Espiritualidad de la duda [1ª edición] 9788427728417, 9788427728424, 9788427728431

Este libro explora, desde diferentes ángulos, una actitud tan extendida como la duda. A menudo, se ha subrayado su papel

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Spanish; Castilian Pages 136 [127] Year 2021

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Table of contents :
Índice

Prólogo de André Gounelle
Introducción
No fiarse
¿Qué es lo que sé?
Dudar para saber
Los intríngulis de Dios
La fila de la panadería
Desconfiar
Tomás versus Abrahán
Job el contestatario
Jacob el descarado
El cuadro de la iglesia
Confiar
La verdad compartida
La verdad que desgarra
La tiranía de un solo cuadro
Volver a confiar
La duda como virtud
Índice de nombres
Índice de referencias bíblicas
Bibliografía
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Espiritualidad de la duda [1ª edición]
 9788427728417, 9788427728424, 9788427728431

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Roger Dewandeler

ESPIRITUALIDAD DE LA DUDA

NARCEA, S.A. DE EDICIONES

Nota del Editor: En la presente publicación digital, se conserva la misma paginación que en la edición impresa para facilitar la labor de cita y las referencias internas del texto. Se han suprimido las páginas en blanco para facilitar su lectura.

© NARCEA, S.A. DE EDICIONES, 2021 Paseo Imperial 53-55. 28005 Madrid. España www.narceaediciones.es © Éditions Lessius Título original: Spiritualité du doute Traducción: Juan Carlos G. Jarama Imagen de la cubierta: iStock/ sedmak. "La duda de Santo Tomás", autor desconocido, pintura sobre tabla de la Catedral de Cristo Salvador, Ávila (España). ISBN papel: 978-84-277-2841-7 ISBN ePdf: 978-84-277-2842-4 ISBN ePub: 978-84-277-2843-1

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro. org) vela por el respeto de los citados derechos.

Índice

Prólogo de André Gounelle ....................................... 7 Introducción ................................................................. 13 No fiarse........................................................................ 17 ¿Qué es lo que sé? Dudar para saber. Los intríngulis de Dios. La fila de la panadería. Desconfiar.................................................................... 47 Tomás versus Abrahán. Job el contestatario. Jacob el descarado. El cuadro de la iglesia. Confiar ........................................................................ 87 La verdad compartida. La verdad que desgarra. La tiranía de un solo cuadro. Volver a confiar............................................................ 113 La duda como virtud. Índice de nombres...................................................... 125 Índice de referencias bíblicas................................... 127 Bibliografía................................................................. 129

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Lo que otorga credibilidad a un determinado testigo no es su incredulidad, su sospecha roedora que rechaza escuchar a los otros testigos; no es tampoco su seguridad, su confianza abrumadora de tener la verdad consigo: es la confianza vigilante que concede a todos los testimonios y la incertidumbre con la que testifica lo que cree saber. Olivier ABEL Pero es la duda y el misterio lo que mejor me habéis transmitido. Francis CABREL

Prólogo

N

«

o es la duda lo que hace enloquecer, sino la certidumbre», habría dicho Nietzsche. Escribo «habría dicho» en condicional porque yo no he encontrado la referencia de esta frase; la cito de memoria y no estoy seguro de que sea una cita exacta. Señalar que es dudosa me permite utilizarla sin deshonestidad intelectual. Este ejemplo tan simple muestra que la duda tiene, en numerosos casos, sus virtudes. Descarta lo que Sébastien Castellion (1515-1563) llamaba la temeritas affirmandi, la temeridad de la afirmación, que nos tienta constantemente y nos despista a menudo. Castellion veía en la duda la expresión de la humildad que preconiza el cristianismo y de la prudencia que desea la sabiduría. Las certezas demasiado fuertes o demasiado absolutas son peligrosas. Subordinan todo al prisma deformante de nuestras convicciones y falsean a la vez la percepción y la inteligencia de lo real. Convierten a las personas en fanáticas pues incitan a suprimir todo aquello —y a todos aquellos— que podrían ponerlas en cuestión. Cuando la experiencia las contradice violentamente, empujan a huir de la realidad, a refugiarse en lo imaginario y lo ilusorio. Creer que uno mismo detenta © narcea, s. a. de ediciones

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un saber absoluto es una locura que olvida la condición humana; esta locura puede generar perturbaciones psicológicas o comportamientos agresivos. La certeza hace enloquecer, se convierte también en homicida: la ejecución de Servet, vigorosamente denunciada por Castellion, junto a otros mil ejemplos, lo muestra trágicamente. La duda asumida y bien conducida es un antídoto para las furias irracionales y criminales que amenazan con desencadenar las convicciones absolutas. Se ha subrayado, a menudo, el papel esencial de la duda en el proceso del conocimiento y de la reflexión. La ciencia solo avanza cuando verifica y somete a examen sus descubrimientos. El verdadero sabio no es el que sabe, sino el que duda del saber que ha aprendido o adquirido. Respecto a la Filosofía, según una frase atribuida a Hegel (y la cito con la misma prudencia y humildad que hacía antes con la frase de Nietzsche), no cesa de interrogarse sobre lo que la mayor parte de la gente considera como natural o que cae por su propio peso. La demostración no va más allá. Sorprendentemente, de lo que nadie duda es de la pertinencia de la duda intelectual. Esta paradoja de la duda indubitable, que no duda de sí misma y que desemboca en un dogmatismo del antidogmatismo, ha dado mucho que pensar, e indica probablemente, si no la contradicción interna, al menos el límite profundo del escepticismo; en la medida en que la duda se resume en una negación, no se la puede llevar hasta el final sin destruirla. Pero la duda es más que una negación, es un itinerario que permite avanzar, como bien ilustra Descartes. Si intelectualmente la duda es necesaria, ¿tiene también su lugar en el ámbito de la espiritualidad? En las páginas que siguen, Roger Dewandeler da a esta cuestión 8

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una respuesta absolutamente positiva. Hay una espiritualidad de la duda; se puede ir más lejos y afirmar que la verdadera espiritualidad es la de la duda. La duda no es cualquier cosa que vendría como de fuera para atacar, legítima o abusivamente, la espiritualidad; es un elemento constitutivo suyo. Lo que está en el corazón vivo de la espiritualidad no es el objeto de un ver ni de un saber, pues se sitúa más allá del mundo ordinario de las cosas y de los conceptos. La espiritualidad se debate contra dos adversarios: la indiferencia (lo que no veo ni sé, no tiene interés para mí y, por tanto, no tiene sentido buscarlo) y el dogmatismo (puede que no vea lo que me supera, pero sé lo que es y cómo es; tengo su significado). El lenguaje de la espiritualidad es el símbolo que intenta, si no decir, al menos evocar y hacer presentir o atisbar ese sentido que nos concierne y nos supera, tener un «pequeño gusto», según la expresión de Calvino a propósito del más allá. Cuando afirmamos o negamos los dogmas, acabamos con el objeto o el proyecto del lenguaje de la espiritualidad; sin embargo, cuando dudamos, lo mantenemos vivo. Como muy bien ve y dice Roger Dewandeler, lo que cuenta en la duda no es tanto el objeto cuestionado cuanto el itinerario del sujeto que duda. La duda no es una posición detenida y fija, ni es una doctrina abstracta: es la dinámica que anima a quien duda. Este libro quiere sacar sus consecuencias. No especula sobre la duda, sobre las diversas formas que adquiere o sobre la lógica que la estructura (lo cual no tiene nada de ilegítimo, pero probablemente no es el camino más apropiado). La estudia a partir de ejemplos concretos que aportan figuras literarias e históricas. El primer capítulo evoca tres momentos culturales importantes. En la Antigüedad, la «duda por precau© narcea, s. a. de ediciones

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ción», encarnada por Pirrón, que concierne al arte de vivir (la sabiduría) y que es búsqueda de tranquilidad (se podría haber mencionado también a Montaigne); en el surgimiento de la Modernidad, la «duda por curiosidad», representada por Descartes, que se interesa por el método y mira al conocimiento (la ciencia); y por último, en los siglos xix y xx, la «duda por voluntad de transparencia» de las «hermenéuticas de la sospecha» (Feuerbach, Marx, Freud y Nietzsche), que se pregunta cómo funciona el hombre o, más precisamente, cómo se forjan sus ideas y convicciones. Estos tres tipos de duda han sido fecundos y beneficiosos incluso para la religión, aportando armas eficaces contra los defectos y desviaciones que la amenazan. El segundo capítulo, original y estimulante, pone en evidencia la presencia de una espiritualidad de la duda en la Biblia, a partir de personajes como Jacob (en el relato complejo y ambiguo de la lucha contra el ángel o Dios), Job (cuyas certezas dominantes de la religión pone en duda el mismo Dios misterioso) y Tomás (en quien el creyente de hoy día puede reconocerse mejor que en Abrahán, cuya fe roza el fanatismo asesino al aceptar el sacrificio de Isaac). Se podrían añadir otros ejemplos: el estudioso del Nuevo Testamento, Pierre Bonnard, ha subrayado que en los evangelios los discípulos son los únicos que a veces dudan y que su duda no les excluye del círculo de los que siguen y sirven a Jesús. El tercer capítulo se sitúa en la perspectiva del diálogo interreligioso y pone en relación la duda y la tolerancia. El autor ha recurrido al maravilloso Libro del gentil y de los tres sabios de Raimundo Lulio (siglo xiii), y al escrito de Sébastien Castellion (siglo xvi), Sobre el arte de dudar y de creer, de ignorar y de saber, que ha esperado tanto 10

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tiempo para ser publicado. Aquí el acento se pone sobre el itinerario, la comunicación y la discusión; la duda abre la posibilidad de escuchar al otro y de hablar con él. La religión dogmática edifica «casas» diferentes; cada uno se encierra en la suya detrás de compartimentos estanco. La espiritualidad de la duda traza sendas por las que podemos viajar, unos junto a otros, lo cual permite encontrarse, compartir y avanzar hacia una meta que cada uno se figura a su manera, pero que no enfrenta. Como subraya con fuerza y vigor el final de esta obra, la duda es a la vez creativa y ética; practicarla no aleja del Evangelio, sino, al contrario, ayuda a penetrar en su corazón, pues es la condición de una fe auténtica. André GOUNELLE

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Introducción Hay un proverbio atribuido a un viejo sabio oriental que dice que «cuando se señala a la luna, el necio mira el dedo». Me permito plantear ese proverbio exactamente al revés: cuando se habla de la duda, el necio se aferra al objeto de la duda mientras que el sabio concentra toda su atención en el sujeto que la tiene. Este sujeto y el acto de dudar es lo que constituyen el principal objeto de mi atención a lo largo de estas páginas.

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R. D.

esulta difícil ignorar el a priori negativo que pesa sobre la duda: a menudo lo que encontramos es la negativa, el rechazo, el desprecio, la incredulidad. O sea, el comienzo de la herejía, el iconoclasmo, pero en otro sentido: no para destruir las falsas representaciones, sino para sabotear su propia verdad. Lo más extraño es que la indecisión parece inscrita en el uso común de la palabra. Cuando no estamos seguros de un asunto solemos decir: «Seguramente es verdad», donde, paradójicamente, la negación de la duda le permite, precisamente, planear sobre nosotros. Inversamente, en materia de fe, la fórmula «yo creo» introduce generalmente una proclamación que no acarrea ninguna duda. En estos ejemplos, el «seguramente» indica la incertidumbre, y el «yo creo» la seguridad absoluta. No hay quien entienda nada… y volver nuestra mirada a la etimología tampoco ayuda mucho. La forma dubitare incluye el elemento duo (dos) que se encuentra en ciertas lenguas germánicas: en alemán, anzweifelen, o en holan© narcea, s. a. de ediciones

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dés, twijfelen (zwei/twee), indican dualidad. El verbo indicará el paso de una idea a otra, el movimiento del balanceo que deja el gusto amargo de la inconstancia, de la inestabilidad, del dejar ir. Dudar, ¿será no saber verdaderamente, desconfiar, carecer de firmeza, cambiar de una idea a otra? Tengo la sensación de que tenemos la necesidad urgente de rehabilitar la duda y de separar la fe de la esfera del saber, esto es, de la pretensión de la certidumbre, para devolverles —tanto a la duda como a la fe— toda su carga positiva de indecisión. Apuesto que el discurso de la fe ganará enormemente si reconoce la función que tiene la duda como garante de una cierta humildad, de la apertura a la diferencia, de la escucha y de la templanza. De todo eso tiene necesidad nuestra época, en un mundo donde la inevitable convivencia plantea nuevos desafíos. Creo que es una tarea útil la de intentar mostrar cómo la práctica de la duda bien podría convertirse —junto a la fe, la esperanza y la caridad— en la cuarta virtud teologal. Propongo un recorrido en cuatro etapas. En la primera, intento subrayar en qué aspectos la duda forma parte del ADN occidental y constituye un elemento estructural de nuestro modo de aprehender la realidad, adquirida en el trascurso de los siglos. Tres modalidades distintas de la duda que, por claridad, asocio a tres momentos de nuestra historia. La segunda etapa es bíblica. Apoyándome en algunos relatos de personajes legendarios —cuya verdad supera los límites de su tiempo— descubro la duda como resistencia, debate y contestación al servicio de la fe. Me permito hacer una lectura bastante libre de los textos, teniendo cuidado de no entrar en demasiadas sutilezas 14

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exegéticas, y sin pretender el rigor de una crítica cerrada. Digamos que hago una lectura en la distancia. La tercera etapa es más práctica. La cuestión de la duda es abordada bajo una perspectiva ética, en referencia a dos historias, una ficticia y otra trágicamente real. Retomaré el terreno del arte, en el sentido del ejercicio aplicado de una disciplina, cuando la duda, expresión de la tolerancia, se presenta como el instrumento necesario y privilegiado del diálogo interreligioso. Más corta, la parte final concluye con un alegato, que es casi una confesión de fe —o de duda—, bajo la evocación de un programa de tono más pastoral. El pequeño juego de palabras desarrollado a partir del sufijo –fiance, méfiance (no fiarse), défiance (desconfianza), confiance (confianza), conduce a un neologismo que no tiene otra pretensión que la de concluir con una nota optimista y movilizadora: réfiance («volver a confiar»)1. Entre cada una de las partes me he permitido introducir un pequeño comentario en forma de referencia literaria que el lector reconocerá fácilmente. Han ido viniendo a mí, no sé bien cómo, en la lenta redacción de este librito que, por otra parte, no está terminado… Un libro que es fruto de treinta años de recorrido personal, profesional e intelectual. En estos años me he encontrado muchas personas, a menudo en la frontera de la Iglesia, dentro o fuera de ella, contemporáneos en búsqueda de una espiritualidad abierta al cuestionamiento y a la diversidad. Quiero 1  Se trata, en efecto, de un neologismo que no existe en la lengua francesa, y cuyo significado equivale al de confianza, si bien añade a esta el matiz de un plus de audacia, de riesgo y de duda que toda opción de la libertad humana, en ausencia de una evidencia directa, implica. [N. del T.]

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dar las gracias a muchas de ellas, especialmente a los feligreses que me han ofrecido el espacio para un encuentro siempre fecundo entre la crítica y la convicción. También quiero dar las gracias a mi colega Christiane Berkvens, que me convenció de reunir estas ideas en forma de libro. Y más que a nadie, quiero dar las gracias a mi esposa, que me acompaña, me sostiene, me frena y me alienta.

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No fiarse Desconfiad de los que se dicen falsos Papá Noel: son todos verdaderos. Jean YANNE

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n el ámbito del saber, la capacidad de dudar es signo de buena salud intelectual: atreverse a cuestionar los prejuicios, confrontar las hipótesis, verificar las informaciones antes de proponer nuevas explicaciones que serán, a su vez, puestas en cuestión. Esta aproximación a la verdad se ha impuesto como herramienta metodológica ineludible para quien desee ser tomado en serio. El científico confronta las hipótesis, el periodista tiene cuidado de verificar sus fuentes, el profesor se aplica a presentar su materia con objetividad, el político se apoya sobre análisis sociológicos o económicos fiables, el internauta no se cree todo lo que se le presenta en la pantalla, etc. Hoy, dudar no es una carencia, es un triunfo, un algo más. Se desconfía de las ideas recibidas y de los discursos demasiado cargados de certeza. Nuestra civilización está formateada por la duda. «Nunca se desconfía demasiado», apunta la sabiduría popular: sentencia que concuerda perfectamente con mi objetivo, al menos en esta primera parte, tal como la he titulado: no fiarse. Distancia en relación con la creencia y la confianza. Des-confianza. © narcea, s. a. de ediciones

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Ahora bien, mi pregunta es saber cómo hemos pasado del hombre que cree en la palabra al hombre que duda de todo, de la tradición multisecular de la duda sospechosa a la posibilidad de una duda fecunda. Creo poder distinguir algunos momentos esenciales que han contribuido a erigir la duda como útil epistemológico incontestado y, a la vez, como aproximación existencial impregnada de sabiduría. Son tres momentos de la historia del pensamiento que remiten a tres periodos de la historia occidental (Antigüedad, Renacimiento, Modernidad), y también a tres dimensiones de la duda: la actitud escéptica con el pirronismo, la duda metodológica con el cartesianismo, la sospecha denunciante con el ateísmo. ¿Cómo han pensado ellos la duda? Sabiendo que aquí no es tanto el objeto (religioso) de la duda lo que nos interesa cuanto la duda misma, sus raíces, su mecánica: ¿Qué significa dudar? ¿Bajo qué modalidades se despliega esta actitud moderna? ¿Quiénes son nuestros «padres de la duda»? ¿Qué es lo que hago cuando dudo?

¿Qué es lo que sé? No se sabe casi nada de Pirrón de Elis (360-275), filósofo de la Antigua Grecia, salvo que está en el origen de una corriente de pensamiento que lleva su nombre, el pirronismo. Mucho de lo que a menudo se dice sobre él parece surgir de la leyenda; por eso no sorprende que sean sus discípulos quienes lo difundan. Según Diógenes Laercio (inicios del siglo iii), que recoge la tradición de Diocles, Pirrón, hijo de Plistarco, se habría iniciado en la pintura, pero sin gran éxito. Consagró enseguida su vida a la Filosofía. Siguió a su maestro Anaxarco en los viajes que lo condujeron a la India y a Persia. De vuel20

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ta a Elis, «vivió piadosamente con su hermana, que era una mujer sabia», y murió a la edad de 84 años, dejando a sus discípulos el recuerdo de un hombre admirable, de tal modo que uno de ellos se dirigía así a Pirrón: «Siendo solo un hombre, vives fácilmente en paz y tranquilidad y, solo entre los hombres, te comportas como un dios». Se dice que soportaba todo, que no evitaba nada, incluso ser atropellado por un carro, convencido de que no debía fiarse de sus sentidos. En nombre de este principio un día, pasando junto a su maestro Anaxarco, que se había caído en un charco, no le prestó ayuda alguna; este último le felicitó por haber permanecido indiferente y no haber cedido en nada a sus pasiones. Se dice igualmente que, con ocasión de una fuerte tempestad en el mar, fue el único en mantener la calma, siguiendo el ejemplo de un cerdo que comía allí, descuidado de los peligros exteriores. Esta historia la recordará más tarde Montaigne: ¿Acaso podremos hacer creer a nuestra piel, que los golpes del estribo le hacen cosquillas? ¿Y a nuestro gusto que el áloe es un vino de Graves? El cerdo que estaba junto a Pirrón es aquí nuestro escolta1.

Según también Diógenes Laercio, se debe a esta admiración que se le tenía el que se le nombrara jefe de los sacerdotes y se concediera la exención de impuestos a todos los filósofos. La ley de 1905 no existía todavía2…

1  Montaigne,

Ensayos I, 14. autor hace referencia a la famosa ley francesa de la separación (neutralidad) entre la Iglesia y el Estado del 9 de diciembre de 1905, por la que se promulga un Estado laico o secular, es decir, el fin de la religión católica como confesión oficial y su financiación pública, entre otras cosas. [N. del T.] 2  El

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Pirrón de Elis no ha dejado ningún escrito. Afortunadamente, sus discípulos se han encargado de transmitir su pensamiento. Primero sus discípulos directos, sobre todo Timón de Fliunte (325-235) y Diógenes Laercio (inicios del siglo III); más tarde, hacia el año 190, Sexto Empírico con sus síntesis de la filosofía escéptica, Esbozos pirrónicos. El primer gran principio del pirronismo propugna que nunca debemos hacer caso de nuestros sentidos. No porque nos den una representación falsa de la realidad, sino porque la que nos dan es siempre una representación parcial. Lo que veo, lo que huelo y lo que oigo no es falso, pero cabe que en otras circunstancias yo vea, huela y oiga de manera diferente, porque los que observan son distintos y no miran siempre de la misma forma; porque la realidad misma es plural y cambiante; porque las circunstancias de la observación no son nunca idénticas. Solo hay una cosa cierta: que nada es cierto. Nada puede ser establecido con certeza, y vale más renunciar a querer conocer el último significado de las cosas. La actitud escéptica consiste, pues, en suspender el juicio y no afirmar ni negar nada definitivamente. Es la práctica de la epojé, según el griego «interrupción»: interrumpir, suspender nuestro juicio sobre las cosas inciertas, evitar las afirmaciones cuando se trata de un razonamiento. Porque no estamos seguros de nada y no tenemos a nuestra disposición nada más que nuestras afecciones: no la esencia de las cosas, sino el modo en que nuestros sentidos las perciben. Efectivamente, si los sentidos nos proporcionan enseñanzas sobre lo real que nos rodea y si es verdad que se puede dar cuenta de lo inmediato, no se sigue de ahí que se puedan obtener verdades definitivas, como hacen los dogmáticos. «Que el fuego queme, lo experimentamos bien, pero cuál es su esencia, eso no lo podemos de22

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finir»3. Pues, en realidad, «ninguna cosa es más bien esto que aquello». Es el famoso más bien no de los escépticos (en griego ou mallon). Se puede decir que hoy hace frío, pero según la persona que lo siente, sus hábitos, su estado de salud, su modo de estar vestido y su resistencia al frío se podría también llegar a afirmar que hace calor. Al final, nada es más bien así que de otra manera. Todo puede ser visto bajo otro ángulo y explicado de forma diferente: «Toda razón puede ser contradicha por otra razón opuesta, con un peso y un momento semejante»4. Se trata, finalmente, de deconstruir el mundo tal y como nuestros sentidos nos lo muestran, para no ver sino la variación. Ya que la percepción es siempre parcial, una cosa y su contraria puede ser sostenida, sin saber nunca qué es verdad: toda pretendida verdad (dogma) debe ser cuestionada continuamente. Por precaución, más valdría formular las cosas dejando entender que ese no es sino un modo de percibirlas, según la expresión de Timón (citado por Diógenes Laercio): «Yo no afirmo que la miel es dulce, sino que es más conveniente decir que parece dulce». Para Sexto Empírico, que proporciona una buena síntesis, la filosofía escéptica se define esencialmente por oposición a la aproximación dogmática que se atreve a «afirmar o negar con seguridad» algunos juicios con carácter definitivo. En cuanto a los escépticos, siguen buscando. Para ellos, en todo caso, la pretensión de establecer verdades generales, dogmas, es ilusoria. Se trata de interrogarse continuamente, de cuestionar sin desfallecer jamás. Por eso se dice que el escepticismo es 3  4 

Diógenes Laercio, Vida, doctrina y sentencias de los filósofos ilustres. Sexto Empírico, Esbozos pirrónicos, cap. VI.

