Descartes. De la duda metódica a la conquista de la certeza 9788417506162

Descartes (1596-1650) señala un hito en la historia de la filosofía, puesto que abre la puerta de la modernidad filosófi

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Descartes. De la duda metódica a la conquista de la certeza
 9788417506162

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ESCARTE

De la duda metódica a la conquista de la certeza Antonio Dopazo Gallego

DESCARTES De la duda metódica a la conquista de la certeza Descartes (1596-1650) señala un hito en la historia de la filosofía, puesto que abre la puerta de la modernidad filosófica al desplazar el centro de la reflexión hacia la conciencia pensante del hombre. Constituye, en este sentido, un primer paso en el camino que el pensamiento ilustrado culminará con la obra crítica de Kant. Descartes marca, además, toda la filosofía del siglo XVII en su empeño por otorgarle la solidez y la fiabilidad conceptual propias de la matemática y de la ciencia física. El célebre cogito ergo sum (“pienso, luego existo”) sitúa el fundamento del conocimiento en el sujeto reflexivo y lo arranca del dogma religioso aceptado acríticamente, que había definido gran parte del pensamiento medieval. Este libro examina la naturaleza y las implicaciones de tal novedoso enfoque. Manuel Cruz (Director de la colección)

© Antonio Dopazo Gallego, 2015 © de esta edición, 2018 EMSE EDAPP S. L., C/ Rocafort 248 6º-1ª. 08029 Barcelona, España Realización editorial: Bonalletra Alcompas, S. L. © Ilustración de portada: Nacho García Diseño de portada: Víctor Fernández y Natalia Sánchez para Asip, S.L. Diseño y maquetación: Kira Riera © Fotografías: Todas las imágenes de este volumen son de dominio público, excepto la ilustración de pág. 7, © Niver Vargas. ISBN: 978-84-17506-16-2 Depósito legal: B 3677-2015 Impresión y encuadernación: Impresia Ibérica Impreso en España Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Descartes De la duda metódica a la conquista de la certeza Antonio Dopazo Gallego

Contenido El «giro epistemológico». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 La metafísica envuelta en la ciencia . . . . . . . . . . . . . 11 Una filosofía surgida de la ruina. Plan de la obra . . . . .13 «La vida escondida es la vida mejor.». . . . . . . . . . . . . .17 Exquisito producto de su época. . . . . . . . . . . . . . . .19 El misterio del viajero compulsivo . . . . . . . . . . . . . .25 Interludio: tomismo, esoterismo y «nueva ciencia».. . 31 La «conexión Mersenne». . . . . . . . . . . . . . . . . . .37 De lo viejo que no muere y de lo nuevo que no llega . . 41 La princesa del calor y la reina del frío . . . . . . . . . . . 52 La exigencia de la duda.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61 El joven Descartes y su iluminación algebraica. . . . . . 63 Recapitulación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .69 El «incidente Galileo». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .73 Dudar de los sentidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .76 Dudar de la ciencia y de la matemática. . . . . . . . . . . 79 «Tierra a la vista»: el hallazgo filosófico del cogito. . . 82 El verdadero objetivo del método:. . . . . . . . . . . . . .86

El «continente conciencia». . . . . . . . . . . . . . . . . .89 Buscar la salida del Yo: . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92 La exigencia del ser perfecto.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .95 Refutando el solipsismo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .95 Las tres pruebas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 100 Acerca de la novedad de las pruebas cartesianas . . . . 103 Sobre la naturaleza de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . 104 Ventajas epistemológicas de la existencia de Dios . . . 107 ¿Un mundo sin dioses?. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111 De la naturaleza como libro . . . . . . . . . . . . . . . . . 114 El fin de las cualidades: la naturaleza enmudecida . . . 120 De la naturaleza como máquina . . . . . . . . . . . . . . 123 Los límites de la representación. . . . . . . . . . . . . . . . . 129 «En tierra de nadie». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 130 El viento sutil y la glándula pineal. . . . . . . . . . . . . 134 La teoría de las pasiones. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137 El legado de Descartes.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145 APÉNDICES. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149 Obras principales. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 150 Cronología. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 152

D E S C A RT E S

El «giro epistemológico» Descartes como iniciador de la filosofía moderna He dicho en muchos lugares de mis escritos que mi pretensión era imitar a los arquitectos, los cuales, para levantar grandes edificios en lugares donde la roca, la arcilla o cualquier otro suelo firme está cubierto de arena o piedrecillas, abren primero grandes fosas, y sacan de ellas [...] la arena [...], a fin de asentar luego los cimientos sobre terreno firme. Del mismo modo, yo he rechazado primero, como si fuese arena, todo lo que había reconocido como dudoso e inseguro, y habiendo considerado tras esto que era imposible dudar de que la substancia que así duda de todo, o que piensa, existe mientras que duda, me he valido de esto como de una roca firme sobre la cual he puesto los cimientos de mi filosofía. Meditaciones metafísicas, séptimas Respuestas 1

1

Nos ajustamos al modo habitual de citar a Descartes según la edición canónica: Oeuvres de Descartes, Ch. Adam & P. Tannery, J. Vrin, París, 1965-1974 (de ahora en adelante AT), vol. VII, págs. 536-537. Trad. cast. de Vidal Peña, Madrid, Alfaguara, 1977 (las Meditaciones metafísicas serán citadas en adelante como MM). EL «GIRO EPISTEMOLÓGICO» - 9

Admitámoslo: Descartes se ha convertido en un cliché de nuestra cultura. Como suele ser habitual, ello tiene ventajas e inconvenientes. Por un lado, se reconoce en él algo valioso, que ya es parte de nosotros y nos define como hijos de la modernidad. Por otro lado, ese «algo» aparece anegado bajo el mercadeo de menciones e imágenes que lo neutralizan hasta hacerle perder la fuerza original con la que irrumpió en escena en pleno siglo XVII, un momento crucial para el desarrollo de la historia moderna. Cada vez que aparece, el nombre de Descartes suele asociarse con una mezcla de duda vigilante ante los prejuicios adquiridos y de organización metódica respecto a unos sólidos ejes cartesianos, x e y, que todos hemos manejado en la escuela y que, según cuenta la leyenda, se le ocurrieron a su inventor mientras observaba el vuelo de una mosca y trataba de ubicarla tomando como referencia el techo y las paredes de su habitación. Estos tópicos hacen pensar en alguien nacido para aportar soluciones como quien nos vende un juego de sartenes o un remedio para la resaca. Lo cierto es que ningún pensador se hace un hueco en la historia de la filosofía sin la decidida voluntad de buscarse problemas, y ello es especialmente cierto en el caso de Descartes. En el tempestuoso siglo en el que le tocó vivir, con media Europa queriendo matar a la otra media en interminables guerras religiosas, las ideas que introdujo no eran todavía evidentes, y mucho menos inofensivas. Hizo falta una gran audacia y una resistencia a lo que consideraba falso para plantearlas y defenderlas. Es precisamente ese «filo cortante» lo que se pierde en la acepción habitual del cartesianismo y lo que ni siquiera resulta sencillo encontrar en muchas exposiciones académicas, que a menudo dan demasiadas cosas por sentadas. Ahora bien, sumergirse en Descartes exige una elección. Es 10 - DESCARTES

un acto de libertad. Como en la popular escena de la película Matrix, se trata de tomar una píldora simbólica tras cuya ingesta ya no podremos pretender que allí no ha pasado nada. Elegir la ruta de las dificultades con la esperanza de obtener una claridad superior que nos haga despertar del sueño dogmático en el que estábamos sumidos: tal es el camino de la filosofía. Especialmente de la cartesiana.

La metafísica envuelta en la ciencia Que las nociones científicas envuelven cuestiones filosóficas es lo que Descartes nos permite apreciar con meridiana nitidez. Considerado sin discusión uno de los padres de la ciencia moderna (al menos en lo relativo a su «método»). Descartes no deja de insistir en que, a fin de construir sólidamente el edificio del saber, le es preciso remontarse a los principios filosóficos sobre los que aquel deberá apoyarse. Si somos modernos a partir de Descartes es precisamente porque sabemos que nuestra ciencia, de la que con razón nos sentimos orgullosos, exigió un replanteamiento filosófico de primer orden. Un «giro epistemológico» que ubicaba al sujeto de conocimiento, y ya no a la materia o a Dios, en el comienzo de todas las explicaciones. Al contrario de lo que ocurre con otros autores que se embarcan en ambiciosas aventuras dialécticas o en grandilocuentes arquitecturas conceptuales, la filosofía cartesiana puede resumirse de forma sencilla. A grandes rasgos, parte de una cuestión epistemológica que nunca abandona: «¿qué me es posible saber con certeza?», para derivar enseguida, sobre la ruta trazada, hacia tres cuestiones EL «GIRO EPISTEMOLÓGICO» - 11

metafísicas: la constitución del universo que pretendo conocer, la relación entre sus diferentes dominios («pensamiento» y «extensión») y si es necesario postular la existencia de un ser perfecto. Estas tres cuestiones, de carácter más marcadamente «ontológico» (es decir, relativas a la existencia y la naturaleza de lo que es), han sido discutidas en innumerables ocasiones, pero el hecho de partir del conocimiento (señalado por el célebre «cogito», el Yo pienso que está en el centro de toda la reflexión), ya es para nosotros, en tanto modernos, algo irrenunciable. Después de todo, si a algo cabe llamar con rigor «modernidad» en filosofía (ese período cuya extensión abarca desde el Renacimiento hasta los cuestionables intentos de superación e inauguración de una nueva etapa que comienzan a materializarse a finales del siglo xx) es precisamente al giro epistemológico, al hecho hasta entonces insólito o periférico de preguntarse cómo es posible conocer, cuáles son las condiciones de posibilidad de nuestro acceso a las cosas, y a ubicar esta pregunta en el centro y en el origen de la reflexión acerca del mundo. Modernidad es desplazar la cuestión de la ontología (qué es, qué hay) a la epistemología (qué puedo saber), o del mundo tomado como objeto (y nosotros en él) al mundo visto a través de un sujeto. Los modernos entendieron que este giro aportaba numerosas ventajas: además de alejarnos de especulaciones vanas acerca de objetos de dudosa certeza que a menudo no traían más que discordia (los dioses, los ángeles, la forma del universo o sus componentes últimos), solo así era posible liberar un terreno autónomo para la razón, que aparecía hasta entonces supeditada a poderes y realidades más eminentes (como el intelecto divino) o soberanas (como el designio del rey o el tirano de turno). Desde la modernidad, aquello a lo que tengo acceso de forma inmediata es a mi pensamiento, mi 12 - DESCARTES

conciencia, y es a partir de él (solo a partir de él) como accedo al mundo exterior y como el mundo exterior penetra en mí. Somos en primera instancia, por tanto, sujetos pensantes, no hijos de Dios o compuestos de átomos. El pensamiento es algo que debe ser puesto lo primero, si es que no se quiere renunciar a entenderlo más tarde. En consecuencia, la filosofía ya no podrá comenzar por establecer la «esencia de las cosas» apelando a la autoridad de turno, sino por describir el «método» de acceder a ellas. Pero el método, para Descartes, sería impensable sin una voluntad decidida que inicia y orienta la investigación. Buscar la verdad dentro de los márgenes de lo razonable no constituye una limitación de nuestra libertad, sino la afirmación más elevada de la misma. A ojos de Descartes, la filosofía sirve para no divagar y luchar contra la indecisión. Precisamente el objetivo de la duda cartesiana es adquirir certezas para que las inseguridades acerca de nuestro conocimiento del mundo ya no vengan a molestarnos más adelante.

Una filosofía surgida de la ruina. Plan de la obra A fin de captar la innegable originalidad de Descartes, será preciso apreciar hasta qué punto ese nuevo continente desde el que es escrito el Discurso del método habría sido impensable siquiera medio siglo antes. No se trata de que los escolásticos medievales o los «humanistas» del Renacimiento (las dos corrientes que pelearon por la hegemonía intelectual en los siglos xv y xvi) estuvieran «ciegos» EL «GIRO EPISTEMOLÓGICO» - 13

ante la nueva ciencia o fueran incapaces de estudiarla. Para evitar caer en ese tipo de simplificaciones, hace falta ver que una concepción como la cartesiana sencillamente no tenía sentido para ellos. Si la filosofía posee un encanto especial y una dificultad única es porque no se trata en ella de refutar o ridiculizar épocas y modos de pensar «superados» afirmando a priori la hegemonía del presente, sino ante todo de entender esos modos de pensamiento como regiones e inclinaciones de nuestra propia razón que pueden visitarse todavía hoy con el ejercicio mental apropiado. Solo haciendo este esfuerzo será posible entender por qué para nosotros, habitantes tardíos de la modernidad, se ha vuelto ya imposible volver decididamente a esas maneras de pensar que contaban sus horas con el fin de la guerra de los Treinta Años (1618-1648). Precisamente porque resulta muy complicado entender a Descartes sin asomarse a la turbulenta situación que Europa atravesaba a comienzos del siglo xvii, tendremos que explicar en mitad de qué doble ruina se abrió ese espacio para una «recta investigación» y deliberación racional. Como dice Descartes, para ejercer un esfuerzo intelectual preciso y bien aprovechado que no era de suyo evidente y exigía romper con la autoridad a fin de pensar y conocer el mundo como si fuera la primera vez. La región que se le aparece a Descartes a través de su telescopio racional (no del todo diferente al telescopio óptico con el que Galileo descubrió los relieves de la Luna, aunque esta vez proyectado hacia el interior) es completamente nueva respecto a la que se podía ver con anterioridad: si se nos permite el símil, tras un gigantesco incendio (el de la exuberante Naturaleza renacentista, pero también el de la majestuosa arquitectura tomista), se hace necesario recalificar el terreno baldío y elevar un nuevo edificio habitable. «Así pues, 14 - DESCARTES

yo he rechazado primero, como arena, todas las cosas dudosas; y, habiendo advertido después que no puede dudarse de que al menos la sustancia que duda o que piensa existe, he utilizado esto como una roca en que colocar los cimientos de mi filosofía». Descartes sabe que los sueños de una doctrina del saber entregada de una vez por todas a los hombres por la divinidad ya no retornarán. En esa medida, tendremos que empezar a acostumbrarnos a pensar sobre una cierta ausencia (la del Libro Sagrado, la de la autoridad incuestionable), sobre un vacío insaturable que se corresponde, no obstante, con la buena noticia de que somos libres. Aspiramos aquí, en definitiva, a devolver a las ideas de Descartes algo de la fuerza con la que irrumpieron como un rayo (pero un rayo, ciertamente, anticipado y preparado por las nubes que cubrían el cielo) en la Europa tormentosa del siglo XVII. El rayo es hijo de la tormenta y, sin embargo, se afirma con respecto a ella; se distingue nítido y orgulloso sobre el fondo gris del que ha emergido. Con esa intención en mente, dividiremos el libro en seis capítulos. El primero, el más extenso, se ocupará de la vida y el contexto histórico de Descartes, así como de enmarcar sus principales obras. Es posible que más de un lector se sorprenda con lo que encontrará en él; recientes estudios biográficos arrojan hipótesis inquietantes acerca de la ocupación de Descartes como agente doble. Los siguientes cuatro capítulos (del segundo al sexto) tratarán de ofrecer una exposición sencilla y ordenada, al modo de una miniatura que conserva las piezas y proporciones, de la filosofía del autor, desde la duda metódica hasta la unión del cuerpo y el alma (el punto más oscuro de la doctrina), pasando por el cogito, la cuestión de Dios y el mecanicismo. Finalmente, la conclusión se ocupará de recoger breEL «GIRO EPISTEMOLÓGICO» - 15

vemente en qué direcciones fue prolongada y corregida la obra de Descartes por la posteridad (desde los racionalistas como Leibniz y Spinoza al criticismo de Kant) y en qué medida puede relacionarse con la crisis de identidad filosófica (¿quién o qué es el ser humano y cuál es su lugar en el cosmos?) que parece acompañar como una sombra al mundo moderno.

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«La vida escondida es la vida mejor.» Descartes en el huracán de su tiempo Como los comediantes llamados a escena, para que no aparezca el pudor en su rostro, se ponen una máscara: así yo, a punto de subir a este teatro del mundo, en el que hasta hoy he sido espectador, avanzo enmascarado. Pensamientos privados 2

Antes de sumergirnos en la violenta tempestad que supuso para Europa la primera mitad del siglo XVII, permítasenos aportar tres pinceladas rápidas sobre el temperamento de Descartes tal y como se desprenden de sus múltiples biografías y del testimonio de sus alle2

AT, X, pág. 8, trad. cast. de José Antonio Martínez, Descartes, Madrid, Del Orto, 1994. «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 17

gados.3 Esto nos ayudará a contextualizar su modus vivendi y a dotar de verosimilitud a algunos acontecimientos de su vida. En primer lugar, su apariencia desprendía un «encanto saturnino». A pesar de su corta estatura (poco más de un metro y medio) y su poco agraciado aspecto, se daba un aire solemne, como un caballero de otro tiempo: tez pálida, peluca, criados a su servicio, sable militar, medias y pañuelo de seda, calzones hasta las rodillas y botas con hebilla de plata. Todo ello, unido a que pocos le conocían en persona, poseía una poderosa mirada y no solía malgastar palabras, contribuía a dotar a su figura de una aureola de misterio. En segundo lugar, se trataba de un hombre resolutivo, con gran afán competitivo y una confianza casi ciega en sus cualidades. Frente a la razonable cautela que transmiten sus escritos, las objeciones nunca hicieron mella en él. En el prefacio a las Meditaciones metafísicas acusa a sus críticos (algunos de ellos viejos amigos) de ser «necios y blandos», «arrogantes» y partidarios de «opiniones falsas e irracionales». Esta agresividad fue una tónica a lo largo de su vida. Pese a no llegar a combatir en el campo de batalla, Descartes albergó, como filósofo, muchas de las virtudes propias del guerrero. Finalmente, está lo que podríamos llamar su lado «afectivo»: el carácter hipocondríaco y maniático que le llevaba a obsesionarse con su seguridad y su salud, y a pensar en una cura definitiva contra el envejecimiento. A su amigo Huygens le co3

La obra de referencia, por tratarse de la única escrita con la supervisión del editor y hombre de confianza del filósofo (Claude Clerselier), es La vie de Monsieur Descartes (1691), de Adrien Baillet. Su mayor inconveniente es que destila todo el aroma de una «biografía autorizada»: pese a que nada de lo que cuenta es decididamente falso, tenemos la impresión de que nos estamos perdiendo algo.

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mentó que se cuidaba tanto que pensaba llegar a los cien años, y con frecuencia se vanagloriaba de haber vencido, en su juventud, la debilidad física que lo azotó siendo niño. Aunque se ha exagerado con sus diez horas diarias de sueño y su costumbre de no despertarse antes del mediodía (seguramente una fanfarronada), el autor de las Meditaciones trabajaba a menudo en la cama, junto a la estufa caldeada, y era, desde luego, poco dado a derrochar esfuerzos. La vida de Descartes suele dividirse en tres fases netamente diferenciadas: su educación (hasta los dieciocho o veinte años), sus viajes (envueltos en un llamativo misterio) y su asentamiento en los Países Bajos (coincidente con su eclosión intelectual y su salto a la fama como pensador). Pasemos a recorrerlas reparando en los acontecimientos más significativos de cada una de ellas.

Exquisito producto de su época Y, sin embargo, estaba en una de las más célebres escuelas de Europa, en donde pensaba yo que debía haber hombres sabios, si los había en algún lugar de la tierra. Discurso del método. I

René Descartes nació el 31 de marzo de 1596 a escasos metros de las turbulentas aguas del río Creuse, en una pequeña aldea de la provincia de Turena, cerca del valle del Loira, en el centro de Francia. Aunque él no lo llegó a saber, la modesta La Haye le rendiría un homenaje póstumo al adoptar su nombre a partir de la Revolución francesa de 1789: los allí nacidos se llaman ahora descartoises. «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 19

El pequeño René tuvo una infancia poco reseñable, con el componente traumático de haber perdido a su madre, víctima de un parto complicado, cuando solo contaba un año de edad. Su padre, un distinguido jurista, formó pronto una nueva familia, pero tuvo la prudencia de dejar a sus anteriores hijos a cargo del tío materno, un político tolerante acostumbrado a mediar con éxito en los conflictos entre católicos y «hugonotes» (como se conocía a los calvinistas franceses, partidarios de la Reforma Protestante) en la vecina localidad de Châtellereault. Descartes creció beneficiándose de las comodidades de una familia católica de clase media alta, compuesta por médicos y juristas, aunque aquejado de una fragilidad corporal (manifiesta por su inseparable tos seca) que solo empezaría a superar a partir de los veinte años. «Siempre he preferido mirar las cosas desde el ángulo más favorable y tratado de que mi felicidad dependa en lo principal de mí mismo, y creo que esta inclinación venció gradualmente la debilidad»,4 confesaría años después al constatar algo ya sabido por los filósofos de toda época: el modo en que la salud del pensamiento influye sobre la del cuerpo. Gracias a la amistad que unía a su familia con los directores, a los diez años pudo ingresar en la flamante escuela de La Flèche, gestionada por la orden católica jesuita. Se trataba del centro de estudios más avanzado de la Europa cristiana y, como veremos a continuación, un buen ejemplo de la compleja urdimbre ideológica en la que se fue abriendo paso el pensamiento moderno. Aunque hoy tendamos a exponer el paso de la Edad Media a la Edad Moderna como el resultado del enfrentamiento de «la ciencia 4

Carta a Elisabeth de Bohemia de 1645, AT VII, citada en Clifford Grayling, A., Descartes. La vida de René Descartes y su lugar en su época, Valencia, Pre-Textos, 2007 (trad. cast. de Antonio Lastra), pág. 43.

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contra la religión», la situación no era, ni de lejos, tan simple. Europa vivía desgarrada por las contiendas religiosas que enfrentaban en sus territorios, al modo de una plétora de guerras civiles, a católicos contra protestantes. Desde Lutero y su Reforma de comienzos del siglo xvi (con Calvino siguiendo sus pasos rápidamente en Francia), los protestantes se habían alzado contra la autoridad eclesiástica y proclamado que la única fuente de verdad eran las Escrituras, y no las Escrituras y la Iglesia. En este contexto, los jesuitas se veían a sí mismos como la vanguardia de la Contrarreforma: un ejército de eruditos que debían mostrar las virtudes «pedagógicas» y tutelares de la Iglesia de Roma frente a la «barbarie» separatista. Sus técnicas educativas eran asombrosamente modernas, muy distintas de los

La casa donde nació Descartes, en La Haye. La ilustración data de 1845 y fue publicada en la revista parisina Magasin Pittoresque.

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disciplinarios métodos de otras órdenes. La tutela era personalizada, se motivaba al alumnado con frecuentes premios y actividades participativas y se fomentaba su autonomía. Fundada en 1604, la escuela de La Flèche tuvo su origen en un gesto de magnanimidad del rey Enrique IV (nacido protestante) con los católicos tras uno de los muchos choques entre estos y los hugonotes. Hacia 1600, el odio religioso en Francia había escalado hasta tal punto que el rey tuvo que asediar París y aceptar convertirse al catolicismo («París bien vale una misa», cuenta la leyenda que alegó con diplomacia) para poner fin a las continuas matanzas. Con la finalidad de garantizar la ansiada paz, el Edicto de Nantes proclamó entonces la libertad religiosa e invitó a los recién expulsados jesuitas a regresar a Francia, confiándoles una institución de élite en la que desarrollar a placer su concepción de una «educación integral». Irónicamente, ello no fue suficiente para evitar que el propio Enrique fuera asesinado por un jesuita poco después. En una ceremonia un tanto sórdida, su corazón fue depositado en La Flèche en 1610, cuando Descartes todavía era alumno.

El futuro filósofo permaneció en la escuela hasta los dieciséis años, tres más de lo habitual, debido a que formó parte de la primera promoción en recibir una formación extendida en matemáticas (en las que destacó muy pronto), física y metafísica, que venía a añadirse a las reglamentarias lenguas clásicas, literatura, gramática y retórica. Descartes fue un ejemplo de éxito indiscutible de los métodos pedagógicos jesuitas. Pese a las recurrentes quejas contra la formación «libresca» que aparecen en el Discurso del método («procurando instruirme, no había conseguido más que reconocer más y más mi ignorancia»),5 amó sinceramente su escuela. De ello da testimonio su afir5

Discurso del método (en adelante DM), 1, trad. cast. R. Frondizi, Madrid, Alianza, 2001.

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mación, ante un conocido que le pedía consejo, de que «en ningún otro lugar de la tierra se enseña filosofía mejor que en La Flèche»,6 o bien que el centro atraía a «muchos jóvenes de todos los rincones de Francia que forman una gran mezcla, y mediante la conversación con ellos se aprende tanto como si se hubiera viajado mucho». También elogia «la igualdad que mantienen los jesuitas entre ellos al tratar casi de la misma manera al de elevado linaje que al de bajo nacimiento», para terminar concediendo que «puesto que la filosofía es la clave de las demás ciencias, es extremadamente útil haber estudiado todo su currículum conforme se enseña en las instituciones jesuitas, antes de elevarnos por encima de la pedantería para hacernos sabios de un modo acertado». En realidad, se ha tendido a malinterpretar la crítica de Descartes a las «letras»: más que denostar su formación, señala el hecho de que la mejor teoría no exime de la necesidad de salir de los libros. Pide, en consecuencia, completar su educación con algo que ni la mejor escuela podía proporcionarle: el contacto con el mundo. Esta actitud ya indica un giro intelectual que era común a muchos disconformes con la Iglesia, pues desplaza el foco de interés científico de la biblioteca (donde estamos a merced de la autoridad tutelar) al «teatro del mundo» (donde debemos valernos de nuestro sentido común).

El joven salió de La Flèche con dieciséis años y a los veinte se licenció en Derecho en Poitiers. Entretanto, además, ejerció como aprendiz de médico en el pueblo de su padre. Los biógrafos no se ponen de acuerdo sobre si durante esos años se dedicó solo a estudiar o se dio a las diversiones de París (alimentando así la popular leyenda del Descartes juerguista y mujeriego, que se batió en duelo 6

AT II, pág. 378, citado en Clifford Grayling, A., op. cit., pág. 44, de donde tomo el resto de citas del párrafo. «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 23

En el jardín de los autómatas Entre los 18 y los 20 años, Descartes pasó probablemente una temporada en Saint-Germain-en-Laye, una localidad cercana a París adonde acudían a veranear las familias acomodadas. Nada destacable si no fuera porque allí se hallaba una de las grandes maravillas tecnológicas del mundo en el siglo xvii: el jardín de recreo real de los hermanos Francini, dos prodigios de la ingeniería hidráulica traídos de Florencia por el rey Enrique IV con el encargo de diseñar un paraíso artificial de jardines colgantes, laberintos y grutas secretas pobladas de autómatas. Propulsadas por corrientes de

Grabado en perspectiva de los jardines de Saint- Germain-en-Laye 1664. Las terrazas están numeradas y marcadas en este grabado por las zonas planas amarillas y azules.

agua, las estatuas mecánicas gorjeaban, andaban, cantaban y hacían sonar instrumentos musicales.

Sus biógrafos describen a un Descartes extasiado y delirante recorriendo las estancias después de sus estudios diarios y obteniendo la inspiración para su descripción del cuerpo vivo como «una estatua o máquina hecha de tierra», y de los animales como ingenios hidráulicos impulsados ciegamente por piezas similares a las bombas de agua, tuberías y esclusas que en los jardines recreaban todo tipo de portentos.

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por una dama). Lo único cierto es que a partir de este momento, ya licenciado, decide incorporarse al ejército. Y aquí es donde comienzan los misterios.

