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Spanish; Castilian Pages 342 [341] Year 2009
Espectros y espejismos
Haití en el imaginario cubano Elzbieta Sklodowska
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Colección nexos y diferencias Estudios culturales latinoamericanos
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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección nexos y diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos.
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Consejo asesor
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Espectros y espejismos Haití en el imaginario cubano
Elzbieta Sklodowska
Iberoamericana • Vervuert • 2009
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Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2009 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2009 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-443-8 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-472-4 (Vervuert) e-ISBN 978-3-86527-824-1 Depósito Legal: Diseño de cubierta: W Pérez Cino Ilustración de cubierta: Toussaint L´Ouverture, Chief of the French Rebels in St. Domingo’, © National Maritime Museum, Greenwich, London
Impreso en España The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706
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Índice
Agradecimientos............................................................................................. 9 Introducción. ................................................................................................ 11 Capítulo I Hacia una historia de la presencia haitiana en Cuba (I): el espejo empañado de la Revolución Haitiana........................................ 23 Capítulo II Hacia una historia de la presencia haitiana en Cuba (II): los nómadas de las Antillas...................................................................... 63 Capítulo III Esta nación que no es una: Haití y la (re)configuración de la cubanidad después de 1959............................................................ 103 Capítulo IV Pecados de omisión: Haití y Cuba en El columpio de Rey Spencer de Marta Rojas y Otro golpe de dados de Pablo Armando Fernández........................... 155 Capítulo V La isla que no se repite: la fabulación de Haití en la narrativa de Antonio Benítez Rojo................................................ 207 Capítulo VI Contra el olvido: En el altar del fuego de Joel James Figarola.............. 245 Bibliografía. ............................................................................................... 275 Índice de términos....................................................................................... 333
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A Jean y John C. Boehm, guías benévolos de todas las encrucijadas
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Agradecimientos
Las deudas que he contraído en el curso de la preparación de este libro son incontables y difíciles de saldar. Mi investigación ha sido posible gracias al generoso apoyo de Washington University in Saint Louis y del Romance Languages and Literatures Department de la misma universidad. Como con todo lo que he hecho en mi carrera profesional, debo un agradecimiento especial a Roberto González Echevarría, siempre presente, generoso y atento. El germen más remoto de este trabajo se encuentra en una juvenil tesina escrita en Varsovia bajo la tutela de la profesora Julia Tazbir, a quien le debo la confianza de que aspirar a ser latinoamericanista detrás del «telón de acero» no era tan absurdo como hubiera podido parecer. En Cuba, a lo largo de tres décadas de viajes, partidas y retornos, me he sentido honrada e inspirada por la amistad y sabiduría de Nara Araújo, Miguel Barnet, Luisa Campuzano, Roberto Fernández Retamar, Ambrosio Fornet, Jorge Fornet, Nancy Morejón, Desiderio Navarro, Adalett Pérez Pupo, Mirta Yáñez y Roberto Zurbano. Araceli García Carranza y Alicia Sánchez Collado de la Biblioteca Nacional José Martí compartieron conmigo su inagotable conocimiento sobre la cultura caribeña y tuvieron la gentileza de guiarme de la mano por los senderos bibliográficos que iban bifurcándose en direcciones insospechadas, nutriendo la imaginación y enriqueciendo la investigación. James Conrad, Juanamaría Cordones-Cook, Lourdes Echazábal, Ignacio T. Granados Herrera, Linda Howe, Willy Luis, Adriana Méndez Rodenas y Pedro Pérez Sarduy respondieron con paciencia y rapidez de relámpago a mis preguntas y dudas, rescatándome más de una vez de lo que parecía un callejón sin salida. En el correr de los años, este proyecto ha ido tomando forma gracias a encuentros, colaboraciones e intercambios con colegas latinoamericanistas de varios rincones del mundo: Carlos Alonso, Mirta Antonelli, Susan L. Carvalho, Amaryll Chanady, Aníbal González, Andrea Easley Morris, José Gomáriz, Ana Housková, Djelal Kadir, Mané Lagos, Rita de Maeseneer, Sophia McClennen, Juan Carlos Quintero Herencia, Julio Ramos, Donald L. Shaw, Philip Swanson, Araceli Tinajero, Esther Whitfield,
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Raymond L. Williams. A los colegas historiadores Ada Ferrer, Gloria García, María Dolores González Ripoll y Consuelo Naranjo Orovio, quedo agradecida por haberme dado el privilegio de participar en sus fascinantes debates. Doy las gracias a Jackie Loss, Inda Schaenen, Stella Dee y Juliana Varela por socorrerme con libros imposibles de conseguir fuera de Cuba y a Sheree Alicia Henlon por haber compartido conmigo su excelente tesis doctoral. En sus etapas finales, el manuscrito mejoró gracias al implacable ojo editorial de Gonzalo Aguiar y el enorme trabajo de Lídice Alemán por completar el aparato bibliográfico y ajustar el texto a las normas editoriales. Las perspicaces lecturas de mis colegas y mentores eternos, John Garganigo y Pepe Schraibman, estimularon de manera notable mis esfuerzos por afinar el proyecto a través de las sucesivas reescrituras y revisiones. Debo un reconocimiento especial al excelente y generoso equipo administrativo de mi departamento con cuyo apoyo he tenido la suerte de contar: Rita Kuehler, Helene Abrams, Kathy Loepker y Anna Eggemeyer. Entre retazos de conversaciones en los pasillos y gestos de apoyo diario, este libro se ha ido gestando en el curso de varios años gracias a mis colegas de Washington University: Virginia Braxs, Andrew Brown, Nina Davis, Seth Graebner, Stephanie Kirk, Mabel Moraña, Nacho Sánchez Prado, Harriet Stone y Akiko Tsuchiya. A Klaus Vervuert y el equipo editorial de Iberoamericana doy las gracias por los aportes que facilitaron la metamorfosis del manuscrito en el libro. A lo largo de este trayecto de pesquisas, borradores e (in)versiones siempre casi finales, me han animado, inspirado, distraído y entretenido los seres más queridos: mis hijos, Inka y Alexander, mi esposo Philip y, en la distancia, mi hermana Karolina. A todos, mi más profundo agradecimiento.
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Introducción
El proyecto de trazar la impronta haitiana en el imaginario cubano se ha ido gestando a lo largo de varias décadas: desde una fascinación juvenil con las resonancias de la Revolución Haitiana en la historia de mi país natal, Polonia, y el descubrimiento del «nada mentido sortilegio de las tierras de Haití» en las páginas de El reino de este mundo, hasta una serie de epifanías que me proporcionaron mis viajes a Cuba y las investigaciones sobre su literatura. Fuente de inspiración y esperanza, por un lado, y objeto de temor, por el otro, Haití es «una isla que se repite» en el imaginario de otras culturas, pero con inversiones y variantes inesperadas. Ejemplos de estas miradas recíprocas no dejan de aparecer, como se puede apreciar en el artículo de Edwidge Danticat «Marie Micheline», publicado por el New Yorker el 11 de junio de 2007. Por otra parte, mientras más se ahonda en la historia de los haitianos en Cuba, más obvios resultan los olvidos, las lagunas y las contradicciones. A pesar de nuestra sabiduría posmoderna y poscolonial, tan ostentada en el umbral del siglo xxi, tampoco se ha extinguido del todo el sensacionalismo asociado con los estereotipos exótico-primitivistas acerca de Haití. Por otra parte, resulta alentador presenciar el auge de las investigaciones sobre Haití que trascienden el impulso inicial del bicentenario de la independencia haitiana (1804-2004) y sugieren una profunda consolidación del campo autónomo de los estudios haitianos (Prou 2005: 193). En el curso del año 2004, el diálogo sobre Haití —su historia, su presente, su futuro— animó numerosos simposios locales e internacionales, entre ellos: «Pays revé, pays réel: Legacies of the 1804 Haitian Revolution» (UCLA); «The Haitian Revolution Viewed Two Hundred Years After» (The John Carter Brown Library); «Reinterpreting the Haitian Revolution and its Cultural Aftershocks» (The University of the West Indies, St. Augustine, Trinidad); «The Haitian Revolution: History, Memory, Representation» (Northwestern University); «Haiti and the Hemisphere: 1804-2004» (NYU); «Santo Domingo/Saint-Domingue/Cuba: 500
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años de esclavitud negra y transculturación en las Américas» (Universidad de Colonia, Alemania); «La révolution et l’indépendance haïtiennes: autour du bicentenaire de 1804, histoire et mémoire», 36e colloque de l’Association des Historiens de la Caraïbe (Barbados). Algunos periódicos académicos dedicaron números especiales al legado de la Revolución Haitiana, incluyendo Yale French Studies («Haiti issue»); Research in African Literatures («Haiti, 18042004: Literature, Culture, Art»); Small Axe («Profondes et nombreuses: Haiti, History, Culture, 1804-2004») y Présence Africaine («Haïti et l’Afrique»). A partir de la efemérides del 1 de enero de 2004 la bibliografía sobre la Revolución Haitiana ha ido aumentando exponencialmente, con énfasis cada vez más frecuente en aproximaciones de carácter interdisciplinario (Hoffmann/ Gewecke/Fleischmann 2008). En cuanto a Cuba y Haití, sin llegar a ser «de un pájaro las dos alas», ambos países se insertan en el devenir histórico de destinos paralelos, pero también entrecruzados, cuyos ejes son la esclavitud, la economía de la plantación, la insurgencia revolucionaria, los complejos procesos de hibridación y la constante sombra de la presencia geopolítica de los Estados Unidos. Para muchos historiadores, la trascendencia de la Revolución Haitiana en el destino político de Cuba resulta más que evidente, tanto en la manipulación del «fantasma de Haití» para mantener el estatus colonial de la «siempre fiel Isla de Cuba» a lo largo del siglo xix, como en la paulatina y duradera formación de «unos imaginarios nacionales, unos estereotipos que durante mucho tiempo criminalizaron, y en parte lo siguen haciendo, a un grupo amplio de población cubana» (Naranjo Orovio 2007b: 314). Milagros Elena Martínez Reinosa dice sin ambages que el flujo migratorio desde Haití a Cuba fue «uno de los elementos de acumulación constitutiva de la que ha salido la nación cubana» (2008: 143). Hay quienes, por otra parte, hacen descollar los procesos de diferenciación entre ambas naciones. En palabras de María Dolores González-Ripoll: frente al Haití negro de procedencia esclava y de creencias religiosas poco ortodoxas provenientes del sustrato espiritual africano que cristalizó en la práctica del vudú, emergió en isla vecina de Cuba un discurso criollo fundamentado en el habitante blanco católico, defensor de la cultura europea deseada, factor de enorme trascendencia en la creación de un imaginario excluyente a lo largo del siglo xix (2004: 14).
En todo caso, no he encontrado una forma más sucinta de resumir el impacto de la Revolución Haitiana sobre la vecina isla de Cuba que recurrir a las bien
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conocidas palabras del gran estadista y pensador de la época, Francisco Arango y Parreño: «la insurrección de los negros del Guarico ha agrandado el horizonte de mis ideas» (1952c: 150). La presencia tangible de Haití en Cuba —producto de dos grandes oleadas migratorias y de los continuos nexos culturales, políticos y socioeconómicos entre ambos países— es innegable, sobre todo en la parte oriental de la isla. Puesto que los inmigrantes haitianos no cruzaban la trocha de Júcaro a Morón —una línea de fortificaciones construida por los españoles, que divide la isla de Cuba más o menos por la mitad—, al oeste de la trocha la presencia haitiana era esporádica. Para muchos, el carácter distintivo del Oriente cubano se debe precisamente a su posicionamiento histórico como «zona de contacto» con Haití. Hay que destacar, sin embargo, que mientras que en otros países —desde la vecina República Dominicana hasta los Estados Unidos— prevalece el estereotipo unívocamente negativo de Haití, en Cuba esta percepción es mucho más ambivalente, marcada por la compleja dinámica de fascinación y rechazo. Espectros y espejismos: Haití en el imaginario cubano responde a un impulso de abordar los (des)encuentros cubano-haitianos desde la perspectiva predominantemente crítico-literaria. Lo que me ha alentado en esta investigación ha sido la conciencia de moverme en un amplio margen de posibles hallazgos y sorpresas y de acceder a las zonas que permanecen casi intocadas en la bibliografía existente. Al contrario de las ciencias sociales —sobre todo la historiografía y la antropología— que han acumulado un cuantioso acervo de estudios sobre la presencia de Haití en Cuba, este tema no ha sido aún objeto de monografías en el área de estudios literarios y culturales. Amén de algunas excepciones, tampoco son muchos los artículos de carácter sintético, destacándose entre ellos los ensayos «Entre crainte et admiration: Haïti et les Haïtiens dans le récit cubain contemporain» (2006) de Odette Casamayor y «Los escritores cubanos y Haití» (2007) de Emilio Jorge Rodríguez. Ambos críticos proporcionan pistas sumamente útiles para ir más allá de las representaciones literarias de Haití bien conocidas, como lo son los textos de Alejo Carpentier, Mayra Montero y Antonio Benítez Rojo. Por añadidura, hay que recordar que pocas de las publicaciones sobre el tema haitiano en Cuba han recibido una divulgación que merecen, dispersas como están en la prensa periódica, colecciones de ensayos o memorias de congresos. Por todo lo anterior, el punto de partida para este proyecto ha consistido en proporcionar un telón de fondo socio-histórico sobre el cual se recortarán ejemplos de la narrativa cubana —y en algunos casos haitiana— cuyas coordenadas temáticas corresponden a los encuentros y desencuentros entre sendas culturas. Tal vez el acopio y
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la síntesis de datos bibliográficos derivados de las ciencias sociales excedan los parámetros habituales de un estudio crítico-literario. Creo, sin embargo, que el sello franco-haitiano en la conformación de la sociedad cubana es lo suficientemente complejo como para justificar el examen de todas las aristas de este proceso. En términos metodológicos, Espectros y espejismos no se apoya, en modo alguno, en una sola aproximación. Mientras que voy apelando a algunos conceptos específicos (lo abyecto de Julia Kristeva, la semiótica del miedo de Iuri Lotman, la heterología de Michel de Certeau, los lugares de memoria de Pierre Nora), siempre busco una alianza productiva entre la teoría y los textos primarios y trato de evitar el peligro de aprisionar la literatura en el lecho de Procusto de la rigidez teórica. Por otra parte, me doy cuenta de que la problemática de «lo haitiano en el imaginario cubano» desborda el mundo de la creación literaria. Más que una instancia definida, el imaginario social, según nos ha enseñado Cornelius Castoriadis en La institución imaginaria de la sociedad (1975), es un acto creativo, siempre en potencia y siempre indefinido, que capta la relación dinámica entre la conciencia y la realidad por mediación de las imágenes. Dado el papel de lo imaginario en las producciones simbólicas, considero que las incursiones en la esfera de la historia, la etnología o la psicología resultan tanto necesarias como críticamente fructíferas para el análisis literario. Al leer siempre en conexión con el acontecer socio-histórico, espero matizar las diversas encarnaciones de la otredad haitiana que aparecen en los textos bajo análisis. Espectros y espejismos: Haití en el imaginario cubano consta de seis capítulos. En el curso de la investigación, mi sospecha original —de que no existe un corpus literario claramente delineado de «lo haitiano en Cuba»— se volvió certeza. Efectivamente, obras de literatura cubana que asignan un papel protagónico a Haití y a los haitianos no hay muchas: además de los libros bien conocidos de Carpentier (El reino de este mundo, 1949; El siglo de las luces, 1962) y Mayra Montero (La trenza de la hermosa Luna, 1987; Del rojo de tu sombra 1992; Tú, la oscuridad, 1995) contamos con las novelas de Marta Rojas (El columpio de Rey Spencer, 1993) y de Pablo Armando Fernández (Otro golpe de dados, 1993), varios cuentos y una novela, Mujer en traje de batalla (2001), de Antonio Benítez Rojo y, finalmente, En el altar del fuego (2007), novela póstuma de Joel James Figarola. Existe, además, en la literatura cubana un acervo muy variado de textos que tratan la temática haitiana un poco de soslayo pero que merecen atención crítica más enfocada. Debido a su diversidad y complejidad, este corpus de textos primarios ha resultado de gran pertinencia para mi proyecto, catalizando posibilidades analíticas inesperadas
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en su riqueza y llevándome por derroteros nuevos en el (re)descubrimiento del imaginario cubano-haitiano vertido en la creación literaria. El primer capítulo, «Hacia una historia de la presencia haitiana en Cuba (I): el espejo empañado de la Revolución Haitiana», tiene como eje estructurante la Revolución Haitiana y el impacto económico, político y cultural que tuvo sobre Cuba la gran oleada migratoria franco-haitiana de principios del siglo xix. En el transcurso de varias décadas las huellas francesas en la «cultura del café» en Cuba han sido estudiadas con ahínco por numerosos historiadores. Según se verá a lo largo de este capítulo, las ideas de Jorge Berenguer Cala (1989), Laura Cruz Ríos (2006), Carlos Esteban Deive (1989), Rafael Duharte Jiménez (1988), Rolando Álvarez Estévez (2001), Jean Lamore (1993) y Francisco Pérez de la Riva (1944), entre otros, me han servido para tejer un telón de fondo imprescindible para mi propio análisis. Por otro lado, a lo largo del siglo xix, el cafetal de tipo francés en Cuba se convirtió en una verdadera atracción turística para los viajeros extranjeros y nacionales, quienes dejaron constancia de sus impresiones en cartas y relatos (Abiel Abbot, Frederika Bremer, la Condesa de Merlín, Richard Henry Dana, Hippolyte Piron, Cirilo Villaverde). Además de recoger, brevemente, este acervo testimonial, me enfoco más específicamente en dos novelas cubanas, En el cafetal (1890), del matancero Domingo Malpica La Barca (1836-1909) y Vía crucis (1910) de Emilio Bacardí Moreau (18441922), que captan las diversas facetas costumbristas de la cultura del café traída a Cuba por los refugiados franceses. Buena parte de este capítulo recoge y sintetiza los resultados de las investigaciones historiográficas de las últimas dos décadas, donde cobran más relieve los asuntos vinculados con «el miedo a otro Haití» y su secuela en el imaginario cubano. Entre los trabajos glosados se destacan en particular los de María del Barcia Zequeira (2006), Ada Ferrer (2005), Alejandro Gómez (2006), Consuelo Naranjo Orovio (2006c) y Stephan Palmié (2002). Finalmente, cabe indicar que a los estudios canónicos publicados en Cuba sobre la historia haitiana —como el imprescindible libro de José Luciano Franco, Documentos para la historia de Haití en el Archivo Nacional (1954)— se han ido juntando reflexiones inspiradas por el bicentenario de la Revolución Haitiana que colocan la experiencia haitiana en el contexto caribeño, como el volumen La Revolución de Haití en su bicentenario (2004) editado por María Luisa García Moreno, o el número especial de la revista Del Caribe (2004) con artículos sobre Jacques Roumain, Toussaint Louverture, y un haitiano en la guerrilla del Che, entre otros temas. Mientras que este «evento inconcebible» que, en palabras de Michel Rolph Trouillot (1995), fue la Revolución Haitiana tuvo un impacto inmediato en el
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discurso de los estadistas cubanos y en el imaginario popular de la época, no ocurrió lo mismo con la literatura cubana decimonónica, donde la huella de Haití estaba disfrazada bajo la retórica abolicionista. Para una visión testimonial de la diáspora franco-haitiana en Cuba, remito en este primer capítulo al libro de la norteamericana Mary Hassall (conocida también como Leonora Mary Hassall Sansay, A Lady of Philadelphia), Secret History, or, The Horrors of St. Domingo: In a Series of Letters, Written by a Lady at Cape Français to Colonel Burr, Late Vice-President of the United States (1808). Me detengo también en La historia de Santiago de Cuba (1828) del historiador cubano José María Callejas y Anaya, basada en las vivencias del autor y relatos de sus contemporáneos. La obra de Callejas y Anaya es de facto la única fuente de la época que recoge, si bien de manera indirecta, la experiencia de la primera oleada migratoria desde Haití a Cuba. Dado su carácter único, no es de extrañar que el libro de Callejas se haya convertido en la fuente de referencia obligatoria e inspiración para Bacardí y Moreau a la hora de confeccionar sus Crónicas de Santiago de Cuba (1908-1913) y, en particular, el segundo volumen de esta monumental obra que cubre el período de 1800 a 1850 e incorpora muchos datos sobre la presencia franco-haitiana en la isla. Aunque no quedan testimonios directos de los prófugos de Saint-Domingue que se asentaron en Cuba a principios del siglo xix, noticias de las atrocidades perpetradas por los esclavos insurgentes contribuyeron, sin duda alguna, a forjar el estereotipo de un Haití negro, salvaje y bárbaro. Cuba se vio en una posición de doble filo, que Rafael Duharte Jiménez ha resumido en este sucinto comentario: «Por una parte, al barrer a Haití del mapa productor antillano [la Revolución Haitiana] abrió una coyuntura económica única en la historia colonial de la Isla, y por otra creó el ‘miedo al negro’, espectro que durante más de medio siglo congelaría políticamente a los hacendados criollos» (1983: 83). Es precisamente dentro de este marco contradictorio donde ubico el llamado Libro de pinturas de José Antonio Aponte, un artesano negro libre residente de La Habana acusado por las autoridades coloniales de ser líder de una conspiración «a modo de Haití». Incluyo, además, referencias a los imprescindibles estudios sobre la conspiración de Aponte publicados en los últimos años por Matt D. Childs (2006), Sybille Fischer (2004) y Stephan Palmié (2002). Según advierto en mi análisis, en la literatura cubana del siglo xx, Aponte llegó a integrar el panteón de héroes revolucionarios, siempre en estrecha conexión con el ejemplo rebelde de Haití, según se puede apreciar en la lectura de El reino de este mundo (1949) de Alejo Carpentier, Vista del amanecer en el trópico (1974) de Guillermo Cabrera Infante y El polvo y el oro (1993) de Julio Travieso Serrano. Cierro este capítulo con algunas observaciones sobre la especificidad regional
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del Oriente como producto de su proximidad a Haití y su posicionamiento particular dentro del enclave circuncaribeño. En el segundo capítulo, «Hacia una historia de la presencia haitiana en Cuba (II): los nómadas de las Antillas», trazo las rutas reales e imaginarias de la segunda oleada de inmigrantes haitianos que arribó a las costas cubanas en el primer tercio del siglo xx. Con este fin exploro el vasto corpus de estudios historiográficos y antropológicos, testimonios y textos de ficción narrativa. Catalizada por el auge azucarero en Cuba y por el deterioro de las condiciones económicas en Haití a raíz de la ocupación por los Estados Unidos (19151934), esta migración llevó a un establecimiento de comunidades haitianas muy distintivas en varias áreas de Camagüey y Oriente. Los altibajos de la economía cubana —desde la llamada «Danza de los Millones» (1914-1920) hasta el derrumbe de la producción azucarera en los años treinta— afectaron directamente la legislación inmigratoria y, en consecuencia, tuvieron un gran impacto sobre el destino de los braceros antillanos, incluyendo la repatriación forzosa de miles de haitianos a finales de la década. La presencia masiva de haitianos y su evidente otredad lingüística, étnica y religiosa ante sus vecinos —guajiros cubanos— no solamente reanimó los viejos prejuicios en las zonas rurales del suroeste cubano sino que resucitó también los espectros del miedo a Haití en el discurso urbano de los letrados de los años 1920-1930. A lo largo del capítulo II hago una síntesis de los debates que se desarrollaron bajo los rótulos alarmistas sobre la «africanización de Cuba» y «la inmigración indeseable», situándolos dentro de un marco más extenso del imaginario social y de los procesos de construcción de la identidad nacional cubana. Un segmento de este mismo capítulo está dedicado a analizar las resonancias de la segunda ola migratoria haitiana en las letras de Cuba y de Haití. En Cuba, propongo una lectura detenida de Marcos Antilla: relatos de cañaveral (1932) de Luís Felipe Rodríguez (1884-1947), Ecué-Yamba-O (1933) de Carpentier y «Aquella noche salieron los muertos», un cuento largo de Lino Novás Calvo (1905-1983) originalmente publicado en la Revista de Occidente (diciembre 1932) e incorporado más tarde en la colección La luna nona y otros cuentos (1942). Hasta donde he podido determinar, la bibliografía crítica sobre Marcos Antilla y «Aquella noche» es sumamente limitada mientras que el enfoque que planteo en mi lectura es prácticamente inexistente. La teoría —de hecho, varias teorías— están en el trasfondo de este análisis. No obstante, a diferencia de los estudios donde la teoría de por sí funciona como una suerte de salvoconducto, en mis lecturas también intento poner a prueba los límites del usufructo de la teoría. Por cierto, espero que la conceptualización de lo abyecto propuesta por Julia Kristeva y las reflexiones de Iuri Lotman
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acerca de la «semiótica del miedo» me sirvan para desvelar las capas antes inéditas de la inscripción de la alteridad haitiana en estos textos. Al mismo tiempo, creo haber demostrado que los textos más complejos se resisten a ser gobernados por la teoría y que, en vez de desplegarse ante su «aplicación», acaban plegándose sobre sí mismos. Según he mencionado antes, la problemática de los braceros antillanos en Cuba encontró también su expresión en la literatura haitiana: desde Viejo (1935) de Maurice Casséus y Gouverneurs de la rosée (1944; Gobernadores del rocío) de Jacques Roumain hasta L’Espace d’un cillement (1959; En un abrir y cerrar de ojos) de Jacques Stephen Alexis. Además de estas novelas, estudiadas aquí en detalle, hay que mencionar algunos textos menos conocidos que tratan el tema de manera marginal: Le drame de la terre (1933) de Jean-Baptiste Cinéas y Canapé vert (1942) de Philippe Thoby-Marcelin y Pierre Marcelin. En la segunda parte del capítulo II paso a describir cómo en la primera mitad del siglo xx Haití se constituye en el imaginario literario y artístico cubano no solamente mediante el contacto cotidiano con los inmigrantes haitianos en el suelo patrio, sino también a través de los viajes a Haití emprendidos por escritores, artistas e intelectuales tan prominentes como Carpentier, Nicolás Guillén o Wifredo Lam. Aunque la distancia geográfica entre Cuba y Haití es mínima, la lejanía percibida en términos de diferencia cultural, tal como observó Guillén, resulta a veces mucho mayor. Por cierto, el viaje y el enfrentamiento con el «otro» es una metáfora constante de búsqueda de la identidad y del (auto)descubrimiento. En el Circuncaribe, la experiencia de viaje se tiñe de matices más diversos: desde la ignominia de la travesía del Atlántico hasta las migraciones de exiliados y expulsados, desde los periplos de braceros y balseros hasta las exploraciones de antropólogos y turistas. En este sentido, es iluminador el siguiente comentario de Mayra Montero, que ha dedicado gran parte de su obra narrativa a Haití: Se me ha preguntado infinidad de veces, por qué razón una escritora cubana, que nació y se formó en Cuba, escribe sobre Haití, o sobre haitianos que emigran a la República Dominicana […]. Me he pasado media vida —entiéndase como media vida literaria— inventándome excusas: el enorme, antiguo, ensoñado relato de mis vínculos con Haití, es eso mismo: un enorme, antiguo y ensoñado cuento de caminos. Quizás ese sea el más cubano y el más logrado de todos mis cuentos, el más azul de todos mis príncipes. Es posible que mi forma de acercarme a Haití y a los haitianos de mis novelas, sea una forma agazapada, resentida, un poco dura, de acercarme a Cuba. Hay quienes sostienen que para los escritores cubanos mirar a Haití equivale a situarse frente al turbulento relato de los orígenes. Nunca mejor dicho entonces en lo que a mí concierne. Esta elección de Haití en tres novelas y
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otros tantos relatos, no es una pasión infantil, como he mentido en tantas entrevistas, y probablemente seguiré mintiendo, sino una especie de neurosis, a estas alturas me temo que incurable, una variedad de catatonia medio patriótica y moral (1996: 103).
Los lazos culturales y afectivos que se forjaron entre Haití y Cuba a partir de los años cuarenta han sido estudiados a fondo en el contexto de la amistad y los contactos epistolares que unían a Nicolás Guillén con el gran escritor haitiano Jacques Roumain (Ellis 2003; García 2007; Rodríguez 2007b). En mi trabajo pongo más énfasis en varios artículos de Guillén, publicados a principios de los años cuarenta, donde el gran poeta deploraba los estereotipos antihaitianos en Cuba y abogaba por una reivindicación del legado heroico de la Revolución Haitiana como paradigma de la emancipación del Caribe. Asimismo, dedico una parte de este mismo capítulo II a la Gaceta del Caribe, lanzada en 1944 con la participación activa de Guillén como miembro del consejo editorial. A pesar de su breve duración, la revista marcó un momento clave en la cristalización de la percepción cubana de Haití como un país de enorme riqueza cultural y pasado heroico. Concluyo el capítulo II con una breve discusión de dos libros hoy prácticamente olvidados y difíciles de conseguir, publicados en La Habana por autores no cubanos, donde «el sortilegio de Haití» ha dejado su huella exoticista muy peculiar: El Haití brujo (Vodou, misterios, desapariciones, hechicerías, cuentos, etc.) (1936), del dominicano Manuel Tomás Rodríguez, y El embrujo de Haití (1937), del ecuatoriano Gerardo Gallegos. Ninguno de ellos alcanza el rango estético de otros textos aquí analizados y, más allá de constituir una rareza bibliográfica, ambos libros, a su modo, refuerzan el estereotipo del haitiano como el «otro», marcado en cursiva y encerrado entre comillas, un residuo primitivista de lo premoderno, prerracional y prenacional. En el capítulo III, «Esta nación que no es una: Haití y la (re)configuración de la cubanidad después de 1959», paso a delinear las representaciones de Haití en varios estudios de investigación socio-histórica, testimonios y textos de ficción narrativa posteriores a 1959. Me sirven aquí como telón de fondo los numerosos proyectos de reivindicación de la herencia haitiana en Cuba, catalizados por el ímpetu revolucionario y la misión de rescatar «la historia de la gente sin historia»: Las luchas obreras en el central Tacajó (1979) de Ursinio Rojas; El crimen de cortaderas (1983) de Efraín Morciego; Caidije (1988) de Jesús Guanche y Dennis Moreno; Montecafé (2004) de Dalia Timitoc Borrero. Hago notar también que en los últimos años el legado haitiano ha sido reconsiderado de manera más explícita en el contexto de la formación
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nacional cubana. Ejemplos de esta aproximación se encuentran en el libro colectivo De dónde son los cubanos (2005), coordinado por Graciela Chailloux Laffita, y en una colección de reportajes de Jaime Sarusky, Las dos caras del paraíso (2006). En contraste con varios proyectos historiográficos o etnológicos de restitución de la presencia haitiana después de 1959, en la ficción literaria del mismo período esta temática no adquiere la misma envergadura de un «proyecto». Por otro lado, los textos que he encontrado forman un corpus lo suficientemente complejo y diverso como para sostener una lectura críticamente productiva, que deja vislumbrar los nexos de unión y de diferencia entre lo haitiano y lo cubano. En el capítulo III abordo, pues, a modo panorámico un mosaico de cuentos y novelas en los cuales la temática cubano-haitiana se vislumbra un poco de soslayo, a través de alusiones, caracteres secundarios o referencias episódicas. Incluyo aquí las novelas de Manuel Granados (Adire y el tiempo roto, 1968; El corredor de los vientos, inédito), Manuel Cofiño (Cuando la sangre se parece el fuego, 1975) y Abel Prieto (El vuelo del gato, 1999), así como una novela de César Leante, Capitán de cimarrones (1982). En esta yuxtaposición de textos unidos por el hilo temático trato de no perder de vista la singularidad ideoestética de cada uno de ellos. La noción de «cubanidad» y su construcción en el proceso de inclusiones y exclusiones basadas en el criterio étnico vuelve a resonar en estas páginas, anticipando otras reflexiones sobre la misma problemática planteadas en los capítulos IV y VI. Las coordenadas teóricas del capítulo III encuentran su apoyatura en el concepto de la práctica de la vida cotidiana de Michel de Certeau, que suministra una valiosa herramienta para analizar las formas de la inscripción textual de la «diferencia» a través de la noción de «las ciencias del otro» o «heterologías». Al mismo tiempo, para darle armazón a los procesos de (re)apropiación del legado material franco-haitiano en la Cuba revolucionaria, incorporo la noción de «lugares de memoria», originalmente expuesta en la obra colectiva de historiadores franceses Les lieux de mémoire (1984-1992), bajo la coordinación de Pierre Nora. En el capítulo IV me concentro en un análisis pormenorizado de dos novelas, El columpio de Rey Spencer (1993) de Marta Rojas y Otro golpe de dados (1993) de Pablo Armando Fernández. Ambos textos captan, cada uno a su manera, la dimensión épica de las dos oleadas migratorias desde Haití a Cuba. A partir de la conceptualización de la modernidad como transformación violenta del espacio, exploro aquí el mundo de la plantación cafetalera como enclave de la vigilancia y el ámbito donde se ejerce el poder y control disciplinario tanto sobre los cuerpos humanos como sobre el mundo natural. Los procesos del reparto
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Introducción
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de las tierras y el poblamiento de zonas deshabitadas del Oriente se ponen de manifiesto en las actividades de los colonos franco-haitianos y, en particular, del protagonista de Otro golpe de dados, Julián Saint-Loup, inspirado en la figura histórica de Prudencio Casamayor. Lo que es notable en este proceso es la posesión simbólica de la naturaleza (la tierra, el monte). El espacio aparece aquí también como el asidero a la memoria, al mismo tiempo que el acto de recordar —igual que el acto de escribir— emerge como una reconstrucción problemática del pasado. Asimismo, retomo en este capítulo muchas de las consideraciones sobre los factores que incidieron en la conformación de la nacionalidad cubana, previamente abordados en mi lectura de la obra narrativa de Granados y Prieto. Aunque el entrelazamiento entre el paisaje y la memoria bien hubiera podido trasladarse a mi análisis a través de la conceptualización de Simon Schama, remito a los lectores al excelente libro de Rafael Rojas (2008) que desarrolla todo el espectro de ideas relacionadas con esta temática y su «aplicación» al caso cubano. El capítulo V, «La isla que no se repite: la fabulación de Haití en la narrativa de Antonio Benítez Rojo», demuestra cómo Haití adquiere un relieve importante en la perspectiva panantillana de Benítez Rojo. Mientras que, en sus ensayos, Benítez Rojo —igual que Carpentier en su prólogo-manifiesto a El reino de este mundo— se propone teorizar el Circuncaribe, en su obra narrativa los modelos y paradigmas ceden paso a un fascinante e inconcluso juego de ambigüedades. La sombra de Haití se vislumbra en uno de los cuentos tempranos de Benítez Rojo conocido como «La tijera», reproducido en varias antologías bajo el título «La tijera rota», en el cuento «Luna llena en Le Cap» (Paso de los vientos, 2004), parcialmente reconfigurado e integrado a la novela Mujer en traje de batalla (2001) y, de manera más explícita, en el cuento «La tierra y el cielo», originalmente publicado en la colección El escudo de hojas secas (1968). La complejidad y audacia formal de estos textos claramente desborda los rótulos, llevándonos por los meandros estructurales y estilísticos de lo oblicuo. Finalmente, el capítulo VI está dedicado casi exclusivamente a la novela En el altar del fuego (2007) del etnógrafo e historiador Joel James Figarola (19422006), reconocido experto en la cultura haitiano-cubana y coautor del pionero estudio El vodú en Cuba (1992). Puesto que En el altar del fuego forma parte de una trilogía, mi análisis es inevitablemente parcial y sin duda alguna será sometido en el futuro a reinterpretaciones y ampliaciones, una vez sea posible hacer una lectura a fondo de los volúmenes que completan la trilogía, Hacia el horizonte y Semejante al amor, presentados por primera vez por la Editorial Letras Cubanas en la Feria Internacional del Libro en febrero de 2008.
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A juzgar por la continua interrogación de la validez de las estrategias del discurso testimonial, En el altar del fuego responde a la exigencia de repensar el género testimonial consagrado por la Revolución Cubana como la forma más idónea para rescatar la voz del subalterno. A primera vista, la novela de James Figarola comparte con el testimonio tanto el objetivo de ensanchar la noción de «literatura» como la premisa de que la historiografía siempre está a cargo de los vencedores. No obstante, según demostraré en mi análisis, En el altar del fuego tan sólo simula seguir el paradigma testimonial, cuestionando a cada paso la certeza de la representación tan característica del testimonio «canónico». Entretejida con el análisis del importante cuento de Mirta Yáñez, «De muerte natural» (1976), esta aproximación a la novela de James Figarola me permite también reanudar varios hilos temáticos e ideo-estéticos que han ido aflorando en el curso de las interpretaciones que conforman el presente estudio. Finalmente, la novela de Manuel Soler Puig (1916-1996) Un mundo de cosas (1982) complementa este cuadro con su vertiginoso vaivén entre las visiones mitificadas y brutalmente realistas del legado haitiano en la zona oriental de Cuba. Afirmar hoy que Haití es un «otro» para Europa, los Estados Unidos o los países vecinos del Caribe, es constatar lo obvio. Tampoco es suficiente ahondar en las obsesiones personales de autores como Herbert Gold, quienes declaran sin ambages su «adicción» a Haití (1991: 226). Con esta advertencia en mente, considero que la única vía potencialmente productiva de acercarse a la inscripción de Haití en el imaginario cubano y, más específicamente, en la literatura cubana, es cotejar las diferentes formas en que esta alterización o, para usar las palabras de Mercedes López-Baralt, este empeño por «decir al Otro», llega a manifestarse. Es en esta coyuntura de lo discursivo y lo ideológico, de lo estético y lo socio-histórico, donde aspira a situarse mi proyecto. Versiones exploratorias de algunos retazos del capítulo V, luego ampliadas y rediseñadas, fueron publicadas previamente en: Cuba: un siglo de literatura (1902-2002) (Madrid: Colibrí 2004), editado por Anke Birkenmaier y Roberto González Echevarría; Modernisms and Modernities: Studies in Honor of Donald L. Shaw (Newark: Juan de la Cuesta Monographs, 2006), editado por Susan Carvalho; Neo, post, hiper, trans, ¿fin?, editado por Eduardo Espina (Santiago de Chile: RIL 2008); y Coloniality at Large: Latin America and the Postcolonial Debate (Durham: Duke University Press, 2008), editado por Mabel Moraña, Enrique Dussel y Carlos A. Jáuregui.
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Capítulo I
Hacia una historia de la presencia haitiana en Cuba (I): el espejo empañado de la R evolución Haitiana
Haití en Cuba: zonas de contacto Las celebraciones del bicentenario de la independencia de Haití que se dieron a lo largo y ancho de Cuba en 2004 —coordinadas por una comisión nacional del más alto nivel— no solamente han recalcado la importancia transcaribeña del legado independentista haitiano y su entronque con el discurso revolucionario cubano, sino que también han vuelto a dirigir la mirada de los mismos cubanos hacia los continuos nexos de unión entre ambos países y la impronta haitiana en la cultura, la economía y la historia de Cuba1. Roberto Fernández Retamar expresa una idea compartida por muchos cuando dice que la Revolución Haitiana tuvo enormes consecuencias para el desarrollo de los movimientos de autodeterminación y resistencia anticolonial en todo el Caribe: «Las Antillas hispanoamericanas, cuyas oligarquías nativas temían ver repetirse en sus tieVéase el libro editado por García Moreno et al (2004) y auspiciado por la Comisión Nacional creada el 26 de septiembre de 2003 para honrar la Revolución de Haití en su Bicentenario. Numerosas revistas, entre ellas Casa de las Américas, Del Caribe y Anales del Caribe, dedicaron al bicentenario números monográficos especiales. En la primavera de 2003 varias instituciones culturales participaron también, en cooperación con la embajada de Haití en Cuba, en la inauguración del busto del líder de la revolución haitiana Toussaint Louverture en el parque de la Fraternidad de La Habana. Cabe notar que el enfoque sobre Haití sigue definiendo —más allá de las celebraciones del bicentenario— varias iniciativas culturales y académicas de alcance caribeñista en Cuba, como se puede apreciar en una serie de actividades dedicadas a lo largo de 2007 a la obra de Jacques Roumain. 1
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rras el ejemplo haitiano, se sustrajeron entonces a la onda revolucionaria: así dilataron procesos independentistas que, al tomar cuerpo más tarde, acabarían distinguiéndose en aspectos capitales de los desencadenados en 1810» (2004: 13-14). A su vez, los procesos culturales y socio-políticos del Caribe, agrega Fernández Retamar, no se pueden entender cabalmente sino en el cruce entre lo cubano y lo haitiano (2004: 14). De más está decir que «Haipacu» —un neologismo inventado por Fernández Retamar en su ensayo «Cuba defendida»— es un acrónimo de Haití, Paraguay y Cuba, que funciona como un locus simbólico de la resistencia latinoamericana al colonialismo y al neocolonialismo. Al evocar las observaciones de Fernández Retamar, Milagros Elena Martínez Reinosa dice que la icónica expresión cubana «Patria o muerte» tiene antecedentes en el grito «Independencia o muerte» lanzado por Jean Jacques Dessalines el día del triunfo de la Revolución Haitiana (2008: 144). La memoria colectiva cubana parece haber guardado datos y eventos de esta historia compartida hasta tal punto que los recordatorios oficiales resultan redundantes. Incluso en la vida diaria, según Dalia Acosta, la presencia de la cultura franco-haitiana en Cuba resulta hoy tan común como el acto de tomar una taza de café (2007: s/p). A ningún cubano se le ha escapado el hecho de que las cartas y los diarios de José Martí escritos durante su periplo independentista por el Caribe dan constancia de sus numerosas visitas a Cabo Haitiano, del apoyo recibido del presidente Florvil Hyppolite y de la profunda afinidad del Apóstol con el pueblo de Haití2. Cintio Vitier, en su reflexión sobre la visión martiana de Haití, subraya el hecho de que «la mirada de Martí hacia la patria de Toussaint Louverture» iba en contra de «los tenaces prejuicios que desde principios del siglo abrigara la burguesía cubana y latinoamericana en general» (Vitier 1992: 10). Martí reconocía las grandes contribuciones de Haití al acervo común de «Nuestra América» y en sus visiones de la confederación antillana Haití ocupaba un lugar prominente. No obstante, igual que a Carpentier medio siglo después, a Martí le atraía en Haití no solamente lo «nuestro americano» sino también la magia de la diferencia de lo «maravilloso americano». «Haití es tierra extraña y poco conocida», escribía Martí en «Los cubanos de Jamaica y los revolucionarios de Haití», texto fechado el 31 de marzo de 18943. Años Véase «Carta a María Mantilla Cabo Haitiano», 9 de abril de 1895; Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos (9 de abril a mayo 17 de 1895). 3 En la carta dirigida a Gonzalo de Quesada el 8 de septiembre 1892, escribía Martí: «No vi jamás, en mi mucho ver, tierra más triste ni devastada que este rincón Haitiano, que del vapor al entrar parece muerto, y no vive, en sus calles fangosas, más que de la limosna y de los apetitos. No hay por aquí un alma quemante, que vaya de pecho en pecho llamando a la luz, y saque a estos libertos míseros del miedo y de la hipocresía. La finura, 2
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después, en su tan citado prólogo a la novela El reino de este mundo (1949), Carpentier volverá a evocar «el nada mentido sortilegio de las tierras de Haití» (1979: 7) donde él mismo se había sentido «en contacto cotidiano con algo que podríamos llamar lo real maravilloso» (1979: 10). A pesar de la intensidad de contactos entre los independentistas cubanos y Haití, en la literatura cubana apenas hay elaboraciones de esta experiencia. Uno de los pocos ejemplos que he encontrado es la novela de Joaquín G. Santana Nocturno de la haitiana (1999; Mención Novela Concurso MININT 1993) cuyo eje narrativo es la historia de un fallido intento de asesinato del general Antonio Maceo en Haití4. E. Rodríguez Demorizi indica que Maceo se encontraba en Puerto Príncipe, la capital haitiana, a principios de septiembre de 1879 y que esta estadía —llena de riesgos, augurios y todo tipo de dificultades— culminó en un atentado contra su vida tras el cual el general se vio obligado a abandonar rápidamente el país (Rodríguez Demorizi: 1978: 45). En términos políticos, la novela refleja las ideas de Maceo sobre la posible unión entre Cuba y Haití en la lucha común por la libertad y la justicia social. Más allá de una trama digna de una novela de aventuras, aunque inspirada en hechos reales, el texto se esmera en resaltar la afinidad afectiva y cultural entre los haitianos y los cubanos. En varias ocasiones los protagonistas reparan, por ejemplo, en las semejanzas entre los paisajes de Haití y del Oriente: «Tu país se parece a mi provincia, el Oriente cubano, tierra de montañas con rincones casi impenetrables por la abundancia de la vegetación» (Santana 1999: 38). Según se verá más adelante, la similitud topográfica entre el Oriente y Haití —cuyo nombre amerindio significa «tierra de montañas»— catalizó, por un lado, la nostalgia entre los franco-haitianos refugiados después de la Revolución Haitiana y, por el otro, facilitó el trasplante de algunas de las prácticas económicas de SaintDomingue a Cuba. Según Francisco Pérez de la Riva: La Sierra tenía grandes semejanzas con la región de los cafetales haitianos: el mismo clima y relieve, parecidos suelos; aquí se sentían en terreno conocido y podían —como así lo hicieron— intentar una transposición directa de las instalaes toda oficial, y vive del país llano. Sólo una raíz parece tener aquí la vida humana, y es el sentimiento fiero de la independencia de la tierra. La masa descalza, de cargadores y de cortayerbas, trabaja a peso al mes, y vive del aire, puro y transparente, de la peor harina, y de uno que otro beso en los portales. La gente mayor, con su balcón de persianas y su sombrilla, tiene decidido caer sobre Santo Domingo, si Santo Domingo se sigue abriendo al Norte» (1892: s/p). 4 Acerca del papel de Haití en la biografía y el pensamiento independentista de Antonio Maceo, véase el artículo de Philippe Zacair (2005).
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ciones que dejaban tras sí y que, como ya se dijo, correspondían a la técnica más avanzada de la época. Parece patente la voluntad de innovar lo menos posible, de aislarse de los hispanocubanos, a quienes desprecian, y por quienes son a su vez hostilizados (1944: 379).
En palabras de otra investigadora caribeñista, a partir de esta primera diáspora franco-haitiana se ha ido desarrollando en Cuba una dinámica «no sólo de relación sino de reacción, contaminación, inyección, turbación, peregrinación, repercusión, consternación y alteración […]» (González-Ripoll 2004: 16). Mientras que en otros países —desde la vecina República Dominicana hasta los Estados Unidos— prevalece el estereotipo negativo de Haití, en Cuba puede hablarse, según veremos a continuación, de una percepción mucho más compleja, multifacética y ambivalente que me propongo analizar en términos de una dinámica de «abrazos y rechazos»5. La impronta de Haití en Cuba no es, por razones obvias, tan omnipresente como en la República Dominicana, pero aún hoy es posible apreciar su profundidad, sobre todo en la parte oriental de la isla. 5 En cuanto a las percepciones norteamericanas de Haití es de consulta obligatoria el análisis de Michael Dash, con su énfasis sobre la transformación de la imagen primitivista de lo haitiano en un referente obligatorio del discurso nacionalista negro: «Black American admiration for Haiti seemed to focus exclusively on the War of Independence until the American Occupation sparked new interest. Haiti was consistently depicted by black writers as exemplary in its assertion of black nationalism and racial defiance» (1997: 48). Y sigue Dash: «Haiti features as a theme, a referent for racial and cultural stereotypes that satisfied ideological and exotic needs among many of the New Negro Movement of the 1920s and 1930s. Haiti became overvalued because if its earthiness, its exuberance, its spirituality. It was the most persuasive illustration of a racial geist, invoked by many black intellectuals of the New Negro Movement» (1997: 55). Tampoco hay que olvidarse de Thomas Jefferson y su bien conocida referencia a los líderes de la Revolución Haitiana como «caníbales de la terrible república» (citado por Alejandro Gómez 2006: 140). A pesar de la «rehabilitación» de la imagen haitiana en los Estados Unidos gracias, en gran parte, a la obra de Langston Hughes y los trabajos etnográficos de Melville Herskovits y Maya Deren, con la dictadura de Duvalier volvieron a aflorar las antiguas asociaciones entre Haití y la barbarie. Con respecto a Puerto Rico, Teresa Peña-Jordán ofrece el siguiente comentario: «La referencia a la ‘Independencia’ como origen de la ‘miseria’ proviene en parte de la idea dominante entre los puertorriqueños, de que sin los Estados Unidos, Puerto Rico ‘sería otro Haití’. A diferencia de Cuba, la cual ha sido demonizada por las campañas ‘anticomunistas’, Haití surge como ejemplo de lo que le pasaría a Puerto Rico sin el influjo del capital extranjero. Esta percepción ha servido para mantener el status quo de la Isla, y para elaborar un discurso que propone a Puerto Rico como la más moderna y blanca de las Antillas» (2000: 223).
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Escritores e investigadores cubanos no se cansan de comentar acerca del carácter distintivo del Oriente como una «zona de contacto» con Haití, punto de partida para desplazamientos transculturadores hacia el Occidente, santuario de montes sagrados y del espíritu rebelde de los palenques6. Con su habitual perspicacia, Roberto González Echevarría ofrece la siguiente síntesis de esta dinámica entre el Oriente y La Habana a partir de la letra del conocido «Son de la loma» de Miguel Matamoros: Si los cantantes son de la loma, pero cantan en llano, entonces ha habido un desplazamiento de su lugar de origen […]. Son de la loma y cantan en llano quiere decir que los cantantes son de la región oriental de Cuba —donde se encuentran las montañas más elevadas de la isla, en la célebre Sierra Maestra—, pero cantan en La Habana […]. La provincia de Oriente tiene en la historia de Cuba un aura de origen. Fue en esa región donde empezó la colonización de la isla por los españoles, y por donde antes habían llegado los aborígenes. Es, además, en la región oriental donde se han fraguado las revoluciones más importantes en la historia de Cuba, que luego se han esparcido hacia occidente. A través de Santiago de Cuba […] llegaron los colonos franceses huyendo de la Revolución Haitiana, dando inicio a un proceso de transculturación que produce lo que conocemos hoy por música cubana. Oriente es el origen de las peregrinaciones hacia Occidente (1987: 105-106).
Para José Millet fue precisamente la presencia franco-haitiana la que le dio al suroeste cubano un matiz marcadamente diferente del resto de la isla: «En Santiago de Cuba se respira una mezcla de las delicadezas y aromas de Francia y del fuerte encanto y magia de la espiritualidad y cultura del cercano Haití. Muchos extranjeros se sorprenden al encontrarse frecuentemente con personas que hablan fluidamente el francés y, en ocasiones, asimismo el créole haitiano» (2005: s/p)7. A esta lista de características distintivas 6 En el influyente concepto de «zonas de contacto» postulado por Mary Louise Pratt (Imperial Eyes: Travel Writing and Transculturation, 1992; traducción al español Ojos imperiales: literatura de viajes y transculturación, 1997) el énfasis recae sobre la dinámica bi-direccional de transferencias culturales violentas. Las zonas de contacto, escribe Pratt, son «espacios sociales en los que culturas dispares se encuentran, chocan y se enfrentan, a menudo en relaciones de dominación y subordinación fuertemente asimétricas: colonialismo, esclavitud, o sus consecuencias […]» (1997: 22). 7 El censo de 1970, según Espronceda Amor, fijó la población cubana de origen haitiano en 22.579 personas, de las cuales 19.977 eran varones y 2.602 mujeres (2001: 21). Según la misma autora, la concentración de los haitianos en algunas áreas rurales de Guantánamo es tan alta que la población de origen no haitiano constituye allí una minoría (23). A partir de 2006 se inició otro censo de haitianos en las regiones donde existe mayor concentración de ellos en Cuba, aplicando una metodología que permitiera distinguir entre
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que conforman la extraordinaria pluralidad de la región habría que agregar también la huella de las culturas aborígenes que está presente, por ejemplo, en nombres como Baracoa, Jiguaní o Guantánamo. Asimismo, el Oriente se distingue del resto de la isla por una presencia «escasa y reciente» de la santería y la profunda huella del vodú (Fernando Ortiz citado por López Valdés 1988b: 39)8. El cariz exótico del Oriente cubano está encapsulado tanto en los famosos versos del «Son de negros en Cuba» de Federico García Lorca («Cuando llegue la luna llena, / iré a Santiago de Cuba, / iré a Santiago / en un coche de aguas negras. / Iré a Santiago […]»), como en la siguiente cita de Pablo de la Torriente Brau, evocada con frecuencia en las reflexiones sobre las diversas caras de la isla: El que quiera conocer otro país, sin ir al extranjero, que se vaya a Oriente; que se vaya a las montañas de Oriente […]. Allí encontrará no sólo una naturaleza distinta, sino también costumbres diferentes y hasta hombres con sentido diverso de la vida. Y, aunque acaso a un occidental no le sea grato, encontrará también el orgullo de una historia considerada como propia; la satisfacción de que no haya río por el que no hubiera corrido sangre mambí, ni monte donde no pueda encontrarse el esqueleto de algún héroe (2006: s/p).
Desde una óptica más distanciada, Peter Hulme, uno de los más distinguidos investigadores del área caribeña, singulariza el Oriente a través de una serie de polarizaciones cuyas raíces se encuentran en la economía colonial y que evocan, e invierten, la consabida dicotomía de civilización y barbarie: Por su terreno y su distancia de La Habana, a menudo se ha visto a Oriente como emblemático de el campo, opuesto a la ciudad, salvajismo opuesto a la civilización, atraso opuesto a modernidad. Pero los valores que acompañan estas oposiciones a menudo pueden revertirse […] entonces el campo deviene fuente de pureza y renovación, un papel que ha protagonizado cada vez más a lo largo de los últimos ciento cincuenta años a causa de los movimientos revolucionarios iniciados en Oriente en 1868, en 1895 y en 1956 (2006: 6).
haitianos autóctonos, hijos de haitianos y descendientes de segunda y tercera generación (Gómez Navia s/f). 8 La gran variedad ortográfica que corresponde al nombre del culto en inglés y francés —voodoo, vodun, voudoun, vaudoux, voudou, vodou— ha merecido varios estudios. Véase en particular el artículo de Lorna Milne y Alasdair Pettinger (2004). En Cuba se usa casi indistintamente «vodú» y «vudú», aunque, según algunos investigadores, el primer vocablo es preferible para designar la variante cubana del culto, en contraste al vudú haitiano.
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También conviene tomar en cuenta que dentro de este marco de diferencias (este-oeste, la capital-el interior, civilización-barbarie) caben varios estudios sobre la posición marginada del Oriente «dentro del proyecto colonial español, en beneficio de La Habana» (García González 2005: s/p). En el prólogo al libro de Ana Irisarri Aguirre El Oriente cubano durante el gobierno del obispo Joaquín de Osés y Alzúa (1790-1823), Juan B. Amores apunta al «olvido permanente del Oriente cubano» en la historiografía cubana del período colonial, condicionado por la escasez de fuentes archivísticas, «de tal manera que la historia de Cuba viene a confundirse, en la práctica, con la de La Habana y su área de influencia inmediata, el Occidente de la isla» (Irisarri Aguirre 2003b: 12). A esta posición política marginada se debe, según Irisarri Aguirre, la escasez de monografías dedicadas exclusivamente al Oriente, entre las cuales se destacan Crónicas de Santiago de Cuba (1908-1913) de Bacardí Moreau, Oriente (biografía de una provincia) (1960) de Juan Jerez de Villarreal y Santiago de Cuba desde su fundación hasta la Guerra de los Diez Años (1996) de Olga Zúñiga Portuondo9. No obstante, según observa Amores en el prólogo ya citado, con el Grito de Yara y los inicios de la Guerra de Independencia en 1868, el Oriente se convierte «por una vez al menos, en protagonista de la historia cubana» (Irisarri Aguirre 2003b:12). Quedaría para un estudio aparte una reflexión más contemporánea acerca de las desigualdades regionales no niveladas del todo por las transformaciones revolucionarias, que en la antesala del siglo xxi y en pleno «período especial» se plasmaron en la imagen negativa de los inmigrantes del Oriente conocidos en La Habana como «palestinos»10. 9 Juzgando por el volumen de publicaciones recientes sobre el Oriente cubano, se está gestando en la isla un importante proceso de equilibrar el «habanocentrismo» que ha caracterizado los estudios sobre Cuba con enfoques de carácter más regional (García González 2005). No cabe duda de que el desarrollo de casas editoriales regionales, como la guantanamera «El Mar y la Montaña», desempeña un papel importante en este proceso. Fuera de Cuba, Peter Hulme está en proceso de completar un libro dedicado a la importancia socio-política y cultural del Oriente en la historia de Cuba, Oriente: Cuba’s Wild East, que forma parte del proyecto American Tropics: Towards a Literary Geography. Aunque la presencia haitiana no aparece reflejada en la sinopsis del libro, no cabe duda de que se trata de una obra pionera y de gran envergadura. Véase al respecto . 10 Alejandro de la Fuente observa que las migraciones internas durante el período especial, impulsadas por «el desarrollo desigual de la economía del dólar en las diferentes regiones del país» seguían el flujo migratorio de Cuba prerrevolucionaria desde las provincias orientales hacia La Habana: «Se estima que 50.000 personas se movieron a La Habana sólo en 1996 y que en el primer semestre de 1997, 92.000 personas intentaron legalizar su estatus en la ciudad. El gobierno reaccionó prohibiendo toda la inmigración a La Habana
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Conforme he señalado al principio, fue la ubicación geográfica de Cuba —separada de la vecina isla de Saint-Domingue por el estrecho marítimo llamado El Paso de los Vientos— la que facilitó no sólo los viajes de Martí y de Maceo a Haití sino que también hizo posible el arribo de dos grandes migraciones de haitianos al suroeste cubano. La isla de Cuba estuvo bajo la jurisdicción de la Audiencia de Santo Domingo hasta 1797 cuando, al pasar Santo Domingo a manos francesas, se eligió Puerto Príncipe (hoy Camagüey) como su nueva sede (Irisarri Aguirre 2003b: 32). La primera oleada migratoria (1789-1804) —que Sarah Elizabeth La-O Johnson no vacila en denominar «la primera diáspora haitiana» (2002: 21)— consistía de colonos franceses, sus familias y sus esclavos, y se dio de forma escalonada a raíz de la Revolución Haitiana, alcanzando proporciones de éxodo masivo después de la victoria de los «jacobinos negros» en la batalla de Vertières y la subsecuente capitulación del general Rochambeau ante Jean Jacques Dessalines en 1803 (Duharte Jiménez 1988: 63)11. Según indica Delia Lassale Herrera, la producción cafetalera en Cuba despegó precisamente con la destrucción de las plantaciones de SaintDomingue y como consecuencia directa de la inmigración francesa: si bien a principios del año de 1804 sólo se registraban ocho haciendas cafetaleras en la jurisdicción de Santiago de Cuba, a finales de ese mismo año la cifra aumentó a en la primavera de 1997, imponiendo multas tanto a los inmigrantes como a los propietarios de viviendas que los hospedaban, y exigiendo que regresaran de inmediato a sus lugares de origen […]. La presencia de estos inmigrantes negros en La Habana fue vinculada al incremento de la violencia y de la delincuencia y este incremento —cuya existencia las autoridades reconocen— explicado en términos raciales» (2001: 449-450). 11 Este flujo migratorio ha sido sistematizado por Alain Yacou en «La presencia francesa en la isla de Cuba a raíz de la Revolución de Saint-Domingue (1790-1809)» (2004). Yacou distingue las siguientes etapas en este proceso: los primeros «individuos precavidos» (1791-1792), quienes llegaron al puerto de Baracoa al estallar la insurrección de Boukman «que asoló la Plaine du Nord en los contornos del Cabo Francés (Guarico) en la noche del 21 de agosto de 1791» (220); la segunda etapa corresponde al período entre 1792 y 1795 cuando crece el número de colonos franceses muy pudientes y de alto nivel social, muchos de los cuales piden derechos de ciudadanía en Cuba y se dedican a fomentar el desarrollo de la industria cafetalera (221-222); de 1795 a 1798 se incrementa la implantación de inmigrantes de escasos recursos pero muy diestros en las áreas de tecnología, medicina, administración o artesanía (222-23); los años 1798-1802 marcan la huida de numerosos colonos a raíz de las victorias de Toussaint Louverture (223); finalmente, la oleada llamada «el gran éxodo» o «la evacuación de Saint-Domingue» que se da a raíz del fracaso del cuerpo expedicionario francés bajo el mando del general Leclerc en 1802 y que corresponde a los años 1803-1805. En los últimos dos meses de 1803, y casi en la víspera de la proclamación de la independencia de Haití, desembarcan en el puerto de Santiago de Cuba más de 18.000 refugiados (224).
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cincuenta y seis (2003: s/p). En 1827, época del apogeo de la industria, existían en Cuba 2.067 cafetales12. Aunque no todo el cultivo de café estuvo en manos de los colonos franceses, Lassale Herrera observa que [p]or las condiciones de inmigrantes, los caficultores franceses se vieron obligados a vivir en sus propias haciendas, de ahí, que estas plantaciones resulten desde todo punto de vista, muy diferentes a las restantes, pues eran lugares para vivir, recrear la vida cultural y procrear no sólo una fortuna, sino también una familia (2003: s/p).
Debido a estas características sui generis, continúa la investigadora, el cafetal de tipo francés se convirtió durante el siglo xix en una de las atracciones para los visitantes extranjeros y nacionales, quienes dejaron constancia de sus experiencias en un rico acervo de cartas y relatos (Abiel Abbot, Frederika Bremer, la Condesa de Merlín, Richard Henry Dana, Hippolyte Piron, Cirilo Villaverde). En la segunda mitad del siglo —cuando la mayoría de los cafetales ya se hallaban en ruinas como consecuencia de las guerras, la devastación por los huracanes, la competencia con Brasil y el declive general de los precios del café en los mercados mundiales—, el escritor y artista norteamericano Samuel Hazard (1834-1876) documentó su recorrido por la isla en 1866 en el espléndido libro Cuba with Pen and Pencil (1871; edición cubana Cuba a pluma y lápiz, 1928). En estas páginas Hazard dejaba constancia de su admiración por la infraestructura y la cuidadosa labor de los cafetales. Según nota Juan Pérez de la Riva, los detallados dibujos que dejó Hazard de distintas facetas del batey «Los Naranjos» y de varios cafetales de la región de Camajayabo, «son los únicos documentos gráficos que conocemos sobre los cafetales serranos» (1975: 429)13. 12 Gracias el meticuloso trabajo de Laura Cruz Ríos, hoy tenemos acceso a documentos de archivo antes inéditos o poco estudiados sobre los flujos migratorios franco-haitianos y el desarrollo de la industria cafetalera. En palabras de la investigadora, su libro «se propone establecer una base de datos a partir de la información lograda sobre cada inmigrante localizado […]» (13). El listado de fuentes documentales primarias (2006: 239-252) recopilado por la autora en los archivos locales es verdaderamente impresionante, e incluye todo tipo de materiales de carácter legal, civil y comercial, como testamentos, partidas de nacimiento, matrimonio y defunciones, solicitudes de naturalización, transacciones, litigios, registros aduanales, etc. De igual modo, el libro de Cruz Ríos incluye un detallado repaso de la bibliografía pertinente al tema, con anotaciones breves acerca de su contenido. 13 En un artículo publicado en el periódico Granma Digital bajo el título «Construyen Ruta del Café en el Oriente cubano», José Antonio Torres describe el proyecto «La Ruta del
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También conviene aclarar que entre los refugiados franceses, además de los grands blancs (plantadores, comerciantes ricos, altos funcionarios de la administración colonial), se encontraban también miles de los llamados petits blancs, o sea, artesanos, dueños de pequeñas plantaciones y de negocios menores (Fick 1990: 25). Todos ellos, además de dar un gran impulso al sistema de plantación cafetalero, dejaron una huella indeleble en el orden económico, agro-industrial, educacional, tecnológico y médico, así como en la lengua, la moda, las costumbres diarias y la cultura musical de la región oriental de Cuba14. En las descripciones de Santiago de Cuba confeccionadas por Carpentier en las páginas de El reino de este mundo se puede apreciar muy bien este frenesí de lo novedoso protagonizado por la abigarrada multitud de los refugiados: Mientras otros, más previsores en lo de sacar dinero de Santo Domingo, pasaban a la Nueva Orleáns o fomentaban nuevos cafetales en Cuba, los que nada habían podido salvar se regodeaban en su desorden, en su vivir al día, en su ausencia de obligaciones, tratando, por el momento, de hallar el placer en todo […]. Todas las
Café» emprendido por un equipo multidisciplinario cubano y auspiciado por la Unesco, cuyo objetivo es «conectar por senderos transitables a 170 de los más de 250 cafetales construidos entre finales del siglo xviii y principios del xix en el oriente cubano, donde se conservan algunas vías abiertas por colonos y negros esclavos para transportar las producciones en medio de la abrupta topografía del principal macizo montañoso del país» (2008: s/p). 14 Al respecto de las corrientes migratorias de plantadores franceses hacia Cuba entre 1790 y 1805 existe una amplia bibliografía, aunque las fuentes de archivo son relativamente escasas. Véase un comprensivo resumen de María del Carmen Barcia Zequeira (2004). Según los cálculos de Juan Pérez de la Riva (1979), más de 30.000 franco-haitianos se asentaron en el Oriente, de los cuales unos 20.000 eran blancos. A raíz de la invasión de España por Napoleón en 1808 el capitán general, marqués de Someruelos, dictaminó que los franco-haitianos no naturalizados tenían que abandonar Cuba, estableciendo en 1809 Juntas de Vigilancia encargadas de la expulsión de los desacreditados (Yacou 2004: 231). El éxodo masivo hacia Nueva Orleans que se dio en esta época fue catalizado también por incidentes de saqueo de la propiedad de los franceses (véase Brasseaux 1992; Duharte Jiménez 1988; Yacou 2004). Según los cálculos de los historiadores, con la llegada de unos 10.000 franco-haitianos la población de Nueva Orleans llegó a doblarse entre los años 1808-1809. A partir de 1812 se inició un limitado retorno de los franceses a Cuba, sobre todo entre 1813 y 1814 (Duharte Jiménez 1988: 63). La ciudad conocida más tarde como Cienfuegos fue fundada en 1819 precisamente por colonos franceses originarios de Luisiana y Europa. A lo largo del siglo xix más haitianos —negros y mulatos libertos— llegaron a Cuba, aunque no se trataba de números masivos. Para más datos, incluyendo la inmigración francesa desde Aquitania y Burdeos, véase Cruz Ríos (2006). Sobre los franco-haitianos en Luisiana véase Dessens (2007).
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jerarquías burguesas de la colonia habían caído […]. Un viento de licencia, de fantasía, de desorden, soplaba en la ciudad (1979: 55).
En palabras de Francisco Pérez de la Riva, las características de la producción cafetalera —en contraste con la azucarera— propiciaron el desarrollo de lo que él mismo acierta en llamar «la civilización del café»: una vida de lujo, refinamiento, recreo, educación y alta cultura a la que nunca antes habían aspirado los colonos españoles en estas partes: Los escasos colonos españoles […] a fines del siglo xviii aún contaban con escasas viviendas confortables siendo en su mayor parte las casas de madera o embarrado techadas con guano y sin que la mano del hombre hubiese hecho nada por embellecerlas, vieron con asombro aquellos nuevos colonos que al par que sembraban sus planteles, trazaban sus jardines y fabricaban sus viviendas pensando tener en ellas algo más que un techo bajo el cual guarecerse […] (1944: 110).
Las repercusiones de la inmigración francesa eran tan amplias para el Oriente que, en palabras de Duharte Jiménez, esta época «funciona como un verdadero parteaguas para la historia de la región [...]. Es por esta razón que resulta asombroso comprobar la escasa atención que por muchos años este tema ha merecido por parte de la historiografía cubana» (1993: 80). Según la detallada documentación recopilada por Álvarez Estévez, muchos de los médicos y científicos cubanos del siglo xix eran descendientes de franceses (2001: 91-103). De hecho, la lista de maestros, médicos, pintores, músicos y científicos franceses que contribuyeron al desarrollo intelectual de la isla es extensa, según puede apreciarse hojeando el exhaustivo libro de Francisco Pérez de la Riva (1944: 112-113). Duharte Jiménez, por su parte, incluye entre los descendientes más ilustres de esta inmigración francesa a José María Heredia, Flor Crombet, Emilio Bacardí Moreau, José Lacret Morlot y Pablo Lafargue (1993: 80). Curiosamente, un santiaguero de raíces franco-haitianas, Pablo Lafargue Armagnac, llegó a ser famoso en Europa por ser colaborador y yerno de Karl Marx. Resulta importante advertir que —entre «contradanzas y latigazos» y en una suerte de «contrapunteo cubano» del café y el azúcar— algunos entusiastas cubanos de la influencia francesa perdieron un poco la medida en su idealización del cafetal frente al «ensañamiento de la plantación cañera» (Reynaldo González 1992: 230). Francisco Pérez de la Riva sugiere que el trato de los esclavos en los cafetales era más humano que en los ingenios, no solamente debido a las características y el ritmo de la cosecha, sino también gracias a «la presencia frecuente en ellos de los amos» (1944: 125). Incluso en un estudio tan
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comprensivo como Los negros esclavos de Fernando Ortiz se dice que el trabajo en los cafetales era menos intenso y no tan «fatigoso» como en las plantaciones azucareras (citado por Francisco Pérez de la Riva 1944: 123). Según la perspicaz observación de Reynaldo González, el mismo Cirilo Villaverde «cantó loas al cafetal y le atribuyó bondades ciertas e inventadas» (1992: 231), incurriendo en Cecilia Valdés en una visión idílica «cuando describe el cafetal La Luz frente al ingenio-infierno La Tinaja. En su pormenorizada descripción nos hace conocer primero una suerte de cautiverio feliz de los negros en el cafetal, para luego arrastrarnos a presenciar la maldad y la violencia de la plantación cañera» (229). Siguiendo una línea semejante al argumento de González, esta vez desde la óptica de las ciencias sociales, Juan Pérez de la Riva desafía «la idílica imagen de la colonización francesa que los historiadores han difundido hasta ahora» (1975: 366). Según veremos en el capítulo IV, particularmente a la hora de analizar la novela de Pablo Armando Fernández Otro golpe de dados, el mito de la «benevolencia» de las plantaciones cafetaleras era nada más que un mito. Testimonios sobre la primera diáspora franco-haitiana en Cuba Si bien es cierto que muchos de los viajeros del siglo xix repararon en la presencia franco-haitiana en Cuba, apenas contamos con documentación testimonial inmediata a la llegada de los refugiados15. En este contexto es verdaderamente excepcional el libro de la norteamericana Mary Hassall Secret History, or, The Horrors of St. Domingo: In a Series of Letters, Written by a Lady at Cape Français to Colonel Burr, Late Vice-President of the United States Principally During the Command of General Rochambeau (1808)16. 15 Se han conservado algunos archivos de franco-haitianos que pasaron por Cuba asentándose en Luisiana. Véase Dessens (2007: 27-28) para el estudio de estas fuentes y, en particular, del archivo de la familia Lambert que incluye muchas cartas enviadas por amigos y familiares a Pierre Antoine Lambert desde varios lugares de las Américas, incluido Santiago de Cuba. 16 Entre las variantes de su nombre encontramos las siguientes: Leonora Sansay, Leonora Mary Hassall Sansay, A Lady of Philadelphia. Además, el nombre de su padre aparece en dos versiones: Hassall y Hassell. Según Drexler (2007), Leonora Sansay (née Hassell) se casó con Louis Sansay, dueño de plantaciones en Saint-Domingue, en 1800. Sansay había abandonado sus plantaciones en 1795, pero él y su esposa regresaron a la isla en 1802 para reclamar su propiedad. Su regreso parece haber ocurrido unos meses después de la quema de Le Cap por el general Christophe y la llegada de las tropas de Leclerc en febrero de 1802.
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Jeremy D. Popkin incluye una carta, fechada en 1803 y dirigida por Hassall a Aaron Burr, vicepresidente en la segunda administración de Jefferson, entre varios relatos testimoniales sobre la insurgencia esclava de Saint-Domingue (Popkin 2007: 317-318). Tanto Popkin como otros estudiosos ven Secret History como una novela epistolar con algún que otro detalle testimonial (Dillon 2006-2007). A pesar de su dimensión ficticia, y más allá de la trama principal centrada en las intrigas amorosas protagonizadas por Clara, la hermana de la narradora, la obra de Hassall logra captar con gran dramatismo el naufragio de Saint-Domingue. La «gran historia» encuentra cauce propio en los eventos más icónicos de la Revolución Haitiana, que van desde la quema de Cap por Henri Christophe (febrero de 1802) hasta el exterminio de la población blanca por Dessalines en 180417. El tono de las cartas evoca la poética del horror «gótico», donde la sorpresa se entreteje con la pesadilla, lo prohibido con lo espantoso, los deseos oscuros con el misterio y la violencia. En uno de los episodios más escalofriantes del libro, Hassall cuenta la tragedia de Madame G_____ y sus tres hijas atrapadas bajo el reino de terror de Dessalines, traicionadas por uno de los líderes negros que antes había sido el esclavo de la misma familia G: A few minutes after a guard seized the mother and the two youngest daughters and carried them out, leaving the eldest insensible on the floor. They were borne to a gallows which had been erected before their prison, and immediately hanged. Adelaide was then carried to the house of the treacherous chief, who informed her of the fate of her mother, and asked her if she would consent to become his wife? Ah! No, she replied, let me follow my mother. The monster gave her to his guard, who hung her by the throat on an iron hook in the market place, where the lovely, innocent, unfortunate victim slowly expired (1808: 152-153).
Leyendo este pasaje, no es del todo sorprendente percibir lo que ya ha notado Lizabeth Paravisini-Gebert en otra ocasión: que las narraciones clásicas del género «gótico» en la literatura de lengua inglesa se han inspirado en el mundo esclavista del Caribe, percibido como un locus de terror, salvajismo y brujería. Dentro de este contexto, la Revolución Haitiana sirvió como un poderoso cata-
17 Según se ha dicho ya, el bicentenario haitiano ha estimulado de manera notable la actividad editorial asociada con esta temática. Tal vez al mismo impulso se debe la reedición del libro de Hassall por Michael J. Drexler en 2007. La edición está encabezada por un informativo prólogo y contiene gran variedad de documentos adicionales, incluyendo las cartas de Hassall/Sansay a Aaron Burr, cronologías y mapas.
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lizador de miedos y deseos, cumpliendo el papel de «narración fundacional» del gótico caribeño (Paravisini-Gebert 2002: 233-234)18. Desde el punto de vista de mi enfoque cubano-haitiano, el libro de Hassall tiene la doble distinción de ser probablemente el primero en mencionar la experiencia de la diáspora franco-haitiana en Cuba, así como de representar esta experiencia desde la óptica de una mujer. Después de las primeras catorce cartas escritas desde Cape François, la narradora, su hermana Clara y seis esclavos encuentran refugio en Cuba. Sus impresiones cubanas quedan anotadas en una carta (XV) fechada en Barracoa y nueve (XVI-XXIV) en St. Jago de Cuba19. En el primer pasaje que se refiere explícitamente a su nuevo paradero, escribe Hassall: You will no doubt be surprised at receiving a letter from hence, but here we are my dear friend, deprived of everything we possessed, in a strange country, of whose language we are ignorant […]. Yet here we have found an asylum, and met with sympathy […]. On our arrival at Barracoa, a Frenchman we had known at the Cape came on board. He conducted us ashore, and procured us a room in a miserable hut, where we passed the night on a board laid on the ground, it being impossible to procure a mattress (105-106).
La cita refleja bien la cuidadosa urdimbre de lo testimonial y lo melodramático que caracteriza el libro. A pesar de las pérdidas materiales y los desafíos ante un mundo desconocido, el alto estatus social de ambas mujeres facilita, sin duda alguna, su adaptación a las nuevas condiciones. Después de reconocer numerosos gestos de generosidad y hospitalidad brindados por los ciudadanos de Baracoa, Hassall nota con perplejidad la miseria general en la que vive la población local. Como suele ocurrir con los comentarios de cronistas o viajeros, su inclinación es recalcar todo lo que parezca extraño: In the evening we walked through the town, and were surprised to see such extreme want in this abode of hospitality. The houses are built of twigs, interwoven like basket work, and slightly thatched with the leaves of the palm tree, with no En un artículo que he leído ya al terminar este capítulo, Matt Clavin (2007) ofrece varios ejemplos de la «goticización» de la Revolución Haitiana, fundamentando su tesis con varios textos de la primera mitad del siglo xix, incluido el de Mary Hassall. La tesis sobre las relaciones recíprocas entre el imaginario violento de la Revolución Haitiana y la poética «gótica» está elaborada también por H. L. Malchow (1996). 19 Se reproduce aquí la ortografía original usada por la autora para designar a Baracoa y Santiago de Cuba. 18
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other floor than the earth. The inhabitants sit on the ground, and eat altogether out of the pot in which their food is prepared. Their bed is formed of a dried hide, and they have no clothes but what they wear, nor ever think of procuring any till these are in rags. There are only three decent houses in the place […]. Their poverty is not rendered hideous by the contrast of insolent price or unfeeling luxury. They dose away their lives in a peaceful obscurity, which if I do not envy, I cannot despise (109-110).
Desde su propia óptica «desfamiliarizada», la autora advierte que los franceses se sienten completamente fuera de lugar en un pueblo tan primitivo como Baracoa. No obstante, Hassall nota también con gran perspicacia que la presencia de los refugiados tiene un efecto favorable sobre la existencia diaria del pueblo cubano: There are many French families here from St. Doming; some almost without resource; and this place offers none for talents of any kind. It is not uncommon to hear the sound of a harp or piano beneath a straw built shed, or to be arrested by a celestial voice issuing from a hut which would be supposed uninhabitable. […]. It has been a little enlivened since the misfortunes of the French have forced them to seek in it a retreat (110-111).
A pesar de la distinción de haber sido la primera ciudad fundada por los españoles en Cuba, fue precisamente la inmigración franco-haitiana la que llegó a ser «una pauta medular» en el desarrollo de Baracoa (García González 2000: 125). Dándose cuenta de las posibilidades que se abrían con el flujo migratorio, el gobierno colonial de la isla «ofrecía asilo sin reparo a los que escapaban de los conflictos en sus tierras, pues esto les permitía fomentar el desarrollo de las regiones cubanas, aumentar la población blanca y fortalecer el sector conservador que respondía a sus intereses» (García González 2000: 124). Santiago, ciudad donde la narradora de Secret History y su hermana pasan más tiempo, le parece a la autora de las cartas un poco más civilizada que Baracoa, aunque no deja de mencionar el «tupido velo» de supersticiones e ignorancia en las que está sumida la población (121). Hassall deplora también el miserable aspecto de los esclavos urbanos, en marcado contraste con Santo Domingo: «How different were the customs of St. Domingo! The slaves, who served in the houses, were dressed with the most scrupulous neatness, and nothing ever met the eye that could occasion an unpleasant idea» (123). Con frecuencia se refiere también la narradora al drama de los refugiados franceses, notando el potencial dolorosamente «novelesco» de muchas de las historias particulares: «This place is full of the inhabitants of that unfortunate country,
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and the story of every family would offer an interesting and pathetic subject to the pen of the novelist. All have been enveloped in the same terrible fate, but with different circumstances; all have suffered, but the sufferings of each individual derive their hue from the disposition of his mind» (125). En sus anotaciones Hassall no deja de percibir el impacto transformador de la inmigración francesa sobre Santiago, a pesar de la resistencia al cambio por parte de la población local: «A company of French comedians had built a theatre here, and obtained permission from the governor to perform. They played with éclat, and always to crowded houses […]. But the charm was suddenly dissolved by an order from the bishop to close the theatre, saying, that it tended to corrupt the morals of the inhabitants» (156-157). Con admiración particular la escritora dirige su mirada hacia las mujeres francesas, la mayoría de ellas viudas, solteras o jóvenes sin familia, atrapadas en un limbo legal y desprovistas de recursos: «The cheerfulness with which they bear misfortune, and the industry they employ to procure themselves a subsistence, cannot be sufficiently admired […]. But in this country, slowly emerging from a state of barbarism, what encouragement can be found for industry or talents?» (139-140). Que quede claro que, a pesar del carácter meramente novelesco de algunos pasajes del libro, su valor como fuente de referencia acerca de este episodio particular de la historia de Cuba es incuestionable. Se trata de un texto verdaderamente excepcional, ya que en Cuba el único libro escrito al calor de estos acontecimientos era la Historia de Santiago (1828) de José María Callejas y Anaya, basada en las vivencias del autor y testimonios de sus contemporáneos20. Duharte Jiménez así resume la contribución de Callejas a este período de la historia cubano-haitiana: Gracias a sus prolijas descripciones de lugares y acontecimientos y a sus agudos comentarios, puede lograrse una verdadera aproximación a la época. De particular interés resultan sus páginas dedicadas a la narración del arribo de algunas embarcaciones cargadas con familias y tropas de Saint-Domingue, así como su gráfica descripción del Tivolí, aquel café-concert de Loma Hueca, que parece haber conmocionado la sociedad santiaguera de la época. También son valiosas las apreciaciones del autor con relación al proceso de inserción de los emigrados en la ciudad y las Según la «Cronología de Santiago de Cuba» de Óscar Ruiz Miyares, Callejas nació en el poblado del Caney y falleció en La Habana, víctima del cólera, el 31 de marzo de 1833. Fue historiador de Santiago, miembro de la Sociedad Patriótica y un destacado militar que promovió la creación de un colegio militar y colaboró en un Diccionario enciclopédico militar. Debemos a Fernando Ortiz la publicación de su Historia de Santiago de Cuba en 1911 (Ruiz Miyares 1997: 13). 20
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montañas, así como de las tensiones que oponen a criollos, franceses y españoles, las cuales al ser catalizadas positivamente en 1808 por la invasión napoleónica de la península, desembocarían en la violenta expulsión de los emigrados o su conversión forzosa a la nacionalidad española (1988: 82).
Finalmente, hay que tomar nota de un libro que, además de las habituales descripciones de los cafetales, dedica varios pasajes a los criollos haitianos de Santiago de Cuba. Me refiero a La Isla de Cuba (publicada originalmente en francés en 1876) de Hippolyte Piron, hijo de emigrantes mulatos de Puerto Príncipe, nacido en Santiago de Cuba. Radicado y educado en París, Pirón plasmó en su libro las variadas impresiones de su viaje de regreso al país natal, efectuado en 1859, y no dejó de mencionar la presencia franco-haitiana en la parte oriental de la isla. La cultura del cafetal y la obra de Emilio Bacardí Moreau En marcado contraste al limitado tratamiento testimonial del éxodo franco-haitiano, el tema del cultivo de café aparece a lo largo del siglo xix en numerosos poemas, cuentos, novelas e incluso en un libreto de Gustavo Sánchez Galárraga (1893-1934) titulado «El cafetal» que —según la Bibliografía cafetalera cubana (1953) de Francisco Pérez de la Riva— tuvo una versión televisiva adaptada por Agustín Rodríguez en 1952 (1953: 191). En el índice de la Bibliografía cafetalera, bajo el rótulo «literatura», encontramos un total de 35 entradas (1953: 227), aunque en la mayoría de los casos se trata de textos costumbristas que usan el cafetal meramente como telón de fondo, según ocurre, por ejemplo, con la novela El fatalista (1886) de Esteban Pichardo y Tapia. A pesar de su título prometedor, En el cafetal (1890), la novela del matancero Domingo Malpica La Barca (1836-1909) no engarza con la temática franco-haitiana que me interesa aquí. De todos modos, algunos ecos de En el cafetal volverán a resonar, según veremos más adelante, en la novela Otro golpe de dados (1993) de Pablo Armando Fernández, por lo cual la obra de Malpica merece una mención. La única novela de mayor relieve y relativamente inmediata a las experiencias de los colonos franceses en Oriente cubano es Vía crucis (1910-1914) de Emilio Bacardí Moreau (1844-1922)21. Descendiente de una familia de Para un perspicaz análisis de la novela en el contexto de la presencia francesa véase Bouffartigue (2006: 111-123). Se puede consultar también Teresa Gutiérrez Calzado (2001) acerca de la imagen literaria de Santiago de Cuba en Vía crucis. 21
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refugiados franceses, Bacardí Moreau se destacó como un gran patriota de la gesta independentista, periodista, historiador, promotor cultural y generoso mecenas (Cué Fernández 2003: 9). Publicada en dos partes, Páginas de ayer (1910) y Magdalena (1914), la novela traza con pinceladas rápidas y seguras las peripecias de varias generaciones de la familia Delamour: Pablo Delamour y Chauvín era hijo de padres franceses, emigrados de la vecina isla de Santo Domingo en 1803. Allá resistieron los embates del infortunio, hasta que, arrollados por la revolución triunfante, abandonaron la colonia francesa, viniendo a estas playas con los últimos soldados de Leclerc. El cañón de Desalines, al rasgar el pabellón de Napoleón el Grande, borraba al mismo tiempo con la pólvora el nombre de la patria esclava: Santo Domingo volvió a ser Haití; se acostó colonia y despertó nación (Bacardí Moreau 1970: 38).
Con un ojo y oído infalibles, Bacardí Moreau traza la imbricación de ideas, transplantes de tecnologías, desplazamientos de teorías y adaptaciones de los últimos gritos de la moda que rodearon el impacto transformador de los franceses sobre el carácter provinciano y marginal de Santiago de Cuba: «Trajeron consigo lo que no podía arrebatárseles: inteligencia y cultura […]. Nuestra ciudad era entonces un lugarón, más lugarón que hoy. Los franceses, habituados a las comodidades de la vida, instruidos, sociables y cultos, notaron que aquí no había ciertas condiciones de vida, y diéronse a crearlo todo» (29-30). El cuidadoso trazado de los personajes le sirve a Bacardí Moreau de nexo de unión para enlazar la dimensión épica con elementos de humor y sátira y compaginar su afición de cronista con su talento creador. Así pues, a la esposa de Pablo Delamour, Margarita Ferrier, le atribuye el autor opiniones tan negativas sobre la Revolución Haitiana que los teatrales comentarios de la distinguida señora se perciben en la alta sociedad con una pizca de sal: «Para la revolución haitiana reservaba todas las diatribas, y a veces se le atraía a ese tema de conversación, para escuchar de sus labios la frase, considerada por ella como la mayor de las injurias, y que lo era en efecto al proferirla su boca con un desdén y una gracia especial de asco: ¡Cochon Desalines!» (34). Curiosamente, incluso los estudios más recientes sobre la Revolución Haitiana reparan en la teatralidad inherente a este evento y el carácter histriónico de algunos de sus protagonistas (Dash 2005). Fuera de Haití pervive, además, una imagen sangrienta e histriónica de Jean Jacques Dessalines, conocido por haber exhortado a los negros a «cortar las cabezas y quemar las cabañas» (en créole: «Koupé tèt; boulé kay»). Igualmente estridente en su teatralidad era el ademán del secretario de Dessalines, Louis Boisrond Tonnerre, quien
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dictaminó que para escribir el Acta de Independencia hacía falta un cuerpo desmembrado de un blanco: su piel serviría como pergamino, su cráneo como tintero, su sangre como tinta y una bayoneta como pluma22. Definida por el mismo Bacardí Moreau como «[e]l empeño de eslabonar acontecimientos remotos ya, esbozarlos a la ligera, zurcir cuadros de costumbres y hechos» (12), Vía crucis es, efectivamente, una recopilación inestimable de datos de carácter socio-cultural que rebasa los moldes de un simple cuadro de costumbres. Que sirva como prueba de su valor testimonial el hecho de que en más de una ocasión la novela ha sido citada como fuente de referencia por los científicos sociales. Por ejemplo, en su pionera monografía, La música de las sociedades de tumba francesa en Cuba (1986), el etnomusicólogo Olavo Alén se ha ceñido a las descripciones de las ceremonias de la tumba francesa (1986: 54-57) proporcionadas por Bacardí Moreau, mientras que Daisy Cué Fernández (2003) ha respaldado sus investigaciones en los datos derivados de «los contextos culinarios» de la novela. De manera similar, los diez volúmenes de las Crónicas de Santiago de Cuba del mismo Bacardí Moreau han sido frecuentemente consultados y citados por la riqueza de datos que suministran sobre la historia de la región. El segundo volumen de las Crónicas, que cubre los años de 1800 a 1850, es una fuente particularmente valiosa para el estudio de la presencia franco-haitiana en la isla. Debido a su carácter anecdótico y pintoresco, una entrada de las Crónicas correspondiente a febrero de 1823 le dio a Benítez Rojo la inspiración para su novela Mujer en traje de batalla (2001), texto sobre el cual volveremos más adelante23. Algunos historiadores han advertido, sin embargo, que debido a su tendencia literaria las Crónicas se prestan mejor a inspiraciones de carácter imaginario que científico. Siguiendo a Olga Portuondo, Duharte Jiménez conEl original francés citado, con variantes, en numerosas fuentes, dice: «Pour dresser l’acte de l’Indépendance, il nous faut la peau d’un blanc pour parchemin, son crâne pour écritoire, son sang pour encre et pour plume une baïonnette» (Fischer 2004: 340). 23 A la pregunta de la entrevistadora, «Cómo fue que descubrió a Henriette Faber, la protagonista de su novela?», responde Benítez Rojo: «Fue hace años. Supe de ella gracias a las Crónicas de Santiago de Cuba, de Emilio Bacardí. Entre los sucesos correspondientes al año 1823 se daba cuenta de las acusaciones que se le hicieron en el juzgado de esa ciudad, acusaciones que iban desde el hecho de haber pasado por hombre para ejercer la medicina hasta el de haberse casado con otra mujer bajo el nombre de Enrique Faber» (Corticelli 2000: s/p). La nota de Bacardí en la cual parece haberse inspirado Benítez Rojo dice: «(6 de Febrero). Llega presa de Baracoa Da Enriqueta Faver, vestida de hombre, ejerciendo la medicina y el Proto Medicato en dicha ciudad; casada en 24 de Julio de 1819 con la Srta. doña Juana de León, ingresa en la cárcel por denuncia de su esposo de que es mujer y no hombre» (1972-73: II: 207-08). 22 �
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cluye que esta monumental obra «carece de un sólido respaldo científico, pues Bacardí Moreau soslaya informaciones importantes de las actas capitulares a favor de elementos secundarios e incluso comete errores al transcribir algunos párrafos de las mismas» (1993: 83). El mismo Bacardí Moreau subraya su apego a las fuentes oficiales explicando, por ejemplo, que debido a las lagunas existentes en las Actas del Cabildo Municipal acerca de los años 1808-1809 tuvo que acudir a los archivos del Cabildo Eclesiástico (Bacardí Moreau 1972: II: 55). Por otro lado, el escritor define su proyecto como una suerte de bricolaje casi indiscriminado de datos, incluyendo noticias de periódicos y crónicas sociales, un «diario inédito de un testigo ocular anónimo» (513), nóminas de alumnos, salarios de oficiales públicos y médicos, listas de libros publicados, chismes, refranes, retazos de versos, composiciones musicales y canciones: Me ha parecido conveniente no desperdiciar ningún apunte, ningún dato; algunos parecerán quizás de ninguna importancia, otros tendrán el carácter de simples, comparados con los de los acontecimientos políticos; pero, los unos y los otros son, a mi ver, necesarios para la urdimbre de esto que se llama historia patria, porque lo pequeño y lo grande se entrelazan de manera tal, que no es posible pasarlos por alto sin disgregar los eslabones de esa crónica […] (7).