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inquisitivo, pues consiste en buscar y examinar siempre (del griego skepsein); se dice también que suspende, porque en virtud de esa incapacidad para establecer verdades generales, se aconseja «suspender siempre el juicio»; se le llama también aporético pues invita a la duda permanente5. A los filósofos pirronianos se les llama «buscadores porque buscan por todas partes la verdad, escépticos porque observan todo sin encontrar jamás nada seguro, dubitativos porque el resultado de sus investigaciones es la duda, ignorantes porque según ellos los dogmáticos mismos son los ignorantes»6. Así, se puede considerar el escepticismo como una facultad, un arte que procede por la comparación de las cosas sensibles y que hace abstracción de las que dependen del entendimiento. Un método de examen que se atiene a la percepción de los sentidos, pero que se prohíbe ir más lejos en cualquier intento de conceptualización, de teorización, de establecimiento de reglas generales, de dogmas. La epojé conduce a no afirmar ni a negar ninguna cosa, según el ejemplo mencionado de Pirrón quien, por lo que se dice, no acudió en ayuda de su maestro Anaxarco al tener en cuenta la hipótesis de que sus sentidos le podían ofrecer una representación corrompida de la realidad. Finalmente, el objetivo último de esta visión escéptica es el de salvar al hombre de la desgracia, pues la duda consiste en la búsqueda de la tranquilidad, de la ataraxia, en la ausencia de turbación después de haber renunciado a la ilusión de un conocimiento dogmático. Pues el dogmático, privado de las cosas que considera buenas, imagina un origen maligno para esa carencia. De ahí la turbación, los tormentos y la bús5  6 

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Ibid., cap. III. Diógenes Laercio, Ibid. © narcea, s. a. de ediciones

queda desenfrenada para colmar la privación, aunque la obtención de bienes no solucionará jamás el problema y, por poco que consiga, la persona se expone a perecer por su orgullo —al engreírse sin medida— o por el temor a perderlo todo. Por el contrario, el escéptico optará por otra actitud: abstenerse de determinar lo que son bienes y males —lo que no evitará ni el sufrimiento ni las incomodidades—, pero, «no decidiendo que ninguna de las cosas que le incomodan sea un mal por sí misma, por naturaleza», el escéptico sufrirá menos que el común de los mortales. En cuanto a las cosas que son buenas, independientemente de la opinión que se tiene de ellas por —ejemplo, comer, beber o descansar—, es otro asunto. Por lo que atañe a los sentimientos y «percepciones involuntarias» (el hambre o la sed) que se deben satisfacer inevitablemente, la actitud preconizada es la metriopatía: «La moderación de las pasiones o de los sufrimientos en las percepciones necesarias que nos condicionan». ¿Calma, flema? En todo caso, es lo que hace que Pirrón, según se dice, lo soporte todo, incluso ser atropellado por un carro o dejarse sacudir por vientos impetuosos.

Dudar para saber René Descartes nace el 31 de marzo de 1596 en La Haya, en el departamento de Indre-et-Loire. Con solo un año queda huérfano de madre y es confiado a su abuela. De salud frágil, manifiesta una inteligencia precoz y un gusto particular por las ciencias (Matemáticas, Física), pero también por la Filosofía. Ya de adulto, entra en la carrera militar, que lo llevará a Holanda, Dinamarca y Alemania. Simultáneamente, se consagra a los estu© narcea, s. a. de ediciones

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dios y es en Neoburgo, en noviembre de 1619, donde, con una especie de iluminación, concibe lo esencial de su método. Diez años más tarde, se instala definitivamente en las Provincias Unidas de los Países Bajos, donde se dedica, entre otras cosas, a las Matemáticas y a la Anatomía. Durante el invierno de 1633, tal vez desconfiado por la condena de Galileo, decide dar una orientación más filosófica a sus ocupaciones. En otoño de 1649 es nombrado tutor de la reina Cristina en Estocolmo, donde muere al año siguiente a causa de una neumonía. En este siglo xvii, de grandes descubrimientos que modifican profundamente el conocimiento del mundo —al punto de darse una especie de Renacimiento—, la Iglesia de Roma, sintiendo vacilar su poder, no tolerará que se puedan poner en cuestión impunemente las certezas referentes a la fe. Hasta entonces, el conocimiento que se podía tener del mundo se apoyaba esencialmente sobre argumentos teológicos y metafísicos, y la Biblia constituía la fuente principal del saber. Impregnado de las ideas de su tiempo, René Descartes aboga por una ciencia experimental que no se base en la metafísica, sino en las experiencias debidamente conducidas y en el análisis de los hechos observados. Para servir de base a la ciencia universal, pone en marcha un método de trabajo fundado en la duda, que expone en su Discurso del método (1637)7. Esta obra se pre7  R. Descartes, Discours de la méthode, GF Flammarion, Paris 2000 (la paginación remite a esta edición. Hay múltiples ediciones en español). En otra obra publicada algunos años más tarde, Méditations métaphysiques (1641), Descartes aborda más en detalle la cuestión de la existencia de Dios. Intenta mostrar cómo la práctica de la duda, también ahí, ayuda a desprenderse de los prejuicios y de las falsas creencias (primer discurso), y conduce a la certeza de la existencia de Dios, que reposa sobre la conciencia del filósofo de su propia existencia y de la presencia en él de la idea de un ser soberanamente perfecto (tercer discurso). Pero no es a este texto al que me referiré en esta primera parte que, como anuncié al inicio, se detiene menos en el objeto religioso de la duda (Dios) que en la dinámica misma de la duda: el acto de dudar.

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senta en forma de seis discursos: del segundo (reglas del método) y del tercero (reglas que se desprenden para la moral) nos ocuparemos más en detalle. Pero antes, digamos una palabra sobre el primer discurso, que sirve de introducción al conjunto. Todo parte de la constatación de que «el sentido común es sin duda la cosa mejor repartida del mundo»: cada uno quiere siempre tener razón y de ahí la gran diversidad de opiniones. Pero, ¿quién tiene razón? Esa es la cuestión a la que se enfrenta continuamente el deseo de saber. Por su parte, Descartes pretende «tratar siempre de inclinarse del lado de la desconfianza más que del de la presunción» (p. 31). Más bien cuestionar lo que se cree saber antes que creer ciegamente lo que nuestros sentidos nos presentan, pues «puede ser que yo me equivoque, y que no sea sino un poco de cobre y de vidrio lo que tomo por oro y por diamantes» (p. 32). El filósofo dice haber practicado esta regla de oro durante mucho tiempo. Ya a la salida del prestigioso colegio de los jesuitas, se había encontrado «embargado por tantas dudas y errores» que, durante estos primeros años de estudio, le parecía haber aprendido menos que haber descubierto su ignorancia. Todas las materias que se enseñan son ciertamente útiles pero, según el joven Descartes, por poco que se apoyen sobre los frágiles fundamentos de la Metafísica, no construyen nada que sea suficientemente sólido. Por eso, cuando tiene ocasión, renuncia a la sujeción de sus preceptores e intenta descubrir el mundo, las culturas, las gentes de distintos humores y condiciones, esperando «encontrar más la verdad en los razonamientos que cada uno hace tocando los asuntos que le importan […] que en esos que hace un hombre de letras en su despacho» (p. 39). Esta búsqueda le conduce una vez más a la misma constatación: © narcea, s. a. de ediciones

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Viendo muchas cosas que, aunque nos parecen ciertamente extravagantes y ridículas, no dejan de ser comúnmente acogidas y aprobadas por otros grandes pueblos, yo aprendí a no creer nada, con demasiada firmeza, de todo cuanto solo el ejemplo y la costumbre me habían persuadido; y así, poco a poco me libré de muchos errores que pueden ofuscar (oscurecer) nuestra luz natural, y hacernos menos capaces de escuchar la razón (pp. 39-40).

Al término de este primer periodo de estudios y viajes, Descartes llega a la conclusión de que, en el fondo, no está muy lejos del pirronismo: no creer demasiado definitivamente nada de cuanto depende del ejemplo y la costumbre, apostar menos por los sentidos y la tradición que por el ejercicio de la razón. En el segundo discurso se expone el célebre método cartesiano. El principio es simple: es necesario el rigor; no creer, sin más, lo que sea; no considerar verdadero lo que no está suficientemente demostrado; guardarse de ideas cerradas o de prejuicios; descartar lo que es dudoso, atreverse a cuestionar si es necesario aquello que siempre se ha creído; progresar por grados apoyándose siempre sobre lo que ha sido racionalmente establecido. Todo esto puede ser formulado en cuatro preceptos, expuestos en la segunda parte (pp. 49-50), y ante los cuales es necesario decidirse «por no dejar de observarlos ni una sola vez»: El primero era no acoger nunca ninguna cosa como verdadera que yo no la conociese evidentemente como tal; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presente tan clara y distintamente a mi espíritu, que no tenga motivo alguno para ponerlo en duda. 28

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El segundo, dividir cada una de las dificultades que tengo que examinar en tantas partes como se pueda y sea necesario para resolverlas mejor. El tercero, conducir por orden mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y fáciles de conocer, para remontarme poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más compuestos, suponiendo incluso un orden entre los que no se preceden naturalmente unos a otros. Y el último, hacer siempre recuentos tan completos y unas revisiones tan generales que pueda estar seguro de no omitir nada.

Una cuádruple exigencia. Primero la evidencia: no aceptar como verdadero nada que no haya sido precisamente demostrado. A continuación, el análisis detallado: dividir las dificultades para facilitar el examen. Después la planificación, la síntesis, la deducción: no avanzar por casualidad, sino ir de lo más simple a lo más complejo. Y al final, la verificación: elaborar los balances y examinar si todo se ha tenido bien en cuenta. Este es el método que nosotros hemos adquirido, conscientemente o no, y cuya primera etapa nos interesa sobre todo por el instante, pues describe bien el momento inicial que condiciona después el trayecto de la razón: la exigencia de la claridad y del rigor, estar dispuesto a poner en cuestión todo lo que es poco claro e insuficientemente demostrado. ¡Es la duda cartesiana! Una duda que, esta vez al contrario que el pirronismo, no es el objetivo en sí misma. Lejos de querer denunciar la pretensión de conocer —lo que reprochan los escépticos a los dogmáticos— se trata, al contrario, de demostrar que se puede llegar al conocimiento, pero con la única condición de aplicarse disciplinadamente a un examen minucioso de todo lo que parecía verdad, sin haber sido rigurosamente © narcea, s. a. de ediciones

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demostrado. El objetivo aquí es el conocimiento, «rechazar la tierra movediza y la arena, para encontrar la roca y el barro» (p. 61). Al contrario que en los escépticos griegos, en Descartes la duda se inscribe en una perspectiva epistemológica. Dudar para saber. Ahora bien, esta metodología no está únicamente al servicio del conocimiento científico. En el tercer discurso, Descartes prosigue su empresa de reconstrucción y muestra cómo es necesario ejercer la duda también en el ámbito de la moral. En ese punto de la demostración, el filósofo anuncia una reflexión menos acabada, una moral de provisión, que permanece fundamentalmente la misma cuando la retoma en 1644 en los Principios de la filosofía. Aquí intervienen algunas máximas propias que determinan la acción: La primera fue obedecer las leyes y las costumbres de mi país, conservando constantemente la religión en la que Dios me ha dado la gracia de ser instruido desde mi infancia, y rigiéndome en todas las otras cosas según las opiniones más moderadas y alejadas de todo exceso, que fuesen comúnmente admitidas en la práctica por los más sensatos de aquellos con los que tendría que vivir (pp. 55-56).

En materia de moral, la duda es la disposición a cuestionar lo que se nos ha enseñado desde nuestra más tierna infancia y a considerar otras opiniones, pues «también hay hombres sensatos entre los persas o los chinos tanto como entre nosotros». Lo más sabio es adaptarse a la práctica —y no solamente al discurso— de aquellos con los que vivimos, evitar los excesos eligiendo las opiniones más moderadas, a fin de que en caso de error se aleje uno lo menos posible de la buena opción; por último, seguir «empleando el propio juicio 30

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en examinarlas a su debido tiempo» (p. 60) y poder cambiar de opinión en el momento oportuno. Mi segunda máxima fue la de ser lo más firme y lo más resuelto que pudiera en mis acciones, y no seguir las opiniones más dudosas constantemente, una vez determinado a ello, a menos que ellas fueran muy seguras (p. 57).

El ejemplo a seguir es el del viajero perdido en el bosque: más que dar vueltas en círculo o detenerse, elige una dirección y se decide resueltamente, seguro de estar mejor allí adonde se dirige que en medio del bosque. Se podría pensar que Descartes renuncia esta vez a la duda por temor a la indecisión; ahora bien, ¿no es precisamente una manera de liberarse de esta última? Además, el filósofo afirma que ha formulado esta segunda máxima para evitar la objeción de que la duda universal conduce a la indecisión, una máxima que no debe servir más que en caso de urgencia, pero que supone un itinerario que permanece abierto a la posibilidad de encontrar un camino mejor8. Esta máxima es, por tanto, práctica: introduce el factor de la voluntad para evitar enredarse en la indeterminación o la obstinación. Dudar no significa caer en la incertidumbre con el riesgo de la inacción; es una actitud positiva hecha de curiosidad, de análisis, de examen atento, pero que no entraña la toma de decisión. Así sucede en las «acciones de la vida»: debemos seguir las más probables, determinarnos «y considerarlas después no tanto como dudosas, en tanto que se relacionan con la práctica, sino como muy verdaderas y ciertas, por cuanto que la razón que nos hace determinarnos es así». Al menos esta nos librará de arrepentirnos y del remordimiento. 8 

R. Descartes, «Carta a Reneri para Pollot», 1638.

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Mi tercera máxima fue procurar siempre más bien vencerme a mí mismo antes que a la fortuna, y cambiar mis deseos más bien que el orden del mundo; y generalmente, acostumbrarme a creer que no hay nada que esté enteramente en nuestro poder salvo nuestros pensamientos, de suerte que después de haber obrado lo mejor posible, en lo que atañe a las cosas exteriores, todo cuanto no logramos alcanzar, respecto de nosotros mismos, es absolutamente imposible (p. 58).

Esto no es desear lo que no se puede adquirir, es la humilde aceptación del orden del mundo. La voluntad de ir naturalmente hacia lo que pensamos que está a nuestro alcance (por ejemplo, en función de nuestro nacimiento), considerando que solo el pensamiento está a nuestro alcance —del que todos los bienes están igualmente alejados—, reducirá el arrepentimiento y la frustración. Siguiendo el ejemplo de los estoicos, Descartes aconseja no dejarse conducir ciegamente por los deseos imposibles de realizar. Por tanto, dado que en materia de moral —y de religión— hay inevitablemente una perspectiva más práctica, la metodología cartesiana no se limita al análisis: se trata también de tomar decisiones, aunque sean provisionales, apoyándose en los resultados obtenidos, y de perseguir la reflexión sin hipotecar la decisión, a pesar de la ausencia de certeza absoluta.

Los intríngulis de Dios Las Luces del siglo xviii se cernieron sobre lo religioso, pero la crítica fue primero de naturaleza política: una crítica del poder temporal de la Iglesia que, sin em32

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bargo, no impedía a Voltaire conservar la hipótesis de un Dios, aunque no fuera más que un relojero: «El universo me embarga y no puedo pensar que este reloj exista y no haya también un relojero». El siglo siguiente, entrado ya definitivamente en la Modernidad, supondrá un combate más personal contra Dios: no se trata únicamente de combatir el clericalismo, sino de descifrar, de deconstruir lo religioso para poner en evidencia sus mecanismos subyacentes, las razones a menudo insospechadas por las que los hombres se proyectan en un más allá imaginario y se construyen dioses9. Es Ludwig Feuerbach (1804-1872) quien, por primera vez, intenta analizar de cerca el mecanismo de la fabricación de los dioses. Según él, todo comienza por la constatación, en el corazón (esencia) del ser humano, de una parte de infinito que parece incompatible con la naturaleza humana. Esta parte de infinito es después objetivada, el hombre se inventa un ser trascendente al que atribuye una existencia autónoma y las supuestas cualidades de la naturaleza divina. Como si fuera inconcebible suponer al mismo tiempo en el ser humano la coexistencia de lo finito y lo infinito, como si fuera necesario a toda costa distinguir entre los dos y colocar a la divinidad frente a la humanidad. El estadio siguiente es la sumisión, la autoalienación del hombre en la divinidad que se ha inventado. Feuerbach sospecha que eso que se toma por la divinidad no es sino la proyección de la realidad humana. Hablar de dioses es hablar de hombres. El ser humano transfiere sobre Otro sus propias cualidades, sentimientos, deseos no reconocidos por sí mismo. En última instancia Dios no es 9  Para esta parte, véase el libro de Marcel Neusch, Aux sources de l’atheisme contemporain, Le Centurion, Paris 1993, al que remiten las citas.

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diferente del hombre, no es más que la hipótesis, el principio, el fundamento del ser humano. O más bien al revés. Lo divino no es más que lo humano, y el objeto de la Teología no es otra cosa que la antropología (p. 57): Hemos demostrado que el contenido y el objeto de la religión son totalmente humanos, que el misterio de la Teología es la Antropología, ese del ser divino, la esencia humana…

Para el padre de la laicidad, se trata de permitir que el hombre reencuentre la parte humana que creía que le era extraña, de reapropiársela sustituyendo la fe por el saber, la oración por el trabajo, el cristianismo por la cultura profana. Devolver el hombre a sí mismo. Su libro La esencia del cristianismo, que se ha considerado como la «carta fundacional de una religión del hombre», sugiere que aquí lo que se pone en cuestión es menos el acto religioso que la existencia de Dios y la eternidad del hombre. En el mismo orden de ideas, Karl Marx (1818-1883) concibe la religión como ilusión, producto de una proyección de sí mismo: Dios no es más que el reflejo del hombre. En cuanto a la religión, su función es la de ofrecer un consuelo y proporcionar una justificación a la humanidad confrontada con la experiencia de un mundo duro y sin lógica; sin embargo, la religión se revela como un sueño nefasto que se desvía de la realidad, una denuncia inoperante que invita a huir del mundo más que una ayuda para transformarlo. Por eso «la religión es el opio del pueblo»: una especie de analgésico que se administra a sí mismo para escapar de la realidad dolorosa. Marx no se contenta con las tesis de su maestro Feuerbach, al que reprocha no haber comprendido los orígenes sociales de lo religioso. Para él, la religión no es una entidad independiente de la realidad social, sino su 34

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reflejo; no es pues la ideología lo que se debe combatir, sino la base material —la organización de la sociedad en clases— sobre la que reposa. Lo religioso, en realidad, disimula las justificaciones económicas. El objetivo no confesado es mantener la sumisión de la clase proletaria inculcando una moral de esclavos al servicio de la clase dominante; una moral de inmovilismo y sumisión al orden establecido, de renuncia y de espera pasiva en la esperanza de una salvación ilusoria que vendrá de lo alto, mientras que para Marx no hay más salvación que en la historia. Esta religión-opio no es, finalmente, sino refugio e ilusión. El cristianismo social a lo Lamennais no escapa tampoco a la crítica, no viendo en Marx más que una especie de nostalgia del pasado que no ha suscitado nunca la revuelta ni la revolución proletaria. Si Feuerbach reduce la Teología a la Antropología, para Sigmund Freud (1856-1939) la Metafísica es, en realidad, una metapsicología y los dioses no son sino una creación del psiquismo humano. Según el padre del Psicoanálisis, hay una semejanza tal entre el comportamiento religioso y el de ciertos enfermos que se puede hablar de la religión como de una «neurosis colectiva socialmente tolerada». Así como la neurosis del individuo es el signo de un conflicto interior cuyo origen se remonta a la infancia (complejo de Edipo), Freud sospecha que esta neurosis colectiva se debe a un acontecimiento ocurrido en la infancia de la humanidad, una especie de complejo de Edipo universal, que habría dejado sus huellas en el psiquismo humano. El psicoanalista austriaco imagina nuestros orígenes como la organización de los hombres en pequeñas hordas, bajo la autoridad tiránica de un macho más adulto según un régimen patriarcal. Cansados de sufrir esta au© narcea, s. a. de ediciones

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toridad, los hijos se habrían aliado, rebelado y matado al padre antes de devorarlo en una comida totémica para celebrar su muerte. Al mismo tiempo, ese asesinato colectivo habría engendrado un sentimiento de culpabilidad que sigue pesando sobre la conciencia humana, de modo que «el muerto se ha hecho más poderoso de lo que lo había sido en vida» (p. 128). Este sentimiento de culpabilidad transmitido a la humanidad entera a través de su inconsciente colectivo es lo que está en el origen de la religión, de la moral y de la civilización: La horda paternal ha sido reemplazada por el clan fraternal, fundado sobre los vínculos de sangre. La sociedad reposa, en adelante, sobre una falta común, sobre un crimen cometido en común; la religión, sobre el sentimiento de la culpabilidad y sobre el arrepentimiento; la moral, por una parte, sobre las necesidades de esta sociedad y, por otra, sobre la necesidad de expiación (p. 130).

