Entre líneas. Ensayos sobre literatura y sociedad [1 ed.] 840009431X, 9788400094317

Se analizan en este volumen colectivo las relaciones entre literatura y sociedad que los textos revelan entre líneas. Lo

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Spanish Pages 260 [266] Year 2011

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ÍNDICE
PRESENTACIÓN
MERCADOS DE PALABRAS Y EXPERIENCIA ÉTICA: UNA LECTURA DE «LA LOZANA ANDALUZA»
ENTRE LA HISTORIA Y LA POLÍTICA: ALEGORÍAS DEL LENGUAJE Y LA LEY EN ROUSSEAU Y KAFKA
EL MODERNISMO REPUBLICANO DE JOSÉ MARTÍ
LA NARRATIVA SOCIOLÓGICA DE FRANCISCO AYALA
LA MEMORIA NOVELADA. EL PESO DE LA FICCIÓN EN LA CONSTRUCCIÓN DEL DISCURSO DEL PASADO
LAS DELGADAS LÍNEAS FRONTERIZAS: SOCIOLOGÍA Y LITERATURA
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Entre líneas. Ensayos sobre literatura y sociedad [1 ed.]
 840009431X, 9788400094317

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COLECCIÓN: POLITEYA Estudios de Política y Sociedad

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Politeya. Estudios

de

Política

y

Sociedad

Director Luis Moreno Fernández (CSIC) Secretario Francisco Javier Moreno Fuentes (CSIC) Comité Editorial Laura Cruz Castro (CSIC) Salvador Giner San Julián (Universitat de Barcelona) Manuel Pérez Yruela (CSIC) Consejo Asesor Robert Agranoff (University School of Public and Enviromental Affairs) Fernando Aguiar González (CSIC) Julio Carabaña Morales (UCM) Teresa González de la Fé (Universidad de La Laguna) Eduardo Moyano Estrada (CSIC) Ludolfo Paramio Rodrigo (CSIC) Gregorio Rodríguez Cabrero (Universidad Alcalá de Henares) Luis Sanz Menéndez (CSIC) Sebastià Sarasa Urdiola (Universitat Pompeu Fabra) Joan Subirats Humet (UAB)

Fernando Aguiar, Alicia García Ruiz

y

Alberto J. Ribes

ENTRE LÍNEAS Ensayos sobre literatura y sociedad

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS Instituto de Estudios Sociales Avanzados Córdoba, 2011

Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por ningún medio ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, asertos y opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, sólo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.

Catálogo general de publicaciones oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es/

 CSIC  Fernando Aguiar, Alicia García Ruiz y Alberto J. Ribes NIPO: 472-11-220-6 e-NIPO: 472-11-291-3 ISBN: 978-84-00-09431-7 e-ISBN: 978-84-00-09432-4 Depósito Legal: CO-20-2012 Maquetación: Mª Carmen Rodríguez Sacristán. IESA (CSIC). Córdoba Impreso en España - Printed in Spain En esta edición se ha utilizado papel ecológico sometido a un proceso de blanqueado ECF, cuya fibra procede de bosques gestionados de forma sostenible.

ÍNDICE

Presentación...................................................................................... I. Escritura y realidad social a través de los autores y los textos

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1. Mercados de palabras y experiencia ética: una lectura de La lozana andaluza Alicia García .................................................................................. 15 2. Entre la historia y la política: alegorías del lenguaje y la ley en Rousseau y Kafka Sonia Arribas................................................................................. 39 3. El modernismo republicano de José Martí Fernando Aguiar............................................................................ 57 4. Max Weber y Rilke: la magia del lenguaje y la música en un mundo desencantado José María González García............................................................ 73 5. Expresionismo y revolución: el abismo de la realidad Blanca Muñoz................................................................................. 93 6. La narrativa sociológica de Francisco Ayala José Enrique Rodríguez Ibáñez....................................................... 119

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índice

II. Memoria y tradición, consumo y renovación 7. La memoria novelada. El peso de la ficción en la construcción del discurso del pasado, Isaac Rosa................................................................................... 8. Biografía, realidad y literatura: una carta abierta a los amigos, José Giménez Corbatón................................................................ 9. Literatura y desconcierto Manuel Arranz.............................................................................. 10. El yo telepasivo en la literatura española actual, Vicente Luis Mora......................................................................... 11. Internet y literatura, o el redescubrimiento de la soledad José Manuel Benítez Ariza............................................................

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III. Sociología y literatura en la realidad social 12. Sociología y literatura como dos medios de interpretar lo social, Alberto J. Ribes........................................................................... 201 13. Una literatura que hace sociología: las lecciones de la narrativa hispanoamericana Fernando Aínsa............................................................................ 223 14. Prolegómenos para una sociología de la recepción, César de Vicente Hernando.......................................................... 241



Nota sobre los autores....................................................................... 259

PRESENTACIÓN No es común que una obra académica reúna a escritores, sociólogos y filósofos para analizar las relaciones entre literatura y realidad social. Por eso nos encontramos ante un libro singular en el que se mezclan cómodamente los rigores académicos con la libertad del novelista al escribir: citas, aparato crítico, teorías y bibliografías conviven a gusto en estos Ensayos con reflexiones personales, libres de ataduras académicas, sobre literatura y sociedad. Desde ambos enfoques —académico y no académico— los trabajos que se publican aquí quieren comprender mejor la compleja relación entre literatura, sociología y sociedad. La unidad del libro radica, pues, en el tema sobre el que se reflexiona y no en los enfoques teóricos desde los que se reflexiona, que, como se advertirá, son variados y, en ocasiones, contrapuestos. Cuando comenzamos a plantearnos diversas cuestiones acerca de las relaciones entre aquellas prácticas sociales que denominamos «sociología» y «literatura» —y sobre todo en un libro de tan heterogénea condición— tuvimos que enfrentarnos en primer término con el hecho de que nuestra estrategia tenía la forma de una paradoja: para concentrarnos en hablar de sociología y literatura necesitábamos abrir lo más posible el punto de vista disciplinar, con el fin de tratar de dibujar un espacio teórico precisamente en sus líneas de fuga. Esto hizo que nuestro libro tomase desde un principio un carácter muy abierto, presentando un aspecto más de mapa de problemas que de instrucciones de uso, eso que se conoce como manuales. Con este libro queremos abordar tanto un problema histórico de producción de textos como una reflexión metateórica. Para ello, nada mejor que comenzar por ordenar ciertas preguntas que nos hemos hecho de partida. La pregunta por las relaciones entre literatura y sociedad cambia según el lugar desde el que se formule. ¿Queremos decir lo mismo en estos casos? 1. Cuando hablamos de los usos que la investigación literaria hace de disciplinas sociohistóricas a fin de contextualizar el sentido de una obra. 2. Cuando nos referimos a la utilización que hace un investigador social de tal o cual obra con el fin de ilustrar un conjunto de ideas acerca de procesos sociales en una época.

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3. Cuando un enfoque sociológico habla de una obra como un producto cultural influido por un «contexto», ya sea bajo la metáfora del reflejo o no. Cada una de estas preguntas o ejes determina una apuesta por la capacidad y modo específico de referencia a algo llamado «realidad social» que tendría algo llamado «obra literaria». Todos ellos han sido campos de trabajo abordados por los autores que participan en este libro. Así, en la primera parte de Entre líneas, «Escritura y realidad social a través de los autores y los textos», se presentan varios estudios de caso en los que el hilo conductor es el impacto que ejerce sobre el autor la sociedad en que vive y sus usos normativos. Abre esta primera parte Alicia García Ruiz con un trabajo titulado «Mercados de palabras y experiencia ética: una lectura de La lozana andaluza». Partiendo de la metáfora de un mercado de palabras, Alicia García Ruiz analiza cómo Delicado, en un ejercicio textual que es una propuesta ética heterodoxa tanto como un acto de subversión, lleva a cabo la dislocación y relocación del sentido que metaforiza mercados reales: el mercado de la lengua y de la moral, el mercado del buen o mal hablar y actuar, de la normatividad lingüística y moral. En el segundo capítulo, «Entre la historia y la política: alegorías del lenguaje y la ley en Rousseau y Kafka», Sonia Arribas se apoya en Paul de Man y Derrida para explorar la alegoría como figura que expresa la diferencia entre la palabra y el mundo como algo intrínseco al lenguaje. Si el mercado de palabras suponía en Delicado la dislocación de lenguaje, la alegoría, según Arribas, supone también la dislocación intrínseca del lenguaje: la inestabilidad de los significados y la necesidad que tenemos de afirmarlos como si fueran estables. La figura de José Martí, que Fernando Aguiar analiza desde una perspectiva política en el tercer capítulo («El modernismo republicano de José Martí»), es el símbolo de la esperanza dogmática de unos y otros: esperanzas revolucionarias o antirrevolucionarias; esperanzas marxistas o liberales. El pensamiento político de Martí, que tiene poco que ver con quienes lo usan como símbolo privado, entronca en realidad con el republicanismo iberoamericano de ascendencia bolivariana y con el republicanismo fraternal que Martí conoció en España. Ahora bien, pese a su fe decimonónica en el progreso, Martí comprendió que el mundo se estaba convirtiendo en un lugar desolador. En EEUU entrevió lo que sería un siglo xx fracturado y ajeno a toda idea de progreso fraternal. Lo que Martí apenas llega a vislumbrar —pues muere en 1895, a los 42 años— para Max Weber es ya una realidad: el siglo xx crea un mundo desencantado, fracturado del todo. En ese contexto de desencanto surgen las obras que analizan José María González García en el capítulo cuarto («Max Weber y Rilke: la magia del lenguaje y de la música en un mundo desencantado») y Blanca Muñoz en el quinto («Expresionismo y revolución: el abismo de la realidad»). José María González García reflexiona en su capítulo sobre la idea de desencantamiento del mundo en Max Weber y Rainer Maria Rilke, así como su posible reencantamiento por la poesía y la música. Blanca Muñoz analiza por su parte el movimiento expresionista (en especial el expresionismo revolucionario de Ernst Toller), que refleja la ansiedad, la violencia y la quiebra de la conciencia europea en las tres primeras décadas del siglo xx. Cierra esta primera parte José Enrique Rodríguez Ibáñez, quien en su capítulo «La narrativa sociológica de Francisco Ayala» estudia la mutua influencia que se da entre la narrativa y el pensamiento sociológico. Para ello nada mejor que adentrarse

PRESENTACIÓN

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en la obra de Ayala, que se nutre tanto de la grandes tradiciones literarias como de su condición de sociólogo. La segunda parte del libro, «Memoria y tradición, consumo y renovación», se compone de una serie de reflexiones sobre la relación entre la identidad personal y la ficción, la memoria y la escritura, la realidad social y el consumo de literatura, los blogs como espacio literario aparentemente nuevo. Abre esta segunda parte el ensayo «La memoria novelada. El peso de la ficción en la construcción del discurso del pasado», en el que Isaac Rosa aborda desde su experiencia como escritor la cuestión —tan candente en España— de la memoria y la ficción, o dicho con palabras del autor, el «peso que la ficción tiene en la construcción de ese discurso del pasado» y los usos políticos de la memoria. Por su parte, en su muy literario capítulo —salpicado de retazos biográficos— José Giménez Corbatón («Biografía, realidad y literatura: una carta abierta a los amigos») reflexiona sobre la influencia que tienen las experiencias personales, el contexto social, las lecturas, las narraciones orales, el lenguaje y el modo de producir la escritura (a mano, en una máquina de escribir, mediante un ordenador personal) a la hora de escribir una obra de ficción. Manuel Arranz analiza en «Literatura y desconcierto» la situación actual de las obras de ficción literaria en el contexto de la modernidad líquida baumaniana y el acelerado ritmo del cambio social. Arranz explora en su ensayo, entre otras cosas, el papel del lector como objeto de consumo, la mercantilización de la literatura, la cultura del espectáculo y el espectáculo de la cultura, la globalización de lo local y la desaparición de las fronteras en las literaturas nacionales. Un espectáculo concreto, el televisivo, ha dado lugar a su vez a un nuevo personaje literario, el telespectador. En «El yo telepasivo en la literatura española actual» Vicente Luis Mora destaca lo que serían los rasgos característicos del moderno antihéroe, el espectador telepasivo que vive la vida en tercera persona y para quien lo importante es «estar ahí, delante del aparato, le guste o no lo emitido». Todo lo contrario cabe decir del consumidor activo de Internet que encuentra en el blog una vía de expresión tan íntima si se desea como la que ofrecía —y ofrece— el viejo diario, pero con unas posibilidades de difusión que el diario no tiene ni siquiera cuando llega a publicarse. Cualquiera puede tener un blog, es cierto, aunque han sido los escritores, como explica José Manuel Benítez Ariza en «Internet y literatura, o el redescubrimiento de la soledad», quienes han encontrado en el blog tanto una prolongación del clásico diario como una forma de estar en contacto con los lectores. La tercera parte del libro, «Sociología y literatura en la realidad social», incluye una serie de ensayos que se adentran en las relaciones entre sociología, literatura y realidad social, así como en cuestiones relativas a la sociología de la literatura. Los ensayos recogidos en esta parte incluyen diversas propuestas para una sociología de la literatura o para el estudio contemporáneo de las relaciones entre sociología, literatura y realidad social. En su capítulo «Sociología y literatura como dos medios de interpretar la realidad social», Alberto J. Ribes señala, por ejemplo, que la sociología de la literatura se ha desarrollado siguiendo dos caminos principales: el estudio y análisis del origen social de las obras literarias y el análisis del contexto social en el que surgen dichas obras. Hay una tercera línea, según Ribes, que se pregunta por los límites entre sociología y literatura y que está representada por autores como Ayala, Goldmann, Wright Mills, Nisbet, Jameson y Lepenies.

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En «Una literatura que hace sociología: las lecciones de la narrativa hispanoamericana», Fernando Aínsa plantea la posibilidad de contemplar cómo influye la literatura en la sociedad. Para ello se centra fundamentalmente en el ámbito de la narrativa hispanoamericana, que, según Aínsa, se esfuerza deliberadamente en un primer momento —a través del costumbrismo, el naturalismo, las «novelas de la tierra» o la «narrativa indigenista»— en retratar la realidad social de aquel continente con un éxito notable. César de Vicente, en «Prolegómenos para una sociología de la recepción», explora por último las posibilidades de una sociología de la literatura centrada en la recepción, tras analizar las cuatro concepciones básicas que posibilitan ese camino: la estética de la recepción (Gadamer, Jauss, Zimmermann, Iser); las ciencias empíricas de la literatura y de la recepción (Groeben, Schmidt); las teorías del subjetivismo crítico (Bleich, Holland); y el análisis del consumo literario (con la sociología del hecho literario de Escarpit, la sociología crítica de los bienes culturales y artísticos de Bourdieu, la sociohistoria de la lectura de Ricoeur y Chartier y la sociocrítica). En este libro se reclama, como vemos, un papel específico para la sociología como proveedora de saberes y prácticas que nos permiten contextualizar con rigor los amplios modelos de «lectura» que cada vez abundan más como metáfora de la investigación sociocultural en sentido amplio. Es cierto que pensamos «en» —dentro de— textos que nos anteceden, pero la lectura siempre es una práctica que se concreta históricamente, una práctica materializada en actos, espacios, formas y hábitos de lectura históricamente enmarcados a los que el enfoque sociológico nos permite aproximarnos de un modo sistemático y fecundo. Lo literario, a su vez, puede ilustrar lo sociológico por analogía, poniendo en cuestión la propia capacidad de la sociología para pensarse a sí misma como espacio de representación de lo social. Si alcanzáramos alguno de estos ambiciosos objetivos, tanto los compiladores como los autores tendríamos la satisfacción de haber participado en un diálogo productivo. Dejemos que el lector determine si lo hemos logrado. Fernando Aguiar Alicia García Ruiz Alberto J. Ribes

PRESENTACIÓN

I Escritura y realidad social a través de los autores y los textos

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MERCADOS DE PALABRAS Y EXPERIENCIA ÉTICA: UNA LECTURA DE «LA LOZANA ANDALUZA» Alicia García Ruiz Se ve bien claro el íntimo parentesco que hay entre oficios y cómo la filosofía es en grande y buena parte lenocinio y cómo el lenocinio es también filosofía Miguel de Unamuno. Niebla.

PRELIMINARES: EL RETRATO En el siguiente texto, la discusión crítica acerca del realismo presente en una obra clásica como La lozana andaluza, de Francisco Delicado, publicada en Venecia en 1528, se retoma en una nueva línea de debate. Sostendremos que el especial realismo de esta obra, en tanto efecto de un dispositivo textual, más que a la operación de referencia a una realidad exterior al texto, se vincularía a la realidad de la intensa experiencia lectora que propicia. La extraordinaria —y precoz— modernidad de esta obra se hace recaer así en su carácter de permanente autorreflexividad. A través de usos narratológicos muy novedosos para los códigos de lectura de la época, la obra constantemente se designa a sí misma como dispositivo de representación. Una de las consecuencias más extraordinarias que conlleva esta estrategia narrativa es la de poner en marcha un tipo de juicio crítico que consideramos característicamente moderno, en la medida en que se basaría en la pro-

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blematización de las condiciones de posibilidad de una representación. Dicha representación es planteada como un retrato —un género típicamente renacentista, como veremos— que tiene como resultado abrir al lector, a través de un trabajo sobre el lenguaje, no sólo la posibilidad de un placer textual sino también de una nueva experiencia ética llevada a cabo mediante la lectura.1 No obstante, la condición de posibilidad de este intenso modo de leer ha de localizarse sobre un texto. Esto nos obliga a hacer referencia a la materialidad del lenguaje y sus procesos de trabajo, si queremos que nuestra aproximación tenga un carácter histórico y sociológico. La condición de posibilidad que intentamos reconstruir en La lozana andaluza no es un a priori de tipo idealista, sino un trabajo significante de desregulación-regulación operado sobre el lenguaje como institución, que crea una cadena de transformaciones semióticas característicamente mercantil. Bajo la metáfora del mercado que se ficcionaliza en la obra —un espacio de intercambio de realidades materiales y semióticas, de cuerpos, dinero y palabras— están operando fenómenos de dislocación y relocación del sentido que permiten la autodesignación de la obra como producto en un mercado real: el mercado de la lengua española (del buen o mal hablar que empieza a fijarse en su época) a la vez que su potencial subversivo, a través de su propia institución, la lengua. No es propósito de este trabajo efectuar una revisión de los avatares de la accidentada historia de la recepción crítica de La lozana andaluza. Sin embargo, es sabido que tras una larga época de censura que la consideró como una obra escabrosa y de bajo interés, La lozana andaluza atraviesa hoy día un nuevo período de revalorización en el campo de los estudios literarios del Renacimiento español y este hecho hay que tenerlo en cuenta en un preciso sentido. Cuando decimos que una obra está siendo revalorizada se puede entender de dos maneras. En primer lugar, relacionando este hecho con la dimensión institucionalizada de los juicios estéticos, la crítica, que se encarga de evaluar los supuestos méritos de un producto artístico que, con frecuencia, se presentan como realidades intemporales. El producto de las ope1   Una interesante compilación de posiciones del filósofo francés Jacques Derrida sobre el carácter institucional de la literatura, así como sobre las implicaciones éticas y políticas de las formas de leer, se encuentra en Derrida, J. Acts of Literature (Derek Attridge, ed.) Nueva York, Routledge, 1992. En este trabajo nos apoyaremos en el modo en que Derrida concibe las literaturas no sólo como ficciones instituidas sino también como institución ficticia. En esas instituciones ficticias que son las literaturas, piensa Derrida, hay una libertad irrestringible para decir lo que en ninguna otra institución puede ser dicho o problematizado. De ahí su potencial de campo de experimentación ético y político. Para Derrida, lo literario es un posible espacio para un gesto de libertad radical, que se deriva en última instancia de su carácter indecidible. La interpretación es objeto de decisión en la medida en que está indeterminada —aunque sin duda esté históricamente condicionada. Ninguna ley puede decidir la interpretación de un texto. En todo caso el momento legislador o decisorio tiene que ver con esta indecidibilidad estructural de los fenómenos de sentido, paradigmáticamente representados por los acontecimientos literarios. En el encuentro de un texto y un lector, que está mediado por convenciones de lectura condicionantes, pero no determinantes, se pone en marcha una cierta plasmación del funcionamiento de la noción de ley, desde la óptica de su naturaleza lingüística y de su carácter siempre abierto. Para Derrida «una decisión sólo puede realizarse en un espacio que excede una programación calculable, que mataría toda responsabilidad transformándola en un efecto calculado de unas determinadas causas. No puede haber responsabilidad moral o política sin este acto de juzgar, sin este paso a la decisión mediante lo indecidible», op. cit, p. 24, n. 29. El acto de lectura es un modo de juzgar, de emitir un juicio, pero sin tribunal. Un juicio estético que permite acercar un poco más la ética a la pluralidad de formas de vida.

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raciones efectuadas en este campo social es lo que se llama el gran arte, un esencialismo teórico que ontologiza o naturaliza lo que en realidad son un conjunto de opciones tomadas con anterioridad al observador de las mismas, que las recibe como algo ya cristalizado. Como decía Raymond Williams:«En literatura, la más común de estas falsas totalidades es la tradición»2 . La tradición no se visualiza en lo que es, una activa y continua selección y reselección que, incluso en su punto más elevado, es siempre un conjunto de elecciones concretas». Así, la naturaleza de las relaciones sociales que cumplen la función de relaciones de producción —incluyendo la producción de juicios de valor (estético, ético, político)— es variable históricamente y por tanto sus productos pueden ser objeto de intervención crítica. Por eso, nos interesa señalar que, en segundo lugar, revalorizar una obra significa en sentido literal proceder a proponer un nuevo juicio, una nueva fijación de su valor, esto es, su valor como producto cultural en un campo literario. En nuestro caso, La lozana andaluza ha pasado de ocupar una posición marginal y residual a un estatus prestigioso merced a la actividad crítica. La crítica se revela ahora como una instancia social que asigna valor y, por lo tanto, sanciona lo que vale la obra3. Esta es, precisamente, la clave en la que el presente trabajo opera: se pretende observar la densidad histórica puesta en juego en La lozana andaluza, los vaivenes de la fijación de valor de ciertos productos en ciertos mercados. Valorar una obra como La lozana andaluza exige efectuar justamente este salto metacrítico que acaba por formar parte de la obra misma y de su historia. El resultado es la toma de conciencia de que una obra debe ser también historizada, atendiendo al desarrollo de su recepción, a la sedimentación de sucesivas capas de trabajo crítico sobre ella, a veces incluso contrapuesto. Un punto esencial de nuestro trabajo es, por ello, la historia de la crítica del mérito —como valor— de Lozana y los problemas críticos que tal historia, a su vez, suscita. Esta investigación no intenta tomar partido en tales conjuntos de posiciones y problemas, sino situarse, más bien, en una tierra de nadie entre ellos, intentando hacer emerger precisamente su condición de posibilidad: el espacio teórico, que es un espacio siempre en liza. Nuestro trabajo se concentra en la observación del espacio crítico, aquel que da forma a las condiciones de posibilidad teórica donde nace el valor o donde se dice la diferencia misma. Donde se construyen los distintos niveles posibles de efectos éticos o se debate el supuesto realismo de la obra. Trata de situarse, por tanto, allí donde se visualiza el juego crítico como juego. Intentaremos mostrar que lo que está 2   Raymond Williams, «Literature and Sociology: in Memory of Lucien Goldmann», New Left Review 67, 1971. He tratado este tema en la introducción al volumen de Raymond Williams Historia y cultura común. Madrid, Los libros de la Catarata, 2008. 3  Para una detallada discusión del debate desde Menéndez Pelayo, ver Damiani, 1974, pp. 21-24. Resulta también de utilidad, Goytisolo, J. «Notas sobre La lozana andaluza» en Disidencias, Barcelona, Seix Barral, 1977 y Checa, J. «Perspectiva y profundidad textual en el retrato de La lozana andaluza», en Revista de Estudios Hispánicos, 36 (2) 2002.

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en juego en esta obra no es sólo el relato de un libertino sino un relato sobre formas de libertad, sexual y verbal. Como es sabido, el juego literario consistente en representar el propio acto de escribir se desarrolla de modo extraordinario a partir de la novela sentimental del siglo xv. Un episodio esencial en este desarrollo es la composición de la Carcel de amor de Diego de San Pedro, una de las fuentes intertextuales de La lozana andaluza, cuyo autor, Francisco Delicado, editó. La influencia de Cárcel de amor en La lozana se evidencia en el carácter autoconsciente de la narración como dispositivo de representación. Se inserta al narrador como un personaje más de la peripecia. Lo que nos interesa de este juego representacional, tan propio de la modernidad, es que en él se hace especialmente importante una consecuencia que la crítica a menudo ha pasado por alto. Un juego de lectura definido por una toma de distancia abre el espacio para una nueva experiencia ética o, mejor dicho, para la eticidad como experiencia. El efecto ético no estaría definido tanto, o no solo, como contenido, sino como una experiencia de lectura compleja. Se trataría de una moralidad que, en caso de existir, se apuesta y se juega como cualquier otro valor, pidiendo un crédito al lector. En virtud de un complejo proceso de lectura y escritura, en La lozana andaluza se despliega un juego en el que el contenido moral se gana o se pierde en el seno de un texto en movimiento, esto es, de un texto que no es sólo un producto sino que es un proceso. Un texto considerado como textoproceso se podría definir como un sistema de posiciones de autor y lector que articulan los discursos como jugadas, tanto diegética como extradiegéticamente. Estas jugadas aparecerían como jugadas-crédito, en las que se pone en juego un determinado valor. El autor (en este caso Francisco Delicado y no el autor-personaje que aparece en el texto) posee así un sentido del juego, por el cual es capaz de conocer qué estrategias retóricas, en un campo de posiciones y recursos en liza, pueden llegar a funcionar —ser entendidas por el lector— como una mimesis con intención moralizante de los valores morales de su realidad de referencia o, cuando trata de transgredirlos, qué es lo que la sociedad de la época considera como escandaloso. Su propósito, no obstante, y esta es nuestra tesis principal, es ampliar ese marco de valores morales ensanchando las fronteras de la ficción. El acto mismo de la representación, de hacer ver lo escandaloso, implica su paralelo, es decir, enseñar. Así la función central de La lozana no parece consistir en una intención moralizante, no es una aproximación caracteriológica. Delicado no se limita a la ejemplaridad ofreciendo un antimodelo moral, el personaje de Lozana, para escándalo público —indocti discant...— sino que por encima de ello se adivina la presencia de una metafunción con efecto ético dejada al juicio del lector. Delicado busca expresar la heterogeneidad y la pluralidad irrepresentable de las formas de vida. Esto convierte su obra en el marco para una operación más sutil del sentido de lo ético: plantea este como un proceso abierto, en el que el papel que tiene la experiencia de lectura como configuradora del sentido es decisivo.

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Lo ético, como en general todo sentido en esta obra, se hace aquí «industria», y, trabajo se regatea, se oculta a la vista directa y, por ello mismo, se refina adoptando la forma de un juego constante de significados latentes y manifiestos que reclama un nuevo estilo de participación lectora. Lo que se está buscando, podría decirse, es un nuevo tipo de lector cómplice —actor y coautor a la vez— que es, en definitiva, un nuevo sujeto discursivo, capaz de destilar el veneno o la medicina de la escritura, como posteriormente sucederá paradigmáticamente con la debatida ejemplaridad de las Novelas ejemplares cervantinas.4 El encanto paradójico de una obra tan cruda y a la vez refinada como La lozana andaluza es el de no dejar ver y, a la vez, el de hacer ver a voluntad, puesto que se muestra así la eticidad misma implícita en el acto de lectura, una toma de consciencia de la propia operación de representación, de lo que significa retratar. Leer vendría a mostrar y no sólo a decir, despertando así el cuidado del lector, obligado de este modo a un trabajo crítico de desciframiento de la intencionalidad inscrita en la producción de la obra, que nunca puede concluir. La necesidad de que su discurso se haga jugada es, precisamente, una de las más tempranas y salaces lecciones que aprende el personaje de Lozana de su tía, en el Mamotreto III, a quien a medida que se les está aproximando Diomedes con intenciones galantes, ésta advierte:5 Porque, como dicen: amuestra a tu marido el copo, mas no del todo. Y de esta manera él dará de sí, y veremos qué quiere hacer (Mamotreto III, p. 180)

La vieja tía de Lozana sabe6, y así lo transmite a su sobrina, que la palabra y la acción se juegan, y de manera muy potente, como estrategia de seducción. En ellas, mostrar el sentido directo —en este caso el sexo— en su explícita desnudez, es causa segura de un coste de oportunidad, dejando de ganar lo que un comportamiento más astuto y taimado permite obtener. No es, por tanto, de pornografía —como conservadoramente clamó Menéndez Pidal— de lo que trata y lo que se juega en esta novela, sino la lascivia, el deseo y el desvelamiento progresivo del poder de la palabra, del discurso como jugada en una situación social.7 En su primer encuentro con Diomedes, Lozana rehúsa las alambicadas fórmulas del amor cortés. El cortesano y galante cacareo de Diomedes es atajado por Lozana con un salvaje y divertido «me tocó en la teta izquierda» (Mamotreto III, p. 182) que rompe el código cortés empleado por su amante para negociar el encuentro sexual. Para este personaje femenino lo esencial 4  Para un desarrollo de la cuestión que ha inspirado en buena medida este trabajo, véase la introducción de Harry Sieber a las Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes en Madrid, Cátedra, 1980. 5  Cito por la edición de Allaigre de La lozana andaluza de Francisco Delicado, Madrid, Cátedra, 1994. 6   Tomando la vieja distinción de Gilbert Ryle la tía no sólo «sabe que» —saber proposicional— sino que «sabe cómo» —saber procedimental. Gilbert Ryle, “Knowing how and knowing that”, en Proceedings of the Aristotelian Society, Vol. 46, 1946-1947. 7   Goffman, E. Presentación de la persona en la vida cotidiana. Buenos Aires, Amorrortu, 1997.

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no es retardar retóricamente el placer del negocio sexual y el intercambio libidinal, sino más bien jugar ese juego en sus propias reglas, esto es, elevar el rédito del deseo a través de un retardo, pero jugado siempre según su propia estrategia. Esta demora no responde a las remilgadas normas del amor cortés. Precisamente lo interesante es que Lozana realiza estos actos de habla8 —la fuerza ilocucionaria desplegada por la estilística de los poetas del amor cortés— desafiando las fórmulas establecidas por clases sociales más elevadas. No desea imitarlos ni tratar de promocionarse en un juego que no es el suyo, es decir, cuyos códigos de clase no controla. Una visión sociológica sobre el texto nos ayuda a entender cómo, en ese mercado o economía lingüística, Lozana es una jugadora del juego de la palabra: lee y evalúa sus posibilidades, articulando sus estrategias. Esta evaluación le conduce a intentar una apropiación simbólica diferente, en la que activa otro tipo de codificación. No sigue las fórmulas impuestas por el mercado lingüístico-libidinal porque las gentes que las usan ocupan en él posiciones económicas y de prestigio muy lejanas a la suya. Sería absurdo que una mujer humilde —pero extremadamente ingeniosa— tratara de expresarse como si fuese una doncella de clase alta y estuviera jugándose el mismo capital: la virginidad. Lozana no es virgen, como pronto se encarga de desmentir Rampín en su primer encuentro, en el dinámico Mamotreto XIV: «Anda señora, que no tenés vos ojo de estar virgen». Pero tampoco es ése el capital que está poniendo en marcha, sino su sentido práctico del juego, como lo llamaría Bourdieu9. Lozana no inventa el mercado del deseo ni puede cambiar su capital de partida, pero ensaya nuevas jugadas para abrirse camino en él dentro de sus posibilidades de acción, objetivamente ya dadas. Durante toda la novela, se abre paso en mercados y reglas que no ha inventado, en situaciones sociales en las que aprende a navegar para sobrevivir, adaptando sus jugadas a las mejores condiciones que va encontrando. De este modo, genera por su propia acción una modificación paulatina de su posición en el espacio social, a través de su trabajo lingüístico. Sin embargo, ¿se dedica todo el libro solo a «mostrar»? Más bien, lo importante no parece ser tanto ver de un golpe de vista como disfrutar del desvelamiento —¿o habría que decir ocultamiento?— progresivo que permite el lenguaje, como ya advierte el mismo autor, en su argumento: Porque solamente gozará de este retrato, quien todo lo leyere10. En otras palabras, quien sepa ver el retrato, sin vérselo todo

8  Me refiero a la noción de acción lingüística desarrollada en los años cincuenta por el filósofo norteamericano J. L. Austin en Cómo hacer cosas con palabras. Barcelona, Paidós, 2007 y que dio un impulso extraordinario al programa de investigación filosófica denominado filosofía del lenguaje ordinario, extensamente continuado luego por discípulos suyos como John Searle. 9   Pierre Bourdieu, El sentido práctico, Madrid, Taurus, 1990. 10   Viene a la mente la ultima línea del Libro I del Asno de Oro, de Apuleyo, una de las fuentes de La lozana, que realiza similar llamada al papel activo de un lector con destreza, que logre así disfrutar del texto: Lector intende, laetaberis.

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Esto nos conduce a un tipo de cuestiones que se relacionan con el problema del realismo de la obra –sobre el que siempre ha planeado un cierto tipo de moralidad censuradora. El acto sexual y el acto textual no pueden ser así más opuestos y a la vez especulares sobre la base de esta estilización moral y representacional. La crudeza del acto sexual se nos deja intuir pero, en realidad, lo que se nos deja es más bien un entrever a través de un marco, de un retrato, de una ventana. La ventana de una representación. La Lozana es un retrato, con la particularidad de ser un retrato hecho con palabras11, un cuadro en construcción, en constante movimiento12, lleno de personajes que deambulan por marcos cambiantes en los que tienen que procurarse su sustento y su placer a cambio de una astucia adaptativa. Al contemplar –al mirar por esa ventana indiscreta- las peripecias de esta heterogeneidad de formas de vida, el fresco de esa existencia hormigueante, el lector está «pecando», en efecto, con el autor, pero no de cualquier manera. Lo hace en una jocunda e irreverente comunión, disfrutando de los pecados más colectivos y a la vez más secretos, más íntimos: los de la lengua. Con ello, también está, sin embargo, «salvándose» con el autor, en una curiosa y refinada hermandad o modo paradójico de salvación mundana: se salva del tedio y de la vulgaridad gratuita a base de conceder, como ya se ha dicho, un crédito. Para Delicado parece haber en el trabajo de lectura una salvación mundana consistente en trascender la lectura literal, la moralidad chata, la experiencia de adhesión acrítica a un mundo que valora de antemano, que sanciona autoritariamente comportamientos y situaciones sin negociación y sin juego. El lector se salva a través del pecado mismo, al acceder a un nuevo tipo de eticidad más elaborada, más introspectiva pero también más públicamente lúdica. En definitiva, una moralidad que se revela más comprensiva en el doble sentido hermenéutico y cotidiano del término. Comprende humanamente qué es lo que está pasando en los hechos narrados. Se trata de la ética de quien combina la perspectiva del actor y del observador, que sabe extraer, finalmente, un finísimo sentido moral a partir de lo que supone observar al ser humano en la integridad de sus pasiones. Ello no es posible sin la literatura, sin el arte de contar una historia, y esto es justamente lo que consigue Delicado. Esta nueva experiencia ética, hecha posible gracias a su codificación en un universo discursivo abierto por el uso placentero de la palabra, resulta decisiva en la Lozana y en la tradición metaficcional en la que ésta se inserta. Se trata del alumbramiento de un nuevo tipo de experiencia jugada y hecha realidad en el espacio de un texto, tanto en sus registros más sublimes como 11   Wardropper, B. W., “La novela como retrato: el arte de Francisco Delicado» en Nueva Revista de Filología Hispánica 7 (1953) pp. 475-88. 12   En la parte V de su Historia del Renacimiento Italiano, titulada El descubrimiento del mundo y del hombre, Burckhardt insiste en esta nueva sensibilidad, de marcado carácter urbano, hacia la vida en movimiento —de la que indudablemente participa el dinamismo de la Lozana— como parte de un nuevo proyecto de comprensión integral del hombre en todas sus facetas, las más sublimes y las más abyectas, cuya formulación más elevada vendrá de la mano de la nueva dignidad paradigmática asignada al ser humano, entre otros, por Pico. Burckhardt, J. The civilization of the Rennaisance in Italy; Vol. II. Harper and Row, 1958. p. 438.

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en los más descarnados. Semejante mezcla de lo abyecto y lo elevado es, como se sabe, un rasgo característico de la sociedad cortesana italiana del Renacimiento. La representación de la sensualidad forma parte misma del proceso de refinamiento espiritual renacentista, así como de la dilatación del universo de experiencias morales. La experiencia de lo moral se ensancha y enriquece merced a las nuevas dimensiones y perspectivas del espacio representativo textual, tal como señala Burckhardt,13 que debe hacer sitio a un mayor conocimiento del ser humano y su repertorio de razones, un reconocimiento del doble carácter, angélico y carnal, de los impulsos y pasiones humanas, de su condición intermediaria siempre en construcción. El retrato en movimiento es el medio natural-artificial, la mediación por la que se efectúa esta problematización, un movimiento del texto dentro y fuera de sí mismo. Patricia Simons ha formulado una clave interpretativa del retrato renacentista que nos resulta especialmente útil en este contexto, aunque sus observaciones se refieran al retrato pictórico. Simons señala que, en el retrato, el acto interpretativo es el rasgo central. Enmarcar es hacer ver algo, una selección. Así pues, el hecho social del retrato se vincula con procesos de formación de identidades sociales en el sentido de que ni éste ni aquellas son representaciones transparentes y por tanto no deben ser comprendidas en un modo de referencia clásico (haciendo mención simplemente a quién fue retratado/a), sino en relación con problemas de agencia histórica (cómo fue representado/a).14 Este conjunto de consideraciones nos interesan en la medida en que, tal como se ha sugerido líneas arriba, sugieren una nueva forma de considerar el realismo, que no sólo se moviliza en la función de referencia sino sobre todo en la relación interpretativa entre la obra y su lector o espectador. La obra hace posible de este modo la articulación de un espacio representacional donde la aparente disyunción entre la referencia externa del texto o su inmanencia queda intermitentemente suspendida. Ambas opciones se presentan como desarrollos parciales del verdadero problema en juego: la realidad del propio artefacto textual como un espacio paradójico del que se entra y se sale.15 El espacio textual se recorre así, por un lado, en el propio devenir-proceso del acontecimiento de lectura, un proceso del que el texto mismo es autoconsciente. MERCADO Y CIUDAD DE DIOS: CASTIGOS EJEMPLARES La metáfora central de La lozana andaluza aparece en el carácter de fijación de un mercado. Este mercado es algo que se da dentro y fuera del   Burckhardt, J. op. cit. pp. 433-434   Simons, P. «Portraiture, Portrayal and Idealization», Language and Images of Rennaisance Italy: Oxford Clarendon Press, 1995. 15  Checa, J. «Perspectiva y profundidad textual en el Retrato de la lozana andaluza», Revista de Estudios Hispánicos 36, 2. 2002 13 14

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texto: por un lado está la Roma ficticia y por otro la Roma real de Lozana en el plano de las operaciones de referencia, un gran mercado urbano. A estos dos niveles se viene a sumar uno más: el mercado de la lengua donde esta metáfora se inserta. La lengua española en ese preciso momento se está empezando a fijar como norma, pues cuando se escribe La lozana andaluza Nebrija ya había publicado su Gramática y Delicado fue un alumno de Nebrija. Como señala Claude Allaigre,16 La lozana andaluza se basa en una estructura lingüística tramada sobre un constante juego de paronimias y desplazamientos de sentido. Nuestro trabajo crítico intenta ser coherente con tal rasgo medular de la obra, proponiéndose para ello activar el parentesco etimológico entre los términos «mercado» y «meretriz». Es sabido que ambas palabras comparten en su origen griego el mismo prefijo «mer», que los emparenta como actividades relacionadas con el hecho de comprar y vender. Comprar y vender, mercantilizar, se vinculan en una situación en la que la flexibilidad del mercado lingüístico es paralela al mercado de los cuerpos y del placer, apareciendo todo ello en el marco de una floreciente vida urbana. La íntima unión que en el plano discursivo vincula mercados y meretrices en esta obra puede leerse así como construcción ficcional de la formación del mercado en tanto metáfora rectora de la cosmopolita vida urbana renacentista y de la ambivalente valoración que ello merecía a ojos de un español del xvi como Delicado. De acuerdo con lo anterior, en las próximas líneas nos dedicaremos a contemplar en La lozana andaluza una función que se propone como nodo explicativo central de la obra. Se trata del uso literario de la lengua como transcodificación subversiva de discursos relativos a la moral y al poder. Los dos elementos que se hacen entrar en juego para articular esta transcodificación, la lengua y la prostitución, se insertan en una nueva matriz ideológica que es la realidad del mercado y su eclosión de sistemas simbólicos que vinculan signos, cuerpos y mercancías. Junto a esta nueva realidad de orden secular se va a efectuar una representación de la discusión filosófica entre fuentes de poder político de carácter humano o divino, que se disputan los beneficios materiales del mercado. Un conflicto que, como se sabe, está en la base del enfrentamiento entre Imperio y Papado en los acontecimientos del Saco de Roma.17 La nueva realidad del mercado va a permitir una modificación en los valores y las sensibilidades hacia los procesos socioeconómicos y hacia los procesos sociosemióticos, en el seno de una nueva conciencia lingüística que une poética e historia, en el cauce de una cierta filosofía de la historia en el

16  Allaigre, C. Introducción a la edición de La lozana andaluza de Francisco Delicado, Madrid, Cátedra, 1994. Del mismo autor, Sémmantique et literature. Le “Retrato de la Lozana Andaluza» de Francisco Delicado. Grenoble: Ministere de Universités, 1980. 17  Delumeau, J., Vie economique et sociale de Rome dans la seconde moitié du xvi siècle Paris: Boccard, 1957. pp. 223 y ss.

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que la acción humana comienza a pasar a primer plano, frente a la idea de Providencia Divina. La realidad de la organización de ambas instancias, prostitución-mercado y lengua-mercado se efectuará precisamente a partir de la integración de un sistema de mercancía en un sistema de signos, con constantes entradas y salidas entre uno y otro. En la obra se desencadena una progresión ilimitada de intercambios corporales y lingüísticos en un régimen de significación que los subsume y los hace obedecer a la nueva lógica mercantil que se halla en germen. Esta realidad del mercado se efectúa en varios niveles que quedan problematizados en el texto de diversas maneras. En primer lugar, en un plano de análisis de tipo infraestructural, esta se revelaría como construcción de relaciones discursivas referidas a una eclosión históricamente datable de relaciones económicas en la Europa de la época. En segundo lugar, en el nivel del signo y los actos de habla, tal eclosión de relaciones económicas sería paralela en La lozana a la conciencia del fenómeno de la polisemia. Finalmente, en tercer lugar, a partir de esas fuerzas dinamizadoras socioculturales cabría hablar de una nueva relación epistemológica con la narrativa histórica y la moral en un contexto de creciente secularización y de conflicto de interpretaciones. Un lugar de especial importancia para ilustrar el conflicto de interpretaciones es, sin duda, como ya se ha adelantado, la narrativa historiográfica del Saco de Roma. La lozana hace uso consciente y conspicuo de símbolos bíblicos en lo que podría parecer una narrativa tradicional basada en el esquema agustiniano de culpa y redención, pero en la obra, ciertamente, no se procede a una condena incondicional y absoluta de la ciudad como harían moralistas como Alfonso de Valdés. El tratamiento literario de tales acontecimientos que acomete Delicado es mucho más complejo y en buena medida supone una subversión de estas narrativas o filosofías de la historia de origen cristiano medieval. La figura del castigo bíblico está presente, desde luego, como tópico y como forma narrativa, pero al mismo tiempo se representa una relativización de las causas de la corrupción moral de la ciudad, que no siguen un recorrido unidireccional e inequívocamente moralizante. El autor, sin duda alguna, se encuadra en las narrativas del Saco de Roma realizadas bajo el orbe del poder imperial, pero su tratamiento del tema es muy diferente del de la morilizadora y teleológica historiografía providencialista. La historia que La lozana cuenta, en un doble sentido ficcional e historiográfico —como story y history— es una visión secularizada de la historia como suma de acciones humanas, aunque haga uso, no obstante, de símbolos bíblicos como movilizadores de impulsos de un inconsciente colectivo.18 En el seno de esta historia colectiva se intercalan así microhistorias personales, nombres propios, donde los personajes de clase alta y baja se entre18   Para un excelente estudio sobre la proliferación en torno 1500 de las profecías en Italia y su papel político, consúltese Miguel Ángel Granada, Cosmología, religión y política en el Renacimiento, Barcelona, Anthropos, 1988.

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mezclan en un hormigueante cuadro humano construido en una forma satírica y cuyo resultado se aleja del papel de vocero del Emperador Carlos V ante los sucesos del Saco de Roma en 1527. La lozana andaluza es, desde luego, una danza de la muerte —que se lleva a todos al final de la obra, menos a los que se salvan en una barca del diluvio— pero también es una danza de la vida. De lo que se trataría en la obra es de mostrar algo evidente: para que haya una danza de la muerte también ha debido haber antes una danza de la vida. Se parte de la naturaleza humana, es decir, un cúmulo hormigueante de necesidades y pasiones que pueden ser mostradas en toda su riqueza y complejidad. La obra trata de presentar un retrato o cuadro, que tiene una intención realista de «lo que es sin que nadie añada ni quite nada», pero que a la vez tiene conciencia de ser representación, artificio, como muestra el autor cuando dice querer «mezclar natura con bemoles» (p. 170). Se comunica la complejidad de lo real a través de una representación que ha de comenzar por mostrar su premisa oculta: expresar que tal relato es, de partida, dudoso, aunque se oculte en un retrato que finge ser fiel reproducción de lo natural. En estas condiciones, la estrategia de subversión consiste ni más ni menos que en contar una historia, pero contando toda la historia, es decir, incluyendo hasta los detalles más escabrosos. La historia no es otra que lo sucedido antes del Saco a gente real, los habitantes de Roma, de los que llegamos a saber por el narrador quiénes son, sus nombres y procedencias. Hay que recordar, para valorar en su justa importancia este hecho, que semejante principio de individuación se niega a las clases bajas en toda narración épica o de estilo alto. El nombre propio no se reserva aquí al héroe o al rey; antes bien la propia Lozana anhela hacerse un nombre, individualizarse y ser recordada en ese espacio anónimo de intercambios. Tiene un claro afán de movilidad social. Más que la representación de una subjetividad privada el retrato literario es, de este modo, un acto de enunciación de un nuevo sujeto que reivindica su lugar en la historia. Esta batalla entre anonimato y nombre, entre posición anónima en un espacio social e identidad personal se condensa en La lozana andaluza en una serie de figuras. Por un lado está la doble figura de Babel y Babilonia. Hay una Babel lingüística —la Roma lingüística cosmopolita y políglota— y también una Babilonia como gran Prostituta —la Roma real llena de clérigos y prostitutas. También encontramos un nuevo mapa geopolítico en la rivalidad entre poderes, terreno y espiritual, Corona y Papado. Y, también, un nuevo mapa moral de Roma hecho de material narrativo que se elabora a partir de la experiencia personal: la ciudad real se retrata bajo una imaginaria cartografía del deseo, como queda expresado por el anagrama que menciona el autor al decir que Roma escrita al revés es Amor (p. 480). Delicado procede mediante una argumentación articulada en imágenes19, un retrato que va desde lo colectivo a lo individual, problematizando la rela19   No podemos entrar en la riqueza semiótica de las ilustraciones, que exigirían un estudio iconológico aparte.

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ción entre esas dos dimensiones, que es justamente lo que articula el lenguaje mismo. En esta argumentación por imágenes el retrato acaba por revelarnos un Mercado, es decir, un juego y unos jugadores. Los jugadores serán un mercader (el autor), una jugadora que se juega a sí misma y a su palabra como mercancía (la Lozana) y una ciudad (Roma). Todos son, a su manera, prostitutas, todos se narran a sí mismos y son el escenario, a la vez, de su explicación. MERCADERES DE PALABRAS Como ya hemos dicho, la presencia de los mercaderes es un rasgo fundamental en La lozana andaluza. A este respecto, debe recordarse que la figura de Hermes entre los filólogos de la época es un topos cultural con una larga tradición representativa tanto visual como literaria. Hermes es el Dios tanto del comercio como de la Filología. El dios del que la palabra «hermenéutica» se deriva. Hermes, dios de los poetas y los cruces de camino, del comercio y hasta de la historia misma como curso de acontecimientos siempre en tránsito, es el cultivador del trato y de las traducciones, de las interacciones de la palabra, del comercio entre los dioses y los hombres. Resulta esencial tomar en cuenta el nombre romano de esta divinidad, Mercurio, como intermediario o agente de tercería. Mercurio se relaciona etimológicamente, asimismo, con los términos centrales a los que nos hemos ya referido: mercados y meretrices, formando nuestra tríada conceptual. La historia contada por Delicado se ocupa así de la cambiante relación, trato o comercio entre dioses y hombres, entre divino y humano, entre sagrado y profano, entre espiritualidad y carnalidad, entre la letra y el espíritu de la letra, en definitiva, la historia de seres humanos contada por ellos mismos, que pugnan por adueñarse de la palabra, por tomarla. Comencemos, pues, por la figura del tratante, del mercader, que prolifera por todos los rincones de la obra. Diomedes, el amado de Lozana es, como no podía ser de otro modo, un mercader. El nombre de Dio-me-des, como señala Allaigre, indica un juego de palabras nada casual en la época: dame a Dios, o sea, el amor. Como ya señalamos al principio de este trabajo, los códigos cortesanos de enunciación de tópicos amorosos, que ya habían comenzado siglos antes con los trovadores un camino de progresiva sofisticación, eran códigos configurados para la elaboración discursiva de la experiencia sensual en las clases altas. Una consecuencia que nos interesa especialmente es que a través de estos códigos se vehicula una cierta veta secularizadora mediante la deificación del amor humano que postulan. La sacralización de lo profano aparece como el movimiento paralelo a una satírica «profanación” de lo sagrado. De ahí que se muestre los curas y a la curia como los pecadores por antonomasia, como los adoradores del Dios amor. Se hace ver en el retrato literario la mundanidad que rige la vida de los supuestos ministros de Dios, presentados como mercaderes con una mercancía no fungible: bu-

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las y bulos, promesas y embelecos. La situación de venalidad de los asuntos eclesiásticos no puede ser mejor satirizada por el status questionis que comunica a Lozana la prostituta Salamanquina: Ellos a joder y nosotras a comer. El despachar de las buldas lo pagará todo, o qualque minuta. Ya sabes, Lozana, cómo vienen los dos mil ducados del abadía, los mil son míos y el resto poco a poco (Mamotreto XXXIII, p. 181).

El potencial subversivo contenido en la elevación del amor a la categoría de deidad es enorme: se encuentra en directa contraposición al mundo de la cristiandad de la época, que tolera mal este regreso a la antigüedad en el culto profano de sus deidades, sobre todo en la forma de ese neoplatonismo cultivador de la sabiduría hermética, de la lectura de los signos, que tomó en el contexto italiano. El tópico literario del amor como deidad actúa como poderoso subversor de la moral que se había consignado en la veneración a autoridades como Agustín o Boecio, en los que se descarta el amor humano como vía de salvación. Ese amor divinizado que encontramos en Lozana puede remontarse ya a La Celestina, una obra a la que Delicado intenta emular. El amor obsesivo que se profesan Melibea y en Calisto, también parodia al estilo cortés y a la tradición del amor hereos. El amor representado como Dios, desplazando a la representación del amor a Dios o del amor de Dios, la caritas cristiana, contiene de este modo la semilla sediciosa de una secularización en el mismo triángulo trinitario que une el Deseo, la veneración a Dios y la pertenencia a la Iglesia. Conforme se va desplazando este deseo a una forma de elaboración discursiva secularizada, no sublimada en la erotomanía celestial, no es extraño que acabe por caer en el extremo opuesto y se represente a la misma Iglesia como la Ramera de Babilón, como una madre transformada en prostituta. Y de los mercaderes de mercancías terrenales y celestiales pasamos, así, a las meretrices. Donde el monopolio divino de la idea de Dios cae, también lo hace la sagrada familia. Un escandaloso rasgo de Lozana, que posiblemente haya desencadenado más de una dies irae crítica como la de Menéndez Pelayo, procede del hecho mismo de que no le importan los hijos que tiene con Diomedes y, si acaso repara en ellos, los contempla mercantilizados, esto es, como recurso bancario. Su sexualidad desvinculada de la función reproductora transgrede la Sagrada Familia y la concepción transitiva del placer como generador de hijos del Cuerpo Místico de la Iglesia. También resulta un singularísimo adelanto a su tiempo la descarnada presentación que se efectúa en La lozana de la familia como unidad de producción. Aun no siendo consciente el autor de su potencial subversivo en este punto lo cierto es que está realizando aquí una desvinculación del deseo y de la reproducción fuertemente trangresiva. El amor divino, la spe unitatis del Cuerpo de la Iglesia, es fragmentado, privatizado, transmutado en amor humano y, a la postre, en deseo sexual.

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La condena del placer más allá de su función reproductora sexual y social es brutalmente subvertida así por Lozana (Mamotreto IV. p. 89). Ella señoreaba y pensaba que jamás le había de faltar lo que al presente tenía y, mirando su lozanía, no estimaba a nadie en su ser y pensó que, en tener hijos de su amador Diomedes, había de ser banco perpetuo para no faltar a su fantasía y triunfo, y que aquello no le faltaría en ningún momento (...) Mi señor, yo iré de muy buena voluntad donde vos, mi señor, me mandáredes; que no pienso en hijos, ni en otra cosa que dé fin a mi esperanza, sino en vos, que sois aquella.

En el plano semiótico, también se produce esta desvinculación del deseo respecto al objetivo de la unificación. La forma que correspondería a una historia de prostitutas no puede ser, en buena lógica, una forma que trabaje en pos de un orden total, de la esperanza de una unidad y en una integración en un cuerpo místico o familiar. Parece más plausible pensar que ha de tratarse de una forma en cierto modo «prostituta» ella misma. En otras palabras, una forma caracterizada por la libertad y la no fijación definitiva del sentido y en la que la relativización moral se despliegue a partir de la polisemia. El derecho, así como la preceptiva moral y estética clásicas, están basados en la definición y en el desarrollo de tipologías. Ahora bien, las tipologías no podrían mostrar lo vivo más allá de la Vida como concepto moral20, es decir, aquello que se agita más allá del ideal moral, de la definición. Y el mundo que quiere mostrar y muestra La lozana andaluza es un mundo real, histórico, contingente, azaroso, que está sometido a la contradicción, a la paradoja, al interés. En tal forma prostituta, el juego es la estructura que más corresponde a su relativismo moral y semántico. El acto sexual y el acto comunicativo se entrecruzan lúdicamente y no podía ser sino una forma dialogada del espacio textual la que diera tal polifonía a la novela, pues el diálogo es la manera en la que el conflicto de interpretaciones toma una dimensión estructural significativa en su propia forma. EL MERCADO DE LA PALABRA Y SUS ESTRUCTURAS DE TRABAJO Una idea clave que nos servirá para terminar de estructurar la figura de un mercado de la palabra se debe al lingüista italiano Ferrucio Rossi Landi. La idea central en las teorías lingüísticas de Rossi Landi resulta decisiva en este contexto: se trata del carácter objetivo –y objetivable- del lenguaje, es decir, una consideración del lenguaje como hecho objetivo. Las palabras, en 20   En la ontología e imaginario moral medievales, no toda vida es digna de tal nombre sino que hay una cadena de cualificación progresiva entre existencia, vida y humanidad: de la mera existencia de la planta o la piedra se asciende a la vida meramente animal, dominada por los impulsos, y finalmente aparece la vida humana caracterizada por el deseo de la unidad con Dios a través de la práctica de la virtud.

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tanto unidades de lenguaje, son productos de un trabajo lingüístico; usamos estos productos como materiales y como herramientas en el curso de trabajos lingüísticos con los que producimos mensajes. El lenguaje tiene así un carácter social puesto que emerge, como la conciencia, de las necesidades, en el seno de una necesaria relación de unos hombres con otros. Esto no equivale a darlas por sentado, sino precisamente a verlas como algo instituido a través de un proceso, el proceso de instituir estas relaciones. Un punto esencial señalado por esta perspectiva es así que el lenguaje y los lenguajes tienen lugar dentro de una dialéctica de satisfacción de necesidades, es decir, en el interior de un proceso de institución de trabajo y de producción de relaciones. Por lo tanto, las palabras son necesariamente objetivaciones de tales necesidades. La palabra entra en estructuras de trabajo cada vez más amplificadas y el valor de cambio de una palabra procede de su entrada en relación con otras palabras. Las ideas sociológicas de Pierre Bourdieu complementan las tesis lingüísticas de Rossi Landi en el sentido de que los intercambios lingüísticos expresan para Bourdieu también relaciones de poder. La teoría que da forma a la aproximación de Bourdieu al lenguaje es una teoría general de las prácticas. En ella se describen los intercambios lingüísticos cotidianos como situaciones en las que se producen encuentros entre agentes dotados de competencias y recursos socialmente estructurados. No importa cuán particulares puedan parecer, en ellos hay huellas de la estructura social que expresan y que ayudan a reproducir. El mundo social es un espacio multidimensional en el que los discursos reciben su valor y su sentido en relación con un mercado, caracterizado por una específica ley de formación de precios. El valor de un discurso depende de la relación de poder que se establece entre las competencias lingüísticas —entendidas como capacidades de producción— y su capacidad de apropiación y apreciación. Depende, pues, de la capacidad de los agentes para imponer en tales intercambios sus criterios de apreciación, los más favorables a sus propios productos. Una importante dimensión del ejercicio de poder es, por tanto, adquirir capacidad para influir sobre las leyes de formación de precios, tal como vemos hacer constantemente a Lozana, desde su posición ficticia dentro de un mercado ficticio —pero real, a su manera— que es el de la Roma literaria del autor. También es eso mismo lo que vemos hacer a Delicado, dentro de su posición en un mercado real: el de la Lengua. La palabra en la Lozana está pues en funcionamiento constante dentro de estructuras complejas de trabajo. Nebrija, de quien Delicado es discípulo, se jactaba nada menos que de lo que podríamos decir que es ser un mercader o capitalista del mercado linguístico «que yo fue el primero que abrí tienda de la lengua latina...».21 La filiación con Nebrija es evidente en esta declaración del personaje Sagüeso, 21   Citado en Francisco Rico, Nebrija frente a los bárbaros. Salamanca: Universidad de Salamanca, 1979, p. 99.

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así como la posición del autor-prostituta haciéndose cargo de los dominios «inferiores» o infiernos de la lengua: Esso que está escrito no creo que lo leyese ningúnd pueta sino vos, que sabéis lo que está en las honduras, y Lebrixa, lo que está en las alturas exçeto lo que estaba escrito en la fuerte Peña de Martos, y no alcanzó a saber el nombre de la çibdad que fue allí edificada por Hércules, sacrificando al dios Marte, y de allí le quedó el nombre de Martos, a Marte fortísimo. Es esta peña hecha como un huevo, que ni tiene prinçipio ni fin, ni tiene medio, como el planeta, que se le atribuye estar en medio del cielo y señorear la tierra.22

Quien hace la regla, hace la trampa, dice el aforismo. Y con lo que nos encontramos es con un agente normativo de la lengua que sabe, por lo mismo, subvertirla e insertarla en estructuras de sentido más complejas. En La lozana andaluza, «hacer la trampa» significa muchas cosas. Significa, por lo pronto, una lengua des-lenguada, una desregulación. Se procede a la puesta en marcha de una desregulación regulada del uso de la lengua, o sea, solidaria de la constitución de un mercado que parece funcionar autónomamente y que, de algún modo, para funcionar, como bien advierte Bourdieu en su teoría de las prácticas, no ha de parecerlo. Para no parecer un mercado, pero poder funcionar como tal, ha de borrar precisamente las huellas de su condición de mercado y hacerse ideología, naturalizarse. Qué mejor modo, pues, de naturalización que presentar una historia como ficciones que no parecen tales y que encubren así la ficción más radical: simplemente la de que el mercado sea una ficción. Se desregula también el placer de leer, un placer compartido por el autor y el lector, pero se regula un mercado en formación: el de la lengua. El propio autor que declara des-lenguado, mal-hablado a su personaje, la Lozana, está señalándose, en un mismo gesto, como origen de la norma y la trampa, el paradigma y la desviación. Ese es el movimiento donde se gesta el poder de la palabra. En tales condiciones comunicativas, caracterizadas por la regulación desregulada —la trampa— o de desregulación regulada —la norma—, el salvoconducto para moverse por la vida social empieza a ser, para los diferentes agentes lingüísticos implicados en la obra, el ingenio y la doblez como recurso social, el de la conversión de la palabra en diferentes tipos de capital: simbólico, económico, sexual. El espacio social abierto por el uso placentero de la palabra. Delicado muestra cómo la palabra se va insertando, como ya hemos dicho, en estructuras de trabajo cada vez más amplias y se convierte en un mediador universal, en dinero mismo. El dinero es, a su manera, palabra —un «pagaré», un «crédito»— y la palabra, como se ve en toda la obra, opera la alquimia de convertirse en dinero, cuando se acompaña de un pago en especie, en cuerpo —ya sea vender cuerpos o sanar cuerpos, como se dedica a hacer Lozana, que es a la vez prostituta y curandera.   Mamotreto LIII, p. 425.

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JUGADORES Y JUGADAS Las estructuras de trabajo de la palabra en La lozana andaluza incluyen, así, desde la palabrería curandera hasta la adivinación. Al entrar en tales estructuras de trabajo la palabra tiene que empezar a autonomizarse, como el dinero, y a tomar sus propias formas de conversión, su fijación de valor en el mercado semiótico-social-económico. Esto es lo que se ilustra en el Mamotreto XI cuando Lozana dice, al ser víctima de un engaño por parte de otras prostitutas: «Con palabras prestadas me han pagado. Dios les dé mal año». La expresión «prestadas» se usa para designar una palabra adulterada. El término «adulterada» no se entiende como la palabra mal empleada en un mero sentido gramatical, sino una palabra mal empleada en el mercado de la palabra, un mercado que funciona con ciertos créditos. No se debe adulterar lo más adulterable de todo, pero también lo más sagrado: el dinero, la palabra, puesto que es de lo que se vive. La palabra, prostituta ella misma, tiene un valor incalculable entre las trabajadoras del sexo que retrata Delicado, gentes cuya supervivencia depende, pues, del valor del recurso preciado de su cuerpo y su palabra. Hay, así, una especie de código de honor entre ellas, cuando se niegan a servir a los que no las pagan, a los que abusan de su poder. Las prostitutas rechazan tanto a los violentos como a los maledicientes, a los de «mala lengua» y mal pagar, tal como declara Lozana en el Mamotreto XXXIV: Señor, no busco a vos, ni os he menester, que tenéis mala lengua vos y todos los d’essa casa, que pareçe que os preçiáis en dezir mal de cuantas passan. Pensá que sois tenidos por maldizientes, que ya no se ossa passar por esta calle por vuestras malsinerías, que a todas queréis pasar por la maldita, reprochando cuanto llevan ençima, y todos vossotros no sois para servir a una, sino a usança de putería, el dinero en la una mano y en la otra el tú m’entiendes, y oxalá fuese ansí. Cada uno de vosotros piensa tener un duque en el cuerpo, y por esso no hay puta que os quiera servir ni oír. Pensá cuánta fatiga passo con ellas cuando quiero hazer que os sirvan, que mill vezes soy estada por dar con la carga en tierra y no oso por no venir en vuestras lenguas. (p. 385)

Tal como sucede en los Mamotretos VII y VIII, en una situación de mercadeo basado en una absoluta teatralidad picaresca, el valor de la palabra no se puede entender en los códigos altos del honor –dar mi palabra-, sino de un modo muy distinto. El desprestigio sobreviene no por mentir, sino por ser pillado en falta frente a los que mienten, en descubrir el juego –precisamente por jugarlo mal- de la pintoresca cofradía de charlatanes. Lo que se castiga no es la mentira sino la falta de habilidad en mentir. Baste a modo de ejemplo la prueba de la verdad a la que, en los mamotretos citados, someten las comadres a una recién llegada Lozana. Las comadres piensan que si Lozana es, como dice, de Córdoba, sabrá preparar unas coceduras al estilo cordobés, pues de Córdoba, al parecer, todo el mundo en la época decía tener un

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pariente. La mentira, pues, se saca con el mismo principio del que está hecha, el hablar: Beatriz: Dexemos hablar a Teresa de Córdoba, que ella es burlona y se lo sacará Teresa: Mirá en qué estáis. Digamos que queremos torcer hormigos o hazer alcuzcuçu, y si los sabe torcer, ahí veremos si es de nobis, y si los tuerçe con agua o con azeite Beatriz: Viváis vos, que más sabéis que todas. No hay peor cosa que confesa nesçia [...] Lozana: Señoras, ¿en qué habláis, por mi vida? Teresa.- En que para mañana querríamos hazer unos hormigos torçidos Lozana.- ¿Y tenéis culantro verde? Pues dexá hazer a quien de un puño de buen harina y tanto hazeite, si lo tenéis bueno, os hará una almofía llena, que no los olvidéis aunque muráis. Beatriz.- Prima, ansí gozéis, que no son de perder. Toda cosa es bueno probar, cuanto más pues que es de tan buena maestra que, como dizen, «la que las sabe las tañe». (Por tu vida, que es de nostris.) Señora, sentáos y dezínos vuestra fortuna cómo os ha corrido por allá por Levante (Mamometro, VII. p. 196).

En esta situación en la que la mercadería de la palabra es, a la vez, la moneda, el proceso y la estructura, en ese pequeño, infinitesimal mundo de la vida en el que se agita la novela no podía suceder de otro modo: ellos son mercaderes y ellas prostitutas. Recuérdese de nuevo la profesión de Diomedes, el primer amante de Lozana, mercader, y que el marido de Teresa es cambiador, cambista: Dezíme, señoras mías, ¿sois casadas? Beatriz: Señora, sí. Lozana: ¿Y vuestros maridos, en qué entienden? Teresa: El mío es cambiador, y el de mi prima lençero, y el de essa señora que está cabo vos es borzeguinero. (Mamotreto, IX, p. 201)

En esta escena, todos los personajes manipulan mercaderías: unos comercian con dinero –el cambista–, otros con telas y prendas íntimas –lencero–, otros con el calzado típicamente morisco, el borceguí –borceguinero. Profesiones liberales que en la cultura de la época eran también sospechosas de cierto deshonor. En el caso del cambista por razones evidentes y en el del lencero por el campo semántico a que suelen estar asociadas las labores relacionadas con la ropa –por ejemplo, planchar o lavar como sinónimos de prostitución- y, como muestra la evolución semántica del término lienzo hacia lencería, tratar con el material del que se hacen prendas íntimas. El borceguinero también sería sospechoso además por el origen morisco de la prenda atendiendo a la referencia de una pragmática del término que se hace en el Covarrubias, un dicho que relaciona la reversibilidad de esta prenda con la poca firmeza en la decisión o la excesiva adaptabilidad, cualidad que

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en el consorte de una prostituta no sería extraño encontrar asociado en el pensamiento popular. Hay, en definitiva, un próspero y variado mercado y eso es lo que desea Lozana que le muestre Rampín, en el Mamotreto XIII (p. 241). Lozana: «Pues esso quiero yo que me mostréis. En Córdoba se haze los jueves, si bien me recuerdo: Jueves, era jueves, día de mercado, convidó Hernando los comendadores.»

¿Cómo se inserta uno en el mercado?, se pregunta Lozana. Y la respuesta que obtiene precisamente, es de nuevo por el poder la palabra, mediante el ensalmo que proclama Lozana en el Mamotreto XVI. En este mamotreto, Rampín advierte a Lozana que si el judío Trigo no escucha la palabra «oro» como inicio de parlamento alguno no se parará a prestar atención a Lozana, pues los judíos –«jodíos», como también los apela Delicado, en un grueso juego de palabras sexual- tienen tal palabra, dice, por buen agüero. Lozana toma nota y despliega su estrategia exclamando ante Trigo: «No es oro lo que oro vale», con lo que se despierta el interés de Trigo. El oro llama al oro, pero para ello han de comprarse los medios necesarios para efectuar tal llamada. Dichos medios valen oro, pero no son oro. Sin embargo, pueden serlo más adelante, mostrándose de nuevo la alquimia de la palabra-cuerpo-dinero: el lenguaje es una piedra filosofal en el mercado de la palabra, que convierte en oro lo que toca. Las palabras se convierten en dinero. Al final del Mamotreto, el judío Trigo presta su capital inicial a Lozana para su negocio: un catre y una casa. Y de este modo se va viendo que en tal mercado las prostitutas son, a su vez, también profesionales liberales que también quieren «abrir su tienda», como Nebrija quería abrir la suya. A través de la descripción de los medios productivos de las prostitutas se nos abre la descripción de sus diferentes posiciones en un espacio social, en el mercado, en función de que posean o no estos medios de producción. El espacio social es representado en un espacio textual como un espacio de poder. Una cuestión fundamental que descubrimos a través de esta representación es que la prostitución no es esa actividad que la moral engloba en un mismo constructo indiferenciado: hay un mapa sociológico de diferentes tipos de prostitutas, donde la diferencia se marca precisamente en función de la posesión de los medios de producción: casa y catre. Asimismo, también se marca lingüísticamente en un diferencial semántico relativo a los términos con los que se ha de hablar de prostitutas, tal como explica el Valijero a Lozana. Así, en el Mamotreto XX asistimos a una auténtica lección de pragmática del mercado de la prostitución y de sus correspondientes léxicos: el Valijero corrige la torpeza de Lozana de considerar a todas las mujeres que

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comercian con su cuerpo como putas, sin ejercer distinción. Mediante la perorata que suelta el Valijero a Lozana mientras se encuentran en la cama, descubrimos una genuina sociología de la profesión, incluyendo desde la referencia a las prostitutas más humildes hasta las que, una vez enriquecidas, se hacen pasar por alta cuna. Por un lado «todas son prostitutas», pero por otro, tal como matiza el Valijero, «unas son putas y otras cortesanas». Es un espacio semántico que juega con toda una gama de matices según convenga. Roma por entero es un burdel, pero hay que saber distinguir las posiciones para no errar la jugada discursiva, comercial y sexual. En esta improvisada sociología de la profesión el Valijero no habla de amancebadas, como lo hace Lozana, sino de cortesanas. Este es el campo de posiciones que ocupan: Lozana.-  Dígame, señor: y todas éstas, ¿cómo viven y de qué? Valijero.-  Yo’s diré, señora: tienen sus modos y maneras, que sacan a cada uno lo dulçe y lo amargo. Las que son ricas, les falta qué espender y qué guardar. Y las medianas tienen uno aposta que mantiene la tela, y otras que tienen dos, el uno paga y el otro no escota. Y quien tiene tres, el uno paga la casa y el otro la viste y el otro haze la despensa y ella labra (...) Y esto causan tres estremos que toman cuando son novicias, y es que no quieren casa si no es grande y pintada de fuera, y como vienen, luego se mudan los nombres con cognombres altivos y de grand sonido, como son, la Esquivela, la Cesarina, la Imperia, la Delfina, la Flaminia, la Borbona, la Lutreca, la Franquilana, la Pantasilea, la Mayorina, la Tabordana, la Pandolfa, la Dorotea, la Orificia, la Oropesa, la Semidama y Doña Tal, y Doña Andriana, y ansí discurren mostrando por sus apellidos el precio de su labor; la terçera, que por no ser sin reputa, no abren público a los que tienen por offiçio andar a pie. (Mamotreto XXI, p. 275)

A través de su ingenio y de la posesión de medios de producción Lozana llega a cumplir, intertextualmente, el sueño emancipatorio que expusiera ya la prostituta Areúsa en su famoso parlamento del noveno acto de La Celestina, esto es, alcanzar la condición de «profesional liberal», que no tenga que depender del capricho de las señoras de clase alta. Virtuoso será, en el mercado, el que gane por sus propios medios su sustento23 Dentro de ese gran mercado, Lozana se consuma como toda una profesional de la más liberal de las artes: la de la palabra. El arte de la palabra que, a partir del vacío, nunca mejor dicho, crea toda una vida, obras y posesiones materiales, una especie de profano fiat lux. En el Mamotreto XXIV encontramos una descripción de todos los actos de habla que ejerce Lozana a través de su palabra en acción: remediar, prometer, certificar, jurar, pero sin perdonar a nadie el interés. Hablando, con el poder de su palabra tanto como de su cuerpo, Lozana labra en el espacio creado por la palabra su pro23   Dice Areúsa: «Ruin sea quien por ruin se tiene. Las obras hacen linaje que, al fin, todos somos hijos de Adán y Eva. Procure de ser cada uno bueno por sí e no vaya a buscar en la nobleza de sus pasados la virtud».

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pia ética, su propio ethos a partir de la fusión creadora de obras y palabras, de la chispa que prende en la hoguera de un mercado y permite la alquimia de la palabra en obra: COMPAÑERO.- No, sino que tiene ésta la mejor vida de muger que sea en Roma. Esta Loçana es sagaz y ha bien mirado todo lo que passan las mugeres en esta tierra, que son sujetas a tres cosas: a la pinsión de la casa y a la gola y al mal que después les viene de Nápoles. Por tanto, se ayudan cuando pueden con ingenio, y por esto quiere ésta ser libre. Y no era venida cuando sabía toda Roma y cada cosa por estenso. Sacaba dechados de cada muger y hombre, y quería saber su vivir, y cómo y en qué manera, de modo que agora se va por casas de cortessanas, y tiene tal labia que sabe quién es el tal que viene allí, y cada uno nombra por su nombre, y no hay señor que no desee echarse con ella por una vez. Y ella tiene su cassa por sí, y cuanto le dan lo envía a su casa con un moço que tiene, siempre se le pega a él y a ella lo mal alçado, de modo que se saben remediar. Y ésta haze embaxadas y mete en su cassa muncho almazén, y sábele dar la maña, y siempre es llamada señora Loçana, y a todos responde y a todos promete y çertifica, y haze que tengan esperança, aunque no la haya. Pero tien’esto: que quiere ser ella primero referendada, y no perdona su interés a ninguno, y si no queda contenta, luego los moteja de míseros y bien criados, y todo lo echa en burlas. (Mamotreto XXIV, p. 291)

No hay mayor figura del poder de la palabra que el ensalmo, el poder de la curación por la palabra. Se sabe que la Roma de la época era sumamente receptiva a la aparición de personajes que se decían capaces de curar, en el marco general de este desorbitado poder de la palabra y de la imaginación. La explicación que da en todo momento Delicado de los poderes de Lozana no puede ser de otro orden que la que cabe imaginar en el contexto secular de un mercado: una explicación naturalista y desmitificadora. Aquí la única magia que hay es la de los crédulos que dan crédito, que se dejan embaucar por la astuta Lozana. Leemos así, en el Mamotreto XVII, cómo Rampín hace propaganda de la efectividad del vademécum oral de su ama: RAMPÍN.- Ansí me iré hasta casa que me ensalme. AUTOR.- ¿Qué ensalme te dirá? RAMPÍN.- El del mal francorum (Mamotreto XVIII, p. 256)

Unas páginas más adelante, en el Mamotreto XXVI, lo dice la propia Lozana de sí y del «crédito» que en el doble sentido le rinden sus «medicinas» de lengua: LOÇANA.- ¡Mirá qué gana tenéis de saber y aprender! ¿Cómo no miraríades como hago yo? Que estas quieren graçia y la melezina ha de estar en la lengua, y aunque no sepáis nada, habéis de fingir que sabéis y conoçéis para que ganéis algo, como hago yo, que en dezir que Avicena fue de mi tierra, dan crédito a mis melezinas. (Mamotreto XXVI, p. 304).

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En síntesis, la alquimia a la que nos estamos refiriendo constantemente, en relación con la conversión de palabras en acciones y viceversa no puede ser mejor resumida que por boca del mismo autor, a través del personaje de un Amigo, en el Mamotreto XXX (p. 319), al señalar que en Lozana «todo su hecho es palabras»: AMIGO.- Digo’s que no quiero, que bien sabe ella, si pierde, no pagar, y si gana, hazer pagar, que ya me lo han dicho más de cuatro que solían venir allí; y siempre quiere porqueta y berengenas, que un julio le di el otro día para ellas, y nunca me convidó a la pimentada que me dixo. Todo su hecho es palabras y hamamuxerías.

También todo el hecho de los lingüistas son palabras. El programa lingüístico-político-económico superpuesto en el proyecto de Nebrija, de «desarraigar la barbaria de los hombres de nuestra nación» exigía, como se sabe, la necesidad de fijar un canon de autores recomendables y de autores nefandos, ese canon de bárbaros al que alude el título del libro de Francisco Rico, Nebrija contra los bárbaros. Una de las vertientes de tal proyecto que nos interesa recordar aquí es el proyecto que Nebrija se propone, con inspiración en la obra de Valla, de iniciar la filología bíblica, aprovechando la presencia rabínica en España, a fin de realizar una exégesis que, a la luz del rigor filológico, revelara sentidos latentes en los textos sagrados que habrían sido empolvados por el peso de los hábitos interpretativos oscurantistas y filológicamente mal orientados, consumando así una autentica labor de limpiar, fijar y dar esplendor, a fin de restituir la integridad perdida de los textos. Si nos interesa especialmente traerlo a colación es con motivo del tratamiento que realiza del Mamotreto24. En su trabajo crítico filológico, Nebrija ataca con especial virulencia la forma del macmotretus como una de las «fuentes infames» que hay que combatir. No resulta descabellado pensar que la elección de la forma del mamotreto pudiera no ser en absoluto casual en un gramático alumno de Nebrija como Delicado. Podría tratarse de un modo de consignar una historia tan escatológica en el doble sentido del término como La lozana andaluza, o sea, narrar la vida de Lozana en el lugar donde le corresponde frente a las «alturas» de los gramáticos: en el fecundo estiércol filológico. Para un alumno de Nebrija el ejercicio escritural del mamotreto era terreno sembrado de bárbaros frailes medievales, portadores de nula sutilitas y peores conocimientos filológicos25. Lozana, la prostituta, es salvajemente divertida, vulgar pero, a su modo, sui generis, es también refinada, una sorprendente flor crecida en el estiércol que sabe cómo extraer todo el valor   Rico, F., pp. 66-75. op.cit.  Dice así Francisco Rico, Nebrija frente a los bárbaros. Salamanca: Universidad de Salamanca, 1979. ibidem, «El mammotrectus, así, no se encarnó sólo en un «magíster» estrafalario y en un acólito del demonio: Rabelais le pone cuerpo de simio [...] La fantasía aplicada a remedar el sílabo de hipotéticos comentaristas nos depara ahí, con incitante polisemia, una cifra admirable del pliego de cargos humanistas contra los bárbaros, personificados por Rabelais en una barahunda de modistae caprichosos, prolijos, sin tino, fútiles o, sencillamente, estúpidos». 24 25

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posible de la palabra y cómo hacerla, en efecto, vivir y dar placer. Un suculento placer contra los modistae de todo pelaje habría sido, entonces, para Delicado, retorcer, como se dedica a hacer en toda la obra, los significados de los refranes y dichos depositarios de un supuesto «sentido común» moralizante que siempre es puesto en duda, transgredido. Una moralidad jugada en una chanza que guarda cierto aire de familia con la que encontraremos, andando el tiempo, en el Sancho quijotesco, personaje cuya fineza moral va desarrollándose precisamente en paralelo al progresivo abandono del uso disparado y disparatado de un enojoso hablar con términos prestados, con toscas morales adheridas y, en definitiva, con ese terco convencimiento en el sentido común que le es propio a la grey. En definitiva, con el mercado de la palabra y de la lectura se abren economías subversivas del deseo que se revelan, ante todo, contra el anclaje del sentido. El retrato no es ya ni sólo un retrato realista por un sentido imitativo sino sobre todo porque es un retrato de la realidad del lenguaje, que se basa en su apariencia de naturalización de la asociación libre como asociación «natural» entre palabras y cosas. El retrato de una prostituta es el retrato de una prostitución lingüística, de un comprar y vender, comerciar en economías libidinosas. La libido es en La lozana andaluza vivida ante todo como ardor inmoderado, una pasión inmoderada por la lengua, por la asociación, por el tráfago controladamente descontrolado de cuerpos y sentidos, y también por una conversión del deseo en capital, en beneficio. La domesticación se hace así un plegarse de los bemoles a la naturaleza para ponerla en su favor, como el barco que aguarda y escoge el mejor viento para navegar.26 Hay un cierto conjunto de realia que no se da por sentado sino que en una estrategia de asombrosa modernidad, está siempre por definir, por ser elaborado, modelado y manipulado a través de la palabra. Pero también, finalmente, el retrato de una prostituta es la confesión de un viejo pecador, la confesión de que todo ha sido un juego, de que toda la vida es un juego. El juego no es el opus, la obra, acabada, perfilada definitivamente en el tiempo, sino el incierto carácter del texto-proceso, del Retrato, de la cadena interpretativa, del devenir vital. Mas no siendo obra sino retrato, cada día queda facultad para borrar y tornar a perfilarlo, segund lo que cada uno mejor verá. (Epístola del autor, p. 491)

Según el diccionario de la Real Academia, Retrato es 1. «Pintura o efigie principalmente de una persona», 2. «Descripción de la figura o carácter, o sea, de las cualidades físicas o morales de una persona», 3. «Aquello que se asemeja mucho a una persona o cosa», 4. Derecho: «retracto». Este último, el «retracto», de modo genérico, se define como el Derecho que compete a 26   El último grabado de la serie que acompaña a la obra es el de Rampín y Lozana huyendo en barco a venecia, una tierra de la libertad frente a la Roma tomada por las fuerzas del emperador Carlos V.

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ciertas personas para quedarse, por el tanto de su precio, con la cosa vendida a otro. ¿Trata el autor, por medio del sentido encriptado en su tiempo-obra, de comprarnos lo que vendió o tuvo que vender a la moralidad dominante? Considerando el verbo latino retractare, del cual el español «retractarse» procede, vemos que significa «revocar expresamente lo que se ha dicho, desdecirse de ello». Cabe preguntarse si este arrepentimiento forma parte de la escenificación de la venta misma, de la obra que Delicado nos ha vendido a cambio de un crédito. Retrato, retraer, retroyectada, retroceder, retrospección todas son palabras que comparten un mismo campo semántico, omnipresentes en La Lozana. Un campo relacionado con el recuerdo y la recuperación, con la pérdida y el encuentro en el tiempo. Dice Delicado en la introducción a su obra: que quise retraer muchas cosas retraiendo una, y retraxe lo que vi que se debría retraer. Todos los artífices que en este mundo trabajan dessean que sus obras sean más perfectas que ningunas otras que jamás fuessen. Y véese mejor esto en los pintores que no en otros artífices, porque cuando hazen un retrato procuran sacallo del natural, e a esto se esfuerçan, y no solamente se contentan de mirarlo e cotejarlo, mas quieren que sea mirado por los transeúntes e çircunstantes, y cada uno dize su parescer, mas ninguno toma el pinzel y emienda, salvo el pintor que oye y vee la razón de cada uno, y assí emienda, cotejando también lo que vee más que lo que oye; lo que muchos artífices no pueden hazer, porque después de haber cortado la materia y dádole forma, no pueden sin pérdida emendar (Mamotreto, p. 171)

El recuerdo, Delicado lo sabe, no se puede enmendar, sin una cierta pérdida. El recuerdo es construcción vulnerable, proceso mutable de sentido, de manera que con cada enmienda hay una pérdida de lo que en realidad sucedió. Pero, también, un añadido, un nuevo nivel de verdad. El recuerdo tiene esa «eternidad vulnerable de las fotografías» de la que alguna vez habló Federico García Lorca. Exactamente como la Historia. Y ahora, como sentencia Delicado, «Fenezca la historia compuesta en retrato». Es el turno, en el juego, de otro lector.