Desde la perspectiva de hoy, este rescate de datos aparentemente intrascendentes sería bienvenido por la escuela «microhistórica» inaugurada por el historiador italiano Carlo Ginzburg (El queso y los gusanos; Il Formaggio e i Vermi, 1976). Al cotejar los abigarrados retazos referentes a la presencia franco-haitiana en el segundo volumen de las Crónicas encontramos, por ejemplo, en la entrada correspondiente al mes de enero de 1800, una nota sobre un ciudadano francés Loguet quien «pasa oficio manifestando que la casa de la ciudad que tiene en alquiler por 50 pesos mensuales se rebaje a 30, a causa de haberse retirado la mayor parte de los franceses que alojaban en ella y soportaban aquel costo» (29). En otro lugar, bajo el rótulo «Emigrados», toma nota Bacardí Moreau del «reparto de terrenos en la bahía de Nipe, Holguín, Sagua y Mayarí a las familias emigradas de Santo Domingo» (36), mientras que en una entrada dedicada a «Casamayor» dice: Llegada de mayor número de emigrados franceses de Haití. El inmigrante D. Prudencio Casamayor, compra a la Real Hacienda, y a particulares, gran cantidad de terrenos en el partido de Limones, en la Sierra Maestra, repartiéndolos en arrendamiento o en venta en porciones de 19 caballerías cada parcela, siendo la sierra llamada de Dos Bocas la más aprovechada para cafetales (37).
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La acelerada integración de Casamayor a la sociedad santiaguera queda reconocida en junio de 1803 con la siguiente mención: «Don Prudencio Casamayor pretende merecer de la Soberana piedad carta de naturaleza para establecerse en esta ciudad en comercio y cultura de campo» (39). Según se verá en el capítulo IV, los datos proporcionados por Bacardí Moreau sobre Casamayor servirán como punto de partida para la elaboración de sus respectivos retratos novelescos en Otro golpe de dados de Pablo Armando Fernández y El columpio de Rey Spencer de Marta Rojas. En cuanto a la técnica narrativa de Bacardí Moreau, tiende a yuxtaponer detalles sobre casos individuales —«El Lcdo. D. Manuel de Mena acude al Ayuntamiento manifestando su miserable situación como emigrado de Santo Domingo, y pide certificado de pobreza para él y su familia» (49)— a observaciones de carácter más general («Las tropas francesas, en número de 1.260 hombres, entre jefes, oficiales y soldados, mandados por el general Lavalette, son alojados en Cayo Smith; además 281 particulares, mujeres, niños y criados» [40]; «La inmigración francesa se extendió por las montañas cercanas, fomentando cafetales, algodonales e ingenios. De ocho mil arrobas de azúcar se llegó a cosechar de 80.000 a 300.000 arrobas. La población en 1792 era de 1.500 habitantes, alcanzando a poco el número de 20.000» [40]). La contribución francesa a la cultura de Santiago va desde los muy admirados ejemplos de progreso («introducción de la vacuna por el cirujano francés Mr. Vignaud, trayéndola de la isla de San Thomas, un mes antes que en La Habana» 40) hasta actividades menos deseables, como la propagación de ideas masónicas («Mr. L’Eglise, gran maestro, fue obligado a salir de la ciudad en una goleta, de orden del Gobernador, precipitadamente» 44). Cada una de estas sucintas referencias podría catalizar una novela y no resulta sorprendente que algunos de los escritores cubanos contemporáneos —según se verá en los capítulos siguientes— hayan encontrado en las Crónicas una fuente de inspiración para sus obras de creación narrativa. Se debe insistir que Bacardí Moreau es muy consciente del distintivo carácter lingüístico del Oriente, y su definición del «patúa» será reproducida con escasas modificaciones en publicaciones posteriores: «Dejar de mencionar el ‘francés criollo’ en las Crónicas de Santiago de Cuba, sería dejar pasar por alto algo muy típico de nuestra comarca […] Los esclavos de franceses tenían una habla especial: ‘la jerigonza, francés criollo, patúa’, mezcla de la lengua francesa y de distintos dialectos de tribus africanas» (508)24. Finalmente, en El viajero francés Ernest Duvergier de Hauranne dejó el siguiente testimonio del carácter profundamente francés de Santiago de Cuba a mediados del siglo xix: «c’est presque 24
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un gesto digno de un historiador de la «gente sin historia», rescata Bacardí Moreau letras de canciones y frases musicales con plena conciencia de que se trata de los vestigios de una cultura oral al borde de la extinción: Entre tanto cantar olvidado o desaparecido, aún perduran algunos ejemplares nacidos al són de una cantinela y salvados de la nada por haber sido trasladados al papel pautado por nuestros artistas de orquestas de bailes; esas frases musicales recogidas al azar, esas notas repercutiendo de onda en onda; esos cantos llegando desde la lejanía con el eco de la tambora, son elementos lanzados al espacio por el «africano-francés-criollo» […] (508)
En el ámbito «macrohistórico» Bacardí Moreau no escamotea elogios para D. Sebastián Kindelán quien durante once años gobernaba, casi literalmente, «a la sombra de Haití»: Reglamentó la distribución de recursos a los emigrantes de Santo Domingo, cortando los abusos […]. El número de franceses refugiados llegó a ser de 32.000 dándoles y facilitándoles maneras de emplear sus conocimientos y artes… Acuarteló los 3.000 hombres del general Lavalette, con severa guardia, por ser soldados asesinos acostumbrados al robo, a la traición y al pillaje, que cebados con la sangre humana y familiarizados con los horrores, se habían entregado a todo género de disolución […]. Sus medidas, en el cumplimiento de orden superior, hicieron evacuar de la ciudad a 16.000 franceses (60).
Otra vez, las perspicaces observaciones de Bacardí Moreau volverán a resonar en textos posteriores, sobre todo en Otro golpe de dados de Fernández. A pesar del carácter fragmentado de las Crónicas, las inevitables manipulaciones editoriales y una dosis de elaboración creativa, el significado más profundo del legado franco-haitiano quedó preservado por Bacardí Moreau para siempre, mientras que la realidad material de esta primera diáspora en Cuba no ha persistido sino en fragmentos y ecos. La revolución que «agrandó el horizonte de las ideas» y el temor a Haití en Cuba en el siglo xix Si bien las Crónicas apenas registran la presencia de los negros haitianos, no se puede perder de vista que junto a los colonos franceses llegaron autant une ville française qu’une ville espagnole. Notre langue est comprise de tout le monde, sauf de quelques nouveaux colons espagnols obstinés à ne pas l’apprendre» (1866: 861).
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a Cuba sus esclavos, marcados por el estigma subversivo de la insurrección haitiana, de la conspiración clandestina y de la magia del vodú. Aunque no he podido consultar el manuscrito de Bacardí Moreau titulado El doctor de Beaulieu —que corresponde, según parece, a la segunda parte, aún inédita, de su novela Filigrana (1972)—, gracias al informativo artículo de Ricardo Repilado tengo entendido que en este texto, más que en cualquier otro de la época, se percibe con gran intensidad lo que los historiadores han llamado «el rumor de Haití» en Cuba. El doctor de Beaulieu narra una turbia historia de crimen e incesto que involucra, entre otros personajes, a un médico francés quien llegó a Santiago de Cuba desde Haití25. Hay que añadir que la figura del doctor de Beaulieu parece inspirada en un personaje histórico mencionado por el mismo Bacardí Moreau en el segundo volumen de Crónicas en la entrada correspondiente a enero de 1810: «Don Eugenio Felipe Gauché de Beaulieu, natural de la provincia de Vendée, en Francia, pide certificado de su naturalización española» (Bacardí Moreau 1972-1973: II: 66). Entre los dramatis personae de la novela se destacan dos negras haitianas, Encarnación y su compañera Ma Cecilia. Es esta última la que envenena a Carlos de Asanza, un santiaguero blanco de alta sociedad, para vengarse de los maltratos que había sufrido de su mano. En un perspicaz comentario que acompaña su descubrimiento del manuscrito, Repilado acierta en recalcar la importancia de la identidad haitiana de Ma Cecilia, y concluye que «en su tierra los negros habían practicado con justiciero entusiasmo el exterminio de sus explotadores blancos» (1985: 135). Habría que ampliar estas palabras con una observación adicional sobre el uso del veneno como táctica de resistencia a la que recurrían los esclavos de origen africano. En Saint-Domingue la importancia pragmática y metafórica del envenenamiento como estrategia política tuvo su apogeo en la sublevación del «manco» Mackandal de 1757. El nombre del rebelde, según Alfred Métraux, ha sobrevivido en la memoria popular haitiana como sinónimo del veneno (1972: 47)26. Nadie mejor que Carpentier para captar lo insidioso y lo siniestro de esta legendaria conspiración y su función —al menos simbólica— como una suerte de laboratorio para la Revolución Haitiana: En el volumen II de Historia de la literatura cubana, publicado por el Instituto de Literatura y Lingüística, se incluyen algunos datos adicionales acerca del manuscrito: «El original de la segunda parte de Filigrana, titulado ‘El doctor Beaulieu’, fue donado al Instituto de Literatura y Lingüística por el profesor Ricardo Repilado. Se prepara una edición que incluirá ambas partes» (Arcos 2002: II: 150). 26 Sobre los usos del veneno entre los esclavos de Saint-Domingue, véanse Pluchon (1987) y Fick (1990). 25
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En la Llanura sonaba, lúgubre, el mismo responso funerario, que era el gran himno del terror. Porque el terror enflaquecía las caras y apretaba las gargantas. A la sombra de las cruces de plata que iban y venían por los caminos, el veneno verde, el veneno amarillo, o el veneno que no teñía el agua, seguía reptando, bajando por las chimeneas de las cocinas, colándose por las hendijas de las puertas cerradas, como una incontenible enredadera que buscara las sombras para hacer de los cuerpos sombras […]. Exasperados por el miedo, borrachos de vino por no atreverse ya a probar el agua de los pozos, los colonos azotaban y torturaban a sus esclavos, en busca de una explicación. Pero el veneno seguía diezmando las familias, acabando con gentes y crías, sin que las rogativas, los consejos médicos, las promesas a los santos, ni los ensalmos ineficientes de un marinero bretón, nigromante y curandero, lograran detener la subterránea marcha de la muerte (1979: 27).
De la proclividad de los haitianos al uso de venenos circulan anécdotas, leyendas y hasta chistes. Algunas de las «recetas» de preparación de venenos resultan tan imaginativas que su integración a la ficción literaria ya de por sí crea un aire mágico-realista. «Uno de los venenos más conocidos es el piga seren», escribe Juan Blázquez Miguel, «y se consigue cortando un limón a medianoche; una parte se corta y la otra se deja en el árbol. Al día siguiente se toma ésta y se mezcla en una bebida, que tomada produce un terrible e inmediato efecto. El antídoto es la otra mitad, que tomada rápidamente anula los efectos nocivos» (2002: 165). En el terreno político, el vodú y las prácticas de envenenamiento llegaron a representar un problema serio para los sucesivos gobiernos de Haití que percibían en estas actividades una amenaza a la sociedad civil y al orden moral (Largey 2006: 12)27. En el extranjero, el vodú reforzó la imagen «bárbara» de la isla sin que algo semejante ocurriera con respecto a otras religiones afro-descendientes practicadas en el Caribe —como la santería en Cuba, el shango en Trinidad o kumina en Jamaica— que comparten con el vodú los rituales de posesión y de sacrificio, así como el culto de ancestros (Largey 2006: 13). Aunque no quedan testimonios escritos por los prófugos de Saint-Domingue que se asentaron en Cuba a principios del siglo xix, todo parece indicar que las noticias de las atrocidades perpetradas por los esclavos insurgentes contriEn este contexto resulta más que simbólico el decreto anunciado en abril de 2003 por el presidente Jean-Bertrand Aristide, un ex sacerdote católico. Gracias a este documento, el vodú adquiría en Haití el estatus legal de culto religioso y se definía como parte esencial de la idiosincrasia nacional. Promulgado en vísperas de las celebraciones oficiales del bicentenario de la independencia nacional, el reconocimiento del vodú permite a sus sacerdotes y practicantes solicitar apoyo y protección del Ministerio de Cultos y otras autoridades. 27
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buyeron, sin duda alguna, al estereotipo de un Haití negro, salvaje y bárbaro. Las historias difundidas por los refugiados franceses se juntaron a las voces de los oficiales españoles quienes, horrorizados por la sublevación esclava, se habían visto forzados a trasladar la audiencia de Santo Domingo a Puerto Príncipe, hoy Camagüey (Childs 2006: 122). Como ha expresado Alejandro Gómez, las noticias que llegaban por diversas vías desde Saint-Domingue insurgente «describían escenas dantescas que hablaban de las atrocidades cometidas por negros sublevados: plantaciones arrasadas, hombres cortados en mitades, cadáveres guindando en ganchos por las quijadas, niños empalados, mujeres violadas sobre los cuerpos de sus esposos, etc.» (2006: 126). Las mismas imágenes vuelven en la versión literaria de estos eventos proporcionada por Carpentier en El siglo de las luces: «Se hablaba de terribles matanzas de blancos, de incendios y crueldades, de horrorosas violaciones. Los esclavos se habían encarnizado con las hijas de familia, sometiéndolas a las peores sevicias. El país estaba entregado al exterminio, el pillaje y la lubricidad…» (Carpentier 1986: 108). En todo caso, aunque la violencia desatada por los esclavos era por lo general un pálido reflejo de las crueldades infligidas por los amos, la imagen de un esclavo negro como epítome de la barbarie y del sadismo imprimió una huella imborrable en el imaginario colectivo de la época. La conciencia de los abusos perpetrados contra generaciones enteras de esclavos tampoco afloraba en estos momentos de pavor, a pesar de que no faltaban denuncias de los horrores. No es fácil encontrar una acusación más contundente de los horrores de la esclavitud que la expresada por Valentin Pompée, Baron de Vastey, secretario de Henri Christophe: Have they not hung up men with heads downward, drowned them in sacks, crucified them on planks, buried them alive, crushed them in mortars? Have they not forced them to eat shit? And, after having flayed them with the lash, have they not cast them alive to be devoured by worms, or onto anthills, or lashed them to stakes in the swamp to be devoured by mosquitoes? Have they not thrown them into boiling cauldrons of cane syrup? (citado por Farmer 1994: 64).
Como era de esperar, los esclavos que acompañaban a los colonos franceses refugiados en Cuba provocaron gran alarma entre las autoridades coloniales y los plantadores, preocupados por la creciente desproporción demográfica entre los negros y los blancos, pero al mismo tiempo ansiosos de aprovechar la favorable coyuntura económica que se abría con el derrumbe de las plantaciones
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en Saint-Domingue28. Muchos años después, en su novela Aponte, Francisco Calcagno describía la catástrofe dominicana como «la exaltación de nuestra industria agrícola» (1901 I: 65), mientras que el historiador Francisco Pérez de la Riva concluía en pleno siglo xx: De estos horrores, Cuba fue la llamada a beneficiarse, pudiendo ocupar en el terreno comercial el puesto que dejaba vacío en los mercados de café, la destrucción de las plantaciones de Haití y Santo Domingo, pero la proximidad con aquel país hizo temer el contagio de los acontecimientos que en poco tiempo destruyeron y arruinaron aquella próspera Antilla, tratando por todos los medios posibles de evitar a los esclavos de Cuba todo contacto con los de la vecina Isla […] (1944: 23).
Aunque Sybille Fischer habla de un silenciamiento de los eventos en SaintDomingue en la prensa de la época, observando que entre 1791 y 1805 no apareció ni una sola mención sobre los acontecimientos en Saint-Domingue en Papel Periódico de la Habana (Fischer 2004: 3), las extensas investigaciones de Ada Ferrer (2004), Consuelo Naranjo Orovio (2004) y Alejandro Gómez (2006), entre otros, documentan con minucioso detalle la proliferación de otras fuentes de información. Sus estudios comprueban que, después de los iniciales esfuerzos por parte de las autoridades de frenar la difusión de la información, las noticias sobre la insurgencia haitiana corrieron como la pólvora en Cuba, no solamente a través de la prensa periódica (La gaceta de Madrid en particular), sino también por medio de cartas, informes oficiales, rumores, testimonios de los prófugos y de los militares. «Acontecimiento tras acontecimiento, muerte tras muerte, saqueo tras saqueo, incendio tras incendio, masacre tras masacre… se propagaron por la zona sembrando el miedo», concluye Naranjo Orovio (2004: 84). De modo que, según agrega Ferrer, la Revolución Haitiana se sentía en Cuba de forma palpable, dramática e inmediata (2004: 203-204)29. El sucinto 28 La Real Orden de mayo de 1790 prohibía la entrada de «negros comprados o prófugos de las colonias francesas, ni otra persona cualquiera de casta que pueda influir en los vasallos de su Majestad» (citado por Alejandro Gómez 2006: 130). No obstante, los historiadores están de acuerdo que en Cuba en particular «fue posible transgredir las medidas imperantes, sobre todo cuando los esclavos eran domésticos y venían acompañando a sus amos. Estos llegaban, además por vías menos formales, sobre todo a partir de 1802, abandonados en las costas por las autoridades napoleónicas o introducidos clandestinamente en el interior para ser vendidos» (Alejandro Gómez 2006: 136). 29 Los ecos de este temor iban a resonar durante varias décadas en todos los rincones del Caribe. Recuérdese, por ejemplo, el «antológico» poema «Canción festiva para ser llorada» del puertorriqueño Luis Palés Matos, donde hay referencias a un «Haití, fiero y enigmático» que «hierve como una amenaza» (1974: 240).
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comentario de Humberto García Muñiz acierta en resumir la magnitud de la supuesta amenaza de la independencia haitiana frente a las potencias coloniales europeas y a los Estados Unidos: «La fuerza de trabajo esclava era la principal en todas las plantaciones caribeñas. El terror al impacto de la Revolución Haitiana en estas sociedades esclavistas coloniales fue enorme. Las revueltas de esclavos, reales o imaginarias, llevaron al recrudecimiento de regímenes represivos» (2004: 206). Finalmente, conviene tomar nota de estudios que se proponen atender a las causas y consecuencias del «miedo a Haití» a partir de la metodología interdisciplinaria. Así pues, Alejandro Gómez avanza la tesis de que el «miedo a Haití» podría estudiarse en términos de psicología clínica, como síndrome colectivo entre la población blanca de las Américas provocado por el «trauma» de la Revolución Haitiana (2006: 128). El investigador procede a agrupar las manifestaciones del «síndrome de Saint-Domingue» en dos categorías: una «ansiedad colectiva coyuntural» que dio como resultado una serie de medidas e ideas de carácter preventivo y, en segundo lugar, un «miedo-pánico» que llevó a los blancos a encontrar paralelos reales o imaginarios entre eventos locales y lo sucedido en Haití (2006: 129). Numerosos estudios historiográficos demuestran que lo que de ningún modo se pudo controlar en Cuba a lo largo del siglo xix era la persistencia de este «temor a otro Haití». Pese a las medidas oficiales de aislar y proteger de la efervescencia insurgente de Haití, «el cordón sanitario» de legislación y represión no logró aplacar la paranoia colectiva. Las imágenes «de las más dantescas escenas de destrucción y muerte» (González-Ripoll: 2004: 6) no tardaron en consolidarse en visiones de Apocalipsis y los blancos «[t]enían la sensación de caminar sobre el suelo de un volcán siempre próximo a la erupción […]» (6). De acuerdo a Rafael Duharte Jiménez, los refugiados franceses «tejieron toda una leyenda negra en torno a la Revolución Haitiana […] y las violencias que generó el odio sembrado durante siglos por la esclavitud en esa colonia francesa, se agigantaron y deformaron en los relatos que pronto corrieron por las calles de Santiago y otras ciudades de la isla» (1983: 84). A juicio de Naranjo Orovio, esta situación tuvo repercusiones duraderas no solamente en la economía y la política de la isla, sino también en la legislación y la formación de la cubanidad: «Este temor, junto al desarrollo de la plantación, produjo la rearticulación de las identidades étnicas y raciales. La articulación del miedo al negro se revistió de fórmulas legales; nuevos decretos, bandos y leyes marcaron y ordenaron parte de la vida de la colonia» (2004: 88). Se debe insistir que en el extremo oriental de Cuba —que dista sólo unas 50 millas de Haití— el sentido de vulnerabilidad era particularmente fuerte,
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por lo cual el «miedo-pánico» era más que un espejismo. Los esclavistas de la colonia francesa llegaron allí por millares, muchos con sus esclavos, buscando refugio y ofreciendo, de primera mano, historias espeluznantes de la venganza negra. No es de extrañar, por lo tanto, que a lo largo de los decenios que siguieron a la independencia de Haití, periódicamente volvieran a surgir rumores y temores acerca de las posibles invasiones haitianas, sobre todo en las costas del Oriente. Lo que se desprende de los excelentes trabajos de Gloria García sobre la lucha de los negros contra el sistema esclavista es que muchas de las revueltas y sublevaciones tenían su origen precisamente en la parte oriental de Cuba (2004: 277; 287). Asimismo, José Luis Belmonte Postigo (2007) ofrece una amplia documentación sobre la intensidad de la actividad cimarrona en esta parte de la isla y los frenéticos esfuerzos de las autoridades locales no solamente por vigilar, controlar y capturar a los fugitivos sino también por aislarlos de la influencia haitiana. Dice Belmote Postigo: Para evitar el contacto entre los esclavos cubanos y Saint Domingue, el Gobernador Kindelán decidió, ya en el año 1803, crear una nueva unidad militar, la compañía de Cazadores de la Costa […] [que] velaba por evitar que los cimarrones cubanos huyeran por mar hacia Saint Domingue, posibilidad más que real teniendo en cuenta las noticias sobre la marcha de la rebelión y, sobre todo, ambicionaba prevenir cualquier tipo de ataque o intento de invasión procedente de la antigua colonia francesa (2007: 15-16).
Lo que es indiscutible es que el miedo a «otro Haití» no era suficiente como para sacrificar las oportunidades económicas que se abrieron para Cuba con la excelente coyuntura del mercado del azúcar. Lo que se desprende de varios estudios es que mantener en equilibrio la balanza entre el temor y la avaricia fue un proceso sumamente complejo. En otras palabras, «compatibilizar temores e intereses fue ardua tarea» (Naranjo Orovio 2004: 91). Basta con volver al clásico Discurso sobre la agricultura en La Habana y medios de fomentarla (1792) del estadista cubano Francisco de Arango y Parreño (1765-1837) —«hacendado y habanero», según sus propias palabras— para darse cuenta de los dilemas que los plantadores cubanos tenían que encarar a raíz de «la desgracia del Guarico»30. Mientras que la histórica oportunidad de sustituir a Haití como principal productor de azúcar apuntaba hacia un camino de fomento de las plantaciones azucareras en Cuba, «el temor a otro Haití» era la contracara inevitable de esta propuesta. La perspicacia de Arango Guarico era el antiguo nombre español de Le Cap-Français, rebautizado como Le Cap Haïtien en 1804. 30
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y Parreño en lo relativo a las consecuencias de la insurrección en Guarico era admirable: un día después de que Madrid recibiera la noticia sobre la sublevación, el 20 de noviembre de 1791, el pensador habanero dirigía al rey de España sus primeras observaciones sobre la necesidad de modernizar las plantaciones cubanas. Al regresar de su viaje a Saint-Domingue, Arango y Parreño inmediatamente reclamó a las autoridades coloniales españolas un apoyo para la inmigración blanca francesa, pidiendo que «pusieran en acción todos los factores posibles para recoger a la totalidad de los refugiados franceses del gran éxodo que se estaba preparando» (citado por Álvarez Estévez: 2001: 21). Duharte Jiménez percibe en Discurso sobre la agricultura «la primera formulación teórica» del miedo al negro (1983: 85) mientras que en su excelente lectura del pensamiento de Arango y Parreño José Gomáriz analiza las diferentes manifestaciones retóricas de este miedo (2004: 48-53). Como observa Gomáriz, para Arango y Parreño la insurgencia de los esclavos haitianos tenía «en sobresalto a toda esta vecindad» y forzaba a la plantocracia criolla a vivir «con la mayor precaución» cómo para prevenir el «mal ejemplo» o la «horrorosa perspectiva» de Haití. Gomáriz indica que Arango y Parreño distinguía entre los «dóciles» esclavos cubanos y un «enjambre de hombres bárbaros» asociados con la rebeldía haitiana, pero su experiencia con «la hoguera en que ardió Santo Domingo» le forzó a concluir que todos los negros eran «rebeldes obstinados». Cabe agregar que la preocupación fundamental de Arango y Parreño estaba dirigida hacia el futuro en anticipación de un dramático crecimiento de la población negra: «Mis grandes recelos son para lo sucesivo, para el tiempo en que crezca la fortuna de la Isla y tenga dentro de su recinto quinientos o seiscientos mil africanos. Desde ahora hablo para entonces, y quiero que nuestras precauciones comiencen desde el momento» (Arango y Parreño 1952: I: 148)31.
En junio de 2008 asistí en Madrid a un simposio dedicado a Arango y Parreño patrocinado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Los investigadores cubanos, europeos y norteamericanos presentaron allí una variedad de enfoques sobre la vida y el pensamiento de Arango, incluyendo varios acercamientos a la problemática cubano-haitiana. Muchos de estos trabajos glosan invalorables y prístinas fuentes recién encontradas en archivos cubanos y europeos. Hay planes para la publicación de las ponencias de este importante evento. 31
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La conspiración de Aponte: un caso del «miedo-pánico» Entre los historiadores parece existir el consenso de que la insurrección de esclavos de Saint-Domingue que desembocó en una lucha por la independencia está entrelazada con las ideas de la Revolución Francesa. Los líderes negros de Saint-Domingue seguramente conocían el decreto de la Convención de 1794 que promulgaba la abolición de la esclavitud y algunos de ellos «iban insinuando que todos los esclavos procedentes de las colonias francesas eran libres» (Yacou 2004: 228). No debemos olvidar, sin embargo, que la abolición de la esclavitud en el norte de Saint-Domingue se había anunciado ya el 29 de agosto de 1793, con una proclamación en créole para asegurar su mayor divulgación (Trouillot 1995: 104). Es precisamente dentro de este marco de un movimiento abolicionista en ciernes donde habría que insertar también el llamado Libro de pinturas de José Antonio Aponte, un artesano negro libre residente de La Habana. Su «libro»—una suerte de collage de dibujos, grabados y anotaciones— sirvió a las autoridades coloniales como prueba contundente de que Aponte era líder de una conspiración contra el gobierno español inspirada, a su vez, por la sublevación de negros haitianos: «Aponte fue encerrado en la Fortaleza de la Cabaña con ocho más de sus principales partidarios, sembrándose el pánico en toda la Isla, horrorizada aún con el recuerdo de los acontecimientos de Haití y Santo Domingo […]. El temor acumuló sobre Aponte y sus cómplices las más terribles maquinaciones y le lanzó las peores acusaciones» (Francisco Pérez de la Riva 1944: 67). Esta configuración de Haití como «agitador externo» era, según la perspicaz observación de Ferrer, una forma de negar la capacidad de los esclavos dentro de la isla para rebelarse por su propia cuenta (2005: 73). Aponte fue condenado a muerte y decapitado en 1812 en un sangriento espectáculo de venganza y escarnio que se extendió luego por toda la isla: Aponte pagó con su vida su proyecto de libertad y su cabeza fue colocada y exhibida en la Habana, en la puerta de la casa en que vivió. La de su compañero Lesundia fue remitida para ser exhibida en el Ingenio Peñas Altas; la de Barbier mandada a Trinidad y la de Chacón, último de los cabecillas del abortado movimiento, se clavó en una pica en el nuevo Puente del Horcón, hoy Puente de Chávez (Francisco Pérez de la Riva 1944: 67).
No resulta del todo sorprendente que el original del «Libro» de Aponte se haya perdido o, posiblemente, haya sido destruido. Lo único que ha sobrevivido a nuestros días de aquel legendario Libro de pinturas es, en palabras de Jorge Pávez, «un largo y alucinante documento»—conservado en el Archivo Nacional
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de Cuba y difundido por primera vez en 1963 por José Luciano Franco— que consiste en «la trascripción de las varias sesiones de interrogatorio que el juez Juan Ignacio Rendón, el comisionado de la causa, Licenciado José María Nerey, y el escribano Balaguer efectuaron al inculpado, acusado de organizar junto a sus congéneres de raza negra una conspiración contra el gobierno colonial» (Pávez 2006: s/p)32. Aunque muchas de las conclusiones de los historiadores acerca del «caso Aponte» tendrán siempre carácter de conjetura, los trabajos de José Luciano Franco siguen siendo fuente de obligada consulta sobre este tema. Los interrogatorios acerca de la conjura de Aponte se llevaron a cabo entre el 26 y el 29 de marzo de 1812 en la fortaleza de La Cabaña de La Habana. Según indica el expediente, Aponte exacerbó la sospecha de las autoridades al destruir algunos retratos que se encontraban en su posesión y que representaban a los líderes de la Revolución Haitiana —Toussaint Louverture, JeanJacques Dessalines, Henri Christophe y Jean François—. El comentario de Pávez proporciona una contextualización necesaria para entender el vínculo entre el «caso Aponte» y el sentido de la amenaza de la Revolución Haitiana en la sociedad cubana del momento: La historia de Haití se convirtió rápidamente en un fantasma que recorría el mundo de los imperios esclavistas, lo que explica que Aponte haya quemado los retratos de estos próceres negros, por ser «estampas prohibidas» altamente comprometedoras ante el régimen absolutista […]. Los eventos revolucionarios del Guarico (Haití) están aún humeantes en la mente de las autoridades españolas en 1812, de ahí la grave importancia que le dan a la posesión de estos retratos de los «jacobinos negros», enviados a Aponte desde la isla de Santo Domingo […]. Los dos primeros retratos fueron copiados de otros que vio, y los dos últimos grabados fueron adquiridos en tiempo de la campaña de Ballajá (Pávez 2006: s/p).
Esgrimiendo el peligro de otra rebelión a modo de Saint-Domingue, las autoridades coloniales de La Habana se empeñaron en encontrar todo nexo posible entre los materiales iconográficos confiscados en la casa del acusado y su preEl documento reproducido por Pávez lleva el título original de «Expediente sobre José Antonio Aponte y el sentido de las pinturas que se hayan en el Libro que se le aprehendió en su casa. Conspiración de José Antonio Aponte, 24 de marzo de 1812». Se incluyen, además, los siguientes anexos: Anexo I: Biblioteca apontiana, incautada en el primer allanamiento, 1812; Anexo II: Materiales gráficos y otros textos incautados en el segundo allanamiento, 1812; Anexo III: Documentos de la causa por conspiración contra León Monzón y otros, 1839; Anexo IV: Firmas abakuá (Mokongo, Empegó). 32
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sunta intención de desatar en Cuba una guerra racial semejante a la de Haití. Si recurrimos a la terminología psicológica propuesta por Alejandro Gómez (2006), la rebelión de Aponte puede calificarse como un ejemplo clásico del «miedopánico». Según ya se ha mencionado, en sus importantes investigaciones Ferrer ha proporcionado numerosos ejemplos del modus operandi paranoico de los blancos, quienes aplicaban el lente teñido por la experiencia de Haití a cualquier amago de resistencia: «los observadores blancos vieron con demasiada rapidez las similitudes, las líneas de influencia y la semejanza de designios» (Ferrer 2005: 73). Según el expediente de Aponte, los investigadores se sintieron particularmente alarmados al descubrir los mapas que indicaban lugares estratégicos de La Habana así como varias pinturas que representaban enfrentamientos militares entre los negros y los blancos («donde se figuran dos Ejércitos en acción de batalla, y haciéndose fuego mezclado en el de la derecha varios Negros: y así mismo en la hoja que continúa a la propia mano se notan soldados blancos, y negros uno de estos a caballo con la cabeza de uno de aquellos en la punta de una asta, y otro negro igualmente que tiene una cabeza cortada arrojando sangre hallándose aquí en situación de vencidos los blancos»; Pávez 2006: s/p). En su exhaustivo estudio de la documentación existente, señala Pávez que las autoridades se valieron de los retratos de los negros para lograr confesiones incriminatorias de los testigos y supuestos cómplices de Aponte («Se continuó la misma diligencia y habiendo llegado al folio del Libro que entre diversas pinturas incluye también siete negros en diferentes trajes de General, Monarca, Eclesiástico, uno de ellos con vestiduras sacerdotales y otra de mujer con insignia Real, se le preguntó quiénes eran las figuras y si Aponte le había explicado a lo que aluden dijo: Que todo lo ignora y que este nada les indicó relativamente»)33. Según indica, a su vez, Matt Childs, en el curso del interrogatorio cualquier conexión con Haití, por más tenue o inventada que fuera, fue magnificada por los oficiales. Tal fue el caso de uno de los acusados, conocido como Juan Barbier: Judicial officials […] concluded that he had spent considerable time in the former French colony of Saint Domingue where he learned how to read, write, and speak French before settling in Cuba […]. Barbier’s image of a military figure speaking and reading in French resonated with slaves and free people of color in Cuba as a crucial event in the preparation for the rebellion. As authorities continued their investigation they discovered that many slaves identified Juan Barbier and several others of the arrested rebels as «French», such as the free black Juan Tamayo from Bayamo, known as «el Francés» (Childs 2006: 22-23). 33
Todas las citas del expediente están tomadas de Pávez.
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A juicio de Gloria García —autoridad máxima sobre las rebeliones esclavas en Cuba— Aponte y sus colaboradores usaban las referencias a Haití de manera estratégica, como vehículo para convencer a los inseguros y generar en ellos «su autoestima y la conciencia de las grandes hazañas que sus antepasados habían realizado en la isla» (García 2004: 293). Además del poderoso simbolismo de las láminas del Libro de pinturas, la historiadora cubana menciona otros ejemplos de similar estrategia: Los esclavos interrogados declararon que Barbier los convocó a la lucha vestido con un uniforme cuya casaca ostentaba botones con el dibujo de un ancla con un águila encima y portaba papeles en otro idioma en los que, según decía, se declaraba la libertad de todos. El disfraz y el porte militar de Barbier, así como la afirmación de que serían apoyados por la gente de Haití, no podían menos que impresionar la imaginación de los siervos, alentando su confianza en la victoria (2004: 293).
En su libro, Childs evoca el argumento de David Geggus de que el «caso Aponte» catalizó entre los habitantes de Cuba toda una gama de reacciones: «For Cuban elites and colonial officials, the Aponte Rebellion served to confirm their deepest apprehensions of a Haitian-style revolt, whereas for slaves and free people of color, the Haitian Revolution inspired pride and gave shape to their own movement» (Geggus 2001: 150). De modo similar, en su artículo acerca del impacto de la Revolución Haitiana sobre los Batallones de Pardos y Morenos de Cuba, María del Carmen Barcia Zequeira concluye que los nexos entre la insurgencia haitiana y la resistencia negra en Cuba deben medirse en términos dinámicos y diferenciados: Esta [interacción] no sólo se produjo por la influencia de las revueltas de los esclavos, como tradicionalmente se ha expuesto, sino por el imaginario que se fue construyendo en esos cuerpos armados, a partir del reconocimiento que la corona española dio a los principales caudillos haitianos que habían encabezado la revuelta esclava, a los cuales armaron y convirtieron en brigadieres del ejército español, como miembros de sus tropas auxiliares negras en Santo Domingo (2006: s/p).
Incluso después de la abolición de la esclavitud en Cuba la demonización de Aponte, siempre «a la sombra de Haití», no se extinguió del todo. Da testimonio de ello una novela epónima de Francisco Calcagno, publicada en 1901, de la cual basta citar este fragmento34:
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Para una excelente lectura de la novela de Calcagno, véase William Luis (1990).
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«Más malo que Aponte» ¿Quién en Cuba no ha oído alguna vez esa frase? […]. No todos conocen su origen, y puesto que una de las obras de caridad nos manda enseñar al que no sabe, diremos que el Antonio Aponte fue un negro de alma tan negra como su rostro, y no decimos esto porque conspirara contra blancos, y pretendiera realzar el decaído espíritu de los suyos; que eso no fuera más que amor á la dignidad de su raza. […]. Pero nada menos pretendía, que fundar un imperio negro sobre las ruinas de la colonia blanca, proclamándose emperador, á la manera de Dessalines, ó de aquel Christophe que á la sazón era Enrique I de Haity; y esto se había conseguido, asesinando a todos los blancos y quedándose con las blancas, para servicio doméstico y otros usos (Calcagno 1901 I: 7, 8).
Según el argumento de Pávez, entre los autores que hacían referencia a Aponte en el siglo xix predominaba la tendencia a compararlo a los líderes de la Revolución Haitiana, como Toussaint Louverture, mientras que en el siglo xx surgieron las asociaciones con figuras tan diversas como Espartaco, Plácido o Antonio Maceo. Finalmente, en la época posterior a 1959 se ha dado un proceso de apropiación de Aponte como uno de los precursores de la Revolución Cubana: desde un homenaje en la revista Bohemia, celebrando el 150 aniversario de la rebelión, hasta la divulgación masiva en 1977 por la Editorial de Ciencias Sociales del «expediente» de Aponte originalmente recopilado por José Luciano Franco en 1963 (Childs 2006: 12-13). El artículo del mismo Franco, «La conspiración de Aponte, 1812», parte de la tesis de que el ejemplo de la Revolución Haitiana tuvo repercusiones directas no solamente sobre la conspiración de Aponte, sino también sobre las sublevaciones en todos los rincones de la América esclavista. La literatura cubana del siglo xx tampoco ha sido ajena al usufructo de la historia de Aponte, revistiendo varios sesgos ideológicos, según la época y la postura del autor. Desde una breve mención en El reino de este mundo (1949) de Carpentier y una referencia a una rebelión que «pudo ser semejante a la de Haití» en Santa lujuria de Marta Rojas (1998: 223) hasta una viñeta en Vista del amanecer en el trópico (1974) de Cabrera Infante y un episodio en El polvo y el oro (1993) de Julio Travieso Serrano, Aponte llega a integrar el panteón de héroes revolucionarios, siempre en estrecha conexión con el ejemplo rebelde de Haití. En su viñeta, Cabrera Infante prescinde de todas las señas de la identidad histórica —fechas, nombres, lugares—, tomando por sentado un (re)conocimiento del «caso Aponte» por parte del lector y procede a entablar un diálogo desmitificador tanto con la historia oficial como con la leyenda popular acerca de la conspiración. Cabrera Infante borra tanto la historia como el mito para
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inscribir a modo de un palimpsesto su propia versión de los hechos —intrahistórica y antiheroica a la vez— que se impone como «real»: DICE LA HISTORIA: «Entre las clases de color iba incubándose el propósito de imitar a los haitianos. Las sediciones de las negradas de los ingenios eran cada vez más frecuentes, pero carecían de unidad y dirección». Cuenta la leyenda que la más grande sublevación fue dominada a tiempo porque el propio gobernador en persona la descubrió al oír la conversación de unos negros en un bohío de extramuros, mientras realizaba él una ronda. En realidad, como ocurre a menudo, los conspiradores fueron delatados por un vecino que vivía en la casa en cuya azotea se reunían los conspiradores.Todos los conspiradores fueron ahorcados (1997: 23).
Por su parte, la novela de Travieso Serrano —un fresco épico que cubre casi dos siglos de la historia cubana— recrea «el caso Aponte» a través de una mezcla de fabulación y datos archivísticos. En su útil categorización de la novela histórica, Joseph W. Turner menciona tres modalidades: novelas que inventan el pasado, las que disfrazan con ficción un pasado documentado, y, por fin, las que recrean un pasado documentado. El polvo y el oro corresponde nítidamente a la tercera categoría. En un tono evocador de La muerte de Artemio Cruz, la novela de Travieso Serrano llama la atención del lector sobre el proceso de reconstrucción de la saga de los Valle por uno de los descendientes contemporáneos de la familia con aspiraciones de novelista: Abres el álbum de fotografías, el viejo álbum que, poco a poco, durante años, se ha ido llenando de recuerdos, jirones de la vida familiar […]. Dejas el álbum y revisas los documentos frente a ti, cartas, memorias, un diario personal, testamentos, actas notariales, papeles, algunos de más de un siglo, silenciosos guardianes de esa historia familiar que tú quieres reconstruir a través del laberinto del tiempo, los vericuetos y mentiras del pasado (1998: 11).
En esta evocación del pasado, las sombras, los ecos y los murmullos de las víctimas de los Valle —sus esclavos— se materializan a través de personajes históricos, como Aponte, o anónimos, ignorados por la gran historia. En los pasajes que conducen a la conspiración de Aponte, la prosa de Serrano Travieso oscila entre la trascripción historiográfica y la fabulación. La «amenaza haitiana» se percibe con nitidez en la inquietud del marqués Someruelos, capitán general de Cuba quien, al enterarse de «una sublevación de esclavos en el ingenio Peñas Altas, donde los negros habían macheteado al mayoral e incendiado las viviendas» (1998: 37), se pregunta si sus súbditos y él están
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preparados para «una vasta conspiración de esclavos, similar a la de Haití» (38). La novela capta, además, el clima de miedo y anticipación que se apoderó de la población blanca en Cuba a raíz de los eventos en Saint-Domingue: «Muchas eran ya las señales, las evidencias, repetidas día a día, como un prolongado eco, a través de toda la Isla, de un gran complot de esclavos para provocar en Cuba los sucesos de Haití» (53). Al llegar a la conspiración de Aponte, el escritor da rienda suelta a la invención y traslada lo que conocemos por El libro de pinturas a las paredes de la vivienda del artesano, al mismo tiempo que se esmera en proporcionar detalles bien precisos en lo relativo al «cuando, cómo, y dónde» de la aprehensión de Aponte: «A las once de la mañana fue apresado el mulato José Antonio Aponte mientras almorzaba en su casa de la calle Jesús Peregrino, en cuyas paredes colgaban retratos de Henri Christophe, rey de Haití, de Toussaint Louverture, George Washington y del mismo Aponte» (53). En otra escena de la novela, el ensañamiento de Francisco Valle —representante de la oligarquía azucarera cubana— con «el perro Aponte» apenas deja entrever las huellas de una investigación historiográfica: Temprano llegó Francisco a la explanada de la Punta para no perder un solo detalle de la ejecución de Aponte, «el perro Aponte», como ya le llamaban en la sorprendida villa, donde no se recordaba tal temor o intranquilidad. Lo que desde la Revolución de Haití era espera, sospecha, miedo de las familias blancas, había sucedido finalmente: una conjura de negros y mulatos para acabar con el dominio blanco y devastar al país […]. El miedo reinaba (55).
Aunque El polvo y el oro no incorpora la perspectiva de Aponte ni la de los demás rebeldes ajusticiados junto a él, dentro de la estructura polifónica de la novela la voz más poderosa —tanto en términos del impacto testimonial como poético— pertenece a una esclava de los Valle. En un giro narrativo evocador de Pedro Páramo, el desgarrador testimonio de esta negra santera nos llega desde su tumba: Más allá del agua, en la tierra de las muchas lluvias fui rey, mosquito, cocodrilo, sacerdote, guerrero, y aquí, en la tierra estrecha, fui eslava, perra […]. Ah, nací en Oyó y morí en La Habana durante la epidemia del cólera. Enterrada estoy en una fosa del cementerio del obispo Espada, donde me tiraron, envuelta en un saco, el negro Miguel y el mulato Félix, también esclavos de la familia Valle […] (26).
La voz de esta esclava anónima reconstruye «el archivo de la represión» (término de Carlo Ginzburg) en la línea muy cercana a la denuncia testimonial,
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pero su poética se aleja del tono documental para ahondar en las capas más soterradas del subconsciente. Si bien es cierto que tanto Aponte como la esclava de los Valle —con su uso de hechizos, conjuros y venenos— intentan mantener su resistencia hacia el opresor en el ámbito que James C. Scott denomina «el discurso oculto», a diferencia de Aponte las actividades de la esclava nunca llegan a aflorar en la esfera del «discurso público» (Scott 2000). La rebelión de Aponte —cuyo centro fue La Habana— parece confirmar la tesis de algunos historiadores de que las grandes sublevaciones de esclavos en Cuba eran más comunes en la zona occidental, por ser ésta el enclave de las mayores plantaciones. No obstante, según he mencionado antes citando a Gloria García (2004), la inspiración insurgente llegaba casi invariablemente de las provincias orientales. Es indiscutible que, a lo largo del siglo xix, el Oriente adquirió fama como foco de rebeldía perpetua y soterrada, no solamente debido a su proximidad a Haití y a la presencia de los franco-haitianos —percibidos como instigadores de todo tipo de revueltas y conjuras— sino también porque se concentraba allí la actividad cimarrona y proliferaban los palenques. Por cierto, la zona oriental de la isla llegó a ser el escenario de la resistencia esclava también a causa de su topografía: el terreno montañoso, despoblado e inaccesible favorecía los brotes de rebeldía y prestaba amparo a los prófugos. Al ofrecer un minucioso recuento de «conspiraciones y revueltas de los negros en Cuba» entre 1790 y 1845, Gloria García concluye que incluso las protestas de los negros libres comenzaban por el oriente de la isla, desembocando en «un rosario de conspiraciones, de muy variable alcance y objetivos» (2004: 41). El nimbo rebelde de un Oriente cimarrón y apalencado fue reforzado más tarde por ser esta provincia la tierra de origen de varios héroes del Ejército Libertador, como Francisco Adolfo Crombet y Tejera (Flor) y los hermanos Antonio y José Maceo. El Oriente era también el escenario principal de las actividades de los mambises durante las guerras de independencia, del bandolerismo rural a finales del siglo xix, del alzamiento de los Independientes de Color en 1912 y, por cierto, de la guerrilla de Sierra Maestra (López Segrera 1980). De todos modos, según ha notado James Figarola, gran promotor y conocedor de la cultura cubano-haitiana, la herencia subversiva de Haití ha dejado una marca permanente casi por «derecho propio», extendiéndose desde el Oriente por toda la isla: «Haití estuvo en el toque de Tumba Francesa que Carlos Manuel de Céspedes presidió la noche del 9 de Octubre de 1868; Haití estuvo en la Protesta de Baraguá durante la cual los que salvaron la dignidad nacional cubana se identificaban entre sí hablando créole; Haití estuvo en el Holocausto de Flor Crombet en las montañas de Yateras» (De la Hoz 2006: s/p).
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«Son de la loma y cantan en llano», según dijera González Echevarría en su fascinante comentario acerca del «aura de origen» que le pertenece al Oriente en la historia de Cuba (1987: 105). Que quede claro que la insurgencia haitiana —que hoy día está percibida de modo casi unánime como el paradigma de la emancipación en el Nuevo Mundo— produjo reacciones inmediatas que poco tenían que ver con una apoteosis de los fundadores de la «república negra». De acuerdo al atinado juicio de Clément Thibaud, la percepción de los acontecimientos de Saint-Domingue era bien diversa, «según los tiempos, el espacio, los grupos sociales y los partidos» (Álvarez Cuartero 2005: 109). Símbolo de la apocalíptica masacre de los blancos para algunos, Santo Domingo llegó a encarnar para muchos «la república más democrática del mundo» y «la revolución-madre de la cuenca del Caribe» (Álvarez Cuartero 2005: 110). Ferrer (2004) muestra a las claras que mencionar a Haití en el Caribe implicaba evocar no solamente el sueño de la libertad, sino también la violencia y el horror de la venganza. Evidentemente, en Cuba ambos ecos reverberaban con más intensidad que en otras partes de la región, con la excepción, tal vez, de Santo Domingo/República Dominicana que en el curso del siglo xix vivió también una prolongada ocupación haitiana. Como era de suponer, la impronta negativa de la insurgencia haitiana llegó a marcar sobre todo a los países vecinos, pero su impacto iba a perdurar a escala macrorregional. En palabras de Alejandro Gómez, a partir la insurgencia de Saint-Domingue, «el temor a que se repitiese otro Haití quedó como una advertencia grabada en las mentes de las poblaciones de las colonias de plantación americanas, tanto así, que todavía para 1863 un propietario cubano […] recordaba: ‘…la sangrienta y horrorosa catástrofe de la isla hermana de Santo Domingo, cuya proximidad es para Cuba un inminente peligro’» (2005: 168). Gloria García Rodríguez comparte la opinión de que la eventualidad de «una insurrección de los siervos al estilo de Saint-Domingue» llenó de pánico a las generaciones sucesivas de esclavistas cubanos (2004: 5). Las investigaciones de Aline Helg (1995) —que van más allá del siglo xix, adentrándose en las primeras décadas de la Cuba republicana— confirman la persistencia en el imaginario cubano de los «iconos de miedo» y sus nexos con la religión negra (brujería, criminalidad), la insurgencia (violencia) y la sexualidad negra (desviación, patología). Muchos de estos prejuicios iban a aflorar de nuevo, según veremos en el capítulo siguiente, exacerbados por la llegada a Cuba en el primer tercio del siglo xx de la segunda ola migratoria de los haitianos. El carácter masivo de la inmigración haitiana—en el contexto de la coyuntura azucarera durante la Primera Guerra Mundial— iba a agregar nuevas dimensiones a
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los estereotipos nunca superados del todo. Según Alejandro de la Fuente, la inmigración de obreros antillanos será utilizada en Cuba «para revitalizar un discurso nacional que desvergonzadamente proclamaba el blanqueamiento como la esencia de la cubanidad» (2001: 121).
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Capítulo II
Hacia una historia de la presencia haitiana en Cuba (II): los nómadas de las Antillas
Desde Haití a Cuba: la migración de los braceros La segunda oleada migratoria que llegó a las costas cubanas desde Haití en el primer tercio del siglo xx no era producto de un solo cataclismo político, sino de las flagrantes asimetrías socioeconómicas del Caribe poscolonial. La demanda de mano de obra barata para la industria azucarera cubana hizo que se relegaran al olvido las regulaciones que hasta aquel momento prohibían la entrada de grupos considerados como «indeseables» (Guanche Pérez/García Dally 1999: 41). Reynaldo Cruz Ruiz ubica la primera etapa de esta inmigración haitiana, aún ilegal, entre los años 1902-1911 y comenta acerca de un documento recibido el 31 de mayo de 1911 por el gobernador de la provincia de Oriente donde se advierte contra los peligros que representan estos inmigrantes para la salud pública. Cruz Ruiz nota también que dicho informe se caracteriza por «la constante referencia al alto grado de analfabetismo para desmoralizar y desprestigiar a estos inmigrantes, mientras se aprovechaban de su desesperación para utilizarlos según sus intereses» (2006: 84). Las estadísticas de la Secretaría de la Hacienda registran a los primeros haitianos en 1911 (Álvarez Estévez 1988: 37)1. Puesto que el reconocimiento La United Fruit Company recibió la primera concesión para la importación de braceros antillanos con el Decreto Presidencial nº 23 del día 14 de enero de 1913. Alejandro de la Fuente ofrece numerosos ejemplos de la presión que las compañías azucareras ejercían sobre las autoridades —tanto cubanas como haitianas— para asegurarse el suministro de mano de obra barata (2001: 148-150). Juan Pérez de la Riva calcula en más de medio millón el número total de haitianos que pasaron por Cuba (1979; 2004). Puesto que muchos inmi1
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oficial del flujo migratorio y su sucesivo aumento coincidieron con el alzamiento de los Independientes de Color en 1912, no faltaban voces en la prensa cubana afirmando que los haitianos instigaban a los insurgentes (Bronfman 2001: 24-25). A los Independientes de Color, a su vez, se los tachaba de «bárbaros», «salvajes», «turbas frenéticas», «malos hijos» y «antipatriotas» (Antón Carrillo 2005: 252). El siguiente comentario del periodista Joaquín D. Aramburu merece ser citado en toda su extensión por ser sintomático de las actitudes de la época: «Patria» hace justo alarde de haber dado una voz de alarma contra la invasión clandestina de jamaiquinos y haitianos en Oriente, inmigrantes que ascienden ya, según el colega, a unos diez mil, de los cuales no pocos, por natural simpatía y por espíritu aventurero, han tomado puesto en las filas de Estenoz y contribuido al malestar actual […]. Los advertimos entonces, hace dos, hace cuatro años, distintas veces: «penetran esos aventureros por las costas del Oriente sin conocimiento de las autoridades; trabajan, reúnen unos pesos, se van cuando los place, retornan y vuelven a marcharse, burlando las leyes de inmigración. Su desaseo, los vicios de que los más de ellos padecen, su incultura y su ningún interés en nuestra suerte son otros tantos enemigos de las buenas costumbres criollas» […]. Pero no pudo detenerse totalmente el abuso. Y ahí tenemos haitianos y jamaiquinos con Ivonnet, y ya asoman reclamaciones internacionales por haber resultado muertos o heridos súbditos extranjeros (Diario de la Marina 4-6-1912; citado por Antón Carrillo 2005: 242).
Uno de los textos literarios que mejor capta el resurgimiento del miedo a «otro Haití» provocado por la sublevación de los Independientes de Color es Canción de Rachel (1969), una novela testimonial confeccionada por Miguel Barnet a base de investigaciones de archivo y extensas entrevistas con varias actrices de la época republicana. El racismo de la narradora-protagonista, Rachel, que se transparenta en el pasaje que sigue, es tan claro que no requiere de comentarios adicionales: La candela nos agarró en Santiago de Cuba. Allí llegaron a imponer el orden y atemorizar al pueblo. Eran fieras disfrazadas de hombre. Cuba no se merecía esa guerra, pero la tuvo, y fue entre hermanos. Negros contra blancos. […]. Los negros son peligrosos con un machete en la mano, muy peligrosos. […]. El pánico cundió porque los negros, al verse secundados por toda la hamponería, cogieron vuelo: ¡Haití, esto sería Haití! Los dirigentes Estenoz e Ivonet eran negros de clase. Por grantes entraban ilegalmente, existen discrepancias entre las estadísticas proporcionadas por diferentes investigadores.
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eso tuvieron seguidores. Engañaron a medio mundo, prometiendo villas y castillas. Aquí iba a constituirse una república de charol (54).
Por si fuera poco, Barnet pone en boca de Rachel dos coplas que aspiran a captar la vox populi de los cubanos atemorizados por la perspectiva de «una república de charol». La primera está dedicada a Ivonet:
Aquí tienen a Ivonet, trigueño cubo-francés, y jefe rebelde que es, quien pone a Cuba en un brete. Luce uniforme haitiano de su rango y jerarquía y piensa ser cualquier día mariscal afrocubano (58).
Rachel recuerda también haber cantado, «por diversión», la segunda canción que aludía a Estenoz:
Este bravo general de color independiente se proclamó Presidente y Emperador Tropical; al verlo así con su uniforme brillante hay que decir al instante ¡si estaremos en Haití! (58).
Sobre el tema de la sublevación de los Independientes de Color vamos a detenernos más adelante, ya que la novela de Joel James Figarola, En el altar del fuego (2007), incluye varias referencias a la masacre de los insurgentes perpetrada por el gobierno republicano2. Del lado haitiano, la avalancha migratoria desde Haití hacia Cuba en las primeras décadas del siglo xx fue catalizada por una confluencia de factores políticos y económicos internos: la ocupación por los Estados Unidos (1915-1934); 2 En un interesante estudio archivístico sobre la prensa guantanamera y la lucha de los Independientes de Color, Eugene Godfried nota la presencia de los inmigrantes antillanos en los nombres de los líderes más prominentes. Además de Pedro Ivonnet, menciona a Agapito Savon, Juan Bell y Emilio Wilson. En las filas de los sublevados aparecen también nombres como Revé, Obret, y Courouneau (2004: s/p).
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la aplicación del trabajo forzoso a los campesinos; el reparto de la propiedad rural según los convenios de sucesión familiar; el desalojo de los campesinos de sus tierras durante el proceso de expansión de la industria azucarera y de las plantaciones de caucho; la erosión de tierras cultivables y el sobrepoblamiento de las zonas urbanas (Fernández Soriano 1991: 88; Álvarez Estévez 1988: 56-57). En los trabajos de divulgación histórica existe un consenso de que las condiciones de trabajo de braceros haitianos contratados en Cuba por monopolios norteamericanos, como la United Fruit Company, los convertían en verdaderos esclavos de la época contemporánea (Vera Estrada 1987-1988; Álvarez Estévez 1988; Juan Pérez de la Riva 1979; 2004)3. En términos de Samuel Martínez, los antillanos eran «inmigrantes periféricos»: no se desplazaban del sur hacia el norte o del campo a la ciudad, sino que circulaban de una periferia a otra (1995: 3). El cuadro vivencial de la comunidad haitiana era, en palabras de Juan Pérez de la Riva, el de «[u]n pueblo de hombres sin mujeres, repartido en una polvareda de pequeñas comunidades de algunas docenas de individuos cada una; viviendo en siniestros barracones o en míseras chozas; en el más absoluto aislamiento físico y moral, solo con su tambor y su gallo fino, y su risa buena y luminosa» (1979: 56). Según Álvarez Estévez, en las tres primeras décadas del siglo xx el corte de caña en Cuba se convirtió en una especialidad casi exclusiva de los braceros haitianos (1988: 13). A pesar de su inherente nomadismo, la migración haitiana se estableció como una comunidad coherente y distintiva en ciertas áreas de Camagüey (Ciego de Ávila, Jatibonico, Morón, Esmeralda, Florida, Nuevitas y Santa Cruz del Sur) y Oriente (Banes, Puerto Padre, Antilla, Nicaro, Campechuela). Los altibajos de la economía cubana —desde la llamada «Danza de los Millones» (1914-1920) hasta la crisis de los años treinta— tuvieron un impacto directo sobre la legislación inmigratoria y, en consecuencia, sobre el destino de los braceros antillanos. La caída de los precios del azúcar y el derrumbe de su producción resultaron en el creciente desempleo que, a su vez, llevó a la puesta en vigor de la Ley Provisional de Nacionalización del Trabajo (8 de noviembre de 1933) por el gobierno de Grau San Martín. Comúnmente conocida como «la ley del cincuenta por ciento», esta medida obligaba a todos los negocios a cubrir con personal cubano no menos del 3 El título del panfleto de Lelio Laville, La Traite des nègres au xx e siècle ou les Dessous de l’immigration haïtienne a Cuba, lo dice sin ambages. Desafortunadamente, no he podido consultar este texto. Publicado en Puerto Príncipe en 1933, el panfleto se encuentra, según parece, solamente en dos bibliotecas haitianas, la Nacional y la de St. Louis de Gonzague de Puerto Príncipe (L. Paret-Limardo de Vela 1962: 135).
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50% de los empleados (Sarusky 2004: 55; James Figarola et al. 1998: 66). Una provisión adicional estipulaba que en los lugares de trabajo nuevos o en los puestos que se desocuparan, debería emplearse únicamente a los cubanos. Este decreto, de acuerdo a Alejandro de la Fuente, afectó más severamente a los trabajadores españoles, obligando a muchos de ellos a emigrar o a naturalizarse (2001: 151-52). Según empeoraba la situación económica, se imponían nuevas medidas contra la inmigración. A partir del decreto presidencial del 18 de octubre de 1933 se implementó un programa de «la repatriación forzosa de todos los extranjeros residentes en la república, que no tuvieran empleos y carecieran de recursos. La orden abarcaba a todos los inmigrantes sin tener en cuenta color o nacionalidad, pero fue aplicada casi exclusivamente a los antillanos, especialmente a los haitianos» (De la Fuente 2001: 151). Si bien el proceso de deportaciones había comenzado ya en 1931, o incluso antes, «fue el fugaz gobierno populista de Ramón Grau San Martín (1933-34), nacido de la llamada revolución de 1933, el que adoptó las medidas más severas contra los inmigrantes e impulsó eficazmente su repatriación (De la Fuente 2001: 151)4. Este proceso se extendió por varios años, culminando en 1937 con 25.000 haitianos obligados por la fuerza a salir de Cuba. La extrema violencia de la repatriación forzosa ha dejado escasos testimonios tanto de parte de las víctimas como de los perpetradores, por lo cual tanto más significativas resultan las investigaciones historiográficas y representaciones de estos eventos en los textos que voy a analizar más tarde: «La tierra y el cielo» de Benítez Rojo y En el altar del fuego de James Figarola. Los braceros haitianos: entre la alienación y la integración En las investigaciones sobre las comunidades haitianas en Cuba notamos una gran ambigüedad en cuanto al ritmo y la profundidad de los procesos de transculturación de los inmigrantes. Hay quienes sostienen (Vera Estrada 1987-1988; Espronceda Amor 2001) que entre los haitianos que desafiaron la ley y se quedaron en Cuba los procesos de integración eran lentos debido a una combinación de varios factores: su aislamiento en enclaves rurales inaccesibles y casi despoblados; el nivel de alfabetización sumamente bajo; la economía basada en el autoconsumo; el nomadismo. Puesto que el cultivo de café ocupaba espacios ecológicos diferentes a la caña de azúcar y obedecía 4
Véase el Decreto nº 2232 en Hortensia Pichardo (1979, 4.1: 78-82).
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a un ciclo de cosecha distinto, el ritmo del «tiempo muerto» determinaba la migración estacional entre la zafra cañera de Camagüey y la recolección del café en el Oriente. Los informantes de Alberto Pedro Díaz del batey de Guanamaca indicaron que, todavía al final de la zafra de 1961, familias enteras continuaban la vieja tradición de irse al Oriente para la cosecha del café que empezaba en septiembre (Díaz 1966: 25). Juan Pérez de la Riva observa también que los haitianos que, en su mayoría, eran campesinos analfabetos «replegados sobre sí mismos», acostumbrados a la austeridad más extrema y apegados a la tierra, eran capaces de sobrevivir en condiciones ínfimas debido a los profundos lazos de solidaridad comunitaria (Juan Pérez de la Riva 1979: 19-20). Hay que agregar que el desconocimiento del español y el uso preferido del créole entre los miembros de la comunidad se aunaban con «el comportamiento isogámico» que conducía a una reticencia hacia cualquier mezcla étnica (Vera Estrada 1987-1988: 425, 427; Espronceda Amor 2001: 25-29)5. Las investigaciones de Díaz reafirman la incomodidad de los haitianos con el ambiente hispanohablante que, a diferencia del Oriente, predominaba en Camagüey: «Un dato que surgía siempre en nuestras conversaciones sobre este tema era el cariño que revelaban los haitianos hacia los orientales […]. ‘En Oriente sí que no hay problemas por el idioma. Todos los orientales saben hablar francés’ […]» (1966: 25). Cabe notar, sin embargo, siguiendo las conclusiones de Francisco Pérez de la Riva, que el uso generalizado de francés entre la primera diáspora haitiana se había extinguido hacia finales del siglo xix: «Fue la Guerra de los Diez Años la que dio el golpe más duro a los franceses de El Cauto, aun así fueron capaces de reconstruir en parte sus haciendas, pero el vendaval revolucionario se llevó al francés que como Alexandrine Boudreault-Fournier —apoyándose en los estudios de campo realizados en el año 2000— concluye que de la primera ola de migración franco-haitiana no quedan, según habría que sospechar, huellas tangibles en la lengua o costumbres diarias de sus descendientes, quienes están completamente integrados en la cultura cubana y a veces ni siquiera se dan cuenta de sus orígenes (2007: s/p). La investigadora observa también la falta de identificación entre los descendientes de la segunda ola migratoria con las costumbres de la tumba francesa. En cuanto a las uniones mixtas entre haitianos y cubanos, véase el excelente libro de María Eugenia Espronceda Amor, Parentesco, inmigración y comunidad, basado en entrevistas con inmigrantes haitianos y sus descendientes, y en donde se propone estudiar a través de los lazos de parentesco los procesos de integración de los haitianos en la sociedad cubana. Según observa la autora, debido a la escasez desproporcionada de mujeres haitianas, la mayoría de tales uniones se daban entre hombres haitianos y mujeres cubanas. A los haitianos se les llamaba codasos, a los descendientes de haitianos, pichones (Espronceda Amor 2001: 25-29). 5
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lengua vehicular con tanto trabajo y tesón habían mantenido los caficultores en los valles intramontanos» (1944: 385)6. A esta lista de mecanismos que afectaron la integración de los haitianos de la segunda oleada migratoria vinieron a sumarse, según varios historiadores y etnólogos, «los sentimientos de indefensión, de inseguridad, y de desconfianza y recelo hacia miembros del exogrupo», junto a los factores psicológicos «de defensa del yo y de autoconservación de las agresiones, o pretendidas agresiones del exogrupo, [que] provocaban, a su vez, en los haitianos el etnocentrismo que a la vez los llevaba a su auto-marginación, con el consecuente incremento del racismo» (González Suárez 2004: 344). No todos los investigadores están de acuerdo con la tesis de que los haitianos que arribaron a Cuba durante el primer tercio del siglo xx terminaron insertándose en la tradición ya establecida por la primera oleada de inmigrantes de principios del siglo xix (Ramos Venereo 1991: 108). En varios trabajos prevalece el argumento de que la distancia temporal así como las diferencias socioeconómicas y culturales entre los dos grupos oriundos de Haití no resultaron en una sedimentación sucesiva de influencias, sino más bien en una serie de rupturas y discontinuidades. Así pues, en términos culturales, Marta Esquenázi Pérez atribuye la tradición de la tumba francesa a la primera oleada migratoria, mientras que asocia las celebraciones de la Semana Santa del Bande Rará (Gaga) con la llegada de los braceros (1999: 169). La Semana Santa en Haití es el epítome del sincretismo religioso que se manifiesta a través de una mezcla sui generis de un drama espiritual y de un carnaval callejero (McAlister 2006: 79). Por lo general, de una notable serie de trabajos publicados en Cuba en los últimos tres lustros, emerge la imagen de un haitiano cuya proclividad a El clásico estudio de Esteban Pichardo y Tapia, Diccionario provincial casi razonado de vozes y frazes cubanas (1862), dejaba constancia de la influencia lingüística del francés en la provincia de Santiago de Cuba, mientras que otros autores expresaban su preocupación por el «afrancesamiento» de la lengua española (Valdés Bernal 1987-1988: 223). Sobre la trayectoria del «criollo haitiano» en Cuba, véase John M. Lipski (2004). Yalexy Castañeda Mache e Ileana Hodge Limonta definen el créole como «[l]engua nacida de la simbiosis fonolingüística producida entre el francés y las lenguas y dialectos africanos principalmente el fon y que hoy constituyen el idioma nacional haitiano y el segundo idioma extranjero, incorporado como lengua materna, más hablado en Cuba» (2007: s/p). Según estadísticas ofrecidas por la Asociación Banzil Kiba Kreyol —fundada en 1997 para promover el conocimiento y la difusión del créole en el Caribe—, la cifra de cubanos que hablan perfectamente o entienden el créole en Cuba asciende a más de 4000 personas. La Facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de La Habana se dedica a la enseñanza de este idioma. Consúltese . 6
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resistir el cambio modernizador se manifiesta en el gran apego a costumbres ancestrales. Dentro de este acervo de prácticas tradicionales el vodú cobra, por cierto, el mayor relieve. En el primer tercio del siglo xx las creencias y ritos de vodú no solamente hacían descollar a los braceros haitianos como miembros de una comunidad coherente sino que también recalcaban su diferencia ante los cubanos y su resistencia a los atropellos. De este modo el vodú adquirió también en Cuba características de un «cimarronaje cultural» (término de Adriana Maya 1992) que extiende el desafío de la rebeldía cimarrona hacia esferas no asociadas directamente con lo político o militar. En palabras de Silvia Faxas y Alexis Castañeda: Los pobladores de origen haitiano se caracterizan por preservar las raíces mágico-religiosas, especialmente el vodú, mantienen la unidad y estabilidad familiar, asegurando de esta forma la continuidad de sus expresiones socioculturales. Sus comunidades son espacios donde se refunde la cultura material y espiritual de aquel país como prueba de un ejercicio consciente de sus portadores. Conservan entre sus descendientes la lengua de origen, el créole, creando un área de bilingüismo que trae aparejado un interesante y dinámico intercambio lingüístico (2004: s/p).
La inmigración indeseable: «¿se está africanizando Cuba?» La presencia masiva de inmigrantes haitianos y su marcada otredad lingüística, étnica y religiosa ante sus vecinos —guajiros cubanos— no solamente avivó los viejos prejuicios en las zonas rurales del suroeste cubano sino que resucitó también los fantasmas del miedo al negro en el discurso urbano de los letrados de los años 1920-1930. En este punto, el historiador Álvarez Estévez discrepa, sin embargo, de las voces que alegan actitudes discriminatorias en el campo cubano, argumentando que «no se tienen noticias de alguna especial manifestación de discriminación entre el pueblo cubano pobre y los antillanos» (1988: 13). Como siempre, las voces de las clases populares no nos llegan con la misma fuerza que las palabras difundidas y preservadas desde el poder, por lo cual la documentación de los brotes de sentimientos antihaitianos es mucho más contundente con respecto al sector letrado. Un simple vistazo a los archivos cubanos de la época indica que más de un siglo después de la Revolución Haitiana el fantasma de la insurgencia negra volvió con toda la fuerza de un estereotipo a los foros del debate y a las columnas de los periódicos: la revolución de Haití, representada en la memoria colectiva o social como el imperio de la tea, con cañaverales e ingenios ardiendo, y que dio lugar a un nuevo
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orden social, un país independiente de la metrópoli francesa, una república en la que se instauró un gobierno negro. Estas descripciones tenían un gran efecto en el lector y reforzaban el consejo del periódico: se imponía la necesidad de una represión dura, sin margen para el diálogo, dadas las representaciones sociales compartidas y a las que no es necesario aludir directamente y que sustentan la tesis del periódico de ausencia de un objetivo político (Antón Carrillo 2005: 183).
Los debates sobre la inmigración se insertan, por cierto, dentro de un marco más amplio de la construcción de la identidad nacional. Según ha observado Adriana López Labourdette, desde sus inicios la formación de la cubanidad se proponía contrarrestar la poderosa dinámica de dispersión y fragmentación por medio de una fuerza centrípeta de homogeneización: «Integrar la diferencia, surgida de los continuos desplazamientos, y organizarla en un eje territorialtemporal será su marca más evidente» (2006: 207). Si bien es cierto, como admite la misma López Labourdette, que el gesto de borrar las diferencias no es exclusivo del nacionalismo cubano, la multiplicidad de etnias y culturas entremezcladas en la isla hace tanto más visibles las desigualdades que tienen que ver con el acceso de distintos grupos al espacio de la ciudadanía (López Labourdette 2006: 208). El tono alarmista de preguntas como: «¿Se está Cuba africanizando?» o de aseveraciones tipo: «El problema, gravísimo para Cuba, de las inmigraciones indeseables» o «Lo más negro de nuestra africanización no es el negro» —que resonaban en el primer tercio del siglo xx en los discursos de intelectuales más prominentes del país— se sincronizaba con las opiniones de los médicos, eugenistas y otros científicos sociales que esgrimían los principios de la antropología criminal de Cesare Lombroso para argumentar sobre la correlación entre la etnicidad y la delincuencia. En un texto publicado en 1927 en la revista Carteles, Emilio Roig de Leuchsenring argumentaba: los que consienten y autorizan año tras año, la entrada de esos inmigrantes, indeseables, verdaderos aventureros del trabajo, de escasísima civilización, pésimas condiciones sanitarias, bajo nivel moral, no asimilables a la población cubana, analfabetos en su mayoría […] debían cerrarles el paso a esos inmigrantes, no dando más autorizaciones para el embarque de haitianos, jamaiquinos ni otros inmigrantes «nocivos» al país, reglamentando debidamente la inmigración para que no entren, declarados o disfrazados (citado por Naranjo Orovio 2006a: s/p).
A contrapelo de la premisa martiana de que había que entender la cubanidad por encima de las distinciones étnicas («cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro»), la raza se convirtió en uno de los ejes de demarcación
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de lo que devendría en la matriz de la identidad nacional. La prensa habanera y regional creía ver la mano directa de los negros en todo lo que representaba una amenaza a la salud, la seguridad, el orden y la ley. La compilación bibliográfica de Maylén Domínguez Mondeja «El archivo personal de Fernando Ortiz y su recortería de prensa sobre brujería» (2002) ilustra la meticulosidad con la cual Ortiz seguía esta temática en las publicaciones periódicas. Un mero recorrido de los títulos sensacionalistas produce un efecto verdaderamente escalofriante: «Bebiendo sangre humana», «La brujería en acción», «Los caníbales de Minas», «El culto brujeril de Changó», «Decapitan los brujos a un niño», «En el antro de un brujo», «Secuestró una demente a un niño para matarlo y beber la sangre». Entre las noticias que aparecían a cada rato en la prensa cubana de inicios del siglo xx las más estremecedoras eran, sin duda alguna, las que informaban de secuestros y desapariciones de niños. Invariablemente, se imputaba estos crímenes a los «negros brujos», como parte de los supuestos sacrificios rituales. Entre los crímenes más notorios encontramos los casos de las niñas Zoila (1904) y Luisa (1908), de los niños Onelio García (1915) y Marcelino López (1919), así como los de la niña Cuca (1922), de la niña Cecilia (1923) y de la menor América Luisa (1923). Los historiadores establecen un nexo directo entre la histeria colectiva y la inmigración antillana y observan que en los crímenes de las niñas Cuca y América Luisa «todos los negros inculpados eran antillanos» (Chávez Álvarez 1991: 37). En palabras de Juan Pérez de la Riva, «De todas las taras con que se quiso abrumar a la inmigración antillana, ninguna de más impacto popular que su vinculación con las prácticas de brujería y participación en los supuestos sacrificios rituales de niños blancos» (1979: 63)7. Las prácticas religiosas de los «negros brujos» —sobre todo ñáñigos y haitianos— se presentaban como manifestaciones de atavismo y hechicería, según se hace evidente en el siguiente pasaje tomado del diario El Heraldo Curiosamente, varios «casos» se dieron en la parte occidental de la isla, donde apenas hubo inmigrantes antillanos: «Aunque al oeste de la Trocha no había prácticamente inmigrantes antillanos, a partir de 1919 se recrudece la sistemática campaña de difamación contra los negros cubanos y antillanos, dirigida hábilmente por la prensa habanera bajo la sombra de eminentes personalidades de la época» (Chávez Álvarez 1991: 36). Antes de extinguirse en la década de 1920, el fenómeno de los «negros brujos» pasó, sin embargo, «hacia la región camagüeyana, estrechamente vinculada a la inmigración antillana» (Chávez Álvarez 1991: 37). Hay quienes sospecharon que algunos de los incidentes de brujería fueron fabricados por las autoridades precisamente en las zonas de mayor concentración de la inmigración antillana. 7
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de Cuba (abril 1922): «en la provincia de Oriente, en Cuba, los haitianos se dedican a la brujería, contaminando a los morenos cubanos con atávico salto atrás. Tienen el culto supersticioso de ‘voodú’, lleno de actos de magia negra y prácticas dirigidas por un sacerdote que denominan ‘papá Bocú’» (citado por Millet/Alarcón 1989: 75). De modo sucinto, el siguiente comentario de Naranjo Orovio logra captar el clima de aquella lucha cubana contra los demonios que marcó las primeras décadas de la joven república y que reforzó en el imaginario popular el estereotipo de un negro brujo, haitiano o ñáñigo, bárbaro y criminal: ¿No eran estos braceros haitianos los mismos que continuaban practicando los ritos salvajes del vudú? ¿No eran ellos los que hablaban de zombis y practicaban magia negra? ¿No eran los antropófagos que siglos atrás habían incendiado tierras y asesinado a la población blanca de Saint Domingue? Los antiguos temores se sumaron a los miedos del presente de quienes pensaban que su presencia frenaría la integración nacional, limitaría los efectos «beneficiosos» del mestizaje que lentamente estaba blanqueando la población y, en definitiva, «el blanqueamiento de la cultura» (Naranjo Orovio 2007b: 323).
Además de la imputación de crímenes rituales contra niños blancos, «[o]tro de los males nacionales con que se quiso abrumar a la población inmigrante antillana fue el azote de la gripe española o influenza, que asoló el país desde finales de 1918 hasta mediados de 1920 […]. Contrario a lo que se aseguraba, la influenza fue traída de Europa y no de las Antillas» (Chávez Álvarez 1991: 197). El término «inmigración antisanitaria» cundió en los discursos oficiales de la época, sobre todo al recibir el sello de aprobación «científica» del doctor Jorge Le-Roy y Cassá que llegó a esgrimirlo en un informe a la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana en diciembre de 1923 (Álvarez Estévez 1988: 181). Según la acertada observación de Alejandro de la Fuente, la oposición a la inmigración antillana «se hizo en nombre de un cuerpo social saludable y limpio» (2001: 79). No obstante, cuando a finales de 1918 «el gobierno haitiano paró la emigración a Cuba alegando que las condiciones sanitarias en la isla eran malas», las autoridades cubanas afirmaron que la epidemia de influenza en la isla era «muy moderada» (De la Fuente 2001: 148-149). No cabe duda de que más de un siglo después de la Revolución Haitiana surgió en Cuba una modificación —para usos políticos inmediatos— de los viejos estereotipos acerca de las aberraciones o conductas criminales adjudicadas a los negros: la violencia y la ferocidad, la superstición, la drogadicción, la prostitución, la lujuria, las «desviaciones» sexuales, las costumbres insalubres
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y primitivas. Irónicamente, estas imágenes fueron reforzadas por la heroica lucha de los campesinos haitianos conocidos como «cacos», quienes en esta misma época, bajo el liderazgo de Charlemagne Masséna Péralte (1886-1919), combatieron por cuatro años la invasión norteamericana. Podría parecer que muy pocos cubanos veían con buenos ojos a los haitianos. Mientras que para los negros del Caribe el líder de los «cacos» adquirió la estatura de un mensajero de la libertad y símbolo de la resistencia antiimperialista, el temor a la insurgencia «de color» era difícil de superar entre los blancos. De acuerdo a Vera Estrada, los haitianos se convirtieron en el chivo expiatorio «sobre el cual recayeron todas las acusaciones por los males que sufría la República» (1987-1988: 427). «Una aureola repulsiva» que volvió a rodear a los haitianos durante la República era una tacha «de la cual no se librarían con facilidad en los años sucesivos» (Espronceda Amor 2001: 14)8. Mientras más se ahonda en la historia de los haitianos en Cuba, sin embargo, más obvios resultan los olvidos, las lagunas, las ambigüedades. Sin negar toda confiabilidad a los estudios de archivo y las investigaciones de campo tenemos que reconocer el carácter fragmentado y parcial de los mismos, junto a la duplicidad inquietante de testimonios recogidos medio siglo después de los eventos recordados o la evidente incomodidad de los investigadores maniatados por su metodología o por la ideología impuesta desde fuera. Frente a todo un acopio de trabajos que acabo de citar y cotejar, seguramente no debemos perder de vista un libro pionero y fundamental, El vodú en Cuba, publicado por el equipo de investigadores de Casa del Caribe de Santiago (Joel James Figarola, José Millet, Alexis Alarcón). Basado en un extenso trabajo de campo efectuado en la década de 1980 entre los haitianos afincados en el Oriente, este libro —en sus dos importantes ediciones de 1992 y 1998— nos puede ayudar a matizar de manera muy significativa algunas de las opiniones más tajantes citadas arriba. No cabe duda de que entre las premisas de este proyecto está el propósito de reivindicar al haitiano y recuperar su voz. El haitiano-cubano emerge de las páginas de El vodú en Cuba como una suerte de «ciudadano dual», aunque muchas veces indocumentado. Para empezar, se plantea que en lo relativo a reivindicaciones obreras, los braceros haiEntre los intelectuales que se unieron a este coro de cubanos preocupados por la supuesta amenaza que para la identidad y la economía cubanas representaba la inmigración no-europea se destacan los nombres de Luis Araquistáin, Luis José María Merchán, Raimundo Cabrera, Ramiro Guerra y Emilio Roig de Leuchsenring. El discurso higiénicosanitario, eugenésico y/o antropológico-criminal de cuño lombrosiano fue pregonado, a su vez, por destacados médicos y antropólogos: Francisco Menocal, Federico Córdova, Juan Guiteras, Rafael Fosalba, Israel Castellanos y, en su etapa temprana, Fernando Ortiz. 8
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tianos siempre buscaban modos de «una filiación lineal con sus homólogos cubanos» (James Figarola/Millet/Alarcón 1998: 69). Más aún, ante una avalancha de decretos y leyes gubernamentales que impulsaban la repatriación forzosa, los haitianos intentaron «establecer canales de unión y de comunicación que propiciarán una suerte de doble sentimiento nacional. El haitiano, que se subraya a sí mismo como haitiano, afirmando que es haitiano, nunca dejará de afirmar que al mismo tiempo es cubano y nunca dejará de aceptar a Cuba como tierra suya, como no rechazará a Haití tampoco como tierra suya» (James Figarola/Millet/Alarcón 1998: 69). Los investigadores santiagueros mencionan también una serie de estrategias —muchas veces espontáneas y no necesariamente conscientes a nivel colectivo— empleadas por los haitianos para fomentar la interrelación entre la cultura cubana y la haitiana inmigrante. A saber: matrimonios o uniones entre hombres haitianos y mujeres cubanas; ostentación de bilingüismo y el uso del patois o del español, según lo indique la presión social; inclinación a facilitar las uniones de los descendientes de haitianos, los llamados pichones, con cubanos y no con otros pichones; ostentación de mayor rendimiento en el trabajo, destreza en el manejo de las herramientas, sobre todo del machete, flexibilidad en cuanto a los horarios; el excelente conocimiento de las prácticas médicas tradicionales; el sentido de dignidad y orgullo derivado del pasado heroico de Haití que servía como un paliativo frente a la discriminación que enfrentaban a diario (James Figarola/Millet/Alarcón 1998: 70-74). Dentro de este marco, resulta pertinente mencionar la formación en 1928 de la Asociación Caribeña de Cuba, que sigue funcionando en actualidad con el objetivo de preservar la cultura de los inmigrantes caribeños en Cuba. El vodú —que para otros investigadores era un impedimento para la integración cultural— de acuerdo a James Figarola y su equipo constituía, por el contrario, un factor fundamental en la adaptación de los haitianos a su nueva patria: el vodú es un sistema mágico-religioso abierto, en contraposición a los sistemas mágico-religiosos cubanos que suelen ser cerrados o al menos con mucho más alto grado de rigidez que el vodú, lo cual permitía al haitiano adaptarse a las condiciones imperantes […] con una mayor facilitad que aquella con la que el cubano podía hacerlo en las propias zonas rurales en las cuales estaba en compañía, o en confrontación, con los haitianos (James Figarola/Millet/Alarcón 1998: 72).
Desgraciadamente, no tengo acceso a fuentes de primera mano para contradecir o apoyar cualquiera de las diversas interpretaciones de los científicos
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sociales que acabo de resumir. Lo que sí me propongo analizar a la hora de ver los textos literarios que reflejan la experiencia haitiana en Cuba, son las posibles manifestaciones de estas ambivalencias y contradicciones que con tanta fuerza afloran en los trabajos de historiadores y etnólogos. Finalmente, hay que añadir que la llegada masiva de los inmigrantes haitianos hizo que los investigadores de la época volvieran los ojos hacia el Oriente para contemplar las complejas imbricaciones que se daban allí entre diferentes dispositivos socioeconómicos y culturales. Aparecen en esta época publicaciones que siguen siendo de consulta obligatoria para los estudiosos de hoy: «La influencia de la cultura francesa en la provincia oriental de Cuba en los siglos xviii y xix» (1932) de Eduardo Montolieu, Oriente folklórico (1934) de Ramón Martínez y El café (1944) de Francisco Pérez de la Riva. Si bien es cierto que todos estos autores perciben el componente franco-haitiano como un ingrediente subsumido al «ajiaco» cubano, el valor documental de sus trabajos no ha menguado con los años. Desde Cuba a Haití: la experiencia de los braceros en la literatura haitiana Trasladándonos ahora del campo cubano al ambiente rural haitiano, debemos indicar que los nexos con el exterior a través de los braceros que «franquearon los límites del territorio nacional» (Bastien 1951: 155) y el contacto forzoso con los marines de los Estados Unidos durante la ocupación del país representaron una ruptura dramática con el hermetismo que hasta entonces había caracterizado la vida del campesino haitiano. En palabras de Rémy Bastien, Alrededor del año 1927, se produjo un hecho importante en la historia de Haití. Hasta aquella fecha la población rural, concentrada en sus montañas y valles, no había tomado contacto con el mundo exterior. Su folklore conservaba el nombre de Francia y la presencia de unos pocos inmigrantes le hablaba de la existencia de islas vecinas a Haití (1951: 155).
La problemática de los braceros antillanos encontró también una plasmación inmediata en la creación literaria de la época, aunque lejos de formar una corriente temática distintiva. En la literatura haitiana, tres novelas de gran valor estético conmemoran estas experiencias: Viejo (1935) de Maurice Casséus, Gouverneurs de la rosée (1944; Gobernadores del rocío) de Jacques Roumain y L’Espace d’un cillement (1959; En un abrir y cerrar de ojos) de Jacques Stephen Alexis, además de un puñado de textos de menos envergadura que tratan el tema más bien de soslayo, como Le drame de la terre (1933) de
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Jean-Baptiste Cinéas y Canapé vert (1942) de Philippe Thoby-Marcelin y Pierre Marcelin. En este contexto, Viejo se destaca tanto por su tratamiento complejo de los (des)encuentros entre la cultura haitiana y cubana, como por su compromiso sociopolítico y por ser, además, una de las primeras plasmaciones literarias de la ideología del noirisme haitiano (Kaussen 2005). Marco, el protagonista de la novela de Casséus, es conocido como el «viejo», término con que se designaba en Haití a los paisanos que habían pasado un cierto tiempo en las plantaciones cubanas. Marco regresa a Haití —que se encuentra bajo la ocupación norteamericana— después de haber trabajado por quince años para los dueños norteamericanos en Cuba. El historiador Álvarez Estévez comenta que, por lo general, la sociedad haitiana demostraba «un notable rechazo hacia los nacionales que arribaban procedentes de Cuba, a su entender frustrados o arruinados. Sólo los llamados ‘viejos’ que regresaban con ciertos ahorros, podían integrarse económicamente a la sociedad […]» (1988: 46-47). El escritor haitiano René Depestre menciona también otras facetas de estos contactos intraisleños: [p]ara un haitiano que había estado en La Habana o en Santiago de Cuba, que eran como metrópolis, resultaban ciudades modernas […]. Entonces se notaba una admiración por el haitiano que en aquellos tiempos había vivido en Cuba. Despertaba una cierta curiosidad, por su forma de vestir, la costumbre de fumar tabaco, ya que en Haití no se fumaba tabaco […]. Ese haitiano sabía bailar son, hablaba algunas frases en español para demostrar que era culto, que había estado en Cuba (citado por Álvarez Estévez 1988: 47).
En la novela de Casséus, el «viejo» Mario ha regresado a Haití con algo más que «ciertos ahorros», la costumbre de fumar tabaco o la habilidad de bailar el son. En el curso de su activismo laboral en Cuba Mario había acumulado un capital político que, en el marco ideológico de la novela, conlleva la promesa de abrir un camino propio para la lucha obrera en el Caribe: In Cuba, responding to low wages, Mario organizes a labor strike in commemoration of the Haitian Revolution and its black nationalist leader, Jean-Jacques Dessalines: «it was me who told the Haitians of the ‘central’ that we should go on strike on January 2, in memory of Dessalines, and organize a revolution in the ‘Centrals’ of Camagüey because of the salaries (27-28). […]. Through juxtaposition and implication, Casséus associates the Haitian Revolution with an alternative Caribbean history of modernity that includes labor resistance, with a mass movement produced by the intercultural contacts and dialogues that derive from labor migration and capital flows (Kaussen 2005: 81).
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A su vez, Manuel, el protagonista de Gobernadores del rocío, en un claro paralelo con Mario, también vuelve a Haití endurecido por tres lustros de trabajo en los cañaverales cubanos. Manuel encuentra a su pueblo aquejado por una terrible sequía y tiene que despojarse de su identidad de «extranjero» para volver a integrarse a la vida de la comunidad y guiarla para superar la calamidad: «Yo soy de por aquí: de Fondo-Rouge. Hace mucho que me fui del país, espera: en Semana Santa hará quince años. Estaba en Cuba» (Roumain 2004: 134). Fonds Rouge —aunque no lo vamos a encontrar en ningún mapa de Haití— se configura en la novela como un pueblo (arque)típico que, como Macondo muchos años después, alcanza la magnitud de un mito. El mito y la realidad se entretejen también en otras dimensiones de la novela. Para los niños del pueblo, Manuel es un ser exótico con trazas de un héroe legendario: «Los niños seguían su porte, fascinados. Para ellos era el hombre que había atravesado el mar, que había vivido en ese país extraño, Cuba; estaba rodeado de misterio y de leyenda» (173). Desde la perspectiva de los habitantes de Fonds-Rouge, Cuba despierta una gran curiosidad como un país donde «hablan una lengua distinta a la de nosotros, como quien dice una jerga» y «conversan tan rápido que puedes abrir enorme el pabellón de la oreja y no entiendes nada de nada, como si montaran cada palabra sobre las cuatro ruedas de una carretilla a toda velocidad» (144). Incluso para el personaje llamado Laurélien Laurore, quien en numerosas ocasiones había cruzado la frontera dominicana, Cuba es una fuente de fascinación y mitificación: Laurélien pedía de nuevo: —Háblame de Cuba. —Es un país cinco veces, no, diez, no, veinte veces quizás más grande que Haití. Pero tu sabes, yo estoy hecho de esto, yo. Tocaba el suelo y acariciaba los terrones. —Yo soy esto, esta tierra y la llevo en la sangre. Mira mi color, parece que la tierra hubiera desteñido sobre mí, sobre ti también. Este país es el lote de los negros y cada vez que tratan de quitárnoslo, hemos extirpado la injusticia a machetazos. —Sí, pero en Cuba hay más riqueza, se vive más cómodo. Aquí hay que pelearse duro con la existencia, y ¿de qué sirve? No hay ni siquiera con qué llenarse la barriga y uno no tiene ningún derecho contra los abusos de las autoridades (168).