El misterio del viajero compulsivo Tan pronto mi edad me permitió salir del dominio de mis preceptores, abandoné completamente el estudio de las letras, y resuelto a no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo, o bien en el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver cortes y ejércitos, en tratar gente de diversos humores y condiciones, en recoger varias experiencias, en ponerme a mí mismo a prueba en los casos que la fortuna me deparaba y en hacer siempre tales reflexiones sobre las cosas que se me presentaban, que pudiera sacar algún provecho de ellas. Discurso del método, I

Los interrogantes acerca de los doce años que siguen a su graduación se han centrado en dos puntos: por un lado, Descartes aparece en todos los lugares críticos de Europa en los momentos precisos en los que se deciden los acontecimientos que inician y orientan la guerra de los Treinta Años (1618-1648), que enfrentó a las grandes potencias europeas con el odio religioso como trasfondo. Por otro lado, pese a estar verosímilmente involucrado en ellos «hasta el tuétano», no leemos ninguna mención de su puño y letra. Ni una sola confesión a sus amigos. Ni una mísera crónica o lamento sobre una fase negra de la historia de Centroeuropa en la que cerca de cinco millones de personas, mayoritariamente civiles, perdieron la vida. Para colmo, el filósofo indica en varias ocasiones que su lema duran«LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 25

te estos años fue el larvatus prodeo latino («avanzo enmascarado»), lo que ha llevado a algunos estudiosos recientes a sugerir la hipótesis de que Descartes fue un espía.7 Un agente doble empleado durante doce años por los servicios de inteligencia de los Austrias, cuya causa era asesorada directamente por los jesuitas. La hipótesis no parece descabellada. Los espías abundaban en una época de intrigas palaciegas y conspiraciones a gran escala. Aunque solo hubiera sido como observador o informante, el joven daba el perfil requerido: docto, discreto, conocedor del latín, apreciado en las altas esferas jesuitas y necesitado de algún dinero para costear su ocioso estilo de vida. La pensión heredada de su madre, después de todo, no pudo cubrir tantos años de desplazamientos y comodidades. Sea como fuere. Descartes relata en el Discurso que al acabar sus estudios se propuso «salir a conocer el mundo», y a fe que cumplió su plan. Repasemos las etapas de esta intensa «gira europea». Su primera parada fue la ciudad holandesa de Breda, en la frontera entre los Países Bajos españoles (católicos) y las Provincias Unidas (protestantes), donde se enroló en la guarnición estacionaria del príncipe calvinista Mauricio de Nassau a fin de formarse en ingeniería y técnica militar. Allí, mientras resolvía un acertijo matemático en un anuncio callejero, tuvo un encuentro afortunado con el joven Isaac Beeckman. Este brillante científico holandés, seguidor de Copérnico y del nuevo atomismo mecanicista, quedó maravillado al instante con las dotes matemáticas del misterioso extranjero. Durante los años de amistad que siguieron, Beeckman estimuló la inteligencia del filósofo planteándole problemas científicos de tipo 7

Por ejemplo, Anthony Clifford Grayling, en su excelente biografía (ver nota anterior).

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práctico y en cuya resolución Descartes tomó conciencia de su potencial. Aunque no se decidiría a poner por escrito sus ideas hasta diez años después, quedó en sincera deuda con su nuevo amigo: «Sois el único que me ha sacado de la indolencia y me ha hecho recordar lo que había aprendido y casi olvidado».8 Pero la llegada a Breda se produjo en un momento delicado, cuando una discusión teológica acerca de la predestinación en el seno del protestantismo había desatado un conato de guerra civil en las prósperas Provincias Unidas. La discusión giraba en torno a si Dios había elegido de antemano las almas de quienes se salvarían. Comoquiera que para los calvinistas ortodoxos negar dicha tesis implicaba cuestionar la omnisciencia divina y, para colmo, se aproximaba a la doctrina católica del libre albedrío, arremetieron furiosamente contra sus defensores, congregados en torno al teólogo Jacobo Arminio. Finalmente, el príncipe Mauricio decidió convocar una asamblea internacional de teólogos calvinistas (el Sínodo de Dort), que condenó a la destitución inmediata y al exilio a todos los arminianos. Descartes siguió los hechos muy de cerca. Entretanto, los poderosos españoles (y la casa de Austria, que ocupaba su trono y urdía ambiciosos planes de conquista) aprovecharon el desorden holandés para tomar la iniciativa en política exterior, encaminándola hacia el estallido de una guerra que pensaban les devolvería el control del Sacro Imperio Romano (formado por los estados germánicos, donde los católicos habían perdido buena parte de su poder tras la Reforma). A tal fin, en septiembre de 1619 se produjo un acontecimiento importante para el desarrollo de la trama: la coronación del nuevo 8 Ibíd. pág. 79. «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 27

emperador del Sacro Imperio Romano, Fernando II, cuyo consejero personal era el jesuita Guillermo Lamormaini. La figura de Fernando era central para los intereses católicos: lo primero que hizo fue declarar nulas las posesiones del palatinado protestante de Bohemia y ofrecer una parte a España y otra al católico Maximiliano de Baviera. ¿Adivinan quién estaba en Frankfurt el día de la coronación, a la que asistió en primerísima persona? Nuestro filósofo enmascarado. Descartes había abandonado Breda poco antes, en mayo de 1619. Tras el nombramiento del nuevo emperador, y después de una breve «parada técnica» en Ulm donde le asaltaría su gran epifanía intelectual (ver recuadro «Sueño de una noche de invierno»), se dirigió a Viena para alistarse en las tropas del citado Maximiliano. Este poderoso ejército se hallaba en marcha hacia Praga como parte de la campaña militar católica destinada a despojar de sus posesiones al reformista Federico, elector del palatinado de Bohemia, en lo que constituiría el comienzo de la funesta guerra de los Treinta Años. Una vez en Praga, Descartes participó en la batalla de la Montaña Blanca, donde en una sangrienta mañana de noviembre de 1620 los veinte mil hombres de Maximiliano vencieron a los quince mil de Christian de Anhalt, del Palatinado. Aunque no llegó a entrar en combate (supuestamente se mantuvo como ingeniero en retaguardia), René iba en el contingente que asoló la región (hoy checa) de Moravia. Siguió entonces una feroz represión de los protestantes bohemios, que incluyeron ejecuciones masivas y atrocidades de todo tipo. Con el catolicismo reinstaurado a sangre y fuego, los jesuitas desembarcaron en tropel para hacerse con el control de escuelas y universidades.

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Sueño de una noche de invierno, o Domingos de estufa y fiebre El 10 de noviembre de 1619, en el camino entre Frankfurt y Viena, Descartes tuvo su epifanía intelectual, la revelación de un método que le daría acceso a todo el conocimiento. El invierno se había adelantado y tuvo que buscar cobijo en una posada de Ulm. El día comenzó bien, con la feliz idea de que las obras se acercan más a la verdad si las lleva a cabo un único individuo apelando a su razón común que si se hacen sumando las opiniones privadas de muchos. Entusiasmado, René había pasado horas escribiendo al calor de la estufa, pero la atmósfera se había ido cargando y empezaba a encontrarse enfermo. No es desdeñable que la mezcla de fiebre, cansancio, entusiasmo y calor provocara su alucinación. Los sueños que apuntó en su diario, hoy perdido pero al que tuvo acceso el filósofo Leibniz, son bastante ridículos en sí mismos. Descartes camina por la calle huyendo de fantasmas cuando le golpea un torbellino, tras lo cual decide refugiarse en una escuela, a cuya capilla acude sacudido por el viento. En el patio, un desconocido le anuncia que el «señor N.» tiene algo para él: una sandía traída de un país lejano. Al despertar, Descartes nota que le duele el costado, se da media vuelta y sigue durmiendo, solo para despertar sobresaltado al notar la habitación invadida por chispas de fuego que se esfuman como llegaron. En el tercer sueño, descubre dos libros sobre su mesa que él no ha puesto allí: un diccionario y una antología de poemas latinos en la que encuentra el verso «¿qué camino debo seguir en la vida?». Se da cuenta entonces de que hay un extraño en la sala que le señala un poema de Ausonio que empieza con las palabras «sí y no». Como el diccionario eran las ciencias, el poemario el entusiasmo y «sí y no» el juicio, Descartes dedujo muy cabalmente al despertar que el Espíritu de la Verdad (o sea, Dios) le había abierto los tesoros de todas las ciencias. 29

Pero aunque fue el gran imperio católico (los Austrias y sus aliados germanos) quien tomó la iniciativa en la guerra, aquello fue a la postre el principio de su declive: las otras potencias europeas de amplia población protestante, particularmente Francia y Suecia, observaron los sangrientos acontecimientos desde la barrera y aprovecharían los años siguientes para ahogar logística y diplomáticamente a su enemigo, que tenía demasiados frentes abiertos y se desplegaba a lo largo de una extensión inmanejable. Poco después de su «misión» en Praga, Descartes partió hacia Italia atravesando la peligrosa región de La Valtelina, un paso estratégico controlado por los Austrias que estaba a punto de caer en manos enemigas. En Italia vivió dos años entre Venecia y Florencia. Aprovechó, además, para acercarse a peregrinar a Loreto (lugar sagrado al que unos ángeles llevaron supuestamente desde Nazaret la casa de la Sagrada Familia) y dar gracias por su revelación en Ulm. Al volver de Italia, probablemente dando por finalizada su vida como viajante (o espía), trató sin mucho éxito de encontrar un puesto como jurista similar al de su padre en su pueblo natal. Descartes era un tipo impaciente, y al ver que los trámites se alargaban decidió asentarse tres años en París, donde permaneció hasta 1628. Mientras la Europa central se sumía en la guerra, Francia disfrutaba de una década de tolerancia favorecida por el buen hacer del difunto Enrique IV. Las diferencias religiosas pasaban a un segundo plano especialmente en París, donde Descartes vivió la «época libertina», caracterizada por un auge sin precedentes de nuevas ideas ajenas al dogma eclesiástico. Esta ola de progresismo tuvo su origen en 1619, cuando un profesor de filosofía y medicina llamado Vanini fue quemado por ateísmo y homosexualidad. Un gran sector de la 30 - DESCARTES

población francesa se rebeló contra los métodos de censura eclesiástica, y convirtió a Vanini en el símbolo de una apertura intelectual que desbordaba los viejos esquemas de «Reforma versus Contrarreforma». Sin embargo, en todo este ambiente cundía, como es habitual cuando un paradigma ideológico entra en crisis, un gran eclecticismo. Las ganas de cambio iban muy por delante de la concepción clara de una alternativa. Para entender mejor el hervidero en que se había convertido la Europa culta en la que Descartes hizo irrumpir sus ideas, convendrá hacer un paréntesis e introducir en escena a las dos grandes cosmovisiones del momento.

Interludio: tomismo, esoterismo y «nueva ciencia». Sobre la encrucijada intelectual del siglo xvii El tiempo viejo ha pasado, estamos ante una nueva época [...]. Porque lo que dicen los viejos libros ya no les basta, pues donde la fe reinó durante mil años ahora reina la duda. El mundo entero dice: sí, eso está en los libros, pero dejadnos ahora mirar a nosotros mismos. A la verdad más festejada se la golpea hoy en el hombro; lo que nunca fue duda hoy se pone en tela de juicio. B. Brecht, Galileo Galilei 9

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En Teatro completo, I, Buenos Aires, Nueva Visión, 1976, trad. cast. de O. Bayer. «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 31

En la época de Descartes, el sistema de pensamiento dominante era una mezcla de doctrina cristiana y filosofía antigua (mayoritariamente la de Aristóteles) conocido como «escolástica». De implantación en todas las escuelas y universidades cristianas, la escolástica fue un intento de poner los restos del saber pagano al servicio de una ordenación racional de la revelación. La discusión y el razonamiento se permitían, pero circunscritos a la naturaleza del Ser Supremo y al modo en que había creado el mundo (con todo, ello no estaba exento de peligros: eran frecuentes las acusaciones de herejía entre teólogos). Para entender el grado de sofisticación que alcanzó esta filosofía hay que volver la vista al siglo xiii, cuando Tomás de Aquino, un brillante teólogo italiano, logró poner al servicio del cristianismo la física y metafísica de Aristóteles, la astronomía de Ptolomeo y la medicina de Galeno. A fin de resolver este rompecabezas, conocido a partir de entonces como «tomismo» y elevado a doctrina oficial de la Iglesia, Tomás se inspiró en las corrientes de pensamiento que en la Grecia tardía (especialmente en la Alejandría de los siglos iii y iv de nuestra era) fusionaron las enseñanzas clásicas con las religiones orientales, incluyendo el pujante cristianismo. El tomismo y su concepción de la «analogía del ser», según la cual todos los seres guardan semejanza con el Ser Supremo, se ofrecía como la doctrina filosófica idónea para el cristianismo, pues era capaz de sostener la existencia de un vínculo cognoscible entre Dios y el Mundo (evitando así caer en el ateísmo) sin por ello eliminar la distancia infinita entre ambos (evitando el «panteísmo» o identificación de Dios con la naturaleza). A partir de aquí, el cosmos era reflejado en las Sumas escolásticas (gigantescos volúmenes manuscritos) como una gran arquitectura de árboles categoriales en cuya cúspide se encontraba Dios (en relación al cual se predicaban 32 - DESCARTES

los «géneros generalísimos») y en cuya base residían las «especies ínfimas» (de las que brotaban los individuos). Todo quedaba así integrado en una gran estructura arborescente y piramidal. La ciencia que Descartes estudió en la escuela era, por tanto, la de los griegos. Aunque Aristóteles había racionalizado y «atemperado» en gran medida el dinamismo ingenuo de los antiguos (para quienes el mundo material era a menudo visto como un gran ser vivo, y sus lugares como relativos a funciones y esencias que determinaban el movimiento de las cosas y sobre las cuales se podía influir entonando ofrendas y plegarias), el mundo sublunar permanecía para él dividido en cuatro grandes regiones (fuego, aire, agua y tierra, esta última ocupando el centro del cosmos) que atraían o repelían de forma natural el movimiento de los cuerpos (en su mayoría compuestos por mezclas variables de los citados elementos). No había, por tanto, lugar para la inercia: el mundo entero permanecía atravesado por causas impulsoras, la más eminente de las cuales era Dios, cuya inmovilidad todos los seres buscaban imitar sin éxito. Respecto a los astros, se componían de un quinto elemento (éter o quintaesencia) y, estando solo un grado por debajo del primer motor inmóvil (es decir, Dios), se desplazaban eternamente según el movimiento más perfecto concebible, el circular (pues es el que menos modificaciones implica: el comienzo, el medio y el fin son en él virtualmente indistinguibles respecto al centro). Ahora bien, el acceso a esta fabulosa ordenación de los seres no era público o evidente: permanecía celosamente custodiado por la autoridad de los clérigos, que ostentaban en sus bibliotecas y escuelas el monopolio de lectura del «Libro del Mundo», como si solo ellos y su lengua especializada (un latín plagado de tecnicismos) tuvieran la «clave» de la proporcionalidad entre Dios y las cosas. Precisamente contra ese monopolio del saber se había alzado la Reforma «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 33

Protestante en el siglo xv, abanderada por teólogos de nuevo cuño como Lutero, Tomás Moro, Erasmo de Rotterdam o Jakob Böhme. Según ellos, la relación entre Dios y el hombre debía ser replanteada para facilitar un acceso individual; todo aquel que quisiera consultar las Escrituras debía poder hacerlo sin pasar por la mediación de una Iglesia corrupta. La religión (religatio, «alianza» o «vínculo») sería así renovada,10 y con ello se inauguraría una nueva era. Este rechazo a la autoridad quedó ampliamente constatado en el Renacimiento, un gran movimiento cultural paralelo a la Reforma que, a lo largo de los siglos xv y xvi, vino a constatar la quiebra de la arquitectura de pensamiento medieval. Si la Reforma fue la grieta en el muro, el Renacimiento fue la avalancha que inundó y anegó la catedral gótica. En cierto modo, los autores renacentistas tomaron la teoría tomista de la analogía y la llevaron al extremo: el mundo entero aparecía atravesado por vínculos de semejanza o «amor divino» que hacían de él un gigantesco Libro Sagrado y que habían permanecido hasta entonces silenciados por la falsa autoridad. Los sobrios árboles categoriales estallaron en una enredadera en la que todo se relacionaba potencialmente con todo según las plásticas reglas de la conveniencia, la emulación, la analogía o la simpatía. Proliferaron entonces los compendios de mirabilia: augurios, profecías, monstruos, milagros o prodigios que, en tanto que excepciones a la norma, agujereaban la categorización tomista de los seres y anunciaban una Nueva Alianza entre lo divino y lo humano.11 Ya 10

Este tema está presente en autores renacentistas muy variados, incluyendo a Savonarola, Ficino, Pico della Mirandola, Maquiavelo o Pomponazzi.

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Uno de los libros que circulaban todavía en época de Descartes era las Bodas alquímicas de Christian Rosenkreutz, relativo al supuesto fundador de la esotérica orden Rosacruz (ver recuadro «La fiebre Rosacruz»).

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no hacía falta atender a las polvorientas definiciones de los filósofos: era como si Dios (ahora a menudo «la Naturaleza») se manifestara directamente en cada cosa a los ojos adecuados. A fin de leer este nuevo y sobreabundante Libro del Mundo, se rescataron las viejas concepciones esotéricas del saber, como el Corpus Hermeticum, la magia, la astrología y la alquimia, siempre dispuestas a descubrir nuevas e inopinadas relaciones entre los hechos más dispares y a recombinar los elementos para dar lugar a mezclas más puras (como el oro buscado por los alquimistas). Cada objeto del mundo se ofrecía como un rostro enigmático presto a ser descifrado, y la única prueba de error era el aislamiento, la incapacidad de relacionar algo con la trama conspirativa que lo vinculaba con el Todo Así, el ser humano obtenía directamente de la naturaleza la potencia universal de la divinidad: él era, en realidad, como el «índice» de esa gran Enciclopedia, pues se le había otorgado acceso a todos sus contenidos. Como ha sostenido Michel Foucault en Las palabras y las cosas, el pensamiento renacentista, con su retorno a una especie de «paganismo ilustrado», tendía a eliminar la diferencia entre ver y leer, entre la cosa y la palabra, de un modo similar a como el antiguo dinamismo eliminaba la diferencia entre la materia y las intenciones que se proyectaban sobre ella (siendo plausible, en consecuencia, rezar para atraer la lluvia o interpretar un relámpago como un augurio favorable a nuestra causa, por poner dos ejemplos sencillos). Desde esta perspectiva, se entiende la devoción de los «humanistas» del siglo xv por la filología y la erudición: al describir los hechos del mundo, era el mundo mismo lo que se registraba en el libro. Por eso el filólogo, el recopilador de curiosidades, significados y palabras, era también una suerte de mago capaz de encontrar (e incluso rehacer) el vínculo oculto entre todas las cosas con su «abracadabra». «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 35

Ahora bien, conforme esta concepción rebosante de la Naturaleza se fue extendiendo (con frecuencia enfrentándose a las purgas del Tribunal de la Inquisición, que veía en ella un intolerable auge del ateísmo y el paganismo), se fue haciendo más palpable que lo esotérico y lo «oculto» funcionaban más como un símbolo del rechazo a la autoridad y un anuncio del nuevo mundo (es decir, como una ficción provisional) que como un sistema de pensamiento apto para ese nuevo mundo (precisamente, lo esotérico era ridiculizado con facilidad por los teólogos católicos tan pronto perdía su condición de clandestinidad y era sometido a un escrutinio público). Después de todo, el Renacimiento también es la época en la que se produce la configuración de los Estados Modernos o el nacimiento del mercado capitalista y las nuevas clases sociales: las ciudades europeas estaban cambiando a gran velocidad hacia modelos individualistas que poco tenían que ver con los antiguos imperios y las monarquías feudales. Entre las clases emergentes y profesiones liberales, la simpatía por lo esotérico era más un modo de aglutinar el anticlericalismo que de ofrecer la alternativa consistente a lo «viejo» que el nuevo mundo demandaba. Pero al mismo tiempo, en medio del clima liberal renacentista, algunos estudiosos habían aprovechado para «mirar directamente al mundo» sin pasar por la biblioteca y encontrar en sus fenómenos, especialmente en los movimientos de los astros, patrones y proporciones de un tipo matemático. De estas operaciones nació el heliocentrismo de Copérnico (que postulaba el movimiento de la Tierra alrededor del Sol, lo que resultaba absurdo desde la perspectiva tomista) y, poco después, la observación de la Luna con telescopio por parte de Galileo, que constató en su Sidéreas nuncius («Mensajero sideral», aparecido en 1610) que en ella había valles y 36 - DESCARTES

montañas, tumbando de paso casi veinte siglos de tajante división aristotélica entre cielo y tierra. Así, entremezclados frecuentemente con esa fiebre renacentista por leer el libro de la Naturaleza sin mediaciones, aparecieron las semillas de lo que posteriormente llamaríamos «ciencia moderna». Y sus protagonistas, los «padres fundadores» como Copérnico, Bacon, Galileo o Kepler, a menudo no se distinguían demasiado de otros eruditos que hoy tomamos por excéntricos: también para ellos las leyes físicas eran el modo en que Dios se expresaba (así, Galileo) o los átomos las cifras y letras con las que estaba compuesto el Poema del mundo (así, Giordano Bruno, quemado en la hoguera en Roma por atomista y ateo).

La «conexión Mersenne». La Iglesia y el «instrumentalismo» científico ¿Cómo ubicar a Descartes, católico pero moderno, en este tupido tablero ideológico? Una de las claves para hacerlo es su relación, desde comienzos de la década de 1620 (coincidiendo con sus viajes), con Marin Mersenne, un joven teólogo aficionado a las matemáticas que también había estudiado en La Flèche y que gozaba de un inmenso prestigio entre sus correligionarios. El «padre Mersenne» ponía en contacto epistolar y acogía en su casa de París a los mejores matemáticos de su tiempo: Fermat, Gassendi, Roberval, Beaugrand, Descartes y el niño prodigio Blaise Pascal (a la postre rival de Descartes en el terreno filosófico). En la práctica, ejercía un papel «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 37

La fiebre Rosacruz y la leyenda de un pueblo por venir Descartes fue asociado reiteradamente con la orden Rosacruz, una hermandad secreta de carácter subversivo llena de alusiones a una sabiduría sagrada traída de Oriente y transmitida entre unos pocos iluminados que causó furor en Europa entre 1612 y 1623 después de haber sido dada por desaparecida. Los sueños de la habitación caldeada son similares a relatos esotéricos de la época, e incluso se decía que el filósofo era miembro activo de la orden, lo cual choca con su rechazo a las «falsas ciencias» y su cercanía a los jesuitas, enemigos declarados de los rosacruces. Una hipótesis reciente es que Descartes se infiltró como espía en el movimiento bajo el seudónimo de Polybius Cosmopolitanus. Que aprovechara la ocasión para hacer contactos y estudiar sus teorías científicas tampoco es desdeñable. Después de todo, más que una secta, la Rosacruz era un código que identificaba a la élite descontenta con el poder eclesiástico, entre la que llegaron a contarse científicos como Bacon o Newton. Con frecuencia recurrían a las pintadas callejeras, los panfletos incendiarios y el anuncio de profecías para prender la chispa del descontento popular. Eran, en resumen, un síntoma del momento crítico por el que pasaba Europa: lo viejo ya no servía, pero lo nuevo no acababa de tomar forma. Y entre medias: la ficción, la leyenda y el recurso pueril pero siempre estimulante a la sabiduría perdida de los ancestros.

El alquimista, óleo del siglo xvii del pintor barroco holandés Johan Moreelse.

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similar a las actuales redes sociales y foros virtuales. Al igual que Beeckman, estimuló a Descartes en sus trabajos y le mantuvo al día de los avances en la «nueva ciencia» que se producían en Europa (especialmente los de Galileo). Pero, quizá de forma más importante aún, le informó de la postura oficial de la Iglesia y le defendió de cualquier acusación de herejía. Si Mersenne destacó por algo fue por tratar de cribar la nueva física matemática de todo poso esotérico de magia, cábala o alquimia. Debido a ello, se convirtió en el azote del pensamiento renacentista que daba sus últimos coletazos a principios del siglo XVII (destaca, por ejemplo, su feroz ataque contra Robert Fludd, un místico inglés que simpatizaba con la secta Rosacruz y cuyos escritos Mersenne ridiculizó ante los ojos del público durante la década libertina). Descartes y él sostenían una opinión similar: la nueva ciencia era compatible con el catolicismo e incluso debía ser promocionada desde él a fin de separarla de todo reducto oscurantista y herético. En cierto modo, Mersenne era lo suficientemente inteligente como para ver la necesidad de una «Nueva Alianza» entre la religión y el conocimiento de la naturaleza que sustituyera al agonizante edificio tomista. Pero a fin de que la Iglesia tolerara esta nueva concepción «responsable» de la ciencia, era necesario separar claramente la física de la teología, justamente lo que no ocurría en el pensamiento esotérico, en el que se mezclaba continuamente lo natural con lo sobrenatural (los hechos con las intenciones) en un retorno al dinamismo y al animismo antiguos. Esta separación ciencia-religión, aunque debiera disfrazarse al principio bajo una concepción «instrumentalista» de la primera (según la cual la ciencia solo construía hipótesis ficticias, siendo la verdad monopolio de las Escrituras), era ya una conquista muy mo«LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 39

derna y con la que Descartes se sentía cómodo, porque le permitía entregarse libremente a sus investigaciones conservando su estatus social y su fidelidad a la educación recibida. En cierto modo, Mersenne representaba la cara amable de la Iglesia católica hacia la nueva ciencia, una cara que, aunque parcial y no siempre oficialmente sancionada, desempeñó un papel esencial en la divulgación de las nuevas ideas. Tanto Mersenne como Descartes entendieron, por tanto, que la manera de combatir la Reforma y el estallido anticlerical ya no podía ser un retorno a Aristóteles. Solo así se explica que fuera en este círculo católico donde se reunieran las luminarias francesas del momento y se difundieran las nuevas ideas, incluyendo entre ellas el atomismo, el heliocentrismo y el mecanicismo (Mersenne defendió y divulgó ampliamente a Galileo antes y después de su definitiva condena). Se entiende entonces que Descartes y el círculo de Mersenne ocuparan un lugar peculiar en este clima «libertino» en el que las nuevas ideas científicas se mezclaban con un último rebrote de la magia o la alquimia. Demasiado avanzados para la doctrina oficial de la Iglesia católica, sin duda, pero igualmente distantes respecto al esoterismo renacentista, cuyo agotamiento empezaba a mostrar a las claras que se trataba solo de una cháchara insustancial y nostálgica acerca de una supuesta sabiduría oriental perdida de la que nadie sabía ni había sabido nunca nada a ciencia cierta y que funcionaba más como un código de adhesión entre disconformes que como una alternativa real al aristotelismo. Sin embargo, como si algo le incomodara, Descartes decidió abandonar súbitamente París a finales de 1628. Es significativo que 40 - DESCARTES

ello se produjera tras una audiencia privada con el cardenal Bérulle, cuyo protegido, Richelieu, había accedido al poder y buscaba debilitar la influencia exterior de los Austrias a la vez que hallar una alternativa educativa católica a los jesuitas. Si la hipótesis del espionaje es cierta, Bérulle pudo comunicarle que sabían de sus manejos con el enemigo y que no podían garantizarle su seguridad por más tiempo en Francia. Ello explicaría el exilio autoimpuesto (ya no volvería a vivir más en su país) y el cambio obsesivo de residencia (al menos dieciocho veces durante los siguientes quince años, algo insólito para un filósofo) durante su estancia en las Provincias Unidas, los Países Bajos del norte. La razón oficial, en cualquier caso, fue que Bérulle le animó a desarrollar sus ideas y él aceptó de buen grado buscar «la perfecta soledad en una tierra moderadamente fría donde nadie le conociera».12

De lo viejo que no muere y de lo nuevo que no llega Repasé las diversas ocupaciones que tienen los hombres en esta vida para escoger la mejor. Sin desear decir nada de las ocupaciones de los demás, pensé que no podía hacer nada mejor que continuar con lo que estaba haciendo y dedicar toda mi vida a cultivar la razón y avanzar tanto como pudiera en el conocimiento de la verdad, siguiendo el método que me había prescrito. Discurso del método13 12

Baillet, A., op. cit, pág. 173.