ENTRE LA HISTORIA Y LA POLÍTICA: ALEGORÍAS DEL LENGUAJE Y LA LEY EN ROUSSEAU Y KAFKA Sonia Arribas LO SUBLIME Y LA INTUICIÓN DEL LENGUAJE: LA ALEGORÍA SEGÚN PAUL DE MAN Cuando Kant escribe, en referencia al fenómeno de lo sublime de la Crítica del Juicio, que el poeta tiene la virtud de contemplar la naturaleza como si ésta se manifestase bajo la forma de un edificio o masa arquitectónica, ¿cómo ha de interpretarse esta afirmación? La tesis con la que quisiera arrancar este artículo es que Kant habla de la naturaleza de un modo tan particular que no podemos decir de él que quepa bajo lo que comúnmente entendemos por lo literal o por lo metafórico. ¿Cómo poder comparar entonces la visión tan poco común del poeta, la afirmación ni literal ni metafórica con la que capta la naturaleza, con un enunciado puramente literal «o puramente metafórico»? El mismo Kant nos da una interesante pista en la Lógica: En un párrafo menos conocido de la Lógica Kant habla de un «hombre salvaje que, desde la distancia, ve una casa cuyo uso no conoce. Este hombre ciertamente observa el mismo objeto que otro que sabe que la casa fue construida y acondicionada para que sirva de morada para seres humanos. Pero en términos formales este conocimiento del mismo objeto difiere en ambos casos. Para el primer hombre se trata de la mera intuición [bloße Anschauung], para el otro tanto intuición como concepto».1

  Una versión previa de este capítulo se publicó en la revista Pensamiento, Vol. 66, Nº 248, 2010, p. 277-292. 1 Citado por Paul de Man, Aesthetic Ideology, ed. por Andrzej Warminski, Minneapolis y Londres, University of Minnesota Press, 1996, p. 81: Logic, en Werkausgabe, 6: 457. (En lo que sigue entre paréntesis como AI)

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Cuando conocemos perfectamente el uso de un objeto, nos viene a decir Kant, podemos identificarlo fácilmente y llevar a cabo un enunciado literal del tipo «esto es una casa». Y tan pronto como lo hemos identificado, estamos en condiciones de realizar sustituciones y desplazamientos tropológicos como «esta casa es una isla, una ruina, etc.» Pues bien, a juicio de Paul de Man, la Crítica del Juicio —y en particular su acepción de lo sublime— está apuntando a una visión de la arquitectura de la naturaleza muy diferente de la que identifica lo dado como un objeto. El poeta es alguien del que se puede afirmar que no tiene ni idea de para qué sirve la casa: simplemente la ve, sin identificarla o instrumentalizarla —suya es la «mera intuición»… Las elucidaciones de Paul de Man sobre cómo interpretar esta intuición tan particular del poeta son, en lo que se refiere el concepto kantiano de lo sublime, bastante fragmentarias e incluso oscuras. En lo que sigue quisiera proponer una interpretación que, esperemos, tendrá cierta utilidad para pensar a través de ella el lenguaje entendido como un conjunto de enunciados y actos articulados en tanto que estructura u orden simbólico (y en tanto que orden legal, si empezamos a anticipar contenidos): “En este modo de ver —escribe de Man refiriéndose a la intuición del poeta— el ojo es su propio agente y no el eco especular del sol.(…) De la misma forma y en la misma medida en que esta visión es puramente material, libre de toda complicación reflexiva o intelectual, es también puramente formal, libre de toda profundidad semántica” (AI, p.83). De Man se está refiriendo aquí a la cognición transcendental del lenguaje, a cierto saber acerca del lenguaje mismo; transcendental, obviamente, en el sentido kantiano. Es decir, a una forma de aprehensión que no identifica inmediatamente lo visto en tanto que un objeto, sino que se constituye más bien como condición de posibilidad de lo visto. Una aprehensión que deja que lo visto —en nuestro ejemplo: la casa— se volatilice en el momento en el que es visto. Pero lo mismo que se dice de la casa, se podría también aventurar, y con más razón, como veremos inmediatamente, acerca del lenguaje. Una intuición no proposicional de lenguaje podría significar, por ejemplo, un modo de ver que contemplase la «materia» del lenguaje, que, «libre de toda complicación reflexiva o intelectual», fuera capaz de experimentar, previamente a la conceptualización, los fonemas y los silencios que constituyen el lenguaje. O una visión que, en el mismo acto de experimentar la materia del lenguaje, fuera asimismo capaz de reconocer que ésta no es meramente ruido, sino justamente lenguaje. También podría equivaler a una forma de aprehensión que no identificase ipso facto el lenguaje, caracterizándolo como un objeto, sino que lo dejase tener lugar en tanto que acontecimiento o acaecer: «libre de toda profundidad semántica». Es decir, en tanto que potencial para significar, de conferir cualquier significado a las palabras, incluso antes («antes» no tiene connotación temporal, sino de condición de posibilidad) de que signifique esto o aquello. Se trataría, por consiguiente, de una intuición del lenguaje que no fuera reflexión acerca del lenguaje, que no cayese en la división interna del lenguaje entre un ojo que ve y una imagen reflejada de sí

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mismo. Que no se compusiera de un sujeto enfrentado a un objeto, sino más bien en el inmediato, aunque siempre transitorio acontecimiento del lenguaje como tal: una forma de conocimiento que no fuera reconocimiento de significado ni de uso, un modo de comprensión que no fuera asimilación al concepto. Pero ¿es posible expresar esta singular intuición de una forma no conceptual? La respuesta es obviamente negativa. Ahora bien, desde los análisis de Paul de Man contamos con la alegoría como esa narración por la que intentamos —y siempre y necesariamente fracasamos— aprehender el lenguaje como tal, como intuición. Cuando utilizamos conceptos para expresar la intuición del lenguaje, tomamos el lenguaje «desde fuera», como si se tratase de un referente, de un objeto estable o una entidad extra-lingüística. Este fracaso no es sino el resultado de la constitución paradójica del lenguaje, del hecho de que el lenguaje sea un juego entre dos polos, el semiótico y semántico, una dislocación o disyunción entre estas dos funciones. La alegoría sería entonces el reconocimiento de este peligro constante, el que nos tengamos que referir a algo cuando hablamos del lenguaje, y el error que cometemos cuando, en efecto, lo objetivamos. Pero en lugar de expresar este fracaso como un hecho, o como una entidad en el mundo, la alegoría lo tematiza como una serie de fracasos, como un proceso: «La alegoría es secuencial y narrativa» (AI, p. 51). Siempre confundimos el lenguaje por un objeto. La alegoría sería, por consiguiente, el modo de escritura y lectura que tiene presente que incluso cuando ese error siempre esté ahí, aquello gracias a lo cual tiene lugar en primer término no puede convertirse en ningún caso en un referente. A diferencia de otras figuras del discurso como la metáfora, que suelen identificar la referencia lingüística con un objeto extra-lingüístico y el lenguaje mismo con una entidad en el mundo, la alegoría afirma la inextricable diferencia entre la palabra y el objeto en tanto que una división interna al lenguaje mismo: Mientras que el símbolo postula la posibilidad de una identidad o identificación, la alegoría designa primariamente una distancia en relación con su propio origen y, renunciando la nostalgia y el deseo de coincidir, establece su lenguaje en el vacío de esta diferencia temporal. Al hacerlo, impide que el yo se identifique ilusoriamente con el no-yo, el cual es ahora plenamente, aunque con dolor, reconocido como un no-yo2.

La objetivación del lenguaje no es sino tratarlo inconscientemente como un objeto en el mundo, como una entidad fija o clausurada. La alegoría narra los constantes intentos de conversión del lenguaje en objeto. No intenta construir una teoría del lenguaje, tampoco definiciones abstractas del mismo; ni siquiera se pone como objetivo la construcción de un sistema, pues no cree en absoluto que el lenguaje posea una estructura cerrada. La alegoría relata que hay textos que tratan el lenguaje como si fuera un objeto, un sistema, 2  Christopher Norris, Paul de Man, Deconstruction and the Critique of Aesthetic Ideology, Nueva York y Londres: Routledge, 1988, p. 10.

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una teoría o una definición «y su tarea es modesta: mostrarnos cómo estos textos siempre fracasan». Pero al narrar estos intentos y los fracasos que necesariamente les acompañan, muestra un saber acerca del lenguaje que acepta la falta de conocimiento en su mismo ser. (De ahí su proximidad con el psicoanálisis). O, tal y como Derrida mantiene en su Memorias para Paul de Man: «[la alegoría es] la posibilidad que permite al lenguaje decir lo otro y de hablar acerca de sí mismo mientras que habla acerca de otra cosa; la posibilidad de siempre decir otra cosa que lo que da a leer, incluyendo la escena de la lectura misma»3. Al concentrarse explícitamente en las instancias concretas en las que el lenguaje es olvidado y después frágilmente recuperado, la alegoría expresa la diferencia entre la palabra y el mundo como algo intrínseco al lenguaje. El «objeto» de alegoría no es nunca un referente externo al lenguaje; ahora bien, esto no significa que la alegoría no hable de nada. La alegoría habla acerca de lo que nos permite en primer término hablar: «La dificultad de la alegoría es (…) que [su] claridad enfática de representación no está al servicio de algo que pueda ser representado» (AI, p. 51). La alegoría escribe indirectamente sobre el lenguaje: su modo de aproximación es oblicuo porque no se enfrenta a él desde una perspectiva externa, sino inmanente y subsidiariamente, mediante el aprendizaje a partir del error. Se limita a examinar cuidadosamente otras figuras, como la metáfora, que sí que toman el lenguaje como un objeto con significado unívoco y uso fácil de discernir: «Las alegorías son siempre alegorías de la metáfora y, como tales, constituyen siempre alegorías de la imposibilidad de leer»4 (AL, p. 235). A primera vista, la alegoría parece ser una metafigura del lenguaje que pone de manifiesto los dos niveles del mismo: en el primero, el lenguaje nos proporciona significados que son conceptos literales o metáforas; nos indica el interés sobre —o el propósito de— lo dicho. En este momento, el lenguaje se olvida de sí mismo. Pero en un segundo momento, el lenguaje se hace consciente de sí mismo, de su propia contingencia, de su fracaso, del hecho de que los usos literales (o significados metafóricos) no sean nunca estables. Ahora bien, ¿no podría ocurrir que este segundo nivel no estuviera en un nivel distinto del primero? Así es: la alegoría continuamente actúa en ambos niveles invirtiéndolos sin cesar; y por medio de este continuo intercambio nos señala su «objeto»: la intuición del lenguaje. De manera que, como Derrida escribe en homenaje a de Man, se puede decir que la secuencia de fracasos narrados por la alegoría tiene en último término mucho éxito: «una interiorización abortada es al mismo tiempo un respeto por el otro como otro, una forma de rechazo tierno, un movimiento de renuncia que deja al otro solo, fuera, allí, en su muerte, fuera de nosotros».5

  Jacques Derrida, Memoires, Nueva York: Columbia University Press, 1986, 1989, p. 11.   Paul de Man, Alegorías de la lectura. Lenguaje figurado en Rousseau, Nietzsche, Rilke y Proust, Barcelona: Lumen, 1990. (En lo que sigue AL) 5   Ibíd. p. 35. 3 4

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Los dos niveles de la alegoría constituyen la paradoja intrínseca del lenguaje: el que cuando hablamos tengamos que referirnos a algo, aunque esta referencia sea siempre frustrada por el lenguaje mismo. De Man expresa esta idea de manera similar: «la alegoría [es] la narrativa de la interacción entre el tropo por un lado y la ejecución como afirmación por otro» (AI, p. 176). Narra la disyunción o dislocación intrínseca al lenguaje: la inestabilidad de los significados y la necesidad que tenemos de afirmarlos como si fueran estables.

ROUSSEAU Y LA FICCIÓN DEL LEGISLADOR Las reflexiones precedentes sobre la alegoría nos permiten traducirla al fenómeno que, por definición, describe y prescribe el modo específico en que un grupo de individuos se gobierna a sí mismo: la ley. Con esta traducción, para que quede claro de partida qué se entiende aquí por ley, no pretendo reducir la vida política a la mera soberanía, es decir, a aquellos individuos o instituciones que tienen en cada caso el poder de decretar, ejecutar o derogar la ley. Mi propósito es bien distinto: se trataría de dilatar tentativamente el concepto de lo político de manera que se haga equivalente al de la ley en un sentido lingüístico. La primera alegoría de la ley de la que me ocuparé es la de El contrato social de Rousseau, tal y como Paul de Man la interpreta en Alegorías de la lectura. La alegoría, tal y como ha sido expuesta anteriormente, establece que la diferencia entre las palabras y el mundo es una división interna al lenguaje que abre, al tiempo que impide, el saber sobre el lenguaje: cuando hablamos de algo olvidamos siempre que necesitamos el lenguaje para hacerlo. Podemos ahora referirnos a esta división interna al lenguaje como si se tratase de una división intrínseca a la ley. Por un lado, los conceptos que presuponemos cuando hablamos son universales en el sentido de que, antes de emplearlos, se pueden aplicar a todos los objetos (posiblemente) nombrados por ellos. Esta universalidad es también la de la ley: la ley se presupone en tanto que general o universalmente válida para todos los individuos que están sujetos a ella, o para todos los posibles casos bajo su dominio. Por otro lado, y de la misma manera en que estos conceptos necesitan referirse individualmente a algo, y su verdad depende de esta referencia, la justicia de la ley sólo se determina cuando se aplica a un caso específico. Reiner Schürmann expresa este paralelismo entre el lenguaje y la ley en el artículo «Ultimate Double Binds»:6 6   El término «double bind» es un término acuñado en psicología social en 1956 que significa aquella situación en la que un individuo está sujeto a dos obligaciones contradictorias de manera que si obedece una tiene que desobedecer la otra. La apropiación por parte de Schürmann de esta palabra es de difícil traducción porque «bind» alude a una ligazón en general o a una obligación legal y «ultimate» connota en este caso «esencial» o «fundamental» aunque también «último» o «final». Reiner Schürmann, «Ultimate Double Binds», Graduate Faculty Philosophy Journal, Vol. 14, Número 2/1, 1991, pp. 213-236. (En lo que sigue UDB).

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El lenguaje nos compromete sin posibilidad de escapatoria a la generalización y la subsunción. No podemos hablar «en singulares». En cada emisión obedecemos la ley de lo común. Si, no obstante, en toda ley una estrategia transgresora quebranta la estrategia legislativa, entonces a esta inveterada observación acerca del lenguaje no le sirve el vocabulario de los universales (UDB, p. 219). La división interna a la ley y al lenguaje descrita por Schürmann se repite en el seno del concepto del Estado de Rousseau. Como es sabido, Rousseau considera que el Estado es el mejor mecanismo con el que contamos para que los individuos puedan gobernarse a sí mismos. La hendidura en cuestión tiene lugar, según de Man, entre dos constituyentes irreconciliables: «la divergencia que prevalece, dentro del Estado, en la relación entre el ciudadano y el ejecutivo [denominado por Rousseau el soberano (souverain) es en realidad un extrañamiento inevitable entre los derechos políticos y las leyes, por un lado, y la acción y la historia, por otro» (AL, p. 303). De la misma manera en que el lenguaje posee dos funciones, hay también dos componentes igualmente esenciales en la ley: los derechos que han sido constituidos o que ya han sido legalmente reconocidos, por un lado, y las singularidades a las que se aplican, por otro. Los primeros existen sólo en relación con los casos particulares; las segundas son singulares en la medida en que están enajenadas con respecto a la ley. La fractura entre unos y otras conlleva que nunca haya una relación de correspondencia entre los derechos políticos y las particularidades; a la ley le es intrínseco —tanto como al lenguaje— una división que nos compele a resignificar y crear conceptos, a introducir o modificar leyes: «el texto de la ley está, por definición, en una condición de cambio impredecible. Su modo de existencia es necesariamente temporal e histórico, aunque en un sentido estrictamente no teleológico» (AL, p. 304). La ley está forzada a cambiar porque tan pronto como está —y debe ser— sedimentada en una universalidad, cae sin remedio en la indiferencia con respecto a las particularidades con las que necesariamente se relaciona. La incompatibilidad fundamental entre los elementos semiótico y semántico del lenguaje se reproduce en la ley. Según Paul de Man, en El contrato social encontramos lenguaje figurado para expresar la transformación de la ley, pero con el reconocimiento de que el intento de reducir la semiótica y la semántica a una unidad no difererenciada resulta necesariamente en fracaso. Este reconocimiento inmanente de su fracaso permite, por consiguiente, una lectura alegórica de El contrato social: en él el lenguaje y la ley están abiertos a nuevas significaciones, incluso cuando parece que estén siendo clausurados por una figura que impide la transformación. Esta figura —denominada por de Man «significación transcendental» (AL, p. 307)— se coloca como si estuviera en una posición exterior al lenguaje y a la ley y, a primera vista, intenta reducir la ley a un núcleo unívoco de significaciones, y extrínseco a ella. Sin embargo —y en esto reside la alegoría de la ley— Rousseau emplea el lenguaje figurado sabiendo que aunque lo enunciado tenga una

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posición transcendental con respecto al lenguaje, se trata tan sólo de una ficción útil para describir el funcionamiento de la ley. Quisiera a continuación desarrollar esta tesis de Paul de Man para mostrar un ejemplo de «significación transcendental» en el texto de Rousseau que, reconocida en tanto que ficción, nos conduciría a una interpretación alegórica de la ley. En El contrato social, la distinción entre la ley decretada y las particularidades a las que se refiere —o entre la formulación y la aplicación de la ley— se formula de diversas maneras, y todas ellas recurren al lenguaje figurado para expresar el intercambio entre los dos elementos de la política. En todas ellas Rousseau distingue entre el soberano como principio activo y ejecutante de la política, por un lado, y el Estado como la entidad pasiva y receptora de las acciones, por otro. Esta distinción, en términos lingüísticos, es aquella que se da entre la función performativa y la función constatativa del lenguaje: la primera ejecuta algo al enunciar, la segunda dice algo verdadero o falso acerca del mundo. Rousseau es consciente de esta separación puesto que constantemente subraya que la formulación y la aplicación de la ley interaccionan mutuamente. Sin embargo, a primera vista da la impresión de que Rousseau quisiera fundirlas en un foco único en el que la autoría de la ley y la sujeción a ella fueran una y la misma cosa. La identidad total entre los principios activo y pasivo de la política aparenta llevarse a cabo gracias a lo que Paul de Man llama un «truco» o un «simulacro»: una metáfora que monopoliza ambos bandos. Y esta identificación también parece que conduce a Rousseau a situar el polo pragmático —el soberano— en una posición exterior con respecto al lenguaje y a la ley, y desde la cual ejerce el impacto normativo. Por ejemplo, para defender una concepción del Estado en que los decretos dictados por el ejecutivo han de ser observados por los ciudadanos como si se originaran en su propia voluntad —es decir, para lograr un Estado en que la autoría y la sujeción a la ley fueran indistinguibles— Rousseau crea la figura del «legislador» como instancia intermedia (y mediadora). El legislador —a veces de naturaleza divina— hace converger el todo de la ciudadanía con el principio activo del orden; en términos lingüísticos, el significado con la fuerza sancionadora. Ahora bien, lo más importante de la figura del legislador como significación transcendental es que Rousseau haga hincapié en el hecho de que sea, en efecto, una figura imaginaria: «Si bien la filosofía orgullosa y de espíritu sectario y ciego sigue considerando [al legislador] como un impostor afortunado, las auténticas mentes políticas admiran en las ilusiones que han creado aquel hábil genio que regula sus leyes perdurables» (AL, p. 384)7. Rousseau reconoce que la figura del legislador puede ser delatada por la filosofía (por la crítica) como impostora o ilusoria, pero eso no le impide seguir defendiéndola para la política. De ahí que podamos leer El contrato social, en efecto, como una alegoría de la ley. Al mismo 7   «et tandis que l’orgueilleuse philosophie ou l’aveugle esprit de parti ne voit en eux que d’heureux imposteurs, le vrai politique admire dans leurs institutions le grand et puissant génie qui préside aux établissements durables». Jean-Jacques Rousseau, Du Contrat Social, ed. por Pierre Burgelin, París: Garnier-Flammarion, 1966, p. 80.

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tiempo que presenta una significación transcendental para representar —y aparentemente reducir— el necesario antagonismo entre la formulación y la aplicación de la ley, también admite que esta significación tiene un carácter imaginario —y que, por lo tanto, está sujeta a la crítica: «El contrato social es tan claramente productivo y generativo como deconstructivo» (AL, p. 312). Rousseau no sólo admite que sin el recurso a una ficción su texto no podría concebir la ley como la discrepancia entre el código/la constitución y la justa aplicación —o entre la promulgación y la obediencia—: El contrato social es, por encima de todo, la tematización del fracaso de esta ficción. Esta aceptación de fracaso se hace evidente cuando Rousseau reconoce que su sola teoría no puede resolver el conflicto entre la formulación y la aplicación, y que, por lo tanto, no queda sino resignarse a que la posible resolución tenga lugar en la existencia empírica del Estado. Pero ¿qué significa que la pura teoría sea incapaz de encontrar la correspondencia armónica entre la institución performativa de la ley y su recepción? La total identificación entre estas dos instancias —la formulación y la aplicación— no es sólo un mecanismo retórico; también es una abstracción. Si Rousseau admite que El contrato social es una abstracción que difiere de los contratos sociales concretos, esto significa, según de Man, que la diferencia entre uno y otros está marcada por el tiempo. El tiempo es justamente lo que la teoría por sí misma, apartada de las particularidades concretas, no puede expresar; el tiempo es aquello que escapa a la representación: «La coincidencia del enunciado teórico con su manifestación fenoménica implica que el modo de existencia del contrato es temporal, o que el tiempo es la categoría fenoménica producida por la discrepancia» (AL, p. 310). El contrato social, sostiene de Man, es una creación contingente que nunca puede tener lugar tal y como la teoría lo presenta. Consiste más bien en una serie de contratos sociales divergentes que siempre necesariamente fallan en el reconocimiento de las particularidades y que, por consiguiente, han de ser modificados por el esfuerzo continuo por parte de las singularidades excluidas para lograr el reconocimiento dentro del código establecido. Pues bien, el fracaso en la asimilación de la aplicación particular y la prescripción universal —los siempre malogrados intentos de reducir el lenguaje a un código, de identificar la voluntad general con la voluntad del soberano en la figura del legislador, o de unir el acto y la cognición—equivale a la intrínseca dimensión temporal del lenguaje y de la ley. De la misma forma en que el lenguaje siempre fracasa cuando trata de referirse a sí mismo, la ley también necesariamente fracasa en su representación de la voluntad general. El contrato social es una alegoría porque «está estructurado como una aporía: persiste en llevar a cabo lo que (…) es imposible de hacer» (AL, pp. 3123). La paradoja del lenguaje equivale a la paradoja de la ley. En tanto que alegoría, El contrato social señala la paradoja intrínseca a la ley cuando acepta el fracaso ineludible de la reducción de la ley a una constitución, a un sistema de derechos fundamentales o a la voluntad del legislador. Ahora bien, lo que salta inmediatamente a la vista es que la consciencia

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del fracaso no le impide a Rousseau seguir defendiendo El contrato social como la representación válida de la ley. Es decir, si siempre fracasamos cuando queremos representar la ley, ¿cómo hemos de interpretar este gesto? De Man mantiene que el texto de Rousseau funciona como una promesa: el texto asume su fracaso presente, pero apunta hacia un «futuro hipotético» (AL, p. 310) en el que tal fracaso será superado. En tanto que promesa, el texto de Rousseau reconoce explícitamente la dimensión temporal responsable de la paradoja de la ley: está fechada en el presente (su modo ilocucionario) mientras que declara que algo será (o no) realizado en el futuro: «lo que sigue haciendo El contrato social —escribe de Man— es prometer, o sea, ejecutar precisamente el acto de habla ilocucionario que había sido desacreditado y realizarlo en toda su ambigüedad textual, como un enunciado en el que las funciones constatativa y peformativa no pueden distinguirse ni reconciliarse» (AL, p. 313). Como palabra dada, el texto no garantiza el acaecimiento de lo prometido, precisamente porque sabe, según de Man, que no puede llevarse a cabo: esta imposibilidad confiere al texto de Rousseau su fuerza y significado. El contrato social proclama hacer algo que él mismo demuestra como imposible: al mostrar esta inconsistencia, que no es un simple error a evitar sino una paradoja constitutiva, la ley descrita asume su propia contingencia, y «gener[a] historia» 8 (AL, p. 314). KAFKA ANTE LA LEY La historia de Kafka «Ante la ley» es la segunda alegoría que quisiera examinar de la mano del artículo de Derrida del mismo título. La interpretación llevada a cabo por Derrida de este relato me servirá como hilo con el que atar las reflexiones de Rainer Schürmann —inspiradas en las Beiträge zur Philosophie (Contribuciones a la filosofía) de Heidegger9— acerca de la aporía constitutiva tanto del lenguaje como de la ley. Derrida sostiene que la historia de Kafka muestra la paradoja de la ley como el conflicto entre la generalidad de la ley y lo que ley necesariamente excluye; o, tal y como el relato mismo lo cuenta, la discrepancia entre la puerta de la ley «accesible en todo tiempo y para todo el mundo»10 y el que esta puerta sea al final de la historia 8   No puedo entrar en el debate entre las respectivas lecturas que de Man y Derrida hacen de Rousseau. Brevemente, de Man escribe en «The Rhetoric of Blindness: Jacques Derrida’s Reading of Rousseau», en Blindness and Insight. Essays in the Rhetoric of Contemporary Criticism, New York, Oxford University Press, 1971, pp. 102-141) que el texto de Rousseau, al exhibir explícitamente una ambivalencia con respecto a la escritura, y al ofrecer tanto una explicación positiva como una negativa del origen de la ley, acaba de hecho deconstruyéndose a sí mismo. De Man también considera que Rousseau no cae en la ilusión metafísica de tomar el lenguaje figurado como estrictamente literal, pues el texto mismo es una narrativa que pone de manifiesto su perspicacia acerca del lenguaje y que da cuenta de su propia escritura. Véase también Paul de Man «Jacques Derrida, De la Grammatologie», Escritos Críticos, (1954-1978), ed. por Lindsay Waters, Madrid: Visor, 1996, pp. 283-6. 9   Martin Heidegger, Beiträge zur Philosophie, Gesamtausgabe 65, Frankfurt am Main: Klostermann, 1989. 10  Jacques Derrida, «Before the Law», en Acts of Literature, ed. por Derek Attridge, Nueva York y Londres: Routledge, 1992, pp. 181-220, p. 184. (En lo que sigue BL)

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cerrada justamente para el individuo que pretendía atravesarla y para quien la ley estaba hecha. La interpretación de Derrida se basa en un paralelismo entre la ley y el lenguaje: Derrida presta en primer lugar atención al acto, descrito en el relato, del hombre que intenta atravesar la puerta de la ley —y que equivaldría, en términos lingüísticos, al acto mediante el cual la singularidad es referida por el lenguaje—. Su segundo objetivo es demostrar que la así llamada «esencia de la ley» consiste en que la ley «no tiene esencia» (BL, p. 206). Para estudiar las tesis de Derrida, y especialmente para conectarlas con la alegoría de El contrato social, me gustaría asimismo analizar la primera serie de aporías de la ley que aparecen en la primera parte de otro texto de Derrida: «Fuerza de Ley: el ‘fundamento mítico de la autoridad’».11 Según Derrida, el acontecimiento por el cual la puerta de la ley es atravesada nunca llega a tener lugar: Lo que se difiere para siempre hasta la muerte es la entrada en la ley misma, la cual es la que dicta este retraso. La ley prohibe al interferir con y diferir la «ferencia» [«férance»], la referencia, la relación. Lo que no puede ni debe ser aproximado es el origen de la différance: no puede ser ni presentado ni representado y por encima de todo no puede ser penetrado (BL, p. 205).

Aunque sólo podemos concebir la singularidad por medio del lenguaje, ésta nunca puede ser aprehendida porque, en efecto, el lenguaje necesariamente difiere de lo que significa. Esta «diferancia» no es sino la fuente de las aporías clásicas de Derrida: si la cosa denotada (lo significado) siempre escapa a la palabra (el significante), entonces se sigue, y de una forma paradójica, que es imposible que estemos hablando acerca de aquello de lo que hablamos. El lenguaje siempre se refiere a algo que es imposible de aprehender en su totalidad; ahora bien, esa imposibilidad, al tener lugar siempre que decimos algo, es la que en primer lugar nos permite hablar. (En las palabras de Derrida, la condición de posibilidad de un fenómeno es también su condición de imposibilidad).12 Y lo que es todavía más importante, de esto se deriva que sea esta imposibilidad la que constituya la ley misma o, tal y como Derrida prefiere decirlo, «la ley de la ley» (BL, p. 191 y 205). La ley de la ley es el lenguaje como tal: no la ley universal promulgada, sino aquello que nos permite tener leyes en primer lugar: «el ser-ley de estas leyes» (BL, p. 192). Por consiguiente, el paralelismo presupuesto por Derrida entre la ley y el lenguaje no es más que la ley del lenguaje en tanto que la imposibilidad de referirse a algo: el lenguaje prohíbe que el concepto (el significante) sea idéntico a lo significado. 11   Jacques Derrida, «Force of Law: The ‘Mystical Foundation of Authority’», en Deconstruction and the Possibility of Justice, ed. por Drucilla Cornell, Michel Rosenfeld y David Gray Carlson, Nueva York y Londres: 1992, pp. 3-67. (A continuación FL) 12   Véase al respecto Richard Beardsworth, Derrida & the political, Londres y Nueva York: Routledge, 1996 y Schürmann (UDB, p. 226).

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¿En qué consiste la prohibición del lenguaje? Derrida considera que las palabras del guardián de la ley son la expresión de esta prohibición tan especial: La prohibición presente de la ley no es una prohibición en el sentido de una coacción imperativa; es una diferancia. Después de haberle dicho «más tarde», el guardián especifica: «si estás tan atraído por ella, intenta entrar a pesar de mi prohibición». Anteriormente había dicho simplemente «ahora no». El guardián simplemente se pone a un lado y deja al hombre inclinarse para mirar dentro a través de la puerta, la cual siempre permanece abierta, marcando un límite sin ella misma suponer un obstáculo o barrera. Deja que el interior (das Innere) sea visto —no la ley misma— (…). El hombre tiene la libertad natural y física de penetrar espacios, no la ley. Estamos por tanto compelidos a admitir que él mismo debe prohibirse entrar (BL, p. 203).

La ley como lenguaje (o el lenguaje como ley) no consiste en una prohibición específica; es, más bien, una autoprohibición: la ley como lenguaje se prohíbe a sí misma identificarse con el objeto. El que la ley misma nunca pueda abolir el objeto —el que la diferencia entre concepto y objeto sea intrínseca a la ley misma— significa para Derrida que la ley siempre opera con «representantes» o «guardianes», quienes, como el guardián de la historia de Kafka, son tanto «interruptores como mensajeros» (BL, p. 204). Estos representantes son los conceptos del lenguaje: interrumpen el acceso a las cosas al diferir siempre de ellas, pero al mismo tiempo —y contradictoriamente— también son los mensajeros del lenguaje al llevarnos a nosotros al mundo y luego traernos el mundo a nosotros. En tanto que auto-prohibición, la ley prohíbe no sólo la identificación con el objeto sino también que el lenguaje tenga aprehensión de sí mismo por medio de sus representantes. El lenguaje es un lugar prohibido (o no lugar) porque necesariamente se nos escapa en el momento en que queremos reducirlo al concepto. Ahora bien, para Derrida el que el lenguaje y la ley siempre se escabullan es precisamente lo que «permite al hombre la libertad de la autodeterminación, aunque esta libertad se anula a sí misma mediante la autoprohibición de penetrar la ley» (BL, p. 204). Al darnos cuenta de que los conceptos son inadecuados tanto para describir la ley del lenguaje como para expresar los cambios que queremos introducir en el mundo o nuestras necesidades presentes, nos vemos obligados a seguir resignificando los conceptos de manera que incluyan lo que hasta ahora permanece excluido —y precisamente porque los conceptos nunca dejarán de ser insuficientes—. Derrida concluye que el hombre en la historia de Kafka sabe acerca de esta autoprohibición del lenguaje como ley y, como consecuencia de este saber, prefiere quedarse esperando en la puerta. La ley nunca le niega la entrada, siempre le dice «todavía no»: ella le promete la entrada futura en la ley aunque siempre la posponga. De ahí que el hombre reproduzca la ley en sí mismo, autoprohibiéndose la entrada; de ahí que se ordene a sí mismo la obligación de nunca penetrar la ley. La contradicciones internas a la ley del lenguaje —es decir, la negación del acceso al objeto cuando el objeto mismo se nos presenta, y la huida del len-

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guaje que, simultáneamente, nos fuerza a quedarnos en él para modificar los conceptos— constituyen, según Derrida, «la doble obligación del mismo tener-lugar» de la ley (BL, p. 203). Las meditaciones de Rainer Schürmann sobre el doble requerimiento de la ley son muy esclarecedoras para comprender esta paradoja. Schürmann tematiza la ley del lenguaje como una discordancia entre la legislación y la trasgresión. Este conflicto es «una condición originaria sin ser simple» (UDB, p. 214) que «separa (…) lo histórico de lo político» (UDB, p. 216), es decir, que desliga las normas ya establecidas en sociedad (lo histórico) de las singularidades que luchan por ser incluidas en ellas (lo político). La doble obligación de la ley impide que la ley pueda concebirse meramente como el concepto universal (como la ley que subsume a los particulares); ella afirma, por el contrario, que «la ley siempre nace de la represión del otro trasgresor tanto como la vida se sustenta a sí misma reprimiendo la muerte, al otro que la trasgrede» (UDB, p. 218). Sin la trasgresión (o exclusión) en relación de co-implicación con la ley, ésta no ejerce su fuerza normativa. Por esto el singular excluido que siempre acompaña a la ley universal nunca ha de considerarse, a juicio de Schürmann, como un objeto externo o ajeno a la ley misma, sino de lo contrario, como una «contraley» o «ley contraria». Es decir, la ley está simultáneamente constituida, por un lado, por la ley universal y, por otro, por el singular que siempre está siendo excluido del universal. Pues bien, Schürmann denomina la contra-ley «la singularización por venir» (UDB, p. 219) indicando con ello que no consiste en una entidad autosuficiente ni en un individuo extrínseco a la ley, ni siquiera en el acto logrado de subsunción en la ley universal, sino en el proceso mismo mediante el cual el singular lucha por conseguir el reconocimiento, y gracias al cual se convierte en un singular.13 Del mismo modo en que no hay nada fuera del lenguaje ejerciendo fuerza normativa sobre el lenguaje mismo —y, por tanto, la lucha misma de la resignificación constituye la singularización por venir— así también nunca está «dado» lo excluido por la ley; sino que está siendo constituido por la lucha por ser incluido. La ley de la ley referida por Derrida es justamente esta lucha: «el origen de toda normatividad en el acontecimiento del conflicto» (UDB, p. 221) o en tanto que el «acontecimiento de apropiación-expropiación» (UDB, p. 222); es decir, no sólo el intento por parte de las singularidades de apropiarse de la norma, sino también el rechazo o «expropiación» de las singularidades ejercidos por la norma. La ley de la ley no es la ley ya constituida, tampoco una supuesta legalidad ideal en la que la lucha desaparece, sino la lucha misma por el reconocimiento. Por consiguiente, en referencia a Heidegger y aproximándose a las tesis de Derrida, concluye Schürmann que esta lucha normativa —en tanto que la ley de la ley— es irreducible a un acto presente, a una directriz o determinación última, a una esencia, a una representación. Derrida también hace hincapié en la no representabilidad de la ley y el lenguaje: la ley como lenguaje o como différance entre el significante y lo 13   Esto no es sino la formulación, en términos lingüísticos y con respecto a la ley, de la diálectica del amo y del esclavo de la Fenomenología del Espíritu de Hegel.

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significado, «permanece oculta —escribe— e invisible (…) Entrar en relaciones con la ley que dice «debes» y «no debes» es actuar como si no tuviera historia o por lo menos como si ya no dependiera de su presentación histórica» (BL, p. 192). La ley es recreada cuando la utilizamos, pero esta creación no puede ser representada. Decimos de algo que tiene este o aquel nombre, o que tiene estos o aquellos rasgos. Sin embargo, lo que nos permite en primer lugar decirlo, es decir, decir que esto es de tal o cual manera, se nos escapa en el momento en que lo decimos. (O si lo ponemos en los términos aporéticos de Derrida: lo que nos permite hablar es lo que nos impide hablar de). Es decir, damos por sentado que hay una cosa «dada» e independiente de la historicidad del concepto con el que la nombramos, olvidando que en efecto hay una diferencia entre el concepto y la cosa nombrada. Por esta razón, por el hecho de que el lenguaje o la ley siempre desaparecen en el momento de hablar, Derrida se refiere a ellos como un «casi-acontecimiento»: «la ley tiene que ser sin historia, génesis, o cualquier posible derivación» (BL, p. 191). La ley del lenguaje no puede disponerse en una narrativa temporal, tampoco puede localizarse en una supuesta génesis de la historia, en tanto que la fuente externa de lo que viene después: «Nadie podría haberla encontrado en su lugar propio del ocurrir, nadie podría haberse enfrentado con [o haber mirado a la cara] su tener lugar» (BL, p. 199). Es aquello que abre la historia sin que sea parte de la historia o, tal y como escribe Derrida en su libro dedicado a Paul de Man: «es la historicidad misma —una historicidad que no puede ser histórica, una «antigüedad» sin historia, sin anterioridad, pero que produce la historia»—.14 En tanto que lo otro de la historia, la ley del lenguaje es, por consiguiente, lo que Schürmann ha denominado la política. En tanto que el casi-acontecimiento que está siempre disputándose y sufriendo modificaciones «la ley está callada y sobre ella nada se nos dice. Nada, sólo su nombre, su nombre común y nada más. (…) No sabemos qué es, quién es, dónde está. ¿Es una cosa, una persona, un discurso, una voz, un documento, o simplemente una nada que incesantemente difiere el acceso a sí misma, por tanto prohibiéndose a sí misma para devenir algo o alguien?» (BL, p. 208). La ley se materializa en un código; él es el «nombre común» que usamos para referirnos a ella. Sin embargo, la ley es también aquello que no puede identificarse con su nombre común puesto que siempre y necesariamente entra en conflicto con los términos del código que la representa. En términos lingüísticos, la ley en tanto que un callado casi-acontecimiento corresponde a lo que de Man caracteriza como el «cero de significación» en su análisis de las Reflexiones y los Pensamientos de Pascal15. Según de Man, «el cero es radicalmente otro del número, es absolutamente heterogéneo con respecto al orden del número» (AI, p. 59). Como la ley que tiene un nombre   Jacques Derrida, Memoires, p. 95.  Blaise Pascal, Œuvres complètes, ed. por Louis Lafuma, Paris: Éditions du Seuil, Collection l’Integrale, 1963. Para una lectura deconstructiva e inspirada en de Man de este concepto de Pascal, véase Ernesto Laclau, «The Politics of Rhetoric», Sub-series in Ideology and Discourse Analysis, Essex Papers in Politics and Government, Nº 9, Colchester: University of Essex, Octubre 1998. 14 15

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mas necesariamente escapa a este nombre, el número cero en matemáticas es el que da nombre a aquello que es borrado en el mismo acto en que es convertido en número. «El cero —escribe de Man— siempre aparece en la guisa de un uno, de algo, de alguna cosa. El nombre es el tropo del cero. El cero siempre es llamado un uno, cuando el cero es efectivamente innombrable» (AI, p. 59). Como el nombre otorgado a la ley, como las palabras con las que nos referimos al lenguaje, el cero no significa nada: escapa toda referencia. Por tanto, el cero, como la ley, tiene que ser concebido como el acaecer del puro acontecimiento autorreferencial de la significación. O, en las palabras de Derrida, «el texto se guarda a sí mismo, se mantiene a sí mismo — como la ley, hablando sólo de sí misma, es decir, de su no-identidad consigo misma—. Nunca acontece ni deja que nadie acontezca. Es la ley, hace la ley, y deja al lector ante la ley» (BL, p. 211). La autorreferencialidad de la ley y del lenguaje expresa la paradoja de que de ambos sólo se pueda hablar inmanentemente al tiempo que este hablar resulte siempre inapropiado (o incluso imposible según Derrida). Articula el conflicto interno entre la universalidad y la singularización de tal modo que la ley no pueda ser concebida ya más como un sistema universal y determinado de significados, sino, por lo contrario, como la creación impredecible de significado, como una mera jerga o un modismo. «La ley —escribe Derrida refiriéndose a las palabras del guardián en la historia de Kafka— ni es múltiple ni, como algunos creen, una generalidad universal. Es siempre un modismo (…) Su puerta te concierne a ti, dich, toi —una puerta que es única y está específicamente diseñada y determinada para ti (nur für dich bestimmt)—» (BL, p. 210). Tanto si creemos que seguimos un código de reglas, como si creemos que lo estamos trasgrediendo, la ley ni es una cosa ni la otra, sino la no representable disyunción entre ambas. El hombre nunca logra entrar por la puerta de la ley; el singular nunca tiene éxito en ser incluido en el universal. La brecha entre la regla, el imperativo universal o el «elemento de cálculo», por un lado, y la singularización por venir o lo «incalculable» (FL, p. 16), por otro, es el terreno de la política: No sólo debemos calcular, negociar la relación entre lo calculable y lo incalculable, y negociarlo sin un tipo de regla que no tendría que ser reinventada ahí donde estamos arrojados, ahí donde nos encontramos; sino que debemos hacerlo tanto como sea posible, más allá del lugar donde nos encontramos y más allá de las zonas de la moralidad, la política o la ley ya identificables, más allá de la distinción entre lo nacional y lo internacional, lo público y lo privado, etc. (FL, p. 28).

La política es una empresa aporética porque su fin último debe, según Derrida, permanecer imposible. Para representar la organización política en la que queremos vivir podemos, por ejemplo, utilizar una ficción —tal y como ha mostrado el análisis de El contrato social llevado a cabo por de Man—. Podemos asimismo, como hace la deconstrucción, asumir la imposibilidad de la representación y por tanto pensar la política como una promesa que siem-

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pre apunta a algo «por-venir», inalcanzable, pero simultáneamente «la condición de la historia» (FL, p. 27). En cualquier caso —tanto si empleamos una ficción como si reiteramos que el proyecto de la política es infinito— Derrida asegura que la aporía de la ley es constitutiva a la ley, por tanto necesariamente inevitable. Quisiera concluir esta reconstrucción de las tesis Derrida sobre la ley y el lenguaje con tres ejemplos de la aporía de la ley que aparecen en la primera parte de «Fuerza de ley: el ‘fundamento místico de la autoridad’» y así reiterar lo ineludible de la «esencia» aporética de la ley. El primer ejemplo de Derrida se refiere a lo que él denomina la «épokhè de la ley»: para juzgar una acción debemos atender a las particularidades de la misma al mismo tiempo que discernimos si obedece la norma. A juicio de Derrida, la primera consecuencia de estas dos operaciones simultáneas es que el orden que utilizamos como patrón desde el que evaluar la acción es reinventado por la acción misma, la cual en cierta medida lo anula. La segunda consecuencia es que «nunca hay un momento en que podemos decir en el presente que una decisión es justa (esto es, libre y responsable), o que alguien es un hombre justo, o incluso que ‘yo soy justo’» (FL, p. 23). Es imposible afirmar absolutamente si la acción es justa porque en cada instante la ley está siendo recreada e incluso reformulada por la acción que la obedece y la quiebra. Cada vez que juzgamos que una acción está de acuerdo con la ley, tenemos que ser injustos con respecto a esta acción porque la hemos de evaluar desde la antigua norma. Pero, al mismo tiempo, también hemos de ser injustos con respecto al orden legal —puesto que éste es en cierta medida abolido por nuestro juicio—. El segundo ejemplo de la constitución aporética de la ley es lo que Derrida llama «el fantasma de lo indecidible», el resultado de lo que previamente caractericé, siguiendo a Schürmann, como la doble obligación de la ley. «Lo indecidible —escribe Derrida— no es meramente la oscilación o la tensión entre dos decisiones: es la experiencia de aquello que, aunque heterogéneo, extraño al orden de lo calculable y la regla, es todavía una obligación (…) es abandonarse a la decisión imposible al mismo tiempo que uno tiene en cuenta la ley y las normas» (FL, p. 24). Esto quiere decir que no tomamos realmente una decisión cuando la acción ya está determinada por la ley. En efecto, para que una decisión sea tal tiene que estar inmersa en una situación en la cual nos resulte efectivamente imposible, en la cual el curso de los hechos no esté predeterminado. Ahora bien, «una vez que la ordalía ha pasado (si esto es posible), la decisión de nuevo ha seguido una regla o se ha dado a sí misma una (…) ya no es en el presente justa, totalmente justa» (FL, ibíd.). Para que la decisión tomada sea considerada justa, no puede ser fortuita; la decisión tiene que seguir una norma, aquella que ha sido reinventada. Lo indecidible es, por consiguiente, un fantasma: la etapa necesaria del proceso decisorio que esquiva la ley al tiempo que la reproduce. Por último, la tercera aporía de la ley que Derrida nos recuerda es tal vez la más obvia, la del tiempo: «la urgencia que obstruye el horizonte del conocimiento». Para que una decisión sea justa tiene que tomarse en el momento oportuno y sin retraso, cuando la

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situación lo requiere. La limitación del tiempo hace que la decisión sea en buena medida, y tal y como Kierkegaard escribió, «una locura» justamente porque nunca contamos con la certeza cognitiva sobre cuáles serán sus consecuencias. ENTRE LA HISTORIA Y LA POLÍTICA Quisiera reunir a modo de conclusión las dos alegorías de la ley anteriormente examinadas: El contrato social de Rousseau y «Ante la ley» de Kafka. La disyunción puesta de relieve por Derrida entre el universal y el particular conduce a la situación aporética descrita en el tercer ejemplo que acabamos de ver, a saber, el que muestra que para que una acción sea justa, no debe poseer garantía alguna en lo que a sus consecuencias se refiere. Esta cisura tiene asimismo lugar entre la función ejecutiva y el elemento pasivo del estado en la lectura que Paul de Man lleva a cabo de El contrato social. Cuando se juzga una acción o se toma una decisión urgente —y todo verdadero juicio y toda auténtica decisión han de ser urgentes— esto es posible, por un lado, por un cierto grado de «locura» o «irreflexión e inconsciencia, independientemente de lo inteligente que [la acción] sea» (FL, p. 26), y, por otro, por un componente de justificación que enuncia o describe la acción, que le da sentido. El primer componente ingobernable de la decisión supone, a juicio de Derrida, su fuerza performativa, que «siempre mantiene en sí misma algo de violencia invasora, (…) y no responde en absoluto a las demandas de la racionalidad teorética» (FL, p. 27). La violencia del polo pragmático —que Rousseau identifica con el soberano— consiste en el hecho de que ella siempre y en alguna medida quiebra a la vez que presupone la ley anterior a la que se enfrenta aunque la obedezca atendiendo a las demandas del particular. El segundo componente acompaña a la fuerza performativa de la ley y consiste en el enunciado constatativo que da razón de ser o legitima, en cierta manera a posteriori, la locura de la acción —en la reconstrucción que de Man hace de Rousseau el elemento constatativo se materializa en el todo de la ciudadanía al que la ley es aplicada—. Por lo tanto, no obstante su necesaria disyunción, la fuerza performativa y el enunciado constatativo están siempre en una relación de mutua implicación. Las siguientes citas de Derrida corroboran esta tesis: «un performativo no puede ser justo, en el sentido de justicia, excepto si se funda a sí mismo sobre convenciones y sobre performativos anteriores» y «toda emisión constatativa depende ella misma, por lo menos implícitamente, de una estructura performativa» (FL, p. 27). Ahora bien, la falta de predicción de la fuerza ejercida por el enunciado excede el elemento constatativo en su «siempre excesiva premura adelantándose a sí misma (…), [en su] urgencia estructural y precipitación de justicia» (FL, ibíd.). El elemento performativo es un «porque sí» independiente de las justificaciones que ulteriormente se elaboren sobre el mismo. Obviamente, al defender que el elemento performativo excede el enunciado constatativo,

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Derrida no quiere decir que el primero sea algo ininteligible o externo al lenguaje. Por el contrario, exceder(se) significa mirar hacia adelante, estar dislocado temporalmente en tanto que promesa: «la justicia, en tanto que no es un concepto jurídico ni político, abre para l’avenir la transformación, la reforma o la refundación de la ley y la política» (FL, p. 27). Si excederse es cambiar la ley, es también por tanto modificar las coordenadas mismas —el patrón desde el cual— las ulteriores acciones habrán de juzgarse.

EL MODERNISMO REPUBLICANO DE JOSÉ MARTÍ Fernando Aguiar Yo quiero, cuando me muera, Sin patria, pero sin amo, Tener en mi losa un ramo De flores, - y una bandera Martí INTRODUCCIÓN Si del modernismo literario apenas queda el recuerdo de un movimiento decadente cargado de tules, sedas, oropeles y princesas, del republicanismo carecemos siquiera de memoria a que aferrarnos, especialmente en España, donde se ha borrado o tergiversado a conciencia todo recuerdo de lo que pudo significar alguna vez ser republicano. Queda al menos la idea, eso sí, de que el republicanismo es un movimiento antimonárquico. Pero entonces modernismo y republicanismo no parece que puedan casar bien en nuestra memoria política y literaria. ¿Se habrán vuelto republicanos el Marqués de Bradomín y la princesa triste de Darío? ¿O es que queremos forzar las palabras para convertir en republicano a un modernista como Martí? Habrá que refrescar la memoria porque modernismo y republicanismo no sólo casan bien en la obra de José Martí, como vamos a ver, sino que ambos giran en torno a una misma pasión por la libertad.1 Cuesta mucho, sin 1   El descrédito del modernismo comienza pronto. En 1901 Unamuno critica el modernismo por estar «atestado de neo-gongorismo, neo-culteranismo, decadentismo» (citado por F. Abad, «Anotaciones sobre la poesía de Rubén Darío», en Rubén Darío, Antología Poética, Barcelona, Edaf, 1979, p. 12). Sin embar-

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embargo, encontrar dónde se diga que Martí era un poeta y un pensador republicano, a pesar de que en su obra esto resulta evidente.2 Martí padeció desde muy joven el presidio, vivió exiliado la mayor parte de su vida, apenas tuvo ocasión de conocer a su hijo, murió en el campo de batalla a los cuarenta y dos años sin llegar a ver la independencia de Cuba y no pudo publicar en vida su obra poética, excepto su primer libro. No tuvo una vida fácil, desde luego, y tampoco ha sido fácil asumir la herencia que dejó. Pues si para los españoles Martí no es casi nada más allá de la letra de la «guantanamera» («Yo soy un hombre sincero/ De donde crece la palma»),3 para los cubanos lo es todo. Pero quien lo es todo para unos y para otros termina por no ser nada para nadie, de tan desvirtuado y desfigurado como lo dejan. Para los cubanos de la isla, en efecto, Martí lo es todo, es el Apóstol, el libertador, el visionario, el revolucionario, el mártir protosocialista antecesor de Fidel. Para los cubanos de Miami Martí también lo es todo, en especial el poeta y el pensador antisocialista que se opone a toda tiranía y se habría opuesto a la de Fidel. Unos y otros se lo echan en cara con menos razón que con ella. Más allá de interpretaciones interesadas, lo cierto es que el pensamiento social de José Martí se forja contra dos imperialismos, el del Imperio español en decadencia y el del pujante imperio americano. En esa forja Martí se hizo republicano, bajo la influencia doctrinal de Bolívar4, por un lado, y de los republicanos españoles, por otro. Se hizo republicano como poeta, se hizo republicano como cronista y se hizo republicano como pensador y político revolucionario. De eso vamos a tratar en este capítulo apoyándonos en textos de Martí. JOSÉ MARTÍ ENTRE DOS REPUBLICANISMOS Cuando el 28 de enero de 1853 nace José Martí la lucha por la independencia se halla muy avanzada en Hispanoamérica, buena parte de las repúblicas americanas ya se han fundado y a España le quedan cada vez menos colonias. En los países que no se han librado aún del dominio español la figura de Bolívar —muerto en 1833— adquiere dimensiones gigantescas. Los opositores cubanos repiten las palabras del Libertador: «La justicia es la reina de las virtudes republicanas y con ella se sostiene la igualdad y la libergo, en su estudio sobre Darío, Pedro Salinas destaca el amor por la libertad y el sesgo social y político del poeta nicaragüense. 2   Republicano en el sentido clásico de la palabra (véase más abajo nota 11). Quien más se acerca a este enfoque es P. Rodríguez en «Alcance y trascendencia del concepto de república de José Martí», Tebeto: Anuario del Archivo Histórico Insular de Fuerteventura, nº 18, 2005, p. 78-84. 3  Verso del primer poema de Versos sencillos, en Martí, J., Poesía completa, Madrid, Alianza Editorial, 2001, p. 161. Edición a cargo de Carlos Javier Morales. 4   La admiración por Bolívar está presente en muchos textos de Martí: «La América, al estremecerse al principio de siglo desde las entrañas hasta las cumbres, se hizo hombre, y fue Bolívar». (Cita del «Discurso pronunciado en la velada de la Sociedad Literaria Hispanoamericana en honor de Venezuela», en 1892 y recogido en Martí, J., Nuestra América, colección de textos martianos sobre América; , consultado el 11 de febrero de 2008, p. 262.

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tad». En el primer tercio del siglo xix Bolívar no sólo destaca como estratega militar, sino como el constitucionalista republicano de la América española: Un Gobierno republicano ha sido, es y debe ser el de Venezuela; sus bases deben ser la Soberanía del Pueblo: la división de los Poderes, la Libertad Civil, la proscripción de la Esclavitud, la abolición de la monarquía y de los privilegios. Necesitamos de la igualdad para refundir, digámoslo así, en un todo, la especie de los hombres, las opiniones políticas y las costumbres públicas.5

Con un conocimiento del republicanismo antiguo y moderno más que notable para un militar que pasa buena parte del tiempo en el campo de batalla, Bolívar ve en la Roma republicana y en el gobierno británico (en «lo que tiene de republicanismo») los ejemplos que debe seguir Hispanoamérica. Su ideal no es sólo la creación de múltiples repúblicas independientes, sino la creación de una gran Confederación republicana que incluyera a Venezuela, Bolivia, Colombia y Perú. Esa Confederación debería promover la igualdad política y social para asegurar la libertad de los ciudadanos; debería promover la fraternidad para conjurar los conflictos étnicos y sociales entre ciudadanos libres; debería promover la virtud pública para que las costumbres pervertidas por años de dominación española no acaben con la república. Para Bolívar una de las primeras virtudes es la obediencia a la ley, que en la república no deberá ser arbitraria, sino producto de la voluntad ciudadana6. Esa voluntad necesita sin embargo ser formada, educada, pues un pueblo de ignorantes es un pueblo de esclavos: «¡hombres virtuosos, hombres patriotas, hombres ilustrados constituyen la República» (p. 79). Ahora bien, tanto las repúblicas recién creadas como la futura Confederación deben evitar el grave peligro de tomar como ejemplo Atenas (Bolívar considera preferible mirar a Esparta y Roma). Atenas es el caso histórico más claro de la insuficiencia de la «democracia absoluta», que Bolívar entiende, en sentido antiguo, como el gobierno directo de las masas populares. Para superar esa insuficiencia Bolívar propone la creación de dos Cámaras, una electiva, la de Representantes, y otra hereditaria, el Senado: Si el Senado en lugar de ser electivo fuese hereditario, sería en mi concepto la base, el lazo, el alma de nuestra República. Este Cuerpo en las tempestades políticas pararía los rayos del Gobierno, y rechazaría las olas populares. […]. Debemos confesarlo: los más de los hombres desconocen sus verdaderos intereses, y constantemente procuran asaltarlos en las manos de sus depositarios: el individuo pugna contra la masa, y la masa contra la autoridad. […]. [Un senado hereditario] servirá de contrapeso para el Gobierno 5   Bolívar, S. (2007), Obra política y constitucional, Madrid, Tecnos, p. 78. Todas las citas de Bolívar proceden de este libro. 6   «[…] el imperio de las Leyes es más poderoso que el de los tiranos porque son más inflexibles, y todo debe someterse a su benéfico rigor: que las buenas costumbres y no la fuerza, son las columnas de las leyes: que el ejercicio de la Justicia es el ejercicio de la Libertad» (p. 69).

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y para el Pueblo: será una potestad intermedia que embote los tiros que recíprocamente se lanzan estos eternos rivales (p. 82-83).

Bolívar, admirador de la revolución americana, está más cerca de un republicano patricio como Adams que de un demócrata como Jefferson7. Se puede decir entonces, parafraseando a Marx, que Bolívar trató de cumplir, con ropaje romano y frases romanas, la misión de su tiempo: librar al pueblo del colonialismo e instaurar la sociedad burguesa moderna8. El republicanismo de Bolívar es un republicanismo criollo temeroso de la democracia absoluta, de la democracia en el sentido antiguo de la palabra: el gobierno directo de las olas populares.9 El rechazo bolivariano de la democracia radical en favor de un republicanismo patricio reformista influirá más tarde en Martí, como veremos. Pero en Martí también influyen los republicanos españoles radicales, lo que vuelve más compleja, y a veces contradictoria, su concepción de la república. Desde la revolución de 1868 en España el republicanismo se divide en tres corrientes. Un ala de izquierdas, radical, democrática, federalista e insurgente que tiene su ideal en la revolución francesa de 1848 y en el republicanismo fraternal de Louis Blanc y Auguste Blanqui. Para ellos la revolución debe ser atea, negadora de la autoridad, popular, fraternal y radicalmente democrática, pues la república ha de estar regida por «el pueblo, las clases productoras de la sociedad, los artistas, los artesanos, los obreros». Así se expresa Fernando Garrido10, conocido republicano, federalista y demócrata radical que fundó el periódico La igualdad y divulgó en España las ideas de Fourier. Sin duda, esta es la tendencia más influyente del republicanismo y con más arraigo entre las clases populares españolas. En el centro, con Nicolás Salmerón a la cabeza, se encuentran aquellos republicanos que rechazan la vía insurgente y promueven la vía institucional para luchar por una mayoría parlamentaria que favorezca la transición de la monarquía a la república. La derecha republicana, por último, tiene un papel insignificante a mediados del xix —son los monárquicos quienes ocupan en España el espa7   Adams emplea un lenguaje aún más explícito que Bolívar, pero la idea es la misma: «Hay que recordar que los ricos son tan pueblo como los pobres…Los ricos, por tanto, han de disponer de una barrera constitucional efectiva que les proteja de ser asaltados, expoliados y asesinados, lo mismo que los pobres; y eso no puede darse sin un Senado… Los pobres han de disponer de un valladar contra los mismos peligros y opresiones; y eso no puede darse sin una cámara de representantes del pueblo». Esa cámara, como afirma Hamilton, debe ser vitalicia: «Sólo un cuerpo permanente [un Senado vitalicio] puede poner freno a la imprudencia de la democracia» (las dos citas proceden de C. Richards, The Classics and the Founders, Cambridge, Mass., Harvard Universiry Press, 1995). Roma, no Atenas (Cicerón y no Pericles), es para todos ellos el ejemplo que hay que seguir. 8  Marx, K. [1852], «El dieciocho brumario de Luis Bonaparte», en Trabajo asalariado y capital, Barcelona, Planeta-Agostini, 1985, p. 136. Marx se refiere a Danton, Robespierre, Saint-Just y Napoléon. A los primeros por haber derribado el feudalismo, al último por allanar el camino del capitalismo. Bolívar reúne en su persona ambas tareas. Sobre la naturaleza conservadora del republicanismo bolivariano véase R. Gargarella, Los fundamentos legales de la desigualdad. El Constitucionalismo en América (1776-1860), Madrid, Siglo XXI, pp. 85 y ss. 9   Sobre la concepción antigua de la democracia como gobierno de los pobres véase Arthur Rosenberg, Democracia y lucha de clases en la Antigüedad, Madrid, El Viejo Topo, 2006. 10   Fernando Garrido (1821-1883), La Igualdad, 11-XI-1868.

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cio político de derechas. Las corrientes de centro y de izquierdas, que se distinguen por su mayor o menor pasión por la insurgencia, comparten, sin embargo, una serie de elementos doctrinales comunes: a) La libertad se define, siempre en términos clásicos, por contraposición a la esclavitud: una persona es libre si no está dominada por otra. b) Se defiende una concepción federalista del Estado. c) Los republicanos no sólo promueven en España una separación tajante entre Iglesia y Estado, sino que hacen gala de anticlericalismo. d) Sin una teoría económica desarrollada, se hace una condena moral de la opresión en consonancia con el ideal republicano de libertad. e) Por último, se defiende por encima de todo «un racionalismo de raíz ilustrada».11 Estas ideas recorren Europa y América e influyen en los opositores cubanos cuando Martí es un adolescente, poco antes de ser encarcelado y enviado a España. Se trata, en efecto, de un opositor muy joven, pues Martí va a presidio con 17 años por «infidencia» hacia el gobierno español, según consta en la sentencia que se dictó contra él: se le condena a realizar trabajos forzados en la cantera de San Lázaro. Allí estará tres años encerrado hasta que sus padres —españoles de extracción humilde— consigan que la condena se trueque por un largo exilio en España, donde podrá estudiar derecho y filosofía y se relacionará con los círculos republicanos y masones. Martí vive en España desde 1871 hasta 1874; llega a nuestro país, por lo tanto, en pleno sexenio democrático y conocerá de primera mano la experiencia de la I República y las demandas de los republicanos de izquierdas, que hará suyas: sufragio universal, libertad de prensa, libertad de cultos, abolición de las quintas, abolición de la esclavitud.12 En 1873, con veinte años y con una idea bastante clara de lo que debe ser una república social, Martí hace llegar a los diputados republicanos españoles un texto en el que los invita a tratar fraternalmente a Cuba y a que le otorguen la misma libertad por la que ellos han luchado. En «La República española ante la revolución cubana» (1873) se dirige a la República española en favor de Cuba y muestra ya los elementos del republicanismo fraternal que lo acompañarán toda la vida:

11  Sigo aquí a Antonia Elorza, «Ideología obrera en Madrid: republicanos e internacionales» en A. Elorza y M. Ralle, La formación del PSOE, Barcelona, Crítica, 1989, p. 19-20, menos en el primer punto. Entre las similitudes que igualan a republicanos y libertarios Elorza considera la siguiente: «a) Una visión de la sociedad tendente a trazar contraposiciones bipolares: despotismo versus libertad, reacción versus liberación… pobreza versus riqueza». Creo que es más adecuado presentar esa similitud como yo lo he hecho, pues lo que parece claro es que los republicanos españoles heredan del republicanismo clásico la concepción de la libertad como ausencia de dominación (la posibilidad de vivir sin amos de ningún tipo, como señala Pettit, Ph., Republicanismo, Barcelona, Paidós, 1997, cap. 1). De ahí que presenten ese ideal apelando, de forma clásica, a la oposición entre libertad y esclavitud o despotismo. La concepción martiana de la libertad, como veremos aquí, es la misma. 12   Véase Prieto, J. L., «José Martí en España: 1871-75 y 1879», Revista Hispano Cubana, 15, p. 2-3.

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Hombre de buena voluntad, saludo a la República que triunfa, la saludo hoy como la maldeciré mañana cuando una República ahogue a otra República, cuando un pueblo libre al fin comprima las libertades de otro pueblo. [...] Si la libertad de la tiranía es tremenda, la tiranía de la libertad repugna, estremece, espanta. [...] No ha de ser respetada voluntad que comprime otra voluntad. Sobre el sufragio libre, sobre el sufragio consciente e instruido, sobre el espíritu que anima el cuerpo sacratísimo de los derechos, sobre el verbo engendrador de libertades álzase hoy la República española. ¿Podrá imponer jamás su voluntad a quien la exprese por medio del sufragio? ¿Podrá rechazar jamás la voluntad unánime de un pueblo, cuando por voluntad del pueblo, libre y unánime voluntad se levanta?. Engendrado por las ideas republicanas entendió el pueblo cubano que su honra andaba mal con el Gobierno que le negaba el derecho de tenerla.13

A los veinte años Martí se siente ya lo bastante maduro como para recordarle a la República española lo que significa la libertad republicana y, sobre todo, lo que implica. Libertad republicana significa libertad frente a la esclavitud y la opresión: el hombre que no es libre es un esclavo que depende de la voluntad de otro, y una nación que no es libre es una nación esclava. Esa libertad sólo puede engendrar una relación fraternal entre los pueblos: «los pueblos no se unen —dice Martí en el mismo texto— sino con lazos de fraternidad y de amor». La fraternidad, que no es posible sino entre hombres y mujeres libres, implica a su vez una concepción republicana del patriotismo: «Patria es algo más que opresión, algo más que pedazos de terreno sin libertad y sin vida, algo más que derecho de posesión a la fuerza. Patria es comunidad de intereses, unidad de tradiciones, unidad de fines, fusión dulcísima y consoladora de amores y esperanzas». En una patria así, el sufragio universal es el arma más poderosa con que cuenta el pueblo para no perder su libertad. Eso es lo que Martí quiere para Cuba, con el apoyo de España o contra España. Con matices, con mayor profundidad a medida que madura, ése será en esencia el ideal de Martí: instaurar en Cuba una republica social, una república fraternal regida por el pueblo, las clases productoras de la sociedad, los artistas, los artesanos y los obreros sin diferenciar entre clases ni entre «razas»: «En Cuba no hay temor alguno a la guerra de razas…En la vida diaria de defensa, de lealtad, de hermandad, de astucia, al lado de cada blanco, hubo siempre un negro».14 En las crónicas que escribió Martí en los diversos países en los que estuvo exiliado —Guatemala, México, Estados Unidos—, crónicas periodísticas que forman el grueso de su obra, estas ideas se repiten sin cesar. A partir de 1875, una vez que ha vuelto de España, Martí se gana la vida dando clases y colaborando en un sinfín de periódicos, algunos de ellos tan importantes como La Opinión Nacional, de Caracas, La Nación, 13  Martí, Obras Completas, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1991 (OC a partir de ahora), Tomo 1, pp. 89-98. Las citas de Martí que aparecen en el párrafo siguente son también de «La República española ante la revolución cubana». 14   «Mi raza» [1893], en Martí, Ensayos y crónicas, Madrid, Anaya & Mario Muchnik, 1995, p. 130. Edición a cargo de José Olivio.

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de Buenos Aires y El Partido Liberal, de México. En su obra periodística Martí perfila su ideal republicano. El espíritu, asegura, es un barco de dos velas: «y es la libertad una vela, y la prudencia la otra».15 La libertad republicana es el derecho a vivir sin cadenas, a vivir sin amo, bajo el amparo de leyes justas («la libertad adoro, y el Derecho»), en igualdad.16 Ahora bien, las cadenas hay que romperlas por partida doble: el primer paso consiste en desencadenarse de España y convertir Cuba en una nación independiente; el segundo paso debe ser liberar a los cubanos de las «desigualdades injustas de su condición»17. Una vez librada la guerra principal contra el colonialismo, que es una guerra sangrienta, la libertad de Cuba será obra del amor, no de la guerra (ni de clases ni de «razas»), obra de la concordia, de la fraternidad: «Los odiadores debieran ser declarados traidores a la república. El odio no construye». «Otros amen la ira y la tiranía. El cubano es capaz del amor, que hace perdurable la libertad». «[En los clubs revolucionarios a los cubanos que no saben leer ni escribir] cariño le dan, y hermandad, que es la gran medicina de los pueblos».18

Resuenan aquí los ideales del republicanismo fraternal que conoció Martí en España, un republicanismo ilustrado que hace de la libertad frente a la tiranía el fundamento sobre el que levantar la nueva sociedad (aunque no se sepa muy bien cómo, todo hay que decirlo, pues a menudo resulta declamatorio en exceso). Martí es un poeta, no un teórico. No busca siempre la idea profunda, busca siempre la idea encarnada en una frase hermosa. La prosa periodística de Martí es «adensada de simbologías, cromatismos y musicalidad inusuales en su época, y a ello debe su alto rango estilístico».19 Pero 15   Carta al Director de «La Opinión Nacional», Nueva York, 1 de abril de 1882, en Martínez Acosta, A. (2005), José Martí y la república. Selección de textos,, consultado el 29 de enero de 2008, p. 65. 16   «[...] Ya en Cuba está planteado el problema inevitable de todos los pueblos, y ese es en realidad el único problema de Cuba, que explica las confusiones aparentes del país, como explica la catástrofe de la guerra: la minoría soberbia, que entiende por libertad su predominio libre sobre los conciudadanos a quienes juzga de estirpe menor, prefiere humillarse al amo extranjero, y servir como instrumento de un amo u otro, a reconocer en la vida política, y confirmar con la justa consideración del trato, la igualdad del derecho de todos los hombres», en «Los cubanos de Jamaica y los revolucionarios de Haití». De «Patria», Nueva York, 31 de marzo de 1894, citado por Martínez Acosta, op. cit., p. 102. 17   «[…] quién no ha meditado en los visibles y afligentes dolores de los hombres; en las desigualdades injustas de su condición, no fundadas en desigualdades análogas de sus aptitudes; en el contraste ilícito, que quema los ojos, de esas existencias de quirites romanos, empapadas de jugos de flores, y en senos de lúbricas famosas y tentadoras sagas adormecidas, y esas otras bestiales existencias, torcidas de manera que las cabezas de los hombres son en ellas meras cabezas de martillo? […] ¿Quién, con nobles empeños, no ha aderezado a sus solas cuadros de distribución de los productos, de modo que el dueño holgado toque a un poco menos, y el apurado obrero a un poco más? […] ¿Quién no ha reconstruido en su cerebro la «Utopía» de Moro, y la «Occeana» de Harrington?» (Prólogo a «Cuentos de hoy y de mañana» de Rafael de Castro Palomino. En Obras Completas (OC), Tomo 5. Citado por Martínez Acosta, op. cit., p. 261. 18   El primer texto entrecomillado pertenece a la carta al Director de «La Opinión Nacional». Nueva York, 23 de mayo de 1882. OC, T. 14, p. 496. El segundo pertenece al «Discurso en Hardman Hall». Nueva York, 17 de febrero de 1892. OC, T. 4, p 303. El tercero pertenece al artículo «Cuatro clubs nuevos», de «Patria», Nueva York, 14 de enero de 1893. OC, T. 2, p. 198. Citados todos por Martínez Acosta (2005: 76-78). 19   Olivio, J. «José Martí, pionero de la prosa modernista hispanoamericana», en Martí, Ensayos y crónicas, Madrid, Anaya & Mario Muchnik, p. 316.

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Martí rechaza el uso del lenguaje, periodístico o poético, con fines puramente estéticos («El lenguaje es humo cuando no sirve de vestido al sentimiento generoso o a la idea eterna»). Su modernismo es político y por eso pone su prosa y su poesía al servicio de la libertad política. Pero si el lenguaje debe encarnar la idea generosa, no debe hacerlo renunciando a la belleza, a los elementos plásticos y musicales, a la emoción. Para Martí escribir es «hacer llorar, sollozar, increpar, castigar, crujir la lengua, domada por el pensamiento, como la silla cuando la monta el jinete...No tocar una cuerda sino todas las cuerdas. No sobresalir en la pintura de una emoción, sino en el arte de despertarlas todas» (OC, T 73: 133-134). La musicalidad, la plasticidad, la naturaleza emotiva y a veces hermética de su poesía, el continuo encabalgamiento del verso, hubieran hecho de Martí la vanguardia del modernismo si su autor hubiera publicado en vida su obra poética más importante.20 Como los modernistas, es, además, antitradicional y crítico del mundo que lo rodea. No en vano el modernismo, como el simbolismo y el expresionismo franceses en que se inspira, son el producto de la profunda crisis que experimenta el último cuarto del siglo xix. Revolución republicana para Cuba y para el mundo, revolución del lenguaje poético; lucha por la libertad frente a toda tiranía y por la libertad poética frente a la tiranía del academicismo trasnochado: estos son los rasgos más destacados de la personalidad poética y política de Martí. Dos poemas de sus Versos libres atestiguan lo que digo:21 Banquete de tiranos Hay una raza vil de hombres tenaces De sí propios inflados, y hechos todos, Todos, del pelo al pie, de garra y diente; Y hay otros, como flor, que al viento exhalan En el amor del hombre su perfume. [...] A un banquete se sientan los tiranos Donde sirven hombres: y esos viles Que a los tiranos aman, diligentes Cerebro y corazón de hombres devoran: Pero cuando la mano ensangrentada Hunden en el manjar, del mártir muerto Surge una luz que los aterra, flores Grandes como una cruz súbito surgen 20  Esta opinión la comparten autores como I. Schulman, que la expone en su introducción a Ismaelillo. Versos libres. Versos sencillos, Madrid, Cátedra, 1994; L. R. Hernández, en «Continuidad de la renovación poética hispanoamericana: la metáfora y el ritmo en José Martí y Nicolás Guillén», Anales de literatura hispanoamericana, nº 31, 2002, p. 213-220 y en «Martí y la vigencia de su proyecto modernista», Revista hispano cubana, nº 1, 2005, pp. 20-26 y O. Lescayllers, «Martí y Dario: iniciadores del Modernismo», Revista hispano cubana, nº. 22, 2005, p. 112-116. 21  En Ismaelillo. Versos libres. Versos sencillos, Madrid, Cátedra, 1994, p. 145-146 y p. 143-144.

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Y huyen, rojo el hocico, y pavoridos A sus negras entrañas los tiranos. Odio el mar Vilo, y lo dije: -algunos son cobardes, Y lo que ven y lo que sienten callan: Yo no: si hallo un infame al paso mío, Dígole en lengua clara: ahí va un infame, Y no, como hace el mar, escondo el pecho. Ni mi sagrado verso nimio guardo Para tejer rosarios a la damas Y máscaras de honor a los ladrones: Odio el mar, que sin cólera soporta Sobre su lomo complaciente, el buque Que entre música y flor trae a un tirano. Criticar al infame, no ser hipócrita, ser virtuoso, eso es ser libre para Martí: «Libertad es el derecho a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía». El hombre honrado, el hombre bueno, es el hombre natural. Para terminar de comprender su visión republicana de la vida hay que insistir en esa idea roussoniana del ser humano bueno por naturaleza, sobre la que giran muchos de sus poemas y crónicas. El ejemplo máximo de bondad humana no es para Martí el buen salvaje, aunque a veces vea en los indios americanos esa bondad y fraternidad del hombre natural. La bondad humana, la naturaleza humana no corrompida por la tiranía, se encuentra en los niños. Sobre esta idea, y sobre el amor del padre hacia el hijo, gira su primer libro de poesía, Ismaelillo, de 1882, el único que publicó en vida. Ismael era el hijo ilegítimo que Abraham tuvo con una esclava, a la que repudió, viéndose obligada a huir, a exiliarse, cuando Sara, la mujer legítima, le dio un hijo al patriarca hebreo. Martí, exiliado e hijo de Cuba, la esclava, es Ismael; su hijo José es Ismaelillo. Martí le dedica el libro a su hijo: «Espantado de todo, me refugio en ti. Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti». El niño, que representa lo más puro del ser humano, la inocencia y la bondad, mejora al padre, que renace con él: «Hijo soy de mi hijo!/ él me rehace».22 Durante la década siguiente a la publicación de Ismaelillo Martí dedica un gran esfuerzo a la educación infantil en los diversos países en que vive, funda varias revistas para niños y propone la creación de un cuerpo de maestros ambulantes para educar al pueblo cubano: “A un pueblo ignorante —afirma— puede engañársele con la superstición y hacérsele servil. Un

  Verso de «Musa traviesa», en Ismaelillo. Versos libres. Versos sencillo, Madrid, Cátedra, 1994, p. 76.

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pueblo instruido será siempre fuerte y libre» («Educación popular», OC, T. 19, p. 376). Tras esa década de actividad educadora, poética y revolucionaria, poco antes de morir en 1895, Martí escribe el «Manifiesto de Montecristi. El Partido Revolucionario Cubano a Cuba».23 El 11 de abril de ese año, desde Montecristi, en Santo Domingo, sale con una partida de revolucionarios para liberar Cuba, «para abrir a la Humanidad —afirma en el Manifiesto— una República trabajadora», para hacer una «guerra culta» y una «revolución del decoro, el sacrificio y la cultura», «para crear una patria más a la libertad de pensamiento, la equidad de las costumbres y la paz del trabajo». Una guerra que considera justa contra el Imperio español y que impedirá al mismo tiempo la anexión de Cuba, que algunos cubanos desean, a los Estados Unidos. Sin embargo, al poco de escribir el «Manifiesto de Montecristi» muere Martí de un balazo en una refriega con el ejército español el 19 de mayo de 1895.24 MARTÍ, LA REPÚBLICA DE LOS ESTADOS UNIDOS Y EL SOCIALISMO He puesto el acento hasta ahora en el Martí que se levanta contra el Imperio español en decadencia y se hace republicano en esa lucha, una lucha por la libertad y la fraternidad y, en consecuencia, por la igualdad de los cubanos. Al hacerlo así ha quedado claro sobre todo el vínculo entre el republicanismo fraternal y la obra de Martí, pero queda oculta la relación con el republicanismo bolivariano. El pensamiento de Martí no sólo se alimenta de republicanismo español afrancesado, sino que cristaliza también, como el de otros republicanos de Hispanoamérica, en el esfuerzo por comprender la realidad social de los EEUU. Martí rechaza el imperialismo político y económico de la nueva potencia mundial, pero no deja de alabar los valores de una República que se ve amenaza por la codicia de sus industriales y de una clase obrera desarraigada que —en su opinión— llega de Europa con ideas incendiarias, anarquistas o socialistas.25 Como vamos a ver, es una compleja mezcla, llena de tensiones, entre un republicanismo fraternal y otro de ascendencia bolivariana la que lleva a Martí a rechazar el socialismo. Martí, que vive en Estados Unidos desde 1881 a 1895, se muestra sagaz al analizar la erosión de los valores republicanos de ese país. Admira la república americana de Jefferson y Lincoln, pero rechaza la de los «robber barons», la de los Stanford, Morgan o Rockefeller:26 23   En Martí, Ensayos y crónicas, Madrid, Anaya & Mario Muchnik, 1995, p. 139-148. Edición a cargo de J. Olivio. 24   Para conocer con detalle la vida de Martí véase R. Pérez Napoleón, Martí: el poeta armado, Madrid, Algaba Ediciones, 2004. 25  Véase Meler, E., «Martí en los Estados Unidos: de la crítica cultural de la modernidad al antiimperialismo», , 5/03/2006; consultado el 2 de febrero de 2008. 26  Véase la larga lista de los «robber barons» en http://en.wikipedia.org/wiki/Robber_baron_ (industrialist). Consultado el 2 de febrero de 2008.

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... la acumulación ilimitada en unas cuantas manos de la riqueza de carácter público, priva a la mayoría trabajadora de las condiciones de salud, fortuna y sosiego indispensables para sobrellevar la vida. Ése es en los Estados Unidos el mal nacional.27

El republicano Martí no hace suyo el entusiasmo liberal con respecto a la evolución que sigue la República americana. Está más cerca en esto de un Engels (sin que esto signifique que lo leyera), quien en 1881 advertía ya del control creciente de la vida política y pública americana por parte de los «nuevos príncipes del dinero». Se trata de una crítica común en los círculos republicanos, socialistas y liberales de izquierdas que Martí comparte y le lleva a preguntarse si un siglo de libertad republicana en los EEUU habrá sido inútil, si habrá producido la libertad «los mismos resultados que el despotismo»: pero «¿no hacen menos feroz y más inteligente al hombre los hábitos republicanos?».28 Cabe temer que no, pues la acumulación de riqueza vuelve indiferentes a los hombres para las cuestiones públicas y los deja «sin tiempo ni voluntad para cumplir con su parte de deber en la elaboración del gobierno y el país».29 En Estados Unidos el afán de riqueza lleva a los trabajadores a preferir estrategias de ascenso individual que, sin ser criticables por sí solas, sí lo son cuando arrasan con el valor republicano del cumplimiento del deber cívico, del patriotismo que busca no sólo el progreso individual sino el progreso colectivo pacífico. El análisis martiano de la cultura americana de la riqueza y el ascenso tiene un regusto sociológico que recuerda al Sombart de ¿Por qué no hay socialismo en los EEUU?30 Sombart consideraba, en efecto, que las estrategias de ascenso individual eran más poderosas en EEUU que las estrategias colectivas. Eso lo ve Martí con claridad. Pero a diferencia de un Sombart, lo que le preocupa a Martí no es la compresión analítica de la vida americana, sino la pérdida de los valores republicanos. Por eso critica la acumulación de riqueza como fin último de la sociedad y de los individuos, y por eso critica a los emigrantes europeos que llegan a ese país sin amor alguno por él, dispuestos sólo a lucrarse o a promover la lucha de clases importando teorías —el anarquismo y el socialismo— ajenas a las necesidades americanas: De Europa vienen —afirma Martí en 1885— [...] y usan sus privilegios de ciudadanía en satisfacer sus pasiones extranjeras, en propalar ideas nacidas en otras tierras de problemas extraños, y en valerse de la inesperada libertad para cumplir prontamente sus designios.31

Procedentes de monarquías despóticas, los europeos llegan a la República americana para enriquecerse a cualquier precio o para tratar de instaurar allí, mediante la violencia, el ideal de sociedad que no han podido instaurar   «El movimiento social y la libertad política» (1886), en Martí, Ensayos y crónicas, op. cit., p. 77.   Martí, Ensayos y crónicas, op. cit., p. 80. 29   Op. cit. p. 82. 30   Véase Sombart, ¿Por qué no hay socialismo en los EEUU?, Madrid, Capitán Swing Libros, 2009. 31   «Carta al Director de «La Nación». Nueva York, 9 de febrero de 1885. OC, Tomo 10, p. 160 a 161. 27 28

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en sus países: «Esos trabajadores se trajeron a sus anarquistas, que no quieren ley, ni saben qué quieren, ni hacen más que propalar el incendio y muerte de cuanto vive y está en pie» (OC, T. 9, p. 338). Asoma aquí, por un lado, el Martí más ingenuo, el republicano que aún considera, como un Louis Blanc cubano, que el sufragio universal provocará una revolución pacífica («el voto es un arma aterradora», dice), que la «sosegada práctica de la libertad», de la virtud de la libertad, provocará en la República americana de forma pacífica la reforma social «a que la mayoría de la nación —afirma — parece determinada», y que la fraternidad reinará entre los pueblos y permitirá la superación de la lucha entre clases y entre «razas».32 Ahora bien, si en el análisis de los males americanos es certero, si Martí está acertado en lo que respecta a la destrucción del republicanismo por un capitalismo salvaje, sus soluciones y esperanzas son irreales, más poéticas que políticas. Tan irreales como las esperanzas fraternales del gobierno republicano francés surgido de la revolución de 1848 y criticado por Marx en «La lucha de clases en Francia». La fórmula que se correspondía con esta fantaseada superación de las relaciones entre las clases era la fraternité, la confraternización y la fraternidad universales. Esa cómoda abstracción de los conflictos de clase, esa sentimental nivelación de los contradictorios intereses de las clases, esa ilusoria elevación por encima de la lucha de las clases, fue el verdadero santo y seña de la Revolución de febrero. [...]. El proletariado parisino se disipó en los goces de esa generosa embriaguez de fraternidad33

El proletariado de finales del xix, el proletariado socialista, no se disipa ya en los goces de la fraternidad, aunque Martí siga considerando que ese debe ser su camino. Viendo cómo América se inunda de un proletariado revolucionario que viene de Europa, Martí se encrespa y lo rechaza, reclamando una inviable hermandad apolítica entre clases que dejaría a los obreros inermes ante los «robber barons»: El derecho del obrero no puede ser nunca el odio al capital: es la armonía, la conciliación, el acercamiento común de uno y de otro. […]. De Europa vienen, pues, con los artesanos que trabajan, los odios que fermentan. […]. Y…en vez de la prudencia que aconseja no pedir más de lo posible, o esperar para rebelarse época y estación más clementes, las asociaciones socialistas envían sus azuzadores profesionales, que alzar la gente no logran; mas envenenarla sí. […]. A la verdad, que no hay peor país para ejercitar la violencia que aquel donde se practica el derecho. Lo innecesario de la ofensa la hace más abominable.34

Martí quiere una república que imponga mediante leyes buenas, leyes admitidas por todos, una distribución más justa de la riqueza. Entiende que  Martí, Ensayos y crónicas, op. cit., p. 85.   Marx, K. [1852], «La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850», en Marx, Trabajo asalariado y capital, Barcelona, Planeta-Agostini, 1985, pp. 37-135. 34   Carta al Director de «La Nación» Nueva York, 9 de febrero de 1885.OC, T. 10, p. 160 a 161. 32 33

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cuando las leyes, el gobierno, la prensa y la iglesia se corrompen por la codicia, la «democracia más libre del mundo», se convierte en «la más injusta y desvergonzada de las oligarquías»35. Eso es lo que ha ocurrido en los EEUU. Pero la solución al dominio tiránico de la oligarquía no es el dominio tiránico de la clase obrera: «el demagogo es el que levanta una porción del pueblo contra otra»36. La guerra contra la potencia colonial es justa, la guerra de clases no: Es gloria de nuestra guerra. El esclavo salió amigo, hermano, de su amo…Nuestro rico ha purgado en el sacrificio y el trabajo la fuente tal vez criminal de su fortuna. Los nietos han de hacerse perdonar el pecado de sus abuelos. El servicio a la revolución de la libertad puede lavar la culpa de la riqueza, acumulada con el fruto de la esclavitud. El mundo es equilibrio, y hay que poner en paz a tiempo las dos pesas de la balanza.37

Así pues, si hemos dicho que por un lado estas opiniones son fruto del republicano fraternal que fue Martí, por otro lado hay que añadir que detrás de todas ellas late el temor bolivariano a la democracia radical, el temor al gobierno directo de las masas populares, es decir, el gobierno de una facción del pueblo (los pobres) frente a otra (los ricos)38, tan denostado por el republicanismo clásico. Ahora bien, si a principios del siglo xix al republicanismo criollo le bastaba (o eso creía) con un senado hereditario para contener a las olas populares, a finales del xix el republicanismo liberal y criollo de ascendencia bolivariana puede aceptar el sufragio universal y que el senado sea electo, pero lo que no puede asumir es el socialismo. Para los republicanos (y para Martí) el socialismo es facción, es división, es servidumbre. Así, José Martí considera que Marx debe ser admirado porque se puso del lado de los débiles, pero debe rechazarse su doctrina porque siembra el odio entre clases.39 Y el socialismo debe rechazarse porque esclaviza: La Futura Esclavitud se llama este tratado de Herbert Spencer. Esa futura esclavitud, que a manera del ciudadano griego que contaba para poco con la gente baja, estudia Spencer, es el socialismo. […]. So pretexto de socorrer a los pobres —dice Spencer— sácanse tantos tributos, que se convierte en pobres a los que no lo son. La ley que estableció el socorro de los pobres por parroquias hizo mayor el número de pobres. […]. Todo el poder que iría adquiriendo la casta de funcionarios, ligados por la necesidad de mantenerse en una ocupación privilegiada y pingüe, lo iría perdiendo el pueblo […]. De ser siervo de sí mismo, pasaría el hombre a ser siervo del Estado. De ser esclavo de los capitalistas, como se llama ahora, iría a ser esclavo de los funcionarios. Esclavo es todo aquel que trabaja para otro que tiene dominio sobre él; y en ese sistema socialis35   Carta al Director de «La Nación». Nueva York, 10 de abril de 1888. OC, T. 11, p. 436 a 437. Citado por Martínez Acosta (2003: 98). 36   «Juntos y el Secretario» De «Patria», Nueva York, 21 de mayo de 1892. OC, T. 1, p. 451. 37   «Pobres y ricos». De «Patria», Nueva York. 14 de marzo de 1893. OC, T. 2. Página 251. 38   Que como afirma Adams (ver nota 7) también son pueblo. 39  «Karl Marx», La Nación, Buenos Aires, 13 y 16 de mayo de 1883 (http://www.filosofia.cu/marti/ mt09388.htm). Consultado el 22 de enero de 2008.

