Equilibrio y curación a través de la logoterapia 9789688535592, 9688535591


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Equilibrio y curación a través de la logoterapia
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Elisabeth Lukas

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Equilibrio y Curación a través de la logoterapia

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Elisabeth Lukas

Equilibrio y Curación

A través de la Logoterapia

PAIDÓS México Buenos Aires Barcelona

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Título original: Heilungsgeschichten. Wie Logotherapie Menschen hilft Publicado en alemán, en 2002, por Herder Verlag, Freiburg im Breisgau, Alemania Traducción de Héctor Piquer Cubierta de Diego Feijóo Fotografía de la cubierta de Carmen Vicente

Primera edición en Barcelona, 2004 Reimpresión, 2007

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. © 2002 Verlag Herder Freiburg im Breisgau © 2004 de la traducción, Héctor Piquer D.R. © de todas las ediciones en castellano, Ediciones Paidós Ibérica, S. A. Diagonal 662-664, Barcelona D.R. © de esta edición, Editorial Paidós Mexicana, S.A. Rubén Darío 118, col. Moderna 03510, México D.F. Tel.: 5579-5922 Fax: 5590-4361 [email protected] ISBN: 978-968-853-559-2 Página web: www.paidos.com Impreso en México - Printed in México

Dedico este libro a mi «padre espiritual», Viktor E. Frankl

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Contenido

Logoterapia: Una aproximación introductoria al legado de Viktor E. Frankl Hoy es el primer día del resto de mi vida El poder de las influencias sugestivas Ante tanta interpretación de sueños, escepticismo El recuerdo no es como una película fotográfica ¿Eres finalmente lo que eres? De lo que la persona es capaz a pesar de todo El difícil camino hacia la integración Sobre el dominio del estrés y el ocio No sólo para el pan vive el hombre Dar un rodeo para encontrarnos ¿Hay que pensar finalmente en uno mismo? Experimentar con la «trampa de la crítica» Ampliar la «trampa de la autocrítica» La llave que abre la «trampa» Donde hay voluntad de sentido, hay un camino La vida es como un mosaico ¿Los hijos no se merecen ningún sacrificio? Lo han vuelto a intentar El divorcio se ha aplazado No ignorar ni sobrevalorar los sentimientos Dos familias distintas ¡A cada miembro de la familia, su función llena de sentido! En una orquesta, cada instrumento cuenta «Modular» la actitud interior Alejarse de las preguntas y acercarse a las respuestas No temer la frustración cotidiana El suicidio es un «no» a la pregunta del sentido Dos factores para una prevención eficaz del estrés Motivo de vida y valoración de la situación ¿Cuándo vuelve en sí la persona? ¿Qué hacer con los complejos de inferioridad? Una receta útil La aplicación práctica de esta receta Dos clases de riqueza La muda de un «patito feo» ¿Motivo de enfado o de alegría? El humor salva abismos Autorreflexión y falta de fundamento El dibujo de un sueño como medicina 5

Poner los detalles en su sitio El oculto sentido del sinsentido Diálogo con un psicoanalista Jerarquía de valores y decisión Escuchar la llamada de la trascendencia Las cicatrices pueden formar un tejido sólido La superación de un trauma ¿Deseos de venganzas inconscientes? Conocimiento en vez de «lamento» Profesión: ángel de la guarda Formas de terapia de grupo dudosas No estar libre de, sino ser libre de Elección y responsabilidad Rescribir la autobiografía Fragmento 1 (extracto del escrito redactado por la paciente antes de iniciar la terapia) Fragmento 2 (extracto del escrito redactado por la paciente después de iniciar la terapia) Los somníferos al cubo de la basura La cuenta de la moribunda El cielo sobre las ruinas Poder decir «sí» de verdad ¿Una señal de arriba? El enfermo mental y su remedio Una advertencia contra los remedios nocivos Un resumen de los remedios saludables La llave dorada del espíritu humano El asombro por un sentido inagotable Apéndice: ¿Sólo mutación y selección? El concepto de evolución desde la perspectiva Logoterapéutica

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Logoterapia: Una aproximación introductoria al legado de Viktor E. Frankl El 2 de septiembre de 1997 falleció en Viena el psiquiatra y neurólogo austríaco Viktor E. Frankl a la edad de 92 años. Su muerte tuvo una gran resonancia entre el mundo científico internacional. No en vano, Frankl fue uno de los últimos padres fundadores de las distintas orientaciones psicoterapéuticas, concretamente de la logoterapia y el análisis existencial, y una personalidad mundialmente conocida por su experiencia como superviviente de cuatro campos de concentración y por los elevados honores con los que ha sido distinguido, entre los que se cuentan veintinueve doctorados honoris causa. Con él finalizaba una era que, en lo tocante a las disciplinas de la psicoterapia y la psiquiatría, se caracterizaba más por la genialidad, el conocimiento antropológico, la intuición y la erudición que por las técnicas de procedimiento, los escenarios artificiales y los controles estadísticos de eficacia. Así, por ejemplo, su libro El hombre en busca de sentido, cuya publicación en Estados Unidos se cuenta por millones de ejemplares, ayudó a más personas en apuros psicológicos de las que el autor pudo tratar durante sus veinticinco años de actividad profesional como jefe del departamento de neurología de la Policlínica de Viena. Según una encuesta realizada por el New York Times en noviembre de 1991 acerca de cuál era «el libro que más ha cambiado la vida de la gente» y en la que participaron miles de lectores, el de Frankl apareció entre las diez obras más beneficiosas e influyentes, concretamente, en noveno lugar (la Biblia ocupaba la primera posición). Para describir brevemente la esencia del pensamiento logoterapéutico, es necesario elegir entre las muchas y variadas facetas que lo componen. Una faceta «con denominación de origen» es, con toda seguridad, su oposición frente a las interpretaciones reduccionistas y limitadoras del ser humano. Ya en su época de joven médico, Frankl se sublevó contra las tesis de Sigmund Freud, su temprano mentor, según las cuales la infancia traumática o las pulsiones reprimidas guiarían a la persona durante toda su vida. Igualmente, también hizo objeciones a las tesis de Alfred Adler, según las cuales el motor más potente de los actos humanos debía verse en el empeño por compensar los sentimientos de inferioridad arraigados en la persona. Tras su separación de Adler, Frankl desarrolló una antropología propia cuya declaración principal rezaba: la persona se caracteriza por una dimensión existencial (es decir, específicamente humana) que le diferencia del resto de seres vivos y a la que no se pueden trasladar los diagnósticos del ámbito biopsíquico. Frankl la llamó dimensión «noética» (del griego nóus: «espíritu», «inteligencia»). A partir de entonces, sus investigaciones se centraron en cómo fertilizar esta dimensión noética para aliviar y superar los trastornos mentales. Pronto se demostraría que el mero acercamiento de los conceptos antropológicos de Frankl a los pacientes tenía ya un efecto curativo. Los seres humanos vivimos en imágenes que nos construimos de nosotros mismos, de nuestros congéneres, del mundo y, dado el caso, de Dios (lo cual no significa que tras esas construcciones no haya ninguna situación real). Si nuestras imágenes se llenan con esperanzas negativas, desvalorizaciones y deformaciones, nos 7

encontramos mal. No nos gustamos ni nos gustan los demás, tememos a «Dios y al mundo» y percibimos la vida como una carga constante. Si, por el contrario, las imágenes fueran optimistas y positivas ante la existencia, nos alegraríamos más a menudo y nos resultaría más sencillo superar las preocupaciones cotidianas. Frankl bosquejó en sus conferencias y escritos la imagen de un hombre libre que todavía puede adoptar interiormente una actitud o una conducta frente a cualquier hecho o circunstancia de una manera elegida por él, incluso frente a su predisposición genética e improntas condicionadas por el medio. El hombre, provisto de un «poder de obstinación del espíritu», no debe sucumbir a sus impulsos instintivos, sentimientos de inferioridad, frustraciones, etc., porque es capaz de situarse espiritualmente por encima de ellos. Hay determinismo dentro de la dimensión psicológica y hay libertad dentro de la dimensión noética, la cual se definiría como la dimensión de los fenómenos específicamente humanos. [...] Por tanto, la libertad es uno de los fenómenos humanos. Pero también es un fenómeno demasiado humano. La libertad humana es libertad finita. El ser humano no está libre de condiciones, sino que sólo es libre de adoptar una actitud frente a ellas. Pero éstas no lo determinan inequívocamente, porque, al fin y al cabo, le corresponde a él determinar si sucumbe o no a las condiciones, si se somete o no a ellas. Es decir, hay un campo de acción en el que el ser humano puede elevarse sobre sí mismo y levantar el vuelo hacia la dimensión humana por excelencia1. Frankl conectó el aspecto de la libertad humana con el reverso de ese mismo aspecto, a saber, con la responsabilidad humana. ¿Responsabilidad de qué? Responsabilidad de la elección más llena de sentido en cada momento entre las circunstancias dadas, de la contribución personal al «buen funcionamiento del conjunto». La antropología de Frankl se amplía aquí con puntos de vista psicológicos. Según éstos, la persona es un ser orientado a un sentido y con una voluntad de sentido indeleble que le es inherente. Esta voluntad irrumpe en la pubertad —con el completo despertar de la fuerza espiritual humana— como búsqueda vehemente de sentido e identidad, y acompaña al individuo en todos sus caminos como primera motivación para actuar. La voluntad de sentido induce a la persona a dedicarse desde el compromiso y, en casos de necesidad, desde el sacrificio, a tareas importantes, a servir a sus seres queridos, a crear obras por las que siente inclinación, a ocuparse en áreas de su interés. Anclada en lo más hondo de la persona, la voluntad de sentido tampoco se desvanece en la vejez, sino que estimula hasta el final la búsqueda de las últimas posibilidades, reducidas pero todavía existentes, de experimentar la belleza, hacer el bien y ser útil. Hasta aquí el esbozo de la personalidad adulta y sana. Sus efectos secundarios (no intencionados) son, con toda probabilidad, momentos felices, éxito demostrable, una conciencia propia sólida y, en general, la satisfacción de haber cumplido en la vida. Viktor E. Frankl, Der Wille zum Sinn. Ausgewahlte Vortrage über Logot-herapie, Munich, Pieper, 1996, 3a ed., pág. 156 (trad. cast.: La voluntad de sentido: conferencias escogidas sobre logoterapia, Barcelona, Herder, 1994). 1

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En contraposición a esta personalidad, la logoterapia define un «modo de existencia neurótica», con lo cual pasamos a la faceta de la etiología de las enfermedades en psiquiatría. El enfermo psíquico (que no psicótico) yerra en su orientación hacia el sentido. O bien ansia directa y compulsivamente placer, poder, reconocimiento, dedicación de los demás y otras ventajas para él, lo cual pronto le hará fracasar, o bien huye atemorizado de la falta de placer, la renuncia, la vergüenza y otras amenazas desagradables, lo cual le aísla y debilita. El paciente angustiado o atrapado en la neurosis gira con sus pensamientos y sentimientos en torno a sí mismo y a su estado anímico en lugar de abrirse al mundo con valentía y abstracción y verter en él todo lo mejor de sí mismo. Quiere protegerse en vez de construir valores y se preocupa por ser querido en vez de entregarse con amor. Su egocentrismo es la trampa en la que él mismo se adentra a tientas, y su confianza innata perdida, por cuyo motivo se preocupa constantemente de sí mismo, es lo que le hace caer de forma definitiva en ella. Frankl no perdió el tiempo en especular sobre qué era lo que había podido arrebatar la confianza innata a esta clase de enfermos mentales. El era consciente de lo estrechamente entrelazados que están los factores endógenos constitucionales con los factores exógenos sociales en el desarrollo de la persona y siempre insistía en la participación de un tercer factor: la fuerza del ser humano para dar forma a su propia vida. Nadie «se hace» únicamente, sino que todos hacemos algo de nosotros mismos. Para Frankl, lo verdaderamente importante eran los métodos de recuperación de la confianza innata y la escolta terapéutica hacia un estilo de vida orientado hacia el sentido. Con el tema de los «métodos» entramos en el ámbito de intervención psicoterapéutica propiamente dicho de la logoterapia. Allí encontramos el genial complejo metodológico de la «intención paradójica», frecuentemente confundida, por desgracia, con las intervenciones paradójicas de la terapia conductista, como la «prescripción sintomática», que tan populares se hicieron un cuarto de siglo más tarde. En cambio, el método de la «intención paradójica» tiene una característica singular, porque moviliza las fuerzas de autodistanciamiento que tiene la persona, tales como el humor, la osadía, la fantasía y el consentimiento lúdico de jugar la «carta de la angustia» más alta, instruyendo al paciente para que, de forma exagerada, desee con fervor precisamente aquello que más temor le produce. Por ejemplo, el deseo «ridículo» de que los compañeros de trabajo se rían tanto de uno que las paredes de la oficina se tambaleen por el sonido que provocan las risas saca de quicio al miedo «ridículo» a meter la pata. El método tiene muchas variaciones y registra elevados niveles de éxito, sobre todo en casos de trastornos de ansiedad y obsesivo-compulsivos. Estos últimos, que, como es sabido, son muy difíciles de curar porque descansan sobre un afán de perfección defendido a ultranza por el paciente, se disipan casi exclusivamente mediante la práctica continuada de intenciones en el extremo opuesto —paradójicas—. El fanático del orden que, por ejemplo, se atreve en broma a entablar amistad con el caos más absoluto y, en consecuencia, mezcla salvajemente sus utensilios encima de la mesa para demostrar esa amistad casi habrá vencido su enfermedad.

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También tenemos el complejo metodológico de la «desreflexión», cuya importancia, en un primer momento, no se aprecia en su justa medida. A pesar de ello, y debido a que muchas formas de trastornos mentales modernos están acompañadas, cuando no provocadas, por fuertes hiperreflexiones (Frankl), o sea, por cavilaciones permanentes en torno al bienestar propio, la «desreflexión» es su contrapeso más adecuado. Este método intensifica la capacidad de autotrascendencia del paciente, es decir, la capacidad de sentir y pensar más allá de sí mismo entregándose con interés afectuoso a objetos y sujetos valiosos de su entorno, abstrayendo así su atención enfermiza de su propio estado anímico, el cual se recupera de manera inadvertida. Los grupos con problemas de sexualidad bloqueada o pervertida, mecanismos motores autónomos alterados, ritmo del sueño alterado y enfermedades psicosomáticas, pasando por trastornos de la autoestima, necesitan con urgencia este tipo de correcciones desreflexivas de la atención, dado que tales trastornos se desarrollarán siempre que se mantengan en el centro de la atención del paciente. Ocurre como en la fábula del ciempiés que se atasca desesperadamente cuando quiere controlar de forma racional el movimiento de cada una de sus numerosas patitas. De la misma manera, el bienestar anímico y los ritmos biológicos son, ante todo, productos complementarios de una manera de vivir llena de sentido y no alcanzables voluntariamente per se. Es del todo comprensible que algo como el sentido de la vida no se pueda recetar por prescripción médica. No es tarea del médico dar un sentido a la vida del paciente. Sin embargo, en el transcurso de un análisis existencial, sí sería labor del médico poner al paciente en disposición de encontrar un sentido en la vida, y yo considero precisamente que el sentido siempre se encuentra, es decir, que no se puede introducir más o menos arbitrariamente. [...] Del mismo parecer es nada menos que Wertheimer, cuando habla de un carácter desafiante inherente a cada situación, es decir, del carácter objetivo de este desafío. 2 El conjunto metodológico más amplio de la logoterapia está formado por un abanico de ayudas, en gran parte filosófica, destinada a modular la actitud. La logoterapia es un ideario profundamente filosófico, y la modulación de la actitud retoma el antiguo saber según el cual no deciden tanto nuestras condiciones sobre la calidad de nuestra vida como nuestras actitudes frente a estas condiciones. Quien dice: «El accidente de coche ha arruinado mi vida porque he perdido el brazo derecho y ya no podré volver a dibujar y pintar como antes», tiene una alegría de vivir y un dominio del dolor considerablemente menores que otro que dice: «He tenido una enorme suerte en mi accidente de coche, porque podría haber muerto. Es cierto que he perdido el brazo derecho, pero entretanto he podido volver a escribir sorprendentemente bien con la prótesis». Las distintas formas logoterapéuticas de argumentación para modular la actitud, encabezadas por el diálogo socrático, la preferida por Frankl, ayudan a los pacientes a cambiar Viktor E. Frankl, Árztliche Seelsorge. Grundlagen der Logotherapie und Existenzanalyse, Viena, Deuticke, 10a cd., 1982, pág. 236 (trad. cast.: Psicoterapia y existencialismo, Barcelona, Herder, 2001). 2

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las perspectivas desde las que interpretan acontecimientos o situaciones. Esta ayuda se realiza sumergiendo los contenidos tratados en una luz llena de sentido y digna de aplauso, salvaguardando así rigurosamente la afinidad entre sentido y verdad. No se trata de interpretaciones de sentido paliativas, ni siquiera de subrogar un sentido, sino de encontrar el sentido verdadero en cada situación. Pero ¿cómo se encuentra este sentido? Pensemos en cómo se consigue encontrar algo. ¿Cómo encuentra alguien un alfiler sobre la moqueta de su habitación? La respuesta es sencilla:

1.- Buscando. Sin buscar es imposible encontrar. (A menudo, las personas mentalmente enfermas han abandonado la búsqueda o buscan lo equivocado; por ejemplo, embriagarse en vez de dar con soluciones razonables a los problemas, por lo que habrá que incitar de nuevo la búsqueda de sentido en estas personas.)

2.- Ampliando, si es necesario, el territorio de búsqueda. Expresado en los términos de la metáfora del alfiler, buscando no únicamente debajo de la mesa, sino también debajo de los sillones. (Las personas mentalmente enfermas suelen limitarse a buscar en lo que tienen inculcado de antiguo y en lo agotado en vez de ampliar el radio de acción, por lo que habrá que incitarlas a que asocien la búsqueda de sentido con atreverse a indagar en lo desconocido.)

3.- Existiendo el alfiler realmente en la habitación. Sin la «existencia» del alfiler hasta la búsqueda más concienzuda resultaría estéril. (Las personas mentalmente enfermas dudan a menudo del sentido de una búsqueda del sentido y, por consiguiente, buscan siguiendo la ley del mínimo esfuerzo, sin aplicar todo su potencial. Es necesario hacerles ver de manera fehaciente que no existe ninguna situación en la vida, por muy oscura que parezca, que no ofrezca una posibilidad de sentido.)

Para el tercer punto, el más complicado de transmitir, Frankl esbozó un sistema ideológico que culmina en su brillante patodicea metaclínica (tratado sobre la pregunta por el sentido del sufrimiento), que explicaremos brevemente a continuación. El sentido se refleja en el hecho evidente e incuestionable de percibirse la persona como afirmación de su existir (o, como decía Frankl, como «marcapasos del existir»). Cuando, a nuestro juicio, algo tiene sentido, entonces es bueno, es bello y está bien que exista. Cuando, a nuestro parecer, algo tiene sentido, entonces debería suceder, merecería la pena hacerlo realidad. El calificativo «lleno de sentido» indica que no da igual que lo calificado exista o no, sino que su existencia es expresamente preferible a su rechazo. Ahora bien, la Creación encierra un componente indiscutiblemente trágico, tal como simbolizan los antiguos mitos de la rebelión de los ángeles, la expulsión del Paraíso, etc. La Creación se manifiesta en el principio natural agresivo de devorar y ser devorado, en la «sombra» del hombre (C. G. Jung), en la mortalidad. 11

El sufrimiento no sólo tiene dignidad ética, sino también relevancia metafísica. Sufrir hace clarividente al hombre y diáfano al mundo. El existir se hace transparente hasta llegar a una dimensión metafísica. El existir se hace diáfano: el hombre lo comprende, y a él, al que sufre, se le abren perspectivas al fundamento. Ante el abismo, el hombre mira a las profundidades y lo que divisa en su fondo es la trágica estructura de la existencia. Descubre que la existencia humana es, al final y en lo más profundo, pasión; que la esencia del hombre es ser un hombre doliente: Homo patiens?3 Para nosotros es absolutamente impensable una afirmación de este componente trágico, porque significa que un posible sentido de ese componente trágico se sustraería a cualquier comprensión humana. Aquí, Frankl arremete cambiando la dirección de la búsqueda de sentido hacia la «tríada trágica del sufrimiento, la culpa y la muerte»: el alfiler se halla, en cierto modo, en un nicho particular de la habitación, a saber, en el espacio de nuestra propia respuesta a las tragedias que nos ocurren. El sentido no se da (arbitrariamente), sino que es el propio afectado quien da respuestas llenas de sentido. Podemos y debemos arrancarnos las respuestas más razonables que seamos capaces de dar también, y precisamente, al contrasentido y a lo aparentemente carente de sentido de nuestro mundo para que la tragedia se convierta, por lo menos, en un motivo para todo lo positivo, esperanzador y curativo que fluye con sentido y retroactivamente a través de ella. Un grandioso ejemplo de ello nos lo brinda una idea que se discute en los grupos de autoayuda para padres que han perdido a sus hijos y que siempre resulta convincente. Dicho pensamiento dice que no hay que degradar a los hijos fallecidos a la excusa de catástrofe familiar, sino que deberían seguir siendo fuente de alegría paterna y que, por tanto, los padres tienen el deber de recordar con amor a sus hijos desaparecidos, pero también de seguir sus propias vidas con entereza y compromiso. De la misma manera, un sentimiento de culpa puede convertirse razonablemente en motivo de transformación interior, o una enfermedad grave, en impulso para distinguir lo esencial de lo relativo y entregarse a lo primero, etc. En la situación más desesperada todavía hay posibilidad para una reacción heroica, tal como testimonió Frankl en su «papel» de antiguo preso en los campos de concentración. Ahora bien, dado que un componente trágico fluye a través de la Creación, todas las respuestas llenas de sentido que se puedan sugerir a personas enfermas o en estado de necesidad psíquica estarán dirigidas a la superación a través de la satisfacción. La logoterapia no versa sobre la satisfacción de necesidades, sino sobre esta paz con uno mismo, con el pasado, con el prójimo y, dado el caso, con Dios. Retomando la metáfora anterior, encontrar la aguja siempre significa, en cierta manera, desafilar un poco su punta: el amor alza el alfiler del suelo para reducir dolores potenciales en el mundo. Cada sentido que se atiende hace al mundo 3

. Viktor E. Frankl, Logotherapie und Existenzanalyse. Texte aus sechs Jahren, Munich, Quintessenz (extraído de Weinheim/Bergst., PVU), 1995, págs. 163-137 (trad. cast.: Logoterapia y análisis existencial: texto de cinco décadas, Barcelona, Herder, 1990).

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más humano y más digno de vivir en él para todos. Siguiendo con el ejemplo de los padres huérfanos de hijos: el ingeniero que empezó por primera vez a proyectar la red de postes de emergencia en las autopistas alemanas era un padre que estaba de luto. Su hijo se había desangrado en un accidente de circulación porque la ayuda médica no llegó a tiempo al lugar de los hechos. El padre extrajo de su duelo la fuerza e iniciativa necesarias para aplicar sus conocimientos en la prevención de semejantes embates del destino. De esta manera, no sólo ha salvado incontables vidas humanas desconocidas para él, sino que también se salvó a sí mismo de quedar estancado en su trauma. La paz sólo se obtiene «transformando el sufrimiento en un logro humano» (Frankl), pero nunca desahogando simplemente el dolor, ni mucho menos demostrando a diestro y siniestro una (auto-) agresividad que aumente todavía más la absurdidad de todo el suceso. Sobre esta temática, la logoterapia incluye una serie de visiones constructivas del dominio de la frustración que se pueden aplicar con la misma eficacia para prevenir crisis. Un ejemplo de un caso nos ayudará a ilustrarlo. Una paciente de 39 años buscaba apoyo logoterapéutico a causa de su miedo a los desmayos en situaciones de estrés. Aunque los desfallecimientos eran escasos, apenas una vez al año, el miedo a desmayarse le invadía con frecuencia, sobre todo en la tienda donde trabajaba como vendedora principal, y le causaba asfixias. Nunca se descubrió ninguna causa médica que explicara los desmayos. Sin embargo, en su infancia se había producido un grave suceso que podría ser el desencadenante. Cuando era niña, tenía un tío predilecto a cuya casa de veraneo le dejaban ir a pasar las vacaciones, hecho que ella relacionaba con recuerdos extraordinariamente felices. A la edad de 10 años le comunicaron, con suma delicadeza, que su tío había muerto, pero sin decirle cómo había sido. En las vacaciones siguientes, mientras jugaba con los niños del pueblo de su tío, éstos —ignorantes del desconocimiento de la niña— le mostraron la rama de un árbol muy alto situado delante de la casa de veraneo y le explicaron que su tío se había ahorcado allí. La niña se desmayó. Desde entonces, subsistía en la paciente un nexo perturbador de factores estresantes y funciones vegetativas lábiles que llevaba su ansiedad anticipatoria a extremos insoportables. En primer lugar, la paciente fue asistida logoterapéuticamente con distintas modulaciones de actitud. Ésta fue la actitud «soportable» (por estar llena de sentido) que consiguió adoptar: a.- Con respecto a su tío predilecto: «Era bueno conmigo y le doy las gracias por aquellos maravillosos veranos. En el final de su vida, el pobre debía de haber estado muy desesperado o depresivo, pero eso no borra ninguno de los hermosos momentos que pasamos juntos. Todo lo contrario. En tales circunstancias, su amorosa dedicación hacia mí, su sobrinita, merece la mayor de las consideraciones. Todo lo que me regaló lo guardo para siempre en la valiosa paz de mi vida. Ojalá prevalezca de largo por encima de todos los proyectos que le hayan podido ir mal...». 13

b. Con respecto a los niños del pueblo: «Eran niños y no eran conscientes del shock que me podía causar. No querían hacerme nada malo, sino que, probablemente, ellos mismos estaban afectados por la tragedia y se vieron obligados a hablar de ella. De todo ello puedo extraer algo importante para mi profesión. ¡Con qué rapidez actuamos mal sin quererlo ni saberlo! Hay que ser cauteloso en el trato con las personas y tener capacidad de comprensión. Lo tendré en cuenta para mí y, en un futuro, iré con más cuidado que antes cuando me comunique con el prójimo». Tras este acto de «tratado de paz» interior, se instruyó a la paciente en la práctica de desmayos paradójicamente intencionados diciéndole que cada día deseara sufrir, en broma, «un suave y prolongado sueñecito de desmayo en el trabajo» para «escurrir el bulto en medio del estrés de las ventas». Es decir, la paciente aprendió a «reírse en la cara» de sus miedos con valentía en vez de entregarse a ellos con espanto y temblores. Los desmayos no volvieron a producirse y su miedo a vivir se transformó inmediatamente en satisfacción paciente y sosegada por vivir. La logoterapia de Viktor E. Frankl es capaz de ayudar en un plazo relativamente corto, pero también de mantener sus efectos durante mucho tiempo, hecho que la hace extraordinariamente interesante para las necesidades de unas generaciones venideras que tendrán que contar con recursos cada vez más escasos y escalas de orientación cada vez más difusas. Sirvan las experiencias prácticas y las historias de curaciones recogidas en este libro para ilustrarlo.

Hoy es el primer día del resto de mi vida Sonó el teléfono. Una mujer de Berlín quería hablar conmigo. «Doctora —me dijo—, sufro enormemente por mi insustancialidad, reprimo todas las cosas bonitas de mi vida y, en el trato con la gente, padezco regresiones... ¿Qué puedo hacer?» Yo no la conocía de nada, pero albergué una sospecha concreta. «¿Ha leído usted algún libro de psicología?» La mujer confirmó de inmediato mi suposición. Tenía 50 años, era una antigua maestra, casada, con un hijo ya mayor y en aquel momento se encontraba «un poco en las nubes». Nunca había retomado su profesión, que había abandonado hacía años; el hijo ya no formaba parte de sus tareas educativas y, entretanto, el matrimonio había perdido todo atractivo. Era una crisis existencial de lo más corriente, como tantas que aparecen y se pueden controlar buscando nuevos contenidos en la vida y fijándose objetivos personales adecuados. Pero la mujer había buscado ayuda en lecturas psicológicas, donde halló descripciones de predisposiciones e infantilismos contraproducentes que la habían sumido en un estado de angustia y temor. En consecuencia, cuanto más empezaba a observarse a sí misma, más parecían encajar aquellas lecturas en su propia situación. Siguió comprando más libros y cada vez constataba más anormalidades en su personalidad, hasta que perdió completamente la seguridad en sí misma sin saber ya el porqué. De ahí su llamada de socorro: «¿Qué debo 14

hacer?». Mi consejo sólo podía ser el siguiente: «¡Deje por un tiempo sus libros de psicología en el rincón más apartado de su casa y olvide todo lo que ha leído! ¡No se preocupe por las insustancialidades, regresiones y demás palabras grandilocuentes y deje de observarse a sí misma! Es mucho más sensato empezar a organizarse la vida de manera constructiva, porque, si lo piensa, hoy es el primer día del resto de su vida. Sólo de usted depende lo que haga con ese "resto", es decir, si lo llena o no de tareas con sentido y llega a hacer de él el período más bello y adulto de su vida. Mire un poco a su alrededor, en el mundo exterior, en su círculo de amistades. En todos los sitios la necesitarán si está dispuesta a abrirse en un acto de amor al prójimo. En el campo educativo, en el campo musical, ¡en todas partes hay posibilidades que, si se fijara y dejara de roer destructivamente en su propio yo, le harían feliz!». Por lo visto, la mujer logró seguir mi consejo, porque me llamó una segunda vez para expresarme su agradecimiento.

El poder de las influencias sugestivas Una cierta clase de literatura psicológica ejerce un enorme poder de sugestión porque habla de fenómenos que todo el mundo, por propia experiencia, conoce demasiado bien: deseos y anhelos secretos, traumas e ilusiones, debilidades y dificultades psíquicas, desengaños, odio, ira, angustia, etc. Sin embargo, el poder de sugestión de persona a persona (de terapeuta a paciente, por ejemplo) todavía es mucho más fuerte. Una madre me explicó un episodio realmente ilustrativo: un día, cuando su hijo todavía era pequeño, tuvo que ir al médico con el niño porque no podía dejarlo solo en casa. El doctor, después de atender a la madre, se permitió hacer una broma al hijo: le vendó el dedo y, con el rostro serio, le dijo que estaba enfermo como su madre y que por ello también necesitaba tratamiento médico. Cuando la madre llegó a casa con el hijo, le quiso quitar la venda del dedo, pero el pequeño se negó. Estaba plenamente convencido de su enfermedad y pidió que lo llevaran a la cama. Sin saber lo que debía hacer, la madre acostó al hijo y supuso que ya se cansaría. Sin embargo, cuando volvió para vigilarlo, el niño estaba a 38° y tuvo que llamar al pediatra, esta vez de verdad, quien, sin poder establecer un diagnóstico concreto, le recetó supositorios para la fiebre. Al día siguiente, todo volvió a la normalidad. Este ejemplo ilustra la fuerza de una sugestión que no sólo afecta a los niños. He conocido a muchos adultos a quienes, como al pequeño del caso anterior, se les ha fijado un rumbo patológico e, inmediatamente, han caído en una verdadera enfermedad. No pocas veces, el factor desencadenante que, por así decirlo, les ha envuelto el dedo con una pseudovenda, ha sido, desgraciadamente, un psicólogo o un psicoterapeuta. Viktor E. Frankl acuñó en este contexto el término «neurosis iatrógenas» para referirse a los trastornos psíquicos provocados exclusivamente cuando un o una especialista etiquetan a alguien de «caso raro».

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«A mucha luz, muchas sombras», dice un proverbio alemán, pero también expresa que donde todo es sombrío debe existir una luz potente. Puesta en las manos adecuadas y en el momento preciso, la sugestión es una medida curativa y se puede incorporar con eficacia en el proceso terapéutico. Análogamente, la literatura psicológica ofrece la inmensa oportunidad biblioterapéutica de vacunar positivamente a sus lectores contra las corrientes nihilistas y marcadas por la resignación. Las ciencias de la psicología y la psicoterapia documentan las características de nuestra sociedad, pero también sus ideales. Debido a ello, no sólo están para señalar síntomas, sino que, además, están invitadas a proporcionar terapia. Esto no puede hacerse describiendo constantemente las frustraciones en masa y los terrenos de las crisis actuales, sino presentando soluciones a los problemas y salidas accesibles. En cualquier caso, entre los mensajes de una psicología consciente de su responsabilidad, siempre prevalecen las posibilidades llenas de sentido de la vida humana ante los deslices emocionales.

Ante tanta interpretación de sueños, escepticismo Normalmente, el ser humano olvida los sueños de la noche anterior cuando despierta. Los sueños ejercen una función relajadora biológicamente importante. Hay experimentos en los que se impide artificialmente soñar, lo cual daña a los sujetos de experimentación, quienes, días después, se sienten como «hechos polvo». Un «déficit de sueños» parecido es el que se provoca con los somníferos, lo cual ya es un argumento más para evitarlos. Por tanto, soñar es importante y sano, y olvidar lo soñado es igual de importante y sano, porque, de no ser así, la naturaleza lo habría dispuesto. En psicoterapia se suele proponer a los pacientes que registren sus sueños y que, junto con el terapeuta, escudriñen el «material interpretable». Esto no sólo genera trastornos en el descanso nocturno, como está comprobado, sino también sueños más frecuentes y angustiosos. Algunas escuelas psicológicas fomentan, con fines diagnósticos, un entrenamiento minucioso del sueño con el que se provocan en el paciente las ensoñaciones más salvajes e increíbles. Por ejemplo, una vez me contaron que, tras una serie de sesiones de psicología profunda, un joven había soñado con unas cuchillas de afeitar situadas junto a una bolsa de tabaco. Ello provocó un grito de júbilo en el terapeuta, porque —como él mismo explicaba— por fin se había manifestado de forma clara en el joven el complejo de castración sospechado desde hacía tiempo por aquél. Según el terapeuta, la bolsa de tabaco sería, naturalmente, el símbolo de la masculinidad, y las cuchillas de afeitar serían la expresión del miedo reprimido a la automutilación masoquista. Las aseveraciones del joven negando que en su vida había pensado nada parecido no sirvieron de nada y se le diagnosticó tenazmente un complejo de castración. Irritado por esta determinación, el chico se encontró de repente en su vida amorosa con unas serias dificultades que nunca había conocido. 16

En principio, ante esta clase de interpretaciones psicológicas se plantea la cuestión de si dan realmente en el blanco. Al fin y al cabo, las cuchillas de afeitar y las bolsas de tabaco son simples objetos de uso cotidiano con los cuales uno puede soñar casualmente, como también sucede con otras cosas de cada día. Pero, sobre todo, se pone en cuestión algo totalmente distinto, como es el beneficio que aportan esas interpretaciones. ¿Qué sacaba el joven del «conocimiento» de su complejo de castración? Yo no pude distinguir en el relato del chico ninguna ventaja o ningún progreso para su persona atribuible a este conocimiento. La psicología todavía no ha superado las discutibles tendencias al desenmascaramiento. Hace mucho tiempo, un colega se presentó en mi consulta para solicitarme un puesto de colaborador. Le pedí que me explicara algún suceso ocurrido en su práctica profesional y me respondió que, ejerciendo de psiquiatra social, había conocido a un hombre postrado en una cama, gravemente enfermo. Aquel hombre confió a mi colega un sueño desagradable que había tenido. La muerte se le había aparecido junto a la ventana de la habitación del hospital y había intentado llevárselo. Yo estaba impaciente por conocer la reacción de mi colega. Sin embargo, ¿qué fue lo que oí? El psicólogo había intentado persuadir al enfermo para que se sometiera a una «breve» terapia psicoanalítica de dos años de duración con el objeto de descubrir el origen de la fuerte pulsión de muerte que (¡presuntamente!) dominaba a aquel hombre...