Las religiones se podrían explicar, así pues, por la tentativa de resolver la culpabilidad, que es consecuencia del asesinato del padre, un hecho que el cristianismo ha conseguido notablemente inventando la figura del hijo ofrecido en sacrificio para expiar la falta de todos los miembros del grupo. Las religiones permiten consolar de la pena y las frustraciones de una vida demasiado amarga, aportando una compensación a la dureza de la vida, el sentimiento de protección del hombre confrontado con la naturaleza, con la finitud de la existencia y con las relaciones difíciles entre sus semejantes. Como un narcótico, la religión es un «delirio colectivo» para escapar de la neurosis. Hijo de un pastor, Friedrich Nietzsche (1844-1900) fue uno de los más virulentos perdonavidas del cristianismo de su siglo, denunciando particularmente la influencia 36

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nefasta de Pablo que ha desviado el mensaje de Jesús, «el hombre más noble» que había sabido decir sí a la vida. En Así habló Zaratustra, el filósofo alemán utiliza algunas metáforas para representar la evolución de la humanidad. Primero, el camello (o el asno) que sufre sin replicar y se muestra incapaz de rebelión: ilustra la docilidad y la veneración, momento de la humanidad cargada de los fardos de la religión y de la moral (y sus sustitutos modernos: los valores científicos, humanistas, etc.). Es Jesús, que soporta las afrentas sin rebelarse. Después viene el león, de espíritu libre, independiente, capaz de renunciar a los valores que habían hecho a la humanidad dócil y sumisa; sin embargo, el espíritu-león quiere ser su propio dueño y se muestra incapaz de crear verdaderamente, contentándose con rechazar, pero sin innovar. Por último, para que haya verdaderamente una creación es necesario que el león se transforme en el niño que puede asumir las promesas de vida y adoptar una actitud positiva, afirmativa. Es el instinto verdadero del creador, a la vez responsable e inocente. No el niño del Evangelio, adormecido y sometido: más bien el niño símbolo de la rebelión, de la novedad, de la creación, figura del hombre poscristiano. Sobre todo, lo que Nietzsche reprocha al cristianismo es haber inducido a una moral de la sumisión, reflejo de «la voluntad de romper las almas más fuertes y nobles». Ante la moral del esclavo, esas almas, incapaces de obrar por ellas mismas y de conquistar cualquier cosa nada más que a través de la renuncia, no pueden sino «reaccionar». Ahora bien, para llegar a emanciparse, la humanidad debe comenzar por aceptar la muerte de Dios, que es un hecho cultural en Europa; se debe poner enseguida un objetivo nuevo, el superhombre, sin referencia a Dios. Final© narcea, s. a. de ediciones

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mente, para llegar a esta emancipación es necesaria la voluntad de poder sin el auxilio de la religión o de la moral, una voluntad de poder que no va en detrimento de otras, sino que expresa «la profundidad existencial inherente al acto de superarse a sí mismo». cC

Al comenzar este capítulo anuncié tres momentos esenciales de la duda, tres lugares de cristalización a partir de los cuales se ha elaborado progresivamente un enfoque moderno marcado por la duda. Para distinguir bien esta triple problemática, he tenido que elegir términos diferentes. Desde la Antigüedad, el escepticismo pirroniano expresa una duda por precaución, donde la incertidumbre reposa sobre el débil nivel de fiabilidad de nuestros sentidos: tomar distancia de nuestra percepción sensitiva, evitar establecer verdades generales sobre lo que no depende más que de impresiones o sensaciones particulares, que podría ser siempre «más bien de otro modo»; seguir buscando, sin detenerse en ilusorias afirmaciones dogmáticas. Más tarde, en el corazón del Renacimiento, Descartes sistematizó una especie de duda por curiosidad apreciada por el enfoque científico: analizar con método no temiendo nunca cuestionar las verdades más ciertas, progresar paso a paso desde lo menos complejo a lo más complejo, dirigir regularmente los balances. Es una duda de otro género que la de los escépticos ya que, inscrita en una perspectiva epistemológica, no cuestiona sino para llegar a la ventaja de la certeza. Una duda que se intenta ejercer también en el campo de la moral, aprendiendo a considerar otras opiniones diferentes a las que se nos han enseñado desde la infancia, a elegir resueltamente y a asumir las elecciones de modo conse38

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cuente y responsable. Después, en todo esto, obrar con humildad teniendo conciencia de que es más difícil cambiar el mundo que cambiarse a sí mismo. Por último, a partir del siglo xix, la Modernidad ha iniciado un movimiento de deconstrucción que ha arrojado la sospecha sobre Dios mismo: como un modo de duda por voluntad de transparencia. La actitud consiste, esta vez, en escrutar con mirada crítica el fenómeno religioso en particular, en radiografiarlo para describir y denunciar los mecanismos insospechados, sin tener miedo de nada, si siquiera de los dioses. Se ha creído poder adivinar cómo los hombres inventaron el más allá (por proyección de sí), descubrir la función analgésica de la religión (para huir del mundo más que para transformarlo), dirigirse a las fuentes de lo religioso como una neurosis colectiva (sentimiento de culpabilidad y necesidad de expiación), denunciar las consecuencias mortíferas de una moral de sumisión abriendo el camino a una humanidad moderna definitivamente liberada de los dioses. Así pues, después de dos milenios y medio, hay cosas que se han conseguido, por debajo de las cuales no se estará ya jamás, especialmente en materia de duda, y subrayo de nuevo que no hablo aquí del objeto de la duda (la percepción, una determinada teoría científica, la existencia de Dios, etc.), sino que hablo de la actitud de la duda. Hoy no se duda ya como se dudaba antiguamente. Esos teóricos del escepticismo, de la duda y de la sospecha nos han enseñado a dudar de una manera más precisa y a la vez más diversificada. Han construido una especie de homo dubitans, de hombre que duda, la mayor contribución de Occidente, producto de veinticinco siglos de pensamiento crítico. © narcea, s. a. de ediciones

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Ciertamente, no se trata de dar todo el crédito a esos diversos enfoques críticos. Ninguno de esos pensadores ha dicho la última palabra. La honestidad intelectual exige también dudar de los que dudan. Por ejemplo, del escepticismo que, llevado al extremo, se convierte él mismo en un dogma y cae en el error que denunciaba. ¿Cómo puede ser de otra manera, si todo no es más que una ilusión, algo arbitrario? ¿Adónde podemos llegar si dudamos realmente de todo lo que nuestros sentidos nos ofrecen? ¿Acaso no tenemos necesidad de certezas, de indicaciones e incluso de prejuicios? ¿Podríamos vivir a la manera de los «nómadas sin un domicilio fijo»? (Kant). La aproximación racionalista también tiene sus límites, sobre todo en el ámbito de la fe donde, precisamente, debe ser menos frecuente la cuestión de encontrar la verdad que la de ser animado por una verdad. Porque la fe no depende tanto del saber cuanto del querer, del creer y del esperar; porque descansa sobre una visión de la realidad que desborda el campo de lo real; porque ni la naturaleza ni la vida se reducen a una mecánica. Además, aunque le pese a Descartes, el hombre que no piensa también existe: experimenta, teme, recuerda, sueña… En cuanto a la sospecha planteada por el ateísmo sobre lo religioso y los dioses, no considera a menudo más que una sola manera de representarse lo divino: la que mezcla los dioses y los poderes, propia de una Iglesia imperialista que el mismo Jesús denunciaba, la del determinismo histórico que imagina un ser humano privado de toda capacidad de inventar o de creer; una visión de lo religioso muy querida por numerosos ateos que profesan su «pequeña incredulidad ante no se sabe qué». Sin embargo, no se dudará más como antes, el homo dubitans ha tomado resueltamente el relevo del homo sa40

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piens. La duda forma parte, en delante, de nuestro ADN, bajo sus múltiples modalidades y con toda su fuerza creadora. Es una adquisición mayor, particularmente para el pensamiento religioso. Reconozcámoslo, aunque no sea más que por respeto a nuestra época que no duda por gusto… y por una opción probablemente menor de lo que se piensa: dudamos porque hemos sido configurados para dudar, porque es una modalidad del pensamiento de la que ni es evidente ni deseable desembarazarse. Aceptar los mecanismos de la duda es reconocer al hombre moderno en su plenitud, no como una humanidad que ha «perdido su ingenuidad», sino como una humanidad bella y noble: heredera de generaciones que la han precedido, movida por esta capacidad extraordinaria de cuestionar toda verdad, menos atravesada que prendada de la duda, definitivamente enriquecida de un espíritu creador que ayuda verdaderamente a matizar. ¿Es necesario subrayar una vez más lo preciosa que es la aportación de la duda en relación con lo religioso, la fe y la teología? Sin duda. Conviene recordar la enseñanza de los escépticos que ponen en guardia contra las certezas y las afirmaciones definitivas. Recuerdo un debate, durante un encuentro entre Iglesias de confesiones diferentes, en el que ciertos asistentes parecían totalmente convencidos de conocer la voluntad divina. «¡Aunque sea todopoderoso y todo amor, no es imaginable que Dios pueda sustraerse a la regla que Él ha fijado!», decía uno de los participantes, evocando la doctrina calvinista de la doble predestinación. Yo me hacía la reflexión de que, si nosotros mismos dudamos a veces de nuestras propias intenciones, hay que ser bien fuertes para ponerse en el lugar de las de Dios. Hubiera podido citar ese día las palabras de Jenófanes de Colofón: © narcea, s. a. de ediciones

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No ha habido nunca, ni habrá jamás un hombre que conozca con certeza lo que digo de los dioses y del universo. Incluso aunque encontrara la verdad de esas cuestiones, no estaría seguro de poseerla: la opinión reina en todas las cosas.

La enseñanza de la metodología cartesiana ha tenido más éxito entre los teólogos. Sobre todo, en el dominio de la exégesis bíblica. Richard Simon (1638-1712), una generación más joven que Descartes, es considerado a menudo como el iniciador de la aproximación crítica a la Biblia en el mundo francófono. Pero debemos sobre todo a los exegetas alemanes del siglo xix la invención de toda una colección de métodos: crítica textual (comparación de fuentes), crítica de géneros literarios (relatos narrativos, poéticos, genealogías, etc.), crítica de las formas (comparación con otras literaturas), etc. Incluso si ciertas instituciones religiosas se han tomado su tiempo antes de desprenderse de los esquemas ortodoxos de la lectura tradicional, en nuestros días es imposible ignorar la existencia de esas herramientas de lectura, a las que han venido a sumarse otras, que no se califican de históricas (porque consideran el texto en su forma final), pero que no son menos críticas ni rigurosas en su aproximación al texto (pienso en las lecturas estructurales, narrativas y retóricas). Todas estas disciplinas bíblicas —se podría decir lo mismo de otros sectores de la teología— son herederas de esta dinámica de la duda, iniciada a finales del siglo xvii. En cuanto a las aportaciones de los «pensadores de la sospecha», la idea es un poco más difícil de aceptar. Su crítica no era solamente una cuestión de metodología, sino que recae explícitamente sobre el objeto mismo de lo religioso: Dios. Nos equivocaríamos al no reconocer 42

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su rol central en la reflexión teológica contemporánea. En un artículo aparecido originalmente en 1966, Paul Ricoeur llamó la atención sobre la enseñanza positiva de Nietzsche y de Freud, que han ayudado, según él, a «desocultar» el hecho religioso poniendo en evidencia el «hogar virtual» de donde proceden los valores de la religión y de la ética: por un lado, la voluntad de poder y por otro, la libido. Ellos han permitido que muera el Dios de la onto-teología, ese «dios de la metafísica, causa primera, ser necesario, primer motor, concebido como el origen de los valores y el bien absoluto», dios moral como fuente de acusación y de última protección, dios de la prohibición y de la condenación. Creo que ya somos incapaces de restaurar una forma de vida moral que se presente como una simple sumisión a los mandamientos, a una voluntad extraña o suprema, incluso si esa voluntad estuviera representada como voluntad divina. Debemos considerar como un bien la crítica de la ética y de la religión realizada por la escuela de la sospecha: de ella hemos aprendido a discernir un producto y una proyección de nuestra debilidad en el mandamiento que da la muerte y no la vida10.

Para el filósofo francés, sin embargo, no era cuestión de renunciar a lo religioso. Como sustituto de la figura del dios denunciado por el ateísmo, él proponía la redefinición de una «ética del deseo de ser y del esfuerzo por existir». Termino esta primera parte refiriéndome a TomአHalík. En uno de los libros presenta el ateísmo como «la 10  P. Ricoeur, “Religion, atheisme, foi”, en Le conflit des interpretations, Seuil, Paris 1969, p. 437.

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antítesis útil de una religión ingenua y vulgar»11. Según este intelectual checo, que propone la desdemonización de la increencia, las Iglesias deberían llegar a «despojarse de (sus) certezas para entrar en el mundo de la no seguridad religiosa»12. De la oposición nacen los grandes movimientos teológicos, explica él, de las profundas crisis surgen las más bellas vocaciones, como una oportunidad, como un desafío. Se ha visto en el siglo pasado: la confrontación con el nazismo ha producido la teología cristiana y judía posterior a Auschwitz; la crisis del tercer mundo ha hecho nacer la teología latinoamericana de la liberación; las experiencias de la Iglesia con el mundo secular occidental han producido las teologías de la secularización y de la muerte de Dios13. Yo añadiría por mi parte que es de la confrontación con esta larga tradición occidental de la duda, en esta tierra fértil de provocaciones y de interpelaciones, de donde tomará o retomará forma lo religioso en el siglo XXI.

La fila de la panadería En el capítulo sexto de Los Dioses tienen sed, Anatole France, el «escéptico apasionado» (Marie-Claire Bancquart), imagina una fila delante de una panadería, en periodo de escasez, y un diálogo entre tres personajes. Mientras esperan su turno, conversan, hablando de moral y de teología, y se puede ver que cada uno a su manera es un poco escéptico —¿no habrá sido la realidad de la fila lo que llama finalmente al lector al compromiso y a la acción?—. 11  T.

Halík, Donner du temps à l’éternité, Cerf, Paris 2014, p. 64. Ibid., p. 43. 13  Ibid., p. 92. 12 

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¿Es la moral verdaderamente natural, habiéndola depositado Dios en germen en el corazón de los hombres, o no es más que «un simple expediente imaginado por los hombres para vivir cómodamente juntos… una empresa desesperada de nuestros semejantes contra el orden universal, que es la lucha, la matanza y el ciego juego de fuerzas contrarias»? La creencia en un Dios bueno, ¿es necesaria solo para la moral (Évariste Gamelin), o es que Dios no es más que la pálida copia de la tiranía humana a la que los creyentes siguen apegados por miedo (el filósofo Brotteaux)? Dos versiones, tan escéptica la una como la otra, y frente a las que Louis de Longuemare, religioso secularizado, hubiera deseado estar en situación de confesar su fe, aunque declaró incapaz de hacerlo. Todo ideal, en cuanto se absolutiza, corre el riesgo de derivar hacia el crimen. El amor a la razón no está exento de este peligro. Incluso la sacrosanta confianza republicana en la voz del pueblo no admite ninguna exclusividad, cuando el que acusa a la masa parece más allá de toda sospecha. Y si la pena de muerte se contradice con la ley natural del asesinato, Brotteaux rechaza hacer correr la sangre, mientras que Gamelin, que no ve más que una ley despótica que el pueblo suprimirá antes o después, sugiere que no se la aplique sino después de haber sancionado al último enemigo de la República. Todo bajo el signo del escepticismo y la contradicción. Finalmente, mientras que el lector llega a dudar de las ideas falsas y a aceptar las zonas de sombra en un mundo que da lugar a una multitud de interpretaciones (es como si todo comenzara de nuevo después de una larga espera) Évariste Gamelin cede la mitad de su pan a la ciudadana Dumonteil que lleva un niño en los brazos, apuntando que la miseria y el hambre establecen los límites de la Filosofía. © narcea, s. a. de ediciones

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Desconfiar ¿Qué es la verdad? Pilato, según Jn 18,38

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igno de duda, de perplejidad o de indecisión, la duda se considera a menudo de manera peyorativa en la Biblia. Más de una vez, es sancionada. Pensemos en la risa de Zacarías que duda del nacimiento de un hijo (Lc 1,20), la de Sara en parecidas condiciones (Gén 18,12), sin olvidar a Abrahán (Gén 17,17), que duda el primero, pero del que la tradición ha preferido dejar pasar la cuestión. Y después Tomás, el antimodelo, al que no se debe imitar. Puede que Mateo pensara en ellos cuando pone en boca de Jesús esas palabras teñidas, si no de enfado, sí de cierto disgusto: “Generación incrédula y perversa” (Mt 17,17-20). También algunos profetas dudan antes de aceptar su misión o pierden el coraje ante la amplitud de la tarea: Moisés, Elías, Isaías, Jeremías y otros cuyos relatos de vocación ofrecen un momento de resistencia. A fuerza de ver un género literario con sus propias reglas estilísticas (amplificación de hechos, estructura ternaria, etc.) se terminará por olvidar que, detrás del relato, hay proba© narcea, s. a. de ediciones

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blemente hombres y mujeres que, sintiendo algún tipo de llamada divina, fueron presa de la vacilación; pero todos (aparte de Jonás) terminan por aceptar, como si ante Dios fuera absolutamente necesario hacer callar la duda y no hacer valer sino la certeza. A primera vista, la duda es, por tanto, sospechosa. Sería lo contrario de la fe, de la convicción o de la certeza, y más valdría aplicarse a prevenirla o a erradicarla. Es lo que parecen hacer, por otra parte, las más grandes autoridades de la joven Iglesia cristiana cuando ponen en guardia a los creyentes. Jesús dice: «¿Por qué razonáis entre vosotros…?» (Mt 16,8). Santiago, uno de los jefes de la joven comunidad de Jerusalén, dice: «El que vacila es semejante al oleaje del mar, agitado por el viento. […]. Es un hombre irresoluto” (Sant 1,6-8). Pensemos también en el autor de la carta a los Hebreos, recordando el caso de Abrahán que obedece la llamada de su Dios sin saber a dónde va (Heb 11,8). Ahora bien, a pesar de esos casos que todos tenemos en mente, nos apresuraríamos si, sobre la base de los recuerdos de nuestras catequesis, nos decantáramos por la mera desconfianza respecto de la duda. Estoy convencido de que esta tiene ventajas, y de ahí mi deseo de reexaminar algunas grandes figuras bíblicas. En primer lugar, Tomás y Abrahán, alternativamente, para plantear el problema: figuras tradicionales de la duda y de la fe que, dependiendo de la perspectiva en que los situemos, antigua o moderna, no es del todo evidente saber cuál es ejemplar y cuál no. Después, Job: no solamente el personaje del relato, sino el libro en su conjunto, testimonio actual de un pensamiento teológico penetrado por la cuestión de la duda, que se expresa aquí de modo paradójico y que desborda ampliamente el campo del 50

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personaje principal. Por último, Jacob, durante esas acciones iniciáticas que el relato bíblico coloca justo antes del encuentro de los hermanos: confrontación con la divinidad, santo enfrentamiento que da nacimiento a un personaje nuevo, y tantas dudas que… desconfían.

Tomás versus Abrahán Si los tres evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) mencionan unánimemente el nombre de Tomás en la lista de los discípulos, solo el cuarto evangelio recoge la leyenda de Tomás el escéptico1. Una leyenda que está situada en un lugar del Evangelio de Juan que no es en absoluto insignificante: casi al final, después de la resurrección y justo antes de las primeras palabras conclusivas del capítulo 20, en los versículos 30 y 31. Es decir, inmediatamente después de lo que se podría llamar el tiempo mítico en el que Jesús estaba todavía ahí, justo antes de que comenzara el tiempo de la comunidad surgida de la predicación del Nazareno. Los textos fundadores han sido fijados (la vida de Jesús); comienza ahora la historia de la Iglesia (los hechos de los apóstoles). El episodio de Tomás se encuentra precisamente ahí, en ese lugar bisagra entre los orígenes y el futuro. El personaje de Tomás Dídimo (en griego el mellizo) ocupa un lugar importante en el cuarto evangelio. Aparece en cuatro ocasiones. No es demasiado, pero sí lo 1  Al decir «leyenda» no quiero de ninguna manera quitar al texto su parte de verdad, sino más bien subrayar que no se trata solamente de un pequeño recuerdo anodino del anciano Juan al final de su vida. Una leyenda que posee, de un lado o de otro, un elemento de verdad histórica, pero sobre la que la tradición ha querido poner el acento, incluso inflando los hechos para que no se olvide.

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suficiente para comprender que él no es, cuando menos, un cualquiera a los ojos del anciano apóstol Juan (los otros evangelios no lo mencionan más que una sola vez cada uno). Tenemos primero la lista parcial de los discípulos (Jn 21,2), en la que Tomás es uno de los pocos nombres que se citan en segundo lugar, justo después de Pedro; en los otros evangelios aparece en séptima u octava posición. Después aparece en el capítulo 11, en el que Jesús expresa su satisfacción por no haber estado en Betania en el momento de la muerte de su amigo Lázaro, dejando entender que así podrán ver de lo que es capaz. Junto a discípulos anónimos, es Tomás Dídimo quien toma la palabra en un tono un poco enigmático: «Vayamos nosotros también y muramos con él» (Jn 11,6). ¿Morir con quién? ¿Piensa en Lázaro, sugiriendo que volver a Betania, que está en Judea, donde «los judíos buscaban acabar con él» (Jn 7,1), sería meterse en la boca del lobo? Eso reflejaría un Tomás temeroso, pesimista, pusilánime, más parecido a alguien que duda. ¿Piensa, más bien, en Jesús? En ese caso pasaría por ser un discípulo ejemplar dispuesto a ir hasta el final. Si no es el Tomás que duda, es al menos un Tomás ambiguo… y es precisamente eso lo que hace de él un personaje singular: Dídimo no solamente es el mellizo, sino también el doble, siempre mezclado con cuestiones de ausencia de Jesús, que exhorta resueltamente o que no cree de verdad. Algunos capítulos más adelante tenemos la tercera mención a Tomás, que está con Jesús, hablando sobre su partida hacia el Padre. Jesús intenta apaciguar a sus discípulos inquietos: «Adonde yo voy, ya sabéis el camino» (Jn 14,4). De nuevo, Tomás es el primero en reaccionar, esta vez con una postura más crítica: «Señor, no 52

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sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14,5), justo antes de que Felipe aluda a señales concretas: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8). Como por casualidad, cuando hay alguna duda o cuestionamiento, Tomás nunca está lejos. Un Tomás cuya figura se perfila lenta y seguramente: circunspecto, perplejo, pesimista, ambiguo, preguntón, el discípulo que quiere saber más o que tiene necesidad de pensar en concreto, de comprender y de tocar. Por último, la cuarta mención a Tomás la encontramos en el capítulo 20, y es el episodio que la tradición ha conservado mejor. El antimodelo del creyente, diría yo. Pobre Tomás, que tuvo la mala suerte de estar ausente ese día. Junto con Judas, es el apóstol que ha recibido mayor número de críticas. Lo más increíble de todo este asunto es que el responsable es el mismo Juan que, de los cuatro evangelistas, es el más sensible a su persona. ¿Cómo explicarlo? Releamos la perícopa: Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros». Luego le dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Le dice Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20,24-29). © narcea, s. a. de ediciones

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Estamos al final del primer siglo. El profeta galileo ha muerto hace unos sesenta años en las condiciones contadas por los testimonios de Marcos, Mateo y Lucas. Testimonios más o menos fiables que se transmiten de boca en boca, pero que es lo único de lo que disponemos: de todas las personas que han conocido por experiencia propia, salvo los testigos indirectos, no queda más que Juan, el anciano evangelista que era aún joven en tiempos de Jesús. Así pues, en los años 90, Juan se presenta como el último antiguo combatiente de entonces, muy cercano al Nazareno. Una autoridad de la que tenemos necesidad, se decía, para tratar el número creciente de cuestiones que siembran cada vez más la duda. La situación de exilio no arregla nada y hace más urgente todavía la necesidad de aclarar lo que ha pasado realmente; cuanto más nos alejamos en el tiempo o en el espacio, más necesitamos tener referencias creíbles. Hay que hacer creíble el relato. Y es lo que hace el autor del cuarto evangelio añadiendo, al final, este episodio de Tomás. Para hacer callar las dudas y cesar los rumores, nada más que un pequeño relato que termina con una réplica imparable de Jesús: «Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20,29). Es decir: ¡sobre todo, no hagáis como Tomás! ¿Qué más se puede decir? Con unas pocas frases, el autor tapa la boca a todos los creyentes de entonces y de hoy que se interrogan, dudando o sospechando. Es necesario creer ciegamente… Se imagina ya bien alejado el cristianismo entusiasta y espontáneo de las primeras generaciones. Es el tiempo de la consolidación y la fijación de lo que será la fe cristiana. Entonces se organiza, se finaliza, se canoniza, se dogmatiza… y se avisa de estar en guardia. Este asunto de Tomás no ha terminado de causar daños. Desconfianza respecto de esos que dudan y preguntan. Denuncia de la necesidad malsana de examinar, ale54

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gatos en favor de una religión del creer exclusivamente. El fin del relato no deja ninguna duda sobre la pretensión del autor: los signos (milagros) recogidos en este libro lo han sido “para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo en él, tengáis vida en su nombre” (Jn 20,30-31). Creed, no dudéis. Y punto. Al contrario que Tomás, Abrahán pasa por ser el modelo de creyente. Reputación que debe a la conocida llamada a dejar todo y a su también conocida marcha hacia la tierra de Canaán. Nos encontramos, de nuevo, ante un relato bisagra, según los que dieron forma al libro del Génesis: justo después del texto de los mitos de los orígenes (Gén 1-11) y al comienzo de la historia de los patriarcas. Allí está el comienzo de la historia del universo, aquí el comienzo de la historia del pueblo de los creyentes. Yahvé dijo a Abrán: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre. Sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra». Marchó, pues, Abrán, como se lo había dicho Yahvé, y con él marchó Lot. Tenía Abrán setenta y cinco años cuando salió de Jarán. Tomó Abrán a Saray, su mujer, y a Lot, hijo de su hermano, con toda la hacienda que habían logrado, y el personal que habían adquirido en Jarán, y salieron para dirigirse a Canaán (Gén 12,1-5).