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AT VI, pág.27. «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 41

Descartes llega a los Países Bajos a comienzos de 1629 y permanecerá allí durante veinte años, guardando durante los primeros un absoluto secreto acerca de su paradero. Sin contar las estancias breves en hospedajes o casas de amigos, tuvo al menos 24 residencias, incluyendo largas temporadas en la bulliciosa Ámsterdam, donde se alojó en una calle repleta de carnicerías a las que acudía a diario a ver cómo se mataba a los animales y para recoger muestras anatómicas para su estudio. Por esta época, ya con 32 años. Descartes había empezado a sistematizar por escrito sus hallazgos. Su labor intelectual de juventud se puede clasificar en tres grandes dominios: 1. Sus investigaciones matemáticas, que le habían llevado a idear una fusión de álgebra y geometría según la cual era capaz de describir de forma muy sencilla cualquier curva en relación a unos ejes de coordenadas. La inspiración del método filosófico, de hecho, provino de aquí. A su entender, los matemáticos no eran capaces de razonar por qué sus demostraciones eran ciertas, pese al hecho de serlo a todas luces. De ahí la necesidad cartesiana de dudar para exigir fundamentos. Los descubrimientos en la antigua geometría y aritmética le parecían golpes de suerte. Faltaba una manera de relacionar estos logros individuales, de expresarlos con una notación común, a lo que contribuyó con la fundación de la «geometría analítica». 2. Sus estudios en física a partir de los problemas que le proponían, maravillados por su capacidad, tanto Beeckman como el círculo de Mersenne. En este ámbito, sus intereses se fueron desplazando desde la geometría de los sólidos al estudio 42 - DESCARTES

de la óptica, donde descubrió la ley de refracción14 (el cambio de trayectoria geométrica de los rayos de luz en su paso de un medio a otro). 3. Finalmente, derivado de su sueño lúcido, estaban sus indagaciones acerca de un «método universal» de conocimiento que, inspirado en su descubrimiento de la geometría analítica, trataba de dar unas pautas aplicables a cualquier campo del saber. Estas indagaciones cristalizaron de forma temprana en un trabajo inacabado: las Reglas para la dirección del espíritu, un ambicioso tratado filosófico cuyo borrador solo vería la luz póstumamente. Se trata, en cualquier caso, de un texto capital que precisa, como ningún otro, conceptos cartesianos tan importantes como la «intuición» y la «deducción». De vuelta en los Países Bajos y sin ninguna obligación aparente, Descartes se inscribió como oyente en las universidades de Franeker y Leiden para ampliar sus conocimientos sobre astronomía y medicina. También se interesó por la química y la anatomía, además de profundizar en sus reflexiones sobre metafísica (fundamentalmente en la distinción cuerpo-alma y la naturaleza de Dios). A nivel técnico, estaba obsesionado con la fabricación de lentes que no falsearan el comportamiento de la luz, un ambicioso proyecto que no pudo llevar a término a causa de su riña con el óptico Jean Ferrier. Además de reencontrarse con su amigo Beeckman (con quien también rompería relaciones poco después), Descartes conoció en Utrecht a 14

Hoy conocida como ley de Snell por haber sido codescubierta anteriormente por este inglés, que sin embargo no la publicó. Como tampoco haría Descartes (que además aportaba un aparato geométrico) hasta 1637, en que fue incluida en la Dióptrica, parte del Discurso del método. «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 43

Henry Reneri, el primero de una serie de influyentes profesores que empezarían a difundir sus ideas en Holanda. Precisamente con la intención de que sus teorías fueran acogidas en las facultades holandesas (las Provincias Unidas eran conocidas por su promoción de las artes y las ciencias) como antesala de su aceptación entre los jesuitas, Descartes se embarcó en la redacción de un libro de texto capaz de ofrecer una visión del ser humano y la naturaleza alternativa al aristotelismo y que no se inmiscuyera en la cuestión de Dios. Así nació El Mundo, escrito en francés, donde, usando como hilo conductor a la luz (sus fuentes, su medio, lo que la refleja y lo que la observa: el ser humano), presentaba una visión mecanicista de la naturaleza sin fuerzas ni intenciones que la «contaminasen»: «Adviértase que con naturaleza no me refiero a una diosa ni a ninguna otra clase de poder imaginario. Más bien empleo la palabra para significar la materia misma, en la medida en que la tengo en cuenta junto a las otras cualidades que le he atribuido».15 Así, una vez puesta en marcha, la creación funcionaba como una máquina independiente de su Creador, pero esta descripción solo debía ser considerada como una fábula verosímil, pues, finalmente, era Dios quien la conservaba a cada instante, tal y como confirmaban los teólogos. Cuando el libro estaba casi terminado, llegó a oídos de Descartes la condena del recién aparecido Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo de Galileo, quien fue arrestado por promover el heliocentrismo, teoría que ya no se aceptaba ni siquiera como hipótesis (el texto que la Iglesia aducía para declararlo herético era el salmo 104 de la Biblia: «Tú pusiste la tierra sobre sus cimientos, 15

AT IX, pág. 37.

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/ y de allí jamás se moverá»). Hasta entonces Galileo, que había contado incluso con la protección del papa Urbano VIII, había conseguido librarse de la condena, pero las cosas se habían puesto feas debido a los rebrotes libertinos y anticlericales. Descartes se hizo con un ejemplar del Diálogo y, tras leerlo detenidamente, le dijo a Mersenne que su tratado era irrecuperable sin la hipótesis copernicana. «Admito que si la opinión es falsa, también lo es todo el fundamento de mi filosofía, pues también con ella quedaría demostrada, y está tan estrechamente entreverada en cada parte de mi tratado que no puedo eliminarla sin dejar el resto de la obra defectuoso»,16 a lo que añadía: «Deseo vivir en paz y seguir llevando la vida que había empezado con el lema “Para vivir bien debes ser invisible”».17 Fue así como el mundo se quedó sin El Mundo, que solo fue publicado póstumamente en dos partes: Tratado del hombre y Tratado de la luz. Curiosamente, se ha señalado con acierto que Descartes dio muestras de excesivo recelo en unos años en los que sus amigos Mersenne y Gassendi publicaron sin problema aparente diversos trabajos favorables al copernicanismo (Mersenne incluso elaboró un detallado resumen del Diálogo galileano). Pero al margen del parto interrumpido por la autocensura, la primera década holandesa fue la fase más feliz y prolífera de la vida de René: disfrutaba de su anonimato, estudiaba, escribía y dormía a pierna suelta. En 1635, además, tuvo su primera y única hija con la doncella Helena Jans. Desde el principio, Descartes se hizo cargo de la pequeña Francine de un modo afectuoso y de16

AT I, págs. 270-271.

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AT I, págs. 282-283. «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 45

cidido, aunque sin renunciar a su habitual discreción (la bautizó en una iglesia protestante bajo pseudónimo y la trataba como a su sobrina delante de sus invitados). Según la ley holandesa, era una hija a todas luces legítima, pues no se exigía el matrimonio. Descartes, de hecho, hizo vida de familia con ambas durante largos períodos. Por desgracia, cuando la pequeña contaba con solo cinco años y su padre empezaba a hacer gestiones para enviarla a las mejores escuelas de Francia, murió súbitamente de escarlatina, una enfermedad infantil por entonces letal. Para rematar la tragedia, la madre, Helena, habría muerto apenas unas semanas antes debido a una alta fiebre. A principios de 1641, Descartes escribió la siguiente carta a un amigo que acababa de perder a su hermano: No soy de quienes creen que las lágrimas y la tristeza son apropiadas solo para las mujeres y que, para parecer un hombre de ánimo firme, debamos mantener siempre una expresión serena. No hace mucho sufrí la pérdida de dos personas muy cercanas a mí, y me di cuenta de que quienes querían protegerme de la tristeza solo la aumentaban, mientras que encontré consuelo en la amabilidad de quienes estaban afectados por mi pesar. Estoy seguro de que me prestaréis más atención si no trato de refrenar vuestras lágrimas que si trato de apartaros de un sentimiento que considero justificado.18

Según Baillet, su biógrafo autorizado, la muerte de su hija en sus propios brazos fue de lejos el mayor pesar que Descartes experimentó en toda su vida. 18

AT III, págs. 278-279.

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Un doble mazazo en mitad de lo que, por lo demás, fue una fase filosóficamente decisiva. Dejando a un lado sus reservas, en 1637 se decidió a resumir algunas partes de El Mundo (las dedicadas a la óptica y la meteorología, ajenas a las controversias sobre astronomía), a completarlas con el tratado de geometría que sus conocidos llevaban años reclamándole y a publicarlas de forma inicialmente anónima junto a un ensayo introductorio que cambiaría la historia de la filosofía para siempre: el Discurso del método. Se desvelaban de golpe y con claridad meridiana no uno, sino dos rasgos definitorios del pensamiento moderno: el «racionalismo» (afirmación de la razón como criterio fundamental de la verdad y fuente principal del conocimiento) y el «idealismo» (descubrimiento de la conciencia como realidad primera y punto de partida de la filosofía).19 Además de la duda metódica, en el Discurso (escrito, de nuevo, en francés) encontramos, por supuesto, la primera aparición del cogito, con el famoso «pienso, luego existo», junto a la distinción nítida del pensamiento y la extensión como sustancias independientes y la necesidad de la existencia de un Dios bondadoso como garantía de nuestro conocimiento. Todo ocurre como si Dios ofreciera al lector un trato justo: si emplea sus facultades de un modo adecuado, se le garantiza que alcanzará un conocimiento cierto acerca de un número indefinido de cosas. La novedad más llamativa, no obstante, es el tono autobiográfico extremadamente humilde, alejado de toda presunción: «nunca he presumido de que mi espíritu fuera superior al de cualquiera», se dice al principio, «y a menudo he deseado tener un ingenio más presto, o una imaginación tan nítida y distinta, o una memoria tan amplia y dispuesta como la de otros». 19 Véase Risieri Frondizi, Introducción a Descartes, R., Discurso del método, Madrid, «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 47

Pese a ello, el Discurso tenía una ambiciosa finalidad que se deja traslucir en el subtítulo: «Plan de una ciencia universal, capaz de elevar nuestra naturaleza a su mayor grado de perfección, junto con la Óptica, la Meteorología y la Geometría, en las que el autor, para dar una prueba de su ciencia universal, explica los asuntos más abstrusos que ha podido escoger y lo hace de tal modo que incluso quienes no hayan estudiado podrán entenderlos».20 Con la publicación del Discurso del método y el trabajo acumulado en El Mundo y las Regulae, se puede decir que la filosofía de Descartes estaba virtualmente completa. De hecho, dos de las tres obras de la década siguiente, las Meditaciones metafísicas y Los principios de la filosofía, serán solo desarrollos y ampliaciones de las anteriores, sin suponer ningún cambio sustancial. Sin duda, Descartes pecó de optimista al pensar que sus ideas serían acogidas oficialmente en círculos jesuitas. Lo que sí se produjo fue su definitivo salto a la fama: el libro se vertió al latín y recibió muchos elogios, aunque también atrajo toda clase de críticas, tanto científicas como filosóficas. Descartes despreció mayormente las primeras, acusando a sus rivales de envidiosos e ineptos, y se centró en las de tipo «metafísico», que era donde a su entender había margen de desarrollo («mi propósito no era tratar las cosas por extenso, sino ofrecer un ejemplo y aprender de mis lectores»).21 Con ello en mente, se embarcó en la elaboración de su segunda gran obra publicada, las Meditaciones metafísicas (1641), esta vez escrita directamente en latín y acompañada por un voluminoso apartado de objeciones y respuestas (en las que Descartes se defen20

AT I, pág. 339.

21

MM, Prefacio.

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Precedentes de la duda cartesiana Descartes no fue el primero ni el único pensador en servirse de la duda como instrumento filosófico. En la antigüedad, la escuela escéptica elevó la suspensión del juicio (epojé) y la indiferencia (ataraxia) a aspiraciones últimas de la filosofía. Evidentemente, la duda cartesiana se desmarcará muy pronto de la escéptica: él hace de ella un uso sistemático y focalizado, empleándola como resorte o toma de impulso para establecer sus tesis, y nunca como una aspiración en sí misma. Ya a comienzos de la Edad Media, Agustín de Hipona se sirvió distinguidamente de ella para afirmar contra los escépticos que podemos dudar de todo salvo de que dudamos (Del libre albedrío, II, 3:7), algo que empieza a parecerse a la versión cartesiana y es refrendado por formulaciones similares al cogito en otras partes de su obra («Si me engaño, existo», dice en La ciudad de Dios). La duda era un tema católico donde se ponía de manifiesto el libre ejercicio de la voluntad intelectual junto a sus límites, conectando así la libertad con algunas certezas «tranquilizadoras», pero no tenía ni la radicalidad ni la carga epistemológica que tendrá en el Discurso del método. Más llamativo es el caso de dos contemporáneos franceses de Descartes: el teólogo Pierre Charron y el político Jean de Silhon. El primero escribió que la afirmación «No sé nada» era una verdad «más instruida y segura, más noble y generosa que todo el conocimiento y la certeza», pues dejaba el alma expedita para que Dios «grabe la verdad en ella» (citado en C. Grayling, Descartes, op. cit). El segundo, por su parte, hacía notar que «no es posible que un hombre que tiene la capacidad, que comparte con muchos, de mirar en su interior y juzgar que existe se engañe en este juicio y no exista» (Ibíd.). Antes de acusar a Descartes de plagio, conviene ver que la duda era un asidero valioso en una época en la que ni la filosofía ni la religión servían para detener el enfrentamiento entre los hombres y en la que se hacía urgente, por tanto, partir de cero.

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día con uñas y dientes) recopiladas gracias a la difusión que Mersenne hizo del manuscrito entre figuras de primer nivel como Hobbes, Gassendi o Arnauld. El subtítulo de la primera edición rezaba «Donde se demuestra la existencia de Dios y la inmortalidad del alma», aunque en la segunda lo cambió por el más preciso «Donde se demuestra la existencia de Dios y la distinción entre el alma y el cuerpo humanos». Aunque pecando un poco de beatería decidió dedicar la obra a los directores de la facultad de teología de la Sorbona, finalmente el libro no obtuvo su aprobación. Pese a no introducir ninguna novedad sustancial, las Meditaciones son consideradas por muchos estudiosos como la obra maestra de Descartes. En ellas desarrolla lenta y cuidadosamente todo el aparato epistemológico y metafísico del Discurso, desde la duda hasta la existencia del mundo material, pasando por las pruebas de la existencia de Dios. Reforzando su imagen pedagógica, afirmó que había escrito esta obra «con el fin de que las ideas abstractas resultaran estimulantes a las mujeres», algo que por aquel entonces constituía una declaración de intenciones incluso para un racionalista como él, que proclamaba abiertamente la igualdad de las inteligencias,22 pues era obvio que la mayoría de mujeres carecían de acceso a la cultura. Con la aparición de las Meditaciones llegaron también una serie de virulentas polémicas en las universidades holandesas, donde el cartesianismo empezaba a correr como la pólvora. La primera de ellas, en Utrecht, cogió a Descartes en mitad de una feroz discusión 22 Algunos de los primeros tratados feministas modernos, como De la igualdad de los sexos (1673), de François Poulain de la Barre, fueron escritos por cartesianos. Apoyándose en principios como la separación mente-cuerpo o el rechazo de los prejuicios y la tradición, promovían el acceso de las mujeres al sacerdocio, la judicatura, el poder político, las cátedras universitarias y los altos cargos del ejército. Todo ello debía cimentarse sobre una educación plenamente igualitaria. 50 - DESCARTES

acerca de la predestinación. Según Gisbertus Voetius, un influyente teólogo calvinista, el voluntarismo del nuevo filósofo era peligroso porque cuestionaba la omnipotencia divina y se identificaba con la doctrina arminiana del libre albedrío, prohibida oficialmente años atrás en Holanda. También fue asediado por sus rivales con el ariete de la impiedad: era un ateo por sustituir las pruebas tradicionales de la existencia de Dios por otras tan endebles que animaban a sus lectores a renegar del Ser Supremo. La espiral creció generando algaradas y destrozos en las aulas y motivando la publicación de panfletos a favor de unos y otros. Cuando se prohibió enseñar física copernicana y cualquier noción de cartesianismo en Utrecht, Descartes trató de emplear esta condena de los calvinistas, con el «loco, pendenciero, envidioso, pedante, estúpido, hipócrita y enemigo de la verdad»23 Voetius a la cabeza, para ganarse el favor de los jesuitas. La trifulca acabó llegando a los tribunales por cruce de difamaciones, y solo los contactos de Descartes en la embajada francesa lograron sacarle del apuro. La segunda gran polémica tuvo lugar en Leiden. En 1646, un profesor de teología discutió la afirmación cartesiana de que «la duda es el principio de la filosofía indudable». Según él, ello confundía las mentes de los estudiantes, llevándolos al escepticismo y al ateísmo, por no hablar de la insinuación blasfema de las Meditaciones de que Dios podía engañarnos. La filosofía cartesiana fue prohibida en Leiden y el aristotelismo restaurado como doctrina única. Para agravar las cosas, se le acusó de pelagiano: no creer en la doctrina del pecado original. Curiosamente, esta vía tenía mu23

AT VII, págs. 563-603. «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 51

cho más fundamento, y Descartes lo sabía, pues había defendido la bondad natural del ser humano y la idea de que todas las almas se salvarían (algo relativamente aceptado entre católicos, pero en absoluto entre calvinistas ortodoxos). Por eso trató de «escurrir el bulto» y centrarse en las acusaciones de blasfemia incidiendo en que Dios no nos engaña. «Una tropa de teólogos, seguidores de la filosofía escolástica, parece haber formado una liga para aplastarme con sus calumnias.» La hostilidad escaló esta vez hasta tal punto que el príncipe de Orange tuvo que intervenir en persona y prohibir la discusión sobre cualquier tipo de metafísica, fuera cartesiana o aristotélica. Lo segundo no tenía precedentes, pero además, la física cartesiana quedaba exonerada y podía ser impartida libremente en Leiden, para escándalo de los teólogos. Descartes no perdía batallas.

La princesa del calor y la reina del frío He oído que a esta reina se la tiene en tal estima que, si bien me he quejado a menudo de que quieran llevarme ante la presencia de grandes personas, no puedo eludir la gratitud por que le hayáis hablado tan amablemente de mí... Descartes a Chanut sobre Cristina de Suecia 24

La década de los cuarenta, la segunda de Descartes en Holanda, comenzó con la redacción de Los principios de la filosofía (1644), un 24 AT IV, pág. 535. 52 - DESCARTES

ambicioso proyecto científico25 en el que reelaboraba los contenidos de El Mundo relativos a la cosmología y la mecánica empleando las Meditaciones como base metafísica. Divididos en cuatro partes, se ocupaban, respectivamente, del conocimiento humano, las cosas materiales, el mundo visible y la tierra. Concebido nuevamente como un manual para las escuelas y ordenado meticulosamente en cuestiones breves, los Principia (según su título original en latín) dieron a conocer la teoría cartesiana de los vórtices, encargada de explicar el movimiento de los planetas en un universo sin vacío. Descartes generalizaba el copernicanismo a una indefinida cantidad de estrellas, concebidas como centros de remolinos cuya acción impulsora es la propia luz. Esto conectaba con su teoría de la visión: el ojo percibe porque, dirigido al sol, recibe instantáneamente la presión que este ejerce sobre el fluido universal. A finales del siglo XVII, esta teoría será discutida airadamente en círculos científicos de toda Francia, aunque finalmente será rechazada en favor de la que Newton ofrecerá en los principios matemáticos de la filosofía natural (1687). Frente a Descartes, Newton defenderá un espacio vacío donde el papel de los vórtices será reemplazado por la más «elegante» fuerza de la gravedad, una noción polémica que Descartes rechazó por implicar la acción a distancia, considerada por el francés como un resquicio de dinamismo y superstición frente al diáfano mecanicismo del contacto. Newton, sin embargo, contará con el aval de la corroborada tercera ley de Kepler, según la cual los planetas más cercanos al sol se mueven a mayor velocidad, justo lo contrario de lo que había sostenido Descartes, y esto resultará decisivo para decantar el debate a su favor. 25 En la época de Descartes, lo que hoy conocemos ampliamente como «ciencia» se llamaba «filosofía natural», y lo que hoy llamamos «filosofía» era «metafísica». «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 53

Además de la redacción de los Principia, el otro gran acontecimiento intelectual de la década de 1640 para Descartes fue su correspondencia con la princesa Elisabeth de Bohemia. Se trataba de la hija del mismísimo elector Federico, al que el filósofo había contribuido a derrotar en la batalla de la Montaña Blanca, algo que por razones obvias se guardó para sí (sus correrías con Maximiliano no parecían computar como mérito para ganarse la simpatía de la muchacha). Aunque se ha hablado de que hubo amor entre ellos, debió de tratarse fundamentalmente de admiración, pues apenas se vieron dos veces. La joven había crecido en el exilio holandés acogida por la Casa de Orange y no había desaprovechado el tiempo. Respondía al mejor perfil intelectual de la época, siendo una suerte de alma gemela de Descartes: no estaba adoctrinada en el tomismo, conocía seis lenguas, descollaba en matemáticas y había renunciado al matrimonio a favor del estudio. Además, había leído atentamente la obra publicada del filósofo. Por todo ello, las cartas con Elisabeth son un encuentro intelectual de primer orden. Algunos de los pasajes más significativos y profundos de Descartes, incluyendo el tratado Las pasiones del alma26 (1649), nacen de esta correspondencia, que le fuerza a explorar las regiones menos claras de su pensamiento para, pese a todo, buscar en ellas mayor precisión. El origen de esta obra, la última que Descartes publicará en vida, está en una carta en la que Elisabeth le exige «una definición rigurosa de las pasiones» a fin de entender cómo, siendo tan distintos la mente y el cuerpo, pueden interac26 Escrito, según se lee en una carta de 1648, «solo para que lo leyera una princesa cuyos poderes mentales son tan extraordinarios que puede entender con facilidad asuntos que les parecerían muy difíciles a nuestros ilustres doctores» (AT XI, págs. 323-324). A Elisabeth, además, le dedicó expresamente los Principia: «A su Serena Alteza». 54 - DESCARTES

tuar. Las respuestas del filósofo («experimentamos su interacción, y Dios sabrá cómo funciona»), incluyendo su célebre recurso a la «glándula pineal» (véase el capítulo «El legado de Descartes»), ponen de manifiesto que nadie hasta entonces le había exigido rigor sobre ese punto, seguramente porque era aquel donde las respuestas se apartaban del suelo teológicamente firme, pero también porque, más que un problema. Descartes se había inclinado a ver en esa dis-

René Descartes conversa con la reina Cristina de Suecia en esta pintura del siglo XVIII.

tancia una solución. En este sentido, la cuestión de la franja oscura y confusa entre lo claramente distinguido (o distante) aventuraba dificultades que caracterizarán a toda una época (que todavía es, en buena medida, la nuestra). Sin embargo, no todo marchaba bien en la vida de Descartes. Los dos viajes a Francia (en 1644 y 1647) a la caza y captura de una pensión que el rey Luis XIV le había prometido sugieren que su situación económica había comenzado a agravarse. En ambos casos, el resultado de las gestiones fue nulo, pues el tesoro francés estaba «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 55

en la más absoluta bancarrota. Ello ayuda a explicar la sorprendente (y a la postre fatídica) decisión de partir hacia Estocolmo en septiembre de 1649 tras aceptar, con mucha reticencia, el puesto en la corte que le ofreció la reina Cristina de Suecia, prima de Elisabeth. Descartes era precavido porque estaba desengañado ante la escasa cantidad de personas que deseaba profundizar en su filosofía una vez la habían recorrido superficialmente, a modo de curiosidad. En parte debido al estilo sencillo y ameno con que había sido escrita, la asociaban a una cuestión de sentido común y no le daban mayor importancia. Para su frustración, se daba cuenta de que los poderosos estaban más interesados en cuestiones oscuras, como la magia, la astrología o la alquimia, de las que no se podía obtener certeza alguna (pues en ellas todo era fruto de la mera intención de creer, al margen de la validez o no de las ideas implicadas). Por eso la correspondencia con Elisabeth había resultado tan gratificante, y por eso quiso asegurarse de que con Cristina sería similar. A sus 23 años, Cristina era una joven estudiosa que buscaba realizar el ideal tardorrenacentista de una corte de sabios. Llevó a Estocolmo a toda clase de artistas y eruditos, desde arquitectos a pintores, y gastó una fortuna en la construcción de un teatro con las últimas innovaciones técnicas. Pero ni eso pudo salvarla de ser una reina impopular, recordada por la insensatez de sus decisiones. Las cosas empezaron a torcerse muy pronto para Descartes. De entrada, tardó tanto en llegar (seis semanas, para ser exactos) que a la reina ya se le había pasado el interés por la filosofía y andaba intrigada con la historia de la Antigua Grecia. Descartes era un hombre docto, pero si algo le resultaba fastidioso era la historia y la cultura de los antiguos. La mezcla de ciencia desfasada, moral precristia56 - DESCARTES

na y el modo pedante en que era citada sin cuestionarla le parecía completamente inservible. Además, cometió otro error de bulto en la primera reunión que tuvo con Cristina: hablarle maravillas de su prima. Según los biógrafos, Cristina era una persona celosa, y especialmente de la más bella e inteligente Elisabeth. Cuando Descartes le dijo que él no sabía nada de Grecia, Cristina le ofreció ir de viaje a conocer Suecia durante otras seis semanas, a lo que él se negó: había ido allí a enseñar. No contenta con ello, le mandó entonces componer la música para un espectacular ballet con el que se celebraría la Paz de Westfalia (que marcó el fin de la guerra de los Treinta Años, de la que Suecia había salido fortalecida). Descartes se volvió a negar, pero no tuvo más remedio que aceptar escribir el libreto de la función con todos los pormenores de la misma. Para su desdicha, la obra fue un éxito y el público exigió que el filósofo de moda escribiera un drama de amor con princesa, tirano y amante. René pasaba los días lamentando haber ido a Suecia. En diciembre, cuando apenas llevaba dos meses allí, ya le decía a su amigo Chanut que no aguantaba más: «Estoy fuera de lugar, y solo deseo tranquilidad y reposo, bienes que los reyes más poderosos de la tierra no podrían conceder a quienes los obtienen por sí mismos».27 Cuando Chanut alertó a Cristina, esta pareció tomárselo como un ultimátum y accedió a recibir lecciones, pero con una condición: tendrían lugar tres veces por semana a las cinco de la madrugada en el enero más frío que se recordaba en un siglo. Intuimos que, conocedora de los hábitos de descanso del filósofo, la reina quiso poner a prueba su vocación. Descartes obedeció, pero a las pocas semanas había contraído un resfriado que derivó en neumonía. Además de atravesar las 27

Citado en Clifford Grayling, op. cit, pág. 340. «LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 57

calles de noche y caminar a través de un viento helado por el puente de palacio, la biblioteca era una estancia gélida. «Creo que, en el invierno, los pensamientos se congelan como el agua», ratificó. Para empeorar las cosas, se negó a recibir asistencia de los médicos de la corte, pues las sangrías eran contrarias a sus principios fisiológicos («¡Caballeros, no derrochen sangre francesa!»). A principios de febrero había empeorado notoriamente, y pese a una leve mejoría tras ceder a que le trataran, sufrió un desmayo mortal justo cuando pedía ser retirado de la cama. Algunas de sus últimas palabras fueron para su fiel criado: «Mi querido Schluter, esto significa que toca irse». A partir de ahí, perdió el habla y falleció a las pocas horas, el 11 de febrero de 1650. Habiendo planeado llegar a los cien años, apenas alcanzó los 53.

