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Apartada soledad. Pan milagroso
D ÍA
SAN
1.°
Destructor de sandalias
DE
JULIO
DOMICIANO ABAD Y FUNDADOR (t 440)
en la época de las persecuciones, pero sobre todo al convertirse el emperador Constantino, muchos cristianos se retiraron a los de siertos para darse libre y totalmente al Señor. Tal fue el origen de la vida monástica. Los primeros monjes solían vivir en celdillas separadas, pero, andando el tiempo, juntáronse en comunidades regidas por un abad. San Domiciano, obrero de la primera hora en la magna empresa de la fundación de monasterios en Occidente, nació en Roma a principios del siglo v, imperando Constancio III. Sus nobles y cristianos padres guar daron pura la fe del bautismo en medio de los malos ejemplos de los arríanos. Tan pronto como el muchacho se halló en edad de estudiar, diéronle maestros católicos, los cuales le comunicaron gran amor a la Sa grada Escritura. El niño, que era de por sí muy aficionado a las lecturas santas, juntó a tan piadosa inclinación continua laboriosidad, de suerte que salió aprovechadísimo en la ciencia de las divinas Letras. Siendo de edad de doce años, logró que sus padres vendiesen parte del patrimonio familiar para ayudarle a emprender estudios superiores. Domiciano pretendía llegar a ser valeroso defensor de la fe. Pasados tres años escasos, los arríanos mataron al padre de nuestro Santo por la fe.
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1.1 1 lin señales de dolor. Apenas curada de esta dolencia, tuvo su m adre la imprudencia de espolvorearle la cabeza con un producto preparado a base de mercurio para curarle unas erupciones. Desaparecieron las costras pero el mercurio penetró en las carnes y las royó, originó en la niña molestas convulsiones para las que no quiso alivio alguno, a pretexto de que el dolor no era mucho. Creyóla su madre, pero fue muy grande su pena al ver la extensa y profunda llaga que las aplicaciones del violento cáustico le habían pro ducido y de las que tardó cuarenta y dos días en curarse. Después hubo de serle extraída una excrecencia en las fosas nasales. Durante la opera ción tuvo que soportar los vivísimos dolores consiguientes. Todos los circunstantes lloraban de com pasión, sólo ella se mantuvo en calma. T anta constancia eti el padecer fue recompensada con muy grande acopio de favores espirituales, en cuya comparación nada son los dolores y penalidades de la vida. Ilum inada con luz sobrenatural en las vías de extraordinaria perfección a que el Señor la llamaba, comprendió Rosa desde sus más tiernos años, que los favores extraordinarios deben ser mo tivo ante todo para cumplir con la mayor perfección los deberes del pro pio estado. Aquel su anhelo por seguir con absoluta fidelidad las inspi raciones de la gracia, fue para la santa niña causa de una serie de ingentes sufrimientos, y, por lo tanto, de méritos aquilatados; porque hallándose igualmente dispuesta a obedecer a su padres y a seguir las inspiraciones de la gracia y los impulsos interiores, cuya fuerza aquéllos ni sospecha ban siquiera, surgían para la valerosa niña constantes tribulaciones. Desde los cinco años había consagrado su virginidad al Señor. E ra na tural, pues, que a Él sólo quisiese agradar, y que las vanidades y com placencias mundanas fuesen para ella un suplicio, pero tales trazas sabía darse que lograba complacer a Dios sin disgustar a su madre. Forzada en cierta ocasión a adornarse con una corona de flores, dióse maña en poner con disimulo un alfiler que se le hincaba en la cabeza y trocaba aquel ornato de vanidad en instrumento de tortura.
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La madre, demasiado preocupada tal vez en realzar la belleza de su hija, reprochábale vivamente el poco cuidado que ponía en perfumarse las manos. Hízoselas bañar una noche en agua odorífera, envolvióselas después cuidadosamente, y mandóle que las conservase en aquella forma hasta la m añana siguiente. Obedeció la humilde niña, pero a poco de haberse dormido, despertó presa de vivísimo dolor; de sus manos salían llamas que le causaban terribles quemaduras. No daba crédito la madre a lo que llamaba sueños de la niña, hasta que la vista de las heridas la llenó de espanto. En adelante dejó que su hija descuidase el aliño de las m anos; pero no por eso cedió en el empeño de obligar a su hija a vestir con elegancia; y aun la castigaba severamente cuando, no por desobe diencia, sino por indiferencia de las cosas de este mundo, descuidaba la niña el atavío de su persona. A fuerza de paciencia, logró, por fin, Rosa que su madre se allanara a permitirle usar un manto de tela basta. Ejercitábase en casa en todas las prácticas dignas de la más ferviente religiosa. Así, se había impuesto la obligación de no beber jamás sin per miso de su madre. Ese permiso lo pedía una vez cada tres días, y si en alguna de ellas su madre, como prueba, no se lo daba, permanecía otros tres días sin volverlo a solicitar y soportaba aquella dura privación con gran contentamiento de su alma, sin que llegara a flaquear su ánimo un instante. T E R C IA R IA DE SANTO DOMINGO serie de reveses de fortuna privó a los padres de Rosa de cuanto tenían. Entonces dio muestras la amante hija de todo su valor y abnegación, no sólo sirviendo a sus padres, sino también ayudándoles en el trabajo, a fin de ganar lo necesario para la subsistencia de todos. Dios acudía en su ayuda milagrosamente, porque, a pesar de la precaria salud y de los frecuentes éxtasis, hacía Rosa diariamente la labor de cuatro personas, sin que sus energías cedieran ante el esfuerzo. Sin embargo — ¡oh ceguera e inconsecuencia del espíritu hum ano!—, su m adre no podía resolverse a que renunciara al matrimonio, y como la belleza extraordiaria de Rosa, no quebrantada por tantas austeridades, le atraía numerosos pretendientes, la piadosa joven tuvo que sostener lar gas y penosas luchas con los suyos. Ayudábale en éstas su protectora Santa Catalina de Sena, a quien había tomado por modelo. Como re compensa de esa fidelidad, Dios le dio a conocer que sin abandonar la casa paterna, podía consagrarse a Él y observar todas las virtudes monás ticas. Por eso, como la Virgen de Sena, vistió el hábito de la Orden T er cera de Santo Domingo el 10 de agosto de 1610, y a partir de aquel memo rable día, entregóse, como ella, a una vida contemplativa y penitente.