El recuerdo no es como una película fotográfica Las dudosas tendencias al desenmascaramiento no sólo se presentan en relación con los sueños, sino que también los recuerdos de la primera infancia son un campo abierto para las estrategias psicológicas de descubrimiento. Y ello a pesar de que hoy sabemos, a raíz de miles de atestados policiales, que las declaraciones de testigos tras un accidente o un crimen difieren sorprendentemente entre sí y, a menudo, hasta se contradicen, incluso si se trata de testimonios honrados o si el suceso en discusión se remonta a no mucho tiempo atrás. Los recuerdos de la infancia son extraordinariamente más difusos y subjetivos y, en consecuencia, deberán interpretarse con sumo cuidado. Hace años, en una residencia pediátrica donde yo prestaba asesoramiento psicológico, estuve en contacto con cuatro hermanos, dos chicas y dos chicos, que tenían problemas escolares y padecían deficiencias intelectuales. Mi tarea consistió en hacerles algunas pruebas y recomendar a cada uno la mejor salida académica. Los hermanos, con edades comprendidas entre siete y catorce años, habían vivido con sus padres hasta hacía tres años y llegaron a la residencia, de la noche a la mañana, porque sus progenitores se habían separado y ninguno de los dos podía hacerse cargo de ellos. Durante las pruebas hablé a solas con cada hermano y les pedí que me explicaran sus impresiones sobre la residencia y sobre las escasas visitas a casa. Cuál fue mi sorpresa cuando escuché de cada uno de ellos una descripción de los padres y una justificación de su conducta totalmente distintas. Mientras una de las niñas consideraba al padre extremadamente estricto 17

—lo cual, desde el punto de vista psicológico, siempre parece «delicado»—, la otra hermana, un año más joven, opinaba que era ante todo simpático y siempre dispuesto a gastar bromas. Y mientras el hermano mayor definía al padre como un hombre sumamente ocupado y sin tiempo para jugar, el menor decía que sólo su padre, y nadie más, le había comprado juguetes y le había enseñado a jugar con ellos. Cada hijo guardaba un recuerdo distinto de la familia, y si hubiera que contemplar también la posibilidad de que los padres se hubieran podido comportar de manera distinta con cada hijo, es muy poco probable que hubieran tenido que desarrollar tales conductas contrarias en el seno de la familia. Si tuviera que imaginar a estos cuatro hermanos como pacientes adultos tumbados en un diván psicoanalítico y explicando sus recuerdos de la infancia, cosa que, afortunadamente, no necesitan, no tendría más remedio que temer las peores interpretaciones erróneas sobre su situación original. El recuerdo del ser humano no es como una película fotográfica que lo registra todo en relaciones fieles a la realidad, sino una serie escogida de flashes sobre un nebuloso y oscuro fondo olvidado. Dependiendo de los flashes que uno haya recopilado y de la dirección hacia la que uno haya mirado principalmente, resultará en conjunto una secuencia de imágenes con impresiones variopintas de uno u otro matiz. Por ello, hemos de moderarnos en las interpretaciones psicológicas de los sueños nocturnos y los recuerdos infantiles, porque nadie sabe del todo qué «se esconde» realmente hay detrás y si eso es relevante para el presente.

¿Eres finalmente lo que eres? Eres finalmente lo que eres. Aunque te pongas pelucas con miles de rizos, Aunque te pongas tacones de un codo de altura, Seguirás siendo lo que eres. Cuando Goethe puso en boca de su Mefistófeles estas palabras a Fausto no se imaginaba que ponía en boca de su «espíritu que siempre niega» una opinión que aún estaría extendida en el umbral del tercer milenio. Extendida y equivocada, porque precisamente en psicología somos testigos de todo lo contrario a las palabras de Mefistófeles. Somos testigos de que, al final, una persona no es la misma que antes, sino que se ha convertido en otra distinta. Observamos repetidamente que, también desde una situación de debilidad, enfermedad y necesidad, es posible un cambio interior, una maduración y un crecimiento espiritual, y que, además, estos cambios se pueden alentar directamente desde esos estados. Si, por ejemplo, un hijo no ha sido deseado, no es lícito extraer de ello ninguna clave para explicar la posterior relación madre-hijo. Tras los primeros años de vida, la madre no tiene por qué ser la que era durante la gestación. Su amor hacia el hijo puede haber prosperado y su antiguo rechazo puede haber quedado muy relegado. «Finalmente», con el tiempo, la madre se sentirá dichosa con su hijo. También Fausto, a pesar de los pronósticos de Mefistófeles, creció con sus dudas y su pesada culpa, y quizá fue eso lo que el anciano Goethe quería 18

proclamar en su retrato de la humanidad. El hombre no debe quedarse como es: ni como criminal, ni como enfermo ni como anciano. Siempre tendrá la capacidad de transformarse. Bajo este prometedor punto de vista, algunos subterfugios de la psicología popular se desmoronan. Un hombre se enfada por culpa de su jefe, ¿debe por ello descargar su ira en su mujer y sus hijos? Una mujer era muy tímida en el colegio de niña, ¿debe por ello no atreverse a hacerse respetar en la vida laboral? Una mujer que ha sido prostituta se casa un día con un hombre bueno, ¿debe por ello ser incapaz de demostrarle ternura? Un joven ha tenido una educación autoritaria, ¿debe por ello arremeter ahora contra sus subordinados por cualquier cosa? ¿Debe ser todo esto así? Eres finalmente lo que eres; no lo puedes remediar... ¡Qué excusa tan cómoda y qué perspectiva tan poco esperanzadora! No se trata tanto de interpretaciones psicológicas erróneas como de disculpas psicológicas utilizadas con demasiada ligereza por legos en la materia y, también, por quienes no lo son. Por desgracia, el supuesto de Mefistófeles (en términos técnicos: determinista) según el cual el espacio de reacción espiritual de una persona sería, por así decirlo, igual a cero porque su pasado habría marcado totalmente su vida y su conducta es sostenido por ciertos «expertos en el alma» deseosos por liberar a sus pacientes de desagradables sentimientos de culpa, sin tener en cuenta algo que Viktor E. Frankl expresó con una hermosa frase: «Cuando se quita la culpa a la persona, se le quita también la dignidad». Porque la dignidad se compone también, y sobre todo, de ese pequeño espacio de libre configuración que la persona tiene permanentemente garantizado en cada momento consciente, en virtud de su condición de ser humano.

De lo que la persona es capaz a pesar de todo He conocido a personas a quienes el destino les ha impuesto una enorme carga y no las he visto desfallecer. He conocido a otras que no cargaban con ningún peso a sus espaldas y, sin embargo, las he visto arrodillarse, simbólicamente hablando. La psiquiatría contempla enfermedades graves que escapan a la voluntad de los pacientes. A pesar de ello, a éstos todavía les queda la «minielección» de adoptar una actitud positiva o negativa frente a la propia enfermedad y, a veces, esta pequeña fisura en la pared psicótica es suficiente para conseguir un cambio a mejor. Una vez conocí a una mujer con una depresión (endógena) de gravedad moderada que había aceptado su dolencia y estaba interiormente preparada para soportar con paciencia los ciclos recurrentes de fases depresivas. La mujer había pintado un cartel que colocaba sobre la mesilla de noche durante los inmotivados episodios de llanto convulsivo y melancolía, en el que ponía lo siguiente: «¡Peor ya no puedo estar!». Todo el que la visitaba no podía evitar soltar una carcajada al leer el cartel y así, a pesar de que ella misma era incapaz de reír, al menos veía de vez en cuando caras sonrientes, tal como ella explicaba.

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¡Qué actitud tan sublime refleja esta situación a pesar de los factores del destino! Estoy segura de que esta mujer, sólo por su actitud valerosa, ha logrado llevar una vida completamente normal y sosegada en las fases intermedias entre depresión y depresión, cosa que pocos enfermos depresivos (endógenos) consiguen. De este ejemplo se desprende que muchas veces no es posible vencer una enfermedad o evitar un obstáculo a base de voluntad, pero que casi siempre se puede pensar en una mejora de la actitud de cada uno frente a la enfermedad o al obstáculo. En una carta privada, Viktor E. Frankl me escribió las siguientes palabras: «Cuando una situación sin salida no se deja dominar externamente, sólo queda la huida hacia arriba, hacia la autorrealización, hacia el crecimiento interior junto a la situación desesperada en cuya víctima indefensa uno se ha convertido. ¡Por ello, siempre acostumbro a recordar que los árboles que se agolpan en un bosque frondoso están obligados, más que nunca, a crecer a lo alto!». Como amante de la naturaleza, puedo confirmar que, en los oquedales de mi patria austríaca, los abetos más bellos y altos se encuentran allí donde se apretujan tanto que ni los rayos de luz pueden llegar hasta las profundidades del suelo ni los excursionistas abrirse camino a través del bosque. De la misma manera, como psicóloga, puedo asegurar que las personas más conmovedoras que he tenido la oportunidad de conocer, y a las que profeso una profunda veneración, se encuentran entre las que sufren, y dentro de éstas, entre las que se han visto afectadas por golpes del destino tan bajos que se podría haber pensado que tendrían que haber perdido necesariamente cualquier esperanza. Pero ocurrió lo contrario: sumidas en esta situación, empezaron a crecer por encima de sí mismas. Por ejemplo, en uno de mis grupos terapéuticos había una señora que padecía una enfermedad incurable. Ella me apoyaba en mis esfuerzos para ofrecer estímulos en las conversaciones de grupo y, a menudo, conseguía hacer que los deprimidos participantes percibieran algo positivo o valioso en su entorno. Un día hablé con ella a solas y le di las gracias por su colaboración casi coterapéutica, a lo que me respondió: «¿Sabe? Desde que vivo con mi enfermedad y sus apreciables consecuencias, vivo con muchísima más intensidad que antes. Es como si hubiera vuelto a nacer. Veo las cosas bellas que me rodean y que antes nunca había percibido. Escucho atentamente las palabras de los demás y me alegro de cada día que pasa. Doy gracias a Dios por todo lo que todavía puedo hacer. Cuando estaba sana, pasaban los días como si estuviera sorda o ciega. Ahora, cada momento es un lujo para mí, y por ello me duele observar cómo otras personas desperdician sus vidas con mal humor. Me gustaría ayudarles, recordarles el increíble regalo que es vivir, antes de que sea demasiado tarde». Yo sólo podía asombrarme ante la valentía de esta mujer. Sobraban las palabras y, enmudecida, le estreché la mano. Esta mujer era una prueba de lo que el ser humano aún es capaz en una situación irreversible.

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El difícil camino hacia la integración A veces, una experiencia dolorosa representa un motivo de peso para apreciar en su justa medida las condiciones de vida favorables del presente y alegrarse por ello, en vez de sufrir a solas y generar más problemas. Esto es especialmente aplicable a los refugiados, inmigrantes u otros grupos amenazados por el aislamiento social. A estos colectivos les sería útil pensar en todas las cosas dignas de ser aceptadas que, a diferencia de antes, poseen ahora. Los trabajadores extranjeros de otras culturas, por ejemplo, huyen a menudo de las malas condiciones económicas de su país y reciben a cambio unos ingresos modestos, aunque pagando el precio de tener que adaptarse. Pero incluso la necesaria adaptación, como es, por ejemplo, aprender un idioma nuevo, se puede entender desde la perspectiva de una actitud positiva como algo aceptable (como una oportunidad para ampliar los conocimientos o conocer un mundo nuevo que, de otro modo, no se habría presentado). Un trabajador extranjero con esta actitud interior, es decir, que valore la seguridad política, su puesto de trabajo o una buena educación para sus hijos, se moverá en su nuevo entorno con un espíritu abierto y pronto dejará de ser realmente extranjero. Con su agradecimiento ganará alegría, con su sensibilidad ganará amigos, y ambas cosas le ayudarán a conseguir el requisito más importante para la integración social: la tolerancia. Ello no significa que el país de inmigración esté exento de contribuir en la solución del problema. Esta solución también depende de la actitud interior de las personas que viven en el país. Si calculan egoístamente, rechazarán a sus «invitados» como si fueran «cuerpos extraños». Sin embargo, también pueden considerarlos como una «inyección de sangre nueva e ideas frescas» capaz de evitar el envejecimiento social propio y la degeneración en la mera repetición de las tradiciones transmitidas. En tal caso, si el país levanta el aislamiento a sus «cuerpos extraños» evitaría un futuro aislamiento propio en la evolución de la historia de los pueblos. El camino del politeísmo a la creencia en un dios único que reúne todo lo que al espíritu humano se le escapa desde sus limitaciones ha sido largo y espinoso, y todavía no ha acabado en todas las partes del mundo. El camino del egoísmo nacional al conocimiento de una única humanidad no es menos largo y espinoso, y tampoco ha acabado todavía en ninguna parte. Puede ser que la mezcla de pueblos, aunque acarree asperezas y sentimientos de extrañeza inevitables, sea un requisito indispensable para que este camino se haga cada vez más transitable. «Si se trata de hallar un sentido válido para todos» —escribió Viktor E. Frankl1 a este respecto—, ahora, miles de años después de haber creado el monoteísmo, la creencia en un único dios, la humanidad debe dar un paso más: el reconocimiento de una única humanidad. Hoy, más que nunca, necesitamos un monoantropismo.» ¡Unas palabras proféticas! 1. Viktor E. Frankl, Der leidende Mensch, Berna, Huber, 1996, 2a ed., pág. 41 (trad. cast.: El hombre doliente, Barcelona, Herder, 1994). 21

Sobre el dominio del estrés y el ocio Arthur Schopenhauer sostenía que la vida humana oscila constantemente entre dos extremos: la necesidad y el aburrimiento. Nosotros, desde la práctica psicoterapéutica, somos conscientes de la certeza de esta hipótesis, porque ambos extremos pueden arrastrar a la persona a situaciones de malestar: la necesidad, a la supuesta falta de esperanza, y el aburrimiento, a la supuesta falta de sentido. Si hacemos caso a las estadísticas, cerca de un 20% de la población europea actual adolece tanto de lo uno como de lo otro; de la frustración de tener que preocuparse continuamente por la propia existencia o de la «frustración existencial» definida por Frankl, es decir, del vacío interior y la saturación en la falta de preocupaciones materiales. Las alternativas a ello existen, por supuesto. Ambos extremos pueden contemplarse también como estímulos para movilizar las fuerzas espirituales y, al ejercer esta función, pueden desarrollar el potencial humano en lugar de entorpecerlo. Así, la necesidad puede convertirse en impulso si el afectado concentra todas sus capacidades para superarla, y el aburrimiento puede ser un impulso para romper definitivamente las ataduras de la pasividad y volver a ser consciente de que la vida se caracteriza por plantear unas tareas en virtud de las cuales tenemos el encargo, por así llamarlo, de desempeñar lo mejor de nosotros. «La acción no está para escapar del aburrimiento —escribió Viktor E. Frankl4—, sino que el aburrimiento está para que escapemos de la inacción y satisfagamos el sentido de nuestra vida.»' Los dos extremos se pueden definir con los vocablos «estrés» y «ocio». Cualquier forma de carga o sobrecarga psíquica produce estrés, mientras que las formas de alivio crítico y ausencia de estrés están generalmente asociadas a un exceso de ocio. Desde el punto de vista psicohigiénico, hay una regla sencilla a este respecto que dice: El estrés necesita un futuro y el ocio un pasado para poder dominarlos. ¿Por qué? Trabajar, prestar un servicio y, en general, los procesos creativos y productivos, ya sean manuales o intelectuales, están orientados hacia el futuro. Incluso en el complicado funcionamiento de una empresa, cada trabajador tiene el aliciente de satisfacer determinados deseos de futuro: asumir una tarea de responsabilidad, obtener reconocimiento o, simplemente, ganarse el pan de cada día. En el terreno privado, los objetivos marcados son más concretos. El que se hace sus propios muebles de madera o el que escribe la crónica de su familia quiere producir algo en el futuro, y el pensamiento en el retoque final de su obra da sentido a su actividad presente. En esta orientación hacia el futuro, el estrés no se percibe tanto como una carga. En cambio, cuando un agente exterior altera el trabajo orientado al futuro, el estrés se experimentará más bien como algo irritante. Por ejemplo, un pintor que trabaja en un retrato puede enojarse si se ve obligado a dejar el pincel para atender una 4

Viktor E. Frankl, Árztliche Seelsorge. Grundlagen del Logotherapie und Existenzanalyse, Francfort del Meno, Fischer, 1998, T ed., pág. 148 (trad. cast.: Psicoterapia y existencialismo, Barcelona, Herder, 2001).

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obligación externa. Esta persona se halla interiormente entregada a una tarea que le impulsa a su conclusión, y le gusta trabajar a pesar de tener que perseverar durante horas en su producción. Algo muy distinto ocurre con el tiempo de ocio, el cual, comprensiblemente, no puede estar orientado al futuro. Es una pausa entre períodos de producción que sirve para esparcirse y recogerse interiormente. Sin embargo, el tiempo consumido ociosamente también necesita una conexión de sentido con una actividad anterior que se haya interrumpido o que haya finalizado. El mejor ocio es aquel que sigue a una fase de trabajo intenso que haya dado un buen resultado final o provisional. La satisfacción por la obra hecha y por uno mismo ilumina la pausa posterior que uno se merece para reponer fuerzas. Quien llega cansado a casa tras una jornada de trabajo disfrutará de una tarde tranquila. El pintor que ha acabado su retrato se arrellanará en su sillón, quizás agotado, pero emocionado. El amante del bricolaje que ha conseguido construir su propio mobiliario se paseará lentamente por las habitaciones, orgulloso de haber llevado a cabo su proyecto. Sin embargo, las cosas toman otro cariz cuando el estrés no tiene futuro y el ocio carece de pasado. Si el trabajo no tiene rumbo, si, por ejemplo, consiste en una mera repetición rutinaria, y si la pausa (a menudo como consecuencia del trabajo, pero también en casos de desempleo) no entraña ninguna relación satisfactoria con la actividad anterior, entonces el estrés se hace insoportable, porque uno no sabe para qué se mata trabajando, y los ratos de ocio se vuelven terriblemente aburridos, porque uno no sabe de qué está descansando. Arrancados de su entramado de sentido, ambos polos pierden su efecto dinamizador y de recreo, y siempre queda la cantidad pura de tensión o relajación que, a partir de determinado volumen, resulta patógena.

No sólo para el pan vive el hombre Decíamos que la salud mental requiere un ritmo equilibrado de carga y descarga, de estrés y ocio. Cuando una persona no halla absolutamente ninguna satisfacción en su trabajo diario y sólo lo realiza para ganar dinero, existe un «truco terapéutico» (que se explica a veces a los pacientes durante la fase de convalecencia) que proporciona un poco de alivio. En él, el tiempo libre se divide funcionalmente, una vez más, en una parte activa y una contemplativa. La parte activa está destinada en realidad a compensar la falta de un trabajo lleno de sentido y dirigido a un objetivo, mientras que la parte contemplativa conserva la función original del tiempo libre como depósito de tranquilidad y relajación. Si la división funciona, el afectado disfrutará con su eficacia (en el mejor sentido de la palabra) en la parte activa y, en consecuencia, también hallará satisfacción por la obra acabada en la posterior parte contemplativa, durante la cual vuelve a «cargar las pilas». Por tanto, la situación natural y agradable de contraste entre trabajo realizado con sentido y recreo bañado por la emoción se genera artificialmente despertando un compromiso dentro del tiempo libre vacío que, si bien 23

reduce la pausa, permite vivirla con mayor satisfacción que antes. Una vez conocí a una paciente con una depresión psicógena grave que, en su letargo, se pasaba los días sumida en el aburrimiento, hasta que la casualidad quiso que se levantara un campamento de refugiados extranjeros cerca de su casa. La mujer empezó a mostrar interés por la construcción de aquel campamento y, especialmente, por la colecta de juguetes para los hijos de los refugiados. A todos sus conocidos les mendigaba ropa usada y juguetes, y se pasaba las noches despierta para arreglar los objetos y devolverles un buen aspecto. El resultado, no esperado ni deseado, de su intensa actividad fue que el estado depresivo que no había remitido durante años desapareció de golpe y la mujer no volvió a aburrirse más. No se concedió ni un momento de respiro y, a pesar de ello, valoró de repente su tiempo libre como algo «que le daba alas». Otro ejemplo parecido es el de una funcionaría soltera que estuvo a punto de echar su vida por la borda porque se consideraba a sí misma inútil y superflua. El trabajo diario era monótono y su tiempo libre carecía de profundidad y contenido. En el transcurso de nuestras conversaciones de orientación, se le ocurrió la idea de ofrecer cursos gratuitos de formación para gente joven, sobre todo para principiantes en la carrera de la función pública. Como puso mucho empeño para que los cursos fueran dinámicos y variados, la respuesta fue en gran medida positiva y se vio contagiada por la constancia y el entusiasmo de sus alumnos. Su vida ganó un sentido completamente nuevo, la mujer colmó de actividad sus noches y fines de semana y nunca más volvió a pensar, ni siquiera remotamente, en querer morir. No sólo de pan vive el hombre. Esta conocida frase también se puede reformular del siguiente modo: ¡No sólo para el pan vive el hombre! El individuo necesita un campo de acción personal donde realizar claramente lo suyo y donde él, por tanto, sea irreemplazable. Que el momento más adecuado para ello sea el tiempo «de servicio», el tiempo libre o, en el mejor de los casos, ambos, es algo que cambia según la persona o la situación, pero si no se reserva absolutamente ningún momento para ese campo de acción, el alma no descansará. La paz verdaderamente profunda la creamos únicamente desde la satisfacción con nosotros mismos, y ésta es, a su vez, la recompensa por nuestra intervención constructiva y positiva en el lugar donde nos ha tocado estar. Especialmente la experiencia de sentido o de ausencia de sentido en el tiempo libre se asemeja, en cierto modo, a la experiencia de sentido o de ausencia de sentido en el conjunto de nuestra «visita» por este mundo como «invitados». Porque también el hecho de morir, de deslizarse hacia el más profundo y definitivo de los descansos, es amargo cuando tenemos que echar la vista atrás hacia una vida desaprovechada y vacía, y es dulce y benigno cuando está iluminado por la satisfacción de una vida plenamente realizada.

Dar un rodeo para encontrarnos Quien suele ir a pasear al parque para dar alpiste a los pajarillos conoce perfectamente ese misterio que Viktor E. Frankl redescubrió en su logoterapia, a saber, que ciertos lujos no 24

se consiguen por la vía directa y es necesario dar un rodeo. En cualquier caso, el amante de las aves sabe que no puede extender la mano a sus queridos animales, es decir, que si intentara tocarlos, los ahuyentaría y no los volvería a ver. Pero tiene paciencia y es capaz de esperar con el alpiste en sus manos extendidas; tarde o temprano, un pequeño héroe plumado se atreverá a posarse sobre su palma y le «escamoteará» la ofrenda. Lo mismo le sucede al hombre moderno en relación con su fervientemente anhelado autoencuentro que se escabulle de cualquier intento de acceder a él directamente. «Llevo veinte años buscándome a mí misma y no he encontrado nada», se quejaba en mi consulta una paciente con mucha experiencia en grupos de autoconocimiento y encuentro. Mi tarea consistió en hacerle atractivo el rodeo, un rodeo por exterior del yo. «Mire a su alrededor. ¿Qué ve?» La paciente todavía seguía ciega con respecto a sus semejantes, al mundo exterior y al entorno. Sin embargo, la conversación logoterapéutica le agudizaría los sentidos y le aclararía la visión. Hablamos de otras personas y de sus experiencias. También hablamos de cambios objetivos que pudieran aportar algo de futuro allí donde hasta ahora sólo iban a parar callejones sin salida. Poco a poco, la mujer fue capaz de seguirme. Se puso de manifiesto que había descuidado muchos bienes iniciales de su vida: las antiguas amistades, tocar en familia la música que tanto le gustaba, la irrefrenable creatividad de su adolescencia. «¿Cómo ha podido pasar?», me preguntó. Convenimos en formular la pregunta de otro modo: «¿Cuál puede ser el sentido de que esto haya pasado?». La mujer se figuró la respuesta. El sentido podía encontrarse en el hecho de pensar en todo ello. Para empezar, se fijaron tres proyectos en el programa terapéutico: 1.- Mantener un trato afable con otra persona. Podía consistir también en un trato imaginario, un saludo escrito o una conversación telefónica. En este trato, la paciente debía dirigirse conscientemente al otro, percibirlo, reflexionar sobre su situación y elegir las palabras adecuadas para él. 2.- Realizar una actividad útil. No hizo falta cavilar mucho acerca del significado de «útil», porque la paciente lo comprendió perfectamente: una actividad que tenga un sentido y que conduzca a algo positivo; un acto para el cual se necesiten ideas, pero también esfuerzo, perseverancia y, si es necesario, superación. 3.- Hacer una pausa tranquila y llena de meditación, pero una meditación objetiva. Había que contemplar algo y sentirlo. El cielo rojizo del atardecer era lo más adecuado, así como el tronco nudoso del árbol frente a la ventana o las flores de la planta de navidad del escaparate. Se trataba de meditar enlazando el sujeto con el objeto. Los proyectos resultaron difíciles, pero realizables al fin y ni cabo, y después se dedicó un tiempo al reaprendizaje curativo. Cuando la mujer volvió a la consulta, le pregunté: «¿Qué 25

ha visto con sus "ojos espirituales"?». La paciente no dejó de explicarme cosas. Había recuperado las viejas amistades, había retomado los ejercicios olvidados de acordeón y su sensibilidad hacia el mundo había aumentado. Al poco tiempo ya no necesitó fijarse ningún plan diario porque el contacto humano, las actividades útiles y las pausas pensativas se habían convertido para ella en algo natural. Incluso celebraba veladas musicales en casa cada semana. «Me encuentro mejor que nunca —me dijo—; es como si hubiera vivido una pesadilla.» Pensativa, la observé y saqué el tema «tabú» por última vez: «¿Y cómo lleva la búsqueda de sí misma?». La mujer sonrió: «Es curioso, pero cuando dejo de buscarme, empiezo a encontrarme...».

¿Hay que pensar finalmente en uno mismo? Busqué a Dios y no lo encontré. Me busqué a mí mismo y tampoco me encontré. Busqué al prójimo y encontré a los tres. Extracto del Talmud Las personalidades más dignas de admiración son aquellas que se entregan a un ideal de tal manera que se olvidan de sí mismas. Las personas que más éxito obtienen son aquellas que no se preocupan en absoluto por el éxito, sino que tienen ante sí un objetivo lleno de sentido en el que aplicarse. Uno de mis pacientes curados me escribió una carta de agradecimiento en la que había una frase muy ilustrativa: «Desde que todo lo que yo creía importante para mí ya me da igual, es como si el éxito me persiguiera...». Las personas más felices son aquellas que no derrochan un solo pensamiento en la expectativa de felicidad, sino que se entregan a la alegría del momento. Quien extiende la mano al éxito y a la felicidad se encuentra irremediablemente con el vacío, o, tal como lo formuló Frankl: la «voluntad de poder» se perjudica a sí misma tanto como la «voluntad de placer». En cambio, quien ansia, espera, combate y soporta la «cosa por sí misma» obtendrá a cambio éxito y felicidad. Conozco el caso de una enfermera ya mayor que ejercía su profesión de forma abnegada y siempre hacía por los enfermos un poco más de lo que era su obligación. En su rostro se reflejaban incontables noches en vela y su espalda estaba curvada por el constante ajetreo, pero la mujer aventajaba en perseverancia, energía y bondad a las chicas más jóvenes de su unidad. Un día, las enfermeras internas fueron llamadas a participar en unas sesiones semanales de supervisión. El objetivo de las sesiones consistía en explicar al supervisor cuáles eran los conflictos insuperables que más desanimaban a las enfermeras en su trabajo diario. También tenían que confesarse mutuamente los sentimientos de envidia, antipatía o celos que más les 26

molestaban. Como la enfermera veterana consideraba ¡irrelevantes estas sesiones de supervisión y manifestó que prefería dedicar su tiempo a los enfermos, fue clasificada como «neurótica» y calificada de ejemplo típico de persona que padece un «síndrome del ayudante» y que piensa de manera compulsiva que debe socorrer permanentemente a los demás. La enfermera fue obligada, con buenas palabras, a someterse a tratamiento psicoterapéutico. Durante el tratamiento se escudriñó el historial de la enfermera para encontrar disfunciones neuróticas, con lo cual se puso el acento en el hecho de ser soltera y de no vivir con ningún hombre. Cuando ésta declaró que su amado había muerto en la guerra y que había mantenido su recuerdo quedándose soltera, se le diagnosticaron complejos sexuales que habrían conducido a una satisfacción sustitutiva en el trabajo. La enfermera se negaba a aceptarlo y opinaba, simplemente, que el trabajo con personas siempre le había proporcionado alegrías, pero su réplica se interpretó como una prueba más de su trastorno mental. Al final, el tema central de la terapia consistió en recordar insistentemente a la enfermera que debía dejar de pensar en los demás y empezar a pensar en ella misma. Le dijeron que tenía que explorar sus necesidades más íntimas y reflexionar sobre sus sueños más secretos para descubrir hacia qué satisfacción le empujaba principalmente todo aquello. De tanto especular acerca de sí misma, la mujer acabó muy confusa y pronto dudó de todos sus actos y motivaciones anteriores. Se volvió triste, negativa y reservada, ya no sonreía a los enfermos de su unidad y dejó de infundirles ánimos. Todo le resultaba sospechoso de ser una «expresión de complejos inconscientes» y, cuanto más cavilaba sobre los motivos de cada uno de sus actos, más sombría y «desperdiciada» le parecía de repente su vida. La profunda tristeza que le invadió se interpretó como una «depresión neurótica» y, al poco tiempo, surgió la cuestión de si todavía estaba a la altura del ajetreo de la clínica o si era mejor que se jubilara. En tal caso, tendría más tiempo para sí misma que bajo el estrés constante del trabajo. La enfermera no quería ninguna jubilación anticipada, pero, sumida en el letargo y la inseguridad, cedió a las propuestas externas. Una persona que durante décadas se ha visto necesitada por otros individuos y ha encontrado ahí su satisfacción personal, no se recuperará sentándose de repente a solas en su casa y reflexionando sobre sí misma, no necesitada por nadie y sin una ocupación llena de sentido. Después de un año de retiro y falta de alicientes, la enfermera jubilada murió sin una causa fisiológica seria. ¿Habría vivido más si no hubiera asistido nunca a aquellas incompetentes sesiones de supervisión y terapia? Quién sabe.

Experimentar con la «trampa de la crítica» La elección de a qué prestamos preferentemente nuestra atención es un acto del que dependen muchas cosas, tal como se demuestra en el pequeño experimento de la psicología

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conductista que presentamos a continuación.5 Eran las 9.20 de la mañana en una clase de niños de enseñanza primaria; cuarenta y ocho alumnos y dos profesores. El aula disponía de dos espacios con una pared corredera en medio. Las mesas estaban distribuidas en seis grupos de ocho niños cada uno. Los alumnos habían recibido unos deberes que debían realizar en su sitio, mientras los dos profesores, jóvenes y capacitados, enseñaban a leer por separado en grupos reducidos. Los observadores entraban en el aula, se sentaban y, durante los veinte minutos siguientes, iban anotando, a intervalos de diez segundos, el número de niños que no estaban en su sitio. El estudio se prolongó durante seis días. Los observadores también anotaban la frecuencia con que los profesores pedían a los niños que se sentaran o que volvieran a su sitio. Durante estos primeros seis días, se registraron tres niños alejados de su silla cada diez segundos, mientras que los profesores dijeron «sentaos» unas siete veces durante los veinte minutos de observación. Entonces ocurrió algo sorprendente. Se pidió a los profesores que dijeran «sentaos» a los niños con más frecuencia. Durante los doce días siguientes, los maestros dijeron 27,5 veces «sentaos» en cada intervalo de veinte minutos, y hubo más niños levantados (una media de 4,5 cada diez segundos). Hicimos otra prueba. Durante los ocho días siguientes, los profesores volvieron a decir sólo 7 veces «sentaos» en los veinte minutos. La cantidad de alumnos que abandonaron su silla volvió a la media de tres cada diez segundos. Entonces, volvimos a pedir a los profesores que dijeran «sentaos» más a menudo (28 veces en veinte minutos). Los niños volvieron a levantarse otra vez con más frecuencia, 4 veces cada diez segundos. Finalmente, pedimos a los profesores que se abstuvieran completamente de decir «sentaos» y, en su lugar, elogiaran el hecho de trabajar y de quedarse sentado. Lo hicieron bien, y menos de dos niños se levantaron cada diez segundos (la cifra más baja de todas las observaciones). Lo que quedó comprobado en este experimento fue la llamada «trampa de la crítica», es decir, que, en la mayoría de casos, lo que hace la crítica reforzada es provocar realmente la conducta que se critica. Y como la conducta perturbadora que se critica se ve reforzada, entonces se critica más todavía, y esta crítica vuelve a reforzar la conducta, a no ser que se reduzca la crítica a pesar de la conducta perturbadora repetida y se dirija la atención hacia lo positivo, lo cual, en la vida real, fuera de un marco experimental, no resulta fácil. A ello se añade el agravante de que la crítica obtiene a menudo un éxito a corto plazo que hace olvidar el mecanismo fundamental de la trampa. Así, el «sentaos» de los profesores en el día a día escolar antes citado hace que los niños se sienten momentáneamente aunque después se 5

Extraído de Wesley C. Becker, Spiegelregeln für Eltern und Erzieher, col. «Leben lernen», n° 9, Munich, J. Pfeiffer, 1977.

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vuelven a levantar con una frecuencia todavía mayor, y aquel sentarse momentáneo puede crear la ilusión de que la crítica era correcta y oportuna. Sin embargo, su efecto final es el contrario, porque obliga a los profesores a fijarse en lo negativo y no en lo positivo, y porque aquello en lo que nos fijamos mentalmente siempre experimenta un refuerzo. Veamos cuánto se puede reforzar lo negativo si sólo nos fijamos en él: En un experimento, transformamos una clase «buena» en una clase «mala» por unas semanas. Sugerimos al profesor que no elogiara más a sus alumnos. Cuando dejó de elogiarlos, la conducta perturbadora no deseada aumentó de un 8,7% a un 25,5%. El profesor reprobó el mal comportamiento y se abstuvo de elogiar la conducta de los niños que estaban haciendo sus deberes. Cuando pedimos al profesor que, en lugar de 5 veces en veinte minutos, reprobara a sus alumnos 16 veces en veinte minutos, la conducta perturbadora aumentó todavía más. Subió hasta una media de 31,2% y se mantuvo durante unos días por encima del 50%. La mala conducta aún se acentuó más por la atención que se le prestaba a la misma. Cuando los niños volvieron a ser elogiados, retornó la predisposición al trabajo. El experimento muestra cómo una conducta perturbadora no deseada de un grupo de niños puede aumentar, en pocas semanas, de un 8,7% a la alarmante cifra de 50%. ¡Y sólo con la atención que se presta a esta conducta!

