenares― es el esperanto, nacido en 1887. Otras tentativas de éxito han sido la interlingua, o latín sin flexión, facilísimo para nuestro mundo neolatino, pero sólo para él. Y también el basicEnglish, del que se ha dicho que es una especie de pasaporte de entrada en el mundo de habla inglesa». Con una profundidad mayor, también así procedió Wittgenstein, que en su extraordinario proyecto axiomático de la «sintaxis lógica» pretendía disolver todas las inconsistencias del lenguaje para llegar a la más perfecta significación. Por su parte, Erich Fromm pensaba que el lenguaje de los sueños era universal. Y, por último, qué decir de internet, nueva utopía de lenguaje universal para quienes sólo tienen en cuenta los niveles de acceso en los países y ciudades desarrollados, donde asimismo los gobiernos jamás han librado a internet de controles y regulación. Como ha visto, entonces, humillo con tanto dato y tanto nombre, ¿no? Es que no hay caso, cuando Ramón se viene con todas… ¡se viene con todas! Así que eso de que «hay que explicitar qué es lo que queremos decir para no generar consecuencias (connotaciones) desagradables», viene a revelarse ahora como una especie de exigencia anacrónica. Estamos en el siglo XXI, nos comimos no sé cuántas guerras, millones de exterminios y torturas a seres humanos y animales, saqueos y explotación sistemática de unos hacia otros, ahora con lo del
recalentamiento global y aun las profecías mayas que nos quieren liquidar de una vez por todas… bueno, creo que estamos lo suficientemente capacitados como para bajar un poco las pretensiones y asumirnos realmente como lo que somos: tipitos que quieren mucho y pueden poco. (Hago una larga pausa porque Ramón me mató. Me tomo un té de tilo, medito y vuelvo, ahora con mayor precisión). Con todo, una cosa bastante segura: evitemos la caricaturización de estas imágenes. No me pronunciaré acerca de si está bien o está mal pensar por imágenes. Vos deberás emitir ese juicio de valor que, como sabés, es de dudosa utilidad. Pero sería más conveniente que las imágenes que sostienen muchos de nuestros razonamientos, sean más bien prudentes y modestas para no conducirnos involuntariamente al paroxismo. Que el «pobre» no sea imaginado como una siniestra criatura hambrienta de crimen y perversión, ni el «burgués» sea concebido como un invariable y despiadado explotador y opresor de las debilidades ajenas. Deberíamos decir, en rigor, que habría que evitar pensar por caricaturas. Sería bueno preguntarnos ante todo por qué nos figuramos tales imágenes. ¿Qué ocurre en nuestro interior para depositar tanta rabia o incluso odio en los demás? Si la respuesta es la supervivencia, entonces estamos fritos; nos condenamos a la necedad. Acá estamos para pensar y no hay excusa válida: ¡o nos cuestionamos todo y somos libres, o reventamos de imbecilidad!
En el cuarto capítulo te vamos a ofrecer una forma posible de no pensar por caricaturas. Se llama «Santa María» y es el concepto de la filosofía del Plata. La verdad de este libro
Hasta ahora hemos hecho un buen ejercicio mental. Seguiste mis razonamientos, consentiste y, mejor aún, discrepaste con ellos. Mañana irás a la oficina o al café y comentarás alguna frase que hayas retenido especialmente. Ah, pero qué optimista este muchacho. Bueno, es lo lindo de la juventud… ¡Ay, cuándo uno era así de cándido porque tenía todo por delante! (Disculpe, es mi tatarabuelo que dos por tres se escapa del sarcófago y recuerda cosas). Me refería entonces a tu memoria o, mejor dicho, a los mecanismos por los cuales ésta funciona. Y no estamos ante uno cualquiera, pues esto es un texto. Sí, un texto. Qué linda palabra para mí. ¿Por qué? Porque esto te lo debo confesar y aquí todos mis fantasmas están vencidos, ¡ja! Un texto es algo mágico para mí y para vos. Mirá: todo lo que hablemos por este medio será distinto a una conversación oral. Aquí siempre se cuenta con una garantía previa: lo que se lee no se olvida.
Pero no, desde luego que se olvida; yo he leído varias páginas que ya ni recuerdo y de las cuales no podría citarle una sola palabra. Error, mi querido amigo: no te olvidás de nada. Suponiendo que las cosas estén bien hechas, conservarás en tu memoria todo lo que aquí se dice. No se trata necesariamente de juzgar tu capacidad de evocar algún pasaje, una imagen, el giro de una idea o la misma impresión que te genere esta lectura, sino de advertir que bajo las leyes más firmes del azar te verás envuelto, quién sabe cuándo, en la trama imaginaria que aquí hemos tratado de hilar. Mirarás el mar, te encontrarás con unos ojos bellos o contemplarás accidentalmente los gestos de un niño y allí sentirás algo que tuvo su inseminación ahora. Y esto que parece muy grandilocuente y aun sublime, es real. Veamos por qué. Sucede que mientras leés, te relacionás con la propia lectura de un modo específico; más exactamente: te relacionás contigo mismo de un modo específico. Es como si te hubiesen colocado un espejo delante tuyo y alguien te hubiese obligado a someterte a los efectos de tu propio reflejo, aunque sin saberlo. Todo muy confuso, claro, pero vos me entendés. Ese «otro-vos-mismo» que aparece allí, puede ser identificado como un transe de tu conciencia, de tu subconsciente o de lo que quieras; lo que importa es el procedimiento de retención que estás viviendo. De ahí que a la hora de referir este texto a algún amigo, te veas curiosamente enfrentando la tarea de discernir entre lo que has sentido y lo que deseás expresar; una traducción rara
que corre a tu propio riesgo y establece los límites de tu comunicación. ¿Comprendés que hay algo que se graba indeleblemente en tu carne, inaccesible a los demás, que así como te desespera de impotencia te arroja inconscientemente a la ambiciosa tarea de querer expresarlo todo? Y sí, es muy difícil. Pero si no lo hicieses, te condenarías a los únicos interlocutores que siempre esperarán por vos: ¡los gusanos! Lo leído, pues, difiere mucho de lo visto o lo escuchado porque la relación es otra. En estas últimas variantes, no existe casi el componente de introspección. En cierta medida, el autor de un texto le sugiere un proceso reflexivo que vos nunca te hubieras imaginado. Se vive algo irrepetible porque penetra tu sensibilidad, y, en consecuencia, tu tendencia a creer en las palabras escritas será mucho mayor que en los otros tipos de palabras. Esta inconsciencia del autor por meterse así contigo, conlleva naturalmente una buena parte de tu aceptación, aunque ésta sea expresa o tácita. Mirá cómo se justifica el gil, ¡qué lo tiro! Si acaso te estás preguntando a modo de conclusión: «¿qué debo hacer?», yo te diría que tires este libro al diablo y vayas a fumarte un porro por ahí. Eso sí: después volvé y terminá lo que empezaste, no vaya a ser que te reputen de lector irresponsable, ¿no? Che, pero este chabón siempre lo mismo. Yo te digo: todo bien con lo de tener siempre cuidado al leer y escribir, pero no podemos estar así boludo, todo el día flasheando, ¿sacás?
Porque si no, la otra es directamente no leer nada y listo. Mirá: yo tengo una bocha de libros en mi casa y me re copa. Vos dale para adelante boludo y que pinte lo que sea. Pachu, un amigo de Lugano, es un pibe «piola» como le dicen en su barrio. Para evitar confrontaciones con él y contigo, prefiero aceptar sus consejos y continuar el viaje. A propósito, aquí están los hinchas del Pachu (¡cierto!, no te conté que él va frecuentemente «a la cancha» y tiene su propia hinchada). El partido se jugaba en el estadio Centenario de Montevideo, entonces cruzaron el Río de la Plata en barco, lanzando salvavidas al agua, colgando banderas y saltando en la borda, coreando al unísono estos versos: El que no lee es un cagón, el que no lee es un cagón; no me encajés excusas ahora te toca a vos. Esta hinchada ta re loca oh, con el texto que se clavó: taba re pirado ese autor. ¡Ahora te toca a vos! Fumando porro y tomando vino me la di con Kafka oh-oh. Me partió la cabeza y ahora ya no sé quién soy, oh-oh.
Y sin embargo sigo y sigo, loco. ¡Cada día te quiero más! Que ta hinchada ta re loca, ya no puede más. ¡Y dale dale dale a la lectura, y dale dale dale a la lectura! ¡Y dale dale dale a la lectura, que yo aguanto la imaginación! Que yo me banco la imaginación, que yo me banco la imaginación, porque yo soy del palo: ¡loco! Aunque no te parezca a vos. Y me llevo un librito abajo el brazo, pa acompañar con faso. ¡Esta lectura ta de fiesta, y ahora te toca a vos! El que no lee es un cagón, el que no lee es un cagón no me encajés excusas que ahora te toca a vos.
Y bueno, cada loco con su tema. El hecho es que Pachu tenía razón: no podemos estar flasheando todo el tiempo. Hay que aventurarse a escribir. Él ya no se dedica a corear estos cánticos en las canchas, pues ahora se ha convertido en el mejor arquitecto de la Argentina y sus construcciones le han cambiado el rostro a Buenos Aires. Su ejemplo de vida también coincide con nuestro propio proceso de escritura, pues hasta aquí han llegado los
fantasmas. Desde luego que Ramón, Marielita, José Ignacio, Melina, Ricardo, Bertrand y Pachu estarán siempre ahí, detrás de cada palabra, rebelándose ante ellas y recordándome lo feo que a veces es seleccionar y dejar de lado connotaciones y sobrentendidos. Pero la escritura no es sólo cautela, sino riesgo y deliberación. Así que vamos a dar el próximo paso. (Y les dejamos, claro está, un besito a cada uno de ellos, ¿no?).
SIEMPRE PIENSO IGUAL Y SALGO PERDIENDO
Razones para criticar a otro
Sucede que nos apoyamos sobre un argumento; razonamos, persuadimos, asociamos cosas e imaginamos narrativas. Detectamos una posición opuesta a la nuestra desagradable, incorrecta, reprobable y de inmediato tomamos posición al respecto. Nos ponemos los guantes, tomamos el casco y sujetamos bien fuerte la lanza: estamos listos para proteger nuestra seguridad. Ups… no, yo no diría eso yo no lo creo. En mi modesta opinión, vos deberías dedicarte a otra cosa. Hacéme caso: vos no te querés meter en esto, no tenés el talento. Mejor andá a tu casa y acostáte al lado de tu mujer. Descansá que ya se te va a pasar. Mañana vas de nuevo al trabajo y te tranquilizás, sentadito, ¿dale? ¿Y qué hacemos con el Cabeza? Quedáte tranquilo que a tu perrito lo vamos a cuidar muy bien. Quien osa de refutar tus argumentos se convierte en tu padrino. Podés llamarle micropoder, poder celular, biopoder microfísico, qué se yo; pero lo cierto es que la refutación equivale a la ganancia de una autoridad: estás señalando «el camino de la verdad». El refutado se habrá hecho vulnerable, susceptible ante la persona que fue su vencedora, es decir, ante quien reunió todas las condiciones necesarias para doblegar su ser. Quien se ve despojado
hábilmente, respetando una legítima derrota, habrá creado un nuevo órgano en su cuerpo destinado a bombear sangre constantemente hasta que se satisfaga su enorme apetito. «Reformarse es vivir» decía José Enrique Rodó. Aprender del propio error es la sabiduría del gurú falsacionista. Curiosidad o necedad, he ahí la cuestión.
¿Entonces la crítica es un asunto de comunicación, de empatía, de curiosidad, acaso de amor? Ojalá fuese tan bonito. Pueden existir algunas de estas motivaciones, pero todas ellas se debilitan considerablemente ante la tentación de adquirir un poder sobre otro. Nada seduce al hombre más que tener a alguien incondicional hacia él, aunque más tarde esa conquista se vuelva el más herrumbrado y opaco de todos los tesoros acumulados. El riesgo de ello es, precisamente, que nuestro vencido sea quien mantenga una actividad constante por cambiar de situación. En cambio nosotros, gordos y victoriosos, nos echamos una siestita encima del botín. No aceptamos ser refutados porque confundimos las ideas con los afectos familiares. Abandonar una idea, despedirla en un funeral o, por el contrario, darle su bienvenida, en nada se asemeja a sufrir la pérdida de una tía o un padre, gozar la bienvenida de un hermano, etc. ¿Y todo por qué? Porque nuevamente nos aferramos a creaciones intelectuales para hacer viable nuestra propia vida, ¡cuando en realidad ésta puede muy bien arreglárselas por sí sola! Sólo hay que decirle que respete a esos compañeros pero que nunca se subordine a ellos. Tienen permiso para jugar juntos, pero después de hacer los deberes y hasta que vengan papá y mamá (y, desde luego, si está presente el abuelo). De hecho, ésta es la única razón por la que sólo se estudian autores fallecidos. Nada más astuto que criticar a un muerto: soy invulnerable, mi enemigo no puede defenderse y, si hablo bien de él y digo lo bueno que fue, enternezco a los demás por el trato solemne que doy al finado. Y bueno, si además alguien te
recuerda que vas a morir como el autor en cuestión, no está tan mal, así que por valiente le doy unos mangos, ¿no?
Sin embargo, no todo es cinismo. Criticar no es una actividad exclusivamente racional; en otras palabras: hablar de razones no significa decir 2+2=4. La razón incluye los afectos, emociones e intuiciones. Más bien deberíamos hablar de inteligencia, un concepto más amplio que la razón pero comprensivo de ésta (lean a Arturo Ardao). No se critica tan sólo para comprobar la falsedad de un argumento, el error de una premisa o lo indemostrable de una conclusión. También se critica para afirmarse a sí mismo. Una vez escuché a un intelectual que, ante la muerte de Ray Bradbury, aprovechó la oportunidad para expresar su opinión: «Es un buen escritor de ciencia ficción. Pero no
me gusta. Sus utopías sociales son la obsesión con la Guerra Fría y por ello todas sus historias son el reflejo de la carrera armamentística, la guerra nuclear y el miedo a la Unión Soviética». ¿Qué hacía este señor? Como típico intelectual libresco, convertía a la literatura en un mero testimonio residual del contexto político mundial, lo cual anula los posibles vínculos de una obra artística con generaciones futuras, y hace de su creador un confabulador implicado en algún poder militar o político. Esta forma de criticar a otro trayendo a colación «datos» históricos que no siempre tenemos presentes, es un mecanismo conocido que aparentando ser «interesante» tiene por función confirmar lo consabido: «y sí, era obvio, Bradbury era un escritor yanqui». Es una interpretación innecesariamente politizada e historicista que concibe a los contextos históricos como entornos al exterior del individuo, cuando en realidad son indiscernibles y constitutivos de su personalidad. En este sentido, se comprende por qué a menudo confundimos crítica con queja: precisamente hay queja cuando vemos a pelmazos como éste que todo lo ajustan a esquemas rígidos e invariables con explicaciones siempre monocausales, binarias, simplistas, cuyo único aporte es la previsible denuncia: el mundo se cae a pedazos, hay buenos por aquí, malos por allá y tenemos que alinearnos. Y las quejas o protestas no tienen nada de malo en sí mismas, salvo cuando de ellas se hace una excusa para repetir verdades establecidas, trazar horizontes inalcanzables y, jugando a ser rebelde, no reconocer el propio conformismo que paraliza la comprensión, es decir, la acción. Por otra parte, hay una razón para criticar a otro que
surge de la vida cotidiana: un comentario inapropiado, una impresión desagradable, un arrebato que lleva a una ofensa o un insulto, en fin, cualquier incorrección política o moral que en principio no deberíamos decir en voz alta por temor a ser rechazados. ¿Está mal? No; yo pienso que está todo bien. Necesitamos decirlo y lo decimos. Estamos en todo nuestro derecho de usar las palabras que se nos antojen y expresarlo todo sin tapujos, sin importar si tenemos sentimientos «buenos» o «malos». Quien defiende la diplomacia y el protocolo, no es más que un policía que infantiliza a la gente. Toma partido por una educación represiva porque supone que las normas y reglas que todo ciudadano debe obedecer, son portadoras de una verdad que nos protege y alecciona. Para este sacerdote encubierto es más importante obedecer que decidir, lo cual sustituye a la responsabilidad individual por la tutela autorizada. Ahora bien: decir lo que se nos antoja no es gratuito. La única y rigurosa condición para ello es hacerse cargo. Opinar es una responsabilidad. Requiere esfuerzo y humildad, por tanto para que sea más que una declaración antojadiza debemos ser medianamente capaces de medir sus alcances. Y, desde luego, hay que estar dispuestos a corregirla o desecharla cuando sea necesario. Fa… mirá esa mina loco, pero qué culo por favor. Uy, perdón che. Vos que estás para la ética, decíme si estuve mal. No, está perfecto porque lo dijiste acá entre nosotros. Podés decirlo cuantas veces quieras.
¡Entonces esperáme acá que voy corriendo y se lo digo en la cara! No entendiste. Si me lo decís a mí, no hay problema porque soy tu amigo. Me estás expresando tus necesidades sexuales y te entiendo. Pero si se lo decís a ella la estás agrediendo, es decir, no te estás haciendo cargo de tu palabra. “h, pará loco… me las cobrás todas. Era un cortito nada más: iba, le elogiaba esos cachetes y volvía, ¿sacás? Sí, pero te importa un bledo la otra persona. Lo que para vos es un mero piropo, para ella es un momento de mierda. No le estás hablando en chino, ¡ella te entiende todo! Así que hacéte cargo. ¿Le dirigís la palabra a una persona o te hablás a vos mismo en voz alta? De todos modos la cosa no se entiende. Estamos en una charla de café y de pronto un amigo juega a ser el Ombudsman de la libertad de expresión. «Epa che, no podés decir eso. Estás discriminando». Juzga entonces una forma que supone ser un indicio de verdad porque le atribuye una intención que, anticipadamente, debe ser condenada. ¿Y la persona dónde quedó? Se la olvidó porque lo primero era sancionar algo reprobable para garantizar, mediante la censura, la recta dirección de una conversación espontánea. Pero si este policía de ocasión hubiese querido saber cuál era la opinión del insurrecto, habría descubierto que más allá de tal o cual palabra empleada, hay (o no) un problema digno de discutirse y, asimismo, que se trata de un juicio de proximidad, no de una apología del insulto.
En efecto, los juicios de proximidad son a menudo condenados porque se los toma por actitudes vitales. Por ejemplo, si uno dice «puta» es machista, si uno dice «judío» es antisemita, si uno dice «negro» es racista, y así sucesivamente. Sabemos que muchos de quienes practican esta (auto)censura dicen ser defensores o promotores de la democracia, pero la verdad es que sólo promueven la represión, pues la solución no es hacer callar sino educar. ¿Para qué? Para que cada uno sea libre de decir lo que quiera, sabiendo que debe atenerse a las consecuencias de su palabra. Sin pudor ni escrúpulos al decir las cosas, podremos ir directamente al grano, evitando caer en discusiones infértiles sobre la propiedad o corrección de tal o cual palabrita. Vamos, que no estamos para espantar a nadie. El desafío es pensar con libertad.
Lo que se piensa, se vive
«No, no, eso es en la teoría. Después en la práctica es otra cosa». He aquí todo lo que cualquier persona cree saber sobre el pensamiento. Sucede que allí hay algunas connotaciones que nos dicen muchísimo más sobre la persona, que sobre el contenido de lo que ella pretende afirmar.
Aislar a la teoría de la práctica equivale a creer que sólo lo hecho («lo que se puede tocar») es verdad y todo lo no hecho es mentira. Así, la práctica se concibe como lo único capaz de «volverse real». ¿Por qué todos pensamos que la teoría es algo inútil sin vínculo con la realidad? Es como si debiésemos palpar la verdad siempre, degustarla, amasarla y, al mismo tiempo, rechazar todo lo que no permita comprobar esas sensaciones. Todo lo que no sea tangible, es decir, comprobable mediante los sentidos, se asimila a lo poco fiable o, directamente, a lo falso. De este modo, nos guiamos cotidianamente por la ley escéptica del «si no lo veo, no lo creo» y procedemos a continuación a anular cualquier tipo de duda y confirmar nuestro saber previo. Se consagra el reino de lo consabido y renunciamos al aprendizaje. Lo que no advertimos es que ese menosprecio a la teoría no es abstracto sino personal. Calificás a un sujeto de «muy teórico», entonces toda teoría se vuelve desechable. ¡No, señor! No me simplifiques al conjunto infinito de teorías a raíz de lo que escuchaste de algún payador intelectualizado, porque justamente la teoría en sí misma no posee ningún atributo negativo: su estimación dependerá de quien la formule con tal o cual grado de talento. Quiero referirme ahora al vínculo entre pensamiento y acción, pues decir que «eso es teoría, en la práctica es otra cosa» supone tener una idea de acción limitada al cuerpo. Si la práctica es considerada «la verdad», se debe a que a por medio de ella nos formamos nuestra propia teoría del mundo y la vida. Basados en el
aprendizaje personal, elaboramos una serie de principios que sirven para guiar nuestras conductas. Vaz Ferreira los define del siguiente modo: «[los principios] son formulaciones que condensan experiencia, que condensan previsión, comprendiendo resultados poco visibles, resultados remotos, y sobre todo ese conjunto de efectos que son imprevisibles en su determinación concreta pero cuyo signo y cuyo valor se pueden prever por una especie de anticipación racionalizable o intuitiva»i. El filósofo aclara que «principios en el buen sentido son los convertibles», es decir, aquellos claros y distintos que pueden prever las consecuencias de un acto concreto. ¿Y cómo se llega a la formulación de ciertos principios claros y distintos? Precisamente, ya sea desde el pensamiento especulativo o desde la reflexión sobre la experiencia individual, una persona no puede decir «de qué se trata un asunto en la práctica», si no ha organizado mínimamente su cabeza. Más aún: cuando no lo ha estructurado en palabras, ni siquiera puede comunicárselo a un amigo. Desde el momento en que comprendemos que pensar es decidir, se disuelve la dicotomía entre teoría y práctica. Decidimos sobre lo que nos conviene, sobre nuestras relaciones, reconociendo un sentimiento, previendo una consecuencia, arriesgando una propuesta. Pensar es actuar. Claro, admitirlo quizás sea un poco incómodo porque ante la presión social preferiríamos mostrar hechos y cosas. ¿Qué hiciste hoy? Eh… nada… me pasé toda la tarde pensando… ¿En qué?
En mi ex-novio. Me mandó un mensaje, quiere que nos veamos. ¿Y por qué estás dudando? Porque yo sé cómo es esto. “l principio va a estar todo bien, pero después de un par de cervezas me va a decir para volver. Y a mí, por un lado, me gusta pasar un rato con él, pero al mismo tiempo sé que no podemos construir nada juntos. ¿Pero se lo dijiste? ¡Es que en realidad todavía no lo había pensado! Lo que se piensa, se vive: se delibera, se elige una determinación. Y este proceso será más rápido, más eficiente y se resolverá de un modo más acertado cuando se articule en un pensamiento medianamente claro, es decir, no dentro de «un camino que nos conduzca hacia la verdad», sino intentando evitar maneras de razonar, suponer, inducir, sentenciar, etc., que no nos llevan a ningún lado, como por ejemplo cuando concluimos en nociones abstractas e indefinidas que nos permiten huir de los problemas. Así que no hay vueltas: para bien o para mal, lo que se piensa se vive. Y será la responsabilidad de cada uno pensar bien para vivir bien.
Pensar bien, vivir bien
para mi amigo Andrés Corbo
Es algo natural y no hay por qué avergonzarse: le erramos, nos equivocamos al pensar sobre una persona, una cosa, un lugar, un tema, etc. Generalmente con ayuda de alguien, reconocemos el error y entonces comprendemos cuán lejos estuvimos de la realidad: cuán mal percibimos una situación y por qué consideramos que actuar de cierta manera era lo adecuado. Sí, yo sé, me van a decir que no todos son capaces de eso, que reconocer y comprender son atributos hasta incluso excepcionales en una persona. Desde luego que tienen razón, pero había que romper el hielo con algo, ¿no? Analicemos a continuación una vía frecuente para cometer un error. ¡La impulsividad, el atropello, la desobediencia, la necedad, la desconfianza! No, no, momentito; ésas serían más bien maneras de adjetivar los resultados de una conducta errónea, puesto que para ser impulsivo, desconfiado o necio, necesito tener algo en la cabeza que me haga percibirme a mí y a mi entorno de un modo específico, es decir, necesito una justificación consciente o inconsciente que quite de mi mapa de posibilidades la realización de un comportamiento también específico. (Y, por otra parte, hacer algo impulsiva, desobediente o neciamente, no me dice nada al observarlo sin relación a sus consecuencias). Vayamos al caso de la abstracción. Supongamos que experimento algo; no sé: me tropiezo y me caigo por la
escalera, me deja mi novia, se muere mi gato, compro por tercera vez pescado podrido o llego tarde a la estación y por dos minutos pierdo el tren. Para cada caso puedo formarme una idea que cumpla principalmente las siguientes funciones: a) presentar una síntesis del hecho; b) establecer una interpretación exclusiva al respecto; c) proponer una hipótesis de causa-efecto; d) habilitar un razonamiento deductivo que derive en una conclusión de orden práctico (por ejemplo: los martes no compraré más pescado en lo de Roberto; no volveré a ser infiel; es preciso levantarme media hora más temprano para no perder el tren, etc.). Se trata, pues, de un mecanismo bastante sencillo para entender las cosas, no dar demasiadas vueltas y seguir adelante. Sin embargo, éste deja de ser tan eficaz cuando anticipa y al mismo tiempo sesga un nuevo proceso en nuestras vidas ante el cual se necesita, más que decisiones aisladas, una actitud diferente que pueda situarnos a la altura de las circunstancias. Veamos esto con un ejemplo más lindo. Conozco a una persona que me atrae extraordinariamente y deseo entablar una relación con ella. A medida que intimamos, reúno involuntariamente una serie de rasgos, gestos y ocurrencias que representan mi impresión general sobre ella, esto es, mi correspondiente «síntesis». Un par de horas en el café, varias cervezas en el bar y admitámoslo de una vez ciertas averiguaciones a través de Facebook, serán suficientes para fortalecer o debilitar dicha imagen. Ahora bien: el problema de ésta no es su contenido sino su naturaleza, pues si bien nos brinda relativa información sobre lo vivido, conlleva la tendencia a
prolongarse en su estado originario sin integrar nuevas experiencias; así, procedemos conforme a una abstracción mental que impide enriquecernos durante el transcurso de una vivencia. Una vez alcanzado semejante estado psicológico, se enfrenta otro riesgo importante: la inclinación a tomar como verdadero sólo aquello que parece coincidir con tal abstracción y, adicionalmente, la necesidad de forzar interpretaciones para creer que éstas siguen siendo ciertas. Pretendemos cumplir nuestro propio ideal e ignoramos la identidad del otro. ¡Cuán próximos estamos aún del último simio peludo y encorvado!: por el mero afán de sobrevivir preferimos no cuestionarnos, mantenernos en la seguridad de lo consabido y repetir lo mismo de todos los días.
¿Y qué significa, entonces, «pensar bien»? Claro, probablemente se estén riendo y piensen que ahora me gano la vida como conferencista motivacional o algo por el estilo, pero no. Lo que con tanta arrogancia quisiera denominar como «pensar bien», sería nada más que lo siguiente: no olvidar por nada del mundo que somos criaturas con necesidades, que nada de lo que hacemos es ajeno al intento por satisfacerlas y además, por si fuera poco y aunque tanto lo soñemos, no somos omnipotentes. Sabemos que nos queda poco. ¡Y sin embargo cuánta belleza hay en el ser humano! El músico sabe que el número de compases es limitado, y aun así compone una partitura; el pintor sabe que conquistar todas las combinaciones del color es imposible, y aun así hace una pintura. Incluso yo sé que voy a llegar al punto final de este texto, y aun así lo escribo y quiero enseñárselo a los demás. En última instancia, todos sabemos muy bien de qué se trata esto de vivir aquí y ahora, y de hecho no hace falta ningún predicador que venga a decírnoslo. En consecuencia, tan sólo quisiera insistir en que para vivir bien, hay que pensar bien: necesitamos construir la mejor actitud posible para involucrarnos absolutamente en cada episodio de nuestra vida, pero teniendo en cuenta que las dificultades y obstáculos supervinientes nacen desde un contexto determinado e indisociable de mí mismo. Ir a una tienda y comprar un espejo nunca es un mal comienzo, pero si el vidrio ya estaba roto antes de abrir el paquete, tengo que dejar de contemplarme a mí mismo,
salir a la calle como un león y reclamar lo que me corresponde.
***
Hasta aquí le hemos dado duro a nuestra intimidad. Hicimos un mano a mano algo terapéutico, ¿no? Yo sé que esto es agotador, por ello antes de cambiar de tema propongo derivarnos hacia otro punto de vista: el lenguaje. Vas a ver cómo el uso de las palabras también nos pueden complicar la vida, ¡sobre todo para quienes se nos antoja meternos en el arte de componer un texto!
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Vaz Ferreira, Carlos: Fermentario, Montevideo: Tipografía Atlántida, 1938, p. 5.
SUFRIR Y GOZAR EL LENGUAJE
Liberarse de las palabras
El lenguaje es la creación folclórica más importante y hermosa de todas: posibilita la comunicación humana y sin ésta no podría reconocerme a través de los demás. No podría seguir siendo todavía el que soy (y el que desearía ser). Gracias al lenguaje, un vecino corresponde mi saludo y confirma así mi alegría de amanecer en un día maravillosamente soleado. De hecho, no podría alegrarme verdaderamente si no tuviese siquiera la remota posibilidad de expresar, de alguna manera, ese sentimiento grato. Es que todo lo que se produce en mi interior se me hace comprensible únicamente cuando le doy forma y cohesión en palabras y, a continuación, lo comparto. Cuando alguien
entiende lo que siento, asumo que poseo algo real porque se refleja en otra persona y ya no me pertenece sólo a mí. Del mismo modo, cuando el otro me confiesa sus sentimientos, éstos dejan de ser un misterio privado y se aventuran a ser descifrados por el mundo. Vemos, pues, que el lenguaje es necesariamente inevitable. Es cierto, yo podría nombrar «cecorbeta» a mi bicicleta, pero para decirle a otra persona que no conduzco una «cecorbeta» sino una bicicleta, debo ceder a las normas lingüísticas de mi comunidad para que se sepa de lo que hablo, ¿cierto? Ahora bien: al hacerlo asumo consecuencias que a menudo no percibo. Mientras hablo obedezco a una serie de convenciones y formas de decir, de sobreentendidos y lugares comunes que, aunque naturalmente facilitan la comunicación, también nos inducen a confiar sin reservas en el propio acto de hablar como si éste fuera absolutamente puro y no conllevara presupuestos que, por lo demás, serían criticables. Es desde allí, entonces, que surge nuestra primera sospecha: ¿acaso nos podemos fiar en todo momento de las palabras? ¿En qué medida podrían ser perjudiciales para la vida? ¿Bajo qué condiciones la palabra nos representa un peligro? ¿Cómo podría lastimarme involuntariamente al hablar? Antes bien, una posible respuesta debería aclarar lo siguiente: ni las palabras están malditas, ni nosotros somos sus esclavos permanentes. Somos animales de lenguaje: todo lo que se nos pasa por la cabeza ya está por decirlo así «contaminado» de gramática, sintaxis y vocabulario. Incluso recordamos nuestros sueños, producto del inconsciente, únicamente cuando han dejado alguna huella
traducible en palabras. Teóricamente, sólo un niño podría resistir esta «contaminación lingüística», pero obviamente ningún niño querría alejarse de su familia. Los problemas aparecen cuando concluímos una experiencia con palabras; cuando pensamos sobre lo vivido con la intención de completarlo en un discurso; cuando pretendemos que al hablar se interviene en la realidad de todos. Cuando queremos ir más allá de una vivencia y afirmar literalmente, por ejemplo, que amamos a una persona. En rigor, no existe esa certeza así formulada, sino la necesidad de hacerla existir, y las palabras nos ayudan a creer por un segundo en que eso es posible. Nos generan la sensación de que con un «te amo», «te quiero» o cualquiera otra expresión similar, damos cuenta de toda la realidad que nos rodea. ¡No, no, no y no! Es imposible hacer una síntesis de ese tipo. Buscamos hacerles saber a los demás cuán inmensamente felices estamos y para ello pronunciamos alguna palabra apropiada, sin advertir que ésta pierde el movimiento de la vida misma: que no la amo tan sólo aquí y ahora, en el minuto treinta y uno, sino en los anteriores y en los siguientes, así como también puedo amar simultáneamente a otras personas y a otros tipos de bellezas, sin tener jamás la capacidad de prever con qué grado e intensidad lo haré. Luego de acabar mi frase, dejo a un lado, sin quererlo, las mil y una connotaciones, significados inconscientes, intuiciones, sueños y fantasías que estuvieron presentes en cada segundo de mi experiencia. Selecciono lo que considero comunicable y, como si no fuera suficientemente importante, me olvido de todo el
resto. Y es allí donde me equivoco y tomo por verdadero sólo aquello que fue dicho, lo que fue correspondido en diálogo con otra persona. Peor aún: extraigo de dicha conversación una «muestra» del acontecimiento y una manera abreviada de referirme a éste, creyendo que en última instancia siempre podré recordarlo perfectamente, en toda su extensión y con todos sus detalles. Pero lo que inicialmente era una solución provisoria para mi memoria, un atajo digamos, ahora se revela como testimonio definitivo de mi experiencia, sin que yo oponga objeción alguna. El peligro de mis palabras yace, pues, en interpretarlas como síntesis de lo vivido. Ante una nueva y conmovedora experiencia, perdemos el control y no hallamos una forma sencilla para expresarla, entonces desesperadamente elaboramos pensamientos que aludan a ella, justamente para obtener la estabilidad que circunstancialmente nos falta. Tales pensamientos tienden a ser, en efecto, resolutivos, ordenadores, exactos, compiladores; construyen las bases sobre las cuales más tarde apoyaremos nuestras reflexiones sobre el caso. Un batido de lógica y estructuras gramaticales nos arrastra a una opinión o juicio que más tarde forjará conclusiones que, por cierto, jamás nos aconsejarán hacer una pausa, despreocuparnos de las posibles decisiones y también complementar cada idea con el propio devenir de la vida. Por el contrario, serán conclusiones donde uno deberá tomar partido y se verá casi forzado a decidir, e incluso bajo una considerable presión social, sea ésta imaginaria o concreta. Creo que esto se debe, precisamente, a que dichas
conclusiones se han abstraído demasiado y ya no perciben los pequeños matices que brotan durante y después de cada experiencia. Por más que el amor sea otra cosa, esas conclusiones se han preparado para servir a un método y cumplir un objetivo lógico. ¿Qué hacer entonces? ¿Podemos seguir pensando después de todo esto? Claro que sí, pero necesitamos otras formas, un modo de pensar que complemente a la palabra y le quite su arrogancia. Me refiero al arte, muchachos. ¡Cómo me voy a olvidar del arte! En los ápices de placer, no dependamos tanto de la palabra. Digámosle a ella que contemple el mar, que escuche la Rapsodia húngara n°. 2 de Liszt, que dibuje con un palito sobre la arena o que rompa un florero y que venga ese abrazo, obviamente. Pero nada de imponerle límites con sujetos, predicados y verbos a lo que nos está sublimando, ¡por favor! Hablemos todo lo que se nos antoje, pero cuidado con concederle a la palabra una licencia exclusiva para expresar nuestras emociones. Yo te propongo una jornada de amor, sin palabras. Imaginá que sos un mimo y te han puesto a trabajar en un burdel, ante una mesa con mafiosos rusos: si no actuás... ya sabés. Bueno, exactamente ese es el tipo de empeño que necesitás. Dejálo todo. Vamos, durá lo que puedas e intentálo. ¿Cómo? Viajá con tu persona amada a un lugar desconocido y dróguense a gusto. Dejen los relojes en casa. Pacten lo siguiente: el primero en hablar, deberá pagar una multa. Se permite toda aproximación sensual, siempre y cuando no arruine el clima de lo implícito. Pensá que significará un antes y un después, a saber:
el día en que fuiste vos el que escuchó a la vida.