Desafiando el estereotipo de un haitiano pasivo, Manuel, igual que Mario, se destaca por su conciencia forjada en Cuba a través de su participación en el movimiento obrero en los centrales azucareros:
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Quince años pasé en Cuba, quince años tumbando caña, todos los días, sí, todos los días, desde el amanecer hasta el atardecer. Al principio uno siente los huesos en la espalda retorcidos como un trapo. Pero hay algo que te hace aguantar, que te permite soportar. ¿Sabes lo que es, sabes lo que es? […]. La rabia […]. La rabia es una gran fuerza. Cuando hicimos la huelga, cada hombre se preparó, cargado como un fusil, con su rabia hasta los dientes. La rabia es su derecho a la justicia. Nadie puede contra eso. Comprendía mal lo que decía, pero era todo oídos a esa voz sombría que acompasaba las frases mezclándolas de vez en cuando con el brillo de una palabra extranjera (135-136).
Desde la perspectiva de los cubanos, los braceros haitianos no se distinguían por su resistencia a los abusos. Puesto que los inmigrantes antillanos llegaron a cumplir las extenuantes faenas en las plantaciones cubanas a precios de hambre, con frecuencia se les echaba la culpa de desplazar a los trabajadores locales y a los demás extranjeros. Álvarez Estévez cita un artículo publicado en el periódico La Lucha en 1916 que crea la imagen de los haitianos como gente acostumbrada «a soportar las penalidades de una vida miserable […] se contentaban con jornales exiguos que no bastarían a satisfacer a medias las necesidades de nuestros braceros» (1988: 80). Esta percepción exacerbó el recelo hacia los haitianos y, según algunos estudiosos, tuvo sus repercusiones en los altibajos del incipiente movimiento obrero (Guanche Pérez/Moreno 1988: 13; Sarusky 2004b: 4). Marc McLeod comenta al respecto: La presencia de numerosos inmigrantes afro-caribeños en Cuba ha sido culpada, tanto por los observadores contemporáneos como por los historiadores posteriores, de haber provocado varios problemas en la sociedad cubana neocolonial (epidemias de enfermedades contagiosas y olas de crímenes violentos), y en particular, de haber inhibido y retardado el desarrollo del movimiento obrero cubano. Comenzando con Ramiro Guerra y Sánchez, Azúcar y población en la Antillas, se ha aceptado la idea de que los braceros antillanos trabajaban por sueldos más bajos que los obreros cubanos, y esto permitió que las tácticas divisionistas de los capitalistas empujaran una cuña e incidieran negativamente en la unidad obrera (2000: 141-142).
Las confesiones del distinguido historiador cubano Jorge Ibarra, compartidas en una entrevista reciente, parecen corroborar el juicio de McLeod. Ibarra admite que en el curso de sus investigaciones él mismo tuvo que superar toda clase de estereotipos y prejuicios asociados con la supuesta pasividad de los trabajadores procedentes de Haití y Jamaica ante la explotación y los atropellos: «eran vistos como esclavos, como un rebaño al servicio de las compañías y el capital financiero norteamericano, unos seres carentes de conciencia de clase,
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una masa incapaz de ‘proletarizarse’, que vino a Cuba solo para envilecer los salarios de los trabajadores cubanos» (Rosete Silva 2005: s/p). Los trabajos llevados a cabo en los años recientes demuestran, sin embargo, que muchos de los inmigrantes antillanos se veían activamente involucrados en los movimientos por las reivindicaciones obreras en Cuba y que algunos de ellos continuaban estas actividades cuando regresaban a sus países de origen. Partiendo de un meticuloso estudio de documentos de la época (la prensa periódica, los archivos del movimiento obrero, los informes diplomáticos), McLeod desmitifica de manera contundente la supuesta pasividad de los antillanos: La historiografía sobre Cuba también ha planteado la idea de que los inmigrantes antillanos no participaban en las luchas obreras, ya sea por su posición en el mercado laboral como braceros temporales o por su supuesto retraso cultural e ideológico. Algunos estudios recientes han comenzado a modificar la imagen del bracero afro-caribeño como un neoesclavo que aceptaba sueldos envilecidos, trabajaba bajo las condiciones más miserables y se alejaba de las organizaciones obreras. Aunque es evidente que la mera presencia de tantos en el mercado laboral cubano sirvió para deprimir los salarios en general, si nos enfocamos en el nivel de la plantación, parece que a los braceros antillanos se les pagaba lo mismo que a los trabajadores nativos (2000: 142)9.
Volviendo a las novelas haitianas sobre la experiencia de los braceros, en términos culturales tanto Mario como Manuel son seres híbridos, producto de las asimetrías económicas del Caribe poscolonial: su conciencia política nació en Cuba y está cifrada en sus costumbres, en su cosmopolitismo, en su habla, salpicada con palabras y frases en español10. El protagonista de la novela de Roumain no solamente es testigo y víctima de abusos en Cuba («Haitiano maldito, negro de mierda, gritaban los Guardias» 140) sino también —a la manera del testimonio— un portavoz de su clase y de su etnia: «Dejé miles y miles haitianos del lado de Antilla. Viven y mueren como perros: Matar a un haitiano o a un perro es la misma cosa, dicen los tipos de la policía rural, verdaderos animales feroces» (147). René Depestre —distinguido escritor 9 El ensayo de Raimundo Gómez Navia recoge muchos detalles antes dispersos o poco conocidos sobre el activismo laboral de los haitianos. Cita, por ejemplo, el decreto del presidente Mario García Menocal que dictaminó la expulsión de dirigentes sindicales haitianos en 1919 (2005: 21). El historiador dedica también una mención especial a Chicho Cuba, destacado líder sindical de las áreas rurales de Guantánamo, asesinado en 1944 (2005: 24). 10 Las expresiones en español están marcadas en cursiva tanto en el original francés como en la traducción que he usado.
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e intelectual haitiano exiliado durante varios años en Cuba— comenta que muchos haitianos, al regresar a su país, idealizaban a Cuba «a pesar de que habían vivido mal, pasando hambre y dificultados con la amenaza de la guardia rural» (citado por Álvarez Estévez 1988: 47). Posterior a las novelas de Casséus y Roumain, En un abrir y cerrar de ojos (L’espace d’un cillement, 1959) de Jacques Stephen Alexis, se inscribe en la veta de denuncia social al mismo tiempo que coloca el complejo cuadro socio-étnico de Haití dentro del espacio transantillano. Su tono aleccionador es menos directo, tamizado por un despliegue de diversas estrategias narrativas. Por medio de la pluralidad de registros narrativos y lingüísticos (francés, créole, español) y a través de las identidades culturalmente híbridas de sus personajes —La Niña Estrellita/Eglantina Covarrubias y Pérez y El Caucho/Rafael Gutiérrez, cubanos asentados en Haití—, la novela establece un nexo entre Cuba y Haití no solamente a nivel de historias personales, sino también en términos económicos, culturales y políticos. Desde el presente narrativo —Haití, Puerto Príncipe, La Semana Santa de 1948—, la historia de amor entre La Niña Estrellita y El Caucho nos remite a la adolescencia de los protagonistas en el Oriente cubano a mediados de la década de los treinta y al activismo político de El Caucho en el movimiento obrero bajo el liderazgo de Jesús Menéndez. Los periplos de La Niña y de El Caucho van a contracorriente del flujo migratorio entre Haití y Cuba: La Niña sale de Cuba para trabajar como prostituta en Puerto Príncipe, mientras que El Caucho, tras deambular por todo el Caribe organizando el movimiento sindical, «perseguido, acosado siempre» (25), también encuentra asilo temporal en Haití: «¡Cuántos meandros no ha dibujado en torno de su mediterráneo Caribe! Oriente de Cuba. La Habana, Veracruz en México, San Pedro de Macorís en la República Dominicana, la Guaira en Venezuela, Ciudad de Guatemala, Panamá, Port-au-Prince hoy, y acaso San Juan de Puerto Rico, Tegucigalpa o Maracaibo mañana…» (22). Al legado compartido de la esclavitud y del sincretismo religioso del Circuncaribe se une todo un tejido de referencias intertextuales e históricas que refuerza la noción de identidad transcaribeña. En la novela de Alexis, Cuba está presente en la vida diaria de Haití a través de la poesía de Nicolás Guillén y las canciones de Celia Cruz, en los ritmos del son y del bolero, en las referencias a José Martí, en la memoria de las Guerras de la Independencia y en las alusiones a eventos más inmediatos, como el asesinato del líder obrero Jesús Menéndez11. Conforme observa Gómez Navia, los haitianos en Cuba «eran fervientes admiradores de Jesús Menéndez. Por eso, cuando lo asesinaron aquel 22 de enero de 1948 en Manzani11
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La afinidad entre las dos islas queda reflejada también en el impacto de la Revolución Haitiana sobre los procesos de liberación y formación nacional en el Caribe: Pisa una tierra asoleada, cálida, una isla, más aún: una isla del Caribe, la isla hermana de su Cuba toda de azúcar… Cuba y Haití, la Flor y la Perla de las Antillas… En tiempos de José Martí y de Maceo, era aquí donde millares de mozos de su tierra venían a recobrar el aliento, a curar sus heridas esperando las nuevas llamaradas de la gran batalla libertadora de Cuba. La América Latina, el panamericanismo, la libertad y la igualdad hicieron sus primeras armas en esta tierra haitiana, se desarrollaron aquí antes de enjambrar de norte a sur […] (71).
En sus reflexiones sobre el futuro de la región, El Caucho —a pesar de sentir una profunda nostalgia por su tierra natal— repara también en los vínculos de solidaridad entre Haití y Cuba, reforzados por el pasado común y el presente muchas veces compartido: Las gentes de aquí están cerca de él. Gentes calientes, con ojos que tienen el sentido de los colores, un corazón músico, una cabeza que vive de ritmos […]. Los problemas aquí y allá son análogos, las costumbres casi coincidentes, los impulsos igualmente fogosos. En torno de las provincias de Oriente, las decenas de millares de trabajadores haitianos que se arraigaron en ellas algo aportaron a la música cubana […] (71).
El tono de estas reflexiones parece más ensayístico que novelístico, para no dejar lugar a dudas en cuanto al mensaje político de la novela. Los braceros en la literatura cubana anterior a 1959 En Cuba, las resonancias literarias de la segunda ola migratoria fueron casi inmediatas, según lo atestigua un puñado de textos dados a conocer en la década de los 30 del siglo xx: Marcos Antilla: relatos de cañaveral (1932) de Luis Felipe Rodríguez, Ecué-Yamba-O (1933) de Carpentier y «Aquella noche salieron los muertos», un cuento largo de Lino Novás Calvo originalmente
llo, los haitianos brindaron un sentido homenaje a este líder obrero. A lo largo de todo el trayecto del tren funerario que trasladó el cadáver, en todas las estaciones de ferrocarril, en todas las guardarrayas a la orilla de la línea, se pararon los haitianos para despedir a ‘Papá Jesús’, a ‘Papá Menéndez’, como le llamaban» (2005: 23).
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publicado en la Revista de Occidente (diciembre 1932) y luego incluido en la colección La luna nona y otros cuentos (1942). Empezando con Marcos Antilla, su narrador se presenta con una dosis de autoironía como un criollo cubano arquetípico, producto de la economía de la plantación: «Bueno me parece que me llamo Marcos Antilla y nací en Hormiga Loca, ese cubano conglomerado de tierra blanca, prieta y colorada, que tú conoces tanto como yo, y donde creo que todavía no ha de faltar el ingenio (por irrisoria paradoja vuelvo a trabajar en uno) con sus correspondientes cañaverales […]» (33). Desde una perspectiva de la economía poscolonial, Marcos Antilla se identifica con «los condenados de la tierra» explotados por el imperialismo norteamericano. Piensa en caucheros colombianos y brasileños, cargadores de bananas en América Central y cortadores de caña en las Antillas cuando dice: «por todas partes vi el sudor del esclavo de América, cayendo sobre el nativo producto vendido» (38). Al pintar el desolador cuadro de la Cubanacán Sugar Company, el narrador no se cansa de denunciar la extrema miseria de los haitianos, víctimas de toda clase de ultrajes y humillaciones. Son ellos quienes pueblan el hospital del ingenio recuperándose «de las mil y una llagas de la carne bautizada» (42), son ellos también quienes provocan compasión por su condición abyecta: «Para que no se dijera que éramos ‘casasolas’ habíamos invitado a la patulea de los haitianos. ¡Pobres haitianos! Eran recelosos como animales maltratados y en lugar de indignación sólo tenían un infatigable apetito» (66). El haitiano está retratado como un ser sin voluntad propia, «víctima del azar y de las manos que juegan los dados antillanos» (88) y como «una pieza del rebaño, hacinado en el inaudito barracón» (89). Torpe, ignorante, ingenuo, el haitiano es también fácil de engañar: «¡El Musié! ¡Oh, el Musié! Este Musié primitivo, es el que casi nunca tiene razón en el cañaveral, en la oficina, en la tienda, ni en la vida […]. El lamentable Musié cree que su desconfianza, su aturullamiento y su machaconería, son un preservativo contra el egoísmo organizado de los demás» (89). Al contrario de lo que indican testimonios retrospectivos, como El crimen de cortaderas (1982), o novelas escritas desde la perspectiva haitiana, como Gobernadores del rocío, los haitianos en Marcos Antilla son percibidos por el capataz del ingenio como seres mansos y pasivos: «son obedientes, no protestan y se conforman con lo que el ingenio o el pobre colono pueden darles» (91). El estereotipo del haitiano indefenso y zombificado por su falta de voluntad volverá, según veremos más adelante, también en algunos textos cubanos posteriores. En comparación a Marcos Antilla, «Aquella noche salieron los muertos» de Novás Calvo rebasa los parámetros del realismo social para convertirse
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en un texto precursor de la corriente mágico-realista puesta al servicio de la denuncia testimonial. La historia de una «colonia penal» fundada en el espacio liminal de los cayos cubanos por un tal capitán Amiana nos llega a través de uno de los pocos supervivientes del genocidio perpetrado por Amiana y sus mayorales. Nos enteramos que el narrador había caído en la esclavitud «vendido por un dólar» (50) como tantos otros, «hombres y mujeres, blancos y negros, blancas y negras, y de muchas naciones» (51). No sabemos nada de los orígenes del narrador, ni siquiera su nombre. Al mismo tiempo, este narrador asume el rol de vocero de emigrantes anónimos y solitarios y «gentes sin conocidos». En su empeño por desmentir la historia oficial divulgada por los periódicos sobre la supuesta muerte de Amiana el narrador se convierte en el único testigo-superviviente cuya veracidad está avalada por el sufrimiento compartido con miles de víctimas silenciadas para siempre: «Amiana […] se dedicaba a acarrear emigrantes de contrabando a los Estados Unidos […]. Amiana les cobraba cuatrocientos dólares a cada uno y luego los tiraba por la borda […]. Luego se descubrió y Amiana tuvo que ahuecar […]. Los periódicos dijeron que un guardacostas lo había cazado, y publicaron su retrato. ¡Entre tanto!» (47). Mientras que muchos lo dan por muerto, Amiana funda en una isla remota su reino de contrabando de carbón, pescado y sal. El trabajo forzado, sigue el narrador, y el exterminio de sus esclavos evocan tanto los horrores de la plantación esclavista como una escalofriante premonición de los gulags y los campos de concentración: «Los muertos se amontonaban allí, a la entrada, en grandes fosas, unos sobre otros. Los rebeldes ajusticiados iban con ellos» (57). La línea de demarcación entre la alucinación y la realidad se mantiene borrosa, pero a pesar de un amplio margen de indeterminación las referencias a la realidad cubana de los años 1920-1930 son inconfundibles. En busca de esclavos, Amiana y sus secuaces organizan verdaderas cacerías de braceros antillanos: Los macheteros no se hubieran rendido a las armas blancas. Los revólveres tenían algo para ellos que no era el miedo de las balas. Eran los ojos de los cañones, los hocicos de los perros contra los cimarrones que eran aquellos cañones, y luego el estampido. […]. Yo había estado en el campo. Los macheteros de los barracones creían que los revólveres mataban también a los muertos (49).
El narrador de «Aquella noche» se enfrenta al desafío de (re)construir la realidad alucinante de la colonia de Amiana a pesar del silencio de los muertos y la falta total de pruebas materiales del horror. Como relato de un superviviente,
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el cuento anticipa las tensiones y los dilemas que iban a dominar la segunda mitad del siglo xx, cuando los testimonios de genocidios en varias partes del planeta desenmascararon la insuficiencia del lenguaje ante la inmensidad de lo impensable, poniendo en entredicho la credibilidad de los supervivientes frente a la incredulidad de los oyentes. El narrador-testigo creado por Novás Calvo busca asideros reales para contrarrestar la horrorosa irrealidad de la isla con referencias a un mundo más reconocible. Con la autoridad de haber vivido en el campo cubano, este narrador-testigo, en uno de los pasajes más realistas del texto, describe la existencia nómada de los braceros, sus supersticiones y sus costumbres. Menciona también el anonimato y la invisibilidad legal de estos braceros en Cuba, o sea, dos condiciones que facilitaron los crímenes de «desaparición de personas» perpetrados por Amiana: Estos macheteros eran haitianos, y no tenían miedo a partirse el cuerpo a machete. Venían en cuadrillas, en tiempo de zafra, y nomadeaban por el campo, cortando una zona de caña aquí, otra allá, donde la veían mejor, cobrándola y seguían. […]. En el medio estaban los barracones, muy lejos de los bateyes, donde aullaban los tambores de noche. Los hombres de Amiana se orientaban por ellos. Avanzaban con cautela y cabos y rodeaban un barracón. Los tambores de los haitianos callaban […]. Amiana y sus hombres amarraban a los haitianos por parejas y los metían al monte, hacia el mar. Nadie podía darse cuenta de aquello, en Cuba. Los haitianos iban en cuadrillas nómadas y no estaban en ningún registro. No había quién los reclamara. Hombres y mujeres. Amiana los metía en su barco y los llevaba a su isla a trabajar, de esclavos (49-50).
En un curioso paralelo con este fragmento del cuento, un artículo publicado por Levi Marrero en la revista Bohemia el 25 de marzo de 1934 bajo el título «Los horrores de los feudos azucareros», trae un testimonio de un tal Nick Halley, «aventurero y traficante negrero de origen norteamericano», que describe en estremecedor detalle las expediciones que suministraban mano de obra a las plantaciones en las costas de Cuba12. El mecanismo de «hacer la recogida» de braceros en pleno siglo xx era casi igual a la caza de esclavos: Tras varias horas de navegación llegamos a una caleta, próxima a un poblado. Mi amigo hizo bajar de la goleta una barrica de ron. Y más de cien haitianos se habían acercado a nosotros […]. A dos puertas de Cuba el paraíso terrenal según todos
No he podido consultar el artículo original de Bohemia. Hay, sin embargo, una traducción al inglés que forma parte de la antología The Cuba Reader (Chomsky et al. 2003: 234-238) 12
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sabían. El dinero abundaba hasta lo inconcebible, decía el jefe de la expedición de los haitianos […]. Una hora después, cuando todos estaban completamente ebrios, el jefe habló de nuevo. Había que partir inmediatamente hacia Cuba […]. Algunos se negaron a ir; otros lo decidieron inmediatamente. Y empujándose unos contra otros, en medio de gritos y blasfemias, golpes y terribles gomazos asestados por los doce hombres de la tripulación —interesados en el buen éxito de la expedición— más de cincuenta de aquellos infelices fueron llevados a bordo (citado por Álvarez Estévez 1988: 90-91).
Hacia el final del relato, uno de los servidores de Amiana, Moco, emplea sus poderes de adivino y brujo contra su amo y provoca una sublevación de los trabajadores esclavizados. Aunque Moco paga esta rebelión con su vida, con su magia logra resucitar —a la manera de los zombis— a las víctimas de Amiana: «Diez años de esclavos muertos. Los vivos los sentíamos morir; vivir muertos. Luego los vimos subir […]. Los muertos salieron aquella noche en un espanto, y subieron hacia la luna con la ropa de los vivos libres del entierro» (75). El narrador sin nombre, sin cara, sin familia —uno de los pocos supervivientes de los horrores de la isla— supera su condición de zombi con la palabra solidaria de la denuncia. En su testimonio acude a la retórica de un testigo ocular para infundir su relato con la autoridad irrefutable de lo que había visto y sufrido: «Nosotros los vimos subir. Yo vi a Moco entre ellos con el violín mudo de su alma, como carbones del infierno, silbando, como un enjambre de avispas […]. Así corrimos. […]. Hacia otras islas. Aquélla quedó sola, con los muertos libres. Los esclavos salieron aquella noche y todos nosotros huimos. ¡Moco! ¡Moco! ¡Moco! Así decían los remos. Yo iba solo» (75-76). En un artículo publicado originalmente a finales de los años sesenta, «Cuerpos torturados, palabras capturadas» («Corps torturés, paroles capturées»), Michel de Certeau formulaba la responsabilidad ética del intelectual —en su caso particular la del historiador— en términos de «la deuda con los muertos». Según el filósofo francés, el historiador escribe sobre el papel lo que la historia escribe sobre los cuerpos y, por consiguiente, su obligación ética y política consiste en leer sobre estos cuerpos «la confesión de un sistema» (1987: 64). Curiosamente, en otra ocasión, De Certeau percibe una manifestación de lo testimonial incluso en las omisiones de la historiografía, puesto que los silencios y los olvidos del pasado reprimido regresan en forma de las voces de los muertos que llenan los huecos dejados por las versiones oficiales de la historia: «These voices [of the dead] —whose disappearance every historian posits, which he replaces with his writing— ‘re-bite [re-mordent]’ the space from which they were excluded; they continue to speak in the text/tomb that erudition erects in their place» (1986: 8). A la luz de estas palabras, el cuento-testimonio de
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Novás Calvo adquiere su relevancia precisamente en este sentido de «volver a morder», o desedimentar, las diferentes capas de la amnesia cimentada por la historiografía. A través de su alucinante cuento, Novás Calvo cumple con esta misión ética de la que hablara De Certeau, rescatando del anonimato y del olvido las cicatrices de cuerpos torturados y la dignidad de los esclavos del siglo xx. En comparación a «Aquella noche», Ecué-Yamba-O de Carpentier parece más «realista» y menos ambigua. Publicada en España el mismo año que Marcos Antilla, esta «novela afrocubana» fue escrita en agosto de 1927 durante el encarcelamiento de Carpentier en la prisión del Prado de La Habana. Según Araceli García Carranza, distinguida bibliógrafa y experta en la obra y la vida de Carpentier, el joven escritor «conocía la vida de los negros cubanos, jamaicanos y haitianos que trabajaban las plantaciones de azúcar de Santiago de Cuba […]» (2004: 51). Ecué-Yamba-O accedió al rango de un clásico de la narrativa afrocubana a pesar de haber sido enjuiciada por el mismo autor como «un intento fallido por el abuso de metáforas, de símiles mecánicos, de imágenes de un aborrecible mal gusto futurista y por una falsa concepción de lo nacional que teníamos entonces los hombres de mi generación» (Arias 1977: 63). Entre el babélico caos de la zafra, en medio de la multitud de jamaicanos, gallegos y judíos polacos atraídos a los cañaverales de Cuba por la promesa de una vida mejor, la mirada del narrador de Ecué-Yamba-O se demora con aprehensión sobre «escuadrones de haitianos harapientos que surgían del horizonte lejano trayendo sus hembras y gallos de pelea, dirigidos por algún condotiero negro con sombrero de guano y machete al cinto» (Carpentier 1968: 10)13. Alusiones al salvajismo y a la inferioridad de los haitianos aparecen esparcidas a lo largo del texto y han sido citadas por todos los críticos que se han ocupado del debut novelístico de Carpentier: desde una referencia burlona a «negros doctos en patuá» (10) que no se hacían entender «en cristiano», hasta el tono que registra los gestos de desprecio que entre los campesinos cubanos «producían esos negros inferiores» (72), «hijos de la gran perra» (73) y gente de «mala comía» (111). Esta representación de los antillanos corresponde de modo casi literal a la noción de lo abyecto, tal como lo formula Julia Kristeva en Pouvoirs de l’horreur. Essai sur l’abjection (1980; Poderes de la perversión, 1987). Según 13 Encontramos una imagen semejante en el cuento «Los chinos» de Alfonso Hernández Catá, donde un obrero describe su «cuadrilla de trabajadores» —«negros jamaiquinos», «negros del país», «alemanes de un rubio sucio», «españoles sobrios y camorristas», «haitianos» e «italianos»— como «[e]scoria de raza» (1967: 56).
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Kristeva, la abyección es un sentimiento primordial marcado por la ambivalencia y trasgresión de los bordes. Por un lado, sentimos asco hacia todo lo que perturba las fronteras de identidad y de orden, asociándolo con lo obsceno, lo perverso, lo inmundo, lo amenazador, lo maligno: «Lo abyecto y la abyección son aquí mis barreras. Esbozos de mi cultura» (Kristeva 1980: 8). Al mismo tiempo, lo abyecto no deja de ejercer sobre nosotros una poderosa fascinación (14). Con excepción de Longina —cubana-haitiana de Guantánamo, amante del protagonista Eusebio Cué—, los personajes de Ecué-Yamba-O que de algún modo están asociados con lo haitiano son una encarnación caricaturesca del estereotipo étnico14. Así pues, el esposo haitiano de Longina, llamado Napolión, es un borracho bruto y violento, mientras que Paula Macho, cubana, adquiere un estigma de hechicera malévola por andar «manoseando muertos» (72) con los haitianos de la colonia Adela. Este último detalle es fundamental en la configuración de Paula como un ser abyecto puesto que el contacto con el cadáver representa, en palabras de Kristeva, «el colmo de la abyección»: «Es la muerte infestando la vida. Abyecto. Es algo rechazado del que uno no se separa, del que uno no se protege de la misma manera que de un objeto. Extrañeza imaginaria y amenaza real, nos llama y termina por sumergirnos» (11). Recordemos también que la imagen de Paula Macho como monstruo conlleva la doble dimensión de lo antisocial y lo antinatural. Según nos ha enseñado Foucault: «La noción de monstruo es esencialmente una noción jurídica, jurídica en el sentido amplio del término, claro está, porque lo que define al monstruo es el hecho de que, en su existencia misma y su forma, no sólo es violación de las leyes de sociabilidad, sino también de las leyes de la naturaleza» (Foucault 1999: 61). A esta perspectiva teórica Sergio Valdés Bernal añade una matización acerca de la representación diferenciada de Napolión y Paula en términos de género: aunque Paula Macho es cubana, como mujer mantiene relaciones más directas de dependencia económica con distintos grupos étnicos, sirviendo incluso como iniciadora sexual a los muchachos de la central. Napolión, por otra parte, mantiene un contacto más estrecho con su partida de braceros (Valdés Bernal 1987: 58). Paula lleva una vida de extrema miseria, y depende de la buena voluntad —pero también 14 Michaelle Ascencio ve a Longina como lo opuesto de Paula Macho: «Longina es el personaje romántico de la novela, puro, en el sentido ‘no contaminado’. Longina conoce incluso a los haitianos en su tierra: cuando niña había sido llevada por su padre a Haití. Abandonada por éste, la niña, para escapar de los malos tratos de una tía vieja, se fuga con un bracero haitiano que iba a Cuba» (138).
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del miedo— de los demás para llenar su bolsa con comida para ella misma y para las ofrendas a los loas. Según el agudo comentario de Margarita Mateo Palmer, el mundo de los inmigrantes antillanos en Ecué-Yamba-O está filtrado por un marcado antagonismo étnico y clasista del campesino cubano, quien se siente amenazado por la fuerza de trabajo extranjera. Resulta significativo, por cierto, que el envilecimiento de los salarios en la agricultura se atribuía sobre todo a los inmigrantes de color, aunque el número de trabajadores europeos, sobre todo españoles, era superior a los antillanos. No cabe duda de que la hostilidad del obrero o del campesino cubano hacia los antillanos reflejada por Carpentier en su novela tenía que ver más con las percepciones subjetivas de la diferencia étnica, lingüística y nacional que con factores «objetivos» (Mateo Palmer 1984:130-131). Esta postura está encapsulada en Ecué-Yamba-O en la siguiente caracterización del protagonista, Menegildo: Se sentía extraño entre tantos negros de otras costumbres y otros idiomas. ¡Los jamaicanos eran unos «presumíos» y unos animales! ¡Los haitianos eran unos animales y unos salvajes! ¡Los hijos de Tranquilino Moya estaban sin trabajo desde que los braceros de Haití aceptaban jornales increíblemente bajos! Por esa misma razón, más de un niño moría tísico a dos pasos del ingenio gigantesco ¿De qué había servido la Guerra de Independencia, que tanto mentaban los oradores políticos, si continuamente era uno desalojado por esos hijos de la gran perra…? Una sonrisa de simpatía se dibujaba espontáneamente en el rostro de Menegildo cuando divisaba algún guajiro cubano, vestido de dril blanco, surcando la multitud en su caballito huesudo y nervioso. ¡Ese, por lo menos, hablaba como los cristianos! (Carpentier 1968: 64).
Lo que —por razones de cronología— queda fuera del cuadro pintado en la novela de Carpentier es el movimiento obrero en la industria azucarera cubana que ya a principios de la década de los treinta empezó a articular su solidaridad con los trabajadores antillanos. Así pues, en el manifiesto de la Primera Conferencia Nacional de Obreros de la Industria Azucarera que se celebró clandestinamente en Santa Clara en 1932 se denunciaban las condiciones de la «segunda esclavitud» de los cortadores de caña: «vivimos en barracones inmundos, sin luz, sin aire, llenos de piojos, chinches y pulgas, amontonados como esclavos, con el cuerpo muerto por el trabajo» (Instituto de Historia del Movimiento Comunista 1975-1977 II: 307). Al mismo tiempo, los participantes de la Conferencia se pronunciaban «contra toda discriminación, en el salario y en el trato, a los negros, jamaicanos y haitianos. Salario igual por trabajo igual y derecho a ocupar cualquier empleo, para los negros,
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jamaicanos y haitianos» (307). Álvarez Estévez observa que la segunda mitad del año 1933 «es el período de mayor toma de conciencia del obrero antillano» (1988: 219) y enumera una serie de huelgas y protestas —tanto obreras como campesinas— que contaron con la participación activa de los antillanos (1988: 220-228). El comentario ya citado de James Figarola acerca de la filiación solidaria (y estratégica) de los haitianos con los trabajadores cubanos reafirma estos juicios (1998: 69)15. En cuanto a Ecué-Yamba-O, no sería completa su imagen de la alteridad haitiana sin la obligatoria referencia al vodú, cuyos ritos causan terror y repulsión entre los cubanos. En la escena siguiente se sugiere que los haitianos profanaron el cementerio para conseguir artefactos para sus rituales: Era un barracón del ingenio antiguo, cuyos restos, veteranos de tormentas, se alzaban un poco más lejos. Estaba habitado por algunos haitianos que se habían quedado en la colonia después de la última zafra […]. En el fondo del barracón había una suerte de altar, alumbrado con velas, que sostenía un cráneo en cuya boca relucían tres dientes de oro. Varias cornamentas de buey y espuelas de aves estaban dispuestas alrededor de la calavera. Collares de llaves oxidadas, un fémur y algunos huesos pequeños. Un rosario de muelas. Dos brazos y dos manos de madera negra […]. Y un grupo de haitianos que lo miraban con ojos malos […]. ¡Y Paula Macho, la bruja, la dañosa, oficiando con los haitianos de la colonia Adela!» (Carpentier 1968: 51-52).
La representación grotesca del vodú se queda en la superficie del prejuicio y no reconoce la imbricación de ritos, creencias y tradiciones comunes que iban a adquirir una importancia fundamental en los estudios posteriores sobre los complejos procesos de sincretización en Cuba. Curiosamente, en términos de técnica literaria, la yuxtaposición de los componentes del culto hace vislumbrar la configuración azarosa de los ingredientes de lo maravilloso surrealista —«las cucharas de armiño, los caracoles en el taxi pluvioso, la cabeza de león en la pelvis de una viuda»— cuya crítica iba a convertirse en la piedra angular de la teoría de lo real-maravilloso americano expuesta por el mismo Carpentier en el prólogo a la novela El reino de este mundo (1979: 8). Buena parte de la crítica sobre Ecué-Yamba-O ha advertido lo que el mismo autor reconoció al negarse durante varias décadas a autorizar la reedición de su 15 Observa Alejandro de la Fuente que la política laboral cubana, sobre todo durante el gobierno de Ramón Grau San Martín (1933-1934), estuvo basada en criterios de «nacionalismo estridente», con el objetivo de «dividir el movimiento obrero a partir de criterios étnicos y a obtener el apoyo político de los desempleados nativos» (2001: 151).
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primera novela: su tratamiento superficial de la cultura negra y su perspectiva «desde fuera». El hecho de que la óptica de Carpentier fue refractada hasta cierto punto por estereotipos y prejuicios de la época está reafirmado por una representación primitivista de los haitianos, en «Lettre des Antilles», un artículo que el joven escritor publicó en 1929 y que fue perspicazmente analizado en el libro de Birkenmaier (2006): «Les Haïtiens vivent dans des cahutes en herbes, qui rappellent les premières habitations de l’humanité. Ils sont ivrognes, querelleurs; ils élèvent des coqs de combat, vendent leurs femmes pour quelques dollars. Ils ont le culte —absolument ignoré par le nègre cubain— du vaudou» (Carpentier 1929: 91). Si bien es cierto que el tiempo no ha sido el mejor aliado para estos primeros escritos de Carpentier, es importante ver en ellos algo más que un peché de jeunesse (Martínez 1984:101) y situarlos dentro del contexto de preocupación colectiva que se había apoderado de la sociedad cubana ante la amenaza del desplazamiento económico de los trabajadores locales por los forasteros «indeseables»16. En su conjunto, estos textos constituyen un testimonio importante de la época. En términos formales ostentan una experimentación formal que, sin duda alguna, llegó a traspasar el «horizonte de expectativas» de los lectores de su tiempo. Aquí, la voz del joven Carpentier —que luego se irá complejizando y despojando de prejuicios— comparte el lugar de enunciación con otros intelectuales cubanos, quienes a veces nolens volens contribuyeron a la retórica del miedo que marcó los últimos años de la primera república (1902-1933)17. 16 En el excelente libro de Anke Birkenmaier (2006) encontramos una gran riqueza de datos, hasta ahora poco difundidos, sobre la obra temprana de Carpentier. Según Birken maier, en esta primera etapa las aspiraciones etnográficas de Carpentier se destacan por encima de las literarias: el propósito de Ecué-Yamba-O es «hacer un estudio etnográfico de la cultura afrocubana en forma narrativa» (2006: 59). Además, sigue Birkenmaier, aún a principios de los 1950 el autor de El reino de este mundo gozaba de gran fama como «etnógrafo y músico» en los círculos cercanos al Bureau d’Ethnologie de la République Haïtienne (102). Para un resumen de la crítica sobre Ecué-Yamba-O y una mirada crítica equilibrada hacia sus logros y desaciertos, véase Sergio Chaple (2004: 11-85). 17 En El crimen de la niña Cecilia: la brujería en Cuba como fenómeno social (19021925), de Ernesto Chávez Álvarez, encontramos un ejemplo de esta «semiótica del miedo» en la peculiar costumbre —aparentemente muy común durante la segunda república— de encerrar a los niños durante la temporada de varias fiestas afrocubanas del mes de diciembre para protegerlos de los «negros brujos»: «Pero el encanto del diciembre recién comenzado siempre estuvo ensombrecido por el temor a los ‘negros brujos’, quienes, según nuestros mayores, esos días merodearían de día y de noche toda la ciudad y sus alrededores en busca de ‘niños blancos’ para meterlos en sacos y llevárselos. Entre los primeros días de diciembre
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Iuri Lotman —a quien debemos el concepto de «semiótica del miedo»— arguye que el análisis de una sociedad en la que los temores latentes estallan ante la amenaza del peligro, sea real o imaginado, permite discernir mecanismos culturales que en otras situaciones hubieran permanecido ocultos (2006: 19). Si bien los ejemplos aducidos por Lotman tienen que ver con la caza de brujas y hechiceros en la Europa Occidental de los siglos xvii y xviii, es imposible leer su argumento sin sobresaltarse ante los evidentes paralelos con los comportamientos que hemos visto en el caso de la Cuba republicana, donde el miedo se infiltró en varios niveles del discurso social, desde el rumor callejero hasta los pronunciamientos de los intelectuales más distinguidos de la época. Como bien lo demuestra Lotman, tanto las sociedades arcaicas como las modernas tienden a poner signos de equivalencia entre lo ajeno, lo extranjero y lo demoníaco, un mecanismo que encaja, según se ha visto, con el estigma de la hechicería asociado en el imaginario cubano con los inmigrantes haitianos (Lotman 2006: 24). Lotman observa una «fastidiosa uniformidad» (25) en el estereotipo de la bruja que se formó a lo largo de los siglos en Europa, y dice que las brujas aparecen siempre como una peligrosa minoría organizada que está tramando «un complot unánime, una conspiración» (28). Una vez más, el paralelo con los ejemplos históricos que hemos advertido en el caso cubano es revelador. Curiosamente, el proceso de demonización de un grupo particular poco tiene que ver con su verdadero poder, ya que la sociedad «escoge su parte realmente menos defendida, la parte que sufre el mayor número de agravios sociales, y la eleva al rango de enemigo» (Lotman 2006: 27). En plena consonancia con el modelo de Lotman, a pesar de su estatus marginal y minoritario, los haitianos en Ecué-Yamba-O tienen rasgos claramente maléficos, mientras que sus ritos están asociados con sacrificios sangrientos, violencia y depravación18. En suma, los haitianos son percibidos como un grupo que pone (las vísperas de la celebración católica de Santa Bárbara, el 4, y la festividad dedicada a San Lázaro, el 17), estaban los días de recogimiento y desasosiego para nosotros, los niños […]. Pero no teníamos otro remedio que esperar, pacientemente, hasta el 18 de diciembre, día en que se rompía el enclaustramiento […] (1991: 2, 4). 18 Las estadísticas desafían la percepción acerca de la omnipresencia de los inmigrantes antillanos. María Eugenia Espronceda Amor se refiere el censo de 1931 que calculó la población haitiana en 77.535 personas, con un porcentaje del 87,7% de varones (2001: 19). Según el resumen de Consuelo Naranjo Orovio (1984), en 1931 los españoles constituían el 59% de la población extranjera, mientras que la proporción de haitianos era del 17,9% y la de jamaicanos del 6,5%; entre los grupos étnicos menos numerosos los chinos representaban un 5,8%, los norteamericanos el 1,6%, mexicanos e ingleses un 0,8%, polacos y
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en peligro a la sociedad cubana, tanto por sus características étnicas (negros) como por la asociación entre su historia (la violencia de la Revolución Haitiana) y costumbres (el vodú) con la «barbarie». Nicolás Guillén, la Gaceta del Caribe y Haití El cuadro que acabo de esbozar destaca casi exclusivamente las actitudes discriminatorias hacia los haitianos en la Cuba republicana. Es importante, sin embargo, equilibrar este panorama con otras voces que no solamente se levantaron en defensa de los «indeseables» sino que, con el tiempo, contribuyeron al rescate de la dignidad cultural de los antillanos. De la Fuente cita varios ejemplos de las publicaciones de la época donde «los antillanos fueron presentados como personas honestas y trabajadores infatigables. Igualmente, Haití no fue presentado como el país salvaje y primitivo descrito en la prensa dominante, sino como la primera tierra libre de América» (2001: 84). Al mismo tiempo que los chismes callejeros, la prensa y las instituciones más importantes del país resonaban con la retórica de desprecio y el terror, varios escritores, intelectuales, investigadores y artistas empezaron a desbrozar el camino hacia la reivindicación de las culturas negras en Cuba y en el Caribe19. Puesto que el tema de la llamada literatura negrista, afrocubana o afroantillana ha sido trabajado a fondo, me limito aquí a mencionar solamente los instantes que dieron un nuevo giro a la apreciación de Haití en Cuba. A partir de los años cuarenta, los lazos culturales entre ambos países se fortalecieron en varias esferas. La amistad y los contactos epistolares que unían a Nicolás Guillén con el gran escritor e intelectual haitiano Jacques Roumain eran, sin duda alguna, un catalizador de este proceso. Según el detallado estudio de Emilio Jorge Rodríguez, los dos se conocieron en París en 1937 (2007b: 74). A la estadía de Roumain en Cuba (1940-1941) se sumó el viaje de Guillén a Puerto Príncipe en 1942, adonde acudió invitado por Roumain como representante del Frente franceses un 0,3% y extranjeros procedentes de África y Alemania el 0,2% de la población extranjera. James Figarola concluye que mientras que hasta un millón de braceros antillanos pudo haber pasado por Cuba en el primer tercio del siglo xx, los que se quedaron por algún tiempo de manera lo suficientemente oficial como para ser registrados, no superan el cuarto de millón (1995: 444). 19 Los estudios de Francine Masiello (1993) y Jerome Branche (2006) se destacan por captar la contradictoria dinámica entre la «celebración» de la negritud en las páginas de la revista Avance y otras publicaciones periódicas de la época y los ataques contra la «indeseable» migración de los braceros antillanos.
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Nacional Antifascista de Cuba (Rodríguez 2007b: 74). Ese viaje «contribuyó a estrechar los vínculos entre las dos naciones, principalmente en el campo de la cultura, y a la creación del Movimiento de Cooperación Intelectual Haitiano-Cubano, encabezado por el notable poeta Roussan Camille […]» (Hernández Valdés 1998: 16). La visita de Guillén tuvo una extraordinaria resonancia en Haití, con un total de «noventa y siete referencias en la prensa local, ya sea en la forma de editoriales, artículos, notas de prensa, resúmenes de actividades, poemas, crónicas u otras modalidades del periodismo» (Rodríguez 2007b: 75). Los lazos entre Guillén y Haití tenían sus raíces en la biografía del poeta camagüeyano, para quien «los migrantes haitianos tuvieron que haber sido una referencia personal desde su infancia, adolescencia y primera juventud» (Rodríguez 2007b: 75). Según Keith Ellis, también la dedicación con la que Guillén persiguió la causa de la integración caribeña lleva una fuerte impronta haitiana (2003: 133). Recordemos en particular cómo en su artículo «Haití: la isla encadenada», publicado en Magazine de Hoy el 19 de enero de 1941, Guillén lamentaba la pervivencia entre sus compatriotas de ciertos estereotipos acerca de Haití basados en la ignorancia y la barrera de idioma: «Para la generalidad de los cubanos, Haití es una tierra tenebrosa, sin cultura y sin espíritu. Aislada por su lengua y por el prejuicio racial aún más que por su condición geográfica, se mantiene alejada de nuestro conocimiento como si no se hallara a unas breves horas de avión, a unos cuantos días por mar de Cuba» (Guillén 1975 I: 156). En un artículo titulado simplemente «Haití», que salió en el mismo Magazine de Hoy el 8 de febrero de 1942, a este perfil de Haití como un otro desconocido e ignorado agrega Guillén algunos toques adicionales: Cualquier barco puede conducirnos de La Habana a Nueva York o a Buenos Aires, pero ninguno a Haití […]. Por donde resulta que, en la práctica, nada o casi nada se conoce de aquella tierra entre nosotros. Dos razones, el idioma por una parte, y los prejuicios de raza por la otra, parecen haber contribuido a agravar aún más, en el caso de Haití, su destino insular en cuanto al resto de la América, empezando por las propias Antillas, sus vecinas y compañeras del Caribe… (1975 I: 232).
Hacia el final del mismo artículo expresa Guillén su gran anhelo de tender puentes entre las dos islas: «En lo que a Cuba toca, nos gustaría que cayeran, al empuje de una recíproca observación y un mutuo entendimiento, las barreras que hasta ahora separan a ambos pueblos» (1975 I: 236).
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Uno de los objetivos reivindicadores de Guillén consistía en descorrer el velo del olvido sobre el legado heroico de la Revolución Haitiana. En una línea de pensamiento semejante a la de C. L. R. James en Los jacobinos negros, Guillén ve en la sublevación de esclavos un paradigma de la emancipación del Caribe: «La historia de Haití es, sin duda, de una grandeza impresionante: como que está hecha con la sangre de un pueblo acostumbrado desde su nacimiento a luchar y morir por sus derechos» (1975 I: 156). Después de suministrar una larga lista de destacados escritores, artistas, músicos, científicos y médicos haitianos, se pregunta Guillén: ¿Por qué no hemos de arrancar, en fin, el tupido velo que cubre para nosotros la cultura haitiana, que nos impide ver sus valores, apreciar sus grandes figuras históricas, sus pensadores, novelistas, poetas, hombres de ciencia? Allí, a unas millas tan sólo del oriente cubano, hay una isla maravillosa, y la ignoramos; vive un pueblo heroico, y no le conocemos; se asienta una tiranía brutal, insolente, corrompida, y apenas prestamos atención a los ayes lastimeros de sus víctimas (1975 I: 157).
La conciencia social de Guillén queda patente tanto en la apasionada denuncia de los abusos que sufren los haitianos en su propio país, como en su desgarradora radiografía de la situación de los braceros haitianos en Cuba: Para los cubanos, Haití está representado sólo por los tristes contingentes de cortadores de caña que invaden las provincias de Camagüey y Oriente durante la zafra; y aún el sentido económico y social del éxodo nos es desconocido, pues jamás nos detenemos en pensar que esos infelices abandonan su hermosa tierra engañados como esclavos por los representantes de las compañías americanas, y que además se ven forzados a aceptar los jornales de hambre con que se les insulta, porque en Haití la clase dominante los mantiene sepultados en la miseria, muertos en vida, a merced de la voracidad imperialista (1975 I:157-158).
En el artículo «Haití», Guillén repite muchas de estas observaciones, concluyendo sin titubeos que los haitianos desembarcan en Cuba «como nuevos esclavos» para vivir hacinados «en el barracón del central cubano, bajo la garra inmisericorde de los modernos traficantes en ébano» (1975 I: 232-233). El lanzamiento en marzo de 1944 de la Gaceta del Caribe —que contó con la participación activa de Guillén como miembro del consejo editorial— marcó un hito que catalizó la conciencia tanto de la riqueza cultural de Haití como de los abusos sufridos por su gente, al menos en los círculos letrados de Cuba. A pesar de su breve duración (se publicaron solamente diez números), la Gaceta
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del Caribe dejó constancia de los lazos entre Haití y Cuba dentro del contexto más amplio del Caribe, según expresaba el mensaje de los editores que abría el primer número: «Sólo nos guía el afán de servir a la cultura en esta parte del mapa con un limpio espíritu solidario hacia los pueblos con los que estamos hermanados en el Caribe». Textos de Alejo Carpentier, José Luciano Franco, Carlos Rafael Rodríguez, Juan Marinello, Sergio Aguirre, Enrique Serpa, Enrique Labrador Ruiz, Fernando Ortiz, Emilio Roig de Leuchsenring, José Antonio Ramos, Julio Le Riverend, José Manuel Valdés Rodríguez, Onelio Jorge Cardoso, Loló de la Torriente, Dora Alonso y Salvador Bueno, entre otros, aparecieron en las páginas de la Gaceta adornadas con ilustraciones de René Portocarrero, David, Carlos Enríquez, Lam, Picasso y Calder. En los números 5 y 6 de la Gaceta, el historiador José Luciano Franco publicó dos entregas de los «Documentos para la historia de Haití» compilados en el Archivo Nacional, mientras que en el número 6 Roussan Camille trazaba la trayectoria de «Un campesino haitiano en España». El nombre mismo de la revista —cuyo comité editor fue integrado por Nicolás Guillén, José Antonio Portuondo, Ángel Augier, Mirta Aguirre, Félix Pita Rodríguez y Julio Le Riverend— parecía desafiar la idea de la «haitianización» o «africanización», reafirmando la identidad caribeña y, por lo tanto, afroantillana, de Cuba. Los escritores haitianos tuvieron una presencia prominente en la revista, desde el artículo-manifiesto de Jacques Roumain «La poesía como arma», hasta «El drama de los escritores haitianos» del poeta y novelista Anthony Lespés, donde se planteaban los problemas con la representación literaria del campesino haitiano. «Tampoco el dialecto del pueblo, que es el créole, ha creado todavía su genio», escribía Lespés, «ni sus personajes para describir la tragedia del mundo en que vive el campesino haitiano. No se ha expresado aún su aspecto patético» (Gaceta del Caribe 9-10; 5). La prematura muerte de Roumain fue reconocida en el número 7, correspondiente al mes de septiembre de 1944, en un artículo obituario de Roussan Camille, «Funerales de Jacques Roumain». En la página 32 del mismo número aparecía también una nota, aparentemente de la redacción, donde se hacía referencia al manuscrito que iba a convertirse en la novela magistral de Roumain: «Una tercera novela inédita —obra póstuma— se halla en La Habana, en nuestro poder, y se titula Generales del rocío, sobre la vida del campesino haitiano»20. Años después, el mismo Guillén iba a rendir un homenaje poético a Roumain en su «Elegía a Jacques Roumain en He podido consultar la Gaceta del Caribe en su integridad en la Biblioteca Nacional José Martí en La Habana en diciembre de 2006. Agradezco a Araceli García Carranza su 20
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el cielo de Haití» (1948) y en 1961 un prólogo de su pluma iba a encabezar la primera edición cubana de Gobernadores del rocío. El embrujo de Haití: más allá de El reino de este mundo El número 3 (mayo 1944) de la Gaceta del Caribe trajo también un capítulo de la futura novela de Carpentier El reino de este mundo, acompañado de una foto de la ciudadela La Ferrière. Fruto de la profunda fascinación que Haití ejerció sobre Carpentier a partir de su viaje a este país en 1943, el capítulo se estrenaba con la siguiente nota introductoria: «Alejo Carpentier está terminando una novela cubana de la que algunos capítulos tienen por escenario Haití. El autor de Ecué-Yamba-O nos ha entregado éste, notable por su fuerza descriptiva y por la rica evocación de la gran época del rey haitiano Christophe que en él campea» (Gaceta del Caribe 1944.3: 12). Hasta hace poco el consenso crítico era que el viaje de 1943 tuvo para Carpentier todas las características de una revelación, semejante a las epifanías experimentadas un par de años después por los pintores cubanos Wifredo Lam y Carlos Enríquez y el escritor francés André Breton. No obstante, las investigaciones más recientes de Anke Birkenmaier van a contracorriente de la idea del «sorpresivo descubrimiento» de Haití que sugiere el «Prólogo» a El reino de este mundo: Carpentier se había familiarizado desde finales de los años veinte con el folklore y la cultura haitianos. Hasta había hecho, a principios de los años treinta, los arreglos musicales para un documental sobre Haití producido en Francia, que por desgracia no llegó a estrenarse […]. Fueron sus amplias lecturas sobre el vudú y no una experiencia epifánica en Haití mismo, las decisivas para el desarrollo de su teoría de lo real maravilloso […]. Su conocimiento del vudú haitiano provenía de un equipo de etnólogos haitianos formados en París y activos en Haití desde fines de los años treinta: el Bureau d’Ethnologie Haïtienne» (Birkenmaier 2006: 100, 101).
Además de los ejemplos bien conocidos de obras carpenterianas que hacen mención a Haití —novelas como Ecué-Yamba-O, El reino de este mundo, con su famoso prólogo-manifiesto sobre lo real-maravilloso americano, y El siglo de las luces—, el crítico Emilio Jorge Rodríguez (2002) ha documentado con generosa asistencia bibliográfica y a Alicia Sánchez del Collado el haberme facilitado otras fuentes relacionadas con esta temática.
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gran detalle otras referencias haitianas diseminadas en los escritos periodísticos de Carpentier. Rodríguez recoge todo un acervo de artículos, notas y reseñas de obras de artistas y autores haitianos, desde el temprano artículo «Leyes de África» publicado en Carteles en 1931, a través de las impresiones vinculadas al viaje del autor a Haití en 1943, hasta el artículo «Miremos hacia Haití» de 1951. Estos textos confirman también el interés de Carpentier por «todo lo que se producía en materia etnográfica alrededor del vodú», según se manifiesta en su artículo «Nuevas luces sobre el ‘vodú’» publicado en El Nacional de Caracas en 1957 (Rodríguez 2002: 176). No cabe duda, sin embargo, de que El reino de este mundo sigue siendo hasta la fecha la pieza clave del imaginario haitiano en Cuba. La crítica que se ha ocupado de esta novela a lo largo de las últimas décadas ha rendido un prolijo corpus de gran rigor interpretativo, lo cual me permite recurrir a la bibliografía existente sin revisitar el tema en gran detalle. Basta decir que la Revolución Haitiana cautivó la imaginación de Carpentier y que la faceta rebelde de los precursores y líderes de la libertad haitiana se destaca en El reino de este mundo con orgullo y admiración. Sin embargo, el poder subversivo del vodú como fuerza política continúa estando teñido por una percepción de este culto como sinónimo de hechicería y maleficio. Un artículo de Lizabeth Paravisini-Gebert observa sin ambages esta ambivalencia: That Carpentier’s fascination with Haiti and the history of its momentous Revolution is genuine there is no question […]. It is a fascination, nonetheless, the presupposes for Makandal and for Haiti an essential otherness, a primitivism that surfaces in their inability to inhabit their own history as a process understood rationally but only through the prism or magic and religious faith (2004: 118).
El reino de este mundo reafirma y fortalece el nexo entre el poder subversivo de la Revolución Haitiana con los espacios que se escapaban a la vigilancia y la comprensión de los blancos: los ritos secretos del vodú, las conspiraciones, los subterfugios. En su libro Domination and the Arts of Resistance (1992), James C. Scott, politólogo y antropólogo norteamericano, propuso el término «discurso oculto» (hidden transcript) para designar precisamente los espacios sociales que quedan «fuera de escena», más allá del control directo de los poderosos, donde los grupos subordinados pueden expresar su resistencia contra los dominadores sin temor a las represalias. Los comportamientos, gestos y expresiones verbales del discurso oculto —basados en el disimulo, el rezongo, el enmascaramiento teatral e ingeniosos trucos de engaño— contradicen o tergiversan el discurso público (public transcript). Éste, a su vez, se realiza de
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manera explícita, siguiendo muchas veces un guión preestablecido y ritualizado para cumplir con las expectativas del grupo dominante. En las relaciones de poder se establece, por lo tanto, un juego entre el disimulo y ocultamiento por el lado de los oprimidos, y la vigilancia por parte de los poderes opresivos. Es dentro de este marco conceptual de «discurso oculto» donde habría que colocar también la «semiótica del miedo» que persistió en el imaginario cubano más allá de la sombra alargada de Haití. La fascinación por Haití —que afloró con particular intensidad en la década de los cuarenta— rindió también dos libros, hoy prácticamente olvidados y difíciles de conseguir, publicados casi simultáneamente en La Habana por autores no cubanos. Así pues, «el sortilegio de Haití» dejó su huella singular en El Haití brujo (Vodou, misterios, desapariciones, hechicerías, cuentos, etc.) (1936) del dominicano Manuel Tomás Rodríguez y El embrujo de Haití (1937) del ecuatoriano Gerardo Gallegos. En el prefacio, fechado en 1936, que encabeza El Haití brujo, el autor expone su propósito de recopilar algunas «crónicas sobre el Voudou de Haití, varias de las cuales fueron magníficamente abrillantadas por maravillosas ilustraciones en dos prestigiosas Revistas habaneras» (1936: 13). Rodríguez confiesa haber escrito estos textos «bajo el encantamiento inaudito de aquel cielo, o a raíz de mi violenta salida de allí» (1936: 13). En respuesta a las críticas que había recibido por haber bautizado a Haití y su capital con los exóticos nombres de Magiolandia y Magiópolis, el escritor insiste que de ningún modo ha pretendido denigrar a Haití o burlarse de su «cautivante religión»: «Sucede precisamente lo contrario en mi intención. Personalmente, yo amo a Haití hasta donde puede amarlo un extranjero agradecido a una larga lista de amigos motivos» (Rodríguez 1936: 13). Claramente, Haití es para Rodríguez fuente de fascinación y confusión, pero también objeto de denuncia social: «Haití es eminentemente tradicionalista, eminentemente religioso, eminentemente primitivo. Una enormidad de curas de todas las órdenes pesa moralmente sobre el pueblo de una manera escandalosa. Escandalosa por la presión constante ejercida a fin de mantener a la masa en estado amorfo y en condición permanente de ser explotada a su antojo» (99). La perspectiva de Rodríguez —igual que la de Carpentier en el prólogo a El reino de este mundo— está matizada por su condición de forastero. El vocabulario, las imágenes, la retórica del asombro, incluso la fascinación por «el famoso castillo-fortaleza del Rey Cristóbal», claramente presagian la retórica carpenteriana de lo real-maravilloso: Y aunque cuando entré allí no lo hice en calidad de cronista ni de turista, no tardé mucho en encontrarme frente por frente con fenómenos extraordinarios de
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los llamados de misterio o brujería, que requerían persistentemente la atención. […] nunca se me ocurrió imaginar que algún día habría de presenciar esas costas fantásticas, de colorines múltiples y extravagantes, que luego yo, dudando de mí mismo y de la realidad inverosímil pero palpable, tendría que aceptar como vistas, sin que ningún delirio insano me conturbara (75-76).
Rodríguez registra también su ambivalencia hacia su propio rol como turista extranjero cuando insiste en distanciarse de la multitud de viajeros que llegan a Magiolandia «con sus máquinas fotográficas bien cargadas y su pluma en ristre para ilustrar y contar con hábiles maneras sus aventuras [ansiosos de] presenciar o sorprender siquiera una mínima parte de las ceremonias de voudoo [sic] y sus filiales, con todos sus aparatos rituales y sus pintorescas encarnaciones, convulsiones y saltos diabólicos […]» (75). Puesto que la publicación de El Haití brujo coincide con el «redescubrimiento» de Haití por escritores, artistas y académicos de la talla de Langston Hughes, Nicolás Guillén, Melville Herskovits o Alfred Métraux, el autoconsciente comentario de Rodríguez representa, al mismo tiempo, su propia ambivalencia ante este fenómeno. A diferencia de El Haití brujo, que es una colección abigarrada de relatos folclóricos, crónicas y descripciones costumbristas, El embrujo de Haití —aunque subtitulado «novela»— consiste de tres relatos más bien autónomos que comparten a algunos personajes: «Estampa de piratas», «En Haití los muertos vuelven» y «El embrujo de Haití». El texto de Gallegos contiene todos los ingredientes predecibles de lo exótico caribeño —ritos del vodú, zombificaciones, sacrificios, canibalismo, piratas— que se inscriben en la poética de violencia y misterio asociada con la novela gótica. En una escena emblemática que cierra la primera parte de El embrujo de Haití —evocadora de la legendaria ceremonia de Bois Caïman— los esclavos, guiados por los sacerdotes del vodú, sacrifican al bucanero Roger de Bouquet, vengándose de este modo de sus crueldades: Ya el hechizo por el brujo poder de los dioses de Guinea se ha cumplido. En la boca de la mamalois rajada por la llama viva y roja de la lengua hierve la locura de los gritos. Desbordada de todos los rincones de la noche, la masa de esclavos agita sus teas alrededor del bucanero. El tambor alucinante, los gritos histéricos, la danza frenética, todo es nada más que una horrible pesadilla a los de Bouquet […]. Nada de inútiles y civilizadas crueldades. El sacrificio de Bouquet y, a turno, el de los animales elegidos es rápido y sencillo: el Papaloi le corta la yugular con el machete sagrado. Su sangre es recogida cuidadosamente en una vasija por la mamaloi y repartida de prisa entre los asistentes más próximos (Gallegos 1937: 32-33).
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A partir de los ejemplos revisados hasta ahora, podemos concluir que Haití se constituye en el imaginario literario y artístico cubano en la primera mitad del siglo xx no solamente mediante el contacto cotidiano con los inmigrantes haitianos en el suelo cubano, sino también a través de viajes de conocimiento y (re)descubrimiento emprendidos por figuras tan prominentes como Carpentier, Guillén, Enríquez o Lam21. Dentro del complejo y a veces fuertemente polarizado cuadro intelectual de la época notamos, por cierto, la misma dinámica de «abrazos y rechazos» que ya hemos visto en otras ocasiones. Al evaluar en 1956 la poética del grupo «Orígenes», José Lezama Lima apuntaba que, además del desdeño por «lo popular turístico» y «las fáciles onomatopeyas del negrismo musical o poético», entre las tradiciones rechazadas por los origenistas se hallaba también «la imaginación haitiana, del terror visto a lo francés, donde a través de los cristales de refracción de surrealismo, nuestros graciosos fantasmas carnudos se convierten en los sudorosos campesinos muertos en las granjas de Haití» (citado por Martínez Pérez 2006: 32). Aunque la distancia geográfica entre Cuba y Haití es mínima, la lejanía percibida en términos de diferencia cultural, tal como observó Guillén, resultaba mucho más significativa para la gran mayoría de los cubanos. Por cierto, el viaje y el enfrentamiento con el «otro» es una metáfora constante y universal de búsqueda de la identidad y del (auto)descubrimiento. En el contexto del Caribe el viaje ha sido y sigue siendo tanto el vehículo literal y metafórico para acercamientos mutuos entre Cuba y Haití como parte de una dinámica intracaribeña más amplia. Según nos recuerda Antonio Benítez Rojo, «la insularidad del Caribe impela a viajar» (1989b: xxii). «En el Caribe siempre hay un viaje, siempre hay un barco», escribe Nancy Morejón (2004: 26). Por cierto, el viaje «de ida sin vuelta» y el doloroso mapa de migraciones, exilios, nomadismos y diásporas, han marcado tanto la experiencia real de miles de familias como el vocabulario de críticos y escritores dedicados a desentrañar el Caribe22. Ante la evidente riqueza de contactos culturales interantillanos —cuya porción cubano-haitiana anterior a 1959 acabo de delinear—, parece un poco 21 En «Lam: homenaje por su centenario», Armando Álvarez Bravo observa que durante su visita a Haití entre noviembre de 1945 y abril de 1946, Lam presenció por primera vez los ritos del vodú. Según el crítico, Haití marca un hito en la creación del artista, con la incorporación de diseños inspirados por los vevers haitianos y del imaginario violento que «sólo es explicable por la profunda impresión que causara en el artista la asistencia a los cultos vodú» (Álvarez Bravo 2002: s/p). 22 Para un importante estudio de la dinámica migratoria intercaribeña, véase Caribe Two Ways: cultura de la migración en el Caribe insular hispano (2003) de Yolanda Martínez San-Miguel.
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precipitada la tesis de Emilio Hernández Valdés sobre la creciente «balcanización» del Caribe. El autor sugiere que mientras en el pasado el flujo migratorio entre las islas del Caribe sostenía los vínculos comerciales y culturales a pesar de la insularidad y las barreras idiomáticas, a partir de la segunda mitad del siglo xx la migración se ha dirigido hacia las antiguas metrópolis y no a las islas vecinas, por lo cual los nexos locales se han visto debilitados (1996: 9). Sin embargo, los títulos de algunas de las publicaciones recientes de críticos cubanos —desde Viajeras al Caribe (1983) de Nara Araújo y Literatura caribeña. Bojeo y cuaderno de bitácora (1989) de Emilio Jorge Rodríguez, hasta El Caribe en su discurso literario (2005) de Luis Álvarez Álvarez y Margarita Mateo Palmer— parecen indicar lo contrario: un gran interés por este Caribe «que nos une»23. Puede decirse lo mismo de la perspectiva caribeña avalada por las contribuciones poéticas, narrativas y ensayísticas de autores de la talla de Benítez Rojo, Morejón o Fernández Retamar. Aunque no me propongo desmantelar aquí la hipótesis sobre la «balcanización» de la región, quiero también dejar constancia de una profunda conciencia de una identidad caribeña compartida que sigue presente en la reflexión y la creación artística cubana. En palabras de Emilio Pantojas García, existe «una mística, un ethos caribeño que carece de un proyecto político de caribeñidad» (2007: 90). El mismo autor cita a Derek Walcott, para quien el Caribe «es una federación emocional» (2007: 84). Ante la complejidad de este contexto, el trazado histórico y etnocultural intracaribeño que acabo de presentar resulta, a mi juicio, doblemente necesario. Por un lado, a la hora de analizar más específicamente las diversas versiones literarias de Haití en Cuba, este panorama nos volverá a remitir a la importancia de la contextualización geográfica e histórica. Y, por otra parte, este telón de fondo será imprescindible para ampliar las lecturas de textos cubanos posteriores a 1959 mediante aproximaciones interdisciplinarias que entrelazan el saber de las ciencias sociales con la sensibilidad estética, el testimonio con la experimentación formal, la teoría cultural con la metaconciencia.
«El Caribe que nos une» aparece como lema del Festival del Caribe que se celebra desde hace años en Santiago de Cuba (conocido también como «La Fiesta del Fuego»). 23
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Capítulo III
Esta nación que no es una: Haití y la (re)configuración de la cubanidad después de 1959
El bosquejo sociohistórico de la presencia haitiana en Cuba que acabo de trazar sirve como un telón de fondo imprescindible para delinear las representaciones de Haití en la narrativa cubana posterior a 1959. Es un hecho incontestable que, a pesar de los continuos intercambios culturales y socioeconómicos a lo largo de los siglos xix y xx, esta isla vecina del Caribe se ha cristalizado en el imaginario cubano como un «otro». Un otro significativo, pero de todas maneras, un otro. En la época prerrevolucionaria los elementos del legado compartido —el pasado esclavista, la economía de plantación, el impacto de la proximidad geopolítica de los Estados Unidos, el sincretismo religioso, el mestizaje étnico, la notable influencia de las culturas afrodescendientes y el impulso emancipador revolucionario— se aglutinaron con estigmas de inferioridad racial, atavismo psicológico y primitivismo cultural de los haitianos. Esta dinámica da por resultado una imagen ambivalente de Haití, donde se entremezclan la fascinación y el rechazo, el deseo y la denigración, la demonización y la domesticación1. Consecuentemente, incluso en sus manifestaciones más complejas desde el punto de vista estético y conceptual —como son, por ejemplo, las obras de Carpentier— las visiones literarias de Haití en la época anterior a 1959 tienden a oscilar entre la denuncia testimonial (la discriminación de los haitianos) y el exotismo mágico-realista (los ritos del vodú, la zombificación). 1 El vocabulario crítico para designar fenómenos de transferencias culturales en América Latina y el Caribe es muy amplio e incluye términos como transculturación, acuñado por el antropólogo cubano Fernando Ortiz (1940) y luego adaptado por Ángel Rama (1982), así como conceptos de hibridación y mestizaje.
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En la esfera de la política oficial, el año 1959 representa una cesura importante en la percepción del legado haitiano en Cuba y en el trato de los haitianos y sus descendientes. Con el gesto de saldar, casi literalmente, algunas deudas históricas con los inmigrantes antillanos asentados en el Oriente, el gobierno revolucionario extendió la protección social a los antiguos braceros a través de la Resolución 202 del Ministerio de Trabajo de 28 de octubre de 1967. El decreto incluía un detallado listado de abusos sufridos por este grupo: «Estos trabajadores fueron esquilmados inmisericordemente y vejados y discriminados por su triple condición de peones agrícolas, negros y extranjeros, para lo cual se confabulaban criminalmente magnates azucareros, gobernantes y guardias rurales» (citado por Juan Pérez de la Riva 1979: 74). De acuerdo a esta ley, aunque no tuvieran la documentación necesaria, los antillanos iban a recibir «una prestación de seguridad social a largo plazo […] en la cuantía de cuarenta pesos mensuales» (citado por Juan Pérez de la Riva 1979: 75). El reconocimiento oficial de la discriminación sufrida por los inmigrantes antillanos resonó también en el Informe Central de Fidel Castro al Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba (1975)2: Las nuevas plantaciones exigían mano de obra barata y abundante; la población era escasa y los brazos fallaban. Surgió la importación de inmigrantes haitianos y jamaicanos. Sus condiciones inhumanas de vida, hacinados en barracas y bateyes, con salarios miserables, privados de toda asistencia sanitaria, de los derechos más elementales y de la menor protección frente a sus explotadores, es una de las páginas más tristes y bochornosas del capitalismo en Cuba. La república mediatizaba, reeditaba, bajo formas nuevas y aún peores la esclavitud apenas abolida en 1886 (citado por Guanche y Moreno 1988: 3).
Tampoco se puede ignorar el hecho de que muchos de los proyectos revolucionarios de investigación sociocultural catalizados por el ímpetu revolucionario se centraran precisamente en el Oriente, donde los olvidos acerca de la «historia de la gente sin historia» —término usado por primera vez en Cuba por Juan Pérez de la Riva y Pedro Deschamps Chapeaux— eran particularmente En una ocasión más reciente, al comentar acerca de un documental sobre el corte de caña en Brasil, Fidel Castro compartió su memoria personal de la experiencia de los braceros haitianos en Cuba: «Los haitianos no tenían familia. Vivían solos en sus míseras viviendas de guano y tablas de palma, agrupados en caseríos, con la presencia de solo dos o tres mujeres entre ellos. Durante los breves meses de zafra se abrían las lides de gallos. Allí jugaban los haitianos sus míseros ingresos, y el resto lo utilizaban para la compra de alimentos, que pasaban por muchos intermediarios y eran caros» (Castro Ruz 2007: s/p). 2
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flagrantes con respecto a los inmigrantes haitianos. No de menor importancia es el hecho que la difamación y discriminación de los haitianos a lo largo de la época republicana contribuyó a la desconfianza y el autoaislamiento de este grupo, haciendo más complicada aún la labor de historiadores y antropólogos quienes, después de 1959, se dedicaron a estudiar estas comunidades sumergidas en silencios y olvidos. El objetivo principal de estos proyectos era desmantelar los estigmas y prejuicios y responder al mandato reivindicador, reconociendo las valiosas contribuciones de los haitianos a la cultura y la historia de la isla. En términos metodológicos, muchas de estas investigaciones guardan un parentesco con la línea microhistórica de la «historia desde abajo» desarrollada por Carlo Ginzburg en El queso y los gusanos, que aboga por adentrarse en la cultura popular y subalterna a pesar de las dificultades metodológicas y la insuficiencia de las fuentes. El esfuerzo por rescatar la huella haitiana que se ha ido materializando en Cuba a partir de 1959 ha sido tan amplio y sostenido que la bibliografía acumulada en el curso de varios lustros, aunque lejos de ser exhaustiva, ha permitido preservar varias piezas de ese cuadro etnocultural bien único. Debido a la extensión —pero también a la dispersión— de este corpus, considero pertinente sintetizar a continuación algunas de las aproximaciones de mayor envergadura que se han dado en distintas ramas de las humanidades y ciencias sociales. La historia de la gente sin historia: la experiencia haitiana y las ciencias sociales en la Cuba revolucionaria A principios de los sesenta, el Instituto de Etnología y Folklore de la Academia de Ciencias emprendió una investigación sobre grupos de inmigrantes antillanos en Cuba que culminó en 1965 en el proyecto sobre la colonia del batey de Guanamaca en la provincia de Esmeralda (Camagüey). Al decir de Argeliers León (1918-1991), director del Instituto, en el trabajo de campo se aprovechaban las circunstancias particulares de la efervescencia revolucionaria del momento: Aprovechando el aporte del trabajo voluntario que realiza nuestro pueblo a las labores de la zafra azucarera, uno de nuestros jóvenes investigadores se incorporó como machetero permanente al grupo investigado, residiendo entre ellos durante todo el período de la zafra de 1962. Esta investigación dio por resultado un valioso informe (León 1966: 13).
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En la misma época, el Instituto de Historia de la Academia de Ciencias concluyó el proyecto sobre la Revolución de Haití. Los lingüistas, por su parte, iniciaron casi simultáneamente un estudio sistemático del créole/patois cubano (Martínez Gordo 1983; 1985; Martínez Gordo y Boytel Bambú: 1989). En 1968 se unieron a estos esfuerzos los estudiosos de la Escuela de Geografía de la Universidad de La Habana, cuyas investigaciones de campo sirvieron de base para el fundamental estudio de Juan Pérez de la Riva «La implantación francesa en la cuenca superior del Cauto», incluido luego en el volumen El barracón y otros ensayos. No puedo dejar de mencionar aquí las palabras de Nancy Morejón que aciertan en captar el espíritu revolucionario de estos trabajos que se proponían rastrear las claves de la nacionalidad cubana «en el estudio de las raíces de la economía de plantación, en la historia del azúcar, en el cimarronaje» (Morejón 2004: 11). A partir de 1979 la misión de rescate de la dimensión antillana de la historia y cultura cubanas inspiró la labor del Centro de Estudios del Caribe de Casa de las Américas y, desde 1981, la publicación de su notable revista Anales del Caribe, cuyo acervo bibliográfico incluye incontables artículos y varios números monográficos enfocados en la temática haitiana (el volumen de 2004 fue dedicado a la Revolución Haitiana; el correspondiente a 2007, a Jacques Roumain). Entre las más memorables convocatorias patrocinadas por el Centro en el curso de casi tres décadas se destacan varios eventos marcados por la óptica circuncaribeñista dedicados específicamente a Haití, la Revolución Haitiana, las religiones afrocaribeñas, la economía de plantación y al testimonio. Empezando en 1982, Haití y el Caribe adquieren su manifestación más intensa en las actividades de la Casa del Caribe de Santiago de Cuba. Dicha institución, bajo el visionario liderazgo de Joel James Figarola (1942-2006), ha llegado a ser el foco más importante de irradiación y difusión de la cultura haitiana y cubano-haitiana en la isla. Sobre las actividades de la Casa del Caribe encontramos la siguiente información en AfroCubaWeb: Como institución dignifica y preserva la cultura popular tradicional del área, para ello se expande mucho más allá de sus límites geográficos y con un reconocido prestigio nacional e internacional hermana razas, credos, lenguas y costumbres, que tiene su expresión máxima en el Festival del Caribe o Fiesta del Fuego, como también se le conoce, evento que auspicia y organiza, en coordinación con la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba y el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos y que se celebra todos los años del 3 al 9 de julio. Pero la Casa del Caribe es mucho más; se extiende a otros espacios de la ciudad proyectados desde la casa matriz, devenidos proyectos culturales con identidad propia: la Casa de las Tradiciones y la Casa de las Religiones Populares (AfroCubaWeb 2007: s/p).
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Los estudiosos afiliados a este centro —Joel James Figarola, José Millet y Alexis Alarcón— se dedicaron a lo largo de la década de 1980 al trabajo de campo y luego a la esmerada edición de una monografía de carácter eminentemente pionero, El vodú en Cuba, cuya primera edición vio la luz en 1992 en Santo Domingo, seguida en 1998 por una reedición cubana, revisada y corregida. Adicionalmente, numerosos artículos sobre varios aspectos de la presencia franco-haitiana en Cuba se difundieron a través de la revista Del Caribe, patrocinada por la misma institución santiaguera. Vale la pena recordar que al ser, en su mayoría, analfabetos y hablantes de créole, los haitianos en Cuba dependían en extremo de la mediación letrada para preservar y trasmitir sus vivencias. El espíritu de solidaridad y buena fe entre los testigos y los investigadores enmarca muchas de estas admirables publicaciones, aunque algunas de ellas tienden a obviar las tensiones de carácter ético, cultural y lingüístico que indudablemente surgían en el curso de las entrevistas. Igual que en el modelo «literario» del testimonio, consagrado en Cuba en los años 1960-1970, es fácil detectar en estos trabajos la presencia latente del editor letrado y sus intervenciones en la elaboración final del material recopilado. En algunos casos, los investigadores llegaron a recoger también los relatos de haitianos cuya integración a la sociedad cubana fue facilitada por su nivel de educación y el estatus socioeconómico más alto que el de los braceros ordinarios. Tal es el caso de los testimonios que encontramos en el número especial de la revista Del Caribe (2004) dedicado al «Bicentenario de la independencia de Haití». Recogidas por Julio Corbea Calzado, las voces de Reyna Altagracia Craigh Briscoe, José Ruiz Borrero, Miguel Craigh Briscoe, Roberto Béder Ramos Sánchez y Antonia Craigh Desrruseaux aportan detalles poco conocidos sobre la vida cotidiana de una familia haitiano-cubana del municipio de El Cobre. En los años recientes, desde La Habana, se destaca la excelente labor de la Fundación Fernando Ortiz, dirigida desde su fundación en 1994 por el eminente escritor y etnólogo Miguel Barnet. Además de numerosas publicaciones sobre la temática franco-haitiana en su revista semestral Catauro (inaugurada en 1999), la Fundación participó en la elaboración de un desplegable cartográfico, La presencia francesa en Cuba (2007), que forma parte de un amplio proyecto por abordar varias dimensiones etno-culturales de la cubanidad y que hasta ahora ha rendido las siguientes publicaciones: «La ruta del esclavo» (1998), «Presencia china en Cuba» (1999), «Presencia árabe en Cuba» (2001), «Presencia japonesa en Cuba» (2002 y 2003), «Presencia canaria en Cuba» (2005). Gracias a la colaboración de un vasto equipo de investigadores y patrocinadores, esta edición bilingüe, en francés y español, incluye
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numerosos gráficos y tres mapas que recogen una extraordinaria riqueza de datos agrupados en las siguientes categorías: «Principales departamentos de procedencia de la emigración francesa hacia Cuba. Siglos xix y xx», «Lugares de procedencia de la emigración francesa hacia Cuba. Finales del siglo xviii hasta mediados del xx» y, finalmente, «Principales sitios urbanos y rurales de asentamientos de franceses, sociedades e instituciones fundadas. Siglos xviii al xx». La publicación incluye también información sobre las diversas facetas de la presencia francesa en Cuba, a saber: «Publicaciones fundadas y promovidas por inmigrantes franceses en Cuba (siglo xix)», «Principales libros de temática cubana escritos por franceses (siglos xviii al xx)», «Combatientes franceses y descendientes del ejército libertador cubano (1868-1898)» y, por último, «Personalidades ilustres francesas en Cuba». Fotos de monumentos arquitectónicos y reproducciones de litografías de cafetales del Oriente y Pinar del Río completan esta valiosa edición, convirtiéndola en una fuente de referencia imprescindible sobre el tema. Como parte de un continuo esfuerzo por fomentar perspectivas culturales intercaribeñas después de 1959, cabe destacar la fundación en 2004 de la Cátedra de Estudios del Caribe de la Universidad de La Habana. Asimismo, a lo largo de los años ha sido notable el esfuerzo sostenido por la Asociación de Residentes y Descendientes de Haitianos en Cuba (ARDHC) por revitalizar la presencia haitiana y fomentar el intercambio entre Cuba y Haití. Entre las iniciativas de ARDHC hay que mencionar la convocación del Concurso Internacional «Memoria y tradición oral en Haití» (1995), que ha resultado en la difusión de los trabajos premiados en la revista Oralidad (Sogbossi 1996; Martínez Gordo 1996). Más recientemente, Casa de las Américas inauguró un espacio de diálogo interdisciplinario, «Confluencias caribeñas» (2006), mientras que el año 2007 resonó con las celebraciones del centenario de nacimiento del escritor e intelectual haitiano Jacques Roumain (1907-1944). Varios de los trabajos dedicados a Roumain presentados en el curso de estos eventos fueron recogidos en el número especial de Anales del Caribe correspondiente a 2007. Los contactos directos entre Haití y Cuba siguen creciendo también en forma de intercambios más cotidianos y pragmáticos. Así pues, en un gesto emblemático de solidaridad con Haití, Cuba ha lanzado en la isla vecina el exitoso programa de alfabetización «Yo sí puedo» que sigue la metodología elaborada por la profesora cubana Leonela Inés Relys Díaz. De igual modo, la labor humanitaria de los médicos cubanos en Haití ha encontrado su reflejo y reconocimiento en el libro titulado Haití, vivir entre leyendas (2002) de la periodista Gloria Ugás Bustamante. Se trata de un desgarrador testimonio sobre la miseria, la destrucción ecológica y el analfabetismo que siguen afligiendo
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hoy día al pueblo haitiano. Si bien es cierto que la tónica general del libro es de denuncia, Ugás Bustamante logra también que el hechizo de Haití se vislumbre bajo su pluma a través de las costumbres, los mitos y las creencias ancestrales del vecino pueblo. En el artículo de Elena Milagros Martínez Reinosa encontraremos más detalles estadísticos sobre los programas de cooperación en áreas de salud y educación que Cuba mantiene en Haití (2008: 148). La política y poética de los lugares de memoria Después de 1959, el legado cultural de los haitianos en el suroeste de Cuba ha contado con protección y patrocinio oficial, pero es en las últimas décadas cuando hemos presenciado un verdadero auge de lo que podría llamarse la «antropología de la memoria» con respecto a todo lo que atañe al patrimonio africano en Cuba. De modo semejante a otras sociedades modernas que han lanzado iniciativas de recuperación y reivindicación del pasado, en Cuba este proceso se ha manifestado tal como lo describe en otro contexto Joël Candau: «Frenesí por el patrimonio, conmemoraciones, entusiasmo por las genealogías, retrospección generalizada, búsquedas múltiples de orígenes o de las ‘raíces’, éxitos editoriales de las biografías y de los relatos de vida, reminiscencia o invención de muchas tradiciones» (2002: 6). En Cuba, sin embargo, este fenómeno de rescate ha tenido una dimensión muy particular debido a la creciente promoción oficial de las culturas de sustrato africano. A juicio de muchos investigadores, a partir de los años 1990 se ha acelerado el proceso de mercantilización, a veces bastante cruda, de las manifestaciones culturales de africanía para el consumo «dolarizado»3. En los últimos años, el acervo cultural haitiano ha sido revisitado de manera más explícita en el contexto de reflexiones sobre la formación nacional cubana. Ejemplo de ello es un libro colectivo De dónde son los cubanos (2005), coordinado por Graciela Chailloux Laffita e integrado por cuatro ensayos dedicados, respectivamente, a las oleadas migratorias de haitianos, anglo-antillanos, judíos y chinos. Los autores reconocen el carácter pionero de su proyecto y hacen Sobre el proceso de transformación de la tumba francesa en una atracción turística véase el trabajo de Alexandrine Boudreault-Fournier (2000). Judith Bettelheim, a su vez, comenta las ambivalencias que rodean la problemática de la comodificación de las tradiciones afrocubanas (2001: 128-131). Finalmente, el fenómeno conocido como «santurismo» —turismo con el propósito de iniciar en la santería a los extranjeros adinerados— ha recibido mucha atención en los estudios antropológicos de la última década. Véase en particular Argyriadis (1999; 2000), Ayorinde (2005) y Wirtz (2007). 3
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hincapié tanto en la necesidad de indagar sobre la dimensión multicultural del ser nacional cubano como en la urgencia de desmitificar «estereotipos creados con la intención de fundamentar prácticas excluyentes y falsas percepciones sobre los ingredientes de la cubanidad» (2005: 4). Considerando el alcance y el impacto de los nuevos medios de comunicación, resulta muy importante mencionar aquí el portal coordinado por el periodista e investigador Raimundo Gómez Navia que recoge, bajo el rubro general de «La cultura haitiana», tanto un meticuloso calendario de eventos corrientes relacionados con la presencia haitiana en Cuba como algunos artículos de gran valor informativo sobre las costumbres, la religión y la historia de esta comunidad. Entre varias iniciativas de revitalización de las tradiciones haitianas se destaca el esfuerzo reciente por integrar la Asociación de Residentes y Descendientes de Haitianos a la Asociación del Caribe (http://haitianosysucultura.blogspot.com/). A las iniciativas locales de recuperación de tradiciones franco-haitianas en Cuba vienen a sumarse los proyectos de la Red Regional de Instituciones de Investigación sobre las Culturas Afroamericanas de la Unesco, así como el reconocimiento por la misma Unesco de los primeros cafetales francohaitianos de Santiago de Cuba como Patrimonio de la Humanidad (2000). Las 170 edificaciones cafetaleras agrupadas bajo este rótulo están unidas por una red de caminos y se encuentran en las provincias de Guantánamo (Yateras, Niceto Pérez, El Salvador y Municipio Guantánamo) y Santiago de Cuba (área de la Gran Piedra, norte del Cobre y la zona de Dos Palmas, Contramaestre). Resulta importante indicar, sin embargo, que ya a partir de 1961 el distinguido santiaguero Fernando Boytel Jambú (1914-1986), director durante muchos años del Museo Emilio Bacardí, se dedicó a la exploración y documentación de las ruinas de los cafetales de la zona suroriental de la isla, contribuyendo en especial a la restauración de la hacienda «La Isabelica» en la cordillera de la Gran Piedra, ahora integrada por la Unesco a la lista de sitios designados como Patrimonio de la Humanidad. Resultan curiosas, por proféticas, las palabras del escritor Pedro José Morilla, quien, al visitar las haciendas ya en decadencia a mediados del siglo xix, observaba: «Con el tiempo estas ruinas sepultadas en medio de tan rústicas malezas y sombrías montañas, serán objeto de tradiciones populares y como los castillos feudales de la Edad Media, ofrecerán asunto a los novelistas y poetas [...]» (citado en Hernández Pérez 2005: s/p)4. 4 Los primeros grandes cafetales de Sierra Maestra empezaron a construirse a partir de 1815, aunque en el capítulo «El cafetal» de la novela de Calcagno Aponte, encontramos una curiosa nota referente a los orígenes del cultivo de café en Cuba: «ya se conocía la aromática semilla en Cuba desde que en 1748 la trajo un don José Gelabert, de Santo Domingo, y la
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No está de más contemplar cómo este proceso de apropiación del legado material franco-haitiano corresponde, en términos teóricos, a la bien conocida dinámica de «lugares de memoria» originalmente planteada en la obra colectiva Les lieux de mémoire (1984-1992) bajo la coordinación del historiador francés Pierre Nora. En los últimos años el concepto de «lugares de memoria» ha llegado a tener un impacto fundamental sobre la manera en que varias disciplinas conciben la intricada red de relaciones entre el pasado, la identidad, la memoria y la historiografía. A juicio del propio Nora y sus colaboradores, el asentamiento de este término coincide con la modernidad que, a su vez, se caracteriza por un eclipse de la memoria tradicional y por el surgimiento de mecanismos de «administración» del pasado. Más explícitamente, el pasado puede ser manejado a través de tópicos, paisajes, imágenes, creencias o mitos llamados «lugares de memoria». Dentro de este marco, museos, monumentos, archivos, campos de batalla, figuras históricas, textos o rituales conmemorativos vienen cargados de simbolismo identitario y con frecuencia están manipulados con fines políticos. Para dar un ejemplo relevante de esta dinámica en el caso de Cuba, merece la pena reparar en la reciente configuración de los cafetales como «lugares de memoria» que se percibe sobre todo en la publicidad dirigida a los visitantes extranjeros. Es allí donde se despliega una retórica y una iconografía que apuesta por la nostalgia romántica de un pasado pintoresco y exótico. En nuestra época, marcada por la pérdida de la capacidad de reflexión y asombro, la puesta en escena de los cafetales promete un escape del ritmo de vida acelerado a la vez que se propone crear un espacio propicio para la reflexión sobre el pasado. La naturaleza de las plantaciones —encadenada hace siglos atrás en nombre de la productividad, la riqueza y el progreso— vuelve a resucitar ahora en su esplendor primordial ante los ojos del visitante, enmarcada por una estilización (pos)romántica de las (semi)ruinas. Sería injusto, sin embargo, decir que la revitalización de los cafetales tiene que ver solamente con el fomento de la actividad turística. El proyecto «Sitios de Memoria de ‘La Ruta del Esclavo’ en el Caribe Latino» patrocinado por la Unesco y lanzado en Cuba en marzo
cultivó en el Ubajay para extraer aguardiente, pero no tomó incremento sino cuando la revolución de Santo Domingo envió numerosos emigrados franceses a enriquecer y memorar nuestra agricultura» (Calcagno 1901 I: 65). Muchos de los cafetales fueron destruidos durante la Guerra de los Diez Años (1868-78), y los supervivientes sufrieron la ruina en el curso de la Guerra de Independencia (1895-98). Véase al respecto Jiménez Duharte (1988: 63). Sobre los cafetales de la parte occidental de Cuba, es de consulta imprescindible el libro de Rolando Álvarez Estévez (2001).