Ampliar la «trampa de la autocrítica» Examinemos ahora una ampliación de la «trampa de la crítica» que, en no pocas ocasiones, hace perder la paciencia a adultos con un trastorno mental. Esta «trampa» fue investigada por Viktor E. Frankl y es una combinación de tres factores: egocentrismo, negatividad e hiperreflexión. Veamos qué significa esto. El egocentrismo no es lo mismo que el egoísmo, aunque existen ciertos paralelismos entre ambos. Egocentrismo no significa necesariamente que se pretenda conseguir una ventaja personal, incluso a costa de los demás. Se trata, simplemente, de una atención excesiva hacia el propio yo, frente a la cual todo lo que hay alrededor se desvanece vagamente; significa una ocupación excesiva con uno mismo. La negatividad tampoco es lo mismo que el pesimismo, aunque también se puedan reconocer paralelismos. Sin embargo, así como la actitud pesimista dibuja el futuro con los colores más oscuros, lo que hace la negatividad es atenuar el colorido de todas las imágenes y momentos. La negatividad siempre hace ver lo malo, «el pelo en la sopa», y, de este modo, crea una visión del mundo en la que todo parece exageradamente negativo, pernicioso y triste. La hiperreflexión se puede definir como una cavilación compulsiva y perjudicial alrededor 29

de una única cosa. Es como quedarse «encallado» en algo que atrapa al afectado y ya no lo deja en paz. Es prácticamente una sobrevaloración de un hecho individual de la vida que es izado al primer plano del pensamiento, dejando que los otros contenidos vitales se sumerjan en un segundo plano. El denominador común de los tres fenómenos es obvio. Limitan, cada uno a su manera, la percepción espiritual del individuo y lo centran en sí mismo, en lo negativo que le rodea y en un detalle que absorbe toda su atención. Combinados, los tres centran a la persona en una notoria insatisfacción con un determinado asunto desagradable de su vida en torno al cual giran todos los pensamientos y aspiraciones, como una aguja pegada a un surco de un viejo disco rayado, repitiendo eternamente unos cuantos acordes desentonados. Una vez tuve un paciente cuyo problema principal era el mal empleo que hacía de su tiempo. En vez de llevar a cabo, desde el placer o la razón, lo que correspondía a cada momento, el hombre siempre se ponía a pensar largo y tendido sobre lo que iba a hacer o sobre lo que debería haber hecho hacía tiempo. Esto le llevaba a mostrarse completamente incapaz de realizar cualquier cosa. Malgastaba la mayor parte del tiempo en cavilaciones estériles y cuando, al final, comprobaba una vez más que no había adelantado nada, incurría en violentos reproches hacia su persona, los cuales, de nuevo, le volvían a costar tiempo y fuerzas y le impedían actuar con sentido. De vez en cuando, tenía «momentos lúcidos» en los que tomaba la decisión de poner definitivamente orden en el caos de sus asuntos, pero esos momentos sólo daban resultados a corto plazo, como sucede con los niños del experimento citado con anterioridad, que sólo se sientan provisionalmente tras los reiterados requerimientos de sus profesores. A largo plazo, el hombre reaccionaba siempre con una nueva indecisión pasiva, porque, debido a su permanente autocrítica, se calificaba a sí mismo de «incapaz de emplear su tiempo» y consideraba sus esfuerzos inútiles por adelantado. La autocrítica debilitaba su resistencia a la debilidad criticada. Sin embargo, aparte de los problemas, en la vida de este hombre también había parcelas sanas e intactas desde las que poder generar esperanza. Una era un oficio que le gustaba y en el que su labilidad no le suponía ningún obstáculo, porque tenía un ritmo de trabajo impuesto con exactitud. La otra era una esposa que le apoyaba generosamente. Su problema sólo se volvió peligroso cuando, un día, dejó de hallar sostén en las parcelas intactas de su vida, porque las dos desaparecieron casualmente una temporada. El matrimonio estaba de vacaciones en un balneario y la mujer se fue a casa con motivo de una celebración familiar. Por tanto, el hombre no tenía nada especial que hacer y se quedó a solas con su incapacidad para estructurar el tiempo libre. A los pocos días dejó de levantarse pronto, no aprovechaba el sol que se introducía cordialmente por la ventana ni las exquisitas ofertas curativas del lugar, y no podía pensar en otra cosa que no fuera su indecisión con respecto a cualquier iniciativa que se le exigiera. Su desesperación aumentó hasta tal punto que el médico del balneario lo mandó a mi consulta. 30

La llave que abre la «trampa» La logoterapia de Viktor E. Frankl dispone de una «llave especial» llamada desreflexión para abrir la «trampa» aquí descrita. Retomemos brevemente el experimento de la psicología conductista con la clase de escolares para explicar el funcionamiento de la desreflexión. Hemos llegado a la conclusión de que el elogio es mejor que el castigo, como reza una de las máximas de la terapia conductista. En su arte de la observación, la logoterapia va un paso más allá y pregunta por los motivos humanos originales, por la voluntad de sentido. ¿Cuándo le parece a un profesor que es razonable censurar o castigar? Suponemos que cuando percibe un comportamiento negativo de los alumnos. ¿Y cuándo le parece que es razonable elogiar y apreciar? Suponemos que cuando percibe un comportamiento positivo de los alumnos. Por tanto, si los alumnos de comportan alternativamente de forma favorable o desfavorable, como corresponde a la realidad, la inclinación del profesor a elogiar o castigar dependerá esencialmente de su inclinación a percibir lo positivo o lo negativo. Aquello a lo que él preste principalmente su atención será lo que desencadene su reacción. Dicho de otro modo: la elección que el maestro hace a la vista de la impresión general de la clase decide sobre la elección que él hace en su propia conducta. Un profesor que se fija preferentemente en el buen comportamiento de sus alumnos y pasa por alto el malo, hallará, naturalmente, más motivo para el elogio que un profesor que no pierde de vista (y guarda en su mente) ante todo la conducta mala de sus escolares. Por consiguiente, nuestra percepción espiritual es una «sonda para el bien y el mal» que decide cuál de las dos cosas nos importa definitivamente, es decir, determina la calidad de los impulsos que llegan a nuestra más íntima capacidad de pensar, sentir y comprender, que estimulan nuestro obrar y que seleccionan nuestro caminar. Quien, con sus «ojos espirituales», «mira» más lo agradable, tiene motivos para estar alegre; quien sólo «mira» lo deplorable, tiene motivos para estar triste. Al final de la descripción del experimento aparece una frase muy instructiva: «Cuando los niños volvieron a recibir elogios, retornó también su disposición al trabajo». Volver a elogiar no resulta difícil en un ensayo: se castiga o se premia según lo indique el director del experimento. Sin embargo, ¿qué sucede en la realidad? Supongamos que una clase está realmente «viciada» y los alumnos registran una conducta perturbadora media del 31,2% que, en determinados días, llega a superar el 50%. ¿Cómo puede el profesor «volver a elogiar» a sus alumnos? Ningún maestro se alegra de tener a una cuadrilla de niños desobedientes y alborotados que se levantan constantemente de su sitio. Con toda probabilidad, el profesor se enfadará con vehemencia. ¿Y tiene entonces que ponerse a elogiar de repente? Exactamente esto es lo que les sucede a los pacientes cautivos en la «trampa de la autocrítica». Tienen enormes problemas con ellos mismos y, a pesar de ello, deben abandonar su egocentrismo y su negatividad y ocupar sus pensamientos con algo completamente distinto; con cualquier cosa 31

menos lo negativo que les afecta a ellos mismos. Pero ¿pueden hacerlo? Sí pueden. Los profesores también pueden elogiar a los alumnos malos... cuando lo merezcan. Los egocéntricos también pueden percibir afectuosamente al prójimo, los pesimistas también pueden desarrollar optimismo... pero deben corregir un poco la percepción espiritual. La «sonda para el bien y el mal» debe reorientarse del bien hacia el mal, hacer olvidar lo negativo y acentuar lo positivo. Debe contraponer a la parcialidad anterior una parcialidad opuesta conscientemente perseguida que genere un equilibrio sano: esto es la desreflexión. Por ello, mi irresoluto paciente necesitaba una tarea a la que poder entregarse por completo durante el tiempo libre (a pesar de su problema de empleo del tiempo). Una actividad que se impusiera sobre sus pensamientos, abriera su corazón y le hiciera levantarse de la cama de un salto con la esperanza puesta en su realización. Y también un profesor que debe enseñar a leer a los alumnos que empiezan necesita una tarea más allá de la actividad cotidiana, una obra en cuya evolución él pueda medir sus fuerzas, y si los alumnos son traviesos, con más razón todavía. Una tarea dotada de un profundo sentido reúne en sí misma todos los criterios que impiden el egocentrismo, la negatividad y la hiperreflexión, y conduce más allá del yo, porque siempre incluye una parte del mundo exterior a la que hay que dar forma. Esta tarea se experimenta en todo momento como positiva, porque, si no fuera así, tampoco tendría sentido, y requiere toda la concentración de quien se dedica a ella, lo cual impide cualquier hiperreflexión en torno a un pequeño problema marginal. Por ello, en el proceso curativo de la desreflexión tan sólo se necesita descubrir una tarea llena de sentido y dedicarse a ella con entrega intensa. Acto seguido, el cerrojo de la «trampa de la autocrítica» se abrirá y volverá a liberar al alma preocupada.

Donde hay voluntad de sentido, hay un camino Una tarea se considera llena de sentido en función de las circunstancias existentes en cada caso. Un profesor podría, por ejemplo, fijarse el objetivo de detectar y estimular los principales rasgos de aptitud y talento de los niños que tiene a su cargo. Esto significa que él, aparte de las materias del plan de estudios que debe impartir, incluiría en la clase estímulos que se ajustaran a las aptitudes de sus alumnos, por ejemplo, en el terreno musical, social o deportivo. Gracias a estos estímulos, que inclinarían la balanza hacia la buena disposición de los niños, el profesor no sólo hiperreflexionaría menos acerca del alboroto en la clase, sino que ésta también ganaría en tranquilidad, dado que las pequeñas ofertas alternativas a las materias de estudio despertarían el interés de los alumnos. De un modo similar, mi paciente antes citado aprendió a olvidar el disgusto por su empleo del tiempo cuando le animé a abordar una afición largamente deseada y que había ido aplazando de un año a otro. Ya de niño había soñado con construir aviones teledirigidos y hacerlos volar en amplios círculos a su alrededor y, como desde entonces las posibilidades 32

técnicas en este terreno se habían desarrollado asombrosamente, era el mejor momento para pasar a hacer realidad su sueño. En lugar de recetarle tranquilizantes, le encargué que fuera a una tienda especializada y se informase en profundidad sobre equipos electrónicos para aviones teledirigidos. Tenía tiempo hasta el día siguiente para discurrir un plan de costes aproximado para una primera maqueta. Días después, sometió su plan a mi consideración por teléfono y le mandé que comprara las piezas y se pusiera manos a la obra de inmediato (sin preocuparse por el tiempo que dedicaría al día). Una semana después, su mujer, con la que yo también estaba en contacto, me contó que nunca había visto a su marido tan «intemporalmente ocupado» como cuando ella volvió al balneario. El avión estaba construido, y a pesar de que, en el vuelo inaugural, el aparato aterrizó ligeramente deteriorado sobre un huerto, cumplió a la perfección su sentido: abrir de par en par la «trampa de la autocrítica» de su constructor. Cuando, al mes siguiente, volví a hablar con el hombre, quien, entretanto, ya se había incorporado a su puesto de trabajo, me reveló que aunque a veces todavía le acechaba la idea de que no podía emprender ninguna cosa buena en su tiempo libre, se dirigía entonces hacia su ya tercer avión y le acariciaba suavemente las alas. Al hacerlo, le invadía el sentimiento de felicidad infantil de que era completamente capaz de crear algo lleno de sentido en su tiempo libre y no era en absoluto el fracasado inútil que había creído ser durante tanto tiempo. El destino es menos poderoso de lo que pensamos, siempre que podamos mantener un equilibrio desreflexivo positivo frente a circunstancias dolorosas. Los aspectos negativos interiores, como la debilidad de la inconstancia, o exteriores, como una pandilla de niños desobedientes, pueden compensarse mediante aspectos positivos que podemos «pesquisar» con la ayuda de nuestra percepción espiritual y hacer realidad con la ayuda de nuestras energías espirituales. «Donde hay voluntad de sentido, hay también un camino.» No existe prácticamente nada de lo que nuestra «sonda para el bien y el mal» no pueda filtrar algo bueno, y tan pronto como aparezca algo así, podremos interrumpir la crítica, el lamento o la hiperreflexión y dedicarnos a tareas vitales que nos proporcionen la verdadera libertad más allá del destino y la casualidad: ésta es la libertad del espíritu.

La vida es como un mosaico Una bella metáfora compara la vida humana con un mosaico formado por infinidad de teselas de los más variados colores. Las hay grandes y pequeñas, fulgurantemente claras, cristalinas, que simbolizan los puntos luminosos de la vida, y las hay terriblemente sombrías, negras, que representan la desgracia y el dolor. Al final de nuestras vidas, el mosaico compone un cuadro acabado, con determinadas formas y colores, que nuestra existencia inconfundible refleja en la sencillez y unicidad de su forma. El cuadro de cada persona es distinto y, a su manera, irrepetible. Algunas teselas, tanto claras como oscuras, son, por así decirlo, «lanzadas al mosaico» por el destino y se quedan enganchadas en el fondo pegajoso sin que podamos cambiar su 33

posición. Son las condiciones que se escapan de nuestras manos: la herencia que no se puede elegir, la casa de los padres o la época y la cultura en la que nacemos. De vez en cuando, una tesela oscura «se desploma a nuestros pies»; sucede algo espantoso, incomprensible, y no es posible defenderse. De la misma manera, también caen teselas claras en el mosaico, casualidades benditas que ocurren sin nuestra intervención, pero que, naturalmente, dejamos gustosos que ocurran. Sin embargo, entre estas piezas fortuitas quedan espacios libres, lagunas de mayor o menor tamaño donde todavía no hay ninguna tesela. Son lugares que se pueden llenar de decisiones y aportaciones personales que tomamos y realizamos voluntariamente. Es decir, aparte del mosaico, hay por todas partes piedrecillas sueltas de las que podemos disponer libremente; teselas claras, oscuras o de colores que simbolizan las múltiples posibilidades que se nos presentan en casi todas las situaciones. Éstas las podemos colocar en el cuadro con nuestro propio esfuerzo como mejor nos parezca para dar forma al mosaico definitivo. Al hacerlo, puede ocurrir lo siguiente: 1.- Que el individuo vea únicamente el mosaico propio sin acabar, con sus piedrecillas enganchadas, pero no mire hacia fuera, donde hay repartidas por el suelo teselas sueltas y desaprovechadas, es decir, posibilidades de hacer realidad valores y sentidos. Esta persona se encuentra bloqueada en la esencia de su propio yo, sin tratar de imaginar ninguna posibilidad alternativa: egocentrismo. 2.- Que el individuo vea exclusivamente las piedras oscuras, tanto en el mosaico como fuera de él. Esta persona es «ciega» para las tonalidades claras y, por ello, en el cuadro de su vida sólo pone teselas oscuras: negatividad. 3.- Que el individuo tenga únicamente una piedra negra ante sus ojos que contemple como si estuviera hechizado, sin apartar la vista de ella. Cuanto más la mira, más se desespera: hiperreflexión. ¿Cómo interviene aquí la logoterapia? Ninguna explicación científica expresa con tanta precisión su procedimiento típico como la siguiente descripción metafórica utilizada en logoterapia: El orientador logoterapéutico lleva cautelosamente la mano de una persona sobre su mosaico y palpan juntos los lugares donde hay «huecos», o sea, allí donde, entre las teselas pegadas, hay áreas abiertas a la libre elección del afectado. Es decir, antes de proporcionar una curación psicológica, primero sigue el rastro de los espacios libres de una vida y, al mismo tiempo, de la responsabilidad de llenarlos con contenidos adecuados, para lo cual, en determinadas circunstancias, deberá lograr separar al paciente del fatalismo (determinista). Durante la fase de «palpación», el terapeuta llama continuamente la atención sobre las piedras resplandecientes que recorren el mosaico para que penetren profundamente en la conciencia 34

del paciente y no sean obviadas. En el siguiente paso, el terapeuta toma al paciente de la mano y lo conduce fuera del mosaico, en las distintas direcciones de su entorno, donde le enseña a buscar piedras que puedan encajar en su mosaico. El terapeuta se entrega con el paciente a la búsqueda de sentido para averiguar juntos las posibilidades dignas de ser hechas realidad y que descansan ocultas en cada situación. También aquí, el terapeuta señala sobre todo las teselas de color claro que, a veces escondidas en la sombra, tanto cuesta percibir. Si, entonces, el paciente ha reconocido los espacios libres interiores que posee sin haberlo sabido o haberse dado cuenta hasta el momento, y ha encontrado contenidos externos que serían adecuados para completar con sentido esos espacios libres, es decir, si el paciente está en vías de dar forma a su mosaico de manera activa y conforme a su conciencia, el logoterapeuta culminará su labor ofreciendo a su protegido una última «medicina» antes de que éste se emancipe. Se trata de la aceptación de las piedras oscuras e inamovibles. Por ejemplo, para hacer brillar una silueta clara y radiante en un cuadro (como los rostros de las pinturas de Antón Van Dick, por ejemplo) se necesita algún fondo oscuro; una tesela blanca nunca resaltará al lado de desaliñados tonos grises. De la misma manera, el mosaico de nuestra vida también necesita del contraste para hacer madurar de verdad lo que dormita en nosotros; necesita del desafío del destino para desplegar todo el potencial de nuestras fuerzas espirituales. Las obras humanas más sorprendentes y los actos heroicos más asombrosos nunca habrían tenido lugar si no hubieran nacido de un sufrimiento inalterable, y al hablar de héroes no nos referimos a los vencedores de batallas históricas, sino al minusválido que domina su vida desde una silla de ruedas o a la viejecita que, con una tierna sonrisa en los labios, pasa sus últimos días cojeando. Si nuestros pacientes quieren seguir dando forma al mosaico de sus vidas, deben saber que no sólo tienen la elección de colocar ellos mismos teselas blancas en el cuadro, sino que también tienen la oportunidad de incluirlas precisamente junto a piedras del destino oscuras para que, a través del contraste creado, hagan su efecto completo. ¿Qué otra piedra brilla más que las demás que una tesela blanca en medio de un grupo de negras? La logoterapia se orienta hacia los momentos luminosos de la vida, pero también vislumbra el sentido de los oscuros.

¿Los hijos no se merecen ningún sacrificio? En la práctica, el adolescente que se hace adulto debe reconocer en algún momento que no sólo es su bienestar lo que cuenta, tal como sucedía en su infancia —por lo que necesitaba también el cuidado familiar—, sino que se le exige, cada vez más, introducirse creativamente en el mundo. La elección de una profesión, por ejemplo, es un estadio intermedio que va de las consideraciones, originalmente relacionadas con el yo, acerca de hacer algo a gusto o a 35

disgusto, al sentido razonable del deber que requiere un compromiso personal, ya sea más o menos desagradable. De la misma manera, la actitud interior «por amor a algo» debe aprenderse igual que la relación interpersonal «por amor a una persona» (en lo profesional o en lo privado). El paso del griterío infantil por satisfacer una necesidad a la comprensión adulta de los campos de acción importantes y necesarios en la vida, en cuya aplicación hay que aplazar a veces las necesidades propias, es el proceso de maduración por antonomasia; sólo quien ha dado este paso por sí mismo se ha convertido en una persona adulta. Esto es aplicable en particular cuando intervienen los propios hijos. No deja de ser curioso que, en el mismo siglo en el que la psicología demostró —a veces incluso exagerando— que había que dedicar el máximo cuidado pedagógico a los hijos durante los primeros y sensibles años de vida para evitar desviaciones neuróticas, que en ese mismo siglo, la emancipación del individuo moderno, y especialmente de la mujer, hiciera su entrada triunfal con la desconcertante consecuencia de que, actualmente, en nuestra sociedad, la mitad de las parejas se separan, la mayoría de las madres trabajan fuera de casa y cada vez menos niños experimentan defacto en una comunidad familiar acogedora el «nido» afectivo pregonado con tanta vehemencia por la psicología. En este contexto, suele haber gente disconforme que encuentra inadmisible, y hasta ridículo, mantener solamente por los hijos un matrimonio deshecho. Sin embargo, ¿de verdad cree esta gente que los hijos no se merecen que se haga un sacrificio por ellos? Lo deseable sería, desde luego, que a las parejas les unieran más cosas que el respectivo interés por el hijo. Sin embargo, se puede afirmar con todo derecho que la responsabilidad compartida de la educación es motivo suficiente para unir a los padres en la obligación de hacer de su vida en común lo mejor que esté en sus manos. La lógica de que un hogar roto es más humano que las interminables discusiones domésticas es, ciertamente, un razonamiento difícil de rebatir, pero tras él se esconde que la única alternativa a la disputa sería la separación de los padres, cosa que, normalmente, no es cierta. En la mayoría de casos, las alternativas sensatas a las peleas domésticas constantes serían, entre muchas otras, el aumento de la voluntad de paz, del ejercicio del arte de la búsqueda de compromiso, el respeto y la objetividad en las disputas de cualquier índole. En general, los hijos resisten mucho más de lo que, según las tesis de la psicología profunda, «tienen permitido». Soportan bastante bien el hecho de compartir a la madre con el padre sin desarrollar complejos edípicos y, aún con ocasionales dolores de barriga o rechinamiento de dientes, aprenden a compartir a sus progenitores con los hermanos sin acabar cayendo en incesantes histerias de celos. Los hijos dejan de hacérselo en los pantalones sin tener que producir fantasías anales de por vida y sobrellevan los castigos paternos sin que tales represalias del entorno los dobleguen. Incluso la renuncia a los juguetes, la colaboración en las tareas domésticas, el estrés escolar y las peleas con otros niños dejan menos heridas psicológicas de lo que se piensa y robustecen la capacidad infantil 36

de mostrarse seguros ante determinadas pruebas. Los niños aguantan mucho, pero necesitan un padre y una madre. El amor y la estabilidad de los padres es la columna vertebral de los hijos y, mientras ésta permanezca intacta, harán frente a casi cualquier tormenta que el destino les depare. Pero cuando el padre y la madre rompen cruelmente, empieza la aflicción de los hijos, una aflicción mucho peor que el dolor y el hambre.

Lo han vuelto a intentar Una vez me presentaron a un adolescente de 16 años que había intentado ahorcarse y que pudo ser rescatado a duras penas. El suceso estuvo precedido por las dramáticas disputas matrimoniales de sus padres, durante las cuales la madre había tomado la decisión de abandonar a la familia. El chico quería a ambos y no pudo soportar que la madre se fuera de casa. Los médicos del hospital en el que ingresaron al joven me pidieron que interviniera para realizar una terapia familiar destinada a impedir que el incidente se repitiera. Sin embargo, los padres rechazaron cualquier tipo de actividad conjunta, incluidas las conversaciones en grupo con un terapeuta; así de enfrentadas estaban las partes. Finalmente, mediante la conversación individual, conseguí acceder a la mujer y le aconsejé con insistencia que se quedara en casa por lo menos algunos años más y que llegara a un acuerdo para cohabitar con su marido. Tenía que esforzarse honestamente para conseguir un clima familiar armonioso hasta que su hijo fuera mayor y estuviera más centrado. La mujer comprendió mi llamada a su sentimiento de responsabilidad y se preparó mentalmente para pasar los tres años siguientes junto a su marido, sustituyendo las provocaciones por una cortesía serena para, después, exenta de sus obligaciones maternas, ser libre de reordenar su vida como quisiera. Cuatro años más tarde, cuando el chico ya había alcanzado la mayoría de edad, la mujer me llamó con motivo de un examen de aptitud profesional de su hijo. Le pregunté cómo llevaba su intención de separarse de la familia. «Bueno, ¿sabe? —respondió—, mi marido y yo lo hemos vuelto a intentar y ya no queremos separarnos a nuestra edad. Al contrario, parece que nos necesitamos cada vez más y eso nos hace estar en cierto modo agradecidos por la presencia del otro...» Por tanto, la crisis matrimonial estaba superada a pesar de que en el apogeo del conflicto no parecía haber posibilidades de solución reales. Efectivamente, si el hijo, con su acto de desesperación, no hubiera dado ninguna señal de alarma, la separación planeada de los padres se habría consumado, y quién sabe si después no se habrían arrepentido. Un matrimonio se puede conservar de forma absolutamente voluntaria y consciente — consciente de la responsabilidad— por los hijos, y ésta no es ni siquiera la peor de las motivaciones. Sin embargo, contiene un motivo que va más allá de la indiferencia y la vanidad. Muchas veces, el odio es una forma de amor que, aunque desgraciada y frustrada, se deja 37

transformar porque todavía existen sentimientos e intereses hacia la otra persona. El polo opuesto del amor no es el odio, sino la indiferencia, y la indiferencia es más difícil de cambiar que el odio. Pero incluso cuando dos cónyuges se han vuelto indiferentes el uno con el otro y, pese a ello, ambos reconocen una base compartida en el amor a los hijos, merece la pena por éstos conservar la vida en común (no sólo por la economía familiar o el reparto de tareas) y evitarse a sí mismos y a los hijos las fatigas y las consecuencias de un proceso de separación. Como mínimo, esto proporciona a los hijos una casa con padre y madre. Puede ser que, en tal caso, los padres no transmitan un modelo óptimo de comunicación interpersonal, pero siguen estando presentes. Según una estadística de los centros de orientación educativa de Alemania del año 1983, dos terceras partes de los niños inscritos por trastornos psicológicos no vivían con sus padres biológicos y más de la mitad no veía a la madre durante el día. Y surgió la pregunta: ¿a quién se podía orientar en cuestiones educativas? Desgraciadamente, tampoco está dicho que en el nuevo siglo las cifras sean más halagüeñas para las familias. Los engranajes del hombre moderno se «calientan» muy fácilmente porque les falta el aceite del amor. CHRISTIAN MORGENSTERN

El divorcio se ha aplazado Una madre trajo a su hijo de cinco años rogándonos que lo admitiéramos en una terapia de juego. La mujer había leído que esta clase de terapia fomentaba el desarrollo de la personalidad del niño y le ayudaba a superar las crisis en su crecimiento. Le pregunté qué crisis sospechaba que su hijo pudiera tener, porque a mí me parecía un jovencito de lo más despierto y normal. Entonces, la madre me explicó que ella y su marido no vivían juntos y que éste, con quien mantenía profundas y frecuentes desavenencias y se quedaba al hijo cada dos fines de semana, metía cizaña contra ella. La madre reconoció que también prevenía a menudo al niño en contra de su padre y que le explicaba sin tapujos todo tipo de cosas odiosas sobre aquel «mal hombre». Tras los fines de semana con el padre, el niño se orinaba en la cama y rompía los juguetes en la guardería, a raíz de lo cual la profesora, preocupada, había informado sobre su estado. Existen incontables tragedias familiares de este tipo. Los hijos se entregan indefensos a los despropósitos de los padres y respiran como nadie en el mundo un modelo de cinismo e intransigencia entre las personas más próximas. Entonces, los hijos deben someterse a tratamiento porque sus «progenitores biológicos» ya no se soportan. A esta madre le expuse que consideraba absurdo incluir a su hijo en una terapia de juego una vez a la semana, por espacio de una a dos horas, para reforzar la confianza en sí mismo 38

mientras, al mismo tiempo, su confianza innata en la vida se veía socavada, quizá de cinco a diez veces a la semana, por los masivos ataques y desprecios mutuos entre las personas con las que mantenía una relación más íntima. No era el niño quien necesitaba consejo facultativo, sino ella y su marido, por lo cual le pedí que hiciera de tripas corazón y vinieran los dos juntos a la siguiente visita. Cuando los tuve sentados frente a mí, era como si soplara un viento helado por la puerta; así de gélidas eran las miradas y los gestos de la pareja. Enseguida me aclararon que no tenía que inmiscuirme en sus planes de divorcio. «De acuerdo —dije—, seguro que tienen sus motivos. Sólo deben saber que todo divorcio conlleva inevitablemente una experiencia de fracaso: la sensación de haberse equivocado, de frustración, también de haberse convertido en culpable, cosa que, naturalmente, nunca se admite de buen grado (¡porque siempre es el otro quien tiene la culpa!), pero que acaba desanimando durante mucho tiempo. Pues bien, ahora tienen la oportunidad de aliviar considerablemente estas sensaciones deprimentes si, por amor a su hijo, consiguen cooperar entre ustedes de manera razonable, a pesar de la separación y el proceso de divorcio. Ahora bien, cooperar razonablemente significa no pronunciar malas palabras delante del niño, no hacer reproches ni imputar culpabilidades a través de los oídos del niño y no regatear con él los derechos de visita y contacto. Para él, ustedes todavía son el padre y la madre, y lo seguirán siendo toda la vida. En el corazón de su hijo no se divorciarán tan rápido como sobre el papel.» Los dos intentaron justificar su conducta, pero yo no di mi brazo a torcer. «Seguro que la salud de su hijo —resumí— merece que hagan todos los esfuerzos posibles para conservarla y protegerla. Esta única obligación debería bastar para poner fin .1 sus disputas y hacerles recordar su responsabilidad como padres. De este modo, hasta podría sacarse algo bueno del incidente del divorcio, como es la visión de que la verdadera paternidad o maternidad están por encima de las diferencias personales y obligan, más allá de las debilidades propias, a transmitir un modelo digno. ¡Entierren por su hijo las enemistades y verán como su crecimiento inalterado se verá recompensado!» Pocos meses después de aquella sesión me acordé de la familia y llamé al teléfono de la madre para saber cómo le iba al pequeño. Pero fue el padre quien se puso y me dio las gracias por mi interés. «Ahora estoy viviendo otra vez en casa de mi familia», explicó y, medio en broma, añadió: «Como, de todas formas, teníamos que cooperar entre nosotros por el chico, pensamos que podríamos aplazar un poco lo del divorcio...».

No ignorar ni sobrevalorar los sentimientos El anticuado teorema psicológico de la «hidráulica de las pulsiones», según el cual el hombre acumula sentimientos pulsionales libidinosos y agresivos y éstos deben descargarse a toda costa para que no generen ninguna presión explosiva o se repriman y dañen así la psique, no se sostiene para la vida familiar. Si cada miembro de la familia liberara antes que nada sus 39

pulsiones e hiciera saber sus deseos íntimos para, si las circunstancias lo permiten, no retener ninguna necesidad, el libro de la milenaria historia de la familia humana podría cerrarse de golpe, porque entonces, tarde o temprano, la familia moriría. La realidad es muy distinta. Nos alegramos o lamentamos y actuamos en consecuencia porque tenemos un motivo para hacer lo uno o lo otro, tal como Viktor E. Frankl demostró, y no porque nos lo dicte un abultado potencial de pulsiones. En el nivel humano, lo principal es captar —y, en ocasiones, también inventar— un motivo en cada momento, y no desprenderse de un estancamiento emocional. Veamos un ejemplo. Supongamos que alguien piensa que ha sido objeto de una cruel injusticia. Si a esta persona se le permite lanzar piedras indiscriminadamente durante una hora por su barrio para desahogarse, apenas se verá aliviada, porque el motivo de su rabia no se eliminará con las pedradas, y mientras este motivo siga existiendo, también persistirá la rabia. Si, por el contrario, se consigue calmar el motivo de la rabia mostrando al afectado que la supuesta injusticia es un error, una lección importante, etc., la agresión se disolverá por sí misma sin que sea necesario ningún ataque de furia como medio de desahogo. Lo mismo sirve en positivo: la alegría y la felicidad necesitan un motivo para surgir, y la felicidad de la familia también está sujeta a lo que la comunidad familiar afirme como «gratificante». Los padres separados del caso anterior habían abandonado esta afirmación. Sin embargo, todavía existía para ellos un motivo de peso para contener su odio mutuo: la salud amenazada de su hijo; y mientras fuera posible hacerles ver este contenido de sentido, su agresividad podría regularse. Nada une tanto como un deber común, y esto es algo que los investigadores para la paz de todo el mundo deberían aprovechar. En Alemania conocí a un estadounidense que me explicó que había necesitado años para volver a la normalidad tras asistir a grupos psicoterapéuticos de encuentro en California. En estos grupos le metieron en la cabeza, a él y a los otros participantes, que tenía que «verbalizar», es decir, manifestar todas las emociones en cada momento y decir inmediatamente a la cara del prójimo cualquier pequeño pensamiento de aversión o crítica. La consecuencia fue que todo el mundo se apartó de él y pronto quedó completamente aislado, sin apoyo familiar y sin amigos. Me dijo que entonces cayó en una depresión grave y que sólo lo salvó el traslado a Europa, con sus numerosas y estimulantes experiencias y encuentros vividos. Actualmente, la psicología puede confirmar que es prudente no ignorar ni sobrevalorar los sentimientos, así como guardarse las observaciones mordaces que le vengan a uno a la cabeza. En la expresión popular «hablar es plata y callar es oro» se escucha, sin duda, el eco de una experiencia muy antigua. En cualquier caso, la familia no puede asimilar posturas psicológicas extremas, sino que necesita en todas partes una vía intermedia equilibrada. En la educación de los hijos, la familia necesita una vía entre el polo autoritario y el antiautoritario, y en la conducta de los adultos, un camino entre el egoísmo y el martirio. Necesita un amor entre el 40

distanciamiento y' el acaparamiento, y una intimidad entre la avidez de sexo y la frigidez. En resumen, la familia necesita una unión sin fisuras entre cognición y emoción, controlada por la mesura y el sentido.

Dos familias distintas A continuación me gustaría presentar a dos familias que conocí en el transcurso de mi actividad profesional: una que funciona y otra que no. Con ello queremos destacar los elementos que diferencian entre sí a ambas familias. La familia A se compone de una abuela, los padres y dos hijos, niño y niña, mientras que la B la forman únicamente los padres y una hija. La familia A es de condición humilde, sin que por ello pase estrecheces, y la familia B pertenece a la clase media alta. La familia A vive bajo la sombra de un dolor causado por la pérdida de un ojo de uno de los hijos a causa de un accidente deportivo. Los miembros de la familia B disfrutan de buena salud. Todos los hechos citados hasta ahora parecen apuntar a que la familia B disfruta de condiciones de vida más favorables: bienestar, salud y una libertad de movimiento relativamente grande gracias a su menor número de miembros. ¿Estás mejores circunstancias dan lugar a un clima familiar agradable? El padre de la familia B es directivo de una pequeña empresa y de él depende que el negocio se desarrolle sin contratiempos. Por la noche, llega tarde a casa, fatigado, y se retira a su despacho, donde consulta revistas especializadas para estar al día en un sector, el de la informática, que se transforma vertiginosamente. Este padre no aprecia en su justa medida la cena en familia con una hija impertinente, porque durante todo el día tiene que hablar y negociar mucho y por la noche sólo busca paz y tranquilidad. Durante los fines de semana se muestra más bien accesible para la familia, pero nota con frecuencia que el interés por esta accesibilidad es mínimo, por-1 que la mujer y la hija ya tienen sus planes hechos para el domingo. Así, el padre se va tomar el aperitivo o se reúne con conocidos y pasa varias horas del fin de semana en los bares. La madre es esteticista y sigue mucho la moda. Considera esencial su aspecto externo y siempre viste muy chic. Debido a ello, le molesta sobremanera que su hija vaya por ahí con el pelo descuidado y pantalones vaqueros despedazados; siempre: discuten por ello. Cuando la madre llega a casa, sobre las cinco de la tarde, la hija casi siempre «ha desaparecido» y sólo los platos sucios en la cocina y las cosas del colegio esparcidas desordenadamente delatan la presencia pasajera de la joven. Esto tampoco contribuye a una relación madre-hija inalterable. Entonces, mientras la madre ordena la casa y prepara la cena, se va guardando todo su rencor y lo descarga sobre la hija cuando ésta llega a casa. A continuación, la hija se dirige directamente a su habitación con la comida y se encierra. A falta de interlocutores, la madre se instala frente al televisor y, masticando su cena y evadiéndose en el mundo de una película, sueña con una felicidad echada a perder. 41

La hija es una joven moderna de su tiempo: precoz, reivindicativa y bien ilustrada en lo tocante a sus derechos y ventajas. Aprueba los estudios con notas variables, tirando a mediocres. En su tiempo libre se reúne con la pandilla y hace viajes en ciclomotor que acostumbran a finalizar en discotecas y, en verano, en piscinas al aire libre o parques donde se escucha la música, se fuma y se liga. Los planes profesionales de la joven son confusos, la relación con los padres se reduce a un ―ah, ésos...» y su filosofía de la vida se resume rápidamente: lo importante es que hoy esté bien». Hasta aquí la familia B, que, a decir verdad, ha dejado de ser una unidad familiar porque cada miembro sigue su camino. Veamos a continuación la familia A, que vive en unas condiciones más difíciles: con una abuela anciana que, aunque mentalmente ágil, físicamente ha dejado de estar en su mejor momento; una hija tuerta que tiene considerables dificultades escolares; un hijo pequeño que, por su viveza, requiere muchas atenciones; un padre que gana el dinero justo para vivir y una madre bastante estresada. En esta familia se han establecido una serie de hábitos destinados al alivio mutuo. La abuela ha asumido dos deberes: por las mañanas, ayuda a la madre en la cocina, asumiendo actividades como limpiar la verdura, y, por las tardes, practica lectura y escritura con la joven discapacitada (y, además, legasténica). La hija también tiene una tarea que cumplir: cuida del hermano pequeño cuando la madre se va a limpiar por horas para mejorar un poco el presupuesto doméstico. El hijo no es más que un crío, pero también ha asumido una labor que desempeña con entusiasmo. El es el acompañante del padre durante el tiempo libre. Tan pronto como el cabeza de familia se deja ver tras el trabajo, el hijo ya no se separa de su lado. Se arrastra con él debajo del coche cuando hay que hacer alguna reparación, cosa que sucede con frecuencia porque el vehículo ya es viejo, y miran juntos todos los partidos de fútbol que dan por la tele. El niño apila los leños que su padre sierra en el sótano y se queda fascinado cuando, para variar, se utiliza uno de los troncos para tallar una cabeza de guiñol. El padre se esfuerza ostensiblemente en contribuir en el mantenimiento de la casa. Se ocupa de la calefacción y de las reparaciones, que nunca faltan en la casa de una familia de varios miembros. El también fue quien, años atrás, accedió a admitir a la abuela en la familia, lo cual resultó al final de gran ayuda.' La madre representa el centro de la familia. Se preocupa por todos y recibe algo de todos, ya sean las alegres sonrisas^ de los niños o un beso fugaz del marido en medio del trabajo* La familia A es una familia intacta y una comunidad feliz a su¡ humilde manera, a pesar de la estrechez económica y del accidente que sufrió la hija.