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ta dominaría la comunidad al hombre, que a la comunidad entregaría todo su trabajo [subrayado mío].40

Ahora bien, ¿cómo puede alabar un republicano fraternal como Martí la obra de un liberal dogmático como Spencer? Para responder a esta pregunta hay que entender que Martí no es un teórico de la política y su republicanismo está cuajado de tensiones provocadas por su querencia hacia la fraternidad y su admiración por Bolívar. Así, como se puede ver en la cita anterior, el elogio del libro de Spencer se hace, por un lado, desde presupuestos claramente republicanos: la libertad se ha de entender como ausencia de dominación. Por lo tanto, si el socialismo, como cree Martí, es una forma de dominación, un republicano no puede aceptar el socialismo. Menos todavía un republicano fraternal que sueña con hermanar a los hombres —negros y blancos, obreros y empresarios — en una empresa común, a saber, la mejora y engrandecimiento de la patria y de la humanidad. Pero para entender el elogio martiano a Spencer hay que recordar, por otro lado, que el republicanismo burgués se vuelve progresivamente liberal a partir de la revolución francesa de 1848, con la irrupción en la arena política de una clase obrera revolucionaria que no ve ya su liberación en una posible alianza con la burguesía. En este sentido la opinión de Martí está en sintonía con el republicanismo burgués de finales del xix, un republicanismo que todavía se muestra en parte solidario con la clase obrera pero que no puede ser socialista sin desfigurarse. En ese contexto Martí rechaza el socialismo porque atenta contra su ideal de fraternidad, es cierto, pero lo rechaza también (en sintonía con el republicanismo bolivariano de corte liberal, burgués) porque supone el gobierno de los pobres, la dictadura del proletariado, esto es, el gobierno de una facción de la sociedad frente a otra. Esto no significa, sin embargo, que el pensamiento de Martí, de haber vivido otros cuarenta años, hubiera derivado hacia el liberalismo doctrinario. No sabemos cuál habría sido la evolución de Martí. Lo que sabemos es que a finales del xix el republicanismo del poeta cubano se ha quedado viejo y se ve superado por los acontecimientos, tan superado como su ideal de fraternidad: los antiguos republicanos de izquierdas se han desembarazado del ideal de fraternidad universal para transformarse en anarquistas (para los que, a diferencia de lo que piensa Martí, la fraternidad entre obrero y patrón es imposible) o derivar abiertamente hacia el liberalismo.41 El repu40  «La futura esclavitud», La América, Nueva York, abril de 1884 (http://www.filosofia.cu/marti/ mt15388.htm). Obsérvese que, siguiendo a Bolívar, Atenas es de nuevo para Martí el contraejemplo de lo que no debe ser una buena sociedad. 41   Como afirma Elorza, op. cit., en España, por ejemplo, el republicanismo derivó hacia el anarquismo o hacia el liberalismo y, en Cataluña, hacia el nacionalismo. Ante ese panorama político el recién creado Partido Socialista Obrero Español encontraría a principios del siglo xx su mejor aliado en el republicanismo liberal burgués. La alianza entre republicanos y socialistas moderados sirvió para que el Secretario General del PSOE, Pablo Iglesias, obtuviera en 1910 el primer escaño socialista (véase A. Robles, “La Conjunción Republicano-Socialista: una síntesis de liberalismo y socialismo”, Ayer, 54 (2004), 97-127). El republicanismo liberal que puede ser compañero de viaje de un socialismo moderado habría sido quizá el ideal de Martí de haber vivido más tiempo.

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blicanismo fraternal de Martí —sometido en este contexto a muchas tensiones doctrinales— no sirve ya, a las puertas del siglo xx, para resolver los grandes problemas que crean la nueva sociedad industrial y las «oligarquías desvergonzadas». Esas oligarquías, como bien sabe Martí, no respetan el derecho, se apropian de las leyes y han dejado de temer desde hace tiempo el sufragio universal, pues han sabido dominarlo. No sirve tampoco la fraternidad para combatir el imperialismo de una potencia que se quiere anexionar Cuba, y sirve peor aún, por último, para responder a las necesidades y demandas de una clase obrera europea que llega en masa a EEUU, a México, a Cuba o a Argentina. José Martí se vale de Spencer para criticar el socialismo, es cierto, pero el autor británico está muy lejos de Martí,42 quien no deja de ser un republicano fraternal con pinceladas bolivarianas. Históricamente, por lo demás, el liberalismo dogmático de corte spenceriano derivó pronto hacia el fascismo que se enfrentó a muerte con el socialismo, un enfrentamiento que Martí no vivió. Eso nos permite a nosotros verlo aferrado para siempre a la gozosa embriaguez de la fraternidad:43 Qué fue, no sé: jamás en mí di asiento Sobre el amor al hombre, a amor alguno, Y bajo tierra, y a mis plantas siento Todo otro amor, menguado e importuno. La libertad adoro y el derecho. Odios no sufro, ni pasiones malas: Y en la coraza que me viste el pecho Un águila de luz abre sus alas.

42   Cada página de la obra de Martí, cada poema, supone el rechazo de opiniones spencerianas como ésta: «[...] cuando en una época como la nuestra se pintan las miserias de los pobres, el público se las representa como miserias a que se hallan sujetos los virtuosos pobres, en vez de representárselas como miserias sufridas por los culpables pobres. [...]. No son otra cosa que parásitos de la sociedad, que de un modo o de otro viven a expensas de los que trabajan, vagos e imbéciles...» (H. Spencer, El individuo contra el Estado, Barcelona, Ediciones Orbis, 1985, pp. 34-35). De aquí al fascismo hay un paso. 43   Los dos siguientes serventesios proceden del poema «Cual de incensario roto», del libro Flores de destierro [1878-1895] (Martí, Poesía completa, Madrid, Alianza Editorial, 2001, p. 209).

MAX WEBER Y RILKE: LA MAGIA DEL LENGUAJE Y DE LA MÚSICA EN UN MUNDO DESENCANTADO José M. González García

INTRODUCCIÓN1 La descripción del proceso de racionalización occidental como un «desencantamiento del universo» (Entzauberung der Welt) se ha convertido en un tema central de Max Weber, así como una manera de caracterizar su obra. Es frecuente referirse al gran sociólogo alemán como el Entzauberer, el desmagificador o desencantador que elimina con la fuerza de su pensamiento aquellos vestigios de explicación irracional o mágica del mundo social. Así, por ejemplo, Joachim Radkau concluye su reciente y exhaustiva biografía con la afirmación de que la verdad que él ha descubierto sobre Max Weber tiene algo de liberador: «no quita al desencantador nada de su propia magia» (Und die Wahrheit über Weber hat etwas Befreiendes: Sie nimmt dem Entzauberer nichts von seinem Zauber)2. Sin embargo, creo que, en gran medida, se han pasado por alto las relaciones que la cuestión del desencantamiento tiene con la literatura alemana y, en concreto, con la poesía. Dos autores anteriores a Max Weber (Goethe y Herder) prefiguraron su reflexión y otro, coetáneo suyo, Rilke, elaboró variaciones sobre el mismo tema en uno de sus sonetos a Orfeo. En 1797 escribe Goethe su poema Der Zauberlehrlinge (El aprendiz de mago). El aprendiz, aprovechando la ausencia del maestro, pronuncia las 1  Este trabajo complementa un artículo publicado como homenaje al profesor Mario Presas en la Revista Latinoamericana de Filosofía, Buenos Aires, vol. XXX, nº 2, primavera de 2004, p. 225-248. Ahora, como entonces, a él va dedicado. 2   J. Radkau, Max Weber. Die Leidenschaft des Denkens, München, Hanser, 2005, p. 859.

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frases de sortilegio para que los espíritus obedezcan sus órdenes y consigue que la escoba vaya al río y traiga agua en una vasija una y otra vez. Pero cuando quiere detener el encantamiento no lo consigue porque no recuerda la frase mágica correspondiente y provoca por tanto la inundación de la casa. Sólo la llegada del viejo maestro puede poner fin a la desgracia, haciendo que las escobas le obedezcan y vuelvan a su rincón. El poema puede considerarse una burla de aquellos que provocan acontecimientos que no son capaces de controlar y acaban siendo desbordados por ellos, y, desde Max Weber, puede considerarse como un aviso a quienes dan una vuelta de tuerca a los procesos de racionalización en Occidente y provocan catástrofes irracionales. Por otro lado, el filósofo y poeta Herder escribió, en una de sus Hojas dispersas (Zerstreute Blätter) un poema titulado precisamente El desencantamiento. Doctrina de los brahmines (Die Entzauberung. Lehre der Braminen), y que comienza de la siguiente manera: ¡Vence a la sed de bienes externos, tú, hombre engañado! Desencanta tu intelecto y tu corazón; Sólo te colmará Aquello que ganes por tus obras. El tiempo acaba echando los bienes, los honores y la juventud; Esas son ilusiones, esfumadas en un abrir y cerrar de ojos. Aprende a conocer lo eterno, Y tómalo en tu corazón3. Este poema encabeza el reciente y magnífico estudio sobre los análisis de la Sociología de la Religión weberiana acerca del Budismo y el Hinduismo, realizado por Pedro Piedras Monroy, una de las mejores monografías escritas sobre el tema. El autor establece claramente las relaciones entre el poema de Herder y la obra de Weber sobre la religión en la India, ambos traspasados por la idea de la Entzauberung, de desencantamiento y de sus consecuencias para la vida humana, en la que parece no quedar otra salida que la del esfuerzo desesperanzado, el consagrarse al trabajo en la propia profesión (Beruf), siguiendo el Daimon que maneja los hilos de la propia vida. Son significativas las primeras palabras del libro de Piedras Monroy: Un largo hilo rojo se extiende desde ese poema de Herder que encabeza nuestro trabajo hasta las complejas derivas del pensamiento de Max Weber, quien se esforzó en desvelar el proceso de Entzauberung a través del cual el pensamiento racional, principalmente el occidental, amparado en su carcasa científica, rompe el hechizo, saca al ser humano del jardín encantado del pensamiento religioso y lo deja caer en un mundo en el que 3   J. G. Herder, «Die Entzauberung. Lehre der Braminen», poema incluido en la sexta recopilación de sus Zerstreute Blätter (Hojas dispersas), publicadas inicialmente en 1797. Puede verse en la edición de sus obras completas (Sämtliche Werke) debida a B. Suplan, en el volumen XXIX, Poetische Werke, editado por C. Redlich Hildesheim, Georg Olms Verlagsbuchhandlung, 1968, p. 144-146.

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los acontecimientos siguen siendo, pero dejan de significar. El poema nos habla de un mundo que acaba y otro que comienza [...] El tumulto de las obras del mundo no es más que un engaño del que hay que alejarse buscando campos abiertos de quietud seráfica. La única razón de la existencia parece ser el consagrarse al esfuerzo desesperanzado, más allá de cualquier sentimiento. Nuestro autor luchará en sus escritos por romper el hechizo y acabará deshechizando la propia Entzauberung occidental cuyos contornos él mismo había dibujado, quebrando la sombra de haber llegado a algún sitio en este viaje, de haber conseguido nada que no sea perecedero... de haber vencido al tiempo4.

Por último, entre el 2 y el 23 de febrero de 1922, por tanto dos años después de la prematura muerte de Max Weber, escribe Rainer María Rilke sus Sonetos a Orfeo. Uno de estos sonetos, concretamente el número X de la segunda parte, puede ser interpretado como una cierta respuesta a la teoría weberiana del desencantamiento del universo: la palabra poética y la música tienen la capacidad de reencantar el mundo de nuevo, una y otra vez, en contra de las amenazas de la mecanización de la vida humana sobre la tierra. A una comparación entre los planteamientos de Weber y de Rilke, del sociólogo y del poeta, estará dedicado el resto de este trabajo. LA TESIS DE MARIO PRESAS SOBRE WEBER Y RILKE Hace algunos años, en el marco de un congreso de filosofía celebrado en la ciudad de Puebla, en México, tuve ocasión de dialogar con Mario Presas sobre estética y acerca de la capacidad del arte y de la literatura para mostrarnos puntos de vista sobre la realidad a los que no tendríamos acceso sólo a partir del conocimiento científico. En nuestro común interés por la cultura alemana, acabamos hablando sobre las relaciones entre sociología y literatura y concretamente acerca de la existencia de un tronco común de reflexiones entre Max Weber y Rainer Maria Rilke en torno al desencantamiento del mundo y su posible reencantamiento por la poesía y la música. Sirvan estas páginas para continuar aquel diálogo del que guardo un maravilloso recuerdo. En memoria del encuentro de Puebla, Mario Presas me entregó su libro La verdad de la ficción, en cuya Introducción afirma lo siguiente: Max Weber, al describir la concepción dominante en la cultura occidental moderna, alude a la desacralización de la realidad, es decir, al hecho de que la explicación científica no puede ni debe recurrir a soluciones mágicas. El mundo de la razón instrumental es, en efecto, un mundo des-encantado (entzauberte Welt). Y aquí nuevamente Rilke nos ofrece en su poesía, esta vez inclusive literalmente, la contrapropuesta: al mundo desencantado, sin magia, sin Zauber, responde el poeta con su confesión: «Pero para nosotros la existencia todavía está encantada», es un verzaubertes Dasein5. 4   P. Piedras Monroy, Max Weber y la India, Valladolid, Secretariado de Publicaciones e Intercambio Editorial de la Universidad de Valladolid, 2005, p. 17. 5   M. A. Presas, La verdad de la ficción, Buenos Aires, Almagesto, 1997, p. 9.

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Estas palabras de Mario Presas son explicadas con mayor pormenor en el capítulo «La magia del arte en el mundo desencantado», en el que contrapone los dos mundos que entran en conflicto en el décimo soneto de la segunda parte de los Sonetos a Orfeo. Aquí Rilke nos transmite la contraposición entre el desencanto producido por la máquina y la técnica modernas frente al encantamiento de Orfeo, basado en la palabra poética y en la música. Y Mario Presas hace suya la reivindicación rilkeana de la magia del arte como antídoto no frente a la ciencia en sí, sino frente al reduccionismo de todos los elementos de la vida a soluciones científicas y tecnológicas. La ciencia y la técnica no tienen la última palabra, ni deben ser sacadas de sus límites para invadir toda la existencia humana. Precisamente la misión del artista consistirá en reencantar el universo moderno desencantado por la ciencia y la técnica; no se trata de una reacción conservadora frente al progreso científico, sino más bien de reivindicar otros aspectos de la vida, al tiempo que se establecen los límites de la ciencia. Así pues, frente al desencanto del mundo moderno basado en la ciencia y en la técnica según lo había definido Max Weber, Rilke propone nuevas formas de reencantamiento de la vida, a partir de la palabra poética y de la música. Y en los dos casos se trata de variaciones conceptuales en torno al mismo verbo alemán: zaubern, encantar. En palabras de Mario Presas: Es curioso comprobar que ambas descripciones —que aquí encarnamos en la formulación de Weber, por un lado, y en el poema de Rilke, por otro arrancan del mismo verbo zaubern (encantar), el uno, para anteponerle el prefijo ent- (des-), el otro, para reforzarlo con el prefijo ver—. Al entzauberte Welt (mundo desencantado) contrapone el poeta la celebración de un verzaubertes Dasein (existencia encantada)6.

Quiero transcribir a continuación el texto completo del décimo Soneto a Orfeo, de la segunda parte del libro de Rainer Maria Rilke: Alles Erworbne bedroht die Maschine, solange sie sich erdreistet, im Geist, statt im Gehorchen, zu sein. Dass nicht der herrlichen Hand schöneres Zögern mehr prange, zu dem entschlossenern Bau schneidet sie steifer den Stein. Nirgends bleibt sie zurück, dass wir ihr ein Mal entrönnen und sie in stiller Fabrik ölend sich selber gehört. Sie ist das Leben, —sie meint es am besten zu können, die mit den gleichen Entschluss ordnet und schafft und zerstört. Aber noch ist uns das Dasein verzaubert; an hundert Stellen ist es noch Ursprung. Ein Spielen von reinen   Ibidem, p. 126.

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Kräften, die keiner berührt, der nicht kniet und bewundert. Worte gehen noch zart am Unsäglichen aus... Und die Musik, immer neu, aus den bebendsten Steinen, baut im unbrauchbaren Raum ihr vergöttlichtes Haus7. Transcribo también la traducción de Mario Presas, «que no pretende ser poética», y que resulta enormemente acertada y precisa: La máquina amenaza todo lo adquirido, pretendiendo ser en el espíritu y no en la obediencia. Para que ya no brille la más bella hesitación de la mano magnífica, talla más rígidamente las piedras del más firme edificio. En ninguna parte se rezaga como para que una vez le escapemos y ella se pertenezca lubricándose en la silenciosa fábrica. Ella es la vida, —cree poder comprenderla mejor que nadie, ella, que con la misma resolución ordena y crea y destruye. Pero para nosotros la existencia todavía está encantada; en cien lugares es todavía origen. Un juego de puras fuerzas que nadie roza, si no se arrodilla y admira. Las palabras se agotan suavemente en lo indecible... Y la música, siempre nueva, con las más trémulas piedras construye en el espacio inutilizable su divina morada.8 La máquina funciona en este soneto de Rilke como una metáfora de la ciencia y la técnica que amenazan destruir toda vida propiamente humana, toda cultura, «todo lo adquirido» por los hombres a lo largo de siglos de trabajo, cuando deja de obedecer a los seres humanos y manda sobre el espíritu de éstos. Describe cuatro pinceladas de este dominio de la máquina sobre lo humano. En primer lugar, desplaza al artesano al tallar la piedra para la construcción de edificios de una manera perfecta superando las dudas e imperfecciones de la piedra tallada a mano. En segundo lugar, la máquina jamás se retrasa para que no podamos escapar de ella ni una sola vez. Además, la máquina se hace autónoma respecto al hombre que la ha ideado y fabricado, «perteneciéndose a sí misma», cuidándose y lubricándose a sí misma en la fábrica silenciosa, tranquila y vacía, abandonada por todo aliento humano. Por último, la máquina se transforma a sí misma en la vida y cree saber mejor que nosotros en qué consiste la vida, ordena nuestras formas de vida, crea nuevas formas de vida que ya no pueden escapar al desarrollo tecnoló7   R. M. Rilke, Sonetos a Orfeo (segunda parte, soneto X), en sus Gesammelte Gedichte, Frankfurt, Insel, 1962, p. 513. 8   M. Presas, op. cit., p. 127.

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gico, pero también destruye formas de vida social tradicionales, contamina la naturaleza, destruye los bosques, ensucia los ríos y los lagos, aumenta el nivel de polución que termina haciendo imposible la vida. Frente a esta situación expuesta en los dos cuartetos, reivindica Rilke en los dos tercetos una solución, pues «para nosotros la existencia todavía está encantada; en cien lugares es todavía origen», nos encontramos con sitios todavía no dominados por la técnica y en los que el sentido de la existencia se revela sólo si uno «se arrodilla y admira». Estas «puras fuerzas» emanan de la obra de arte y de su creador, que son quienes pueden dotar de sentido y de encanto al mundo desencantado por la máquina. Los tres últimos versos se refieren precisamente a la importancia de la palabra poética y de la música. La palabra poética otorga nueva significación a la vida y da origen a nuevos mundos: «las palabras se agotan suavemente en lo indecible», la poesía lleva a la palabra hasta el extremo de lo que ya no se puede decir, de lo inefable. Y la música, que se renueva cada vez que la escuchamos, construye su divina morada con piedras temblorosas en un espacio inservible. De esta manera, la música —y la poesía— pueden construir un nuevo hogar para el hombre, un hogar tal vez más habitable que el construido por las piedras perfectamente talladas por la técnica de las potentes máquinas modernas. En último término, si la máquina desencanta el mundo de los hombres, el arte y la palabra poética pueden servir para reencantarlo de nuevo.9 LA BIOGRAFÍA DE MAX WEBER, BAJO EL SIGNO DE RAINER MARIA RILKE Resulta curioso constatar que la extensa biografía intelectual que Marianne Weber escribió sobre su marido Max tiene como frontispicio un poema de El libro de Horas de Rilke. Marianne no cita los primeros versos del poema en los que comprobamos que Rilke está escribiendo sobre Miguel Ángel, el hombre que vive entre dos épocas distintas y es capaz de llevar sobre sí todo el peso de su tiempo. Marianne Weber simboliza y resume con este poema la biografía de su marido, aplicando a éste las palabras que el poeta refería a Miguel Ángel, el genio por encima de toda medida humana. Ciertamente los versos nos ayudan a entender la perspectiva de Marianne sobre Max, a quien considera con razón como uno de los mayores talentos de nuestra época, como un nuevo Prometeo en su desafío constante a todas las fuerzas políticas, culturales, académicas e intelectuales con la intención de mover en una dirección determinada la pesada rueda de la historia. Dice así el poema de Rilke, acortado por Marianne Weber, para adaptarlo a sus propósitos: 9   Véase el comentario de Otto Dörr Zegers a este soneto en su edición bilingüe, de la obra de Rilke, Sonetos a Orfeo, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 2002, p. 157-158. Por otro lado, no está de más recordar que Goethe, hablando de la investigación científica, establece que «los tesoros de la naturaleza son tesoros encantados (verzauberte Schätze) que no se desentierran con la pala sino con la palabra».

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Este era el hombre que siempre regresa cuando una época quiere terminar y resume una vez más sus valores. Existe entonces alguien que carga con todo el peso de su época y lo arroja en el abismo de su pecho.



Quienes le precedieron tuvieron penas y alegrías; pero él no siente más que la masa de la vida y que abarca todo como una cosa; sólo Dios permanece lejos y por encima de su voluntad: por ello le ama con un odio elevado, al ser inalcanzable10.

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¿Por qué comenzar la biografía de Max Weber con un poema de Rilke? ¿Qué significado especial tiene Rilke para Marianne y Max Weber? El antiguo discípulo de Max y amigo del matrimonio, Karl Jaspers, nos ofrece interesantes claves de interpretación11: 1) Jaspers se expresa sobre Weber con palabras que recuerdan el soneto X a Orfeo (2ª parte). Crisis de la época, desarrollo de una ciencia y de una técnica que acaba haciendo del hombre un esclavo de la máquina: Max Weber no pretendió oponerse a su tiempo, como si hubiera sido mejor que él; y lo cierto es que su época se resquebrajaba por los cuatro costados. Por brillantes que fueran sus éxitos externos, maravillosos sus avances en la técnica y sorprendentes sus descubrimientos científicos, el hombre no acaba de verse reflejado en todo ello. Se había hecho esclavo de la máquina, cuyo alcance escapaba ya a su mirada. A pesar de sus progresos en las cosas de cercano dominio, el mundo que iba ganando al misterio estaba carente de veracidad.12

2) Jaspers insiste en considerar a Max Weber como un hombre en el rasante entre dos épocas diferentes, como la personalidad más señera de su momento histórico, como el individuo que no es un filósofo profesional pero encarna en sí mismo la filosofía, como la persona, en fin, a la que se refiere Rilke en el poema de El libro de Horas citado por Marianne para encabezar la biografía de su marido:

10   R. M. Rilke, El libro de Horas, citado por Marianne Weber, Max Weber. Una biografía, Valencia, Alfons el Magnànim, 1995, p. 5. 11   Recuérdese por otro lado que Karl Jaspers es un autor central para Mario Presas ya que a investigar su pensamiento ha dedicado múltiples artículos y especialmente un libro: Situación de la filosofía de Karl Jaspers con especial consideración de su base kantiana, Buenos Aires, Depalma, 1978. En este libro Mario Presas recuerda la enorme admiración que Jaspers sintió por Weber, a quien consideró la real encarnación de la filosofía de su época (pp. 23-24). 12   K. Jaspers, Max Weber. Político, investigador y filósofo, (1932), recogido en el libro de K. Jaspers, Conferencias y ensayos sobre historia de la filosofía, Madrid, Gredos, 1972, p. 401.

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La persona de Max Weber parece estar colocada entre una época que desaparece y otra época que se abre. Por una parte podía considerarse a sí mismo como un epígono, y por otra era habitante de un futuro que aún no era realidad.13

3) Es conocida la profunda crisis psicológica que mantuvo postrado a Max Weber sin poder dar clase, ni escribir y en los peores momentos ni siquiera leer, en una completa parálisis intelectual en los años del cambio de siglo, aproximadamente entre 1897 y 1903. Pues bien, Jaspers comenta que fue al contemplar el techo de la Capilla Sixtina, donde brilla el genio de Miguel Ángel, cuando Max Weber sintió los primeros síntomas de curación de su enfermedad14. Por ello, no es de extrañar que Marianne atribuyera a su marido el poema que Rilke consagró al autor de los frescos de la Capilla Sixtina, viéndole como un genio que carga con todo el peso de su época en un momento de transición hacia otra época histórica distinta. Por otro lado, Marianne constata un cambio en los gustos artísticos de Max Weber durante su enfermedad, con el consiguiente acercamiento a la poesía de su momento histórico y, de manera especial a Rainer Maria Rilke y a Stefan George: Los años de enfermedad, que habían sacado a Weber de su órbita, habían abierto cámaras secretas de su alma que hasta entonces habían permanecido cerradas. Ahora, las creaciones artísticas que profundizan en el sentir sí fueron aceptadas. Weber se sumergió en obras modernas de todo tipo, ante todo en Rilke y George, e incluso recitó poemas muy bien.15

Marianne prosigue su relato con las opiniones sobre Rilke expresadas por Max en una carta a su hermana. Weber presenta a Rilke como a un verdadero místico, como alguien de quien no brota la poesía directamente, no es «él» cuando escribe, sino que «algo» escribe en él. Frente a la vivencia mística que Rilke conoce en toda su pureza, Stefan George le parece una palabra hueca, el «bramido orgiástico de una voz que se presenta como voz eterna».16 Weber se reunió y discutió varias veces en Heidelberg con Stefan George y tuvo amistad con algunos miembros de su círculo como Gundolf. Sin embargo, estas conversaciones llevaron a Weber a pensar que en puntos decisivos George y sus discípulos servían a «otros dioses» distintos de los suyos, es decir, tenían sistemas de valores radicalmente incompatibles.17 Así pues, Max Weber fue un lector atento y apasionado de la poesía de Rilke, aunque no discutió con él (que yo sepa al menos) acerca de su mundo   Ibidem, p. 402.   Ibidem, p. 403. 15   Marianne Weber, op. cit., p. 636. 16   Ibidem, p. 640. 17   Las relaciones de Max Weber con Stefan George y su círculo merecerían un capítulo aparte que no puedo desarrollar aquí. Sobre este tema puede verse además del libro de Marianne Weber, las obras de E. Weiller, Max Weber und die literarische Moderne. Ambivalente Begegnungen zweier Kulturen, Stuttgart/Weimar, Metzler, 1994 y S. Breuer, Ästhetischer Fundamentalismus. Stefan George und der deutsche Antimodernismus, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1995. 13 14

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literario como sí tuvo ocasión de hacerlo con Stefan George. Por otro lado, cabe hablar de Rilke como oyente de Weber. En efecto, Rilke escribe en una carta a su hermana Clara cómo forma parte del numeroso público asistente a una conferencia del profesor Max Weber en los salones del Hotel Wagner en Múnich a comienzos de noviembre de 1918, en fechas enormemente difíciles marcadas ya por la derrota alemana en la primera guerra mundial y por los levantamientos políticos en la ciudad. Rilke recuerda más las circunstancias que el contenido de la conferencia de Weber, describe el ambiente abarrotado de público, el olor a cerveza, a tabaco y a humanidad, el ir y venir de las camareras entre la gente y el discurso de un joven trabajador que pide ayuda a Weber y a otros intelectuales presentes para acordar la paz entre los pueblos contendientes, al margen de la autoridad del desprestigiado monarca: los señores profesores aquí presentes saben francés y nos ayudarán a entendernos con los franceses y a expresarles claramente lo que pensamos... Max Weber impresiona a Rilke como orador, pero más parece impresionarle la figura de este trabajador anónimo, la efervescencia revolucionaria de las masas y el encontrarse formando parte del público en ese momento histórico.18 Los siguientes apartados de este artículo estarán dedicados al análisis de los tres temas básicos del citado Soneto a Orfeo de Rilke en la obra de Max Weber: el poder de las máquinas en la construcción de un mundo desencantado y las dos salidas posibles a través del lenguaje poético y del arte, especialmente la música. Claro está que las posiciones de Weber no son las mismas que las de Rilke, pero resulta iluminador leer algunos elementos de la sociología del primero a la luz de los conceptos e imágenes usados por el poeta. Así pues, máquina como metáfora en Weber, contraposición entre lenguaje científico y poético y papel del arte en un mundo desencantado. LA METÁFORA DE LA MÁQUINA EN MAX WEBER Weber comparte con Rilke el uso de la metáfora de la máquina, si bien se trata de una metáfora más compleja, ya que distingue entre dos tipos de máquinas, referida una a la industria y la otra a la burocracia. La «máquina muerta» representa el fruto del trabajo industrial y de la técnica; frente a ella se levanta la «máquina viva», compuesta por seres humanos y que conforma la forma burocrática de organización social. El poema de Rilke se refiere sólo a la primera y, por ello, me voy a detener en esta segunda acepción de la máquina en la sociología weberiana. En ésta aparece la imagen de la máquina 18   Véase la carta de Rilke a su hermana Clara, escrita el 7 de noviembre de 1918 en Múnich y recogida por R. Sieber-Rilke y C. Sieber en Rainer Maria Rilke, Briefe aus den Jahren 1914 bis 1921, Leipzig, Insel, 1938, p. 206-210. La conferencia de Weber tuvo lugar tres días antes, el lunes 4 de noviembre de 1918, bajo el título «El nuevo orden político de Alemania» en un ambiente marcado por la rebelión de los marinos de la armada alemana en el puerto de Kiel, motín ocurrido el día anterior. Un breve resumen de la conferencia, hecho a partir de las notas de algunos oyentes, puede verse en la biografía ya citada de Max Weber escrita por su esposa, Marianne, p. 846-848.

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burocrática desde dos puntos de vista contrapuestos, positiva en un caso y negativa en el otro. Para Max Weber todo poder se ejerce a través de diversas formas de administración y burocracia. Normalmente Weber es considerado como el gran teórico de la racionalidad burocrática, por lo que se hace necesario recordar que también es uno de los grandes críticos del proceso de burocratización. En este tema aparece una vez más el doble rostro de Jano que Weber poseía. Si, por un lado, realiza una exposición aséptica, neutral y objetiva del «tipo ideal» de burocracia, por otro hace una crítica despiadada de ella e intenta poner límites al proceso de burocratización en el caso alemán. En los textos de teoría de la burocracia surge la metáfora de la máquina desde un punto de vista positivo, mientras que en los textos críticos aparece una visión negativa de la misma metáfora. La razón fundamental que explica el progreso de la organización burocrática moderna es su superioridad sobre cualquier otra forma de organización y administración. En este contexto de mayor eficacia aparece siempre en Weber la metáfora de la máquina contemplada de manera positiva: Un mecanismo burocrático perfectamente desarrollado actúa con relación a las demás organizaciones de la misma forma que una máquina con relación a los métodos no mecánicos de fabricación. La precisión, la rapidez, la univocidad, la oficialidad, la rigurosa subordinación, el ahorro de fricciones y de costas objetivas y personales son infinitamente mayores en una administración severamente burocrática, servida por funcionarios especializados, que en todas las demás organizaciones de tipo colegial, honorífico o auxiliar. Desde el momento que se trata de tareas complicadas, el trabajo burocrático pagado es no sólo más preciso, sino con frecuencia inclusive más barato que el trabajo honorífico formalmente exento de remuneración.19

En su teoría de la burocracia, Weber construye un modelo típico ideal al que aplica la cara positiva de la metáfora mecanicista: cada tuerca y tornillo están en su sitio, los engranajes debidamente engrasados y todo funciona con la rapidez y eficacia de un mecanismo de precisión. El principio de la división del trabajo aumenta la eficacia de la máquina y ésta no se ve interceptada por deseos ni necesidades personales de los burócratas, quienes cumplen la función de ruedecilla que les ha sido asignada. Todo se realiza según criterios objetivos, sin «acepción de personas», con imparcialidad, según reglas previsibles que permiten calcular el resultado de antemano. De otra forma sería imposible el capitalismo racional moderno, que necesita para su desarrollo de esa previsibilidad y calculabilidad de los resultados, lo cual sólo se consigue con un derecho y una administración que funcionen como máquinas. Pero esta es sólo una cara de la moneda. El paso del modelo formal de burocracia a los análisis históricos y políticos de los procesos de burocrati  Max Weber, Economía y sociedad, México, FCE, 1974, p. 730-731.

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zación significa para Max Weber también un cambio de perspectiva. La metáfora de la máquina es vista ahora en un sentido negativo. Si en los textos científico-sociológicos pone el acento en los aspectos positivos de la máquina burocrática —su precisión, su eficacia, su trabajo sin acepción de personas, sine ira ac studio, su funcionalidad respecto al desarrollo de la economía capitalista—, en los textos políticos hace aparecer la otra cara de la moneda, mucho más realista: los engranajes de la maquinaria burocrática están desengrasados y producen disfuncionalidades, la burocracia se convierte en un fin en sí misma sobrepasando sus tareas meramente instrumentales e imponiendo sus propias condiciones, etc. Weber es consciente de los males históricos generados por formas de burocracia. Así, por ejemplo, la burocracia confuciana se convirtió en un obstáculo para el desarrollo del capitalismo racional en China, o el predominio de los burócratas en el antiguo Egipto produjo el estancamiento global de la sociedad. Y refiriéndose ya a su propia sociedad, afirma que la burocratización de la socialdemocracia alemana produjo el abandono de las convicciones políticas y su absorción por el sistema. Asimismo, el dominio de la burocracia guillermina condujo a la impotencia política de Alemania. En gran parte debido a estas lecciones históricas de las consecuencias negativas de la burocracia, se opone Max Weber vehementemente a todos los partidarios entusiastas de la burocratización. Su diagnóstico de la degeneración burocrática del socialismo es claro y rotundo, teniendo además la virtud de haber sido hecho con mucha antelación temporal: afirma que la dirección centralizada de la economía provocará con toda seguridad un aumento espectacular del número de funcionarios y de su poder. Según sus previsiones, allí donde el funcionario profesional preparado llega a dominar, genera un poder que es sencillamente inquebrantable: toda lucha por el poder contra una burocracia estatal desarrollada es inútil. Y la consecuencia global sería una situación en la que la libertad del individuo desaparecería por completo, ahogada entre los hilos de la araña burocrática. Por eso se opone Max Weber a la desaparición del capitalismo privado: Una vez que hubiera sido eliminado el capitalismo privado, la burocracia estatal dominaría sola. Las burocracias privada y pública, que ahora trabajan una al lado de la otra y cabe la posibilidad de que una contra la otra, manteniéndose, pues, en alguna medida todavía mutuamente en jaque, se fundirían en una jerarquía única, como por ejemplo, en el antiguo Egipto, sólo que de una manera incomparablemente más racional y, por tanto, más inevitable.20

Max Weber se rebela ante la posibilidad real de que el futuro nos depare una sociedad jerarquizada y burocratizada, en la que el individuo desaparecería en aras de la articulación orgánica de la sociedad y del orden social. El 20   Max Weber, «Parlament und Regierung im neugeordneten Deutschland”, en Gesammelte Politische Schriften, Tübingen, Mohr, 1971, p. 332.

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temor a que el destino conduzca a una sociedad dominada por la burocracia le hace abogar por el individuo frente a quienes buscan la incardinación de éste en la empresa, en la clase social o en la profesión. La servidumbre del futuro —y el futuro en que piensa Weber es nuestro presente— está representada por la subordinación del individuo concreto al orden social y a las instituciones políticas y económicas que configuran una sociedad orgánicamente vertebrada en la que no queda lugar para los componentes personales. Frente a quienes abogan por la nacionalización de la economía, por el «socialismo del futuro», por una «sociedad organizada» o por una «economía cooperativa», Max Weber plantea con lucidez los peligros de una burocratización universal y de una sociedad sometida al espíritu muerto del funcionariado. Aun reconociendo que el futuro pertenece a la burocracia, intenta oponerse a que la rueda de la historia gire en esa dirección. De la experiencia de las nacionalizaciones de las minas y de los ferrocarriles en Prusia concluye Max Weber que el Estado es el peor empresario: las condiciones de vida de los trabajadores en estas empresas no son mejores que las de sus compañeros en las grandes empresas capitalistas privadas. Y en contrapartida, son menos libres, pues toda lucha por el poder con una burocracia estatal no tiene perspectiva de éxito alguna; y, además, porque no se puede apelar a ninguna otra instancia contra ella, como es posible hacerlo frente al empresario privado. La nacionalización de las empresas no significa una ruptura de la férrea prisión del trabajo industrial moderno, sino únicamente la sustitución de un carcelero por otro cuyo poder es sencillamente inquebrantable: el funcionario profesional. Es en este contexto donde surge de nuevo la metáfora de la máquina burocrática, pero vista ahora en sus aspectos negativos. Si la máquina muerta del trabajo industrial y la máquina viva de la organización burocrática caminan juntas, estamos atrapados en una nueva forma de servidumbre de la que ya no hay salida posible: Una máquina muerta es espíritu coagulado. Sólo el serlo le da el poder de obligar a los hombres a servirla y de determinar el curso cotidiano de su vida de trabajo de manera tan dominante como es de hecho el caso de la fábrica. Espíritu coagulado es también aquella máquina viva representada por la organización burocrática con su especialización del trabajo profesional aprendido, su delimitación de competencias, sus reglamentos y sus relaciones de obediencia jerárquicamente escalonadas. En unión con la máquina muerta, la viva trabaja en forjar el molde de aquella servidumbre del futuro a la que tal vez los hombres se vean obligados a someterse impotentes, como los fellahs del antiguo Estado egipcio, si una administración buena desde el punto de vista técnico —y esto significa una administración y un aprovisionamiento racionales por medio de funcionarios— llega a representar para ellos el valor supremo y único que haya de decidir acerca de la forma de dirección de sus asuntos.21

  Ibidem, pág. 332. Los subrayados son de Max Weber.

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Máquina muerta y máquina viva, industria y burocracia, configuran el destino a que estamos abocados. Hay alguna posibilidad de libertad cuando los engranajes de las dos máquinas no están coordinados entre sí. Pero cuando ambas trabajan sincronizadas bajo la dirección de los funcionarios especializados, ya no hay escapatoria posible. Por ello, defiende Max Weber los valores del individuo, de la democracia y del control político sobre la burocracia: se trata, pues, de establecer límites al poder de un funcionariado en irresistible ascenso y de salvar un resto de humanidad en una sociedad dominada por los ideales de la burocratización.22 LENGUAJE CIENTÍFICO Y LENGUAJE METAFÓRICO EN MAX WEBER: LA MAGIA DE LAS PALABRAS Resulta interesante recordar que en varias publicaciones de la primera época del pensamiento de Max Weber —antes de su grave depresión psicológica— hay una idea clave que explica las motivaciones internas de los actores humanos en procesos históricos y que está relacionada con el tema que aquí nos ocupa. De manera especial, en los estudios acerca del éxodo de los campesinos alemanes del este del Elba hacia el oeste de Alemania y en especial hacia Berlín, plantea Max Weber que la auténtica fuerza impulsora del proceso histórico es el Zauber der Freiheit, la magia de la libertad, ese encanto poderoso y psicológico de las ansias de libertad que, actuando como una especie de hegeliana «astucia de la razón», conduce al surgimiento del individuo libre a partir de una situación en la que se encontraba sometido a formas patriarcales de organización y dominación social. Sin embargo, esa libertad se suele convertir —y Weber es consciente de ello— en un mero espejismo al pasar de la sujeción campesina a los grandes señores propietarios de la tierra a la «esclavitud asalariada» del empresario capitalista. Podemos encontrar una cierta contradicción en que el teórico del «desencantamiento» progresivo de la cultura occidental postule como principal motor del proceso histórico una fuerza dulce, encantada y encantadora: el Zauber der Freiheit. Pero vayamos a la segunda fase del pensamiento de nuestro autor, después de su grave enfermedad. Posiblemente sea Max Weber el sociólogo que de manera más consciente intenta construir un edificio conceptual propio para la ciencia social. Sus categorías sociológicas fundamentales tratan de precisar los conceptos y el uso del lenguaje, eliminando la magia de las palabras, de las metáforas y alegorías. Toma como modelo el ideal del viejo Fausto, exclamando como él: «si de mi camino pudiera yo apartar la magia...» y, sin embargo, se ve precisado una y otra vez a recurrir a un lenguaje no científico en el que se entremezcla el lenguaje mítico y literario de Goethe. 22   He tratado de manera mucho más extensa el tema de las dos caras de la burocracia en Max Weber, poniéndolo además en relación con la literatura de Franz Kafka, en mi libro La máquina burocrática. Afinidades electivas entre Max Weber y Kafka, Madrid, Visor, 1989.

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El tema del desencantamiento (Entzauberung) del universo es central en el pensamiento de Max Weber, ya que él fue quien acuñó el análisis del proceso de racionalización occidental como un proceso de intelectualización cada vez mayor de las concepciones del mundo, como un proceso cada vez más perfeccionado de racionalización de la vida social en todas sus facetas y como un proceso, en fin, expresado ahora en clave negativa, de «desmagificación» o de «desmitificación» o de «des-encantamiento» [Entzauberung] del mundo. Entre todos los textos posibles de Max Weber sobre el tema cabe citar el siguiente: El intelectual [...] busca conferir un «sentido» permanente a su conducta en la vida; busca, por consiguiente, «unidad» consigo mismo, con los hombres, con el cosmos. Él es quien inventa la concepción del «mundo» como un problema de «sentido». Cuanto más hace retroceder el intelectualismo la creencia en la magia, «desencantando» así los procesos del mundo, que pierden su sentido mágico y ya sólo «son» y «acontecen» pero nada «significan», tanto más urgente se hace la exigencia de que el mundo y la «dirección de la vida» (Lebensführung) como un todo sean ordenados con significación y «plenitud de sentido».23

Cabe afirmar que todos somos hoy intelectuales que desencantamos los procesos sociales y otorgamos un sentido a nuestra vida, intentando dejar al margen de nuestro camino las explicaciones mágicas y ateniéndonos a la ciencia como principal desencantadora del universo. Pero no deja de resultar curioso que Max Weber utilice en este contexto formulaciones que pertenecen a la obra literaria de Goethe. Weber tiene muy presente la escena del final del Fausto II en la que cuatro personajes femeninos, cuatro ancianas, se presentan ante la estancia del palacio en que se encuentra Fausto. Al estar cerrada la puerta, tres de ellas se alejan: Mangel (la escasez), Not (la necesidad), Schuld (la culpa). Sólo permanece Sorge —la preocupación o la inquietud— porque únicamente ella es capaz de meterse por el ojo de la cerradura para hablar con Fausto. La Inquietud siempre está presente y puede entrar por cualquier resquicio. Pero escuchemos la reflexión de Fausto en voz alta antes de encontrarse con la Inquietud o Sorge: Cuatro he visto venir, y sólo tres veo marchar. No pude comprender el sentido de sus palabras. Sonaban como si dijeran: miseria, menguada suerte, y seguía un lúgubre consonante: Muerte. Esto producía un sonido cavernoso, ahogado, como la voz de un espectro. Por más que luché, no he logrado aún la libertad. Si de mi camino pudiera yo apartar la magia, si me fuera dado olvidar del todo las fórmulas de encantamiento; si ante ti, Naturaleza, no fuese más que un simple mortal, entonces valdría la pena ser hombre. Yo lo fui en otro tiempo, antes de buscar en las sombras, antes de haber maldecido con una impía palabra a mí y al mundo. Ahora está el aire tan lleno de tales fantasmas, que nadie sabe cómo debe huir de ellos. Hasta cuando nos sonríe un día soleado y razonable,   Ibidem, págs. 403-404 (He modificado la traducción).

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la noche nos enreda en una trama de sueños. Volvemos regocijados de la verde campiña y oímos graznar a un pájaro. ¿Qué presagia tal graznido? Infortunio. Envueltos tarde y temprano en las redes de la superstición, todo son apariencias, avisos, presagios, y de tal suerte atemorizados, nos encontramos solos... Rechina la puerta y nadie entra. (Sobresaltado) ¿Hay aquí alguien?24

La respuesta de Sorge es positiva y comienza el diálogo con Fausto. Pero dejemos esta conversación en la que Fausto acaba siendo cegado por la Inquietud con la siguiente maldición: «Todos los hombres son ciegos durante su vida. Ahora, Fausto, has de serlo tú al final de la tuya!». Regresemos ahora a la utilización de este texto en la sociología weberiana. Hay dos contextos muy distintos en los que aparece la frase de Goethe «Si de mi camino pudiera yo apartar la magia...» El primero pertenece a los Ensayos de sociología de la religión, al contexto de la contraposición entre la ética del confucianismo y la del puritanismo ascético. Según Max Weber, la magia servía como refuerzo de la sociedad tradicional y nunca fue sustituida en China por una gran profecía de redención ni por una religiosidad autóctona de salvación. El individuo encontraba en la magia una huida de la necesidad y del sufrimiento, pero esta misma huida le imposibilitaba para dominar racionalmente el mundo y su propia vida, dirigiéndola metódicamente hacia un fin determinado. El confuciano culto se movía con la misma mezcla de escepticismo y de eventual suficiencia deisidaimónica que el heleno culto, y con una inquebrantable confianza se movía dentro de sus concepciones mágicas la masa de chinos influida por el confucianismo en su estilo de vida. «Insensato es quien dirige allí los ojos pestañeando...» diría el confuciano con el viejo Fausto en relación a lo ultraterreno, pero teniendo que hacer, también como éste, la precisión: «Si de mi camino pudiera yo apartar la magia...».25 Pero me interesa más el otro contexto en que aparece la frase de Goethe. En la biografía intelectual de su marido, describe Marianne Weber el constante intento de construir una ciencia social basada en conceptos claramente definidos y elaborados, se refiere al esfuerzo para elaborar un «desencantamiento» lógico de los conceptos sociológicos e históricos, habla de la voluntad de establecer una ciencia social libre de valores y concluye con la siguiente afirmación: Y sólo quien se sitúe con Weber en medio de su proceso de pensamiento será compensado mediante un nuevo contenido veritativo por el «desencantamiento» radical de aquellas construcciones vestidas con valores. Al servicio de su ansia de verdad, Weber siempre «aparta la magia de su camino».26

24  Goethe, Fausto. Cito por la traducción de J. Roviralta en la edición de M. J. González y M. A. Vega publicada por la editorial Cátedra, Madrid, 1987, p. 416.(Subrayado mío). 25   Max Weber, Ensayos de Sociología de la Religión, vol. I, Madrid, Taurus, p. 421. (He modificado ligeramente la traducción de los textos de Goethe). Las citas del Fausto corresponden a los versos 11.443 («Tor, wer dorthin die Augen blinzelnd richtet») y 11.404 («Könnt’ ich Magie von meinem Pfad entfernen»). 26   Marianne Weber, Max Weber. Una biografía, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1995, p. 913.

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No deja de ser significativa esta identificación que hace Marianne entre los esfuerzos de Weber y los del viejo Fausto. Y sin embargo, cabe argumentar que existe una cierta contradicción entre el intento científico de elaboración lógica de los conceptos de la sociología comprensiva y la utilización de ciertas metáforas provenientes del mundo literario de Goethe, como la búsqueda del Daimon que mueve los hilos de la propia vida, la caracterización de la política como un pacto con el diablo o la definición de la ética como un conflicto trágico entre los dioses y los demonios que rigen el mundo de la filosofía práctica. Expresado de otra manera, se trata de que el teórico del desencantamiento de la sociedad a través de la ciencia termina reencantando el universo de la ciencia social a través del lenguaje metafórico. Ciertamente los Conceptos sociológicos fundamentales con que se abre el gran tratado de Max Weber Economía y sociedad no dejan lugar para la magia de las palabras. Se trata de una estructuración lógica de los conceptos de la sociología comprensiva y es el mayor esfuerzo de clarificación conceptual de toda la historia de las ciencias sociales. Según comenta Marianne Weber: El tono de toda la obra, sobre todo de la parte dedicada a teoría de los conceptos, es muy distinta de la de las demás obras: las frases suelen ser cortas, sujeto y predicado están cerca, sin intercalaciones. Las frases, ordenadas por cifras y letras, se siguen una a otra como un golpe a otro. Las definiciones están llevadas a la mínima expresión y vestidas con una fórmula peculiar: «Debe entenderse por sociología», «debe entenderse por acción social», «debe entenderse por dominación», etc. Sin embargo, este imperativo no expresa una pretensión de validez de las nuevas construcciones fuera del marco de esta sociología especial, sino que su sentido es el contrario: «En mi teoría de los conceptos tendrá ese significado, yo denomino así estas construcciones para determinados objetivos metodológicos, y lo único que justificará mi manera de proceder será el rendimiento científico; por supuesto, otras sociologías y sobre todo otras disciplinas pueden proceder de otra manera de acuerdo con sus propios objetivos cognoscitivos». También las ilustraciones e interpretaciones intercaladas entre las definiciones, que vuelven a separar el contenido recién unido, suelen estar vertidas en frases construidas de una manera transparente. El proceso de pensamiento tiene lugar a un paso enérgico, casi rítmico, y quien posee los presupuestos para la comprensión se ve arrastrado a un vuelo lógico durante el camino por el material dominado27.

Pero esta «lógica de los conceptos» no siempre es seguida por Max Weber. Sus dos conferencias Politik als Beruf y Wissenschaft als Beruf abundan una y otra vez en un lenguaje mítico o alegórico en el que las referencias a Dios y al diablo, a los diferentes «daimones», a la lucha irresoluble entre los distintos dioses y demonios que pueblan el campo de la razón práctica, son constantes. El lenguaje de Weber vuelve a referirse reiteradamente a la antigüedad griega, si bien a una Grecia ya mediatizada por el clasicismo de   Ibidem, p. 906.

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Goethe. La situación contemporánea nos fuerza a tomar conciencia de que el monopolio interpretativo del grandioso pathos de la ética cristiana toca a su fin y de la consiguiente resurrección de los viejos dioses, plurales y diversos, entre los que el individuo tiene que elegir personalmente: Los numerosos dioses antiguos, desmitificados y convertidos en poderes impersonales, salen de sus tumbas, quieren dominar nuestras vidas y recomienzan entre ellos la eterna lucha.28

El final del monoteísmo y su sustitución por el conflicto y el combate de los distintos dioses hace que la situación presente tenga un cierto parecido con la antigua Grecia, si bien también son claras las diferencias. En el mundo antiguo, todavía no liberado de sus dioses y demonios, el conflicto valorativo se vivía realmente como conflicto entre dioses (Afrodita contra Apolo, por ejemplo), o como conflicto entre los dioses de la ciudad y los dioses familiares, o como conflicto entre éstos y el «daimon» individual. Hoy, en un mundo desencantado y desmitificado, no podemos hablar de conflicto de dioses y demonios más que de un modo figurado. Pero no deja de resultar interesante el hecho de que Max Weber recurra a este lenguaje para resaltar de una manera plástica su propio pensamiento. Parecería existir una cierta contradicción entre reconocer que el destino de nuestro tiempo consiste en tener que vivir sin dioses ni profetas y la utilización de este lenguaje mítico, en el que la propia referencia al destino olvida el hecho de vivir en un mundo ya definitivamente desencantado.29 MAX WEBER: LA MAGIA DORADA DE LA MÚSICA COMO SALIDA DEL MUNDO DESENCANTADO En un artículo que publiqué hace algunos años bajo el título «Max Weber: razones de cuatro nombres de mujer»30, recordaba el papel de la pianista Mina Tobler en la transformación de la perspectiva del gran sociólogo alemán en dos aspectos importantes. En primer lugar, en el comienzo de la retirada de Max Weber frente al racionalismo ascético mantenido anteriormente a 1907 como un valor absoluto. De hecho, Mina toma parte en las discusiones en Heidelberg en torno a las nuevas tendencias ascendentes de Eros y a la revalorización del erotismo a comienzos del siglo xx. Poco a poco revisa Max Weber sustancialmente su posición de total subordinación de lo erótico frente a una ética tremendamente exigente y puritana de las relacio28  Max Weber, Ciencia como vocación, en la edición de Alianza El político y el científico, Madrid, 1984, p. 218. 29   He escrito más ampliamente sobre los temas y metáforas de Goethe que aparecen en el pensamiento de Weber en mi libro Las huellas de Fausto. La herencia de Goethe en la sociología de Max Weber, Madrid, Tecnos, 1992. 30   Publicado como capítulo del libro de M. A. Durán (ed.), Mujeres y hombres en la formación de la teoría sociológica, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1996, p. 181-206.

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nes sexuales. En segundo lugar, y ligado con esto, aparece una nueva valoración de los aspectos eróticos y estéticos de la existencia humana como forma de escape de un mundo obsesivamente organizado y racionalizado hacia esferas vitales más auténticas y que conectan a los individuos con las fuentes perdidas de la vida, al mismo tiempo que evitan la «mano helada y esquelética» de las estructuras racionales que se imponen con toda su fuerza en la sociedad moderna a través del desarrollo capitalista y de la organización burocrática del Estado. El diagnóstico de Max Weber habla de las paradojas del proceso de racionalización occidental que parece arrojarnos a un mundo de relaciones humanas petrificadas y vacío de sentido. Según afirma en una de sus últimas conferencias en Munich: El destino de nuestro tiempo, racionalizado e intelectualizado y, sobre todo, desmitificador del mundo, es el de que precisamente los valores últimos y más sublimes han desaparecido de la vida pública y se han retirado, o bien al reino ultraterreno de la vida mística, o bien a la fraternidad de las relaciones inmediatas de los individuos entre sí.31.

Frente a este destino de la razón burocratizada sólo quedan tres salidas posibles: una salida a nivel político con la aparición de líderes carismáticos que rompan la ceguera de la burocracia estatal y de los partidos políticos, solución que el propio Weber considera enormemente problemática; una salida hacia el reino ultraterreno de la vida mística, solución que Weber respeta cuando es vivida honestamente aunque suponga el «sacrificio del intelecto»; y una tercera salida mediante la búsqueda de fraternidad en las relaciones inmediatas de los individuos entre sí. Y en esta tercera solución juegan un papel importante los elementos eróticos y estéticos ya que la belleza y el amor son fuerzas con un gran poder irracional y que nos vinculan a las fuentes de la vida. En el breve Excurso del final del primer volumen de los Ensayos sobre sociología de la religión (la justamente famosa Zwischenbetrachtung) nos encontramos con la contraposición que Max Weber establece entre el arte y la religión de salvación. Aunque ésta ha utilizado tradicionalmente al arte para transmitir su mensaje religioso, el desarrollo del intelectualismo y de la racionalización de la vida modifica la situación, hacia la constitución de una esfera estética autónoma: Entonces el arte se constituye en un cosmos de valores específicos, cuya autonomía se percibe de forma cada vez más consciente. El arte adopta de algún modo la función de una redención intramundana: redención de la cotidianidad y, sobre todo, de la presión creciente del racionalismo teórico y práctico.32

Así pues, existe un cierto paralelismo entre erotismo y arte -y Weber habla de la preeminencia del arte íntimo frente al monumental como característica 31  Max Weber, Ciencia como vocación, en la edición castellana El político y el científico, Madrid, Alianza, 1984, 8ª ed., p. 229. 32   Max Weber, Ensayos de sociología de la religión, vol. I, Madrid, Taurus, 1983, p. 452.

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de su época- en la medida en que ambos propician una salida intramundana a la racionalización de la vida moderna. La solución artística —tal vez también la conjunción entre erotismo y arte— está representada simbólicamente por Mina Tobler en la vida y obra de Weber. A las conversaciones con ella y a su influencia directa debe Max Weber su ocupación con la música a partir de 1911. De hecho escribe el primer ensayo sociológico sobre la música y lo hace —no podía ser de otra manera— desde la perspectiva de las peculiaridades de la racionalidad occidental. En el prólogo a la segunda edición de Economía y Sociedad, donde aparece integrado por primera vez el ensayo sobre la música publicado inicialmente como un librito, escribe Marianne que parecía obligado incluir dicho trabajo sobre la música en la obra sociológica de Max Weber con la que tiene mayor conexión, aunque sea indirecta. Y añade: Constituye la primera piedra de una sociología del arte que el autor tenía en proyecto. Lo que en la primera investigación de las construcciones musicales del Oriente y del Occidente le impresionó ante todo fue el descubrir que también y precisamente en la música —el arte que al parecer fluye con mayor pureza del sentimiento— juega la razón un papel tan importante, y que en su peculiaridad occidental, lo mismo que la de la ciencia y de todas las demás instituciones estatales y sociales en dicha área, se halla condicionada por un racionalismo de naturaleza específica. Durante su estudio de esa esquiva materia comentaba en 1912 en una carta: «Es probable que escriba algo acerca de ciertas condiciones sociales de la música, a partir de las cuales se explica que sólo nosotros poseamos una música ’armónica’, siendo así que otros círculos de cultura tienen un oído mucho más fino y una educación musical mucho más intensa. Y, ¡cosa curiosa!, es, como habremos de verlo, una obra de los monjes».33

De esta manera, la música es conceptualizada desde una doble vertiente: por un lado, como un resultado típico de la específica racionalidad occidental y, por otro, como una vía de escape de los efectos indeseables generados por el mismo proceso, como una forma de redención intramundana frente a la presión creciente de la racionalización de todas las esferas de la vida. Y en esta doble conceptualización, como decía antes, tuvo un papel importante la relación de Max Weber con la pianista y profesora de música Mina Tobler. Volvamos, para concluir, al último terceto del poema de Rilke. «Las palabras se agotan suavemente en lo indecible...». Weber hace realidad este verso, ya que el agotamiento de los conceptos sociológicos se abre al uso de la metáfora en su pensamiento. Y por otro lado, la música, siempre nueva, se convierte en un lenguaje capaz de construir una divina morada para el hombre. Max Weber, el teórico del desencantamiento del universo, también tenía sensibilidad para percibir los límites de la razón y, si hubiera leído este soneto de Rilke, muy probablemente habría estado de acuerdo con él en que la magia de la palabra poética y de la música pueden reencantar el universo 33   Marianne Weber, prólogo a la segunda edición de la obra de Max Weber, Economía y sociedad, ed. cit., p. XXIII-XXIV.

EXPRESIONISMO Y REVOLUCIÓN: EL ABISMO DE LA REALIDAD Blanca Muñoz INTRODUCCIÓN El suicidio de Ernst Toller en 1939 en los Estados Unidos clausura los ideales de llegar a construir una sociedad humanizada. Toller perteneció a una generación de supervivientes. Una juventud que envejeció y murió prematuramente en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Para esta generación, angustia y rebeldía estuvieron unidas. Angustia ante la irracionalidad de la guerra, rebeldía ante la opresión de una sociedad en la que la obediencia y la subordinación habían convertido en un cuartel los escenarios sociales. Todo quedó militarizado en una Alemania que en los comienzos del siglo xx se adentraba poco a poco en los horrores de la Segunda Guerra. Terrores que se preludiaban ya en el Volkgeits de la Literatura que cierra el siglo xix con el movimiento de la «joven Alemania» y el final de los ideales del Clasicismo y el Romanticismo de Schiller y Goethe.1 Es paradójica la evolución filosófica y literaria alemana desde la Aufklärung del siglo xviii hasta el Expresionismo del xx. De los ideales ilustrados de Lessing y de la confianza serena en la racionalidad de Kant se pasa a la exaltación de los instintos de Jünger y a la irracionalidad de Spengler. Será, por tanto, Hölderlin quien compendie el símbolo máximo de una sociedad en perpetua contradicción entre lucidez y locura, entre clarividencia y enajenación. La tormenta y el ímpetu (Sturm und Drang), el sosiego y la calma explican que a comienzos del siglo xx se sinteticen, como los hilos 1   Friederich, W. P.: Historia de la literatura alemana. Buenos Aires, Sudamericana, 1973. En esta obra se destacan los temas centrales que hacen de la Literatura Alemana un modelo del desarrollo de las épocas históricas por sus ideales literarios-filosóficos.

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multicolores de un gigantesco tapiz, los más dispares y contradictorios elementos creativos. Así, el Neo-romanticismo, el Simbolismo, las corrientes literarias Cósmicas y el Impresionismo serán asumidos y, a la vez, reemplazados por un movimiento que como el Expresionismo profetiza y anuncia el abismal malestar de un tiempo de entreguerras y exaltación militarista. El Expresionismo, entonces, resulta inseparable de un marco político que a lo largo de la República de Weimar (1919-1933) está en vísperas del Nazismo y de la Alemania vencida y dividida de la postguerra.2 Es tan inseparable el desarrollo paralelo de Arte y Política desde 1910 —fecha en la que puede considerarse el origen del Expresionismo— hasta 1933 (momento en el que logra el poder el Nacionalsocialismo), que sería imposible entender el significado ideológico fundamental de las obras de Georg Kaiser, Alfred Döblin, Ferdinand Bruckner o el mismo Ernst Toller, sin esta estrechísima relación entre creación y estado económico, social y cultural. De este modo, el Expresionismo refleja esa situación de violencia y ansiedad colectivas. Pero, especialmente, es el espejo en el que experimentamos la quiebra de la conciencia europea y los sentimientos angustiados de sus más conscientes intelectuales y creadores. La crisis de la cultura europea de entreguerras acentúa la desconfianza en la coherencia de una sociedad acechada por la locura colectiva. El grito de Eduard Munich plasma la inquietud metafísica ante una realidad cada vez menos comprensible y dominada por «un ciego destino». La tensión caracteriza la interpretación expresionista de lo real. Interpretación que es, al mismo tiempo, un radical desafío a la sociedad burguesa y sus convenciones. Por ello, la deformación expresará los estados anímicos del artista en cuanto «traductor» de la conciencia colectiva de la época. El creador, por tanto, cobra un papel nuevo y diferente en la relación entre la obra creada y sus contempladores. Hasta el Expresionismo, el autor establece un universo en el que personajes y temas reproducen un sentido de lo exterior objetivado por la propia subjetividad creadora. Sin embargo, en la creación expresionista lo exterior es evocado como objetividad interiorizada. Es decir, la realidad social deviene en estado de ánimo. Sujeto y objeto coinciden y se hacen inseparables. Es el retrato de la conciencia la visión expresionista del mundo. Así será como se puede explicar el hecho de que haya sido el cine en gran medida el arte de artes en el Expresionismo. Cine y conciencia, mediados por el poder del subconsciente, están inherentemente unidos.3 Y en esta unificación, los estados de ánimo se vuelven símbolos y los símbolos representaciones deformadas de una realidad alienada desde los sentidos de la dominación creados en las conciencias por la irracionalidad de unos poderes que convierten en irreal la existencia objetiva y transforman   Klein, C.: De los espartaquistas al Nazismo. La república de Weimar. Barcelona, Península, 1970.   Kracauer, S.: De Caligari a Hitler. Historia psicológica del cine alemán. Barcelona, Paidós, 1985. Kracauer merecería un homenaje y reconocimiento por su importancia no sólo en su aplicación de Freud al análisis del Cine Expresionista, sino asimismo por su influencia determinante en la Primera Generación de la Escuela de Frankfurt. 2 3

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en ilógico lo razonable y explicable. En estas condiciones, deformación, conciencia y poder son los tres ejes a partir de los cuales comprender la reacción frente a un realismo ingenuo y sencillo. En consecuencia, las deformaciones de la conciencia hechas por el poder y su dominación social son, en último término, el origen y destino de la creación expresionista. En este sentido, el derrumbe de la racionalidad colectiva es la grieta que el poder económico esclavizador ha abierto en el siglo xx. El siglo xx, entonces, en cuanto Siglo de las Masas es la época del descubrimiento de la vida subconsciente. El hallazgo del Subconsciente fue la consecuencia de la complejidad que iba desarrollando la vida psíquica de los individuos. Abandonados a su suerte histórica, tras la dramática convicción de «la muerte de Dios» nietzscheana, los supervivientes de la Primera Guerra Mundial vagaron por los restos de unas sociedades en ruina a modo de espectros de Strindberg. Ese vagar sin rumbo semejará el abismo de vidas y sociedades en los recovecos de las imágenes del cine de Murnau. Cine y existencia se convierten en los ejes del nuevo Arte del Subconsciente Colectivo: el Expresionismo alemán. Frente al Surrealismo, en cuanto Arte y Estética del Subconsciente Individual, con el Expresionismo las Masas reciben y expresan su vida inconsciente, pero ahora como vida urbana y anómica; mas, también, como búsqueda de cambios revolucionarios. Franz Wedekind y Ernst Toller serán los dos polos de una literatura que expresa los sentimientos y subjetividades de los dominados y, sobre todo, de quienes sobrevivieron en el primer conflicto bélico mundial del siglo xx, pero que, a la vez, perdieron no ya la existencia cuanto la conciencia del bien y del mal, de lo social y de lo individual. El nuevo nihilismo postbélico sólo dejará dos alternativas: el asesinato o la rebelión. Los personajes de Wedekind morirán trágicamente en el caos colectivo, los protagonistas de Toller, al contrario, se rebelarán frente a un destino inexorable que les oprime y corrompe. Será el Expresionismo del Subconsciente Social el que reaparecerá en la Historia y en la Literatura del siglo xx. Y con esta aparición, los héroes mitológicos del wagnerianismo germano se verán sustituidos por el hombre común y anónimo, por ese «último hombre» que como en la película de Murnau es el temible presagio de que «la jaula de hierro» weberiana se ha transmutado en el psiquiátrico cruel y despiadado de Caligari. Por ello, la representación de la irracionalidad del poder es una de las constantes temáticas del simbolismo expresionista. Desde Caligari hasta Mabuse o Nosferatu se proyecta la demencia como característica y referencia ineludible de una sociedad en la que «los nuevos ciudadanos», como en «El vampiro de Dusserdolf» de Lang, han interiorizado la locura que asesina a los débiles y la alienación que justifica esos asesinatos. Pero a la vez que el Expresionismo enseña la corrupción de una burguesía que aupará al Nazismo al poder, tambien nos señalará en su teatro cómo es posible salir de las sombras que nublan y oscurecen la Historia. Ernst Toller, tanto en su vida como

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en su obra, dará coherencia a aquella frase de Adorno según la cual lo que es no puede ser posible.4 DEL ROMANTICISMO AL EXPRESIONISMO: LAS FRACTURAS DE LA CONCIENCIA SOCIAL Alemania revela el espíritu contradictorio de la cultura europea. La tardía unificación política, sin embargo, no niveló las desigualdades sociales. Al contrario, las contradicciones históricas fueron el sustrato sobre el que se asentó la República de Weimar, y con ella se cerraron, pero a la vez se abrieron, nuevas confrontaciones y conflictos. Será, precisamente, en la creación literaria en donde mejor se exprese ese estado de conciencia general. Remontándonos un siglo antes de la constitución de la República de Weimar, el movimiento de la Joven Alemania (Junges Deutschland) comienza una época literaria nueva al romper con los principios estéticos del Romanticismo. No obstante, el espíritu romántico, de una manera latente, pervivirá en la cosmovisión germana como parte esencial de su comprensión de la realidad. Ahora bien, ese espíritu romántico estará siempre caracterizado por «una doble alma»: Fausto y Mefistófeles. Los dos personajes de Goethe definen la dualidad del mundo: el sabio y el demonio, la bondad y la maldad, la razón y la locura, la energía y la dominación. Entre dos extremos se trazan los límites de la conciencia y del mundo. Voluntad y representación, determinará Schopenhauer, son los principios y el origen de la existencia. La filosofía de Schopenhauer refleja en gran medida el estado anímico de una sociedad fragmentada entre una voluntad ciega que condiciona la existencia, y unas representaciones que se viven como ensoñaciones ajenas al propio individuo. Esta situación enajenada será el sustrato de una realidad en la que lo irracional se torna una experiencia social y política colectiva. De este modo, la evolución literaria y filosófica alemanas resultan los aspectos más objetivos para comprender el paso de la racionalidad a la irracionalidad, y del idealismo al pesimismo y al nihilismo radical. De Goethe a Nietzsche hay un trayecto en el que se han hecho añicos los sueños hegelianos de un mundo en el que razón e historia coinciden. El crimen, la enfermedad y la guerra, según Schopenhauer, eran la única realidad existente. Schopenhauer, enemigo declarado de Hegel, expresa lo que generaciones posteriores van a sufrir como manifestación de «esa alucinada voluntad» que rige los destinos humanos. La esencia del mundo, como afirmará el filósofo antihegeliano,5 no es más que un fugaz momento en el que el dolor cesa. La derrota del pueblo alemán tras la Primera Guerra Mundial es el paisaje en el que cualquier recuerdo del Romanticismo literario o del Idealismo filosófico resulta una mueca hiriente. Mefistófeles se sube a los hombros de   Adorno, Th. W.: Dialéctica Negativa. Madrid, Taurus, 1975, p. 101-139.  Schopenhauer, A.: El mundo como voluntad y representación. Buenos Aires, Biblioteca Nueva, 1942. 4 5

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Fausto como un odioso fardo del que es imposible desprenderse. El esplendor de un tiempo mefistofélico presagia el advenimiento del Nazismo. La República de Weimar6 será el advenimiento de los prestigitadores. Políticos que en apariencia ocultan el desastre bélico, intachables padres de familia habitantes asiduos de burdeles, hábiles empresarios expertos en tejemanejes, ciudadanos abocados al engaño como supervivencia, héroes de guerra mendigando como histriones de una comedia en la que todos han perdido su dignidad y coherencia. Todos ellos «decoran» el colosal mural de la metrópolis dibujada por Grosz. Ya no son hombres sino caricaturas. Los bocetos han cobrado vida y embadurnan su conciencia con el oportunismo de la supervivencia. Y en esta crisis de civilización únicamente podrá surgir el Expresionismo. Es paradójico el breve espacio de tiempo en el que se desarrolla el movimiento expresionista alemán. Entre 1910 y 1920 se abre y se cierra el momento de apogeo estético e intelectual del Expresionismo.7 Sin embargo, la cosmovisión expresionista se fue forjando espiritualmente durante el contradictorio siglo xix. Kierkegaard y Nietzsche, Strindberg y Dostoievski, Ibsen y Zola, y sobrevolando sobre todos ellos el misticismo irracionalista schopenhaueriano. Relativismo y tragedia son los sentimientos de la sociedad alemana que ha sobrevivido y que vuelve a interrogarse sobre la irracionalidad del mundo. No es de extrañar, por tanto, que en este clima psicológico la lucha encarnizada entre Fausto y Mefistófeles se agudice en la conciencia del creador. El Expresionismo así aparece como una nueva fase de la conciencia europea. Una etapa de irritación y de angustia, pero también de emergencia ante el peligro que de nuevo se aproxima. Podríamos afirmar que se está ante un Arte de premonición que se duele del pasado y presiente que el futuro apresura la catástrofe. Por ello, en sólo una década se innovarán todas las esferas de la creación desde la pintura y la literatura hasta la filosofía y el recién inventado cine. No hay ningún ámbito de la creatividad que no se renueve y transforme. La regeneración política y social únicamente puede venir de la negación. La negatividad se extiende por el arte y el pensamiento, culminando en una dialéctica negativa que será la herencia transmitida a las generacines futuras por la Teoría Crítica. De este modo, de la resignación postbélica se pasa a la resistencia expresionista, y de ella a la agitación de las vidas y de las conciencias como harán los dramaturgos Toller y Brecht. Pintura y Teatro son las síntesis más elaboradas de las condiciones espirituales expresionistas. Y a ellos se unirá el cine, en cuanto nuevo Arte de Masas y del siglo xx. Las sombras así cobran vida. De la inmovilidad pictórica se llegará al movimiento consciente de la revolución cinematográfica de Lang o Murnau. La trayectoria creativa que lleva del Romanticismo al Expresionismo y de la Literatura al Cine no sólo tiene sus causas en los procesos históricos de la sociedad alemana en su paso del siglo xix al xx, cuanto también en la profundización filosófica sobre la racionalidad y la irracionali  Ramos Oliveira, A: Historia social y política de Alemania. México, F.C.E., 1964. Dos volúmenes.   Richard, L.: Del Expresionismo al Nazismo. Barcelona, Gustavo Gili, 1979.

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dad de la sociedad moderna. La Modernidad que en Inglaterra ha generado la revolución liberal y en Francia ha conducido a la Revolución Francesa, en Alemania se ha gestado en una revolución intelectual sin precedentes. Del Leviatán del empirista inglés Hobbes y de La Enciclopedia de los ilustrados franceses se llega en Alemania a la más monumental reconstrucción de la racionalidad en la obra de Kant. La Crítica de la Razón Pura equivale a la arquitectura medieval, sólo que ahora es la arquitectura del pensamiento, —y sus capacidades y posibilidades—, la que se construye como el gran símbolo de los nuevos tiempos ilustrados. La confianza en la entrada de la Humanidad en su mayoría de edad y en la superación de los miedos irracionales resuena en el kantiano: ¡Sapere aude!. El «atreverse a pensar» resumirá la consigna del Criticismo Kantiano que se extenderá al Idealismo de Hegel. Pero el concepto de razón que en la filosofía de Kant surgía como facultad de conocimiento humano, en Hegel se esparce por todo el Universo haciendo que todo lo real resulte racional. El despliegue de la Razón en la Historia necesariamente debe desenvolver la revolución de la consciencia por todas las sociedades.8 El Romanticismo alemán, en consecuencia, refleja la energía de la razón, pero a la par se encuentra desamparado ante lo ilógico y lo instintivo. Otra vez la lucha de las conciencias de Fausto y Mefistófeles a las que Hegel dedicará uno de los más penetrantes y complejos estudios de su «Fenomenología del Espíritu». Lo finito y lo infinito, la libertad y el destino, lo consciente y lo inconsciente, son los polos en los que se articula el sentimiento trágico que lleva del Romanticismo al Expresionismo. La tragedia está inserta de manera inseparable en la conciencia de los creadores alemanes de la Modernidad. De Beethoven llegaremos a Schönberg, y de Hegel nacerá su negación en la obra de Nietzsche. En donde mejor se observará esa fenomenología del espíritu en cuanto espíritu trágico, será en la Literatura que desde finales del siglo xix desembocará en el Expresionismo. Si buscamos un símbolo de la dialéctica entre lo racional y lo irracional, nadie tan representativo como el poeta Novalis defensor, al mismo tiempo, de la ciencia y de la mística. Pero esta posición se va haciendo general en el movimiento de la Joven Alemania nacido en la época de Bismarck que con la obra de George Büchner pone los pilares de la Literatura comprometida con su tiempo y su sociedad. Büchner se convierte en la referencia imprescindible del giro dado por la Literatura de la Joven Alemania hacia la expresión de lo social y lo político en cuanto parte esencial de la creación estética. En este sentido, si hay un punto de inflexión esencial éste no puede dejar de ser sino su tragedia Woyzeck, auténtico drama en el que lo individual y lo colectivo, lo literario y lo político, confluyen en la tragedia del «hombre común», de los ciudadanos anónimos que a partir de este momento van a ir ganando lugar de protagonistas en la Literatura de entreguerras.   Hegel, G. W. F.: La razón en la Historia. Madrid, Seminarios y Ediciones, 1972.

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La realidad se abre camino en el Arte del siglo xix, del mismo modo que la industria aparece con categoría científica propia en el positivismo filosófico y sociológico de Comte y Saint-Simón. Sin embargo, lo que desde una perspectiva positivista es alabado como progreso, en el teatro la nueva sociedad industrial será representada en sus conflictos, en sus injusticias y en sus desastres de existencia y, específicamente, de conciencia. Woyzeck es el hombre-víctima, el ser maltratado por una sociedad que divide el mundo en verdugos y mártires. Es el final del optimismo positivista que inequívocamente se encamina al Darwinismo social y al Nazismo. No sería comprendido el Expresionismo en toda su complejidad sin detenernos más pormenorizadamente en el drama Woyzeck de Büchner. En él se encuentran las claves ideológicas y temáticas del Expresionismo posterior. El realismo psicológico preludia la concepción de la experiencia interior como representación de la realidad.9 En este sentido, Woyzeck encarna la doble realidad de lo cotidiano y de lo histórico. En cuanto experiencia cotidiana la miserable casucha, la taberna obrera, el ínfimo trabajo condicionan la existencia del hombre cuya experiencia histórica le ha convertido en soldado, en proletario, en asesino. En último término, en un ser sacrificado e inmolado ante el poder irracional de una sociedad ilícita por su injusticia. Pero en una cruel cadena, en una sociedad arbitraria, la víctima, a su vez, hace y crea nuevas víctimas. La mujer y el niño serán, también, los nuevos mártires del belicismo y de la jerarquización de la sociedad construida sobre la guerra y el clasismo. La escena final de la obra de Büchner que casi un siglo después Alban Berg convertirá en ópera, no deja dudas del vértigo indiferente de la cotidianidad cuando los niños relatan al hijo de Woyzeck el asesinato de su madre. La insensible frialdad de lo habitual refleja el endurecimiento de las conciencias alienadas durante siglos de explotación. El realismo psicológico, las filosofías vitalistas y el naturalismo literario componen los climas mentales en los que se despierta la sensibilidad alemana de principios del siglo xx. Sin embargo, bajo la aparente variedad de autores y corrientes, en todas ellas subyace una atmósfera de determinismo que consolida el triunfo de la voluntad irracional de Schopenhauer y del darwinismo de la herencia genética «inmodificable». Nihilismo y pesimismo son las fuerzas que enmarcan la victoria de Mefistófeles sobre Fausto. El lado oscuro de un destino histórico derrotado se revela en un autor intermedio entre el Naturalismo y el Expresionismo como fue Gerhart Hauptmann. Pero en Hauptmann ya no hay protagonistas únicos sino grupales. La transición hacia un arte con héroes colectivos nos indicará la fractura social de entreguerras, pero asimismo las ilusiones de un cambio radical de sociedad y de valores. Nietzsche y Marx, Schopenhauer y Freud, irracionalidad y racionalidad, inconsciente y consciente, tales van a ser los ejes dialécticos de la creación intelectual y estética de la Alemania que se abre al siglo XX. Filosofía, 9   Muñoz, B.: «Dodecafonismo y sociedad de entreguerras. El reflejo del conflicto social en el ‘Wozzeck’ de Alban Berg» en Revista Española de Investigaciones Sociológicas, nº 84, Octubre-Diciembre, 1998. p. 259-275.

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Literatura, Música y Cine van a evidenciar la gran transformación del siglo: la aparición de las Masas en la Historia. DEL PESIMISMO NIHILISTA AL OPTIMISMO REVOLUCIONARIO Si algo define la creación estética germana a lo largo del tiempo es su absoluta imbricación en los acontecimientos políticos y sociales de cada época. Esto se hace evidente en el teatro expresionista que va de Frank Wedekind a Ernst Toller, pasando por Georg Kaiser. La Primera guerra mundial significó la agudización del sentimiento nihilista de una sociedad a la deriva. El agravio de las reparaciones de guerra que impuso el Tratado de Versalles, convierte al pueblo alemán en víctima de sí mismo y del antigermanismo surgido en Europa tras la contienda bélica. En estas circunstancias no es de extrañar que sea en 1910 cuando el movimiento estético del Expresionismo se imponga como reacción frente a impresionismos y simbolismos de finales del siglo diecinueve.10 El Expresionismo, por tanto, expresa lo real como existencia objetiva, pero existencia experimentada como experiencia interior y anticonvencional. Precisamente, la ruptura de convenciones está en el origen de la desesperanza expresionista. Un mundo en ruinas, devastado por la guerra y desorientado por la quiebra de unos valores colectivos que han desembocado en la muerte de toda una joven generación. Y frente a la desolación popular, una naciente burguesía, enriquecida en el estraperlo y el contrabando, goza y se divierte sin percibir su entorno. La pintura de George Grosz explica mejor que cualquier otra creación, la decadencia moral, cultural y social del momento. Y, así, lo grotesco y lo ridículo llegan al paroxismo de los gestos y de las apariencias. Dos Expresionismos literarios y estéticos se encuentran enfrentados, pero también de manera paradójica estrechamente inseparables. El Expresionismo realista y el Expresionismo revolucionario: Franz Wedekind y Ernst Toller. En ambos casos, la crítica social retrata la situación espiritual del desastre de la Primera Guerra Mundial. Frank Wedekind anuncia precursoramente la estética expresionista. Hay una perspectiva satírica centrada de manera especial alrededor de los prejuicios que acaban ahogando los mejores sentimientos y las experiencias más nobles y libres. En Despertar de primavera (Frühlings Erwachen) se enfrentan dos mundos: el mundo de los adolescentes y el mundo de los adultos. El mundo de los adolescentes se sitúa en la escuela de una cerrada y agobiante ciudad de provincias. Tres personajes centran la acción: Melchor, bondadoso e inteligente; Mauricio, malicioso y astuto; Wend, inconsciente y cándida. Los tres jóvenes viven una sexualidad reprimida y culpable. Melchor será expulsado de la escuela por una primera experiencia sexual. Mauricio se   Modern, R. E.: La literatura alemana. México, Fondo de Cultura Económica, 1961.

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suicidará por su fracaso colegial y su culpabilidad al inducir a Melchor a escribir su experiencia. Y en el centro de este insano ambiente de profesores malvados e hipócritas y de alumnos maleados, se encuentra Wend quien morirá al someterse a las prácticas abortistas de una ignorante vecina que encarna el ambiente insalubre de toda esa opresiva sociedad. Sin embargo, la obra finaliza sus cinco actos con un simbolismo casi metafísico. Un bondadoso desconocido salva a Melchor del suicidio cuando en el cementerio la sombra de Mauricio le incita a darse la muerte. Toda esta última parte recuerda los dramas románticos alemanes en los que hay una permanente reflexión sobre el sentido de la existencia, la bondad y la maldad, los prejuicios y la libertad. Pero el enfrentamiento entre adultos y jóvenes en esa ciudad provinciana del Despertar de primavera, se transforma en una lucha irreconciliable entre «dos sociedades»: la sociedad «bien-pensante» y la sociedad amoral de postguerras. No obstante, las dos sociedades están entrecruzadas y mezcladas de forma absoluta, sin ningún contorno que diferencie a la una de la otra. Y por ello será Lulú11 el símbolo de la degradación moral de toda la colectividad. En El espíritu de la tierra y su continuación en La caja de Pandora, asistimos a la representación coral de toda una sociedad sin principios ni reglas. Lulú es la protagonista de La caja de Pandora y del drama precursor el Espíritu de la tierra. Casada la protagonista con el anciano Schwartz, seduce al pintor al que se le ha encargado hacer su retrato que, a su vez, es sustituido por Schoen un personaje de la misma catadura amoral que Lulú. La muerte de Schwart y del pintor ante el engaño que Lulú les ha hecho, finaliza con el suicidio de Schoen ante la existencia corrupta a la que Lulú le conduce. De manera que este personaje femenino trae la perdición de todos aquellos seres humanos que se cruzan en su camino. Perdición que en la segunda parte La caja de Pandora escrita por Wedekind en 1901, afectará a la misma Lulú. Al salir de la cárcel, tras el suicidio de su marido Schoen, Lulú se ve obligada por su padre a ejercer la prostitución, sólo la equívoca condesa Geschwitz la trata con amistad. Es a partir del ejercicio de la prostitución cuando nos encontramos con los inicios del Expresionismo teatral. Prostitutas jóvenes, jugadores, borrachos, hampones, en general, todo un mundillo de lumpenproletariado componen «las alcantarillas» de la ciudad. Y en este ambiente asfixiante, Lulú acabará siendo asesinada por Jack el Destripador en una de las escenas más sórdidas del teatro contemporáneo. Sórdida y a la vez totalmente precursora de la estética expresionista. La pintura de George Grozs revolotea por todos los rincones de la obra. La decadencia de un mundo sin escrúpulos se va fraguando como «la sociedad normal» de una época que desembocará en una Primera Guerra Mundial y en la antesala del Nazismo. 11  La figura de Lulú presentada en el film La caja de Pandora de Pabst simbólicamente podría interpretarse como una metáfora de la República de Weimar, incluso su sórdida muerte a manos de Jack El Destripador puede entenderse como una referencia indirecta a la llegada del Nazismo.