Escritura y cortejo
Quien escribe padece sensaciones análogas a miles de diversas situaciones de la vida, eso está claro. Pero, las que más le atraen perogrullesco es decirlo son aquellas que le provocan placer. El escritor ha podido encontrar en su «oficio» ciertos deleites (parecidos a la vida, aunque sin serlo) que despiertan en su ánimo el deseo repentino de
volver a disfrutarlos una y otra vez. Sin estas experiencias, tal vez sería imposible su persistencia en esta maravillosa forma del arte. En fin, lo más probable es que todas estas divagaciones respondan a un grupo muy reducido de escritores; precisamente aquellos que gozan con explicarse de algún modo el origen de sus sentimientos, aquellos que padecen algunas clarividencias como si fueran hechos estéticos. Mientras tanto (este «mientras tanto» quiere decir: mientras éstos siguen obstinadamente dando vueltas alrededor de sus razonamientos), otros simplemente fluyen en su potencia creativa hacia un destino incierto; prefieren el trabajo torrencial, intermitente, espontáneo; su vida es indisociable del oficio literario y no podríamos establecer fronteras delimitadas entre ambos. En este sentido, existe una antigua tradición que considera al poeta como al máximo representante de todo eso que llamamos literatura, pero quizás resulte injusto concentrar únicamente en él al ideal de la expresión literaria, porque sea un dramaturgo, un novelista o un ensayista, quien escribe pensando (y piensa escribiendo) comparte con el poeta la misma convivencia afable con las palabras, cuya proyección onírica sobre éstas lo dispara hacia un universo mucho mayor del que efectivamente queda expresado en su composición del momento; y es a partir del mismo que siempre se sentirá inconforme con lo que ha dicho pero fundamentalmente respecto a cómo lo ha dicho. Naturalmente, la intensidad de lo expresado depende de la finalidad que se haya perseguido. De hecho, no siempre se busca «crear algo» así nomás. Hay veces que sólo se intenta comunicar un dato, una cifra, un detalle, y
allí el estilo opera como un instrumento de eficiencia más que como uno de belleza. Sería ocioso discurrir sobre los distintos placeres que suscita la escritura, por ello nos limitaremos aquí a sugerir uno de los posibles. Se trata de la escritura y el cortejo masculino: ¿en qué se parecen el uno y el otro?, ¿cómo pueden observarse sus supuestas semejanzas? ¿Por qué compararlos y en qué medida todo esto puede resultar útil (a decir verdad, esto de lo «útil» viene aquí para cumplir con una formalidad de estilo, ¡vaya a saber uno cómo evaluar la utilidad del arte!). En primer lugar, habría que descifrar nuestro estado anímico al momento de escribir. Claro, esto depende de nuestro propósito, pero vamos a suponer que éste no está sujeto a compromisos involuntarios o a finalidades lucrativas, es decir, supongamos que nos disponemos pura y exclusivamente a crear algo con palabras. Así, en segundo lugar, lo que tendríamos delante es la tarea de identificar qué buscamos expresar y, en tercero, bajo qué género literario lo podríamos facilitar. Quiero expresar algo y no sé cómo. Durante este paso intermedio me vienen a la mente mil sugerencias que de inmediato selecciono para componer mi oración. Sin embargo, me doy cuenta que ésta era un mero borrador, pues mi inconformidad me impulsa a elegir a otras que parecen ser más adecuadas; entonces cambio las palabras, los tiempos, las maneras, el sentido de la frase en definitiva. En consecuencia, no puedo negar que ésta concluye más como un producto aleatorio que como uno previsible o
suficientemente deliberado, pues siempre tengo que negociar con el propio devenir de la creación que, ciertamente, no depende únicamente de mis intenciones aisladas, sino de todo el entorno que me rodea y me brinda (y a veces me oculta) varias sugerencias. Hay quienes, por ejemplo, se despiertan en la mitad de la noche y corren aceleradamente a buscar el lápiz y el papel, o, con idéntica ansiedad, encienden la computadora y se sientan en calzoncillos delante de ella, hundiendo los ojos en el monitor. Otros pasean por un parque y se detienen a contemplar los rasgos particulares que presenta un anciano; recorren con su mirada el contorno de su nariz, de sus labios, sus ojeras y verrugas, y, así, graban en su memoria un retrato indeleble del sujeto (hasta que éste advierte tal imprudencia y comienza a insultarlos). Incluso tenemos a aquellos que, a partir de oír cierta melodía, imaginan el final de una historia y entonces tratan de retener en su mente alguna línea, o quizás un párrafo que sea capaz de concentrar todas esas asociaciones, vinculaciones y ficciones que han traído la inspiración. Y es aquí donde ya estamos aptos para incitar nuestra primera sospecha: ¿no cortejamos a una mujer de un modo similar? ¿Cómo podríamos seducirla sino por medio de este exquisito proceso de comunicación? Desde luego que al escribir no contamos con una contraparte, un receptor de nuestras intenciones que sea más que nuestra propia conciencia. No obstante, cada acierto en la elección de una palabra genera un estímulo similar al que obtenemos luego del asentimiento que nos brinda la mujer galanteada. Sí, es raro, ¿pero acaso no hay algo de verdad
en ello? ¿Y si para la sensibilidad literaria un verbo, un adjetivo o una determinada puntuación fueran como «equivalentes» al volumen y movimiento incontenido casi orgánico de sus cabellos, al perezoso pestañeo que descubre esa intencional y pudorosamente mirada que nos invita al coqueteo? ¿Acaso lo que nos seduce es tan universal que se manifiesta en infinitas maneras y por lo tanto, pese a ciertas intensidades, no podríamos reducirlo a un único tipo de placer? Ante todo esto, subyace lo más hermoso de la vida, nuestro mayor incentivo: la libertad. ¡Que podemos hacer siempre lo que queramos! Y si bien hay críticas a todo esto, críticas que demuestran que todo esto es falso, resulta imposible no sentirnos así, tan ciegamente libres. Todo aquello nos suena a cosa de viejos, porque sólo éstos pueden conducirse insensiblemente por la vida. El viejo entiéndase bien no es quien tiene una edad avanzada, sino quien se ha vuelto capaz de mentirse a sí mismo. Una de las características del arte de escribir consiste en componer el texto imaginando el transcurso de sensaciones que podría el lector experimentar. Se trata de captar el momento oportuno en que debe decirse esto o aquello, siempre de tal o cual manera específica. En este sentido, parece fácil advertir que la escritura y el cortejo masculino podrían ser dos actividades de una misma familia: el verdadero goce no es el resultado en bruto (publicación o coito), sino el sinuoso camino que recorremos con la curiosidad de encontrar otra senda distinta, siguiendo el resplandor que se cuela a través del embovedado arbóreo que suspende al protagonista
luminoso, ya anunciado por el piar de los gorriones, quienes nos descubren algunos pequeños frutos que vamos saboreando y que son como los anticipos ahora sí de aquel resultado, el cual es, antes que un fin en sí mismo, la recompensa u obsequio que se adquiere por habernos dispuesto humildemente a entretenernos. (Ahora entiendo por qué aquel borracho con aire de esteta decadente, apoyado sobre el farol de la plaza, arrastraba su lengua y gritaba en soliloquio: «¡Ay mujeres, gracias a ustedes nos distraemos de las tediosas denotaciones, y, por un momento ¡pero digo por un momento, carajo! nos parece que la vida es ensueño! Y a vos ya te agradaría reducir toda esta profunda conmoción a tan sólo una mujer, a ella sola: a tu miserable posesión... No estás sintiendo de verdad, ese es tu problema. Si fueras fiel a ti mismo, estarías ante mil sabores diferentes y no ante el dejo insípido de tus abriles». En fin, si vos lo hubieses visto como yo pude verlo, desdibujado en la penumbra y hablando solo, quizás le hubieses creído).
* * *
Cuando Fausto se desesperaba por conseguir el amor de Margarita, el diablo Mefistófeles le aconsejaba sabiamente: «¿De qué sirve gozar tan fácilmente? El verdadero deleite se logra después que hayáis sobado y aderezado a la muñequita por arriba y por alrededor, usando toda clase de brimborios ». “lgunos ubicarían en
estas líneas de Goethe el camino hacia la «felicidad»: la felicidad se encuentra, precisamente, en la antesala de nuestros deseos. En fin, quizás agregar esta palabrita no inocente, «felicidad», cuya particular etimología como veremos en el siguiente apartado nos remite a significados medievales de cuño católico, no sería la mejor opción. Pero sí es pertinente adherirnos al consejo de Mefistófeles «el diablo sabe más por viejo…» , que cada uno podrá aplicar a su gusto. En su Diario de un seductor, Kierkegaard decía: «Generalmente, se quiere gozar de una muchacha como quien saborea una copa de champán en el momento que espumea». En efecto, lo que siempre brilla por su ausencia es la paciencia. Si fuéramos capaces de esperar un poquito más, ¡pero sólo un poquito más!, nuestro placer sería proporcionalmente mayor a este lapso. Los señores doctos y egregios, que siempre tienen algo para acotar, son terriblemente ignorantes en esta materia, pues el saber sólo les parece una contribución para el intelecto. Ignoran (dijimos que son ignorantes porque ignoran, y no para estamparles una calificación peyorativa), ignoran que el saber nos posibilita otras maneras de sentir y no caigamos aún en el pre juicio de valor, que es una forma de establecer jerarquías, y, por tanto, de promover intereses contrapuestos. Ellos, en virtud de sus prejuicios, se privan a sí mismos de otras posibilidades de gozar, o, para decirlo de otro modo, se autoflagelan sin darse cuenta. Nuestro voto, pues, para que olviden esa quimérica e inútil rigidez.
Finalizadas estas digresiones, sólo resta dar rienda suelta a nuestros deseos, cantando, junto al legendario rastaman: «Every little action, there is a reaction Oh can t you see what you have done for me? I am happy inside, all, all of the time»
¿Qué es la felicidad?
La etimología de las palabras tiene a veces un uso reaccionario. Uno va y descubre que una expresión griega, latina o árabe dio origen a una palabra española y dice «¡ah, pero claro, si es de cajón!». Todo se vuelve diáfano y confirmamos un saber previo. Nos enseñan, por ejemplo, la palabra «filosofía» en el liceo y luego la repetimos por ahí: es «el amor al saber», «el amor al saber». Entonces los filósofos de nuestros días son señores que buscan la verdad, es decir, gente al pedo que anda casi desnuda en túnicas blancas, pensando en vaya a saber uno qué coordenadas de la estratósfera. Además está lindo, uno humilla: ¿Sabías que esa palabra viene del antiguo griego? No sabía, ¿en serio?
Claro, porque en la isla de Creta (no sé si ubicás, una isla preciosa de Grecia) los campesinos usaban esa expresión para el cultivo del olivo. Hay muchos tipos que levantan minas así; cada uno hace lo que puede. Pero como ya nos hemos ocupado de la seducción amorosa y su relación con el lenguaje, no podemos interpretar el supuesto origen de una palabra como su única y exacta verdad, por más que la propia etimología de la palabra «etimología» signifique, paradójicamente, ¡la verdad de una palabra! Es que la historia no empezó en un año cero y no viene acercándose hacia nosotros, lentamente, como si fuese una culebra que persigue las huellas de un pobre ratoncito. Esa lectura evolucionista es la que hace que alguien suponga que detrás de cada palabra hay una verdad originaria, pura, criptográfica, como si el tiempo fuese absoluto y nunca hubiese existido Einstein. Pero a pesar de todo, la etimología siempre es una información entretenida, un dato lindo y pintoresco que despierta la curiosidad. Precisamente la palabrita «felicidad» trae una historia muy interesante que nos puede hacer pensar. Mirá esto. El señor Joan Corominas me informa que en la primera mitad del siglo XIII encontramos el término latino felix o también felicis, traducido como «feliz», y que de éste, para el año 1438, se derivó felicitas (o felicitatis) alcanzando la significación actual. Más tarde, a principios del siglo XVII, apareció una nueva acepción de la palabra, felicitare,
que quiere decir «hacer feliz». El término latino beare también significa «hacer feliz» y tiene como participio la expresión beatus, cuya traducción es «feliz», lo cual coincide efectivamente con el significado de felix. Sin embargo, en el 1387 beatus dio origen a la palabra «beato» que, como bien se sabe, es sinónimo de bienaventurado. Interesante, ¿no? Tanto que hablamos de la felicidad, de «querer ser feliz»... ¡y resulta que era un deseo de arrebatarle las llaves del Reino de los Cielos a San Pedro! Bueno, esto no es así. La felicidad no es una cosa, una roca ahí tirada. Que a unos monjes glotones se les haya antojado que podría ser así, una especie de bombón de dulce de leche revestido con chocolate repostero ante el que se nos hace agua la boca, es bien cosa de gordos pasteleros (por no decir de gente con mucha abstinencia sexual). Así que yo te voy a decir qué es la felicidad. La felicidad es ser vos mismo, siempre. Es olvidarte de todo tipo de exigencia social para sentirte bien. Es dejar de medir y calcular en función de una meta. Es renunciar a intentar preverlo todo. Es perder el miedo a cambiar y descubrirse a sí mismo. Y te digo esto: en español podemos realizar una distinción que a veces no es posible en otros idiomas, a saber: la diferencia entre ser y estar. En efecto, no se es feliz: se está feliz. ¿Qué es eso de «quiero ser feliz»? ¡No, no, no y no! ¡Estás feliz ahora, ya, en este maravilloso momento y no te estás dando cuenta porque pensás que la felicidad tiene que estar por encima de todo, en un horizonte lejano y casi inalcanzable! Es preciso tener el valor de reconocer la intensidad, la belleza y la eternidad
del acontecimiento: sólo ahí alcanzamos un estado sublime. No existe la zanahoria ante las narices. Por otra parte, ser uno mismo no implica ser buena persona. ¿A quién le importa ser buena persona? A los curas, los predicadores, los gurúes, quizás a Paulo Coelho… gente que nos vende recetas para cocinar una mejor calidad de vida. A la gente libre como nosotros, el bien y el mal no nos mueve un pelo. Me dirán, naturalmente, que esto es la apología de un existencialismo radical, que estoy siendo evasivo frente a tal y cual cosa, etc. ¿Saben qué? Me tienen podrido. Así no es la vida, muchachos. Uno siente y tiene ganas de abrazar a alguien, sin justificación, porque sí. Se habla desde una posición concreta y nadie pretende establecer teorías válidas para los 365 días del año. La experiencia se encarga de enseñarnos que no hay nada más allá de nuestra propia circunstancia. ¿Y acaso nos vamos a poner a llorar por eso? Precisamente la gracia consiste en bancársela y aceptar nuestra condición. Ella es divina, tiene una voz hermosa, te mira como nunca nadie te ha mirado en tu vida, sus labios te dicen «sí, sos vos, vení», y, sin embargo, nunca más la verás. ¿Cuál es el drama? ¿Por qué siempre queremos todo? Señores, la felicidad no es un paquete que llega a nuestras manos, no; la felicidad se vive y punto. Y mientras vos gastás tu tiempo calculando modos de «alcanzar» esa felicidad, ya la perdiste. Te equivocaste. Estás triste. La felicidad no es permanencia, es duración. Yo no puedo ser feliz, tan sólo estoy feliz. He aquí nuestro lema. Desde luego que uno puede decir antes de
morir, por ejemplo, «he sido feliz», pero entonces ya no se estaría refiriendo a su estado actual sino a la interpretación que hace de su propia biografía. Naturalmente, aquí todos me podrían mandar al diablo. «¡Yo soy feliz, yo soy feliz!». Está perfecto, no me opongo en absoluto; rebélense que es algo lindo. Sólo digo que decir «soy feliz» no puede nunca significar un estado superior, sobrenatural de la existencia humana. Si aceptamos esto, estaremos mejor capacitados para reconocer el estado de felicidad que nos incita a reír y abrazar a un amigo; tocar el rostro de una mujer con ambas manos y besarla mirándola a los ojos, descubrir una nueva ciudad y sentir que es nuestra, volver a pasar por las calles y lugares de un lugar que forjó nuestra personalidad, etc. ¿Qué es la felicidad? Se trata de una pregunta que nace de un malentendido. No se llega a la felicidad, no es una meseta celestial a la cual arribamos mediante reiterados esfuerzos. Eso es negocio, religioso o laico, de todos modos una farsa que no tiene nada que ver con la vida. Así que no me jodan con esta pregunta: o se lanzan a vivir sin ningún tipo de restricción, sin ningún tipo de miedo a sus propios sentimientos, o se quedan aplomados en un sillón para contemplar la lluvia desde la ventana, bien intelectualizados y meditabundos, creyendo que se la saben todas. Justamente aquí está tu problema, mi amigo: te has entregado a la desidia y el aburrimiento, prometiéndole a todos una vida con entusiasmo y aventura, cuando ésta jamás había sido realmente deseada por vos. Decílo, confesálo sin pelos en la lengua: «yo soy un gordo que adora echarse a mirar televisión por horas, tomando cerveza, aceptando con regocijo el hundimiento del mundo
que han pronosticado los mayas». Pero sucede que nadie hace esto, pues desde el momento en que alguien se planta decidido a reconocerse tal cual es, ya no hay vuelta atrás y deberá defender su actitud ante cualquiera, incluso aceptando críticas que lo harían cambiar. Deberá siempre encarar al otro y decirle: «soy así, ¿cuál es tu problema?». Oh sí, mi amigo, la autenticidad no es soplar y hacer botellas. Intentálo, no perdés nada. Atrevéte a ser vos mismo, es más entretenido que ser igualito a tu vecino.
PENSAR LA ACTUALIDAD
¡Soy un joven del siglo XXI, carajo!
En el manuscrito original de este texto había dos títulos posibles: Mi siglo: una interpretación afirmativa del siglo XXI y La hora del parricidio. No sabía cual descartar, entonces inventé otro que pudiese recoger de algún modo el significado de ambos. Ya ven que se trata de una exclamación reivindicativa. No sé ustedes, pero como joven me harté de ser calificado de descreído, desinteresado, apolítico, amoral, inmaduro, carente de futuro y hasta de sentido común (y por suerte no nací pobre, pues de lo contrario me
transformaría en un vándalo, ladrón, asesino, drogadicto de mierda, negro sucio sin futuro ni valores, etc.). Una mole de adjetivos que corresponde a cierta «idea del joven», reproducida en varios discursos públicos, difundida por los medios y luego repetida casi sin agregados entre muchos de nosotros; una idea que, a decir verdad, no sólo está patrocinada por los fundamentalistas morales de la tercera edad, sino también por los jóvenes que se abstienen de opinar y que, por añadidura, se dejan pensar por fósiles que anhelan volver al pasado. A vos te digo: ¡tenés que alzarte y decirles no! ¿Qué te pasa, no te das cuenta que tus padres y abuelos se roban tu palabra? ¿Hasta cuándo vas a permitir que ellos organicen tu futuro y el de tus hijos? Miren que somos jóvenes pero no imbéciles. Vamos a reconocer nuestra circunstancia histórica y apropiarnos definitivamente de nuestra actualidad. Para ello propongo repasar brevemente la historia latinoamericana iniciada en los años ´90. Apenas salíamos del vientre de mamá, el muro de Berlín se derrumbaba y luego se disolvía la Union Soviética; EE. UU. se consolidaba a continuación como el modelo político y económico correcto. Se creía que el comunismo había sido un error y que aun las ideologías ya no habrían de ser necesarias, aunque a través de obras como El fin de la historia y el último hombre (Francis Fukuyama, 1992) o El choque de las civilizaciones (Samuel P. Huntington, 1996) se demostrara exactamente lo contrario. Fue una década que quería mudarse rápido a otro lado.
Con cierta frivolidad estratégica, varios portavoces internacionales nos instaban a superar la confrontación geopolítica de los bloques occidental-capitalista y orientalcomunista. En América Latina, finalizadas las dictaduras de la doctrina de la Seguridad Nacionalii, la gente no sabía si seguir creyendo en el «hombre nuevo» o sentirse orgullosa por haber combatido con éxito la «amenaza subversiva» (la ideología soviética de inspiración marxista). Pero sin duda en lo que todos coincidían era en que había que celebrar el reestablecimiento del orden democrático, de modo que apoyar una política de proteccionismo económico y defensa radical de la soberanía nacional, probablemente hubiese sido considerado un anacronismo o incluso un «bolchevismo retrógrado»: la altura de los tiempos dictaba ser modernos y tecnocráticos, esto es, adherir a las recomendaciones del segundo Consenso de Washington. La consigna principal rezaba «let s the market do the job». Su aplicación fue la entrada de México al NAFTA, la ley de convertibilidad en Argentina o el Plan Real de Brasiliii. Tengo la impresión de que fuimos educados como si nuestros padres nunca se hubiesen enterado de la intervención militar de EE. UU. en Panamá y Filipinas en 1989, la Guerra del Golfo entre 1990 y 1991, el asesinato de Pablo Escobar en 1993 o incluso la crisis económica de México en 1994. Los dos primeros acontecimientos confirmaban que, con o sin símbolo de la polarización mundial, EE. UU. no traicionaría su vocación intervencionista. La muerte de «el Zar de la cocaína» haría pronto del narcotráfico y aun del narcoterrorismo un atributo «característico» de América Latina. Por último, el
llamado «efecto tequila» advertía desde ya que las políticas neoliberales, si bien producirían aumentos intermitentes del PBI, no eran las más favorables para un desarrollo económico sostenido. En el otro extremo del planeta, Rusia y China, gordos hijos de Lenin y Mao, privatizaban varias de sus empresas estatales y se «convertían» al capitalismo, logrando un acelerado crecimiento económico que parecía verificar lo que todos querían creer: el capitalismo es el único camino hacia la prosperidad. Aquel país que privatizara sus empresas y monopolios estatales, desregulara sus mercados o liberalizara sus tipos de interés, impartía una lección de «sentido común» y recibía el inmediato reconocimiento de la comunidad internacional a menos que, como es el caso de Vietnam, con ello se pudiese afectar la imagen pública de EE. UU. La década del ´90 nos crió en la hipocresía. O bien nuestros padres no sabían dónde estaban parados, o tan sólo querían educarnos como si éste fuera un mundo feliz y, sin quererlo, nos mentían. Desde luego que esto no nos habilita a echarles la culpa por todo, pero sí vamos a manifestarnos en contra de sus mitos y símbolos generacionales: ya no vamos a rendirle culto ilimitado al mayo del ´68, a la revolución hippie, la beatlemanía o la militancia juvenil inspirada en el triunfo de Fidel Castro y la Revolución cultural china. Se acabó. No les vamos a tolerar que impongan su propia experiencia como único ejemplo digno de juventud. No les vamos a tolerar que se hagan dueños del compromiso social y la participación política en tanto actitudes exclusivas de su generación. En suma: no les
vamos a tolerar que nos desprecien por no ser los jóvenes que ellos fueron. Hasta aquí la hora del parricidio. Si en nuestra infancia fuimos educados bajo la hipocresía de padres y maestras que nos decían que estaba todo bien cuando demasiadas cosas estaban mal, el presente nos está interpelando para enfrentar digámoslo con épica las contradicciones de la realidad. Dejando a un lado la espectacular refutación al segundo consenso de Washington que significó entre otras crisis latinoamericanas el corralito argentino en diciembre de 2001, justo tres meses antes sucedían los atentados del 11 de setiembre. Una tragedia que, como se sabe, fue aprovechada para legitimar las invasiones a Afgahnistán e Irak incluso con una ocupación militar, norma bélica que había sido prácticamente «derogada» tras los bombardeos atómicos de 1945 sobre Hiroshima y Nagasaki (inicio efectivo de la así denominada «Guerra Fría»). Pero más allá de esto, es interesante subrayar que los atentados fueron transmitidos en tiempo real gracias a las cámaras de los videoaficionados, es decir, las imágenes televisadas no fueron captadas por el gobierno de EE. UU., sino por los propios testigos neoyorquinos. A través de esa «participación social espontánea», reflejaban sin saberlo un cambio en la percepción y construcción narrativa de los acontecimientos: el flujo de la información ya no sería en todos los casos vertical. La retina sería otra. A propósito, me viene a la cabeza una palabra muy bonita del idioma de Goethe, Sachverhalt, que se traduciría como «estado de cosas» y normalmente se emplea para enfatizar el proceso o transcurso de un hecho, por ejemplo: en una crónica policial
no se describe tan sólo el resultado del crimen sino más bien su desenlace, por eso en alemán se habla de un Sachverhalt. La explosión del 11-S como noticia omnipresente implicó una demostración global (y no una creación) de las condiciones bajo las que años atras a partir del desarrollo de las nuevas tecnologías ya accedíamos a la interpretación de los hechos, es decir, nuestros Sachverhalten. Que no hay información desinteresada, lo sabemos todos; que el interés no siempre representa fines espurios, no tanto. Sin lugar a dudas los grandes medios masivos de comunicación fueron decisivos para diseñar a los supervillanos islámicos de la administración Bush (Sadam Husein, Bin Laden, Muhammad Jatami y Gadafi), pero no olvidemos que sin la notable ignorancia del mundo occidental sobre la civilización islámica, eso no hubiese sido posible. ¿Qué nos enseñan en el liceo acerca del Islam? Claro, te reís porque te parece irrelevante; pensás que te sermoneo con la «moda del respeto a la diversidad» y que, en última instancia, los musulmanes no son más que unos fanáticos dispuestos a inmolarse en nombre de Alá. Evidentemente nunca te enteraste de que tu propio idioma, el español, tiene más de cinco mil expresiones de origen árabe, que no serías capaz de calcular sin los números arábigos y que la revolución industrial para citarte algunos ejemplos no se hubiese expandido con tanto éxito sin la máquina de vapor que en 1551 inventó el otomano Taqi al-Din; en otras palabras: los árabes no son ningunos energúmenos incivilizados y sin ellos
omitiríamos una gran parte de las historia mediterránea, ibérica y latinoamericana. En fin, conocer estas cosas no nos obliga a arrodillarnos con la frente en el suelo cinco veces por día en dirección a la Meca, pero tal vez conservar un mínimo de prudencia no vendría mal, ¿no? Porque creer eso de que nos acecha «el Mal» del Islam (así con mayúscula para que lo grite Janet Leigh) es realmente caer en el cuento del tío. Ahora bien: proclamar al 11-S como el día «tras el cual ya nada será tal como antes», es también una manera de proyectar el propio presente hacia épocas anteriores para reconstruir una visión imaginaria del pasado que pueda predecir algún futuro significativo o pintoresco. ¿Cuánto se habló en 1999 sobre la Guerra de Kosovo como «fin de siglo», como cierre de una era tras la cual ya nada permanecería igual? ¿Cuántas predicciones apocalípticas se hicieron incluso antes de finalizado el conflicto? Del mismo modo, quienes hoy inducen del 11-S y la «sed imperial de petróleo» a la presente crisis financiera, olvidan que en marzo de 2000 ya había estallado la burbuja financiera de las economías estadounidense y europea, anticipando los desarrollos posteriores y las incertidumbres actuales de su duración. Por ello vale traer a colación el siguiente consejo: sería conveniente evitar razonamientos monocausales de los fenómenos históricos. Más arriba decíamos que los testigos del 11-S habían llevado a cabo una «participación social espontánea». Si bien no podría afirmarse que sus grabaciones estaban conducidas por fines políticos, indudablemente más tarde se convertirían en documentos
históricos no convencionales. A partir de las revoluciones y protestas del mundo árabe, por el contrario, sí podríamos afirmar que aquellos transeúntes de New York constituían un antecedente del actual «cyber-activismo», esto es, la manifestación revolucionaria que inauguraron los tunecinos en 2010 y por medio de la cual generaron extraordinarias repercusiones en otros países del norte africano y Medio Oriente. Lina Ben Mhenni, bautizada como «la voz de la Revolución tunecina», publicó en 2011 un folleto donde narra su experiencia como protagonista de los fuertes cambios que vivió su país, poniendo de relieve su compromiso social como bloguera y destacando los alcances de su función: «Un verdadero cyber-activista no se queda en absoluto pegado a su monitor. Se dirige al escenario de acción, toma fotos y filma allí mismo, interroga a los testigos y luego regresa a su computadora para subir a la web los resultados de su investigación y permitirle a los demás que participen. Bajo estas premisas puede nacer un movimiento democrático triunfante y puede convulsionarse el poder de los dictadores, o de los aparatos represivos del Estado»iv. Esto es importante. Lo dice una mujer nacida en un régimen político fuertemente represivo, hija de un padre que fue encarcelado y torturado seis años por su militancia en la izquierda tunecina; una mujer criada en el seno de una sociedad que, tras la caída de los precios del petróleo y las políticas impuestas por el FMI en los años y , había posibilitado a las minorías rectoras la apropiación directa de los recursos, así como una ligera ampliación de
las clases medias y la penetración del capital financiero árabe (procedente sobre todo de la Península arábiga y el Golfo)v. Estos cambios fomentaron el apoyo popular a los movimientos islamistas que, ante el desprestigio de otras ideologías y los discursos pertenecientes al régimen, aparecían como la renovacion política y planteban la transformación del sistema político y la reislamización de la sociedad. Eran los mismos grupos que desde hace algunos años, sin embargo, se habían limitado a negociar espacios de poder con el régimen establecido, quizás «islamizar» alguna ley o norma constitucional, pero en ningún caso volver a poner en cuestión la compatibilidad del Estado con respecto a la guía de Alá. De allí que el temor de «Occidente» a un posible nacimiento de los «fundamentalismos islámicos» no sólo desconozca estos antecedentes históricos, sino que además iguala a todos los fieles del Islam con los miembros de Al Qaeda y aventura incluso predicciones de orden apocalíptico. Si relacionamos estos acontecimientos a las llamadas «movilizaciones mundiales del 15 de octubre de 2011» entre las cuales se cuenta la emblemática Occupy Wall Street, ¡con sede en New York! deberíamos ante todo no subestimar a los varios miles de manifestantes, quienes seguramente no salen así a la calle por aburrimiento o recreación. ¿O me van a decir que los franceses que capturaron al fugado Luis XVI en Verennes, le solicitaron amablemente que fuese con ellos para dejarse decapitar? Ellos también pudieron haber sido considerados delincuentes, vagos o desocupados sin ánimo de trabajo: pero cambiaron la historia. Con esto no vamos a alzar por
capricho un monumento a quienes se han comprometido en Occupy Wall Street o en otras manifestaciones similares, sino únicamente evitar esa inútil pretensión de «buenos modales» en protestas que hoy debaten la viabilidad de... ¡un modelo económico! Y los que piden que estos «vándalos» guarden su compostura y vuelvan a sus casas, sepan que no lo harán mientras la respuesta de los gobiernos sea más represión policial, más muertos y detenidos políticos. Otro panfleto político, también escrito en francés pero ya traducido al español, es ¡Indignaos! (2010) de Stephan Hessel, quien es un excombatiente de la Resistencia francesa, recluso de campos de concentración nazi y redactor de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), cosa que lo ha consagrado como un referente especialmente «creíble», sobre todo para el movimiento 15-M español, también conocido como el «movimiento de los indignados». (Una pequeña digresión: si de referentes para la juventud se trata, yo personalmente me quedaría con un Mohamed Bouazizi y no con un viejito de 93 años, ¿no?). Antes de finalizar, no podemos dejar de referirnos a los cambios políticos de América Latina en las últimas décadas, esto es, Chávez, Correa, Evo, Ortega, Lula y demás presidentes progesistas del continente. A todos ellos quisiéramos creerles, pero no es tan simple. Las generaciones anteriores a la nuestra quizás los rechazan o los aceptan con mayor facilidad, pues en general ellas no cuestinan el funcionamiento de las democracias establecidas. Creen que el voto es la máxima expresión de
la participación ciudadana. ¿Pero cómo no lo va a ser, si es el único mecanismo del ciudadano para incidir directamente en la realidad política? Después hay que echarse en el sofá y dejar que se decida todo en el parlamento, para luego volver en cinco años a las urnas. Para nosotros este modelo de representación delegada se halla en crisis, pues ha permitido que los políticos hicieran negocios con el capital financiero aumentando la deuda pública e imponiendo ajustes fiscales para pagar sus deudas, las cuales nada tenían que ver con los intereses que habrían debido representar. ¿Qué hacer entonces? No existen certidumbres y precisiones para una propuesta de cambio, y ésta no caerá del cielo en dos minutos; pero si asumimos la tarea de elaborarla, el punto de partida debería ser el intento por crear una nueva representación que incluya la participación directa de los ciudadanos. Pero cuidado: tampoco hay que dormirse en los laureles, pues si hay que movilizarse y salir a la calle, se sale y punto. Ahí tenemos el ejemplo de los árabes, quienes andan revolucionando países sin la dirección de partidos políticos.
***
¿Y ahora qué nos van a decir los sabelotodos del ´68? ¿Que no sabemos hacia dónde ir? ¿Que carecemos de sentido? ¿Que no tenemos interés en nada de lo que
sucede? ¿Que no nos comprometemos por nada y vivimos en un mundo frívolo sin grandes sucesos históricos?
V. Trinquier, Roger: La Guerre moderne, Paris: Éditions de la Table ronde, 1961, obra que tal vez haya sido el principal fundamento teórico para la estrategia militar de la doctrina de la Seguridad Nacional. No conozco la edición española. iii La Revolución Sandinista de Nicaragua (1979-1990) había prometido ser una excepción a la regla, pero en 1990 ésta se confirmó con el triunfo electoral de la Unión Nacional Opositora, una coalición partidaria que en 1989 había reaparecido con el fin de derrotar a Daniel Ortega y, entre otras cosas, obedecer al segundo Consenso de Washington. iv Ben Mhenni, Lina: Vernetzt euch!: Ullstein-Verlag, Berlín, 2011, p. 44 (traducción nuestra). La edición original fue escrita en francés y aún no ha sido traducida al español. v Cfr. Izquierdo Brichs, Ferran: Islam político en el siglo XXI, en CIDO” d “fers Internacionals, ”arcelona, N° -94, abril 2011, p. 20. ii
Por una aniquilación definitiva del macho
En el presente ensayo nos ocuparemos del macho con el fin de: a) investigar las condiciones por las cuales es posible que exista y permanezca el macho en una determinada sociedad; b) estudiarlo para analizar la propia sexualidad masculina desde las exigencias socialmente estereotipadas que le son impuestas; c) asumir al macho como un obstáculo cultural para la vida amorosa de cualquier persona, vale decir, como un argumento para la emancipación.
Antes que nada, es preciso aclarar que las estrategias de marketing y publicidad no plantean nuevas interpretaciones del amor, sino que reproducen las nociones convencionales de éste en formatos ingeniosos con el fin de vender un producto. Esto va para el distraído que mediante las campañas publicitarias de Dove, Benetton y demás propuestas de la mercadotecnia no convencional, se siente una persona abierta, igualitaria, tolerante, pluralista y demás atributos morales que, actualmente, nuestros gobiernos de cotillón exigen para compensar las incompetencias educativas del Estado. (Probablemente sin éstas, dicho sea de paso, ni Paul Polman o Luciano Benetton hubiesen descubierto las claves de la innovación empresarial). Ahora bien: puesto que el macho es, entre otras cosas, una conducta preformativa del hombre hacia la mujer y, desde luego, hacia sí mismo necesitamos averiguar qué significado le asigna al amor. No al amor como proyección ideal, sino más bien como práctica en el matrimonio y la sexualidad y, asimismo, en tanto patrón de reconocimiento social. Dejando a un lado la problemática identificación de sus orígenes, podemos afirmar que las más frecuentes nociones del amor se heredan y transmiten por distintas instituciones sociales, a saber: religión, leyes, lenguaje, poder, etc. ¿Pero qué es una institución social? Para Niklas Luhmann la sociedad es ante todo comunicación. Piensa que no es fácil sintetizar el modo en que funcionan las instituciones sociales, pues todas ellas se
vinculan funcionalmente entre sí, es decir, se relacionan para facilitar una comunicación específica, sin perseguir intereses predeterminados o finalidades últimas; son relaciones que se configuran, sobre todo, para garantizar su funcionamiento. Las instituciones sociales pertenecen no sólo a un sistema social general, sino que representan en términos relativos subsistemas sociales que producen normas y sentidos para diferenciarse de los otros y establecer límites de pertenencia, aunque sin dejar nunca de emitir referencias al complejo sistema social. Y dado que todo lo humano es histórico, las instituciones cambian y varian en su modo de funcionamiento lo cual no necesariamente garantiza el lenguaje y contenido de su comunicación. Finalmente, si hubiese que atribuirle alguna finalidad o propósito a las mismas, éste debería ser según Luhmann asegurar la estabilidad del sistema socialvi. Quiere decir que la experiencia personal en el amor será reconocida en la medida que corresponda las normas y sentidos que produce nuestro sistema social: aquel que delimita mi pertenencia y está diferenciado de cualquier otro. De allí que vos no puedas explicarle a tu amigo cuánto has aprendido con tu novia sin referirte a un sentido común, esto es, un puente entre tu experiencia única, singular, privada, y las de tu amigo. No es otra cosa que comunicación. Y hay comunicación cuando, además de un lenguaje, existen grandes creencias comunes, como por ejemplo: la lealtad a una patria natal, el especismo, la monogamia, la solemnidad del cadáver humano, el rechazo al incesto o, en los países con mayorías cristianas, la existencia histórica de Cristo.
El amor no es la excepción y también circula dentro de estos procesos de significación social. Si los imaginamos como una secuencia lineal, diríamos que la «idea» de amor se adquiere en el seno familiar, luego se arraiga por medio de las instituciones educativas y finalmente se confirma lo veremos más adelante con los medios masivos de comunicación y la pornografía. Pero como hemos dicho anteriormente, tales instituciones no están predeterminadas ha cumplir su función siempre de la misma manera, sino que se adaptan según el tipo de comunicación que deba ser llevado a cabo. En consecuencia, si en la escuela nos enseñan que el matrimonio es la unión consensual entre hombre y mujer y luego vemos una telenovela mexicana que representa ese arquetipo de pareja, no significa que la escuela y la televisión existan en una sociedad únicamente para inculcarnos eso o, dicho de otro modo, para lavarnos el cerebro. ¿Y entonces por qué no nos dicen otra cosa? ¡Eso mismo, querido, ahí está el quid de la cuestión! No nos dicen algo nuevo porque la comunicación que refiere al amor responde a una jerarquía histórica. ¿Cómo que jerarquía histórica? ¿Me querés decir que hay alguien que nos viene adoctrinando desde hace muchos años? Bueno, yo no diría que es alguien, así, una persona como vos o yo. Es otra cosa y viene de lejos. Mirá.