¡A cada miembro de la familia, su función llena de sentido! De las dos situaciones familiares descritas con anterioridad no debemos inferir que las condiciones de vida fáciles son nefastas y las difíciles son las deseables. Simplemente, demuestran que la alegría y el dolor de una familia no dependen forzosamente de las 42

condiciones de vida externas. Existe un factor relevante que desempeña el papel decisivo en lo relativo al bienestar y la cohesión de una comunidad familiar. Vistas más de cerca, las familias A y B se diferencian no sólo por la calidad de sus condiciones de vida, sino también por las funciones que desempeña cada miembro. En la familia B, ni el padre, ni la madre ni la hija ejercen una función reconocible para los demás. Es cierto que los padres ganan el dinero y la madre, encima, limpia la casa y hace la comida, pero estas aportaciones —sin duda importantes— no se traducen en contactos personales, sino que, simplemente, se ponen a disposición para satisfacer las necesidades de la familia y cada uno toma de ello lo que quiere y se va. Por el contrario, en la familia A, cada miembro tiene su tarea llena de sentido claramente definida. Desde la abuela hasta el niño pequeño, cada uno ocupa un lugar que le hace, por así decirlo, imprescindible para los otros componentes de la familia, o en el que, por lo menos, dejaría un gran vacío si, de pronto, desapareciese.^ Al igual que a la chica tuerta le faltarían las horas de ejercicios con la abuela, el padre echaría de menos el excitado par-; loteo de su pequeño acompañante; y al igual que a la madre le faltarían los servicios de vigilancia de su hija, la familia en general lamentaría hondamente la desaparición del padre o la madre, y no sólo por la pérdida de ingresos o de manos para; trabajar. Por supuesto, las funciones que deben desempeñar cambian cuantitativa y cualitativamente conforme pasa el tiempo y los hijos van madurando. Sin embargo, no hay ninguna situación familiar donde una sintonía llena de sentido entre los distintos miembros sea algo trivial. Una familia está sana sólo cuando cada miembro —desde el bebé hasta el anciano— desempeña una función llena de sentido. Pero ejercer una función con sentido no sólo implica dar, sino también tomar. Porque para ocupar un sitio donde uno es, hasta cierto punto, insustituible, es necesario que la persona que haya delante sea utilizada. Si, por ejemplo, la abuela de la familia A viviera en su propia casa, la hija no tuviera problemas escolares y la madre ganase dinero suficiente para permitirse una niñera, desaparecerían algunas de las funciones llenas de sentido en el seno de esa familia, porque ya no haría falta tanta ayuda. En su lugar se podrían incluir voluntariamente otras funciones llenas de sentido, pero también podría suceder que se aproximaran a la estructura de la familia B. Resulta, como mínimo, igual de difícil atreverse a utilizar a otra persona que realizar una tarea para la cual uno mismo es utilizado. Sin embargo, ambas cosas a la vez dan como resultado esa alternancia de dar y tomar que caracteriza a una comunidad que funciona bien. Esto no significa que haya que ser dependiente para que los demás puedan ayudar, sino, más exactamente, que cada uno debe aceptar agradecido, allí donde tenga una deficiencia o se encuentre en desventaja, la detección y la compensación en la familia de estas deficiencias para, por otro lado, devolver el agradecimiento allí donde se tengan aptitudes y talento. Los niños pequeños y las personas discapacitadas son, precisamente, quienes pueden hacerlo extraordinariamente bien: aceptan sin problemas la mano que les tienden y, al mismo tiempo, 43

por su carácter natural, arrancan de la gente que les atiende unas enormes dosis de amor, cuidados e ingenuidad.

En una orquesta, cada instrumento cuenta La familia se puede comparar con una orquesta en la que cada músico cuenta y cada uno contribuye con su voz imprescindible al sonido general, pero donde nadie puede tocar lo que quiera. Para producir una melodía armoniosa es necesario, precisamente, que todas las funciones estén en sintonía entre sí. Si un músico tuviera que asumir una función inferior, es decir, si incurriera en un amasijo de sonidos, o se viera obligado a adoptar una función superior, es decir, si impusiera su instrumento por encima de los demás, toda la armonía se vería perjudicada. Hemos conocido en la familia B a una comunidad cuyos tres integrantes desempeñan funciones familiares demasiado limitadas, a consecuencia de lo cual viven con una exagerada independencia. Por otro lado, hay familias donde uno u otro miembro monopoliza una función demasiado dominante al querer arreglar, determinar y controlarlo todo. Quizás hasta se esfuerza en desempeñar su función, pero no obtiene ningún agradecimiento a cambio, porque limita la capacidad funcional del resto de la familia, creando así su dependencia. Esta situación tampoco es armoniosa. La mejor manera de comprobar el sentido o sinsentido de una función familiar es a través del grado de alegría de los otros miembros de la familia, de lo bien o mal que crecen los hijos y del equilibrio que uno mismo experimenta. Si estos (res criterios se cumplen en su faceta positiva, no resultará difícil desempeñar las tareas necesarias, incluso cuando hay que dejar a un lado los deseos personales. En el nivel espiritual, es incluso mejor que algunos de nuestros deseos queden aparcados para que existan objetivos, esperanzas y visiones que anhelar y hacia los cuales podamos dirigir nuestras vidas. De nuevo, la vida familiar puede ser el «brazo de la balanza» situado entre el hambre emocional y la saciedad emocional, tal como podemos observar claramente en la familia A: a ninguno de sus miembros le faltan deseos, pero tampoco sufre por sus privaciones, y, en conjunto, es la armonía general la que mantiene el equilibrio de cada uno. Para acabar, aclararé los motivos por los que he elegido a estas dos familias. La familia B vino a mi consulta a causa del internamiento de la hija en un colegio, a lo cual la joven se oponía obstinadamente. Mi misión era convencerla para que fuera, cosa que no hice, e intenté persuadir a los padres para que cooperaran más en la familia, cosa que no resultó. En el caso de la familia A, el motivo de su visita también fue la hija. Yo debía explorar su trastorno legasténico parcial y elaborar el correspondiente programa de ayuda. Lo hice de buen grado e instruí a la abuela en el material de ejercicios adecuado. Es cierto que la niña no era ninguna superdotada, pero aprendió a leer y escribir. Además, la familia no sólo logró que la discapacidad de la hija no desembocara en sentimientos de culpabilidad tormentosos ni en mimos artificiales, cuidados exagerados o angustias por el futuro, sino que también la aceptó 44

como una circunstancia del destino que no se puede cambiar, pero ante la cual tampoco es necesario capitular.

«Modular» la actitud interior Un hombre de 40 años vino a mi consulta para hacer un seguimiento tras una terapia de desintoxicación alcohólica que había seguido durante seis meses en un hospital donde se le sometió a un tratamiento profiláctico contra el peligro de recaída. Su problema con la bebida había durado, con interrupciones, desde que tenía 15 años. El hombre estaba firmemente decidido a no volver a probar ninguna gota de alcohol más, pero se mostraba muy inseguro con respecto a cómo iba a organizarse la vida y padecía fases recurrentes de depresión profunda que se habían recrudecido por las lesiones corporales (trastornos del sueño, nerviosismo, temblor de manos, inquietud, ataques de sudor, etc.) derivadas de su época de abuso del alcohol. Le preocupaba especialmente la soledad, porque había perdido a los amigos y conocidos durante su adicción, así como el retiro forzoso de una excelente carrera profesional difícil de reemprender y, aún más, de sustituir. Cada vez que se encontraba completamente abatido, expresaba en la consulta su convencimiento de que la vida ya no tenía sentido. Decía que cuando una persona que, como él, se enfrentaba al vacío en la mitad de su vida y no podía evocar el menor signo de éxito, desaparecía cualquier conexión con una «existencia normal» y había que resignarse. Logoterapéuticamente hablando, en este caso se indicaba una modulación de la actitud, por lo que contraataqué aproximadamente de la siguiente manera: De acuerdo, tiene usted 40 años y no tiene nada claro. No tiene compañera, ni siquiera un círculo de amistades. Profesionalmente, tiene que empezar de cero, no tiene dinero ahorrado y no sabe cómo puede evolucionar todo esto. Pero usted ya ha estado antes en esta situación, cuando tenía 15, 18 o 20 años, y en aquel entonces lo consideraba normal. Todos los jóvenes que se inician en la vida adulta se hallan al principio ante un futuro incierto. Todavía no tienen vínculos sociales sólidos, ni opiniones fundamentadas, ni una carrera profesional claramente trazada. Y, a pesar de ello, ¡qué suerte no estar atado a ninguna parte, estar abierto a cualquier encuentro y, aún más, ser libre de aprovechar la oferta del momento y cualquier posibilidad que a uno le brinden! ¡Cómo envidian, por su libertad y flexibilidad, a esos jóvenes que se inician en la vida adulta muchas personas de 40 años, cuya existencia ya está encarrilada por caminos trazados y cuya vida familiar y profesional no se diferencia de un día a otro, aliviada como máximo por un par de semanas de vacaciones! Sin embargo, el destino le ha dado a usted la oportunidad de, por así decirlo, volver a ser «joven» y empezar por donde abandonó la vida normal y enfermó. ¡La vida le abre sus puertas como si usted tuviera 15 o 20 años! Pero, eso sí, al precio de la misma incertidumbre y el 45

mismo esfuerzo por madurar y encontrarse a sí mismo que un joven que aún tiene que definir sus objetivos y hacerlos realidad paso a paso. ¿De verdad esperaba que, tras su rehabilitación física, le prescribieran una vida estable, una familia que se abalanzara sobre usted, un puesto de trabajo a la vuelta de la esquina, una casa totalmente amueblada, un club de aficiones en el que estuviera inscrito, todo establecido y preparado para usted? Ha dejado escapar unos años en la oscuridad del alcohol, años de actividad, de aportación individual de sentido en su vida... ¡Por fin puede recuperar todo esto! No se encuentra ante el vacío, sino ante la enorme abundancia de múltiples posibilidades reservada únicamente a los jóvenes o a las personas que inician una etapa nueva en sus vidas. La incertidumbre de su futuro es, precisamente, su propia movilidad espiritual. La libertad de movimiento en su vida cotidiana es, precisamente, la oportunidad de poner en práctica sus ideas más íntimas y, de este modo, dar un rumbo nuevo a su vida, un rumbo quizá tan decisivo que contrarreste todo su trágico pasado y, sobre todo, que lo haga aceptable al mirar atrás, porque, sin él, no habría podido fijar ese rumbo nuevo. El hombre fue capaz de aceptar la perspectiva que le propuse y se volvió más activo. Empezó a buscar posibilidades concretas llenas de sentido y, de este modo, desarrolló una enorme capacidad de imaginación. Lo más importante era que generase él mismo sus pequeñas experiencias de éxito, porque ninguna ayuda de reinserción ofrecida desde el exterior le habría proporcionado suficiente seguridad en sí mismo. Al contrario: la dependencia sigue siendo dependencia, ya sea del alcohol o de ayudas bienintencionadas, y el que es dependiente está obligado a temer, precisamente, que llegue el momento en el que el medio de adicción ya no esté a su alcance. Pero mi paciente aprendió paulatinamente a confiar en sus propias fuerzas y aplicarlas de manera positiva en el juego de la vida.

Alejarse de las preguntas y acercarse a las respuestas Pero, para mi paciente, el juego de la vida era de todo menos fácil, porque con la búsqueda de trabajo cayó en un estancamiento económico que le hizo renunciar en numerosas ocasiones. Un día, tuvo un bajón peligroso; peligroso porque le condujo a una disputa con el destino, y las preguntas acuciantes y molestas al destino siempre se quedan sin respuesta y no devuelven ningún eco consolador. No conducen a ningún resultado satisfactorio, sino que atrapan al afectado en una espiral nociva de autocompasión. Por ello, es terapéuticamente imprescindible interceptar estas quejas dirigidas al destino y —otra vez en forma de modulaciones de actitud— tratar de comprender que es el destino el que nos plantea a nosotros las preguntas, enfrentándonos, precisamente, a situaciones fatídicas a las que tenemos que responder con reacciones pertinentes. Viktor E. Frankl hablaba de trazar un «giro copernicano» consistente en alejarse de las preguntas y acercarse a las respuestas. La irritante pregunta del paciente era, a grandes rasgos, la siguiente: «¿Por qué el destino es tan injusto? ¿Por qué me obsequió con tantas ofrendas maravillosas cuando todavía 46

bebía y no sacaba absolutamente nada positivo de mi vida, mientras que ahora me niega la felicidad, ahora que intento aguantar, con valentía y llevar una vida ordenada y abstemia? ¿Quiere el destino castigarme por mi resistencia arduamente conquistada contra la adicción?». A continuación, reproduzco la argumentación moduladora de la actitud que envié entonces por carta al paciente desde mi lugar de vacaciones, a donde él me llamó en su estado de necesidad: A menudo, los niños pequeños encuentran injustas las medidas educativas de sus padres porque no las entienden o porque no entienden que se apliquen por su bien. Algo parecido nos ocurre a nosotros en relación con las «medidas del destino»: también encontramos injusto lo que no entendemos. A la providencia no podemos verle las cartas. Sólo podemos hacer una cosa: tener la mente abierta a las distintas interpretaciones sin obstinarnos en una única y negativa. Por ejemplo, yo hice otra interpretación de la situación objeto de sus quejas. No cabe duda que, durante los años que estuvo bebiendo, usted no estaba en situación de dominar dificultades serias. Las situaciones estresantes graves, como las preocupaciones económicas o el desempleo permanente, le habrían llevado a pique. Por ello, cabría sospechar que el destino ha trasladado y reservado los enormes problemas de su vida para esa época en la que usted será capaz de resolverlos porque la carrera satisfactoria y el sostén económico de los que disfrutaba antes eran una suerte «inmerecida», una especie de «crédito», un regalo para que usted no fracasara o se muriera de hambre antes de llegar al nivel de madurez necesario para recobrar fuerzas. Pero ahora parece que ha llegado el momento en el que usted ya no necesita más regalos del destino y es «considerado digno» de dirigir con sus propios medios la lucha por la existencia. Quizás esto significa un «gran elogio del destino», el cual, mientras tanto, le cree a usted capaz de pasar pruebas difíciles. Naturalmente, esto no es más que una interpretación, pero es una interpretación en la que, por encima de cualquier disputa infructuosa, está el agradecimiento porque sus problemas surgen ahora y no años atrás; ahora que, muy probablemente, usted ya ha madurado. Si parte de un agradecimiento de esta índole, hallará la respuesta correcta a las «preguntas de examen» que le plantea el destino. ¡Estoy convencida de ello! Efectivamente, el hombre encontró al final la respuesta correcta y aprobó el «examen» con un diez. Mientras no tenía empleo fijo, aceptó un trabajo temporal que no le fue fácil desempeñar y donde se le exigía un gran esfuerzo. Ello le aportó el triunfo interior de poder sentirse orgulloso de su rendimiento. Más tarde, empezó a hacer cursos intensivos de formación, con lo cual educó automáticamente una memoria que se había diluido en la época de la enfermedad. Aproximadamente un año después, se le brindó la oportunidad de incorporarse a un puesto administrativo que, si bien no se adecuaba a lo que había soñado, sí pudo servir de 47

trampolín para iniciar una nueva carrera profesional.

No temer la frustración cotidiana La vida de este paciente aún se vio afectada por un último momento de crisis. El hombre vacilaba en aprovechar la oferta del puesto de trabajo porque se acordaba de una repetida advertencia del director de un grupo de seguimiento para adictos. La advertencia era que no había que cargar con nada desagradable porque las frustraciones siempre provocarían una recaída en el alcohol. Me vi obligada a protestar enérgicamente ante aquello. A una persona psíquicamente lábil no se le debe proteger de las frustraciones ni se le puede hacer creer que éstas conducen inevitablemente a síntomas patológicos. El desarrollo y el crecimiento de la persona no es un camino de rosas; todo el mundo pasa alguna vez por épocas oscuras y tiene deseos incumplidos. ¿Y por ello no se puede perder el equilibrio ni pensar inmediatamente en recaídas en estadios infantiles o en modelos de conducta superados a los que se podría volver? Las frustraciones deben resistirse con valentía, y es precisamente esta resistencia la que contribuye, a largo plazo, a la consolidación de la estabilidad interior. Es un factor de seguridad esencial en todo proceso de convalecencia. También para nuestro paciente nada habría sido peor que quedarse en casa sin hacer nada y acabar dándole vueltas a su vida alcohólica anterior. Lo que necesitaba para reforzar su autoestima era concienciarse de que podía ganarse el sueldo con su propio esfuerzo y, por tanto, ser independiente. Además, necesitaba objetivos futuros por los que mereciera la pena esforzarse y energías que le permitieran acercarse a dichos objetivos. Ambas cosas se daban aceptando el puesto: tanto el objetivo de conseguir algún día algo más que un trabajo rutinario como el despertar de las energías necesarias para responder a la vida cotidiana. Quien ha estado mucho tiempo inactivo no se halla en situación de soportar una jornada laboral de ocho horas, pero quien ha hecho frente con denuedo a una actividad no deseada es capaz de generar de verdad una deseada. Por ello, le expliqué al hombre que no tenía por qué temer las frustraciones, porque en ningún caso atraían la enfermedad, sino que eran más bien un entrenamiento para su salud mental. Le dije que viera la oferta de trabajo económicamente modesta y poco atractiva como un entrenamiento de este tipo, y que lo que ganaría con ello no se pagaba con dinero o prestigio, sino que era el sendero por donde avanzar paso a paso hacia la completa recuperación. Ya han pasado los años desde entonces. Tras una temporada de prueba con buenos resultados, el paciente ha podido trasladarse a un departamento más interesante y continúa «seco». Su actitud respecto a la vida se ha vuelto más positiva, su tolerancia frente a la frustración se ha consolidado, las secuelas físicas han remitido considerablemente y su 48

capacidad para pensar y sentir se ha orientado hacia el futuro. Se ha casado y ha hecho nuevas amistades. Finalmente, pude darle el alta hacia su propia responsabilidad con el mejor de los pronósticos. Por muy capaz que sea el ser humano de oponerse a las del terminaciones de su destino, «no debe aguantarlo todo de sí1 mismo» (tal como Viktor E. Frankl solía decir a sus pacientes), pero sí puede movilizar las fuerzas espirituales que están por encima de sus debilidades psíquicas.

El suicidio es un «no» a la pregunta del sentido La hija que se ha fugado con un refugiado croata, el hijo que no quiere saber nada de la empresa de su padre, el matrimonio que hace tiempo que no funciona, el marido que se ha ido a vivir con la amante, el hijo pequeño que tiene que ir a un colegio especial, el mayor que ha atracado unos grandes almacenes, la madre que ha sufrido un ataque de histeria... Cosas así se escuchan entre sollozos en una hora de consulta terapéutica. Como en estos casos los métodos profundos tradicionales o no directivos no bastan, nos vemos obligados a ofrecer consejo, orientación o consuelo inmediatos y mostrar perspectivas que surjan de una visión del individuo humana y éticamente respetable, como la de la logoterapia. Albert Górres, antiguo director del Instituto de Psicoterapia de la Universidad Técnica de Munich y uno de los representantes más destacados de la psicología profunda, escribió en su libro Kennt die Psychologie den Menschen? la frase siguiente: «Con la experiencia, debo admitir que lo que Viktor E. Frankl denomina "vacío existencial", la falta de sentido de la vida, la frustración de un paraíso defraudador, las disonancias cognitivas en la comprensión de uno mismo y de la existencia, que todo esto, en tanto que foco de trastornos, factor de estrés y, por tanto, posible causa de enfermedades y desarrollos fallidos, merece mucho más espacio del que, por ejemplo, tiene en mi libro An der Grenzen der Psychoanalyse, que también está dedicado a estas cuestiones». Al decir estas palabras, Górres pone de relieve la quintaesencia de un dilatado proceso de reconocimiento al servicio de la psicoterapia. También Wolfgang Kretschmer, hijo del profesor emérito de psiquiatría de la Universidad de Tubingia Ernst Kretschmer, famoso por sus estudios del carácter, utilizó palabras similares. Los tiempos han cambiado desde Sigmund Freud. Las generaciones actuales ya no adolecen de una sexualidad o una agresividad reprimidas. Otras urgencias les apremian. Se habla de la alegría de vivir o la afirmación de la vida. No hay que extraer del consumo las justificaciones finales de una actuación responsable. ¿De qué sirve nuestro penoso tránsito por las estaciones terrenales? ¿Existe algo que sea «lo más»? Muchos buscan, pero pocos lo encuentran. El test de la «escala de neuroticismo y extraversión de Ham-burgo para niños y adolescentes» (Hamburger Neurotizismus - und Extraversionsskala für Kinder und Jugendliche, abreviado HANES KJ I y II) de Buggle y Baumgártel contiene, entre otras, la siguiente pregunta: «¿Has tenido alguna vez la sensación de que no merece la pena vivir?». Los 49

jóvenes marcan con frecuencia la casilla del «sí» en esta pregunta —¿reflejo de una época depresiva?—. Recientemente, hay gente que pide a la administración hogares de moribundos para la gente que quiere suicidarse. ¿Se ha convertido la muerte en algo deseable? Sea como fuere, la muerte borra todos los males, tanto físicos como mentales. Hace que la mayor de las preocupaciones carezca de interés y ahorra el mayor de los dolores. El argumento más concluyente contra el suicidio nunca puede ser uno en contra de la muerte, sino siempre a favor de la vida. Pero ¿qué habla en favor de la vida y de seguir viviendo? Si sólo fuera el instinto de conservación arraigado en los seres vivos, el ser humano podría esquivar fácilmente su poder. Pero el hombre es «ese ser que también se libera de aquello que lo determina» (Frankl), el ser que no está sometido a ningún tipo de dictado de los instintos. Además, las motivaciones del espíritu humano son distintas a las de la psique. Al espíritu no le interesa satisfacer los instintos; necesita sentido. El espíritu se siente llamado, apelado, invitado por la vida a hacer algo noble, aunque ello implique superar la mayor de las propias contradicciones. Quien escucha esta llamada quiere satisfacerla. Quien experimenta sentido quiere vivir —¡sin condiciones!—. El suicidio sólo se puede imaginar y cometer cuando no se escucha la sugerencia de sentido dirigida en todo momento a toda persona, incluso cuando no se le presta oídos. «En todo momento» incluye aquí la situación más desagradable en la que alguien pueda encontrarse, porque el suicidio por una felicidad perdida nunca se tendrá en cuenta mientras se considere necesario seguir viviendo por un sentido que hay que satisfacer.

Dos factores para una prevención eficaz del estrés El psicólogo experimental e investigador del comportamiento A. Lazarus determinó que los cambios fisiológicos del cuerpo (por ejemplo, un aumento de las pulsaciones) en la elaboración del estrés no dependen de los factores psicosociales (por ejemplo, un ataque de ira de un superior), sino que están vinculados a dos «factores intermedios»: 1.- Al modo en que el afectado valora subjetivamente su situación (o la amenaza de ésta), y 2.- A las posibilidades que tiene el afectado de acabar con esta situación (o con el estrés que ésta provoca). Ambos factores son mecanismos relacionados con determinadas capacidades de la persona y no tanto con el carácter estresante de las circunstancias. Ilustrémoslo con un ejemplo. Imaginemos un estanque que se congela en invierno, pero cuya capa de hielo todavía es fina. Si, a pesar de ello, un niño se atreve a adentrarse con patines en el hielo, su valoración subjetiva de la situación estará empañada porque no se percibe la amenaza real. Si, por el 50

contrario, hace semanas que el hielo del estanque resiste y los niños corretean por encima, pero nuestro joven se queda en la orilla porque, por miedo, no se atreve a patinar sobre el hielo, también se tratará de una valoración subjetiva alterada. En este caso, se percibe una amenaza irreal. Pero supongamos que el hielo se rompe de verdad y un niño cae al estanque. En tal caso, lo que cuenta no es la valoración subjetiva de la situación, sino que el niño pueda salir del agua o, como mínimo, aguantar hasta que vengan a rescatarlo. Ahora, lo decisivo es el abanico de posibilidades de acabar con un estrés o con una amenaza, es decir, que el niño sea corporalmente fuerte o capaz de resistir, que pueda controlar los nervios y que sepa nadar. Lo mismo sucede con las crisis en nuestras vidas. Antes de producirse el suceso (crítico), nuestra constitución física y mental depende de nuestra valoración subjetiva de la situación, mientras que, una vez producido el suceso, estará relacionada con la manera en que queremos y podemos reaccionar. Por ello, cualquier tipo de prevención eficaz del estrés está obligada a considerar ambos factores y a moverse tanto en el sentido de una «mejora de las valoraciones subjetivas empañadas», como en el de una «adquisición de tácticas para saber tratar el estrés». La logoterapia de Viktor E. Frankl proporciona una serie de ayudas al respecto. Volvamos al ejemplo de los niños patinadores y quedémonos de momento con el primer factor: la valoración subjetiva de la situación. El niño que se arriesga a patinar sobre la fina y peligrosa capa de hielo está valorando probablemente mal la situación porque carece de la información y las advertencias suficientes. Quizá se trate también de un niño imprudente y distraído, como son a veces todos los niños. En el mundo de los adultos, no informarse lo suficiente o ser distraído significaría haber aflojado el control sobre la propia conducta y seguir los caprichos emocionales. En el ejemplo inverso, la situación es distinta pero igual de problemática: el niño no pisa el hielo a pesar de que la capa es gruesa y no hay peligro. Predomina un sentimiento de angustia emocional, una inseguridad a pesar de que sabe que no puede pasar nada malo. Las olas de la psique anegan cualquier juicio] razonable. Por supuesto, a un niño no se le puede exigir que sus fuerzas espirituales sean lo suficientemente maduras para, poder controlarlas. Pero también en el mundo adulto conocemos conflictos entre placer y sentido, entre miedo y confianza. Lo que contribuye a resolver positivamente estos conflictos y mantener el control espiritual es la capacidad de la personal de prescindir de sí misma y centrarse en otra cosa que no sea el] propio estado emocional de cada momento, es decir, lo que Viktor E. Frankl descubrió y describió como la capacidad de autotrascendencia. En ella se encuentra la esencia de una existencia humana «abierta al mundo». Un niño temeroso que, a pesar de su miedo, se adentra en la capa de hielo firme porque j quiere ir a saludar a sus amigos, actúa de manera autotrascendente, y exactamente igual actúa el niño que renuncia a patinar sobre el hielo traidor porque no quiere dar preocupaciones a' sus padres. 51

Motivo de vida y valoración de la situación Un ejemplo más serio nos muestra hasta qué punto la capacidad de pensar y actuar más allá del propio yo representa un fundamento protector para la vida del hombre. Si a un herido grave por un accidente de circulación se le tienen que amputar las dos piernas, lo primero que cuenta es si sabe de algo, o de alguien, para lo cual, o para quien, su vida como inválido en silla de ruedas todavía tendría un sentido para él. Si el paciente es capaz de decirse a sí mismo: «Me horroriza la idea de una existencia como inválido, pero como no quiero fatigar a mi mujer ni a mis hijos, me esforzaré para dominar mi destino», estará pensando de manera autotrascendente y esta perspectiva le mantendrá a salvo de la desesperación absoluta. Pero si el herido sólo conoce su propio desamparo y cobardía y no percibe nada a su alrededor cuya importancia trascienda a sus problemas, no podrá evitar estancarse en una negación permanente de la vida. De aquí podemos deducir que la valoración subjetiva de una situación determinada —es decir, el primer factor intermedio del modelo de elaboración del estrés según A. Lazarus— es tanto más lábil y patógena en tanto que está encadenada a los intereses del propio yo, y que cuanto más flexible y sensible se vuelve a las posibilidades de solución, tanto más autotrascendente fluye hacia ellas. Un gran número de estudios demuestran indirectamente que la capacidad espiritual del ser humano de autotrascenderse no] sólo ayuda a los enfermos a soportar su patología, sino que también ayuda a los que no están enfermos a seguir sanos. Veamos dos de estos estudios: 1. Ronald Grossarth-Maticek, médico-sociólogo e investigador oncológico de Heidelberg, averiguó, ya en la década del 1980 y tras largos años de observaciones, que las valoraciones subjetivas y sombrías de una situación influyen en el origen y] desarrollo de enfermedades cancerosas. Los períodos prolongados de falta de esperanza y abatimiento agravan el desarrollo de las patologías cancerosas de manera significativa. 2.- El investigador norteamericano Lewis Thomas y el psicólogo, también estadounidense, Robert Meister comprobaron] casi al mismo tiempo que la preocupación exagerada por el cuerpo propio hace enfermar incluso a la gente sana. Por ejemplo, el miedo a un infarto cardíaco hace que el sistema nervioso «se vuelva loco». Ambos científicos hablaron del «enfermo imaginario del siglo XX» que, con su egocentrismo casi hipocondríaco, genera una gran cantidad de dolores corporales que nunca aparecerían si no se estuviese observando constantemente. Pero la disminución del abatimiento y de la auto observación nociva que, según ambos estudios, resulta tan significativamente preventiva presupone que la atención se desvíe hacia otra cosa que no sea el propio bienestar; que la persona, en un acto de autotrascendencia, vaya más allá de sí misma y apunte hacia el prójimo amado, los objetivos fijados y las tareas afirmadas, es decir, hacia un motivo para vivir. Cuando alguien tiene un motivo para vivir, su 52

valoración de la situación vuelve a despejarse porque nota profundamente que, por muy difícil que le resulte organizarse la vida, es bueno e importante que exista este motivo y que siempre merece la pena trabajar por el mundo en el que uno vive. El ya mencionado método logoterapéutico de la desreflexión se asienta, en principio, sobre esta base. A continuación, presentamos dos ejemplos más: uno donde la casualidad ejerció su influencia y otro donde fui yo misma la que ayudó un poco.

¿Cuándo vuelve en sí la persona? El ejemplo de la casualidad es fascinante porque demuestra lo corto que es a veces el paso a la curación si estamos dispuestos a aceptar lo evidente en un mundo tan complicado como el nuestro. Se trata de un hombre de 35 años que acudía a un curso de formación y que a menudo tenía calambres en las manos al escribir. El problema se agudizaba cuando el profesor del curso le miraba directamente a las manos, hecho que sucedía con frecuencia, dado que el hombre se sentaba en primera fila, delante del estrado. Le hubiera gustado sentarse algunas filas más atrás, pero para ello habría tenido que cambiar el sitio con algún compañero y le habría resultado muy desagradable tener que pedírselo. Cuanto más se observaba el hombre a sí mismo escribiendo y cuanto más temía que la inhibición de escribir volviera a aparecer, más dificultades tenía, y finalmente optó por venir a mi consulta en busca de ayuda. Le expliqué que lo que realmente fomentaba la angustia de no poder escribir era la misma angustia, porque provoca un aumento de la tensión muscular que favorece las convulsiones. Por ello, cuando escribiera, el paciente tenía que pensar en cualquier otra cosa que no fuera su trastorno y concentrarse al máximo en el contenido de lo escrito, sin importar si lo plasmaba o no sobre el papel. Hicimos unos cuantos ejercicios (que ya explicaré más adelante) y él prometió que pondría en práctica mis recomendaciones para la siguiente consulta. Pasó un tiempo y no recibí noticias del paciente, por lo que pensé que había olvidado nuestro pacto. Pero un día me llamó por teléfono: «Mi esposa y yo hemos estado terriblemente preocupados durante las últimas semanas —se lamentó—. De pronto, nos dijeron que el hemograma de nuestro hijo no estaba bien y se sospechó que podría tratarse de leucemia. El niño tuvo que pasar por un montón de pruebas hasta que los médicos descubrieron que era una alteración inofensiva que se puede tratar con medicamentos. ¡Dios mío, no sabe lo contentos que estamos!». La felicidad se podía notar en su voz. Antes de acabar la conversación telefónica, le pregunté cómo le iba con la escritura. «¡ Ah! —rió desconcertado—, con la confusión de lo de mi hijo dejé de pensar en mi insignificante problema. Cuando volví a acordarme, había desaparecido. Ahora ya no me tiembla la mano con la que escribo, incluso cuando lo intento a propósito...» Aquello fue una desreflexión casual, no 53

muy agradable, pero sí eficaz. Esta es la prueba de un saber inmemorial que Viktor E. Frankl supo reflejar en unas sabias palabras: No es tarea del espíritu observarse a sí mismo ni mirarse al espejo. La esencia del ser humano consiste en estar ordenado y dirigido, ya hacia algo, hacia alguien, hacia una obra, o ya sea hacia un individuo, una idea o una personalidad. Sólo en la medida en que somos así intencionadamente, somos existenciales; la persona «vuelve en sí» sólo en la medida en que está espiritualmente en algo o en alguien, sólo en la medida en que está presente.

¿Qué hacer con los complejos de inferioridad? Una mujer joven y madre de un niño de 8 años me vino a ver por un complejo de inferioridad. Ella misma se había hecho el diagnóstico porque, supuestamente, presentaba todas las características típicas. La mujer había leído mucho sobre el tema. Su madre había sido una persona dominante y, en ocasiones, le había metido en la cabeza que era tonta, sobre todo después de no haber superado el bachillerato porque había preferido dibujar y pintar en vez de estudiar. Posteriormente, su marido, que era de la misma cuerda que la madre, la tenía «sólo» por una simple ama de casa a quien poder dejar los platos sucios cuando él se iba a jugar a los bolos con los amigos. Mientras tanto, hasta su hijo se acostumbró a que la madre le ordenara sus juguetes mientras él se distraía escuchando música. Por todo ello, esta joven mujer decidió que era incapaz de imponer sus intereses y que se arrodillaba ante cualquier exigencia externa porque no reunía las fuerzas suficientes para reivindicar sus derechos y defender su verdadera opinión. En cambio, también admitía que, a veces, era exageradamente agresiva, bramaba contra los miembros de su familia y lloraba a lágrima viva sin saber por qué: simplemente, porque no era feliz. Debido a ello, su marido le había amenazado en varias ocasiones con «facturarla» al psiquiátrico. Es cierto que una situación como la aquí descrita no es extremadamente amenazadora, pero sí podemos decir de ella que tanto la autovaloración de la paciente como su valoración del mundo exterior tienen un tono negativo. A este respecto, podemos afirmar que, en su campo de visión «autocompasivo», la mujer sólo se veía a sí misma y sus estados de ánimo y, por tanto, su capacidad de autotrascendencia estaba escasamente desarrollada. Finalmente, podemos suponer que había una cierta insatisfacción con respecto a la vida procedente de una pobreza de sentido, dado que, de hecho, la mujer estaba poco satisfecha con sus labores de ama de casa, no veía en su marido a un compañero excitante y su espabilado hijo la necesitaba cada vez menos. Y como, además, leía libros de psicología, sus «complejos» (reales o imaginarios) empezaron a proliferar. Yo me oponía a abordar la teoría del complejo de inferioridad y averiguar, por ejemplo, cómo se había originado la escasa capacidad de imposición de la paciente. Los trastornos neurótico-mentales se agravan cuando se les presta una atención sustancial, y lo que al principio es fruto de la imaginación, aumenta su grado de realidad cuando hay una preocupación 54

por ello. Que alguien se sienta o no agobiado por un complejo de inferioridad es un factor decisivo, pero lo importante es cómo se valora la persona a sí misma. Por ello, centré mi atención en el único aspecto de todo el relato de la paciente que recordaba a un inicio de desreflexión: era la parte del relato en la que ella, cuando era joven, había preferido simplemente pintar y dibujar en vez de estudiar. Durante un momento, aquí se iluminó algo que la mujer había valorado positivamente, que infundía alegría, algo autotrascendente. «Dígame: ¿hoy todavía le gusta pintar y dibujar...?», le pregunté. Es una lástima que no haya grabado esta escena en una cinta de vídeo, porque el rostro de aquella joven mujer habría ilustrado mejor que cualquier frase lo que significa la desreflexión. Mientras me estuvo confiando sus preocupaciones, la expresión de su cara estaba sumida en la penumbra y sus manos nerviosas hacían girar el dobladillo del vestido. Pero cuando le planteé mi inesperada pregunta, los ojos le empezaron a brillar y las manos se tranquilizaron. Su respuesta fue afirmativa y, en una acalorada discusión, pronto profundizamos acerca de todo lo que ella era capaz de hacer con su talento gráfico y creativo. Yo propuse cosas, ella también. Hablamos del batik, de colores decorativos, de pintura de porcelanas y de «Dios sabe qué más», no sólo de complejos de inferioridad. Al despedirse, se llevó a casa un montón de ideas y, además, la sugerencia de dejar que, a partir de entonces, su hijo ordenara él' mismo los juguetes y ella utilizara ese tiempo para reunir el material necesario y hacer juntos una sesión de pintura, o dejara] tranquilamente la colada para más tarde y saliera con su marido en busca de nuevas sensaciones que pudieran plasmarse en i composiciones creativas de tiempo libre. Medio año después, la mujer iba a dirigir un curso de pintura para principiantes en el Gesundheitspark de Munich y es-taba completamente ocupada en los preparativos, de manera i que apenas tenía tiempo para cavilar sobre su estado mental, lo cual fue realmente beneficioso. Había recuperado su auto-conciencia. En cambio, un «ataque frontal» a los antiguos síntomas en forma de psicoterapia los habría puesto en el centro de mira de su atención y los habría animado.