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Sin embargo, tanto Wedekind como Hauptmann están reflejando el ambiente cosmovisivo de toda una época. La falta de principios y valores, el belicismo, la misoginia, la insolidaridad más absoluta y la injusticia más cruel aparecen como actitudes «naturales» de una sociedad en general desestructuración. En este contexto, resonarán los ecos nietzscheanos de la transmutación axiológica de un Zaratustra y los apocalípticos temores de un Spengler ante la decadencia de Occidente. Por ello los inicios de la sociedad burguesa alemana de principios del siglo xx se van encerrando en una perspectiva nihilista y en un pesimismo antropológico e histórico sin precedentes. Y frente a esta situación va a resurgir la necesidad de dar un nuevo paso hacia el cambio y la transformación general del callejón sin salida en el que se ha confinado a la población alemana que ya es encaminada hacia la guerra. La revolución obrera, entonces, se abrirá como la gran esperanza frente al triunfo de la barbarie y, así, el grito de Rosa Luxemburgo, «¡Revolución o barbarie!», va a resonar como resurrección humana y social. Política y Arte se hacen inseparables en los comienzos del siglo pasado en Alemania. Expresionismo y Espartaquismo son términos que, aunque parecen aparentemente alejados, su vinculación va a quedar evidenciada a lo largo de las primeras décadas del siglo. El carácter burgués del Expresionismo que refleja una sociedad en descomposición social, política y cultural, no obstante va a cumplir una función de concienciación de las causas que han originado esa situación de desesperanza. La revolución espartaquista, en ese sentido, resulta una consecuencia de las contradicciones que han aflorado tras la derrota alemana en la Primera Guerra.12 Pero, sobre todo, la formación del Espartaquismo significa un concepto nuevo y diferente de revolución del que había tenido la revolución bolchevique de 1917. El concepto diferente de revolución del Espartaquismo nace de la evidencia de un fenómeno histórico nuevo: la aparición de la Masa en la Historia. Se está ante el primer movimiento revolucionario que percibe la transmutación del pueblo en masa y de ésta su tránsito hacia colectividad. Cuando Luxemburgo reafirma la necesidad de la espontaneidad de las masas, lo que está reivindicando no deja de ser sino el protagonismo creador y organizativo de una nueva estructura política, cultural y humana. Y ese protagonismo tendrá que romper con los viejos esquemas heredados del siglo anterior. Esquemas que son los que la revolución rusa ha recogido y con los que ha conducido su cambio de sociedad. Sin embargo, tales esquemas han vuelto a reproducir el concepto jerárquico de sociedad con el cual se quería romper de una forma radical.13 El problema, por tanto, será cómo establecer un modelo de sociedad diferente en el que el pacifismo, la libertad y la igualdad lleven a cabo los ideales expresados por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. De nuevo, el teatro y la literatura van a desbrozar el camino de los ideales de la sociedad revolucionaria. Y, así, el nihilismo desencantado del Expresionismo   Badía, G.: El Espartaquismo. Barcelona, Noguer, 1971. Dos volúmenes.   Michels, R.: Los partidos políticos. Buenos Aires, Amorrortu, 1969.

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alemán emprende su tránsito hacia la reflexión revolucionaria sobre las posibilidades de una sociedad pacificada. TEATRO, REVOLUCIÓN Y ESPONTANEIDAD: LA APARICIÓN DE LAS MASAS EN ESCENA El teatro de Ernst Toller pone en el escenario las escisiones y conflictos de la sociedad capitalista y sus efectos sobre la población. Como había ocurrido con los dramas de Wedekind, Lulú y Woyzeck, son las consecuencias humanas de una formación social en la que la explotación y la alienación cosifican y despersonalizan a los individuos. Lulú acabará siendo asesinada por Jack el Destripador como una prostituta más de las asesinadas por el sádico personaje. La mujer cumple, de este modo, con un trágico y despiadado destino que le impone el férreo papel sexual al que la sociedad burguesa la ha confinado. Woyzeck, por su parte, ha sido cobaya humana de una medicina que utiliza a los excombatientes como desechos y experimentos humanos, de soldado licenciado ha pasado a parado y alucinado individuo sumido en la ociosa locura de sus celos que le determinan al asesinato y al suicidio. Como se observa, en los dramas expresionistas de Wedekind los protagonistas se ven impulsados por fuerzas irracionales que viven como un permanente hado inmodificable. La irracionalidad de la muerte se muestra como la catastrófica voluntad que gobierna en toda sociedad injusta. Frente a ella únicamente se puede luchar colectivamente, pero en una colectividad que tome autoconsciencia de que «ese hado inmodificable» no proviene de una voluntad schopenhaueriana que gobierna el Universo, cuanto de la mala organización de la sociedad y de sus estructuras. Será en esta convicción de donde nace el teatro revolucionario post-expresionista, y de esta certeza surgirán los primeros intentos por expresar que el desorden proviene del orden que consagra la desigualdad, la enajenación y la explotación. Uno de los dramas que señalará ese artificial desbarajuste social será, sin duda, El Hombre-Masa de Toller. Junto con Los destructores de máquinas el drama sobre el Hombre-Masa es, quizá, el teatro que se corresponde con la revolución espartaquista y sus ideales.14 Escrito en la cárcel en el trágico año 1919, —asesinato de Rosa Luxemburgo, fracaso de la revolución espartaquista y encarcelamiento de estos en la prisión-fortaleza de Niederschönenfeld xix, Toller reflexiona sobre el valor de la lucha por la emancipación humana y colectiva. Esta reflexión le lleva a encarar uno de los temas que van a transformar la reflexión social en el siglo xx: el tema de las Masas y su comportamiento. Se puede decir que la aparición de la población convertida y “organizada” en forma de Masas imprime un giro nuevo a la Teoría Sociológica y Social. Con la masificación de las ciudades, como consecuencia de los cambios del paso del capitalismo industrial al capitalismo de tipo monopolístico y finan  Toller, E.: El Hombre-Masa y Los destructores de máquinas. Barcelona, Alikornio, 2002.

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ciero, se asiste a unas modificaciones sin precedentes del análisis referido a las estructuras de socialización y psicológicas de la colectividad. Los Psicólogos de las Multitudes como Gustave Le Bon y Frederic Tarde, desde una posición conservadora, van a formular nuevos planteamientos sobre la conducta de las Masas.15 La ley de la unidad mental de las multitudes, según la cual «hay una tendencia a que los coeficientes intelectuales más torpes actúen rebajando al resto de coeficientes», se constituye en unos de los pilares centrales del desprecio elitista al funcionamiento de la nueva sociedad. Pero lo grave de la nueva Psicología de las Multitudes será que va a introducir algunos de los tópicos más perdurables de los paradigmas de la Ciencia Social y Política posteriores.16 Entre esos tópicos que se repetirán en el Historicismo biologicista de Oswald Spengler o en el Vitalismo irracionalista heredado de Nietzsche, van a ser determinantes los siguientes: -Que las Masas se comportan siempre con criterios de irracionalidad. -La concepción de la necesidad de un líder que dirija y gobierne con «mano de hierro» a las multitudes. - La teoría de la decadencia que la conducta de las multitudes ejerce sobre «los grupos superiores y élites» de la sociedad. - Y, desde luego, la contraposición entre minorías-mayorías que va a convertirse en una constante de ciertas posiciones teóricas posteriores. Desde Pareto hasta Freud encontraremos en el análisis sociológico y psicológico tal preocupación por el fenómeno nuevo que marcará al siglo xx como se verá más adelante en nuestro estudio.17 Sin embargo, en la Literatura, y en concreto en la creación teatral, el fenómeno va a ser recibido desde posiciones estéticas renovadoras. Frente al teatro burgués, anclado en temas manidos y subjetivistas, nacerá un teatro revolucionario que refleja los conflictos de las multitudes y que su lógica evolución culminará con la invención y la conversión del Cine en Arte. En esta posición revolucionaria, Ernst Toller encabeza la cristalización de los ideales luxemburguistas de la toma de autoconsciencia de la colectividad maltratada y explotada a lo largo de la Historia. La reflexión sobre la necesidad de la toma de conciencia en las clases alienadas por el modo de producción serializado del capitalismo industrial tendrá en Giorgy Lúkacs uno de sus mejores teóricos. En Historia y conciencia de clase se retoman los temas hegelianos que Marx había conceptualizado como superestructurales. La ideología, el fetichismo y la cosificación reaparecen como el armazón teórico desde el que reconstruir el estudio de los efectos del capitalismo sobre la psicología humana. La psicología humana será el elemento más dañado por una economía que humaniza los objetos y, al mismo tiempo, cosifica a los individuos. Es la inversión de la inversión,   Le Bon, G.: Psicología de las masas. Madrid, Morata, 1987.   Harris, M.: Teorías sobre la cultura en la era posmoderna. Barcelona, Crítica, 2000. 17   Zeitlin, M.: Ideología y teoría sociológica. Madrid, Amorrortu, 1987. 15 16

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y si Marx puso a Hegel sobre sus pies, Lúkacs va a tratar de poner a Marx sobre la cabeza para denunciar la mutilación de las conciencias colectivas por la acción del interés económico privado.18 Ésta será también la gran influencia marxiana recogida por Rosa Luxemburgo en su obra La acumulación del capital.19 Tanto para Lúkacs como para Luxemburgo, el espectáculo de la muerte diaria en las fábricas también es el espectáculo de la muerte en las trincheras, y fundamentalmente de la destrucción de la conciencia colectiva y de sus estructuras de lucidez y conocimiento. Por tanto, el Neomarxismo de comienzos del siglo xx acusa a quienes trafican con la conciencia de la colectividad e impiden su emancipación como seres racionales y libres. Sólo así se hace posible comprender la valentía del teatro épico de Brecht o del Expresionismo revolucionario de Toller. En sus obras se muestran las argucias del poder que esclaviza a hombres, mujeres y niños con unas cadenas, que como en tiempos pasados, atan a la población a la rueda de una nueva sumisión y de una ignorancia dirigida. Y si en tiempos pasados la esclavitud era encadenada con cadenas de hierro; en la nueva, los cautivos están confinados a una cadena temporal con un horario que impide el disfrute del tiempo de la vida a los trabajadores del capitalismo postindustrialista. En estas condiciones, las salidas van a ser diversas y radicales. Desde los destructores de máquinas que el luddismo propagó por fábricas y talleres, hasta el sabotaje que, no obstante, fortalecía los mecanismos represivos del capitalismo postcolonial. Todas estas luchas y enfrentamientos se recogen en la obra de Toller. En Los destructores de máquinas se afrontará la oposición y hostilidad obrera frente a la máquina y la técnica. La destrucción de las herramientas de producción se concibe como la salida de la explotación a la que es conducido el proletariado industrial. Sin embargo, y como muy bien había subrayado Marx en El Capital, relaciones y fuerzas de producción no eran ni significaban la misma cosa. La destrucción, por consiguiente, de las máquinas acababa empobreciendo más aún al grupo obrero, ya que con la aniquilación de la máquina no se acababa, ni mucho menos, con el drama de la cosificación y la humillación de los trabajadores. Ahora bien, en la Alemania de principios del siglo xx, la derrota en la Primera Guerra Mundial y, sobre todo, las detestables y rencorosas imposiciones del Tratado de Versalles inciden en «el clima mental» de una sociedad que se siente arrollada por sus élites. El Expresionismo, en cuanto concepción del mundo, es el mejor exponente de la situación anímica de la población alemana. Es por ello por lo que todo recibirá la marca de la deformación y de la anomalía. Desde el movimiento del Brücke hasta las últimas pinturas alemanas de Grosz, la sensación de falseamiento de la realidad se hace omnipresente. Especialmente, el teatro y el inicial cine expresionista reflejarán como ningún otro arte cómo los individuos son avasallados y pisoteados por los intereses económicos y políticos gobernantes. Y de esta percepción, el teatro expresionista de Ernst Toller nace como la precursora acusación de   Lukács, G.: Historia y conciencia de clase. Barcelona, Grijalbo, 1978.   Luxemburgo, R.: La acumulación del capital. México, Grijalbo, 1967.

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hacia dónde se dirige el capitalismo que convierte a la población en masas, y a las masas, en momentos de conflicto, en soldados y en la carne picada del «tartar», como cantará la célebre e irónica canción de Bertold Brecht. En El hombre-masa, por consiguiente, culmina la visión revolucionaria del Expresionismo hasta la llegada del teatro de Brecht. En los siete cuadros que componen la obra se presentan los conflictos y, también, los ideales del movimiento obrero en un año tan determinante como fue mil novecientos diecinueve con la derrota del Espartaquismo y el asesinato de sus líderes. Estamos ante un texto innovador por su forma y contenido. La escena queda estilizada de tal manera que los personajes son representados como alegorías simbólicas. La Mujer, el Hombre, el Sin Nombre, los Prisioneros, los Obreros o las Sombras forman un complejo cuadro en el que acción e ideas se intercalan alegóricamente. La Mujer significa la Humanidad y sus ideales de progreso y humanización, el Hombre resulta la alegoría del Estado Burgués, los Obreros y Prisioneros se muestran como las víctimas de la Historia, pero será el personaje de los Sin Nombre el que exprese a la naciente Masa que se convierte en «el juguete» de Banqueros y Militares. Será, por tanto, el personaje de los Sin Nombre el que la Mujer buscará liberar de su opresión presente, pero también precursoramente de su alienación futura. Es muy significativa la diferencia que Toller establece entre los Obreros y los Sin Nombre. Frente a la revolución defendida por los Obreros, los Sin Nombre apoyan la violencia. Entre ambos, la Mujer se alinea con los Obreros, pero rechazando cualquier forma de violencia. En el quinto cuadro en el que estalla la revolución y la Mujer es apresada y encarcelada se percibe cómo Toller relata y reflexiona sobre los acontecimientos de la derrota Espartaquista. Así, la oposición de la Mujer a escapar de su prisión asesinando al carcelero, expone los ideales del pacifismo luxemburguista y su antagonismo a la guerra como la forma más sofisticada de la violencia capitalista-burguesa. El fusilamiento de la Mujer y la derrota de los Obreros son descritos por Toller no como el desastre de la revolución, sino como el ascenso de los Sin Nombre, de los Hombre Masa. En la obra se intuye el desánimo de la intuición del advenimiento de una sociedad despersonalizada en la que los Banqueros dominarán a su gusto y capricho la vida humana. Una escena resulta indicativa de este terrible panorama. Es la escena del fox trot de los Banqueros alrededor de las monedas de oro en la inmensa y gélida sala de la Bolsa. En Metrópolis de Fritz Lang aparece una escena similar en la que los capitalistas danzan en su optimismo bélico ante un panorama de batallas y conquistas imperialistas que les favorecen en sus dividendos. Eros y Thanatos se interrelacionan en el parquet bursátil.20 La masificación se intuye ya como el problema de problemas del siglo xx. Frente a los movimientos revolucionarios en los que la consciencia prevalece en la planificación de sus acciones, la población sometida a la masificación impersonal se va a significar por su inconsciencia. En La psicología de 20   Freud, S.: El malestar en la cultura. Madrid, Alianza, 1970. También, Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1974. Volumen VIII, p. 3017-3068.

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masas y análisis del yo,21 Freud supera los análisis mecanicistas de Le Bon y Le Play, estableciendo los mecanismos compensatorios que las despectivamente llamadas «multitudes» desarrollan como mecanismos de defensa ante el medio hostil. Mas, para Toller, ese medio «hostil» tiene un nombre muy claro y definitorio: capitalismo. De este modo, el Hombre Masa entra más tempranamente en la Literatura que en la Psicología. La obra teatral de Toller es anterior al libro de Freud y su ventaja ideológica estará en la sinceridad de los precursores. Sinceridad que llevará a Ernst Toller al suicidio en 1939 cuando la Historia, definitivamente, se divide ya en minorías y mayorías, en líderes y en masas electrizadas por la demagogia del capitalismo tecnológico. LA MÁQUINA Y LA ALIENACIÓN: LOS DESTRUCTORES DE MÁQUINAS En El hombre masa Toller percibía el problemas esencial del siglo xx: la despersonalización a la que el capitalismo iba a someter a las poblaciones reducidas a la esclavitud del trabajo serializado. En El Capital Marx ya analizaba algo que iba a ser el fundamento de la despersonalización, es decir, la alienación en cuanto pérdida de las propias capacidades humanas por efecto del sistema económico de producción capitalista, se va a convertir en el problema determinante de la nueva sociedad construida sobre el dinero y la ganancia para unos pocos, la clase dominante. La contraposición, pues, entre dominados y dominadores equivale a la oposición entre élites y colectividades en El hombre masa de Toller. Sólo que, ahora, en Los destructores de máquinas nos vamos a sumergir no tanto en la destrucción de la psicología colectiva, cuanto en la devastación del mundo humano a través del dominio de las máquinas y de los artefactos utilizados y conjurados en contra de las mismas facultades y capacidades humanas. Lo monstruoso del uso de la máquina en el capitalismo provendrá de su poder extraño y ajeno a cualquier aspecto que recuerde lo humano. En Los Manuscritos de Economía y Filosofía Marx advertía: Por eso el trabajador asalariado sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo se siente fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja, y cuando trabaja no está en lo suyo. Es un trabajo forzado... El trabajo ya no es la satisfacción de una necesidad, sino el medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo.22

Marx establece una dialéctica entre lo humano y lo animal, pero la mediación entre los dos modos de ser estará en la máquina. El auto-extrañamiento es la exigencia de un modo de producción que exige convertir a los individuos en máquinas y, a la inversa, a las máquinas las personaliza. Esta descomunal crueldad modifica las herramientas del trabajo. El hombre será 21   Freud, S.: Psicología de masas y análisis del yo. Madrid, Alianza, 1969. En Obras Completas, versión citada Volumen VII, p. 2563-2611. 22   Marx, K.: Manuscritos de Economía y Filosofía. Madrid, Alianza, 1974, p.109.

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lo mecánico y los artilugios maquinales tomarán el lugar de los hombres. Pero la lucha hombres-máquinas será una falsa lucha, porque el dueño de la máquina quedará escondido entre los recovecos del malvado y despiadado mecanismo. Tal fue el error del luddismo y sus acciones de sabotaje. Toller encarará, entonces, las luchas obreras desde los inicios de la heroica resistencia de los productores a ser convertidos en cosas. La revolución industrial consolida en el siglo xix una organización económica y social en la que la división del trabajo encasilla a los individuos en función de su pertenencia a una clase dentro de los procesos de producción material. En estas condiciones, los campesinos emigrados, a causa de la miseria rural, hacia las primeras urbes capitalistas se van a ver sumergidos en «otras formas de miseria» más planificadas y peligrosas. Charles Dickens describió la pobreza exacerbada de los barrios obreros y la avaricia de la clase burguesa que hacía de la desgracia obrera su fortuna y privilegio. Así, al dividirse la sociedad capitalista en dos clases irreconciliables, los conflictos interclasistas van a definir la sociedad civil y la formación del Estado de la burguesía. Pero, en esa división del trabajo en la que la clase obrera se verá reducida a ser una simple parte de la maquinaria puesta en marcha por la clase burguesa con el objetivo de apropiarse de los bienes materiales, los movimientos de protesta y rebelión van a ser de muy diferente y desigual signo. El luddismo, en este punto, nace en la industrial textil británica para hacer frente a la introducción de nuevos telares más rápidos e inhumanos. La fábrica deviene en cárcel y en ese «paisaje» desolador pasará su existencia la clase mutada en mero objeto. Es imprescindible antes de seguir hablado de Los destructores de máquinas de Ernst Toller referirnos a uno de los aspectos que mayor relevancia va a tener en los escritores, filósofos y teóricos más conscientes del siglo xix. Desde Dickens hasta Balzac y Zola, pasando lógicamente por Marx y Engels, se aprecia una situación de sobrecogimiento ante lo que está ocurriendo con la instauración de la sociedad industrial. Las mentes más lúcidas y clarividentes ven con horror cómo hombres, mujeres y niños son apresados en una nueva esclavitud más sofisticada y perversa. En la máquina textil está el paradigma de la nueva sociedad de clases. Niños sin infancia que desde los cinco años entran en la cadena de producción, mujeres que de la cadena pasarán a la prostitución como lógico «destino» de su pobreza, hombres que no llegarán a los cuarenta años porque la enfermedad adquirida en el trabajo y en los vicios con los que olvida ese, son los protagonistas de las mejores obras literarias del xix. La taberna y La bestia humana de Emilio Zola nos expresan la condición de la miseria y su degradación humana y vital. Pero, a la par, también el explotador es reflejado en el Realismo. En Eugenia Grandet de Balzac entramos en la casa doméstica y en las relaciones familiares del nuevo prototipo humano que se ha ido conformado bajo las nuevas formas capitalistas: la psicología condicionada y determinada por el dinero. Eugenia Grandet, hija de una clase rural acomodada, es paradójicamente otra víctima de la sociedad de clases. El proletariado ha sido reducido a la condición

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de cosa y, asimismo, la cosa-dinero reina y gobierna unas relaciones familiares y humanas sumidas en la podredumbre y en la corrupción. El extrañamiento que experimentan las conciencias más lúcidas, es sin duda un proceso esencial para entender la creación intelectual del siglo xix. El dinero y la máquina se han apropiado de los humanos. Como si de una invasión de seres de otro planeta se tratase, los burgueses se han implantado en la tierra con la malvada intención de colonizarla y esclavizarla. Europa, América, Asia y África sufrirán a los avariciosos burgueses que en su ceguera ambiciosa oprimen pueblos y sociedades, arrollan con sus negocios bélicos a generaciones enteras y ultrajan el significado de género humano con sus insaciables deseos de riqueza. Las resistencias ante un «orden» en perpetuo desorden serán una constante situación de la sociedad industrial. De las rebeliones a las revoluciones sólo habrá un mínimo y pequeño paso. Del Socialismo Utópico de SaintSimón al Marxismo únicamente será imprescindible agudizar los análisis en profundidad de las causas de «la miseria de las naciones». Sin embargo, hasta la llegada de la investigación marxiana, los experimentos revolucionarios consistirán en rebeliones románticas y el luddismo de todas ellas será la más significativa. La destrucción luddista de las máquinas será expuesta por Toller en su drama Los destructores de máquinas como una reflexión sobre qué hacer ante las contradicciones de la nueva sociedad capitalista. Toda la obra está construida como un inmenso tratado sobre la explotación económica, social y humana. Pero, a la par, en la obra hay una contraposición entre rebelión o revolución. La rebelión destruirá máquinas y fábricas. La revolución busca cambiar lo que está oculto: la explotación. En esta dicotomía transcurre todo el drama de Toller. Para los ludditas las máquinas tienen que ser destruidas y desmontadas. Sus argumentos son apasionados y hermosos. Los telares aprisionan como un nuevo Sísifo que nunca logra coronar la cima con sus esfuerzos. Ahora bien, si en El hombre masa se asistía a una alegoría sobre la nueva tipología sociológica en la que se iba a encuadrar a la clase obrera, en Los destructores la personalización de los protagonistas de la obra resulta un recurso escénico con la finalidad de crear identificación en los espectadores con los personajes. Las luchas obreras son recogidas con sus contradicciones, dudas y equivocaciones. Hombres, mujeres y niños aparecen en escena de una manera realista. Sin embargo, Toller siempre introducirá alegorías no expresas. En este caso, la máquina es el símbolo no manifiesto, pero permanente en el trasfondo de la situación. La máquina es metáfora y emblema del capitalismo. Como pocos años después del drama de Toller hará Fritz Lang en Metrópolis, la máquina engullirá en su vientre a las filas obreras como si de un gigante mitológico se tratase.23 El monstruo industrial devora ciegamente, mientras «en el paraí23   Kracauer, S.: De Caligari a Hitler. vers. cit., pags. 142 y sigs. También ver: Eisner, L. H. La pantalla demoníaca. Madrid, Alianza, 1988, p. 159-169.

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so» privilegiado el ojo del empresario vigila los más mínimos movimientos de los obreros. Lang precursoramente nos muestra la ciudad de la vigilancia en donde monitores observan para velar por las ganancias de sus propietarios. La maquinaria, de este modo, espía todos los movimientos, pero esencialmente los pensamientos y sentimientos de sus dominados. La alegoría se ha hecho verdadera, con el paso de las décadas posteriores, tanto al drama de Toller como al film de Lang. Y en su objetividad, la explotación colectiva de principios del siglo xx se ha unificado con la alienación general, también colectiva, del siglo xxi. Será por ello por lo que el Expresionismo sigue tan vivo y presente como en sus primeros años de creación. Pues bien, la derrota del movimiento luddista será previsible en la obra de Toller. La destrucción de las máquinas sume en el paro y la miseria a los obreros. La ruptura de la maquinaría no conllevará la aniquilación del capitalismo. Marx lo percibió conscientemente. Los medios de producción y las fuerzas de producción son una parte del sistema, pero no son el sistema en su globalidad. El Capitalismo, por tanto, se estructura de una forma más compleja que lo que explicaron Saint-Simón o Proudhon. Cómo no recordar aquí uno de los textos más fundamentales del pensamiento de todos los tiempos: En la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad. Estas relaciones de producción corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productoras materiales. El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real, sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política, y a la que corresponden formas sociales determinadas de conciencia. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina la realidad. Por el contrario, la realidad social es la que determina su conciencia.24

Marx mira así debajo de la alfombra del Capitalismo y encuentra un esqueleto que no es sino la anatomía de la usura: la plusvalía. Toller ha evidenciado que la destrucción de los instrumentos de producción no ha implicado la liberación de los individuos. Muy al contrario, nuevos males ha conllevado esta rebelión romántica. El empresario ha quedado indemne. El paro resurge como un castigo no deseado por los rebelados. Luego, la realidad del Capitalismo necesita para su aclaración acudir a las mejores tradiciones intelectuales que la Humanidad ha creado a lo largo de la Historia. Y en esas tradiciones, la Ciencia Económica permite desvelar el halo de misterio que envuelve a un sistema en el que su dios y creador es el dinero. En consecuencia, la forma abstracta del Capitalismo necesita una investigación muy pormenorizada de sus estructuras profundas. Esta investigación confirma a Marx la necesidad de entender que el sistema de contradicciones 24  Marx, K.: Contribución a la crítica de la Economía Política. Madrid, Alberto Corazón, 1970, p. 42-43.

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capitalistas no se resuelve meramente destruyendo los medios de producción. Al contrario, la pervivencia de este modo de producción se concentra en «algo» tan poco perceptible como el concepto de valor. Pero el valor entendido a partir de otro concepto: plusvalía. Así, la plusvalía es la fuerza de trabajo no remunerada e intensivamente utilizada por el empresario. Con este análisis de Marx, el luddismo queda relegado a una furia espontánea de los trabajadores ante su explotación, mas no logrará alterar en ningún sentido el carácter acumulador y destructivo del sistema. Toller desarrolla una representación dramática sobre la ingenuidad de una rebelión obrera en los inicios de la Revolución Industrial que no haya valorado la capacidad destructiva y represiva del Capitalismo. Sin embargo, en Los destructores de máquinas no sólo se asiste a la revuelta de los tejedores ingleses, cuanto que lo que está en el sustrato de la obra no describe sino la visión que, tres años después de la Revolución Espartaquista, Toller se plantea en relación con su fracaso. Los destructores, en suma, fue escrita en mil novecientos veintiuno y supone una profundísima reflexión sobre temas que llegan hasta nuestros días como, por ejemplo, el papel de la máquina en la explotación social, la insolidaridad-solidaridad de la clase obrera, el sufrimiento de la gran mayoría de la población ante el dominio irracional del dinero, la infancia deshecha por el trabajo en la fábrica, y en todos estos temas hay un elemento que el autor destaca: el carácter destructivo de la economía capitalista. La hondura con la que en el drama se expone el proceso de explotación, y sus consecuencias sobre una humanidad cada vez más indefensa, alcanza una honradez ética e intelectual cuya continuidad posterior tendrán las obras expresionistas y post-expresionistas de Brecht y Dürrenmatt. Un aspecto, no obstante, tiene que destacarse como reflejo del gran debate que los movimientos revolucionarios aportan en los años veinte del siglo pasado. El tema de la espontaneidad de las masas se superpone tanto en El hombre masa como en Los destructores de máquinas. El Espartaquismo de Luxemburgo y Liebknecht defendió la capacidad organizativa de la clase obrera frente al burocratismo de un tipo de partido político sumamente jerarquizado y subordinado. Rosa Luxemburgo propugnará un modelo revolucionario de consejos obreros autónomos no dirigidos «por líderes carismáticos» ni caudillistas.25 La polémica entre Lenin y Luxemburgo presagia una de las problemáticas centrales de los movimientos obreros. En este sentido, el pacifismo y no dirigismo del movimiento Espartaquista va a quedar en la Historia de los Movimientos Sociales como uno de los grandes precursores de la concepción autoorganizativa de los cambios revolucionarios. El mismo Ernst Toller será un espartaquista activo. Participará en la revolución de mil novecientos dieciocho en Berlín y en Baviera ocupará la presidencia del Consejo Obrero que trata de establecer la República de Consejos Obreros en Alemania. Sin embargo, la derrota del Espartaquismo   Luxemburgo, R.: La liga Spartakus. Barcelona, Anagrama, 1976.

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llevará a Toller a la cárcel durante cinco años en los que, al mismo tiempo, escribirá sus obras más representativas convirtiéndose en gran medida en el dramaturgo más relevante del movimiento luxemburguista. Los años de cárcel de Toller fueron años de gran creatividad. El hombre masa, El alemán cojo, Hinkemann y Los destructores de máquinas pertenecen a esta etapa. Aún escribirá Hurra, vivimos que, sumados a El libro de las golondrinas y El día del proletario: requiem por los hermanos asesinados, componen una obra única en defensa del movimiento obrero y revolucionario. Se podría considerar que Toller expresa mejor que ningún otro autor el Expresionismo Revolucionario. No hubo causa obrera en la que el autor expresionista no participara en los años veinte y treinta del siglo pasado. Después de su acción política en la República de Consejos Obreros de Baviera y por la que estuvo encarcelado hasta el año veinticuatro, vendrá a España en plena Guerra Civil en mil novecientos treinta y ocho. Momento éste en el que ya Hitler está en la Cancillería alemana y comienza la preparación de la posterior invasión de Polonia. En estas condiciones, Toller creará el Spanish Relief Plan de ayuda a los niños republicanos españoles. La totalidad de la existencia del dramaturgo revolucionario se pondrá al servicio de los más débiles. Financiará con sus recursos la ayuda a los niños de la República, pero asimismo luchará en todos los frentes posibles frente al Fascismo y al Nazismo. España y Alemania serán sus horizontes geográficos e ideológicos. En Barcelona asistirá a la llegada de Franco a la ciudad y en Berlín conocerá el incendio del Reichtag y el encarcelamiento de sus amigos comunistas. El pesimismo empieza paulatinamente a hacer mella en el espíritu de Toller. Su exilio, en mil novecientos treinta y nueve, a Estados Unidos y su suicidio en un miserable hotel de Nueva York recuerdan el drama de todo un siglo: el siglo xx. CONCIENCIA EXPRESIONISTA Y CONCIENCIA CRÍTICA El Expresionismo pese a su importancia y trascendencia posterior, sin embargo, fue un movimiento que apenas se prolongó más de una década desde su fundación a principios del siglo pasado. Ahora bien, pese a la corta vida histórica del movimiento, su influencia e influjo será esencial a la hora de entender en profundidad el estado de las conciencias y las cosmovisiones del siglo xx. En este sentido, el desarrollo del movimiento expresionista coincidirá con los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial y su estallido. Es la época en la que se propugna «la unión sagrada» alemana y en la que se empiezan a observar los atisbos de una mentalidad autoritaria de futuras y terribles consecuencias. Pero, también, a partir de mil novecientos diez, angustia y revolución van a ir de la mano. Ello se empieza a percibir en los iniciales poetas expresionistas, especialmente en Else Lasker-Schüler y Ernst Stadler. El sentimiento de inquietud y de malestar se impone en la conciencia

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de una juventud rebelde que añora la tormenta y el ímpetu (Sturm und Drang) del pasado y, asimismo, la sublevación ante el presente.26 El Expresionismo, en definitiva, será una actitud ante la existencia y la sociedad. Una profunda e inquietante agitación del espíritu se adueñará de una generación que no quiere hacerse cómplice con la decadencia de una clase social dominante que explica su propio declive como el ocaso de toda la civilización. Oswald Spengler, así, en su Decadencia de Occidente identificará la crisis de la burguesía belicista con el final apocalíptico de «una edad civilizada» y el advenimiento de «los nuevos bárbaros». El «final de la Historia» aparece y reaparece de continuo cuando el grupo hegemónico ve peligrar algunos de sus privilegios. Será, efectivamente, el final de la Historia, pero de la Historia de una élite que, de inmediato, será sustituida por otra. Sin embargo, en ese momento de crisis las conciencias se agudizan y la lucidez hará crujir los estancados chasquidos de la convención. La sociedad convencional y desencajada de principios de siglo que va a conducir a toda una generación al matadero de la guerra, estará en el origen y germen del rechazo expresionista a la dominación. Rechazo que guía la actitud revolucionaria de los Espartaquistas y, a la par, acelera la aparición del pensamiento crítico. Y, sobre todo, precipita el estallido de la necesidad de un cambio radical de época. Una transformación epocal, como afirmarán después los filósofos existencialistas. La agudización de la conciencia crítica en la Literatura germana había sido iniciada por George Büchner. La denuncia de una sociedad corrupta y clasista está en el sustrato profundo de la actitud de rebeldía expresionista. La herencia de Büchner, en consecuencia, va a ser recogida no sólo por los jóvenes dramaturgos (Hans Johnst, Georg Kaiser o Ernst Toller), cuanto por pintores y músicos. Grosz y Berg son la imagen y el sonido de la época. Y aquí estará el puente de unión con los filósofos críticos. El joven Adorno recogerá de Berg la disonancia angustiada de Lulú y Wozzeck, convirtiéndola en pensamiento dialéctico y negativo. La negatividad, en consecuencia, entrará arrolladoramente como Expresionismo filosófico y social llevado hasta sus últimas consecuencias. Si Ernst Toller reflejó los ideales Espartaquistas en sus obras, Brecht avanza hacia el Marxismo mediante la actitud distanciada. Ese gesto distante ante la realidad que en el teatro de Brecht se nos ofrece, deviene en postura disidente en el pensamiento de la Teoría Crítica. Pero esta disidencia se ha ido conformando en la primera educación juvenil de los autores de Frankfurt y, en concreto, en la profundísima influencia que su profesor de Secundaria dejará tanto en Horkheimer como en Adorno y Benjamin: Sigfried Kracauer. Kracauer, como Berg, serán los hilos ocultos del tejido crítico con los que se van a tejer gran parte de la urdimbre teórica de la Escuela de Frankfurt. Adorno viajará a Viena para conocer las complejidades de la nueva tonalidad dodecafónica creada por Schönberg. Mas no sólo se va a introducir en un   Schneider, H.: Épocas de la literatura alemana. Buenos Aires, Nova, 1956.

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universo de sonidos cuanto de conceptos e ideas. En la opera Lulú la crítica social a una sociedad caracterizada por el cinismo y el disimulo va a ser determinante para un joven Adorno que aún no ha decidido su rumbo profesional futuro. El conflicto social, el autoritarismo, la miseria de la conciencia, el belicismo y la corrupción de una Socialdemocracia que en mil novecientos diecinueve ha asesinado fríamente a Rosa Luxemburgo en el automóvil que la lleva a la prisión. Horkheimer afirmará entonces que ese día de enero comenzó el Nazismo en Alemania. La frialdad, el burocratismo, la crueldad disimulada, son transmitidos como el espíritu de la época. Kafka ya está presente en El Grito de Edward Munch y en El Proceso kafkiano ya se sienten «la jaula de hierro» de Weber y «la razón instrumental» de Horkheimer. Se podría considerar la perspectiva expresionista como una representación anímica de una sociedad que se encamina hacia el desastre bélico. La disonancia expresa el conflicto de una época en la que se está asentando el capitalismo que, como afirmó Marx, deja como única relación humana «la callosidad del dinero». En ese mundo chirriante de los negocios que hacen de la muerte un activo bancario, la guerra se eleva sobre el resto de instituciones y organismos como una transacción más en los beneficios y en los intercambios. El malestar en la cultura, al que se va a referir Freud, será el definitivo triunfo de Thanatos sobre Eros. Y así en la década de los años veinte y treinta del siglo xx, el principio de destrucción revoloteará como un insaciable buitre por los cielos europeos. Esa percepción del desastre ya había sido anunciada por los apocalípticos teóricos del conservadurismo y del darwinismo social. Esta situación de ansiedad en las nacientes poblaciones convertidas ideológicamente en masas, ya se describía en la freudiana Psicología de masas y análisis del yo. Para Freud, el peligro de la irracionalización de las poblaciones significaba un mecanismo de relojería puesto en marcha. Y este mecanismo era más fácil de detonar de lo que era previsible. Por ello, acercarse a la Alemania de la República de Weimar era aproximarse al abismo, a la disonancia, a la dislocación. Hay una Weltanschauung que se presiente en el Arte, en la Música, en la Pintura y en la Filosofía. El profeta Nietzsche ya anticipó la «voluntad de poder» y la necesidad del cambio de los valores. Pero el Superhombre se está fraguando no como un Zaratustra renovador, sino como la salvaje antesala de Goebbels. Por ello, la necesidad de la Teoría Crítica es un imperativo ante los chirridos y las disonancias. La aparición de la primera y única Escuela de Frankfurt en 1923-1924 significa la síntesis de síntesis ante la quiebra de la racionalidad y del pensamiento. Explicar la identidad entre Expresionismo, Dodecafonía y Teoría Crítica es tratar de aclarar el estado anímico de unas sociedades devastadas. La prostitución y la demencia se han incrementado, como se dibuja en las pinturas de Grosz. La Lulú de Alban Berg será el destino femenino, Wozzeck el sino obrero. En la destrucción, sin embargo, se firman transacciones millonarias, sólo que ahora los negreros coloniales han tomado otro aspecto: la apariencia del asustadizo «buen burgués» que esconde sus vicios bajo la

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forma de «buen ciudadano». La personalidad autoritaria está a punto de cristalizar en la teoría. Y en esa cristalización los Estudios sobre autoridad y familia, del Instituto para la Investigación Social dirigido por Max Horkheimer serán en donde se afilen los primeros conceptos y temas que desemboquen décadas después en el hombre unidimensional.27 Era, entonces, una necesidad cantada la formación de la Escuela de Frankfurt. Todo anunciaba su llegada. Como mesías de un tiempo nuevo y diferente, Horkheimer, Adorno, Benjamin, From, Marcuse, Kirchheimer, Pollock, etc., en un primer momento, van a componer el espíritu de una época, como anunciara Hegel un siglo antes al referirse a los cambios que la Revolución Ilustrada traía a Europa. Pero, en la República de Weimar, el Volkgeits se va a imponer irracionalmente con esa irracionalidad que sólo la Socialdemocracia sabe camuflar tan ladina y disimuladamente. La fundación del Instituto de Investigación Social nace del interés por reconstruir, en un primer momento, la historia del movimiento obrero. La herencia del comerciante en trigo que fue el padre de Félix Weil posibilitó crear el fondo necesario para establecer los primeros pasos del Instituto bajo la dirección de Carl Grünberg. Sin embargo, será en mil novecientos treinta cuando asuma la dirección Max Horkheimer el momento en el que ya se puede hablar de la que va a ser una teoría imprescindible para comprender las transformaciones del capitalismo industrial en postindustrial, y en su posterior tránsito de postindustrial a capitalismo tardío. De este modo, no es de extrañar que el primer texto Teoría tradicional y teoría crítica28 nazca para precisar muy pormenorizadamente lo que era propio de la posición convencional de análisis social, de lo que define y caracteriza el significado dado de Teoría Crítica al nuevo movimiento cuyo centro lo constituirá el Instituto para la Investigación Social. Para Horkheimer, sólo es entendible por Teoría Crítica la aclaración racional de la realidad. Se hace perceptible la radical ruptura con las filosofías y teorías no sólo del Positivismo sino, a la par, del Historicismo a lo Dilthey o Simmel. Esto es, para los teóricos críticos —Horkheimer, Adorno, Benjamin, Marcuse— la crítica debe contener en su estructura un modelo de racionalidad dialéctica de inspiración hegeliano-marxiana, así como un sentido de la Historia en el que el progreso no sea producto de un mero desarrollo técnico, cuanto de un perfeccionamiento de la conciencia individual y social. El Marx de los Manuscritos es el referente oculto de los principios esenciales de la Escuela. Y ello se percibe de manera nítida en el sustrato de la gran mayoría de las obras de Horkheimer-Adorno. Ahora bien, si el Marx de los Manuscritos reconduce el movimiento obrero hacia posiciones nuevas y diferentes, la necesidad de introducir a Freud imprimirá un giro nuevo al análisis sobre el capitalismo. En el libro sobre la Psicología de masas y análisis del Yo, Freud rebatía a los anteriores teóricos de la Psicología de las muchedumbres. Gustavo Le Play, Federico Le Bon,   Horkheimer, M.: Estudios sobre autoridad y familia. Barcelona, Paidós, 2000.   Horkheimer, M.: Teoría tradicional y teoría crítica. Barcelona, Paidós, 2002.

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Williams McDougall o Gabriel Tarde pasaban a ser considerados defensores de un conservadurismo defensivo de índole psicológica, frente al advenimiento de unas nuevas formas de organización social que se imponían a la población en su conjunto. Para Freud, el Hombre-Masa significaba el triunfo del principio de Thanatos sobre el principio de Eros, la destrucción frente a la creatividad. La ansiedad afectiva de las poblaciones, sometidas y dominadas al sistema del poder de la máquina, finalizaba en la irracional necesidad de un líder que, cuan totém todopoderoso y cruel, «tranquilizase» las conciencias mutiladas, paradójicamente, por ese mismo líder. Víctimas y verdugos identificados en un mismo proyecto histórico: ¡qué mayor malestar en la cultura que esa identificación con el agresor que las masas experimentarán en su conciencia, por efectos de la despiadada manipulación que el líder ejerce y sacraliza!, afirmarán los autores de la Teoría Crítica. En efecto, sin Freud la reinterpretación de Marx que Horkheimer-Adorno llevarán a cabo, quedaría incompleta e insuficientemente precisa. Ese Hombre-Masa al que Ernst Toller había dramatizado y expuesto como la gran tragedia clásica del siglo xx, pasa a ser, ahora, el protagonista colectivo de una nueva Teoría Social: la Sociofilosofía de la Escuela de Frankfurt. Y con ello, el símbolo se hace concepto. De las emociones del teatro Expresionista se llega a las explicaciones freudomarxianas del pensamiento crítico. En este trayecto, el capitalismo ha mudado de piel. Y aquella boa constrictora a la que Marx se refería en la viscosidad del nuevo sistema económico, había mudado de camisa. Del capitalismo industrial de los ludditas destructores de máquinas se había pasado a otra etapa del capitalismo, la del capitalismo post-industrial. Expresionismo, Dodecafonismo y Revolución convergían, final y lógicamente, en la Teoría Crítica. Pero no sólo Toller y Berg subyacían en los análisis de la Escuela, también Kafka y Weber ponían el imprescindible matiz del ritualismo burocrático de la nueva sociedad. Samsa, el protagonista de La Metamorfosis, exteriorizaba la condición ontológica y psíquica del Hombre-Masa. El hombre modificado en insecto. El poder de la máquina reemplazado por el dominio de lo nocivo y por la voracidad de un submundo inhumano que convierte en habitante de la colmena al individuo metamorfoseado en forma animal. La «jaula de hierro» weberiana era un peldaño más del calabozo de la conciencia. Pero ya no estamos en una prisión para fieras libres, sino que los individuos han sido colocados en una caja para cucarachas. Esa caja unidimensional será el sentido de la dialéctica crítica: salir de sus paredes, recobrando la forma y la esencia humanas. El clima mental de los artistas, músicos, cineastas y teóricos de Weimar empujaba hacia un horizonte nuevo y diferente. Un espacio sin los límites de la dominación, ni de la explotación. Sin embargo, «el cine de sombras», el cine expresionista, alertaba de la cotidianidad de la locura y la alienación. Caligari y Nosferatu convivían con ese «ciudadano medio» que en el film M, de Lang, es el auténtico vampiro que «estaba entre nosotros», como la película se subtitulaba casi proféticamente. Como estudió de un modo inigualable

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Sigfried Kracauer en su De Caligari a Hitler, las masas alienadas y maquinizadas de Metrópolis se personificaban en El último de Murnau en la forma del prototipo psicológico de personalidad autoritaria que pocos años después predominaría en la sociedad de la década de los años treinta. Walter Benjamin señalará, desde su convicción crítica, lo siguiente: Mientras más disminuye el significado social de un arte, más se separa la actitud crítica de la mera fruición por parte del público. Lo convencional se disfruta sin crítica alguna; lo que es verdaderamente nuevo se critica con repugnancia. En el cine, la actitud crítica y la del placer del público coinciden. Porque el hecho decisivo es el siguiente: en el cine más que en ningún otro lugar las reacciones individuales, cuya suma constituye la reacción de masa del público, está condicionada preliminarmente por su inmediata masificación. En cuanto se manifiestan, se controlan.29

Tal control será el siniestro y obsesivo objetivo de las minorías asustadas ante el avance y aparición de una conciencia nueva de percibir y construir la realidad en las masas, y que tendrá en el Arte su manifestación más representativa. Del escenario teatral a la sala de cine y de la filosofía hegeliana a la teoría de Frankfurt, la percepción de una radical transformación de las conciencias está más allá del estrecho corsé político de la República de Weimar. Pero la corrupción había ido abriendo contrafuegos. Antes que las veredas revolucionarias recogiesen la herencia Espartaquista, el Nazismo empezó a asomar su perverso semblante. En vano Adorno y Horkheimer denunciarán el renacer de las supersticiones y de los miedos colectivos como formas de control social. En los Estudios sobre autoridad y familia, Horkheimer avisa sobre la crueldad de lo atávico. Advertencia que Freud ya había observado en su premonitorio estudio sobre Lo siniestro. Pero ahora lo siniestro revoloteaba sobre la multitud encaminándola hacia la catástrofe. El abismo al que se asoman los más conscientes creadores estará en la renuncia a la racionalidad, a la imaginación, al aura. La lucha entre racionalidad e irracionalidad nunca será tan fáustica como la que durante las primeras décadas del siglo xx se exterioriza de una forma tan sobrecogedora. Y en ese combate, la guerra mundial acaba con vidas y esperanzas humanas. Pero, a la par, el conflicto bélico concluyó con el siglo xx. Nuevas décadas quedaron después de mil novecientos cuarenta y cinco; y sin embargo, como en los Cuentos de Hadas, el tiempo y la Historia acabaron detenidos. Sin continuidad, ni persistencia. Artistas como náufragos, intelectuales sumergidos en la confusión. La ideología ocultó el pasado cultural en el que la resistencia ante la injusticia y la lucha contra la deshumanidad fueron su cimiento. Ese enmascaramiento dura hasta nuestros días. Arte y Literatura fueron encaminándose hacia la transacción mercantil, Cine y Teatro devinieron en industria, pensadores y creadores se constituyeron en un circuito al servicio del perverso interés 29   Benjamin, W.: «El Arte en la época de su reproductibilidad técnica». En Godet, J.: Los Medios de la Comunicación colectiva. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1976, p. 25-26. También en: Discursos interrumpidos, Madrid, Taurus, 1988, p. 15-57.

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dominante. Como afirmaron Benjamin, Horkheimer y Adorno, en tal paralización de las mejores fuerzas intelectuales y creativas de la Humanidad, todos salimos perdiendo porque, en último término, nos fue arrebatada y arrancada el aura como la búsqueda y la esperanza, conjunta e histórica, de la anticipación consciente de la utopía.

LA NARRATIVA SOCIOLÓGICA DE FRANCISCO AYALA José Enrique Rodríguez Ibáñez Narrar pensando; pensar narrando. Este cruce de infinitivos y gerundios parece, y sin duda lo es, un simple juego de palabras. No obstante creo que esconde en su sencillez algo que posee una venerable raigambre filosófica —el diálogo inmemorial e inconcluso entre el fondo y la forma— y que puede ser aplicado a múltiples frentes. De estos últimos posibles frentes, el que aquí me interesa matizar es el referente a la sutil y cambiante interrelación, mutua influencia o como quiera llamársele, que se da entre la literatura narrativa y el ejercicio del pensamiento en general, y del pensamiento sociológico en particular.1 Las piezas de pensamiento social pueden ser más o menos ensayísticas; la literatura de fondo, o «de tesis» como se decía antes, puede y debe confluir en ocasiones con el cuerpo de diagnósticos morales o culturales en torno a una época. Lo que se dice es inseparable de cómo se dice. Pensemos, por ejemplo, en dos de los textos filosóficos más influyentes de la primera mitad del siglo xx, ambos emanados del tronco germánico: Ser y tiempo de Heidegger y Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer. El primero quiere ser — y es — un canto a la trágica peripecia irrepetible de las criaturas humanas, en su condición de portadoras de todo posible sentido ontológico. Metafísica y poética deberían ir en él de la mano. Sin embargo, su extrema fidelidad a las reglas del género tratadista lo convierte en una disertación árida y farragosa cuyo envoltorio ahoga la voz supuestamente desgarrada que lo preside. Pasando a la Dialéctica de la Ilustración, ocurre justamente lo contrario: su programa de crítica cultural de la primera modernidad pudiera espantar desde la portada al lector no académico; pero nada de eso sucede puesto que el libro es un ensayo de resonancia literaria en el que la 1   Francisco Ayala murió el 3 de noviembre de 2009 a la edad de 103 años. Este capítulo se escribió unos meses antes de esa fecha.

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teoría de la sociedad se hace inseparable de Sófocles, Homero, el Marqués de Sade y hasta Charles Chaplin. No deseo perderme en aburrida erudición, pero, si hay que hablar de relaciones entre literatura y sociología, me veo obligado a recordar dos magníficas contribuciones: «El nacimiento de la Sociología, entre la ciencia y la literatura», de Wolf Lepenies, y «Visiones de la tradición sociológica», de Donald Levine2. Del trabajo de Lepenies, lo primero que haré será recordar el lema que da pie a toda su argumentación, y que es el siguiente: El problema de la Sociología es que, aunque pueda imitar a las ciencias naturales, nunca puede llegar a ser una verdadera ciencia natural de la sociedad, y, si abandona su orientación científica, se acerca peligrosamente a la literatura.

La investigación a que da pie el desarrollo de tal lema lleva al autor a un apasionante recorrido por la génesis intelectual de la sociología clásica en tres grandes comunidades lingüísticas y culturales: la francesa, la británica y la alemana. En todas ellas la naciente sociología moderna chocó con reticencias y resistencias. En Francia, la sociología de Durkheim —estructural, rigurosa, antipsicologista— contó con una doble oposición: por una parte, la de quienes desconfiaban del enfoque basado en estructuras y hechos colectivos, prefiriendo preservar un marco individualista; por otra, la de quienes ni siquiera aceptaban el nuevo programa de las ciencias sociales, apostando por la preservación del ideal de las humanidades y la cultura letrada. La primera de estas críticas la protagonizó Gabriel Tarde (autor, entre otras conocidas obras, de un primoroso anticipo de la literatura de ciencia-ficción, llamado Fragmento de historia futura, en el que las fuerzas del ejemplo personal y la emulación prevalecen sobre los vientos del historicismo y las fuerzas impersonales). En cuanto a la segunda clase de crítica, su campeón más audaz fue el escritor y poeta Charles Péguy. En lo que respecta a Gran Bretaña, la nueva sociología realista de los esposos Webb —patrocinadores de la London School of Economics and Political Science y partidarios de una ciencia social de corte empírico basada en los informes o surveys sobre las diferencias sociales y las condiciones de trabajo — se topó con las críticas del gran escritor de anticipación Herbert George Wells, quien entendía que el proyecto sociológico era mucho menos efectivo que su propia literatura a la hora de abrazar la común causa de la denuncia de las injusticias y la crítica de la civilización. Si había que advertir a la sociedad imperial británica —y, por extensión, al resto de la humanidad— de las amenazas de guerra y epidemia que la rondaban, más valía adentrarse por los futuribles novelados; y si era necesario aspirar a unos nuevos principios ético-políticos, más valía también acogerse a la gran tradición utopista en vez de perderse en secos análisis faltos de emoción. 2   Lepenies, Wolf: Between literature and science: the rise of sociology, Cambridge University Press, 1988; Levine, Donald N.: Visions of the sociological tradition, Chicago University Press, 1995.

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Como se ve, tanto Francia como Inglaterra ponían las espadas en alto hace unos cien años cuando identificaban erróneamente a la nueva ciencia social con el fin del patrimonio humanista. En Alemania, en cambio, la historia será diferente. La cultura germánica no ha sido nunca amiga de distinguir tajantemente entre ciencias y humanidades, sino, más bien, entre ciencias naturales y ciencias del espíritu, con lo que la aparición de la sociología no hacía sino aportar una nueva rama al árbol de estas últimas ciencias del espíritu, esto es, la historia, la jurisprudencia, la filosofía aplicada y la economía. Y será la figura de Max Weber la encargada de verter en su obra sociológica todo ese caudal de ciencia sui generis, dotándola de las mismas dosis de historicidad, apelación al mundo de la vida y aliento cultural que ya poseía el mencionado árbol espiritualista. En Alemania, así pues, la sociología clásica se entronca con una tradición ensayística y reflexiva que nunca es vista como adversaria sino como terreno abonado para su mismo despliegue. El código narrativo que adopte tal sociología —y aquí estoy entrando en la terminología adoptada por el segundo autor que antes citaba, Donald Levine— no será positivista y ciencista. Será más bien contextualista e historizante. Alemania, por tanto, no sólo aportará una tradición nacional al concierto de voces occidentales que forjan el discurso sociológico clásico; aportará fundamentalmente un determinado poso narrativo que contemplará el saber propio de la nueva disciplina como una más entre las diversas reflexiones públicas que dan cuerpo a la conciencia de época. Y, precisamente por ello, el máximo adalid de la sociología alemana, Max Weber, dialogará con gusto, de forma explícita o implícita, con cultivadores diversos del pensamiento y la creación literaria, todos ellos forjadores de una conciencia de época determinada, como lo fue la crisis sin precedentes de la Primera Guerra Mundial y el hundimiento del imperio guillermino. Uno de esos counterparts será Thomas Mann, alter ego literario de Weber por muchos conceptos, cuya obra establecerá con la obra weberiana una brillante confluencia que marca un auténtico hito y sobre la cual me gustaría ofrecer una breve digresión. Los motivos son simples: si estos dos grandes autores en lengua alemana logran a dúo una impecable síntesis entre literatura y sociología, Francisco Ayala será capaz de alcanzar similares cotas de enriquecimiento mutuo entre ambos planos a través de una única voz, deudora en su vertiente sociológica del crisol de la cultura alemana, y afín también a Thomas Mann, del que nuestro centenario compatriota ha sido traductor y presentador. Volviendo al emblemático dúo Max Weber-Thomas Mann —y siguiendo en esto a Lepenies, además de a otros estudiosos como Harvey Goldman, González García o Beriain3— diré, en primer lugar, que los dos se trataron 3  González García, José María: La máquina burocrática, Madrid, Visor, 1989 y Las huellas de Fausto, Madrid, Tecnos, 1992; Goldman, Harvey: Max Weber and Thomas Mann, Berkeley, University of California Press, 1991 y Politics and the devil, Berkeley, Univesity of California Press, 1992; Beriain, Josetxo: «Dos caras de una misma modernidad», en Rodríguez García, Javier (comp..): En el centenario de `La ética protestante y el espíritu del capitalismo’, Madrid, CIS, 2005.

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personalmente en Munich, creándose entre ellos un sentimiento recíproco de admiración y simpatía. Tanto el uno como el otro eran formales y reservados en apariencia, aunque en el fondo gustaban de cultivar la ironía, las tertulias y el trato mundano. Quizá esto fuera más patente en Thomas Mann, quien siempre alardeó de su sangre brasileña (que le tocaba por vía materna) y a la que achacaba la refinada sutileza que le caracterizó. Sin que quepa establecer excesivos paralelismos biográficos, sí que, en cambio, es posible rastrear hilos conductores aproximados en la vida de Weber y Mann. Así, por ejemplo, las vacilaciones políticas de ambos —Weber, de la defensa de la causa alemana en 1914 a la colaboración activa en el Tratado de Versalles y la Constitución de Weimar; Mann, de la huída hacia el esteticismo nacionalista en la primera contienda mundial al firme compromiso democrático y el exilio a partir de 1933— reflejan una postura común de intelectuales comprometidos a la hora de evidenciar su grado de responsabilidad pública. Pero quizá sea la fidelidad al sentido de Beruf o vocación lo que crea una mayor sintonía entre estos autores. El sentido puritano del deber es lo que atormenta a Max Weber y le hace volcarse hasta el agotamiento mental en su trabajo de líder de opinión y profesor de prestigio, sin conseguir nunca calmar su ansiedad. Thomas Mann, por su parte, responde como artista a la llamada de idéntico deber, debatiendo consigo mismo y con su tiempo a lo largo de una vasta novelística. Es Kant quien planea sobre los dos y, de forma paradójica, Goethe, cuyo ideal fáustico es vivido por ambos, sensu contrario, como contrapeso del fuste torcido de Alemania en las trágicas fechas de entreguerras (lo último es del todo patente en el amargo Doctor Faustus de Mann, esa majestuosa recreación de un implacable sino diabólico). Ambos, en fin, comparten un talante atormentado al que sólo tarde, mal y nunca, al final de sus vidas, lograrán plantar cara, esbozando una alternativa lúdica, el uno —Weber— por vía erótica, y el otro —Mann— mediante la entrega a la tradición narrativa picaresca. Si nos paramos a pensar en la obra de los dos, las comparaciones entre los contenidos saltan a la vista. Así, Los Buddenbrok de Mann pudieran ser los capitanes de industria sin caridad que encarnan el tipo ideal de ascética intramundana descrito por Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. En cuanto a la obra magna de este último, Economía y sociedad, compendiaría la visión trágica y desencantada de la sociedad industrial, del mismo modo que La montaña mágica del novelista retrata en el antihéroe Hans Castorp y su entorno el canto de cisne de un mundo abocado a la destrucción. José y sus hermanos —la excursión bíblica de Thomas Mann— recrearía literariamente El judaísmo antiguo del sociólogo. En fin, hay quien ha creído ver en el mismísimo Max Weber un eco del patético Dr. Aschenbach de La muerte en Venecia. Anécdotas aparte, cabe concluir que, en su conjunto, tanto Mann como Max Weber narran la profanación de la herencia religiosa en Occidente y su azarosa sustitución por un nuevo y problemático elenco de credos seculares.

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Pero estos últimos no salvan sino que aportan dolor y confusión. Para Max Weber, la frontera de 1919 no trae sino «una noche polar de una dureza y una oscuridad heladas, cualesquiera que sean los grupos que ahora triunfen» (la cita pertenece a la famosa alocución a la juventud alemana dictada en la recién estrenada posguerra). Y Thomas Mann, por su parte, nada más empezar los años veinte, piensa, por boca de Hans Castorp, en el «estado siniestro e incierto en que veía el mundo», llegando al convencimiento de que «todo aquello terminaría con una catástrofe, con una tempestad que limpiaría todo, que arrastraría la vida más allá del punto muerto; un período de pesadilla que iría seguido de un terrible juicio final». Pero dejémonos de digresiones y proemios y centrémonos en Francisco Ayala y su peculiar sociología ensayística, que es de lo que me he propuesto hablar aquí. Oigamos al hombre que —como él mismo explica en sus espléndidas memorias— se abrió a la vida en Granada; pasó luego a Madrid a iniciar sus lides de universitario y escritor, aproximándose a los círculos orteguianos; descubrió en Berlín, al filo de 1930, lo que suponía la gran crisis europea; volvió a España para emprender una carrera de profesor que la Guerra Civil truncó y sirvió a la República en la legación de Praga, exilándose tras la victoria de Franco, como tantos otros intelectuales de su generación, en las Américas —en Argentina, Puerto Rico y Estados Unidos principalmente—, desde donde, antes de su definitivo regreso a España a partir de la jubilación, fue entregando a la imprenta lo más maduro de su obra, en un ejercicio de serena y pormenorizada reflexión que el constante cambio de escenarios sin duda propició. Como es lógico, no puedo resumir en una simple presentación el complejo mundo de las ideas y los relatos de Ayala, máxime cuando ya realiza esa tarea por extenso el excelente estudio de Alberto Ribes, Paisajes del siglo xx4. Tampoco conviene caer en el fárrago y la cita exhaustiva. Me voy a situar, por ello, en un terreno intermedio. No eludiré las referencias esporádicas a pasajes de la obra ayaliana, pero lo haré ciñéndome a los títulos que considero buques insignia de cada uno de los ámbitos de su producción —el sociológico y el literario. Los dos títulos que me permito seleccionar son el Tratado de Sociología, de 1947, y Muertes de perro, de 19585. Bien, entremos en el Tratado, un texto didáctico y rompedor a partes iguales, completado en Brasil y aparecido en Argentina, que supone un primer e impresionante remanso de la madurez intelectual del autor. Lo primero que choca en este libro, puestos a resaltar sus recursos narrativos, es la composición del índice. Muy cervantinamente, Ayala anticipa el contenido de las partes y capítulos —tres partes y quince capítulos— mediante frondosas entradillas, ellas mismas dotadas de un estilo sugerente y neoclásico, ajeno por completo a toda aridez académica. Los campos de la sociología, por ejemplo, se ofrecen como «materiales de la vida humana». En cuanto a la   Ribes, Alberto J.: Paisajes del siglo XX, Madrid, Bilioteca Nueva, 2007.  Ayala, Francisco: Tratado de Sociología, Madrid, Espasa, 1984 y Muertes de perro, Madrid, Cátedra, 1996. 4 5

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sociología histórica o clásica, el autor la contempla como «desenvolvimiento de la sociología en ramas nacionales». En fin, las discusiones metodológicas se ofrecen como el «adecuado tratamiento de la materia». Los sucesivos prólogos —el de la primera edición, el de la reedición de 1968, el de la última edición de 1984— proporcionan igualmente muy jugosas incursiones en el campo de las relaciones entre escritura y pensamiento. Sin ir más lejos, el segundo prólogo se abre con las siguientes reflexiones: Nunca falta quien me pregunte si acaso he abandonado el cultivo de las disciplinas sociológicas para dedicar mayor atención a aquellas otras actividades literarias, de tipo imaginativo, que a partir de mis lejanos años estudiantiles vienen ocupándome también (...) Procuro por lo común explicarles a quienes así me llaman a capítulo que, en verdad, existen conexiones íntimas entre mis diversas dedicaciones literarias y que mis escritos de pura invención están ligados con mis escritos de tipo escolástico, de modo que, lejos de haber abandonado la sociología, ella se encuentra presente en la base de todos mis escritos, aunque pudorosamente disimule y renuncie en todo caso a los revestimientos externos, para no decir al atuendo pedantesco con que suelen proteger su ‘especialidad’ las diversas ciencias.

Dada por sentada esta toma de postura, Ayala se lanza a denunciar la frecuente instrumentalización política de la ciencia social —fenómeno cuyo ejemplo señero sería el escándalo provocado por el Proyecto Camelot—. Pero no se refiere sólo a groseras interferencias como la mencionada. El autor va más lejos y se adentra en una de las más conocidas aportaciones de la antropología cualitativa del siglo xx, esto es, la obra de Oscar Lewis, compuesta por títulos tan famosos como La vida y Los hijos de Sánchez. A este respecto, Ayala empieza por denominar literatura sin más al resultado de la técnica de historia oral empleada por Lewis, y lo hace con las siguientes palabras: Pese a la autoridad y seriedad científica del autor, resulta difícil librarse de la sospecha de que el producto de su esfuerzo pertenece, más que a la ciencia, a la literatura de imaginación, una literatura fabricada mediante la técnica de componer con elementos sacados de la realidad cruda.

Ahora bien, el autor no está de acuerdo con este aparente cruce neutro entre análisis social y técnica narrativa puesto que, en el fondo, la instrumentalización política subsiste según él, más allá del envoltorio formal. No basta con la simple superposición de géneros. La calidad final reside en la óptima utilización del recurso, él mismo susceptible de incurrir en sesgo y deformación. Oigamos de nuevo la voz de Ayala: Parece claro que la intención de este libro y los que le precedieron no es precisamente estética sino más bien política (...) No es que los hechos relatados y las palabras transcritas carezcan de autenticidad. Pero la selección supone ya un enfoque de la realidad total desde cierto punto de mira y, por tanto, una tendencia interpretativa fuertemente

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cargada. No importa que se haya hecho constar acá o allá el lugar relativo que en la sociedad total corresponde a los casos en cuestión. El lector de Los hijos de Sánchez o de La vida se forma un cuadro de México o de Puerto Rico constituido en función de las existencias que tan a lo vivo se le presentan; y ese cuadro de conjunto es, por tendencioso, radicalmente falso.

Probablemente sea en este prólogo de 1968 donde Ayala se pronuncia con mayor sutileza sobre la propia característica de su obra toda. Puede y debe uno mismo hacerse oír mediante ensayos sociológicos y literatura de ficción. Sin embargo, el hilo conductor o corriente subterránea no puede ser otro que la fidelidad a las normas del discurso crítico y racional, que es el que, a la larga, sirve como patrón de contraste para determinar la calidad última de cualquier propuesta ensayística o literaria. Anticipándose al escepticismo que en muchos provoca hoy cierta cacofonía posmodernista, nuestro autor previene igualmente en el prólogo de 1968 contra los cantos de sirena de un supuesto pensamiento que, deseoso de enterrar aprisa y corriendo a la galaxia Gutenberg, confunde el oropel y la vistosidad de las ubicuas imágenes mediáticas con la expresión nueva de ideas, cuando lo cierto es que estas últimas se miden siempre por su propio peso, al margen del vehículo comunicativo que las impulse. Pero Ayala no se interesa sólo, en las sucesivas reediciones de su Tratado, por la cuestión de los límites y el método de la crítica social. También le preocupa el derrotero militarista y burocrático que caracteriza a la sociedad occidental a lo largo del siglo xx. El último de los prólogos, en concreto, es una amarga constatación de que lo escrito en los años cuarenta, a la sombra de los procesos de Moscú, Auschwitz y Hiroshima, no resulta anacrónico en los años ochenta sino más bien premonitorio. Si la sociología tiene una misión, esta consiste en señalar y propiciar las posibilidades de renovación cultural que toda sociedad desarrollada posee. Pues bien, continúa Ayala, la confusión entre cultura y estructuras de poder viene dando al traste con esta posibilidad en la que creyeron los ingenuos positivistas decimonónicos, por lo menos desde la cruel frontera de 1914. Y lo hace sin parar. En este sentido, la conclusión del último prólogo es demoledora: Durante los decenios transcurridos desde la segunda guerra mundial, el progreso tecnológico ha continuado sin cesar, aumentado en manera prodigiosa el dominio del hombre sobre la naturaleza. Pero en el terreno de la organización social no hemos dado en cambio los pasos indispensables. En cuanto a la aplicación de los medios de poder disponibles a una ordenación racional de las estructuras básicas de la convivencia humana, nos hallamos en la misma situación —aunque, claro está, agravada enormemente— que en la fecha de 1945, cuando este Tratado terminó de escribirse. Por eso puedo afirmar hoy —y lo hago con pena, con profunda alarma— que su texto conserva plena actualidad. De hecho, estamos ya al borde del abismo.

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Cultura y poder, en definitiva, son los dos ejes en torno a los cuales se trenza, según el autor, la vida social e histórica. La sociedad es vida en movimiento temporal sucesivamente acompasado por dos grandes fuerzas: la del progreso técnico y la del progreso intelectivo y moral. Lo primero constituye el proceso de civilización y, lo segundo, el proceso de cultura (o extensión permanente de la conciencia). El progreso material incluye, por supuesto, el mundo económico y sus conflictos. Pero este mundo económico se ve superado por el mundo estatal, cuyo poder organizativo es la expresión moderna de la coerción así como el campo de batalla de los retos de la libertad. En cuanto a la cultura, su despliegue vive una pugna constante con la consolidación de las estructuras de poder, pero ello no excluye que trate de plasmarse en instituciones y proyectos colectivos de signo autocrítico que busquen, siempre, un mejor aunque azaroso porvenir. Se trata, como se ve, de un cúmulo de ideas de raíz hegeliana que Ayala resume elegantísimamente en el prólogo inicial de 1947 y que se sitúan en la incofundible órbita de la sociología alemana clásica —en particular, en torno a autores tan importantes como Alfred y Max Weber, Georg Simmel, Karl Mannheim y Hermann Heller—. De todo el conjunto del Tratado, que no tengo empacho en calificar como auténtica sinfonía del pensamiento y el lenguaje, me voy a permitir ceñirme sólo a alguna de sus vetas de análisis. Quizá la más notoria sea la que recae en la categoría de lo social como experiencia de lo vivido, concretada en un nosotros que se hace comunidad y, con el paso de los siglos, sociedad propiamente dicha, es decir, comunidad ampliada en un cruce de grupos y clases. Es esta una orientación históricovital, próxima a la filosofía de Ortega, que nunca pierde de vista el papel central del individuo y la importancia que tienen los grupos intermedios a la hora de establecer la gradación existente entre dicho individuo y la colectividad (así, las generaciones, pieza cardinal del proceso de cambio según Ayala, cuya clasificación y detectación, por cierto, no podrían hacerse al modo excesivamente abstracto propuesto por Ortega, sino, más bien, al hilo de inexcusables consideraciones atentas al contexto histórico y social). Sin embargo no es en esta veta en la que quisiera detenerme en especial. Antes me interesan, de entre la vastedad del Tratado, los dos escenarios que nos propone Ayala para poner de manifiesto el vigor de la armazón teórica con la que trabaja. Estos dos escenarios son, respectivamente, la moda —como ejemplo cualificado de las sinuosidades del cambio social— y el arte —en su calidad de expresión paradigmática de las complejidades de la sistematización de la cultura—. Moda y arte, así pues. Unos terrenos aparentemente poco dignos de reflexión tratadista, pero que el autor escoge porque, lejos de constituir dimensiones accesorias del tablado sociológico, se erigen en ejes inmejorables del mismo, puesto que ambos poseen la virtud de erigirse en puente entre lo interpersonal y lo estructural, la vida cotidiana y la historia, las biografías y las grandes instituciones. En una palabra, el arte y la moda compendian la doble faceta de creatividad individual y fresco colec-

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tivo, que siempre debe recrear conjuntamente la buena ficción y el buen ensayo social. De ahí la elección de Ayala. Acerquémonos a su visión de tales escenarios. En lo que se refiere a la moda, el autor comienza por aceptar su genuina condición de forma cultural en movimiento. Sin negar la importancia que, como estudiosos de la cuestión, tuvieron Spencer, Veblen y Tarde, Ayala se decanta por Simmel como analista cualificado del fenómeno. Y lo hace rindiendo homenaje al estilo simmeliano en un pasaje que no me resisto a recordar: La gente lleva un determinado traje; pero este traje puede ser de moda o pasado de moda; puede ser también, sencillamente, ajeno a la moda (como el traje del campesino, el del clérigo o el del soldado). La gente pasea; pero puede hacerlo por un paseo de moda o por uno que no lo sea. La gente se peina el pelo; pero puede hacerse el peinado de moda u otro. La moda, pues, está forjada con los mismos materiales que el resto de las costumbres. Y ni siquiera se circunscribe a algún o algunos sectores de tan ancho campo, por más que su historia nos señale, como centro permanente de ella, el vestido y adorno individual. Tan pronto puede ponerse de moda el concurrir a un determinado local, en un determinado día de la semana y a una determinada hora, para ingerir alimentos, como recorrer un cierto trecho y un cierto lado de una vía pública para ejercitar el aparato locomotor; tan pronto decorarse las uñas con un color de barniz, como expresar los más diversos tonos del asombro mediante una cierta locución. Sólo una cosa es segura: el mismo local no permanecerá de moda por mucho tiempo; no ha de transcurrir demasiado antes de que sea evitada aquella acera que hasta ahora venía disfrutando de las preferencias; aquel arreglo de las uñas, aquella exclamación, habrán pasado de distinguidos a vulgares. Si así no ocurriera, la cosa de moda habría perdido este su carácter específico, arraigando en costumbre.

Ahora bien, el carácter errático, evasivo y singular de las modas –claro ejemplo de proceso cultural autónomo- no se debe al azar según Ayala. Por el contrario, descansa en un mecanismo social determinado que lo acerca al mundo de las rivalidades y, más ampliamente, a la dominación y al conflicto entre grupos y clases. Dicho con sus propias palabras: Lo decisivo del fenómeno ‘moda’ es una tensión dinámica entre dos grupos sociales: uno activo que la establece y fija frente a otro, pasivo, que la recibe y trata de seguirla. En la tensión cardinal de estos dos grupos surge la moda y se articula su movimiento. La velocidad de éste y, por así decirlo, el ritmo de la evolución de la moda, es algo que no puede medirse con criterios externos. El cambio de la moda se produce cuando se ha desplegado su trayectoria pasando sus contenidos del dominio del grupo creador al ámbito del grupo recipiendario: sólo entonces se habrá cumplido su fase y se producirá la ‘variación’ o ‘giro’. Y es evidente que esto puede acontecer con mayor o menor velocidad según circunstancias ligadas a la moda pero no pertenecientes a su esencia.

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Para que exista esa porosidad u ósmosis entre grupos diversos es preciso, siempre según el autor, que la sociedad alcance dosis suficientes de fluidez y movilidad. Se trata de unas condiciones que sólo la sociedad burguesa clásica ofrecerá. Vayamos una vez más a la prosa original para escuchar tal razonamiento: Sin una cierta permeabilidad de los grupos resultaría desesperada la pretensión de asimilarse a uno superior por vías tan expeditas como la de imitar sus actitudes de moda. La condición básica para que el fenómeno ‘moda’ se produzca es la existencia de una sociedad fluida en cuyo interior se dé una fácil circulación social y —puesto que el elemento lujo concurre decisivamente en la moda— cuyo eje principal de articulación y cuyo criterio de jerarquía social sea la economía; pero, por otra parte, una sociedad que no se haya homogeneizado todavía al punto de excluir diferencias cualitativas visibles y apreciables (...) Son las condiciones históricas de la sociedad burguesa, con su carácter progresivamente fluido, las que permiten el desarrollo del fenómeno social ‘moda’ como manifestación típica de la competencia de prestigio en un medio social cuyo criterio decisivo es la economía.

Pero —y esta es la mayor originalidad de Ayala— la estructura social de la época burguesa clásica da paso a la sociedad de masas del siglo xx, en la que la industrialización del consumo y la cultura acaba con la sutileza de la moda tal y como la concibe nuestro autor. Escribe al respecto Ayala: Muy diferente será el caso en una sociedad homogeneizada como la actual, donde la moda surge inorgánicamente por efecto de mecanismos exteriores, en la capa social más rica, y se manifiesta en la esfera de la publicidad más amplia, encontrando difusión mediante el cine, la prensa ilustrada y la propaganda comercial. En estas condiciones la moda se propaga instantáneamente y con simultaneidad a todo el cuerpo social, de tal manera que éste camina cada vez más deprisa hacia la uniformidad (...) Así como la figura del burgués, empresario que dirige la producción, ha desaparecido para dejar su puesto a gigantescas organizaciones impersonales regidas por criterios estrictamente técnicos, así también ha desaparecido en lo sustancial el grupo selecto que creaba la moda, siendo sustituido por las grandes oficinas de la industria del vestido, del adorno, etc., que gobiernan y dirigen sus oscilaciones, como podrían dirigir y gobernar cualquier otro sector del mercado mundial. Y aun el margen que resta al gusto e iniciativa individuales es mínimo por no decir nulo: la masa recibe una moda producida en masa y distribuida según cálculos exactos y previsiones técnicas hasta los más escondidos rincones agrícolas de la población.

Anticipándose sin duda a análisis contemporáneos sobre la cultura de la globalización, el autor describe un panorama en el que la exaltación inducida de la moda es en realidad el fin de la moda o, al menos, el fin de los fundamentos clásicos de la moda, basados en el afán de notoriedad, despegue y afirmación de la personalidad. A estos últimos les sucedería, en la sociedad de masas, la uniformidad programada y —añadiría yo— la exaltación mer-

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cantil de las marcas y los logos, cuyo único mérito es evidenciar el alto precio que se ha podido pagar por las prendas o productos a los que dan nombre y soporte. Los avatares de la moda, en una palabra, ofrecen para Ayala un campo a la vez semántico e histórico que permite ser indagado con rigor y narrado como trama o tinglado de farsa. Y no es por tanto casualidad que el escritor y el sociólogo se fundan con brillantez a la hora de transitar intelectualmente por él. Si echamos ahora una ojeada al capítulo sobre sociología del arte nos encontramos con algo parecido. Parte en dicho capítulo Ayala de definir el común denominador de ese sistema autónomo que conocemos como arte, el cual no es otro que la búsqueda de la belleza. Pero, cuidado, esa búsqueda de la belleza sistematizada en el arte con mayor o menor fortuna no es fruto de la simple inclinación del artista, sino que responde a intereses y utilitarismos variados. La inimitable pluma del autor desgrana este extremo con ironía de la siguiente manera: Todas las variantes históricas habidas y por haber, posibles o imaginables [del arte] se reducen a unidad de sentido mediante su dirección intencional hacia el valor Belleza. Objetos tan heterogéneos entre sí como, por ejemplo, la Alhambra de Granada y el ‘Ave Maria’ de Schubert (un edificio destinado a habitación principesca y fortaleza militar y una combinación seriada de sones destinada al ceremonial religioso) coinciden en que ambos se remiten intencionalmente al valor Belleza. En eso coinciden también, en cuanto obras de arte, con el retrato ecuestre del conde duque de Olivares, pintado por Velázquez para dar expresión a la vanagloria de un potentado, con el Arco de Triunfo erigido en París para conmemorar las victorias militares de Napoleón, con el soneto de Quevedo a la memoria del duque de Osuna o las liras en que Garcilaso comunica cuitas eróticas A la flor de Gnido, con la novela de La princesa de Clèves, escrita por la señora La Fayette para diversión de una sociedad refinada y ociosa, con el cuadro donde Renoir pinta una escena dominguera para adornar las paredes de un hogar burgués, y con la película Alejandro Newsky, de Eisenstein, encaminada a estimular los sentimientos patrióticos de las multitudes rusas.

Economía, política y arte, así pues, pueden estudiarse como esferas autónomas, aunque la autonomía nunca será total, al darse una determinada y cambiante concatenación entre todas ellas. Incluso el arte convertido en mercado libre de mediados del siglo xx no puede sustraerse a tal tipo de concatenación, como recuerda muy bien Ayala cuando se refiere a «la fase tardía en que el arte se ejercita en un cultivo libre, con total independencia frente a los poderes públicos, apoyado sobre un ‘mercado’ al que proclama despreciar y en el que los clientes son tratados a veces con afectada altanería, acaso bajo la estimuladora protección de un Estado burocrático y despersonalizado». Arte y sociedad no pueden darse la espalda ni devorarse. El arte sin sociedad pierde entereza y verosimilitud; por el contrario, la sociedad que

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quiera domesticar al arte acabará con él. La interrelación es dramática, en el sentido teatral del término. Véase, si no, el siguiente botón de muestra: Siendo opuestas por su sentido la estructura político-social y la sistematización cultural Arte, no sólo serán cambiantes las relaciones en que el arte aparezca integrado en el complejo histórico, sino que el punto de equilibrio óptimo se dará sólo en una conexión muy difícil y delicada. Si imaginamos el momento de la dependencia estrecha en que el arte debe ceñirse a servir de modos diversos —pero inmediatos siempre— los intereses de la dominación como un puro refinamiento de las técnicas útiles en que éstas aguzan su eficacia, nos resultará claro que semejante servidumbre no consiente la adecuada persecución del valor de Belleza ni la constitución independiente de las ‘técnicas’ artísticas hacia él orientadas. Pero si, por otra parte, reparamos en las condiciones de una producción artística desvinculada al máximo de la estructura político-social, tal cual se nos aparece en la situación de crisis, descubriremos con sorpresa que, liberado el arte de las presiones sociales y hasta en franquía para imponer su punto de vista a la realidad toda, como ocurre con el esteticismo, abandonado el artista a su libérrima inspiración, sin trabas ni servidumbres, lejos de alcanzarse el florecimiento artístico que se hubiera podido superar, la producción se hace inane, pierde vitalidad, queda anémica y reduce su vuelo. Diríase en consecuencia que el arte necesita de las presiones sociales como de estímulos capaces de disparar al hombre por su vía, desde la rigurosa temporalidad, en dirección al valor eterno; y que sólo la angustia de escapar al tiempo le hace acercarse a la eternidad.

Ciertamente resulta difícil encontrar un pasaje del Tratado que supere a este en carácter programático. El autor, hablando para sí lo mismo que para sus lectores, traza una tarea para la producción artística y literaria que, por extensión, podemos entender como tarea de la producción intelectual. Esta tarea es la de dar cuenta de las condiciones y constreñimientos del avatar humano con realismo y persuasión a partes iguales. Sin embargo, ese programa no puede llevarse a cabo enteramente. En el terreno sociológico el motivo ha venido quedando ya sugerido y se concreta en la evidencia de la crisis de la modernidad por parte del autor. Esta crisis afectó a la sociedad euroamericana a partir del período de entreguerras y se extiende ahora al conjunto planetario, en forma de contradicción flagrante entre los avances de la tecnología y el fracaso en la construcción de marcos ético-políticos efectivos. En esas condiciones, el pensamiento sociológico es desiderativo. De hecho, Ayala culmina su Tratado denominando a la sociología, «ciencia de la crisis», concepto este que, más allá incluso de la problemática historia de los siglos xix y xx, alcanza el rango de piedra angular epistemológica. «Esta es la cuestión última de la Sociología —escribe el autor—: que pretende conocer, en cuanto que ciencia, la vida humana en su proyección histórica para dominarla y someterla a un control racional; pero este conocimiento no puede ser adquirido, ni este control puede ser ejercido, sino por el propio objeto de conocimiento, que escapa de continuo a sí mismo —en cuanto que es al mismo tiempo sujeto de conocimiento y de voluntad—

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por la línea de evasión del tiempo, tendida hacia el futuro desde un presente cuya esencial fugacidad lo hace inaprehensible». El conocimiento de la ciencia social es inexcusable aunque forzosamente limitado. Así es la madera del tiempo y el espacio y así es el sino atormentado de la contemporaneidad. Pensar narrando es el único y agónico recurso disponible ante tal tesitura. Nos encontramos en presencia de una respuesta que impregna también las ficciones de ese escritor de raza que es Francisco Ayala. En efecto, el relativismo del conocimiento —convertido en relativismo de la verdad argumental—, la mezcla de pesimismo cultural e ironía distanciada en las definiciones y la caracterización de los personajes, la hilazón constante entre el plano discursivo y el plano de la acción, son rasgos constitutivos de la narrativa del autor, un ensayista que fabula. A mi entender es Muertes de perro la obra que mejor compendia esa maestría expresiva de Ayala y en ella me centro a continuación. La novela, para empezar, contiene claves explícitas sobre el arte de narrar y, más aún, sobre la inseparable mezcla de lo narrado y lo acontecido. «Ahora me explico —nos dice el autor, por ejemplo— por qué el cine, y por qué la literatura, y los relatos históricos, y hasta los cuentos que hacen de viva voz a sus nietos los testigos presenciales de semejantes sucesos, dejan siempre una falsa impresión de movimiento vertiginoso». Sin embargo, prosigue Ayala, «el horror de épocas tales consiste más bien, curiosamente, en la lentitud con que los acontecimientos se dilatan, sometidos a una expectativa insaciable, tensa, que estira hasta lo insufrible los minutos, y las horas, y los días, y las semanas, y los meses». No obstante es todo un truco, concluye el autor en su calidad de indiscutible connaîsseur: «Ocurre que, sin quererlo, el narrador aglomera en el relato asesinatos sobre incendios, incendios sobre violaciones, violaciones sobre robos, y así todo se acumula, revuelve y aprieta, muy concentrado; siendo más cierto que en la realidad, y tal como las cosas se desenvolvieron, no hubo nada de semejantes bataholas, entreveros, bullas y atropelladas». En otro pasaje, Ayala se envuelve en el ropaje del falso cronista, tratando de distanciarse de la propia fábula en curso. «Si me propusiera escribir una novela de misterio —escribe—, desplegaría toda una serie de hipótesis ingeniosas, como posibles soluciones alternativas, antes de resolverme a ofrecer la verdadera a la voracidad del curioso lector». Pero, continúa, «como no se trata aquí de novelas más o menos entretenidas, sino de establecer los hechos históricos, debo apresurarme a informarlo, mediante documentos fidedignos, escuetamente, de lo que en verdad aconteció». Los códigos narrativos llenan incluso los momentos climáticos del relato, como lo es el consentimiento, por parte del personaje central, de colaborar en el asesinato del dictador. Véase si no cómo describe Tadeo Requena —que así se llama tal personaje— dicho consentimiento, dado a su amante y cómplice:

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¡Con cuánto aplomo sabía desenvolverse aquella condenada! Convencida, sin duda alguna, de que, en efecto, mi estado de ánimo había alcanzado el punto de saturación, estaba resuelta a proponerme sin más dilaciones el desenlace que ya tenía premeditado (...) En suma: bajo forma narrativa, y como si se redujera a relato un largo debate interior que hubiera sostenido consigo misma, me sirvió el texto que seguramente había tenido intenciones de montar, dramatizado con mi colaboración.