En el año 313 de nuestra era, el emperador Constantino dejó de perseguir a los cristianos y convirtió a esta religión en la oficial del Imperio romano. Desde ese momento se impuso la interpretación verdadera de Cristo y las demás sectas cristianas que también luchaban por sus propias interpretaciones, fueron excomulgadas o marginadas. Por otra parte, además de las deidades y mitos griegos, quedaron fuera de competencia los dioses y mitos orientales que habían llegado tras la conquista de Persia e India por Alejandro Magno; y en especial quedó fuera el mitraísmo, una gran religión persa que existía con unos mil años de antigüedad respecto al cristianismo, y de la cual éste incorporó varios elementosvii ―como ya lo había hecho del pensamiento griego, sobre todo de la filosofía platónica. Hecha la legitimación, concedido el poder y lograda la imposición sobre otros credos, los funcionarios de la Iglesia se «apropiaron» desde aquel entonces de la prédica del amor tanto en su inicial forma católica, como luego en la protestante u ortodoxa. Todo emperador, rey o príncipe que siguiendo el ejemplo de Constantino reconociese al cristianismo como su única fe religiosa, de alguna manera obligaba a los habitantes de su territorio a creer que el amor se explicaba en la Biblia. Más tarde el nacimiento de la escolástica (fenómeno estrictamente católico) y la fundación de las Universidades europeas entre los siglos XI y XII, consolidaron la autoridad de la Iglesia (católica) en materia educativa. Una autoridad que, por cierto, también era posibilidad de coacción, pues su legitimación era indisociable del poder imperial.
No obstante, el paso del tiempo ha logrado convertir a la Iglesia en una institución legitimada por fuerza de la tradición, es decir, por «la fuerza de lo que siempre ha sido», según explica Max Weber. Su práctica educativa actual varía según se trate de una institución cristiana (católica, protestante u ortodoxa) o laica: en las primeras hay una remisión explícita a los textos religiosos y por lo tanto el amor es enseñado de forma dogmática; en las segundas, en cambio, si bien la religión no aparece como fuente directa y obligatoria de verdad, de hecho es un constante sentido de orientación, pues todo lo que pueda ir en su contra es, por ejemplo, intencionalmente omitido (sexualidad infantil), relativizado (homosexualidad en tanto fenómeno no representativo de toda la sociedad), no problematizado (idea de género como predeterminación genética invariable) o asumido en términos estrictamente convencionales (aborto como mero debate ético). Sería ocioso y agobiante intentar presentar la idea cristiana de amor de acuerdo al canon bíblico; mejor dicho: no nos sería demasiado útil porque acabaríamos con un montón de declaraciones ideales, quizás «moralmente correctas», sí, pero vacías desde el punto de vista práctico. En otras palabras: la teología es un tipo de deontología abstracta sin pensamiento histórico, es decir, sin sujeto concreto. Sin embargo, la prédica cristiana sobre el amor se vuelve patente cuando se ocupa, por ejemplo, de la sexualidad, el adulterio, la masturbación, la homosexualidad, el matrimonio y otros temas que supuestamente no tendrían que ver con una definición pura
del amor o, parafraseando a Kant, con el «amor en sí». Veamos algunos ejemplos. En las «instrucciones sobre la oración» del Nuevo Testamento, San Pablo ordena: «La mujer que aprenda en silencio y con toda sumisión. Porque no permito a la mujer enseñar, ni que suplante la autoridad del varón, sino estar en silencio. Porque Adán fue formado primero y Eva después. Además, Adán no fue engañado pero la mujer, al dejarse engañar, incurrió en pecado» (1 Timoteo, 2:11). Sobre el matrimonio y el adulterio, en el Deuteronomio, libro bíblico del Antiguo Testamento, se estipula lo siguiente: «Si una joven se casa sin ser virgen, morirá apedreada» (22:20, 21). «Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, ambos morirán» (22:22). «Si una muchacha virgen está prometida a un hombre y otro se la encuentra en la ciudad y se acuesta con ella, entonces los sacaréis a ambos a la puerta de la ciudad y los apedrearéis hasta que mueran: la joven porque no pidió ayuda, y el hombre porque deshonró a la mujer de su prójimo» (22:23, 24). «Si alguno toma una mujer y se casa con ella pero después no le gusta porque le encuentra algún defecto, le escribirá entonces una carta de divorcio y se la entregará antes de despedirla de su casa» (24:1). En caso de adulterio, otro libro bíblico del Antiguo Testamento, sentencia: «Si alguno comete adulterio con la mujer de su prójimo, morirán los dos, el adúltero y la adúltera» (Levítico, 20:10). Y respecto a la homosexualidad: «Si un hombre yace con otro, los dos morirán» (íd., 20:13),
además de que según el Nuevo Testamento no podrán «heredar el Reino de Dios» (1 Corintios, 6: 9-10). En su encíclica Deus caritas est de 2006, el Papa Benedicto XVI nos recuerda que «[...] A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el ícono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano». Claro, siempre y cuando ese amor humano sea también heterosexual, de lo contrario Ratzinger no se hubiese opuesto, antes de ser Papa, a la unión legal de los homosexualesviii. Ahora me viene a hablar todo cariñosito del matrimonio cristiano, pero si lo relaciono a los pasajes transcriptos anteriormente (todos de las «Sagradas Escrituras»), sencillamente podría concluir que este viejito tolera la misoginia. ¡Pero decíme qué papa no! Su antecesor, Juan Pablo II fiel a la encíclica Humanae Vitae de Pablo VI en su exhortación apostólica Familiaris Consortio y luego en su encíclica Evangelium Vitae manifestó su oposición al preservativo y a las píldoras anticonceptivas... ¡en pleno auge del sida!, con lo cual sus cartas apostólicas sobre la dignidad de la mujer vienen a ser un chiste de mal gusto. Cfr. Luhmann, Niklas: Soziologische Aufklärung, Wiesbaden: VS Verlag für Sozialwissenschaften, 2005, t. I, p. 147. vii Cf. Vallejo, Fernando: La puta de Babilonia, México D. F.: Planeta, p. 101. vi
Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe: Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales, 3 de junio de 2003. viii
Por su parte Pío XI, en su encíclica Casti connubii de 1930, opinó que la llamada «emancipación de la mujer» era un «crimen horrendo» para el matrimonio cristiano, pues ello la apartaría de los «cuidados domésticos», pero más allá de eso «[...] tal libertad falsa e igualdad antinatural con el marido tórnase en daño de la mujer misma, pues si ésta desciende de la sede verdaderamente regia a que el Evangelio la ha levantado dentro de los muros del hogar, muy pronto caerá si no en la apariencia, sí en la realidad en la antigua esclavitud, y volverá a ser, como en el paganismo, mero instrumento de placer o capricho del hombre».
En fin, ¿qué podemos esperar de una organización que, bajo la conducción del papa Inocencio VIII en el siglo XV, persiguió y asesinó a decenas de miles de mujeres condenadas de «brujas», acusadas entre otros cargos de causar impotencia en los hombres, participar en orgías o acostarse con el Diablo y tener hijos con él?ix ¿Qué podemos esperar de una institución que, desde siempre y hasta hoy, ha excluido deliberadamente a las mujeres de su administración? El matrimonio cristiano no sólo concibe a la mujer como propiedad privada, sino que en general practica un reiterado desprecio hacia la mujer. Todo el tiempo hay hombres que se deben hacer cargo de ellas, que son responsables de su salud sexual y corrección moral. La subestimación es infinita. Y, justamente, la subestimación es la primer condición de existencia de nuestro enemigo, el macho (a quien después de algunas horas de reflexión, extirparemos para siempre de nuestra sensibilidad). Señalemos tres de estas condiciones: 1) no hay macho sin desprecio legitimado hacia la mujer. 2) No hay macho sin reconocimiento social a través de ese desprecio. 3) No hay macho sin amigotes. 1) La legitimación social para despreciar proviene de la educación que, como hemos referido anteriormente, respeta y obedece los dogmas generales de una sola religión. ¡Nos transmiten la palabra religión como si fuera un sinónimo de cristianismo!, es decir, como si esta religión fuese la única y verdadera en el mundo. De ahí que si un niño pregunta por otras religiones abráhmicas,
probablemente sea para averiguar por qué razón éstas no son como la cristiana. Ahora bien: sin los medios masivos de comunicación y la pornografía, el ciclo de moralización cristiana no se completa. Los primeros y con especial protagonismo la televisión cumplen el rol de verificar las representaciones sociales adquiridas (en su mayoría cristianas) durante el aprendizaje escolar y liceal: lo que miro en una telenovela mexicana, en una película romántica de Hollywood o en el show de Marcelo Tinelli, jamás pone en tela de juicio mi «idea-macho» de la mujer, del sexo y la relación de pareja heterosexual, sino que, por el contrario, me concede una comprobación (simbólica) de mi formación, la cual es asumida como si fuese verdaderax. Incluso la homosexualidad, el placer sexual femenino o la transexualidad, a menudo son exhibidos en los medios como formas del exotismo o la marginalidad social, lo cual demuestra que la religión cristiana aún no ha dejado de representar la validez de un orden establecido. La pornografía, por otro lado, si bien en sus orígenes había sido un acto de liberación contra una forma de censura social (las películas que no hacían explícitas las escenas sexuales), hoy se ha reducido a «[...] un documental sobre la erección, la felación, el cuninlingus, el coito vaginal, el coito anal y el orgasmo»xi. Pero si este así descripto por Gubern «hiperrealismo fisiológico» al servicio de la mastrubación masculina no estuviese plagado de estereotipos e ideales de macho, no tendríamos nada en particular que imputarle. En efecto, al generar escenas monotemáticas donde el hombre eyacula en el rostro
femenino, golpea e insulta a la mujer y la somete a su entero dominio físico (porno hardcore), la pornografía estimula el desarrollo del macho al persuadirlo con pautas de desempeño sexual que, primero, son irrealizables y, segundo, representan histriónicamente el desprecio cristiano hacia la mujer, a saber: que la mujer es un objeto destinado a la manipulación masculina. Así, el hombre asimila la costumbre de despreciar a la mujer de manera cultural, social y aun sexual. La acción directa o indirecta de la religión cristiana le enseña por qué es superior a ella, los medios masivos de comunicación se lo ejemplifican y la pornografía se lo traduce en impulso erótico (sobre todo en los jóvenes y adolescentes). 2) La recompensa del desprecio es el reconocimiento social, aunque si el macho desprecia no es porque sea «malo». El bien y el mal no existen como atributos morales inmutables, sino como función social de un contexto cultural determinado. Pero una sociedad que interpreta el desprecio como mérito, necesariamente rifa la dignidad de la persona. Aquí radica lo que podríamos denominar «dilema del macho»: ante la sociedad no está enamorado, lleva una hazaña sexual o, en el mejor de los casos, una aventura amorosa. Se ve obligado a «rendir cuentas», a pasar por alto el contenido de su vivencia y hacer de ésta un espectáculo para los demás; en otros términos: en dejar a su novia en el vestidor y presentarla tan sólo como una puta inigualable. Es un reconocimiento fugaz e intermitente; lo satisface al inicio de cada experiencia, pero lo abandona en su
desarrollo. Transforma las felicidades y aprendizajes personales en anécdotas pintorescas. En este sentido, ciertas expresiones del feminismo radical son incapaces de comprender el «dilema del macho», pues confunden la historia con el sujeto: todas las limitaciones y condicionamientos sociales que sufre la mujer son transferidos al hombre (macho) en calidad de causas propias, como si éste estuviese predeterminado a validar la sociedad machista. De modo que se constituye una abstracción por encima del sujeto, cuya utilidad no puede ser otra que la definición de un adversario y su correspondiente combate. Ignoran, pues, que el macho padece un doble conflicto: con la sociedad que lo premia por actuar y cumplir con el estereotipo de la virilidad y, a la vez, con él mismo, pues al reconocer que ha estado fingiendo para encubrir sus emociones, queda solo y en riesgo de aislamiento social. (A propósito, la creativa publicidad de Quilmes (2012) que representa una legión de «machistas» y otra de «feministas» enfrentados en el campo de batalla para reivindicar sus derechos, ilustra cómo los primeros deben justificar su lucha para recuperar un dominio de género, mientras que las segundas lo hacen desde la igualdad civil y cultural que merecen ante los hombres. Se reproduce la noción de macho para vender una cerveza). 3) Ahora bien: ¿cuál es el mecanismo concreto por el cual se hace posible este reconocimiento? Es la guaranguería por medio de los amigotes. La guaranguería es una actitud practicada exclusivamente por hombres amontonados. Precisamente, su condición de posibilidad es
el grupo, dado que sin éste la guarangada puede transformarse en ofensa. Su finalidad es la propia conservación de uno mismo y su método el ataque grupal a un individuo a través de la ridiculización, humillación o la burla, lo cual evita que el agredido pueda identitificar a un ofensor específico para una posible maniobra de contraataque. Y uno de sus efectos más importante es la sustitución provisoria de la identidad personal por la grupal; el ego consigue una impermeabilidad instantánea gracias a la acción colectiva y, simultáneamente, se gratifica por una identificación de exclusión: «yo no soy este gil». Naturalmente que la intesidad del mecanismo dependerá de cada grupo de amigotes, pero lo interesante a destacar es lo siguiente: quien acude a los amigotes se rinde sin más a sus patrones de reconocimiento y demuestra, al mismo tiempo, que también es si bien en este caso de manera inofensiva un macho más. Volviendo a Luhman, se trata de una autocondena sociocultural: social porque es una de las formas de integración de un individuo a un colectivo singular y sin éste ella no sería posible; cultural porque corresponde a la serie de valores y representaciones que garantizan, dentro del perímetro grupal, una cohesión y unidad percibida como si fuera la sociedad en sí misma.
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Mi abuela no tiene oficio ni título académico y tampoco finalizó su educación primaria. Ella es lo que con
toda pompa y altanería el vocabulario jurídico denomina «el lego». Recuerdo que una vez leí en su partida de matrimonio, en el casillero correspondiente a su profesión: «labores de su sexo». Impresionante, ¿no? Tal vez hoy existan más escrúpulos, pues en el mismo documento a mi madre sólo le escribieron «labores». Y a todo esto yo me pregunto: ¿qué entendemos por «sexo», es decir, género? ¿Qué es esto de lo masculino-femenino como bipolaridad de tipo fatalista? El director catalán Ja Sol filmó en 2010 un documental titulado Fake orgasm que, a partir de una serie de convenciones en materia sexual y de género, cuestiona agudamente nuestra noción de «lo real». Su protagonista, el artista conceptual y performer Lazlo Pearlman, hace un número de striptease que deja al público durante varios minutos en el más absoluto silencio, estupefacto, cuando antes de finalizarlo revela a todos su vagina en lugar de un pene. Y así también quedé yo, pues no se crean que les escribo desde el Olimpo. Lo cual es una prueba de que yo también he sido, me guste o no, un macho, puesto que lo primero que me pregunté fue: ¿es un hombre o una mujer? ¿Es un hombre que se amputó el pene o qué? No entendía que estaba viendo algo que me exigía superar nuestro esquema heterocéntrico de los sexos. Justamente por esta perplejidad me confieso y, como dije antes, pretendo extirpar al macho de mi sensibilidad. En su monumental Economía y sociedad, Max Weber me habla de la comunidad doméstica y de su conservación, que las formas de regular la sexualidad están basadas en el parentezco y todo lo demás. Fenómeno, pero yo no puedo
resignarme aquí a «comprender» porque no pertenezco a la clase de animales dotados de habilidades y técnicas especiales de supervivencia. Como ser humano, mi supervivencia depende más que nada de las oportunidades educativas, económicas y profesionales que me brinda una sociedad, lo que no es otra manera de reconocer, en definitiva, nuestra propia capacidad de acción. ¿Y entonces qué vamos a hacer, quedarnos sentaditos? ¿Vamos a seguir manteniéndole respeto a una institución que no ha hecho otra cosa que pisotear la dignidad humana? ¡No, tenemos que desplazar de una vez por todas a este veneno de la educación! ¿Qué tal si proponemos a todas las escuelas y liceos que, sin excepciones, dicten dos asignaturas fundamentales: educación sexual y religiones comparadas? Independientemente de la responsabilidad familiar, esto podría ser un primer paso para la emancipación en materia educativa, ¿sí o no? Necesitamos movilizarnos para este cambio. Sí, claro que es algo revolucionario, ¿y? ¡No hay que achicar! De este modo aumentaremos la probabilidad de contar con seres humanos sin exigencias estereotipadas de género o de la sexualidad, sin ignorancia y miedo al cuerpo, sin prepotencia o desprecio hacia creencias religiosas distintas, en fin, habremos hecho algo en favor de la libertad y en contra del empobrecimiento de la sensibilidad.
Günter Grass y el compromiso de los intelectualesxii
El cuatro de abril de 2012, Günter Grass publicó un poema en el folletín del diario alemán Süddeutsche Zeitung, donde acusaba a Israel de amenazar la paz mundial por su excesivo arsenal nuclear y también de querer «exterminar» a Irán, por lo cual llamó a la comunidad internacional a intervenir en el problema. Asimismo, denunció al gobierno alemán por las ventas de submarinos al Estado hebreo, los cuales supuestamente servirían para una ofensiva contra Irán. Titulado Lo que hay que decir (en alemán: Was gesagt werden muss , el poema estaba según define el propio autor «compuesto en prosa», carecía de rima y contaba con 69 versos y nueve estrofas. Pero si el texto quizás adolecía desde el punto de vista lírico, sobresalía por su capacidad de interpelación. En efecto, no sólo sirvió como termómetro del clima político y aun cultural de Alemania, sino también como reflejo de la legitimidad internacional (política y mediática) que posee Israel para desarrollar sus muy controvertibles maniobras militares. Al siguiente día de su aparición, el diario conservador Die Welt lanzó este titular: «Grass, el eterno antisemita». El vocero parlamentario del Partido Liberal, Rainer Stinner, expresó agresivamente que «Grass es escritor. Políticamente, siempre lo he considerado un imbécil». Mientras que Rolf Mützenich, vocero del Partido Socialdemócrata, se limitó a calificar de «tonterías» las afirmaciones del escritor. El presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores y miembro de la Unión Demócrata Cristiana, Ruprecht Polenz, sostuvo que, políticamente,
Grass «casi siempre se equivoca». Por otro lado, Marcel Reich-Ranicki, tal vez el crítico literario más influyente de Alemania (y asimismo sobreviviente del Holocausto), consideró una «infamia» publicar un texto de ese tipo, además de haberlo estimado sin «ningún valor literario». El historiador Raphael Gross lo juzgó como un «canto de odio» y el dramaturgo Rolf Hochhuth se sintió avergonzado como alemán por los dichos de su colega. En varios noticieros televisivos de Italia, Francia o Inglaterra, frecuentemente se ha ilustrado el tema con imágenes de soldados nazis y paisajes devastados de la Segunda Guerra mundial, en alusión al servicio que, a sus 17 años, el premio Nobel prestó a las Waffen-SS dirigidas por Heinrich Himmel (según había dado a conocer hace seis años en su autobiografía Pelando la cebolla). Pero la frutilla de la torta fue colocada por el Ministro del Interior israelí, Eli Yishai, quien declaró a Günter Grass persona no grata, le prohibió su entrada al país y encima pidió que se le retirara el premio Nobel. El secretario de la Academia Sueca, Peter Englund, aseguró a través de su blog que no habría discusión al respecto, pues el galardón había sido concedido únicamente por estrictos «méritos literarios». Tres días después de publicado su poema, aclaraba Grass que su intención no había sido criticar al pueblo israelí, sino al gobierno de Benjamín Netanyahu que cada vez «aísla más a Israel y le crea más enemigos». Sin embargo, los medios israelíes lo acusaron sin vacilaciones de antisemita. Pues bien, si tomamos esta clase de reacciones, más el hecho de que en Alemania los chicos estudian el período nazi, aproximadamente, desde los ocho hasta los 19 años
(muchas veces con visitas a los antiguos campos de concentración) y esto contribuye en muchos casos a descubrir el grado de responsabilidad o complicidad que algún familiar propio mantuvo en el régimen, podremos comprender por qué la mayoría de los alemanes prefieren guardar silencio al hablar sobre Israel (a esto nos referíamos al principio con lo del «clima cultural» en Alemania). Pese a todo ello, Günter Grass superó admirablemente esa enorme autocensura y a sus 84 años escribió:
«¿Por qué he callado hasta ahora? Porque creía que mi origen, marcado por un estigma imborrable, me prohibía atribuir ese hecho, como evidente, al país de Israel, al que estoy unido y quiero seguir estándolo»xiii.
El autor de El tambor de hojalata ha sido, desde siempre, un claro ejemplo de «intelectual comprometido» con la actualidad de su tiempo, tal como los uruguayos Carlos Vaz Ferreira, José Enrique Rodó, Mario Benedetti, los argentinos Leopoldo Lugones, Ernesto Sábato, David Viñas, o los europeos Bertolt Brecht y Jean-Paul Sartre. Precisamente el libro ¿Qué es literatura? (1948) de este último, había hecho popular la idea de una literatura
comprometida al servicio del cambio social. Disueltas las esperanzas revolucionarias de los años 6 y más allá del «pensamiento único» de la década de los ´90, esta idea aún podría formular algunas preguntas pertinentes para el contexto rioplatense, a saber: ¿acaso los intelectuales deben limitarse a su recinto académico, o deben intervenir en los debates públicos? ¿Es necesario el «compromiso» de los intelectuales? Y en caso de serlo, ¿por qué razón? Desde luego que la respuesta no podría ser idéntica en ambos márgenes del Plata. Los intelectuales argentinos de «Carta abierta» han querido demostrar una forma de compromiso prestando su apoyo al gobierno de Cristina Fernández, entretanto los del «Grupo aurora» se han manifestado en contra. También están los independientes como, por ejemplo, Jorge Lanata, Tomás Abraham o Martín Caparrós, a cual de ellos más notable. En Uruguay, en cambio, este panorama no podría describirse de igual modo porque su situación política es distinta. Mientras en Argentina las alianzas políticas han sido escasas, el gobierno de Mujica se ha inclinado a lograr acuerdos interpartidarios y no se ha limitado a explotar sus mayorías parlamentarias y concentrar las decisiones desde el Estado la cual parece ser, justamente, una tendencia del kirchnerismo. Por otra parte, no hace falta subrayar que la magnitud, el poder y la diversidad de los medios de comunicación argentinos es mucho mayor a la de los uruguayos. Todo lo cual influye y aun condiciona, ciertamente, la participación de los intelectuales uruguayos en su medio. ¡Pero de ninguna manera esto puede ser una excusa! Aquí también hay algo que hay que decir: que los
intelectuales uruguayos deben opinar, intervenir, agitar en su medio y que es necesario que se comprometan como dice Tomás “braham con su oficio. De ahí nace una ética que no tiene nada que ver con estar redactando «papers» para revistas arbitradas y dedicarse parafraseando a “gustín Courtoisie al «turismo académico». El intelectual no comprometido con su oficio se convierte inexorablemente en el rutinario abatido y malhumorado que revela su falta de vocación. Escribí esta nota cuando llevaba casi un año viviendo en Alemania y, aun con la aguda crisis del euro, me incitaban a creer en el orden, la eficiencia y responsabilidad del sistema alemán. A Günter Grass le importó un bledo esa imagen y, libremente, expresó su opinión y logró revelarme una Alemania todavía traumatizada por Hitler y, en cierto sentido, alcahueta de EE. UU. Creo que Uruguay corre con cierta ventaja, aunque su desafío está en vencer a la gerontocracia cultural, cuyos temas e inclinaciones no siempre corresponden a los desafíos de nuestro tiempo. A fines de 1984, Arturo Ardao le escribió a Manuel Arturo Claps: «Considero como usted de mucho significado la comunicación con la gente nueva (sin duda, unos cuantos otros más), a la que habrá que escuchar con mucha atención. De ella tendrán que salir los principales protagonistas de un cambio que quedará históricamente marcado en la vida filosófica nacional […] Habrá que darse como meta la reconquista (y en su momento superación)
del nivel de organicidad y trabajo colectivo alcanzado en la década del 6 […]»xiv. ¡Vamos, entonces, que los jóvenes podemos asumir este desafío!
Cf. Vallejo: op. cit., pp. 34-5. Cf. Corbo, Andrés y Leoni, Mariana: Barbie y Ken también tienen problemas en la cama, Montevideo: FCS (UdelaR), 2010. xi Gubern, Roman: El eros electrónico, México D.F.: Taurus, 2006, p. 180. xii Versión corregida y aumentada de la nota homónima, publicada en Voces, Montevideo, N° 337, 19.04.2012. xiii Traducción de Miguel Sáenz para el El País de Madrid (4.4.2012). ix
x
xiv
Gropp, Nicolás: Correspondencia de Arturo Ardao a Manuel Arturo Claps (1958-1991), en Anuario de Filosofía Argentina y Americana, Mendoza: Universidad Nacional de Cuyo, N° 20, 2003, p. 104. Las quince cartas allí publicadas pueden leerse completa y gratuitamente en: www.archivodeprensa.edu.uy.
Test de vejez mental para jóvenes uruguayos
Sé que este capítulo viene denso, así que a modo de recreación vamos a plantear un cuestionario. ¿Para qué? Para medir el grado e intensidad de vejez mental en un joven.
El test fue originalmente elaborado por Timothy Leary para evaluar la resistencia física de un paciente esquizofrénico sometido a los efectos del LSD. Recientemente el Departamento de Psicología de la Universidad de Boston (Massachusetts) ha reformulado su estructura gracias a las exhaustivas investigaciones del Dr. Simón Gaete, neurólogo emérito de la Universidad Libre de Rosario, quien centra sus intereses científicos en las potencialidades creativas y los niveles de rebeldía de la juventud rioplatense. A pedido del decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de la República, el Dr. Gaete ajustó su test a un diagnóstico cultural de la juventud uruguaya. Según el notable investigador, el grado de vejez espiritual que padece un joven uruguayo se revela cuando: 1. Piensa que el Uruguay es un país chico y jamás ha viajado. 2. Dice que todo es un embole y hace lo mismo todos los días. 3. Siente escrúpulos al manifestar su desacuerdo en una conversación. 4. Considera inteligente coincidir en un repudio anticipado a Tinelli. 5. Piensa que ser profesional universitario es más valioso que tener un oficio manual.
6. Respeta a un profesor universitario por sus títulos académicos. 7. Tolera la homosexualidad pero no la desea para su familia. 8. Cree que la mujer es puta si ejerce activamente su sexualidad. 9. Imagina a un travesti como bestia ninfómana insaciable. 10. Supone que hay diversidad de opiniones y todas valen lo mismo. 11. Confunde la defensa de los derechos humanos con carrera política. 12. Cree que los países son originados por héroes míticos como Artigas. 13. Supone tener un pasado charrúa como genealogía idiosincrásica. 14. Identifica al Frente Amplio con el Bien y a los partidos tradicionales con el Mal. 15. Comenta la letra de una murga como si fuera un libro científico. 16. Cree que hay diarios que dicen la verdad. 17. Confía preventivamente en los datos de una encuesta.
18. Dice que el tango es de viejos. 19. Asevera que la música electrónica no es música. 20. Manifiesta su deseo de emborracharse y es el primero en retirarse de una fiesta. 21. Se siente culpable si nació en una familia rica. 22. Se siente inmaculado si nació en una familia pobre. 23. Le encanta usar Facebook pero siente que es reprobable confesarlo. 24. Piensa que hay una crisis de valores en la sociedad. 25. Siente que criticar a Cuba y no admirar al Che Guevara es ser facho. 26. Critica al sistema capitalista y se siente obligado a militar en un partido político. 27. Iguala su propia rebeldía a la experiencia histórica de generaciones precedentes. 28. Cree que de él no depende nada y que estamos en el horno. La interpretación que nos propone el Prof. Gaete es sencilla: si uno se siente identificado con alguno de los indicadores, entonces padece un síntoma de vejez mental y su vitalidad está en riesgo. Esto significa que podría no vivir en su tiempo, lo cual tiene una grave consecuencia para el país: repetir los errores del pasado y dejar que todo se
decida según lo que piensa y siente la gente que nació treinta, cuarenta, cincuenta o aún sesenta años antes que él. Sin embargo, no se trata de gritar «¡vamos que somos jóvenes, nosotros tenemos que construir nuestro futuro!» Eso no es prédica válida para todos. Vos sos libre y yo también, y podemos hacer lo que se nos de la gana con nuestra vida. Cada uno tiene sus propios gustos y necesidades. La utilidad que tiene el método del Dr. Gaete es la siguiente: ser nosotros mismos y punto. Que cada cual no tenga miedo en decir «este soy yo, ¿qué te pasa?». Sí, todo lo que quieran, ahora los moralistas van a decirnos que necesitamos conciencia crítica y una debida formación ética para cultivar el espíritu democrático, etc., pero ellos no entienden que todo eso no se transmite a la fuerza ni por imposición. Se transmite con pedagogía. Y si hay alguien que puede recibir y entender todo eso, es gracias a su libertad. Y para ser libre no sólo hay que tener un plato de comida todos los días, sino que además hay que asumir el desafío de ser uno mismo; no estar obedeciendo todo los que nos dicen que es así: lo verdadero, lo correcto. Eso sí: ser uno mismo no es fácil. Tampoco nos asegura «ser buena persona», «buena calidad de vida» o acceso a alguna clase de sabiduría celestial. Es un esfuerzo que no se paga barato. Los costos de la autenticidad pueden ser ingratos: soledad, incomprensión, frustración y aun desamor. ¿Pero quién te quita lo bailado? ¿Sabés lo lindo que es plantarte y decir
«éste soy yo»? Porque cuando llega ese momento, ya no importa nada: se está en paz con uno mismo y se reconoce que no hay vida más hermosa que ésta que tenemos aquí y ahora, en este país, en esta ciudad. Finalizado este scherzo, ahora ya un poquito más relajados, volvamos al pensamiento.
¿Qué es la filosofía?
I
Sí, ya sé, ustedes dirán: «¿¡otra vez la pelota a la casa del vecino!?». Pero bueno, es así, las grandes preguntas del ser humano son aquellas que, aun sin intención de nadie, se reeditan constantemente y siempre se revelan pertinentes para nuestro día. De modo que ya les he adelantado algo de mi respuesta: la pregunta por la filosofía en Uruguay, aquí y ahora, es pertinente. Empecemos por identificar lo que no es la filosofía. En primer lugar, la filosofía no es una sola cosa: ni pura metafísica, ni pura lógica, ni pura epistemología, ni pura ética. Es todo eso y mucho más. Entre otras cosas, además de preguntarse por el Ser, de fundamentar el análisis matemático o de intentar definir las formas del
conocimiento, la filosofía siempre está a disposición de lo que yo quiera hacer con ella. Me permite siempre y cuando sea con esfuerzo crítico crear intelectualmente lo que se me antoje con tal de ensayar posibles respuestas a mis preguntas. En segundo lugar, la filosofía no es un asunto de fe: no hay que creer en ningún libro sagrado o precepto divino, ni tampoco en algo sobrenatural para poder filosofar, pues la filosofía no es una religión que contenga un saber previo sobre el mundo y la vida, sino que lo que ella pueda decirnos depende de nosotros mismos. Tampoco hay que ser de «izquierda» o «derecha» para filosofar, pues la política es una actividad que no decide sobre todos los aspectos de la vida humana. Es cierto, yo podría sentirme un gran nacionalista, un «batllista viejo» o un «anarco de verdad», pero tan sólo estaría cambiando mi identidad por la del grupo de pertenencia, y sin éste podría incluso perder el sentido de mi vida. En tercer lugar, la filosofía no pertenece a nadie: si bien existe gente con amplia formación académica, ello no significa que para filosofar se requiera previamente un «título habilitante». Baste con recordar al italiano Giovanni Papini, al argentino José Oliva Nogueira o a los uruguayos José Enrique Rodó y Mario Sambarino, quienes obtuvieron su formación filosófica principalmente como autodidactas. Y no crean que esto significa dar la bienvenida incondicional a todo aquel que quiera filosofar, no: la filosofía necesita, ante todo, ser independiente de cualquier persona que la ejerza, de modo que nadie deba ceñirse previa y forzosamente a lo que hicieron los demás. Desde
luego que siempre tendremos pensamientos o ideas influyentes, pero en la medida que «no les rendimos cuentas» y contribuyen a nuestra formación, están a nuestra libre disposición y por decirlo así no tienen propiedad. Lo importante no es tan sólo comprar ideas ajenas, sino adquirirlas como «préstamos de materia prima» para producir algo propio.
II
A partir de estas tres grandes características ya podríamos comenzar a responder nuestra pregunta. Pero antes hay que reconocer algo: todo lo que aquí digo es, más que verdadero, estratégico. Esto significa que por lo menos en el Uruguay actual, importa más asignarle un sentido a mi respuesta que cuestionar la «verdad universal» que ésta podría llegar a contener. No es muy difícil de comprender: si tengo hambre, no puedo demorar demasiado en conseguir mi plato de sopa. Y la palabra «hambre» aquí se emplea como alegoría para designar las limitaciones materiales y culturales que tiene cualquier uruguayo para filosofar, a saber: 1. Materiales: remuneraciones insuficientes y falta de tiempo, escasez de espacios para el intercambio intelectual, dificultades para acceder a bibliografía especializada, etc. A ello debe sumársele la estructura centro-periférica que existe, al igual que en la mayoría del continente, en el Uruguay: quienes viven al sur de Av. Italia son, en demasiados sentidos, los únicos privilegiados. 2. Culturales: reducción moral en función de cierto modelo uruguayo de supervivencia y bienestar, indiferencia social ante iniciativas creativas ambiciosas, desprecio inconsciente o intencional a la excelencia; quizás cierta juventud conservadora y tradicionalista sin apertura al mundo, etc.
Y un tercer y último rasgo compuesto (materialcultural que agrava a los anteriores es la progresiva psiquiatrización y envejecimiento de la sociedad. Hay una interpretación que nos dice que tales limitaciones culturales provienen fundamentalmente de un estado coyuntural de valores, acentuado por la pobreza y favorecido por las extraordinarias condiciones geográficas del país. Desde que la sociedad uruguaya dejó de ser la «Suiza de América», las sucesivas crisis políticas y socioeconómicas definieron un «estado de valores» que, aparentemente, ya se encontraba en germen desde la era colonial: las tendencias a ser trabajador pero no emprendedor, agorero y quejilloso, impuntual, ventajero, guarango, machista y eventualmente patriotero, atributos que serían el reflejo de una cultura cerrada, incapaz de renovarse a sí misma e ir a la altura de los tiempos. Pero si bien un diagnóstico de este tipo podría comprobarse en algunos sectores especialmente representativos del país como, por ejemplo, el de los funcionarios públicos que gozan de inamovilidadxv y están asociados a un sindicato combativo , ello no habilita a trasladarlo al resto de la sociedad uruguaya (especialmente a los jóvenes), sobre todo cuando ese punto de vista oculta una visión romántica del pasado, un deseo reprimido de volver a una «edad de oro uruguaya» y, sobre todo, ignora las novedades que permiten pensar de otro modo nuestro contexto. Existen mitos y fantasías idiosincrásicas porque hay gente que los sostiene. Esa gente se llama gerontocracia cultural y es algo distinto o debería serlo de la
juventud. En efecto, son las mentalidades envejecidas en cabezas de todas las edades quienes hacen competir la actualidad con recuerdos gloriosos del Uruguay. Son ellas quienes padecen de misoneísmo y nos remiten de manera autoritaria a un conjunto de hábitos y costumbres ideales, generalmente inaccesibles para las nuevas generaciones que intentan reconocer su presente y construir el futuro. ¡Necesitamos jóvenes creadores que derriben a esta gerontocracia cultural e impongan un diálogo con la actualidad!, lo cual significa desde luego pensar el futuro. Es inútil reivindicar las experiencias históricas de un grupo generacional si éstas no superan la anécdota y el juicio de valor que quiere establecer un «ganador». Nietzsche afirmó que no hay hechos, sino sólo interpretaciones. Pero hay muchos testigos y protagonistas del pasado que creen ser ellos mismos los Hechos así, con mayúscula y todo. De ahí que adoren encontrar un papelito, una piedrita, cualquier detalle para decir «¡nosotros tenemos razón, aquí hubo una guerra civil!», «¡nosotros tenemos razón, sufrimos una conspiración imperialista!», «¡estábamos en lo cierto, los terroristas querían destruir al país!». El futuro no les importa: hay que atribuir culpas y exonerar responsabilidades.