Un buen comienzo, podríamos pensar: sin escuchar otra voz que la del corazón, el arameo abandona todo para lanzarse a la aventura de la fe, movido solamente por su confianza en la providencia divina. A estas alturas del libro del Génesis, el nombre de nuestro antepasado es todavía © narcea, s. a. de ediciones

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Abrán; solo unos capítulos más adelante se convertirá en Abrahán, «padre de una multitud de naciones» (Gén 17,5). Pero poco importa, la tradición (Hech 7,2-4; Heb 11,8) y nuestra memoria han unido los dos, y con razón: una fe así es demasiado hermosa, sin haber aguado la fiesta, situando esta fe de nuestro lado y viendo ya al antepasado de nuestra fe en quien no era aún más que un vulgar mesopotámico. Y de paso contentarse con los hechos pues, a decir verdad, cuando se alaba su obediencia sin falla, se fuerza un poco el trazo. Recordemos también que rio de incredulidad ante el anuncio de un nacimiento inesperado hecho por un ángel (Gén 17,17). En cuanto al abandono de todos sus bienes para seguir a Dios, no es así como el relato del Génesis presenta las cosas: «Tomó Abrán a Saray, su mujer, y a Lot, hijo de su hermano, con toda la hacienda que habían logrado, y el personal que habían adquirido en Jarán…» (Gén 12,5). Es un exilio, ciertamente, pero un exilio elegido, con dulzura, más que un traslado al extranjero. Una migración, sin alguna duda, pero más como expatriación que al modo de los migrantes de hoy a las puertas de Europa. En resumen, quiero decir que la imagen conservada por la tradición es preciosa pero, vista de cerca, presenta alguna discrepancia con respecto a la leyenda escrita. Ahora bien, la idea trasmitida por la tradición es más bien la llamada a abandonar todo, como en la del texto siguiente. Es una prueba, advierte de golpe el autor: Dios quiere «probar» a Abrahán, como «probará» más tarde al pueblo en el desierto (Ex 15,25) o como David «probará» sus artes de guerra (1 Sam 17,39). Dicho de otra manera, no es para reírse. Después de estas cosas sucedió que Dios tentó a Abrahán y le dijo: «¡Abrahán, Abrahán!». El respondió: «Heme aquí». «Toma a tu hijo, a tu 56

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único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécelo allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga». Se levantó, pues, Abrahán de madrugada, aparejó su asno y tomó consigo a dos mozos y a su hijo Isaac. Partió la leña del holocausto y se puso en marcha hacia el lugar que le había dicho Dios. Al tercer día levantó Abrahán los ojos y vio el lugar desde lejos. Entonces dijo Abrahán a sus mozos: «Quedaos aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta allí, haremos adoración y volveremos donde vosotros». Tomó Abrahán la leña del holocausto, la cargó sobre su hijo Isaac, tomó en su mano el fuego y el cuchillo, y se fueron los dos juntos. Dijo Isaac a su padre Abrahán: «¡Padre!». Respondió: «¿Qué hay, hijo?». «Aquí está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?». Dijo Abrahán: «Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío». Y siguieron andando los dos juntos. Llegados al lugar que le había dicho Dios, construyó allí Abrahán el altar, y dispuso la leña; luego ató a Isaac, su hijo, y le puso sobre el ara, encima de la leña. Alargó Abrahán la mano y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo (Gén 22,1-10).

Abrahán vuelve a ponerse en camino, cada vez hacia cumbres más altas, acompañado esta vez de su hijo único, al que sin duda ama más que a nada en el mundo. Se trata de un episodio tan chocante como el anterior, porque evoca esta elevación sin fin: el ascenso a la montaña y Abrahán elevando los ojos a Dios (vv. 4 y 13), con la ofrenda de lo más querido que tiene (la palabra hebrea para decir «ofrenda» se construye con la raíz âlâh que significa «subir»). Esta segunda historia también acaba bien: con la sustitución del hijo Isaac por el cordero, de © narcea, s. a. de ediciones

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donde proviene la costumbre de interpretar este texto como fundamento de la prohibición de realizar sacrificios de niños. Además, ¿no es conmovedor seguir a nuestro antepasado en la fe en el último episodio de su carrera activa? Después vendrán los funerales de Sara, el matrimonio de Isaac y el tiempo de la vejez (bastante fecunda, a juzgar por Gén 25,1-2), pero su papel en la realización de la promesa divina habrá terminado. Sin embargo, no todo ha terminado. Es más bien aquí donde, para nosotros, todo comienza, pues por más que se diga que la obediencia de Abrahán es ejemplar, por más que se insista sobre el hecho de que la petición de Dios no es más que una puesta en escena que conduce a la prohibición de una práctica bárbara, queda que esta figura de Abrahán, que acepta sin más ofrecer a su único hijo porque ha escuchado una voz, sería un tanto extraña. Incluso podríamos haber prescindido de él. Además, podemos preguntarnos en qué medida el autor de la carta a los Hebreos no ha sido, él mismo, afectado en sus planteamientos. En su célebre panegírico de la fe, menciona este segundo ejemplo de obediencia de Abrahán (Heb 11,17), deteniéndose un poco más que de ordinario, dejando entender a quien quiera que no es tanto el sacrificio lo que elogia, sino la fe de Abrahán a pesar de: «el que había recibido las promesas, ofrecía a su único hijo, respecto del cual se había dicho: Por Isaac tendrás descendencia» (He 11,19). Parece que el autor de la carta intenta atenuar el elogio que él mismo dirige a Abrahán. Y es verdad que hay motivos para quedarse perplejo ante este pretendido modelo de creyente. Abrahán, ¿no habría debido interrogarse sobre el origen de esta supuesta «palabra de Dios»: es Dios quien me pide esto (Kant)? Después, si siguiera convencido de escuchar la 58

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voz divina, ¿no habría podido preguntarse lo que quería decir Dios con esa invitación a entregar a su hijo: «consagrar» o «sacrificar»? (Marie Balmary, según Rachi). El Abrahán del relato, ¿no obedece demasiado ciegamente, no es demasiado dócil «haciendo caso omiso de toda dimensión crítica o simplemente razonable en torno a las pulsiones asesinas, bajo pretexto de que es Dios quien lo ordena»2? ¿Este es el modelo a seguir? ¿No sería mejor reflexionar dos veces antes de poner este episodio como ejemplo? Entre Tomás y Abrahán, ¿es al segundo al que debemos seguir, y denunciar al primero? Volveremos sobre esto al final del capítulo.

Job el contestatario Vayamos al libro de Job, texto del Antiguo Testamento difícil de leer. Contiene (en hebreo) un gran número de palabras raras y de construcciones gramaticales complejas. En cuanto a la estructura del libro, es un poco desordenada, como si ciertos párrafos hubieran sido desplazados, incluso suprimidos: la confesión de Job (19,25-27) cae un poco de un modo inoportuno; un poco más adelante, Job retoma súbitamente los argumentos de sus adversarios (24,18-24); la tercera réplica de Bildad es sorprendentemente corta y contradice las tesis avanzadas hasta ese momento (25,4-6); según el ciclo de intervenciones de los amigos, se esperaría una tercera intervención de Sofar, que falta… Los especialistas suponen que es el resultado de la historia de la composición bastante compleja de un texto que ha sufrido muchos cam2  Vincent Schmid, Michel Servet: du bûcher à la liberté de conscience, Éditions de Paris, Paris 2008, p. 165s.

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bios en el trascurso de los siglos. Sea lo que sea, se ha descubierto también un parentesco con cuentos folklóricos sumerios de finales del segundo milenio a. C., adaptados en el hebreo de la época de David-Salomón (inicio del segundo milenio a. C.); la puesta al día del libro habría comenzado al regreso del exilio y habría seguido haciéndose durante unos cuantos siglos, hasta su integración definitiva en el canon de las Escrituras judías, probablemente en el sínodo de Jamnia, hacia finales del primer siglo después de Cristo3. Tal como se presenta ante nosotros, este libro es un largo poema enmarcado en una parte narrativa (los capítulos 1-2 y 42). Esta última sirve para situar la acción: Job, objeto de una discusión entre Dios y el Adversario, cuyo juego es saber si la integridad de nuestro hombre es sincera o solamente debida al hecho de que está colmado de todo lo que se puede desear. Dios acepta la prueba y da carta blanca al Adversario; en dos pruebas, Job pierde todo cuanto poseía, animales, servidores, hijos, salud. Pero permanece fiel a su Dios. Al final, será restablecido en sus bienes y en su salud. De forma poética, la parte central (capítulos 3 al 41) es de una lectura más laboriosa. Consiste en un largo debate filosófico entre tres personajes, a decir verdad, en un tono bastante repetitivo. Están primero los amigos Elifaz, Bildad y Sofar (personaje colectivo), defensores de la teología tradicional que se imagina un Dios que castiga a los impíos y recompensa a los hombres 3  En el sínodo o asamblea de rabinos en la ciudad judía de Jamnia, que habría tenido lugar después de la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén (70 d.C.), se habría definido y cerrado el conjunto canónico (oficial) de libros que forman la Biblia Hebrea. La historiografía judía actual no considera un hecho probado que dicha asamblea haya existido. [N. del E.]

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íntegros; con su defensa sobre la grandeza divina siempre incomprensible para los mortales, el joven Elihú se suma al grupo de los apologetas. Después aparece Job, el personaje principal, si se acepta el nombre que la tradición ha dado al libro: su discurso es, a la vez, un lamento por cuanto le sucede y una contestación al principio de retribución. Por último, está Dios, tercer personaje importante: que solamente interviene hacia el final, en un discurso en dos tiempos que, visto en retrospectiva, está vinculado con la parte introductoria. El texto parece haber sido modificado. A menos que sea cuestión de la censura… puede deberse a algunas tesis consideradas demasiado incómodas según los criterios comúnmente admitidos. Es verdad que no solamente Job, sino Dios mismo quien tiene discursos muy diferentes a los de los cánones teológicos propios de finales del siglo sexto antes de Cristo, al regreso del exilio, en Judea. Son los cánones enunciados por los tres amigos de Job y el cuarto, «amigo de la verdad consuetudinaria», socio colectivo del diálogo de los tres, que se podría resumir en algunas afirmaciones: Dios castiga a los impíos4 y es inimaginable que se pueda equivocar5; Él posee el señorío de las leyes del universo y de la historia6; el saber se remonta a los antiguos7 pero, en realidad, el conocimiento

4  «Así lo he visto: los que labran maldad y siembran vejación, eso cosechan» (Job 4,8). 5  «¿Acaso Dios tuerce el derecho, Shaddai pervierte la justicia?» (Job 8,3). 6  «Él derrama la lluvia sobre el haz de la tierra, y envía las aguas a los campos. Para poner en alto a los postrados, y que los míseros a la salud se eleven» (Job 5,10-11). 7  «Pregunta, si no, a la generación pasada, medita en la experiencia de sus padres. Nosotros de ayer somos y no sabemos nada, como una sombra nuestros días en la tierra» (Job 8,8-9).

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de Dios es inaccesible a los hombres8; Dios es grande, los hombres no le pueden comprender, por lo que toda contestación religiosa es negativa y condenable9; protestar contra Dios es alterar el orden del mundo10 de modo inaceptable; lo más sabio es someterse al todopoderoso11 y reconocer su justicia12. Nos quedamos con la sensación de que estas tesis giran en bucle a lo largo de las intervenciones de los amigos, que el debate no acaba de avanzar y que Job termina doblemente insatisfecho: no obtiene respuesta satisfactoria a su petición de consuelo (Job 16,2-3), y a pesar de su piedad no llega a convencerse ni del fundamento ni de la realidad del principio de retribución. Sin embargo, no hay que echar la culpa demasiado deprisa a los amigos. En realidad, ellos no hacen más que reproducir el discurso oficial, la teología judía tradicional de la vuelta del exilio. La gran pregunta era la de saber cómo Dios había podido permitir una tragedia semejante: la destrucción de Jerusalén, la deportación de su pueblo, la aflicción y la miseria de tantas familias a lo largo de las terribles pruebas de los últimos siglos. Cuestión a la que los sabios religiosos bienintencionados aportan sin duda una respuesta con esta teología de la retribución: si este gran proyecto de una tierra, de una 8  «¿Pretendes alcanzar las honduras de Dios, llegar hasta la perfección de Shaddai?» (Job 11,7). 9  «¡Tú llegas incluso a destruir la piedad, a anular los piadosos coloquios ante Dios!» (Job 15,4). 10  «Oh tú, que te desgarras en tu cólera, ¿la tierra acaso quedará por ti desierta, se moverá la roca de su sitio?» (Job 18,4). 11  «Si escuchan y son dóciles, acaban sus días en ventura y en delicias sus años» (Job 36,11). 12  «Acuérdate más bien de ensalzar su obra, que han cantado los hombres» (Job 36,24).

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dinastía y de un pueblo divino ha fracasado, es porque nuestras conductas se han mostrado indignas de la elección (divina). Es la teología de los libros de Samuel y de Reyes, en la que hay un juicio negativo sobre cada soberano. Es la base de la teología de la retribución, una de las claves esenciales del Antiguo Testamento que, por otra parte, es bastante moderna si se mira bien: la noción de corresponsabilidad de una humanidad que participa en su destino, la crítica de responsables políticos cuando nos parece que no han hecho su deber o que lo han asumido demasiado tarde (la actualidad aporta suficientes ilustraciones de esta última crítica). Frente a los partidarios de esta interpretación de la historia, está Job que, en realidad, no tiene ningún problema en reconocer la omnipotencia del dueño del universo13. Salvo que considera que eso no es para Dios una razón para golpear sin piedad14 tanto al malo como al justo15 y para desinteresarse del sufrimiento de los inocentes16. Job tiene sus dudas en cuanto a la pertinencia de la lógica de la retribución, es decir, que no consta13  «Job tomó la palabra y dijo: Bien sé yo, en verdad, que es así: ¿cómo ante Dios puede ser justo un hombre? A quien pretenda litigar con él, no le responderá ni una vez entre mil. Entre los más sabios, entre los más fuertes, ¿quién le hizo frente y salió bien librado? Él traslada los montes sin que se den cuenta, y los zarandea en su furor. Él sacude la tierra de su sitio, y se tambalean sus columnas. A su veto el sol no se levanta, y pone un sello a las estrellas. Él solo desplegó los Cielos y anda sobre las olas del mar. Él hizo la Osa y Orión, las Pléyades y los lugares secretos del Sur. Es autor de obras grandiosas, insondables, de maravillas sin número. Si pasa junto a mí, yo no lo veo, si se desliza, no le advierto» (Job 9,1-11). 14  «Porque me ha quebrantado con tempestad, y ha aumentado mis heridas sin causa. No me ha concedido que tome aliento, sino que me ha llenado de amarguras» (Job 9,17-18). 15  «Pero es lo mismo, de verdad: destruye igual al inocente y al culpable» (Job 9,22). 16  «Si un azote acarrea la muerte de improviso, él se ríe de la angustia de los inocentes» (Job 9,23).

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ta sin más que la punición divina esté reservada a los malos y la recompensa a los justos; todo indica más bien lo contrario17, especialmente en lo que se refiere a él, a quien incluso Dios18 reconoce como justo. Job tiene sus dudas en cuanto al principio de retribución pues, aun cuando correspondiera a la realidad, ¿no podría Dios hacer un gesto de clemencia?19 Francamente, ¿Dios no tiene otra cosa más interesante que hacer en su eternidad que ocuparse de los asuntos humanos?20 Se ve bien en las réplicas de Job que no se queda solamente en el registro de la lamentación, sino también en el de la contestación, la denuncia y la reivindicación. Es una contestación de la concepción tradicional21 y de la verborrea vacía de los amigos que se contentan con repetir las ideas recibidas22. Lo que Job reivindica es el derecho a la contradicción y una cierta dignidad del individuo mismo en la aflicción23. Él encarna la posibilidad de entrar en debate con Dios, de dirigirse directamente al Poderoso sin pasar por los intermediarios24. Desafía a Yahvé exigiendo 17  «¿Dónde está, os decís, la casa del magnate? ¿Dónde la tienda que habitan los malos? ¿No habéis interrogado a los viandantes? ¿No os han pasmado los casos que refieren? Que el malo es preservado en el día del desastre, en el día de los furores queda a salvo» (Job 21,28-30). 18  «Y Yahvé dijo a Satán: ¿No te fijas en mi siervo Job? ¡No hay nadie como él en la tierra; es un hombre cabal, recto, que teme a Dios y se aparta del mal!» (Job 1,8). 19  «¿Y por qué no toleras mi delito y dejas pasar mi falta? Pues ahora me acostaré en el polvo, me buscarás y ya no existiré» (Job 7,21). 20  «¿Qué es el hombre para que te ocupes de él tanto, para que pongas en él tu corazón, para que le escrutes todas las mañanas y a cada instante lo escudriñes?» (Job 7,17-18). 21  «Lejos de mí daros la razón» (Job 27, 5-,6). 22  «¡Qué dulces son las razones ecuánimes!, pero, ¿qué es lo que critican vuestras críticas?» (Job 6,25). 23  «Por eso yo he de contener mi boca, hablaré en la angustia de mi espíritu, me quejaré en la amargura de mi alma» (Job 7,11; 23,17). 24  Job 13,3.15.22-25.

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explicaciones25 y se ofende ante el poco caso que se hace a la humanidad26. Job litiga en favor del reparto de la verdad27, apuntando que la idea misma de un Dios omnipotente hace del todo relativa la pretensión de los jueces, los reyes, los sacerdotes, los ancianos, los nobles y los poderosos a la hora de ostentar la única verdad28. Porque se siente en regla ante el todopoderoso, Job protesta por su inocencia, critica la justicia divina y reclama sus derechos. Nos podemos imaginar que con semejante discurso el libro no ha tenido más que simpatizantes, y que los editores han debido ser invitados más de una vez a suavizar el texto antes de integrarlo en el cuerpo oficial de las Escrituras. Sin embargo, Job tiene razón al dudar de la pertinencia de esta representación de un Dios que retribuye a los justos y castiga la injusticia: ¿cuántas veces la historia nos demuestra lo contrario? Es claro no solamente para el Job del relato —evidentemente un personaje ficticio— sino también para todos los Job del mundo rebelados contra el mal, el sufrimiento y la injusticia. Para los que dirigen esta historia, Job es la voz de los supervivientes de Babilonia, habiendo sufrido ellos mismos o habiendo oído hablar de las atrocidades de la guerra y del exilio: las 25  «No

me condenes, ¡hazme saber por qué me enjuicias!» (Job 10,2s). «Y algo más todavía guardabas en tu corazón, sé lo que aún en tu mente quedaba el vigilarme por su peco, y no verme inocente de mi culpa. Si soy culpable, ¡desgraciado de mí! Y si soy inocente, no levanto la cabeza, ¡yo saturado de ignominia, borracho de aflicción! Y si la levanto, como un león me das caza, y repites tus proezas a mi costa» (Job 10,13-16). 27  «Yo también sé pensar como vosotros, no os cedo nada: ¿a quién se le ocultan esas cosas?» (Job 12,3). 28  «A los consejeros hace él andar descalzos y entontece a los jueces. Desata la banda de los reyes y les pasa una soga por los lomos. Hace andar descalzos a los sacerdotes y derriba a los que están más firmes. Quita el habla a los más hábiles y a los ancianos arrebata el juicio. Sobre los nobles vierte el menosprecio y suelta la correa de los fuertes» (Job 12,17-21). 26 

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humillaciones, las violaciones, las familias separadas, la pérdida de los seres queridos, el expolio de los bienes, el vagabundeo sin fin, los niños abandonados en las orillas. El grito de Job es el de todas las víctimas del mundo: «¿Por qué a nosotros? ¿Por qué nos ha sobrevenido esta desgracia? ¿Qué hemos hecho?» (Sal 13; 22). El final del libro es la respuesta de los teólogos alternativos convencidos de que la explicación tradicional no es suficiente. Deciden colocar en la boca de Dios mismo — tercer interlocutor del diálogo— otra concepción de la divinidad: no el Dios ausente y silencioso que Job imagina en ciertos momentos (Job 9,3), sino ese más próximo al relato en prosa de los dos primeros capítulos y del último. La parte constituida por los capítulos 38 al 40 es, en la boca del personaje Dios, la formulación de una teología poco usual: un alegato sobre el misterio y la duda. Un discurso de Dios… sobre Dios… en dos tiempos. En primer lugar, hay un recordatorio de lo que acaban de decir los interlocutores precedentes, en particular Elihú (caps. 32 a 37), pero Job también (Job 28,1228): Dios todopoderoso en el origen del mundo, soberano señor de la naturaleza y del reino animal, ante quien el hombre es tan poca cosa, Dios es el único que sabe de dónde proviene la sabiduría y dónde reside la inteligencia. ¿Estaba Job ahí cuando el creador hizo la tierra, suspendió los astros en los cielos e hizo la aurora? ¿Ha tenido Job conocimiento de las leyes que rigen la vida y la muerte? ¿Sabe él de dónde surge la luz, dónde se amontonan las reservas de nieve, o de dónde vienen el viento, la lluvia y los relámpagos? ¿Tiene él la menor idea del modo en que son repartidas la sabiduría del ibis y la inteligencia del gallo? ¿Es acaso Job quien acalla el hambre de los leones, quien asiste a los ciervos cuando 66

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paren o el que despierta en el onagro el instinto de libertad? El capítulo 38 y los primeros versículos del 39 son un largo poema para contar la infinita grandeza de Dios, ante quien el hombre no es nada. ¿Cómo osa Job criticar a su Dios mientras que él mismo ignora los fundamentos del universo y los movimientos de la vida? El que da lecciones, ¿va a buscar una querella con el Poderoso? Ese que critica a Dios, ¿tiene acaso una respuesta para todo eso? (Job 40,1-2).

Al mismo tiempo, aparece aquí la definición hueca de una zona de misterio inaccesible a la razón humana, sobre la que el ser humano se interroga siempre sin conocer la última palabra, y sobre la que no tiene sentido pedir cuentas a Dios. Un discurso que, por una parte, no halaga esta Modernidad a veces demasiado optimista, demasiado segura de sí misma, exageradamente confiada en sus capacidades; pero que, por otra parte, delimitando una zona de misterio y de incertidumbre, hace legítimos el cuestionamiento y la investigación. Hemos de entender bien un par de cosas. Primera, el postulado de una zona de misterio no contradice el de una humanidad que se interroga: Dios no cuestiona el derecho de Job a hacer preguntas. Segunda, no debemos confundir el misterio con el desconocimiento (que se puede subsanar con buena información), ni con el enigma (que una investigación bien conducida puede resolver). Intentemos dar una definición: el misterio es el sentido escondido de las cosas, la espiritualidad del viviente más allá de lo biológico, el sentido que no es declarado por Dios porque debe continuar como misterio, porque puede que sea suficiente que los hombres sepan o se digan que está ahí. Decirse que hay un sentido es todavía aprobar el cuestionamiento, es inducir una interpreta© narcea, s. a. de ediciones

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ción —¿se podría decir una hermeneutización?— de la existencia que constituyera el objeto esencial de lo religioso. ¿Será que en este nivel el saber humano cuenta más por el proceso de cuestionamiento que pone en marcha que por los resultados que obtiene? Postular el misterio es mantener abierta la cuestión del sentido y plantear, al mismo tiempo, la relatividad de todo conocimiento y de toda verdad religiosa. Esta primera parte de la respuesta divina lo garantiza, pues hay algo muy distinto de un desprecio a la humanidad por su ignorancia y su impertinencia: evocar el no-conocimiento es también provocar el cuestionamiento, estimular la interrogación, desencadenar la búsqueda del sentido. La segunda parte de la respuesta de Dios a Job, aún más sorprendente, tiene la forma de un largo bestiario cuya singularidad no deberíamos subestimar. Esta segunda intervención comienza ya con los últimos versículos del capítulo 38 y continúa hasta el final del capítulo 41, donde se enumera una quincena de animales en total. Pero no todo se desarrolla en el mismo tono. De los primeros animales —el gallo, el león, el cuervo, la cabra, el ciervo, el onagro y el asno salvaje (Job 38,36-39,6)—, se dice que solo Dios domina las leyes de la vida, distribuye la inteligencia, procura la alimentación, regula los tiempos de la gestación, del alumbramiento, del crecimiento y de la emancipación. ¿Quién puso en el ibis la sabiduría? ¿Quién dio al gallo inteligencia? […] ¿Cazas tú acaso la presa a la leona? ¿Calmas el hambre de los leoncillos? […] ¿Quién prepara su provisión al cuervo? […] ¿Sabes cuándo paren las rebecas? ¿Has observado el parto de las ciervas? ¿Has contado los meses de su gestación? ¿Sabes la época de su alumbramiento? Entonces se 68

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acurrucan y paren a sus crías, echan fuera su camada. Y cuando ya sus crías se hacen fuertes y grandes, salen al desierto y no vuelven más a ellas. ¿Quién dejó al onagro en libertad y soltó las amarras del asno salvaje? (Job 38,36.39.41; 39,1-5).