Una receta útil Hemos explicado que una valoración subjetiva errónea o negativamente deformada de la situación no se puede corregir o volver positiva incrementando la información, sino mediante impulsos destinados a reforzar la autotrascendencia. Retomemos por última vez el símil de los niños patinadores y centrémonos en el segundo «factor intermedio» del modelo de elaboración del estrés según A. Lazarus. ¿Qué posibilidades de dominio tiene una persona a su disposición en una situación de estrés? Supongamos que un niño cae al agua al romperse la capa de hielo y debe intentar salir o, como mínimo, mantenerse a flote has-la que vengan a rescatarlo. ¿Qué le puede ayudar? La certeza de que se va a hundir o el horror de tener la muerte delante, seguro que no, como tampoco una disputa encarnizada con el destino que le ha jugado una mala pasada. 55

La resignación, el temor y la rabia impotente no sirven de nada cuando se trata de sobrevivir. El niño necesita aplicar sus energías en el esfuerzo físico y no debe malgastarlas en estallidos psicológicos de pánico. Lo mismo ocurre con los pacientes que necesitan todas sus fuerzas para restablecerse físicamente y que no deben obstaculizarlas con una depresión. Por tanto, ¿qué puede mantener estable la constitución psicológica en una situación de emergencia crítica? La receta es sencilla; lo difícil sólo es suministrar los «ingredientes», a saber, una gran dosis de confianza y una pequeña dosis de humor. Si el niño es capaz de pensar: «¡Vaya, tengo una oportunidad única para demostrar lo bien que nado! Además, hacía tiempo que iba aplazando lo de tomarme un baño, aunque me hubiera gustado que el agua estuviera un] poco más caliente...», esto le ayudará a mantenerse a flote y sobrevivir. Un médico al que conozco y que a duras penas había superado dos infartos de corazón, lo cual le supuso el correspondiente trauma, y que además padecía trastornos del ritmo cardíaco me reveló una vez un «truco» personal con el que, cada vez que notaba cambios en las palpitaciones, evitaba caer en] una escalada de pánico que pudiera desencadenar otro infarto.Cuando se producían estas situaciones, el médico le decía a su] corazón: «¡Desahógate a gusto, tesoro! ¡Te permito todos los] excesos que quieras, pero, por favor, sé bueno y acuérdate de volver a tu trabajo de vez en cuando!». Aunque estos métodos parezcan simples, sirven de ayuda tan pronto como la más leve de las sonrisas se desliza por los] pensamientos del afectado. Se trata de la capacidad de auto-i distanciamiento (Frankl), relacionada con la capacidad humana de autotrascendencia, que permite enfrentarse a una mala situación precisamente con una pequeña broma heroica en lugar de someterse a ella «sin comentarios». Sobre todo en casos de miedos que son superfluos porque no existe ningún peligro real —como no ocurre en el ejemplo de la capa de hielo que se rompe, pero sí en el del niño que se acurruca acobardado en la orilla mientras los demás patinan confiados sobre el] estanque— el humor es, junto con la confianza, la mejor terapia. Sobre él se edifica, en principio, el método logoterapéutico de la intención paradójica.

La aplicación práctica de esta receta A modo de ilustración, hablaré, tal como he indicado antes, de los ejercicios que llevé a cabo con mi paciente con «calambres del escribiente» y que ya habían dado sus primeros resultados antes de que se curasen de repente mediante una desreflexión por casualidad. Le di un papel y un bolígrafo y le ordené que, bajo mi atenta mirada, escribiera un texto con el propósito firme de temblar cada cuatro palabras. El paciente tenía que ir contando con sumo cuidado para no dejar, por error, las cuartas palabras sin calambre. Por tanto, debía efectuar y desear mentalmente precisamente aquello que hasta entonces había temido: la inhibición de la escritura. El hombre reaccionó a mis instrucciones con escepticismo. Le parecía un contrasentido querer temblar intencionadamente, pero le convencí para que intentara llevar a cabo mi propuesta sin perturbarse. 56

Cuando plasmó sin complicaciones cinco palabras sobre el papel, le hice saber delicadamente que había tenido un calambre. Tras otras cinco palabras escritas sin problemas, meneé involuntariamente la cabeza y le insistí en que debía seguir mis instrucciones. Sin embargo, la mano de aquel hombre no había temblado ni una sola vez durante todo el proceso de escritura. Al terminar el ejercicio, me miró sorprendido y murmuró que no entendía cómo había sido capaz de escribir con tanta fluidez. El misterio fue sencillo de explicar. Sólo su desproporcionado miedo al síntoma había desencadenado el propio síntoma, y si no había miedo tampoco había síntoma. Entonces, el paciente podía no tener miedo en el caso de querer provocarse de forma intencionada un calambre, porque el temor y el deseo se compensan mutuamente en su incompatibilidad. Viktor E. Frankl justificó este extraño fenómeno del siguiente modo: «El temor logra hacer realidad lo que teme. Pero en la misma medida que el temor hace realidad lo que teme, el deseo forzado hace imposible que se produzca lo deseado». Cuanto más a menudo una persona, desde una autodistancia sana, consigue reírse de un miedo exagerado y parodiarlo con humor, menor será la frecuencia con la que aparecen sus contenidos y mayor la confianza puesta en las facultades propias. Un miedo innecesario sólo mantiene su poder mientras se lucha desesperadamente contra él o se huye horrorizado de las oportunidades relacionadas con él. En cambio, si el afectado puede hacer un acercamiento al miedo en tono de burla y aceptar heroicamente los «medios de amenaza» utilizados por la angustia, la amenaza pierde su efecto, y el miedo, su poder. Este método se recomienda a todas las personas que suelen alterarse por cosas que no merecen tal alteración, como puede ser, por ejemplo, un examen. Todo aquel que esté dispuesto, en broma, a dejarse caer por el examen con la cara radiante y armando estruendo no se sumirá de forma precipitada en un estado de pánico. El humor introduce una cuña entre la persona espiritual de un individuo y sus debilidades psíquicas, separa lo emocionalmente exagerado «contraexagerando» y, de esta manera, desde el territorio sano de la personalidad, libera los potenciales energéticos mejor dotados para acabar de verdad con las dificultades de la vida.

Dos clases de riqueza Una disertación sobre la elaboración del estrés quedaría incompleta si no se hablase también de aquellos contextos que no se pueden modificar con ninguna estrategia de actuación. Para acabar de agotar definitivamente nuestro símil, podríamos decir que ésta es la situación en la que se halla un niño al que se le comunica que la capa de hielo del estanque todavía es demasiado delgada para patinar y que, debido a ello, debe renunciar a entrar. El niño no puede hacer nada para que el agua se congele más rápido y debe hacer acopio de paciencia. Nos guste o no, una buena parte de nuestras condiciones de vida está determinada de manera parecida. En tal caso, lo único que podemos elegir es nuestra actitud con respecto a ellas, y esta actitud, sin duda, ejerce una influencia sobre nuestra salud que no debemos menospreciar.

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En el libro Das Lacheln der Auguren, de Franz Flossner, aparece el siguiente aforismo: «Existen dos clases de riqueza: tener mucho o necesitar poco». Esta frase se puede aplicar a la pura y simple suerte de vivir. Si alguien se siente perjudicado por la suerte, todavía tiene la oportunidad de «necesitar menos suerte» para obtener satisfacción, lo que, en ocasiones, es el bien más preciado, porque independiza a la persona de las distintas formas de azar. Las actitudes mantenidas desde la estabilidad mental acostumbran a ser aquellas que «necesitan menos suerte», porque todavía son capaces de dar una respuesta positiva a acontecimientos desagradables e ineludibles. En este contexto, me gustaría aportar un detalle procedente de mis conversaciones terapéuticas con la «paciente del complejo de inferioridad». Esta mujer, que era muy leída, se había estudiado los libros sobre la «crisis de los 40», que entonces estaban de actualidad. Inmediatamente, mencionó que tenía miedo de llegar a la mediana edad y que miraba el hacerse mayor con suma inquietud. Para insinuarle una actitud positiva frente al hecho irremediable de madurar, le repliqué lo siguiente: «Bueno, a lo largo de varias sesiones conmigo, usted se ha quejado de que actualmente está interpretando el papel de "ama de casa con complejo de inferioridad" y que no puede afrontar sus propios intereses, como la enseñanza artística, porque está atada al hogar por sus obligaciones como madre. Debo admitir que un hijo de 8 años limita forzosamente el radio de acción de una madre consciente de su responsabilidad. Pero piense que si usted se hace mayor, su hijo también, y más independiente. Y cuanto más independiente sea él, más espacio libre le dejará. Cuando usted cumpla los 40 años, su hijo casi habrá madurado y usted se verá en gran medida desatada de las obligaciones para con él. ¡Por tanto, disfrute ejerciendo la maternidad mientras su hijo todavía es un niño, pero, al mismo tiempo, espere con alegría un futuro que, presumiblemente, le depara unas perspectivas de desarrollo personal formidables, porque tendrá más tiempo para dedicar a sus intereses!» La mujer respondió espontáneamente: «Es verdad. Visto así, espero realmente ansiosa el futuro, porque me imagino algunas cosas que podré realizar más fácilmente cuando mi niño sea mayor». Esta mujer había comprendido lo que Viktor E. Iiankl expresó en una hermosa frase: «Quien se entrega al pánico de encontrar todas las puertas cerradas olvida que se libren puertas nuevas cuando las antiguas se cierran». Ante unas condiciones de vida inalterables, hay que dejar, más que nunca, que suceda el milagro. Y éste prefiere aflorar en el lugar más insospechado...

La muda de un «patito feo» Una vez tuve un caso etiológicamente interesante. Se trataba de unos gemelos de 10 años, de los que uno era el preferido de la madre por sus buenas cualidades, mientras que el otro era más bien torpe y poco estimado. En las sesiones de orientación educativa, la madre se 58

mostraba poco cooperativa. Al gemelo rechazado lo incluimos en una terapia pedagógica individual para reforzar su autoestima y enseñarle métodos de mejora de la psicomotricidad. Un día, el niño se dirigió a nuestra terapeuta y le preguntó: «Por favor, ¿no podrían ayudar también a mi hermano? Cada noche se hace pipí en la cama y no lo nota, y mamá se pone tan triste...». ¡El hijo preferido se orinaba encima y el rechazado, no ¿Cómo casaba esto con la teoría popular de que la enuresis nocturna significa «llorar por abajo»? Pero todavía hubo algo más que nos conmovió. El niño rechazado presentaba un elevado nivel de comprensión e intuición sociales: estaba pidiendo apoyo para su «contrincante» y quería ver a la madre feliz, esa misma madre que lo dejaba de lado! En cambio, a su hermano, la «estrella de la casa», nunca se le habría ocurrido pedir nada para nadie. La madre, por su parte, tampoco había tenido la franqueza de confesarnos el problema del hijo preferido y siempre nos enumeraba los aspectos negativos del perjudicado. Las predisposiciones constitucionales (en algunos gemelos, idénticas) del ser humano desempeñan un papel importante en el desarrollo del individuo. A ellas se suman las influencias familiares y sociales, los sucesos casuales y los datos de salud, todo estrechamente unido en una red inextricable. Pero la suma de ello no da como resultado «la historia completa del individuo». Cuando la persona adopta interiormente una postura frente a sí misma y la posición que ocupa en el mundo, se está formando un poco más. El gemelo rechazado se ha liberado de las improntas, sin duda traumáticas, de la primera infancia, las ha resistido utilizando el «poder de obstinación del espíritu» (Frankl) y se ha convertido, contra todo, en una persona digna de ser amada. Y por ello podemos felicitarle de corazón. Con este contraste no queremos reprochar nada al gemelo amado, pero una cosa es segura: si «llora por abajo» es que el motivo es él. La evolución del tratamiento de terapia pedagógica, donde incluimos posteriormente a ambos gemelos, nos acabó dando la razón. El hermano bueno y tan querido por la madre tenía ante sí un camino espinoso. En cambio, el «patito feo» mudó su plumaje para convertirse en un cisne blanco. ¡Qué razón tiene la logoterapia al dudar que el ser humano esté abandonado a las influencias determinantes de la herencia y la educación! No, la persona no es ninguna mezcla de datos genéticos y contenidos aprendidos. En ella hay algo que no es de este mundo.

¿Motivo de enfado o de alegría? Una mujer se quejaba en mi consulta porque estaba sometida a una terrible carga de trabajo y se hallaba al borde de un ataque de nervios. Decía que su jefe se había ido de vacaciones y que antes le había endosado todo el trabajo, a pesar de que todavía quedaban empleadas en la oficina que también habrían podido asumir parte de las tareas. Pero, por lo 59

visto, según la mujer, el jefe se había fijado precisamente en ella... Pues bien, quejarse y recriminar a espaldas de alguien da muy poco resultado. Quejándose, uno no se saca de encima lo que le hace enfadar. O bien nos enfrentamos honesta y sinceramente con el causante del enfado, o bien cambiamos nuestra actitud frente al problema. Como el jefe se había ido de vacaciones y no estaría presente durante un tiempo, ayudé a la paciente a conseguir un pequeño cambio de actitud. Le pregunté si las tareas que le habían encomendado eran importantes para el funcionamiento de la empresa, y respondió que sí. Acto seguido, le planteé lo siguiente: «¿Podría ser que su jefe confíe ciegamente en usted y en su capacidad y que, por ello, durante su ausencia sólo quería ver los asuntos importantes en sus manos, sabiendo que no tendría que preocuparse durante las vacaciones?». La mujer ponderó este aspecto y asintió con la cabeza: sí, podría ser. De repente, la carga de trabajo objeto de sus quejas lo pareció un elogio indirecto del jefe, una demostración de confianza que la destacaba positivamente por encima de todas sus compañeras. La mujer abandonó la consulta con una leve sonrisa en los labios. La realidad demuestra que el elogio y el reconocimiento que recibe casi todo ciudadano medio en el transcurso de su vida no se corresponde con lo que éste ofrece. Vivimos en una sociedad a la que no le gusta elogiar. Por ello, casi todo el mundo recibe grandes dosis de crítica e imputaciones puramente erróneas de causas perversas. La desconfianza prevalece. Por ello, le corresponde al psicoterapeuta equilibrar esta situación acentuando todo el reconocimiento que merecen sus pacientes, fijándose en sus buenos resultados, admirando sus experiencias más elevadas y encomiando su valiente perseverancia. El profundo respeto a los actos u omisiones responsables y llenos de sentido de nuestros congéneres despierta en ellos la voluntad de seguir por el buen camino y les confirma de manera retroactiva que ciertos esfuerzos no agradecidos no han cambiado. Uno de los actos más grandiosos del altruismo es, quizás, inclinarse ante los logros del prójimo.

El humor salva abismos Un dentista de mediana edad me vino a ver a causa de un temblor de manos psicógeno. El hombre consideró la opción de «abandonar» su consulta porque, como es comprensible, un temblor de manos incontrolable no es la mejor publicidad para un dentista. Como factor constitucional cabe mencionar un temblor senil extraordinariamente fuerte y con inicio temprano que había padecido su madre. Los otros aspectos de la situación general del dentista eran favorables: tenía una consulta en expansión y disfrutaba de un feliz matrimonio del que tenía dos hijos sanos. En los años anteriores, el hombre sólo había tenido un pequeño «desliz»: una breve relación amorosa con una enfermera, pero que había concluido sin más complicaciones. Sin embargo, esta relación había sido objeto de discusión constante durante un 60

tratamiento de psicología profunda al que el dentista se había sometido antes de acudir a mí, y su sentimiento de culpabilidad presuntamente reprimido se había interpretado como la causa oculta del temblor de manos. A la posible tara hereditaria transmitida por la madre no se le había atribuido ninguna importancia. En cambio, yo consideré significativo este factor constitucional, aunque no en el sentido de un destino irremediable, y quité importancia a la aventura, dado que el paciente me aseguró que el asunto estaba resuelto y cerrado para él y su esposa. Sin embargo, sí que consideré grave la reacción personal del paciente a su síntoma, reflejada en una conducta de huida y evitación. Por ejemplo, ya no aceptaba ninguna invitación de los amigos porque temía que alguien le observara derramando una cucharada de sopa o una bebida, o alegaba pretextos increíbles para no tener que rellenar ningún formulario en la consulta cuando había alguien alrededor. Además, antes de una intervención complicada, recurría a tranquilizantes para estar en condiciones de trabajar. Con ello estaba cayendo, por así decirlo, en una trampa psicológica, porque cuando se elude a corto plazo un síntoma mediante la huida, aumenta a largo plazo el miedo a cualquier situación crítica nueva donde la «salida de socorro» podría no estar abierta y el síntoma podría aparecer irremediablemente. Y cuando aparece, sucede exactamente lo que se temía, y el miedo a una futura repetición del síntoma aumenta todavía más. Por tanto, familiaricé al dentista con el método de la intención paradójica: «¡Deje de querer evitar los temblores, porque se harán aún más fuertes! No huya del drama esperado, dele la vuelta y coja el toro por los cuernos. ¡Tiemble lo que le venga en gana! ¡Tiemble a placer! ¡Esfuércese en enseñar a la gente que le rodea lo tremendamente bien que tiembla! ¡Busque ocasiones especiales para demostrarlo! Si acuden clientes desagradables a su consulta, esboce una sonrisa socarrona y dígase a sí mismo: "¡Espera, que ahora te voy a hacer temblar de verdad!". Si le invitan los amigos, ¡desee disimuladamente dejar a todos sin aliento con sus temblores! Si tiene que rellenar un formulario, ¡haga honor a la imagen de los médicos escribiendo con letra ilegible! Y siéntase decepcionado cada vez que sus temblores no den la talla. Quedará perplejo de lo difícil que resulta temblar por sistema cuando desee hacerlo intencionadamente». El dentista comprendió al momento la quintaesencia de este curioso consejo y puso en práctica mis propuestas, al principio con reservas, pero después cada vez con más valentía. En los restaurantes u oficinas de correos, se ponía al lado de desconocidos con el propósito (paradójico) de «desplegar un verdadero espectáculo de temblores». A los pocos días me confirmó lo siguiente: «Noto claramente el efecto curativo de su método. De hecho, no sucede nada: en cuanto quiero temblar, mis manos se quedan quietas». «Sí —respondí—, y en cuanto usted pueda reírse profundamente de su ansiedad exagerada estará totalmente curado.» El humor es el agente liberador de la intención paradójica. «Apenas existe nada en la existencia humana que haga ganar distancia de la manera y en la medida que lo hace el humor», 61

escribió Viktor E. Frankl. Es precisamente esta distancia con respecto al miedo neurótico lo que salva al enfermo de neurosis de ansiedad: una sonrisa sobre uno mismo rompe el hechizo del miedo. O, como lo expresó el pintor Anselm Feuer-bach: «El humor salva abismos».

Autorreflexión y falta de fundamento De mis conversaciones con el dentista, recuerdo un detalle interesante que no querría escatimar al lector. Una noche, en la época en la que él todavía padecía la neurosis de ansiedad, le llamaron para un caso urgente y quiso endosar el trabajo a un colega porque, al ser requerido por sorpresa y sin el amparo de los tranquilizantes, se veía incapaz de mantener la mano serena. Pero resultó que el compañero se había ido de viaje y no había nadie que pudiera sustituirlo; además, el paciente amenazaba con desangrarse. Entonces, el dentista reunió su instrumental y se puso en camino. Se trataba de una intervención mandibular tan sumamente difícil que el dentista tuvo que concentrarse por completo en ella y no pudo perder ni un solo instante en pensar sobre sus miedos. Resultado: cuando por fin acabó y pudo respirar aliviado, el dentista se dio cuenta de que, durante todo el tiempo que había durado la intervención, desde el primer movimiento de manos hasta el último, había podido librarse de cualquier asomo de temblor. También podríamos calificar este suceso de «desreflexión por casualidad». Aludiendo a Karl Jaspers, podríamos afirmar que la tarea llena de sentido que «gritaba» desde su actualidad sacó al dentista de la falta de fundamento de su autoopresión. De ahí la cita de Karl Jaspers6, que dice lo siguiente: Cuando la autorreflexión, entendida como contemplación psicológica, se convierte en la atmósfera de la vida, el individuo cae en una falta de fundamento. [...] El ser humano debe preocuparse de las cosas y no de sí mismo, de Dios y no de la fe, del ser y no del pensar, de lo amado y no de amar, del logro y no de la experiencia, de la realización y no de las posibilidades; o más bien de todo lo segundo, pero siempre sólo como transición, nunca por sí mismo. La preocupación por el fracaso propio se desvanece en la preocupación amorosa por el entorno. Este es el motivo de que los síntomas desagradables del dentista desaparecieran en un soplo aquella noche en la que se había dirigido al enfermo de urgencias sin necesidad de ninguna digresión cognitiva o emocional. Cuando el dentista comprendió esto, conseguimos una base sólida para la fase de seguimiento, la cual tenía por objeto consolidar la ausencia de miedo (conquistada con la ayuda de la intención paradójica). El mensaje desreflexivo estaba claro: «No se preocupe por lo que la gente pueda pensar de usted. ¡Piense mejor en aquello de lo que le gustaría preocuparse! Concéntrese en lo esencial de sus habilidades, haga bricolaje y emplee su tiempo libre en 6

Karl Jaspers, Wesen und Kritik der Psychotherapie, Munich, 1958 (trad. cast.: Karl Jaspers, Esencia y crítica de la psicoterapia, Buenos Aires, 1959).

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practicar deporte, ir de excursión con sus hijos, desarrollar iniciativas políticas o cualquier otra cosa que sea de su interés. ¡Abrase a un mundo que tanto tiene que ofrecerle y al que tanto tiene usted que dar!». Paralelamente, se consiguió sustituir el consumo de tranquilizantes por ejercicios de relajación, de manera que la dependencia se pudo eliminar desde su comienzo. En los diez años posteriores, el paciente no sufrió ninguna recaída. Después, nuestros caminos se separaron.

El dibujo de un sueño como medicina Un trabajador inmigrante griego fue derivado a mi consulta por su médico de cabecera porque los dolores de estómago que padecía estaban estrechamente relacionados con una situación de problema psíquico y estrés. Aquel hombre cultivado, sensible, de complexión pequeña y enjuta, ocupaba un puesto de trabajo en una empresa donde lo que contaba era una fuerza y una resistencia física que él apenas poseía. Sus compañeros, intelectualmente inferiores, pero con más músculos, se divertían tomándole el pelo y burlándose de él por este motivo y le ponían motes espantosos. Una vez, llegaron incluso a tirarlo al suelo. Esta situación le entristecía, le hacía pasar noches melancólicas y días temiendo el roce con los compañeros, y acabó expresándose en un dolor de estómago que, además, minaba sus fuerzas. Mi primera reflexión giró en torno a si el paciente debía o no cambiar de lugar de trabajo, pero resultó que estaba ligado a la empresa por un crédito obtenido a través de ésta y entre sus objetivos no contemplaba el retorno a Grecia, de momento, porque el sueño de su vida siempre había sido construirse, algún día no muy lejano, una casita en su país y crear así un lugar para que viviera durante generaciones una familia de la que él sería el progenitor, pero el capital necesario para conseguir su objetivo sólo podría obtenerlo conservando su oficio en Alemania. Es decir, a la sensibilidad del griego, condicionada por su predisposición, se le unía una situación de presión neurotizante. No había que cambiar ninguna de las dos cosas, aunque ambas amenazaban la salud del paciente por su inclinación a reaccionar psicosomáticamente a ellas. Siendo así, la logoterapia nos enseña que casi todo se puede soportar y resistir, y que cualquier destino, por muy cruel que sea, se vuelve tolerable si se puede ver en él tan sólo un sentido: un para qué. Y para el paciente existía tal sentido. Él mismo lo había descrito: la casa de sus sueños, su futura familia, el hogar por el que estaba dispuesto a trabajar hasta caer rendido. Yo sólo debía limitarme a mantener presente este para qué en forma de apoyo consciente. Lo hice pidiéndole que dibujara la casa de sus sueños, pero en un papel pequeño para que lo pudiera llevar en la cartera. El hombre dibujó con una entrega emocionante. A continuación, le sugerí que, cada vez que sus compañeros lo mortificasen, fuera al lavabo, se sacase la cartera y contemplara su casa. Le dije que, cuando hiciera esto, experimentara interiormente lo listo que era él con respecto a sus compañeros, quienes malgastaban parte de 63

su dinero mientras él lo ahorraba para un fin noble, y lo pobres que eran éstos, quienes, por mucho músculo que tuvieran, nunca poseerían una maravillosa casa de paredes encaladas al borde de una playa griega como la que él tendría en cuanto se cumpliera su sueño. A continuación, el paciente debía decirse a sí mismo, con una sonrisa en la boca: «¡Venga! ¡Venid a por mí y vejadme! Hay que pagar un precio muy alto para conseguir un gran premio, y yo poseo este premio, al menos en mis sueños. En cambio, vosotros, individuos despreciables, poco más tenéis qué no sea la pequeña satisfacción de torturarme». Mis expectativas se cumplieron. Algunos meses después de nuestra conversación terapéutica, me encontré casualmente con el griego por la calle y se dirigió a mí. Yo no lo reconocí; hasta que se sacó la cartera del bolsillo y me puso su dibujo delante de mi nariz. Me explicó que los dolores de estómago habían remitido considerablemente y que ya no sentía la necesidad de contemplar su talismán secreto en el lavabo. Decía que estaba tan tranquilo que los compañeros de trabajo habían empezado a respetarle. Desde que aceptó su suerte como uní precio que había que pagar para su futuro hogar, explicaba,' «de alguna manera todo le iba bien». Efectivamente, era como si, simplemente, ya se hubiera imaginado algo así, porque en, la obra también había buenos compañeros que eran menos ordinarios que los otros. En cualquier caso, el hombre se mostró muy agradecido conmigo, porque la idea del dibujo había sido la mejor medicina que le había recetado un médico...

Poner los detalles en su sitio «He vuelto a la tranquilidad», atestiguó mi paciente griego. Éste es el feliz resultado de las actitudes paradójicas frente a contenidos que infunden ansiedad. «Venid a por mí y vejadme»: con este pensamiento, el paciente recobró el ánimo y pudo ir al trabajo con la cabeza bien alta. ¿Qué había sucedido? ¡Los compañeros habían empezado a respetarle! En la actitud paradójica se pone en práctica una parte de la confianza innata antes de que ésta se establezca de forma efectiva en la mente y ayude a salir de la crisis. Imaginemos, por ejemplo, a una persona que sale de compras y tiene la idea obsesiva de que se ha podido olvidar de cerrar la puerta de casa. Si esta persona se dice a sí misma: «¡Qué bien! ¡Entonces se habrá quedado abierta de par en par! ¡Estoy permitiendo a todos los ladrones del barrio que desfilen por mi casa!», se estará convenciendo de que sus tesoros son algo relativo y renunciable porque carecen de importancia frente a la eternidad. O una persona que, torturada por sus miedos a ser ridiculizada, juega con la idea grotesca de, en la próxima reunión de amigos, desprender ríos de sudor ante los presentes y arremeter contra ellos con una retahíla de palabras inconexas, etc., habrá comprendido que nadie es la máxima autoridad. A los lectores creyentes les sonarán las palabras de Peter Horten, cuando dice que el ser humano no puede caer más bajo que en las manos de Dios. El paciente con neurosis de ansiedad y obsesivo-compulsiva hace los honores a una forma 64

de ver distorsionada que le sugiere los detalles cercanos como algo inquietante y los objetivos alejados como algo despreciablemente pequeño en tanto; que inalcanzable en apariencia. Cae en la trampa de una «ilusión óptica», como el niño que observa su entorno desde lo alto de una torre y ve los cuervos que sobrevuelan el lugar como si fueran pájaros gigantescos y los camiones que pasan por la carretera como si fueran coches de juguete. Para estos pacientes, el aseo matinal se convierte en una ceremonia tormentosa, el trayecto en autobús a la oficina se transforma en un viaje espantoso, la desagradable tarea de ordenar el escritorio supone una enorme pérdida de tiempo, y una palabra chistosa de un compañero se traduce en un mar de lágrimas. Si éste es el reducido mundo del neurótico, ¿dónde queda sitio para lo verdaderamente importante y valioso? El método de la intención paradójica vuelve a poner los detalles en su lugar. En el aseo matinal, el enfermo debe esforzarse simplemente en no mojar «las bacterias que hay en su piel», para no ahuyentarlas. El autobús resulta un lugar adecuado para un breve desmayo con el que recuperar el sueño desaprovechado de la mañana. Sobre el escritorio de la oficina tiene que rugir un huracán que haga bailar a los lápices. Y los compañeros de trabajo serán recompensados con una porción extra de amabilidad por sus «calumnias». ¿Cuál es el testimonio profundo que subyace en estas humoradas? Probablemente, que no hay que malgastar los valiosos minutos de la vida en banalidades, porque hay algo más importante que formaría parte del pulso de nuestro ser; algo más importante para lo cual también habría que reservar el desbordamiento de nuestros sentimientos. Viktor E. Frankl dijo en una ocasión que su método consistía en «la restauración de la jerarquía de valores sana y natural del individuo», encontrando así una de sus mejores definiciones.

El oculto sentido del sinsentido El método de la intención paradójica impulsa de manera saludable el diálogo interior de la persona consigo misma. «Bue-j nos días, cascarrabias —decía una de mis pacientes a su malí humor cuando, al despertar, le sobrevenía este estado—. ¡Intenta amargarme el día cuanto puedas! Ya veremos si lo consigues. Y esmérate un poco, porque me aburre luchar contra un rival débil.» «Por fin tengo un motivo para enfadarme —se dijo otra paciente cuando se le resbaló de las manos una taza del café—. ¡Cuántas veces en mi vida me he enfadado sin motivo! alguno! ¡Ahora, como mínimo, puedo disfrutar acertadamente! de mi enfado, porque está justificado!» Estos diálogos con uno mismo o con los sentimientos impiden inmediatamente un estado de ánimo negativo que quiere «colarse sigilosamente». He conocido pacientes que sólo se han liberado de la ansiedad dialogando mentalmente con ella: «Ansiedad mía, ¿dónde te he metido? Sería una tontería perderte. Me he acostumbrado tanto a ti...». Si, además, un paciente es capaz de reír por dentro, se reirá con buena salud. «No puedo viajar en tren —me explicó una señora de aspecto bastante corpulento—. Siempre tengo que pensar que podría abrir accidentalmente las puertas del vagón y caer fuera.» «¿Qué tiene 65

usted en contra de tomar una bocanada de aire fresco? —le pregunté con intención paradójica—. Además, ¡qué mejor cura de adelgazamiento que los saltos mortales por el terraplén de la vía! Seguro que le hace falta un poco de ejercicio. Viajando en tren tendrá la formidable oportunidad de poner solución a eso si cada vez que se cae vuelve a saltar rápidamente al interior del vagón. ¡Así también podrían caer esos quilitos de más!» La señora reía y, cuando volvió para la siguiente sesión, seguía riendo. «He ido en tren —dijo estallando de risa—, y cada vez que veía las puertas del vagón, tenía que pensar en su dieta de adelgazamiento radical. ¡Y entonces la ansiedad desaparecía por sí sola! No tiene sentido...», y volvió a reír. Desde entonces, esta señora no ha tenido ninguna dificultad para viajar en tren. En otra ocasión, un paciente sin empleo que había sufrido varios brotes psicóticos, pero que se estabilizó correctamente con medicación, me dijo: «¿Vale la pena que acepte un trabajo? ¿Qué pasa si la psicosis me vuelve a poner fuera de combate?». Mi respuesta fue: «¿Sabe una cosa? Yo no me fiaría de la psicosis. ¿No le ha dejado vergonzosamente en la estacada y ya no ha vuelto más?». Riéndose de la «psicosis infiel», el hombre solicitó un puesto de media jornada y, actualmente, en vista de las reducidas ayudas sociales, está contento por tener el trabajo. Quien ríe se ríe de una pizca de sentido en el sinsentido, el cual es más fácil de descubrir y aceptar mediante la ayuda del humor que desde la gravedad de una situación temida. La paciente descrita antes dedujo de mis palabras «sin sentido» que ella no cae del tren si no quiere. De la misma manera, el paciente sin empleo comprendió con la broma que lo que debía hacer era aprovechar las épocas sanas de su vida. Hasta cuando nos reímos del típico chiste, no nos reímos de ningún juego de palabras sin sentido, sino de un sentido en el sinsentido oculto en el chiste, tal como se indica cuando decimos que alguien «comprende» o «no comprende» la gracia. Por consiguiente, si alguien se ríe de sus síntomas, «sabe» elevarse por encima de ellos, y lo hace sobre las alas de un espíritu que, en; su integridad, no pueden tocar ni el sufrimiento ni los falsos caminos de la psique, aunque nosotros, los seres humanos, sólo seamos unos limitados partícipes de ese espíritu.

Diálogo con un psicoanalista Para completar el tema del humor, reproducimos a continuación una disputa profesional cuya pizca de sentido en el sinsentido no es difícil de adivinar. Este diálogo lo mantuve yo misma con un colega psicoanalista. ÉL: NO hace mucho, vino una familia a mi consulta, una familia extraordinariamente armoniosa. El marido era amable con su esposa, los hijos se portaban bien delante de los padres y la madre se mostraba generosa y comprensiva. Naturalmente, todo era fachada. ¡Por detrás, la cosa tenía que hervir! Yo: Quizás esas personas valoraban la armonía... 66

ÉL: Me imagino que el marido tendrá una amiga secreta, en casa la mujer debe ser una verdadera furia, y los hijos... Yo: ¿Qué síntomas subliminales atribuye usted a los hijos? ÉL: El chico probablemente lee revistas pornográficas debajo de las sábanas, y la hija podría experimentar un placer oculto martirizando al perro, como si éste fuera un objeto sustitutivo para descargar su Edipo. Yo: ¿Ha observado algo que apoye sus suposiciones? ÉL: Se lo acabo de decir: amabilidad, buena conducta, armonía. Tanta avenencia entre los miembros de una familia no puede ser cierta. Todos deben haber reprimido enormes agresiones deben estar llenos de una rabia que se desatará en cuanto halle una válvula de escape. Por ejemplo, el hombre dijo a su esposa: «¿No quieres tomar asiento, mi amor?». Para mí, ésta es la prueba de que el marido, en su subconsciente, deseaba verla situada por debajo de él. No cabe duda que él quería mirarla desde arriba, porque teme en secreto la fuerza dominante de su mujer. Yo: Quizá pensaba que podría estar cansada. ÉL: ¿Puro altruismo? El altruismo es una ilusión. El ser humano es egoísta e instintivo por naturaleza y, cuando suelta la red de la caridad, siempre está pensando en su propia satisfacción. En cualquier caso, la mujer no tomó asiento. Dijo que no merecía la pena para una conversación tan breve. Por tanto, estaba contradiciendo a su marido, por lo que deduje que quería subyugarlo y someterlo de verdad allí donde pudiera. Yo: ¿Y la conversación se prolongó hasta el punto que hubiera! valido la pena sentarse? ÉL: Oh, no. Sólo duró unos minutos. De hecho, fue un malentendido. ¡Ja! ¡Un malentendido, pero no es para reírse! ¡Aquella gente debía tener unos conflictos internos enormes para haber' acudido inconscientemente a un especialista! Yo: Entonces, ¿qué tipo de ayuda habían ido a buscar a su consulta si todo era tan armonioso? ÉL: Pues ninguna. Al final, dijeron que se habían equivocado de puerta. Querían ir a la agencia de viajes de al lado...