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s u s tiernos años practicó el ayuno más riguroso. ¡Cuánta ver dad es que las exigencias de nuestro cuerpo y de nuestra salud, cre cen o disminuyen en proporción de lo que les concedemos! Siendo pequeñita no comía nunca fruta. A los seis años ayunaba a pan y agua los viernes y sábados. A los quince, hizo voto de no comer nunca carne, salvo el caso de mandato formal de santa obediencia. Más tarde no comía más que sopas hechas sólo con pan y agua y sin condi mento ninguno, ni siquiera sal, y como esa mortificación no le parecía suficiente, añadía un brebaje tan amargo que no podía tragarlo sin verter lágrimas. Pasábansele a menudo varios días sin com er; y esos ayunos ex traordinarios eran ciertamente en ella efecto de una gracia especial, a la que respondía con generosidad; pues si sus padres la obligaban a tomar algún alimento sustancioso, pronto tenían que reconocer que con aquel cuidado y oficiosidad, lejos de aliviarla, aumentaban considerablemente sus dolores. Cada noche se disciplinaba con cadenas de hierro, y se ofrecía a Dios como víctima propiciatoria por la Iglesia, por el Estado, por las almas del purgatorio, por la conversión de los pecadores y por los intereses de la fe católica. Y era tan constante en esta penitencia que no daba tiempo a las heridas para curarse, de modo que su cuerpo era una pura llaga. íntimamente compenetrada con la pasión de su amante Salvador, inge niábase sobremanera para inventar penitencias que la acercasen más y más a su divino Modelo. Siendo pequeñita suplicaba a una buena persona le pusiera sobre las espaldas una carga de ladrillos, para comprender me jor —según decía— lo que sufrió Jesucristo bajo el peso de la cruz. Y así agobiada con aquel peso, poníase en oración y se mantenía firme, hasta que, rendida y agotado su débil cuerpecito, caía sin aliento ni fuerzas. A los catorce años cambió esa práctica por otra; salía de noche al jardín con las espaldas martirizadas por las disciplinas, como lo habían sido las de Jesús, y, cargándose con una pesada cruz a ejemplo de su Maestro, caminaba con los pies descalzos y con paso lento, meditando so bre la subida de Cristo al monte Calvario, y dejándose caer de cuando en cuando para imitar con mayor perfección a su Ejemplar y Modelo. Ciñóse la cintura con tres cadenitas que cerró con un candado, cuya llave arrojó al aljibe para que no se las pudieran quitar. Las cadenas atra vesaron pronto la piel y penetraban en las carnes al paso que éstas iban creciendo, con lo que se le producían dolores acerbísimos que soportó durante muchos años en silencio; hasta que una noche no pudo contener se y prorrumpió en sollozos. Vióse entonces obligada a descubrir su seesd e
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R osa de L im a fu e m u y regalada de la Santísim a Virgen. N o sólo se le apareció repetidas veces, sino que, durante largas tem
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poradas, vivía casi de continuo con ella. Rosa merecía este trato, por que no saljía hablar de la Divina M adre sin verter lágrimas e inflam ar a todos en su amor.