A partir del versículo 39,7 y hasta el final del capítulo 41, el bestiario toma otro cariz. Ciertamente, Dios sigue estando en su origen, aunque solo sea en comparación con el impotente Job; pero ahora lo que se muestran son criaturas dotadas del instinto de libertad y de una potencia que va in crescendo, hasta llegar a esos animales temibles, al final de la lista, que gozan de una cuasi autonomía con respecto a los hombres y a Dios: El asno salvaje se ríe del tumulto de las ciudades, no oye los gritos del arriero; explora las montañas, pasto suyo, en busca de toda hierba verde […]. ¿Querrá acaso servirte el buey salvaje, pasar la noche junto a tu pesebre? […] El avestruz, dura para sus hijos cual si no fueran suyos, por un afán inútil no se inquieta. Es que Dios la privó de sabiduría, y no le dotó de inteligencia. Pero en cuanto se alza y se remonta, se ríe del caballo y su jinete. ¿Das tú al caballo la bravura? ¿Revistes su cuello de tremolante crin? […] ¿Acaso por tu acuerdo el halcón emprende el vuelo, despliega sus alas hacia el sur? ¿Por orden tuya se remonta el águila y coloca su nido en las alturas? (Job 39,7.9.16-19,26-27).

Después de haber dicho que estas criaturas deben su existencia a Dios, el autor sugiere que también existen por ellas mismas, y ni el ser humano ni Dios pueden guiar sus comportamientos. Lo que se dice del asno, del buey y del avestruz, se ve más claramente aún en el caballo y las aves rapaces, y es absolutamente evidente en lo que se refiere a los dos últimos nombrados, las criaturas mons© narcea, s. a. de ediciones

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truosas contra las que nadie puede luchar: Behemot y Leviatán. El hipopótamo que es «la primera de las obras de Dios» (Job 40,19), «¿quién, pues, podrá agarrarlo por los ojos, taladrar su nariz con punzones?» (Job 40,24). Y el cocodrilo, que «no hay en la tierra semejante a él, que ha sido hecho intrépido. Mira a la cara a los más altos, es rey de todos los hijos del orgullo» (Job 41,25-26). Estas criaturas casi míticas suscitan la admiración29 por su poder de destrucción30: nadie puede hacerles frente. Dios tampoco, sin duda (en todo caso, tampoco se dice explícitamente lo contrario)31. En comparación con el capítulo 38, el poder divino se ve claramente reducido frente a esas espantosas criaturas. Deben su existencia a Dios, pero son perfectamente autónomas. Al principio de la lista es Dios quien distribuye la inteligencia al gallo o al ibis, quien proporciona el alimento al león y a las aves; con Behemot y Leviatán su rol, en cambio, queda casi reducido a nada. 29  «Es la primera de las obras de Dios» (Job 40,19). «Mencionaré también sus miembros, hablaré de su fuerza incomparable» (Job 41,4). 30 «Mira su fuerza en sus riñones, en los músculos del vientre su vigor […]. Tubos de bronce son sus vértebras; sus huesos, como barras de hierro» (Job 40,16-18). «Le alcanza la espada sin clavarse, lo mismo la lanza, jabalina o dardo […]. Mira a la cara a los más altos, es rey de todos los hijos del orgullo» (Job 41,18-26). 31  La descripción de Behemot el hipopótamo termina con un versículo que podría dejar entender que Dios, como sujeto impersonal, es capaz de domarlo: «¿Lo tomará alguno cuando está vigilante, y se horadará su nariz?» (Job 40,24). Pero se podría también, con la traducción de la Biblia de Jerusalén, suponer una falta del copista que, bajo la influencia de las últimas palabras del versículo 23 (pihú), habría dejado caer las primeras palabras cuya consonancia es próxima a las del versículo 24 (mî hû’), de donde la traducción: «¿Quién, pues, podrá agarrarlo por los ojos, taladrar su nariz con punzones?» (sobreentendiendo: ¡nadie!). En cuanto al Leviatán, el cocodrilo del Nilo, su absoluta omnipotencia no deja ninguna duda: incluso los dioses tienen miedo delante de él (Job 41,17), nada le hace huir, ni la espada, ni la lanza, ni el bronce, ni las flechas, ni las piedras, ni la maza, «no hay en la tierra semejante a él» (Job 41, 25-26): ¿habrá que ver una insinuación a que Dios, en los cielos, sí que podría adueñarse de él?

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Creo que hay que leer este bestiario, primero, a la manera de Jean de La Fontaine, como metáfora de la humanidad; después, a la luz del kabalista judío Isaac Louria32 y su concepto de tsimtsoum, como el anuncio de un Dios que se retira. Con Jean de la Fontaine, primero, podemos ver detrás de estas dos monstruosas criaturas las amenazas que la humanidad hace pesar sobre ella misma, guerras, terrores, masacres y destrucciones. Es probable que los autores antiguos perciban en estos monstruos figuraciones de Senaquerib (Asiria), Nabucodonosor (Babilonia) u otras potencias egipcias: tantos caballos de guerra y aves de presa que construyen sus nidos en las alturas inaccesibles, tantas potencias militares e invasiones, pasadas o futuras, siempre en el horizonte. Hoy nosotros pensamos en las distintas amenazas que hacen temblar el planeta, en los múltiples factores que originan la pobreza, las desigualdades, los terrorismos de toda condición, los flujos migratorios económicos, políticos y ecológicos, etc. Con Louria, después, podemos pensar en este Dios que, después de haber confiado a la humanidad la gestión del mundo (Gén 1,12), se retira, se retrae para dejar su sitio. Sigue la lógica del primer relato de la creación: Y los bendijo Dios diciendo: «Sed fecundos y multiplicaos, y henchid las aguas en los mares, y las aves crezcan en la tierra» (Gén 1,12).

32  Cfr. el kabalista Isaac Louria (1534-1572) y el concepto de tsimtsoum; Marc-Alain Ouaknin, Tsimtsoum, Albin Michel, Paris 1992: el «Maná» (cuestionamiento permanente), el jasidismo portador de una «sabiduría de la ignorancia»; Christiane Berkvens, Marc-Alain Ouaknin, de joodse gids van deze tjid, Skandalon, Middelburg 2015.

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Acto divino de autolimitación o de restricción de un Dios que, por su retirada, desencadena una llamada que engendra, como por succión, el lugar y el tiempo de la acción humana. Dios sigue siendo Dios, creador del universo y del mundo animado, pero no como antes. Porque la humanidad tampoco es ya la misma: de criatura se ha convertido en administradora del mundo. A imagen del asno, del buey o del avestruz, ha adquirido el gusto por la libertad; a imagen del caballo o de las aves de presa, se ha elevado; a imagen de Behemot o de Leviatán, su potencia es muy considerable. Como en un reflujo de la marea donde la retirada de las aguas deja espacio a la superficie de la tierra: El año 601 de la vida de Noé, el día primero del primer mes, se secaron las aguas de encima de la tierra. Noé retiró la cubierta del arca, miró y he aquí que estaba seca la superficie del suelo. En el segundo mes, el día veintisiete del mes, quedó seca la tierra. Habló entonces Dios a Noé en estos términos: «Sal del arca tú, y contigo tu mujer, tus hijos y las mujeres de tus hijos. Saca contigo todos los animales de toda especie que te acompañan, aves, ganados y todas las sierpes que reptan sobre la tierra. Que pululen sobre la tierra y sean fecundos y se multipliquen sobre la tierra». Salió, pues, Noé, y con él sus hijos, su mujer y las mujeres de sus hijos. Todos los animales, todos los ganados, todas las aves y todas las sierpes que reptan sobre la tierra salieron por familias del arca. Noé construyó un altar a Yahvé, y tomando de todos los animales puros y de todas las aves puras, ofreció holocaustos en el altar. Al aspirar Yahvé el calmante aroma, dijo en su corazón: «Nunca más volveré al maldecir el suelo por causa del hombre, porque las trazas del corazón humano son malas desde su niñez, 72

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ni volveré a herir a todo ser viviente como lo he hecho. «Mientras dure la tierra, sementera y siega, frío y calor, verano e invierno, día y noche, no cesarán» (Gén 8,13-22).

Si es así como hay que leer la respuesta de Dios a Job, podría haber una conmoción teológica, una nueva concepción de la divinidad. Antes de Job, Dios era el todopoderoso, dueño de las leyes del universo y de la vida; esta respuesta nos deja ahora imaginar un Dios que no puede nada contra los monstruos terroríficos nacidos de la historia de los hombres (guerras, esclavitud, desastres ecológicos, etc.). Dios es incapaz de impedir que los caballos de guerra o los tanques destruyan los pueblos inocentes, que los altivos y orgullosos impongan sus leyes y que la humanidad fracase o se destruya. Frente a los poderes humanos: un Dios débil. Débil como el siervo sufriente de Isaías, débil como Cristo en la cruz. Un Dios impotente que renuncia a sustituir a los que, por propia iniciativa, han heredado la administración del mundo y de la historia.

Jacob el descarado Todos guardamos en la memoria el relato de la «lucha con el ángel» a orillas del Yabboq, al este del Jordán. Al regreso de largos años pasados junto a Labán el arameo, en cuyo servicio ha adquirido mujeres, servidores y ganados, he aquí a Jacob a las puertas de la tierra prometida, a las puertas de una existencia nueva (el relato está estructurado por la indicación temporal que hace pasar gradualmente de la noche al amanecer: vv. 23, 25, 32). Un nuevo comienzo, los preparativos en vista del © narcea, s. a. de ediciones

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reencuentro con su hermano Esaú (envío de mensajeros, regalos, últimas consignas a los servidores) y después el relato se interrumpe abruptamente. El episodio, tal como nosotros lo leemos hoy, parece ser el resultado de la unión de algunos relatos anteriores cuya intención era explicar el origen del nombre de un lugar, de un personaje, de una costumbre. En su forma final, es el relato de una lucha en la que Jacob termina enfermo, bendecido y llamado con otro nombre. Aquella noche se levantó, tomó a sus dos mujeres con sus dos siervas y a sus once hijos y cruzó el vado del Yabboq. Los tomó y les hizo pasar el río, e hizo pasar también todo lo que tenía. Y habiéndose quedado Jacob solo, estuvo luchando alguien con él hasta rayar el alba. Pero viendo que no le podía, le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquél. Este le dijo: «Suéltame, que ha rayado el alba». Jacob respondió: «No te suelto hasta que no me hayas bendecido». Dijo el otro: «¿Cuál es tu nombre?» —«Jacob», respondió él—. «En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has luchado contra Dios y contra los hombres, y le has vencido». Jacob le preguntó: —«Dime por favor tu nombre»—. «¿Para qué preguntas por mi nombre?» Y le bendijo allí mismo. Jacob llamó a aquel lugar Penuel, pues (se dijo): «He visto a Dios cara a cara, y tengo la vida salva». El sol salió así que hubo pasado Penuel, pero él cojeaba del muslo. Por eso los israelitas no comen, hasta la fecha, el nervio ciático, que está sobre la articulación del muslo, por haber sido tocado Jacob en la articulación femoral, en el nervio ciático (Gén 32,23-33).

Permítanseme algunos tecnicismos a propósito de este pasaje que contiene al menos tres dificultades tex74

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tuales. Primero, una forma verbal cuyo empleo aquí es único, el hebreo né’abéq, para designar la famosa «lucha» en los versículos 25 y 26. Una forma que no aparece en ninguna otra parte en el Antiguo Testamento. Proviene de la misma raíz de la que deriva el sustantivo ’abaq, «polvo» (recogido seis veces, la mitad con una connotación peyorativa: Dt 28,24; Is 5,24 y 29,5) de donde la traducción «revolcarse en el polvo» por «pelearse, luchar». Es probable que este verbo haya sido elegido por la consonancia con el nombre del río Yabboq —también con Ja‘akob—, fenómeno corriente para explicar el origen de un lugar: el Yabboq, donde Yakôb se entrega a una né’abéq. Volveremos sobre esto más adelante. En el versículo 29 hay otra dificultad, esta vez relacionada con el nuevo nombre dado al patriarca: Isra-ël (cf. Gén 35,10). Se construye a partir de la forma verbal yisra, también única, sobre la cual se articula la palabra Dios (ël) como sujeto del verbo. A menudo se explica el origen de la palabra Israël como «Dios es fuerte», lo que —digámoslo— no cuadra con la hipótesis de una victoria de Jacob. Esta explicación no es evidente y el problema se complica si se recurre al pasaje del libro de Oseas que hace alusión a este episodio: En el seno materno suplantó a su hermano y cuando fue adulto luchó con Dios. Luchó con el ángel y venció, lloró y le imploró. En Betel lo encontró y allí Dios habló con él (Os 12,4-5).

La mayor parte de las traducciones de este pasaje de Oseas toman las dos veces «luchó» por el mismo verbo; pero está lejos de ser evidente en hebreo. En el versículo 4, la forma verbal sarah proviene de la misma raíz que yisra (Gén 32,29), pero es Jacob el sujeto del verbo; si, en el pasaje del Génesis, se traduce el nombre de Israël por «Dios es © narcea, s. a. de ediciones

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fuerte», lógicamente convendría traducir el pasaje de Oseas por «Jacob es fuerte» (contra el ángel) —cosa que hacen, por otra parte, los traductores de la Biblia de Jerusalén—. En cuanto al versículo 5, el verbo yâsar suena un poco de la misma manera, pero proviene en realidad de otra raíz que significa «reinar en, imponerse a», es decir, mediante la corrección de la preposición: «Jacob se impuso al ángel». Pues bien, esto cuadra con lo que se ha dicho para el versículo 4, pero aún queda un escollo: no se comprende por qué, si ha dominado al ángel, Jacob llora enseguida. Para resolver esta dificultad, ciertos comentaristas suponen que el libro de Oseas se ha inspirado en una segunda tradición donde Jacob habría sido vencido33. Volvamos ahora a Génesis 32, donde encontramos una tercera dificultad, a propósito de la identificación del adversario. Se sostiene generalmente que se trata de una lucha con Dios, sugerida en el versículo 29 por el nombre Isräel («Dios es fuerte»), así como en el versículo 31 con la explicación del lugar Peniël (Jacob «ha visto a Dios cara a cara»). Pero las cosas tampoco son sencillas aquí. Al comienzo del relato, es «un hombre» que se revuelca con él sobre el polvo (Gén 32,25), lo que se podría leer como una forma impersonal, «ese, alguien», como en Gén 13,16, por ejemplo, donde «alguien se revolcó con él…». Ese alguien que podría ser también Dios… salvo que en el versículo 29 se convierte en una lucha «con Dios y con los hombres». Por último, para complicar todavía más el problema, en el texto de Oseas ya citado, se trataba de un ángel (Os 4,5). De ahí que tengamos tres adversarios potenciales, a los que se puede añadir un cuarto: un demonio. En efec33  Ver

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la nota de la TOB, edición de 2004. © narcea, s. a. de ediciones

to, ciertos exégetas ponen nuestro relato en paralelo con otro combate en el que se oponen Dios y el personaje principal (Ex 4,24-26). Un pasaje bastante extraño que, donde se inserta, aparece como caído del cielo, interrumpiendo el viaje de Moisés que acaba de dejar a su suegro Jetró para presentarse ante el Faraón de Egipto. Se han puesto de manifiesto muchos puntos en común entre estos dos textos: un personaje principal agredido por otro, el problema textual en la designación del agresor (¿Dios?), siempre «de camino, durante la noche», mención de la misma expresión «lo dejó», que indica causalidad final, justo antes de un encuentro importante. Cada uno de los relatos haría alusión a la agresión por un espíritu maligno, tradición que habría sido corregida más tarde con la sustitución de Dios por el demonio. Si esto es exacto, el combate de Yakôb en el Yabboq haría referencia a la tradición más antigua de un demonio guardián del río. Todo el desarrollo de la acción parece caótico, con acontecimientos que se suceden de modo no siempre evidente. Volvamos a él. Alguien se revuelca por la tierra con Jacob (Gén 32,24); «viendo que no le podía» (hasta ahí, el hebreo no permite precisar cuál de los dos es el que está en dificultad); el final del versículo 26 precisa que es Jacob quien es tocado en el muslo; después pide que le dejen partir (Gén 32,27) … ¿Quién hace la petición? ¿Jacob? No, la respuesta en el versículo 28 muestra que es el adversario quien quiere marcharse mientras que le Jacob pide la bendición. ¿Quién está, pues, en dificultad en ese momento del relato? ¿Jacob tocado en el muslo o el adversario que quiere irse de allí? En ese mismo versículo 28 el adversario le pregunta el nombre a Jacob (Gén 32,28) que cambia por el de Israel (Gén 32,29), © narcea, s. a. de ediciones

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lo que es un modo de tomar posesión de él (en la cultura del Antiguo Testamento conocer el nombre de alguien es tener ascendencia sobre él, de ahí la dificultad para nombrar a Dios); ahora bien, el nombre de Israel («Dios es fuerte») hace suponer que es Dios quien tiene el dominio de la situación. A la pregunta de Jacob para conocer el nombre de su adversario, este último no responde (Gén 32,30), dando a entender que Jacob no llega a conseguir el dominio de la situación. Finalmente, después de este cambio de cortesías, no se puede decir que Jacob haya vencido; sin embargo, eso no le impide resumir el combate como una victoria suya (Gén 32,31). En dos palabras, todo se enreda: la solución del combate está lejos de ser evidente, así como la identidad de los combatientes. La hipótesis de una victoria de Jacob no cuadra, en todo caso, ni con el nombre que él llevará en adelante («Dios es fuerte») ni con la mención del libro de Oseas (donde Jacob llora). El personaje principal sigue siendo tan ambiguo como antes: si el nombre Jacob remite a las palabras talón y suplantar (promesa de que él será el primero, pero por equivocación) el nombre de Israel, que quiere decir Dios es fuerte, cuadra poco con el relato que se supone que proporciona la etimología (Jacob parecía haber ganado). Así que nos quedamos con todas las preguntas. ¿Quién ha ganado? ¿Quién es el adversario? ¿Qué está en juego en el combate? ¿Cuál es la función del relato intercalado en la historia del reencuentro de los dos hermanos? ¿Será que los mismos autores no sabían muy bien qué pensar? Jacob que gana, es aceptable en tanto que se trata de una victoria sobre los hombres o sobre un demonio; pero la idea de una victoria sobre Dios es insoportable, de donde puede venir la necesidad de cam78

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biar el relato. En última instancia, la tradición retiene la «lucha de Jacob con el ángel» (así es como los pintores han representado a menudo la escena), ilustración de la perseverancia del creyente que obtiene su identidad de la representación de un Dios fuerte y que bendice. Lo que no impide sin embargo a Gerhard von Rad, en su comentario al Génesis, concluir que «la fe de Jacob se acerca a la desesperanza tanto como a la insolencia frente a Dios». ¿Se trata, finalmente, de un relato que cuenta una refriega cuyo desenlace es incierto? ¿No sería más prudente concluir que la lucha vale por sí misma y que no está claro ni quién es el ganador ni cuál es el resultado de la confrontación? cC

Tomás y Abrahán. Tomás es el contraejemplo y Abrahán el creyente ejemplar. ¡A menos que no sea al revés! Porque, en realidad, a juzgar por los estándares de nuestro siglo, nos inclinaríamos a considerar a Tomás como más adecuado y recomendable que su antepasado. ¿No es demasiado radical esta fe de Abrahán, dispuesta a verter sangre? ¿Acaso no es comprensible esta exigencia de Tomás, de saber más antes de ir más lejos? Entre el riesgo del fanatismo y el de una fe edulcorada, ¿cuál es el mal menor y cuál es el peor de los males? En el contexto europeo de un cristianismo secularizado, ¿no es Tomás más actual que nunca para un gran número de entre nosotros, que estamos dispuestos a creer, pero no a ciegas? ¿No lo es para los creyentes no practicantes (believing without belonging, «creer sin pertenecer») que se dicen todavía cristianos, judíos o musulmanes, pero que desconfían de las instituciones religiosas demasiado afectadas de fanatismo? Pero, ¿también para los practicantes no creyentes (belonging without believing, «pertenecer sin © narcea, s. a. de ediciones

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creer»), que no han abandonado el barco, pero dudan en cuanto a las formulaciones de ayer y esperan de sus instituciones una palabra renovada, una mirada diferente sobre el mundo y la sociedad del siglo xxi? En definitiva, para todos aquellos más o menos creyentes que encuentran todavía sentido a la religión o la fe, pero rechazan poner entre paréntesis su sentido crítico, y que se presentan a las puertas de las instituciones religiosas con una necesidad de transparencia y de matiz, de ejercer el derecho de interrogarse, con exigencia de diálogo… Mientras que muchos factores han modificado profundamente la manera de vivir en sociedad (cohabitación intercultural, diálogo interreligioso, autonomía del individuo, democratización del conocimiento, etc.), ¿no sería importante que, en la Iglesia, atendiendo sobre todo a sus regiones fronterizas, pudiéramos distinguir mejor lo religioso de la creencia ciega? ¿Y que, en la perspectiva de un proceso de fe, fuéramos conscientes del papel innegable del pensamiento crítico y de la apertura a la diversidad? Reconocer, en definitiva, la pertinencia, legitimar la práctica y profundizar la disciplina de la duda. Es ahí a donde nos ha conducido nuestra primera etapa bíblica, al reencuentro y a la confrontación con nuestras primeras dos figuras significativas, la de Tomás y la de Abrahán. En este «catálogo de poemas de prosa filosófica» que es el libro de Job, hay dudas por todas partes, en todos los sentidos. Job no duda de la existencia de Dios —tal vez sea la única cosa de la que no duda—, pero duda de que valga la pena vivir y de que haya una vida después de la muerte (en el siglo vi antes de Cristo, esta idea no está más que en sus inicios). Al contrario que sus compañeros, aferrados a la doctrina tradicional, Job se interroga por la 80

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pertinencia de los dogmas. Su duda es a la vez protesta, contestación, exploración, reivindicación y reclamación. Pero al dudar no es sancionado de ninguna manera: no hay ninguna palabra de reproche dirigida a él en las partes narrativas (inicio y final del libro). ¿Será que la intención de los redactores y editores que produjeron este texto es transmitir la idea de que la duda y la crítica son legítimas, que el examen e incluso la contestación del dogma están autorizados, que el creyente tiene el derecho de rebelarse contra lo que considera ser una injusticia religiosa, de luchar incluso contra Dios? ¿Será esto la invención de la autocrítica y de la disputa teológica? ¿Será, además, la afirmación de que ninguna doctrina puede pretender la verdad absoluta? En concreto, ¿de esta famosa representación de un Dios retribuidor, sostenida por los autores del libro del Deuteronomio (Dios castiga al impío y recompensa al justo), de la que el libro de Job se empeña en mostrar la insuficiencia como explicación de la existencia? Recordemos el motivo de la desgracia de Job: no es su pecado (como quiere creer Elifaz), sino la apuesta de Dios con el Adversario. ¿Quién habría podido pensar algo así? El origen de la desgracia de Job: una tonta apuesta de Dios. Hablábamos de enigma, pues aquí tenemos uno bien grande. El origen y las causas de los acontecimientos a veces son muy misteriosos… como recuerda Dios en la primera parte de su discurso: ¿Qué sabéis vosotros de los orígenes? Hay cosas que se escapan por completo a los hombres y más valdría conformarse. Hay cosas inciertas. Hay, sobre todo, un sentido que buscar. La fe, ¿no sería precisamente esta dialéctica académica entre lo incierto y la búsqueda de sentido que prohíbe encerrar a Dios en un discurso único, por muy fundado que esté? © narcea, s. a. de ediciones