***
Cuando los uruguayos prolongan hasta el cansancio el debate acerca de si es posible alcanzar la
verdad en una respuesta a la pregunta por la filosofía, a menudo se encubre más que inteligencia o erudición, mediocridad y falta de vocación. ¿O van a creer que todos esos personajes que únicamente dictan conferencias magistrales, redactan «papers académicos» en inglés para revistas internacionales, se rascan la barbilla y fruncen el ceño mientras escuchan a su interlocutor, son gente con talento? En consecuencia, al pronunciarme sobre este tema y saltear la discusión epistemológica que me proveería de los fundamentos necesarios para afirmar tal o cual enunciado, elijo actuar. Más específicamente: elijo comunicarme con la gente que me rodea. Y esa gente es la comunidad a la que pertenezco o quiero pertenecer, y por tanto no debo hacer de ella una tribuna para mis monólogos. Si usted siente que el éxito son aplausos de gente sometida a prejuicios y estereotipos, no es un filósofo: es un imbécil. El filósofo debería lograr el reconocimiento a través de la empatía, es decir, debería darse cuenta de que al uruguayo le importa un bledo si en realidad Kant sostuvo, a fines de 1801, que el imperativo categórico era una deducción autopoiética-apriorística del sujeto constituyente y qué sé yo. Si efectivamente eso es pertinente, entonces vos tenés que demostrar la conexión que tiene con la actualidad uruguaya, tenés que salir y hablar con éste y aún olvidarte un poco de tu carrera académica, del prestigio y de los eruditos que admirás tanto. Ésta es la realidad, mi amigo. ¿Por qué creés que salís del supermercado y te piden una moneda, te detenés en el semáforo y te piden otra, cruzás una plaza y otra más,
cancelás una cita porque hay paro o un buen día tenés que pagar más impuestos? ¡Porque vos nunca viviste en Suiza, sino en Uruguay! Según nuestra perspectiva, pues, la filosofía está inevitablemente ligada a la comunicación con el uruguayo medio. Y comunicarse significa crear. Esto que parece algo ingenuo u obvio, consabido por todos, revela muchas veces la distancia que mantienen los supuestos filósofos uruguayos con respecto a su sociedad. Es un postulado que cobra vigencia al advertir que casi nadie hace algo por motivar la reflexión filosófica en nuestro medio. O peor aún: cuando aparece alguien que con mucho sacrificio lo intenta, es ignorado y condenado socialmente al aislamiento (o a la emigración). Se trata, en efecto, de un postulado pragmático: si no nos dedicamos a trabajar, si no nos rompemos el alma para generar filosofía en Uruguay, seguiremos esperando infantilmente soluciones extranjeras a nuestros propios problemas. No obstante, se podría objetar que estos problemas no son exclusivos del Uruguay sino de toda actividad filosófica. Sucede que nuestro postulado adquiere aptitud crítica porque aun tomando en cuenta aquellas limitaciones materiales y culturales, cuestiona la decisión por filosofar en Uruguay justamente para confirmarla y afianzarla siempre bajo un importantísimo presupuesto: la necesidad de comunicarse. En efecto, si el filósofo sinceramente quiere comunicarse con su entorno, encontrará por lo menos un uruguayo con quien entablar el diálogo, y éste podrá ser un amigo, conocido o un familiar, pero sobre todo será la prueba de que es posible construir una filosofía
comprensible para todos en un país sin holgado bienestar. Pero hay más: aunque no lo encontrara, habría hecho una valiosa contribución para la tradición filosófica del país y seguramente sería leído por futuras generaciones: ¿qué seríamos sin Carlos Vaz Ferreira, José Enrique Rodó, Arturo Ardao, Luce Fabbri, Juan Llambías de Azevedo, Mario Sambarino o, entre otros, Héctor Massa?
III
¿Qué es la filosofía? Pregunta archiconocida, ¿pero para quiénes? ¿Cuándo nos preguntamos nosotros qué es la filosofía? Naturalmente, varios filósofos uruguayos han respondido a esta pregunta; pero hoy nos importa más la forma que el contenido. Necesitamos algo que nos inyecte entusiasmo. Por eso la forma de responder a ésta y a cualquiera otra pregunta filosófica en Uruguay, es la obra: escribir, enseñar, investigar, criticar, pero ante todo crear. Creando una obra sensible, capaz de comunicarse con nuestro país, damos el primer paso para superar la costumbre de repetir gregariamente lo que dictan las modas intelectuales de Europa o EE. UU. ¡La filosofía es libre y está al servicio de nuestra creación! Con ella también podemos reconocer nuestra situación en el mundo, esto es, que somos uruguayos y vivimos en un país latinoamericano (sin cultura indígena), que no podemos pensarnos aisladamente sino en relación a la geopolítica y
economía mundial, que integramos el universo gobernado por el idioma español y que hemos heredado muchas cosas buenas y malas de España. Al mismo tiempo, nuestra obra no debe por ello encarcelarse en Uruguay: debe abrirse al mundo y enriquecerse con él. Y si nos interesa despertar la reflexión filosófica en nuestro país, no podemos olvidar que aquí viven un poco más de tres millones de habitantes, que no se reciben inmigrantes, que el turismo es modesto, que estamos en la encrucijada de dos países enormes y que, en tanto rasgo endógeno, la sociedad uruguaya se inclina hoy al provincianismo de su gerontocracia cultural. Por ello más que una «filosofía uruguaya» que reivindique o represente tal o cual aspecto de la muy discutible por no decir persecutoria «identidad nacional», necesitamos una filosofía para el Uruguay, es decir, una serie de herramientas que nos ayuden a pensarnos a nosotros mismos, siempre en una relación abierta con el mundo. Finalmente, vamos a decir algo entre nosotros: acá hay un texto que se lee y que aparenta saberlo todo. No nos dejemos engañar por la gramática, pero tampoco seamos unos fanáticos de la lógica. Lo que aquí se ha dicho, es más un puro entusiasmo, un énfasis concreto y vivencial, más un empujón representado en la lengua escrita que un pensamiento nacido desde una abstracción deliberada. Por eso hay que leerlo rapidito y no prestarle mucha atención. Y ahora manos a la obra. Yo ya escribí esto, ¿y vos?
Los mismos son, para ser más exactos: los funcionarios presupuestados (por oposición a los contratados, pasantes o becarios) de la Administración Central y los Gobiernos Departamentales, a excepción de los funcionarios policiales y militares, los del Poder Judicial, los demás que la ley así declare (arts. 60 y 168, núm. 14, Constitución) y, tácitamente, al no disponer la Constitución norma alguna acerca de su destitución, los funcionarios de los Entes Autónomos y Servicios Descentralizados (Cf. Delpiazzo, Carlos: Derecho administrativo uruguayo, México D. F.: Porrúa, 2005, p. 351). xv
Carlos Maggi: un pensador olvidadoxvi
En 1963 Carlos Maggi publicaba en Montevideo un pequeño libro incomprendido para esos años: El Uruguay y su gente. Paradójicamente, se agotaban sus ventas en noventa días. Luego se reeditaría varias veces antes de ser retirado de librerías y destruido en 1974 bajo la dictadura cívico-militar. Se trataba de un ensayo muy crítico, de prosa exquisita, extraordinariamente comunicativa con el público al que se dirigía; visionario y relativamente vigente en algunos de sus puntos de vista y, en efecto, bastante raro para nuestros días. Mientras todos los intelectuales de la época se dedicaban a problematizar la realidad desde enfoques principalmente socioeconómicos e históricos, un muy respetado dramaturgo y provocativo periodista, un
polifacético escritor se animaba a participar en el debate con un aporte de mayor profundidad. Carlos Maggi miraba la cultura: nuestros valores y conductas, nuestras aspiraciones e ideales eran interpelados para demostrarnos que, además de combatir la explotación y dominio extranjeros, también era necesario intentar cuestionarnos para evitar la perjudicial actitud infantil de atribuir únicamente culpas ajenas a los problemas de nuestra vida. Esto significaba que el análisis de las demandas sociales debía ser complementado con una fuerte autocrítica que fuera capaz de protegernos, por ejemplo, de la holgazanería o el arribismo factores que a menudo develan el origen de varias protestas y reclamos de carácter corporativista. Para contextualizar y aventurar una explicación de aquella incomprensión, naturalmente hay que recordar qué le pasaba al Uruguay desde el cual hablaba Maggi. Sin haber aprovechado el auge económico facilitado por la primera y la segunda guerras mundiales y la Guerra de Corea, el país asimilaba por fin las consecuencias de no haber completado la modernización de la producción ganadera iniciada alrededor de 1850. Las prestigiosas conquistas de una vanagloriada democracia ahora se relativizaban ante una crisis que, suspendida irresponsablemente por sucesivos gobiernos, se apropiaba de la oportunidad que se le había prometido tiempo atrás. La ausencia de una tecnificación de la ganadería, el descenso de los precios y la falta de respuesta de los ganaderos ya acostumbrados a una riqueza sin demasiado esfuerzo fueron los factores decisivos para el estallido de la crisis. Era la caída del modelo que Marcelo
Cavarozzi ha denominado como «matriz Estado céntrica» y que, desde 1957, generaría en Uruguay un estancamiento económico sostenido durante dieciocho años. De este modo, muchos de los integrantes de la autodenominada «generación del 45», «generación crítica» o «generación de Marcha», según distintas ópticas y temperamentos, se vieron constreñidos a asumir cierto compromiso e incluso a ensayar soluciones posibles. El maestro y «padre» de todos ellos, Carlos Quijanoxvii, en 1958 abandonaba el Partido Nacional para anunciar su adhesión al socialismo. El triunfo de la revolución cubana en 1959 (única exitosa en Latinoamérica), arrojaba una enorme esperanza y demostraba en contra de viejos revolucionarios como Betancourt, Haya de la Torre, Paz Estenssoro, etc. que las reformas e innovaciones tan buscadas no necesariamente debían contar con la aprobación de EE. UU. y que, entonces, no era absolutamente imposible construir aquí «un mundo mejor». Lo cual se añadía al mismo tiempo a un contexto de «Guerra fría», en donde Latinoamérica pasaría a integrar los territorios estratégicos de una creciente hegemonía político-militar de la superpotencia norteamericana. Surgieron nuevos espacios para expresar futuras preocupaciones nacionales, a veces perfilados hacia una pretendida «conciencia latinoamericana» (por ejemplo las revistas Nexo o Tribuna Universitaria, fundadas en 1955), otras hacia la elaboración de informes técnicos imprescindibles que nunca habían sido realizados en el país (CIDE, 1960). En la década de 1960 aparecen obras tan enriquecedoras, pertinentes e innovadoras, como
divergentes en su encare de la problemática nacional: Carlos Real de Azúa, Vivian Trías, Alberto Methol Ferré, Luis Pedro Bonavita, Roberto Ares Pons o Daniel Vidartxviii, entre otros, registran a su modo al menos un texto representativo de las urgencias o intereses intelectuales de la época. Nace además la obra de José Pedro Barrán y Benjamín Nahúm, la cual echó las bases como se sabe para una historiografía nacional rigurosa y exhaustiva, «profesional» diríamos, como nunca antes había sido lograda en el Uruguay. Vemos, pues, que se trataba de analizar el contexto económico y social, diagnosticarlo y esbozar siquiera una orientación posible, tanto para comprender como para incitar algún tipo de acción social específica. Por tanto escribir, por ejemplo: «Las máquinas pasan, las estadísticas y las estructuras pasan y hasta las crisis pasan y aun los hombres pasan fatalmente; pero la cultura queda. La educación se contagia y es hereditaria y recesiva; después que prende en un pueblo lleva siglos hacerla retroceder y renace en cualquier instante. Y sucede […] que la cultura, además de darle sentido y dignidad a la vida de cada uno y de perdurar por sí misma, es un factor económico tal vez el principal para la obtención del bienestar físico»xix. Evidentemente esto no tenía nada que ver con el agitado y desconcertante ambiente de crisis de aquel momento. La primera promoción del 45 había intuido y pronosticado la crisis, pero es la segunda la que viene a combatirlo y querer cambiarlo, pues ya se asomaba a una realidad visiblemente herida. Incluso Eduardo Galeano, tal vez el más talentoso y promisorio de esta última serie,
concentró su rica pluma en las precipitaciones coyunturales de su día y fue consagrado si bien hoy su obra puede enriquecernos mucho más como maestro de adoctrinamiento ideológico. Sólo mediante el estudio de esa década única en la historia uruguaya, comprenderemos cómo los tupamaros pudieron concebir algo tan radical como una guerrilla armada en un país de viejos. Y es que si no evocamos de algún modo lo que se sentía en esos años, no vamos a entender nada de por qué Maggi escribía para un público inexistente o, en el mejor de los casos, para un público del futuro. El Uruguay y su gente obtuvo escasas repercusiones. La crítica se concentró en adjudicarle a Maggi equivocaciones e imprecisiones respecto a la historia uruguaya del siglo XIX y generalizaciones que, supuestamente, creaban una imagen falsa del país. El primer punto, sólo revestía un interés al detalle que no afectaba el razonamiento principal del ensayo, pues no alteraba las conclusiones de éste; el segundo, en cambio, se fundaba en que Maggi retrataba a un Uruguay que sólo era válido para los habitantes de cierta clase media acomodada y que, en función de ella, construía un Uruguay que no reflejaba a «todas las realidades sociales». Pero el error de esta crítica generacional se halla en que interpreta el pensamiento de Maggi en un sentido cuantitativo y no desde un punto de vista comprensivo de las normas simbólicas que rigen una cultura específica. Se limitó a destacar que para una determinada cantidad de personas, la situación socioeconómica era distinta y que no debía incluirse a éstas dentro de, por ejemplo, una de las
descripciones personales del autor «[…] el problema de nuestro país son los uruguayos. Estamos entregados. Es más: nos molesta la presencia o la actividad de un enloquecido, un fanático, alguien dado con alma y vida a su actividad. Nos interrumpe el mate»; «Y lo más triste: aquí la felicidad no consiste en superar dificultades, la felicidad consiste en no tener dificultades». Se acusó a Maggi de promover una visión que no se correspondía con todos y cada uno de los habitantes de aquel Uruguay, pero ello nos revela hoy la idea errónea de que la sociedad es la suma de sus individuos; idea que sin duda ignoraba las construcciones colectivas de sentido y la gestación folclórica de discursos simbólicos, ambos factores que tienden a influir y condicionar pero nunca a determinar totalmente nuestras conductas y actitudes vitales. Como antes Piriaxx, Herrera y Reissigxxi o Vaz Ferreiraxxii, Maggi hizo una contribución para identificar cuáles eran las pautas culturales dominantes del Uruguay, esto es, aquellas que lo son justamente porque la cultura a la que pertenecen es incapaz de dialogar con otras y acaba siendo hegemónica: cualquier otra cultura local o regional del Uruguay, deberá asumir los códigos de comunicación que aquélla establece o no será visible más que para sus reducidos integrantes. Esa cultura dominante hoy incubada en Montevideo y de tipo mental-gerontocrática impone valores y sentidos a todos los individuos, y el rebelde que no los obedezca pagará el precio de la exclusión o la indiferencia. La integración social del uruguayo equivale, entonces, a cumplir aspiraciones ideales para conservar un
orden cultural-imaginario, nutrido de cierta autopercepción idiosincrásica que nos agrupa a todos en un conjunto hermético de hábitos y costumbres pintorescos. Sin embargo, esto no es nada típicamente uruguayo, sino mundial: es lo que crea cualquier cultura posindustrial urbanizada para vivir mejor según la creencia de que, más allá de las diferencias, existe cierta unidad colectiva. Pero hay más: si bien de un modo intuitivo y no metódico, el modelo de crítica que ejerce Maggi no está predestinado al Uruguay y es capaz de superar el presupuesto epistemológico de leernos en clave de «naciónuruguaya». Esto nos ayuda a reconocer que la pregunta por la llamada «identidad nacional», refiere más a un síntoma de la globalización contemporánea que por decirlo así a una búsqueda de conocimiento con pretensiones universales. Por tales razones, hay que atreverse a realizar un modo ambicioso de crítica global sobre nosotros mismos que sea apto para prevenirnos de los riesgos de una cultura gerontocrática afectada de provincianismo, es decir, de la incapacidad para escuchar otras voces que no procedan desde los parámetros que, previa e inconscientemente, dicha cultura reclama.
***
Es importante precisar que la valoración que recibió El Uruguay y su gente fue hecha, principalmente, por los coetáneos de Maggi, es decir, por la «generación del 45»
o «generación crítica» (así bautizadas, respectivamente, por Emir Rodríguez Monegal y Ángel Rama). Ninguno de los críticos que se pronunciaron en su contra (por ejemplo: Arturo Sergio Visca, Emir Rodríguez Monegal o Ruben Coteloxxiii), vivió lo suficiente como para constatar las insistencias que Maggi realizaría en diversos contextos nacionales. A partir de la transición democrática, publicó títulos como Los militares, la televisión y otras razones de uso interno (1986), donde promovía sin rencor ni desprecio un acercamiento hacia los militares derrotados para lograr una mejor convivencia social, lo cual se desprendía de su enfoque cultural y educativo que, antes que evaluar sanciones y condenas, priorizaba la formación cívica de las futuras generaciones. Por otro lado, tanto en esa obra como en El Urucray y sus ondas (1991), Maggi expuso novedosas ideas sobre la regulación de los medios de comunicación y la programación televisiva en el Uruguay, tales como las posibles «repercusiones culturales» de algunas series y películas de Hollywood que, en aquella década, exhibían inusual violencia, consumo de drogas u otros comportamientos eventualmente no ejemplares para los escolares. Y hay que destacarlo: jamás invocó argumentos reaccionarios del tipo «recuperar los grandes valores» o conservar la «tradición democrática» del Uruguay. A los títulos mencionados, le siguieron El Uruguay de la tabla rasa (1992), La reforma inevitable (1994) y El fin de la discusión (2002), tres volúmenes que recopilan sus notas en medios gráficos (sobre todo aquellas escritas desde 1993 para el diario El País). De este tríptico de actualidad y pensamiento coyuntural, por la diversidad de temas y la
originalidad de algunos de sus planteos, pienso que el mejor es La reforma inevitable. Allí es donde Maggi se distancia con más claridad de la «generación crítica». Le atribuye a ésta cierta soberbia y desprecio a la hora de juzgar, por ejemplo, las teorías económicas de la Escuela de Chicago, pero omite hablar de sus preferencias estéticas y literarias, las cuales en cierto sentido contribuyeron a excluir u olvidar escritores como Julio Ricci, L. S. Garini, Jorge Musto, Ariel Méndez, Alfredo Gravina o incluso destacados pensadores como Manuel Arturo Claps, Juan aunque no Luis Segundo o Luce Fabbri. Por último menos importante La reforma inevitable es en varios de sus pasajes un llamado a la juventud, la convocatoria a una «nueva generación» que vale la pena traer a colación: «Cuando las condiciones cambiaron, cerrar los ojos y mantenerse "en la mala", es más triste que estar trasnochado, es cursi. Lo terrible es que a un melancólico, el abandonar la melancolía, lo pone melancólico. (Melancolía, mala enconía, encono malo). ¿Cómo escupir los demonios (los tics) correspondientes a esa mentalidad desahuciada, emperrada en ver todo mal? Para vivir en un país más orondo, bastaría una camada de jóvenes con sentido del humor, capaces de poner en ridículo a esos tipos con cara de gol en contra»xxiv. Estas últimas obras, sin embargo, no parecen haber merecido nuevas interpretaciones, sino que han sido recibidas bajo la óptica generalmente politizada o, como se decía antes, «ideologizada» de algunos críticos. Siguiendo las apreciaciones de Carlos Real de Azúa en su Antología del ensayo uruguayo contemporáneo (1964), escribe Oscar Brando: «Esa primera transformación que lo convirtió en temprano
preocupado o moralista, diagnosticador ambicioso y epidérmico de nuestras culpas, nuestros lastres, nuestras fatalidades, nuestros enemigos , recrudeció en la última década de su actividad ensayística (1990 en adelante), admonitoria, severa, profundamente conservadora. Eso es Maggi en los primeros años del siglo XXI: un memorioso entrañable de su época dorada y de otro Uruguay que él vivió, un arbitrario historiador , un polemista vivaz pero sesgado por el pensamiento neo-conservador que da materia semanal a sus intervenciones periodísticas»xxv. Una lectura casi idéntica, pues, a la interpretación de Real de Azúa y, además, también sesgada por lo que ella misma denuncia: un pensamiento conservador, puesto que Brando conserva los mismos prejuicios que sobre Maggi tenían muchos de sus contemporáneos, a saber: que por el hecho de colaborar en diarios como Acción o El País, es decir, en los así llamados «diarios de derecha», el autor no es más que un vocero de tal o cual línea editorial y, en consecuencia, toda la crítica obtiene el derecho de juzgarlo sin analizar el contenido de sus textos. En el fondo, Brando continúa siendo deudor de la idea gramsciana de «intelectual orgánico», la cual supone que, dada una sociedad balcanizada por la explotación del capitalismo, o bien la tarea de los intelectuales es la justificación ideológica de la «clase dominante», o bien la defensa (ideológica) en favor de la «clase proletaria». Especial mención merece el último trabajo de Maggi, 1611-2011 Mutaciones y aggiornamentos en la economía y cultura del Uruguay (2011), pues constituye un ápice en su trayectoria como ensayista. En él analiza la historia
económica uruguaya para demostrar que, mediante cifras macroeconómicas e informes periodísticos, no siempre la cultura es el producto de una coyuntura económica. Conviene aclarar que las nociones de «cultura» que Maggi emplea a lo largo de esta obra son ambiguas y, a decir verdad, carecen de rigor conceptual y la mayoría de las veces caen en falacias naturalistas, pero luego toman mayor precisión cuando son acompañadas de un escenario concreto. Así, el Uruguay del 900 es desmitificado como época de constante prosperidadxxvi. El autor pone énfasis en que, pese a que el PBI cayó un 23% entre 1913 y 1916 y demoró más de un lustro en recomponerse incluso con un Banco República fundido, la inconvertibilidad impuesta por decreto en 1914 y a continuación una ley de «curso forzoso riguroso» de los billetes emitidos predominó un optimismo que hizo posible lo que Maggi denomina «aggiornamento cultural». Escribe el autor de Polvo enamorado (1951): «Lo que fulguró entonces fue un cambio vital que indujo a pensar en tiempos de gran bonanza, sin que hubiera economía creciente. Había nacido un modo nuevo de percibir al otro. Se repudió la guerra y se desarrolló el derecho laboral [...]»xxvii. La sociedad uruguaya de principios de siglo XX, dice Maggi, tuvo un «cambio psicológico» porque la gente se había convencido del fin de las guerras: se pudieron proyectar con ambición gracias a ese nuevo «estado de ánimo» que provocaba un tiempo de paz. Es cierto que Maggi permanece fiel a su tesis de 1963. De lo que se trata es de los «hechos formativos de la gente». Sin embargo, en su última obra se ha superado a sí
mismo y elabora un pensamiento culturalista más preciso: es el diagnóstico socioeconómico en base a la crítica los modos y grados de politización del país (entre los cuales se cuentan desde luego las formaciones ideológicas). Esto le permite alcanzar un horizonte algo más interesante, pues se ubica más allá de cualquier simpatía partidaria. Nos permite comprender que la constitución de una sociedad no se reduce a las orientaciones y aun conducciones de los partidos políticos, sino que es tanto el reflejo de sus contingencias económicas como el de su propia diversidad. Maggi nos concede asimismo un margen de acción: si las cosas no dependen únicamente de los políticos, podemos cambiar y decidir sobre una situación concreta. Pero esto requiere el esfuerzo de reconocer en qué contexto vivimos, justamente para no tomar interpretaciones anacrónicas como si fueran diagnósticos de actualidad. A estos efectos, la obra de Carlos Maggi es una contribución de gran valor. ¿Hasta cuándo vamos a seguir ignorándola?
Cómo hacer callar al otro sin parecer arbitrario A propósito del microfascismo progresista
Desde hace algunos años, padecemos una nueva y curiosa forma de control social que, si bien ha sido condicionada por medios, tribunos, maestros y activistas sociales, es ejercida fundamentalmente por la sociedad civil no organizada. Voy a emplear una denominación fea pero
que quizás suene familiar para algunos: se trata del «microfascismo progresista». En una palabra, consiste en imponerle al otro un sentido de culpa cuando «atenta» contra la moral pública. Sus condiciones de posibilidad son las siguientes el encuentro entre un grupo que se arroga el derecho de hablar con autoridad moral y una persona que disiente; 2) un sistema de referencias éticas legitimado a nivel público, es decir, en propagandas, avisos publicitarios, vocabularios «políticamente correctos», etc.; 3) un lenguaje politizado que habla para sí mismo y no apela más que a términos y expresiones consabidas. Ya ven, pues, que no estoy hablando de empresarios, políticos o intelectuales, sino de una sensibilidad que hoy se impone al interior de un grupo de amigos, en una charla de café o una cerveza en el parque. Así que nada de hacerse el pelotudo, ¿está claro? Antes que nada, empecemos con algunas definiciones de carácter general. El concepto de control social tiene, usualmente, dos sentidos: por un lado, designa los procesos sociales que generan conformidad; por otro, una acción dirigida a la conservación y reproducción del sistema social, cuya cohesión estará garantizada por medio de la exclusión (material o simbólica) de quienes no se ajusten a las normas predominantes de sociabilización. Está claro: si yo mañana fuera a un asado y, en plena degustación de chorizos y morcillas, comenzara a declamar el veganismo como único régimen alimenticio aceptable, seguramente me convertiría en un blanco fácil para proyectiles de carne. O, por el contrario, si les hablara a todos en chino antes de comer, probablemente recibiría una demostración muy pero muy expresiva de acrobacias marciales. Tanto en el primer caso
(no respetar una costumbre alimenticia) como en el segundo (hablar un idioma distinto al establecido), se trata de la exclusión que sufre un individuo según los criterios de un grupo determinado. ¿Qué es el microfascismo? Hubo un filósofo francés, por cierto con más talento para el dibujo que para la escritura, que lo definió así: «Fascismo rural y fascismo de ciudad o de barrio, joven fascismo y fascismo de excombatiente, fascismo de izquierda y de derecha, de pareja, de familia, de escuela o de despacho: cada fascismo se define por un microagujero negro, que vale por sí mismo y comunica con los otros antes de resonar en un gran agujero negro central generalizado»xxviii. Hay, entonces, un énfasis en lo cotidiano que escapa a todo aquello que identificamos con la palabra «poder», a saber: empresas monopólicas, bancos internacionales, partidos políticos y, dependiendo de cada sociedad, ejércitos y organizaciones religiosas. Si el microfascismo es un mecanismo de control social que te involucra a vos y a mí, a Toto el verdulero y a la vieja doña Rosa, es porque no funciona en un plano vertical sino horizontal de la estructura social. Ya hemos sugerido unas definiciones concisas de control social y de microfascismo, ahora nos queda pendiente una de progresismo. Aquí me voy con uno de los míos: «¿Qué es una persona progresista? Una persona que cree en valores. Valores de solidaridad, de libertad, de igualdad y justicia. ¿Qué es una persona progresista? Es una que cree en valores. Valores como la ciencia, la educación y el progreso. ¿Qué es una persona progresista? Una que cree en los derechos humanos, los derechos de los ciudadanos, los derechos de los niños, la igualdad de
género. ¿Qué es una persona progresista? La que cree en valores como el pluralismo, la tolerancia, el diálogo, el consenso y la participación. ¿Qué es una persona progresista? Es aquella que cree en la inocencia de los niños, la madurez del adulto y la sabiduría de los ancianos»xxix. Cabe agregar que dichos valores poseen adicionalmente un sentido retórico, pues hoy están reubicados ideológicamente en la coyuntura política internacional: en las Américas, por la llamada «ola de gobiernos progresistas» (Chávez-Maduro, Lula-Rousseff, Kirchner-Fernández, Evo Morales, Rafael Correa, Daniel Ortega, Fernando Lugo, Vázquez-Mujica) y la ya tradicional apropiación chovinista de la democracia como identidad nacional (EE. UU.); por otro lado, a causa de la influencia que “lemania y, en menor grado, Francia ha ejercido en las políticas de «concientización social» a través de la Unión Europea. Hoy nos resulta difícil invocar sin más la libertad, la justicia o la igualdad, como si fueran el horizonte utópico de cualquier acción política. Luego de la caída del Muro de Berlín, los demagogos del capitalismo corporativo han podido frivolizar con gran éxito el significado de estas expresiones. De allí la mirada de recelo, algo lúdica y aun despreciativa hacia quienes, entre otros, todavía se juegan la vida por esos valores: tunecinos, egipcios, libios, sirios, yemeníes, etc. La manipulación política de tales valores ha logrado vaciarlos de sentido. Claro, para no acabar en un vacío es mejor repetir y repetir hasta el hartazgo que hay que protegerlos, que debemos ser responsables por ellos, que hay que sentirse agradecidos por tenerlos. Pero esta prédica histérica elude el problema de fondo: que ya no hay
valores universales, que los valores se discuten, así que ella no hace más que acentuar el microfascismo progresista, pues impone valores abstractos que para muchos en el plano de lo cotidiano e individual no son obvios y que, sin embargo, merecen nuestro celo y respeto. Este contexto debería explicar algunas de las manifestaciones del microfascismo progresista: ¿por qué acomodamos nuestras palabras con la paranoia de no discriminar minorías étnicas o de (trans)género?; ¿por qué si alguien habla desde el lugar de la víctima, recibe autoridad de palabra y atención preferencial?; ¿por qué estamos convencidos de que cada uno tiene su opinión y que todas valen lo mismo?; ¿por qué hemos desarrollado un especial grado de tolerancia frente a la hipocresía de quien aborrece el consumismo sin dejar de participar de él?; ¿por qué cae bien simpatizar ingenuamente con Lenin, el Che, Fidel, Mao o Hồ Chí Minh y, por el contrario, cae antipático mantener reservas críticas ante tales personalidades históricas?; ¿por qué se le atribuyen intenciones perversas a quienes todavía defienden sus convicciones (conservadoras) en la familia, el trabajo o el matrimonio heterosexual? Además de las tres condiciones de posibilidad arriba mencionadas, el microfascismo progresista conlleva tres grandes supuestos. En primer lugar, una simplificación binaria de la historia mundial: en Las venas abiertas de América Latina (1971), por ejemplo, Eduardo Galeano subdivide al mundo entre pobres originarios y explotadores sobrevinientes, donde atribuye a los primeros una pasividad históricamente determinada y a los segundos actitudes naturales de codicia, violencia y crueldad. Por su parte, David S. Landes en The Wealth and Poverty of Nations
(1998), separa a la humanidad entre «Occidente [EE. UU. y Europa] y el resto», donde el primero tuvo un «desarrollo más exitoso» que el otro debido a su superioridad cultural. En segundo lugar, una idea unidimensional de clase social, esto eso, que las sociedades son organizaciones piramidales donde hay gente abajo y gente arriba, sin ningún tipo de relación entre sí, reducidas en última instancia a su condición económica. Y, por último, el microfascismo progresista supone un relativismo «filosófico» que postula la equivalencia absoluta entre todas las opiniones, tal como si éstas fueran paquetes cerrados que, por medio de intercambios y no de discusiones, se descubre la sorpresa que cada uno lleva adentro. Recapitulando: el microfascismo progresista es una práctica actual de control social, ejercida por sectores de la sociedad civil no organizada, por medio de la cual un grupo excluye a quien parece no respetar los valores del discurso progresista. Ustedes pensarán, tal vez, que todo esto podría ser una apología de posiciones retrógradas en materia moral, por ejemplo que la mujer debe ocuparse únicamente de criar a sus hijos, que la homosexualidad es una enfermedad o que el uso de anticonceptivos es antinatural. No; no viene por ahí la mano. Yo estoy señalando algo más simple, pues antes de llegar a discutir los contenidos de esas opiniones, ¡las censuramos! Hacemos callar al tipo que no está de acuerdo. Lo hacemos sentir culpable por no estar «a la altura de nuestro tiempo», es decir, por no obedecer determinadas convenciones éticas y no ajustarse a una manera de decir las cosas que, por el afán de quedar bien
con todos, se vuelve insulsa y previsible. Y lo que perdemos con esa actitud es la posibilidad del matiz, del detalle, la consideración de casos excepcionales. Olvidamos que también se puede construir una ética individual que no necesariamente esté obligada a compartir todos y cada uno de los preceptos morales de turno. ¡Y desde luego que nadie vive en una isla aislado de la civilización, todos somos lo que somos con los demás!, es decir, ante ellos, por ellos, contra ellos, para ellos y aun fuera de ellos. Por tal razón, sería absurdo creer que alguien que disiente con tal o cual norma moral es, automáticamente, un «paria», un excluido social. Lo que a esa persona le pasa es que advierte el impulso gregario en la defensa de los valores progresistas; se da cuenta de que importa más hacer del progresismo una identidad colectiva que un conjunto de argumentos para sostener una actitud moral. Y si bien es cierto que esta misma persona podría ser un asesino serial o un violador de gallinas encubierto, jamás lo averiguaríamos si por reflejo lo censuramos. Para plantearlo en una fórmula de moda: ¿acaso ese tipo no merece su derecho a tener un lugar en el mundo? Uno diría intuitivamente que sí, ¿no? En cualquier caso, quien disiente debería saber que ir contra una mayoría siempre ha implicado aprender a resistir, a conquistar espacios propios y establecer vínculos tangenciales, en fin, a saber sobrellevar la marginalidad. Suerte en pila. Versión corregida y aumentada del artículo homónimo, publicado en la revista cultural Arjé, N° 6, diciembre 2011. xvii Quijano completa, por cierto, la tríada de grandes maestros uruguayos del siglo XX junto a José Enrique Rodó y xvi
Carlos Vaz Ferreira. Personalmente, diría que se trata de un cuarteto donde no puede faltar Arturo Ardao. xviii Actualmente Daniel Vidart (n. 1920) continúa con su infatigable labor desde los años y, vergonzosamente, rara vez se lo estudia en las academias universitarias del Uruguay. Tampoco se han editado sus obras completas, bellamente eruditas y siempre aleccionadoras. Ya veremos a los esnobs, carcamanes y arribistas organizando homenajes con motivo de su fallecimiento. xix Maggi, Carlos: El Uruguay y su gente, Montevideo: Alfa, 1967, p. 122. xx Curiosamente, el primer libro de Francisco Piria, publicado en 1880 bajo el seudónimo de Patrick Henry, se tituló: Las impresiones de un viajero en un país de llorones. xxi V. Herrera y Reissig, Julio: Tratado de la imbecilidad del país, por el sistema de Herbert Spencer, edic. a cargo de Aldo Mazzucchelli, Montevideo: Taurus, 2007. xxii V. Vaz Ferreira, Carlos: Moral para intelectuales, Montevideo: Cámara de Representantes de la R.O.U., 1963. Disponible en: http://autoresuruguayos.adinet.com.uy/carlos-vazferreira/texto-primeras-ediciones.php. xxiii Este último, sin embargo, escribió más tarde un prólogo para la redición de El Uruguay y su gente (2001), donde reconocía los aciertos del diagnóstico cultural de Carlos Maggi. xxiv Maggi, Carlos: La reforma inevitable, Montevideo: Ediciones de la Plaza, 1994, p. 130. xxv Brando, Oscar: La generación del 45, Montevideo: Editorial Técnica, 2002, p. 48. xxvi Que el Uruguay ya estaba en crisis antes de haber sufrido las consecuencias de la Gran Depresión del , es una tesis que ya había sido demostrada por Raúl Jacob. V. Jacob, Raúl: Depresión ganadera y desarrollo fabril. Uruguay 1929-1938, Montevideo: F.C.U., 1981.
Maggi, Carlos: 1611-2011 Mutaciones y aggiornamentos en la economía y cultura del Uruguay, Montevideo: Fin de Siglo, 2011, p. 47. xxviii Deleuze, Gilles y Guatarri, Félix: Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia: Pretextos, 2004, p. 219. Asimismo, detrás de este concepto, se da por supuesto que: «El hombre es un animal segmentario. La segmentaridad es una característica específica de todos los estratos que nos componen. Habitar, circular, trabajar, jugar: lo vivido está segmentarizado espacial y socialmente» (p. 214). xxix Abraham, Tomás: La lechuza y el caracol, Buenos Aires: Sudamericana, 2012, pp. 67-68. xxvii
Filosofía del Plata
Hasta ahora hemos abordado algunos temas, realizado determinadas críticas y promovido algunos entusiasmos. Pero ha llegado el momento de dar rienda suelta a la ambición: vamos a intentar pensar de otra manera. Obviamente el modo escogido será la filosofía. Para ello será preciso, en primer lugar, apropiarse de una idea concreta de la filosofía, lo cual implica asimismo una interpretación de la historia de la filosofía con el fin de ubicarse en la actualidad. En segundo lugar, habrá que explicar a través de qué medios pretende esa filosofía crear conceptos propios y, al mismo tiempo, señalar a qué problemas refieren y cuál es el sentido de los mismos. En tercer y último lugar, será necesario evaluar las posibles consecuencias de sostener esa filosofía; más exactamente: fundamentar para qué sirve pensar de ese modo. En el presente ensayo, cada uno de estos momentos irán encabezados por las siguientes preguntas: 1) ¿por qué una filosofía hoy?; 2) ¿Cómo crear una filosofía?; 3) ¿Para qué sirve la filosofía? A modo de introducción, diremos que la filosofía del Plata intenta contribuir a la emancipación mental. Para ello propone un concepto nuevo, «Santa María» (ficción conceptual de inspiración onettiana), cuya función será la interpelación a lo que hemos denominado «sistema de referencias»: un diagnóstico conceptualizado sobre el problema de anular la diversidad social y reducir la
complejidad del mundo. Santa María será, asimismo, un modo de rastrear regionalidades culturales como visión comprensiva de una sociedad, por oposición a las interpretaciones que parten de territorios estatales y sostienen entelequias políticamente estratégicas como «patria», «nación», «identidad nacional», «pueblo», etc.