El autor, en fin, no tiene reparo en ensalzar el vigor mismo de la literatura y el oficio de escritor, autorretratándose de forma esperpéntica en el cronista de toda la farsa de la siguiente manera: Pero yo, pobre de mí, que jamás sentí el aguijón de tales deseos, he hecho y hago, en cambio, virtud de mi enfermedad para reforzar con ella mi tradición doméstica de lector y de escribidor, hasta haberme convertido a los ojos de los demás en esa rara avis, o bicho raro, que en mí ven: especie de absurdo mochuelo, con el pecho poderoso y las patas secas. ¡Dejadlos! Ellos pugnan, ellos luchan, ellos se desgarran, ellos se arrancan la vida, y, movidos por oleadas de ciega pasión, actúan como protagonistas. Sin embargo, ¿quién les dice que no haya de ser mi nombre, el nombre de Luis Pinedo, del insignificante Pinedito, el que se haga ilustre, a fin de cuentas, por encima de todas las cabezas, con el solo mérito de haber salvado de la destrucción y el olvido estos documentos cuya importancia nadie reconoce ahora, y en los que nadie repara?

Y es que Muertes de perro no es una novela realista al uso, en la que un narrador omnisciente recrea la acción directa en tercera persona. Constituye más bien, al menos para mi gusto, toda una reflexión sobre el arte de narrar y, a la larga, todo un canto a la inseparable imbricación entre la realidad y su presentación en forma de texto. Para dar idea de lo dicho, recordaré que la novela es la crónica de una crónica, ambas a cargo de personajes interpuestos por Ayala. El cronista permanente —y auténtico beneficiario y antihéroe de la peripecia—, Luis Pinedo, es un tullido que ejerce el oficio de gacetillero y recibe una serie de carpetas. Estas últimas contienen las memorias de Tadeo Requena, un joven protegido y panegirista de Antón Bocanegra, es decir, el dictador del país imaginario y de difusa geografía en el que transcurre la acción (país este que da la impresión de ser una quintaesencia caribeña, con ecos, a partes iguales, de Centroamérica, Venezuela y las Antillas). Pinedo ordena y escoge los escritos de Requena, ofreciéndonos una panoplia de acontecimientos tan desternillante como cruel, que retrata el auge y caída de un caudillo dictatorial. Bocanegra acabará siendo asesinado por Requena, quien previamente se ha convertido en amante de la esposa de aquél. Pancho Cortina, como salvador de la patria, acabará con la vida del asesino y protegido, inaugurándose a continuación una época de caos, de la que sólo Pinedo, el viejo y callado escritor, saldrá beneficiado, según antes mencioné.

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Entretanto, la galería de retratos es impagable. Así: Luisito Rosales, inefable Ministro de Educación que consiente cobardemente en colaborar con la dictadura, haciendo abstracción de que Bocanegra ha mandado asesinar a su propio hermano Lucas, dirigente demócrata; el jefe de la misión diplomática española, autor de sorprendentes e hilarantes despachos en los que Ayala satiriza la jerga burocrática y se burla de la inflamada retórica del hispanismo oficial; la Presidenta o Primera Dama, ridícula y lúbrica, que lleva a Tadeo simultáneamente a la gloria y a la perdición. De entre las peripecias de Muertes de perro, destacaré dos. En primer lugar, la entronización de Bocanegra como académico de número, con laudatio a cargo del sociólogo Toño Zaralegui y respuesta del dictador escrita por su tiralevitas Rosales. No me resisto a transcribir al pie de la letra tamaña evocación farsesca del engolado mundo académico, cuyos extremos Ayala ridiculiza con conocimiento de causa: Hubiera dado algo por penetrar en el pensamiento de Bocanegra, adormilado ahí como un cocodrilo al sol, mientras, por ejemplo, se despachaba catedráticamente el sociólogo Toño Zaralegui a propósito de las peculiaridades de nuestro idioma nacional, expresión del genio de la patria, tan enriquecido por la aportación de las proclamas, discursos y decretos de este hombre extraordinario, Antón Bocanegra, nuestro nuevo académico de número, en cuyo estilo inconfundible y vigoroso, fruto de un espíritu original, late la pujanza de una raza nueva, abocada a los más altos destinos, etc., etc., etc. La cara del Presidente no reflejaba nada. Y, en cuanto a la del doctor Rosales, que era, como yo sabía bien, quien le redactaba los discursos a Su Excelencia, tampoco acusó el efecto de los ditirambos que su colega dispensaba con tanta largueza. Yo, maliciosamente, espiaba, para rastrear en su expresión sombras de azoramiento, de vanagloria, de susto, de algo; pero mi hombrecito estaba tan pendiente de la organización del acto, siempre sobre ascuas, temeroso de alguna falla, que todo aquello le pasó por alto, y ni siquiera pensó que los únicos méritos literarios invocados en el haber del nuevo académico eran obra de su docta pluma.

La segunda peripecia —que es la que explica el nombre de la novela— se refiere igualmente a Luisito Rosales. Esta vez el autor le hace adiestrador de un perrito que llega a ser capaz de entonar a ladridos el himno nacional de la República. El presuntuoso ministro desvela el prodigio al secretario Requena, con el ruego de que custodie al animal y, en el momento oportuno, se lo ofrezca como regalo al dictador. Pero Requena, furioso porque a él el perro no le obedece y permanece mudo, lo ahorca en el perchero de un armario. Cuando Rosales regresa, desvelando que quiere nada menos que «hacer ante el jefe un alarde incontestable de mis dotes pedagógicas, para desmentir la maledicencia de los enemigos y opositores empeñados en desacreditar mi obra e impugnar mi capacidad como ministro de Instrucción Pública» se encuentra con el desaguisado. El desalmado Requena lo despacha, advirtiéndole de que, en el fondo, tiene suerte, pues no ha revelado, ni a

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Bocanegra ni a nadie, su patético atrevimiento de profanar el himno, poniéndolo en las fauces de un can. Es imposible no ver en toda esta tragicómica saga un diagnóstico moral sobre los abusos del poder, la demagogia, el arribismo, la codicia y cuantos vicios queramos añadir, todos ellos propios del amargo siglo xx que le tocó vivir a nuestro autor. Y tampoco resulta ocioso sugerir, en mi opinión, que Ayala traslada al trópico las preocupaciones sociopolíticas de un testigo y perdedor de la Guerra Civil española. Al final, sin embargo, la voz tenaz del narrador-escritor recupera la única entereza o esperanza posible, esto es, la de la cordura y el acento crítico en la reconstrucción de los hechos. Se trata del mismo empeño por desvelar la tendenciosidad y la falsedad que veíamos antes convertido en leit-motiv del Tratado de Sociología, sólo que, ahora, con otro ropaje. Pero todos los libros de Ayala apuntan en realidad hacia lo mismo, y lo hacen eficaz y ejemplarmente. ¿Qué es eso hacia lo que apuntan? Sin ánimo de simplificación, yo diría que lo que reivindican es la libertad, aun a sabiendas de su precariedad y hostigamiento, lo mismo que el gozo, por mucho que éste se vea rodeado de circunstancias adversas. Y todo ello con el vehículo de una espléndida prosa, trabajada aunque siempre fluida, clara y envidiablemente elegante. Empezaba esta contribución con una divisa, «narrar pensando; pensar narrando», que nos ha llevado por distintos contextos, épocas, lenguas y autores, al hilo de las fecundas y siempre abiertas relaciones entre la literatura y el pensamiento social. En Ayala hemos encontrado una confluencia de excepción entre esas apuestas parejas del genio humano. Su voz se suma a un concierto imperecedero, en calidad de solista virtuoso que es fiel a las normas de estilo del legado y el programa al que sirve. Leyendo y releyendo a nuestro autor, recuperamos fragmentos vivos de la historia y la sociedad, y propiciamos la construcción de un futuro, si no perfecto, al menos cuerdo. Un grande de la cultura española del siglo xx nos atrapa, nos inquieta y nos deleita. El escepticismo ilustrado y el racionalismo crítico que le caracterizan no están reñidos con un talante festivo que trata de disimular el imparable avance del polvo y las cenizas de la finitud. Todo un teórico —o, mejor, todo un sabio— y todo un escritor. ¿Se puede pedir más?

II memoria y tradición, consumo y renovación

LA MEMORIA NOVELADA. EL PESO DE LA FICCIÓN EN LA CONSTRUCCIÓN DEL DISCURSO DEL PASADO Isaac Rosa Mi aportación a este libro pasa por reflexionar sobre cómo los ciudadanos utilizamos la literatura como una intermediación para relacionarnos con la realidad. Lo hacemos con nuestro tiempo, extrayendo de la ficción una representación del mismo. Y lo hacemos de forma más evidente, y en ello me centraré, en nuestra mirada al pasado. Me centraré en el peso que la ficción tiene en la construcción de ese discurso del pasado, de esa memoria, especialmente en el caso español, por razones a las que me referiré. A continuación, haré una valoración personal de esa contribución de la ficción a la construcción del discurso del pasado, de qué manera se ha reflejado ese pasado en la ficción, o dicho de otro modo, qué imagen, qué representación de ese pasado, ofrece la ficción a los lectores. Cuando yo decido escribir El vano ayer1, me enfrento a una serie de limitaciones que tienen que ver con cómo se ha elaborado ese discurso del pasado. Cuando pretendo hacer un análisis, con las herramientas de la literatura, de la dictadura franquista, me doy cuenta de las carencias que ese discurso tiene, y que dificultan mi trabajo. Enfrentado a un discurso del pasado lleno de deficiencias y carencias bien conocidas, yo parto de una pregunta inicial: ¿quién construye ese discurso? Es decir, desde el momento en que en España no existe una memoria pública, construida y sostenida desde el Estado, como puede ocurrir con la memoria del Holocausto en Alemania o en Israel, ¿quién elabora la interpretación, el discurso, la memoria de la guerra civil? He dicho memoria pública, aunque no tengo muy claro qué término sería más adecuado, si memoria pública o memoria institucional, entendiendo por tal la que se fija en el Estado como patrimonio del país, para diferenciarla del   El vano ayer, Barcelona, Seix-Barral, 2004.

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término más cultural de memoria colectiva, o el mediático de memoria dominante. Tal vez podría usarse también el término «memoria oficial», si bien parece tener mayor carga peyorativa, hartos de «versiones oficiales» que siempre resultan sospechosas, y que tiene un eco policial. Paul Preston habla de «política pública de la memoria democrática», que tal vez sea más exacto. Me gustaría detenerme brevemente en este punto. Entre nosotros, hablar de memoria oficial, institucional, es polémico, entre otras razones porque durante cuarenta años conocimos una versión oficial, una memoria oficial, la del franquismo, esa sí institucional, pública y dominante, con sus conmemoraciones, sus monumentos, sus homenajes... Una memoria institucional del franquismo que estuvo vigente hasta la muerte del dictador, y que a cambio, ya en democracia, no ha sido contrarrestada en todos estos años por una memoria institucional democrática. La democracia necesita de una memoria institucional para reforzarse, para que sean sólidos los valores democráticos entre los ciudadanos. Unos valores que necesitan del desarrollo de una conciencia antidictadura en la sociedad, pues es el reverso de una conciencia democrática fuerte. Y en este sentido, seguimos afectados por la herencia antidemocrática del franquismo, por la falta de una cultura y una tradición democráticas, lo que se manifiesta en cuestiones como el apoliticismo de una parte importante de la sociedad que no participa en los asuntos públicos, y que los ve con desinterés o incluso con desconfianza. Consecuencias, entre otras, del peso de un tiempo corrupto y criminal, que creó unos esquemas mentales y un lenguaje propios de los que todavía no nos hemos librado por completo. Una memoria pública que quede fijada como patrimonio del Estado, de forma que no esté sujeta a vaivenes electorales, a cambios de gobierno, ni sea manejada en función de intereses partidistas por unos u otros (pues no olvidemos que también desde la izquierda se ha hecho un uso interesado de la memoria, como arma arrojadiza contra el Partido Popular en el gobierno, o como reclamo en campaña electoral). Una memoria pública que reduzca las distancias existentes entre la memoria colectiva y las memorias individuales de una parte importante de la sociedad. Una distancia que era grande durante el franquismo (la memoria individual de los derrotados frente a la memoria colectiva/oficial del régimen), y que debe reducirse para hacer posible la convivencia, a partir de un acuerdo mínimo sobre el pasado y las lecciones a extraer del mismo. Si no existe ese acuerdo mínimo, nos advierte Paloma Aguilar, «nos encontramos con la existencia de una memoria histórica conflictiva sobre cuyos cimientos es casi imposible construir un futuro común, alcanzar la paz social y la estabilidad política». Esa carencia de memoria institucional deja muchos huecos en el conocimiento del pasado, a lo que se une la carencia de instrumentos de resarcimiento y de clarificación sobre las víctimas como pudieron ser en algunos países las llamadas comisiones de la verdad.

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Se trata éste de un caso muy distinto de memoria pública, pero que también debe ser observado, el de América Latina, las llamadas Comisiones de la Verdad. Con todas sus imperfecciones, limitaciones e incumplimientos, estas Comisiones han permitido investigar los crímenes más graves, sacar a la luz las atrocidades, señalar a algunos culpables y reparar en cierta medida a las víctimas. La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, de Argentina; la Comisión de Verdad y Reconciliación, de Chile, la Comisión de la Verdad, de El Salvador, o la Comisión creada en Perú en fechas más recientes, son ejemplos de iniciativas promovidas desde el poder oficial, generalmente a partir de la presión social. En otros países fueron los activistas y organismos de derechos humanos quienes, al margen del Estado, impulsaron comisiones similares. Las Comisiones de la Verdad son una forma de enfrentarse con el pasado en sociedades que han pasado por una situación de grave conflicto, y pretenden superar mediante el conocimiento los traumas del pasado, y extraer lecciones para el futuro. La identificación de los casos de violaciones de los derechos humanos es uno de los puntos centrales de estas Comisiones. Investigaciones que permiten identificar los mecanismos de represión y terror, y el reconocimiento de los crímenes, como primer paso necesario para la reivindicación de la memoria de las víctimas y la reparación de las mismas. En sus conclusiones, las Comisiones de la Verdad formulan recomendaciones a los Estados, en cuanto a la prevención de las violaciones de derechos humanos, la reparación a las víctimas y el homenaje a su memoria. Las Comisiones de la Verdad, más allá de sus resultados efectivos, tienen el valor de arrojar luz sobre el pasado más siniestro, dar publicidad a lo menos conocido, enfrentar a la sociedad con el horror de su pasado y con sus responsabilidades y crímenes. Evidentemente, aunque el caso español pueda ser equiparado al de otros países hispanos, serían otras las razones que seguramente impedirían una Comisión de la Verdad en España a estas alturas, fundamentalmente la convicción de que la función reconciliadora de estas Comisiones podría tener aquí y ahora una función separadora, de enfrentamiento. Entonces, volviendo a la pregunta inicial, ¿quién ha construido esa memoria? En mi opinión, la responsabilidad no es única. Son varios los agentes que intervienen en la construcción de esa memoria, y yo he decidido fijarme en uno de ellos, fundamental, de gran repercusión, de gran fuerza y alcance: la ficción. Y me refiero tanto a la ficción literaria como a la audiovisual. Y en el caso de la ficción literaria, creo que los autores tenemos una gran responsabilidad, en tanto que agentes ideológicos y forjadores de esa memoria; una responsabilidad de la que no siempre somos conscientes. La carencia de esa memoria institucional a que me refería explica el peso que la ficción, la literatura, tiene en la construcción de la memoria. Porque la

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literatura ocupa un espacio que tal vez no es suyo, o no lo es del todo; llena unos vacíos que tal vez corresponderían a otros agentes. Como escritor, trato de escribir desde la conciencia de esa responsabilidad, desde la convicción de que mi creación, mi ficción, va a ser percibida por los lectores como algo más, mucho más que una invención: como una imagen cierta del pasado, como un relato a incorporar a esa memoria colectiva. No creo exagerar si digo que una mayoría de ciudadanos construye su visión del mundo a partir de ficciones. Novelas y películas se convierten en agentes ideológicos de primer nivel, de donde extraer valores, representaciones, enseñanzas sociales y morales... Si nos referimos a la visión del pasado, una mayoría de ciudadanos ha construido su conocimiento y su impresión de tiempos pasados antes a partir de novelas y de películas que de investigaciones o de manuales de historia. Son los autores de ficción, en tanto que filtro de los historiadores, los que van dando forma a la imagen del pasado. No es un secreto que en España el conocimiento del siglo xix español, tan escaso como necesario —entre otras razones para poder comprender el siglo xx, incluida la guerra civil—, ese conocimiento pasa antes por la obra de Pérez Galdós (o incluso por adaptaciones televisivas o cinematográficas de la misma) que por la obra de un gran historiador como Josep Fontana. Y si hablamos de la guerra civil o del franquismo, para bien o para mal hacen más las novelas que las interesantísimas investigaciones disponibles. Por ejemplo, la imagen de la posguerra, de los años cuarenta, puede haber sido fijada antes por la lectura de La colmena de Cela, o su adaptación cinematográfica, que por obras como la obra colectiva Morir, matar, sobrevivir, coordinada por Julián Casanova, y otras que exponen aquella realidad represiva brutal que no está tan presente en la obra de Cela. Y no sólo la literatura. Más aún el cine o la televisión. La ficción audiovisual es tal vez la que más trabaja para fijar la imagen histórica en una mayoría de ciudadanos, que por ejemplo conocen la II Guerra Mundial a través de la imagen interesada del cine norteamericano y sus heroicos soldados Ryan, o ahora, en España, el tardofranquismo en la imagen de una famosa serie televisiva que propone un discurso conciliador y nostálgico. En lo que se refiere a la contribución de la escritura de ficción a la construcción de esa memoria, de esa representación, se trata de un proceso que no depende tanto de la intención del autor como de la percepción del lector. El que un lector considere una novela al nivel de un género historiográfico no depende de que el autor se lo proponga o no, sino del crédito con que seguimos leyendo ficción. No es algo que dependa del autor, de su actitud, de sus elecciones, de su sentido de la literatura, de su compromiso con algo o con alguien; sino que es algo que le antecede, porque en realidad depende del lector, de su percepción, de cómo realiza la lectura, de qué valor concede a la palabra escrita. Que los lectores extraen de la ficción literaria una visión del mundo, una imagen de su tiempo, unos esquemas de interpretación, una ética, una información para conducirse, es algo que no depende tanto de que el autor así lo

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quiera, sino que el lector así lo reciba. Más allá de las intenciones del autor está la percepción del lector, más allá de la voluntad de representación que pretenda el autor, está la asunción de tal que el lector realiza. Y la realiza al margen del autor; la realiza de forma diríamos que automática. De ahí que esa responsabilidad, ese poder de la palabra, esa grandeza y también ese riesgo, están ahí ya cuando el autor llega. Puede considerar esa responsabilidad y estar a la altura de ella, pero no puede eludirla, pues su elusión se convierte en una irresponsabilidad. Parece una obviedad a estas alturas, pero hay que seguir recordando el enorme poder de la palabra escrita, que no siempre se tiene en cuenta hoy, cuando muchos escriben por otro tipo de motivaciones, tales como el prestigio, el triunfo social o económico, la emulación... Continuamente oímos hablar del descrédito de la ficción, que se ha convertido en un lugar común dentro de un debate más amplio sobre el sentido de la novela hoy. Pero yo al contrario, creo que los lectores siguen siendo muy crédulos, entiéndanme lo de crédulo sin intención despectiva, y que la palabra escrita sigue teniendo un gran poder. El descrédito de la ficción no es tal, y la ficción, la literaria, pero también o especialmente la audiovisual, sigue siendo la referencia real de una mayoría de ciudadanos que como decía antes, construyen su visión del mundo a partir de ficciones, que incluyo construyen y fijan su conocimiento histórico a partir del discurso de la ficción, puesto que conceden a las novelas un valor testimonial, incluso un valor científico, a la altura de la historia, la psicología o la antropología. La literatura sigue siendo el modo en que muchos nos relacionamos con nuestro tiempo. De ella tomamos los esquemas interpretativos, la información necesaria y los conceptos sobre los que reflexionar. En mi caso, cuando decido escribir sobre el franquismo, me preocupa saber que esas páginas de ficción pueden ser tomadas en cuenta prácticamente como un manual de historia del franquismo. De ahí que los novelistas, en tanto que corresponsables, tenemos que rendir cuentas de cómo ejercemos esa responsabilidad, y tenemos nuestra parte de culpa en las carencias de la memoria histórica en este país. El que la ciudadanía española tenga una memoria defectuosa o incompleta de la guerra civil o del franquismo es culpa de la gestión política de la memoria en la transición y en la democracia, de los pactos de silencio; de la acción o inacción de los investigadores y de las inercias del sistema universitario; pero también, en no menor medida, es responsabilidad de aquellos autores que desde la ficción no han sabido, no han querido o no han podido proponer un discurso suficiente del pasado, una imagen ajustada, una memoria exigente. Si nos referimos en concreto a la guerra civil y el franquismo, a su presencia en el discurso de la ficción, en mi opinión son muchos los autores que no están a la altura de esa responsabilidad. Porque la confianza de los lectores en la ficción, la credulidad con que seguimos leyendo novelas, lleva, en último término, a que lo que no aparece en las novelas, o aparece marginal-

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mente, no exista, o exista menos, de forma menos problemática. De ahí que la imagen que muchos ciudadanos tienen de nuestro pasado reciente, y que han construido a partir de ficciones, esté llena de agujeros, sea una imagen incompleta a la vez que simplificadora, que no permite un conocimiento válido, y mucho menos un ejercicio de crítica, no ya del pasado, sino de nuestro tiempo. Porque ese poder de la ficción, y esa responsabilidad de los autores, es aplicable también a nuestro tiempo: de la misma manera que los medios de comunicación establecen una agenda del mundo, de qué se habla y de qué no, y cómo se hace, también la literatura crea una agenda paralela, y lo que no sale en las novelas es como si no existiese, o lo hiciese de forma menos problemática. Eso se percibe con algunos problemas de nuestro tiempo, con conflictos y carencias de primer orden que, sin embargo, son invisibles para la literatura actual. Por ejemplo, pensemos en que cualquier encuesta ciudadana coincide siempre en señalar que dos de las principales preocupaciones de los españoles son el trabajo y la vivienda. El desempleo, la precariedad laboral, la inseguridad en las relaciones laborales, la insatisfacción, por un lado; y el precio excesivo de la vivienda, la especulación, el endeudamiento abusivo, la incapacidad de hacer efectivo el derecho constitucional a una vivienda, por otro lado. Trabajo y vivienda, precisamente dos cuestiones que de forma reiterada son excluidos (o tratados sin contundencia) en la novela española actual, y por supuesto en la ficción audiovisual, cinematográfica o televisiva, insistiendo los creadores en mostrar una realidad optimista, con personajes de nivel adquisitivo medio-alto y preocupaciones sentimentales antes que sociales. Si aplicamos este mismo razonamiento a la literatura española sobre la guerra civil y la dictadura, veremos que son numerosas las zonas de sombra, los elementos ausentes, que por no tener presencia literaria tienen menos existencia, son invisibles, se sustraen al conocimiento de los lectores menos informados. En España se ha escrito mucho sobre la guerra civil. Mucha literatura, por supuesto, muchas novelas. Aunque se ha convertido en un lugar común la afirmación de que no hemos querido mirar al pasado, que hemos elegido el olvido, la amnesia, lo cierto es que tal olvido no existe. Al contrario, el pasado está muy presente, y en los últimos treinta años han aparecido cientos de títulos, tanto de ficción como de no ficción, en torno a la guerra civil. Una producción editorial que no ha dejado de crecer, y que en los últimos tiempos ha dado lugar a una molesta inflación de literatura sobre nuestro pasado reciente, espoleada por varios factores. Por un lado, el éxito en ventas y críticas de novelas como Soldados de Salamina puede haber provocado una avalancha de novelas construidas a partir de la recuperación del pasado, en muchos casos miméticas en la fórmula de Cercas (que tampoco era tan original) del «relato real»: novelas basadas en la recuperación de episodios y personajes marginales, muchas veces reales, más cercanas a la crónica, al reportaje periodístico, que a la novela como tal.

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Esto en paralelo a un fenómeno claramente visible en el último lustro: el proceso de recuperación de la memoria histórica emprendido por las nuevas generaciones de historiadores, y por un fuerte movimiento asociativo, que ha reabierto con fuerza el debate sobre el pasado en España y ha acrecentado la demanda de información por parte de los lectores, el interés por conocer ese pasado. Al calor de este proceso, los autores y las empresas editoriales se han propuesto transformar ese interés, esa demanda, en objeto de consumo, y así las librerías se han llenado de libros, investigaciones, memorias, biografías, pero también muchas novelas. Los quioscos se han llenado también de coleccionables relacionados con la memoria de la guerra y la posguerra, ya sean ensayos, biografías, novelas o películas; colecciones cuyo contenido obedece a criterios empresariales antes que a un interés por la recuperación de la memoria, lo que lleva a la presencia de títulos dispares y contradictorios. Y también las páginas de los periódicos, las programaciones televisivas o las salas de exposición. Un fenómeno que previsiblemente será aún mayor en los próximos meses, por la coincidencia de dos aniversarios de gran valor político, sentimental y también comercial: los treinta años de la muerte de Franco, y los setenta años del inicio de la guerra civil. Esta combinación de factores, esta mayor atención hacia el pasado y los discursos construidos en torno al mismo, ha dado lugar a dos tipos genéricos de literatura. Por un lado, desde el punto de vista político, un buen número de novelas reivindicativas, en la línea de los presupuestos de ese movimiento social de recuperación de la memoria histórica: novelas que se proponen rescatar y rehabilitar a los olvidados, a las víctimas, que se proponen una función social, o más bien cívica; que se proponen completar cuanto queda pendiente en el conocimiento del pasado, que se proponen resolver las zonas de sombra de esa memoria. En muchos casos, sobra decirlo, las buenas intenciones no son suficientes, y la propuesta literaria no está a la altura. Por otro lado, desde el punto de vista comercial, novelas que se originan no en un propósito cívico o político, sino en un cierto oportunismo, en una visión comercial, por parte de autores y editores.Se trata de la guerra civil convertida en algo así como un género literario, un género de éxito, del agrado del gran público, de los editores, suplementos literarios y premios. Ante estas buenas expectativas, muchos de los que han escrito desde la ficción sobre la guerra civil o el franquismo no lo hacen preocupados por conocer aquel tiempo o extraer lecciones o desvelar complicidades, sino como un decorado vistoso y reconocible para el lector, como una fórmula de éxito todavía. Un género literario con frecuencia equiparado a la novela histórica, o más bien a cierto tipo de novela histórica, aquella que despierta mayor interés editorial y comercial, de escasa calidad literaria y mínima ambición, y que sólo busca ganar lectores, o más bien compradores de libros, mediante la exitosa fórmula que podríamos definir con el lema «información más entretenimiento».

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Se trata de ofrecer al lector la satisfacción de pasar un buen rato, entretenerse mediante intrigas y pasiones que pueden ambientarse en cualquier época, y a la vez ofrecerle un conocimiento, una información, de manera que el lector salga del libro con la sensación de haber pasado un buen rato y haber aprendido algo. Es un esquema reconocible en muchas de las novelas más vendidas, en ese auge de la novela histórica. La guerra civil se presta especialmente a esta fórmula comercial, por cuanto tiene referentes más cercanos y familiares para los lectores españoles, entre los que el pasado reciente, como decía, sigue despertando gran interés. De hecho, en la mayor parte de obras no hay un afán de interpretación, de desentrañar la herencia de aquella guerra, o de enfrentarse cara a cara a los muchos elementos oscuros de aquel tiempo; sino poco más que una ambientación, una coartada argumental. Más que novelas sobre la guerra civil, deberíamos hablar de novelas situadas en la guerra civil. Con excepciones, la mayor parte de novelas que hoy se publican sobre la guerra civil son poco interesantes literariamente, aunque algunas puedan tener valor documental, testimonial o historiográfico. Pero en tanto que creación literaria, se trata muchas veces de obras previsibles, sin riesgos, que se limitan a reproducir con escasas variaciones unas fórmulas de género. Las propias editoriales se dedican a promocionar publicitariamente estas obras con anuncios en prensa donde se resaltan los aspectos más melodramáticos y sentimentales, con lemas que subrayan las pasiones e intrigas, los secretos desvelados, los amores imposibles en tiempos revueltos, etc, lo que demuestra la intención de ganar al lector antes por el lado emocional que por el intelectual, tarea siempre más fácil y menos arriesgada. Como novelas de plantilla, nos encontramos muchas veces con el uso de esquemas de interpretación más o menos invariables, una tendencia a simplificar, mitificar o incluso trivializar el pasado, y a optar por formas de memoria sentimental; todo lo cual en vez de ofrecer una visión crítica del pasado, nos ofrecen un consuelo en forma de nostalgia; y que en vez de arrojar una mirada crítica sobre el presente, nos reconcilian con el tiempo que vivimos. Y lo peor es que esos episodios de la historia reciente de España, la guerra civil o el franquismo, han sido devaluados por muchos que además se presentaban como defensores de esa memoria, y que en realidad lo utilizaban para otros fines, ya fueran de tipo comercial (pues como decía se han convertido en un género del gusto del público, siempre que cumpla unas condiciones de novela de género: intriga, enseñanza histórica, sentimentalismo...); pero también para ajustar sus propias cuentas, o en función de las necesidades políticas del presente, ya fuera como muestra del desencanto tras la transición y en los años del PSOE, ya como arma arrojadiza contra la derecha en el poder durante los gobiernos del Partido Popular. El costumbrismo suele ser otra de las tentaciones habituales de la literatura sobre la guerra y la dictadura, sobre todo en la literatura ambientada en el franquismo. Un costumbrismo que consigue que el lector que vivió aquel tiempo se enrede en la pegajosa nostalgia, a través del ambiente de época; un

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ambiente que siempre será inocente, ingenuo, casi una edad de oro, cuando éramos jóvenes y todo estaba por hacer, hasta el burlón «contra Franco vivíamos mejor» que propuso Vázquez Montalbán. Un costumbrismo nostálgico que arraigó ya en los ochenta gracias al desencanto que supuso la transición y la llegada de la democracia para muchos que se sintieron defraudados con la normalidad del nuevo tiempo. Un crítico fundamental de aquellos años, Constantino Bértolo, se refería así a las novelas de los años ochenta: «encontraron su público, un público que venía de su derrota moral y política —pues no otra cosa fue la transición— por más que llegaran a ocupar más tarde los escaparates del poder. Un público interesado en perder la memoria —la crítica de su pasado— o en mitificar esa memoria para huir de las preguntas del presente.» Y Jordi Gracia, en su ensayo Hijos de la razón, insiste en la idea: «como si todavía la inmadurez de la sociedad democrática española recomendase mantener un estereotipo pueril, o perpetuar un fósil explicativo que no es desmemoria sino simplificación de un cuadro denso de claroscuros y alérgico, como toda razón adulta, a los contrastes limpios y los maniqueísmos (...) Son modos inofensivos de revisitar el pasado. Empantanan la memoria sentimental y cedemos, incluso (o precisamente, añado yo) los que no hemos vivido casi nada de la España de Franco, al chantaje fácil de la memoria emotiva, incluso cuando esa memoria es prestada (...) Un infantil falseamiento del franquismo (...) acabaría haciendo aceptable algo todavía peor: la lectura mágica de la transición». Hay, por último, y en este caso referido más al franquismo que a la guerra civil, otra forma de enfrentarse al pasado, que en ocasiones contiene una fuerte dosis de crítica y desacralización, pero que otras veces lleva a mayor confusión. Es la tendencia a resaltar los aspectos más grotescos de aquel tiempo, la imagen del franquismo como un tiempo cutre, esperpéntico, risible, deformado mediante recursos cómicos. Acaba transmitiendo la imagen de un tiempo que antes que cutre, que grotesco, fue brutal; y acaban por hacernos creer que en realidad fue un tiempo divertido, pues divertida era la estética franquista, su épica imperial desopilante, los desmanes de la censura, los excesos de celo de las autoridades. Es, en definitiva, otra forma de enfrentarse a la vergüenza de un pasado en el que hay poco de que enorgullecerse, por lo que es mejor aceptar que fue un tiempo cutre. Un lector me hablaba hace poco en términos quijotescos de la literatura sobre la guerra civil y sobre el franquismo, en el sentido de considerar las novelas sobre este períodos, las malas novelas se entiende, como los libros de caballería que formaban las lecturas de Alonso de Quijano, y que le llevaron a su peculiar locura. Si bien es una exageración, y nadie va a enloquecer con la literatura española referida a la guerra y al franquismo, sí es cierto que en muchos casos se ha convertido en un género, limitado y empobrecido. Si no enloquecer, sí que es cierto que un hipotético lector que, a la manera del caballero cervantino, sólo leyera cierto tipo de literatura, tendría una percepción muy desviada de lo que fue aquel tiempo. A la manera de los li-

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bros de caballería, hay novelas que, sin llegar a enloquecer a los lectores, sí pueden llevarlos a confusión, a creer en edades doradas y en tiempos heroicos para lo que en realidad fue un tiempo cruel y miserable. Entre las deficiencias que el discurso del pasado en la ficción tiene, está su carácter selectivo, a la hora de escoger los materiales con que trabaja. Nos encontramos con una serie de cuestiones, centrales, que quedan al margen de la literatura sobre aquel tiempo, que son poco visitados por los novelistas. Se trata de cuestiones que también han estado durante años en un lugar secundario entre los investigadores, en ocasiones por la dificultad de acceso a archivos, o por su misma inexistencia; o por tratarse de asuntos especialmente conflictivos, que se ha preferido no remover, pero sin cuyo conocimiento no se entiende la totalidad y la complejidad de aquel tiempo. Para empezar, hay una desproporción en el tratamiento que han recibido la guerra y el franquismo en la literatura. Mientras que la Guerra civil es un tema frecuente, incluso es ya un género literario con sus propios códigos y esquemas; los cuarenta años de dictadura que siguieron a la guerra han recibido menos atención desde la ficción, y especialmente los años del llamado «tardofranquismo», los sesenta y setenta, un tiempo complejo y fundamental para entender nuestro presente, nuestra democracia. El franquismo y sus complicidades es un tema molesto para la ilusión de inocencia originaria sobre la que hemos construido nuestra democracia, desconociendo lo que son las raíces de nuestro tiempo, de dónde vienen las carencias y conflictos de la sociedad española. Y en esos años hay muchas respuestas a preguntas actuales. En efecto, y puestos a hablar de pactos de silencio y zonas de sombra, el problema no es de cantidad, sino de calidad. No es que no haya novelas que se refieran a ese pasado; al contrario, son numerosas. Es más bien un problema de calidad de ese discurso, de qué se ha contado y qué no, y cómo se ha contado. Observamos cómo en la literatura española siguen existiendo muchas lagunas, muchas zonas de sombra, muchos aspectos poco visitados por los escritores. Por ejemplo, todo lo relacionado con la represión, durante la guerra y después de la guerra, el funcionamiento del aparato represivo, los asesinatos masivos de los primeros años y, ya durante el franquismo, el uso de la tortura, la amenaza, el uso de delatores, los beneficios de la colaboración o la no oposición. O la purga del sistema educativo realizada por el bando vencedor, la eliminación de miles de maestros republicanos, que perdieron su trabajo, su libertad, su país saliendo al exilio, y en no pocos casos la vida. O los aspectos económicos derivados de la guerra civil, durante la misma y ya en la posguerra: las empresas que se beneficiaron de la mano de obra de los prisioneros de guerra, los patrimonios que cambiaron de manos aprovechando la represión, las fortunas amasadas al calor de la victoria. O las muchas complicidades sociales existentes.

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Este estado de cosas ha hecho que en una parte de los lectores, que podemos identificar con los más exigentes, sufra un cierto cansancio, un hartazgo, ante las novelas que se escriben sobre la guerra civil; un cansancio que va más allá y alcanza a la narrativa actual, de la que muchos han desertado como género, desencantados y aburridos, para refugiarse en géneros más satisfactorios como el ensayo o la lectura de los clásicos. El lector exigente se muestra insatisfecho por el tratamiento que del pasado se ha hecho en la ficción española, el discurso que de la guerra y la posguerra, o del franquismo, se ha construido desde la narrativa. Un discurso que, con notables excepciones, resulta muchas veces insuficiente, defectuoso, fraudulento. Un relato del pasado que no nos muestra su verdadero rostro miserable, que no nos enfrenta con nuestras vergüenzas y fracasos, sino que acaba por consolarnos y reconciliarnos con ese pasado, y de resultas también con nuestro tiempo presente. La debilidad del discurso construido en la ficción acerca de la guerra civil y el franquismo tiene consecuencias sobre nuestro tiempo. La irresponsabilidad de quienes han dejado que la memoria necesaria del pasado languidezca, se desinfle, o sea sustituida por mitificaciones, por nostalgias, por consuelos; no sólo evita la crítica al presente, en tanto que tiempo heredero de aquel pasado, sino que además facilita la revisión de ese pasado, un fenómeno al alza en España en estos momentos, donde algunos revisionistas con gran éxito de ventas y gran repercusión mediática se están dedicando a rescribir, según la música y la letra de los vencedores, reproduciendo con fortuna los viejos argumentos de la propaganda franquista. La debilidad de ciertos discursos, la complacencia, la sentimentalización, el abandono de la perspectiva moral, favorece el desentendimiento, y deja el terreno libre para los revisionistas. Cuando decía que muchos creadores no han estado a la altura de su responsabilidad, me refiero también a que con su actitud floja han dejado preparado el terreno para el revisionismo, que se siente fuerte ante una memoria floja, declinante, mitificadora, con aspecto de expediente cerrado y resuelto, que lleva al desinterés a una ciudadanía desinformada y falta de argumentos con que hacer frente a la ola revisionista. Quiero terminar con unas reflexiones esperanzadas. Frente al agotamiento que parece mostrar la guerra civil como tema literario, por su reiteración en fórmulas estereotipadas, yo creo que aún podemos esperar grandes novelas. Hasta ahora, los grandes títulos han venido de autores que vivieron el conflicto en primera persona (pensemos en Sender, Barea, Aub, Massip, Chaves Nogales...), o de quienes fueron hijos de aquel tiempo y sufrieron sus consecuencias y la pesada herencia de aquella guerra (caso de Benet y el tratamiento que hace de la guerra civil en su obra). Ahora llega el momento de que quienes ni lo hemos vivido ni hemos sufrido su largo epílogo, quienes hemos nacido o crecido en democracia, propongamos nuestra interpretación a partir de nuestra mirada distinta, des-

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acomplejada, más limpia y más libre. De la misma forma que en el fenómeno actual de recuperación de la memoria histórica hay un fuerte componente generacional, por el que son los jóvenes, ni siquiera hijos sino nietos de las víctimas de la guerra, los que están removiendo el discurso existente y proponiendo nuevas interpretaciones, creo que van a ser los autores jóvenes los que en los próximos años puedan escribir las obras más interesantes sobre la guerra civil.

BIOGRAFÍA, REALIDAD Y LITERATURA: UNA CARTA ABIERTA A LOS AMIGOS José Giménez Corbatón Cuando escribo me ofrezco desnudo a la página en blanco. Debería decir: a las páginas en blanco, que se extienden como sábanas limpias, acogedoras, en torno a mí, envolviéndome con su frescura, su tibieza, su caricia. Y sin embargo procuro que nada de mi apariencia se refleje en esas páginas, o en el resultado, debería decir, de mi trato con ellas, por mucho que se extienda en el tiempo. Recalco mi presencia una y otra vez para borrar cualquier resquicio de mí en ellas, me emborrono una y otra vez tratando de desdibujarme, de diluirme en las palabras hasta hacerme invisible. Cuando me muestro, mi presencia se hace más ausente. Debería decir: estoy más presente cuanto más invisible me hago. Sólo quedan las palabras, que son mías, y que son de otros, porque han dejado de ser mías cuanto más las he trabajado. Les insuflo una vida hecha de vidas ajenas surgidas de mí mismo. Sólo cuando mis personajes han ganado la partida, la página está resuelta, me ha acogido desnudo, soy yo porque ya no estoy en ella. Aprender a escribir es el arte de aprender a convocar las palabras. Las palabras se han grabado, a lo largo de la vida, en la piel desnuda del escritor. Forman un caos ordenado cuyo orden aparece desordenado. Los signos ortográficos, por ejemplo, ayudan a recomponer ese orden que el escritor intuye, pero que desconoce, por muy suyo que sea. Los signos ortográficos se alían con el escritor para que el escritor salga a flote. El escritor los llama como un náufrago en una isla desierta hace señales al barco que navega en lontananza, ajeno a su desventura. No siempre el barco divisa o atiende a la llamada. La coma, el punto, la tilde, los signos de interrogación o el párrafo entiban la penetración frágil en las entrañas del escritor, en los recovecos de

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la escritura, en el brillo inesperado del pensamiento más triste o más descabellado. Cuando empecé a escribir, lo hacía a mano. Un poco más tarde, con una vieja Olivetti que aún conservo como rémora afectiva de un pasado lejano, tan cerca. Tachaba, emborronaba, escribía en los márgenes de la cuartilla o del folio con bolígrafos de distintos colores, pegaba papelitos con textos más o menos definitivos sobre fragmentos de la cuartilla o del folio que habían acabado por resultarme ilegibles. El fondo de la cuartilla, del folio, o de los fragmentos de papel adheridos, perdían la blancura original. El resultado era un texto ordenado, mío y ajeno, que encerraba un cierto orden tras su apariencia confusa. Sólo yo lo entendía. Sólo yo me entendía, por fin, parcialmente, confuso y encontrado (debería decir: reencontrado) en una parcialidad inmediata, casi siempre pasajera. Me miraba en el espejo del texto emborronado y me reconocía: a fuerza de borrarme para dejar de ser lo que originalmente parecía resultar de mi primer impulso de escritura, había dejado de ser yo para ser más yo que mi propia apariencia. Me costaba limpiar el texto, despojarlo de tachaduras y de borrones, darle una apariencia legible, hacerlo coherente y presentable. Debería decir: nunca acababa de ser el perfecto invitado que se presenta en casa de su anfitrión recién duchado, afeitado, pintado, perfumado, bien vestido, pulcro, con la sonrisa perenne en los labios. Sin mácula visible. Una y otra vez, a medida que lo copiaba, lo iba ensuciando de nuevo. Siempre quedaba visible alguna duda, una enmienda, un atajo, un rodeo, la huella (debería decir: la amenaza) desasosegante de una encrucijada. El escritor nunca escribe sobre sí mismo, incluso cuando hace de sí mismo el motivo de la escritura. En este instante, sentado frente a la pantalla del ordenador: rompo el hilo de estas divagaciones en las que me reflejo, y miro por la ventana. Negros nubarrones, atardecer otoñal. El cielo se encapota, oscuro, sobre unas extrañas chimeneas que coronan la parte trasera del hotel que se levanta al otro lado del amplio patio de luces. Parece un barco, ese hotel. Con sus escaleras de incendio, con sus ventanas que no muestran nada, con sus torres de refrigeración, con sus terrazas y barandillas que sólo recorren operarios solitarios, como marinos hastiados en un buque varado. O me levanto de la silla y me siento de espaldas al ventanal de mi cuarto de trabajo, me lío un cigarrillo y me lo fumo despacio, y escucho el acordeón nervioso de Antonello Salis y la guitarra sarda, preparada, de Paolo Angeli, que interpretan, en delicado y desenfrenado dúo, Mother nature’s son, y evoco la ciudad italiana donde compré el disco hace dos años, o pienso en aquella mujer italiana con quien cené en una sola ocasión, en su falda larga, oscura, en los poemas que decía escribir y que nunca he leído, y en la calle de Cremona donde la conocí, y en su nombre que ahora, mientras pulso las teclas del ordenador, no consigo recordar, pero sí su estela, y su voz hablándome en francés con acento italiano, en la simpatía (debería decir: empatía) que nos unió durante unas horas aunque acabáramos separándonos quizá para siempre, y me levanto, camino hacia la estantería y cojo el Diccionario del

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español actual de Rafael Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, y busco «simpatía» y «empatía» porque me ha asaltado una duda, o dos dudas, qué palabra define, explica, matiza mejor lo que hubo aquella tarde, aquella noche, aquella cena en Cremona con la mujer cuyo nombre no recuerdo, si es simpatía o es empatía, y leo, «simpatía»: «Inclinación afectiva favorable y gralm. espontánea [hacia alguien o algo]; «empatía»: «Identificación afectiva con una realidad ajena», y (no sé, pero) me quedo con la segunda porque creo que explica con más precisión lo que sucedió aquella noche». Hace años que empecé a escribir en el teclado de un ordenador. A ver las palabras dibujarse en una pantalla. A borrarlas y corregirlas sobre esa pantalla, sirviéndome siempre de las teclas del ordenador como si fuesen una prolongación de las yemas de mis dedos y mis dedos una prolongación de mi cerebro. Mi cerebro ya no escribe sobre una página en blanco, sino sobre una pantalla en blanco. Corrijo una y otra vez, pero ya no emborrono. El fondo de la página siempre es blanco. El texto, limpio. Tenía doce años cuando mi padre, un obrero español que se pasó varios años de mi infancia haciendo dos turnos diarios y sin vacaciones de verano, me compró una máquina de escribir (la vieja Olivetti) en una subasta. Me hice con un no menos viejo manual de mecanografía y aprendí a escribir con todos los dedos. Me costó dos o tres meses, no lo recuerdo con precisión. Pasaba mi tiempo libre aprendiendo a escribir con todos los dedos en aquella Olivetti. Soñé con ser escritor, y empecé a redactar novelitas en cuartillas apaisadas, cuadriculadas. Luego juntaba las cuartillas y las grapaba por un costado, después de escribir el título y mi nombre en la primera. Le leía aquellas novelitas a mi tía ciega, que las escuchaba con paciencia y mucha atención, como escuchan los ciegos, y que me decía: «Me gustan mucho». Fue la primera persona que me ayudó a realizar mi sueño. La segunda fue un profesor de literatura, cuando ya tenía quince años. Cursaba el bachillerato en un colegio religioso de mucho prestigio. Yo era alumno becario. Aquel profesor nos hizo leer a Unamuno (Niebla, Abel Sánchez, La tía Tula) y a Baroja (Aviraneta o La vida de un conspirador, Las inquietudes de Shanti Andía, La casa de Aizgorri). Nos hacía redactar trabajos, componer relatos y poemas. En uno de ellos, anotó: no dejes de escribir. Fue la segunda persona que me ayudó a realizar mi sueño. Mi padre nunca me dijo por qué me había comprado la Olivetti. No lo consideró necesario. A mí me bastó con que lo hiciera. No requerimos hablar. Esperaba que su hijo no fuera como él. No pretendo que quisiera tener un hijo escritor. Un hijo diferente. Y encerró en la Olivetti su deseo. Esa Olivetti es para mí un amuleto, un fetiche. El mejor legado de mi padre. Por eso la conservo. Aunque hace muchos años que no escribo con ella, estoy seguro de que sigo haciéndolo en la pantalla del ordenador gracias a que aún tengo conmigo la Olivetti. Así me apartó mi padre de su mundo de turnos dobles, de veranos sin vacaciones.

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A pesar de la empatía de una noche en Cremona, no recuerdo sus rasgos. Pero sí conservo el lazo que de verdad nos unió, el que provocó la identificación afectiva con una realidad ajena. Beppe Fenoglio. Beppe Fenoglio, escritor piamontés, escribió una de las mejores novelas que he leído en mi vida. La novela se titula Una questione privata1. De ella dijo Italo Calvino: «Está construida con la geométrica tensión de una novela de locura amorosa y de persecuciones caballerescas como el Orlando furioso, y al mismo tiempo está la Resistencia como era de verdad, por dentro y por fuera, como nunca fue explicada, conservada largos años limpiamente por una memoria fiel, con todos sus valores morales, tanto los más intensos cuanto los más implícitos, y con la conmoción, y con la furia. Y es un libro de paisajes, y es un libro de figuras fugitivas y vivaces, y es un libro de palabras precisas y certeras. Y es un libro absurdo, misterioso, en el que se persigue algo para perseguir otra cosa, y esa otra cosa para perseguir otra, y en el que nunca se alcanza el verdadero porqué. Beppe Fenoglio decía de sí mismo que tenía una nariz de Cirano. Italo Calvino le pidió datos biográficos para darlos a conocer con motivo de la publicación de su primer libro, I ventitre giorni della città di Alba. Fenoglio le dijo que podía despacharlos en un abrir y cerrar de ojos: «Nací en Alba el 1 de marzo de 1922, estudié en el instituto y luego en la universidad, pero como es natural, no me pude licenciar. Fui soldado regular y después partisano. Actualmente soy empleado de una conocida sociedad enológica. Me parece que eso es todo. Te basta, ¿verdad? Me pides una fotografía. Te diré que hace unos siete años que no me hago una foto...» Siempre me sentí identificado con esa ficha biográfica de Beppe Fenoglio. Si tengo que trazar la mía, imito la suya: «Nací en Zaragoza el 1 de diciembre de 1952, estudié en una escuela laica y en un colegio religioso y luego en la universidad donde, como es natural, me pude licenciar. Hice el servicio militar y no luché en ninguna guerra ni fui partisano. Actualmente soy profesor de secundaria. Me parece que eso es todo. Suficiente, ¿verdad? Si queréis una fotografía, os buscaré alguna, aunque me gusta más retratar a otros que ser retratado...» Aquella mujer italiana que conocí una noche en Cremona amaba tanto como yo Una questione privata. Me dijo que era una de las mejores novelas que había leído en su vida. Es lo único que, dos años después, recuerdo de ella. Hace poco leí en alguna parte el siguiente aserto de Margaret Atwood: «Interesarnos por un escritor porque nos gusta su libro es como interesarnos por los patos porque nos gusta el foie-gras». No digo que la biografía no condicione la escritura. Me limito a sospechar que la propia biografía no es suficiente para hacer buena literatura. Yo quería contar la vida de obrero de mi padre (estoy por añadir: porque quizá eso formaba parte de la razón que 1   Las ediciones de la novela de Beppe Fenoglio de las que extraigo las citas utilizadas en este texto son las siguientes: Torino, Einaudi, 1986 y Barcelona, Ediciones Barataria, 2004 (traducción de Elena del Amo).

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le llevó a comprarme la vieja Olivetti). Quería contarla porque su vida de obrero era el marco de mi infancia, y me hizo vivir mi infancia con una particular intensidad. Lo intenté muchas veces, y tardé veinte largos años en conseguirlo. Durante esos veinte años, cada vez que probaba a hacerlo, obtenía unos resultados mediocres. Ni yo mismo era capaz de releer aquellos borradores, y eso a pesar de haber ensuciado muchas cuartillas, muchos folios, hasta ennegrecer el fondo blanco de todos ellos con absoluto empeño, con rabia casi, con ira. A la ira sucedía siempre la impotencia. A la impotencia, una desazón. Debería decir: la certeza de que el momento no había llegado. No había llegado Zola. No había llegado Pratolini. No había llegado Ferres. Por citar sólo a tres: ni Germinal, ni Crónica de los pobres amantes, ni La piqueta. No habían llegado para mí, quiero decir. Aquellas primeras novelas que escribí a los quince años, en cuartillas apaisadas, de cuadrículas, eran novelas, sin yo saberlo, góticas: había sarcófagos, panteones, esqueletos que se ponían en pie, fantasmas que gimoteaban y hacían reír por su torpeza, amores imposibles y desgraciados, mazmorras, prisiones laberínticas e imposibles como las de Piranese (aún no conocía a Piranese). No entendía lo suficiente de galeones o de barcos pirata para inventar historias como las que tanto me gustaban de Salgari, quizá el escritor preferido de mi infancia. Me paralizaba el no saber crear el ambiente propicio, creíble. Carecía de documentación, y ni siquiera conocía esa palabra. El exotismo de Salgari lo trasladaba al cementerio cercano a mi casa, en las afueras de la ciudad, por donde me gustaba pasear, observar las tumbas y leer sus inscripciones, bajar al panteón que llamábamos «de los marqueses», un reducto subterráneo que, por causas que desconocía, siempre estaba abierto. Y a ese reducto —el del cementerio— trasladaba historias de miedo, de suspense, de tensión, de tortura, de dolor, y, también a veces, de humor bastante disparatado. Por las noches me hundía debajo de las mantas, sudando como un poseso, quedándome sin aire... preso del terror que me infundían mis propias invenciones. Esas inclinaciones góticas nunca me abandonaron del todo. Me siguen gustando los cementerios. Quizá mis libros posean aquí y allá toques góticos que no puedo (debería decir: no debo) eludir. De cualquier modo, inventar la vida de un obrero que trabaja dos turnos diarios en una fábrica húmeda, destartalada y pestilente de los años cincuenta, bajo el franquismo, al servicio de un patrono italiano que adornaba su despacho con los retratos de Mussolini y de José Antonio Primo de Rivera, sin gozar ese obrero, durante años, de unas melancólicas vacaciones de verano —de haberlas disfrutado, no habrían podido ser muy alegres—, requería tintes oscuros, trazos despiadados, buenas dosis de tristeza. No podía escribir desde la propia biografía —mía, de mi padre—. Necesitaba que otras lecturas me señalaran el camino. No para imitarlas. Leer a Zola, a Pratolini o, más tarde, a Ferres, me señaló el camino. Como, años atrás, Salgari. Los libros ajenos, mucho más que la propia biografía. Determinadas lecturas nacen, crecen y permanecen para siempre inmersas en una estela literaria que el lector (hablo del escritor que lee, pues no hay verdadero escritor que no sea, primero —debería decir: an-

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tes que cualquier otra cosa—, lector), que el lector, decía, reconoce como propia. Es como si de repente se encontrara en una casa conocida, y se dijera: Esto lo podría haber escrito yo. O mejor: Esto lo debería haber escrito yo. Aún puedo intentarlo. No «esto» precisamente, sino algo que no desentone una vez escrito, que flote en la misma estela, que viaje inmerso en ella. En mi caso, Unamuno y Baroja, a los quince años, gracias a aquel profesor de literatura de un colegio religioso, me hicieron tomar la decisión de que, alguna vez, sería escritor. Y me puse enseguida a la tarea. Como no podía imitarlos, me conformé con Salgari. Ni siquiera imité a Salgari, como ya he explicado: me serví del terror, la tensión y la emoción que me producía el italiano, para tratar de reproducir terrores, tensiones y emociones en un terreno muy distinto, pero que me resultaba familiar: el cementerio cuyas tapias casi rozaban las de mi casa, en las afueras de la ciudad. No creo que entendiera plenamente Niebla2 cuando la leí por vez primera, a los quince años. Pero la conversación que el personaje Augusto Pérez mantiene en Salamanca con don Miguel de Unamuno, su autor, se me quedó grabada en la memoria desde esa primera vez. Tanto las palabras de Unamuno a su personaje —«No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto»—; como las del personaje a su creador —«No sea, mi querido don Miguel, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo ni muerto... No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo...»—; tanto unas como otras, digo, me sirvieron para entender desde el principio que hay que escuchar la voz de los personajes que uno crea, pues ellos llegarán a ser, irremediablemente, más importantes que el propio escritor que les ha dado vida, por mucho que esa vida no sea más que una vida de ficción. Se lo suelta a la cara, cargado de razón, Augusto Pérez a Unamuno: «¿No ha sido usted el que no una, sino varias veces, ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes?» A mí, como lector y como escritor, me interesa mucho más la vida de Ana Karenina, que la del titubeante Tolstoi. La de Emma Bovary, que la del aburrido y pedante Flaubert. Mucho más sublime la muerte de Meursault, que la que el azar le reservó a Camus. La decisión y la rabia del minero Maheu, que un Zola al que tanto costó convencer para que firmara un J’accuse que, no obstante, todos sus admiradores le agradecemos —años antes le había asustado la furia de los comuneros. Los personajes, las atmósferas en las que se mueven, las novelas que son sus moradas, me atrevo a decir, naturales, consustanciales, forman parte de aquella estela literaria que nombraba antes, mucho más que los propios autores y el anecdotario de sus vidas cotidianas. 2   Las notas que extraigo de esta novela pertenecen a la siguiente edición: Madrid, Espasa-Calpe, S.A., Colección Austral nº 99. Undécima edición, 8-II-1966.

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De aquella noche, queda en mi memoria la novela de Beppe Fenoglio, o mejor dicho, su estela compartida y, tengo que reconocerlo, una mujer cuyo nombre y cuyos rasgos he olvidado pero que, por unas horas, se introdujo en la misma estela de tal modo que ahora, cuando releo Una questione privata, la identifico con el personaje femenino de la novela, una Fulvia que nunca se hace presente, cuyo secreto el protagonista persigue sembrando, sin quererlo, otra estela, ésta de muerte, a su paso. Poco importa que la Fulvia novelesca sea mucho más joven, una adolescente, que la mujer madura que yo conocí en Cremona, a la que voy a llamar, en adelante, Anna. Cenábamos en una trattoria situada a veinte minutos en coche de la ciudad donde probablemente nació Antonio Stradivarius. La trattoria era una de esas casas de comidas italianas tan acogedoras donde te dan de comer mientras queda comida de la que han cocinado para ese día. El comensal se siente como en su propio hogar. El mobiliario es el de la familia que regenta el restaurante. En muchos casos, esas trattorias forman parte de cascinas o pequeñas fincas agropecuarias que continúan en activo y que alternan la actividad económica de siempre con un servicio de comidas. Se come de manera tradicional y exquisita, dos cualidades que no siempre son fáciles de encontrar adecuadamente casadas. Aquella noche podíamos disfrutar incluso de una discreta biblioteca familiar no lejos de nuestra mesa. Como hablábamos de literatura, a Anna se le ocurrió preguntar al joven que nos servía si tenían la novela de Beppe Fenoglio. El joven se dirigió a las estanterías y volvió enseguida con una edición Einaudi muy reciente. La copertina era blanca y se adornaba con un cuadro de Hans Memling titulado San Giovanni Evangelista a Patmo, proveniente de una colección particular. Patmo o Patmos, creo que me explicó en ese momento mi acompañante, es la isla del Dodecaneso donde el evangelista, exiliado por Domiciano, escribió tal vez su Apocalipsis. Anna hablaba con suavidad mientras bebíamos vino blanco del Rin. La imagen de Memling, un fragmento sin duda, representaba a San Juan a caballo, enarbolando una lanza, y huyendo de una cabeza de dragón de cuyas fauces abiertas, enrojecidas, brotaban llamas que chamuscaban la cola del corcel. Los editores habían elegido esa imagen impulsados por las palabras de Italo Calvino que afirmaban que la novela de Fenoglio estaba construida «con la geometrica tensione d’un romanzo di follia amorosa e cavallereschi inseguimenti come l’Orlando furioso». Anna abrió el libro, sin titubear, por un lugar determinado, y leyó en voz alta un pequeño fragmento que, lo reconocí enseguida, pertenecía al último capítulo: Fulvia, non dovevi farmi questo. Specie pensando a ciò che mi stava davanti. Ma tu non potevi sapere che cosa stava davanti a me, ed anche a lui e a tutti i ragazzi. Tu non devi saper niente, solo che io ti amo. Io invece debbo sapere, solo se io ho la tua anima. Ti sto pensando, anche ora, anche in queste condizioni sto pensando a te. Lo sai che se cesso di pensarti, tu muori, istantaneamente? Ma non temere, io non cesserò mai di pensarti»3. 3   «Fulvia, no debiste hacerme esto. Sobre todo pensando en lo que me quedaba por delante. Pero tú no podías saber lo que nos quedaba por delante ni a mí, ni a él, ni a todos nosotros. Tú no tienes que

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Tú no podías saber lo que nos quedaba por delante ni a mí, ni a él, ni a todos nosotros: e a tutti i ragazzi, a todos los que han muerto por culpa de ese amor. Con Anna recordamos la bellísima y trágica historia de Milton, el universitario partisano, badogliano, que busca a Giorgio para saber si, como le ha dicho la casera de la mansión donde vivía Fulvia, existió una relación amorosa entre él y la muchacha. Pero Giorgio Clerici ha caído prisionero de los fascistas y lo más probable es que sea pronto ejecutado. Milton parte a la captura de un posible rehén para canjearlo por su amigo. En el camino, se ve obligado a disparar contra el rehén, y, como represalia, los fascistas ejecutan a dos adolescentes que habían servido de simples enlaces con la resistencia. Una estela de muertos. Milton regresa a la mansión de Fulvia, es perseguido por soldados enemigos, se adentra en el bosque, bajo los árboles frondosos: Poi gli si parò davanti un bosco e Milton vi puntò dritto. Come entrò sotto gli alberi, questi parvero serrare e far muro e a un metro da quel muro crollò4. Así termina la narración de Beppe Fenoglio. Palabras ambiguas para decir, quizá, la muerte de Milton. O un largo reposo, tras la huida desesperada bajo las balas. Prefiero la muerte, me dijo Anna. En eso también estábamos de acuerdo. Una questione privata discurre tras una permanente, espesa niebla. Tras la niebla, la lluvia y el barro: Sono fatto di fango, dentro e fuori. Mia madre non mi riconoscerebbe5. Barro resbaladizo, deslizante, blando; blando como el corazón de Milton, que actúa con dureza frente a sus enemigos sólo para saber su verdad, la única que a él le interesa: ¿ha amado Fulvia a otro hombre, al guapo Giorgio? ¿Cuántas veces resbala Milton en el barro de los caminos y de las colinas? Es un deslizamiento hacia la muerte, me dijo Anna. En la primera parte de la novela, Milton evoca la música que escuchaba en un viejo gramófono con Fulvia; en particular, Over the Rainbow, no sabemos si en la versión de Judy Garland. Anna creía que sí. Seguíamos bebiendo vino blanco, mientras Anna me leía otros fragmentos del libro de Fenoglio. La decepción de Milton comprobando que, al abandonar la casona, Fulvia no se había llevado consigo uno de los libros que él le había regalado, una de sus lecturas preferidas, Tess dei d’Urbevilles, de Thomas Hardy. Yo no lo habría hecho, me dijo Anna. Hablaba tan bien, Milton, de música, de libros; leía, traducía para Fulvia, y Fulvia llegaba a las lágrimas: «Basta. Non mi parlare piú. Mi fai piangere. Le tue bellissime parole servono solo, riescono solo a farmi piangere. Sei cattivo. Mi parli cosí, questi argomenti li cerchi e li sviluppi solo per vedermi piangere. No, non sei cattivo. Ma sei triste. Peggio che triste, sei tetro. Almeno piangessi anche tu. Sei triste e brutto. E io non voglio diventare saber nada, sólo que yo te amo. Yo en cambio debo saber, pero sólo si tengo tu alma. Pienso en ti, también ahora, incluso en estas condiciones estoy pensando en ti. ¿Sabes? Si dejara de pensar en ti, en este mismo instante morirías. Pero no temas, nunca dejaré de pensar en ti». 4  «Ante él surgió un bosque y Milton enfiló hacia allí. Al entrar, bajo los árboles, éstos parecieron cerrarse formando un muro, y a un metro de ese muro se desplomó». 5   «Soy de barro, por dentro y por fuera. Ni mi madre me reconocería».

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triste, come te. Io sono bella e allegra. Lo ero».6 Una relación basada en el amor a la música, a la poesía, a los discos y a los libros. En la paz de una habitación, en la habitación de una vieja casona, una vieja casona solitaria, rodeada de colinas, colinas tupidas de húmeda vegetación, de espesos bosques... No hay un solo despertar. Nunca. Ni a la literatura ni a ninguna otra cosa. Aquellas hojas apaisadas, llenas de cuadrículas. Mi paciente tía ciega o mi profesor de literatura. La nivola unamuniana. A los dieciocho años escribía poemas y quería viajar. Francia. Mi padre obrero había pasado en Francia los primeros veinte años de su vida, hijo de emigrantes. Nació y vivió los primeros veinte años de su vida en un pueblo minero de Hérault. Me atraía Francia por ese motivo, y porque me gustaba la lengua francesa. Cuando yo era niño, mi padre, en sus escasos momentos libres, me sentaba sobre sus rodillas y, en una hoja de libreta, me dibujaba objetos o animales, escribía debajo sus nombres en francés, y me los hacía repetir con su acento del sur: maison, poisson, cerise, tasse, oiseau... y me hacía pronunciar bien cada sonido, insistiendo mucho, con serena paciencia, sonriendo cuando yo por fin lo conseguía... Pero no era su pueblecito minero lo que más ansiaba conocer. París. Qué diablos, de algo me tenía que servir el esfuerzo de haber leído a Hugo. Así que me fui, sin dinero, y con dos amigos, a París. Dormimos en squares de los que nos echaban los gendarmes, cada noche. Luego, conocimos un barco varado en el Sena, lleno de clochards. Apenas pusimos los pies en él, nos largamos. La última noche, detrás de Notre-Dame, los gendarmes nos amenazaron con meternos en taule. Buscamos la ayuda de unas monjas —uno de mis amigos había sido seminarista—; nos miraron con infinita piedad. Para entonces íbamos tan sucios que nos dieron la dirección de un auberge de jeunesse próximo a la Porte d’Italie. Allí conocí a hippies americanos —eran los años de la contracultura— que viajaban con cheques de sus papás yankees. Un egipcio nos regaló postales egipcias en blanco y negro. Nunca me parecieron tan auténticas las pirámides. Conocimos a unas dependientas que habrían hecho el amor con nosotros de haber tenido (nosotros) algo de dinero (nos habíamos duchado en el auberge de jeunesse, ése no fue el problema). Su sueldo no debía de dar para tanto. Hélas, había que pagar a medias el casse-croûte. Uno de los amigos se despidió de los otros dos, rumbo a Amsterdam, en autoestop. Los dos que quedamos salimos a una carretera que nos devolvía al Sur y extendimos el pulgar. La fila de autoestopistas era interminable. Cuatro horas después se detuvo un panadero de Rambouillet. «Llévenos a donde vaya», le dijimos. Y nos llevó a Rambouillet. Mi amigo y yo alquilamos una habitación encima de un viejo bistrot y nos fuimos a pasear por los jardines del Palacio. Conservo el recuerdo vago de un lago, de un prado verde 6   «Basta. No me hables más. Me haces llorar. Tus bellísimas palabras sólo sirven, sólo valen para hacerme llorar. Eres malo. Me hablas así, buscas y planteas esos argumentos sólo para verme llorar. No, no eres malo, pero eres triste. Peor que triste, eres tétrico. Si al menos lloraras tú también. Eres triste y feo. Y yo no quiero ponerme triste como tú. Yo soy guapa y alegre. Lo era».

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en el que nos tumbamos junto a una muchacha rubia que tomaba el sol —era verano— mientras escuchaba un aparato de radio portátil. Música clásica. A lo lejos se divisaba una carretera. Veíamos coches, pero no los oíamos. La chica había sintonizado una emisora que radiaba música clásica. No me acuerdo de su cara, ni de su silueta. Conservo la imagen de un jardín inabarcable, de un lago plácido y de una música que no he podido olvidar y que, durante años, no me he cansado de oír: Nuages, de Claude Debussy. La versión que sigo prefiriendo es la de Sir John Barbirolli dirigiendo la Orquesta de París, editada en España en 1970 por Emi-La Voz de Su Amo, y que me compré, en cuanto pude, nada más regresar a casa. Además, el sonido del vinilo es irremplazable. Ningún otro soporte lo supera en calidez. Así, mi primer viaje a París se resume en un breve tema de corno inglés anunciado por los clarinetes, el fagote y el oboe: «Las nubes cambian el inmutable aspecto del cielo y su lento y solemne movimiento se rasga en tonos grises ligeramente teñidos de blanco», escribió Debussy. El cielo de Rambouillet, desde los jardines del Palacio, frente al lago. Vuelvo a Anna y a Fenoglio: Ti sto pensando, anche ora, anche in queste condizioni sto pensando a te. Lo sai che se cesso di pensarti, tu muori, istantaneamente? Ma non temere, io non cesserò mai di pensarti. Nunca dejaré de pensarte. Lo más doloroso es que éste es un pensamiento de Milton. Milton piensa que nunca dejará de pensar en Fulvia, porque, si así lo hiciera, Fulvia moriría. Piensa que se lo dice, sueña despierto con decírselo. Pero nunca se lo ha dicho. ¿Ha muerto también Fulvia? Es la terrible incógnita que puede asaltar al lector. Fulvia es inocente. Ella ama a Milton de una manera, y a Giorgio de otra. Milton es inteligente, sensible, pero tétrico, triste, feo. Giorgio juega al tenis y sabe bailar. Milton, no. Giorgio es guapo. ¿Depende la vida de Fulvia de que Milton la piense, como él sueña? ¿Depende la vida de un personaje del pensamiento de otro? ¿Dependen las vidas de ambos del pensamiento de su autor? ¿Depende la vida del autor del pensamiento de sus personajes? ¿Ha nacido el autor con el único fin de que sus personajes vivan? Y esa vida que se transmite de autor a personaje, de personaje a autor, ¿se transmite también entre los personajes? ¿Es un flujo en una sola dirección, o en dos direcciones? ¿Muere Milton? ¿Ha muerto Fulvia? ¿Morirá Fulvia si muere Milton? ¿Morirá Milton porque ha muerto Fulvia? Unamuno no dejó que Augusto Pérez, su personaje, se suicidara. Prefirió hacerlo morir él mismo, como correspondía a un autor. La decisión, dice Unamuno, era sólo suya. Más tarde, sueña con Augusto Pérez, quien le explica la última limitación de la creación literaria: se puede hacer que nazca un personaje, crearlo en toda su plenitud. Se puede decidir darle muerte. Es un modo de cerrar su ciclo, de hacer que nadie pueda retomarlo si no es permitiéndose una licencia literaria demasiado audaz, acaso inadmisible. Pero no se puede resucitar a un personaje al que se ha dado muerte: «No hay quien haya resucitado de veras a un ente de ficción que de veras se hubiese muerto. ¿Cree usted posible resucitar a Don Quijote?»

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El Quijote de Avellaneda sólo fue posible porque Cervantes no hizo morir a su personaje al final de la primera parte de su obra, le dije a Anna, mientras apurábamos una copita de grappa. Tenía que transformar mi infancia en literatura. Los veranos, mi madre y yo hacíamos un largo viaje —en tiempo, no en distancia— hasta el pueblo de ella, colgado en una serranía. Mi padre, algunos veranos, no pudo acompañarnos. Allí nos esperaba la abuela, un tío, y algunos parientes más. Era un mundo que se deshacía, y a mí me había tocado ver los últimos estertores. Quedaban muy cerca historias de guerrilleros de las que apenas se hablaba, o se hacía en voz baja, al calor del hogar, en torno a una copita de anís seco que se mezclaba en la boca con el sabor dulce de las rosquillas. A mí me dan algún sorbo muy pequeño, que agradecía en silencio, mientras escuchaba. La casa tenía una falsa. En la falsa había un baúl. En el baúl, viejas novelas, alguna revista. A la hora de la siesta, yo no dormía. Subía a la falsa y buscaba en el baúl. Me sentaba junto a una ventana, frente al río, y me ponía a leer. Leí Ivanhoe, Historia de dos ciudades o Tom Sawyer, en ediciones de novela popular. Pero, sobre todo, leí Robinson Crusoe. Supongo que se trataba, estoy casi seguro, de versiones resumidas o adaptadas, pues no recuerdo que me costara mucho tiempo leer aquellas novelas. Solo en aquella falsa, oyendo el rumor del río, mientras toda la familia dormía, me sentía como el náufrago de Defoe. Aquellas lecturas me servían para acortar la espera, la llegada de la sobremesa de después de la cena, la de la copita de anís seco y las rosquillas dulces. La hora de las confidencias. La hora del dolor por el desmoronamiento. La hora de los recuerdos de la guerra y del maquis. He dicho que el viaje era largo, por su duración, no por la distancia. A mí me parecía que también lo era por la distancia. He querido contarlo muchas veces, pero nunca di con el tono adecuado hasta leer ciertos libros de viajeros: Ramón Carnicer, Armando López Salinas, otra vez Antonio Ferres. Otra vez la literatura despertando a la literatura. Otra vez la estela en la que uno se reconoce. Sentir que los personajes que nacen de uno podrían ser los personajes de otro, que uno se diluye en los personajes propios porque ha podido hacerlo en los personajes ajenos. Cuanto más se diluye el escritor en sus personajes, más se encuentra a sí mismo. Pero, en este campo, no todo lo hicieron los libros. También fueron decisivas las narraciones orales. Las familiares. Las de los viejos, esos viejos que, en otras culturas, son llamados ancianos, sabios, venerables, o las tres cosas a la vez. Es posible que la tradición oral no sea el mejor modo de acercarse de un modo científico y seguro a la realidad, y mucho menos a la historia. Es posible que los viejos —los voy a llamar así— exageren, inventen hasta el límite de creerse a pie juntillas sus propias invenciones. Que mezclen, que olviden, que seleccionen en su memoria aquello que más se ajusta a sus conveniencias más íntimas. Pero no es menos cierto que, casi siempre, lo que queda en sus narraciones, de un modo u otro, es lo esencial, lo que tenía que quedar, lo que ahora nos importa que haya quedado. En realidad hacen el

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mismo esfuerzo —inconsciente— que tiene que hacer el escritor que se precie —conscientemente—. Los viejos, como los antiguos juglares, llevan haciendo el mismo esfuerzo desde hace siglos: un esfuerzo de concisión, eliminando los detalles añadidos, lo superfluo. ¿Hay algo más sabiamente elíptico, más depurado y mejor dicho que esta muestra del cancionero medieval que dice: «A coger amapolas, / madre, me perdí: / ¡caras amapolas / fueron para mí!»? Los modelos, a veces, están lejos. Hay que ir en su búsqueda, sin prejuicios. Para contar aquel desastre rural, me sirvió Rulfo, me sirvió Nizan, me sirvieron, sobre todo, Ramuz y Torga. Una lectura lleva a otra. Tolstoi a Maupassant. Maupassant de nuevo a Tolstoi. Hautot Père et Fils a La muerte de Ivan Ilich. O viceversa. Derborence o Si le soleil ne revenait pas a Cuentos de la montaña o a los Diarios. Y todos las estelas conducen a Chejov. Hace unos días que no escribo. Dejé este texto inacabado. Me propongo ponerle punto final. No releo lo ya escrito. ¿Qué me propuse al iniciarlo? ¿Para qué lo escribo? La idea central pretendía ser algo así: el escritor, aun cuando escribe sobre lo que conoce, sobre lo que ha vivido, sobre su propia experiencia, su biografía, lo hace siempre a partir de referentes literarios. Antes de empezar a emborronar la página en blanco –o la pantalla del ordenador-, ha de haber elegido una estela literaria. La elige y se suma a ella. La recoge, la prosigue. ¡Ay del escritor que no reconoce sus mentores, sus influencias, su estela! ¿Qué clase de escritores son esos que defienden a capa y espada una originalidad incontaminada? ¿Acaso no leen? No me interesan los escritores que no leen. Y menos todavía, los escritores que no reconocen mentores ni influencias. Estelas. Lo mismo puede decirse de cualquier otro género de artista. De los músicos, por ejemplo. Precisamente esta mañana he leído un artículo de Salvador Pániker, titulado Novedades discográficas7, que dice: «Todo gran autor es retroprogresivo —concilia la innovación con la tradición—, y [que] los sucesivos períodos de la historia de la música (occidental) suelen conservar los hallazgos de las épocas anteriores. Así sucede con el barroco en relación al renacimiento, con el clasicismo en relación al barroco, y con el romanticismo en relación al clasicismo. Beethoven, al final de su vida, volvió a Bach, e hizo reiterados ensayos para insertar la fuga en la sonata. El propio Chopin era casi más clásico que romántico, por su concisión y por su pudor; porque su virtuosismo nunca era gratuito. Ya iniciado el siglo xx, los mejores músicos —Stravinsky, Bartók, Ravel, Debussy— comprenden que el retorno al pasado es el mejor camino para seguir componiendo». La muerte de la novela es una boutade sin sentido inventada por críticos esnobs y por narradores oportunistas. Dicho de un modo vulgar y contundente: la muerte de la novela es una paja mental. Concluye Pániker, por cierto: «Lo que no puede hacerse es partir de cero». Cita a Luis de Pablo, quien   El País, miércoles 6 de diciembre de 2006, Sección «Opinión», p. 13.

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explica así la recepción musical: «Aceptamos una música en la medida en que la hemos escuchado muchas veces»; «en la medida en que la podemos tararear», añade Pániker. Y yo digo: acepto una novela cuanto más encuentro en ella que me resulta familiar. Y lo familiar, en literatura, es la estela que otros escritores, anteriores al autor que escribe, han ido trazando, y en la que puedo reconocerlo como lector, porque él se ha reconocido en ella en el momento de escribir, consciente o no de estar haciéndolo. Antes de ponerme a concluir este texto, la última frase que había escrito, días atrás, decía: y todas las estelas conducen a Chejov. La ciudad de B. duerme envuelta en el silencio de la noche8. Se oye tan sólo el ladrido lejano de un perro. La esposa de Chernomórdik, el boticario, está desvelada —una angustia inexplicable oprime su pecho—, y contempla la calle sentada frente a la ventana del dormitorio conyugal. Su marido, en la cama, vuelto hacia la pared, ronca ruidosamente. Ni siquiera lo despierta la picadura de una pulga en el entrecejo. Sueña que la ciudad se ha llenado de acatarrados que acuden a su farmacia. Amanece. La esposa de Chernomórdik, el boticario, oye pasos en la calle. Pertenecen a dos oficiales, uno de ellos médico, que forman parte del campamento militar acuartelado esos días en la ciudad. Ella no puede escuchar su conversación; el doctor, que conoce la farmacia, le describe a su amigo la belleza de la joven boticaria, y la vejez de su esposo: «El estúpido del boticario seguramente no sabe lo que tiene en casa. Para él será lo mismo esta mujer que la bombona del ácido fénico». Los dos hombres hacen sonar la campanilla de la farmacia. La joven abandona el dormitorio conyugal y baja a la tienda para servirles. Le piden pastillas de menta, bicarbonato, agua de Seltz, vino, cualquier cosa. «Es usted encantadora, señora —se atreve a decir el doctor a la esposa de Chernomórdik, cuyos ronquidos llegan, desde el piso de arriba, hasta sus oídos—. Mentalmente, le beso la mano». «Pues yo daría mucho por hacerlo no mentalmente. Palabra de honor. ¡Daría la vida!», añade su amigo Obtésov. «Dejemos eso...», ataja la joven señora, llena de rubor. Ella acaba compartiendo el vino, y el vino le distiende la lengua: «Ustedes, los oficiales, deberían frecuentar más la ciudad, porque nos mata el aburrimiento. Yo, es que me muero». Se van. Es una despedida dolorosa, tensa, que acaba con un besamanos. La esposa de Chernomórdik se pega de nuevo a la ventana, observa a los hombres, que se detienen en un extremo de la calle y hablan. No sabe qué dicen. Su corazón late con violencia. Cinco minutos después, el doctor se aleja y Obtésov vuelve sobre sus pasos y tira de nuevo de la campanilla. Chernomórdik se despierta, salta de su cama, insulta a su mujer: «¡Están llamando y no oyes nada!», le espeta. Obtésov compra pastillas de menta. Al salir de la botica, la esposa de Chernomórdik ve cómo el hombre tira las 8  Gloso el cuento de Chejov titulado «La boticaria». Extraigo las citas del volumen Narraciones. Madrid, Biblioteca Básica Salvat / Alianza Editorial, nº 44, 1970 (traducción y prólogo de José Laín Entralgo).

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pastillas al polvo del camino. El doctor viene a su encuentro. Se alejan los dos, gesticulando. La mujer piensa en su desdicha. Una desdicha que no puede compartir con nadie. Su marido interrumpe sus pensamientos: ha dejado el dinero de las pastillas sobre el mostrador y le ordena que vaya de inmediato a guardarlo en la caja. Chejov cierra el relato con estas palabras: «Y al instante se quedó dormido». Es difícil decir tanto dejando tantas cosas por decir. Por eso la estela de Chejov es una estela ineludible. Sus cuentos son depurados, concisos, acrisolados, sugieren mucho más de lo que dicen. Su teatro llevaba la estilización a un grado tal que a los espectadores poco sensibles, o poco avisados, les resulta incomprensible, cuando no tedioso. Ellos se lo pierden. Esto se ha recordado ya muchas veces: un relato ha de comenzar siempre en la segunda página. El maestro Chejov lo empezaba, a menudo, en la última; tal es el caso de «La boticaria»: nos cuenta la última página de su vida de casada. No sabemos por qué esa bonita joven sin nombre se casó con un viejo boticario. Chejov no necesita volver a explicar lo que ya otros han explicado tantas veces, lo que todos los lectores conocen: un matrimonio de conveniencia, pactado por las familias, sin amor. La rutina. ¿Qué futuro aguarda a su protagonista? ¿La resignación? ¿La fuga? ¿El suicidio? Tampoco nos lo dice el maestro. Y no nos lo dice por la simple razón de que no era eso lo que nos quería contar. Lo que Chejov nos quería contar era el terrible impacto que una mera anécdota —esa visita nocturna de los dos oficiales, con su galanteo incluido, no pasaría de ser, en cualquier otra circunstancia, un lance sin importancia—, un gesto de una cotidianeidad abrumadora; el terrible impacto, decía, que ese suceso tiene en una mujer en crisis. Pero ocurre que, aunque el maestro no nos cuente ni el antes ni el después de ese escaso cuarto de hora que duran los hechos narrados —el mismo cuarto de hora que nos cuesta leer las cuatro o cinco páginas que los contienen—, estampa una frase esencial con la suficiente carga destructiva para que entendamos que ya nada podrá ser igual en la vida de la mujer de Chernomórdik. Es un pensamiento que cruza por la mente de la joven cuando ve a los dos hombres hablando en un extremo de la calle, y le gustaría saber qué están diciendo, unos instantes antes de que Obtésov vuelva sobre sus pasos para ir, no nos cabe a los lectores la menor duda, al encuentro de la muchacha, y se tope con el viejo, feo y desagradable boticario. Nos dice Chejov: «Le late el corazón como si aquellos dos hombres que se han parado susurrando fueran a decidir su suerte». Decidir su suerte. ¿Acaso su suerte no está a punto de ser decidida? Eso es lo importante: su suerte está ya decidida. ¿Necesitamos los lectores conocer el fruto de la decisión? Lo que de verdad cuenta es que, un día u otro, cuando menos lo esperamos, nuestra suerte se decide. La decidimos nosotros, o la decide alguien en nuestro lugar, por nosotros. Oímos el mensaje, o no lo oímos. Nos aplicamos el cuento, o hacemos oídos sordos. Pero ese día llega. Todas las veces que sea necesario, si la vida es larga.