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Finalmente, el libro de Job se hace fuerte cuando pone en boca de Dios el discurso más contestatario, a no ser que no haya leído bien el cambio operado en la segunda parte de la respuesta divina. En ese punto, es Dios mismo quien duda y desafía a la teología tradicional. Ya hemos visto, en lugar de la representación habitual de una divinidad que está a los mandos del universo, la respuesta de Dios a Job (y a sus amigos). ¿Está apuntando, acaso, a la visión nueva de una divinidad creadora que se retira para asumir las consecuencias del espacio concedido al ser humano desde la creación? (Gén 1,26-28). Eso parece deducirse de la lectura del bestiario que aparece en el libro de Job (38-41) como una metáfora de la humanidad en proceso de autonomización, así como hemos hecho. Un personaje, Dios, que duda, que pone en cuestión, que modifica el discurso tradicional. Y que, indirectamente, reconoce que lo teológico, el hecho de «hablar de Dios», porque se trata de una actividad humana, es inevitablemente sometido a la finitud humana y a las leyes de la historia y de la evolución. En el momento de la redacción del libro de Job, la manera en la que algunos se representan a Dios sufre una mutación importante: pasa de la omnipotencia a una cierta impotencia. Se comprende de golpe por qué, desde el principio, el libro de Job presenta a un Dios que deja al Adversario dar sus golpes: quizás ya no había nada que pudiera hacer, pues su omnipotencia no era de ese orden… En cuanto a Jacob, lo he inscrito en la prolongación de mi reflexión sobre Job, en ese pasaje tan extraño que cuenta una lucha de la que no se sabe nada, pero que ha permanecido grabada en el imaginario de los lectores de la Biblia como una de las figuras significativas del 82

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creyente. La escena en el Yabboq ilustra un combate con Dios que recuerda la contestación de Job. Como hemos visto, el texto puede que haya sido corregido, porque esta idea no convenía demasiado a la teología tradicional; por suerte, no se han podido eliminar todas las trazas de la corrección. En el nombre del pueblo de Dios, Israel, queda inscrita para siempre la paradoja saludable de un «Dios fuerte» con quien, sin embargo, se puede luchar. Qué bella evocación, tan sutil, de una concepción de lo religioso que autoriza la confrontación entre Dios y la humanidad. Como si se apuntase que el ser humano es reconocido a la vez en su debilidad y en su fuerza, en su fragilidad (Jacob herido) y en su honor (el adversario en fuga), en su finitud y en su infinitud; características en las que conviene permanecer durante el proceso identitario que conduce del individuo Jacob al pueblo de Israel. No puedo evitar establecer un paralelismo con otro episodio del ciclo de Abrahán, donde el «padre en la fe» libra él también un combate con Dios, esta vez en la oración, por la salvación de Gomorra (Gén 18,16-33). Dios tiene la intención de castigar a los habitantes de Gomorra por su pecado, sin que parezca importarle los daños colaterales y los inocentes, que serán los costes de haber cometido un atentado contra la justicia. Considerando que este castigo de Dios es intolerable, Abrahán intenta salvar a algunos, por pocos que sean: «Tú no vas a hacer algo semejante, permitir que el bueno sea tratado igual que el malvado» (Gén 18,25). Tras esta apelación sigue un largo forcejeo donde Dios concede a Abrahán: “Si encuentro cincuenta… cuarenta y cinco… cuarenta… treinta… veinte… diez justos, perdonaré a toda la ciudad”. Al final del litigio, que suena a combate sucedido en la ora© narcea, s. a. de ediciones

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ción, cada uno vuelve a sus quehaceres. Sabemos cómo acaba: toda la buena voluntad del mundo no impedirá la destrucción de la ciudad. Pero una cosa permanece: no conviene olvidar este cuerpo a cuerpo en la oración, este derecho a la contestación del que Abrahán no se sabía capaz —recordemos, un hombre que antes nos parecía demasiado obediente... ¿Habría leído, entretanto, el libro de Job o la historia de Jacob?—. cC

Aquí estamos, al final de este mini recorrido bíblico. La dialéctica Tomás versus Abrahán nos ha permitido abordar la problemática de la duda en relación con la fe; con el libro de Job he querido subrayar la posibilidad de una crítica de la fe y la legitimidad de la protesta; en cuanto al personaje de Jacob, ilustra el combate con final incierto, pero que vale por sí mismo en el proceso de adquisición de la identidad. La duda no es exclusiva de la fe. Podríamos prolongar el recorrido y detenernos en la figura de Gedeón en el relato que presenta su vocación: más que en ninguna otra llamada, no duda en presentar sus contraargumentos, llegando incluso a desafiar el proyecto de Dios, sin perder por eso su cualidad de creyente (Jue 6,13). Jonás es de la misma clase de personajes cuando persiste, hasta el final de la historia, en su rechazo a entrar en la lógica de la misericordia a toda costa (Jon 4,9). También Pedro, discípulo modelo que pasa alegremente de la certeza a la vacilación (Mt 14,29-31; Mc 14,66-72). Así mismo sus condiscípulos, a quienes Jesús reprocha su falta de fe en más de una ocasión (Mt 6,30; 8,26; 14,31; 16,8; 17,20), pero sin que eso les sea censurado, como si la fe incluyera la duda de manera natural. Por último, ¿por qué no citar al Jesús de Marcos y Mateo que, justo antes del último suspiro, 84

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grita la ausencia del Padre? (Mc 15,34; Mt 27,46). Aun cuando digamos que su grito hace referencia al salmo 22 —que hay que tener la precaución de leer hasta el final— eso no impide que parezca que el Resucitado, en un último gesto de solidaridad humana, retome, antes de morir, la revuelta de Job ante un Dios casi ausente.

El cuadro de la iglesia Pienso en ese bello texto, tal vez autobiográfico, de Alfred de Musset, Le tableau d’église (El cuadro de la iglesia), que compuso en 1830. A la caída del sol, al entrar en una iglesia para refugiarse, el narrador se detiene de repente ante un cuadro que representa un noli me tangere. Presa de la fiebre y la cólera contra todo lo que representa a sus ojos la mistificación y la explotación de la superstición religiosa, saca su espada y se pone a destrozar la obra, hasta que agotado, se queda dormido sobre un pilar. Al despertarse, la vista del cuadro destruido provoca en él un profundo sentimiento de tristeza, de piedad y de dolor. Entonces, en una especie de comunión mística, ve aparecer al Jesús del cuadro, tendiendo una mano fraternal. Con algunas frases sibilinas, el narrador se invita a sí mismo a redescubrir a este Jesús: «¿Te he malinterpretado? […] Pienso en la noche del Gólgota […], ¡noche terrible en la que sientes que es necesario morir! Y si es verdad que la duda…». Ya no es el Jesús de la superstición religiosa, sino el de la corona de espinas, destronado, desprovisto del esplendor y de la grandeza, un Jesús pobre revestido de sayal, yaciendo en el fango y que, a pesar del mundo que cree en su inmortalidad, habría dudado él mismo… © narcea, s. a. de ediciones

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Al término del relato, se tiene la sensación de que el noli me tangere ha cambiado de significado: del rechazo inicial del Resucitado a dejar tocar su cuerpo divinizado, se ha pasado ahora a la proximidad confidencial y a la confesión de la divina debilidad solo a María Magdalena. Dios que duda de sí mismo, al menos de una cierta imagen que se ha hecho, en provecho de una novedad simbólica: un Dios débil, en su carne, pero también en su pensamiento, en su espíritu. Parecido al Dios que nos presentaban el libro de Job y el discurso final de Dios…

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Confiar … Dios recibe del mundo una experiencia de su propio ser, por lo tanto, está influenciado por cuanto sucede en él. Hans Jonas

L

os dos relatos que siguen abordan la cuestión de la duda desde la perspectiva del diálogo interreligioso. Tienen en común algún tipo de apuesta de fe, y de ahí el título de esta parte, donde quisiera poner de manifiesto el valor del prefijo con: la palabra confianza no en su acepción originaria, sino en el sentido de creer con, creer juntos. Además, de manera más explícita que en las dos primeras partes, me gustaría insistir sobre el valor optimista y programático del título. El primer texto es una ficción. Data del siglo xiii y pone en escena a tres sabios —¿o más bien cuatro?— que se han puesto en camino buscando la verdad. El segundo remite a la trágica realidad de un siglo xvi empañado por tantas condenas y crímenes a causa de la intolerancia religiosa. Dos contextos muy diferentes, dos aproximaciones distintas, pero que se unen en la medida en que ambas invitan al encuentro intercultural, a la búsqueda de lo religioso separado de la ilusión de la certeza, prontas a renunciar al mal sueño de una verdad universal. © narcea, s. a. de ediciones

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Bajo la forma de un cuento filosófico, la ficción de Raimundo Lulio establece los cimientos del diálogo interreligioso: la trayectoria, el encuentro, el sentido de la escucha y la confidencia, con el horizonte de la posibilidad de una verdad compartida. Con la prolongación del martirio de Miguel Servet, las reflexiones de Sébastien Castellion sobre «el arte de dudar y de creer, de ignorar y de saber», anuncian los elementos de una metodología teológica en la que la duda se afirma como virtud esencial del diálogo y de la convivencia. Dos relatos para evocar otro modo de vivir lo religioso, donde la duda será la doble condición de la fe: como premisa y como modalidad. Nuestros textos se refieren a épocas alejadas en el tiempo y, sin embargo, no parecen tan lejanas, incluso se diría que son muy cercanas a nosotros: la problemática abordada no está resuelta; las dificultades de la convivencia están en el corazón de nuestra vida cotidiana, los reflejos de la estigmatización y de la exclusión parecen ser de todos los tiempos, tanto aquí como al otro lado del mundo.

La verdad compartida Esta es la historia de un encuentro, la de un gentil (no creyente), originario de un «país lejano», con un trío de sabios que encarnan los tres monoteísmos. Recorridos vitales que se cruzan y se enriquecen en múltiples sentidos. El Libro del gentil y de los tres sabios1, de Raimundo Lulio (1232-1315), filósofo catalán, poeta y místico, no ha perdido un ápice de su vigencia. 1 

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R. Lulio, Libro del gentil y los tres sabios, BAC, Madrid 2007. © narcea, s. a. de ediciones

Todo comienza con un hombre «muy versado en filosofía» venido de una tierra lejana, el país de la ignorancia de Dios. Este hombre amaba la vida, pero soñaba con la muerte. Como no creía en la resurrección, la idea de que más allá de su existencia terrestre no hubiera nada le consumía de tristeza. Un buen día decide dejar su tierra lejana para ir al extranjero donde ha oído que unas hermosas frutas podrían conservar su cuerpo con vida. Una vez llegado, se retira al bosque para llevar una vida de ermitaño en la contemplación de las maravillas de la naturaleza. Pero el pensamiento de la muerte le envuelve y, con él, el dolor y la tristeza. Tentado de volver a su país, refrena ese deseo y se pone en camino, vagando «de un lugar a otro, de una fuente a otra, desde el monte hasta la orilla”, sin llegar a deshacerse de su sentimiento de tristeza. No lejos de allí, tres sabios, hombres de fe y de ciencia, se habían encontrado «a la salida de una ciudad», para dar un paseo juntos y así despejar sus espíritus fatigados por los estudios. Llegados a la entrada de un prado, donde había una bella fuente que regaba cinco árboles, vieron a una hermosa dama elegantemente vestida que cabalgaba un espléndido corcel que estaba apagando su sed. Después de haberla saludado y llenos de curiosidad ante la fuente y los árboles, los sabios se aproximaron y le preguntaron su nombre. «Inteligencia», respondió ella, antes de explicarles la naturaleza y las propiedades de los cinco árboles que estaban alrededor y que representaban a Dios, sus virtudes increadas (bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría, amor, perfección), sus virtudes creadas para llegar a la felicidad (fe, esperanza, caridad, justicia, prudencia, fortaleza y templanza), los siete pecados capitales (gula, lujuria, avaricia, pereza, orgullo, envidia, ira), etc. © narcea, s. a. de ediciones

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Impresionados por tanta belleza y tanta virtud, nuestros tres amigos empezaron a soñar con llegar a la unidad de «todos los hombres en una sola ley y una sola creencia», pues «la pluralidad de cultos» es fuente de males. Discutieron, pues, sus convicciones respectivas para intentar llegar a un acuerdo, sino por la autoridad (de los textos sagrados), al menos «por razones demostrativas». He aquí que, mientras están junto a la fuente, los sabios ven llegar al gentil. Agotado y atormentado, este último les expone su dolor, en su lenguaje y según su costumbre. Los sabios le acogen con una especie de profesión de fe común: «Que el Dios de la gloria, padre y señor de todo lo que existe, que ha creado el mundo y que resucitará a buenos y malos, os proteja y os libre de vuestros sufrimientos», antes de proponer su ayuda, esperando poder aportarle algún consuelo. El gentil les confía su sorpresa ante su fe común y su curiosidad por adquirir «el conocimiento de la resurrección». Los tres sabios se ponen de acuerdo para hacerle conocer sus opiniones y «probar al gentil que Dios existe y que tiene en sí la bondad, la grandeza, la eternidad, el poder, la sabiduría, al amor y la perfección», no sin haber definido antes el método de exposición, según los cinco árboles descritos por la Dama Inteligencia. Después de esta larga introducción, el primer libro desarrolla los argumentos filosóficos, teológicos y éticos de la existencia de Dios, sobre los que reposa el acuerdo teológico de los tres monoteísmos. En la presentación de los cinco árboles por la Dama Inteligencia la referencia al argumento ontológico de san Anselmo (siglo xi) es evidente: Dios es el bien mayor, de manera que no se puede pensar en nada más grande, cuya existencia es necesaria y cuyas virtudes increadas están en el origen de las virtudes humanas. 92

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Al término de la primera demostración, ya convencido de la existencia de Dios, el pagano «siente su alma librada de los sufrimientos y tristezas». Se arrodilla y, con los ojos llenos de lágrimas, levanta las manos hacia el cielo en señal de adoración, prometiendo consagrar el resto de su vida a honrar al Dios común a las tres religiones, «padre y señor de todo lo que existe, que ha creado el mundo y resucitará a buenos y malos». Pero no deja de mostrar su perplejidad cuando se da cuenta de que el judío, el cristiano y el musulmán no se ponen de acuerdo sobre la manera de concebir el monoteísmo: «¿Cómo, vosotros tres no estáis unidos en una sola ley y una sola creencia? ¿Quién de entre vosotros tiene la mejor ley, si es que alguna de las leyes es la verdadera?». Defraudado, atormentado y desesperado, permanece bastante tiempo sin consuelo… hasta que pide a los tres sabios que cada uno exponga sus convicciones para ver cuál de ellos está en el camino de la salvación. De nuevo, se establece el método: procederán por orden cronológico (el judío, el cristiano y después el musulmán); cada uno hablará sin ser interrumpido por los otros, pues la oposición engendra malicia e impide la comprensión; solo el gentil tendrá el derecho de criticar las demostraciones, con la intención de buscar la verdadera ley. En las tres partes siguientes, los sabios toman la palabra por turno, sin repetirse, pues cada uno asume las demostraciones del anterior. El judío comienza por rezar; después expone su fe en ocho artículos: la unicidad de Dios, creador del mundo, el origen de la ley mosaica, el salvador del pueblo judío, la existencia del paraíso y del infierno, etc. Sigue el turno del cristiano, que se arrodilla, eleva su pensamiento a Dios, hace la señal de la cruz antes de iniciar su discurso en catorce artículos res© narcea, s. a. de ediciones

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pecto de la Trinidad, la redención del género humano, el misterio de la encarnación, la crucifixión, la resurrección, el juicio final, etc. En último lugar, el musulmán toma la palabra, no sin haberse acercado previamente a la fuente para practicar sus abluciones y rezar a Dios; después da una explicación de su fe, en doce artículos consagrados al Dios único, Mahoma, el Corán, los cinco pilares de la fe, el final de todas las cosas, etc. Para ser honestos, es el gentil —filósofo— quien conduce el debate, da la palabra, unifica las ideas, plantea las cuestiones, compara la fe de unos y otros, y aporta alguna vez una conclusión. Aunque parece que es durante la exposición de las tesis del musulmán cuando se producen más interrupciones, al acabar los tres largos desarrollos, cada uno ha conseguido presentar el objeto de su creencia. Entonces, es el gentil quien toma de nuevo la palabra para desahogar su corazón. Y «la virtud divina dio al gentil el poder elevar el agua de su corazón hasta sus ojos». Pero ahora las lágrimas son diferentes de las primeras que le afligían y atormentaban; ahora son lágrimas agradables que «vivifican el alma de dicha». Más convencido que nunca, decide entregarse totalmente al servicio de Dios y toma otra vez el camino para ir «de ciudad en ciudad y proclamar el honor de (este) Dios» del que ha recibido tantos bienes. Pero la historia no ha terminado. Viendo tanta devoción en él, y que se ha convertido a Dios por sus palabras, apiadados y maravillados de la nobleza de su oración, los tres sabios comienzan a sentir remordimientos, y sienten que les acusa su conciencia «porque reconocen que el gentil ha concebido en tan poco tiempo una devoción más grande que la suya, a pesar de que ellos tenían desde hace de mucho más tiempo el conocimiento de Dios». 94

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El increyente hecho creyente ya está listo para dejar a sus amigos. Se quiere arrodillar para decirles cuál de las tres leyes ha elegido, pero, en el momento en que va a hablar, ve a otros dos gentiles que vienen de su propio país (el de la ignorancia) y se propone recibirles para marcharse, después, con ellos. Considerando que no les hace falta saber la decisión final —cada uno podrá creer que ha elegido la suya— los sabios se despiden. Se intercambian aún unas últimas reflexiones, con el deseo de la unidad y la reconciliación, «pues a causa de la oposición de la fe y de las costumbres... nos ponemos obstáculos, luchamos, nos matamos y somos prisioneros unos de los otros»… a menos que no sea al revés: «Son la guerra, el sufrimiento, la malicia y el hecho de infligirse penas y deshonras lo que impide a los hombres llegar a una sola creencia». «Nos amaríamos y nos ayudaríamos unos a otros, sin que hubiera más diferencias entre nosotros, ni oposición de la fe y de las costumbres», dice uno. Pero «los hombres están de tal modo arraigados en la fe en la que se encuentran […] que será imposible arrancarles de ahí por la predicación o la discusión», añade el otro. Ahora bien, «si muchos hombres, sin descanso, combatieran el error con la verdad, esta última vencería necesariamente al error», concluye el tercero2.

Llegados a las afueras de la ciudad, los tres sabios se perdonan mutuamente por lo que cada uno pudiera haber dicho de ofensivo para los demás, y deciden que continuarán a diario el diálogo interreligioso para intentar llegar a la unidad, no solo en torno a un mismo Dios, sino 2 

Ibid., p. 235-236

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también en torno a una única ley. ¡Queda saber cuál! El libro se acaba con un recordatorio de su razón de ser: Para iluminar el entendimiento perturbado, para despertar a los que duermen, para provocar el conocimiento familiar de extranjeros y parientes que se preguntan qué ley debe de haber elegido el buen gentil para ser agradable a Dios3.

Yo he usado este texto en algunas parroquias al acercarse la Navidad. Resulta difícil no pensar en la visita de los magos referida por el evangelista Mateo. A decir verdad, es un paralelismo poco fundado —casi torpe— entre dos textos que, en realidad, no tienen gran cosa en común. Casi todo separa estos relatos: la época, el lugar, el contexto general, pero también la temática. Mientras que el mito evangélico de la encarnación de un dios sugiere un cristocentrismo absoluto, el relato de Raimundo Lulio versa sobre el diálogo interreligioso, sobre el reconocimiento de la parte de verdad que reside en cada monoteísmo, y también de la dignidad casi superior del increyente, cuya actitud de escucha y de respeto suscita los remordimientos de los tres compañeros de viaje: si el gentil pasa del vagabundeo al envío, la historia termina con la conversión… de los sabios. Dos relatos muy diferentes, por lo tanto: el de los sabios y el de los magos. El de los tres sabios me impacta porque reconozco una problemática moderna: la urgencia de un cuestionamiento para nuestro tiempo. En él veo un alegato en favor del reconocimiento de la diversidad, el sentido de lo diferente, la consideración de otras sensibilidades sin renunciar, sin embargo, a la propia. Descubro un final que tendría su sitio en todos los 3 

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Ibid., p. 237. © narcea, s. a. de ediciones

encuentros ecuménicos e interreligiosos: tres sabios que se cuestionan la posibilidad de realizar un acuerdo entre sus diferentes aproximaciones al monoteísmo (judaísmo, cristianismo e islam). No están seguros de su asunto: ¿es la religión la que engendra las guerras o al revés? Nuestros sabios sueñan, en todo caso, que el diálogo evitaría la oposición de la fe y las costumbres y, al mismo tiempo, tienen conciencia del fuerte enraizamiento de sus respectivas tradiciones. Ahí están, tentados incluso de combatir la herejía para erradicarla. ¿Qué deciden finalmente? «Seguir hablando una vez al día», porque el diálogo interreligioso es el mejor medio para comprenderse y entenderse. En materia de conflictos religiosos, nuestro místico Raimundo Lulio sabía de qué hablaba en ese sangrante siglo xiii, agitado por las cruzadas y las masacres en nombre de Dios. ¿Será eso lo que reprocharía el filósofo catalán a nuestra época de todos los 11 de septiembre, época cargada de un sentimiento de inseguridad que anida en el interior y lleva en su estela la desconfianza, la tentación del prejuicio, de la amalgama y del rechazo? En cuanto a las imágenes evangélicas evocadas por Mateo y que concentran sobre Jesús las miradas del mundo entero, se inscriben en una perspectiva muy diferente. Los sabios venidos de los confines de la tierra se inclinan, los astros descienden para magnificar al Niño divino, los más grandes estrategas (Herodes) y los sabios más refinados (escribas y sumos sacerdotes) quedan frustrados; el mismo Egipto, en otro tiempo tan todopoderoso y tiránico, se convierte en lugar de refugio para el Niño protegido por los dioses. ¡No hay nada más! La historia es bella, pero hace pensar que todos los otros saberes, sabidurías y sistemas interpretativos que© narcea, s. a. de ediciones

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dan relegados al olvido. ¿Acaso todo esto no testimonia de alguna manera un insuficiente «sentido de la duda»? Esta acogida cósmica, ¿cuadra verdaderamente con la humilde condición del niño recién nacido? Sin embargo, hay un punto en el que el evangelista Mateo y el filósofo Lulio se encuentran: la temática del viaje. Todo se mueve y todo se desplaza en estos relatos. Los magos del Evangelio, guiados por el astro, renuevan el viaje de Abrahán desde el este al oeste, prefigurando una nueva era: el periplo inaugural. José, María y el Niño huyen del peligro para refugiarse en Egipto, como hizo en otro tiempo el otro José, el hijo de Isaac: el éxodo como refugio. El hombre sin Dios, amable y angustiado por la idea de la muerte, que deja «su tierra lejana» para refugiarse en el bosque y encontrar la paz: la búsqueda interior. Y después, los tres sabios que salen de la ciudad para que sus espíritus fatigados puedan descansar, que siguen un camino de salvación que les hará comprender que la religión no es solamente conocimiento, sino también o ante todo encuentro: el viaje iniciático, para despertar. El viaje como fundamento y corazón de lo religioso. Viaje hacia sí mismo, viaje acompañado, viaje-apertura, viaje-diálogo —de la peregrinación a la conversación y de ahí a la conversión—. El viaje como condición del pensamiento, según los célebres paseos de Jean-Jacques Rousseau; como asunción de riesgo, de apertura, de renuncia a las certezas de la vida sedentaria. Admiro esa ilustración del siglo xiv4 donde, bajo la mirada perspicaz de Isaías, profeta judío, caminan codo con codo otros 4  El autor se refiere a la ilustración del siglo xiv que aparece en la portada del libro en su edición francesa: «La visión de Isaías, Jesús montado en un asno y Mahoma sobre un camello», Chronologie des nations anciennes, 1307, Edimburg University Library, Or. Ms. 161. [N. del T.]

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dos grandes profetas, uno cristiano y otro musulmán: Jesús a lomos de un asno y Mahoma sobre un camello… ¿Humanidad en camino, en búsqueda de quietud, de una tierra de acogida, de extrañeza y de encuentro, de renovación? ¿Periplos de todo tipo como expresión de nuestros sueños de unión y de conexión? De los tres reyes magos del Evangelio a los cuatro sabios de Raimundo Lulio (incluyo decididamente al pagano), ¿habría un solo paso decisivo: de la unión (en torno a una sola ideología) a la confianza (más allá de las diferencias)?