Ante la inverosimilitud y la rapidez de su muerte, empezaron a circular todo tipo de leyendas por la Europa continental. La más plausible fue que había sido envenenado por sus rivales en la corte sueca para impedir la inminente conversión católica de Cristina (lo que finalmente se produjo poco después). También se dijo que su muerte era una genial trama urdida por el propio Descartes, de reciente fama como dramaturgo, para desviar la atención y huir a Laponia a estudiar ritos chamánicos. Pero ahí no acabó la bochornosa peripecia sueca de Descartes, seguramente la peor idea que el brillante filósofo tuvo jamás en vida. Consternada por su responsabilidad en la muerte prematura del genio, la reina proclamó que le daría funerales de estado y que su tumba estaría entre la de los reyes de Suecia, en el templo de Riddenholm. Sin embargo, por lo pronto no había más remedio que enterrarle en un nicho de madera reservado a los no bautizados en el protestantismo, junto a los huérfanos y prisioneros de guerra. Teniendo sin duda cosas más importantes que hacer, Cristina olvidó 58 - DESCARTES

sus planes y la tumba se pudrió. Hubieron de pasar diecisiete años para que el pequeño cadáver fuera penosamente exhumado, despojado de su calavera (vendida varias veces antes de terminar en el Museo del Hombre de París) y enviado a Francia, donde tuvo distintos sepelios bastante discretos hasta descansar, ya sí, en la iglesia de St-Germain-des-Prés.

«LA VIDA ESCONDIDA ES LA VIDA MEJOR.» - 59

La exigencia de la duda. Pensar como si fuera la primera vez Para trasladar la tierra de lugar, Arquímedes solo pedía un punto de apoyo firme e inmóvil; así, yo también tendré derecho a concebir grandes esperanzas si por ventura hallo tan solo una cosa que sea cierta e indubitable. Meditaciones metafísicas 28

Descartes se enfrenta muy pronto al problema suscitado por la crisis de la autoridad imperante en materia de conocimiento: los marcos del «viejo orden» crujen y se quiebran junto a las estructuras categoriales que habían ordenado el mundo durante siglos. El problema para él es cerciorarse de que la alternativa al cosmos medieval no resulte sospechosa de imponer ninguna otra falsa autoridad. En este sentido, es necesario asegurarse de que se parte de 28

MM, II, AT VII, 24. LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 61

un estado de ruina total del conocimiento para elevar el edificio desde cero, sin ningún prejuicio adquirido. De ahí el efecto que nos producen sus escritos: su autor parece querer pensar como si fuera la primera vez o, como él dice, «construir en un terreno que es completamente mío». El criterio de lo verdadero ya no puede ser, por tanto, el libro sagrado, la venerable tradición ni la palabra del maestro, porque eso acaba en el enfrentamiento de todos contra todos, cada uno con sus interpretaciones del texto sagrado y sus lenguas enrevesadas. Descartes siente que hay que detener esta carnicería que ha llevado a Europa a un callejón sin salida, y la manera de hacerlo es empezar apelando a la evidencia. Ahora bien, ¿qué es la evidencia? Se puede responder que es aquello conocido por sí mismo e inmediatamente, aquello de lo cual no caben versiones enfrentadas. No está mal, pero vemos que aún no es suficiente, porque no nos dice nada acerca del modo de llegar a ella. Para Descartes, cualquier intento serio de responder pasa por transformar la pregunta en esta otra: ¿cómo debe haberse obtenido un conocimiento para ser llamado evidente? A fin de responder a esta pregunta, escribe un pequeño tratado de juventud, las Reglas para la dirección del espíritu. El hecho de que haga falta un tratado acerca de cómo se accede a la evidencia sugiere que hay una cierta dificultad en encontrarla. En otras palabras, el acceso a la evidencia no es él mismo evidente. Esto se explica porque la mente humana se encuentra habitualmente ante lo que Descartes llama «cuestiones» o «dificultades», que son mezclas confusas, susceptibles de verdad o falsedad, entre las que se ve permanentemente atrapada. ¿Si muerdo una manzana en mal estado me intoxicaré? ¿El fuego asciende buscando un lugar caliente, o es empujado por el cambio de presión? ¿Es eso un relámpago o una señal divina? 62 - DESCARTES

Partimos, por tanto, de una situación desafortunada y penosa: hace falta investigar a fin de descomponer lo confuso y alcanzar la evidencia, y la forma de hacerlo será servirse de un método: Por método entiendo unas reglas ciertas y fáciles; todo el que las observe exactamente nunca tomará nada falso por verdadero, y no empleando inútilmente esfuerzo alguno de la mente, sino aumentando siempre gradualmente la ciencia, llegará al conocimiento verdadero de todas aquellas cosas de que es capaz (Regulae, IV).

El objetivo del método buscado es, por tanto, doble: no juzgar precipitadamente acerca de todas esas cuestiones que nos asaltan en la vida cotidiana y ampliar nuestro conocimiento de forma indefinida. Sabemos que Descartes tuvo la intuición del método la noche de sus sueños febriles en la habitación caldeada. ¿Es esta pretensión algo más que el sueño de un visionario?

El joven Descartes y su iluminación algebraica. La mathesis universalis Lo cierto es que Descartes no camina totalmente a ciegas en este asunto. Él cree tener un «as en la manga». Desde muy joven ha destacado en matemáticas y ha hecho una invención prodigiosa que deslumbrará a sus contemporáneos: la de la geometría analítica, un sistema de representación de la geometría por el álgebra. Aunque matemáticos como François Viète manejaron la idea en el siglo xvi, finalmente es él quien la erige en un método general. Esto le permite LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 63

La maldición de Babel: cuando hablar fue sinónimo de pelear Al final del Discurso del método, Descartes confiesa que lo escribió en francés en vez de en latín porque «esperaba que quienes usan su razón natural con toda pureza serán mejores jueces de mis opiniones que quienes solo dan crédito a los escritos de los antiguos». El latín era desde tiempos de Roma la lengua universal, sí, pero también era el vehículo de la escritura sagrada y la autoridad eclesiástica, fuentes de discordia, fundamentalismo y persecución entre los hombres. Al emplear el francés, Descartes muestra su voluntad de desmarcarse respecto a la teología, como dando a su filosofía un registro diferente ya desde la forma, a la vez que se dirige a un público más diverso. Esta distancia respecto al latín no equivale, sin embargo, a una «reivindicación» nacionalista del francés: como buen racionalista, Descartes considera urgente encontrar un lenguaje alternativo a las lenguas cotidianas.

Fragmento de Descenso de Cristo a los infiernos, de un seguidor de Jerónimo Bosch (hacia 1450–1516).

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Ese nuevo código, universal e intuitivo, destinado a sobreponerse a la «maldición de Babel» con la que Dios castigó a los hombres sembrando en ellos la división de sus lenguas, es llamado a menudo mathesis universalis, y su modelo es el álgebra. Hasta tal punto sabía Descartes que hablando es precisamente como no se entiende la gente, que convenía apartarse todo lo posible de los argumentos filosóficos al uso, pero también de sus formatos preferidos (el tratado, el compendio) y de cualquier apariencia de prestigio. Todo en la nueva filosofía tenía que resultar inocente, ingenuo, «candoroso», razón por la cual su estilo autobiográfico, casi novelado, evita caer en la pedantería o citar a ninguna autoridad.

reemplazar el análisis de los geómetras antiguos, a quienes reprocha atenerse demasiado a las figuras,29 por uno totalmente nuevo, según el cual a cada punto del plano geométrico corresponde exactamente una pareja de magnitudes (x, y) en un eje de coordenadas. Tenemos, por tanto, dos expresiones paralelas (el trazo y la notación) de una misma cosa que podríamos llamar la «esencia» de una circunferencia, un cuadrado o un triángulo. Así, Descartes puede representar cada figura por medio de una ecuación que expresará la propiedad común a todos sus puntos, operando a partir de entonces sobre ella y resolviendo sin necesidad de esfuerzo imaginativo problemas que a sus contemporáneos les resultaban inasequibles.

29 En la Meditación VI, Descartes emplea el famoso ejemplo del chiliágono, un polígono regular de mil lados, para ilustrar la oposición de la imaginación y el entendimiento: si la primera compone una «representación confusa» que resulta imposible de distinguir de un miriágono (polígono regular de diez mil lados), el segundo percibe la diferencia con nitidez. Por eso la geometría no debe construirse sobre imágenes, sino sobre ideas simples. LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 65

Esta nueva forma de expresar la geometría da mucho que pensar a Descartes. Se da cuenta de que la matemática podría funcionar como base del nuevo conocimiento, pues es evidente una vez se la despoja de ciertas oscuridades. En las Regulae explica cómo esta evidencia le parece remitir a dos causas: 1. La absoluta simplicidad de sus principios, que son ideas claras y distintas (más adelante abundaremos en estos conceptos) construidas enteramente en nuestro entendimiento (no proceden, por tanto, ni de los sentidos, ni de las opiniones, ni de las creencias o prejuicios). En otras palabras, son principios intuitivos o «naturalezas simples», como la magnitud, la extensión, la figura y el movimiento. 2. El hecho de que las demostraciones se deduzcan de estos principios de modo que en ningún momento sea posible poner en duda los resultados. Es verdad que lo deducido a partir de un principio añade a la intuición el ser un «paso» de una cosa a otra. En este sentido, no es absolutamente evidente, sino relativamente (remite a algo anterior), pero sigue siendo cierto, nos dicen las Regulae, siempre que se dé al pensamiento un movimiento continuo y no se lo interrumpa. Tenemos ya, por tanto, una respuesta satisfactoria a nuestra pregunta inicial: la evidencia es la propiedad de los conocimientos claros y distintos obtenidos por un acto de intuición o de deducción simple.30 Con estas dos operaciones, intuición y deducción, caracteriza Descartes la ciencia cierta e ideal, que él llama mathesis universalis («matemática universal»), de la cual nuestra matemática conocida no es más que un caso particular. Aunque en ocasiones se ha abusa30

F. de Buzón, D. Kambouchner, Le vocabulaire de Descartes, París, Ellipses, 2011.

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do del tópico de que Descartes quiere «generalizar las matemáticas a todo», ello no es totalmente preciso. Lo que pretende es encontrar lo que hace cierta y evidente a la mejor parte de la matemática conocida (el álgebra) para usarlo como punto de partida y ver si puede aplicarse de forma indefinida a otros campos del saber: Y no me costó gran trabajo saber por [qué cosas] era menester comenzar, pues ya sabía que era por las más sencillas y fáciles de conocer; y considerando que entre todos los que antes han buscado la verdad en las ciencias, solo los matemáticos han podido hallar algunas demostraciones, esto es, algunas razones ciertas y evidentes, no dudé de que debía comenzar por las mismas que ellos han examinado, aun cuando no esperaba de ellas más provecho que el de acostumbrar mi espíritu a alimentarse con verdades y no contentarse con falsas razones (DM, II, trad. cast. de R. Frondizi, op. cit.).

A partir de este descubrimiento, Descartes puede enunciar con precisión los cuatro preceptos del método que anotó apresuradamente en su diario la noche de su epifanía intelectual. Esbozados en las Regulae, serán establecidos definitivamente en la segunda parte del Discurso: 1. La evidencia, consistente en no aceptar precipitada o preventivamente como cierto ningún conocimiento que no resulte incuestionable. 2. El análisis, en virtud del cual se reduce lo complejo o «compuesto» a sus elementos más simples e indivisibles, mostrando el modo en que algo ha sido metódicamente y solo a priori encontrado. Su aplicación nos lleva a la intuición. LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 67

3. La síntesis, que requiere de la recomposición ordenada de lo analizado y conocido, permitiendo demostrar claramente lo que se ha concluido. Su aplicación nos conduce a la deducción. 4. La enumeración o revisión del análisis y de la síntesis para cerciorarse de que nada importante se ha omitido. Descartes llama a esta operación «inducción», y su aplicación nos protege de la fragilidad de la memoria. Ahora bien, el método que se considera garantía de verdad en las escuelas de la época de Descartes no es el álgebra, sino la lógica aristotélica o silogística, que funciona por medio de la inclusión de unos universales (géneros y especies) en otros. El silogismo es un razonamiento deductivo que se aplica siempre que disponemos de una verdad general o «premisa mayor». Por ejemplo, si a «todos los hombres son mortales» le añadimos la premisa menor «Sócrates es un hombre», entonces concluimos correctamente que «Sócrates es mortal». El problema de esta manera de razonar a ojos de Descartes es que siempre se parte de una verdad general que no procede de la intuición (pues no es simple), sino de la fe, la revelación o la autoridad. En este sentido, le parece que «es totalmente inútil para los que desean investigar la verdad de las cosas, y tan solo puede servir a veces para exponer a otros más fácilmente las razones ya conocidas».31 En otras palabras, expone una verdad ya encontrada, pero no la encuentra, no se adapta intuitivamente a la cosa. Por ejemplo, jamás demostraremos silogísticamente que la suma de los ángulos de un triángulo da 180°, pues ello no está comprendido en el concepto de «triángulo», sino que debe proceder de la intuición de «ciertas cosas más simples» (puntos, líneas, ángulos) 31

Regulae, X (trad. cast. de J. M. Navarro Cordón, Madrid, Alianza, 2003).

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de las que el propio triángulo se compone. Sin dar con ellas primero, es imposible demostrar nada matemáticamente. El método va dirigido a determinar el orden en el cual la mente puede conocer adecuadamente las cosas. Es fundamental que en este orden «las cosas que sean propuestas las primeras» sean «conocidas sin la ayuda de las siguientes», y las siguientes «demostradas solo por las cosas que las preceden». Vemos entonces que, a fin de que el orden de la deducción en la mathesis universalis coincida con el orden del ser mismo, habrá que resolver cada dificultad reduciendo el fenómeno en cuestión (lo mezclado) a algo ya conocido y, a ser posible, simple, donde no quepa el error, pues no habrá juicio que valga acerca de ello. Y como ya hemos dicho, estas ideas más simples y propiamente intuitivas proceden para el joven Descartes de las matemáticas.

Recapitulación. El desajuste de las facultades como origen del método Pues si yo conociera siempre claramente lo que es verdadero y lo que es bueno, no estaría nunca en la situación penosa de deliberar qué juicio y qué elección debo hacer; y así, yo sería enteramente libre, sin jamás ser indiferente. Meditación IV

Detengámonos ahora en una consideración acerca del método. Hoy nos puede parecer algo elemental, pero ¿se ha planteado el lector o lectora por qué hace falta un método para «buscar y acceder a LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 69

la verdad de las cosas», según reza el título de la cuarta de las Reglas para la dirección del espíritu? ¿Es tal cosa evidente per se? Con la cantidad de datos que hoy nos ofrecen los científicos, ¿no bastaría con mantenerse al día en la lectura de sus libros y artículos? ¿O bien, para los formados en la tan cacareada «universidad de la vida», con fiarse de nuestra propia experiencia o de la de aquellos «gurús» que aseguran poder enseñarnos a sacar lo mejor de nosotros mismos? ¿Por qué elaborar un método para descubrir la evidencia cuando personas mucho más sabias han vivido y pensado antes que nosotros, y aún hoy lo siguen haciendo, o cuando la propia vida, a base de caricias y golpes, nos hace finalmente aprender lo importante? La respuesta de Descartes es muy precisa, y ya propiamente filosófica: hace falta un método porque existe una desproporción entre nuestro entendimiento y nuestra voluntad. A lo largo de su obra, Descartes no dejará de insistir en la idea de que «no basta, ciertamente, con tener un buen entendimiento: lo principal es aplicarlo bien». Ello significa que, pese a que Dios haya repartido equitativamente la inteligencia entre los seres humanos, todavía hace falta orientarla mediante la voluntad, el famoso «deseo de saber» al que Aristóteles aludía al comienzo de la Metafísica al afirmar que «todos los hombres desean conocer por naturaleza». Ahora, sin embargo, las cosas han cambiado ligeramente con respecto a la Antigüedad. Descartes acepta gustoso que todos podemos conocer, e incluso que albergamos buenas intenciones al respecto. Pero entre poder tener buenas ideas y tenerlas se ha abierto un abismo que será necesario recorrer valiéndose de una potente fuerza impulsora: la libertad de razonar. Digámoslo de este modo: el método existe porque no basta ni con la posibilidad de tener ideas adecuadas ni con la mera intención 70 - DESCARTES

de tenerlas. Precisamente para que ambos requisitos confluyan y se encuentren (pues de su desencuentro nace el error) Descartes ha señalizado y «urbanizado» el territorio que los unirá: el buen juicio o «luz de la razón». Así pues, en Descartes, la razón no es una facultad más entre otras, sino el espacio bien calibrado entre ellas: el adecuado ajuste entre las potencias del espíritu. La iniciativa de este «ajuste» parte de la voluntad (se trata, por tanto, de un acto libre: queremos saber), pero aboca a una voluntad optimizada, bien entendida, lo contrario de una veleidad o un capricho. En los textos se repite una y otra vez: que todo esfuerzo intelectual esté bien empleado, que no se pierda ninguno. El método es una economía espiritual porque da sentido a mis esfuerzos y vigor a mis ideas. Y ello solo es posible allí donde, de entrada, las ideas y los esfuerzos, el entendimiento y la voluntad, están desacompasados. Allí donde, en cierto modo, resulta imposible volver a hacer de ellos una sola y misma cosa, como suponemos que ocurrirá en el caso de Dios. Pero también allí donde, pese a todo, es posible hacer que un entendimiento limitado deje de traquetear en el interior de una voluntad desmedida como una bujía suelta dentro de un motor al que ya no puede comunicar su chispa de encendido para generar una adecuada combustión: Así pues, si alguien quiere investigar seriamente la verdad de las cosas, no debe elegir una ciencia determinada, pues todas están entre sí enlazadas y dependiendo unas de otras recíprocamente; sino que piense tan solo en acrecentar la luz natural de la razón, no para resolver esta o aquella dificultad de escuela, sino para que en cada circunstancia de la vida el entendimiento muestre a la voluntad qué se ha de elegir; y pronto se admirará de haber hecho progresos mucho mayores que los que se dedican a estudios particulares (Regulae, I). LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 71

Los textos son claros: erramos el juicio precisamente por no ajustar la facultad de elegir, afirmar o negar a lo que conocemos clara y distintamente, pues «siendo la voluntad más amplia que el entendimiento, no la contengo dentro de los mismos límites que este, sino que la extiendo también a cosas que no entiendo». Según Descartes, en efecto, la voluntad es potencialmente infinita,32 pues no percibo nada a lo que ella no pueda extenderse («deseo viajar a las estrellas», «quiero desvelar lo desconocido», «algo en ese hombre no me gusta»...). O lo que es lo mismo, no hay nada que sea, de suyo, absolutamente ajeno a mis intenciones, razón por la cual tiendo de forma instintiva a poblar el mundo de fuerzas que me son favorables o adversas (origen de la superstición). La veleidad de elegirlo todo por puro apetito, sin embargo, representa el grado más bajo de la libertad: no es digno de un ser razonable elegir otra cosa que lo acorde a su entendimiento. Y, si bien no hay posibilidad de errar cuando tomamos las ideas solamente como naturalezas simples, debemos ser, en cambio, sumamente precavidos a la hora de emitir un juicio («el incendio fue provocado»; «ese hombre es un infiel»; «Dios no puede engañarme»), pues en el juicio, que es un asentimiento, la intención se añade a las ideas. Cualquier desajuste, entonces, resulta fatal, pues nos hace caer por la irremontable pendiente del error. Es preciso entonces un espíritu activo y fuerte para captar el artificio tras lo aparentemente «obvio», lo adquirido tras lo «natural», el prejuicio tras la «evidencia». En ello consiste precisamente el método: siendo seres finitos, podemos sin embargo compensar en cierto modo nuestra imperfección y acceder a un conocimiento fundado, a condición únicamente 32 Principia, I, 35. 72 - DESCARTES

de que sigamos el camino de la certeza. En la primera parte de sus Los principios de la filosofía, el autor francés afirmará orgulloso que tenemos mucho más mérito al elegir lo verdadero voluntariamente que si fuera algo que se nos impone de forma natural.33 En el racionalismo de Descartes, la verdad es objeto de una libre elección, e incluso eso es lo que la hace sumamente valiosa. La doctrina del método, por tanto, nace indisolublemente ligada a un optimismo de la voluntad y a una doctrina ilustrada del libre albedrío. Por eso el voluntarismo es uno de los puntos cardinales de la filosofía cartesiana.

El «incidente Galileo» y la eclosión del Descartes maduro. Un rodeo filosófico Hasta aquí hemos descrito, grosso modo, los intentos de Descartes de hallar un método con el que enfrentarse a la crisis de conocimiento imperante. Sin embargo, las Regulae, la obra donde se recogen los fundamentos matemáticos de este método, tienen un problema que ha inquietado a los intérpretes, y es que están incompletas. Se interrumpen justo a la mitad, cuando Descartes trata de describir el método de resolución de «cuestiones claramente comprendidas». Las cuestiones «confusamente comprendidas» ni siquiera son abordadas. Es como si el autor sintiera que le falta algo para seguir, algo que no puede hallar a menos que se embarque en otro tipo de disquisiciones. Esas disquisiciones tardarían casi una 33

Principia, I, art. 37. LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 73

década en llegar, y se encuentran resumidas en el Discurso del método (1637), donde René se consagra definitivamente como filósofo. El Discurso juega un papel singular en la producción cartesiana. Sabemos que, a pesar de sus logros matemáticos y físicos, al joven le estaba siendo verdaderamente difícil avanzar en su «teoría de la ciencia», razón por la cual aparcó sus reflexiones. En mitad de estas dificultades le sorprendió la condena de Galileo de 1633, lo que tuvo dos consecuencias directas para él. En primer lugar, suspendió la publicación de El Mundo, su manual científico, por miedo a ser condenado. Pero en segundo lugar, le dio el impulso definitivo para la elaboración del Discurso del método. Es como si hasta entonces hubiera tenido una solución, pero le hubiera faltado entender más claramente cuál era el problema. Ahora ve que el problema urgente es el de cómo investigar la ciencia natural ante el riesgo de conflicto con las enseñanzas de la Iglesia. Y, puesto que las religiones no van a desaparecer de la noche a la mañana (ni a él, como católico, le parece deseable que eso ocurra), Descartes pretende mostrar que es posible una ciencia natural independiente de la fe: ambas pueden convivir siempre que se establezcan algunos presupuestos filosóficos fundamentales. En este sentido, el Discurso responde al problema suscitado por la condena de Galileo, pero, más globalmente, trata de ser un ensayo introductorio a la nueva formación científica que sustituya al tomismo en las escuelas católicas, que a sus ojos (sin duda muy optimistas) deben ejercer como la vanguardia educativa de la nueva era. De modo que, en resumen. Descartes se «abisma» en la filosofía porque necesita ajustar algunas piezas, resolver «un par de asuntos», antes de ponerse a hablar, al estilo de Galileo o Kepler, acerca de cómo el Libro del Mundo está «escrito en caracteres matemáticos», lo cual, con independencia de su admiración por esos cien74 - DESCARTES

tíficos, no le satisface en absoluto. Vemos aquí el gesto de un gran filósofo: cuando aísla algo así como una «evidencia» y una «certeza» aparentemente indudables (las de la intuición y la deducción matemáticas), no se conforma con ellas. Necesita ir más despacio para poder llegar más lejos. Por eso decide tomar un desvío filosófico: la ruta de la duda metódica. Este proceso aparecerá descrito de forma similar en las tres siguientes obras de Descartes: el citado Discurso (1637), las Meditaciones metafísicas (1641) y los principios de la filosofía (1644), siendo la segunda de ellas donde es ofrecido con el mayor grado de detalle. La ruta de la duda metódica consiste en tomar los cuatro preceptos ya enunciados del método y llevarlos al límite de sus posibilidades. Para empezar, Descartes nos dice al comienzo del Discurso del método que, a fin de evitar caer en el error (algo de lo que todo el mundo tiene experiencia), cuando nos sintamos capaces y en un momento cuidadosamente elegido, conviene ponerse a dudar de todo lo conocido. Más aún, conviene tomar directamente como falso aquello de lo que sea posible dudar, tanto si se trata de lo probable como de lo verosímil. Se trata, por tanto, de una radicalización del primer principio del método dirigida a derrumbar todo aquello que no sea absolutamente «firme e incontrovertible», y que constituye ya una novedad respecto a las Regulae. A estas alturas todavía no podemos estar seguros de si existe Dios o no, pero ello poco importa, pues aun en el caso de que exista, Descartes nos dice que Dios ha querido que no tengamos que pedirle permiso para dudar: lo hacemos valiéndonos de nuestra libertad para «abstenernos de asumir en nuestra propia creencia las cosas que no conocemos bien y, de este modo, impedir el error». Esta es la primera «buena nueva» que trae el cartesianismo: por más que nos equivoquemos a menudo, nunca LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 75

dejamos de experimentar en nosotros la libertad absoluta de suspender el juicio. Es como si el veneno incluyera su propio antídoto.

Dudar de los sentidos Ahora bien, ¿de qué podemos dudar? Descartes señala que la duda puede ejercerse allí donde hay juicio, es decir, donde algo es susceptible de ser verdadero o falso, pues el juicio requiere un consentimiento de la voluntad que puede ser interrumpido. Evidentemente, la fuente de error más habitual son los datos de los sentidos. Desde los antiguos, esto es un tópico en la filosofía, y resulta fácil entender por qué. Cualquiera se ha equivocado a la hora de apreciar la distancia de un vehículo en un cruce o la existencia de un objeto lejano, como un cobertizo en la montaña. Si ponemos cada mano bajo un grifo de agua caliente y fría, respectivamente, es imposible distinguir con certeza cuál es cuál. Los niños temen a la oscuridad porque su imaginación se dispara y, siendo su voluntad débil, confunden las sombras de objetos cotidianos con las figuras amenazantes de monstruos. Descartes es muy sensible a las ilusiones ópticas en particular, porque ha estudiado el modo de propagarse de la luz. No obstante, él nos dice, sorprendentemente, que no son los sentidos los que nos engañan: nos engañamos nosotros al emitir un juicio que creemos cierto sobre imágenes dudosas. Es verdad que estos errores suelen corregirse rápidamente apelando a los propios sentidos: una observación atenta y tranquila, sin ninguna preferencia personal que la empañe (por ejemplo, si no es 76 - DESCARTES

mi equipo de fútbol el que está jugando cuando tengo que decidir si el balón ha cruzado la línea de gol), me asegura que lo que tengo ante mí es real. El propio Descartes, en su estilo muy personal, nos pinta el cuadro de la estancia en la que está reflexionando: la estufa, la manta, la tarde de invierno... Parece una locura dudar de que «estoy aquí, sentado junto al fuego, con una bata puesta y este papel en mis manos»34 o de que el sol me ciega cuando lo miro. Y, sin embargo, nos dice, haríamos mal en erigir esos juicios en autoridades absolutas: los sueños nos demuestran que, siendo una impresión sensorial muy viva, puede ser completamente irreal («¡Cuántas veces no me habrá ocurrido soñar, por la noche, que estaba aquí mismo, vestido, junto al fuego!»), algo que no sabemos hasta que despertamos desorientados. El cañonazo solo había sido un portazo; el huracán, apenas un soplido; la divinidad que nos visitaba, la tenue luz de una lámpara. Se dirá que Descartes adopta una postura paranoica, pero ello le es absolutamente necesario en esta fase de la duda, pues no quiere que le acusen de haber elevado ningún ídolo de barro. En este caso, se trata de eliminar la posibilidad de hacer de la creencia en la realidad del mundo exterior el suelo sobre el que construir la nueva filosofía, pues se trataría de un suelo inestable que abocaría a un realismo ingenuo. Descartes tiene muy buenas razones para introducir una distancia prudencial entre mi representación del mundo y su existencia: lo contrario confundiría fatalmente el pensamiento con la extensión y el alma con el cuerpo. Precisamente son los magos, los astrólogos y los alquimistas, representantes de la «falsa ciencia», los que confunden la intención y la representación (psíquicas) con el hecho (físico) y mezclan el pensamiento (o el lenguaje) con la ma34

MM, I. LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 77

teria, en la creencia infantil de que entre ellos se da una relación de «semejanza» que los vincula en una misma trama conspirativa de la que no se debe dudar. Por tanto, si queremos separar lo sobrenatural de lo natural, es necesario introducir una brecha entre las cosas y mi representación de ellas que me lleva ahora, en función de la duda radical, a establecer una suspensión provisional de mi creencia en el mundo exterior. Pero si ni siquiera tengo seguridad acerca de la existencia de mi propio cuerpo por no haber «indicios ciertos para distinguir el sueño de la vigilia»,35 entonces no podré afirmar con seguridad absoluta nada del tipo «camino, luego existo» o «estoy aquí, luego existo». Aun teniendo su origen en el pensamiento, en efecto, todas las acciones libres que efectúo con mi cuerpo pueden ser cuestionadas, pues los da tos sensibles no son indudables. Ni que decir tiene que esta sospecha se extiende a los datos de la imaginación (o «fantasía»), que no hace más que recombinar las imágenes de los sentidos; así, un caballo y un hombre forman un centauro; la luna parece una sonrisa sin rostro y mis párpados cerrados se convierten, después de haber mirado al sol, en un desfile de pululantes seres acuáticos.