creto a una criada, con cuya ayuda intentó vanamente romper las cade nas; sólo acudiendo a la oración consiguió que se quebraran; pero aun así, no se las pudo quitar sin arrancar partes vivas de su carne. Muchas veces ponía los pies desnudos en la piedra ardiente del hogar y hacía larga meditación sobre las penas del infierno. Con una lámina de plata se fabricó a manera de un cerquillo, practicó en él tres filas de treinta y tres orificios en cada una, y por ellos introdujo clavos con las puntas hacia dentro. Los treinta y tres clavos representaban los treinta y tres años que vivió Cristo en la tierra. Esa corona se la ponía todos los viernes, y apretábala cada vez con mayor fuerza, a fin de que los clavos penetrasen en la cabeza, y para que el cabello no ofreciese su débil pro tección, se lo cortó. Acaso habría quedado ignorada esa penitencia heroi ca, si cierto día no se hubiese caído Rosa, hiriéndose en la cabeza, de la que se escaparon tres hilos de sangre que denunciaron el martirizador instrumento. Pareciéndole poco austero el lecho de madera en que por mucho tiempo descansó, fabricóse otro con trozos de tabla unidos con cuerdas, y llenó los intersticios con fragmentos de teja y de vajilla de modo que las aristas más cortantes quedasen hacia arriba. Cuando por la noche se acostaba en ese lecho de tormento, llenábase la boca de hiel en memoria de la que die ron a su am ante Salvador en la Cruz. Ella misma confesó que ese brebaje le ponía la boca tan ardorosa y desecada que al levantarse no podía ha blar y respiraba con muchísima dificultad. T al repugnancia le producía aquella cama que sólo el verla o pensar en ella le hacía temblar, y por la noche al prever lo que en ella iba a sufrir le acometía una fiebre abrasa dora. A tanto llegó su temor cierto día, que antes de decidirse a sufrir aquel martirio quedóse largo tiempo pensativa. Entonces le habló clara mente Jesús y le d ijo - a Acuérdate, hija mía, que el lecho de mi cruz fue mucho más duro, más estrecho y más espantoso que el tuyo. Verdad es que yo no tenía como tú piedras bajo la espalda, pero acerados clavos atravesaban mis manos y mis pies. Ni me perdonaron la hiel. Me la pre sentaron los sayones cuando la fiebre devoradora me angustiaba. Medita eso en tu lecho de dolor y la caridad te dirá que, comparado con el mío, tu lecho es de flores». Fortalecida con tales palabras nunca más decayó la constancia de Rosa durante los dieciséis años que todavía vivió. Por eso dormía muy poco y el insomnio fue para ella, como lo había sido para Santa Catalina de Sena, una de las mortificaciones más difíciles de soportar. De las veinticuatro horas del día, dedicaba doce a la oración, diez al trabajo manual y dos al sueño. Cuando estaba de rodillas se cerraban sus párpados muy a pesar suyo, y para triunfar del sueño se hizo construir
una cruz algo más larga que su estatura, clavó en los brazos de la misma dos clavos resistentes que pudiesen soportar el peso de su cuerpo, y cuán do quería rezar de noche, alzaba la cruz, la apoyaba contra la pared y se suspendía de los clavos mientras duraba la oración. Daríamos una idea muy imperfecta de la santidad de Rosa, si expusié semos sus austeridades extraordinarias sin añadir que las sometía a la obe diencia y estaba siempre dispuesta a dejarlo todo si se lo mandasen, por que la verdadera santidad no consiste en la penitencita corporal, sino en la del corazón, que es imposible sin humildad y obediencia. No ha de sorprender que permitiesen usar tan crueles austeridades a una jovencita de tan débil constitución. Siempre que quisieron oponerse a ello sus confesores, viéronse impedidos por una luz divina; y la madre, que la maltrataba cuando descubría alguna nueva penitencia, se veía mis teriosamente impedida cuando quería obligarla a tom ar algunos cuidados. No era menor en Rosa la humildad que la obediencia. L a palidez de su rostro, la alteración de sus facciones, aquellos ojos que habían perdido su brillo a fuerza de llorar, en una palabra, toda su persona desfigurada por la penitencia, atrajo la atención del público, y Rosa supo con grandí sima confusión que todos la veneraban como santa. Acudió a Dios desola da y le pidió con instancia que sus ayunos no le alterasen en nada la fisonomía. Dios la escuchó y le devolvió la lozanía y los colores. Sus apa gados ojos se reanimaron y todos sus miembros adquirieron nuevo vigor. Así sucedió que después de haber ayunado una cuaresma a pan y agua y de haber pasado treinta horas sin tomar alimento, viéronla unos jóvenes y se burlaron de ella diciendo: « ¡ Vaya con la religiosa célebre por sus pe nitencias! Cara tiene de haber banqueteado, a pesar de hallamos en tan santo tiempo». Rosa dio gracias a Dios desde el fondo de su alma.
EL ER E M IT O R IO DE ROSA soledad era un verdadero regalo para la piadosa virgen de Lima, y
como en casa de sus padres no hallaba lugar alguno bastante oculto Lpara vivir lejos del mundo y totalmente olvidada de él, hízose construir a
una pequeña ermita en un rincón del jardín, adonde llevó su pobre lecho, una silla y algunas imágenes piadosas, allí distribuyó ordenadamente su tiempo entre la oración y el trabajo manual. Como no se le permitía ir sola a la iglesia y su madre no siempre la podía acompañar, hubo quien la compadeció al verla privada de aquella dicha, pero Rosa contestó que Dios le hacía asistir diariamente a varias misas, ya en la iglesia del Espíritu Santo, ya en la de San Agustín.