Si bien esta filosofía nace como expresión del Río de la Plata, no quiere reducirse a Montevideo o Buenos Aires, pues en rigor se ubica más allá de las delimitaciones políticas de un territorio y, teniendo como primer interlocutor deseado a la comunidad rioplatense, parte desde esta regionalidad cultural en tanto posición crítica y de apertura hacia el mundoxxx. La filosofía del Plata vive el problema del estilo, es indisociable de su forma expresiva, por tanto apuesta a establecer una comunicación directa con el lenguaje de su región, pero quiere que éste sea entendido como posibilidad de diálogo con el mundo sin llegar a disolverse en él, es decir, siempre desde un lugar elegido y determinado. No quiere «pintar una aldea para pintar el mundo» pues el mundo no se explica: se descubre simultáneamente en uno mismo y con los demás. Adicionalmente, la filosofía del Plata intenta enhebrarse con la tradición filosófica de su entorno, más exactamente con los conceptos y planteos de José Enrique Rodó, Carlos Vaz Ferreira, Arturo Ardao, Mario Sambarino, Arturo Andrés Roig, Ignacio Lewcowicz y Tomás Abraham.
Hecha esta precisión, vale señalar que dicha regionalidad cultural comprende obviamente a varios partidos de la Provincia de Buenos Aires, ciudades y pueblos del litoral argentino y uruguayo. Si bien el autor se ocupa estrictamente del lado argentino y reconoce omitir al Uruguay por no haberlo visitado, la obra más bella y original que he leído sobre todo esto es: El río xxx
sin orillas. Tratado imaginario de Juan José Saer (Cfr. op. cit., Buenos Aires: Alianza Editorial, 1991, pp. 97-98).
I. ¿Por qué una filosofía hoy?
La pregunta por la razón de una filosofía supone que no es demasiado pertinente, no es algo útil ni aun valioso hacer filosofía en nuestros días. Naturalmente, hay allí una particular idea de filosofía: la filosofía es la búsqueda de la verdad. Una verdad que por cierto está más allá, en un remoto horizonte que revela las insalvables limitaciones del individuo que quiere conocer, puesto que según Aristóteles «todos los hombres desean por naturaleza el saber» (Metafísica I, 985a). Hoy el filósofo es visto como un sabio, es decir, más o menos un profeta, sacerdote, tarotista o gurú. Vive en un estado de trance e intenta acceder a un más allá para conquistar la felicidad y hacerse uno con el universo. Pretende o atesora una especie de conocimiento secreto que lo convierte en una figura de culto, o, en la mayoría de los casos, en un payaso. Y aunque esta última calificación podría asemejarse a la realidad, no deja de ser un estereotipo social como tantos otros, por ejemplo, el poeta borracho, el abogado chanta, el bailarín homosexual, el policía corrupto, el sacerdote pedófilo, el travesti ninfómano, el tanguero nostálgico, etc.
Pero si la filosofía alguna vez pudo ser considerada «búsqueda de la verdad» fue porque hubo determinados filósofos (los presocráticos, Platón, Aristóteles, etc.) que, efectivamente, así lo plantearon en sus obras. Si hoy se asimila a la filosofía con la llamada autoayuda (la serie de técnicas y mecanismos para desarrollar la personalidad, ser mejores personas o conquistar la salud emocional) no se hace otra cosa que reformular algunas nociones de las filosofías morales grecorromanas (estoicismo, epicureísmo), las cuales ya habían reflexionado sobre las actitudes individuales frente al dolor y el placer. Claro, se extrae a las mismas de su indisociable contexto histórico para darles un uso funcional al sistema socioeconómico establecido. En efecto, ni la autoayuda, ni las ciencias del éxito, ni el optimismo aplicado, ni los cursos motivacionales, ni el couching ontológico ni cualquiera de estas prédicas del «sí puedo» han integrado la situación precisa de cada individuo, ni por supuesto han tenido como fin cuestionar al sistema capitalista. Hay una persona y una voluntad sin entorno social ni circunstancias concretas. ¿Qué gran empresa, por lo demás, contrataría los servicios de alguno de estos profesionales si encontrara en ellos, por ejemplo, un cuestionamiento al valor de la hora de trabajo, la distribución de las utilidades o las garantías de los derechos laborales? Volvamos a la filosofía. ¿Cómo nos hacemos una idea de lo que es la filosofía? No hay noción de la filosofía sin educación pública. De la mano del profesor carente de vocación que jamás se ha arriesgado a conquistar un pensamiento propio, que no ha excedido los confines de la
formación recibida ni tampoco ha investigado algo de su interés; que nunca enfrentó la dificultad de relacionar la filosofía con la actualidad, que ha confundido excelencia y disciplina con arbitrariedad y represión, que ha hecho de los salarios insuficientes un eximente de sus responsabilidades pedagógicas, y que, de este modo, ha ocupado la mayor parte de su tiempo repitiéndole a sus alumnos los «autores que hay que saber», la enseñanza pública transmite finalmente una imagen ridícula de la filosofía. Este formidable antidocente aún obedece como buen «hombre culto» al canon erudito que dicta la moda europea o norteamericana de turno. No redescubre autores, piensa que escribir no importa, dice que hay tanta filosofía en el tango y la murga como en Heráclito y Parménides, no aprende otro idioma para comprender textos en lengua extranjera, pierde la orientación si contempla un mapamundi y así, como quien no quiere la cosa, se pasa la vida repitiendo de memoria que la filosofía es la «búsqueda de la verdad», como si la metafísica de Aristóteles no hubiese tenido una escolástica medieval, ni hubiese sido reinterpretada por la escuela de traductores árabes de Toledo (primer Renacimiento europeo) y, siglos más tarde, tampoco hubiese sido fuertemente cuestionada a través de las revoluciones científicas de la Florencia italiana (segundo Renacimiento europeo para no mencionar, en fin, al cóctel molotov compuesto por Marx, Nietzsche y Freud. Pese a todo, la filosofía es felizmente libre y pone a disposición toda su tradición para quien desee crear un pensamiento. Es cierto que hay escuelas y disciplinas que han logrado imponer su propia concepción de la filosofía
como si fuera la única válida, pero basta considerar cualquier período de su historia para advertir que, independientemente de estilos y conceptos, toda interpretación se configura en un contexto histórico singular y, justamente, de allí brota su riqueza. Asimismo, uno de los rasgos típicos de la filosofía es preguntarse por su propia identidad. El filósofo lo hace desde una ciudad, generalmente escribiendo, en un tiempo y espacio único e irrepetible, asumiendo que está solo y que su tradición no lo protege ni lo autoriza, sino que lo estimula a tomar coraje y aprender de sus antecesores, quienes se atrevieron a pensar en todo e interpelaron inconsciente o intencionalmente las autoridades religiosas, políticas o morales de su tiempo. La otra idea, corolario de la anterior, es que el filósofo es un tipo raro, misterioso, oscuro (por qué no decir un pelotudo, ya que estamos). ¡Pero cómo no va serlo si es alguien que busca «naturalmente» el saber! ¿Qué es este chiste de asignarle al filósofo una clase de órgano que tiene por función genética el conocimiento? Más allá de esto, dicha rareza no sería muy distinta de la que tiene cualquier persona comprometida con su vocación, ¿no? Sucede que el mundo griego del cual heredamos la palabra «filósofo», está disecado; nos apabulla de antecedentes históricos y culturales pero son escasas las veces que nos preguntamos cómo vivían, en qué creían, cuáles eran sus costumbres y medios de vida, sus formas de organizar la familia o concebir y practicar la sexualidad. La antigua Grecia se nos ha transformado en una fuente inagotable de etimologías y datos históricos que puede
prescindir, increíblemente, ¡de los mismos griegos! Casi por reflejo asociamos la palabra «filósofo» a un personaje que pasea de túnica por Atenas, sin apuros, conversando con amigos y perdiendo el tiempo en bueyes perdidos. ¿Acaso una figura como ésta mantiene una relación con nuestra actualidad? La historia de la filosofía nos enseña que los filósofos sufren, se enamoran, construyen y deshacen familias, hacen el amor, algunas veces toman drogas, otras putean a un vecino y casi siempre mantienen una vida austera. Escriben y dudan entre las calles que transitan, los amigos que tienen, las gentes y bares que frecuentan, sus experiencias personales e intelectuales. No existe filósofo que no haya pensado su tiempo. El filósofo argentino Tomás Abraham ilustra lo antedicho del siguiente modo: «Ludwig Feuerbach no pudo tener lugar en la Universidad. Sus escritos lo aislaron. Vivió apartado de los centros académicos y culturales. Es uno más de los filósofos que van de un lugar a otro o que viven en los márgenes de la cultura. Esto no es un himno a la bohemia ni un canto a la rebelión. Es historia. Los filósofos del siglo XVII, los sistemáticos, desde Descartes a Hobbes, vivieron en el exilio. Rousseau componiendo óperas y huyendo de los salones enloquecido por el rumor y la difamación. Kant encerrado en su pequeña aldea. Schopenhauer contando monedas en su casa mientras escribía cientos de páginas que nadie leía. Schelling sin escribir nada más luego de la muerte de su esposa Carolina, y tantos otros que, desde el encarcelamiento y las torturas de Maquiavelo y la ejecución de Bruno, nos muestran que la historia de la filosofía no es la de unos seres espirituosos que tienen la afición de enviarnos mensajes profundos y posar de pensadores». Y
luego concluye: «Son hombres de su tiempo. Se han hecho póstumos gracias a nosotros»xxxi. Aunque muchas veces se confundan entre sí, quisiera ahora diferenciar a la filosofía de la religión, la ciencia y el arte. No es una religión porque no nos consuela con una vida mejor después de la muerte, no requiere un lenguaje críptico para acceder a libros sagrados y castas mandatarias de una divinidad, ni tampoco nos dice cómo debemos ejercer nuestra sexualidad y amar a los demás. No es una ciencia porque no se funda en el método científico y no nos brinda certezas naturales de validez provisoria, delimitadas según el espacio y tiempo que establece una comunidad científica. Por último, tampoco es arte, puesto que su tarea no es la composición de sensaciones, afectos, percepciones y figuras estéticas. Así que de nuevo la pregunta: ¿qué es la filosofía? Esta vez no vamos a responder como ya lo hicimos en este capítulo con el fin de estimular la actividad filosófica, sino para justificar un plan de trabajo. Para ello recurrimos, generalmente, a un maestro, un gran referente que nos guíe en su propia experiencia de pensamiento. No se busca erudición, «información neutral», sino una filosofía y una actitud que nos incite a pensar por nuestra propia cuenta. Nosotros hemos escogido a Gilles Deleuze y Félix Guattari porque su forma de concebir la filosofía es, lisa y llanamente, una extraordinaria inspiración para quien desea hacer de la filosofía una herramienta de pensamiento propio. Miren si esta definición de la filosofía no es una
exquisitez «La filosofía […] es la disciplina que consiste en crear conceptos. […]Los conceptos no nos están esperando hechos y acabados, como cuerpos celestes. No hay firmamento para los conceptos. Hay que inventarlos, fabricarlos o más bien crearlos, y nada serían sin la firma de quienes los crean»xxxii. Sin embargo, son pocos los que asimilan la fuerza creativa de estos autores. No se apropian de ella, no se contagian verdaderamente para lanzarse a pensar por sí mismos. Se encarcelan en jergas retorcidas y repiten aleladamente lo que han dicho otros. Si Deleuze y Guattari afirman que algunos conceptos filosóficos reclaman nuevas y exóticas palabras, es porque durante el proceso de creación el filósofo ha alcanzado un límite. Basta, aquí tengo que suspender la terminología habitual; si no lo hago no podré mantenerme en este grado de complejidad. ¿Y qué pensás hacer? Y… no me queda otra que inventar una palabra. ¿Para qué? Para condensar en ella un grado de abstracción que, una vez integrado a nuestra conversación, me permita ahorrarme explicaciones e ir directo al grano, ¿me entendés? Quienes se autodenominan «deleuzeanos» se extiende, en general, a toda secta académica
y esto son el
primer repelente contra el interés en Gilles Deleuze. Repiten mejor que los loritos de la selva amazónica sus ruidos predilectos: «desterritorialización», «reterritorialización», «devenir-animal», «línea de fuga», «agenciamiento», «nomadismo», «rizoma»… y, si los dejás, así te tienen toda la noche con sus dogmas revelados. Pero sin esfuerzo y proceso de creación personal, no se conquista una posición que haga del vocabulario propio una necesidad y de las citas de expresiones ajenas un obligado homenaje de estilo. Para esta gente, reconocer el talento de un filósofo equivale a rendirle culto, nunca a estudiarlo para generar ideas propias. No se deleitan al contemplar los deslices creativos del lenguaje escrito: transcriben palabras, copian oraciones prefabricadas, se acurrucan como niños al lado de una sintaxis que desde lo alto les hace sombra, y, como todavía no han podido superar la inseguridad erudita, desconocen el placer de hablar sin tutelas. Deleuze y Guattari serán, pues, nuestro taller: ingresamos en él sin permiso, con nuestras inquietudes y problemas; entre plagios y préstamos, salimos con ganas de construir nuestra propia filosofía. De ahí que ellos representen para nosotros más inspiración que enseñanza: uno va e intenta leer algo. Cree comprenderlo. Pero desde el momento en que lee porque quiere expresarse, renuncia a la fidelidad, es decir, no pretende reflejar con rigurosidad geométrica las ideas del autor que estudia. Y esto de ningún modo representa mérito o virtud: es tan sólo un riesgo asumido. Despejadas las nociones de la filosofía como búsqueda de la verdad, sabiduría de la salud emocional o
arte esotérico de adivinación y, asumiendo que la filosofía es una disciplina que tiene como principal tarea la creación de conceptos; que si es una forma de conocimiento, lo es pura y exclusivamente a través de ellos, y, finalmente, que no está por encima de nada ni de nadie, no corre con ningún tipo de ventaja previa y es el filósofo el que, mediante su esfuerzo y trabajo creativo, hace valer el mismo nombre de la filosofía, ya estamos en condiciones de responder nuestra pregunta. Aquí va otra vez: ¿Por qué una filosofía hoy? Porque siempre está la posibilidad de plantear nuevos conceptos en función de problemas de nuestro tiempo. ¿Que no es justificación suficiente para vos? De acuerdo, no te das por vencido y querés seguir creyendo en todo lo contrario a lo que aquí he tratado de exponer. ¿Por qué una filosofía hoy? Aquí te doy una buena razón: ¡porque sí!
Abraham, Tomás: Historia de una biblioteca. De Platón a Nietzsche, Buenos Aires: Sudamericana, 2010, p. 514. xxxii Deleuze, Gilles y Guattari, Félix: ¿Qué es la filosofía?, Barcelona: Anagrama, 2011, p. 11. Si bien al margen de la filosofía heideggeriana y en analogía a la creación poética, el filósofo Eugenio Frutos (1903-1979), en lengua española, ya había intentado abordar a la filosofía como creación. V. Frutos Cortés, Eugenio: Creación filosófica y creación poética, Barcelona: Juan Flors Editor, 1958, pp. 60-69. xxxi
II. ¿Cómo crear una filosofía?
1. El sistema de referencias.
Se ensaya una filosofía a partir de un diagnóstico previo. Por supuesto que éste proviene de diversas fuentes y percepciones, pero desde el momento en que sirve a la presentación de un concepto, se vuelve indiscernible de él y pasa a integrar las bases de una filosofía. Del diagnóstico se desprenden, además, los problemas a los cuales remite todo concepto. De modo que habría que preguntarse cuáles son nuestros problemas, qué sentido tienen y en qué contexto se producen. ¿Por dónde empezar? Nuestro punto de partida será un poco abstracto: el sistema de referencias. Lo primero que hay que aclarar al respecto es que con él no se trata de juzgar una forma de razonamiento, sino de aventurar una descripción de los presupuestos intuitivos del pensamiento, es decir, de aquello que nos ahorra tiempo a la hora de pensar y que, naturalmente, todavía no hemos cuestionado. Lo segundo es que el sistema de referencias no se apoya en una historia entendida como estructura, sino en tanto acontecimiento variable (actualidad, presente, vida cotidiana) y, en efecto, como espacio donde el hombre puede construir futuro. Por consiguiente, es a partir de allí que la filosofía del Plata
buscará una vía de emancipación mental (más adelante veremos qué significa esta expresión).
Pensemos en algo, lo que sea, por ejemplo en los finlandeses. ¿Qué sabemos de los finlandeses? Escuchamos que son un país escandinavo y por tanto no les falta nada, que su clima es muy frío, que tienen un excelente sistema educativo y todos hablan perfecto el inglés; fabrican teléfonos celulares de alta tecnología, alguna vez fueron parte del imperio ruso, adoran los bañaderos públicos y han cultivado el tango de una manera extraordinaria. De este modo, pensar a los finlandeses significa acudir a una referencia, es decir, a una información anticipada que no hemos elaborado por nuestro propio esfuerzo o experiencia. Este primer tipo de referencia pertenece al orden de lo consabido, a las «nociones comunes»; la bautizaremos referencia de refrán. A título de ejemplo, también podríamos citar aquí las convenciones científicas y los saberes populares que ilustran o facilitan nuestra vida cotidiana con algún saber práctico heredado: zambullirse en una piscina después de almorzar retarda la digestión, tomar café por la noche demora el sueño, no lavarse los dientes produce caries, etc. Son cosas que se saben aun sin haber querido averiguarlas. El segundo tipo de referencia es el de las creencias religiosas, es decir, aquellas que sostienen una noción o imagen apoyada en el discurso cristiano, judío, islámico, budista, confuciano, etc. Así, cuando pensamos que puede haber algo después de la muerte, generalmente lo hacemos en base a una referencia religiosa da igual si es de origen abrahámico o dhármico que hemos heredado de nuestros padres y ha sido conservada mediante nuestro entorno sociocultural.
El tercer tipo de referencia corresponde a la ideología. Según la definición de Julio Ameller, ideología es el «conjunto de ideas que dan apoyo a una estructura de poder»xxxiii. Tanto cuando se piensa que el débil es vulnerable por falta de esfuerzo y disciplina o, por el contrario, cuando se defiende la justicia social incluso a costa de la violencia, hay un modo de pensar que se nutre de una referencia ideológica. Del mismo modo, algo nos parece feo o bello, desagradable o simpático, esto es, obtenemos una impresión positiva o negativa de algo gracias a una referencia estética. Según este cuarto tipo de referencia, un hombre rioplatense, por ejemplo, no encuentra atractiva a una mujer indígena de Bolivia porque no reconoce en ella a sus patrones de belleza grecorromanos. Inversamente, un alemán que anhela viajar de mochilero por América del Sur, superpone a esos mismos patrones de belleza una referencia estética que reduce a toda mujer suramericana a un exotismo romanticón, de tal manera que antes de arribar a tierras aymaras y aun sin haber establecido contacto con ninguna de ellas, el turista teutón se encontrará previamente rendido ante los encantos de cualquier boliviana que se cruce en su itinerario. Por último, cuando la imagen que uno mismo tiene de su país es proyectada en un plano más amplio de significación (regional, continental o mundial), hay algo que impide la desorientación: una «percepción del mundo»; una manera de medirme a mí mismo, a mi cultura y sociedad respecto a quien considero extranjero. Este quinto
y último tipo de referencia será denominado referencia de horizonte. ¿Acaso estas referencias están organizadas de manera lógica o consecuencial? No. ¿Acaso todas ellas determinan nuestra forma de pensar? ¡No! ¿Se trata de condicionamientos mentales? No necesariamente, aunque en este sentido abunden los intelectuales que explican cómo los intereses, estructuras, instituciones y discursos condicionan o incluso determinan nuestra forma de pensar. Sucede que en la medida en que sólo concentran su atención en las limitaciones dadas del pensamiento, olvidan al propio sujeto histórico y sus posibilidades de liberación (mental y económica). La filosofía del Plata no desconoce esas críticas, pero considera urgente situarse antes de ellas, precisamente para evitar el peligro del determinismo que a menudo se apodera de quien no reflexiona más que en el poder y los mecanismos de dominación. Aunque suene paradójico para muchos, rescatar el proceso a través del cual llegamos a estar «dominados» significa negarse a describir un estado de cosas y afirmar, por el contrario, la libertad del sujeto concreto para «ganar cierta autonomía con respecto a esa sociedad que me contiene y en la cual necesariamente vivo»xxxiv. Por consiguiente, el sistema de referencias no puede ser jamás una conclusión, un estado permanente de nuestros razonamientos, no; es la base frágil y desechable de prejuicios y estereotipos que nos imponen desde niños. El sistema de referencias tan sólo designa el estado anterior a tomar posición en un tema. Ejemplo: un pibe de quince años quiere demostrarles a sus amigotes que ya es un hombre,
entonces sale con ellos e ingresa a un prostíbulo para tener su primera experiencia sexual. Al salir de allí, todos quieren oír los detalles del veloz copulador. Y mientras él ya se hizo de un conocimiento personal sobre el sexo con prostitutas, los demás reciben una referencia generalizable sobre el sexo que no superarán, modificarán o concebirán con mayor exactitud, hasta no vivir lo mismo o hasta no cuestionar la veracidad del relato y la primeriza reacción que tuvieron ante él. Recapitulando: el sistema de referencias es provisorio y su tarea es brindarnos una primera orientación respecto a un asunto. No constituye en sí mismo un pensamiento, sino que direcciona a éste hasta que alguien lo ponga en cuestión. Pueden distinguirse cinco tipos de referencia: a) referencia de refrán; b) referencia religiosa; c) referencia ideológica; d) referencia estética y e) referencia de horizonte. Pero hay más: estas referencias no se encuentran rígidamente segmentadas, sino que se relacionan y complementan entre sí; una es solidaria a la otra. Por tal razón, debemos preguntarnos cuál es la naturaleza de la relación entre estas referencias, pues de ella surge, finalmente, el problema que amerita crear un nuevo concepto. Si al principio advertíamos que todo esto podría ser un poco abstracto, al analizar la naturaleza de estas relaciones le concedemos un lugar a la historia y, en efecto, al hombre y su capacidad creativa. Pues bien, las referencias no mantienen una relación causal porque sus contenidos no responden como ya lo
demostró Hume a un orden necesario de la naturaleza (principio de regularidad natural). Tampoco es una relación dialéctica en términos hegelianos, pues si bien cada referencia se complementa o se contradice con otra, no avanzan produciendo «síntesis» en dirección a un fin último («Espíritu Absoluto»), sino que se contraen o desenvuelven según el devenir de una circunstancia y la permanente interrelación entre ellas. En este sentido, cuando Mario Sambarino distingue sus cuatro «ethos» (modos de estructurar la conducta con arreglo a valores) señala que éstos se hallan relacionados dialécticamente y que son necesariamente interdependientes, pero sin que ello permita demostrar un fundamento absoluto de la «eticidad», lo cual permite superar la rigidez de la dialéctica concebida por Hegelxxxv. Complementando la posición del filósofo uruguayo, aquí optaremos por postular una relación de naturaleza funcional, cuyo sentido no es otra cosa que el propio fundamento del sistema de referencias, a saber: dar una orientación provisoria a un tema determinado, cuya inquietud y perspectiva proviene de un contexto específico. Al emplear la expresión «funcional», queremos insistir en la flexibilidad y ausencia de predeterminación en las relaciones de referencias: todo vale con tal de poner en marcha al sistema, no hay horizontes metafísicos u objetivos trascendentes a realizar. El sistema de referencias es inmanente a su conservación. La idea misma de «sistema» presupone, sino una esencia idéntica, por lo menos una identidad estructural del objeto que se propone representar (en nuestro caso el pensamiento intuitivo). Es
una identidad de forma y no de contenido. La relación funcional es parte de ese objeto representado y, al mismo tiempo, remite a una «mecánica» del pensamiento intuitivo que, en cualquier caso, nada tendría que ver con una imagen del pensamiento por fases sucesivas, como quien cuenta del uno al diez. Pero más allá de esta naturaleza, la relación adquirirá su forma como reacción y adaptación al contexto en que tiene lugar y, especialmente, según la posición que asuma el sujeto. Así, la relevancia o prioridad de un tema podrá determinarse a partir de relaciones funcionales de carácter político, económico, psicosocial, etc., siempre y (únicamente) cuando el individuo se deje orientar por el sistema de referencias.
xxxiii
xxxiv
Cit. en Abraham, Tomás: op. cit., p. 191.
Zemelman, Hugo: El sujeto y su discurso en América Latina, conferencia dictada el 26.06.2010 para Cerezo Editores, parte II (disponible bajo el mismo título en ww.youtube.com). xxxv V. Sambarino, Mario: Investigaciones sobre la estructura aporética-dialéctica de la eticidad, Montevideo: FHUCE, 1957.
Considerado en forma abstracta, el sistema de referencias presenta dos grandes características: por un lado es para decirlo con una palabra fea «autopoiético» (se crea a sí mismo); por otro, no posee otro fin que el de asegurar su propia conservación. Hay que poner énfasis, pues, en el estado siempre provisorio del sistema, pues de hecho la emancipación mental se hace posible cuando éste se ve interpelado y sus referencias ya no pueden reducir la complejidad del mundo. Por otro lado, el sistema de referencias podría estar emparentado con la hermenéutica moderna, sobre todo con la de Hans-Georg Gadamer, quien al contrario de Husserl valoraba positivamente a los prejuicios porque sin ellos no sería posible la comprensión. Explica Gadamer: «Si se quiere hacer justicia al modo de ser finito e histórico del hombre es necesario llevar a cabo una drástica rehabilitación del prejuicio y reconocer que hay prejuicios legítimos»xxxvi. No obstante, si bien la filosofía del Plata reconoce como punto de partida el problema de para decirlo en términos de Heidegger la «facticidad» (condicionamientos dados de la «precomprensión»), no hace de ella una antesala de «la pregunta por el Ser» (Heidegger) o de «la pregunta por el Ser-en-sí» (Hartmannxxxvii), es decir, no es una filosofía con pretensión metafísica. Dado que la filosofía del Plata asume como objetivo la emancipación mental, su tarea consistirá en abandonar las referencias que obstaculicen la apertura hacia la
diversidad social y favorezcan la reducción de la complejidad del mundo. En este aspecto podríamos retomar el ambicioso proyecto de Vaz Ferreira, quien ante los problemas de «pensar por sistemas» propuso un modo de «pensar por ideas a tener en cuenta» como un nuevo (y mejor) «estado de espíritu». Decía el maestro de conferencias: «Hay dos modos de hacer uso de una observación exacta o de una reflexión justa: el primero, es sacar de ella, consciente o inconscientemente, un sistema destinado a aplicarse en todos los casos; el segundo, reservarla, anotarla, consciente o inconscientemente también, como algo que hay que tener en cuenta cuando se reflexione en cada caso sobre los problemas reales y concretos»xxxviii. En palabras de Ruben Tani, para Vaz Ferreira «[…] pensar es una actividad que consiste en graduar nuestras creencias, nuestros esquemas, para comprender diferentes perspectivas o planos mentales que expresen sus opiniones sobre los mismos hechos […]»xxxix. Cit. en Montero Moliner, Fernando: Fenomenología del prejuicio, en Isegoría, Madrid, N° 5, 1992, p. 29. Cf.: Gadamer, Hans-Georg: Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica, trad. española, Salamanca: Sígueme, 1977, pp. 331-458. xxxvii Si bien la filosofía de Nicolai Hartmann (1882-1950) tuvo a mediados del siglo pasado una gran influencia en Europa y América, hoy ha quedado en un segundo plano debido a la enorme atención que ha recibido, no solamente Heidegger, sino también la filosofía analítica. En marzo de 2009 se fundó, con sede en Búfalo (EE. UU.) y Trento (Italia), la Nicolai-Hartmann-Society xxxvi
(ONG), cuyo propósito es promover y fomentar el estudio de la obra del filósofo alemán. xxxviii Vaz Ferreira, Carlos: Lógica viva, Montevideo: Cámara de Representantes de la R.O.U., 1957, t. IV, p. 16. xxxix Tani, Ruben: Pensamiento y utopía en Uruguay. Varela, Rodó, Figari, Piria, Vaz Ferreira y Ardao, Montevideo: HUM, 2011, p. 92.
A efectos de lograr dicho «estado de espíritu» vazferreireano sin sistemas ni reglas predeterminadas de comprensión, será necesario crear un nuevo concepto (Santa María). Pero antes hay que delimitar nuestra problemática.
2. Relación geopolítica.
Para interpelar el sistema de referencias es decir, esa especie de «sentido común» que aquí hemos tratado de conceptualizar hay que tomar una de sus relaciones posibles y extraer un problema. Dado que cada cual piensa parafraseando a Ortega y Gasset desde su «circunstancia», las relaciones varían de forma e intensidad y responden a las necesidades de cada época, aunque por definición su carácter general sea, como dijimos anteriormente, funcional. Ejemplo: cuando los primeros navegantes españoles desembarcaron en las costas del Caribe y luego se preguntaron si el indio podía ser considerado persona o no, estaban pensando al ser humano desde cuatro referencias complementarias (referencia de refrán, religiosa, estética y de horizonte), digamos que relacionadas entre sí de forma «señorial», justamente porque se habían lanzado a descubrir y después a colonizar nuevas tierras en nombre de los Reyes Católicos. El posterior desarrollo de la idea de raza y la pregunta por el alma del indioxl, fue la clara evidencia de que ese sistema de referencias estaba siendo por lo menos desde algunos frailes y teólogos católicosxli interpelado.
Nosotros vamos a examinar únicamente el problema que se deriva de la relación geopolítica del sistema de referencias. Breve preámbulo: la relación geopolítica de un sistema de referencias es aquella que, forjada en el contexto tendencialmente mundializado del siglo XXI, conlleva a priorizar temas e inquietudes que reivindican al territorio político en sentido clásico (Estado-nación). Como todo sistema de referencias, al mismo tiempo que nos orienta, cumple plenamente la función de impedir la apertura hacia la diversidad reduciendo la complejidad del mundo. ¿Cómo demostrar este tipo de relación? ¿En qué situación se configura? El punto de partida será la ciudad actual. Está claro que vivimos y pensamos desde las ciudades y no desde el paisaje rural. La vida cotidiana que nos absorbe, la de mayor intensidad y dinamismo es la que transcurre entre calles y avenidas, plazas, estaciones de subtes, trenes y ómnibus, puentes, monumentos, suburbios, en fin, todo un complejo de elementos con su correspondiente toponimia urbana. Cada ciudad tiene y necesita movimiento: sistemas de desplazamiento, espacios de conectividad, referencias y claves de orientación, planificación barrial, una extensa serie de condiciones que hace posible el funcionamiento de las actividades urbanas. Y dado que la ciudad es un territorio, podemos recorrerlo y explorarlo de diversas maneras «Todo territorio explica Jaume ”arnada puede ser representado por la cartografía, la fotografía o por múltiples medios, pero en todo caso
siempre habrá representación. […] El conocimiento de la ciudad no se basa en el dibujo completo de todos sus elementos, sino en una representación elemental de sus lugares capitales. Una vez hecho esto se hará un segundo paso que es el de conocer las reglas de juego que se han representado. Éstas estarán vinculadas a las formas del diagrama [urbano] pero también lo estarán a sus proporciones y sobre todo a los elementos principales del tablero de juego»xlii. Siguiendo al arquitecto catalán, dichos elementos no se reducen a la arquitectura de las edificaciones, sino que refieren a los edificios y espacios públicos más representativos, las estructuras que generan actividad y vinculan a los lugares urbanos, y, finalmente, los niveles de tejidos que posee la ciudad, es decir, las zonas que se han desarrollado a causa del mismo funcionamiento urbano, así como las construcciones ubicadas en torno a los edificios emblemáticos (obeliscos, plazas mayores, portales, intendencias, etc.) y los espacios de conectividad y composición (parques, plazas, avenidas principales, etc.). Todo lo cual refiere, desde luego, a una geografía específica sobre la cual se traza el diagrama urbano. Pero más que nada refiere como bien indica el filósofo Javier Echeverría a un grado de realidad, a saber: al mundo de la realidad social (por oposición a las realidades física o artificial). «La reducción de la realidad a sustancia o posteriormente a materia, es el fundamento del realismo monista. Frente a esta concepción reductora y sustancialista afirmamos una ontología consecuencialista, según la cual lo real no tiene por qué reducirse a lo sustancial ni a lo
material. Para dilucidar si una entidad es real o no, lo primero que tenemos que examinar son las consecuencias que se han derivado, se derivan o pudieran derivarse de la hipótesis de que dicha entidad existe»xliii. En otros términos: si bien la ciudad es algo «tangible», comprobable mediante nuestros sentidos, no basta señalarla y dictaminar que eso es la realidad y punto, sino que le agregamos siempre un sentido que determina su «grado de realidad» en nuestra propia vida. Aquí radica, entonces, nuestro interés filosófico en la ciudad: ésta se puede interpretar como una de las condiciones de comprensión o, mejor dicho, de construcción de sentido y noción de realidad. Es una referencia ineludible. Pero la ciudad jamás está aislada; sería un grave error afirmar que la vida urbana es, por naturaleza, una determinación del pensamiento. En cambio, sí podemos decir que la ciudad produce relaciones entre las referencias; integra efectivamente el sistema de referencias del pensamiento porque da lugar a nuestra vida cotidiana y, por otra parte, hace de su geografía un territorio político. Mientras que el diagrama urbano es, lisa y llanamente, nuestra imagen topográfica de la ciudad, el territorio es el sobrentendido político que la contiene y, simultáneamente, es el que hace de la ciudad una relación geopolítica a la hora de pensar por el sistema de referencias. Decir diagrama urbano, entonces, es la forma concisa de significar el suelo que pisa el individuo de una ciudad, excluyendo la referencia a su organización política.
Ahora bien: la relación entre diagrama urbano y territorio no es ni causal, funcional, analógica, ni mucho menos natural. Quiero decir que si al pensar en la ciudad vinculamos un territorio político-administrativo (Estado nacional), no es porque deba ser necesariamente así, sino porque lo hacemos desde una situación concreta que lo amerita, esto es, a partir de un contexto sugerente. Ejemplos: unos bolivianos ven pasar a tres turistas que desean visitar el salar de Uyuni y al momento de señalarlos utilizan la expresión «hombre blanco», sin haberse percatado que no eran europeos sino uruguayos. Una pareja de argentinos que arriba a la ciudad de Guadalajara, es interceptada por un vendedor ambulante que les habla en inglés, pues su amigo le había llamado la atención al grito de «¡órale con estos pinches gringos güey!». Un chileno recibe a dos mochileros canadienses y, mientras pasean por las calles de Santiago, se regocija en explicarles los símbolos patrios que le enseñaron en la escuela. A una ucraniana que vive en Múnich no le gustan los alemanes, adora usar microfaldas y zapatos de tacón alto, además de extrañar a los «hombres rusos» porque ellos sí saben «cómo tratar a una mujer». Una señora iraní emigra a París, Sarkozy le prohíbe entrar a los bancos o ingresar a piscinas públicas si viste el burka, ella rememora su patria y se ciñe a ésta como refugio simbólico. En fin, son algunos casos que podrían ilustrar formas posibles de generar relaciones geopolíticas con la ciudad. Y, como se habrán dado cuenta, las personas que figuran allí no podrían ser imaginadas en antiguos espacios como la pequeña villa, el pueblito o la aldea, sino más bien en las actuales metrópolis, capitales,
centros sobrepoblados, megalópolis, es decir, en lugares de encuentro multiétnico. Es que vivimos en una época que paulatinamente acentúa un proceso de mundialización, cuyo principal desafío es comprender y lidiar con la diversidad social emergente. Pero cuidado: no se trata del asombro atolondrado ante «la Diferencia», «el Otro», esa moralina trasnochada de quienes todavía no saben qué hacer con la caída del Muro de Berlín. Tampoco significa que no haya existido diversidad social en el pasado, pues de hecho siempre existió e incluso hubo sitios que con algunos reparos podrían asemejarse a las ciudades cosmopolitas de hoy, entre ellos Toledo entre los siglos VIII y XI (cuna del Renacimiento europeo), Venecia en el siglo XIII, Potosí en la fiebre del oro del siglo XVII o Ámsterdam en el siglo XVIII. El tema es que ahora, en tanto resabio activo de la Revolución industrial y consecuencia de la globalización económica, esta diversidad se presenta con una intensidad y consistencia que antes no se había experimentado. El núcleo de este fenómeno, la ciudad masificada y tecnocrática de nuestros días (lo pueden observar por Google Earth), ya no refiere únicamente a sus estrictas dimensiones urbanas y movimientos económicos, sino a su imposibilidad de configurarse como el centro autoreferente de una población: como el firmamento simbólico de una identidad que pretende afirmarse por exclusión étnica, socioeconómica, religiosa o educativa. La mundialización es la consecuencia cultural de la globalización económica. De todos modos sería idealista atribuirle a la ciudad las condiciones que no tiene, a saber: que es un complejo de
abstracciones que nos influyen sin más en nuestra forma de pensar; que un edificio, una plaza, una avenida es lo mismo que un axioma o un valor moral. Eso es falso. De lo que se trata es de preguntarnos por esa relación singular de referencias que la ciudad contemporánea posibilita. ¿Cómo afecta, pues, la relación geopolítica en el sistema de referencias? Voy a arrojar una hipótesis: la orientación que provee el sistema de referencias se funde en el diagrama urbano. Saber que hay una estación central, una plaza central o una avenida principal, es también acomodarnos para creer que normalmente hay una conclusión, un final, una geometría del pensamiento. Pero mientras las ideas que así surgen pueden ser cuestionadas, al mismo tiempo hay algo que no está en riesgo y se reafirma cada vez que pensamos con referencias vinculadas geopolíticamente: nuestra certeza de pertenecer a una ciudad y, por añadidura, a un territorio político que finalmente legitimamos.