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de 2007 establece un vínculo explícito entre los cafetales y la explotación del trabajo esclavo5. Según se ha visto, a partir de 1959, las investigaciones acerca de las tradiciones franco-haitianas en Cuba han abarcado tanto los vestigios de la cultura material como todos los soportes que confluyen en la transmisión oral de la memoria colectiva, incluyendo el baile y el canto. Uno de los retos del trabajo de campo entre las comunidades haitianas en Cuba consistía, por cierto, en superar la barrera del idioma a la hora de emprender el estudio de un patrimonio preservado mayormente gracias a la transferencia oral en créole. Por otro lado, la excepcional longevidad entre los miembros de la comunidad cubano-haitiana y el grado en que han salvaguardado su cultura han permitido un acopio de información de gran valor documental hasta bien entrado el siglo xxi6. Uno de los ejemplos más recientes de «usufructo» de este acervo testimonial es el artículo de Chailloux Laffita, publicado el 14 de octubre de 2006 por Juventud Rebelde, basado en una entrevista con Benito Martínez Abogán, un inmigrante haitiano que al fallecer en 2006 a la edad de 126 años fue considerado el hombre más longevo de Cuba. Debido a su relativo aislamiento, los enclaves de haitianos se convirtieron en un objeto de estudio ideal para todo tipo de investigaciones etnoculturales. En algunas disciplinas —sobre todo la etnomusicología y la antropología— el camino allanado previamente por Lydia Cabrera, Fernando Ortiz («Del folklore antillano afrofrancés», 1951) y Alejo Carpentier en el área de culturas de origen africano facilitó las pesquisas enfocadas más concretamente en el legado haitiano. En los pioneros trabajos de Ortiz, «Del folklore antillano afrofrancés» (1951) y Los instrumentos de la música afrocubana (1952) se mencionan las particularidades de la música del Oriente cubano como producto de procesos de transculturación con la herencia haitiana. En el curso del último cuarto de siglo surgieron en particular varios estudios de gran rigor metodológico sobre las asociaciones de ayuda mutua y de recreo, conocidas por «tumba francesa», que perviven hasta nuestros días como grupos musicales y se distinguen por sus danzas que compaginan la elegancia de los bailes parisinos con el ritmo afrocubano (Santos García 1999: 185)7. Según el Véase el portal . Para más información sobre los haitianos longevos en Cuba, acompañada de material iconográfico, véase el artículo de Raimundo Gómez Navia (2005: 40). 7 Dentro de un corpus bibliográfico ya bastante asentado acerca de la tumba francesa sobresale el pormenorizado estudio de estas sociedades en relación a la inmigración franco-haitiana y su progresiva integración al folklore, efectuado por Zobeyda Ramos Venereo (1991), así como los trabajos de Olavo Alén Ortiz. Sobre el ethos rebelde de estas 5 6
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detallado estudio de Silvia Faxas y Alexis Castañeda, la Sociedad de Tumba Francesa La Caridad de Oriente fue fundada en 1862 en el barrio Los Hoyos de la ciudad de Santiago de Cuba:8 Su origen se remonta a las dotaciones de esclavos que fueron introducidos en Cuba por sus amos franceses inmediatamente después de estallar la Revolución Haitiana: fruto del primer momento migratorio que se produce desde Haití hacia el Oriente Cubano. Conservan los cantos y canciones en Patuá cubanizado y toques de Yubá Macota, Yubá Cobrero, Fronté y Masón. La esencia de su proyección artística consiste en la imitación que hacían los esclavos de los bailes de salón de sus amos franceses, pero apoyándose en los toques de instrumentos de origen Dahomeyano […]. Conservan con celo los instrumentos de la época y usan el atuendo (vestuario) tradicional. En sus reuniones y fiestas emplean elementos de la cocina y la repostería francesa de entonces […]. Históricamente, la Sociedad de Tumba Francesa de Santiago de Cuba se vinculó con los procesos independentistas cubanos. Entre sus fundadores y miembros activos figuraron personalidades y oficiales del ejército libertador cubano (2004: s/p).
La complejidad cultural que se vislumbra en las prácticas de la tumba francesa tiene, sin duda alguna, gran relevancia para el entendimiento del Oriente como frontera cultural y para la comprensión de los llamados procesos de transculturación o hibridación. Más recientemente, la Segunda Proclamación de Obras Maestras del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad consagró también la tumba francesa de la Caridad de Oriente, una de las asociaciones de este tipo que han sobrevivido hasta nuestros días (véase Alén Rodríguez 2005). El patrimonio de los haitianos en el suroeste de Cuba es cultivado a diario, según ya se ha dicho, por la Asociación de Residentes y Descendientes de Haitianos en Cuba, así como por numerosos grupos de tradiciones haitianas, entre ellos el colectivo músico-danzario Caidije, fundado en 1926 por sociedades y su progresiva transformación en las últimas décadas, véase el capítulo de Judith Bettelheim, «The Tumba Francesa and Tajona of Santiago de Cuba», en su antología Cuban Festivals: A Century of Afro-Cuban Culture (2001: 141-153). 8 Las investigadoras mencionan también las agrupaciones de origen haitiano-cubano existentes hasta hoy en día que habían sido fundadas por los braceros haitianos, como, por ejemplo «Barranca» (1916) y «Thompson» (1916). En el caso de «Barranca», predomina la práctica del gagá, o sea la celebración haitiano-cubana de la Semana Santa. En otras agrupaciones, como «Pilón del Cauto» y «Petit Dance», la expresión artístico-cultural predominante es el vodú. Es notable la cantidad de agrupaciones que funcionan en el medio urbano y que han sido fundadas en la época de la revolución. El uso del apelativo «francesa» en lugar de «haitiana» era en el siglo xix una estrategia para evitar asociaciones directas con la idea de subversión vinculada a todo lo que tenía que ver con Haití.
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los braceros del batey del mismo nombre. Finalmente, con el reciente auge de interés por las manifestaciones culturales propias de las zonas rurales de Cuba y gracias, en gran parte, al desarrollo de las casas editoriales regionales, estamos observando la aparición de publicaciones que rescatan las tradiciones locales, incluyendo, más específicamente, el legado haitiano (véase Cruz Ríos 2006; Sevillano Andrés 2007). ¿De dónde son los cubanos? Del testimonio a la ficcionalización En cuanto a los ejemplos de trabajos de investigación específicos, en términos de un panorama general habría que destacar a Caidije (1988) de Jesús Guanche y Dennis Moreno. A partir de un trabajo de campo efectuado en 1976, los autores van esbozando un amplio cuadro socio-histórico de la cultura popular de la comunidad haitiana del batey Caidije. Guanche y Moreno siguen aquí algunas pistas metodológicas de otro estudio de ambiciones comprensivas, pero de proporciones más modestas, «Guanamaca, una comunidad haitiana» de Alberto Pedro Díaz (1966), que en su momento formaba parte del proyecto patrocinado por el Instituto de Etnología y Folklore de la Academia de Ciencias. Si nos atenemos a la terminología propuesta por John Rex (1986) para el estudio de las comunidades étnicas, veremos que en ambos textos cubanos se pone énfasis en tales elementos de «vinculación primordial» como la religión, el parentesco y ancestros comunes, la lengua y la división social de trabajo. Al mismo tiempo, estos vínculos (sobre todo el uso del créole y las prácticas del vodú) distinguen a los haitianos ante los cubanos, según la lógica expuesta por el mismo Rex: «La atribución de etnicidad a los forasteros es algo que se refiere no sólo a los grupos situados físicamente fuera de los límites de una comunidad, sino que también puede relacionarse con grupos que viven en el mismo territorio, pero que no participan en su sistema de vínculos primordiales» (Rex y Mason 1986: 250). Otras investigaciones de las comunidades haitianas en Cuba amplían los parámetros del cuadro sociohistórico con episodios poco conocidos de la participación de los braceros antillanos en el movimiento laboral en los años 19201930. Encontramos referencias importantes sobre este tema en las memorias de Ursinio Rojas Las luchas obreras en el central Tacajó (1979), donde se documenta el paulatino proceso de integración de los trabajadores antillanos al movimiento de reivindicación obrera, sin escamotear los prejuicios profundamente arraigados entre los cubanos con respecto al modo de vivir de los haitianos:
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Recuerdo también que cerca de mi casa, había un arroyo donde los domingos iban a lavar su única muda de ropa con la que habían trabajado la semana, se bañaban y se la ponían aún sin secar, y volvían a sus barracones. A veces, para ir a los cortes de caña, pasaban en grupos frente a mi casa y todavía a cierta distancia ya se les oía hablar en alta voz, varios a la vez, en un idioma que nosotros no entendíamos, con sus ropas sucias y sudorosas, en alpargatas y con sus mochas en las manos. Mi madre, entonces, nos encerraba en el bohío, cerrando las puertas hasta que ellos se alejaban, con lo cual me trasmitía el pánico que les tenía (1979: 23-24).
El mismo autor admite que le costó tiempo y trabajo cambiar su actitud de desprecio hacia los antillanos a una postura de solidaridad: «¡Qué lejos estaba de comprender que años más tarde aquellos trabajadores a quienes habían arrancado de sus casas y de su país, para traerlos engañados a Cuba […] serían luego mis compañeros, que junto con nosotros, se enfrentarían a los que nos explotaban en las colonias cañeras!» (Ursinio Rojas 1979: 24) Dentro de esta bibliografía sobre el movimiento laboral es también de gran relieve El crimen de cortaderas (1982) de Efraín Morciego, un testimonio sobre la huelga de 1933 que resultó en una masacre de los obreros en la central Senado (hoy Noel Fernández). La documentación recogida por Morciego indica que ningún bracero haitiano sobrevivió a la matanza o a la subsiguiente cacería de las víctimas perpetrada por la Guardia Rural (Morciego 1982: 64). La reticencia de los supervivientes a hablar de esos eventos casi medio siglo después de ocurridos se deja notar en el diseño fragmentado del libro, reconstruido de trozos de evidencia un poco al estilo de Operación masacre (1957), testimonio canónico del argentino Rodolfo Walsh. En el aspecto temático, El crimen de cortaderas recuerda también la huelga de las bananeras de Cien años de soledad, sobre todo por las obliteraciones y distorsiones de la historia oficial que ambos textos abordan y denuncian. De acuerdo a los informes de las autoridades cubanas de la época, hubo solamente dos muertos como resultado de la supresión de la huelga de 1933. No obstante, un testigo del «crimen de cortaderas» contradice rotundamente esta versión oficial: «Allí no murieron uno ni dos haitianos, allí murieron muchos» (Morciego 1982: 166). Una elaboración «literaria» de otro episodio de protesta de braceros antillanos que también culminó en una masacre se encuentra entre las viñetas que integran Vista del amanecer en el trópico (1974) de Cabrera Infante. Siguiendo el método de despojar sus relatos de los parámetros comúnmente adjudicados al discurso histórico (fechas, lugares, nombres), Cabrera Infante describe la tragedia de los trabajadores con la objetividad de un reportero, tan solo para cerrar su viñeta con una frase verdaderamente borgiana que pone en cortocircuito la noción de lo verdadero:
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Los obreros haitianos y jamaiquinos enviaron una delegación a hablar con el hacendado. Decidieron terminar la huelga si recibían el aumento. Todo pareció ir de lo mejor y el hacendado propuso hacer una foto del grupo para conmemorar el acuerdo. Los delegados haitianos y jamaiquinos se colocaron en fila enfrente de la máquina, cubierta con una tela negra. El hacendado salió del grupo para dar una orden a su mayoral. El mayoral destapó la máquina y tranquilamente fusiló con la ametralladora el grupo de delegados. No hubo más quejas de los cortadores de caña en esa zafra y en muchas por venir. La historia puede ser real o falsa. Pero los tiempos la hicieron creíble (Cabrera Infante 1997: 85)9.
En contrapeso a este relato tan lacónico, reconstituido sin apoyatura en testimonios directos o datos materiales, contamos con otra fuente muy valiosa que incursiona en la trayectoria de los braceros haitianos por medio del trabajo periodístico. Se la debemos a Jaime Sarusky y sus artículos testimoniales «De sobresalto en sobresalto: los haitianos en Cuba» y «Los haitianos en Cuba: La mujer, la Semana Santa y la muerte». Basados en los reportajes realizados por el autor y el fotógrafo Gilberto Ante a principios de los setenta, estos textos tuvieron que esperar el impulso del bicentenario de la independencia de Haití para verse publicados en la revista Revolución y Cultura. El comentario de Sarusky que encabeza la primera entrega remite a los orígenes de este proyecto: «Hoy, trascurridos treinta años, sigo pensando que estos testimonios merecían ser registrados para que la memoria de aquellos tiempos de borrascas y humillaciones no quede atrapada, una vez más, en la tela de araña del olvido» (2004a: 4). Se trata de testimonios verdaderamente excepcionales en la medida en que recogen perspectivas poco conocidas, como la de un carretero «que trasegaba braceros entre colonias de caña e ingenios azucareros» (2004b: 53), así como la óptica marcada por 9 En la novela de James Figarola En el altar del fuego, aparece un episodio semejante, pero ubicado en el contexto de las operaciones militares que llevaron a la sangrienta represión de la insurgencia de los Independientes de Color en 1912: «[El teniente] andaba un poco apurado por terminar esos trajines que para él habían comenzado tres meses atrás, cuando, en el mismo apeadero de Boniato donde se desmontó, antes de coger los caballos que habrían de llevarlos a Santiago, le dijo al pelotón que armaran la treinta allí mismo y la taparan. El le pidió entonces al grupo de muchachos negros que desyerbaban la cuneta para favorecer el trasiego de los bultos de la tropa que, por favor, como un recuerdo en el mismo día de su llegada, se encaramaran en el talud de la vía férrea, y ellos que como no teniente, y lo hicieron y miraron hacia lo que suponían cámara fotográfica y alguno incluso preguntó: —¿Así?, un segundo antes de que el sargento comenzara a disparar» (James Figarola 2007: 74).
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la conciencia de género, casi totalmente ausente de la mayor parte de la documentación sobre el tema. Dos años después de su primera aparición en Revolución y Cultura, los reportajes de Sarusky sobre los haitianos integraron un volumen más amplio titulado Las dos caras del paraíso (2006). Aparece aquí todo un mosaico etnocultural de esta «cubanidad que no es una», con capítulos dedicados a varias comunidades minoritarias, a veces de lo más inesperadas: japonesas, finlandesas, canadienses10. En palabras de Sigfredo Ariel, el libro de Sarusky: trae a la memoria cubana —o sea, a este lado del paraíso— noticias de gente que llegó aquí con esperanzas de trabajar honradamente y vocación de fundar. Es Cuba, como tantos otros países americanos, en tanto tierra armada con esfuerzos inmigrantes, nación de fundaciones sucesivas y recomienzos, por ello también ha sido país de desmemoria. Nuestras itálicas son esas casas que dejaron finlandeses y suecos, una cierta mínima estación de ferrocarril que levantara un puñado de canadienses, unas pocas palabras y algunas devociones que entraron en los cultos populares nuestros y que proceden de Haití, igual que cierto modo de preparar algunos platos de nombre extraordinario, como congrí (Ariel 2007: s/p).
Si la divulgación de los reportajes de Sarusky se demoró más de tres décadas, un destino igualmente «diferido» le tocó también al testimonio Montecafé (2004) de Dalia Timitoc Borrero, probablemente el único que recoge directamente la voz de la mujer de descendencia haitiana en Cuba. La autora nació en 1932 en Guantánamo, hija de un bracero haitiano de la central Monte Verde de Yateras y de madre jamaicana. Según el prólogo de Luis Suardíaz, la versión original de las memorias de Timitoc Borrero, Viví en un central, recibió mención en el concurso 26 de julio de las FAR de 1971 (Timitoc Borrero 2004: 7). A pesar del gran auge del testimonio en aquella época —catalizado por el éxito del texto fundacional del género, Biografía de un cimarrón (1966) de Miguel Barnet— Montecafé no fue dado a la imprenta sino hasta el año 2004, cuando el clima conmemorativo creó un marco favorable para descorrer el velo del olvido sobre la desgarradora pobreza de las comunidades haitianas en la Cuba prerrevolucionaria. Un dato interesante vincula a Timitoc Borrero con una de las pocas producciones cinematográficas sobre la presencia haitiana en Cuba. De joven, 10 También el libro De dónde son los cubanos (2005), editado por Graciela Chailloux Laffita, se atiene a la misma premisa de rescatar los diversos componentes étnicos del ser nacional cubano (haitianos, anglo-antillanos, chinos, hebreos), haciéndonos replantear los ejes asentados del discurso de la «forja de la nación».
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Timitoc había formado parte del elenco de la película Cumbite (1964) de Tomás Gutiérrez Alea, cuyo guión —adaptado por Onelio Jorge Cardoso— estaba basado en la novela magistral del indigenismo haitiano Los gobernadores del rocío (1944), de Jacques Roumain. Aunque fuera solamente por los credenciales de figuras tan destacadas como Roumain, Cardoso y Gutiérrez Alea, Cumbite merece una mención aparte, a pesar de que el propio director la calificó de modo peyorativo como una obra poco lograda, «hecha de oficio» (Luciano Castillo 2007b: s/p). Resulta significativo que el título de la película se desviara del título original de la novela de Roumain, tal vez para destacar la solidaridad comunitaria basada en ritos y tradiciones ancestrales. Conforme a la explicación de Arnaldo E. Valero, cumbite (también coumbite, konbit) «es la gran fiesta del trabajo comunitario, de la labor que afianza los lazos entre los seres que trabajan en beneficio de su pueblo, de su comunidad» (Valero 2007: 164)11. Igual que en otros casos de representación de la cultura haitiana, el énfasis de Cumbite recae sobre la documentación etnográfica de la «diferencia». Según la evaluación del mismo Gutiérrez Alea (Titón) —quien admitió su fascinación por el mundo de los haitianos— los aspectos folklóricos de Cumbite eran «inevitables», aunque, tal vez, alcanzaron una importancia desproporcionada: «Creo que la película tiene algunas escenas muy bellas: el entierro de Manuel con el responso fúnebre haitiano y los bailes vudú. Pero eso son cosas que se encuentran en el folklore y a mí me interesaba hacer una película con cierto valor humano, no folklórico. En ese sentido sé que está limitada» (García Borrero 2001: 107). El crítico Luciano Castillo también repara en la sobrecarga documental dentro de lo que es, esencialmente, una película de ficción: «Con el propósito de lograr la mayor autenticidad posible, no solamente en la manera de hablar de los haitianos, interpretados por actores en su mayoría no profesionales, el realizador se regodea en todos los rituales, desde la irrupción del chivo con velas en los cuernos o la escritura de signos sobre la tierra, hasta el sacrificio del animal a los dioses» (2007a: s/p). 11 � Según la elaboración de Eaton Simpson, «The coumbite is of incalculable economic value to the peasant because it enables him to accomplish tasks quickly, and at the most opportune moments. The coumbite has been and still is one of the most popular, most beneficial, and most durable Haitian institutions» (1940: 502). Los estudios etimológicos de cumbite-coumbite sugieren el préstamo del español, convite. El término «gobernadores del rocío» está explicado, a su vez, por Léon-François Hoffman: «Roumain aurait en fait traduit et adapté mèt lawouze (littéralement «maître de l’arrosage», en créole haïtien) qui désigne la personne à qui une communauté paysanne confie la gestion de tout ce qui concerne l’irrigation: distribution de l’eau, répartition, horaires, entretien, etc.» (2007: s/p).
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Los estudiosos del tema reconocen tanto los esfuerzos del gran cineasta por acercarse a la cultura que no conocía en profundidad, como sus frustraciones y, en último término, el fracaso de su proyecto. Merece la pena incluir aquí el extenso comentario de Luciano Castillo que acierta en resumir varias dimensiones de este proceso: [Titón] siempre reconoció que el problema más grave fue su imposibilidad para lograr rescatar la autenticidad en la forma de hablar de los haitianos: «veía las cosas como alguien que está afuera» […]. Desde el primer momento, se propuso incluir algunos actores no profesionales de origen haitiano, por la alta migración existente en Cuba durante años. Para el personaje protagónico de Manuel, descubrió a su intérprete en un corte de caña; para el de la muchacha, en una escuela habanera. Ambos carecían de toda experiencia escénica y sus limitaciones provocaron no poco trabajo. […]. Ante la imposibilidad de rodar en Haití, el equipo de rodaje —en el que intervino como asistente de dirección Sara Gómez—, halló un paraje desértico cercano a la ciudad de Guantánamo, en el extremo oriental de la Isla, con características geográficas semejantes a las que exigía el guión. La intervención de los descendientes de haitianos se extendió a otros aspectos de la filmación: uno de ellos, Ti-Bombon, colaboró con el escenógrafo en decorar el interior de una de las chozas con un diseño naif; otro, Polinese Jean, dotado de un innato talento para la música, creó sonidos bellísimos integrados a la música de la película, en la que se usó percusión hecha con instrumentos típicos haitianos. Fueron estas dos de las escasas satisfacciones que evocaba Titón de aquella filmación […] (Castillo 2007b: s/p).
Entre otras películas cubanas que tocan la temática haitiana he podido identificar solamente un puñado de títulos, teniendo en mente que filmes poco difundidos pudieran haber escapado a mi escrutinio. Se encuentra en esta lista un breve documental, Iré a Santiago (1964), el debut cinematográfico de la destacada directora Sara Gómez, así como La tierra y el cielo, filmada en 1976 por Manuel Octavio Gómez (1934-1988) a partir del relato epónimo de Antonio Benítez Rojo12. A su vez, en la famosa película de Gutiérrez Alea La última cena, el impacto de la Revolución Haitiana sobre la sociedad esclavista de Cuba está sintetizado en las palabras de un ingeniero francés, prófugo de 12 Acerca de la filmografía de Manuel Octavio Gómez, que incluye La primera carga al machete (1969) y Los días del agua (1971), véase Luciano Castillo (2004). La única referencia más extensa que he encontrado a la película La tierra y el cielo viene de una entrevista de Julianne Burton con el director, Manuel Octavio Gómez: «Burton: One of your most recent films, Earth and heaven, deals with the experience of Cuba’s large Haitian
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Saint-Domingue, quien advierte contra el peligro de la insurgencia negra en la isla. Gracias a la labor de Santiago Villafuerte contamos también con dos documentales Tumba Francesa (1979) y Haití en la memoria (1987). Sobre esta última película —con guión de Gloria Roldán—, dijo el mismo Villafuerte que se trata de una «historia desgarradora de la explotación haitiana en las primeras décadas del siglo xx en las regiones agrícolas de Ciego de Ávila y Camagüey» (Betancourt Gainza 2007: s/p). El sitio oficial del Festival de Cine Latinoamericano proporciona el siguiente resumen de Haití en la memoria: «La emigración haitiana hacia Cuba en las primeras décadas del siglo xx. Un viaje desde el presente a través de la memoria de hombres y mujeres que narran el naufragio de sus esperanzas» (Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano 1987: s/p). Gloria Roldán, por su parte, dedicó a la comunidad de descendientes antillanos en Ciego de Ávila su documental etnográfico Los hijos de Baraguá (1996). Hay que mencionar también el documental Simparelé (1974), premio Concha de Oro en el XXII Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Con dirección, guión y narración de Humberto Solás, marca uno de los hitos cinematográficos sobre esta problemática. La película incorpora la música, la poesía, las artes plásticas y el teatro para presentar un panorama de la historia haitiana desde la Revolución hasta finales del siglo xx. La participación de la eminente cantante Martha Jean-Claude y de los artistas aficionados de la Unión de Haitianos Residentes en Cuba hacen de Simparelé uno de los proyectos más auténticos sobre este tema. La vida de
immigrant population over a period of some twenty years. To what degree did the Haitian community participate in the filming? Gómez: Their collaboration was essential for plot development, language (both Creole and Spanish are used), and folkloric elements including music and dance. The actors were largely nonprofessional members of the Haitian community. Burton: Is the film based on the life of an actual personage? Gómez: Actually, the answer is somewhat complicated. The film was inspired by a tale written in 1969 by Antonio Benítez Rojo, but that in turn was based on an ethnographic research project done in 1961. It is the story of a young man who returns to his native village after having been away for seventeen years. As he makes his journey, he begins to encounter people and places which make him remember the events of his life: how he was born into the Haitian community in Cuba, how he was exploited like his parents, how he was separated from them at an early age when they were repatriated, how he decided to go to the Sierra to fight. That was where he had to make a choice between earth and heaven— between his religious heritage and the promise of the future, between ritual and rationality» (Burton 1979: s/p).
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Martha Jean-Claude y sus lazos con Cuba quedaron plasmados también en un documental de Juan Carlos Tabio Martha Jean-Claude en Haití (1987). Uno de los expertos más reconocidos en la cultura haitiana en Cuba, José Millet, documenta su propia participación en la elaboración del guión para el documental de Roberto Román Huellas (1986), dedicado a los sistemas mágicoreligiosos cubanos, incluido el vodú (Millet 2005: s/p). El mismo investigador advierte también que, dentro de la órbita de la Casa del Caribe de Santiago de Cuba, se filmó el cortometraje documental Añoranza en Semana Santa (2000), de David González y Walterio Lord, el cual explora la transculturación entre el vodú y el cristianismo en las danzas y ceremonias del gagá cultivadas por los cubanos de ascendencia haitiana durante las celebraciones de Semana Santa. En 2000 Rigoberto López dedicó otro documental, Puerto Príncipe mío, al desgarrador retrato de la miseria de esta ciudad haitiana. Finalmente, para su largometraje Roble de olor (2003), el director Rigoberto López Pego se inspiró en el «romance de Angerona», una historia de amor entre el alemán Cornelio Souchay, dueño de un cafetal en la parte occidental de la isla, y Úrsula Lambert, una haitiana nacida en El Cabo que se había refugiado en Cuba en los años que siguieron a la Revolución Haitiana (Martínez Páez)13. Según un resumen periodístico que acompañó el estreno de la película, «López Pego, siempre atraído por el Caribe, se situó en el mágico mundo de Haití para acercarnos a las inigualables descripciones de Alejo Carpentier en El reino de este mundo» (Peck 2002: s/p)14. Los creadores de la película no han sido, por cierto, los primeros en encontrar inspiración artística en el pintoresco cafetal de Angerona, 13 Sobre Úrsula Lambert leemos en el portal «Cafetal La Angerona […] nunca más una ruina en silencio»: «Morena haitiana, nacida libre en la última década del siglo xviii, hija de José y Magdalena Lambert, esclavos del colono Lambert, que los trajo a Cuba junto con el de sus familiares y otros esclavos en una de las emigraciones de ese país hacia Cuba, producto de las [sic] guerra libertaria de Haití. Llegan por la parte sur-oriental de la isla de Cuba, asentándose dicho colono por esas tierras guantanameras. Al pasar los años Úrsula ya joven conoce en La Habana a Dn. Cornelio, comenzando a trabajar con él en el año 1815, llegando al cafetal el 1ro. de Mayo de 1822 y allí estaría hasta la década de los 40, pasados 8 a 9 años después de la muerte de Dn. Cornelio. Junto a Dn. Cornelio ayudó a la administración del cafetal, tenía su propio negocio, una tienda donde se le vendían objetos a los esclavos» . 14 «Roble de olor» ha tenido un notable éxito internacional después de recibir el Gran Premio Dikalo a la Mejor Película en el Festival Pan Africano de Cannes en 2006. En mayo de 2007 la prensa cubana dejó constancia de una calurosa acogida de la película en la capital haitiana de Puerto Príncipe en ocasión de la Muestra Itinerante del Cine del Caribe. En esta ocasión, se citaron las palabras del destacado intelectual haitiano Rassoul
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ya que el sitio —en ruinas, declarado Monumento Nacional en 1981 e incluido en el proyecto «La Ruta del Esclavo» patrocinado por la Unesco— había sido visitado durante sus años de esplendor en el primer tercio del siglo xix por escritores y viajeros tan distinguidos como Cirilo Villaverde, Abiel Abbot y la Condesa de Merlín. Con todo ello en mente, resulta interesante considerar las visiones literarias de la temática haitiana posteriores a la simbólica cesura de la Revolución Cubana. Este abordaje debe hacerse tanto a la luz de los ya mencionados proyectos historiográficos y antropológicos de rescate de «la gente sin historia» que tuvieron su auge en los años sesenta como en relación a los paradigmas asociados con la literatura hispanoamericana del mismo período15. Sabemos que la llamada nueva narrativa hispanoamericana se vio regida consecutivamente por dos modelos designados como autóctonos: primero el realismo mágico; luego, el testimonio16. Cabe notar, sin embargo, que no se trata de formas de representación tan diametralmente opuestas como pudiera parecer a primera vista. Tanto el testimonio como el realismo mágico se enfrentan, en última instancia, al reto de confeccionar la «otredad» latinoamericana —mágica, violenta, excesiva, barroca, telúrica, exótica, irracional— para el «consumo» de un lector moderno, letrado y de formación europea. Mientras que en la década de los sesenta del siglo xx el realismo mágico llegó a ser sinónimo de una estrategia supuestamente más idónea para representar el distintivo patrimonio del continente, pocos años después el consagrado «ismo» fue tachado de exótico y primitivista y desdeñado por reforzar los patrones de dependencia (post)colonial. A su vez, en los años 1970-1980 las esperanzas de los intelectuales latinoamericanos comprometidos con la misión de franquear el abismo entre la cultura popular y la letrada se volcaron en el proyecto testimonial con el propósito de dar voz a la «gente sin historia». Inaugurado en Cuba con la publicación de Biografía de un cimarrón (1966) de Miguel Barnet y Esteban Montejo, el testimonio se vio cimentado con la integración de esta categoría en el certamen literario de Casa de las Américas en 1970. Tanto los escritores como los Labuchin (Anita) «quien enfatizó el incentivo que constituye el subtitulaje en creole de ese filme» (Boletín Cubarte 2007: s/p). 15 El concepto fue empleado por el historiador francés Henri Moniot. Consúltese al respecto su ensayo «La historia de los pueblos sin historia», en el volumen colectivo de Jacques Le Goff y Pierre Nora (1978). 16 Ambas modalidades habían existido antes, pero sin haber sido clasificadas como tales. Sobre la presencia del discurso testimonial en la escritura latinoamericana en particular véase el artículo de Houskova (1989).
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intelectuales comprometidos creían haber descubierto en el paradigma testimonial el espacio de enunciación más propicio para dejar hablar al subalterno latinoamericano17. También en este caso la fortuna ha girado al ritmo dictado por la evolución literaria, coadyuvada en esta ocasión por la crisis posmoderna de los llamados «grandes relatos» (expresión de Jean François Lyotard): una vez ungidos como «canónicos», los dos modelos, el mágico-realista y el testimonial, han desembocado en sus propias reproducciones paródicas o, al menos, metacríticas —desde las novelas «posmacondinas» y McOndinas del llamado pos-boom, hasta los «postestimonios», como Translated Woman: Crossing the Border with Esperanza’s Story (1993) de Ruth Behar—. The Practice of Everyday Life de Michel de Certeau plantea una valiosa herramienta para ahondar en las estrategias específicas de la inscripción textual de la «diferencia» a través del concepto de «las ciencias del otro» o «heterologías». El filósofo francés sugiere que para transcribir el habla del otro —salvaje, loco, infantil, popular—, el Occidente europeo ha inventado procedimientos más diversos con el objetivo de incorporar y traducir estas voces al lenguaje aceptable de las disciplinas «heterólogas», como la etnología, la psiquiatría, la ciencia de la religión o la pedagogía (De Certeau 1984: 159). Más cerca del contexto cubano y caribeño, la idea de heterología se asemeja al concepto de «deseo doble» de Antonio Benítez Rojo que, según una glosa de Luis Duno Gottberg, encarna el anhelo «de representar lo autóctono, mientras […] lo traduce en términos de un lenguaje que responde a las formas de la modernidad europea» (Gottberg 2003: 177)18. De manera semejante, en su monumental monografía Para decir al Otro. Literatura y antropología en nuestra América (2005), Mercedes López-Baralt expande el camino desbrozado por Roberto González Echevarría en Myth and Archive (1991) para demostrar cómo los lazos entre la literatura y la antropología forman el cauce principal del gran proyecto heterólogo latinoamericano cuya clave es, precisamente, «decir al Otro». Mientras que en algunas ramas de la antropología el estudio del otro desde una distancia exótica ha sido 17 El texto de Gayatri Spivak (1978) se convierte en referencia ineludible al respecto. Para el concepto de «gente sin historia», véase Deschamps Chapeaux y Pérez de la Riva (1974) así como Wolf (2000). 18 Gottberg extrae este concepto de la página 188 del ensayo de Benítez Rojo, «Nacionalismo y nacionalización en la novela hispanoamericana del siglo xix» (1993). En otro artículo escribe Benítez Rojo: «El referente americano (digamos un indio aymara, su vida social, su cultura), una vez investido de ‘lo Nacional’, debe ser significado por el lenguaje de Europa —no por el aymara— dentro de los criterios epistemológicos y artísticos de Europa» (Benítez Rojo 1989a: 17-18).
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suplantado en las últimas décadas por una corriente autorreflexiva o incluso por lo que Marc Augé (2002) denomina «la antropología de proximidad», la secuela heteróloga no ha desaparecido del todo de las representaciones de Latinoamérica. Afirmar hoy que Haití es un «otro» para Europa, los Estados Unidos o los países vecinos del Caribe es constatar lo obvio19. Con esta advertencia en mente, considero que la única vía potencialmente productiva de acercarse a la inscripción de Haití en la literatura cubana posterior a 1959 es cotejar las diferentes formas estéticas a través de las cuales este «decir al Otro» llega a manifestarse. Los textos que abordan el tema no son muchos, por lo cual, de entrada, nos encontramos con el mismo desafío que ya hemos notado en el capítulo anterior: un corpus textual más bien limitado, disperso, desigual en términos de calidad estética y de intensidad de enfoque. Aunque he leído todos los cuentos, novelas y testimonios que han caído en mis manos como posible fuente para el tema haitiano-cubano, he llegado a la conclusión de que en marcado contraste con varios proyectos historiográficos o etnológicos de restitución de la presencia haitiana después de 1959, en la ficción literaria del mismo período esta dimensión histórico-cultural no adquiere la envergadura de un «proyecto». Por otro lado, según he ido adentrándome en la problemática cubano-haitiana, me he dado cuenta de que los textos encontrados forman un corpus lo suficientemente complejo y diverso como para sostener una lectura críticamente productiva, que deja vislumbrar los nexos de unión y de diferencia entre lo haitiano y lo cubano20.
19 En un artículo sobre El reino de este mundo, J. Bradford Anderson trae a colación una cita del libro del influyente politólogo estadounidense Samuel Huntington The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order (1996; traducido al español como El choque de civilizaciones: reconfiguración del orden mundial, 1997) que ilustra el estigma de Haití como irremediablemente «otro»: «While Haiti’s elite has traditionally relished its cultural ties to France, Haiti’s Creole language, Voodoo religion, revolutionary slave origins, and brutal history combine to make it a lone country. ‘Every country is unique,’ Sydney Mintz observed, but ‘Haiti is in class by itself.’ As a result, during the Haitian crisis of 1994, Latin American countries did not view Haiti as Latin American problem and were unwilling to accept Haitian refugees, although they took in Cuban ones» (citado por Anderson 2007: 26). 20 Odette Casamayor Cisneros (2006) ofrece un sucinto recorrido por la narrativa cubana del siglo xx que incluye el tema haitiano. Además de los textos de Carpentier siempre mencionados en este contexto, Casamayor Cisneros analiza «La tierra y el cielo» de Benítez Rojo, Cuando la sangre se parece el fuego de Cofiño, El vuelo del gato de Prieto, y «De muerte natural» de Mirta Yáñez.
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Aunque parezca sorprendente, El reino de este mundo (1949) sigue siendo hasta ahora la única novela cubana cuyo tema descansa casi en su totalidad en la Revolución Haitiana (Paravisini-Gebert 2004: 115). Ecos de la insurgencia en Saint-Domingue reverberan, por cierto, en El siglo de las luces del mismo Carpentier y, según veremos más tarde, en algunos cuentos y una novela de Benítez Rojo. Asimismo, en la novela de César Leante Capitán de cimarrones (1982), aparecen múltiples referencias a la Revolución Haitiana como foco de gran proyección y alcance de rebelión esclava21. Leante narra en detalle la historia de Mackandal, pero el centro de gravedad de su novela recae sobre el cimarronaje en Cuba22. Situándose ante la cuestión de la permeabilidad de ideas revolucionarias, Leante concibe el Caribe como un espacio fragmentado, pero no necesariamente dividido por la geografía. En este sentido resulta elocuente el siguiente fragmento de la novela, donde uno de los cimarrones apalencados en las montañas del Oriente cubano, Ventura Sánchez-Coba, recibe noticias de las hazañas de los negros haitianos de Jean-Pierre, esclavo de un tal musiú Guizot refugiado en Santiago: A pesar de que Jean-Pierre parlaba también aquella jerigonza indescifrable para Ventura, en el tiempo que llevaba en Cuba había aprendido algo de español y enredándose en las voces castellanas que sabía, amalgamándolas con su idioma, le había contado a su amigo criollo lo ocurrido en su tierra; le refirió cómo los negros haitianos se rebelaron, enfrentándose sólo con machetes, azadas y palos a los soldados franceses; cómo habían quemado y destruido las haciendas de sus amos; cómo habían derrotado al ejército, de miles de hombres armados hasta los dientes, que Francia mandó contra ellos. Ahora en Haití todos los negros eran libres; la esclavitud había terminado, y eran ellos, los negros, los que gobernaban. […] (Leante 1982: 42).
Esta visión ficticia de la secuela de la Revolución Haitiana coincide con las investigaciones de varios historiadores. Según Ada Ferrer, las referencias a Haití eran omnipresentes en todo el mundo atlántico y en Cuba en particular: «Los oficiales, intelectuales, esclavistas y los propios esclavos hablaban de la inminencia de otro Haití, del deseo negro de que se produjera otro Haití» (Ferrer 2005: 68). Experiencias reales, mezcladas con rumores y amplificadas por el miedo y el prejuicio, fijaron en el imaginario popular cubano un vínculo 21 Para excelentes estudios de la novela de Leante, véase el libro de William Luis (1990) y la tesis doctoral de Andrea Morris (2002). 22 Antes de su reedición española en 1982, la novela se publicó en Cuba bajo el título Los guerrilleros negros (1976) y fue premiada por la UNEAC.
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directo entre la subversión y la población negra: «en Cuba los plantadores y estadistas eran incapaces de ver a sus propios esclavos como los principales arquitectos de la conspiración o la resistencia. Y, en este contexto, Haití se convirtió en el ‘agitador exterior’ por excelencia» (Ferrer 2004a: 217). Este énfasis en los perniciosos efectos de eventos externos implicaba que, en la percepción de los esclavistas cubanos, los problemas que surgían en Cuba no eran de carácter estructural sino más bien coyuntural, provocados por la insurgencia haitiana. En Capitán de cimarrones existe un lazo directo entre el «laboratorio» insurgente haitiano y el nacimiento de la conciencia rebelde del cimarrón cubano: «lo que había oído contar le seguía quemando el cerebro como si el muy maldito le hubiera metido una brasa de carbón dentro de la cabeza. Porque Jean-Pierre le había insinuado que los negros cubanos podían hacer lo mismo que los haitianos: rebelarse contra sus amos y proclamar la libertad de todos los esclavos» (Leante 1982: 42-43). Al mismo tiempo, en la figura de Don Joaquín Padilla, dueño del cafetal Milagros, Leante encapsula con gran perspicacia la mentalidad de los plantadores cubanos, incapaces de imaginarse que sus esclavos pudieran sublevarse por su propia cuenta, sin estímulo directo de Haití: La revuelta en la porción francesa de Santo Domingo —esas escenas infernales de negros pasando a cuchillo a la población blanca, de mujeres de nieve violadas salvajemente por hordas de esclavos enardecidos, de plantaciones arrasadas y mansiones incendiadas hasta quedar reducidas a cenizas, de saqueo, pillaje y crímenes indescriptibles— que había ido llegando a sus oídos sucesivamente desde hacía más de una década —y especialmente en los postreros años del siglo anterior— y que al principio les había infundido tal pavor […] ahora, al cabo de aquel tiempo recorrido, comenzaba a mirarse con tintes menos siniestros. Al cabo, la rebelión no había saltado el mar como se temió en un comienzo. Los negros de acá se habían estado tranquilos y si algo había llegado a sus oídos de lo hecho por sus iguales en Haití, no parecían dispuestos a imitarlos (45-46).
Al contrario de lo que prefiere creer Don Joaquín, y según veremos a través de otros ejemplos incluidos en el presente estudio, el pavor que infundía Haití llegó a implantarse de modo duradero e insidioso en el imaginario cubano. (Re)creaciones literarias de la Revolución Haitiana fuera de Cuba Las visiones literarias de la Revolución Haitiana en El reino de este mundo, El siglo de las luces o Capitán de cimarrones obedecen, por cierto, a los
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juegos de relecturas propios de la novela histórica, donde la distancia hermanada con la licencia poética permite discernir el rostro del presente en el espejo empañado del pasado. Resulta pertinente observar que mientras que este «evento inconcebible» —término de Michel Rolph Trouillot— que fue la Revolución Haitiana tuvo un impacto inmediato en el discurso de los estadistas de la «siempre fiel Isla de Cuba» y en el imaginario popular de la época, no ocurrió lo mismo con la literatura cubana decimonónica, donde la huella de Haití estaba disfrazada bajo la retórica abolicionista23. En contraste con Cuba, en la lejana Europa los eventos de Saint-Domingue nutrieron la imaginación de algunos de los escritores más reconocidos de la época de manera mucho más explícita: desde el famoso soneto «To Toussaint L’Ouverture» (1803) de William Wordsworth, Bug-Jargal (1826) de Victor Hugo o Die Verlobung in St. Domingo (Los desposorios en Santo Domingo, 1812) de Heinrich von Kleist, hasta el poema «Toussaint Louverture» (1833) de John Greenleaf Whittier y Toussaint Louverture, poème dramatique (1850) de Alphonse de Lamartine24. Curiosamente, en la historia de la Revolución Haitiana existe también un capítulo polaco, ampliamente referido —con una fuerte dosis de mitificación heroica— en los manuales de historia de mi país. Un contingente de casi seis mil soldados polacos fue mandado a Haití con las fuerzas de Leclerc para luchar contra los insurgentes negros. Mis compatriotas —animados por las promesas de Napoleón de libertar Polonia— combatieron a los esclavos insurgentes prácticamente en calidad de mercenarios pero, al parecer, les resultaba difícil identificarse con la causa francesa. La mayoría murió en el combate o en la epidemia de fiebre amarilla, pero algunos desertaron, y un puñado de ellos se quedó en Haití. A los polacos naturalizados por el gobierno de Haití, el artículo 13 de la segunda Constitución promulgada por el presidente Dessalines en mayo de 1805 les concedía el derecho a tener propiedad, junto a los alemanes y El argumento de Trouillot queda sucintamente resumido en el siguiente comentario de Mónica L. Espinosa Arango (2007): «el antropólogo haitiano Michel-Rolph Trouillot argumenta que la Revolución Haitiana ingresó a la historia con la característica peculiar de haber sido inconcebible incluso en el momento mismo en el que ocurría. La mayoría de quienes fueron contemporáneos a los acontecimientos fueron incapaces de comprender la revolución en sus propios términos» (31; énfasis original). La dificultad en entender, conceptualizar y narrar este evento tuvo también sus consecuencias, según Trouillot, «para pensar el colonialismo, la raza y la esclavitud en las Américas» (citado por Espinosa Arango 2007: 34). 24 En su muy discutido estudio (2006), Susan Buck-Morss argumenta que la Revolución Haitiana catalizó la famosa teoría de Hegel sobre la contienda entre el amo y el esclavo. 23
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mujeres blancas de cualquier nacionalidad, en marcado contraste con el artículo 12, en el cual se negaba tal derecho a hombres blancos de otras nacionalidades. Años después, el heroico ejemplo de los insurgentes esclavos iba a ser evocado por el general K. Malachowski, veterano de la campaña de Leclerc en Haití, a la hora de animar a sus compatriotas a seguir combatiendo a las fuerzas rusas durante los últimos días de la insurrección de 1830-1831 en Varsovia. En la abundante nómina de publicaciones de carácter no-ficticio la autenticidad de la perspectiva testimonial sobre Saint-Domingue/Haití queda realzada ya a partir de los títulos, como por ejemplo en el libro de Gros Isle St.Domingue, province du Nord. Précis historique, qui expose dans le plus grand jour les manoeuvres contre-révolutionnaires employées contre St. Domingue; qui désigne et fait connoître les principaux agents de tous les massacres, incendies, vols et dévastations qui s’y sont commis (1793; versión inglesa: An Historick Recital, of the Different Occurrences in the Camps of Grand-Reviere [sic], Dondon, Sainte-Suzanne, and others, from the 26th of October, 1791, to the 24th of December, of the same year). En este contexto cabe mencionar también los tres volúmenes de Voyages d’un naturaliste, et ses observations faites sur les trois règnes de la Nature, dans plusieurs ports de mer français, en Espagne, au continent d’Amérique septentrionale, à Saint-Yago de Cuba, et à Saint Domingue, où l’Auteur devenu le prisonnier de 40,000 Noirs révoltés, et par suite mis en liberté par une colonne de l’armée français, donne des détails circonstanciés sur l’expédition du général Leclerc (1809), de Michel Étienne Descourtilz25. Dentro de la categoría de memorias o relatos de viaje que esgrimen la perspectiva de testigo ocular, se destacan los siguientes: A Memoir of Transactions That Took Place in St. Domingo, in the Spring of 1793; According an Idea of the Present State of that Country, The Real Character of its Black Governor, Toussaint L’Ouverture, and the Safety of our West-India Islands From Attack or Revolt; Including the Rescue of a British Officer Under Sentence of Death (1802) y An Historical Account of the Black Empire of Hayti: Comprehending a View of the Principal Transactions in the Revolution of Saint Domingo; with Its Ancient and Modern State (1805), ambos de Marcus Rainsford, así como Sketches of Hayti: From the Expulsion of the French, to the Death of Chris25 Para un recorrido muy detallado sobre estas y otras reinterpretaciones literarias de la Revolución Haitiana en la literatura mundial, véase los artículos de A. James Arnold, Jean Jonassaint y Paul Breslin incluidos en el libro editado por Doris L. Garraway (2008). Debido a su fecha de publicación reciente, he llegado a consultar esta importante colección ya después de haber terminado el presente libro.
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tophe (1827) de W. W. Harvey e Historical Sketches of the Revolutions, and the Foreign and Civil Wars in the Island of St. Domingo. With a Narrative of the Entire Massacre of the White Population of the Island by Peter Chazotte, Esq., An Eye Witness (1840) de Peter S. Chazotte. Más tarde haremos también una breve mención a My Odyssey: Experiences of a Young Refugee from Two Revolutions, by a Creole of Saint Domingue, otro texto de finales del siglo xviii, de autor desconocido, publicado en inglés en 1959 a partir de un manuscrito francés aparentemente perdido26. Como era de esperar, el impacto de los eventos en Saint-Domingue era más contundente en Francia que en cualquier otro país europeo. Además de los títulos ya mencionados, Jacques de Cauna ofrece la siguiente lista de novelas y obras teatrales que, en su opinión, estaban inspiradas en la insurgencia de la distante colonia: Zoflora ou la bonne négresse (1800) de Picquenard, L’incendie du Cap (1802) de R. Périn, L’Histoire de Mesdemoiselles de SaintJanvier, les deux seules planches sauvées du massacre de Saint-Domingue (1812) de Mlle. de Palaiseau, Le Nègre (1821) de Balzac, L’Insurrection de Saint-Domingue (1824) de Charles de Rémusat y Lydie ou la créole (1824) de Adèle Daminois. Cabe añadir también que el carácter intrínsicamente dramático de algunos de los episodios cruciales de la Revolución Haitiana, inspiró una extraordinaria producción de obras de teatro. Según las investigaciones de VèVè Clark, entre 1796 y 1975 se publicaron o estrenaron sesenta y tres obras teatrales, la mayoría de ellas haitianas, enfocadas principalmente en las figuras de Toussaint Louverture, Henri Christophe y Mackandal, con algunos textos inspirados en las hazañas de Boukman, Boisrond Tonnerre y Dessalines (1992: 255). A diferencia de Cuba, los descendientes directos de inmigrantes francohaitianos en Nueva Orleans también dejaron algunas huellas literarias marcadas por la experiencia de Saint-Domingue. Así pues, Victor Séjour dio a conocer en 1837 el cuento Le Mulâtre, ambientado en el Saint-Domingue colonial y considerado como la primera obra de ficción de la literatura norteamericana escrita por un autor de ascendencia africana (Brickhouse 2001: 428). Otra autora de origen franco-haitiano, Tante Marie, publicó en 1892 la novela Le Macandal: Episode de l’insurrection des noirs à St. Domingue. La fascinación con el pasado rebelde de Haití siguió rindiendo frutos literarios a lo largo del siglo xx, con ejemplos que van desde Babouk (1934) de Guy Endore, hasta Changó el gran putas (1973) de Manuel Zapata Olivella y la triEn la recopilación de estos títulos me han resultado muy útiles los trabajos de Jeremy Popkin (2003), Matt Clavin (2007) y Jonathan Beecher (2007). 26
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logía haitiana (1983-2004) de Madison Smartt-Bell (All Souls’ Rising, Master of the Crossroads, Stone that the Builder Refused). La lista de escritores haitianos que abordaron esta temática, proporcionada por Jana Evans Braziel, incluye a Massillon Coicou, Dominique Hippolyte, Placide David, Roger Dorsinville, Héncock Trouillot y Jean Métellus, entre otros. Los autores latinoamericanos y caribeños por lo general expresan una predilección por obras teatrales enfocadas en las prominentes figuras de la insurgencia haitiana. Tomemos a manera de ilustración a Monsieur Toussaint (1961) de Edouard Glissant, La tragedia del rey Christophe (1963) de Enrique Buenaventura, La Tragédie du roi Christophe (1963) de Aimé Césaire y The Haitian Trilogy de Derek Walcott, que incluye sus obras teatrales más conocidas: Henri Christophe (1949), Drums and Colours (1961) y The Haitian Earth (1984). Por cierto, prácticamente todo lo que se ha escrito sobre la Revolución Haitiana a partir de la segunda mitad del siglo xx lleva una profunda impronta conceptual del influyente ensayo The Black Jacobins: Toussaint L’Ouverture and the San Domingo Revolution del trinideño C. L. R. James (1938). A partir de la ocupación norteamericana de Haití (1915-1934) las representaciones de la isla empezaron a proliferar en la literatura, la prensa y el cine de los Estados Unidos, en muchos casos reafirmando los estereotipos etnoculturales más crudos previamente difundidos en el mundo anglosajón por el libro del diplomático británico Sir Spencer Saint-John Haytí or the Black Republic (1884). Sin duda alguna, libros como The White King of La Gonave (1931) de Faustin Wirkus y Taney Dudley o Black Baghdad (1933) y Cannibal Cousins (1934) de John Houston Craige contribuyeron a reforzar la imagen de un Haití bárbaro y salvaje. Al mismo tiempo, con el auge del movimiento conocido como el Renacimiento de Harlem surgieron los primeros intentos de integración del legado de la Revolución Haitiana al proceso de formación de la identidad afroamericana. La producción de ensayos, obras musicales, novelas, representaciones teatrales e incluso libros para niños marcados por la huella de Haití alcanzó su apogeo en los años 1920-1940. Esta fascinación por el tema no se extinguió del todo, volviendo a resurgir periódicamente en las décadas posteriores. Entre los ejemplos más conocidos de lo que es un corpus de proporciones inmanejables cabe destacar, en orden cronológico, los siguientes textos y proyectos artísticos que aparecieron en el suelo norteamericano: Black Majesty: The Life of Christophe, King of Haiti (1928) de John W. Vandercook, The Magic Island (1929) de W. B. Seabrook (que sirvió de base a la película de terror White Zombie, dirigida por Victor Halperin en 1932), The Black Napoleon: The Story of Toussaint L’Ouverture (1931) de Percy Waxman, Popo and
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Fifina: Children of Haiti (1932) de Arna Bontemps, The Emperor of Haiti (1936) de Langston Hughes, la famosa puesta en escena de Voodoo Macbeth (1936) de Orson Welles, Absalom, Absalom! (1936) de William Faulkner, Life in a Haitian Valley (1937) de Melville Herskovits, Tell My Horse. Voodoo and Life in Haiti and Jamaica (1938) de Zora Neale Hurston, Haiti (1938) de W. E. B. Du Bois, el ciclo de pinturas de Jacob Lawrence sobre Toussaint L’Ouverture (1938), la novela de Arna Bontemps Drums at Dusk (1939), la película de Jacques Tourneur I Walked with a Zombie (1943), así como los estudios de Maya Deren The Voodoo Gods (1953) y Island Possessed de Katherine Dunham (publicado en 1969, pero basado en investigaciones de la década de 1940)27. Finalmente, en la novela de Ishmael Reed Mambo Jumbo (1972), se vislumbra tanto el trasfondo histórico de la ocupación de Haití por las tropas norteamericanas como un irreverente juego satírico acerca de la mitología del vodú. Durante los años 1940-1950 Francia también volvió su mirada hacia la antigua colonia. Entre los que sucumbieron al hechizo de Haití se encuentra, por cierto, André Breton, quien llegó a la isla por primera vez en diciembre de 1945, invitado por el agregado cultural de la embajada francesa de Puerto Príncipe, Pierre Mabille, etnógrafo de profesión 28. Ambos han dejado constancia de sus experiencias haitianas: Breton, de modo más notable en el poema 27 Birkenmaier menciona la reseña escrita por Carpentier para la revista Carteles sobre la traducción francesa de The Magic Island de William Seabrook (1928) (Birkenmaier 2006: 100). Para una excelente síntesis de esta temática véase Michael J. Dash (1997). Siguiendo las pautas establecidas por Edward Said en su estudio sobre el orientalismo, Dash arguye que de la misma manera que el Oriente fue inventado como el otro exótico de Occidente, también Haití —misterioso, bárbaro, exótico— llegó a ser una invención de los Estados Unidos a raíz de la ocupación de la isla por las fuerzas norteamericanas. 28 En un comentario no exento de sarcasmo, describía Carpentier el sobresalto que, aparentemente, sufrió Breton en contacto directo con el vodú: «Pero tan preparado estaba para recibir la violencia surrealista de nuestro mundo que, pocos años después, siendo invitado de Pierre Mabille en Haití, al asistir a una ceremonia vudú donde —puedo asegurarlo— no se jugaba con lo maravilloso, puesto en contacto con lo maravilloso activo, presente, vigente, de mujeres que hacían corbatas, collares, con hierros calentados al rojo, sin sentir mayor dolor ni desasosiego, el Gran Pontífice del surrealismo, estuvo a punto de desmayarse de espanto. ‘C’est horrible —exclamaba— ‘C’est horrible’» (citado por López Lemus 1985: 283). Por otro lado, las conferencias que Breton dictó en Haití en diciembre de 1945 fueron clasificadas como «electrizantes» por el periódico radical La Ruche, comentario que provocó el cierre de la revista por las autoridades, una huelga general de protesta y una crisis política conocida como la «revolución de enero» de 1946. Se trata de un episodio que ha recibido un tratamiento exhaustivo tan sólo con la publicación del libro Messagers de la Tempête, André Breton et la Révolution de janvier 1946 en Haïti (2007) de Gérald
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en prosa «La Nuit en Haiti» —que sirvió de introducción para el catálogo de una exposición de pinturas de Wifredo Lam—, y Mabille en una colección de ensayos, Messages de l’étranger (que no llegó a publicarse hasta 1981). Alfred Métraux, destacado antropólogo de origen suizo, visitó Haití en 1941 y a través de sus contactos con Jacques Roumain contribuyó a la idea de fundar el Bureau d’Ethnologie Haïtienne en Puerto Príncipe. Métraux volvió a visitar Haití en varias ocasiones, y su estudio Le Vaudou haïtien (publicado por Gallimard en 1958 con un prólogo de Michel Leiris) se ha vuelto un clásico sobre el tema. Lo que sí resulta desconcertante en el umbral del siglo xxi es la persistencia con la cual los estereotipos sobre Haití parecen sobrevivir y resucitar. Mientras que los estudiosos no dejan de analizar y explicar este fenómeno (Fischer 2007; Hurbon 1997; Lawless 1992; Trouillot 1990), siguen apareciendo entradas bibliográficas que contribuyen a la «mala prensa» de un Haití extraño, bárbaro, violento y salvaje, como Best Nightmare on Earth: A Life in Haiti (1991) de Herbert Gold o Bonjour Blanc (1992) de Ian Thomson cuya reimpresión de 2004 fue acompañada en Amazon.com por la siguiente sinopsis: «Haiti: one thinks of voodoo, Papa Doc, political violence and desperate poverty. In Bonjour Blanc, Thompson explores all of the dread demons and eccentricities of this unhappy republic. He is initiated into the feared Bizzango religion, an African animist cult whose associates venerate a coffin and human skulls; he talks to zombies, the walking dead». Haití y República Dominicana: desencuentros en una isla dividida A diferencia de los países cuyo imaginario relacionado con Haití se ha ido forjando predominantemente a partir de relatos antropológicos, rumores y recreaciones de intelectuales y artistas viajeros, en Cuba y en la República Dominicana la experiencia de Haití tuvo un carácter más directo, continuo y masivo. En la República Dominicana la migración de los braceros haitianos en el primer tercio del siglo xx siguió, a grandes rasgos, la misma dinámica que en Cuba: en ambos casos los conflictos entre los trabajadores locales y los braceros haitianos tenían su base en la competencia por el trabajo y los salarios; tanto en Cuba como en la República Dominicana la inmigración catalizó polémicas de carácter teórico, político y jurídico acerca de la identidad nacional Bloncourt y Michael Löwy. Una traducción al inglés de algunos de los textos de Mabille y Breton se encuentra en la excelente antología de Richardson y Richardson (1997).
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y la cuestión étnica; en ambos casos la presencia de un «otro» en el seno de lo «nuestro» causó paroxismos de miedo29. A pesar de ciertos paralelos con Cuba, el caso de la República Dominicana es muy particular. Mientras que la segunda oleada migratoria de campesinos haitianos hacia la República Dominicana coincidió con el mismo fenómeno en Cuba (de 1915 en adelante), la primera había ocurrido al finalizar la guerra con Haití en 1844. La ocupación del territorio dominicano por Haití entre 1822 y 1844 fortaleció la percepción del país vecino como bárbaro y peligroso, y tuvo un impacto directo sobre el carácter marcadamente antihaitiano de la retórica nacionalista de los sucesivos gobiernos de la República Dominicana. La imagen de Haití como amenaza constante a la integridad nacional era mucho más fuerte que en Cuba30: Toda una corriente de pensadores e historiadores dominicanos han elaborado la tesis de la inferioridad cultural haitiana, tesis que ha ido penetrando en la conciencia social de los dominicanos y condicionando su estructura mental y sus reflejos sociales frente a los inmigrantes. Los estereotipos fundamentales en este caso presentan al haitiano como el africano, utilizando este término en su acepción peyorativa como sinónimo de bárbaro, mientras el dominicano aparece como occidentalizado (Rosario y Ulloa 2006: 68).
En la retórica adoptada por el trujillato, la migración de haitianos aparecía «como una nueva estrategia para penetrar el territorio dominicano y repetir las invasiones llevadas a cabo en el siglo xix» (Rosario y Ulloa 2006: 74). Fue Trujillo quien en octubre de 1937 ordenó a sus soldados que mataran 29 Véase el artículo de Lauro Capdevila (2004) que ofrece un exhaustivo análisis de las leyes, reglamentos y contratos que han regido la inmigración haitiana a la República Dominicana a lo largo del siglo xx. 30 Lo haitiano, en palabras de Pedro San Miguel, es la contracara de lo dominicano: «The definition of ‘Dominican’ became ‘not Haitian.’ This dichotomy could be seen in nearly every sphere: Haitians practiced voodoo, Dominicans Catholicism; Haitians spoke Creole, Dominicans Spanish; Haitians were black, Dominicans were of mixed race or white. More than this, Haitian culture and society were seen as an extension of Africa, whereas Santo Domingo clung to its pure Spanish origins. In short, the ideology of Dominican nationality has been markedly influenced by a sense of contrast, of ‘otherness’: Haiti» (2005: 39). Sobre la paradoja de la negación de la negritud frente a la obvia presencia de la misma, véase Torres-Saillant: «Dominican society is the cradle of blackness in the Americas […]. Yet, no other country in the hemisphere exhibits greater indeterminacy regarding the population’s sense of racial identity. To the bewilderment of outside observers, Afro-Dominicans have traditionally failed to flaunt their blackness as a collective banner to advance economic, cultural, or political causes» (1998: 126).
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—a cuchillo, machete o bayoneta— a todos los haitianos indocumentados que encontraran en la región fronteriza: «El ejército recurrió a la práctica de identificar a sus víctimas por sus acentos y color de piel, además de contar con información suministrada por espías» (Wooding y Moseley-Williams 2004: 20). Aunque no existen cifras confiables del número de víctimas, la matanza, comúnmente conocida como «el corte» entre los dominicanos y el kout kouto entre los haitianos, alcanzó proporciones genocidas de una «limpieza étnica»31. Ni el traumático legado de los horrores del «corte», ni las nuevas leyes de migración encaminadas hacia la dominicanización de la frontera han eliminado las migraciones de los haitianos en busca de trabajo. En contraste con Cuba, donde las repatriaciones forzosas de los años 1930 frenaron el influjo masivo de braceros y la revolución de 1959 acabó del todo con este fenómeno, en la República Dominicana la inmigración haitiana sigue siendo hasta hoy día un factor importante en la economía del país32. La permeabilidad de la frontera y el flagrante desequilibrio en el desarrollo de ambos países que comparten el espacio de una pequeña isla contribuyen a la continuidad del fenómeno migratorio, acompañado de conflictos y tensiones permanentes: A partir de la década de los ochenta el número de braceros contratados […] se redujo considerablemente debido a cierto colapso de la industria azucarera dominicana, por otro lado las relaciones bilaterales entre ambos países se vieron empañadas una vez más, debido a que el sector político haitiano que accedió al poder en 1991 acusó a la República Dominicana en las Naciones Unidas, al considerar como una nueva forma de esclavitud las contrataciones masivas. En junio de 1991 el entonces presidente Joaquín Balaguer en respuesta a ese hecho decretó la deportación de menores y ancianos haitianos que se encontraran en territorio dominicano (Rosario y Ulloa 2006: 70).
Para una exhaustiva síntesis de esta temática, véase Richard Lee Turtis (2002). Sobre la configuración de Haití como un otro primitivo y salvaje, consúltese Fernando ValerioHolguín (2000). El imprescindible libro de Eugenio Matibag (2003) es particularmente útil por su análisis del impacto del «corte» sobre el imaginario dominicano. 32 Los haitianos que se quedaron en Cuba después de las repatriaciones forzosas seguían sufriendo todo tipo de vejaciones. Testimonios de esta experiencia se ven reflejados en las páginas de la revista El Heraldo de Haití, fundada en 1953 por José Ramón Álvarez Silva (1917-1966). Según he podido establecer por los datos de New York Public Library, el periódico cesó su publicación con el número 46 de 1956. En la colección de esta biblioteca se encuentran solamente algunos ejemplares sueltos: número 7 (1953), y números 37-41 y 43-46 (1956). 31
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Las turbulentas relaciones haitiano-dominicanas han encontrado, y siguen encontrando, su reflejo en la literatura de ambos países, según demuestra con esmero el artículo de Nicole Roberts (2005). Lancelot Cowie (2005), por su parte, estudia la reivindicación de los inmigrantes haitianos, llamados cocolos, en una selección de novelas que incluye Tiempo muerto de Avelino Stanley (1998), Jengibre de Pérez Cabral (1978), Retrato de dinosaurios en la era de Trujillo de Diógenes Valdez (1997), El personero de Efraín Castillo (1999), Cañas y bueyes de F. E. Moscoso Puello (1975), Batey de Tarquino Donastorg (1972) y Over de Ramón Marrero Aristy (1940). Concluye el crítico: «Estas obras dibujan, en su conjunto, el perfil de la vida del cocolo que se puntualiza en la azarosa travesía marítima y el primer encuentro con la tierra extranjera, el traslado a los barracones infernales de la zafra azucarera, la adaptación a la labor agotadora, el abuso y la discriminación, la desilusión, el sueño frustrado del regreso al hogar y su cultura» (Cowie 2005: 14-15). Como era de esperar, la bibliografía sobre la masacre de 1937 es particularmente amplia e incluye testimonios orales y novelados (Freddy Prestol Castillo, El Masacre se pasa a pie 1973), estudios historiográficos y recreaciones literarias, incluyendo la excelente novela The Farming of Bones: A Novel (1998) de Edwidge Danticat, escritora haitiana radicada en los Estados Unidos. Al mismo tiempo, en la literatura dominicana tampoco se ha extinguido del todo la fascinación por el exótico nimbo de Haití, según se puede apreciar en la lectura de La mosca soldado (2006), una novela de Marcio Veloz Maggiolo, en la cual las descripciones pormenorizadas de ritos y creencias animistas de los cortadores de caña haitianos se imbrican a la imagen del vodú como «religión sudorosa y alcohólica del azúcar» (Veloz Maggiolo 2004: 26). La Revolución Haitiana aparece en la literatura dominicana con menos frecuencia, destacándose entre los aportes más recientes la interesante novela Viento negro, bosque del Caimán (2002) de Carlos Esteban Deive, conocido no solamente por sus excelentes contribuciones a la historia de la emigración haitiana sino también por su sostenida labor a favor de la reivindicación de «innegables y valiosos aportes de los afrodominicanos en la formación del pueblo y de la cultura que ellos y sus antecesores han contribuido a crear» (citado por Seda Prado 2003: 116)33.
Para el excelente análisis de la novela de Deive remito a los lectores al estudio de Rita de Maeseneer (2008). 33
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Miradas oblicuas: episodios haitianos en la narrativa de Manuel Granados y Manuel Cofiño A diferencia del caso dominicano, en la literatura cubana posterior a 1959 —escrita tanto dentro como fuera de la isla— los ejemplos de la temática haitiana no son abundantes, por lo cual resultan tanto más significativos los textos y autores que de algún modo reconocen la presencia de Haití en la historia de Cuba y en su formación etnocultural. Hemos visto ya algunos ejemplos de novelas históricas relativamente recientes (Capitán de cimarrones, El polvo y el oro) que entretejen el impacto de la Revolución Haitiana con la historia cubana. No obstante, además de Carpentier —cuya fascinación por Haití culminó en El reino de este mundo—, solamente Pablo Armando Fernández, Antonio Benítez Rojo, Marta Rojas, Mayra Montero, Mirta Yáñez y James Joel Figarola han escrito textos de mayor envergadura cuyo énfasis recae sobre Haití o la presencia haitiana en Cuba34. Antes de dedicar los siguientes capítulos «analíticos» a las novelas El columpio de Rey Spencer (1993) de Rojas, Otro golpe de dados (1993) de Fernández, varios textos de ficción de Benítez Rojo, un cuento de Yáñez, «De muerte natural» (1976), y, finalmente, la novela En el altar del fuego (2007) de James Figarola, considero imprescindible una aproximación a algunos libros de otros autores que, tomados en su conjunto y desde un enfoque comparado, llegan a cristalizarse en un mosaico verdaderamente fascinante. La presencia haitiana en este último grupo de textos se vislumbra un poco de refilón, a través de alusiones, caracteres secundarios o referencias episódicas. Me refiero a las novelas de Manuel Granados (Adire y el tiempo roto, 1968; El corredor de los vientos, inédito), Manuel Cofiño (Cuando la sangre se parece el fuego, 1975) y Abel Prieto (El vuelo del gato, 1999). Empezando con la narrativa de Manuel Granados (1930-1996), hay que advertir que estamos frente a un escritor que —por razones que son demasiado complejas para exponer aquí— aún está a la espera de un acercamiento comprensivo, más allá de la temática haitiana a la que me limito en el análisis que
34 Mayra Montero —escritora de origen cubano radicada en Puerto Rico— ha convertido a Haití y las creencias en torno al vodú en el sustrato de casi toda su obra, desde Del rojo de tu sombra (1992) y Tú, la oscuridad (1995) hasta Como un mensajero tuyo (1998). A diferencia de algunos de los autores aquí mencionados, el corpus crítico existente sobre la obra de Montero es relativamente amplio y de excelente calidad analítica. Véase en particular el trabajo de Sheree Alicia Henlon (2007) que contiene un excelente capítulo dedicado a Tú, la oscuridad. Son también de gran interés varios artículos de Carmen M. Rivera Villegas (2001a; 2001b).
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desarrollo en estas páginas35. Raúl Rivero —quien junto con Granados era uno de los cosignatarios de la «Carta de los Diez» en 1991— repara en una suerte de automarginación del escritor camagüeyano, recordando que Granados «se movió siempre en un segundo plano en el llamado mundo cubano de la cultura porque le gustaba dudar, sospechaba de las certezas y se sentía mejor en el territorio particular que se había agenciado en la compleja Cuba de las últimas décadas» (Rivero 1998: s/p). Aunque la problemática de «la forja de la nación» constituye hoy día una de las claves de los debates culturales tanto en Cuba como en el contexto más amplio, no estará de más recordar que Granados se había adelantado a estas deliberaciones al percibir la formación de la cubanidad en términos de acceso desigual al santuario de la nación. Para él, la exclusión y marginación racial que marca los proyectos políticos de Cuba como una nación moderna tiene sus raíces en el miedo a Haití: I believe that the Haitian syndrome is still alive. The Haitian revolution was a serious problem that attacked the root of the white Creole’s racial concepts all over the subcontinent. As a Caribbean island, Cuba couldn’t avoid the ramifications. The only way to avoid the Haitian inspiration was to promote Cuba as a Latin republic in the manner of the Hispanic republics of the continent, a concept that was entrenched in the white Creole mind from that time until the present and has legitimate consequences in the realm of ethics and aesthetics. No one emphasizes black immigration from the Caribbean or any other place [as a factor in nation building], because it was controlled. On the other hand, white immigration was encouraged, especially from Spain (Howe 2005: 55-56).
Muchas de estas ideas sobre «la nación que no era para todos» quedan plasmadas en las novelas de Granados Adire y el tiempo roto (1967) y Expediente de hombre (1988)36. Adire ha merecido algunas acuciosas interpretaciones, lo cual me permite centrar estas observaciones más específicamente en la temática haitiana. Una de las figuras secundarias de la novela que parece tener cierta trascendencia en la trayectoria del protagonista principal es un viejo haitiano llamado Damián, un verdadero arquetipo de la sabiduría ancestral: «Hace mucho tiempo que recorre el país, el mundo. Es haitiano y en su haber está el conocimiento de las Antillas y costas de Golfo» (Granados 1967: 112-113). 35 El número monográfico de Afro-Hispanic Review editado en 2005 por Lourdes Martínez-Echazábal constituye hasta la fecha la recopilación bibliográfico-crítica más completa acerca de la vida y obra de Granados. 36 Me refiero aquí al título del libro de Alejandro de la Fuente (2001).
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Nómada sin origen o rumbo fijo, Damián responde con desafiante autonomía a todo tipo de indagaciones: «—¿De dónde viene? —De Nuevitas en el Norte, Santa Cruz del Sur, quizás de Morón o el cabo de San Antonio —contestó el viejo, señalando por todas partes. No esperaba tal respuesta. —¿Adónde va? —No sé —dijo […]» (112). Este «Yo vengo de todas partes, y hacia todas partes voy», de resonancias martianas, adquiere en Damián una dimensión inesperada cuando nos enteramos de su experiencia en las Brigadas Internacionales durante la Guerra Civil española: Mi padre estaba muerto por oponerse al dictador; un tal Davilmar Theodore, eso fue en mil novecientos catorce, ya para ese tiempo los civilizadores habían comprendido que mi patria necesitaba manos de hierro; era tierra de negros incivilizados, había que reducirlos a la mínima expresión. Llegué a Guantánamo y andando y andando fui a parar a un central azucarero. De Petión Ville sólo quedó el creole y el gusto por el clerén, después vino el viaje enrolado en un barco sudamericano, respondí al llamado de Europa, el mundo fue grande (138).
Además de un itinerario atípico para un humilde bracero haitiano, Damián es un hombre independiente y rebelde, quien ha visto tanta miseria y crueldad humana que su cinismo ha llegado a rebasar su fe, desembocando en una irreverencia sacrílega hacia los dioses: «Quiero la libertad, la de estar muerto, lo demás es un mito. El poder de los orishas, el infierno de las calderas de aceite… boberías. No puede haber ser vivo que no se dé cuenta» (138). Cabe notar que volveremos a ver una actitud igualmente desafiante en Nicolás, protagonista de la novela de James Figarola En el altar del fuego, sobre todo en el episodio que describe su violenta confrontación con las deidades del panteón africano. A pesar de su papel secundario en Adire y el tiempo roto, Damián es un personaje complejo, lleno de sorpresas y ambivalencias. En la novela posterior de Granados, Expediente de hombre, el protagonista principal, Teodoro Abraham, es hijo de terratenientes, pero tan solo entre sus vecinos haitianos puede encontrar el cariño y la comprensión que le faltan en su propia casa. Una vez más, los haitianos se vislumbran en el trasfondo de la historia, delineados a grandes rasgos como una comunidad diferente, pero solidaria. Teodoro está profundamente marcado por los abusos que sufrió en la infancia y en un intento de recuperar sus orígenes reprimidos por su propia familia busca la verdad en la memoria oral colectiva de la comunidad haitiana. Su identidad se nutre de «cuentos en boca de los haitianos» con quienes siente más afinidad que con su padre y su madrastra: «En todas partes donde creció había un cuento, un
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gesto que le permitía unir cabos desde un principio. Cuando preguntaba algo a su madrastra y ella persignándose decía: ‘Cuentos de haitianos malos, mira su piel, es negra’ o escuchaba la voz de su padre: ‘Que a puro golpes te hago hombre’» (10). Al mismo tiempo, el muchacho sirve como testigo de atropellos infligidos sobre los braceros antillanos en los campos de Camagüey en la época anterior a 1959. En los recuerdos de Teodoro la pobreza extrema del árido altiplano camagüeyano se entrelaza con la violencia de la Guardia Rural, dirigida sobre todo contra los más miserables de los miserables, los trabajadores antillanos: «El terraplén paralelo a la línea y la caña, porque en esa franja la tierra es menos ardiente, paralelo a la caña, el burreo de la leña que llevan haitianos, jamaicanos, apareceros y esos otros, muchos, que se cuelan tras las cercas y en una noche levantan un bohío y están hasta que el amo —porque los mozos de las fincas se le callan— trae la Guardia Rural que a planazos los saca» (14). La fascinación que Teodoro Abraham siente por el mundo de los haitianos se manifiesta mediante una mezcla de atracción e ignorancia, según se ve en el siguiente pasaje que recoge las reminiscencias de un viejo haitiano, Pilín, sobre la repatriación forzosa: Estaba en su parloteo cuentero de cuando los Guardias Rurales obligaban a marcharse de Cuba a haitianos y jamaicanos. Ellos los de la zona se escondieron en los montes y poco a poco con el tiempo aparecieron de nuevo, así como de casualidad por los caminos. Ocuparon los patios con los mismos gallos y chanchos. Trabajando siempre, parados frente a la caña, arrastrados frente a las cañas, encorvados sobre las cañas, con miedo a la seca, a los rayos, al agua de destiempo, a los Guardias Rurales y sus planazos y al fuego (23).
La «otredad» de Haití y de los haitianos se perfila también en la fantástica recreación del país vecino en la imaginación del joven: Entusiasmado oyó e imaginó historias sobre aquel lugar llamado Haití, e iba al fondo de la memoria […]. Él murmuraba —Haití— y discutían si era un país como los otros o un inmenso pedazo de madera quemada flotando en el mar, habitado por todos los negros del mundo. Después descubrió que eran personas iguales a los demás, que sabían llenar sus oídos con los nombres más dulces: Anaisa, Enmanuel, Laurent, Dominique o Monsieur Zhaperín […] (23).
A juzgar por la obsesiva interrogación de lo haitiano que lleva a cabo Teodoro como parte de su Bildungsroman, su identidad está misteriosamente marcada por la «huella» de Haití. En las inflexiones del inconsciente, en los
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silencios de sus padres, en el fondo de su memoria —en parte reprimida, en parte recuperada—, Haití emerge como un enclave de la diferencia, pero también de la domesticidad y la solidaridad humana. Según he podido comprobar a partir de los comentarios críticos que han ido surgiendo en los últimos años, la novela inédita de Granados, El corredor de los vientos, continúa la temática de la emigración haitiana en el campo cubano, aportando una estructura original de «la convergencia de los dos protagonistas hacia el centro de la novela, en una fórmula argumental que probó su efectividad con Adire […]» (Granados-Herrera 2005: 24)37. Dominique Colombani, quien compartió con Granados sus últimos años en París, destaca las siguientes características del manuscrito que llegó a la última etapa del Premio Planeta en 1993 en calidad de finalista: «Ha sido leída por especialistas franceses que la consideran como una ‘saga’ caribeña y particularmente cubana que nos lleva de los 30 al 59 en las montañas orientales con el pueblo y todos los habitantes de una plantación de caña» (Colombani 2005: 43)38. Aunque he logrado acceso solamente a un capítulo del manuscrito —y eso gracias a pesquisas en las que he involucrado a colegas y amigos de medio mundo— me sigue alentando la esperanza de poder agregar algún día a este fresco haitiano-cubano que he ido esbozando aquí una reflexión más completa sobre El corredor de los vientos. De momento, tengo que limitarme a un par de observaciones acerca de unas 29 páginas mecanografiadas que llevan el rótulo de «El corredor de los vientos, capítulo III» y que han llegado a mis manos gracias a la amistosa iniciativa de Pedro Pérez Sarduy y la extraordinaria generosidad de Conrad James. 37 Un documento bio-bibliográfico preparado por el mismo autor en 1995 menciona una novela inédita, Damián y el verano, «donde los personajes de Expediente de hombre continúan su avatar» (Granados 2005b: 15). Sin embargo, una nota editorial sugiere que puede tratarse también de una continuación de Adire y el tiempo roto: «Como sabrán aquellos que han leído la primera novela de Granados, Damián es el nombre del viejo haitiano que Julián encuentra en su caminar por los campos cubanos, personaje memorable de Adire y el tiempo roto. Por otro lado, varios han sido los que me han hablado de una novela inédita titulada Los días de Damián» (15). La Gaceta de Cuba de mayo-junio 2005 trae una extensa entrevista que Manolo Granados concedió a Tato Quiñones en 1971 bajo la única condición de que no hablaran de literatura (2005: 10). Efectivamente, la entrevista gira en torno a la biografía de Granados —su vida en La Habana en los años cincuenta, su experiencia en la Sierra y en Girón— sin tocar casi en absoluto la temática literaria. 38 Catherine Davies hace referencia a una novela terminada en 1990 que narra la historia de un afrocubano que sufre un desengaño en un viaje a África (2005: 17); según Georgina Herrera, El corredor de los vientos «es un espejo grande, limpio, en el que todas y todos nos vamos a reconocer, pero sin querer aceptarnos» (2005: 21).
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En estas páginas de El corredor de los vientos el personaje del criollo Mauro se perfila como un hombre que no tiene reparos en hacerse un rompe huelgas y quien, al ganarse la confianza del terrateniente Don Evaristo, asciende de mero cortador de caña a mayoral «[m]agnífico en vigilar, cuidar intereses. Igual a un perro de presa […]» (26, manuscrito mecanografiado). Se sugiere también una relación ambivalente de Mauro con los haitianos: mientras que está «contratando haitianos y jamaicanos para romper intentos de huelgas por salarios más altos», al mismo tiempo siente hacia ellos un profundo desprecio. Esta perversa dinámica de atracción y abyección que rige el comportamiento de Mauro tiene que ver también con sus propias humillaciones y con el deseo de olvidarse de la lucha cotidiana que comparte con estos miserables: Quería hallarse lejos de las revueltas y del bateycito de los haitianos, que en sus recorridos, a toda costa trataba de obviar. Tanto churre y miseria lo introducían en un torbellino superior que rayaba en la náusea. Deshacerse de ellos, después de contratados, no era fácil y mucho menos aceptable. Al mismo tiempo constituían la reserva de mano de obra barata, lista para trabajar (5).
En contraposición a Ecué-Yamba-O, donde la voz narrativa asumía sin cuestionamiento la denigración de «ellos», los haitianos, como una suerte de antídoto a la pauperización de «nosotros», los cubanos, El corredor de los vientos cala más hondo en las divisiones internas de la sociedad cubana, de esta nación que, a pesar de anhelar una armonía transculturada, seguramente «no es una». Aunque los braceros haitianos representan una otredad inquietante para los personajes criollos, al mismo tiempo permanecen bajo un control laboral tan riguroso que apenas son una amenaza económica para los trabajadores locales. Lo que sí perturba a los blancos es la sospecha latente de la impureza de su propia sangre y el peligro de ennegrecerla aún más. Según se verá a continuación, la misma obsesión por las apariencias étnicas y el blanqueamiento irá aquejando a algunos de los personajes de la novela El vuelo del gato. Como ya he notado, esta preocupación racial alcanzó las dimensiones de una histeria colectiva, cuando el miedo de «otro Haití» resurgió en Cuba con la llegada masiva de los inmigrantes antillanos en el primer tercio del siglo veinte: La elite blanca no azucarera y los intelectuales no tardaron en lanzar la voz de alarma para salvaguardar la «integridad» moral, espiritual y cultural de Cuba […]. ¿No eran estos braceros haitianos los mismos que continuaban practicando los ritos salvajes del vudú? ¿No eran ellos los que hablaban de zombis y practicaban magia negra? ¿No eran los antropófagos que siglos atrás habían incendiado tierras y ase-
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sinado a la población blanca de Saint Domingue? Los antiguos temores se sumaron a los miedos del presente […]. Leyendas, rumores, supersticiones, atavíos, rituales, trifulcas callejeras, miedos y marginación confluyeron durante años y actuaron como motores que favorecieron la marginalidad, la exclusión y la criminalización de un grupo en el que su color, la raza, seguía siendo el factor más importante para la inculpación del individuo (Naranjo Orovio y Puig-Samper: 2007: s/p).
El corredor de los vientos dramatiza este horror de los criollos mediante una sátira feroz que pone en ridículo las maniobras de las que se valen los blancos para negar su propia identidad de «bastardos en esta tierra de por sí cuarterona» (17): Esto pues, de una manera u otra se estira, como algunos pelos, por encima de crónica social de periódico conservador, moderado o centro, libros de oro, monografía ensayística, poemas o cuentos de vieja negra que con disposición bovina al unísono amamantó señoritas, señoritos, sambos, negritos y negritas; por lo tanto todos igualmente sospechosos, cuyos oídos, aún hoy, a pesar de las generaciones e inútiles separaciones resultan impotentes para el rechazo al toque de una buena tumbadora, a las marañas de encantamiento de un timbalero bribón, que malicioso e inteligente se abstiene del «Aquí el que no es Dinga es Mandinga», o «Y tu abuela, ¿qué es de ella?» […] (16).
Una referencia específica al Diario de la Marina —un periódico que publicó, entre otros, artículos como «Gente no deseable» (1922)— sitúa este pasaje de la novela en el contexto de los años 1920 cuando numerosos intelectuales, políticos, médicos y antropólogos se vieron involucrados en una enconada polémica acerca de la configuración étnica de la nación cubana39. Algunas de estas personalidades en particular contribuyeron a divulgar la idea de que esta nación —supuestamente blanca, o al menos blanqueada, homogénea y de origen esencialmente europeo— se veía amenazada «por los nuevos inmigrantes, de origen no hispano, que arribaban a sus costas» (Naranjo Orovio y Puig-Samper 2007: 55)40. Con profunda ironía capta Gra39 Francine Masiello (1993) ha notado una ambivalencia en el tipo y tono de publicaciones sobre temas raciales que aparecieron en el Diario de la Marina. Según Masiello, la imagen positiva de los negros se limitaba a las páginas literarias («Ideales de una raza»), mientras que los comentarios y noticias de carácter socio-político estaban con frecuencia teñidos de un matiz negativo. 40 Sobre el «miedo al negro» generado por la Revolución Haitiana, he tenido el privilegio de escuchar la excelente ponencia de Graciela Chailloux Laffita titulada «Revolución en Haití y miedo al negro en Cuba», en el congreso organizado por University of the West
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nados tanto las contradicciones internas como la hipocresía de este gran debate sobre la identidad nacional: Sí, de todo el que vive aquí y que suena y resuena en la palabra, los miedos y la fuerza de los orishas […]. Quizás la razón se halle en las hemerotecas de algunos de esos, que tienen las conciencias temerosas y ardientes complejos de culpas barnizadas de cultura, ¡gracias a Dios nunca criolla!, de ser así tendría que estar bien ennegrecida por el endemoniado ritmo de un cuero de chivo perfectamente enrecinado y fogueado en papel periódico, preferiblemente La Marina […] (16).
La imagen de la nación creada por los criollos es la de un cuerpo social en peligro, un cuerpo que tiene que ser expurgado a toda costa de la posible degeneración que representa la mezcla de razas. En las páginas de su inédita novela Granados abre también el espacio de una intertextualidad inesperada cuando uno de los personajes, un hacendado criollo llamado Pepito de Rion, reflexiona acerca de la identidad cubana a partir de la lectura de un libro que tiene todas las señas de ser Ecué-Yamba-O. El texto lo irritó de mala manera. El autor había estado preso por no tenerlas bien con el presidente de entonces y dedicarse a firmar boletines contra el gobierno. La edición era española y la prosa, según el joven, quizás en su forma en realidad no era una gran cosa, pero el texto y las señales en él sí eran un ¡Qué coño es esto, mi madre!, por haber tocado la clave, la sangre del que vive aquí […]. No me engaña el génesis que te inventas y mucho menos tu acento galo (17).
De tal suerte, Granados cataliza un diálogo entre su propio texto y «la novela afrocubana» de Carpentier, situando ambas novelas en el marco más amplio del debate sobre la cubanidad. El cruce de la nación, la raza y la ciudadanía aparece también en Cuando la sangre se parece el fuego (1975) de Manuel Cofiño, aunque su configuración es bien diferente de la propuesta de Granados. Publicada en pleno «quinquenio gris», la novela de Cofiño tiene que ser leída en el contexto correspondiente, tomando en cuenta el clima político marcado por las proclamaciones del Primer Congreso de Educación y Cultura (1971) que establecieron un nexo directo entre la delincuencia y las prácticas religiosas afrocubanas41. Cuando la sangre se parece el fuego recurre a la retrospección y a la polifonía de voces para Indies, St. Augustine, Trinidad y Tobago, bajo la consigna de «Re-interpreting the Haitian Revolution and its Cultural Aftershocks, 1804-2004» (junio de 2004). 41 El término «quinquenio gris» es de Ambrosio Fornet. Cabe advertir que en 2007 el tema del «quinquenio gris» ha vuelto a ser debatido en una serie de discusiones iniciadas
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reconstruir el trayecto del personaje principal, Cristino Mora Argudín, desde su infancia en el solar La Margarita en el barrio habanero de Santos Suárez hasta su transformación en el «hombre nuevo» de la revolución. El precio de esta metamorfosis es evidente para todos: renegar de sus nexos con la cultura abakuá. Las palabras de uno de los compañeros de Cristino encapsulan las etapas más importantes de la trayectoria del protagonista: «Cheo, uno del batallón, que lo conoce hace tiempo dice que la abuela de Cristino era una santera famosa de Regla, y que Cristino fue ñáñigo, pero peleó duro en la clandestinidad y que esas dos cicatrices que tiene en la cara se las hizo Orlando Piedra, el que era jefe del Buró de Investigaciones» (10). Aunque no deberíamos poner en descrédito una novela que al menos intenta indagar sobre las tensiones étnicas y culturales dentro del proceso revolucionario, tampoco podemos ignorar la concepción reduccionista del texto que descansa sobre oposiciones binarias tan rudimentarias como progreso/atraso, hombre primitivo/hombre nuevo, revolución/religión. Según veremos en el capítulo V, los mismos dilemas volverán a acosar al protagonista del cuento de Benítez Rojo «La tierra y el cielo», pero su resolución no va a ser tan nítida y obvia. Lo que me interesa en particular en la novela de Cofiño es el hecho de que dentro de una galería de personajes secundarios aparezca fugazmente una haitiana llamada Francilla. Para Cristino, su relación con Francilla no tiene mayor trascendencia: Tenía dos hijos que vivían con los abuelos en Esmeralda. Su padre era haitiano codaso y su madre haitiana pichona. Por las noches se volvía fuego. A los pocos meses quedó preñada. Se sacó la criatura. Dijo que iba a Esmeralda y se hizo el aborto. Ella quería que nos arrimáramos en serio y tener el niño. No quise, porque entre Francilla y yo faltaba algo (118).
Marcada por su origen haitiano y rural, Francilla es una figura enigmática y diferente, retratada casi exclusivamente en términos de su sexualidad exuberante, no del todo disímil de la haitiana Prudence, protagonista, según veremos más adelante, de la novela Otro golpe de dados de Pablo Armando Fernández. También los padres de Francilla —un «codaso» y una «pichona»— están designados en términos de su distancia con respecto a los cubanos. De acuerdo a las investigaciones de Alberto Pedro Díaz, conducidas en Camagüey, el término «codaso» —que ha servido para diferenciar a los haitianos nacidos en Haití (codasos), de los nacidos en Cuba (pichones, pichones de haitiano)— procede por el editor de la revista Criterios, Desiderio Navarro. Véase .
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de la voz créole coddace, que quiere decir «extranjero» (Díaz 1966: 30). Sin embargo, en el habla popular, según los informantes de Díaz, codaso es un haitiano que «no habla español correctamente, no sabe realizar compras, que no sabe nada de nuestras costumbres» (30). Igual que otras mujeres en la novela de Cofiño, Francilla carece de voz propia, pero su alteridad va más allá de las marcas de género, abarcando factores de clase, etnicidad, educación y origen rural. Provinciana y no del todo cubana, Francilla está «fuera de lugar» en el mundo habanero: «Era pichona, hija de haitianos. Su padre era machetero en las zafras y recogedor de café. Ella lo acompañó una vez a Oriente y le gustó aquella provincia […]. Allí conoció al que le hizo los dos hijos y después la abandonó» (158). A pesar de una breve mención sobre la participación de Francilla en la lucha clandestina contra Batista, su retrato no sobrepasa los confines de un carácter secundario. Al mismo tiempo, un poco a la manera de un testimonio mediatizado, su voz —invariablemente filtrada por la perspectiva de Cristino— sirve como instrumento de denuncia de las vejaciones sufridas por las mujeres haitianas en la Cuba republicana: Me contó que a las haitianas las traían engañadas unos hombres que iban para allá haciendo propaganda de que en Cuba se pagaba a las mujeres un peso por limpiar botellas, un peso por cada botella. Ellas llegaban en grupo, con la ilusión de hacerse ricas, pero era una trampa, porque cuando preguntaban a los contratistas dónde y cuándo empezaban a trabajar, ellos les respondían que los cubanos le decían ‘botella’ al miembro viril (158).