Frecuentemente gozaba de la presencia de Nuestro Señor Jesucristo que se le aparecía en forma de niño pequeñito, y lo veía mientras rezaba o leía o trabajaba, ya sobre su mesita de labor, ya en el libro donde leía o en el ramo de rosas que tenía en la mano. El Divino Niño le tendía sus manecitas y le hablaba con familiaridad. También recibió Rosa en aquel retiro la visita de la Santísima Virgen y de Santa Catalina de Sena. Envidioso el demonio de tanta santidad y de tal abundancia de gracias, hízole sufrir los tormentos de que nos dan noticia a veces las vidas de los Santos. Llegó hasta mover contra ella la sospecha de la autoridad ecle siástica. El tribunal que hubo de examinar su conducta sacó en conclu sión que se hallaba ante una verdadera santidad. Pero al ver que tan co diciada presa se le escapaba, volvía sin cesar a la carga el maligno espí ritu, ya haciendo sentir a la Santa los más inhumanos tratos, como golpear la con violencia, apretarla contra la pared hasta sofocarla, o arrastrarla por el suelo. Reíase Rosa de aquella inútil cólera, convencida de que Dios no permite jamás que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas.
SU CELO
POR
LA
SALVACIÓN
DE LAS ALMAS
caridad de Rosa por la salvación de las almas, crecía en proporción a su am or a Jesucristo. Consideraba a sus semejantes como miembros vivos del Salvador, sabía a qué precio los había rescatado su Esposo di vino, y sentía un dolor acerbísimo con sólo pensar en tantas almas como se pierden después de haber sido redimidas por la sangre divina. ¡ Oué de veces, dirigía su vista hacia la ingente Cordillera habitada por indios sumidos en las tinieblas de la idolatría! El territorio de Chile, que después de haber conocido el cristianismo había recaído en el culto ab yecto de los ídolos, le causaba profundísima aflicción, dolíase también de la triste suerte de los chinos, de los turcos y de numerosas sectas heré ticas y cismáticas que desolaban a Europa después de haber desgarrado a la Iglesia de Jesucristo. Oíasela a veces exclamar que «para salvar las almas consentiría en dejarse cortar en pedacitos, y que quisiera poder colocarse a las puertas del infierno para impedirles caer en él. « ¡ A h ! —añadía—, caen las almas en ese abismo de perdición como las hojas de los árboles en los violentos vendavales del otoño; y, sin embargo, Nues tro Señor Jesucristo pagó con su vida el rescate de cada una de ellas». Declaróle un día uno de sus confesores que se sentía impulsado a llevar la luz del Evangelio a los idólatras. Muy lejos ce pensar en sí mis ma y de entristecerse al ver que perdía a su padre espiritual, recibió Rosa aquella confidencia con la mayor alegría, y apartándose de la reserva
L
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propia de su humildad, le prometió sin vacilar hacerle partícipe de todas sus buenas obras, con tal que por su parte la asociase al mérito de su apostolado entre los infieles. Aceptó el misionero la proposición, y sosteni do por las oraciones y heroicas penitencias de la Santa trajo muchas al mas a Dios. Tanto había importunado a Dios para que en su ciudad se estableciese un convento de religiosas dominicas, que el Señor le reveló, por fin, que sus deseos serían cumplidos, pero sólo después de su muerte, según ella misma había predicho, se llevó a cabo esa fundación. En él tomó el velo, al quedarse viuda, la madre de nuestra Santa, doña María de O liva; y, poco después, más de doscientas religiosas ofrecían al Señor, en aquel santo recinto, el fervoroso tributo de sus plegarias y de sus amores.
M UERTE Y GLORIFICACIÓ N
DE
ROSA
24 de agosto de 1617, a la edad de treinta y un años, entregó su hermosa alma al Creador aquella Rosa fragantísima del Perú. Sus funerales produjeron multitud de conversiones. Todo era oír hablar de restituciones, de cesación de escándalos, de obras de caridad y de m or tificación. Y no solamente en la capital pudo apreciarse tan maravillosa renovación de las almas, sino que se extendió a todo el Perú y aun al canzó al virreinato de Méjico su hienhechora y grande influencia. El 15 de abril de 1668 fue beatificada por Clemente IX. El mismo Pontífice le dio al año siguiente el título de Patrona principal del Perú e inscribió sus alabanzas en el Martirologio romano. Clemente X la cano nizó el 12 de abril de 1672. Es Patrona de Hispanoamérica.
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SANTORAL Santos Félix, presbítero, y Adaucto. mártires; Bonifacio, martirizado juntamente con su esposa y sus doce hijos; Pelayo, Arsenio y Silvano, mártires; Filónides, obispo y m ártir, en C hipre; Félix y Regiolo, m ártires en Numidia, con Santa E va; Fiacro, príncipe irlandés, solitario; Bononio. ab ad ; Fantino, monje ^ Pam aquio, presbítero, en R om a; Pedro Pescador, venerado en el A m purdán; Pedro, confesor, en Trevi (Italia). Beato Ero, cisterciense, abad de A rmentera. Santas Rosa de Lim a, P atrona de H ispanoam érica; Tecla, esposa de San Bonifacio, mártir; G audencia y com pañeras, mártires en R o m a; Sigelinda, virgen y m ártir, venerada en C olonia. Eva, m ártir en Numidia.