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Decía Chejov: «El cuento es una puerta que se entreabre un instante sobre una casa conocida, para cerrarse en el acto». Y también: «Si se habla de ladrones de caballos es inútil decir que está mal robar caballos»9. No recuerdo nada de Anna, ni tan sólo su nombre. Si tuviera que decir cómo eran sus ojos, que aquella noche, mientras cenábamos, me subyugaron; o la línea de sus labios, que me habría gustado rozar con la yema de los dedos; o el movimiento silencioso y elegante de los manos con que adornaba sus palabras; o el timbre mismo de su voz; si quisiera describir cómo era Anna, tendría que servirme de unos cuantos recursos de estilo aprendidos en los libros que he leído, en las películas que he visto, en la música que he escuchado. Detrás de cada línea que he escrito hay la línea de otra estela, una imagen, una nota musical. Por eso no sé escribir en silencio. Los recuerdos vividos, el análisis social, los sentimientos vertidos, el furor, el entusiasmo, el sosiego, la ira, se arropan de páginas ya escritas, gozosas; de imágenes ya dibujadas, deslumbrantes; de notas musicales que colman el vacío, el halo de incertidumbre que circunda la página en blanco o la pantalla del ordenador. Mientras he escrito este texto, me ha acompañado el recuerdo de algunos escritores soñados; las imágenes que en mí despertaron, y a las que quizá otros, antes que yo, dieron forma; la música de Antonello Salis y de Paolo Angeli, de Debussy, de Joe Lovano, de Bach... Así, al escribir, me ofrezco desnudo a la página en blanco. Y, sin embargo, procuro que nada de mi apariencia se refleje en esas páginas (debería decir: en el resultado), nada de mi trato, a veces infame, con ellas, por mucho que se extienda en el tiempo. Recalco mi presencia una y otra vez para disimular cualquier resquicio de mí, a través de resquicios ajenos; me emborrono una y otra vez tratando de diluirme en las palabras hasta hacerme invisible. Sólo cuando no me muestro, mi presencia se hace más patente. Debería decir: estoy más presente cuanto más invisible me hago, o cuanto más visible me hago a través de los demás. Sólo quedan las palabras, que son mías, y que son ajenas, porque han dejado de ser mías cuanto más las he asimilado, cuanto más las he trabajado. Les insuflo una vida hecha de vidas y de obras ajenas asimiladas que, en el momento de escribir, surgen de mi ser enriquecido. Sólo cuando mis lecturas y mis personajes, los seres que han moldeado mi ser, han ganado la partida, la página está resuelta, me ha acogido desnudo, soy yo porque ya no estoy en ella, siendo todos y siendo yo mismo, al cabo. Anna fue, lo veo con nitidez, una questione privata. Creo que fue en su libro de viajes por las Cévennes francesas donde Robert Louis Stevenson dejó dicho que un libro es una carta abierta a los amigos del autor, pues ellos son los únicos capaces de entender sus significados y sus mensajes más íntimos, todas las expresiones de afecto y de gratitud que el escritor va sembrando en las esquinas de su obra. Por mi parte, incluyo entre mis amigos a los escritores que me llamaron a su estela. 9   Citas extraidas de Irène Némirovsky: La dramática vida de Anton Chejov. Buenos Aires, Compañía Fabril Editora, S.A. , colección «Los libros del mirasol», 1961.

La literatura entra al trapo Manuel Arranz

En la hora del descalabro general, la literatura entra al trapo. Vergílio Ferreira Hasta hace un mes yo era un profesor del montón, vamos, como la mayoría. Llegaba a clase siempre puntual, pasaba lista, explicaba la lección del día, preguntaba a los alumnos, de cuando en cuando ponía algún examen sorpresa, y me pasaba el tiempo de las tutorías escribiendo mi tesis sobre Novela y cambio social durante la II República. En fin, lo normal, ya les digo, si se dedican a la enseñanza saben a qué me refiero, y tal vez puedan sacar algún provecho de esta historia. No hace falta que les diga que los tiempos han cambiado mucho para la enseñanza. Yo también era sensible a esos cambios y mentiría si les dijese que las continuas faltas de respeto no me afectaban. Extraña generación la nuestra, humillada primero por sus profesores y luego por sus alumnos. Aquí sí que había materia para una tesis. Con todo, lo que a mí más me preocupaba era que a mis alumnos les tenía tan sin cuidado la asignatura como mi persona. No es que tuvieran nada especial contra la literatura, y yo soy completamente normal, se lo aseguro. Las matemáticas, la química, la música, y hasta el mismísimo conocimiento del medio les traían sin cuidado, por no hablar de los respectivos profesores, mis compañeros de fatigas. Era como si perteneciésemos a especies distintas, que durante cuarenta y cinco minutos tienen que compartir la jaula. Un simio superior, si me permiten, con una horda de mandriles. Pero el simio tenía vocación, qué quieren que les diga, y yo no me resignaba. Así que, des-

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pués de pensármelo mucho, decidí jugármelo todo a una carta y poner en práctica una idea que me venía rondando hacía tiempo. La idea era sencilla, pero arriesgada, y si finalmente deciden copiármela prometo no demandarles ni acusarles de plagio. Claro que si por casualidad es usted profesora, le aconsejo que se lo piense antes dos veces. He aquí lo que hice. Un lunes por la mañana entré en el aula, como de costumbre puntual, y como de costumbre los alumnos siguieron a lo suyo sin dar la más mínima importancia a mi presencia. De modo que me subí a la mesa, les di la espalda, grité ¡por favor! ¡un minuto de silencio! me incliné ligeramente hacia delante, y sin más preámbulos, me bajé los pantalones. Aplaudieron y silbaron como locos. Di las gracias, me subí los pantalones, me bajé de la mesa, y empecé a hablar de la novela española de posguerra como si tal cosa. Llevo un mes enseñando el culo a mis alumnos y les aseguro que nunca habían estado tan atentos. Algunos incluso han empezado a leer a Vila-Matas, hacen preguntas en clase, y me saludan por los pasillos. Mis colegas me envidian, todavía no saben cómo lo he conseguido. Esta mañana he sorprendido a la profesora de conocimiento del medio leyendo un libro de Vila-Matas mientras desayunaba en la cafetería. Pero confieso que estoy empezando a preocuparme. ¿Qué haré cuando empiecen a aburrirse de mi culo? Se me ocurren varias cosas, pero, en confianza, no sé si seré capaz. Sobre melones, novelas, y lenguaje Cuando el sociólogo Zygmunt Bauman habla de uno de los errores sistemáticos de nuestra época: aplicar soluciones globales a problemas locales y viceversa, soluciones locales a problemas globales, está planteando, indirectamente, o no tan indirectamente quizás, la emergencia de una situación nueva, inédita en el mundo actual: hoy todo es global. Ya no queda nada local, al menos en el sentido originario del término. Hasta el término local es global. Desde hace décadas recorren el mundo flujos de dinero, información, imágenes, sentimientos, y, por supuesto, literatura, que han terminado por disolver las identidades más conspicuas. Y la literatura era tal vez el mejor reflejo de esas identidades. Por supuesto que siempre habrá un país que produzca los mejores melones, pero esos melones hoy se conocerán y se consumirán en el resto del mundo. Es más, su supervivencia ya sólo la garantiza el resto del mundo, que incluso controlará su producción. Como muy bien sabemos, si en algún momento llegan a representar un peligro para la producción mundial de melones, adiós melones. El aislamiento representa la muerte, tanto para los melones como para la literatura, porque todo lo que produce el hombre necesita de otros hombres que lo consuman, y esto hasta el punto de que si esos hombres no existen, habrá que producirlos también. Todo esto ha llegado a ser tan elemental, que a pesar del absurdo que representa a nadie se le ocurre ponerlo en duda. Naturalmente que el caso de la literatura y el arte es especial, pues en primer lugar el producto no sólo no

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se agota con su consumo sino todo lo contrario, y en segundo lugar hace cincuenta años hubiéramos escrito que es imperecedero, cualidad ésta que lo distingue de cualquier otra producción del mundo. Hoy ya no es así. Es más, la cualidad de imperecedero, si es que existe dicha cualidad, cosa más que dudosa, condena al producto al ostracismo. Curiosamente es la caducidad lo que ha llegado a ser garantía de calidad. Nadie quiere algo que dure eternamente. Ni siquiera un amor, como dice también Bauman. Desde que el hombre sospecha que no hay otro mundo, no le importa demasiado que éste desaparezca cuando él se vaya, por mucho que diga lo contrario. Se habla de supervivencia, de aislamiento, de muerte, de un mercado mundial insaciable que lo controla todo, lo cual quizá esté muy bien para hablar de melones seguramente, pero hasta ahora siempre habíamos pensado que un melón y una novela eran cosas distintas, por mucho que las dos tengan un precio y que a algunos les guste compararlas. No hace mucho hablábamos de literatura en un lenguaje prestado a la medicina. Teníamos una literatura sana o enferma, y veíamos síntomas por todas partes, recaídas, recuperaciones, transfusiones, convalecencias, y por supuesto muertes y renacimientos a mansalva. Hubo otro tiempo, no muy lejano, en que fue la política quien prestó su jerga. Y la literatura empezó a comprometerse, a tomar partido, a revolucionar los géneros. Hoy es el lenguaje de la economía el que prima en todo y tenemos una literatura de consumo, géneros en alza, crisis y recensiones. La clásica ley de la oferta y la demanda ha tenido que adaptarse a los tiempos. Hoy en día ya no sólo coinciden oferta y demanda, sino que son la misma cosa. También la literatura se ha adaptado a los tiempos, quizá su mayor renuncia, que paradójicamente suele presentarse como su mayor conquista. Los libros que se leerán dentro de cincuenta años, lo mismo que los que se escribirán, depende de lo que pase en esos cincuenta años. Y eso nadie lo sabe. Aunque en cincuenta años del siglo xxi puede volver a escribirse entera la historia de la humanidad. Cualquier parecido con la realidad… Supongo que es lícito preguntarse qué tienen en común las novelas escritas en España durante, pongamos, los últimos diez años, que parece que es hoy el tiempo razonable que una generación aguanta en escena. Qué tienen en común sus argumentos. Qué tienen en común sus personajes. Qué tienen en común sus autores. Y finalmente, qué tienen en común sus lectores, que curiosamente, o no tan curiosamente quizás, no siempre comparten. Aunque esta última pregunta puede ser también la respuesta a las anteriores, pues, efectivamente, lo que tienen en común novelas y escritores son los lectores, aunque no sean los mismos lectores. Y lo que tienen en común, con independencia del acto creador que merece sin duda otra consideración, es el ser productos creados para ser consumidos, con todas las implicaciones y consecuencias que tienen estos términos. El hecho, yo creo que indiscutible, de

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que hasta los propios lectores sean un producto, y no ya meros consumidores de un producto, nos permite hacernos una idea de las dimensiones de las transformaciones acaecidas en la cultura. Unas transformaciones que han hecho que hasta el propio término de cultura no signifique ya lo que significaba en el pasado. Cosa lógica si se quiere, el mundo cambia y los conceptos con que lo aprehendemos deben cambiar en consonancia si queremos llegar a conocerlo, para poder a continuación cambiarlo, y vuelta a empezar. Sólo que cuando un concepto llega a significar lo contrario de lo que significó, o, en el mejor de los casos, nada de nada, ya no deberíamos hablar de cambio, sino tal vez de revolución. Si todo es cultura, si todo es arte, si todo es literatura, ya no necesitamos esos términos para distinguir lo que es de lo que no es. El producto, no descubro nada nuevo, responde a las necesidades de la producción, no a las necesidades de los consumidores. Y decir de una cosa que es un producto, hoy en día es como no decir nada, casi una tautología, como decir del hombre que es humano. Los profundos cambios operados en el arte moderno, tal vez donde mejor se aprecien sea en los museos de arte moderno. Las obras ya no se exhiben simplemente. Se puede decir que prácticamente los que se exhiben son los visitantes. Hoy, como se sabe, se construyen museos sin que hayan obras de arte que conservar en ellos, y en la mayoría de los casos la obra de arte que se va a visitar es el propio museo. Cuando oímos hablar de un concepto nuevo de museo, de un museo que atraiga al público, que interactúe con el público, de un espacio museístico virtual, podemos prepararnos para lo peor. «La moda de ahora, entre los escritores orientados hacia el progreso, son las tonterías»1, escribía a finales del siglo pasado Vergílio Ferreira. En el caso de la literatura, yo creo que los puntos de observación privilegiados son los suplementos literarios y las librerías. No la televisión, ni la radio, ni por supuesto lo libros, y curiosamente tampoco las bibliotecas. Esto quiere decir posiblemente que hoy los cambios más profundos y radicales no tienen lugar en el ámbito específico de la creación, término cada día más sustituido por el de producción, sino en el del consumo, o mejor dicho, en los ámbitos paralelos de la promoción y marketing (horrendas palabras de dudoso significado). ¿Dónde queda la crítica en todo este escenario? ¿Qué papel juega? ¿Quién la lee? Los primeros estudios sobre la novela realista francesa del siglo xix la hacían deudora de la burguesía, a la que al parecer tan fielmente retrataba; los segundos estudios, en cambio, a quien hacían deudora era precisamente a la burguesía, llegándose a pensar incluso, y yo creo que con bastante fundamento, que los cambios sociales tan drásticos ocurridos a finales del xix y principios del xx debían más a la novela que a la política. Esta doble reflexión posiblemente hoy ya no podría hacerse. Nuestra novela ni retrata ya nuestra complicada sociedad, ni tiene la más mínima influencia política. Cierto que tampoco lo pretende, ni una cosa ni la otra. Aunque seguramente ambas cosas son discutibles, y sí podemos encontrar en ella un retrato, aunque en   Vergílio Ferreira, Pensar, trad. de Isabel Soler, Barcelona, Acantilado, 2006, p. 85.

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negativo, de la sociedad, como podemos encontrar alguna influencia política, también por supuesto en negativo. Si reflexionamos sobre la necesidad de la obra, esa indemostrada e indemostrable hipótesis crítica, y nos preguntamos qué obras necesitamos hoy en día, en una época como la nuestra en que el concepto de necesidad se ha alejado tanto de su significado originario, no tendremos más remedio que reconocer que las obras que hoy necesitamos son las que menos necesitamos. No las superfluas, palabra que no significa lo contrario de necesario, pues esas son las que precisamente tenemos. Superfluo es algo que no sirve para nada, aunque pueda darse el caso, como sucede actualmente, que necesitemos cosas que no sirven para nada. Decir que necesitamos lo que no necesitamos es algo más que una paradoja. Supone volver a reconocer a la literatura y al arte el estatuto que les era propio. Yo creo que antiguamente —me refiero a la gloriosa época de la novela realista, para algunos la única digna de ese nombre— aunque no he estudiado el asunto en profundidad, ni siquiera superficialmente, pero me atrevería a afirmarlo, sólo existían los clásicos y las literaturas nacionales (hoy estas dos clases se han fundido en una como se sabe). Se traducía poco de otras literaturas, y poquísimo de otras culturas. Y creo que podría decirse de una manera general que los clásicos representaban la tradición y los modernos el presente, más o menos disfrazado. La famosa frase cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia, que solía preceder a tantas novelas, pertenece a aquella gloriosa época, y todo el mundo sabía, naturalmente, que quería decir lo contrario de lo que decía. Hoy todo ha cambiado tanto que la frase en cuestión quiere decir lo que dice, y no estoy seguro de que pueda seguirse hablando de literaturas nacionales. Cualquier novela que haga un poco de ruido en su país de origen no tarda en aparecer en el nuestro, lo que significa sin duda que el vínculo que la novela tenía con la realidad ha cambiado, o ha cambiado el que teníamos nosotros con ella. Muy posiblemente, como suele ser casi siempre el caso en que se presenta una alternativa más o menos drástica, han cambiado ambos. Dualidad, ambivalencia, ambigüedad Un día, —escribe Adam Zagajewski en su magnífico libro Dos ciudades2—, tuve una revelación que lo cambió todo. Descubrí (les ruego que no se rían) la existencia del universo espiritual que los grandes escritores intentan describir. Vi que además de la realidad empírica, trivial, existe el reino de la imaginación que, en el fondo, es el mundo palpable, visible y oliente enriquecido con innumerables huestes de sombras y espíritus. No entendía de qué manera estaban unidas y mantenían estrechos vínculos aquellas dos regiones, pero estaba persuadido de que la coexistencia de su identi2   Adam Zagajewski, Dos ciudades, trad. de J. Slawomirski y A. Rubió, Barcelona, Acantilado, 2006, p. 75.

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dad y su diversidad era algo tan misterioso y esencial como el estatus ontológico de la Santísima Trinidad. Yo creo que aquí está expresada magníficamente la clásica dicotomía realidad/imaginación, sólo que el misterio de que habla Zagajewski no es el misterio de la Trinidad, sino el no menor ni menos misterioso misterio de la Santísima Dualidad. No es que los famosos otros mundos estén en éste, sino que son éste. (Hace unos años aquí hubiera venido una cita de Heidegger como anillo al dedo.) De modo que tranquilamente podemos decir que lo que distingue netamente a la realidad de la imaginación es el olor. La realidad huele, esto es indiscutible, y no siempre bien. La dualidad se opone a la unicidad, al menos de momento, aunque hasta esto puede cambiar un día, y se pone de manifiesto en la duplicidad y ambivalencia que son posiblemente las cualidades más conspicuas de la realidad contemporánea, cualidades ambas claramente líquidas, como también dice el ya citado Zygmunt Bauman. «Gracias a ella (a la ambivalencia, y citamos de nuevo a Zagajewski) las cosas se duplican y empiezan a hablar; gracias a ella, salen a la luz los matices, las sombras, las penumbras y los ecos».3 También, creo yo, podría decirse lo contrario: se difuminan los matices, se ensombrecen las luces, los claros, se confunden los ecos. Todo esto parece incluso más coherente con la ambivalencia. Vivimos en un mundo árido, duro, seco, en el que todo se resquebraja, se rompe, se reduce a polvo, a cenizas, un mundo en el que las metáforas de decrepitud y de decadencia ahogan a las tímidas e ingenuas de renovación y florecimiento. Y sin embargo la metáfora que más fortuna ha tenido últimamente para definir este mundo, ha sido precisamente la de mundo líquido del citado sociólogo Zygmunt Bauman. En el mundo líquido hace tiempo que aprendimos a orientarnos. En realidad no equivale más que a estar permanentemente desorientados, cosa que se veía venir cuando los puntos cardinales dejaron de tener sentido. De acuerdo, todavía sale el sol por el este y se pone por el oeste. Pero, ¿estamos seguros de que esos son el este y el oeste? Yo no me atrevería a afirmarlo. ¿Acaso no fue el hombre blanco y europeo quien inventó los puntos cardinales? La sospecha es de rigor. Reconozcámoslo, Galileo se equivocó y la Iglesia tenía razón. La Tierra es el centro del universo. Les diré más aún: yo soy el ombligo del mundo (en su caso, usted, por supuesto). Sólo estamos dispuestos a admitir la igualdad cuando las diferencias son obvias, por ejemplo entre un negro y un blanco. Ninguno de los dos, en cambio, estaría dispuesto a admitir que es igual que su vecino, si su vecino es blanco en el caso del blanco, y negro en el caso del negro. La verdad es que hoy la sociología no lo tiene nada fácil. En el mundo líquido, en contra de lo que podría esperarse, no hace falta saber nadar. Mejor no saber nadar. Si sabes nadar puedes tener la tentación de elegir una dirección, un ritmo, unas pausas, incluso un estilo, y apartarte de la corriente, por no hablar de nadar a contracorriente, cosa que en el mundo en que vivimos suele traer malas consecuencias.   Adam Zagajewski, ibidem.

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Basta con mantenerse a flote, dejarse llevar, saber coger las corrientes. Cada generación, como cuestión previa a nada, se dedica a diagnosticar la sociedad en la que, sin comerlo ni beberlo como se suele decir, se ve envuelta. Pero sí lo ha comido y lo ha bebido. Es más, lo ha mamado. El género literario que se conoce con el nombre de sociología no consiste más que en diagnósticos y pronósticos. Lo contrario de lo líquido, como todo el mundo sabe, es lo sólido, y aquí tenemos otra incoercible dualidad. A pesar de todo, a pesar de su indiscutible fuerza sugestiva quiero decir, yo creo que Bauman no acertó con la metáfora, pues si nos fijamos bien la vida que llevamos y el mundo en que vivimos son más gaseosos que líquidos. (Y tampoco Bauman ha sido tan original. Un pensador muy poco leído hoy en día como Joseph de Maistre, ya hablaba a principios del siglo xix de descomposición de las naciones y los individuos, y lo relacionaba con el empobrecimiento del lenguaje. «…Toda degradación individual o nacional es anunciada en el acto por una degradación rigurosamente proporcional del lenguaje». Esta frase pertenece a Las veladas de San Petersburgo, y la cita tanto Steiner en Los logócratas4 como Antoine Compagnon en Los antimodernos5.) Pero sin duda Bauman, con su metáfora del mundo líquido, hace un certero diagnóstico de nuestra época. Los principios, los valores, las formas en que ha cristalizado la convivencia humana, y naturalmente sus instituciones, hoy tan denostadas cuando no ridiculizadas pasaron a la historia. Lo que hace unos años hubiera sido una aberración, algo incluso difícil de imaginar, como una educación líquida, una justicia líquida, unas leyes líquidas, una cultura o una moral líquidas (o gaseosas insisto), hoy no tenemos necesidad de imaginarlo, pues lo estamos viviendo. Dos teorías para salir del paso Si existe la palabra inefable es tal vez porque hay cosas, más bien sentimientos, sensaciones, emociones, creo yo, que no se pueden expresar. Y de lo que no se puede hablar… ¿Es cierto esto? ¿Lo inefable es universal? ¿No serán más bien casos particulares de la experiencia? Quiero decir: en la historia de la literatura ha habido autores que han expresado cosas que otros, posteriores o anteriores no viene al caso, han sido incapaces de expresar. De modo que estaríamos tentados a decir que no hay nada inefable, que los que son inefables, por decirlo así, son algunos autores. De hecho yo creo que lo inefable es la única razón de ser de la literatura, lo que la distingue de la filosofía. Lo demás es historia, podríamos decir. Expresar lo inefable ha sido siempre la máxima aspiración de la literatura. Ni que decir tiene que hoy que sabemos que no hay nada inefable, y que si lo hay nos tiene sin cuidado, la literatura ha perdido esa aspiración. Mejor dicho, la ha cambiado por otras, más prácticas y realistas, inefables también en otro sentido, como por ejem George Steiner, Los logócratas, trad. de María Condor, Madrid, Siruela, 2006, p. 18   Antoine Compagnon, Los antimodernos, trad. de Manuel Arranz, Barcelona, Acantilado, 2007.

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plo vender cincuenta mil ejemplares en un mes. Dicho lo cual, convendremos en que lo más inefable del mundo es la realidad. ¿Quién lo hubiera pensado? Steiner ha vuelto a replantear últimamente la clásica teoría de que la falta de libertad produce mejor literatura. Por tanto habrá que pensar que una de las razones de la decadencia de la literatura en Occidente es la democracia. Esto es algo que siempre han dicho los escritores del Este. Klima le cuenta a Roth, en una conversación recogida en su magnífico El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras6, que en los años sesenta en Checoslovaquia muchos escritores se ganaban la vida en la construcción del metro o como operarios de grúa, y añade: «Claro está, cabe pensar que una experiencia así debería resultar interesante para un escritor.» Interesante si no se prolonga demasiado, supongo yo. En cualquier caso, de acuerdo con esta tesis, parece que cuanto mejor vivimos peor literatura producimos, y viceversa. «La gran literatura, el gran pensamiento, florecen bajo presión (Steiner)». Es posible que haya sido así en el pasado, pero no estoy seguro de que hoy siga siendo así. Y si es así, ¿quiere decir eso que los escritores que hoy escriben en libertad escribirían mejor si se vieran privados de ella; o quiere decir, por el contrario, que en ausencia de libertad serían otros hombres distintos los que se dedicarían a escribir? Esta segunda posibilidad merecería una reflexión. En cualquier caso esta teoría sólo es verdad a medias. Irrefutable en algunos casos, insostenible en otros. Para mi gusto y el de algunos más, las mejores novelas y relatos desde los años sesenta del siglo pasado aproximadamente se han escrito en Estados Unidos. Permanecer a la escucha La literatura tiene dos defectos que Adam Zagajewski, al que no tenemos más remedio que volver a citar, pues se ha ocupado de estos asuntos relacionados con la ficción y la realidad con una clarividencia poco usual, resume de este modo: «1. Cuando el escritor se ocupa única y exclusivamente de sí mismo, de sus debilidades y de su vida, y olvida el mundo objetivo y la búsqueda de la verdad. Y 2. Cuando el escritor se ocupa única y exclusivamente de la verdad del mundo, de la realidad objetiva, imparte justicia, juzga al prójimo, censura la época y sus costumbres y se olvida de sí mismo, de sus debilidades y de su propia vida»7. A Zagajewski le faltó poner ejemplos. Puede que no encontrara ninguno a mano lo suficientemente claro e indiscutible. El escritor escribe cuando el mundo le provoca perplejidad, asombro, desconcierto, y naturalmente él forma parte del mundo, o mejor dicho el mundo forma parte de él. La noción heideggeriana de pemanecer a la escucha es bastante ilustrativa al respecto. Claro que permanecer a la escucha es algo que les está vedado a los sordos. Supongo que la suma de 6   Philip Roth, El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras, trad. de Ramón Buenaventura, Barcelona, Seix Barral, 2003, p. 77. 7   Adam Zagajewski, op. cit., p. 217.

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esos dos defectos es lo que hace la gran literatura. Esto parece ser una ley universal. Proust sigue siendo para mí uno de los máximos exponentes de lo que debe ser la literatura moderna, y, más cerca de nosotros, la espléndida Suite francesa de Irène Némirovsky es otro claro ejemplo de auténtica literatura. Son sólo dos ejemplos, por supuesto, entre otros muchos. Si, como dice Davenport, no hay nada en literatura, y en el arte en general, que no tenga un antecedente, y las diferencias sólo son de imaginación, podemos lícitamente preguntarnos de qué tradición literaria es heredera nuestra actual literatura, dónde están sus antecedentes, y aventurar algunas conjeturas. En primer lugar, siguiendo a Davenport, los antecedentes de una obra literaria no tienen por qué encontrarse en la literatura, incluso, me atrevería a decir, pueden encontrarse en un problema de conciencia. Quizá sea esto lo que explique la actual proliferación de novelas «políticas» (valga este término para aglutinar a las que están apareciendo en España en estos últimos años con la guerra civil al fondo, o el terrorismo de ETA). Entre la política y la conciencia siempre ha habido una peculiar relación. Aunque quizás sería más exacto decir una peculiar no relación. En la representación de la realidad intervienen, como sabemos, tal cúmulo de procesos, tanto conscientes como inconsciente, que, desde la hermenéutica al psicoanálisis, sin olvidar aquí a la famosa deconstrucción que corre el riesgo de acabar convertida en un chiste, han dado lugar a su vez a tal cúmulo de interpretaciones, que ya no es nada fácil saber lo que significan las cosas, cuando significan algo, que no siempre es el caso. Pero una cosa es que toda obra sea susceptible de interpretación, y otra, como pretenden algunas de esas teorías, que la obra sólo exista como excusa o pretexto para ser interpretada. Se olvida así con frecuencia que es la obra la que es una interpretación de la realidad, y todo lo demás interpretaciones de esa interpretación. Sin embargo, la realidad sólo puede ser presente, lo que nos hace sospechar que tal vez no exista. Cuando la realidad que se representa es el pasado más o menos remoto, o una cultura, tradición o geografía que no conocemos más que de oídas, o de vista si prefieren, los resultados suelen ir generalmente de lo delirante a lo pedestre. Dos valores en alza, hay que reconocer. Aunque sin duda el asunto es más complejo, porque yo creo que el escritor percibe también, o huele si lo prefieren, recuerden que dijimos que la realidad huele, la demanda. Y recuerden también que hoy la demanda es la oferta. Nadie querría hoy día renovar el lenguaje, si el precio es no vender un solo libro. Como tampoco nadie querría hoy pasar a la posteridad al precio de ser ignorado por sus contemporáneos. Adelantarse a la época es como decir la verdad antes de tiempo. Se paga o con el desprecio o con la indiferencia. Y no es casualidad que de pronto empiecen a aparecer novelas sobre un mismo tema, o que abunden tantos escritores frustrados entre los personajes de las mismas, que acaban, como no podía ser menos, teniendo un éxito arrollador. Por lo demás hoy ya no hay un público lector ni homogéneo ni fácilmente clasificable, como no son homogéneos los estímulos culturales, y en este terreno reconozcamos que abunda la ceguera, por no escribir aquí ninguna palabra

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malsonante. La lectura, suponiendo que sea necesaria en el mundo actual, cosa que estaría por demostrar, no se estimula con campañas de promoción, como el cava catalán pongamos por caso, sino con más democracia bien entendida. La lectura tiene que ver con la educación y la cultura. Ya lo dijo Alain a principios del siglo pasado, jugando sólo se aprende a jugar, no a leer. Y la democracia bien entendida, que por supuesto también se aprende, también es tradición, porque lo queramos o no, la cultura, como la educación, o se transmite o se pierde. Hacer las cosas de nuevo Pero quizás nos estamos olvidando aquí de una idea que fue fructífera en algunos movimientos artísticos y literarios del pasado siglo xx. La tradición puede llegar a aplastar bajo su peso el impulso creador. Es más, el auténtico escritor debe volver la espalda al pasado en algún momento, momento que suele coincidir con su madurez, o cuando empieza a adquirir voz propia, lo que casi siempre viene a ser lo mismo. «Hacer las cosas de nuevo», decía Ezra Pound. Tal vez sin ese impulso él mismo nunca habría comenzado Los Cantos. Y otro tanto se puede decir sin duda de los máximos exponentes de la literatura del siglo xx. Todos ellos dieron la espalda al pasado, lo que significa, no lo olvidemos, que conocían el pasado, pues no se puede dar la espalda a lo que se ignora. Y ahora, la pregunta de rigor: ¿Hacen hoy lo mismo nuestros novelistas? ¿Dan la espalda al pasado? ¿Conocen el pasado? Preguntas todas ellas seguramente capciosas, las favoritas de la crítica. Hoy los novelistas hacen algo mejor, o peor, según se mire: se inventan el pasado. Por lo demás estamos utilizando los términos pasado y tradición como si fueran sinónimos, y no lo son. Los autores que hemos mencionado sin mencionar rompieron todos con la tradición, pero no con el pasado, porque, como decía Faulkner y gustaba de citar Hannah Arendt, «el pasado no está muerto, ni siquiera está pasado». «Hacer las cosas de nuevo», decía Pound, pero le faltó añadir: para hacer cosas distintas, no para hacer las mismas cosas; porque el hombre que las hace es el mismo, pero también es distinto. Tal vez también quería decir esto Rimbaud con su famoso je suis un autre. O quizás sólo quería escapar a la policía, quién sabe. Suponiendo, como dice Davenport, que escritores como Pound, Joyce o Beckett, fueran incomprendidos «porque no se adecuaban a los marcos de referencias del pasado»8, es decir, suponiendo un lector culto, «con referencias» tanto del pasado como del presente, y que precisamente por ser culto no entiende la literatura de su época, curiosa paradoja por cierto, sería lícito también suponer que la razón por la que hoy en día la literatura clásica tiene tan poco predicamento entre los lectores, es precisamente porque estos carecen de «referencias», o como mucho tienen referencias políticas, con lo que  Guy Davenport, El museo en sí, trad. de Gabriel Bernal Granados, Valencia, Pre-Textos, 200 p. 360.

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la confusión se agrava. En definitiva, que el lector moderno sigue sin entender a Pound, Joyce o Beckett. Pero, ¿qué referencias tiene para entender la literatura actual que tan sobreabundantemente consume, al menos en apariencia? Yo creo que las referencias, como los antecedentes de que hablábamos antes, y por las mismas razones, no se encuentran hoy en la literatura. O tal vez es que ya no se necesiten referencias para nada. Tal vez las referencias, como la experiencia que invocaban las generaciones anteriores, no sea más que un lastre que conviene soltar cuanto antes para remontar el vuelo. Pero, ¿hacia dónde? Evidentemente hacia donde nos lleven los vientos que soplan con más fuerza. Zygmunt Bauman, con quien empezábamos estas reflexiones, cita con frecuencia esta frase de Emerson: «Cuando patinamos sobre hielo quebradizo, nuestra seguridad depende de nuestra velocidad.» Esto lo escribía Emerson en su obra Sobre la prudencia, imposible título hoy día que no hubiera conseguido vender ni un solo ejemplar, hace ya casi siglo y medio, cuando la velocidad era todavía una cosa humana. A las velocidades de hoy en día, podemos patinar incluso sin hielo.

El yo telepasivo en la literatura española actual Vicente Luis Mora

Te dirán que debes tener tu propia vida y defenderla con todo, pero no te dirán que para eso pasarás años delante de pantallas esperando una imagen que no existe Pablo Fidalgo Lareo, La educación física If I watch TV for too long I begin to feel hollow Hanif Kureishi, The Body

Introducción Hace más de diez años tuve la intención de escribir un libro sobre las relaciones entre literatura y televisión, y comencé a acumular notas y apuntes al respecto. En poco tiempo éstos se volvieron tan numerosos y distintos entre sí que me hicieron comprender que, en realidad, yo quería escribir sobre literatura, medios de comunicación e imagen. Eso es lo que vengo haciendo desde que publiqué Pangea. Internet, blogs y comunicación en un mundo nuevo en 20061. Aunque a la luz de ese libro y otros posteriores pa1   Vicente Luis Mora. Pangea. Internet, blogs y comunicación en un mundo nuevo, Sevilla, Fundación José Manuel Lara.

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rezca que es Internet el medio al que más atención he dedicado, creo que nunca he dejado de darle a la televisión el papel que creo le corresponde, que es principal y aún indispensable para entender numerosos fenómenos actuales, tanto exteriores como interiores a la literatura. Su influencia no sólo no se ha visto demasiado afectada por la llegada de la Red (algo sí, por supuesto, aunque no es momento de aclararlo ahora), sino que en algún caso, como las teleseries, ha tenido más efecto que nunca, si bien es cierto que muchos escritores españoles han visto esas series televisivas… a través de Internet2. Como es lógico, al ser la televisión un invento mucho más antiguo, la reflexión sobre sus efectos sobre la literatura es también anterior. Centrándonos en literatura española, apenas cuatro años después de que Tim Berners-Lee le diera forma a la actual World Wide Web el periodista Agustín Remesal publicaba en una revista científica esta interesante reflexión: Cabe preguntarse ya (y quizás estudiarlo de forma metódica) en qué manera y amplitud está influyendo la televisión en la literatura que se crea y difunde; no sólo porque aparecen cada día más novelas con clara vocación a ser filmadas-televisadas, sino porque el ritmo narrativo, la seriación, la reducción de los universos visuales, elementos que la TV inyecta sin freno, aparecen más y más en la novelística que tiene mayor vocación de éxito.3

Temprana e inteligente aseveración de alguien que, por cierto, dirigió el espacio más digno e interesante dedicado jamás en una televisión española exclusivamente a la literatura, el programa El lector, que por desgracia no duró los años necesarios. Es cierto que la televisión ha influido mucho a los escritores contemporáneos, y hemos dedicado a ello ya algunos textos, sobre todo en La luz nueva,4 pero hay factores no sólo técnicos o retóricos en los que la TV afecta a lo literario. Al redactar estos párrafos para un volumen a caballo entre sociología y literatura, creo más que procedente abordar una cuestión que me parece del máximo interés: ¿cómo ha afectado a la literatura española el hecho sociológico de ver televisión? ¿Es rastreable algún fenómeno, estereotipo, topos, elemento común, o línea de fuga de la literatura actual, que demuestre cómo la televisión puede haber dejado una clara huella en algún modo social de comportamiento? Creo que sí.

2  De todos modos, no me resisto a dejar alguna sintomática cita literaria: «Jordi no tenía tiempo de mirar la televisión a causa de su adicción a Internet; la única serie que le interesaba era la de la familia Simpson, y seguía los episodios por ordenador»; Vicenç Pagès Jordà, Los jugadores de whist; JP Libros, Barcelona, 2010, p. 208. 3   A. Remesal, “Literatura y televisión”, Signa. Revista de la Asociación Española de Semiótica, nº 5, UNED, 1996, p. 311. 4  Vicente Luis Mora, La luz nueva. Singularidades en la narrativa española actual, Berenice, Córdoba, 2007.

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Aparición INSEPARABLES Me tiendo porque estoy cansada de estar sentada, luego me volveré a levantar, pensaré que estoy ebria y eso será desquiciante porque no es real, bajaré al bar para buscar más tabaco y pondré la televisión con el mando a distancia en las manos, cambiaré de canal muchas veces, como si quisiera encontrar en alguna parte un viejo rostro o un rostro nuevo, pero eso no será todo, será porque no tendré ningún deseo de seguir el ritmo de los programas y me quedaré dormida con el mando a distancia entre las piernas. Concha García, Pormenor (1993)5 Televisión Como ha escrito el filósofo José A. Bragança de Miranda, «las imágenes en general, al dividir la naturaleza y pluralizarla, como sucede con los reflejos de cualquier espejo, contienen una potencia especulativa que se registra y pone en uso en los mitos, en las narraciones y en cualquier tipo de representación».6 En unas ocasiones los medios son meros canalizadores del mito, pero en otros pueden llegar a ser los propios autores (¿colectivos?) del mito. Los medios de comunicación de masas tienen un importante papel para «promover el hiperconsumo de dichas representaciones simbólicas»,7 de forma que cuando son apreciadas en otras partes, en otros géneros discursivos, es ya difícil saber quién fue primero. Y precisamente a uno de estos modernos estereotipos o mitos es al que vamos a prestar atención especial, porque lo creo tan difundido como revelador. La primera mención del mismo está en una novela de 1975, Niños muertos, del británico Martin Amis:8 Giles y Keith se sentaban muchas veces delante de la televisión, juntos y en silencio como dos viejos, a última hora de la mañana y de la tarde; Giles lo hacía porque más de una vez se daba cuenta de que no estaba pensando en sus dientes, y Whitehead basándose  Concha García, Pormenor; Ediciones Dilema, Madrid, 2005, p. 63.   José A. Bragança de Miranda, «El final de la distancia: el surgimiento de la cultura telemática», en Gabriel Aranzueque (ed.), Ontología de la distancia. Filosofías de la comunicación en la era telemática; Abada, Madrid, 2010, p. 208-209. 7  Martha Nélida Ruiz, El espejo intoxicado. Hiperrealismo, hiperconsumo e hiperlógica en las sociedades posmodernas; Octaedro, Barcelona, 2006, p. 60. 8   Martín Amis, Niños muertos; Anagrama, Barcelona, 2002. 5 6

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en un principio más general, el de que sin duda eso contribuiría a mantenerlo cuerdo. (p. 31).

Frente a la televisión hay dos planteamientos básicos; utilizando la terminología de Eco,9 estarían los apocalípticos para quienes la TV supondrá el fin de la civilización humanística occidental, y los integrados, para quienes «la televisión, el aparente origen del miedo del novelista a la obsolescencia, puede de facto ser una pantalla conveniente para otras ansiedades más oscuras sobre la inestabilidad de las relaciones sociales»,10 de la que el escritor puede sacar provecho. El naciente mito que acabamos de atisbar es, a mi juicio, uno de los más elaborados para explicar precisamente las disfunciones del sujeto contemporáneo en cuanto a su actuación en sociedad, traducida por los escritores en una significativa no actuación. Vamos a enlazar ejemplos, para ir viendo a fondo el estereotipo y sacándole conclusiones. En un gran relato (en todos los sentidos), «El océano pacífico», Sergi Pàmies describe a un paradójico personaje, entre el sentido común y la paranoia absoluta, que ve las cosas, los sentimientos y las personas en su descripción estadística, por el continente (algo parecido a lo que hacía Giovanni Papini en su memorable cuento «453 cartas de amor»). Este fascinante personaje de Pàmies tiene un curioso modo de no enfrentarse a su carencia de relaciones sociales: Con un gesto mecánico, se descalza justo al entrar en el apartamento. No enciende la luz del dormitorio, quizás porque, a oscuras, le parece más grande. Tumbado sobre la cama, revisa los mensajes del contestador: gente que se confunde de número. Después de dormir seis horas de un tirón, pone la tele. Se traga, sin sonido, imágenes de gestas deportivas y de éxodos con refugiados que todavía tienen fuerzas para saludar a la cámara (...).11

Obsérvese que la habitual sagacidad narrativa del escritor catalán no pone el énfasis, o al menos no con vehemencia, sobre el elemento fundamental de la descripción. El dato de que todos los mensajes del contestador sean llamadas equivocadas nos pone ya sobre aviso, pero se solapa después el hecho de que este curioso personaje no sólo ve la televisión después de dormir, sino que la contempla sin sonido. «El sonido se había ido de las cosas, la habitación era un televisor mudo»12 escribe Andrés Neuman, y con ello se alude al oxímoron de eliminar a un artefacto audiovisual su parte de audio, con lo que la realidad parece quedarse coja. De la misma forma que la televisión se ha quedado castrada, sin una de sus partes, los autores parecen aludir al vacío social que los personajes sienten cuando se amputa, elimina o mutila la relación afectiva con los demás. Ante esa situación, el personaje opta por el autismo, por la conexión con la tele como modo de huir de la   Umberto Eco, Apocalípticos e integrados; Tusquets, Barcelona, 2006.  K. Frizpatrick, The Anxiety of Obsolescence. The American Novel in the Age of Television; Vanderbilt University Press, Nashville, TX, 2006, p. 7. 11   S. Pàmies, El último libro de Sergi Pàmies; Anagrama, Barcelona, 2001, p. 16. 12   A. Neuman, «Un cigarrillo», El último minuto; Espasa, Madrid, 2001, p. 24. 9

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realidad del entorno. Antonio Álamo alude a la escapatoria televisiva de forma aún más clara: «encendí la tele, que seguía siendo el mejor de los mundos posibles. Durante unos cuantos anuncios todo iba bien porque conseguía olvidarme de todo».13 Lucía Etxebarría hace decir a Mónica en Beatriz y los cuerpos celestes, al encender el aparato: «Soma, necesito soma»,14 en recuerdo de la droga que se suministraba a los habitantes de Un mundo feliz de Aldous Huxley para mantenerlos abotargados y poco receptivos a los cambios. Un poco más adelante, otro personaje de Etxebarría insiste: «Joder, como mola esta tele —exclamó él, ignorando la pregunta de Mónica—. Parece que estemos en el cine. Tía, si esta casa fuera mía, en la puta vida saldría a la calle». El gesto de salirse de la vida se completa con la descripción del acurrucarse junto al fuego frío de la pantalla: «Yo le di marcha y nos lo pasamos bien. Ahora está retirado. Se pasa la vida en el jardín, al lado del teléfono. Mira la televisión y participa en todos los concursos».15 Los problemas se apartan acercando la silla al aparato, como sugiere Paula Izquierdo: con el paso de las horas se fue convirtiendo en un despojo de sí misma, las mañanas infructuosas frente al ordenador daban paso a las tardes cerca del aire acondicionado. Bebía enfocando la televisión, cambiando de canal para no interesarse por nada, deshojando el tiempo, hasta llegar a un grado de embriaguez que le permitiera dormir.16

La intención del personaje en todos estos casos revela la voluntad de desconectarse, dejando de estar en el mundo, para dirigir la mirada hacia otro lado. Ver la televisión como un acto intransitivo: otear sin observar nada. Poner los ojos fijos en la pantalla en vez de posar la vista en el paisaje urbano, sacar a pasear la mirada en vez del cuerpo. No se está, porque se está mirando otra cosa, pero tampoco se deja de estar, porque la pantalla requiere sustento, atención: ojos que miren. Otro ejemplo, de Félix Romeo: El padre de Torosantos enciende el televisor con el mando a distancia. Hace como si buscara algo interesante. No hay ningún canal X. Lo más parecido es un canal de moda, Fashion Lingerie TV. Miles de modelos desfilando por la pasarela. Deja el canal de la moda encendido (...) Luego se aburre de mirar desfiles de modelos y pasa a un canal donde una tal Crystal lee las cartas a la gente que llama por teléfono, luego pasa a un canal donde emiten comerciales largos.17

Al principio de Idioteca (2010), de Raúl Quinto, el protagonista aparece solo de noche, frente a la pantalla, dejándose mecer por las ondas y el zaping18. Todo tipo de registros pasan ante sus ojos, hasta que al final recae en 13   A. Álamo, «No me digan que no», en VV. AA, Páginas amarillas; Círculo de Lectores, Barcelona, 1998, p. 36. 14   L. Etxebarría, Beatriz y los cuerpos celestes; Destino, Barcelona, 1998, p. 90. 15   Francisco Casavella, Un enano español se suicida en Las Vegas; Anagrama, Barcelona, 1997, p. 65. 16   P. Izquierdo, Anónimas; Seix Barral, Barcelona, 2002, p. 116. 17   F. Romeo, Discothèque; Anagrama, Barcelona, 2000, p. 112. 18  El zapping es un fenómeno que ha adquirido una dimensión global tras la llegada de la TV, pero existe desde antiguo, gracias a las exposiciones coloniales: «una generación antes de que la televisión

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el lugar más anodino de todos, el canal donde alguien lee el tarot a algún incauto: Tu corazón bombea sangre, tu dedo cambia de canal. Y vas borrando una tras otra todas las caras del prisma, desde el fondo de tu pozo. Hasta que sólo quedáis la oscuridad y tú, la chica que reparte las cartas del Tarot. Entonces sube el volumen, ella habla sólo para ti. Es tu Delfos, tu arcángel Gabriel, tu cuervo de Odín. Pregúntale lo que quieras. Ella te lo dirá.19

El antihéroe contemporáneo, para multitud de escritores actuales, viene representado por un hombre que pasa las noches en blanco solo en casa, viendo televisión. Decimos hombre porque así es en la mayoría de los supuestos; incluso se amplifica generacionalmente el retrato en un cuento de Juan Bonilla: «El futuro que aguardaba a todos aquellos seres (...) Enrique Suárez: acabará llamando ‘gordita’ a su señora, consumiendo su vida ante la pantalla del televisor, cambiando de cadena con la misma urgencia con la que antes cambiaba de novia».20 El estereotipo es, casi siempre, masculino; los únicos ejemplos que hemos encontrado referidos a una mujer están en Hammerklavier, de Yasmina Reza (una mujer a la que le encanta ver escenas de guerra en televisión, para disfrutar de «los paisajes que tienen detrás. No me interesan los dramas humanos, me interesan las montañas»),21 la mujer protagonista del poema «Inseparables» de Concha García, antes citado,22 y ésta, de un relato de Carlos Castán: Cada vez que yo llegaba de la calle me encontraba una escena parecida, la mesa repleta de latas de cerveza vacías, bolsas rotas de celofán, vasos sucios, el suelo lleno de ropa usada y ganchitos, y ella dormitando tirada en el sofá, con el sudor seco de un par de días y el mando a distancia del televisor en la mano, bien agarrado, como un cetro de oro (...) Lo hacíamos allí mismo, sin apagar la tele y a veces hasta dejar de mirarla (...).23

No sé si las escasas presencias femeninas implican sociológicamente que, en el imaginario de los escritores actuales, sólo el varón puede permitirse el lujo de dedicar sus noches24 a ese tipo de vida pasiva, mientras que las antifuera inventada, existía ya la necesidad de zapear desde la poltrona del mundo»; Beat Wyss, «La identidad del otro. Una reflexión antropológica sobre la distancia», en Gabriel Aranzueque (ed.), Ontología de la distancia. Filosofías de la comunicación en la era telemática; op. cit., p. 183. 19   R. Quinto, Idioteca; El Gaviero, Almería, 2010, p. 18. 20  J. Bonilla, «A veces es peligroso marcar un número de teléfono», Mininfundios; Qüásyeditorial, Sevilla, 1993, p. 21. 21   Y. Reza, Hammerklavier; Anagrama, Barcelona, 2001, p. 87 22  También las que aparecen en algún poema de Óscar Aguado: «y llegan a sus casas y se quedan desganadas / en el sofá tumbadas y mandando / mensajes con el móvil y cambiando / la tele con el mando, / de algún canal las series malas viendo»; Óscar Aguado, en VV.AA.: Todo es poesía menos la poesía. 22 poetas desde Madrid; Ediciones Eneida, Madrid, 2004, p. 60. 23   C. Castán, «Las rosas de la noche», Museo de la soledad; Círculo de Lectores, Barcelona, 2001, pp. 84-85. 24  «El insomnio —que aparte del paréntesis nocturno no tiene prestigio alguno— genera ventanas abiertas, televisiones encendidas y paseos arriba y abajo»; Sergi Pàmies, La gran novela sobre Barcelona;

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heroínas aparecen en el imaginario como mujeres que desempeñan sus actividades habituales a dos revoluciones menos, deprimidas, ingiriendo alcohol, discutiendo por teléfono con su madre y tomando ansiolíticos, un tópico que puede registrarse hasta la náusea en las literaturas española y latinoamericana últimas. En todo caso, cierto o no, más o menos sexista, el rol literario existe, y es de eso de lo que debemos dejar constancia: Sin voz el aparato salta de una imagen a otra, sin sentido, según el capricho del dedo. Una ventana encuadra la ciudad. También le falta orden a este cuadro, (...) Alguien habla en la pantalla. Sólo veo gestos. (...) Estos ojos míos van de las luces a la luz nebulosa, desperdiciada de una vida. La vida de cualquiera que al entrar en el cuarto encienda un aparato frente a la ventana y aún se resienta de saber quién es.25 Introspección Vamos a intentar ahondar en el estereotipo utilizando alguna descripción especialmente completa del mismo. Creo que la más apropiada se encontraría en la novela de Philipe Jaenada El camello salvaje (Le Chameu sauvage, 1997), donde se presenta, con todo lujo de detalles, al antihéroe: Traté, en las dos semanas que me tiré en Nueva York, de comportarme como los héroes de las novelas americanas que tanto me gustaron, años antes. Miraba el Johnny Carson Show en la tele, mientras comía emparedados de atún con mayonesa. Por las noches bebía cerveza Bud directamente de la botella. En calzoncillos. (...) En Tokio (...) apenas sí salía de mi cuarto de hotel, que estaba en el piso veintitrés de una especie de torre Anagrama, Barcelona, 1998, p. 110. «La luz azulada del televisor, en el piso de abajo, parpadeaba. Supuse que era Ernesto quien veía la televisión, él solo, descalzo, hurgándose con las manos entre los dedos de los pies. En ese momento sentí, de nuevo, algo parecido a la compasión»; Rodrigo Muñoz Avia, Psiquiatras, psicólogos y otros enfermos; Alfaguara, Madrid, 2005, p. 36. «Günter (…) no podía conciliar el sueño por la noche sin fijar los ojos durante un rato en la pantalla. No importaba el lugar en que estuviese, no importaba si emitían en ese momento un serial mexicano, una estrafalaria película hindú o un noticiario japonés. Necesitaba fijar la vista durante unos minutos en los colores que aparecían en la pantalla del televisor, en los movimientos hipnóticos»; Juan Trejo, El fin de la guerra fría; La otra orilla, Barcelona, 2008, p. 16. «Yo opté por hundirme en un largo sopor de telenovelas nacionales y extranjeras»; A. Ungar, Tres ataúdes blancos; Anagrama, Barcelona, 2010, p. 78. «Él la mantenía despierta hasta tarde por su manía de mirar televisión»; Martín Caparrós, A quien corresponda; Anagrama, Barcelona, 2008, p. 156-57. 25   J. Á. Cilleruelo, Salobre; Hiperión, Madrid, 1999, p. 64.

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blanca. Embrutecido, me quedaba horas ante la tele, viendo películas, documentales y programas en todas las lenguas habidas y por haber. María Callas, competiciones de ciclismo, la selva amazónica, Misión imposible en japonés, las cobayas de laboratorio, Hitler en super-8, pasarelas de moda, los templos de Luxor y de Karnak, La Notte en inglés, Richard Nixon, la cría de avestruces, Ben Hur en español, los grandes paquebotes de primeros de siglo, la cirugía estética, la calidad de Sony, la carrera de Marvin Hagler, el sida en China, Lady Di.26

Jaenada, nacido en 1964, pertenece de lleno a la generación televisiva, atenta y dispersa a un tiempo,27 y recrea sus tópicos culturales encarnándolos en su antihéroe Halvard Sanz, un traductor juerguista que no encuentra su sitio en el mundo ni en las relaciones amorosas. De nuevo el estereotipo del hombre incapaz de socializar o de establecer relaciones afectivas tiene un inmediato trasunto televisivo: «Iba a los sitios, a cualquiera de esos sitios, sin saber por qué, y no hacía nada». Sanz se limita a deambular, pero no como los flâneurs baudelerianos; más bien es un atorrante económico, al modo de los «nómadas libres» descritos por Jacques Attali en Milenio: Sanz vaga por distintos trabajos y lugares, sin comprometerse definitivamente con mujer u oficio alguno, dedicando sus horas libres a borracheras y maratonianas jornadas televisivas, en ocasiones simultáneas la borrachera y la ingesta de rayos catódicos (no había aún pantallas de plasma ni LED en 1997). Esta novela nos permite considerar esta especie de nuevo mito contemporáneo, el hombre pasivo-televisivo o yo telepasivo, como la penúltima mutación del nihilismo que asola la sociedad occidental, al menos desde la descripción filosófica de Nietzsche. Más allá de Bartleby u Oblómovs, que se niegan a realizar acciones pero todavía viven en sociedad y tienen que comunicar a alguien su negación, la realidad del yo telepasivo es misántropa y ermitaña. Su autismo es también espacial, es una incomunicación recluida, solitaria. Ver la televisión es dejar de pensar y, por tanto, dejar de estar en la sociedad; quedarse al margen, desconectando el cerebro. Eliminar la conciencia crítica hacia el entorno, liquidando la sensación de culpa: «A los doce años (…) decidí que nunca más mostraría mis emociones ni sería cómplice de las de nadie. Veía las noticias en televisión y pretendía insensibilizarme»,28 escribe David Eggers. El mando impone la distancia entre nosotros y las cosas. Pasan de ser cosas vivibles a ser cosas mirables, observables, dejadas a la contemplación, puestas en pasivo. La existencia de este tipo de bulto humano se corresponde con un cambio cualitativo en la conformación de la «masa» contemporánea respecto de la tratada por Canetti en su clásico Masa y poder (1960); Sloterdijk ha tratado sobre esta evolución de la masa desubicada y dividual (Deleuze), uno de cuyos síntomas nos atañe:

  P. Jaenada, El camello salvaje; Siruela, Madrid, 2001, p. 349-350.   Sobre esto hemos hablado por extenso en V. L. Mora, «Importancia de los medios de comunicación y las nuevas tecnologías», La luz nueva; op. cit. p. 32 y ss. 28  David Eggers, Ahora sabréis lo que es correr; Mondadori, Barcelona, 2004, p. 165. 26 27

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Su estado es comparable al de un compuesto gaseoso, cuyas partículas, respectivamente separadas entre sí y cargadas de deseo y negatividad prepolítica, oscilan en sus espacios propios, mientras, inmóviles ante sus aparatos receptores de programación, consagran individualmente sus fuerzas una y otra vez a la solitaria tentativa de exaltarse o de divertirse.29

Es un cambio de escenario donde los individuos-burbuja no funcionan como masa de forma política, como en el relato canettiano, sino de modo apolítico, por no decir abúlico en general frente a cualquier idea de comunidad. Los escritores han percibido perfectamente este cambio de escenario social, que Philippe Jaenada muestra claramente: Vi de reojo el mando a distancia sobre mi mesilla de noche. ¿Ver la tele? Tiene gracia. ¿Ahora crees que la solución consiste en dejarte idiotizar, hipnotizar por gilipolleces para salvarte de tus problemas? ¿Evadirse, como dicen «ellos», con tanto cinismo? ¿Aguardar la muerte con los ojos fijos en una pantalla? (...) Pero ahí está, ese mando a distancia, junto a mí. Y si está ahí, y no hay otra cosa en el cuarto, es que tal vez tenga que utilizarlo. Sobre todo, no intentes entender. Los caminos del azar son impenetrables. Pondré la tele, lo siento. De todos modos, no tenía otro recurso para evitar ponerme a pensar.

ENCIENDA LA TELE (p. 355) La cursiva de la cita es mía, aunque el mensaje es tan claro que quizá no requiera más énfasis que el motivado por su propia declaración. Tanto más cuanto el personaje se halla casi en el final de la novela, atascado en un hotel perdido de Egipto, al final de un callejón sin salida, desnortado, definitivamente muerto y esperando el milagro. Abstracción Y siempre nos quedará la tv del autobús para errar el tiro.

Julio Espinosa Guerra, Sintaxis asfalto30

Otra muestra del dejar de pensar, pero en sentido distinto, se da cuando en la trama novelesca la televisión es encendida cuando el personaje no puede pensar en nada; la sucesión indefinida de canales crea una sensación de estar ocupado que sustituye a partes iguales al pensamiento y la diversión. Así lo entiende Javier Cercas, para su personaje de El inquilino (2000):   P. Sloterdijk, El desprecio de las masas; Pre-Textos, Valencia, 2002, p. 18-19.   Espinosa Guerra, Sintáxix asfalto; Olifante, Zaragoza, 2010.

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intentó leer, pero enseguida se dio cuenta de que era inútil: no podía concentrarse. Fue a la cocina, abrió una lata de cerveza, conectó la televisión, se tumbó en el sofá; con el mando a distancia saltaba de un canal a otro, sin permanecer mucho tiempo en el mismo.31

Lo que lleva a algunos personajes a ver la televisión con ese propósito incluso sin ganas de hacerlo, movidos sólo por la necesidad del escape32. Carlos Barral contaba en un artículo sobre Franco Basaglia cómo, en una conversación en su casa veneciana, el psiquiatra y escritor italiano le había descrito el cambio de método en el dominio de la «agresión» freudiana de sus enfermos: «pastor de locos y tontos que, en lugar de arrastrar cadenas y convalescer de los electroshocks, se consolaban horas y horas ante la televisión, había tenido amplia oportunidad de estudiar los mecanismos de estupefacción». Si la pequeña pantalla consigue calmar a las fieras psicóticas y eliminar la necesidad de lobotomías eléctricas, qué no podrá hacer en las personas normales, parecen deducir nuestros narradores. Por ejemplo Ismael Grasa, quien presenta en su novela La tercera guerra mundial (2002) a Ferrer,33 un personaje con ataques de histerismo que se dedica a imitar cuanto ve en la tele, y a encender obsesivamente los aparatos que ve apagados. Este Ferrer encuentra un modo de crear la ilusión de tener muchos canales para elegir: «miraba la pantalla de un televisor de ocho canales de los que sólo era posible ver dos. Ferrer, con todo, tenía sintonizados cuatro veces cada uno de los dos canales. Resultaba un efecto falseador y por momentos estimulante».34 Un personaje de Gutiérrez Solís, dentro de La fiebre del mercurio (2001) soluciona drásticamente su dependencia psicológica de la televisión con un tratamiento de choque, tras ser abandonado por su mujer: abre un videoclub. Otro ejemplo de zapping aburrido-obsesivo lo podemos encontrar en un relato de Javier Calvo: Cooper se sirve lo que queda de la botella de vino y se la bebe con una media sonrisa. Luego apaga la luz y empieza nuevamente su recorrido por todos los canales de la televisión. «Arco iris de levedad»35

En la mayoría de estos relatos existe una crítica a lo contemplado; el personaje sabe que está viendo basura, pero no puede o no quiere dejar de verla, como este personaje de Antonio Pomet: Cuando llegó a su casa Javier cogió el mando que sujetaba la puerta y la cerró. Se tumbó en el sofá y bajó las persianas. Pasó el resto del día viendo la televisión. Los programas   J. Cercas, El inquilino; Quaderns Crema, Barcelona, 2000, p. 88.   «Cuando ella sale me mantengo sin ganas con la vista puesta sobre la pantalla del televisor. Los personajes me siguen recordando partes de mi propia vida, como piezas de algo por montar»; Alberto Santamaría, B; El Desvelo Ediciones, Santander, 2009, p. 37. 33   Que recuerda al Chance encarnado por Peter Sellers en la genial película Bienvenido Mr. Chance (1979), de Hal Ashby. Jazmín, un personaje de Fresán, también pierde la razón viendo telenovelas mexicanas (R. Fresán, Mantra; Mondadori, Barcelona, 2001, p. 38). 34   I. Grasa, La tercera guerra mundial; Anagrama, Barcelona, 2002, p. 29. 35   J. Calvo, «Arco iris de levedad», Risas enlatadas; Mondadori, Barcelona, 2001, p. 15 31 32

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que había visto alguna vez despreocupadamente le resultaron entonces indignantes y aburridos. La gente le pareció estúpida.36

Antropólogos como John Ellis o David Morley han apuntado cómo el hecho de ver televisión requiere de menos atención de la que se piensa; su contextualización en el hogar y su discurso continuo (que, por supuesto, es estructuralmente discontinuo) hacen que sea una experiencia bastante relajada37 e incluso distraída.38 Luis Antonio de Villena ha expuesto que a su juicio, hay una contraposición entre el goce activo de la literatura y el pasivo de la televisión;39 pero los hechos han terminado por superar esa dicotomía: por cuanto la literatura que estamos describiendo es notoriamente realista y lo que describe es ese sentimiento de pasividad, nos hallamos ante una paradójica comunión de lo activo y lo pasivo, convertidos de este modo en una de esas difundidas categorías psicológicas: el pasivo/agresivo. El lector-actor se encuentra agredido ante la descripción de la pasividad absoluta, en la cual —acaso periódica, transitoriamente— puede llegar a reconocerse. Y nos preguntamos qué ocurre cuando esta literatura se incorpora, por ejemplo, a Internet, y acaba convirtiéndose en parte de otra pantalla que mirar. ¿Es entonces pasiva o activa? Teniendo en cuenta que dentro de poco tiempo la literatura será a buen seguro simultánea en los dos formatos (como ahora los músicos, los escritores tendrán que colgar en la Red sus creaciones al tiempo que lanzar sus publicaciones, si no quieren pasar desapercibidos), podemos llegar a la distopía de un mundo literario en que contenido y continente incitan a la pasividad, un mundo donde la contemplación artística y/o televisiva coinciden en la persecución de los autistas voluntarios que describía Greg Egan en su asombrosa aunque irregular novela de ciencia-ficción Distress (1995). De algún modo, los jóvenes escritores han ido tomando conciencia de este devenir de los tiempos, y reproducen sus esquemas. Un personaje de Ismael Grasa es sorprendido en esa inmovilidad kafkiana: «mudo bajo el umbral, ni entra ni sale, echa la vista al suelo, parece estar esperando de alguna parte la voz cinematográfica de ‘¡Acción!’». Otro de Alberto Santamaría en B (2009) se «despierta» dentro de su coche, ante un   A. Pomet, «Alguien mucho más libre», Devoradores; Pre-Textos, Valencia, 2009, p. 69.  Cf. David Morley, Medios, modernidad y tecnología. Hacia una teoría interdisciplinaria de la cultura; Gedisa, Barcelona, 2008, pp. 226ss. La escritora Marta Lucía Rivera dice al respecto: «Solía dejar el televisor prendido como ruido de fondo y concentrarme en alguna otra cosa, de manera que nunca fue relevante si lo que estaba sintonizando era o no digno de atención»; «A propósito de Dexter, un asesino serial», en el blog Hermano Cerdo, http://hermanocerdo.anarchyweb.org/index. php/2009/01/a-proposito-de-dexter-un-justiciero-serial/. 38   Según Lorenzo Vilches, un informe de los años 70 del Surgeon General U.S. Public llegaba, entre otras, a una interesante conclusión: el espectador distraído. El informe decía: «las cámaras que filmaron a las familias mientras veían la televisión mostraron que éstas hacían innumerables cosas mientras estaban expuestas a un programa en la pantalla. La televisión se usa, se concluye del informe general de este volumen, como medio de relax que incluye muchos otros elementos»; L. Vilches, La televisión. Los efectos del bien y del mal; Paidós, Barcelona, 1996, p. 43. 39   L. A. de Villena, Teorías y poetas. Panorama de una generación completa en la última poesía española; Pre-Textos, Valencia, 2000, p. 127. Parece estar de acuerdo Marie Darrieussecq, cuando escribe en Marranadas: «Yo no hacía nada: miraba la televisión y me duchaba» (Anagrama, Barcelona, 2000, p. 85). Ver es no hacer. 36 37

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semáforo en verde, y se pregunta cómo ha llegado hasta allí, sin ser capaz de mover un músculo ni arrancar40. Como si alguien le hubiera dado al pause. Quim Monzó, desde otra óptica, también ha descrito otros seres al borde del nihilismo: así, un escritor que ha dejado la ciudad para comenzar una novela, y que ante su escasez de inspiración intenta sintonizar cualquier cadena en un antiguo receptor, con tal de que se vea sin interferencias: española, francesa, italiana, lo mismo da. Tras conectar la RAI, «la evidencia le convenció: se sirvió otro coñac y se sintió feliz»41. Lorenzo Silva demuestra su compasión por este nuevo mito: Ya en la habitación del hotel, mientras veía en la televisión, sin escucharlo, un noticiero vía satélite sobre lo que habían subido o bajado las bolsas de valores y otros asuntos perfectamente deleznables, caí en la cuenta de que había dejado sola y a merced de la tormenta a aquella agradable dama. Me acordé del mendigo, aunque no creí que hubiera que temer nada de él. Sólo sentí, de pronto, una lástima brutal hacia el fardo inane que estaba tumbado en mi cama con el mando a distancia en la mano. ¿Hacia qué había corrido? O peor: ¿de qué escapaba? Ajeno a mi soliloquio, afrentándome sin proponérselo, el individuo que hablaba con acento yanqui en la televisión sumaba una y otra vez dos con dos y le daba (triunfal, invariablemente) cuatro.42

Compasión a la que se suma Cercas con un personaje de El vientre de la ballena («intentando no pensar en nada estuve un rato viendo la televisión»43), y otro, deprimido, que permanece dos meses sentado frente a la pantalla en Soldados de Salamina;44 así como Carlos Castán: «Por mí en pijama, por mí dándome pena, por los cientos de horas de series intragables en televisión»45. Para ir terminando, Gutiérrez Solís configurra en «Amor-electro-doméstico» lo que llamaríamos el retrato robot del modelo: varón, en torno a treinta años, soltero o con dificultades de pareja, con problemas de insomnio, atado a una indefectible lata de cerveza: Pedro no movía tan bien el culo (...) Siempre pegado al asiento del sillón, fusionado a la pana de un ayer marrón del cojín. Eso sí, con una lata –de cerveza– en una mano, y el mando a distancia en la otra, las gafitas en la punta de la nariz, recorría los idiomas y los canales, y las presentadoras gorditas y los culebrones venezolanos, y los campeonatos austro-húngaros de billar y los debates de vecinas chabacanas todas las horas de todas las mañanas de lunes a lunes, toda la semana.46   A. Santamaría, B. El Desvelo, Ediciones, Santander, 2009.   Q. Monzó, «Thomsom, Braun, Corberó, Philishave», Ochenta y seis cuentos; Anagrama, Barcelona, 2001, p. 71 y ss. 42   L. Silva, El urinario; Pre-Textos, Valencia, 1999, p. 36-7. 43   J. Cercas, El vientre de la ballena; Tusquets, Barcelona, 2001, p. 50; ver también p. 132. 44   J. Cercas, Soldados de Salamina; Tusquets, Barcelona, 2001, p. 17. 45  C. Castán, «Muchas veces, querida Laura», Museo de la soledad, op. cit., p. 45. Cohonesta con Javier Cánaves: «La noche se presenta insoportable / con sus tontos programas para insomnes» (Al sur de todo mapa; Hiperión, Madrid, 2001, p. 32) y F. J. Palma: «mejor, infinitamente mejor, que quedarse en casa vegetando ante la televisión». 46   S. Gutiérrez Solís, «Amor-electro-doméstico», en Pedro Domene (ed.): Cuento al sur (1980-2000); Batarro, Almería, 2002. 40 41

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Modelo que en los últimos tiempos, se ha actualizado gracias a la creciente importancia de Internet y las redes sociales. Parece que a causa de ello surge una pequeña variante del género: la persona que se queda hasta tarde viendo imágenes, pero ya no a través de la pequeña pantalla, sino de la red. Es significativa la apertura de la novela de Vicenç Pagès Jordà, Los jugadores de whist (2009): Jordi Recasens puede pasarse días y días sin beber ni una sola Moritz (…) pero no puede dejar de poner en marcha el ordenador y navegar por la red de fotologs antes de apagar la luz. Es consciente de que este recorrido virtual lo desvela, o sea que después no tiene derecho a quejarse si no puede conciliar el sueño. Empieza con el fotolog de su hija –con el corazón en un puño, por si ha colgado alguna fotografía procaz– y después va saltando de favorito en favorito exceptuando los del círculo de Bad Boy.47

Y podemos encontrar imágenes parecidas en algún poema de Luis Correa-Díaz48. Conclusión Lo que nos lleva a un corolario relevante: los escritores de hodierno (que alguna vez, supongo que como todos lo demás, se han visto en trances semejantes), saben que en esos momentos, enajenado por el tránsito intercambiable de imágenes, el antihéroe, el yo telepasivo, está en tercera persona. Lo importante para él es estar ahí, delante del aparato, le guste o no lo emitido. Las imágenes en pantalla son lo de menos: no hay más remedio que permanecer frente a ella, impertérrito, estoico, imperturbable, insomne. Mediante una curiosa y modesta forma de viaje astral, el yo telepasivo se contempla a sí mismo como bulto mirando abúlico la pantalla. Socialmente ha dedicido marginarse, quedarse al margen. El derecho a mirar del que hablaba Jacques Derrida en una entrevista sobre televisión49 se convierte en un derecho a no mirar, a permanecer al margen de la intrusión escópica en que la televisión consiste. Las imágenes penetran en la casa de acuerdo a un pacto social, sí, pero allí ya no hay nadie para mirarlas, sólo un cuerpo pasivo que se deja acariciar, bañado por las ondas eléctricas.

  Vicenç Pagès Jordà, Los jugadores de whist; op. cit., p. 9.  «Así ha quedado este hombre enamorado / que fui: una especie de cyberphantom / en esta multitasking ópera tecno nuestra, / (…) frente al espejo digital, con / una acordada pretendida extrañeza, asiste / al espectáculo mudo de sí mismo: un viejo / prematuro que lee blogs, websites, revistas / y newspapers online, post y photo sharing / en my space o facebook (all kind of social / networks para acompañarse el alma, en / tentación cayendo a veces de entregarla, / de puro aburrido existir, alas pasajero, / a los tv broadcasts on the Internet, favoritos / a la fecha los live grids de mogulus)»; «Monimenta autoterapéutica –obviamente con sabor a mí»; en Mónica de la Torre y Cristián Gómez B. (eds.), Malditos latinos, malditos sudacas; Ediciones El billar de Lucrecia, México D.F., 2009, p. 55-56. 49  Jacques Derrida y Bernard Stiegler, «Derecho de mirada», Ecografías de la televisión; Eudeba, Buenos Aires, 1998, p. 45ss. 47 48

INTERNET Y LITERATURA, O EL REDESCUBRIMIENTO DE LA SOLEDAD José Manuel Benítez Ariza

Me proponen redactar unas cuartillas sobre literatura e Internet, y lo hacen, entiendo, porque uno ha acreditado en cierta medida su condición de escritor que utiliza ese medio. Lo que, si se piensa bien, no es mucho: hoy casi todo el mundo es, en mayor o menor medida, escritor en Internet. ¿O acaso no es escribir —aunque sea en lenguaje sincopado y con alguna que otra falta de ortografía— lo que hacen compulsivamente los usuarios de las redes sociales, los servicios de mensajería instantánea, blogs, etc.? Para que el sutil reconocimiento que supone ser llamado «escritor en Internet» tenga algún efecto, por tanto, habrá que establecer qué distingue a este personaje de cualquier otro usuario de la red; igual que cuando leemos un periódico, pongo por caso, distinguimos perfectamente al escritor que firma una columna del mero redactor de ese periódico o del ciudadano que suscribe una carta al director; lo que no excluye, en fin, que determinadas personas puedan ser a un mismo tiempo redactores de un periódico, remitentes habituales de cartas al director y, por qué no, «firmas invitadas» de ese u otro periódico. En Internet son muchos los que gozan de la condición de simples opinantes espontáneos —el equivalente, diríamos, al remitente de una carta al director—. Lo son todos aquellos que dejan, en la página web correspondiente, su opinión sobre un hotel, un restaurante o cualquier otro servicio. También son abundantes los «redactores», desde quienes lo son profesionalmente, al servicio de una empresa, a los que actúan en su propio nombre, siendo el propósito común de unos y otros el ofrecer «información» sobre las actividades y servicios de la entidad o persona a la que se dedica el espacio correspondiente: ya sea la aparición de un producto, la celebración de un evento o,

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en el caso de las páginas o espacios consagrados al puro egotismo, el anuncio de que su titular ha comenzado sus vacaciones, o celebra su cumpleaños, o se encuentra en Ibiza… Como se ve, ya en estas modalidades del uso de Internet puede advertirse una amplia variedad de propósitos, que abarca desde el de ofrecer la más pulcra y objetiva información profesional, a la mera propagación desinteresada de noticias intrascendentes o banales. La sobreabundancia de esta última clase de contenidos es una de las lacras que se le imputan a la Red. Pero es precisamente esa posibilidad de utilizarla sin propósito práctico inmediato, o sin obedecer a una estricta finalidad informativa, la que permite que Internet sea, también, un espacio acogedor para la escritura desligada de urgencias inmediatas; es decir, para la escritura literaria. Literatura y banalidad se dan la mano, como se ve, así en la Red como fuera de ella; siendo el propósito casi agónico de la escritura más exigente el situarse a la mayor distancia posible de esa casi forzosa imputación de gratuidad. ¿Qué escritor no quiere ser necesario? Ninguno, sin embargo, lo es del todo. Como, estrictamente hablando, tampoco lo son, en un periódico, los columnistas literarios, cuya razón de ser, sin embargo, depende estrechamente de la que justifica la existencia en los medios impresos del espacio conocido como «páginas de opinión». La ecuación parece ser ésta: donde tiene cabida la mera expansión subjetiva tienen cabida también otros usos expresivos del lenguaje. O, agotando el símil periodístico: donde hay meros «opinantes», además de informantes más o menos autorizados, hay también lugar para la opinión desligada de toda urgencia, para la apreciación subjetiva aliada a los usos expresivos del lenguaje, así como para el mero recreo del lector. También en el casi inagotable espacio de gratuidad y banalidad que permite la Red hay lugar para la escritura literaria; lo que se traduce en que, también en la Red de Redes, la literatura debe plantear su sempiterna batalla para diferenciarse y justificarse. Lo que no está tan claro es que la figura del escritor en Internet equivalga estrictamente a la del escritor invitado a escribir en un periódico. Para empezar, lo más frecuente en Internet no es que se invite a un escritor a participar en un espacio regido por un tercero, sino que sea el propio escritor el que crea y administra su espacio, y, por tanto, el que se «autoinvita» a escribir en él. Parece baladí que destaquemos este hecho: que el escritor es tan dueño de abrir su blog, su página, su cuenta de Twitter, como cualquier otro mortal. Pero no hay que olvidar que, en las condiciones que hasta ahora se consideraban «normales» en el tráfico literario, era imprescindible la figura de un intermediario: el editor, el director o gerente de un periódico, etc. El escritor puede ahora, sin renunciar al entendimiento con esas figuras mediadoras, abrir un segundo frente, cuya gestión le pertenece plenamente. Lo que implica, también, una renuncia: si escribir en un periódico suele ser un trabajo remunerado (no siempre) y tener un libro en el mercado suele generar ciertos beneficios (a veces), gestionar un blog o una página propia no suele deparar ninguna clase de beneficio económico directo, al menos del que yo

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tenga noticia, o del que pueda alegar ejemplos que afecten a escritores concretos. Ninguno, que yo sepa (y no digo que sea imposible) obliga a sus presuntos lectores a pagar una cuota por acceder a su página. ¿Qué se obtiene a cambio? O, como me preguntó un tanto a bocajarro un veterano colega cuando supo que yo acababa de abrir un blog: «¿Cuál es la gracia de eso?» La pregunta tiene tantas respuestas, me temo, como escritores hay que gestionan su propio blog o espacio equivalente. Pero puede intentarse una sistematización. Parece extendida la idea, que denota un cierto menosprecio de las posibilidades de la Red, de que el blog o página web de un escritor es, ante todo, un repositorio de textos ya publicados en otro sitio y no merecedores aún (o sin «aún») de recopilación en libro. Es decir, Internet brinda una segunda vida, más oscura quizá, pero más larga, a textos publicados en periódicos o revistas. Debo confesar que, cuando abrí mi blog, ése y no otro era el propósito que pensaba darle (aunque pronto cambié de idea). Y que ésa es la dignísima finalidad, total o parcial, de algunos de los blogs literarios que sigo. El escritor Felipe Benítez Reyes lo explica así en la nota que cierra un reciente libro recopilatorio1 de textos publicados en su bitácora: «Mi blog es un blog de mentira»; y más adelante: «Parece ser que el blog va camino de definirse como un espacio entre público y fantasmal en el que uno puede ir dejando constancia de sus ocurrencias repentinas…»; para concluir: «Les confieso que, en mi blog, tiro más de cajón que de presente». En estas líneas el autor declara irónicamente una disidencia, a la vez que revela un cierto desconocimiento o desinterés respecto a la idoneidad para según qué fines de según qué formatos telemáticos: el más apropiado para las «ocurrencias repentinas» no es ahora el blog, sino Facebook o Twitter; dándose el hecho, digno de un estudio más amplio, de que, por contraste, el blog se ha convertido en un espacio que posibilita una modalidad de escritura comparativamente más extensa y reposada. Pero no debemos apartarnos de nuestro hilo argumental. Hablábamos de la «gracia» del blog, de su presunta utilidad para un escritor. A la segunda de ellas apuntaban las palabras citadas de Felipe Benítez Reyes: el blog puede ser un prontuario de ocurrencias; y ese prontuario puede adoptar todas las modalidades imaginables de la escritura espontánea; y, más específicamente, todas aquellas que la tradición —palabra un tanto extraña en este contexto— ha consagrado como propias del taller del escritor. Un blog puede ser, por tanto, un cuaderno de citas, anotaciones, apuntes; y, también, y muy destacadamente, un diario. Este último uso parece dictado por la propia estructura y disposición formal de los textos que se incluyen en un blog: las sucesivas aportaciones al mismo, recuérdese, aparecen como «entradas» hechas en determinada fecha y hora, y se ordenan por orden cronológico. Cabe añadir aquí que la aparición de este formato ha venido a coincidir con una coyuntura muy particular de la literatura española, en la que los diarios personales, que hasta hace unos lustros eran raros y escasos en 1   Felipe Benítez Reyes: Las respuestas retóricas [Entradas del blog MERCADO DE ESPEJISMOS]. La isla de Siltolá, Sevilla, 2011. La dirección del blog es: http://felipe-benitez-reyes.blogspot.com/

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nuestra tradición, se han convertido en algo habitual. Los blogs, en ese sentido, amplían la onda expansiva de una eclosión que tuvo lugar en la década de los ochenta, y entre cuyos hitos podría citarse la obra diarística de Andrés Trapiello, José Luis García Martín, Miguel Sánchez Ostiz, José Carlos Llop o Chantal Maillard, entre otros. La correlación parece tan clara, que hoy día tendemos a invertir la relación de precedencia y leemos estos diarios como si fueran antecedentes directos de los «diarios abiertos» que se practican en los blogs, cuyo estilo y planteamiento se ajusta en gran medida a las restricciones o normas de uso que esos autores aportaron en su día al género diarístico; entre ellas, las referentes a cómo tratar, en un diario destinado a la publicación más o menos inmediata, el problema de la intimidad y la privacidad. Sobre este aspecto volveremos un poco más tarde. Un tercer uso, por último, que los escritores suelen dar a sus blogs es el de erigirlos en escaparate, tablón de anuncios, agenda y hemeroteca de sus logros. No hay blog literario en el que esta función esté del todo ausente, en cuanto que el escritor, desde el momento en que abre y gestiona una página en la que se presenta como tal e incluye un «perfil» o nota bio-bibliográfica de sí mismo, no está haciendo otra cosa que situarse en un espacio público en el que aspira a ser visible, y en el que el exponente de esa visibilidad es la preeminencia del propio nombre y las categorías a él asociadas (obras, pertenencia a determinado grupo o ámbito, etc.) en las listas de resultados que deparan los distintos «motores de búsqueda» que funcionan en la Red. Nadie que opere en ella puede declararse ajeno a este propósito egotista, por más que muchos, por falsa modestia o sentido del ridículo, busquen excusas o atenuantes a este leve pecado de indiscreción. De todos modos, el blog no es ya el instrumento más eficaz de autopropaganda en la Red, y ha sido ventajosamente sustituido por las posibilidades (hacer convocatorias, difundir «enlaces» a noticias de prensa, etc.) de Facebook o Twitter. Lo que, como decíamos antes, ha redundado en beneficio del primero, que se ha erigido en el formato de la Red más propicio a la escritura y lectura reposadas. Lo frecuente, en cualquier caso, es que un blog literario combine en proporciones variables estas tres funciones principales: que sea a un mismo tiempo repositorio, prontuario y agenda pública de quien lo gestiona. La mayor o menor presencia de un elemento u otro es lo que definirá el carácter de cada blog concreto. Obsérvese que en ningún momento de la exposición anterior se ha afirmado que los blogs constituyan un género o subgénero literarios. A lo más, podemos constatar, como lo hemos hecho, las afinidades de formato existentes entre determinados géneros (los prontuarios, las «virutas de taller», los diarios) y las características del blog, lo que lógicamente redunda en que, entre los blogs literarios existentes, un porcentaje importante de ellos ofrezca contenidos encuadrables en esos géneros. Lo que enlaza con una consideración marginal: los blogs, como tales, rara vez son objeto de la crítica literaria, aunque ocasionalmente los blogs de

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determinados autores sean mencionados en artículos2 de reconocimiento o prospectiva. Lo que sí merece a veces la atención de los críticos son los libros que recopilan contenidos previamente hechos públicos en un blog. Curiosamente, cuando estos contenidos son poemas o relatos (como pudo ser el caso, por ejemplo, de buena parte de los poemas luego incluidos en el primer libro de la aragonesa Olga Bernad3), la procedencia no se considera relevante o pasa desapercibida; lo que no es el caso cuando el libro en cuestión publica textos de otro tipo: artículos, diarios, misceláneas de crítica literaria, etc. Y lo curioso es que sobre estos libros sí suele pesar la imputación de no aportar novedades sustanciales al repertorio de géneros existentes. En otras palabras: hay quien parece esperar ansiosamente que los tratados de prescriptiva literaria recojan pronto la existencia de un género literario nuevo, el blog; que, sin embargo, no acaba de cuajar… Pero ¿puede achacársele a un nuevo formato que no dé lugar a un nuevo género literario? A lo largo del siglo xix, la posibilidad de publicar novelas por entregas en los periódicos modificó sustancialmente la difusión del género y condicionó algunos de sus aspectos formales —los recursos para mantener la intriga, por ejemplo—, pero no consiguió cambiar su esencia; es decir, no logró infundir en los lectores, de entonces y de ahora, la convicción de que una novela como Moll Flanders, por ejemplo, anterior al auge decimonónico del folletín, perteneciera a una categoría literaria esencialmente distinta a, pongamos por caso, Las ilusiones perdidas. Por lo mismo, no creo que haya motivo alguno para esperar que, por ejemplo, un diario personal previamente escrito y difundido en un blog sea algo esencialmente distinto a uno publicado directamente en libro. Salvando algunos pequeños condicionantes, claro, que discutiré ahora. La gran ventaja de Internet, dicen, es la interactividad, la posibilidad de que el lector de un texto aporte al mismo una respuesta o reacción inmediatas, y que éstas puedan dar pie a ulteriores comunicaciones, e incluso a la creación de un texto «consensuado» o, al menos, parcialmente modificado por las aportaciones del lector. Hablando en plata: el lector puede, no sólo mostrar su acuerdo o desacuerdo con lo leído, sino incluso mejorarlo: puede corregir una errata o señalar un error de concepto. También sobre el verdadero valor de estas aportaciones hay discrepancias. El crítico Ignacio Garmendia se mostraba tajante al respecto en una reseña reciente4: «Sinceramente uno, como lector, cree que lo peor de los blogs son precisamente los comentarios de los lectores, no porque no haya entre ellos quienes consignan aportaciones valiosas, sino porque éstas se alternan con apreciaciones banales, meros saludos y felicitaciones o peroratas que recuerdan a los espontá2  Así, por ejemplo, Fernando Iwasaki en su columna «Bitácoras», en ABC de Sevilla del 20 de septiembre de 2008 (accesible también en http://www.abcdesevilla.es/20080921/-/bitacoras200809202108.html); o, en un tono más informal y refiriéndose al ámbito local, el artículo “Bloguea que algo queda”, de Yolanda Vallejo en La Voz de Cádiz, 31 de mayo de 2008 (accesible en http://www. lavozdigital.es/cadiz/prensa/20080531/opinion/bloguea-algo-queda-20080531.html). 3   Olga Bernad, Caricias Perplejas, Fundación ECOEM, Sevilla, 2009. 4   «La hora del lector», Diario de Sevilla, 13 de julio de 2011.