La verdad que desgarra Traigo ahora la historia de otro encuentro, el de un hombre y su tiempo. Encuentro desgraciado, trágico. Puede que también profético. Estamos a 27 de octubre de 1553: Miguel Servet es conducido a la hoguera en Champel (Ginebra) por haber profesado ideas no conformes a la doctrina calvinista, en concreto, en lo que se respecta a la divinidad de Cristo y a la Trinidad. Una ejecución que pesará sobre la memoria de los reformados como un error duro de soportar, en el que la responsabilidad de Calvino fue determinante. El caso Servet es, ante todo, un fracaso estrepitoso, la conciencia de los extravíos a los que conduce alguna vez la religión cuando deviene en fanatismo y autoritarismo, la experiencia en propia carne de las derivas de la intolerancia y la obstinación, el recuerdo de que la religión no es nunca tan falible y precaria como cuando se alía con el brazo secular, «cuando Dios es tan omnipotente que su gracia termina por hacer peligrar su bondad» (Hubert Bost). © narcea, s. a. de ediciones

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El caso Servet ha servido, a menudo, para denunciar la intolerancia de Calvino y para justificar una cierta distancia respecto del calvinismo. Para decir también que ninguna Iglesia y ningún movimiento ideológico está libre de la tentación totalitaria. El siglo xvi estuvo empañado por horribles excesos, gestos de intolerancia y de violencia, que nos recuerdan el hecho de que la intolerancia y la violencia son de todos los tiempos, que ninguna religión los posee en exclusividad. El caso Servet justifica, por sí solo, el humilde reconocimiento por las Iglesias de que el exceso de convicción puede conducir a derivas espantosas. Una de las cuestiones es saber en qué medida es posible conciliar este humilde reconocimiento de la diversidad con la afirmación de sus convicciones: ¿cómo combinar la humildad y la asertividad? ¿Será velando por mantener siempre la tensión entre la pregunta de Jesús a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Mt 16,13) y la observación de Pilato a Jesús mismo: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18,38)? Réplicas evangélicas que se responden mutuamente, en las que se oye simultáneamente la llamada a formular las propias convicciones y el recuerdo de la imposibilidad de circunscribir la fe a cualquier tipo de definición. Aprender a decir la verdad y rechazar encerrarla. Las voces de Jesús y de Pilato como expresión del hombre religioso en actitud de apertura y de interrogación. En su libro Miguel Servet: du bûcher à la liberté de conscience, Vincent Schmidt nos invita a no ver solamente a Miguel Servet en la hoguera, sino también al de antes de la hoguera, al Servet vivo, pensador y escritor, y preguntarse por qué fue realmente ejecutado. Porque, ¿cómo se puede comprender tanta violencia en el rechazo a este hombre venido de España? ¿Cómo explicar que sus ideas teológicas hayan sido tan insoportables 100

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para las autoridades religiosas de la época y de todas partes (antes de ser detenido en Ginebra, había sido condenado por la Inquisición)? El propio modo de llamarlo ya nos da una pista: Miguel Serveto y Revès ab Aragonia. Servet el aragonés… A finales del siglo xv, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla (abuelos del futuro Carlos V), llamados «los católicos» por su fervor en combatir a los infieles, reinan sobre casi toda la península ibérica. En esta época termina la Reconquista iniciada en el año 718: la Iglesia se alía con el Estado para reconquistar los territorios ocupados por los árabes, y se inicia un «siglo de oro» para España. Una acción militar importante que conducirá en 1492 a la expulsión de España de los judíos no convertidos, en 1502 a la expulsión de los musulmanes residentes sin la fe, y en 1609, bajo el reinado de Felipe III, a la expulsión de toda la población musulmana de España. Servet viene al mundo el año 1509. Crece en una España doblemente marcada por ocho siglos de cohabitación entre judíos, musulmanes y cristianos. En la España de esta época se impone la ideología de la pureza de sangre (la limpieza de sangre) y la desconfianza hacia los marranos y moriscos, los judíos y musulmanes convertidos al cristianismo, de los que se teme que permanezcan fieles a su religión de origen. Pero la España del siglo xvi es también un país profundamente cargado de mezcla cultural: ocho siglos de cohabitación no pasan sin dejar numerosas huellas en la arquitectura, la cultura, la manera de vivir5, etc. 5  «¡La Alhambra! ¡La Alhambra! Palacio que los genios han dorado como un sueño y llenado de armonías. Fortaleza de almenas festonadas y desmoronadas. Donde se escucha la noche de mágicas sílabas, cuando la luna, a través de los mil arcos árabes, siembra los muros de blancos tréboles», Victor Hugo, Les Orientales XXXI (Granada) del Libro III.

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Miguel Servet ha crecido en esta España, universo multicultural6 violentamente sacudido por un régimen de segregación religiosa. ¿Qué propone él frente al cristianismo de su tiempo, Roma y Ginebra confundidas? Un cristianismo sin Trinidad y sin la divinidad de Cristo. Ahí es nada. Un cristianismo despojado de sus diferencias fundamentales con el judaísmo y el islam. Un cristianismo construido especialmente para acercarse, para reconciliar y reducir la distancia entre los tres monoteísmos y para favorecer el diálogo entre judíos, cristianos y musulmanes. La propuesta de Miguel Servet es dejar de lado esos dos dogmas cristianos —por otra parte, discutibles desde el punto de vista bíblico, y bastante tardíos en la historia del cristianismo (fueron formulados en el siglo iv, en los concilios de Nicea y Constantinopla)—. Para este hombre, impregnado de culturas semíticas —su nombre indica probablemente un origen judío, y él mismo aprendió el árabe para leer el Corán en el texto original—, la renuncia a estas doctrinas de segunda mano es un modo de recordar los orígenes comunes de los tres grandes monoteísmos, que se remontan a Abrahán. Se trata de valorar un pasado común, ocho siglos de cohabitación como vecinos. Por el contrario, agarrarse a esas doctrinas es cerrar la puerta al diálogo interreligioso e intercultural. Evidentemente, se puede discutir la validez de un cristianismo que ha sido despojado de sus dos pilares mayores; podemos no sentirnos cercanos a este místico de tendencia milenarista cuyos escritos, bien vistos, no 6  En todo caso, un multiculturalismo de facto, donde cabe preguntarse si servido este universo cultural era efectivamente compartido por el conjunto de la población o se trataba solamente de pequeños círculos intelectuales. Aunque se tratara solo de una élite, queda que la política de terror y de destierro han servido para que el encuentro multicultural no se prolongue.

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son tan antitrinitarios; se puede discutir su rechazo de la filosofía griega, que según él habría falsificado la esencia del pensamiento de Jesús. Se puede pensar lo que se quiera de las ideas teológicas de Miguel Servet, pero hay una cuestión a la que no podemos escapar: ¿Qué es lo que asustaba a sus contemporáneos? ¿Será tal vez el principio mismo del diálogo con los otros monoteísmos, la idea misma de cohabitación y de multiculturalismo? En el siglo xvi, en plena Reconquista, al final de la Alta Edad Media, dominada por el pensamiento y la ciencia árabe-musulmana (en España han surgido la filosofía, las matemáticas, la medicina, la astronomía, la arquitectura árabe-musulmana, y también han visto prosperar a los gramáticos, los poetas, los teólogos, los filósofos, los científicos, y los técnicos judíos), parece haber pasado el momento del diálogo intercultural, y de ahí la tentación de suprimir a Servet. La Inquisición quería hacerlo y Calvino lo consiguió. Al día siguiente de la muerte de Miguel Servet, no faltaron reacciones. Sobre todo, la de Sébastien Castellion (1515-1563), profesor de griego en la universidad de Bâle, traductor de la Biblia, que había tenido él mismo desencuentros teológicos con Calvino, que se las había arreglado para que fuera rechazada su admisión al cuerpo pastoral de Ginebra. Cuando surgió este asunto, Castellion acababa de instalarse en Bâle. Para él no se trataba tanto de defender las ideas de un hombre, al que conocía poco, cuanto de continuar un alegato iniciado una decena de años antes con su Traité des hérétiques, una antología de textos sobre la libertad de conciencia aparecida en 1544 bajo seudónimo. Esta vez, redacta Contra el libelo de Calvino para denunciar la intolerancia del reformador de Ginebra. La frase más famosa muestra por sí misma el combate: © narcea, s. a. de ediciones

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Matar a un hombre, no es defender una doctrina, es matar a un hombre. Cuando los ginebrinos mataron a Servet, no defendían una doctrina, mataron a un hombre. La defensa de la doctrina no es un asunto del magistrado, es asunto de los doctores7.

El libro aparecerá póstumamente, en 1612, impreso en Holanda gracias a los remonstrantes (arminianos)8, poco antes de que el sínodo calvinista de Dordrecht los condenara también por herejía en 1618-1619. Ante todo, fue un alegato en favor de la tolerancia y, por esta razón, un paso importante hacia la libertad de conciencia. En los últimos años de su vida, Castellion redactó otro texto que se descubrió mucho más tarde en la misma biblioteca remonstrante en Rotterdam, casi un testamento del reformador basiliense, donde se encuentran, de forma más sistemática, los ejes mayores de su pensamiento y de su método exegético. De arte dubitandi et confidendi, ignorandi et sciendi (Del arte de dudar y de creer, de ignorar y de saber9). Castellion demuestra que fe y duda no son incompatibles. No es cuestión de dudar de la religión cristiana que, según él, es la mejor que existe, y que se debe creer «con toda certeza y sin dubitación» (p. 57); pero cometeríamos un grave error al subestimar las dificultades 7  S. Castellion, Contre le libelle de Calvin, Zoé, Paris 1998, p. 161. (Trad. esp.: Contra el libelo de Calvino, Instituto de Estudios Sijenenses Miguel Servet, Sigena 2009). 8  Remonstrante es el nombre con el que se denomina a los protestantes de los Países Bajos que, tras la muerte de Jacobo Arminio (1609), mantuvieron la doctrina teológica asociada a su nombre, que impugnaba el dogma calvinista de la doble predestinación. [N. del E.] 9  Me refiero en las páginas siguientes a la edición francesa: S. Castellion, De l’art de douter et de croire, d’ignorer et de savoir, La Cause, Carrières-sousPoissy 1996.

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que contiene el texto bíblico. Señala principalmente tres tipos, de ahí sus consejos metodológicos en materia de lectura bíblica. La primera dificultad está en el hecho de que las Escrituras mencionan alguna vez «cosas que parecen absurdas y poco convenientes a la majestad de Dios» como, por ejemplo, que Dios se complazca en el olor de bestias sacrificadas; el autor sugiere no tomarlas al pie de la letra, sino más bien «considerar su finalidad» (p. 58). Otra dificultad reside en las inconsecuencias, incluso contradicciones, del texto: ahí importa considerar la Biblia como una más de las obras literarias de la Antigüedad que contienen faltas de los copistas e incluso alguna vez de sus autores y aclarar, en referencia a 1 Cor 14,6, la distinción entre los textos que dependen de la revelación, del conocimiento o de la instrucción. Dicho de otro modo, acordar a cada uno de estos discursos un «valor correspondiente a su naturaleza», estableciendo los matices de verdad, ya que no toda verdad lo es de la misma manera: Las partes de la revelación que nosotros hemos recibido deberán ser tenidas por palabra misma de Dios; las que vienen del conocimiento, por testimonios; las que proceden de la doctrina, por opiniones humanas (p. 64).

Una última dificultad consiste en determinar lo que se debe seguir en las Escrituras; eso nos conduce al capítulo 18, que trata de la doble dialéctica creer-dudar, saber-ignorar, formulada como en el libro del Eclesiastés: «Hay cosas de las que se debe dudar, otras […] que se debe creer; hay cosas […] que está permitido y a veces es inevitable ignorar, otras […] que hay que saber»; o más precisamente, en la página siguiente: «Hay un tiempo para du© narcea, s. a. de ediciones

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dar y un tiempo para creer, un tiempo para ignorar y un tiempo para saber». El autor señala, no sin ironía, que si hay tantas querellas teológicas es, precisamente, porque hay cosas inciertas: ¿se puede imaginar, en efecto, que los teólogos discutieran si todo fuera cierto? Dios mismo, prosigue, invita a dudar alguna vez. Y Jesús, ¿no ha dicho a sus discípulos que hay cosas que bien se pueden ignorar? (Hch 1,7-8). En fin, ¿acaso la realidad no muestra suficientemente que no dudar allí donde sería preferible hacerlo entraña a menudo más problemas que no creer ahí donde se debería creer? Los cristianos y los gentiles no habrían matado a tantos santos mártires a lo largo de tantos siglos si hubieran sabido dudar. Incluso hoy, en las iglesias cristianas, los hombres más santos, ¿no son condenados a muerte por todas partes? Si los cristianos dudaran un poco de ellos mismos no cometerían todos esos crímenes (p. 78).

Para captar verdaderamente esta invitación a la duda, es necesario partir de la distinción importante entre creer y saber, por deducción entre dudar e ignorar. Creer es tener fe en afirmaciones que pueden ser verdaderas o falsas (p. 80) —lo que por definición supone el riesgo de la incertidumbre—. Si para el creyente se trata de creer «en las palabras de Dios», cuando el autor añade que esas «palabras de Dios pueden ser relatos, predicaciones, preceptos, promesas o amenazas» (p. 82), no podemos dejar de pensar en lo que se acaba de decir con respecto a la verdad de un texto y «al valor que corresponde a su naturaleza» (1 Cor 4,6). En cuanto a saber lo que es materia de la religión, es decir, lo que concierne al conocimiento de Dios y al deber del hombre (p. 82), Castellion lo reduce a una especie de mínimo universal al que todo el mun106

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do puede tener acceso: «Amar a Dios y no hacer a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti». Eso basta: Ese es el camino de la salvación: se tarda poco en aprenderlo, pero nos pasamos la vida entera recorriéndolo. Ese es el camino que enseña Cristo; por él se salvaron los publicanos y los cortesanos que, después de uno u otro de los discursos públicos de Cristo (en los que habla sobre todo del deber), se hicieron cristianos y practicaron el deber; pero la mayor parte de las cuestiones que dividen y desgarran hoy día a la Iglesia les eran perfectamente extrañas; ni siquiera habían oído hablar de ellas. […] Esta es la solución de toda disputa teológica, la solución de todas las controversias, y dichosos los que se preparan para aceptarla (p. 84).

Es, pues, un método que se elabora poco a poco, según el sentido de la palabra latina ars, (arte) mencionada en el título. El arte de dudar y de creer, es una habilidad, un oficio, una técnica, como existe el arte de la guerra, de la medicina o de la alfarería, o también “el arte del cultivo de las almas” (p. 40). Es necesario inaugurar otro método que nos capacite para tratar las cosas de la religión. Acabamos de ver algunos elementos relativos a la lectura bíblica: considerar las formulaciones según su finalidad (y no literalmente); tratar la Biblia de la misma forma que cualquier otra obra literaria de la Antigüedad (sabiendo que el texto se corrompe por los errores de los copistas); establecer matices de la verdad según el género de los pasajes considerados. Teniendo en cuenta la «oscuridad de las Escrituras», se trata también de preguntarse «no si las santas Escrituras son verídicas, sino cómo es necesario comprenderlas» (p. 87); pues si nadie duda de que Dios es justo y bueno, de que se debe rechazar el pecado y buscar la virtud, otras verdades son menos obvias, por © narcea, s. a. de ediciones

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ejemplo, las que se refieren a la cena, el bautismo, la justificación y la predestinación (p. 88). Señalemos que Castellion cita las materias más sensibles del momento, las más controvertidas, las más sujetas a disputas y condenas en ese siglo xvi, más desgarrado que nunca. Paralelamente a esta aproximación al texto bíblico que anuncia la crítica histórica moderna, hay un principio que también debería ser reconocido por todos y servir de criterio para examinar todas las controversias: la necesidad de apoyarse en los sentidos y la inteligencia. El principio del que hablo son los sentidos y la inteligencia. Como ellos son los instrumentos del juicio, no se podrá dudar de que se les debe confiar el peso de juzgar […]. En cualquier controversia que caiga en el ámbito de los sentidos y la inteligencia, es a estas dos instancias a las que pertenece el juicio sin reservas (p. 91).

Este párrafo supone el rechazo a la oposición entre la fe y la razón, la negativa a poner la razón entre paréntesis cuando se trata de cuestiones de fe (p. 99). Porque la razón humana es fundamentalmente digna de crédito, y de ella nace la conciencia, «persigue la verdad, la encuentra, la interpreta […] la corrige o la pone en cuestión» (p. 101); su juicio es justo y sano (p. 103), contrariamente a todos los que pretenden que los sentidos y la inteligencia fueron corrompidos por el pecado. cC

A partir de estas dos historias, una ficticia y otra real —aunque, como autor de su tiempo, ¿acaso la ficción no es también real?—, he querido poner la cuestión de la duda en el contexto de la confianza y de la relación. Saber renunciar a poseer toda la verdad, vivir la fe (fides) como un compartir, donde cada uno se autoriza a ex108

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presarse y se obliga a escuchar, teniendo la clave —para mayor servicio del encuentro y del diálogo— de la humilde aceptación de la diferencia. Me parece también que estos dos relatos, que se refieren a otras épocas, siguen siendo interpelantes y relevantes para nosotros. En resumen, son dos palabras proféticas, con lo que eso supone de denuncia, de propuesta y de desafío. Hay palabras que denuncian, que dicen «no». Como la de Miguel Servet y, después, la de Sébastien Castellion. Un no a la fatalidad de la intolerancia y al rechazo del encuentro intercultural. Probablemente Servet ha pagado con su vida haber querido pensar un monoteísmo «maquillado» en beneficio del diálogo. Que saliera bien o mal es otra cosa; pero hay razones para pensar que la dinámica buscada era la de la conciliación. O, según Castellion, que la ausencia de la certeza causa menos daños que la ausencia de la duda. En cuanto a las palabras de Raimundo Lulio, también ocultan un gran rechazo, aunque lo hagan un poco más discretamente: el rechazo a encerrarse en sus propias certezas, tanto para el creyente como para el increyente. La negativa a estrechar el horizonte hasta hacerlo coincidir con mi propia opinión, a reducir el campo de lo posible hasta encajarlo en las propias experiencias. Los tres, los cuatro sabios en camino comparten esta convicción de que el diálogo no requiere la conversión a las ideas del otro, sino al contrario: basta que haya diálogo, que la palabra de cada uno pueda ser dicha y entendida, para que la verdad pueda ser expresada con autenticidad. Pero hay también palabras que se atreven, que dicen «sí». Como la de Raimundo Lulio. Sí a la verdad compartida, sí a la diversidad de las experiencias de la vida, a la sinceridad del otro, al viaje en todos sus despliegues: © narcea, s. a. de ediciones

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inaugural, como refugio, como búsqueda interior, como un despertar al encuentro. Sí al proyecto de una discusión cotidiana para entenderse mejor. Pero también el sí de Castellion a favor de la tolerancia, que reposa sobre el arte de dudar, sobre el deber de «desuniversalizar» la noción de verdad y la confianza en la razón humana más digna que lo que a veces se teme; un sí que persigue la verdad y la encuentra… para interpretarla, corregirla o ponerla en cuestión. Lo que está detrás de estas dos historias, más que una duda creativa, es una duda ética. La duda como premisa y como modalidad, como preliminar y manifestación del acto de fe. Para creer, lo primero es dudar —es decir, buscar, dejarse cuestionar, sorprenderse—y después, creer y aplicarse a la duda permaneciendo abiertos a la escucha y a la comprensión de la palabra del otro, en diálogo, sin cansarse ni encerrarse en las propias certezas. Esa es la dimensión positiva y dinámica de la duda que sostiene el vínculo entre estas dos historias y nuestra época. De los siglos xiii y xvi al xxi no hay más que un paso. Ciertamente, la problemática ha cambiado, pero en el centro de nuestro cuestionamiento hay algo que permanece: las dificultades del encuentro y del diálogo, no solamente entre el islam y el cristianismo. Precisamente ahí es donde nuestros autores son de gran ayuda. Los tres sabios invitan a la práctica cotidiana del diálogo; Servet y Castellion hacen más suaves las aristas de la renuncia a nuestras ortodoxias para favorecer y garantizar las raíces y las historias comunes a los judíos, cristianos, musulmanes y ateos. Hoy, como ayer y antes de ayer, sigue siendo un reto importante para nuestras sociedades, que tendrían que haber aprendido que nadie detenta el monopolio de Dios, como nos recuerda TomአHalík: 110

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Nuestro Dios es también el Dios de los otros, tanto el de los que están en búsqueda, como el de los que no lo conocen. Sí, Dios es ante todo el Dios de los que le buscan, el de los hombres que están en camino10.

La tiranía de un solo cuadro El filósofo alemán Lessing (1729-1781) cuenta la parábola del judío Nathan el Sabio, que tuvo lugar muy lejos de aquí —en Oriente— hace mucho, mucho tiempo. Es la historia de un anillo adornado con una piedra ópalo de mil espléndidos colores que poseía la virtud de hacer agradable a Dios y a los hombres a aquel que la lucía en su mano. De generación en generación, los padres transmitían este tesoro al más querido de sus hijos. Un buen día, cayó en posesión de un hombre que tenía tres hijos a los que quería por igual. Incapaz de decidir a cuál dejaría el objeto mágico, hizo dos copias y, sintiendo próxima la muerte, entregó a cada uno de sus hijos, con su bendición, uno de los anillos. Tan pronto como el padre murió, los hijos se querellaron, queriendo saber cada uno si su anillo era el verdadero… Un poco como en las querellas entre los monoteísmos, en las que cada parte querría poseer la verdadera creencia. Aunque las religiones difieren entre sí, todas tienen en común que basan su valor en la convicción de sus seguidores, que siempre ponen la misma confianza en sus antepasados; y en esto, resulta que todas las religiones son iguales. 10  T.

Halík, ob.cit., p. 83.

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Es lo que se decían los tres hijos, seguros de haber recibido cada uno el anillo verdadero y de ser el preferido del padre. De ahí el clima de sospecha mutua y los crecientes conflictos fraternos entre los tres, hasta el día en que los hermanos decidieron apelar a la autoridad de un juez. Este último emitió su veredicto. Si el anillo posee la virtud de atraer el amor de los otros hacia el que lo posee, basta ver cuál de vosotros es el más amado por sus hermanos; si no se puede observar, es que el verdadero anillo se ha perdido y que los tres heredados son igualmente falsos. Vosotros, los tres hijos, deberéis contentaros con saber que tenéis un anillo de vuestro padre, que os ha amado con un amor igual y ha querido evitar la tiranía de un anillo único. Imitad ese amor incorruptible y libre de todo prejuicio, manifestad el poder de vuestra piedra preciosa mediante la dulzura, la tolerancia cordial y las obras buenas, y acercaos a Dios. ¡Y ya nos encontraremos de nuevo dentro de mil años!

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Vover a confiar La afirmación de la salvación por la fe no excluye, sino que incluye al que duda. André GOUNELLE

E

s preciso reconstruir la fe, asumiendo la duda en su doble condición: como premisa y como modalidad. La duda como premisa es de, alguna manera, agnóstica porque es necesario haber renunciado primero a la ilusión de la certeza, de la verdad única y universal. La duda como modalidad, verdadera disciplina cotidiana, adopción de un modo de ser, supone la configuración de la creencia según una metodología nueva, la de la tolerancia, el examen crítico o la conversación itinerante. Desde el punto de vista de la piedad, demasiado a menudo la duda se reduce a la simple negación de la existencia de Dios, a la invalidación de tal objeto de creencia, a lo contrario de la fe. Los himnos que cantamos en la Reforma ponen en guardia al creyente: «He entendido que la duda no era una imaginación culpable que cazamos sacudiendo la cabeza, sino una obsesión tenaz, tan imperiosa como la verdad; un punto guardado en lo más profundo de la creencia y que se consume gota a gota»1. 1  R.

Martin du Gard, Jean Barois (1913), Gallimard, Paris, p. 262.