Curiosamente, el mismo dato acerca de la explotación sexual de las mujeres haitianas aparece en el estudio etnocultural efectuado por Díaz en Camagüey: «Con una expresión muy triste nos contaba el viejo Chatí, vecino de Guanamaca, ‘todas las mujeres de mi país que fueron traídas a Cuba en mi época vinieron a limpiar botellas.’ Chatí está en Cuba desde 1929» (36)42. Definida en términos de su corporalidad —objeto de explotación y de atracción—, Francilla acaba desdibujándose tan pronto como cumple su papel dentro del Bildungsroman de Cristino. Por otra parte, la novela de Cofiño no pretende otra cosa que recurrir a la múltiple marginalidad de Francilla —de género, raza, 42 Uno de los factores que contribuyó a la explotación sexual de la mujer haitiana en Cuba tenía que ver con la flagrante desproporción entre hombres y mujeres en la comunidad de inmigrantes: «entre 1902 y 1925, el índice de masculinidad era de 2500 varones por 100 hembras. Asociado a lo anterior se producía el hecho de que solo el 9,3% de los haitianos eran casados» (Gómez Navia 2005: 13).
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nacionalidad, origen rural— como vehículo didáctico de denuncia testimonial. No obstante, la perspectiva de género que aporta este episodio al cuadro de la comunidad haitiana en Cuba —aunque fuertemente mediatizada y simplificada— merece atención por ser verdaderamente excepcional dentro del corpus textual que estoy manejando. El vuelo del gato: estrategias para entrar y salir de la hibridez Dada la escasa presencia de lo haitiano en la narrativa cubana posterior a 1959, considero importante abordar aquí también aquellos textos donde el tratamiento de esta temática no rebasa una mención tangencial. Tal es el caso de una novela posterior a la de Cofiño, El vuelo del gato (1999) de Abel Prieto, la cual —en palabras de Rafael Rojas— se sirve de un contrapunteo entre dos personajes principales, Freddy Mamoncillo y Marco Aurelio, para trazar un panorama retrospectivo de las cuatro décadas de la Revolución Cubana: «En esta novela, más que una década, los ‘Noventa’ son un personaje metafísico que asegura la decadencia de los valores revolucionarios. Así como los 60 eran el reino de ‘Marco Aurelio, el Pequeño’, arquetipo de la austeridad, el espiritualismo y la cultura, los 90 serán la tierra de su antípoda, ‘Freddy Mamoncillo’, paradigma de la frivolidad, el egoísmo y la vida» (Rafael Rojas 2002: s/p)43. El 43 El excelente resumen de la trama suministrado por Ana Cairo es un poco más detallado y merece ser citado en su integridad, ya que contiene detalles pertinentes a mi análisis: «Cuatro adolescentes, Marco Aurelio Escobedo (el Pequeño), Freddy Mamoncillo (cuyo nombre legal es Godofredo Laferté), Angelito (el Chino) y el narrador innominado, compatibilizan afinidades y se autoconstruyen como una piña de socios inseparables. Después, el Pequeño y el narrador van a la Universidad de La Habana; Mamoncillo pasa el Servicio Militar Obligatorio; y Angelito se va a estudiar a la Unión Soviética. Cada uno construye su vida. Treinta años después, de nuevo por el azar concurrente, Mamoncillo encuentra a Escobedo y lo instala en su casa. Se organiza una nueva piña, esta vez mixta, conformada por: los dos citados, el narrador, Amarilys (la esposa de Mamoncillo) y Lourdes la Bella (amiga de la anterior). Todos comparten el preuniversitario como pasado. […] Freddy Mamoncillo representa al hedonista. Mulato con ‘pelo bueno’ y facciones ‘adelantadas’ disfruta con la práctica de todo tipo de placeres, con las evidencias del progreso material (un automóvil Nissan, un teléfono celular, una casa donde hay de todo) y del adelanto «racial» (un matrimonio con una blanca-blanca). Mamoncillo aloja en su casa a Escobedo. Amarilys se convierte en la clave y el enigma de una transacción. Ella ama a los dos y convive sexualmente con ambos. El narrador desconoce el punto de vista de Amarilys sobre el juego erótico triangular. Ella está embarazada. ¿De quién? La fábula concluye con ambos paseando frente a Maternidad Obrera, mientras ella espera para parir. El desenlace queda a criterio de los lectores» (Cairo 2000b: s/p).
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vuelo del gato —cuyo título encuentra su inspiración en la caprichosa hibridez del «gato volante» lezamiano— emprende también su propia búsqueda de la elusiva cubanidad: mestiza, transculturada, híbrida44. La haitianidad es un ingrediente importante de esta identidad. La novela misma puede ser clasificada como un texto híbrido debido a la manera en que Prieto entreteje múltiples capas narrativas en una mezcla experimental de lo ensayístico, lo ficticio y lo (pseudo)autobiográfico. Por cierto, a estas alturas de la metaconsciencia posmoderna, todo y nada puede ser llamado novela, ese otro «centauro de los géneros». El vuelo del gato exhibe su eclecticismo formal de manera sumamente vistosa, en un despliegue preformativo que a partir del epígrafe lezamiano nos advierte que estamos frente a un texto indisciplinado y a la vez autoconsciente, donde los espejeos de identidades y juegos de bricolaje formal se entrelazan en una serie de «frisos» que se proponen perpetuar la memoria de una generación. El siguiente comentario de Víctor Fowler Calzada capta bien el significado de la novela que «ha venido a conceder nobleza literaria a uno de los grandes temas articuladores de la identidad nacional y sus conflictos: la oposición entre el Atraso y el Adelanto […]» (Fowler Calzada 2003: 661). La cubanidad en El vuelo del gato es un turbulento crisol de convivencias y mezclas, pero también de choques y rechazos basados en los prejuicios de clase y de raza y entrecortados por los vertiginosos cambios políticos traídos por la revolución. Las familias de Marco Aurelio y de Freddy Mamoncillo viven en el reparto de Pogolotti en el barrio habanero de Marianao que va convirtiéndose ante los ojos de los protagonistas en «una barriada híbrida, otro espacio para el Vuelo del Gato, donde gente pobre y bullanguera ganaba terreno y ocupaba las casas de los que se iban del país, y convivía, chocaba y se mezclaba con ‘los históricos de Buen Retiro’» (21)45. La descendencia haitiana de Mamoncillo 44 Uno de los epígrafes de la novela contiene el siguiente fragmento del poema de José Lezama Lima, «Universalidad del roce»: «El gato copulando con la marta / no parece un gato / de piel shakeasperiana y estrellada, / ni una marta de ojos fosforescentes./ Engendran el gato volante». Ana Cairo ha observado a propósito que Abel Prieto es un experto en la obra lezamiana. 45 En palabras de Mario Coyula: «Construido en 1911, el barrio de Redención de Marianao, más conocido por Pogolotti, fue el primer conjunto de vivienda social urbana en Cuba» (2007: s/p). La gran diversidad cultural del barrio y su marcado sentido de identidad propia quedan reflejados en la siguiente observación de un estudio sociológico realizado en 2001: «Identifica al pogoloteño su religiosidad, expresada no sólo en la diversidad de prácticas religiosas, sino en su mantenimiento a través del tiempo y en la asimilación de nuevas. Dentro de ellas, las de origen africano, son las de mayor fuerza» (Romero Sarduy
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es tan solo uno de los múltiples ingredientes de esta «barriada híbrida» que puede interpretarse como un microcosmos cubano. Nacido «en el corazón de Pogolotti», Mamoncillo es hijo de «un pichón de haitiano», de un guantanamero corpulento y negro, bien plantado, albañil de oficio, y de una mujer muy blanca y muy gorda, habanera de pura cepa, que antes de juntarse con Antonio (Ñico) Laferté había trabajado como dependienta, con uniforme y todo, en Sears de Marianao. Mamoncillo […] era el de piel más clara: el único que salió con Pelo Bueno, el preferido de Charo, su mamá (22).
El retrato del padre de Mamoncillo —teñido por los prejuicios de Charo— establece un signo de equivalencia entre el vodú y la identidad haitiana: «Nació y se crió entre los ritos y deidades de sus padres, que trajeron desde Port-Salut a Guantánamo su fe, sus luases, su devoción por Legbá […]» (117). Para Charo, Ñico es una mezcla estereotípica de lo deseable y de lo más abyecto: fuerte, telúrico, viril y lujurioso, su esposo representa al mismo tiempo un atractivo físico y la temible amenaza de un «salto atrás», hacia «la jungla, hacia Haití o hacia el brumoso Dahomey» (268). Al mismo tiempo, Ñico cumple las peores premoniciones de su «blanquísima» esposa y acaba abandonándola por una mujer de su propia raza cuyo nombre —Cecilia Valdés Goyenechea— resuena tanto con ecos literarios fácilmente identificables como con alusiones a los complejos procesos de mestizaje. Es en la casa de Cecilia, en el periférico barrio de Calabazar, donde «el consabido altar con las efigies del Atraso» (31) encarna «la semiótica del miedo» que tanto aflige a Charo. No está demás recordar, sin embargo, que la retórica de Charo es también un reflejo de algunas consignas oficiales del gobierno revolucionario cubano que designaron ciertas manifestaciones de las culturas afrodescendientes en Cuba —sobre todo los cultos abakúa— como atavismos que había que erradicar y relegar a la esfera de «memorias del subdesarrollo». Alejandro de la Fuente señala que en la década de 1970 las autoridades llegaron a moderar su posición hacia las religiones de sustrato africano y a partir de 1971 volvieron a permitir ciertas ceremonias, aunque con permiso especial de la policía local (2001: 404). No obstante, la noción de que las prácticas religiosas afrocubanas son la antítesis misma de la modernidad y del progreso no desaparece del todo del discurso oficial: «A principios de la década de 1980», advierte De 2007: s/p ). Para más información sobre «los esplendores y miserias» de Pogolotti, véase los trabajos de Ronaldo Ramírez (2007).
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la Fuente, «los estudios epidemiológicos dirigidos por el Ministerio de Salud Pública todavía identificaban la participación en religiones afrocubanas como una ‘conducta patológica’» (2001: 404). Según observa Ulrich Fleischmann en su estudio sobre el significado del término «criollo», la hibridez implícita en esta palabra remite al pecado original de la transgresión y pérdida de la inocencia, con sus connotaciones del mal, del desorden, de la traición y de la impureza (2004: xx). Fleischmann añade que la identidad criolla está supeditada al «discurso biológico», en el cual la percepción subjetiva de la etnicidad, del «fenotipo», determina otros factores de diferenciación social, como clase, estatus económico, origen urbano o rural (xxi). En El vuelo del gato, Charo parece poner en práctica el patrón teórico identificado por Fleischmann: su vida transcurre en un obsesivo escrutinio de la pigmentación de la piel, del tipo de pelo, de la forma de las caderas, de la nariz o de los labios. El temor a que alguien de su familia dé un «salto atrás» en vez de «adelantar» la raza no le deja dormir. En la gramática racista de Charo, la sombra de un cuerpo racializado se extiende más allá de la sexualidad individual y del núcleo familiar, convirtiéndose en una amenaza contra el cuerpo social. Lo que se desprende de las preocupaciones de Charo —de la misma manera que ya se ha visto en la narrativa de Granados— es la sensación de que en la sociedad cubana menos importa ser blanco que parecerlo y que para muchos cubanos perseguir la meta del blanqueamiento no es cuestión del pasado. A su vez, el esposo de Charo, Ñico Laferté, ostenta una despreocupación total por las posibilidades de adelantar su raza y, al abandonar a su consorte, asume con naturalidad su nuevo destino en la casita de la santera Cecilia: «como si esa posición y ese lugar le estuvieran destinados desde el nacimiento de su estirpe, en un puerto del sur de Haití, o desde antes, desde el lejano Dahomey […]. Los haitianos rinden culto a Legbá. […] y hay quien piensa que Legbá y San Lázaro, que Legbá y Babalú Ayé, son el mismo santo. ¿Habrá sido Legbá quien le condujo hasta Cecilia Valdés Goyenechea?» (116-117). Los prejuicios racistas de Charo, por un lado, y su decisión de casarse con un haitiano, por el otro, son producto de una oscura tensión entre abyección y deseo que J. Hillis Miller ha analizado persuasivamente en su ensayo «The Two Relativisms» en términos de una dinámica entre el tabú contra la demasiada diferencia —implícita en la noción de mestizaje— y el miedo a la excesiva proximidad, latente en el incesto (citado por Handley 2000: 115). Consecuentemente, la cubanidad de un sujeto de por sí tan ambivalente como Charo revela con toda crudeza las ambivalencias que suelen ser enmascaradas por la homogeneización que caracteriza la forja de la nación.
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En un guiño autoirónico hacia su propia inclinación a simplificar las complejidades del mestizaje, el narrador anónimo de la novela confiesa haber caído en la trampa de entender a su amigo «como una suma simple de atributos paternos y maternos», donde a la «pulcritud» de la piel blanquísima de la madre se superponía «la herencia del padre, aquella fuerza, aquella virilidad que venía de Oriente, de los cafetales húmedos, de los haitianos endurecidos bajo el sol y los aguaceros de la montaña» (Prieto 1999: 22-23). Estas reflexiones acerca de la hibridez, entretejidas con las historias de vida de unos muchachos cubanos nacidos en vísperas de la revolución, encajan con el pensamiento crítico de los últimos treinta años que se ha difundido ampliamente en el ámbito latinoamericanista-caribeño y que ha abordado el concepto de la hibridez desde la óptica interdisciplinaria de las humanidades y de las ciencias sociales. En las décadas recientes, gracias a las conceptualizaciones teóricas de Homi Bhahba y García Canclini, la noción de «lo híbrido» ha adquirido una vasta legitimidad metodológica, hasta llegar a una suerte de consagración por parte de la crítica cultural poscolonial como una forma de celebración de la diferencia46. En principio, se ha visto el atractivo de la hibridez en su potencialidad para desmitificar las nociones esencialistas de origen, pureza e identidad (Bhabha 1995; Glissant 1997) y para desmantelar los binarismos. De acuerdo al argumento de Bhabha en The Location of Culture —compartido, entre otros, por José David Saldívar en Border Matters— la hibridación es de por sí una estrategia de negociación que acaba produciendo un contradiscurso con respecto al poder colonial y poscolonial. Para Jan Nederveen Pieterse, la hibridez posmoderna tiene una capacidad reivindicadora por su énfasis en el franqueamiento de fronteras de todo tipo, incluyendo también los deslindes disciplinarios (1995: 54). En cierta medida, la hibridez ha llegado, pues, a ser una herramienta potencialmente eficaz para enfrentar las vertiginosas transfiguraciones socioculturales de esta época poscolonial marcada por desplazamientos globales, diásporas y migraciones entrecruzadas (McLaren 1997: 156)47. 46 Ver al respecto Chanady (1997). Según De Grandis y Bernd, el atractivo del término «hibridez» tiene que ver también con su poder metafórico: «[it] has tremendous appeal due to its figurative language» (2000: xiv). De acuerdo a Poupeney-Hart: «If a general consensus has not been built around ‘syncretism,’ on the other hand, the recent success of the ‘hybridity-hybridization’ option which accompanied the enthusiastic reception of Garcia Canclini’s Culturas híbridas has helped to promote this lexeme to a privileged status similar to the one mestizaje enjoyed for such a long time» (2000: 45). 47 Aunque la terminología de la hibridez ha sido y sigue siendo común en el discurso cultural latinoamericano y latinoamericanista, Homi Bhabha está asociado casi invaria-
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Uno de los correlatos más evidentes del proceso de incorporación de la hibridez a los estudios poscoloniales es un nuevo tipo de sensibilidad estética y epistemológica que encuentra su expresión más llamativa en la proliferación vertiginosa —o «bifurcación rizomática», según dijera De Grandis (1995)— de imágenes o metáforas asociadas con la hibridez y sus avatares. Este vocabulario, si bien unido por su interés común en las construcciones de la otredad, abarca tanto los términos ya establecidos (hibridez, sincretismo, transculturación, mestizaje, creolización, bricolaje, nomadismo, realismo mágico) como sus derivados y los más imaginativos neologismos48. Aunque es cierto que muchos de estos térmiblemente con la «invención» del concepto. Sería interesante considerar este fenómeno de atribuciones y olvidos a la luz del siguiente comentario de Hugo Achugar sobre «el balbuceo teórico latinoamericano: «¿No está ocurriendo algo similar en el diálogo entre latinoamericanistas del norte y del sur a lo que ocurría en el diálogo entre Próspero y Calibán? ¿No sigue ocurriendo hoy en día, cuando desde el prosperiano discurso del Commonwealth teórico del poscolonialismo anglosajón o desde ciertas posiciones del ‘latino-norteamericanismo’ se escucha el ‘gabbling’ latinoamericano?» (2000: 104). Paradójicamente, Bhabha ni siquiera llega a suministrar una definición de la hibridez. Se trata más bien de una aproximación, a veces elíptica, a veces bastante críptica, diseminada en las páginas de Location of Culture. Para los objetivos del presente estudio, me limito a resumir algunos de los puntos fundamentales de esta aproximación ya que —a pesar de los problemas que presenta— sigue siendo un punto de referencia indispensable en el discurso crítico. Para empezar, la hibridez representa un «tercer espacio» —un espacio transnacional, liminal, un intersticio entre identidades fijas— donde, sin asumir o imponer jerarquías o polaridades, surge una articulación simbólica de la «diferencia» cultural propia de la conciencia poscolonial (resumen de páginas 4 y 38 de Location of Culture). Este «tercer espacio» se sitúa en oposición a los centros del poder hegemónico, revelando y a la vez celebrando el espectáculo —ambivalente, inestable, incierto, abierto e «impuro»— de estas identidades culturales emergentes (páginas 58, 127, 173). Es pertinente notar que el énfasis en la vitalidad contestataria y la productividad de la hibridez en la teoría de Bhabha no está compartido por todos los críticos. Más específicamente, y debido al hecho de que la noción de hibridez cultural (discursos, géneros, lenguas, fenómenos culturales) está prestada de la esfera biológica, algunos estudiosos asocian la hibridez con una nueva vitalidad biológica (García Canclini 1999), mientras que otros (Cornejo Polar 1997) reparan también en las connotaciones negativas de lo híbrido, advirtiendo contra su esterilidad conceptual. Por lo general, y a pesar de sus orígenes en el vocabulario científico racista del siglo xix el término parece haber perdido sus connotaciones negativas. 48 Ella Shohat y Robert Stam reparan en los diferentes enfoques que sobresalen en la terminología asociada con la hibridez «religious (syncretism); biological (hybridity); human-genetic (mestizaje); and linguistic (creolization) […] And while the themes are old […] the historical moment is new» (1992: 41). Poupeney-Hart evoca algunos de los conceptos más específicos o de uso menos común, como por ejemplo «‘anthropophagy’ (Oswald de Andrade), ‘voracity or incorporative protoplasm’ (José Lezama Lima), ‘phagocitis’
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nos funcionan en el vocabulario «global» de los estudios poscoloniales, lo más llamativo es que la mayoría de ellos —mestizaje, aculturación, sincretismo, transculturación, heterogeneidad, creolización, realismo mágico y maravilloso, raza cósmica, manifiesto antropofágico— hayan surgido en el contexto latinoamericano o del Caribe (De Grandis 1995: 2). La idea de que la identidad multicultural latinoamericana se presta a expresiones de hibridez, sincretismo y diversidad —sobre todo en ciertas zonas de predominancia de culturas no europeas, como el Brasil, el Caribe, Centroamérica o los países andinos— está firmemente arraigada en el imaginario latinoamericano (Chanady 1997). Dicho sea de paso, el atractivo de la hibridez y de sus avatares en el contexto latinoamericano radica, por un lado, en su aparente valor oposicional y, por el otro, en su fuerza semántica para evocar una identidad sincrética, diferente, opuesta a Europa o Norteamérica49. No está de más considerar que con la canonización del vocabulario de la hibridez ha venido también su cuestionamiento, un impulso autoconsciente hacia una decantación metodológica y precisión terminológica. Uno de los efectos de este escrutinio es la conciencia de que el término mismo adolece de sus propias exclusiones, como bien ha notado Shalini Puri al observar que la hibridez en Contradictory Omens: Cultural Diversity and Integration in the Caribbean de E. Brathwaite excluye la presencia asiática, mientras que los términos como «criollo» y «mestizo» y sus derivados están marcados por un largo legado de omisiones (Puri 2003: 19). Mientras que El vuelo del gato agrega un término más a los amplios registros de la hibridez, a la vez maneja este vocabulario con cautela y con un guiño autoirónico: Gracias a Lezama y a sus hallazgos sobre el Vuelo del Gato, descubrí en Mamoncillo los fulgores desconocidos, los espasmos y vocaciones que no tenían (Rodolfo Kush), ‘creolization’ (Edouard Glissant) etc.» (2000: 46). May Joseph agrega a esta lista algunas variantes más: «memoria nómada» de Assia Djebar, «heterogeneidad» de Lisa Lowe, «reconversión cultural» de Néstor García Canclini, «nuevas etnicidades» de Stuart Hall, «transversalidad» de Edouard Glissant y «prácticas creolizantes» de Kobena Mercer (1999: 10). 49 Para una aproximación que sigue este razonamiento, véase César Augusto Salgado, «Hybridity in New World Baroque Theory: Lezama/Carpentier/Sarduy». Este artículo analiza el papel de lo híbrido en la crítica y, en particular, redefine el concepto eurocéntrico de barroco. Basándose en la idea de Bhabha de que elementos de la cultura colonial adquieren características subversivas al ser recontextualizadas por los representantes de comunidades subalternas, Salgado sugiere que la noción de neo-barroco americano funciona como un signo de mestizaje étnico y cultural del Nuevo Mundo en la obra de Lezama Lima, Carpentier y Sarduy (1999: 316).
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antecedentes en la estirpe agreste del padre ni en la urbana, adiposa y dúctil de la madre. En él, con los rasgos genéticos previsibles, se revelaron los del mestizo volador: la posibilidad de habitar el aire, de moverse en un ámbito que está negado, por igual, tanto al gato común como a la marta (23).
Si bien el «ingrediente» haitiano es solamente uno de los tantos que entran en la formación de esta «cubanidad que no es una», El vuelo del gato establece un diálogo paródico más explícito con la metáfora orticiana del ajiaco transculturador, tal vez por ser ésta una referencia accesible a la mayoría de los lectores: «siguiendo ese mismo estilo culinario y elemental, se obtendría la poderosa sensualidad de Mamoncillo al mezclar (y suavizar) la lujuria punzante y áspera de Ñico Laferté, su manera expedita de buscar el placer, con la voluptuosidad indolente de Charo» (23). No hay que perder de vista que Prieto está bien acompañado en su gesto de cuestionar la epistemología de la hibridez, sobre todo en su versión tradicional de transculturación supuestamente armoniosa. Muchos intelectuales latinoamericanos y latinoamericanistas (Chanady, De Grandis, Cornejo Polar, García Canclini, Klor de Alva, Moreiras, Pratt, Spitta) advierten contra el uso simplista del vocabulario de la hibridez y señalan que estamos frente a un concepto con un amplio margen de indeterminación. Con su habitual agudeza, Antonio Cornejo Polar había resumido muchos de estos problemas en su notable y ya canónico ensayo «Mestizaje e hibridez: los riesgos de las metáforas. Apuntes»: Añado que —pese a mi irrestricto respeto por Ángel Rama— la idea de transculturación se ha convertido cada vez más en la cobertura más sofisticada de la categoría de mestizaje. Después de todo el símbolo del ‘ajiaco’ de Fernando Ortiz que reasume Rama bien puede ser el emblema mayor de la falaz armonía en la que habría concluido un proceso múltiple de mixturación (1997: 341).
En los estudios que llevaron adelante otros críticos —Chanady (1997), Klor de Alva (1995), De Grandis (1995)— la problemática señalada por Cornejo Polar adquiere más densidad cuando se procede a explorar la hibridez como una construcción ideológica que, como tal, tiene sus puntos ciegos y tiende a enmascarar la violencia de la deculturación y las divisiones raciales y disparidades económicas bajo fórmulas de consolidación nacional (como «nuestra América mestiza», por ejemplo). Raza, nación, cuerpo, ciudadanía, progreso, revolución: igual que en la obra de Granados y Cofiño, estos ingredientes del ajiaco cubano vuelven a entrelazarse en El vuelo del gato en una reflexión de proporciones épicas. Al mismo
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tiempo, según la aguda observación de Ana Cairo (2000b), Prieto esquiva las trampas de la seriedad grandilocuente buscando refugio en el humor y la autoironía. El choteo cubano, como nota también Víctor Fowler (2003: 686), subvierte y trasciende las teorías de mestizaje, hibridez o transculturación. La escena citada y comentada por Cairo, donde un grupo de espiritistas se propone encontrar un médium para recuperar el testimonio de «un sufrido siboney», es la piedra de toque de esta aproximación carnavalizadora: Mamoncillo se estiró la nariz con los dedos, [...]: «Te prejento aj Jubido Jiboney», dijo, hablando en fañoso, y nos reímos los dos, y en la Risa Cubana se disolvieron las teorías, porque no es una risa cualquiera: es una risa que explota, brusca, y luego se abre más suavemente, mórbida, excesiva, como la anémona gigante del Mar Caribe, y nos abarca a todos: narizones y ñatos, indios, negros, blancos, chinos y mestizos multicolores, chinos amulatados y negros blanqueados, achinados o aindiados, blancos de Pelo Malo y negros de Pelo Bueno, bembones y gente de labios finos, jabaos, albinos y cuarterones y al Gato Volante en sus apariciones simultáneas (137).
Si bien la novela de Prieto aspira a recrear de manera abarcadora las diversas experiencias de una generación de cubanos, su perspectiva —en marcada diferencia con la de Granados— sigue siendo «habanocéntrica». El mundo rural de los haitianos de Oriente —que se insinúa en la novela por medio de Ñico Laferté— resulta tan distante a los demás protagonistas que hace resurgir de nuevo el fantasma exoticista de lo real maravilloso. A modo de contraste, veremos más tarde textos de Benítez Rojo («La tierra y el cielo»), Mirta Yáñez («De muerte natural») y James Figarola (En el altar del fuego), los cuales dejan atrás la perspectiva urbana para adentrarse en los espacios sagrados y profanos del paisaje cultural del Oriente y articularlos a través de la interacción dinámica entre las creencias de sustrato africano (palo monte, vodú) y la realidad cubana pos-revolucionaria.
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Capítulo IV
Pecados de omisión: Haití y Cuba en El columpio de Rey Spencer de Marta Rojas y Otro golpe de dados de Pablo Armando Fernández
Las dos grandes oleadas migratorias que llegaron a Cuba desde Haití —la primera a principios del siglo xix y la segunda en el primer tercio del siglo xx— han encontrado una plasmación literaria de proporciones verdaderamente épicas en dos novelas cubanas: El columpio de Rey Spencer de Marta Rojas y Otro golpe de dados de Pablo Armando Fernández, ambas publicadas en 1993. Tal vez sea producto de una coincidencia, pero la aparición de estos textos corresponde al período del auge generalizado de los estudios de la diáspora y fenómenos migratorios. En las ciencias sociales este enfoque se cristaliza con la fundación en 1991 de la revista Diaspora: A Journal of Transnational Studies. El subsiguiente cúmulo de estudios, conferencias y revistas sobre los temas de nomadismo, exilio y migración es tan prolijo que sería imposible reconocer aquí todas sus manifestaciones, incluso si nos limitáramos a la región del Caribe (Braziel y Mannur 2003). Evidentemente, en términos de la cultura cubana posterior a 1959, la palabra «diáspora» implica una polarización de carácter ideológico (revolucionario/ contrarrevolucionario) con su correspondiente correlato geográfico (dentro de la isla/fuera de la isla). La problemática de la diáspora en Cuba ha sido escamoteada por mucho tiempo, aunque todo el mundo sabe que es ineludible. En los últimos tres lustros, sin embargo, el tema ha ido aflorando de a poco en la literatura y el pensamiento crítico «de ambos lados», acompañado de declaraciones de tender puentes y entablar diálogos. Desde Cuba este proceso ha sido coadyuvado, sin duda alguna, por la paulatina flexibilización de las normas y las hormas ideológicas que anteriormente habían designado como
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tabú cualquier intento de intercambio cuyo eje fuera el exilio y sus correlatos (Fornet 2000). Estas reflexiones sobre el presente y desde el presente han tenido también su impacto sobre la percepción de la cubanidad y los procesos de su configuración identitaria. Bajo esta mirada, han surgido en Cuba numerosas aproximaciones —tanto de carácter científico-social como literario— marcadas por una profunda conciencia de que la proyección de la cubanidad desde la Revolución había sufrido de manipulaciones, expropiaciones y olvidos, tanto en las intersecciones de raza, nación y género como en los cruces de diferentes espacios ideológicos y geográficos1. Junto a algunos de los textos analizados en el capítulo anterior —como El corredor de los vientos (fragmentos) o El vuelo del gato— las novelas de Rojas y Fernández forman parte de este proceso de desmontaje de una cubanía perfectamente sincretizada y sin fisuras. A diferencia de novelas históricas tradicionales que, al igual que el testimonio, tienden a apoyar su retórica en el inquebrantable contrato de «lo real», El columpio de Rey Spencer y Otro golpe de dados se suscriben a la estética autoconsciente asociada con la posmodernidad. De hecho, podría hablarse en ambos casos de una «reflexión especulativa», término que el escritor argentino Juan José Saer definió una vez como «entrecruzamiento crítico entre la verdad y la falsedad» (1991: 3). La épica de migraciones circuncaribeñas en El columpio de Rey Spencer El columpio de Rey Spencer, de la conocida periodista y narradora Marta Rojas, puede servir como indicador de una tendencia en la que el tema haitiano La problemática de género, literatura y nación, incluyendo aspectos de la diáspora, ha sido tratada, entre otros, en los excelentes trabajos de Nara Araújo y Luisa Campuzano en Cuba, y Eliana Rivero y Adriana Méndez Rodenas en los Estados Unidos. Nara Araújo, en Diálogos en el umbral, proporciona un valiosísimo esbozo crítico-bibliográfico al respecto (2003: 121-127). Sobre raza, literatura y nación es de consulta imprescindible el ensayo de Roberto Zurbano (2006). Sobre las diferentes dimensiones de la presencia del negro en la historiografía cubana, véase Barcia Zequeira (2004b), así como las revistas Temas y Catauro donde el tema aparece tratado con frecuencia. Es muy útil también la bibliografía general en el siguiente sitio de la Red Regional de Instituciones de Investigación sobre Religiones Afroamericanas patrocinada por la Unesco: . Acerca de la diáspora literaria cubana es importante el trabajo editorial y crítico de Ambrosio Fornet, y en particular su recopilación Memorias recobradas. Introducción al discurso literario de la diáspora (2000). Para una compleja y profunda visión de la cultura cubana desgarrada por el exilio, véase Tumbas sin sosiego: revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano (2006) de Rafael Rojas. 1
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deja de tener un interés meramente folklórico o tangencial. De esta suerte, la novela se convierte en una reflexión sobre la historia de los inmigrantes antillanos como parte de un cuadro más amplio de los procesos de formación nacional en el Caribe. Gracias a su hábil uso de las retrospecciones, la novela atraviesa casi doscientos años de la historia haitiano-cubana. Aunque el texto no asigna un papel protagónico a los representantes de la primera diáspora franco-haitiana, el trazado genealógico de los protagonistas incluye varias referencias al éxodo de colonos de Guarico. Según observa Miriam De Costa-Willis (2000), la narrativa histórica de Rojas —El columpio de Rey Spencer (1993), Santa lujuria (1999) y El harén de Oviedo (2003)— se nutre, en primer lugar, de su experiencia periodística. La misma escritora destaca, además, sus investigaciones en el Archivo de Indias y su colaboración con el eminente historiador cubano Manuel Moreno Fraginals en la transcripción de los documentos para El ingenio: «Her interest in history», comenta De Costa Willis, «has had a decisive effect on her writing style, the clarity and precision of her language, on her ability to distance herself from her subject, and on her attention to minute details» (2000: 32). Rojas misma así explicó las causas de su afinidad por la historia en una entrevista que concedió a Pedro de La Hoz al haber sido galardonada con el «Premio Novela Alejo Carpentier» de 2006: «Porque los recodos oscuros de la Historia son muy ricos para conocer nuestra verdadera historia, y porque el olvido colectivo también es Historia y conforma gran parte del comportamiento humano presente, aunque tengo en cuenta que no son las ideas y no los datos fríos lo que hace que sobreviva un libro, sino los personajes» (Hoz 2005: s/p). Según parece, también su propia experiencia, en los años de su juventud en Santiago de Cuba, tuvo un impacto directo sobre la génesis de El columpio de Rey Spencer. En una entrevista con María Elena Bermúdez, Rojas trae a colación tanto algunos datos autobiográficos como los detalles sobre la manera en que la inspiración diaria se entreteje con el impulso creador: Me acuerdo que íbamos a comprar al «ventorrillo de las jamaiquinas», un lugar de ventas de cosas, de cualquier cosa, de millones de cosas. Entonces, me di cuenta de la influencia que teníamos de los jamaiquinos y de los haitianos en Santiago, especialmente en la comida y en la música, incluso en el instituto había muchos nombres y apellidos extranjeros. Por esa razón, la proximidad histórica, ese fue el relato que se me hizo más fácil de armar sin requerir mucho tiempo y por eso, la secuencia no es cronológica. Sino a partir de la información que me era posible sin tener que moverme de Cuba. Sin tener que ir al Archivo de Indias ni nada de eso (Bermúdez 2006: 139).
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En cuanto al legado franco-haitiano en Cuba que forma parte del sustrato histórico de El columpio de Rey Spencer, merece la pena reproducir in extenso un fragmento de un artículo originalmente publicado por Rojas en el periódico Granma con motivo del reconocimiento por la Unesco de los primeros cafetales franco-haitianos de Santiago de Cuba como Patrimonio de la Humanidad (2000). Luego de mencionar que «fuera de los círculos de estudiosos y de las poblaciones orientales sobre todo» no se aprecia «la importancia de los cafetales como centros de cultura arquitectónica, científica, técnica y la vial», la escritora demuestra su profundo conocimiento del tema al referirse en detalle a las diversas dimensiones culturales y económicas de la presencia francohaitiana en Cuba: El cafetal forma parte del mestizaje cubano y en gran medida, no suficientemente evaluada, del mestizaje cultural y artístico de Cuba. Su patrimonio cultural nos enriquece. Forma parte también del desarrollo agrotécnico y de ingeniería y arquitectura rural de la más extensa región del archipiélago y de otras en el país. Le corresponde a los hombres y mujeres que plantaron el café como fruto comercial, la construcción de casi todos los caminos de la Sierra Maestra y las montañas guantanameras —en primer lugar—, convertidos hoy en su inmensa mayoría, en carreteras y terraplenes. La irrupción del café realizó el «milagro» de poblar las montañas desdeñadas por los españoles, con excepción de quebradas cerca de, o en zonas urbanas. La venta a granel, la maceración en pilones en las casas, el envasado y la exportación del grano resultaron en una revolución agroindustrial en Cuba. De todo ello quedaron para mostrarlo al mundo, no ya el hábito de tomar una taza de café, sino hermosos monumentos en piedra y maderas preciosas ubicados en los techos de las montañas, no solo de la Gran Piedra (Rojas 2007a: s/p).
Desde luego, como toda novela histórica, El columpio de Rey Spencer evoca el pasado en función del presente, pero su transposición de los hechos está claramente teñida por el distanciamiento (auto)irónico hacia el juego entre el saber y el poder que marca la producción de cualquier discurso. El proyecto de reconstrucción de la historia de amor prohibido entre Clara Spencer, hija de inmigrantes jamaicanos, y el doctor Arturo Cassamajour, descendiente de colonos franco-haitianos, está enmarcado no solamente por un amplio panorama socio-histórico sino también por una fuerte dosis de autorreflexión 2. En este 2 En su reseña de la novela Manuel Alcides Jofré ofrece un resumen sumamente útil de las intrincadas relaciones familiares y generacionales que forman la base de la historia: «Christie Spencer […] es una abuela jamaiquina que toma un pequeño barco y llega a Cuba, hacia 1920, acompañada de su hija Clara Spencer, de diecinueve años […]. Al llegar a Santiago de Cuba, Clara conoce al médico a cargo de Cayo Duan, el lugar donde los braceros
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proceso de la transferencia de la realidad al discurso es notable el meticuloso cotejo de materiales de archivo con los cuales la autora está tejiendo el trasfondo de este amplio fresco interantillano. Para los protagonistas contemporáneos de la novela el rescate de las peripecias de sus antepasados se convierte en una misión que raya en obsesión: a través de los escasos vestigios que han llegado a nuestros tiempos Andrés Rey Spencer y su esposa, Juliana Rodríguez Cuello, van reinventando también sus propias vidas. Al mismo tiempo, en el envés de su urdimbre testimonial, El columpio de Rey Spencer es un texto de cariz experimental, donde la yuxtaposición de documentos reales y apócrifos, cartas y relatos, fragmentos de canciones y recortes periodísticos, estadísticas y bancos de datos virtuales acaba colocando bajo sospecha la noción misma de lo verdadero. Cronológicamente, la novela se remonta hacia las raíces de la primera migración franco-haitiana a principios del siglo xix. El retrato del colono francés Prudencio Cassamajour —el antepasado de uno de los protagonistas principales, el doctor Arturo Cassamajour Piñera— está inspirado sin duda alguna en la figura histórica de Prudencio Casamayor. Gracias a la amplia documentación recogida por Juan Pérez de la Riva y su equipo de la Escuela de Geografía de la Universidad de La Habana (1975b: 361), sabemos que Prudencio Casamayor y Forcade (1763-1842) era de origen vasco-francés y hablaba el español desde niño. Nativo de Sauveterre, siendo muy joven llegó a Saint-Domingue, donde acumuló una gran fortuna en la actividad corsaria, invirtiéndola luego en varios ingenios y cafetales (Juan Pérez de la Riva 1975b: 424). Refugiado en Baracoa en 1797, se trasladó a Santiago en 1800, donde fue fundador de una casa de comercio y repartidor de tierras compradas en 1802 de la Real Hacienda (1975b: 377). Por haber sido naturalizado en 1809 logró evitar el destino de muchos de sus compatriotas, quienes se vieron forzados a irse de Cuba bajo
foráneos son confinados antes de que se les permita trabajar en las zafras isleñas. El doctor Arturo Cassamajour inicia así una relación con una negra anglófona, mientras que su propia historia familiar está marcada por la cultura francesa. Los prejuicios étnico-culturales de la época no permiten que Clara Spencer se case con Arturo Cassamajour, pero tienen un hijo, Robert. Cuando el doctor Cassamajour viaja a París, para concluir en La Sorbonne sus estudios clínicos sobre los inmigrantes a Cuba, Clara Spencer se casa con Simón Rey, un lechero criollo más popular y menos prejuiciado. De esa relación nacen Andrés, llamado en la novela el jabao, y Anania. Por otro lado, Eloísa Cuello y Juan Rodríguez, más partícipes de la línea étnica peninsular, tienen una hija, Juliana, la cual llegará a casarse con Andrés Rey Spencer» (147). Sobre la experiencia cubana de los braceros anglo-antillanos y sus descendientes véase el documental de Gloria Roldán Los hijos de Baraguá (1996).
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el Bando de Expulsión proclamado como resultado de la invasión napoleónica de España en 18083. Para dar vida al personaje de Prudencio Casamayor-Cassamajour, Rojas remite al lector a «crónicas antiguas». Con toda probabilidad tiene en mente el segundo tomo de Crónicas de Santiago de Bacardí Moreau y, tal vez, el fundamental trabajo de Juan Pérez de la Riva sobre los asentamientos franceses en el Oriente. Al mismo tiempo, la autora da rienda suelta a la imaginación, desafiando a cada paso las pretensiones de veracidad de la novela histórica tradicional. En el árbol genealógico de Arturo Cassamajour, la figura patriarcal de Prudencio ocupa un lugar de incuestionable prestigio, de origen, de la ley del padre. Casamayor/Cassamajour es el representante típico de los grands blancs —plantadores y comerciantes ricos— de Saint-Domingue. Es un hombre que, en palabras de Rojas, «salvó la cabeza de milagro en la vecina Isla» y en 1797 desembarcó en «la mayor de las Antillas» junto a «algunos libertos y esclavos especializados en la cultura del café y en otros menesteres agropecuarios» (1993: 104). Aunque Casamayor arribó a Cuba con meros vestigios de una gran fortuna, su amplia experiencia acumulada en Saint-Domingue en «técnicas modernas de agricultura, minería y comercio» llegó a ser su equipaje más valioso (104). «Su nombre quedaría registrado en el libro de la membresía de la Sociedad Amigos del País», sigue la detallada explicación en El columpio de Rey Spencer, «prestigiosa institución para el desarrollo socioeconómico de Cuba donde blancos notables se daban cita. Prudencio tenía muchas valías, pero además para él había una consideración especial por tratarse del primer colono francés en comprar tierras vírgenes de la Real Hacienda de la sierra Maestra por el partido de Limones en 1802» (104). Cabe notar que estos datos coinciden casi al pie de la letra con la información proporcionada por Juan Pérez de la Riva, quien menciona además que Casamayor legó su biblioteca a la Sociedad de Amigos del País de Santiago (Juan Pérez de la Riva 1975b: 424). En una evocación imaginaria de sus raíces interantillanas, Arturo Cassamajour —personaje ficticio, pero afiliado al prolijo linaje mestizo de Prudencio— recrea el paisaje del asentamiento original de sus antepasados que Entre varias fuentes usadas por Pérez de la Riva en su retrato de Casamayor cabe mencionar el «Elogio fúnebre del socio numerario de la Real Sociedad de Amigos del País, D. Prudencio Casamayor» pronunciado por el gran pedagogo santiaguero Juan Bautista Sagarra y Blez (1806-1871). Hay una copia del texto de Sagarra en la colección de libros raros de la Universidad de Florida. Véase . 3
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pronto iba a sufrir una transformación dramática a raíz del auge de la industria cafetalera: Desde el Turquino les sería perceptible Jamaica, identificándola por las cumbres de Blue Mountain Peak, que sirvieron de abrigo y de trinchera a los maroons un siglo antes de que el rompimiento de las cadenas esclavas en Haití los trajera a ellos a esta tierra desde donde podían ver también, desde Maisí, si andaban un poco hacia el Este, de por medio el Paso de los Vientos, a su para siempre perdida Saint-Domingue (105).
Según veremos más adelante, también en Otro golpe de dados los refugiados franco-haitianos se sentirán desgarrados entre la nostalgia por el mundo perdido de Saint-Domingue y las oportunidades que les ofrecía el indomado paisaje del Oriente: «[P]ara los franceses de Haití», escribe Juan Pérez de la Riva, «Cuba era un vasto país, casi despoblado y cuyos recursos apenas sí habían sido explotados, cuyas mejores tierras de labor valían 30 veces menos que las mediocres de Leogano o de la Archibonita» (1975b: 368)4. El asentamiento de los franceses en el Oriente cubano tenía, por lo visto, todas las características de una empresa de colonización y de expansión territorial más allá de las fronteras establecidas de la «civilización». Si aplicamos aquí la idea de Michel de Certeau (1984) de que ningún lugar existe de por sí, sin la intervención y la actividad transformadora de los seres humanos, podría decirse que los franco-haitianos convirtieron «el espacio» del Oriente en «un lugar». La huella de esta primera diáspora franco-haitiana en Cuba está representada en El columpio de Rey Spencer con gran atención a detalles de carácter histórico, geográfico y costumbrista. Se destacan en particular referencias a las especialidades culinarias transplantadas a Cuba por los haitianos (131), así como descripciones de las ceremonias de la tumba francesa (121). Rojas transcribe también la letra de un canto llamado «Nostalgia haitiana», aunque no en la versión original en créole sino en español (Rojas 1993: 131). Asimismo, la novela reconstruye el legado socioeconómico de los franceses en términos de una compleja dinámica de represión y subversión:
Es significativo en este contexto el título que lleva uno de los estudios de Juan Pérez de la Riva: La conquista del espacio. Para un fascinante análisis del paisaje cubano a través del lente teórico de Simon Schama, consúltese a Rafael Rojas (2008). En palabras de este último, como parte de la formación de la nación cubana, el legado del pensamiento agrario y populista «apela a la conquista, defensa y reparto de la tierra y al sacrificio o la muerte por la patria» (2008: 17). 4
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Los colonos galos fueron expulsados, algunos se repatriaron a Francia y otros carenaron en Nueva Orleáns, y a los pocos años regresaron a la Isla de Cuba […]. Alquilaron rancheadores y reprimieron en sangre a los cimarrones; continuaron amancebándose a las negras lozanas, introdujeron otra vez esclavos, pero habían traído con ellos de Haití, sin proponérselo, la contrapartida de la opresión (108).
La aproximación adoptada por Rojas sobrepasa el simple recuento de «aportes» culturales, para reposicionar la identidad caribeña frente a las tres presencias culturales que el teórico jamaiquino Stuart Hall ha identificado en el Caribe tomando prestado su vocabulario de Aimé Césaire y Léopold Senghor: Présence Africaine, Présence Européenne y Présence Américaine (Hall 2003: 240). Présence Africaine es el locus de la represión, pero también de la resistencia: «Apparently silenced beyond memory by the power of the experience of slavery, Africa was, in fact, present everywhere […]» (240). De acuerdo a Hall, Présence Européenne, sinónima de la deculturación y expropiación, es un lugar de fusión y diálogo, difícil pero necesario, que con tanto recelo emprendían, según ya hemos visto, los protagonistas de las novelas de Granados y Prieto: «it is nowhere to be found in its pure, pristine state. It is always-already fused, syncretized, with other cultural elements. It is always-already creolized —not lost beyond the Middle Passage, but ever-present […] (Hall 2003: 243). Y, finalmente, Présence Américaine, que aún abriga silencios y olvidos, pero que es también un principio de la diversidad (244). A mi juicio, El columpio de Rey Spencer es una novela de largo aliento que persigue múltiples hilos narrativos por medio de juegos temporales y perspectivas cambiantes para enfrentarse al reto de representar la hibridez y las tensiones internas de la Présence Américaine. La experiencia de la segunda oleada de los inmigrantes haitianos forma parte de un cuadro más extenso de los procesos migratorios inter-antillanos que moldearon la dinámica poscolonial del Caribe. Las vivencias de los braceros se reconstruyen en los intersticios entre la inmediatez del sufrimiento y la distancia de la memoria afectiva, entre las reflexiones generadas por un cúmulo retrospectivo de datos y los valores atesorados por la comunidad. Arturo Cassamajour Piñera —quien a partir de 1922 ocupa el puesto de médico de cuarentena en Cayo Duán en la bahía de Santiago de Cuba— funciona como un vehículo ficticio para recortar la brecha entre las vívidas estampas del dolor individual y la cuidadosa urdimbre de datos históricos, ingredientes que a veces amenazan con poner lo literario al servicio de lo documental:5 Carlos Rafael Fleitas Salazar apunta lo siguiente: «Desde enero de 1844 funcionaba en Cayo Duan, en el interior de la bahía, una estación de cuarentena para los buques surtos en puerto, provenientes de ciudades en estado epidémico. Las condiciones de 5
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había sido nombrado por la Secretaría de Sanidad para verificar la gravedad de la «inmigración antisanitaria» que proliferaba entonces, no obstante las medidas adoptadas por el Gobierno para acabar radicalmente con ella porque «además de ser vectora de enfermedades letales», contribuía a la «africanización» de Cuba […]. El término acuñado respondía a una acción malediciente y discriminativa continuada en contra de la entrada en Cuba de «personas de color» provenientes de las islas vecinas a quienes se les responsabilizaba de introducir en el país, por las provincias de Camagüey y Oriente, enfermedades tales como la viruela, la influenza y el paludismo, en gran escala. Desde hacía como diez años la difamación racista, a todas luces, contaba con tribunas parlamentarias y con el apoyo de la prensa, encabezada por el Diario de la Marina que defendía la inmigración peninsular (68).
Los fragmentos de la novela que relatan el arribo de los antillanos a las costas cubanas y su cuarentena en Cayo Duan bien pudieran haberse inspirado en el libro La agonía antillana: el imperialismo yanqui en el mar Caribe. (Impresiones de un viaje a Puerto Rico, Santo Domingo, Haití y Cuba), originalmente publicado en 1928 por el español Luis Araquistáin: La visita de la sanidad cubana es laboriosa y severa. Salvo media docena de blancos, el pasaje del barcucho carcamal, —francés— que nos ha conducido es de pura sangre africana: negros de Haití, hombres, mujeres y niños que van a la zafra de Cuba. Se han puesto su mejor ropilla, de abigarrados colores, y comparecen tímidos y cándidos —con sus ojos infantiles muy abiertos y la raya blanca de sus dientes manchando el carbón de la piel— ante el médico sanitario que gargariza las erres y, con labia ligera, los llama uno por uno. Cada cual aporta el certificado de vacuna, que ha extendido el médico a bordo (Araquistáin 1961: 151).
En la documentación de la época hay, además, abundantes ejemplos de que en el caso de los antillanos se tergiversaron los datos sobre la morbilidad y mortalidad de ciertas enfermedades para propagar la percepción «de que los inmigrantes antillanos actuaban como vectores epidémicos» y ponían en peligro la salud pública de Cuba (De la Fuente, 2001: 77-79). Consecuentemente, «[m]ientras otros inmigrantes entraban al país ‘con sólo las precauciones usuales’, en el caso de los antillanos se aplicaron medidas sanitarias
las instalaciones dedicadas a albergar a los cuarentenados dejaban mucho que desear, reiterándose las quejas sobre derrumbes, goteras, y poca capacidad que obligaba a los veladores a dormir bajo el mismo techo que los aislados, convirtiéndose en nulo tanto esfuerzo» (2006: s/p).
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especiales incluyendo cuarentenas y pruebas de sangre para la detección de enfermedades infecciosas» (De la Fuente 2001: 77). A contracorriente: hacia una reivindicación testimonial de la diáspora franco-haitiana Ante este legado de estereotipos y supersticiones, la novela de Rojas propone un discurso centrado en la desmitificación de los prejuicios y en la reivindicación de los inmigrantes. Esta misión corre a cargo de Andrés Rey Spencer, hijo de la jamaiquina Clara Spencer, quien comparte con su esposa, Juliana Rodríguez, el genuino interés por hilvanar retazos de historias condenadas al olvido o distorsionadas por la (des)memoria oficial. En este proceso solidario de reivindicación y reconstrucción, Andrés y Juliana constantemente cruzan las fronteras entre la ficción literaria y el dominio de las ciencias sociales, entre el secreto y la epifanía, entre la mentira y su desenmascaramiento. Mientras que Andrés-el novelista enriquece la ficción con testimonios y documentos —cartas, relatos orales, recortes de periódicos—, Juliana-la lectora y editora del libro de su esposo accede no solamente a los archivos almacenados en su base de datos sino también a algunos detalles de carácter «intrahistórico» introducidos a su computadora por el «benévolo» virus llamado Caribe. Al final, sin embargo, todas estas perspectivas se entretejen, complementan y confunden. Al tender un arco entre lo inventado, lo imaginado, lo virtual, lo recordado y lo vivido, los protagonistas se enfrentan a una resemantización inevitable de los asideros comúnmente asociados con lo verdadero: nombres, lugares, identidades, fechas, estadísticas. En su (re)creación «novelada» de la saga de su familia, Andrés se inspira en el diario de Clara Spencer, aunque tiene plena conciencia de la proclividad de su madre hacia la invención, algo que ya se había manifestado en las cartas escritas por ella en nombre de uno de sus hijos: «Alguna vez su madre le había manifestado que quería que sus nietos conocieran sus recuerdos porque no tenía de qué avergonzarse, y las vidas de los humildes antillanos de color no solían aparecer escritas en los libros, aunque eran partícipes de la fundación de las naciones. Andrés tenía el mismo criterio en cuanto a trasladar oralmente las historias» (Rojas 1993: 135). En palabras de Maurice Blanchot, el recurso al diario «arraiga el movimiento de escribir en el tiempo, en la humildad de lo cotidiano fechado y preservado por su fecha. Tal vez lo que se escribe allí ya no sea más que insinceridad, tal vez esté dicho sin preocupación por lo verdadero, pero está dicho bajo la salvaguardia del acontecimiento […]» (1992:
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23). No hay que sorprenderse por lo tanto de que en la época de desconfianza hacia los «grandes relatos», los detalles de la vida cotidiana anotados al calor del momento se conviertan en el único asidero de lo «real». La oralidad en El columpio de Rey Spencer se impone como un nexo viviente entre el presente y el mundo obliterado por los olvidos de la historia oficial pero, inexorablemente, acaba convirtiéndose en uno de los tantos artificios que sostienen la novela. En un artículo dedicado al acervo oral de las culturas afrodescendientes como vehículo de resistencia, escribe Rojas: Tiene esa voz acento y estructura del lenguaje castellano, o mejor dicho del español-americano. Ella contará la historia; su génesis, trasladada de generación en generación y la contribución fundadora, aún sin la anuencia del amo para quien esa voz al principio tropelosa no tiene valor. Pero la voz es libre. Sin embargo, como la voz, en parte, se la lleva el viento o el viento la traslada en símbolos, o historias a veces mal armadas que el paso del tiempo descompone (aunque también el viento la re-construye de formas más artísticas, y elaboradas), esa voz será la voz que queda. Obra en gran medida, de los descendientes de aquellos negros originales. Son los criollos negros los portadores de esa cultura oral. El negro y mulato criollo, pues, son los atesoradores de la voz que cuenta, al igual que el indio de América. Luego, aunque en número reducido, se armarán de la escritura que además de contar ¡reclama y denuncia!, sin que el viento pueda llevarse esa voz que llegará a nuestros días (Rojas 2007b: s/p).
No nos olvidemos que en su notable ensayo «El narrador» (1933), Walter Benjamin contrastaba la narración tradicional —fundamentada en la experiencia y la sabiduría de un legado compartido por la comunidad— con la fórmula moderna de la novela, producida y consumida en la solitaria desconexión de la comunidad. De manera semejante, François Lyotard reparó en el entrelazamiento entre el acto de narrar y el tejido sociocultural más amplio: «La tradición de los relatos es al mismo tiempo la de los criterios que defiende una triple competencia: saber decir, saber escuchar, saber hacer, donde se ponen en juego las relaciones de comunidad consigo misma y con su entorno. Lo que se transmite con los relatos es el grupo de reglas pragmáticas que constituye el lazo social» (1984: 48). Es significativo en este contexto que en conexión con el talento narrativo de Clara Spencer aparezca el término griot, un vocablo de origen africano que se refiere a un poeta o músico ambulante cuya misión tradicional consistía en trasmitir y cultivar las tradiciones orales de la comunidad. No está de más recordar aquí otro dato, probablemente conocido por Rojas, que en las décadas 1920-1940 un grupo de escritores haitianos contemporáneos de Jacques Roumain y Jean Price-Mars —Léon Laleau, François Duvalier,
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Lorimer Denis, Cari Brouard— expresó su reafirmación de la tradición oral al bautizar con el nombre Les Griots su revista dedicada a la celebración del legado africano6. La mención de Les Griots no es la única referencia intertextual a los proyectos de rescate cultural que encontramos en El columpio de Rey Spencer. En otro momento se menciona la novela «sobre un esclavo Cimarrón»—o sea, Biografía de un cimarrón de Miguel Barnet, texto fundacional del testimonio latinoamericano— que para los descendientes de Clara Spencer llega a confirmar «el valor de aprehender la historia que está aún viva en la memoria de los pueblos» (Rojas 1993: 144). En otro pasaje se establece un lazo directo con la poética antillana de Nancy Morejón, donde la hibridez de tradiciones orales es un signo de la riqueza cultural del Caribe y de su resistencia, su «puente de salvación» ante la tendencia embalsamadora de la historiografía oficial y ante «el empuje asimilador y enajenante de las culturas metropolitanas» (Rojas 1993: 145). Aunque a lo largo de la novela se percibe con nitidez el procedimiento de integración de datos históricos («la ley del cincuenta por ciento», 156; la repatriación forzosa de los haitianos, 132; los maltratos de la Guardia Rural, 162; el movimiento obrero, 134; 164; la ocupación norteamericana de Haití, 131) y etnográficos (las ceremonias del vodú, 51; la música haitiana, 131), al mismo tiempo se nota también una fuerte dosis de (auto)ironía hacia los proyectos oficiales de reivindicación de la gente sin historia, por muy bien intencionados que éstos fueran. A pesar del interés personal de Juliana por los antepasados antillanos de su esposo Andrés Rey Spencer, ella sabe muy bien que este tema es uno de los tantos asignados a su equipo de investigación: «el programa de los antillanos no era el único ni el más complejo de los que su equipo debía procesar para el Instituto con la urgencia que les fue solicitando el plan y su ejecución» (157). Palabras como «procesar», «urgencia», «plan» o «ejecución» deshumanizan el proyecto, convirtiéndolo en una de las tantas tareas de un aparato burocratizado. Al mismo tiempo se sugiere, aunque implícitamente, que el espacio creativo de la novela es más apropiado para acomodar la dimensión humana de estas experiencias.
6 La corriente literaria y socio-crítica asociada con Les Griots: Revue scientifique et littéraire d’Haiti (1938-1940) tenía sus raíces en el movimiento indigenista haitiano promulgado por la Revue Indigène (1927-1928). No obstante, el énfasis de Les Griots en la ideología de noirisme se tiñó del odio racial bajo el liderazgo de François Duvalier, alejándose de los ideales reivindicadores del indigenismo.
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A pesar de su formación científica y su destreza en materia de tecnología, Juliana reconoce que la experiencia se esfuma entre códigos y números de la memoria electrónica. Las historias que pertenecen al espacio que Carlo Ginzburg denominara una vez «el archivo de la represión» son rescatables solamente por vías poco convencionales, recosidas de fragmentos, reconstruidas de ecos y murmullos. Entre los episodios recuperados por Juliana de este archivo de la represión está, por ejemplo, la historia del asesinato del joven haitiano Ercís Didit acusado de hechicería durante la travesía hacia Cuba, así como la odisea de un tal «Juan Solón el haitiano» (160) perseguido por la Guardia Rural. Nos enteramos también de la desgarradora tragedia de Loryaníz Pierre quien, al ser repatriada por la fuerza a Haití, «desembarcó en su país como un zombi» (133). El columpio de Rey Spencer es, claramente, una manifestación de lo que Ana Housková ha llamado en otra ocasión «conciencia del género testimonio» (1989: 19). No cabe duda de que los últimos treinta años han sido cruciales para la difusión y el reconocimiento del testimonio hispanoamericano como una forma discursiva sui generis y que Rojas, en su doble rol de periodista y novelista, se ubica cómodamente en la órbita de este híbrido género. Uno de los correlatos más obvios de este proceso de canonización ha sido un nuevo tipo de sensibilidad y competencia literarias que a través del lente del testimonio actual «permite ver sus antecedentes, ‘leer’ en la evolución literaria toda una línea testimonial» (Housková 1989: 19). Al mismo tiempo, las múltiples y dispares definiciones del testimonio incluyen en su dimensión socio-política criterios de memoria, resistencia, denuncia, reivindicación y subversión; en el aspecto formal, la interrelación híbrida entre varias formas discursivas y disciplinarias (diálogo psicoanalítico, testimonio legal, confesión, autobiografía, biografía, Bildungsroman); en el plano ético, el papel de la mediación/intervención del editor letrado en el proceso de edición y circulación del testimonio. A mi modo de ver, El columpio de Rey Spencer no solamente incorpora estos aspectos del discurso testimonial, sino que llega a rebasarlos por medio de una pluralidad de posiciones y tensiones textuales, ideológicas y éticas que surgen ante las siguientes preguntas: ¿quién vive y sufre?, ¿quién habla y quién escribe?, ¿quién lee y quién interpreta? Por un lado, la novela recurre a las estrategias habitualmente empleadas por el testimonio para afianzar el efecto de lo verdadero, a saber: el empleo de datos extraídos de archivos (asentamiento de los franco-haitianos, migración antillana); el énfasis en los lazos entre la comunidad y el testigo (Clara Spencer como portavoz de «la gente sin historia»); la identificación detallada del testigo a través de su genea-
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logía y otros datos biográficos (los Spencer, los Cassamajour); el hincapié en la experiencia del testigo ocular (el diario de Clara Spencer). Por otro lado, según ya se ha visto, la novela desmitifica la infalibilidad del narrador al tejer toda una red de contradicciones internas, secretos, omisiones de memoria y manipulaciones conscientes —como, por ejemplo, las cartas «apócrifas» de Clara— que contribuyen al sentido de indeterminación discursiva. Tampoco puede pasarse por alto el hecho de que la evocación del pasado a base de la memoria trasmitida oralmente no facilita una reconstrucción coherente de lo ocurrido. Es por ello que la novela de Rojas y la «metanovela» de Andrés Rey recurren al diario de Clara Spencer para anclar la palabra en relación al tiempo y espacio del sujeto. Mientras que la presunción de identificación con «el otro» aparece sin ser cuestionada en el prólogo de Barnet a Biografía de un cimarrón y en algunos otros testimonios «canónicos», El columpio de Rey Spencer reconoce y exhibe sin disimulo las paradojas de la mediación testimonial. En particular, la novela pone al descubierto el peligro de tergiversar la voz del testigo y de canibalizar su identidad. Este reconocimiento de las agencias desiguales en el testimonio queda expresado sobre todo a través de las tribulaciones de Andrés Rey Spencer quien, siendo novelista, representa tal vez una proyección de los dilemas de la misma autora. La escritura de Andrés Rey/Rojas se nutre de vidas reales, reflexiones metaliterarias y meditaciones de Juliana acerca de su labor como investigadora. En medio de esta pluralidad de voces la retórica tradicional del discurso etnográfico, novelístico y testimonial se vuelve cuestionable y el acento recae sobre los dilemas de los mismos autores letrados ante el reto de representar el pasado de «la gente sin historia». A diferencia de los testimonios que prometen contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, la novela de Rojas corresponde más bien a la idea propuesta por Algirdas Julien Greimas (1989), quien habla de la producción del efecto de verdad, o sea, la construcción de un discurso cuya función no consiste en expresar «la verdad» sino en decir lo que es verosímil para el destinatario, o sea lo que «parece verdad». Asimismo, la tensión entre lo verdadero, lo falso y lo secreto y la posición del narrador y del lector en relación a la «verdad» se vuelven cruciales para el efecto de lo real. Es en esta coyuntura donde en la novela de Rojas se sitúa Andrés, dispuesto a formar un pacto de buena fe con el diario de su madre, con la premisa de que lo que hay en esas páginas «parece verdad». Con su técnica de espejeos internos un poco a la manera de Cien años de soledad —pero adaptada a la época de realidades virtuales engendradas por los avances de la tecnología— la novela de Rojas tiñe sus aspiraciones épicas con una autoconsciencia posmoderna y pos-testimonial.
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En vez de manuscritos hallados, leídos y (re)escritos de Macondo, la reconstrucción de la saga familiar de los antillanos en Cuba se da en la pantalla de la computadora de una de las protagonistas. A pesar de las infracciones cometidas con respecto al «orden del discurso» testimonial ya canonizado, a pesar de su conciencia de que el acto de transcribir la palabra del otro es, de por sí, un acto colonizador, El columpio de Rey Spencer no logra evitar por completo los parámetros heterólogos de la escritura. Recordemos que con el término «heterología» —prestado de Georges Bataille— se refería De Certeau a los discursos de la otredad, entre los cuales incluía la etnología, la psiquiatría y la pedagogía. El denominador común de estos discursos consiste en su función de traspasar las fronteras culturales por medio de la palabra y facilitar la traducción de la alteridad del mundo narrado al mundo en que se narra (1984: 159). Muy a pesar suyo, la novela de Rojas se inscribe en esta corriente «heteróloga», esto es, en una tradición de colaboración, mediación, traducción y, en último término, de traición inexorable de la palabra del otro. El columpio de Rey Spencer está armada alrededor de la premisa heteróloga de que «el otro» es incapaz de hacer significar o circular su propio saber sin mediación de un aliado quien ocupa una posición más ventajosa en el sistema de saber-poder. Mientras que la «gestión» de Clara Spencer está reconocida en el acto de proveer la materia prima para la novela de Rojas/ Andrés Rey, el privilegio de amparar esta palabra, convertirla en discurso y hacerla significar no le pertenece a Clara. Por otro lado, la premisa heteróloga —con su disyuntiva entre el vivir y el escribir, el acto de experimentar y el acto de significar— encuentra su expresión aún más extrema en el caso de los braceros haitianos, de cuya experiencia individual y colectiva apenas quedan vestigios y quienes, a diferencia de Clara Spencer, no han alcanzado aún la epifanía de este «y así me nació la conciencia», tan fundamental para la gestión del testimonio. El columpio de Rey Spencer representa, pues, un contrato más o menos deliberado de alianza, pero también de escisión entre sujetos que ocupan diferentes espacios de saber y poder, un pacto marcado por la solidaridad, pero también por silencios, olvidos, omisiones y resistencias. Debido a su alto grado de autoconsciencia, se cristalizan en este proyecto tanto las posibilidades de desmontaje de los códigos de representación como los límites infranqueables de todo proyecto deconstructivo. Recordemos que la deconstrucción se presta bien a la experimentación de la antropología poscolonial gracias a su énfasis en las esferas que tradicionalmente han sido ignoradas o excluidas. En su novela Rojas parece guiarse por las premisas básicas de la deconstrucción: descubre
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las oposiciones binarias (verdad/ficción, escritura/oralidad, oficial/popular) con el único propósito de invertirlas, admite una lectura sin cierre, sin conclusiones definitivas, insiste en las contradicciones e incompatibilidades entre lo que su texto dice que hace y lo que efectivamente hace. Amparándose en el ecléctico juego de bricolaje, la autora presenta su proyecto como un acto de desobediencia y de desmontaje de varios códigos: el testimonial, el científico-social, el novelístico. Es preciso notar que para Derrida el bricolaje es justamente una posible vía de escape de la lógica oposicional del pensamiento occidental moderno, una estrategia potencialmente crítica que consiste en el uso lúdico de elementos de un sistema que desafía la coherencia estructural del sistema mismo (Derrida 1989: 391). Por cierto, para hacer su novela «legible» Rojas tuvo que contraponer a la fuerza centrífuga del deseo y del bricolaje la otra fuerza: la dinámica cohesionadora y centrípeta de un «orden del discurso». En este sentido, es notable la manera en que la novelista ha empleado el comentario autorial como dispositivo estructurador. En palabras de Foucault, el comentario conjura el azar del discurso al tenerlo en cuenta: permite decir otra cosa aparte del texto mismo, pero con la condición de que sea ese mismo texto el que se diga, y en cierta forma, el que se realice. La multiplicidad abierta, el azar son transferidos desprovistos, por el principio del comentario, de aquello que habrá peligro si se dijese, sobre el número, la forma, la máscara, la circunstancia de la repetición (1983a: 10-11).
El control discursivo ejercido por Rojas aflora en numerosos pasajes de carácter intensamente informativo que atraviesan, recortan y delimitan el texto marcado por el compromiso de rescatar las voces de «la gente sin historia». Esta intervención se hace particularmente tangible en los fragmentos que tienen que ver con la resistencia y solidaridad de los antillanos ante las autoridades cubanas. Robert, hijo de Clara Spencer y el doctor Cassamajour y medio hermano de Andrés, asume un papel de liderazgo en el activismo obrero: El día que Robert Spencer cayó abatido por los disparos de Usnavy, el cabo de la Guardia Rural, Tito Ojeda el puertorriqueño recogió al joven en sus brazos y le quitó de las manos la arenga que estaba leyendo en creole, preparada por Robert con la información que Ojeda y Alfredo, un joven estudiante miembro de la AJEF le habían suministrado. Aquellos papeles arrugados nunca llegaron al Sumario de la causa judicial, de haber ocurrido hubieran tachado a Robert de comunista […] (163).
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Rojas emplea aquí la pluma de novelista para desembarazarse de los estereotipos sobre la pasividad de los antillanos, fuertemente arraigados en el imaginario cubano, según ya se ha comentado antes. Al destacar la posibilidad de resistencia de los braceros, la autora retoma el hilo rebelde de los textos hoy convertidos ya en clásicos de la literatura haitiana, como Viejo o Gobernadores del rocío, y acaba colocando a los inmigrantes dentro del espacio de negociación de la cubanidad. Bajo el riesgo de agregar un concepto más a las prolijas listas de términos asociados con la memoria y los límites de su representación propongo, para concluir mi lectura de El columpio de Rey Spencer, una consideración de la experiencia de los inmigrantes antillanos en Cuba a través del lente del différend («el diferendo»). Me refiero al concepto desarrollado por el filósofo francés Jean François Lyotard en sus reflexiones sobre el Holocausto, donde se concibe «el diferendo» en términos de una contienda discursiva en la cual la víctima está despojada de los medios para plantear su caso (1988: 9). Según Lyotard, la fragilidad de cualquier contrato de denuncia estriba en el hecho de que se necesita una configuración favorable y simultánea de cuatro instancias discursivas para desafiar el silencio y el olvido. Estas instancias son: primero, el destinatario, alguien dispuesto a escuchar y aceptar la realidad de lo ocurrido; segundo, el testigo-hablante, capaz de y listo para compartir su historia; en tercer lugar, un lenguaje adecuado para expresar esta experiencia; y, finalmente, «el caso», o sea un evento traumático que se resiste a ser «puesto en palabras» (1988: 13). Es precisamente en contra de una anulación del «caso» cómo la novela de Rojas moviliza todas las instancias del pacto testimonial —la voz del testigo, el oído del lector, la creatividad del lenguaje— para rescatar huellas, fragmentos y murmullos de la dolorosa odisea de los braceros antillanos en Cuba. A pesar de los inexorables límites —y limitaciones— de este proyecto narrativo, El columpio de Rey Spencer cumple, sin duda alguna, con el mandato ético de Lyotard: no permite que se imponga la amnesia y que reine el silencio. En el crisol de la plantación cafetalera: Otro golpe de dados Según ya he indicado, El columpio de Rey Spencer no es la única novela cubana de dimensiones épicas posterior a 1959 que se propone narrar la saga de la emigración haitiana. Otro golpe de dados (1993) del poeta y narrador Pablo Armando Fernández busca, en palabras del mismo autor, los orígenes de la cubanidad en el crisol etnocultural de la plantación cafetalera, donde la
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presencia franco-haitiana es un ingrediente principal. Para empezar, Fernández reconoce que poco se ha escrito en la literatura cubana sobre este mundo fundado, económica y culturalmente, por Francia en el corazón mismo de Cuba: «Alejo Carpentier y Emilio Bacardí fueron los únicos escritores cubanos que confluyeron en esa zona de la historia. Como oriental, era una especie de deuda que tenía y también el poder de una fascinación» (Marrón Casanova 2003: s/p). Carmen Marcelo, que ha dedicado a la obra de Fernández un capítulo de su libro sobre la novela histórica cubana (2006) reafirma esta evaluación y dice que «el impacto cultural de esa inmigración ha sido insuficientemente difundido» (2006: 28). La propia Marcelo hace hincapié en la dimensión panorámica de la novela al notar que su marco temporal cubre aproximadamente cuatro décadas «cuyo inicio coincide con la llegada de los primeros colonos franceses a la región oriental (1791), y el cierre con el año 1836, momento histórico marcado por el fin del pronunciamiento liberal del gobernador de Santiago, Manuel Lorenzo» (2006: 29). Según Sara Elizabeth Johnson La-O, el objetivo de Fernández en Otro golpe de dados ha sido integrar el legado franco-haitiano al discurso nacionalista de la cubanidad (2001: 127). Para Johnson, Otro golpe de dados es una reescritura —a manera de un pastiche— del segundo volumen de Crónicas de Bacardí (2001: 131). No sé hasta qué punto la novela de Fernández se sitúa en oposición paródica a sus fuentes, pero lo que sí es cierto es que Otro golpe de dados nos pone en la pista de varias alusiones histórico-literarias. Indicio de ello es la aparición en las páginas de la novela, entre los huéspedes que visitan las haciendas de los colonos franceses, de un señor que «era prestigioso abogado de un pueblecito de Matanzas, interesado en las artes plásticas […] y que lo había traído a La Fraternité su interés en escribir una novela sobre la vida de un cafetal» (Fernández 1993: 216). Más tarde, el distinguido matancero está identificado como el escritor Domingo Malpica de la Barca: «Su estilo, dicción y el copioso lenguaje de que hacía gala, salpicado de citas y alusiones, prestaban al señor Domingo Malpica un aire erudito y mundano» (216)7. 7 Según el Diccionario de literatura cubana, Domingo Malpica La Barca nació en Macurijes (hoy Pedro Betancourt), Matanzas, probablemente en 1836, y falleció en La Habana en 1909. Además de la novela El cafetal (1890), publicó colecciones de crítica sobre las artes plásticas. «Hombre de posición desahogada, conocedor de las artes plásticas, se dedicó a enriquecer su pinacoteca en sus frecuentes viajes al extranjero. Filántropo y mecenas, cultivó la amistad de los más señalados escritores y artistas de su tiempo, entre ellos Julián del Casal, del cual fue además protector» (Diccionario de literatura cubana s/f: s/p).
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Los lectores familiarizados con la novela de Malpica, El cafetal, tendrán que compartir, sin embargo, la crítica formulada en Otro golpe de dados por una de las protagonistas en cuanto a las dificultades que pareció haber enfrentado el escritor ante la tarea de «fijar para las futuras generaciones la imagen de aquel mundo arcádico, acaso destinado a desvanecerse» (Fernández 1993: 272). Efectivamente, a pesar de su título prometedor, la novela de Malpica dice muy poco sobre el mundo cafetalero del Oriente: «dada la distancia entre el Oeste y el Este, y él era un occidental, tomaría por escenario alguna hacienda de Vuelta Abajo. Poco le sirvió su amistad con Ángeles, ni el mundo por ella descrito. El cafetal, en las páginas de su novela, es el fondo natural para las tertulias literarias de los viernes, en casa» (Fernández 1993: 272). Para tejer este amplio tapiz etnocultural y socioeconómico que es Otro golpe de dados, Fernández baraja una variedad de fuentes, sobre todo estudios de carácter socio-histórico: me apoyé en una relectura minuciosa del siglo xix, tanto los maestros franceses como los clásicos cubanos, además de numerosas fuentes historiográficas, y conversaciones infinitas con amigos conocedores de esos tiempos, tanto en Cuba como en Santo Domingo y Francia. Por eso, al final del libro, decidí agregar esa larga relación bibliográfica de las fuentes que me sirvieron para recrear aquel mundo (Marrón Casanova 2003: s/p).
En contraste con muchos novelistas que optan por disfrazar sus fuentes retando a los lectores a descifrarlas a manera de un palimpsesto, Fernández llega al extremo de full disclosure y comparte con sus lectores el vasto archivo que le sirvió de inspiración en el proceso de la escritura. En un anexo de obras consultadas —preparado con una meticulosidad digna de un bibliógrafo— aparecen los fundamentales estudios de Olavo Alén sobre la tumba francesa, de Fernando Boytel Jambu sobre la restauración de un cafetal francés en la Sierra Maestra, los trabajos de Alain Yacou sobre los franceses en el Oriente de Cuba y de Francisco Pérez de la Riva sobre la historia del café en Cuba, así como numerosas monografías acerca de Saint-Domingue y la Revolución Haitiana. La bibliografía incluye también varias obras literarias, tanto de autores cubanos ya mencionados aquí (Bacardí Moreau, Malpica La Barca) como haitianos (Jacques Roumain, Jacques Stephen Alexis). Aunque Johnson La-O subraya los lazos entre Otro golpe de dados y Crónicas de Santiago de Bacardí, dos huellas intertextuales resultan aún más obvias: la poética carpenteriana de lo real maravilloso americano y el clima gótico de Cumbres borrascosas. De hecho, según la perspicaz observación de Ricardo Repilado, «los espectros
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del francés y la negra que algunos alegan haber visto rondando por parajes de la Sierra Maestra» —mencionados en el segmento inicial de Otro golpe de dados— «son una clara alusión a los fantasmas de Catherine y Heathcliff que los habitantes de un desolado páramo inglés creen haber visto deambulando por los alrededores» (2002: 58). Curiosamente, esta transparencia en cuanto a los archivos manejados por el novelista no lleva a una sobrecarga testimonial, tal vez debido a la diversidad de las fuentes usadas como inspiración. Aunque en algunos casos se reproducen casi verbatim pasajes enteros de estudios socio-históricos, aparecen también anécdotas curiosas, que bien hubieran podido ser inventadas, como el incidente originalmente narrado por Quatrelles en su libro Un Parisien dans les Antilles. Saint Thomas; Puerto-Rico; La Havane; La vie de province sous les tropiques (1883) sobre un benévolo y paternalista colono francés quien, para aliviar el trabajo de sus esclavos, distribuyó entre ellos las carretillas para transportar los granos de café, tan sólo para percatarse de que sus súbditos seguían usando las carretillas tal como acostumbraban hacerlo con las canastas, llevándolas sobre sus cabezas. Al contrario de la novela de Rojas, donde los pasajes de carácter evidentemente documental llaman la atención sobre sí mismos al ser recortados, y luego yuxtapuestos a modo de un collage a la trama ficcional, en Otro golpe de dados lo factual se contamina de lo mágico y se entreteje con lo imaginativo hasta el punto de borrar las costuras entre los dos ámbitos. Tanto Rojas como Fernández comparten, sin embargo, el objetivo que —según Hayden White (1973)— caracteriza el proyecto novelístico en contraste al discurso historiográfico: mientras que los historiadores se proponen refamiliarizarnos con los acontecimientos olvidados por culpa de un accidente, una negligencia, o una manipulación política, los novelistas persiguen una desfamiliarización de lo aceptado y de lo conocido. Igual que en la película Roble de olor y en la novela El columpio de Rey Spencer, encontramos en El otro golpe de dados una historia de amor entre un hombre de origen europeo (un vasco francés Julián Saint-Loup) y una mujer negra (la haitiana Prudence). A esta trama ya de por sí complicada se anudan las tensiones propias de un triángulo amoroso cuando Saint-Loup contrae el matrimonio con Ángeles Hidalgo, «hija de uno de los españoles más acaudalados de Cuba» (Fernández 1993: 108). Empezando con la noche de bodas, Ángeles se da cuenta de haber sido no tanto un objeto de deseo como un vehículo para satisfacer las aspiraciones arribistas de Saint-Loup: La humillación que me causaba su abandono, muy pronto desarrolló en mí una extraña capacidad para fingir, frente a él y los demás, que todo entre nosotros mar-
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chaba bien, pero en la soledad de mi alcoba, corría a espiar su huida y su regreso. Me había desposado con un hombre que no me amaba: nuestro matrimonio sólo obedeció a su insaciable codicia. Mi ultrajado orgullo me impedía aceptar que él buscara en otra lo que a mí negaba […] (143).
Sin sacrificar la complejidad de Saint-Loup como individuo, Fernández entrelaza el (melo)drama familiar y la vida pasional del protagonista con datos cuidadosamente sustraídos de los archivos y luego recombinados con la ficción. Así pues, recuperamos jirones de historia de sus humildes orígenes y de su lento ascenso social, primero como jornalero, luego corsario, y más tarde como ganadero. Finalmente, nos enteramos de las circunstancias del primer matrimonio de Saint-Loup con Celeste, «la más codiciada heredera de Saint-Domingue» (81). Se trataba en este caso de una suerte de pacto comercial con el cual, a cambio de salvaguardar la «pureza de linaje» de su prometida, Saint-Loup recibía de su futuro suegro un firme respaldo para su «encumbramiento» social: Celeste era un firme peldaño en el ascenso, que antes creí de arduo, lento y extenso recorrido, y que resultó totalmente contrario a mis pronósticos, pues la máxima aspiración de su padre, un acaudalado colono francés, consistía en casar su única heredera con un hombre que le garantizara la pureza de sangre, en constante peligro. Aquella isla estaba amenazada por una creciente población de mestizos ricos e instruidos, poseedores de más de un tercio de la riqueza del país, lo que les permitía un vertiginoso y alarmante encumbramiento social (129-130).
La fortuna adquirida por Saint-Loup en Saint-Domingue gracias a este matrimonio tan oportuno fue arrasada, como tantas otras, por el torbellino revolucionario. Saint-Loup, con dos hijos pequeños, Paul y Michel, llegó a Cuba para volver a empezar de cero: En Saint-Domingue, o Guarico, como ustedes le dicen, mi hacienda se perdía en la montaña […] Podía cabalgar durante horas, desde el amanecer hasta ver el sol ponerse, y todavía estaba en mis dominios. Allí había comenzado con diez caballerías de cafetos y más de cuarenta esclavos. Aquí sólo dispongo de menos de una caballería […] Aunque hemos recibido ayuda de los colonos vecinos y sus esclavos, poco se puede hacer con dos bozales y dos niños (37).
Esta «prehistoria» de Saint-Loup en Saint-Domingue —contada por él mismo a un militar español, Rangel— hace destacar a la manera de un lienzo goyesco los horrores de la sublevación de los esclavos: «Degollaron a miles, y otros miles quedamos arruinados. No vi mi casa arder, pasé la noche tra-
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tando de proteger la propiedad y la familia de un amigo ausente. De lo que fuera mío sólo encontré piedras calcinadas y polvo, y a Michel en brazos de Paul, que lo rescató de las llamas. Mi pobre mujer murió carbonizada […]» (56). La Revolución Haitiana se inscribe en la memoria de Saint-Loup no solamente como un trauma personal y colectivo, sino también como un acontecimiento histórico radicalmente transformador y al mismo tiempo un «evento impensable», si aplicáramos aquí el atinado término del historiador haitiano Trouillot (1995). Entre dos mundos y tres culturas: la saga de Saint-Loup en el Oriente cubano El retrato de Saint-Loup parece haber sido basado en la figura histórica de Prudencio Casamayor, a quien ya hemos visto aparecer en el linaje de uno de los protagonistas en la novela de Rojas. Según María del Carmen Barcia Zequeira, Casamayor —apellido españolizado del original Grand Maison— «llegó a Cuba en 1802, compró tierras en diversos lugares (entre ellos en Limones), las dividió en fincas de diez caballerías que vendió o arrendó a otros refugiados, de los cuales fue consejero, banquero y agente; también poseía numerosas propiedades urbanas» (2004: 87). Recurriendo una vez más a la licencia poética, Fernández atribuye a Saint-Loup un acto de lealtad hacia el gobierno español que, según las Crónicas de Santiago, había sido protagonizado precisamente por Casamayor: «Don Prudencio Casamayor recibe un aviso, y se lo participa al gobernador Kindelán, de que en Providencia se preparaba una expedición inglesa contra la ciudad de Baracoa. Puesto sobre aviso el gobernador de Baracoa D. José Repilado, logra rechazar la expedición […]» (Bacardí Moreau 1972-73 II: 54). Curiosamente, Fernández introduce también al «verdadero» Prudencio Casamayor a la hora de trazar los llamados «caminos de colin» que conducirán a la espléndida mansión construida por Saint-Loup. Vemos aquí cómo la acción humana se inscribe, casi literalmente, sobre la topografía indomada del Oriente, transformándola en un paisaje habitado y domesticado. Para destacar el rol de su protagonista en la vida de la provincia, Fernández reproduce casi verbatim las palabras del Elogio fúnebre del socio numerario de la Real Sociedad de Amigos del País, D. Prudencio Casamayor (1842) de Juan Bautista Sagarra, citadas, a su vez, por Francisco Pérez de la Riva: «El propio Don Prudencio Casamayor, el teodolito en una mano y el jalón en la otra, trazó y dirigió las obras en los caminos que conducirían a la hacienda» (1944: 131). En una suerte de «puesta
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en abismo» intertextual el novelista entrelaza la ficción y la historia con la gracia y destreza de un cuentacuentos. Una vez asentado en Cuba, Saint-Loup (re)construye su existencia arruinada por la Revolución Haitiana en un espacio arrebatado a la naturaleza salvaje y —mediante un ademán de recuperación simbólica del paraíso perdido— bautiza a su nueva finca con el mismo nombre de la hacienda destruida en SaintDomingue, que no dejará de ser irónico: Le Bonheur. Desplegando sus poderes de persuasión y su gran habilidad para los negocios, Saint-Loup facilita a sus compatriotas la adquisición de tierras y esclavos, ingredientes indispensables de una vuelta a empezar y de su futura prosperidad: Cada uno de ustedes saldrá de aquí con un contrato de venta: diez carreaux de excelentes suelos a doscientos cincuenta pesos el carreaux. Sin desembolsar nada o muy poco, pronto recuperarán su condición de señores […]. Ustedes son hombres emprendedores, inteligentes y trabajadores. Todos han sufrido en carne propia la debacle de Saint-Domingue. Parece que ha llegado el momento en que puedan rehacer sus vidas y sus haciendas […] (43-44)
Otro golpe de dados se sirve de una amalgama de discursos y de una pluralidad de perspectivas —a veces complementarias, a veces contradictorias— para recrear el dinamismo de un mundo desgarrado entre su propio conservadurismo y el anhelo de cambio. La documentación de archivo sobre la migración misma y la posterior expulsión de los franco-haitianos es bastante amplia, pero, en su mayor parte, no publicada o de acceso muy limitado (Cruz Ríos 2006). Según ya he mencionado en el primer capítulo, entre las fuentes más difundidas, además de las Crónicas de Bacardí, se destaca el importante libro de la época Historia de Santiago de Cuba, de José María Callejas y Anaya, escrito hacia 1828 y publicado en 1911. En el tercer capítulo de la Historia, dedicado al gobierno del coronel D. Sebastián Kindelán, menciona Callejas las medidas implementadas por el gobernador para proteger a su provincia del peligro que se avecinaba desde Guarico: El Gobernador Kindelán tenía siempre fijada su atención en la colonia de Santo Domingo, especialmente después que las tropas francesas volvieron a ocupar sus puertos principales fortificados a nombre de la República Francesa; observó los estragos que hizo sobre ellas el clima y previó, con mucha oportunidad, que organizado y aumentado el enjambre de los negros que ocupaban las alturas y hasta los recintos de los castillos, iba a ser infalible la evacuación de las tropas y de la población blanca […] (1911: 63).
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Callejas describe también en gran detalle las medidas para controlar la oleada de los refugiados, que consistían sobre todo en la restricción al desembarco de las tropas: si bien se abrió la puerta a la entrada de buques particulares, que llegaban cargados de familias colocadas hasta en las cofas, se empezaron a repeler, como se repelieron, las primeras tres embarcaciones de tropas pestilentes y enfermas de la guarnición del muelle de San Nicolás y a los que no se les dio puerto, excusándolo con la falta de hospitales y de recursos en Tesorería para socorrerlos (1911: 63-64).
De acuerdo a Callejas, la miserable condición de los soldados franceses tuvo un gran impacto sobre los cubanos y muchos de los santiagueros, motivados por «la fuerza de la caridad» (65), abrieron las puertas de sus casas a los desgraciados: «empezaron a desembarcarse aquellas imágenes de la muerte, tirándolos sobre las arenas de la playa mientras se aprestaban carros en qué subirlos […]» (65). A pesar de los esfuerzos de las autoridades y de los actos de generosidad de los habitantes, muchos de los refugiados «fallecieron en la propia playa en el tránsito para el hospital» (66). En cuanto a los colonos y sus familias, dice Callejas, éstos fueron acogidos con más generosidad aún. El historiador repara en la condición miserable de los prófugos, pero también su orgullo y su extraordinaria habilidad para superar las adversidades y aplicar sus talentos para la elevación de la calidad de la vida en su patria adoptiva. Estas observaciones son consistentes con el testimonio de Mary Hassall, cuyo libro he analizado en detalle en el primer capítulo: En el espacio de ocho días desembarcaron del paisanaje, habitantes de la colonia francesa, 320 vivientes y exceptuando algunos que tuvieron proporción de salvar parte de sus fortunas, el resto no conocía más ropa que la que les cubría […]. Se entraban en grupos en las casas a pedir trabajo para ganar el sustento, pero se ofendían de que se les tratase como mendigos. A aquella numerosa población extranjera importaba darles algún recreo y, no faltando entre ellos muchos amaestrados en los dramas, se les inclinó a levantar un teatro provisional de guano, pero lo ejecutaron con tal primor y arreglado el arte, que llamó toda la atención de la población, gastaron algunos miles de pesos en la obra, imitando a los mejores órdenes de arquitectura (Callejas 1911: 66-67).
La documentación primaria de la época, ampliamente explorada por Francisco Pérez de la Riva (1944), María Elena Orozco (1993), Olga Zúñiga Por-
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tuondo (2002) y, más recientemente, Laura Cruz Ríos (2006) demuestra que, para evitar el «contagio» haitiano, el gobierno de Kindelán implementó una política migratoria basada predominantemente en el criterio de clase y raza. En sus decisiones, Kindelán se atuvo a las instrucciones del entonces capitán general de Cuba, marqués de Someruelos: que si bien las últimas ordenanzas del Rey autorizaban el desembarco de emigrados, en cuanto al desembarco de los esclavos que conduzcan, sólo se permitirá a los indispensablemente precisos para el servicio de sus personas. Lo mismo que practicará en lo adelante con las demás familias que puedan arribar a este Distrito, debiendo tenerse presente lo ventajoso que es para esta Isla adquirir el mayor número posible de habitantes blancos (citado por Francisco Pérez de la Riva 1944: 24).
En los archivos quedan también vestigios de la ambivalencia de la población santiaguera hacia los franco-haitianos que inundaron su rústica y letárgica ciudad con una avalancha de cambios. Aunque las fuentes contemporáneas no escamotean elogios a los «laboriosos habitantes franceses» (Callejas 1911: 70), destacando sus contribuciones a la arquitectura, la tecnología, el comercio y el cultivo del café, en algunos casos la hostilidad se sobreponía a la curiosidad y eclipsaba los frecuentes gestos de hospitalidad: La llegada de la inmigración francesa determinó marcado antagonismo entre éstos y los habitantes de la ciudad tenidos por españoles y religiosos con exceso; entre la turbamulta la injuria era esta frase: «Francés judío, bautizado con agua de bacalao podrido», —y la contestación era: «Español Godoy»— hiriendo a los serviles con el despreciativo nombre del príncipe de la Paz. El dicho en el pueblo bajo era: «Fransé judío, bautisao con agua de bacalao podrío», —contestación en francés corrompido: «Pañol Godoy» (Bacardí Moreau 1972-73 II: 41).