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^ Él j f j
El blasón de la familia
D ÍA
Mártir inocente
31
DE
AGOSTO
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SANTO DOMINGUITO DE VAL MARTIR, PATRÓN DE LOS NIÑOS DE CORO (1240-1250)
la memorable escena del Calvario, ¿beben por ventura los judíos con la leche m aterna el odio a los cristianos? Así lo cree ríamos al ver la saña y sanguinario furor con que algunos de ellos persiguieron, en el correr de los siglos, a los tiernecitos y cándidos infan tes. El israelita Samuel, en el famoso proceso incoado el año de 1475 contra los judíos de la ciudad de Trcnto, afirmó que, al empezar a exten derse por todo el mundo la Religión cristiana, los rabinos de Babilonia y sus contornos tuvieron junta para tratar de los medios más conducentes a dar estabilidad a la Sinagoga, cuarteada y próxima a derrumbarse con la dispersión general de los miembros de su secta. Por consejo de los más sabios, decidióse que debían sacrificarse por Pascua un niño cristiano. L a sangre de esta víctima, inmolada como Je sucristo, debía mezclarse con los acostumbrados manjares de la cena. Declararon dicho rito obligatorio, y como tal lo consignaron en el Tal mud de Babilonia. Los judíos de Occidente, por temor a la justicia, no dejaron escrito este rito, pero transmitíanlo a sus hijos verbalmente. Tal afirmaba el judío Samuel, que intervino en el martirio del santo niño Simón o Simeón, de Trento, el año de 1475. Se diría que furiosos y esd e
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corridos de su fracaso con Nuestro Señor quieren vengarse en las inocen tes criaturas que tienen la dicha de seguir la doctrina del divino Crucifi cado. ¿Puede darse tormento más atroz que la crucifixión, para los deli cados miembros de un niño de corta edad? Pues con este cruel suplicio, martirizaron a innumerables infantes cristianos, entre ellos a Santo Dominguito de Val, gloria de Zaragoza y de España.
NIÑ EZ DE SANTO DOM INGUITO del siglo xm, vivían en Zaragoza dos virtuosos consortes, A mediados Sancho de Val, infanzón o gentilhombre, vasallo leal de don Jaime el Conquistador, y su esposa Isabel. Ejercía Sancho en su ciudad natal el cargo de tebelión o notario público, al que iba anejo un empleo en el Capítulo de la catedral. El cargo de que estaba revestido prueba la no bleza de su origen, porque, como dice el historiador Andrés, «para ocupar aquel sitio, entonces considerado entre los más honrosos, era preciso haber probado limpieza de sangre». Bendijo el cielo la unión de Sancho e Isabel, otorgándoles en el año de 1240 un hijo al que bautizaron con el gracioso nombre de Dominguito, sin duda por ser su padre muy devoto del santo Fundador de los Domi nicos, el cual era patrón de la Cofradía de notarios de Zaragoza. Vino Dominguito al mundo en circunstancias tan maravillosas, que de ellas dedujeron sus cristianos padres la vida extraordinaria a que el Señor le destinaba. La primera vez que aquella dichosa madre tuvo en brazos a su hijito, admiróse al ver marcados en el inocente cuerpo de la criatura algunos instrumentos de la Pasión del Salvador. Alrededor de su cándida cabecita veíanse como las señales de una corona de espinas, y en su hom bro derecho el signo sagrado de nuestra redención. Alentados por tan extraordinarios indicios, Isabel y su virtuoso mari do se desvelaban para criar al niño en la piedad y santo temor del Señor. ¿Quién sabe si nuestro Dominguito será algún día llamado a las sublimes funciones del sacerdocio al igual que su santo Patrono, para anunciar al mundo el amor de Jesús crucificado? —preguntábanse ambos consortes. Así se interpretaría sin duda Sancho de Val las milagrosas señales que a su hijo acompañaron en la infancia, porque ya en su n á s tierna edad le juzgó digno de ser iniciado en los preludios del divino ministerio. Al cumplir Dominguito los seis años, con grande júbilo de su alma le admi tieron entre los niños de coro de la catedral, llamada vulgarmente la Seo. Cuanto de él se sabe, nos induce a creer que se señaló entre sus compañeritos por su modesta compostura y angelical piedad. Contentísimo
estaba el santo niño con el nuevo empleo, y lo cumplía con fervor y es píritu de fe dignos del joven Samuel. Ora mezclaba su voz sonora y an gelical en los cantos a la Reina de los cielos, ora balanceaba el incensario delante del altar, ora presentaba el agua y el vino para el Santo Sacrificio de la Misa. Ya en aquellos momentos en que veía inmolarse al divino Crucificado del Calvario, levantaría su corazón al cielo, uniéndolo al fra gante olor del incienso, gozoso de ofrecer al Señor este interior sacri ficio hasta tanto que pudiese ofrendarle todo su cuerpo como hostia viva. Y por cierto que no tardó en llegar para el niño la hora del holocausto. El divino Jardinero gusta a veces de recoger en la tierra lozanas y fragan tes flores con que adornar su hermoso cielo y recrear a los angelitos; y así fue de su grado tronchar y llevar a los jardines de la gloria el delicado y bellísimo capullo apenas entreabierto en un bello rosal zaragozano.