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neos que se lanzan a disertar en las presentaciones de libros». Opinión que, como se ve, no excluye la posibilidad de que algunas de esas aportaciones puedan ser «valiosas». Yo añadiría que incluso la ganga de meras «apreciaciones banales» cumple una función: ponen voz, si no rostro, a la presencia anónima y hasta ahora distante del lector; y, cuando el empeño del escritor implica una cierta disciplina y compromiso de continuidad (como suele ser el caso cuando se escribe un diario), le aporta una especie de conciencia externa vigilante, que le «obliga» a atenerse a su compromiso. La posibilidad técnica de que el lector se haga presente en el propio «cuaderno de trabajo» del escritor puede suponer —así ha sido en mi caso— incluso un aliciente, y un modo de resolver pragmáticamente la principal aporía o contradicción lógica que afecta al género diarístico como tal: la ficción de que los diarios se escriben en la intimidad y no presuponen otro público que el propio autor —como fue el caso, por ejemplo, del de Samuel Pepys—; cuando, de hecho, la inmensa mayoría de los diarios literarios que se escriben hoy día están destinados a su inmediata publicación. Sé que no todos los diaristas sienten esta contradicción, y que muchos la eluden mediante atajos conceptuales: para algunos, el diario es un género narrativo más, como la novela o el cuento; para otros, la presunción de verdad e intimidad que el lector atribuye al diario se basa en un «pacto» implícito entre éste y el autor, por el que ambos se comprometen a actuar como si el texto que media entre ellos obedeciera a un designio de escritura íntima, confesional y autobiográfica, aunque no sea ése el caso. Naturalmente, todas estas excusas son a posteriori. El auge de los diarios en la literatura española a partir de los años ochenta del pasado siglo obedeció, entiendo, a un fenómeno de contagio, a un cierto cansancio ante la narrativa tradicional y su contrapartida, la llamada «novela experimental», y a la eclosión de un nuevo individualismo, que tuvo su inmediata traslación a la literatura. Aquellos primeros diarios de entonces —los de Andrés Trapiello, Sánchez Ostiz, etc.— se escribieron por un genuino impulso de placer, y parece redundante o innecesario buscarles otras coartadas. Las coartadas, en literatura, son siempre personales e intransferibles, y suelen traducirse en una estrategia de trabajo que es útil para determinado autor, pero no para otros. En el caso de Andrés Trapiello, por ejemplo, la suya se traduce en la estrategia de publicar cada entrega anual de sus diarios una vez transcurridos cinco años desde el periodo al que se refieren; lo que permite asumir que, en esos cinco años, la materia diarística ha reposado lo suficiente y los asuntos referidos han perdido urgencia y actualidad (y ganado, por tanto, pertinencia puramente íntima)… Lo que, por supuesto, no sucede, para diversión de los lectores de estos diarios, que asisten cada año a su inveterada capacidad de reavivar viejas polémicas y sustentar en ellas un pensamiento literario y humanístico que en ningún modo se conforma con ser silenciado o postergado por el mero transcurrir del tiempo periodístico. Es una estrategia, decía. Modestamente, me atrevería a afirmar que el recurso al blog lo es también, al menos en mi caso, porque permite soslayar

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la aporía a la que me refería antes, mediante el expediente de dar cabida al lector desde el primer momento. El lector está ahí, mirando por encima del hombro al diarista. Y lo que ha de plantearse éste, en todo caso, es en qué medida desea compartir con aquél su intimidad, y en qué casos desea preservar una privacidad estricta. Lo íntimo no es, no tiene por qué ser, privado, ni viceversa. En el ámbito de la comunicación literaria, en la que uno puede dar por supuesto que el número de lectores afines es escaso y disperso, uno puede confiar tranquilamente al espacio público virtual sus pensamientos más íntimos, los que atañen a su concepción del mundo, a su visión menuda del acontecer cotidiano, a su estado de ánimo en relación con ciertas variables que no tienen por qué ser ajenas a ese presunto lector anónimo y distante; con quien, por tanto, se puede establecer un diálogo implícito casi con simultaneidad al momento de la escritura; y también después, porque, no hay que olvidarlo, en los blogs también verba manent, y esa permanencia de la palabra escrita se ve reforzada, además, por el ojo escrutador de los «buscadores» de Internet (Google y demás), que pueden llevar la atención del lector anónimo hacia una entrada publicada hace mucho… Lo otro, en fin, lo que relegamos a la privacidad, casi no tiene importancia, en comparación: asuntos de intendencia y fisiología, en general, si atendemos a lo que constituye el grueso de la información más o menos novedosa que encontramos en los diarios no destinados a la publicación en vida del autor y exhumados póstumamente; o si confrontamos ciertos diarios convenientemente expurgados en el momento de su primera publicación con la versión íntegra de los mismos publicada tras la muerte de sus autores. Los del poeta Jaime Gil de Biedma podrían ser un buen ejemplo. Todo este planteamiento de la relación entre la escritura en Internet y los géneros literarios autobiográficos debería insertarse, lógicamente, en un contexto más amplio: la consideración de las posibles nuevas condiciones a las que se ve sometida la obra literaria en el ámbito telemático. Extendernos ahora sobre esta cuestión excedería con mucho las pretensiones de este artículo. Baste decir que la propia materialidad del libro ha sido puesta en cuestión; que un libro es ya, para muchos, un «archivo» que se descarga de la Red, previo pago o no. Con la capacidad de los equipos actuales, poco importa que ese «archivo» tenga doscientas o cuatrocientas páginas —lo que sí es un dato importante a la hora de evaluar los gastos y precio de un libro de papel, por ejemplo—, incluya un solo poema o, como ha sido la norma hasta ahora, al menos una veintena de ellos, que suele ser lo mínimo que se espera encontrar en un «libro» propiamente dicho… Es sólo un ejemplo de cómo la difusa materialidad de los «objetos» existentes en la Red libera a éstos de parámetros hasta ahora insoslayables, tales como las propias dimensiones convencionales de aquellos. A lo mejor, una obra literaria ya no tiene por qué ajustarse a las dimensiones de un libro para entrar en los canales de distribución. Por lo mismo, también puede excederlas; lo que suele ser el caso, por cierto, de los diarios que se prolongan mucho en el tiempo.

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Igualmente, las condiciones de lectura están cambiando: si los lectores de este texto pudieran acceder a él en un formato electrónico, cada una de las llamadas o notas a pie de página que éste incluye, referencias a otros autores, a determinados recursos informáticos, etc., serían otras tantas ocasiones que esos lectores tendrían de distraer su lectura con un salto a otro texto o recurso distinto, que, a su vez, posiblemente incluiría otras tantas invitaciones a saltar a otros… La lectura se ha vuelto un acto discontinuo; aunque no mucho más, en definitiva, de lo que podía serlo para un lector situado ante una buena biblioteca, y con la posibilidad de acceder sin esfuerzo a buenos diccionarios y libros de referencia, o comprobar una alusión, o gratificar un recuerdo… Todas esas operaciones del ocio cultivado requerían su tiempo y sus rituales, y ceñirse a los mismos era parte importante del placer que aquellas aportaban. La instantaneidad de acceso a la información que permiten los modernos recursos puede ser, en este caso, un inconveniente, e incluso añadir al acto placentero de la lectura un innecesario estrés. Pero aquí entramos ya en otros asuntos, que será mejor dejar para ocasión distinta. Los teóricos del aprendizaje de la lectura y la adquisición del hábito lector —uno, por sus responsabilidades docentes, conoce bien el paño— supeditan las estrategias de lectura a la obtención de información: será mejor lector, dicen, quien encuentra rápidamente el dato que necesita, que quien se demora en leer y releer una página por motivos no especificados. No sé. Son debates abiertos y posiblemente un escritor no tenga mucho que aportar a ellos, porque afectan a cuestiones que poco tienen que ver con lo suyo. ¿Necesita la sociedad más programadores informáticos, gestores de información, etc., que poetas? Seguro. ¿Lograrán los primeros cambiar incluso el modo de proceder de los segundos? Puede ser. Hay quien dice que la invención de la tablilla de cera conllevó el descubrimiento de la intimidad en poesía, porque posibilitó que el poeta pudiera escribir en soledad y sobre un soporte recatado y económico. Los fenómenos que he esbozado aquí son también otras tantas invitaciones a otra clase de soledad. Compartida, tal vez, pero no menos insondable.

III Sociología y literatura en la realidad social

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Tanto el artista como el científico se ocupan primordialmente de iluminar la realidad, se ocupan, en suma, de explorar lo desconocido y, lo que no es menos importante, de interpretar el mundo físico y humano. Robert Nisbet (1979: 23) Pese a la ruptura que crea, la literatura sería para siempre incomprensible si no viniese a configurar lo que aparece ya en la acción humana. Paul Ricoeur (2004: 130) As researchers, we find the social world not only complicated and interesting, not only functional or disturbing, but also amazing and overwhelming and joyous in its very variety and passage. Our readers should know not only society’s causes and consequences, not only its merits and demerits, but also, in the words of Yasunari Kawabata (1975), its beauty and sadness. Andrew Abbott (2007: 96)

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Introducción: complejidad, plasticidad y variabilidad 1 La complejidad de analizar las relaciones entre literatura y sociología reside, desde mi punto de vista, en una característica central de la disciplina sociológica. La sociología es, como sabemos, tan plástica como variada, y lo es tanto ahora, en el presente, como lo ha sido en su historia. De ahí la constante reescritura de su historia, así como las cambiantes y problemáticas etiquetas que tratan de diferenciar a la sociología de los precursores (presociólogos, proto-sociólogos) o de lo que no puede llegar a considerarse del todo sociología (para-sociólogos, filósofos sociales, ensayistas). Evidentemente estas etiquetas solamente se entienden si se tienen en mente los juegos de poder y la defensa de paradigmas en el campo sociológico (Levine, 1995; Bourdieu, 1995). La revisión del pasado se confunde con la obsesiva búsqueda de identidad por parte de una disciplina que siempre está volviendo a nacer (Gouldner, 1973; Sotelo, 1973; Ribes, 2005/2006). En este marco es natural entender que los juegos de definición de la disciplina han afectado a la consideración de la literatura, que ha sido tratada, vista o utilizada de diversas maneras, en función del momento socio-histórico y también del paradigma del sociólogo concreto que escribe. Se podría decir que los límites que se marquen en la definición de la sociología que se asuma establecen las relaciones posibles con la literatura, desde una óptica paradigmática particular. De ahí que sea posible considerar que ha habido tantas relaciones sociología-literatura como paradigmas sociológicos. Si cada sociólogo se ha dedicado a cultivar su propio jardín, como señaló a principios de siglo Adolfo Posada (1904) —a mitad de camino, dicho sea de paso, entre el asombro, la desorientación y la esperanza de lograr unificar la disciplina mediante su propia síntesis—, entonces podemos decir que cada uno de estos jardines alberga una particular y propia relación con la literatura. Siguiendo esta lógica, podemos aventurar que habrá en el futuro tantas y tan variadas relaciones posibles sociología-literatura como los paradigmas en vigor lo permitan. Los propios trabajos de este libro colectivo pueden dar una buena muestra de esta pluralidad de interpretaciones ancladas en diversos paradigmas. En un reciente artículo Romero y Santoro (2007) presentaron un sugerente análisis de las relaciones entre sociología y literatura. La síntesis de su propuesta se encuentra en un cuadro con cuatro espacios que atiende a dos divisiones fundamentales. La primera división es la que separa el internalismo, que busca en las obras literarias un reflejo de la sociedad y que tiene una vocación teórica, del externalismo, que atiende a las lógicas de producción y consumo, y pone énfasis en lo empírico. La segunda se cifra en la comprensión de la literatura como dato social (subordinada) frente a una visión de la 1  Una versión previa de este texto fue elaborada para el IX Congreso Español de Sociología de la Federación Española de Sociología (Barcelona, 2007), con el título «Sociología y literatura como dos medios de interpretar lo social: la sociología de la literatura y la literatura sociológica». Las páginas dedicadas al análisis de Voces cruzadas de Rodríguez Ibáñez incluyen algunos fragmentos de la reseña que publiqué sobre dicho texto en la Revista Internacional de Sociología (Vol. 68, Nº 3, 2010).

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literatura como interlocutora legitimada (en pie de igualdad). Los espacios que resultan de los cruces de estas dimensiones son los siguientes. El primer espacio resulta de cruzar las dimensiones internalismo y literatura como dato social. En él se incluye el uso de la literatura que hacen autores como Luhmann, Elias o determinados autores posmodernos. En el segundo cruce se conjugan el internalismo con la literatura como interlocutora legitimada. Aquí la teoría social abre un diálogo con la literatura, tal y como sucede a juicio de los autores en las obras de Lukács, Goldmann, J. M. González o R. Ramos. En el tercer espacio, se encuentran el externalismo y la literatura como dato social. Las obras que resultan son aquellas que se han centrado en el análisis de lógicas de producción cultural. El último cruce se da entre el externalismo y la literatura como interlocutora legitimada, y aparece representado por la obra de Bourdieu. Los autores abogan por mantener los dos caminos que se abren desde la consideración de la literatura como una interlocutora legitimada: «La sociología de la literatura más fructuosa e interesante es, nos parece, aquella que acepta a la literatura como un sujeto paralelo y legítimo. Ambos caminos, el internalista y teórico, y el externalista y empírico, resultan aquí igual de válidos y necesarios, y de hecho, es en su complementariedad donde encontramos la posibilidad de una sociología de la literatura programáticamente definida» (Romero y Santoro, 2007: 219),2 Sin pretender elaborar un esquema tan completo e inclusivo como los dos mencionados, y aun a riesgo de simplificar, creo que las relaciones entre sociología y literatura puedan enmarcarse en tres espacios que se organizan en un continuo no excluyente y no necesariamente cronológico: 1/ la inicial constatación de la vinculación existente entre ficción literaria y sociedad, que tiene que ver con la crítica de la convencional historia de las ideas, el análisis textual de las obras literarias y la ilusoria caracterización del autor como individuo creador aislado; 2/ el paradigma de la producción-consumo o la sociología de la literatura en sentido restringido; y 3/ la línea que se ha ocupado de la exploración y el análisis de las complejas relaciones entre sociología y literatura, sus zonas fronterizas, sus límites.3 2   Gaspar (2009b: 27-29) propone distinguir entre sociología de la literatura sistemática y asistemática. La sociología de la literatura sistemática contiene tres posibilidades en función de la relación epistemológica entre ambos ámbitos del conocimiento. Cuando se da una relación vertical (la sociología aparece como superior a la literatura) tenemos los caminos 1/ de la sociedad a la literatura (Lukàcs, Goldmann), 2/ de la literatura a la sociedad (Escarpit, Escuela de Burdeos), y 3/ el análisis de los campos de Bourdieu. Cuando se da una relación horizontal y se entiende a la literatura y a la sociología como dos dominios igualmente válidos en la producción de conocimiento social tenemos el camino explorado en España por J. M. González García. La sociología de la literatura asistemática incluye los usos casuales y la utilización de la literatura como fuente de datos. En este uso asistemático Gaspar entiende que solamente puede darse una relación vertical. El autor señalado como ejemplar por Gaspar es N. Elias. 3  En este capítulo no voy a presentar una reconstrucción sistemática de la sociología de la literatura, sino que solamente voy a centrarme en algunos autores e ideas que, según me parece, han reflexionado sobre los límites y las fronteras de la sociología al pensar las relaciones entre sociología y literatura y nos han dejado algunas sugerencias interesantes. Una reconstrucción ya clásica de la sociología de la literatura se encuentra en Laurenson y Swingewood (1971). Más recientemente contamos con el trabajo de Romero y Santoro (2007), en el que se revisan las tradiciones anglosajona, francesa y se explora tentativamente la española, y los de Gaspar (2009a y 2009b: 19-82).

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Será esta tercera línea la que va a centrar mi interés en las páginas que siguen. En primer lugar veremos, de la mano de Ayala y Mills, cómo a mediados del siglo xx la necesidad de hacer valer una concreta posición en el campo sociológico y combatir paradigmas rivales llevó, como una consecuencia seguramente no prevista y, desde luego, no querida en sus últimas consecuencias, a reivindicar obras literarias para el canon sociológico. En segundo lugar, haremos hincapié en la clásica distinción entre ambas disciplinas que propone Nisbet, basada en las diferentes lógicas que mueven a la sociología y a la literatura, al tiempo que seguiremos a este autor en su propuesta de lo que las une. Profundizando en los nexos de unión nos detendremos en la propuesta de la «estética cognitiva» de Brown. Seguidamente nos ocuparemos de la reciente apuesta por una «sociología lírica» que ha elaborado Abbott. En tercer lugar, con ayuda de Lepenies y Rodríguez Ibáñez, plantearemos cómo la tradición sociológica ha amputado una parte de sí misma, al ser derrotadas algunas sociologías fallidas, muy especialmente la sociología deliberadamente literaria, al tiempo que exploramos la fructífera combinación del entrecruzamiento de las voces que nos ofrecen un cuadro sin duda más completo y acabado de los problemas o momentos históricos que analizamos desde la sociología. En cuarto lugar exploraremos algunas de las causas que podrían explicarnos la porosidad de las fronteras, tal y como han sido formuladas por Goldmann y Jameson. Cerraremos el capítulo estableciendo nuestra posición con respecto a los límites de la sociología y las consecuencias del reconocimiento del común origen de la literatura y la sociología. Desde la heterodoxia: ciertas obras literarias se aproximan a la sociología A mediados del siglo xx la sociología norteamericana estructural-funcionalista aliada con el desarrollo de las cada vez más sofisticadas técnicas de investigación situaron a determinados autores en una posición de incomodidad, arrojándoles a la heterodoxia. Algunos de ellos, cuando abordaron el problema de los límites y de la definición de la disciplina sociológica se encontraron reivindicando determinadas obras que ni siquiera ellos consideraban sociología en sentido estricto y que, desde luego, no encajaban en el paradigma dominante de la época. Dos de estos autores fueron Francisco Ayala y Charles Wright Mills. En ambos casos, desde mi punto de vista, lo que pretendían estos autores era combatir a la sociología hegemónica, pero, en ese empeño, acabaron por extender los límites de la disciplina, dejando además el germen para ulteriores radicalizaciones de sus propuestas, que, probablemente, ellos no compartirían. En el Tratado de Sociología de 1947, Ayala perfila su concepción de la disciplina sociológica. Como cabe esperar de un libro escrito a mediados del siglo xx, el autor no ahorra esfuerzos para distinguir la sociología de la filosofía y de la filosofía social, del derecho y de la psicología. Ayala deja bien

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claro a lo largo de todo el Tratado que considera la sociología como una ciencia. No obstante, para nuestro autor la sociología, como cualquier otra ciencia, es un producto cultural y conviene tratarla como tal. El reproche fundamental de Ayala a ciertas sociologías es su dependencia con respecto a las ciencias naturales, cuyos métodos no sirven para el estudio de la realidad social. O, mejor dicho, no sirven si se emplean únicamente. Por eso, llevado por una ambición sintética, propone Ayala un «enfoque plenario» capaz de integrar tres vertientes del conocimiento: la científica-natural, la comprensiva y algunas intuiciones literarias basadas en el conocimiento de la ciencia sociológica. Pero, es justo decirlo, la parte del «enfoque plenario» que corresponde a lo científico-natural es minimizada; el peso de esta síntesis lo tiene la sociología comprensiva y, queda apuntado, aunque probablemente no del todo resuelto, el aspecto literario. Sostiene Ayala que las ciencias sociales nacieron bajo los supuestos naturalistas precisamente cuando éstos eran puestos en entredicho. Esto explica, en parte, los problemas de la sociología para encontrar un método adecuado, porque no es posible aceptar, según la visión historicista de Ayala, el empleo de métodos y principios derivados de un mundo que ya no existe; métodos, a fin de cuentas, que pertenecen a otro momento histórico. De este modo, escribe Ayala (1984: 126), «resultaría insincera la aceptación —aun provisional— de principios y métodos derivados de una concepción del mundo ya desprovista de una incontrovertida vigencia sobre los espíritus». Había, pues, que adaptar el método a la realidad contemporánea. A estos problemas se añade que el objeto de la sociología (que es a la vez sujeto) no permite que se le trate como cualquier otro objeto del mundo natural: es imprescindible descubrir el sentido. La propuesta de Ayala se basa, como decíamos, en practicar un «enfoque plenario» que integre de forma un tanto desigual (en absoluto equidistante) los métodos de las ciencias naturales, la interpretación del sentido e incluso los acercamientos literarios a la realidad social. Por todo esto el propio Ayala es consciente de que se sitúa en la heterodoxia; en la heterodoxia con respecto a algunas líneas teóricas que habían apostado por una sociología de vocación positivista, y, desde luego, con respecto a los desarrollos que estaba teniendo la sociología en Norteamérica, cuyo éxito y exportación iban a situar aún de una manera más evidente a Ayala en la heterodoxia e incluso iban a arrojarle al indefinido territorio de lo pre-sociológico, la filosofía social o las «filosofías de gabinete» (Sorokin, 1964). En el esquema que traza Ayala tenemos, por un lado, a la sociología científica, metódica y autoconsciente. Dicha sociología se ve atravesada por dos líneas diferenciadas: la científico-natural o positivista y la comprensiva. Ayala se decanta por la segunda, aunque reconoce la legitimidad disciplinar, por decirlo así, de la primera. Por otro lado, y aquí empieza lo más original de su propuesta, desde su punto de vista, la sociología no debe cerrarse por completo a considerar valiosas determinadas formas literarias de conocimiento de la realidad social. Esto es así debido a que nuestro autor considera que, dada la complejidad de las relaciones entre teoría y realidad, «a veces resulta

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difícil señalar el punto en que concluye la ciencia y empieza ese modo de intuición asistemática de la realidad que, convencionalmente, llamamos literaria» (Ayala, 1984: 44). Con el objetivo de rescatar a determinada literatura que, desde su punto de vista, hace sociología, Ayala traza una distinción entre dos tipos de literatura: la literatura que trata lo social sin conciencia sociológica, y la literatura (asistemática y no metódica) consciente de lo social y basada en un firme armazón de teoría sociológica. Se refiere Ayala a «esa literatura que no ignora la sociología científica, pero que tampoco satisface en sus esquemas, sino que prefiere sumergirse de lleno en la realidad viva para captar los rasgos esenciales de su estructura y extraerlos y exponerlos en cuadros concretos». Dicha literatura, «merecerá ser incluida en el campo de la disciplina sociológica siempre que sus construcciones estén apoyadas en una firme armazón teórica» (Ayala, 1984: 44). De modo que, a su juicio, la segunda de estas dos opciones puede incorporarse a la sociología enteramente, en tanto en cuanto produce conocimiento social y puede incorporarse tanto al canon de la disciplina como al «enfoque plenario». Lo que nos muestra Ayala es la necesidad de abrir la disciplina a esas formas poco ortodoxas de presentar los resultados de los análisis sociológicos elaborados desde el contacto con la sociología. Volveremos sobre este punto más adelante.4 En el más célebre de sus libros Charles Wright Mills introdujo el concepto de «imaginación sociológica». Del mismo modo que Ayala, Mills pretendía reivindicar otra manera de hacer sociología y de entender a la disciplina, y en ese camino elaboró una de las definiciones más difundidas de la sociología. Recordemos la descripción y la promesa que, a juicio de Mills, anunciaba la sociología, entendida de forma mucho más amplia que las corrientes hegemónicas del momento: «la imaginación sociológica permite a su poseedor comprender el escenario histórico más amplio en cuanto a su significado para la vida interior y para la trayectoria exterior de diversidad de individuos» (Mills, 1999: 25). En su crítica contra la Gran Teoría y el empirismo abstracto, pretendía Mills reivindicar una mayor amplitud de miras de regusto clásico, así como adoptar cierta distancia crítica con respecto a la tiranía de las técnicas de investigación. Al mismo tiempo y, por otro lado, criticaba la grandiosa construcción teórica de Parsons porque, según Mills, ésta perdía de vista la realidad. Por eso introdujo la idea de la «imaginación sociológica» que va aparejada con la de «artesano investigador». La pretensión de Mills era reivindicar una mayor imaginación que permitiera escapar de la burocracia investigadora o de la investigación burocratizada. Por ello reivindica el papel ejemplar 4   Ayala es un autor excepcional para abordar el problema de la sociología y la literatura, debido a su doble condición de sociólogo y novelista. Además de estas reflexiones que incluye en el Tratado de Sociología, en las que aquí nos hemos detenido brevemente, el estudio de sus obras —sociológicas y literarias— nos ofrece un punto de vista privilegiado para poder entender las relaciones de ambas disciplinas. No cabe aquí un estudio detallado de las relaciones sociología–literatura en la obra de Francisco Ayala, por lo que remito al lector interesado a un trabajo previo: Ribes (2007).

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de los «sociólogos clásicos», que tenían esta «imaginación sociológica». Lo interesante es que a juicio de Mills no solamente los clásicos poseían esa imaginación, sino que también otros, «los novelistas —cuya obra seria encarna las definiciones más difundidas de la realidad humana— poseen con frecuencia esta imaginación» (Mills, 1999: 34). La fórmula para ensanchar los límites de la disciplina que emplea Mills es la de definirla desde el concepto de «imaginación sociológica», que al tiempo de servir para caracterizar a la sociología permite derribar los límites formales de la misma. Lo que nos lleva a concluir que si tomamos en serio la propuesta de Mills, y la de Ayala, y consideramos que ciertos novelistas, historiadores o poetas ponían en práctica esta «imaginación sociológica», y han elaborado y elaboran obras literarias o históricas con un fondo sociológico ¿no deberían ser tenidos en cuenta en una historia de la disciplina? ¿No deberían considerarse sus metodologías, sus procedimientos de investigación? Sin embargo, y pese a todo lo dicho previamente, en opinión de Mills los artistas no son plenamente capaces de dar cuenta de la realidad social. De alguna forma, para este autor la ciencia social, siempre que se haga desde la «imaginación sociológica», puede cumplir dicho cometido con mayor profundidad. Por tanto, podemos ver cómo los márgenes de la disciplina vuelven a su cauce, una vez que el pasado se abandona (aquel tiempo de novelistas y poetas, aquel tiempo de una ciencia social inadecuada) y una vez que la necesidad de establecer límites disciplinares se impone sobre la «imaginación sociológica» o el «enfoque plenario». Lógicas que separan, nexos que aproximan La contribución fundamental de Nisbet sobre estas cuestiones se encuentra en su célebre La sociología como forma de arte. Según Nisbet (1979: 11-16) sociología y arte son dos campos estrechamente ligados. Hay, sin embargo, una diferencia sustancial. La sociología funciona a través de la «lógica de la demostración», que está sujeta a reglas y prescripciones, mientras que el arte, la literatura, opera desde la «lógica del descubrimiento», que no lo está. Aunque exista esta diferencia fundamental que distingue claramente al arte de la sociología, hay dos cuestiones que unen estos dos ámbitos: el empeño por comprender la realidad y la semejanza de los «medios de representación» de esa realidad. Los medios de representación a los que se refiere Nisbet son los «paisajes» y los «retratos». Tanto en el arte como en la sociología se dibujan «paisajes» de periodos históricos. Como escribe Nisbet (1979: 16): «Lo más importante de la sociología consiste en gran parte en paisajes del panorama social, económico y político de la Europa Occidental del siglo xix y principios del xx».5 De igual forma, tanto en el arte como en la 5   Más adelante añade Nisbet (1979: 69-70): «La literatura sociológica del siglo xix es tan rica en paisajes como cualquier otra esfera de la imaginación creadora (...) el paisaje social y cultural constituyen el dominio del sociólogo —o del novelista o poeta— como el escenario físico constituye el del pintor».

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sociología se trazan «retratos», que en sociología son los personajes típicoideales que presentan los sociólogos como exponentes de un tipo de persona que pertenece a un determinado «paisaje» social, cultural, económico y político. Por ejemplo, Marx dibuja un «paisaje» del mundo moderno y del capitalismo y sitúa en él sus célebres retratos de los empresarios-capitalistas y de los proletarios. Nisbet (1979: 95) señala que «en ningún otro lado encontramos una manifestación más expresiva de la básica unidad de la sociología y la conciencia artística que en las representaciones del paisaje industrial que emergen de la literatura, pintura y sociología de esta época». De hecho, el «paisaje» que dibuja Marx apenas se diferencia de los dibujados por otros sociólogos y artistas de la época: «excepto en estilo y formato, pocas diferencias pueden encontrarse entre las representaciones de este panorama hechas por un Dickens o un Marx, un Zola y un Proudhon» (Nisbet, 1979: 91). Ayala y Mills suscribirían, sin duda, esta afirmación. Según Nisbet debemos superar la idea de que la ciencia se ocupa de la búsqueda de la verdad, mientras que el arte se dedica únicamente a recrearse en la experiencia estética y en la búsqueda de la belleza. Sociólogos y literatos, científicos y artistas, tienden a salirse del mundo de lo dado por supuesto6. Lo que pretenden ambos es reducir la complejidad y el caos del mundo exterior a una «especie de representación ordenada» (Nisbet, 1979: 29). La sociología, según defiende Nisbet en este ensayo, es una ciencia, pero es también un arte, puesto que se nutre —al menos en su etapa clásica— de la misma imaginación creadora que se puede encontrar en cualquier tipo de arte. Los grandes temas que exploraron los clásicos de la sociología, y que hicieron a esta disciplina lo que es, no fueron abordados desde un férreo y bien delimitado método científico. De hecho, muchos de estos temas fueron también captados por las imaginaciones artísticas de pintores, poetas y novelistas —a veces incluso los artistas se anticiparon a los sociólogos, como sucede, según Nisbet, especialmente en el siglo xix. Nisbet, siguiendo a Mannheim en este punto, considera que es posible emplear el concepto de estilo, situado históricamente, además de en las artes, en la historia de la filosofía, en la historia de la ciencia y en la historia de la sociología.7 Pero la idea que tiene Nisbet sobre los estilos va más allá de un mero trasplante desde la historia del arte. Para Nisbet las grandes obras pueden crear estilos de enfoque, de contenido y resultado. Los estilos se convierten así en algo similar a los paradigmas de Kuhn (1978); de hecho, para Nisbet los paradigmas de Kuhn son estilos, entendidos en este sentido am6   A Nisbet (1979: 25-26) le parece muy revelador que «la palabra ‘teoría’ proceda de la misma raíz griega que la palabra ‘teatro’. Una tragedia o una comedia, después de todo, tienen tanto de indagación sobre la realidad y de destilación de percepciones y experiencias como cualquier hipótesis o teoría dedicada a dar cuenta de la variable incidencia del asesinato o del matrimonio». 7  Mannheim señala que «lo mismo que el arte puede poner una fecha a determinadas formas, asociándolas con un periodo particular de la historia, del mismo modo, tratándose de conocimiento, podemos determinar cuándo y dónde el mundo ofreció determinado aspecto, con exclusión de cualquier otro» (Mannheim, 1993: 237). Por su parte, Nisbet (1979: 51) añade lo siguiente: «como Mannheim subraya, la ciencia social, obviamente, tiene sus estilos, que nos permiten distinguir la obra de un Ricardo de la de un Keynes, un Austin de un Maine, un Comte de un Weber».

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plio. Estos estilos implican, permiten y posibilitan el estudio de determinados «temas». Y en el tema, según explica Nisbet (1979: 53), «va más o menos implícita la cuestión que se plantea y, al mismo tiempo, una cierta ordenación de la experiencia y la observación en torno a determinado foco». Los orígenes de los temas se sitúan en tres lugares: los mitos, las metáforas y la autoconciencia o el pensamiento introspectivo. De esta manera se cierra el círculo y se pone de manifiesto la relación entre la sociología y el arte. Tanto el arte como la sociología se nutren de mitos, metáforas y de la autoconciencia. Esta triada inspira los temas que emanan de los estilos o paradigmas. Todo ello supone que el intento de ofrecer un orden frente al caos de la experiencia cotidiana, que es el empeño común de la sociología y el arte, tiene también un origen común: los mitos, las metáforas y la autoconciencia. Dejemos aquí, por el momento, este asunto; volveremos sobre él más adelante, de la mano de Goldmann y Jameson. En opinión de Richard Harvey Brown (1985: 34-37) lo que aproxima a la ciencia y a las artes es que los pioneros en ambos campos construyen paradigmas que guían nuestra visión del mundo y la contienen mientras sigamos mirando o pensando desde ellos. Los autores pioneros, sean científicos o artistas, sociólogos o novelistas, inventan códigos, mientras que los escritores convencionales añaden imágenes a un código ya creado. De modo que los pioneros exigen a los lectores que temporalmente suspendan sus ideas sobre el mundo, con el fin de ver el mundo desde la nuevas ideas que ellos proponen. En su ambicioso texto A Poetic for Sociology, publicado originalmente en 1977, Brown desarrolla su propuesta para una «estética cognitiva», situado en el momento de la crisis de la sociología, que a mediados de los años setenta del pasado siglo xx ampara el desarrollo de la sociología de la sociología (Friedrichs, 1977; Torres Albero, 1994), y genera numerosas reflexiones sobre el destino y la responsabilidad de la disciplina. En ese marco se entiende el esfuerzo de Brown (1985: 234) por contribuir a la generación de una auto-conciencia reflexiva. Uno de los objetivos de Brown es superar el debate entre los partidarios de la sociología positivista y aquellos que prefieren la sociología interpretativa, mediante la presentación de una estética cognitiva que sea capaz de evitar caer en el relativismo. El fin último de su propuesta es lograr que la sociología sea al mismo tiempo científicamente sólida y humanamente significativa. La posibilidad del relativismo asoma en las páginas del libro, dado que el autor se esfuerza por desdibujar los límites entre arte y ciencia, y equipara constantemente a los pioneros científicos y a los artistas pioneros, asumiendo por el camino que ningún sistema simbólico prevalece sobre el otro en cuanto a su capacidad para dar razón del mundo (Brown, 1985: 24). La clave para escapar del relativismo la encuentra Brown en las reglas de juicio estético que nos indiquen qué teoría o qué obra sociológica nos permite ver mejor algún aspecto de lo social. Una vez que asumimos que Shakespekeare y Newton afectan de igual forma y con la misma profundidad nuestra forma de pensar, sentir y ver, entendemos que lo importante en las creaciones simbólicas, como el arte o la ciencia, es que sus

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productos sean capaces de incrementar nuestra comprensión del mundo. Las obras de los pioneros, como decía, han sido, a su juicio, históricamente capaces de hacerlo, desde diversos lugares y posiciones. Es importante, para Brown (1985: 40), señalar que la simbolización no solamente sirve para darnos una imagen más completa del asunto concreto del que se ocupe, sino que su mera enunciación sirve para dar existencia a lo que otra forma no existiría, al tiempo que orienta nuestra mirada, la encauza, la dirige. El arte y la ciencia son, por tanto, reflexivos (Lamo de Espinosa, 1990; Gaspar, 2009b), al tiempo que el paradigma creado por el escritor pionero focaliza nuestra forma de mirar (Kuhn, 1978). Sostiene Brown que tanto las metáforas como la ironía son dos elementos clave de la teoría sociológica. El uso de la metáfora se le antoja a Brown (1985: 77) como algo inevitable, dado que todo conocimiento es metafórico, puesto que todo lo que es conocido es conocido como algo, es visto desde algún punto de vista, y la metáfora es básicamente ver algo desde el punto de vista de otra cosa diferente. De este modo, un paradigma es equiparable a una metáfora-raíz que genera numerosos modelos (que son también metafóricos) que, finalmente, nos ofrecen una imagen del mundo (Brown, 1985: 125-126). El uso creativo y jovial que hacen los pioneros (artistas o científicos) de las metáforas se opone al uso ritual o inconsciente que hacen los seguidores (Brown, 1985: 88-89). Aunque el arte y la ciencia sean metafóricos de modos diversos, y estén sometidos a normas y reglas diferentes (Brown, 1985: 222), la clave radica, según señala Brown (1985: 90 y 99), en que finalmente para los sociólogos la cuestión no reside en la elección entre el rigor científico o la perspicacia poética, sino que se encuentra en la elección de metáforas más o menos fructíferas. Un tipo de metáfora que esconde la clave para elaborar sociología crítica, capaz de dar cuenta de lo social, es la ironía, entendida como una metáfora de los opuestos (Brown, 1985: 172). La ironía en sociología, aunque es negada convencionalmente porque no es considerada como un instrumento de conocimiento serio, se presenta bien dirigida al orden social, bien dirigida a algún paradigma disciplinar. En ambos casos, a juicio de Brown, la ironía se muestra como una herramienta esencial para la innovación paradigmática, así como para la cabal comprensión de lo social. De este modo, la ironía articula la lógica del descubrimiento. Andrew Abbott, en un importante artículo reciente, siguiendo la estela de Nisbet y de Brown, defiende lo que él denomina «sociología lírica» frente a la «sociología narrativa». Según Abbott (2007), la virtud esencial de la sociología lírica es que es capaz de comunicar emociones mediante la presentación de imágenes que describen un sentido emocional no-moral de lo social. De ahí que la sociología lírica sea más capaz de transmitir las descripciones de lo social al gran público. Para Abbott lo que ha alejado a la sociología del centro del debate público es la ausencia en nuestros textos de fuerza emocional y de lirismo. La sociología lírica se caracteriza por ser básicamente una recreación de una experiencia de descubrimiento de algún aspecto de la rea-

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lidad social que transmite la admiración, la excitación y las fuertes emociones que siente el autor del texto. Las emociones más comunes experimentadas y expresadas por los sociólogos en sus textos y hacia los problemas que describen son la tristeza, en forma de nostalgia (visible, por ejemplo, en Middletown o en Hábitos del corazón)8 y la indignación. Sin embargo, para Abbott ni la nostalgia ni la indignación son emociones que generen sociología lírica, dado que la nostalgia es una emoción narrativa (nostalgia del pasado) y la indignación es una emoción comparativa (la realidad frente la ideal). La emoción que está detrás de la sociología lírica está localizada aquí y ahora; se trata de la «simpatía humana», entendida como algo similar a la compasión o piedad pero como una emoción de ida y vuelta que nos hace conscientes de nuestras limitaciones gracias a la contemplación de las de los demás. Los criterios para identificar la sociología lírica, según Abbott, son la actitud del autor del texto con respecto al objeto de estudio y con respecto a su audiencia, y las mecánicas. La actitud de los sociólogos líricos es de implicación emocional; nada pues de distancia ni de ironía; el autor se sitúa dentro de la realidad social con todas las consecuencias y muestra su análisis y las emociones que un problema concreto suscitan en él. En segundo lugar, la actitud de los sociólogos líricos precisa del reconocimiento de la posición del autor no únicamente como autor sino como persona que experimenta reacciones emocionales. En tercer lugar, los sociólogos líricos evitan la narrativa mediante el esfuerzo por capturar los momentos, y no los procesos; la lógica del instante prevalece sobre el desarrollo histórico y sobre la búsqueda de los orígenes socio-históricos del asunto estudiado. Pasemos ahora a las mecánicas. Para Abbott un escritor narrativo persigue relatar lo que ha pasado y explicarlo. En cambio, un escritor lírico de lo que nos habla es de la intensa reacción emocional que ha sentido con respecto a un proceso social observado en un momento concreto. De ahí que frente a las secuencias de acontecimientos que encontraremos en los trabajos del primero, tendremos una desordenada colección de imágenes en las obras del segundo. Además nuestro sociólogo lírico apelará a emociones concretas y optará por el naturalismo frente al artificio narrativo. Fronteras porosas y voces cruzadas Desde un punto de vista diferente aborda Lepenies (1992) las relaciones entre sociología y literatura. Lepenies se encarga de poner de manifiesto, en una interesante y erudita reconstrucción histórica, que hubo un tiempo —el de los orígenes de la disciplina sociológica— en el que los límites entre la sociología y la literatura fueron motivo de controversia. Quizá la aportación más importante que pone sobre la mesa Lepenies, en cuanto a lo que nos concierne en estas páginas, es la de situar decididamente a la literatura como  Sobre nostalgia y sociología, véase también B. S. Turner (1987).

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un campo o una disciplina rival con la inicial sociología de principios del siglo xx. La literatura, igual que sucedió con los casos bien conocidos y estudiados de la psicología, la filosofía y la filosofía de la historia, fue, en algunos momentos y países, una forma de conocimiento que rivalizó con la incipiente sociología. De hecho, algunos intelectuales inicialmente atraídos por la sociología, como H. G. Wells, se irán alejando de la constitución «científica» y empíricamente orientada de la sociología inglesa tal y como era entendida por el matrimonio Webb (Lepenies, 1992; Rodríguez Ibáñez, 1998). Wells elaborará un programa de una sociología diferente, alternativa, claramente heterodoxa tanto en su tiempo como hoy, una sociología que se elabora y expresa a través de la creación de novelas utópicas y de ciencia ficción. La sociología encuentra aquí, según se mire, bien una nueva forma de expresión o incluso un nuevo paradigma (fallido), bien un fuerte rival que le disputa la legitimidad y la exclusividad de interpretar la realidad social. La primera interpretación asume que ciertas formas de literatura poseen un enfoque sociológico o un fondo sociológico o una imaginación sociológica, y nos invita a considerar que por razones socio-históricas concretas dichas literaturas sociológicas terminaron cayendo en el cajón de los paradigmas fallidos y quedaron excluidas de cuerpo central, del canon de la tradición sociológica. Es una posición que encuentra sus raíces en las propuestas de Ayala, Mills, Nisbet y Lepenies, aunque yendo más allá de lo que probablemente sería asumible para la mayoría de estos autores. En todo caso, es la interpretación que he defendido en otro lugar (Ribes, 2007). En un complejo proceso que tiene lugar a lo largo de un siglo y medio o dos siglos, al mismo tiempo que Wells elaboraba su propio programa para la sociología, y al mismo tiempo que Zola proponía que sus novelas realistas y comprometidas eran la «verdadera sociología», al mismo tiempo que Balzac pretendía titular su novela La comedia humana «Estudios Sociales», la disciplina sociológica iba cumpliendo los pasos bien conocidos que la iban a llevar a las universidades, a los centros de investigación y al mercado laboral. Esto supuso la conversión de la sociología en una disciplina respetable y científica, con un objeto delimitado y unos métodos de conocimiento establecidos. En ese periplo la sociología tuvo que diferenciarse de la psicología, la filosofía, la filosofía de la historia y también de la literatura. Al mismo tiempo las otras sociologías que iban a resultar perdedoras a medio plazo trazaban sus propias propuestas, y, entre ellas, estaba, como muestra claramente Lepenies, esa sociología literaria o esa literatura con ambición sociológica, que también recogen como posibilidad Mills o Ayala. El triunfo de unas determinadas sociologías expulsó a los márgenes de la disciplina o directamente eliminó algunos programas sociológicos excéntricos. La sociología exitosa —que se apropió del viejo nombre propuesto por Auguste Comte— iba a ser la sociología científica, bien siguiendo el modelo de las ciencias naturales o bien reivindicando la especificidad del campo y de los métodos. En cualquier caso, el resto de intentos o de propuestas de ela-

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borar «otras» sociologías iban a perder —¿momentáneamente?— la batalla de la historia. Un buen ejemplo del resultado de tal proceso lo encontramos en la reflexión que hace Bourdieu (1995) sobre La educación sentimental de Flaubert (Cfr. Romero y Santoro, 2007; Eastwood, 2007). El empeño de Flaubert en esa novela consistía en, según sus propias palabras, «tratar el alma humana con la imparcialidad que se utiliza en las ciencias físicas» (citado en Bourdieu, 1995: 155). Este empeño de Flaubert desorienta a Bourdieu, que duda sobre si se debe considerar esta obra como un trabajo sociológico, puesto que es perceptible en dicha obra la existencia de una «visión sociológica» sui generis: «visión que cabría llamar sociológica —dice Boudieu— si no estuviera alejada de un análisis científico por la forma en que se revela y se oculta a la vez» (Bourdieu, 1995: 62-63). Pese a la intención de Flaubert, y pese al resultado objetivo alcanzado en dicha novela, Bourdieu se atreve solamente a señalar que casi se puede hablar de sociología en esa obra, puesto que efectivamente a sus ojos es perceptible una visión sociológica, pero finalmente las características propias de la forma novelesca aleja de una manera inevitable el trabajo de Flaubert de un verdadero trabajo sociológico. En un sentido parecido, a la posición adoptada por Bourdieu, Bradbury (1970: 100) señalaba que pese a que la literatura y la sociología comparten la función de delinear y estructurar nuestro sentido de qué es la realidad, ambas expresiones culturales son, a fin de cuentas, diferentes disciplinas y diferentes maneras de ver el mundo. Vemos, una vez más, cómo igual que Nisbet, Mills o Ayala, pese a sopesar probablemente la necesidad y la posibilidad de ensanchar los límites de la disciplina para dar cabida a ese paradigma fallido, representado aquí por Flaubert, Bourdieu acaba por quedarse a mitad de camino, revelándose y ocultándose un instante después, por decirlo así. Rodríguez Ibáñez, en su reciente Voces cruzadas, presenta una propuesta teórico-metodológica que se sustenta en la articulación de dos conceptos clave: voces públicas y conciencia de época. A estos dos conceptos les acompaña una clasificación del acontecer histórico-social, que el autor toma de R. Flacks, en dos tipos específicos de momentos: aquéllos en los que se hace historia, y aquéllos en los que se vive la vida. Ambos tipos de momentos serán aprehendidos culturalmente gracias a una conversación ininterrumpida —cuyo primer eslabón se encontraría en el diálogo interior, en las «conversaciones internas» de las que habla M. Archer—, que tiene lugar gracias al coro múltiple de voces cruzadas que se alzan para pensarlos e imaginarlos y que terminan conformando una conciencia de época. Oigamos al autor: «lo cierto es que las ’conversaciones internas’, entrecruzadas y multiplicadas ad infinitum crean las ’voces públicas’, término este que me satisface para designar el depósito o receptáculo de opiniones, imágenes, diagnósticos, comentarios, relatos, análisis ideológicos, contribuciones de todo tipo, en fin, que acaban fraguando una determinada conciencia de época» (Rodríguez Ibáñez, 2008: 14).

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La previa vinculación por parte del autor del decurso y los discursos aparece así transmutada en una vinculación entre los momentos en los que se hace historia —que son, a mi entender, el verdadero objeto de atención del autor— y su materialización textual en diferentes voces que se cruzan hasta constituir unas voces públicas que dan cuenta del acontecer y conforman una conciencia de época. La propuesta de Rodríguez Ibáñez supone esencialmente, desde mi punto de vista, un esfuerzo por situarse en lo fronterizo. En este libro la búsqueda de dichas vías de cruce se sustancia de manera concreta en el análisis de diagnósticos que provienen de la teoría social, la ficción literaria, los ensayos y las memorias. Algunos autores tratados por el autor, como Mann, Althusser o Ayala, son presentados como encarnaciones de la propia conciencia de época. Podría decirse que sus obras —literarias, sociológicas, autobiográficas— se convierten en voces especialmente cualificadas que contribuyen a configurar la conciencia de su época, al tiempo que la saben captar. La principal ambición del libro, una vez puesto a funcionar el esquema teórico-metodológico ya descrito, se encuentra en el análisis de la modernidad y su ambivalencia fundamental encarnada en determinadas voces que nos ayudan a entenderla, junto con, por otro lado, la reflexión y el esbozo de un diagnóstico sobre el último tercio del siglo xx. Voy a referirme exclusivamente a la primera cuestión, la modernidad y su ambivalencia, en tanto en cuanto nos sirve para ver en funcionamiento la propuesta de Rodríguez Ibáñez. El autor para elaborar su análisis de la modernidad incluye de manera decidida y sin titubeos ni obsesiones disciplinares aquellas otras voces que junto a la teoría social también reflexionan, dialogan y configuran las distintos momentos decisivos de la modernidad, desde la Revolución Francesa hasta el último tercio del siglo xx, pasando por las dos guerras mundiales, el holocausto, el colonialismo, los unidimensionales años 50 y las revueltas y transformaciones culturales y sociales del 68. El incremento de las posibilidades de comprender, analizar e interrogarse sobre lo social, al tiempo que se presta atención a los diálogos e intercambios entre teóricos sociales y literatos, salta a la vista. Adorno, Horkheimer y Marcuse junto con Orwell y Huxley, señala el autor, «han contribuido, con sus voces a clarificar y problematizar, de cara a la posteridad, una de las épocas más turbulentas de la sociedad Occidental, esto es, los treinta años que median entre las fechas emblemáticas de 1933 y 1968» (Rodríguez Ibáñez, 2008: 95). Pero también otras voces, estudiadas por el autor, como las de Thomas Mann, Francisco Ayala, Skinner, Burguess o incluso la reciente novela de Little, Las benévolas9 nos ayudan a comprender mejor ese momento histórico. La incorporación sin reservas de estas otras voces, anclada en la propuesta teóri9  La incorporación de la novela de Little supone, desde mi punto de vista, una toma de partido por parte del autor a favor de la apertura esencial de las conciencias de época, constitutivamente inconclusas, pues mientras se sigan problematizando cuestiones, mientras el coro de voces públicas vuelva a dirigirse a los momentos en los que se hace historia, la modificación de la conciencia de época no es solamente posible sino inevitable.

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co-metodológica del autor, genera un paisaje —en el sentido de Nisbet— más complejo y fecundo y, probablemente, más certero del convulso periodo abordado. Si Lepenies nos indica el camino hacia la consideración de aquellos paradigmas fallidos, Rodríguez Ibáñez nos muestra, sin obsesiones disciplinares, los frutos que la exploración conjunta de esas voces públicas y sus entrelazamientos puede dar tanto a la sociología como a nuestra comprensión del periodo estudiado o del problema a abordar. Visto esto, las preguntas son: ¿Excluimos a H. G. Wells, por ejemplo, de una historia de la sociología, de un recuento de las sociologías que han sido, de nuestra definición de sociología? ¿Lo excluimos de un análisis del siglo xx? Algunas causas que explican la delgadez de las líneas La propuesta de Goldmann (1975: 221) es definida por el propio autor como una forma de análisis «estructuralista-genético» que «parte de la hipótesis de que todo comportamiento humano es un intento de dar una respuesta significativa a una situación particular, y tiende, por ello mismo, a crear un equilibrio entre el sujeto de la acción y el objeto sobre el que recae el mundo circundante». Hay dos conceptos fundamentales en la obra de Goldmann que nos interesan aquí: el concepto de «homología» y el de «visión del mundo». Para Goldmann el grupo social es «el verdadero sujeto de la creación» (Goldmann, 1975: 224). No son los individuos, sino el grupo quien crea los artefactos culturales, y, en concreto, las obras literarias. La intención fundamental de Goldmann es tratar de superar el esquema clásico de la sociología de la literatura, que se esfuerza en trazar relaciones entre los contenidos de las obras literarias y los de la conciencia colectiva. Para ello desarrolla su particular y célebre concepto de «homología». Según Goldmann existe una relación mucho más intensa, que la aceptada por las tradicionales sociologías de la literatura, entre la estructura social y las obras literarias y creativas. Y es precisamente a través de esta clave como hay que interpretar dicha relación: «se tratará de buscar en la vida intelectual, política, social y económica de la época, agrupamientos sociales estructurados, en los cuales se podrán integrar, como elementos parciales, las obras estudiadas, estableciendo relaciones inteligibles entre ellas y el conjunto, y, en los casos más favorables, homologías» (Goldmann, 1975: 230). Las homologías de Goldmann nos llevan, entonces, a una relación entre estructuras y obras literarias que se encuentran especialmente imbricadas. Son partes de lo mismo: de una realidad socio-histórica concreta. No hay, pues, reflejo del mundo en la obra literaria, sino que la obra literaria es el mundo. Incluso yendo más allá, Goldmann propone que las grandes obras maestras nos son más que la autoconciencia grupal (entendida en términos de clases sociales) de una realidad socio-histórica concreta que un individuo determinado alcanza a expresar en una forma literaria: «el escritor importante es precisamente el individuo excepcional que consigue crear en cierto

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campo, el de la obra literaria (o pictórica, o conceptual, o musical, etc.), un universo imaginario, coherente o casi rigurosamente coherente, cuya estructura corresponde a aquella hacia la que tiende el conjunto del grupo» (Goldmann, 1975: 226)10. Este punto de partida permite a Goldmann trazar una homología entre la forma novelesca y el modo de producción capitalista, y retomar los conceptos de Lukács y Marx del héroe problemático y la cosificación. Encuentra Goldmann que hay una contradicción entre el individualismo burgués ideológico y la realidad objetivada —con la sustitución del valor de uso por el de cambio y la aparición de los monopolios gracias a la concentración del capital— que impide el desarrollo del individuo y lo aliena. Goldmann desarrolla otro concepto que va ligado al de homología. Se trata de la «visión del mundo». Las visiones del mundo son perspectivas coherentes y unitarias que se refieren a las relaciones de los individuos con otros individuos y con el universo (Goldmann, 1981: 111). Las visiones del mundo no son una realidad empírica dada, sino que solamente son un instrumento conceptual que permite investigar la realidad social; son abstracciones hechas por un investigador, basadas en la estructura de pensamiento de los individuos. Según la definición que ofrece Goldmann (1981: 112), las visiones del mundo son hechos sociales e históricos. Son formas de pensar, sentir y actuar que son comunes a personas que tienen similares formas de vida y situaciones económicas. Las visiones del mundo están vinculadas a determinados grupos sociales (especialmente las clases, en una economía capitalista), y, desde luego, cualquier intento de vincular las visiones del mundo a un individuo —e insiste especialmente Goldmann en el problema de la creación de nuevas visiones del mundo— es un esfuerzo erróneo. Son los grupos los que producen visiones del mundo, y es a los grupos a los que se les imponen las visiones del mundo ya creadas. La producción de nuevas visiones del mundo es un esfuerzo colectivo, un trabajo de varias generaciones orientadas conceptualmente hacia la misma idea. El filósofo y el artista —el literato— aparece, entonces, como la persona que es capaz de traducir esta nueva visión del mundo y dotarla de coherencia. Por tanto, primero es el grupo social, que genera, lentamente, una visión del mundo. En un momento determinado aparece un individuo capaz de trasladar esa visión del mundo en un lenguaje artístico, filosófico o científico. Ese individuo es el verdadero artista, el escritor genial, el filósofo brillante. Para Goldmann la calidad literaria o científica radica en la capacidad de traducir la visión del mundo que un determinado grupo social comparte. El científico o el escritor genial de Goldmann es el científico o el artista pionero de Brown, aunque en lugar de hablar de dinámicas de clase social, Brown enfoca el asunto en términos de paradigmas y de la comunidad cien10  Así, Goldmann (1975: 227) llama la atención sobre «la diferencia considerable que separa la sociología de los contenidos de la sociología estructuralista. La primera ve en la obra un reflejo de la conciencia colectiva; la segunda ve en ella, por el contrario, uno de los elementos constitutivos más importantes de ésta, el que permite a los miembros del grupo tomar conciencia de lo que pensaban, sentían o hacían, sin saber, objetivamente, su significación».

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tífica al estilo de Kuhn. Y, por supuesto, la insistencia en el grupo social es mucho más fuerte en la propuesta de Goldmann. El análisis de Goldmann sobre las visiones del mundo lleva a una conclusión evidente que él mismo extrae: la filosofía, la literatura y el arte son tres formas de creación espiritual que son expresiones de las visiones del mundo traducidas en tres lenguajes diferentes. La literatura y la sociología no son más que expresiones de las visiones del mundo colectivamente creadas por grupos sociales. Jameson aporta, por su parte, otras reflexiones interesantes para abordar las relaciones literatura-sociología. Según Jameson (1986: 9-11), cuando interpretamos cualquier texto lo hacemos siempre con la ayuda de otras interpretaciones previas sobre el mismo texto o con la ayuda de las interpretaciones que hemos hecho sobre textos similares en el pasado —en el caso de que el texto sea nuevo. Interpretar, por tanto, es un acto esencialmente alegórico que consiste en reescribir un texto dado en los términos de un particular código maestro. Por ello, para Jameson, es tan importante estudiar las interpretaciones sobre un texto como el texto en sí mismo. De ahí que la intención declarada de Jameson sea interpretar los textos literarios desde un punto de vista político. No concibe este tipo de interpretación política de los textos y las narrativas como algo auxiliar o secundario, sino que para él la interpretación política es el horizonte de todas las posibles lecturas y todas las interpretaciones. Las obras literarias y los objetos culturales, según este autor, son textualizaciones de situaciones concretas, que están emparentadas con los códigos o las narrativas disponibles. De hecho, la historia en sí misma no es un texto ni una narrativa, sino que es inaccesible para nosotros como no sea en forma de narración, de texto. De igual modo, para Brown la realidad es inaccesible como no sea gracias a la mediación de metáforas. El acceso a lo real, pasa, por tanto, por la textualización, la narrativización del «inconsciente político» (Jameson, 1986: 35). Aquí la diferencia entre la ficción y la no ficción, se encuentra en que los textos de no ficción son solamente textualizaciones de situaciones concretas, mientras que los de ficción son estructuras protonarrativas. De hecho, las utopías —y la conciencia de clase entendida como utopía— son estructuras protonarrativas que expresan la unidad de una colectividad. La interpretación «fuerte» que propone Jameson se basa en hacer una lectura de los textos que vaya más allá de lo superficial —de las lecturas comunes. Se trata de buscar los significados latentes detrás de los manifiestos; y estos significados latentes de los textos los vinculan al código interpretativo fundamental en el que emergen. Todos estos argumentos llevan a Jameson (1986: 70) a concluir que se puede entender que la literatura es una forma débil de mito o una etapa avanzada de ritual, y, en este sentido, todo hecho literario y todo objeto cultural está conformado por el «inconsciente político». Siguiendo a Jameson, por tanto, podría argumentarse que tanto la sociología como la literatura forman parte de unos determinados códigos o narrativas, y, por tanto, son acciones simbólicas y meditaciones simbólicas conformadas por diversos

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tipos de «inconscientes políticos». No hay, en principio, por qué separar rígidamente ambas disciplinas, puesto que ambas presentan y ocultan el «inconsciente político» de un macrocódigo o de una metanarrativa. Para concluir En estas páginas hemos explorado las relaciones entre sociología y literatura, guiados por dos preguntas. Una sobre los límites entre ambas. La otra sobre el origen de los productos culturales. Las respuestas han sido tomadas de algunos autores que han aportado pistas claves sobre una de ellas o sobre las dos. Basándonos en ciertas ideas de estos autores podemos extraer algunas conclusiones y tomar partido en estas cuestiones, aunque tendrá que ser de manera muy breve. En primer lugar, parece claro que debemos entender los límites de la sociología como socio-históricamente difusos y como determinados por los paradigmas sociológicos en vigor. En segundo lugar, partiendo de la premisa que los grupos sociales son los creadores de los objetos culturales, el reto consiste en saber cómo funciona este proceso y qué consecuencias tiene para las relaciones entre sociología y literatura. Ni las aportaciones de Nisbet, ni las de Goldmann o Jameson parecen del todo satisfactorias. Volvamos ahora a la primera cuestión. Ciertos autores, como hemos visto, consideran que en los orígenes de la sociología es posible encontrar cierta confusión entre sociología y literatura. Para Ayala el problema es más bien epistemológico y formal. Es el propio objeto de la sociología el que obliga a esta disciplina a adoptar un «enfoque plenario» integrador. Y además la forma (literaria, ensayística, científica) en que se presente al público lector los resultados de una investigación sociológica no invalida ni refuerza dicha investigación. Para Mills la clave está en la «imaginación sociológica», y ésta no es patrimonio de los sociólogos, sino que se comparte con los artistas y novelistas —al menos en los periodos iniciales de la disciplina sociológica. En Nisbet literatura y sociología son dos medios de conocer la realidad social, que comparten los medios de representación (paisajes y retratos). Aunque la literatura no tiene los mismos criterios científicos de control de lo que se produce que la sociología, Nisbet concluye que se puede encontrar sociología en ciertas obras de arte. Brown presenta la posibilidad de trascender las convencionales divisiones entre arte y ciencia, insistiendo en la dimensión metafórica de todo conocimiento, y en la lógica de los paradigmas. Abbott muestra cómo la sociología puede ser estudiada como una forma de arte, como propuso Nisbet. Además, Brown sitúa en la ironía buena parte de sus esperanzas para dotar de fuerza y auto-conciencia a la disciplina, mientras que Abbott apela a las emociones y a lo lírico. Lepenies se centraba fundamentalmente en analizar los límites difusos entre sociología y literatura que existieron en los orígenes de la sociología, mientras que Rodríguez Ibáñez nos muestra los entrecruzamientos de las voces públicas que terminan por generar una conciencia de época.

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Lo que comparten todos estos autores, a mi juicio, es su reflexión profunda sobre los límites difusos entre sociología y literatura. Y también comparten la idea de que en los orígenes de la sociología, cuando ésta pugnaba con otras disciplinas y otras expresiones culturales (psicología, filosofía, literatura, etc.) por constituirse como una disciplina capaz de monopolizar y apropiarse del estudio de lo social, no existía una clara línea que delimitara lo que era sociológico y lo que era literario. De hecho, la lectura de estos autores permite trazar el desarrollo histórico de la disciplina sociológica, entendido éste como un empeño diferenciador y eminentemente moderno que tiene como objeto situar simultáneamente en el ámbito académico y en el ámbito intelectual a una nueva disciplina. No obstante, algunos autores, tales como Ayala, Mills, Nisbet, Lepenies o Bourdieu, si bien muestran claramente estas dinámicas, parece que titubean, dudan y no llegan a desarrollar hasta sus últimas consecuencias la tesis fundamental que se desprende de sus trabajo. Todos ellos comparten la idea de los límites difusos entre sociología y literatura, como hemos visto, pero restringen sus reflexiones al pasado de la disciplina. Fue en el pasado cuando esto sucedía, cuando la sociología moderna todavía no se había desarrollado lo suficiente. Y además, como señalan fundamentalmente Mills y Nisbet, la sociología de los clásicos de la disciplina y también la nueva sociología —hecha siempre desde la imaginación sociológica o con la creatividad artístico-científica— tiene una mayor capacidad explicativa que las obras artísticas o literarias. En mi opinión tanto la literatura como la sociología tienen en común la pretensión de explicar, comprender, ordenar e interpretar la realidad social. Que una obra literaria o una sociológica sean capaces de darnos un cuadro completo y acertado sobre una situación social o sobre un problema no me parece que pueda atribuirse a la disciplina, sino a los méritos concretos de cada obra, de cada metáfora o de cada argumento irónico (por decirlo con Brown), y dependerá también de la capacidad lírica y emocional, si aceptamos el argumento de Abbott, independientemente de si la consideramos o no sociológica, algo que, por otra parte, es susceptible de cambiar a lo largo del tiempo y en función de los paradigmas disponibles. Los límites de la disciplina sociológica son variables y contingentes. Sin embargo, parece claro que, hasta ahora, las líneas de sociología literaria que convivían —de manera problemática, como señala Lepenies— con las sociologías no literarias han perdido la batalla de la historia. De ahí que puedan ser consideradas un paradigma fallido. Hasta donde me alcanza, todavía está por hacer una historia de la sociología que incluya a estos paradigmas fallidos. Es probable que los sociólogos actuales se vieran enormemente beneficiados si tomaran en serio esas líneas interrumpidas. La cuestión aquí no es hacer una reconstrución meramente arqueológica de lo que fue y ha venido siendo, sino concentrarse en lo que pueda ser recuperado de esa parte olvidada de nuestra disciplina. Por supuesto, es ésta una tarea compleja, dado que la necesidad de poner límites parece difícilmente evitable (y en todo caso, ni siquiera es claro que la inexistencia de límites fuera deseable), y se-

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gún hemos estado viendo en este capítulo el establecimiento de esos bordes no es sencillo. Vayamos ahora a la segunda cuestión. Goldmann, Jameson y Nisbet llaman la atención sobre el común origen de los objetos culturales, mientras que Brown nos habla de la igual capacidad para ordenar el mundo. La sociología y la literatura —igual que cualquier otra manifestación cultural— se encuentran estrechamente imbricadas en los grupos sociales de los que emergen y a los que modifican. Desde este punto de vista se puede considerar que las narrativas maestras disponibles en un espacio social concreto son la fuente de las obras culturales concretas que se crean, como apuntaba Jameson. Falta, a mi juicio, una explicación convincente de cómo operan estos procesos. No obstante, podemos aventurar que tanto la sociología como la literatura si en un contexto social determinado se ven atravesadas por la misma narrativa o por narrativas complementarias tendrán, por decirlo así, un común aire de familia, mientras que si en un contexto social determinado se ven atravesadas por narrativas antagónicas o simplemente diferentes se producirá un extrañamiento entre ambas. De modo que más allá de las reglas y las normas, más allá de las lógicas al estilo de Nisbet, más allá de los métodos o las supuestas improvisaciones, más allá del estilo y la estética, hay juegos de códigos narrativos maestros que dan forma a las escenificaciones culturales (Alexander, 2000) y que estructuran simbólicamente lo social acercando y alejando a individuos, objetos o disciplinas, posibilitando o imposibilitando la transferencia cultural y la identificación psicológica entre actores y audiencias (Alexander, 2004), así como hay ritualizaciones que sacralizan las fronteras y los bordes, que celebran, glorifican y constituyen a los grupos sociales, dan forma a sus símbolos y dan aliento a la “justa ira” que despiertan los transgresores (Collins, 2004). La investigación de las narrativas que subyacen a las literaturas y a las sociologías socio-históricamente situadas, así como la investigación de las ritualizaciones podrían dar todavía algunos resultados interesantes en este ámbito de las relaciones entre sociología y literatura. Para la práctica totalidad de los autores abordados en estas páginas, el problema de las relaciones entre sociología y literatura se plantea en términos abstractos y de manera ahistórica. Por ejemplo, a juicio de Nisbet lo que es común a la sociología y la literatura es mucho más que lo que les aleja. No obstante, y desde mi punto de vista, deberíamos decir que ciertas narrativas y ritualizaciones aproximan a determinadas sociologías y a determinadas literaturas, mientras que otras narrativas y ritualizaciones alejan a concretas sociologías y a concretas literaturas.

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UNA LITERATURA QUE HACE SOCIOLOGÍA. El ejemplo de la narrativa latinoamericana Fernando Aínsa En un ensayo pionero de lo que un largo siglo después se llamaría «sociología de la literatura», Madame de Stael se preguntaba en 1800: «Cuál es la influencia de la religión, las costumbres y las leyes sobre la literatura, y cuál es la influencia de la literatura sobre la religión, las costumbres y las leyes». Su texto anticipatorio, titulado explícitamente De la littérature considerée dans ses rapports avec les institutions sociales, no se limitaba a lo que más tarde sería el credo de Gyorgy Lukacs y Lucien Goldman —«los verdaderos autores» de la creación cultural son los grupos sociales y no los individuos aislados (Goldman, 1967:13)— sino que proponía una posible inversión de la propuesta: la literatura también influye sobre la sociedad. La novela no es sólo «crónica social» de su tiempo, sino uno de sus posibles condicionantes. La «sociología de la literatura» puede ser también la literatura que «hace sociología», donde la literatura no solamente es un documento útil para la sociología, sino que se convierte en sociología propiamente tal, en la medida en que supone una reflexión sobre la sociedad y la condición humana. En América Latina esta inversión ha sido tan evidente como determinante. No es contradictorio afirmar que la literatura —especialmente la novela— ha permitido conocer mejor la realidad empírica del continente antes que se desarrollaran las ciencias sociales y que ese conocimiento literario ha determinado lo que se pretendiera luego saber científico. «La literatura es una respuesta a las preguntas sobre sí misma que se hace la sociedad» —recordaba Octavio Paz, al subrayar la intrincada complejidad de las relaciones entre realidad y literatura en el Nuevo Mundo:

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La relación entre sociedad y literatura no es la de causa y efecto. El vínculo entre una y otra es, a un tiempo, necesario, contradictorio e imprevisible. La literatura expresa a la sociedad; al expresarla, la cambia, la contradice o la niega. Al retratarla, la inventa; al inventarla, la revela (1983: 161).

En esta reveladora expresión inventiva, la narrativa ha podido ir más allá que cualquier tratado de antropología o estudio sociológico. Los datos estadísticos y las informaciones objetivas han resultado muchas veces secundarias frente al poder evocador de las imágenes y las sugerencias de una metáfora. Gracias al esfuerzo de comprensión imaginativa que ha propiciado la ficción, se ha podido sintetizar la esencia de una cultura y ha sido posible proyectar una visión integral de la realidad que ningún estudio sociológico podía equiparar. En efecto, nada mejor que la ficción para explicar la realidad del Nuevo Mundo, donde lo real y lo imaginario han formado una indisoluble pareja y, aunque la imagen ha precedido siempre a la posibilidad, es evidente que ambas conforman la especificidad de toda representación cultural. Al respecto nos dice Lezama Lima: La imagen es la causa secreta de la historia. El hombre es siempre un prodigio, de ahí que la imagen es la posibilidad. Llevamos un tesoro en un vaso de barro, dicen los Evangelios, y ese tesoro es captado por la imagen, su fuerza operante es la posibilidad. Pero la imagen tiene que estar al lado de la muerte, sufriendo la abertura del arco en su mayor enigma y fascinación, es decir, en la plenitud de la encarnación, para que la posibilidad adquiera un sentido y se precipite en lo temporal histórico (José Lezama Lima, 1981: 19).

Los libros que hacen los pueblos De ahí la indisoluble unión con que aparecen muchas veces identificados pueblos y obras literarias. Basta pensar en las novelas que se consideran clásicos hispanoamericanos, obras emblemáticas de una sociedad que ha encontrado en ellas el mejor modo de representarse. Son «los libros los que hacen los pueblos», como gustaba decir Ezequiel Martínez Estrada (1967: 160), para referirse a la «paternidad inversa»: el libro que hace al pueblo que lo escribió y cuyo ejemplo paradigmático sería la Biblia. Por ello es posible preguntarse: ¿cuántos rasgos de lo que se considera más representativo de la sociedad latinoamericana no han cristalizado alrededor de una imagen, cuando no de un tópico, a partir de una página de ficción? Basta pensar en cómo la representación social del mundo indígena pasa inevitablemente por la obra de Ciro Alegría y José María Arguedas en el

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Perú, por Miguel Ángel Asturias en Guatemala y Rómulo Gallegos en Venezuela y como una percepción de lo cubano se condensa en Cecilia Valdés (1839– 1882) de Cirilo Villaverde, del mismo modo que el arquetipo forjado por Martín Fierro (1872) de José Hernández condiciona toda proyección sociológica del gaucho argentino. Más esquemáticamente, la imagen de las llamadas «repúblicas bananeras» con que tristemente se hermanan Honduras, Guatemala y El Salvador, surgida gracias a Mamita Yunai (1941) del costarricense Carlos Luis Fallas, se ha convertido en el calificativo de regímenes arbitrarios basados en la inicua explotación económica. La «Yunai», apócope del nombre de la compañía norteamericana United Fruit que estableció un expoliador sistema agrario en América Central, recorre una historia jalonada de golpes de Estado y dictaduras propiciadas para mantener su imperio económico. La trilogía —Viento fuerte (1950), El Papa verde (1954) y Los ojos de los enterrados (1960)— de Miguel Ángel Asturias retraza sus huellas imperialistas, para reaparecer en Cien años de soledad (1967) de García Márquez. Del mismo modo, la ficción ha propiciado la elaboración del arquetipo del dictador. Proyectado inicialmente por Miguel Ángel Asturias en El señor Presidente (1946), según el modelo histórico del dictador Estrada Cabrera de Guatemala y el literario de Tirano Banderas (1926) de Ramón del Valle Inclán, esa figura emblemática adquiere representatividad continental con el «tirano ilustrado» de Alejo Carpentier en El recurso del método (1974), el tristemente famoso Juan Vicente Gómez en Oficio de difuntos (1976) del venezolano Arturo Uslar Pietri y ha descarnado la soledad del poder dictatorial de El otoño del patriarca (1975) de Gabriel García Márquez, temática que llega hasta hoy en día con La fiesta del chivo (2000) de Mario Vargas Llosa, sobre la dictadura de Leónidas Trujillo en la República Dominicana. El arquetipo logra una asombrosa verosimilitud con Yo, el Supremo (1974) de Augusto Roa Bastos, donde se integran documentos, informaciones históricas y sociológicas para reelaborar con un riguroso procedimiento de estructuración novelesca, la vida del dictador Francia que rigió los destinos del Paraguay entre 1814 y 1840. La novela es un auténtico intertextual que empieza entre la propia escritura del Dictador Supremo y la de su compilador. Si seguimos con el ejemplo del Paraguay se comprende mejor la importancia de la idea que hace de la novela un complemento esencial, sino primordial, del conocimiento de la realidad latinoamericana. Nadie duda de la riqueza inmanente de la sociedad guaraní y las sugerentes dimensiones que ha dado uno de los mestizajes más dinámicos de Hispanoamérica. Pero hasta el polivalente y creativo Hijo de hombre (1960) de Augusto Roa Bastos —y pese al interesante precedente de La babosa (1950) de Gabriel Cassacia— la realidad paraguaya parecía rudimentaria en los pobres estudios sociológicos

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existentes, incapaces de reflejar su espesor cultural. A partir de las novelas de Roa Bastos, el Paraguay parece haber adquirido de golpe esa densidad que, sin embargo, estaba subyacente en la realidad y lo único que necesitaba era alguien capaz de rescatarla. Los ejemplos pueden multiplicarse para todos y cada uno de los países hispanoamericanos, donde los estudios con un enfoque sociológico buscan descubrir más allá de los datos empíricos, la axiología de una cultura dada, las elaboraciones mentales que los grupos humanos han hecho de la realidad, sus conceptos del mundo, su evaluación y su crítica. Las voces de la tierra El esfuerzo por suplir, gracias a la ficción novelesca, las informaciones y perspectivas que no proporcionan otras fuentes de la sociología del conocimiento no es exclusivo de América Latina. Basta pensar en el ambicioso plan de La comedia humana de Balzac y en el reflejo explícito de la sociedad francesa que se propone Emile Zolá, Benito Pérez Galdós en la española, como Charles Dickens en la inglesa. Sin embargo, en el Nuevo Mundo la empresa ha sido tan deliberada como metódica. Vale la pena recordar sus principales etapas a partir de comienzos del siglo xx. Desde el costumbrismo, pero sobre todo del naturalismo, la novela propone el inventario de un continente que todavía se ignora y para el que las ciencias sociales no tienen herramientas de relevamiento fáctico y adecuado análisis. Es el «descubrimiento de otro Nuevo mundo» a través de «las voces de la tierra» —que da título a este subtítulo— el que conscientemente emprende la narrativa del período. Para echar raíces y crear un «centro de cohesión interior» y una visión orgánica y unitaria sobre el conjunto de la sociedad —usando las palabras de Roa Bastos— la novela empieza por hacer «un inventario del espacio circundante al que, al carecer de las pautas culturales para juzgarlo en función del orden que pudiera serle propio, se percibía como un caos» (1965: 4). En las llamadas «novelas de la tierra» surgen con fuerza protagónica vastas zonas geográficas de América: la selva, la pampa, la sabana, llanos, campos, valles y montañas de la cordillera. Inscritas en un regionalismo heredero del costumbrismo y del realismo decimonónico, pero trascendido en su afán de documentar tradiciones y especificidades locales y contribuyendo a establecer perfiles y diferencias, la novela informa y para ello utiliza formas conexas como el apunte sociológico, etnológico y hasta periodístico. Las novelas no crean únicamente un paisaje literario, sino que integran personajes colectivos, verdaderos arquetipos de grupos representativos de la sociedad

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en la que reconocerse. En la arraigada compenetración del hombre con el medio en que vive, se forja una tipología, cuya dimensión más social que individual, completa literariamente el mapa físico de Hispanoamérica con uno sociológico. No sin cierta ironía, Lucien Goldman —al proponer un método para el estudio de la sociología de la novela— recordaba que el relevamiento sociológico resulta más fecundo en la medida en que las obras son menos creativas. La mediocridad literaria asegura que la reproducción de la vida cotidiana impere sobre la fantasía. Cuando no hay «literatura literaria» la información y el documento pueden convertirse en esenciales (1968: 11). Por homología —sostenía el mismo Goldman en otro texto—podían encontrarse relaciones significativas entre las estructuras del universo literario de un autor con un cierto número de otras estructuras sociales, económicas, políticas y religiosas de la época en que la obra había sido elaborada, ya que «un individuo es incapaz de establecer por sí mismo una estructura coherente que se correspondiese con lo que se llama una visión del mundo» (1967: 27). Es más: el hombre no podía ser auténtico sino en la medida en que se concibiera o se sintiera como parte de «un conjunto en transformación» y se situara en «una dimensión transindividual histórica o trascendente» (1967: 35). La obra literaria en la medida en que está construida sobre la connotación y los referentes, puede incluso perder con el tiempo su importancia como expresión artística y quedar limitada a su condición de documento histórico con valor sociológico. El análisis del texto novelesco se limita entonces a lo que Goldman llamó «sociología de los contenidos», entendiendo por sociología de los contenidos la que busca, a partir de la obra literaria, su correspondencia tautológica en la sociedad que refleja, dejando fuera el estudio de su estructura formal. Sin embargo, aun así, las obras literarias no son una mera «fotocopia de la vida» o una reproducción exacta de los rasgos de una sociedad dada. La relación entre sociedad y literatura no es de contenido sino de «correspondencias y semejanzas de estructuras mentales», ya que «no existe una analogía entre las artes y la sociedad —entidad concreta— sino una homología entre la cultura —constructo mental— y ellas» (Ortega Rubio, 2005: 29). La novela informa sobre vastos sectores de la sociedad, labor de inventario y documentación que revierte sobre las «visiones del mundo» que configura. Esta relación entre las obras y la «conciencia colectiva» de los grupos sociales que representan, permitió la representación literaria de indios, cholos, gauchos, emigrantes como grupos sociales homogéneos, más que como personajes individuales. Se puede hablar así de la narrativa del minero a partir de Subterra (1904) del chileno Baldomero Lillo y de la intensa corriente boliviana que tiene en Metal del diablo (1946) de Augusto Céspedes uno

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de sus mejores ejemplos. En las obras de Jaime Mendoza, Alfredo Guillén Pinto o Néstor Taboada Terán, título, tema, personajes, trama y estructura novelesca tienden únicamente a proponer una tipificación del minero como clase y grupo representativo de la sociedad boliviana, explotada e inaudible por sí misma. Los rostros individuales de los protagonistas sólo sirven para redondear mejor la identificación colectiva. Lo mismo sucede con la narrativa paraguaya sobre la explotación del campesinado en los ingenios azucareros; en la colombiana sobre los caucheros, en la centroamericana sobre las plantaciones bananeras o en la ficción representativa de zonas geográficas socialmente conflictivas como Manglar (1947) y Puerto Limón (1950) de Joaquín Gutiérrez, Chaco (1936) de Luis Toro Ramallo o Canal Zone (1935) de Demetrio Aguilera Malta. El lenguaje acompaña este esfuerzo de inventario sociológico, poniendo el énfasis en términos regionales, en diálogos y descripciones que necesitan de vocabularios y glosarios explicativos, incluidos al final de las obras como prueba tangible del censo social invocado. Si la selva parece ser el escenario privilegiado de las novelas de la tierra con su obra emblemática La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, otros paisaje representativos de América como la pampa, la sabana, el altiplano boliviano y la sierra andina o el mundo campesino de Chile y Uruguay, se convierten en arquetipos de una geografía simbólica y telúrica cuyos protagonistas se mimetizan con la naturaleza. El relevamiento de grupos humanos a los que se adscriben —caucheros y siringueiros, gauchos y paisanos, mineros y obreros de ingenios azucareros— van poblando humanamente un territorio hasta entonces inédito. El predominio de esta narrativa es consecuencia directa del proceso de autoafirmación americanista en la cual la narrativa realista cumple una verdadera función social. La ficción refleja un mundo que solo esperaba quien le restituyera su legitimidad. El escritor se cree investido de esa misión. Desde una perspectiva contemporánea, la novela de la tierra tuvo el mérito de haber inventariado la realidad. Al valorar los aspectos que hoy pueden considerarse meramente documentales e informativos, compensó lo que en aquel entonces era un desconocimiento sociológico, etnológico o antropológico, áreas de estudio que llegarían después a un territorio ya definido por la ficción. Pese a esta vocación sociológica inicial, la narrativa de la tierra fue dejando poco a poco de ser únicamente informativa para empezar a ser «un acta de acusación de cómo vive el hombre americano» (Oviedo, 1972: 424). En ese proceso resultó fundamental la narrativa indigenista.

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Los reflejos literarios del mundo indígena La narrativa indigenista se caracterizó por asociar en estrecha dependencia la ficción literaria a la reflexión crítica sobre la realidad social. El boliviano Alcides Arguedas —autor de un polémico ensayo de corte positivista y determinista, Pueblo enfermo (1909)— se considera el iniciador de esta corriente con Raza de bronce (1919), una novela que abandona la visión idealizada del indio del romanticismo o la costumbrista del criollismo y asume un realismo descarnado para denunciar su situación de sometimiento y explotación. Apostando abiertamente por la modernidad y una racionalidad que superara el pensamiento mágico y las creencias prehispánicas, Arguedas realiza, sin embargo, un diagnóstico bien documentado y estructurado de la vida en el altiplano. Más que una novela de argumento y personajes, Raza de bronce encarna la voz colectiva del ayllu, núcleo constitutivo de la organización comunitaria indígena. Lo hace en un momento en que las rebeliones y levantamientos campesinos en Bolivia son aplastados con brutal ferocidad y en que un importante sector de la intelectualidad lo considera «un chancro no curado del cuerpo de la nación» (Bautista Saavedra, El Ayllu, 1903), representativo de «la condición degradada y biológicamente inferior del indio» (Gabriel René Moreno). La publicación de la obra de Arguedas desencadena polémicas y campañas que lo conducen al exilio. Sin embargo, los estudios sobre el mundo indígena ya están exitosamente implantados en la región. Jaime Mendoza (Páginas bárbaras, 1920), Jesús Lara (Surumú, 1943: Yanacuna, 1958), Augusto Céspedes (Sangre de mestizos, 1936) y Raúl Botelho Gosálvez (Altiplano, 1946), ahondan en la complejidad étnica y cultural de Bolivia. Originalmente influida por el naturalismo de Zolá y un afán descriptivo sociologizante, el indigenismo deriva poco a poco hacia un telurismo mitificador de la condición y el habitat indígena, para sugerir auténticas cosmogonías vernáculas. «La cultura no es sino la expresión de lo telúrico», escribe Roberto Prudencia en la revista indigenista Kollasuyo, proyección ultra-nacionalista que autores como Franz Tamayo convierten en proclamas sobre la «fe en el poder de la raza indomestiza» (Romero, 1981:44) para lo que propugna un «geo antropologismo» que debe alejar al nativo de todo contacto con la cultura occidental, para dejarlo librado a las fuerzas de la naturaleza que emergen del telos andino y la energía cósmica que lo envuelve. Para otros —Jesús Lara, entre ellos— la toma de conciencia del indigenismo es fundamental para la incorporación en las luchas sociales, sindicales y políticas reivindicativas que unas décadas después se plasman en la revolución boliviana de 1952, cuya reforma agraria y nacionalización de las minas

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da respuesta en buena parte a los reclamos tan duramente reprimidos desde fines del siglo xix. El modelo propuesto por Alcides Arguedas tuvo una gran influencia en los países andinos. Cuando la novela de denuncia social parece agotada en el resto de Hispanoamérica, Jorge Icaza en Ecuador y Ciro Alegría en Perú, prosiguen el duro diagnóstico de la realidad indígena. El realismo naturalista de Raza de bronce se exaspera hasta la violencia y un tremendismo que roza lo escatológico en Huasipungo (1934) de Icaza. Con una eficaz incorporación del quechua y del habla real al dialogado novelesco, la obra de Icaza se transformó en un verdadero manifiesto de denuncia, muchos de cuyos términos siguen por desgracia vigentes. Visión sin salida ni esperanza, sin la perspectiva del retorno a las formas tradicionales de organización comunitaria propugnado por Arguedas, los indios de Icaza emigran a las ciudades (En las calles, 1935), se mestizan si no étnica, al menos culturalmente (Cholos, 1937; Huairapamuschas, 1948). Si en el caso del Perú el precedente del «indianismo» de notas románticas de Aves sin nido (1889) de Clorinda Matto de Turner, ya había llamado la atención sobre la situación social de las masas indígenas, tan olvidadas como sometidas, son las propuestas sociológicas de los ensayos de Manuel González Prada y de José Carlos Mariátegui —especialmente «El problema del indio» en 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928)— las que impulsan a que una corriente narrativa aborde desde una perspectiva antropológica y sociopolítica esa realidad. Ambos reaccionan contra el exotismo imperante en obras como la de Ventura García Calderón (La venganza del cóndor, 1924), pero también contra la tipología biologista de corte positivista y determinista que criminaliza la condición indígena, como sugieren los Cuentos andinos (1920) de Enrique López Albújar. Ciro Alegría en Los perros hambrientos (1939) recoge esa preocupación al novelizar con cruda dureza la situación de las comunidades andinas, a las que contrapone un soterrado lirismo presente en fiestas, cantos y tradiciones populares, auténtica reserva y fuente de resistencia cultural que reivindica con el mismo énfasis y el rigor de un buen etnólogo. En Alegría, especialmente en El mundo es ancho y ajeno (1941) donde la resistencia del ayllu y su dirigente Rosendo Maqui es parte de una épica colectiva de la que quiere dejar testimonio, ya está presente la visión integradora de los diversos y heterogéneos componentes culturales del Perú. La composición de El mundo es ancho y ajeno es compleja y se presenta como un vasto fresco de la realidad andina, lejos del miserabilismo y de los excesos de Icaza, pero sin caer en la visión nostálgica de una perdida Edad de Oro, buscando un equilibrio entre la dignidad y la comprensión. Como resume Antonio Melis: «La sociedad patriarcal que sobrevive tenazmente en la estructura comunitaria se exprime

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a través de un lenguaje de sabor bíblico, empapado de antigua sabiduría» (2000:168), aproximación antropológica emancipatoria que vincula a la obra de José María Arguedas que analizamos más adelante. Del mapa físico al mapa de la infamia Detrás del grito del indio ecuatoriano y peruano, cientos de novelas publicadas en todo el continente acumularon acusaciones sobre explotados y explotadores, configurando un nuevo mapa de América, lo que se llamaría «el mapa de la infamia», basado en un realismo de notas exacerbadas y truculentas. A partir de ese momento, la narrativa no sólo se empeña en descubrir la realidad más profunda y raigal, sino que aspira transformarla. La ficción no se limita a reflejar la sociedad, sino que pretende cambiarla radicalmente para fundar un nuevo mundo. América «debe ser» otra, más auténtica y realizada y no puede resignarse a perpetuar las chocantes asimetrías que reflejan sus páginas de ficción más descarnadas. Si en una primera instancia el realismo en sus modalidades naturalista, criollista, mundonovista y verista, había reflejado en cuentos y novelas los diferentes paisajes y facetas de la realidad latinoamericana, en el proceso de renovada búsqueda e indagación tanto estética como social, se inviste de un crudo realismo para denunciar su complejidad y la carga de tensiones, violencia y desigualdades que la caracterizan. La elaboración del «mapa de la infamia» tiene el mérito de cuestionar la legitimidad de la estructura de poder existente y las contradicciones más flagrantes en que se apoya. El género de novela de denuncia social que inaugura en l931 el poeta peruano César Vallejo con Tungsteno, tuvo algunas de sus expresiones más reconocidas en el citado Huasipungo de Jorge Icaza y en la escuela del realismo naturalista ecuatoriano, tanto en Quito, como en Guayaquil, donde sobresale la figura de José de la Cuadra, uno de los fundadores del Grupo de Guayaquil y autor de Los Sangurimas (1934). La especificidad histórica incide en algunos procesos que se dan en forma paralela a escala nacional. Un buen ejemplo lo constituye el caso de la «novela de la revolución mexicana» que inicia Mariano Azuela en 1916 con Los de abajo. Gracias a esta obra, popularizada a partir de su publicación en forma de folletín en el diario El Universal casi diez años después, cristaliza una idea de la mexicanidad que está vigente hasta hoy en día, pese al desmantelamiento de sus tópicos más flagrantes emprendida por los narradores de generaciones sucesivas. En el relato naturalista, nervioso y sincopado de Azuela, se valoriza el lenguaje popular en ágiles diálogos y se proyectan épicamente los episodios bélicos de la fase inicial de la revolución mexicana

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entre 1910 y 1915. Catálogo de tipos humanos, cuadros y viñetas ejemplares de la sublevación de los «rancheros» contra la dictadura de Porfirio Díaz, Los de abajo no elude el ambiguo papel de la violencia. Si aparece como legítima expresión del reclamo de justicia y del heroísmo de un pueblo sometido y explotado, sus páginas no soslayan el debate sobre su legitimidad y el de sus desbordes. A partir de la obra de Azuela, un verdadero subgénero que combina la actualidad del reportaje periodístico, la novela política, el relato subjetivo y la proyección en la historia, surge —en forma paralela al muralismo pictórico— como un vasto fresco panorámico de la sociedad. Martín Luis Guzmán con la crónica ficcionalizada El águila y la serpiente (1928), Rafael F. Muñoz y su ciclo de novelas sobre la revolución, Nelly Campobello, Gregorio López y Fuentes Agustín Vera, José Revueltas y José Vasconcelos, integran una larga lista de autores que se esfuerzan, a través de vastos “murales” impresionistas, en dar una imagen del México convulsionado. Más que novelas en el sentido estricto del término —tal como se había acuñado en Europa a lo largo del siglo xix— estamos frente a una sucesión de cuadros aislados, unidos más por la historia real que reflejan que por la estructura narrativa en que se apoyan. Ágiles y vibrantes, pletóricas de variados personaje, auténticos arquetipos de los tipos sociales, hormigueantes de episodios donde predomina la acción, estas novelas acumulan los ingredientes de una identidad original mexicana que el proceso revolucionario había definido. La revolución es en sí misma —como justamente se ha señalado— «un árbol genealógico literario con brotes variados». Mientras en México un acontecimiento histórico permitió configurar una visión representativa del ser nacional en otras regiones esa identificación se produjo a partir de tópicos que la propia narrativa troquelaba. La narrativa perdió así su dimensión literaria para transformarse en mero alegato social y político. La realidad que reflejaba era cada vez más absoluta y esquemática, donde los personajes encarnaban el bien o el mal sin ningún matiz. Instaurado el modelo, cada novela lo repite, asegurando una estructura principal simplificada, aunque varíen los escenarios. Para subrayar la especificidad regional, los diálogos y descripciones insisten en localismos y términos dialectales y se acompañan de glosarios explicativos. Más allá de los estereotipos forjados a su socaire, de la simplificación del comportamiento humano y la polarización en términos maniqueos y previsibles de las conductas de los personajes y, por ende, del devenir histórico, la narrativa de denuncia se fue alejando —a lo largo de la década de los años treinta— de la que fuera su finalidad primordial: contar, narrar. La realidad reflejada en sus páginas se fue transformando en una caricatura de ese mundo sin explotados ni explotadores por el que decía luchar.