35 Ibíd. 78 - DESCARTES

Dudar de la ciencia y de la matemática. El «genio maligno» Evidentemente, la duda se contagia rápidamente a las ciencias «empíricas» como la física, la astronomía, la medicina y «todas las demás que dependen de la consideración de cosas compuestas»36 (manos, cabezas, satélites, botellas), que pasan a revelarse entonces como «muy dudosas e inciertas» por depender de la existencia del mundo. Pero ¿qué decir de las ciencias que se ocupan precisamente de las ideas simples a las que podemos reducir esas cuestiones empíricas? Con ideas simples, Descartes se refiere nuevamente a «la naturaleza corpórea en general y su extensión, así como a la figura de las cosas extensas, su cantidad o magnitud, su número y también el lugar en que están, el tiempo que mide su duración y otras cosas por el estilo». Como sabemos, las ciencias que se ocupan (o deberían ocuparse) de estas nociones ya no son para él empíricas, sino ideales: son «la aritmética, la geometría y demás ciencias de este género, que no tratan sino de cosas muy simples y generales, sin ocuparse mucho de si tales cosas existen o no en la naturaleza». Vemos que, según sus hallazgos de juventud, Descartes concede a las matemáticas el privilegio de ocuparse de los «átomos de pensamiento» con los que formamos las representaciones de las demás ciencias. En cierto modo, estas últimas no podrían introducir en nosotros nada que no tuviéramos ya: el conocimiento cierto consiste, según el segundo principio del método, en reducir lo desconocido a lo siempre ya sabido. 36 Ibíd. LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 79

Sin embargo, cuando todo parece encaminado, como en las Regulae, a la consideración de las matemáticas como el punto de partida del verdadero conocimiento, Descartes introduce un giro inesperado que se ha hecho célebre y eleva la duda radical a un nivel superior: la irrupción en escena del «genio maligno». Según sabemos por las Regulae, la deducción, incluso si está bien hecha, implica una diferencia de tiempo respecto a la intuición original, que se da de forma inmediata. La manera en que yo conecto un principio simple con una consecuencia implica, para mí, un cambio de tiempo, «otra vez», porque ya no puedo tener igualmente presente el principio cuando derivo de él otro dato. Y, en esta medida, apelo a mi memoria,37 pero al hacerlo me es lícito dudar de si no me estoy engañando: el paso mismo no se me hace ya tan indudable como la intuición del principio (pues la memoria, para Descartes, es una función de la imaginación, que conserva las figuras de las cosas en ausencia de estas al modo de imágenes). Esta limitación o «caída» derivada de la finitud de mi entendimiento es lo que, de nuevo. Descartes emplea como resorte de la duda, esta vez para cuestionar la validez de las demostraciones matemáticas. Ahora bien, siendo todavía comprensible dudar de que el mundo exterior exista, ¿podemos realmente estar soñando cuando deducimos un teorema matemático? ¿Es posible creer que el resultado de una suma errónea, por ejemplo 2 + 2 = 5, es verdadero? Descartes responde: podríamos, pues para el momento en que llegamos al 5, ya 37 «Así pues, distinguimos aquí la intuición de la mente de la deducción en que en esta es concebida como un movimiento o sucesión, pero no ocurre de igual modo con aquella; y además, porque para esta no es necesaria una evidencia actual, como para la intuición, sino que más bien recibe en cierto modo de la memoria su certeza», Regulae, III. 80 - DESCARTES

no tenemos claramente presente en la mente el 2: su presencia depende de la huella que ha dejado en nuestra memoria. Y donde hay memoria, hay juicio: tomo como verdadero un recuerdo de la cosa. Desde el momento en que el tiempo interviene, nada asegura que lo que era verdadero deje de serlo en el instante posterior. Podría darse el caso de que algo o alguien mucho más poderoso que yo me engañase modificando mis recuerdos. En este punto, Descartes hila fino y se cubre las espaldas ante una posible acusación de herejía: técnicamente, no sería el Dios que solemos concebir, pues la voluntad de engañar pudiendo no hacerlo es para nosotros, con razón, una imperfección.38 Sin embargo, podría darse el caso de que, no ya Dios, sino un «genio maligno» inferior a aquel en eminencia pero no en poder sobre mí, fuera quien me ha creado y falsea mis recuerdos, como si mi mente yaciera atrapada en las redes de la suya. Se acuña así una hipótesis insólita para la matemática y la filosofía natural de su tiempo: las evidencias pueden dejar de serlo una vez obtenidas. Así pues, supondré que hay, no un verdadero Dios —que es fuente suprema de verdad—, sino cierto genio maligno, no menos artero y engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme (MM, I).

38

Descartes opina que el bien claramente conocido mueve la voluntad, por lo que conocer el bien y no hacerlo es un caso de omisión, y por tanto signo de incapacidad e imperfección. LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 81

«Tierra a la vista»: el hallazgo filosófico del cogito Es fácil ver que nos encontramos en el punto crítico del proceso de la duda, pues parece que ya ni siquiera es factible la existencia de una mathesis universalis cuyas demostraciones no estén minadas desde el interior. La hipótesis del genio maligno aporta a la duda radical un componente metafísico que la vuelve aún más extrema, razón por la que a este momento del método se lo conoce también como el de la «duda hiperbólica». Sentimos que todo se tambalea y que el conocimiento no puede hallar un suelo firme sobre el que elevarse, pues todos los candidatos han fracasado. Solo entonces, cuando todo parece perdido, Descartes se dice a sí mismo que hay algo ante lo cual la duda hiperbólica tiene que declararse necesariamente impotente, y ello es precisamente la actividad de la conciencia: Pero advertí en seguida que aun queriendo pensar, de este modo, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y al advertir que esta verdad -pienso, luego soy- era tan firme y segura que las suposiciones más extravagantes de los escépticos no eran capaces de conmoverla, juzgué que podía aceptarla sin escrúpulos como el primer principio de la filosofía que buscaba. [...] Podía fingir que no tenía cuerpo alguno y que no había mundo ni lugar alguno en el que me encontrase, pero no podía fingir por ello que yo no fuese, sino al contrario, por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las otras cosas se seguía muy cierta y evidentemente que yo era (DM, IV). 82 - DESCARTES

Así pues, la capacidad de dudar, que es un acto de la voluntad capaz de ponerlo todo en suspenso, encuentra un límite: es indudable que yo pienso lo que pienso, incluso si vacilo o me equivoco. Es indudable que dudo. A este descubrimiento, Descartes lo llama «cogito», y supone el fin de la deriva radicalmente escéptica del método, pues ni siquiera el genio maligno tiene poder sobre él: Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo (MM, II).

El cogito rinde un doble servicio en el cartesianismo: por un lado, nos asegura al menos el conocimiento indiscutible de nuestra existencia en tanto seres pensantes; por otro, nos proporciona el criterio para toda certeza posible: la claridad y la distinción. Sé con certeza que soy una cosa que piensa. Pero ¿no sé también lo que se requiere para estar seguro de cualquier cosa? En ese mi primer conocimiento, no hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y distintamente resultase falsa. Y por ello me parece poder establecer desde ahora, como regla general, que son verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente (MM, III).

Si la duda ofrecía una versión optimizada del primer principio del método, vemos que el cogito, cuyo hallazgo ha sido motivado por el recurso al genio maligno, hace lo propio con el segundo prinLA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 83

cipio: desde ahora, pasa a ser una de las nociones verdaderamente simples (Descartes las llama «primitivas» para hacer notar su eminencia), pues no puede ser explicada por ninguna otra y está presente incluso en cada otra idea simple sin confundirse con ella, siendo por ello máximamente «clara y distinta». Que la percepción es clara quiere decir que la cosa es «presente y manifiesta a una mente atenta», y por tanto no se puede ocultar ni fingir que no se sabe: resulta absurdo afirmar algo así como «tengo serias dudas sobre si pienso o no» (cuando lo decimos, nos referimos a si nuestras ideas son adecuadas, no a si las tenemos de hecho). Que la percepción es distinta, por su parte, quiere decir que está perfectamente delimitada respecto a la confusión que nos envuelve habitualmente, o que «es de tal modo precisa y diferente de todas las demás» que no comprende en sí más que aquello que es claro.39 Claridad sin distinción sería, por ejemplo, un dolor o un sentimiento intenso (enamoramiento, tristeza, etcétera), pues, siendo imposible disimularlo o dejar de tenerlo, se me mezcla con todos los demás pensamientos, a los que impregna: resulta confuso. La distinción presupone la claridad (no puedo distinguir algo que a veces se me escapa, como un sueño o un recuerdo borroso de infancia al que no consigo asignar una fecha). Frente a lo claro y distinto, finalmente, se encontraría lo «oscuro y confuso»: todo aquello que ni nos resulta manifiesto ni, en consecuencia, puede aspirar a distinguirse con precisión de lo demás. Aquí caería la mayor parte de las cosas que percibimos cotidianamente antes de ser sometidas a examen. Una de las pocas objeciones que Descartes tuvo en cuenta tras la publicación del Discurso del método fue la de que había dado al 39 Para ambas definiciones, ver Principia, I, 45. 84 - DESCARTES

cogito la apariencia de un silogismo al introducir en él la conjunción «luego» (Je pense, donc je suis). Concretamente, se le acusó de haber empleado un «entimema», un tipo de silogismo que incluye una premisa oculta. Para evitar esa impresión, a partir de las Meditaciones cambiará sutilmente la formulación del cogito40 e insistirá en que cuando advertimos que somos cosas pensantes, es una noción primera que no se infiere de silogismo alguno; ni tampoco, cuando alguien dice yo pienso, luego yo soy o existo, deduce por silogismo la existencia a partir del pensamiento, sino que lo conoce por una simple intuición de la mente como algo por sí evidente, como es patente por el hecho de que, si la dedujese por silogismo, debería conocer antes esta premisa mayor, todo lo que piensa es o existe; y, en realidad la conoce más bien por experimentar en sí mismo que no puede suceder que piense si no existe (MM, AT VII, págs. 140-141).

De modo que se trata de subrayar que, en el cogito, la existencia no es nada que se le añada al pensamiento mismo: lo real es para mí, en principio, lo que piensa; ser y ser como Yo son exactamente la misma cosa.

40 Concretamente, pasará a ser «Ego sum, ego existo» («soy, existo») en las Meditaciones y «ego cogito, ego sum» («pienso, soy») en los Principia. LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 85

El verdadero objetivo del método: ¿cómo se arma un sujeto de conocimiento? El cogito es entonces la primera y única proposición absolutamente verdadera, y será verdadera cada vez que piense: es una idea que renuevo en todos los instantes de la duración y que está siempre presente en mí, por lo que la incertidumbre que nacía de la intervención de la memoria (la posibilidad de un genio maligno) queda aquí totalmente disipada. La duda encuentra así un hallazgo de incalculable valor, un principio positivo del conocimiento, y pasa de ser duda «hiperbólica», que servía para reducir a escombros toda creencia infundada, a revelarse como duda verdaderamente «metódica»: la que emplea ese poder destructivo para hallar un mínimo indestructible -el cogito- sobre el que erigir el nuevo edificio del saber tras haber descartado a todos los falsos pretendientes (opiniones, costumbres, mundo exterior y conocimiento matemático). El cogito es presentado por Descartes como el punto donde entendimiento y voluntad convergen y se ajustan para alcanzar una primera certeza: dudo; pienso; soy. A partir de este «clic» inicial, todo ocurre como si la voluntad ya circulara por los raíles adecuados (los del entendimiento, facultad de producir y reproducir representaciones mentales) y pudiera ejercer como facultad directriz para sus hermanas menores, la sensibilidad (encargada de recibir imágenes) y la imaginación (que combina esas imágenes e incluye a la memoria), porque tiene un primer modelo de lo indubitable. En Descartes, una voluntad bien entendida resulta poco menos que 86 - DESCARTES

imparable. Por eso queda confirmada, una vez más, la conveniencia del método, cuya labor última no es proporcionar una serie de «trucos» para conocer mejor esto o aquello, sino armar un sujeto razonable que no preexistía de antemano más que desmontado o, mejor, desafinado. Por eso a partir del hallazgo del cogito Descartes puede conectar inmediatamente con dos postulados ya propiamente metafísicos que definirán su sistema de pensamiento: el de la sustancia y el del dualismo. No solo pienso, sino que soy una cosa que piensa, y además lo soy distinguiendo la mente de mi cuerpo. Esto ocurre porque el cogito solo se capta a sí mismo distintamente en tanto diferenciándose ya de otra cosa (aunque aún no sepamos si esa cosa existe o no, lo cierto es que la concebimos en tanto diferente del puro pensamiento): el cuerpo (del que nos ocuparemos en el capítulo «¿Un mundo sin dioses?»). Descartes fue criticado al hilo de este tránsito, pues el pensamiento pasa de ser considerado como actividad a ser una cosa pensante, una res cogitans que se opone a una res extensa de la que resulta independiente. Se ha dicho, y probablemente sea cierto, que hace gala de un cierto prejuicio «sustancialista» según el cual da por supuesto que no puede haber una actividad sin que haya un ente sustancial o un sujeto que la sostenga. En cualquier caso, a él le resulta evidente: si algo piensa, es que hay una cosa cuya naturaleza es pensar: conocí por ello que yo era una substancia cuya total esencia o naturaleza es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar alguno ni depende de ninguna cosa material. De manera que este yo, es decir, el alma por la cual soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo

LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 87

y hasta es más fácil de conocer que él, y aunque el cuerpo no fuese, el alma no dejaría de ser cuanto es (DM, IV).

Hemos pasado, por tanto, de la distinción de la idea del cogito a la res cogitans tomada como sustancia. Y, una vez tenemos la sustancia con su atributo principal (el pensamiento), podemos proceder a la enumeración de sus modos, que son para Descartes todas las determinaciones del pensar (cogitare) u operaciones del Yo: una cosa que piensa es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente. Sin duda no son pocas estas cosas, si todas juntas me pertenecen. [...] ¿Hay algo de esto, aunque siempre esté dormido, aunque incluso el que me ha creado me engañe cuanto le es posible, que no sea tan verdadero como que soy? ¿Hay algo que se distinga de mi pensamiento? ¿Hay algo que pueda decirse separado de mí mismo? (MM, II).

Descartes nos dice que esas acciones (sentir, imaginar, querer), en tanto son suyas, no se distinguen del cogito: le pertenecen. Entre todas ellas, distinguirá dos modos generales. Por un lado, la «percepción por el entendimiento», en la que entran el sentir (incluyendo sensaciones41 y sentimientos), el imaginar y el concebir; por otro, la «determinación por la voluntad», en el que entran el 41

Evidentemente, Descartes nos pide distinguir la sensación en sí misma del hecho exterior al que remite. Por ejemplo, del hecho incuestionable de que siento dolor cuando alguien me pincha no puedo concluir con total certeza la existencia de una aguja ni de su acción sobre mi cuerpo (ahí está el caso bien conocido de los amputados, que siguen teniendo sensaciones que no corresponden a ningún miembro real). Lo mismo valdría para el sentimiento: no debo confundir el enamoramiento con la existencia de la persona amada, por ejemplo.

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desear, el odiar, el afirmar, el negar y el dudar (es decir, todas las relativas al juicio). De forma que el pensamiento, lejos de limitarse a las ideas, comprende para Descartes el conjunto de la vida psíquica, ya sea sensible, emocional, sentimental o volitiva: «mediante la palabra pensar entiendo todo aquello que acontece en nosotros de tal forma que nos apercibimos inmediatamente de ello...; así pues, no solo entender, querer e imaginar, sino también sentir es considerado aquí lo mismo que pensar».42 Tenemos ya, por tanto, un gran mapa de las facultades o funciones del espíritu mediante el cual percibir más claramente cómo se ajustan y relacionan entre sí, orientándonos con él como si de un manual de instrucciones para nosotros mismos se tratara.

El «continente conciencia». Descartes como renovador conceptual Hay que darse cuenta de hasta qué punto resultaba innovadora la concepción cartesiana del cogito. Otros pensadores, y singularmente Agustín de Hipona, ya habían hablado del alma tomada como conciencia, como actividad puramente espiritual que se despliega en el tiempo (e incluso de la existencia indudable de quien duda),43 pero finalmente es Descartes quien hace de ella el principio radical de toda la filosofía, anterior incluso a Dios en el orden del pensar. 42

Principia, I, 9.

43

De Trinitate, X, X; Ciudad de Dios, XI, 26. LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 89

Para llegar a su concepción del cogito, el autor de las Meditaciones nos dice que ha tenido que renunciar a dos modos de investigación del alma que eran tradicionalmente empleados en filosofía. El primero es el escolástico, de tipo lógico: se definía al hombre como «animal racional», atribuyéndole una esencia en función de una gradación en el orden eterno de los seres. Frente a este método, Descartes alega que le haría falta a continuación investigar qué es «animal» y qué es «racional», con lo que pasaría de una sola cuestión a varias más difíciles y embarazosas, invirtiendo el orden natural del conocimiento.44 El segundo modo era abordar la cuestión físicamente (hoy diríamos: al modo de un naturalista), tomando el alma como principio de explicación de fenómenos materiales como el movimiento o la alimentación. Esta forma de investigación es rechazada porque, según el filósofo francés, si se parte del cuerpo no se llegará nunca más que a un principio de tipo corpóreo, reduciendo el alma a una materia sutil o rarefacta, una «llama» o «soplo» (lo que los antiguos jonios o estoicos llamaban pnêuma) o a algún órgano especial mal comprendido. Así pues, lo que Descartes viene a decir en definitiva es que, si quiero conocer el alma de primera mano, debo ubicarme en ella desde el principio, directamente. Nunca llegaré a ella ascendiendo gradualmente a partir del cuerpo, pero tampoco descendiendo desde el intelecto divino y eterno. Lo que encuentra entonces es una suerte de territorio intermedio y completamente nuevo entre estas dos concepciones: el alma es conciencia individual, y por tanto no es eterna ni impersonal; es una actividad que se desarrolla en el tiempo (soy y existo «tanto 44

MM, II.

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tiempo como piense»).45 Sin embargo, es inmaterial y perfectamente independiente de todo proceso físico (no necesito demostrar que tengo un cuerpo para saber que existo), por lo que es ajena a la extensión y al espacio.46 El cogito resulta, por tanto, de un método directo de investigación del alma humana. Y el resultado es una concepción que identifica la esencia del espíritu con el acto fundamental de la conciencia: el pensamiento,47 un hecho de orden psicológico que no tiene nada en común con los de más y que no depende ya de ningún otro. A ojos de Descartes, los antiguos estaban en lo cierto cuando decían que el alma era un principio activo, pero su error fue tomar esta actividad como análoga al movimiento, a la actividad corpórea, cuando es, en cambio, única en su especie. Esta concepción permite, a su vez, entender mejor las diversas operaciones del alma. Así, imaginación y «sentido» (sens) son comprendidas como disminuciones u oscurecimientos del pensamiento (pues la «imagen» es una idea múltiple y confusa, como hecha de retales de ideas simples). De haber procedido al revés, desde la imaginación y la sensibilidad, jamás habría podido llegar a la esencia del alma, pues se habría encontrado peligrosamente cerca del mundo material al que esas facultades remiten. Por todo ello, cabe considerar también a Descartes como el padre fundador de la psicología 45 MM, II. 46 El filósofo francés Henri Bergson incidió en esta novedad del cogito cartesiano y se inspiró en ella para su concepción de la «duración». Véase, por ejemplo, Théories de l’âme, 4, en Cours III, París, PUF, 1995. 47 Aunque Descartes retire el «pienso» de la formulación del cogito en las Meditaciones («ego sum, ego existo»), también nos dice allí que es un atributo del alma «que me pertenece: el único que no puede separarse de mí» (MM, II). LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 91

moderna y como el primero de toda una serie de grandes moralistas y maestros de la introspección en la filosofía francesa. Esta lista incluirá, entre otros, a Pascal, Rousseau, Maine de Biran o Bergson.

Buscar la salida del Yo: hacia una tipología de las ideas Pero retomemos la segura ruta de la duda metódica. Después de todo, el cogito no es más que la primera de sus etapas. Sin duda la más importante, pero no la última. Una vez conquistada la certeza de la propia existencia como cosa pensante, Descartes se dirige a lo que tiene lugar más comúnmente en ella: los pensamientos tomados como representaciones de las cosas o, simplemente, «ideas» (es decir, dejando a un lado tanto las voliciones como los juicios). Y nos pide darnos cuenta de que, en tanto pertenecen al cogito y tienen lugar en él (esto es, consideradas con independencia de que su contenido exista o no), las ideas no pueden ser falsas: por más que los unicornios no existan, para mí es indudable que pienso en un unicornio cuando lo hago. Pues bien, puesto que Descartes sabe que ni el juicio ni mis deseos pueden garantizarme la existencia de nada ajeno a mí, nos dice que la única esperanza de salir de esta especie de cubículo en el que me hallo («Yo pienso, yo existo») es que, entre todas mis ideas, encuentre alguna que me ofrezca una ruta de salida del cogito tan cierta como el hecho mismo de que la estoy pensando. Es decir, que revele en su mismo «ser idea» tales características que no pueda pensarla 92 - DESCARTES

sin catapultarme fuera de mí y reconocer la existencia de algo diferente.48 Ya sabemos que la materia, en tanto res extensa, no es la idea que buscamos: pese a remitir a algo diferente a mí, todavía puedo pensar que el mundo exterior es una ilusión. Tengo que buscar en otra dirección. Y esto resulta decisivo, pues, si encuentro algo de ese tipo, entonces habrá esperanzas de refutar el solipsismo, la doctrina que sostiene que todo lo que existe es producido en mi propia mente y que hasta el momento nos acecha como una amenaza muy real.

48

Véase Vidal Peña, Introducción a las Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, Madrid, Alfaguara, 1977. LA EXIGENCIA DE LA DUDA. - 93

94 - DESCARTES

La exigencia del ser perfecto. Dios tomado como garantía Donde hay peligro, también florece lo que salva. Friedrich Hölderlin 49

Refutando el solipsismo. La teoría cartesiana de las ideas ¿Cómo salir de esta prisión del cogito en la que nos hallamos tan clara y distintamente confinados? Descartes nos pide conservar la 49

Ensayos, Madrid, Hiperión, 1997 (trad. cast. de Felipe Martínez Marzoa). LA EXIGENCIA DEL SER PERFECTO. - 95

calma y dar un pequeño rodeo. No está claro que haya una salida, pero si la hay debe de encontrarse cerca. Por lo pronto, no nos queda más remedio que inspeccionar metafóricamente los «ladrillos de la pared» de la celda a la búsqueda de una entrada secreta. Ahora bien, esos ladrillos no son otra cosa que mis ideas. Lo que Descartes se encuentra al observar atentamente sus ideas es que puede distinguir en ellas tres tipos: 1. Las claras y distintas, que como hemos visto son aquellas a las que deben poder reducirse, por análisis, todas las demás. Por ejemplo, se reduce primero un triángulo dibujado (noción compuesta) a tres líneas contiguas ubicadas en determinada posición espacial, y luego cada una de esas líneas (que aún no son nociones simples) al desplazamiento de un punto ideal que ha dado origen a ellas. Así, ya tenemos lo compuesto reducido a lo simple (unidad, extensión y movimiento). Estas ideas son llamadas «innatas» por una razón muy sencilla que nada tiene que ver con cuestiones biológicas ni implica una vida anterior al nacimiento: nadie las ha introducido en nuestro pensamiento; son elaboradas «en casa» y damos con ellas cada vez que pensamos atentamente. Se trata, como ya sabemos, de las ideas de cuerpo, figura, magnitud o número, entre otras, pero también, según nuestras indagaciones recientes, de la de «pensamiento», la más primitiva de todas ellas hasta ahora. 2. En segundo lugar, tras las innatas, están las ideas «adventicias», que hemos adquirido a través de los sentidos. Son, por tanto, extrañas a mí y venidas de fuera: un caballo, una mano, la Biblia, mis padres, etcétera. 96 - DESCARTES

3. En tercer y último lugar están las «facticias», que mi imaginación (o «fantasía») ha construido yuxtaponiendo, al modo de un collage, los datos de los sentidos: una sirena, un hipogrifo, un muerto viviente, una voz que me llama mientras camino a solas por el bosque, etcétera. Las ideas son, por tanto, modos de pensar de origen diverso. Ya tenemos algo, pero sentimos claramente que aún no es suficiente. Hace falta dar otra vuelta de tuerca y distinguirlas no ya por su procedencia, sino por su contenido. Y aquí Descartes nos pide separar la «realidad objetiva de la idea», lo que ella representa conceptualmente (por ejemplo, este perro o un caballo), de la «realidad formal», que se refiere a la existencia efectiva, extramental de la cosa representada.50 La noción de «realidad objetiva» va a resultar muy fructífera para nuestros intereses, porque según Descartes remite a una gradación lógica de los seres (a un índice de mayor o menor realidad) que él toma prestada de la filosofía medieval: así, le parece evidente que la noción de «ser humano» posee más realidad objetiva que la noción de «risa», pues esta segunda designa un accidente u operación propio de la primera, que lo incluye de forma «eminente»: si el hombre es el único animal que ríe, para que haya risa debe existir un hombre que la emita. Y nos dice que, en función de esta gradación, la sustancia (por ejemplo, la res cogitans) posee más realidad objetiva que el atributo (en este caso, cogitare, pensar), mientras que el atributo posee más que el modo (cogitatio, las propias ideas). 50 Conviene, por tanto, no confundirse, pues con «realidad formal» Descartes se refiere a lo que hoy solemos llamar vulgarmente «realidad objetiva»: su existencia real. Él nos dice, por otro lado, que ha tomado el término de la noción aristotélica de forma o actus por ser el modo «como la llaman los filósofos». LA EXIGENCIA DEL SER PERFECTO. - 97

Pues bien, justo a continuación Descartes introduce un importan te postulado causal en función del cual todo ser, incluyendo las ideas, necesita haber sido engendrado por algo que tenga al menos tanta realidad como la realidad objetiva del ser engendrado, y que tenga esa realidad «formalmente» (esto es, que exista realmente), pues de lo contrario carecería de la eficacia necesaria para ser llamado «causa». En otras palabras, si A es causa de B, es preciso que toda perfección de B esté en A, y que además A exista fuera de mi mente (no puede ser una existencia fingida o hipotética). Conviene ver con atención por dónde nos está tratando de llevar Descartes, pues es evidente que toda esta teoría de las ideas no nace por las buenas. Los conceptos de causalidad eficiente aplicada al pensamiento y gradación de la realidad objetiva, por más que sean de inspiración escolástica, responden al problema más concreto y novedoso de la refutación del solipsismo o idealismo radical. Y es evidente que Descartes sabe que si encuentra una idea que parezca ser innata (pues son las sumamente claras y distintas que deben tenerme a mí, en tanto ser pensante realmente existente, como causa) pero que no podamos aspirar a haber producido nosotros, entonces habrá resuelto el problema. Pero para eso necesita que la realidad objetiva de esa idea sea superior a la nuestra: es decir, que sea algo más que una simple sustancia. Es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la tuviera ella misma? Y de ahí se sigue, no solo que la nada no podría producir cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo que 98 - DESCARTES

contiene más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto. Y esta verdad no es solo clara y evidente en aquellos efectos dotados de esa realidad que los filósofos llaman actual o formal, sino también en las ideas, donde solo se considera la realidad que llaman objetiva. Por ejemplo, la piedra que aún no existe no puede empezar a existir ahora si no es producida por algo que tenga en sí formalmente o eminentemente todo lo que entra en la composición de la piedra (MM, III).