Jerarquía de valores y decisión Antes hemos hablado de la «restauración de la jerarquía de valores sana y natural». Habría que añadir algunas consideraciones a este respecto, porque muchas personas caen en 67

crisis relacionadas con sus posibilidades de elección y jerarquías de valores. Supongamos que un hombre tiene en su lugar de trabajo a un superior injusto que le humilla. El hombre se pregunta si debe decirle abiertamente a su superior lo que piensa de él para no perder su propia dignidad con el tiempo, o bien si debe mantener la boca cerrada para no poner en peligro su empleo. La protesta o el enfado no es siempre la mejor solución, aunque desde la psicología se abogue con frecuencia por ella, sólo para evitar el riesgo de caer en un «estancamiento emocional». Sin embargo, ¿de qué sirve una «evacuación emocional» si después todo se hace añicos? Al ponderar las distintas posibilidades de elección, habría que elegir siempre aquella que forme parte del valor «más alto en cada momento» del sistema de valores propio, porque sólo para un valor elevado se está dispuesto a pagar también un precio alto. Pero ¿quién determina cuál es el «valor más alto en cada momento» de una persona? No es la arbitrariedad, sino el sentido del momento (Frankl). Cada sistema de valores personal, si es adecuado al individuo, es rico y variopinto. Abarca personas, cultura y naturaleza, aspectos musicales y sociales. Pero el sentido del momento se mueve entre los contenidos de la vida considerados valiosos y destaca la actualidad de los valores. Alguien puede ser un apasionado violoncelista y, pese a ello, el sentido del momento le recomienda que arregle una cañería rota que gotea sobre el suelo de la cocina. El valor de la vivienda no acostumbra a estar por encima del valor de la música, solamente «espera el turno adecuado» para reclamar el servicio y la atención del afectado. Volvamos al ejemplo del hombre con el superior injusto. ¿Debe luchar? ¿Debe aguantar? Quizá tiene un hijo que toda- i vía está en la universidad y que depende de la ayuda económica de su padre. En ese caso, mantener su puesto de trabajo tiene para el padre un valor alto y completamente actual. En cambio, la experiencia liberadora de plantar cara al superior pasa a segundo plano. Pero quizá la situación es otra. Quizás el hombre es independiente y emprendedor, y puede encontrar un nuevo empleo con bastante facilidad. En tal caso, será para él el «momento ideal» para enfrentarse a la conducta de su superior. Al tomar su decisión, este hombre experimentará una buena sensación si decide desde una fuerza interior. Por la licenciatura de su hijo, por la justicia en la empresa... Siempre tendrá i que acarrear con algo, ya se trate de humillaciones posteriores, enfrentamientos amargos o, incluso, la pérdida del puesto de trabajo. Pero sólo el conocimiento del valor elevado por el que él actúa le concederá la resistencia mental necesaria. En cambio, el hombre tendrá una mala sensación si decide desde su debilidad interior; es decir, si se subleva encarnizadamente por, un arrebato repentino de ira sin pensar en las consecuencias, o si se doblega por pura cobardía. De aquí podemos aprender que no todos nuestros valores esperan su turno» en cada 68

momento para ser realizados. Las virtudes de la serenidad y la abstinencia también son aplicables en relación con nuestros valores. El sentido del momento los ordena jerárquicamente y sólo nuestra más profunda voz de la conciencia está en disposición de captar este orden. Si lo ignoramos, lamentaremos algún día nuestra decisión, porque habremos pagado nuestro precio por algo de segundo o tercer orden, mientras que lo de primer orden se ha quedado en el camino. A veces sucede que dos valores se presentan en nuestra jerarquía actual en un mismo nivel. En casos así, el sentido del momento exige un compromiso que los contemple a ambos. Así, continuando con el ejemplo anterior, el hombre podría tomar la decisión de hablar tranquila y amistosamente con su superior cuando llegue el momento oportuno y pedirle más comprensión por la situación de los empleados. Un compromiso con el cual el hombre no tendría que tragarse todos los insultos, pero tampoco se vería amenazado con un despido. Esta clase de compromisos son verdaderas «obras de arte», siempre que no sean «compromisos vagos», es decir, que surjan del amor por la reconciliación y no de una voluntad de escapar de posiciones claras.

Escuchar la llamada de la trascendencia Una vez conocí a un hombre que había ingresado en una clínica psiquiátrica a causa de una depresión grave y que no respondía a ninguna terapia. Al comprobar su historial, se supo que su esposa había sufrido un accidente de tráfico quince años atrás y había necesitado cuidados desde entonces. La tenían que lavar, darle de comer, llevarla al lavabo y apenas se valía por sí misma. El marido la había atendido y cuidado en casa durante catorce años, compaginando todo ello con su trabajo diario. Durante catorce años había renunciado a muchos placeres, como viajes y excursiones, y había dedicado todo su tiempo libre a la mujer. Pero durante aquellos catorce años, el hombre se había mantenido sano. En aquella época, los amigos y familiares intentaron convencerle de que estaba desperdiciando su propia vida sin que su mujer estuviera particularmente bien atendida, y que lo único razonable era llevarla a un sanatorio donde la pudieran cuidar como se merecía. Le decían que tenía que disfrutar de la vida y j que ello no era posible con el «lastre» de su esposa enferma. Tras catorce años, sucumbió a las presiones bienintencionadas de sus amigos y alojó a su mujer fuera de casa. Cuando apenas había pasado un año, el hombre ingresó en el psiquiátrico. Varios terapeutas se encargaron de él y le recetaron no pocos medicamentos, pero nada podía atravesar su desinterés por el mundo y la vida. Era como si hubiese levantado una pared a su alrededor. Muy pronto, los terapeutas llegaron a la opinión unánime de que el encadenamiento de catorce años a una mujer necesitada de cuidados y las distintas renuncias —incluidas las sexuales— habían provocado en el hombre unos daños psíquicos que le impedirían convertirse en un miembro normal de la sociedad. «Ha ingresado a la mujer 69

demasiado tarde», decían por todas partes. Cuando fui a hablar con el hombre, cosa que sucedió de forma inesperada con ocasión de una visita privada que realicé, inmediatamente me di cuenta de que padecía un terrible conflicto de valores que había resuelto en contra de lo que su conciencia le dictaba. Esta idea me vino porque al paciente no se le podía hablar de otro tema que no fuera «su mujer». Era indudable que aún la amaba. Me describió con todo detalle la valentía con la que ella había aceptado el traslado al sanatorio y cómo había escondido las lágrimas cuando él la fue a visitar por primera vez. Yo seguí tanteando en busca de otros contenidos en su vida, pero todas las dimensiones de valores parecían haberse extinguido. Lo único que brillaba en él era la imagen de su esposa. Tras la conversación, estuve media hora caminando de un lado a otro de un pasillo de la clínica con una lucha interior. ¿Podía decir lo que pensaba? ¿Podía aconsejar la corrección decisiva que a mí me parecía indispensablemente necesaria? Finalmente, volví a la habitación del hombre y le dije: «Señor M., levántese, solicite el alta del hospital y reduzca la medicación. Vaya a buscar a su mujer y vuelvan a casa. Usted no tiene ninguna enfermedad mental ni psíquica. Usted tiene algo que debe aclarar, y mientras no lo haga, nunca recuperará la alegría». El hombre me miró sorprendido y, lentamente, sus mejillas fueron recuperando el color. Entonces, se levantó y empezó a vestirse. Desde entonces, lo he vuelto a ver dos veces más. La primera, en su casa. Allí vi a un hombre vital y equilibrado, correteando de la cocina al dormitorio con una bandeja de té y galletas, mientras una mujer silenciosa y delgada que estaba postrada en la cama le seguía los pasos con una mirada tierna. La segunda vez, lo vi con un traje negro cuando volvía del cementerio de enterrar a su mujer. Vino para darme las gracias. «Si usted no hubiera estado allí —me dijo—, mi vida habría' acabado hoy. Nunca habría superado la sensación de haber dejado a mi mujer en la estacada. Su muerte solitaria en el sanatorio también me habría matado a mí. Pero, en cambio, ha fallecido en mis brazos, y ahora... está bien así.» Esta experiencia me hizo pensar en las sabias palabras d^ Viktor E. Frankl, quien escribió una vez: La persona sólo se comprende a sí misma desde la trascendencia. Más aún: el hombre sólo es hombre en la medida en que se comprende a sí mismo desde la trascendencia, y también sólo es persona en la medida en que la trascendencia lo personifica: dejando que su llamada resuene y tintinee a través de él. El hombre escucha la llamada de la trascendencia en la conciencia. Y, de hecho, cuando alguien la «escucha», para él «está bien así».

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Las cicatrices pueden formar un tejido sólido Es una falsa creencia pensar que los sucesos traumáticos de nuestra vida se pueden «elaborar» o «resolver» psíquicamente sin el voto de la conciencia. Estos acontecimientos estresantes, incluido el dolor recurrente, no se quitan de en medio haciendo conscientes o acusando a los culpables, ni racionalizando posteriormente o exteriorizando las emociones. Una vez vi en Estados Unidos a una célebre oradora que explicó detalladamente a su auditorio los motivos por los que experimentó unos sentimientos de odio infundados contra uno de sus vecinos. El vecino en cuestión le recordaba a su padre, el cual le había obligado a llevar a su liebre preferida al matadero. La oradora quería hacer constar que, reconociendo el origen de su reacción exageradamente agresiva contra el vecino (inocente), daba por concluido su antiguo trauma, pero mis temores apuntaban a que la mujer estaba sucumbiendo a una ilusión. Si hubiera superado realmente el dolor de su infancia, no habría acusado públicamente a su padre, medio siglo después y ante cientos de espectadores, de haber sido cruel y despiadado. Algunos terapeutas sugieren a sus pacientes que podrían liberarse de las sombras de su pasado aplicando largos y pesados métodos analíticos, tras los cuales podrán vivir satisfactoriamente el presente. Pero los pacientes descubren pan latinamente que nunca podrán deshacerse por completo de las sombras del pasado y que éstas se asoman sobre todo cuando luce el sol alrededor. Curiosamente, son los momentos felices los que despiertan el breve recuerdo de la melancolía. Los rostros alegres de los demás, las palabras graciosas y los gestos seductores son los que recuerdan que todo esto no, siempre ha sido así. El contraste de la luz resalta los contornos de la sombra mejor que la vaga penumbra de una existencia triste. Sin embargo, no hay que olvidar que, desde sus raíces evolutivas, la vida humana no significa vegetar imperturbablemente bajo un estado homeostático, sino luchar, sudar, ir de la' esperanza a la decepción y esforzarse por una existencia llena' de sentido. Pero allí donde se desarrolla una lucha, se producen' heridas, y donde hay heridas, hay cicatrices. Las heridas corporales dejan cicatrices físicas, y las heridas mentales, cicatrices psíquicas. Ambas son difíciles de borrar. Las cicatrices se, notan y se ven. En cambio, si se curan bien, no tienen por qué convertirse en un punto flaco para el organismo o la vida emocional. También pueden ser una medida del valor, un signo de las luchas internas ganadas o, como mínimo, superadas, y dar testimonio de los procesos de maduración que han consolidado el carácter de la persona. Las cicatrices pueden formar un «tejido resistente», tanto corporal como mental. Resistente también en el sentido de una mayor independencia respecto a los bienes mundanos y de una sensibilidad más elevada hacia la voz de la conciencia. Por ello, la psicoterapia no consiste tanto en destapar experiencias dolorosas —«hurgar en la herida»— y elaborarlas atribuyendo culpas, como en transformarlas en fuentes de energía espiritual de las que poder nutrirse desde la sabiduría cuando la vida irrumpe de forma imprevisible. Viklor E. Frankl escribió estas bellas palabras al respecto: 71

Sufrir significa lograr y significa crecer. Pero también significa madurar. Porque la persona que se va superando, también está madurando. El principal logro del sufrimiento no es otro que el proceso de maduración. Sin embargo, la maduración descansa sobre el hecho de que la persona alcance la libertad interior a pesar de la dependencia del exterior.

La superación de un trauma Partiendo de un ejemplo concreto, me gustaría demostrad cómo la transformación del sufrimiento en fuente de energía puede conseguirse incluso en niños pequeños. Debo agradecer este ejemplo a Doris Hünger, pedagoga terapéutica y antigua colaboradora mía, quien ha sabido introducir con éxito los principios logoterapéuticos en su labor profesional cotidiana. Se trata de una niña de 6 años cuya madre la trajo a nuestra consulta a causa de una experiencia traumática acaecida hacía ya un año. La niña había tenido que presenciar cómo el padre borracho había atacado a la madre y le había pegado incontroladamente. Como la mujer sufrió una rotura de nariz que provocó una intensa hemorragia, una gran cantidad de sangre se derramó sobre la alfombra que tenía debajo. Tras sufrir la herida, la madre llevó a su hija a casa de una amiga y se fue al hospital, con lo cual no le dio tiempo de limpiar la alfombra. Cuando, tras salir del centro sanitario y recoger a la niña, ambas entraron en casa, la hija empezó a gritar al ver la alfombra manchada de sangre y se negó a pasar por encima. La madre tuvo que quitar la alfombra, porque, de lo contrario, habría sido imposible conseguir que la pequeña entrara en casa. Desde aquel suceso, el padre, contra quien se presentó una denuncia, ya no vivía en casa y, mientras tanto, se había llegado a hablar de separación. Lo que quería entonces la madre era asegurarse de que la hija no sufriría daños psicológicos, de los cuales existían leves indicios, como sobresaltos nocturnos o miedo a la soledad. Nuestra pedagoga sometió a la pequeña a una terapia individual semanal que empezó, simplemente, dejando que jugara. Pronto brotaron de la niña escenarios de juego inventados que recordaban la horrible experiencia con el padre: en un teatro de guiñol, un cocodrilo mordía a un osito de peluche; la sangre se derramaba por el pelo del muñeco y había que vendarlo lo más rápido posible, etc. No cabía duda que en el juego se mezclaban zonas inconscientes de la vida psíquica de la pequeña, quien, naturalmente, recordaba lo que había sucedido un año antes, pero era incapaz de ordenarlo adecuadamente. A continuación, nuestra pedagoga terapéutica ofreció a la niña unas interpretaciones que tenían una elevada probabilidad de coincidir con los mensajes de su conciencia. Le explicó, por ejemplo, que quizás el cocodrilo no lo hacía con mala intención cuando mordió al osito, es decir, que podría haber mordido aún más fuerte de lo que quería. También le expuso que el propio cocodrilo podría estar enfermo y que, por ello, debido a su desasosiego, mordía a diestro y 72

siniestro. Pero a todo ello añadió, construyendo así un valor interpersonal sublime, que si el osito perdonaba al cocodrilo, sus heridas se curarían más rápido y podría volver a jugar, bailar y reír. Y mientras bailara y riera, se acordaría de que él también había tenido momentos divertidos con el cocodrilo en los que ambos se lo habían pasado muy bien, y que guardaría al cocodrilo en la memoria como lo que era: bueno y malo. Malo, de acuerdo, pero también bueno. Pocas semanas después cesaron los escenarios relacionados con el trauma de la niña y ésta empezó a jugar a juegos «normales». Simultáneamente, su ansiedad doméstica se redujo a unos niveles tolerables. La pedagoga terapéutica me informó de que, a su parecer, ya no era necesario hurgar más en lo sucedido y acordamos finalizar las sesiones de terapia con un breve entrenamiento para aumentar la autonomía de la pequeña. Justo en la última sesión de orientación, la madre me explicó un hecho sucedido en una de las clases de gimnasia infantil a las que acudía la hija. Otra niña de su mismo curso se había hecho una herida en el tabique nasal después de tropezar, con una colchoneta y chocar contra las espalderas. Cuando la1 niña de nuestra terapia presenció este desgraciado accidente en el gimnasio, tuvo que asociarlo obligatoriamente con la brutal herida que su padre ocasionó a su madre. Pero ¿cómo reaccionó? La pequeña permaneció tranquila en la sala y, más tarde, en casa, tampoco exteriorizó ningún tipo de respuesta. Sólo al final del día, cuando la madre fue a darle el beso de buenas noches, la niña le rodeó el cuello con sus brazos y le susurró en la oreja: «Mami, es verdad que papá también te hizo daño en la nariz... Pero conmigo casi siempre fue bueno». Y se quedó plácidamente dormida. Todos los adultos podrían aceptar y relativizar los traumas de su vida como lo hizo esta niña.

¿Deseos de venganzas inconscientes? Lo que no armoniza con la conciencia moral es entregar un salvoconducto al comportamiento negativo sobre la base de un trauma padecido. Sin embargo, a este respecto, hay personas versadas en psicología a quienes les gusta engañar a su vocecilla de la conciencia calificando de inconscientes todas las situaciones, tal como muestra el siguiente modelo extraído de un caso real: un joven llega a casa y encuentra a su padre moribundo a causa de un ataque al corazón. La abuela, que también vive en casa, no demuestra estar a la altura de las circunstancias y, confundida, ofende al nieto acusándole de la muerte, dado que la noche anterior se produjo una pequeña pelea entre padre e hijo. Sea como fuere, el joven se enfada, como es natural, por la imputación de la culpa por parte de la abuela. Unos días más tarde, la policía lo detiene frente a un supermercado por apuntar con un rifle a una anciana desconocida. Presuntamente, desconoce los motivos que le han arrastrado a cometer esta acción. ¡Las cosas no son tan sencillas! Es del todo inverosímil que alguien vaya a buscar un fusil, 73

vaya a acechar a la puerta de un supermercado y acabe apuntando a un ser humano sin tener la menor idea de por qué lo hace y sin obedecer a una mínima mala intención, sino únicamente al dictado de su subconsciente... Ésta es una disculpa barata. Sin embargo, «la conducta humana no viene dictada por las condiciones con las que topa el individuo, sino por las decisiones que él mismo toma», tal como dijo Viktor E. Frankl. De lo contrario, prácticamente cada uno de nosotros podría cometer actos criminales utilizando el pretexto del inconsciente, porque ¿quién hay que no sufra por algo? Una vez tuve en mi consulta a una mujer que había padecí do distintas enfermedades después de que su marido se separara de ella y se fuera a vivir con una amiga. Al principio, supuse que el dolor por la separación y la pérdida del cónyuge; se condensó en la paciente en forma de achaques depresivos y. psicosomáticos, pero muy pronto quedé perpleja. La mujer dijo sobre su marido cosas como: «¡Si se muriera, yo estaría mejor!», o: «¡Si su historia amorosa fuera mal, lo habré conseguido; ¡Entonces estaré satisfecha!». Me invadió la sospecha de que estaba simulando la mayor parte de sus enfermedades para despertar sentimientos de culpabilidad en su marido infiel, con la esperanza puesta en que él volvería con ella o, por lo menos, experimentaría un cierto malestar cuando se divirtiera con la amiga. Las depresiones y enfermedades de la mujer estaban dirigidas en secreto hacia el hombre como si fueran una especie de venganza primitiva: «¡Que vea lo que ha hecho!». Yo no dudaba que ella lo tenía claramente consciente, aunque no me lo confesara nunca, porque aquello había descubierto su carácter histérico en vez de mantener su papel de mujer ultrajada y rechazada. Por ello, pregunté a la paciente si quizá quería castigar «inconscientemente» a su marido, cosa que no desestimó. Era muy probable. Posteriormente, hablamos durante horas sobre el inconsciente del ser humano. Le expliqué que, aparte del inconsciente instintivo, también existe el inconsciente espiritual (Frankl) y que la frontera que separa lo consciente de lo inconsciente es difusa, mientras que la que separa lo instintivo de lo espiritual debe trazarse con exactitud. También le dije que el área instintiva incluía la agresión, que en su caso era comprensible, pero que el área espiritual incluía la responsabilidad y que, por eso, ella no estaba de ningún modo exenta de ejercerla. Por tanto, no debía apoyarse en no importa qué impulsos del inconsciente que responderían a tendencias diametralmente opuestas, sino que debía ser capaz de dar la mano conscientemente a su vida futura y renunciar voluntariamente a sus autoagresivos deseos de venganza contra el marido. La mujer quedó perpleja con mis explicaciones porque no se correspondían con las prácticas psicológicas que ella esperaba, aunque se mostró comprensiva. Dejó de hacerse la mártir y enseguida pasó a llevar una vida normal.

Conocimiento en vez de «lamento» Siempre que me encuentro con pacientes que recurren al inconsciente para disculpar la 74

irresponsabilidad de sus actos, les contradigo enérgicamente. Una vez sermoneé a un delincuente de 17 años que me enviaron del tribunal de menores porque «a veces perdía los estribos». Los alborotos en los que acostumbraba a meterse, y en los que ya había herido a algunos de sus colegas, eran comentados por el chico con palabras como: «¡Cuando alguien me lleva la contraria, no sé lo que hago!». Mi tarea consistió en aclararle que sabía perfectamente lo que hacía y que o bien tenía que pegar «plenamente consciente de su responsabilidad» o bajo ningún concepto podía esconderse tras la excusa del inconsciente. Después de aprender esta lección, el chico estaba preparado para ensayar una conducta alternativa para las situaciones de disputa. Igual de «impasible» me mostré en el caso de un paciente que había pasado por una terapia primaria de varios años, basada en el concepto del «grito primario» de Arthur Janov, y que quería seguir con un tratamiento logoterapéutico para liberarse de la idea obsesiva — ¡desencadenada por la terapia!— de tener que gritar cada vez que iba en metro o se hallaba en otros recintos subterráneos. Nada más tomar asiento en mi consulta, el hombre se disculpó anticipadamente por si se levantaba en medio de la conversación y salía corriendo, hecho que atribuía el poder de sus «miedos inconscientes». A continuación, le di cinco minutos de tiempo para que pensara si necesitaba o no tratamiento logoterapéutico. Le dije que, en caso afirmativo, debía permanecer tranquilamente sentado hasta que la conversación finalizara, sin importar lo que sus «miedos inconscientes» dijeran al respecto. Pues bien, el hombre permaneció sentado y, tres meses después, todos sus gritos le parecieron una pesadilla de la que, por fin, se había podido librar. No siempre es recomendable discutir con personas traumatizadas sobre sus problemas, porque de esta manera se centra la atención en los aspectos sombríos de la vida. Si, para relajar la situación, nos atrevemos a escuchar con ellas el murmullo de una fuente o contemplar el colorido de los árboles en otoño; si nos atrevemos a mirar con ellas las nubes y caminar por el campo... ¡Estas personas no serán completamente inaccesibles! También podemos estimular en ellas una actividad creativa. Si les decimos que decoren jarrones, creen una asociación o expliquen cuentos a los niños, quizá saltará en ellas la chispa creativa. Demostrémosles que para cada destino se puede conseguir una actitud que nos permita llevar con dignidad todo lo que pueda suceder. El espíritu humano no se puede esclavizar; sólo él puede someterse a sí mismo. A las personas que buscan consejo se les puede hablar realmente de cualquier tema que no sea todo lo lamentable que hay metido en el saco del inconsciente. Se les puede confrontar con la cuestión del sentido. Para hacerlo, sólo hay que pedirles que se imaginen que el reloj de su vida se parará dentro de unos minutos y que, en una visión interior retrospectiva, averigüen: 1.- Cuáles han sido los acontecimientos más valiosos de su vida, y

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2.- Qué lamentarían no haber podido realizar por no haber tenido tiempo. Este sencillo ejercicio de imaginación basta para aclarar lo esencial, separar lo que tiene sentido de lo que no lo tiene y marcar, como si fuera con un rotulador, lo decisivo frente a lo irrelevante. Entonces, una vez devueltos al presente, los que buscan consejo se sentirán felices por las muchas y maravillosas oportunidades que todavía tienen de dictar nuevamente al futuro la historia de su vida. ¿La madre siempre tiene la culpa? En el Congreso Van Swieten de 1969, Viktor E. Frankl finalizó una conferencia muy concurrida con la siguiente exhortación a los médicos presentes: [...] En psicoterapia también deben ustedes improvisar. No sólo individualizar de una persona a otra, sino también improvisar de una sesión a otra, y esto es todo un arte: el arte de la improvisación. Y precisamente en esta medida, la psicoterapia siempre es más que una técnica, es decir, en la medida que debe entrañar un poco de arte; y en la misma medida, es siempre más que una simple ciencia, es decir, en la medida que también debe entrañar un poco de saber. Y hasta el arte y el saber no podrían compensar lo que la pura ciencia y la simple técnica no serían capaces de ofrecer si la humanidad no se hubiera puesto también en la balanza. Efectivamente, la humanidad debe estar por encima de la ciencia. Una mujer amargada vino a hablarme de sus problemas con su hijo de 25 años. Decía que era un holgazán y que vivía a costa de los demás, y mencionó de paso que ella le había ayudado en todo lo que había podido. Al principio, la madre se había dirigido a un terapeuta de la psicología profunda, a quien, expuso sus preocupaciones. Tras veinte caras sesiones, el terapeuta le informó acerca de sus teorías. Según él, el hijo no se encontraba bien ya desde el vientre materno y, además, había padecido un grave shock a los 4 años, cuando ella enfermó de poliomielitis. El terapeuta sostenía que la posterior discapacidad de la madre supuso tal «disminución cualitativa» en la infancia del hijo que éste ya no pudo desarrollarse libremente' y que, por ello, de adulto estaba demasiado «cohibido neuróticamente» para desempeñar un trabajo continuado. Por tanto, el hijo necesitaría un tratamiento psicoanalítico de varios años si quería trabajar algún día, y la madre debería pagar el tratamiento porque, al fin y al cabo, ella sería quien habría provocado los trastornos del hijo. La madre me aseguró solemnemente que había arañado todos sus últimos ahorros para el tratamiento del hijo, pero la indicación acerca de su enfermedad, respecto a la cual no podía recordar del todo cómo había sido capaz, a pesar de su debilidad, de haber hecho todo lo imaginable por su hijo pequeño, y el hecho de convertirse de repente en la culpable del problema, le indignó tanto que ya no acudió más a aquel asesor. 76

El segundo consejero fue más escueto. Cuando escuchó que el hijo tenía 25 años, sugirió a la madre que no se inmiscuyera y que aceptara el estilo de vida del chico tal como era. Este asesor le dijo que bajo ningún concepto ayudara económicamente al hijo, porque entonces nunca se vería obligado a emprender nada por sí mismo. La mujer encontró razonable la sugerencia, pero le inquietaba la posibilidad de que su hijo pudiera tomar el camino equivocado si ella le negaba su ayuda, y acudió a un tercer consejero. Este, un teólogo, se mostró horrorizado al ver que la madre «quería abandonar a su hijo al destino» y le reprochó ron vehemencia que no se preocupara lo suficiente de él. Segun el teólogo, era como si ella no quisiera al chico como corresponde a una madre que nunca dudaría en ayudar a sus hijos. El consejero barrió de la mesa los reparos de la mujer sobre si con un cheque mensual estaba ayudando al hijo o apoyando su holgazanería. «Da igual lo que haga —dijo la mujer a modo de conclusión—, siempre tengo la culpa de todo. ¡Está claro que la única desgracia de mi hijo es tenerme a mí como madre!» Al pronunciar estas palabras, las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. «Usted es el último lugar al que me dirijo —continuó diciendo entre sollozos—. ¡No va a haber un quinto consejero!» Por suerte, la mujer no necesitó ningún terapeuta más, porque tras una intensa entrevista que mantuve con el hijo (quien, por otro lado, no presentaba el menor rastro de neurosis o inhibición), éste comprendió que su subsistencia no podía depender para siempre del monedero de su madre y que él debía aportar su grano de arena. Más tarde, todavía sufrió otra «recaída en la holgazanería» tras haber sido despedido precipitadamente de una carnicería, pero entonces entró a trabajar en un autoservicio, donde todavía sigue.

Profesión: ángel de la guarda Un ejemplo impresionante del arte de la improvisación reclamado por Viktor E. Frankl nos lo muestra la siguiente noticia extraída de un periódico, donde lo que menos importa es que el policía que la protagoniza carezca, seguramente, de estudios logoterapéuticos.

Un agente de policía ha salvado a más de cien suicidas «Ángel de la guarda.» Así podría

indicar su oficio el policía Gary Burchfield, de Seattle, en el Estado norteamericano de Washington. El agente, de 36 años, lleva seis disuadiendo a suicidas de precipitarse a la muerte desde el puente Aurora, de 50 metros de altura. Hasta el día de hoy, el policía ha salvado a más de cien personas gracias a sus buenas artes persuasivas. En 1994, Burchfield impidió casualmente que una estudiante de 16 años y, poco después, un marido abandonado diera el fatídico salto mortal. Después fue trasladado con destino fijo al «puente de los suicidas», del que, en total, ya se han precipitado al río 150 personas. «Simplemente, encuentra el tono correcto —declaró el jefe de policía Roy Akagen para explicar el inusual don de su agente—. Hasta hoy, Burchfield no ha tenido que utilizar la violencia para disuadir a nadie. Él nota exactamente lo que oprime a estas personas 77

desesperadas y les convence de que la vida, a pesar de todo, tiene un sentido.» ¡Un talento innato! En sus conversaciones sobre el puente de la muerte, Gary Burchfield era ostensiblemente capaz de tender un segundo puente: el que va de persona a persona. Y, encima de éste, levantaba un tercero todavía más poderoso: el puente entre el ser humano y el logos. Quien pone los pies en él ya no cae en ningún abismo. A menudo recibo cartas de lectores o respuestas a mis libros y conferencias, de las que se desprende que hay personas que, con argumentos parecidos, pueden aconsejar, ayudar y salvar igual que Frankl describió en su legado escrito, sin que tales personas hubieran tenido contacto alguno con el pensamiento del psiquiatra austríaco. Estoy orgullosa y me alegro por ello. Porque podemos suponer que lo verdaderamente valioso es intemporal y que, por consiguiente, el compendio de valores de la «psicoterapia centrada en el sentido» de Frankl también se puede extraer, en cierta medida (aunque no de forma sistemática), del tesoro inmemorial de la sabiduría popular. Allí donde la improvisación y la individualización inteligentes se desarrollan bajo las leyes del sano entendimiento humano y el amor al prójimo, y allí donde se introduce el convencimiento de que la vida tiene un sentido incondicional y que no lo pierde bajo ninguna circunstancia, allí se encontrará la logoterapia como en su propia casa. Y si, encima, se intercalan elementos de la libertad de voluntad y la conciencia de responsabilidad, del auto distanciamiento y la auto trascendencia, de la reconciliación y del humor, entonces tendrá lugar en la práctica una «logoterapia aplicada», lleve o no este nombre, tenga o no tenga ninguno.

Formas de terapia de grupo dudosas La psicoterapia de grupo existe desde hace más de doscientos años. En un informe redactado por un médico de París en mayo de 17847 se explica que en una casa bellamente' amueblada de la Place Vendóme, cuyo arrendatario era el médico alemán de 50 años Franz Antón Mesmer, se reunían a la vez no menos de doscientas personas. En cada una de las salas de tratamiento había hasta una veintena de pacientes sentados en círculo alrededor de una cuba denominada baquet donde, según la teoría del terapeuta, se condensaba toda la energía magnética existente en el universo para ser transmitida posteriormente a los cuerpos de las damas y caballeros allí reunidos. Estas personas padecían las neurosis de finales del siglo xv, melancolía, hipocondría, y los llamados vapeurs, la típica dolencia de las damas de la época con molestias asmáticas, convulsiones y desmayos. La terapia magnética tenía mucho éxito. Los síntomas desaparecían después de que los pacientes pasaban por una fase de estimulación psicofísica intensa, llamada «crisis». Sin duda, los «remedios imaginarios» son los mejores para las «enfermedades imaginarias». Pero no podemos reírnos con menosprecio de esta antigua forma de psicoterapia de grupo 7

Peter R. Hofstatter, Die Welt, n° 163, 17 de julio de 1982.

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mientras no demostremos que las nuestras son más serias. ¿Realmente lo son? Veamos el relato de la señora X. Esta señora recibió la recomendación de participar en una terapia de grupo para dominar mentalmente mejor una discapacidad que afectaba particularmente a sus funciones motrices. La terapia empezó en pleno invierno, y la señora X a duras penas pudo avanzar por las calles cubiertas de nieve para acceder al lugar donde se reunía el grupo. Cuando llegó al lugar y el director de grupo saludó a los participantes, éste preguntó si alguien quería decir algo. La señora X se armó de valentía y preguntó si alguien del grupo vivía cerca de su casa y si podría llevarla en coche cuando las calles estuvieran resbaladizas por la nieve y el hielo, como sucedía entonces, porque tenía miedo de caer de camino a las sesiones. Cinco personas del círculo se ofrecieron espontáneamente para ir a recoger a la señora X cada tarde de terapia y llevarla después a casa. Pero el director levantó enérgicamente la mano y opinó que, antes de llegar a ningún acuerdo, las cinco personas dispuestas a ayudar debían examinar sus propios motivos y les preguntó cosas como: ¿Qué les había movido a tan rápida predisposición? ¿Quería alguno de ellos demostrar así su poder o exagerar algún sentimiento de inferioridad? ¿A alguien le resultaba molesto tener en el grupo a una mujer discapacitada cuya visión le recordara la fragilidad de la vida y quisiera compensar este sentimiento —del que se avergonzaba— con una actitud altruista? ¿O quizás alguno de los hombres sentía una atracción erótica inconsciente hacia la mujer? En poco tiempo, el grupo se enfrascó en acaloradas especulaciones acerca de los motivos secretos e inconfesados que se ocultaban detrás de un favor a un compañero. Como resultado de ello, al final de la sesión, las cinco personas retiraron su oferta a la mujer discapacitada porque ya no estaban seguras de cuáles eran sus «verdaderos» motivos. La señora X se fue sola a casa con gran esfuerzo y lloró amargamente por el vergonzoso debate que su petición había provocado. Ya no volvió a asistir a la terapia de grupo. Sucesos dolorosos como el anterior no son ninguna excepción y, por ello, Viktor E. Frankl recordó lo siguiente: El desenmascaramiento es completamente legítimo. Pero éste debe concluir allí donde el «psicólogo desenmascarador» tropieza con algo genuino, con lo genuinamente humano del individuo que, precisamente, no se deja desenmascarar. Y si el psicólogo no se detiene ahí, sólo desenmascarará una cosa: su propio motivo inconsciente de envilecer y devaluar lo humano de la persona. Es decir, la predisposición espontánea a ayudar puede ser más auténtica que el conjunto de hallazgos psicológicos de una ulterior y enérgica búsqueda de motivaciones ocultas. Muy probablemente, la risa, la alegría o el simple deseo de socorrer al alguien no son ninguna inversión de perversiones no reconocidas ni síntomas de complejos escondidos, sino que son exactamente lo que son. Y quien, desde un principio, los declara como falsos está rebajando los 79

motivos elevados a la calidad de abyectos; está humillando al ser humano. El grupo de meditación logoterapéutica La logoterapia de Frankl abre nuevos caminos en lo que respecta a la psicoterapia de grupo. No se trata de extraer, a base de lisonjas, las emociones ocultas y dictaminar sobre ellas, sino de dar paseos conceptuales a través de senderos filosóficos que amplíen horizontes. Los pacientes se introducen en una filosofía de la vida psicohigiénicamente sana sin que se vean afectadas sus creencias personales. Una filosofía positiva y optimista, y unas creencias sólidas conforman la espina dorsal y el sostén del ser humano, sobre todo en épocas llenas de preocupaciones, porque sirven de apoyo, soporte y protección incluso cuando todo se desmorona alrededor. Por tanto, la logoterapia lo tiene fácil teniendo en cuenta que no existe prácticamente ninguna otra orientación psicoterapéutica que contenga tantos elementos filosóficos como ella. Ya he mencionado que la logoterapia coincide prácticamente con el tesoro inmemorial del saber humano, tal como éste sinos presenta en fábulas, leyendas, parábolas e historias, remitiendo siempre a actitudes justas, ideales audaces y sencillez natural. Si en las sesiones de grupo se consigue acumular algunas de estas «piedras preciosas filosóficas» y enhebrar en una «joya», el éxito psicológico estará asegurado. Los participantes hallarán sosiego, satisfacción y estabilidad. Vivirán con mayor vitalidad por un sentido y soltarán ciertas cosas anticuadas, superficiales y perturbadoras. Y quien suelta tiene las manos libres. Por ello amarran a su corazón algo distinto que les acompañará en adelante: agradecimiento, bondad y respeto. A continuación, reproducimos algunos textos de muestra extraídos de ese tesoro del saber y que se utilizan en los grupos de meditación logoterapéutica: No existe marco más bello pero tampoco más adecuado para un gran dolor que la cadena de pequeñas alegrías que nos damos unos a otros. FRIEDRICH SCHLEIERMACHER Lloraba porque no tenía zapatos, hasta que encontré a un hombre que no tenía pies. HELEN KELLER Esas personas a las que damos apoyo nos mantienen en pie. 80

MARIE VON EBNER-ESCHENBACH Con las piedras que uno encuentra en el camino también se puede construir algo bello. JOHANN WOLFGANG VON GOETHE Oh días luminosos... No lloréis porque hayan pasado, mas reíd porque han sido. IMMANUEL KANT Se cuenta de un antiguo emperador chino que quería conquistar el país de sus enemigos y destruirlos a todos. Más tarde le vieron con sus enemigos comiendo y bromeando. ¿No querías destruir a tus enemigos?, le preguntaron. Los he destruido, respondió, porque los he hecho mis amigos. JOHANNES TAULER O. P., místico de la Edad Media Quien sabe que existen formas de meditación en las que, incesantemente, se rumian sílabas sin sentido para ayudar a los que meditan a «vaciarse» interiormente, quizá podrá apreciar, por contraste, lo fructífero que resulta ayudarles a «llenarse» interiormente, es decir, a llenarse de buenos pensamientos. No hay mejor profilaxis para las recaídas.