Aunque resulta difícil conocer y evaluar el alcance real de estos incidentes, no deja de ser significativo que entre los materiales que han llegado a nuestros días se encuentre también una súplica de los ciudadanos dirigida a Carlos IV, donde se presentaba una queja «del lastimoso estado de esta ciudad con motivo de la entrada en ella de veinte a veinte y dos mil franceses entre blancos, mulatos y negros que tratan de formar establecimientos, y sobre la vida licenciosa y deshonesta con que se conducen» (Yacou 2004: 227). En su exhaustivo libro, Cruz Ríos recoge otra carta, de tono muy similar, escrita por los santiagueros al capitán general:
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Sor V. E es nuestro Padre, a quien volvemos los ojos para nuestro remedio, la Ysla se pierde con la introducción de franceses forajidos, negros y mulatos que estan [sic] echando estos malditos hombres en nuestra costa, y luego bienen [sic] los blancos y por el Morro se introducen pidiendo Hospitalidad, y nada menos es su intención que establecerse en esta ciudad en donde estamos pereciendo, y de todo careciendo, y con el establecimiento de tantos franceses moriremos (2006: 42-43).
Por lo general, en las investigaciones historiográficas se vislumbra la imagen de la ciudad de Santiago de Cuba abrumada por la caótica avalancha de los refugiados, quienes arribaban «a las costas de barlovento y sotavento de la bahía santiaguera con balsas, faluchos, piraguas, balandras, etc.» (Portuondo Zúñiga 1996: 111). El colapso de la infraestructura y sus corolarios —el aumento de los precios de los productos de primera necesidad, la escasez del agua y la falta de alojamiento— pusieron la presión sobre el gobernador Kindelán para «desahogar» la ciudad y autorizar la adquisición de tierras de cultivo por los recién llegados (Portuondo Zúñiga 1996: 11). En Otro golpe de dados estas actitudes contradictorias hacia los inmigrantes se registran con varios grados de intensidad. En su versión novelada de la historia, Fernández se ciñe a los datos manejados por Pérez de la Riva que, a su vez, parecen derivados de las Crónicas de Santiago de Bacardí. Más allá de la solidaridad humana con los franco-haitianos, percibidos como víctimas de un cataclismo que podría extenderse más cerca de la propia casa, muchos cubanos —representados en la novela por la voz de Ángeles— se sienten horrorizados ante esa chusma de forasteros: Eran los propietarios de ingenios de azúcar y cafetales reducidos a nada; militares, malamente cubiertos por los sucios despojos de sus uniformes vencidos; comerciantes arruinados, funcionarios públicos y administradores privados sin empleo que, con su compostura, trataban de oponer una falsa dignidad al desgaste de su empobrecida indumentaria; salteadores de caminos, malhechores urbanos, artesanos y algún artista menor. Detrás de ellos, confundidos con el horizonte, andan los afranchis y los esclavos negros y mulatos (15).
Aunque Ángeles siente compasión por «los infelices refugiados de Guarico» (23), le molesta tanto la distintiva otredad de este grupo como su actitud arrogante: «Siempre me parecieron una turba vulgar que sólo hablaba del desastre, algo tan reciente que apenas lograban conseguir se diera crédito a tanta magnificencia, consumida por la tea incendiaria […]» (22-23). Aun así, Ángeles está muy lejos de la hostilidad de algunos de sus compatriotas, dados
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a gritar en la calle: «francés, judío/hijo de bacalao podrido» (31). Tampoco comparte las opiniones del rancheador Rangel, para quien el aspecto físico de los refugiados refleja su estereotípica falta de higiene: «Hedían, y no es porque yo crea tener la nariz más delicada que los demás. Era comentario general el poco aseo de esa gente […]. Debo admitir que en mis años de vida no conocí a nadie tan arrogante, tan orgulloso como esos dementes, incapaces de aceptar un gesto de conmiseración o generosidad» (33). Desde la perspectiva de Rangel, los franco-haitianos descendieron sobre Cuba como una hojarasca capaz de devorar o contaminar «el cuerpo social» de la comunidad santiaguera: Durante semanas, meses y años los vi llegar. Eran una plaga, de esas que lo asaltan a uno en el litoral o, a veces, monte adentro. Cuando se hablaba de ellos, y era tema reiterado de conversación, se les sentía o veía como a un enjambre, que despedía a su paso un efluvio contaminador. Infectaban las calles con su aire de cosa, animal o fruta a punto de estropearse (32).
El énfasis en la falta de higiene y el peligro de contaminación guarda un paralelo evidente con la retórica empleada durante la época republicana en Cuba para denigrar a la «antihigiénica» inmigración de los antillanos «indeseables». No es de sorprender que la hostilidad hacia los franceses se viera exacerbada por las noticias sobre la invasión napoleónica de España en 1808. Según Francisco Pérez de la Riva, un artículo publicado el 28 de septiembre de 1809 por el periódico Aviso de La Habana alentaba a los cubanos a abandonar los bailes de origen francés, como la «balsa» y la contradanza, por ser éstas «invenciones siempre indecentes que la diabólica Francia nos introduxo» (1944: 36). Con el decreto de expulsión de los franceses en marzo de 1808, se dio una confrontación directa entre las figuras principales de la política santiaguera: «El Arzobispo de Santiago de Cuba, Don Joaquín de Osés de Alzúa, fue quien inició la nueva cruzada, siendo uno de los que más acérrimamente combatió la política tolerante del Gobernador Kindelán para con los emigrados franceses, a los que llamaba despectivamente ‘Hugonotes’» (Francisco Pérez de la Riva 1944: 33)8.
8 En su estudio de la misma etapa en la historia de Puerto Rico, María Dolores Luque indica que los franceses fueron sometidos a una estrecha vigilancia y en muchos casos su propiedad fue secuestrada. Cita también las palabras del obispo de Puerto Rico, Juan Alejo Arizmendi, quien en una carta al rey fechada en 1810 calificaba a los franceses de «escorpiones» y lamentaba «el total progreso» que su presencia en la isla hizo «contra la
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Pocos de estos datos históricos se le escapan al autor del Otro golpe de dados. La novela describe así los infortunios que sufrieron los colonos franceses en Cuba entre 1808 y 1809: Las sucesivas guerras de España contra Inglaterra o Francia, principalmente con Francia, dieron lugar a los más inverosímiles e insospechados abusos y atropellos para con los colonos franceses y sus familiares, pese a haber sufrido los horrores de la Revolución de los Esclavos de Saint-Domingue y contribuir con tanto brío al desarrollo de la región (48).
Dentro de una serie de referencias históricas específicas, se menciona también el edicto que «ordenaba que todos los franceses y demás extranjeros residentes desde la época de la Revolución de Francia, que no estuvieran domiciliados con carta expresa del Capitán General tendrían que abandonar inmediatamente el país» (145). Otra vez es Ángeles la que expresa la indignación al presenciar las ventas forzadas de propiedades francesas y su éxodo masivo hacia Nueva Orleans. Ángeles siente «vergüenza ajena» al leer en los periódicos «las constantes injurias contra los franceses, por aquellos mismos que unos meses antes procuraban imitarlos y se deshacían en alabanzas y genuflexiones» y al escuchar «las más mezquinas y vergonzantes diatribas» (145). Las investigaciones de los historiadores coinciden casi al pie de la letra con la representación novelesca de estos dolorosos eventos en Otro golpe de dados. Así pues, James Figarola confirma sin reparos que mientras duró la hegemonía napoleónica en Europa, los colonos franco-haitianos eran «[v]íctimas de prejuicios y discriminaciones […] presa fácil del cohecho y la represión, así como de la extorsión económica por parte del sector acaudalado español, en particular por la Iglesia y los intereses laicos vinculados a ella que los amenazaban siempre con la expulsión y el decomiso de sus bienes» (2001: 39-40). En contrapeso a esta imagen, Cruz Ríos afirma que en el caso de Santiago de Cuba la expulsión de los franceses se caracterizó por la ausencia de terror. «[N]o se conoce de algún acto sangriento contra los expulsados», escribe la investigadora, «como sí ocurrió en otras ciudades de la Isla, a pesar de la fuerza que ejercieron los escritos, libelos y pasquines de algunos comerciantes catalanes y de otros seguidores del obispo de la ciudad quien constituyó el instigador principal de toda la campaña» (Cruz Ríos 2006: 72). Aunque los mismos colonos franceses fueron denigrados por su supuesta moral disoluta y falta de higiene, el miedo de los santiagueros menos tenía sana moral y buenas costumbres» mientras que sus «irreligiosas máximas» cundieron «como un cáncer» entre sus feligreses (Luque 2005: 129).
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que ver con las costumbres «abyectas» de los recién llegados y más con la perspectiva de tener que enfrentar la insurgencia negra y compartir el destino de Guarico. En Otro golpe de dados es Rangel quien sirve como portavoz para divulgar esta preocupación: Los nuevos colonos tenían fama de ser gente industriosa y honrada, pero las noticias de negros desaparecidos en el partido y en la ciudad se hicieron más frecuentes desde que ellos se instalaron en la sierra. También se les distinguía por ser extremadamente benévolos con sus eslavos. Tal rumor no admitía duda, dada su experiencia en Santo Domingo […]. A menudo nos llegaban avisos de que entre una y otra plantación de café o añil, los cimarrones levantaban sus rancherías y que algunos franceses los utilizaban como si fueran libertos […] (16).
Mientras que las autoridades coloniales españolas buscaban medidas preventivas para contrarrestar la amenaza haitiana a través del fortalecimiento de la defensa y el aumento de la colonización blanca, Cuba no estaba del todo inmune al impulso abolicionista. En Otro golpe de dados la advertencia contra los peligros de una economía basada en la mano de obra esclava viene de uno de los refugiados, Jean-Pierre Dubois. A Dubois le precede la reputación de «feroz jacobino» por haber sido «el magistrado del Cap, a quien la asamblea provincial del Norte había hecho detener por haber declarado que la esclavitud de los negros era contraria a la libertad natural» (131). En palabras de Ángeles, «Dubois era hombre de ideas, Saint-Loup era hombre de acción. Eran dos hombres, pero un solo espíritu. Ambos anhelaban hacer de Cuba un nuevo mundo, impulsado por el aliento renovador de Francia» (14). Dirigiéndose a sus patriotas envueltos en el frenesí de comprar, vender e invertir, dice Dubois: «Estoy aquí para alertarlos. Como en Saint-Domingue, sus cafetales en Cuba producirán óptimas cosechas. Ustedes, obsesionados por recuperar el edén perdido, sueñan con las cerezas que ya han recibido su baño de sangre. Pudo, y aún podría, ser vuestra sangre» (12). Una vez asentado en Santiago después de su deportación de Cayena, Dubois se dedica a la difusión de los ideales de la Revolución Francesa, convencido de que lo que Cuba necesita más que las plantaciones es «ilustración»: «Aquí faltan libros, academias, teatros, bibliotecas, óperas […]. En las cerezas del cafeto, por muy doradas que parezcan, no encontrarán el oro. En cuanto a Francia, si algo ha de perdurar de esta nueva aventura, han de ser las ideas, las ideas de nuestros pensadores más avanzados» (13). Debido a su idealismo, que a veces raya en lo teórico y abstracto, Dubois es constantemente criticado por el pragmático Saint-Loup. Al calor del debate, Saint-Loup le reprocha a su compatriota su falta de conocimiento directo de los horrores sufridos por los
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colonos blancos en Saint-Domingue: «Usted no estuvo allí […]. Una guerra de extermino de una raza por otra. Nada escapó el odio y el furor de los negros» (45). Tal como se ha visto en otras ocasiones, el hecho de haber sido víctima y testigo conlleva una fuerza persuasiva que es difícil contrarrestar con otro tipo de argumentación retórica. Aunque el usufructo literario de materiales historiográficos hubiera podido desembocar en un mero repaso de fuentes, Otro golpe de dados no cae en esta trampa. En su pugna por un sentido figurado más que documental, Fernández, como el poeta que es, moviliza la imaginación, la polisemia y la subjetividad de sus protagonistas para desplegar la complejidad y la profundidad de los cambios que se dieron en Cuba como resultado de la inmigración francesa. Su novela es un juego incesante de escalas y posiciones: entre el individuo y la comunidad, la identidad y la otredad, el ámbito urbano y el espacio del monte. Al ritmo de una corriente alterna, el autor inserta detalles cotidianos dentro de un devenir histórico de proporciones épicas, desandando el pasado desde una óptica abierta hacia el futuro: Por dondequiera se observaba cómo ciertas costumbres del país y la moda iban cediendo paso a las francesas. El café, que se vendía en las boticas como tónico digestivo, empezó a hacerse irremplazable a casi toda hora: sustituía al chocolate, en el desayuno: se le tomaba después del almuerzo, a distintas horas de la tarde y en la comida […]. Aquellos ejércitos de parias famélicos y harapientos que fueron invadiendo y tomando la ciudad como por arte de birlibirloque, al instalarse en ella se dedicaban a todas las industrias posibles y ofrecían sus servicios como maestros, sastres, plateros, peineteros, relojeros, tintoreros, herreros de forja, talabarteros, templadores de acero, compradores de cuero de res, caballar, bovino, de caimán y de majáes. Lo sabían todo, lo realizaban todo. Lo transformaban todo (33).
La permeabilidad que despliega Santiago de Cuba ante las novedades tan hábilmente transplantadas por los franceses la convierte en «una ciudad por hacer» (12), sacándola del marasmo y transformándola en una zona de contacto donde el desarrollo socioeconómico y cultural rinde resultados inesperados. En esta encrucijada de transculturaciones violentas, Santiago de Cuba iba a encontrar su camino hacia la modernidad y adquirir su distintivo aire francés. En el pasaje que acabo de citar Fernández parece haberse inspirado en un fragmento de la novela Vía crucis de Bacardí, ya citado antes: «Trajeron consigo lo que no podía arrebatárseles: inteligencia y cultura […]. Nuestra ciudad era entonces un lugarón, más lugarón que hoy. Los franceses, habituados a las comodidades de la vida, instruidos, sociables y cultos, notaron que aquí no
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había ciertas condiciones de vida, y diéronse a crearlo todo» (Bacardí 1970: 29-30). Sin duda alguna, resuenan también en Otro golpe de dados algunos ecos de El reino de este mundo, que describe el frenesí de las fiestas, los bailes y los espectáculos del teatro Tívoli y el ambiente de novedad, donde «[t]odas las jerarquías burguesas de la colonia habían caído» y «[u]n viento de licencia, de fantasía, de desorden, soplaba en la ciudad» (Carpentier 1979: 55). Si bien es cierto que aún en pleno siglo xx varios escritores —locales y viajeros— iban a reparar en la lentitud del desarrollo de Santiago en comparación con La Habana, en cualquier caso es difícil imaginar qué hubiera sido de esta ciudad «bella, sucia y pobre como una gitana de feria» (Pablo de la Torriente Brau) sin el gran impulso cultural y económico propiciado por los franceses9. Otro golpe de dados demuestra también cómo, ante una mezcla de desconcierto, asombro, admiración y miedo de la población local, los franceses transformaron el paisaje del monte en una zona de cultivo, fomentando la urbanización y el desarrollo cultural: Gradualmente, la ciudad perdía su modorra y monotonía, comenzaba a vibrar al compás de la múltiple y variada actividad de sus novedosos asaltantes. Por doquier se propagaban las pulperías y las tabernas, los almacenes y las fondas. Cuba dejaba de ser un apacible rincón entre el mar y las montañas […]. Simultáneamente, con el crecimiento de las plantaciones de café, de cacao y de añil, se levantaban las casas de vivienda, el quartier de los esclavos y el huerto; la instalación industrial, los secaderos, y los jardines […]. Aquellas fincas eran verdaderos prodigios (Fernández 1993: 34).
A lo largo de la novela hay una profunda fascinación no solamente por el paisaje indomado del Oriente cubano sino también por la manera en que éste se deja reconfigurar gracias a la determinación y el ingenio humanos. En el espacio arrebatado a la naturaleza agreste, donde los colonos se empeñan en recrear el mundo perdido de Saint-Domingue, las proyecciones de Haití se vuelven cada vez más distantes. Acortando la distancia entre el Oriente y Saint-Domingue, los exiliados de Otro golpe de dados —igual que los protagonistas de Nocturno La novela Ciclón (1920) de Pascasio Díaz de Gallego ejemplifica esta percepción de Santiago como una ciudad marginada con respecto a la capital. Tanto la referencia a Ciclón como la cita de Torriente Brau están tomadas de la valiosísima recopilación Santiago de Cuba: Siglo xx. Cronistas y viajeros miran la ciudad de Rafael Duharte Jiménez y Elizabet Recio Lovaina (2005: 79-84). Acerca de las representaciones literarias de Santiago de Cuba, sobre todo en las novelas Vía crucis de Bacardí Moreau y Un mundo de cosas de José Soler Puig, ver Teresa Gutiérrez Calzado (2001). 9
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de la haitiana y El columpio de Rey Spencer— vierten su nostalgia sobre el paisaje, divisando en el horizonte «las montañas azules» de Saint-Domingue y moldeando la naturaleza en su alrededor a imagen y semejanza de su país de origen: «En la montaña la tierra y el cielo son tan parecidos a los de SaintDomingue que auguran el rescate de nuestra arrasada riqueza. Con el cultivo del cafeto recuperaremos el sitio que nos corresponde en este continente. Es una región generosa […]. Y bellísima además» (10). El proceso de apropiación y reconfiguración del medio geográfico por los franceses tiene todas las características de la contienda entre civilización y barbarie. Recordemos, siguiendo a Juan Pérez de la Riva, que «cuando ocurre la implantación francesa toda la región oriental estaba cubierta de monte tropical húmedo» (1975: 362). En un viaje que en 1798 hizo a esta parte de la isla D. Buenaventura Pascual y Ferrer, lo que le llamó atención era precisamente la escasez de la tierra cultivada:10 Lástima me daba ver los campos por donde caminábamos, sin la menor cultura, ofreciendo la tierra las más pingües cosechas al menos trabajo. Los bosques interminables en donde no ha entrado aún la mano del labrador para desmontarlos, los espacios inmensos empleados solamente en cría y ceba de toda especie de ganado. Es cierto que el calor perpetuo que reina en este país relaja todas las fuerzas y pone los cuerpos en inacción, pero nunca podrá ser ésta para el total abandono (citado por Francisco Pérez de la Riva 1944: 25).
El impulso colonizador se transcribe en Otro golpe de dados en lo que podríamos llamar «la retórica de la frontera», presente en el discurso latinoamericano desde las crónicas de la conquista hasta las novelas regionalistas como Doña Bárbara o La vorágine. Irónicamente, las dificultades de la adaptación al monte, la dureza del clima, las enfermedades, las plagas de mosquitos y otras alimañas, asemejan la vida de los primeros colonos franco-haitianos en el Oriente a la existencia de los esclavos fugitivos: «el presente de los primeros en llegar a la Piedra para establecerse en sus dominios, era el presente del cimarrón apalencado. Apenas se diferenciaban. Tuvieron que levantar sus viviendas de guano y limpiar el monte para hacer cultivable el terreno, en elevadas y escabrosas laderas; desafiaron las inclemencias del clima» (25). A pesar de la solidaridad y el apoyo mutuo entre los recién llegados —que se manifiesta, 10 Las investigaciones de Reinaldo Funes Monzote (2004) en el campo de la ecología representan la otra cara de la moneda: la deforestación de vastas zonas del territorio cubano como resultado del implacable proceso de desmonte que acompañaba el desarrollo de las plantaciones.
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por ejemplo, en la tradición de los «domingos de coumbite» (26)— los colonos tienen que enfrentarse a los mismos desafíos que los cimarrones: «Sólo el miedo imponía la diferencia entre el presente de los cimarrones y el de los colonos recién llegados a la sierra. Los blancos temían al acecho del negro, y éste al acoso de su opresor, y esta diferencia los igualaba» (25-26). Resulta significativo que unas décadas después de esta contienda inicial contra la naturaleza indomada, los cambios en la coyuntura económica iban a convertir los cafetales en ruinas y devolverlos a la maleza. Aunque no contamos con testimonios contemporáneos sobre el derrumbe de los cafetales del Oriente, sí existen páginas memorables sobre el declive de las plantaciones de la zona occidental y, en particular, de la Sierra del Rosario11. En 1856 escribía Pedro José Morilla: En las elegantes y sólidas fábricas, resquebrajadas por el tiempo, y cubiertas de musgo y de plantas silvestres, testigos en otras épocas del lujo y los placeres de sus dichosos moradores, se arrastran hoy los jubos y los majaes […] ocúltanse los cimarrones, y los murciélagos fijan en los oscuros techos sus lóbregas moradas. El viento golpea sus desquiciadas puertas y ventanas, silba, suspira y muge por las sinuosidades de sus desiertas habitaciones[…] (citado por Gabino de la Rosa 2007: s/p).
Algunos observadores contemporáneos al auge cafetalero notaron no solamente la creciente popularidad del café entre los cubanos como una manera de diferenciarse de los españoles —cuya predilección por el chocolate era bien 11 Aunque el impulso inicial al desarrollo de la industria cafetalera vino por la parte oriental de la isla con la llegada de los colonos franceses, la distribución regional de plantaciones en el momento de su auge en el primer tercio del siglo xix seguía el siguiente orden: departamento de Occidente (1.207 plantaciones), departamento de Oriente (725) y departamento de Centro (135) (López 1992: 314). Sobre los cafetales de la Sierra del Rosario véase el espléndido libro de Jorge Freddy Ramírez Pérez y Fernando Antonio Paredes Pupo (2004), prologado por Eusebio Leal Spengler. Aunque la región occidental recibió aproximadamente un 11% de los refugiados franceses, es en esta zona donde se han conservado algunos de los vestigios más impresionantes de los cafetales. Los autores señalan que a partir de los años 1990 la puesta en marcha del Complejo Turístico Las Terrazas «convirtió las ruinas de los cafetales franceses en uno de los atractivos turísticos más importantes del área» (13). Según ya se ha visto, dentro de este complejo se destacan «las fabulosas ruinas del cafetal Angerona, una imponente edificación, especie de Partenón criollo, ejemplo del esplendor alcanzado por la caficultora decimonona y fuente de inspiración de numerosos viajeros e intelectuales de la época y que ha trascendido hasta la actualidad, para que no escapara a la pluma de destacados escritores contemporáneos y la imaginación y creatividad de osados cineastas» (30).
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conocida— sino que repararon también con gran perspicacia en las consecuencias ecológicas del cultivo. Así pues, según escribe Sergio López, Francisco de Paula y Serrano «advertía sobre el ‘hacha destructora’ que laceraba el campo de sus maderas más útiles, y la inutilidad del descerezador. ‘…cuyo destino es estrujar al café cuando viene del campo» (1992: 311). En 1867, sigue López, Álvaro Reynoso resumió así en sus Apuntes sobre varios cultivos cubanos las principales causas de la ruina de los cafetales: mala elección de los terrenos, insuficiencia del riego y el abono; la destrucción de los cafetos con la poda irracional; la falta de vigilancia por parte de los propietarios quienes residían en la capital y dejaban el manejo de las fincas en manos de administradores ineptos (López 1992: 311). Tal como he señalado antes, en la última década del siglo xx, bajo el impulso de la consagración oficial de los cafetales del Oriente como Patrimonio de la Humanidad, hemos presenciado no solamente una reconstrucción física de estos espacios sino también su resemantización como «lugares de memoria». La alterización de Haití y la figura de Prudence en Otro golpe de dados La polarización entre los espacios de la urbe y del monte en Otro golpe de dados corresponde también a las identidades diferenciadas y contrastadas de los personajes. Mientras que Saint-Loup y sus hijos se dirigen al campo, donde van a encontrarse con la haitiana Prudence, Jean-Pierre Dubois y su familia —su esposa Odette y sus hijas, Albertine y Dominique— optan por quedarse en Santiago. Por otra parte, Ángeles, Rangel, y más tarde los hijos de Saint-Loup, oscilan entre los dos espacios, aunque Ángeles nunca llega a sentirse cómoda en la espléndida mansión construida por su esposo en la finca Le Bonheur. Si es que el paradigma del viaje favorece el (re)descubrimiento de la identidad, al mismo tiempo es un proceso de «especialización»: SaintLoup, impulsado por el deseo de lucro, construye entre la maleza un cafetal, cuyas ruinas, un siglo y medio más tarde, van a adquirir características de un monumento identitario, un «lugar de memoria». Dubois, por su parte, fiel a los principios de la Revolución Francesa y a la idea de la modernización a través de la educación, dejará una huella menos tangible, más ilusoria, en el orden inmaterial de ideas. «Uno crea mundos a imagen y semejanza de su sombra», dice Dubois, «ya que no es posible añadirle a la propia estatura un codo, y eso iba a ocurrir» (45). El mismo Dubois admite que la laboriosidad de sus compatriotas «levantó una segunda ciudad en terrenos concedidos por el gobierno español y le dio un nombre, el Barrio Francés. Esos hombres y mujeres determinaron
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las características esenciales de Santiago; pronto las piedras sustituyeron las maderas de las construcciones primitivas» (45). Vale la pena compaginar esta visión novelística de la «huella francesa» en la cultura material de Santiago con los trabajos de investigación sobre esta temática que en los últimos años han aumentado de modo significativo, tanto en términos cuantitativos como cualitativos. Dentro de este acopio bibliográfico se destaca el abarcador estudio de María Elena Orozco Melgar, el cual permite apreciar la influencia franco-haitiana en la arquitectura de Santiago de Cuba y su carácter tan distintivo frente a La Habana. En palabras de la investigadora: podemos decir que los franceses llegan a Santiago de Cuba en el momento en que se está fraguando una conciencia criolla oriental que busca la modernidad económica y espacial como elemento de diferencia con La Habana […]. La asimilación del aporte francés por la población de Santiago de Cuba no se asumió en términos de colonizado-colonizador, sino en términos de progreso y de modernidad (Orozco Melgar 2004: 17).
El aporte francés a la cultura del Oriente no se limita, sin embargo, a los refugiados de Haití. Según la puntual documentación de la misma Orozco Melgar, Louis François Delmés, parisino, grabador de profesión, quien llegó a Cuba a través de Filadelfia amparado por la Real Cédula de Gracias de 1815, se convirtió en el cartógrafo más prominente de Santiago de Cuba en la primera mitad del siglo xix, dejándonos un archivo valiosísimo acerca del paisaje de la ciudad y su evolución. En palabras de la historiadora, este hijo adoptivo de Santiago, como ningún otro cartógrafo, logró plasmar tanto la memoria colectiva de la ciudad como las transformaciones de su distintivo diseño urbano. El gran dilema compartido por la historiografía y la novela —¿cómo mantener un balance entre la dimensión «microhistórica» de lo individual y una visión más abarcadora de la totalidad?— encuentra en Otro golpe de dados una resolución estéticamente feliz gracias al énfasis en las subjetividades individuales. Todos los personajes de la novela se ven arrasados o transformados por el gran acontecer histórico, pero es Ángeles la que sirve como dispositivo principal para cristalizar la magnitud de los cambios. Al reflexionar sobre su matrimonio con Saint-Loup, Ángeles es capaz de identificar el vínculo entre el momento más dramático de su vida y la llegada de los franceses a Cuba: De no haber ellos existido, de no haberlos conocido, nada hubiera cambiado, y la obra de mis manos hubiera sido otra totalmente distinta, acorde con mi vida
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antes de conocerlos […]. Y no a ellos, sino a todos los que un día invadieron las calles y las casas y que, andrajosos y famélicos, procuraban hacerse de un espacio entre el tumulto. Cuanto representaban era aire de borrasca (15).
Aunque podría decirse que en Otro golpe de dados son los franceses quienes colectivamente alteran la realidad de los cubanos, forzándolos a cambiar de perspectiva y convirtiendo lo familiar en lo extraño, no cabe duda de que el vehículo principal de «desfamiliarización» es la amante haitiana de SaintLoup, Prudence (Pru)12. Desde su misteriosa y perturbadora irrupción en el mundo doméstico de Saint-Loup, hasta sus presuntos actos de brujería que establecen el nexo con el vodú haitiano, Prudence es la personificación de lo que Freud designara con el término de unheimlich, o sea, lo siniestro, lo extraño inquietante. Traída por los esclavos de Saint-Loup para ayudar a curar a su hijo Michel, Prudence invade la escena doméstica a la manera de una fuerza misteriosa, ajena a lo familiar (56). En contraste a la angelical Ángeles, Prudence es el epítome de la fantasía europea acerca del erotismo seductor de la mujer negra. Su sexualidad performática está vinculada con el ritmo y la sensualidad sonora de sus cantos. Dentro de la retórica de la primitivización —perspicazmente estudiada en otros contextos por Marianne Torgovnick (1990) y Johannes Fabian (1983)—, Prudence no solamente funciona como un condimento exótico para satisfacer la nostalgia europea de lo diferente, sino que también es una encarnación de lo eterno, de lo atemporal. De acuerdo a Fabian, como correlato de la configuración primitivista del «otro» siempre surge la tendencia a excluirlo de «nuestro» tiempo histórico y relegarlo al ámbito distante de lo mítico. Me parece altamente significativo que en Otro golpe de dados el énfasis recayera no solamente en las características físicas de Prudence, sino en su aspecto juvenil, al parecer inalterado por el paso del tiempo. Una de las narradoras secundarias, Albertine Dubois, observa este hecho con gran perplejidad: «Obviamente, los años no la habían tocado. Me resistí a creerlo […]. Si algo hallé que pudiera diferenciarla desde mi última visita, era un cierto aire de 12 � El hecho de haber bautizado a la protagonista con este nombre es curioso si recordamos que la figura histórica que inspiró a Fernández en su creación del personaje de Saint-Loup fuera la de Prudencio Casamayor. Curiosamente, el nombre de Pru, según la llaman sus amigos y su amante, nos remite también a una bebida fermentada típica de la zona del Oriente, de propiedades medicinales y refrescantes. Se atribuye la invención del pru a los conocimientos etnobotánicos de los refugiados de Saint-Domingue asentados en Cuba. Aunque la etimología de esta palabra no está clara, seguramente nada tiene que ver con la «prudencia» o sus variantes (Volpato y Godínez 2004: 386).
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melancolía, de dolor ahogado, que al vernos se transparentaba en la voz y en la mirada» (Fernández 1993: 166). Todo lo que tiene que ver con Prudence es un misterio. Rangel, uno de los personajes que intenta acercarse a los secretos de la haitiana, llega a conocer apenas algunos detalles sobre su llegada al Oriente: «En Cap-Français conocí a un hombre que me dio la libertad. Gracias a un amigo pudimos embarcar con Leclerc. En la travesía mi benefactor murió. No se ofenda el señor, pero a mí no me gustan los españoles, por eso me vine monte adentro. Tampoco me gustan los franceses y mucho menos los sang melé […] hay mucho que socorrer» (Fernández 1993: 120). El estatus libre de Prudence y su actitud hacia los mulatos no son del todo sorprendentes si consideramos la dinámica racial y socioeconómica de Saint-Domingue, donde en vísperas de la Revolución la población blanca ascendía a unas 30.000 personas y el número de gens de couleur libres —con frecuencia educados en Europa y propietarios de pequeñas plantaciones— se calculaba en más de 28.000. En este último grupo estaban incluidos los affranchis, o sea, los libertos (García Muñiz et al. 2004: 195). Por añadidura, la cesión individual de la libertad (manumisión) ocurría con más frecuencia con las mujeres y sus niños, demostrando este hecho la importancia de las relaciones sexuales entre amos y esclavas (García Muñiz et al. 2004: 195)13. En los pocos instantes cuando llegamos a escuchar la voz de Prudence, la oímos cantar y no contar, lo cual parece consistente con las tradiciones del vodú que suelen trasmitirse predominantemente a través del baile y de la música y no por medio de la narración. Rangel repara en el hecho de que las canciones invocadas por Prudence en créole son una manera de recuperar sus raíces africanas: «Ella, con esos sones, como los negros de nación y los negros criollos, recuperaba el país perdido, ¿cuál, la nación de origen o la tierra de adopción 13 Cabe agregar que en la percepción de los santiagueros las costumbres de los francohaitianos se asociaban con promiscuidad y desmoralización precisamente por su aparente tolerancia hacia las relaciones sexuales interraciales. Dice Cruz Ríos: «La documentación revisada confirma la existencia de matrimonios entre franceses y de éstos con criollos o con otros extranjeros, y el predominio de las relaciones extramaritales, preferentemente con mujeres de la raza negra, libertas o esclavas, para así crear sus propias descendencias, a las cuales reconocían. Por ello, se puede inferir que este patrón de conducta, respecto a las relaciones matrimoniales no oficializadas por la Iglesia católica, en alguna medida respondió a que muchos de estos inmigrantes eran francomasones y otros procedentes de Haití, donde los preceptos religiosos eran afines con la conducta de los practicantes del culto vodú, en tanto que los matrimonios eclesiásticos no eran imprescindibles entre sus normas sociales, amén de que la Iglesia católica no autorizaba los enlaces entre los blancos y los negros o mestizos» (2006: 63-64).
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forzada?» (119). Debido a su desafiante otredad, Prudence acaba catalizando las tensiones fundamentales de la novela: entre la civilización y la barbarie, la modernidad y la tradición, la escritura y la oralidad, la ciudad y el campo, los blancos y los negros, los cubanos y los haitianos, entre la razón y el instinto. Descrita por Rangel y Saint-Loup como una mujer de «imponente belleza» (58), Prudence es voluptuosa, misteriosa e independiente: «el pañuelo de colores chillones sobre la cabeza, los pendientes de oro y la profusión de collares de abalorios, contrastaban con la blancura del vestido de hilo y encaje […]. Lo que me sobrecogió fue su majestuosa entrada, el soberbio rostro en alto, como si su mirada viera mucho más allá de nuestro alcance […]» (58). Saint-Loup cae bajo el sortilegio irresistible de la sexualidad de Prudence, al mismo tiempo que su capacidad casi mágica de «transformarlo todo» lo deja completamente perplejo (85). A la invitación de Saint-Loup a quedarse con él y sus hijos, Prudence responde que no es una esclava y puede irse donde y cuando le dé la gana: Le pedí que se viniese a vivir con nosotros. Prudence se negó, alegaba una apremiante necesidad de sentirse libre: Je suis libre, monsieur. Su estricto sentido de que la desigualdad impedía toda posible relación entre la gente, pues la diferencia en el origen, la extracción social, la raza y la cultura creaba abismos insalvables, triunfó sobre mi absoluta repulsa a tales reparos (89).
Con el tiempo Saint-Loup y Prudence se hacen amantes. Al analizar su relación con Prudence, Saint-Loup llega a reconocer su propia fascinación con la sexualidad de las mujeres negras, reafirmando así uno de los estereotipos más arraigados en el imaginario colonial: Fue en la Tortuga y en Saint-Domingue donde descubrí en el cuerpo de las mujeres negras la fascinación, el encantamiento […]. Algo no humano, no divino, un deleitoso, consciente aniquilamiento del ser, no obstante sentirse poderosamente activo, real, indestructible. Eso hallaba en las negras, en las emanaciones de sus cuerpos que me embriagaban restituyéndome al principio de la creación. Eso trajo Prudence a mi vida, eso consumió hasta hacerse un grito en mi garganta (84).
La misma sexualidad que cautiva a Saint-Loup, llevándolo a recuperar la felicidad primigenia de un «Edén perdido» (87), se convierte en una fuerza ominosa que horroriza a Ángeles, la esposa legítima del colono. En cualquier caso, Prudence es una figura par excellence liminal que acaba desafiando el ideal de domesticidad precisamente porque no está enmarcada por un espacio sociocultural específico. Su función «demoníaca» se debe a su posición ex
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territorial ambivalente, entre el mundo de la modernidad, de cuño europeo, y el ámbito mágico del monte. Los personajes de origen europeo —como Ángeles o Rangel, e incluso el mismo Saint-Loup— se sienten desconcertados ante la inquietante movilidad de Prudence, sus desapariciones e igualmente inesperadas reapariciones, su habilidad de traspasar la frontera entre el recinto doméstico de Le Bonheur y el espacio abierto de la naturaleza. Además, en un juego de máscaras y evasiones protagonizado por Prudence se confunden en ella roles, personalidades y jerarquías. Con respecto a los hijos de su amante Prudence asume el papel de una madre abnegada e incluso comparte con ellos la magia de la cultura haitiana «enseñándoles canciones y fábulas de su mundo» (86). A pesar de su estatus libre, Prudence se dirige hacia los esclavos de Saint-Loup con una mezcla de complicidad e instinto maternal: «Les hablaba en creole con mucho respeto, y, a veces, con una ternura poco habitual en ella para con sus subalternos» (86). El uso del créole —como una lengua «diferente» y al mismo tiempo difícil de descifrar— es una marca de la alteridad de Prudence y un aspecto importante de su presencia amenazante en la novela. Cabe mencionar que, a juicio del escritor haitiano contemporáneo Franketienne, el créole surgió como la matriz de comunicación y cohesión para los diversos grupos de esclavos desarraigados de sus raíces etno-culturales. En el correr de los años, debido a los complejos procesos de sincretización y represión, créole ha llegado a ser una lengua llena de elipsis, barroquismos y ambigüedades que tienden a desconcertar a los no iniciados (citado en Taleb-Khyar 1992: 387). No es de extrañar, pues, que el uso de créole no solamente reafirme la alteridad de Prudence sino también sus poderes secretos de «bruja». En Otro golpe de dados se entretejen múltiples registros narrativos pero, a diferencia de la novela de Rojas, la cultura oral no es una fuente principal de autoridad/autorización narrativa. Antes al contrario, está reducida a ecos, rumores, retazos de canciones: Nadie que conozca estos parajes y su gente debe extrañarse al oír, de quienes andan por la noche solos en los caminos de colina, que han visto al francés y a la negra […]. Tampoco es de extrañar que oigan, cuando cae la tarde en estas lomas, el obstinado y frenético, agotador retumbar de las tumbas y el catá que acompaña los cantos y los bailes de los negros franceses traídos de Santo Domingo (9).
La alteridad y el misterio se entretejen, subrayando el carácter sensorial de la cultura oral y la omnipresencia del cuerpo. Más allá de un don de la lengua propio de la cultura oral, la herencia afro-haitiana se inscribe en la novela a través de una vocalidad y sonoridad, el canto y la danza. Recordemos aquí el
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perspicaz comentario de Adriana Méndez Rodenas sobre la enorme importancia de la tradición musical dentro del espacio del «Atlántico negro»: «Las variaciones de la danza sugieren, asimismo, un gesto artístico que afianza y afirma la presencia africana en el Caribe a la vez que resiste y subvierte —a la manera de un rito incantatorio— el doble yugo del colonialismo y la esclavitud» (2007: s/p). En la percepción de Prudence como «la otra» todas sus características tienden a adquirir un signo negativo. Curiosamente, hasta sus conocimientos medicinales —que le permiten salvar la vida de uno de los hijos de SaintLoup— adquieren un aire siniestro. Es sabido, por cierto, que en el imaginario popular hay una correlación entre la capacidad curativa y la brujería, entre la manipulación por medio de hierbas y los poderes maléficos. De la misma manera, la asociación entre Prudence y la imagen de la serpiente constituye un signo de su ominosa «alterizacion» como bruja. En una reflexión sobre el canto en que Prudence invocaba en créole «a Bomba, la serpiente», Saint-Loup admite haber ignorado la advertencia de un peligro que se avecinaba sobre él: «Esta encantación pudo prevenirme, pero mis prejuicios lo impidieron. Con el alba siguiente a la tarde en que maté y comimos del majá, ella había aparecido. Prudence era una encarnación de aquel reptil. Su canto conjurando a los negros, a los blancos y a los brujos era un llamado, una declaración de guerra contra mí» (127)14. Según ha observado José Millet, el culto de loa-serpiente Damballah-Wedo era desconocido en Cuba, pero común entre los esclavos traídos de Saint-Domingue (Millet 2007: s/p). Consecuentemente, la asociación de Prudence con una deidad ajena a la cultura cubana hace descollar más aún su otredad disonante y funesta, junto al simbolismo negativo de la serpiente profundamente arraigado en el imaginario europeo. Desde el punto de vista de Ángeles, el dominio sexual que Prudence ejerce sobre Saint-Loup se debe a sus poderes inequívocos de bruja. Recordemos, siguiendo a Betty Osorio, que en la tradición de Occidente el erotismo de la mujer solía asociarse con las potencias del mal, manifestándose de la siguiente manera, según el conocido texto El martillo de las brujas (1485-1486): 14 Acerca del simbolismo de la serpiente en las culturas africanas, véase Faïk-Nzuji (1993: 99-101). Sobre la importancia del baile de «matar la culebra», parte de las celebraciones del Día de Reyes durante el festival de La Habana, véase Fernando Ortiz (1992). Cabe observar que los cantos populares asociados con este ritual han sido incorporados a la literatura cubana: uno sirvió de inspiración al poema «Sensemayá» de Nicolás Guillén, otro está incluido en la novela Concierto barroco de Carpentier. Algunas de estas canciones aparecen también en la Antología de la poesía cubana de José Lezama Lima (Benítez Rojo 2003: 25-26).
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Primero, arrastrando a los hombres a un amor desordenado; segundo, bloqueando su potencia generativa; tercero, escamoteando el miembro propio para tal acto; cuarto, cambiando mágicamente los hombres en bestias diversas; quinto, arruinando la fecundidad de las mujeres; sexto, causando abortos; séptimo, ofreciendo los niños al demonio (citado por Osorio 2007: 302).
Por cierto, el origen africano de Prudence agrega a esta matriz genérica de brujería una capa adicional de lo demoníaco: la raza. Además de su sexualidad inquietante, desde la perspectiva de los blancos Prudence exhibe varios atributos de un «icono del miedo» (término de Aline Hegel): es una oficiante maléfica del vodú, capaz de movilizar las fuerzas sobrenaturales como arma de violencia. Igual que en otras instancias de la percepción estereotipada del vodú, la novela de Fernández hace caso omiso al hecho de que la función principal de los sacerdotes del culto consiste en curar los males físicos y espirituales, paliar el dolor, minimizar las pérdidas, prevenir los desastres y fortalecer la habilidad del individuo para enfrentarse a las adversidades (Coates 2006: 183). De hecho, según he mencionado antes, los esclavos de Saint-Loup recurren a Prudence para que salve a uno de los hijos del amo, Michel, de una misteriosa enfermedad. Evidentemente, Prudence cuenta con un gran prestigio entre la comunidad negra por ser la manbo, escogida y poseída por los loas para asegurar el vínculo entre la tierra y el cielo, mientras que para los blancos no es sino una bruja temible y malévola. En una escena crucial de la novela que describe la boda de Saint-Loup con Ángeles, Prudence regresa inesperadamente a Le Bonheur después de una prolongada ausencia. Durante un baile preparado por los esclavos en honor de los recién desposados, la haitiana aparece como por un acto de magia y, al compás del frenético ritmo de los tambores, entra en un trance que culmina en el sacrificio de un cerdo negro. Aunque la novela no menciona específicamente un acto de posesión, resulta evidente que el ritual ejercido por Prudence la convierte en una intermediaria entre lo visible y lo invisible, entre la comunidad y sus loas. En los estudios sobre el vodú se indica que cuando el individuo es ‘cabalgado’ por un luá, sufre una metamorfosis psicofisiológica y se cree dotado de poderes sobrenaturales. Es el dios y no el individuo que él posee que es capaz de hacer hazañas extraordinarias, tales como pisar los tizones encendidos de una hoguera o cascos de botellas rotas, o manejar una barra de hierro incandescente. Después de retirarse en luá, el ‘caballo’ objeto de su posesión no recuerda nada de lo ocurrido (James Figarola, Millet, Alarcón 1998: 144).
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En otro contexto cultural, y desde una perspectiva marcadamente feminista, Doris Bargen (1997) interpreta la posesión como una estrategia adoptada específicamente por las mujeres para subvertir las estructuras de poder patriarcal. En su trance, Prudence trasciende las oposiciones —propias de la cosmovisión europea— entre el espíritu y el cuerpo, el cielo y la tierra, lo sagrado y lo profano: Su canto era una denuncia, un emplazamiento a los señores allí presentes […] De repente, los tambores intensificaron su redoblar y un chillido animal hendió la noche. De un salto, como si su cuerpo se abalanzara contra otro, Prudence le asestó a un cerdo una puñalada. En alto, la hoja del cuchillo titiló con una fosforescencia contaminatoria. La sangre brotó en un chorro oscuro, espeso […] Ángeles se aferró a mi cuerpo. Los tambores cesaron. Prudence había desaparecido. La sangre y el fuego eran un desafío, una advertencia, una amenaza. Aquella danza ritual presagiaba un porvenir incierto porque todo era momentáneo y fugaz. Esa noche sentí una insistente sensación de estar de vuelta en Saint-Domingue, de arrostrar las recriminaciones y las venganzas de una conspiración, anónima como la fatalidad (137).
Según parece, el canto de Prudence que forma parte de la ceremonia, transcrito en créole, viene prestado por Fernández de las Crónicas de Santiago de Bacardí. Aunque la letra de la canción no sugiere una insurgencia de carácter político, sí detectamos en ella un reto, dirigido personalmente a Ángeles y a las mujeres blancas en general. El canto se refiere de manera explícita a las relaciones sexuales entre los hombres blancos y las mujeres negras. Según la traducción de Bacardí, dice la canción: «Esos blancos que vienen de Francia… gritadlo... gritadlo… toman de señoras a nuestras amas para que éstas sean las almohadas donde acaricien a las negras… ¡gritadlo!» («Blan la yo quí sotí en Francs, oh, jle, Yó prán madam yó serví sorellé. Pú yó caresé negués», Bacardí Moreau 1972-73 II: 510). En la descripción del rito oficiado por Prudence es posible discernir también ecos de la gran ceremonia del vodú que, según la tradición oral y escrita —recreada, entre otros, por Carpentier en El reino de este mundo— tuvo lugar en agosto de 1791 en medio de una violenta tormenta en un sitio conocido como Bois Caïman, cerca de lo que es hoy Cap-Haïtien, en la Llanura del Norte. El mismo Carpentier resume así la trascendencia de aquel evento: En un lugar llamado Bois Caiman, o sea Bosque del Caimán, se reunieron en una noche tormentosa las dotaciones de esclavos de la colonia francesa de
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Saint-Domingue, hoy Haití, y juraron proclamar la independencia de su país, independencia que fue completada y llevada a plena realidad por el gran caudillo Toussaint Louverture. Con el juramento de Bois Caiman nace el verdadero concepto de independencia (2008: s/p).
Separar la historia de la leyenda en este caso resulta particularmente difícil debido a la naturaleza secreta del evento mismo, sellado con la conjura de silencio. La fecha precisa es incierta, con varios historiadores proponiendo el 14, 21, 22 o 23 de agosto como opciones plausibles, con la probabilidad de que pudieran haber ocurrido al menos dos ceremonias distintas. Bajo el liderazgo de un esclavo jamaiquino, Boukman, y de una manbo oficiante del vodú, Cécile Fatigan, los esclavos y cimarrones reunidos aquella noche sellaron con la sangre del cerdo —sacrificado según el rito Petro/Masaya— una conjura contra los amos blancos15. La fuente principal que ha nutrido las numerosas versiones del evento fue la Histoire de la révolution de Saint-Domingue (1814) de Antoine Dalmas, un médico francés refugiado en los Estados Unidos al comienzo de la Revolución Haitiana. Aunque la «conjura» de Bois Caïman está relegada por algunos estudiosos al ámbito de la leyenda (véase Hoffmann 1996), es imposible negar, por un lado, su importancia simbólica y política en el proceso de formación de la nación haitiana y, por el otro, su papel en la diseminación del pavor colectivo ante el poder subversivo de los «salvajes» rituales africanos. Resulta importante agregar que por iniciativa de la Unesco durante el Año de Conmemoración de la Lucha contra la Esclavitud y de su Abolición (2004), se propuso «la restauración de monumentos como la llamada Casa de Brasil de
Algunos investigadores se inclinan a fechar la ceremonia la noche del 14 de agosto, sugiriendo que fue Ezili Kawoulo, sincretizada con la Virgen de la Asunción, la que «montó» a la vieja manbo en vísperas de su fiesta, el 15 de agosto. Es igualmente difícil determinar la autenticidad del «testimonio» de Cécile Fatigan, trasmitido a través de su nieto, y recogido por el historiador Etienne Charlier en Aperçu Sur la Formation Historique de la Nation Haïtienne (1948). En cuanto a Boukman, poco se sabe a ciencia cierta de este houngan de origen jamaicano, posiblemente musulmán, salvo que su nombre viene de «Book Man», en referencia al Corán que, aparentemente, siempre llevaba consigo. El lazo entre la ceremonia de Bwa Kayiman (Bois Caïman) y la Revolución Haitiana, fue debatido desde posiciones muy diferentes por estudiosos como Fick (1990), Geggus (2002) y Hoffmann (1996). Mito o realidad, el legado de este evento está firmemente arraigado en el imaginario popular, y tiene su reafirmación en la literatura, desde la publicación por Jean-Price Mars de Ainsi parla l’Oncle (1928) hasta Babouk (1934) de Guy Endore, Black Thunder (1936) de Arna Bontemps, El reino de este mundo (1949) de Carpentier y, más recientemente, la novela del dominicano Carlos Esteban Deive Viento negro, bosque del caimán (2002). 15
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Accra (Ghana) o el sitio histórico de Bois Caïman (Haití) para crear itinerarios turísticos conmemorativos» (Sapova 2004: s/p). Debido al limitado acceso al libro de Dalmas, en términos intertextuales el episodio del sacrificio del cerdo en Otro golpe de dados está probablemente inspirado de modo más directo en El reino de este mundo. Es allí donde, en el capítulo titulado «El pacto mayor», describe Carpentier la noche tormentosa «cuando los delegados de las dotaciones de la Llanura del Norte llegaron a las espesuras de Bois Caiman» (1979: 44) para participar en una ceremonia presidida por el jamaicano Bouckman: «El machete se hundió súbitamente en el vientre de un cerdo negro, que largó las tripas y los pulmones en tres aullidos. Entonces, llamados por los nombres de sus amos, ya que no tenían más apellido, los delegados desfilaron de uno en uno para untarse los labios con la sangre espumosa del cerdo […]. El estado mayor de la sublevación estaba formado» (Carpentier 1979: 46). Hay que agregar que en sus estudios acerca del «miedo al negro» que resurgió en la sociedad cubana en las primeras décadas de la joven república, Consuelo Naranjo Orovio (2006a, 2006b; 2007a; 2007b) ha destacado precisamente la demonización del aspecto ritual de las religiones afrodescendientes, incluyendo el sacrificio de animales: La violación de sepulturas, profanación de cadáveres, la utilización de restos humanos en los ritos de la brujería afrocubana, como el uso de calaveras como fetiche, el canibalismo, el sacrificio de animales y la ingestión de su sangre, el carácter secreto de algunas de sus asociaciones y las normas estrictas de sus miembros por cuyo incumplimiento se inferían extremos castigos, hasta la muerte, fueron —sin entrar a valorar las leyendas populares que iban enriqueciendo el imaginario contra este grupo con prácticas diabólicas— motivos suficientes para que los brujos y los ñáñigos fueran considerados un peligro social (Naranjo Orovio y Puig-Samper 2007: s/p).
Dentro de este conjunto de prácticas tachadas de diabólicas, el vodú ocupaba un lugar extremo debido, en gran parte, a sus asociaciones con la «barbarie» haitiana. Desde luego, los cubanos no eran los únicos en demonizar al vodú. Laënnec Hurbon ha estudiado la proyección casi universal de la imagen de Haití como «el bárbaro imaginario» a partir de la obra de Spencer St. John, Haití or the Black Republic (1884), demostrando cómo la psicosis sobre el vodú y los zombis llegó a su apogeo durante la ocupación norteamericana de la isla (1997:
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Ya en pleno siglo xx el gobierno haitiano, apoyado por la Iglesia católica, lanzó una serie de «campañas anti-supersticiosas» con el objetivo de erradicar el vodú (1912, 1925-1930, 1940-1943, 1986). La más prolongada de estas campañas, durante la presidencia de Elie Lescot, fue particularmente feroz y resultó en la destrucción de muchos templos y objetos de culto. La Iglesia impuso a sus feligreses un juramento anti-supersticioso, amenazando a los que se oponían a estas medidas con graves sanciones que incluían la negación de la absolución (Métraux 1972: 338-51). Según observa Elizabeth A. McAlister, al establecer un signo de equivalencia entre los practicantes del vodú y «los esclavos de Satanás», la Iglesia recurría a una hábil manipulación de la retórica asociada con la esclavitud (2006: 88). En un estudio realizado por Rémy Bastien en Haití en 1948, la memoria de estos eventos era aún reciente: «Antes de que el clero católico realizará en marcial, hacia el año 1942, su ‘campaña Anti-Supersticiosa’, existía en cada cementerio familiar una cruz de madera dedicada a Barón Samedí, dios vodú de los muertos. Ha desaparecido junto con un árbol llamado médecinier cuyo palo tiene la virtud de hacer huir los espíritus malos» (1951: 35). El aparente 16 Tampoco resultaría difícil trazar las huellas de este imaginario de «lo bárbaro» en el libro de Mary Hassall, Secret History; or, The Horrors of St. Domingo, in a Series of Letters, Written by a Lady at Cape François. 17 Este fragmento del Código Penal fue traducido por Joan Gimeno en «El vudú haitiano: una cuestión de Estado (1804-1987)» (s/f) a partir de la publicación siguiente: Code Penal voté à la Chambre des Communes le 29 juillet au Sénat de la République, le 10 août, promulgué le 11 août 1835. Annoté par Menan Pierre-Louis: Port-au-Prince: Éd. Fardin & Delta, 1996.
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«éxito» de estas campañas pudo haber tenido su explicación, según Bastien, en factores económicos: «Quizás, el campesino se sometió a aquella violencia con un sentimiento secreto de alivio: sentíase liberado de sus deberes hacia los hambrientos e insaciables loas» (Bastien 1951: 154). Con el beneficio de una perspectiva más distanciada que la de Bastien, podemos afirmar que el vodú no ha sido erradicado a pesar de las irrecuperables pérdidas de su acervo material. Por el contrario, debido a su carácter descentralizado y su excepcional adaptabilidad a las condiciones cambiantes, la religión del pueblo haitiano ha sobrevivido en el ámbito no tan susceptible a la destrucción como los templos o los artefactos: en las creencias de la gente. A la demonización del vodú en los años posteriores a las campañas contribuyó, sin duda alguna, el uso explícito de su imaginario en el terror estatal lanzado por François Trujillo, «Papa Doc», y su temible policía secreta, los tontons macoutes. Tal como atestigua Pierre Deslauriers, el vodú se presta fácilmente a la producción de estereotipos por ser un sistema que desafía las nociones fundamentales de la cosmovisión de cuño europeo: Voodoo is a system that undermines any familiar Western rational understanding of the notion of reality, where the boundary between the worlds of the living and the dead is nonexistent or unclear, and where time is transcended, for the living live as if they were living in the world of the dead, and the dead live in eternity […]. To a geographer, voodoo seems to establish a particular relationship between time and space […] where space is shared by the living and the dead (2001: 338; 343).
En Otro golpe de dados este desencuentro entre una óptica europea y la perspectiva marcada por las creencias del vodú se manifiesta no solamente en la percepción de Prudence por los colonos europeos sino también en el desconcierto de Saint-Loup ante el comportamiento de su amante. En palabras de Saint-Loup, Prudence «[d]istinguía poco o nada entre el sueño y la realidad» (84). Saint-Loup confiesa no haber llegado a comprender el misterioso mundo de Prudence a pesar de la pasión y la intimidad que los unía: «Nunca logré conocerla, mucho menos entenderla. Nunca supe quién realmente era, y fue su voz la última que oí, y sus manos las últimas en sostener mi cabeza» (85). No obstante, Saint-Loup está lejos de dar credibilidad a los rumores sobre los poderes mágicos de Prudence. Al describir el impresionante florecimiento de sus cafetales, Saint-Loup admite que no faltaban murmuraciones sobre el posible vínculo entre el éxito económico de su finca y la brujería de Prudence, pero acaba refutando estas sospechas con una explicación racional:
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Rangel, como los plantadores vecinos y sus familias, ponían demasiada atención a una sarta de disparatadas invenciones acerca del mágico, misterioso desarrollo de Le Bonheur. Se decía, y a él gustaba de repetirlo, que en las noches de luna los campos se poblaban de esclavos enteramente dedicados a la siembra y la limpia del cafeto: se hablaba de zombies y de cimarrones obedientes a las órdenes de la negra, cuya fama de bruja se extendía más allá de la región, hasta hacerse comentario público en la rue des Cok. Los años fueron revelando que ella misma, con el objeto de ahuyentar a quienes no le ofrecían confianza, fomentaba esas habladurías (85).
Aunque Saint-Loup atribuye el desarrollo de la finca a su propia dedicación y a los talentos de Prudence, no puede evitar la metáfora de zombificación a la hora de describir el hechizo carnal que él mismo experimentó en sus relaciones con la haitiana: «Si la finca estaba poblada de zombies, como se decía, nosotros, ella y yo, lo éramos» (87). Según veremos a continuación en el análisis de la narrativa de Benítez Rojo, la imagen de un zombi, con su carga histórica y simbólica, es inseparable de las reflexiones sobre la identidad haitiana. Uno de los ejes de la novela de Fernández se centra en las tensiones entre Prudence y Ángeles. Este enfrentamiento va más allá de un estereotípico conflicto entre una esposa celosa y una amante, en tanto que desemboca en una contienda entre los ideales de modernización, urbanidad, razón y progreso, por un lado, y las fuerzas irracionales de la barbarie y naturaleza indomada, por el otro. En América Latina, según ha demostrado Beatriz González-Stephan, la otredad es inseparable del paradigma civilización-barbarie, con el impulso modernizador de la ciudad (ley, razón, cultura) dirigiéndose hacia las zonas rurales y en contra de sus supuestos atributos de anarquía, irracionalidad y salvajismo. La otredad, sigue González-Stephan, se asocia con lo abyecto, lo repugnante, lo monstruoso, lo primitivo (2003: 198). Dentro de este marco es significativo observar que, al echar una mirada retrospectiva hacia su vida en Le Bonheur antes de abandonarla para siempre, Ángeles se siente orgullosa de sus empeños modernizadores. La esposa de Saint-Loup cree haber contribuido a la transformación de un lugar salvaje en un oasis de productividad y eficacia económica. Encima de ello, ha construido también una «superestructura» de artículos de lujo y actividades culturales inspiradas en el mundo «civilizado», urbano y europeo. Los estudios de historiadores corroboran esta visión de los cafetales como lugar de refinamiento cultural. Lourdes Rizo Aguilera dice que, después de «doblegar» la naturaleza, los colonos galos tenían que esperar cuatro años para obtener la primera cosecha del café, aprovechando este tiempo para emplear a los esclavos en el embellecimiento de la hacienda y la construc-
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ción de los cientos de kilómetros de carreteras. «En la hacienda francesa», dice la historiadora, «el dueño permanecía la mayor parte del tiempo y así velaba por su trabajo; pero al mismo tiempo, se preocupaba por hacerla lo más lujosa posible permitiéndoles su cultivo, ratos de ocio que dedicaron al embellecimiento de su casa y los jardines» (2003: 240). Alain Yacou reafirma el arraigo de esta imagen en la historiografía, citando a E. Buch López quien definía los cafetales como «espléndidos paraísos tropicales» en su Historia de Santiago de Cuba de 1942 (Yacou 1993: 104). El mismo Yacou ve en los cafetales una zona intermediaria y un lazo de unión entre la ciudad y el campo, al mismo tiempo que subraya la proyección «bucólica» de los mismos en el imaginario cubano y en los relatos de viajeros extranjeros: «el cafetal [fue] concebido como un jardín, y como una residencia secundaria para gentes afortunadas, lejos del tumulto de las ciudades o del estrépito de los ingenios de azúcar» (Yacou 1993: 104). Es precisamente la imagen del jardín —un locus amoenus que enmascara la barbarie y la ignominia de la esclavitud— la que descuella en las reminiscencias de Ángeles como metáfora de la naturaleza conquistada mientras que la existencia de los esclavos no hubiera podido ser más pacífica y feliz: Hice entrar el jardín en la casa. Por doquier macetas con delicadísimas variedades de especies endémicas, naturales de la sierra, colgaban de los horcones, invadían las paredes, se acomodaban en un rincón. A un lado del comedor se alzaba el invernadero, con primorosas plantas, extrañas a nuestro clima, a nuestra naturaleza […]. Le Bonheur era un hermoso cuerpo, pleno, activo, vivaz. Y a ese cuerpo yo le había dado color, sabor y aroma […]. Y el silbido y los cantos de los negros yendo hacia el campo o de regreso. Y la campana anunciando las horas de labor y las horas de reposo, y la risa y los corros de los negritos en bandos o en escuadrones, o dispersos por el quartier (210).
En esta visión de Ángeles se pueden discernir fácilmente algunas resonancias de la novela de Domingo Malpica La Barca En el cafetal. Estos ecos se hacen patentes si recordamos el pasaje donde una de las fincas cafetaleras está descrita como una cornucopia «de la zona tórrida», ejemplificación casi utópica de felicidad, perfección estética y eficacia económica: «Este Batey está compuesto de muchas y numerosas casas, semeja el parque de recreo de una ciudad, y aún le sobrepuja […] veo el maíz, veo la yuca, veo cuanto forma una gran despensa, ante la cual la miseria cesa y la abundancia la sustituye y reemplaza» (Malpica La Barca 1890: 120). La única sombra que altera la paz de este «jardín de aclimatación» es la huella de un esclavo fugitivo, pero gracias a «la cuadrilla de perros que no pierde nunca la pista del negro cimarrón»
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(Malpica La Barca: 72-73) pronto se restituyen el orden y la perfección: «todo esto completa un cuadro lleno de vida y movimiento, que yo estudio, que yo admiro, porque es la Providencia en forma estética y la Estética encarnada en la providencia. Un Cafetal es una granja modelo; una verdadera Enciclopedia Rural» (Malpica La Barca 1890: 73). En su «horticultura» colonizadora cuyo objeto es Prudence, la actitud de Ángeles adquiere, sin embargo, visos mucho menos idílicos que la imagen construida por Malpica. En un gesto de inesperada brutalidad, Ángeles —quien en principio se oponía a la violencia de las prácticas disciplinarias empleadas por Saint-Loup— somete a Prudence al castigo en el cepo como una medida «civilizadora» para extirpar cualquier vestigio del atávico culto. Se trata, al parecer, de una suerte de «campaña anti-supersticiosa» individual. Ángeles encubre su humillación de mujer rechazada y traicionada asumiendo el papel de ángel guardián de los pilares que sustentan el hogar burgués —el decoro, el orden, la limpieza—. Para cumplir con esta misión, la esposa de Saint-Loup levanta una suerte de cordón sanitario para alejar a Prudence de su familia y erradicar el «maldito vudú» (194) y sus «ritos abominables» (197). Pero sus esfuerzos acaban alienándola más aún de su esposo: al ver el cuerpo de Prudence martirizado por el instrumento de tortura que él mismo había diseñado, construido y sancionado, Saint-Loup se da cuenta por primera vez en su vida de la terrible crueldad de sus propios métodos, que se espejean ahora en el comportamiento de Ángeles. El modus operandi de Ángeles es un reflejo del proceso disciplinario cuyo objetivo, según nos ha enseñado Foucault, es producir cuerpos dóciles. Al mismo tiempo, la mujer de Saint-Loup maneja la retórica civilizadora de la modernidad como «justificación de una praxis irracional de violencia» (Dussel 1992: s/p). De acuerdo a la lógica de lo que Dussel llama «la falacia desarrollista» del mito modernizador, Ángeles no solamente exhibe su superioridad hacia Prudence sino que llega al extremo de justificar como inevitable el sacrificio de su víctima en aras del progreso. Dice Dussel: La superioridad obliga a desarrollar a los más primitivos, rudos, bárbaros, como exigencia moral. El camino de dicho proceso educativo de desarrollo debe ser el seguido por Europa […]. Como el bárbaro se opone al proceso civilizador, la praxis moderna debe ejercer en último caso la violencia si fuera necesario, para destruir los obstáculos de la tal modernización […] (1992: s/p).
Hemos observado un mecanismo semejante —de modernización entendida como emancipación racional y una salida de la inmadurez (Dussel 1992)— en
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El vuelo del gato. Esta problemática volverá a aparecer, según veremos más adelante, en el cuento «La tierra y el cielo» de Benítez Rojo y la novela En el altar del fuego de James Figarola. Las tensiones entre Ángeles y Prudence se reflejan también en el tratamiento narrativo de las dos mujeres. A la percepción de Prudence como un ser periférico —debido a su género, clase, raza y origen extranjero— corresponde su marginación en términos de la voz y la perspectiva. Mientras que a todos los protagonistas principales —Saint-Loup, Dubois, Rangel, Ángeles— les toca presentar su versión de los hechos, Prudence carece de un espacio discursivo propio. Hacia el final de la novela, nos damos cuenta de que prácticamente toda la narración de hecho le pertenece a Ángeles-Penélope quien, esperando en vano el regreso de su Odiseo, teje los hilos de las vidas de los demás desde la profunda angustia de su alma en pena: Todos, absolutamente todos, son el trazo de puntadas dispersas, deshilachadas: trizas, girones, flecos de un dibujo que ha perdido el color, su fuerza, su intención […]. Ahí, borrándose, a punto de desaparecer, se insinúan la casa y el batey de Le Bonheur, los caminos rotos o interrumpidos; los árboles, en espera de flores y de frutos, que no traerán las aguas de mayo, ni el bochorno estival; los pájaros, su vuelo y su cantar suspensos, detenidos; […]. Lo demás es maleza y escombros y una historia que nadie quisiera recordar, que nadie quiere oír, que nadie contará, porque están muertos. Yo misma, aunque quiera escapar de esta madeja, pronto seré en la tela un túmulo de hilacha (373).
En conclusión, el gran logro formal y ético de Otro golpe de dados consiste en el hecho de que el deseo de orden y de cierre no llega a borrar las tensiones del proceso de narrativización. Las fisuras entre varios regímenes discursivos —el historiográfico, el confesional, el imaginario— están exacerbadas por los silencios, las tensiones, las dudas nunca aclaradas, las contradicciones. Es este viaje textual tortuoso, a veces incómodo, pero siempre lleno de sorpresas —de descentramiento, de solidaridad, de traiciones y alianzas— el que encuentra su límite inexorable en el lenguaje, en la paradoja derrideana de no poder reconstruir sistemas existentes sin caer en la misma trampa de crear otro sistema, con otro centro. A pesar de sus diferentes alcances, estilos y enfoques, El columpio de Rey Spencer y Otro golpe de dados parecen haber surgido bajo el patrocinio de la Mnemosina, madre de las musas y diosa de la memoria y la sabiduría. Las dos novelas responden al impulso de acoplar la memoria del pasado y la (meta)conciencia del desarrollo histórico con un modo innovador de narrar. En ambos textos el tratamiento épico de fenómenos históricos está sutilmente
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tamizado por una estructura coral y la recreación imaginaria de experiencias reales e inventadas, movilizadas por la urgencia de traducir la memoria a la narrativa. Ambos textos son también un reflejo —y producto— de la ruptura entre el lenguaje y el referente que, en palabras de Richard Rorty, se remonta precisamente a ese parteaguas histórico que fue la Revolución Francesa: Hace unos doscientos años, comenzó a adueñarse de la imaginación de Europa la idea de que la verdad es algo que se construye en vez de algo que se halla. La Revolución Francesa había mostrado que la totalidad del léxico de las relaciones sociales, y la totalidad del espectro de las instituciones sociales, podían sustituirse casi de la noche a la mañana (2004: s/p).
Con su polifonía de voces y perspectivas —que hace sobresalir los silencios y las omisiones— Otro golpe de dados nos hace pensar en los filtros a través de los cuales queda tamizada la experiencia: filtros de género, raza, clase, educación, subjetividad, ideología. El columpio de Rey Spencer, a su vez, nos recuerda con vehemencia la obligación de salvar el detalle individual, de protegerlo de esa memoria a corto plazo que surge de las macro-operaciones de la historiografía. Ambas novelas comparten una agenda de investigación empírica que consiste en un rescate meticuloso de la experiencia cotidiana, del recuerdo íntimo, de las caras que se desdibujan en el anonimato, de las palabras fugaces, de los deseos reprimidos. Ambas novelas guardan también cierta semejanza con El corredor de los vientos y El vuelo del gato en el sentido de que desafían la noción de una cubanidad basada en la exclusión del pasado incómodo y el disimulo de las raíces «indeseables».
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Capítulo V
La isla que no se repite: la fabulación de H aití en la narrativa de Antonio Benítez Rojo
El hecho de que Haití, una isla vecina del Caribe, sea para Cuba un «otro», debería poner sobre aviso a los que tienden a conceptuar el Caribe como un sitio cuya supuesta cohesión se debe a agendas y experiencias comunes de transculturación, sincretismo religioso, mestizaje étnico, criollización o hibridez. Resulta muy prudente, por lo tanto, seguir la ruta desbrozada por Benítez Rojo en sus numerosos ensayos y conferencias y recordar que las culturas de la diáspora africana en el Caribe no pueden reducirse a un denominador común. Tampoco hay que olvidarse de que la formación de las identidades nacionales a partir del siglo xix ha tomado rumbos muy distintos que han sido enmascarados por el vocabulario homogeneizante de los proyectos de construcción nacional de las elites (sincretismo como asimilación, mestizaje como blanqueamiento, transculturación como cohesión). Haití adquiere un relieve importante en la perspectiva circuncaribeña de Benítez Rojo, aunque la incidencia de Haití sobre la configuración narrativa de textos concretos ocupa un amplio espectro de posibilidades: desde una mención tangencial hasta un paisaje cultural con visos de un vasto mural1. Si bien es cierto que en sus ensayos Benítez Rojo —igual que antes Carpentier en su prólogo-manifiesto sobre lo real maravilloso americano— se siente tentado por la tarea de teorizar el Caribe, en su obra narrativa los paradigmas y los modelos ceden paso a un juego de contradicciones y diferencias. Como señala también Antonio Benítez Rojo falleció a principios de enero de 2005. Me entristece decir que, juzgando por la escasez de la bibliografía crítica, al conjunto de su obra no le ha llegado aún su hora de consagración. 1
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—a través de la alusión intertextual obvia— el título del presente capítulo, mi intención no es encontrar un retrato paradigmático de «Haití en Benítez Rojo», sino desbrozar sus matices, por muy contradictorios que sean. Entre luces y sombras: la memoria de Haití en «La tijera», «Luna llena en Le Cap» y Mujer en traje de batalla La sombra de Haití aparece en uno de los cuentos tempranos de Benítez Rojo conocido como «La tijera», reproducido en varias antologías bajo el título «La tijera rota». A pesar de su presencia apenas perceptible, la impronta de SaintDomingue incide en este cuento en el complejo mosaico de la identidad cubana. Jorge Emilio Lacoste, el protagonista de «La tijera», se presenta como «perito en folklore cubano» (Benítez Rojo 1984: 191) con esperanzas de marcharse de Cuba y escapar de la rutina diaria de un archivo donde está «recortando periódicos el día entero» (192). El cuento gira alrededor de la identidad racial de Lacoste, quien expresa un desprecio feroz por Legón, un negro con quien comparte la oficina. Lacoste se siente ofendido por la insinuación de su compañero de trabajo de que los dos sean de la misma raza: «mira que decir que la Revolución ha liberado a nosotros los negros, decirle eso a él que siempre pasó por blanco y Romualdo lo llevaba a Tropicana y a jugar golf en el Country, allá Legón que se las daba de antiguo esclavo, mono engreído» (192). Tal como ya se ha visto en El corredor de los vientos de Granados y El vuelo del gato de Prieto, la obsesión por el blanqueamiento lleva al protagonista a negar su propia identidad racial. En un juego irónico de tiempos desplazados, pesadillas y personalidades desdobladas —un poco a la manera de «La noche boca arriba» de Julio Cortázar—, Lacoste se ve trasladado a La Habana de mediados del siglo xix. El episodio que rompe su rutina diaria y que sirve como catalizador para su viaje «a la semilla» es el descubrimiento de un número de una vieja revista «que daba un salto en la fecha y le faltaba la página cultural […]. El próximo era un Diario de la Marina del año 1854» (Benítez Rojo 1984: 193). Al repasar las noticias mundiales y locales, a Lacoste le llama la atención «una columna doble [que] denunciaba esclavos prófugos, enumerando señales y recompensas […]» (194). Al hacer el recorte del periódico, el protagonista traspasa la frontera entre la realidad y el sueño, para arribar en una suerte de viaje epifánico a su verdadera identidad, la de un esclavo prófugo de Puerto Príncipe: «Con cuidado recortó el periódico, pero al emparejar un borde, la tijera se le fue de la mano, le pinchó un muslo y de pronto estaba en el suelo, bajo la mesa; rota»
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(194). El apellido Lacoste, de origen francés, es el único indicio de esta vieja/ nueva identidad 2. Transportado a La Habana de 1854 —que parece estar de fiesta perpetua entre comparsas carnavalescas, espectáculos teatrales y bailes de disfraces—, Lacoste vive/sueña la pesadilla de autodescubrimiento según va despojándose, paso a paso, de sus máscaras, huyendo de sus perseguidores y de sí mismo: Aterrado, luchó por abrirse paso hacia atrás, por alcanzar a toda costa un territorio que lo afirmara, una ciudadela para defender a sangre y fuego su identidad. Manoteó en la bruma y rescató apenas dos nociones: su nombre y una velada sensación de culpa: Jorge Emilio Lacoste y algo así como el pecado original […]. Después tuvo tiempo de brincar a la vara de majagua y asir las riendas de un tirón, de alinear el carruaje en el paseo mientras el soldado de bigote gris le apuntaba imperturbable. Entonces sólo le quedó alzar la fusta por encima del disparo, desplomarse penosamente junto a las patas del caballo y escuchar a la Muerte, que, con la capucha caída, contaba a los curiosos que él, Jorge Emilio Lacoste, era un esclavo fugitivo de un ingenio de Puerto Príncipe, un mulato ladrón y asesino cuyas señas se daban en el periódico (201-205).
El cuento recurre al simbolismo de la tijera como instrumento para cortar los lazos con el pasado y como herramienta de las parcas para cortar los hilos de la vida. No está de más agregar que, por su forma evocadora de la figura humana, la tijera rota es también un reflejo antropomórfico de la identidad mutilada del protagonista. Lo que sí resulta interesante es la asociación de la imagen de la tijera con referencias explícitas (babalawo) e implícitas (la tijera como atributo de Oggún) a las creencias religiosas africanas: «Y ahora, de muy lejos, le venía la voz de que juntara las hojas de la tijera. Pero para qué juntarlas si él mismo la había roto […]. Y cómo iba a juntarla si la otra pata andaba perdida, ni que él fuera un babalawo y todo lo supiera» (202). A lo largo del cuento aparecen también varios lugares liminales —puertas, esquinas, umbrales, encrucijadas— que en las religiones de origen africano están cargados de un profundo simbolismo. Siguiendo las premisas de la semiótica del espacio de Lotman y, ante todo, su concepto de «frontera Seguramente se trata de una simple coincidencia, pero Eugenio Lacoste, hijo de inmigrantes haitianos, conocido también como el «brujo de Guantánamo», fue uno de los líderes espirituales de la insurrección de los Independientes de Color en 1912. La prensa de la época difundía rumores de que, a pesar de su parálisis, Lacoste era capaz de manipular a sus partidarios por medio de la brujería. Según Aline Helg, «This explanation allowed commentators to enhance the image of the black brujo with that of the Haitian voodoo priest» (1995: 197). 2
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semiótica», Rinaldo Acosta ha estudiado a fondo la ambigua figura de EshuElegba-Elegguá, conocido en Haití como Legbá. Estas observaciones resultan muy pertinentes para mi análisis. Según Acosta, Elegguá/Legbá es una deidad asociada con la liminalidad, los umbrales y las fronteras. Siempre en movimiento, como Hermes, es el mensajero de los dioses y de los hombres. Está presente, como guardián, tras las puertas de las casas, se encuentra también en las esquinas y en las encrucijadas, su hábitat más característico. «Es el dios de las fronteras», sigue Acosta, «de los límites entre los distintos dominios, aunque, al mismo tiempo, es el transgresor de las fronteras, la encarnación del movimiento y la mediación. Circula sin restricciones por los tres niveles del cosmos (celeste, telúrico y ctónico) y es, así, el intermediario por excelencia entre el mundo visible, humano, y el mundo invisible, sobrenatural» (Acosta 2003: s/p). En «La tijera» Lacoste cruza la frontera entre el presente y el pasado («Al abrir la puerta una oleada de aire caliente le llegó a la cara y de golpe algo extraño pasaba con las luces» 196), entre la realidad y el sueño, entre su rostro enmascarado y su identidad real («respondió que había nacido en Puerto Príncipe, que recién llegaba a La Habana a vender un almacén» 198). En su recorrido por La Habana decimonónica, Lacoste visita varios sitios marcados por la presencia de Elegguá/Legbá: primero deambulando sin rumbo, luego huyendo de sus perseguidores, doblando esquinas, asomándose a las puertas y los portales, cruzando calles. Según indica Acosta (2003), en las creencias de sustrato africano la esquina es un sitio particularmente peligroso puesto que representa una inflexión en el camino, posee una semántica liminal y se acerca al simbolismo de la encrucijada. Lacoste es, evidentemente, un ser perdido y confundido, incapaz de escoger el camino de salvación o enfrentar su propio rostro sin máscara. Otro cuento de Benítez Rojo que establece nexos explícitos entre Cuba y Saint Domingue/Haití es «Luna llena en Le Cap» (Paso de los vientos, 2004), parcialmente reconfigurado e integrado a la novela Mujer en traje de batalla (2001). La trama de «Luna llena en Le Cap» —contada a través de un coro disonante de siete voces— se desarrolla en Cap Français en 1802, probablemente a principios de febrero, bajo la sombra ominosa de la sublevación de los negros. Benítez Rojo narra una violenta historia de amor y venganza cuya víctima es Justine, una joven mulata. Los detalles históricos con los cuales el narrador va armando el telón de fondo de esta tragedia alcanzan un cauce propio, sobre todo en los delirantes soliloquios del señor Despaigne, un colono francés arruinado por la insurgencia esclava y abandonado por su hijo Emmanuel, que se había escapado a Cuba con los restos de su fortuna:
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Las tropas de Leclerc ocuparán Le Cap mañana, y en pocas semanas Emmanuel regresará de Cuba con mi dinero y la nueva máquina. Ya ves lo que dice en su última carta. Lo ha invertido todo en el tráfico de esclavos, el negocio más provechoso que ahora hay allá […]. La ruina de nuestra industria ha sido la causa del crecimiento de ellos. Dice que La Habana ya está rodeada de ingenios (2004: 144).
Es probable que Benítez Rojo se haya inspirado aquí en la figura de un tal D’Espagne, mencionado por Bacardí Moreau en el segundo volumen de las Crónicas de Santiago de Cuba en la entrada correspondiente al mes de septiembre de 1812: «El hacendado francés, residente en Dos Bocas, D. Juan D’Espaigne, pide naturalización de español» (1972-73: II: 76). Asimismo, Orozco y Lamore mencionan a Juan Despaigne, junto a Prudencio Casamayor, entre franceses «pudientes y de buena opinión», naturalizados en Cuba entre 1803 y 1809 (2006: 129). En opinión de Patrick Collard (2003), el Despaigne literario —(re) creado por Benítez Rojo primero en el cuento y luego en la novela— es una figura perturbadora, casi esperpéntica: apasionado por el sexo con las negras, investigador acucioso de las características biológicas de sus esclavos, el colono se dedica obsesivamente a los experimentos pseudos-científicos para «mejorar la raza» de sus súbditos. También en su última novela, Mujer en traje de batalla, Benítez Rojo ambiciona recrear el ocaso de la colonia francesa de Saint-Domingue mediante una intensa compenetración entre el material histórico y el imperativo estético: «En los días que siguieron a la destrucción del Cabo Francés se vio vagar entre las negras ruinas a mucha gente apesadumbrada […]. Sin otro lugar adónde ir, los evacuados habían regresado a lo que quedaba de sus hogares […]. Todo escaseaba en el Cabo Francés: agua, alimentos, sábanas, ropas, medicina. Lo único que abundaba era la miseria y el dolor» (Benítez Rojo 2001: 160). Como he indicado en los capítulos precedentes, miles de colonos arruinados formaron parte del éxodo masivo que se dirigió en 1803 hacia Santiago de Cuba. Trajeron consigo, además de sus costumbres e inventos tecnológicos, historias de horror que durante muchos años iban a alimentar el miedo de que se reprodujera en suelo cubano la tragedia que había desolado las plantaciones de la vieja colonia francesa. Evidentemente, la impronta que este terror a «otro Haití» ha dejado en el imaginario cubano encuentra su reflejo bien marcado en la narrativa de Benítez Rojo. El escritor recrea el apocalíptico fin de Saint-Domingue a través de dramas individuales recortados sobre un telón de fondo de proporciones épicas. El periplo intercontinental y caribeño del personaje de Maryse —actriz francesa y amante del mulato haitiano Jean-Charles Portelance— le confiere a
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la novela el dinamismo y la amplitud geográfica necesarios para captar las reverberaciones mundiales de las dos revoluciones, la francesa y la haitiana. Cabe agregar que Portelance es miembro de la sociedad francesa de los Amis des Noirs que luchaba por los derechos de la gente de color. Esta configuración de los personajes y sus constantes desplazamientos establecen el importante nexo transatlántico y circuncaribeño entre Francia, Haití y Cuba. En términos de la «gran historia», la trágica muerte de Justine, hija de Maryse y Portelance, durante el incendio de Cabo Francés, marca el toque final del mundo de los plantadores blancos y del episodio haitiano en la vida de la actriz3. El colono Despaigne huye del desastre, dirigiéndose con toda probabilidad hacia Nueva Orleans. Atrás queda no solamente su plantación, sino también su hija Claudette, quien busca amparo en Maryse: «He venido a implorar su caridad madame —dijo la muchacha […]. Mi padre ha huido… La casa se ha derrumbado y no tengo a nadie en quien confiar […]» (Benítez Rojo 2001: 161). Aunque estos ejemplos no agotan el alcance de la revolución de Guarico, Benítez Rojo nos pone en la pista de la magnitud del conflicto sin por ello restar importancia a la dimensión individual de los eventos. El engranaje de violencia y represión adquiere bajo su pluma la misma especificidad que hemos visto en el libro más inmediato a estos acontecimientos, The Secret History de Hassall (Sansay). La comparación entre «La tijera», «La luna llena en Le Cap» y Mujer en traje de batalla da muestra no solamente del interés de Benítez Rojo por la problemática haitiana, sino también de su profundo conocimiento del contexto. No obstante, dentro del corpus narrativo y ensayístico de Benítez Rojo que toca el tema de Haití, el texto que mejor se presta a un análisis pormenorizado es, sin duda alguna, «La tierra y el cielo». Debido a su excepcional riqueza, este cuento permite establecer vínculos comparativos con el marco literario más amplio, así como con el cuadro socio-histórico y cultural del Circuncaribe que he ido esbozando hasta ahora.
3 Según nos ha recordado recientemente Martin Lienhard, la imagen de Le Cap Français envuelto en la humareda de sucesivos incendios está, casi literalmente, grabada en el imaginario asociado con la Revolución Haitiana, empezando en 1795 con el grabado en cobre de Jean-Baptiste Chapuy, «Vue des 40 jours d’incendie de la plaine du Cap Français» (Lienhard 2008: 14).
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«La tierra y el cielo», los nómadas de las Antillas y la fragua de la cubanidad Situada en el contexto de la tradición literaria cubana, «La tierra y el cielo» revela varios puntos de engarce con El reino de este mundo, lo cual ha inducido a más de un crítico a ciertas generalizaciones en cuanto a su posible parentesco. Según el juicio casi unánime de la crítica, «La tierra y el cielo» es consustancial con la poética mágicorrealista formulada por Carpentier en su famoso prólogo en respuesta al «nada mentido sortilegio de las tierras de Haití»4. Sendos textos recrean, además, procesos revolucionarios —el haitiano en el caso de Carpentier, el cubano en el de Benítez Rojo—, destacando la presencia del vodú como fuerza política. En ambos casos hay una reflexión sobre la disyuntiva entre el apego pragmático a la realidad terrestre, por un lado, y la espiritualidad, por el otro (el reino de este mundo/la tierra; el mundo de más allá/el cielo). Finalmente, por encima de perspectivas y técnicas diferentes, la lectura de ambos textos revela las complejas negociaciones discursivas ante el desafío de representar la alteridad haitiano-vodú5. A pesar de estos paralelos, Carpentier y Benítez Rojo aceptan el reto de representar a Haití desde posicionamientos diferentes: Carpentier lo hace desde la relativa comodidad proporcionada por la distancia geográfica e histórica (la Revolución Haitiana evocada desde Cuba un siglo y medio después de los eventos), mientras que Benítez Rojo tiende a adoptar una óptica más inmediata, al enfocarse en la participación de los descendientes de haitianos en el proceso revolucionario cubano. 4 Véanse en particular los estudios de Rodríguez Monegal (1972) y Padura Fuentes (2002). 5 En un artículo reciente Lizabeth Paravisini-Gebert formula esta idea sin ambages: «That Carpentier’s fascination with Haiti and the history of its momentous Revolution is genuine there is no question […]. It is a fascination, nonetheless, that presupposes for Makandal and for Haiti an essential otherness, a primitivism that surfaces in their inability to inhabit their own history as a process understood rationally but only through the prism or magic and religious faith» (2004: 118). Asimismo, Víctor Figueroa repara en el énfasis en lo sagrado en la visión carpenteriana de la Revolución Haitiana: «Carpentier uses the device of systematically linking verifiable historical events of the Haitian Revolution with supernatural explanations, usually related to voodoo and its vision of the World» (2006: 56). Entre otros textos cubanos que hacen referencia al vodú como sinónimo de Haití habría que destacar la primera novela del mismo Carpentier, Ecué-Yamba-O (1933), que explora los ritos religiosos del mundo de los inmigrantes haitianos en Cuba. Más recientemente, Mayra Montero —escritora de origen cubano radicada en Puerto Rico— ha incorporado las creencias del vodú a algunas de sus novelas; véase, por ejemplo, Del rojo de tu sombra (1992), Tú, la oscuridad (1995) y Como un mensajero tuyo (1998).
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Mientras que El reino de este mundo apenas requiere presentación, «La tierra y el cielo» es un texto relativamente poco conocido, aunque Carlos Victoria tiene toda la razón cuando lo identifica como «una narración digna de figurar en cualquier antología del género» (2000-2001: 20). Publicado en la colección El escudo de hojas secas (1968) —galardonada en el mismo concurso de la UNEAC de 1968 en que fueron premiados Fuera de juego de Heberto Padilla y Los siete contra Tebas de Antón Arrufat—, el relato de Benítez Rojo explora la tensión entre la religión y la ideología revolucionaria por medio de una confrontación entre el mundo del vodú transplantado a Cuba por los inmigrantes haitianos y los valores del nacionalismo revolucionario cubano. «La tierra y el cielo» narra retrospectivamente la trayectoria de Pedro Limón, hijo de braceros haitianos. El relato se abre con el regreso de Pedro Limón a su pueblo natal, Guanamaca, después de unos seis o siete años de ausencia. A juzgar por las referencias históricas a la batalla de la playa Girón (17 de abril de 1961) y a la campaña de alfabetización, la apertura del cuento corresponde al año 1961, o tal vez a principios de 19626. Mediante una narración fragmentada y acronológica, nos enteramos de que unos años antes Pedro y su amigo de infancia, Aristón, se habían unido al ejército rebelde de Fidel Castro. Después de su experiencia como guerrillero en Sierra Maestra y soldado revolucionario en la batalla de playa Girón, Pedro-alfabetizador regresa a Guanamaca para inaugurar una escuela. Su retorno está marcado, sin embargo, por un profundo sentimiento de culpabilidad debido a su participación en el fusilamiento de Aristón, aunque fue el mismo ajusticiado quien había escogido a Pedro para el pelotón, convencido de que la presencia de su amigo lo haría invulnerable. La gran campaña de alfabetización fue lanzada por el gobierno revolucionario cubano en el año 1961, oficialmente proclamado «Año de la Educación». Sobre la Guanamaca de hoy encontramos la siguiente información: «Guanamaca fue un asentamiento haitiano del batey Albarado en Jaronú (hoy central Brasil). Sus miembros eran aproximadamente un 98% haitiano, procedente de Haití, un 15% jamaicano y 1% cubano. Se dedicaban al cultivo de la caña. En tiempo muerto jugaban pelota y desarrollaban algunas actividades culturales. Todos los haitianos formaban grupos danzarios que incluía la práctica de rito de su nación, manifestado en el Balwa, el Rará, etc. Los descendientes tenían un grupo musical para amenizar sus actividades en el batey con la música tradicional cubana. Muchas veces eran contratados para actuar en otros asentamientos […]. Está considerado que Esmeralda fue uno de los asentamientos haitianos más grande de la isla de Cuba» (Portal de Cultura de Camagüey: s/f). En el libro sobre la cultura haitiana en Esmeralda, Miguel Nevet Resma y Anaima S. de la Rosa dicen que el batey Guanamaca fue construido en los años 1920, dividido en dos partes por una línea de ferrocarril. Hacia 1959 contaba con más de 250 habitantes de origen haitiano (2002: 16-17). 6
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Un breve resumen de la trama no puede dar justicia a la ambigüedad formal e ideológica de «La tierra y el cielo». Esta complejidad tiene que ver tanto con el formato retrospectivo de la narración como con la presencia del sustrato cultural haitiano asociado con la magia del vodú. Estas múltiples capas narrativas han desconcertado a críticos como Rogelio Llopis, quien pone reparos a los frecuentes cambios de perspectiva en el relato. En su opinión, estos cambios representan un defecto formal que impide la resolución de dilemas y conflictos entre Pedro Limón y Aristón. «Es una lástima», lamenta Llopis, «que Benítez no le haya concedido más espacio a Aristón, no lo haya retratado mejor. De esta suerte hubiera salido a relucir mucho más acentuadamente el contraste entre Aristón, prendido con mano de hierro a las faldas de su mundo, y Pedro Limón, separado de esas faldas y, a resultas de este hecho, dueño de una cierta visión crítica» (1970: 199). Evidentemente, Llopis hubiera preferido poner los puntos sobre las íes de la misma manera que uno de los protagonistas de «La tierra y el cielo», el líder guerrillero conocido como el Habanero, quien insiste en explicaciones racionales de todo lo que ocurre a su alrededor: «No sabemos qué pensar de Aristón, si no se halla del todo en sus cabales por estar poseso de Oggún, o si dentro del contexto cultural a que él pertenece los posesos de Oggún actúan así sin que sus facultades mentales sufran el más ligero menoscabo» (Llopis 1970: 200). Según el juicio crítico de Julio Ortega, por el contrario, las ambivalencias de «La tierra y el cielo» entretejidas con sus «ángulos y relieves», son atributos de un texto estéticamente logrado: Los hechos apasionantes de su mundo culturalmente ambiguo se nos van revelando desde un personaje fabuloso y delirante, desde Aristón. Impresiona en este cuento, en primer lugar, la existencia subyacente de esta cultura mágica y clandestina, que el autor recupera con un ligero tono irónico, compartiendo con el lector la admiración y la sorpresa, la semi-distancia ante el delirio de esos personajes tan nítidos en el texto. Un espíritu haitiano se apodera de Aristón, destinándolo a la guerra, y él decide marcharse a la Sierra, con Pedro Limón como su mágico protector (1973a: 181).