Un problema filosófico está virtualmente resuelto cuando ha sido bien planteado, y Descartes presiente que su teoría de las ideas es un buen planteamiento. A partir de aquí, la solución cae por su propio peso: ¿qué idea contiene a todas luces tanta realidad objetiva que yo no podría aspirar a ser su causa? Respuesta de Descartes: la idea de infinito. Efectivamente, la realidad objetiva de esta idea en particular desborda cualquier grado de perfección del que yo sea capaz, y por tanto no podría haberla engendrado como las demás. Si alguien me objeta que también tengo ideas como la «figura, situación o movimiento» sin ser yo mismo algo extenso, me sirvo de mi teoría y respondo fácilmente que mi realidad formal es igual o superior a esas ideas, pues soy una sustancia y ellas son modos. Yo gano en eminencia en la escala de los seres.51 Ahora bien, soy incapaz de engendrar formalmente la idea de un ser cuya objetividad me desborda hasta ese punto. 51

La escala de los seres es la siguiente: a) sustancia infinita; b) sustancia finita; c) atributos; d) modos. Por eso incluso en el caso de la idea de res extensa, aunque sea distinta de mí, no es imposible que yo la haya engendrado, pues no me supera en eminencia. LA EXIGENCIA DEL SER PERFECTO. - 99

Descartes reflexiona atentamente sobre la idea de infinito y nos dice que, por más que alguien lo pretenda, yo no le he atribuido negativamente las perfecciones que me faltan, sino que solo sé que me faltan porque antes tengo esa idea. De ahí que el infinito no pueda ser lo meramente «sin límite» o «indefinido» (conceptos negativos), sino lo que contiene todo ser y todas las perfecciones concebibles en grado supremo. A tal punto que su potencia supera nuestra concepción. Para Descartes, por tanto, es fundamental eliminar el peligro de relativismo derivado de un entendimiento que pensaría un Dios a su imagen y semejanza. ¿Cómo sería posible que yo pudiese conocer que dudo y que deseo, es decir, que me falta alguna cosa y que no soy talmente perfecto, si no hubiera en mí idea alguna de un ser más perfecto que el mío, por comparación con el cual conociera los defectos de mi naturaleza? (MM, III).

Las tres pruebas Nos vemos entonces ante un caso singular de idea, pues siendo objeto de una intuición directa, desborda completamente a mi entendimiento y, en consecuencia, no puede ser estrictamente «innata». Se trata de una excepción a la clasificación inicial, y hace necesaria la acción de un ser realmente infinito que haya puesto en mí esa idea, que a partir de entonces deja de ser exactamente «mía» (si bien tampoco me es completamente ajena, pues la concibo con la máxima claridad y eminencia). 100 - DESCARTES

A partir de aquí, están dadas las condiciones para proceder a la demostración de la existencia de Dios, de la que Descartes ofrece tres pruebas sucesivas. La primera prueba la hallamos en la IV parte del Discurso del método y en la Meditación III. Nos dice que, si tengo en mi espíritu la idea de algo infinito y perfecto, siendo «obtenerla de la nada cosa manifiestamente imposible», entonces esa idea requiere de una causa ella misma infinita en virtud de la cual la idea esté en mí. Pero la causa de la idea de perfección no puede ser más que el Ser Perfecto. Por tanto, Dios existe. La segunda es una variante de la primera, y la encontramos en los mismos capítulos. Existiendo yo como sustancia y teniendo en mí la idea de perfección, es preciso que sea una causa perfecta la que me haya engendrado (pues yo soy imperfecto). Ahora bien, según Descartes, algo no sigue existiendo por pura inercia. A fin de no confiar excesivamente en la memoria, debemos asumir que los instantes del tiempo son totalmente independientes entre sí, y que por tanto en cada uno de ellos es preciso el mismo poder para conservar algo que para producirlo («la luz natural nos deja ver claramente que la conservación y la creación no difieren sino en nuestro modo de pensar, y no efectivamente»). Por tanto, Dios no solo existe, sino que es el autor de mi ser en cada instante de la duración. La tercera prueba es la definitiva, la considerada puramente a priori, y viene a rematar las otras dos, a las que ha empleado a modo de «andamios». En la Meditación V, en efecto, Descartes nos dice que, siendo la existencia una perfección o atributo, no puedo concebir un ser infinito (como el que de hecho concibo) sin atribuírsela al mismo tiempo. Pues, por más que pueda simular que un ser tal no LA EXIGENCIA DEL SER PERFECTO. - 101

existe (como se ha venido haciendo provisionalmente hasta ahora), «no se puede fingir, sin embargo, que su idea no me representa nada real, como he dicho antes de la idea de frío».52 Al contrario de lo que ocurre con las ideas del mundo exterior, por tanto, la idea de Dios implica su existencia por el hecho de ser pensada. Esta prueba será bautizada por Kant como «prueba ontológica», y parece inspirada claramente en un argumento del pensador medieval Anselmo de Canterbury que encontramos en la obra Proslogio, del siglo xi, según el cual la suma grandeza con que concebimos a Dios exige su existencia. De las tres, las dos primeras son «por los efectos» (también llamadas a posteriori), mientras que la tercera es, como se ha dicho, a priori. Pero es significativo que, viendo quizá ahí una debilidad de su sistema, Descartes responda a una objeción alegando que, si bien para una mente entrenada es posible captar directamente la última de ellas de un solo golpe intuitivo, ha preferido dar antes las otras dos para que mentes menos expertas puedan seguir el proceso deductivamente.53

52 Ibíd. 53 Se entiende entonces que los filósofos posteriores, y particularmente Kant, se centren en refutar esta última prueba. Según expondrá la Crítica de la Razón Pura, en efecto, Descartes comete dos faltas: considerar la existencia como un atributo, confundiendo así lo empírico con lo conceptual y recayendo en el dogmatismo de las filosofías a las que trata de sustituir, y tratar a las ideas como seres existentes y al pensamiento como una «cosa» por carecer de un estatuto riguroso para él, que en la filosofía kantiana será el de lo «trascendental». 102 - DESCARTES

Acerca de la novedad de las pruebas cartesianas Se ha dicho con razón que Descartes se sirve para sus pruebas de Dios de elementos de la filosofía medieval (el principio de causalidad eficiente entre ideas, la concepción de una jerarquía de los seres o la definición de Dios como ser sumamente perfecto, entre otros), lo cual es evidentemente cierto, pero no lo es menos que él trata de dotar de un rigor metafísico superior a esos instrumentos. No en vano, pretende demostrar a las autoridades que su filosofía, al margen de permitir un mejor estudio de la naturaleza, resulta más apta que el tomismo para vehicular la prueba de Dios. Como si solo él hubiera puesto el argumento ontológico sobre el «chasis» en el que adquiere su pleno rendimiento, al punto que llega a insinuar en las respuestas a las objeciones que no sabía nada de san Anselmo y que él ha encontrado la prueba por su cuenta. En este contexto, se entiende que en la carta a los teólogos de la Sorbona a quienes dedica las Meditaciones afirme mojigatamente que se ha limitado a seguir en su obra, como buen católico, las recomendaciones del Concilio de Letrán referidas a la condena del ateísmo y la impiedad. A lo que añade, astuto, que no le ha quedado más remedio que «decirlo de otro modo», valiéndose de su «razón natural», pues si afirmamos que hay que creer en la Escritura porque lo dice Dios y en Dios porque lo dice la Escritura, los «infieles» nos acusarán de incurrir en «círculo» vicioso. Podemos inferir el horror que sintieron el decano y los doctores al leer las Meditaciones del hecho de que le denegaran su autorización en 1641. Pero más aún, doce años después de su muerte, en 1662, la obra compleLA EXIGENCIA DEL SER PERFECTO. - 103

ta de Descartes será incluirla en el Index librorum prohibitorum de la Iglesia católica. Lo que resultaba tan heterodoxo a ojos de la teología oficial era que se hubiera pretendido demostrar la existencia de Dios partiendo únicamente del cogito y las ideas. Al circular por los raíles de la duda, el método no podía valerse ya de la existencia de la obra divina en su conjunto (el mundo), según hacía el tradicional argumento «cosmológico». Descartes, al contrario, emplea a Dios para probar el mundo exterior, pero emplea al Yo, él mismo improbado y en cierto sentido absoluto, para probar la existencia de Dios. Este es su rasgo inequívocamente moderno: la demostración ha de apoyarse únicamente en el hecho de que la mente no pueda dudar de ella. No deja de haber pruebas «por los efectos», e incluso son las que Descartes considerará más propiamente suyas, pero ya no remiten al mundo, sino a mi existencia como sustancia pensante.

Sobre la naturaleza de Dios Según Descartes, en resumen, Por el nombre de Dios entiendo una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente y por la cual yo mismo y todas las otras cosas que existen (si es verdad que hay algunas que existen) han sido creadas y producidas. Ahora bien, estas ventajas son tan grandes y tan eminentes que, cuanto más atentamente las considero, menos persuadido estoy de que la idea que tengo de él pueda tener su origen solamente en mí (MM, III). 104 - DESCARTES

Vemos que el predicado que define más propiamente a Dios es el de «infinito» (es, de hecho, el único ser propiamente infinito), y que a partir de esa cualidad se desprenden las demás. Esta infinitud divina se percibe mucho mejor cuando nos fijamos en el modo en que conserva reunido y simple lo que en nosotros permanece dividido y desajustado. Veámoslo: En primer lugar, la distinción entre la esencia y la existencia (realidad objetiva y realidad formal), válida para todas las demás cosas, encuentra una excepción en el ser infinito: la existencia forma parte de su esencia, por lo cual cabe decir que Dios es causa de sí (causa sui) y ya no hace falta preguntar quién lo creó a él.54 Y en segundo lugar, es «por una sola y muy simple acción que [Dios] entiende, quiere y hace todo».55 Al no haber en él desproporción alguna entre sus decisiones libres y su conocimiento, no hay en su infinita potencia componente alguno de capricho: sus designios son firmes e inmutables, no erráticos o antojadizos. El libre albedrío se realiza en él plenamente, pues se ejerce acompasado con la omnisciencia de su entendimiento. Descartes pretende haber zanjado así un ilustre y trillado debate medieval acerca de si la libertad prima en Dios sobre la inteligencia u ocurre al revés. Según los franciscanos, todo lo que Dios quiere es justo y verdadero por el hecho de que él lo ha querido así. En cambio, según los dominicos (entre los cuales se contaba Tomás de Aquino), Dios quiere necesariamente lo que su entendimiento le representa como lo mejor. Y aunque Descartes parezca declarar el debate como estéril, se adhiere de hecho a la primera postura, pues 54 Véase Primeras Respuestas a MM, AT IX, 86-87; Cuartas Respuestas, AT IX, 148 y ss. 55 Principia, I, 23. LA EXIGENCIA DEL SER PERFECTO. - 105

nos dice que es a causa de un decreto arbitrario de Dios por lo que el mundo ha nacido y en virtud de lo cual es renovado a cada instante, pero que, además, Dios no está obligado a querer lo que de hecho quiere, En este sentido, todo lo que es, incluso las verdades necesarias, ha recibido su beneplácito. De modo que, aunque la voluntad y el entendimiento sean en él coextensivos, es siempre la voluntad la que lleva la delantera. Esta defensa enconada del voluntarismo, como sabemos, trajo a Descartes más de una polémica en territorio calvinista debido a su proximidad con la «herejía» arminiana de la que hemos hablado en el apartado biográfico. Una objeción significativa que se le hizo a Descartes fue la de cómo es posible que la idea de Dios sea más clara y distinta que las demás si el infinito es incomprensible para nosotros. Su respuesta es que nada hay más claro ni más distinto, para quien sabe reflexionar acerca de dicha idea, que esta incomprensión56. De ahí se deriva también la esterilidad de intentar imaginar o comprender lo que no tiene semejanza ni proporción alguna con nosotros, incluyendo algo así como la personalidad de Dios, por más que sea innegablemente algo del tipo «espíritu o cosa que piensa».57 Esta despersonalización de la divinidad fue vista como excesivamente «funcional» y «filosófica» por algunos de los contemporáneos más devotos de Descartes, que señalaron la inverosimilitud de rezar o solicitar el favor de semejante ser sin rostro. Blaise Pascal, matemático y filósofo del círculo de Mersenne, se referirá al Dios «de Abraham, de Isaac y de Jacob» para oponerlo al «Dios de los filósofos», llegando a afirmar que «no puedo perdonar a Descar56 MM. Quintas Respuestas, II, VII. 57 Carta a Chanut del 1 de febrero de 1647. 106 - DESCARTES

tes; bien querría prescindir de Dios en toda su filosofía, mas no ha podido evitar presentarlo dando un papirotazo al mundo para ponerlo en movimiento; tras esto, ya no sirve para nada».58

Ventajas epistemológicas de la existencia de Dios Sea como fuere, la demostración de la existencia de Dios es otra etapa fundamental del método, pues, al margen de probar que el Yo no existe solo, nos aporta la garantía de conocimiento cierto en dos ámbitos que hasta ahora nos parecían dudosos. En este sentido, es una llave que abre otras dos puertas. En primer lugar, me aporta certeza sobre mis deducciones «matemáticas», optimizando así el tercer principio del método. Podemos descartar del todo la hipótesis de un genio maligno que nos engañaría incluso cuando derivamos correcta y atentamente las consecuencias de las premisas, pues Dios nunca lo permitiría. En este sentido, hemos hecho del tiempo una «ruta segura». En efecto, por más que sea cierto que los momentos del tiempo se me presentan como independientes unos de otros, lo cierto es que Dios recrea el mundo a imagen de lo que había en el momento anterior, pues no puede querer engañarme más de lo que lo hago yo mismo con mis propios errores. Y no puede querer hacerlo porque ello ma58 M. Périer, Mémoire, en Pascal, B., Ouvres complètes, París, ed. J. Chevalier, 1954, pág. 41, citado en Vidal Peña, Introducción a MM, op. cit.

LA EXIGENCIA DEL SER PERFECTO. - 107

nifestaría un déficit de su voluntad, que se desajustaría respecto al bien claramente conocido (quien sabe la verdad, dice la verdad), lo que sería incompatible con su infinitud. Al hilo de esta cuestión, el filósofo y matemático Arnauld, uno de los más brillantes interlocutores de Descartes, objetó que las Meditaciones incurrían en círculo vicioso, pues se servían de la evidencia para llegar al conocimiento de Dios sosteniendo a continuación que la garantía de la evidencia era un Dios veraz. Descartes le respondió que Dios es un garante de las demostraciones, no un artífice de la evidencia de las intuiciones. No se dedica a garantizar que lo intuitivamente cierto lo sea (pues eso ya lo sabíamos antes de probar su existencia), sino a certificar que lo percibido como evidente se mantiene así mientras dura una demostración: «es suficiente que recordemos haber percibido claramente una cosa para tener la certeza de que la misma es verdadera; lo que no sería suficiente si no supiésemos que existe Dios y no engaña».59 La conclusión, por tanto, es que Dios no habita un «imperio lógico» diferente al mío, por lo que puedo confiar en el paso de las causas a las consecuencias y de las premisas a las conclusiones: para cuando llego al 4 en «2 + 2 = 4», no tengo necesidad de volver al primer 2 mientras no haya perdido el hilo de mi atención. Así pues. Dios no nos engaña, aunque nos limite. En segundo lugar están las consecuencias para el mundo material. Una vez más, Dios no puede querer engañarnos si creemos firmemente en la existencia de un mundo exterior al que remiten nuestras sensaciones. En este caso, no solo se me garantiza que las ideas que me formo de ese mundo no brotan en mí sin causa alguna, 59

AT VII, IV Respuestas, 245-346.

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al azar o según un orden cualquiera establecido por un nuevo «dios tunante y artero», sino que además puedo confiar en que, siempre que me sirva de una recta razón, esas ideas se corresponderán punto por punto con sus objetos materiales. Y ello a pesar de que yo no sepa exactamente qué insondable proporción o analogía existe entre lo mental y lo material, pues no soy la causa de esa correspondencia: me limito a constatarla y a aceptarla. Es, por tanto, el Ser infinito el que se ocupa de garantizarnos la vinculación cosas-ideas sobre la que se fundamentará el estudio de la ciencia empírica en la filosofía cartesiana. En virtud de su perfección, podemos aspirar a reducir el desfile de imágenes que se presentan errática y «problemáticamente» a nuestros sentidos a una serie de ideas que se deducirán rigurosamente unas de las otras. Todo lo cual quiere decir que, efectivamente, era la metafísica la que debía fundar la física. Entendemos ahora que Descartes no quisiera ponerse a «leer el libro de la naturaleza escrito en caracteres matemáticos» tan precipitadamente como otros científicos de su tiempo. Antes era necesario asegurarse de que esa lectura tenía lugar en condiciones de incuestionable certeza y de rigor filosófico. Es decir, que se efectuaba en el entendimiento, y no «al natural», en la sensibilidad, como pretenden los magos o místicos. Para ello, necesitábamos saber que el mundo exterior era creíble, para lo que precisábamos a Dios como garantía, adonde solo nos conducía la idea de infinito, a la que accedíamos desde el cogito, resultado a su vez de la duda radical. El círculo queda ahora cerrado y los cimientos, al fin, bien asentados. Es posible afirmar además, con todo fundamento y (por qué no decirlo) emitiendo un suspiro de alivio, que el solipsismo se cura meditando. LA EXIGENCIA DEL SER PERFECTO. - 109

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¿Un mundo sin dioses? La naturaleza entendida como mecanismo Estoy acostumbrado a aprender incluso de las hormigas y los gusanos. Descartes a Isaac Beeckman 60

Un motivo por el que Descartes pasó con toda justicia a la historia del pensamiento, al margen incluso de su célebre revolución epistemológica, fue el de haber aportado la primera formulación rigurosa del mecanicismo. Se entiende por mecanicismo, grosso modo, la consideración de la naturaleza como una inmensa máquina desprovista de alma (y por tanto ajena a la moral) cuya explicación se reduce enteramente al movimiento de unas partes sobre otras, y que en consecuencia puede ser entendida y modificada a nuestro favor. Esta doctrina se desprendía naturalmente de la nueva física matemática que ya Copérnico, Bacon o Galileo habían practicado. Pero 60

AT I, 154-155, citado en Clifford Grayling, A., op. cit ¿UN MUNDO SIN DIOSES? - 111

es solo Descartes, azuzado en parte por la necesidad de separar la física de la teología, quien le aporta rigor y sienta con ello las bases teóricas del desarrollo científico e industrial de los siglos posteriores. El mecanicismo, de hecho, ha jugado un papel clave en la eclosión de numerosas esferas de la vida moderna, no solo la científica, sino también la artística, industrial, recreativa o política. Al punto que el símbolo elegido durante siglos para definir esta nueva época fue el reloj, ejemplo predilecto también de los filósofos mecanicistas para ilustrar el funcionamiento del mundo material. Estudiemos ahora el modo como Descartes es llevado paulatinamente, a partir del hallazgo del cogito y la demostración de la existencia de Dios, a esta nueva concepción de la naturaleza. Gracias a las ventajas del método, nos encontramos instalados en un escenario epistemológicamente óptimo: nuestras representaciones del mundo exterior, si han sido obtenidas por descomposición de lo oscuro y confuso (la sensación, la imagen) en elementos claros y distintos (las ideas simples), se corresponderán punto por punto con los objetos de ese mundo, permitiéndonos conocerlos con certeza. Un lector atento apreciará la similitud de este planteamiento con el análisis algebraico inventado por Descartes, donde la notación numérica correspondía punto por punto a los elementos del trazo de la figura. Hasta aquí, por tanto, todo lleva el incuestionable y tranquilizador sello cartesiano. Y permite aventurar el paso del dualismo radical entre Yo y el mundo tomados como sustancias independientes hacia un paralelismo cognoscitivo por el cual mis pensamientos, una vez ordenados, correrán paralelos a las cosas. Precisamente al hilo de esta cuestión, no está de más reparar en el hecho de que Descartes, al contrario que los magos o los filósofos escolásticos, no se interesa por que las cosas sean «auténtica» o 112 - DESCARTES

«íntimamente», sino por las ideas que puede formarse de los cuerpos, y cuáles de entre ellas son claras y distintas. Cabe decir entonces que, más que leer la naturaleza «en el Libro del Mundo», como era el caso de Galileo y de los pensadores renacentistas, él quiere leerla en el libro del entendimiento. En esto, mayormente, viene a resumirse su revolución filosófica moderna: Nosotros consideramos aquí la serie de las cosas en cuanto han de ser conocidas, y no la naturaleza de cada una de ellas. [...] Las cosas mismas [...] tan solo han de ser consideradas en la medida en que tienen relación con el entendimiento. [...] No tratando nosotros aquí de las cosas sino en cuanto son percibidas por el entendimiento (Regulae, VI; VIII; XII).61

Dios ha querido, en efecto, que podamos formarnos ideas adecuadas de las cosas. Pero, si se piensa, la condición de que las primeras puedan ser signos de las segundas es que no guarden parecido con ellas, del mismo modo que la palabra «perro» no se parece al animal por ella designado. Vemos aquí una de las consecuencias del radical dualismo cartesiano mente-cuerpo. Lo que se ha perdido por el camino, evidentemente, es la analogía aristotélico-tomista en función de la cual debía existir una comunidad de origen, un parecido entre lo percibido y el pensamiento de quien lo percibe 61 Un empirista como Hume heredará y recalcará todavía más esta postura cartesiana que culminará en la distinción kantiana entre fenómeno y cosa en sí: «Nunca fue mi intención penetrar en la naturaleza de los cuerpos o explicar las causas secretas de sus operaciones [...] mientras limitemos nuestras especulaciones a la aparición sensible de los objetos, sin entrar en disquisiciones sobre su naturaleza y operaciones reales, estaremos libres de toda dificultad» (Tratado de la Naturaleza Humana, 1.2.5.26; SBN 64; 1.2.05.26n, trad. cast. de Félix Duque, Madrid, Tecnos, 2014). ¿UN MUNDO SIN DIOSES? - 113

(parecido que se debía en última instancia a que ambos eran degradaciones de Dios y todavía era posible atisbar o rememorar en ellos esa unidad perdida). A partir de Descartes, esa comunidad se rompe por completo, al menos para nosotros los mortales: si la hay, solo Dios sabrá cuál es.62 Ya no es preciso, por tanto, acudir a los libros de los teólogos, magos, astrólogos o alquimistas para recibir la clave interpretativa del mundo y lo que convierte a determinados hechos (un relámpago, un feto monstruoso, una roca extraña) en determinados signos (un augurio favorable, un mal presagio) de una misma trama. El mundo cartesiano ha enmudecido. A nivel científico, ya no habrá motivo para buscar similitud alguna entre ese mundo y nuestra propia conciencia, pues lo exterior se mantiene completamente paralelo (y, por tanto, ajeno) a lo psíquico, incluyendo en ello nuestras intenciones, miedos y esperanzas.

De la naturaleza como libro a la naturaleza como máquina Ahora bien, ¿cómo debo retratar el mundo exterior en mi «libro intelectual» para saber que no me equivoco en su estudio? La respuesta ya la conocemos en parte, pues no podíamos percibir clara y distintamente el cogito sin oponerlo a un cuerpo al que permanecía 62 «Por el hecho de que siento diversos colores, sonidos, olores, sabores, color, dureza y semejantes, concluyo correctamente que, en los cuerpos de los que provienen esas variadas percepciones de los sentidos, hay algunas variedades que les corresponden, aunque acaso no se les asemejen» (MM, VI, cursiva nuestra). 114 - DESCARTES

como emparejado, pese a ser completamente independiente de él. Una vez garantizada la existencia (y persistencia) de esa otra sustancia, es el momento de investigar sus características, a las que accedo, de nuevo por descomposición de las representaciones que me formo a partir de mis sensaciones, que son los modos del pensamiento que más intensamente me hacen creer en ella.63 Descartes define entonces lo corpóreo como nunca antes se había hecho: por la noción primitiva de extensión (res extensa). Evidentemente, ya antes de él se asociaba lo corpóreo con lo espacial, pero también con otros elementos como fuerzas, formas o tendencias. Nadie había ido tan lejos como para establecer una equivalencia absoluta materia-espacio. El cuerpo es materia, y la materia es lo que se despliega en altura, anchura y profundidad.64 A tal punto se confunde lo corpóreo con lo espacial que queda excluida la posibilidad del vacío (un rasgo del mecanicismo cartesiano que será desechado por la mayoría de científicos posteriores como demasiado radical), y ni siquiera cabe ya decir (como más tarde hará Newton) que exista un espacio absoluto distinto de los cuerpos. La materia, en consecuencia, carece de límites: el universo es uno, indefinidamente grande y sus partes indefinidamente divisibles (aunque no estén de hecho indefinidamente divididas), por lo que tampoco hay que hablar de nada pare63 Del análisis de ese conocimiento sensible se ocupa la Meditación VI. 64 Se trata, por tanto, de un espacio de tipo «euclídeo», sin dimensiones adicionales. Esta deducción de las propiedades de la materia se encuentra más particularmente en la Meditación II. Al examen de la naturaleza de las cosas materiales dedica Descartes los primeros párrafos de la quinta parte del DM y de la Meditación V. A la explicación de sus principios y fenómenos se destinan la segunda parte de los Principia y las dos secciones del póstumo Le Monde: el Tratado de la luz y el Tratado del hombre. ¿UN MUNDO SIN DIOSES? - 115

cido a «átomos» que las compongan. Este rechazo del atomismo, hipótesis que en el siglo XVII era generalmente vista como la única alternativa viable al aristotelismo, le valdrá a Descartes el enfrentamiento con Galileo, Hobbes y Beeckman en su tiempo, y con Pascal y Newton más tarde (en este punto, de nuevo, Descartes fue más radical que la mayoría de científicos que le siguieron). Meditemos ahora acerca de lo que implicaba esta nueva concepción de lo material. Como en otros lugares de su filosofía, Descartes pretende estar anunciando aquí a sus lectores una «buena nueva»: la secularización plena de la naturaleza, alrededor de la cual él ha elevado un muro infranqueable para protegerla de todo dinamismo físico (la palabra griega dynamis suele traducirse por «fuerza») y de toda superstición. En definitiva, de la confusión de lo natural con lo sobrenatural. Piénsese que, en virtud del dualismo estricto de las sustancias, todo lo que le hemos concedido al cogito (conciencia, inextensión, sentido, imaginación, volición, etcétera) es lo que le hemos «quitado» al mundo.65 A partir de este momento, ya no se podrá pretender que los cuerpos poseen inclinaciones intrínsecas al movimiento o que «participan» de esencias que les aportan sus cualidades, pues ello sería introducir algo extraño en su naturaleza, contaminándola y oscureciéndola. En la práctica, esto supone el acta de defunción de disciplinas como la alquimia. Finalmente, el mecanicismo cartesiano queda fundado (y este punto sí será asumido ampliamente por sus continuadores) desde el momento que se vuelve posible reducir todas las cualidades cor65 La única excepción a esta regla son algunas nociones simples comunes a ambos dominios, como la unidad, la existencia o la duración. 116 - DESCARTES

póreas a los dos modos de lo extenso: la figura y el movimiento. El mundo pasa a ser considerado como una inmensa máquina (es decir, un conjunto de partes móviles que ejercen presión unas sobre otras) formada por indefinidas máquinas más pequeñas. Esta reducción afecta de lleno a cualidades como el peso, el calor, el color o la fluidez, que no son más que la percepción confusa de movimientos particulares de las partes que componen los cuerpos. Aunque sea por esas cualidades sensibles por lo que distinguimos los cuerpos entre sí, no es por ellas por lo que los conocemos, pues ellas deben ser todavía analizadas y descompuestas hasta dar con esos pequeños «trozos» y «ritmos» de materia que las definen. Una objeción que se le hace a Descartes es que, si no hay vacío, ¿cómo es que los cuerpos cambian de lugar y decimos, por ejemplo, que «no hay nada en la caja»? Y él responde que todo vacío es relativo al cuerpo que lo ocupaba: de modo absoluto, ya ha sido ocupado por otro cuerpo (por ejemplo, el aire) que no presenta las propiedades que esperábamos encontrar. Nos comportamos a menudo, en ciencia, como niños que abren una caja de bombones y, al ver que no quedan, la proclaman vacía. Pero no hemos de confundir nuestra decepción personal, relativa a nuestros deseos, con el conocimiento de las cosas. A causa de que todo esté lleno, por lo demás, el desplazamiento de un cuerpo entraña el de todo lo que le rodea al modo de un anillo, por lo que todo movimiento es de hecho circular o, si además recibe presión desde fuera, espiral.66 Otro problema es el de cómo delimitar los cuerpos si toda la materia se identifica con el espacio. ¿No es preciso un contorno ideal, ya sea trascendente o inmanente, que los distinga, tales como 66

Véase Principia, II, 33. ¿UN MUNDO SIN DIOSES? - 117

la forma «triángulo», «mesa», etcétera? La respuesta de Descartes es que los cuerpos se distinguen por los estados de movimiento o reposo relativo de sus partes, sin el concurso de ningún pegamento ideal. Y las partes, a su vez, difieren entre ellas por sus figuras, tamaños, enlaces y movimientos. La cera de la vela seguirá siendo una, más allá de la forma que adopte, siempre que sus partes conserven entre ellas un movimiento similar. Esta concepción mecanicista se extiende a los cuerpos orgánicos, que tradicionalmente habían sido estudiados al margen de la materia inerte. Esta es otra de las aportaciones que Descartes deja en herencia a la modernidad (al menos hasta que, a principios del siglo xx, se empiece a reconocer ampliamente cierto grado de conciencia en los animales). Al final del Tratado del Hombre, tras enumerar las funciones vitales de los animales, leemos lo siguiente: Deseo que consideréis que estas funciones se siguen todas naturalmente, en esta máquina, de la mera disposición de sus órganos, ni más ni menos de lo que lo hacen los movimientos de un reloj u otro autómata del de sus ruedas dentadas y contrapesos (AT XI, 202).