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Dudar sería, precisamente, no creer las verdades de la fe, no creer lo que se debe creer. Pero en esta duda no hay ninguna dinámica que se contente con expresar la negación. Sin embargo, como afirma Laurent Gagnebin: Hay una duda positiva, constructiva, metódica, como rechazo crítico de las adquisiciones definitivas y fijas, como voluntad crítica de revisar nuestras herencias con un derecho de inventario y de interrogación, como promesa de renovaciones posibles y de otros descubrimientos, como reconocimiento de una investigación con sus hipótesis, libres, inventivas, creadoras2.

La duda que precede y prolonga el diálogo, que condiciona y realiza el buen entendimiento, que se despliega y se expande en la búsqueda, el itinerario y el encuentro. La duda aplicada, resuelta. Una duda ética, una especie de apuesta contra la seguridad sectaria, un requisito para el diálogo y la coexistencia pacífica. La exigencia de interrogarse siempre de nuevo sobre quién es Dios y qué es la fe. La posibilidad de una distancia necesaria para comprender lo que decimos cuando hablamos de Dios. Paul Tillich subraya que la fe comporta siempre un elemento de incertidumbre, una especie de «riesgo» asociado: la duda pertenece a nuestra finitud, a nuestra imperfección. No es el escepticismo ni el cartesianismo; sino la expresión de una angustia existencial. Y frente a esto, el coraje, que consiste en aceptar este elemento de riesgo, en soportar la incertidumbre, en autorizar la idea de que siempre es posible que «lo que hemos pensado que era un objeto de preocupación última resulte no 2  L.

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Gagnebin, «Un éloge du doute», Théolib, nº 19, 2002. © narcea, s. a. de ediciones

ser sino un objeto de preocupación provisoria y perecedera»3. Por lo tanto, es mejor reconocer la legitimidad de esta duda y tomarla muy en serio. Para uno mismo, pero igualmente en el cuadro de una sociedad moderna en vías de secularización, donde la explicación de la realidad por el recurso a lo religioso es cada vez menos pertinente —lo que no quiere decir que la cuestión del sentido haya perdido su significado—. Para permitir que nuestros contemporáneos, con deficiencias de lenguaje religioso y víctimas de la duda, piensen todavía en Dios es esencial revisar nuestras definiciones. Y encarar la fe no simplemente en términos de adhesión a un cuerpo de doctrinas, sino por un lado, como una «preocupación última» (Tillich), como una necesidad irreprensible de encontrar sentido y verdad; y por otro lado, el acto de la fe como «resolución» (JeanMarc Ferry4), como decisión reflexionada, lúcida y serena de aprehender el mundo, la humanidad y la existencia a través de un prisma particular, por ejemplo, el del teísmo que «hace como si» Dios existiera, a fin de sacar las consecuencias éticas necesarias. Una fe, además, cuyo objeto será «un Dios más allá de Dios, un Dios del que duda»5 (el Incondicionado, dice Tillich). Es decir, el sentido en general, que no está condicionado por nada, solamente por el hecho de que hay un sentido en la vida. Recientemente, Richard Kearney ha retomado esta pregunta sobre «Dios después de (la muerte de) Dios». Según él, el ateísmo iconoclasta ha tenido el mérito de poner en cuestión la representación de un Dios con3  P.

Tillich, Dynamique de la foi, Casterman, Tournai, p. 35. Ferry, La religion réflexive, Cerf, Paris 2010. 5  P. Tillich, «Justification et doute» (1919), Écrits théologiques allemands, PUL, Québec, p. 42. 4  J.-M.

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quistador. Este fue un momento saludable de alejamiento que ha permitido repensar el Dios del teísmo, una especie de retorno a Dios6 sobre la base de una nueva entrega, mirando a «transformar la angustia de la noche en promesa de fecundidad». Kearney inventa la palabra «anateísmo»: Dios después de Dios, respuesta a Paul Tillich que subrayaba por su parte la necesidad de definir una fe cuyo objeto sería «un Dios más allá de Dios, un Dios del hombre que duda»7. Así pues, se trata de interrogarse, con Kearney, sobre lo que significa hablar de Dios, sobre lo que queremos decir exactamente cuando dirigimos nuestra oración a «nuestro» Padre. Y, sobre todo, de atreverse a preguntar si, para justificar un monoteísmo (por ejemplo, cristiano) es necesario imperativamente imaginar la existencia objetiva de un ser superior. A menudo, el discurso de los creyentes es incomprensible para los que han dejado a Dios un poco de lado; para remediarlo, ¿no haría falta intentar superar el lenguaje de la superstición, «recolocar lo sagrado en el seno de lo profano», en expresión de Kearney?8 Aunque es inquietante, siempre vale la pena hacerse la pregunta, interrogarse de modo crítico sobre la manera en la que el cristianismo ha hablado durante mucho tiempo de Dios y, sobre todo, intentar imaginar un lenguaje nuevo, más accesible a nuestros contemporáneos. Aprender a volver a decir «sí» después de esos rotundos «noes» pronunciados por Nietzsche (1882) —que pretendía sentenciar de una vez por todas la muerte del ser divino—; y más todavía por Elie Wiesel 6  R. Kearney, Anatheism. Returning to God after God, Columbia University Press, Columbia 2010. 7  P. Tillich, «Justification et doute», p. 42. 8  R. Kearney, Dieu est mort, vive Dieu, p. 124

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quien, después de la guerra, acuñó la famosa fórmula que sonaba a sentencia de muerte para el teísmo tradicional: «¡Dios ha muerto en Auschwitz!». No ha sido necesario esperar a la Modernidad para constatar la no intervención divina (las guerras santas, los genocidios y las innumerables catástrofes naturales ya habían sembrado la duda), pero el Holocausto fue como el punto final de la tolerancia humana, imponiendo definitivamente la muerte de un cierto Dios del monoteísmo. Kearney se pregunta si la muerte definitiva de un cierto Dios significa también la muerte definitiva de Dios. ¿Habrá todavía posibilidad de hacer un discurso sobre Dios después de la muerte de Dios? ¿Es pensable y factible resucitar a Dios? ¡Sin duda!, responde el filósofo irlandés, apoyándose en todos los «síes» que otros, después, han pronunciado. El «sí» de Etty Hillesum, en una confidencia que parece una oración: «Tú (Dios) no puedes no ayudarnos, pero nos toca a nosotros ayudarte». El «sí» de la filósofa Hannah Arendt que se pregunta qué se entiende exactamente por la muerte de Dios: «Sin duda, la manera en que se ha pensado a Dios durante siglos no convence ya a nadie». El «sí» del rabino Irvin Greenberg cuando reconoce que «solo merece inspirar la creencia un Dios vulnerable e impotente que sufre con nosotros y que solo puede ser librado de sus sufrimientos si nosotros obramos contra la injusticia». El «sí» de Emmanuel Lévinas cuando rechaza «el funesto Dios del poder» y pone la separación de Dios como condición de una relación auténticamente religiosa, porque es necesario primero que Dios sea totalmente otro para poder encontrarlo como tal. Y, sobre todo, el «sí» del teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer, que denuncia la panacea del Dios tapa-agujeros, deshones© narcea, s. a. de ediciones

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tamente intelectual, para convocar a la reintegración de la fe cristiana en el mundo secular: una «fe sin religión» que reencuentra en el centro de su proclamación la representación de un Dios débil sobre la cruz, solidario con el género humano. Y tantas voces de otros que sustituyen la representación de un Dios belicoso por la de un Dios sufriente y un cristianismo comprometido con su tiempo. El Dios de la ontoteología ha muerto, escribía Paul Ricoeur, el Ser en tanto que instancia abstracta del mundo vacío, esta «divinidad moralizante de acusación y de condenación… que pone el poder por encima del bien y la ley por encima del amor». Una muerte que no siempre es una tragedia si permite redescubrir este otro Dios que el cristianismo anuncia todavía con más fuerza, un Dios cuya debilidad solo nos puede ayudar. ¿No es todo un programa religioso para este siglo xxi que avanza en la dirección de reconstruir el sentido y la verdad? Urge ofrecer una concepción más dinámica de la fe y reinventar un lenguaje religioso que sea creíble en un tiempo en el que el sentimiento de la ausencia y del fracaso de Dios es fuerte. Hay que tratar de responder a la permanente cuestión por la justificación incluso cuando Dios ha desaparecido (pues con o sin Dios, la exigencia absoluta del sentido permanece), sin olvidar que toda respuesta tendrá inevitablemente que asumir la duda inherente a nuestra finitud. Tenemos que atrevernos a pensar la fe sin la certeza, según el título de Paul Rasor9, que propone renunciar a la pretensión de una verdad dada para siempre, aunque suponga aceptar un poco de vaguedad; ser menos afirmativo en materia de fe; hablar 9  P. Rasor, Faith without certainty. Liberal Theology in the 21 Century, Skinner House Books, Boston 2005, p. ix.

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con ideas generales más que avanzar con dogmas demasiado claramente formulados. Convendría optar por una fe que incluya la duda como actitud de cuestionamiento, haciendo de este cuestionamiento el elemento esencial del progreso religioso, que sea más importante aún que la respuesta aportada. Una fe que tiene menos de afirmación que de pregunta por el sentido, «el hecho de ser aprehendidos por lo que, en última instancia, es importante para nosotros», escribía Tillich, o de otra forma, «la exigencia de encontrar el sentido». Está claro que, según esta concepción, la duda no es únicamente la negación del objeto de la fe: es una actitud al mismo tiempo que un programa. La duda legitimada porque forma parte de nuestro ADN. La duda decidida que enseña a fiarse de otro modo adoptando una distancia crítica, buscando detrás de las afirmaciones de la fe los mecanismos más fundamentales de la afirmación religiosa. La duda se atreve a contestar, a poner en cuestión el discurso religioso para que las cosas aparezcan de modo diferente en nuestros días. La duda que sale al encuentro cambia, comparte, reconoce y asume el riesgo de la diversidad. Aún una vez más, abogo no por la duda atea, sino por la duda creyente, objeto principal de mi atención, eterna compañía, elemento intrínseco del acto de fe al que no quita nada de su autenticidad. La duda creyente que, finalmente, se podría declinar según al menos seis preciosas modalidades sugeridas al hilo de estas páginas y que ahora repaso. • La duda como incertidumbre de la salvación: la inquietud del creyente en cuanto a su justificación a los ojos de Dios, a sus propios ojos, a los ojos de sus correligionarios o de sus contemporáneos («¿Estoy haciendo lo correcto?»). © narcea, s. a. de ediciones

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• La duda como incertidumbre de la verdad: la conciencia que tiene el creyente del hecho de que podría estar equivocado y de que Dios no exista, de ahí el inconformismo y el desafío permanente de una convicción desprovista de certeza («¿Estoy creyendo bien?»). • La duda como incertidumbre del lenguaje: exigencia de una puesta en cuestión permanente del lenguaje de la fe, porque las representaciones de Dios nunca hacen totalmente justicia al Incondicionado («¿Cómo hablar de Dios aquí y ahora? ¿Cómo decir la fe? ¿Qué forma darle a la Iglesia?»). • La duda como contestación y protesta: con Job, Jacob o Gedeón, la audacia de levantarse contra los discursos o comportamientos incoherentes, la capacidad de transgredir las ideas recibidas en nombre de sus convicciones («¿Qué es lo que yo creo realmente?»). • La duda como separación entre lo profano y lo sagrado: en esta tensión permanente, saber proyectar sobre el mundo una mirada que da espacio a lo real sin renunciar a la necesidad del sentido («¿Cómo hacer para que tenga sentido?»). • La duda, finalmente, como aceptación de la diferencia: pues la fe del otro es a priori legítima, pertinente, auténtica, tan verdadera como la mía («¿Cómo decir lo absoluto liberado del fantasma de lo universal?»).

La duda como virtud Creo, luego dudo. No se trata de una duda que consistiría solamente en una amarga inquietud cuando sueño que las cosas podrían ser distintas a como las había 122

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imaginado. Mi duda es más afirmativa que eso. Más comprometida. Más comprometedora, espero. Más virtuosa también. Dudo para comprender. Dudo para desbrozar. Dudo para protestar; protestar a favor de una mirada diferente sobre el mundo porque el mundo es diferente. Homo dubitans: dudo como Tomás que quiere tocar, pues tengo necesidad de tocar. Como Abrahán que no conoce que Dios tiene el derecho de castigar así, salvajemente, a los habitantes de Sodoma y Gomorra. Como Jacob que lucha cuerpo a cuerpo lleno de esperanza y de incertidumbre. Aprendo a dudar como Miguel Servet que, probablemente, tuvo esta intuición: superar el confort de mis certezas para aproximarme al otro, estar dispuesto a renunciar a una parte de mi identidad cultural para dar vida a nuestros orígenes comunes en Abrahán. Dudo como Sébastien Castellion que hizo de ello un arte, la habilidad de creer y de dudar, de saber y de ignorar. Dudo como dudaron los profetas, amantes de Dios, firmes en sus convicciones: ellos denunciaron la idolatría, incluso la de los sacerdotes, soñando escalar una montaña por sus múltiples vertientes. Dudo como los sabios de Raimundo Lulio: lo suficiente como para, al menos, buscar un equilibrio en mis opiniones y en mi tradición, al servicio del diálogo interreligioso e intercultural. Dudo porque Dios mismo parece dudar alguna vez de nuestras afirmaciones sobre Él: sucias, paralizantes y mortíferas. En la duda, no abstenerse, sino reservarle un lugar en nuestros gestos de creyentes, en toda convicción y con humildad, porque la convicción es relevante solo cuando se despoja de la absolutez. Todo esto en nuestras oraciones, nuestras liturgias, nuestros himnos. Integra© narcea, s. a. de ediciones

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remos la duda en nuestras confesiones de fe, sin temer que se hundan: así serán más sinceras, más auténticas, más frágiles y más verdaderas. Veamos la duda como virtud, como una dichosa exigencia sin la cual la fe queda caduca, incompleta, infecunda; como apertura a la complejidad del viviente, como atributo de la verdad. La duda como condición de credibilidad de la fe.

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Índice de nombres

Abel, Olivier: 6 Anaxarco: 21, 24 Anselmo de Canterbury, san: 92 Balmary, Marie: 59 Bancquart, Marie-Claire: 44 Berkvens, Christiane: 71 Bonhoeffer, Dietrich: 119 Bonnard, Pierre: 10 Bost, Hubert: 99 Calvino, Juan: 9, 99, 103 Carlos V: 100 Castellion, Sébastien: 7, 8, 10, 90, 103, 104, 106, 107, 109, 110, 123 Cristina, reina: 26

Felipe III: 101 Fernando de Aragón: 100 Ferry, Jean-Marc: 117 Feuerbach, Ludwig: 10, 33-35 France, Anatole: 44 Freud, Sigmund: 10, 35, 43

Gagnebin, Laurent: 116 Galileo Galilei: 26 Gounelle, André: 11, 113 Greenberg, Irvin: 119 Halík, TomáŠ: 43, 44, 110 Hegel, G.W.F: 8 Herodes: 97 Hillesum, Etty: 119 Hugo, Victor: 101 Isabel de Castilla: 100

Descartes, René: 8, 10, 25-28, 3032, 38, 40, 42 Diocles: 20 Diógenes Laercio: 20, 22-24 Edipo: 35 © narcea, s. a. de ediciones

Jenófanes de Colofón: 41 Jonas, Hans: 87 Kant, Emmanuel: 40, 58 Kearney, Richard: 117-119 125

La Fontaine, Jean de: 71 Lamennais, Félicité de: 35 Lessing, G.E: 111 Louria, Isaac: 71 Lulio, Raimundo: 10, 90, 96-99, 109, 123 Martin du Gard, Roger: 115 Marx, Karl: 10, 34, 35 Mahoma: 94, 98 Montaigne, Michel de: 10, 21 Musset, Alfred de: 69 Neusch, Marcel: 31 Nietzsche, Friedrich: 7, 8, 10, 36, 37, 43, 118

Rachi: 59 Rasor, Paul: 120 Ricoeur, Paul: 120 Rousseau, Jean-Jacques: 98 Servet, Miguel: 8, 59, 90, 99, 100103, 109 Sexto Empírico: 22, 23 Schmid, Vincent: 59, 100 Simon, Richard: 42 Tillich, Paul: 116-118, 121 Timón de Fliunte: 22 Von Rad, Gerhard: 79 Voltaire: 33

Ouaknin, Marc-Alain: 71 Wiesel, Elie: 118 Pirrón de Elis: 10, 20-25 Plistarco: 20

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Yanne, Jean: 17

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Índice de referencias bíblicas Génesis 1,12 1,26-28 1,28 8,13-22 12,1-5 12,5 13,16 17,5 17,17 18,12 18,16-33 18,25 22,1-10 25,1-2 32,23-33 32,24 32,25 32,27 32,28 32,29 32,30 32,31 35,10 Éxodo 4,24-26 15,25 Deuteronomio 28,24 © narcea, s. a. de ediciones

71 82 71 73 55 56 76 56 49, 56 49 83 83 57 58 74 77 76 77 77 75, 77 78 78 75 77 56 75

Jueces 6,13 1 Samuel 17,39 Isaías 5,24 29,5 Job 1,8 4,8 5,10-11 6,25 7,11 7,17-18 7,21 8,3 8,8-9 9,1-11 9,3 9,17-18 9,22 9,23 10,2 10,13-16 11,7 12,3 12,17-21 13,3 13,15

84 56

75 75 64 61 61 64 64 64 64 61 61 63 66 63 63 63 65 65 62 65 65 64 64 127

13,22-25 15,4 16,2-3 18,4 19,25-27 21,28-30 23,17 24,18-24 25,4-6 27,5-6 28,12-28 36,11 36,24 38,36 38,36 39,6 38–41 39,1-5 39,7-27 40,1-2 40,16-18 40,19 40,24 41,4 41,17 41,18-26 41,25-26 Salmos 13;22 Oseas 4,5 12,4-5 Jonás 4,9 Mateo 6,30

128

64 62 62 62 59 64 64 59 59 64 66 62 62 68 68, 69 69 69, 82 69 69 67 70 70 70 70 70 70 70

66 76 75 84 84

8,26 84 14,29-31 84 16,8 50, 84 16,13 100 17,17-20 49 17,20 84 27,46 85 Marcos 14,66-72 84 15,34 85 Lucas 1,20 49 Juan 7,1 52 11,16 52 14,4 52 14,5 53 14,8 53 18,38 47, 100 20,24-29 53 20,29 54 20,30-31 55 21,2 52 Hechos de los Apóstoles 1,7-8 106 7,2-4 56 1 Corintios 4,6 106 14,6 105 Hebreos 11,8 50, 56 11,17 58 11,19 58 Santiago 1,6-8 50

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DOMEK, J.: Respuestas que liberan. DEWANDELER, R.: Espiritualidad de la duda. EIZAGUIRRE, J.: Una vida sobria, honrada y religiosa. ESTRADÉ, M.: Shalom Miriam.

FERDER, F.: Palabras hechas amistad. FERNÁNDEZ BARBERÁ, C.: La fuente que mana y corre. FERNÁNDEZ-PANIAGUA, J.: Las Bienaventuranzas, una brújula para encontrar el norte. – El lenguaje del amor. FORTE, B.: La vida como vocación. BALLESTER, M.: Hijos del viento. FRANÇOIS, G. y PITAUD, B.: El bello esBEA, E.: Maria Skobtsov. Madre espiritual cándalo de la caridad. La misericordia y víctima del holocausto. según Madeleine Delbrêl. BEESING, M.ª y otros: El eneagrama. BIANCHI, G.: Otra forma de vivir. GAGO, J.L.: Gracias, la última palabra. BOADA, J.: Fijos los ojos en Jesús. GALILEA, S.: Tentación y discernimiento. – Mi única nostalgia. – Fascinados por su fulgor. – Peregrino del silencio. GHIDELLI, C.: Quien busca la sabiduría, BOHIGUES, R.: Una forma de estar en el la encuentra. mundo: Contemplación. GÓMEZ, C. (ed.): El compromiso que BOSCIONE, F.: Los gestos de Jesús. La conace de la fe. municación no verbal en los Evangelios. GÓMEZ MOLLEDA, D.: Amigos fuertes BUCCELLATO, G.: Tú eres importante de Dios. para mí. – Cristianos en una sociedad laica. – Pedro Poveda, hombre de Dios. CÀNOPI, A. M.: ¿Has dicho esto por no- – Pedro Poveda y nosotros. sotros? GRANDEZ, R. M.: Tú eres mi canto, Jesús. – y BALSAMO, B.: Amor, susurro de una GRÜN, A.: Buscar a Jesús en lo cotidiano. brisa suave. – Evangelio y psicología profunda. CARAMORE, G.: A Dios nunca lo ha – La mitad de la vida como tarea espirivisto nadie tual. CHÉNO, R.: Al final del silencio. – La oración como encuentro. CHENU, B.: Los discípulos de Emaús. – La salud como tarea espiritual. CLÉMENT, O.: Dios es simpatía. – La vida no es solo para el fin de sema– El rostro interior. na. – Unidos en la oración. – Nuestras propias sombras. CUCCI, G.: El sabor de la vida. La dimen- – Nuestro Dios cercano. sión corporal de la experiencia espiritual. – Si aceptas perdonarte, perdonarás. DANIEL-ANGE: La plenitud de todo: el amor. – Su amor sobre nosotros. DELFIEUX, Hno. P.-M.: Un camino mo- – Una espiritualidad desde abajo. nástico en la ciudad. GUTIÉRREZ, A.: Citados para un encuentro.

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NEVES, A: La luz que nos ilumina. OSORO, C.: Cartas desde la fe. – Siguiendo las huellas de Pedro Poveda.

SARTHOU-LAJUS, N.: El gesto de tras-mitir. SCARAFFIA, L. (Ed.).: Las otras misericordias. SCARLATA, M. W.: Un nuevo Sabbat. La belleza del ritmo de Dios para la era digital. SEGOVIA, M.ª J.: La gracia de hoy. SEQUERI, P.A.: Sacramentos, signos de gracia. SOLER, J. M.: Kyrie. El rostro de Dios amor. STUTZ, P.: Las raíces de mi vida.

PACOT, S.: Evangelizar lo profundo del corazón. – ¡Vuelve a la vida! PAGLIA, V.: De la compasión al compromiso. PEREZ PIÑERO, R.: Nos mereció el amor. PÉREZ PRIETO, V.: Con cuerdas de ternura. TEPEDINO, A. M.ª: Las discípulas de Jesús. POVEDA, P.: Amigos fuertes de Dios. TOLENTINO, J.: El hipopótamo de Dios. – Vivir como los primeros cristianos. TOLÍN, A.: De la montaña al llano. – Seguirle por el camino con Simón Pedro. RAGUIN, Y.: Plenitud y vacío. El camino TRIVIÑO, M.ª V.: La oración de intercesión. zen y Cristo. RAVASI, G.: Epifanía de un misterio. URBIETA, J. R.: Treinta gotas de Evangelio. RECONDO, J. M.: La esperanza es un camino. VAL, M.ª T.: Orantes desde el amanecer. RIDRUEJO, B. M.ª: La llevaré al silencio. VALLEJO, V.: Coaching y espiritualidad. RODENAS, E.: Thomas Merton, el hom- VEGA, M.: Contemplación y Psicología. bre y su vida interior. VILAR, E.: Dios te necesita para vivir en RODRÍGUEZ MARADIAGA, O. A.: Sin intimidad contigo. ética no hay desarrollo. – La misericordia de Dios sana. RUNCORN, D.: Nuestras lágrimas. Un – La oración de contemplación en la lenguaje olvidado. vida normal de un cristiano. RUPP, J.: Dios compañero en la danza de la vida. WELCH, S.: Conscientes y atentos. – La taza de nuestra vida. WIEDERKEHR, M.: Las siete pausas sagradas. SAINT-ARNAUD, J.-G.: ¿Dónde me WOLF, N.: Siete pilares para la felicidad. quieres llevar, Señor? WONS, K.: Sanar el corazón. SAMMARTANO, N.: Nosotros somos testigos. ZUERCHER, S.: La espiritualidad del SAOÛT, Y.: Fui extranjero y me acogiste. eneagrama.