Uno de los logros estéticos de «La tierra y el cielo» consiste en condensar dentro del formato de un cuento breve la riqueza de un mundo de proporciones verdaderamente épicas7. Benítez Rojo sitúa el dilema personal de Pedro en el Sería interesante comparar las diferentes variantes de «La tierra y el cielo» que han aparecido en numerosas colecciones de la cuentística de Benítez Rojo. En este trabajo, cito por la versión de la Antología personal. 7
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contexto de la Revolución Cubana, con múltiples referencias al pasado republicano. A través de una serie de retrospecciones, el protagonista reconstruye no solamente su propio drama sino también el mundo de miseria y de abusos a los cuales fueron sometidos los haitianos que formaban parte de la inmigración antillana a Cuba en los años 1920-1930. Como la mayoría de sus compatriotas, los Limón llevan una existencia trashumante entre la zafra cañera camagüeyana y la cafetalera oriental, siendo igualmente abusados y explotados en ambas. Forzosamente repatriados a Haití, los padres de Pedro ejemplifican el destino de miles de braceros haitianos desalojados de Cuba cuando el boom azucarero se dio por terminado. Aunque, según se ha visto en el capítulo II, algunos de los historiadores y antropólogos han insistido en la reticencia de los haitianos a integrarse a la sociedad cubana, Pedro Limón parece desafiar esta percepción. El joven «pichón de haitiano» no sólo tiene un sentido de pertenencia a Cuba y decide quedarse en Guanamaca durante la repatriación forzosa de su familia sino que años después acaba convirtiéndose en un militante revolucionario. Lejos de ser representativo de una colectividad, Pedro —igual que algunos de los protagonistas haitianos de la novela En el altar del fuego— está negociando el tortuoso camino de adaptación intercultural. Por otro lado, podría argüirse que la motivación de Pedro en los momentos cruciales de su vida nada tiene que ver con la idea de nación, etnia o ideología política, ya que el joven decide quedarse en Cuba para estar junto a su amante, Leonie, y acaba incorporándose a la guerrilla bajo la presión de su amigo Aristón. Gracias a su magistral manejo de elipsis, retrospecciones y saltos temporales, Benítez Rojo ha logrado darle al cuento una amplitud panorámica sin sacrificar la profundidad psicológica de sus personajes. La trayectoria de Pedro Limón pertenece, en su mayor parte, al período que Ana Vera Estrada ha llamado «los años de hostigamiento» de los haitianos entre 1930 y 1958. Estos eventos han sido «poco estudiados en detalle, aunque algunos autores tienden a caracterizarlos como una larga temporada de existencia semiclandestina, de la cual se supone escasa la documentación fidedigna que puede encontrarse» (Vera Estrada 1987-88: 427). Los recuerdos de Pedro ofrecen una vía de acceso al pasado de su comunidad, contribuyendo a la contienda testimonial contra lo silenciado y lo indecible que he identificado como una de las formas de rescate de la «gente sin historia» en Cuba después de 1959. En un episodio que da un nuevo giro a la vida de Pedro, el protagonista recuerda la brutal repatriación de los haitianos de Guanamaca:
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Nos amontonan en el centro del batey. Nos cuentan por cabezas. Nos arrean a planazos hasta el tren del ingenio. Los barcos esperan. El tren se va. Yo no lo veo. Yo no voy con papá y mamá. Yo me quedo aquí. Me quedo aquí porque nací en Cuba y quiero a Leonie […] y no quiero buscar más hambre en Haití y a lo mejor acabo allá hecho un zombie sin nombre (Benítez Rojo 1997: 195).
Esta visión literaria de la repatriación de Guanamaca recrea con inmediatez dramática y precisión casi documental los eventos recogidos en las investigaciones de carácter historiográfico y testimonial. Con gran probabilidad el episodio evocado en «La tierra y el cielo» ocurrió entre 1934 y 1937, puesto que la legislación de 1933 desató una oleada de repatriaciones forzosas de los haitianos que antes habían ocurrido sólo esporádicamente: Comenzaba entonces la cacería y la repatriación de haitianos. Algunos dueños de fincas sobornaron a oficiales y esos haitianos se ocultaron todo el tiempo hasta que amainó la tempestad. Otros muchos huyeron y se escondieron, otros fueron capturados por la Guardia Rural y devueltos a su país […]. Los introducían en camiones o en carros de línea del ferrocarril. Los barcos partían de Santiago de Cuba (Sarusky 2004b: 55).
Según he mencionado antes, a partir de 1959 el destino de los braceros haitianos, como la familia Limón en «La tierra y el cielo», se ha convertido en uno de los enfoques principales de investigación sobre la «historia de la gente sin historia» en Cuba8. En el caso de la comunidad haitiana, al término «gente sin historia» hay que agregar también la noción de «gente sin nombre». Pedro Limón alude a este anonimato de sus compatriotas en su vívida rememoración del allanamiento de los asentamientos haitianos cuando los Rurales van de casa en casa «gritando los nombres que nos han puesto los cubanos, los nombres con que aparecemos en las nóminas de los colonos porque los apellidos franceses son muy difíciles […]» (Benítez Rojo 1997: 195). La arbitrariedad con la que se adjudicaban o cambiaban nombres a los braceros haitianos recuerda las prácticas deculturadoras de la etapa de la esclavitud cuyo objetivo era la ruptura de lazos comunitarios y familiares:
8 Superando el anonimato y el olvido, en los últimos años se dio en Cuba un monumental esfuerzo de rescate y reivindicación de tradiciones orales afrodescendientes a través de un meticuloso proceso de reconstrucción de lo que es un corpus fragmentado e incompleto. Véase, a modo de ejemplo, los excelentes trabajos de Carmen Barcía Zequeira (2003) y Gloria García (1996).
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Les dieron nombres cristianos a las mujeres y a los hombres que ingresaban como bozales al mundo de la esclavitud: nombres esclavos. En caso de haber sido esclavizados en África, este nombre esclavo debía simbolizar la ruptura total con la cultura previa; debía destruir su identidad anterior. En la mayoría de las listas de esclavos, los individuos aparecen con números, un nombre cristiano del espectro de la Biblia (María, Juan, Pedro) y un adjetivo cualitativo (gordo, delgado) o genérico (lucumí, congo, mandinga), casi siempre escrito en minúsculas (lo que refuerza nuestra tesis: no eran nombres, sino adjetivos) (Zeuske 2002: s/p).
Incluso durante la etapa de la posemancipación en Cuba el historiador Michael Zeuske ha documentado la persistencia del procedimiento del «apellido ausente», según el cual a los ex esclavos se les otorgaba, igual que a los hijos ilegítimos, el apellido de la madre seguido de las iniciales «s. o. a» («sin otro apellido») (2003: 65-67). A veces este «eufemismo» legal se convertía en segundo apellido (Zeuske 2003: 65). Según los testimonios recogidos por Sarusky, en el trasiego de los inmigrantes haitianos que entraban a Cuba clandestinamente «no se les adjudicaba un nombre en particular como ocurría durante la trata, cuando al referirse a los esclavos traídos de África, enmascaraban a veces el hecho usando términos como piezas de ébano o carbón» (2004a: 4). Una vez en Cuba, a un haitiano se le daba un nombre en español, probablemente por motivo de «la dificultad de los cubanos para pronunciar los nombres en creole» (Díaz 1966: 34). Muchos haitianos recibieron nombres de héroes de la Independencia cubana: José Martí, Antonio Maceo, Máximo Gómez (Guanche y Moreno 1988: 22; Díaz 1966: 34). A veces el nombre reflejaba la condición personal del individuo (Juan Solo)9. Rolando Álvarez Estévez menciona también casos en que se les daba nombres de productos, anuncios o casas comerciales (1988: 14). James Figarola confirma que al nombre en créole —recibido en Haití— se le agregaba arbitrariamente un nombre español, inventado por el contratista o el colono, que en muchas ocasiones era del propio hacendado o de algún político conocido. Con este nombre oficial el inmigrante «era registrado en los controles de inmigración en nuestro país y en los centros de pago de las plantaciones cañeras» (1999: 18). Mientras que para los informantes camagüeyanos de Díaz «resultan típicamente haitianos los apellidos de Pol, Fis y Pie» (1966: 34), tampoco parecen sorprenderlos patronímicos tan curiosos como Bacalao o Yegua. «Lo más El hecho de que uno de los protagonistas haitianos de la novela El columpio de Rey Spencer se llame Juan Solo confirma la familiaridad de la autora con las características etnoculturales de esta comunidad. 9
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asombroso de todo esto es la aparente indiferencia con que estas personas llevan los nombres que hemos señalado», observa Díaz (1966: 34). Algunos nombres registrados por Miguel Nevet y Anaima S. de la Rosa en la región de Esmeralda reflejan la mala fe con que fueron asignados: Mojón Lindero, Aguacate, Ano Fis, Chapucero Poll, Seguramente Sagua, Wilfredo Diente Perro, Tractorcito Ford, Anita Chaquetita Haití, José Bacalao, José Verraquito (2002: 12). Vistos con esta luz, los nombres haitianos que se mencionan en «La tierra y el cielo» —José Bacalao, Antonio Pepsicola, Juan Primero, Juan Segundo, Andrés Silencio, Alberto Cabezón— parecen avalados por un meticuloso trabajo de investigación etnohistórica de Benítez Rojo. Aunque los cambios de nombre causaban grandes dificultades para los haitianos a la hora de tramitar cualquier beneficio o documento, a diferencia de otros estudiosos, que ven en este proceso de rebautización un acto de violencia y negación, James Figarola repara en la flexibilidad del sistema del vodú que lleva al haitiano a abrazar este nombre nunca solicitado como una fuente de «un fortalecimiento adicional dentro de la representación múltiple vuduista y es tanto más fuerte porque proviene y representa a un ser de mucho poder mágico, como el colono y el político» (1999: 19). A base de sus trabajos de campo, el investigador ha observado que a los haitianos creyentes se les daba aún otro nombre cuando se iniciaban en el vodú y que era «una suerte de restablecimiento de la entidad nominal primera» que funcionaba en armonía con el nombre intermedio (1999: 19). Por otra parte, el detallado estudio de Juan Blázquez Miguel acerca del proceso de iniciación trae la siguiente acotación: «el acto de leve non (prolongar el nombre) impone el nombre de algún antepasado convertido en lwa. Es el símbolo de una nueva vida, uniéndose a esta persona el lwa al que debe servir» (2002: 52). También Rémy Bastien, en su libro sobre la familia rural haitiana, repara en el complejo sistema de nombres múltiples y sus variantes, como parte de una cosmovisión más amplia: En tiempos pasados era costumbre frecuente que los campesinos pidiesen un nombre bonito a un conocido de la ciudad. Es costumbre también «relevar» el nombre usando una variación del apellido o el apellido mismo […]. En el momento de recoger al niño del suelo, el padre puede darle un nombre secreto. En voz baja murmura: «Te recojo, tú…» y para la asistencia anuncia el nombre cristiano. El nombre secreto es chistoso: «Polvito», «Trapo», «Palo-Escoba» o religioso, «Caridad», «Salvador», «Diosdió». No hemos notado el uso de nombres de animales o de plantas. Es otra protección más, contra los espíritus malignos. Como un loupgarou para apoderarse de una criatura tiene que saber su primer nombre, el secreto lo paraliza (1951: 53).
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De todos modos, desde el punto de vista oficial, los nombres de los haitianos no siempre aparecían en los registros y con frecuencia estaban alterados por el poseedor según las conveniencias o por iniciativa del mismo individuo que adoptaba un nombre más específico para diferenciarse de los demás paisanos (José Solo Solito en vez de Juan Solo, por ejemplo). En un testimonio reciente, Amado del Pino comparte el siguiente recuerdo de su infancia en el campo cubano que confirma la existencia de esta práctica: Los haitianos, ilegales en su mayoría, se cambiaban hasta el nombre al llegar a Cuba. La parte simpática de esta circunstancia trágica a todas luces está en los nombres que se adjudicaban. Conocí a uno que respondía por «dominó de pie», al parecer una de las primeras frases que oyó entre nosotros. Más sobrio, seco, de crudo realismo era el mote de Juan Solo […]. El que más confianza hizo en mi casa era gordito, con unos dientes relampagueantes en su cara negrísima. Se defendía con el español más que la media y probablemente por esa destreza pudo elegir un nombre tan gráfico y sensorial […] José Cariñoso Suave (Pino 2004: s/p).
Por cierto, la realidad no siempre era tan poética como parecen sugerir estos nombres sonoros e imaginativos. Barry Carr ofrece numerosos ejemplos de las prácticas denigradoras de rebautismo de los haitianos: contemporary accounts are replete with cruel and mocking responses to Haitians. This was exemplified by the sarcastic, grandiloquent, and ridiculous names bestowed on them, such as ‘Pedro el Grande,’ ‘Aleibiades el Magnífico,’ ‘Judas Crocante,’ and ‘Cerveza Tropical’ […]. Generally, Haitians, were referred to only by first name, a custom of naming that underscored their status as ‘children’. Without legally registered names, many Haitian braceros became, in effect, legally disenfranchised (1998: 93-94).
No es de extrañar, pues, que la identidad de los haitianos se desvanezca en el anonimato sin memoria, sin patrimonio tangible, sin genealogía, y que la voluntad de reinscribir su historia en los archivos de la nación se convierta en uno de los grandes proyectos auspiciados por la Revolución Cubana. Uno de los ejemplos más recientes de este esfuerzo es el libro Trascendencia de una cultura marginada: presencia haitiana en Guantánamo (2007) de Bernarda Sevillano Andrés, basado en testimonios orales de haitianos y sus descendientes. La repatriación forzosa —cuyo ominoso ritual recuerda las «cazas» de esclavos en África— era uno de los hitos que jalonaron las vidas de la mayoría de los haitianos en Cuba. En El columpio de Rey Spencer, «La tierra y el cielo»
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y, según veremos más adelante, la novela En el altar del fuego, es notable el esfuerzo por testimoniar este trauma colectivo y sus consecuencias: la ruptura de lazos comunitarios, dispersión de familias, pérdida de historias habitualmente trasmitidas por la colectividad. Reprimido por las autoridades y por la inhabilidad o reticencia de los sobrevivientes a testimoniar, el trauma de la repatriación forzosa se convirtió en un fantasma. Como un hecho irrepresentable e impensable —callado y negado— la repatriación forzosa no solamente dispersó a las familias como la de Pedro Limón, sino que también reforzó el estatus de los haitianos en Cuba como «gente sin historia». Al mismo tiempo, según el argumento de Sevillano Andrés, las repatriaciones masivas determinaron «el afianzamiento aún mayor» del sentimiento de haitianidad de los que lograron permanecer en Cuba (2007: 55). A pesar de la feroz insistencia de la Guardia Rural encargada de la repatriación, muchos haitianos tomaron el riesgo —igual que Pedro Limón— de quedarse en el país adonde ellos mismos o sus padres habían venido en pos de mejor fortuna. Podemos imaginarnos que, igual que los cimarrones y apalencados en el siglo xix, Pedro Limón y sus compatriotas aprovecharon la topografía inaccesible del Oriente así como las habituales «tretas del débil» —su invisibilidad, su anonimato, su existencia al margen de los registros de ciudadanía— para desafiar las arbitrariedades de la ley. Los historiadores coinciden en señalar que la vida de la mayoría de los braceros haitianos en Cuba «estaba marcada por la ilegalidad, el contrabando y el engaño» puesto que «era difícil hallar a un haitiano amparado por los documentos en regla» (Sarusky 2004a: 6). En palabras de Ana Vera Estrada, «preferían una existencia nómada en Cuba, escondidos por amigos o parientes para protegerlos de la guardia rural. […] que regresar desprovistos de todo como habían salido, a un país de economía agrícola, y tierras depauperadas desde hacía muchos años» (1987-88: 426). El créole y el vodú como marcadores de la alteridad haitiana En un gesto de desafío a los silencios y las distorsiones de la historia, el cuento de Benítez Rojo ostenta una ambición reivindicadora que llega a emparentarlo con el testimonio. Por otro lado, al igual que El reino de este mundo, «La tierra y el cielo» hace relucir la dimensión «mágicorrealista» de la cultura haitiana. A pesar de que no se trata del mismo escenario ni de la misma época, tanto en la novela de Carpentier como en el cuento de Benítez Rojo el sustrato cultural haitiano está asociado principalmente con el vodú, el misterio y la
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otredad. Así pues, en una de las primeras descripciones de Pedro Limón se le atribuye las características de «un zombie sin nombre», mientras que el microcosmos de la comunidad haitiana de Guanamaca está regido por la magia vodú del houngan Tiguá —«el brujo Tiguá como le decían los blancos, el abuelo de Pascasio y Aristón» (Benítez Rojo 1997: 192)—. Capaz de convertirse en una culebra (195) y comunicarse «con los loas más grandes del vudú» (190), Tiguá pertenece a la misma estirpe que Mackandal. Igual que en el caso de Prudence en Otro golpe de dados, la otredad de los personajes de origen haitiano adquiere también su relieve a través de las referencias al créole, la lengua compartida por la comunidad haitiana que claramente delimita su «diferencia» ante los cubanos. Los lingüistas y antropólogos que han ido desbrozando los avatares del créole cubano observan su uso extendido en el contexto familiar, mientras que el español está considerado como lengua de tránsito, ya que muchos haitianos abrigaban la esperanza de volver a su país natal. Se sabe también que la barrera del idioma influyó en el hecho de que los haitianos no se acogieran a la Campaña Nacional de Alfabetización (1961) de la misma manera que otras comunidades rurales, por lo cual el bilingüismo de Pedro Limón no deja de ser ambivalente en el contexto de su misión alfabetizadora10. Vodú, zombie, loa, houngan, créole: estas palabras asociadas con el icónico repertorio haitiano parecen tan «fuera de lugar» en el contexto cubano revolucionario que su extrañeza está señalada en el relato de Benítez Rojo por el uso de la cursiva. De esta manera, «La tierra y el cielo» afina la sensibilidad del lector hacia la impronta lingüística y cultural de la «diferencia». Las extensas investigaciones de José Millet y Alexis Alarcón confirman que en Cuba «el vodú se convirtió en uno de los mecanismos más eficaces utilizados por los inmigrantes haitianos para defender y preservar su identidad cultural constantemente amenazada y atacada» (1989: 75). Sin embargo, para estos investigadores —quienes junto con Joel James publicaron la pionera monografía El vodú en Cuba—, el vodú era no sólo «un recurso de reafirmación de la haitianidad» sino también un dispositivo de su integración a la
La preparación masiva de maestros para la campaña de alfabetización empezó en 1960, año en que se constituyó el Contingente de Maestros Voluntarios. El trabajo en las zonas más remotas del Oriente fue llevado a cabo por la brigada de maestros de vanguardia «Frank País». Algunos de los haitianos del Oriente y Camagüey, por no dominar el idioma español, «han resultado inalfabetizables en la Campaña», según el informe del ministro de Educación, Armando Hart (Hart: s/f, s/p). Acerca de las representaciones literarias de la campaña de alfabetización, véase el excelente libro de Ana Serra (2007). 10
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cubanidad, «una voluntad de ser cubano y de ser reconocido como tal» (De la Hoz 2006: s/p)11. En «La tierra y el cielo» el vodú marca la diferencia haitiana, pero al mismo tiempo es un vehículo de adaptación de esta comunidad a las circunstancias socio-políticas cambiantes. Varios estudiosos del vodú destacan la excepcional flexibilidad del culto en comparación con otras religiones de sustrato africano que también han tenido que recurrir a una variedad de estrategias para sobrevivir bajo el sistema represivo de la esclavitud. En palabras de James Figarola, Millet y Alarcón, «el vodú es un sistema mágico-religioso abierto, en contraposición a los sistemas mágico-religiosos cubanos que suelen ser cerrados o al menos con mucho más alto grado de rigidez que el vodú» (1998: 72). Muchas y variadas son las manifestaciones de esta adaptabilidad, destacándose entre ellas el carácter abierto de su panteón : «En el vodú pueden aparecer en cualquier momento nuevos dioses, cosa totalmente inimaginable en cualquiera de las otras religiones» (1998: 72). Para Métraux el carácter utilitario y pragmático del vodú es tal que la religión «se preocupa más de los asuntos de la tierra que de los del cielo» (Métraux citado por Castor 1984: 112). Desde el punto de vista europeo, sin embargo, incluso los sistemas que los autores de El vodú en Cuba consideran como «cerrados» se encuentran muy lejos de la rigidez de la religión católica. Dentro de este contexto resulta ilustrativo un episodio que forma parte del fascinante libro My Odyssey: Experiences of a Young Refugee from Two Revolutions by a Creole of Saint Domingue. No sabemos mucho de su anónimo autor, salvo que era hijo de colonos franceses de Saint-Domingue y que a la hora de los eventos narrados en el libro (1797-1798) tenía unos dieciséis años. El manuscrito —una suerte de diario integrado por ocho cartas— fue rescatado de los archivos de la familia De Puech en Nueva Orleans y editado por la descendiente del autor en 1959. El fragmento de My Odyssey que me interesa aquí describe a un esclavo condenado a muerte por su participación en la sublevación contra los colonos de Santo Domingo. En uno de los bolsillos del ajusticiado los soldados encuentran un panfleto sobre la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, mientras que sobre su pecho descubren un resguardo comúnmente usado por los practicantes de las religiones de sustrato africano: En las investigaciones conducidas en los años noventa del siglo xx en las comunidades haitiano-cubanas de La Caridad, Las Mercedes, la de Antilla, la de Vertientes, entre otras, las investigadoras Yalexy Castañeda Mache e Ileana Hodge Limonta notaron que «para los haitianos entrevistados así como sus descendientes practicantes del Vodú, este término designa lo ‘sagrado’, ‘es un poder espiritual’, ‘una fuerza inmaterial’, ‘es un espíritu, un Dios, es todo lo religioso’» (s/f: s/p). 11
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He gave the signal himself and met death without fear or complaint. We found in one of his pockets pamphlets printed in France, filled with commonplaces about the Rights of Man and the Sacred Revolution; in his vest was a large packet of tinder and phosphate of lime. On his chest he had a little sack full of hair, herbs, bits of bone, which they call a fetish; with this they expect to be sheltered from all danger; and it was, no doubt, because of this amulet, that our man had the intrepidity which the philosophers call Stoicism (Parham 1959: 34).
Desde el punto de vista del observador europeo, la yuxtaposición de valores mágicos de origen africano con los ideales modernos de la Revolución Francesa parece escandalosa e incongruente. Dentro del marco conceptual de origen africano, se da, sin embargo, una síntesis de elementos aparentemente irreconciliables12. El inconfundible dinamismo del vodú y su adaptabilidad a las circunstancias cambiantes aparecen reflejados también en la configuración de los protagonistas de «La tierra y el cielo». Así pues, el houngan Tiguá funciona como un intermediario entre «el reino de este mundo» de Guanamaca y los espíritus, «hablando con los loas y los muertos» (Benítez Rojo 1997: 195), mientras que Aristón, su nieto y discípulo, se inserta en el fluir inmediato de la historia. Al ser poseído por Oggún, el loa de la guerra, Aristón es percibido como continuador tanto de la tradición heroica de la Revolución Haitiana como del legado mágico del vodú13. Conforme a la propuesta de James Figarola, la variante cubana del vodú haitiano puede ser denominada ogunismo «en razón de primacía de las deidades guerreras dentro de su panteón específico» (Alarcón 1988: 91). En el libro El vodú en Cuba se menciona específicamente la Revolución Haitiana para explicar por qué Oggún, el herrero del mundo mítico de Dahomey, se transformó en Haití en divinidad guerrera: «Hay razones históricas que explican este cambio: baste sólo con hacer referencia a la célebre ceremonia vodú de Bois Caimán, celebrada en agosto de 1791, donde a la sacerdotisa que blande el machete ritual, siguen las invocaciones de guerra Fai Ogún, fai Ogún, fai Ogún, ¡Oh! […]» (James Figarola, Millet, Alarcón, 1998: 144). De igual manera, Fernando Ortiz ha demostrado que, en Haití, Oggún es un loa de la independencia, mientras que en el Oriente cubano aparece sincretizado con El saco con pedazos de huesos, pelo y hierbas que los soldados encuentran sobre el cadáver del insurgente negro es semejante a la nganga, recipiente sagrado del culto del palo monte al cual haremos referencia en el capítulo VI dedicado a la obra de Joel James Figarola. 13 Según he podido establecer, el nombre «Aristón» es de origen griego y significa «hombre selecto». 12
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San Pedro y asume el rol del patrón de Santiago de Cuba (citado por Moreno Vega 2000: 47)14. Finalmente, Richard Burton discierne en el haitiano Ogou un espíritu de la resistencia militante y concluye que Ogou Feraille y Ogou Badagri representan a Toussaint, Dessalines y Christophe y su lucha contra los franceses (1997: 249-250). Dentro de esta genealogía de Oggún no puede faltar, por cierto, el homenaje literario que el dios guerrero recibe en varios pasajes de El reino de este mundo: desde su invocación por la oficiante de la ceremonia de Bois Caïman, hasta su liderazgo al frente de las tropas de esclavos insurgentes: «Ahora, los Grandes Loas favorecían las armas negras. Ganaban batallas quienes tuvieran dioses guerreros que invocar. Ogún Badagrí guiaba las cargas al alma blanca contra las últimas trincheras de la Diosa Razón» (Carpentier 1979: 65). Los rasgos de Oggún Guerrero que emergen de todas estas representaciones se revelan también en «La tierra y el cielo» en el comportamiento de Aristón poseído por el loa. Aristón —guerrillero violento y mártir suicida— encarna una de las características fundamentales de su loa protector: la ambivalencia. Según Argüelles Mederos y Hodge Limonta, Oggún es «patrón de los herreros, guerreros, divinidad violenta, pícaro, brusco, áspero. Sus colores son rojo y blanco, utiliza como tributo el machete, es dueño también del rayo y la tormenta» (1991: 125). De acuerdo a Richard Burton, Oggún destruye no sólo a los enemigos, sino que también, en un gesto de sacrificio suicida, se vuelve contra sí mismo: «Symbolizing all the ambiguities of power in action, Ogou also acts out violence in all its forms and directions» (1991: 251). Aprovechando las complejidades y transmutaciones de Oggún, Benítez Rojo entrelaza su relato con una búsqueda de la identidad, individual y colectiva, étnica e ideológica. «La tierra y el cielo» y El reino de este mundo: ecos y diferencias Para los haitianos de «La tierra y el cielo», la Revolución Haitiana es una fuente de inspiración, esperanza y dignidad: «somos una raza orgullosa, tenemos historia, somos una raza de guerreros que derrotó al ejército de Napoleón» (Benítez Rojo 1997: 195). En varias ocasiones se menciona con reverencia a los héroes de la independencia haitiana, destacando la continuidad política Ti Noel, el protagonista de El reino de este mundo establece esta relación sincrética de manera explícita: «Además, Santiago es Ogún Fai, el mariscal de las tormentas, a cuyo conjuro se habían alzado los hombres de Bouckman» (Carpentier 1979: 57). 14
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entre el pasado y el presente cuando los jóvenes que se van a la sierra con Fidel se sienten protegidos por el espíritu de Toussaint Louverture. El mismo Tiguá se identifica con el loa de Jean Jacques Dessalines, quien habla por su boca en los momentos de posesión. Es importante notar que Dessalines es venerado en Haití como uno de los próceres de la independencia que llegó a fundirse en el imaginario popular con Oggún, dios de la guerra (Ogou Desalin). Finalmente, los nexos que establece Benítez Rojo entre los poderes sobrenaturales del «manco Makendal» y la magia de Tiguá no solamente reafirman la continuidad política del patrimonio de la Revolución Haitiana, sino que refuerzan también los vínculos intertextuales del cuento con El reino de este mundo. Tanto en el retrato de Tiguá como en la configuración de Aristón como su sucesor es notable el énfasis en la dimensión subversiva y política del vodú, muy semejante a la visión de Carpentier y su representación de Mackandal como líder de la insurgencia esclava. Según Alfred Métraux, François Mackandal era uno de los precursores de la independencia haitiana, catalizador de la rebelión esclava más importante en contra de los colonos franceses antes de 1791. Era un esclavo cimarrón originario de Guinea que perdió un brazo después de haber sufrido un accidente en el trapiche del ingenio. En 1757, el manco Mackandal huyó de la plantación de su amo, Lenormand de Mézy, en el norte de Saint-Domingue y empezó a ganar fama de orador, profeta y houngan, convirtiéndose en un líder carismático de los esclavos. Con su manejo del vodú, Mackandal instigó la resistencia, lanzando una conspiración que consistía en envenenar la comida de los amos y las reservas de agua de las plantaciones. Durante más de cinco años fue perseguido por los aterrorizados colonos, pero fue traicionado y apresado mientras asistía a una reunión en un barracón de esclavos. Fue condenado a morir en la hoguera y su ejecución se llevó a cabo el 20 de enero de 1758. No obstante, los seguidores de Mackandal, convencidos de su invulnerabilidad y de su capacidad licantrópica, estaban seguros de que su héroe había huido de las llamas, metamorfoseado en un animal, y que un día volvería para salvar a su gente15. 15 El vocablo macandal significa «amuleto» y es de origen conga. La figura de Mackandal ha cautivado la imaginación de muchos escritores, artistas y pensadores. Edouard Glissant, uno de los más destacados escritores del Caribe, dijo. «Mackandal est un héros puissant en mon cœur, et je m’efforce d’ameublir sa solitude aux champs glacés du silence historique […]» (1997: 141). Más recientemente, Manuel Rueda, un escritor dominicano, publicó un extenso poemario épico titulado Las metamorfosis de Makandal (1998). La asociación entre Mackandal y la configuración del vodú como un culto maléfico queda reafirmada en el siguiente comentario de Anna Wexler: «Shortly after his execution in 1758,
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A la hora de yuxtaponer los textos de Carpentier y Benítez Rojo se hacen aparentes los paralelos entre Mackandal, el houngan Tiguá y Aristón. Tanto Mackandal como Tiguá son sacerdotes oficiantes del vodú, curanderos, conocedores de fórmulas secretas y de la magia chamánica, expertos en conjuros, maleficios, venenos y hechizos16. Pero Mackandal es también un guía político, y en este sentido su parentesco con Aristón, poseído por Oggún, es evidente, tanto, que ambos se consideran invulnerables debido a su capacidad de metamorfosis. Según demuestra Laënec Hurbon, a lo largo de la historia de Haití «[c]rímenes de sortilegios y crímenes de rebelión se confunden poco a poco» (1997: 79), llevando a lo largo del siglo xix a la progresiva implementación de medidas legales para reprimir «prácticas supersticiosas» (1997: 180). Las tensiones que sostienen el eje dramático de «La tierra y el cielo» están catalizadas en gran medida por la transformación de Aristón y su posesión por el loa de la guerra: «Esa noche Tiguá aseguró que Oggún Ferrai había montado a Aristón, que había conversado con el dios y éste estaba muy contento de haber podido moverse y pelear dentro de los músculos de su nieto» (196). Al ser «montado» por el loa, Aristón anuncia su nueva identidad: «Oggún Ferrai me protege, Oggún el mariscal, Oggún el capitán, Oggún de los hierros, Oggún the Upper Council of Le Cap (a principal city and commercial center) declared illegal the making of ‘makandals,’ or packets containing Christian artifacts as well as bones, nails, roots, and additional materials used for protection against sadistic masters, attracting lovers, luck in games, harming enemies, and other purposes (see Dayan; Fick). The use of poisons, which were referred to as wanga during that period, was closely associated with these packets as the next step up on the ladder of aggressive magic (see Pluchon). Those slaves and free blacks accused of poisoning by the planters and colonial authorities were often burned alive (see Fick)» (Wexler 2001: 85). Un excelente estudio del «macandalismo» se encuentra en el libro de Pierre Pluchon (1987). El libro de Karol K. Weaver (2006) sistematiza la abundante literatura sobre Mackandal y sitúa su historia (y su leyenda) dentro del contexto de la medicina tradicional de origen africano en Saint-Domingue. 16 En «El Vodú. Su impronta en la cultura religiosa cubana» de Yalexy Castañeda Mache e Ileana Hodge Limonta encontramos las siguientes definiciones: «El houngan y la mambo conforman la principal jerarquía religiosa. El primero conocido como sacerdote vodú es respetado dentro de la comunidad religiosa y aun fuera de esta. Es el portador del conocimiento y secretos de la práctica voduista; conoce el comportamiento en la mitología de los loas y puede penetrar en su lenguaje simbólico para que éstos ofrezcan sus favores al individuo. La mambo por su parte, es la sacerdotisa vodú que colabora con el houngan, preside la ceremonia e invoca a los dioses o loas […]. El templo vodú constituye un patrimonio familiar y los poderes y conocimientos del sacerdote son transmitidos oralmente de generación a generación. El houngan es el facultado para elegir un sucesor dentro del núcleo familiar. De ahí la perpetuidad de las creencias y prácticas voduistas en Cuba» (2007: s/p).
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de la guerra. ¡Yo soy Oggún!» (196). Los autores de El vodú en Cuba afirman que, además de ofrecer un amplio margen de flexibilidad a sus creyentes, el vodú procura otorgarles un sentido de invulnerabilidad mediante el proceso de posesión con la divinidad superior (James Figarola, Millet y Alarcón 1998: 72). De hecho, la presencia de Oggún en el cuerpo de Aristón le confiere al joven la confianza en sus poderes sobrehumanos17: A mí no hay quien me mate —decía Aristón, transfigurado por Oggún. Era curioso verlo combatir […]. Oggún tomaba posesión de él, se le metía adentro silencioso como una culebra. Aristón no se daba cuenta, se dejaba tragar sin hacer un movimiento, y la carne se le ponía escamosa y fría y cenicienta, y los ojos como los de los bueyes muertos en las crecidas, Oggún Ferrai asomado a su mirada y a su piel (Benítez Rojo 1991: 200).
Cuando Aristón es sentenciado a muerte por haber matado en un ataque de furia a otro guerrillero que lo había ofendido («es que ustedes son un par de haitianos pendejos» 202), escoge a Pedro para formar parte del pelotón de fusilamiento: «‘Pedro Limón’, dijo, y cuando le preguntaron que quién más, se encogió de hombros. —No te ocupes —me decía en créole mientras le amarraban las manos —Si tú estás conmigo no me puede pasar nada» (203). Confiando en la invulnerabilidad de su amigo, Pedro queda a la espera de un milagro: Al fin llegamos al árbol. Se dejó vendar los ojos y colocar de espaldas al tronco. Los del pelotón formamos una hilera, a unas doce varas. «¡Carguen!», ordenó el Habanero, y yo palanqueé mi San Cristóbal. Aristón estaba como todos días, alegre y bravucón […] lo miré bien para llevármelo de memoria, por si acaso Oggún lo Una posible interpretación simbólica de la muerte de Aristón-Oggún a la luz del sincretismo vodú se abre con el siguiente comentario de Richard D. E. Burton: «But as well as embodying the martial spirit of Haitian resistance, Ogou is also a healer—he is the patron loa of surgeons among others—and if he inflicts suffering with his sword, he also suffers on his own account and is sometimes represented on the walls of peristils slumped like a mortally wounded warrior, tears rolling down his cheeks, his arms flung limply over the shoulders of his supporters, implicitly if not explicitly like Christ at the deposition from the cross. He is, in short, both violent warrior and suffering redeemer, who liberates through the wounds he inflicts and heals through the wounds he suffers» (1997: 251). Como «géneral sanglant» (Métraux 1972: 107) Oggún lo es en el doble sentido: sangriento y sangrante, según observa también Barton. El comportamiento de Aristón sigue, a grandes rasgos, el patrón identificado por Burton en Oggún: «For if Ogou inflicts violence first upon the people’s enemies, he is also capable of turning it not just against the people in whose name he acts but also, in a final suicidal gesture, against himself» (1997: 251). 17 �
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transformaba en lechuza o algo parecido; y vi que usaba dos collares de semillas, y yo siempre había creído que eran más y los colores de los pañuelos de Adelaida eran amarillo, blanco y negro, las razas que habían reinado en Saint Domingue, y tuve que fijarme mucho porque estaban rotos y desteñidos; y le volví a mirar la cara y ya se le había puesto gris, y seguro que Oggún había bajado con el ruido de las armas y ahora vendría lo bueno (203-204).
En contraste con una representación casi furtiva y lacónica del fusilamiento de Aristón, con la esperanza de la salvación titubeada más que pronunciada, en El reino de este mundo la ejecución de Mackandal en la Plaza Mayor de la Ciudad del Cabo se describe en términos de un espectáculo teatral. En la versión de Carpentier todo está a plena vista, como si la distancia entre la realidad y su representación se redujera ante los ojos del público y del lector. El narrador, el lector y los espectadores parecen presenciar este evento desde la primera fila18:
Varios críticos han comentado la teatralidad de esta escena. Véase, por ejemplo, el perspicaz análisis de James J. Pancrazio (2004). En el contexto más general, resulta de gran interés el artículo de Antón Blok (1999) sobre el simbolismo de las ejecuciones públicas. Blok nota, siguiendo los ya clásicos estudios de Michel Foucault sobre la disciplina, que antes de que «el teatro» de castigo público empezara a ser reemplazado hacia finales del siglo xviii por formas más «humanitarias» de ajusticiamiento, «The executions were not only public, carried out in or near the home towns of the convicts, but also true spectacles, intended for an audience that included kinsmen, friends, neighbors, and other fellow townsmen of the condemned […]. Invariably �������������������������������������������������� situated at the limits of the jurisdictions, the place of execution was a clearly demarcated location, usually an elevation or hill […]. Thus the condemned had to be escorted all the way from the place of detention to the liminal location. Such processions were very much a part of the theater of punishments. The condemned were on exhibition, which reinforced their humiliation and infamy even more […]. Foucault rightly observed that the body of the condemned man formed an essential element in the ceremonial of public executions: ‘It was the task of the guilty man to bear openly his condemnation and the truth of the crime that he had committed. His body —displayed, exhibited in procession, tortured— served as the public support of a procedure that had hitherto remained in the shade: in him, on him, the sentence had to be legible for all’» (Blok 1999: 47). Dentro de este contexto cabe agregar que muchos de los estudiosos del vodú destacan la dimensión teatral del culto. Comenta al respecto Richard D. E. Burton: «The ‘theatrical’ character of Vodou and Shango is well known and has been brought out by all the best writers on the subject. Possession consists not —except sometimes during its inaugural phases— of some uncontrolled frenzy or trance but of a conventionally codified and drafted performance in which the ‘horse’ impersonates or mimes the character, appearance, and gestures of the loa (Vodou) or orisha (Shango) that ‘rides’ her or him» (1997: 225). 18
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Como de palco a palco de un vasto teatro conversaban a gritos las damas de abanicos y mitones, con las voces deliciosamente alteradas por la emoción. Aquellos cuyas ventanas daban sobre la plaza, habían hecho preparar refrescos de limón y de horchata para sus invitados. Abajo, cada vez más apretados y sudorosos, los negros esperaban un espectáculo que había sido organizado para ellos; una función de gala para negros, a cuya pompa se habían sacrificado todos los créditos necesarios (Carpentier 1979: 36).
Con la entrada de Mackandal, los espectadores reunidos en torno al patíbulo fijan su vista en el protagonista del drama quien, igual que Aristón, lleva inscripto en su cuerpo el atisbo de su mortalidad: «De pronto, todos los abanicos se cerraron a un tiempo […]. Con la cintura ceñida por un calzón rayado, cubierto de cuerdas y de nudos, lustroso de lastimaduras frescas, Mackandal avanzaba hacia el centro de la plaza» (Carpentier 1979: 36). A diferencia de «La tierra y el cielo» —donde Pedro Limón en vano pide a su líder, el Habanero, una reafirmación de su versión de los hechos— la escena de la ejecución y de la salvación de Mackandal está representada por Carpentier desde dos puntos de vista diferentes. Según la mayoría de los críticos, estas perspectivas son mutuamente excluyentes. Así pues, desde la óptica de lo maravilloso arraigada en la fe vodú, Mackandal se escapa de las llamas valiéndose de sus poderes lincantrópicos: El fuego comenzó a subir hacia el manco, sollamándole las piernas. En ese momento, Mackandal agitó su muñón que no habían podido atar, en un gesto conminatorio que no por menguado era menos terrible, aullando conjuros desconocidos y echando violentamente el torso hacia adelante. Sus ataduras cayeron, y el cuerpo del negro se espigó en el aire, volando por sobre las cabezas, antes de hundirse en las ondas negras de la masa de esclavos. Un solo grito llenó la plaza. —Mackandal sauvé! (Carpentier 1979: 37).
Desde la óptica «racional», el narrador suministra una visión al parecer minoritaria de lo ocurrido: «Y a tanto llegó el estrépito y la grita y la turbamulta, que muy pocos vieron que Mackandal, agarrado por diez soldados, era metido en el fuego, y que una llama crecida por el pelo encendido ahogaba su último grito» (37). En un estudio reciente, James J. Pancrazio ha sugerido que en vez de identificar esta segunda perspectiva con la de Carpentier como vocero del racionalismo europeo, habría que ver en el narrador a alguien quien está oscilando entre los dos mundos. De este modo, sigue Pancrazio, El reino de este mundo acaba desenmascarando ambas versiones como simulacros de la realidad:
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In the execution scene, the narrator’s translations are intercultural because they fluctuate constantly between two different perspectives regarding the constitution of the real. The European vision claims that the real is produced through the performance of appearances, and the second presents invisibility, disappearance, and absence as the basis for the real […]. In this regard the Maroon’s final escape is a disappearance of an effigy, a body that was never entirely there in the first place (2004: 180-181).
Carpentier se interpone, pues, entre el lector y lo ocurrido, introduciendo la distancia y aboliendo la noción de lo verdadero. Esta intervención queda reforzada por el comentario autorial que aparece en el prólogo «sobre lo real maravilloso americano», donde Carpentier atribuye la salvación de Mackandal a la fe de los creyentes: «Pisaba ya una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes lincantrópicos de Mackandal, a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución» (1979: 11). Esta mirada dividida de Carpentier —que interpreta y desmiente tanto la versión de la realidad de los esclavos como la de los amos— tiene su equivalente estructural en la yuxtaposición que Benítez Rojo establece en «La tierra y el cielo» entre la actitud racional del Habanero y el «atavismo» de Pedro Limón. Al negarse a incluir la mención de la culebra en su informe oficial dirigido a las autoridades, el Habanero pone al descubierto las maniobras de un testimonio escrito «desde el poder». Por cierto, resulta fascinante observar cómo en un cuento publicado «desde» la Revolución Cubana en 1968 el mundo de la cultura haitiana le sirva a Benítez Rojo no solamente como contrapunto para destacar la rigidez binaria de la ideología marxista, sino también como un vehículo para la desmitificación de las manipulaciones inherentes al testimonio. De zombis y pichones marxista-leninistas: los retos de la identidad haitiano-cubana Lo que afecta la credibilidad de Pedro como testigo —su poder interpelativo— es su estatus de zombi, un ser sin cara, sin memoria, sin conciencia. A lo largo de «La tierra y el cielo» encontramos un verdadero encabalgamiento de imágenes de zombificación: Pedro Limón, desfigurado por un «morterazo en plena cara cuando lo de Girón» (191), es comparado a un zombi en las primeras líneas del texto; esta imagen vuelve más tarde, tanto en la evocación de la juventud del protagonista como en sus propias reflexiones acerca de su identidad. La metáfora del zombi es fundamental para mi análisis de «La tierra
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y el cielo» por varias razones: desde el punto de vista estético, es una imagen muy sugerente, profundamente anclada en el sustrato cultural que está en el corazón mismo de la percepción mágico-realista de la «otredad» haitiana; desde el punto de vista ideológico, es una vía de acceso a los dilemas de Pedro Limón, un personaje suspendido entre dos culturas, dos épocas, entre la liberación y la zombificación, entre la tierra y el cielo. A diferencia de la novela En el altar del fuego de James Figarola —que propone, según veremos, una suerte de incómoda simbiosis entre la espiritualidad ancestral y la ideología revolucionaria—, «La tierra y el cielo» está lejos de sugerir una resolución armoniosa o de superar la bipartición vertical que separa el mundo de los hombres del ámbito de los dioses. Desde la perspectiva de la ideología revolucionaria marxista, encarnada en el cuento en la figura del Habanero, Pedro Limón hubiera podido transformarse en un «hombre nuevo» —tal como lo hizo el protagonista de la novela de Cofiño— si hubiera optado por el camino pragmático trazado por la revolución, o sea, el camino «de la tierra». Efectivamente, gracias a la revolución, Pedro supera su estatus de víctima y asume el rol de maestro alfabetizador en su comunidad. Sin embargo, al terminar el cuento, sabemos que Pedro ha fracasado en su búsqueda de la redención, a pesar de su trayectoria revolucionaria ejemplar, desde la Sierra Maestra, a través de playa Girón, hasta la campaña de alfabetización. Desde la perspectiva de la comunidad haitiana, a su regreso a Guanamaca Pedro no es más que un zombi sin cara y sin nombre, quien en el proceso de fraguar su nueva conciencia ha transfigurado su identidad haitiana de la misma manera que aquel «morterazo en plena cara» había cambiado su rostro, «que poco a poco le habían pegado en el hospital, la cara triste que ardía hasta el hueso en noches húmedas y que según el médico había quedado regular y valía la pena darle el último retoque (siempre era el último)» (Benítez Rojo 1997: 191). Ya a partir de la apertura del cuento el lenguaje enrarecido del monólogo interior de Pedro refleja el terror que este «pichón de haitiano» siente ante la perspectiva de enfrentarse a su pueblo natal: «Le tengo miedo a Guanamaca, miedo a inaugurar la escuela y que no vaya nadie, miedo al fracaso, a que no me quieran por lo de Aristón y me tiren los regalos a la cara. A esta cara mía. Ahora no soy más que un pobre maestro con cara de zombie, y tengo miedo» (198). A la manera de un espíritu maligno de las películas de terror, Pedro Limón/zombi se autorrepresenta como un ser pasivo, sin rostro, un paria que ha perdido la voluntad, primero cautivado por Aristón, luego manipulado por la ideología del materialismo dialéctico y, finalmente, metamorfoseado en un fantoche incongruente, «un pichón de haitiano marxistaleninista» (198).
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Según sus propias palabras, Pedro no solamente le tiene miedo a Guanamaca, sino también al mundo de la revolución modernizadora con sus iconos de educación, progreso y salubridad: «le tengo miedo a los libros, a los profesores, a los médicos, a los hospitales» (198). El progreso traído por la revolución parece estar muy lejos de la ideología modernizadora representada en Otro golpe de dados por los hijos espirituales de la Revolución Francesa, Ángeles Hidalgo y Jean-Pierre Dubois. No obstante, según las lecciones de Dussel, en ambos casos la racionalidad tiene que triunfar por encima de cualquier otro criterio, mientras que la supervivencia de lo antiguo se percibe como un atavismo. Al contrario de las imágenes populares de los zombis, las analogías trazadas por Benítez Rojo entre Pedro Limón y un zombi encuentran una notable correspondencia con los estudios antropológicos19. La fascinación por los zombis en la cultura popular se nutre del hambre de lo exótico y lo sensacional, pero la bibliografía de carácter más «científico» nos indica que el fenómeno de los zombis es una adaptación al contexto haitiano de las creencias africanas acerca de la muerte como una suerte de transformación, una metamorfosis reversible de la vida. En el contexto caribeño, el zombi es también una forma mítica de alienación espiritual y desposesión material asociadas con los horrores de la esclavitud. Despojado de su voluntad y obligado a trabajar para un amo, el zombi tiene, por lo tanto, una dimensión doble: la religiosa y la económica20. Véase el interesante estudio de Edna Aizenberg (1999) donde analiza las imágenes fílmicas y literarias del zombie como una figura de la hibridez poscolonial. Su ensayo aborda varios ejemplos, desde la película I Walked with a Zombie (1943) hasta la novela Wide Sargasso Sea (1966) de Jean Rhys y El beso de la mujer araña (1976) de Manuel Puig, entre otros. Marina Warner encuentra la primera referencia a la palabra «zombie» en inglés en History of Brazil (1810-1819) de Robert Southey (Warner 2002: 119). Para un amplio estudio sobre los zombis en el cine, véase el artículo de Sulikowski (2000) y el libro de Surrey (2005). 20 � Maximilien Laroche así resume las dimensiones individuales y colectivas entrelazadas en un zombi: «a menacing form in the character of the zombi […] the legendary, mythic symbol of alienation […] the image of a fearful destiny […] which is at once collective and individual» (1976: 47). Son de consulta indispensable sobre esta temática los influyentes y controvertidos libros del antropólogo y biólogo Wade Davis, quien investigó en Haití los poderosos preparados botánicos usados por los houganes del vodú para la creación de los zombis. Ver en particular The Serpent and the Rainbow (1985) y Passage of Darkness (1988). En este último libro, Davis reproduce la fórmula usada por los bokors para causar el letargo y la aparente muerte de la víctima, para luego contrarrestarla con un antídoto que coloca al «resucitado» zombi bajo el poder absoluto del «hechicero». Según el mismo 19
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A pesar de la falta de consenso entre los antropólogos en cuanto a la naturaleza exacta del fenómeno, en las creencias haitianas, el zombi está vinculado con la noción dual del alma, dividida en Gros Bon Ange y Ti Bon Ange (pequeño ángel). Al haber sido «sustraídos» por un brujo malévolo de la parte del alma que controla la personalidad y la voluntad (Ti Bon Ange), los zombis ocupan una zona nebulosa entre la vida y la muerte, son «los muertos que andan» (Deren 1970: 338). Fantasmagóricos y letárgicos, desprovistos de la memoria y de la conciencia, los zombis son seres liminales por excelencia. Para muchos autores extranjeros, según nota Hurbon, la prueba contundente de la existencia real de los zombis se encuentra en el artículo 246 del Código Penal haitiano promulgado el 11 de agosto de 1835, que convierte en un acto criminal el uso maléfico de la magia y, al mismo tiempo, reconoce la existencia de la «producción de los zombis»: Es también calificado atentado contra la vida de una persona, por envenenamiento, el empleo que se haga contra ella de sustancias que, sin provocar la muerte, hayan producido un efecto letárgico más o menos prolongado […]. Si a consecuencia de ese estado letárgico, la persona ha sido inhumada, el atentado será calificado de asesinato (Hurbon 1997: 80).
Por cierto, en el imaginario occidental la figura del zombi se ha desprendido por completo de su contexto original21. En las investigaciones más recientes abundan esfuerzos por encontrar una posible base racional al fenómeno y eliminar la «vacilación» que, según el clásico estudio de Tzvetan Todorov, suele acompañar nuestras reacciones frente a lo fantástico. Este proceso de racionalización —que Hurbon define como la obsesión norteamericana con las drogas zombíferas (1997: 197)— tiene como objetivo encerrar a los zombis en una categoría que, según el esquema de Todorov, corresponde a lo extraordinario. Este afán tan propio de la modernidad de clasificar, catalogar y clarificar se encuentra ejemplificado en los polémicos trabajos de Wade Davis, que proponen una explicación de la zombificación en términos farmacológicos22. Además de autor, un detalle que inspiró su investigación tenía que ver con el hecho de que en el Código Penal de Haití se mencionara específicamente un preparado con estas propiedades. 21 Hay un consenso en cuanto al origen centro-africano del vocablo. Si bien algunos estudiosos han buscado sus orígenes etimológicos en la palabra les ombres (sombras) o en el vocablo arawak zemi, que significa «espíritu», Ackerman y Gauthier han demostrado la proliferación de términos semejantes en varias regiones africanas: zumbi-fetiche, nzambiespíritu, nsumbi-diablo (1991: 466-68). 22 Aunque no todos los científicos están de acuerdo con las conclusiones de Davis, se supone que uno de los ingredientes activos de la pócima empleada para zombifi ar es
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revelar los ingredientes de la supuesta fórmula zombífera, Davis cree haber identificado también la dimensión pragmática del fenómeno. Según su hipótesis, la zombificación —que puede ser producida a través de una combinación de hipnosis y de drogas— no tiene como objetivo principal la explotación económica sino que sirve como una forma de penalización social. El procedimiento funciona, por lo tanto, como un modo de control sobre los individuos que violan las reglas de la comunidad. Si aplicamos la teoría de Davis al caso de Pedro Limón, resulta evidente que la autodefinición del protagonista como un zombi, más allá de su significado metafórico, tiene implicaciones sociales que se manifiestan en el profundo sentido de culpa que siente el protagonista por haber traicionado los valores espirituales de su comunidad. Podría argüirse, sin embargo, que la zombificación de Pedro no es un simple acto de embrujamiento sino resultado de sus propias decisiones. En varios momentos de su vida el protagonista se encuentra en una encrucijada y escoge un camino, tal como lo hizo al quedarse en Cuba durante la repatriación de su familia23. Por cierto, es importante recordar que dentro del marco del vodú, la encrucijada —con su guardián, Legbá— tiene un carácter cosmológico y representa una intersección del plano horizontal de la tierra con el eje vertical del cielo (Deren 1970: 35-36), o sea, en términos de Mircea Eliade (1968), el axis mundi.
tetradotoxina, que provoca una parálisis general. El veneno, que es 500 veces más potente que el cianuro, es extraído del hígado de un pez conocido como fugu (pez globo) en Japón o frou-frou en Haití. Para reanimar el cuerpo del zombificado se administra una bebida a base de datura stramonium, aunque la medicina no conoce un antídoto para la tetradotoxina (Blázquez Miguel 2002: 148). 23 De hecho, otra manera posible de interpretar la figura de Pedro Limón dentro del marco vodú, tal como lo sugiere Alicia E. Vadillo, es asociarlo con el loa Eleggúa: «La misma voz de Oggún es quien ordena a Aristón que vaya a la guerra acompañado de Pedro Limón. En la campaña bélica, el amigo representará a Elegúa y permitirá, por lo tanto, que Aristón, en su compañía, no corra peligro. La protección de Pedro Limón-Elegúa sobre Aristón proviene de la creencia, tanto en la Santería como en el vodú, de que este orisha controla los caminos humanos, el destino y el azar» (2002: 90). Otra opción, tal vez más convincente aún, es identificar al dúo Pedro-Aristón con los mellizos marassás, equivalente haitiano de los jimaguas de la regla ocha. La antropóloga Marilyn Houlberg explica que en el vodú haitiano los mellizos tienen un gran poder, están vinculados con todo tipo de espacios liminales, como los umbrales y las esquinas, y ejemplifican los misterios de la relación entre la tierra y el cielo (1995: 268).
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«La tierra y el cielo» y el desmontaje del contrato testimonial La instancia en que, casi literalmente, se pone a prueba de fuego la integridad de Pedro Limón corresponde a su «testimonio» sobre el fusilamiento de Aristón. Después de la descarga, Pedro y sus compañeros creen haber visto una serpiente huyendo del cuerpo inerte de Aristón: No sé si fue un jubo o un majá, pero bajo el humo del disparo, un latigazo de ceniza corrió por entre las piedras y se perdió monte arriba. No era idea mía, todos nos quedamos mirando a lo alto de la ladera, aunque nadie le dio importancia. Al otro día, después de arreglar el nuevo campamento, le pedí al Habanero que me hiciera una carta, que le escribiera a Maurice para que allá supieran lo que le había pasado a Aristón, que lo contara bien claro, como él sabía decir las cosas. Pero el Habanero no quiso poner nada de la culebra. No quiso, él que explicaba todo con tantos detalles. Sólo me miró fijo, mucho rato, y luego […] me dijo que me retirara, que me retirara y que me decidiera, porque en la vida los hombres siempre habían tenido que escoger entre la tierra y el cielo, y para mí ya era la hora (204).
La ejecución de Aristón —amarrado al tronco de la ceiba, el árbol sagrado— y su posible metamorfosis/resurrección en forma de la culebra nos remiten una vez más al espacio real y simbólico del vodú 24. Más que un espectáculo de martirio —que hemos visto en el caso de Aponte— es un sacrificio que, igual que la ejecución de Mackandal, conlleva la promesa de la resurrección. Dentro del mundo ficticio de «La tierra y el cielo» el lector recuerda las imágenes de la culebra previamente asociadas tanto con Tiguá como con Aristón, pero en los estudios sobre el vodú se menciona la serpiente como el loa más antiguo y prominente del panteón, conocido como Damballah-wèdo y sus avatares: Da, Obatala, Dambala, Dambalah, Damballa Wedo, Damballa la Flambeau, Bon Dieu Bondye (Paravisini-Gebert y Olmos 2003: 112). En el contexto del cuento resulta significativo que la deidad serpiente se asocie en Haití con el arco iris, Este majestuoso árbol oriundo de América es objeto de culto de varias religiones de origen africano. La ceiba es venerada como la morada de los dioses y no hay quien se atreva a cortarla o pisar su sombra sin pedirle antes el consentimiento. Los dichos populares cubanos reflejan su carácter sagrado: «Dios está en la ceiba, y la ceiba no la tumba el viento», «El que sacude una ceiba sólo sacude su cuerpo». Sobre los atributos mágicos de la ceiba en las religiones populares de origen africano, es de consulta obligatoria el clásico libro de Lydia Cabrera El Monte. La ceiba puede representar también el eje vertical del axis mundi, tal como propone Mircea Eliade al demostrar cómo en distintas culturas la conexión entre la tierra y el cielo se da en la intersección «en cruz» del eje horizontal y vertical (Eliade 1968). 24
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símbolo, a su vez, de la unión entre la tierra y el cielo. Entre los atributos de Damballah-wèdo está la proclividad a habitar en los árboles y junto al agua, mientras que en el acto de posesión, a diferencia de otros loas, Damballah no habla por boca del creyente poseído, sino que hace que éste se deslice sobre el suelo con movimientos de serpiente. Su capacidad de adoptar la forma del círculo (serpiente que se muerde la cola) es tan significativa como su benevolencia y sabiduría ancestral que contrastan con la beligerancia destructora de Oggún —aquel «viejo veterano de los tiempos de las bayonetas», en palabras de Métraux—. Tal vez la metamorfosis de Aristón en culebra sugiere que en su reencarnación después de la muerte física el joven guerrillero va a asumir una actitud más constructiva que en su primer tránsito por el reino de este mundo. En el «testimonio» de Pedro, la disyuntiva entre el mundo mágico de las creencias ancestrales del vodú y la ideología revolucionaria se presenta de manera sumamente dramática puesto que el protagonista está retratado como un zombi sin cara y sin palabras propias, atrapado en la tierra de nadie, un paria sin tierra y sin cielo. Curiosamente, ya en la retórica clásica la integridad ética del testigo servía como uno de los pilares más importantes de su veracidad. Según nos hace ver Edward P. J. Corbett (1998), entre las tres esferas de la retórica —la persuasión racional (logos), la emotiva (pathos) y la ética (ethos)— fue esta última la que tradicionalmente llevaba más peso25. Hay que recordar también que en las comunidades tradicionales la colectividad sirve como el repositorio de la memoria que puede garantizar la correspondencia entre los actos de un individuo y sus palabras. En el caso de Pedro, la disociación entre su reputación como persona, sus actos y su testimonio está exacerbada por su zombificación: sus palabras, en último término, quedan despojadas de credibilidad, revelando la discordia entre lo vivido y lo narrado, entre la memoria colectiva y la remembranza personal, entre el esfuerzo por salvaguardar la integridad del sujeto individual y la autoridad de la comunidad. El silencio se impone en todas las instancias del contrato testimonial, tal como éste fue definido por Lyotard: Pedro Limón no encuentra a nadie que quiera escucharlo de buena fe y tampoco es dueño de un lenguaje capaz de dar vigencia a su relato. En la escena de fusilamiento el testimonio y el realismo mágico se dan la mano, se confunden, se sincretizan: el relato anticipa la 25 � Dice Corbett: «A person ingratiated himself or herself with an audience and thereby gained their trust and admiration —if he or she managed to create the impression that he or she was a person of intelligence, benevolence and probity. Aristotle recognized that the ethical appeal could be the most potent of the three modes of persuasion» (1998: 24).
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incredulidad del oyente, su desconfianza hacia la representación de un evento traumático ocurrido en condiciones que desafiaban la capacidad observadora de testigos/actores del drama («bajo el humo del disparo», «un latigazo de ceniza corrió», «se perdió monte arriba»). Esta experiencia está mediatizada por un testigo no-fidedigno, consciente de su precario estatus ante la comunidad, quien intenta remitirnos a la autorización de los demás para reafirmar su propia veracidad («no era idea mía, todos nos quedamos mirando»; «le pedí al Habanero que […] le escribiera a Maurice para que allá supieran lo que le había pasado a Aristón»). Dentro de las simetrías que sostienen la urdimbre de la trama de «La tierra y el cielo», la zombificación de Pedro podría verse, además, como la contracara de la posesión de Aristón por el loa Oggún. En ambos casos se trata de una metamorfosis del individuo, en ambos casos la parte del alma responsable por la memoria y la voluntad está sometida al control de una fuerza externa. Sin embargo, mientras que la zombificación es una forma extrema de metamorfosis que resulta en la destrucción de la personalidad, la posesión depende del desplazamiento temporal del Ti Bon Ange por el loa que, en últimas consecuencias, garantiza al ser humano la inmortalidad (Valero 2005: 161; Gray Díaz 1988: 31). La posesión de Aristón por Oggún se manifiesta con la concurrencia de muchos de los rasgos que, según James Figarola, caracterizan el trance: sustitución del ego o personalidad por otro; sustitución de los códigos éticos; pérdida de la memoria; pérdida o disminución de los registros de dolor; disminución de los sentidos de la vista y el oído; aparición de inusuales recursos físicos; cambio orgánico del timbre de la voz; uso de informaciones desconocidas y acentuada capacidad de comunicación parapsicológica (1996a: 15). Asimismo, la trayectoria de Aristón refleja casi al pie de la letra las etapas que Joseph Murphy (1993) ha definido como «metáforas de la divinidad» en los cultos afrodescendientes: la iniciación, la posesión, el sacrificio y la adivinación. Aristón escoge —o está escogido por— el cielo, mientras que Pedro Limón opta por la tierra y es «poseído» por la ideología marxista-leninista. Lo que sobresale en el comportamiento de Pedro es el miedo, contrastado con el valor sobrehumano de Aristón y con el heroico legado de la Revolución Haitiana. A su regreso a Guanamaca, Pedro se autodefine como un ser degradado que perpetúa las humillaciones sufridas por su propio padre y no las hazañas de los héroes de la Revolución Haitiana: «soy igual que mi padre, un haitiano desgraciado y sin suerte, un haitiano de mierda» (198). La ideología marxista y la religión ancestral son las dos fuerzas que luchan por apoderarse del alma de los protagonistas, Pedro y Aristón. Mientras que esta confrontación entre la ideología marxista y la religión, entre la tierra y el cielo, no se resuelve en el
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caso de Pedro, llevándolo a su alienación y zombificación en «el reino de este mundo», Aristón escoge «el cielo» y la posibilidad de redención y reencarnación. En marcado contraste con El reino de este mundo, el destino de Pedro Limón es una inversión irónica de la idea carpenteriana de que la grandeza del hombre está precisamente en mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida […]. Por ello agobiado de penas y Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida, en el Reino de este Mundo (Carpentier 1979: 111).
Tanto la zombificación de Pedro como la ejecución de Aristón —y su posible metamorfosis en la serpiente— representan dos puntos de enlace con el vuelo de resurrección de Mackandal y las transformaciones de Ti Noel en El reino de este mundo. El acto de metamorfosis le permite a Aristón trascender los límites humanos de la vida y de la muerte, igual que ocurrió antes con Mackandal y Ti Noel. El imaginario caribeño de cimarronaje cultural está representado por Carpentier y Benítez Rojo como un sistema de vasos comunicantes, donde héroes históricos, legendarios o simplemente ficticios pueden ser invocados en contextos diferentes, como en aquella escena de El reino de este mundo donde Ti Noel yuxtapone los ideales de la conspiración de Aponte a la situación de los negros que vuelven a sufrir «el látigo» de los amos mulatos bajo el Código Rural introducido por el presidente Jean-Pierre Boyer (1826): «Lo de los mulatos era novedad en que no pudiera haber pensado José Antonio Aponte, decapitado por el marqués de Someruelos, cuya historia de rebeldía era conocida por Ti Noel desde sus días de esclavitud cubana» (Carpentier 1979: 107). Mientras que las metamorfosis de Mackandal, Ti Noel y Aristón pueden ser interpretadas como estrategias de adaptación a una nueva misión libertadora, «el cambio de piel» de Pedro Limón —provocado por la influencia de la ideología marxista— resulta en una suerte de cautiverio. Salvado por los médicos después de haber sido herido en la batalla de playa Girón, Pedro resucita en un cuerpo alterado, pero sin alma. Poseído por la ortodoxia inflexible del marxismo que lo obliga a renunciar a sus raíces, Pedro Limón se enfrenta al mismo dilema que hemos visto antes en la transformación de Cristino Mora de Cuando la sangre se parece al fuego y en el drama de Manuel de Gobernadores del rocío. En un perspicaz estudio de la novela de Roumain, Margarita Mateo Palmer habla de la tensión entre la ideología marxista y la religión, muy semejante al
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conflicto que se esboza en «La tierra y el cielo», aunque en la novela haitiana el mensaje está supeditado sin equívocos a la ideología marxista: El pensamiento mágico religioso de los habitantes de Fonds Rouge, criticado por Jacques Roumain a través del propio Manuel en tanto ignorancia e incapacidad del hombre para dominar su mundo, desempeña, desde una perspectiva ideoestética más amplia, una importante función en Gobernadores de rocío. Integrado al plano de la realización literaria, el mito vodú se convierte en uno de los pilares sobre los que descansa, incluso desde el punto de vista estructural, la armazón artística del texto. No quedan dudas de que para Jacques Roumain, fundador del Partido Comunista haitiano, la religión era considerada una traba para el progreso de su pueblo (Mateo Palmer 1990: 83).
A diferencia de Roumain, quien escoge el camino de la tierra para su personaje, en el texto de Benítez Rojo la ambigüedad prevalece hasta el final. De las dos formas de «posesión» —la religiosa y la ideológica— ejemplificadas, respectivamente, por Aristón y Pedro, emerge una imagen esencialmente positiva del vodú como una fuerza de resistencia y regeneración, mientras que la ortodoxia marxista resulta «fuera de lugar» en la realidad etno-cultural del Caribe26. Desde el punto de vista de los haitianos, su dignidad como grupo étnico distintivo estriba en sus creencias, celebraciones y símbolos ancestrales. Asimismo, el vodú aparece en «La tierra y el cielo» como una poderosa fuerza de reivindicación, autodefensa y sanción social. Sin embargo, igual que en El reino de este mundo, el poder político del vodú está entrelazado con su percepción siniestra como herramienta de venganza y violencia27. En «La tierra y el cielo» el vodú tiene, por lo tanto, dos caras: la defensa y la agresión. 26 Para considerar las ambivalencias con las que la Revolución Cubana enfrenta la religión podría pensarse tanto en el significado simbólico y político del famoso incidente de las palomas que se posaron sobre el hombro de Fidel Castro durante su primer discurso en La Habana en enero de 1959 como, casi cuatro décadas más tarde, en la visita del papa Juan Pablo II a Cuba. 27 Es un hecho históricamente documentado que el vodú sirvió como dispositivo de resistencia para los esclavos en Saint-Domingue. Marguerite Fernández Olmos y Lizabeth Paravisini-Gebert ofrecen el siguiente resumen de esta problemática: «Vodou is intricately connected to the twelve-year war of independence that we know as the Haitian Revolution (1791-1803). The Revolution’s early leaders —Boukman and Makandal— were reputed to be powerful oungans whose knowledge of the powers and poisonous properties of herbs had helped mount a campaign of terror and death among French planters in Saint Domingue. It was with the blessing of the lwa that slaves gathered in the Bois-Caïman, in the north
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En el contexto de la sociedad rural cubana pre-revolucionaria —recreado por Benítez Rojo con mucha atención al detalle— el haitiano que maneja con gran destreza la magia no es solamente un temible brujo sino también un subalterno que defiende sus derechos con un repertorio de trucos secretos (Scott 1992; 2000). El poder sobrenatural de los haitianos frente a los cubanos está capturado por Benítez Rojo en una escena que evoca, a través de un recuerdo de Pedro, un agravio sufrido por su familia y la amenaza de una venganza: «Adelaide se levanta y le echa al hombre una maldición que no falla, dice que se la enseñó Tiguá» (193). Este retrato literario guarda un estrecho parentesco con las conclusiones presentadas por Millet, James y Alarcón en El vodú en Cuba: así al haitiano se le ve como un hombre con mucha autoridad porque es capaz de practicar el vodú que nadie conoce; que es capaz de curar enfermedades que nadie sabe cómo curarlas; que es capaz de moverse por terrenos y caminos que nadie sabe cómo moverse; que es capaz de conocer lo que sucede en lugares con los cuales casi nadie está familiarizado[…] (1998: 83).
Un comentario semejante aparece en el estudio de Barry Carr: Haitians know how to exploit their sinister reputation to heighten the cultural separation between themselves and the Cuban-born population. And when all else failed, they could use fear of the ‘exotic’ and ‘savage’ to secure respect and minimize harassment. Moreover, their prestige in matters of magic and herbal medicine could earn Haitians the respect of fellow workers and even colonos. In other words, Haitians could turn marginality into an asset (1998: 95).
Recurrir en este punto al asidero de la teoría puede ser productivo para concluir esta lectura de la inscripción de la otredad haitiana en el cuento de Benítez Rojo. Según el conocido postulado del antropólogo Johannes Fabian (1983), uno de los dispositivos retóricos más comunes del discurso antropológico es lo que él llama «alocronismo» («el tiempo del otro»), o sea una estrategia que marca la diferencia cultural al atribuirle al «otro» una temporalidad alejada de la del observador, negándole asimismo a la cultura «primitiva» una of Haiti, on the night of 14 August 1791. In a Vodou ceremony that included the sacrifice of a wild boar, they swore their sacred oath to overthrow their French slave masters. The ceremony represented the consolidation of the connection between Vodou and the Haitian spirit of resistance which, together with the appropriation of Catholic ritual that became part of their rites of liberation, remains a powerful repository of subversion today» (ParavisiniGebert y Fernández Olmos 2003: 103).
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simultaneidad temporal con la «moderna» (negation of coevalness). Mientras que la ejemplificación literaria más evidente de esta técnica se encuentra en la novela Los pasos perdidos de Carpentier —donde viajar en el tiempo equivale a retroceder en el desarrollo social— también en el prólogo a El reino de este mundo la experiencia de adentrarse en el espacio haitiano coincide para el autor-viajero con el descubrimiento de lo maravilloso que en Europa se había desgastado siglos atrás en los procesos de modernización. De manera semejante, en las «zonas de contacto» delineadas en «La tierra y el cielo» el encuentro intercultural Cuba-Haití se funda en un «salto atrás» de los haitianos hacia el ámbito atemporal y premoderno de la magia y el mito. Aunque la «diferencia» suele ser más marcada por la distancia temporal que la espacial, los haitianos de «La tierra y el cielo» están asociados casi exclusivamente con espacios rurales, aislados o marcadamente primitivos y tradicionales —el cafetal, el cañaveral, el monte del Oriente cubano—, y cualquier incursión de estos campesinos en el territorio urbano de la modernidad termina en el engaño y la humillación. En esta imagen del campesino haitiano en Cuba se reproducen los mismos estereotipos que ya lo habían marcado en su propia patria. De acuerdo a Michael Largey (2006: 10), en la época anterior a la ocupación norteamericana (1915-1934) de Haití, las elites urbanas manifestaban su distanciamiento de los habitantes del campo, tanto en términos físicos como psicológicos, llamándolos moun andeyó («gente de fuera»). Además, sigue Largey, muchos de los términos asociados con pèp (el pueblo) tenían connotaciones peyorativas, como malpwopte (asqueroso, sucio), malere (pobre), mizerab (miserable), malelve (rudo, grosero, mal educado). Consecuentemente, el campesino haitiano se encuentra «fuera de lugar» tanto en el contexto urbano de su propio país como en el extranjero. En Cuba, según reafirman los informantes entrevistados por Sarusky, los haitianos llevaban las marcas de la diferencia en la lengua (créole), en el comportamiento y en la vestimenta: «arribaban en bandadas, muy mal vestidos y calzados en alpargatas de listas» (2004a: 5). A pesar de los poderes sobrenaturales atribuidos a sus «brujos», los braceros haitianos estaban percibidos como vulnerables a todo tipo de engaños y vejaciones debido a la barrera lingüística y falta de educación: «Y también les hacían trampas, los timaban en el basculador, en la romana. Nunca se les pagaba lo que les correspondía, lo legal […]. Para colmo, tampoco conocían de números ni lo que era el peso de la romana» (Sarusky 2004a: 6). En un episodio de «La tierra y el cielo» que ilustra estas prácticas discriminatorias, uno de los nietos de Tiguá regresa al pueblo después de haber hecho una compra y es sometido a un espectáculo de humillación pública al descubrir el burdo engaño del cual había caído presa en
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la ciudad: «se aparece con una caja de zapatos. Llama a la gente para que lo vea, quiere asombrar, son zapatos de dos tonos, de marca americana, está contento Julio Maní, ahora rompe el cordel y destapa la caja, pero no hay zapatos, lo han engañado y adentro hay sólo un ladrillo. Tiguá le entra a bastonazos» (Benítez Rojo 1997: 195). La contienda que se da en los textos de Carpentier y Benítez Rojo entre la tierra y el cielo, entre el testimonio y lo maravilloso, entre la historia y el mito, nos lleva, inexorablemente, a un momento liminal en que los paradigmas literarios y teóricos se difuminan ante nuestros ojos y dejan de servir como salvoconducto en un viaje interpretativo. Inspirados por la complejidad de la cultura haitiana proyectada hacia Cuba o transplantada a Cuba, El reino de este mundo y «La tierra y el cielo» reafirman, por un lado, lo que nuestra sabiduría posmoderna ya nos había llevado a sospechar: de que todo discurso es un simulacro de lo verdadero. Pero Carpentier y Benítez Rojo también dejan al lector en una encrucijada —histórica, existencial, metafórica—, en un lugar de (des)encuentro entre la tierra y el cielo, donde las herramientas suministradas por los «ismos» discursivos y paradigmas teóricos resultan obsoletas o insuficientes, y es aquí donde el eco de la famosa advertencia de Hamlet a Horacio no quedaría del todo fuera de lugar, «Hay más cosas entre el cielo y la tierra, querido crítico, que las que sueña tu filosofía».
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Capítulo VI
Contra el olvido: En el altar del fuego de Joel James Figarola
Aunque es cierto que En el altar del fuego (2007a) puede leerse como novela, los tres segmentos que integran el texto («Nganga», «Chuini», «Papá Legbá») tienen una integridad estructural que permite tratarlos como cuentos autónomos. En efecto, fragmentos de la parte más extensa de la novela, «Papá Legbá», fueron publicados durante el proceso de la gestación de la versión novelesca. Primero, fue la narración que apareció en 2004 en la revista Casa de las Américas bajo el título «Vodú». Luego, una variante un poco más amplia del mismo texto fue incluida en el homenaje que La Gaceta de Cuba dedicó póstumamente a James Figarola en el otoño de 2006. A diferencia de la versión de Casa de las Américas, la de La Gaceta de Cuba, titulada «Papa Legbá», viene acompañada de una nota aclaratoria que remite a la novela, en aquel entonces aún inédita. Finalmente, la parte más breve de En el altar del fuego, titulada «Chuini», apareció como un cuento epónimo en el número 238 de Casa de las Américas (2000). Este mismo texto sirvió también de guión para una representación puesta en escena por el grupo teatral «Macubá» de Santiago de Cuba durante el Festival del Caribe. En el altar del fuego, a su vez, inspiró al artista plástico Ricardo Silveira para recrear en su «Proyecto Cimarrón» varias imágenes de la novela (Wilson Jay 2008: s/p). En su versión completa, En el altar del fuego obtuvo el Premio Guillermo Vidal del año 2005. Según Pedro de la Hoz: El jurado la valoró por tratarse «de una novela de legítima autenticidad narrativa y cultural sobre el mundo de los cultos sincréticos cubanos, por su lenguaje y expresión narrativa y por la fuerza con que se expresan los mitos de la cultura cubana en un sentido antológico». Y su presidente, el narrador Reynaldo Gon-
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zález expresó que «desde que uno se adentra en su trama aprecia el vodú en el Oriente cubano, no como un acercamiento al tema, sino como una exploración desde adentro, desde los practicantes. No es una suma de palabras, es una poesía vivencial» (2006: s/p).
El título de la novela evoca el gran alcance simbólico del fuego en la cultura cubana, así definido por el mismo James Figarola en uno de sus estudios etnológicos: El fuego se encuentra en nuestra raíz nacional. El fuego es la tea incendiaria de nuestras guerras de independencia; con el fuego se tiemplan los cueros de la amplísima percusión cubana; el fuego está implícito en el sol que nos anima y revive cada día; el caldero congo antes de convertirse en nganga, se somete a la prueba del fuego para ver si se raja o no, luego, una vez fundamentado, el fuego se utiliza para, circunstancialmente, castigar al nfumbi (2006a: 276).
El lanzamiento oficial de la novela en febrero de 2007 coincidió con la XVI Feria Internacional del Libro en Cuba. En el curso de este evento, a través de una serie de presentaciones y encuentros con los lectores, En el altar del fuego fue avalada por la sabiduría de escritores y críticos más destacados de Cuba (Aída Bahr, Francisco López Sacha). Junto con la novela se divulgaron también otros libros suyos, esta vez de carácter etnológico: La Gran Nganga (Editorial Caserón) y La brujería cubana: el Palo Monte. Aproximación al pensamiento abstracto de la cubanía (Editorial Oriente). No puedo prescindir de recordar aquí que a James Figarola le debemos la pionera labor sobre las religiones afrodescendientes que ha ido desarrollando a lo largo de varias décadas, destacándose en este acervo bibliográfico la imprescindible monografía El vodú en Cuba preparada en colaboración con José Millet y Alexis Alarcón1. El saldo de los acercamientos críticos que acompañaron el lanzamiento de estas publicaciones es sumamente valioso puesto que permite situar En el altar del fuego dentro de un encuadre ideo-estético más amplio. Resumiendo 1 A la pregunta del entrevistador, Mario Jorge Muñoz, «¿Qué son para usted esos descendientes de haitianos, de jamaicanos… cuya cultura ha tratado de defender como parte de la nuestra?», contestó James Figarola: «Son mis hermanos, convivo con ellos en términos de igualdad. Les he dedicado varios libros. Lo más probable es que ninguno de ellos me haya leído y con toda probabilidad no me leerán jamás. Igual que no me han leído los sacerdotes del palo monte o de la santería, mis amigos en Santiago de Cuba y en otros lugares del país. Sin embargo, me quieren y yo los quiero. Creo en ellos profundamente y estoy seguro de que nunca nos van a fallar» (2006: s/p).
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los discursos pronunciados en el curso del homenaje, Mercedes Melo Pereira concluye: Francisco López Sacha […] presentó En el altar del fuego y Cuba la gran nganga, que es la contraparte teórica de su novela, terminada por su autor dos años antes de morir. Es, afirmó Sacha, la novela de las reencarnaciones, la novela del que nace en una nganga y se convierte, a lo largo de sucesivas transformaciones por más de ciento cincuenta años, a través de la misma nganga, en un enorme majá que viaja por el mar (2007: s/p).
En el altar del fuego: del testimonio al mito En el altar del fuego es un texto a veces desorientador que, casi literalmente, «se muerde la cola» y obliga a los lectores a detenerse y retroceder para retomar los hilos de la historia y recuperar las sutiles pistas que les han eludido en el primer acercamiento. Por estas razones solamente, y a poco tiempo de la publicación, sería presumido intentar una aproximación exhaustiva o definitiva a la novela. Tampoco debemos olvidar que En el altar del fuego es el primer tomo de una trilogía, cuyos volúmenes segundo y tercero, Hacia el horizonte y Semejante al amor, fueron lanzados durante la Feria Internacional del Libro en febrero de 2008. Sin embargo, mi acercamiento al universo haitiano-cubano de James Figarola queda limitado en estas páginas al primer tomo de la trilogía2. Como habría de esperar de un escritor quien maneja una «doble condición de historiador y ensayista» (Bahr 39), en la novela de James Figarola se percibe de manera inequívoca la maleabilidad de las categorías de antropología y literatura. El mismo autor, cuestionado sobre los mecanismos de «conciliar dos terrenos de la escritura tan distantes: el ensayo investigativo y la ficción», reconocía el desafío de no sobrecargar el lado «científico-social» de la balanza novelesca: «Insisto en el ensayo por mi constante voluntad de conocer. Cuando hago novelas y cuentos es porque ellos tienen necesidad de darse a conocer. Hacia el horizonte y Semejante al amor aparecieron cuando el presente libro estaba prácticamente terminado. El lanzamiento de sendos libros fue acompañado de la descripción siguiente: «La primera es una novela con cierto asomo de historia, plena del aire caribeño que impregna la vida y la obra del autor. Micaela, su protagonista, como el resto de los personajes, anda obsesionada por los muertos y el horizonte. La segunda novela, empapada de misterios primigenios: la vida y la muerte, el amor, o al menos algo Semejante» (Bello 2008: s/p). 2
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Los ensayos y las investigaciones históricas son el resultado de una búsqueda hacia afuera. Cuando hago ficción estoy dando desde dentro» (entrevista con Mario Jorge Muñoz 2006: s/p). Con su obra narrativa, James Figarola se inscribe nítidamente en la tradición de la hibridez discursiva establecida en Cuba por los trabajos de Lydia Cabrera (Los cuentos negros de Cuba, El Monte), Alejo Carpentier (Ecué-Yamba-O) y Manuel Moreno Fraginals (El ingenio). Es un hecho bien conocido que esta tradición que oscila «entre dos aguas», entre la labor etnológica y la voluntad de creación estética (Mateo Palmer 2006: 42), desembocó en el último tercio del siglo xx en la corriente testimonial, consagrada por Miguel Barnet y sus seguidores dentro y fuera de Cuba. Lo que nos puede dar una medida de la dimensión testimonial de En el altar del fuego es el intenso uso de detalles de carácter etnológico. Los haitianos ostentan aquí los rasgos de una «comunidad étnica» (término de Anthony D. Smith) que debe su cohesión a una ascendencia genealógica común. De los nexos de origen se derivan los rasgos culturales diferenciadores, basados en un acervo de mitos, ritos y tradiciones. Al mismo tiempo, gracias al amplio conocimiento etnográfico del autor, su novela aborda el repertorio del vodú haitiano en su compleja interacción sincrética con otras religiones de raíz africana. En su busca de un formato idóneo para reivindicar las voces habitualmente excluidas del discurso letrado, James Figarola está enhebrando los hilos del mito y de la historia para ir reconstruyendo por medio de ellos y con ellos la experiencia de los haitianos en Cuba. A veces la novela busca refugio en un lenguaje tan cargado de referencias culturales que su desciframiento representa un desafío casi insuperable para un lector no iniciado en los pormenores de la historia, geografía y etnología cubana. Al mismo tiempo, En el altar del fuego pone énfasis en la duplicidad del lenguaje, sus bifurcaciones y ambivalencias, por lo cual el lector se siente arrastrado por los inesperados vaivenes y el ritmo entrecortado de la trama. Para contrarrestar las fuerzas centrífugas del bricolaje, del juego de palabras híbridas e identidades entrecruzadas, James Figarola recurre a un dispositivo narrativo que sirve para conjurar el azar del discurso: la figura del houngan Nicolás. Aunque el personaje sufre una serie de metamorfosis que socavan la noción de identidad coherente e inmutable, su presencia como protagonista es constante e inconfundible. Nicolás sirve no sólo para aglutinar los fragmentos de En el altar del fuego sino que funciona también como una suerte de guía —un Legbá, podríamos aventurar— para el desorientado lector. Como sacerdote del vodú Nicolás es el representante de la comunidad haitiana y guardián de sus tradiciones más sagradas. Aunque la ortodoxia religiosa
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de Nicolás se flexibiliza con el paso de los años, en su juventud fue conocido por velar que los tambores de los congos no sonaran en el bohío (James Figarola 2007a: 53). La novela se abre con la transformación del cuerpo de Nicolás «de viejo encorvado» en un majá de Santa María3. El motivo de metamorfosis vincula a Nicolás tanto con el personaje de Ti Noel de El reino de este mundo como con Aristón de «La tierra y el cielo». La imagen de la serpiente nos remite también a Otro golpe de dados y al significado dual de la serpiente como símbolo de la eternidad y de la muerte. Pero más que nada Nicolás es un ser atemporal que a través de sus diferentes encarnaciones desborda los parámetros de la cronología humana, los principios de una sola religión y los rótulos de una nación o una etnia. Aunque el presente narrativo de la novela se sitúa en la época posterior al 1959, en el cuerpo de Nicolás se inscriben las cicatrices de los horrores sufridos por los africanos en el transcurso de su experiencia en el «Nuevo Mundo». En todas las metamorfosis de Nicolás lo que persiste es el sufrimiento de su raza: sus «cambios de piel» son también «recuerdos de una piel». Entre el vodú y el palo monte: alcances de la religiosidad cubana Las diversas (re)encarnaciones de Nicolás no solamente implican su transformación física, sino también su habilidad para trascender las fronteras entre distintas prácticas culturales. Así pues, en el primer segmento de la novela El majá de Santa María, conocido también como boa de Cuba, tradicionalmente ha sido una especie muy perseguida por los cazadores no solamente por su reputación de matar las aves del corral sino también por su valor utilitario. Su manteca se usaba para fines medicinales, su piel en la confección de zapatos, cintos y correas, su carne como alimento, y sus huesos para ciertos rituales religiosos. En una escena en la que los esclavos matan un majá en el cañaveral, James Figarola documenta en gran detalle las creencias populares asociadas con la serpiente así como sus usos: «Entonces Micaela, la negra que repartía el agua entre los cortadores […] gritó que a lo mejor era la fiera que se había comido al recién nacido de su hija, una mulata joven, enloquecida desde un año atrás porque su criatura había desaparecido del barracón […]. Sólo permitieron, y eso por lo avanzado que estaba en su tajo, que Nicolás sacara al animal hasta la guardarraya y allí lo trabajara. Para ello haría tres cosas: lo descueraría para curtir después la piel y venderla al billetero que venía al batey todas las semanas; picaría en pedazos la carne y la grasa colocándolos en dos catauros de yaguas […]; por último, a escondidas, huyéndole no tanto a la vista del mayoral que se reía de las brujerías, como a la del Tata guardiero, celoso siempre de cualquier prenda más fuerte que la suya, escogería algunas vértebras particularmente formadas y particularmente situadas en el espinazo del Santa María, para el macuto que él tenía en formación» (2007: 21). 3
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titulado «Nganga» conocemos a Nicolás en el contexto de las creencias y los ritos de palo monte, mientras que en la última parte, «Papa Legbá», el protagonista aparece como el sacerdote del vodú. Aunque las investigaciones recientes han puesto en evidencia las influencias mutuas entre varias religiones de sustrato africano en Cuba, es preciso recordar que cada culto tiene sus rasgos inconfundibles. Dentro de este cuadro, la regla de palo monte —conocida también como mayombe, briyumba o kimbisa— se destaca por su fuerte presencia en Cuba y su insistencia en preservar los rasgos ancestrales del culto. El siguiente comentario de uno de los informantes entrevistados por Lydia Cabrera en los años 1940 parece confirmar estas características: «desde que fondeó el primer barco negrero allá por los tiempos de la Náná Siré, el primer congo que pisó tierra cubana, cortó palos, desenterró muerto y empezó a trabajar con lo suyo y a enseñar a sus hijos» (Cabrera 1971:147). En el imaginario popular, el palo monte es una religión predominantemente masculina, secreta, asociada con la agresividad, mientras que en el vodú, a pesar de sus supuestos vínculos con prácticas maléficas, la presencia de mujeres-oficiantes (manbo) es bien notable y el culto se distingue por su relativa apertura a las influencias externas. En palabras de Kali Argyriadis: «Muertos manejados en el palo-monte, que por ser más oscuros y carentes de luz y atención de parte de los vivos, aceptan trabajar ciegamente para su dueño a cambio de ofrendas y sacrificios de animales. Como comen, se les llama materiales, en oposición a los muertos de luz, netamente espirituales, que sólo necesitan agua, flores, velas, perfumes y oraciones» (2005: 36). Curiosamente, se nota aquí una semejanza entre las características de los «muertos» y los zombis, estos últimos también susceptibles a una manipulación por parte de sus dueños. Entre los rasgos distintivos del palo monte se destaca la nganga —el principal objeto de culto material dotado de poderes y aptitudes extrasensoriales—. «En el Palo se cura, daña y mata mediante procedimientos mágicos, que el gangulero se cuida de no revelar», sostienen Fuentes Guerra y Schwengler (2005: 44). La nganga es conocida bajo una variedad de denominaciones: (n)ganga, enganga, prenda, enkisi, fundamento, caldero, cazuela mágica (2005: 28-29). El culto está basado en la creencia «en entidades espirituales vinculadas a esa (n) ganga o centro de fuerza (culto a los ‘muertos’)» (Fuentes Guerra y Schwengler 2005: 29). El dueño de la nganga es un iniciado llamado tata nganga (sinónimo de «padre de prenda», mayombero, gangulero; para las mujeres, ngudi, ngudi nganga, «madre de prenda»), quien acumula sus poderes a través de ciertos materiales recogidos en el monte. Así pues, la nganga «contiene diferentes sustancias —igualmente consideradas mágicas— de origen vegetal, mineral
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y animal, así como restos humanos (huesos)» (Fuentes Guerra y Schwengler 2005: 29). Los restos de un cadáver, llamado enfumbe, representan al «muerto» que «trabaja» o «actúa» en la nganga «mediante la intervención del tata con un propósito mágico específico» (Fuentes Guerra y Schwengler 2005: 39). En otro trabajo de Fuentes Guerra se precisa que «el muerto» de los practicantes cubanos —que realiza todos los «trabajos»— «casi nunca pertenece a su linaje; puede ser, por ejemplo, el ánima de una mujer mala, de un asesino implacable o de un hombre famoso» (2002: 113). Según el mismo James Figarola, las características de la nganga dependen de la personalidad del muerto, pero al mismo tiempo hace falta una afinidad entre el palero y el muerto que lleva a un pacto entre los dos. Resulta curioso que entre los muertos más susceptibles para pactar se encuentren no solamente «personas de alto arraigo y predicamento social, distinguidos por su audacia, su inteligencia o su fortuna, y que por accidentes de la suerte cayeron en desgracia y murieron en ella […]» (James Figarola 2006a: 117), sino también los seres más humildes: las personas que mueren sin familia, inmigrantes haitianos o jamaiquinos sin descendencia ni parentesco que los reclame; gente con notable ausencia de cariño, comprensión y ternura acumulados a lo largo de vidas transcurridas en precariedad y sufrimiento; presidiarios, bandidos, delincuentes perseguidos con saña y, entre ellos, preferentemente que hayan muerto en forma violenta; gente rechazada por la sociedad y por tanto en alguna forma discriminada por ella. En todos esos casos el nfumbi recibiría del palero lo que en vida no pudo recibir, la estima y el reconocimiento que siempre deseó y nunca obtuvo (James Figarola 2006a: 116-17).