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Este progresivo empobrecimiento llevó a que los críticos se preguntaran a principios de los años cincuenta: «¿Por qué nos hallamos con que ahora, desde hace unos veinte años, no se han renovado los géneros novelísticos hispanoamericanos? […] ¿Por qué no sale la novela latinoamericana de las ya estereotipadas fórmulas del regionalismo, el criollismo, la novela de la tierra, el indianismo, o la protesta política y social?» (Monguió, 1952). Esas interrogantes tenían una doble razón de ser, porque no sólo se estaba frente a una literatura reiterativa en su temática y en su estilo, sino que además la propia realidad había cambiado. Una nueva sociedad urbana e industrial se iba modelando a expensas del exilio campesino proveniente de un medio rural, cuyas estructuras agrarias eran cada vez más anacrónicas. El desordenado crecimiento de las ciudades y las expectativas de la clase media emergente alimentaban una más compleja realidad cultural y política, mientras los trabajadores que descubrían su conciencia de clase, haciendo más flagrantes las injusticias y las desigualdades endémicas de la sociedad latinoamericana. Era evidente en ese momento que la realidad, tal como la había reflejado la narrativa realista, no existía en forma unívoca, sino que era una construcción mental que variaba con cada época y con la concepción imperante del mundo. En ese momento ya era evidente que el realismo social, como anteriormente había sucedido con el romanticismo o el naturalismo, no bastaba para expresar la identidad de Hispanoamérica. Para ello, el escritor empezó a buscar los signos (palabras) o las formas (técnicas) que hicieran posible la «toma de posesión» de la nueva realidad con herramientas renovadas. La conquista total de la realidad a través del lenguaje se haría incluso por la evasión o incursionando en lo fantástico. En cumplimiento de lo que se ha llamado «ley del realismo creciente», es decir la necesidad permanente de innovación experimental del lenguaje y de técnicas narrativas para captar y ser capaz de transmitir una realidad que, al ser cambiante, necesita siempre de formas cambiantes, la narrativa se abrió a un creciente experimentalismo y a una más intensa creatividad (Pingaud, 1968: 12). El «espejo» del realismo, reflejaría a partir de los años cuarenta una sociedad más compleja, no porque lo fuera más que antes, sino porque los procedimientos de su captación eran más sutiles y elaborados. Lo que sucedía es que América no había cambiado estructuralmente, los que cambiaban eran los modos de percibirla y en esa nueva percepción descubría y ahondaba su propia realidad. En ese momento, la novela no sirve más a la realidad sino que «se sirve de la realidad», afirma Mario Vargas Llosa, al situar la ruptura entre la novela tradicional y la novela contemporánea en la fecha emblemática —1939— de la publicación de El pozo del uruguayo Juan Carlos Onetti.

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A partir de ese momento, la narrativa abandona poco a poco el sociologismo y se embarca en una dimensión existencial de indagación psicológica o abiertamente fantástica. El autor de ficciones da un paso más allá de las apariencias exteriores para ensanchar los límites de lo real e incluir «tanto lo que se ve, como lo que no se ve», como diría años después otro sutil explorador del alma indígena, Augusto Roa Bastos: «Lo folklórico es rescatado de la consabida mirada exhibicionista del curioso, y es asumido como el otro lado de esa realidad: su dimensión mítica, su vibración mágica» (1965: 4). Para ello necesitan de procedimientos narrativos más elaborados y no solo informativos o documentales. Las otras dimensiones de la realidad Los escritores embarcados en esta renovación tratan de hacer participar al hombre de «nuestra tierra» en la condición humana universal a la que tenía derecho, más allá de las indiscutibles miserias y los problemas sociales que lo afligían, para otorgarle una dimensión mítica y antropológica, cuando no mágica, que desbordara la visión restrictiva del realismo reinante empapado de economicismo, ideologismo y sociologismo. El aporte de las vanguardias estimula la búsqueda de raíces míticas, las vivencias espacio temporales emanadas de las cosmogonías indígenas y nutre el realismo mágico de autores como Miguel Angel Asturias y lo real maravilloso de Alejo Carpentier. Para el autor de Leyendas de Guatemala (1930), lo mágico no es un misterio que se manifiesta entre los datos veristas de lo cotidiano ni algo que desciende y se yuxtapone en el mundo de las representaciones reales, sino que palpita y se esconde en su seno para luego fluir libremente. Asturias las definió con precisión para el realismo mágico y Alejo Carpentier, en el prólogo de El reino de este mundo (1949), lo hizo para lo «real maravilloso», aunque precisando sus riesgos. Ambos escritores, munidos de la rica experiencia del movimiento surrealista, recuperan el pasado y la profunda densidad cultural de lo específicamente americano, hasta ese momento ignorada por el racionalismo que primaba en el realismo tradicional. Hombres de maíz (1949) es la obra que mejor representa la visión cosmogónica de Asturias. La novela narra la lucha de una comunidad mayaquiché contra la usurpación de tierras de que son objeto. Bajo el liderazgo de Gaspar Ilóm, la epopeya de «los hombres de maíz» es, sin embargo, colectiva. Son «voces» múltiples las que se van expresando en un vasto coro representativo de la sociedad. En el mundo evocado por Asturias todo está no sólo «bautizado», sino que tiene un sentido y una significación precisa en un or-

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denamiento donde la presencia del blanco invasor sólo puede ser destructora, aunque se pretenda civilizadora. Lo que es inédito para un europeo, es lo «vivido» como historia propia por el nativo. Los indios viven con naturalidad en ese contorno, sin sorpresa ni extrañeza. De acuerdo a la «Ley del Mantenimiento» que rige esa cosmogonía, «el ser vivo se crea y crea las cosas de su vida». Cada objeto tiene un nombre propio en su lengua respectiva, hay una lógica del sistema que escapa al extranjero que lo percibe como un caos o como algo que acaba de inventarse o descubrirse. Lo afirmó claramente el mismo Asturias a través de las palabras de Ña Moncha en Hombres de maíz: «Entonces, oíme. Uno cree inventar muchas veces lo que otros han olvidado. Cuando uno cuenta lo que ya no se cuenta, dice uno, yo lo inventé, es mío, esto es mío. Pero lo que uno efectivamente está haciendo es recordar». La influencia de Asturias fue innegable. La dimensión mitológica de Hombres de maíz propició una salida al callejón sin salida del «realismo truculento» del indigenismo, dimensión antropológica en la que abundaría poco después José María Arguedas en el Perú. El esfuerzo más tenaz y obsesivo por tender puentes entre la cultura dominante del blanco y la sometida del indio, a través de la cuidadosa elaboración de un lenguaje literario atento a las inflexiones lingüísticas del habla popular, es el del peruano José María Arguedas. Antropólogo de profesión, investigador en el terreno, conocedor de las lenguas vernáculas, Arguedas consideraba al narrador un «personaje-puente», «vínculo vivo» entre los antagonistas de cuentos y novelas, protagonistas todos ellos de una compleja cosmovisión indagatoria. Desde sus primeros cuentos —Agua, 1935— se esfuerza por integrar las rupturas y antinomias no resueltas de la realidad peruana y trata de unificar lo heterogéneo, extraer de la triste realidad, fuera de toda conmiseración paternalista, la potencialidad creadora de un sustrato cultural de variada expresión. Lo propone como apuesta de inventario antropológico en Los ríos profundos (1958), lo proyecta en la dimensión utópica del pensamiento de los comuneros quechuas en Todas las sangres (1964) y presenta su caleidoscópica realidad en un vasto fresco en El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971). Como parte de un proyecto que profundiza y trasciende la corriente indigenista en la que se inscribe originalmente, Arguedas describe fiestas tradicionales, danzas, costumbres y tradiciones, incorpora temáticamente la música de melodías, instrumentos y canciones como no lo habían hecho hasta ese momento las ciencias sociales. Lo hace con naturalidad en una prosa calificada de «lírica antropológica» en Los ríos profundos (1958), tratando de actualizar un diálogo entre referente y destinatario desde el interior de la propia cultura peruana. El deliberado esfuerzo por depurar de estereotipos literarios recurrentes —el exotismo, el ideologismo— en que había caído el

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indigenismo se proyecta en esta obra ambiciosa obra gracias a un «realismo coral», fiel reflejo del universo geográfico y humano del mundo hispano e indio del Perú, entrelazados por una naturaleza omnipresente. El río —el «río profundo» que da título a la obra— «enlaza al mundo, vincula hondamente aspectos múltiples de la realidad, los acoge y asimila: es el signo mayor de la unidad del universo, premisa que convalida la visión mágica que Ernesto tiene del mundo»(Cornejo Polar, 1973). Arguedas se esfuerza por ofrecer una visión integradora de un Perú dividido y apuesta por superar la tradicional antinomia que opone la cultura serrana a la costeña. La sociología de la literatura Los años sesenta en que se proyecta el llamado boom de la narrativa latinoamericana coinciden con el renovado desarrollo de las ciencias sociales y la fundación de una nueva disciplina que aspira ser revolucionaria: la sociología de la literatura. La monumental Sociología de la literatura (1961) de György Lukács y los trabajos pioneros de Robert Escarpit —especialmente Sociologie de la littérature (1958)— y la más amplia e influyente Historia social de la literatura y el arte (1951) de Arnold Hauser, se inscriben en el centro de encendidos debates críticos entre el estructuralismo genético y el estático, el psicoanálisis, el marxismo ortodoxo y el revisionista, donde Para una sociología de la novela (1964) de Lucien Goldman participa activamente. Diferenciada en dos vertientes —el análisis de la producción literaria como bien de consumo y como sujeto de la creación artística que refleja la sociedad en la que surge— se entendió la sociología de la literatura como «la ciencia que tiene por objeto la producción histórica y la materialización social de las obras literarias, en su génesis, estructura y funcionamiento, y en relación con las visiones del mundo (conciencias, mentalidades, etc.) que las comprenden y explican» (Ferreras, 1980:10–23). La nueva disciplina tuvo de inmediato sus apasionados discípulos en el ámbito hispánico. Tanto la obra de Lukács como la de Goldman fueron traducidas en España apenas publicadas—en 1966 y 1967, respectivamente1—y circularon, como lo hicieron las obras de Escarpit y Hauser2 sin ser afectadas por la previsible censura. En 1968 la Unesco reconoció la importancia del tema reuniendo en París una serie de expertos, entre ellos los propios Goldmann y Lukács, el teórico soviético G.N. Pospelov, los jóvenes, pero ya reconocidos, Umberto Eco y 1   György Lukacs, Sociología de la literatura, Madrid, Ediciones Península, 1966; Lucien Goldman, Para una sociología de la novela, Madrid, Editorial Ciencia Nueva, 1967. 2   Las obras de Robert Escarpit, Sociologie de la littérature, Paris, PUF, 1958 y de Arnold Hauser, The social History of Art, London, Routledge&Kegan, 1951, se publicaron en la década de los sesenta en España. Los tres tomos de Hauser fueron publicados por Ediciones Guadarrama en 1968 con el título Historia social de la literatura y el arte.

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Jacques Leenhardt y otros especialistas como Genevieve Mouillaud y Matthias Waltz. Resultado de ello fue la publicación de un volumen fundacional —Sociología de la creación literaria (1968)— que se tradujo poco después al español en Buenos Aires por la atenta editorial Nueva Visión3 y tuvo una rápida difusión en Hispanoamérica al principio de la década de los setenta. Más allá de la moda con la que en esos años se recibió como novedad la relación entre sociología y literatura, la consideración de los problemas colectivos de la cultura y del escritor, los mecanismos de producción y mercado del libro, las condicionantes de clase social y los determinantes económicos, permitieron una mejor comprensión del hecho literario. Sin caer en los extremos de los exegetas de Marx y Engels como Giorgi Plejanov y su visión esquemática y determinista de la historia, la ubicación de los creadores en el complejo socio económico iluminó muchos aspectos de la obra literaria, precisó la caracterización de las generaciones literarias y desarrolló «la teoría de la recepción» y permitió destacar la importancia del público en la determinación de las convenciones estéticas y en las selecciones temáticas. Sin embargo, el análisis propio de la obra literaria, el estudio de las formas y el estilo, se empobreció por un «sociologismo» que pareció invadir hasta los meandros más secretos y herméticos de la creación literaria. Ni Kafka ni Borges escaparían a esa voracidad y a ciertas imposiciones dogmáticas y reduccionistas de las ciencias sociales. Pese a esos excesos, transcurridos los años, hoy casi nadie discute el enriquecimiento que la aproximación entre los estudios sociales y los literarios ha deparado. Dejando de lado los enfoques puramente sociológicos, el análisis textual ha ganado en ductilidad y apertura contextual y ha dejado de separar en forma tajante lo extrínseco y lo intrínseco en la literatura, al modo como lo dividía Wellek y Warren en su clásica Teoría de la literatura. La sociología del conocimiento y de la cultura con los aportes de Max y Alfred Weber, el psicosociologismo de Sorokin, la “interacción social” de George Simmel, la escuela de Francfort con Adorno, Horkheimer, Marcuse y el más heterodoxo Walter Benjamin, han abierto pistas que siguen explorándose con interés. Con ellos, se anuncia un renovado (y necesario) reencuentro de la literatura y la sociología, una de cuyas variantes —la sociocrítica (Edmond Cros)— ha permitido concentrarse en las estructuras textuales y su relación con la sociedad, a diferencia de la sociología tradicional que insistía en el proceso de producción, distribución, reedición y recepción de las obras. La literatura sigue siendo una fuente ineludible de conocimiento de la sociedad.

3   Goldman, Lukács, Eco, Leenhardt y otros, Sociología de la creación literaria, Buenos Aires, Nueva Visión, 1971.

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Las raíces populares de la nueva narrativa A ello ha contribuido la nueva narrativa latinoamericana y la apertura temática que ha propiciado la incorporación de expresiones de la cultura popular y de masas, tradicionalmente relegadas a subgéneros, pero representativas del imaginario colectivo presente en mitos e íconos de la sociedad de consumo. La fiesta de la lengua recupera giros y expresiones populares presentes en diálogos callejeros, «fragmentos» de todo tipo, slogans publicitarios y letras de canciones, citas literarias y filmográficas. El cine, el teatro, el teleteatro, incluso el circo, la música de corridos, tangos y boleros, salsa y chá-chá-chá, deportes como el fútbol y el boxeo proveen de temas a la literatura, buena parte de cuyos códigos y referentes provienen de estos repertorios culturales, cuyos diferentes «lenguajes» han sido incorporados con naturalidad a cuentos y novelas. No escapa a esta integración antropológica el arte culinario, cuyos secretos y recetas demuestran ser novelescos en Como agua para chocolate (1989) de Laura Esquivel. Interesa subrayar aquí, justamente, la incorporación de tópicos, temas, preocupaciones y argumentos de la cultura popular a un patrimonio literario que se enriquece día a día gracias a los variados componentes que animan este nuevo paisaje. Los mitos en que se condensa —cine, televisión, fútbol, música— y los héroes que la representan —ídolos, actores, cantantes y compositores— son materia para una ficción que los consagra o los degrada, en todo caso, que los tiene en cuenta. Los ejemplos abundan y basta citar el desenfadado realismo urbano del mexicano Guillermo Samperio, gracias al cual se denuncian las características de la cultura cotidiana construida con fragmentos de publicidad, música, cine y periodismo, se explicita en la desenvoltura y el humor de Miedo ambiente y otros miedos (1977) y Gente de la ciudad (1986). Sátira de la publicidad que reitera el colombiano Héctor Sánchez en Entre ruinas (1984). Entre las manifestaciones incorporadas gozosamente a una temática que aspira a reflejar la compleja realidad socio-cultural contemporánea a través de una visión más antropológica que política o meramente estética, figuran las deportivas, cuyos escenarios y héroes encarnan auténticas alegorías existenciales. Tanto por su dimensión individual —el ascenso y la fama del ídolo o la derrota final que marca su inevitable destino— como por la colectiva —el espectáculo, no sólo del fútbol o del boxeo, sino también del ciclismo y el tenis— el tema de la cultura deportiva atrae a los narradores abocados a la búsqueda del héroe perdido en las batallas de las décadas de los sesenta y setenta. La pasión por el fútbol ocupa un lugar privilegiado. Deporte popular, representativo por excelencia de los espectáculos de multitudes, el fútbol es

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ahora tema de numerosos cuentos y novelas, especialmente en los países con intensa tradición futbolística, del que puede decirse que cumple una verdadera «moda mitologizadora». Al incorporar el tema del fútbol a la narrativa, lo han hecho «por la puerta de atrás, con los botines embarrados», como sugiere gráficamente Roberto Fontanarrosa, autor de una reciente antología Cuentos de fútbol argentino (1997). Esta antología demuestra que el interés por este deporte no se limita a los clásicos aficionados o a quienes gritan desde las tribunas o siguen por la radio y la televisión los partidos que comentan en bares y oficinas, sino que también se vive en las «canchas de la literatura». Juan Villoro en Dios es redondo (2006) ofrece una exhaustiva y entusiasta visión de la «religión laica» que llena los estadios, las mitologías y supersticiones de un deporte que ocurre en el césped pero también en la mente de los aficionados. En esa apertura temática, al que no es ajeno el debate más amplio sobre la cultura de masas y la posmodernidad, las propuestas de Mijail Bajtín han marcado un cambio radical sobre la relación entre literatura y sociedad. Gracias a sus trabajos se ha pasado de «la consideración de la literatura como producto a su investigación como producción, de manera que el carácter social de la literatura se manifiesta en los materiales y en el proceso que la constituyen, considerando la actividad literaria integrada a las prácticas sociales y definiendo su estatuto por el carácter específico de su práctica» (Huamán,1999:37). Lo importante —más allá de este enriquecido legado— radica en la vigencia de la inversión de los términos que evocáramos al principio, recordando el legado de Madame de Staël: no se trata de partir de la sociedad para ver cómo se refleja en la literatura, sino de ver cómo la literatura incide en la sociedad, lo que ha permitido el paso de una crítica sociológica básicamente valorativa, ideológica y trascendentalista a una sociología de la literatura esencialmente analítica e inmanentista, donde se recupera lo esencial de la condición humana. Sin lugar a dudas, la buena narrativa latinoamericana contribuye, una vez más, a ello. BIBLIOGRAFÍA CITADA Cornejo Polar, A. (1973), Los universos narrativos de José María Arguedas, Buenos Aires. Losada. Escarpit, R. (1958), Sociologie de la littérature, Paris, PUF. Ferrreras, J.L. (1980), Fundamentos de sociología de la literatura. Madrid, Cátedra. Goldmann, L. (1967), Para una sociología de la novela, Madrid, Editorial Ciencia Nueva.

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Goldmann, Lukács, Eco, Leenhardt y otros (1971), Sociología de la creación literaria, Buenos Aires, Nueva Visión. Hauser, A. (1968), Historia social de la literatura y el arte. Madrid, Ediciones Guadarrama. Huamán, M.A. (1999), «Literatura y sociedad: el revés de la trama», Revista de Sociología, vol.11, 12, UNMSM. Facultad de Ciencias Sociales, Lima, UNMSM. Facultad de Ciencias Sociales. Lezama Lima, J. (1981), «El 26 de Julio: imagen y posibilidad», Imagen y posibilidad, La Habana, Editorial Letras Cubanas. Lukacs, G. (1966), Sociología de la literatura, Madrid, Ediciones Península. Martínez Estrada, E. (1967), «Los hombres y los libros», En torno a Kafka y otros ensayos, Barcelona, Seix-Barral. Melis, A. (2000), «La narrativa indigenista dei paesi andini», Storia della civiltà letteraria hispanoamericana, Torino, UTET, II. Monguió, L. (1952), «Reflexiones sobre un aspecto de la novelística actual»; La novela iberoamericana. Alburquerque, New México, The University of New México Press. Ortega González-Rubio, M. (2005), «La Sociología de la Literatura: Estudio de las letras desde la perspectiva de la Cultura», Espéculo. Revista de estudios literarios, 29. Madrid, Universidad Complutense. Oviedo, J. M. (1972), «Una discusión permanente», América Latina en su literatura, México, Siglo xxi. Paz, O. (1983), Tiempo Nublado, Barcelona, Seix-Barral. Staël, Madame la Baronne de. «De la littérature, considérée dans ses rapports avec les institutions sociales», Oeuvres complètes. Tomo IV. París, Treuttel et Würtz, 1820, 3-601. Pingaud, B. (1968), La antinovela: sospecha, liquidación o búsqueda, Carlos Pérez Editor, Buenos Aires. Reyes, A. (1962), «La experiencia literaria», Obras completas, Vol. XIV, México, Fondo de Cultura Económica. Roa Bastos, A. (1965), «Imaginación y perspectiva de la literatura latinoamericana», Temas, 2, Montevideo. Romero, J. L. (1981), «Campo y ciudad: las tensiones entre dos ideologías», Cultura y sociedad en América Latina y el Caribe, París, Unesco. Villoro, J. (2006), Dios es redondo, Barcelona, Anagrama.

PROLEGÓMENOS PARA UNA SOCIOLOGÍA DE LA RECEPCIÓN César de Vicente Hernando Hasta mediados del siglo xx predominó en la teoría de la literatura y en los estudios literarios el análisis y la valoración de la creación literaria, de la obra literaria como texto autónomo (en la línea de la estilística o del New Criticism1). También sus variantes epocales que inciden en la cultura, el contexto de la sociedad literaria, la biografía del autor, etc. Tales planteamientos generaron un concepto de recepción específico que se sustentaba en el mito de la lectura transparente: «además de la habrá que las intenciones del autor, identificarse con él. La lectura será si esa identificación es sólo aproximada; será (sabia) si es completa» (Rodríguez: 45); pero también en el mito de la lectura : «el lector formalista deberá ser kantiano: no se identificará con una conciencia (la del autor) abierta en intencionalidades, sino que rastreará las huellas de la construcción de un objeto, construcción que es en el caso literario básicamente el uso del lenguaje, definido por Jakobson» (Rodríguez: 45). El propio Jauss (ya en los sesenta) llamaba la atención con un manifiesto en el que se decía: «la historia de la literatura, como la del arte, en general, ha sido durante demasiado tiempo la historia de los autores y de las obras. Reprimía o silenciaba a su , el lector, oyente u observador. De su función histórica, raras veces se habló, aun siendo, como era, imprescindible. En efecto, la literatura y el arte sólo se convierten en proceso histórico concreto cuando interviene la experiencia de los que reciben, disfrutan y juzgan las obras» (Jauss, 1987: 59). 1   Los diferentes acercamientos al problema de la literatura están determinados por las distintas configuraciones ideológicas de la crítica literaria: en el periodo de ascenso del capitalismo (1600-1900) el eje de la crítica se coloca en el autor, en la creación del campo literario y en la producción; en el periodo del capitalismo productivista (1900-1950) el eje se traslada al producto, a la obra literaria en sí; en el capitalismo postmoderno (1950-hasta nuestros días), el eje es el lector y el relativismo interpretativo.

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Las vanguardias de comienzos del siglo xx había roto la idea, generalizada a través de escuelas y academias, de que esta creación era fruto de una autonomía creativa y responsabilidad del autor. Paradójicamente, al mismo tiempo que pretendían impulsar esta autonomía dejaban bien a las claras que una obra está inserta en una serie social que empieza en la formación educativa, en la clase social y acaba en la norma literaria y en el mercado, niveles todos ellos que definen las condiciones del objeto literario para serlo. Si bien durante este primer cuarto de siglo la sociología del arte había avanzado considerablemente gracias a las obras de Panofsky, Simmel, Kracauer, Lukács o Benjamin, lo cierto es que esta sociología contempla como objeto de estudio la obra de arte o la época, y poco o nada dicen sobre la recepción. El clásico de la sociología de la literatura, el ensayo de Germaine de Staël De la literatura considerada en sus relaciones con las instituciones sociales (1800) tuvo ya en el xx sus réplicas, pero el estudio de los procesos de lectura nunca fueron abordados en profundidad. Gran parte de las anotaciones de los sociólogos de la Escuela de Chicago consideraron la literatura como una manifestación más de la cultura urbana e interpretaron las obras desde la perspectiva de una antropología simbólica, o de la funcionalidad de una mercancía de consumo y entretenimiento. El problema, entonces, era distinguir recepción de consumo en tanto que por consumo la sociología de la época solía tener como materia el producto (qué se consume) y no el acto. No sería hasta la llegada de los análisis cualitativos de investigación social que comenzara a homologarse consumo y recepción.2 Como suele suceder, estos planteamientos se consolidaron como el modo de acceso habitual al estudio de la literatura, lo que probablemente haya hecho que la problemática de la recepción no haya podido salir de unas determinadas preguntas y de unos determinados planteamientos. Existe, sin embargo, un interesante ejemplo de aplicación del conocimiento sociológico a los procesos de recepción: Bertolt Brecht inició en la década de los años treinta (favorecido por las enseñanzas de Karl Korsch y Fritz Stenberg) un riguroso análisis de la recepción del que resultaron sus técnicas de extrañamiento con las que intentaba romper los procesos de identificación entre la obra artística y el público. El desarrollo progresivo de estas técnicas constituye un punto de inflexión en el estudio de la recepción que aún no ha terminado.3 Durante los años sesenta se van a desarrollar, al menos, cuatro grandes concepciones de análisis de los procesos de recepción que constituyen directrices básicas para la elaboración de una sociología que indague en este ámbito de la literatura. 2   La obra del sociólogo Jesús Ibáñez es, en este sentido, ejemplar. Sus análisis sobre consumo sufren una radical transformación con la introducción del análisis del discurso y de la puesta en práctica de los grupos de discusión. 3   No deben desdeñarse tampoco las aportaciones de diferentes escritores y críticos durante los mismos años treinta en relación a los debates sobre una literatura proletaria, o sobre las definiciones de lo popular, en cuanto que remiten a la procedencia del auditorio y a la forma de consumo literario. Cf. mi «Los puntos sobre las íes: el realismo socialista como modelo estético» (en prensa).

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Primeras directrices: la estética de la recepción A partir de los años sesenta, en plena sociedad de consumo, se confirma una vía de análisis de la literatura que desplaza el objeto de estudio de la obra y el autor al lector y al acto de recepción4 que Jauss define como un acto constitutivo de un proceso que incluye las «estructuras, esquemas o , que orientan previamente, en cuyo marco de referencia es percibido el contenido del texto (sea proceso, descripción o comunicación) y esperada la realización de su significado» (Jauss, 1987: 69). Se considera, pues, los «modos y resultados del encuentro de la obra y su destinatario» (Warning: 13). Esta nueva problemática se basaba, en buena medida, en la enseñanza hermenéutica de H. G. Gadamer para quien «la relación entre texto y lector obedece a la lógica de pregunta y respuesta» (Rothe: 16). Como, sin embargo, las respuestas del texto nunca agotan las preguntas del lector (lo que produce un excedente) y como las preguntas de la obra nunca son satisfechas por el lector (lo que produce otro excedente), el lector está en disposición de intentar encontrar las respuestas a sus preguntas en otros textos, al mismo tiempo que también lo está de encontrar respuestas a las preguntas del texto (lo que transforma su práctica intelectual). Para Gadamer existe un «horizonte de preguntas» histórico que plantean los textos cuya comprensión pasa por integrarlos en el propio horizonte de preguntas del lector en lo que llama «fusión de horizontes». Jauss, antiguo alumno de Gadamer, tradujo ese horizonte de preguntas en un otro más completo que llama «horizonte de expectativas» y que saca a la teoría de Gadamer del territorio de la fenomenología para llevarla al terreno de una esbozada sociología en tanto que por expectativa Jauss entiende más cosas que su maestro: no sólo el conocimiento del lector, sino también los comportamientos, las ideas preconcebidas, etc., toda una serie de hábitos adquiridos socialmente: «la respuesta metódica a la pregunta de a qué respondía un texto literario o una obra de arte, y por qué en una determinada época fue entendido de una manera, y después de otra, exige algo más que la reconstrucción del horizonte de expectativas intraliterario implicado por la obra. Necesita también un análisis de las expectativas, normas y funciones extraliterarias proporcionadas por el mundo real; éstas han orientado previamente el interés estético de distintos estratos de lectores, y, en una situación de fuentes ideal, pueden reducirse a la situación histórico-económica» (Jauss, 1987: 62). Lo que lleva a un replanteamiento de la historia de la literatura. Así, insiste Jauss, «la distinción de tres niveles en la formación del canon mediante la lectura -el reflexivo, en la cima de los autores; el socialmente normativo, en las instituciones culturales y educativas; y el prerreflexivo, en el subsuelo de la experiencia estética- puede ayudar a ver más claramente las fronteras históricas de una estética orientada al lector» (Jauss, 1987: 75). Rothe refiere lo sustancial de esta tesis de 4   Los datos generales son conocidos: en 1967 H. R. Jauss realiza un discurso inaugural en la recien creada Universidad de Constanza (un año antes) que se convierte en una especie de manifiesto. Junto a él: Wolfgang Iser y Harald Weinrich.

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Jauss: «De este horizonte de expectativas del público depende que la recepción de un texto llegue a una confirmación o bien a una defraudación. La distancia más o menos grande que se establece entre las expectativas del público y su cumplimiento en el texto es denominada por Jauss » (Rothe: 17). En este proceso de recepción descrito Jauss concibe dos comportamientos del lector: el rechazo de la obra o el «cambio de horizonte». Así, plantea Rothe, es posible explicar el mantenimiento de un texto antiguo en el horizonte de expectativas del lector en tanto que el proceso de lectura supone que el mismo lector «se apropia hasta cierto punto las respuestas dadas por la obra, saca de ella nuevas preguntas y provoca por esta vía otras respuestas, incluso otros textos» (Rothe: 18), lo que al mismo tiempo ilustra el cambio literario. Como se ve en el cuadro las preguntas 1 y 3 del texto son confirmadas por el lector, en cambio la pregunta 2 no (producción de excedente). Al mismo tiempo, las preguntas 1 y 2 del lector son confirmadas por el texto, pero la 3 no. TEXTO

pregunta 1



pregunta 2



pregunta 3

LECTOR respuesta 1

respuesta 3



respuesta 4



pregunta 1

respuesta 1



pregunta 3



pregunta 2

respuesta 2

Un esquema lineal posible sería T(exto)L(ector) T’ L’ T’’L’’Tn Ln. En donde los excedentes no son tenidos en cuenta a la hora de analizar

la recepción de la obra literaria, si bien es cierto, que una sociología de la recepción debe integrarlos en el análisis como plusvalor, residuos, huellas o márgenes del horizonte de preguntas5, en tanto que sustancian los desajustes entre la obra y la realidad social del público lector. Zimmermann ha señalado en su «El lector como productor» que frente al concepto de público (lector) que en la estética de la recepción sigue siendo abstracto, «una teoría de la recepción fundamentada sociológica e históricamente se pregunta por las estructuras sociales de la sociedad de la literatura, y analiza la aparición y evolución de las disposiciones receptivas en el marco de este análisis de estructuras y evaluando los conocimientos que llegan por mediación de éstas». Y continúa: «Por tanto, la idea de un horizonte de expectativas homogé5   Una obra como la de Mukarovski o la de Rossi-Landi son fundamentales para comprender la teoría del plusvalor en el ámbito del sentido y de la semiótica.

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neo, predominante en Jauss, habría que sustituirla por un modelo de horizontes de expectativas según estratos, cuyas correspondencias en el ámbito de la producción literaria no se pueden, sin embargo, representar mediante un patrón de clasificación y que se fundan únicamente en el grado de conformidad o de cumplimiento de la norma como criterios diferenciadores» (Zimmermann: 45-46). Otra línea de trabajo de la estética de la recepción está marcada por los trabajos de Wolfgang Iser en los que, siguiendo la problemática abierta por Gadamer y Jauss, diferencia texto (la potencialidad, las posibilidades inscritas en el mismo de un horizonte de preguntas) de obra («considerada como conjunto de sentidos constituidos por el lector a lo largo de la lectura» (Rothe: 21). Iser parte de que «un texto, se suele decir, expone algo, y la significación de lo expuesto existe independientemente de las diferentes reacciones que tal significado puede ocasionar. Sin embargo, y frente a esto, se manifiesta la sospecha de que esa significación independiente de toda actualización del texto no es, quizás, más que una determinada realización del texto que se ha identificado con él. Así, se ha mantenido una interpretación orientada al descubrimiento de la significación y, en consecuencia, los textos se han empobrecido» (Iser, 1989: 134). Lo que introduce Iser en «La estructura apelativa de los textos» es la presencia en los mismos de una serie de reglas de juego inscritas en el texto a partir de las cuales es posible el acto de lectura. Este planteamiento define unas determinadas condiciones de restricción de lo que puede hacer el lector con el texto y, más aún, permite la consideración de éste como un horizonte de preguntas tendencialmente orientado (de la misma forma que Voloshinov habla de la orientación social del signo). Así, prosigue la presentación que hace Rothe de Iser, la unidad o coherencia del texto, la constitución de sentido, se hace a partir de los elementos dados en el propio texto que tiene como fenómeno complementario «el hueco, incluso la ruptura entre dos de esos conjuntos mencionados del texto» (capítulos, frases, etc.), lo que incita al lector a llenar esos huecos con la base del sentido constituido anteriormente. Sin embargo, tal planteamiento insiste en una inmanencia del texto, de una autonomía del sentido de la obra literaria que debe ser roto para habilitar el terreno para una sociología de la recepción, porque la potencia ideológica de la sociedad que produce el texto (y que no está completamente inscrita en él: lo que Badiou llama lo real de la ideología) puede hacer que el lector rellene con elementos de la misma los huecos y rupturas que tiene el texto.6 De coautor (tal y como lo llama Iser) pasamos a efecto de producción de subjetivación que plantea la teoría materialista de la literatura como una de las funciones de la obra literaria. En ambos casos hablamos de un «lector implícito» o lo que en la estética marxista de la recep6   A la vista de tantas mediaciones no es extraño que Terry Eagleton haya intentado una división del ámbito empezando con la categoría de Modo de Producción General (MPG), Modo de Producción Literario (MPL), Ideología General (IG), Ideología del Autor (IA) y Texto (T), si bien su planteamiento es estático y no resuelve lo fundamental de este problema: la estructura relacional y las sobredeterminaciones, algo que está, sin embargo, en la tentativa de Althusser para a la hora de definir la ideología. (cf. Criticism and Ideology, 1976; e «Ideologie et appareils idéologique d’Etat» en La Pensée, 1970, respectivamente).

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ción se llama «orientación anterior a la recepción», que Jauss distingue del lector explícito, es decir, «un lector diferenciado histórica, social y también biográficamente» (Jauss, 1987: 78). Lo que favorece las tesis de Jauss e Iser para una sociología de la recepción es, precisamente, su caracterización del texto literario como un discurso sin significados fijados, sino sólo con «estructuras, dentro de las cuales hay determinados significados» (Hohendahl: 36). Además este planteamiento divide definitivamente el análisis hermenéutico de la obra literaria (lo que ésta significa) del análisis de Jauss e Iser (lo que ofrece como significados). En «El proceso de lectura: enfoque fenomenológico» Iser se encarga de describir la experiencia lectora en tanto que compromete «la imaginación del lector» y favorecedora de la participación activa del mismo, por una parte; y la forma en que se construye un texto como guía del lector y lógica de significados, por la otra. Iser justifica su teoría de que el lector rellena el vacío del texto con sus propias proyecciones con la idea, tomada de la teoría de la interacción de Jones y Gerard, de la existencia de una «asimetría entre texto y lector» debido «a la ausencia de una situación común o de un marco común de referencias preestablecido» (Ibsch: 290). Estos planteamientos abren el camino a que la sociología de la recepción pueda integrar las teoría sociológicas de la interacción social en tanto que el acto de lectura es un acto socialmente situado, aunque el peso ya no sea la obra literaria en sí sino las interacciones que se producen en la vida social (en conversaciones, en seminarios formativos, etc.).7 Sin embargo, tal y como plantea Elrud Ibsch, la estética de la recepción fue y es un terreno movedizo puesto que: «lo que la ciencia de la literatura recubre hoy en día bajo el término de «recepción» no corresponde ni mucho menos a un solo y mismo fundamento epistemológico o a una misma ética científica. La fenomenología, la hermenéutica, la sociología de la estética o el estudio empírico del lector, todos ellos han contribuido al desarrollo de la teoría de la recepción (...) pero son demasiado incompatibles en algunos puntos para que se los pueda reunir en una sola escuela» (Ibsch: 287). A la espera de un «elemento cualquiera de convergencia» que autorice a hablar de una «ciencia de la recepción», todos estas teorías han dibujado un campo difuso de la recepción que señalan a ideas de lector muy diferentes y resuelve, desde la fenomenología, procesos sociales muy complejos que requerirían un tratamiento dialéctico.

7   Uno de los principales teóricos de esta sociología de la interacción social, Erwin Goffman, analiza los procesos de competencia comunicativa y expresiva más allá de las conocidas tesis de la institucionalización ideológica. Para Goffman, es en la cotidianeidad donde se mantiene la aceptabilidad de los individuos en la sociedad para lo que ha sido imprescindible adaptarnos a situaciones sociales normativizadas y estructuradas. También ocurre en el ámbito de la significación y el sentido (cf. Verón). Goffman hace un uso sociológico de las teorías de los actos de habla y de las dinámicas derivadas de la teoría de la comunicación.

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Lectores y totalidad (un excurso) En todo caso, es aquí, justamente, donde empieza el primer problema para una sociología de la recepción, tal y como hemos apuntado más atrás: en el hecho de considerar al lector (en sus diferentes formas: lector ideal, lector implícito, lector empírico, etc.) como materia de análisis por sí mismo (lo que ocasiona el mismo desajuste que tomar los otros elementos del proceso de la literatura por separado). En este sentido, la discusión acerca del lector ha tenido otros marcos de análisis. Desde mediados de los años sesenta se analizan las obras literarias no sólo a partir de la construcción significante o de su carácter estético sino del destinatario (ideal o real) de las mismas: el lector como aquel sobre el que recae la labor hermenéutica, la interpretación del material literario; pero también sobre el que se sostiene la lógica literaria (el gusto) y la circulación de la literatura como mercancía (consumo). El lector es considerado, así, un punto nodal de encuentro entre la obra-autor (estética de la recepción), la cultura (sociología del consumo literario) y el modo de percepción estética (historia del gusto). Lo que no ha tenido discusión es en dónde se ubica esa categoría: lector. Otras opciones de la teoría literaria respecto a la recepción han intentado plantear el problema desde otro ángulo y poner el énfasis no en el lector sino en las formas de la vida social. Estas investigaciones definen un espacio más que un sujeto, y tratan de caracterizar los hechos literarios a través del análisis de las interacciones producidas en el mismo. Sucede que, como escribía Ibsch respecto de la «recepción» tampoco aquí es posible encontrar fundamentos comunes: mientras que la categoría de totalidad elaborada por Lukács se define como «el predominio universal y determinante del todo sobre sus partes», la semiosfera de Lotman comprende el análisis de un espacio semiótico fuera del cual «es imposible la existencia misma de la semiosis» (Lotman: 24), que tampoco confluye con la de «campo semántico» que propondrá Henri Lefebvre en su Critica de la vida cotidiana. Lo significativo es, sin embargo, que aparece aquí el segundo problema para una sociología de la recepción: la consideración de la sociedad como un organismo, que asumiría la recepción en tanto que proceso social constituido históricamente, deja fuera de juego a la categoría de lector, puesto que si la unidad de análisis, por así decirlo, no es ya el sujeto entonces debe serlo aquello que lo constituye. No debe olvidarse que otro camino paralelo a la estética de la recepción ha sido el estudio de los fenómenos de transmisión (sociología de la comunicación) e intercambio verbal, señalado como circuito que se caracteriza por tener una estructura específica que añade al emisor, mensaje y receptor los factores de código, canal, referente, contexto, situación, etc., factores que han ido adquiriendo naturaleza específica con la teoría de los actos de habla y la sociología de la interacción verbal. Este planteamiento supone un tercer problema para la sociología de la recepción en tanto que sitúa su foco de

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atención sobre el proceso comunicativo y establece, en igualdad de condiciones (ese es un problema) un acceso exterior al acto de recepción. Segundas directrices: las ciencias empíricas de la literatura y la recepción Las investigaciones empiristas8 en los análisis de la literatura parten, como la sociología positivista, de la separación entre el sujeto investigador y el objeto de estudio, intentando evitar con ello, incidir en la significación que el lector atribuye al texto. Pero esta separación, respecto al asunto que tratamos, no tiene como fundamento la idea de una realidad literaria independiente del lector sino, al contrario, la de verla como un hecho integral de la experiencia del lector. Desde la perspectiva de Groeben es necesario que la interpretación del crítico no interfiera en el verdadero objeto de estudio de la recepción: las condiciones formales de recepción que operan en el acto de lectura. Para ello Groeben introduce en la teoría al «lector concreto sometido a la experiencia». A partir de los datos obtenidos mediante procedimientos cualitativos de investigación textual (close-procedure, diferencial semántico y categorización semántica) aplicados a la interpretación de una obra literaria, los empiristas de la literatura conforman un proceso de lectura más integrado en la realidad social, separándose del fondo idealista de otras teorías. En su Fundamentos de la ciencia empírica de la literatura (1980), Schmidt dedica una parte de sus tesis a la «teoría de las acciones literarias de recepción». Acciones por cuanto para el filólogo alemán la acción, un concepto que incluye no sólo la palabra sino las motivaciones y la situación, es el motor principal de su teoría. Su definición es clara en este sentido: «la recepción de comunicados literarios ha de considerarse como una forma determinada de actuación social en contextos sociales, actuación social para la que un receptor está motivado y capacitado y satisface las concretas necesidades de éste. Como todas las acciones sociales, también las acciones de recepción tienen lugar en determinadas situaciones; en este sentido, todo receptor se encuentra en un sistema de presuposiciones en el momento de la recepción y actúa de acuerdo con una estrategia de recepción» (Schmidt: 330). Siguiendo a Hörmann, pasa a considerar las condiciones empíricas que hacen posible la recepción de un texto literario: en primer lugar la constancia de sentido que es una actividad cognitiva humana, como lo es la percepción o la competencia lingüística. En segundo lugar, la idea (procedente de la pragmática) de que las expresiones lingüísticas no pueden ser comprendidas sin su contexto o sin su situación comunicativa. En tercer lugar, 8   Schmidt, profesor de la Universidad de Siegen entre 1979 y 1997, desde donde desarrolla su ciencia empírica de la literatura tras su trabajo en la teoría del texto, se inserta en las corrientes del constructivismo radical que desde mediados de los años cincuenta van conformando un panorama de estudios en biología, lingüística, biología y otras disciplinas que suponen no un concepto de realidad sino una construcción de un ámbito de realidades en la que intervienen los sujetos.

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la diferencia entre tener sentido, cuando el lector es capaz de interpretar el texto como una realización de esa estructuras que hacen inteligible el mundo y la conducta; y comprender, cuando la interpretación del lector corresponde con la del autor. Schmidt pasa a continuación a considerar los diferentes niveles que tiene ese acto de recepción, a partir de la consideración la fórmula (en la que una vez más, como veremos, reaparecen los excedentes): a) percepción, nivel en el que el receptor asigna al texto una «estructura grafemática t’, que puede ser diferente de t al cometer R errores de lectura, al omitir algo, al no advertir algo, etc.» (Schmidt: 334); b) identificación, nivel en el que el receptor reconoce «los elementos percibidos en t’ como elementos pertenecientes al repertorio de una lengua natural que se encuentran dispuestos en una determinada estructura» (Scmidt: 334). De haber varias posibles estructuras, entonces el lector escoge una de ellas para «desambiguar» el texto. Este proceso reúne y organiza los datos obtenidos por el lector en una «estructura de significado W[E] coherente para R» (Schmidt: 335). Lo que hace entonces el lector es, según Schmidt, poner en relación la información obtenida del texto y ponerla en relación con otras informaciones procedente de sus saberes, su memoria y otros datos sacados de la situación de recepción («un proceso gobernado por factores cotextuales, contextuales e individuales» (Schmidt: 334). Una sociología de la recepción no puede obviar las estructuras del consumo que producen esta información que posee el lector, distinta de la obtenida con la obra. Así, quedándonos sólo en el acto de lectura, encontramos varios elementos fundamentales para la interpretación de la obra que tienen que ver con la situación de recepción: dónde se lee, cuánto tiempo, en qué condiciones, etc. Estas informaciones llevan al lector a hacer inferencias, es decir, a sacar conclusiones bien calculadas por parte del receptor. Estas inferencias no tienen que ver con las deducciones formales (Schmidt: 341). Otros estudios coincidentes con los fundamentos empíricos de la literatura señalan otros niveles en el acto de la recepción al distinguir entre microestructuras y macroestructuras. Las primeras corresponden al nivel de sentencias y proposiciones del discurso. Las segundas son las recodificaciones (condensación, comprensión y recuerdo) de las primeras en una unidad superior que corresponde a la idea básica del texto. Para realizar esta operación son necesarias varias reglas que «reducen la y construyen estructuras jerárquicas complejas»: a) la regla de reducción, que implica «la supresión de las propiedades no inherentes (...) siempre que no constituyan presuposiciones para otras proposiciones»; b) la regla de generalización, que permite «la abstracción de las propiedades necesarias (inherentes) y presupone el hecho de que el lector conoce a fondo las relaciones jeárquicas en el léxico de su lengua»; y c) la regla de construcción, que posibilita «el paso de las microproposiciones aisladas a una que no se encuentra implicada por ninguna de las microproposiciones, sino por la secuencia de microproposiciones» (Schmidt: 350351). El siguiente nivel de análisis son los marcos referenciales, una

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estructura de datos que un lector almacena y que pone a su disposición una visión de conjunto de las situaciones, y que le permite extraer inferencias. En buena medida podemos definir a partir de aquí, como marcos literarios referenciales a las estructuras del cuento tradicional que Propp analizó en Morfología del cuento, o a la estructura narrativa de determinados géneros literarios. En ambos casos el lector posee estructuras hermenéuticas y afectivas interiorizadas a partir de historias de socialización, conocimientos adquiridos, otras lecturas, etc. El último nivel que propone Schmidt es el de planes de recepción que se corresponde básicamente al «horizonte de preguntas» de Gadamer y al «horizonte de expectativas» de Jauss, aunque incluye algo más que las expectativas: también las actitudes frente a la obra y las intenciones con respecto a sus motivaciones. Resulta evidente que la exposición de estos niveles requiere de una justificación sociológica. El sujeto empírico que promueve esta teoría de la recepción requiere unos condicionamientos en todos los ámbitos de constitución subjetiva, empezando por las condiciones económicas, políticas, sociales y culturales del receptor (Schmidt: 362-363) cuyo análisis explicará la actividad concreta de lectura e interpretación de la obra literaria. Últimas directrices: las teorías del subjetivismo crítico A mediados de los setenta las teorías de la recepción tienen ya un cuerpo teórico suficiente aunque difuso, como hemos visto. Pero también en este ámbito crítico, como sucedió con otras teorías literarias que consideraban únicamente el análisis de la obra literaria (el caso de la estilística) o del autor (como en el monumental ensayo de Sartre El idiota de la familia, dedicado a Flaubert), existen tendencias que hacen descansar el proceso de recepción únicamente en el lector. En Subjective criticism (1978) Bleich niega que el autor o la estructura del texto guíen las interpretaciones del lector9. Para el crítico norteamericano, la obra literaria es como cualquier objeto de nuestra cultura, de nuestra vida, sobre el que el sujeto puede actuar y al que puede modificar. Así pues lo importante es, precisamente, lo que ese sujeto hace con el texto: «como la interpretación de los sueños, la interpretación de un objeto estético no está motivada por el anhelo de conocer las intenciones del artista (...), sino por el deseo de elaborar, para nuestra propia cuenta y para la de nuestra comunidad, un saber a partir de la experiencia subjetiva que tenemos de la obra de arte» (Ibsch: 302). En la teoría de Bleich se expresa ampliamente el sociologismo liberal imperante en las últimas décadas del siglo xx, pues, por una parte la obra literaria es un detonante del proceso de cognición del sujeto sobre sí mismo y sobre su conducta; pero por otra, la experiencia de la lectura posee una dimensión en tanto que reflexión común 9   Bleich dedica los primeros capítulos de su libro a justificar teórica y epistemológicamente sus tesis, para lo cual utiliza los fundamentos biológicos de C. H. Waddington, la teoría de los paradigmas de Kuhn, los análisis de Freud o las investigaciones filosóficas de Wittgenstein.

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de la comunidad que negocia el enunciado según el fin que ha sido objeto de un acuerdo común. Bleich distingue entre un conocimiento como producto de la subjetividad colectiva y un conocimiento como descubrimiento de hechos autónomos e inmutables, para llegar a concluir que el conocimiento depende en última instancia de cómo los individuos formen grupos y circunscriben la existencia de otros grupos (Bleich: 264-265). El subjetivismo crítico «tiene por hipótesis que los móviles más apremiantes de un sujeto son comprenderse a sí mismo, y que la vía más simple de este comprensión es que tenga conciencia de que su propio sistema lingüístico es el medio de la conciencia y de la autodirección» (Ibsch: 303). Otra vuelta de tuerca de esta teoría es el concepto de identity-recreation de Holland para quien «el individuo aprehende recursos de la realidad (incluido el lenguaje, el propio cuerpo, el espacio, el tiempo, etc.), mientras que la relación que mantiene con ellos son las réplicas de su identidad» (Ibsch: 304). Esa identidad, «la unidad que se descubre en el comportamiento de un individuo», es fruto de su encuentro con esa otra realidad que produce la obra literaria. También la idea de Holland sobre la que reflexiona Bleich acerca del proceso de lectura como una transacción entre el lector y los textos (Bleich: 110). La recepción es, pues, un acto de producción subjetiva no por lo que las teorías de la ideología suponen sino por lo que la propia estructura cognitiva y simbólica del ser humano hace frente al texto (como frente a cualquier otra cosa). El consumo literario Los análisis sobre el consumo de obras literarias (de los que sólo entresacamos lo más relevante para una sociología de la recepción) han seguido tres caminos diferentes desde mediados del siglo xx: a) una sociología del hecho literario, considerada a partir del estudio de las instituciones sociales (la academia, la crítica, el sistema educativo, las políticas del libro, la censura, la crítica especializada, etc.) que tiene en Escarpit a uno de sus máximos representantes, para quien el lector no tiene un proyecto (como el autor) sino una predisposición que le viene dada por su formación escolar, su experiencia lectora, etc.; b) la sociología crítica de los bienes culturales y artísticos que indaga en los criterios y bases sociales del gusto (los museos, el consumo de obras musicales, la génesis del campo literario, el mercado del arte, etc.) que se sustenta en la obra de Pierre Bourdieu (especialmente en La distinción); c) la sociohistoria de la lectura que plantea las condiciones históricas en que se produce la actividad lectora (ella misma un cambio cultural radical), que aparece en los años ochenta y noventa tras la publicitada «crisis de las ciencias sociales» y con el respaldo de la obra de Paul Ricoeur Narración y tiempo; centrada en la manera en que los hombres y mujeres de una época se apropian a su manera de los códigos y lugares que les son impuestos, obien subvierten las reglas aceptadas; y cuyo representante más conocido y difundido es Roger Chartier; y d) la sociocrítica, que abre los análisis de la

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recepción a la constitución de los discursos sociales, al estatuto de los social en el texto. En todo caso, estas obras no abordan la recepción de la obra literaria como proceso integral (junto a la producción y las condiciones de producción) ni como proceso específico (como actividad propia, con sus desarrollos específicos), aunque los resultados de muchas de sus investigaciones son relevantes para plantear los presupuestos de una sociología de la recepción. Problemática para una sociología materialista de la recepción Atendiendo a los problemas que presentan las teorías de la recepción que se han desarrollado a lo largo de los últimos años, mínimamente esbozadas aquí, conviene iniciar el esquema para una sociología de la recepción con unas orientaciones fundamentales. En primer lugar, es necesario terminar con los dualismos, clásicos en teoría de la literatura, del tipo autor/sociedad; obra/lector; sujeto/objeto; material/simbólico, etc. Lo social está en las cosas y en los cuerpos10. Así pues, se requiere el análisis de las estructuras objetivas unido al estudio de la génesis en el seno de los individuos biológicos producto de la incorporación de las estructuras sociales, la estructura del espacio social así como la posición de los agentes en ese espacio en función por las luchas históricas que lo han constituido (Bourdieu: 26-29). En segundo lugar, una sociología de la recepción tiene que ser sintética, es decir, tiene que abordar simultáneamente su objeto de estudios integrando diferentes disciplinas, teorías y metodologías. Un proceso gnoseológico que permite obtener explicaciones de los hechos sociales (y la escritura y la lectura son hechos sociales) a partir de diversas formas de aproximación a los mismos. No se trata de una mezcla de metodologías sino de una reconfiguración de la problemática de la recepción a partir de los elementos integrales que puedan justificar una mayor capacidad explicativa de los hechos en todos los niveles. En tercer lugar, es imprescindible definir el espacio en el que se da el objeto de estudio, lo que obliga a comprender todos los procesos (evidentemente sociales) que lo caracterizan. Que sea un hecho social significa que estamos en un espacio fundamentalmente conflictivo en el que existen las cosas sometidas a tales conflictos. La recepción no es solamente un acto del lector (del que ya tendríamos que decir que es un sujeto situado, con una 10   Escribe Bourdieu que «la sociología supone, por su misma existencia, la superación de la oposición ficticia que subjetivistas y objetivistas hacen surgir arbitrariamente. Si la sociología es posible como ciencia objetiva, es porque existen relaciones exteriores, necesarias, independientes de las voluntades individuales y, si se quiere inconscientes (...) Pero, a diferencia de las ciencias naturales, una antropología total no puede detenerse en una construcción de las relaciones objetivas porque la experiencia de las significaciones forma parte de la significación total de la experiencia (...) la descripción de la subjetividadobjetividad remite a la descripción de la interiorización de la objetividad» (Bourdieu apud Gutiérrez: 17). Para una descripción más detallada de este planteamiento puede verse El oficio de sociólogo.

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formación cultural, que ha interiorizado determinadas estructuras sociales, en relación de desigualdad, etc.) sino también de las instituciones (políticas, formativas, económicas, etc.). Y en cuarto lugar, que el objeto de estudio, la recepción, no debe investigarse a partir de las unidades delimitadas por la percepción ingenua o el sentido común, sino que tal objeto se construye como sistema de relaciones cuantificables y cualificables. La primera de estas relaciones es la imposibilidad de dividir el proceso literario en autor, obra, lector, como veremos más adelante. Así las cosas, una sociología de la recepción pierde fundamento como tal y sólo puede ser útil como parte de una división meramente operativa. No por otra razón éste debe ser el primer paso en la elaboración de la misma: establecer una problemática adecuada a nuestro asunto pasa por replantear un modelo estructural (relacional) que tenga en cuenta los tres problemas planteados anteriormente: lector, sociedad, proceso comunicativo, que sea capaz de integrarlos. Éste es el mayor esfuerzo que hace el ensayo de José Luis Ángeles Hacia una ideología de la producción literaria (2000) al convertir el esquema clásico autor-obra-lector (que, obviamente, copia el modelo emisor-mensaje-receptor) por otro más adecuado: Espacio de producciónProducto-Espacio de resolución. El primero se define como el lugar «desde el que se efectúa el movimiento formal del producto» (Ángeles: 16) y es el resultado de una crítica de las concepciones de autoría de la obra literaria. El segundo, sobre el que pone más atención Ángeles, lo define como lo que «despliega las opciones manipulativas tomadas por el Espacio de Producción». Y concluye definiendo el Espacio de Resolución como «el conjunto de operaciones de que consta el consumo del Producto» (Ángeles: 16). Si bien la caracterización de estos espacios y del producto acaba reproduciendo las problemáticas de la crítica literaria contemporánea, lo fundamental es que Ángeles concibe el ámbito de la recepción precisamente como un espacio, lo que obliga a pensar el mismo como un continente, como un terreno, en el que las relaciones (de distancia, de estructura, etc.) son lo fundamental; y más aún, como un espacio de resolución, lo que señala la jerarquización de los elementos que se dan cita en él. El acierto de Ángeles es considerar el hecho literario (y más concretamente la recepción) como un hecho social, pues, en efecto, este espacio de resolución sólo es comprensible si se piensa integrado en el espacio social. El Espacio tiene la trama de una estructura en la que los agentes implicados (editores, críticos, autores, lectores, etc.) se encuentran en determinadas posiciones según el volumen y estructura del capital que se juega en el mismo (siguiendo las enseñanzas de Bourdieu). Se produce en tales Espacios un intercambio de bienes y capitales que se integran en el espacio social y, finalmente, según la naturaleza propia del discurso literario, funcionan como productor de sentido (lo propio, desde mi perspectiva, de la función ideológica11). Se hace, pues, necesaria un análisis del 11   Desarrollo estas ideas en mi tesis doctoral Juan Goytisolo en su historia: la literatura como producción ideológica (2004).

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estado de los Espacios y de las dinámicas que funcionan en el espacio social (la estructura diacrónica y sincrónica de la sociedad). Al trasladar a este primer paso las enseñanzas del «horizonte de expectativas» (Jauss) y de los excedentes podremos comprender no solamente cómo será leída una obra, sino el efecto posible de la misma y los huecos que otra podrá llenar, las posibilidades de subversión o la reducción de la obra a los intereses de las prácticas. Además, comprendemos el valor simbólico de la literatura, es decir, su carácter representacional y su lógica del sentido, que está determinada por esta estructura delimitada. Un análisis que tenga en cuenta este primer paso dividirá y definirá a los lectores según una matriz de rasgos (capital, sentido de las prácticas, intereses, etc.) así como dividirá y definirá lo mismo respecto a editores, críticos, géneros, etc. Ya no encontraremos un proceso lineal sino relacional, con numerosos movimientos debido no sólo a los intereses en juego, o a las luchas, sino también al movimiento que producen los excedentes. Un segundo paso, en tanto que la literatura es un discurso social, requiere comprender y aplicar las dimensiones semióticas del proceso literario. Para ello resulta imprescindible la crítica del signo que hace Charles Peirce en tanto que para Peirce el significado no reside en el signo sino en la relación entre signos que se produce en el proceso interpretativo, en la recepción. Pero, más aún, lo que plantea Peirce es que el significado es el interpretante que, al ser un signo, remite a otro interpretante y así al infinito, según una cadena abierta de remites. «Por lo tanto no existe ningún punto fijo, ningún interpretante definitivo», tal y como, en otro orden de cosas, nos enseña Laclau, para quien no hay sentido definitivo sino hegemonía. Esto supone que ninguna obra es autosuficiente y que toda obra es dialógica. Ponzio, en La revolución bajtiniana, ha desarrollado esta similitud de perspectivas entre Bajtin y Peirce. Como escribe Verón: «todo sistema significante concreto (...) es una composición compleja de las tres dimensiones distinguidas por Peirce» (Verón: 111). Esas tres dimensiones, que difieren de la teoría del signo elaborada por Saussure, son: «a) primeridad: el modo de ser de aquello que es tal como es, positivamente y sin referencia a nada más; b) segundidad, el modo de ser de aquello que es tal como es, con respecto a una segunda cosa, pero con exclusión de toda tercera cosa; y c) terceridad, es el modo de ser de aquello que es tal como es, al relacionar una segunda cosa y una tercera entre sí» (Peirce: 110-111). Conviene mantener tal distinción con el objeto de analizar adecuadamente los fenómenos que se producen en el proceso literario y tener en cuenta, así, que todos ellos se encuentran en relación. Esto supone, desde mi perspectiva, que el Espacio de Resolución que esboza Ángeles es, al mismo tiempo, Espacio de Producción, es decir, que lo constitutivo del espacio de producción es lo que se produce (literalmente) en el espacio de resolución. Marx ya lo había escrito en El Capital: «el consumo produce producción (...) porque un producto sólo llega a ser eso realmente cuando lo consumimos» (Marx apud Wolff: 117). De lo cual no sólo podemos sacar la idea, señalada por los teóricos marxistas de la estética de la recep-

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ción, de que la obra literaria sólo llega a ser tal cuando es leída, idea que sólo concibe la obra literaria como objeto, mercancía; sino que al ser lo fundamental de la obra literaria el ser productora de sentido, éste sólo llega a ser tal sentido cuando es reconocido. Se entiende pues que el esquema lineal de los empiristas que transformaban el texto (t) en un nuevo texto (t’), tenga ahora que leerse de otra forma: la obra literaria es construida por el discurso D., pero este discurso no opera sino bajo las condiciones de producción del discurso (sean éstas las que Verón llama «las determinaciones que dan cuenta de las restricciones de generación de un discurso o un tipo de discurso» (Verón: 127), y de las condiciones de reconocimiento (las que Verón considera «restricciones de su recepción» (Verón: 127). Es, pues, en todas direcciones en que circulan las obras literarias. Existe un tercer paso que está vinculado con los dos anteriores: si partimos de un proceso literario estructurado y en conflicto, y si cualquier discurso (también la literatura, por tanto) está determinado por condiciones de producción y de reconocimiento, resulta imprescindible, entonces, atender a qué elementos específicos produce este espacio tridimensional. espacio de producción

espacio de resolución

producto

Podemos adelantar tres: a) las huellas, pues según aclara Verón «la posibilidad de todo análisis del sentido descansa sobre la hipótesis según la cual el sistema productivo deja huellas en los productos y que el primero puede ser (fragmentariamente) reconstruido a partir de una manipulación de los segundos» (Verón: 124); b) los ideologemas que Jameson concibe como unidades narrativas en las que se encierra un modelo actancial, paradigmas narrativos, una lógica de las acciones, etc. (Jameson: 121); y c) la interpelación, definida por Althusser, y que procede de la función que toda ideología tiene de constituir en sujetos a los individuos concretos, con la que autor o lector se reconocen como los sujetos a los que la ideología se dirige (Althusser: 145). Aquí podríamos incluir también el planteamiento que hace Stanley Fish al sustituir la pregunta ¿qué significa esta frase? o ¿qué significa esta obra? por otra más operativa como ¿qué hace esta frase? o ¿qué hace esta obra? Tres pasos previos que nos revelan que por Espacio de resolución (el ámbito de la recepción) aparece ahora algo más completo de lo señalado por Ángeles. Lejos de un sentido simple de «resolución» (el de encontrar la solución a un problema, el de terminar un conflicto), la resolución que podemos ahora mostrar que se trata de un «fijar un sentido» de un «sostener unos efectos». Así pues, un programa de sociología de la recepción debe entender que leer, el acto de la lectura, no es solamente un acto de descodificar

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(Ángeles: 179), sino que constituye en primer lugar un acto de integración como consumidores (lo que significa que tanto los gustos del lector como los actos interpretativos están estrechamente ligados al origen social (manejo de capitales) y al proceso formativo (institucional). En segundo lugar tiene que comprender que un acto de recepción o reconocimiento de determinadas configuraciones de sentido identificadas sobre un soporte material; un acto de afectividad; se realiza bajo determinadas condiciones sociales, entre las que cabe señalar: a) que «la obra de arte (la obra literaria) no toma un sentido y no reviste un interés sino para el que está provisto de la cultura, es decir, del código según el cual está codificada» (Bourdieu: 230); b) que tales códigos son tanto cognitivos (marcos) como apreciativos (de gusto); c) que tales códigos son «principios reguladores, tácitamente adquiridos, que selecciona e integra significados relevantes, formas de su realización y contextos evocadores» (Bernstein: 146); d) que tal adquisición de los códigos nos inserta como sujetos (por una parte) y en una clase social (por otra), tanto en el ámbito de lo cognitivo, como en el ámbito de lo perceptivo (La distinción criterios y bases sociales del gusto). Pero esta secuencia tiene que señalar, también, que este proceso de lectura realizado en tales condiciones supone considerar la resolución, la recepción misma, como una articulación concreta históricamente y socialmente determinada. La sociología de la recepción debería proporcionarnos una descripción exacta de esa articulación así como de las dimensiones de poder y control que se dan en la misma. El hecho de que la obra literaria funcione como sujección (reproducción de las condiciones sociales) o como crisis (ruptura de la reproducción de las condiciones sociales). Tal conflicto se integra en el nivel político mediante el concepto de hegemonía (de Laclau). Ahora bien, lo conflictivo, para una sociología de la recepción literaria, está, según hemos visto, en el punto en el que coinciden Espacio de Producción, Producto y Espacio de Resolución, en lo que desencadena la obra literaria (como los acciones humanas, por ejemplo). Pues la libertad de los escritores tanto como la libertad de los lectores frente a la materia literaria encuentra sus límites en las propiedades objetivas de esa intersección, en las condiciones productivas de los discursos sociales, así como en las determinaciones que definen las restricciones de su recepción. Así, es necesario tener en cuenta que hay una parte del Espacio de producción que no hace intersección (por ejemplo, cuando se trata de una obra del siglo xvi), como también hay una parte del Espacio de resolución que queda sin participar de ese plano común (por ejemplo, cuando no sabemos cómo fue recibida una obra en el siglo xiii); de la misma forma que el Producto puede tener una parte sin integrar con los estudios formales y filológicos. En estos casos, esta sociología de la recepción está obligada a dedicar atención al estudio de los desajustes, de los desfases, de las opacidades que se producen y a analizarlos desde su perspectiva, sin recurrir a ningún argumento que exalte, por ejemplo, «el espíritu común de la humanidad» que pervive en algunas obras.

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«Una auténtica ciencia de la práctica humana no puede contentarse meramente con sobreimprimir una fenomenología sobre una topología social. También debe dilucidar los esquemas perceptuales y valorativos que los agentes invierten en sus vidas todos los días» (Wacquant: 38). Como se ve, aún queda mucho por hacer. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS USADAS Althusser, L. (1968), La filosofía como arma de la revolución, México D.F., Siglo XXI. Ángeles, J.L. (2000). Hacia una ideología de la producción literaria, Valencia, Ediciones Bajo Cero. Bleich, David (1978), Subjective criticism, Baltimore, John Hopkins University Press. Bourdieu, P. (1988), Cosas dichas, Barcelona, Gedisa. Bourdieu, P. (1988), La distinción, Madrid, Taurus. Bourdieu, P. (2003), Creencia artística y bienes simbólicos, Córdoba-Buenos Aires. Rivera, A. y Wacquant, L. (2005), Una invitación a la sociología reflexiva, Buenos Aires, Siglo XXI. Eagleton, F. (1976), Criticism and Ideology, Londres, Verso. Goffman, E.(2006), Frame Analysis. Los marcos de la experiencia, Madrid, CIS. Gutiérrez, A. (2002), Las prácticas sociales, Madrid, Tierradenadie Ediciones. Hohendahl, P. U. (1987), «El estado de la investigación de la recepción» en José Antonio Mayoral Estética de la recepción, Madrid, Arco Libros, pp. 28-37. Isbch, E. (1993). «La recepción literaria» en VV.AA. Teoría literaria, México D.F., Siglo XXI, pp. 287-313. Iser, W. (1989). «La estructura apelativa de los textos» en Rainer Warning, Estética de la recepción, Madrid, Visor, pp. 133-148. Jameson, F. (1989), Documentos de cultura, documentos de barbarie, Madrid, Visor. Jauss, H.R. (1987), «El lector como instancia de una nueva historia de la literatura» en José Antonio Mayoral, Estética de la recepción, Madrid, Arco Libros, pp. 59-85. Laclau, E. (1990). Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Buenos Aires, Nueva Visión. Laclau, E. (2004). La razón populista, Madrid, FCE. Lotman, I. (1996), La semiosfera, Madrid, Cátedra. Peirce, Ch. (1982). Obra lógico-semiótica, Madrid, Taurus. Pozio, A. (1998). La revolución bajtiniana, Madrid, Cátedra. Rodríguez, J. C. (1994). La norma literaria, Granada, Diputación Provincial.

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Rothe, A. (1987), «El papel del lector en la crítica alemana contemporánea» en José Antonio Mayoral, Estética de la recepción, Madrid, Arco Libros, pp. 13-27. Schmidt, S. (1990), Fundamentos de la ciencia empírica de la literatura, Madrid, Taurus. Sefchovich, S. (1979), La teoría de la literatura de Lukács, México D.F., UNAM. Verón, E. (1996), La semiosis social, Barcelona, Gedisa. Warning, R. (1989). «La estética de la recepción en cuanto pragmática en las ciencias de la literatura» en Rainer Warning, Estética de la recepción, Madrid, Visor, pp. 13-34. Wolff, J. (1997), La producción social del arte, Madrid, Istmo. Zimmermann, B. (1987). «El lector como productor: en torno a la problemática del método de la estética de la recepción» en José Antonio Mayoral, Estética de la recepción, Madrid, Arco Libros, pp. 39-58.

NOTA SOBRE LOS AUTORES Fernando Aguiar es Investigador Científico del Instituto de Estudios Sociales Avanzados (IESA-CSIC) y director de la Revista Internacional de Sociología. Su trabajo de investigación se centra en cuestiones de teoría sociológica y filosofía política. En el terreno de la sociología se ocupa de la relación entre identidad y racionalidad. En el ámbito de la filosofía política trabaja en los límites del ideal de tolerancia desde una perspectiva republicana. Ha publicado sobre estos temas en revistas nacionales e internacionales (European Journal of Sociology, Philosophy of the Social Sciences, Journal of Economic Methodology, Revista Española de Investigaciones Sociológicas y Claves, entre otras). Fernando Aínsa. Escritor y ensayista uruguayo de origen aragonés. Autor de numerosos ensayos sobre literatura y cultura latinoamericana, entre los que figuran: Los buscadores de la utopía (1977), Identidad cultural de Iberoamérica en su narrativa (1986), Necesidad de la utopía (1990); La reconstrucción de la utopía (1999); Del canon a la periferia (2002); Reescribir el pasado (2003); Espacios de encuentro y mediación (2004); Espacio  literario y fronteras de la identidad (2005); Del topos al logos. Propuestas  de geopoética (2006), Espacios de la memoria (2008) y Confluencias en la diversidad (2011).  Es Miembro del Real Patronato de la Biblioteca Nacional de España, Académico Correspondiente de las Academias de Letras del Uruguay y de Venezuela. Manuel Arranz (Madrid, 1950). Licenciado en filología moderna por la Universidad de Valencia, es traductor y crítico literario. Ha traducido obras de Bataille, Blanchot, Bloy, Bove, Compagnon, Derrida, Didi-Huberman, o Jankélévitch, entre otros autores franceses. Colabora habitualmente en diversas revistas culturales y de pensamiento (Archipiélago, Claves de Razón Práctica, Letras Libres, Las Nubes (revista electrónica), Revista de Occidente (Turia), así como en el suplemento cultural del periódico Levante (Posdata). Es autor de los libros: Con las palabras (aforismos), Pre-Textos, 1992; Voy a hablaros de vosotros (relatos), Huerga y Fierro, 2003; Ya no hablamos de lo mismo. Divagaciones sobre el vuelo de los búhos y el arte de tocar la flauta (ensayos), Pre-Textos, 2005; y Esto no puede acabar así (relatos), Huerga y Fierro, 2006. Sonia Arribas es Investigadora ICREA y profesora de filosofía política en la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona). Doctora en CC. Políticas por la New School for Social Research. Su tesis doctoral obtuvo el “Hannah Arendt Memorial Award in Politics” (2004). Entre sus publicaciones: The Last Conceptual Revolution? The Place of Language in Political Philosophy (UMI Press, 2004) y Egocracy (con Howard Rouse) (Diaphanes, 2011).

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José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963), escritor. Su obra reciente incluye una trilogía novelística ambientada en los años de la Transición —Vacaciones de invierno (2009), Vida nueva (2010) y Ronda de Madrid (2011)— y las sucesivas entregas de su “diario abierto”, la última de las cuales es Pintura rápida (2011). Su obra poética está antologada en el volumen Casa en construcción (2007). Con posterioridad ha publicado Diario de Benaocaz (2010). Sus artículos, sobre cine y otros asuntos, están recogidos en La vida imaginaria (1999), Me enamoré de Kim Novak (2002), Columna de humo (2005) y Gigantes y molinos (2006). César de Vicente Hernando. Doctor en Filología Española (Universidad Autónoma de Madrid). Coordinador del Centro de Documentación Crítica. Ha publicado numerosos artículos en, entre otras revistas, Anthropos (Barcelona), Letras Peninsulares (EEUU); Quimera (Barcelona), Alcores (Madrid), Riff-Raff (Zaragoza), Ade-Teatro (Madrid). Entre los libros destacan las ediciones de Poesía de la guerra civil española, Madrid, Akal, 1994; Peter Weiss: una estética de la resistencia, Hondarribia, Hiru, 1996; VV.AA.Discurso sobre la vida posible, Hondarribia, Hiru, 1998; Erwin Piscator.- El teatro político, Hondarribia, Hiru, 2001; Jesús López Pacheco.- El tiempo de mi vida, Valencia, Germanía, 2002; Filosofía de la situación de Günther Anders, 2007; Uranio 235/Escuadra hacia la muerte/La sangre y la ceniza de Alfonso Sastre, 2009, La tolerancia represiva y otros ensayos. Alicia García Ruiz. Licenciada en Filosofía y en Ciencias Políticas y Sociología, Doctora en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad de Granada, PhD por Johns Hopkins University y candidata a Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su interés se centra en la filosofía contemporánea y en la teoría política, así como en los fenómenos estéticos como cauces de expresión de lo político. Es autora de diversos artículos y reseñas en revistas especializadas de Filosofía. Es traductora de cinco libros de filosofía, el más reciente de los cuales es Judith Shklar, Rostros de la injusticia (Barcelona, Herder, 2010), habiendo traducido a autores como Roberto Esposito, Carmelo Dotolo o Richard Bernstein. También es autora de la edición, notas e introducción del volumen de Raymond Williams Historia y cultura común (Madrid: Los Libros de la Catarata, 2008). Coeditora de dos volúmenes próximos a aparecer, introductora de dos volúmenes, ultima una edición crítica de textos de Claude Lefort titulada El sentido de una crisis: repensar la democracia (Barcelona: Proteus 2013). Como autora publicará en 2013 el libro Figuras de lo común (Barcelona: Bellaterra, 2013). Dirige la colección Delos, dedicada al pensamiento ético, en la editorial Proteus. José Giménez Corbatón. Nace en Zaragoza en 1952, ciudad en la que reside hasta 1976, y de nuevo desde 2001. El paréntesis entre esos años discurre por Bayona, Poitiers y Tarragona. Siempre ha sido profesor (de español, de



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francés, de lengua y de literatura). Ha traducido a autores galos del siglo xix y a Michel del Castillo. Ha publicado cuatro libros de relatos, dos novelas, y cinco libros en los que su escritura se entrelaza con las fotografías de Pedro Pérez Esteban. También ha publicado dos o tres centenares de reseñas y de artículos de crítica literaria y de eso que ahora se llama “opinión”, en diversos periódicos y revistas. Chejov, Tolstoi, Maupassant, Ramuz, Faulkner o Torga son algunos de sus autores preferidos. De los autores vivos, prefiere a los que no aparecen demasiado en los medios (Juan Eduardo Zúñiga, por poner sólo un ejemplo). José M. González García es Profesor de Investigación en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, de cuyo Instituto de Filosofía fue Director desde 1998 hasta 2006. También es Life Member del Clare Hall, college de la Universidad de Cambridge. Su último libro, La diosa Fortuna. Metamorfosis de una metáfora política, recibió el Premio Nacional de Ensayo en 2007. Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970) es Doctor en Literatura Española Contemporánea. Ha publicado las prosas Alba Cromm (Seix Barral, 2010), Subterráneos (2006), Circular 07. Las afueras (2007), y los ensayos Singularidades (2006), Pangea. Internet, blogs y comunicación en un mundo nuevo (2006), La luz nueva. Singularidades de la narrativa española actual (2007) y Pasadizos. Espacios simbólicos entre arte y literatura (2008). Es autor de Quimera 322 (2010), inclasificable proyecto sobre falsificación literaria a través de 22 seudónimos, publicado como nº 322 de Quimera. Sus últimos poemarios son Construcción y Tiempo (Pre-Textos, 2005 y 2009). Ejerce la crítica en Diario de Lecturas (http:// vicenteluismora.blogspot.com) y acaba de publicar en Seix Barral (2011) el ensayo titulado El lectoespectador. Blanca Muñoz. Licenciada en Filosofía, Ciencias Políticas y Sociología. Se doctoró en la Universidad Autónoma de Madrid con la Tesis: Ontología dialéctica en la filosofía de Th. W. Adorno y H. Marcuse. Actualmente es profesora titular de Teoría Sociológica Contemporánea, Sociología del Conocimiento, y Sociología de la Cultura de Masas en la Universidad «Carlos III» de Madrid, tras haber sido profesora titular de Teoría de la Comunicación de Masas en la Universidad del País Vasco durante siete años. Ha obtenido el Premio de Licenciatura en Filosofía, Premio Mejor Becario y Premio de Investigación Científica. Entre sus publicaciones se pueden citar los libros siguientes: Cultura y Comunicación. Introducción a las teorías contemporáneas (1989), Teoría de la Pseudocultura. Estudios de Sociología de la Cultura y la Comunicación de Masas (1995), Whose Master`s Voice? The Development of Popular Music in Thirteen Cultures (1997), Theodor W. Adorno: Teoría Crítica y Cultura de Masas (2000), La Cultura Global.

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Medios de Comunicación, Ideología y Cultura en la sociedad globalizada (2005), Modelos Culturales. Teoría Sociopolítica de la Cultura (2005) y la Sociedad Disonante (2010). Asimismo, ha publicado numerosos estudios y artículos sobre la ideología, la cultura, la estética y el conocimiento colectivo en la sociedad contemporánea. Alberto J. Ribes es Doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Es profesor Ayudante Doctor en el Departamento de Sociología V (Teoría Sociológica) en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UCM. Sus áreas de interés son la teoría sociológica, la historia de la sociología, la sociología cultural, la globalización y la sociología de las emociones. Ha sido Visiting Scholar en las universidades de Aberdeen, Oxford y California (Riverside y Santa Bárbara). Ha sido Visiting Fellow en la Universidad de Harvard y Becario del Real Colegio Complutense. Es autor del libro Paisajes del Siglo XX: Sociología y Literatura en Francisco Ayala (Madrid: Biblioteca Nueva, 2007). Es editor de dos antologías de la obra de Ayala (Miradas sobre el presente: ensayos y sociología. Madrid: Fundación Santander, 2006; y Francisco Ayala. Madrid: AECI, 2006) y de una de la obra de Luis Recaséns Siches (Madrid: AECI, 2008). Entre sus publicaciones recientes cabe destacar los artículos «Conocer a los que conocen: sociologías de las sociologías» (REIS, 2008) y «Theorising global media events: cognition, emotion and performances» (New Global Studies, 2010), así como su introducción a la nueva edición de La división del trabajo social de Émile Durkheim Biblioteca Nueva («Injusticia, simpatía y ausencia de solidaridad orgánica»). Es miembro del Grupo de Investigación de la UCM «Sociología en lengua castellana: perspectiva histórica. José Enrique Rodríguez Ibáñez. Nacido en Zaragoza en 1948. Doctor en Sociología por la Universidad de California y en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, en la cual ejerce como Catedrático de Sociología. Sus últimas publicaciones de relieve son el libro Voces cruzadas (Madrid, Biblioteca Nueva/Fundación Ortega y Gasset, 2008) y la edición de la Obra póstuma de Enrique Gómez Arboleya (Madrid, CIS, 2008) Isaac Rosa (Sevilla, 1974) ha publicado las novelas La malamemoria (1999) —posteriormente reelaborada en ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (Seix Barral, 2007)—, El vano ayer (Seix Barral, 2004), que fue galardonada con el Premio Rómulo Gallegos, el Premio Ojo Crítico y el Premio Andalucía de la Crítica, El país del miedo (Seix Barral), Premio Fundación José Manuel Lara a la mejor novela de 2008 y La mano invisible (Seix Barral, 2011). Es autor de la obra de teatro Adiós muchachos (1998) y coautor del ensayo Kosovo. La coartada humanitaria (2001). Traducida a varios idiomas, su novela El vano ayer ha sido llevada al cine por Andrés Linares bajo el título La vida en rojo.