LOS JUDÍOS
CRUCIFICA N
A
DOM INGUITO
tedral a su parroquia de San Miguel, Dominguito solía pasar cada día E por el barrio judío, entonando, en medio del silencio de la noche, cantos
s antigua y constante tradición en Zaragoza, que para volver de la Ca
de alabanza a la M adre del Señor. Ya los judíos airados quisieron poner término a aquella ingenua manifestación de am or a M aría valiéndose de sus cánticos y amontonando con ello sobre su cabeza recia tempestad de la que iba pronto a ser gloriosa víctima. Los judíos, que eran por entonces muchos y poderosos en Zaragoza, concibieron, aquel año de 1250, el odioso designio de m atar a un niño cristiano, por faltarles sin duda la sangre indispensable para la celebración de la Pascua, y por el odio racial que tenían a Cristo. E ra ése un crimen abominable, pero se lo permitía la ley detestable del Talmud. Con el fin de premiar de algún modo a quien tuviese astucia y valor para secuestrar y m atar a un niño cristiano, la Aljama o Sinagoga prome tió eximirle de todo tributo. Halagado por la promesa y cegado por el creciente odio que tenía a Dominguito, Mossé Albayucet prometió a los rabinos ayudarles en su intento y darles pronta satisfacción en aquel deseo. Vivía este malvado en el callejón por donde pasaba cada tarde el ino cente muchacho, el cual había sido ya muchas veces blanco de sus ren corosas invectivas. El miércoles 31 de agosto de 1250, al anochecer, pú sose el traidor al acecho del niño que salía de la Catedral y apresuraba el paso como para abrazar pronto a sus padres. Entró Dominguito en el callejón. De repente se echó sobre él Alba yucet, le maniató y amordazó, y aguardó a que fuese ya muy entrada la
noche para llevarlo a una casa judía, distante pocos pasos de la Sinagoga. Temblaría de pies a cabeza el tierno infante al verse en medio de aquellos cruelísimos hombres, que le saludaban con burlas y sarcásticas risotadas. Por fin tenían ya en sus manos a un cristiano, a un partidario de aquella religión que tan de veras odiaban. No era menester deliberar sobre el gé nero de muerte que habían de darle. Moriría crucificado como Cristo su Dios. No iban a necesitar instrumentos especiales: la cruz sería la pared misma de la sala donde celebraban junta aquellos hombres infames. El feroz Albayucet no aguardó m á s; ya le tardaba a su perversidad y aberración realizar aquel nefando sacrilegio. Desnudó al inocente niño, púsole en la cabeza la corona de punzantes espinas; pidió ayuda a uno de sus congéneres para que sostuviese en alto el cuerpecito de la víctima, y de cuatro martillazos dejó pegada al muro con recios clavos la carne virgen del santito mártir. Cuatro fuentes de sangre cristiana brotaron de aquellas gloriosas he ridas, ¡ Oh, qué estremecimientos de alegría satánica experimentarían aque llos odiosos criminales al ver correr la sangre que necesitaban para cum plir el rito infame de su Pascua! ¡Con qué afán llenarían de ella los vasos de antemano preparados, mientras el cruel Albayucet, todavía con el martillo en la mano, profería dicterios y blasfemias contra la tierna víc tima y contra Jesucristo, su Dios! «¡O h crimen inexplicable! —exclama un poeta aragonés— , no bas taba ya al pueblo deicida haber desgarrado con azotes, cargado con larga y pesada cruz, y oprimido con un sinnúmero de penas a Jesús, el Hom bre Dios. Las hienas, descendientes de aquella raza, que Zaragoza alber gaba dentro de sus muros, porque no podían sacrificar a Jesús por segun da vez, apoderáronse del niño Dominguito para saciar en él su saña... Al ser la medianoche, clavaron en una pared su tiernecito cuerpo. . Y du rante este cruel tormento, es indudable que aquellos monstruos profana rían con impuras manos los hermosos cabellos y las sonrosadas mejillas del niño. ¿N o le tejieron por ventura una corona ds espinas? ¿No se atrevieron a m anchar con inmundos salivazos la cándida frente de Do minguito? ¿No destrozaron su cuerpecito con repetidos golpes?...» Sí, todo eso lo harían con Santo Dominguito, como solían hacerlo con todos los niños cristianos que crucificaban, porque aquellos malvados esta ban persuadidos de que cuanto más crueles tormentos hiciesen padecer a los cristianos, más crecido sería el premio que recibirían de Jehová en la vida futura. Y así, una vez crucificados, solían arrancarles con tenazas pe dazos de carne y los pinchaban con alfileres el cuerpo hasta que expirasen. Dominguito, entretanto, a los ayes de dolor juntaba palabras de per dón para sus verdugos, y acordábase de las postreras que pronunció el Sal-
anto
S
D om inguito de Va!, al frente de otros amigos, recorre las
caties del barrio judio y canta him nos litúrgicos que despiertan la ira de sus moradores. M ossé A lbayucet fo rm a el propósito de apo derarse del angelito para repetir en él las crueldades de la pasión de N uestro Señor.
vador en la Cruz, y que él aprendiera un día de memoria en el claustro de la Catedral, de labios del Maestrescuela. Y cuando ya no pudo hablar, siguió mirando con ternura a los crueles verdugos que en flor tronchaban su vida, hasta que fue poco a poco, apagándose la luz de sus bellísimos y limpios ojuelos, y su alma angelical voló a unirse con los «seises» ce lestiales, eternos cantores y servidores del Señor. Faltaba sólo una circunstancia para que la crucifixión del inocente niño fuese del todo parecida a la del Salvador. Em puñó uno de aquellos malvados una lanza, y, al tiempo que con ella traspasaba el pecho y co razón del mártir, dijo con ronca voz la fórmula blasfema y espantosa que solían: « ¡Esto se hizo también al Dios de los Cristianos, que no es el Dios verdadero!» Con esto acabó el papel de los verdugos, ahora tocaba al Señor glorificar al heroico niño que tan santamente le diera la vida.