Cf. Martinelli, Martín Alejandro: Los conceptos de raza y nación en perspectiva histórica. Sus influencias en el surgimiento del nacionalismo israelí, en Antítesis, San Pablo, vol. III, N°6, juliodiciembre 2010, p. 1079. xli Entre otros, cabe destacar a Bartolomé de Las Casas, Juan de Zumárraga, Vasco de Quiroga, Lázaro Bejarano, Toribio de Benavente (Motolinía), Pedro Claver, Francisco Solano, Antonio Vieira o Diego de Avendaño. xlii Barnada, Jaume: Los sistemas de espacios públicos contemporáneos. De la movilidad clásica al espacio urbano difuso, en Arquitectura y urbanismo, La Habana, vol. XXXIII, N° 1, enero-abril 2012, p. 129.
xl
Echeverría, Javier: Virtualidad y grados de realidad, en Daimon: Revista de filosofía, Murcia, N°24, 2001, p. 28.
xliii
Para identificar los problemas de la relación geopolítica será necesario llevar a cabo, primero, un breve análisis histórico del urbanismo contemporáneo de acuerdo a los usos que el territorio político-administrativo ha recibido en tanto forma simbólica (patria, nación, pueblo e identidad nacional aquí merecerá especial atención el rol
que ha jugado la educación en la creación de mitos fundacionales. Por otro lado, deberemos situarnos en nuestra actualidad mundializada e interrogar desde allí, para visualizar todo aquello que hoy nos catapulta hacia un horizonte supranacional y, de este modo, poder demostrar qué es lo que ignora el sistema de referencias de relación geopolítica, a saber: la referencia virtual.
¿Cómo se funda una ciudad? ¿De qué me sirve saberlo? ¿Cómo utilizar ese conocimiento sin caer en interpretaciones evolucionistas, lineales o abstractas de la historia? Las tres preguntas están fuertemente vinculadas entre sí, es decir, no podemos responder a la primera sin detenernos en las dos siguientes. El principal riesgo de un argumento histórico es tomar al origen por verdad para creer que así es como «realmente» podemos conocer algo. Es posible emplear el conocimiento histórico si nuestro punto de partida, más que continuidades o sucesiones, procura buscar las diferencias y singularidades que hicieron de una sociedad o cultura, algo de lo cual podríamos aprender en función del matiz que mantiene con nuestra actualidadxliv. Finalmente, si bien las etimologías y el propio lenguaje coloquial refieren y preservan expresiones nacidas en el pasado, sería un error inferir a partir de allí un desenlace ordenado de la historia, así que el uso que nosotros intentaremos darle a la historia será ilustrativo, pues no pretendemos con ella cerrar un razonamiento. Empecemos. Las fundaciones y el desarrollo de las ciudades no han sido iguales en todos los continentes. Según los correspondientes ciclos históricos, por ejemplo en América Latina, podrían tenerse en cuenta en términos generales los intereses militares y económicos de los fundadores españoles y portugueses (siglos XVI y XVII), las modificaciones que introdujo la nueva sociedad criolla (a partir del siglo XVIII), las inversiones en estructura y vialidad de origen británico, francés u holandés (siglo XIX); los movimientos de migración interna y externa, las pretensiones estéticas del patriciado decimonónico y, por
último, los procesos de masificación y marginación periférica que se iniciaron a fines del siglo XIX y que aún hoy en día siguen profundizándose. Nos interesará, sin embargo, averiguar cómo se han proyectado sobre sus ciudades aquellos que cargaron con la responsabilidad inaugural de su configuración estructural, pues son esas mismas huellas arquitectónicas las que han sido resignificadas en los siguientes procesos históricos. Precisamente por ello debemos remitirnos a la fundación misma de las ciudades latinoamericanas: «La toma de posesión del territorio señala José Luis Romero fue total. Se le dio una fundamentación jurídica y teológica, construida sobre montañas de argumentos; pero el conquistador vivió su propia fundamentación, que era indiscutible porque estaba basada en un acto de voluntad que era, en el fondo, sagrado. Se tomó posesión del territorio concreto donde se ponían los pies y se asentaba la ciudad; pero además del territorio conocido, se tomó posesión intelectual de todo el territorio desconocido; y se lo repartió sin conocerlo, indiferente a los errores de centenares de leguas que pudiera haber en las adjudicaciones. Así, las jurisdicciones quedaron fijadas en derecho antes de que pudieran fijarse de hecho. El establecimiento formal superaba el alcance real. […] Todo eso hizo que la ciudad fuera el núcleo del proceso. Desde ella ya erigida o todavía embrionaria habría de xlv convertirse la virtualidad en realidad» . La gran cantidad de imprevisibles obstáculos naturales, la necesidad de defensa ante la hostilidad de las poblaciones indígenas y, además, la propia disputa entre
los conquistadores por apropiarse de ciertas regiones y territorios, hizo que la mayoría de las ciudades fuesen en sus orígenes fuertes militares. Además, no se concebía a la ciudad integrada en su región, sino que era como expresa el historiador argentino «[…] un reducto europeo en el medio de la nada»xlvi. La ciudad era una forzosa representación del mundo anhelado por los conquistadores. Y este aislamiento intencionado puede ser interpretado como un ejemplo singular de lo que volviendo a los términos de la «ontología consecuencialista» de Echeverría la ciudad representa, a saber junto con el cuerpo y la virtualidad, uno de los tres entornos que constituyen los grados de realidad. Mas si bien es cierto que la diagramación urbana, los proyectos arquitectónicos y la propia situación geográfica de una ciudad pueden darnos un primer indicio de la relación geopolítica en el sistema de referencias, todavía no son elementos suficientes para fundamentarla. Hemos comprendido algunas de sus condiciones, pero ellas deben trasladarse al individuo, a vos o a mí, con algún sentido vinculante, es decir, un punto de conexión con nuestro presente. Así como «todos los caminos nos llevan a Roma», no nos queda otra alternativa que recurrir al ámbito educativo. Principalmente en lo que refiere a la enseñanza de la historia nacional a nivel primario y secundario, un estudio comparado de los manuales empleados en estos cursos, puede demostrar los criterios de selección que han sido ponderados para justificar el poder político de turno. Veamos algunos ejemplos.
De la mano de Domingo Faustino Sarmiento y José Pedro Varela, los países del Río de la Plata impulsaron sistemas escolares centralizados, articulados en función del nuevo Estado-nación que hacía hincapié en asignaturas como instrucción cívica, idioma, geografía e historia nacionales. Nacieron los famosos mitos fundacionales como José Artigas y San Martín, acompañados de épicas heroicas de gran retórica patriótica o nacionalista (el éxodo del pueblo oriental y el cruce de los Andes). «Frente a la alteridad bárbara de los indígenas explica Tomás Sansón Corbo se construyó la identidad civilizada de una nación conformada por criollos, descendientes de españoles, que abrían sus puertas a la inmigración. El inmigrante, portador de costumbres, cultura y mentalidad europea, era valorado como una excelente adquisición que coadyuvaría al desarrollo de un país presentado como tierra de promisión. […] Según la historiografía didascálica, las naciones (argentina y uruguaya) estaban claramente definidas en los albores de la revolución y prefiguradas desde los tiempos coloniales, habían alcanzado un grado de madurez y desarrollo que las colocaban entre las más avanzadas de América Latina»xlvii. El caso de Nicaragua es distinto pero igualmente interesante. Sin un pasado precolombino «glorioso» al cual remitirse (como los antiguos imperios Azteca o Inca identificados habitualmente con México y Perú), ni tampoco una gesta independentista que pudiese exaltar a un Bolívar, Hidalgo, Artigas o San Martín, Nicaragua no tenía cimientos sobre los cuales apoyar un discurso constitutivo de su Estado-nación. Fue entonces cuando
apareció Paul Lévy, un ingeniero francés que con la intención de dar a conocer el país centroamericano en Europa, escribió una obra titulada Notas geográficas y económicas sobre la república de Nicaragua (1871), la cual fue designada por el gobierno nicaragüense como texto oficial para la enseñanza escolar de la historia y geografía nicaragüenses. El grado de identificación de este grupo dirigente con el autor europeo es muy significativo. En sintonía con los gobiernos autoritarios de Lorenzo Latorre, Máximo Santos y Julio Roca en el Río de la Plata, también en Nicaragua se hacía la división sarmientina entre civilización (europea y blanca) y barbarie (mestiza, indígena). Según Lévy, la parte no civilizada del país se encontraba en la costa caribeña, donde sus habitantes indígenas «[…] presentan ese fenómeno moral, tal vez único en el mundo, de ser salvajes con pleno conocimiento de causa y propósito deliberado […]. No hay uno sólo entre ellos que no procure demostrar al viajero que son ellos los que tienen razón viviendo como viven, y que es él el que se equivoca […]»xlviii. Por último, vayamos al (autodenominado) «viejo continente». A partir de 1870, los manuales de historia franceses fomentaron una idea de nación «eterna» que naturalmente luego de la derrota en la Guerra francoprusiana se enfrentaba a “lemania. Por su parte, España, hasta el fin de la dictadura de Franco enaltecía la resistencia «nacional» a la conquista romana, la «unidad nacional» visigoda, la «Reconquista» o la monarquía de los Reyes Católicos, en tanto hechos esenciales de la nación españolaxlix. Sin embargo, ahora resulta que esa conquista
romana, y en general toda la cultura grecorromana, es en realidad un pasado común de toda Europa y por lo tanto una razón de «unidad histórica» entre sus países, la cual se presenta con remotas conexiones y referencias a otros tipos de civilizaciones, como si hubiese sido desde siempre el epicentro autoengendrado del mundo. Se trata de una homogeneización excluyente de corte político, una justificación histórica para la creación de la Unión Europea. «Las menciones a culturas no europeas analiza el historiador Ramón López Facal se limitan a las primeras civilizaciones de Mesopotamia y Egipto, y desaparecen de la historia enseñada, al menos hasta finales del siglo XX. Por otra parte esta presencia parece venir justificada por ser la cuna o precedente de la civilización (por supuesto europea) sin que se ofrezca la menor información sobre lo ocurrido allí posteriormente ni, mucho menos, sobre las sociedades que se desarrollaron en la India o China. […] Nada se menciona de la revolución neolítica en Asia o América, ni de la difusión de la metalurgia fuera de Europa, salvo […] como origen de lo que posteriormente se ha desarrollado en Europa»l. En suma: las ciudades han proyectado siempre una visión nacional sobre el resto del país. Desde su propia fundación, la ciudad constituyó un esquema de representaciones e inquietudes nacionales; una frontera, un límite, un muro que establecía la «memoria trascendental» de una sociedad. El modo efectivo de articular este programa fue la enseñanza de la «historia oficial», correspondida y acentuada con espacios y objetos urbanos en su honor (monumentos conmemorativos, avenidas,
plazas, edificios, aeropuertos, etc.). Como bien lo describe el filósofo Ignacio Lewkowicz: «Los Estados nacionales no hallaron su sustancia en la lengua, ni en la religión ni en la raza. No la hallaron, digámoslo, en ningún lado; la produjeron. Su sustancia fue el pasado común. Ese pasado común construyó unas historias nacionales que se nutren sustantivamente de organizaciones constitucionales. La historia de la nación es la historia de su constitución jurídica»li. De allí que organización territorial, planificación y «estética nacional» urbana, sean elementos siempre ligados a la enseñanza de la historia nacional: uno aprende que hubo tal o cual «padre fundador de la patria» y luego lo contempla allí, enhiesto y solemne, en un espacio privilegiado de la ciudad. De este modo hemos arribado, finalmente, al quid de la cuestión. ¿Cuál es el problema que surge a partir de la relación geopolítica del sistema de referencias? Como el diagrama urbano se confunde con el territorio político-administrativo, la relación geopolítica del sistema de referencias nos conduce a admitir nociones que reducen la complejidad del mundo, tales como «raza», «patria», «nación», «identidad nacional», «pueblo» o «gente», términos intercambiables de recurrentes discursos o relatos políticos que pretenden legitimarse ante una sociedadlii. Y a vos te digo: aunque tu postura sea la del escéptico indiferente, mientras sigas pensando desde un sistema de referencias de relación geopolítica, estarás creyendo que hablar de «nación» o «identidad nacional» es
una cuestión esencial… ¡en plena época de mundialización! Tendrás la idea de que una ciudad debe expresar los rasgos idiosincrásicos de sus «habitantes originarios» y negarás su propia movilidad social; padecerás la tendencia a minimizar sociedades enteras a los estereotipos nacionales que ves en los productos turísticos. Seguir obedeciendo a este sistema de referencias es, lisa y llanamente, no chapar un pomo del tiempo en que vivimos. Así no construimos futuro.
3. Referencia virtual.
Más allá de los obstáculos generales que presenta la relación geopolítica del sistema de referencias, hay uno que parece ser muy concreto: la referencia virtual. Ella es, en efecto, un tipo de referencia que si bien es tenido en cuenta cuando pensamos intuitivamente, no está integrado a dicho sistema. La razón es sencilla: la referencia virtual es aquella que, con el nacimiento de las nuevas tecnologías, genera una orientación no necesariamente político-territorial al reflexionar sobre actividades cotidianas. ¿Se puede imaginar una ciudad sin teléfonos y dispositivos móviles, redes inalámbricas de internet, computadores de simulación o conexión satelital? ¿Quién no recurre a las páginas amarillas en línea para buscar trabajo? ¿Cuántas amistades y parejas nacen gracias a blogs, foros y redes sociales como Facebookliii o incluso videojuegos de rol en línea? ¿Quién espera todavía con ansiedad los titulares de
la prensa escrita como si fuera la única fuente de noticas? ¿Qué persona curiosa no depende de Wikipedia, Google o buscadores de artículos científicos para informarse y estudiar? ¿Qué hombre o mujer no se ha masturbado gozosamente gracias al material audiovisual disponible en los sitios web pornográficos? En tanto nuevo entorno de lo real, esa llamada «realidad virtual» funciona del mismo modo que una referencia de refrán o ideológica (ver diagrama 3) y, no obstante, no es reconocida por la relación geopolítica del sistema de referencias. Episodios cotidianos como los arriba citados demuestran, por un lado, hasta qué grado esta «realidad virtual» integra nuestra vida cotidiana y, por otro, cuán absurdo es intentar negarle su consistencia real. Al subrayar el adjetivo «virtual» se busca, precisamente, reducir lo real a una sustancia única: la materia. Esta falacia naturalista nos impide comprender otros modos de realidad que tienen iguales y a veces más sensibles consecuencias en nuestra propia vida. La función general de todo sistema de referencias es brindar una orientación inicial en alguna cuestión. Pero cuando está ensamblado por una relación geopolítica, nuestro modo intuitivo de pensar se organiza en virtud de tendencias temáticas («patria», «nación», «identidad nacional», etc.) y, al mismo tiempo, reivindica implícitamente el territorio estatal. Si habíamos dicho, asimismo, que el sistema de referencias no tiene otro fin que el de su propia conservación, será necesaria la exclusión de nuevas
referencias que perturben su funcionamiento regular. Este es el caso de la referencia virtual. Pensar desde ella significa producir una suspensión de la territorialidad política; en otras palabras: interpelar un esquema intuitivo de pensamiento para visualizar un espacio de libertad. Ahora bien: ¿cómo hacer para conquistarlo? ¿Cómo hacer para interpelar al sistema de referencias de relación geopolítica, sin asumir sus condiciones de posibilidad, sin aceptar sus términos (politizados) de negociación? ¿Cómo emanciparnos, en definitiva, de las limitaciones epistemológicas y sensibles que hoy nos impone un territorio político?
Entre otros, podríamos citar a investigadores como Reinhart Koselleck, Jean-Pierre Vernant, Hayden White, Tulio Halperín Donghi, José Pedro Barrán, Dipesh Chakrabarty o J(rgen Osterhammel, quienes independientemente de sus objetos de estudio nos han ofrecido formas de interpretar el pasado intentando superar las categorías historiográficas del siglo XIX. xlv Romero, José Luis: Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Buenos Aires: Siglo XXI, 2010, p. 47 (subrayado agregado). xlvi Íd., p. 67. xliv
Corbo, Tomás Sansón: La construcción de la nacionalidad en los manuales de historia rioplatenses, en Nuevo mundo, mundos nuevos, París: Centre de Recherches sur les Mondes Américains (EHESS), N° 11, 2011 (disponible en: nuevomundo.revues.org/61419). xlviii Lévy, Paul: Notas geográficas y económicas sobre la república de Nicaragua, Managua: Fondo de Promoción Cultural/Banco de América, 1976, p. 210, cit. en Fernández Ampié, Guillermo: La imagen de Nicaragua y los nicaragüenses en el primer texto utilizado en la enseñanza de la historia nacional, en Andamios: revista de investigación social, México D.F.: UNAM, vol. VI, N°11, agosto 2009, p. 316. xlix Cf. López Facal, Ramón: Nacionalismos y europeísmos en los libros de texto: identificación e identidad nacional, en Clío & Asociados. La historia enseñada, La Plata: Universidad de La Plata, N° 14, 2010, pp. 11 y 13. l López Facal, Ramón: op. cit., p. 23. El gran análisis de este autor nos remite incluso a la propia fuente de esta historiografía: «El eurocentrismo hunde sus raíces en el viejo esquema narrativo desarrollado en los colegios de los Jesuitas de dividir la historia en Sagrada (la Biblia) y profana (antigüedad grecolatina, historia eclesiástica y de las monarquías cristianas) (íd., p. 24)». li Lewkowicz, Ignacio: Pensar sin Estado. La subjetividad en la era de la fluidez, Buenos Aires: Paidós, 2004, p. 191. Más allá de que allí el autor piensa desde el corralito y no considera los ulteriores avatares de la política argentina (falleció accidentalmente en 2004), vale la pena leerlo para disfrutar su lucidez de exposición conceptual y exquisito modo de expresión escrita. lii V. Weber, Max: Wirtschaft und Gesellschaft. Grundriss der verstehenden Soziologie, Fráncfort del Meno: Zweitausendeins, 2010, II, 4 § 4, p. 316 (disponible en www.zeno.org), donde el sociólogo alemán estudia los usos políticos del concepto nación, aunque siempre desde una concepción del poder en tanto xlvii
dominación que, por ejemplo, Enrique Dussel rechaza con su idea de «poder obediencial» (v., Dussel, Enrique: 20 Tesis de política, México D.F.: Siglo XXI, 2006). Para una crítica del actual «relato» que busca legitimar al poder político en la Argentina, puede consultarse Abraham, Tomás: La lechuza y el caracol. Contrarelato político, Buenos Aires: Sudamericana, 2012, especialm. pp. 239280. liii A propósito, resulta interesante la observación del joven filósofo Ignacio Irulegui: «Para los integrados a la Red, que la leen no como artificio, sino como escenario adquirido de la vida, cada suceso existirá en tanto y en cuanto sea posteado. Al pasar por el filtro comunicacional de Facebook, cualquier acontecimiento es elevado a la categoría de importancia pública […] no importa, esa nimiedad, al transcribirse mediáticamente, adquiere algo de lo que antes carecía: estabilidad formal» (Irulegui, Ignacio: Orbis Facebook en Acosta, Jazmín [et al.]: Antología del ensayo filosófico joven en Argentina, Buenos Aires: F.C.E./CCEBA/CABA, 2012, p. 81).
4. Santa María: concepto de la filosofía del Plata.
4.1. Introducción.
Al comienzo de este ensayo, habíamos manifestado que nuestro taller filosófico sería el de Deleuze y Guattari. Debemos regresar a él para describir qué entienden ellos por «concepto», pues esta idea ocupa una posición sustancial en la filosofía del Plata. Antes que nada, quiero hacer una confesión: yo no leí El Anti-Edipo (1972) ni Mil Mesetas (1980), como tampoco Diferencia y repetición (1968) o Lógica del sentido (1969). Se trata de una decisión estratégica y me importa un bledo lo que piensen los «deleuzeanos»: no quiero contaminarme de ese lenguaje alambicado y crapuloso que aborrezco y, además, no creo que los problemas abordados en esas obras sean indispensables para lo que quiero escribir ahora. Mi única entrada al taller Deleuze-Guattari ha sido, primero, El Abecedario de Gilles Deleuze (1996), larguísima entrevista que Claire Pairnet le hizo al filósofo a fines de los años y, después, el libro ya citado ¿Qué es la filosofía? (1991). En consecuencia, tan sólo me apoyo en estas últimas fuentes para desarrollar las ideas de Deleuze. Repito: no es un mérito, es riesgo asumido. Prosigo. Para definir a la filosofía y poder diferenciarla de la ciencia y el arte, los autores se formulan la siguiente pregunta: ¿qué es un concepto? La respuesta les permite describir la tarea específica de la disciplina, precisamente crear conceptos. En primer lugar, el concepto nunca es simple y se define por sus componentes («multiplicidades»). En
segundo, siempre remite a un problema y sin éste carecería de sentido. Tercero: el concepto no flota en el aire, sino que es creado sobre un plano que igualmente debe ser trazado («imagen del pensamiento»). Cuarto y último: «el concepto expresa el acontecimiento, no la esencia o la cosa»liv. Dejando de lado las creaciones propias de la ciencia («prospectos») y el arte («afectos» y «perceptos»), vale la pena destacar que «[…] lo propio del concepto consiste en volver los componentes inseparables dentro de él: distintos, heterogéneos y no obstante no separables, tal es el estatuto de los componentes, o lo que define la consistencia del concepto […]»lv. Éste se plantea tanto a sí mismo como a los problemas a los que refiere. El concepto filosófico resulta, pues, una herramienta compacta y autoreferente a través de la cual podemos aquí radica el matiz conocernos a nosotros mismos y a un acontecimiento. Ahora bien: que el concepto sea la expresión de un acontecimiento, es un significado que podríamos examinar en otra oportunidad, pues no vamos a entrar aquí en disquisiciones metafísicas. Me interesa la forma que posee el concepto en Deleuze y Guattari, pues nos ayuda a estructurar la filosofía del Plata. Hemos desarrollado las ideas de sistema de referencias, relación geopolítica, diagrama urbano-territorio político y referencia virtual, pero si queremos ir más allá de una mera sucesión de ideas y alcanzar el concepto, será necesario reagruparlas bajo un común denominador: Santa María. A propósito, una última visita al taller: «Las ideas sólo son asociables como imágenes, y sólo son ordenables
como abstracciones; para llegar al concepto, tenemos que superar ambas cosas y llegar lo más rápidamente posible a objetos mentales determinables como seres reales. […] Tenemos que utilizar ficciones y abstracciones, pero sólo en cuanto sea necesario para acceder a un plano en el que iríamos de ser real en ser real y procederíamos mediante construcción de conceptos. Hemos visto cómo podía alcanzarse este resultado en la medida en que unas variaciones se volvían inseparables siguiendo unas zonas de vecindad o de indiscernibilidad: dejan entonces de ser asociables según los caprichos de la imaginación, o discernibles y ordenables según las experiencias de la razón, para formar auténticos bloques conceptuales»lvi. Por lo tanto, que exista un parágrafo como éste no significa que Santa María sea un concepto aislado del resto de las ideas anteriormente expuestas. ¡Por algo queremos hacer una filosofía! Porque buscamos, para decirlo ambiciosamente, cierta «unidad y coherencia» en una propuesta de pensamiento.
4.2. Ficción conceptual y regionalidad cultural.
Juan Carlos Onetti inventó una pequeña ciudad que se extiende a lo largo de buena parte de su literatura, Santa María, cuya morfología resulta de enorme inspiración para la filosofía del Plata. El propio escritor nos explica su génesis «Si yo fuera a pensar en hechos, […] diría que estaba yo en Buenos Aires. Iba de Buenos Aires a
Montevideo con mucha frecuencia, sobre todo con la frecuencia que me permitía el dinero. Mi familia vivía en Montevideo. Y allá no estaba contento, porque después Perón cortó la comunicación. No había barcos para ir a Montevideo. […] Entonces yo quería estar en otro país, en otro lugar que no era ni Buenos Aires ni Montevideo, pero que podría ser una mezcla de ambas cosas»lvii. De este deseo onettiano convertido en ficción, vamos a extraer dos grandes impulsos creativos: primero, la posibilidad de habitar un territorio no definido por sus fronteras político-administrativas; segundo, la ficción como medio de fuga y liberación. Pero antes que nada, quiero aclarar que yo no tengo nada que ver con esta «malversación literaria», ¡sino que es el propio Onetti quien me ha autorizado!: « Brausen. Se estiró como para dormir la siesta y estuvo inventando Santa María y todas las historias. Está claro. Pero yo estuve allí. También usted. Está escrito, nada más. Pruebas no hay. Así que le repito: haga lo mismo. Tírese en la cama, invente usted también. Fabríquese la Santa María que más le guste, mienta, sueñe personas y cosas, sucesos»lviii. Este famoso pasaje de Onetti puede servirnos para contagiarnos de su potencia imaginativa. Santa María es una ficción que da lugar a una saga novelesca: historias, escenas, momentos, personajes y emociones que se
condensan en el arte de escribir. Pero las ficciones no son únicamente literarias, sino que pueden volverse conceptuales. Sus orígenes y elaboraciones encuentran aquí inspiración en la literatura. Y la tarea que cumple en una filosofía responde a los problemas que ésta ha planteado. Como el nuestro es la relación geopolítica del sistema de referencias (causa de territorialización política de los temas que figuran en agendas y tendencias de actualidad) necesitamos ocupar un espacio no político-territorial para interpelar esta situación. «Las ficciones nos esclarece Tomás “braham tienen una función de interpelación, señalan una dificultad, llaman la atención sobre un nudo epistémico no desatable a la vez que postulan un remedio»lix. Santa María será entonces nuestro espacio de libertad desde el cual preguntar. Trasladarse a esta ciudad imaginaria es conquistar un diagrama urbano que aún conserva su identidad como tal: no se desdibuja en el contorno político-administrativo de su territorio. Ya nadie podrá venir a extorsionarnos con nociones de patria, nación, identidad nacional, pueblo, etc.; no le debemos nada a nadie, no legitimamos ningún poder político. Encontramos un lugar para pensar aquí y ahora: estamos haciendo filosofía. «En Santa María comenta Vargas Llosa no hay nada equivalente. En ella, como ocurre en el sueño, los episodios no están encadenados, no se suceden dentro de cierta lógica en un tiempo progresivo. En Santa María sólo hay estampas, episodios, ocurrencias que se yuxtaponen pero no se implican unas en otras como periodos de un transcurrir. La incoherencia que los caracteriza obedece a su sustancia irreal, a su naturaleza
onírica, semejante a la sucesión de imágenes que desfilan por nuestra mente cuando divagamos o nos abandonamos al ensueño. Entonces nos emancipamos de la fatídica cronología que regula nuestra vida real y el pasado no antecede al presente y éste al futuro, porque vivimos un eterno presente»lx. (Sí, señor: pensar la actualidad también requiere imaginación). Los sensatos se quejan y sentencian que esto no es más que un chamuyo intelectual. Momentito: ¿y los físicos teóricos? ¡Ajá! Ellos te hablan del origen del Universo con cosmologías cuánticas, megateorías de cálculos astronómicos y vos, sin comerla ni beberla, te lo creés todo. Santa María, en cambio, es un concepto plenamente consciente de su estructura ficticia. Afirmar este mundo imaginario-conceptual es aprovechar un supuesto de interpelación desde el cual ordenamos y direccionamos el pensamiento para afrontar problemas concretos. No se piensa en Santa María a título de hipótesis, sino que a través de ella es posible formular nuevas hipótesis. En tanto ficción conceptual, interpela la relación geopolítica del sistema de referencias; en tanto postulado filosófico, nos indica hacia dónde pensar para generar condiciones de emancipación mental. Naturalmente, no todo puede ser un refugio fantástico. Aunque sea estrictamente provisional, algún «equivalente real» debemos encontrar porque nada nos asegura que Santa María resista los alisios de la cotidianidad. Por ello cabe preguntarnos: ¿cuáles son las consecuencias inmediatas al pensar desde allí?
Pues bien, Santa María podría llevarnos a otro lugar crítico de los territorios políticamente definidos: la regionalidad cultural. Che, ¡pero me vas a volver loco! Yo sé, yo sé. Pero mirá que es lindo lo que te digo. Es que no me cierra: primero me mandás a un mundo que no existe, ¿y ahora? Te la hago corta: ¿vos de dónde sos? De Capital. Perfecto, yo soy de Montevideo. Vos no sos argentino, yo no soy uruguayo. ¡Pero qué no voy a ser argentino, boludo! ¿Qué me querés decir? Que somos rioplatenses. Pertenecemos a una regionalidad cultural común. ¿Cómo? Claro, no es que de pronto seamos lo mismo, sino que tenemos un montón de similitudes y rasgos comunes que posibilitan una fuerte correspondencia entre vos y yo, por más que tu documento de identidad diga «argentino» y el mío «oriental», ¿entendés? Sí, bueno, si pienso en el fútbol, el tango, el mate, el dulce de leche… por ahí más o menos te sigo, ¿pero qué me decís de otros países?
Justamente, tampoco hay bolivianos, peruanos, ecuatorianos: hay regiones culturales andinas; más al norte amazónicas, caribeñas, antillanas. En Europa tenés regionalidades culturales alpinas, mediterráneas, en fin, lo que quieras. Pero cada una de ellas es también universal porque siempre está vinculada con el mundo. ¿O te pensás que viven en la Antártida? Y no, ¡eso es obvio! Dado que nos habituamos a leer mapas políticos olvidando el suelo que pisa cada población, hablar en términos de regionalidad cultural supone recuperar cierta cartografía comprensiva de la diversidad humana. En este sentido, se comprende por qué hay referencias de refrán y de horizonte: primero se reduce un continente a títulos nacionales, luego se borran los accidentes y variaciones geográficas para pintar fronteras políticas y, finalmente, no hay más información que un contorno irregular que dice ser «China», «México», «Nigeria». ¡Los mapas escolares son chistes políticos de mal gusto! En todas esas zonas habrá siempre una Santa María desde la cual preguntar: ¿quién es tu vecino, qué compartís con él? ¿A quiénes excluiste de tus representaciones sociales? ¿Cuál es tu historia en esta tierra y con el mundo? ¿Quién sos sin tus investiduras políticas? Geógrafos e historiadores coinciden en señalar que una «región» puede definirse de varias maneras según las finalidades del investigador. Tras la primera acepción naturalista de finales del siglo XIX, esta noción ha experimentado importantes desarrollos en menos de medio siglo. Hoy es posible distinguir regiones geográficas,
funcionales, sistémicas, económicas y aun regiones como espacio percibido y vividolxi. Incluso también se ha discutido su propia entidad como unidad de análisis (¿tiene una correspondencia con la realidad o es una construcción intelectual?). Pero más allá de los diversos puntos de vista, la palabra «región» designa la clasificación tipológica de un espacio. Como ha dicho Milton Santos, «la esencia de la región no está compuesta por la longevidad del edificio sino por su coherencia funcional»lxii, lo cual le impone al observador la dificultad de demostrar que, efectivamente, hay un espacio que se ha comportado históricamente como región. Para ello se deberá rastrear antes la existencia de una «regionalidad» (cualidad de ser región) y de un «regionalismo» (identificación consciente cultural y política en la larga duración con la región)lxiii. También será necesario evitar el error en el caso de las regiones supranacionales de caracterizarlas por oposición y exclusión de las regiones contiguas. En cualquier caso, de estos problemas metodológicos se ocuparán las correspondientes disciplinas, puesto que el trabajo de la filosofía del Plata no está en comprobar una hipótesis de investigación histórica, sino en interpelar la relación geopolítica del sistema de referencias, esto es, crear un concepto (Santa María) que remite a un problema (no apertura hacia la diversidad social y reducción de la complejidad del mundo). Naturalmente, en la medida que Santa María es una interpelación directa a ciertos modos de simplificación social (patria, nación, pueblo, identidad nacional, etc.), ¿por qué no asimilarla a los estudios humanos de enfoque
regional? Volvemos al principio: ¡la filosofía no es sabiduría! No busca la verdad, no es reflexión ni contemplación, mucho menos una transmisión institucionalizada del conocimiento científico. No necesita justificar ninguna tradición de cátedra. No vive en la academia. La filosofía es libre, no cree más que en sí misma y lo quiere pensar todo. Es una loca de mierda. Al abogar por una emancipación mental, habría de suponerse un sometimiento o subordinación a algo (o alguien). El sentido de esta dependencia no comporta esclavitud, servilismo, pérdida de dignidad, sino la profunda confianza en las potencias económicas. Digo confianza porque es la palabra correcta: confiamos en que, después de todo, ellos saben cómo hacer las cosas bien. Esta creencia colonial penetra en los campos más sensibles de nuestra vida cotidiana y promueve dos cosas: la idealización de coyunturas distantes y el desconocimiento de lo propio. Se tiene la idea de que el lugar que uno habita, no deja de ser una expresión de «cultura criolla», es decir, una serie de acontecimientos más o menos insignificantes en relación a Nueva York, Londres, Berlín o París. Y esa idea deviene sensibilidad alienada y produce aislamiento, fuga, desprecio o indiferencia, típicas actitudes de quien no ha salido de su horizonte eurocéntrico de bienestar, creyendo que el ascenso social en su país será la despedida del «Tercer Mundo». No importa que Europa experimente hoy una crisis política y económica sin precedentes, se sigue creyendo que es «el centro de la cultura», «la cuna de la civilización». No importa que EE. UU. tenga un Occupy
Wall Street, aceptamos que se autodenominen «americanos» e imaginamos que es un país donde todos viven felices. Es que en el fondo, creer que un país compite con otros por «méritos culturales», significa que todavía obedecemos a la soberbia historia mundial de Hegel. Dice Arturo Andrés Roig «[…] Respecto de todo hombre, de cualquier cultura, nación o clase social, lo que interesa no es si ha entrado en la "historia mundial", ni menos aún si de alguna manera ha colaborado en su reconstrucción historiográfica, sino tan sólo si es "ente histórico", dicho de otro modo, si posee historicidad»lxiv. Se entiende, pues, por qué nuestra escala de valoración deriva aquí de las potencias económicas de Europa o América del Norte. Sin embargo, esa misma creencia tiene su expresión positiva en la reivindicación de lo propio, bajo una rigurosa exclusión de aquello catalogado como extranjero, ajeno, impuesto, «foráneo»... ¡El tango es nuestro! Entonces no se admite que en Finlandia o Japón se cultive el género. ¡El mate es nuestro! Entonces hay países que de pronto se deberían abstener de beberlo. ¡Somos latinos! Entonces Calle 13 es una representación artística que vale desde el Río Bravo hasta Tierra del Fuego. El así denominado «multiculturalismo» es la pasión reaccionaria del siglo XXI y consiste en la purga de todo aquello que una etnia, territorio político o religión, considera amenazante para la preservación de lo «originario». Emancipación mental significa investigación de lo propio, sí, pero no con un afán provinciano o nacionalista, sino con una ambición de autodescubrimiento y, ¿por qué no?, conocimiento mundial. Sin duda es también un modo
de pensar la política, pero en primerísimo lugar debe ser como bien sabía José Enrique Rodó una fiesta de la curiosidad, jamás una estrategia ideológica. Para Arturo Ardao, la idea de emancipación mental nos lleva a una reconstrucción de la «historia de las ideas» en América Latina. Este gran proyecto no se limitó a hacer un inventario de las distintas ideas elaboradas en el continente (ni tampoco a ignorar las de origen europeo o norteamericano), sino que debió crear una concepción original de la filosofía para restructurar, entre otras cosas, las categorías de análisis histórico y los criterios de valoración cultural de “mérica Latina. «[…] Construir una historia de las ideas precisan Horacio ”ernardo y Lía ”erisso no se reducía a reseñar e historiar las ideas filosóficas por sí mismas. Su pretensión era la de nuclear, desde la filosofía, el abanico de ideas producidas en el continente. Las ideas políticas, económicas, sociales, etc., debían poder ser estudiadas y reconstruidas desde una perspectiva latinoamericana para poder forjar una imagen emancipadora»lxv. Ciertamente, esta «imagen emancipadora» tuvo, en muchos representantes de esta corriente de pensamiento, una clara adhesión a los proyectos y movimientos políticos de vanguardia que, en su momento, fueron esperanzas continentales de independencia y bienestar. Pero más allá de ellos, la propuesta de «historiar las ideas» logró un grado de profundización conceptual tan alto que hoy sigue vigentelxvi. Ante todo nos enseña que estudiar a nuestros pensadores no significa aislarnos del «mundo», sino descubrir a éste desde nuestro propio contexto. De este
modo, la filosofía del Plata podría retomar el proyecto de historia de la ideas porque, justamente, de lo que se trata es de abrirnos a la diversidad social y no reducir la complejidad del mundolxvii. Aquí no hay distinción entre «derechas» e «izquierdas», sino que hay ideas que interesan y otras que no. No importa cómo: de lo que se trata es de pensar. Y pensar debería incluir las ganas de estudiarlo todo, sin discriminar etiquetas, rótulos, pertenencias a agrupaciones o partidos de tal o cual signo político. Un buen comienzo sería, dicho sea de paso, reconstruir la historia de la filosofía en el Río de la Platalxviii. O creamos pensamiento o nos contamos en las filas de la burocracia libresca y estéril. Quiero hacer una breve mención al nombre «filosofía del Plata». Es probable que la sociedad rioplatense constituya, efectivamente, una regionalidad cultural, pero si hago referencia a ella es únicamente en tanto hipótesis representacional, es decir, a través de Santa María. Nada más lejos de mis deseos que venir a reivindicar prejuicios idiosincrásicos, estereotipos arbitrarios que simplifican todo en un código binario de segregación: nosotros sí, ellos no. Como dijimos en la presentación de este trabajo, la filosofía del Plata quiere tener como primer interlocutor a la comunidad rioplatense. Emplear a estos efectos una ficción conceptual como Santa María es doblemente estratégico, pues así como cuestiona los territorios políticoadministrativos y la estrechez de sensibilidades altamente politizadas, también es una guiñada cómplice para quienes conocen a Juan Carlos Onetti, uno de los grandes referentes
de la literatura rioplatense. En primer término, ello sirve para explicitar un lugar deseado de enunciación y, en segundo, para alivianar la densidad conceptual del texto a través de referencias y alusiones conocidas. Si por arte de magia esto le llegara a un chino y luego él se identifica con nuestra filosofía, sería un hecho fortuito y gratificante que, por lo demás, en ningún momento habría podido condicionar la escritura. La verdad es que se escribe porque sí: para uno mismo; para dos, tres amigos. Lo demás... ¿quién sabe?