Fuentes Guerra y Schwegler explican, además, que resulta común para un palero tener dos o tres ngangas, con nombres y propósitos distintos (2005: 41). Los nombres de las ngangas suelen ser muy imaginativos, a veces incluso graciosos, evocadores de sus poderes específicos, según se puede apreciar por los ejemplos incluidos en el Vocabulario congo de Lydia Cabrera: «Acaba Mundo,» «Viento Malo», «Tumba Cuatro», «Tiembla Tierra» o «Una Campo Santo Porquería», entre otros (1984: 126). Puesto que las ngangas se heredan, James Figarola considera su historia como paralela al proceso de formación de la cubanía: «siempre he tenido la pretensión, desafortunadamente no realizada aún, de que la sociedad y el Estado cubanos declaren a esas ngangas —veteranas de mil batallas en el cielo y en la tierra— patrimonios culturales de la nación» (2006a: 114). Según el autor, las ngangas más viejas de las que ha tenido noticias en Cuba datan desde el siglo
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(2006a: 114). Durante el «período protonganga» James Figarola señala cómo los diversos «centros de fuerza» —el macuto, los muñecos cargados (chicherekús), los cráneos humanos— simbolizaban la resistencia de los negros ante el amo blanco. Es igualmente significativo que los macutos, creados y escondidos en secreto por los esclavos se exhibían de manera más desafiante en los palenques de negros cimarrones, colocados como estaban en lo alto de varas clavadas en la tierra (James Figarola 2006a: 125). El pacto con el muerto pertenece claramente a lo que en otra ocasión he llamado, siguiendo a James C. Scott, «el discurso oculto» del esclavo. Muchos de estos datos —derivados de investigaciones de carácter etnológico— son consistentes con la descripción de la nganga en la novela En el altar del fuego. Para los no iniciados, el proceso de la elaboración de la nganga y la configuración de los poderes del muerto por el joven Nicolás se parecen a un acto de bricolaje, o sea, una disposición aparentemente arbitraria de objets trouvés. Curiosamente, podemos discernir el mismo procedimiento de bricolaje en la estructuración de En el altar del fuego, donde nos encontramos con fragmentos del mundo hecho añicos (tradiciones ancestrales africanas) y luego reconstituido mediante un acoplamiento violento con elementos europeos. Así describe James Figarola el proceso de la «creación» del muerto por Nicolás:
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El muerto, año tras año, ha guiado a Nicolás en la búsqueda de las hojas necesarias para acrecentar la dignidad del macuto; las flores, los palos más extraños, las excrecencias más difíciles de encontrar entre las aves, los animales y los insectos. Ha conducido a Nicolás a comprar los muertos que más fuerza podían incorporar a aquel tremendo centro de fuerza que a veces amenazaba con romper con su pujanza las paredes del barracón. ¿Quién sino el Gran Muerto podía haber hecho que estuviera en el macuto, y por tanto a su servicio, las canillas de un gobernador y dos generales de caballería? A Nicolás aquello le daba risa. ¡Esclavo él! Él, que tenía como perros de su muerto a tres personajes españoles muertos a los que les cantaban misa en las dos catedrales de la Isla y en algunas otras de la Península (James Figarola 2007a: 29).
El «muerto» de Nicolás se esconde tras el enigmático nombre de «Monte Oscuro Arrastra Tierra Quita Sueño» y Nicolás se ve obligado a servirle durante varios años sin conocer su verdadera identidad. El Tata guardiero, a quien Nicolás reemplaza en la jerarquía de los oficiantes del culto, parece haber tenido más suerte con su propio muerto, ya que siempre conocía su nombre: Raúl Ramón Pomares Borys. No obstante, tan sólo al borde de la muerte el Tata guardiero llega a enterarse de algunos detalles del trayecto terrestre de su muerto. James
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Figarola aborda este asunto en clave de humor, ya que la «biografía» del muerto parece vincularlo con Cervantes: Así sabe que su muerto combatió en Lepanto, aunque él, el Tata, no sepa bien dónde queda ese lugar, porque, por lo que el muerto le ha contado, es un lugar en el mar, entre España y África, y los lugares en el agua no tienen punto fijo de estar. Y sabe que Lepanto fue una batalla entre barcos cristianos y barcos moros y sabe que su muerto no se murió en esa batalla, sino que solamente quedó tullido de una mano y sabe que tullido y todo, de regreso a la Península, escribió grandes libros que todo el mundo menciona pero nadie lee […] (24).
La transición entre la primera y la segunda parte de la novela es abrupta, casi tajante. Enmarcado por el nombre propio que remite al exótico Zanzíbar, «Chuini», éste es el más breve de los tres segmentos que integran En el altar del fuego. Presenciamos aquí una escena amorosa entre Chuini —«el viejo hougan, el Chuini, sacerdote de más prestigio en el oriente de la Isla» (40)— y una jovencita cuyo nombre desconocemos. El encuentro con la muchacha representa un reto para Chuini, quien con sus sesenta y cinco años a cuestas tiene que recurrir a la asistencia de los loas para hallarse a la altura de las circunstancias: «estuvo a punto de llamar en su ayuda a todos los luases diablos del vodú cubano que recordaba aprendidos desde su infancia más temprana recién llegado su padre de Haití, y a todos los demás inventados por él después ya siendo viejo» (39). Recordemos que la tesis principal de El vodú en Cuba —formulada por James Figarola y su equipo a partir de las extensas investigaciones en las zonas rurales del Oriente cubano— sostenía que la gran permeabilidad del vodú haitiano había facilitado su sincretización con otros cultos, dando como resultado una modalidad religiosa propiamente cubana, conocida como el vodú cubano o el ogunismo4. La complejidad inherente al vodú se manifiesta también en sus dos ramas principales, petwo y rada, con la primera supuestamente más creolizada, y la segunda con raíces más directas en África. A diferencia del palo monte, cuyos orígenes en Cuba se remontan a la época de la esclavitud, la variante cubana del vodú «tendrá que esperar hasta 1938-40 con la Ley de Coordinación Azucarera y la normalización constitucional en el país para asentarse con fueros propios como un sistema mágico-religioso cubano» (James Figarola 2006a: 70). En otro de sus estudios etnoculturales, Los sistemas mágico-religiosos cubanos, James Figarola ha Algunos estudiosos insisten en diferenciar también la ortografía con el fin de destacar las identidades singulares del culto en su variante haitiana (vodou o vaudou, en créole) versus la cubana (vodú). 4
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subrayado no solo la rápida divulgación del vodú en la comunidad haitiana en Cuba, sino también el carácter potencialmente subversivo del ogunismo como vehículo de resistencia política: los inmigrantes haitianos pasan de creyentes vuduistas pasivos a practicantes activos luego del rápido periplo por el Paso de los Vientos y junto a la costa sur de la antigua provincia de Oriente, probablemente impulsados por la situación de desarraigo en que se encontrarán en Cuba, dentro de la cual el vudú obrará en forma equivalente al papel que había desempeñado en el arranque de la Revolución de Haití […] (1999:18).
Manuel Martínez Casanova complementa las investigaciones de James Figarola con la siguiente observación sobre las circunstancias que favorecieron la «cubanización» del vodú: [los cubanos] se vieron obligados a compartir con aquellos emigrantes las difíciles condiciones del campo en la primera mitad del siglo. Así el batey o caserío se convierte en un medio propicio para el intercambio de creencias y supersticiones entre individuos de origen distinto pero sometidos a mecanismos socio-culturales igualmente hostiles para unos y para otros. Este intercambio cultural que llega a propiciar la práctica, por grupos humanos diferentes de los originales, del vodú de origen haitiano, ha traído como consecuencia la aparición de una variante cubana del mismo, distinto del existente en Haití y República Dominicana e incluso al practicado por los haitianos en nuestro país (2000: 127).
El mismo investigador sigue con una descripción de la permeabilidad del vodú cubano con respecto a otras religiones de sustrato africano: «Las influencias de la regla del palo e incluso de la santería han venido matizando algunas expresiones del rito vodú en el país, como sucede con la devoción por los oggunes, donde la cazuela de hierro, la prenda de los mayomberos y las herramientas del Oggún de la santería hacen su presencia entre los vuduistas cubanos» (Martínez Casanova 2000: 134). En sus estudios más recientes sobre el palo monte, James Figarola pone más énfasis sobre los trasvases mutuos entre los diversos cultos de ascendencia africana, dentro de un marco socio-filosófico más amplio de la formación de la identidad cultural cubana. La facilidad —y hasta la irreverencia— con la que Chuini parece manejar las diversas creencias de sustrato africano se explica, entonces, en términos de la gran flexibilidad de estos sistemas y del pragmatismo de los creyentes. En su encuentro con la joven, Chuini está «agarrado a la esperanza de que algún dios —le resultaba indiferente si era del radá o del petró— acudiera a su reclamo
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y le levantara la verga a precio de la promesa que fuese necesaria» (James Figarola 2007a: 39). Cuando los loas no responden al llamado del hougan, Chuini abandona el ámbito del vodú para apelar a los poderes de la nganga. Aparentemente, tampoco es la primera vez que Chuini opta por recurrir a su condición de palero para salir de un apuro: Chuini hizo lo que solamente había hecho antes para escapar del cerco de los guardias rurales de Batista encerrándolo en un cañaveral incendiado por los cuatro costados y, años después, para no ahogarse en medio de la creciente embravecida del Cauto cuando el huracán Flora asesinó cerca de dos mil personas. Chuini se olvidó de los luases y tocando, con los dedos del muerto cimarrón de trescientos años que siempre tenía a su lado, el rincón secreto bajo el altar en que se escondía el tarro congo de buey para las adivinaciones […] llamó a su otro muerto, al muerto nunca reconocido por él […]. Llamó al muerto que no tenía nombre con el cual ser llamado, pero él lo llamó; y vino (41).
Al final de la escena nos percatamos de que el muerto anónimo de Chuini es un gran reptil. Éste es el único detalle que permite establecer el nexo con la primera parte de la novela, en la cual habíamos presenciado la transformación de Nicolás en el majá. Dentro de la estructura tripartita de En el altar del fuego este fragmento central sirve no solo para enlazar el vodú con el palo monte a través de los procesos de sincretización, sino también para compaginar el discurso etnológico con el historiográfico, la sincronía con la diacronía, la estructura con la evolución. Los avatares de la historia: entre la memoria y el olvido En contraste con Nicolás —transformado casi en un arquetipo a fuerza de las sucesivas metamorfosis—, Chuini es un ser de carne y hueso, cuyo trayecto personal se engarza con la experiencia colectiva por medio de una serie de referencias a momentos históricos concretos (la llegada del padre de Chuini de Haití a Cuba en las primeras décadas del siglo xx; la persecución de los haitianos por los rurales; la dictadura de Batista; el cataclismo del ciclón Flora). Lo que vincula a Nicolás con Chuini es su actitud recalcitrante hacia cualquier ortodoxia religiosa. En la parte final de la novela, el hijo de Nicolás, Alfonso, «conocería el disgusto de Nicolás con los dioses, con los traídos de África y con los creados en Haití y en Cuba y aun con los llegados de España en manos de los negros alarifes y ebanistas de Sevilla» (103). Nicolás maldice a los dioses por su actitud corrupta y su indiferencia hacia el sufrimiento de
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los negros, dando ejemplos históricos de Cuba (los hermanos Maceo, Martí, Céspedes) y de Haití (Toussaint Louverture, el reino de Henri Christophe) para justificar su rabia: Porque no perdono la muerte de Toussaint en la mazmorra cundida de ratones y piojos; ni la caída en Punta Brava, ni la de Dos Ríos, ni la de Loma del Gato, ni tampoco, qué carajo, antes la de San Lorenzo. Ni la desgracia de que los negros se cebaran en los negros y Christopher hiciera la gran pendejada de un fuerte que para nada servía, sino para cagarse encima, con la sangre no de toros sino de negros, y un palacio de mierda y un imperio de mierda que todavía dura. ¡Hato de cabrones, hijos de puta! ¡Culpables ustedes de todo! Por hacer este mundo de mierda con gentes de mierda y dioses de mierda que son ustedes (104).
Tanto en este fragmento como en el resto de la novela la historia y la etnología se dan la mano, se complementan y, en última instancia, se desafían. A lo largo de En el altar del fuego aparecen diseminados datos y alusiones que permiten fechar ciertos pasajes en relación con eventos reconocibles, aunque el carácter fragmentado y acronológico de la trama, combinado con la dimensión mítica del texto, hace prácticamente imposible una reconstrucción precisa de la secuencia narrativa. Lo que sí es obvio es que muchos de estos eventos históricos están asociados de algún modo u otro con el destino de los afrocubanos en Cuba. Como ya se ha mencionado, en la primera sección de la novela predominan referencias a los horrores del comercio triangular atlántico y la experiencia de la diáspora africana, con su carga de deshumanización, violaciones, dispersión de las familias y la barbarie cotidiana de la plantación. Entre los recuerdos más remotos de Nicolás —reprimidos, distorsionados o paliados por el tiempo— está la imagen de la travesía transatlántica (Middle Passage): «Del mar, como hombre, apenas podía recordar algo porque lo vio, escondido en la barriga putrefacta del barco que lo trajo de África en un viaje que duró diecinueve semanas, hacia ya más de setenta años […]» (10). Nicolás-majá es incapaz de contestar cualquier pregunta sobre su pasado porque la memoria ancestral de su comunidad fue borrada por la experiencia de la esclavitud: Ya a esa pregunta no podía responder su inteligencia de majá. Y si la hubiera hecho cuando aún era hombre, cuando aún andaba en dos pies por el batey, tampoco la hubiera podido contestar; no sólo en sus últimos años como guardiero cuando ya la memoria era una sustancia de la cual no tenía conciencia, sino tampoco cuando era el bozal que más alto levantaba la tonga de caña cortada y más rápido la alzaba a la carreta, en plena juventud. Porque con sólo pisar la tierra de su destino, con
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sólo morder el primer pedazo tieso y maloliente de tasajo que le tiró a los pies el negociante de negros en el mercado de esclavos de Santiago de Cuba, había olvidado casi todo lo que almacenaba en su recuerdo de, entonces, adolescente (10).
En el momento de la metamorfosis —como si estuviera en el umbral de la muerte—, el Nicolás-majá logra evocar a los viejos camaradas del Nicoláshombre: «poder ver de nuevo, aun cuando por un pobre momento, a todos o casi todos los que estimó en su transcurso por la forma humana de vida» (12). Todos los compadres recordados por Nicolás fueron, como él, víctimas de abusos más terribles del sistema esclavista. No obstante, muchos de ellos habían encontrado también una manera de resistir la opresión. En la galería de las víctimas evocadas por Nicolás están, pues: Kubango, «que siempre está pensando en comenzar una nueva guerra, aquí en esta tierra a la cual lo han traído a la fuerza, aunque en ella se quede ciego» (12); el «encadenado y amordazado» quien «ha huido tres veces y a mordidas se ha defendido de los rancheadores y en cien compontes dobles nunca se le ha arrancado una queja» pero quien delató «sin recibir tortura alguna, la gran sublevación del 68» (17, 19); el cimarrón «bizcorneao», que se desangró hasta morir, mutilado por el capataz (18); Sabicú, «muerto por prenderle candela al almacén de cajas de azúcar» (19); el idiota «despedazado por la jauría tras degollar él al perro guía, el mastín traído de Alemania que había cazado negros en todos los confines del Caribe» (19); los jimaguas que murieron ahogados «al intentar huir cruzando el Cauto, la vertiginosa corriente del Cauto, en la época de las grandes lluvias» (19); Quiquiriquí, «quien nació macho por equivocación» y a quien asesinaron «introduciéndole una púa encendida de yaya por los intestinos por haberle partido en dos el cráneo al contramayoral nuevo» (17, 19); y, finalmente, la única mujer, la vieja partera Mantonia, «ya muerta, luego de haber estrangulado, con las propias manos suyas que la habían acabado de recibir, a la última criatura esclava nacida en el barracón» (19)5. La memoria y su hermanastra, el olvido, acompañan a cualquier testimonio. Si bien es cierto que los testimonios de los supervivientes de las experiencias traumáticas de tal magnitud como la esclavitud o el holocausto adquieren casi por derecho propio un estatus sagrado, la enorme bibliografía producida durante las dos últimas décadas dentro de la corriente crítica de los «estudios del trauma» nos advierte contra los límites de la representación y las tensiones inevitables entre la memoria recuperada y las memorias falsas, entre la Sobre el aborto y el infanticidio como formas de resistencia esclava en el Caribe, véase Barbara Bush (1990). 5
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represión y el olvido, entre lo vivido y lo narrado. Además de los recuerdos de la esclavitud, ensombrecidos por los años y el olvido, En el altar del fuego recoge también referencias a la horrorosa represión del alzamiento de los Independientes de Color de 1912, poniendo al descubierto lo inconmensurable de estos eventos con la capacidad receptiva y representativa que tenemos a nuestra disposición. Por otro lado, este y otros datos históricos permiten al lector hacer el cálculo cronológico y concluir que el presente narrativo en el cual el viejo Nicolás se reúne con su hijo Alfonso se ubica hacia 1980-1982: vuelve a sentir su padre lo que una vez sintió con los ojos y con los oídos y con la piel: al negro perseguido más allá de Mícara hace casi setenta años, después de las matanzas en Alto Songo, y San Luis, y el Cristo, y El Cobre, y Sagua de Tánamo, y La Maya. Después de los montones de ristras de orejas enlazadas con yarey por los rurales para cobrar las presas asesinadas […] (73).
No es difícil deducir del pasaje citado que el negro «perseguido más allá de Mícara» es Evaristo Estenoz, uno de los líderes de los Independientes de Color. En otro instante de documentación testimonial, James Figarola cita casi verbatim el informe del general Monteagudo al presidente José Miguel Gómez, en el cual se habla de «la carnicería» de los insurgentes: «Señor Presidente, hágase cargo de lo difícil que es tener casi sitiado un monte de ocho o diez leguas y nuestras fuerzas hacen allí una verdadera carnicería —escribía el general venido de La Habana con el tren lleno de soldados tocando rumba de cajón […]» (73)6. Se describen también los festejos en la capital después de la 6 Silvio Castro Fernández proporciona la siguiente cita del informe del general Monteagudo: «Es imposible precisar el número de muertos, porque los combates han degenerado en una carnicería dentro el monte» (2002: s/p). Las especulaciones acerca de la muerte de Estenoz mencionadas por Castro Fernández son casi idénticas a la versión que aparece en la novela de James Figarola: «Existen varias versiones sobre la muerte de Estenoz […]. Los médicos que practicaron la autopsia al cadáver fueron los doctores Paredes y Montes. En el informe médico se dice que le habían apreciado una herida en la cabeza con fractura completa del occipital, indicando además la vacuidad completa del tubo digestivo; lo cual es indicativo de que hacía días que no ingería alimentos. Estenoz murió el 27 de junio de 1912; el 28 se informaba al Secretario de Gobernación que el cadáver se descomponía y que le sería inyectado alcanfor para conservarlo. Ese mismo día su cadáver fue trasladado desde Mícara a Santiago de Cuba y exhibido en el cuartel Moncada» (Castro Fernández 2002: s/p). James Figarola recrea así este episodio: «Alfonso lo siente, y sabe sin haberlo constatado nunca que en aquel estómago, abierto después de muerto en un yerbazal cualquiera a la orilla del camino, con una bayoneta americana de 1908, que se traba porque la punta ha tropezado con las vértebras y el sargento, que abre el vientre en bandas como pudo hacerlo hace un momento Nicolás con el carnero, la empuja con la bota y la polaina
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brutal represión del levantamiento: «Luego en La Habana, fue el banquete a la oficialidad del ejército que había participado en las operaciones, en el Parque Central, frente al antiguo Teatro Tacón a un costado del Payret, muy cerca de lo que sería el Capitolio» (74). Si bien es cierto que en las últimas décadas han aparecido varios estudios historiográficos sobre la represión del movimiento de los Independientes de Color, En el altar del fuego sigue siendo uno de los pocos textos de ficción literaria que enfrentan este doloroso episodio de la historia cubana. En varias ocasiones En el altar del fuego alude también a la resistencia obrera y, más específicamente, a la Gran Huelga. De acuerdo a Álvarez Estévez, los braceros haitianos participaron por primera vez en el movimiento de reivindicaciones laborales en 1933 (1998: 220-228). Es posible, sin embargo, que la referencia que aparece en la novela sea a la huelga general revolucionaria de marzo del 1935 que, en palabras de Ursinio Rojas, «fue la más grande movilización de masas llevada a cabo en los años que siguieron al derrocamiento de la tiranía machadista» (1979: 160). Aunque James Figarola no llega a una elaboración detallada del activismo de los obreros antillanos que hemos visto en otros textos (El crimen de las cortaderas, El columpio de Rey Spencer), no cabe duda que los haitianos retratados en la novela tienen una conciencia que desmiente el estereotipo de un bracero antillano pasivo y no solidario. Como parte inseparable de la experiencia de los braceros haitianos en Cuba, En el altar del fuego reconstruye también la repatriación forzosa que llegó a su apogeo entre 1934 y 1937. Observamos aquí la misma urgencia de testimoniar que hemos visto ya en «La tierra y el cielo» de Benítez Rojo: Enseguida llegó Piti, a toda carrera, el haitiano de Vertientes, gritando que los guardias cargaban con los animales del chiquero y la poca ropa de los baúles de
se ensucia de salpicaduras de sangre, no había nada, absolutamente nada, y un forense, cualquier forense, hubiera podido decir —como dijo en realidad— vaciedad total, refiriendo con ello que por aquella boca que ya empieza a enseñar los dientes con la tiesura que llega antes de empezar la pudrición, hacía muchos días que no pasaba alimento alguno» (James Figarola 2007: 73-74). Según las investigaciones de la historiadora canadiense Alejandra Bronfman, después de haber matado a Estenoz, los soldados cubanos «ataron su cuerpo a caballo y lo arrastraron por las calles de Santiago de Cuba durante varias horas. A los pocos días, los oficiales anunciaron el fin de la rebelión. A partir de lo que los observadores han podido recoger de varias fuentes —incluidas algunas norteamericanas—, se trató de un momento horripilante, pues los negros fueron decapitados, colgados de los árboles y muertos a balazos cuando intentaban escapar de los efectivos cubanos» (2001: 28).
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los barracones y amontonaban a la gente en el apeadero del tren de Candonga para llevárselos de regreso a Haití. —Son cosas del gobierno —dijo el arriero burlón, terminando de pelar una Media Luna con los dientes—. No hay nada que hacer. La gente salió corriendo hacia adentro del cañaveral, pero ya del otro lado venía el humo y las lengüetas de la candela que crecía. Al retroceder chocaron con los caballos y el plan de machete de los rurales y los guardajurados del ingenio, que los empujaron por la guardarraya al camino y por el camino hasta el batey donde Piti quiso salir corriendo para agarrar el gascar que pasaba rumbo a Ermita pero el disparo de un springfield lo dejó tendido junto a la línea. Cuando Nicolás fue a recogerlo, el sablazo del sargento jefe del pelotón le hendió la cabeza. Y esa es la cicatriz que Alfonso ve ahora entre el blanco pelo ensortijado que le corre de sien a sien, como el machete en el tronco del caimito. La única cicatriz de herida no hecha por los dioses en la cabeza de Nicolás (118).
Como ya he mencionado, el material archivístico sobre las repatriaciones de los haitianos es sumamente limitado, aunque varios testimonios habían sido recogidos a posteriori por el mismo James Figarola y otros investigadores para luego integrar el libro El vodú en Cuba. Resulta interesante, sin embargo, cómo las versiones «literarias» de estos eventos en «La tierra y el cielo» y En el altar del fuego coincidan con la documentación testimonial disponible: Esa repatriación está, pues, vinculada en nuestra historia, en primer lugar, con el robo y con el atropello; pero no sólo con el robo y el atropello, sino también con el genocidio. La historiografía no ha recogido de manera oficial, porque no hay documentos para poder recogerlos pero sí testimonios orales, el hecho de que muchos barcos cargados de negros haitianos cuya repatriación se pagaba en los puertos de Nipe, Nuevitas, Santa Cruz o de Santiago de Cuba a tantos reales, o a tantas pesetas, por cabeza de repatriado, nunca llegaban a las costas haitianas, sino que sus cargazones humanas sencillamente eran —tal como lo fueron en el siglo xix cuando los buques negreros eran acosados por los cruceros británicos— lanzados por la borda para ahorrar combustible y para ahorrar tiempo de viaje a iniciar una nueva cacería (James Figarola, Millet, Alarcón 1998: 55).
También Marc C. McLeod (1998) da cuenta de las selecciones arbitrarias y las brutalidades sufridas por miles de haitianos durante varios episodios de la repatriación forzosa en 1937. Los métodos empleados por las autoridades tenían todas las características de terror. Además del desarraigo de comunidades enteras, se empleaban estrategias de chantaje, corrupción, allanamientos y engaño. A base de los testimonios recogidos en El vodú en Cuba, se puede concluir que
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la perspectiva de apoderarse de las precarias posesiones de los haitianos era un incentivo suficiente para que los rurales y algunos colonos cometieran actos de brutalidad contra familias enteras (James Figarola, Millet, Alarcón 1998: 59-60). Las expediciones punitivas organizadas por el ejército se convertían «en una despiadada cacería humana», mientras que los cubanos que integraban grupos paramilitares recibían dos pesos por cada haitiano capturado (Álvarez Estévez 1988: 217). De acuerdo a McLeod (1998), los haitianos que lograron salvarse de la repatriación buscaron refugio en las comunidades más remotas de Camagüey y el Oriente, como Barranca, Buena Vista, Caidije, La Caridad, Guanamaca, Loma Azul, Pilón de Cauto y La Serafina. Espronceda Amor, por su parte, describe así el drama a largo plazo de las familias haitianas que lograron quedarse en Cuba: «Escenas dolorosas y humillantes de su captura en los campos cubanos los llenaron de temores y provocaron un aislamiento cada vez mayor, conduciéndolos a estrategias de asentamientos en zonas cada vez más distantes e intricadas» (2001: 21). Para emplear aquí la expresión de Dori Laub, quien habla del Holocausto como «un suceso sin testigos» (Felman y Laub 1992: xvii), y evocando otra vez el modelo del contrato testimonial de Lyotard, podemos decir que en el centro mismo del testimonio está la imposibilidad de (re)construir el daño. La realidad de la experiencia traumática tiene que ser recuperada desafiando tanto el silencio como la pérdida total de las pruebas tangibles de lo ocurrido. Los casos del etnocidio relatados por James Figarola —la esclavitud, la masacre de los Independientes de Color, la repatriación forzosa de los haitianos— traen por secuela la desfiguración de los rostros, la fragmentación de las voces y la dispersión de la evidencia. Tan solo a través de la reivindicación de los testigos, recuperación del lenguaje y solidaridad del oyente/lector se puede reconstruir lo impensable. Hace falta mencionar que en los últimos años se ha dado en Cuba un notable incremento en las investigaciones de historia oral enfocadas precisamente en las repatriaciones forzosas. Así pues, el importante libro de Bernarda Sevillano Andrés (2007) recoge testimonios de unos treinta haitianos y sus descendientes de la comunidad de la Loma del Chivo y de la central Esperanza en Guantánamo. Sevillano Andrés incluye, además, una amplia bibliografía de tesis y ponencias inéditas sobre esta temática. Los testimonios citados por la investigadora agregan una dimensión profundamente humana y conmovedora a los eventos ya casi borrados por la desmemoria. Uno de los testigos recuerda, por ejemplo, cómo sus padres tuvieron que vender sus más preciadas posesiones —los puercos, los gallos finos— a 80 o 90 centavos (Sevillano Andrés 2007: 72-73). Otra testimoniante, Verónica Maslén, dice: «Lo perdíamos todo, abusa-
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ban de nosotros. Después de eso, el haitiano sólo compraba ropa y la metía en un baúl para cuando llegara el momento de la partida. El dinero lo invertía en dientes de oro, porque así se lo llevaba para su tierra y no se lo podían quitar» (Sevillano Andrés 2007: 73). La presencia de la historia cubana en la novela de James Figarola no termina, por cierto, con las repatriaciones forzosas. La novela recoge, por ejemplo, varias alusiones a la lucha contra el régimen de Batista. Acerca de uno de los compañeros de Alfonso, Valentín, se dice que «estuvo cuando la guerra en el combate de Maffo, en el asedio a los almacenes de BANFAIC donde se habían metido los tigres y los casquitos» (55)7. A través de los recuerdos de Alfonso es posible reconstruir también la participación de Nicolás en el ejército rebelde: «la columna rebelde guiada por Nicolás, alcanzaba de noche las cercanías del Ramón y ocupaban los camiones en que cruzarían la Central, en medio de los festejos de los guardias de Contramaestre y Baire por el aniversario del Diez de Marzo, para abrir un nuevo frente más allá de Miranda […]» (68)8. En una escena evocadora de «La tierra y el cielo», Nicolás entrega un resguardo a dos muchachos que, según parece, van a unirse a la guerrilla (67). No obstante, igual que en el cuento de Benítez Rojo, la magia no alcanza proteger a los jóvenes: «los dos muchachos hablaron por la boca de Nicolás, cada uno con su voz, diciendo que habían muerto más allá de El Hombrito, buscando La Plata» (69). En cuanto a los eventos posteriores a 1959, es importante la mención del ciclón Flora (40), uno de los más desastrosos en la historia de la isla, que a principios de octubre de 1963 arrasó, en su caprichosa trayectoria, varias zonas del Oriente. Las aguas del río Cauto desbordaron su cauce y a pesar del enorme esfuerzo de rescate murieron centenares de personas. En Sierra Maestra la tragedia tocó directamente a los haitianos y jamaicanos, habitantes de un barrio llamado Pinalito que fue sepultado durante el deslave de una montaña. Finalmente, y siguiendo el orden cronológico, la última alusión histórica que he detectado en la novela se refiere a la guerra de Angola, en la cual participaron también los cubanos de descendencia haitiana (98)9. 7 Maffo fue el escenario de una encarnizada batalla cuando el ejército rebelde se encontraba ya casi a las puertas de Santiago de Cuba. Las fuerzas de Batista convirtieron en una verdadera fortaleza los almacenes del Banco de Fomento Agrícola e Industrial de Cuba (BANFAIC) en el poblado de Maffo. 8 La referencia a los soldados festejando el 10 de marzo es al aniversario del golpe de estado de Batista que se dio en esta fecha en 1952. Renglón seguido, se alude a la formación del Segundo Frente Oriental en 1958. 9 Es preciso observar que la novela Hacia la tierra del fin del mundo, publicada por James Figarola en 1982, se enfoca precisamente en la experiencia de los soldados cubanos
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A pesar de la dimensión épica de la historia evocada por la novela y del aspecto colectivo de la experiencia de los haitianos en Cuba, los conflictos fundamentales de En el altar del fuego encuentran su apogeo en la tercera parte de la novela cuyo enfoque es la confrontación personal entre el anciano Nicolás y su hijo, Alfonso. Dos años después de haberse escapado de casa, Alfonso vuelve para reconciliarse con su padre. El formato retrospectivo, semejante a «La tierra y el cielo», pone de relieve la transformación individual de Alfonso y, en el ámbito colectivo, la inmensidad de los cambios traídos por la Revolución. Los dos hombres se reúnen en un houmfort, un santuario del vodú perdido en un lugar remoto del Oriente. El templo está en ruinas y el viejo Nicolás, su único guardián, parece abrumado por los recuerdos que marcan la progresiva desintegración de las tradiciones ante la avalancha de la modernidad. En la visión desencantada de James Figarola, los dispositivos de la modernidad —el control de la naturaleza, el racionalismo, el culto de la ciencia, la creencia en el progreso— se disuelven en la destrucción del medio ambiente y la degeneración de los valores comunitarios: así pues, en «el pitazo final de la locomotora llegando a Auza» reverbera «el grito de Pimienta en los prostíbulos llenos de blancas de Vertientes» (45), mientras que en el corte del cañaveral aparece la escalofriante imagen de la culebra sagrada, un majá, «quemado como carbón» (47). La violencia del auge capitalista que precedió a la revolución se inscribe, simbólicamente, en la desintegración del tambor de los rituales del vodú, enmudecido desde hace años: Entre el gavilán y las cuñas de madera recia del tambor se han ido formando las telas de araña, no una o dos o diez, sino todo un amasijo de telas de araña por donde la sangre espesa del gavilán, espesa como miel de purga, pasa a los parches ennegrecidos del tambor, ennegrecido y agujereado por los tiros que le dieron en la persecución de Esterito cuando la matanza de la Gran Huelga. Los tiros están ahí dentro del tambor. No los plomos de los springfields de los americanos recién estrenados por la Rural, sino los tiros, los ruidos de los disparos, su fuerza al horadar el aire, la violencia con que chocan y destruyen (46).
Aunque Cuba no sufrió las campañas anti-supersticiosas a la manera de Haití, durante la época republicana la represión del gobierno se dirigía con frecuencia contra los ritos y las costumbres de los afrocubanos. De ahí que el tambor agujereado por los tiros, más que una metáfora de la violencia, es a la vez la prueba material y el testigo del trauma. Juan Pérez de la Riva describe en Angola a finales de los años setenta.
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cómo la Guardia Rural sembraba el terror entre los haitianos con amenazas de quitarles los tambores sagrados de su culto: La presencia en el barracón de ‘la pareja’, montada en enormes y lustrosos caballos, anunciaba siempre algo aciago: la pérdida del gallo fino o del puerquito y, lo más temido, la confiscación de los tambores. Este era el medio de chantaje más eficaz que usaba el ejército ‘nacional’: con tal que le dejasen sus tambores y le permitiesen de cuando en cuando tocarlos al anochecer, el ‘codaso’ estaba dispuesto siempre a cualquier sacrificio (1979 II: 52).
A partir de fragmentos del diálogo entre Nicolás y Alfonso podemos deducir que el joven se había ido de casa para aprovechar las oportunidades brindadas por la revolución: «Antes estuve lejos, por Camagüey […]. Después me movilizaron por el ejército […]. Allí cogí la Segundaria, padre. Ahora estoy con un martillo neumático; de esos que rompen la piedra mejor que la dinamita, no sé si usted los ha visto» (48). Mientras que el pasado republicano está asociado con la represión y el atraso, el presente revolucionario está marcado por el entusiasmo de «destruir para construir»: «las aguas represándose en Baraguá, o los hombres cantando, de alegría, La Internacional encima de la cortina, o el martillo todopoderoso que él siente palpitar como animal vivo, quizás como el caballo que pudo haber comprado con su primer salario —aquel vendido como desecho por la Rural en que a veces cabalgaba su tío […]» (50). Por lo visto, en la novela de James Figarola vuelven a aparecer los mismos signos del progreso modernizador que hemos identificado en «La tierra y el cielo»: la educación, la movilidad, la tecnología. Al volver a su comunidad, Alfonso se siente como un «otro» ante los suyos, de la misma manera que Pedro Limón experimentó el miedo y la alineación a su regreso a Guanamaca. En ambos casos la experiencia del «hombre nuevo» —adoptado y moldeado por la Revolución— es suficiente para distanciar a los personajes de sus propios ancestros. Resulta curioso contrastar esta visión de transformaciones revolucionarias con las conclusiones que Dominga González Suárez ha derivado de sus investigaciones en Macuto I y Macuto II, dos poblados de una zona azucarera de Camagüey. Para su propia sorpresa, la investigadora observó que los cambios revolucionarios apenas habían afectado a los haitianos, quienes siguen aislados, dedicándose a sus prácticas del vodú y el uso casi exclusivo del créole. En palabras de González Suárez, los haitianos se caracterizan, además, por una desconfianza general hacia el mundo exterior: Para sorpresa mía, me sentí trasladada a principios del siglo xx. Allí nada, o muy poco, había cambiado. […]. [C]uando los visitaba en sus casas (bohíos) para
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entrevistarlos, muchos de los ancianos se escondían pensando que era de la policía y había ido allí para repatriarlos. Vivían aislados, en sus bohíos prácticamente no había muebles, no les llegaba la prensa, el transporte era muy deficitario, y la pobreza era significativamente mayor que en el resto de las poblaciones del campo cubano. El único progreso social que observé fue que los hijos de los llamados «pichones de haitianos» (segunda generación de los inmigrantes asentados en el país) estudiaban (en los momentos en que era obligatoria la enseñanza, primero hasta el sexto y luego hasta el noveno grado) al igual que todos los niños campesinos cubanos (2004: s/p).
Esta discrepancia entre las diferentes visiones de la comunidad haitiana en Cuba puede explicarse, tal vez, en términos generacionales: los viejos, como Nicolás en la novela de James Figarola o Tiguá en el cuento de Benítez Rojo, resisten el cambio, mientras que los jóvenes, como Alfonso o Pedro, abandonan sus bohíos para buscar oportunidades en otras partes. De hecho, la comunidad haitiana percibida a través de los ojos de Alfonso parece circunscrita no solamente por su aislamiento topográfico sino también por su tradicionalismo. Igual que en otros cuentos y novelas que he analizado antes, la geografía regional del Oriente se caracteriza por un sentido de aislamiento, e incluso Santiago se vislumbra como un lugar distante, casi mítico. Al mismo tiempo, existe una profunda conexión entre los habitantes y la naturaleza silvestre. Recordemos que debido a su carácter inhóspito, la naturaleza del Oriente siempre fue un gran aliado de los rebeldes: las montañas y los lodazales de esta zona han protegido a cimarrones, bandoleros, mambises, Independientes de Color y guerrilleros del ejército rebelde10. Para los creyentes del vodú o del Palo Monte, esta misma naturaleza no solamente ha servido de amparo sino también como proveedora de los recursos materiales necesarios para cultivar sus ritos. Dentro de este marco, la construcción de la carretera por Alfonso y sus compañeros adquiere una importancia doble, real y simbólica: mientras que se van acortando las distancias («En menos de tres horas he llegado hasta aquí» 48; «Todo se ha vuelto más cerca, viejo» 55), el espacio transfigurado por el progreso sufre una resemantización radical. Las aguas de la presa que encubren las huellas del pasado convierten la historia en arqueología. Al mismo 10 «Por las condiciones topográficas de su terreno, que ofrece medios naturales de abrigo y de defensa excepcionalmente ventajosas, esta provincia se adapta, mejor que ninguna otra de la Nación, a cualquier movimiento insurreccional medianamente organizado», leemos en el informe de la Secretaría de Gobernación sobre la insurrección de los Independientes de Color (citado por Juan Pérez de la Riva et al. 1979 I: 378).
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tiempo, las vivencias de las generaciones anteriores se tornan fábula para los jóvenes: ¿Sabe usted, padre? Ya en Bijagual no hay nada; ni casas ni nada; porque lo tapamos, poquito después de estar por aquí la última vez; lo cubrió el agua de la presa que por poco llega hasta aquí. La Carlos Manuel de Céspedes en el río. Así le pusieron por algo que pasó en Bijagual que tuvo que ver con Céspedes. Como San Lorenzo, que usted me decía que le decían San Lorenzo de Céspedes […] Parece un mar (56).
El trayecto del joven Alfonso —«un hombre nuevo» capacitado y modernizado por la revolución— sugiere una apertura hacia el futuro sin implicar necesariamente los mismos dilemas que hemos visto en el caso de Pedro Limón. Alfonso parece haber escogido entre la tierra y el cielo mucho antes de incorporarse a la revolución, cuando se había negado a ser elegido por los loas para ser el houngan: Nicolás, a gatas detrás de él, que ese es tu padrino que se te aparece por primera vez; y él entonces, tomando el curricán que flotaba en el aire, poniéndolo tenso por la arremetida del coronel contra el viento, te gritó deteniendo el bacín y la caolina y los tamboriles del vodú, como si le gritara al mundo entero: —No soy caballo, papá; que no soy caballo de nadie (121).
De todas formas, Alonso, al igual que Pedro Limón, paga un precio por haberse alejado de los suyos. Su padre no puede perdonarle su abandono, tanto más que su huida de casa coincidió con la muerte de uno de los hermanos: «Y no se pudo dar contigo; nadie pudo, que nunca se supo por dónde andabas dicen que construyendo. Y tu hermano se llevó lo que te tenía que decir sin decírselo a nadie. Y yo no he podido averiguarlo todavía» (75). A diferencia de Pedro Limón, Alfonso parece reintegrarse con cierta facilidad al mundo que había abandonado años atrás, tal vez porque no pesa sobre él la culpa de haber derramado la sangre hermana. Al llegar al houmfort y cruzar el umbral —uno de los símbolos fundamentales de la cosmovisión vodú— Alfonso encuentra a Legbá, el protector del hogar, loa de las encrucijadas y abridor de los caminos. La mirada del joven extrae de la oscuridad los emblemas sagrados del vodú: el altar, los tambores, el cuchillo de los sacrificios (49). El gesto de Alfonso al palpar «la pelambre tiesa de un cuero de chivo que tardó meses en curarse a sol y sereno» promete resucitar el tambor que «todavía tiembla, ligeramente, pero tiembla, del último golpe de mano humana, que no acabó por detenerlo del todo» (46). El mito, la historia, el progreso
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colectivo y el desarrollo individual se dan la mano dentro de un tiempo eterno de creencias ancestrales, y los héroes más venerados por el pueblo haitiano, Carlomagno Peralta y Dessalines, acaban compartiendo el espacio de los loas y de los hombres (50)11. A lo largo de la novela, además de incrustar en el texto una crónica (auto) consciente del proceso de la escritura, James Figarola entabla un diálogo abiertamente (auto)irónico con la tradición etnográfica y testimonial. Consecuentemente, En el altar del fuego es un texto marcado por una sedimentación de (des) encuentros previos con el «otro» y, a la vez, por un deseo de desedimentación de este legado. Mientras la presunción de identificación con el «subalterno» aparece sin ser cuestionada en muchos de los testimonios «canónicos», James Figarola reconoce y exhibe sin disimulo las paradojas de la mediación testimonial: la trampa de la transfiguración de la voz del otro, la incomunicación —que se hace patente en el intercambio entre Nicolás y su hijo— y el desarraigo de la palabra del «hablador» de su contexto original. Su reconocimiento de las agencias desiguales que tienen que ver con las diferencias en el posicionamiento de los sujetos queda expresado sin rodeos en las primeras secuencias de la novela que tratan de recuperar los ecos de la existencia de los esclavos. Contrapunteos haitiano-cubanos: «De muerte natural» de Mirta Yáñez y Un mundo de cosas de José Soler Puig Resulta interesante contrastar la dinámica testimonial establecida por James Figarola en su novela con la representación «etnográfica» de la cultura haitiana en el cuento «De muerte natural» que forma parte de la colección Todos los negros tomamos café (1976) de Mirta Yáñez. En el relato de Yáñez, los haitianos son percibidos con curiosidad y simpatía, pero siempre desde una distancia marcada por el extrañamiento. La voz narrativa pertenece a un voluntario —o una voluntaria—, que llega a las montañas de Mayarí en el Oriente para participar en la cosecha del café. Desde su perspectiva de este narrador (o narradora), los haitianos se constituyen en una curiosidad que merece ser objeto de escrutinio casi etnográfico: Charlemagne Masséna Péralte (1886-1919) era un líder guerrillero cuyo «ejército revolucionario» de campesinos conocidos como «cacos» resistió por cuatro años la invasión norteamericana. Traicionado por uno de los combatientes, fue asesinado por los norteamericanos en 1919. Su cuerpo —clavado en cruz sobre una puerta— fue exhibido en su pueblo natal para escarmiento de la población. Esta «crucifixión» contribuyó a su culto como mártir y héroe nacional haitiano. 11
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Algunos hombres, alejados por una causa u otra de la tierra en que nacieron, se ven envueltos para el común de las miradas de un extrañamiento, de curiosidad constante ante cualquier peculiaridad de su existencia. Cuando estos hombres forman una pequeña colectividad y se agrupan en torno a una familia, a un pedazo de tierra o a una manera de ganarse la vida, los otros hombres que pasan junto a ellos los observan de la misma forma que los niños avizoran con asombro el diagrama de una isla desierta, enclavada en sus mapas escolares. Los haitianos de las montañas de Mayarí Arriba son de esta especie humana que sí están y no están apegados a un lugar. Pertenecen a su conuco y al mismo tiempo se rodean de un aire de desarraigo, de ráfagas de ausencias y mares desconocidos (Yáñez 1976: 13).
Según ha indicado François Hartog (1988), desde tiempos inmemoriales los etnógrafos y viajeros han recurrido a un repertorio básico de técnicas narrativas: la comparación (directa o por analogía), la descripción avalada por la autoridad del testigo ocular y el énfasis en milagros y curiosidades. En el cuento de Yáñez se entretejen varias de las estrategias identificadas por Hartog. Para empezar, en comparación implícita con los cubanos-nativos, los haitianos asentados en el Oriente son tan diferentes que para describirlos es necesario recurrir a la retórica de la mitificación: Desde muchos años atrás vivían en estrechos barracones, grupos de hombres solos, tan viejos que la edad de cada uno se ha ido olvidando con la vida corriendo entre cocinar mejunjes, mascullar letanías, de las que un oído atento podría reconocer una que otra palabra cazada al vuelo salir a la amanecida con los sacos al hombro recoger café en silencio y regresar al barracón hasta el otro día. (Yáñez 1976: 13-14).
La disyuntiva entre «ellos» y «nosotros» está claramente marcada en la configuración de las actividades diarias: «con los hombros apuntalados como mesanas de barcos en la mar, salían los cinco hombres en plena madrugada, bastante rato antes que nosotros, los brigadistas, empezáramos a prepararnos el desayuno y dispusiéramos la partida» (15). Desde el punto de vista del narrador, los haitianos aparecen como un grupo amorfo y anónimo y están designados siempre con la tercera persona gramatical que —según la teoría de Emile Benveniste— denota la forma no personal de un «objeto» (1971: 199). La segunda mitad del cuento se centra en la figura de un viejo haitiano llamado Yulián, admirado en la comunidad por sus historias acerca del pasado heroico de Haití:
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Allí empezaba Yulián a narrar interminablemente las relaciones del gran Mackandal convertido en ave, levantando vuelo como una llamarada de fuego para escapar de sus enemigos. Mackandal el imposible, Mackandal transformado en avechucho, en lobo. El grande Mackandal. Yo me sentaba también a escuchar y ver cómo los ojos de Yulián se iluminaban cuando otra vez pasaban por sus pupilas las montañas de su tierra, los platanales ardiendo, y Mackandal haciendo de las suyas (17).
Igual que en otros textos analizados a lo largo del presente libro, también en este caso la Revolución Haitiana se mantiene viva a través de la tradición oral y funciona como una fuerza cohesionadora de la comunidad: Era su costumbre, en las veladas de mucho frío, agruparse al calor de los braseros donde Yulián y sus compañeros cocinaban y allí escuchar las memorias, una y otra vez repasadas, de la tierra lejana, recuerdos cedidos de generación en generación, de cuando su país entero ardió y los negros se habían tomado por su cuenta el incendio, y hubo hombres sabios entre ellos mismos que los hicieron hombres y no bestias de labor (16).
Cuando el orgullo de los haitianos está herido por los groseros comentarios de un tal Cuco Serrano, «dueño de tierras y secaderos» («¡Vete al carajo con tu Mackandal de mierda!», 18), todo el mundo sospecha al principio que Yulián es responsable de la misteriosa desaparición del ofensor. Es precisamente en esta coyuntura donde la voz narrativa asume la autoridad testimonial de un testigo ocular para poner los puntos sobre las íes. A pesar del distanciamiento temporal, el narrador cree poseer las claves del misterio: «aunque han pasado más de diez años de esa vez, tengo sus contornos bien fijos en la memoria, como esas fotografías nítidas que detienen para siempre un momento de la existencia irreversible; una imagen rancia, pero presente en el cartón con sus contrastes estacionados en el tiempo, sus claroscuros inmovilizados en el recuerdo» (15-16). Ya en la primera parte del cuento, el narrador nos ha advertido acerca de la peculiar sensibilidad de la comunidad haitiana en cuanto a su legado cultural, preparando así el terreno para la confrontación entre Yulián y Cuco Serrano: no falta la advertencia sobre la tolerancia de los haitianos, encasquillada en su lenguaje distinto, pero igualmente frágil como una tela de cebolla y que daba paso a cóleras bruscas, violentas. Hechos en el trabajo rudo y la vida difícil, arrastran también leyendas de susceptibilidades a flor de piel, de ciertas virulencias y pasiones, que se contradicen con la apariencia pacífica y los soplos de otros mundos como quienes han recorrido todos los caminos y conocen las entrañas de
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todos los hombres. Pero si ésas son las leyendas, también fue de veras que yo ví a un haitiano enseñarle el cuchillo a un hombre, y eso, según la superstición de los vecinos, quería decir que sus horas estaban contadas (14).
La reconstrucción narrativa del enfrentamiento entre Cuco Serrano y Yulián guarda paralelos tanto con la escena de la ejecución de Mackandal en El reino de este mundo como con el episodio del fusilamiento de Aristón en «La tierra y el cielo». Merece la pena citar este pasaje en su integridad: Y a partir de ahí, todo sucedió en un relámpago, y ésta es la parte que conservo con mayor tersura en la memoria: Yulián como en cámara lenta caminando hacia delante, la mano que se movía y nadie sabía en ese momento lo que buscaba, Cuco Serrano retrocediendo sin aspavientos, y de repente la hoja de metal resplandeciendo a la luz de los mechones, y Yulián saltando de frente, definitivamente perdida la paciencia, de siglos enteros, ardiendo todo su cuerpo en una flama, convertido él también en lobo como Mackandal; y Cuco Serrano, de un brinco hundiéndose en el cafetal, y los dos hombres que se perdían entre las matas de café sin un grito (18-19).
Gracias a la autoridad asumida por el narrador y en marcado contraste con los textos de Carpentier, Benítez Rojo y James Figarola, el relato de Yáñez establece un cierre unívoco en cuanto al desenlace del drama: hallado días después de lo ocurrido «engurruñado en una cañada, tieso y maloliente ya» (20), Cuco Serrano es pronunciado «muerto de muerte natural, si se puede llamar muerte natural pasar una madrugada temblando en una hoya, esperando que en cualquier instante la furia del haitiano le cayese encima como un rayo, aguardar con el corazón en la boca la venganza de Mackandal» (20). La recreación del pasado haitiano es un vínculo más obvio entre el cuento de Yáñez y una novela publicada varios años después por el escritor santiaguero José Soler Puig, Un mundo de cosas (1982). Aunque las referencias a Haití aparecen solamente en dos o tres ocasiones a lo largo de las trescientas páginas de la novela, es evidente que la «huella» haitiana marca tanto a los individuos como a la cultura de la región oriental donde transcurre la saga de la familia de fabricantes de ron12. En el linaje de uno de los personajes principales, Juan 12 En otros textos de Soler Puig ambientados en Santiago aparece alguna que otra referencia a los haitianos. Por ejemplo, uno de los protagonistas de la novela El pan dormido (1975) se llama el Haitiano, aunque este nombre es nada más que un apodo que refleja ciertos prejuicios étnicos: «El Haitiano se apellida López, y es de Santiago, pero Felipe le puso el Haitiano cuando vino nuevo a la panadería por ser un negro tan feo» (1975: 16).
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Mandinga, Haití se asocia más con la subyugación que con la rebeldía, por lo cual el protagonista opta por recrear su genealogía con énfasis en las raíces africanas, a través del lente nostálgico de «regreso a África»: mi bisabuelo era mandinga, aunque algunos dijeran que no lo era, sino haitiano y nacido en la finca de un francés, y que nació esclavo, pero todo eso es mentira, que mi bisabuelo nació en el África y era hijo del rey de los mandingas, y unos piratas se lo robaron de chiquito y lo llevaron a Haití y se lo vendieron a ese francés que lo trajo a Cuba con otros esclavos cuando tuvo que salir huyendo de Haití porque allá se les reviraron los negros a los blancos, y ese francés se jugó a mi bisabuelo a la baraja y lo perdió con el abuelo de la madre de los Infante, y antes de irse otra vez a Haití, mi bisabuelo tuvo hijos aquí […] y Juan Mandinga me tendrán que poner en el libro de los muertos cuando me entierren, y entonces me iré a vivir en el mundo de los mandingas […] (Soler Puig 1982: 56-57).
La novela de Soler Puig entreteje la historia y el mito, la etnografía y la invención de modo semejante a En el altar del fuego. En la fabulación de Juan Mandinga, su bisabuelo es un héroe que, igual que Mackandal, se distingue por sus poderes de metamorfosis y su extraordinaria capacidad de liderazgo: él se fue volando a Haití antes de que yo naciera, él no tenía alas, pero tenía unos poderes que vete tú a saber, y podía hacerse gavilán, majá, caballo, toro, lo que más se le antojara, y volaba, se arrastraba, trotaba, embestía, según el bicho que fuera, y para irse a Haití se hizo tiñosa y voló y voló hasta llegar a una montaña de Haití, y en Haití lo hicieron emperador los negros haitianos, porque allí ganó una guerra contra un presidente malo que había allá, un tipo así como Machado y Batista en uno solo […] (57).
Por medio de un logrado y complejo juego de perspectivas temporales y puntos de vista, Un mundo de cosas pone en entredicho ésta y otras recreaciones del pasado. Al contar la historia de Caridad, madre de Juan Mandinga, el narrador llamado Nicanor nos ofrece detalles que poco tienen que ver con la versión heroica de la biografía del legendario bisabuelo: Caridad era nieta de un esclavo que trajeron a Santiago los franceses cuando se reviraron los negros en Haití y llegaron aquí huyendo, y Juan Mandinga ha estado siempre muy orgulloso de su bisabuelo, aunque yo creo que ni siquiera sabe cómo se llamaba, y ese negro esclavo se lo ganó en las barajas el abuelo de Isabel González, la madre de los Infantes, a un francés borracho y medio loco que estaba en la ruina, un monsiur, y a ese abuelo de Caridad se lo echaron los González a sus
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esclavas y al cabo de los años le dieron la libertad, y el haitiano se fue a su tierra, dejando aquí un montón de hijos desperdigados […] (17).
En el personaje de Caridad, en su cuerpo, se concentran los procesos de hibridación y la violencia del mestizaje, pero también la fuerza subversiva de la «presencia africana». En un episodio que describe las ceremonias de la tumba francesa, Caridad se une a un grupo de jóvenes negros que tocan los tambores y «cantan en patuá» porque «son todos haitianos o hijos de haitianos o nietos» (88). Renglón seguido, en una escena evocadora de la legendaria ceremonia de Bois Caïman, Caridad —igual que Prudence en Otro golpe de dados— asume el rol de la oficiante principal de la ceremonia del vodú en el contexto claramente marcado por el desafío político: y ahora Caridad mueve el machete y dice algo en patuá y todos se levantan y Caridad grita ¡viva Cuba libre! y todos gritan ¡viva!, y una negra desnuda le suelta las patas al chivo y se las sujeta contra el suelo y Caridad le da vueltas al machete, vueltas y vueltas y más vueltas, y cantan todos y berrea el chivo y Caridad le corta de un machetazo la cabeza del chivo y un negro viene a recoger la sangre en una palangana blanca (88).
En conclusión, de todos los textos analizados a lo largo de estas páginas, En el altar del fuego es probablemente el más desconfiado, heterogéneo y heterodoxo, aunque los textos de Fernández, Benítez Rojo, Yáñez y Soler Puig resultan más logrados en términos estéticos. Más específicamente, la novela de James Figarola se toma el riesgo de llevar al límite las dudas epistemológicas, formales y éticas que la etnografía o el testimonio hispanoamericano «fundacional» han optado por escamotear. En el altar del fuego propone al lector un viaje tortuoso, incómodo y valiente —de descentramiento, de solidaridad, de traiciones necesarias— que encuentra su límite inexorable en el lenguaje mutilado, recosido y regenerado, en la paradoja derrideana de no poder criticar sistemas existentes sin caer en la misma trampa de crear otro sistema con otro centro. Es una novela donde se hacen dolorosamente palpables las cicatrices de la transculturación y de la modernidad. Sus huellas se dejan notar en las fisuras de este texto desgarrado entre su misión de salvaguardar las voces de los marginados y la tentación de traducir o subyugar estas voces a los parámetros de un sistema de validación que asegurara su «orden del discurso» y su circulación como novela. En el altar del fuego es indudablemente producto de nuestra época —sería superfluo llamarla posmoderna— en la cual los marcos culturales de referencia y procedimientos de expresión habituales nos han fallado hasta volverse
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inoperables. Mientras que el testimonio «clásico» hispanoamericano —de Montejo/Barnet, Palancares/Poniatowska, Menchú/Burgos— se resiste a inscribir la crisis de la verdad y del conocimiento dentro de su propia poética, en el libro de James Figarola los lectores participan en una búsqueda frenética de un lenguaje capaz de acercarse a una experiencia que va más allá de los límites de lo imaginable, lo impensable y lo innombrable. Con la novela de James Figarola los haitianos de Cuba y lo haitiano latente en la cubanidad llegan a franquear al menos algunos de estos límites.
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índice de términos
A Abbot, Abiel 15, 31, 122, 275 Acosta, Reinaldo 24, 210, 278 Alarcón, Alexis 73, 74, 75, 107, 195, 222, 223, 224, 228, 241, 246, 260, 261, 278, 305, 313 Álvarez Silva 134 Amis des Noirs 212 Anales del Caribe 23, 106, 108, 285, 294, 295, 296, 318, 321, 329 Angerona 121, 187, 310, 312, 318 Ante, Gilberto 101, 102, 116, 119, 164 Aponte, José Antonio 16, 48, 52, 53, 54, 55, 56, 57, 58, 59, 110, 236, 239, 275, 289, 295, 297, 318 Aramburu, Joaquín de 64 Arango y Parreño, Francisco 13, 50, 51, 275, 300 Araquistáin, Luis 74, 163 Argyriadis, Kali 109, 250, 279 Arrufat, Antón 214 Asociación Caribeña de Cuba 75 axis mundi 235, 236 B Bacardí Moreau, Emilio 15, 29, 33, 39, 40, 41, 42, 43, 44, 45, 160, 173, 176, 179, 185, 196, 211, 275, 284 Bande Rará 69 Baracoa 28, 30, 36, 37, 41, 159, 176, 298
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Barbier, Juan 52, 54, 55 Barcia Zequeira, María del Carmen 15, 32, 55, 156, 176 Barnet, Miguel 9, 64, 65, 107, 117, 122, 166, 168, 248, 273, 275 Bastien, Rémy 76, 199, 200, 219, 281 Bataille, Georges 169 Batista, Fulgencio 145, 255, 262, 271, 313 Benítez Rojo, Antonio 5, 13, 14, 21, 41, 67, 101, 102, 119, 120, 123, 124, 125, 136, 144, 154, 194, 201, 204, 207, 208, 210, 211, 212, 213, 214, 215, 216, 217, 219, 221, 222, 224, 225, 226, 227, 228, 231, 232, 233, 239, 240, 241, 243, 259, 262, 265, 270, 272, 275, 281, 282, 289, 290, 300, 303, 307, 312, 314, 316, 320, 323, 325 Benjamin, Walter 165, 282 Bhabha, Homi 150, 151, 152, 283 Birkenmaier, Anke 22, 91, 97, 131, 283, 298 Blázquez Miguel, Juan 46, 219, 235, 283 Blok, Antón 229, 283 Bois Caïman 100, 196, 197, 198, 225, 272 Boisrond Tonnerre, Louis 40, 129 Bontemps, Arna 131, 197 Bouckman, Boukman 30, 129, 197, 198, 225, 240
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Elzbieta Sklodowska
Bouffartigue, Sylvie 39, 284, 314, 316 Boyer, Jean-Pierre 239 Boytel Jambú, Fernando 110, 284, 310 braceros 17, 18, 63, 66, 67, 69, 70, 73, 74, 76, 79, 80, 82, 84, 85, 88, 89, 93, 95, 104, 107, 113, 114, 115, 116, 132, 134, 139, 141, 158, 159, 162, 169, 171, 214, 216, 217, 220, 221, 242, 259, 311 Bremer, Frederika 15, 31, 285 Breton, André 97, 131, 132, 283, 285 Bronfman, Alejandra 64, 259, 285 Brouard, Cari 166 Buenaventura, Enrique 130, 186 Bureau d’Ethnologie Haïtienne 97, 132, 283 Burton, Richard 119, 120, 225, 228, 229, 285, 286 C Cabo Haitiano 24 Cabrera Infante, Guillermo 16, 56, 115, 116, 275 Cabrera, Lydia 16, 56, 74, 112, 115, 116, 236, 248, 250, 251, 275, 286 Cairo, Ana 146, 147, 154, 286 Calcagno, Francisco 48, 55, 56, 110, 111, 275 Callejas, José María 16, 38, 177, 178, 179, 276 Camagüey 17, 30, 47, 66, 68, 77, 95, 105, 120, 139, 144, 145, 163, 214, 222, 261, 264, 316, 320 Camille, Roussan 94, 96 Cap-Haïtien 196 Cardoso, Onelio Jorge 96, 118 Caribe 15, 19, 22, 23, 24, 35, 46, 48, 60, 63, 69, 74, 77, 80, 81, 82, 93, 94, 95, 96, 97, 101, 102, 103, 106, 107, 108, 110, 111, 121, 124, 125, 152, 154, 155, 157, 162, 163, 164, 166, 194, 207, 226, 240, 245, 257, 278, 279, 281, 282, 284, 285, 286, 287, 288, 290, 293, 294, 295, 296,
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297, 298, 299, 300, 302, 305, 308, 310, 311, 313, 315, 317, 318, 319, 321, 322, 323, 324, 325, 326, 327, 328, 329, 330 Carpentier, Alejo 13, 14, 16, 17, 18, 21, 24, 25, 32, 45, 47, 56, 82, 87, 89, 90, 91, 96, 97, 98, 99, 101, 103, 112, 121, 124, 125, 131, 136, 143, 152, 157, 172, 185, 194, 196, 197, 198, 207, 213, 221, 225, 226, 227, 229, 230, 231, 239, 242, 243, 248, 270, 276, 277, 279, 283, 286, 296, 298, 300, 302, 308, 309, 317, 318, 323, 324, 327 Carr, Barry 220, 241, 286 Carteles 71, 98, 131, 323 Casa de las Américas 23, 106, 108, 122, 245, 276, 277, 278, 279, 280, 285, 287, 295, 303, 305, 308, 318, 322, 327, 330 Casa del Caribe 74, 106, 121, 278, 287, 313 Casamayor Cisneros, Odette 13, 21, 42, 43, 124, 159, 160, 176, 190, 211, 287 Casamayor, Prudencio 13, 21, 42, 43, 124, 159, 160, 176, 190, 211, 287 Casséus, Maurice 18, 76, 77, 81, 276 Castañeda, Alexis 69, 70, 113, 223, 227, 287, 288, 295 Castoriadis, Cornelius 14, 287, 289 Castro, Fidel 2, 104, 214, 240, 258, 287, 288 Catauro 107, 156, 280, 292, 294, 302, 315 Certeau, Michel de 14, 20, 86, 87, 123, 161, 169, 288 Césaire, Aimé 130, 162, 313, 317 Céspedes, Carlos Manuel de 59, 256, 266 Chailloux Laffita, Graciela 20, 109, 112, 117, 142, 288, 300 Chanady, Amaryll 9, 150, 152, 153, 288 Chazotte, Peter S. 129, 289 Chicho Cuba 80 Childs, Matt D. 16, 47, 54, 55, 56, 289
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Índice de términos
Christophe, Henri 34, 35, 47, 53, 56, 58, 97, 128, 129, 130, 225, 256, 302, 317 Cienfuegos 32, 298, 324, 329 Cinéas, Jean-Baptiste 18, 77 Circuncaribe 18, 21, 81, 212 Clavin, Matt 36, 129, 289 codaso 144, 145, 264 Cofiño, Manuel 20, 124, 136, 143, 144, 145, 146, 153, 232, 276 Collard, Patrick 211, 283, 289 Colombani, Dominique 140, 289 Corbett, Edward P. J. 237, 290 Cornejo Polar, Antonio 151, 153, 290 Cortázar, Julio 208 créole 27, 40, 52, 59, 68, 69, 70, 81, 96, 106, 107, 112, 114, 118, 129, 145, 161, 191, 193, 194, 196, 218, 221, 222, 228, 242, 253, 264, 326, 331 C rombet y Tejera , Francisco Adolfo (Flor) 33, 59 Cruz R íos, Laura 15, 31, 32, 114, 177, 179, 182, 191, 278 Cuba 5, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 34, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 43, 44, 45, 46, 47, 48, 49, 50, 53, 54, 55, 56, 57, 58, 59, 60, 61, 63, 64, 65, 66, 67, 69, 70, 71, 73, 74, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 81, 82, 85, 86, 87, 88, 90, 91, 92, 93, 94, 95, 96, 98, 101, 102, 103, 104, 105, 106, 107, 108, 109, 110, 111, 112, 113, 114, 115, 116, 117, 119, 120, 121, 122, 125, 126, 127, 128, 129, 132, 133, 134, 136, 137, 139, 140, 141, 142, 144, 145, 146, 147, 148, 155, 156, 157, 158, 159, 160, 161, 162, 163, 167, 169, 171, 172, 173, 174, 175, 176, 177, 179, 180, 181, 182, 183, 184, 185, 189, 190, 194, 202, 207, 208, 210, 211, 212, 213, 214, 216, 217, 218, 220, 221, 222, 223, 224, 225, 227, 228, 235, 240, 241, 242, 243, 245, 246, 247, 248, 249, 250, 251, 253, 254, 255, 256,
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257, 258, 259, 260, 261, 262, 263, 265, 271, 272, 273, 275, 276, 277, 278, 279, 280, 281, 282, 283, 284, 285, 286, 287, 288, 289, 290, 291, 292, 293, 294, 295, 296, 297, 298, 299, 300, 301, 302, 303, 304, 305, 306, 307, 308, 309, 310, 311, 312, 313, 314, 315, 316, 317, 319, 320, 321, 322, 323, 324, 325, 326, 327, 329, 330, 331, 332 D Dahomey 148, 149, 224 Damballah 194, 236, 237 Danticat, Edwidge 11, 135, 291 Dash, J. Michael 26, 40, 131, 280, 291 Davis, Wade 10, 233, 234, 235, 291, 299 Debien, Gabriel 291 Deive, Carlos Esteban 15, 135, 197, 292, 309, 326 Denis, Lorimer 166, 331 Depestre, René 77, 80, 291, 320 De Puech 223 Deschamps Chapeaux, Pedro 104, 123, 292 Descourtilz, Michel Etiénne 128 Deslauriers, Pierre 200, 292 Dessalines, Jean Jacques 24, 30, 35, 40, 53, 56, 77, 127, 129, 225, 226, 267 Díaz, Alberto Pedro 68, 114, 144, 292 Douglas, Mary 293 Du Bois, W.E.B. 131 Dudley, Taney 130 Duharte Jiménez, Rafael 15, 16, 30, 32, 33, 38, 41, 49, 51, 185, 293 Dunham, Katherine 131, 293 Duvalier, François 26, 165, 166, 305 E Easley Morris, Andrea 9, 293 Elegguá 210, 301 El Heraldo de Cuba 72 El Heraldo de Haití 134
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Elzbieta Sklodowska
Eliade, Mircea 235, 236, 294 Ellis, Keith 19, 94, 294 Endore, Guy 129, 197 Enríquez, Carlos 96, 97, 101 Esmeralda 66, 105, 144, 214, 219, 316, 320 Espronceda Amor, María Eugenia 27, 67, 68, 74, 92, 261, 294 Estados Unidos 12, 13, 17, 22, 26, 49, 65, 76, 84, 103, 124, 130, 131, 135, 156, 197 Estenoz, Evaristo 64, 65, 258, 259 F Fabian, Johannes J. 190, 241, 294 Fatigan, Cécile 197 Faulkner, William 131, 297, 302 Faxas, Silvia 70, 113, 295 Fernández Olmos, Marguerite 240, 241, 295, 318 Fernández, Pablo Armando 5, 14, 20, 34, 39, 43, 136, 144, 155, 171, 276, 295, 309 Fernández R etamar, Roberto 9, 23, 24, 102, 277, 295, 313 Ferrer, Ada 10, 15, 48, 52, 54, 60, 125, 126, 186, 296, 299, 300, 315 Figueroa, Víctor 213, 296, 314 Fischer, Sibylle 16, 41, 48, 132, 296 Fondo-Rouge 78 Fonds-Rouge 78 Fornet, Ambrosio 9, 143, 156, 276, 297 Foucault, Michel 88, 170, 203, 229, 297 Fowler, Víctor 147, 154, 285, 290, 297, 303, 311, 313 Franco, José Luciano 15, 53, 56, 96, 297 Freud, Sigmund 190, 297 Fuente, Alejandro de la 29, 61, 63, 67, 73, 90, 137, 148, 297 Fuentes Guerra, Jesús 250, 251, 298 G Gaceta del Caribe 19, 93, 95, 96, 97
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Gallegos, Gerardo 19, 99, 100, 276, 306 García Canclini, Néstor 150, 151, 152, 153, 298 García Carranza, Araceli 9, 87, 96, 298 García, Gloria 9, 10, 15, 19, 23, 28, 29, 37, 49, 50, 55, 59, 60, 63, 72, 80, 87, 96, 102, 112, 118, 150, 151, 152, 153, 191, 217, 286, 296, 298, 299, 300, 301, 311, 314, 315, 318, 325, 329 García Lorca, Federico 28 Geggus, David 55, 197, 299 Ginzburg, Carlo 42, 58, 105, 167, 299 Glissant, Édouard 130, 150, 152, 226, 300 Gold, Herbert 22, 132, 300 Gomáriz, José 9, 51, 300 Gómez Navia, Raimundo 28, 80, 81, 110, 112, 145, 288, 300 Gómez, Sara 2, 15, 26, 28, 47, 48, 49, 54, 60, 80, 81, 110, 112, 119, 120, 145, 218, 258, 285, 287, 288, 294, 300 González, David 2, 9, 10, 12, 22, 26, 27, 29, 33, 34, 37, 49, 60, 69, 121, 123, 201, 245, 264, 271, 283, 284, 286, 296, 298, 299, 300, 301, 315, 316, 324, 329 González Echevarría, Roberto 9, 22, 27, 60, 123, 283, 298, 300 González, Reynaldo 2, 9, 10, 12, 22, 26, 27, 29, 33, 34, 37, 49, 60, 69, 121, 123, 201, 245, 264, 271, 283, 284, 286, 296, 298, 299, 300, 301, 315, 316, 324, 329 González-Stephan, Beatriz 201 González Suárez, Dominga 69, 264, 301 Gottberg Duno, Luis 123, 293, 301 Granados, Manuel 9, 20, 21, 136, 137, 138, 140, 142, 143, 149, 153, 154, 162, 208, 276, 291, 293, 301, 303, 305, 332 Greenleaf Whittier, John 127 Greimas, Algirdas Julien 168, 301 Guanamaca 68, 105, 114, 145, 214, 216, 217, 222, 224, 232, 233, 238, 261, 264, 292
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Índice de términos
Guanche Pérez, Jesús 19, 63, 79, 104, 114, 218, 276, 301 Guardia Rural 115, 139, 166, 167, 170, 217, 221, 264 Guarico 13, 30, 50, 51, 53, 157, 175, 177, 180, 183, 212 Guerra, Ramiro 29, 60, 68, 74, 79, 89, 111, 138, 250, 251, 298, 301, 320 Guillén, Nicolás 18, 19, 81, 93, 94, 95, 96, 100, 101, 194, 276, 294, 298, 301, 314, 323 H Haití 1, 3, 5, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 30, 40, 42, 44, 45, 46, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 53, 54, 55, 56, 58, 59, 60, 63, 64, 65, 69, 70, 75, 76, 77, 78, 79, 81, 82, 88, 89, 93, 94, 95, 96, 97, 98, 99, 100, 101, 102, 103, 106, 107, 108, 109, 113, 116, 117, 119, 120, 121, 124, 125, 126, 127, 128, 129, 130, 131, 132, 133, 134, 135, 136, 137, 139, 140, 141, 142, 144, 148, 149, 155, 161, 162, 163, 166, 167, 185, 188, 189, 191, 197, 198, 199, 207, 208, 210, 211, 212, 213, 214, 216, 217, 218, 219, 224, 226, 227, 233, 234, 235, 236, 242, 253, 254, 255, 256, 260, 263, 268, 270, 271, 276, 277, 279, 280, 283, 285, 287, 290, 295, 296, 297, 298, 299, 300, 301, 303, 305, 310, 313, 315, 320, 322, 323, 324, 326, 328, 330 Hall, Stuart 152, 162, 302 Hartog, François 268, 302 Harvey, W. W. 129, 302 Hassall, Mary 16, 34, 35, 36, 37, 38, 178, 199, 212, 276 Hazard, Samuel 31 H egel , Georg Wilhelm Friedrich 127, 195, 285 Helg, Aline 60, 209, 302 Hernández Catá, Alfonso 87, 276
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H errera, Georgina 9, 30, 31, 140, 301, 302, 303, 304, 307 Herskovits, Melville J. 26, 100, 131, 303 Hoffmann, Léon-François 12, 197, 303, 309 Houlberg, Marilyn 235, 303 houmfort 263, 266 houngan 197, 222, 224, 226, 227, 248, 266 Housková, Ana 9, 167, 303 Houston Craige, John 130 Hoz, Pedro de la 59, 157, 223, 245, 303 Hughes, Langston 26, 100, 131 Hugo, Victor 127, 151, 277, 280, 288 Hulme, Peter 28, 29, 303 Huntington, Samuel 124, 304 Hurbon, Laënec 132, 198, 227, 234, 304 Hurston, Zora Neale 131, 294, 304 I Independientes de Color 59, 64, 65, 116, 209, 258, 259, 261, 265, 288 Instituto de Etnología y Folklore 105, 114, 307 Ivonnet, Pedro 64, 65 J Jamaica 24, 46, 79, 131, 161, 276, 304 James, C. L. R. 95, 130 James Figarola, Joel 5, 14, 21, 22, 59, 65, 67, 74, 75, 90, 93, 106, 107, 116, 136, 138, 154, 182, 195, 204, 218, 219, 223, 224, 228, 232, 238, 245, 246, 247, 248, 249, 251, 252, 253, 254, 255, 258, 259, 260, 261, 262, 263, 264, 265, 267, 270, 272, 273, 276, 305, 315 Jean-Claude, Martha 120, 121 Jean François 53, 123, 171, 309, 330 Jerez de Villarreal, Juan 29 jimaguas 235, 257
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Elzbieta Sklodowska
K K indelán, Sebastián 44, 50, 176, 177, 179, 180, 181 K leist, Heinrich von 127 K risteva, Julia 14, 17, 87, 88, 306 L La Habana 16, 19, 23, 27, 28, 29, 30, 38, 43, 50, 52, 53, 54, 58, 59, 69, 73, 77, 81, 87, 94, 96, 99, 106, 107, 108, 121, 140, 146, 159, 172, 181, 185, 189, 194, 208, 209, 210, 211, 240, 258, 259, 275, 276, 277, 278, 279, 280, 284, 285, 286, 287, 288, 289, 292, 294, 295, 296, 297, 298, 299, 300, 301, 302, 304, 306, 307, 308, 309, 310, 312, 314, 315, 317, 319, 320, 321, 322, 323, 324, 325, 327, 329, 331, 332 Laleau, León 165 Lamartine, Alphonse 127 Lambert, Úrsula 34, 121, 310 Lam, Wifredo 18, 96, 97, 101, 132, 278, 283 Largey, Michael 46, 242, 307 Laroche, Maximilien 233, 307 Laub, Dori 261, 295 Leante, César 20, 125, 126, 276, 307 Leclerc, Charles Victor Emmanuel 30, 34, 40, 127, 128, 191, 211 Legbá 148, 149, 210, 235, 245, 248, 250, 266, 276 Le Goff, Jacques 122, 307, 313 Lescot, Elie 199 Les Griots 166 Lespés, Anthony 96 Llopis, Rogelio 215, 308 loa 194, 222, 224, 225, 226, 227, 228, 229, 235, 236, 238, 266 López Pego, Rigoberto 121 Lord, Walterio 121 Lotman, Iuri M. 14, 17, 92, 209, 308 Louverture, Toussaint 15, 23, 24, 30, 53,
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56, 58, 127, 129, 197, 226, 256, 281 Luisiana 32, 34 Lyotard, Jean François 123, 165, 171, 237, 261, 309 M Mabille, Pierre 131, 132, 309 Maceo, Antonio 25, 30, 56, 59, 82, 218, 256, 323, 331 Mackandal 45, 125, 129, 222, 226, 227, 229, 230, 231, 236, 239, 269, 270, 271 Macuto 264 Magazine de Hoy 94 majá 194, 236, 247, 249, 255, 256, 257, 263, 271 Makandal 98, 213, 226, 240, 324 Malpica La Barca, Domingo 15, 39, 172, 173, 202, 203, 276 manbo 195, 197, 250 Marcelin, Pierre 18, 77 Marrero, Levi 85, 135, 309 Martí, José 9, 24, 30, 81, 82, 96, 218, 256, 276, 278, 286, 292, 299, 309, 315 Martínez Abogán, Benito 112 Martínez Casanova, Manuel 254, 310 Martínez-San Miguel, Yolanda 310 Masiello, Francine 93, 142, 310 M ateo Palmer, Margarita 89, 102, 239, 240, 248, 310, 311 Matibag, Eugenio 134, 311 McAlister, Elizabeth A. 69, 199, 311 McLeod, Marc C. 79, 80, 260, 261, 311 M éndez Rodenas, Adriana 9, 156, 194, 312 Menéndez, Jesús 81, 82, 312, 313 Métraux, Alfred 45, 100, 132, 199, 223, 226, 228, 237, 312 Middle Passage 162, 256, 291 Millet, José 27, 73, 74, 75, 107, 121, 194, 195, 222, 223, 224, 228, 241, 246, 260, 261, 305, 312, 313 Mnemosina 204
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Índice de términos
Monteagudo 258 Montero, Mayra 13, 14, 18, 136, 213, 276, 297, 313, 319, 321, 322 Montolieu, Eduardo 76 Morciego, Efraín 19, 115, 277 Morejón, Nancy 9, 101, 102, 106, 166, 314 Moreno, Dennis 15, 19, 23, 79, 104, 114, 157, 218, 225, 248, 276, 299, 314, 321 Moreno Fraginals, Manuel 157, 248, 314 Murphy, Joseph 238, 315 N Naranjo Orovio, Consuelo 10, 12, 15, 48, 49, 50, 71, 73, 92, 142, 198, 296, 299, 300, 314, 315 Nederveen Pieterse, Jan 150, 315 nganga 224, 246, 247, 250, 251, 252, 255, 298, 305 Nora, Pierre 14, 20, 111, 122, 307, 313, 316 Novás Calvo, Lino 17, 82, 83, 85, 87, 277, 324 Nueva Orleans 32, 129, 182, 212, 223 ñáñigo 73, 144 O Obatala 236 Oggún 209, 215, 224, 225, 226, 227, 228, 229, 235, 237, 238, 254, 294 Oriente 13, 17, 21, 25, 27, 28, 29, 31, 32, 33, 39, 43, 50, 59, 60, 63, 64, 66, 68, 73, 74, 76, 81, 82, 95, 104, 108, 112, 113, 125, 131, 145, 150, 154, 160, 161, 163, 173, 176, 185, 186, 187, 188, 189, 190, 191, 221, 222, 224, 242, 246, 253, 254, 261, 262, 263, 265, 267, 268, 275, 276, 277, 279, 280, 282, 288, 290, 293, 298, 303, 304, 305, 313, 320, 324, 328, 329, 330 orisha 229, 235, 286
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Ortega, Julio 215, 316 Ortiz, Fernando 28, 34, 38, 72, 74, 96, 103, 107, 112, 153, 194, 224, 276, 292, 297, 307, 312, 314, 315, 316, 317, 319 P Padilla, Heberto 126, 214 Padura Fuentes, Leonardo 213, 317 Palés Matos, Luis 48, 317 Palmié, Stephan 15, 16, 317 palo monte 154, 224, 246, 249, 250, 253, 254, 255 Pancrazio, James J. 229, 230, 318 Papel Periódico de la Habana 48 Paravisini-Gebert, Lizabeth 35, 36, 98, 125, 213, 236, 240, 241, 295, 318, 319 Paso de los Vientos 30, 161, 254 Pávez, Jorge 52, 53, 54, 56, 318 Peñas Altas 52, 57 Péralte, Charlemagne Masséna 74, 267 P érez de la R iva , Juan 15, 25, 31, 32, 33, 34, 39, 48, 52, 63, 66, 68, 72, 76, 104, 106, 123, 159, 160, 161, 173, 176, 178, 179, 180, 181, 186, 263, 265, 292, 319 P ichardo y Tapia, Esteban 39, 67, 69, 319 pichón 148, 216, 232 Pino, Amado del 220, 319 Piron, Hippolyte 15, 31, 39 Plácido 56 Pompée, Valentin 47 Poupeney-Hart, Catherine 150, 151, 320 Pratt, Mary Louise 2, 27, 153, 320 Price-Mars, Jean 165, 320 Prieto, Abel 20, 21, 124, 136, 146, 147, 150, 153, 154, 162, 208, 277, 320 Puerto Príncipe 25, 30, 39, 47, 66, 81, 93, 121, 131, 132, 208, 209, 210, 320 Puri, Shalini 152, 320
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Elzbieta Sklodowska
R R ainsford, Marcus 128, 321 R eed, Ishmael 131, 309 R elys Díaz, Leonela Inés 108 R epilado, Ricardo 45, 173, 176, 322 República Dominicana 13, 18, 26, 60, 81, 132, 133, 134, 254, 292, 293, 300, 320, 324, 331 Revolución Cubana 22, 56, 122, 146, 216, 220, 231, 240 Revolución Francesa 52, 183, 188, 205, 224, 233 Revolución Haitiana 5, 11, 12, 15, 16, 19, 23, 24, 25, 26, 27, 30, 35, 36, 40, 45, 48, 49, 53, 55, 56, 70, 73, 82, 93, 95, 98, 106, 113, 119, 121, 125, 126, 127, 128, 129, 130, 135, 136, 142, 173, 176, 177, 197, 212, 213, 224, 225, 226, 238, 269, 318, 323, 325 R izo Aguilera, Lourdes 201, 322 Rochambeau 30, 34, 276 Rodríguez, Emilio Jorge 13, 93, 97, 102, 323 Rodríguez, Luis Felipe 82 Rodríguez, Manuel Tomás 19, 99, 277 Rodríguez Monegal, Emir 213, 323 Roig de Leuchsenring, Emilio 71, 74, 96, 323 Rojas, Rafael 5, 14, 19, 20, 21, 43, 56, 114, 115, 136, 146, 155, 156, 157, 158, 160, 161, 162, 164, 165, 166, 167, 168, 169, 170, 171, 174, 176, 193, 259, 277, 283, 286, 295, 303, 323 Roldán, Gloria 120, 159 Rorty, Richard 205, 324 Roumain, Jacques 15, 18, 19, 23, 76, 78, 80, 81, 93, 96, 106, 108, 118, 132, 165, 173, 239, 240, 276, 277, 287, 298, 314 Rueda, Manuel 226, 324 S Saer, Juan José 156, 324
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Saint-Domingue 11, 16, 25, 30, 34, 35, 38, 45, 46, 47, 48, 49, 51, 52, 53, 58, 60, 120, 125, 127, 128, 129, 159, 160, 161, 173, 175, 177, 182, 183, 184, 185, 186, 190, 191, 192, 194, 196, 197, 208, 211, 223, 226, 227, 240, 284, 287, 291, 292, 300, 306, 316, 320, 331 Saint-John, Spencer 130 Saldívar, José David 150, 324 Salgado, César Augusto 152, 324 Sánchez Galárraga, Gustavo 39 Santana, Joaquín G. 25, 277 santería 28, 46, 109, 246, 254, 288, 312 Santiago de Cuba 16, 27, 28, 29, 30, 32, 34, 36, 38, 39, 40, 41, 43, 45, 64, 69, 77, 87, 102, 106, 110, 113, 121, 157, 158, 162, 177, 180, 181, 182, 184, 185, 189, 202, 211, 217, 225, 245, 246, 257, 258, 259, 260, 262, 275, 276, 277, 279, 280, 282, 285, 287, 290, 292, 293, 294, 296, 297, 302, 305, 306, 311, 312, 313, 316, 320, 324, 329, 330, 331 Santo Domingo 11, 25, 30, 32, 37, 40, 42, 43, 44, 47, 48, 51, 52, 53, 55, 60, 107, 111, 126, 127, 133, 163, 173, 177, 183, 193, 223, 275, 279, 280, 287, 290, 291, 292, 297, 316, 317, 319, 322, 323, 324, 331 Sapova, Jasimina 198, 325 Sarlo, Beatriz 325 Sarusky, Jaime 20, 67, 79, 116, 117, 217, 218, 221, 242, 277 Schwengler, Armin 250, 251 Scott, James C. 59, 98, 241, 252, 292, 325, 326, 327 Seabrook, William Buehler 130, 131 Séjour, Victor 129 Senghor, Léopold 162 Sevillano A ndrés, Bernarda 114, 220, 221, 261, 262 Sierra del Rosario 187, 321, 324 Sierra Maestra 27, 42, 59, 110, 158, 173,
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Índice de términos
174, 214, 232, 262, 284 Smartt-Bell, Madison 130 Smith, Anthony D. 43, 248, 281, 282, 283, 289, 307, 311, 312, 326 Solás, Humberto 120 Soler Puig, José 22, 185, 267, 270, 271, 272, 277, 280, 313 Someruelos, Marqués de 32, 57, 179, 239 Souchay, Cornelio 121 Suardíaz, Luis 117 T Tabío, Juan Carlos 121 testimonio 22, 43, 55, 58, 80, 85, 86, 91, 102, 106, 107, 108, 114, 115, 117, 122, 145, 154, 156, 166, 167, 168, 169, 178, 197, 220, 221, 231, 236, 237, 243, 247, 257, 261, 272, 273, 286, 303, 313 Thoby-Marcelin, Philippe 18, 77 Thomson, Ian 132 Timitoc Borrero, Dalia 19, 117, 118, 277 tontons macoutes 200 Torres Saillant, Silvio 328 Torriente Brau, Pablo de la 28, 185, 328 Travieso Serrano, Julio 16, 56, 57, 277 Trouillot, Michel-Rolph 15, 52, 127, 130, 132, 176, 294, 313, 328 tumba francesa 41, 68, 69, 109, 112, 113, 161, 173, 272, 278, 279 U Ugás Bustamante, Gloria 108, 109 Unesco 32, 110, 111, 122, 156, 158, 197, 305, 329 unheimlich 190
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Vitier, Cintio 24, 330 vodú, vudú 12, 21, 28, 45, 46, 70, 73, 74, 75, 90, 93, 97, 98, 100, 101, 103, 107, 113, 114, 118, 121, 131, 135, 136, 141, 148, 154, 166, 190, 191, 195, 196, 197, 198, 199, 200, 203, 213, 214, 215, 219, 221, 222, 223, 224, 226, 227, 228, 229, 230, 233, 235, 236, 237, 240, 241, 246, 248, 249, 250, 253, 254, 255, 260, 263, 264, 265, 266, 272, 281, 283, 286, 287, 288, 291, 294, 299, 305, 310, 313, 319, 329, 330 W Walcott, Derek 102, 130, 280, 281 Weaver, Karol K. 227, 330 Wexler, Anna 226, 227, 330 White, Hayden 129, 130, 174, 289, 302 Wirkus, Faustin 130 Wordsworth, William 127 Y Yacou, Alain 30, 32, 52, 173, 179, 202, 331 Yáñez, Mirta 9, 22, 124, 136, 154, 267, 268, 270, 272, 277, 289 Z Zapata Olivella, Manuel 129, 328 Zeuske, Michael 218, 314, 332 zombi 86, 167, 201, 231, 232, 233, 234, 235, 237, 307, 324 Zúñiga Portuondo, Olga 29, 178 Zurbano, Roberto 9, 156, 332
V Veloz Maggiolo, Marcio 135, 277 Vera Estrada, Ana 66, 67, 68, 74, 216, 221, 294, 329 Villafuerte, Santiago 120, 283 Villaverde, Cirilo 15, 31, 34, 122
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