E N T IE R R O Y H A LLAZGO DEL SANTO CUERPO prisa los judíos, mientras era todavía noche, para hacer des aparecer las huellas del horrendo crimen. Desprendieron el glorioso cuerpecito de la pared, cortáronle manos y cabeza, y metido el tronco en un saco lleváronlo fuera de la ciudad, a la confluencia del río Huerva con el Ebro. Aquel terreno estaba por entonces cubierto de tamariscos. Ca varon allá una fosa y enterraron al mártir, seguros de burlar con ello la justicia. Las manos y cabeza las echaron a un pozo. Pero a la noche siguiente, en tanto que Sancho de Val y su esposa lloraban al hijo que suponían perdido para siempre, los guardas del Puen te de barcas echado sobre el Ebro, vieron en la parte opuesta, donde yacía el cuerpo de Dominguito, una aureola muy resplandeciente, y como igual maravilla se repitiese.las noches siguientes, contaron el hecho a sus con ciudadanos, porque creían ver en él un aviso del cielo. Por otra parte, el dolor de los padres y deudos de Dominguito fue muy presto público y compartido en Zaragoza; lo cual, junto con saber lo que sucedía cada noche a orillas del Ebro, dio que pensar a los m a gistrados y al clero de la Catedral. Fueron al lugar señalado por la mis teriosa luz, cavaron la tierra donde parecía haber sido recientemente re movida, y a la vista de todos apareció, dentro de un saco, una masa informe atada con cuerdas: era el mutilado tronco del inocente niño. Milagrosamente se hallaron también las manos y cabeza, porque re fiere el historiador Andrés, que el pozo donde estaban se llenó de hermosa luz, y que sus aguas crecieron y mostraron, al elevarse, el tesoro que guardaban. ié r o n s e
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TRASLACIÓN. — C O N V IERTE A ALBAYUCET f
entera se conmovió con estas nuevas, y un gentío innume rable se juntó en el lugar del prodigio. Trasladaron el cuerpo del mártir primero a la iglesia de San Gil, que era la más próxima, y allí fueron llevadas también la cabeza y las manos. Sancho e Isabel reconocieron afligidísimos en aquellos mutilados des pojos al am ado hijo que habían perdido, pero acordándose de las miste riosas señales de la infancia de Dominguito, entendieron al punto su sig nificado, y cristianamente resignados y aun gozosos, dieron gracias al Señor por haberse dignado coronar con diadema de m ártir al primer fruto de su matrimonio. E ra aquella una dolorosa pero muy singular bendición. A pocos días del hallazgo del cuerpo de Dominguito, el obispo de Z a ragoza don A rnaldo de Peralta quiso glorificar al M ártir de Cristo con solemnísima traslación de sus reliquias. Toda la ciudad concurrió a la procesión que de la Catedral pasó a la iglesia de San G il: nobleza, pueblo y soldados se agolpaban alrededor del Prelado y del clero. Todos llevaban gruesos cirios en honor- del inocente niño mártir, y aclamaban ya a Do minguito como a santo e ínclito patrono de Zaragoza. Pero el alborozo de los pechos rompió en voces de fervoroso entusias mo cuando, repentinamente, ante el pueblo agrupado junto a la puerta de San Gil, reanimóse el cuerpecito del mártir, y, arrodillado encima de las angarillas, mostróse lleno de vida y con las manecitas juntas como si orase por los presentes. Milagro que presenció todo el pueblo. E n medio de férvidas aclamaciones y al son de suaves y acompasadas músicas, recorrió la procesión las calles de Zaragoza, a la que había en trado por el portal de Cineja abierto en la antigua muralla levantada por César Augusto. E n todas las iglesias se detenía el santo cuerpo como para honrarlas con su presencia, y todos corrían a contemplar de cerca las se ñales de los gloriosos tormentos del mártir. Llegaron finalmente a la Ca tedral. Las reliquias de Santo Dominguito fueron colocadas en un nicho preparado en la capilla dedicada al Espíritu Santo. Los fieles empezaron a venerarle y a encomendarse a él .en sus nece sidades, y el santo niño, desde el cielo, premió la fe y devoción de los za ragozanos con muchos y grandes milagros. Fue uno de ellos la conversión del propio secuestrador y verdugo Mossé Albayucet, el cual, luego de ha ber visto el triunfo y milagros de la inocente víctima, arrepintióse de su crimen, y pidió el bautismo. Llevó después vida cristiana y guardó pro fundo agradecimento a Santo Dominguito, que, no contento con haberle perdonado su horrendo delito, se vengaba de él tan noblemente endere
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zando sus pasos por la senda que lleva al cielo. Las gracias obtenidas por su mediación fueron numerosísimas. Un concurso de fieles cada vez mayor, visitaba la tumba del mártir con extraordinaria devoción y m u chos hallaron allí el consuelo del alma junto con la curación de los males que afligían su cuerpo.