Deleuze, Gilles y Guattari, Félix: op., cit., p. 26. Íd. p. 25. lvi Íd. pp. 208 y 209. lvii Entrevista con Joaquín Soler Serrano en el programa A fondo, RTVE, 1977. Cf., asimismo, testimonio del autor en Dejemos hablar a Onetti, CD realizado por Sopa de Letras, Radio Uruguay (Sodre) y Centro Cultural de España, Montevideo, 2009, parcialmente disponible en http://autoresuruguayos.adinet.com.uy/juan-carlos-onetti/vidatestimonios.php. lviii Onetti, Juan Carlos: Dejemos hablar al viento, Barcelona: Bruguera, 1979, p. 142. lix Abraham, Tomás: op. cit., p. 394. lx Vargas Llosa, Mario: El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti, Madrid: Alfaguara, 2008, p. 60. lxi Cf. Espejo Marín, Cayetano: Anotaciones entorno al concepto de región, en Nimbus. Revista de climatología, meteorología y paisaje, Andalucía: Universidad de Almería, N° 11-12, 2003, pp. 72-79. lxii Santos, Milton: Los nuevos mundos de la geografía, en Anales de Geografía de la Universidad Complutense, Madrid: Universidad Complutense de Madrid, N° 16, 1996, p. 21. liv
lv
Cf. Taracena Arriola, Arturo: Propuesta de definición histórica para región, en Estudios de historia moderna y contemporánea de México, México D.F.: UNAM, N° 35, enero-junio 2008, p. 203. Vale la pena citar el siguiente pasaje complementario: «[…] Las fronteras de una región no tienen la precisión limítrofe de las de los Estados nacionales ni de las de sus divisiones internas, pues están sujetas en el tiempo a la capacidad de territorialización de las elites regionales y los grupos sociales dominantes, así como a los efectos provocados por los movimientos de población y las lógicas particulares nacidas de procesos económicos internos. Son en sí linderos y no límites» (p. 188). lxiv Roig, Arturo Andrés: Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, México: F.C.E., 1981, cap. VII (versión digital autorizada por el autor en www.ensayistas.org). lxv Berisso, Lía y Bernardo, Horacio: Introducción al pensamiento uruguayo, Montevideo: Cruz del Sur, 2011, p. 261. lxvi El propio Arturo Ardao es, en este sentido, un notable exponente, pues sus conceptos de «espacio» e «inteligencia» son un modo original de comprender la historia de las ideas en América Latina. Para un desarrollo teórico de ambos conceptos, v. Ardao, Arturo: Espacio e inteligencia, Montevideo: F.C.U./Biblioteca de Marcha, 1993, y Lógica de la razón y lógica de la inteligencia, Montevideo: Biblioteca de Marcha, 2000. lxiii
lxvii
Dado que actualmente vivo en Berlín, me ha sido imposible acceder al siguiente trabajo: La filosofía de la historia en el pensamiento rioplatense (desde la generación argentina de 1837 hasta Carlos Vaz Ferreira), publicado en Cuadernos Americanos, México D.F.: UNAM, Nº 36, 1992, cuyo autor, el filósofo argentinouruguayo Manuel Arturo Claps (1920-1999), probablemente sea un antecesor fundamental de la filosofía del Plata. lxviii Al respecto, cabe traer a colación, además de los libros ya citados de Ruben Tani, Horacio Bernardo y Lía Berisso, el de Yamandú Acosta: Pensamiento uruguayo, Montevideo, Nordan,
2010 y otro de Tani: Etapas del pensamiento en Uruguay 1910-1960, Montevideo: HUM, 2013. Estas cuatro obras, de reciente aparición y distinto carácter, representan una nueva y auspiciosa etapa de la filosofía en el Uruguay. De todos modos, te digo a vos: saber aprovecharla no pasa por mencionarla en «papers» y presentaciones PowerPoint para obtener méritos académicos, sino en asumirla como una tradición que te pertenece, que demanda tu interpretación y necesita enriquecerse con tu crítica, ¿está claro?
4.3. El Geronte, el Turista y el Mirón: personajes conceptuales de Santa María.
Si regresamos al taller Deleuze-Guattari, encontramos que todavía nos falta algo. La cosa está muy abstracta y alguien podría opinar que Santa María no deja de ser una mera fuga al sofocamiento de la relación geopolítica. Por ello será necesario crear algún personaje conceptual. ¿Qué es esto? «En los enunciados filosóficos advierten los franceses no se hace algo diciéndolo, pero se hace el movimiento pensándolo, por mediación de un personaje conceptual. De este modo los personajes conceptuales son los verdaderos agentes de una enunciación. […] La creación de los conceptos no tiene más límite que el plano que van a poblar, pero el propio plano es ilimitado, y su trazado sólo concuerda con los conceptos que se van a crear, a los que tendrá que enlazar, o con los personajes que se van a inventar, a los que tendrá que sostener»lxix. Para desarrollar este pensamiento, uno de los ejemplos que proponen los
autores es el cogito cartesiano: «¿Hay algo, en el caso de Descartes, además del cogito creado y de la imagen presupuesta del pensamiento? […]. Por el momento, se trata del Idiota: él es quien controla los presupuestos subjetivos o establece el plano. El idiota es el pensador privado por oposición al profesor público (el escolástico): el profesor remite sin cesar a unos conceptos aprendidos (el hombre-animal racional), mientras que el pensador privado forma un concepto con unas fuerzas innatas que todo el mundo posee por derecho [propio] (yo pienso). […] El Idiota es personaje conceptual»lxx. Quiere decir, pues, que si un concepto interpela una situación problemática para superarla y conquistar un espacio de libertad, no faltará alguien que ofrezca una resistencia a ello, es decir, que establezca un modo de diferenciación y arraigo en una sensibilidad que se jacta de ser permanente e inmodificable. Éste será, precisamente, el rol de nuestros personajes conceptuales: dar a conocer posibles formas de decir que no. (Y es que no hay emancipación mental si no hacemos patente lo que queremos dejar atrás, de allí la necesidad de retratar las eventuales vicisitudes que podrían aparecer al interior de Santa María). Para la filosofía del Plata, la «imagen (deleuzeana) del pensamiento» se traduce en el sistema de referencias. Sobre él yace el concepto Santa María, cuyo movimiento será coordinado por tres personajes conceptuales: a) el Geronte, b) el Turista y c) el Mirón. Vamos con el primero. a) En sociedades que conciben a la vejez como deshecho social y nos autorizan a hacinar ancianos en
recintos de aislamiento («Residencias de la Tercera Edad»), sería improcedente demonizar a quienes padecen dicha muerte civil. Por consiguiente, no se trata aquí del envejecimiento de una población o de las políticas de natalidad, sino de una condición sensible y mental. Veamos. El «Geronte» es un tipo psicosocial que podríamos identificar en cualquier franja etaria y sector social. Puede tener veinte o treinta años y asistir a recitales de rock, militar en una agrupación política, estudiar filosofía, pintura o administración de empresas, leer a Paulo Coelho o Slavoj Žižek, ser hincha de fútbol o amante de la música clásica, ir al teatro o al cine y organizar fiestas temáticas, ser un instruido catador de vinos o cultivar marihuana en su jardín, tener una estricta relación monogámica o experimentar el poliamor. El hecho es que el Geronte se caracteriza por no transar con su tiempo. Se rehúsa a vivir en él. Con amigos o en solitario, vuelve al pasado y recicla modas, actitudes de época, inclinaciones artísticas e incluso ideologías vencidas. El pathos característico del Geronte es lo que llamaremos, justamente, «gerontopatía». La gerontopatía designa la sensibilidad refractaria a la mundialización. El Geronte conduce sus experiencias a través de formas antiguas y no construye un estilo propio. A veces mantiene una gregaria fascinación por figuras como Andy Warhol, Jack Kerouac, el Che Guevara, Salvador Dalí o Jacques Derrida. Pero estas preferencias implican cierta indiferencia y eventualmente desprecio hacia el presente. Se interesan por «lo que fue grande», pero no se dan cuenta que algo se vuelve «grande» cuando es
valorado a la distancia. La gerontopatía deviene así megalomanía reaccionaria. El Geronte se reconoce en alguna tradición que, como un espejo infalible, le refleja su propio contexto con toda claridad. De allí que reivindique inconsciente o intencionalmente proyectos políticos fracasados o utopías pretéritas: su deseo es inscribirse en ese legado y hacer de él su identidad personal. Ahora bien: cuando el pasado al que se remite el Geronte pertenece a una generación que fue su testigo o protagonista, la gerontopatía se convierte en gerontocracia, es decir, en relación de poder. Pero como enseña Michel Foucault, ésta se ejerce porque existe libertad, esto es, posibilidades de resistencialxxi. Refiere además a un estado de dominación: unos dirigen el comportamiento de otros. Las intensidades y entusiasmos de quienes participaron en un determinado período, se contagian al Geronte y éste cree que está viviendo su tiempo. Precisamente por ello se perfila tan bien como consumidor: compra todas las reminiscencias idílicas a un pretérito imaginario, obedeciendo al pie de la letra a una gerontocracia que, gracias a individuos como el Geronte, se relame sabiendo que su propia biografía se adueña lentamente del «discurso oficial». El problema no es, sin embargo, que unos individuos ejerzan su dominio sobre otros, sino que al jerarquizarse las consecuencias históricas padecidas por un sector social específico, quedan aplazados los problemas que conciernen al futuro. En otras palabras: cuando el Geronte no se apropia de su contexto, desperdicia su vida llevando a cabo proyectos frustrados que desconoce y se
convierte en el títere de vidas ajenas. De este modo, la gerontopatía compromete tanto la propia identidad del Geronte, como la de la sociedad misma, pues él no se reconoce a sí mismo y ésta pierde una voz auténtica para su diversidad. b) El Turista, por el contrario, no está teñido de colores opacos. Quiere conocer otros países. Realiza una breve aventura con dinero y tiempo libre. Es más bien un señor acuarelado. Sucede que al arribar a un nuevo sitio, el Turista se sorprende. Percibe estupefacto la arquitectura que lo envuelve, las calles que lo desorientan y los circuitos de atracciones que acompañan prospectos de hoteles y aerolíneas. Como ninguno de sus habitantes, él posee todo el tiempo del mundo para «recorrer» la ciudad, una palabra falaz que, a decir verdad, significa cumplir con las citas obligadas que le indica su guía turística. Esta obediencia lo lleva a una rendición de cuentas: el número de lugares visitados se divide entre la cantidad de horas necesarias. Su gran placer consistirá en manifestar que «lo vio todo». El Turista no es un observador fiable, puesto que su destino de viaje en nada se vincula con los hechos formativos de su propia personalidad. Su estadía fugaz, poder adquisitivo y disponibilidad de tiempo, lo eximen de soportar las rutinas laborales, horarios, citas, oficinas, alquileres, llamadas telefónicas, apuros, compromisos, impuestos, en fin, la vida cotidiana local. No obstante, el Turista contempla y toma nota. Está fascinado. Y es aquí donde vienen los problemas.
¿Vos fuiste a París? No. ¡Ah, pero tenés que ir! Los franceses son unos verdaderos genios. Lo tienen todo: la torre Eiffel, el Louvre, Notre-Dame, les Champs-Élysées, ¡es increíble! Aquí se presenta la tendencia del Turista a creer que los puntos de interés turístico reflejan a un país y encarnan su «identidad nacional». La palabra alemana Sehenswürdigkeit, cuya traducción literal sería «lugar digno de ver», es interesante porque nos hace pensar en quién es el encargado de determinar lo valioso («digno», würdig) de una ciudad. Se trata de un modo intencionado de autorepresentación sociopolítica, consagrado en referencias y escenificaciones urbanas de gran fama y reputación, cuya validez no puede extenderse nunca a toda la sociedad. El Turista no advierte esto y, en consecuencia, ejerce un mecanismo de abstracción por el cual el entusiasmo y éxtasis ante lo desconocido y considerado previamente distinto de su hogar, lo predispone a imputarle «carácter nacional» a las novedades extranjeras, ¡incluidas las humanas! Ejemplo: el joven sudcoreano Hyun-min se enamora de Marcia en San Pablo y, mientras él no deje de ver elefantes rosados volando por Asia, ella será bella e inteligente en tanto que brasilera. De esta forma, el origen reemplaza a los atributos personales y el Turista se figura un símbolo patrio en lugar de una mujer. c) El personaje conceptual que completa esta tríada es el Mirón. Su nombre se escribirá al igual que los
anteriores con mayúscula, pues equivale a un nombre propio. No hay nadie mejor para describirlo que Roberto Arlt: «Por lo general el mirón es amigo de un comerciante. O de varios. Se levanta a las nueve o a las diez de la mañana. Sale. Y va a instalarse a la orilla de la caja de su amigo el traficante. Está allí las horas dale que dale de charla con el otro. El otro le confía sus pesares. Sus angustias económicas. Los líos que tiene con su mujer o con su socio. El Siniestro Mirón escucha. Escucha todo. […] Ésta es la única misión del mirón. Ir y llevar y traer cuentos entre los comerciantes»lxxii. Es cierto que las Aguafuertes porteñas (1933) ya no reflejan con tanta fidelidad la vida cotidiana de Buenos Aires, pero de cualquier modo podemos recoger dos observaciones todavía vigentes del escritor argentino. Una es que la causa de las «charlas» es el aburrimiento, otra es que el Mirón no sobrepasa los confines del barrio, lo cual nos remite a una actualidad rigurosamente localizada. Es ésta la que hace del Mirón, precisamente en el siglo XXI, un personaje abducido por la actualidad mediática. El Mirón no es capaz de pensar por encima de las delimitaciones que le imponen los titulares de diarios, periódicos y noticieros. Sus opiniones sobre la realidad se modelan tras la velocidad que los medios imponen, por eso sus temas resultan tan vagos e imprecisos y raras veces se visualizan los problemas concretos. Prisa y frivolidad de chismes por oposición a calma y discusión de problemas. En este sentido, cuando Arturo Andrés Roig aboga por un pensamiento capaz de reconocer activamente los
antagonismos de la democracia, considera que una de sus orientaciones debería ser la «perspectiva ektópica», es decir, «[…] la capacidad de crítica y autocrítica. Se da cuando se está en posición de poner en duda la evidencia aparente de su mundo y de las propias opiniones. Exige alejarse del lugar , visto espontáneamente como el correcto, y liberarse para la mirada ektópica que contempla las cosas desde afuera. Supone, entre otras cosas, también abandonar una identidad exclusiva considerada fija, globalizarse en sentido positivo, no aferrarse al pasado y abrirse al futuro»lxxiii. Tomás Abraham, por su parte, se ha referido a la «deconstrucción» para mitigar las dificultades que conlleva pensar en la actualidad: «[…] Lo diario o lo actual no es un desparramo caótico de instantes aglomerados. Es una serie en la que priman las conexiones. Conectar series es pensar. Para esto es necesario deconstruir el orden dominante que nos impone una interpretación de los hechos. Este orden es polifónico, lo componen pastores, periodistas, padres, docentes, científicos, una serie institucional que enlaza discursos de autoridad. Deconstruir es disolver el orden del discurso autorizado y conectar nuevas series de inteligibilidad»lxxiv. Desde este punto de vista, entonces, ambos filósofos coinciden en identificar el problema fundamental del Mirón: es un tipo mentalmente anclado en la vida cotidiana. Para hacer de la opinión algo más que un dato del consumidor, hay que vincularla al estudio de un problema. Es allí cuando se le termina el juego al Mirón, pues se interrumpe la sucesión de obviedades y connotaciones que
él gusta de reproducir. Se desvanece el mundo de lo consabido y nace el de la curiosidad.
Deleuze, Gilles y Guattari, Félix: op. cit., pp. 66 y 79. Íd., p. 63. lxxi Cf., entrevista a Michel Foucault realizada por Raúl Fornet-Betancourt, Helmut Becker y Alfredo Gómez-Müller, 20 de enero de 1984. Puede leerse íntegramente en el siguiente sitio: www.tomasabraham.com.ar/cajagraf/Caja10c.pdf. lxxii Arlt, Roberto: Aguafuertes porteñas, Buenos Aires: Losada, 2010, pp. 81-82. lxxiii Mahr, Günther: El aporte de Arturo Andrés Roig a la filosofía contemporánea, en Utopía y praxis latinoamericana, Maracaibo: CESA-FCES-Universidad del Zulia, N°20, enero-marzo 2003, p. 48. Según este autor, ektopia se deriva del griego ek topos, expresión que significa «fuera de lugar, del centro». lxxiv Abraham, Tomás: Elogio de la dificultad, en diario Perfil, 23.10.2009. lxix
lxx
CUADRO ANALÍTICO: PERSONAJES CONCEPTUALES DE SANTA MARÍA
Actitud
Síntoma
Subordinación
Geronte Refractaria
Gerontopatía Gerontocracia
Turista
Crédula
Fascinación
Mirón
Aburrimiento Abducción
Nacionalismo Actualidad mediática
III. ¿Para qué sirve la filosofía?
Está claro que hablar a esta altura en nombre de la filosofía sería, además de petulancia, una lisa y llana incomprensión de la escritura filosófica en general. Aquí se habla con nombre y apellido; todo lo dicho recae sobre una misma responsabilidad individual. Y los errores y aciertos corresponden a una firma, no a una tradición que anticipadamente legitima lo que se piensa. De modo que habría que reformular la pregunta así: ¿para qué sirve esta filosofía? La emancipación mental es el postulado de la filosofía del Plata. Un postulado es algo lógicamente pensable pero imposible de realizar. Es útil como criterio orientativo de acción. Pensar es actuar porque actuar es decidir. Y las decisiones se toman afrontando tensiones y dilemas, lo cual significa hacerse responsable de los costos necesarios. Quien busca soluciones perfectas hace negocio:
promete las llaves de San Pedro. No existe «un mundo mejor»: existe el laburo diario para mejorar situaciones concretas. Si todavía le creemos a la resaca platónica y catoliconga que ansía encontrar «Ideas» en el mundo, vamos a terminar por contagiarnos de su holgazanería y falta de humildad. Tener como postulado a la emancipación mental es, en cambio, aceptar que el mundo es siempre más complejo de lo que parece y, aunque la tarea de descubrirlo completamente sea imposible, debemos bancarnos nuestra propia finitud y actuar en consecuencia. Cuestión de ética: no hay conflicto o dilema que nos provoque angustia: hay una vida, un entorno, una personalidad y una opción por comprender. Si escuchamos, por ejemplo, el Concierto para Quinteto (1971) de Astor Piazzolla, nos daremos cuenta que no sería posible conmoverse tan honda y poderosamente con la aguda melodía del violín central, si no hubiésemos sido acompañados previamente por el tempo del contrabajo y los sensuales abrazos del bandoneón. Por ello nos dejamos sobrellevar luego por los diálogos sordos entre piano y guitarra, los ímpetus de otro violín y las protestas de un fuelle rezongón. Toda una abigarrada totalidad de sensaciones que, por cierto, sólo podría fluir a la escritura por medio de una actitud favorable a la multiplicidad de bemoles y semitonos que nos sugiere la música. Una vez que nos convencemos de que siempre hay más por conocer y experimentar; que en ese esfuerzo ningún «Todopoderoso» nos respalda y que, en definitiva, ya no se trata de buscar la verdad porque hace tiempo dejó de existir la Verdad… ¿qué hacer?, ¿cómo vivir? Es una
pregunta que únicamente puede responderse actuando, eligiendo, perdiendo y ganando fuera del pavor posmoderno. Yo pienso que la ética no puede ser preceptiva porque su fundamento es la libertad.
***
Para José Enrique Rodó, la juventud no es cuestión de tener veinte años. En su célebre Ariel (1900), indica que es un «estado de espíritu» que se puede alcanzar individual y colectivamente, y que sus componentes principales son la esperanza y el entusiasmo. La primera característica refiere a los ideales y la segunda a la vocación. ¿Por qué ideales? Porque son la condición necesaria para llevar a cabo un perfeccionamiento moral que, teniendo su comienzo en la personalidad individual, pueda consolidarse por medio de la educación y la democracia en una reforma social. ¿Por qué vocación? Porque a través de ella se conquista la plenitud de nuestro ser y, gracias a la libertad obtenida, se podrán tomar las riendas del propio destino. Yo sé que todo esto nos puede resultar un poco anticuado, pero miren que Rodó no tenía la cabeza en las nubes. No hace «autoayuda» ni mucho menos: es una filosofía de la acción basada en la crítica sociocultural de su época. Vale recordar, además, que el autor escribía desde un país que, tras sufrir una gran cantidad de guerras civiles, intentaba consolidarse como democracia y Estado de bienestar. Por ello sus manifestaciones a favor de la
construcción de héroes y mitos nacionales (El mirador de próspero, 1913), o su idea de Jesús como «reformador moral» (Liberalismo y jacobinismo, 1906), son posiciones que, antes de ser derribadas sin más, deberían comprenderse a la luz del contexto montevideano del 900. ¿Para qué sirve José Enrique Rodó, entonces, a la filosofía del Plata? Se trata del cambio. Santa María, emancipación mental, todo lo que hemos dicho se vincula evidentemente al cambio de uno mismo y, en consecuencia, al de un entorno social. Y Rodó escribió una obra maestra al respecto, Motivos de Proteo (1909), donde reflexiona sobre la naturaleza de la vocación individual, esta vez desde un punto de vista práctico que nos ayuda a conocer sus formas de ejercicio y desarrollo. Sin adentrarnos en el análisis exhaustivo del autor, importa traer a colación su idea de cambio. Escribe Rodó: «Mientras vivimos, nada hay en nosotros que no sufra retoque y complemento. Todo es revelación, todo es enseñanza, todo es tesoro oculto, en las cosas; y el sol de cada día arranca de ellas nuevo destello de originalidad. Y todo es, dentro de nosotros, según transcurre el tiempo, necesidad de renovarse, de adquirir fuerza y luz nuevas, de apercibirse contra males aún no sentidos, de tender a bienes aún no gozados; de preparar, en fin, nuestra adaptación a condiciones de que no se sabe la experiencia». Por ello será preciso tomar una posición, una actitud capaz de sobrellevar tal condición. Continúa el filósofo y nos propone lo siguiente: «Para satisfacer esta necesidad y utilizar aquel tesoro, conviene mantener viva en nuestra alma la idea de que ella está en perpetuo aprendizaje e iniciación continua. Conviene, en lo
intelectual, cuidar de que jamás marchite y desvanezca por completo en nosotros, el interés, la curiosidad del niño, esa agilidad de la atención nueva y candorosa y el estímulo que nace de saberse ignorante (ya que lo somos siempre) […]»lxxv. Creo que de esta concepción antropológica de Rodó, emerge una fuerte actitud existencial ante la muerte. En efecto: si el tiempo pasa y nos regala aprendizajes constantes, es porque nos hemos decidido a vivir con nosotros mismos, esto es, sin miedo al cuerpo y a las nuevas emociones, sin miedo al error y al fracaso, aceptándonos en un incesante e imprevisible devenir que hace de la muerte un contingente de alegría. De allí surge, precisamente, la fortaleza más grande de cualquier persona: saber cuáles son sus profundas necesidades, sin intentar establecer con anticipación sus formas o circunstancias. Quién sabe si esta cosa tan pretensiosa que hemos querido llamar «filosofía» sirve para la mentada emancipación mental. Quién sabe si la Santa María de Onetti puede volverse concepto filosófico. Quizás hubiese sido mejor una proclama del tipo: «¡seamos rioplatenses universales!». No sé, yo terminé de escribir esto. Ya soy feliz.
Rodó, José Enrique: Ariel. Motivos de Proteo, Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho, 1985, pp. 166-167. Para la lectura de esta obra, nos hemos apoyado en Berisso y Bernardo: op. cit., pp. 141-152. lxxv
DECIRLO TODO Y SER FELIZ
Instrucciones para ser feliz en vísperas de año nuevo
1. Decí que sí, siempre. Hacé que no, después. 2. ¿Qué hacer si me han invitado a una despedida indeseada? Andá. No te olvides que, generalmente, quienes organizan despedidas formales con aires de gala, adoran computar las asistencias e inasistencias de sus invitados para luego arrogarse el derecho a intervenir en tu vida: mañana serás públicamente felicitado o condenado por un remoto día de cierto mes de diciembre. El fervor de un solo fanático protocolar, impone a los demás el modo en que deberá ser valorada tu díscola conducta: si renegás de los usos y formas que corresponden a las cortesías obligadas de fin de año, serás reputado de inadaptado y aunque el
mundo necesite miles de espíritus inadaptados pagarás tal insubordinación con el precio de la exclusión social. 3. Cómo inyectarme una buena dosis de indolencia. Antes de partir a la francachela, deberás tomar las siguientes indicaciones para evitar que alguien advierta tu estado de ánimo y te genere inconvenientes. En primer lugar, drogáte. No importa con qué. Se trata de ingerir cualquier tipo de psicoléptico para bajar tus defensas y aceptarlo todo distinguiendo poco. No te excedas y miráte al espejo antes de salir (si alguien puede hacerlo en tu lugar, mejor). En segundo lugar, planificá el momento de tu llegada. Hay sitios en donde resulta conveniente llegar temprano porque se sirven buenos aperitivos; en otros, sólo vale la pena el alcohol después de la medianoche. En ambos casos, tu objetivo será, independientemente de los posibles alimentos a degustar, el mismo: irte pronto. En tercer lugar: jamás anuncies tu retirada. Fingí que recibís una llamada telefónica (¡bendito celular!) para exhibir con cuánta insistencia te aclaman en otro lugar y justificá, de este modo, tu prisa. Deberás marcharte absolutamente solo para no revelar tu maniobra de escape (aunque desde luego, si ocurre la casualidad de que tu alma gemela aparece y descubre tu desazón, ¡no te duermas y aventuráte a vivir el romance más grande de tu vida!). Si preferís avisar previamente que no podés concurrir al evento, estás equivocado. Innumerables peticiones para que reveas tu postura caerán aplomadas
sobre vos, y ellas adquirirán un peso tan grande como la calificación negativa que te estamparán si no cambiás de opinión. Mienta mi querido amigo, es la única salida. 4. ¿Cómo sobrellevar el banquete? Vendrán platos que hacen de suelo para volcanes de carne y ensaladas, manantiales de bebidas diversas y bolas de helados que ruedan entre cucharas y platillos. Barrigas hinchadas, jugos y salsas que se derraman a los costados de las bocas mientras se apelmazan budines ingleses inflando los cachetes, y, con una mano alzada, se sostienen con copas de champagne con vocación esnobista. El banquete es un momento muy apropiado para individualizar a alguien y someterlo a determinados cuestionarios; la razón es simple: si todos estuviesen hablando, nadie comería. La manada sacrifica a uno de los comensales para llenar los espacios de silencio, y éste es sustituido por el interrogado para quien comer, naturalmente, será muy difícil o aun imposible. Vos no podés asumir ese riesgo, así que prestá atención a las siguientes instrucciones. a) Apartá una silla de la mesa y dejála al lado del perchero (si podés ocultarla con algún tapado, mejor). b) Andáte al baño y esperá a que la mayoría de los invitados se hayan sentado a la mesa. c) Mientras transcurre el murmullo, caminá imperceptiblemente hacia el perchero y recuperá la silla.
d) Aproximáte a alguna solitaria señora de avanzada edad. Ella te hará un espacio a su lado porque es viuda y nadie la visita en todo el año. Trátála como a tu abuela y sé simpático. No olvides que de lo contrario podrías ser víctima del cuestionario. e) Una vez a salvo, ingerí lo que tenés delante de tus narices. No siempre sucede, pero en ciertos ambientes hay expertos en detectar al impostor que engulle para no hablar, por eso será preciso no acelerarse. Lleváte pequeños trozos de carne a la boca y masticá despacio. Si te viene una inspiración de carisma, sonreí en la medida justa y necesaria. f) Ahora desplazáte. Si hay alguien en la cocina, ofrecéte para lavar la loza. Como aún rige el machismo funcional en nuestras sociedades, probablemente sea una mujer cumpliendo «sus tareas», te tratará cordialmente y no permitirá que te ocupes de toda la mugre. g) Salí al patio y encendéte un pucho. Fumá sin prisa, dando pitadas largas. Controlá el número de invitados que ingresan hacia donde vos te encontrás. En caso de que el mismo aumente demasiado, volvé hacia adentro. h) Una vez que se ha fragmentado la horda, despedíte ligeramente y huí. Nunca optes por un saludo a distancia porque puede disparar dudas sobre tu corrección modal (para no decir ética). Acercáte a un pequeño grupo de ancianas, besálas rápidamente y afirmá categóricamente que has pasado muy
bien. Procurá que ese gesto sea registrado por otras personas de mayor lucidez, pues de lo contrario no obtendrás puntos a tu favor. (Y esto va entre nos: ni una palabra sobre esas cosas que se te ocurren a vos, de que la condición de posibilidad de tal instancia de opulencia, familia y recreación, equivale a la privación forzosa de toda familia, opulencia y recreación para los hambrientos, oprimidos y marginados, ¿entendido?). 5. Recursos para las conversaciones de fin de año. Si bien sería ocioso intentar aquí ser exhaustivos, podríamos resumir los ejes temáticos de estas conversaciones en: a) balance del año; b) prospectivas inmediatas; c) balance del año; d) antropología filosófica sensiblera y cursi; e) otro balance del año. Tené presente que la máxima número uno presentada al comienzo de este texto, debe obedecerse siempre para conseguir la felicidad. El balance del año es una exhibición pública de los resultados obtenidos durante la actividad anual de una empr…, ¡ejem!, persona, de una persona. Sin embargo, no es libre. Vos no podés declarar a los cuatro vientos que consumís hachís todos los martes a la noche en la sinagoga del Barrio Sur, que un grupo de empresarios de Shangai están dispuestos a comprarte, a cualquier precio, la patente industrial que registraste hace apenas un año; o tampoco podés decir que desde hace cuatro meses mantenés un intenso romance con tu vecina, una sexóloga treinta y
cuatro años mayor que vos. Esto significa que en las reuniones de fin de año, tan sólo podrás narrar hechos normales y corrientes, cuya previsibilidad sea incapaz de poner en cuestión la valoración que cada comensal tiene de su propia vida. Olvidáte de lo lindo que pasaste ese otoño porteño con aquella mina soñada, de lo extraordinario que fue haber conocido el taller de aquel luthier en Cusco, o de lo increíble que fue haber olido la deliciosa fragancia de las magnolias por primera vez, gracias a la ocurrencia de un niñita australiana que te preguntó: «could you reach a flower for me?».
No protestes, las conversaciones de fin de año son así, al igual que las prospectivas. A través de éstas se expresan los deseos que cada uno tiene para el próximo
año. ¿Qué, que te gustaría escalar el Himalaya? ¿Que te gustaría planear en ala delta o comenzar a aprender árabe? No, no; yo sé que es difícil, pero no estás entendiendo mi viejo. Quitá todas esas cosas de tu cabeza y colocá algo sensato. Decí, por ejemplo, que te gustaría comprarte un microondas porque nunca tuviste uno y que no sabés si será posible pagarlo en diez cuotas diferidas. Decí que vas a pintar tu casa y tus hijos elegirán el color. Decí que empezarás a hacer un poco de «footing» porque ha llegado el momento de preocuparse un poco más de la salud, tal como te sugirió el médico. Los balances y las prospectivas son un vaivén incesante que generalmente acaba buscando un punto de encuentro. Es allí donde comenzamos a escuchar las más extraordinarias pelotudeces sobre la esencia del hombre, los principios de la política, la naturaleza de la mujer o el estado actual del fútbol. Toda una capacidad de improvisación puesta al servicio de la repetición. Pero vos no discutas, asentí. No argumentes, persuadí. Aunque algunos intenten presentar sus ideas de un modo bastante serio, al cabo de unos segundos quedará al descubierto la única razón que los motivó al hablar: volver a lo consabido. Por eso vos recordá: detrás de esas charlas aparentemente interesantes y elevadas, subyace el deseo de confirmar que, en el fondo, nada ha cambiado y lo que todos sabemos es y será siempre así. Vos hacéme caso a mí: no pierdas de vista tu copa y preocupáte de echarle más vino. Todo este hartazgo que vas a sentir será incomprensible para muchos, por eso no te conviene confesarlo. Simplemente sé riguroso y aplicá los métodos
señalados que te va a ir bien. Al final del día, método es lo que alguna vez quisimos y método es lo que ahora tenemos.
Los chinos y las cámaras
Hubo un tiempo en que el nipón era el único sujeto designado por la NASA como SOPTE-APTI: ser humano isleño y oriental que porta tecnología extremadamente avanzada para nuestro tiempo. Su presencia en los atractivos turísticos más visitados del mundo era constante y previsible. Incluso pese a su inquietante numerosidad, al contemplarlos uno mantenía la compostura y los asociaba con la disciplina samurái, la inteligencia técnica, Hiroshima, Nagasaki, los tsunamis, etc., lo cual lo conducía inevitablemente a un respeto anticipado, casi «debido» podríamos decir. En cambio hoy es otro el personaje que irrumpe en escena: el chino. Sí, el auténtico, el original, el lejano y mismísimo chino. ¿Qué les sucede a los chinos? Están vendiendo a todo el mundo y se están enriqueciendo como locos, creciendo al 10% anual. Eso es lo que sucede. Pero aunque hayan inventado el reloj, la imprenta, el papel moneda, los barcos o el helicóptero, y aun más allá de sus descubrimientos del té, la pasta o América (sí, ni Colón ni los vikingos, ¡fueron los chinos! , todavía no han construido vamos a
molestarlos un poco democrática.
una sociedad justa, igualitaria y
Desde luego que los chinos capaces de viajar son una minoría. Claro, una minoría china. Y no hay caso, por más que se repita y ya sea una verdad de Perogrullo, al ver esas hordas compactas de señores asiáticos que recorren ciudades y pueblos, quedamos estupefactos por su cantidad, ¡como si lo único que supiéramos de los chinos es que son muchos! Incluso existe una curiosa profesía apocalíptica acerca de ellos: «el día que los chinos se pongan de acuerdo y salten todos a la vez...» (el final nunca se hace explícito, supongo que por los niños). Y es un miedo mucho más fuerte que el que se tiene ante los demonios del Islam, porque éstos van, explotan y se terminó el asunto; pero los chinos no, transmiten esa imagen de que están todos unidos y vienen aguantándose hace cinco mil añitos, como acumulando quién sabe qué rencor. Es por esta razón que algunos ven al chino no ya como un simpático arrolladito primavera en una fiesta de salón, sino como un sushi relleno de atún podrido en una velada romántica. No tengo nada contra los chinos; al contrario, los considero fascinantes. Por ejemplo, contradicen la matemática por razones obvias: entre ellos, uno es en realidad dos. Asimismo, son una paradoja ontológica viviente: la unidad existencial del chino es indisociable de la multiplicidad infinita que alberga la desunión universal china. Para pensar el fin de semana, ¿no?