Así pues, la contrapartida de que el alma pueda existir sin cuerpo es que, efectivamente, hay cuerpos que existen sin alma (los animales-máquina), lo que constituye una nueva confirmación del fin del animismo universal que poblaba el cosmos renacentista. Al no ocuparse el alma en Descartes de las funciones vitales (como ocurría ejemplarmente en Aristóteles),67 se vuelve imposible distin67 Arrastrado por su confianza en el dualismo, Descartes niega que el alma sea el principio del movimiento del cuerpo vivo o que la muerte sea causada por la «separación» de cuerpo y alma (él dirá simplemente que la máquina del cuerpo se estropea y deja de funcionar). 118 - DESCARTES

guir un órgano vivo de un pedazo de metal o de madera. Ya en El Mundo se presentaba al cuerpo humano como «una estatua o máquina hecha de tierra». La consecuencia inmediata de ello es que, inspirándose en sus investigaciones anatómicas (que incluyeron la vivisección),68 Descartes presentará a los animales como autómatas sin alma, movidos por estímulo y respuesta y carentes incluso de las formas más bajas de conciencia: sensación y emoción. Las historias acerca de la relación del filósofo con los animales, como se puede suponer, no son demasiado edificantes.69 En cualquier caso, la razón para negar un alma a los animales es fundamentalmente metafísica: siendo el pensamiento indivisible y no admitiendo grados, si las bestias no poseen el entendimiento (algo que le resulta manifiesto por su incapacidad para articular un lenguaje o para inventar nuevos objetos o situaciones), entonces tampoco pueden poseer la volición o el sentimiento. Lo contrario sería visto como impiedad. Al margen de ello, la idea de que perros o gatos fueran al cielo resultaba teológicamente descabellada.

68 Según su biógrafo Clifford Grayling, Descartes señaló una vez ante un amigo los peces y conejos que estaba diseccionando y dijo: «Esta es mi biblioteca» (citado en Clifford Grayling, A., op. cit, pág. 268). 69 Según cuentan sus biógrafos, a Mersenne le dijo que si pegaba a un perro mientras sonaba un violín, tras media docena de ocasiones el perro gemiría y se agacharía al oírlo. También hay una leyenda según la cual Descartes arrojó un gato por la ventana para demostrar su falta de emoción y sensación (Ibíd., págs. 205-206). ¿UN MUNDO SIN DIOSES? - 119

El fin de las cualidades: la naturaleza enmudecida Lo físico queda entonces reducido a lo «matemático», aunque con matemático no debemos pensar en nuestra matemática aplicada; no se trata simplemente de empezar a ver cubos y círculos en todas partes ni de usar la regla sin antes reflexionar acerca de lo que se mide. Descartes se refiere a la mathesis universalis, a la mezcla de intuición y deducción que caracteriza al conocimiento cierto. Y, en la medida en que el estudio de la naturaleza es reducido a esta matemática mental, se nos ofrece entonces como un «pensamiento ciego o sordo», privado de todo tipo de sensaciones. Al convertirse en res extensa, la naturaleza ya no nos sugiere nada. La maquinaria de relojería del cosmos funciona tan bien cuando da la hora exacta como cuando se atrasa o se adelanta. Se dirá con razón que pierde su rostro «mágico», familiar o pintoresco, su exuberancia sensible, pero gana en cambio la posibilidad de ser descodificada. Tras haber reducido la naturaleza a extensión inteligible, y no ya sensible, Descartes pretende entonces completar su concepción mecanicista deduciendo a priori las reglas elementales de ese mecanismo a partir de la inmutabilidad del ser infinito que lo ha creado, lo conserva y lo ordena (pues Dios es tan causante de la res extensa como de la res cogitans): Adviértase que con naturaleza no me refiero a una diosa ni a ninguna otra clase de poder imaginario. Más bien empleo la palabra para significar la materia misma, en la medida en que la tengo en cuenta junto a las otras cualidades que le he atribuido, y bajo las condicio120 - DESCARTES

nes en que Dios la conserva de idéntico modo a como la ha creado. Pues del hecho de que continúe conservándola igual se sigue necesariamente que debe haber multitud de cambios en sus partes, los cuales, no pudiendo, según me parece, ser propiamente atribuidos a la naturaleza de Dios, pues ella no cambia, los atribuyo a la naturaleza; y las reglas según las cuales se producen estos cambios las llamo las leyes de la naturaleza (Le Monde, VII, AT XI, 36-37).

Así pues, la naturaleza debe pensarse con cambios interiores en función de leyes constantes que pueden ser estudiadas al margen de Dios, aunque él sea su creador y conservador metafísico y ellas lleven, en cierta forma, su marca. Descartes se refiere aquí a las tres leyes del movimiento, que forman parte de las verdades eternas e inmutables. Estas leyes naturales garantizan la formación y conservación del mundo tal y como lo vemos, y se resumen en la concepción cartesiana de la inercia, que viene a dejar constancia de todo un cambio de época en física: un cuerpo sobre el que no se actúe no cambiará espontáneamente ni de velocidad ni de dirección, y, al encuentro de otro cuerpo más débil, le comunicará tanto movimiento como pierda. Desde este punto de vista, el hecho de que algo tienda al reposo «repugna manifiestamente a las leyes de la naturaleza, pues este es contrario al movimiento, y nada puede tender por su propia naturaleza a su contrario, o sea, a la destrucción de sí mismo».70 Esta tesis ratifica la liquidación de los lugares naturales de la física aristotélica (aún marcadamente cualitativa), hacia los que las cosas graves o ligeras tendían a establecerse por su propia esencia. Todo cambio físico será a partir de ahora resultado de un choque o empu70 Le Monde, loc. cit. ¿UN MUNDO SIN DIOSES? - 121

je, y la cantidad global de movimiento y reposo permanecerá constante en el universo. Descartes concibe así el universo corpóreo como un sistema mecánicamente cerrado. Ante lo cual es imposible que no surja la duda acerca del papel que la libertad humana desempeña en todo esto. ¿No es cierto que actuamos continuamente sobre los objetos físicos, imprimiéndoles nuevos movimientos? Y él responde con un gesto muy sutil que delata su voluntarismo: a la hora de definir la velocidad de un cuerpo, evita introducir en ella tanto la dirección como el sentido del movimiento (lo que resulta físicamente inadmisible), dejando abierta la puerta a cambios de origen extramecánico que, modificando esos factores, no afectarían sin embargo a la cantidad total de movimiento en el universo. En este sentido, podemos ver ya que el proyecto físico cartesiano aparece problemáticamente entrelazado con la tesis sobre el libre albedrío, y que su mecanicismo no equivaldrá, al contrario que el de algunos de sus sucesores (notablemente los adheridos a Laplace), a un determinismo pleno.71 Esta nueva concepción del estudio de la naturaleza define, en resumen, el nacimiento de la física moderna: la física es la ciencia del movimiento, y el movimiento es una naturaleza simple, que se comprende por sí misma (allí donde, por ejemplo, la escolástica lo definía como «el paso de la potencia al acto»). Pero además, anticipa una idea que caracterizará a todo el racionalismo barroco del siglo XVII y principios del XVIII: aun habiendo sido creada por Dios, la naturaleza funciona de forma independiente, como un reloj bien puesto en hora, lo que favorece a su vez la independencia de la ciencia respecto a la religión. 71 Véase Felipe Martínez Marzoa, Historia de la Filosofía, Vol. II, Madrid, Istmo, 1994. 122 - DESCARTES

Ahora bien, si ello es así, ¿por qué Descartes afirma en numerosos pasajes que sus descripciones mecánicas del mundo observado deben considerarse una «fábula», un como si? ¿Se trata de una concesión al instrumentalismo científico impuesto desde las altas esferas eclesiásticas, de un salvoconducto para que su obra pasara el filtro de la censura alegando que Dios era, en cualquier caso, necesario para conservar el mundo tal y como lo vemos? Aunque en ciertas ocasiones se haya apuntado en esta dirección (y pese a que pueda haber algo de ello), la razón última es más profunda, y de tipo filosófico. Tratemos de reparar en ella.

De la naturaleza como máquina al mundo como fábula Ya sabemos que Descartes cree haber establecido (y la posteridad así se lo reconocerá) las condiciones filosóficas que permiten un estudio «matemático» de la naturaleza. Sin embargo, ¿es lo mismo la mathesis universalis que la física? ¿Podemos incluso considerar esa diferencia como meramente transitoria y postular una reducción eventual de la ciencia natural a la matemática como un paso de lo complejo a lo simple? Descartes responde de manera muy directa. No, no podemos. Es evidente que aspiramos legítimamente a ordenar nuestro conocimiento de tal modo que forme una única cadena deductiva que pueda ser recorrida sin interrupción y no deje apenas lugar para la memoria o el tanteo.72 También sabemos que el proceder de nuestra ciencia, 72

Véase Regulae, VII. ¿UN MUNDO SIN DIOSES? - 123

Retrato de René Descartes, entre 1647 y 1649, Jan Baptist Weenix, Museo Central de Utrecht. En el libro se lee «Mundus est Fabula».

incluida la matemática, no es lineal, sino que está jalonado de dificultades: los eslabones de esa cadena ideal deben ser trabajosamente aislados y ordenados. El autor francés llama a menudo «inducción» a esta labor de enumeración y reajuste que tiene lugar inevitablemente en el tiempo (recuérdese el cuarto principio del método). Pues bien, él nos dice que, si bien la culminación de dicho esfuerzo es concebible en matemáticas, no lo es en física. En esta, siempre será posible una mejor enumeración de aspectos y casos. En otras palabras, la física ha de poder ser reducida a naturalezas matemáticas, pero a diferencia de 124 - DESCARTES

la propia matemática, esta reducción no termina nunca para ella. Por eso lo que conocemos adecuadamente acerca de la naturaleza, siendo cierto, nunca es completo o suficiente. Esta provisionalidad (que constituye un matiz «empirista» en el racionalista Descartes) encuentra su origen en la desproporción entre la limitación del entendimiento humano y la indefinida complejidad y extensión del mundo fenoménico. Haría falta un entendimiento infinito para culminar la tarea. Así las cosas, la traducción o descodificación del libro de la naturaleza no deja de ser posible, pero nunca llega a ser real. Esta cuestión marca el paso de la «naturaleza» como juego de reglas deducidas a priori al «mundo visible» como el conjunto de los fenómenos materiales. La física se ocupa de ambas. Ahora bien, Descartes nos dice claramente que, si bien las leyes naturales pueden ser deducidas de la idea de Dios, el mundo visible no puede ser enteramente deducido de las leyes naturales, pues estas son todavía demasiado amplias. Debe ser observado, lo cual nos remite a campos particulares de la física como la astronomía, la óptica, la música, la meteorología o la medicina. Es aquí donde la noción de «experiencia» cobra importancia: si bien la observación no nos aporta explicaciones (al contrario de lo que ocurre en el empirismo británico, para Descartes explicar un hecho nunca es introducir algo nuevo), sí nos proporciona, en cambio, la lista de fenómenos que será necesario estudiar. Y aunque podemos estar seguros de que cada uno de ellos podrá ser explicado por medio de las aludidas leyes a priori (Descartes puede así sacar pecho ante Mersenne y decirle que «toda mi física no es más que geometría»),73 la lista es indefinidamente larga. 73

Carta a Mersenne del 27 de julio de 1638. Véase también DM, II: «no puede haber ninguna [cosa], por lejos que se halle situada o por oculta que esté, que no se llegue a alcanzar y descubrir». ¿UN MUNDO SIN DIOSES? - 125

Descartes nos invita, en definitiva, a pensar que toda representación del mundo requiere, hasta cierto punto, de la ficción. Es lo que expresa el lema «Mundus est fabula» («el mundo es una ficción») escogido por el propio Descartes para presidir el célebre retrato que le hizo el pintor barroco Jan Baptist Weenix. Ello equivale a que toda teoría física se mantiene hipotética, y a que sus descripciones deberán regirse por la ley de coherencia narrativa: que se respeten las reglas elementales que el propio relato establece a fin de que el lector no se sienta estafado ni pierda el hilo de la explicación. Pero nada impide que el autor pueda encontrar otra trama igual o mejor en el futuro. Lo cual elimina, de hecho, cualquier tentación de querer conocer la «verdadera y definitiva historia del universo»: en virtud de las características de la razón humana, no hay relato natural que no permanezca abierto a ser reexaminado según prescribe la cuarta regla del método. Por eso nuestra curiosidad no puede permitirse decaer. «El poder de la naturaleza es tan amplio y tan vasto [...] que no existe efecto alguno particular que inicialmente no conozca que no pueda ser explicado de diversas formas.» La declaración es reveladora, y explica la necesidad de relatar (o «ficcionalizar», fingere en latín; feindre en francés)74 que Descartes siente particularmente en los Principia, su manual científico de madurez, donde se insiste en persuadir al lector de que la trama natural descrita es la mejor.75 Como señala a su detractor Morin,

74

Véase Quintás, G., Descartes, Los principios de la filosofía, Madrid, Alianza, 1995, Introducción.

75

Principia, III, 43-46.

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si se comparan las suposiciones de otros con las mías, es decir, todas sus cualidades reales, sus formas sustanciales, sus elementos y cosas parecidas, cuyo número es casi infinito, con mi única tesis de que todos los cuerpos están compuestos de algunas partes [...], espero que esto bastará para persuadir [...] de que los efectos que explico no tienen otras causas que aquellas de las cuales los deduzco (Carta a Morin del 13 de julio de 1638; AT II, 200).

En este sentido, el mecanicismo cartesiano, que con frecuencia lleva a su autor a explicar los fenómenos naturales mediante analogías con máquinas sencillas, no debe ser asimilado a un apriorismo radical, lo cual es evidente ya en el ensayo sobre La Dióptrica, donde leemos que Exigirme demostraciones geométricas en una materia que depende de la física es desear que realice cosas imposibles. Y si solo se desea dar el nombre de demostraciones a las pruebas de los geómetras, entonces es preciso afirmar que Arquímedes nunca demostró nada en mecánica, ni Witelo en óptica, ni Ptolomeo en astronomía (AT II, 141-142).

A partir de aquí, el método deberá ser empleado también para sospechar de cualquier explicación vigente en materia física, incluso si ha sido bien deducida: siempre será posible, a partir de una observación ulterior del mundo, una explicación mejor de un fenómeno. Por todo ello, la reducción matemática de la naturaleza debía también ser objeto de una pequeña matización filosófica. Y el recurso a la experiencia se hará particularmente necesario en un ámbito de estudio en el que conectamos con nuestro propio ¿UN MUNDO SIN DIOSES? - 127

cuerpo y nos acercamos a lo que Descartes llamó la tercera «idea primitiva» (junto al pensamiento y la extensión): la unión del alma con el cuerpo. Nos referimos a la fisiología o estudio de las funciones del organismo, una de las partes más sutiles de la física y, posiblemente, la vía de entrada a la región más profunda del pensamiento cartesiano. De ella nos ocuparemos en el próximo capítulo.

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Los límites de la representación. El ser humano como «ensambladura» No hay nada en que aparezca mejor cuán defectuosas son las ciencias que tenemos de los antiguos que en lo que han escrito acerca de las pasiones. [...] Por eso me veré obligado a escribir aquí como si tratara de una materia que jamás nadie antes que yo hubiese tocado. Las pasiones del alma 76

Ninguna exposición de Descartes puede darse por acabada sin abordar la última de sus obras, Las pasiones del alma, y especialmen76

Descartes, R., Las pasiones del alma (en adelante PDA), Madrid, Tecnos, 2006 (trad. cast. de J. A. Martínez), art. 1. LOS LÍMITES DE LA REPRESENTACIÓN. - 129

te el controvertido recurso a la glándula pineal que allí se ofrece como explicación fisiológica a la cuestión de la interacción de las dos sustancias (pensante y extensa). Tampoco convendría pasar por alto la teoría cartesiana de las pasiones, habitualmente considerada una parte «menor» y más «personal» de su filosofía, pues ella conduce, como veremos, a una doctrina de la generosidad destinada a coronar todo el sistema de pensamiento de su autor.

«En tierra de nadie». El problema de la interacción y el origen de «Las pasiones del alma» Las ventajas del planteamiento cartesiano se volvieron enseguida tan evidentes para sus contemporáneos que, por más que lo matice o lo reelabore, la filosofía moderna ya no abandonará el dualismo entre la conciencia personal y los estados del mundo. Descartes había cumplido con dicho dualismo el doble objetivo de su filosofía, que en este sentido podía considerarse completa: en primer lugar, era posible estudiar la naturaleza al modo de una máquina, lo que resultaba religiosamente inocuo (pues se separaba la física de la teología), filosóficamente riguroso (pues se garantizaba a ese estudio una certeza similar a la de la matemática) y técnicamente efectivo (pues ponía la indiferencia de la naturaleza al servicio de nuestra acción). Pero en segundo lugar, y de forma no menos importante, se salvaba nuestra libertad e independencia moral, pues nuestros juicios que-

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daban a cubierto de la necesidad que rige los hechos materiales y podían ser modificados apelando a la razón natural. Y, sin embargo, en torno a esta claridad iba a surgir una nueva e inquietante zona oscura. Esa oscuridad derivaba de la dificultad de concebir la comunicación entre dos sustancias manifiestamente opuestas entre sí, una definida por lo consciente e inextenso y la otra por lo material y extenso. En cierto modo, la filosofía cartesiana había separado tan nítidamente las orillas del ser que se volvía imposible concebir el tránsito entre ellas. Ahora bien, desde el punto de vista de nuestra experiencia cotidiana, es manifiesto para Descartes que ese «comercio» entre orillas existe. El dualismo no se prolonga ya en un estricto paralelismo: el movimiento voluntario y la sensibilidad constatan que actuamos sobre el mundo corpóreo y padecemos por obra de él. Cuando la princesa Elisabeth pregunta a Descartes por los pormenores de esta interacción en su correspondencia de entre 1643 y 1645, está poniendo el foco en una dificultad que pasará a definir toda una era filosófica y científica. Esta cuestión hoy se conoce comúnmente como el «problema de la interacción mente-cuerpo», y constituye el tema central de la «filosofía de la mente». Entendemos que se trate, por tanto, de un problema moderno y de sello inequívocamente cartesiano. Sin duda él no fue el primero en esbozarlo, pero sí el primero en dotarlo de un planteamiento filosófico riguroso, así como de un intento de solución que traería cola por lo poco convincente que resultaría a ojos de sus continuadores. La primera respuesta a Elisabeth ya resulta sintomática, pues nos hace entender que hasta entonces Descartes se había centrado LOS LÍMITES DE LA REPRESENTACIÓN. - 131

demasiado en las ventajas de su filosofía como para prestar atención a los «inconvenientes»: No me parece que el espíritu humano sea propiamente capaz de concebir distintamente, al mismo tiempo, tanto la distinción que hay entre el alma y el cuerpo como su unión, porque para esto hay que concebirlos como una sola cosa y simultáneamente concebirlos como dos, lo que se contradice (carta a Elisabeth del 28 de junio de 1643, AT III, 693).

Y, sin embargo, es evidente que tengo el «sentimiento claro» e «íntimo» de esa unión en mi experiencia cotidiana. Percibo, en efecto, como más cercana una parte de la materia que llamo «mi cuerpo» de la cual no puedo separarme como del resto. Y puedo, además, deducir que, siendo inextensa el alma, no podría extenderse a lo largo del cuerpo de tal modo que a mi mano o brazo les correspondiera, por ejemplo, una «parte» de pensamiento. Lo correcto será decir que el alma está unida «conjuntamente» a una «ensambladura de órganos»: «no solo estoy alojado en mi cuerpo como un navegante en un navío, sino que estoy tan estrechamente y casi confundido con él que compongo con él algo único».77 No obstante, el sentimiento de la unión no se deja reducir a ninguna otra forma de conocimiento. Es inmediato y directo, razón por la cual Descartes se ve obligado a hablar no de una tercera substancia, pero sí de una tercera «noción primitiva»: la unión del cuerpo y el alma, que es por ello considerada como «sustancial», y no «accidental».

77

MM, VI.

132 - DESCARTES

Un monumento cartesiano: el problema mente-cerebro Para ver hasta qué punto caló el dualismo cartesiano basta con observar la actualidad del «problema mente-cerebro». La cuestión se centra en entender la relación entre los fenómenos conscientes (ideas, sensaciones, recuerdos, sentimientos, actos voluntarios...) y los procesos cerebrales. Hoy se rechaza mayoritariamente que el espíritu exista con independencia del cuerpo: la conciencia no es autónoma. Sin embargo, cabría argumentar que eso es algo que Descartes ya sabía: de lo contrario no habría definido la muerte como un desarreglo de las partes del cuerpo. Los avances en neurociencia han ayudado a precisar la dependencia de la actividad mental respecto a la cerebral, pero no explican enteramente la producción de la primera por la segunda. En parte debido a esta incapacidad de reducir lo psíquico a lo físico surgió a principios del siglo xx entre los pensadores materialistas la hipótesis de la «conciencia-epifenómeno», según la cual el pensamiento es un fenómeno «secundario» que no añade nada al cerebro, pese a distinguirse aparentemente de él. Las teorías más recientes («de la complejidad», de los «niveles de realidad» o de la «mente cuántica») se inclinan, por otro lado, a pensar que los procesos cerebrales son de una complejidad muy superior a la que las ciencias clásicas nos habían hecho suponer e incluso a nuestra capacidad de comprensión, por lo que todo parece indicar que el problema que Descartes dejó planteado goza de una excelente salud. En última instancia, lo que parece claro desde un punto de vista pragmático (y lo que refuerza la posición dualista) es que lo material y lo mental son dos lenguajes intraducibles entre sí, precisamente porque remiten a usos y consideraciones de los objetos que no se equivalen (no es lo mismo disfrutar un poema que contar sus letras para maquetar un libro). En este sentido, es correcto hablar de dos «registros» de realidad, lo que, más allá de la doctrina filosófica o científica a la que nos adscribamos, testifica a favor de la riqueza que envuelve a nuestra experiencia en el universo. 133

En otras palabras, Dios ha querido que esa unión exista, aunque nosotros no podamos llegar a atisbar las razones que la fundamentan. El filósofo francés llega a decir que ni siquiera debemos buscar ese conocimiento, pues sería creer que es comparable o reducible a cualquier otra acción conocida, cuando es única en su especie.78 Ahora bien, el terreno de esa unión es el específico del ser humano. ¿Debemos por ello renunciar a un conocimiento cierto de nuestro lugar en el universo? ¿Está la «antropología» condenada a no ser más que una seudociencia confusa? Descartes no concede demasiadas esperanzas al estudio específico de esa «tierra de nadie» que habitamos los hombres, pero se ofrece ante Elisabeth a hacer todo lo que esté en su mano por esclarecer «una materia que nunca antes había estudiado». Admite que tal vez pueda lograr algún avance abordándola desde cada uno de sus flancos: el físico y el metafísico. Encaramado a ellos, se propone estudiar, respectivamente, el cuerpo en tanto unido al alma, de donde resulta un enfoque fisiológico y médico, y el alma en tanto unida a un cuerpo, de donde resulta una teoría de las pasiones. En la confluencia de estas dos líneas de investigación nace Las pasiones del alma (1649), su última obra.

78

Ver las cartas a Elisabeth de mayo y junio de 1643, AT III.

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El viento sutil y la glándula pineal. La fisiología cartesiana Respecto al componente físico de la interacción, René se entrega a un estudio de las operaciones corpóreas que subyacen a las pasiones. Es verdad que la medicina fue un interés permanente a lo largo de su vida (el cuerpo humano no recibía allí ningún privilegio con respecto a cualquier otra máquina), pero solo ahora se enfrenta a ella con la intención decidida de estudiar su relación con los cambios en el alma. Su explicación «fisiológica» es compleja, pero de una profundidad tal que merecerá la pena recogerla en sus líneas fundamentales, aunque solo sea para ilustrar la dificultad del problema.79 El proceso comienza en el momento en el que mi cuerpo recibe una impresión física del exterior, lo que genera una perturbación que es recogida por los músculos y nervios y transmitida desde ellos hasta el cerebro. Esta transmisión se realiza a través de la parte más rápida y ligera de la sangre, lo que Descartes denomina «los espíritus animales», que la propia sangre vehicula y contiene al modo de un «viento sutil». Una vez llega al cerebro, la sangre sufre un colapso, porque no puede entrar en su totalidad. Esto genera una «turbulencia» que sacude los espíritus animales, que penetran así agitados en el cerebro, de donde saldrán con la orden de dirigirse de regreso a los músculos y nervios y mover el cuerpo. En el resto de animales, dado que 79 Me apoyo aquí en el trabajo de José Luis Pardo «Las pasiones de la razón y las raíces de la subjetividad. En torno a Las pasiones del alma», en De la libertad del mundo. Homenaje a Juan Manuel Navarro Cordón, varios autores, Madrid, Escolar y Mayo, 2014. LOS LÍMITES DE LA REPRESENTACIÓN. - 135

no tienen alma, esta explicación agota todas sus operaciones. Pero en el ser humano, en ese lapso de tiempo en el que los espíritus se deslizan por el interior del cerebro se produce la interacción cuerpo-alma. Según Descartes, esta comunicación se debe a la inclinación de una pequeña parte del cerebro por causa de ese viento sutil de los espíritus (es, por tanto, una forma mínima de contacto). Esa parte en forma de punta, la más interna y la única del cerebro que no es en ninguna medida «doble», es la glándula pineal (también llamada conarium o epífisis):80 «la pequeña glándula puede ser movida por ellos [los espíritus] de formas tan diversas como diferencias sensibles hay en los objetos». Pues bien: el alma siente una «pasión» cada vez que descifra el micro-movimiento de la glándula y lo traduce a una figura de la imaginación, convirtiendo así lo físico en mental. Y, a la inversa, lo mental es retraducido en físico cuando la glándula corresponde a la aparición de determinados pensamientos y se inclina empujando a los espíritus animales de vuelta hacia los órganos motores. Todo ocurre, por tanto, como si los torbellinos producidos en el cerebro tuvieran un ritmo que el alma puede «leer» y sobre el que, a su vez, es capaz de «escribir». Lo que vuelve particularmente oscura e insuficiente esta hipótesis es que, por más que Descartes quiera progresar hacia sustancias más ligeras y órganos más recónditos, sigue tratándose de partes materiales. Entre la «pose» de la glándula y la «figura» de la imaginación subsiste un vacío que, aunque localizado, exige dar un salto 80 Según la medicina actual, la epífisis se encarga de producir melatonina, una hormona que afecta a la modulación del sueño. Se trata de un órgano extremadamente sensible a la luz, razón por la cual algunas disciplinas esotéricas la denominan «tercer ojo» y le atribuyen funciones espirituales. 136 - DESCARTES

incomprensible o introducir una causalidad sui generis. A fin de evitar cualquier reducción grosera entre las sustancias, no queda más remedio que decir (el propio Descartes lo hace) que el pensamiento «corresponde» a la glándula (y viceversa), con lo cual nos queda la impresión de no haber explicado gran cosa. Se entiende entonces que Malebranche, uno de los primeros continuadores de Descartes, rechazara esta teoría a favor del recurso a la intervención divina, que al menos tenía la ventaja de no tratar de explicar lo inexplicable. Dios, en efecto, facilitaría esos intercambios entre las sustancias y los emplearía a modo de «ocasiones» para ajustar las dos mitades de lo real e introducir novedad en el mundo. De ahí su famoso «ocasionalismo». Más tarde, Spinoza y Leibniz, los dos grandes racionalistas de la segunda mitad del siglo XVII, recurrirían a sus propias hipótesis metafísicas, eliminando toda interacción a favor de un paralelismo radical entre pensamiento y extensión que Dios se habría encargado de ajustar mediante una armonía preestablecida en la eternidad, tal y como se sincronizan dos relojes, uno analógico y otro digital, para que den la misma hora bajo formas diferentes. Lo característico de estas teorías es que, queriendo eliminar las incoherencias, volvían cada vez más oscura la libertad del ser humano, que tendía a ser absorbida en el plan divino o identificada con la expresión de Dios. En este sentido, se alejaban cada vez más del «voluntarismo» cartesiano.