No estar libre de, sino ser libre de ¿Cuál es el grado de libertad de la persona? Si hacemos caso a los filósofos existencialistas, el hombre es relativamente libre; es incluso expuesto a su libertad y abandonado a ella. Si hacemos caso a la psicología profunda, el hombre carece casi absolutamente de libertad, depende de sus fundamentos biopsíquicos y de su entorno social, y está abandonado a ambos. ¿Hay algún término medio válido entre ambos extremos? En efecto, lo hay en los escritos de Frankl, donde filosofía y psicología se unen en un sistema conceptual de primer orden que describe las ciencias humanas. Según él, el hombre no está libre de algo, sino que es libre de hacer algo. El hecho de estar libre de algo se manifiesta normalmente como una pura ilusión, mientras que el hecho de ser libre de hacer algo establece las bases de 81

nuestra responsabilidad humana. Ilustremos esta diferenciación con la ayuda de un ejemplo. Una joven universitaria estaba llorando en mi consulta. La plaza de estudios que había solicitado le fue denegada. El novio la había abandonado y había iniciado otra relación. El padre tenía que ingresar en el hospital para someterse a una segunda operación de cáncer. El dinero escaseaba. ¿Tenía ella la culpa de que todo fuera mal? ¿Debía tomarse los fármacos que le había recetado el médico de cabecera? Al llegar a este punto, detuve aquella verborrea, porque se estaban confundiendo manifiestamente las dos clases de libertad antes citadas. Los jóvenes, de tan libres que quieren ser, sobre todo libres de cualquier rebaño, no lo son. Al contrario. Precisamente su intenso afán de libertad denota una todavía enorme influenciabilidad por las circunstancias externas. Cuanta más imprudencia aplican para librarse de los recuerdos de su pasado y las normas de la sociedad, más se enmarañan en una red de nuevas dependencias. El ser humano no está libre de sus condiciones; unas condiciones que, como un trago amargo, deberá engullir en algún momento, conforme vayan madurando. Sería una ilusión pensar que podríamos sustraernos a este trago amargo adoptando formas de vida distintas. Ninguna forma de vida conocida permite huir de las condiciones corporales psíquicas o sociales, ni siquiera la vida de ermitaño, que también tiene unas reglas que no se pueden infringir. Así pues, la joven universitaria, que se veía ante unos factores del destino que se le escapaban de las manos, hizo el razonamiento anterior con un profundo dolor. Las circunstancias económicas y sociales, así como la asignación de una plaza universitaria, se escapan del poder del individuo, de la misma manera que el individuo tampoco ejerce ningún derecho sobre los lances felices del destino como son el amor o la buena salud No sólo eso. Incluso si se pudiera forzar un destino determinado las consecuencias de ello acarrearían otras faltas de libertad que describirían a su vez nuevos ámbitos de impotencia en la persona. Obtener una plaza en una universidad no libera de la importante necesidad de cumplir con las progresivas exigencias de una carrera; una amistad con un inicio prometedor no garantiza que transcurra sin altibajos; y una buena salud en el presente no es ningún pasaporte para la vida eterna. ¿Qué consejo debía recibir esta joven mujer? En vez de du dar de sí misma, debía abandonar la ilusión de que podía es capar a la intervención del destino en lo bueno y en lo malo. Le dije que lo que estaba experimentando era una sucesión fatídica de acontecimientos desagradables, pero que ello no significaba que ya no volverían a producirse casualidades felices en su vida, aunque siempre sin su intervención y sin que sean mérito suyo. Su función no era dar cuenta de los intereses de su vida que carecían de libertad, y menos todavía mantener la ilusión de estar libre de las condiciones mediante otra ilusión aún más peligrosa: la de poder pagar su libertad con drogas y pastillas. Le dije que su función era, antes bien, adoptar una posición libre con respecto a todos los intereses faltos de libertad de su vida reaccionando a ellos desde la responsabilidad. 82

Elección y responsabilidad En la logoterapia centramos nuestra atención en el hecho de ser libres de hacer algo, y con este cambio de perspectiva se abre un vasto territorio allí donde acababan de levantarse los muros de la condicionalidad. Ante la libertad humana de la actitud espiritual, hasta el destino se ve obligado a capitular, porque no existe circunstancia interna o externa —dando por sentada una conciencia humana despierta— a la que no se pueda reaccionar de una manera muy distinta. ¡La impotencia respecto a la aparición de tales circunstancias se supera mediante un poder de la elección en la responsabilidad de estas circunstancias! Pero allí donde hay una elección, hay una elección buena o mala, sensata o absurda, razonable o irracional... La responsabilidad de la elección se mueve a rebufo de la libertad de poder elegir cómo se reacciona ante la ausencia de libertad. Por ello, en la medida en que estar libre de condiciones es una ilusión, ser libre de adoptar una actitud es una responsabilidad. ¿Qué opciones tenía mi joven universitaria tras el cambio de perspectiva? Ante ella se extendía el vasto territorio de las distintas posibilidades de poder valorar su situación. Tras una fase de ponderación, la chica escogió como primera posibilidad trazar un arco conceptual entre la inalcanzable plaza universitaria y la enfermedad de su padre. Probablemente, el padre no habría podido presenciar el final de los largos estudios de la hija. En cambio, su gran deseo era verla hasta cierto punto situada y con un sueldo, lo que pasaba por que ella encontrara pronto un trabajo. De esta manera también se reducirían los apuros económicos. Pero, ¿lamentaría la joven toda su vida no haber estudiado? Meditó la pregunta, pero la conciencia de la responsabilidad de su libre decisión le impidió responder de modo afirmativo. Le parecía absurdo tener que lamentarse eternamente. ¿Acaso no podía ampliar su interés personal por la materia durante el tiempo libre, estudiando por su cuenta a través de una universidad a distancia? La idea de «engañar» al destino tenía cierto atractivo para ella, y los últimos rastros de lágrimas desaparecieron de su rostro. Sin embargo, había que conseguir una última actitud espiritual, la más difícil: la actitud frente a la pérdida del novio infiel. ¿Lo había amado profundamente? Sí, lo había amado. Y él, ¿también la había amado del mismo modo? ¿Tenía que engañarse a sí misma? No, la responsabilidad de su propia decisión libre le permitía retroceder ante la idea de tramar una red imaginaria sin sentido: el amor del novio no había soportado la situación. «Estoy triste — explicó ella—, pero aún lo habría estado más si nuestra relación hubiese durado más tiempo y se hubiese roto algún día.» Una sabia actitud que ella misma eligió. Como hemos visto, la joven cambió. De «víctima indefensa del destino» pasó a «coartífice activa de su propio destino», lo que, al fin y al cabo, es el objetivo de toda buena intervención psicoterapéutica. Cuando llegó el momento de despedirnos, ella había comprendido que no estaba libre de los dictámenes arbitrales de las autoridades universitarias, pero que era libre de iniciar una carrera profesional; que no estaba libre del rechazo de su novio, pero que era 83

libre de reconocer que era el compañero equivocado; y que no estaba libre de experimentar ansiedad por su padre, pero que era libre de satisfacer sus deseos más íntimos. Desde el momento en que renunció a un espacio libre engañoso para cambiarlo por un espacio libre lleno de responsabilidad y rencontró su equilibrio interior, la joven se encontró a sí misma. A modo de conclusión, podemos decir que el fenómeno de la libertad del ser humano es equívoco y fascinante a la vez. En tanto que criatura de la naturaleza rodeada de las otras criaturas de la Tierra, el ser humano se halla integrado en un orden cósmico que es incapaz de comprender y está inevitablemente implicado en los acontecimientos de su tiempo y su lugar. Sin embargo, en tanto que ser vivo en el que hace milenios prendió la llama del espíritu, está llamado a adoptar una actitud frente a una existencia que no comprende y a la que se ha visto expuesto; una actitud elegida libremente en el marco de una vida responsable.

Rescribir la autobiografía De vez en cuando, se anima a los pacientes a que redacten su autobiografía con el fin de impulsar reorientaciones beneficiosas. Con ello no se pretende que «desahoguen las penas», sino que se enfrenten con el «logos» que envuelve su aflicción. En la lectura de sus vidas no hay que interpretar los aspectos patógenos (el «porqué»), sino extraer lo que las experiencias relatadas «dan a entender» (el sentido interpretado como lo que se da a entender, el «para qué»). En este ejercicio logoterapéutico se pregunta a los pacientes con qué espíritu, actitud e intención redactan su texto. ¿Como testimonio de la propia resignación? ¿Para deshacerse del resentimiento? ¿Como reflejo de la propia búsqueda de sentido en el dolor? ¿O, incluso, como afirmación heroica ante lo irremediable? Para muchos pacientes, una redacción guiada de su biografía constituye un proceso de recapitulación lo suficientemente realista para dejar que lo verdadero siga siéndolo, pero lo suficientemente idealista para dar una oportunidad a la reconciliación con la verdad. De impresionante se podría calificar el texto de una de mis pacientes, quien, con anterioridad al inicio de nuestras conversaciones, ya había redactado un esbozo autobiográfico que rescribió posteriormente. La misma historia ofrecía una lectura sorprendentemente distinta. Para demostrarlo, reproducimos a continuación (con el permiso de su autora) dos fragmentos de esa autobiografía: uno «de antes» y otro «de después».

Fragmento 1 (extracto del escrito redactado por la paciente antes de iniciar la terapia) Mi madre quiso evitar que yo naciera en un chapucero intento de aborto con un ganchillo, pero no lo consiguió. Mi hermano me tenía unos celos espantosos cuando nací. Seguro que me odiaba, porque, una vez que tuvo que vigilarme, dejó rodar por un terraplén el cochecito en el que yo estaba. El cochecito volcó, y yo caí y me golpeé en un hombro. También cuando era 84

pequeña me hundí en un estanque helado y la gente que pasaba no me sacó hasta el último minuto. Siempre estaba sola, nadie jugaba conmigo. Mi madre trabajaba en el campo y de mi padre no recuerdo nada. Por ello, casi siempre estaba en casa de los vecinos. Aquélla sí que era una familia intacta. A mediodía siempre estaba la comida en la mesa y, en Navidad, tenían un árbol decorado en un rincón. Eso me aclaró muy pronto lo distinta que era mi familia. El siguiente suceso ilustra lo poco que sabía mi madre sobre mí. Por las tardes, mi hermano y yo nos escapábamos de casa para ir a observar por la ventana de una taberna a los adultos que jugaban a cartas. Justo antes de que mi madre llegara a casa, volvíamos corriendo y, arrastrándonos, nos metíamos en la cama con ropa y zapatos y nos hacíamos los dormidos. Mi madre no se daba cuenta. Nuestros juguetes eran sólo lo que daba el campo: piedras y coronas de flores. Cuando hacía buen tiempo, me pasaba el día al aire libre, entregada a mí misma y a mis pensamientos [...] Este texto refleja la verdad sin disimular nada. Pero no describe toda la verdad, que se compone esencialmente de algo más: la riqueza de sentido y valores de lo vivido, la parte positiva de la historia y ese poquito de gracia divina que siempre impera. En nuestras conversaciones dimos forma a esta verdad «adicional» y después la paciente reescribió su autobiografía.

Fragmento 2 (extracto del escrito redactado por la paciente después de iniciar la terapia) Vine al mundo sana y, a pesar de algunas amenazas corporales, lo sigo estando. Por lo visto, de niña tuve un ángel de la guarda especial que veló por mí y procuró que, por ejemplo, no me desnucara cuando caí del cochecito o me sacaran a tiempo del agua cuando se rompió la capa de hielo del estanque. Aunque mi madre estuviera saturada de trabajo, encontré en! los vecinos a unas personas de referencia queridas y conocí allí lo que era una vida íntima familiar en la que yo podía participar cuando quería. En mi hermano también hallé, tras ciertos celos iniciales, a un colega y aliado con quien compartí todo tipo de travesuras. Nos divertíamos engañando continuamente a nuestra madre, que no paraba de trabajar. Pero lo más bonito era el grandioso paraíso natural que teníamos a nuestra disposición para jugar y que nos hacía olvidar nuestra pobreza. No necesitábamos juguetes artificiales. Éramos los dueños de un vasto territorio que yo recorría durante jornadas enteras y donde desarrollé un amor profundo por la naturaleza y una libertad que cualquier niño de ciudad 85

habría envidiado [...] Creo que todos podemos envidiar de verdad a esta paciente; envidiarla por el crecimiento interior que experimentó entre el primer texto y el segundo.

Los somníferos al cubo de la basura La logoterapia se diferencia de la orientación del «pensamiento positivo» en que siempre contempla la totalidad, lo positivo y lo negativo, el holon, lo «íntegro». La logoterapia le comunica al paciente: eres querido, aunque quizá no por tus padres; alguien ha dicho que vengas, porque, de lo contrario, no estarías aquí; alguien te necesita, tu contribución es importante. Todos hacemos que el mundo gire; su devenir depende de nosotros. Cuando se habla de casos sin esperanzas o perspectivas, hay que responder preguntando: ¿esperanzas de qué? ¿Perspectivas hacia dónde? ¿Hacia una vida prolongada, agradable y sana? Y entonces, sólo entonces, muchas vidas podrán parecer carentes de esperanza y perspectivas. Sin embargo, cuando se trata de la esperanza y la perspectiva de contribuir con sentido al acontecer del mundo, todas y cada una de las vidas tienen esperanza y perspectivas. Sorprendentemente, la contribución llena de sentido de cada uno también consiste en no hacer nada: influimos en el mundo tanto por lo que hacemos como por lo que dejamos de hacer. Una vez, con una argumentación lúdica, llegué a este razonamiento con un anciano minusválido que me preguntó por qué no debía acortar su penosa vida con la ayuda de una sobredosis de somníferos, sobre todo si, de todos modos, no se sentía útil para nadie. Yo argumenté más o menos lo siguiente: «Bueno, vale, supongamos que usted se suicida. La gente sospechará, forzará la puerta de su casa y le encontrará. La vecina se enterará, el cartero se enterará y los empleados de la tienda donde va a comprar también lo sabrán. Probablemente, aparecerá una pequeña reseña en el periódico local. Como es natural, la noticia llegará a sus dos hijos que viven lejos y compartirán su consternación con los conocidos. Pongamos ; que sean unas sesenta personas las que, en mayor o menor' medida, se ven afectadas al enterarse de que, una vez más, alguien se ha suicidado. ¿Puede usted garantizarme que ni siquiera una de ellas, una sola, no se encuentra en una situación extremadamente delicada? ¿Alguien que, en su desesperación, esté a un paso de renunciar a la vida? ¿Y puede usted garantizarme que esta única persona no se verá animada por la información de su suicidio, que lee por casualidad o le explican, a hacer lo mismo? ¿Una persona que, quizá, dos meses después habría superado su crisis actual, recuperado el equilibrio y reconquistado las ganas de vivir si la información sobre usted no hubiera existido?». El anciano admitió que no podía darme ninguna garantía al respecto. Por ello, proseguí: «Usted me ha dicho que ya no es útil para nadie, pero le pido lo siguiente: ¡salve a esa única 86

persona para la cual puede ser determinante no resignarse en un momento de melancolía! ¿Quién sabe para quién es útil también esa persona, para qué es importante? Quizá dentro de diez años esa persona esté en una calle con mucho tránsito y pase una pelota rodando junto a él, y detrás de ella corra un niño que no repare en los coches. Pero como esa persona está ahí, en el sitio adecuado en el momento preciso, puede atrapar al niño por el cuello y tirar de él para salvarlo de un atronador camión que pasa por allí. ¿Pretende usted evitar que algo así pueda suceder?». El anciano no lo pretendía. «En tal caso —subrayé—, usted ya habrá salvado a dos personas, dos, únicamente renunciando a acortar una vida manifiestamente difícil. ¿No es así? ¿Debo seguir con nuestro juego de razonamientos? ¿Debo especificarle para qué es posible que ese niño sea necesitado, que simplemente siga viviendo, si una persona en una determinada calle transitada está dispuesta a salvarlo? Quizá, cuando sea mayor se convierta en un gran investigador y descubra un medicamento contra una horrible enfermedad...» «Ya he comprendido», me interrumpió el anciano, y en sus ojos brilló un jocoso pensamiento: «¡De mí depende el bienestar de la humanidad!». Los dos nos reímos, pero era una risa sobre una verdad excepcionalmente seria. Todos los somníferos que el anciano había reunido fueron a parar al cubo de la basura.

La cuenta de la moribunda El bienestar de la humanidad depende realmente de cada individuo, igual que la calidad de una carretera de mil kilómetros depende de cada metro cuadrado de asfalto de que está hecha. ¡Qué peligro, si falta un metro cuadrado de asfalto en la calzada y, en su lugar, hay un boquete! La carretera podría convertirse en una trampa mortal. De un modo parecido faltan todas las posibilidades de sentido no realizadas por una vida humana en la historia de la Creación, tanto las que habrían consistido en una acción como las que habrían consistido en una omisión. Un pobre que no roba en unos grandes almacenes contribuye a que este tipo de hurto no se convierta cada vez más en una falta «bien vista». Un enfermo que sale adelante y no pierde el coraje de vivir contribuye a que otras personas conserven el suyo. No infligir ni transmitir el sufrimiento es todo un logro y, sobre todo, una tarea que le corresponde a quien, por motivos de peso, tendría concedido el derecho a hacerlo. Él, como nadie más, puede demostrar que también se vive sin hacer uso de ese derecho. A continuación quisiera ilustrar, con una conmovedora experiencia extraída de mi vida personal, que se puede conseguir el bien en cualquier fase de la vida, incluso cuando morimos, y que, por tanto, el bienestar de la humanidad —en pequeñas porciones— depende de todos, incluso de un moribundo. Esta experiencia me reveló lo poco autorizados que estamos para juzgar sobre el sentido del tiempo de vida que le queda a un enfermo terminal. 87

En mi consulta psicoterapéutica conocí a una mujer de mediana edad. Un día contrajo una parálisis muscular progresiva imposible de atajar y que se recrudecía con rapidez. Yo estuve a su lado y, en nuestra búsqueda de la aceptación de lo irremediable, se desarrolló una cercanía personal entre las dos. Al final, la mujer fue ingresada en un hospital, en lo que fue la «última estación» de su vida, y llegó el día de mi última visita. Cuando me incliné hacia ella, me susurró unas palabras al oído. «He abierto una cuenta para usted —murmuró—, una cuenta en Nuestro Señor, donde voy ingresando rezos para usted.» Le costaba muchísimo hablar, y yo callaba de pura emoción. La mujer volvió a hacer acopio de fuerzas para decir lo siguiente: «Si alguna vez se encuentra en apuros, en un caso de emergencia, saque de esta cuenta...». La mujer falleció y mi vida profesional cotidiana siguió su curso. Todavía pensé en ella durante un tiempo, pero pronto me vi tan reclamada por las obligaciones del presente, que sus palabras cayeron en el olvido. Mi experiencia continuó dos años después, una tarde de otoño en mi casa. Mi marido y yo estábamos esperando que nuestro hijo, que entonces tenía 12 años, volviera de sus clases de violín. Las horas pasaban y el niño no llegaba. Esperábamos, y nuestra preocupación aumentaba, igual que les ocurre a todos los padres cuyos hijos no acuden puntuales a casa. Mi marido intentó llamar al conservatorio, pero ya estaba cerrado. ¿Qué podíamos hacer? Consideramos distintas opciones, pero al final nos pareció que lo más razonable era quedarnos en casa. Seguíamos esperando una explicación inocente al retraso de nuestro hijo. Pero esta esperanza no se cumplió. Llamaron al interfono y se escuchó una voz por el auricular: «Policía. Abran, por favor». En aquel entonces vivíamos en un sexto piso, por lo que entre que abrieron la puerta del edificio, llamaron al ascensor y subieron a la sexta planta, los agentes todavía tardaron algún tiempo en llegar a nuestra vivienda. Seguro que sólo pasaron unos pocos minutos, pero aquel lapso en el que mi marido y yo estuvimos de pie ante la puerta de casa y esperamos impacientes la noticia me pareció eterna. Un terror frío me invadía) y me oprimía el pecho. Era como si no hubiera suelo y el miedo me cortase la respiración. Entonces, emergieron desde las! capas más profundas de mi conciencia las antiguas palabras de aquella mujer marcada por la muerte, y pensé: «\Ahora sacaré de la cuenta todo lo que haya, retiraré toda la clemencia que una persona desconocida imploró para mí!». En ese mismo instante, recuperé la calma. La angustia no había desaparecido, pero podía soportarla. Podía mirar de frente lo que se nos avecinaba y mis pies volvieron a tocar el suelo. Afortunadamente, la historia concluyó con un final feliz, porque nuestro hijo sufrió un atropello que sólo le ocasionó una fractura del hueso de la espinilla, de la que se recuperó a los tres meses.

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El cielo sobre las ruinas Esta experiencia personal me abrió una perspectiva importante. Si retrocedemos a la situación de la mujer del hospital tal como la encontré en su momento, vemos que se trata de un ser inválido postrado en una cama y sin esperanzas de mejora. La mujer aguantó hasta el momento exacto en que la parálisis le llegó a todas sus funciones vitales. ¿No habría nadie dispuesto a negar a su vida aquel sentido del que hablábamos antes? ¿No habría caído nadie en la tentación de calificar su existencia de inútil y superflua? ¿No nos hubiésemos quedado vergonzosamente mudos si alguien nos hubiese preguntado qué había de malo en acortar su sufrimiento, tal como quería saber el anciano del penúltimo caso? Sin embargo, esta (¿irrelevante?) mujer, a pesar de vivir bajo unas condiciones enormemente limitadas, fue capaz de obsequiarme con un presente que, dos años después, todavía perduraba y me proporcionó una ayuda real en una situación de extrema urgencia psíquica. Nada más lejos de mi intención especular acerca de si, gracias a las oraciones de la mujer, una fuerza divina socorrió a mi hijo en el lugar del accidente —¿quién puede atreverse con cuestiones metafísicas de tan alta envergadura?—, pero lo que sí quisiera constatar es que las caritativas palabras de despedida de la mujer poseían una radiación positiva que no ha muerto y que, quizá, todavía hoy sirvan de consuelo al lector de la misma manera que a mí me hicieron recuperar la confianza innata en un momento crucial de mi vida. ¿De dónde pudo sacar esta mujer la fuerza necesaria para, en el umbral de la muerte, ejercer una influencia benéfica en vez de quejarse y pelearse con su destino? ¿Alzó la vista a ese pequeño pedazo de cielo que había sobre las ruinas de su existencia y que Viktor E. Frankl describió en la frase: «Cuántas veces son sólo las ruinas lo que permite alzar la vista al cielo»? ¿Descubrió allí, grabado en letras doradas, que toda vida, por desdichada que sea, tiene un sentido? Yo creo que así fue.

Poder decir «sí» de verdad El ser humano, en tanto que primera criatura de la evolución, tiene la capacidad de decir «sí», lo cual lo convierte en un caso particular. Esta capacidad no es simplemente la facultad inversa de decir «no», sino, en cierta medida, su requisito. Porque, de la misma manera que la sombra no existe por sí misma, sino sólo en combinación con el sol, es decir, como su variante no soleada; y de la misma manera que el contrasentido no existe por sí mismo, sino sólo en combinación con el sentido, es decir, como su variante contraria; de esta misma manera, tampoco existe un no por sí mismo, sino siempre como un no a lo excluido por un sí. Él no es un espacio vacío. Si he dicho que sí a una conferencia que estoy dando, he dicho simultáneamente que no a todas las otras conferencias que podría estar dando al mismo tiempo. Si he dicho que sí a mi profesión, he dicho simultáneamente que no a todas las otras profesiones que también 89

podría haber aprendido. Cuando he dicho «sí» a una posibilidad, el «no» atañe al resto de posibilidades. Por consiguiente, el sí precede al no, como el sol a la sombra y el sentido al contrasentido; y la capacidad de decir «sí» precede a la capacidad de decir «no». En individuos con enfermedades o trastornos psíquicos, esta relación se observa desde dos puntos de vista. Por un lado, los que no «pueden» decir «no» son aquellos que tampoco son capaces de decir un verdadero «sí». Se trata de personas que aceptan casi todas las demandas porque temen el rechazo, y que, en cambio, no soportan psicológicamente lo demandado, lo que provoca que, tarde o temprano, se desmoronen bajo el peso de este dilema. El «acto no afirmado» (¡no afirmado por, ellos!) es típico de individuos inmaduros y neuróticos. En el polo opuesto, el «acto no agradecido» (¡no agradecido por los demás!) es característico, entre otros, de personas maduras que se orientan por lo que les dicta la conciencia, sin tener en< cuenta las expresiones de satisfacción de sus congéneres. Por otro lado, los que sólo «pueden» decir «no» son aquellos que caen en un estado de nisí-ni-no, es decir, que no pueden conseguir decir un verdadero «no». Por ejemplo, una persona que quiere ir a la universidad pero sólo sabe qué carreras no está dispuesta a hacer, carecerá, para estudiar satisfactoriamente, del «sí» verdadero a una especialidad de su interés, mientras que para optar por el mundo laboral, carecerá del «no» verdadero a los estudios; estará nadando entre dos aguas. Por ello, la logoterapia intenta en gran medida reforzar la capacidad de la persona para decir «sí». Esta capacidad constituye la base de un «sí a la vida» fundamental y, en casos de emergencia, de un «sí a la vida pese a todo». Pero ello nos conduce a otra pregunta: ¿hasta qué punto merece la pena decir sí a la vida? En el ejemplo de la mujer moribunda que abre una cuenta de rezos, este merecimiento se puede extender hasta el último minuto. Veamos ahora qué ocurre cuando se trata de los primeros meses y semanas de una vida. También aquí recurriré a un episodio personal para ilustrarlo. Era el año 1976. En Alemania, la interrupción del embarazo en situaciones de necesidad estaba permitida si antes de la intervención las embarazadas demostraban que se habían informado acerca de las posibles ofertas de ayuda psicológica durante la gestación. Yo ejercía de psicóloga en un centro municipal de planificación familiar y, de la noche a la mañana, me tocó desempeñar esta labor de orientación. La tarea me deprimía enormemente. Creo que en toda mi vida no me han venido con tantas mentiras como entonces; me sentía desbordada. Eran demasiadas decisiones voluntarias contra una vida que empieza sin que se diera ninguna situación de necesidad real. Sin embargo, la experiencia a la que me quiero referir fue una excepción.

¿Una señal de arriba? La precaria situación de la joven embarazada que me vino a ver era tan real como su 90

desesperación. En su pequeño apartamento vivían ya cuatro hijos pequeños y, encima, un marido sin empleo, de origen mediterráneo, iracundo y alcohólico, que no daba la más mínima muestra de preocuparse por ella. La pareja había incluso llegado a las manos. Debo confesar que, tras una larga y exhaustiva conversación con la joven, ni yo misma estaba segura de qué decisión habría tomado en su lugar; así de oscuro era el futuro de esta familia. Tanto más sorprendida quedé cuando, el mismo día de nuestra conversación, la joven volvió a aparecer en mi despacho a pesar de que ya tenía en su poder la confirmación de la entrevista mantenida, así como el certificado de aprobación médica, y ya podía dirigirse al hospital para abortar cuando quisiera. Volvió porque, tal como dijo, me había visto interesada y porque, entre tanto, se había producido un suceso sobre el que quería hablar conmigo. El día anterior, su marido había encontrado un empleo. Cuando ella volvió a casa después de nuestra entrevista, él la recibió con esta feliz noticia y le prometió firmemente que también haría algo para combatir su adicción al alcohol. «¿Cree usted —me preguntó aquella joven mujer en su segunda visita—, cree usted que esto es una señal de arriba para que tenga el niño?» En momentos así, los psicólogos tenemos que hablar como personas, y no como expertos, y por ello respondí, simplemente, como persona: «Si usted lo ve así, será así». Tras algunos minutos de silencio, llegó su «sí» a la vida del niño. Todavía seguí orientando a esta familia durante aproximadamente un año, hasta que, en 1977, me trasladé a Munich para incorporarme a mis nuevas obligaciones. En aquel período de tiempo, el marido se sometió a una cura de desintoxicación y asistió regularmente a las sesiones de orientación familiar, cosa que dio sus frutos. Gracias a su puesto de trabajo en el almacén frigorífico de una industria alimenticia, pudo aumentar la despensa de la familia con comida más barata. Los tres hijos mayores fueron admitidos en una guardería, lo cual supuso un enorme desahogo para la madre. El hijo que llevaba en su seno se convirtió en un hermoso bebé y fue recibido con alegría. Casi al mismo tiempo de nacer el pequeño, la familia obtuvo una vivienda social más grande que esperaban desde hacía tiempo. Después de haber presenciado la completa desesperación de la joven mujer y, sobre todo, después de que yo misma llegara a albergar serias dudas respecto al tema del aborto, me quedé asombraba al ver que todas las piezas iban encajando poco a poco. Hoy casi se impone en mí una idea parecida a la que aquella joven mujer me planteó entonces: «¿Podría ser una señal de arriba no dudar nunca de una vida que no ha nacido y de sus posibilidades?». Hay momentos en la vida en los que hay que adoptar una postura respecto a algo. Por ello, yo digo aquí, abierta y francamente, que no creo que el aborto o la eutanasia activa sean soluciones dignas de ser afirmadas. Conozco suficientes argumentos que me desdicen y conozco el inmenso sufrimiento en ambos contextos y, sin embargo, estoy convencida de que existen soluciones más dignas. Quien ama al ser humano, combatirá su sufrimiento allí donde sea posible, pero no le negará el derecho a la vida. Puede que a muchos niños que nacen no les espere una infancia agradable, y puede que a un enfermo ir? curable no le espere otra cosa 91

que el sufrimiento, pero nunca podremos estar seguros de que, tanto al uno como al otro, no le espera algo más: al niño, un trabajo importante que deberá desempeñar más adelante o una relación de gran valor que deberá entablar; y al enfermo incurable, una última reconciliación o un espléndido legado a sus familiares, aunque se trate simplemente de comunicar que, a pesar de todo, una buena despedida pueda servir de algo. Esto no significa que no existan responsabilidades frente al hecho de traer hijos al mundo, en el sentido de una planificación familiar prudente, o frente al hecho de poner fin a la vida de un moribundo, en el sentido de una ayuda médica para aliviar el sufrimiento. Únicamente significa que la cantidad o la calidad de la esperanza de vida no puede ser ningún criterio a favor o en contra de la destrucción de una vida.

El enfermo mental y su remedio Ese misterio que desde hace siglos llamamos «el alma» humana y que Viktor E. Frankl denominó, siguiendo la tradición filosófica occidental, «el espíritu», es algo que no puede enfermar. Lo espiritual es puro «movimiento», pero no un movimiento en el espacio, sino en el existir, y un movimiento no puede enfermar. Un movimiento sólo puede tomar la dirección equivocada y sólo puede ser detenido por la enfermedad de un organismo encargado de ejecutar dicho movimiento. Por ejemplo, el amor hacia una persona es un movimiento hacia ella, un movimiento interior, anímico-espiritual, que sólo encuentra su encarnación espacio-temporal en la intimidad corporal de ambos amantes. Cuando el amor hacia alguien se acaba o se transforma en odio, se produce un alejamiento que, según el caso, es tan grande que ya no se conoce a la otra persona, apenas se le ve, apenas se da uno cuenta de cuándo se le está hiriendo y, entonces, se le ignora como si no existiese. La fe religiosa es un movimiento, en este caso, de la inmanencia a la trascendencia (no en vano, hablamos de «cercanía» o «distanciamiento del Señor» en personas creyentes y no creyentes). Este movimiento también es, por supuesto, un acto anímico-espiritual que encuentra su equivalente espacio-temporal en el ritual de la misa. De la misma manera, el interés por una cosa significa balancearse espiritualmente sobre ella, querer comprenderla, preocuparse por ella. Y, al revés, la falta de interés por algo significa distanciarse de ello, descartarlo, dedicarse a otras cosas. Análogamente, el ser humano se mueve hacia sí mismo, lo cual presupone que primero se ha tenido que separar de sí mismo para, desde una distancia ontológica, poder moverse precisamente hacia sí mismo. El ser humano es una instancia que valora y es valorada a la vez. Uno de los dos aspectos] siempre sobresale por encima del otro y, entonces, se produce el paso de lo que sobresale a lo que no sobresale. Cuando alguien dice: «Sufro tanto con mis depresiones», las depresiones son un acontecimiento psíquico y, eventualmente, físico] (en caso de que intervenga un componente endógeno). Pero lo que sufre con las depresiones, a 92

saber, el yo espiritual-personal de esta persona, no es por sí mismo depresivo, no está enfermo, tan sólo padece una enfermedad y debe adoptar una actitud frente a ella. Por ello, habrá un paciente que dirá: «Sufro tanto con mis depresiones... ¡Pero no me dejaré dominar por ellas!», y otro que dirá: «Sufro tanto con mis depresiones... que preferiría morir». La diferencia entre estos dos pacientes no reside en su enfermedad, porque ambos padecen la misma. La diferencia está en la respectiva actitud espiritual frente a la patología. Una actitud que, por otro lado, no es sintomática de ninguna enfermedad, sino específica de cada persona. Por ello, cuando hablamos del paciente mentalmente enfermo, no debemos perder de vista que todos nuestros esfuerzos por él se aplican en la base de su persona que no está enferma a pesar de padecer una patología psíquica. Nuestra preocupación se centra en esa persona cuya libertad de movimiento espiritual se ve cercenada por miedos, depresiones, neurosis y, sobre todo, por psicosis, pero que es y sigue siendo principal y potencialmente movible, lo suficiente como para poner en práctica el hecho de ser humana, incluso estando enferma. Y cuando hablamos de un remedio para el alma enferma, también deberíamos aclarar que, con nuestros remedios, «estamos limando las asperezas de una gigantesca puerta de roble que impiden que ésta se abra suavemente, y que, en cambio, es el paciente quien tiene en sus manos la única llave capaz de abrirla» y, con ella, el poder de decidir si se abre o se cierra a nuestra oferta de remedios, a los desafíos de su vida y a la abundancia de sentido del mundo que le rodea. Con ello, y para seguir con la metáfora, a veces también hay «puertas que se cierran a pesar de girar sin problemas sobre sus goznes». Es decir, no sólo el Homo patiens, el hombre enfermo y doliente, debe moldear personalmente la enfermedad y el dolor, sino también el Homo possidens, el hombre que posee salud, felicidad y bienestar, debe administrar personalmente estas posesiones, y, al hacerlo, puede llegar a un punto en el que casi no le quede margen de movimiento para poner en práctica su realidad humana. A modo de conclusión, podemos decir que el estado anímico de una persona nunca debe manifestarse únicamente en categorías clínicas, sino que ese estado siempre es también el reflejo clínico de un acontecimiento metaclínico: el de atribuir la persona mucho o poco sentido a su vida, tanto a sus pérdidas como a sus posesiones.

Una advertencia contra los remedios nocivos Con mis indicaciones no pretendo defender bajo ningún concepto las modernas tendencias según las cuales cada enfermedad encerraría un significado secreto o expresaría algo sobre una conducta fallida propia que debe ser corregida o sobre una conducta fallida ajena que ha ocasionado la primera. La materia se crea, se desarrolla y desaparece, ya se trate de la materia de las estrellas o de la materia del cuerpo humano unida a la situación anímica de la persona. Toda materia es imperfecta y efímera, y tanto la enfermedad como la muerte no son otra cosa que manifestaciones prácticas de esta ley. Por supuesto, un estilo de vida insano y un entorno social y ecológico nocivos pueden aumentar la fragilidad de pueblos enteros. Sin 93

embargo, ni el más sano de los estilos de vida ni el más óptimo de los entornos serían capaces de conjurar la fragilidad corporal y mental del ser humano. Por tanto, deberíamos guardarnos de las interpretaciones psicologísticas que pretenden dar un significado a cada enfermedad; un significado que, encima, se remite a una serie de déficit en la vida de los pacientes que hay que sacar a la luz para poder comprender correctamente sus enfermedades y combatirlas. Y también deberíamos concentrarnos preferentemente en ayudar a nuestros pacientes a buscar y encontrar el sentido de sus vidas no en sus enfermedades, sino a pesar de éstas. Un sentido que únicamente se descubre ante la persona espiritual que hay en el paciente y que permanece íntegra e invulnerable ante cualquier fragilidad material. Para arrojar algo de luz sobre esta problemática, reproducimos a continuación algunos relatos de pacientes: una mujer me explicó que su hija, que seguía una psicoterapia, tuvo que llevar una vez a las sesiones dibujos de cuando era PEQUEÑA, probablemente para documentar los estados anímicos de la infancia. La madre preparó una carpeta repleta de dibujos pero cuando la hija volvió de la siguiente sesión, sólo trajo los que tenían más colores y eran más alegres. «La terapeuta se ha interesado por los dibujos grises, oscuros y de trazos rectos y temblorosos», explicó la hija. «Los otros no los necesita.» Éste es el modelo patológico que la psicoterapia necesita superar. Si sólo ponemos el acento en las cosas negativas que han sucedido en la vida de una persona, no nos extrañemos que en vez de cicatrizar, las heridas curadas se vuelvan a abrir Otro relato proviene de una mujer que acudió al neurólogo para que le hiciera un dictamen. Por lo visto, el especialista la trató con extrema frialdad y le preguntó muchas cosas que confundió y alteró a la mujer. A resultas de ello, se dejó el chal en la consulta. Cuando volvió para recogerlo, el neurólogo le dijo en tono de burla: «¡Aja! Su subconsciente indica que le gustaría continuar la conversación conmigo». Mientras me explicaba su relato, la mujer temblaba atemorizada al pensar que debía hacer una segunda visita a aquel neurólogo. Así de erróneas pueden ser las interpretaciones… Pero no sólo las interpretaciones. También los basados en interpretaciones son problemáticos. Conozco a una paciente que se atrevió a cortar un psicoanálisis de larga duración porque pensaba que volvía a estar psíquicamente estable y podía controlar su vida con sus propios recursos. El terapeuta la despidió comunicándole que sus deseos de no continuar la terapia eran temporales y la amenazó diciéndole que! pronto vería lo poco aferrada que estaba a la realidad y lo poco que tardaría en volver a caer en un «agujero psíquico». Esta amenaza hizo mella en la paciente y la intranquilizó de tal manera que fue perdiendo lentamente la seguridad que con tanto esfuerzo había ganado. Estuvo a punto de caer en una depresión real que yo pude evitar a tiempo con un poco de humor y ánimos. Aunque suene extraño, hay profecías que se cumplen no porque sean acertadas, sino porque se han profetizado. O dicho de otro modo: un bisturí olvidado en el estómago siempre es nocivo, tanto en el ejercicio de la cirugía como 94

en el de la psicología, donde, desgraciadamente, también puede dejarse olvidado un bisturí «iatrógeno» en el estómago de la psique del paciente.