CULTO DE SANTO DOM INGUITO poco tiempo de ser trasladado el cuerpo del mártir a la Catedral, el obispo, don Arnaldo de Peralta, mandó depositarlo en magnífica urna, en la que se grabó esta inscripción: «Aquí yace el bienaventurado niño Dominguito de Val, martirizado por odio a Cristo Señor Nuestro». El día 26 de septiembre de 1496 se verificó el traslado de las reliquias a la sacristía mayor de la catedral, donde permanecieron ocultas hasta principios del siglo xvii. El mes de abril del año 1600, don Diego de Espés, racionero y secre tario de la Seo, hombre muy versado en las antigüedades que contenía Z a ragoza, y muy devoto del santito mártir, trabajó para que el Capítulo saca se del olvido aquellos preciosos restos. Logró felizmente su intento, y a 21 de julio del mismo año, siendo arzobispo don Alfonso Gregorio, el Ca pítulo verificó con solemnidad la traslación de las reliquias desde la sa cristía mayor a la capilla del Espíritu Santo, donde antes estaban. A mediados del siglo xvi, tenían los fieles especialísima devoción a la cabeza de Santo Dominguito. Estaba encerrada en precioso relicario de plata dorada, que permitía ver la cabeza del mártir por un cristal. En días solemnes del año. solíase llevar dicha reliquia a las casas de los en fermos, y Santo Dominguito premiaba la devoción de aquellas gentes con favores señaladísimos que lo hicieron de más en más popular. Pero fue sobre todo desde mediados del siglo xvu cuando creció de manera portentosa la devoción al niño mártir. El año de 1671 se edificó un altar a Santo Dominguito en una de las capillas d; la Catedral de la Seo. El cuerpo, depositado en hermosa urna de alabastro, fue colocado encima del altar, hacia la mitad del muro, dentro de Jn hueco protegido por una reja de hierro con orlas doradas. Un ángel representado delante del sepulcro sostiene una bandera con la antedicha inscripción. El año de 1794. don Miguel Esteban del Val, abuelo de don Rafael Merry del Val, propagó la devoción a Santo Dominguito en Sevilla, donde llegó a ser muy popular. Trece años más tarde, en e. de 1807, Pío VII autorizó en Sevilla el rezo del Oficio del Santo con lecciones propias. No faltan auténticos testimonios de que esta devoción se propagó tam-
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bien en el Nuevo Mundo, y principalmente en Méjico. Al llegar a dicha ciudad don Jerónimo López de Arbisu a principios del siglo x v iii , hon rado por el rey con el título de maestrescuela de la catedral, halló en el coro de la misma una silla cuyo bajo relieve representaba el martirio del Santito. Los niños de coro de dicha basílica, llamados Colonitados, tenían en su colegio un oratorio cuyo altar estaba dedicado a Santo Dominguito de Val, a quien veneraban especialísimamente. Buena prueba de que esta devoción fue creciendo sin cesar en Zarago za es la antigua Cofradía establecida en honor suyo. Su fundación se remonta a la época misma del martirio de Dominguito. El rey don Jai me I de Aragón tuvo a honra ser inscrito en ella. Todas las clases sociales acudían a las piadosas juntas dé los cofrades. Los niños de coro de la Seo festejaban a su amadísimo patrono el día 31 de agosto con mucho fervor. E n nuestros días está muy lejos de disminuir el culto que Zaragoza tributa a Santo Dominguito *la fiesta, comprendida entre las de primera clase, celébrase con pompa no inferior a la de los pasados siglos. No hace aún mucho tiempo, mostrábase de la manera más conmove dora la devoción que profesan los habitantes de Zaragoza a nuestro Santo. Las madres, cuando, después que Dios les había concedido un hijo, salían por primera vez a misa, llevábanlo a la casa donde naciera el pequeño m ártir a fin de colocarlo bajo la protección del santo compatricio. Por toda España es actualmente popular el culto de Santo Dominguito, y contribuye a ello el que los niños de coro le hayan elegido por Patrón.
SANTORAL Santos Ramón Nonato, mercedario; D om inguito de Val, m ártir; el santo conde Osorio Gutiérrez, confesor; Paulino, obispo de Tréveris. m ártir; Amado o A mato, obispo de Ñ usco, y Siró, de P adua; Aidano, obispo de Lindisfarne, y O ptato, de A uxerre; Cesidio, presbítero y compañeros, m ártires; Robustiano y M arcos, m ártires, en Tréveris, Teodoro, esposo de Santa Rufina v padre de San Marnés, mártir (véase 17 de agosto); Arístides, filósofo, apologista del cristianismo ante el em perador Adriano. Beatos Bonajunta, uno de los siete fundadores de los Servitas (véase 12 de febrero); Barto lomé M artín y Jerónim o C ontreras, m ínim os; Juan Micó, dominico. Santas Isabel, hermana de San Luis, rey de Francia; Rufina y Amia, madre y no driza respectivamente de San Mamés (véase 17 de agosto); Florentina, virgen y m ártir, venerada en una comarca de los A lpes; Eamvida. abadesa en Inglaterra.