LOS LÍMITES DE LA REPRESENTACIÓN. - 137

La teoría de las pasiones. La generosidad como vértice de la filosofía Abordemos ahora la cuestión por el otro lado: el «psicológico» o anímico, que nos conduce a la teoría cartesiana de las pasiones. En este caso, lo primero que nos dice Descartes es que no convendría, de entrada, desconfiar de nuestras pasiones. Es falso que estemos inclinados al pecado o que nuestra naturaleza sea «corrupta», tal y como habían sostenido pensadores cristianos como san Agustín. Por regla general, la capacidad del alma de ser afectada (así es definida en sentido amplio la «pasión») cumple un papel fundamental para la conservación de la ensambladura psicofísica que somos. Esta confianza de Descartes reposa, en última instancia, sobre la garantía que Dios nos ofrece de no engañarnos. Según Descartes, la música, con sus rápidas y variadas excitaciones de la glándula pineal, nos ilustra mejor que ninguna otra experiencia acerca del hecho de que formamos una unión de cuerpo y alma. Además, él llama «contratos naturales» a las correspondencias infalibles entre determinados movimientos de la glándula y determinados estados mentales (la falta de líquido se traduce en sed, el alimento nos gusta, el fuego nos quema, un rostro amistoso nos alegra, etcétera). Estos contratos se forman según él durante la vida prenatal del feto, y constituyen nuestro «temperamento».81 Aunque podamos construir nuevos vínculos por medio del hábito y el juicio racional, la mayoría de ellos han sido instituidos por Dios 81

Véase carta a Chanut del 1 de febrero de 1647.

138 - DESCARTES

a fin de ayudarnos a conocer sin deliberación las cosas que nos convienen o nos perjudican, facilitando así nuestro consentimiento. Las sensaciones no dejan de ser, por tanto, prejuicios útiles. Y lo mismo ocurre con lo que Descartes denomina más propiamente «pasiones del alma» (lo que hoy llamaríamos «emociones»), aquellas percepciones internas asociadas a cambios orgánicos o movimientos en los que se prolongan (como un salto de alegría, un grito de rabia, lágrimas de tristeza, etcétera). Estas, de nuevo, «son todas buenas por naturaleza, y [...] solo tenemos que evitar sus malos usos o sus excesos»; lo que logramos por la práctica de la sabiduría (sagesse), «que enseña a hacernos dueños de ellas de tal manera y a dirigirlas con tanta destreza, que los males que causan son muy soportables, e incluso se obtiene alegría de todos».82 En resumen, no podemos cambiar nuestra manera de sentir (ni falta que hace), pero sí podemos asignar a nuestras pasiones un papel en el conjunto de nuestro pensamiento. Este es, incluso, el único modo de optimizar su funcionamiento. En la segunda parte de Las pasiones del alma se ofrece una clasificación que comienza con las cinco «pasiones primitivas», por combinación de las cuales se construirán todas las demás. Son el amor, el odio, el deseo, la alegría y la tristeza, a las que se añade la sorpresa, que funciona como la capa de imprimación sobre la que se pintan las demás, pues lo que no llama nuestra atención no puede movernos. Aunque en principio todas ellas se refieren a la unión de alma y cuerpo, en un momento dado se produce un cambio de nivel y Descartes nos dice que, teniendo el alma sus propios apetitos, algunas pasiones (como la estima o el desprecio) remiten exclusivamente a 82

PDA, 212. LOS LÍMITES DE LA REPRESENTACIÓN. - 139

De Matrix a eXistenZ. ¿Ciencia ficción neocartesiana?

Un feto humano cultivado por máquinas. Fotograma de The Matrix (1999).

Espíritus animales, glándulas pineales, contratos naturales forjados en la fragua de Dios o en un tiempo olvidado: la filosofía cartesiana se vuelve confusa, delirante y casi esotérica al aproximarnos al punto de contacto entre las dos sustancias. ¿Qué ha encontrado quien ha osado aventurarse más y más en esa dirección? La respuesta más plausible nos la dan el cine y la literatura: todo un ámbito fecundo e inagotable para la ciencia-ficción. Como desafiando la advertencia cartesiana, The Matrix (1999) descubría el horror distópico bajo el secreto de la conexión cuerpo-mente: máquinas conscientes que, como genios malignos que han burlado la custodia de Dios, nos hacen creer que el sueño es real y lo real sueño. Más siniestra aún es la menos conocida eXistenZ (1999) de David Cronenberg, que presenta una industria de los videojuegos que, habiendo descifrado ese «código de Dios», funciona a través de biopuertos ins140

talados en la médula espinal capaces de traducir lo mecánico en mental para crear experiencias inigualables. Ese desciframiento, sin embargo, trae consigo una nueva maldición prometeica: las máquinas se empiezan a confundir con cuerpos humanos (la inspiración de las «vainas génicas» es la glándula pineal), los amigos con los enemigos y la realidad con la ficción. Si la ciencia y la moral progresaron al asentarse en cada una de las orillas de la dualidad cartesiana, la ficción ha sido quien mejor ha entendido y más provecho ha sacado de la movediza y oscura zona intermedia, que a menudo solo puede ser descrita como el infierno, la distopía o la perversión del mundo cotidiano. En la frontera, según parece, cualquier cosa es posible.

la conducta (es decir, a las acciones propias o ajenas), sin ninguna dimensión fisiológica particular. Esto constituye una buena noticia, pues nos aleja de esa zona intermedia en donde no era posible conocer con total claridad. Se trata ahora de «emociones interiores al alma» (esencialmente de alegría o tristeza) que poseen, no obstante, un papel estructural en nuestra vida afectiva y «nos tocan más de cerca» que las demás. En este sentido, es de ellas de las que «dependen principalmente nuestro bien y nuestro mal». En este punto, la teoría de las pasiones conecta directamente con la moral, un aspecto de la filosofía cartesiana habitualmente desatendido debido al pequeño espacio que ocupa en su obra. Y, según Descartes, aquella virtud que mayor bienestar anímico puede proporcionar es la «generosidad». Pero se trata de una noción de generosidad que difiere de la «caridad» de tipo cristiano, pues está enfocada ante todo a actuar sobre uno mismo: consiste en «la firme y constante resolución» de «no carecer nunca de voluntad LOS LÍMITES DE LA REPRESENTACIÓN. - 141

para emprender y ejecutar todas las cosas que juzguemos como las mejores». O lo que es lo mismo, en reconocer que somos libres y en hacer «uso de nuestro libre albedrío» como «la única cosa que nos puede dar justa razón para estimarnos».83 En distintos lugares de su obra. Descartes había insistido en la necesidad de formarse una «moral provisional», pues «la vida no tolera dilaciones».84 Esa moral era ya, en cierto modo, un esbozo de la doctrina de la generosidad de Las pasiones del alma: recomendaba seguir las opiniones moderadas y perseverar en aquello que se había decidido racionalmente. Ya en la correspondencia con Elisabeth, Descartes incidió en una moral aún más elaborada, que ha sido considerada una versión «cristianizada» del antiguo estoicismo de Séneca y Marco Aurelio. En ella, señalaba el arrepentimiento y los remordimientos (es decir, los males de una voluntad enferma: lo que hicimos sin haber debido y lo que debimos hacer y no hicimos) como los mayores obstáculos a la tranquilidad del alma, y elevaba la máxima de tratar de vencerse a uno mismo antes que a la fortuna. Sin embargo, es solo en la obra de 1649 cuando tenemos la impresión de que Descartes ha alcanzado su concepción definitiva de la moral. En este sentido, la doctrina de la generosidad es una creación tardía en el pensamiento cartesiano, pero sintetiza a la perfección el intelectualismo resolutivo y «voluntarista» que define toda su obra desde el comienzo, con la institución de una duda metódica cuyo fin era eliminar la indecisión en materia de conocimiento y ajustar lo que queremos a lo que sabemos. La generosidad prolonga y culmina ese voluntarismo en lo relativo a la acción. Se trata de un 83

Ibíd., 152-153.

84

Principia, Prefacio. Véase también DM, III.

142 - DESCARTES

colofón digno y coherente, como si toda la filosofía de Descartes se encarnara de pronto en el retrato del sabio generoso, aquel que aporta al buen uso de sus facultades la mayor energía y la más perfecta constancia, viendo en los demás las mismas capacidades y debilidades que en él (es decir, tratándolos como a sujetos racionales) y no anteponiéndose a nadie ni inclinándose al miedo, los celos, la envidia o la cólera. Obtenemos así una respuesta plausible a nuestra pregunta acerca de la viabilidad del conocimiento sobre el lugar que el ser humano ocupa en el universo: según Descartes, este conocimiento ya no puede ser teórico o científico, sino eminentemente práctico. También en esto el francés es un iniciador: la filosofía moderna e ilustrada, particularmente desde Kant, concederá cada vez mayor peso a las reflexiones de tipo moral en su estudio del ser humano. Solo ahora podemos entender, finalmente, que la moral sea la disciplina que corona el famoso «árbol de las ciencias» cartesiano según es descrito en la Carta-Prefacio a Los principios de la filosofía: La totalidad de la Filosofía se asemeja a un árbol cuyas raíces son la Metafísica, el tronco es la Física y las ramas que brotan de este tronco son todas las otras ciencias que se reducen principalmente a tres: a saber, la Medicina, la Mecánica y la Moral, entendiendo por esta la más alta y perfecta Moral que, presuponiendo un completo conocimiento de las otras ciencias, es el último grado de la Sabiduría. Y así como no se recogen los frutos del tronco ni de las raíces, sino solo de las extremidades de las ramas, de igual modo la principal utilidad de la Filosofía depende de aquellas partes de la misma que solo pueden desarrollarse en último lugar.85

LOS LÍMITES DE LA REPRESENTACIÓN. - 143

Descartes creyó haber encontrado, ascendiendo de la metafísica a la física, «fundamentos ciertos en la moral».85 Así considerada, lo que él llama «sabiduría» tiene dos pilares: uno, teórico, es la ciencia de los verdaderos principios junto a todo el conocimiento físico que se apoya en ellos; otro, práctico, es la generosidad derivada de actuar de acuerdo con ese conocimiento, incluyendo en él nuestra propia limitación y la problematicidad que nos envuelve como objeto de estudio. En ambos casos, la filosofía resulta imprescindible, no solo porque ha aportado los fundamentos de la ciencia indudable, sino porque constituye el conjunto de conocimientos verdaderamente útiles a la vida. Y, si por algo se caracterizó el resolutivo Descartes, fue por denunciar como falsa la oposición entre lo filosóficamente riguroso y lo útil.

85 Trad. cast. de Guillermo Quintás, Madrid, Alianza, 1995. 86 Carta a Chanut, 15 de junio de 1646. 144 - DESCARTES

El legado de Descartes. La moderna pérdida de la inocencia Las Meditaciones cartesianas no pretenden ser, pues, una simple cuestión privada del filósofo Descartes, por no decir una mera, brillante forma literaria dada a una exposición de primeros principios filosóficos. Establecen, por el contrario, el prototipo de las meditaciones obligadas para todo filósofo incipiente, las únicas de las cuales puede brotar originariamente una filosofía. E. Husserl, Meditaciones cartesianas

A lo largo del libro hemos recorrido el pensamiento cartesiano empleando como hilo conductor los problemas a los que responden sus principales conceptos. Estos problemas eran, respectivamente, el de la certeza (cuya solución se ofrecía en el giro epistemológico del cogito, gran adquisición del método), el de la refutación del solipsismo o idealismo radical (al que respondía la idea de Dios tomado como garantía), el de la inducción (que nos EL LEGADO DE DESCARTES. - 145

llevaba a un conocimiento hipotético del mundo-máquina) y el de la interacción de las sustancias (que desembocaba en la glándula pineal y en una consideración práctica de las pasiones). Entre todos ellos se deslizaba un motivo que veíamos reaparecer continuamente y eclosionaba en su doctrina de la virtud: la confianza de Descartes en el libre albedrío, lo que comúnmente se ha llamado su «voluntarismo», y que ejerce como el motor oscuro de toda su doctrina racionalista. Como en todas las obras de aquellos a los que se considera «genios», encontramos ya prefiguradas en Descartes las doctrinas filosóficas que le sucederán. Esto incluye, en primer lugar, una profunda crítica del conocimiento que supondrá el acta de defunción del realismo ingenuo asociado a la filosofía antigua (y particularmente a la aristotélico-tomista) en virtud del cual se nos hablaba del mundo (o de la divinidad) antes de establecer bajo qué condiciones es posible acceder a él. Esta línea epistemológica conducirá, por intermediación de los empiristas Berkeley y Hume, a la filosofía crítica de Kant y su famosa afirmación de que no conocemos las cosas en sí mismas, sino solo en tanto «fenómenos» que se nos aparecen. A partir de este postulado de la finitud de la razón, la filosofía crítica se orientará cada vez más hacia la práctica y la moral, tendencia que igualmente hemos visto esbozada en Descartes al hilo de su estudio de las pasiones. En segundo lugar, hallamos una explicación de tipo mecanicista del universo con la que se identificará, en lo esencial, toda la ciencia natural moderna hasta finales del siglo xix (y especialmente la llamada «mecánica clásica», todavía vigente en amplios campos de estudio de la física), y cuyos principales representantes serán Newton, Lagrange o Hamilton. A ella, además, se adscribirán los 146 - DESCARTES

pensadores materialistas que, a lo largo de los siglos xviii y xix, y partiendo del dualismo cartesiano, irán postulando una reducción plena de los fenómenos de conciencia a los fenómenos físicos. Condillac, La Mettrie, Cabanis o Taine en Francia, Hartley o Stuart Mill en Inglaterra y Wolff o Wundt en Alemania formarán parte de esta amplia corriente que desembocará en el positivismo del siglo xix (con Auguste Comte a la cabeza), opuesto a cualquier conocimiento ajeno al método científico y a nociones metafísicas como las de «Dios», «alma» o «espíritu». Finalmente, está la corriente de pensamiento considerada como más propiamente descendiente de Descartes: la del racionalismo barroco de Malebranche, Leibniz y Spinoza. Esta línea, que abarca desde la segunda mitad del siglo XVII hasta comienzos del xviii, podría definirse, en primer lugar, por su tendencia a emplear la noción de Dios como solución al problema de la causalidad entre las dos series («pensamiento» y «extensión») que definen el dualismo cartesiano, y, en segundo lugar, por hacer del infinito el ideal al que debe aspirar la razón. Será de nuevo Kant quien, en la segunda mitad del siglo xviii, erija su filosofía crítica contra las pretensiones «dogmáticas» del racionalismo, asentando definitivamente los fundamentos del giro epistemológico moderno iniciado por el autor francés. Vemos que se trata de tendencias diversas, de signo incluso contrario, que dotan de riqueza al pensamiento occidental y conviven en Descartes con una simplicidad que hoy nos sigue fascinando. No en vano, corrientes filosóficas del siglo xx, como la «fenomenología» iniciada por Edmund Husserl, se propondrán dar respuesta a la crisis filosófica del mundo contemporáneo regresando al kilómetro cero de la modernidad, el cogito cartesiano y su noción de «certeza». EL LEGADO DE DESCARTES. - 147

Es verosímil, en efecto, que se encuentre en Descartes ese mínimo de pensamiento que define al espíritu moderno. Una vez se abismó en cuestiones que consideraba fundamentales, este francés de corta estatura ya no pudo pretender que allí no había pasado nada y volver sin más a sus ejes de coordenadas algebraicas: no pararía hasta satisfacer no ya a su inteligencia científica, sino a su razón, esa fuerza del espíritu que nos lleva a considerar, distinguir y vincular dominios que, como los referidos a la voluntad y el entendimiento, la práctica y la teoría o la mente y el cuerpo, son completamente diferentes pero entre los que no podemos dejar de buscar un orden, una estructura equilibrada, una subterránea conexión que nos sirva de guía en la ruina en mitad de la cual hemos sido arrojados y en la que corremos el serio riesgo de despedazarnos en nombre de ideologías, quimeras y revelaciones. No debemos, por tanto, buscar en el sujeto cartesiano un nuevo absoluto o autoridad que venga a suplantar a las anteriores. Ni siquiera, como hemos visto, se hallarán en él las respuestas teóricas a cuál es el lugar que el ser humano ocupa en el cosmos, pues ese lugar (la unión de cuerpo y alma) se nos aparece como el punto más oscuro de la doctrina. Esta paradójica situación del sujeto moderno, a la vez pudiendo conocer el mundo entero mejor que nunca pero erigiéndose en enigma para sí mismo, será también, nos guste o no, un rasgo que pasará a definirnos como habitantes de la modernidad, y quizá por olvidarlo se ha insistido a veces en fallidos intentos de «superación» que no podían más que retrotraernos a maneras de pensar ya inasumibles.

148 - DESCARTES

APÉNDICES

APÉNDICES - 149

Obras principales Descartes publicó cuatro obras: el Discurso del método, que servía de introducción a sus ensayos sobre Óptica, Meteorología y Geometría (1637), las Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas (1641), Los principios de la filosofía (1644) y las pasiones del alma (1649). Ya fallecido, sus herederos dieron a conocer las inacabadas y abandonadas Reglas para la dirección del espíritu (escritas en torno a 1628) y las dos partes del ambicioso tratado científico El Mundo (1632-1633): el Tratado del hombre y el Tratado de la luz, que canceló por miedo a recibir una condena eclesiástica. Al margen de estas obras mayores, Descartes se entregó a una intensa actividad ensayística y, sobre todo, epistolar: fue un soberbio escritor de cartas. Lo más significativo de todo este material, hoy publicado, es seguramente su correspondencia con Elisabeth (o Isabel) de Bohemia y Cristina de Suecia, sus dos interlocutoras predilectas. El punto de entrada recomendado para la filosofía cartesiana es el Discurso del método, una obra que se estudia en buena parte de las escuelas de secundaria. Valiéndose de un estilo extraordinariamente sencillo, Descartes razona en primera persona acerca de cómo fue llevado a buscar un método que le permitiera conocer con certeza en cualquier ámbito valiéndose únicamente de su sentido común. A fin de ganarse la simpatía del lector o lectora, incluye una autobiografía donde nos habla de su insatisfacción como estudiante y de su crisis filosófica y vocacional. De ahí pasa a exponer la duda metódica, atemperada por la recomendación de aferrarse a una moral provisional, para continuar con el descubrimiento del cogito como primera certeza, el recurso a la idea de Dios como garantía de la esta150 - DESCARTES

bilidad de nuestro conocimiento matemático y físico y, finalmente, a la distinción de cuerpo y alma. Las Meditaciones son una ampliación de detalle de las reflexiones filosóficas del Discurso. Escritas de nuevo en primera persona, Descartes aprovecha para explayarse sobre el camino que le lleva de la duda metódica al conocimiento del mundo exterior, pasando por las tres pruebas de la existencia de Dios y la naturaleza del pensamiento y la materia. Aunque menos sugerentes y más técnicas, las Reglas para la dirección del espíritu son un pequeño texto muy querido por los estudiosos del racionalismo, pues precisan al máximo las nociones de intuición y deducción que están, según Descartes, en el centro de todo nuestro conocimiento claro y distinto. Las Pasiones del alma es un libro especial: en él no solo se ofrece una meticulosa clasificación de las emociones a partir de las seis consideradas simples, sino que se aborda el problema hasta entonces escamoteado de la interacción entre el cuerpo y la mente atacándolo desde sus dos flancos: el fisiológico y el pasional. También es aquí donde Descartes ofrece su tardía doctrina de la generosidad. Finalmente, sus tratados eminentemente científicos (los Principios, El Mundo y los tres ensayos que acompañan al Discurso), pensados como manuales para estudiantes de ciencias, pasan más de puntillas por las cuestiones epistemológicas, pero abundan en explicaciones mecanicistas de la naturaleza, incluyendo en ella a los animales y al cuerpo humano, que son despojados de todo privilegio y asimilados a máquinas sin alma.

APÉNDICES - 151

Cronología Vida y obra de Descartes

Historia, pensamiento y cultura

1596. Nace el 31 de marzo en La Haye-en-Touraine (desde 1802, La Haye-Descartes, y desde 1967, Descartes). 1597. Muerte de su madre. 1597-1604. Criado por su abuela

1597. Disputas metafísicas del teólogo Francisco Suárez.

materna y una nodriza por la que desarrollará un gran afecto.

1598. El Edicto de Nantes promovido por Enrique IV proclama la libertad religiosa en Francia. 1600. Giordano Bruno es quemado vivo por ateísmo. Nace Calderón de la Barca. 1601. Muere el astrónomo Tycho Brahe.

152 - DESCARTES

Vida y obra de Descartes

Historia, pensamiento y cultura 1603. Aparece Hamlet de

1604-1612. Alumno destacado

Shakespeare. Muere el

de La Flèche. Sobresale en

matemático François Viète,

matemáticas.

precursor de la geometría analítica cartesiana. 1606. Nace el maestro de la pintura barroca Rembrandt. 1609. Nueva astronomía de Kepler, donde desarrolla la hipótesis copernicana. Tregua entre España y los Países Bajos calvinistas. 1610. Galileo perfecciona

1616. Licenciado en Leyes por la Universidad de Poitiers.

el telescopio y publica sus descubrimientos en El mensajero de las estrellas. El corazón del asesinado Enrique IV es depositado en La Flèche.

1618. Se alista como voluntario

1618. Sínodo de Dort y condena

en la guarnición de Mauricio

del libre albedrío por los

de Nassau en Breda. Conoce a

teólogos calvinistas. Comienzo

Isaac Beeckman.

de la guerra de los Treinta Años.

1619. Asiste a la coronación

1619. La armonía de los mundos

del emperador Fernando II

de Kepler.

APÉNDICES - 153

Vida y obra de Descartes

Historia, pensamiento y cultura

en Frankfurt. Sueños lúcidos en Ulm y contactos con la Rosacruz. Se enrola en el ejército de Maximiliano de Baviera. 1620. Asiste desde la

1620. Novum Organum de

retaguardia a la batalla de la

Francis Bacon, que inaugura el

Montaña Blanca, en Praga.

empirismo británico. Invención del microscopio. 1621. Felipe II es nombrado rey de España y adopta una política expansionista. Se reanuda la guerra entre España y Países Bajos.

1623-1625. Viaje a Italia

1623. Galileo publica El

Residencia en Venecia y Roma.

ensayista. Nace el matemático y

Peregrinación a Loreto.

filósofo Blaise Pascal. 1624. El cardenal Richelieu es

1625-1628. Se asienta en París, donde reparte su tiempo entre el ocio y el estudio. Bosqueja las

nombrado primer ministro de Luis XIII. Carlos I es nombrado rey de Inglaterra.

Regulae, que serán publicadas

1627. Francia se declara en

póstumamente en 1701.

bancarrota estatal.

Estrecha lazos con Mersenne.

154 - DESCARTES

Vida y obra de Descartes

Historia, pensamiento y cultura 1628. El médico inglés William Harvey describe la circulación

1629. Se establece definitivamente en Holanda. Cambios frecuentes de domicilio.

de la sangre. 1630. Muere Johannes Kepler. 1632. Nacimiento de los filósofos Baruch Spinoza y John Locke.

1633. Suspende la publicación

1633. Condena del Diálogo sobre

de El Mundo, su manual de

los dos sistemas del mundo de

física (aparecerá póstumamente

Galileo por la Inquisición.

en 1677). 1635. El 9 de julio nace su hija

1635. Hostilidades entre España

Francine de su relación con

y Francia.

la sirvienta Helena Jans. Es bautizada por la confesión protestante.

1636. Aparece La vida es sueño de Calderón de la Barca. Fundada la Universidad de Harvard.

1637. Publicación anónima

1637. Fundamentos de la

del Discurso del método

geometría analítica, establecidos

acompañado de la Dióptrica, los

por Descartes y perfeccionados

Meteoros y la Geometría. Poco

por Fermat. Muere Fernando II.

después revela su autoría.

1638. Muere el filósofo Malebranche.

APÉNDICES - 155

Vida y obra de Descartes

Historia, pensamiento y cultura

1639. Comienza una larga polémica con el teólogo protestante Voetius, que le acusa de impiedad. 1640. Helena y Francine

1640. Alzamientos en Portugal

mueren súbitamente de fiebre y

y Cataluña contra el dominio

escarlatina.

español. Federico Guillermo I

1641. Aparecen las Meditaciones

crea el Estado prusiano.

metafísicas junto a las objeciones y respuestas.

1642. La Universidad de Utrecht 1642. Muerte de Galileo. Nace prohíbe enseñar la filosofía de

Isaac Newton. Pascal inventa su

Descartes.

máquina de calcular. 1643. Luis XIV es proclamado rey de Francia a los cuatro años de edad.

1644. Publicación de Los

1644. Opera geométrica del

principios de la filosofía, dedicados físico y matemático Evangelista a su discípula Elisabeth de Bohemia.

156 - DESCARTES

Torricelli. 1646. Nace G. W. Leibniz.

Vida y obra de Descartes

Historia, pensamiento y cultura

1647. Comienza su

1647. Alzamientos populares

correspondencia filosófica con

en Sicilia y Nápoles contra el

la reina Cristina de Suecia.

régimen español.

Viajeinfructuoso a Francia para conseguir una pensión real. 1648. Paz de Westfalia. Fin de la guerra de los Treinta Años.

1649. Traslado a Estocolmo en

1649. Fin de la guerra civil

octubre para formar parte del

inglesa e instauración del

consejo de la corte de Cristina.

parlamentarismo. Ejecución de

Aparece Las pasiones del alma

Carlos I de Inglaterra. Ascenso

dedicado a la reina sueca.

de Cromwell al poder.

1650. Fallece de neumonía el 11 de febrero.

APÉNDICES - 157