En fin, lo que verdaderamente me preocupa aquí es la relación que tienen los chinos con los dispositivos electrónicos, sobre todo con las cámaras fotográficas. ¿Vos te has dado cuenta de lo que hacen? Ante un paisaje natural, una pintura o una escultura, un castillo o, en general, cualquier cosa digna de fotografiar, enfocan a otro chino que sonríe histriónicamente y hace una uve con los dedos. No sé si así querrán demostrar que son pacíficos y que finalmente no pretenden saltar todos a la vez, pero efectivamente se trata de algo distinto. ¿Acaso les resulta más importante exhibir ese mismo rostro una y otra vez, en lugar de registrar el lugar que visitan? Quizás tan sólo desplazan el cuerpo y no la mente, y ese es su modo de viajar. Como si Confucio hubiese reencarnado en una lente de cincuenta milímetros. La pregunta es: ¿cuál es el sentido de esas poses animé, esos gestos pokemón? Vaya si es una cuestión seria. Yo me recomiendo estudiar a fondo el caso, pues se trata de una actualidad específica que exige su comprensión y, además, porque no sé un pomo de China.
¡Cumbia villera!
Ayer me encontré con un amigo que es abogado. Salía de un juzgado y al verme me llamó. Estaba un poco ojeroso y desaliñado, se había aflojado la corbata y en lugar de su habitual portafolio de cuero negro, llevaba una carpeta algo infantil de color rosado. ¿Qué hacés Ramiro? Bien, bien. Te juro que no... En veinte años de laburo, ¡te juro que nunca había tenido una audiencia tan larga! ¿Cuánto demoró? Demasiado. Pero la cosa fue la abogada del demandado. Una pendeja que se creía diosa de la justicia, y encima con carácter. No sabés cómo dejó a mis testigos. ¿No declararon lo que les habías dicho? Se pusieron nerviosos y se olvidaron de todo. Hay que decirlo, la mina tenía talento. ¿Y sabés qué? Me vinieron como unas ganas de desquitarme. ¿Te acordás de Martín, al que le encantaba escuchar en el auto La banda del Lechuga, Néstor en bloque o cosas por el estilo? Sí, me acuerdo. ¡Cómo me hacía reír ese pibe!
Bueno, esta vez yo tuve la necesidad de una buena cumbia villera, bien pero bien grasa. La solemnidad de esa pendeja era insoportable, ¿me entendés? Estuve a punto de corearle la letra de Toma la mema de El empuje. Ah, ¡pero vos siempre tan rebelde! Y no me digas que de tanta calentura le robaste esa carpeta rosada, porque me muero. Cuando Ramiro advirtió que efectivamente se la había llevado por error, se despidió de mí y, mientras volvía al juzgado para buscar su portafolio de cuero negro, me recordó que nos debíamos un café. Si bien Ramiro nunca fue un abogado tradicional, es decir, un señor almidonado y sobrio con aspiraciones de ser enchapado en bronce, su actitud no dejó de sorprenderme. ¿Por qué esa reacción, esa curiosa rebeldía? Creo que dio la respuesta no de alguien harto, cansado o aburrido de su profesión, sino más bien de alguien sofocado (y quizás con un poco de impotencia y desesperación). En cualquier caso, quería burlarse de una persona que representaba cierta formalidad innecesaria y no le alcanzó con su habitual ironía. La cumbia villera fue para él la posibilidad de despojar a esa mujer de toda su investidura social y reducirla a una personita sin importancia. No estoy seguro de afirmar que Ramiro siempre haya sido un machista. Tampoco de que sea un laucha, borracho y haragán (y mucho menos de que las chicas del barrio le griten al pasar, cosas como «dale guachín sacanos a
pasear»). Pero más allá de eso, yo me pregunto: ¿quién iba a decir que la cumbia villera podría ser el conducto para un (legítimo) sentimiento de rebeldía? ¿Quién habría pensado que la cumbia villera podría representar no sólo a quienes llamamos «villeros», «planchas» o «rochos», sino también a personas de otros sectores sociales? Es que mientras nos ocupamos de condenarla, olvidamos que no existe un momento y lugar únicos para escuchar esta música. Quienes pretenden hablar a título de «la cultura», no entienden que la sensibilidad humana no está anclada a estereotipos de pertenencia: si a Ramiro le pintó una cumbia, entonces la disfrutará sin rodeos y punto. Sucede que contra la cumbia villera se manifestaron en general dos formas del desprecio. La primera fue negativa: era una expresión pseudomusical, soez y ordinaria que incitaba a la juventud a tomar drogas y cometer delitos. La segunda era positiva: la cumbia villera pertenecía a la cultura de los sectores marginados del Río de la Plata y era por tanto un género musical que los representaba. O bien se la rechazaba y condenaba, o se la reconocía y aceptaba con un tono sentimentaloide. Sin embargo, quien simpatizaba con esta última actitud era un hipócrita, pues su reconocimiento era en realidad una exclusión: la cumbia villera es una expresión de los sectores marginados. Juzgaba únicamente el origen social y no la calidad de la obra. Más aún: le asignaba una propiedad artística exclusiva de un grupo social, tras lo cual se desprendía que dicha música tan sólo era capaz de representar a quienes le dieron origen. De modo que en lugar de integrar, aislaba. Incluso le agregaba una
inmediata «corrección política» igualmente despreciativa y abstracta que le concedía el premio al buen demócrata, a saber: «debemos respetar la cumbia villera porque es parte de la cultura». ¡Todo es cultura! Pero lo cierto es que hoy ya nadie puede decir que la cumbia villera es un fenómeno marginal, pues es escuchada por gente de todo tipo. ¿Y hay alguna explicación para ello? Yo creo que sí: la cumbia villera es la música del corralito argentino. Y si a eso no le decís «cultura», decíme entonces a qué. En este sentido, arriesgar una definición del concepto de cultura o siquiera dudar de él no valdría la pena. Dado que todo es obvio, nos quedamos con los prejuicios del siglo XVIII, la Enciclopedia, la confusión de arte con cultura, etc. Y a ver si lo confesamos de una buena vez: nadie tiene la menor idea del significado de esta famosa palabrita, «cultura»; más bien nos aprovechamos de ella para quedar bien y obtener algún beneficio social. Mientras tanto, Ministerios e Institutos de Cultura contribuyen a promover identidades grupales refractarias al intercambio cultural, estableciendo una división entre cultura y sociedad; en otras palabras: suponiendo que la cultura es un fenómeno exterior a la sociedad. De lo que se trata no es de luchar a favor de la ley de las equivalencias puras, pues cada fenómeno cultural puede ser sometido a estimaciones críticas. Pero cuidado: éstas ya no pueden aludir a un determinado «nivel cultural», un «orden de valores» o una «cultura superior», puesto que como bien supo diagnosticarlo Nietzsche el orden piramidal del universo, con Dios arriba y los simples mortales abajo, ya no cuenta con una fe desprovista de
cuestionamientos (o con hogueras para los herejes). De allí se explica el resurgimiento de los fundamentalismos religiosos: incluso los «valores sacros» están en tela de juicio. Todo se discute. Los debates sobre qué es lo que está bien y qué es lo que está mal se dan en todos los ámbitos humanos. Y esto es un síntoma de nuestro tiempo que, lejos de ser un derrotista «todo vale», implica el desafío de ejercer la libertad. ¿Qué libertad? ¡La libertad de pensar! Tanto Ramiro como vos, yo o cualquiera, no incurrimos en ningún «delito cultural» al gozar una cumbia villera. ¡La música está para eso! Entonces si se nos antoja corear una letra de Pibes Chorros para reafirmar nuestra voluntad de seguir en una fiesta, lo vamos a hacer porque no somos pudibundos y reconocemos nuestro circunstancial perfil ordinario sin ser hipócritas. O, en cambio, si se nos antoja imaginarnos en los límites de la supervivencia, excluidos y abandonados, vamos a corear con gusto Pucho loco de Damas Gratis:
«Re tirado y descontrolado, un pucho loco me estoy fumando. Estoy sangrando y no tengo miedo ya de morir. La muerte siempre anda a mi lado. Por eso es que yo ando jugado. Fumando mato mi sufrimiento dentro de mí.
Y es que ya nada quedará de nuestro amor. Si te lo digo me llevarás a la prisión.»
Día de San Valentín, Michael Jackson, Mark Zuckerberg y Simon Gaete
En su diario íntimo de reciente edición póstuma a cargo de Yoko Ono Michael Jackson se ocupa de la persona que reivindica vigorosamente un «amor verdadero» en el día de San Valentín. En la segunda parte, capítulo octavo, página 821, plantea la siguiente clasificación: «Los chicos no lo saben, pero las personas que hacen esto son, o bien oportunistas hipócritas, o monógamas aburridas o, lisa y llanamente, solteras añejas». Hoy Mark Zuckerberg nos ha dado la posibilidad de convertirnos en mártires del amor en este milagro llamado Facebook, sin importar que nuestra vida sea una repetición ininterrumpida de resignaciones, inconformidades, quejas y malhumor. ¡Qué astucia para los negocios que tiene este pibe, por Dios! Y bueno, con respecto a Michael y el amor, no podemos adherir a su opinión porque no es suya. Amigos paleógrafos que tengo en Rusia me acaban de informar que el diario íntimo pertenecía, en realidad, al oscuro poeta boliviano de principios del siglo pasado, Simon Gaete, de quien se ha dicho que el mismísimo Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) emitió una orden de captura por sus blasfemias y ditirambos en honor a Lucifer. De todos modos Michael tiene razón y si cantamos todos juntos a coro Heal the world, seguro mañana explotamos de felicidad y desaparece el hambre y la pobreza del mundo, ¿no?
Reporte sobre el tedio dominical
Hay un hecho psicológico irrefutable, percibido y representado por innumerables artistas de todo el mundo, que empieza en el alba del último día de la semana. Todos saben de lo que hablo: el tedio de los domingos. Es infalible, puntual y tan intenso, que debería hacer algo así como una especie de cóctel emocional para describirlo: un poco de agobio, otro de melancolía, algún toque de depresión y por qué no de nostalgia. El hecho es que sobreviene aunque nos olvidemos de él. Se ha apoderado de nuestros bellos y desocupados domingos para arruinarnos la vida. Con el tedio de los domingos nos damos cuenta de todo el amor que nos gustaría recibir, como si uno se hubiese convertido en un depósito de romances. Nos conquista una flojera, una desidia, que si alguien nos viera pensaría que estamos para tramitar el ingreso al geriátrico. Pero no, algo de energía nos queda: se nos cae algún vasito inútil, se nos pasan los fideos o nos quedamos sin agua caliente en el termofón; nos quedan, pues, energías para hacer cagadas. Porque parte de andar como un sonámbulo despierto consiste en volverse torpe. Los domingos son los días también en que buscamos algún reencuentro. No con personas, sino con uno mismo. La cosa es que por distraídos o por falta de originalidad sentimental, le prendemos cartucho a las cursilerías más horrendas y ahí comienza a sonar un Luis Miguel: «Por debajo de la mesa/acaricio tu rodilla/y bebo sorbo a sorbo/tu mirada angelical»… Insatisfechos, nos
lanzamos hacia la heladera y ahí mismo le damos al chocolate repostero, es decir, nos conformamos con los despojos del domingo anterior. No hay motivo concreto para una actitud tan lamentable, de lo único de lo que se trata es de estar algo tristonga, nada más porque sí. Y lo interesante es que a veces en contra de todos los pronósticos, sí aparece alguien para una palmadita en la espalda y entonces nos preguntan: ¿Qué te pasa? ¿Te sentís bien? Y uno que agradece el buen trato, debe obedecer al sentido de la pregunta como si fuera el correcto: Sí, todo bien. Un poco cansado, nada más. Es que no nos vamos a poner a verbalizar todo ese bonito complejo de emociones, ¿no? Los domingos son los domingos. Es casi una cuestión metafísica que el otro no puede entender. Se nos asigna algo así como una misión: estar meditabundos hasta que por hartazgo terminemos achatando orejas. Ahora bien, lo que es realmente dramático es cuando el tedio de los domingos aterriza en una familia, un grupo. Por ejemplo una mesa de veteranos baqueteados, girando el tenedor sobre el plato vacío y escuchando los comentarios del partido de fútbol en la radio. Los únicos sobrevivientes de tamaña desazón son los niños, para quienes tales reuniones son como abducciones extraterrestres. En efecto, mientras los zombis adultos metamorfosean y degluten sensaciones de rutina, los chiquillos se largan felices a la calle con una pelota y todo está permitido. Los domingos disuelven las reglas que impone la gente grande.
Dicen que el tedio de los domingos está genéticamente determinado. No sé, olvidemos a los científicos fanáticos de los cuerpos estáticos. Ahora necesitamos sobreponernos a la modorra y resistir. Yo supongo que, justamente, esto de escribir y hacer textual un estado anímico es un acto de resistencia contra el tedio de los domingos, puesto que leerse a uno mismo impúdicamente, en voz alta es quizás uno de las máximas expresiones del patetismo, es decir, del humor.
Si vos fueras Dios
Suponé que sos Dios y al comienzo lo tenés todo a tu merced. No te será fácil. Deberás crear a todo el universo infinito, a cada galaxia y a cada sistema planetario, a todos los astros y aun a los agujeros negros. Y, por supuesto, también a nuestro planeta. Claro, ahora sonreís y te abandonas a la caprichosa negligencia de quien tiene todo a su disposición sin previo esfuerzo, y entonces te da igual colocar planetas con más satélites que otros, renacuajos con propiedades evolutivas o rocas inertes que flotan por los espacios galácticos. En tu lugar, yo consultaría a algún amigo primero. Vayamos al bar a tomar una copa y deliberemos allí. Me decís que debería haber pocos planetas, y, en cambio, más soles, basado en la pretensión de crear un
universo con tanta luz, tan brillante, que uno nunca perdería la oportunidad de visualizar el horizonte. A mí me gusta la idea (no te lo voy a negar), pero fijáte que de esa manera no estaríamos considerando a los habitantes de los planetas. Porque es muy fácil: todo aquel que vea un límite querrá siempre transgredirlo. (Es lo que sucede ahora: ya voy por mi octavo whisky, no tengo más guita y, de todos modos, pediré otro más). Bien. Te decidiste por la oscuridad. No seas excesivo tampoco no vaya a ser que nos asustes con tanto aislamiento; yo quiero ver un poquito a mis vecinos, ¿dale? (Un poquito, no demasiado). ¡Ahora sí, me gustó!, ¡ésa es una buena actitud! Está bien que te pidas otro on the rocks como yo, porque de lo contrario todo esto se volvería un poco tedioso. Así que brindemos: «¡por el universo!» Perdón: «¡por el Universo!» (tenés razón, hay que decirlo a lo grande). ¿Con qué seguimos entonces? ¡Pero claro, cómo nos vamos a olvidar de los seres vivos! Ah bueno, vos querés ir directo al grano: no te interesa ninguna planta, ningún bichito simpático, querés ir de una al ser humano. Me parece excelente, pero vas a tener que asignarle una naturaleza propia. ¿Lo querés malo o bueno? Sí, yo sé que es difícil decidir porque te estás imaginando todas las posibles conductas de una criatura así definida. ¿Pero por qué te creés que todo va a depender de ella misma? ¿Y el planeta que le creaste para qué está? Ahí seguro existe un tiempo al cual estarán sometidas todas las cosas, ¿no?
Me insistís en que tiene que ser malo porque de lo contrario no tiene gracia. ¡Pero de ese modo vas a provocar un caos! ¿O querés que este ser humano sea el tuyo personal, sin ningún tipo de relación con otro ser vivo? Viste, tengo razón. Hagámoslo bueno. ¿Que también te aburre? Entonces te propongo que no le asignes ninguna naturaleza, dejá que se la busque sólo, ¿qué te parece? ¡Otro whisky, por favor! dejá que invito yo. Ya lo tenés ahí, desnudo y respirando, listo para la acción. No le pusiste naturaleza pero le dejaste una historia. Vive en un planeta bastante lindo. ¿Con qué lo movés? Perfecto. ¿Pero cuál de todas? Porque obviamente no todas las necesidades tienen la misma jerarquía. Nombráme una que sea la más importante. ¿El amor? ¿Ése va a ser su gran impulso vital, la causa de todas sus conductas y aspiraciones? ¿Y el odio, la codicia, la ambición, el rencor, la venganza, el sinsentido? Está bien, lo admito, es el amor; a mí me pasa lo mismo: todo el tiempo necesito amor, quiero querer a alguien especial y deseo ser querido por esa persona, pero no te olvides que en este momento vos sos Dios, ¿entonces cómo vas a crear algo que no tenés? A mí siempre me dijeron que «Dios es amor», no que «Dios tiene amor». ¡Ah, ya entendí! Vos tenés pensado distribuir una porción de Dios para cada ser humano, ¿no? Está buena la idea, pero acordáte que ya le asignaste una historia, es decir, ubicaste al ser humano durante el tiempo y por tanto se disolverá en él. Disculpáme que tengamos que llegar a este punto, pero era inevitable… Te pido perdón, no quería desilusionarte, ¿pero acaso tendría gracia un ser humano inmortal? ¿Por qué te
gustaría que no existiese la Muerte? Vamos, no seas resentido, ¡que sos Dios, papá! Ni que te hubiesen asesinado a tu hijo como para deshacerte así de fácil de la Señora Muerte. Vamos, vamos que se puede: afrontemos a la Muerte, hagámosla parte de esta creación divina. “h… ya te gustó, ¿viste? Le pusiste un vestidito de cuero negro, bastante ajustado, incluso le elegiste una muy linda guadaña de estilo medieval que le queda muy sexy. ¡Pero que venga esa Muerte que me dejo llevar con gusto, por favor! ¿Que no es para nada caprichosa esta estética? Me encanta, te entiendo perfectamente: si la Muerte nos acecha en cada una de nuestras acciones, es porque tiene interés en nosotros. Y si tiene interés en nosotros es porque somos atractivos. Y si somos atractivos es porque somos valiosos, por eso nos quiere invitar a tomar un cafecito y charlar un poco. Ahora bien: nos lleva a algún lado, ¿cierto? Esperá, esperá, esperá, ¿cómo que no? Si nos viene a buscar, evidentemente es para salir a tomar algo. ¡No, no, no me digas eso por favor! ¡No quiero que se termine todo acá! ¡Vamos, hacé algo, te dije que hicieras de Dios! ¿Me confesás que nunca te tomaste este juego en serio, que desde un principio sabías que nos íbamos a morir y no me lo dijiste para no herir mi sensibilidad? ¡Pero te voy a matar, sos un traicionero!
***
Ya son las seis de la mañana, estoy a punto de vomitar y me duele mucho la cabeza. Por tu culpa sé que voy a morir y que todo lo que hago es por amor. No sé si soy malo o bueno: me dijiste que me voy haciendo con el tiempo. Desconozco a mi planeta porque me pusiste en el centro de tu atención. Quise ser inmortal y no me lo permitiste. Quise ser como vos y me lo impediste. ¿Pero sabés qué? Ahora me voy a introducir los dedos en el fondo de la boca, luego tomaré agua fría y estaré recuperado. Dormiré lo suficiente y mañana será un nuevo día. Estaré feliz de haberte olvidado y comenzaré de nuevo. Por la noche tomaré otro whisky hasta embriagarme. Y jugaré conmigo mismo, porque sé que dioses impostores como vos hay muchos y son todos iguales, pero esta Muerte es sólo mía y no me la quita nadie.
Con esta Muerte, mi único Dios, te diré adiós a vos, ¡dios feo! A quien nunca he creído, por ser el más embustero de todos mis miedos.
Soliloquios de bandoneón
1. La palabra «gente» es un tímido adjetivo para nuestro desprecio e hipocresía, sobre todo cuando es sustituido por «patria» o «nación». 2. Definitivamente la teletransportación instantánea sería paralizante para el ser humano. 3. Una vez Montevideo me sorprendió con un grafiti del barrio Cordón: «Ser uruguayo pasó de moda». ¿Acaso estamos siendo algo nuevo sin saberlo? 4. Vale recordar que ni EE. UU., Alemania, Francia, Holanda, Inglaterra o Japón son paraísos. En todos lados hay exclusión, desempleo, criminalidad, depresión y suicidio. ¡También en los países escandinavos! 5. Los revolucionarios de hoy serán los agoreros de mañana. 6. Para el diccionario de la Real Academia Española la pornografía es obscenidad o prostitución. 7. Las excursiones turísticas planificadas son, en pleno siglo XXI, un verdadero espectáculo anacrónico. 8. El hombre todavía se rehúsa a admitir que la mujer ejerce y goza la sexualidad como cualquier organismo sexuado. ¡Vivan los clítoris!
9. Todo funcionario público inamovible es su propio nigromante. 10. En la época del capitalismo global y de ciudades mundializadas de encuentro multiétnico, seguimos creyendo en ese «Oriente» exótico, lejano, absolutamente diferente y milenario. 11. Únicamente los autoreprimidos son capaces de negar la amistad entre el hombre y la mujer. 12. Facebook es una galería de emoticones: risas histriónicas, rictus mal sobreactuados, gestos y poses estereotipadas a buen precio de venta. ¡Aguante Zuckerberg! 13. Está claro que los resultados de una investigación científica son provisorios, ¿pero qué vida está preparada para refutarse a sí misma? 14. Puta o Virgen María: nunca persona, nunca mujer. 15. Nadie tiene el monopolio del sufrimiento humano. Quien usa a los desaparecidos para conseguir votos, es una persona de mierda. 16. Vos estás de acuerdo. Ella está de acuerdo. Aquél también está de acuerdo. Todos estamos de acuerdo. ¿Por qué no pasa nada? Necesitamos apropiarnos de nuestro tiempo. 17. No hay niños tontos, hay padres imbéciles y escuelas retrógradas.
18. Una lección del siglo XXI que cada cual podrá decidirse a aprender: si admirás a una persona, no quieras deificarla. ¡Gozála incluso en el error! 19. Nadie cambia el mundo proponiéndose cambiar el mundo. 20. Internet sólo es un paraíso anárquico para los viejitos románticos. 21. And so spoke the prophet: veremos nuevas perspectivas sobre antiguos países: aldeas y pueblitos que antes sólo tenían voto, ahora ya tienen voz. 22. ¿Estamos preparados para bancar la diversidad? 23. Si las nuevas generaciones se han propuesto ganar, no deben caer en la frivolidad del parricidio. 24. Existió el exilio político. Hubo exilio económico. Ciudadanos de muchas nacionalidades viven hoy el autoexilio cultural. 25. No hay profesionales de la sensibilidad artística. 26. ¡Necesitamos pensamiento!
una
nueva
geometría
del
27. La muerte es la condición de posibilidad de cualquier alegría.
28. Si te cruzás a Galeano por la calle, te mira con cara de culo. 29. Percibir la necesidad del otro es afirmar su libertad. 30. La nacionalidad de Gardel es como la existencia de Dios: se prueba con fanatismo. 31. Muchos cantautores conquistan grandes lectores. 32. El repudio unánime hacia Marcelo Tinelli es obediencia debida. 33. La palabra escrita se conquista mediante el autoconocimiento. Y dado que este esfuerzo interior no tiene fin, querer imponer la opinión personal sería un contrasentido. ¡Ocuparse de uno mismo ya es bastante! 34. Quien sólo puede juzgar al ciudadano común de «mediocre», sueña todavía con recibir la bendición hidalga de sus pretendidos ancestros de alta estirpe. 35. El arte del dingolondango se ha devaluado. 36. Hay una forma perversa de la literatura: la anécdota biográfica que hace de una vida un cuento simpático para los demás. 37. Los enunciados afirmativos se apoderan de la memoria.
38. El grado de mal gusto en la jactancia y altivez del adulto se verifica en los gestos y ademanes del niño que los imita. 39. El filósofo goza de un tipo de recreación singular. Mientras escribe y crea sus propios conceptos percibe la belleza genérica de los raciocinios, cuya compañía es como la de un soliloquio de bandoneón. 40. El joven que además de belleza encuentra fertilidad en una mujer, ha iniciado una extraña y prematura ancianidad. Cazzo, sto invecchiando! 41. Quien se inicia en los estudios humanísticos, se juega la vida en su capacidad de propuesta. 42. Hay una razón que explica la dificultad de algunas prosas filosóficas: Dios ha muerto.
43. La pasión reaccionaria del siglo XXI se denomina «multiculturalismo».
Balada para un loco
En una brumosa noche de guantes y bufandas, los faroles de la ciudad esbozaban rostros de piedra y asfalto que acompañaban como un claro de luna los pasos de alguien. Parecía querer escabullirse, doblaba en las calles menos transitadas y se perdía una y otra vez entre la niebla y la oscuridad. Hombre solitario tan sólo su voz me permitió ir detrás de sus huellas. Hombre solitario a solas, cantaba en voz alta como si de ello dependiese su vida: lamentos, quejas, tal vez impotencias confesadas para sí mismo, pero entonadas con tanta pasión y vehemencia que homenajeaban a la vida, en lugar de traicionarla. Sin dudas estaría loco, ¡pero cómo cantaba el tango! Ese loco me hizo pensar por varios días. De hecho logré descifrar todas sus identidades posibles, aunque no pueda recordarlas ahora con exactitud. Algo se repetía en todas ellas: el loco era un extranjero y cantaba el tango fuera de su hogar. Evidentemente sería algún montevideano o porteño que por alguna razón habría debido abandonar su país y entonces necesitaba recordarlo con una de las músicas típicas de allí. Es que el tango se escucha y se goza a la distancia, pues sólo así se vuelve a uno mismo. Pero no se trata exclusivamente de la distancia geográfica, sino sobre todo de la singular distancia que uno mantiene con el mundo que lo rodea. Me refiero a la soledad, la cual no necesariamente equivale en este caso a la tristeza, sino al espacio que conquistamos para contemplarnos en tanto individuos que pueden ser
diferenciados del universo; en otras palabras: se trata del acto reflexivo que nos hace tomar plena conciencia de nosotros mismos, sin relación a los demás.
Pienso que esta intuición es propia de nuestro tiempo y podría representar a muchos rioplatenses que disfrutan y valoran el tango, pero que se decepcionan al no poder respirarlo en la calle de sus ciudades. Por ello la tendencia es la siguiente: quien hoy escucha tango se aleja de la multitud y busca inconsciente o intencionalmente reencontrarse con cierto «pasado glorioso» y asimismo reivindicar alguna pintoresca «identidad nacional» de orden fundacional, juzgada desde luego auténtica o superior a cualquiera de las ofrecidas por la prensa internacional, agencias turísticas o propagandas gubernamentales. El tango se vive actualmente desde un aislamiento que conduce paulatinamente al elitismo, pues escucharlo es ir por él, investigar y perseguir las novedades de un género musical que se ha desligado casi completamente de su
origen barrial y popular, para transformarse en un monumento patriótico que nos exigen admirar. Al igual que con el jazz o el blues, para ininciarse hoy en el tango es preciso saber nombres, reconocer estilos y tradiciones, aprender algo de historia y hasta sentirse orgulloso por ser uno de los que pueden apreciarlo. El tango ha emigrado del peringundín arrabalero al vernissage de la «high society». En Buenos Aires los turistas que buscan a Gardel son los que financian y dan vida a las milongas y probablemente sin ellos la mitad de éstas estaría vacía. Las escasas milongas que todavía existen en Montevideo son museos arqueológicos o casas de la tercera edad, naturalmente vedadas a la juventud por el hedor a naftalina. Pese a todo, en ambos márgenes del Plata el tango vive una extraordinaria renovación gracias a los jóvenes intérpretes y compositores. Tal vez éstos trabajen en aislamiento o dentro de pequeños grupos de artistas y aficionados, a veces reconocidos entre los allegados, pero casi siempre desconocidos para el público general por falta de difusión, lo cual contribuye a que la mayor parte de los rioplatenses ya no se corresponda de forma inmediata con el tango. Felizmente, todo lo antedicho puede ser refutado por aquel loco que andaba cantando por calles lejanas. Sí, el tango habrá «desaparecido» del clima rioplatense, pero todavía se siente. ¿Qué importa si ya no es masivo y popular o si es preferido por unas minorías? La pura verdad es que uno escucha una sola canción de Gardel y acaba llorando. Incluso el joven de veinte años la subestimada generación de los noventa es sensible al
tango, puesto que éste jamás perdió la virtud de conmover a cualquiera. ¿Por qué? Porque el tango es universal y en consecuencia manifiesta una actitud ante la muerte. A través del tango me puedo quejar por ser hombre, sin querer dejar de serlo. Los rezongos del bandoneón son el noble lamento de anhelar un poco más, sabiendo que estamos destinados a morir. Una melodía que justifica la condición humana y desdibuja el consabido final. En cualquier parte del mundo y especialmente en los países no hispanohablantes es el tango-danza (y no el tango-canción) el que fascina y conmueve, otorga prestigio y jerarquía al género. Qué lindo es imaginar que un japonés puede pararse y bailar, gozar verdaderamente con algo que fue creado en donde nacimos, ¿no? Acaso también él podría ser un loco apasionado por el tango, y entonces habríamos de creer que más allá de idiomas y banderas, hay algo que se llama sensibilidad humana y que nosotros casualmente hemos podido sublimar por medio del tango. He aquí nuestra declaración de amor, nuestra balada para un loco.
Come on in my kitchen: blues, sensualidad y madurez
Te veía allí sentada, de piernas cruzadas, esbozada bajo un resplandor que multiplicaba tus misterios.
Hablabas con tus amigos o no sé quién. Mientras tanto yo, en la mesa de enfrente, dejaba bajar el whisky tibio por mi garganta. Mi horizonte se tejía entre las estelas de humo que iban secuestrándote hacia las sombras. Como alguna vez lo sintió Cadícamo, sabía que hoy ibas a entrar en mi pasado. En algún momento habías sido mía y en esta noche casi todo te era indiferente; excepto el blues que sonaba con la banda en el escenario. Ninguno de tus amantes iba a detener ahora el hipnotismo de los doce compases. Vos te habías ido a los bendings y vibratos de Vaughan, al tono de Big Walter Horton, a la voz ronca y sabia de Adrián Otero. Te habías dejado conducir por la música popular más influyente del siglo XX. Yo estaba tan embelesado como vos, sabiendo que nadie me salvaría de una noche al margen de tu compañía. Pero fue exactamente allí cuando, a la manera de Pascal, me convencí y me dije a mí mismo: I got the blues. Es que «tener al blues», es decir, padecer cierta tristeza o melancolía, no implica parálisis o desesperación. Quien se conmueve y expresa a través del blues, carece de emociones buenas o malas: tiene sentimientos maduros. El blues no se concibe para evacuar el sufrimiento, sino para hacer del dolor un modo de reírse de uno mismo pues se ha aceptado, lejos de cualquier fatalismo, que no hay vida sin dolor. De allí que a menudo se encuentren más bluesmans que simples oyentes: el deseo de interpretar es casi inevitable cuando las cosas que se sienten, difíciles de improvisar en la gramática, prefieren las formas complejas del arte. ¿Quién no ha querido, arrebatado por un momento
de regocijo, dominar un instrumento para producir una melodía del cuore?
***
Las horas habían pasado y ella seguía allí sentada. Como si hubiese entrado en un trance de archivero, de pronto me vi inundado de compositores, intérpretes y etapas históricas del blues. Vaya a saber uno por qué, a veces el consuelo se manifiesta en forma de memoria. En fin, la cosa es que se me vinieron a la cabeza los campos de algodón de Louisiana o Mississippi, donde los gemidos y lamentos de los negros esclavos recreaban elegías en la métrica de una «llamada y respuesta» (call and response), esto es, el precursor musical de lo que actualmente se conoce como «fraseo». Quizás esté allí la esencia de este género vehemente, enérgico, virtuoso y desgarrador. En cualquier caso, nunca ha sido bueno emprender la búsqueda de esencias, porque se excluye lo que no aparenta ser estático y permanente; en otras palabras: se ignora el devenir y la contingencia. Por eso yo preferiría seguir en mi trance y recorrer, sin ningún afán de nada, algunas de mis bellezas bluseras favoritas, ¿sí? Empecemos con las cuerdas. La guitarra de blues no es un complemento armónico, una compañía melódica, un accesorio pintoresco. En el blues, la guitarra es la otra vida del músico. No sólo su amante, su relación simultánea de odio y amor con el mundo, sino que además es la expulsión de esos signos que
no nos enseñaron a confesar. Cada uno de los tres reyes de la guitarra eléctrica, B.B. King, Albert King y Freddie King, representan tres universos emocionales distintos. El primero, como un padre, nos abriga con el tono inconfundible de su Lucille. El segundo, más como un tío, nos invita a desear la noche, y, el tercero, sin duda el hijo rebelde, nos incluye en su testamento de amor. Emparentado pero distinto, Stevie Ray Vaughan es la verborragia instrumental de quien puede hablar y gritar al mismo tiempo, de quien revive con estilo propio la confidencialidad de Lightnin' Hopkins y el virtuosismo de Jimi Hendrix. Mientras que la nitidez y la digitación perfecta son del «Slowhand» o «Dios» de Surrey, la saturación y estilo laberíntico pertenecen a Jimmy Page. Y así como las baladas más conmovedoras de este género llevan la firma de Gary Moore, la comunicación inequívoca en voz grave y viril es, en inglés, la de John Lee Hooker y, en español, la de Pappo. Desde luego que, en lo relativo a la actuación escénica, no puedo soslayar al impredecible y carismático Buddy Guy, lo cual me remite inevitablemente a Howlin Wolf, el primer «showman» del blueslxxvi. Por otro lado, la armónica es el cuerpo del blues acústico. Los negros esclavos veían pasar a las locomotoras a vapor y, al escuchar el sonido de la bocina, buscaban imitarlo. De la armónica surgió, entonces, un grito visceral que anhelaba libertad. Ya en la historia del blues actual, Big Walter Horton es algo así como el maestro del tono, sus notas se expanden como si él tuviese mil pulmones para mil lengüetas. Sonny Boy Williamson II, con su caminar algo simiesco, esa voz de anciano, algunos dientes menos y una
barbilla de choclo, era un extraño gentleman del escenario, cuyo sonido acústico en la clásica Marine Band probablemente haya sido uno de los mejores de todos los tiempos. James Cotton, con velocidad y técnicas modernas propias de su estilo, recupera y desarrolla la versatilidad de los armonicistas clásicos, junto a una voz trabajada por escoceses en desamores de madrugada. Y si bien uno podría pensar que sólo los negros pueden tocar este instrumento, músicos como por ejemplo Luis Robinson, Kim Wilson o Charlie Musselwhite, entre otros, revelan lo absurdo de tal presunción. Naturalmente, alguien podría afirmar que he sido muy arbitrario al seleccionar los músicos de mi preferencia. Pero seamos justos: en cuestiones de arte nadie posee una sensibilidad infinita y esto hay que festejarlo, pues sin diversidad de gustos, ¡qué aburrido sería todo! Podría haber nombrado, por ejemplo, a las voces femeninas «más representativas» del blues, tal cual como si uno imaginara a las mujeres en tanto criaturas exóticas en peligro de extinción a ser salvadas por algún San Galeano. No; no hay que ser abogado o pastor para hablar de ellas, sino que se trata de tener coraje para describir lo que te hace sentir una mina como Janis Joplin (cosa que no voy a realizar en esta oportunidad). Más allá de estos deslices, seguramente se habrán preguntado dónde están tipos como William C. Handy, Charlie Patton, Robert Johnson o Muddy Waters. Miren, es así: las tradiciones fuertes y sólidas constan, por definición, de grandes herencias, de influencias significativas, de obras maestras, fuentes de inspiración, genios, leyendas y misterios. Gigantes como estos cuatro
dan sentido a tales categorías, por ello es imposible que no estén presentes en cada blues de nuestros días. Desde Joe Bonamassa y JAF, John Mayer o Jonny Lang, pasando por José Luis Pardo, Pablo Traverzo hasta Christian Cary, todos manifiestan la riqueza del carácter inagotable del blues, capaz de reinventarse siempre con nuevas y originales creaciones.
***
Cuando se desvaneció este entretenimiento y volví de mi trance, la última gota del whisky tibio iba por mi pecho. Me había quedado sin dinero. La banda haría todavía un poco de blues. Vos no me habías visto en toda la noche y ahora eras la única mujer del bar, rodeada de los mismos amigos o no sé quién. Lo sabías bien: fumabas con pitadas largas, liberando el humo casi sin exhalar, mientras te acariciabas la nuca. Y así como los negros esclavos cantaban frases del tipo «oh baby, why you treat me so bad?», aludiendo indirectamente a los maltratos del amo para que éste no cayera en la cuenta y los castigara, del mismo modo me fui yo, renunciando otra vez a la posibilidad de vos. Pronto la banda dejaría de tocar y vos te quedarías sin tu música. Y yo, marchando solo rumbo a casa, bebiéndome el sol de frente con la convicción de haberme adelantado en el tiempo, pude sonreír diciéndome: I got the blues.
En lo que refiere a la historia de la música europea, el primer «showman» fue probablemente el pianista Franz Liszt (1811-1886). lxxvi
La verdad absoluta
¿Hay una verdad absoluta? Sí: vos.
APÉNDICE PARA CURIOSOS
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