Un resumen de los remedios saludables Tras estas señales de aviso sobre los remedios nocivos, analizaremos a continuación, mediante un breve resumen, cuáles son los remedios psicoterapéuticos saludables. La palabra therapeía, de origen griego, significa «asistencia», y desde siempre es sabido que quien ejerce una profesión terapéutica (la medicina, la psicología, la cura de almas) tiene que convertirse en un asistente para las personas amenazadas, para aquellos que se han extraviado, que necesitan una pequeña escolta, que ya no saben qué hacer y se precipitan inexorablemente al vacío. La pedagogía psicoterapéutica ha desarrollado hasta hoy tres teorías principales para las directrices que deben seguir estos «asistentes»: a) Métodos de revelación del material inconsciente. b) Métodos de sugestión y persuasión. c) Métodos de entrenamiento y ejercicio. Estos métodos se han mostrado efectivos, cada uno con sus particulares ventajas, pero también con sus desventajas de metodología interna. La revelación del material inconsciente puede resultar curativa a largo plazo. Únicamente hay que procurar que lo revelado tras el proceso terapéutico de catarsis y elaboración psíquica vuelva a sumergirse en el inconsciente y descanse allí' en paz para siempre. Si esto no se consigue, es decir, si, tras.' revelar lo inconsciente, el paciente camina continuamente por la vida, por así decirlo, al lado de sí mismo, observándose a si mismo desde sus más sutiles sensaciones, las consecuencias. Pueden ser desastrosas. Esta auto observación desnaturalizada y compulsiva hace que ya nada se agite en el alma del paciente; o como mínimo, no se agite el sentimiento espontáneo de un placer de vivir sencillo y no analizado, tal como corresponde al logro de existir y ser persona. Valga para ilustrarlo la metáfora de la escalera mecánica que, para someterse a reparación, se extrae del suelo, pero que, tras poner en orden su mecanismo subterráneo, tiene que volver a enterrarse si se desea que funcione. De un modo parecido, aunque no en términos tan mecánicos, hay que entender los ciclos psíquicos: lo que está resuelto, debe poder descansar en paz, enterrado en una biografía con la que uno se ha reconciliado espiritualmente. No obstante, este importante e indispensable entierro no es el punto fuerte de los métodos reveladores.

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Por su parte, los procedimientos sugestivos y persuasivos, además de registrar unos niveles de éxito elevados a corto plazo, también presentan un hándicap relevante, que se explica en un paralelismo entre la susceptibilidad de persuasión y la inestabilidad del paciente. Los indecisos dicen rápidamente «sí», sobre todo cuando el mundo les impulsa a hacerlo (y, la mayoría de las veces, el mundo les impulsa a algo porque, precisamente, son indecisos, pero esto es otro tema). Dicen rápidamente «sí», pero raras veces lo asumen, porque no les sale de dentro, sino que les viene más o menos impuesto. Ahora bien, cualquier terapeuta protestará si se le dice que impone algo a sus pacientes. Es innegable que, al aplicar procedimientos sugestivos y persuasivos, está intentando ejercer una influencia, aunque sea positiva y beneficiosa, sobre sus pacientes. Es precisamente aquí donde el terapeuta tropieza con la circunstancia mencionada: no se puede influir de manera apreciable en personas decididas y estables, pero las personas que, por ser indecisas e inestables, son influenciables, siempre vuelven a claudicar, ya sea bajo una influencia extraña o contraria, ya sea por su propia resistencia interior a lo que exteriormente han dicho «sí». Es decir, el arte del terapeuta para persuadir y convencer fracasa, no pocas veces, justamente en aquellos pacientes que son fáciles de persuadir y convencer por cualquiera y en cualquier momento. Con esto pasamos a explicar los procedimientos de entrenamiento y ejercicio. La explicación se resume en dos aspectos. Primero: el entrenamiento siempre es bueno. Todas las capacidades que una persona quiera hacer suyas, todas las facultades que haya que adquirir, incluida la facultad de compensar las debilidades psíquicas —¡lo que constituye una verdadera facultad!—, requieren ejercicio constante y regular. Y segundo: en esta constancia reside la dificultad de todos y cada uno de los entrenamientos consistentes en hacer un gran acopio de autocontrol y autosuperacion para alcanzar el objetivo deseado. Pero entre las debilidades psíquicas que hay que compensar, se encuentra con frecuencia, precisamente, la falta de autocontrol y de autosuperacion, con lo cual se produce el siguiente fenómeno: para que el paciente pueda soportar el entrenamiento, deberá haber desarrollado, en teoría, aquellas facultades que el propio entrenamiento debe desarrollar. Como vemos, todas las teorías psicoterapéuticas tienen sus luces y sus sombras, sus posibilidades y sus límites.

La llave dorada del espíritu humano En la disciplina logoterapéutica hay mucho de los métodos descritos antes, pero, con el aspecto añadido del sentido, se introduce un elemento que trasciende al individuo y a todas sus debilidades psíquicas y corporales. Se tiende un puente que va del espacio clínico al metaclínico, con unos pilares que se erigen del espacio metaclínico al metafísico. En lo tocante a los métodos de revelación del material inconsciente, por ejemplo, la 96

logoterapia piensa que no sólo se puede revelar lo inconsciente, sino también lo no reconocido, concretamente, las perspectivas de sentido no reconocidas que trastocan la percepción de la situación general del paciente. Respecto a los métodos sugestivos y persuasivos, la logoterapia opina que no es asunto del terapeuta convencer a nadie de nada, sino que es el asunto en sí lo que es capaz de convencer a una persona; el asunto lleno de sentido es el que debe hablar por sí mismo. Finalmente, en lo que a los métodos de entrenamiento y ejercicio se refiere, la logoterapia sostiene que cualquier predisposición al entrenamiento desemboca en una pregunta: ¿para qué merece la pena lograr el objetivo del entrenamiento? La persona quiere saber para qué necesita conseguir la transformación que hay que lograr y ejercitar: ¿para hacer qué? ¿Para ser quién? ¿Ser quién para quién? Si lo sabe, reunirá antes la enorme autosuperación necesaria que, finalmente, es el precio que hay que pagar para hacer realidad un sentido o un valor. Veamos un último ejemplo. Una vez me presentaron a un señor mayor, de aspecto robusto pero profundamente deprimido. Sus amigos me dijeron que hacía siete años que todo le iba mal. Desde la muerte de su esposa se había vuelto pesimista, había reducido todas sus actividades y ya no mostraba interés por nada. Los amigos lo habían intentado todo para levantarle la moral y distraerlo, pero la situación fue de mal en peor. Decían que ya no se movía de casa y me preguntaron si creía necesario el ingreso en una clínica. Yo observaba al paciente con interés. Tenía una mirada despierta, pero nublada por el sufrimiento. No gesticulaba, como si quisiera decir: «No me puede ayudar nadie». No le faltaba razón, porque nadie podía devolverle a su mujer, a la que tanto debía haber amado. Estaba muerta, pero su amor hacia ella pervivía. Mientas observaba al paciente, noté que ese amor podría ser una pequeña llave dorada que, con la ayuda de su mano o su alma, abriría la inmensa puerta por la que saldría la depresión y la desesperanza con sólo encontrar la cerradura adecuada. «Hábleme de su matrimonio», propuse a aquel señor mayor, y me habló de cómo había conocido a su mujer a una edad ya avanzada, de cómo ella había supuesto un milagro para él, que siempre había sido un solitario, y de cómo cada momento que había pasado a su lado multiplicó por dos y por tres su satisfacción interior. Y de cómo entonces, cuando al poco tiempo diagnosticaron un cáncer a la mujer, ambos reforzaron su voluntad de permanecer unidos, pasara lo que pasara. El paciente también describió la época de la enfermedad como llena de un cariño indescriptible. Él había cuidado de ella hasta el final, le había lavado los pies hasta que su espíritu fue desvaneciéndose poco a poco. «Ahora ya no puedo hacer nada por ella», dijo en tono cansado al finalizar su relato. Entonces, tomé la palabra: «Sea como fuere, usted influya en todo lo que su mujer ha dejado atrás, en las huellas que ha dejado en este mundo». El paciente prestaba atención. Su mirada parecía más despierta. «¿Puedo influir en ello?», preguntó. «En parte, sí —respondí—, porque de usted depende que su esposa deje atrás un montón de ruinas, un hombre totalmente roto cuya visión haga pensar en privado a la gente que lo mejor para usted hubiera sido no 97

haber conocido nunca a su mujer. O de usted depende también que ella deje atrás a un hombre que irradia felicidad, que camina con la cabeza bien alta, y que todo el mundo confirme lo beneficioso que fue para él el antiguo amor de una mujer única...». «Dios mío —se lamentó el paciente agarrándome de la manga—. Pero ¿qué estoy haciendo? ¿Qué le estoy haciendo?» Animado por la nueva perspectiva que se le abría, el hombre se levantó y empezó a caminar de un lado a otro. Poco a poco fue cobrando ánimos y nos explicó, a mí y a sus amigos: «Nunca había reparado en ello, pero es cierto. Tengo que demostrar lo extraordinaria que fue y que sólo ha podido dejar cosas buenas. Los lugares por donde ha pasado deben convertirse en campos de flores de alegría y no en mares de lágrimas. Ahora sé cuál va a ser mi labor a partir de hoy». Con estas palabras, el paciente se despidió y dejó atrás, como primer acto de una vida reparada y recuperada, a una terapeuta aliviada que presenció agradecida cómo la llave dorada del espíritu humano había encontrado la cerradura adecuada al dar forma a un sentido en una situación extraordinariamente delicada.

El asombro por un sentido inagotable Analicemos el caso anterior: ¿revelé algún material inconsciente? ¿Persuadí de algo al paciente? ¿Se entrenó para adoptar una nueva conducta? Yo diría que el paciente vio la luz del reconocimiento, pero sólo porque había algo que reconocer, algo que no podía ser revelado, sino simplemente mostrado; algo de lo que no era necesario persuadirle porque hablaba por sí mismo y que, al final, le motivó para que, paulatinamente, se esforzara por conseguir una nueva actitud y se apropiara de ella. En la logoterapia aplicada se produce a menudo un asombro por el inagotable sentido de la existencia que siempre se deja «intervenir» en situaciones concretas de la vida de cada persona, independientemente de cómo se ha llegado a ellas. También la persona psíquicamente enferma se asombra al ver que, desde su limitación, impotencia o discapacidad, es capaz de emprender algo lleno de sentido; al ver que, más allá de su enfermedad mental, hay una posibilidad que se puede realizar, y que dicha realización puede incluso estimularle a superar su patología. Este asombro es el mejor remedio para el alma enferma. Es erróneo pensar que los enfermos se sienten bien cuando reciben toda la dedicación del mundo, cuando los médicos y familiares se congregan a su alrededor y cuando los terapeutas escuchan sus lamentos con empatía profesional. Todo ello no bastará mientras la dedicación recibida no sea devuelta por los enfermos mediante la adopción en su entorno de una tarea llena de sentido, por pequeña que sea. En 1987, Michael Utsch presentó en el departamento de psicología de la Universidad de Bonn una excelente tesina de licenciatura. En su elaboración participaron sesenta enfermos graves de apoplejía que fueron dados de alta en observación y a los que se les preguntó si podían aceptar positivamente su situación de sufrimiento agudo y qué factores contribuían a esa aceptación. Los resultados fueron sorprendentes. La aceptación de la situación de sufrimiento se producía principalmente en aquellos enfermos que 98

—literalmente— «se entregaban a sus familiares con interés y apoyo» y no en aquellos cuyos familiares eran los que se entregaban a ellos. Al contrario: estos últimos desarrollaron enseguida el desagradable sentimiento de ser una carga para su entorno. El paciente, y no en menor medida, el paciente mentalmente enfermo, quiere ofrecer él mismo algo más que el papel de necesitado y destinatario de ayuda que le corresponde por estar enfermo; quiere ser él mismo útil para algo o alguien, y si de verdad deseamos lo mejor para él, deberemos proporcionarle todas las oportunidades posibles para que lo consiga. Aquí se perfila un paralelismo con la pedagogía, donde se hace necesario un replanteamiento parecido, un retorno a las viejas sabidurías. Porque también los niños no sólo se sienten bien cuando sus padres les respetan y les veneran, sino también al revés, cuando ellos respetan y veneran a sus padres, tal como ya sabemos desde tiempos de Moisés. Volviendo a la psicoterapia y al breve esbozo del caso anterior, en el momento en que el señor mayor vio una oportunidad para hacer algo por su amada y difunta mujer, a saber, guardarle un recuerdo alegre y lleno de agradecimiento, en ese mismo momento, el hombre se curó más que a lo largo de un año de compasión y consuelo por parte de los amigos. No hemos venido al mundo para ser amados, sino para amar, tanto a los vivos como a los muertos. Este es el mensaje que nos legó Viktor E. Frankl y que constituye la piedra angular de su logoterapia.

Apéndice: ¿Sólo mutación y selección? El concepto de evolución desde la perspectiva Logoterapéutica Viktor E. Frankl no sólo fue un médico genial con un fabuloso olfato psicoterapéutico. También tuvo el privilegio de esbozar un principio filosófico de la vida que se asienta asombrosamente cerca de lo que es el «pulso de la creación». Más adelante hablaremos de por qué esto es así. De momento, baste indicar que la «Creación» tiene lugar prácticamente cada día en la vida de todos y que, por ello, el esbozo del principio vital de Frankl es el más adecuado para sentar las bases de una contribución dirigida a un futuro y un pasado venturosos. En lo sucesivo, definiremos la palabra «Creación» simplemente como algo que se «extrae» de la nada. En el caso normal de nuestro pensamiento y nuestra capacidad de imaginación, no conocemos nada semejante. Hasta los artistas e inventores más creativos se dedican a reunir fragmentos de su mundo de ideas para crear combinaciones nuevas. Los escritores de cienciaficción más osados no hacen más que reorganizar imaginativamente elementos tradicionales y bien conocidos, procedentes del arcón de la experiencia humana. Sabemos hacer malabarismos en nuestra fantasía con los detalles de la realidad material y cultural que nos rodea, pero 99

nunca podemos renunciar a ellos. Lo Otro absoluto se encuentra más allá de nuestro horizonte. Viktor E. Frankl dotó a esta circunstancia de un cambio de paradigma. Partiendo del hecho que sólo se puede realizar lo posible (y no lo imposible), Frankl estableció una diferencia estricta entre lo futuro, donde muchas cosas —pero nunca todas— son posibles, y lo pretérito, a donde van a parar las posibilidades realizadas, las cuales, entonces, ya no son posibilidades en sentido estricto, sino que se petrifican como verdades (al menos históricas), es decir, como «algo que se ha convertido en verdadero». Cuando, por ejemplo, un hombre tiene la posibilidad de abrir un comercio y dirigirlo, y la aprovecha, esta posibilidad se habrá convertido en una realidad. Pasados diez años, la existencia de este comercio será «algo realmente verdadero desde hace diez años». Si el comercio, en el día de su décimo aniversario, debe cerrar porque el hombre fallece, ello no modifica en nada la verdad de los diez años de existencia del comercio. El botín de la muerte son el futuro y el presente, son todas nuestras posibilidades futuras junto con los actos potenciales de su realización. La muerte, nuestra compañera de viaje, sólo capitula ante la verdad de lo que ya ha sido; su poder termina ahí. La muerte no disuelve lo que la historia ha petrificado. La muerte no puede extraer de las murallas del pasado de un hombre el aire que éste ha respirado ni las acciones que ha emprendido. Por consiguiente —tal como Viktor E. Frankl describió de manera sublime—, el futuro está lleno de nada: lleno de posibilidades que todavía no han llegado a ser, que todavía son efímeras y perecederas, y que, algún día, la muerte borrará inevitablemente de un plumazo si no han sido llevadas a la verdad —al menos histórica— a través del umbral del presente mediante el acto de la realización. Frente a esto, el pasado está lleno de ser: lleno de contenidos realizados, de vida vivida, de actos consumados, de alegrías experimentadas y de sufrimientos padecidos; de todo lo que ya no se puede deshacer, ni siquiera un ápice. Lo que ha llegado a ser está a salvo de la anulación y protegido ante la extinción. Ser, en la forma especial de «lo que ha sido» significa, sin exagerar, «ser eterno». Un futuro lleno de nada, un pasado lleno de ser y, en medio, un umbral divisorio a través del cual lo primero (lo posible) se transforma en lo segundo (lo real)... ¡Si esto no es «pura Creación»! Viktor E. Frankl escribió al respecto: [...] ¿Qué es exactamente este «llevar al ser», al pasado? Es, finalmente, extraer de la nada, de la nada del futuro. Ahora comprendemos también por qué [...] todas las cosas son tan fugaces. Todo es «fugaz» porque está en fuga, en fuga de la nada del futuro al ser del pasado. Como en un horror vacui, un terror al vacío, todo teme al vacío del futuro, todo se fuga de esta nada y se precipita en el pasado y en su ser. Pero todo se estanca y se estrecha ante el desfiladero del presente, y «todo espera impaciente la redención» [...] La redención que le corresponde a todo en tanto que —como acontecimiento— pasa a ser pasado con la desaparición o —como vivencia

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y decisión nuestras— es introducido por nosotros en la eternidad.8 En este punto de vista queda manifiesto que nosotros, los seres humanos, somos parte activa en la «extracción de algo desde la nada». Día a día, elegimos posibilidades del conjunto de futuros de lo que «todavía no es» y las hacemos realidad en el ser pasado, perpetuado y realmente eterno. Por ejemplo, un día frío de finales de invierno vemos a un mendigo en la calle, acurrucado en una esquina. Las posibilidades empiezan a parpadear en nuestra mente, nos rodean con su danza y nos empujan hacia la puerta salvadora del presente. «Pasar deprisa e ignorar», dice una posibilidad. «Pasar deprisa y echar dinero», dice otra. «Detenerse y hablarle», dice una tercera. «Detenerse y escupirle», dice una cuarta. «Ir a buscar una rosa y dejársela en el sombrero», dice una quinta, y así sucesivamente, como queramos llamarlas. Lo decisivo es que sólo una de ellas será la elegida y obtendrá el permiso para entrar en el indestructible reino del pasado. Las otras quedarán suspendidas en la nada, a la espera de otras posibles oportunidades y condenadas, finalmente, a la extinción. ¿Quién determina cuál es la elegida? El invitado a contribuir a la Creación no es otro que el hombre de a pie que pasa por esa esquina. En cualquier momento consciente de nuestras vidas podemos (¿y debemos?) meter cucharada en la nada, extraer una posibilidad entre muchas y verterla en el ser, donde todas las verdades se consolidan para siempre. Ignorar, hablar, dar dinero, escupir, ofrecer una rosa... Lo que se elija quedará definitivamente «archivado» allí, en la verdad (al menos histórica), cuando el mendigo, la esquina de la calle y nosotros mismos nos hayamos reducido a polvo. Este ejemplo centra nuestra atención sobre un rastro fulminantemente nuevo. «Creación» no es sólo transformación de nada en algo, como hemos descrito brevemente. De la misma manera, la vida humana tampoco se desarrolla únicamente en la transferencia de lo posible a lo real. Lo verdaderamente cautivador, interesante y esencial de todo proceso de realización es la ética de la elección. De ella depende la bondad y la calidad del ser posterior. Por tanto: escupitajo o rosa, desprecio o interés... ¿En qué se convertirá todo ello en la eternidad del ser, donde tanto lo uno como lo otro ya no se podrá eliminar porque ha sido «extraído»? Esta es la pregunta del millón. Todavía más claro: ¿qué es digno de ser desde la nada? ¿Qué posibilidades cotidianas merecen ser realizadas? Una pregunta que conmueve desde que tenemos uso de razón. Se trata, ni más ni menos, de la pregunta por lo que tiene sentido. No es ningún milagro que nosotros, individuos insignificantes invitados a colaborar en la Creación, vayamos en búsqueda de sentido desde que nos movemos por el mundo sobre dos piernas y dotados de un espíritu autoconsciente. Ningún engaño, camino equivocado, callejón sin salida o invasión de culpa han sido capaces de disuadirnos de la fascinación por el «sentido». Tenemos interiorizada la idea de que no «da igual» lo que llega a ser; que, por algún motivo misterioso, lo que cuenta y lo importante es lo que sucede en el mundo —con o sin 8

Viktor E. Frankl, Der Wille zum Sinn, Munich, Piper, 1997, 4a ed., pág. 53 (trad. cast.: La voluntad de sentido, Barcelona, Herder, 1991).

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nuestra ayuda—; que la indiferencia es, por así llamarla, un pecado, por mucho que se esconda detrás de esa máscara. Para ilustrar lo inculcada que tenemos esta idea, echaremos una breve ojeada a la teoría de la evolución elaborada por Charles Darwin y ampliada actualmente con los resultados de la moderna investigación genética. Los biólogos dan por sentado que toda la evolución de la vida en nuestro planeta descansa sobre dos pilares: la mutación (cambios fortuitos en el material genético) y la selección (conservación y transmisión de estos cambios fortuitos). La propia cultura, civilización y socialización humanas provendrían y estarían invariablemente sometidas a esta misma forma de evolución. Adolf Heschl, uno de los científicos de la evolución más importantes, escribió lo siguiente: Dado que las mutaciones genéticas no dirigidas representan, también en los organismos pluricelulares complejos, la única posibilidad de avanzar en el proceso de la verdadera adaptación, todas las ideas magníficas que ha gestado a lo largo de su vida nuestro realmente complicado cerebro individual no tienen nada que ver con la obtención de conocimiento.9 Siendo así, es posible que los filósofos no se muestren del todo de acuerdo, pero no cabe duda que, durante períodos interminables, fue realmente la pareja «intento-error» la que produjo organismos capaces de vivir y sobrevivir. Sin embargo, a mí me parece que estas consideraciones sobre la teoría de la evolución descuidan generalmente un aspecto. No son dos, sino, de hecho, tres los pilares sobre los que la llama de la vida va saltando de generación en generación: dos explícitamente citados y uno implícitamente entrelazado. ¿Por qué? Examinemos en primer lugar los pilares explícitamente citados de la «mutación» y la «selección». Se trata de fenómenos diametralmente opuestos en un aspecto nada desdeñable. Mientras las mutaciones, por su aleatoriedad e indeterminación, se asemejan a un juego de dados, las selecciones que se aplican posteriormente no son nada aleatorias, sino que siguen un «criterio innato» que intentaré describir con la ayuda de un ejemplo muy sencillo. Supongamos que hubo una época en la que varias familias de conejos grises migraron a las tierras glaciares del norte, donde sobrevivían con más pena que alegría. Entre los numerosos enemigos y la escasa oferta alimenticia, los conejos estaban condenados a la extinción. Pero la madre Naturaleza tiró los dados y, mediante mutaciones, hizo aparecer unos conejitos con pelaje a manchas marrones, otros con reflejos azulados y otros casi blancos. Como se sabe, las mutaciones no responden a ninguna intención. Son hijas directas del caos, es decir, que pueden mejorar o empeorar arbitrariamente las circunstancias internas o externas de las criaturas que ellas mismas han inventado. Su importancia reside, por así decirlo, en la enorme variedad y cantidad de ladrillos que ponen a disposición del arquitecto selección, quien elegirá los de mayor calidad. Por tanto, las mutaciones no depararon sorpresas agradables a todos los 9

Adolf Heschl, Das intelligente Genom, Berlín, Heidelberg; Springer, 1998, pág. 350.

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conejos antes mencionados. Los de manchas marrones y los de reflejos azulados llamaban la atención por su pelaje y fueron devorados enseguida. No quedó ninguna huella de ellos en el norte. Otro destino tuvieron los conejos de pelo casi blanco: de repente, se encontraron perfectamente camuflados. En caso de peligro, no tenían que buscar ningún agujero donde refugiarse, sino que les bastaba con acurrucarse en la nieve para –invisibles- no ser molestados. Ello les proporcionaba una ventaja excelente que, si bien no aumentaba la oferta alimenticia, al menos reducía drásticamente la amenaza de enemigos hambrientos. Estos conejos evolucionaron hasta convertirse en las liebres que hoy conocemos. Volvamos ahora al factor selección. Al contrario que las mutaciones, la selección no es hija del caos y nada está más lejos de ella como la casualidad. El hecho de que, en las tierras nevadas, la selección escogiera y prefiriera inequívocamente la mutación «pelaje casi blanco» de entre las variantes disponibles, era un acontecimiento guiado por un criterio o, personificando la expresión, deliberado. Allí imperó una «obligación innata» que había «encomendado» a la selección elegir, entre la abundancia de ofertas disponibles, todo aquello que — Favorezca la vida, — Proteja, defienda, — Abra oportunidades, — Conserve la existencia, — Sea pertinente, coherente, — Amplíe horizontes, — O, simplemente, «sea bueno» para cada criatura. Todo ello se cumplía a la perfección para el pelaje casi blanco, pero no para el de manchas marrones o el de reflejos azulados, por lo que la siguiente generación de conejos nació con ese primer color y no otro. En resumen, la selección por sí misma y sin su criterio de selección no sería nada, una tirada de dados más sin premio. Una selección cualquiera sólo se convierte en una selección llena de sentido que impulsa constructivamente la evolución (en nuestro ejemplo, la de una especie animal) si está asociada a esa «obligación innata» que desde siempre ha actuado y pensado a favor del «sí a la vida». Ello confirma nuestra hipótesis de que toda la evolución proviene del trío criterio de selección — mutación — selección, y no del dúo mutación — selección, como se explica en la mayoría de los libros de texto. En vista de ello, el criterio puede ocupar con todo derecho el primer lugar del trío, porque sin esa voluntad original del «sí a la vida», la dispersión fortuita de mutaciones sería irrelevante, por no hablar de cualquier 103

selección posterior. El juego de azar con el color del pelaje de los conejos que, de nuevo sobre el camino de la selección, ha llevado al establecimiento de un color de camuflaje, sólo tiene sentido bajo el criterio de que «los conejos puedan aspirar a una oportunidad, incluso en las tierras heladas del norte». Pero como el propio criterio, esa «obligación innata» que, como hemos explicado, está orientada a la vida, a su conservación y a su impulso, no puede tener a su vez mejor definición que él desde siempre venerado término «sentido» («en el principio era el sentido»), resulta que únicamente el logos mueve a la «mutación» y a la «selección», los potentes motores de la creación, los cuales, sin el sentido, enmudecerían como máquinas sin esencia. O dicho al revés: el «sentido» es lo que mantiene viva a toda la evolución, porque ha «programado» («inspirado») en ella la renovación lúdica y el apoyo inteligente, lo cual preserva al ser de hundirse en la nada y guía cuidadosamente a los portadores del ser en su penoso camino a través del espacio y el tiempo de un frágil mundo terrenal. Tras esta incursión en los grandes conceptos, volvamos ahora al individuo y, especialmente, al individuo humano. Lo hemos reconocido como «invitado a participar en la creación-porqué tiene permitido extraer en cada momento una de las muchas y variopintas posibilidades de ese futuro que todavía no es nada, y transportarla a la verdad eterna de lo que ya ha sido en el pasado. Ahora bien, ¿podemos comparar el cuerno de la abundancia de posibilidades que se presentan a cada persona en una situación de su vida con la tirada de dados de las mutaciones genéticas que le toca a una forma de vida un momento concreto? Imaginemos a una mujer que tiene distinta posibilidades, seguir estudiando, incorporarse a un puesto de trabajo, hacer las tareas domésticas a su padre o concebir un hijo ¿No sería un poco como el pelaje marrón? La mujer no crea ella sola sus posibilidades de seguir estudiando se la ofrecen la sociedad donde está inmersa, así como sus posibilidad de incorporarse a un puesto de trabajo se la permite la situación económica de su país y sus capacidades profesionales. La capacidad de ser útil a su padre deriva de la situación especial de su familia de origen, así como de sus habilidades domésticas. La opción de quedarse embarazada se la proporciona un organismo sano y sus contactos con los hombres. La mayor parte de estas posibilidades depende de premisas casuales. Del mismo modo, la mujer también podría haber nacido en un país y un pueblo sin perspectivas educativas o profesionales, o podría haber sido huérfana o estéril. Por supuesto, en cada caso se le abrirán ciertas posibilidades... ¿Pero cuáles! ¡Cuántas veces nos quejamos de lo injustamente repartida que está la suerte de las personas! El caos carece de moral (comprensible). Sólo con las posibilidades que la citada mujer posee ya se habrá abierto un nuevo capítulo en su historia. Sabemos que las posibilidades se quedan en nada mientras no se realizan. Pero, pronto, la mujer meterá la cuchara de la cocreación en el cuerno de la abundancia y extraerá una posibilidad: la posibilidad escogida que se fuga del horror vacui y se funde en el ser eterno. ¿No sería este proceso de decisión comparable con las selecciones naturales de la evolución? Supongamos que la mujer se decide a incorporarse a ese puesto de trabajo que la 104

está llamando. Su carrera laboral empieza en la realidad. ¿No sería un poco como el pelaje blanco? Renuncia a continuar los estudios, paga a una asistenta para que ayude a su padre y abandona la idea de una temprana maternidad. Tres posibilidades mueren al mismo tiempo. ¿No serían un poco como el pelaje gris, marrón o azulado que condena a los conejos a desaparecer en el norte? Otra vez es como si toda nuestra evolución personal dependiera de este tipo de decisiones —«selecciones» conscientes o inconsciente tomadas ante las posibilidades existentes -Nuestras condiciones y sus «mutaciones- y otra vez debemos pasar del supuesto dúo al trío. Seguramente, la mujer de nuestro ejemplo no ha apostado a ciegas por una de las cuatro suertes. Antes se lo habrá pensado y se habrá preguntado seriamente qué posibilidad estaba obligada a elegir y, por fortuna, esta «obligación» no se ha impuesto externamente, sino que proviene de su mejor saber y conciencia. Había un «criterio de selección» a partir del cual la mujer ha decidido, y, afortunadamente, este criterio era el sentido. Ese sentido de la situación que, como ya hemos dicho, — Favorece la vida, — O, simplemente, «es bueno» para todas las partes. Si la mujer ha elegido entre las mutaciones de sus condiciones siguiendo el criterio del sentido, la elección habrá sido óptima y, en consecuencia, hará que prospere en la vida. Naturalmente, el criterio del sentido también puede equivocarse o ser denegado en la minilibertad que los seres humanos tenemos adjudicada. En ese caso, también se llevarán a cabo «selecciones» en el umbral del presente, pero la norma en función de la cual éstas se producen se desvía del logos, de la «obligación innata». Por algún capricho momentáneo, la mujer del ejemplo podría decidir quedarse embarazada sin actuar con la previsión necesaria para el hijo. Por puros cálculos económicos, podría mudarse a casa de su padre y especular con el dinero de éste. También podría imponerse unos estudios en el momento equivocado y a costa de otras personas. El miedo, el egoísmo, las ansias de poder, etc., son estímulos intensos que hacen elegir la opción contraproducente de entre el conjunto de posibilidades, pero no consiguen nada bueno. Si no existe una consonancia con la línea de la creación, la vida no da resultado, tanto la de los conejos, como la de los hombres. En el norte sólo sobreviven los conejos de pelaje blanco... En la libertad sólo los seres orientados al sentido avanzan hacia su más elevada determinación. Ahora comprendemos por qué la escuela logoterapéutica (centrada en el sentido) de psicoterapia y psicohigiene de Viktor E. Frankl debe localizarse, en efecto, cerca del «pulso de la Creación». Debe entenderse como ayuda para descubrir el sentido y como estímulo para trasladar este descubrimiento a la vida. La logoterapia no inicia sus intervenciones en el pasado petrificado de la vida de los pacientes, como hacen otras orientaciones psicoterapéuticas, sino que los conduce hacia el reino de lo posible que se extiende ante ellos. Allí, la logoterapia estimula, por así decirlo, mutaciones espirituales. Se pueden pensar, soñar, 105

ansiar muchas cosas, muchas más de las que se nos ocurren de golpe bajo el bloqueo de una preocupación psíquica. Muchas cosas podrían ser totalmente distintas de lo que son, incluido el propio yo, en lo positivo y en lo negativo. Y la casualidad, ese inmemorial «generador de mutaciones», también está autorizada a participar, porque —¿quién sabe?— quizás ella escribe con letra divina lo que nosotros, simplemente, somos incapaces de descifrar. «La casualidad es el lugar donde anida el milagro...», dijo Viktor E. Frankl con clarividencia profética. Cuando, al final, los pacientes han aprendido a moverse en el reino de lo posible, se les instruye en el arte de la «exploración». Aquí se enciende la luz del criterio de selección que «en el principio era» y que siempre permite volver a empezar en la vida más difícil y en la situación más complicada. ¿Cuál es la posibilidad más preciada, digna y llena de sentido con la que un paciente se encuentra en la situación individual de su vida? ¿Cuál es esa posibilidad por la que merecería la pena, en un acto heroico de realización, entrar a formar parte de su historia? Y, por cierto: ¿cómo podía ser que los defensores de la ideología de la autorrealización (Abraham Maslow y otros) insistieran en que el hombre hiciera realidad absolutamente todas sus posibilidades, tal como se explica, por ejemplo, en los textos de la psicología humanista? ¿Todas las posibilidades? ¿Incluido matar, robar o engañar? ¿Acaso la evolución ha permitido que se desarrollaran todas sus mutaciones? ¡No, la selección es un deber indispensable! Pero también es justificable y defendible. La logoterapia guía a los pacientes en la elección sabia y filantrópica con el corazón y la mente, con un amor por la vida parecido, aunque mínimamente, al de la naturaleza, que selecciona para sus criaturas lo más conveniente a largo plazo. Este criterio de selección es el eje central de la psicoterapia de Frankl y no tiene nada que ver con representaciones de objetivos personales o deseos de éxito. Va más allá de la subjetividad, del mismo modo que la evolución no puede considerar todas las reivindicaciones de vida de cada organismo. Para nosotros, los seres humanos, esto significa renunciar voluntariamente a lo agradable y fácil allí donde lo que tiene sentido reclama lo desagradable y difícil. Ello supone un logro que lleva a la curación al 90% del conjunto de enfermedades psíquicas y trastornos de la personalidad. No es fácil ni agradable para el angustiado salir de su refugio, ni para el adicto luchar por la abstinencia, ni para el histérico repartir dedicación en vez de reclamar justicia, ni para el enfermo psicosomático revisar su estilo de vida, ni para el conflictivo intentar ser paciente y tolerante ni para los que guardan luto reconocer en su dolor un motivo de agradecimiento. Todo esto no es ni fácil ni agradable para ellos, pero los pone a salvo en un yo consciente de sí mismo con el que —al final— podrán sentirse satisfechos. En un ejercicio de ponderación individual o colectiva y sin garantías, hay que sondear lo que tiene más sentido en cada caso. Pero lo que motiva y consuela extraordinariamente sólo es la fe en que existe una elección llena de sentido para nosotros en cada momento consciente, en que siempre nos podemos asir a esta elección y en que, en el momento de prenderla, se 106

transforma en la realidad —definitiva— que permanecerá a salvo, inalterable e indestructible, en la verdad eterna, porque con ella se alcanza el ser desde la nada. Con esta filosofía de la vida como telón de fondo podemos afirmar sin titubeos nuestra existencia humana, a pesar de sus deficiencias, su dependencia de la gracia divina y su transitoriedad.

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